En el campo ser un hombre-lobo no era vida. Una gallina estúpida desaparecía y eras el sospechoso número uno. Todo el mundo decía que las cosas eran mejores en la ciudad.
Ciertamente era abrumadora.
Angua podía ver varias horas de la calle Olmo de un solo vistazo. El miedo del atracador era una línea anaranjada que iba desvaneciéndose. El camino seguido por Zanahoria era una pálida nube verdosa en expansión, con un tenue ribete que sugería que estaba ligeramente preocupado. Había tonos adicionales de cuero viejo y pulimento para armaduras. Otras sendas, tenues o intensas, se entrecruzaban a lo largo de la calle.
Había una que olía como una vieja alfombrilla de lavabo.
—Hola, perra —dijo una voz detrás de Angua.
Angua volvió la cabeza. Gaspode no tenía mejor aspecto visto a través de la visión canina. La única diferencia era que ahora se hallaba en el centro de una nube de olores mezclados.
—Oh. Eres tú.
—Exacto —dijo Gaspode, rascándose febrilmente. Le lanzó una mirada esperanzada—. Solo por preguntar, comprendes, para dejarlo claro ya desde el primer momento y por aquello de guardar las apariencias, por la memoria de comosellame podríamos decir, pero supongo que no habrá ninguna posibilidad de que yo pueda olisquear…
—Ninguna.
—Solo preguntaba. No pretendía ofenderte.
Angua arrugó el hocico.
—¿Cómo es que hueles tan mal? Quiero decir que ya olías bastante mal cuando era humana, pero ahora…
Gaspode puso cara de sentirse muy orgulloso.
—No está mal, ¿verdad? —dijo—. Pero no es algo que ocurra por casualidad, claro. Tuve que trabajarlo mucho. Si fueras una perra de verdad, esto sería como una loción para después del afeitado de las buenas. Por cierto, señorita, te interesa conseguir un collar. Nadie te molesta si llevas collar.
—Gracias.
Gaspode parecía tener otra cosa en mente.
—Ejem… No arrancas los corazones de los pechos, ¿verdad?
—No a menos que quiera hacerlo —dijo Angua.
—Claro, claro, claro —se apresuró a decir Gaspode—. ¿Adonde ibas?
Inició un torpe trote de patas arqueadas para mantenerse a la altura de Angua.
—A husmear un poco por los alrededores de casa de Martillo-grande. No te he pedido que vinieras.
—No tengo nada más que hacer —dijo Gaspode—. La Casa de las Costillas no saca la basura hasta medianoche.
—¿No tienes un hogar al que ir? —preguntó Angua, mientras pasaban trotando por debajo de un puesto de pescado con patatas fritas.
—¿Un hogar? ¿Yo? ¿Un hogar? Sí. Por supuesto. No hay problema. Críos que ríen, una gran cocina, tres comidas al día, un gato la mar de gracioso al que perseguir en la casa de al lado, manta propia y un lugar junto al fuego, ya está viejo y se ha ablandado un poco pero lo queremos, etcétera. Todo está controlado, créeme. No, lo que pasa es que me gusta salir un poco —dijo Gaspode.
—Solo que veo que no tienes collar.
—Se me cayó.
—¿De veras?
—Fue por el peso de todas esas piedras falsas.
—Sí, supongo que sería por eso.
—Me dejan hacer prácticamente lo que me da la gana —dijo Gaspode.
—Eso ya lo veo.
—A veces no voy a casa durante, oh, días enteros.
—¿De veras?
—Semanas, a veces.
—Claro.
—Pero siempre se alegran mucho de verme cuando lo hago —dijo Gaspode.
—Pensaba que habías dicho que dormías en la universidad —dijo Angua, mientras esquivaban un coche en la calle Escarcha.
Por un momento Gaspode olió a incertidumbre, pero se recobró de una manera magnífica.
—Sí, claro —dijo—. Bueeeeeno, ya sabes cómo son las familias… Todos esos chicos que te cogen en brazos, dándote galletas y similares, y la gente dándote palmaditas todo el rato. Te acaba poniendo de los nervios. Así que duermo allí bastante a menudo.
—Claro.
—Más a menudo que no, de hecho.
—¿De veras?
Gaspode soltó un suave gañido.
—Tienes que ir con cuidado, sabes. Una perra joven como tú puede tener muchos problemas en esta ciudad de perros.
Habían llegado al pequeño muelle de madera que había detrás del taller de Martillogrande.
—¿Y cómo te las…? —empezó a decir Angua, pero se calló.
Allí había toda una mezcla de olores, pero el que predominaba era tan penetrante como la hoja de una sierra.
—¿Fuegos artificiales?
—Y miedo —dijo Gaspode—. Montones de miedo.
Olisqueó los tablones.
—Miedo humano, no de enano. Si son enanos, siempre lo notas enseguida. Es por la alimentación a base de ratas, ¿sabes? ¡Buf! Tiene que haber sido realmente intenso para que todavía huela tan fuerte.
—Huelo a un macho humano y un enano —dijo Angua.
—Sí. Un enano muerto.
Gaspode pegó su maltrecho hocico a la parte de abajo de la puerta y fue moviéndolo a lo largo de ella, olisqueando ruidosamente.
—Hay más cosas —dijo—, pero con el río tan cerca y todo lo demás es una mierda. Hay aceite y… grasa… y toda clase de… Eh, ¿adonde vas?
Gaspode trotó tras ella mientras Angua volvía a encaminarse hacia la calle Escarcha, con el hocico pegado al suelo.
—Estoy siguiendo el rastro —dijo ella.
—¿Para qué? El no te lo agradecerá, ¿sabes?
—¿Quién no me lo agradecerá?
—Tu jovencito.
Angua se detuvo tan de repente que Gaspode chocó con ella.
—¿Te refieres al cabo Zanahoria? ¡Él no es mi jovencito!
—¿No? Soy un perro, ¿de acuerdo? Está todo en la nariz, ¿de acuerdo? El olor no puede mentir. Feremonias. Es el viejo rollo de la alquimia sexual.
—¡Solo hace un par de noches que le conozco!
—¡Aja!
—¿Qué quieres decir con eso de «aja»?
—Nada, nada. O por lo menos nada malo, en todo caso…
—¡No hay absolutamente nada que pueda estar mal!
—Claro, claro. Y no es que fuera a estar mal —dijo Gaspode, apresurándose a añadir—, incluso en el caso de que lo hubiera. El cabo Zanahoria le cae bien a todo el mundo.
—Sí, ¿verdad? —dijo Angua, con su pelaje volviendo a aplanarse—. Es muy… agradable.
—Incluso Gran Fido solo le mordió la mano cuando Zanahoria intentó acariciarlo.
—¿Quién es Gran Fido?
—El Jefe Ladrador del Gremio de Perros.
—¿Los perros tienen un gremio? ¿Los perros? Tócame los hocicos, anda…
—No, va en serio. Derechos de búsqueda en las basuras, lugares para tomar baños de sol, turnos de ladridos nocturnos, derechos de apareamiento, cuotas de aullidos… Todo el hueso de goma, créeme.
—Un gremio de perros —gruñó Angua sarcásticamente—. Oh, claro.
—Tú persigue a una rata por la calle equivocada y luego llámame mentiroso —dijo Gaspode—. Tienes suerte de que yo ande por aquí, o de lo contrario podrías meterte en un buen lío. El perro que no sea miembro del gremio va a tener muchos problemas en esta ciudad. Sí, tienes mucha suerte de haberte encontrado conmigo.
—Y supongo que tú eres un gran hom… perro dentro del gremio, ¿verdad?
—No soy miembro del gremio —dijo Gaspode con satisfacción.
—¿Y entonces cómo sobrevives?
—Yo puedo pensar con las patas. Y en todo caso, Gran Fido nunca se mete conmigo. Yo tengo el Poder.
—¿Qué poder?
—Bah, olvídalo. Gran Fido… es muy amigo mío.
—Tratar de arrancarle el brazo a un hombre de un mordisco porque te ha acariciado no suena muy amistoso.
—¿Sí? Pues el último hombre que intentó acariciar a Gran Fido desapareció sin dejar rastro, y luego lo único que encontraron de él fue la hebilla de su cinturón.
—¿Sí?
—Y estaba en lo alto de un árbol.
—¿Dónde estamos?
—Cuando ni siquiera hay árboles cerca de aquí. ¿Qué?
Gaspode olisqueó el aire. Su nariz podía leer la ciudad de una manera que recordaba a las suelas instruidas del capitán Vimes.
—Estamos en el cruce de la avenida Pastelito con Prouts —dijo.
—El rastro empieza a disiparse. Se ha mezclado con demasiadas otras cosas.
Angua anduvo husmeando por los alrededores durante un rato. Alguien había ido hasta allí, pero demasiadas personas habían cruzado el rastro. El olor penetrante seguía estando presente, pero ahora solo como una sugerencia dentro del amasijo de aromas en conflicto.
De pronto fue consciente de un abrumador aroma a jabón que se iba aproximando. Ya lo había notado antes, pero solo corno mujer y únicamente como una tenue vaharada. Como cuadrúpeda el olor parecía llenar el mundo.
El cabo Zanahoria venía por la calzada y parecía pensativo. No miraba en qué dirección iba, pero en realidad no necesitaba hacerlo. La gente siempre se hacía a un lado para dejar pasar al cabo Zanahoria.
Era la primera vez que Angua lo veía a través de aquellos ojos. ¡Oh, cielos! ¿Cómo era posible que la gente no se diera cuenta? Zanahoria andaba por la ciudad como un tigre anda por entre la hierba alta, o un oso a través de la nieve, luciendo el paisaje igual que si fuera una piel…
Gaspode volvió la cabeza hacia ella. Angua se había sentado sobre sus cuartos traseros, mirando fijamente.
—Te cuelga la lengua —le dijo Gaspode.
—¿Qué…? ¿Y qué? Bueno, ¿y qué? Es natural. Estoy jadeando.
—Jua, jua.
Zanahoria los vio y se detuvo.
—Vaya, pero si es el chuchito —dijo.
—Guau, guau —dijo Gaspode, con su cola traidora meneándose.
—Al menos tú tienes una amiga —dijo Zanahoria.
Le dio unas palmaditas en la cabeza a Gaspode y luego se limpió distraídamente la mano en la túnica.
—Y a fe mía que es un ejemplar realmente espléndido —dijo—. Una perra loba de las Montañas del Carnero, si es que entiendo un poco de eso. —Acarició a Angua de una manera vagamente amistosa—. Oh, bueno —dijo—. Esto no ayuda en nada a que se haga el trabajo, ¿verdad?
—Guau, gañido, dale una galleta al perrito —dijo Gaspode.
Zanahoria se incorporó y se palpó los bolsillos.
—Creo que tengo un trocito de galleta por aquí… Vaya, viéndote no me costaría nada creer que entiendes cada palabra que digo…
Gaspode mendigó un poco, y no le costó nada hacerse con la galleta.
—Guau, guau, reverencia, reverencia —dijo.
Zanahoria dirigió a Gaspode la mirada ligeramente perpleja que las personas siempre le lanzaban cuando decía «guau» en vez de ladrar, saludó a Angua con una inclinación de cabeza y siguió su camino hacia la avenida Pastelito y la casa de lady Ramkin.
—Ahí va un chico muy, muy majo —dijo Gaspode mientras masticaba ruidosamente la galleta rancia—. Simple, pero muy majo.
—Sí. Es simple, ¿verdad? —dijo Angua—. Eso fue lo primero que me llamó la atención en él. Es simple. Y aquí todo lo demás es complicado.
—Antes te estaba poniendo ojos de cordero —dijo Gaspode—. Y no es que yo tenga nada en contra de los ojos de cordero cuidado. Con tal de que estén frescos.
—Eres repugnante.
—Sí. Pero al menos yo mantengo la misma forma durante todo el mes, dicho sea sin ánimo de ofender.
—Estás pidiendo un mordisco.
—Oh, sí —gimoteó Gaspode—. Sí, me morderás. Aaargh. Oh, sí, eso sí que me dejará preocupado, de verdad que sí. Quiero decir que, bueno, piensa un poquito en ello. Tengo tantas enfermedades caninas que estoy vivo únicamente porque las pequeñas cabronas están demasiado ocupadas peleándose entre ellas. Quiero decir que, bueno, hasta tengo Trasero Pringoso, y eso solo lo pueden tener las ovejas preñadas. Adelante. Muérdeme. Cambia mi vida. Cada vez que haya luna llena, de pronto me crecerá pelo y me saldrán unos grandes dientes amarillos y tendré que ir por ahí a cuatro patas. Sí, no he de esforzarme demasiado para ver que eso cambiaría enormemente mi situación actual. De hecho —dijo—, no cabe duda de que estoy pasando por una racha bastante mala en lo que se refiere al departamento de pelaje, así que a lo mejor un, ya sabes, no el mordisco entero, sino quizá solo un mordisqueo de nada…
—Cállate.
«Al menos tú tienes una amiga», había dicho Zanahoria. Como si tuviera algo en la cabeza…
—Incluso un lametón rápido…
—Cállate.
—La culpa de todo este desorden la tiene Vetinari —dijo el duque de Eorle—. ¡Ese hombre carece de estilo! Así que ahora, naturalmente, tenemos una ciudad en la que los tenderos cuentan con tanta influencia como los barones. ¡Pero si incluso permitió que los fontaneros formaran un gremio! Eso va contra natura, en mi humilde opinión.
—No sería tan terrible si diera alguna clase de ejemplo social —dijo lady Omnius.
—O incluso gobernara —dijo lady Selachii—. Hoy día parece que la gente tenga derecho a salirse con la suya en todo.
—Admito que hacia el final los antiguos reyes ya no pertenecían necesariamente a nuestra clase —dijo el duque de Eorle—, pero al menos ellos representaban algo, en mi humilde opinión. En aquellos tiempos teníamos una ciudad decente. Las personas eran más respetuosas y sabían cuál era su sitio. Entonces cumplían con una jornada laboral decente, y no se pasaban la vida holgazaneando. Y ciertamente no teníamos que abrirles las puertas a cualquier clase de escoria que fuera capaz de entrar por ellas. Y también teníamos leyes, por supuesto. ¿No es así, capitán?
El capitán Samuel Vimes estaba contemplando con ojos vidriosos un punto situado en algún lugar hacia la izquierda y justo por encima de la oreja izquierda de la persona que acababa de hablar.
El humo de los puros flotaba en el aire casi inmóvil. Vimes era vagamente consciente de que había pasado varias horas ingiriendo demasiada comida en compañía de personas que no le gustaban.
Anhelaba el olor de las calles mojadas y la sensación de los adoquines bajo sus suelas de cartón. Una bandeja de copas para después de la cena estaba orbitando la mesa, pero Vimes no la había tocado, porque Sybil se molestaba. Y ella intentaba ocultarlo, y eso molestaba todavía más a Vimes.
El efecto del Abrazodeoso ya se había disipado. Vimes odiaba estar sobrio. Al estarlo empezaba a pensar. Uno de los pensamientos que luchaban por hacerse con un poco de espacio dentro de su mente era que las opiniones humildes no existían.
Vimes no había tenido mucha experiencia con los ricos y los poderosos. Por regla general, los policías no la tenían. No se trataba de que los ricos y los poderosos fuesen menos propensos a cometer crímenes, sino sencillamente de que los crímenes que cometían tendían a estar tan por encima del nivel normal de criminalidad que se encontraban más allá del alcance de los hombres con botas baratas y cota de malla oxidada. Tener cien propiedades en los suburbios no era un crimen, pero vivir en una de ellas casi lo era. Ser un asesino —el Gremio de Asesinos nunca llegaba a decirlo en voz alta, pero una cualificación importante para ingresar en él era la de ser hijo o hija de un caballero— no era un crimen. Si tenías suficiente dinero, difícilmente podías llegar a cometer ninguna clase de crimen. Lo único que hacías era perpetrar divertidos pecadillos.
—Y mires donde mires, ahora todo está lleno de enanos advenedizos y trolls y gente grosera —dijo lady Selachii—. Actualmente hay más enanos en Ankh-Morpork que en cualquiera de sus propias ciudades, o como quiera que ellos llamen a sus agujeros.
—¿Qué opina usted, capitán? —dijo el duque de Eorle.
—¿Mmm? —murmuró el capitán Vimes cogiendo una uva y empezando a darle vueltas entre sus dedos.
—Acerca del actual problema étnico.
—¿Estamos teniendo uno?
—Bueno, sí. Fíjese en el Camino de la Cantera. ¡Allí hay peleas todas las noches!
—¡Y no tienen absolutamente ningún concepto de la religión!
Vimes examinó minuciosamente la uva. Lo que le estaban entrando ganas de decir era: Por supuesto que se pelean. Son trolls. Por supuesto que se atizan unos a otros con garrotes, lo hacen porque el troll es en esencia un lenguaje corporal y, bueno, a ellos les gusta gritar. De hecho, el único que le crea auténticos problemas a alguien es ese bastardo de Chrysoprase, y eso únicamente porque imita a los humanos y aprende rápido. En cuanto a la religión, los dioses troll ya se estaban dando garrotazos los unos a los otros diez mil años antes de que nosotros dejáramos de intentar comer rocas.
Pero el recuerdo del enano muerto agitó algo perverso dentro de su alma.
Volvió a dejar la uva en el plato.
—Desde luego —dijo—. En mi opinión, esos bastardos sin dioses deberían ser detenidos y llevados fuera de la ciudad a punta de lanza.
Hubo un momento de silencio.
—Es justo lo que se merecen —añadió Vimes.
—¡Exactamente! Son poco más que animales —dijo lady Omnius. Vimes sospechaba que su nombre propio era Sara.
—¿Se ha fijado en lo enormes que son sus cabezas? —dijo Vimes—. Realmente no son más que roca. Tienen un cerebro muy pequeño.
—Y moralmente, por supuesto… —dijo el duque de Borle.
Hubo un vago murmullo de asentimiento. Vimes extendió la mano hacia su copa.
—Willikins, no creo que el capitán Vimes quiera vino —dijo lady Ramkin.
—¡Te equivocas! —exclamó Vimes alegremente—. Y ya que estamos hablando del tema, ¿qué hay de los enanos?
—No sé si alguien se ha dado cuenta —dijo el duque de Eorle— pero ahora ya no se ven tantos perros como solía haber.
Vimes le miró fijamente. Sí, lo de los perros era cierto. Últimamente ya no parecía haber tantos yendo y viniendo por todas partes, eso era un hecho innegable. Pero él había visitado unos cuantos bares de enanos con Zanahoria, y sabía que en efecto los enanos comerían perro, pero solo si no pudieran conseguir rata. Y diez mil enanos comiendo continuamente con cuchillo, tenedor y pala apenas harían mella en la población de ratas de Ankh-Morpork. Era un comentario que no faltaba nunca en todas las cartas que los enanos enviaban a su casa: venid todos y traed el ketchup.
—¿Se han fijado en lo pequeñas que tienen las cabezas? —dijo—. Capacidad craneal muy limitada, sin duda. Es cuestión de medidas.
—Y nunca ves a sus mujeres —dijo lady Sara Omnius—. Yo eso lo encuentro muy… sospechoso. Ya saben lo que se dice acerca de los enanos —añadió ominosamente.
Vimes suspiró. Era consciente de que sus mujeres se veían continuamente, aunque tenían el mismo aspecto que los enanos. Cualquier persona que supiera algo acerca de los enanos tendría que saber eso, ¿verdad?
—Y además son unos diablillos muy astutos —dijo lady Selachii—. Punzantes como agujas, sí.
—Saben una cosa —dijo Vimes, sacudiendo la cabeza—, saben una cosa, eso es lo que resulta tan condenadamente irritante, ¿verdad? Me refiero a la manera en que pueden ser tan incapaces de tener cualquier clase de pensamiento racional y ser tan condenadamente taimados al mismo tiempo.
Solo Vimes vio la mirada que le lanzó lady Ramkin. El conde de Eorle apagó su puro antes de hablar.
—Vienen aquí y se hacen con todo —dijo—. Y trabajan corno hormigas durante todas esas horas en las que las personas de verdad deberían poder dormir un poco. No es natural.
La mente de Vimes describió un cauteloso círculo alrededor del comentario, y luego lo comparó con el comentario anterior acerca de una jornada laboral decente.
—Bueno, ahora uno de ellos ya no trabajará tan duro —dijo lady Omnius—. Mi doncella me ha dicho que esta mañana encontraron a uno de ellos en el río. Probablemente alguna guerra tribal o algo por el estilo.
—Ja… Es un comienzo, al menos —dijo el conde de Eorle, riendo—. No es que nadie vaya a darse cuenta de si falta o sobra uno, claro.
Vimes sonrió alegremente.
Había una botella de vino cerca de su mano, a pesar de todos los esfuerzos disimulados que estaba haciendo Willikins por retirarla. El cuello de la botella parecía invitadoramente agarrable… De pronto fue consciente de que había unos ojos fijos en él. Miró por encima de la mesa para encontrarse con la cara de un hombre que le estaba observando con mucha atención y cuya última contribución a la conversación había sido: «¿Sería tan amable de pasarme los aliños, capitán?». Lo único que había de notable en la cara era la mirada, la cual no podía ser más calmosa y mostraba una tenue diversión. Era el doctor Cruces. Vimes tuvo la fuerte impresión de que le estaban leyendo el pensamiento.
—¡Samuel!
La mano de Vimes se detuvo a medio camino de la botella. Willikins estaba esperando junto a la señora de la casa.
—Parece ser que en la puerta hay un joven que pregunta por ti —dijo lady Ramkin—. El cabo Zanahoria.
—¡Caramba, esto es muy emocionante! —dijo el conde de Eorle—. ¿Creen que ha venido a arrestarnos? Jajajá.
—Ja —dijo Vimes.
El conde de Eorle le dio un codazo a su compañero de mesa.
—Supongo que se estará cometiendo un crimen en algún lugar —dijo.
—Sí —dijo Vimes—. Muy cerca de aquí, me parece.
Zanahoria fue acompañado al comedor, con el casco situado en un ángulo respetuoso debajo del brazo.
Contempló a la selecta concurrencia, se lamió nerviosamente los labios y saludó. Todo el mundo le estaba mirando. Resultaba bastante difícil pasar por alto la presencia de Zanahoria en una habitación. En la ciudad había personas más grandes que él. Zanahoria ni se mostraba amenazador ni trataba de hacerse notar, sino que siempre parecía distorsionar las cosas a su alrededor sin intentarlo siquiera. Todo lo que le rodeaba se convertía en un telón de fondo para el cabo Zanahoria.
—Descanse, cabo —dijo Vimes—. ¿Qué hay de nuevo? Quiero decir —añadió rápidamente, sabiendo que Zanahoria siempre tendía a ser bastante errático cuando debía enfrentarse a cualquier clase de figura retórica—, ¿cuál es la razón de que se encuentre aquí a estas horas?
—Tengo una cosa que he de enseñarle, señor. Uh. Señor, creo que es del Gremio de Ase…
—Iremos a hablar de ello fuera, ¿le parece? —dijo Vimes. El doctor Cruces no había movido un solo músculo.
El conde de Eorle se recostó en su asiento.
—Bueno, debo decir que estoy impresionado —dijo—. Siempre había pensado que ustedes los guardias no servían de mucho, pero ahora veo que están cumpliendo con su deber en todo momento. Siempre alerta al acecho de la mente criminal ¿eh?
—Oh, sí —dijo Vimes—. La mente criminal. Sí.
El aire bastante más frío del vestíbulo ancestral fue como una bendición. Vimes se apoyó en la pared y contempló la tarjeta con los ojos entornados.
—¿«Debólver»?
—Ya sabe que usted dijo que había visto algo en el patio… —empezó a decir Zanahoria.
—¿Qué es un debólver?
—¿Quizá algo que habían sacado del museo del Gremio de Asesinos, y por eso pusieron este letrerito? —sugirió Zanahoria—. Como «Objeto de restauración», a devolver, ya sabe. En los museos suelen hacer eso.
—No, no creo que fuera eso… ¿Y qué sabes tú de museos, en todo caso?
—Oh, bueno, señor —dijo Zanahoria—. A veces los visito en mi día libre. Voy al que hay en la Universidad, naturalmente, y lord Vetinari me deja entrar en el del Palacio, y también están los de los distintos gremios, donde por lo general me dejan entrar siempre que se lo pida con educación, y luego está el museo de los enanos en la calle Escarcha…
—¿ Ah, sí? —preguntó Vimes, sin poder evitar sentir un cierto interés. Había pasado por la calle Escarcha un millar de veces.
—Sí, señor, justo detrás del callejón Tiovivo.
—Vaya, vaya. ¿Y qué es lo que hay en él?
—Muchos ejemplos interesantes de pan de los enanos, señor.
Vimes estuvo pensando en ello durante unos momentos.
—Bueno, ahora eso carece de importancia —dijo—. Y de todas maneras, no creo que haya nadie que escriba «devolver» así.
—Yo lo escribo así, señor —dijo Zanahoria.
—Me refiero a que «devolver» no se escribe así normalmente —dijo Vimes, agitando la tarjeta entre los dedos—. Lo que sí sé es que hay que ser payaso para entrar en el Gremio de los Asesinos sin autorización —dijo.
—Sí, señor.
El fuego de la ira había consumido los vapores de la bebida. Vimes estaba volviendo a experimentar… no, la emoción no, esa no era la palabra apropiada… la sensación de algo. No cabía duda de que estaba allí, esperándolo…
—¿Qué está pasando, Samuel Vimes?
Lady Ramkin había salido del comedor cerrando la puerta detrás de ella.
—Te he estado observando —dijo—. Estabas siendo muy grosero, Sam.
—Intentaba no serlo.
—El conde de Eorle es un viejo amigo mío.
—¿Lo es?
—Bueno, hace mucho tiempo que le conozco. La verdad es que no aguanto a ese hombre. Pero conseguiste ponerle en ridículo.
—Fue él quien se puso en ridículo a sí mismo. Yo me limité a echarle una mano.
—Pero yo te he oído mostrarte… descortés acerca de los enanos y los trolls en muchas ocasiones.
—Eso es distinto. Yo tengo derecho. Ese idiota no reconocería a un troll ni aunque le pasara por encima.
—Oh, si un troll le pasara por encima seguro que lo reconocería —dijo Zanahoria, siempre dispuesto a ayudar—. Algunos de ellos pesan hasta…
—¿Y qué es eso tan importante que te ha hecho levantarte de la mesa? —preguntó lady Ramkin.
—Estamos… buscando a la persona que mató a Regordete.—dijo Vimes.
La expresión de lady Ramkin cambió al instante.
—Eso es diferente, claro —dijo—. Gente así debería ser azotada públicamente.
¿Por qué he dicho eso?, pensó Vimes. Quizá porque es verdad. El… debólver… desaparece, y un instante después arrojan al río a un pequeño artesano enano con una fea corriente de aire allí donde debería estar su pecho. Las dos cosas están relacionadas. Ahora lo único que he de hacer es encontrar las conexiones…
—Zanahoria, ¿puedes regresar conmigo al taller de Martillogrande?
—Sí, capitán. ¿Por qué?
—Quiero ver el interior de ese taller. Y esta vez tengo a un enano conmigo.
Más que eso, añadió, tengo al cabo Zanahoria. Y el cabo Zanahoria le cae bien a todo el mundo.
Vimes escuchaba mientras la conversación iba siguiendo su curso en lengua enanil. Zanahoria parecía estar venciendo, pero por muy poco. El clan estaba dando su brazo a torcer no porque hubiese una buena razón para ello, o en obediencia a la ley, sino porque… bueno… porque era Zanahoria quien se lo pedía.
Finalmente, el cabo alzó la mirada. Estaba sentado en un taburete de enano, con lo que sus rodillas prácticamente enmarcaban su cabeza.
—Verá, debe comprender que el taller de un enano es muy importante.
—Claro —dijo Vimes—. Lo comprendo.
—Y, ejem… usted es un grandote.
—¿Cómo dices?
—Usted es un grandote. Quiero decir que es más grande que un enano.
—Ah.
—Ejem. El interior del taller de un enano es como… bueno, es como la parte de dentro de sus ropas, no sé si me explico. Dicen que si yo estoy con usted, puede echar una mirada. Pero no debe tocar nada. Ejem. Están bastante disgustados, capitán.
Un enano que posiblemente fuese la señora Martillogrande hizo aparecer un manojo de llaves.
—Siempre me he llevado bien con los enanos —dijo Vimes.
—Están realmente disgustados, señor. No creen que lo que podamos hacer nosotros vaya a servir de nada.
—¡Haremos todo lo que podamos!
—Mmm. No lo he traducido bien. Mmm. En realidad, ellos creen que nosotros no servimos de nada. No pretenden mostrarse ofensivos, señor. Es solo que creen que no se nos permitirá llegar a ninguna parte, señor.
—¡Ay!…
—Lo siento, capitán —dijo Zanahoria, que estaba caminando como una L invertida—. Después de usted. Tenga cuidado con la cabeza al…
—¡Ay!
—Quizá sería mejor que se sentara mientras yo echo una mirada por ahí.
El taller era largo y, naturalmente, bajo, con otra puertecita al final. Había un gran banco de trabajo debajo de una claraboya. En la pared de enfrente había una fragua y un soporte para herramientas. Y un agujero.
Un trozo de yeso se había desprendido de la pared a cosa de un metro por encima del suelo, y las grietas irradiaban hacia fuera alejándose de la mampostería medio rota que había debajo.
Vimes se pellizcó el puente de la nariz. Hoy no había encontrado tiempo para dormir. Aquello era otro asunto pendiente. Tendría que acostumbrarse a dormir cuando estaba oscuro. Ya no se acordaba de la última vez que había dormido por la noche.
Husmeó el aire.
—Huele a fuegos artificiales —dijo.
—Podría venir de la fragua —dijo Zanahoria—. Y en cualquier caso, los trolls y los enanos han estado encendiendo fuegos artificiales por toda la ciudad.
Vimes asintió.
—Bueno, ¿qué es lo que podemos ver? —preguntó.
—Alguien le dio con bastante fuerza a la pared justo aquí —dijo Zanahoria.
—Eso podría haber ocurrido en cualquier momento —dijo Vimes.
—No, señor, porque debajo del agujero hay polvo de yeso y un enano siempre mantiene limpio su taller.
—¿De veras?
Había varias armas, algunas de ellas medio terminadas, en soportes junto al banco de trabajo. Vimes cogió la mayor parte de una ballesta.
—Martillogrande sabía hacer bien su trabajo —dijo—. Se le daban muy bien los mecanismos.
—Era famoso por ello —dijo Zanahoria, rebuscando distraídamente encima del banco—. Tenía muy buena mano para los artilugios, y como afición hacía cajas de música en sus ratos libres. Nunca pudo resistirse a un desafío mecánico. Ejem. ¿Qué es lo que estamos buscando exactamente, señor?
—No estoy seguro. Vaya, esto sí que está realmente bien…
Era un hacha de guerra, y tan pesada que el brazo de Vimes se inclinó hacia el suelo bajo su peso. Intrincadas líneas talladas cubrían la hoja. Tenía que haber supuesto semanas de trabajo.
—No es la típica especial del sábado noche, ¿eh?
—Oh, no —dijo Zanahoria—. Es un arma funeraria.
—¡Ya lo creo que sí!
—Quiero decir que está hecha para que la entierren con un enano. A cada enano le entierran con un arma. Ya sabe, ¿no? Para que se la lleve consigo a… dondequiera que vaya a ir.
—¡Pero es un trabajo realmente magnífico! Y tiene un filo tan cortante como el de una… aaargh —Vimes se chupó el dedo—, como el de una navaja.
Zanahoria puso cara de perplejidad.
—Pues claro. Enfrentarse a ellos con un arma inferior no le serviría de nada.
—¿Qué son esos ellos de los que estás hablando?
—Cualquier cosa mala con la que pueda encontrarse en su viaje después de la muerte —dijo Zanahoria, hablando en tono de sentirse un poco incómodo.
—Ah. —Vimes titubeó. Aquella era un área en la que él tampoco se sentía muy a gusto.
—Es una tradición antigua —dijo Zanahoria.
—Yo pensaba que los enanos no creían en los diablos, los demonios y todo ese tipo de cosas.
—Es cierto, pero… no estamos seguros de si ellos lo saben.
—Oh.
Vimes volvió a dejar el hacha encima del banco y cogió algo más del soporte de las herramientas. Era un caballero con armadura que mediría unos veinte centímetros de alto. En su espalda había una llave. Vimes la hizo girar, y entonces casi dejó caer la figura cuando sus piernas empezaron a moverse. La puso en el suelo y la figura empezó a andar rígidamente por él, agitando su espada.
—Se mueve un poco como Colon, ¿verdad? —dijo Vimes— ¡Relojería!
—Es lo que está haciendo furor últimamente —dijo Zanahoria—. El señor Martillogrande era muy bueno en ella.
Vimes asintió.
—Buscamos algo que no debería estar aquí —dijo—. O algo que debería estar y no está. ¿Falta algo?
—Resulta difícil decirlo, señor. No está aquí.
—¿Qué?
—Lo que sea que falta, señor —dijo Zanahoria, siempre concienzudo.
—Me refiero a cualquier cosa que te esperarías encontrar y que no esté aquí —le explicó Vimes con paciencia.
—Bueno, él tiene… tenía todas las herramientas habituales, señor. Y además de muy buena calidad. Una pena, en realidad.
—¿El qué?
—Las fundirán, por supuesto.
Vimes contempló las ordenadas hileras de martillos y limas.
—¿Por qué? ¿No puede usarlas algún otro enano?
—¿Cómo, usar las herramientas de otro enano? —La boca de Zanahoria se frunció en una mueca de asco, como si alguien le hubiera sugerido que se pusiera los pantalones cortos viejos del cabo Nobbs—. Oh, no, eso no es… correcto. Quiero decir que son… parte de él. Quiero decir que… el que otro enano las usara, después de que él haya estado usándolas durante todos estos años, quiero decir que… aaargh.
—¿De veras?
El soldadito de cuerda marchó por debajo del banco.
—No te sentirías… bien. Ejem. Sería asqueroso.
—Oh —dijo Vimes, y se levantó.
—Capi…
—¡Ay!
—Tenga cuidado con la cabeza, capitán. Lo siento.
Frotándose la cabeza con una mano, Vimes utilizó la otra para examinar el agujero en el yeso.
—Hay… algo ahí dentro —dijo—. Pásame uno de esos escoplos.
Hubo silencio.
—Un escoplo, por favor. Si eso te hace sentir mejor, estamos tratando de averiguar quién mató al señor Martillogrande. ¿Te parece bien?
Zanahoria cogió un escoplo, pero con una considerable reluctancia.
—Este escoplo es del señor Martillogrande —dijo en un tono de reproche.
—¿Quiere hacer el favor de dejar de ser un enano durante dos segundos, cabo Zanahoria? ¡Usted es un guardia! ¡Y deme el dichoso escoplo! ¡Ha sido un día muy largo! ¡Gracias!
Vimes hurgó en la mampostería con el escoplo, y un rugoso disco de plomo le cayó en la mano.
—¿Lanzado por una honda? —dijo Zanahoria.
—Aquí dentro no hay espacio suficiente para usarla —dijo Vimes—. Y de todas maneras, ¿cómo demonios habría podido llegar a incrustarse tan profundamente en la pared?
Se guardó el disco en el bolsillo.
—Bueno, pues eso parece ser todo —dijo, poniéndose en pie—. Será mejor que… ¡ay! Oh, a ver si encuentras ese soldado de relojería. Será mejor que dejemos este lugar lo más ordenado posible.
Zanahoria buscó en la oscuridad debajo del banco. Hubo una especie de roce.
—Aquí debajo hay un trozo de papel, señor.
Zanahoria salió de debajo del banco, agitando una hojita que había empezado a amarillear. Vimes la contempló entornando los ojos.
—No sé qué puede ser —dijo finalmente—. No es enanés, de eso estoy seguro. Pero esos símbolos… Ya he visto antes esas cosas, o algo muy parecido. —Le devolvió el papel a Zanahoria—. ¿Puedes sacar algo en claro de ello?
Zanahoria frunció el ceño.
—Podría sacar un sombrero —dijo—, o un bote. O una especie de crisantemo…
—Me refiero a los símbolos. Estos símbolos de aquí.
—No lo sé, capitán. Pero parecen familiares. Algo así como… ¿la escritura de los alquimistas?
—¡Oh, no! —Vimes se tapó los ojos con las manos—. ¡Los jodidos alquimistas no! ¡Oh, no! ¡Esa puta pandilla de vendedores de fuegos artificiales que están mal de la cabeza no! ¡Puedo aguantar a los Asesinos, pero a esos idiotas no! ¡No! ¡Por favor! ¿Qué hora es?
Zanahoria le echó una mirada al reloj que colgaba de su cinturón.
—Las once y media, capitán.
—Pues entonces me voy a la cama. Esos payasos pueden esperar hasta mañana. Podrías hacer de mí un hombre muy feliz diciéndome que ese papel pertenecía a Martillogrande.
—Lo dudo, señor.
—Yo también. Vamos. Salgamos por la puerta de atrás.
Zanahoria se deslizó por el hueco.
—Cuidado con la cabeza, capitán.
Vimes, que casi se había puesto de rodillas, se detuvo y miró el marco de la puerta.
—Bueno, cabo —dijo pasados unos instantes—, sabemos que no fue un troll el que lo hizo, ¿verdad? Por dos razones. Una, un troll no podría pasar por esta puerta. Está claro que la hicieron pensando en el tamaño de los enanos.
—¿Cuál es la otra razón, señor?
Vimes arrancó con mucho cuidado algo de una astilla en el dintel de la puertecita.
—La otra razón, Zanahoria, es que los trolls no tienen pelo.
El par de hebras que habían quedado enganchadas en el grano de la viga eran largas y rojas. Alguien las había dejado allí sin darse cuenta. Alguien alto. Más alto que un enano, en todo caso.
Vimes las contempló. Tenían más aspecto de hebras que de pelos. Dos finas hebras rojizas. Oh, bueno. Una pista era una pista.
Las guardó cuidadosamente dentro de un trozo de papel que tornó prestado del cuaderno de notas de Zanahoria, y se las entregó al cabo.
—Toma. Mantenlo a buen recaudo.
Salieron a la noche. Había una estrecha pasarela de tablas unida a las paredes, y más allá de ella estaba el río.
Vimes se incorporó cautelosamente.
—Esto no me gusta nada, Zanahoria —dijo—. Hay algo malo debajo de todo esto.
Zanahoria miró hacia abajo.
—Lo que quiero decir es que están ocurriendo cosas ocultas —le explicó Vimes pacientemente.
—Sí, señor.
—Volvamos al Yard.
Procedieron hacia el Puente de Latón, a una marcha bastante lenta porque Zanahoria saludaba con efusividad a todas las personas con las que se encontraban. Rufianes endurecidos, cuya respuesta normal a una observación procedente de un guardia habría sido amablemente parafraseada en una ristra de símbolos procedentes de la fila superior del teclado de una máquina de escribir, llegaban a sonreír torpemente y farfullaban algo inofensivo en respuesta al jovial «¡Buenas noches, Machacador! ¡Mire por dónde va!» de Zanahoria.
Vimes se detuvo en el centro del puente para encenderse el puro, rascando una cerilla en uno de los hipopótamos ornamentales. Luego bajó la mirada hacia las turbias aguas.
—¿Zanahoria?
—¿Sí, capitán?
—¿Crees que existe lo que podríamos llamar una mente criminal?
Zanahoria hizo un esfuerzo mental casi audible para tratar de entender la pregunta.
—¿Qué… quiere decir como… el señor Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo, señor?
—Escurridizo no es un criminal.
—¿Ha comido usted alguno de sus pasteles, señor?
—Lo que quería decir era que… sí, he comido alguno… No, lo que le ocurre a él es que sufre una pequeña divergencia geográfica en el hemisferio financiero.
—¿Señor?
—Lo que quiero decir es que Escurridizo no está de acuerdo con otras personas acerca de la posición de las cosas. Como el dinero, por ejemplo. Él piensa que todo el dinero debería estar dentro de su bolsillo. No, me refería a…
Vimes cerró los ojos, y pensó en humo de puros, licor que fluía y voces lacónicas. Había personas que eran capaces de robarle dinero a la gente. Eso no era demasiado grave, porque solo se trataba de robar. Pero había personas que, con una sola palabra, eran capaces de robarle la humanidad a la gente. Eso ya era otra cosa.
Lo importante era que… bueno, a Vimes no le gustaban los enanos y los trolls. Pero, en realidad, nadie le gustaba demasiado. La diferencia estribaba en que Vimes pasaba cada uno de sus días moviéndose entre ellos, y tenía derecho a que no le gustaran. Lo realmente era que ningún gordo idiota tenía derecho a decir esa clase de cosas.
Contempló el agua. Uno de los pilares del puente quedaba justo debajo de Vimes, y el Ankh aspiraba y gorgoteaba a su alrededor. Restos variados —leños, ramas, basura— habían ido amontonándose en una especie de sórdida isla flotante. Incluso había hongos creciendo encima de ella.
Lo que le hacía falta ahora era una botella de Abrazodeoso. El mundo siempre quedaba mucho mejor enfocado cuando lo contemplabas a través del fondo de una botella.
Algo más entró nadando en su campo visual.
Doctrina de firmas, pensó Vimes. Así era como la llamaban los herbolarios. Era como si los dioses hubieran puesto en las plantas una etiqueta que dijese «Utilízame». Si una planta parece una parte del cuerpo, entonces es buena para las dolencias propias de esa parte. Tenemos la dentaria para los dientes, el bazón para los… bazos, la mirada limpia para los ojos… incluso existe una seta llamada Phallus impudicus, y no sé para qué es exactamente, pero a Nobby le encantan las tortillas de setas. Y ahora veamos… o esa seta que hay ahí abajo es justo la medicina apropiada para las manos, o…
Vimes suspiró.
—Zanahoria, ¿tendrías la bondad de ir a buscar un bichero y traerlo aquí?
Zanahoria siguió la dirección de su mirada.
—Justo a la izquierda de ese tronco, Zanahoria.
—¡Oh, no!
—Me temo que sí. Sácalo del río, averigua quién era y haz un informe para el sargento Colon.
El cadáver era un payaso. Una vez que Zanahoria hubo bajado por el pilar del puente y apartado los restos, quedó flotando boca arriba con una gran sonrisa triste pintada en la cara.
—¡Está muerto!
—Parece que es contagioso, ¿verdad?
Vimes contempló el cadáver sonriente. No investigue. Manténgase alejado del asunto. Deje que los asesinos y el gilipollas de Quirke se encarguen de ello. Estas son sus órdenes.
—¿Cabo Zanahoria?
—¿Señor?
Estas son sus órdenes…
Bueno, al cuerno con eso. ¿Quién se había creído Vetinari que era Vimes? ¿Una especie de soldadito de relojería?
—Vamos a averiguar qué es lo que ha estado ocurriendo aquí.
—¡Sí, señor!
—Vamos a averiguarlo pase lo que pase.
El río Ankh probablemente sea el único río del universo en el que los investigadores pueden dibujar con tiza el contorno del cadáver.
Querido sargento Colon:
Espero que se encuentre bien de salud. Hace un tiempo Magnífico. Este es un cadáver que, sacamos del río anoche pero, no sabemos quien es excepto que es un miembro del Gremio de Bufones llamado Beano. Ha sido seriamente golpeado en la parte de atrás de la cabeza y ha estado atascado debajo del puente durante un teimpo, no es muy Bonito de ver. El capitán Vimes dice que averigüemos cosas. Dice que él peinsa que está mezclado con el asesinato del Señor Martillogrande. Dice que hay que hablar con los Bufones. Dice Hágalo. También haga el favor de encontrar trozo de Papel adjunto. El capitán Vimes dice, pruebe con los Alquimistas…
El sargento Colon dejó de leer durante unos momentos para maldecir a todos los alquimistas.
… porque esto es una Prueba Incomprensible. Esperando que esta carta lo encuentre Gozando de Buena Salud, Suyo Sinceramente Zanahoria Fundidordehierroson (Cabo).
El sargento se rascó la cabeza. ¿Qué demonios significaba todo aquello?
Dos bromistas veteranos del Gremio de Bufones habían venido justo después del desayuno para llevarse el cadáver. Cadáveres en el río… bueno, no había nada de insólito en eso. Pero normalmente los payasos no morían de aquella manera. Después de todo, ¿qué tenía un payaso que valiera la pena robar? ¿Qué clase de peligro representaba un payaso?
En cuanto a los alquimistas, que le colgaran unos cuantos fuegos artificiales del cuello si…
Pero él no tenía por qué hacerlo, claro. Alzó la mirada hacia los reclutas. Tenían que servir para algo.
—Cuddy y Detritus… ¡no saludes!, tengo un trabajito para vosotros dos. Llevad este trozo de papel al Gremio de Alquimistas, ¿de acuerdo? Y pedid a uno de esos chiflados que os diga a ver qué saca en claro de él.
—¿Dónde está el Gremio de Alquimistas, sargento? —preguntó Cuddy.
—En la calle de los Alquimistas, naturalmente —dijo Colon—. Al menos por el momento. Pero si fuera tú, yo me daría prisa.
El Gremio de Alquimistas está justo enfrente del Gremio de Jugadores. Es decir, normalmente lo está. A veces está por encima de él, o por debajo, o cayendo en mil trocitos a su alrededor.
A los jugadores a veces se les pregunta por qué siguen manteniendo un establecimiento justo enfrente de un gremio que hace saltar en pedazos su sala gremial por accidente cada pocos meses, entonces ellos responden: «¿Has leído el letrero que hay en la puerta al entrar?».
El troll y el enano fueron hacia allí, tropezando de vez en cuando el uno con el otro de una manera deliberadamente accidental.
—Y de todas maneras, tú que ser tan listo, ¿él dio papel a mí?
—¡Ja! ¿Es que tú sabes leer? ¿Sabes leer, eh?
—No, yo te digo a ti que lo leas. Es lo que se llama del-ega-y-ción.
—¡Ja! ¡No sabe leer! ¡No sabe contar! ¡Troll estúpido!
—¡Yo no estúpido!
—¡Ja! ¿Sí? ¡Todo el mundo sabe que los trolls no son capaces de contar hasta cuatro![11]
—¡Comedor de ratas!
—¿Cuántos dedos tengo levantados? Dímelo, Señor Listo Rocas en la Cabeza.
—Muchos —se aventuró a decir Detritus.
—Jua, jua. No, cinco. Cuando llegue el día de la paga sí que te meterás en un buen lío. ¡El sargento Colon pensará que un troll tan estúpido como tú no se va a enterar de cuántos dólares le da! ¡Ja! Oye, ¿y cómo te las arreglaste para leer el cartel donde se hablaba de alistarse en la Guardia? ¿Hiciste que te lo leyera alguien?
—¿Cómo has arreglado tú para leer el cartel? ¿Haces que alguien te levante?
Fueron hacia la puerta del Gremio de Alquimistas.
—Yo llamo. ¡Mi trabajo!
—¡Llamaré yo!
Cuando el señor Sendivoge, el secretario del Gremio de Alquimistas, abrió la puerta fue para encontrarse con un enano firmemente agarrado al llamador mientras un troll le sacudía enérgicamente hacia arriba y hacia abajo. El secretario se puso bien el casco de seguridad.
—¿Sí? —dijo.
Cuddy se soltó.
Las enormes cejas de Detritus se unieron.
—Ejem, bastardo chiflado, ¿qué tú sacas en claro de esto? —dijo.
La mirada de Sendivoge fue de Detritus al papel. Cuddy estaba intentando pasar alrededor del troll, que ocupaba casi todo el hueco de la puerta.
—¿Cómo se te ha ocurrido llamarle eso?
—Sargento Colon, él dijo…
—Podría sacar un sombrero —dijo Sendivoge—, o una tira de muñequitos, si encontrara unas tijeras…
—Lo que mi… colega quería preguntarle, señor, es si usted podría ayudarnos en una de nuestras indagaciones acerca de lo que se encuentra escrito en este supuesto pedazo de papel aquí presente —dijo Cuddy—. ¡Eh, eso duele mucho!
Sendivoge le miró.
—¿Son ustedes guardias? —preguntó después.
—Yo soy el guardia interino Cuddy y este de aquí —dijo Cuddy, señalando hacia arriba—, es el guardia interino Detritus… no salud… Oh…
Hubo un golpe sordo, y Detritus fue inclinándose lentamente hacia un lado para terminar desplomándose sobre el suelo.
—Del escuadrón suicida, ¿no? —dijo el alquimista.
—Volverá en sí dentro de unos momentos —dijo Cuddy—. Es por lo del saludo. Es demasiado para él. Ya sabe usted cómo son los trolls.
Sendivoge se encogió de hombros y miró el escrito.
—Me parece… familiar —dijo—. Lo he visto antes en algún sitio. Y usted… es un enano, ¿verdad?
—Es la nariz, ¿verdad? —preguntó Cuddy—. Siempre me delata.
—Bueno, le aseguro que nosotros siempre intentamos ayudar a la comunidad —dijo Sendivoge—. Entren, entren.
Las botas con puntera de acero de Cuddy devolvieron a Detritus a un estado de semi-sensibilidad, y el troll entró tras ellos andando con pesadez.
—¿Por qué, ejem, el casco de seguridad, señor? —preguntó Cuddy mientras iban por el pasillo. El habitual estrépito de martillazos resonaba por todas partes en torno a ellos. Lo normal era que el Gremio de Alquimistas siempre estuviera en plena reconstrucción por una causa u otra.
Sendivoge puso los o]os en blanco.
—Por las bolas —dijo—. Por las bolas de billar, de hecho.
.—Conocí a un hombre que jugaba así —dijo Cuddy.
—Oh, no. El señor Silverfish tiene una gran tacada. De hecho, el problema tiende a ser precisamente ese.
Cuddy volvió a contemplar el casco de seguridad.
—Verá, es el marfil —le aclaró Sendivoge.
—Ah —dijo Cuddy, sin captarlo—. ¿Algo relacionado con los elefantes, quizá?
—Marfil pero sin elefantes. Marfil transmutado. Hay mucho dinero a ganar en eso, créame.
—Pensaba que estaban trabajando en el oro.
—Ah, sí. Claro, ustedes son una gente que lo sabe todo acerca del oro —dijo Sendivoge.
—Oh, sí —dijo Cuddy, reflexionando sobre la expresión «ustedes son una gente».
—El oro —dijo Sendivoge con expresión pensativa— está resultando un poco complicado…
—¿Cuánto llevan intentándolo?
—Unos trescientos años.
—Eso es mucho tiempo.
—¡Pero solo llevamos una semana trabajando en el marfil y todo está yendo muy bien! —se apresuró a decir el alquimista—. Excepto por algunos efectos secundarios que sin duda no tardaremos en poder eliminar.
Abrió una puerta de un empujón.
Era una habitación muy grande, profusamente equipada con los habituales hornos mal ventilados, hileras de crisoles burbujeantes y un cocodrilo disecado. Había cosas flotando dentro de recipientes de cristal. El aire olía a una esperanza de vida bastante limitada.
Una gran parte del equipo, no obstante, se había cambiado de lugar para hacerle sitio a una mesa de billar. Media docena de alquimistas estaban de pie alrededor de ella a la manera de los hombres que están listos para echar a correr en cualquier momento.
—Es la tercera en lo que llevamos de semana —dijo Sendivoge con expresión lúgubre mientras saludaba con una inclinación de cabeza a una figura inclinada encima de un taco—. Ejem, señor Silverfish… —empezó a decir.
—¡Silencio! ¡Partida en curso! —dijo el jefe de alquimistas contemplando la bola blanca con los ojos entornados.
Sendivoge miró el marcador de la puntuación.
—Veintiún puntos —dijo—. Caramba, caramba. Quizá sí que le estamos añadiendo la cantidad justa de alcanfor a la nitrocelulosa después de todo…
Hubo un chasquido. La bola se alejó rodando, rebotó en el almohadillado…
… y luego aceleró. Empezó a brotar humo blanco de ella mientras se precipitaba sobre un inocente grupo de bolas rojas.
Silverfish sacudió la cabeza.
—Inestable —dijo—. ¡Todo el mundo al suelo!
Todos los que se hallaban presentes en la habitación se agacharon, excepto los dos guardias, uno de los cuales en cierto sentido ya estaba preagachado mientras que el otro llevaba varios minutos de retraso con respecto a los acontecimientos.
La bola negra remontó el vuelo elevándose sobre una columna de llamas, pasó junto al rostro de Detritus dejando tras de sí una estela de humo negro, y luego hizo añicos una ventana. La bola verde no se movía del sitio, pero giraba con furia. Las otras bolas corrían vertiginosamente de un lado a otro, estallando ocasionalmente en llamaradas o rebotando en las paredes.
Una bola roja le dio a Detritus justo entre los ojos, volvió a la mesa describiendo una curva, se metió en la tronera central y luego estalló.
Después hubo silencio, excepto por algún que otro ataque de tos. Silverfish apareció a través del humo aceitoso y, con una mano temblorosa, hizo subir un punto el marcador con el extremo incendiado de su taco.
—Uno —dijo—. Oh, bueno. Habrá que volver al crisol. Que alguien encargue otra mesa de billar…
—Disculpe —dijo Cuddy, tocándole la rodilla con las puntas de los dedos.
—¿Quién es?
—¡Aquí abajo!
Silverfish bajó la mirada.
—Oh. ¿Es usted un enano?
Cuddy le lanzó una mirada vacía de toda expresión.
—¿Es usted un gigante?—preguntó.
—¿Yo? ¡Por supuesto que no!
—Ah. Entonces yo tengo que ser un enano, sí. Y eso que hay detrás de mí es un troll —dijo Cuddy. Detritus se irguió hasta adoptar una postura vagamente similar a la de firmes.
—Hemos venido a ver si puede decirnos qué es lo que pone en este papel —dijo Cuddy.
—Eso —dijo Detritus.
Silverfish lo miró.
—Oh, sí —dijo—, son algunas de las cosas del viejo Leonardo. ¿Y bien?
—¿Leonardo? —dijo Cuddy, y luego miró a Detritus—. Toma nota de esto —ordenó secamente.
—Leonardo da Quirm —dijo el alquimista.
Cuddy seguía teniendo aspecto de hallarse bastante perdido.
—¿Nunca ha oído hablar de él? —le preguntó Silverfish.
—No puedo decir que lo haya hecho, señor.
—Pensaba que todo el mundo había oído hablar de Leonardo da Quirm. Bastante excéntrico. Pero un genio, también.
—¿Fue un alquimista?
Toma nota de esto, toma nota de esto… Detritus miró cansinamente en torno a él buscando un trozo de madera quemada y una pared cercana.
—¿Leonardo? No. El no pertenecía a ningún gremio. O en realidad pertenecía a todos, supongo. Se movía mucho. Siempre estaba trasteando con algo, ya sabes a qué me refiero.
—No, señor.
—Pintaba un poco, y siempre estaba haciendo un montón de cosas con los mecanismos. Con cualquier cosa que fuera vieja, en realidad.
O incluso un martillo y un cincel, pensó Detritus.
—Esto —dijo Silverfish— es una fórmula para… Oh, bueno, difícilmente se lo puede considerar como un gran secreto, así que ya puestos supongo que se lo puedo decir… es una fórmula para lo que nosotros llamamos la Pólvora Número Uno. Azufre, salitre y carbón de leña. Se emplea en los fuegos artificiales. Cualquier idiota podría fabricarlo. Pero parece extraña porque está escrita de atrás hacia delante.
—Esto suena importante —le siseó Cuddy al troll.
—Oh, no. El siempre solía escribir de atrás hacia delante —dijo Silverfish—. Leonardo tenía ese tipo de rarezas, ya sabe. Pero, aun así, era muy listo. ¿No ha visto su retrato de la Mona Ogg?
—Creo que no.
Silverfish le entregó el pergamino a Detritus, quien lo contempló con los ojos entornados como si supiera lo que significaba. Quizá podría escribir encima de esto, pensó.
—Los dientes te seguían alrededor de la habitación. Asombroso. De hecho, algunos decían que les siguieron fuera de la habitación y durante todo el trayecto hasta la calle.
—Me parece que deberíamos hablar con el señor Da Quirm —dijo Cuddy.
—Oh, podrían hacerlo, podrían hacerlo, ciertamente —dijo Silverfish—. Pero puede que él ya no se encuentre en situación de escuchar. Leonardo desapareció hace cosa de un par de años.
… Y cuando encuentre algo con lo que escribir, pensó Detritus, entonces he de encontrar a alguien que me enseñe a escribir…
—¿Desapareció? ¿Cómo? —preguntó Cuddy.
—Creemos que encontró una manera de hacerse invisible —dijo Silverfish, inclinándose hacia él.
—¿De veras?
—Porque —dijo Silverfish, asintiendo a modo de conspiración— nadie lo ha visto.
—Ah —dijo Cuddy—. Ejem. Todo esto son cosas que se me escapan, compréndalo, pero supongo que no pudo… haber ido a algún sitio en el cual ustedes no pudieran verlo, ¿verdad?
—No, eso no sería propio del viejo Leonardo. El nunca desaparecería. Pero podría desvanecerse.
—Oh.
—Tenía los tornillos un poco… flojos, no sé si me entiende. Su cabeza estaba demasiado llena de sesos. ¡Ja, recuerdo que una vez tuvo la idea de obtener relámpagos a partir de los limones! Eh, Sendivoge, ¿te acuerdas de Leonardo y sus limones relampagueantes?
Sendivoge hizo pequeños movimientos circulares alrededor de su cabeza con un dedo.
—Oh, claro que me acuerdo. «Si clavas varillas de cinc y cobre en el limón, hey presto, obtienes un relámpago domesticado.» ¡Ese hombre era idiota!
—Oh, no era ningún idiota —dijo Silverfish, cogiendo una bola de billar que había escapado milagrosamente a las detonaciones—. Lo que le pasaba era que tenía una mente tan afilada que siempre se cortaba con ella, como solía decir mi abuela. ¡Limones relampagueantes! ¿Me pueden decir qué sentido tiene eso? No, realmente era tan disparatado como lo de esa máquina suya de las «voces-en-el-cielo». Yo le dije: Leonardo, le dije, ¿para qué están los magos, eh? Hay magia perfectamente normal disponible para esa clase de cosas. ¡Lo siguiente será hombres con alas! ¿Y saben qué fue lo que me dijo él entonces? Pues fue y me dijo: Vaya, es curioso que menciones eso porque… Pobre viejo.
Hasta Cuddy se unió a las carcajadas.
—¿Y lo probaron? —preguntó después.
—¿El qué? —preguntó Silverfish.
—Jua. Jua. Jua —dijo Detritus, con su habitual retraso respecto a los demás.
—Lo de poner las varillas de metal en los limones.
—No diga tonterías.
—¿Qué esta letra significa? —preguntó Detritus, señalando el papel.
Miraron.
—Oh, eso no es un símbolo —dijo Silverfish—. No es más que otra de las pequeñas manías del viejo Leonardo. Siempre estaba haciendo garabatos en los márgenes. Garabato, garabato, garabato. En una ocasión le dije que debería hacerse llamar señor Garabato.
—Pues yo pensaba que era alguna cosa relacionada con la alquimia —dijo Cuddy—. Se parece un poco a una ballesta sin la parte del arco. Y esta palabra, Revlóbedle. ¿Qué significa?
—Que me registren. A mí me suena a bárbaro. Bien, de todas maneras… si eso es todo, oficial… tenemos unas cuantas investigaciones muy serias que llevar a cabo —dijo Silverfish, lanzando al aire la bola de falso marfil y pillándola al vuelo—. ¡No todos somos unos soñadores como el pobre Leonardo!
—Revlóbedle —dijo Cuddy, dando vueltas al papel entre sus dedos—. E-1-d-e-b-ó-l-v-e-r…
Silverfish falló la bola. Cuddy se escondió detrás de Detritus justo a tiempo.
—Ya he hecho esto antes —dijo el sargento Colon mientras él y Nobby iban hacia el Gremio de Bufones—. No te separes de la pared mientras yo hago sonar el llamador, ¿de acuerdo?
El llamador tenía la forma de un par de pechos artificiales de la clase que siempre le parece divertidísima a los jugadores de rugby y a cualquiera cuyo sentido del humor haya sido extraído quirúrgicamente. Colon ejecutó una rápida llamada y luego se lanzó a un lado buscando una zona segura.
Se oyó un chillido al que siguieron unos cuantos bocinazos y una cancioncilla que alguien tenía que haber pensado que resultaba muy alegre, una pequeña trampilla se deslizó hacia un lado encima del llamador, y un pastel de nata emergió lentamente por ella en el extremo de un brazo de madera. Entonces el brazo se partió y el pastel quedó hecho un pequeño montón a los pies de Colon.
—Da pena, ¿verdad? —dijo Nobby.
La puerta se abrió con torpeza y bastante dificultad, pero solo unos cuantos centímetros, y un payaso bastante bajito alzó la mirada hacia Colon.
—Saben aquel que dice —dijo—, ¿por qué llamó el gordo a la puerta?
—No lo sé —respondió Colon automáticamente—. ¿Por qué llamó el gordo a la puerta?
El sargento y el portero se miraron el uno al otro, enredados en la frase que se suponía debía provocar la risa.
—Eso fue lo que yo le pregunté a usted —dijo el payaso en tono de reproche. Su voz sonaba profundamente deprimida y llena de desesperación.
El sargento Colon puso rumbo hacia la cordura.
—Soy el sargento Colon, de la Guardia Nocturna —dijo—, y este de aquí es el cabo Nobbs. Hemos venido a hablar con alguien acerca del hombre que… fue encontrado en el río, ¿de acuerdo?
—Oh, sí. El pobre hermano Beano. Bueno, en ese caso supongo que será mejor que entren —dijo el payaso.
Nobby se disponía a empujar la puerta cuando Colon lo detuvo y señaló hacia arriba sin decir palabra.
—Parece que hay un cubo lleno de lechada encima de la puerta —dijo.
—¿Ah, sí? —pregunto el payaso.
Era muy bajito y calzaba unas botas enormes que le hacían parecer una L mayúscula. Su cara estaba embadurnada con un maquillaje color carne encima del cual se había pintado un gran fruncimiento de ceño. Su cabellera estaba hecha con un par de fregonas viejas, pintadas de rojo. No estaba gordo, pero una especie de aro metido dentro de sus pantalones se suponía que debía darle el aspecto de ser graciosamente obeso. Un par de tirantes de goma, preparados de tal manera que sus pantalones iban subiendo y bajando cuando andaba, representaba un componente más en la imagen general de un completo y absoluto desgraciado.
—Sí —dijo Colon—. Lo hay.
—¿Seguro?
—Absolutamente seguro.
—Vaya, pues lo siento —dijo el payaso—. Es estúpido, lo sé, pero también es algo así como tradicional. Esperen un momento.
Hubo el ruido de una escalera de mano colocándose en posición, y varios tintineos metálicos y juramentos mascullados.
—De acuerdo, ya pueden entrar.
El payaso los llevó por la caseta de guardia. No había más sonido que el suave chapalear de sus botas sobre los adoquines. Entonces pareció ocurrírsele una idea.
—Ya sé que es pedir mucho, caballeros, pero supongo que a ninguno de ustedes le apetecerá oler la flor que llevo en el ojal de mi solapa.
—No.
—No.
—No, supongo que no. —El payaso suspiró—. No resulta nada fácil, ¿saben? Lo de hacer el payaso, quiero decir. He de encargarme de la puerta porque todavía estoy en período de prueba.
—¿Sí?
—Nunca consigo acordarme: ¿es llorar por fuera y reír por dentro? Siempre los estoy confundiendo.
—Acerca del tal Beano… —empezó a decir Colon.
—Precisamente estamos celebrando su funeral —dijo el pequeño payaso—. Por eso llevo los pantalones a media asta.
Volvieron a salir a la luz del sol.
El patio interior estaba lleno de payasos y bufones. Las campanillas tintineaban bajo la brisa. El sol arrancaba destellos a las narices postizas de color rojo y hacía relucir el nervioso chorro de agua que salía ocasionalmente de una falsa flor para el ojal. El payaso condujo a los guardias hacia una fila de bufones.
—Estoy seguro de que el doctor Carablanca hablará con ustedes tan pronto como hayamos terminado —dijo—. Por cierto me llamo Boffo —añadió, ofreciéndoles la mano con expresión esperanzada.
—No se la estreches, Nobby —advirtió Colon.
Boffo pareció sentirse muy abatido.
Una banda empezó a tocar, y una procesión de miembros del gremio salió de la capilla. Un payaso la precedía, llevando una pequeña urna.
—Esto es muy conmovedor —dijo Boffo.
Encima de un estrado situado en el extremo opuesto del cuadrángulo había un payaso gordo ataviado con pantalones muy holgados, enormes tirantes, una pajarita que giraba suavemente bajo la brisa y un sombrero de copa. El maquillaje había convertido su rostro en el vivo retrato de la miseria. Empuñaba un bastón rematado por una bocina.
El payaso con la urna llegó al estrado, subió los escalones y esperó.
La banda guardó silencio.
El payaso del sombrero de copa le dio en la cabeza con la bocina al portador de la urna: una, dos, tres veces…
El portador de la urna dio un paso adelante, hizo bailar su peluca, tomó la urna en una mano y el cinturón del payaso en la otra y, con una gran solemnidad, echó las cenizas del difunto hermano Beano dentro de los pantalones del otro payaso.
Un suspiro brotó de la audiencia. La banda empezó a tocar el himno de los payasos, «La marcha de los idiotas», y el final del trombón salió disparado del instrumento y le dio en la nuca a un payaso. Este se volvió y le lanzó un puñetazo al payaso que tenía detrás, el cual lo esquivó con una rapidez y provocó que un tercer payaso se precipitara a través del bombo.
Colon y Nobby se miraron y sacudieron la cabeza. Boffo se sacó del bolsillo un gran pañuelo blanco y rojo y se sonó la nariz con un humorístico sonido de bocinazo.
—Muy clásico —dijo—. Es lo que él hubiese querido.
—¿Tiene alguna idea de qué fue lo que pasó? —preguntó Colon.
—Oh, sí. El hermano Grineldi ejecutó el viejo truco del tacón y la punta del pie e hizo caer la urna…
—No, yo me refería a por qué murió Beano.
—Mmm. Creemos que fue un accidente —dijo Boffo.
—Un accidente —dijo Colon secamente.
—Sí. Eso es lo que piensa el doctor Carablanca.
Boffo miró hacia arriba por un instante, y los dos guardias siguieron la dirección de su mirada. Los tejados del Gremio de Asesinos lindaban con los del Gremio de Bufones. Nunca resultaba aconsejable disgustar a semejantes vecinos, especialmente cuando la única arma de que disponías era un pastel de nata ribeteado con un poco de corteza endurecida.
—Eso es lo que piensa el doctor Carablanca —volvió a decir Boffo, mirándose sus enormes zapatos.
El sargento Colon prefería no complicarse la vida, y la ciudad bien podía prescindir de uno o dos payasos. En opinión de Colon, la pérdida de toda aquella patulea solo podía tener como resultado que el mundo fuera un lugar ligeramente más feliz. Y sin embargo… sin embargo… sinceramente, Colon no sabía qué mosca le había picado a la Guardia últimamente. Era Zanahoria, claro. Hasta el viejo Vimes lo había contraído. Ahora ya no dejamos que las cosas se vayan calmando por sí solas…
—Quizá estaba limpiando algo, no sé, pongamos que un garrote, y se le disparó accidentalmente —dijo Nobby. Él también lo había contraído.
—Nadie habría podido querer matar al joven Beano —dijo el payaso, hablando en voz baja—. Era un buenazo. Tenía amigos en todas partes.
—En casi todas —dijo Colon.
El funeral había terminado. Los bufones, bromistas y payasos se disponían a ocuparse de sus asuntos, atascándose en las puertas mientras salían del patio. Hubo muchos empujones, codazos, bocinazos producidos con la nariz y caídas ejecutadas mediante aparatosas piruetas. Era una escena capaz de hacer que el hombre más satisfecho de su existencia se cortase las venas durante una hermosa mañana de primavera.
—Lo único que sé —dijo Boffo, bajando la voz— es que cuando lo vi ayer tenía un aspecto muy… extraño. Le llamé cuando él estaba pasando por las puertas y…
—¿Qué quiere decir con eso de que tenía un aspecto muy extraño? —preguntó Colon.
Estoy detectoreando, pensó con una leve sombra de orgullo. La Gente me Está Ayudando con Mis Indagaciones.
—No sé. Estaba raro. No parecía el de siempre…
—¿Estamos hablando de ayer?
—Oh, sí. Eso fue ayer por la mañana. Lo sé porque el turno de guardia en la puerta…
—¿Ayer por la mañana?
—Eso es lo que he dicho, señor. Ojo, todos estábamos un poco nerviosos después de la explosión y…
—¡Hermano Boffo!
—Oh, no… —farfulló el payaso.
Una figura estaba viniendo hacia ellos. Una figura terrible.
Ningún payaso hacía gracia. Ese era precisamente el propósito de los payasos. La gente se reía de ellos, pero únicamente por nerviosismo. Lo bueno de los payasos era que, después de haberlos visto, cualquier otra cosa que ocurriera te parecía encantadora. Era bueno saber que había alguien que estaba mucho peor que tú. Alguien tenía que ser el trasero del mundo.
Pero hasta los payasos le tienen miedo a algo, y ese algo es el payaso con la cara pintada de blanco. El que nunca se interpone en la trayectoria del pastel de nata. El que viste de un blanco impecable, y luce el maquillaje blanco que le da un aspecto impasible. El del sombrerito puntiagudo, la boca de labios muy delgados y las delicadas cejas negras.
El doctor Carablanca.
—¿Quiénes son estos caballeros? —quiso saber.
—Ejem… —empezó a decir Boffo.
—Guardia Nocturna, señor —dijo Colon, saludando.
—¿Y por qué están aquí?
—Estamos investigando nuestras indagaciones en lo referente al fatal fallecimiento del payaso Beano, señor —dijo Colon.
—Yo pensaba que eso era un asunto del gremio, sargento. ¿A usted no se lo parece?
—Bueno, señor, Beano fue encontrado en…
—Estoy seguro de que no se trata de nada por lo que debamos molestar a la Guardia —dijo el doctor Carablanca.
Colon titubeó. Hubiese preferido hacer frente al doctor Cruces antes que a aquella aparición. Al menos ya se suponía que los Asesinos tenían que ser desagradables. Y además, los payasos estaban a un solo paso de distancia de los artistas del mimo.
—No, señor. Es obvio que fue un accidente, ¿verdad?
—Desde luego. El hermano Boffo les acompañará a la puerta —dijo el jefe de los payasos—. Y luego —añadió—, vendrá a mi despacho a presentarme su informe. ¿Lo ha entendido?
—Sí, doctor Carablanca —farfulló Boffo.
—¿Qué te hará? —preguntó Nobby mientras iban hacia la puerta.
—Probablemente tendré que ponerme un sombrero lleno de lechada —dijo Boffo—. O recibir un pastel de nata en toda la cara, si tengo suerte.
Abrió la puerta de la calle.
—Muchos de nosotros no estamos nada satisfechos con la manera en que se ha llevado el asunto —murmuró—. No veo por qué esos cabronazos tienen que salirse con la suya. Tendríamos que ir a ver a los Asesinos y aclararlo todo con ellos.
—¿Por qué a los Asesinos? —preguntó Colon—. ¿Por qué iban a matar ellos a un payaso?
Boffo puso cara de culpabilidad.
—¡Yo no he dicho nada!
Colon le miró fijamente.
—Aquí está ocurriendo algo muy raro, señor Boffo.
Boffo miró a su alrededor, como si esperara que la venganza fuera a caerle encima en cualquier momento bajo la forma de un pastel de nata.
—Encuentre su nariz —siseó—. Usted limítese a encontrar su nariz. Sí, encuentre su pobre nariz.
La puerta se cerró de golpe.
El sargento Colon se volvió hacia Nobby.
—¿Tú te acuerdas de si la Prueba A tenía una nariz, Nobby?
—Sí, Fred. La tenía.
—¿Y entonces a qué ha venido todo eso?
—A mí que me registren. —Nobby se rascó un furúnculo que prometía—. Quizá se refería a una nariz postiza. Ya sabes, ¿no?. Esas narices rojas que llevan un elástico. Las que —añadió Nobby torciendo el gesto— ellos creen que son tan divertidas. Beano no la tenía.
Colon llamó a la puerta con los nudillos, asegurándose de mantenerse prudentemente alejado de cualquier simpática trampa destinada a hacer reír.
La trampilla se deslizó a un lado.
—¿Sí? —siseó Boffo.
—¿Te referías a su nariz falsa? —preguntó Colon.
—¡No, a la de verdad! ¡Y ahora largo de aquí!
La trampilla volvió a quedar cerrada.
—Está de atar —dijo Nobby con firmeza.
—La nariz de Beano era real. ¿Tú le viste algo raro? —preguntó Colon.
—No. Tenía un par de agujeros.
—Bueno, yo no entiendo mucho de narices —dijo Colon—, pero o el hermano Boffo se equivoca o aquí está pasando algo muy raro.
—¿Como qué?
—Bueno, Nobby, tú eres lo que se podría llamar un soldado de carrera, ¿verdad?
—Sí, Fred.
—¿Cuántas expulsiones deshonrosas has tenido?
—Montones —dijo Nobby con orgullo—. Pero siempre les pongo una cataplasma.
—Has estado en un montón de campos de batalla, ¿verdad?
—En docenas.
El sargento Colon asintió.
—Así que has visto un montón de cadáveres cuando te estabas ocupando de los caídos…
El cabo Nobbs asintió. Ambos sabían que «ocuparse de los caídos» significaba recoger cualquier clase de alhaja personal y robarles las botas. Lo último que muchos enemigos heridos de muerte habían llegado a ver en un lejano campo de batalla había sido al cabo Nobbs viniendo hacia ellos con un saco, un cuchillo y una expresión calculadora en el rostro.
—Si todavía puede servir de algo, no veo por qué hay que permitir que se eche a perder —dijo Nobby.
—Así que te habrás dado cuenta de que los muertos se van poniendo… más muertos —dijo el sargento Colon.
—¿Cómo se puede estar más muerto que un muerto?
—Ya sabes a qué me estoy refiriendo, Nobby. Más cadavéricos —dijo el sargento Colon, experto en ciencia forense.
—¿Te refieres a que se van poniendo tiesos, púrpuras y todo ese tipo de cosas?
—Exacto.
—Y luego empiezan a soltar líquido y van…
—Sí, exactamente…
—Ojo, eso hace más fácil quitarles los anillos.
—A donde yo quería ir a parar, Nobby, es a que siempre puedes saber cuánto tiempo tiene un cadáver. Ese payaso, por ejemplo. Tú lo viste, igual que yo. ¿Cuánto le echarías?
—Uno sesenta y cinco, más o menos. Sus botas no me quedaban nada bien, eso sí que lo tengo claro. Bailaban demasiado.
—No, me refería a cuánto tiempo llevaba muerto.
—Un par de días. Eso de les nota enseguida porque hay esa especie de…
—¿Y entonces cómo es que Boffo lo vio ayer por la mañana?
Siguieron andando.
—Eso es un poquito raro, sí —dijo Nobby.
—Tienes razón. Supongo que el capitán se mostrará muy interesado.
—Quizá era un zombi.
—No creo.
—Nunca he podido soportar a los zombis —dijo Nobby con voz pensativa.
—¿De veras?
—Siempre cuesta horrores robarles las botas.
El sargento Colon saludó con la cabeza a un mendigo que pasaba por allí.
—¿Todavía te dedicas a hacer esas danzas populares en tus noches libres, Nobby?
—Sí, Fred. Esta semana estamos practicando «Recogiendo dulces lirios». Hay un doble paso cruzado que es muy complicado.
—Eres un hombre que tiene muchas partes distintas, Nobby.
—Solo si no podía quitarles los anillos sin usar la navaja, Fred.
—No, lo que quiero decir es que presentas una dicotomía muy interesante.
Nobby le dio una patada a un chucho.
—¿Has vuelto a leer libros, Fred?
—He de mejorar mi mente, Nobby. Son todos esos reclutas nuevos. Zanahoria se pasa la mitad del tiempo con la nariz metida en un libro, Angua conoce palabras que yo he de mirar, e incluso el culobajo es más listo que yo. No paran de entrar en contacto manual con mis gónadas. Está claro que ando poco dotado en el departamento de la cabeza.
—Eres más listo que Detritus —dijo Nobby.
—Eso es lo que me repito a mí mismo. Me digo: Pase lo que pase, Fred, tú eres más listo que Detritus. Pero luego voy y me digo: Fred… la levadura también lo es.
Se apartó de la ventana.
Vaya, vaya. ¡La maldita Guardia!
¡Y aquel maldito Vimes! Exactamente el hombre equivocado en el lugar equivocado. ¿Por qué la gente no aprendía de la historia? ¡Vimes llevaba la traición metida en sus mismos genes! ¿Cómo iba a poder funcionar adecuadamente una ciudad con alguien así metiendo siempre las narices en todo? La Guardia no existía para aquello. Se suponía que los guardias tenían que hacer lo que se les dijera, y asegurarse de que otras personas también lo hicieran.
Alguien como Vimes podía dar al traste con las cosas. No porque fuese listo. Un guardia listo era una contradicción en sus mismos términos. Pero la mera impredecibilidad podía llegar a causar problemas.
El debólver estaba encima de la mesa.
—¿Qué voy a hacer con Vimes?
Matarlo.
Angua despertó. Ya casi era mediodía, se encontraba acostada en su propia cama en la habitación que le había alquilado a la señora Cake, y alguien estaba llamando a la puerta.
—¿Mmm…? —dijo.
—No lo sé. ¿Le digo que se vaya? —dijo una voz que venía aproximadamente del nivel del agujero de la cerradura.
Angua pensó a toda prisa. Los otros residentes ya la habían advertido acerca de aquello. Esperó a que le dieran el pie para seguir hablando.
—Oh, gracias, cariño. Ya se me estaba olvidando —dijo la voz.
Con la señora Cake siempre debías tomarte tu tiempo. Vivir en una casa administrada por alguien cuya mente solo estaba nominalmente unida al presente resultaba bastante difícil. La señora Cake tenía poderes psíquicos.
—Vuelve a tener la precognición conectada, señora Cake —dijo Angua, sacando las piernas de la cama y rebuscando apresuradamente entre el montón de ropa que había encima de la silla.
—¿Adónde habíamos llegado? —preguntó la señora Cake, todavía desde el otro lado de la puerta.
—Acaba de decirme «No lo sé. ¿Le digo que se vaya?», señora Cake —respondió Angua. ¡La ropa siempre era el gran problema! Al menos un hombre-lobo varón solo tenía que preocuparse por un par de pantalones cortos y fingir que había salido a correr un rato.
—Sí, tienes razón. —La señora Cake tosió—. «Abajo hay un joven que pregunta por ti» —dijo después.
—«¿Quién es?» —preguntó Angua.
Hubo un momento de silencio.
—Sí, me parece que ahora ya está todo aclarado —dijo la señora Cake—. Lo siento, querida. Si la gente no llena bien los huecos, me entran unos dolores de cabeza terribles. ¿Estás humana, querida?[12]
—Puede entrar, señora Cake.
La habitación no era gran cosa. Básicamente era marrón: suelo de linóleo marrón, paredes marrones, un cuadro encima de la cama marrón con un ciervo marrón atacado por perros marrones en un páramo marrón bajo un cielo que, en contra de todo el conocimiento meteorológico establecido, era marrón. Había un armario marrón. Si te abrías paso a través de los abrigos[13] viejos y misteriosos que había colgados dentro, posiblemente terminarías entrando en un reino mágico lleno de animales parlantes y duendes, pero probablemente el esfuerzo no merecería la pena.
La señora Cake entró en la habitación. Era bajita y regordeta pero compensaba su falta de altura llevando un enorme sombrero negro; no de la variedad puntiaguda que usaban las brujas, sino uno cubierto de pájaros disecados, frutas de cera y demás objetos decorativos, todos ellos pintados de negro. A Angua le caía bastante bien. Las habitaciones estaban limpias,[14] los precios eran baratos, y la señora Cake sabía ser muy comprensiva con las personas que llevaban vidas ligeramente poco corrientes y le tenían, por ejemplo, aversión al ajo. Su hija era una licántropa y la señora Cake sabía todo lo que hay que saber sobre la necesidad de que las ventanas y las puertas de la planta baja tuvieran largas manijas que pudieran operarse con una pata.
—Lleva una cota de malla —dijo la señora Cake, que se había traído consigo un par de cubos llenos de gravilla—. Y también lleva jabón en las orejas.
—Oh. Ejem. Bien.
—Si quieres, puedo decirle que se vaya a la mierda —dijo la señora Cake—. Eso es lo que hago siempre cuando viene la clase equivocada de persona. Especialmente si se ha traído una estaca, claro. No puedo consentir que ocurran ese tipo de cosas, y me refiero a lo de tener gente corriendo por los pasillos mientras agitan antorchas y demás.
—Creo que sé quién es —dijo Angua—. Me ocuparé de él.
Se metió los faldones de la camisa en los pantalones.
—Si sales fuera, cierra la puerta —le dijo la señora Cake mientras Angua salía al recibidor—. Voy a cambiarle la tierra al ataúd del señor Winkins, porque dice que le duele un poco la espalda.
—Pues a mí me parece que eso es gravilla, señora Cake.
—Por la cosa ortopédica, ya sabes.
Zanahoria estaba esperando respetuosamente en la entrada con el casco debajo del brazo y una expresión de intensa vergüenza en la cara.
—¿Y bien? —dijo Angua, hablando en un tono bastante amable.
—Ejem. Buenos días, Pensé que, ya sabes, quizá, como tú no conoces demasiado la ciudad, realmente… yo podría, si quieres, si no te importa, como no tienes que entrar de servicio hasta dentro de un buen rato, pues… ¿podría enseñarte algo de la ciudad…?
Por un instante Angua pensó que había contraído presciencia de la señora Cake. Varios futuros desfilaron rápidamente por su imaginación.
—Todavía no he desayunado —dijo.
—Hacen un desayuno muy bueno en el restaurante de Tal’Adr, un delicatessen para enanos que está en la calle Cable.
—Es hora de almorzar.
—Para la Guardia Nocturna es hora de desayunar.
—Soy prácticamente vegetariana.
—El dueño prepara rata con salsa de soja.
Angua se dio por vencida.
—Cogeré mi chaqueta.
—Jua, jua —dijo una voz llena de terrible cinismo.
Angua miró hacia abajo. Gaspode estaba sentado detrás de Zanahoria, tratando de fulminarla con la mirada mientras se rascaba con furia.
—Anoche perseguimos a un gato y lo hicimos subir a lo alto de un árbol —dijo Gaspode—. Tú y yo, ¿eh? Podríamos llegar a conseguirlo. El destino nos ha unido, por así decirlo.
—Vete.
—¿Cómo dices? —preguntó Zanahoria.
—No te lo estaba diciendo a ti. Se lo decía a ese perro.
Zanahoria se volvió.
—¿A él? ¿Ahora te molesta? Es un perrito muy bueno.
—Guau, guau, galleta.
Zanahoria se llevó automáticamente la mano al bolsillo.
—¿Ves? —dijo Gaspode—. Este chico es el señor Simple, ¿verdad?
—¿Dejan entrar perros en las tiendas de enanos? —preguntó Angua.
—No —dijo Zanahoria.
—Colgados de un gancho sí —dijo Gaspode.
—¿De veras? Me parece una buena idea —dijo Angua—. Bueno, vayamos.
—¿Vegetariana? —murmuró Gaspode, cojeando detrás de ellos—. Oh, cielos.
—Cállate.
—¿Cómo dices? —preguntó Zanahoria.
—Solo estaba pensando en voz alta.
La almohada de Vimes era fría y dura. Vimes la tanteó cautelosamente y descubrió que estaba fría y dura porque no era una almohada, sino una mesa. Su mejilla parecía hallarse pegada a ella y Vimes no sintió ningún interés por especular al respecto.
Ni siquiera había conseguido quitarse la coraza.
Pero consiguió abrir un ojo.
Había estado escribiendo en su cuaderno de notas. Tratando de encontrarle algún sentido a todo aquello. Y luego se había quedado dormido.
¿Qué hora era? No había tiempo para mirar atrás.
Vimes fue leyendo lo que había escrito.
Robado del Gremio de Asesinos: debólver. Después Martillogrande asesinado.
Olor a fuegos artificiales. Trozo de plomo. Símbolos alquímicos. Segundo cuerpo en río. Un payaso. ¿Dónde estaba su nariz roja? Debólver.
Vimes contempló las notas garabateadas.
Estoy en el buen camino, pensó. No necesito saber adónde conduce. Lo único que he de hacer es seguirlo. Siempre hay un crimen, si buscas lo suficiente. Y el Gremio de Asesinos está metido en esto.
Sigue cada pista. Comprueba cada detalle. Remueve, remueve el caldero.
Tengo hambre.
Se levantó tambaleándose y contempló su cara en el espejo resquebrajado que había encima de la pileta.
Los acontecimientos del día anterior fueron filtrándose a través de la gasa velada de la memoria. El rostro de lord Vetinari ocupaba un lugar central entre todos ellos. Vimes empezó a enfurecerse solo de pensar en eso. La impasible frialdad con la que el patricio le había dicho a Vimes que no debía interesarse en el robo cometido…
Vimes contempló su reflejo…
… y entonces algo lo picó en la oreja e hizo añicos el cristal.
Vimes contempló el agujero que acababa de aparecer en el yeso, rodeado por los restos del marco de un espejo. A su alrededor, los trocitos de cristal fueron cayendo al suelo con un tintineo.
Vimes permaneció totalmente inmóvil durante un instante muy largo.
Luego sus piernas, llegando a la conclusión de que el cerebro se encontraba en algún otro sitio, precipitaron al resto de su cuerpo hacia el suelo.
Hubo otro tintineo y una botella de Abrazodeoso medio llena hizo explosión encima del escritorio. Vimes ni siquiera recordaba haberla comprado.
Fue hacia delante moviéndose a cuatro patas y se incorporó junto a la ventana.
Las imágenes desfilaron por su mente con la celeridad del rayo. El enano muerto. El agujero en la pared…
Un pensamiento pareció iniciarse en el hueco de su espalda y luego fue subiendo por ella hasta que terminó llegando al cerebro. Aquellas paredes eran de escayola y yeso, y para colmo eran viejas; podías meter un dedo a través de ellas con un poco de esfuerzo. En cuanto a un trozo de metal…
Vimes chocó contra el suelo en el mismo instante en que un poc coincidió con la aparición de un agujero en la pared a un lado de la ventana. Nubecitas de polvo de yeso revolotearon por el aire.
Su ballesta estaba apoyada en la pared. Vimes no era ningún experto, pero, demonios, ¿quién lo era? La apuntabas y disparabas. Tiró de la ballesta hasta tenerla junto a él, rodó sobre la espalda, metió el pie en el estribo y tiró de la cuerda hasta que la puso en posición con un chasquido.
Luego volvió a rodar sobre sí mismo hasta quedar apoyado en una rodilla y metió un dardo en el surco.
Una catapulta, eso era. Tenía que serlo. Del tamaño de un troll, quizá. Alguien subido al tejado del Edificio de la Ópera, o en algún otro lugar elevado.
Atraer su fuego, atraer su fuego… Vimes cogió su casco y lo colocó en equilibrio encima de la punta de otro dardo de ballesta. El truco consistía en agazaparse debajo de la ventana y…
Vimes reflexionó durante unos instantes. Luego fue arrastrándose por el suelo hasta que llegó al rincón, donde había un palo rematado por un gancho. Hubo un tiempo lejano en el que dicho palo se utilizaba para abrir las ventanas superiores, que ya llevaban muchos años atascadas por el óxido.
Puso el casco en equilibrio encima del extremo del palo, se acurrucó en el rincón y, con una cierta cantidad de esfuerzo, movió el palo de tal manera que el casco asomó justo por encima del alféizar de la ven…
Poc.
Las astillas salieron despedidas de un punto en el suelo donde indudablemente habrían causado serias molestias a cualquier persona que estuviera acostada sobre los tablones, levantando cautelosamente un casco puesto encima de un palo para usarlo como señuelo.
Vimes sonrió. Alguien estaba tratando de matarlo, y eso hizo que se sintiera más vivo de lo que se había sentido en muchos días.
Y quienesquiera que fuesen, además eran un poco menos inteligentes que él. Aquella era una cualidad por la que siempre deberías rezar en tu aspirante a asesino.
Vimes soltó el palo, cogió la ballesta, pasó corriendo por delante de la ventana, disparó contra una silueta indistinta que había encima del tejado del Edificio de la Ópera como si el dardo de la ballesta realmente pudiera llegar tan lejos, cruzó la habitación de un salto y tiró de la manija de la puerta. Algo se incrustó en el marco de la puerta cuando esta se cerró detrás de él.
Luego fue bajar por la escalera de atrás, salir por la puerta, pasar por encima del tejado de la letrina, entrar en el pasaje del Nudillo, subir por la escalera de atrás de Zorgo el Retrofrenólogo,[15] entrar en la sala de operaciones de Zorgo y dirigirse hacia la ventana.
Zorgo y su paciente actual lo miraron con curiosidad. El tejado de Pugnante se hallaba desierto. Vimes dio media vuelta y se encontró con un par de miradas perplejas.
—Buenos días, capitán Vimes —dijo el retrofrenólogo, con un martillo todavía alzado en una mano enorme.
Vimes sonrió enloquecidamente.
—Verá, es que me pareció que… —empezó a decir, y luego siguió hablando a toda prisa—. Vi una mariposa muy rara e interesante en ese tejado de ahí.
El troll y su paciente miraron educadamente hacia donde señalaba.
—Pero no había ninguna mariposa —dijo Vimes.
Volvió hacia la puerta.
—Siento haberles molestado —dijo, y se fue.
El paciente de Zorgo lo vio marchar con interés.
—¿No tenía una ballesta? —preguntó—. Eso de ir a cazar mariposas raras e interesantes con una ballesta es un poquito raro, ¿verdad?
Zorgo reajustó la colocación de la parrilla que cubría la calva cabeza de su paciente.
—No sé —dijo—. Supongo que al menos impide que las mariposas vayan por ahí creando todas esas malditas tormentas. —Volvió a coger el martillo—. Y ahora, ¿qué era lo que íbamos a hacer hoy? Firmeza y determinación, ¿no?
—Sí. Bueno, no. Quizá.
—Muy bien. —Zorgo tomó puntería—. Esto —dijo, sin faltar en lo más mínimo a la verdad— no le dolerá nada.
Era algo más que un mero delicatessen. Era una especie de centro y lugar de encuentro de la comunidad enana. El barullo de voces se detuvo cuando entró Angua, inclinándose hasta casi tocar el suelo con la cabeza, pero volvió a empezar con un volumen ligeramente más elevado y unas cuantas risas cuando Zanahoria la siguió. El cabo saludó a los otros clientes agitando alegremente la mano.
Luego apartó cuidadosamente dos sillas. Si te sentabas en el suelo podías sentarte erguido, aunque por poco.
—Muy… bonito —dijo Angua—. Étnico.
—Yo vengo mucho por aquí —dijo Zanahoria—. La comida es buena y, naturalmente, siempre vale la pena tener pegada la oreja al suelo.
—Eso tiene que resultar realmente fácil aquí —dijo Angua, y se rió.
—¿Cómo dices?
—Bueno, quiero decir que el suelo se encuentra… mucho… más cerca.
Angua sintió que un pozo iba haciéndose más grande con cada palabra. El nivel de ruido había vuelto a bajar súbitamente.
—Ejem —dijo Zanahoria, mirándola fijamente—. ¿Cómo podría expresarlo para que me entiendas? La gente está hablando en enanés… pero están escuchando en humano.
—Lo siento.
Zanahoria sonrió, y luego le hizo una seña con la cabeza al cocinero que había detrás del mostrador y carraspeó ruidosamente.
—Creo que a lo mejor tengo un caramelo para la garganta en algún sitio… —empezó a decir Angua.
—Estaba pidiendo el desayuno —dijo Zanahoria.
—¿Te sabes de memoria el menú?
—Oh, sí. Pero también está escrito en la pared.
Angua se volvió y echó una nueva mirada a lo que había creído que eran señales hechas al azar.
—Eso es oggham —dijo Zanahoria—. Una antigua y poética escritura rúnica cuyos orígenes se pierden en las nieblas del tiempo, pero que se cree fue inventada incluso antes que los dioses.
—Caray. ¿Qué pone?
Esta vez Zanahoria se aclaró la garganta de verdad.
Soja, huevo, judías y rata 12p
Soja, rata y rebanada frita l0p
Rata con queso a la crema 9p
Rata y judías 8p
Rata y ketchup 7p
Rata 4p
—¿Por qué el ketchup cuesta casi tanto como la rata? —preguntó Angua.
—¿Has probado en alguna ocasión la rata sin ketchup? —replicó Zanahoria—. De todas maneras, te he pedido pan de los enanos. ¿Nunca has probado pan de los enanos?
—No.
—Todo el mundo debería probarlo alguna vez —dijo Zanahoria, y luego pareció reflexionar en lo que acababa de decir—. La mayoría de las personas lo hacen —añadió.[16]
Tres minutos y medio después de que hubiera despertado, el capitán Samuel Vimes, de la Guardia Nocturna, subió a toda prisa los últimos escalones que llevaban al techo del Edificio de la Ópera de Ankh-Morpork, jadeó para recobrar el aliento y vomitó allegro ma non troppo.
Luego se apoyó en la pared, agitando vagamente la ballesta ante él.
No había nadie más en el tejado. Solo estaban las cañerías, perdiéndose en la lejanía para absorber el sol de la mañana. Ya casi hacía demasiado calor para moverse.
Cuando se sintió un poquito mejor, Vimes echó un vistazo por entre las chimeneas y la claraboya. Pero había una docena de formas de bajar de allí, y un millar de sitios para esconderse.
Desde allí podía ver dentro de su habitación. Pensándolo bien, podía ver dentro de las habitaciones de la mayor parte de la ciudad.
Una catapulta… no…
Oh, bueno. Al menos había habido testigos.
Vimes fue hasta el final del tejado y miró por encima del borde.
—Hola ahí abajo —dijo.
Vimes parpadeó. Había seis pisos de distancia hasta el suelo lo cual no era una visión que debiera contemplarse con un estómago recién vaciado.
—Ejem… ¿Podrías subir aquí arriba, por favor? —dijo.
—O-o’iera.
Vimes retrocedió un poco. Entonces hubo un rechinar de piedras y una gárgola se izó laboriosamente por encima del parapeto, moviéndose como un efecto especial barato animado fotograma a fotograma.
El capitán no sabía gran cosa sobre las gárgolas. En una ocasión Zanahoria había dicho algo acerca de lo maravillosas que eran, una especie de troll urbano que había llegado a desarrollar una relación simbiótica con los desagües, y había admirado la manera en que llevaban el agua al interior de sus orejas para luego expulsarla a través de finos cedazos situados dentro de sus bocas. Probablemente fuesen la especie más extraña del Disco.[17] Nunca se veía a muchos pájaros anidando en los edificios colonizados por las gárgolas, y los murciélagos tendían a dar un rodeo alrededor de ellas.
—¿Cómo te llamas, amiga?
—’ornisa-’bre-’a-’ía-’cha.
Los labios de Vimes fueron moviéndose mientras insertaba mentalmente todos aquellos sonidos imposibles de obtener para una criatura cuya boca se hallaba atascada en un permanente estado de apertura. Cornisa-sobre-la-Vía-Ancha. La identidad personal de una gárgola estaba tan íntimamente unida a su ubicación habitual como la de una lapa.
—Bueno, Cornisa —dijo—, ¿sabes quién soy?
—Oh —dijo la gárgola con voz abatida.
Vimes asintió. Se pasa la vida sentada aquí arriba, haga el tiempo que haga, y filtrando mosquitos a través de sus orejas, pensó. La gente que es así no tiene una agenda de direcciones muy llena. Incluso las almejas salen más de casa.
—Soy el capitán Vimes de la Guardia.
La gárgola alzó sus enormes orejas.
—Ah. ¿’Abaja ’on el ’eñor A-a’oria?
Vimes también descifró aquella frase, y luego parpadeó.
—¿Conoces al cabo Zanahoria?
—Oh, ’iiiií. ’Odo ’undo ’oce a ’Oria.
Vimes soltó un bufido. Yo he crecido aquí, pensó, y cuando voy a la calle la gente me mira y luego dice: «¿Quién es ese mamón tan malcarado?». Zanahoria solo lleva aquí unos cuantos meses y todo el mundo le conoce. Y él conoce a todo el mundo. Todo el mundo le aprecia. Eso me pondría furioso, si él no fuese tan agradable.
—Tú vives aquí arriba —dijo Vimes, interesado a pesar del problema más acuciante que tenía en la cabeza—. ¿Cómo es que conoces a A-a’oria… a Zanahoria?
—’Ene ’ki ’e ’ez en ’uando, ’bla kon ’ozotdos.
—¿De ’eraz?
—’Ií.
—¿Subió alguien aquí arriba? ¿Hace unos momentos?
—’Ií.
—¿Viste quién era?
—Oh. ’E ’uzo el ’ie en la ca’eza. ’Ino ’on ’alo ’e ’uegos. ’Espués ’eo ’alir ’orriendo ’or ’lle ’Jol-o-ernes.
La calle Holofernes, tradujo Vimes. Quienquiera que hubiera sido, a aquellas alturas ya se encontraría muy lejos.
—’Enía un ’alo —contribuyó Cornisa—. Un ’alo ’e ’uegos.
—¿Un qué?
—’Uegos. Ya za’es. ¡Um! ¡Ock! ¡Arks! ¡’Oetes! ¡Ang!
—Oh, fuegos artificiales.
—Ií. Ezo e ’icho.
—¿Un palo de fuegos artificiales? ¿Como… como uno de esos cohetes sujetos a un palo?
—¡Oh, o ’é! ¡Un ’alo, lo a’untaz, alo ce ANG!
—¿Apuntas hacia algo con ello y esa cosa hace bang?
Vimes se rascó la cabeza. Sonaba como el cayado de un mago. Pero los cayados de los magos no hacían bang.
—Bueno… gracias —dijo—. Me has… ’udado ’ucho.
Se volvió hacia la escalera.
Alguien había intentado matarlo.
Y el patricio le había advertido de que no debía investigar el robo cometido en el Gremio de Asesinos. Robo, había dicho.
Hasta aquel momento, Vimes ni siquiera había estado seguro de que hubiese habido un robo.
Y luego, naturalmente, estaban las leyes del azar. Dichas leyes tienen un papel mucho más grande en el procedimiento policial de lo que le gustaría tener que admitir a la causalidad narrativa. Por cada asesinato resuelto a través del cuidadoso descubrimiento de una pisada vital o una colilla de cigarrillo, había cien asesinatos que no se resolvían porque el viento había empujado unas cuantas hojas en la dirección equivocada o no había llovido la noche anterior. Por eso muchos crímenes se resuelven gracias a un accidente afortunado: porque un coche se detiene por casualidad, por una observación que se escucha por azar, porque resulta que alguien de la nacionalidad apropiada se encuentra a menos de diez kilómetros de la escena del crimen sin tener coartada…
Incluso Vimes estaba enterado del poder del azar.
Su sandalia chocó con algo metálico.
—Y esto —dijo el cabo Zanahoria— es el famoso arco conmemorativo que celebra la batalla de Crumhorn. La ganamos, creo. Tiene más de noventa estatuas de soldados famosos. Es algo así como un hito.
—Habrían tenido que levantarles una estatua a los contables —dijo una voz perruna detrás de Angua—. La primera batalla en el universo donde el enemigo fue persuadido de que vendiera sus armas.
—¿Y entonces dónde está? —preguntó Angua, todavía haciendo caso omiso de Gaspode.
—Ah. Sí. Ese es el problema —dijo Zanahoria—. Disculpe, señor Escaso. Este es el señor Escaso, Mantenedor Oficial de los Monumentos. De acuerdo con la antigua tradición, su paga consiste en un dólar al año y una chaqueta nueva cada Vigilia de los Puercos.
En el cruce había un anciano sentado en un taburete, con el sombrero encima de los ojos. Se subió el ala.
—Buenas tardes, señor Zanahoria. Querrá ver el arco de triunfo, ¿verdad?
—Sí, por favor. —Zanahoria se volvió hacia Angua—. Desgraciadamente, le encargaron el diseño a Jodido Estúpido Johnson.
El anciano se sacó del bolsillo una cajita de cartón y levantó la tapa con un gesto lleno de reverencia.
—¿Dónde está?
—Aquí mismo —dijo Zanahoria—. Detrás de ese trocito de algodón de lana.
—Oh.
—Me temo que para el señor Johnson las medidas precisas eran algo que ocurría a otra gente.
El señor Escaso cerró la tapa.
—También hizo el Memorial de Quirm, los Jardines Colgantes de Ankh y el Coloso de Morpork —dijo Zanahoria.
—¿El Coloso de Morpork? —dijo Angua. El señor Escaso levantó un flaco dedo.
—Ah —dijo—. No se vayan. —Empezó a palparse los bolsillos—. Lo tengo guardado por aquí en alguna parte.
—¿Es que ese hombre nunca diseñó nada útil?
—Bueno, diseñó una vinagrera de mesa ornamental para lord Espasmo el Loco —dijo Zanahoria, mientras se iban.
—¿Y le salió bien?
—No exactamente. Pero hay un hecho muy interesante, y es que ahora cuatro familias viven dentro de un salero y utilizamos el pimentero para guardar el grano.
Angua sonrió. Hechos interesantes. Zanahoria estaba lleno de hechos interesantes acerca de Ankh-Morpork, y Angua tenía la sensación de estar flotando precariamente encima de un mar de ellos. Ir por una calle con Zanahoria era como tener tres recorridos con guía turístico comprimidos en uno.
—Y aquí tenemos el Gremio de Mendigos —dijo Zanahoria—. Los mendigos son el más antiguo de los gremios. Eso no lo saben muchas personas.
—No me digas.
—La gente piensa que los más antiguos son los bufones o los asesinos. Pregúntale a cualquiera, y te dirán que el gremio más antiguo de Ankh-Morpork es sin duda el Gremio de Bufones o el Gremio de Asesinos. Pero no lo son. Son bastante recientes. Pero hace siglos que existe un Gremio de Mendigos.
—¿De veras? —preguntó Angua con un hilo de voz.
Durante la última hora, había aprendido más cosas sobre Ankh-Morpork de las que cualquier persona razonable podía llegar a querer saber. Tenía la vaga sospecha de que Zanahoria estaba tratando de hacerle la corte. Pero, en vez de los bombones o las flores habituales, parecía estar tratando de envolver una ciudad entera en papel de regalo.
Y, en contra de todos sus instintos, Angua estaba empezando a sentirse celosa. ¡De una ciudad! ¡Por todos los dioses, pensó, si solo hace un par de días que le conozco!
Era la manera en que Zanahoria vestía el lugar. Esperabas que en cualquier momento entonara esa clase de canción con rimas sospechosas y frases como «Mi clase de ciudad» y «Quiero ser parte de ella»; la clase de canción en la que la gente baila por la calle, da manzanas a la persona que está cantando, una docena de humildes vendedoras de cerillas de pronto muestran asombrosas habilidades coreográficas, y todo el mundo se comporta como ciudadanos encantadores y amables en vez de como los individuos egoístas, malvados y capaces de llegar al asesinato que ellos mismos sospechan ser. Pero la diferencia estaba en que si de pronto Zanahoria se hubiera puesto a cantar y bailar, la gente se habría unido al número musical. Zanahoria era capaz de hacer que un círculo de monumentos megalíticos se pusiera en fila detrás de él y bailara una rumba.
—En el patio principal hay unas cuantas estatuas antiguas muy interesantes —dijo Zanahoria—. Incluida una de Jimi, el Dios de los Mendigos. Te las enseñaré. A ellos no les importará.
Llamó a la puerta con los nudillos.
—No tienes por qué hacerlo —dijo Angua.
—No es ninguna molestia…
La puerta se abrió.
Los agujeros de la nariz de Angua se dilataron. Había un olor…
Un mendigo recorrió a Zanahoria de arriba abajo con la mirada y se quedó boquiabierto.
—Eres Colmante Michael, ¿verdad? —dijo Zanahoria, con su jovialidad habitual.
La puerta se cerró de golpe.
—Bueno, eso no ha sido muy amistoso —dijo Zanahoria.
—Apesta, ¿verdad? —dijo una vocecita llena de malicia desde algún lugar detrás de Angua.
Aunque no estaba de humor para aceptar la presencia de Gaspode, Angua se encontró asintiendo. Si bien los mendigos eran un cóctel de olores, el segundo más grande era el miedo, y el más grande de todos era el de la sangre. Aquel olor a sangre hizo que a Angua le entraran ganas de chillar.
Hubo una algarabía de voces detrás de la puerta, y esta volvió a abrirse.
Esta vez había una multitud entera de mendigos en el hueco. Todos estaban mirando a Zanahoria.
—Muy bien, su señoría —dijo aquel al que antes había llamado Colmante Michael—, nos rendimos. ¿Cómo lo han sabido?
—¿Cómo hemos sabido el…? —empezó a decir Zanahoria, pero Angua le dio un codazo.
—Aquí han matado a alguien —dijo.
—¿Quién es ella? —preguntó Colmante Michael.
—La guardia interina Angua es un hombre de la Guardia —respondió Zanahoria.
—Jua, jua —dijo Gaspode.
—He de admitir que están ustedes mejorando mucho —dijo Colmante Michael—. Solo hace unos minutos que encontramos el cuerpo.
Angua pudo sentir cómo Zanahoria abría la boca para preguntar a quién se refería, y volvió a darle un codazo.
—Será mejor que nos lleves hasta él —dijo Zanahoria.
Resultó ser…
… para empezar, el cuerpo resultó pertenecer a una ella. En una habitación llena de harapos del último piso.
Angua se arrodilló junto al cadáver. Estaba muy claro que ahora era un cadáver. Ciertamente no era una persona, porque normalmente las personas tienen bastante más cabeza encima de los hombros.
—¿Por qué? —dijo—. ¿Quién puede haber sido capaz de hacer algo semejante?
Zanahoria se volvió hacia los mendigos que formaban corro alrededor del hueco de la puerta.
—¿Quién era?
—Lettice Knibbs —dijo Colmante Michael—. La doncella de la Reina Molly, nadie importante.
Angua alzó la mirada hacia Zanahoria.
—¿Reina?
—Al jefe de los mendigos a veces lo llaman rey o reina —dijo Zanahoria. Estaba respirando pesadamente.
Angua extendió la capa de terciopelo de la doncella sobre su cadáver.
—Solo la doncella —murmuró.
En el centro de la habitación había un espejo de cuerpo entero, o al menos el marco de uno. El cristal estaba esparcido a su alrededor como lentejuelas.
Al igual que el vidrio de un panel de ventana.
Zanahoria hizo a un lado algunos trozos empujándolos con el pie. Había un surco en el suelo, y algo metálico incrustado en él.
—Colmante Michael, necesito un clavo y un trozo de cordel —dijo Zanahoria, hablando muy despacio y articulando cuidadosamente cada palabra. Sus ojos no se apartaron ni un solo instante del puntito metálico. Casi parecía como si esperase que hiciera algo.
—No creo que… —empezó a decir el mendigo.
Zanahoria extendió el brazo sin volverse y lo agarró por el cuello mugriento sin ningún esfuerzo aparente.
—Un trozo de cordel —repitió—, y un clavo.
—Sí, cabo Zanahoria.
—Y el resto de vosotros, marchaos —dijo Angua.
Todos la miraron con los ojos muy abiertos.
—¡Hacedlo! —gritó Angua, apretando los puños—. ¡Y dejad de mirarla!
Los mendigos se esfumaron.
—Tardarán un rato en conseguir el cordel —dijo Zanahoria, apartando unos cuantos trocitos de cristal—. Tendrán que mendigárselo a alguien, ya sabes.
Desenvainó el cuchillo y empezó a hurgar en las tablas del suelo, con mucho cuidado. Pasado un rato terminó extrayendo de ellas un trocito de metal, ligeramente aplastado por su paso a través de la ventana, el espejo, las tablas del suelo y ciertas partes de la difunta Lettice Knibbs que nunca habían sido concebidas pensando en que llegaran a ver la luz del día.
Zanahoria lo hizo rodar sobre la palma de su mano.
—¿Angua?
—¿Sí?
—¿Cómo supiste que había alguien muerto aquí dentro?
—Tuve un… presentimiento.
Los mendigos regresaron, tan nerviosos que había media docena de ellos tratando de llevar un ovillo de cordel.
Zanahoria clavó el clavo en el marco debajo del panel hecho añicos para que sostuviera un extremo del cordel. Luego clavó el cuchillo en el surco y sujetó el otro extremo del cordel a la empuñadura. Después se tumbó en el suelo y miró a lo largo del cordel.
—Madre mía.
—¿Qué pasa?
—Tiene que haber venido del tejado del Edificio de la Ópera.
—¿Sí? ¿Y?
—Eso queda a más de doscientos metros de aquí.
—¿Sí?
—La… cosa entró tres centímetros en un suelo de roble.
—¿Conocías a la chica… de antes? —preguntó Angua, y se sintió un poco avergonzada por preguntarlo.
—En realidad no.
—Creía que conocías a todo el mundo.
—Solo era alguien a quien veía ir por ahí. La ciudad está llena de gente a la que vas viendo por ahí.
—¿Por qué los mendigos necesitan sirvientes?
—No pensarás que el pelo se me pone así por sí solo, ¿verdad, querida?
Había una aparición en el hueco de la puerta. Su cara era una masa de llagas. Había verrugas, y a su vez esas verrugas tenían otras verrugas y dichas verrugas tenían pelos en ellas. Posiblemente fuese del sexo femenino, pero resultaba difícil estar seguro con todas las capas y más capas de harapos que la cubrían. El pelo que acababa de mencionar parecía haber sido objeto de una rápida permanente por un huracán cuyos dedos hubieran sido untados con melaza.
Entonces la figura se irguió.
—Oh. Cabo Zanahoria. No sabía que era usted.
Ahora la voz era normal, sin el menor rastro de gemido o queja. La figura se volvió y dejó caer su palo sobre algo en el pasillo.
—¡Eres un niño muy travieso, Babas Sidney! Podrías haber dicho que era el cabo Zanahoria.
—¡Aaargh!
La figura entró en la habitación.
—¿Y quién es su amiga, señor Zanahoria?
—Esta es la guardia interina Angua. Angua, esta es la Reina Molly de los Mendigos.
Angua reparó en que, por una vez, alguien no se sorprendía de encontrarse a una mujer en la Guardia. La Reina Molly le dirigió una breve inclinación de cabeza, saludándola como una trabajadora que se dirige a otra. El Gremio de Mendigos era un no-patrono que creía en la igualdad de oportunidades.
—Que tengas un buen día. Supongo que no te sobrarán diez mil dólares para una pequeña mansión, ¿verdad?
—No.
—Solo preguntaba.
La Reina Molly empujó el traje con la punta del bastón.
—¿Qué hizo esto, cabo?
—Creo que es una nueva clase de arma.
—Oímos romperse el cristal y allí estaba ella —dijo Molly—.¿Por qué iba a querer matarla nadie?
Zanahoria contempló la capa de terciopelo.
—¿De quién es esta habitación? —preguntó.
—Mía. Es mi tocador.
—Pues entonces quienquiera que lo haya hecho no venía a por ella, Molly. Vino a por ti. «Algunos con harapos, y algunos con trapos, y uno con un traje de terciopelo…» Está en la carta fundacional de vuestro gremio, ¿no? El atuendo oficial del jefe de los mendigos. Probablemente no pudo resistir la tentación de ver qué tal le quedaba. El traje apropiado, la habitación apropiada. La persona equivocada.
Molly se llevó la mano a la boca, corriendo así un riesgo de envenenamiento instantáneo.
—¿Asesinato?
Zanahoria sacudió la cabeza.
—Eso no suena demasiado lógico. A los Asesinos siempre les gusta hacerlo desde muy cerca. Son unos profesionales que se toman muy en serio su trabajo —añadió con amargura.
—¿Qué debería hacer yo?
—Enterrar a la pobrecita sería un buen comienzo. —Zanahoria hizo girar el trocito de metal entre sus dedos y lo olió—. Fuegos artificiales —dijo.
—Sí —dijo Angua.
—¿Y qué van a hacer? —preguntó la Reina Molly—. Ustedes son guardias, ¿no? ¿Qué está pasando? ¿Qué van a hacer al respecto?
Cuddy y Detritus procedían por el Camino de Fedre. Estaba lleno de curtidurías, depósitos de madera y hornos de ladrillos, y por lo general no se lo consideraba un dechado de hermosura; lo cual era, sospechaba Cuddy, la razón por la que se lo habían dado a patrullar «para que fueran conociendo la ciudad». Eso los quitaba de en medio. El sargento Colon pensaba que daban mal aspecto al servicio.
No había más sonido que el chasquido de sus botas y el repicar de los nudillos de Detritus chocando con el suelo.
Finalmente, Cuddy dijo:
—Solo quiero que sepas que el que te hayan puesto conmigo me gusta tan poco como a ti.
—¡Eso!
—Pero si queremos sacar el máximo provecho posible de la situación, entonces será mejor que haya algunos cambios. ¿De acuerdo?
—¿Como qué?
—Como que es ridículo que ni siquiera seas capaz de contar. Sé que los trolls saben contar. ¿Por qué tú no puedes hacerlo?
—¡Yo puedo contar!
—¿Cuántos dedos tengo levantados, entonces?
Detritus entornó los ojos.
—¿Dos?
—De acuerdo. Y ahora, ¿cuántos dedos estoy levantando?
—Dos… y uno más…
—¿Así que dos y uno más es…?
Detritus puso cara de pánico. Aquello entraba en el territorio del cálculo infinitesimal.
—Dos y uno más es tres.
—Dos y uno más es tres.
—¿Y ahora cuántos?
—Dos y dos.
—Eso es cuatro.
—Cuatro.
—¿Y ahora cuántos? —preguntó Cuddy, probando suerte con ocho dedos.
—Eso es un dos-cuatro.
Cuddy puso cara de sorpresa. Había esperado «muchos», o posiblemente «montones».
—¿Qué es un dos-cuatro?
—Un dos y un dos y un dos y un dos.
Cuddy inclinó la cabeza hacia un lado.
—De acuerdo. Un dos-cuatro es lo que nosotros llamamos un ocho.
—Cho.
—Sabes, puede que no seas tan estúpido como aparentas… —dijo Cuddy, sometiendo al troll a una mirada larga y crítica—. Esto no es tan difícil. Vamos a pensar un poco en ello. Bueno, lo que quería decir es que yo pensaré en ello y que tú puedes unirte a mí en cuanto conozcas las palabras.
Vimes entró en la Casa de la Guardia y dio un ruidoso portazo tras de sí. El sargento Colon alzó la mirada desde su escritorio. Su rostro lucía una expresión complacida.
—¿Qué ha estado ocurriendo, Fred?
Colon tragó aire con una profunda inspiración.
—Cosas muy interesantes, capitán. Yo y Nobby hicimos un poco de detectoramiento en el Gremio de Asesinos. He puesto por escrito todo lo que averiguamos. Está todo aquí. Un informe como es debido.
—Estupendo.
—Todo puesto por escrito, mire. Como es debido. Con puntuación y todo.
—Bien hecho.
—Tiene comas y todo, mire.
—Estoy seguro de que lo disfrutaré mucho, Fred.
—Y el… y Cuddy y Detritus también han descubierto cosas. Cuddy también ha hecho un informe. Pero el suyo no tiene tanta puntuación como el mío.
—¿Cuánto tiempo he estado durmiendo?
—Seis horas.
Vimes trató de hacer un poco de espacio mental para aquello, y fracasó.
—Necesito meterme algo dentro —dijo—. Un poco de café o algo. Y luego de alguna manera el mundo será un poco mejor.
Cualquiera que estuviese yendo por el Camino de Fedre habría visto a un troll y un enano que aparentemente se gritaban el uno al otro con gran excitación.
—¡Un dos-treinta y dos, y ocho, y un uno!
—¿Ves? ¿Cuántos ladrillos hay en ese montón?
Pausa.
—¡Un dieciséis, un ocho, un cuatro, un uno!
—¿Te acuerdas de lo que te dije acerca de dividir por ocho-y-dos?
Una pausa más larga.
—¿Ve-intinue-ve…?
—¡Exacto!
—¡Exacto!
—¡Puedes llegar hasta allí!
—¡Puedo llegar hasta allí!
—¡Tú has nacido para contar hasta dos!
—¡Yo he nacido para contar hasta dos!
—¡Si puedes contar hasta dos, puedes contar hasta cualquier cosa!
—¡Si puedo contar hasta dos, puedo contar hasta cualquier cosa!
—¡Y entonces el mundo será tu molusco!
—¡Mi molusco! ¿Qué es un molusco?
Angua tuvo que apretar el paso para mantenerse a la altura de Zanahoria.
—¿No vamos a ir a echar una mirada en el Edificio de la Opera?—preguntó.
—Luego. Cualquiera que estuviese allí arriba ya estará bien lejos para cuando lleguemos ahí. Tenemos que decírselo al capitán.
—¿Piensas que a Lettice Knibbs la mató lo mismo que mató a Martillogrande?
—Sí.
—Hay… nueve pájaros.
—Eso es.
—Hay… un puente.
—Bien.
—Hay… cator-ce embarcaciones.
—Exacto.
—Hay… mil. Trescientos. Se-senta. Cuatro ladrillos.
—Tú lo has dicho.
—Hay…
—Bueno, será mejor que nos tomemos un descanso. No querrás desgastarlo todo contando, ¿verdad?
—Hay… un hombre que corre…
—¿Qué? ¿Dónde?
El café de Sham Harga era como plomo fundido, pero tenía una cosa a su favor: cuando lo bebías, siempre experimentabas una abrumadora sensación de alivio por haber llegado al fondo de la taza.
—Ese café estaba realmente horroroso, Sham.
—Cierto —dijo Harga.
—No, quiero decir que en mis buenos tiempos he bebido muchísimo café malo, pero eso, eso ha sido como si alguien me estuviera pasando una sierra por la lengua. ¿Cuánto tiempo estuvo hirviendo?
—¿Qué fecha es hoy? —preguntó Harga, limpiando un vaso. Generalmente siempre estaba limpiando vasos. Nadie descubría jamás qué ocurría luego con los vasos limpios.
—Quince de agosto.
—¿De qué año?
Sham Harga sonrió, o al menos movió varios músculos alrededor de su boca. Sham Harga llevaba muchos años triunfando en el negocio de la restauración gracias a que siempre sonreía, nunca fiaba, y era muy consciente de que la mayor parte de sus clientes querían comer algo que estuviera adecuadamente equilibrado entre los cuatro grandes grupos alimenticios: el azúcar, el almidón, la grasa, y los trocitos quemados y crujientes.
—Me gustaría tomar un par de huevos —dijo Vimes—, con las yemas duras de verdad pero las claras tan poco hechas que goteen como si fueran melaza. Y quiero panceta, esa panceta especial que está toda cubierta de nódulos huesudos y le cuelgan trocitos de grasa. Y una rebanada de pan frito. De la clase que hace que te crujan las arterias solo con mirarla.
—Un pedido difícil —dijo Harga.
—Ayer conseguiste que te quedara bien. Y ponme un poco más de café. Lo quiero tan negro como la medianoche en una noche sin luna.
Harga pareció sorprenderse. Aquello no era propio de Vimes.
—¿Como cuánto de negro es eso? —preguntó.
—Oh, pues yo diría que condenadamente negro.
—No necesariamente.
—¿Cómo?
—En una noche sin luna hay más estrellas. Es lógico, ¿verdad? Se las ve más. Una noche sin luna puede ser bastante brillante.
Vimes suspiró.
—¿Tan negro como una noche sin luna que esté muy nublada? —preguntó.
Harga contempló su cafetera con expresión pensativa.
—¿Cúmulos o cirroestratos?
—Disculpa, ¿cómo has dicho?
—Las luces de la ciudad siempre se reflejan en los cúmulos porque son nubes bastante bajas, ¿comprendes? Ojo, puede que te encuentres con un poco de dispersión del reflejo a gran altura debido a los cristales de hielo que hay suspendidos dentro de…
—Una noche sin luna que sea tan negra como ese café —dijo Vimes con voz hueca.
—¡Bien!
—Y un donut. —Vimes agarró a Harga por la chaqueta llena de manchas y tiró de él hasta que sus respectivas narices se tocaron—. Un donut tan donutesco como un donut hecho de harina, agua, un huevo grande, azúcar, un pellizco de levadura, canela para darle sabor y un relleno de crema, gelatina o rata dependiendo de las preferencias nacionales o de la especie, ¿de acuerdo? Pero no tan donutesco como algo que sea metafórico en ningún sentido. Solo un donut. Un donut.
—Un donut.
—Sí.
—Bastaba con que lo dijeras.
Harga se pasó las manos por la chaqueta, le lanzó una mirada dolida a Vimes y volvió a entrar en la cocina.
—¡Alto! ¡En el nombre de la ley!
—¿Cuál es el nombre de la ley, entonces?
—¡Cómo quieres que lo sepa!
—¿Por qué nosotros persiguiéndolo?
—¡Porque él está huyendo!
Cuddy solo llevaba unos días siendo un guardia, pero ya había absorbido un hecho importante y básico: es casi imposible que alguien esté en la calle sin infringir la ley. Existe todo un manojo de delitos a disposición del policía que desee pasarlo en grande con un ciudadano, desde la Espera con Intención hasta la Obstrucción a la Espera Siendo del Color/Sexo/Forma/Especie Equivocado. Por un instante, a Cuddy se le ocurrió pensar que cualquier persona que no saliese huyendo despavorida en cuanto viera a Detritus dándole al suelo con los nudillos a alta velocidad detrás de ella probablemente sería culpable de contravenir el Acta de Ser Jodidamente Estúpido del Año 1581. Pero ya era demasiado tarde para tomar en consideración aquello. Alguien estaba corriendo, y ellos lo estaban persiguiendo. Lo estaban persiguiendo porque él corría, y él corría porque ellos lo estaban persiguiendo.
Vimes se sentó con su café y contempló la cosa que había recogido del tejado.
Parecía un juego corto de flautas de Pan, con tal de que Pan se viera restringido a seis notas y todas ellas fueran la misma. Los tubitos estaban hechos de acero y soldados entre sí. Había una tira de metal aserrado a lo largo, como una rueda de engranaje aplanada, y todo el artilugio apestaba a fuegos artificiales.
Vimes los dejó junto a su plato manejándolos con mucho cuidado.
Leyó el informe del sargento Colon. Fred Colon había invertido un cierto tiempo en él, probablemente con la ayuda de un diccionario. El informe decía lo siguiente:
Informe del sargento F. Colon. Aprox. 10 de la mañana de hoy, 15 del agusto, prosedí, en compañía del cabo, C. W. St. J. Nobbs, al Gremio de Bufones y Chistosos de la calle Dios, paradero en el cual conversamos con el payaso Boffo quien dijo, que payaso Beano, el corpus dejadicti, fue definitivamente visto por él, payaso Boffo, dejando el Gremio la mañana previa, justo después de la explosión. (En mi opinión esto es mentira podrida, porque el fiambre llevaba muerto al menos dos días, cabo C. W. St. J. Nobbs está de acuerdo, así que alguien nos está vendiendo la burra, nunca confíes en nadie que se cae sobre el trasero para ganarse la vida.) En cuyo momento el doctor Carablanca se encontró con nosotros, y, que me cuelguen, si no estuvo a punto de darnos la derriére velocité fuera del sitio. Nos pareció, i.e., a mí y al cabo C. W. St. J. Nobbs, que los bufones se temen que puedan haber sido los asesinos, pero no sabemos por qué. También, el payaso Boffo insistió en que buscáramos la nariz de Beano, pero él tenía nariz cunado lo vimos allí, así que le dijimos al payaso Boffo que si se refería a una nariz falsa, y él dijo, no, una nariz real, largo de aquí. Visto lo cual regresamos aquí.
Vimes se las arregló para descifrar lo que significaba derriére velocité. Todo aquel asunto de la nariz parecía un acertijo envuelto en un enigma, o al menos en la letra del sargento Colon, lo cual venía a ser prácticamente lo mismo. ¿Por qué pedir que se buscara una nariz que no se había perdido?
Después leyó el informe de Cuddy, escrito en la cuidadosa caligrafía angular de alguien más acostumbrado a las runas. Y las sagas.
Capitán Vimes, la aqví presente es la crónica de mí, el agente Cvddy. Lvminosa era la mañana y brillaba el sol sobre nvestras cabezas cvando procedimos al Gremio de Alqvimistas, donde acontecieron los acontecimientos qve ahora cantaré. Estos inclvyeron bolas qve hacían explosión. En cvanto a la epopeya a la cval habíamos sido enviados, fvimos informados de qve el papel anexo [anexo] hallábase escrito en la letra de Leonardo da Qvirm, qvien se desvaneció en misteriosas circvnstancias. Versa sobre cómo hacer vn polvo llamado pólvora Nvmero 1, el cval se utiliza en fvegos artificiales. El señor Silverfish el alqvimista dice qve cvalqvier alqvimista lo conoce. También, en el margen del papel, hay vn dibvjo de lo qve se conoce como El Debólver, porqve le pregvnté acerca de Leonardo a mi primo y él solía venderle tubos de pintvra a Leonardo y reconoció la letra y dijo qve Leonardo siempre escribía de atrás hacia delante porqve era vn genio. He copiado lo mismo en este lvgar.
Vimes dejó los papeles sobre la mesa y puso el trozo de metal encima de ellos.
Luego metió la mano en el bolsillo y sacó de él un par de piezas de metal.
Un palo, había dicho la gárgola.
Vimes contempló el dibujo. Se parecía mucho, tal como había observado Cuddy, a la culata de una ballesta con un tubo encima. Junto a él había unos cuantos esbozos de extraños artilugios mecánicos, y un par de las cositas de seis tubos. Todo el dibujo parecía una especie de garabato. Alguien, posiblemente el tal Leonardo, había estado leyendo un libro acerca de los fuegos artificiales y luego se había dedicado a dibujar en los márgenes.
Fuegos artificiales.
Bueno… ¿fuegos artificiales? Pero los fuegos artificiales no eran un arma. Los petardos hacían pum. Los cohetes subían, más o menos, pero lo único a lo que podías estar seguro de que terminarían dándole era al cielo.
Martillogrande había llegado a hacerse famoso por su habilidad con los mecanismos. Aquello no era un atributo muy habitual entre los enanos. La gente creía que sí, pero no lo era. Los enanos eran muy hábiles con el metal, y hacían buenas espadas y joyas, pero no eran demasiado técnicos cuando se trataba de cosas como los engranajes y los resortes. Martillogrande había sido un caso poco habitual.
Así pues…
Suponiendo que hubiera un arma. Suponiendo que hubiera algo en ella que fuese distinto, extraño, aterrador.
No, no podía tratarse de eso. O terminaría hallándose disponible en todas partes, o sería destruida. No terminaría en el museo del Gremio de Asesinos. ¿Qué se colocaba en los museos? Cosas que no habían funcionado, o que se habían perdido, o que debieran recordarse… así que ¿dónde podía estar el sentido de exhibir nuestro palo de fuego?
Recordó que había muchísimas cerraduras en la puerta. Así que… no se trataba de un museo en el que se pudiera entrar como si tal cosa. Quizá había que ser un asesino que hubiese llegado muy arriba, y entonces un día uno de los líderes del Gremio de Asesinos te llevaba allí a altas horas de la noche, cuando todo parecía estar muerto, ja, y decía… y decía…
Por alguna razón inexplicable, el rostro del patricio surgió de la nada llegado a aquel punto.
Vimes volvió a sentir el contorno de algo, alguna cosa fundamental que se hallaba presente en el centro de todo aquello…
—¿Adónde ha ido? ¿Adónde ha ido?
Había un laberinto de callejones alrededor de las puertas. Cuddy se apoyó en una pared y trató de recuperar el aliento.
—¡Allá va! —gritó Detritus—. ¡Por el Camino de la Barba de Ballena!
El troll fue tras él con sus pesados andares.
Vimes dejó la taza de café encima de la mesa.
La persona que le había disparado aquellas bolas de plomo había sido muy precisa para estar a varios centenares de metros de distancia, y había efectuado seis disparos más deprisa de lo que nadie podía llegar a disparar una flecha.
Vimes cogió los tubos. Seis tubitos, seis disparos. Y podías llevar encima un bolsillo entero de aquellas cosas. Podías disparar más lejos, más deprisa, con más precisión de lo que podía llegar a hacerlo ninguna otra persona con cualquier otra clase de arma.
Bien. Un nuevo tipo de arma. Mucho, mucho más rápida que un arco. A los Asesinos no les iba a gustar nada aquello. No, no les iba a gustar en lo más mínimo. Ellos ni siquiera eran partidarios de los arcos. Los Asesinos preferían matar de cerca.
Así que habían dejado el… el debólver a buen recaudo poniéndolo bajo llave. Solo los dioses sabían cómo habían llegado a hacerse con él en un principio. Y unos cuantos asesinos veteranos estarían al corriente de su existencia. Transmitirían el secreto: tened mucho cuidado con cosas como esta…
—¡Ahí abajo! ¡Ha entrado en el callejón del Tanteo!
—¡Ve más despacio! ¡Ve más despacio!
—¿Por qué? —dijo Detritus.
—Es un callejón sin salida.
Los dos guardias se detuvieron.
Cuddy sabía que actualmente era el cerebro del equipo, por mucho que en aquel momento Detritus estuviera contando, con el rostro resplandeciendo de orgullo, las piedras en la pared que había detrás de él.
¿Por qué habían perseguido a alguien a través de media ciudad? Porque ese alguien había salido huyendo. Nadie huía de la Guardia. Los ladrones se limitaban a enseñar sus licencias. Los ladrones que carecían de licencia no tenían nada que temer de la Guardia, dado que reservaban todo su miedo para el Gremio de Ladrones. Los asesinos siempre obedecían al pie de la letra la ley. Y los hombres honrados no salían huyendo en cuanto veían a la Guardia.[18] Huir de la Guardia era decididamente sospechoso.
El origen del nombre del callejón del Tanteo estaba afortunadamente perdido en las famosas nieblas del tiempo, pero dicho nombre había llegado a ser muy merecido. El callejón había ido convirtiéndose en una especie de túnel a medida que se construían más almacenes superiores tanto fuera como por encima de él, dejando solo unos cuantos centímetros de cielo.
Cuddy echó un vistazo más allá de la esquina, intentando ver algo en la penumbra. Clic. Clic.
El sonido provenía del interior de la oscuridad.
—¿Detritus?
—¿Sí?
—¿Llevaba alguna arma?
—Nada más que un palo. Un palo.
—Es solo que… huelo a fuegos artificiales.
Cuddy volvió a meter la cabeza detrás de la esquina, haciéndola retroceder con mucho cuidado.
Había olido a fuegos artificiales en el taller de Martillogrande, y el señor Martillogrande había terminado con un gran agujero en el pecho. Y una sensación de terror con nombre, que es mucho más específico y aterrador que el terror innombrable, estaba empezando a apoderarse de Cuddy. Era similar a la sensación que experimentas cuando estás jugando a un juego donde las apuestas son muy altas y de pronto tu oponente sonríe, y entonces caes en la cuenta de que no conoces todas las reglas pero sabes que tendrás suerte si sales de ahí con tu camisa, y eso si eres muy afortunado.
Por otra parte… podía imaginarse la cara del sargento Colon. Perseguimos a ese hombre hasta un callejón, sargento, y luego nos fuimos…
Desenvainó su espada.
—¿Guardia interino Detritus?
—¿Sí, guardia interino Cuddy?
—Sígame.
¿Por qué? Aquel dichoso trasto estaba hecho de metal, ¿verdad? Diez minutos en un crisol caliente y fin del problema. Algo como aquello, algo peligroso, ¿por qué no limitarse a librarse de ello? ¿Por qué conservarlo?
Pero eso no era propio de la naturaleza humana, ¿verdad? A veces las cosas eran demasiado fascinantes para que se las destruyera.
Vimes contempló los extraños tubos de metal. Seis tubos cortos, soldados entre sí y sellados con firmeza en un extremo. Había un agujerito en el lado superior de cada uno de los tubos…
Vimes cogió lentamente uno de los trozos de plomo…
El callejón cambiaba de dirección en una o dos ocasiones, pero no había otros callejones o puertas que permitieran salir de él. Había una al final de todo. Era más grande que una puerta normal, y había sido construida de una manera muy sólida.
—¿Dónde estamos? —susurró Cuddy.
—No sé —dijo Detritus—. Detrás de los muelles en algún lugar.
Cuddy abrió la puerta empujándola con su espada.
—¿Cuddy?
—¿Sí?
—¡Hemos andado setenta-y-nueve pasos!
—Qué bien.
Una súbita corriente de aire frío pasó junto a ellos.
—Es un almacén de carne —murmuró Cuddy—. Alguien ha forzado la cerradura.
Cruzó el umbral y entró en una sala tenebrosa y de techo muy alto, tan grande como un templo y que en algunos aspectos se parecía a uno. Una tenue claridad se filtraba a través de las altas ventanas cubiertas de hielo. Suspendidos de una barra tras otra, elevándose hasta llegar al techo, colgaban enormes cuartos de carne.
Eran semitransparentes y estaban tan fríos que el aliento de Cuddy se convertía en cristales en el aire.
—Oh, vaya —dijo Detritus—. Me parece que esto es el almacén de futuros porcinos en el Camino de Morpork. .
—¿Qué?
—Yo trabajaba aquí —dijo el troll—. Trabajaba en todas partes. Vete, troll estúpido, eres demasiado tonto —añadió, lúgubremente.
—¿Hay alguna salida?
—La puerta principal está en la calle Morpork. Pero nadie entra aquí durante meses. Hasta que el cerdo existe.[19]
Cuddy se estremeció.
—¡Eh, él de ahí dentro! —gritó—. ¡Es la Guardia! ¡Salga ahora mismo!
Una figura oscura apareció ante ellos saliendo de entre un par de pre-cerdos.
—¿Ahora qué hacemos? —dijo Detritus.
La figura lejana alzó lo que parecía un palo, sosteniéndolo como si fuera una ballesta.
Y disparó. El primer disparo rebotó en el casco de Cuddy. Una mano rocosa se posó sobre la cabeza del enano y Detritus puso a Cuddy detrás de él, pero en ese instante la figura ya estaba corriendo, corriendo hacia ellos, todavía disparando.
Detritus parpadeó.
Cinco disparos más, uno tras otro, perforaron su coraza.
Y un instante después el hombre que corría había salido por la puerta abierta, cerrándola tras de sí.
—¿Capitán Vimes?
Levantó la vista. Era el capitán Quirke de la Guardia Diurna, con un par de sus hombres detrás de él.
—¿Sí?
—Venga con nosotros. Y deme su espada. .
—¿Qué?
—Me parece que ya me ha oído, capitán.
—Oye, Quirke, soy yo. Sam Vimes, ¿recuerdas? No seas idiota.
—No soy idiota. Tengo hombres con ballestas. Hombres. Es usted quien sería un idiota si se resistiera al arresto.
—¿Oh? ¿Estoy arrestado?
—Solo si no viene con nosotros…
El patricio estaba en el Despacho Oblongo, mirando por la ventana. La cacofonía multirrepicada de las cinco empezaba a disiparse.
Vimes saludó. Visto desde atrás, Vetinari parecía un flamenco carnívoro.
—Ah, Vimes —dijo, sin volverse a mirarlo—, venga aquí, ¿quiere? Y dígame qué es lo que ve.
Vimes odiaba todos los juegos de adivinanzas, pero aun así se reunió con el patricio.
El Despacho Oblongo tenía una vista de más de la mitad de la ciudad, aunque la mayor parte de ella consistía en tejados y torres. La imaginación de Vimes pobló las torres con hombres que empuñaban debólveres. El patricio sería un blanco fácil.
—¿Qué es lo que ve ahí fuera, capitán?
—La ciudad de Ankh-Morpork, señor —dijo Vimes, manteniendo su expresión cuidadosamente vacía.
—¿Y le trae a la mente algo, capitán?
Vimes se rascó la cabeza. Si tenía que jugar a un juego, entonces jugaría a un juego…
—Bueno, señor, cuando yo era niño una vez tuvimos una vaca, y un día se puso enferma, y a mí siempre me tocaba limpiar el establo, y…
—A mí me recuerda a un reloj —dijo el patricio—. Ruedas grandes, ruedas pequeñas. Todas las ruedas se mueven continuamente. Las ruedas pequeñas giran y las ruedas grandes dan vueltas, todas moviéndose a distintas velocidades, pero la máquina funciona. Y eso es lo más importante. La máquina continúa funcionando. Porque cuando la máquina se avería…
Se volvió de repente, fue hacia su escritorio con sus habituales andares de depredador y se sentó.
—O, igualmente, a veces una partícula de suciedad puede quedar atrapada entre las ruedas y entonces termina desequilibrándolas. Una mota de suciedad.
Vetinari alzó la mirada y le dirigió a Vimes una sonrisa en la que no había el menor rastro de buen humor.
—No permitiré que eso ocurra.
Vimes miró la pared.
—Creo que le dije que se olvidara de ciertos acontecimientos recientes, capitán.
—Señor.
—Y con todo, parece que la Guardia se ha estado metiendo entre las ruedas.
—Señor.
—¿Qué voy a hacer con usted?
—No sabría decirlo, señor.
Vimes examinó minuciosamente la pared. Deseó que Zanahoria estuviera allí. El muchacho podía ser simple, pero era tan simple que veía cosas que se le pasaban por alto a una mente sutil. Y siempre se le estaban ocurriendo ideas muy simples que se te quedaban grabadas en la mente. Lo del policía, por ejemplo. Zanahoria se lo había dicho a Vimes un día, mientras procedían por la calle de los Dioses Menores: ¿Sabe de dónde proviene la palabra «policía», señor? Vimes no lo sabía. Polis solía significar «ciudad», le había dicho Zanahoria. Eso es lo que significa la palabra «policía»: «un hombre para la ciudad». No lo saben muchas personas. La palabra politesse también proviene de polis. Antes solía significar el comportamiento apropiado en alguien que vivía dentro de una ciudad.
Hombre de la ciudad… Zanahoria siempre te estaba soltando cosas de ese estilo. Como lo de que se les llamara «cobres», por ejemplo. Vimes había creído durante toda su vida que en ciertos círculos bastante poco recomendables a los hombres de la Guardia los llamaban cobres porque llevaban placas de cobre, pero no, decía Zanahoria, eso provenía de la antigua palabra cappere, «capturar».
Zanahoria leía libros en su tiempo libre. No muy bien, desde luego. Tendría auténticas dificultades en el caso de que le cortaras el dedo índice. Pero los leía continuamente. Y se dedicaba a recorrer Ankh-Morpork en su día libre.
—¿Capitán Vimes?
Vimes parpadeó.
—¿Señor?
—Usted no tiene ni la menor idea de lo delicado que es el equilibrio de la ciudad. Se lo diré una vez más. Ese asunto con los asesinos y el enano y ese payaso… va a dejar de involucrarse en él.
—No, señor. No puedo hacerlo.
—Deme su placa.
Vimes bajó la mirada hacia su placa.
Lo cierto era que nunca pensaba en ella. La placa era solo algo que siempre había tenido. En realidad no significaba gran cosa, ni de una manera ni de otra. La placa solo era algo que Vimes siempre había tenido.
—¿Mi placa?
—Y su espada.
Lentamente, con dedos que de pronto sentía como plátanos, y además como unos plátanos que no le pertenecían a él, Vimes se abrió el cinturón de la espada.
—Y su placa.
—Mmm. Mi placa no.
—¿Porqué no?
—Mmm. Porque es mi placa.
—Pero de todas maneras presentará su dimisión en cuanto se haya casado.
—Sí.
Los ojos de Vimes se encontraron con los del patricio.
—¿Cuánto significa su placa para usted? —le preguntó Vetinari.
Vimes lo miró fijamente. No podía encontrar las palabras apropiadas. En realidad, todo se reducía a que siempre había sido un hombre con una placa. No estaba muy seguro de que pudiera ser una cosa sin la otra.
Finalmente, lord Vetinari dijo:
—Muy bien. Tengo entendido que se casará mañana a mediodía. —Sus largos dedos cogieron del escritorio la invitación con las letras doradas escritas en relieve—. Sí. Puede quedarse con la placa, entonces. Y tener un retiro honorable. Pero me quedo con la espada. Y la Guardia Diurna será enviada al Yard para que desarme a sus hombres. Suspendo de todas sus funciones a la Guardia Nocturna, capitán Vimes. A su debido tiempo, quizá designe a otro hombre al cargo… cuando a mí me vaya bien hacerlo. Hasta ese momento, usted y sus hombres pueden considerarse de permiso.
—¿La Guardia Diurna? Son una pandilla de…
—¿Cómo dice?
—Sí, señor.
—Una infracción, sin embargo, y la placa es mía. Recuérdelo.
Cuddy abrió los ojos.
—¿Estás vivo? —le preguntó Detritus.
El enano se quitó el casco con mucho cuidado. Había una mella en el borde, y le dolía la cabeza.
—Parece una leve abrasión en la piel —dijo Detritus.
—¿Una qué? Oooooh. —Cuddy torció el gesto—. Oye, ¿y qué me dices de ti?
Había algo raro en el troll. Cuddy todavía no tenía del todo claro de qué se trataba, pero decididamente había algo nada familiar en él, dejando aparte todos los agujeros.
—Supongo que la armadura fue de una cierta ayuda —dijo Detritus. Tiró de las correas que sujetaban su coraza y cinco discos de metal salieron de ella a la altura del cinturón—. Si no los hubiera ralentizado un poco, ahora yo tendría unas abrasiones realmente serias.
—¿Qué te ocurre? ¿Por qué estás hablando de esa manera?
—¿De cuál, si no te resulta excesiva molestia decírmelo?
—¿Qué ha sido de todo ese rollo del «yo gran troll»? Sin ánimo de ofender.
—No estoy seguro de entenderte.
Cuddy se estremeció, y dio unas cuantas patadas en el suelo para mantenerse caliente.
—Salgamos de aquí.
Fueron trotando a la puerta. Estaba firmemente cerrada.
—¿Puedes tirarla abajo?
—No. Si este sitio no fuese a prueba de trolls, estaría vacío. Lo siento.
—¿Detritus?
—¿Sí?
—¿Te encuentras bien? Lo pregunto porque te está saliendo vapor de la cabeza.
—Me siento… ejem…
Detritus parpadeó. Hubo un tintineo de hielo cayendo. Dentro de su cráneo estaban ocurriendo unas cosas muy raras.
Pensamientos que normalmente deambulaban con lánguida pereza por su cerebro, de pronto estaban cobrando una existencia intensa y coruscante. Y cada vez parecía haber un número más grande de ellos.
—Oh, dioses —dijo, sin dirigirse a nadie en particular.
Aquello era un comentario lo suficientemente impropio de un troll para que incluso Cuddy, cuyas extremidades ya estaban empezando a entumecerse, lo mirara fijamente.
—Me parece que estoy ejerciendo una auténtica actividad mental —dijo Detritus—. ¡Cuán interesante!
—¿Qué quieres decir?
Más hielo cayó de Detritus cuando se frotó la cabeza.
—¡Pues claro! —dijo, alzando un dedo gigantesco—. ¡Superconductividad!
—¿Superqué?
—¿Es que no lo ves? Cerebro de silicio impuro. Problemas con la disipación del calor. La temperatura diurna es demasiado alta, y eso hace que la velocidad a la que se efectúa el procesamiento vaya reduciéndose, con el resultado final de que el cerebro termina quedando completamente detenido cuando el clima es más cálido. Entonces el troll se convierte en piedra hasta que llega el momento en que anochece, i.e., hasta el momento en que una temperatura más baja o, almenos, losuficientementebaja, hacequeelcerebrooperemásdeprisa…
—Creo que no tardaré en helarme de frío —dijo Cuddy.
Detritus miró a su alrededor.
—Ahí arriba hay unas pequeñas aberturas cubiertas por cristales —dijo.
—Están demasiado arriba para llegar hasta ellas, incluso si me subiera a tus hombros —farfulló Cuddy, encogiéndose un poco más sobre sí mismo.
—Ah, pero mi plan consiste en tirar algo a través de ellas para atraer ayuda —dijo Detritus.
—¿Plan? ¿Qué plan?
—En realidad he urdido veintitrés planes, pero este cuenta con un noventa y siete por ciento de probabilidades de éxito —dijo Detritus con una gran sonrisa.
—No tengo nada que tirar —dijo Cuddy.
—Pero yo sí —dijo Detritus, agarrándolo con una mano— No te preocupes. Puedo computar tu trayectoria con una precisión asombrosa. Y luego lo único que tendrás que hacer será traer hasta aquí al capitán Vimes, o a Zanahoria o a alguien.
Las débiles protestas de Cuddy describieron un arco a través del aire helado y se desvanecieron junto con el cristal de la ventana. Detritus volvió a sentarse en el suelo. Cuando realmente pensabas en ello, descubrías que la vida era muy simple. Y ahora estaba pensando realmente.
Estaba un setenta y seis por ciento seguro de que iba a obtener un mínimo de diecisiete grados menos de temperatura.
El señor Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo, Proveedor, Mercader Emprendedor y Vendedor En General, había dedicado muchas horas de su tiempo a pensar en los alimentos étnicos. Pero dedicarse suponía una progresión natural en su carrera. El viejo negocio de la salchicha-en-un-panecillo había estado yendo cuesta abajo últimamente, mientras que ahora estaban todos esos trolls y enanos paseándose por ahí con dinero en los bolsillos o donde fuera que guardaban su dinero los trolls, y a Escurridizo siempre le había parecido que el dinero en posesión de otras personas era algo que iba en contra del orden natural de las cosas.
Los enanos eran una clientela fácil de satisfacer. La rata-pinchada-en-un-palito era un artículo lo suficientemente sencillo, por mucho que significara una mejora general en el nivel de la mercancía que ofrecía Escurridizo.
Los trolls, en cambio, básicamente eran, cuando ibas al fondo de la cuestión y dicho fuese sin ánimo de ofender… Bueno, básicamente eran rocas que andaban.
Escurridizo había pedido consejo acerca de lo que comían los trolls a Crysoprase, quien también era un troll, aunque ahora ya casi no se le notaba porque llevaba tanto tiempo moviéndose entre los humanos que siempre vestía un traje y, como decía él, había aprendido toda clase de cosas civilizadas, como la extorsión, el prestar dinero a un interés mensual del trescientos por ciento, y cosas por el estilo. Crysoprase podía haber nacido dentro de una cueva por encima de donde empezaban las nieves en alguna montaña perdida, pero cinco minutos en Ankh-Morpork habían bastado para que se hiciera un hueco en la ciudad. A Escurridizo le gustaba pensar en Crysoprase como un amigo, porque nadie que estuviera en su sano juicio querría pensar en él como un enemigo.
Ruina había decidido que hoy pondría a prueba su nuevo concepto del negocio. En aquel momento estaba empujando su carrito lleno de comida caliente por las calles anchas y las estrechas callejas, gritando:
—¡Salchichas! ¡Salchichas calientes! ¡En un panecillo! ¡Pasteles de carne! ¡Hágase con ellos mientras todavía están calientes!
Aquello estaba calculado para servir como precalentamiento.
A esas alturas las probabilidades de que un humano comiera cualquier cosa salida del carrito de Escurridizo, a menos que dicho humano hubiese quedado aplanado y se le hubiera empujado por debajo de la puerta después de dos semanas de una rigurosa dieta de hambre, eran bastante remotas. Escurridizo paseó una mirada de conspirador por los alrededores —siempre había trolls trabajando en los muelles— y le quitó la tapa a una bandeja fresca.
Vamos a ver, ¿cómo se decía exactamente? Oh, sí…
—¡Conglomerados dolomíticos! ¡Tengo conglomerados dolomíticos! ¡Nódulos de manganeso! ¡Nódulos de manganeso! Hágase con ellos mientras todavía están… uh… con forma de nódulo. —Titubeó durante unos instantes, y luego se armó de valor—. ¡Piedra pómez! ¡Piedra pómez! ¡Un dólar la tofa! Guijarros de caliza asados…
Unos cuantos trolls se acercaron a mirarlo.
—Usted, señor, parece… hambriento —dijo Escurridizo, dirigiéndole una gran sonrisa al más pequeño de los trolls—. ¿Por qué no prueba nuestra roca de pizarra en un panecillo? ¡Mmm…! Saboree ese depósito aluvial. Ya sabe a qué me refiero, ¿verdad?
Y. V. A. L. R. Escurridizo tenía un montón de defectos, pero los prejuicios entre especies no figuraban entre ellos. Cualquiera que tuviese dinero enseguida le caía bien fueran cuales fueran el color y la forma de la mano que se lo estuviera ofreciendo. Porque Escurridizo creía en un mundo donde una criatura dotada de inteligencia podía ir erguida, respirar libremente, correr en pos de la vida, la libertad y la felicidad, y encaminarse hacia el radiante nuevo amanecer. Si al mismo tiempo se las podía persuadir de que se tragaran algo que hubiese salido del carrito de Escurridizo, pues entonces mejor que mejor.
El troll inspeccionó la bandeja con suspicacia y levantó un panecillo.
—Aaaaj —dijo—. Está lleno de amonitas. ¡Qué asco!
—¿Cómo dices? —murmuró Escurridizo.
—Esta pizarra está rancia —dijo el troll.
—¡Fresca y magnífica! ¡Igualita que las que solía cortar mamá!
—Sí, y este granito está lleno del jodido cuarzo —dijo otro troll, alzándose sobre Escurridizo—. Obstruye las arterias, el cuarzo.
Volvió a poner la roca en la bandeja con un golpe seco. Los trolls se alejaron, volviéndose de vez en cuando para lanzarle una mirada recelosa a Escurridizo.
—¿Rancia? ¡Rancia! ¿Cómo puede estar rancia? ¡Es una roca! —les gritó Escurridizo mientras se iban.
Se encogió de hombros. Oh, bueno. Lo que distingue a un buen comerciante es que siempre sabe cuándo hay que minimizar las pérdidas.
Escurridizo volvió a tapar la bandeja y destapó otra.
—¡Comida del agujero! ¡Comida del agujero! ¡Rata! ¡Rata! ¡Rata-pinchada-en-un-palito! ¡Rata-en-un-panecillo! ¡Hágase con ellas mientras están muertas!
Entonces hubo un estrépito de cristales rotos por encima de él, y el guardia interino Cuddy aterrizó de cabeza en la bandeja.
—No hay por qué apresurarse, tengo de sobras para todo el mundo —dijo Escurridizo.
—Sácame de aquí —dijo Cuddy, con voz ahogada—. O pásame el ketchup.
Escurridizo tiró de las botas del enano. Tenían hielo encima.
—Acabas de bajar de la montaña, ¿eh?
—¿Dónde está el hombre que tiene la llave de este almacén?
—Si te ha gustado nuestra rata, ¿por qué no pruebas nuestra magnífica selección de…?
El hacha de Cuddy apareció casi por arte de magia en su mano.
—Te cortaré las piernas a la altura de las rodillas —dijo.
—ElhombrealquebuscasesGerhardtCalcetíndelGremiodeCarniceros.
—Bien.
—Yahoraapartaelhachaporfavor.
Las botas de Cuddy patinaron sobre los adoquines cuando se fue a toda prisa.
Escurridizo contempló los restos rotos de su carrito. Sus labios se movieron mientras calculaba.
—¡Oye! —gritó—. Me debes… ¡Eh, me debes tres ratas!
Lord Vetinari se había sentido algo avergonzado cuando vio cómo la puerta se cerraba tras el capitán Vimes. No pudo entender por qué. Aquello estaba resultando muy duro para el pobre hombre, claro está, pero era la única manera.
Cogió una llave de un armarito que había junto a su escritorio y fue hacia la pared. Sus manos tocaron una marca en el yeso que aparentemente no se diferenciaba en nada de una docena de marcas más, pero aquella hizo que una sección de pared girase sobre unas bisagras muy bien engrasadas.
Nadie conocía todos los pasadizos y túneles escondidos que había en las paredes del Palacio, y se decía que algunos de ellos iban mucho más allá del recinto palaciego. Y debajo de la ciudad había montones de sótanos viejos. Un hombre con un zapapico y un buen sentido de la orientación podía ir donde quisiera solo con ir derribando muros olvidados.
Lord Vetinari bajó por varios tramos estrechos de escalones y siguió un pasadizo hasta llegar a una puerta, la cual abrió. La puerta giró sobre unas bisagras muy bien engrasadas.
No era exactamente una mazmorra. La habitación que había detrás de la puerta se hallaba muy ventilada y estaba bien iluminada por varias ventanas grandes, pero situadas bastante arriba. Olía a cola y virutas de madera.
—¡Cuidado!
El patricio se agachó.
Algo que tenía forma de murciélago chasqueó y zumbó por encima de su cabeza, describió un errático círculo en el centro de la habitación, y luego se disgregó en una docena de piezas temblorosas.
—Oh, vaya —dijo una voy muy suave—. Habrá que volver a la tableta de diseño. Buenas tardes, su señoría.
—Buenas tardes, Leonardo —dijo el patricio—. ¿Qué era eso?
—Yo lo llamo un ingenio-volador-de-alas-aleteantes —dijo Leonardo da Quirm, bajando de su escalerilla de lanzamiento—. Funciona mediante tiras de gutapercha enroscadas y firmemente unidas entre sí. Pero no muy bien, me temo.
Leonardo da Quirm no era, de hecho, tan viejo. Era una de esas personas que empiezan a tener un aspecto venerable alrededor de los treinta años, y probablemente seguirán teniendo más o menos el mismo aspecto a los noventa. Tampoco era exactamente calvo. Era que su cabeza había crecido a través del cabello, alzándose poco a poco como una imponente cúpula de roca que se elevara a través de un bosque frondoso.
Las inspiraciones atraviesan el universo como una granizada incesante. Su destino, como si eso les importara mucho a ellas, es la mente apropiada en el lugar y el momento apropiados. Las inspiraciones dan con la neurona apropiada, hay una reacción en cadena, y un ratito después alguien está parpadeando bobamente debajo de los focos de la televisión mientras se pregunta cómo demonios se le pudo llegar a ocurrir la idea del caramelo con palito. Leonardo da Quirm sabía de inspiraciones. Uno de sus primeros inventos fue un gorro de dormir hecho de metal, que se ponía con la esperanza de que aquellas malditas cosas dejaran de extender sus estelas al rojo blanco por su torturada imaginación. Rara vez funcionaba. Leonardo da Quirm conoció la vergüenza de despertar para encontrarse con que las sábanas estaban llenas de dibujos nocturnos repletos de máquinas de asedio que no le sonaban de nada y nuevos diseños para peladores de manzanas.
Los Da Quirm eran muy ricos y el joven Leonardo había ido a muchas y buenas escuelas, donde había absorbido una mezcolanza de información a pesar de su hábito de mirar por la ventana y dibujar el vuelo de los pájaros. Leonardo era uno de esos individuos infortunados cuyo destino era fascinarse por el mundo y su sabor, forma y movimiento.
También fascinaba a lord Vetinari, y esa era la razón por la que aún estaba vivo. Algunas cosas son una muestra tan perfecta de su especie que cuesta mucho destruirlas. Algo único en su especie siempre es especial.
Leonardo era un prisionero modelo. Bastaba con darle suficiente madera, alambre, pintura y por encima de todo papel y lápices, y ya ni se le ocurría moverse del sitio.
El patricio hizo a un lado una pila de dibujos y se sentó.
—Son buenos —dijo—. ¿Qué son?
—Oh, son mis historietas —dijo Leonardo.
—Aquí hay una muy buena del muchachito con su cometa colgando de un árbol —dijo lord Vetinari.
—Gracias. ¿Puedo prepararos un poco de té? Me temo que últimamente no veo a mucha gente, aparte del hombre que engrasa las bisagras.
—He venido a…
El patricio se detuvo y empujó uno de los dibujos con la punta de un dedo.
—Hay un trozo de papel amarillo pegado a este —dijo con suspicacia. Tiró de él. El papelito amarillo se desprendió del dibujo con un tenue ruido de succión, y luego se le quedó pegado a los dedos. En la nota, escrita con la angulosa caligrafía hacia atrás de Leonardo, se leían las palabras: «ranoicnuf-ecerap-otsE: atoN».
—Ah, estoy bastante satisfecho de eso —dijo Leonardo—. Lo llamo «Papelito-muy-útil-para-hacer-anotaciones-con-cola-que-se-despega-en-cuanto-quieres».
El patricio estuvo jugando con él durante unos momentos.
—¿De qué está hecha la cola?
—La hago con babosas hervidas.
El patricio se quitó el papel de una mano. Se le quedó pegado a la otra.
—¿Veníais a verme por eso? —preguntó Leonardo.
—No. He venido a hablar contigo acerca del debólver —dijo lord Vetinari.
—Oh, vaya. Lo siento mucho.
—Me temo que ha… escapado.
—Cielos. Creía que dijisteis que os habíais librado de él.
—Se lo di a los asesinos para que lo destruyeran. Después de todo, siempre se enorgullecen mucho de la calidad artística de su trabajo. Deberían sentirse horrorizados ante la idea de que cualquiera pueda disponer de esa clase de poder. Pero esos malditos imbéciles no lo destruyeron. Pensaron que podrían tenerlo guardado. Y ahora lo han perdido.
—¿No lo destruyeron?
—Aparentemente no, los muy imbéciles.
—Y vos tampoco. Me pregunto por qué.
—Yo… ¿Sabes que no lo sé?
—Nunca hubiese debido crearlo. Fue una mera aplicación de ciertos principios. Balística, ya sabéis. Simple aerodinámica. Potencia química. Una aleación bastante buena, aunque sea yo mismo el que lo diga. Y estoy bastante orgulloso de la idea de ir alternando los tubos. Tuve que hacer una herramienta bastante complicada para eso, por cierto. ¿Leche? ¿Azúcar?
—No, gracias.
—Confío en que la gente lo estará buscando, ¿no?
—Los asesinos lo están buscando. Pero no lo encontrarán. No piensan de la manera apropiada —dijo el patricio, cogiendo un montón de esbozos del esqueleto humano. Eran extremadamente buenos.
—Oh, cielos.
—Así que estoy confiando en la Guardia.
—Supongo que os referís a ese capitán Vimes del que me habéis hablado.
Lord Vetinari siempre disfrutaba de sus ocasionales conversaciones con Leonardo, quien siempre se refería a la ciudad como si fuera otro mundo.
—Sí.
—Espero que le hayáis dejado clara la importancia de la tarea.
—En cierto modo. Le he prohibido de la manera más categórica que la lleve a cabo. Dos veces.
Leonardo asintió.
—Ah. Creo que… comprendo. Espero que funcione.
Suspiró.
—Supongo que hubiese debido desmantelarlo, pero… estaba tan claro que era una cosa hecha. Tuve la extraña fantasía de que me limitaba a montar algo que ya existía. A veces me pregunto de dónde saqué la idea. Desmantelarlo me parecía… no sé… como un sacrilegio, supongo. Habría sido como desmantelar a una persona. ¿Os apetece una pasta?
—A veces es necesario desmantelar a una persona —dijo lord Vetinari.
—Eso es una manera de verlo, por supuesto —dijo Leonardo da Quirm educadamente.
—Has mencionado el sacrilegio —dijo lord Vetinari—. Normalmente eso lleva aparejados dioses de alguna clase, ¿no?
—¿Utilicé la palabra? No consigo imaginarme a un dios de los debólveres.
—Resulta bastante difícil, sí.
El patricio se removió nerviosamente, tendió la mano hacia atrás por debajo de él y extrajo un objeto.
—¿Qué es esto? —dijo.
—Oh, me preguntaba adónde había ido a parar —dijo Leonardo—. Es un modelo de mi máquina para-emprender-el-vuelo-girando.[20]
Lord Vetinari empujo el pequeño rotor con el dedo.
—¿Funcionaría?
—Oh, sí —dijo Leonardo. Suspiró—. Siempre que se pueda encontrar a un hombre dotado de la fuerza de diez hombres que pueda hacer girar la manivela a unas mil revoluciones por minuto.
El patricio se relajó, de una manera que solo entonces atrajo una leve atención hacia el momento de tensión anterior.
—Ahora en esta ciudad hay un hombre con un debólver —dijo—. Ya lo ha empleado con éxito en una ocasión, y estuvo a punto de salirse con la suya en la segunda. ¿El debólver lo podría haber inventado cualquiera?
—No —dijo Leonardo—. Yo soy un genio.
Lo dijo como si tal cosa, limitándose a exponer la realidad.
—Entendido. Pero una vez que se ha inventado un debólver, Leonardo, ¿de cuánta cantidad de genio necesita disponer alguien para hacer el segundo?
—La técnica de alternancia de los tubos requiere una precisión considerable, y el mecanismo de percusión está delicadamente equilibrado, y naturalmente el extremo del cañón tiene que ser muy… —Leonardo vio la expresión del patricio y se encogió de hombros—. Tiene que ser un hombre listo —dijo.
—Esta ciudad está llena de hombres listos —dijo el patricio—. Y de enanos. Hombres listos y enanos a los que les encanta trastear con las cosas.
—Lo siento muchísimo.
—Pero nunca piensan.
—Cierto.
Lord Vetinari se recostó en la pared y contempló la claraboya.
—Hacen cosas como abrir el Bar de Pescado Para Llevar Tres Propicia Suerte, justo allí donde estaba el antiguo templo de la calle Dragón, precisamente durante la noche del solsticio de invierno y cuando además da la casualidad de que hay luna llena.
—Sí, me temo que la gente es así.
—Nunca llegué a averiguar qué fue del señor Hong.
—Pobre hombre.
—Y luego están los magos. Trastear, trastear, trastear. Nunca se lo piensan dos veces antes de agarrar un hilo de la textura de la realidad y darle un buen tirón.
—Un auténtico escándalo, cierto.
—¿Los alquimistas? Su idea del deber cívico es mezclar las cosas para ver qué ocurre.
—Oigo las explosiones, incluso aquí.
—Y de pronto, naturalmente, aparece alguien como tú…
—Lo siento muchísimo, de verdad.
Lord Vetinari hizo girar el modelo de máquina voladora entre sus dedos.
—Sueñas con volar —dijo.
—Oh, sí. Entonces los hombres serían libres de verdad. Desde el aire, no hay límites ni fronteras. No podría haber más guerra, porque el cielo es inacabable. Cuan felices seríamos, solo con que pudiéramos volar.
Vetinari seguía dando vueltas y más vueltas a la máquina de volar.
—Sí —dijo—, me atrevo a decir que lo seríamos.
—Probé suerte con los mecanismos de cuerda.
—¿Cómo dices? Perdona, estaba pensando en otra cosa.
—Me refería a usar un mecanismo de cuerda para impulsar mi máquina de vuelo. Pero no funcionaría.
—Oh.
—Por mucho que uno lo tense, hay un límite a la potencia de un resorte.
—Oh, sí. Sí. Y además lo normal es que al tensar un resorte en una dirección, todas sus energías se liberarán en sentido contrario. Y a veces hay que tensar el resorte hasta el límite de su resistencia —dijo Vetinari—, y rezar para que no se rompa.
Su expresión cambió.
—Oh, cielos —dijo.
—¿Perdón?—dijo Leonardo.
—No le dio un puñetazo a la pared después de salir. Puede que esta vez haya ido demasiado lejos.
Detritus permanecía sentado y echaba vapor. Le estaba empezando a entrar hambre, pero no de comida sino de cosas en las que pensar. A medida que la temperatura iba bajando, la eficiencia de su cerebro se incrementaba todavía más. El cerebro de Detritus necesitaba algo que hacer.
Calculó el número de ladrillos que había en la pared, primero por grupos de dos y luego por decenas y finalmente por grupos de dieciséis. Los números se apresuraban a formar y desfilaban por su cerebro en una aterrorizada obediencia. La división y la multiplicación fueron descubiertas. El álgebra fue inventada y proporcionó una interesante diversión durante uno o dos minutos. Y entonces Detritus sintió disiparse la niebla de los números y alzó la mirada y vio el centelleo lejano de las montañas del análisis matemático.
Los trolls habían evolucionado en lugares altos, rocosos y por encima de todo fríos. Sus cerebros de silicio estaban acostumbrados a operar a temperaturas bajas. Pero en las llanuras fangosas, la acumulación de calor hacía que esos cerebros funcionaran cada vez más despacio y los volvía tontos. No era que solo bajaran a la ciudad los trolls estúpidos. Los trolls que decidían bajar a la ciudad solían ser muy listos… pero se volvían estúpidos.
Detritus tenía fama de obtuso incluso para los estándares de un troll de ciudad. Pero eso se debía simplemente a que su cerebro estaba optimizado por la naturaleza para operar con una temperatura a la que rara vez se llegaba en Ankh-Morpork incluso durante el más frío invierno…
Ahora su cerebro se estaba aproximando a la temperatura de funcionamiento ideal. Desgraciadamente, esa temperatura quedaba bastante cerca del punto óptimo de muerte para un troll.
Una parte del cerebro de Detritus se dedicó a pensar un poco en ello. Había una elevada probabilidad de rescate. Eso significaba que tendría que irse de allí. Eso significaba que volvería a ser estúpido, tan seguro como que 10-3(Me/Mp)α6α6aG-½N = 10N.
Bueno, en ese caso más valía sacar el máximo provecho posible del momento.
Detritus regresó al mundo de los números tan complejos que no tenían significado, sino únicamente un punto de vista transitorio. Y ya puestos, también siguió muriendo por congelación.
Escurridizo llegó al Gremio de Carniceros muy poco después de Cuddy. Las grandes puertas rojas se habían abierto de una patada un pequeño carnicero estaba sentado justo detrás de ellas frotándose la nariz.
—¿Por dónde ha ido?
—Por ahí.
Y en la sala principal del gremio, el jefe de carniceros Gerhardt Calcetín se tambaleaba andando en círculos. Eso se debía a que las botas de Cuddy se hallaban plantadas en su pecho. El enano se agarraba a la chaqueta del hombre como el patrón de un yate que estuviera haciendo frente a una galerna, y hacía girar su hacha delante de la cara de Calcetín.
—¡Démela ahora mismo o haré que se coma su propia nariz!
Una multitud de aprendices de carnicero intentaba quitarse de en medio.
—Pero…
—¡No discuta conmigo! ¡Soy un oficial de la Guardia, eso es lo que soy!
—Pero es que…
—Tiene una última oportunidad, caballero. ¡Démela ahora mismo!
Calcetín cerró los ojos antes de atreverse a volver a hablar.
—¿Qué es lo que quieres?
La multitud esperó.
—Ah —dijo Cuddy—. Ajajá. ¿No lo he dicho?
—¡No!
—Estoy casi seguro de que lo he dicho.
—¡No lo hiciste!
—Oh. Bueno. Pues ya que tiene que saberlo, lo que quiero es la llave del almacén de futuros porcinos —dijo Cuddy, saltando al suelo.
—¿Por qué?
El hacha volvió a quedar suspendida delante de su nariz.
—Yo solo preguntaba —dijo Calcetín, con una voz distante y llena de desesperación.
—Hay un hombre de la Guardia muriéndose de frío ahí dentro —dijo Cuddy.
Cuando por fin consiguieron abrir la puerta principal, ya había un montón de gente alrededor de ellos. Cayeron trozos de hielo sobre las piedras con un suave tintineo, y hubo una súbita ráfaga de aire superfrío.
La escarcha cubría el suelo y las hileras de cuartos de carne colgados en su viaje de vuelta a través del tiempo. También cubría a un gran bulto con la forma de Detritus que estaba sentado en mitad del suelo.
Lo sacaron fuera a la luz del sol.
—¿Sus ojos deberían estar encendiéndose y apagándose de esa manera? —preguntó Escurridizo.
—¿Puedes oírme? —gritó Cuddy—. ¿Detritus?
Detritus parpadeó. El hielo empezó a resbalar de él bajo el calor del día.
Podía sentir aquel maravilloso universo de números resquebrajarse. La temperatura que iba subiendo se estrellaba contra sus pensamientos como un lanzallamas acariciando un copo de nieve.
—¡Di algo! —dijo Cuddy.
Se derrumbaron torres de intelecto mientras el fuego rugía a través del cerebro de Detritus.
—Eh, mirad esto —dijo uno de los aprendices.
Las paredes interiores del almacén estaban cubiertas de números. Ecuaciones tan complejas como una red neural habían sido arañadas en la escarcha. En algún punto del cálculo el matemático había cambiado el empleo de números por el de letras, y luego ni siquiera las mismas letras habían sido suficientes: paréntesis como jaulas encerraban expresiones que eran a las matemáticas normales lo que una ciudad es a un mapa.
Luego las ecuaciones iban volviéndose más simples a medida que se aproximaban a la meta; más simples y, con todo, conteniendo en el fluir de las líneas de su simplicidad una complejidad espartana y maravillosa.
Cuddy las miró. Sabía que nunca sería capaz de llegar a entenderlas ni aunque transcurrieran cien años.
La escarcha empezó a desmoronarse en el aire más caliente.
Las ecuaciones iban estrechándose conforme descendían por la pared y se extendían a través del suelo hasta allí donde había estado sentado el troll, hasta que quedaban reducidas a solo unas cuantas expresiones que parecían moverse y destellar con una vida propia. Aquello era matemática sin números, tan pura como el rayo.
Se estrechaban hasta llegar a un punto, y en aquel punto únicamente había aquel símbolo tan simple:=.
—¿Igual a qué? —preguntó Cuddy—.¿Igual a qué?
La escarcha se derrumbó.
Cuddy salió del almacén. Detritus estaba sentado en el centro de un charco de agua, rodeado por una multitud de espectadores humanos.
—¿Es que ninguno de ustedes puede traerle una manta o algo? —dijo.
—¿Uh? —dijo un hombre muy gordo—. ¿Quién usaría una manta después de que hubiera estado encima de un troll?
—Ja, sí, en eso tiene usted toda la razón —dijo Cuddy. Contempló los cinco agujeros que había en la coraza de Detritus. Se encontraban en lo que para un enano habría sido la altura de la cabeza—.¿Podría venir aquí un momento, por favor?
El hombre sonrió a sus amigos y fue hacia Cuddy, contoneándose al andar.
—Supongo que podrá ver los agujeros que hay en su coraza, ¿verdad? —dijo Cuddy.
Y.V.A.L.R. Escurridizo era un superviviente. De la misma manera en que los roedores y los insectos pueden percibir un terremoto antes de que lleguen los primeros temblores, él podía decir si algo grande estaba a punto de ocurrir en la calle. Cuddy estaba siendo demasiado amable y educado. Cuando un enano se mostraba así de amable y educado, eso significaba que estaba ahorrando y acumulando para ser desagradable dentro de un rato.
—Bueno, pues entonces yo, ejem, seguiré con mi negocio —dijo, y empezó a retroceder.
—No tengo nada en contra de los enanos, cuidado —dijo el gordo—. Quiero decir que en mi manual, los enanos son prácticamente personas. Solo humanos más cortos, casi. Pero los trolls… bueeeeno… no son lo mismo que nosotros, ¿verdad?
—Disculpen, disculpen, paso, paso —dijo Escurridizo, consiguiendo obtener con su carrito la clase de delantera normalmente asociada a vehículos que lucen dados de peluche en el parabrisas.
—Eh, esa chaqueta que tiene usted ahí es muy bonita —dijo Cuddy.
El carrito de Escurridizo dobló la esquina moviéndose sobre una sola rueda.
—Es una chaqueta preciosa —dijo Cuddy—. ¿Sabe qué es que debería hacer con una chaqueta como esa?
La frente del hombre se frunció.
—Quitársela ahora mismo y dársela al troll —dijo Cuddy.
—¿Y eso por qué, pequeño ma…?
El hombre agarró a Cuddy por la camisa y lo levantó del suelo.
La mano del enano se movió muy rápidamente. Hubo un chirrido metálico.
Hombre y enano formaron un cuadro muy interesante y absolutamente estacionario durante unos cuantos segundos.
Cuddy estaba elevado hasta casi la altura de la cara del hombre, y la observó con interés mientras los ojos empezaban a lagrimear.
—Bájeme —dijo Cuddy—. Despacio y con mucho cuidado. Si algo me sobresalta, siempre hago movimientos musculares involuntarios.
El hombre así lo hizo.
—Y ahora quítese la chaqueta… muy bien… pásemela… gracias…
—Su hacha… —murmuró el hombre.
—¿Hacha? ¿Hacha? ¿Mi hacha? —Cuddy bajó la vista—. Bueno, bueno, bueno. Pero si apenas me había dado cuenta de que la estaba sosteniendo allí. Mi hacha. Vaya, qué cosa tan curiosa.
El hombre estaba intentando permanecer de puntillas. Le lloraban los ojos.
—Lo que tiene esta hacha —dijo Cuddy—, lo realmente interesante de esta hacha, es que es un hacha para lanzar. Yo fui campeón tres años seguidos allá en Cabeza de Cobre. Podía empuñarla y partir una ramita a treinta metros de distancia en un segundo. Con la ramita detrás de mí. Y eso que aquel día me encontraba enfermo. Me había dado un ataque de bilis.
Dio un paso atrás. El hombre se dejó caer sobre sus talones con un suspiro de agradecimiento.
Cuddy extendió la chaqueta sobre los hombros del troll.
—Venga, de pie —dijo—. Vamos a llevarte a casa.
El troll se incorporó pesadamente.
—¿ Cuántos dedos tengo levantados? —preguntó Cuddy.
Detritus miró.
—¿Dos y uno? —sugirió.
—Servirá —dijo Cuddy—. Para empezar.
El señor Queso miró por encima de la barra al capitán Vimes, quien llevaba una hora sin moverse. El Cubo estaba acostumbrado a los clientes que bebían en serio, personas que bebían sin ningún placer pero con una especie de determinación de no volver a ver nunca más la sobriedad. Pero aquello era algo nuevo. Aquello era preocupante. El señor Queso no quería tener una muerte en sus manos.
No había nadie más en el bar. El señor Queso colgó su delantal en un clavo y fue corriendo a la Casa de la Guardia, casi chocando con Zanahoria y Angua en la entrada.
—Oh, me alegro de que sea usted, cabo Zanahoria —dijo—. Será mejor que venga. Es el capitán Vimes.
—¿Qué le ha sucedido?
—No lo sé. Está borrachísimo.
—¡Creía que había dejado la bebida!
—Pues a mí me parece que ya no es ese el caso —dijo el señor Queso con cautela.
Una escena, en algún lugar próximo al Camino de la Cantera.
—¿Adónde vamos?
—Voy a hacer que alguien te eche un vistazo.
—¡Doctor enano no!
—Aquí arriba tiene que haber alguien que sepa cómo echarte encima un poco de cemento de secado rápido, o lo que quiera que hagáis vosotros. ¿Deberías estar rezumando de esa manera?
—No sé. Yo había rezumado antes. ¿Dónde nosotros?
—No sé. Nunca he estado aquí abajo antes.
Aquella parte de Ankh-Morpork quedaba en el lado expuesto al viento que soplaba por los corrales de ganado y el distrito de los mataderos. Eso significaba que no era considerada como un espacio habitable por nadie que no fuesen los trolls, para los cuales los olores orgánicos eran tan relevantes y perceptibles como lo sería el olor del granito para los humanos. El viejo chiste decía así: ¿Los trolls viven al lado del corral del ganado? ¿Y qué pasa con el hedor? Oh, al ganado no le importa…
Lo cual era una estupidez. Los trolls no olían, excepto para otros trolls.
Los edificios de allí tenían un vago aspecto de losas. Habían sido construidos para humanos pero adaptados por trolls, lo que en líneas generales había significado agrandar las entradas a patadas y obstruir las ventanas. Todavía quedaba un poco de luz del día. No había ningún troll visible.
—Ugh —dijo Detritus.
—Venga, hombretón —dijo Cuddy, empujando a Detritus de la misma manera en que un remolcador empuja a un petrolero.
—¿Guardia interino Cuddy?
—Sí.
—Tú un enano. Esto es el Camino de la Cantera. Tú encontrado aquí, tú en un buen lío.
—Somos guardias de la ciudad.
—Crysoprase, a él eso le importa un coprolito.
Cuddy miró en torno a él.
—¿Y vosotros qué tenéis como doctores?
Una cara de troll apareció en el hueco de una puerta. Y otra. Y otra.
Lo que Cuddy había creído era un montón de escombros resultó ser un troll.
De pronto había trolls por todas partes.
Soy un guardia, pensó Cuddy. Eso fue lo que dijo el sargento Colon. Deja de ser un enano y empieza a ser un hombre de la Guardia. Eso es lo que soy. No soy un enano. Soy un hombre de la Guardia. Me dieron una placa con la forma de un escudo. Guardia de la Ciudad, eso soy yo. Llevo una placa. Con la forma de un escudo.
Ojalá fuera mucho más grande.
Vimes estaba sentado a una mesa en el rincón del Cubo. Delante de él había unos cuantos papeles y un puñado de objetos metálicos, pero Vimes se estaba mirando el puño. Este reposaba sobre la mesa, tan apretado que los nudillos se habían puesto blancos.
—¿Capitán Vimes? —dijo Zanahoria agitándole una mano delante de los ojos. No hubo ninguna respuesta.
—¿Cuánto ha bebido?
—Dos sorbos de whisky, nada más.
—Eso no debería hacerle semejante efecto, ni siquiera con el estómago vacío —dijo Zanahoria.
Angua señaló el cuello de una botella que sobresalía del bolsillo de Vimes.
—No creo que haya estado bebiendo con el estómago vacío —dijo después—. Creo que antes metió dentro algo de alcohol.
—¿Capitán Vimes? —volvió a decir Zanahoria.
—¿Qué tiene en la mano? —preguntó Angua.
—No lo sé. Esto es grave. Nunca lo había visto así antes. Vamos. Coge las cosas y yo cogeré al capitán.
—No ha pagado su bebida —dijo el señor Queso.
Angua y Zanahoria lo miraron.
—¿Invita la casa? —dijo el señor Queso.
Había un muro de trolls alrededor de Cuddy. La palabra «muro» resultaba tan adecuada como cualquier otra. Por el momento su actitud era más de sorpresa que de amenaza, como la que hubiesen podido mostrar unos perros si un gato acabara de entrar tranquilamente en las perreras. Pero cuando se acostumbraran a la idea de que Cuddy realmente existía, probablemente solo sería cuestión de tiempo que aquella situación dejara de darse.
Finalmente uno de ellos dijo:
—¿Qué esto, entonces?
—Él un hombre de la Guardia, igual que yo —dijo Detritus.
—Él un enano.
—Él un guardia.
—Él tiene mucha cara, eso yo sí que lo sé.
Un rechoncho dedo de troll se hincó en la espalda de Cuddy. Los trolls se acercaron un poco más.
—Cuento hasta diez —dijo Detritus—. Entonces cualquier troll no yendo a ocuparse de los asuntos de ese troll, él un troll que lo lamenta mucho.
—Tú, Detritus —dijo un troll particularmente ancho—. Todos saben que tú troll estúpido, tú te alistas en Guardia porque tú troll estúpido, no puedes contar hasta…
Bam.
—Uno —dijo Detritus—. Dos… Tres. Cuatro… Cinco. Seis…
El troll que estaba sentado en el suelo alzó la mirada con ojos llenos de asombro.
—Ese Detritus, él contando.
Hubo un súbito ruido de algo que gira velozmente y un hacha rebotó en la pared cerca de la cabeza de Detritus.
Había enanos viniendo por la calle, con un aire resuelto y mortífero. Los trolls se dispersaron.
Cuddy corrió hacia ellos.
—¿Se puede saber qué estáis haciendo? —dijo—. ¿Os habéis vuelto locos o qué?
Un enano señaló a Detritus con un dedo tembloroso.
—¿ Qué es eso?
—Es un hombre de la Guardia.
—Pues a mí me parece un troll. ¡Cogedlo!
Cuddy dio un paso atrás e hizo aparecer su hacha.
—Te conozco, Fuerteenelbrazo —dijo—. ¿A qué viene todo esto?
—Y yo te conozco a ti, hombre de la Guardia —dijo Fuerteenelbrazo—. La Guardia dice que un troll mató a Bjorn Martillo-grande. ¡Han encontrado al troll!
—No, eso no es…
Hubo un sonido detrás de Cuddy. Los trolls habían vuelto, armados para enanos. Detritus se volvió y los amenazó con un dedo.
—A la que se mueva un troll —dijo—, empiezo a contar.
—A Martillogrande le asesinó un hombre —dijo Cuddy—. El capitán Vimes piensa que…
—La Guardia tiene al troll —dijo un enano—. ¡Malditas rocas!
—¡Chupapiedras!
—¡Monolitos!
—¡Comedores de ratas!
—Ja, yo sido un hombre prácticamente ningún tiempo —dijo Detritus—, y ya harto de vosotros estúpidos trolls. ¿Qué pensáis que dicen humanos, eh? Oh, ellos los trolls muy étnicos, ellos no saben cómo comportarse en la gran ciudad, van por ahí agitando garrotes en cuanto se cae una cosa que llevas en la cabeza.
—Somos guardias —dijo Cuddy—. Nuestro trabajo consiste en mantener la paz.
—Perfecto —dijo Fuerteenelbrazo—. Pues entonces id a mantenerla a salvo en algún otro sitio hasta que la necesitemos.
—Esto no valle de Koom —dijo Detritus.
—¡Exacto! —gritó un enano en la última fila de la multitud—. ¡Esta vez podemos veros!
Trolls y enanos estaban llegando en gran número por cada extremo de la calle.
—¿Qué haría el cabo Zanahoria en un momento como este? —murmuró Cuddy.
—Diría, vosotros gente mala, me hacéis enfadar, parad tut-suit.
—Y entonces ellos se irían, ¿verdad?
—Sí.
—¿Qué pasaría si lo intentáramos nosotros?
—Nosotros buscamos nuestras cabezas en alcantarilla.
—Creo que tienes razón.
—¿Tú ves ese callejón? Es callejón bonito. Dice, hola. Vosotros superados en número… 256+64+8+2+1 a 1. Pasaos por aquí y me veis.
Un garrote rebotó en el casco de Detritus.
—¡Corre!
Los dos guardias echaron a correr hacia el callejón. Los ejércitos improvisados los contemplaron durante un instante y luego, diferencias momentáneamente olvidadas, fueron tras ellos.
—¿Adónde va esto?
—¡Lejos de nuestros perseguidores! —dijo Cuddy.
—¡Me gusta este callejón!
Detrás de ellos los perseguidores, que de pronto se encontraban tratando de avanzar en un espacio que apenas si era lo bastante ancho para acomodar a un troll, repararon en que estaban intercambiando codazos y empujones con sus enemigos jurados y empezaron a pelear entre ellos dando así inicio a la batalla más rápida, encarnizada y, por encima de todo, apretada que jamás se hubiera librado en la ciudad.
Cuddy le indicó a Detritus que se detuviera con una seña y miró alrededor de una esquina.
—Me parece que estamos a salvo —dijo—. Ahora lo único que tenemos que hacer es salir por el otro extremo de este callejón y regresar a la Casa de la Guardia. ¿Estás de acuerdo?
Se volvió, no consiguió ver al troll, dio un paso adelante y se desvaneció temporalmente del mundo de los hombres.
—Oh, no —dijo el sargento Colon—. ¡Prometió que no volvería a tocarlo nunca más! ¡Y mirad, se ha bebido una botella entera!
—¿Qué es? ¿Abrazodeoso? —preguntó Nobby.
—No lo creo, porque todavía respira. Venga, echadme una mano con él.
La Guardia Nocturna formó corro a su alrededor. Zanahoria había depositado al capitán Vimes encima de una silla en el centro del suelo de la Casa de la Guardia.
Angua cogió la botella y miró la etiqueta.
—«Auténtico Rocío de Montaña Empapada de Y. V. A. L. R. Escurridizo» —leyó—. ¡Va a morir! ¡Aquí pone que esto tiene ciento cincuenta grados comprobados!
—No, eso solo es publicidad del viejo Escurridizo —dijo Nobby—. Él nunca pierde el tiempo comprobando nada. Solo tiene evidencia circunstancial.
—¿Por qué no tiene la espada? —preguntó Angua.
Vimes abrió los ojos. Lo primero que vio fue la cara llena de preocupación de Nobby.
—¡Aaargh! —dijo—. ¿’Spada? ¡La regalé! ¡Hurra!
—¿Qué?—dijo Colon.
—¡No má guardiaz! Tós a…
—Me parece que está un poquito borracho —dijo Zanahoria.
—¿Brracho? ¡Nostoy b’rracho! ¡No t’atreverías a llamarme b’orracho sistuviera sobrio!
—Traedle un poco de café —dijo Angua.
—Me parece que el capitán está más allá del alcance de nuestro café —dijo Colon—. Nobby, ve a ver a Sally la Gorda en el callejón Aprietatripas y tráete una jarra de su preparado klatchiano especial. Pero que no sea una jarra de metal, ojo.
Vimes parpadeó mientras lo llevaban a una silla.
—To é el final —dijo—. ¡Pum! ¡Pum!
—Lady Sybil se va a enfadar mucho —dijo Nobby—. Ya sabéis que prometió no volver a probarlo.
—¿ Capitán Vimes? —dijo Zanahoria.
—¿Mmm…?
—¿Cuántos dedos tengo levantados?
—¿Tro?
—¿Cuántas manos, entonces?
—Caray, hacía años que no lo veía así —dijo Colon—. Espera dejadme probar una cosa. ¿Le apetece otra copa, capitán?
—Está claro que no necesita una…
—Cállate, sé lo que estoy haciendo. ¿Otra copa, capitán Vimes?
—¿Mmm…?
—¡Nunca he visto que no fuera capaz de responder con un «sí» alto y claro! —dijo Colon, dando un paso atrás—. Me parece que será mejor que lo subamos a su habitación.
—Yo lo llevaré, pobre hombre —dijo Zanahoria. Levantó a Vimes de la silla sin ningún esfuerzo y se lo echó al hombro.
—No soporto verle así —dijo Angua, siguiéndolo al pasillo y escalera arriba.
—Solo bebe cuando se deprime —dijo Zanahoria.
—¿Y por qué se deprime?
—A veces es porque no se ha tomado una copa.
Originalmente la casa en Pseudópolis Yard había sido una residencia de la familia Ramkin. Ahora el primer piso se hallaba ocupado por los guardias de forma improvisada. Zanahoria tenía una habitación. Nobby había ido teniendo distintas habitaciones consecutivamente, con un total de cuatro hasta el momento, cambiándose de una a otra en cuanto el suelo se hacía difícil de encontrar. Y Vimes tenía una habitación.
Más o menos. No era fácil decirlo. Incluso un prisionero encerrado dentro de una celda se las arregla para estamparle su personalidad en algún sitio, pero Angua nunca había visto una habitación tan poco vivida.
—¿Es aquí donde vive? —dijo—. ¡Madre mía!
—¿Qué esperabas?
—No lo sé. Cualquier cosa. Algo. No nada.
La cama tenía una cabecera de hierro que no alegraba nada la vista. Los muelles y el colchón habían ido cediendo de tal manera que formaban una especie de molde, obligando a quien se metiera en ellos a doblarse instantáneamente en una posición de sueño. Había un aguamanil, debajo de un espejo roto. En el estante había una navaja, cuidadosamente enfilada hacia el Eje porque Vimes compartía la creencia popular de que eso la mantenía afilada. Había una silla de madera marrón con el asiento de enea roto. Y un arcón pequeño a los pies de la cama.
Y eso era todo.
—Quiero decir, al menos una alfombra —dijo Angua—. Un cuadro en la pared. Algo.
Zanahoria depositó a Vimes encima de la cama, donde el cuerpo del capitán fluyó inconscientemente dentro de la forma.
—¿Tú no tienes algo en tu habitación? —preguntó Angua.
—Sí. Tengo un diagrama transversal del Pozo Número Cinco de mi casa. Hay unos estratos muy interesantes. Yo ayudé a abrirlo. Y unos cuantos libros y cosas. El capitán Vimes no es una persona muy hogareña.
—¡Pero ni siquiera hay una vela!
—Dice que se sabe el camino a la cama de memoria.
—O un adorno o cualquier cosa.
—Debajo de la cama hay un cartón —le comunicó Zanahoria—. Recuerdo que estaba con él en la calle Filigrana cuando el capitán lo encontró. Dijo: «Si no he perdido el ojo para estas cosas, hay un mes entero de suelas en esto». Estaba muy complacido.
—¿Ni siquiera puede permitirse botas?
—No creo que sea eso. Sé que lady Sybil se ofreció a comprarle todas las botas nuevas que quisiera, y él se sintió un poco ofendido. Parece que intenta hacerlas durar.
—Pero tú puedes comprar botas, y cobras menos que él. Y envías dinero a casa. El muy idiota debe de beberse todo lo que gana.
—No lo creo. Diría que llevaba meses sin tocar la bebida. Lady Sybil lo acostumbró a los puros.
Vimes roncaba ruidosamente.
—¿Cómo puedes admirar a un hombre semejante? —preguntó Angua.
—Es un gran hombre.
Angua levantó la tapa del arcón de madera con el pie.
—Eh, creo que no deberías hacer eso… —dijo Zanahoria miserablemente.
—Solo estoy mirando —dijo Angua—. No hay ninguna ley en contra de eso.
—De hecho, según el Acta de Intimidad del año mil cuatrocientos sesenta y siete, hay una…
—Aquí dentro solo hay trastos y botas viejas. Y unos cuantos papeles.
Se inclinó sobre el arcón y cogió un libro de confección tosca. En realidad se reducía a un montón de papeles de formas irregulares aprisionados entre dos tarjetones que les servían de cubiertas.
—Eso pertenece al capitán…
Angua abrió el libro y leyó unas cuantas líneas. Se quedó boquiabierta.