Pero, antes de que pudiera moverse, antes de que pudiera hablar, Koru dio un salto al frente.

—¡Mamá! —Vio cómo la boca de Calpurna se torcía bajo los efectos de la sorpresa, y sus propios labios se ensancharon en una amplia sonrisa—. ¡Mamá, mira lo que he traído a casa para ti! —Corrió hacia ella, sosteniendo la brillante esfera, una copia perfecta de aquella con la que Ellani había atrapado a su padre—. ¡Aquí la tienes, mamá! ¡Coge la pelota!

Así empezó, y así se fue forjando cada nuevo eslabón; cada uno era seguido por otro y otro y otro a medida que la enorme cadena iba creciendo. La primera barrera se había derrumbado cuando los ciudadanos y ancianos de Alegre Labor despertaron y encontraron toda su ciudad iluminada por enormes cascadas de despreciables e inútiles desechos, ya que la simple escala física de la transformación era tan grande que ni siquiera su propia racionalidad la podía resistir. No podían hacer caso omiso del atropello, pero, aunque se esforzaron por no ver a sus autores, por no oír sus voces camarinas, por no creer en las manos que les arrebataban las serpentinas en el instante mismo en que intentaban quitarlas, la brecha en su muro defensivo había preparado el camino para su derrumbe total. Los niños giraban y giraban como derviches, zigzagueando entre la multitud, y la gente gritaba aturdida y asustada al vislumbrar el momentáneo giro de una melena espectral o el centelleo de una falda fantasma, o respondían impulsivamente a una efímera pero encantadora sonrisa. La confusión fue en aumento a medida que llegaban más y más ciudadanos perplejos, atraídos por el ruido. Surgían de las casas de la plaza o apresuraban el paso desde las calles vecinas o desde el Enclave de los Extranjeros y la Oficina de Tasas, y se veían arrastrados de grado o por fuerza hasta aquel caos, Índigo había dejado a un lado el arpa ahora, y ella y sus amigos estaban en el centro de todo el alboroto, como bailarines de un círculo que se iba ensanchando a partir del carromato; Mimino y Koru, Hollend y Calpurna, Ellani y Némesis: todos cogidos de la mano mientras llamaban a los otros para que se unieran a su fiesta. En ese instante empezó a elevarse un nuevo grito, al principio difícil de distinguir entre el tumulto pero que rápidamente se tornó más claro.

—¡Coge la pelota! ¡Coge la pelota!

Espíritu a mente, figura espectral a cuerpo físico, los niños del otro mundo encontraron las envolturas físicas que los habían abandonado, y pusieron en funcionamiento la magia del Benefactor. Una mujer, con el rostro extasiado, se incorporó al corro al lado de Índigo para unirse a los bailarines, y hubo un niño fantasma menos en la plaza. Dos jóvenes se añadieron en el otro extremo y uno besó a Calpurna mientras que el otro cogía la mano de Koru y le hacía dar vueltas y vueltas; un hombretón corpulento, de rostro colorado y jadeando de risa y cansancio, fue a brincar junto a Mimino; y otros tres niños desaparecieron.

En la escalinata de la Casa del Comité, tía Osiku y sus compañeros vociferaban y reprendían, incapaces de aceptar que eran impotentes para detener la anarquía que se desplegaba ante sus ojos. Qué era lo que veían, cómo aparecía la enloquecida escena a sus ojos, todavía velados, nadie lo sabía y a muy pocos les importaba; pero de improviso una niñita tan cubierta de serpentinas que apenas si resultaba visible salió corriendo de entre los reunidos y ascendió los peldaños de la Casa del Comité, para detenerse en seco frente a la delegación de los ancianos. Con un gesto exaltado arrojó al suelo los adornos que la cubrían... y tía Osiku lanzó un alarido de horror cuando por un instante, antes de que su cerebro lo ocultara, ante sus ojos apareció su propio rostro infantil sonriéndole por encima de un cuerpo transparente.

—¡Coge la pelota, Osiku!

Al cabo de un momento la niña ya no estaba allí, y tía Osiku se encontraba de pie en la escalera retorciéndose las manos mientras de sus ojos caían lágrimas de añoranza.

Como una inundación que devolviera la vida a una tierra marchita, la embriagadora celebración del despertar de Alegre Labor se propagó desde la plaza del mercado. Un grupo de niños fantasmas que gritaban alborozados, con tía Osiku a la cabeza, asaltaron los sacrosantos bastiones de la Casa del Comité, y por todas las habitaciones del edificio resonó el grito «¡Coge la pelota, coge la pelota!» antes de que un tropel de ancianos, secretarios y domésticos salieran bailando por entre las grandes puertas para unirse al festejo. En el otro extremo de la plaza alguien había arrancado una contraventana de madera y la golpeaba con un palo al ritmo de la canción, que era ahora coreada al cielo por una multitud de gargantas; otros, entendiendo la idea y fascinados por ella, agarraron lo primero que hallaron que hiciera ruido, y la improvisada banda aporreó con entusiasmo sus instrumentos al ritmo de la desenfrenada danza. La gente agarraba puñados de serpentinas y las arrojaba a cualquiera que tuviera cerca; se inició un juego de tirar de la cuerda con una improvisada cuerda hecha a base de serpentinas trenzadas con celeridad, en el que los participantes reían sin parar mientras caían unos sobre otros en sus esfuerzos por ganar. Por todas partes había ruido, color e hilaridad y un auténtico celo por vivir. Y Grimya disfrutó de un momento de total alborozo cuando, mientras saltaba y jugaba, mordisqueando las brillantes cintas que revoloteaban por el aire, descubrió de repente a Thia entre la multitud.

Thia trabajaba ahora en la Oficina de Tasas para Extranjeros y dormía en el pequeño cubículo que tenía allí cuando Nas Kishikul había llegado. Con su agudo sentido del olfato para percibir los problemas, se había unido al grupo que salió en pos de Hollend, y nada más llegar a la plaza se encontró de frente con toda aquella desenfrenada algarabía. En estos momentos estaba pegada a la pared de una casa en una esquina de la calle, totalmente aterrorizada. No podía negar lo que los sentidos le decían, por mucho que lo intentase, y se aferraba con desesperación a la creencia de que había caído enferma con unas fiebres que la habían trastornado. Esto no sucedía en realidad. No sucedía. Y, cuando la perra gris que en una ocasión le había hablado en la lengua de los humanos (pero desde luego no lo había hecho, no lo había hecho; también eso formaba parte del delirio de la fiebre) se acercó a ella corriendo seguida de una criatura espectral, y la criatura gritó «¡Coge la pelota, Thia! ¡Coge la pelota!», Thia no cogió la pelota sino que en lugar de ello se puso a gritar con toda la fuerza de sus pulmones y huyó del lugar como una liebre acosada.

Su huida estaba condenada al fracaso. A un ladrido de advertencia de Grimya, la niña fantasma —que era, claro está, el propio doble de Thia— saltó sobre el lomo de la loba y, montándola como si fuera un caballo, salió en su persecución. Un grupo de chicos y chicas lo encontró divertido y se unieron a ellas, y entre todos atraparon a Thia en la puerta de la Casa del Comité. La agarraron, la engalanaron de serpentinas y luego, al grito coreado de «¡uno!» y «¡dos!» y «¡tres!», la levantaron entre todos y la lanzaron pateando y gritando por los aires. Thia se vio lanzada y recogida cinco veces, y cuando el juego terminó sus capturadores le cubrieron las mejillas de besos antes de que la niña fantasma que se había deslizado entre ellos introdujera la esfera mágica en las impotentes manos de Thia con una

sonrisa triunfal, para después desaparecer.

Lejos de allí, en el otro lado de la plaza, Índigo no había presenciado la transformación de Thia y ni siquiera vio a la adolescente cuando ésta se alejó tambaleante y aturdida en medio de sus nuevos amigos, Índigo tenía otras preocupaciones: el corro se había convertido en tres corros concéntricos a medida que más y más gente se unía a él, y en aquellos momentos casi todos los participantes habían dejado de ser figuras fantasmales para convertirse en los habitantes de Alegre Labor. El número de niños se había ido reduciendo rápidamente con cada esfera que encontraba su blanco, y la cancioncilla era cada vez más rápida y vehemente —Esta alegre danza con nosotros bailad—, y voces, ritmos y golpear de pies se fundían en un glorioso canto general. Tan abstraída estaba Índigo, tan fascinada por aquel espíritu festivo, que no observó el cambio que se operaba en el centro de la plaza, y al principio no oyó la voz que le gritaba apremiante tanto en voz alta como mentalmente.

—¡Anghara! ¡Anghara, hermana!

Por fin, de golpe, percibió la llamada. Alguien la llamaba por su nombre; no Índigo sino por su auténtico nombre. Anghara, que casi nadie conocía. Perdió el paso, desconcertada, y al mirar por encima del hombro vio a Némesis que se abría paso por entre la multitud hacia ella. Los ojos del ser tenían una mirada extraviada, y una mano delgada señaló en dirección a la bomba donde todavía se encontraba el carromato, Índigo escuchó entonces en su mente el atribulado mensaje.

«¡Anghara! ¡Elportal!»

Se detuvo en seco, y se vio lanzada fuera del círculo cuando sus compañeros de baile, incapaces de detener su propio impulso y reacios a hacerlo, le soltaron las manos y siguieron girando sin ella. Nada más recuperar el equilibrio Índigo miró en dirección a la bomba.

El reluciente arco, el portal al otro mundo, se desvanecía. En aquellos instantes ya no mostraba más que una sombra de su antiguo brillo, y las verdes colinas del otro lado habían perdido su color y adquirido una tonalidad grisácea, Índigo contempló la abertura, sin comprender de momento. Entonces la mano de Némesis llegó hasta ella y, agarrándola por el brazo, la hizo girar para clavar los ojos en su rostro con desesperación.

—Anghara, ¿qué hay de Fenran? ¿Qué hay de Fenran?

—Oh, no... —La comprensión empezó a penetrar en su cerebro, y con ella el horror. Él seguía allí, en el mundo fantasma, y el mundo fantasma se desvanecía...

—¡¡Dulce Madre, no, NO!!

Rostros sobresaltados se volvieron bruscamente cuando Índigo se lanzó en dirección al arco. Ella y Némesis llegaron junto a él a la vez; sus manos lo atravesaron, seguidas de los brazos y cabezas, y de repente Índigo sintió cómo una fuerza enorme la repelía, la rechazaba, mientras el portal se desvanecía casi por completo.

—¡DIOSA QUERIDA, AYÚDAME!

Aulló las palabras con todas sus fuerzas y, con la mano de Némesis sujeta en la suya, se lanzó al frente. Sintió como si mil toneladas de roca sólida la aplastaran, le arrebataran el aire de los pulmones, le trituraran carne y huesos... y con un alarido penetró a través de la abertura entre dimensiones que ya desaparecía y rodó sobre la hierba del otro mundo.

Hierba gris. Lo descubrió cuando se incorporó temblorosa sobre las rodillas, e interiormente se quedó como paralizada. La hierba era gris; el color se había ido. Alzó la mirada, y ante ella no vio otra cosa que gris, extendiéndose hasta el horizonte: colinas grises, emborronadas bajo un cielo también gris; los grises árboles de bosques fantasmales, borrosos y apenas distinguibles. Este mundo, el refugio de los niños que ellos ahora ya no necesitaban, se moría.

Una voz a su izquierda dijo: «Hermana... ». Némesis empezaba a levantarse, despacio y algo vacilante, e Índigo sintió una turbulenta sacudida de alivio al comprobar que el ser, su gemela, ella misma, había conseguido cruzar el portal con ella. Pero en cuanto al portal...

Ya no estaba. Ya no había ni reluciente arco, ni reflejo, ni la menor señal que indicara el punto donde momentos antes había estado la puerta entre este mundo y Alegre Labor.

Índigo y Némesis contemplaron el lugar en silencio. Ninguna sabía si esta u otra puerta se abriría —o podría abrirse— otra vez para permitirles regresar a Alegre Labor, Índigo se dio cuenta entonces de que al otro lado de la barrera estaba Grimya; ¿había visto la loba lo que habían hecho y lo que había sido de ellas? Si así era estaría como loca, frenética y a la vez sin poder hacer nada, pues ni siquiera sus poderes telepáticos eran capaces de franquear el muro que separaba las dimensiones. Pero en ese momento ni aun esto contaba para Índigo. Sólo una cosa importaba, y cuando volvió a mirar a Némesis supo que ambas eran finalmente y por completo una sola.

La criatura de ojos plateados señaló una débil y lejana neblina que, en alguna ocasión, podría haber sido un bosque.

—Por ahí, hermana. —Una mirada que decía más que cualquier palabra abrasó momentáneamente a Índigo—. ¡Y reza a la Madre todopoderosa para que no lleguemos demasiado tarde!

Con los dedos entrelazados y apretados con fuerza, como fantasmas en un mundo de recuerdos vacíos, pero a la vez con un propósito compartido que ardía en ambas como el fuego de un horno, empezaron a correr.

Gris, todo era gris; hierba, colinas, árboles y cielo: todo tenía la misma tonalidad pálida que deprimía y en ocasiones engañaba la vista. La cálida y acogedora luz del otro mundo se había apagado hasta convertirse en un sombrío ambiente nublado, y resultaba difícil calcular las distancias, Índigo y Némesis creían llevar horas corriendo sin detenerse, y no habían realizado ningún progreso digno de consideración. A Índigo le pareció que una mancha borrosa entre dos colinas apenas distinguibles que tenían delante podía ser el bosque donde se encontraba la torre del hombre dormido, pero ya no era posible estar segura en aquel paisaje llano y descolorido. El aire tenía un regusto rancio, y el mundo fantasma ya no las imbuía de energía; correr significaba un esfuerzo, una tensión, y a Índigo le dolían piernas y pulmones debido al cansancio. Y en todo aquel lugar no se oía ni veía el menor rastro de otra presencia viva.

Pero por fin, aunque más tarde resultó difícil recordar cómo había sucedido con exactitud, se encontraron ante el bosque y descendieron a la carrera la última de las suaves laderas en dirección a los árboles. Ya no había una exuberante masa de verde follaje, descubrió Índigo con una punzada de desasosiego; el bosque tenía más bien aspecto de banco de niebla, y el contorno de los árboles era vago y carente de todo detalle. Penetrar en el bosque resultó una experiencia aterradora ya que resultaba tan insustancial como parecía a la vista. Un gélido silencio impregnaba la atmósfera; ni siquiera una hoja se movía a su paso y en una ocasión, de forma desconcertante, Índigo tocó el tronco de un árbol y descubrió que su mano lo atravesaba sin sentir nada, como si allí no hubiera nada.

—¡Deprisa, hermana! —La voz de Némesis sonó amenazadora en el silencio; una chispa de temor atenazaba las palabras de la criatura—. ¡Tenemos tan poco tiempo!

Los músculos de los muslos de Índigo parecían arder, pero la muchacha se obligó a apresurar el paso. Más deprisa, debían ir más deprisa; había tan poco tiempo... La maleza bajo sus pies no era más que una mancha borrosa ahora, que se desvanecía despacio para convenirse en un vacío sin forma ni color, y ya le era imposible distinguir la forma individual de cada árbol. Némesis se encontraba unos pasos por delante, y, cuando la criatura lanzó de improviso un grito y señaló al frente, Índigo se sintió invadida a la vez por el alivio y el temor y corrió a reunirse con su gemela.

Habían llegado al claro. Pero el suelo del claro era un informe estanque de nada, y la achaparrada torre, aunque visible aún, era un vago espejismo que flotaba en su centro.

—Oh, Diosa... —Una sensación de náusea subió por la garganta de Índigo desde su estómago; la reprimió como pudo, sin dejar de mirar a la torre mientras respiraba jadeante y con dificultad. ¿Podría llegar hasta ella, o este vacío, esa nada, era una trampa mortal?

Le cogieron la mano de repente, y Némesis se colocó frente a ella.

—Debemos intentarlo. Nos suceda lo que nos suceda, debemos intentarlo.

Tras la esbelta figura de Némesis, la imagen de la torre se estremeció como un reflejo en aguas inquietas. No había tiempo para recapacitar: en cuestión de minutos habría desaparecido, Índigo asintió, y juntas ella y Némesis penetraron en el claro.

Aunque les dio la impresión de que caminaban en el vacío, el suelo a sus pies era sólido. Sabiendo, no obstante, que en cualquier momento aquello podía cambiar, Índigo y Némesis corrieron a la puerta de la torre. Estaba cerrada pero se había diluido su sustancia, y cuando la atravesaron se desvaneció a su alrededor. Las paredes de la estructura las envolvieron, creando una ilusión de solidez; pero no era más que una ilusión, ya que las formas de los bloques de piedra eran tenues y borrosas. Y allí, en el otro extremo de la habitación circular, estaba el sillón de respaldo alto que servía de lugar de descanso al hombre dormido.

Y el sillón tenía un ocupante.

—¿Fenran... ?

Índigo apenas si se atrevió a susurrar su nombre por temor a que el más leve sonido hiciera añicos la frágil y menguante existencia de la torre. Cogidas todavía de la mano, ella y Némesis cruzaron la habitación... y bajaron la mirada hacia el rostro dormido y los oscuros cabellos de su amor perdido.

—Fenran...

La esperanza se apoderó de Índigo, mareante y devastadora. Esta vez sucedería lo que ansiaba; el poder estaba en su interior, era una parte de ella, fluía entre ella y la gemela, la otra Índigo, la otra Anghara, que permanecía arrodillada a su lado ante el sillón. Sus manos se extendieron al frente en el mismo momento y tocaron el rostro de Fenran, y, cuando sus dedos establecieron contacto con la piel del joven, un levísimo parpadeo agitó fugazmente sus párpados cerrados.

—Fenran. —Sus voces eran una sola lo mismo que sus manos eran también una—. Mi amor, mi queridísimo amor. Despierta. ¡Despierta!

Las manos morenas que reposaban tan inertes sobre los brazos del sillón se movieron. Los dedos se crisparon sacudidos por un espasmo, y un suspiro surgió de la garganta de Fenran. Luego sus grises ojos se abrieron, soñolientos, y, como quien sale muy despacio de un sueño, la vio.

—Anghara... Madre todopoderosa, Madre todopoderosa... ¡Anghara!

Para Índigo fue como si todos los días, todas las horas de su existencia se hubieran fundido en este único momento. Ya no era una ilusión, ya no era un sueño, ya no era una promesa efímera que podían arrebatarle. Esto era cierto, era real: Fenran había regresado a ella.

Y de algún lugar situado lejos de ellas, en las profundidades del bosque, surgió un potente suspiro.

¡Hermana! —Némesis se incorporó de un salto alarmada, y se produjo un centelleo plateado cuando la criatura miró a su alrededor con ojos desorbitados—. ¡La torre!

Índigo levantó los ojos, perdida la recién encontrada felicidad en el sobresalto producido por el auténtico terror que se percibía en la voz de Némesis.

La torre se desvanecía. Las paredes empezaban ya a volverse transparentes, mostrando las sombras borrosas del bosque como a través de una ventana oscura, y, mientras los ojos de la muchacha se abrían horrorizados, las mismas piedras lanzaron un último estremecimiento de agonía y desaparecieron.

Y, desde el sillón, Fenran exclamó:

—¡Ah, no, no!

¡Fenran! —La voz de Índigo fue un alarido de protesta y terror. Giró en redondo hacia la silla, en tanto Némesis hacía lo propio con sólo un segundo de diferencia, y pudo aún ver cómo la figura de Fenran se convertía en un fantasma gris en un espectral sillón también gris que empezaba a desvanecerse por completo.

—¡NO! ¡NO!

Se aferró a su mano como enloquecida, pero la mano carecía de sustancia; no podía sujetarlo. Se arrojó al frente, en un intento por agarrar su cuerpo y arrebatarlo de las garras del moribundo mundo de fantasmas, pero sus dedos se cerraron sobre la niebla, sobre el vacío. El gritaba su nombre, y su voz sonaba como si proviniera de una distancia enorme e insalvable; ella también gritó, luchando, forcejeando. El mundo pareció invertirse para transformarse en un vórtice nauseabundo, y por un instante creyó haberlo conseguido, ya que de improviso sintió el cuerpo de Fenran, sus ropas, sus cabellos, sólidos y reales entre sus manos, y de repente volvía a haber paredes tangibles a su alrededor, piedra física, los oblicuos rayos del sol, un lugar que conocía...

... una habitación sin amueblar, tierra desnuda y piedra desnuda; un extraño arcan de metal, cuyo color no era exactamente plateado, ni tampoco bronce, ni tampoco un acerado azul gris. Y hubo una época, una época antiquísima, antes de que los que vivimos ahora bajo el sol y el firmamento empezáramos a contar el tiempo...

Entonces, de las cada vez más consolidadas paredes de piedra, surgió una ráfaga de energía, un tremendo puñetazo físico que la lanzó violentamente hacia atrás. Sus manos soltaron a Fenran y, cuando intentaron volver a sujetarlo, no encontraron nada, Índigo se vio arrojada lejos de la desnuda estancia, de regreso al mundo fantasma, para aterrizar cuan larga era sobre el suelo informe y vacío en claque habían estado la torre y el bosque.

Índigo no se movió. Con los ojos fuertemente cerrados y la respiración contenida en la garganta, rezaba en silencio una y otra vez para estar equivocada, para que nada hubiera sucedido, para que cuando por fin reuniera el valor para abrir los ojos encontrara a Fenran despierto y vivo a su lado. Tenía que ser así. Tenía que serlo. Tenía que serlo.

Algo le rozó los cabellos. Todos sus músculos se pusieron en tensión. Y una voz que no era la de Fenran, pero que estaba llena de un dolor y un sufrimiento que igualaban a los suyos, dijo:

—Anghara.

Némesis se encontraba arrodillada a su lado, Índigo levantó la cabeza, y el último resto de esperanza se esfumó. El claro estaba vacío y las postreras sombras del bosque se disolvían lentamente. La torre del hombre dormido ya no estaba, y en los últimos instantes de su existencia se había llevado el espíritu de Fenran, que empezaba a despertar, y lo había enviado de nuevo a reunirse con su cuerpo físico.

Ella podría haberlo conseguido. Podría haberlo sacado de allí, espíritu y cuerpo juntos, de la misma forma en que ella había conseguido penetrar en este mundo. Un minuto, sólo eso, habría transformado el deprimente fracaso en alborozado éxito. Un minuto para reforzar el eslabón, para abrir la puerta entre las dimensiones. Había visto la puerta; había mirado a través de ella, había tocado y sujetado a Fenran por un instante mientras su cuerpo vivo despertaba en aquel otro lugar, y si se le hubieran concedido unos segundos más habría podido sujetarlo bien y sacarlo de allí. Pero en lugar de ello...

Empezó a sollozar, y aquel mundo vacío le devolvió el desagradable sonido estrangulado con un eco apagado. Némesis se acercó a ella, se detuvo a su lado, y los brazos del ser la rodearon en un mudo intento de consolarla. Permanecieron así abrazadas durante unos instantes, mientras las lágrimas de una se entremezclaban con las de la otra; luego, despacio, la distinción entre quién era Índigo y quién Némesis empezó a difuminarse, hasta que sólo una única figura solitaria, con la cabeza tan inclinada que los cabellos castaños le ocultaban el rostro y los ojos de color Índigo moteados de plata llenos de lágrimas, permaneció triste y abandonada en el vacío gris de lo que había sido un claro del bosque.

El Benefactor la encontró allí, como ya sabía que lo haría. Aunque los árboles del bosque eran en aquellos momentos tan sólo débiles siluetas imprecisas, demasiado tenues para ocultarlo, ella no se dio cuenta de que se acercaba y únicamente cuando él pronunció su nombre, con gran dulzura, levantó la cabeza.

—Índigo, lo siento tanto —dijo el Benefactor, contemplándola entristecido.

Índigo le devolvió la mirada. En algún remoto rincón de su cerebro se esforzaba por encontrar palabras con las que insultarlo por lo que sin duda había sido un engaño monstruoso y una traición. Pero lo cierto es que sabía que él no la había engañado ni traicionado. Tan falible, tan mortal, tan humano como lo era ella, el hombre había creído — al igual que ella— que todo saldría bien. Y, consciente ahora del terrible error cometido, sentía el dolor de la muchacha y su propio remordimiento como un cuchillo retorciéndose en su alma.

Ella no podía ofrecerle consuelo, pero tampoco podía odiarlo ni hacerle reproches. Cuando por fin habló, la voz de Índigo sonó desprovista de vida.

—Un minuto más. Eso habría sido suficiente.

—Lo sé. Intenté..., intenté retenerlo, pero no tenía poder suficiente. Creo que habría estado fuera del poder de cualquier mortal.

Por extraño que pareciera, ella no dudó que él hubiera hecho todo lo posible; todo lo que cualquier otro hubiera podido hacer. Asintió.

—¿Qué harás ahora? —preguntó el Benefactor.

La muchacha tuvo la impresión de que la respuesta era importante para él, pero no contestó; se limitó a encogerse de hombros de forma apenas perceptible.

Grimya te espera —dijo el Benefactor con suavidad—. Y este mundo espera, también, a que sus últimos ocupantes se vayan. —Dio tres lentos pasos hacia ella—. Ven conmigo, Índigo. No hay nada más que podamos hacer aquí. Regresemos a casa juntos.

—¿A casa... ? —repitió Índigo con voz triste.

Y de repente un recuerdo se agitó en su cerebro. Hubo una época, una época, antiquísima, antes de que los que vivimos ahora bajo el sol y el firmamento empezáramos a contar el tiempo... Sintió una sensación de ahogo en el pecho como si algo hubiera agarrado su corazón y lo oprimiera con fuerza, mientras el recuerdo se tornaba más nítido y le facilitaba una respuesta.

Sabía dónde se encontraba Fenran. No únicamente su espíritu, ni su mente dormida, ni su imagen... sino Fenran, completo y vivo. Lo sabía, ¡lo sabía!

Volvió a levantar la cabeza, rápidamente, y en su cerebro empezó a arder despacio un potente fuego. No era el fuego de la fe, todavía no, pues no se atrevía a darle rienda suelta aún; pero sí la primera chispa de una renovada esperanza. El Benefactor lo vio en sus ojos, y sonrió con una melancólica sonrisa dulce y triste mientras le tendía la mano.

—Ven, querida amiga. Te mostraré el camino.

Sus dedos estaban fríos y resecos como el pergamino, y resultaban frágiles al tacto, como si en cualquier momento fueran a romperse y desmenuzarse como hojas secas. Con la otra mano, el Benefactor trazó un signo ante ellos, y apareció el contorno de un espejo flotando en el aire. Dentro del marco del espejo, la luz del sol caía oblicuamente desde altas y polvorientas ventanas al interior de una estancia desnuda y abandonada.

—Éste es el último de los portales —dijo el Benefactor con gran calma—. Cuando se

vuelva a cerrar lo hará de forma definitiva, porque este mundo ya no es necesario.

Se inclinó en una cortés reverencia, e Índigo lo precedió en dirección al reluciente cristal. Volvió la cabeza para dedicar una última mirada a las cada vez más borrosas sombras del mundo fantasma —un auténtico mundo fantasma ahora— y penetró en el espejo. La sensación hormigueante que producía el paso entre dimensiones le era familiar ahora y duró sólo un instante antes de que oscuros y apagados colores se arremolinaran allí donde antes no había habido más que gris, e Índigo se encontró en la vacía sala hexagonal del último piso de la Casa del Benefactor.

A su espalda todo era silencio, y se dio cuenta de que el Benefactor no la había seguido. Desconcertada, se dio la vuelta y vio la figura del hombre, que la contemplaba desde el otro lado del espejo. Durante un desalentador momento la muchacha leyó temor y miedo en su expresión y se sintió convencida de que había cambiado de idea y pensaba permanecer en el mundo fantasma. Le tendió la mano, asustada, pero, antes de que su mano pudiera rozar el cristal, el Benefactor pareció lanzar un profundo aunque inaudible suspiro, y el espejo centelleó cuando también él penetró en el mundo mortal.

La mirada del hombre paseó despacio por toda la habitación. No había gran cosa que ver, pero sus ojos absorbían cada pequeño detalle con la misma avidez que los de cualquier peregrino que visitara la Casa y se hallara por primera vez en su estancia más venerada. Luego, en voz baja, se echó a reír.

—Un templo al dios de la Razón —dijo, e Índigo sospechó que hablaba más para sí que para ella—. Resulta una paradoja muy triste. Pero, después de todo, yo jamás quise un templo a mi nombre, y por lo tanto puede que esto sea apropiado. —Avanzó hacia la peana acordonada, sobre la que la antigua corona descansaba en solitario esplendor sobre su almohadón—. Pronto vendrán aquí desde la ciudad, para abrir las puertas y bailar en el jardín. No pretendo saber qué valor darán finalmente a esta casa, ni lo que harán con ella; pero tengo la impresión de que ya no necesitarán los servicios de tía Nikku y los suyos para mantenerla a salvo de manos indignas. —Se interrumpió y se volvió para mirar a Índigo—. ¿Cómo podré jamás encontrar las palabras adecuadas para darte las gracias, Índigo? Las palabras que podrían expresarlo no existen. Y en cuanto a los hechos... —Sacudió la cabeza con impotencia—. Pensé que podría recompensarte, pero en lugar de ello te he fallado.

De improviso parecía viejo, pensó Índigo; los cabellos más grises, la piel fláccida y pálida. Viejo, abandonado, y solo... Se acercó a él y le tocó la mano.

—Si fracasaste, no fue culpa tuya.

—Me ofreces más amabilidad de la que merezco.

—No, no lo creo. Porque tú me has dado... —Titubeó. ¿Cómo podría definir lo que él le había dado? Era el don de la visión después de cincuenta años de ceguera; pero esa alegría por sí misma no podía ni acercarse a toda la verdad, ya que se trataba de mucho más que eso. Por fin, con sencillez y creyendo que él comprendería, se llevó la mano al corazón y levantó los ojos hacia él. Destellos plateados brillaron en sus ojos, y dijo—: Me has dado a mí misma.

—Ah, Índigo... —su mano se cerró sobre la de ella—, si pudiera creer que eso es cierto...

—Lo es. —Con desazón vio que dos lágrimas resbalaban por las mejillas del hombre, ahora profundamente surcadas de arrugas. Y sus cabellos... empezaban a escasear; eran blancos, finos, apenas un leve nimbo... Con un terrible presentimiento, Índigo comprendió lo que le estaba sucediendo.

—Benefactor... —Le apretó los dedos, delgados, casi descarnados, y percibió los huesos—. Benefactor, te...

—Mi querida amiga, mi querida amiga —la interrumpió, apartándole la mano con suavidad—, no es nada. Es tan sólo lo que es inevitable.

Los profundos ojos castaños estaban legañosos ahora, los carnosos labios arrugados y hundidos, y el cuerpo parecía haber encogido dentro de la túnica que vestía, de modo que sus pliegues lo envolvían como un sudario. E Índigo supo que el Benefactor se moría. Años atrás —siglos atrás— había encontrado una especie de inmortalidad en el mundo fantasma, y mientras permaneció en aquel refugio el tiempo no había pasado por él; pero ahora había regresado al mundo de la carne mortal, y en este mundo no podía evitarse el paso del tiempo.

Recordó entonces lo que él le había dicho —ahora parecía como si eso hubiera ocurrido mucho tiempo atrasen su segundo encuentro en el claro del bosque. El había sabido desde el principio lo que le sucedería si regresaba al mundo de los mortales; lo había mencionado entonces, con calma y con certeza. Sin embargo, con la definitiva marcha de los niños para realizar por él su último y triunfal acto de magia en Alegre Labor, el mundo fantasma en el que se había cobijado durante tanto tiempo ya no tenía razón para existir. Ya no le quedaba ningún refugio; únicamente una elección entre el vacío y la muerte.

—No te apenes por mí, Índigo. —Su voz apenas si era un seco susurro ahora, como el polvo que revoloteaba en esa habitación vacía—. Me alegro de que por fin haya terminado; creo que le daré la bienvenida a lo que me aguarde, el olvido o lo que sea.

Ella apenas si podía soportar mirarlo a la cara, ya que los cambios se sucedían ahora velozmente, apresurando el final, y el hombre anciano y marchito que tenía delante no guardaba más que un leve parecido con el Benefactor que ella había conocido.

—Sé lo que piensas —dijo él—, y te doy las gracias por ello. Pero estoy más allá del alcance o los cuidados de ningún médico. —Lanzó una risita dolorosa, e Índigo comprendió que intentaba bromear con ella—. No obstante, si quisieras concederme un último favor, te pediría algo

—Cualquier cosa. —La voz se le quebró en la última sílaba—. Cualquier cosa.

Él asintió. Apenas si podía mantenerse en pie ahora.

—Tengo una última tarea que deseo realizar, pero las fuerzas me abandonan y puede que no sea capaz de hacerlo.

Por favor, si no te importa, cógeme del brazo y ayúdame a llegar a la peana.

Hizo lo que él le pedía, y con dificultad, apoyándose pesadamente en ella, el Benefactor avanzó renqueante hasta donde se encontraba la corona. Sus manos estaban deformadas y temblorosas y apenas si pudo levantar el viejo objeto, pero lo apretó con fuerza contra el pecho y se volvió hasta estar de cara al espejo.

—No. No puedo hacerlo; ya no tengo fuerzas. Tienes que hacerlo tú por mí, Índigo.

Se tambaleó, y ella lo sujetó.

—¿Qué debo hacer?

—Matar dos pájaros de un tiro, querida amiga. Dos pájaros de un tiro. Coge la corona y arrójala contra el espejo.

Tembloroso, empujó la corona hacia ella, que la cogió justo cuando a él se le escapaba de los dedos; el gélido contacto de su pátina le produjo un escalofrío.

—Ahora —indicó el Benefactor, y había regocijo en su voz—. Ahora,.

La lanzó. Su puntería fue perfecta; la corona golpeó el espejo casi en el centro, y el cristal se hizo añicos al tiempo que se desmoronaba la estructura de madera que lo sostenía. Una luz cegadora inundó la habitación por un instante; luego se apagó, y todo lo que quedó del espejo fue un montón de brillantes fragmentos esparcidos por el suelo. Y la corona...

La corona yacía en medio de los escombros. Se había partido por la mitad, y, mientras Índigo la contemplaba, las dos mitades empezaron a cambiar; se oscurecieron, se retorcieron. Escuchó un débil sonido áspero, como si el óxido estuviera royendo la corona, y luego el apagado chasquido del metal viejo al ceder. Ante sus ojos, la vieja y rota corona del Benefactor y sus antepasados se convirtió en polvo y desapareció.

Un sonido parecido al de una rama de árbol al desgajarse surgió de la garganta del Benefactor.

—Se acabó. Por fin se acabó. Mi último deseo ha sido cumplido; he visto el final de esta desdichada era. —Se volvió con dificultad hacia Índigo—. Me has hecho muy feliz.

Se desplomó de improviso, y, cogida por sorpresa, Índigo apenas si tuvo tiempo para detener su caída. Lo depositó con cuidado sobre el suelo —no había ningún otro lugar— y él se quedó allí mirándola con ojos nublados, mientras respiraba con suma dificultad. Pero, no obstante su debilidad, todavía pudo sonreír y hablar.

—Creo que ya no habrá más lamentaciones —musitó—. Excepto, quizá, por una cosa. — Intentó reír pero sólo consiguió emitir un débil jadeo—. Me gustaría poder recordar...

—¿Recordar... ? —apuntó Índigo en voz baja cuando él no continuó.

—Recordar... cómo era, hace tanto tiempo, tantísimo tiempo... —se quedó sin voz e hizo un esfuerzo por seguir—... ser besado por una mujer que... me amara...

Índigo no dijo nada. Pero se inclinó sobre él y, despacio y con suma dulzura, depositó un beso sobre los marchitos labios que temblaban en el apergaminado rostro. No sintió la menor repulsión, ni disgusto; no le pareció en absoluto grotesco. Se trataba simplemente de su propia respuesta y despedida a un amigo muy querido.

Lo vio sonreír, vio cómo sus ojos se cerraban definitivamente, y poniéndose en pie se alejó; sabía que el tiempo aún no había finalizado su acción destructiva incluso ahora que él estaba muerto y no quería presenciar la transformación final. Pedazos de cristal se desmenuzaron bajo sus pies cuando cruzó la habitación, y deseó haber podido alcanzar las altas ventanas y abrirlas de par en par para dejar entrar la luz del día.

Entonces, a lo lejos, escuchó sonidos. Voces, muchas voces que cantaban, y tras ellas el golpear y resonar de una alegre percusión improvisada: palos, bastones, cacerolas e instrumentos de labranza y de cocina en un alborozado ritmo saltarín. Y en medio del estrépito, débil pero inconfundible, el suave tintineo argentino de los cascabeles de un arnés.

«Pronto vendrán aquí desde la ciudad, para abrir las puertas y bailar en el jardín. » El Benefactor no había vivido para ver cumplida su profecía, pero Índigo esperaba —y, en el fondo de su corazón, creía— que, a donde fuera que hubiera ido su alma, escucharía aquella alegría y se regocijaría con los suyos. Y a lo mejor ése era el más apropiado de los epitafios.

La procesión llegaría aquí en pocos minutos, y ella quería verlos llegar. Por encima de todo quería ver a Grimya, que sabía que iría montada en el carromato. Incluso percibía ya la mente de la loba buscándola con ansiedad —¿cómo lo habría sabido Grimya, se preguntó— pero, aunque ansiaba devolver su llamada mental, se obligó a esperar. Sólo unos instantes más y respondería; luego volverían a estar reunidas y daría la bienvenida a su muy querida amiga y la abrazaría y besaría. Habría también otros amigos a los que saludar: Koru y Ellani, Hollend y Calpurna y Mimino; incluso Thia y tío Choai y tía Osiku. Las desavenencias del pasado habían quedado atrás y olvidadas, pues el Benefactor había devuelto la magia que había robado a Alegre Labor hacía mucho tiempo. Ahora empezaría la auténtica curación, aquella que estaba más allá del poder de un simple médico.

Y en cuanto a ella... ah, sí. Para ella habría un nuevo amanecer, tan significativo a su manera como el amanecer que empezaba a brillar sobre Alegre Labor. También ella estaba curada, y, aunque había tocado a Fenran para volver a perderlo otra vez, en esta ocasión — al contrario que en las otras que habían terminado en desilusión y pena— no había simplemente una esperanza, sino una promesa. Por primera vez Fenran estaba realmente a su alcance, pues sabía dónde encontrarlo. No en una dimensión de demonios, ni en un limbo imposible, sino en este mundo, en un lugar del que sólo la separaba un viaje por mar. Qué era aquel lugar ahora después de cincuenta años, qué significaba para las gentes que en una ocasión habían sido su propia gente, Índigo no lo sabía. Pero podía darle un nombre: la Torre de los Pesares...

En su interior, en un lugar tan profundo y primitivo que no podía definirlo, se agitó una presencia: su enemiga, pero que ya no era su enemiga. Némesis tenía un nuevo nombre ahora, y ambas eran una sola.

Un destello plateado volvió a aparecer en los ojos de Índigo al pensar las palabras, al sentirlas: «Hermana. Me voy a casa. Nos vamos a casa».

Se apañó de la ventana. Era difícil reunir las fuerzas necesarias para mirar en dirección a la peana, porque no sabía qué encontraría allí y, al no saberlo, imaginaba lo peor. Pero no había nada. Ni un cadáver en descomposición, ni huesos ennegrecidos, ni ropas viejas desintegrándose en el polvo. Al final, el tiempo había sido benévolo, y había concedido a los restos mortales del Benefactor la dignidad —puede que la dignidad final— de la inexistencia.

Una sonrisa agridulce asomó a los labios de la muchacha, que musitó:

—Adiós, querido amigo.

La desnuda habitación del piso superior de la Casa repitió sus palabras en un sordo eco que se apagó lentamente. Durante cinco segundos Índigo permaneció inmóvil, con la mirada fija en el lugar donde había estado el Benefactor, mientras escuchaba las voces triunfales, cada vez más cercanas al edificio.

¡Todos a una, bailad y cantad!

¡Esta alegre danza con nosotros bailad!

Pena, alegría y triunfo llenaron el corazón de Índigo, que descendió corriendo la escalera para salir a la luz del sol.

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