Índigo aceptó encantada, pues le pareció que sería una mínima forma de recompensar a los agantianos por la hospitalidad que hasta la fecha le habían impedido retribuir. En aquellos momentos tenía amasada una pequeña fortuna en fichas, pues tío Choai había regresado a la casa y, con gran aparatosidad, le había hecho entrega del pago por sus servicios como médica; todo en Alegre Labor tenía su precio y las artes curativas no eran una excepción, aunque Índigo sospechaba que un buen porcentaje de las cuotas de los pacientes iba a parar a los amplios bolsillos de tío Choai. Pero Hollend y Calpurna siguieron sin querer aceptar una sola pieza como recompensa. Ella era su invitada, dijo Calpurna, y también su amiga. Incluso en esta tierra incivilizada conservaban las pautas de comportamiento de Agantia, y una invitada y amiga no pagaba dinero por su estancia.
Los anfitriones de Índigo abandonaron la casa bajo un cielo que se tornaba negro no sólo por la puesta de sol sino también por la proximidad de otra tormenta. Calpurna masculló que parecerían dos pollos mojados cuando regresaran, pero Hollend le recordó con sensatez que en esa época del año no podían esperar otra cosa y que ello no perjudicaría a las cosechas, Índigo contempló cómo se alejaban hacia las puertas del enclave discutiendo alegremente, y luego cerró la puerta. En el interior de la casa encontró a Koru que iba de ventana en ventana, cerrando y asegurando con sumo cuidado los postigos interiores. — ¿Crees que es buena idea, Koru? —le preguntó con una sonrisa—. Hace bastante calor esta noche; no queremos asfixiarnos.
El chiquillo volvió la cabeza hacia ella con una mezcla de inquietud y turbación, y Ellani, que cosía sentada a la mesa, dijo despectiva:
—Le dan miedo las tormentas. Uno pensaría que ya es lo bastante mayor para eso, pero no es así.
Las mejillas de Koru enrojecieron, e Índigo lanzó a Ellani una penetrante mirada.
—Bueno, la verdad es que no creo que sea nada de lo que avergonzarse, Ellani. —Señaló a la loba, que había entrado tras ella—. Las tormentas también ponen nerviosa a Grimya. —
Y en silencio añadió: «Por favor, perdona la mentira, cariño, pero lo hago por Koru».
«No me importa», comunicó Grimya. «Aunque no comprendo por qué se muestra Ellani tan cruel. No es propio de ella. »
Una expresión de alivio apareció en el rostro de Koru, que se iluminó como si amaneciera, y el niño repuso con valentía:
—Estaré bien, Índigo. Grimya y yo nos consolaremos mutuamente.
—Eso está bien, —Índigo le sonrió—. Ahora, lo mejor será que nos ocupemos de la cena. Ellani, ¿te importa dejar tu costura y preparar la mesa? —No, Índigo.
Ellani seguía contemplando a Koru, y su rostro mostraba una expresión sorprendente: entre enojada y resentida, pensó Índigo, y con un inexplicable atisbo de temor. Desconcertada pero no deseando provocar un escándalo haciendo preguntas a la chiquilla, se dirigió a la cocina. La tormenta estalló mientras comían. Incluso a través e los postigos el primer fogonazo de luz irrumpió tan súbitamente en la habitación que Koru dio un salto y volcó el vaso de zumo de frutas diluido. Mientras el trueno retumbaba por encima del techo de la casa, Ellani levantó los ojos al cielo en un gesto de exasperación, y se puso en pie.
—Iré a buscar un trapo —anunció en el tono de voz de quien está hastiado de la vida—. Eres tan torpe...
Grimya dirigió a Índigo una significativa mirada mientras la chiquilla abandonaba la habitación con aire enojado; luego lanzó un ahogado gemido y, colocándose bajo la mesa, se apretó contra las piernas de Koru. El niño se inclinó a acariciarla.
—Estoy bien —dijo al cabo con voz débil—. De verdad. Es que me sobresaltó.
—Lo comprendo. Escúchame, acaba tu cena deprisa y buscaremos algo que hacer que te impida pensar en la tormenta.
Ellani regresó entonces y se habría puesto a limpiar la mesa con gran teatralidad de no haber sido porque Koru le arrebató el trapo y tozudamente se puso a hacerlo él mismo. Volvió a dar un respingo cuando un segundo relámpago centelló en la habitación pero se mordió el labio inferior, llevó el trapo de regreso a la cocina y se sentó de nuevo a la mesa para terminar su comida. La cena concluyó en una atmósfera de hostilidad tácita entre las dos criaturas, e Índigo se sintió agradecida cuando por fin se pudo limpiar la mesa y buscar otra distracción. Ellani volvió a tomar su costura y se sentó cerca de la lámpara más grande, donde la luz era mejor.
—Bien —dijo Índigo—, ¿ahora qué os gustaría hacer?
—Koru debería irse a dormir dentro de poco —le respondió Ellani.
Koru la miró con ansiedad.
—No quiero irme a la cama. ¡No podría dormir, Elli, no podría, no hasta que haya pasado la tormenta!
—¡No seas tan estúpido! No son más que truenos, no pueden hacerte daño. Piensa en nuestros padres; ellos tendrán que venir andando desde la Casa del Comité en medio de la tormenta, pero ¡no tienen miedo!
Índigo decidió que había llegado el momento de poner fin a la discusión.
—No, Ellani —dijo, aunque sin dureza—, me parece que podemos hacer una excepción por una vez, especialmente ya que tu madre no está aquí. Con toda seguridad la tormenta no durará mucho —el estrépito de un nuevo trueno desmintió sus palabras, pero ella continuó adelante— y hasta que pare encontraremos una forma de distraernos con algo.
—Muy bien, como quieras —respondió Ellani con un encogimiento de hombros—. ¿Qué hacemos?
—Bueno... tengo mi arpa arriba. Podría tocarla para vosotros, y a lo mejor podríamos cantar algunas canciones.
—Yo no sé ninguna canción —replicó Ellani.
—¡Yo sí! —El rostro de Koru se iluminó—. Yo sé una...
Su hermana se revolvió contra él.
—¡No, no sabes!
—¡Sí que sé, y tú también! Es la que Sessa cantó esa vez...
—No la sabes y yo tampoco, y, además, Sessa ya no la canta.
Koru se hundió en un entristecido silencio, e Índigo, perpleja, intervino:
—Bueno, entonces yo cantaré para vosotros. ¿Os gustaría eso?
Koru asintió y, tras unos momentos de silencio, Ellani dijo:
—Si eso es lo que deseas, Índigo...
Mientras iba a buscar el arpa a su habitación, Índigo se devanó los sesos en busca de una explicación para el extraño comportamiento de Ellani. Jamás la había visto tan irritable con su hermano, y el motivo de la extraordinaria mirada que le había dedicado antes era un completo enigma. A lo mejor Ellani se sentía incómoda con una extraña en la casa y sin sus padres presentes, pero Índigo no creyó que fuera ése el motivo. Se trataba de algo más fundamental.
Cuando volvió a reunirse con los niños, Ellani había devuelto su atención a la costura y Koru estaba enroscado en el rincón más alejado de las ventanas, con Grimya a su lado. La muchacha se sentó y, con cierta timidez, afinó el arpa antes de interpretar unos compases. Grimya emitió un alegre gañido —adoraba la música—, y los ojos de Koru se abrieron apreciativos. Ellani también levantó la vista, pero su sonrisa fue algo vacilante y un poco artificial. Sintiéndose de improviso como un intérprete que sale al escenario a enfrentarse a un auditorio poco predispuesto, Índigo anunció:
—Tocaré una canción que aprendí cuando tenía más o menos tu edad, Ellani. Tiene un estribillo muy simple, de modo que os podéis unir a él si queréis.
Al cabo de un par de estrofas le pareció que Koru tarareaba la canción, pero Ellani se limitó a permanecer sentada con aquella sonrisa artificial clavada en el rostro, escuchando con educación pero claramente indiferente a lo que oía. Al terminar la canción Koru aplaudió y pidió otra, y, con la esperanza de sacar a Ellani de su enfurruñamiento, Índigo interpretó una canción cómica aprendida años atrás en Bruhome de la Compañía Cómica Brabazon. Ellani no rió, y cuando terminó Índigo arrancó un suave arpegio del arpa y preguntó con suavidad:
—¿Te gustó la canción, Ellani?
La sonrisa de la chiquilla se volvió un poco más forzada.
—Sí, gracias. Fue... muy bonita. —Tras una pausa, agregó—: ¿Tocas y cantas a menudo?
—Sí, bastante a menudo.
—¿Por qué? ¿Qué se consigue con ello?
La pregunta sorprendió bastante a la muchacha.
—Bueno... simplemente me gusta tocar y cantar. Pero en cuanto a lo que se consigue... la verdad es que no comprendo a lo que te refieres, Ellani.
La niña contemplaba el arpa como si se tratara de algo totalmente extraño a ella cuyos misterios intentara desentrañar.
—Mi padre dice que en otros países hay personas que ganan piezas tocando y cantando. ¿Es cierto?
—Sí, sí lo es. Yo misma me gané la vida con mi música durante algunos años, en el continente occidental.
—¡Oh! —De nuevo aquella expresión perpleja—. Eso parece muy extraño. Quiero decir, ¿qué beneficio se obtiene pagando por escuchar música?
—A lo mejor —repuso Índigo con dulzura—, el beneficio depende de si la música proporciona o no placer a quienes la escuchan.
Ellani frunció el entrecejo, pero antes de que pudiera continuar el debate Koru intervino:
—A mí me gustan las canciones. ¡Otra, Índigo! ¡Canta otra! —suplicó. La mirada de su hermana resbaló oblicuamente hacia él; luego, con gran dignidad, dejó a un lado su costura.
—Me parece, si no te importa, que me iré a la cama —anunció—. Estoy muy cansada.
—No..., no, claro que no me importa, —Índigo hizo intención de dejar el arpa—. ¿Quieres que suba contigo? —Gracias, pero puedo arreglármelas. ¿Puedo coger una de las lámparas?
—Desde luego... Bien, buenas noches, Ellani. —Buenas noches, Índigo. —La débil sonrisa apareció otra vez, todavía tan perpleja como antes, y, como si de repente recordara sus buenos modos, la niña añadió—: Gracias por tu interesante música.
Tras la marcha de Ellani se produjo un largo silencio. Koru tenía la vista fija en el suelo, e Índigo se sentía demasiado desanimada por la actitud de la niña para volver a coger el arpa y seguir tocando. Por fin Koru levantó los ojos.
—Por favor, Índigo, no prestes atención a mi hermana. Ella no comprende.
—No era mi intención aburrirla —suspiró Índigo—. Pensé que le divertiría la música.
El chiquillo sacudió la cabeza con energía.
—No; no le gusta la música porque no entiende por qué alguien puede querer escucharla. La música no hace nada, ¿sabes? —De improviso, de una forma alarmante, su rostro mostró una comprensión inaudita para alguien de sus pocos años—. Todos piensan de ese modo. Incluso papá y mamá. Pero yo sé que eso no es así... y tú también lo sabes, ¿verdad?
—Oh, Koru...
Índigo no sabía qué decir; percibía la confusión y pena del chiquillo y lo compadecía de todo corazón. Pero ¿tenía derecho a ir contra la influencia de sus padres? Koru no era su hijo; ¿podía entonces ayudarlo a combatir la progresiva influencia de la fría y triste filosofía de esta tierra, cuando ella no tardaría en marcharse mientras que él debería quedarse y vivir su vida aquí?
En ese momento, para su mortificación, Koru dijo:
—Vi lo que le sucedió a Ellani. Vi el fantasma que la seguía.
Índigo se quedó como paralizada. En los ojos de Koru había una curiosa expresión casi maliciosa mientras observaba su reacción, y con un pequeño sobresalto la muchacha se dio cuenta de que el niño había leído sus pensamientos mucho mejor de lo que cualquier niño de su edad habría sido capaz de hacer.
—Sé que tú también lo has visto, Índigo. Intentaste fingir que no estaba allí, pero lo sé. — Bajó la mirada al suelo bruscamente—. Me ha sucedido cientos de veces, pero ya no se lo digo a nadie porque todo lo que hacen es enfadarse y decir que estoy equivocado. No estoy equivocado. —Volvió a levantar los ojos, desafiante—. ¿Lo estoy?
Índigo no podía negarlo.
—No —dijo en voz muy baja—. Tienes razón.
—Y no se trata sólo de Ellani. Hay otros, muchos otros. No hago más que verlos y oírlos, como los niños de los que te hablé. —Volvió a callar unos instantes—. Y ahora sé quiénes son.
Índigo lo miró con fijeza. Un nuevo relámpago iluminó la habitación, pero Koru ni se movió. Tenía otras cosas en que pensar ahora, cuestiones más importantes que su miedo a las tormentas.
—¿Sabes quiénes son? —preguntó Índigo muy despacio y con sumo cuidado.
—Sí. Antes pensaba que eran fantasmas; por eso me daban miedo, porque los fantasmas son gente muerta. Pero ahora ya no lo creo. Creo que son tan reales como nosotros, pero que viven en un mundo diferente del nuestro.
—Una nueva vacilación, mientras Koru se miraba las pequeñas manos que tenía apretadas sobre el regazo. Luego siguió—: Índigo, ¿crees que existen otros mundos?
Índigo se sintió incapaz de mentirle, ni siquiera por hacer un favor a los padres del chiquillo.
—Sí —respondió—. Creo que existen más mundos aparte del que vemos a nuestro alrededor. Muchos más.
Él asintió.
—Todos dicen que no hay otros mundos —dijo—. Nosotros somos los únicos que creemos en ellos; de modo que es por eso que somos los únicos que podemos ver a los niños, ¿verdad?
Su mirada se clavó en la de ella y había en sus ojos tal expresión de solemne certeza que Índigo se sintió momentáneamente confundida. Antes de que pudiera decir nada, no obstante, Koru continuó hablando, inclinándose al frente ahora, confidencial.
—Ellani los ha visto, aunque finge que no. Como quiere creer lo que todo el mundo le dice, está asustada, y por eso se enoja tanto si intento hablar con ella de esto. Creo... —Con expresión repentinamente furtiva, se arrastró más cerca de Índigo—. Creo que sabe que hay algo que la sigue, y ha estado intentando hacer que se vaya.
—¿Lo ha dicho ella?
—No. Pero la he visto mirar por encima del hombro a veces como si notara que hay algo detrás de ella, y luego se marcha escalera arriba y no quiere hablar con nadie durante horas, y a veces la he oído llorar. Creo...
Un peculiar sonido procedente de Grimya, medio gruñido y medio gañido ahogado, lo interrumpió a mitad de la frase. Alertada en ese mismo instante por una veloz pero desesperada advertencia procedente del cerebro de la loba, Índigo levantó la cabeza.
Ellani estaba en el umbral, al pie de la escalera, donde no llegaba la luz de la lámpara. Su rostro mostraba una expresión de furia e indignación y, mientras Koru se volvía al ver la reacción de Índigo, Ellani cruzó la habitación y agarró al chiquillo por los cabellos.
—¡Eres un mentiroso horrible y repugnante! —chilló—.
Contando historias a mis espaldas... Te pegaré, te mataré...
—¡Ellani!
Índigo se puso en pie de un salto, dejando caer el arpa al suelo al incorporarse para separar a las dos criaturas. Grimya, prefiriendo mantenerse al margen, se escabulló rápidamente a un rincón mientras Índigo separaba a Ellani de su hermano. Koru se acurrucó asustado en tanto Ellani retrocedía tambaleante; entonces la chiquilla se revolvió de improviso contra Índigo.
—¡Déjame! —gritó, el rostro contorsionado por lágrimas de rabia mientras intentaba deshacerse de las manos de Índigo que la sujetaban—. ¡Eres tan mala como él! ¡He oído todo lo que has dicho, y son todo mentiras!
—¡No, no es verdad! —le espetó Koru, recuperada la confianza ahora que no estaba bajo ataque directo—. ¡Es cierto y sabes que lo es! Simplemente finges que no lo es.
—¡No es verdad! ¡Eres tú quien... !
—¡Basta! —La voz de Indigo sonó enojada; sacudió a Ellani y luego señaló a Koru con la mano libre—. ¡Tú también, Koru, cállate! —ordenó con severidad.
Se produjo un silencio lleno de resentimiento, mientras los niños clavaban la vista en ella y luego se miraban entre sí. Entonces, con tiesa dignidad, Ellani se desasió de su mano.
—Me disculpo por haber perdido los nervios —dijo con una vocecilla tensa y distante; sus ojos, al encontrarse con los de Índigo, reflejaban un odio total—. Iré a mi habitación hasta que regresen mis padres. —Luego una desagradable sonrisita triunfal afloró a las comisuras de sus labios—. Pero cuando regresen pienso contarles exactamente lo que ha sucedido. Koru volverá a oír hablar de esto, Índigo... ¡y tú también!
Sin esperar una respuesta dio media vuelta sobre sus talones y, con la cabeza bien erguida, abandonó la estancia.
—Así pues estoy seguro, Índigo, de que comprendes nuestros sentimientos. —Hollend se negaba a mirar a la joven directamente a los ojos durante más de unos segundos cada vez—. Sencillamente no podemos permitir que este tipo de cosas vuelva a suceder, y Koru es un chiquillo muy impresionable. No estoy de acuerdo en ser demasiado estricto con los niños, pero me parece que ha llegado el momento de poner fin a esto.
—Lo comprendo, claro. Sólo siento haber sido la responsable de todo este trastorno.
—Tú no tienes la culpa, Índigo —dijo Calpurna con firmeza—. Koru fue totalmente responsable de ello, y debe aprender que estas estúpidas ideas no se le van a tolerar más. Ahora —se puso en pie—, no se hable más. Los niños deben de dormir ya, así que en mi opinión deberíamos irnos a la cama y dar el asunto por finalizado.
Índigo asintió, pero no obstante las apaciguadoras palabras de Calpurna sabía que en aquellos momentos no era santo de la devoción de sus anfitriones. Puede que no la culparan a ella directamente de lo sucedido, pero estaba claro que no podían comprender por qué ella había animado a Koru en lo que consideraban insensatas y censurables fantasías. Ellani les había relatado con desconcertante exactitud todo lo que había escuchado, y Koru había recibido una severa y deshonrosa reprimenda de ambos progenitores antes de ser enviado hecho un mar de lágrimas a su habitación. Para mortificarlo aún más, Calpurna le había hecho prometer que nunca pondría en un aprieto a Índigo ni la comprometería pidiéndole que tocara el arpa y cantara para él, y, sobre todo, jamás volvería a incitar a su invitada a hablar de cosas tan disparatadas e inexistentes como fantasmas de otros mundos.
Ellani, mientras seguía a su hermano con toda seriedad escalera arriba, había lucido una expresión farisaica que dejaba bien claro lo satisfecha que se sentía de lo llevado a cabo aquella noche. No había dirigido la palabra directamente a Índigo desde el regreso de sus padres, pero era evidente que creía que no había hecho más que lo que era su obligación.
—No la comprendo —dijo Índigo a Grimya, cuando todos estuvieron en la cama por fin y la casa quedó en silencio—. Parecía..., no sé, casi vengativa. No creí que Ellani tuviera un lado así.
«El miedo es algo muy poderoso», observó Grimya en silencio. «Puede crear rabia de la nada, y transformar a los seres más amables en crueles. » Volvió la cabeza hacia su amiga. «Las dos lo sabemos por propia experiencia. »
—Supongo que es cierto. Pero es tan joven... —Suspiró—. Tengo que intentar arreglarlo, Grimya. Debo intentar que las cosas se arreglen entre los dos niños, y entre Koru y sus padres.
«Se fue a la cama llorando», dijo Grimya. «No es justo que sea él quien tenga que sufrir cuando no ha hecho nada malo. »
—Estoy de acuerdo. Intentaré compensarlo de alguna forma, aunque la Madre sabe cómo podré hacerlo.
Aunque Hollend y Calpurna no se lo habían dicho directamente a ella, se habían mostrado muy claros: no habría más música para Koru, ni canciones, ni cuentos, ni juegos o pasatiempos inocentes. Eso, pensó Índigo mientras se tumbaba lentamente en la cama para intentar dormir, dejaba muy pocas cosas con las que alegrar el corazón de un chiquillo.
Pensaba que no podría dormir aquella noche, pero el sueño llegó por fin y cuando despertó se encontró con que una desvaída luz diurna se filtraba ya a su habitación desde un cielo descolorido y encapotado. Grimya no estaba; abajo se oía ruido y, como no sabía qué hora era, Índigo se vistió deprisa y descendió por la escalera.
Se encontraba casi al final de la escalera cuando se dio cuenta de que se escuchaban muchas voces en la sala principal. Oyó a Calpurna, con voz aguda y agitada, y luego unas voces desconocidas que se expresaban en la lengua local. Al cabo de un segundo la puerta de la calle dio un golpe; enseguida se abrió la puerta interior y aparecieron dos personas. Una, un desconocido, atravesó la habitación corriendo hasta la cocina; la otra era Ellani.
Ellani vio a Índigo y se detuvo. La expresión de la chiquilla dejó perpleja a Índigo, que preguntó vacilante:
—Ellani..., ¿qué sucede? ¿Pasa algo?
—Oh, sí, claro que pasa algo. —Ellani la miró con franco disgusto—. Koru se ha ido. No ha dormido en su cama. Ha desaparecido... ¡y es todo culpa tuya!
Fue Grimya quien alertó a la familia. Se había despertado al amanecer, como siempre, y se había encaminado en silencio al diminuto dormitorio de Koru, pensando que a lo mejor lo encontraría despierto y esperando poder animarlo un poco. Koru no estaba allí, y con sólo una mirada a la cama, pulcra e intacta, la loba comprendió al instante que la ausencia del niño no se debía simplemente a que se había levantado antes incluso que ella y salido al exterior.
Grimya no perdió el tiempo. No quiso despertar a Índigo, le explicó más tarde, porque estaba cansada y necesitaba dormir; así pues corrió directamente a la habitación donde dormían Hollend y Calpurna, y gimoteó y arañó la puerta hasta que consiguió que despertaran; luego los condujo a la habitación de Koru para que vieran lo sucedido por sí mismos.
Índigo deseó que Grimya la hubiera despertado, pero ahora ya era muy tarde para lamentarse. Apenas si había transcurrido una hora desde que la loba había hecho su descubrimiento, pero toda la casa estaba ya alborotada. Lo primero que había hecho Hollend fue despenar a sus vecinos, y rápidamente habían registrado el enclave. Se tardó muy poco en comprobar que Koru no se encontraba allí, y tan pronto como esto quedó claro se envió corriendo a la Oficina de Tasas al larguirucho hijo mayor de uno de los vecinos para que comunicara la noticia de la desaparición de Koru. Dos tíos y una tía del Comité de Extranjeros hicieron su aparición casi de inmediato, y Hollend, con expresión sombría e interrumpido frecuentemente por la aturullada Calpurna, les relató lo sucedido la noche anterior y comunicó que había llegado muy a su pesar a la ineludible conclusión de que Koru había huido.
A pesar de toda su pomposidad y formalismos, cuando se trataba de una emergencia los funcionarios del Comité de Extranjeros estaban bien organizados y reaccionaban con rapidez. Cuando Índigo entró en escena se había reunido un pequeño ejército de adolescentes, trabajadores del campo e incluso algunos de los tíos y tías más jóvenes que no consideraban la tarea por debajo de su dignidad, y tío Choai, que parecía haberse hecho cargo, se dedicaba a dar instrucciones para el registro de Alegre Labor. Los vecinos de la familia en el enclave, informó Hollend a Índigo, habían formado ya un grupo de búsqueda propio y habían salido hacía pocos minutos. Toda ayuda sería bien recibida, agregó Hollend, y, tras una mirada a su rostro cansado y a Calpurna —despeinada y aturdida y próxima a la histeria—, Índigo no hizo ningún intento de consolarlos y se limitó a decir:
—Dime dónde puedo ser más útil.
Se la asignó a uno de los grupos que partían a registrar los campos que rodeaban Alegre Labor, un grupo escogido por su juventud y energía. La sorprendió ver que Thia se encontraba en él; al ver a Índigo, la adolescente le dedicó una grave inclinación y sacudió la cabeza de una forma que venía a expresar tanto educada simpatía por Hollend y Calpurna como tácita desaprobación por la precipitada huida de Koru.
Habían abandonado la casa y se acercaban a las puertas del enclave cuando una menuda figura solitaria hizo su aparición, cojeando decidida hacia ellos, Índigo se asombró al reconocer en ella a Mimino, la viuda del doctor Huni, y se sobresaltó aún más cuando mientras el grupo pasaba a toda prisa junto a la anciana ésta gritó con voz aguda:
—¡Doctora!
Todo el mundo volvió la cabeza, enarcando las cejas. Índigo dejó el grupo y fue al
encuentro de Mimino.
—Señora... —Le dedicó una cortés reverencia—. ¿En qué puedo ayudaros?
La mirada de Mimino se movió de un lado a otro y al fin se fijó en un punto algo a la derecha de Índigo.
—A casa de mi hija ha llegado la noticia sobre el pequeño extranjero —dijo furtivamente—. Por lo tanto se me ha ocurrido que la doctora no estará en su puesto hoy. Si lo deseas, esperaré en la plaza para informar a los pacientes de la doctora del motivo de su ausencia.
Índigo se sintió conmovida por la preocupación que Mimino intentaba sin demasiado éxito ocultar.
—Sois muy amable, señora. Pero no quisiera causaros ninguna molestia.
—No es molestia. —Por un instante, y con curioso candor, Mimino la miró directamente a los ojos—. No tengo otra cosa que hacer. Y me alegraría, por el bien del pequeña, ser de alguna utilidad.
Índigo vaciló un instante; luego, llevada por un impulso, extendió los brazos y aferró las arrugadas manos de la anciana.
—Te estoy agradecida, Mimino —dijo—. Gracias. Eres muy amable.
Mimino liberó las manos e intentó quitar importancia al hecho con un gesto de humildad.
—No, no. No es nada. —Pero se la veía agradecida—. Lo que importa es que se encuentre al pequeño. Te deseo buena suerte, doctora Índigo. —Luego, ante el total asombro de la muchacha, le dedicó una sonrisa que iluminó todo su rostro como una estrella—. Sí, te deseo buena suerte. Y, sin esperar la respuesta que hubiera podido darle Índigo, se dio la vuelta y se alejó cojeando en dirección a las puertas del enclave.
Los grupos de búsqueda regresaron a la Oficina de Tasas para Extranjeros poco después de la puesta del sol, y muy sombríos informaron de su fracaso. No se había encontrado ni rastro de Koru; nadie en la ciudad ni en los campos en varios kilómetros a la redonda lo había visto ni podía proporcionar ninguna pista de dónde podría estar. Incluso el finísimo olfato de Grimya había resultado inútil, ya que la lluvia no había cesado hasta casi el amanecer y había borrado cualquier rastro que hubiera podido dejar el niño.
Índigo, por su parte, no había esperado otra cosa, pues a medida que transcurría el día se había ido convenciendo más y más de saber adonde había ido el chiquillo... o, al menos, adonde había pensado ir. Mientras peinaba los campos con sus compañeros, con Grimya avanzando silenciosa a su lado, su mirada se había sentido atraída con frecuencia hacia el sur a la lejana y solitaria colina donde se alzaba la Casa del Benefactor tras su elevado muro. No comunicó sus sospechas ni siquiera a Grimya, y en un principio intentó hacerlas a un lado, diciéndose que era imposible, que aunque Koru hubiera intentado llegar a la casa la barrera que significaba el muro era suficiente para derrotar a un adulto, y aún más a una criatura de ocho años. Además, otro grupo recorría la zona que rodeaba la colina, de modo que si Koru estaba allí sin duda lo encontrarían.
Pero ahora se había hecho ya de noche, se había dado por finalizada la búsqueda por aquel día y no había la menor pista del paradero del niño. Calpurna se mostraba inquietantemente tranquila ahora después de su anterior estado frenético, y permanecía sentada en silencio junto a Hollend en la Oficina de Tasas mientras tío Choai —que parecía haber asumido todo el control de la operación de búsqueda— informaba de los resultados de los grupos, o más bien de su falta de ellos, con una precisión despiadadamente detallada que sobresaltó a
Índigo. Mañana, anunció, la batida seguiría, y a aquellos que por su laboriosidad eran propietarios de caballos se les pediría que prestaran a sus animales de modo que los buscadores pudieran llegar más lejos. Hasta entonces, con gran pena, se veía obligado a declarar que no podía hacerse nada más.
Hollend dio las gracias débilmente a tío Choai y a los grupos de ayudantes; luego se llevó a Calpurna a casa, con Ellani andando a su lado e Índigo y Grimya siguiéndolos algo más atrás. En la casa los esperaban vecinos para ofrecerles su simpatía y compañía; una mujer de Scorva, que Índigo imaginó que era la madre de la desdichada Sessa, había preparado comida, y mientras la sala principal se llenaba de gente Índigo se retiró a su habitación. Necesitaba pensar, ya que, con el fracaso de los buscadores, su esperanza —su seguridad casi, tuvo que admitir— de que se encontrara a Koru en los alrededores de la Casa del Benefactor se había ido al traste.
Permaneció sentada en la deshecha cama durante varios lutos, sin hablar, con los ojos fijos en la ventana pero sin ver la oscuridad del exterior. Al cabo, con voz apenas perceptible, Grimya rompió el silencio.
—Está ahí, Índigo. Sé que está ahí. Y me pa... rece que tú también lo sabes.
Los hombros de la muchacha se relajaron cuando su negativa a aceptar lo evidente dio paso por fin a la resignación.
—Sí, Grimya. Es la única posibilidad que tiene sentido, ¿no es así? Después de lo que dijo anoche, y después de la reprimenda de Hollend y Calpurna, la Casa es el único lugar al que se le ocurriría ir para curar sus heridas.
—Cuando estuvimos allí —dijo Grimya—, parecía considerarla como otro hogar.
—Lo sé. —Índigo hizo un gesto de impotencia—. Pero seguramente, si hubiera conseguido de alguna forma en ella, alguno de los guías del comité lo habría encontrado.
—Puede que no. Existen muchos lugares en los que oc... cultarse en esa casa, o en los jardines que la rodean. Además —añadió la loba con aire misterioso—, no sabemos a donde puede haber ido después.
Índigo tardó unos instantes en comprender lo que Grimya quería decir, pero cuando lo hizo sintió que un repentino escalofrío la recorría.
—Nos dijo que cree en otros mundos...
—Sssí; y nosotras sabemos que está en lo cierto. —Grimya hizo parpadear los ambarinos ojos—, Índigo, si entró en esa casa, y...
—No lo digas. —Extendió el brazo para posar la mano sobre el hocico de la loba mientras mentalmente escuchaba la voz de Koru y recordaba lo que éste le había dicho sobre la corona del Benefactor: «Si tan sólo pudiera tocarla, realmente creo que podría ver en el interior de otro mundo, donde las cosas son diferentes y la gente es más feliz».
Ambas permanecieron en silencio unos momentos; luego Índigo volvió a hablar en voz muy baja.
—Tenemos que ir tras él. ¡Si ha conseguido introducirse en cualquiera que sea la otra dimensión que contiene esa casa, hemos de intentar seguirlo y traerlo de vuelta!
Grimya suspiró con suavidad, e Índigo supo que eso era lo que ella estaba esperando aunque no había querido decirlo. Grimya sentía un gran cariño por Koru... y de repente esa certidumbre trocó la indecisión de la muchacha en clara y fría resolución.
—Iremos esta noche —declaró con voz enérgica—, cuando todos duerman. —Sus ojos se entrecerraron cuando miró de nuevo a la ventana—. Si tengo razón con respecto a ese lugar, entonces la medianoche será la hora más apropiada.
—¿Se lo diremos a alguien?
—No. No quiero suscitar falsas esperanzas en Hollend y Calpurna... y, de todos modos, ¿cómo podría explicarles nuestro razonamiento? Pensarían que estoy loca. —«Y a lo mejor», se dijo para sí con amargura, «tendrían razón; porque esto es exactamente lo que he intentado evitar desde que llegamos a Alegre Labor».
Resultaba irónico; tan irónico que a lo mejor, de encontrarse con otro estado de ánimo, Índigo se habría echado a reír. No obstante su arrogante decisión de hacer caso omiso de las añagazas y desafíos que aparecieran en su camino, este nuevo demonio había acabado por utilizar su propia conciencia como un arma en su contra, y eso había tenido éxito allí donde todo lo demás había fracasado.
Muy bien, pues, pensó. Muy bien: recogería el guante. No por ella, ni por la misión que había decidido abandonar, sino por Koru. Le gustara o no, sentía que no le quedaba elección. Y tampoco podía negar que, aunque sólo fuera por eso, sentía curiosidad por averiguar qué le tenía preparado este demonio.
La suerte estuvo de parte de Índigo esa noche. Los bondadosos vecinos se marcharon con la promesa de regresar al alba dispuestos a un nuevo día de búsqueda, y cuando hubo despedido el último visitante Hollend convenció a su esposa para que se fuera a la cama, Índigo había regresado para ayudar en los deberes de anfitrión, y, una vez que Calpurna, desanimada y con los ojos hinchados, hubo ascendido la escalera hasta el piso superior, Hollend entró en la cocina, donde la muchacha se ocupaba de limpiar las tazas y apagar el fuego de la cocina.
—No es necesario que lo hagas, Índigo.
—No me importa. Es muy poca cosa —repuso ella con la sonrisa compasiva. Hollend se frotó el rostro con una mano. Tenía un aspecto cansado, agotado; viejo, pensó. Calpurna dice que no puede dormir. Supongo... —Vaciló—. Supongo que no hay nada que puedas darle, ¿verdad? Si permanece despierta toda la noche sin dejar de ríe vueltas a la cabeza, no estará en condiciones de enfrentarse a la mañana.
—Índigo apenas se había atrevido a esperar que algo así cediera, pero tuvo buen cuidado de ocultar su alivio e impaciencia.
—Claro que sí, Hollend. Prepararé una mezcla de hierba para que la beba. Le asegurará toda una noche de descanso y por la mañana no habrá ningún efecto secundario. —Colocó el último de los vasos limpios en su sitio y le dirigió una mirada evaluativa—. Quizá también te gustaría que preparase otra bebida para ti... Todo él se relajó de forma visible. — No diré que no te lo agradecería. Gracias, Índigo. Eres muy amable.
Así pues al cabo de una hora Hollend y Calpurna esta profundamente dormidos. Tras cerrar los postigos de planta baja y apagar todas las luces, Índigo esperó en la oscuridad con Grimya hasta que le pareció que podía arriesgarse a que se oyera el ruidito de la puerta principal al abrirse. Salieron a una noche sin nubes y con un penetrante frío otoñal en el ambiente, y se dirigieron a las puertas del enclave. La guardia de la puerta se relajaba tres horas después de la puesta de sol, hora en que se suponía que todo hombre de bien estaba ya en cama, y las dos atravesaron en silencio una ciudad totalmente desierta y sin una sola ventana iluminada, Indigo estaba nerviosa, y Grimya se dio cuenta de que pensaba en los niños fantasma, temiendo y medio esperando que en cualquier momento un sonriente rostro fantasmal apareciera ante ella en medio de la oscuridad. Pero nada aparte de las propias sombras alteró la quietud de la noche, y no tardaron en llegar a la empalizada de la ciudad.
Atravesaron otra puerta sin centinela, y ante ellas apareció la pedregosa carretera que se dirigía hacia el sur, extendiéndose como una pálida cinta que se perdía en las colinas.
Si el silencio de la ciudad había resultado desconcertante, los sordos sonidos nocturnos que impregnaban los campos en forma de terraza resultaban más aterradores. Suaves brisas irregulares agitaban el follaje de las altas matas de habichuelas sujetas a las apretadas hileras de palos; insectos invisibles susurraban y chasqueaban las pinzas en los arcenes cubiertos de hierbas; en una ocasión un animal indefinido, veloz y ágil, atravesó el camino ante ellas a toda velocidad para desaparecer entre las matas menos desarrolladas del otro lado, de las que al cabo de un instante surgió un débil chillido, rápidamente acallado al caer el animal sobre la presa que había estado siguiendo. Las formas resultaban más extrañas y engañosas aquí fuera lejos de la familiaridad de calles y edificios. Las siluetas adoptaban una apariencia de vida a la que el viento añadía la ilusión del movimiento, lo que impulsaba a Índigo a pensar en cosas extrañas y de pesadilla; viejas leyendas de su país, relatos de horrores medio entrevistos en la oscuridad, recuerdos de otras tierras y de otros encuentros. La muchacha no dijo nada e intentó ocultar sus pensamientos a Grimya, pero se alegró cuando la carretera empezó a serpentear cada vez más hacia arriba y, destacándose bajo la luz de las estrellas en lo alto de la colina, vio la silueta del elevado muro que rodeaba la Casa del Benefactor. Por siniestro que pareciera, se sentiría agradecida cuando llegara a su destino.
Llegaron a la puerta de postigo por fin, y Grimya levantó los ojos hacia la pared que se alzaba ante ellas.
—La puerta estará cerrada. —Su voz mostraba repentino desaliento—. ¿Có... cómo entraremos?
Índigo sonrío. Ya había pensado en aquel inconveniente antes de salir y había decidido que no había tiempo para sutilezas, de modo que sacó su cuchillo de una pequeña funda que colgaba de su cinturón junto con una gruesa broqueta cogida de la cocina de Calpurna.
—Forzaré la cerradura. —Se acercó a la puerta— Además ya está medio oxidada; me di cuenta cuando vinimos el otro día. Será bastante fácil de romper, y, como aquí no hay nadie por la noche, el pestillo no puede estar corrido en el otro lado.
—Por la mañana ssse darán cuenta de que ha es... tado aquí alguien —objetó Grimya, dubitativa. —No me importa. —Con destreza, Índigo empezó a insertar la broqueta en el agujero de la cerradura—. Que piensen lo que quieran; no... —Se interrumpió. De la cerradura había surgido un débil pero claro chasquido, y la puerta pareció temblar ligeramente, Índigo apartó la mano de la broqueta, que cayó al suelo con un golpe sordo; ella y Grimya intercambiaron una mirada de sorpresa.
—Empuja la puerta... —indicó la loba. Se abrió nada más rozarla, balanceándose hacia atrás con un crujido de goznes descuidados. Grimya lanzó un gruñido que ahogo al momento, y juntas atisbaron por el postigo abierto a la profunda oscuridad del jardín que se extendía tras él.
—Bueno —dijo al fin Índigo en voz muy baja—, parece como si alguien nos esperara.
La loba mostró los dientes amenazadora. —Alguien... o algo.
—No. —Índigo olvidó la broqueta, así como el cuchillo que también había caído al suelo—. No lo creo, Grimya. Creo que lo que encontraremos aquí dentro es humano. — Sonrió para sí en la oscuridad y cruzó el umbral—. O lo fue, en una ocasión.
Los niños seguían sin aparecer, lo que desconcertaba a Índigo, que había esperado que al menos aquí en el jardín de la Casa darían a conocer como mínimo alguna señal de su presencia. Pero, mientras ella y Grimya recorrían los senderos de tablas en dirección a la curiosa mole de la Casa, nada rompió el silencio; incluso la brisa había cesado, excluida por la elevada pared circundante, y la única luz que tenían para guiarse era el débil brillo de las estrellas, aumentado por el resplandor cada vez más potente de la luna que empezaba a alzarse. Cuando Índigo levantó la vista hacia el edificio, cuya silueta parecía inclinarse hacia ellas como la de un hombre borracho, vio cómo la luz de la luna se reflejaba en dos de las ventanas del último piso, creando la extraordinaria ilusión de que se trataba de dos ojos que las contemplaban desde un enorme rostro sin facciones. La muchacha desvió rápidamente la mirada y siguió a Grimya hasta la puerta principal.
—Está abierta. —Grimya habló en un tono de voz que venía a indicar que no había esperado otra cosa. La loba levantó los ojos hacia su amiga—. Yo entr... raré primero, Índigo. No me asusta este lugar.
—No, Grimya, aguarda...
Pero, antes de que pudiera expresar los temores que apenas si empezaba a experimentar, la loba ya había desaparecido por la puerta abierta y penetrado en la oscuridad del interior. Se produjo un breve silencio; luego escuchó el roce de las zarpas de Grimya contra el suelo sin alfombrar, y le llegó la voz de la loba, que sonaba hueca en aquel lugar cerrado.
—Es difffícil ver bien. Pero distingo la escalera. Si subimos a lo mejor encontraremos más luz.
Con cautela, resistiendo el impulso de mirar atrás por encima del hombro, Índigo entró en la Casa. Sus ojos no eran ni mucho menos tan agudos como los de la loba, pero un minuto o dos empezó a distinguir leves diferencias en las tonalidades de la oscuridad, lo que le permitió atravesar la habitación con cuidado hasta donde Grimya esperaba al pie de la escalera.
«No hay nada que nos interese aquí abajo. » Grimya cambió a comunicación telepática cuando Índigo se reunió con ella. «Lo percibo con toda claridad. Me parece que tenemos que ir hasta el último piso. »
Índigo asintió. También ella presentía de forma intuitiva que lo que fuera que las esperara se encontraba arriba, y juntas iniciaron la ascensión. El segundo piso, como el primero, estaba silencioso y abandonado: sus suaves pisadas crearon ecos vacíos a medida que avanzaban hacia el siguiente tramo de escalera. Llegaron al tercer piso, y de Suevo volvió a suceder lo mismo; silencio, quietud, ninguna señal de otra presencia. Al acercarse al tercero y último tramo de escalera, Índigo notó cómo el pulso se le aceleraba y se tornaba irregular, y junto a ello percibió una sensación de náusea en la boca del estómago. Reprimió la sensación mientras se repetía que se había enfrenado a terrores mucho peores que la simple oscuridad de la casa vieja y vacía, pero, aun así, cuando inició el asenso, las palmas de sus manos se aferraban sudorosas a barandilla.
Había luz en el último piso. La luz de la luna, débil y nueva y opacada por las sucias ventanas por las que se filaba, pero suficiente para mostrar la peana con el doble abordaje que la rodeaba en el centro de la habitación hexagonal. Un rayo de luz de luna que atravesaba un cristal que, o bien estaba roto, o más limpio que sus vecinos— lía oblicuamente sobre la vieja corona del Benefactor e iluminaba el deslustrado bronce con un misterioso halo fosforescente.
La voz de Grimya resonó en su cabeza.
«Si..., si. Hay algo aquí. Lo percibo. »
Índigo también lo percibía pero no contestó; permaneció inmóvil con la mirada fija en la peana y en la corona que descansaba sobre el almohadón. Nada se movía; la Presencia, o lo que fuera que fuese, seguía sin mostrar la menor señal de que deseara darse a conocer. Sin embargo estaba allí: una conciencia que las observaba y esperaba para ver qué harían. Era casi como si la habitación misma estuviera viva...
Índigo avanzó muy despacio hasta tocar con los muslos la barrera de cuerda que mantenía la corona lejos de la contaminación de manos curiosas. Empezó a extender los brazos hacia ella, pero se detuvo al darse cuenta de que no deseaba tocar aquello. Y de improviso otra cosa le vino a la mente: un breve y, al parecer, insignificante recuerdo de su primera visita al lugar.
Se apartó de la barrera y giró en redondo. Sí, seguía allí; el objeto tapado situado entre dos de las ventanas. Tía Nikku no lo había mencionado y por lo tanto carecía de importancia evidente. No obstante... «¿Índigo?», inquirió Grimya, curiosa. La muchacha hizo un gesto de advertencia a la loba para que permaneciera en silencio y se acercó al objeto. La embargó el impulso irracional de adoptar la táctica del cazador mientras se aproximaba, casi como si lo que hubiera bajo la funda no fuera una cosa inanimada sino un ser vivo. Extendió la mano y, agarrando la burda tela, tiró bruscamente de ella...
La sábana se deslizó hasta el suelo con un suave ruido, levantando una ondulante nube de polvo, e Índigo y Grimya se encontraron frente a un espejo rectangular, tan alto como un hombre, desde cuya superficie sus propias imágenes las contemplaron con solemnidad, curiosamente iluminadas por la luna; en las profundidades del cristal la corona de la peana resplandecía mortecina entre las sombras.
—Un essspejo. —Grimya avanzó vacilante, la voz llena de asombro. Desde su primer encuentro con un espejo en Khimiz hacía muchos años se sentía fascinada por los espejos, aunque sin poder del todo desterrar una innata desconfianza hacia ellos. Se acercó aún más con mucho cuidado y sólo se detuvo cuando su aliento empezó a empañar la superficie; entonces levantó los ojos hacia su amiga—. Esto es muy extrrraño.
—Mucho.
¿Para qué, se preguntó Índigo, habría querido el Benefactor algo así? En Alegre Labor no se utilizaban espejos; !era un concepto extraño a sus habitantes, y el Comité de la Casa se había ocupado de ocultar el objeto bajo una sábana, en lugar de exhibirlo con las otras reliquias de una era pasada. Resultaba evidente que no deseaban que nadie lo viera, lo que encajaba a la perfección con su filosofía; pero, si lo consideraban un trasto inútil, ¿por qué no lo habían destruido?
Grimya, con el cuello muy estirado hacia el espejo, olfateaba con gran interés. La punta del hocico rozó la superficie y empezó a decir: «Huele a... », pero de repente las palabras se transformaron en un gañido de asombro cuando un brillante haz de luz brotó del cristal e iluminó la habitación. La loba retrocedió de un salto, y también Índigo se hizo atrás bruscamente. Cuando se serenaron lo suficiente para volver a mirar, descubrieron que sus propios reflejos habían desaparecido y que el espejo les mostraba ahora la imagen de otro mundo totalmente diferente.
—¡Madre de mi corazón! —Índigo intentó sofocar el sobresaltado palpitar de su corazón, mientras Grimya lloriqueaba atemorizada y se acurrucaba detrás de ella con las orejas pegadas a la cabeza, incapaz de creer lo que veían as ojos.
El espejo mostraba un paisaje de ondulantes colinas, cubierto aquí y allá con pequeñas extensiones boscosas. No se veía ningún sol pero la escena resplandecía con la clara brillante luz de un mediodía de verano. A lo lejos se distinguía el brillo tenue de lo que parecían ser unas altas torres de color pastel, refulgentes bajo la luminosidad, y el pie del espejo surgía un sendero de piedras que se perdía en la distancia. A la derecha del camino se veían prados llenos de flores y, más allá de ellos, el centellear del agua. A la izquierda se insinuaba más terreno boscoso, que apiñaba hacia el marco superior del espejo de tal manera que sólo el extremo del dosel de ramas resultaba risible.
Cuando Índigo se inclinó hacia adelante para ver mejor, las hojas se agitaron brevemente.
—¡Grimya! —Estiró el brazo para agarrar a la loba, obligándola a acercarse—. Ahí, mira... ¡Algo se mueve!
Grimya, que empezaba a serenarse y a recuperar la compostura, contempló también el cristal.
—Sssí —dijo tras unos segundos—. Lo veo... ahí, en el límite del bosque.
—¿Distingues lo que es?
—Nnnno... no. Ahora se ha detenido. —Levantó la mirada hacia Índigo y mostró los colmillos, vacilante—. ¿A lo mejor un animal? Y, si lo es, es un animal grande.
Juntas volvieron a escudriñar el espejo. Entonces, de una forma tan repentina e inesperada que por un momento el cerebro de Índigo fue incapaz de registrar la importancia de lo que veían sus ojos, una figura emergió de entre los árboles y penetró en el sendero. Cabellos rubios, una figura menuda y robusta... La identificación de la figura sacudió a Índigo como un mazazo, y ésta gritó:
—¡Koru!
El chiquillo no prestó la menor atención. Estaba de espaldas al espejo y había iniciado ya la marcha por el camino. Tras él, procedentes del bosque, emergían otras figuras menudas: niños; debía de haber una docena o más que salían a gatas de entre las matas, se cogían de las manos y corrían y saltaban en pos de Koru. Índigo pudo ver que reían, pero el sonido de las risas no atravesaba la barrera del espejo.
—¡Koru! —chilló Índigo—. ¡No, Koru, regresa! Desesperada por conseguir que la oyera dio un salto al frente y golpeó el cristal con las palmas de las manos. Se escuchó un agudo pitido que retronó en su cabeza, y el cristal pareció astillarse en mil brillantes pedazos, Índigo cayó hacia adelante; perdido el equilibrio, se hundió en un brillante caleidoscopio de luz y quedó tendida en el suelo a gatas. Notaba las duras tablas del suelo de la Casa bajo las rodillas, mientras que las manos...
Sus manos escarbaban entre el polvo y las piedras del sendero del otro mundo.
Levantó la cabeza, mareada. Luces y sombras giraban como un torbellino a su alrededor en una danza enloquecida. A su espalda, en la estancia iluminada por la luna, Grimya ladraba su nombre; pero delante de ella las menudas figuras de los niños, con Koru ahora en su centro, corrían y saltaban por el sendero. Confusión y desorientación se vieron súbitamente eclipsadas por la imperiosa ¡necesidad de alcanzarlo, de modo que Índigo gritó con toldas sus fuerzas:
—¡Koru! ¡Koru, espera!
El chiquillo aminoró la velocidad hasta detenerse y giró en redondo. La consternación apareció en su rostro, y casi al momento ésta se vio sustituida por el horror. —¡No! —La voz llegó hasta Índigo como un nítido pero lejano trino— ¡No! ¡Vete, déjame en paz! ¡No puedes entrar aquí! ¡Déjame en paz! —Y, con una velocidad que asombró a la muchacha, abandonó corriendo el sendero y se dirigió de regreso al bosque. Los otros niños corrieron tras él en tropel como la cola de un cometa, y en cuestión de segundos todo el grupo desapareció entre los árboles.
—¡Koru! —volvió a gritar Índigo, desesperada—. ¡Koru! Empezó a incorporarse, con la intención de correr tras ellos, pero una fuerza contrapuesta tiró de ella hacia atrás. La escena que contemplaba dio una violenta sacudida, y sintió que algo la arrastraba... Luego el mundo del interior del espejo se hizo añicos al dar Grimya un último desesperado tirón que hizo que Índigo volviera a caer interior de la oscura sala.
—¡Índigo! ¡Índigo! —La loba saltó a su alrededor, lamiéndole el rostro con una mezcla de agitación y alivio—. ¡Estabas desapareciendo en el interior del esss... pejo! ¡No te veía!
Caída de bruces, sin aliento, Índigo contempló de nuevo el cristal cuya superficie le devolvió únicamente su propia imagen, con la figura borrosa de Grimya a su lado. El bosque, los prados, el sendero: toda la luminosa escena había desaparecido. A su espalda se escuchó una sonora risita divertida.
Índigo giró sobre sí misma a tal velocidad que volvió a perder el equilibrio, y su rodilla derecha golpeó violentamente contra el suelo. La peana acordonada ya no se encontraba allí. En su lugar había un atril; y, detrás del atril, con la pluma de escribir apoyada sobre un enorme libro abierto y la vieja corona de bronce brillando sin fuerza sobre su cabeza, había una figura que le era muy familiar.
Índigo contempló los cabellos canosos y bien cortados, los oscuros ojos, la nariz aguileña sobre la menuda boca rosada.
—¡Oh, diosa mía... ! —musitó.
El Benefactor le devolvió la mirada, y una jovialidad no exenta de una ligera sombra de malevolencia centelleó por un instante en sus ojos. Luego los regordetes labios rojos sonrieron.
—Te esperaba un poco antes, doctora Índigo —dijo—. De todos modos, una visita que llega tarde es mejor que ninguna visita. Siéntate, por favor. Creo que tenemos cosas que discutir.
—He ido siguiendo tus progresos desde que llegaste a Alegre Labor —empezó el Benefactor—. Y los encuentro muy interesantes, aunque a veces resultan algo difíciles de comprender.
Índigo lo contempló con sorpresa. Acuclillada de buen principio con una rodilla apoyada en el suelo, el sobresalto de las primeras palabras del Benefactor la había hecho caer hacia atrás desmañadamente y ahora se encontraba sentada en el polvoriento suelo, como él había solicitado, muda por la sorpresa. El hombre parecía tan real... De carne y hueso, y no un espectro sin forma definida. Y, ¡no obstante, estaba muerto desde hacía siglos...
Los rojos labios se fruncieron en un mohín.
—¿Te has recuperado ya lo suficiente para hablar? Si es así, nos ahorraría tiempo y molestias a ambos si lo hicieras. —Eres... —farfulló Índigo, recuperando por fin la voz; leí polvo le cosquilleó en la garganta haciéndola toser—. ¿Eres el Benefactor?
—Sí; o al menos eso tengo entendido. —El mohín se transformó en una seca sonrisa—. No se me dio ese apelativo hasta transcurrido un tiempo de mi... desaparición es quizá la palabra adecuada, y por lo tanto su idoneidad podría ser discutible.
La muchacha sintió que le empezaba a dar vueltas la Cabeza. ¿A qué clase de criatura se enfrentaba? ¿A un fantasma? ¿A una ilusión?
El ser volvió a hablar antes de que ella pudiera serenarse. —De todos modos, la cuestión de mi título no es de especial importancia en este momento. Lo que sí tiene importancia ahora eres tú, y tus intenciones.
—¿Mis intenciones? —Involuntariamente, Índigo dirigió una rápida mirada al espejo por encima del hombro.
—De momento ya has descubierto el secreto, o debería decir uno de los secretos, de esta entrada. La verdad es que me impresionó sobremanera ver que casi conseguías pasar al primer intento. Por regla general, sólo los niños pueden hacerlo. Resultó muy Calentador.
«Niños..., claro», pensó Índigo. El misterio empezaba por fin a tener sentido.
—Así pues están bajo tu poder —dijo ella con aspereza— Empiezo a comprender.
El Benefactor sacudió la cabeza apesadumbrado. —Más bien me parece que no es así, doctora Índigo. Pero espero poder explicártelo todo, y confío en que cuando lo haya hecho tú y yo seamos aliados en una causa común. La audacia de tal afirmación hizo que Índigo reprimiera un resoplido de risa incrédula.
—¿Aliados? —coreó—. ¿Después de haber atraído a Koru hasta aquí y de haberlo atrapado en tu mundo de fantasmas para que se convierta en otra de esas desdichadas criaturas? ¡Vas muy lejos en tus suposiciones!
El Benefactor no pareció afectado por su enojo. Con gran deliberación se inclinó al frente y realizó una breve anotación en el libro abierto ante él.
—Hummm, sí —dijo al cabo—. Ya veo que existe un malentendido.
—¡Yo veo claramente que no existe! —replicó Índigo, exasperada—. Has robado un niño, lo has conducido hasta este mausoleo y has conseguido con engaños que...
La interrumpió, con la misma suavidad que si ella no hubiera estado hablando.
—¿Crees que soy otro de tus demonios, doctora Índigo? Índigo se quedó boquiabierta sin poder pronunciar una sola palabra. El Benefactor efectuó otra anotación en su libro, y luego levantó la cabeza.
—¿Y bien? —repitió con amabilidad—. ¿Es así?
Un músculo se crispó violentamente en la garganta de Índigo.
—Tú no puedes estar enterado de... —¿De la misión que te ha llevado a vagar por el mundo durante medio siglo y que ahora has decidido arbitrariamente abandonar? Sí, sé muchas cosas sobre ti.
Grimya gruñó por lo bajo, e Índigo inquirió con voz extrañamente aguda: —¿Cómo?
—Porque te conozco. O, al menos, conozco lo que definiría mejor como un aspecto tuyo; creo que lo conozco considerablemente mejor que tú. Ahora, volvamos a mi pregunta; y tú, Grimya, querida loba, no vuelvas a gruñirme. Al contrario de lo que parece no soy de carne y hueso, de modo que tus dientes no tendrían ningún efecto en mí. —Dedicó una sonrisa a Grimya—. Habla, si tienes algo que decir. Conozco tu secreto y te aseguro que no tengo intenciones de darlo a conocer al mundo. Grimya miró a Índigo, anonadada. «¡Sabe que puedo hablar!», comunicó. «¿Cómo lo sabe? ¿Cómo?»
Índigo meneó la cabeza, y la loba se volvió hacia el Benefactor con rostro enfurecido y atemorizado a la vez. —¡No ten... go nada que decirte! —gruñó. El Benefactor la contempló por un instante, y luego levantó la mirada otra vez hacia Índigo.
—Te pregunté si crees que soy un demonio. Grimya parece haber decidido que sí lo soy. ¿Pero qué piensas tú? Índigo giró la cabeza; sentía náuseas. —No veo motivo —dijo, con la voz cargada ahora de amargura— para no estar de acuerdo con Grimya. Y no quiero tratos contigo. Vine aquí para huir de los demonios, no para enfrentarme a otro más. —Volvió de nuevo la cabeza hacia él—. ¡Cualquiera que sea el desafío que quieras lanzarme, no tengo intención de aceptarlo!
El Benefactor unió las yemas de los dedos de ambas manos y las contempló con atención.
—Lamentablemente —dijo—, puede que descubras que no tienes elección en este asunto. Me da la impresión de que no has considerado con atención suficiente la auténtica naturaleza de los demonios en general, y de los tuyos en particular.
—¡Hablas en clave! —exclamó Índigo con repugnancia.
—No, no. En absoluto. Puede que vea la cuestión desde el punto de vista de un filósofo, lo cual a la mente profana puede parecerle a veces un poco difícil de entender. Pero pregúntate esto: te has enfrentado con cinco poderes que para los propósitos de nuestra discusión denominaremos demonios, y los has derrotado. Pero ¿qué eran? ¿Eran seres de carne y hueso? No, no lo eran, aunque algunos puede que imitaran o incluso hubieran tomado posesión de los cuerpos de seres humanos cuando eso convenía a sus propósitos. ¿Eran, entonces, los espectros de seres humanos? No. ¿Deidades? Otra vez no, aunque uno pareció tener esa apariencia durante un tiempo. Así pues, llegamos a...
—Aguarda.
Índigo interrumpió aquel torrente de palabras. El Benefactor se detuvo en mitad de la frase y sonrió solícito.
—¿Sí? ¿Empiezas a comprender?
—¡No! ¡Esto es de locos! —Extendió uno de los brazos, abarcando la sala iluminada por la luna y todo lo que allí había—. Vine aquí para localizar a un niño perdido, no para sentarme a discutir con una..., una..., ¡una sombra! —Se puso en pie con cierta dificultad—. No me importa más que una cosa. ¿Liberarás o no a Koru de tu mundo espectral?
Durante varios segundos reinó un silencio total. Luego el Benefactor suspiró. Había tal melancolía en el sonido que cogió a Índigo totalmente por sorpresa.
—Ah, doctora Índigo, quizá fui un estúpido al poner en ti mi fe y mi esperanza. Tal vez debería haber comprendido que tú, al igual que yo, no eres más que un ser humano y como tal presa de muchos de los defectos de los humanos. Pero, claro, el optimismo fue uno de mis mayores defectos durante muchos años.
—No disimules conmigo, Benefactor. —Índigo se obligó a alejarse del ambivalente riachuelo por el que sus pensamientos intentaban deslizarse—. Sólo quiero una respuesta a mi pregunta.
Los suaves ojos castaños se clavaron en ella una vez más.
—Muy bien, entonces la contestaré. No puedo liberar a este niño del lugar que tú llamas mi mundo espectral. No está en mi poder liberarlo, porque yo no lo tengo prisionero. Koru penetró en ese mundo, que, dicho sea de paso, no es mío en el sentido que tú imaginas, por su propia voluntad, y puede salir de él cuando lo desee. No obstante —una sonrisita mordaz frunció los rojos labios—, parece ser que él no desea regresar. Y eso, me parece, nos devuelve al estudio de la naturaleza de los demonios.
De forma espontánea, en la mente de Índigo apareció la imagen de Koru cuando, a punto de atravesar por completo el espejo-puerta, ella lo había llamado. El rostro del chiquillo había mostrado horror al verla, y con repentina perspicacia la muchacha comprendió el motivo. Koru había huido de casa. No lo habían secuestrado los niños fantasmas ni ningún otro poder; se había ido, como había dicho el Benefactor, por su propia voluntad. Koru buscaba un refugio donde no lo privaran de sus placeres infantiles, y donde pudiera encontrar amigos que no lo castigaran por atreverse a creer en algo más aparte de los rudos preceptos de Alegre Labor. Para él, Índigo representaba ahora el mundo cruel del que había huido. La había visto como a un enemigo venido para arrastrarlo de regreso al desolado mundo de la realidad, y había huido de ella atemorizado. Koru tenía sus propios demonios, e Índigo figuraba ahora entre ellos.
El Benefactor contemplaba las cambiantes expresiones del rostro de Índigo, quien se sentía ahora incapaz de mirarlo; su confusión interior era demasiado grande. Pero por fin, con suavidad, él dijo:
—¿Cuál es la naturaleza de los demonios, doctora Índigo? Los dos sabemos que no poseen una auténtica forma sino que son cosas abstractas. Podemos darles nombre de vez en cuando, pero un nombre no es una realidad; sólo es una etiqueta conveniente. La materialidad de los demonios proviene de nuestro interior, creo. Así pues, ¿no podría muy bien decirse que encuentran la auténtica forma en los temores y preocupaciones que nos asedian a todos?
A su lado Grimya gimió, pero los dedos de Índigo se cerraron con fuerza sobre el pelaje del cuello de la loba, instándola a callar.
—Has dado nombres a muchos de tus demonios —continuó el Benefactor—. Tiranía, Entropía, Venganza, Odio... Sin embargo, ¿no eran todas esas fuerzas, todos esos demonios, parte de ti? ¿No llevabas en tu interior una sombra de cada uno de ellos, y no fue cada triunfo en realidad una victoria sobre tu propia parte negativa..., sobre la criatura a la que has aprendido a llamar Némesis?
Una sensación desagradable sacudió a Índigo cuando aquellas palabras apenas susurradas dieron en el blanco. Abrió la boca y unas palabras de rechazo se amontonaron en su lengua, pero no les dio voz. En su cerebro se había formado una imagen de una criatura de cabellos plateados, la malvada criatura que le seguía los pasos y la llamaba en tono burlón «hermana»: Némesis, creada de las malignas profundidades de su propia psique, la corrupta y homicida criatura que había intentado frustrar sus planes en todo momento. Némesis la había hecho caer en muchas ocasiones en las trampas de los demonios, pero ella había triunfado siempre, y con la muerte de cada demonio la influencia de la diabólica criatura se había ido debilitando hasta que ya no tuvo poder para seguir atormentándola. Hacía mucho tiempo, mucho tiempo, se dijo Índigo, que aquel rostro cruel y siempre sonriente no la atormentaba...
Si el Benefactor estaba al tanto de sus pensamientos no lo demostró.
—Todos buscamos cabezas de turco para encarnar a aquellas cosas que llevamos dentro que odiamos o tememos —dijo él pensativo—. Incluso Koru ha cometido ese error, como pudiste comprobar no hace mucho. Y tú, Índigo..., tú puedes haber decidido dejar atrás a tus demonios, pero ¿cómo puedes hacerlo si el ser que, a tus ojos, es la personificación de todos ellos todavía tiene vida propia?
—¡Eso no es cierto! —La cólera tornó aguda la voz de Índigo—. ¡Némesis ya no tiene vida propia! La vencí. Ya no existe.
—No lo creo. Creo que todavía vive, y que tenéis que volver a encontraros. —Hizo una pausa—. Mira en tu corazón. Allí adonde vas, ¿no llevas a Némesis contigo? Has encontrado otro demonio aquí en Alegre Labor, y la forma que toma en tu interior se refleja en esta tierra, pero, si le das la espalda y te vas, te seguirá. —De improviso los oscuros ojos se volvieron más profundos—. Viniste aquí como curandera. Pero ¿puedes curarte a ti misma, doctora Índigo? ¿Puedes expulsar a este demonio de tu alma, y al mismo tiempo liberar a mi gente de este cáncer?
Índigo sintió cómo el pulso se le aceleraba.
—¿Tu gente? —repitió.
—Sí; incluso después de todo el tiempo transcurrido siguen siendo míos, ya que mis palabras y mis hechos son la ley en Alegre Labor. Ésa es mi aflicción, ¿te das cuenta? Esa es la maldición que lancé sobre ellos, y sobre mí mismo. —La roja boca sonrió, y la sonrisa era agridulce—. Compartimos una pena común, tú y yo.
En el cerebro de Índigo resonó una voz:
«Índigo, hay algo extraño aquí. No estoy segura, y sé que hemos cometido errores parecidos en el pasado, pero no creo que este Benefactor sea un demonio; ni siquiera un siervo del demonio. No percibo maldad en su mente. Sólo tristeza... »
Índigo bajó los ojos hacia Grimya, y la loba lanzó un suave gañido al devolverle la mirada. Tenía la mirada inquieta, y se lamió el hocico con un gesto tembloroso, señal inequívoca de su confusión.
El Benefactor las contemplaba.
—¿Te habla? —Se percibía una curiosa nota melancólica en la pregunta.
—Sí —asintió Índigo—. Di... dice que es posible que te haya juzgado mal.
—¿Y tú estás de acuerdo con ella? —Ahora pareció como si la esperanza se añadiera a la melancolía.
Índigo y Grimya intercambiaron otra mirada, y la muchacha percibió la vehemente insistencia de su amiga. Por regla general se podía confiar en el instinto de la loba, pero el cambio de parecer de Grimya la había cogido por sorpresa; no conseguía confiar en él.
—No lo sé. —Volvió la cabeza para no mirarlo a la cara.
Mentalmente, Grimya empezó a decir:
«Índigo... »
«No, cariño», dijo a la loba con firmeza. «No intentes convencerme. Lo que sea que hayas percibido o visto, yo me siento incapaz de confiar en él. Aún no, no así. Necesito pruebas. »
El Benefactor suspiró. Por unos instantes permaneció inmóvil, ensimismado; luego, con suavidad, extendió la mano hacia el registro que descansaba sobre el atril que tenía delante, y lo cerró. El aire a su alrededor relució; muy despacio, el atril y su carga se desvanecieron y la peana con las cuerdas que la rodeaban volvió a aparecer. Sin perder su expresión pensativa, el Benefactor se quitó la antigua corona de bronce de la cabeza y la contempló durante unos segundos con una mezcla de pena y aversión antes de depositarla con sumo cuidado en el lugar que le correspondía. La corona brilló momentáneamente antes de regresar a su anterior opacidad. Luego el Benefactor pasó a través de las cuerdas, confundiéndose por un breve y perturbador momento con ellas, y avanzó hasta donde el enorme espejo reflejaba todavía la sombría imagen de la habitación.
—Muy bien —dijo—. Me doy cuenta de que ningún hombre razonable podría esperar que cambiases de opinión con tanta rapidez. Después de todo, los dos no somos más que simples humanos.
—¿Humanos? —Índigo se había sobresaltado terriblemente al verlo pasar por entre las cuerdas; lo había considerado corpóreo y ahora ya no sabía a qué atenerse.
—Desde luego que sí. Soy tan humano como tú, doctora Índigo. No soy un fantasma ni una sombra, aunque puede que tampoco sea un hombre vivo en el sentido corriente de la palabra. Y desde luego no soy ningún demonio. —Una sonrisa burlona le oscureció la boca cuando volvió la cabeza para mirarla—. Te lo puedo demostrar, si me lo permites.
Índigo tragó saliva, intentando serenarse. Deseaba pruebas, sí..., pero ¿qué prueba podía él darle? Las palabras no eran suficientes. Se necesitaba más. Y se recordó a sí misma que, aunque el Benefactor no fuera él mismo un demonio, en este lugar existía una activa presencia demoníaca.
El Benefactor aguardaba su respuesta. Por fin, frunciendo el entrecejo, ella lo volvió a mirar.
—Dices que puedes probar lo que dices. ¿Cómo?
El volvió a señalar el espejo.
—Viniste aquí en busca del pequeño Koru. Tu intención es rescatarlo del mundo situado al otro lado del espejo y devolverlo a su familia. Tal y como ya he dicho, el chiquillo no es mi prisionero y no puedo influirlo directamente. Pero puedo ayudarte. Lo cierto es que sin mi ayuda puede que descubras que la misión que te has impuesto resulta imposible de cumplir.
—¿Es eso una amenaza? —Índigo dirigió una ojeada al espejo con expresión pensativa.
—No, no lo es. Ya has demostrado que posees la capacidad de cruzar el espejo, y yo no tengo ni poder ni el menor deseo de impedir que vayas a donde desees; pero tus ojos aún no están totalmente abiertos a lo que se oculta al otro lado. Yo puedo ayudarte a abrirlos. Y, cuando eso se consiga, quizá puedas encontrar y traer de regreso algo mucho más importante que un simple muchachito perdido. Algo de inestimable valor para ti, y también para Alegre Labor.
Los ojos de la muchacha se entrecerraron al devolverle la mirada. Se trataba de un esquema muy viejo y demasiado familiar y percibía la atracción de la trampa. Con tranquilidad pero con un tono lleno de veneno respondió:
—Quieres que te libre de un demonio.
Los hombros del Benefactor se encogieron mínimamente.
—Se podría decir que eso es cierto. Pero también, como ya hemos aceptado, los demonios del exterior son también los demonios interiores. Liberar Alegre Labor de su esclavitud significaría también liberarte a ti misma. —La oscura mirada varió de posición para clavarse en el suelo—. A menos que eso pueda llevarse a cabo, doctora Índigo, descubrirás que puede resultar mucho más bondadoso dejar a Koru donde está.
Por un momento, pensando en la situación de Koru, casi se sintió convencida. Pero una repentina ráfaga de escepticismo salió al paso de su indecisión. La explicación no la satisfacía.
—No —dijo—. Tus argumentos no son convincentes, Benefactor. Si las gentes de Alegre Labor son tu gente, ¿por qué no las ayudas? ¿Por qué me necesitas a mí?
—Porque carezco del poder para hacer lo que debe hacerse —respondió el Benefactor con sencillez.
—¿Y crees que yo lo poseo? —Sintió en su interior una aguda punzada de rabia.
—Sé que lo posees. Y puedo mostrarte cómo utilizarlo: no sólo por el bien de Koru sino también por el tuyo.
¡Ah, otra vez esa enigmática insinuación! No sólo por el bien de Koru sino también por el tuyo. Dando a entender que sin su ayuda ella no conseguiría nada, y a la vez intentando enredarla en alguna extraña intriga suya... No, se dijo Índigo, eso no serviría. A pesar del cambio en los sentimientos de Grimya ella no podía quitarse de encima sus propias sospechas y confiar en el Benefactor, fuera éste un fantasma, un ser vivo o cualquier otra cosa. Su objetivo era encontrar a Koru, y no estaba dispuesta a poner en peligro la vida del niño.
—No —replicó—. Vine aquí con una intención, y no pienso dejar que se me aparte de ella. Si este otro mundo tuyo tiene secretos, eso no es asunto mío... y tampoco tus tribulaciones o las de Alegre Labor. Lo siento, Benefactor; pero no seré tu adalid.
El Benefactor le dedicó una curiosa sonrisita amarga.
—Muy bien —dijo—. Me doy cuenta de que no puedo convencerte. Lo había esperado; pero... —Realizó un leve gesto casi de despedida—. Que así sea, entonces. Sigue al niño y convéncelo para que regrese. Si puedes.
—Lo haré —repuso Índigo, firme en su postura.
—Como quieras. De todos modos, tengo la impresión de que fracasarás en tu empeño. Cuando eso suceda, espero que reconsiderarás mis palabras, y aceptarás la ayuda que sólo yo puedo ofrecerte.
En lo más profundo del subconsciente de Índigo se agitó una tenue sensación de incertidumbre, pero la reprimió. A su lado, Grimya permanecía en silencio y la joven dirigió una rápida mirada a la loba, inquiriendo en silencio:
«Grimya, ¿hago lo correcto?»
La respuesta de Grimya fue categórica:
«No lo sé. Pero has tomado una decisión y a donde tú vayas, yo voy. »
El Benefactor se había acercado al espejo. Se detuvo frente a él, e Índigo se dio cuenta de que el cristal no devolvía ninguna imagen de su rostro y cuerpo sino sólo la vacía habitación a su espalda. El Benefactor profirió otro profundo suspiro y se volvió.
—Es de buena educación desearte suerte —dijo con cierta frialdad—. Y lo hago. No obstante, también me atrevo a esperar que tu buena suerte no tome la forma que tú esperas en estos momentos. Si es así, volveremos a encontrarnos.
La miró directamente y le dedicó una profunda y cortés reverencia. Por un instante, mientras volvía a erguirse, los ojos de ambos se encontraron e Índigo se sobresaltó ante la triste intensidad de su mirada. Luego se produjo un tenue brillo en el aire, un ligero movimiento como si se tratara de motas de polvo danzando a impulsos de la brisa, y el
Benefactor desapareció.
Durante unos segundos Grimya permaneció con la mirada fija en el punto donde él había estado. El aire en la oscura estancia permanecía totalmente inmóvil. Sobre su peana, tras las cuerdas protectoras, la vieja corona de bronce centelleó sombría. La loba volvió la cabeza para mirar a Índigo.
—Me pre... pregunto —dijo vacilante— adonde ssse ha ido...
—¿Quién sabe? A lo mejor sigue aquí pero invisible, espiándonos. —Pero no lo creía. La Casa daba ahora una sensación de vacío, como si una presencia y una vida... de un cierto tipo se hubieran retirado.
Reacia a teorizar más sobre la naturaleza de la existencia del Benefactor, Índigo extendió el brazo y acarició la cabeza de la loba para darle ánimos.
—¿Estás lista, cariño?
—Sssí —respondió Grimya, agitando la cola aunque con cierta indecisión. Levantó la vista una vez más—. Pero si no encontramos a Koru...
—Lo haremos. Hemos de hacerlo.
Índigo extendió el brazo y apoyó la palma de la mano sobre el cristal. Esta vez estaba preparada para la sacudida del cambio, pero de todas formas el corazón le dio un vuelco cuando la luz brotó como un torrente del centro del espejo para inundar la habitación. Y en el cristal volvió a aparecer el verde y ondulante paisaje del mundo fantasma.
El portal estaba abierto, Índigo percibía el hormigueante contacto de una brisa más cálida sobre los dedos extendidos, como si algo respirase suavemente sobre ellos. Extendió el brazo un centímetro más, y la mano empezó a desvanecerse en el interior del cristal... Aspiró con fuerza; luego, con Grimya pegada a ella, pasó al otro lado del espejo con la misma facilidad con que podría haber cruzado el umbral de una casa amiga, y penetró en el mundo de los fantasmas.
Lo primero que impresionó a ambas fue el silencio. No se trataba de un silencio siniestro ni tampoco amenazador, sino de una quietud extremada. La atmósfera poseía una cualidad casi traslúcida, y, aunque al igual que antes no brillaba ningún sol en el cielo, toda la escena estaba bañada por una luz suave. Se encontraban en el mismo sendero por el que habían huido Koru y los otros niños. A su izquierda se veía la moteada sombra del bosque mientras que a la derecha el destello del agua que Índigo había vislumbrado en el cristal se había transformado en un lento río de amplio cauce que serpenteaba a través de exuberantes prados en los que la hierba crecía hasta la cintura. Ante ellas, el paisaje se empañaba y dejaba entrever un lejano panorama de verdes colinas; entre dos de estas colinas una mancha de un color más brillante parecía señalar la posición de las torres que Índigo creía haber visto antes, aunque la suave luz impedía estar seguro de ello. Era una escena idílica, y sin embargo algo no encajaba del todo. La muchacha no podía señalarlo con precisión, pero estaba convencida de que faltaba algún elemento, algún ingrediente obvio y básico. ¿Sería acaso que esta dimensión era menos consistente que el mundo del otro lado del espejo? No, pensó Índigo; no era eso lo que estaba mal. Lo cierto era que en muchas cosas este mundo parecía más real que el mundo que habían dejado atrás, el aire más fresco, los colores más intensos. Pero faltaba algo.
Grimya, que había seguido sus pensamientos, irguió de improviso las orejas.
—Lo ten... go —anunció—. No se oye cantar a los pájaros. Escucha, Índigo.
Índigo se dio cuenta de que tenía razón. Incluso en Alegre Labor abundaban los pájaros, a los que se veía revolotear por entre los tejados y reñir por la comida en los campos de labor y en la plaza del mercado, y sus trinos y gorjeos eran una constante y deliciosa música de fondo que animaba la austeridad de la ciudad. Pero aquí, donde habría cabido esperar encontrarlos a cientos, ni un solitario silbido rompía el silencio.
Grimya alzó la cabeza y contempló el bosque situado un poco más allá, a su izquierda.
—No hay mov... movimientos en los árboles —añadió, perpleja—. No es que los pájaros no canten: es que ni siquiera están aquí.
No había canciones, no había pájaros... ¿Qué otra cosa le faltaba a este lugar?, se preguntó Índigo. Recordó a los niños: los pequeños duendecillos que reían detrás de la cerrada puerta de la enfermería, los espectrales dobles que avanzaban a saltitos junto a sus abstraídos gemelos; fantasmas incapaces de manifestarse por completo en una dimensión física... ¿Era éste su mundo, y sólo los fantasmas podían existir en su interior? Pero Koru había entrado sin impedimentos, y ella y Grimya, que también eran de carne y hueso, habían podido seguirlo...
El corazón le dio un nervioso vuelco al pensar en ello, y bajó la mirada rápidamente hacia su propio cuerpo como si esperara verse convertida en un espectro insustancial. Fue un temor infundado, pues se sentía y parecía tan sólida como siempre; pero aquello hizo que su cerebro volviera bruscamente a la actividad.
—Grimya, no podemos perder tiempo. —Habló en voz baja, incapaz de deshacerse de la sensación de que alguien o algo podría estar escuchando—. Hemos de encontrar a Koru.
—Estoy de acuerdo —respondió Grimya agitando la lengua en el aire—, pero ¿por dónde empezamos? —Bajó el hocico hasta el suelo—. He intentado encontrar un rastro, pero no hay na... da. Ningún olor.
—Bueno, nos encontramos en el sendero por el que se marcharon él y los niños al huir de mí. —Índigo intentó formar una visera con la mano para ver mejor, pero al no existir resplandor solar que vencer nada cambió en su visión—. Tu vista es más aguda que la mía. ¿Puedes ver adonde conduce este sendero?
La loba miró con atención a lo lejos.
—Me parece que sssí. Creo que pas... sa por entre esas dos colinas más altas.
—¿Dónde están las torres..., si es que son torres?
—Sssí; y son torres. Las distingo bastante bien.
—Entonces seguiremos el sendero.
Existía una posibilidad de que Koru y sus extraños compañeros se hubieran dirigido a las torres; era lógico suponer que el chiquillo pensaría que ofrecían un escondite más seguro que las parcelas del bosque.
Se pusieron en marcha, y, cuando Grimya inició de forma natural su uniforme trote largo, Índigo descubrió con sorpresa que no le costaba nada mantener el ritmo del animal. Grimya olvidaba a menudo que su amiga sólo tenía dos piernas, pero por primera vez Índigo parecía capaz de mantener la velocidad de la loba. Era una experiencia desorientadora pero deliciosa. A Índigo le pareció casi Como si nadara pero sin el freno del agua para dificultar su avance. Su cuerpo parecía ingrávido y las suelas de los zapatos apenas rozaban el suelo mientras corría, aunque existía el contacto suficiente para confirmarle la tosca solidez del sendero que discurría bajo sus veloces pies. Y avanzaban tan deprisa... Los árboles pasaban volando junto a ellas en una mancha borrosa y el perezoso río se perdía ya en un recodo que desaparecía a su espalda.
—¡Grimya! —La voz surgió en un ahogado jadeo, que el cálido viento le arrebató al chocar contra su rostro—. ¿Qué me sucede?
—¡No lo sé! —fue la entusiasta respuesta de la loba—. ¡Pero yo también lo noto, Índigo! ¡Jamás había corrido tan rápido! ¡Esss ex... traño y maravilloso!
Extraño y maravilloso... y estimulante. De pronto Índigo empezó a reír de pura alegría. Aquella velocidad, aquella libertad... ¡Qué carrera! Sí, hacían una carrera, competían entre ellas, ¡corrían por correr!
—¡Índigo! —chilló Grimya—. ¡Atrápame! ¡Atrápame si puedes!
Y, antes de que ella pudiera responder, la loba abandonó el sendero y corrió al interior del bosque. El dosel de hojas se agitó y regresó a su puesto y, con un coletazo de la gruesa cola, la loba desapareció en el follaje.
—¿Grimya? —Índigo frenó en seco—. ¿Grimya, dónde estás?
Del interior del bosque llegó una lejana llamada: —¡Sssí! ¿Dónde? ¡Encuéntrame!
La risa y la falta de aliento le producían a Índigo un agudo dolor en el pecho pero la sensación la deleitó.
—¡Te encontraré! —respondió a gritos—. ¡No puedes esconderte de mí!
Se lanzó al interior del bosque, a una fresca y húmeda penumbra en la que danzaban la luz y las sombras. Había zarzas y matorrales por todas partes y una gruesa capa de mantillo en el suelo, pero nada dificultó su avance en busca de Grimya.
Ahí estaba; ante ella se abría un claro, y en el claro se veía una figura gris. Grimya estaba agachada, con el hocico casi pegado al suelo y los cuartos traseros levantados, como un cachorro excitado. En cuanto Índigo salió de entre los árboles, la loba saltó a un lado con extraordinaria agilidad y volvió a salir corriendo; cruzó por delante de su amiga, que estiró un brazo para agarrarla, y regresó a toda velocidad al sendero, Índigo salió tras ella y al abandonar el bosque se encontró con Grimya que la esperaba en el sendero, la cola
balanceándose furiosamente, la lengua colgando y las cuatro patas listas para emprender la huida. —¡Corr... rre! —gritó Grimya—. ¡Cooorrre! ¡Cógeme! ¡Cógeme! —Y echo a correr.
Fue una persecución salvaje, enloquecida y maravillosa. Ninguna de las dos podría haber dicho cuánto duró, pero en aquellos momentos les pareció interminable; un anárquico y jubiloso juego infantil de «atrápame si puedes» a través de verdes praderas y cortos y flexibles mantos de césped, por entre bosquecillos y por encima de diminutos arroyos, zigzagueando a un lado y a otro. Ora era Grimya quien iba a la cabeza, ora era Índigo quien llevaba la delantera; sin dejar de gritarse la una a la otra llenas de excitación, corriendo, agachándose, saltando, sin pensar en nada que no fuera la propia diversión. Por fin llegó un momento en que Índigo alcanzó a Grimya —o Grimya la alcanzó a ella— en lo alto de un pequeño montículo cubierto de maleza. La loba dio un salto en el aire; Índigo, llorando de risa, la agarró por el pelaje del cuello, y las dos perdieron el equilibrio y cayeron rodando por la verde ladera para ir a detenerse en la base hechas un ovillo de pelo, patas, piernas y brazos. Al intentar incorporarse, Índigo se golpeó un codo con una piedra medio oculta entre la hierba, y la momentánea punzada de agudo dolor del brazo tuvo un repentino y sorprendente efecto en ella.
«¿Qué estamos haciendo?» La comprensión la golpeó con la misma fuerza que si le hubieran arrojado un cubo de agua helada al rostro, y sacudió la cabeza como si despertara de un profundo sueño. Jugaban; estaban jugando como criaturas cuando deberían estar buscando a Koru...
—¡Índigo! —A menos de dos metros de distancia Grimya giró sobre sí misma en un triple círculo, sin dejar de mover la cola violentamente—. ¡Te echo una car... rrrera otra vez hasta la cima!
—¡No! —Mientras la loba tensaba los músculos para iniciar otra vez la persecución, Índigo estiró el brazo en un gesto frenético para impedírselo—. ¡No, Grimya, no lo hagas!
La loba echó las orejas atrás y luego al frente, y una expresión confusa apareció en el brillo ansioso de sus ojos.
—¡Índigo! ¿Qué quieres decir, qué sucede?
—Grimya... —Empezó a ponerse en pie muy despacio.
El dolor del brazo había desaparecido, pero la sensación desencadenada seguía allí, y notó cómo el corazón le empezaba a latir con fuerza como si tuviera un martillo bajo las costillas—. Grimya, ¿qué es lo que hacemos? Vinimos aquí en busca de Koru y en cambio... —No pudo expresarlo, no encontró las palabras que quería decir. Se llevó de improviso las manos al rostro y se oprimió las sienes con las puntas de los dedos—. ¿Qué se ha apoderado de nosotras?
Súbitamente, el hechizo que ya se había roto para Índigo se rompió también para Grimya. La cola y las orejas de la loba cayeron flojamente contra el cuerpo, y la comprensión fue abriéndose paso en sus ambarinos ojos para ser sustituida casi al momento por la desolación.
—¿Cómo sucedió? ¡No lo comprendo! Hace un momento simplemente corríamos, y entonces..., y entonces...
Índigo se encontraba ya en pie y se acercó a la loba con paso no muy firme. Todavía se sentía algo aturdida, y sacudió la cabeza para intentar despejarla y eliminar un impulso residual de volver a empezar a reír desenfrenadamente.
—Yo tampoco lo comprendo. —Volvió a sentarse sobre la hierba y apretó a Grimya contra su cuerpo—. No se me ocurre qué idea estúpida se apoderó de mí. A lo mejor fue...
no sé; a lo mejor fue la velocidad a la que íbamos, la excitación que producía... —Se habían comportado como chiquillos, corriendo y gritando y riendo... Hizo una pausa y aspiró con fuerza—. Pero ahora ya ha pasado, ha perdido su poder. ¿Estás bien?
—Sssí. —Grimya inclinó la cabeza—. Estoy bien aho... ra. —Agitó las orejas; luego volvió a levantar la mirada... y de improviso su cuerpo se tensó—. ¡Índigo, mira por encima del hom... bro! ¡Mira adonde hemos llegado!
Índigo volvió la cabeza sorprendida. A menos de quinientos metros del punto en el que se encontraban, unos muros de piedras pulidas relucían en la nebulosa luz.
—¡Las torres!
La voz de Índigo se transformó en un grito de asombro. Pocos minutos antes, o al menos eso parecía, la extraña y reluciente estructura se había encontrado a enorme distancia, apenas visible por entre los pliegues de dos colinas lejanas, pero de alguna forma el febril juego zigzagueante había conducido a Índigo y a Grimya hasta estas colinas y casi a los pies de las torres. Era imposible que hubieran cubierto una distancia así, pensó Índigo; no era posible, y se frotó los ojos, convencida de que su visión se aclararía de pronto y las torres se disolverían hasta desaparecer.
Pero no desaparecieron. Siguieron allí altas, esbeltas y sólidas, elevándose en un elegante racimo desde detrás del elevado telón del muro que se extendía entre las dos colinas protectoras. Eran cinco las torres, todas ellas aparentemente construidas en mármol aunque cada una brillaba con un leve tono pastel diferente, verde y azul y gris entremezclándose con rosa y oro. Gran cantidad de ventanas reflejaban la luz diurna como diamantes incrustados en las paredes, y, rematando cada torre, una brillante banderola ondeaba al viento.
Índigo volvió a ponerse en pie. Sin decir nada empezó a ascender la suave ladera de la colina, con la mirada fija en el muro que tenía delante. Grimya saltó tras ella y la alcanzó en tres zancadas, y las dos ascendieron juntas en dirección a las torres, que parecían reflejar la luz como espejismos.
El elevado muro quedaba ya a pocos metros de distancia cuando la loba se detuvo de improviso.
—¡Índigo! —llamó, haciendo que la muchacha se detuviera en seco—. ¡Oigo cantar!
Repentinamente alerta, Índigo aguzó el oído. Débil pero claro, también ella lo oyó: el lejano sonido de voces infantiles en alegre aunque no muy perfecta armonía, surgiendo del otro lado de la pared.
Levantó la mirada, pensativa, hasta lo alto del muro. Medía por lo menos tres metros y medio y estaba cortado a pico, sin un solo asidero en toda su lisa superficie. Imposible escalarlo; sin embargo, tampoco había la menor señal de una puerta ni de ningún otro modo de acceso. ¿Cómo habrían entrado los niños? La canción terminó bruscamente y se escuchó el sonido de risitas seguidas de ahogados murmullos, como si líos niños discutieran algo entre ellos. Aprovechando rápidamente la ocasión, Índigo colocó las manos sobre la boca a modo de bocina e hizo intención de llamar; pero, antes de que pudiera emitir ningún sonido, Grimya la atajó en silencio:
«¡Espera! ¡Escucha!»
Los niños volvían a cantar, con voces discordantes en un principio que se fueron tornando más sonoras y seguras a medida que otras nuevas se unían a la canción. Durante unos instantes, quizá porque era tan familiar, el cerebro de Índigo no registró de forma consciente lo que cantaban, pero Grimya lo reconoció al momento. Los ambarinos ojos de la loba se abrieron de par en par y levantó la vista hacia el rostro de Índigo, la lengua colgando de la boca.
«¡Esa canción! ¡Es la que cantaste a Koru la noche anterior a su huida!»
Y, mientras los niños seguían cantando, Índigo recordó.
Canna mho ree, mho ree, mho ree, canna mho ree na tye; si inna mho hee etha narrina chee im alea corro in fhye.
Las palabras, en la melodiosa lengua de las Islas Meridionales, sonaban pervertidas, como si los niños se limitaran a repetir lo que habían oído como lo hacen los bebés. Pero Índigo conocía esta canción desde que había empezado a andar..., y aquella noche aciaga la había cantado para Koru, mientras Ellani la miraba ceñuda desde su rincón.
—¡Koru debe de haberles enseñado la canción! —Su voz era un murmullo—. La recordó, y se la enseñó. Tiene que estar con ellos, Grimya, detrás del muro...
Terminó el primer verso, pero dio la impresión de que los niños no estaban tan seguros del segundo verso, ya que el canto se interrumpió y empezaron a susurrar y murmurar de nuevo, Índigo tomó aliento, y, antes de que ellos pudieran iniciar otra vez la canción, la voz de la muchacha se elevó fuerte y clara.
Canna mi har, mi har, mi har, canna mi har enla sho; si anna lo mhor essa kerria vhor por incharo serró, im Iho.
Las colinas repitieron la canción a modo de extraño y melodioso carillón, y, cuando ella terminó y las últimas notas se apagaron en el aire al otro lado del muro, el silencio era absoluto.
—Bonito —se oyó entonces.
—Sí; bonito.
—Me gusta la canción. Y ella la canta muy bien.
—Mejor que nosotros. Mejor que nosotros. La sabe mejor que nosotros.
—¿Sabrá otras canciones? ¿Sabrá juegos?
—Oh, sí. Claro que debe saberlos. Seguro, ¿verdad?
—¿Le pedimos que cante y nos enseñe juegos?
—¡Sí! Sí, pídeselo. Pídeselo.
Se produjo un largo silencio, Índigo aguardó, sin atreverse a hablar por temor a que los niños volvieran a huir asustados. Entonces, con gran cautela y una cierta timidez, se escuchó la voz de un único niño.
—Señora que canta...
No era la voz de Koru, pero de todos modos Índigo respiró aliviada. —Sí; estoy aquí. — ¿Nos cantarás otra canción? —Me encantaría —respondió Índigo—. Y también os puedes enseñar un baile. Es muy fácil de aprender. La respuesta provocó un coro de voces ansiosas. —¡Oh, sí, sí!
—Pero —añadió la muchacha— no puedo enseñaros el lile a menos que nos veamos los unos a los otros. El muro se interpone entre nosotros. —Vaciló y cruzó una rápida mirada
con Grimya—. ¿Salís vosotros, o puedo entrar yo?
Se escuchó un vehemente intercambio de susurros desde sus palabras, pero, por mucho que lo intentaron, li Índigo ni Grimya pudieron escuchar lo que decían los niños, Índigo empezaba a temer que cambiaran de opinión, cuando Grimya le envió un aviso telepático. «¡Mira! ¡Allí, junto a la colina!»
Índigo se volvió rápidamente. En el punto en el que la pared se unía a la suave ladera de la colina había empezado a brillar una luz. El resplandor formó, al pie de la pared, como un diminuto arco iris terrestre que brillaba con toda una gama de colores. En el interior del arco apareció la silueta de una puerta, nebulosa al principio, que fue tornándose cada vez más sólida hasta convertirse en una pequeña puerta de madera, pintada de blanco, con un pestillo de oro. El pestillo se descorrió, y la puerta se abrió hacia atrás unos centímetros. Se escucharon nuevos murmullos y una risita ahogada; luego una carita solemne enmarcada en una mata de revueltos cabellos negros miró al exterior. Unos ojos enormes contemplaron a Índigo y a Grimya con suma atención durante unos instantes, y al cabo la niña dijo: —¿Eres tú la señora que canta? —Sí —contestó Índigo con una sonrisa. La niña hizo una pausa antes de añadir: —Koru dijo que tienes un instrumento que hace música. ¿Dónde está?
—¿Mi arpa? No la traje conmigo. —La niña mostró una expresión alicaída, por lo que Índigo se apresuró a añadir—: Lo siento.
Las pequeñas facciones se enfurruñaron en pensativa consideración.
—¿Pero sabes más canciones? ¿Y juegos? —Sí; canciones, juegos y bailes.
Tras meditarlo un poco más, la niña asintió con energía. —¡Sí! Está bien. Puedes entrar y jugar con nosotros. —Y, haciéndose a un lado, abrió la puerta de par en par.
Indecisa al principio, pero luego con más rapidez por temor a que los niños cambiaran de idea, Índigo se encaminó a la puerta con Grimya tras ella. Se agachó para trasponer el umbral, y al momento infinidad de pequeñas manos se extendieron hacia ella para cogerla y agarrándose a sus ropas, brazos y cabellos, la introdujeron en la seguridad del recinto delimitado por el muro.
Índigo entró en un jardín. Se encontró sobre una extensión de verde césped sembrado de margaritas blancas, mientras que alrededor de todo el muro florecía una profusión de otras flores: escaramujos y madreselvas, girasoles con sus brillantes corolas vueltas hacia el cielo, las altas y elegantes agujas de las dedaleras y las valerianas... En medio de aquel derroche de color las cinco torres, pálidas y brillantes, se elevaban esbeltas hacia el cielo con sus banderolas revoloteando en lo alto, por encima de su cabeza. Pero no tuvo tiempo más que para esta breve impresión del refugio, ya que de inmediato se elevó a su alrededor un ansioso parloteo de voces infantiles como el gorjeo de pájaros felices.
—¡La señora que canta! ¡La señora que canta! —¡Cántanos otra bonita canción! —¡Baila con nosotros!
—¡Juega con nosotros! ¡Sabemos muchos juegos! Un poco mareada por la multitud de impresiones que se amontonaban sobre ella, Índigo devolvió su atención a los niños. Debía de haber veinte o más de ellos, entre chicos y chicas, que saltaban y brincaban excitados mientras la rodeaban cada vez más pegados a ella. Iban vestidos con una extraordinaria mezcolanza de colores que nada tenía que ver con el anodino estilo de Alegre Labor... y eran, como no tardó en darse cuenta, tan sólidos y reales como ella. No eran fantasmas estas criaturas; o, al menos, no en esta dimensión.
Algunos de los niños se dedicaban en aquellos momentos a abrazar y acariciar a Grimya, alabando su suave pelaje, e Índigo no pudo contener una sonrisa ante la evidente satisfacción que la loba demostraba frente a tanta adulación. Pero, al explorar aquel pequeño mar de rostros, no encontró en él el de Koru. Intentó averiguar dónde estaba pero sus ansiosas preguntas fueron desoídas. —¡Canta una canción! Canta una canción y nosotros bailamos. ¡Conocemos un baile, te lo enseñaremos! ¡Cántanos una canción!
Alborotados, empezaron a formar un círculo a su alrededor, sonriendo ilusionados, y la muchacha comprendió que no podía esperar ninguna ayuda para encontrar a Koru hasta haber satisfecho sus ansiosas exigencias. Pensó en transmitir un mensaje a Grimya para pedirle que buscar a Koru mientras ella divertía a los niños, pero la loba se encontraba felizmente ocupada, absorta en el cúmulo de atenciones que recibía. La muchacha tendría que resignarse a esperar el momento oportuno.
Recordó la divertida canción de la Compañía Cómica Brabazon que había interpretado para Koru la aciaga noche anterior a su desaparición. Quizá fuera arriesgado repetirla ahora, pero en su momento a Koru le había encantado y el extraordinario ritmo de la canción la hacía muy bailable. Existía la posibilidad de que consiguiera sacar a Koru de su escondite.
Índigo dio unas cuantas palmadas para anunciar la canción, y empezó. Durante unos cuantos compases los niños permanecieron inmóviles, las cabezas ladeadas, escuchando con atención; luego un niño pequeño empezó a mover los pies dando pequeños saltitos, y casi de inmediato se le unieron otros hasta que todo el grupo empezó a girar alrededor de la joven, moviendo los pies con rapidez sobre la hierba. La danza carecía de pauta y de auténtico ritmo pero la juventud y la exuberancia de los danzantes la dotaba de elegancia propia, y su júbilo y energía resultaban contagiosos. Cuando la canción terminó se abrazaron entre ellos, abrazaron a Índigo y empezaron a dar saltos exigiendo nuevas canciones a voz en grito. —¡Muy bonita, muy bonita! —¡Ha sido divertido! —¡Más canciones, más bailes! — ¡Enséñanos otro baile!
Inopinadamente, sus súplicas proporcionaron una idea a Índigo. Había otro baile de la Compañía Cómica, uno que era el favorito de los miembros más jóvenes de la familia Brabazon, en el que se llamaba a la pareja por su nombre para que penetrara en el centro del círculo. Era muy sencillo; a los niños les encantaría... y tal vez consiguiera atraer a Koru, cosa que no había hecho la primera canción.
Levantó las manos para pedir silencio y dijo:
—Muy bien, os enseñaré un baile. Un baile precioso. Pero antes de empezar, tengo que conocer algunos de vuestros nombres.
La miraron sin comprender. Luego uno de los niños preguntó:
—¿Por qué?
—Porque os llamaré, de uno en uno, para que entréis en el corro y bailéis conmigo. Bien —dedicó una sonrisa de ánimo a una niña de expresión traviesa—, ¿cómo te llamas?
—Viento, hierba, flor. Señora que canta —respondió ella con una risita.
Perpleja, Índigo se volvió hacia el chiquillo situado junto a la niña.
—¿Cómo te llamas tu?
Todos los niños empezaron a reír, como si aquello fuera un juego nuevo y fascinante.
—¡Río! —declaró el chiquillo—. ¡Árbol, bonito! ¿Acaso no la comprendían? ¿O es que le gastaban una broma? ¿O —y la idea conmocionó a Índigo nada más pasarle por la cabeza— es que acaso no teman nombres propios? Fuera cual fuera la verdad, lo cierto es que no serviría de nada insistir con sus preguntas; así pues, improvisó con rapidez y cambió de método.
—Bueno, de todos modos no importa. La canción tiene un estribillo; cada vez que cante el estribillo señalaré... de . este modo, ¿veis?, y aquel al que señale tiene que entrar en el corro y bailar conmigo la siguiente estrofa.
No sabía si la habían comprendido pero tampoco importaba demasiado; si tan sólo entendían los rudimentos sería más que suficiente para satisfacerlos, y a ella le serviría en sus propósitos. Cantó el estribillo una vez para que lo conocieran, dejando que saltaran y giraran mientras lo hacía, y luego inició la primera estrofa. Mientras cantaba transmitió a la loba:
«Grimya, te llamaré a ti primero, para enseñarles cómo se hace. Luego dejaré que uno o dos tomen parte, y entonces llamaré a Koru. »
Las palabras de la estrofa eran sencillas, casi disparatadas. Cuando Índigo llegó al final de ellas señaló a la loba con el dedo y cantó:
¡Grimya, Grimya, baila y canta!
¡Baila conmigo esta alegre danza!
Grimya no era nada vergonzosa, y en la época pasada junto a los Brabazon nada le había gustado más que tomar parte en sus espectáculos. Le encantaba tener un público y ahora saltó al interior del corro donde la esperaba Índigo e inició una danza propia, girando y girando sin dejar de agitar la cola con alegría. Los niños quedaron extasiados, y cuando finalizó la siguiente estrofa y la exhibición de la loba todos gritaron para ser el siguiente, Índigo señaló a la seria chiquilla que le había abierto la puerta —se inventó un nombre ridículo que no pareció importar a nadie— y la niña se unió a ellas al iniciarse la tercera estrofa, haciendo todo lo posible, al parecer, por copiar las cabriolas de Grimya. El siguiente fue un chiquillo de cabellos enmarañados, al que siguió otro, y luego una chiquilla más alta; para entonces la danza se había convertido en un baile veloz y frenético, y los niños estaban totalmente cautivados por ella y decididos a que la diversión no terminara hasta que todos ellos hubieran sido llamados al centro del corro.
Entonces, finalizada la séptima estrofa, Índigo no señaló a nadie sino que levantó ambos brazos al cielo.
¡Koru, Koru, baila y canta!
¡Baila conmigo esta alegre danza!
Nadie se adelantó. Desconcertados, los niños se detuvieron desordenadamente y se miraron entre ellos. «Perfecto», se dijo Índigo. Volvió a llamar:
¡Koru, Koru, baila y canta! ¡Baila conmigo esta alegre danza!
Siguió sin haber la menor señal de la presencia de un chiquillo de cabellos rubios entre los otros niños, Índigo fingió mirar con suma atención a su alrededor, y luego meneó la cabeza entristecida.
—No quiere salir. ¡Ha estropeado el baile!
La comprensión se abrió paso en el círculo de pequeños rostros, y con ella la indignación.
—¡Koru! ¡Ha llamado a Koru!
—No está aquí. ¿Dónde está?
—Tiene que venir. ¡Koru!
—¡Encentradlo, encentradlo, o se habrá acabado la diversión!
—¿Dónde está Koru? ¡Encontrad a Koru!
—¡Koru! ¡Koru! ¡No te escondas! ¡Sal, Koru, sal y baila con nosotros! —gritaron en ansioso coro.
«Ahí está..., junto a la torre verde», comunicó de improviso Grimya.
La torre verde era la más cercana de las cinco, y en una puerta baja situada en la base se veía una pequeña figura solitaria. El niño intentaba ocultarse entre las sombras, pero los otros niños ya lo habían descubierto y corrieron hacia él en alegre y ruidoso tropel.
—¡Koru! ¿Por qué te escondiste?
—¡Ven a ver a la señora que canta y a su precioso perro!
—¡Ven a jugar!
Saltaron sobre Koru y, besándolo y palmeándolo como un hermano perdido, lo arrastraron hasta donde aguardaban Índigo y Grimya. Mientras se acercaban Índigo pudo ver con claridad el rostro del chiquillo; su expresión era de total desolación y miedo, y el terror se pintaba en sus azules ojos.
Índigo se agachó cuando los niños lo dejaron ante ella e modo que su rostro quedara a la misma altura que el niño y no lo intimidara tanto.
—Hola, Koru —saludó con dulzura.
—¡No pienso regresar! —exclamó él, girando la cabeza un lado con violencia.
—Koru, no tienes por qué tenerme miedo. Sólo quiero hablar contigo.
—¡No, no lo quieres! —Volvió a mirar, y de repente su voz se llenó de desesperado veneno—. ¡No es cierto! ¡Lo sé! ¡Has venido para llevarme de vuelta, has venido para hacer que regrese contigo! ¡Y no lo voy a hacer, no lo haré, y tú no puedes obligarme! Ya no eres mi amiga. ¡Vete! ¡Eres igual que los otros; que papá y mamá y Elli y todos los tíos y tías! ¡Haces lo que ellos te dicen, porque eres igual que ellos! ¡Pensé que no lo eras, pero lo eres! ¡Han hecho que estés muerta!
Se produjo un silencio largo y espantoso. Incluso los niños se daban cuenta de que algo no iba bien, y se apartaron de Koru mirándolo con ojos asombrados. Algunos se llevaron el pulgar a la boca con expresión de preocupada desilusión, y una niña muy pequeña empezó a llorar.
Koru se quedó solo en actitud desafiante, contemplando a Índigo como un pequeño pero feroz animalillo. Índigo intentó desesperadamente encontrar algo que decir, pero no halló nada que no amenazara con empeorar aún más la situación. Y las últimas palabras de Koru todavía resonaban en su cabeza: «Eres igual que los otros. Han hecho que estés muerta».
Entonces, inesperadamente, Grimya se adelantó. Avanzaba con mucha cautela y muy despacio, con los ojos ambarinos clavados en Koru. El chiquillo la vio, le dedicó una rápida mirada, y frunció el entrecejo como si por un momento vacilase. En ese momento, ante el asombro de Índigo, Grimya habló.
—K... Koru... —dijo con su ronca voz vacilante—. ¿Estoy yo muerta, como los otros? ¿Me od... odias también a mí? ¿a mi?
Koru abrió los ojos de par en par, asombrado.
—Grimya..., ¡puedes hablar!
—Sssí. Hablo. —La loba envió un silencioso mensaje a Índigo: «No digas nada; no hagas nada». Inclinó la cabeza con aquel aire tímido tan suyo—. No te lo di... jimos antes. No nos atrrrevimos a decírtelo ni a ti, Koru. No porque lo dijeran los otros, sino porque teníamos miedo de lo que hicieran.
Koru tiró de su labio inferior con un dedo vacilante.
—¿También les teníais miedo?
—Sssí. No habrían comp... prendido, y nos habrían echado. Es por eso que... —vaciló, e Índigo escuchó su muda disculpa por la inocente mentira que venía a continuación—... vinimos a este lugar. No a llevarte de vuelta: a estar contigo.
Índigo contempló a la loba con estupor. Jamás se le había ocurrido que Grimya pudiera ser tan tortuosa; pero tortuoso era una calificación injusta. La loba comprendía a Koru a un nivel profundo y fundamental que ella jamás podría alcanzar; Koru era un niño, y también Grimya era infantil. Ella conocía y compartía las sencillas pero a la vez vitales esperanzas, sueños y temores de un niño; emociones libres y sin restricciones que para Índigo, como para la mayoría de los humanos, se perdían irremisiblemente cuando la infancia quedaba atrás. De improviso, le vino a la mente el recuerdo de Grimya corriendo, saltando y ladrando durante su febril persecución a través de prados y bosques, y con él otra imagen que Índigo jamás había presenciado pero sí imaginado a menudo: el pequeño y ansioso cachorro explorando el extraño nuevo mundo del bosque del País de los Caballos en el que acababa de nacer, antes de que los suyos se dieran cuenta de su mutación y lo expulsaran como un paria. Repentinamente angustiada, la muchacha se llevó una mano al rostro...
—¡Índigo! —Era la voz de Koru, bastante cambiada ahora—. ¡Estás llorando!
—No... —Fue una negativa automática, un impulso; Índigo sorbió con fuerza y se secó los ojos con el dorso de la mano—. No, no lloro. Ahora no.
—Mi madre dice que no está bien llorar, pero yo no la reo. No está mal, no aquí. Yo... — Koru luchó consigo mismo durante un momento; la juventud y la inocencia le impedían comprender más que una ligera parte—. Yo..., yo no quería decir lo que dije. Sobre lo de que estabas muerta. Lo siento, Índigo.
Le fue imposible contestarle pero hizo un gesto con la fulano para quitarle importancia.
—Si me hubieras dicho lo de Grimya. —Koru miró a la loba con expresión admirada—. Si lo hubiera sabido, todo podría haber sido diferente. Pero pensé que habíais venido a sacarme de aquí, y no pienso regresar. —Sacudió la cabeza—. No lo haré.
—Koru...
Pero la voz mental de Grimya interrumpió lo que Índigo había estado a punto de decir.
«No, Índigo. Creo que no sería, sensato discutir con él ahora. » Índigo reprimió sus palabras, y suspiró. Luego, de pronto, sintió que le tiraban de la manga.
—Señora que canta. —Se trataba de la chiquilla de rostro solemne. Más atrevida que sus compañeros, se había adelantado y ahora miraba a Índigo con mirada seria y atenta—. Le toca bailar a Koru.
Lo incongruente de su preocupación, declarada con tanta firmeza, hizo que Índigo se atragantara con un inesperado ataque de risa. Koru sonrió de oreja a oreja.
—¡Sí, Índigo! ¡Bailemos! —Hizo una pausa—. Estaba en la torre. Te oí y quería tomar parte, pero no me atrevía. Ahora ya no tengo miedo. —De improviso extendió los brazos hacia ella para ayudarla a ponerse en pie—. Ojalá hubieras traído el arpa; me gusta. Pero de todos modos no importa, porque supongo que el Benefactor te puede hacer otra si se lo pides.
No fue hasta que la hubo ayudado a incorporarse que Índigo se dio cuenta de lo que el niño acababa de decir.
—¿El Benefactor? Koru, háblame del Benefactor. ¿Qué es? ¿Quién es?
Koru torció el rostro, pensativo.
—Bueno, la verdad es que no lo sé muy bien —contestó—. Verás, sólo lo he visto una vez, y no le hablé. Pero todos mis amigos lo conocen. A veces todos fingimos que es un rey.
Eso es divertido... En una ocasión tuve un libro en el que salían reyes, de modo que lo sé todo sobre ellos y se lo puedo contar a los otros.
Índigo se dio cuenta de que Grimya observaba a Koru con gran atención. Vaciló y luego aventuró, intentando mantener la voz neutral:
—¿Así que no os... tiene prisioneros aquí? —¿Prisioneros? —Los ojos de Koru se abrieron desmesuradamente, y el niño se echó a reír con fuerza—, ¡Índigo, tienes unas ideas tan tontas! Todos mis amigos quieren al Benefactor. Dicen que no es lo que en Alegre Labor creen que es, y que todos los de allí saben la historia al revés. Creo que eso es muy divertido, ¿no te parece? Grimya, intervino antes de que Índigo pudiera responder. «Índigo, no le hagas más preguntas. No ahora. Su confianza en nosotras pende de un hilo muy fino, me parece, y sería mejor asegurarse de ella antes de intentar convencerlo para que regrese a casa. Además», agitó la cola, indecisa, «no quiero decepcionar a los niños».
Había un leve deje de tristeza en su voz mental, como si no estuviera convencida de la necesidad de conseguir que Koru regresase a casa, Índigo iba a protestar cuando se dio cuenta con gran consternación por su parte de que , no estaba totalmente en desacuerdo. El contraste entre la felicidad de Koru y la clase de vida que lo esperaba allá en Alegre Labor era enorme. ¿No sería posible, sólo posible, que el niño estuviera mejor en este mundo... ?
La insidiosa idea la horrorizó. No podía permitirse considerar tal posibilidad; era poco escrupuloso y una terrible traición a Hollend y Calpurna que habían sido tan buenos con ella. Sacudió la cabeza para desterrar aquellos pensamientos, y advirtió que los niños volvían a amontonarse a su alrededor.
—¡Señora que canta, señora que canta! —¡Terminemos el baile!
—¡No, no; empecérnoslo otra vez! ¡Será aún más divertido!
Koru le tiró de la mano.
—¡Vamos, Índigo! ¡Vuelve a empezar, canta la canción! Grimya ladró, la cola agitándose ansiosa ahora, e Índigo cedió. Los niños formaron un nuevo corro y empezaron a saltar a su alrededor, con la loba y Koru entre ellos, Índigo levantó los ojos hacia las cinco relucientes torres de color pastel que se elevaban hacia el cielo; luego aspiró con fuerza y comenzó a cantar.
La diversión continuó indefinidamente hasta que Índigo perdió por completo el sentido del tiempo. Los niños parecían incansables, y la finalización de cada baile o juego provocaba sonoras y apasionadas súplicas de uno nuevo hasta que llegó un momento en que Índigo sintió que ya no podía entonar ni una sola nota más.
Alzó ambas manos en señal de protesta al estallar un nuevo grito en demanda de otro juego. —¡Por favor, por favor! —suplicó. «¡Dulce Señora!», pensó con desesperación. «¿Cuántas horas han transcurrido? ¿Qué estará sucediendo en Alegre Labor... y qué deben de pensar Hollend y Calpurna?»
»¡Mi garganta está demasiado cansada! —La rodeó con Una mano y sacó la lengua, haciendo una horrible mueca; los niños se echaron a reír divertidos, e Índigo les siguió la corriente—. ¡Soy demasiado vieja para mantener vuestro ritmo mucho tiempo!
Se llevó la otra mano a la espalda y empezó a dar torpes saltitos como una anciana en una obra cómica. La exhibición fue recibida con estruendosas carcajadas, e Índigo se sintió ligeramente sorprendida ante lo fácil que le había resultado adoptar el papel de compañera de juegos y animadora; también se dio cuenta de que se estaba divirtiendo enormemente con todo aquello, igual que se había divertido en su anterior juego con Grimya, cuando se olvidó de todo en alas de una total y desenfrenada diversión.
Pero ¿había algún mal en tan inocente juego? Los rostros embelesados de los niños habrían sido recompensa suficiente en cualquier circunstancia; en este entorno tranquilo y a la vez estimulante el encanto se multiplicaba por diez.
Ahora estaban silenciosos, o al menos tan silenciosos como les permitía su entusiasmo, Índigo abandonó la pose cómica y anunció:
—Debo descansar un rato. Tengo la voz ronca, y los pies destrozados. —Necesitaba encontrar algún modo de separar a Koru del resto sin despertar sus sospechas ni las de ellos. Tenía que hablar con el niño.
Una de las niñas tomó la palabra.
—¡Ya sé! Nosotros te cantaremos una canción a ti. —Se volvió a sus compañeros más próximos—. Nosotros sabemos canciones, ¿no es verdad? ¡Muchas canciones!
Se elevó un murmullo de voces.
—¡Oh, sí, claro que sí, muchas! ¡Cantemos una ahora!
—¿Cuál?
—La que más me gusta es la canción de los saltitos. —No, no, ya hemos cantado ésa. Cantemos la otra. Ya sabéis, la del bote. —¿Qué es un bote? —¡Yo sé lo que es un bote! Va sobre el agua, y flota. ¡Sí, cantemos ésa!
Se escuchó un coro de aprobación general, y dos chiquillas menudas pero enérgicamente maternales se adelantaron corriendo para aplastar la hierba y convencer a Índigo de que se sentara.
—Vamos, señora que canta, siéntate aquí y te cantaremos. —Se ocuparon de que estuviera cómoda, y luego volvieron a incorporarse de un salto—. ¡Vamos, Koru! Tú puedes dirigirnos.
Koru, con las mejillas coloradas de satisfacción, sonrió a Índigo.
—Ellos me enseñaron esta canción —explicó algo avergonzado—. No la sé muy bien aún, pero lo intentaré.
—¡Vamos, vamos, Koru! —le instaron los otros, impacientes.
Koru se irguió en toda su estatura y, con voz aguda pero auténticamente de soprano, empezó a cantar.
Y a Índigo le dio la impresión de que el corazón le había dejado de latir.
Era imposible —o eso al menos se dijo— poder estar segura, porque la melodía no era exactamente como la recordaba y Koru no sabía toda la letra. Y existía siempre la posibilidad de que la canción, antigua como era, hubiera conseguido llegar a Alegre Labor y a las mentes de los niños fantasmas. Pero la canción que entonaba Koru le era tan familiar como lo había sido el anterior estribillo; una canción de las Islas Meridionales: una saloma marinera de su país natal, que no había vuelto a escuchar desde hacía más de medio siglo.
Mientras Koru continuaba con su canción ella permaneció inmóvil observándolo, desconcertada, y cuando se incorporaron las voces de los otros niños, alzándose en ; alegre coro, ella apenas si se dio cuenta. Cuando la canción terminó por fin, Índigo seguía inmóvil, la mirada fija al frente.
Durante varios segundos reinó el silencio, que se fue volviendo más y más incómodo. Koru miró subrepticiamente a sus amigos pero se encontró con que estaban tan perplejos como él. Se acercó a Índigo y estudió su rostro con atención.
—Índigo, ¿he hecho algo malo? ¿No te gusta la canción? ¿Qué sucede?
Los demás niños también la rodearon, gorjeando y murmurando llenos de preocupación.
—¿Qué sucede?
—¿No se encuentra bien la señora que canta?
—¿Cómo podemos hacer que se ponga bien?
Súbitamente Índigo pareció salir de su trance. Parpadeó, sus ojos se clavaron en el montón de rostros que tenía adelante.
—Koru..., ¿dónde aprendiste esa canción? Una de las niñas miró de reojo a Koru. —¿No te gusta? —preguntó la chiquilla.
—Sí... oh, sí, me gusta mucho. Pero... —volvió la cabeza despacio y los fue mirando de uno en uno—, ¿dónde la aprendisteis?
Los niños fruncieron el entrecejo entre murmullos. Uno o dos se rascaron la cabeza perplejos; luego un muchacho tomó la palabra. —La aprendimos de Koru.
—No, no es cierto —protestó otro—. Nosotros se la enseñamos a Koru. ¡Lo acabamos de decir! Una tercera criatura intervino entonces. —Es cierto. —Sonrió con afectación—. Yo sé dónde la aprendimos. —¿Dónde?
—En la torre del bosque. ¿Recordáis? Cuando fuimos a ver la torre. La torre nos la cantó. —¡No seas ridículo! ¡Las torres no cantan! —Ésta sí. Sabéis que lo hace; la hemos oído. — No era la torre, tonto. Era el hombre dormido. —Koru no estaba aquí entonces. —No, por eso tuvimos que enseñarle la canción más tarde. Pero fue el hombre dormido. —El chiquillo miró triunfante primero a Grimya y después a Índigo—. El hombre dormido; él la cantó.
Una curiosa excitación se agitó en Índigo, que inquirió: —¿Quién es el hombre dormido? —En realidad no lo sabemos —respondió el niño encogiéndose de hombros—. Vive en la torre. Al menos lo hace de vez en cuando, aunque no siempre está allí. —¿Dónde se encuentra esta torre? —En los bosques. —Una mano señaló vagamente más allá del muro— . Está bastante lejos, por eso no vamos muy a menudo.
—Pensamos que era la torre que nos cantaba —apuntó una niña—. Pero eso es estúpido, porque las torres no cantan.
—¡Sí que pueden! ¡Ésta lo hace!
—No, no, no. Es el hombre quien canta. A veces, cuando está allí, canta mientras duerme, y memorizamos algunas de sus canciones. Fue muy ingenioso, ¿verdad? Las memorizamos. ¡Fuimos muy listos!
El cerebro de Índigo trabajaba a toda velocidad intentando comprender la embarullada cháchara de los niños. ¿Un «hombre dormido», que a veces estaba ahí, y a veces no, que conocía canciones de las Islas Meridionales y que las cantaba mientras dormía? No tenía sentido. ¿Qué querían decir los niños? Resultaba imposible seguir de forma lógica el funcionamiento de sus mentes, ya que revoloteaban de un tema a otro como pájaros al tiempo que daban su propia e indescifrable interpretación a todo. Mentes de fantasmas... Reprimió un escalofrío que le subió por la espalda e intentó cogerla por sorpresa. Debía descubrir qué había detrás de todo esto. A lo mejor no conduciría a nada, se quedaría en nada; pero —y en ese momento no habría podido explicar por qué— tenía que saber.
—Niños —empezó a incorporarse—, niños, me gustaría mucho ver al hombre dormido. ¿Me llevaréis hasta él?
Todos pusieron caras largas.
—¡Oh, pero nosotros queremos cantar más canciones!
—Está lejos. Muy, muy lejos.
—Es mejor quedarse aquí. ¡Es mejor seguir jugando!
La contrariedad se apoderó de Índigo pero al momento la reprimió.
—Por favor —dijo, y entonces, con repentina inspiración, añadió—: Me he quedado sin canciones que cantar. Si el hombre dormido está en la torre hoy, a lo mejor podemos aprender de él algunas nuevas.
Era evidente que esto no se les había ocurrido y saludaron la idea con cauteloso interés. Mientras murmuraban y discutían entre ellos, Índigo se volvió hacia Koru.
—Por favor, Koru, ¿puedes convencerlos de que me lleven?
Él le devolvió la mirada; los azules ojos la contemplaron solemnes y llenos de una comprensión peculiarmente adulta.
—¿Es eso algo muy importante para ti, Índigo?
—Creo que puede serlo —asintió ella.
El niño no dijo nada más pero extendió la mano y la posó sobre el brazo de ella en un gesto tranquilizador. Luego se dirigió a los otros niños.
—¡Vamos vayamos a ver al hombre dormido! No está tan lejos, ¡Índigo quiere verlo, y ella es nuestra amiga!
La simple lógica funcionó a la perfección. Primero unos pocos, luego más, y por fin todos los niños aceptaron la sugerencia de Koru.
—¡Sí, vayamos!
—Koru tiene razón; ¡no está tan lejos!
—Y el bosque es muy agradable. ¡Me gusta el bosque!
—Ven con nosotros, señora que canta. ¡Ven a ver al hombre dormido y veremos si nos canta una canción nueva!
Como una pequeña bandada de estorninos que se encamina hacia el nido, los niños giraron como uno solo en dirección a la parte del muro donde la puerta por la que Índigo y Grimya habían entrado en el jardín todavía permanecía abierta de par en par. Koru se rezagó unos instantes, y sus ojos observaron llenos de curiosidad a Índigo.
—¿Estás segura? —preguntó.
Grimya, en su cerebro, añadió:
«Índigo, no sabemos lo que podemos encontrar. Puede haber peligro. »
Índigo no miró a ninguno de los dos. Su mirada estaba clavada en la pared, los ojos fijos en algo situado más allá de ella; no, al parecer, en otro lugar sino en otra época. Asintió.
—Estoy segura.
—No es que yo quisiera huir. —Koru levantó los ojos hacia Índigo con expresión pesarosa—. Pero tuve que hacerlo, después de lo que pasó y lo que mamá y papá dijeron. No quería hacerlos desgraciados, pero tenía que irme. Lo comprendes, ¿verdad, Índigo?
Seguían a los niños por la mullida alfombra de hierba de otra suave colina, la tercera o la cuarta que cruzaban desde que habían abandonado las torres y el jardín, Índigo sabía que Koru hubiera preferido ir delante junto con sus amigos, cuyas voces resonaban alegres mientras corrían y saltaban y se entregaban a fingidos combates, persiguiéndose unos a otros entre la maleza. Pero los lazos de la amistad, emparejados quizá con los restos de un sentimiento de deber o culpabilidad, lo habían impulsado a permanecer junto a ella y a intentar explicar lo que había hecho.
—Sí, Koru, claro que lo comprendo —respondió Índigo.
Le habría resultado fácil añadir que aunque simpatizaba con él también simpatizaba con su afligida familia, y pedirle que pensara en la tristeza que les había ocasionado. Pero compartía el punto de vista de Grimya de que aún no había llegado el momento de la persuasión, y que de todos modos no sería honrado intentar manipular la conciencia de Koru. No había la menor duda de que el niño conocía perfectamente las consecuencias de su acción, y aprovecharse de ello no haría más que añadir confusión a su ya trastornada mente. No obstante existían zonas en las que se podía penetrar con tranquilidad, y por eso preguntó:
—¿Cómo encontraste la forma de llegar aquí, Koru? ¿Cómo sabías que este mundo existía?
El niño meditó un buen rato antes de responder.
—Creo... que siempre he sabido que estaba aquí. Siempre que iba a la Casa del Benefactor era como si lo sintiese. Y luego, cuando... bueno, cuando... esa noche... simplemente supe que tenía que regresar a la Casa. Pensé que me asustaría entrar en ella en la oscuridad, pero no fue así. El portillo estaba abierto cuando llegué, de modo que entré. —Una gran sonrisa le iluminó el rostro de repente—. Ellos me esperaban, todos mis amigos estaban allí esperando. Dijeron que sabían que vendría, y me enseñaron cómo pasar al otro lado del espejo.
—Hablas de tus amigos como si los conocieras desde siempre —comentó Índigo con una sonrisa.
Koru pareció algo perplejo.
—Bueno..., no es cierto, claro. Pero los había visto, cuando venían y me llamaban y querían que jugara con ellos, y ahora es como si los conociera desde hace siglos, de modo que no importa realmente. —De nuevo le dedicó aquella rápida y brillante sonrisa—. Es como lo que sucede con los amigos de verdad, ¿no es cierto?
Índigo escogió sus siguientes palabras con sumo cuidado. Necesitaba hacer la pregunta, pero también se daba cuenta de que la confianza de Koru en ella pendía todavía de un hilo, y de lo fácil que sería perderla.
—Koru... —Miró al frente donde los niños chillaban y reían y se perseguían unos a otros—. ¿Crees que tus amigos son... fantasmas?
—¿Fantasmas?
Ella había esperado indignación, posiblemente enojo, miedo incluso; lo que no había esperado era la carcajada que brotó de la garganta de Koru, como si ella le acabara de contar un chiste muy gracioso.
—¡Oh, no, no son fantasmas! —Se acercó un poco más a ella y añadió en tono de confidencia—: Antes pensaba que podrían serlo, y por eso les tenía miedo. Pero no son fantasmas, Índigo. Son personas, igual que nosotros.
—Pero no son exactamente iguales a nosotros, ¿verdad? —insistió Índigo con cuidado—. ¿Cómo viven? ¿Qué comen?
—No tienen que comer nada —respondió Koru, encogiéndose de hombros—. Eso es lo que resulta tan maravilloso. ¡No tenemos que hacer nada que no queramos hacer! No tenemos que estudiar, o trabajar en los campos, o irnos a la cama cuando nos lo dicen. Podemos dedicarnos a jugar y cantar y bailar y divertirnos todo el tiempo, y no hay nadie que nos diga que está mal, o que no podemos creer en cosas, o... —Su voz se apagó bruscamente al darse cuenta, algo tarde, de adonde conducía el ligero sondeo de la muchacha. Su rostro se ensombreció y la miró con algo parecido a la desconfianza.
»No voy a regresar. —La voz mostraba un tono de desafío—. Lo de antes lo dije en serio, Índigo. No quise decirlo de una forma tan horrible, pero era cierto de todos modos. Las personas de Alegre Labor, incluso mis padres, no sienten nada; nunca ríen, ni juegan ni cantan. Eso es casi como estar muerto; cuando toda la felicidad y la alegría de tu interior se marchita y ya no existe, y ellos dicen que no era real y no debes volver a hablar sobre ello.
—Su boca se contrajo con una mueca de tristeza—. Son ellos los que son como fantasmas, no mis amigos. «Yo lo comprendo, Índigo», dijo Grimya en la mente de su amiga, «Me parece que tiene razón. Eso es una especie de muerte; y todo lo que Koru quiere es seguir vivo».
Índigo se mordió el labio inferior. Se había sentido muy conmovida por las palabras de Koru y se compadecía de su situación; pero también se compadecía de Hollend y Calpurna. Fuera lo que fuera lo que el niño pensara de ellos, por muy amargado y traicionado que se sintiera, Koru no había considerado su dolor. Ella no podía abandonar su deber para con ellos.
—Koru... —Haciendo caso omiso de los niños que les gritaban que se dieran prisa, la muchacha dejó de andar y se volvió para mirar al chiquillo—. Koru, tu madre y tu padre... realmente te quieren muchísimo, y están terriblemente preocupados por ti. Sé que no eras feliz en Alegre Labor, pero a lo mejor si te ayudara a hablar con ellos, si te ayudara a explicar...
—¿Explicar qué? —inquirió Koru, lastimero.
—Lo de este mundo. Lo de tus amigos, y las cosas que quieres hacer...
—No. —Sacudió la cabeza con tanta energía que ella comprendió incluso antes de que él dijera otra palabra que su causa estaba perdida—. No te creerían. Dirían que son todo mentiras y que nosotros lo inventábamos. Ya se lo han hecho a Ellani; ella creía antes pero ahora ya no.
Índigo realizó un último esfuerzo.
—Pero si ven a tus amigos.
Los brillantes ojos azules de Koru se clavaron en los de ella con una comprensión aterradoramente adulta.
—Pero ellos no los verán, ¿no es cierto? —dijo—. Incluso aunque miren no verán nada, porque no quieren verlo. —Volvió entonces la cabeza con brusquedad—. Por favor, Índigo, no hablemos más de esto. Sé que eres mi amiga y sé que sólo intentas ayudar y hacer lo que crees mejor. Pero eso no me hará cambiar de idea. Echaré de menos a mamá y a papá, y también a Ellani; pero soy feliz aquí. Y me quedaré para siempre jamás.
Para siempre jamás... Las palabras produjeron una aterradora sensación en la mente de Índigo al darse cuenta la muchacha de que podían resultar literalmente ciertas.
«Nadie tiene que comer aquí», había dicho Koru; «podemos hacer lo que queramos». Recordó las torres de color pastel, y la puerta del muro que había aparecido sólo cuando los niños querían entrar o salir. Recordó la carrera con Grimya, volando sobre el terreno más rápido de lo que podía correr cualquier ser vivo. Un mundo no de fantasmas, se dijo, sino de sueños... Y, en los sueños, un niño no tiene más que desear y el deseo se vuelve realidad. Renovados gritos por parte de los niños interrumpieron sus pensamientos de repente, y al levantar los ojos para mirar descubrió que todo el grupo se había detenido y que una media docena corría hacia ellos. —¡ Señora que canta, señora que canta! —¿Por qué no corres con nosotros? ¡Ya no está muy lejos! —¡Ven a ver al hombre dormido! ¡Ven a ver la torre! — ¡El bosque es muy bonito, te gustará el bosque! —¡Corramos y juguemos! —¡Koru, vamos!
Manos menudas y decididas agarraron los brazos de Índigo e intentaron tirar de ella. Ésta paseó la mirada de uno a otro de los ansiosos rostros que se agitaban a su alrededor; eran tan felices, tan inocentes, tan superficiales... ¿Podría Koru vivir como vivían ellos? Seguramente no, pensó. Seguramente, al igual que Alegre Labor, este mundo no podría ofrecerle más que media vida.
Pero era demasiado tarde para explicar, o intentar hacer comprender a Koru. En aquellos momentos se alejaba saltando alegremente de la mano de dos de los niños mientras que los otros cuatro daban impacientes saltitos frente a Índigo y la instaban a seguirlos. La muchacha lanzó una veloz mirada de impotencia a Grimya, que la loba devolvió al momento.
«Sé lo que piensas», proyectó la loba. «Pero todavía me pregunto qué sería peor, Índigo: ¿estar medio vivo aquí, o medio vivo en Alegre Labor? Ya me he hecho esa pregunta y todavía no conozco la respuesta. »
El bosque donde habitaba el hombre dormido estaba en la hondonada de un pequeño valle. Desde lejos los árboles parecían formar una masa sólida e impenetrable como un oscuro lago, pero a medida que el grupo se fue acercando Índigo descubrió que existían espacios despejados bajo el dosel de hojas. El bosque estaba dominado por altas coniferas, aunque había zonas de árboles de hoja ancha entre sus apiñados grupos, y cuando iniciaron el descenso por la ladera en dirección al linde del bosque los niños dejaron de jugar y avanzaron cogidos de las manos.
Desde su pequeño enfrentamiento daba la impresión de que Koru estaba decidido a no conceder a Índigo otra nueva oportunidad de hablar. No es que la evitara exactamente, pero, siempre que ella se hallaba lo bastante cerca de él para hablar, el niño tenía buen cuidado de asegurarse de que al menos uno y preferiblemente varios de sus amigos estuvieran a su lado. No obstante, cuando se encontraron más cerca de los primeros árboles, Koru fue hacia ella, con una de las niñas danzando a su lado.
—Éste es el lugar —dijo con ansiedad—. Tenemos que entrar en el bosque, pero todos conocemos el camino, de modo que no tienes que temer que nos perdamos.
—Nosotros nunca nos perdemos —informó la niña a Índigo con gran orgullo—. Somos muy listos, ¿verdad?
Los niños que iban a la cabeza gritaron entonces:
—¡Vamos, vamos! —Y un niño añadió—: Te gustará el bosque. A nosotros nos gusta. — Sin esperar respuesta volvió a ponerse en marcha, y los otros lo siguieron en fila al Anterior de la sombría espesura.
Índigo, que iba detrás de todos con Koru y la niña, preguntó:
—¿Dónde vive el hombre dormido?
—En una torre —le explicó Koru—. No puedes verla hasta que estás muy cerca, porque no es tan grande como nuestras torres. Tampoco es tan bonita como ellas, pero supongo que a él le gusta o no viviría allí.
—¿Qué aspecto tiene?
—No lo sé exactamente —contestó Koru—. Verás, sólo he estado aquí una vez y, cuando yo vine, él no estaba ahí, de modo que todavía no lo he visto.
—¿Adónde había ido?
—A algún lugar —repuso con indiferencia—. Sólo viene a la torre a veces, ¿sabes?, y nunca sabemos cuándo estará y cuándo no.
—¿Y vosotros, o más bien tus amigos, habéis hablado con él?
—No —dijo Koru, negando con la cabeza—. Cuando está aquí, siempre está dormido.
—Siempre intentamos despertarlo —explicó la niña con animación—, pero no se despierta. Debe de estar muy cansado; pero de todos modos nos canta canciones muy bonitas —añadió, como si cantar dormido fuera la cosa más natural del mundo.
De las borrosas sombras que tenían delante surgió una voz que les gritó:
—¡Koru! ¡Señora que canta! ¿Dónde estáis? Koru cogió a Índigo de la mano y tiró de ella. —Vamos, o los otros nos dejarán atrás. Corrieron en pos de los niños, y Koru no volvió a hablar. Pero a medida que penetraban más y más en el bosque Índigo se dedicó a meditar sobre los escasos datos mortificadores que había podido obtener del niño sobre el hombre dormido. ¿Qué era él exactamente?, se preguntó. ¿Un habitante de este mundo, como los mismos niños? Esto en sí mismo daba pie a nuevas preguntas sin respuesta. ¿O alguien que, como Koru y ella misma y Grimya, había encontrado una puerta de acceso entre esta dimensión y el mundo físico, y que había aprendido a moverse a voluntad entre ambas? ¿Se hallaba bajo un hechizo? ¿O existía una respuesta más extraña que todavía no se le había ocurrido?
Delante de ella, los niños habían empezado a cantar una canción con ritmo de marcha en la lengua de Alegre Labor. Koru y la niña se unieron a ella y al cabo de uno o dos minutos también lo hizo Índigo, atrapada por la contagiosa alegría de la canción. Entonces se dio cuenta de que los árboles empezaban a ser más escasos, y al cabo de unos instantes un claro apareció ante sus ojos, con una solitaria torre irguiéndose en su centro. No se parecía en nada a las cinco torres de color pastel del jardín de los niños. En muchos aspectos recordaba más a alguna clase de extraño árbol achaparrado que a un edificio construido por manos humanas, ya que su forma era algo ondulada y sus paredes, de sólo dos pisos de altura, estaban profusamente cubiertas de hiedra y musgo y de exuberantes madreselvas trepadoras, por entre las que se atisbaban unos pequeños ventanucos redondos. Había algo tranquilizador en la robustez de la torre, una sensación de permanencia y —tal como Índigo advirtió con gran sorpresa por su parte— de bienvenida. Mientras se acercaba por entre la maleza sin dejar de escuchar las voces de los niños que seguían canturreando su canción, comprendió por un fugaz instante lo que un trovador vagabundo debía de sentir al tropezarse de improviso con una casa acogedora en medio de un lugar inhóspito. La idea dibujó una triste sonrisa en su rostro; entonces la canción terminó, y el pequeño grupo llegó
junto a la torre.
El último estribillo se perdió en el bosque y, como si siguieran un acuerdo tácito o una costumbre ya establecida, los niños se colocaron en semicírculo ante la torre.
—¡Hombre dormido! —La voz de una única niña se elevó en el silencio—. Hombre dormido, ¿estás ahí? Hemos venido a oírte cantar, y hemos traído a una amiga para que te conozca.
—A lo mejor todavía no ha regresado —susurró Koru a Índigo—. Pero, si está ahí, puede que cante una canción.
Más voces se unieron a la de la niña.
—¡Hombre dormido! ¡Hombre dormido!
—¿Estás ahí, hombre dormido? ¡Canta para nosotros! ¡Canta una canción!
—Hemos aprendido canciones y juegos nuevos. La señora que canta nos los enseñó.
—Despierta, despierta, por favor, despierta. ¡ Si despiertas, la señora que canta te cantará una canción!
Aguardaron pero no hubo respuesta. Por entre la maraña de ramas y hojas que cubría la base de la torre Índigo distinguió una puerta baja de madera en forma de arco, pero la puerta estaba cerrada, y no existía ninguna grieta en los marcos de las ventanas del piso superior.
La niña que había hablado primero suspiró.
—No va a salir. No se despenará.
—A lo mejor no está ahí dentro —sugirió Índigo sin dejar de contemplar la puerta.
Todos los niños consideraron con atención sus palabras.
—Quizá no está. Pero, si está, ¿por qué no despierta?
—Nunca se despierta.
—¡Sí que lo hace, sí que lo hace!
—¡No lo hace!
—Pero nos canta...
—Mientras duerme. Canta mientras duerme.
—¡Oh! ¡Ah, claro, mientras duerme! No, nunca se despierta, ¿verdad?
—Y a veces cuando entramos en la torre ni siquiera está ahí. A lo mejor no está ahí ahora. A lo mejor es por eso que no nos canta.
De la maraña de su oscura e ilógica discusión una frase llamó la atención de Índigo: «Cuando entramos en la torre... ». La muchacha envió un mensaje mental a Grimya.
«Grimya, creo que deberíamos entrar y verlo por nosotras mismas. » Su mirada se paseó por los niños, que seguían charlando entre ellos y parecían haberla olvidado.
«Si esperamos a los niños, tendremos que aguardar mucho», coincidió Grimya, y algo parecido a un suspiro silencioso resonó en el cerebro de Índigo. «A veces resultan difíciles de comprender. ¡Tienen tan poco sentido la mayoría de las cosas que dicen!»
Con una sonrisa cargada de ironía, Índigo se dirigió hacia la puerta de la torre. La vieja madera era cálida al tacto; el pasador se levantó y la puerta se abrió con facilidad. Eso la sorprendió, pues había esperado —aunque en realidad no sabía muy bien por qué— que estuviera cerrada.
Un grito sonó de improviso a su espalda.
—¡Señora que canta, señora que canta!
—Señora que canta, ¿adonde vas?
—Va a entrar en la torre. Quiere ver si el hombre dormido está ahí.
—¡Eso es muy inteligente! ¡La señora que canta es muy inteligente!
—Nosotros también entraremos, ¿no os parece? —Sí, entraremos a ver si el hombre dormido está en casa. —¡Espéranos, señora que canta, espéranos! ¡Nosotros también vamos!
Los niños se amontonaron detrás de Índigo y Grimya, ansiosos y vociferantes, lo que provocó que la muchacha tuviera que contener un arrebato de irritación ante su irreprimible alegría, que de improviso chocaba con su propio estado de ánimo. De forma inconsciente apretó el puño izquierdo dejando que el brazo colgara a un costado mientras con la mano derecha empujaba la puerta a un lado. Tras vacilar unas décimas de segundo, agachó la cabeza y penetró en la torre.
La habitación de forma circular que ocupaba toda la planta baja estaba sorprendentemente iluminada. Las hojas de las enredaderas que cubrían la casa formaban una § capa sobre las ventanas y daban a la luz un tono verdoso, pero era una tonalidad agradable, en ningún modo opresiva. Lo que más sorprendió a Índigo, no obstante, fue que la torre estuviera vacía a excepción de un solitario sillón, de brazos amplios y respaldo alto, colocado en el otro extremo de la habitación y vuelto hacia la pared, de espaldas a ella.
Los otros niños habían entrado tras ella y ahora se empujaban unos a otros, entre murmullos y risitas divertidas. —¿Está ahí?
—¡No lo veo! ¿Está ahí, señora que canta? ¿Está?
—¡En su sillón! Allí es donde estará.
—¡Chissst! ¡Ella no es tonta, eso ya lo sabe! ¡No empujéis!
Índigo contempló el sillón. Había pensado que estaba vacío, pero ahora, cuando por fin el último de los niños consiguió entrar en la torre y sus cuerpos ya no impedían el paso de la luz procedente de la puerta, se dio cuenta de que sí que había alguien sentado —o más bien desplomado— en sus profundidades. Avanzó... pero casi al momento aflojó el paso, titubeante. De improviso la asustaba seguir adelante; la asustaba lo que podía encontrar. Entonces, al desviarse un poco a un lado y cambiar su ángulo de visión, vio la figura recostada, inmóvil, con las manos inertes sobre los brazos del sillón, y la cabeza apoyada en el alto respaldo. El corazón se le contrajo como si una mano se hubiera cerrado a su alrededor y lo oprimiera con fuerza, dejándola sin aliento y produciéndole un agudo dolor en las costillas. En ese momento lo supo...
Se acercó hasta el sillón, y sus ojos vieron lo que la repentina intuición ya le había revelado. Se lo veía tan inmóvil y tranquilo como si se hubiera quedado dormido una plácida tarde ante un fuego acogedor. El cabello negro, algo revuelto; la tan familiar estructura de su rostro, la curva de los labios, las oscuras pestañas proyectando sombras sobre las mejillas. Cincuenta años no lo habían cambiado ni un ápice. Y cada uno de los músculos y cada uno de los nervios de Índigo pareció agarrotarse mientras sus ojos contemplaban al hombre dormido.
En una voz tan sorprendentemente baja que sólo Grimya pudo oírla, musitó:
—Fenran...
Esta vez no se trataba de una falsa ilusión. En esta ocasión no había ventisca, ni la engañosa luz de un farol, ni tampoco el aturdimiento del cansancio que pudiera trastornar su cerebro como había sucedido anteriormente en El Reducto. Esta vez no existía posibilidad de error. Desde que se había iniciado su exilio tan sólo lo había visto en sus sueños, o por períodos atormentadoramente breves cuando sus poderes —aún no dominados por completo— le habían permitido por un momento franquear las barreras que los separaban. Pero ahora, por vez primera en medio siglo, Índigo contemplaba el rostro y cuerpo vivos de su amor perdido.
No podía hablar. Había musitado su nombre pero ya no podía decir o hacer nada más. En un plano irreal, como procedente de otro mundo, percibía los ansiosos pensamientos de Grimya en su cerebro, escuchaba a su espalda la voz preocupada de Koru, quien también se había percatado de que algo no iba bien; pero no podía responderles, no podía ni pensar. Se limitó a permanecer inmóvil, sin respirar, con los ojos clavados en la dormida figura.
Los otros niños, despreocupadamente ajenos a lo que le sucedía, empezaron a gritar otra vez.
—¡Hombre dormido, hombre dormido!
—¿Está ahí? ¿Se despertará?
—¡Despierta, hombre dormido; despierta y mira a la señora que canta!
—¡Todos juntos podemos cantar más canciones! Cada vez que apretujaban más hacia el frente, abriéndose paso a codazos en sus esfuerzos por echar una ojeada al sillón y ver lo que había encontrado Índigo. De improviso algo en el interior de Índigo se quebró. La muchacha giró en redondo, y Grimya tuvo la impresión de que en aquellos pocos segundos su amiga había envejecido veinte años.
—¡Koru, haz que se vayan! ¡Sácalos de aquí, llévatelos! Los ojos de Koru se abrieron de par en par, llenos de contrariedad.
—Índigo, ¿qué sucede? ¿Qué hemos hecho? Ellos no habían hecho nada; no era su culpa, pues ellos no sabían lo que se tramaba. Pero si no se iban, y deprisa, Índigo sabía que estallaría hecha una furia sin pensar en las consecuencias.
Grimya, percibió el torbellino de emociones que dominaba su cerebro y, volviéndose, cortó el paso a Koru, que había empezado a avanzar hacia Índigo. Fue un gesto protector, pero cuando Koru retrocedió nervioso descubrió que no había agresividad en sus ambarinos ojos, sino sólo tristeza.
—Koru —dijo Grimya con suavidad—, por fff... favor, haz lo que Índigo pide, y sssaca a los niños de aquí.
—¿Por qué? —inquirió el niño con perplejidad—. ¿Qué le sucede, Grimya?
Grimya dejó escapar un sonido parecido a un suspiro humano.
—No pu... puedo explicártelo todo, porque crrreo que no lo comprenderías.
—¿Es el hombre dormido? ¿Tiene que ver con él? —El niño lanzó una inquieta mirada a la figura inmóvil de Índigo junto al sillón; luego volvió a mirar a la loba al encenderse en él un destello de intuición—. ¿Lo conoce Índigo?
Grimya inclinó la cabeza. —Sssí; lo conoce.
El rostro de Koru se llenó de aflicción. —¡Oh, Grimya, yo no quería disgustarla! —La esperanza iluminó su rostro de improviso—. ¡A lo mejor podemos despertarlo! A lo mejor...
—No ahora, Koru. Por fff... favor. Haz que se vayan.
La profunda emoción y urgencia que se ocultaban tras la súplica de la loba debieron de llegar hasta Koru, ya que éste asintió con seriedad y se volvió hacia sus amigos, Índigo no supo lo que les dijo; su cerebro estaba paralizado, encerrado dentro del pequeño cuadro viviente que formaban ella y Fenran, y ni siquiera se había dado cuenta de la conversación entre Grimya y el chiquillo. Pero por fin, muy despacio, como si despertara de un terrible sueño, advirtió que los niños habían salido al exterior y que únicamente quedaba la loba, que la contemplaba con silenciosa y atroz preocupación.
—Dulce Madre...
Pero los dientes de Índigo se clavaron con fuerza sobre la lengua, comiéndose las palabras antes de que ella perdiera el control y empezara a repetirlas inútilmente, locamente, una y otra vez. Por fin, al ver que no dejaba escapar ningún otro sonido, Grimya se atrevió a decir con suavidad:
—Tal vez se lo puede despertar. Quizá sea posible.
—Los niños dijeron...
—Pueden estar equi... vocados.
Índigo la miró, y una loca esperanza brilló en sus ojos como el fuego de un horno. No podía engañarse con la idea de que empezaba siquiera a comprender lo que le sucedía; era demasiado increíble, casi demasiado grotesco para creerlo. Fenran aquí... Pero...
—Sí —susurró—. ¡Oh, sí, sí! ¡A lo mejor se equivocan! —Y en su corazón rogó en silencio y con desesperación: «Por favor, gran diosa, ¡haz que estén equivocados!».
Se dejó caer de rodillas junto al sillón. Muy despacio, alargó las manos, y sus dedos tocaron la inmóvil figura de Fenran.
Era real, de carne y hueso; no un fantasma sino un ser vivo y real. La piel estaba caliente al tacto, curtida por el sol y el viento, tal y como ella la recordaba. Y bajo sus ; temblorosos dedos percibió la prueba definitiva de que todo esto no era una ilusión: el latido regular de su corazón.
—Fenran. —Musitó el nombre como una letanía—. Fenran. Oh, mi amor, mi amor... Despierta. Por favor, amor mío. Despierta. Despierta.
Pero sabía, incluso al mismo tiempo que las palabras salían de su boca, que sus súplicas y sus plegarias serían en vano. Le cogió las manos, lo besó en los labios, y sus lágrimas cayeron sobre el rostro de él mientras rogaba; pero siguió dormido, tranquilo como un niño, sin moverse y sin darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor.
Grimya había salido en silencio de la torre. No podía soportar ser testigo del dolor de Índigo; se sentía Acornó una intrusa y no podía hacer nada para ayudar, Índigo no la vio salir: toda ella estaba concentrada en Fenran.
Así pues cuando la nueva voz le habló desde las sombras, el sobresalto que le produjo su identificación fue aún mayor.
—No puedes despertarlo, Índigo —dijo la voz—. Aún no..., no tú sola. Pero yo puedo ayudarte.
Índigo alzó la cabeza con la misma rapidez y violencia que si alguien la hubiera golpeado en la mandíbula. Se volvió, y su mano derecha voló al cinturón, dispuesta a sacar el cuchillo de la funda. Pero el cuchillo no estaba allí; lo había olvidado en el otro mundo, tras dejarlo caer en la Casa del Benefactor cuando intentaba forzar la cerradura de la puerta del muro. No pudo hacer otra cosa que mirar, enfurecida y llena de incredulidad, a la figura que tenía delante.
Némesis, la criatura-demonio que representaba su propio lado siniestro, no se arredró. Sus ojos brillaban como monedas de plata en la penumbra; su pequeño rostro felino era como el rostro de un fantasma.
—Hermana... —empezó a decir.
—¡No te atrevas a llamarme eso!
Apretó los puños con rabia mientras, a renglón seguido del primer sobresalto, surgía de su interior un torrente de repugnancia; recuerdos de los actos y engaños perversos de Némesis, recuerdos de sentimientos de amargura y odio, y las cicatrices de una enemistad inmortal e implacable. Quiso chillarle a aquella criatura a la cara pero no consiguió encontrar palabras suficientemente groseras. Deseó arrancarle los plateados cabellos, sacarle los plateados ojos, aplastar su puño una y otra vez contra aquel rostro odioso de perpetua sonrisa...
Pero Némesis no sonreía. Despacio y de forma casi subliminal, Índigo empezó a darse cuenta de que, por una vez, no aparecía aquella mueca burlona en sus labios, no había ironía en sus ojos. La expresión de despiadado triunfo que había perseguido sus sueños durante medio siglo había desaparecido, reemplazada por una expresión de melancólico anhelo. El descubrimiento hizo vacilar la resolución de Índigo. De improviso dejó de estar segura del terreno que pisaba, y, aunque apenas podía hablar, obligó a las palabras a salir.
—¿Qué quieres?
—Hermana —repitió Némesis—, podemos despertarlo. Juntas, tú y yo. Tenemos ese poder.
A Índigo se le hizo un nudo en la garganta al sentir en ella el zarpazo de una intuición que no quería aceptar. ¿Juntas?
—¡No!
La intuición se hizo pedazos cuando los malos recuerdos afloraron otra vez aja superficie como un torrente, y con un violento gesto Índigo se puso en pie de un salto, ocultando el derrumbado cuerpo de Fenran de la vista de Némesis.
—¡Maldita seas! No lo tocarás. ¡No lo harás! ¡Inténtalo y te aniquilaré!
Némesis vaciló. En ese momento, el débil sonido de un suspiro surgió del sillón.
—¡Fenran! —Índigo giró en redondo con tal brusquedad que casi pierde el equilibrio, mientras la esperanza y el terror la envolvían como una violenta marea.
El sillón estaba vacío. Fenran se había desvanecido.
—¡No! —chilló Índigo, enloquecida, lo que provocó un aullido de respuesta de Grimya y los gritos de los niños que esperaban fuera.
Se escuchó un sonido de patas en el exterior, y una voz —la de Koru— gritó su nombre, asustada. Némesis volvió la cabeza y, en el mismo instante en que la sombra de Grimya se proyectaba en el umbral, la figura de la diabólica criatura se esfumó.
—¡Índigo! —La loba corrió a su lado, con la mirada salvaje y los colmillos al descubierto listos para atacar a quienquiera que amenazara a su amiga—, ¿Índigo, qué es? ¿Qué sssucede?
A Índigo le fue imposible hablar al principio. Con el cuerpo convulsionado, las manos apenas bajo control, señaló el sillón sin decir nada. Grimya lo miró.
—¡Se ha ido! Pero...
—Né... Némesis. —La voz de Índigo surgió por fin, trémula y poseída de un trasfondo de terrible violencia—. Estaba aquí, Grimya. Es... taba aquí. Dijo..., dijo... Y entonces Fenran, se..., se desvaneció... —Se cubrió el rostro con las manos.
Grimya paseó la mirada de Índigo al sillón y luego otra vez a Índigo. No comprendía, pero, antes de que pudiera intentar calmar a su amiga lo suficiente para hacer preguntas,
Koru entró corriendo.
—Índigo, Índigo, ¿qué pasa? —El niño estaba sin aliento—. ¡Chillaste!
La muchacha había conseguido dominarse ya, y agitó una mano en un veloz gesto negativo.
—Estoy bien, Koru. No hay nada de que preocuparse.
En absoluto tranquilizado, el niño echó una ojeada al sillón.
—¡Oh! —exclamó entonces, creyendo comprender—. El hombre dormido se ha marchado. —Dirigió una furtiva mirada a Grimya y añadió en un susurro—: ¿Fue eso, Grimya? ¿Fue eso lo que trastornó a Índigo?
Grimya no intentó responder a su pregunta, Índigo se dirigía ya a la puerta, despacio, con pasos rígidos. Estaba claro que seguía aturdida, y la loba corrió a su lado, la mirada levantada hacia ella llena de ansiedad. Koru se hizo a un lado cuando la muchacha pasó por su lado, pero ésta hizo como si no lo viera.
—Voy a regresar a Alegre Labor, Grimya —anunció, deteniéndose—. No..., no puedo quedarme aquí. No puedo. Fuera, las voces de los niños se alzaron con renovada animación. Grimya no les prestó atención; no sentía el menor interés por el juego que estuvieran llevando a cabo ahora.
—Índigo, essspera —imploró—. No com... prendo. La muchacha sacudió la cabeza. Carecía de palabras para explicarlo. Más tarde, quizá, le sería posible, pero no ahora. Volvió a iniciar la marcha... y entonces las dos escucharon lo que los niños gritaban en el exterior. —¡Está aquí, está aquí! —¡Ha venido a jugar con nosotros! —¡Ven y juega con nosotros! ¡Ven a ver a la señora que canta y a su perra gris!
—¡Oh, teníamos tantas ganas de que vinieras a jugar! —exclamó una solitaria voz aguda. Índigo y Grimya se pararon en seco, y la absurda posibilidad pasó dando tumbos por la mente de la muchacha. ¡Fenran! Había regresado...
Inclinando la cabeza para franquear el bajo dintel, corrió al exterior, a la moteada luz del sol..., y se detuvo. Los niños ya lo habían rodeado, ansiosos y excitados como una carnada de cachorros que saludara a su muy adorado amo. Se aferraban a sus mangas, le tiraban de la túnica, estiraban los brazos para tocarle el rostro. En el centro , riendo entre dientes, gastando bromas y disfrutando todas luces de su adulación, el Benefactor extendía los brazos en gesto de bienvenida general.
Índigo dejó caer los hombros mientras volvía la cabeza, reprimiendo las lágrimas. Por un momento, sólo por un momento, había creído que... Tendría que haberlo sabido claro. La esperanza había sido falsa. La presencia de Némesis lo había demostrado.
—¿Índigo? —El Benefactor la había visto. Ella se negó a mirarlo.
—Regreso a Alegre Labor. No intentes disuadirme; no intentes siquiera hablar conmigo, o yo... —Las palabras murieron al darse cuenta de que no haría nada, incluso aunque fuera posible, no tendría sentido. Volvió a repetir para sí las palabras dichas a Némesis—: Maldito seas...
—Ah. —Grimya había salido también de la torre, y vio la expresión de los ojos del Benefactor aunque Índigo no la viera—. Creo comprender. —Miró a los niños que alborotaban a su alrededor y alzó ambas manos pidiendo silencio—. ¡Pequeños, pequeños! Claro que jugaré con vosotros, pero dentro de un rato. —¡Ohhh! —gimieron.
—¡Chitón, chitón! Hay algo que tengo que hacer primero. En cuanto haya terminado, jugaremos un juego nuevo.
Se intercambiaron guiños, apaciguados sólo en parte. —Bueno... —dijo uno, indeciso.
—¡Mirad! —El Benefactor juntó las manos—. Tengo un regalo para vosotros. —Separó las manos, y una pelota, que relucía multicolor, se materializó entre sus dedos. «¡Atrapad la pelota, pequeños! ¡Atrapad la pelota, si podéis!
El Benefactor arrojó el brillante juguete al aire, donde flotó como un pájaro; luego, con voluntad propia, salió despedido como una flecha en dirección a los árboles. Los niños se lanzaron tras él entre agudos gritos de alegría; Índigo vio cómo la niña que los había acompañado al bosque cogía de la mano a Koru y lo arrastraba con ella a la tumultuosa marea de vociferantes niños.
El Benefactor los siguió con la mirada hasta que se perdieron de vista, sus voces lejanas ahora y apenas audibles en las profundidades del bosque, y entonces se volvió para mirar a Índigo.
—Así pues —dijo—, has encontrado lo que buscabas, Índigo giró por fin para encontrarse con sus firmes ojos castaños, pero el rostro de la muchacha estaba descompuesto.
—¿Qué clase de criatura eres? —inquirió en voz baja y cargada de veneno—. Si querías atormentarme, o jugar conmigo a otro de tus estúpidos juegos infantiles, ¿no podías encontrar otra forma?
—¡Ah, sí; ya veo! De modo que todavía no comprendes.
—¡Lo comprendo muy bien!
—No, no creo que lo hagas. No invoqué una imagen de Fenran para atormentarte, Índigo. El hombre que vista durmiendo en la torre no es menos real que tú; no menos real que Grimya, o Koru, o incluso los niños a los que todavía insistes en considerar como fantasmas.
—¡Pero no pude despertarlo! —Las emociones se apoderaron de ella.
—Es cierto. Ni lo despertarás, a menos que comprendas la auténtica naturaleza de este mundo y vuelvas a encontrar la parte perdida de ti misma que reside aquí.
Al hablar había ido avanzando hacia ella; la muchacha irguió la cabeza con brusquedad, y el Benefactor se detuvo.
—¿Parte de mí misma?
—Sí —asintió el Benefactor con severidad—. La parte que llamas Némesis.
—¡No aceptaré eso! —exclamó con expresión rígida—. No puedes decirme que...
—Índigo —la interrumpió el Benefactor—, mira en tu corazón. Durante muchos años has sabido que Némesis era una parte de ti, y has intentado destruirla. Pero, si tuvieras éxito, ¿qué sucedería? Perderías la única oportunidad de convertirte en lo que fuiste una vez, antes de que se iniciaran todas estas duras pruebas. Perderías, para siempre, la oportunidad de estar completa. Porque tú y Némesis formáis parte de una misma entidad; una entidad que, hace mucho tiempo, se llamaba Anghara.
Índigo no quería escucharlo. El recuerdo de Némesis estaba demasiado nítido, el odio demasiado fuerte. Pero en alguna parte de ella misma brillaba una diminuta llama de incertidumbre. Incertidumbre, y algo más. ¿Nostalgia?
—¿Sabes cuál es la auténtica naturaleza de este mundo, Índigo? —inquirió con suavidad el Benefactor—. ¿Sabes por qué los niños viven aquí en esta desamparada, lastimosa simplicidad? ¿Por qué tu amor, Fenran, descansa en esta torre, inmerso en un sueño del que nadie puede sacarlo? ¿Y por qué Némesis ha buscado, y encontrado, una especie de consuelo aquí? Te lo diré. Es porque este mundo es un refugio para los espíritus. No para los espíritus de los muertos, porque el cuerpo de cada uno todavía vive y respira en el mundo físico. Pero aquellos cuyos espíritus han encontrado refugio aquí están incompletos.
Han perdido su integridad o han renunciado a ella; han perdido esa preciosa esencia de sí mismos que los convierte en algo más que seres de carne y hueso. Y así pues, expulsadas y desnutridas, estas esencias han tomado otra forma y huido a un lugar en el que puedan vivir seguras. Los amigos que ha hecho Koru aquí, esos niños felices y bulliciosos, son los espíritus de los habitantes de Alegre Labor; espíritus que, al contrario que sus envolturas físicas, no han destruido su propia habilidad para soñar.
Índigo tenía la mirada fija en el Benefactor; una mirada extraña, casi ciega. «El cuerpo de cada uno todavía vive y respira en el mundo físico», había dicho...
—¿Intentas decirme que Fenran..., que el espíritu de Fenran está aquí?
—Su alma, su espíritu, su esencia. —El Benefactor realizó un gesto de impotencia—. Tantos nombres diferentes para algo que las palabras no pueden abarcar. Pero, al igual que los niños, su mente ha buscado un refugio.
—Y... —Casi no se atrevió a articular la pregunta—. ¿Y su cuerpo?
—Eso no lo puedo decir, porque no lo sé. Todo lo que puedo decirte es que, cuando su cuerpo duerme, su espíritu encuentra un respiro aquí, ya que la mente inconsciente puede atravesar los portales que separan las dimensiones.
—Entonces está realmente vivo...
—Sí, está realmente vivo. Pero tú ya lo sabías, Índigo. ¿Qué otra cosa te habría dado la energía y voluntad necesarias para buscarlo durante estos cincuenta años?
Índigo aspiró con fuerza. Esto era monstruoso; el Benefactor intentaba manipular su cerebro, intentaba encaminarla hacia alguna loca ambición propia... Y entonces recordó su anterior encuentro. Éste era el anzuelo, la trampa dispuesta para atraerla: Fenran —o la imagen de Fenran, pues aunque lo había tocado y sentido seguía sin poder confiar en nada en este mundo— colocado ante ella como un refulgente trofeo a conquistar. ¿Y el precio? Ayuda a mi gente, le había pedido él. Libéralos de este cáncer diabólico...
—¿Qué quieres? —Siseó las palabras por entre los apretados dientes—. ¿Qué quieres en realidad de mí? El Benefactor suspiró.
—Nada más ni nada menos que lo que ya te he dicho: tu ayuda para hacer que las gentes de Alegre Labor vuelvan a estar completas.
—¿Y a cambio de eso... me ofreces a Fenran? —No. —Sacudió la cabeza—. Yo no puedo devolverte a tu amor; yo no hago milagros. Pero, si haces lo que pido, obtendrás el poder para despertarlo.
Uno de los músculos de la mejilla de Índigo empezó a temblar violentamente sin que ella pudiera hacer nada por detenerlo. —¿Cómo?
—Reuniendo a todos estos espíritus perdidos con sus correspondientes cuerpos, para que ya no necesiten buscar refugio en este mundo. Pero, para poder curarlos, debes curarte antes a ti misma. —Los dulces ojos castaños adoptaron de improviso una expresión penetrante—. Ésa es la única forma de ayudarlos, Índigo, y sólo de este modo podrás conseguir despertar a tu Fenran a la vida. Lo has encontrado, pero todavía os separa una barrera. Para romperla, y ayudar a mi gente a recorrer el sendero, tú y Némesis debéis reconciliaros. —Hizo una pausa— A alguien como yo le resulta difícil suplicar, pero te suplico ahora. ¡Ayúdanos, Índigo! Acepta a Némesis, vuelve a ser una criatura completa, y conduce a estos espíritus perdidos a su Bogar.
Volvió a quedar en silencio tras estas palabras, ligeramente encogido de hombros como para dar a entender le había hecho todo lo que estaba en su mano y ya no había nada más que pudiera decir o hacer. Durante un buen o Índigo permaneció inmóvil con los ojos fijos en él mientras su cerebro absorbía la fantástica petición. Confiar en Némesis... Era una locura, una obscenidad. Némesis era su peor enemiga, un ser cuya existencia estaba dedicada por completo a acabar con ella.
Las palabras de la criatura de ojos plateados volvieron a resonar en su cerebro: «Hermana, nosotras podemos despertarlo. Juntas, tú y yo. Tenemos el poder».
—¡No!
La palabra saltó por fin. El Benefactor la tentaba con aquello que más deseaba su corazón, le prometía la felicidad que durante cincuenta años había constituido su único sueño. Pero no era más que eso: un sueño. No podía confiar en él.
—No —repitió Índigo, y esta vez el timbre de su voz denotaba total decisión. De pronto se sentía totalmente tranquila—. Me dices que, si quiero despertar a Fenran, primero debo ayudar a los habitantes de Alegre Labor, y dices que tengo el poder para hacerlo. Muy bien. ¡Si es así, entonces removeré cielo y tierra para conseguirlo! Pero lo haré sola. Némesis ya no forma parte de mí. La he vencido, y ahora la aparto de mí. No necesito a esa criatura diabólica, ¡porque estoy completa!
El Benefactor le devolvió la mirada sin parpadear.
—Estás equivocada, Índigo —declaró con gran pesar.
Los labios de la muchacha se torcieron en una sonrisa desdeñosa.
—Siento diferir, Benefactor; y creo que me conozco mejor de lo que tú jamás me conocerás. Voy a regresar a Alegre Labor. ¡Voy a llevar la buena noticia de que he encontrado a Koru, y voy a mostrar a tu gente la verdad sobre este mundo y lo que contiene!
Giró sobre sus talones, dando la espalda al Benefactor. A su espalda escuchó un suspiro.
—Sea como deseas, entonces. Regresa junto a los míos. Diles la verdad, y muéstrales lo disparatada que es su incredulidad.
El aire empezó a relucir, y de repente Índigo se encontró mirando un rectángulo de apagado brillo que flotaba en el aire ante ella. En sus profundidades se vislumbraba la habitación del piso superior de la Casa de Alegre Labor, espectral y sombría.
—Yo no necesito el espejo para moverme entre los mundos —dijo el Benefactor—. Se trata simplemente de un artilugio; uno de muchos. Si deseas regresar aquí y cuando lo desees, puedes utilizar cualquier medio que te dicte tu voluntad. Te llevas contigo mis mejores deseos, pero creo que descubrirás que la esperanza y la buena voluntad no son remedio suficiente para otorgar la vista a un ciego. Sus palabras mostraban una tranquila resignación, y, cuando Índigo volvió la cabeza para mirarlo, vio que su rostro estaba impasible. Parecía haber aceptado la derrota, y la joven se vio sorprendida por una efímera sensación de intensa tristeza que emanaba del Benefactor. No obstante, seguía sin confiar en él; seguía sin saber qué clase de ser era: fantasma o criatura que hubiera regresado de entre los muertos, amigo o enemigo. Pero fuera lo que fuera, o lo que hubiera sido en una ocasión, no era un demonio, Índigo sintió lástima... y, a pesar de lo extraño que resultaba reconocerlo, se dio cuenta de que en otras circunstancias podría haber sentido un gran afecto por él. Bajó los ojos para mirar a Grimya, y su voz sonó curiosamente ronca cuando preguntó: —¿Vienes, cariño?
Grimya no contestó de inmediato. No había pronunciado una palabra ni proyectado un solo pensamiento al cerebro de Índigo desde la llegada del Benefactor, y ahora lo miraba a él y a la torre con expresión apenada. Por fin se pasó la lengua por el hocico. —Sssí, voy.
Índigo se aproximó al rectángulo de suave luz; luego, tal y como había hecho Grimya, volvió la cabeza para mirar al Benefactor.
—Demostraré que te equivocas. Puedo... y lo haré. Su mano atravesó la luz, seguida del brazo y el hombro. Dio otro paso; se produjo un leve resplandor, como si se hubiera removido brevemente un estanque de aguas Oscuras, y la muchacha desapareció. — Pequeña loba —dijo el Benefactor cuando el animal empezó a avanzar para seguirla—, si me necesitas en algún momento, siempre me encontrarás en la Casa.
Grimya vaciló. Sintió que tenía que decir algo pero su cerebro carecía de las palabras adecuadas y no las encontró. Dejó caer orejas y cola y, con un breve y triste gemido, siguió a Índigo a través del portal.
En el mismo instante en que la loba desaparecía se escuchó un revuelo entre los árboles que bordeaban el claro, seguido de voces infantiles. El Benefactor levantó los ojos y movió rápidamente las manos; el rectángulo de luz se esfumó mientras los niños, con Koru a la cabeza, aparecían corriendo y gateando ante él. —¡La cogimos, la cogimos! —¡Cogimos la pelota!
—¿Verdad que somos listos? ¿Verdad que sí? Se pusieron a bailar a su alrededor entre gritos y risas. Entonces, de repente, Koru se detuvo a mitad del baile y miró a su alrededor. Sus azules ojos se abrieron desmesuradamente. —¿Dónde está Índigo?
—Ha regresado a Alegre Labor, Koru —respondió el Benefactor dirigiéndole una dulce sonrisa. —¡Oh! Pero yo creí que se iba a quedar con nosotros... —No podía quedarse — repuso él, negando con la cabeza—. Tiene... trabajo que hacer. Koru adoptó una expresión alicaída. —¿Regresará? Pensé que se quedaría. Confié en que lo haría... para siempre jamás. —Las comisuras de sus labios se doblaron hacia abajo pesarosas—. La echaré de menos.
—¿Lo harás? —La mirada del Benefactor se volvió más pensativa—. Pero seguramente te sientes feliz aquí con todos tus amigos...
—Sssí, pero... —Koru le dedicó un curioso encogimiento de hombros—. Ellos sólo quieren jugar. A mí también me gustan los juegos, pero a veces me..., me gustaría hacer otras cosas. —Se interrumpió y lanzó un suspiro—. Echaré de menos a Índigo y a Grimya. —Podrías haber regresado con ellos a Alegre Labor. —No. —La pequeña cabecita rubia dio una enérgica sacudida—. No podría. No podría.
El Benefactor no dijo nada más. Los otros niños reclamaban a gritos que volviera a lanzar la reluciente pelota, y dos de ellos corrieron hasta Koru y, cogiéndolo de las manos, lo instaron a que se uniera a su frívola danza. Koru dejó que lo arrastraran; pero, cuando el chiquillo se dio la vuelta, el Benefactor descubrió el tenue brillo de una lágrima indecisa en el rabillo de uno de sus azules ojos.
Una vez más tuvo lugar el suave y sutil cambio entre mundos, la sensación de traspasar un simple umbral. En cuanto se fundió con aquella puerta sobrenatural, Índigo olió el seco y mohoso aroma de la Casa de Alegre Labor y percibió el cosquilleo del polvo en la nariz. Las sombras la envolvieron y se encontró de vuelta en el último piso, en el sanctasanctórum del Benefactor.
Se produjo una segunda perturbación en el espejo, una ondulación del cristal, y apareció Grimya, retorciéndose y agitándose mientras cruzaba la barrera. La loba saltó al suelo y se sacudió, parpadeando.
—¡Estamos de vuelta! —Su voz denotaba alivio; luego volvió la cabeza para mirar por encima del lomo—. El otro mundo ha desaparecido.
El cristal del espejo no mostraba ahora más que sus propios reflejos, y la pálida luz del alba penetraba a raudales por la más oriental de las seis ventanas mugrientas que se abrían sobre sus cabezas, iluminando la desnuda estancia, la deslustrada corona sobre la peana acordonada, el espejo con su guardapolvo caído en el suelo, Índigo se frotó los ojos como si se despertara poco a poco de un sueño, y durante unos segundos permaneció inmóvil. — Voy a regresar a la ciudad, Grimya —anunció al fin—. Voy a ver a Hollend y a Calpurna. No quería hablar sobre lo sucedido y la loba no dijo nada, limitándose a inclinar la cabeza en señal de asentimiento. Las dos se pusieron en marcha en dirección a la escalera, cuando de pronto Grimya se detuvo en seco e irguió las orejas al frente, vigilante.
—¡Índigo! ¡O... oigo algo! Los ojos de la loba estaban fijos en la negra boca del hueco de la escalera, y al cabo de un instante también la muchacha oyó el ruido. Alguien se movía en el piso inferior. Por un instante Índigo se sintió casi convencida de que el Benefactor había regresado al mundo físico y llegado a él antes que ellas. Luego, haciendo añicos la sospecha, se escuchó una aguda voz femenina. —¿Quién anda por ahí? ¿Qué hacéis?
Índigo corrió a la barandilla y, al mirar por encima de ella, se encontró con el inadecuado rostro de tía Nikku, la guía de la Casa.
—¿Qué es esto? —Tía Nikku empezó a subir hacia ellas, y las suelas de madera de sus zapatos repiqueteaban con fuerza sobre los peldaños. Sus ojos se entrecerraron hasta convertirse en rendijas mientras ascendía hasta lo alto de la escalera y se enfrentaba con Índigo, congestionada por la furia—. ¿Qué es esto? —volvió a exigir—. ¡La Casa está prohibida a estas horas! ¡Explícate al momento, por favor!
Índigo abrió la boca para hablar, pero se dio cuenta de que no podía ofrecer ninguna explicación que esta diminuta y entrometida mujer pudiera comprender, y mucho menos aceptar. La aguda mirada de tía Nikku escudriñó la sala y fue a detenerse en el descubierto espejo.
—¿Qué? —exclamó, señalando con la mano—. ¿Qué has hecho aquí?
Tras empujar a la joven a un lado corrió hasta el espejo y lo contempló horrorizada como si esperara verlo desintegrarse ante sus ojos. Luego giró en redondo.
—¡No se puede tocar ningún objeto de la Casa! ¡Esto es una grave desobediencia! —Se inclinó para recoger el guardapolvo, que agitó vigorosamente antes de intentar devolverlo a su lugar sobre el espejo. Al ver que era demasiado baja para alcanzar la parte superior del marco, y con la idea de apaciguarla, Índigo hizo intención de ayudarla, pero tía Nikku lanzó un chillido y le golpeó las manos.
—¡Ah, ah! ¡Ahora me atacas! ¡Eres una criminal! ¡Una ladrona!
Índigo perdió los estribos ante aquello.
—¡No seas ridícula! Sólo intentaba...
—¡Ladrona! —gritó tía Nikku—. ¡Lo sé! ¡Lo sé! ¡Has venido aquí a robar los tesoros de la Casa y a llevártelos contigo!
Volvió a golpear a Índigo como enloquecida, y la muchacha intentó sujetarla por los brazos, en un intento de detenerla; Grimya corrió en defensa de Índigo, y en medio del revuelo se perdió repentinamente el control de la situación. La conmoción no duró más que unos segundos, pero cuando terminó las uñas de tía Nikku habían arañado el brazo de Índigo mientras que la guía se encontraba sentada en el suelo entre los pliegues revueltos del guardapolvo, sujetándose una mano que sangraba por efecto de un mordisco de Grimya. Durante un tiempo todo permaneció en silencio.
—¡Ahhh! —Había más rabia que daño en el grito de la mujer cuando intentó incorporarse, se enredó con la ropa otra vez y por fin consiguió ponerse en pie algo vacilante—. ¡El animal me ha embestido! ¡Me ha herido!
Índigo se frotó el brazo mientras contemplaba enfurecida a la menuda mujer.
—Se limitaba a defenderme de ti. Y no es más que una herida superficial; ya casi ha dejado de sangrar. Te la limpiaré y...
—¡Esta no es la cuestión! —gritó tía Nikku con voz estridente—. ¡He sido atacada y tal cosa no se puede tolerar! —¡Tía Nikku, por favor, cálmate! —rogó Índigo, dirigiendo una rápida mirada al espejo—. Hay muchas cosas que explicar...
—¡Desde luego! ¡Y será explicado de inmediato, ante el ¡; comité!
—¡Por favor, quieres escucharme! Vine aquí... —¡Sé muy bien por qué viniste aquí! ¡Para robar! ¡Para hurtar! ¡Responderás de este delito, y se te impondrá el castigo adecuado!
Índigo comprendió que no se podía razonar con ella. La menuda mujer se mantenía muy rígida, diminuta pero temible como una arpía ultrajada, con los ojos llameando con justificado fervor. De improviso, con gran teatralidad, tía Nikku señaló el espejo.
—Volverás a colocar la tela sobre el artefacto, y luego vendrás conmigo para presentarte ante el comité adecuado. ¡Al momento!
Índigo suspiró. Habría resultado muy simple apartar a tía Nikku a un lado y abandonarla allí bufando de cólera pero impotente mientras ella y Grimya escapaban del edificio. Pero eso no haría más que complicar la situación. Era mejor dejar que la mujer se saliera con la suya, al menos hasta que Índigo pudiera transmitir al comité la noticia con la que había regresado a Alegre Labor. Eso, y nada más, era lo que importaba por encima de todo. Tenía que mostrar a los habitantes de Alegre Labor la verdad sobre el mundo fantasma y los niños que lo habitaban. No con la ayuda del Benefactor, ni tampoco con la de Némesis, sino mediante su propia voluntad.
No dijo nada a tía Nikku, sino que se limitó a recoger el guardapolvo caído y a colocarlo otra vez sobre el espejo. Sus ojos contemplaron por un instante el cristal pero éste sólo le devolvió su propia imagen. El mundo fantasma seguía invisible... y aguardando, Índigo acomodó el último pliegue de ropa sobre el espejo, ocultándolo por completo a la vista, y, siempre en silencio, se volvió y siguió a tía Nikku en dirección a la escalera.
Tío Choai no acostumbraba levantar la voz, y por ese motivo el sobresalto que provocó su repentino rugido en demanda de silencio tuvo el efecto deseado y triunfó allí donde todo lo demás había fracasado. Incluso las chillonas acusaciones de tía Nikku se interrumpieron antes de tocar a su fin, y la mujer se quedó mirándolo con la boca abierta por la sorpresa.
Tío Choai se irguió adoptando una expresión de dignidad herida y recorrió con la mirada los rostros agitados, interesados o simplemente desconcertados, que lo rodeaban.
—Este no es el comportamiento que se espera de los diligentes ciudadanos de Alegre Labor —anunció con severidad—. ¡Tal alboroto no es decoroso y no se permitirá que continúe! Existen procedimientos adecuados, y serán estos los que se seguirán, por favor.
De improviso todos los reunidos parecieron reacios a mirarse entre ellos a la cara, y todos los ojos se clavaron en el suelo. Alguien carraspeó para disimular. Sólo Índigo continuó mirando a tío Choai, pero —al menos por el momento— no dijo nada. Había sido pura casualidad que Choai estuviera realizando una visita de rutina a la Oficina de Tasas para Extranjeros cuando tía Nikku penetró en ella inflamada de virtud y proclamando a grandes voces sus quejas contra Índigo y Grimya. Como miembro del Comité de Extranjeros, y único miembro de edad disponible inmediatamente, Choai se autonombró al instante arbitro de la disputa y exigió saber qué era lo que sucedía. Tía Nikku se lanzó a una locuaz diatriba; los demás, llenos de curiosidad, se acercaron para averiguar qué sucedía, y en cuestión de minutos la zona situada frente al mostrador de la recepción de la Oficina de Tasas quedó atestada de espectadores, muchos de los cuales se unían a la disputa con preguntas y opiniones de su propia cosecha, Índigo descubrió que Thia estaba allí, y detrás de toda la multitud incluso vislumbró el tímido rostro de Mimino, la viuda del doctor Huni; pero, con gran contrariedad por su parte, no vio la menor señal de la presencia de Hollend o Calpurna ni de ningún otro residente del enclave.
La muchacha no creía poder controlar su genio durante mucho más tiempo. Al principio, al negarse tía Nikku a escuchar una sola palabra de lo que le explicaba, dirigirse al comité había parecido la única línea de conducta sensata; aunque ahora empezaba a arrepentirse ya de esa decisión. Tío Choai estaba claramente empeñado en que se observaran rígidamente las formalidades, y eso no presagiaba nada bueno.
—Respetada tía Nikku... —Choai habló en medio del restituido silencio, dedicando una protocolaria reverencia a la menuda mujer al tiempo que le dirigía una mirada que dejaba bien patente la antipatía que le inspiraba—, tengo entendido que deseas efectuar una queja contra la médica extranjera llamada Índigo, y que afirmas haber sufrido un innoble ataque en tu persona. Agradeceré des más detalles.
Tía Nikku no precisaba de una segunda invitación. Empezó al momento a relatar su propia versión de la historia llena de dramatismo y exageraciones: cómo había descubierto a Índigo y a Grimya en la Casa del Benefactor, cómo había desenmascarado a la extranjera que no era más que una delincuente despreciable cuyo único interés era el pillaje y el robo, y cómo había sido atacada su persona, sin la menor duda siguiendo órdenes de su ama, por la perra de la extranjera. Tendió la mano mordida hacia tío Choai, exhibiendo las marcas de los dientes de Grimya, y exigió que se hiciera justicia, preferiblemente en la forma de un severo castigo impuesto a la culpable y abonado a ella. Su público estaba intrigado y empezó a hacer comentarios propios, y de repente Índigo ya no pudo soportarlo más.
—¡Tío Choai! —Su voz se escuchó por encima de los agudos chillidos de tía Nikku, lo que provocó que la diminuta mujer callara sorprendida. Todas las cabezas se volvieron, y todos los ojos se abrieron de par en par en consternada desaprobación ante tal violación del protocolo. Sin prestarles la menor atención, Índigo realizó la acostumbrada reverencia al anciano, pero tanto el movimiento como su voz demostraron impaciencia—. Pido disculpas, respetado tío, ¡pero no hay tiempo para ocuparse de la cuestión de este modo! Tengo noticias, noticias muy urgentes...
—¡Doctora Índigo! —Choai estaba escandalizado—. ¡Esto no es correcto! Tendrás tu turno para hablar a su debido tiempo; hasta entonces, por favor, permanece en silencio.
—No comprendes... ¡Esto es importante! Se refiere a...
—¡A lo que se refiera o no, no es pertinente hasta que llegue el momento adecuado! —la interrumpió tío Choai admonitorio—. Te lo repito otra vez: por favor, controla estos arranques y permanece en silencio.
Su tono era tan perentorio, su actitud tan altiva y altanera, que acabó con la poca paciencia que le quedaba a Índigo. Dejando de lado toda cautela —y con ella cualquier esperanza de redimirse ante los ojos de Choai—, aulló: —¡Maldito seas, viejo estúpido, quieres escucharme! ¡He encontrado a Koru!
Durante quizá tres segundos la habitación quedó totalmente en silencio; luego estalló un gran alboroto. Tío Choai, eclipsada su cólera por la revelación de Índigo, empezó a golpear el mostrador y a gritar pidiendo orden, pero nadie le prestó atención. La gente se amontonó alrededor de Índigo, dándole golpecitos con el dedo, sacudiéndola, atosigándola a preguntas; tía Nikku chilló que la extranjera debía de estar mintiendo y empezó a discutir con vecinos que se ponían de parte de la joven. Únicamente dos personas no tomaron parte en la refriega: la anciana Mimino, que había abandonado ya la Oficina de Tasas, consciente de su baja posición social y deseosa de no llamar la atención, y Thia, quien, tras abrirse paso por entre la muchedumbre, llegó hasta la puerta, se escabulló por ella y empezó a correr en dirección al enclave.
Cuando Hollend y Calpurna penetraron en la Oficina de Tasas unos minutos más tarde, la asamblea se encontraba en completo desorden; daba la impresión de que todo el mundo hablaba a la vez, y tío Choai intentaba todavía hacer valer su autoridad. Por suerte, la llegada de los padres del niño perdido, con Thia que sonreía humildemente detrás de ellos, provocó un repentino y sobrio silencio.
Calpurna se abrió paso por entre los reunidos; tenía el rostro manchado por las lágrimas y demacrado, lo que la hacía parecer más vieja de lo que era.
—¿Es cierto? —gritó—. Mi pequeño... ¿lo has encontrado? ¿Dónde está? ¡Dintelo!
El parloteo estalló de nuevo, y habría reinado el caos de no haber sido por Hollend. Tío Choai no se sintió en absoluto complacido cuando merced a su fuerte personalidad el agantiano se puso al mando y consiguió reinstaurar algo parecido al silencio y al orden, y por fin Índigo consiguió hablar.
—Si —dijo respondiendo a la desesperada pregunta de Calpurna—; he encontrado a Koru... o al menos sé dónde está. Se encuentra vivo y bien, pero...
—¿Dónde, Índigo, dónde? —interrumpió Calpurna.
—En la Casa del Benefactor.
Tía Nikku, que había estado escuchando con tanta atención como los demás, se mostró visiblemente ofendida.
—¿Qué? —exclamó—. ¡Eso no es así! ¡Si fuera cierto, yo lo habría sabido!
—¡Por favor, escuchad! —Índigo levantó ambas manos, y tras una furiosa mirada de
Hollend las protestas de tía Nikku se apagaron hasta convertirse en un malhumorado murmullo.
—Koru está en la Casa del Benefactor, pero existe una razón por la que tía Nikku, con todo mi respeto —Índigo hizo una reverencia no exenta de sarcasmo en dirección a la enfurecida guía—, no pudo encontrarlo.
—Lo siento —intervino Hollend—, pero no comprendo.
—Es difícil de explicar. Fui a la Casa anoche para registrarla..., qué me impulsó no es importante en este momento..., y encontré un... camino para pasar a otro lugar.
—¿Alguna especie de escondrijo secreto, quieres decir?
Como analogía era lo que más se aproximaba a lo que podrían creer en estos momentos, pensó Índigo, de modo que asintió.
—Sí. Tía Nikku no conoce su existencia; en realidad dudo que ningún ser vivo la conozca. Pero lo encontré, y ahí es donde está Koru.
—¿Por qué no lo trajiste contigo? —gritó Calpurna—. ¿Por qué no? ¿Está herido, está atrapado en alguna parte?
—No, no, no le ha pasado nada. Pero... —Índigo vaciló, y luego decidió que tenía que ser sincera—. No quiso venir conmigo, Calpurna. Intenté convencerlo, pero no quiso escuchar. No..., no quiere que lo lleven a casa.
Calpurna lanzó una exclamación ahogada y se aferró al brazo de su esposo. Durante un segundo o dos Hollend siguió con los ojos fijos en Índigo como si intentara leer en sus ojos todo lo que sospechaba que ésta no había dicho. Por fin se volvió para mirar a todos los reunidos.
—¿Por qué estamos aquí de pie perdiendo el tiempo? ¡Por piedad, vayamos inmediatamente a la Casa!
Todos los presentes en la Oficina de Tasas quisieron unirse al grupo que no tardó en ponerse en marcha; pero Hollend, respaldado con energía por tío Choai, que estaba ansioso por salvar todo lo que pudiera de su perdida autoridad, estuvo en contra. Demasiada gente asustaría a Koru, dijo, y si el niño realmente tenía miedo o era reacio a regresar a casa por su propia voluntad aquello no haría más que empeorar las cosas. Este sentido común prevaleció al fin, y cinco personas —Hollend y Calpurna, Índigo, tío Choai y tía Nikku— fueron las que finalmente marcharon hacia la Casa. Grimya iba a seguirlas pero tío Choai alzó una mano.
—El animal no —dijo con firmeza—. El animal se quedará aquí. La cuestión del vergonzoso ataque de esta criatura contra nuestra respetada tía Nikku sigue pendiente de consideración y quedan aún por decidir las medidas que deben tomarse. Hasta entonces, el animal permanecerá en la Oficina de Tasas bajo la custodia del Comité de Extranjeros.
Índigo protestó a voz en grito pero tío Choai se mostró inflexible y al cabo, para no retrasar la marcha del grupo por más tiempo, se vio obligada a ceder.
«Lo siento, cariño», dijo a la loba mentalmente. «Pero no nos deja otra elección. No te preocupes; tan pronto como regresemos me aseguraré de que se arregle toda esta estupidez. »
Grimya se pasó la lengua por el hocico.
«No me sucederá nada. Pero estaré inquieta por ti. » Hizo una pausa. «¿Estás segura de hacer lo correcto? Si el Benefactor estaba en lo cierto en lo que nos advirtió, esto puede crear aún más problemas. »
«Lo sé. Pero no creo que él estuviera en lo cierto. Puedo hacerlo, Grimya. » Recordó el rostro de Némesis. «¡Y no necesito la clase de ayuda que me ofrece el Benefactor!»
La servicial y siempre presente Thia no había conseguido conquistar un puesto en el grupo de búsqueda pero, como muestra de su aprobación por su perspicacia al ir a buscar a Hollend y Calpurna, Choai le encargó a ella el cuidado de Grimya hasta que regresaran. Thia se sintió muy satisfecha con la misión, y en cuanto se cerró la puerta de la Oficina de Tasas agarró a la loba por el cogote y la arrastró hacia una habitación trasera, a la vez que ordenaba autoritaria que se trajera un plato de agua para calmar la sed del animal. Como no quería agravar más su situación actual, Grimya no protestó; pero, cuando trajeron el agua y Thia la colocó sobre una estantería lejos de su alcance antes de volverse hacia ella, la loba empezó a sentirse claramente inquieta. Su mente percibía la esencia de los pensamientos de Thia; éstos eran codiciosos, y bajo la codicia subyacía un destello de algo aún menos agradable.
De hecho Thia tenía sus propios planes para Grimya. Ya había sugerido a la doctora Índigo que el animal, o uno similar, resultaría un regalo adecuado y aceptable como pago por los servicios prestados, y la ofendía la falta de atención prestada a su indirecta. Ahora que ella estaba en mejores relaciones con tío Choai que Índigo, Thia consideraba muy probable poder resolver la cuestión a su favor. La posesión de esta perra la convertiría en la envidia de sus semejantes, y el animal le resultaría muy útil bien adiestrado. Él amaestramiento, según creía Thia sin la menor duda, era, como con todos los animales, sencillamente una cuestión de disciplina.
—Tendrás agua si me obedeces, sólo si lo haces —dijo, clavando los ojos en la loba.
Desde luego que el animal no comprendería el lenguaje humano, pero le habían dicho que los perros eran capaces de aprender a reconocer los sonidos de cienos vocablos si eran repetidos con frecuencia y con la firmeza suficiente. Señaló el cuenco y luego el suelo para ilustrar su mensaje, y dio una palmada.
—¡Siéntate, por favor!
A Grimya le había desagradado Thia desde el principio, de modo que le devolvió la mirada, fingiendo no comprender, y la muchacha frunció el entrecejo.
—¡Siéntate, por favor!
Su voz mostraba un cierto deje colérico, pero Grimya siguió sin obedecer. La muchacha suspiró impaciente. Esto no resultaría; no era suficiente. Estaba claro que Índigo controlaba al animal, y no existía una razón lógica por la que ella no pudiera ejercer ese mismo dominio. La perra debía aprender quién mandaba aquí... y lo haría.
Su jubón estaba sujeto alrededor de la cintura por una correa lisa de cuero. Thia desató el cinturón y lo blandió.
—Aprenderás —afirmó autoritaria—. ¿Me comprendes? ¡Aprenderás! —Pasó la correa por entre los dedos y, levantándola, la dejó caer como un látigo en dirección al hocico de
Grimya.
Ésta se movió veloz. Se retorció a un lado y abrió la boca en dirección al improvisado látigo; cuando sus dientes se cerraron sobre el cuero, tiró con tanta fuerza que casi desencajó el brazo de Tilia. La muchacha lanzó un chillido de sorpresa y rabia, dio dos pasos al frente tambaleante y se encontró cara a cara con los furiosos ojos ambarinos de la loba. Grimya tiró de la correa, sacudiéndola como si se tratara de una presa; luego la dejó caer con gesto despectivo, y sus labios se tensaron para mostrar los colmillos en un gruñido