feroz mientras los pelos de su lomo se erizaban.

—Tócame otra vez —dijo con su rasposa voz gutural—, ¡y te desgarraré la gargaaaannnta!

Los ojos de Thia parecieron a punto de saltar de sus órbitas. ¡Hablaba! ¡El animal le había hablado! Entonces, con una vertiginosa oleada de terror, el rechazo ocupó el lugar de la comprensión: ¡no, no, tales cosas eran imposibles!

Retrocedió con cautela unos pasos y luego corrió a la puerta, donde forcejeó desesperadamente con el picaporte mientras dirigía una última mirada aterrorizada a Grimya, sin saber si la asustaba más el ataque físico o el insensato, inconcebible, insostenible hecho —no, no era un hecho; se había tratado de una ilusión, un lapsus momentáneo de su cerebro— de que el animal le había hablado a ella en su propio idioma. Thia huyó y, pesarosa pero no sin cierta satisfacción, Grimya escuchó cómo corrían un pestillo al otro lado de la puerta. Se encontraba prisionera ahora; pero al menos le quedaba la satisfacción de estar segura de que Thia no regresaría.

Tía Nikku realizó toda una ceremonia para abrir y empujar la puerta de postigo del muro que rodeaba la Casa del Benefactor, al tiempo que se lamentaba ruidosamente del trastorno que sin duda produciría esta inaudita desviación de la rutina y procedimientos correctos. Durante todo el trayecto hasta el edificio ella y tío Choai habían estado enzarzados en una discusión ferozmente educada sobre la cuestión de quién tenía prioridad, y tan sólo la intervención de Hollend, enfurecido por el efecto de su disputa sobre la ya trastornada Calpurna, consiguió por fin acabar con el debate. Para alivio de todos —exceptuando posiblemente a tía Nikku— era todavía demasiado temprano para la llegada de visitantes para la primera visita del día, y así pues la puerta fue abierta y el pequeño grupo penetró en el recinto de la Casa. Había varias personas trabajando en el reglamentado jardín, pero a una orden de tío Choai todos ellos dejaron las herramientas y, con curiosidad pero en silencio, desfilaron por la puerta para esperar en el exterior hasta que los mayores y el resto del grupo hubieran acabado lo que habían ido a hacer.

El familiar olor a moho provocó un cosquilleo en la nariz de Índigo cuando penetraron en la Casa. Tía Nikku los condujo al interior de la claustrofóbica penumbra, y allí se volvió.

—¿Ahora qué, por favor? —inquirió, contemplando desafiante a la muchacha.

Índigo señaló con la cabeza en dirección a la escalera.

—El último piso —indicó.

Ascendieron estrepitosamente los tres tramos de escalera sin decir nada más. Al llegar al último tramo Calpurna estuvo a punto de perder el control, pero Hollend la rodeó con el brazo y la mujer siguió adelante.

La habitación del último piso estaba tal y como Índigo y tía Nikku la habían dejado, con tan sólo unas marcas borrosas en el polvo para dar testimonio del pequeño incidente acaecido. Calpurna pareció sentirse fascinada muy a su pesar por la corona que descansaba en su peana; mientras su esposo la conducía por la habitación la mujer no consiguió apartar la mirada del antiguo objeto y en dos ocasiones se estremeció como si la hubiera rozado un aliento frío e invisible. Por fin se agruparon todos frente al espejo cubierto por la funda, y cuatro expectantes pares de ojos se clavaron en el rostro de Índigo.

Índigo había tenido tiempo de pensar en lo que iba a decir en este momento, y estaba todo lo lista que podía estarse.

—Hollend..., Calpurna. —Paseó la mirada del uno a la otra—. Lo que tengo que mostraros no será fácil que lo aceptéis. Pero creo, espero, que puedo demostrar que todo lo que os he dicho es cierto.

Tío Choai fruncía el entrecejo, y tía Nikku se mostraba hosca; Hollend y Calpurna se limitaron a contemplar a Índigo en tenso silencio. La muchacha se volvió entonces y tiró de la funda que cubría el espejo.

—¿Un espejo? —Se percibía una cierta irritación en la voz de Hollend—. ¿Qué tiene esto que ver con el corredor del que nos hablaste?

—Por favor, Hollend, escúchame. Os dije que Koru había encontrado un..., un escondite secreto fue el nombre que le diste, creo. No es tan sencillo como eso. El lugar al que ha ido Koru no es un escondite en el sentido que tú le darías, sino... otro mundo.

¿Qué?—Hollend se mostraba incrédulo, y el labio inferior de Calpurna empezó a temblar—. En nombre de lo racional, ¿quieres decirme de qué estás hablando?

Índigo empezó a desanimarse. Había contado con que Hollend al menos no había sido víctima del temperamento de Alegre Labor y que por lo tanto estaría dispuesto, aunque fuera de mala gana, a aceptar la posibilidad de la existencia del mundo fantasma. Sin embargo ahora, al ver el duro y furioso centelleo de sus ojos, comprendió que había cometido un terrible error de cálculo.

—Hollend, por favor. —La desesperación se apoderó de ella—. Ten paciencia..., deja que te lo muestre. He encontrado a Koru, y puedo llevarte con él. —Se volvió otra vez de cara al espejo—. Mira..., ¡mira lo que sucede cuando toco el cristal!

Extendió la mano hacia el espejo, y ésta se encontró con la dura superficie; cuando la apretó contra él, el espejo se limitó a balancearse suavemente en su marco.

—¡No! —Índigo giró en redondo y miró más allá de los rostros hostiles de sus cuatro compañeros, hacia la corona que descansaba en su peana—. ¡No me hagas eso, no puedes! ¡Abre el portal!

Calpurna empezó a llorar. Tío Choai miró a tía Nikku, y ésta realizó una expresiva mueca.

—Es tal y como ya he intentado contaros: la extranjera intenta engañarnos y disfrazar sus auténticas intenciones. O bien es eso o está totalmente loca.

Índigo la oyó y se revolvió contra ella.

—¡No estoy loca! ¡Os digo la verdad! ¡El espejo es una puerta a otro mundo, a otra dimensión! ¡Koru la encontró, y huyó allí porque se lo castigó por creer que tales cosas eran posibles! ¡Oh, dulce Madre, estáis todos tan ciegos! —Dio otro nuevo empujón al espejo con tal violencia que casi lo derribó, y se acercó a grandes zancadas hacia la acordonada peana—. Vuestro precioso Benefactor, a quien veneráis tanto..., ¡lo sabía! Yo lo he visto, he hablado con él... Puede que lleve muerto siglos pero su espíritu, su fantasma, algo, no lo sé, todavía vive; y esta aquí, ¡controla el portal! ¡Lo sé! He visto el mundo fantasma... he estado allí, y Koru está allí, y...

Su voz se apagó cuando un destello de razón en algún rincón de su cerebro la devolvió bruscamente a la realidad. Su mirada se paseó frenética de un rostro a otro, pero no había ayuda ni comprensión para ella. Calpurna había ocultado la cara en el hombro de su esposo y sollozaba con amargura, mientras que Hollend contemplaba a Índigo con una mirada de total y horrorizado desprecio. La expresión de tía Nikku era de pesarosa reivindicación, en tanto que tío Choai se limitaba a contemplarla impasible con rostro inexpresivo.

Fue Choai quien por fin rompió el silencio.

—Hollend, mi muy respetado amigo. —Resultaba casi inconcebible que uno de los ancianos de Alegre Labor se dirigiera a un extranjero en tales términos, y era considerado una muestra de gran estima—. Creo que lo mejor será que te lleves a tu valiente y noble esposa de este lugar y le ofrezcas todo el consuelo del que seas capaz en estas tristes circunstancias.

La mirada de Hollend se deslizó brevemente hasta el anciano, y luego asintió. No volvió a mirar a Índigo mientras conducía a Calpurna fuera de la estancia y escalera abajo. Cuando consideró que ya no podían oírlos, Choai se volvió hacia Índigo.

—Doctora Índigo —dijo con voz fríamente distante—, no estoy en posesión de todos los hechos y por lo tanto aún no estoy en condiciones de dar un veredicto final sobre tu comportamiento. Puede que estés enferma, como ya se creyó que era el caso en otra ocasión anterior; o puede ser que poseas un temperamento cruel y del todo indeseable que encuentra satisfacción en fingir locura. Si es éste el caso, el castigo será severísimo. —Dedicó una cortés inclinación de cabeza a tía Nikku—. Regresaremos ahora a la Casa del Comité, donde se averiguará la verdad. —Al ver que Índigo abría la boca para protestar, le advirtió—: No hables, por favor. Fuera de la Casa se encuentran ciudadanos fuertes y leales y se utilizará la fuerza si tu comportamiento lo hace necesario. —Señaló la escalera—. Haz el favor de ponerte en marcha.

No había nada que Índigo pudiera hacer o decir. Esta vez ni siquiera dirigió una mirada al espejo, pues sabía que no haría más que mostrarle su propia imagen derrotada. Asintió una vez, con sequedad, para demostrar que estaba de acuerdo, y por segunda vez en aquella mañana dio la espalda a la Casa y a todo lo que ésta contenía.

Hollend y Calpurna se habían adelantado; ninguno de los dos quería estar en presencia de Índigo ahora. Los trabajadores se inclinaron respetuosos cuando tío Choai y tía Nikku abandonaron el edificio acompañados por la extranjera de elevada estatura que avanzaba silenciosa y sombría delante de ellos, y luego regresaron a sus tareas. Mientras el polvo volvía a asentarse en la habitación del último piso de la Casa nadie pudo ver el peculiar juego de luces, surgido de la nada al parecer, que brilló de improviso alrededor de la vieja corona de la peana; ni tampoco nadie pudo escuchar el débil eco espectral de un sonido que, con un poco de imaginación, podría haberse tomado por un apagado y entristecido suspiro.

En esta ocasión no hubo nada espontáneo ni improvisado en la delegación que se reunió ese atardecer en una de las habitaciones superiores de la Casa del Comité que daba a la plaza del mercado. Durante toda la tarde Índigo había permanecido prisionera de hecho en la Oficina de Tasas, sin poder ver a Grimya y sin poder hablar con nadie que conociera. Se le había dado comida y agua, pero sus preguntas, protestas y ruegos no recibieron como respuesta más que un pétreo silencio hasta que, poco antes de la puesta del sol, la escoltaron a la Casa del Comité a enfrentarse con el tribunal.

Ya la esperaban cuando entró. Seis ancianos, de los cuales tío Choai era el de menor categoría, aguardaban tras una larga mesa, mientras que una legión de secretarios, notarios y otros funcionarios de menor categoría estaban sentados en el suelo con las piernas cruzadas formando una hilera a un lado de la habitación. Al otro lado se encontraban alineados Hollend, Calpurna y Ellani, que se había reunido ahora con sus padres, junto con tía Nikku ¡ y —algo que sorprendió en cierto modo a Índigo— Thia. ¡. En el centro de la habitación se había colocado un solitario taburete de tres patas, y fue aquí donde se le dijo a Índigo que se sentara.

No le habían permitido llevar a Grimya al interrogatorio. Más tarde comprendió que debería haber previsto las implicaciones de tal prohibición, pero como en aquellos momentos tenía otras preocupaciones más urgentes no le dio demasiada importancia aparte de sentir una gran irritación por la rígida actitud de los ancianos. Eso, como no tardo en descubrir, fue un terrible error.

El anciano de más edad, una mujer muy vieja de rostro afilado que respondía al nombre de tía Osiku, que lucía una banda azul y una expresión de permanente hostilidad, no perdió el tiempo con preámbulos. La cuestión que se presentaba ante este comité provisional, dijo, era muy sencilla. La extranjera Índigo, que hacía poco tiempo había sido recibida con los brazos abiertos por la feliz y pacífica comunidad de Alegre Labor, había deshonrado tanto sus privilegios como sus deberes al intentar burlarse de aquellos que habían tenido la amabilidad de trabar amistad con ella. Estaba claro ahora para el comité que la joven había intentado pervertir la impresionable mente de un niño de ocho años confiado a su cuidado; el niño había huido de su casa y aún no había sido localizado. Cualquier persona de recto proceder se daría cuenta ahora, declaró tía Osiku, de que eran las acciones sediciosas de la extranjera Índigo las únicas responsables de la desaparición del niño llamado Koru. Ahora, como si tal traición no fuera suficiente, la extranjera había intentado descaradamente atraer hasta esta misma enmarañada telaraña de invenciones disparatadas con la que ya había seducido a un niño indefenso no sólo a los propios padres del niño —quienes, sin duda, ya habían sufrido bastante— sino también a dos respetados ancianos del comité. Por si esto fuera poco, gracias a la evidencia de tía Nikku, cuya honorabilidad era desde luego indiscutible, se había descubierto un motivo oculto, ya que tía Nikku había detenido a la extranjera Índigo justo cuando intentaba robar los tesoros de la Casa del Benefactor.

Índigo escuchó este sermón condenatorio con creciente incredulidad y enojo. Abrió la boca en varias ocasiones para protestar furiosa, pero no se le ocurrieron las palabras apropiadas; el ataque que se lanzaba contra ella era una tergiversación tan monstruosa de todo lo sucedido que desafiaba la razón y la dejaba sin habla. Miró una vez en dirección a la familia de Koru, pero Calpurna desvió el rostro inmediatamente y sólo Ellani le sostuvo la mirada. Los ojos de la niña brillaban con un rencor que rayaba en el odio, e Índigo volvió la cabeza.

—Así pues —siguió la antipática anciana—, es ahora tarea de este comité decidir qué medidas tomar sobre este asunto.

—Respetada tía... —De improviso, Thia se puso en pie rápidamente y dedicó una reverencia a la mesa—. Si se permite hablar a una adolescente sin importancia, significaría un gran favor hacia mi persona.

La anciana la contempló sorprendida.

—Adolescente... —consultó sus notas—, adolescente Thia. ¿Posees información que sea de valor para el comité?

Thia volvió a inclinarse.

—Sí, respetada tía. Se refiere a otra queja contra el animal que pertenece a la extranjera Índigo.

El pulso de Índigo se aceleró, y la expresión de la anciana se tornó más ansiosa.

—Puedes informar al comité de lo que sepas. Habla, por favor.

Los labios de Thia se torcieron en una sonrisita de satisfacción.

—Respetada tía, se me confió la responsabilidad de custodiar a este animal, que es una perra grande y fuerte, mientras la extranjera Índigo intentaba de una forma tan vergonzosa engañar a nuestros estimados ancianos y a la desdichada familia del niño Koru. El comité está al corriente de que este animal había realizado ya un ataque salvaje y totalmente injustificado en la persona de la respetada tía Nikku. Es ahora mi deber ineludible informar al comité que, mientras se encontraba a mi cuidado y sin provocación, la criatura también me atacó a mí.

¿Qué? —chilló Índigo, y tía Osiku le lanzó una mirada furibunda.

—La extranjera Índigo permanecerá en silencio, por favor. —Mientras Índigo se calmaba de mala gana, la anciana volvió a mirar a Thia—. Esto es muy grave, adolescente Thia. ¿Se produjo alguna herida?

—No, respetada tía. Gracias a la rapidez de reflejos y a una actuación prudente conseguí evitar los dientes del animal.

—Me alegra oírlo. ¿Qué ha sido del animal?

—Se encuentra bien encerrado en una habitación de la Oficina de Tasas para Extranjeros, respetada tía. No consideré prudente permanecer en presencia de la criatura, y ya he dado aviso de que para una persona desprevenida puede resultar peligroso entrar en la habitación.

—Muy juicioso —asintió tía Osiku con sagacidad—; sí, muy juicioso. Has actuado de forma correcta y diligente. —Hizo una señal a uno de los secretarios—. Que quede constancia de que este comité reconoce y elogia la conducta responsable de la adolescente Thia.

El secretario inclinó la cabeza y empezó a tomar nota, mientras Thia y su mentor, tío Choai, no hacían el menor esfuerzo por ocultar su alegría. Tía Osiku aguardó a que el secretario hubiera terminado de escribir, y luego movió la cabeza satisfecha.

—Muy bien, sigamos. Este comité toma nota de que Hollend y Calpurna, padres del niño perdido, exigen reparación y embargo sobre la extranjera Índigo en justa compensación por la ofensa causada. Tía Nikku también exige embargo, y además solicita la destrucción de la perra de la extranjera Índigo por ser una amenaza a la seguridad pública...

Consciente de que su anterior interrupción no había servido precisamente para ayudarla, Índigo se había esforzado por controlarse y guardar silencio. Esto, sin embargo, era demasiado, y se puso en pie de un salto, derribando el taburete.

Destruir a Grimya? —aulló—. ¡Eso es monstruoso! Por la Madre, no pienso seguir tolerando esto...

La anciana hizo un gesto, y antes de que pudiera decir nada más Índigo se encontró con que dos hombres le inmovilizaban los brazos a los costados. Ni siquiera se había dado cuenta de su presencia en la sala; debían de haber estado a su espalda, y no dudaba que los habían enviado para impedir tales arrebatos por su parte.

Tía Osiku le lanzó una mirada furiosa y le espetó:

—¡La extranjera Índigo permanecerá sentada!

Uno de los capturadores de la muchacha volvió a colocar en pie el taburete mientras que el otro zarandeaba violentamente el brazo de Índigo. Ésta lo apartó con un furioso gesto y, blanca de rabia, volvió a sentarse. El corazón le latía desbocado pero se obligó a permanecer callada.

Tía Osiku devolvió su atención a Thia, que había contemplado el enfrentamiento con expresión de compasivo desdén.

—Adolescente Thia, ¿deseas añadir tu nombre a los de Hollend, Calpurna y tía Nikku en esta petición de embargo sobre la persona de la extranjera Índigo?

—Si se me permite hacerlo, respetada tía, ése es mi deseo —respondió Thia con una exagerada reverencia.

—Muy bien. —Dirigió otro gesto en dirección a los secretarios, y otro de ellos tomó nota—. Regresa a tu asiento, por favor, adolescente Thia.

Mientras Thia se sentaba, los seis ancianos juntaron las cabezas y empezaron a conferenciar en voz baja. Hubo numerosos asentimientos e innumerables gestos obsequiosos por parte de tío Choai, pero, por mucho que Índigo agudizó el oído para intentar escuchar lo que decían, no consiguió captar ni una palabra. Por fin, tía Osiku se enderezó y dio unas palmadas.

—Muy bien. Este comité ha estudiado el tema, y está ahora listo para dar su sentencia.

Por un momento Índigo no pudo creer lo que escuchaba.

¿Sentencia... ? —inquirió, boquiabierta.

Se hizo el silencio, y los ancianos la contemplaron con asombro. Luego tía Osiku dijo con frialdad:

—Desde luego.

—Pero..., ¡pero esto es absurdo! ¡No habéis escuchado más que una versión de la historia! La anciana pareció atravesarla con la mirada.

—Todos los testimonios necesarios para las deliberaciones del comité han sido dados y considerados. No hay nada más que decir. La extranjera Índigo permanecerá en silencio, por favor, o será necesario sacarla de la sala y pronunciar sentencia sin que esté presente.

—¡Malditos seáis, no pienso permanecer callada! —gritó Índigo, volviendo a incorporarse de un salto.

Los dos hombres corrieron hacia ella pero esta vez los esperaba; con la mano derecha apartó a uno con fuerza mientras un golpe bien calculado con el codo izquierdo hacía retroceder tambaleante al otro.

Tía Osiku se puso en pie, roja de indignación.

—¡Esto no puede tolerarse!

—Tienes mucha razón, respetada tía: ¡desde luego que no puede tolerarse! —le espetó Índigo—. ¿Cómo podéis pronunciar sentencia sin escuchar lo que yo tengo que decir? ¡Si se me está juzgando, lo que evidentemente es así, entonces tengo derecho a hablar!

—Es bien sabido que un acusado sólo puede hablar si así lo decide el comité ante el que ha sido llevado —replicó la tía con aspereza—. Si así se desea, se debe elevar la petición correspondiente y solicitar permiso.

—¡Entonces hago esa petición ahora! —dijo Índigo apretando los dientes.

La tía volvió a hacer un gesto con la cabeza en dirección a su secretario.

—Que quede constancia de que la extranjera Índigo solicita permiso para presentar su caso ante este comité. Que también quede constancia de que no se le concede tal permiso. —Su fría mirada volvió a posarse sobre Índigo—. La acusada se sentará ahora.

Ni siquiera «extranjera» ahora, sino «acusada»...

—¡Esto es una parodia! —protestó Índigo—. Una parodia, una burla... que la Señora me ayude, ¿qué clase de locos fanáticos y ciegos sois?

Tía Osiku no se mostró nada afectada por su diatriba, e Índigo comprendió de improviso que nada de lo que dijera o pudiera hacer cambiaría las cosas un solo ápice. El comité la había juzgado y encontrado culpable. Por muy violentamente que protestara, su decisión estaba tomada, y ni el razonamiento ni ninguna otra forma de súplica alteraría. Estupefacta ante aquella idea, la muchacha sintió de repente que las fuerzas la abandonaban, e involuntariamente se desplomó sobre el taburete, con el rostro muy pálido.

Se produjo un silencio expectante, hasta que tía Osiku carraspeó y anunció:

—Este comité encuentra mérito en las quejas presentadas contra la extranjera Índigo, y considera culpable a dicha extranjera en todos los aspectos. Que quede pues constancia de que el castigo se aplicará como sigue: la persona ! de la culpable ya no es deseable en la vecindad de Alegre Labor, y por lo tanto se la transportará a un lugar situado a ocho kilómetros al este de la ciudad y una vez allí se la dejará marchar; esta acción se llevará a cabo mañana una hora después del amanecer. No se le concede permiso para regresar a Alegre Labor en el futuro, y el castigo a su desobediencia será inmediato y severo.

Índigo la miró perpleja. ¿Un simple exilio? Había esperado algo mucho peor... Pero la mujer no había terminado aún.

—En cuanto a las peticiones de embargo recibidas de Hollend y Calpurna, de tía Nikku y de la adolescente Thia, el comité decreta lo siguiente: que los bienes y posesiones de la culpable Índigo sean decomisados y entregados a los solicitantes por riguroso turno, en una proporción de tres, dos y uno; el valor total de este embargo se fijará en ciento cincuenta piezas.

Vaya, de modo que ahí estaba el quid de la cuestión, Índigo se sintió embargada por la amargura al comprender hasta dónde llegaba el cinismo de estas personas. ¿De qué podía servir la prisión o incluso la ejecución, cuando se podía sacar un provecho de todo aquello? Un prisionero ocupaba espacio productivo y comía comida valiosa, y un cadáver no le servía a nadie. Una severa pena monetaria resultaba una opción mucho más práctica.

Dirigió la mirada al otro extremo deja estancia donde se encontraban Hollend y Calpurna. Esta estaba sosegada, apesadumbrada aún pero asintiendo son severidad a la sentencia de la anciana. Hollend parecía fatigado pero aliviado. Y Ellani... Ellani sonreía. ¿Era eso todo lo que Koru significaba para ellos?, se preguntó Índigo con un escalofrío interno. ¿Estaban tan contaminados por la forma de ser de este país monstruoso que valoraban la vida de su propio hijo y hermano tan sólo en términos monetarios? No podía creer tal cosa de ellos. ¡Tal cosa no era posible!

Sus tristes reflexiones se vieron interrumpidas cuando tía Osiku volvió a tomar la palabra.

—Por último, llegamos a la cuestión de la perra de la culpable. Queda claro por la evidencia presentada ante este comité que el animal en cuestión no es una presencia deseable dentro de los límites de Alegre Labor. Por el momento ya ha lanzado dos ataques, en ambos casos sin mediar provocación, sobre honrados e inocentes ciudadanos. La culpa de tales ataques queda atribuida a la rea Índigo, ya que es bien sabido que un simple animal carece del poder de razonar y por lo tanto no se lo puede considerar culpable de sus acciones. No obstante, es la obligación de este comité tener en cuenta no sólo la seguridad de los buenos ciudadanos de Alegre Labor sino también el bienestar de los habitantes de otros distritos a los que pueda ir a parar la rea en el futuro. El animal ha demostrado ser una amenaza para el mantenimiento de la paz y el orden, y permitirle vagar en libertad significaría una negligencia en nuestro deber para con nuestros vecinos. Así pues, el comité decreta que el animal sea confiscado y destruido.

Índigo se quedó helada. No podía mover ni un músculo; ni siquiera era capaz de respirar...

Tía Osiku dirigió una mirada complacida a los presentes.

—La actuación de este comité se da por concluida. Todos pueden retirarse.

Los otros ancianos se incorporaron, asintiendo y hablando entre ellos. Los secretarios y notarios se pusieron a re coger sus papeles. Hollend empezó a conducir a su esposa e hija a la salida; detrás de Índigo alguien abrió las dobles puertas, dejando entrar una oleada de aire fresco...

—¡¡NO!! —aulló Índigo, haciendo añicos el apagado bullicio.

Luchó contra ellos. Se debatió con todas sus fuerzas cuando otros tres hombres acudieron corriendo a la llamada de tía Osiku para ayudar a los dos que se esforzaban por sujetar a Índigo, pero, aunque los dos primeros no habían podido con ella, no tenía la menor posibilidad contra cinco. Le ataron las manos a la espalda; luego, cuando todavía intentó patearlos, le ataron los pies, y por fin la sacaron ! sin miramientos de la habitación a la vista de todos los ¡ reunidos.

Tía Osiku contempló cómo la sacaban de allí con aire de desaprobador pesar, y sólo cuando Índigo y sus guardianes hubieron desaparecido escalera abajo se permitió suspirar entristecida para acto seguido recoger sus papeles y disponerse a marcharse. Encontrándose entonces con la mirada de Hollend, hizo un gesto a éste para que se acercara.

—Extranjero Hollend... —La reverencia que le prodigó no podía ser más cortés—. El comité lamenta este infortunado arranque. Ha sido muy desagradable, y una afrenta para tu buena esposa que ya ha sufrido mucho a manos de la rea.

Una disculpa tan clara de labios de un anciano situado en la categoría de los portadores de banda azul resultaba una auténtica rareza, y Hollend devolvió la reverencia con gran énfasis.

—Me conmueve profundamente tu amabilidad, la cual aprecio en todo lo que vale, respetada tía.

Un amable gesto de asentimiento acogió sus palabras.

—El embargo de las posesiones de la rea se celebrará esta misma tarde una hora después del anochecer. Será el momento más adecuado para todos los interesados. Designaré a dos monitores para que regresen contigo a tu casa y recojan todos los bienes pertinentes para su inventario y evaluación, y todos pueden reunirse aquí a la hora convenida.

—Gracias —repuso Hollend y, tras cierta vacilación, añadió—: Lo cierto, respetada tía, es que mi esposa y yo no queremos nada de Índigo. —¿Nada? —La anciana se sorprendió.

—Los dos sentimos que..., que tener algo que... nos recuerde este triste episodio sería... desagradable. —Sus ojos sostuvieron la curiosa mirada de la mujer—. Y ninguna riqueza de este mundo podría compensarnos por la pérdida de nuestro hijo.

Era evidente que a tía Osiku le resultaba imposible comprender algo así, pero, teniendo en cuenta las peculiares costumbres de los extranjeros, lo aceptó lo mejor que pudo.

—Bien, vosotros decidís, desde luego. No obstante, te aconsejaría que recuerdes que la ley de embargo está pensada no sólo para compensar los perjuicios sufridos por la víctima sino también para castigar adecuadamente al malhechor.

—Desde luego, claro que comprendo eso. —Hollend volvió a hacer una pausa—. Hay únicamente un objeto que a mi hija le gustaría mucho tener, y que ruego se nos ceda.

—¿Cuál es?

—Un instrumento musical. No sé qué nombre recibe, pero está hecho de madera y tiene forma triangular, con un cierto número de cuerdas tensadas sobre el armazón. Tengo entendido que Índigo... lo tocó para Koru, la noche antes de... —Su voz se apagó.

—¿Una estructura de madera para producir sonidos musicales? No veo ninguna ventaja a un objeto así.

—En efecto; pero mi hija pide que se le conceda su custodia.

Totalmente desconcertada ahora, la anciana se encogió de hombros.

—Muy bien. Ordenaré que lo separen. —Le dedicó un cortés gesto de cabeza para indicar que no tenía nada más que decir, e hizo intención de salir, pero entonces se detuvo y volvió la cabeza.

»¿Por qué quiere tu hija este instrumento? ¿Lo sabes?

Hollend sonrió tristemente.

—Sí, respetada tía. Desea reducirlo a cenizas.

—No me importa —suplicó Índigo con desesperación—. No me importa lo que os quedéis, lo que cojáis... Os lo podéis quedar todo: mis ponis, mi dinero, mis pertenencias, todo lo que poseo..., ¡pero no hagáis daño a Grimya!

Pero, mientras les imploraba otra vez, sabía que era inútil. El comité había dictado sentencia, y nada, ni la compasión, ni la misericordia, ni siquiera el soborno, los haría cambiar de idea. Grimya estaba condenada a morir y nada podía hacer ella para evitarlo.

La habían sacado de su improvisada celda en la Oficina de Tasas para que presenciara el embargo de sus bienes, y en otras circunstancias, la forma tan escrupulosa en que éste se realizaba habría resultado totalmente ridícula. Aunque su intención real era robarle casi todo lo que poseía —ciento cincuenta piezas compraban muchas cosas en Alegre Labor— el comité realizó un gran alarde para demostrarle que no pensaban tomar ni una pizca más de lo que correspondía a la multa impuesta. E incluso esperaban que se mostrase agradecida por ello.

Índigo apenas si prestó atención mientras se desarrollaba todo aquel batiburrillo de discusiones y trueques, la mayoría del cual —no; para ser justos, todo él— se centraba en tía Nikku y Thia, ya que ambas querían uno de los dos ponis de la joven. La disputa quedó zanjada cuando un notario anunció que el valor de cada poni se había fijado en treinta piezas y por lo tanto la adolescente Thia, a la que sólo correspondían veinticinco piezas, no podía reclamarlo. Tía Nikku no realizó el menor esfuerzo por ocultar su regocijo ante esto, y por las restantes veinte piezas que le quedaban exigió los arreos del poni, las mejores ropas de Índigo —incluido su grueso abrigo de lana—, su cuchillo y la funda —que ella misma había encontrado allí donde Índigo los había dejado caer junto al muro de la Casa, lo que, según dijo tía Nikku, confirmaba su derecho a ellos—, y sus utensilios para cocinar, que estaban hechos de una clase de hierro de mucha mejor calidad que la que podía encontrarse en la zona. Thia, colérica, empezó a discutir sobre las ropas y el cuchillo, y otra anciana menuda y apergaminada, a quien Índigo no había visto nunca antes, se vio obligada a intervenir y arbitrar hasta que finalmente las dos interesadas se dieron por satisfechas.

Durante todo aquel regateo y enfrentamiento verbal, Hollend y Calpurna se mantuvieron el uno junto al otro a un lado de la habitación, contemplando lo que sucedía en silencio pero sin tomar parte. De vez en cuando algún funcionario perseverante intentaba hacer que participaran, instándolos a tomar lo que en justicia era suyo, pero en cada ocasión ellos se limitaron a negar con la cabeza, rechazando lo que se les ofrecía. Envolvía a ambos un aire de triste y estoica dignidad que, no obstante sus anteriores sentimientos de desprecio, a Índigo le resultó dolorosamente conmovedor; pero ellos no la miraron ni una sola vez.

Ellani, en cambio, era otra cuestión. Sus ojos se habían mantenido fijos en Índigo desde el mismo inicio de la reunión, y la expresión que aparecía en ellos mostraba el mismo odio que la muchacha ya había visto antes, aunque aumentado ahora por un jubiloso triunfo. Y, cuando por fin se hubieron repartido las partes correspondientes a Thia y a tía Nikku y todas las demás personas presentes en la sala contemplaron expectantes a Hollend y Calpurna, fue Ellani quien dio un paso al frente. Tras dedicar una respetuosa reverencia a los ancianos presentes, la niña señaló una bolsa de cuero que descansaba Sobre el suelo entre los diversos objetos pertenecientes a Índigo.

—Si sois tan amables, respetados tíos y tías, me gustaría tener eso —dijo.

Índigo la contempló asombrada. ¿Su arpa? No lo comprendía. Entonces, de improviso, Calpurna habló; miraba a Índigo directamente a la cara por primera vez, y su rostro mostraba una expresión de amarga desdicha.

—Solicitamos este instrumento y nada más —anunció con frialdad—. No nos ensuciaremos las manos con ninguna otra posesión de la criatura que ha traicionado nuestra confianza de una forma tan cruel. Pero esto... —Señalo el arpa y se estremeció—. ¡Esto, al menos, lo cogeremos y quemaremos, para que jamás vuelva a ser utilizado para corromper la mente de un niño inocente! —Luego, mientras Índigo la contemplaba perpleja, su voz se apagó hasta convertirse en un ronco gemido hueco—. ¿Cómo pudiste hacernos algo así? ¿Cómo pudiste?

—Querida... —Hollend tiró de ella hacia atrás y Calpurna se revolvió violentamente, mordiéndose los labios mientras sus ojos se llenaban de lágrimas. —Quiero irme a casa. Sácame de aquí, Hollend, llévame a donde no la vea. ¡Quiero ir a casa!

—Calpurna... —Índigo intentó levantarse del taburete en el que la habían colocado, pero las manos de tres de los hombres más fornidos de Alegre Labor le impidieron hacerlo—. ¡Calpurna, espera, por favor! Si sólo...

—¡Permanece en silencio! —rugió uno de los hombres.

Hollend se llevaba ya a Calpurna, aunque de todos modos la mujer tampoco la habría escuchado. De repente, Índigo se cubrió el rostro con una mano y empezó a llorar en silencio, llena de desesperación.

Tía Osiku, que había presidido la reunión tal como antes la parodia de juicio, dio unas palmadas.

—Todo ha acabado ya, creo. La sesión para proceder al embargo de los bienes de la rea ha finalizado. Los bienes confiscados pueden ser reclamados mañana una hora antes del mediodía, cuando todos los inventarios y trámites Correspondientes hayan quedado concluidos. Esto es todo ahora. Marchaos, por favor. —Mientras todos se dirigían lentamente hacia la puerta siguiendo los pasos de Hollend y Calpurna, la anciana se volvió hacia los guardas Índigo y les hizo una autoritaria señal—. La rea será encerrada en una habitación segura hasta la hora en que la escoltará fuera de Alegre Labor. Si desea comer antes irse, puede comprar su comida pagando tres piezas.

Se volvió para marcharse, pero Índigo la llamó:

—¡Espera! Por favor...

La anciana se detuvo. Se dio la vuelta otra vez, pero sus ojos se clavaron en la pared y no en el rostro de Índigo.

—No se responderán más preguntas ni se considerarán las peticiones —dijo en tono conciso.

—Respetada tía, tengo que hacerte una pregunta. Por favor.

—Era un último y desesperado esfuerzo, y, si tenía que humillarse, se humillaría—. Grimya..., mi perra..., dónde está? ¿Sigue... viva?

La mirada de la tía se mantuvo imperturbable.

—Puesto que la respuesta ni beneficiará ni ayudará a la rea, puede contestarse a esta pregunta. El animal está encerrado en otro sitio. Sigue vivo.

«Madre querida, al menos eso es algo», pensó Índigo, y en voz alta preguntó:

—¿Qué le sucederá?

Por un momento pensó que la anciana no contestaría, pero entonces ésta le dedicó el negligente encogimiento de hombros de costumbre.

—Se matará a la criatura en la misma forma en que se sacrifica a los animales: cortándole el cuello. La tarea la realizará el matarife, mañana o al día siguiente, cuando sea conveniente.

Mañana o al día siguiente... Así pues, se dijo Índigo, todavía quedaba un atisbo de esperanza. De algún modo, de algún modo, debía encontrar una forma de escapar de este lugar antes de que fueran a buscarla por la mañana. O, si eso no tenía éxito, hallar la forma de regresar a Alegre Labor sin que la vieran; pues de una cosa estaba segura: si no conseguía rescatar a Grimya, entonces ninguna otra cosa —ni Koru, ni los secretos del mundo fantasma, ni siquiera su búsqueda de la forma de despertar a Fenran— volvería a importarle.

Thia no estaba del mejor de los humores cuando abandonó la Oficina de Tasas para Extranjeros. Todavía se sentía dolida por las disputas sobre la parte que le correspondía, y en particular la enfurecía el que se hubiera adjudicado a los ponis un valor que ella no podía pagar. Tía Nikku se mostraría insoportable ahora, y Thia estaba decidida a desquitarse a la primera oportunidad.

Había anochecido ya y las otras personas que también habían estado presentes en la Oficina de Tasas empezaban a dispersarse, por lo que Thia se sorprendió al descubrir una sombra de forma humana acechando cerca de la pared. Se detuvo, atisbo en la oscuridad, y su aguda vista distinguió una figura conocida.

—¡Tú! —Su voz resonó autoritaria en el silencio—. ¿Qué haces aquí?

La figura se acercó arrastrando los pies con un movimiento nervioso y furtivo, y Thia contempló con desprecio la inclinada cabeza de la vieja Mimino, la viuda del doctor Huni.

—¿Qué es lo que quieres, despreciable montón de huesos? —exigió rabiosa— ¡Aquí no hay nada para la gente como tú, carroña! ¡Vete..., arrástrate otra vez hasta tu estercolero y acurrúcate entre los animales, y no te atrevas a dejar ver tu rostro otra vez por aquí, porque

ahora ya no le sirves a nadie!

Mimino no protestó por los crueles y calculados insultos de la muchacha; no dijo ni una palabra. Inclinó varías veces la cabeza, como un ave que realizara un curioso gesto de asentimiento, y luego retrocedió de nuevo al interior de las sombras con toda la rapidez que le permitieron sus debilitadas piernas. Los labios de Thia se torcieron ! en una mueca burlona, y la muchacha se alejó a grandes zancadas por el camino en dirección al centro de la ciudad. Convencida de haber puesto a la anciana en su sitio ! no volvió la cabeza, y por lo tanto no vio cómo Mimino , observaba su marcha con ojos extrañamente brillantes y ¡ alertas. Tras contemplar durante unos instantes cómo la espalda de Thia se perdía en la distancia, la anciana sonrió, con una sonrisa peculiar y privada. Oh, sí, ella sabía lo que sucedía; ¿acaso esa noche no había encontrado un ¡hueco en las últimas filas de la multitud, en la Oficina de Tasas, y oído todo lo que había sucedido? Mimino sabía. Mimino sabía mucho más de lo que nadie podía ¡marginar. La extranjera, la nueva médica, había sido amable con ella. Y Mimino tenía la intención de ayudarla si podía. Mimino tenía la intención de ser útil.

Aguardó unos segundos más, hasta estar segura de que Thia se había perdido de vista y nadie se acercaba. Luego se dio la vuelta y avanzó hacia la Oficina de Tasas con luna facilidad que contradecía su acostumbrado paso lento y encorvado.

Grimya estaba frenética. Nadie se le había acercado desde el momento —debía de hacer horas ya, aunque no tenía forma de estar segura— en que la habían introducido sin miramientos en el interior de un cajón de madera y la habían sacado de la Oficina de Tasas con destino desconocido. Cuando se marcharon sus capturadores se abrió paso a mordiscos fuera de la caja, que era endeble y estaba medio podrida, y se encontró en una habitación vacía y sin ventanas cuyo suelo era de tierra. La estancia apestaba a podredumbre, sangre reseca y carne tan rancia que ni el más despreciable de los carroñeros la tocaría. En la atmósfera se percibía también un olor a ser humano, a hombres que no se lavaban, desagradable y nauseabundo. Aparte de esto, no obstante, no había nada que pudiera darle una pista sobre el lugar en que se hallaba.

Lo primero en lo que pensó fue en averiguar el paradero de Índigo, pero cuando utilizó sus sentidos telepáticos descubrió consternada que su amiga estaba demasiado lejos para poder establecer contacto con ella. ¿Dónde, no obstante? ¿Todavía en la Casa del Benefactor? ¿Había encontrado otra vez la forma de pasar a través del espejo y regresado al mundo fantasma, o habían vuelto ella y sus acompañantes a Alegre Labor y algo no iba bien? Grimya no había averiguado nada de los hombres que habían acudido a llevársela, ya que éstos no habían intercambiado una sola palabra entre ellos, y mucho menos con ella.

Pero el que la hubieran transferido de la Oficina de Tasas a una prisión más segura la hacía temer lo peor. ¿Por qué se habían empeñado tanto sus capturadores en separarla de Índigo? ¿Por qué no regresaba Índigo? ¿Qué iba a ser de ellas dos?

Durante mucho tiempo Grimya había estado intentando llamar la atención de alguien, de cualquiera. Había ladrado, aullado y gemido a la puerta de su prisión, arañando la sucia madera sin pintar y deteniéndose a cada momento para escuchar con atención cualquier sonido que llegara del exterior como respuesta. Pero nada llegó hasta ella, y por fin llegó a la conclusión de que no había nadie en el edificio que pudiera oírla. Llena de tristeza, la cabeza y la cola gachas, se tendió sobre el suelo con la mirada fija en la puerta y deseando con todo su corazón que la fuerza de voluntad pudiera abrirla. ¿Dónde estaba Índigo? ¿Y por qué, por qué las mantenían separadas?

Grimya no supo cuánto tiempo permaneció allí tumbada, impotente y frustrada hasta casi la desesperación por culpa de su forzada inactividad. Percibió el anochecer pero, sin una ventana por la que mirar, no tenía modo de calcular la hora con precisión. Su cerebro no dejaba de intentar imaginar lo que podría haber sucedido a Índigo, pero las posibilidades eran tantas que derrotaron su imaginación.

Entonces, de improviso, sus finos oídos percibieron un débil sonido al otro lado de la puerta.

Grimya se incorporó al instante, y la esperanza y el temor se apoderaron de ella en igual medida, ¿Índigo? No, ya que la veloz llamada telepática enviada no recibió respuesta. Sin embargo había alguien allí fuera. Percibía su presencia... y volvió a escucharse aquel sonido cauteloso, casi furtivo, como si quienquiera que fuese estuviera ansioso por no ser visto ni oído.

Los sonidos se acercaron a la puerta y cesaron. Luego se escuchó un chirrido discordante y quejumbroso, como el roce de pedazos de metal oxidados y sin aceitar, y corrieron el pestillo del otro lado. Grimya retrocedió al instante, con los pelos del lomo erizados y lista para saltar si aparecía un enemigo o para correr si se presentaba la oportunidad, y esperó. La puerta vaciló como si se atascara, y al fin se abrió. Los ojos de la loba se abrieron sorprendidos al aparecer en el umbral la figura de una anciana.

Mimino sonrió y se llevó un dedo a los labios.

¡Chissst! —dijo con un penetrante susurro—. No hagas ruido, por favor.

Se deslizó al interior de la estancia, sacudiendo la cabeza y sonriendo, los diminutos ojos ocultos casi entre los haces de arrugas, y cerró la puerta a su espalda.

—No debes tener miedo —dijo—. Soy amiga de la doctora Índigo, porque ella ha sido muy amable conmigo, y ahora seré también amiga tuya. —Una expresión de confabulación apareció furtiva en su sonrisa—. Conozco tu secreto, perra gris. Sé que puedes hablar, porque te he vigilado y he visto. Te he visto muchas veces, aunque tú no me has visto. Yo vigilo y escucho, y he llegado a comprender muchas cosas que los otros no comprenden.

Grimya recordó entonces que ya se había encontrado con Mimino en una ocasión. La anciana se había acercado a Índigo en las puertas del enclave cuando su grupo de búsqueda se ponía en marcha para localizar a Koru, y se había ofrecido a esperar en la casa del médico para explicar su ausencia a los pacientes que aparecieran. Más tarde, Índigo había explicado a Grimya que se trataba de la viuda del doctor Huni, considerada ahora inútil por ser demasiado vieja para realizar un trabajo provechoso, Índigo sentía lástima por ella y le había tomado cariño instintivamente. Ahora Mimino parecía ansiosa por retribuir su amabilidad... y, por si esto fuera poco, había presenciado la extraña habilidad de Grimya y la había aceptado como si fuera la cosa más natural del mundo. Mimino, al parecer, era la única de todos los ciudadanos de Alegre Labor que no necesitaba un doble espectral. Pero ¿se podía confiar en ella? Esa era la pregunta que la loba no podía contestar.

Como si comprendiera el dilema de Grimya, Mimino se inclinó hasta que sus rostros estuvieron casi a la misma altura.

—No descubriré tu secreto —aseguró—. Aunque lo hiciera, no podría perjudicarte, pues ¿quién iba a creer a este inútil montón de huesos... —rió para sí por haber repetido las ponzoñosas palabras de Thia—... si contara que la perra gris puede hablar?

Eso era cierto... Grimya vaciló y de improviso decidió que debía aprovechar aquella oportunidad. Podría no haber una segunda ocasión.

Aspiró, y pregunten voz baja y ronca:

—¿Dónnnnde está Índigo?

—¡Ah! —Mimino dio una palmada—. ¡Hablas, hablas! Eso está bien. Ahora confiarás en mí, creo, y te contaré lo que debes saber. La doctora Índigo tiene muchos problemas, y tú también los tienes.

Grimya irguió las orejas, alerta.

—¿Ha regresado Índigo?

—Sí, sí. No encontraron al pequeño, me parece, y ahora la doctora Índigo tiene que abandonar Alegre Labor con gran deshonra. Pero para ti es peor aún, porque los ancianos han dicho que debes morir.

Mientras Grimya. la contemplaba anonadada, Mimino le contó todo lo que sabía. Su relato era fragmentario, ya que sólo había presenciado una parte de la vista del comité y el final del embargo, pero escuchando y observando todo lo que pudo había conseguido juntar piezas suficientes para tener una idea concreta.

Cuando terminó el relato, Grimya gruñó en voz baja.

—¡Ten... go que llegar hasta Índigo! ¡Debo ir con ella de inmediato!

—¡No! —Mimino alzó una mano para detenerla—. Eso no sería muy sensato, ya que si te ven antes de la hora de la marcha de la doctora Índigo volverán a capturarte. Tienes que esconderte, diría yo, hasta que la doctora Índigo haya abandonado Alegre Labor, y sólo entonces ir a reunirte con ella.

Grimya comprendió que aquello tenía sentido. Un escondite... ¿Dónde podía hallar un escondite seguro? Y entonces recordó lo que el Benefactor le había dicho: «Siempre me encontrarás en la Casa... ».

Desde que había abandonado el mundo fantasma, Grimya no había dicho nada sobre sus propios sentimientos en la cuestión del Benefactor, pero su instinto la había llevado a una conclusión muy diferente de la de Índigo. Por lo que Mimino había dicho, dedujo que en la Casa había sucedido algo que corroboraba la afirmación del Benefactor de que Índigo no tendría éxito en su intento. Si era así, entonces el Benefactor había demostrado su integridad; había hecho todo lo posible para advertir a Índigo, y la mente telepática de la loba había percibido su gran pesar al fracasar. Muy bien pues, pensó. Regresaría a la Casa, y pediría la ayuda del Benefactor.

Volvió a mirar a Mimino. La anciana había regresado a la puerta y la mantenía abierta, sonriendo e indicando a la loba que la precediera. Grimya titubeó.

—Ha... ré que dices y me esconderé hasta mañana. Cuando Índigo sea sacada de la ciudad, ¿qué camino tomará?

—He oído decir a la tía que la enviarán hacia el este —respondió Mimino—. A once kilómetros por la Carretera del Espléndido Progreso hay una caseta de un pozo que se utiliza para regar las cosechas, pero los campos del lugar están en barbecho ahora de modo que la caseta está en desuso. Creo que la doctora Índigo pasará por allí, y sería prudente que la esperaras en ese lugar.

Las orejas de Grimya se volvieron al frente muy erguidas, y sus siguientes palabras surgieron en un torrente de agradecimiento.

—No..., no sé qué puedo hacer para pagar tu bondad. Pero encontraré una fffforma. ¡Lo prrrometo!

—Eres una buena amiga, perra gris —repuso Mimino con una amplia sonrisa—. La doctora es también una buena amiga. No puede pedirse más.

Seguía sonriendo cuando Grimya cruzó la puerta a la carrera y se perdió en la noche.

La luna estaba en lo alto, aunque un velo de finas nubes difuminaba su luz lo suficiente para encubrir a Grimya mientras ésta escapaba de Alegre Labor y corría en dirección a la Casa del Benefactor. Aunque odiaba tener que huir de la ciudad sin Índigo, había aceptado la garantía de Mimino de que la joven no corría peligro. Su propia vida era la única en peligro, e ir ahora en busca de Índigo resultaría temerario. Mimino también había prometido que intentaría informar a Índigo que Grimya estaba a salvo e ilesa. Lo mejor sería que lo hiciese, había añadido la anciana juiciosamente, pues de lo contrario se produciría un gran desastre cuando llegara el momento en que la doctora abandonara la ciudad por la mañana.

La elevada pared que circundaba la Casa del Benefactor se recortaba negra e imponente en el horizonte mientras Grimya corría colina arriba. Al acercarse a la puerta de postigo, la loba se sintió repentinamente invadida por el desaliento al darse cuenta de que a aquellas horas de la noche —y en especial después de los recientes acontecimientos— la puerta estaría cerrada con llave. En su ansiedad por encontrar al Benefactor había pasado por alto la cuestión de cómo entrar.

Al llegar a la puerta Grimya se detuvo y la miró con atención. Podía llegar hasta el pestillo con facilidad, pero un empujón tentativo con una pata le reveló que la puerta estaba bien cerrada por el otro lado.

Entonces, detrás de la puerta, una voz lanzó una risita ahogada.

Las orejas de Grimya se irguieron al frente, veloces. Había alguien allí. Despacio, impulsada por un instinto precario pero claro, lloriqueó. Y recibió inmediatamente una respuesta.

—¡Perra gris! ¿Eres tú, perra gris?

Los niños fantasma estaban allí... Grimya sintió un destello de esperanza en su interior y respondió:

—Sssí, ¡estoy aquí! ¡Pero no puedo entrar!

Se produjo un silencio, durante el cual le pareció escuchar unos débiles murmullos furtivos.

—La puerta está cerrada y atrancada —oyó al fin—, pero nosotros podemos abrir los cerrojos; podemos dejarte entrar. —Otra pausa—. El Benefactor aguarda aquí para verte. Dice que todo va bien. Dice que debemos dejarte entrar.

Un nuevo murmullo de risas juveniles fue seguido por un chirrido, más susurros y una pregunta quejumbrosa pero ahogada. Luego la puerta rechinó y, con un estremecimiento, se abrió. Tres rostros menudos aparecieron en el hueco para mirar a Grimya, que reconoció a tres de los niños que ella e Índigo habían encontrado en el extraño mundo del espejo. Ahora, sin embargo, sus figuras ya no eran sólidas. La luz de la luna proyectaba una curiosa y débil aureola a su alrededor, y la loba pudo ver los contornos del edificio y de su jardín a través de sus espectrales cuerpos.

Se deslizó al otro lado, agitando la cola en señal de agradecimiento.

—¿Don... de está Koru? —inquirió.

Los niños sacudieron la cabeza con aire solemne.

—Koru no está aquí. No quiso venir. Pero el Benefactor te espera. Ven, perra gris, ¡ven! —Como uno solo se dieron la vuelta y echaron a correr hacia la vieja casa que se alzaba en la oscuridad, y Grimya se lanzó tras ellos.

El Benefactor, que esperaba de pie ante la puerta principal del edificio, dedicó una muy cortés reverencia a la loba cuando ésta llegó junto a él, y la menuda boca roja sonrió con dulzura.

—Me alegro de volver a verte, Grimya..., pero a la vez me entristece que las circunstancias no sean más alegres.

Los tres niños se habían desvanecido en la oscuridad del jardín, y Grimya y el Benefactor estaban solos. La loba inclinó la cabeza hasta que el hocico rozó casi el suelo.

—Índigo ha fraca... sado. —Su voz estaba llena de pesadumbre—. No sé lo que ha sucedido, pero la gente no quiso creerla. Ni siquiera la madre y el paaaadre de Koru. —Volvió a alzar la cabeza—. Tú tenías rrrazón.

El Benefactor asintió. Él había estado en lo cierto pero estaba claro que ello no le producía ninguna alegría. Se volvió y abrió la puerta.

—Hay muchas cosas que hacer ahora. Entra, Grimya. Entra en la Casa, y hablaremos.

Penetró en la penumbra del interior, y la loba lo siguió con cierta indecisión. Entre los artículos que se exhibían en la planta baja había un sillón de respaldo alto y aspecto incómodo. El Benefactor se sentó en él mientras que Grimya se acomodaba en el suelo.

—Siento mucho —empezó el Benefactor— que haya acabado así. Habríamos ahorrado mucho tiempo y esfuerzo si Índigo hubiera confiado en mí.

—¡No la culpo por eso! —gruñó Grimya con voz apagada.

—No, ya veo que no; y sin duda tienes razón. Pero ha llegado el momento de dejar a un lado la desconfianza. —Posó en Grimya una mirada penetrante—. ¿Puedes hacer eso, pequeña loba?

—No pu... puedo hablar por Índigo... —respondió ella vacilante.

—No te pido que lo hagas. Sólo te pido que hables por ti misma. ¿Confiarás en mí, Grimya?

La loba le sostuvo la mirada. La lógica decía que no; Índigo había dicho que no. Pero la lógica e Índigo no eran suficientes para negar su propio instinto animal. «Además — reflexionó—, ¿cuál es la alternativa?»

—Sssí —respondió—. Lo haré. Creo que debo hacerlo.

El Benefactor asintió con la cabeza a modo de reconocimiento.

—Gracias, pequeña loba. Espero que no me considerarás presuntuoso si te digo que eres más inteligente de lo que crees.

—Yo no essstaría de acuerdo con eso. Pero he dicho que confiaré en ti, y no rompo mis promesas. —Grimya calló unos segundos, antes de continuar—: ¿Qué quieres de mí?

—He visto la naturaleza del vínculo que existe entre Índigo y tú —dijo el Benefactor—. Y creo que posees el poder para convencerla de que me ayude. Eso es lo que quiero de ti.

La loba consideró sus palabras durante unos instantes.

—¿Quieres decir, ayudarte en la forma en que le pediste a ella antes? ¿Para... hacer que tu gente vuelva a estar completa?

—Sí.

Grimya recordó las risas y las caras alegres de los niños del otro mundo. Y recordó lo que Koru había dicho: que regresar a Alegre Labor sería parecido a morir. ¿Sería sensato, sería correcto, hacer lo que el Benefactor deseaba?

—No sé —respondió por fin, indecisa—. Los niños son felices en ese mundo, y yo fui feliz también allí. Es un lugar agradable.

—¿Lo es? Oh, ya sé que parece encantador y despreocupado, pero hazte esta pregunta, Grimya: ¿cuánto tiempo habría durado tu felicidad en este mundo antes de que empezaras a desear algo más que juegos interminables? Fuiste un cachorro; pero ¿habrías querido seguir siendo un cachorro para siempre? Ése es el destino de los niños.

La loba hundió la cabeza.

—No, no me hu... hubiera gustado eso. No sería una verdadera vida. —Gimoteó con suavidad—. Pero, al mismo tiempo, permanecer en Alegre Labor tampoco es vida. Es por eso que Koru huyó; porque en Alegre Labor no lo dejaban ssser él mismo.

—Eso es cierto. Pero tampoco puede ser él mismo en el otro mundo, como creo que empieza a comprender. —El Benefactor recordó la lágrima en el ojo de Koru cuando se enteró de que Índigo y Grimya se habían marchado y no era probable que regresaran—. Pobre Koru. Sea cual sea el mundo que escoja, el problema será el mismo para él. No es, como dices tú, una verdadera vida. —Su expresión se dulcificó—. Y por eso debe tener lugar la curación que deseo. No quiero traer la tristeza a los niños del otro mundo, Grimya; los quiero demasiado. Pero en sus corazones ellos saben que no están completos, y ansían volver a ser un todo. Claro que entonan sus canciones y juegan y bailan... pero la suya es una felicidad muy superficial. Y, cuando ya no les quedan más juegos que jugar ni canciones que cantar, suspiran por lo que han perdido, y entonces se aventuran a regresar a su viejo mundo para ir en busca de su otra parte e intentar reunirse con ella. Pero estas otras partes de su ser, las gentes de Alegre Labor, no se dan cuenta de su presencia. Son como criaturas ciegas, y no los ven.

»Yo amo a mi gente, Grimya, igual que amo a los niños. Quiero que curen de su ceguera; que vuelvan a creer, como creían antes, que su parte espiritual existe y que hay más cosas en la vida que la codicia de los bienes materiales. Quiero reconciliarlos con los espíritus que han abandonado, de modo que tanto ellos como estos espíritus puedan encontrar la auténtica felicidad al volver a formar un todo. —Hizo una pausa—. Sin eso no puede existir un futuro feliz para Koru, ni para ninguno de ellos.

Grimya parpadeó despacio. Recordó los juegos en que había tomado parte con los niños, rememoró el sonido de sus risas. Había sido una época llena de gozo, pero...

«¿Habrías querido seguir siendo un cachorro para siempre?»

—Sssí —dijo, levantando los ojos por fin—, creo que comprendo. —Un débil lloriqueo se formó y murió en el fondo de su garganta—. Si esto pudiera hacerse, ere... creo que sería algo bueno, lo correcto. Pero... —Vaciló, y sus ojos escudriñaron ansiosos el rostro del Benefactor—. Pero ¿cómo puede Índigo aspirar a con... conseguirlo? Y... —sabía que esto era lo más importante; y la pregunta más difícil de hacer—... ¿cómo la ayudará a despertar a Fenran?

El Benefactor tardó casi un minuto en responder. Parecía estar meditando, discutiendo interiormente consigo mismo, y los poderes telepáticos de Grimya no consiguieron captar ninguno de sus pensamientos. Al cabo sus ojos volvieron a concentrarse en lo que lo rodeaba, y bajó la mirada hacia la loba.

—Pequeña loba, no resultará fácil. Lo sé, y no intentaré hacerte creer lo contrario. Existe una forma, sólo una, en la que Índigo puede curar a mi gente y obtener lo que más desea su corazón; pero se ha mostrado totalmente reacia a hacerlo, y no sé siquiera si tú podrás convencerla.

Grimya lanzó un débil suspiro, casi un gruñido.

—Quieres decir... Némesis. —No sentía la instintiva repulsión de Índigo por el nombre, pero pronunciarlo en voz alta le producía de todos modos un helado escalofrío.

—Así es —asintió el Benefactor. Su mirada se tornó penetrante de improviso—. Ella no puede huir de la verdad eternamente, Grimya. Así como los espíritus de mi gente deben reconciliarse para que exista alguna esperanza para ellos, también debe Índigo reconciliarse con Némesis. Némesis es parte de su ser. Hasta que acepte eso y se fusione con ese ser, la rueda que puso en marcha hace tantos años no podrá regresar al punto de partida y conducirla de vuelta a Fenran.

Grimya recordó que el Benefactor había intentado decirle esto a Índigo cuando se encontraban junto a la torre en el otro mundo; pero Índigo, víctima todavía del sobresalto provocado por la aparición de Némesis, había rechazado sus palabras con violencia y amargura. En aquel momento Grimya se había sentido muy confusa e incapaz de coordinar y mucho menos de interpretar sus propios sentimientos, pero desde entonces —y en particular durante su encarcelamiento— había pensado largo y tendido en lo que el Benefactor había dicho. Sabía que Índigo todavía seguiría sin querer aceptarlo; pero Grimya había tomado una decisión, y creía que Índigo estaba equivocada. La idea de ir contra la muchacha resultaba desconcertante para la loba, ya que siempre la había apoyado plenamente. Ahora sin embargo, por una vez, estaba dispuesta a disentir.

—Tienes rrr... razón —dijo mientras dejaba escapar un nuevo gañido ahogado —. Te ayudaré en lo que pueda. Hay que convencer a Índigo. Es necesario.

Bruscamente, el Benefactor se inclinó hacia adelante en su sillón y, para gran sorpresa de la loba, sus manos rodearon su hocico en un gesto no sólo de gratitud sino también de genuino afecto, que fue respaldado por una repentina oleada de cariño proyectada por su mente.

—Pequeña loba. —Su voz se quebró con una emoción que hizo que Grimya se sintiera de improviso extrañamente triste—. Eres la mejor amiga que se puede desear... Gracias, querida Grimya. Gracias.

Grimya se sacudió, contenta y desconcertada a la vez. Comprendió que le gustaba el Benefactor. Fuera lo que fuera —o lo que hubiera sido, lo cual constituía un enigma que percibía que estaba más allá de su sencillo poder de comprensión— era un hombre bueno.

—Por la mañana —dijo la loba—, expulsarán a Índigo de Alegre Labor. Lo sé; la anciana me lo dijo. Debo ir a su encuentro. Debo traerla aquí. ¿Qué he de decirle?

—No menciones nuestra conversación, pequeña. —Las manos del Benefactor seguían acariciando su rostro, y parecían tan sólidas y reales, se dijo la loba, como las propias manos de Índigo... Lanzó un sonido sordo, casi un canturreo, que apenas consiguió salir de su garganta, y el Benefactor, su amigo, se agachó aún más al frente, con sus oscuros ojos repentinamente atentos—. Escucha ahora. Escucha y te diré lo que quiero que hagas.

Los ancianos del comité que había dictado sentencia contra Índigo se sintieron sorprendidos y más que aliviados al descubrir que ésta se dejaba escoltar fuera de Alegre Labor sin el esperado alboroto. Como tía Osiku comentó más tarde a tío Choai, no había duda de que tras una noche de sensata reflexión la condenada reconocía y se arrepentía ahora de su desatino; incluso sus protestas sobre la desgraciada cuestión de la perra habían cesado. Una excelente respuesta, declaró la anciana, aunque no, desde luego, suficiente para redimir su crimen. Todo se desarrollaría ahora tal y como estaba dispuesto, y el desdichado episodio quedaría relegado al olvido.

El único incidente que estropeó la marcha de Índigo fue el descubrimiento de que, en algún momento durante la noche, el arpa prometida a Ellani había desaparecido. Se llevó a cabo un exhaustivo registro de la Oficina de Tasas, y las reducidas posesiones de Índigo, atadas con correas ahora al lomo del poni que le quedaba, fueron descargadas y vueltas a examinar, pero sin que se hallara el menor rastro del instrumento. Los ancianos se mostraron desconcertados, pero Índigo no demostró ningún interés en el alboroto. Creía saber adonde había ido a parar el arpa, y no consideraba muy probable poder recuperarla jamás, pero eso ya no era importante; tema otros asuntos más vitales de los que preocuparse.

A altas horas de la noche anterior, mientras yacía sin poder dormir y atormentada por sus temores sobre Grimya, unos pasos vacilantes habían resonado en la calle al otro lado de su celda en la Oficina de Tasas y una vocecita tímida había musitado su nombre. Sobresaltada, Índigo se incorporó rápidamente y corrió hasta la alta y atrancada ventana. No pudo ver más que la sombra de una figura humana, pero reconoció tanto la silueta como la suave voz de Mimino. La anciana habló en voz baja y rápida; Índigo escuchó, y luego, aferrándose a la esperanza pero sin apenas atreverse a creer en lo que había oído, siseó:

—Mimino, ¿dónde encontraré a Grimya? ¿Dónde debo buscarla?

La borrosa figura se golpeó la nariz con un dedo en ademán conspirador.

—Ha abandonado Alegre Labor ahora. Ha ido a un lugar en el que puede ocultarse de todos los que quieren hacerle daño. No te quejes cuando te saquen de la ciudad, y la perra gris irá a tu encuentro. Le he hablado de un lugar seguro, y allí te esperará. —Describió el lugar donde se hallaba el pozo que ahora no se utilizaba, y después vaciló—. Hay una cosa más que tengo que decir, doctora. Se refiere a tu instrumento, el que hace música. Hay una gran conmoción porque el instrumento ha desaparecido. Te puedo asegurar que, por muy diligentemente que los ancianos lo busquen, no encontrarán el instrumento... y desde luego no será quemado.

Realizó una pequeña reverencia rápida en dirección a la ventana, y luego, como una simple sombra entre tantas otras, se desvaneció en la oscuridad antes de que Índigo diera con las palabras para darle las gracias.

Ahora, con el sol del amanecer oculto bajo una capa de nubes y con la amenaza de lluvia en el aire, Índigo volvió la cabeza por última vez para contemplar la empalizada de Alegre Labor. El poni que le quedaba aguardaba paciente a su lado, moviendo una oreja adelante y atrás, mientras los ojos de la muchacha se paseaban por el monótono panorama de los edificios cuadrados y sin adornos, los altos tejados del Enclave de los Extranjeros y, más allá de la ciudad, el verde montículo de la colina desde donde la Casa del Benefactor contemplaba la ciudad. Nadie había salido a verla marcharse; los únicos testigos de su partida eran los dos hombres en quienes los ancianos habían delegado el cumplimiento de sus órdenes, y que ahora permanecían inmóviles con los brazos cruzados esperando a que ella se pusiera en marcha. Iban armados con gruesos bastones y ninguno tenía un aspecto muy inteligente; Índigo sabía que tenían instrucciones de no hablar con ella, y así pues, tras dedicarles una mirada de indiferencia, se dio la vuelta, chasqueó la lengua para que el poni se pusiera en marcha y empezó a alejarse.

Los guardas la siguieron durante casi dos horas, dejando atrás un bien ordenado campo cultivado tras otro, sin mirar jamás a uno u otro lado y manteniendo siempre una meticulosa distancia entre ellos y la joven. Por fin, no obstante, ésta miró por encima del hombro y descubrió que habían dado media vuelta, sin que ella se diera cuenta y sin una palabra o señal, y regresaban a Alegre Labor. Dando una rápida ojeada al arcén, Índigo descubrió una losa de piedra con el número «8» toscamente tallado en su superficie en la sencilla escritura de la región, y sonrió con cinismo. Los hombres habían cumplido su deber al pie de la letra y no tenían intención de dar un solo paso más allá de lo que se esperaba de ellos.

Bien, se había librado de ellos y de Alegre Labor, aunque a un alto precio. El embargo la había dejado con poco más que las ropas que llevaba, sus bolsas de hierbas, un cazo y unos pocos utensilios, y desde luego el poni. Incluso le habían quitado la ballesta y el carcaj de saetas, reclamados alegremente por Thia a pesar de que tales armas eran desconocidas en Alegre Labor y la adolescente jamás aprendería a utilizarlas como era debido. Aquel grado de mezquindad hizo que Índigo sintiera una oleada de amargura, aunque la principal fuente de amargura era la conciencia de su propia estupidez. Había venido a Alegre Labor buscando olvidar todo lo que tuviera relación con su misión, y había permitido que la atrajeran hacia otro embrollo diabólico, que había terminado en desastre. Koru se había perdido, la amistad de Hollend y Calpurna se había transformado en odio —con un buen motivo, tuvo que reconocer— y ella misma era ahora un paria a los ojos de aquellos a los que sólo había querido ayudar.

Y había estado muy cerca de encontrar a Fenran, para volver a perderlo una vez más...

Los ojos de Índigo se nublaron, y, enojada, se los frotó con fuerza para secar las lágrimas. No debía pensar en Fenran, no ahora, no aún, y no debía dar vueltas a su horrible experiencia en la torre del bosque. No creía lo que el Benefactor le había dicho, no quería creerlo, y no se dejaría atrapar en su conspiración. El hombre dormido había sido un truco, una ilusión. Ella encontraría al auténtico Fenran, y Némesis no tomaría parte en la búsqueda. «Mira al futuro —se dijo—, mira al frente. Grimya estará en el punto de encuentro ya. Debe de estar esperando. »

Ese pensamiento desvaneció un poco su pesimismo, y la muchacha aceleró el paso hasta convenirlo en una zancada larga mientras el poni iniciaba un trotecillo a su lado. La Carretera del Espléndido Progreso, aunque no era ni con mucho la magnífica calzada, que su nombre daba a entender, era de fácil recorrido con buen tiempo; no tardó mucho en dejar atrás otro mojón, y poco después divisó el tejado de paja de la caseta de un pozo algo más allá. Los campos de los alrededores estaban en barbecho tal y como había dicho Mimino, y la caseta del pozo se encontraba sin guarda y al parecer desierta.

Llena de ansiedad, Índigo envió un mensaje mental, buscando a la loba. Pero no recibió respuesta, y frunció el entrecejo. A lo mejor Grimya todavía no había llegado... Tiró de las riendas del poni y corrió en dirección al pozo. Seguía sin recibir respuesta a su llamada telepática, y al llegar ante el torreón de techo de paja aminoró el paso y se detuvo.

«¡Grimya! Grimya, ¿estás ahí?»

Nada. La puerta de la caseta del pozo estaba entreabierta y, dejando que el poni pastara junto a la carretera, Índigo se acercó con cautela. La puerta cedió a un ligero empujón, y la muchacha agachó la cabeza para franquear el bajo dintel. El interior era exiguo, pero, aunque su propio cuerpo obstruía la entrada, pequeños resquicios en la paja del techo dejaban penetrar suficiente luz para proyectar un reflejo de la superficie del pozo en la pared. Y allí, sentada en el suelo y recortada contra las brillantes ondulaciones del reflejo, estaba Grimya.

¡Grimya! —Alivio y alegría inundaron a Índigo en igual medida; la joven corrió a abrazar a la loba y se dejó caer de rodillas—. ¡Oh, cariño, estás a salvo, estás a salvo!

Grimya se retorció involuntariamente con la alegría del abrazo pero no dijo nada, Índigo, sin embargo, estaba demasiado absorta para darse cuenta.

—¡Bendita sea la vieja Mimino! Vino a verme anoche y me contó lo que había hecho... Jamás olvidaré su bondad! —Se puso en pie otra vez y paseó la mirada por los exiguos confines de la caseta—. Debe de existir una forma de recompensarla, incluso aunque no podamos volver a verla personalmente. Una vez que estemos bien lejos del distrito pensaré en algo. Pero ahora deberíamos irnos, y rápido. Quiero poner tanta distancia entre nosotras y Alegre Labor como me sea posible antes del anochecer —declaró dirigiéndose hacia la puerta.

Grimya no se movió. Había estado temiendo este momento pero estaba decidida a pasar por él, pues estaba convencida de que lo que iba a hacer era lo correcto; además, se lo había prometido al Benefactor, y romper una promesa era inconcebible.

—No —dijo con voz firme y clara.

Índigo se detuvo, giró en redondo y se quedó mirándola.

—¿Qué?

—He dicho que nnno. No i... re contigo.

Los ojos de la loba estaban tristes pero se obligó a sostener la asombrada mirada de su amiga. Había ensayado lo que quería decir y sabía que debía decirse ahora, antes de que su resolución se tambaleara y la abandonara.

—No voy a abandonar Alegre Labor — anunció, las palabras surgían en un ronco torrente—. Lo siento, Índigo, pero estoy decidida y no pu... puedes hacerme cambiar.

Intentamos ayudar a Koru y fracasamos. Voy a intentarlo otra vez. Regreso al mundo fantasma.

Estupefacta, Índigo empezó a protestar:

Grimya, no puedes... —Pero su protesta se truncó cuando de improviso el brillante reflejo oval sobre la pared de la caseta del pozo pareció estallar. Una luz potente surgió de él e iluminó la estancia como si hubieran arrancado violentamente el techo, y, nítido y estable en medio del brillo, apareció el familiar panorama de amplios prados ondulantes y verdes colinas.

Grimya dio un paso hacia la refulgente escena.

—El Be... nefactor me mostró esta entrada —dijo—. No es más que una de muchas, según dice.

¡Grimya, no! Apártate...

—No. Voy a ir, y quiero que vengas conmigo.

Índigo negó violentamente con la cabeza.

—No puedo regresar ahí; ¡no puedo!

—Entonces debo ir sola. —La voz de la loba estaba llena de pesar—. Lo siento, Índigo. No qui... quiero dejarte, pero si no hay otra forma de hacer esto, lo haré sin ti. —Gimoteó en voz baja—. Lo siento...

Antes de que la muchacha pudiera reaccionar, la loba saltó en dirección al brillante óvalo. El reflejo y la escena que aparecía detrás se agitaron brevemente, y Grimya reapareció al otro lado. Volvió la cabeza un instante y pareció decir algo, pero su voz era inaudible. Luego se dio la vuelta y se alejó corriendo del portal, lejos de Índigo, a través del césped del mundo fantasma.

—Puede que no venga. —Grimya levantó los ojos hacia la alta figura que permanecía a su lado en el lindero del bosque—. Es eso lo que me asusta. Puede que ella no venga.

El Benefactor se inclinó para palmearle la coronilla en un gesto tranquilizador.

—Creo que sí que vendrá, pequeña. Ten paciencia.

Entre los árboles que se amontonaban tras ellos, unas voces musitaron y susurraron al unísono y se escuchó una repentina risita, rápidamente acallada. Grimya miró por encima del hombro, pero los niños resultaban invisibles en el juego de luz y sombras de las hojas. El corazón le latía con fuerza y la loba no sabía cuánto tiempo más podría soportar la tensión de la espera. Si Índigo no venía, si no la seguía a través del portal, ¿qué debería hacer de ella? La idea de perder a su amiga era insoportable; y si Índigo creía que había sido traicionada, abandonada, que Grimya ya no se preocupaba por ella...

Desechó la idea con decisión, diciéndose que no conseguiría nada atormentándose. Si transcurría otro minuto e Índigo seguía sin aparecer, ella...

—Ahí. —La voz del Benefactor interrumpió bruscamente sus meditaciones, al tiempo que señalaba a lo lejos—. Mira, Grimya. Mira.

Las orejas de Grimya se irguieron al frente y sus ojos se clavaron en la extensa ladera de la colina que descendía desde el lindero del bosque. Allá abajo, lejos todavía, una figura a caballo se acercaba a ellos.

Grimya empezó a temblar con una combinación de alivio y excitación.

—¡Es Índigo! ¡Lo es!

—¡Chissst! —El Benefactor posó un dedo admonitorio sobre su hocico—. No debe oírte, aún no —le advirtió sonriente y, sin dejar de sonreír, se volvió hacia los árboles e hizo una seña—. ¡Koru, hijito, sal! Es hora de que empiece nuestro nuevo juego.

Se escucharon nuevos susurros y risitas ahogadas, y Koru surgió de entre las sombras.

—¿Viene Índigo? —Su voz estaba llena de ansiedad.

—Sí, viene. Mira ahí, cerca de la base de la colina. Y ha traído a su poni con ella. —El Benefactor dirigió una rápida mirada a Grimya y su sonrisa se ensanchó—. ¿Lo ves, pequeña loba? Índigo no te abandona. Debe de haberle costado mucho convencer al poni para que penetrara en el portal, pero no quiso dejarlo atrás porque no sabe cuándo regresará. Está claro que su intención es buscar hasta que te encuentre, sin importar el tiempo que tarde. —La cola de la loba empezó a agitarse violentamente, y el hombre añadió a modo de advertencia—: Cuidado ahora, ten cuidado. No dejes que Índigo escuche tus pensamientos y descubra dónde estás. Koru... —atrajo al niño hacia sí—, ¿sabes lo que tienes que hacer?

—Sé qué hacer... —asintió el niño—, pero todavía no estoy muy seguro del porqué. — Sus azules ojos escudriñaron el rostro del Benefactor—. Parece un juego muy extraño.

El Benefactor giró completamente para mirarlo a la cara y, agachándose, lo tomó de ambas manos.

—Es un juego extraño, sí, Koru... pero te prometo que, si lo jugamos bien, nos traerá mucha felicidad a todos. —Su mano se cerró con suavidad, llena de ternura, sobre los pequeños dedos—. A todos nosotros, Koru. No tan sólo a ti y a tus amigos, sino también a Índigo y a Grimya... y a tu madre y tu padre, y a toda la gente que dejaste en Alegre Labor.

Koru se mordió el labio inferior ante esta mención de su familia.

—Dijiste antes..., dijiste que había una forma de hacer que creyeran en cosas mágicas. ¿Es eso lo que quieres decir?

—Eso es lo que quiero decir: hacer que crean, y hacer que vuelvan a estar vivos.

—Entonces yo... —Las palabras se ahogaron en su garganta; Koru sorbió con fuerza y se secó los ojos con la manga—. Realmente los echo de menos —dijo con voz apenas perceptible; luego parpadeó con rapidez—. Sí. Sí, juguemos a ese juego. Quiero intentarlo. ¡Claro que sí!

—Muy bien. Eso está muy bien.

El Benefactor le soltó las manos y se incorporó. Sonriendo otra vez, esta vez con un cierto aire conspirador, introdujo la mano en una de las voluminosas mangas de su túnica y sacó una pequeña esfera que a primera vista parecía hecha de cristal transparente. Reflejos de todos los colores del arco iris se arremolinaban y titilaban en su superficie, y no parecía más sólida que una pompa de jabón.

—Toma, Koru —dijo, tendiéndole la esfera al chiquillo—. Aquí tienes la pelota que prometí traer para el juego.

Los ojos de Koru se abrieron de par en par, llenos de alborozo.

—¡Es preciosa! —Extendió la mano y entonces se detuvo, vacilante—. ¿No se romperá?

—No, no se romperá.

—¿Y has..., has puesto la magia en ella, como dijiste?

—Sí, hijo, lo he hecho. Cógela. Ya sabes lo que tienes que hacer con ella. Grimya te dará la señal.

La figura montada en el poni se encontraba ya ahora a menos de cincuenta metros de distancia. Koru cogió la esfera de cristal y la sostuvo con gran cuidado. El Benefactor se volvió hacia Grimya.

—Todo está listo, pequeña loba. —Le dedicó una reverencia—. Te deseo buena suerte, y espero fervientemente veros cuando haya concluido el juego.

Grimya inclinó la cabeza. Cuando volvió a levantarla, el Benefactor había desaparecido.

El poni no estaba muy dispuesto a darse prisa. Tras el susto de haber sido obligado a pasar a través del portal estaba encantado con el nuevo mundo en el que se hallaba, y quería aprovechar al máximo los exuberantes pastos, Índigo mantenía las riendas tirantes y lo espoleaba regularmente con los talones, pero su intención era detenerse en lo alto de la colina y dejar que el poni pastara mientras ella escudriñaba el paisaje circundante en busca de algún rastro de Grimya.

Seguía enojada con la loba, pero su enojo empezaba rápidamente a transformarse en un frío nudo de preocupación en la boca del estómago, sensación que crecía a marchas forzadas a medida que sus ojos no encontraban nada y sus llamadas telepáticas no obtenían respuesta. No comprendía por qué Grimya se había comportado cómodo había hecho; tal rebelión no era nada propia de ella, e Índigo estaba convencida de que una influencia exterior había actuado sobre la loba. Lo cual sólo podía significar, se dijo con amargura, el Benefactor. Pero ¿por qué había sido Grimya tan estúpida, tan crédula, como para sucumbir a su persuasión? A menos —y ésta era una posibilidad aterradora— que Grimya no hubiera podido hacer otra cosa...

Entonces, de improviso, una voz resonó en su cabeza.

«Índigo. »

¿Grimya? —Tiró con tanta fuerza de las riendas del poni que éste se alzó sobre las patas traseras y lanzó un relincho de indignada protesta. De inmediato, pasó a comunicación telepática: «¡Grimya! ¿Dónde estás?».

«En el bosque que tienes delante, en lo alto de la colina. »

Índigo se irguió sobre los estribos y contempló con atención los árboles situados en lo alto.

«¡No te veo!»

Durante unos pocos segundos no hubo respuesta. Luego, de entre la frondosa confusión de ramas bajas, Grimya hizo su aparición y avanzó lentamente hacia ella. Una oleada contradictoria de furia, alivio y desconcierto recorrió a Índigo; saltando de la silla, dejó al poni que se las arreglara solo y corrió al encuentro de la loba.

Grimya, ¿dónde has estado? ¡Te llamé y te llamé pero no contestaste! —Se dejó caer de rodillas al tiempo que extendía los brazos al frente—. ¿Por qué no contestaste? ¿Qué te sucede, Grimya, por qué has hecho esto?

Grimya se soltó de su abrazo con un brusco movimiento y retrocedió un paso. Su voz resonó con claridad en la mente de la muchacha.

«Quiero que veas al Benefactor. »

—¿El Benefactor? —Índigo se puso en pie mientras una alarma mental se disparaba en su cerebro, y miró rápidamente en dirección al bosque como si esperara ver al Benefactor atisbando con malevolencia por entre las sombras de los árboles—. ¿Te ha hecho él esto, Grimya? ¿Ha conseguido ejercer algún poder sobre ti?

«No, no me ha hecho nada, excepto abrirme los ojos. Ahora puede abrir los tuyos, también. Quiero que lo veas. » La loba hizo una pausa antes de continuar: «Es lo que te dije antes. Quiero ayudar a Koru... y te quiero ayudar a ti. Este es el único modo, Índigo. Sé que no quieres abandonar Alegre Labor, pero que al mismo tiempo te asusta demasiado enfrentarte a lo que encontraste aquí. El Benefactor te puede ayudar; puede mostrártelo. No es un demonio; pero sabe cómo se puede vencer a los demonios».

Fue un discurso largo y apasionado para provenir de Grimya, pero incluso mientras realizaba su súplica la loba comprendió que no tendría éxito. El cerebro de Índigo se cerraba a sus palabras, las rechazaba. La simple persuasión, tal y como había predicho el Benefactor, no era suficiente para superar su innato prejuicio y el temor que éste engendraba. La loba tendría que recurrir al otro plan más drástico.

Índigo se acercaba a ella otra vez para intentar agarrarla por el pelaje del cuello. Grimya retrocedió con una pirueta y, torciendo la cabeza a un lado, lanzó un agudo ladrido.

Grimya, ¿qué... ? —empezó a decir Índigo.

Una voz conocida gritó entonces desde los árboles:

—¡Coge la pelota, Índigo! ¡Coge la pelota!

—¿Koru?

Perpleja, Índigo alzó la mirada. En el aire, por encima de su cabeza, capturando la brillante luz del otro mundo, una reluciente esfera giró centelleante y empezó a caer hacia ella. Al momento comprendió que algo raro pasaba y, alarmada, intentó apartar la vista. Pero no pudo. La esfera era demasiado hermosa; la fascinaba, y de improviso la deseó. ¡Oh, cómo la deseaba! Deseaba sostenerla y poseerla y jugar con ella...

—¡No! ¡No, no me dejaré atrapar!

Pero sus manos se alzaban ya en dirección a la brillante pelota y no podía controlarlas; el deseo de tocarla y sostenerla era demasiado grande. Con una parte de su cerebro que seguía luchando por mantener la razón vio cómo Koru salía del bosque y la contemplaba, con rostro inquieto y ansioso a la vez, y entonces se olvidó de él y se olvidó de todo lo demás cuando la maravillosa esfera descendió describiendo una espiral hacia ella.

Se posó en sus manos levantadas y resultó más ligera que una pluma, frágil como una pompa de jabón, resistente como el acero. Durante un horripilante momento Índigo supo lo que era y percibió el poder que podía ejercer... De pronto la esfera pareció estallar en una brillante luz, y una especie de terrible onda expansiva recorrió todo el cuerpo de la joven. Lanzó un grito y se tambaleó hacia atrás, soltando la esfera.

—¡Coge la pelota, Índigo! ¡Coge la pelota! —Era la voy de Grimya que le ladraba un alegre desafío, y de repente otras voces se unieron a ella.

—¡Señora que canta, señora que canta!

—¡Coge la pelota! ¡Todos iremos a coger la pelota!

—¡Corre, señora que canta, corre!

—¡Corre y juega, Índigo! ¡Juega con nosotros!

—Juega con nosotros, princesa! ¡Juega, Anghara! ¡Coge la pelota!

Su mente era un torbellino: «Índigo, Señora que Canta, Anghara... ». No sabía quién o qué era; lugar y tiempo giraban como una peonza fuera de control y ella era una niña, una mujer, una esposa, una hija, un alma perdida...

De improviso se encontró corriendo. La brillante esfera, su tesoro, su juguete, había saltado de entre sus dedos y escapado fuera de su alcance dando volteretas en la brisa. ¡Debía recuperarla, debía atraparla!

—¡Coge la pelota, coge la pelota! —Otros se unían a la carrera, surgiendo del bosque y corriendo a su encuentro. Niños: los niños, tantos niños, sus amigos, todos repitiendo a gritos la misma letanía una y otra vez—: ¡Coge la pelota, coge la pelota! —Al tiempo que la envolvían y se la llevaban con ellos mientras el hermoso juguete giraba por los aires sobre sus cabezas.

Ella sería la primera, se dijo Índigo frenéticamente; lo sería. No importaba que fuera pequeña, que sus piernas fueran demasiado cortas para mantener el ritmo de los demás; ¡ella era una princesa y ganaría! Con los cabellos flotando en el aire, la falda de seda arremolinada ¿falda de seda? No, no podía ser; no había llevado ropas así desde..., desde... , corrió por la hierba, y sus pies parecían rozar tan sólo la superficie sin tocar apenas el suelo. La reluciente esfera descendía más y más, más y más veloz, y ella también empezó a correr más deprisa, los gordezuelos brazos extendidos y las manitas alzadas para reclamar su premio. Un chillido de júbilo escapó de sus labios cuando el hermoso y brillante objeto pareció deslizarse directamente hasta sus dedos ansiosos, y lo sostuvo triunfante sobre la cabeza.

—¡Tira la pelota! ¡Tira la pelota! —Sus amigos (no conseguía recordar quiénes eran, pero sabía que eran sus amigos) prorrumpieron en un ansioso clamor—. ¡Tira la pelota, y veamos dónde aterriza!

Índigo, la niña-Anghara, rió y asintió y, aspirando con fuerza, se encogió dispuesta a lanzar la pelota a lo alto con todas sus fuerzas. Pero al instante la pelota se tornó tan pesada que sus pequeñas manos apenas si podían sostenerla. Jadeó y se tambaleó...

—¡Yo te ayudaré!

Un niño corrió a su lado surgiendo del grupo, Índigo tuvo una fugaz impresión de unos ojos plateados y unos cabellos plateados; entonces las manos del recién llegado se cerraron sobre la pelota junto con las de ella, y de pronto el peso desapareció y la esfera volvió a ser tan ligera como una pluma.

—Juntos! —gritó la criatura de los cabellos plateados—. ¡Juntos! ¡Tira la pelota!

Saltaron como uno solo y arrojaron el centelleante juguete hacia el cielo. Éste salió despedido hacia lo alto y fue subiendo y subiendo, volviéndose cada vez más pequeño; justo cuando la niña-Índigo empezaba a temer que fuera a desvanecerse y lo perdieran, y estaba a

punto de echarse a llorar de desilusión, la pelota describió una curva y comenzó a caer.

—¡Al otro lado de las colinas!

Había una enorme loba de color gris leonado entre ellos, y era su voz la que ladraba, la que gritaba. ¡Un lobo que hablaba! ¿Grimya? ¿Quién era Grimya? Ella lo sabía, lo sabía, pero... La loba saltó hacia ella y, aunque Índigo sabía que debiera haber sentido temor, no sintió más que alborozo cuando la criatura volvió a gritar: «¡Al otro lado de las colinas!».

—¡Una carrera, una carrera! —Índigo empezó a saltar y a dar palmadas—. ¡Corramos tras la pelota!

Y todos echaron a correr. Mientras corría, con el viento azotándole el rostro y los pies volando casi sobre la hierba, Índigo se sintió embargada por la curiosa convicción de que aquello ya había sucedido antes —o volvería a suceder, mucho más adelante en el futuro— y a punto estuvo de gritar atemorizada a los otros que se detuvieran. Pero la carrera se había iniciado y nada podía detenerla; algo la controlaba, ejercía un poder sobre la muchacha y sobre todos ellos, y le habría sido tan imposible romper el hechizo como hacer que el sol y la luna detuvieran su curso. Siguieron corriendo, saltando sobre matas, chapoteando por los arroyos. En un instante de asombrosa lucidez Índigo comprendió de repente que nunca volverían a encontrar la reluciente pelota, pero ya no importaba. Todo lo que importaba era tomar parte en la carrera, participar en el juego. El juego lo era todo: era vida, era alegría; había hecho desaparecer los años y las responsabilidades y la había convertido otra vez en una criatura despreocupada. El juego no debía terminar jamás; no debía terminar nunca, jamás, pues ella era una princesa, y todos sus queridos amigos estaban junto a ella, y gritaban su nombre: Índigo, Índigo, Anghara, Anghara...

Oh sí, claro que sí, existían juegos para que todos ellos jugaran. No encontraron la resplandeciente pelota, tal y como había adivinado que sucedería, y por fin se cansaron de la persecución y la búsqueda, y se sentaron en la cima de un pequeño montículo verde para recuperar aliento, Índigo intentó contar cuántos niños había, pero no tenía bastantes dedos. ¿Qué importaba? Todos eran sus amigos. Y sus mejores amigos, los más queridos, estaban junto a ella. La loba que hablaba yacía a sus pies, el niño de los cabellos dorados ¿Koru? ¿Era ése su nombre? Jamás había oído un nombre parecido... sujetaba su mano derecha, mientras que el otro, el que era especial, el de los ojos y cabellos plateados, le sujetaba la izquierda. Cantaron canciones, pero, pronto cansados de la inactividad, volvieron a ponerse en pie y a correr. Luego hubo juegos en los que se bailaba y juegos en los que se saltaba; e Índigo cantó con su vocecita infantil: Canna mho rhee, mho rhee, mho rhee; canna mho rhee na tye... Encontraron un riachuelo lo bastante pequeño para poder saltarlo, de modo que se pusieron a jugar en sus orillas al Dragón marino, un juego en el que sólo los que llevaban el color elegido por el dragón podían cruzar las aguas sin peligro, y la criatura de los ojos plateados fue el dragón e Índigo-Anghara ganó porque sus elegantes ropas tenían muchos colores, y porque era una princesa. Luego, cuando este juego terminó y todos estaban agotados otra vez y salpicados de agua, se inició un juego de Seguid al cazador, y todos se pusieron en marcha en fila india, bailando y retorciéndose y saltando en un intento de imitar todo lo que hacía el cazador.

Nadie supo ni le importó cuánto tiempo duró este juego, pero por fin, con el día todavía caluroso y la luz sin haber menguado en intensidad, llegaron al linde de otro bosque. Con la extraña agudeza visual que este mundo parecía otorgar, Índigo había visto la oscura masa de árboles desde muy lejos y a medida que se acercaban se sintió más convencida de que ya había visitado antes este lugar, aunque no podía recordar cuándo o cómo. El bosque se encontraba en el interior de un valle poco profundo, y si se contemplaba desde una posición elevada las copas de los árboles daban casi la impresión de un lago oscuro e inmóvil. Una parte de su cerebro protestó diciendo que no quería acercarse más, y menos aún penetrar en el bosque, pero sus amigos se dirigían hacia él, y el niño de los ojos plateados la cogió de la mano y dijo que todo iría bien, y ella confió en él y le creyó.

Se detuvieron en el linde del bosque. Estaba muy silencioso; no cantaba ningún pájaro, y la brisa era tan suave ahora que ni siquiera agitaba el dosel de hojas, Índigo frunció el entrecejo y clavó los ojos en la hierba a sus pies. No quería penetrar en su interior, y a la vez sí quería hacerlo. ¿Qué le esperaba allí? Había algo allí dentro. ¿Alegre o triste? ¿Bueno o perverso? Justo o...

Las reflexiones se interrumpieron cuando se dijo con decisión: «¡Sea lo que sea, me enfrentaré a ello! ¡Soy una princesa, y las princesas no le temen a nada!».

Apretó los puños con resolución, y exclamó:

—¡Pájaros en los matorrales! ¡Juguemos a Pájaros en los matorrales!

De algún modo, aunque intuía que ninguno de ellos había jugado antes a aquel juego del escondite, todos parecieron conocerlo tan bien como ella.

—¡Escondeos, escondeos! —les chilló—. ¡Yo os encontraré a todos!

Todos se desperdigaron mientras ella se cubría los ojos y empezaba a contar. Ahora sabía contar hasta cien, y estaba orgullosa de ello; era una gran hazaña, ya que sólo tenía... ¿cuántos años tenía? ¿Seis?, ¿siete? No estaba segura, pero sabía que era mayor ahora que cuando habían estado descansando en el montículo. Entonces había tenido que contar con la ayuda de los dedos, pero ahora...

Ahora tenía...

Pero la fugaz inquietud desapareció rápidamente y ella terminó de contar en voz alta.

—Cuarenta y ocho, cuarenta y nueve... ¡cincuenta, ! ¡Voy a buscaros, voy a cogeros!

No se veía ni rastro de nadie cuando levantó la vista, pero un rastro delator de hierba recién pisada se perdía zigzagueante entre los árboles. Índigo-Anghara sonrió y, satisfecha de su aguda vista de cazador, inició la persecución. Pero por mucho que mirara, por muy sigilosamente que rodeara el tronco de un árbol o atisbara detrás de un macizo de zarzamoras, no pudo encontrar a ninguno de sus amigos. Pronto empezó a sentirse molesta. Sin duda, nadie podía esconderse tan bien... Ella era muy buena en este juego; a estas alturas ya debería haber descubierto el escondite de alguien; y ellos no podían haberse movido después de que ella acabara de contar, ya que eso iba en contra de las reglas.

Por fin se dio por vencida. Con los brazos en jarras clavó los ojos en los árboles que se alzaban a su alrededor, y gritó:

—¡Oh, está bien! No os encuentro. ¡Salid!

Nada se movió. Frunció el entrecejo, golpeando el suelo con un pie. Ésta no era la forma de jugar. Había admitido la derrota; sus amigos deberían salir ahora de donde estuvieran escondidos.

—¿Dónde estáis? —volvió a gritar, y una nota de auténtico malhumor empezó a aparecer en su voz—. Salid. ¡Ahora!

Siguió sin recibir respuesta; tan sólo percibió una leve variación de la brisa entre las ramas que se extendían sobre su cabeza. Índigo-Anghara lanzó un suspiro de cansancio muy propio de adultos, y volvió a iniciar la búsqueda, tomando lo que consideró el sendero más fácil a través de los árboles y sin dejar de estar ojo avizor por si se producía cualquier señal de movimiento. Estaba enojada con los otros. Una broma estaba muy bien, pero ya habían ido muy lejos. Cuando los hallara, les diría exactamente lo que pensaba, les advertiría que no podían tratar a una princesa de ese modo, incluso aunque hubiera permitido que fueran sus amigos. Les diría...

El combativo estado de ánimo desapareció en cuanto dio la vuelta al tronco de un enorme roble y se encontró en el claro.

El recuerdo se agitó fugaz, intentando arrancarla de su infantil estado para trasladarla a otro nivel de conciencia menos agradable. Ella había estado allí antes... Pero la reminiscencia se esfumó en un instante, y no quedó más que el interés mientras Índigo-Anghara contemplaba con atención la achaparrada torre que se alzaba solitaria en el pequeño claro. Cubierta y casi oculta del todo por la trepadora vegetación, la torre pareció devolverle la mirada, con sus redondas ventanas semejantes a benévolos ojos de mochuelo. Nunca había visto algo parecido — oh, pero sí que lo había hecho, claro que sí— y, llevándose el índice a los labios, la contempló con curiosidad cada vez mayor, a la vez que se preguntaba quién podía vivir aquí o si, en el caso de que no viviera nadie, podría reclamarla como suya.

Entonces, mientras continuaba con la vista fija en la torre, el chasquido de un pestillo resonó con fuerza en el profundo silencio del bosque, y en la base de la torre se abrió una puerta.

La curiosidad se transformó en total fascinación cuando Índigo-Anghara distinguió la figura que salía de la torre. Era una criatura, como ella misma, pero el rostro tenía una apariencia adulta y los ojos, ojos plateados, estaban llenos de experiencia. Ojos plateados y cabellos plateados; un menudo semblante felino que encontró hermoso de un modo peculiar. Había algo que resultaba familiar en él, y su cerebro buscó la conexión. «Coge la pelota... » ¿No habían jugado juntos? ¿No habían sido compañeros? Y había habido otros, entre ellos un chico de cabellos dorados y una loba que hablaba...

Inmediatamente la idea de una loba que hablara le resultó tan disparatada que Índigo-Anghara lanzó una involuntaria risita ahogada. La criatura de los ojos plateados ladeó la cabeza y le dedicó una sonrisa burlona.

—¿Por qué ríes, hermana? ¿Tan cómico resulta este encuentro?

¿Hermana? Pero éste no era su hermano Kirra, y ella no tenía más hermanos. Índigo-Anghara se sintió perpleja pero, recordando su rango y los modales que éste exigía, se inclinó con gran dignidad y dijo:

—Te deseo un buen día. Creo que no hemos sido presentados. Soy... —Pero entonces sus palabras se apagaron mientras un diminuto gusanillo de inquietud empezaba a revolverse en su interior. «Soy... ¿quién soy? ¿Quién?»

La criatura de ojos plateados se acercó a ella con paso airoso.

—¿No me conoces, Anghara? ¿No recuerdas?

Un terrible tumulto de emociones confusas se apoderó de la niña en que se había transformado Índigo. Conocía a aquel ser, lo conocía. Pero no conseguía recordar el nombre, y cuando se esforzaba por rememorar los juegos en los que habían participado juntos no le venía a la memoria ni un solo detalle.

—Acuérdate de mí, hermana.

La criatura extendió una menuda mano hacia ella, pero aunque deseaba extender las manos y tocarla no consiguió hacerlo, y no supo el motivo. Emociones contrapuestas de amor y odio hervían en su cabeza, y con ellas una sensación de tan terrible añoranza que parecía que le iba a partir el corazón.

Índigo-Anghara emitió un pequeño sonido atemorizado, como un lloriqueo. No comprendía esto y deseaba dar media vuelta y huir de ello, correr a algún lugar seguro, pero sus pies se negaban a obedecer. ¿Por qué no recordaba? ¿Qué le estaba sucediendo?

—¿Quién soy? —Su voz se elevó en un gemido infantil. «¡Pero yo no soy una niña! Soy... »—. No puedo recordar; ¡no puedo! —Dio un paso atrás—. ¡No lo sé! ¡No lo recuerdo! ¡No sé quién soy!

Némesis se adelantó, con la mano todavía extendida.

—Puedes recordar, si lo deseas. Recuerda a la niña que fuiste en una ocasión. Recuerda a la mujer en que te has convertido. Acuérdate de mí, hermana; porque soy parte de ti. —Los dedos se encontraban a un par de centímetros de ella ahora—. Tócame, Anghara. Tú, yo, nosotros: no existe diferencia; es todo uno. Haz que vuelva a ser una sola cosa otra vez.

Muy despacio, sintiendo como si se encontrara al borde de un precipicio, Índigo-Anghara extendió la mano. Las puntas de los dedos se rozaron levemente, y algo parecido a una violenta punzada atravesó a la joven. Sintió un escozor detrás de los ojos, y notó de improviso en su garganta una sensación de sequedad y calor; entonces los recuerdos regresaron tumultuosos a su cerebro, nítidos, salvajes y terribles. En un mismo instante fue una niña que corría y jugaba bajo los oblicuos rayos del sol de las Islas Meridionales; y una adolescente nerviosa pero excitada que cabalgaba en su primera cacería; y una joven, enamorada y ansiosa por la llegada del día de su boda; y estaba en la tundra, la tundra prohibida, y la Torre de los Pesares se derrumbaba y Carn Caille ardía, y ella aullaba el nombre de Fenran al cielo mientras acunaba su cuerpo ensangrentado, y... y...

Con una última y violenta convulsión su visión se aclaró. El pasado había huido, la niña-princesa había desaparecido. Volvía a ser ella misma otra vez.

Y delante de ella, cogiéndole la mano, se encontraba Némesis. No un demonio, no su enemigo en la forma en que ella siempre había creído, sino ella misma. Niña y adolescente y mujer. Némesis siempre había estado en su interior; ahora lo comprendía como nunca antes lo había hecho. Y sin Némesis, sin aquel oscuro compañero que ella había intentado durante tanto tiempo negar y destruir, Índigo sabía que una parte de ella misma moriría.

Clavó la mirada en los plateados ojos de Némesis, y por un momento, recordando otros días y otros encuentros, aguardó la llegada del torrente de emociones salvajes que había llegado a conocer tan bien con los años: repugnancia, desprecio, helado terror y odio ciego. Pero no aparecieron. No había más que una sensación de ligero desconcierto, y de tristeza.

Némesis no sonrió. En voz baja, tan apagada que Índigo apenas pudo oír sus palabras, dijo:

—¿No hemos luchado uno contra otro durante demasiado tiempo, inútilmente? —La criatura se interrumpió, y los ojos plateados aparecieron llenos de añoranza y pesar—. Hermana, no quiero morir; pero esa elección es tuya y sólo tuya. Tan sólo puedo pedirte, suplicarte: ¿no podemos reconciliarnos por fin, y volver a ser un solo ser?

Índigo sostuvo la mirada de Némesis y supo que era demasiado tarde para equivocarse. Había que tomar una decisión, solucionar de una vez por todas aquel conflicto permanente. «Tú, yo, nosotros: no existe diferencia. » Era cierto; ya no podía negarlo. Ya no podía negarse a sí misma.

Cerró los dedos con más fuerza sobre la mano de Némesis, y con voz vacilante y apagada pidió:

—Ayúdame...

El ser avanzó hacia ella. Sintió cómo sus brazos la rodeaban, y de pronto los dos se fundieron con fuerza en un ardiente abrazo. Oleadas de calor y frío recorrieron el cuerpo de Índigo, y las lágrimas empezaron a resbalarle por el rostro. Escuchó musitar a Némesis: «Anghara, Anghara», y sus propios labios formaron y repitieron el nombre, su antiguo nombre, su auténtico nombre: Anghara...

La escena a su alrededor empezó a dar vueltas. Aunque sus pies no se movían, a su mente febril le dio la impresión de que ella y Némesis giraban más y más deprisa, giraban en redondo como en una danza salvaje sobre la «que no existía ningún control. La torre, los árboles, la extensión de hierba: todo se difuminó en un caleidoscopio vertiginoso de verde y marrón, de luz y sombras, y en el centro de todo ello Némesis era un destello plateado que se fusionaba, se derretía, calor y frío, fuego y agua. Sintió que una carga de tremenda energía crecía en su interior. Entonces la oscuridad creció y la luz estalló; sintió como si una fuerza terrible le separara la cabeza de los pies, y supo que iba a perder el conocimiento sin que pudiera hacer nada para evitarlo...

Estaba inconsciente antes de golpear contra el suelo.

Desde una gran distancia, como algo que se oye a medias en un sueño, alguien pronunciaba su nombre.

—Índigo, Anghara... Despierta, hermana. Despierta.

Se agitó inquieta, y el suspiro que dejó escapar pareció tomar vida propia y alejarse a la deriva. Por fin, lánguidamente, dejó que sus ojos se abrieran.

Estaba tendida sobre la blanda hierba del claro del bosque, y la torre cubierta de enredaderas era una masa oscura que se alzaba a su espalda. Nada se movía en el claro ni entre los árboles circundantes, pero a pesar de ello Índigo tenía la abrumadora sensación de que no se encontraba sola. Había otra presencia aquí... o había estado...

Entonces en su cabeza volvió a sonar la voz que había oído llamándola:

No otra presencia, hermana. Ya no.

Había iniciado un movimiento para incorporarse, pero al escuchar esto se detuvo, paralizada, y de improviso sus vacilantes sentidos fueron recuperando la normalidad a medida que regresaban los recuerdos. Némesis...

Sí, hermana. Volvemos a ser una unidad... y me siento muy feliz.

Despacio, muy despacio, los músculos de Índigo empezaron a responderle, y se puso en pie. Lo recordaba todo ahora: las persecuciones, los juegos, la fusión del pasado y el presente en una nueva comprensión y una nueva percepción. Recordó que las manos de Némesis habían cogido las suyas, recordó la súplica de la criatura —«¿No hemos luchado uno contra otro durante demasiado tiempo, inútilmente?»— y su propia súplica como respuesta: «¡Ayúdame!». Y en los delirantes momentos que siguieron, en el abrazo, la danza y el torbellino que le había hecho perder el sentido, Índigo y su más viejo enemigo, que en realidad no era tal, se habían reconciliado.

Poco a poco se fue dando cuenta de cómo había cambiado. Se sentía poderosa de un modo como nunca antes lo había sido. Se sentía despierta, viva. Estaba... completa.

¡Hermana, volvemos a ser una sola! Las palabras parecieron cantar en su cabeza cuando la parte de ella misma que había sido Némesis volvió a hablar. Tenemos el poder ahora; el poder que hemos buscado durante tanto tiempo. Anghara, Anghara..., regresemos a la torre. ¡Acabemos con ese último pesar, y liberemos a Fenran!

Índigo sintió una oleada de excitación, embriagadora como la brillante atmósfera del mundo fantasma. Era cierto: el poder estaba en su interior; lo sentía, lo sabía. Los largos años de angustia estaban a punto de finalizar, la definitiva y más maravillosa de las reconciliaciones estaba a su alcance. Ahora, a su contacto, al sonido de su voz, el hombre dormido despertaría.

Giró en redondo, ansiosa como la chiquilla cuyos ecos todavía vivían en su interior, para dirigirse a la torre que soñaba a su espalda bajo la suave e inmutable luz...

Y se detuvo.

Grimya y el Benefactor habían salido de entre los árboles que rodeaban el claro y permanecían de pie junto a la torre, Índigo no sabía cuánto tiempo habían permanecido escondidos allí ni cuánto habían presenciado, pero tuvo la inquietante convicción de que estaban enterados de todo lo sucedido.

La ambarina mirada de Grimya estaba fija en ella, sin parpadear, inquebrantable, pero la loba no hizo el menor movimiento ni sonido. También el Benefactor contemplaba fijamente a Índigo, con expresión tranquila pero curiosamente melancólica.

Hermana, instó la voz interior, ¿por qué esperamos? Fenran está aquí.

Lo estaba; ella lo sabía. En aquellos instantes dormía en el sillón de la torre. Un roce, una palabra... Con el corazón golpeando con fuerza contra sus costillas, Índigo dio tres pasos en dirección a la puerta de la torre, y volvió a detenerse. Grimya y el Benefactor siguieron sin moverse y comprendió que, contrariamente a lo que había sospechado en un primer momento, el Benefactor no intentaría intervenir, ni persuadirla o engatusarla ni obligarla a ayudarlo en su propia causa. Podía reunirse con Fenran, y juntos ellos y Grimya podrían abandonar el mundo fantasma, abandonar estas tierras y no volver a acordarse jamás de Alegre Labor y sus problemas.

Y en ese mismo instante comprendió que, para ella, ese sencillo desenlace era imposible.

Se sintió atenazada por la pena y miró a Grimya mientras intentaba alcanzar los pensamientos de la loba.

«¡Grimya..., Grimya, lo quiero tanto y he esperado esto tanto! No puedo dejarlo de lado ahora; y sin embargo... » No podía explicar la confusión que la embargaba; sencillamente no encontraba las palabras justas.

La respuesta mental de Grimya estaba llena de tristeza. , «No puedo decirte qué debes hacer, Indigo. No puedo opinar; no soy quién para opinar. Debes decidir tú sola. »

Resultaría una decisión muy fácil de tomar. Dar la espalda, endurecer el corazón. Cincuenta años de batallar: ¿no había hecho y sufrido lo suficiente para ganarse el derecho a ser egoísta ahora? No obstante, esta oportunidad, este momento, no habría llegado jamás sin el Benefactor. Y Grimya... De no haber sido por Grimya ella se encontraría ahora a kilómetros de distancia de Alegre Labor, recorriendo la Carretera del Espléndido Progreso con sus esperanzas deshechas, y sabía que a la loba debía de haberle costado muchísimo enfrentarse a ella y obligarla a abrir los ojos. Tenía una deuda con Grimya..., tenía una deuda con ambos. Y, aunque la loba era demasiado tímida y leal para expresar lo que pensaba, Índigo sabía lo que su amiga quería que hiciese.

Contempló la puerta de la torre con ansiedad y su resolución se tambaleó. Pero había tomado una decisión; no la cambiaría.

—Sólo un poco más, mi amor —musitó, aunque sabía que el hombre que dormía en su torre no podría oírla—. Regresaré. —Hizo una pausa al percibir otra vez la presencia de aquella parte de ella que había sido Némesis, y sonrió irónica—. Regresaremos. Lo prometemos. —Luego se dio la vuelta y avanzó hacia las dos figuras silenciosas que aguardaban al borde del claro.

Grimya se adelantó para ir a su encuentro e introdujo el hocico en la mano extendida de Índigo.

—Oh, Grimya... —La voz de la muchacha surgió algo entrecortada—. Lo siento, cariño. Siento haber dudado de ti.

Había un extraño brillo en las profundidades de los oscuros ojos del Benefactor cuando la miró.

—Creo —dijo con suavidad— que todo está arreglado ahora. ¿No es así, Índigo?

Ésta levantó la cabeza para devolverle la mirada.

—Sí. Todo está bien. También me disculpo ante ti, Benefactor. Estaba equivocada; cometí un gran error. Lo descubrí al intentar convencer a los ancianos de la verdad, pero era demasiado orgullosa, o tozuda, para reconocerlo entonces. —Parpadeó—. Lo reconozco ahora, y solicito tu perdón.

El Benefactor quitó importancia a sus palabras con un gesto de la mano.

—Por lo poco que vale, te lo concedo.

—Quiero ayudarte, si puedo. —Extraño, pensó, con qué facilidad acudían ahora las palabras—. Si lo que he aprendido aquí, lo que he encontrado aquí, puede también transmitirse a las gentes de Alegre Labor, entonces lo haré, si es que poseo ese poder. —Volvió la mirada hacia la torre, y reprimió un involuntario escalofrío al recordar algo que el Benefactor le había dicho en una ocasión—. Este mundo no debería existir —continuó—. No tendría necesidad de existir; ésa es la mayor tragedia. Pero ¿lo abandonarán los niños de buena gana? Es su refugio y parecen muy felices aquí. ¿No será demasiado tarde para que regresen?

Grimya emitió un ahogado sonido gutural.

—Pa... parecen felices, sí —repuso—. Pero incluso ellos comprenden, en su interior, que a pesar de toda su belleza este mundo no puede proporcionarles una vvv... vida.

La joven contempló a la loba sorprendida, pero el Benefactor sonrió.

—Tu amiga no hace más que repetir lo que ya me ha dicho a mí, Índigo. Tiene más de filósofa de lo que quiere admitir, me parece.

—Grimya es más sensata que yo. —La boca de Índigo se torció en una mueca—. Siempre lo ha sido.

La loba balanceó la cabeza de un lado a otro.

—No, te traje aquí, eso es todo. El rrresto... eso lo hiciste tú. Fuiste tú quien eligió. Pero me alegro de tu elec... ción. No sólo por Koru, sino también por ti.

Índigo no contestó a eso, pero se arrodilló sobre la hierba y abrazó a la loba con fuerza. No hacían falta palabras; Grimya comprendió. Transcurrido quizás un minuto la muchacha levantó la cabeza hacia el Benefactor.

—¿Es demasiado tarde para los niños?

—Con tu ayuda no, no lo es. —Parecía triste, pensó ella, y se preguntó por qué. Entonces él sonrió, y la pesadumbre desapareció de su rostro—. Será el juego más alegre e importante de todos para ellos. Y, si tienes éxito, el último que jugarán aquí. —Calló un instante, y luego añadió—: Aunque no puedo tomar parte en el juego con ellos y contigo, y por lo tanto no veré su resultado, atesoraré ese momento.

—¿No verás su resultado? —repitió ella, repentinamente confusa.

—No. Mis visitas al mundo físico no pueden ser prolongadas. Han transcurrido demasiados años, demasiados siglos, desde que busqué refugio aquí, y regresar durante más de unos minutos al mundo que abandoné significaría mi muerte. Pero esperaré y observaré, y te daré toda la ayuda que pueda.

Índigo lo miró con fijeza.

—Pero si los niños se van...

Se interrumpió al ver que el Benefactor se llevaba un dedo a los labios. Volvía a sonreír, y se dio cuenta de que él no quería que le hiciera las preguntas que acababan de pasar por su cabeza. ¿Conocía la respuesta? ¿Sabía qué sería de él si los niños que amaba abandonaban el mundo fantasma para siempre? ¿O era su futuro simplemente una incógnita que prefería no considerar?

Bajó los ojos, consciente de que no tenía derecho a exigir una respuesta y —tal vez como él— no muy segura de querer escuchar cuál sería esa respuesta.

—Cuando todo acabe, regresaré —dijo en voz baja.

—Desde luego. En busca de tu Fenran.

—No sólo para eso. Regresaré a..., a decir adiós. —Vaciló y enseguida añadió con una risita tímida que se desvaneció antes de formarse del todo—: Aunque eso no tenga demasiada importancia para ti.

El Benefactor dejó transcurrir unos instantes sin responder, y, al volver a levantar los ojos, Índigo vio que su expresión era reservada, como si estuviera absorto en sus pensamientos. Luego bruscamente el ser le dedicó una vez más su sonrisita conspiradora.

—Aunque no lo creas lo considero un gran cumplido, Índigo. Pero, si, como parece y pese a no merecerlo, tienes algún deseo de complacerme, hay algo que me agradaría sobremanera y que me gustaría solicitarte antes de que se inicie el último juego. Puedes considerarlo la excentricidad de un anciano, y una insignificancia además, pero me satisfaría muchísimo si estuvieras de acuerdo.

Había hablado de sí mismo con un tono marcadamente burlón, pero Índigo percibió un propósito más serio bajo la aparente gracia.

—Por favor —respondió—, di lo que desees. Si está dentro de mis posibilidades lo haré.

—Oh, claro que está dentro de tus posibilidades. Es una cosa muy sencilla; de hecho mi mayor temor es que me tengas menos consideración por imponerte tal aburrimiento. —Una vez más Índigo percibió el tono de burla en su voz, y otra vez tuvo la sensación de que enmascaraba algo mucho más serio—. Simplemente te pido, Índigo, que consientas en escuchar una historia. Puedes llamarla mi historia, aunque a lo mejor después de todo este tiempo resulta una arrogancia por mi parte realizar tal afirmación. Quiero contarte cómo fue que los habitantes de Alegre Labor se convirtieron en lo que son ahora.

Grimya gimoteó suavemente, Índigo le posó una mano tranquilizadora sobre la cabeza, y se puso en pie muy despacio. Antes de que pudiera hablar, no obstante, el Benefactor continuó:

—Espero no pecar de presumido si doy por sentado que recuerdas nuestro primer encuentro, en el lugar que ellos llaman mi Casa... Te dije entonces, creo, que mis palabras y mis acciones se habían convertido en la ley de Alegre Labor, y que ésa es mi carga y la naturaleza de la maldición que lancé sobre mi gente. —Bruscamente sus ojos parecieron llamear—. Ansío desprenderme de esa carga. Ansío contar la historia, para liberar mi espíritu de la vergüenza y el deshonor que ha soportado durante tantos años, y obtener el perdón. —Se interrumpió y la miró con renovada intensidad—. ¿Oirás mi confesión, Índigo? ¿Me concederás el descanso de contar mi historia, antes de que se inicie el último juego?

Los ojos desuno estaban clavados en los del otro, y por primera vez Índigo creyó ver en el alma del ser que era —o había sido— el Benefactor de Alegre Labor. Sintió una conmoción en su interior, una presencia que formaba parte de ella ahora pero que también sabía lo que era ser un proscrito y un portador de desgracias.

Hemos de escucharlo, hermana, dijo aquella voz interior que pertenecía a Némesis. Después de todo, ¿qué derecho tenemos para negarle lo que nos ha concedido a todos?

—Escucharé. De buena gana —repuso sonriente—. A lo mejor entonces conseguiré comprenderte tan bien como tú me comprendes a mí.

Por un momento, tuvo una fugaz visión del hombre que el Benefactor había sido. Un hombre que ya no era un anciano, que ya no se sentía agobiado, un hombre rejuvenecido y lleno de renovado vigor. Un príncipe, pensó, por extraño que eso pareciera en el caso de alguien cuyo nombre era venerado entre unas gentes para las que tales conceptos eran anatema. Un auténtico príncipe, un auténtico gobernante. Y un hombre bueno. Un hombre bueno.

—Índigo... —El Benefactor extendió una mano hacia ella en un gesto cortés impregnado de algo ya pasado y desaparecido que aún seguía vivo, tal como comprendió la muchacha en su corazón—. Si eres capaz de perdonar los caprichos de un anciano, entonces concédeme una satisfacción más: siéntate conmigo. Siéntate aquí, y cenemos a la antigua usanza; en la forma civilizada en la que, tengo la impresión, tú y yo fuimos criados desde nuestro nacimiento. Esta última vez, dejemos que sea como era en nuestros tiempos felices.

Índigo parpadeó sorprendida cuando, con un repentino resplandor que recordaba a un espejismo, una mesa circular se materializó sobre la hierba frente a la torre. Había comida sobre la mesa, y jarras de vino, y platos y copas... El Benefactor extendió un brazo y le tomó la mano; ella dejó que la condujera hasta la mesa y que apartara uno de los dos sillones de respaldo bajo allí dispuestos. Contempló la comida, la extraña aureola que brillaba a su alrededor. Contempló las jarras de vino que relucían con un brillo sobrenatural.

—No, no es real. —El Benefactor sonrió nostálgico—. Pero creo que, durante un rato, puede resultar agradable hacer como a los niños les gusta tanto hacer, y fingir. Hará que la narración resulte mucho más agradable.

Índigo titubeó. Recuerdos antiguos, muy antiguos, empezaban a despertar en su cerebro: recuerdos del hogar perdido, Carn Caille; recuerdos de Khimiz, el país de su madre. La antigua usanza, la forma civilizada...

Extendió la mano y tocó una de las jarras. Parecía frágil en sus manos, y el vino que cayó de ella a su copa y a la de él era tan insustancial como la niebla; pero selló la alianza entre ellos.

—Un brindis —dijo Índigo, alzando su copa—. Por las antiguas costumbres...

—Mi familia reinó sobre el territorio durante trescientos años —empezó el Benefactor—. En aquellos días nuestro país tenía otro nombre, como también lo tenía Alegre Labor; pero imagino que deben de haber caído en el olvido ya. —Jugueteó con el pie de su copa pero no hizo el menor movimiento para beber—. Creo que, en general, fuimos gobernantes benéficos. Mi mismo padre era un buen hombre, creo..., pero no fue hasta que él murió y la corona recayó sobre mí que comprendí la auténtica naturaleza de lo que había heredado.

Los tres, Índigo, Grimya y el Benefactor, estaban sentados a la mesa, Grimya en un taburete bajo que había aparecido por voluntad del Benefactor. La apetitosa colección de comida dispuesta ante ellos seguía intacta; parecía que ni siquiera la loba tenía apetito.

—Mi preparación y mis inclinaciones eran las de un estudioso —continuó el Benefactor—. Estudié historia, filosofía y las artes mágicas... ¡Ah, sí; puedes sorprenderte! El concepto de magia ya no existe en Alegre Labor, pero en aquellos tiempos las cosas eran muy diferentes. La Casa que el comité tan orgullosamente muestra a los visitantes no era el hogar en el que me crié. En mi infancia existía un palacio en el lugar que ocupa ahora la casa; un edificio maravilloso creado por artesanos de gran clarividencia y ampliado por cada una de las generaciones de mi familia. Existía belleza allí, y erudición, música y risas; todos los placeres y diversiones que realzan la existencia humana. La Casa no existía. Alegre Labor, con sus edificios mediocres y sus calles grises y bien alineadas, no existía. Pero las semillas estaban allí, y cuando yo llegué al poder vi cómo esas semillas empezaban a echar raíces.

»En mi opinión, Índigo, la riqueza es un estado mental y no posesión material. Puedes objetar, como hicieron muchos, que mantener tal opinión era muy fácil para un hombre que poseía toda la riqueza que podía desear. Yo discreparía. Yo diría, y mis palabras quedan corroboradas por mi propia amarga experiencia, que todo el oro y las posesiones que puede

ofrecer el mundo no valen nada sin la sabiduría de un corazón alegre.

Índigo bajó los ojos hacia la copa de vino que sostenía entre las manos, y sonrió con tristeza.

—Yo fui rica, en una ocasión —dijo—. De haber sabido lo que me reservaba el futuro, habría cambiado de buen grado todo lo que tenía por un instante de sensatez.

El Benefactor la contempló fijamente.

—Puede que, en ese caso, comprendas mejor que la mayoría de la naturaleza humana es algo de una compleja perversidad. Mi gente vivía bien bajo nuestro gobierno. Mis antepasados habían trabajado con ahínco para mejorar todos los aspectos de la vida, y habían conseguido muchas cosas. La fertilidad de nuestro suelo y el éxito de nuestro comercio con otras tierras proporcionaba cada vez más prosperidad a todos; y la gente tenía la libertad de llegar a la grandeza, si es que la grandeza se encontraba en su interior. Cuando llegué al trono me satisfizo pensar que cualquier niño nacido en mi país podía algún día llegar a ser un estudioso respetado o un aventurero de fama, o un gran músico, o un noble estadista. Yo era un idealista, Índigo. Un idealista, y, como no tardé en descubrir, un estúpido.

»Mi padre había intentado abrirme los ojos a la realidad, pero fracasó. Yo no veía más que el brillo de mayores y mayores progresos, que iluminaba un largo y feliz sendero que conduciría a un futuro de auténtica dicha. Mis súbditos también veían esa luz... pero, para ellos, el progreso tenía un significado diferente. Desde luego que estaban dispuestos a esforzarse, a trabajar, a mejorar. Pero al hacerlo no los movía más que un propósito: acumular riqueza tan sólo por el hecho de tenerla. La riqueza podía comprarles más de todo; en un principio más de lo que necesitaban, luego más incluso de lo que querían o podían utilizar. Pero aun cuando no pudieran utilizar los atavíos de la riqueza, poseerlos lo era todo; y obtenerlos empezaba a eclipsar toda otra consideración. Todavía teníamos nuestros músicos y nuestros estudiosos; pero un músico rico era tenido en más estima que un músico de posibilidades más modestas, aunque su talento fuera mucho menor. Y un hombre que no tuviera ni una sola cualidad redentora en su espíritu no necesitaba más que ser rico, y a los ojos de sus congéneres era un rey.

El Benefactor suspiró profundamente antes de continuar:

—Cuando empecé a gobernar, descubrí que mis preciosos ideales no significaban nada para mis súbditos, y que todo lo que deseaban de mí era que los condujera a una mayor y mayor prosperidad. La única riqueza que querían eran las posesiones y la posición social. Durante siete años intenté hacerles comprender; me esforcé por conducirlos hacia una filosofía más amplia. Pero todos mis esfuerzos, toda mi lucha, fueron en vano.

Calló de repente y contempló la torre, con la mirada vuelta hacia su propio interior. Grimya se removió inquieta y gimoteó en voz baja, e Índigo preguntó con suavidad:

—Así pues... ¿te retiraste del mundo? ¿Es así como encontraste este mundo?

Él volvió la cabeza y la miró.

—¡Oh, no, desde luego que no! Debiera haberlo hecho; debiera haber aceptado que no podía moldearlos según mi percepción de las cosas, e inclinarme ante lo inevitable. Si lo hubiera hecho, a lo mejor alguno de mis ideales habría sobrevivido. Pero no me retiré. En lugar de ello, decidí vengarme. —Le dirigió una veloz mirada de reojo—. Sí, he dicho venganza; aunque veo por tu expresión que te resulta difícil creerlo. ¿Venganza sobre quién?, te preguntas. ¿Y por qué motivo? Te lo diré. Quise vengarme de mi gente, por traicionarme.

—Diosa bendita... —musitó Índigo—. Pero ¿cómo puede un hombre vengarse de un país? Eres... —Se detuvo y rectificó al momento el lapsus con una sonrisa irónica—: Eras mortal. Hechicero o no, no podías poseer tal poder.

—Tienes razón, desde luego. Los gobernantes no son dioses, por mucho que algunos intenten convencer al mundo de lo contrario; y nunca fui estúpido hasta ese punto. Pero sí tenía el poder de vengarme de la forma que yo quería, sí poseía el poder de hacer que mis súbditos tomaran un rumbo que, con el tiempo, haría que esa venganza tuviera lugar. Así pues, como el capitán que gobierna su barco hacia un arrecife mortal, eso es lo que hice.

»Mi estrategia era simple. Dije: muy bien, si las cosas materiales son todo lo que mis codiciosos muchachos desean, entonces tendrán cosas materiales... con la exclusión de todo lo demás. Que no haya más música, que no haya más filosofía, que desaparezca la espiritualidad. Se acabaron los adornos, ya que los adornos no son útiles. Se acabaron los juegos y pasatiempos, ya que no son algo tangible; no producen nada ni dan a ganar nada. Ni placeres ni frivolidades, ya que el placer no es un bien que se pueda vender o cambiar para obtener una ganancia. Y en cuanto a las cosas que se encuentran en otros mundos, otras dimensiones..., bien: si no podemos verlas y tocarlas y poseerlas, ¿cómo puede ser que existan? No hay fantasmas, ni espíritus, ni demonios; no existen los poderes del bien y el mal. No tendrán cabida en esta nueva era ilustrada, pues eso es lo que se merece mi gente.

»Yo provoqué todo esto, Índigo; e incluso ahora, después de tantos siglos, me produce escalofríos pensar con qué facilidad se realizó. Ordené que demolieran mi propio palacio, proclamando que su belleza no tenía una función útil. Hice que araran sus preciosos jardines y los convirtieran en campos de cultivo que deprimían la vista pero llenaban los bolsillos, y declaré que esta acción era un ejemplo que debían seguir todas las personas diligentes. Construí la Casa sobre la colina en la que se encuentra, un lugar estrictamente funcional sin un solo adorno, e insté a mis súbditos a hacer lo mismo con sus propias viviendas, de modo que también ellos se libraran de todas las cosas que no poseían un valor claro. Luego los exhorté a aferrarse a lo que tenían y a construir sobre ello; a trabajar y ganar riqueza y a acumular los frutos de su trabajo; a alzarse por encima de sus vecinos y a ser juzgados a los ojos de esos vecinos sólo por lo que poseían y no por ninguna otra cosa; a que se sintieran orgullosos de su avaricia, orgullosos de su lógica, orgullosos de la existencia miserable y triste que se estaban labrando.

Dejó de hablar, Índigo levantó su copa y la hizo girar entre el índice y el pulgar, aunque no bebió.

—Y eso echó raíces —dijo sombría.

—Sí, echó raíces. Con tanta facilidad y rapidez que en menos de cinco años comprendí que ya no necesitaban mi guía sino que por sí mismos seguirían inexorablemente y sin titubear el camino hasta la propia perdición. Mi trabajo había finalizado. Así que decidí... bueno, para expresarlo con precisión, decidí retirarme del mundo y dejar que se las apañaran solos.

Índigo recordó su primera visita a la Casa y el improvisado parlamento de tía Nikku sobre los cambios que había implantado el Benefactor.

—Y tu regalo de despedida —dijo—, ¿fue derribar el último símbolo de los viejos tiempos: tu propio trono?

—Lo fue. Lo consideré un último y apropiado chiste, y estaba tan repleto de rencor y ganas de venganza en aquellos tiempos que reí en voz alta ante la idea. ¡Se acabaron los reyes! Dejemos que tengan comités de hombres y mujeres insignificantes, dije; y que disfruten para siempre del mezquino placer de reñir y competir en busca de la preeminencia entre ellos mismos. Estaba harto de todo aquello. Sería libre.

La última palabra la pronunció con tal rabia que cogió a Índigo por sorpresa. Era muy consciente de la amargura y el remordimiento que sentía el Benefactor, pues éste no había hecho el menor intento de ocultarlos; pero esto era algo totalmente distinto.

—Dijiste... —Vaciló, escogiendo las palabras con sumo cuidado—. Dijiste que encontraste este mundo. ¿Fue así como... evitaste morir?

El Benefactor no contestó al punto. Durante unos instantes permaneció allí sentado sin moverse, con un nudillo presionado contra los labios, los ojos mirando al vacío y la expresión hermética. Luego, bruscamente, respondió a su pregunta.

—Sí, encontré este mundo, y huí a él, como tú dices, para escapar de la necesidad de morir. —Levantó la vista—. Pero no tardé en descubrir que no estaba solo aquí. Otros también buscaron su consuelo, —dijo contemplándola fijamente—: el hombre dormido en su torre, tu propio Némesis, otros... Ha habido muchos otros; algunos que se han quedado y algunos que no. A lo mejor el hecho de que yo fuera el único ser vivo completo de este mundo me otorgó una clarividencia especial; ésa es una pregunta que no puedo contestar. Pero sus historias y sus cuitas eran en cierta forma un libro abierto para mí; sabía qué eran y por qué había venido cada uno. Y luego, al poco tiempo, los niños de Alegre Labor empezaron a venir, y comprendí la enormidad de mi crimen. —Suspiró profundamente—. Así que aquí he vivido, entre los espíritus perdidos a los que se ha negado el derecho a una auténtica vida. Y una generación sigue a la otra, y cada una languidece aquí hasta que las mentes que han dejado atrás se vuelven a abrir para admitirlos, o hasta que mueren los cuerpos que abandonaron.

Índigo sintió un nudo en la garganta y tuvo que hacer un gran esfuerzo para recuperar la voz.

—¿Qué sucede a sus espíritus, cuando los cuerpos mueren?

—Se desvanecen de este mundo y se pierden —respondió con sencillez el Benefactor— Muchos se han ido de esa forma. Adonde van, qué es de ellos, no lo sé; ésa no es una cuestión para un simple hombre mortal. Pero supongo que es una especie de muerte.

—Y... ¿qué sucede contigo? ¿Qué eres tú?

—Soy un ser vivo, en cierta forma. Mi envoltura física y la espiritual no se separaron, y por lo tanto penetré en este mundo como un ser completo por derecho propio. Aquí, mi cuerpo no envejece y por lo tanto no puedo morir. Así son las cosas en esta dimensión. — Sonrió no sin cierta tristeza—. No obstante mis pretensiones filosóficas y mágicas no afirmo comprender por qué es así, pero acepto lo inevitable. Mi envoltura espiritual puede regresar a Alegre Labor sin sufrir daño, pero no me atrevo a regresar bajo mi forma completa durante más de algunos minutos, ya que si lo hiciera... bueno, eso es algo que ya hemos comentado y quizá no merece ser repetido.

Cuando terminó de hablar se produjo un largo silencio, Índigo contemplaba la abarrotada mesa, pero sin ver, sin apreciar sus espléndidas galas. Ahora sabía qué sería del Benefactor si tenía éxito en su misión. No existía lugar para él en Alegre Labor, pero, a la vez, sin los niños que tanto quería tampoco le quedaría nada aquí.

Levantó la vista por fin, y sus ojos perdieron aquella mirada vacía para clavarse en el rostro del hombre.

—¿Es esto lo que realmente quieres? —preguntó.

—Sí —contestó el Benefactor en un susurro—. Sí, es lo que quiero. Es la única esperanza para los niños, y creo que quizás es la única esperanza para mí. —Hizo una pausa—. ¿Lo comprendes?

—Creo que puedo —dijo ella asintiendo despacio—. Eres un hombre muy valiente.

—No, no lo soy. Soy simplemente un estúpido que por fin ha aprendido lo suficiente para arrepentirse de su estupidez. —Extendió el brazo y su mano se cerró sobre la de ella—. Yo no puedo moverme libremente entre el mundo del espíritu y el físico. Pero tú puedes, y ahora tienes el poder de transportar las cosas de este mundo de regreso a Alegre Labor. Conduce a mis niños a casa, Índigo. Devuelve a mi gente la espiritualidad que les robé hace tanto tiempo, y muéstrales cómo pueden volver a estar completos.

Sus dedos apretaban los de ella con fuerza, casi con desesperación, e Índigo devolvió el apretón con energía.

—Los llevaré. —Tenía el poder; lo sabía, lo sentía vibrar en su interior, completa como estaba... —. No tienes más que mostrarme el modo. Dime lo que debo hacer, y lo haré.

El Benefactor pareció vacilar, pero enseguida su rostro se iluminó con una radiante sonrisa.

—El modo de hacerlo es muy fácil. De hecho tú misma has experimentado algo de ello. —Cerró con fuerza una mano; cuando volvió a abrirla, una pequeña esfera reluciente apareció en ella—. ¡Atrapa la pelota, doctora Índigo!

Se la lanzó y, sin detenerse a pensar, ella la cogió por puro reflejo. Al instante la escena ante sus ojos pareció deformarse como si ella hubiera encogido de repente a la mitad de su tamaño real y contemplara al mundo desde una perspectiva totalmente distinta. Por un momento volvió a tener seis anos...

Luego la ilusión se desvaneció, y se quedó mirando al Benefactor con la reluciente esfera sujeta entre ambas manos. Muy despacio, su boca se torció en una sonrisa irónica.

—Ya me habías dicho que eras un hechicero, pero hasta ahora no he comprendido el grado de poder de que dispones.

Pero el Benefactor negó con la cabeza.

—Oh, no, me sobrestimas. Esta chuchería no es más que un objeto, y sus habilidades, al igual que las mías, muy limitadas. No es más que un punto de enfoque... o un espejo, si lo prefieres... para despertar, brevemente, los recuerdos de la juventud y la imaginación juvenil de aquellos que lo capturan mientras vuela por los aires. —Lanzó una risita satisfecha—. Koru lo llama mi juguete mágico; pero no es realmente un juguete, ni tampoco es mágico en realidad. —Se detuvo y contempló pensativo la pequeña esfera—. A lo mejor, cuando eras pequeña tenías un pequeño cofre de tesoros, en el que guardabas todas aquellas cosas íntimas que tenían un gran valor para ti. No eran cosas valiosas tal y como las considerarían los otros, sino simples recuerdos o fruslerías, que mantenían con vida el recuerdo de momentos felices.

Índigo recordó haber tenido un cofre así, y después de todos estos años le vino a la memoria de improviso el recuerdo de todo lo que había contenido. Una concha marina, una pluma de ave, un mechón trenzado de cabellos procedentes de la crin de su primer poni: docenas de pequeños recuerdos personales que había valorado más que otras riquezas más evidentes.

—Estas lindas chucherías son como tu cofre de los tesoros —explicó el Benefactor con dulzura, leyendo en su rostro lo que pasaba por su mente—. En ese cofre se conservaban y alimentaban tus recuerdos, y cada vez que levantabas la tapa era como si mirases tu propia vida en un espejo. Eso es lo que pueden conseguir mis juguetitos; ése es su poder. Atrapaste la pelota; levantaste la tapa del cofre de los tesoros y recordaste. Y... —alzó las dos manos, con las palmas extendidas— una chuchería puede ir seguida de otra, y otra, y otra...

Índigo y Grimya soltaron un respingo cuando de pronto el aire pareció llenarse de una lluvia de relucientes y frágiles esferas. Danzaban mecidas por la brisa, describiendo espirales, giros en redondo, flotando y balanceándose, al tiempo que reflejaban la luz en deslumbrantes arcos iris. El Benefactor permanecía allí sentado en medio de ellas mientras más y más de aquellos «juguetes mágicos» brotaban de sus manos extendidas. Luego, bruscamente, chasqueó los dedos... y la brillante tormenta desapareció.

—Puedo crear tantos de estos preciosos juguetes como necesites —dijo el Benefactor, dedicándole de nuevo aquella sonrisa suya tan extrañamente dulce—. Uno para cada espíritu desconsolado de Alegre Labor... para que les sea ofrecido, quizás, en la misma forma en que un médico ofrecería una pócima curativa.

Índigo comprendió lo que quería decir e, inesperadamente, sus recuerdos retrocedieron muchos años y muchos kilómetros hasta otro país y otros amigos. Los Brabazon; aquella alegre, picara y bulliciosa familia de comediantes, cuya siguiente generación sin duda recorría en aquellos momentos las carreteras del continente occidental para llevar diversión y risas a sus desperdigadas granjas y ciudades. En una ocasión habían montado el espectáculo de su vida, un espectáculo que había derrotado a un demonio; y aquel recuerdo le dio una idea. Había realizado un buen aprendizaje con Constan Brabazon. Había aprendido algunas lecciones muy valiosas, y ahora, al igual que entonces, tenía un buen reparto de actores a su alrededor: Grimya, Koru, los niños... y Némesis.

Vio cómo las orejas de Grimya se enderezaban alertas al percibir sus pensamientos. La loba dejó caer la lengua de costado y le habló telepáticamente, muy excitada.

«¡Sí, Índigo, sí! ¡Así es como hay que hacerlo! ¡Y resultará tan divertido para los niños! Un juego como ninguno que hayan jugado antes. »

—Necesitaré mi poni —dijo Índigo poniéndose en pie—. Y una carreta, como... la que utilizaría un cómico de la legua. —Contestó con una amplia mueca a la sonrisa del Benefactor—. O un médico ambulante.

El Benefactor se echó a reír satisfecho.

—Todo lo que desees, te lo puedo facilitar y lo haré.

—Y los niños, ¿dónde están los niños?

—No esperan más que tu llamada.

Índigo lanzó una rápida mirada a la torre. ¿Estaba Fenran allí ahora; lo había traído su mente dormida de regreso a este mundo, a esperar? Muy pronto, pensó, muy pronto la espera habrá terminado. Muy pronto, ella regresaría triunfal...

Se volvió de nuevo hacia la mesa y llamo con voz potente:

—¡Hermana! ¡Muéstrate!

El aire a su alrededor empezó a brillar, y la delgada figura de Némesis apareció junto a ella. Pero los ojos de Némesis eran de un azul violeta, mientras que la plata centelleaba ahora tras las pestañas de Índigo. Con una carcajada, extendió la mano hacia la criatura y luego se volvió hacia el Benefactor.

—Éramos dos y ahora somos una. Juntas, abriremos los ojos de Alegre Labor. Llama a los niños, Benefactor. ¡Diles que el nuevo y maravilloso juego está a punto de empezar!

La luna se había puesto por el oeste, y tan sólo un puñado de estrellas parpadeantes iluminaban las silenciosas calles de Alegre Labor. Toda la ciudad estaba a oscuras; a esta hora todos los ciudadanos diligentes dormían en sus camas y no se moverían hasta que el amanecer hiciese innecesario el frívolo despilfarro de velas y lámparas de aceite, y por eso no había nadie que pudiera asistir al curioso fenómeno que tenía lugar en la plaza del mercado.

La bomba de agua del centro de la plaza no estaba muy bien cuidada, y desde hacía algún tiempo un continuo goteo de agua había ido formando un pálido charco en el suelo a su alrededor. De improviso, el charco empezó a brillar de un modo extraño, cada vez con más intensidad, hasta que brotó de él una potente luz que a poco comenzó a fluir hacia arriba, hasta formar un centelleante arco de luz. Y en el interior de este arco, borrosa al principio pero tornándose cada vez más nítida y definida, apareció la imagen de unas ondulantes colinas verdes.

El Benefactor no había necesitado más que el reflejo del agua derramada por la bomba para crear una nueva puerta entre los dos mundos. Y surgiendo de este reflejo, a través del arco de luz, un vehículo extraordinario hizo su aparición, retumbando y repicando, en la dimensión física de Alegre Labor. La pequeña carreta estaba cubierta por un toldo de brillante color amarillo con banderolas y serpentinas multicolores colgando de todas partes y ondeando alegremente bajo la brisa nocturna. Las ruedas —de un rojo intenso— llevaban sujetas docenas de diminutas campanillas que tintineaban musicalmente a medida que giraban los ejes, y el arnés del poni llevaba los varales festoneados de otras muchas más, mientras que un caparazón de plumas rojas, amarillas y azules se bamboleaba y agitaba sobre las orejas del animal.

Índigo ocupaba el asiento del conductor, vestida con un extraordinario disfraz: blusa larga con anchas mangas bordeadas de encaje, pantalones de cinco colores diferentes contrastados, medias escarlata con dibujos de lentejuelas, y zapatos con enormes hebillas de plata. Un sombrero de ala ancha doblada bajo el peso de plumas y chucherías varias mantenía un difícil equilibrio sobre su cabeza, y los cabellos, liberados de la acostumbrada trenza, centelleaban merced a los hilos de oro y plata con que los había entretejido. A su lado, Grimya había sido ataviada con una cómica capa pequeña adornada con más cascabeles, y gorras de terciopelo sobre ambas orejas de las que pendían recargadas borlas; detrás de la loba iba sentado Koru, vestido también con un conjunto estrafalario y multicolor al que se había añadido una cómica media máscara con bigotes en el rostro que le daba el aspecto de un cachorro de león travieso. El Benefactor no había escatimado nada en los preparativos que les había ayudado a realizar, y todo su séquito, se dijo Índigo con satisfacción, tenía un aspecto indescriptiblemente ridículo. Tan ridículo, en realidad, que incluso a los habitantes de Alegre Labor les resultaría imposible poner los ojos sobre ellos y fingir que no observaban nada extraño.

El carromato se apartó un poco del portal, y se detuvo. No obstante el ruido producido por su llegada, no se encendió ni una sola luz en la plaza, ninguna puerta se abrió y ningún rostro apareció en ninguna ventana. Eso era exactamente lo que había previsto Índigo, ya que en el caso de que alguno de los habitantes se hubiera despertado y los hubiera oído habría hecho caso omiso del estruendo por considerarlo algo imposible y habría vuelto a enterrar la cabeza bajo las mantas para regresar a la satisfecha inconsciencia del sueño.

Tanto mejor; como faltaba más de una hora para que llegara el amanecer tendrían tiempo más que suficiente para montar el escenario y prepararse para el juego.

Koru se giró en su asiento y levantó el faldón del toldo del carromato a su espalda. Un frenesí de cuchicheos estalló al momento en el interior del vehículo, y una voz de niña inquirió excitada:

—¿Estamos ahí? ¿Hemos llegado, Koru?

—¡Chisst! —Koru se llevó un dedo a los labios a modo de advertencia, aunque la voz de la niña era menos ruidosa de lo que habían sido el sonido de cascos, ruedas y campanillas— . ¡Sí, ya hemos llegado!

Se escucharon entonces un sinfín de risitas ahogadas.

—¡Es muy divertido! ¿No es divertido, Koru?

—Sí; claro que sí. —Koru volvió a dejar caer el faldón y miró a Índigo. Bajo la máscara humedeció con la lengua el labio inferior, y la muchacha le sonrió alentadora.

—¿No estarás nervioso, verdad?

—No... —respondió indeciso—. Pero no dejo de pensar en..., en Ellani. —Lo que intentaba decir surgió de improviso de sus labios como un torrente—. Sé que ella realmente no pensaba todas esas cosas horribles que dijo, Índigo; ¡sé que no las pensaba! Antes era muy diferente, y sé por qué ha cambiado, y no es culpa suya. Pero tengo tanto miedo de que la magia no funcione; de que ella no..., ella no... —El torrente de palabras se agotó y sus ojos se nublaron, impotentes.

Índigo comprendió, y estiró el brazo por encima de Grimya para tomar la mano del chiquillo y apretarla tranquilizadora.

—No te preocupes, Koru. La magia funcionará, lo prometo. —La luz de las estrellas le sombreaba el rostro y por eso Koru no pudo verla sonreír—. ¡Recuerda que funcionó conmigo!

—Bueno, sí... —Su expresión empezó a animarse, e Índigo lanzó una suave carcajada.

—Vamos. Tú y yo tenemos trabajo que hacer. —Se inclino hacia el faldón del carromato y llamó en un susurro—. ¡Niños! ¿Estáis listos? Es hora de empezar.

Como una oleada de sombras, descendieron todos del carro entre murmullos, risitas y excitados comentarios susurrados entre ellos.

—¡Mira! ¡Mira la oscuridad!

—Es tan triste, ¿verdad?

—Nosotros la animaremos. ¡Lo haremos!

—Se trata de un juego nuevo, un juego maravilloso.

—¿Lo tienes todo? ¿Dónde están las cosas?

—¡Aquí están, mira! ¿No son lindas?

—Oh, sí, son lindas, lindas...

—¡Esto será tan divertido!

Los niños no eran más de una docena aproximadamente —todos los que cabían en el carromato— pero eran suficientes para llevar a cabo la primera parte del juego. Más adelante, cuando el terreno estuviera preparado, el resto los seguiría, e Índigo lanzó una rápida mirada al brillante arco del portal y al otro mundo que brillaba tranquilo al otro lado. El Benefactor estaba allí ahora, ocupado en mantener entretenidos a los otros niños con juegos y relatos mientras Némesis aguardaba la señal para conducirlos a través del arco hasta Alegre Labor. El rostro de Índigo se iluminó con una sonrisa particular; luego volvió la cabeza hacia el carromato, pues de las manos de sus entusiastas pasajeros fluía ahora lo que parecía un río enloquecido de oro y plata. En menos de un minuto un centelleante pajar de luz quedó montado junto al vehículo, y los niños se abalanzaron sobre ella, danzando excitados.

—¡Señora que canta, señora que canta!

—¡Estamos listos! ¿Podemos ir, podemos iniciar el juego?

Índigo levantó las manos para pedir silencio, y detuvo aquel torrente de palabras.

—¿Tenéis los juguetes mágicos que el Benefactor os entregó? ¿No habéis olvidado nada?

—¡No, no, claro que no!

—¡Tenemos los juguetes mágicos, sabemos lo que hay que hacer! ¡Somos muy listos!

—¡Claro que lo sois! —Índigo juntó las manos y lanzó una carcajada—. ¡Muy bien, en ese caso todos podemos empezar! Vamos, tres en el carromato conmigo; el resto id con Grimya, y ella os mostrará lo que hay que hacer. —Y en silencio añadió a la loba: «Cuida de ellos, cariño. ¡Y buena suerte!».

Grimya se había contagiado de la alegría de los niños y dio un salto para lamer la cara de su amiga. Al volver a poner los pies en el suelo, sus ojos se clavaron de improviso en un punto detrás de Índigo, y lanzó un gañido de alarma.

Índigo giró en redondo y sus ojos se abrieron asombrados. Se había abierto una puerta en una de las casas a su espalda, y de ella salía una figura. Durante dos o tres segundos la joven se sintió totalmente confusa. ¿Qué era aquello? ¿Quién en Alegre Labor podía haberlos oído o visto? Pero, mientras ella sentía que el mundo se hundía a sus pies, Grimya gritó en voz alta:

—¡Mimino! ¡Es Mimino!

La anciana viuda se acercaba cojeando por la plaza, y, cuando salió de entre las profundas sombras a la luz de las estrellas, Índigo vio que su rostro estaba iluminado por una enorme sonrisa.

—¡Doctora Índigo, has regresado! —Mimino aferraba un bulto envuelto, y al acercarse lo tendió a Índigo con un gesto triunfal—. ¡Mira, mira, tengo el instrumento! ¡Lo he mantenido a salvo, y no lo han quemado!

—¡Mi arpa! —Llena de asombro, Índigo corrió al encuentro de la anciana, de cuyas manos tomó el bulto al tiempo que la envolvía en un alborozado abrazo—. ¡Oh, Mimino!

La mujer se echó a reír alegremente.

—¡El instrumento está a salvo! Tú estás a salvo y la perra gris que habla está a salvo, y... —Paseó la mirada hasta el carromato y los niños, y se quedó extasiada—. Ah, esto está bien. ¡Esto está muy bien!

«Índigo», comunicó Grimya, «¡los ve! No es como el resto... ¡Se da cuenta de lo que pensamos hacer!»

Desde luego, desde luego... Mimino había sido su única amiga, su única aliada. Vieja e inútil a los ojos de los suyos, despreciada por aquellos que creían que sabían más que ella, los ojos, el cerebro y el corazón de Mimino estaban abiertos a mucho más que ajos deprimentes y estrechos límites de Alegre Labor. E Índigo tenía con ella una enorme deuda, pues sin su intervención los ancianos lo habrían arruinado todo...

—¡Mimino! —Aferrando el arpa con una mano, cogió los dedos de la anciana con la otra y tiró de ella hacia el carro—. Tengo trabajo que hacer aquí; trabajo curativo. ¿Quieres montar conmigo y ayudarme?

—¿Yo? —Mimino se golpeó el esternón con un dedo e hizo un gesto negativo—. No, no; estos viejos huesos no son dignos...

—¡Claro que son dignos! ¡Son más que dignos! Por favor, Mimino. ¡Quiero que vengas!

—Doctora Índigo, eres mi amiga y eres muy amable. Iré, pues; sí, iré. ¡Esto será algo muy feliz, creo!

Índigo la ayudó a subir al asiento del conductor y la anciana se acomodó allí y sonrió alegremente al poni, a Grimya y a los niños, tres de los cuales daban saltos de impaciencia ya en la parte trasera del carromato, Índigo llamó a Koru, y el chiquillo se acercó corriendo y se encaramó junto a ella. Mimino, con una risita ahogada, rodeó al niño por los hombros con un brazo, e Índigo tomó las riendas.

—¿Listos? —Dedicó a ambos una amplia sonrisa—. ¡Entonces pongámonos en marcha!

Con un crujido y un cascabeleo y un grito entusiasta por parte de los niños que no produjo la menor respuesta en la ciudad, el carromato abandonó la plaza y se alejó por la carretera que conducía al Enclave de los Extranjeros.

A Ellani no se le ocurría qué podía haberla despertado a una hora tan extraordinariamente temprana. La habitación estaba oscura como boca de lobo y el espacio cuadrado de la ventana sólo un poco menos, y los pollos que tenían su corral justo al otro lado de la valla del enclave no habían iniciado aún sus gritos precursores del amanecer.

Dio vueltas en la cama, inquieta e irritada. A lo mejor era que simplemente seguía echando en falta el sonido de la respiración de Koru al otro lado de la endeble partición de madera que separaba su dormitorio del de él. Bueno, pensó con resignación, si era eso tendría que acostumbrarse ya que, le gustara o no, no había muchas posibilidades de que Koru regresara con ellos ahora. Ella lo había aceptado y consideraba una gran vergüenza que sus padres —su madre en particular— se aferraran todavía a su esperanza, incapaces al parecer de aceptar por completo la conclusión racional que ella ya había alcanzado.

Ellani creía firmemente que Koru estaba muerto y que, de forma indirecta, era Índigo quien lo había matado. La muchacha le había llenado la cabeza con sus absurdos disparates y lo había desviado del sendero de un sensato progreso hacia la madurez. Sin lugar a dudas, Índigo estaba completamente loca. Y el pobre Koru, todavía lo bastante joven para dejarse arrastrar e influir con facilidad, había demostrado ser una víctima muy propicia. En ocasiones, desde la desaparición de su hermano, Ellani despertaba en plena noche envuelta en un sudor frío, pensando que de haber sido tan sólo un año o dos más joven también ella podría haber quedado atrapada en la demencial telaraña de mentiras extravagantes de Índigo, y se culpaba a sí misma por no haber comprendido antes la verdad y, cuando lo hizo, por no haber alertado a sus padres del peligro a tiempo.

Pero era demasiado tarde para tales lamentaciones. Koru ya no estaba, lo habían perdido. Había huido, tentado por la locura de Índigo, a una locura propia. Adonde había huido Ellani ni siquiera intentaba imaginarlo, pero estaba segura de que no podía haber sobrevivido, o los grupos de búsqueda lo habrían localizado. Devorado por animales salvajes; eso era lo que suponía. Devorado, sin que quedara rastro de él. Y aunque lo lloraba, como debía hacerlo una amante hermana, sabía que la vida debía seguir y el trabajo continuar si no querían que todo lo que habían conseguido se perdiera. Así pues, era una vergüenza que sus padres no pudieran aceptar su pérdida con más presencia de ánimo y mirar al futuro.

Llovía. Se dio cuenta de ello poco a poco mientras permanecía tendida en la cama y el sueño se negaba a regresar. Percibía el débil tamborileo de las gotas sobre el tejado, el borboteo del agua corriendo por los canalones para ir a caer luego en el depósito situado fuera de la cocina, bajo su habitación. Eso era un fastidio, pues cuando terminaran las clases de la mañana tenía que ir a trabajar a los campos, y la lluvia obstaculizaba el trabajo de azada y lo volvía menos eficiente. No obstante, el agua en sí sería útil, ya que un depósito lleno significaría un menor transporte de cubos y recipientes desde el pozo que abastecía las necesidades del enclave. Ellani se acurrucó mejor bajo las mantas, decidida a dormir otra hora. El sonido de la lluvia la arrullaba. Mantenía una cadencia y, mientras escuchaba, el sonido pareció adoptar un ritmo musical, como el sonido del arpa de Índigo...

Se sentó en la cama de un salto, con los ojos muy abiertos y espantados en la oscuridad. ¿Música de arpa? No; los oídos la engañaban. Era la lluvia, no era más que el ruido de la lluvia. No era música. Ella despreciaba la música; era simplemente un ruido sin sentido y sin valor. Y ella no había querido la maldita arpa para sí; ¡sólo se había querido asegurar de que era destruida! No oía música allí fuera en la oscuridad, se dijo con fiereza. No, no. Nunca.

Entonces, de improviso, de algún lugar fuera de la casa le llegó una carcajada, precipitadamente ahogada.

Ellani frunció el entrecejo, olvidado su momentáneo terror. ¿Quién en su sano juicio estaría en el exterior sin necesidad con aquel tiempo? ¿Y riendo? ¿Qué motivo había para reír, cuando uno estaba bajo la lluvia? Escuchó con atención durante unos momentos y empezaba a pensar que debía de haber oído mal, que el sonido no había sido más que el borboteo del agua en alguna tubería, cuando volvió a oírlo. Risitas ahogadas; luego un susurro siseado, como si alguien hiciera callar apresuradamente a otra persona; y un sonido parecido a la acción de escarbar, como de pequeños pies que se escabulleran furtivamente. Había alguien en el exterior, Ellani estaba segura ahora, y tuvo la repentina e indignada convicción de que alguno de los niños del enclave estaba gastando una broma a sus vecinos. Lo primero que pensó fue que la culpable debía de ser Sessa Kishikul. Sessa no había estado nunca bien de la cabeza; se había negado tozudamente a crecer y abandonar su comportamiento infantil, y era una molestia constante para los demás, capitaneando a los más pequeños en estúpidas e inútiles escapadas. Deslizándose fuera de la cama, Ellani cruzó la habitación a tientas. Si podía vislumbrar a Sessa y a sus cómplices, pensó, sólo lo suficiente para identificarlos sin el menor asomo de duda, los denunciaría al Comité de Extranjeros de los ancianos por comportamiento criminal. Eso acabaría con la irresponsabilidad de Sessa, y haría que ella, Ellani, ganara puntos ante los ancianos.

Llegó hasta la ventana y apartó la cortina de tablillas de papel para contemplar el húmedo y deprimente panorama al que ni siquiera iluminaba aún la luz del alba.

Por un instante le pareció que varias sombras menudas parpadeaban en la periferia de su visión antes de desaparecer a toda velocidad. Ellani contuvo la respiración ansiosa y frotó el empañado cristal, torciendo los ojos en sus esfuerzos por distinguir cualquier otro movimiento en la oscuridad. Entonces, surgida al parecer de la nada, le llegó una voz que hizo que sus manos se aferraran al alféizar.

—¡Elli! ¡Aquí abajo, Elli!

Todo el cuerpo de Ellani se estremeció como si se hubiera sumergido en agua helada. ¡Era la voz de Koru!

—¡Elli! ¡Elli, soy yo, estoy aquí! ¡Mira, Elli..., junto al retrete!

Sus dientes empezaron a castañetear sin que pudiera detenerlos. Muy despacio, llena de temor, volvió la cabeza para mirar abajo, al lugar donde un pequeño cobertizo se apoyaba contra la oscura masa de la casa.

Koru estaba de pie junto a la pared del cobertizo. Mientras la boca de Ellani se abría para formar una redonda O de asombro, el niño se llevó rápidamente un dedo a los labios.

—¡Baja, Elli! ¡No despiertes a mamá, aún no!

Ellani dirigió una veloz mirada a la puerta del dormitorio, dividida entre el impulso de desoír la súplica y correr en busca de sus padres y el temor de que, si lo hacía, Koru volviera a huir antes de que pudiera cogerlo. En su agitación no se le ocurrió preguntarse cómo era posible que pudiera ver a su hermano con tanta claridad a pesar de ser todavía de noche.

—¡Elli! ¡Vamos, Elli, baja!

Ellani tomó una decisión. Agarrando rápidamente sus botas de campo de suela de madera y su capa con capucha, cruzó la habitación en cuestión de segundos, para acto seguido abrir la puerta y descender como pudo la escalera hasta la planta baja. Atravesó la cocina —el pestillo de la puerta chirrió pero eso no podía evitarse— y, deteniéndose tan sólo para ponerse los zapatos y la capa, salió al helado amanecer. La lluvia le salpicó el rostro mientras cruzaba el patio; al llegar ante el retrete se detuvo en seco y resbaló sobre los mojados adoquines, pero consiguió recuperar el equilibrio agitando los brazos. Koru ya no estaba allí.

—¡Koru! Koru, ¿dónde estás? —Ellani giró primero a un lado y luego al otro—. Todo está bien, no he despertado a madre. —Hizo una pausa para escuchar, y poco a poco la exasperación fue eclipsando su inicial alivio; su voz adoptó un tono irritado—. Koru, deja de jugar; ¡sal al momento!

Koru siguió sin responder. Entonces, mientras Ellani seguía allí dudando entre la cólera y la preocupación, el silencio se vio interrumpido bruscamente por una sucesión de notas musicales que ascendían y descendían.

¡Aquella arpa! Ellani se llevó el puño a la boca y, con los ojos muy abiertos, intentó por segunda vez rechazar lo que sus oídos le decían. Esta vez, no obstante, era imposible fingir que el sonido no era más que un truco de lluvia. Ascendía y descendía, ascendía y descendía...

—¿Koru?

Desconcertada y asustada ahora, Ellani empezó a avanzar hacia el lugar del que salía la música. Parecía provenir de algún lugar entre su casa y la casa vecina, donde un sendero adoquinado conducía hacia las puertas del enclave... Con el corazón latiendo ensordecedor, había llegado casi al sendero cuando, tan de improviso que saltó como si se hubiera escaldado, el sonido del arpa creció y se transformó en una alegre cancioncilla, y un coro de voces empezó a cantar:

Canna mho ree, mho ree, mho ree, canna mho ree na tye; si inna mho hee etha narrina chee im alea corro in fhye.

El terror golpeó a Ellani como un mazazo, pero sus pies volvieron a resbalar y no pudo detenerse antes de llegar al final de la pared. Dobló la esquina tambaleante... y sus ojos estuvieron a punto de saltar de sus órbitas.

En el sendero, cerrando el paso a las puertas del enclave, había un carromato de vivos colores detenido en medio de lo que parecía una tormenta de serpentinas de colores.

Alrededor del carro había niños bailando —pero se movían demasiado rápido para ser reales, y ella podía ver a través de sus cuerpos, podía ver directamente a través de ellosy una anciana loca bailaba con ellos, arrojando al aire nuevos puñados de serpentinas con regocijado abandono. Un brillante resplandor sobrenatural, que parecía proceder de su interior, iluminaba el carromato... y en el asiento del conductor había dos figuras increíbles. Una, de ojos plateados — no, no, nadie podía tener los ojos plateados; era imposible—, vestía un increíble vestido multicolor y sus cabellos centelleaban, y sus manos se movían veloces sobre las cuerdas del arpa que sostenía. La otra, con un vestido igual de demencial y con una máscara que le cubría la mitad del rostro, le sonreía de oreja a oreja.

—¡Hola, Elli! —gritó Koru por encima de la música y la canción—. ¿No te alegras de verme?

La boca de Ellani se abrió y cerró repetidas veces sin que la niña pudiera evitarlo. Por un momento, al cogerla desprevenida, la sustancia del otro mundo había atravesado sus defensas, y las imágenes se fijaron en su cerebro antes de que pudiera rechazarlas. Luego, violentamente, las compuertas mentales se cerraron con fuerza en un intento de suprimir todo aquel insensato espectáculo de su mente. ¡Esto no podía estar ocurriéndole a ella! ¡Era imposible; esto no podía estar ahí, no podía existir!

En respuesta al desesperado rechazo de su mente, el carromato y los niños que bailaban se agitaron y tambalearon ante ella. Pero, con gran horror por parte de Ellani, cuando éstos empezaron a desvanecerse Índigo y Koru siguieron allí sonrientes aunque ahora parecía como si flotaran en el aire, y la anciana loca siguió riendo y girando, y la música del arpa y el extraño coro de voces —Canna mho ree, mho ree, mho ree— siguió resonando en sus oídos. No podía ser. ¡No podía ser!

Ellani retrocedió trastabillando. En su interior gritaba en silencio y presa de terror — ¡Márchate, márchate!— pero a otro nivel sabía que aquello no desaparecería, que ella no podía hacerlo desaparecer, no podía negarlo ni fingir que esto no estaba sucediendo en realidad... Entonces, provocándole otro sobresalto, Koru gritó: —Coge la pelota, Elli... ¡Coge la pelota! Algo había surgido veloz de sus manos y corría hacia ella. Centelleaba mientras giraba por los aires, y por un imprudente instante Ellani se sintió poseída del impulso de atraparla y quedársela. La deseaba, la deseaba; tenía que poseerla, sin importar a qué precio... Luego la razón volvió a apoderarse violentamente de su cerebro, y dio un salto atrás para esquivar la brillante esfera que parecía ir directamente hacia ella.

La pelota cayó al suelo y se quedó allí centelleando a sus pies. Ellani la contempló durante el poco tiempo que tardó en recuperar el aliento, y entonces su voz se elevó en un alarido de auténtico e incontrolable terror. Dando media vuelta, echó a correr; sin preocuparse porque había perdido los zapatos, regresó a toda velocidad a la abierta puerta de la cocina y penetró en el refugio que le ofrecía su casa mientras aullaba con toda la fuerza de sus pulmones: — ¡Madre, padre, ayudadme! ¡Venidrápido..., venidRÁ-PIDOOOO.

Hollend y Calpurna tardaron casi diez minutos en tranquilizar a su hija lo suficiente para poder comprender algo. Ellani balbuceaba y sollozaba a la vez, y Calpurna, que había vivido pendiente de un hilo desde la desaparición de Koru, corría el peligro de contagiarse de su ataque de nervios. Por fin, no obstante, los sollozos de Ellani se calmaron lo bastante para que regresara algo de coherencia a su voz, y Hollend se arrodilló junto al sillón en el que la niña estaba acurrucada, y contempló su rostro con ansiedad.

—Ellani, vamos ya. Todo está bien; estás a salvo en casa ahora y nadie puede hacerte daño. Dinos, cariño... dinos qué sucedió.

Ellani lo miró fijamente durante un instante como si fuera un completo desconocido. Luego, con voz trémula aún, dijo:

—¡Koru..., vi a Koru!

El rostro de Calpurna se tornó blanco como el papel, y los ojos de Hollend se abrieron de par en par con una mezcla de sorpresa, frustración y enojo.

—Ellani, ¿de qué estás hablando? Si esto es algún...

—¡No lo es, no lo es! —Ellani señaló la puerta de la cocina con dedo tembloroso—. Estaba ahí. ¡Yo lo vi! Y ella estaba con él, ella, y había un caballo, y un carro, y una anciana loca, y él me tiró esa cosa que brillaba y... y... —Estalló en un nuevo torrente de lágrimas.

—¡Ellani! —Los ojos de Calpurna tenían una expresión salvaje cuando apartó a su esposo de un empujón y, agarrando a la niña por los brazos, la sacudió con violencia—. Ellani, ¿qué es lo que dices, qué nos estás contando? ¿Dónde estaba Koru? ¿Dónde, dónde?

Hollend intervino entonces, apartando de un manotazo las manos de su esposa.

—¡Acaba con eso, mujer! ¡Le haces daño a la criatura!

Jamás le había hablado de aquella manera antes, y Calpurna calló sobresaltada. Hollend les dirigió una mirada colérica, primero a ella, luego a Ellani.

—Tranquilizaos las dos, ¡ahora! —Su propio corazón palpitaba de forma irregular y dolorosa; tenía que hacer un gran esfuerzo para no aferrarse a lo que Ellani había dicho, para no permitirse albergar una esperanza.

Ellani hipó y sorbió con fuerza.

—Muy bien —dijo Hollend al cabo de unos momentos—. Ahora, hija, con tranquilidad y despacio, dime exactamente lo que sucedió y lo que viste. —Levantó los ojos al oír a Calpurna aspirar con fuerza—. Querida, por favor... Siento haber hablado con tanta rudeza hace un momento, pero deja que Ellani diga lo que pueda sin interrumpirla.

Los hombros de la mujer se agitaron convulsos, y ésta se dejó caer en otro sillón. Hollend se volvió otra vez a Ellani.

—Empieza, hija.

Ellani tragó saliva. La pausa le había dado tiempo para tranquilizarse un poco, y también había permitido que la racionalidad se fuera abriendo paso otra vez. Una parte de su cerebro todavía quería volver a gritar ante el recuerdo de lo que había visto, pero otra parte, que cada vez se volvía más fuerte, le decía con firmeza que lo que había visto era imposible y que por lo tanto no lo había visto.

—Me..., me desperté, y escuché un ruido afuera —comenzó—. Pensé que eran algunos niños haciendo una travesura, y supuse que debía de ser Sessa Kishikul y sus amigos, de modo que miré por la ventana para ver si podía descubrirlos. Entonces..., entonces escuché que alguien me llamaba, y cuando miré hacia el retrete vi..., vi... —La voz se le quebró al verse obligada a enfrentarse con la pregunta: ¿qué era lo que había visto? Y comprendió que no quería buscar la respuesta, porque hacerlo significaría admitir que..., admitir que...

Empezaba a desmoronarse cuando de improviso un alboroto fuera de la casa rompió la tensión. Un hombre gritaba, y se oyó la aguda voz de una mujer.

—¿Qué demonios... ? —Hollend se puso en pie sorprendido—. ¿Quién es? ¿Qué sucede ahí afuera?

—Parece como... —Pero Calpurna no pudo terminar la frase porque él se dirigía ya a la puerta, la abría y salía a la galería—. ¡Hollend, ten cuidado!

Asustada, salió tras él, y Ellani también se incorporó de un salto y los siguió. Se escuchaban nuevas voces en el exterior; Calpurna oyó cómo Hollend llamaba a alguien, y luego la respuesta en la voz de Nas Kishikul, el comerciante de minerales de Scorva y padre de Sessa.

Debatiéndose entre una sensación de alivio y otra de renovada ansiedad, Calpurna corrió al exterior en pos de su esposo. La lluvia había pasado ahora a ser una simple llovizna y el amanecer empezaba a despuntar, mostrando las otras casas del enclave con borroso detalle bajo un cielo plomizo. Lo primero que vio Calpurna fue que había luces encendidas en varias ventanas vecinas y al menos media docena de personas en las calles del recinto o frente a las puertas abiertas de sus casas. Nas Kishikul avanzaba hacia la galería donde estaba Hollend, sin dejar de hacerle señales. Calpurna abrió la boca para llamar a ambos... pero las palabras se ahogaron en su garganta nada más salir por la puerta principal y descubrir por sí misma aquella extraordinaria visión.

El tejado de cada una de las casas del enclave estaba cubierto y adornado de largas serpentinas de cinta dorada y plateada. Las serpentinas se arrollaban alrededor de las chimeneas, se enredaban en desagües y tuberías, revoloteaban y bailaban sobre tejas y guijarros en un enloquecido derroche de color. Algunas se habían soltado y caído al suelo, donde centelleaban como riachuelos de aguas brillantes.

—¡Hollend! —Calpurna corrió al borde de la galería y sujetó con fuerza el brazo de su esposo mientras una terrible e informe sensación de terror se apoderaba de ella—. ¿Qué es? ¿Qué es?

El hombre fue incapaz de responder; se limitó a sacudir la cabeza en silencio, con los ojos fijos en el disparatado espectáculo.

—¡Hollend! ¡Calpurna! —Nas había llegado junto a ellos y ascendía los peldaños de la galería. Tenía el rostro encendido.

»¿Veis esto? ¿Lo veis? —La voz de Nas poseía un fuerte acento extranjero y no se sentía a gusto con la lengua de Alegre Labor, que era el único idioma que él y los agantianos tenían en común—. ¿Qué es, pregunto? ¿Quién lo hace, y por qué?

—No sabemos más que tú —respondió Hollend, sacudiendo la cabeza.

Calpurna, poseída aún por aquel inexplicable terror, empezó a hablar atropelladamente sin detenerse a pensar: —Ellani cree que alguien ha incitado a los niños más pequeños. Dijo que Sessa...

—¡Calpurna, basta! —interrumpió Hollend con brusquedad—. Ellani dice tonterías; claro que los niños no pueden haber hecho esto. —Se volvió de nuevo hacia el scorviano—. ¿Quién lo hizo, entonces? Ésa es la cuestión. —Creo que debemos ir a buscar a los ancianos —dijo Nas, sombrío—. Alguien nos toma el pelo, ¡y yo no lo encuentro divertido!

Los otros espectadores se habían ido reuniendo alrededor de ellos, y se escucharon murmullos de asentimiento. Hollend frunció el entrecejo.

—A nuestros queridos tíos y tías no les gustará que los despertemos a estas horas..., pero a lo mejor tienes razón; a lo mejor deberían ver esto cuanto antes.

—Hollend, espera. —Calpurna volvió a cogerle el brazo—. Ellani..., ¿qué es lo que dijo sobre Koru? ¿Podría ser esto algo... ?

—¿Koru? ¿Qué sucede con Koru? —inquirió Nas—. ¿Tiene algo que ver con esto?

—No lo sabemos —contestó Hollend—. Algo despertó a Ellani hace un rato, y ella...

Antes de que pudiera seguir se escuchó un ligero alboroto en el exterior de una casa cercana, y una voz femenina gritó de exasperación o enojo o ambas cosas. Hablaba en un idioma extranjero pero Hollend y Calpurna reconocieron una palabra: ¡Sessa!

La alta y desgarbada rubia hija de Nas salió corriendo de entre un pequeño grupo de gente reunido ante la puerta principal de los scorvianos y, descalza y en camisón, bajó corriendo la escalera y salió a la calle. Precipitándose sobre una de las serpentinas caídas, la recogió y la levantó en alto, y comenzó a agitarla y retorcerla entre los dedos mientras daba saltitos primero sobre un pie y luego sobre el otro. Su voz, exultante como la de una niña pequeña, les llegó con toda claridad.

Nas lanzó un juramento y corrió a interceptar a su hija. Ésta lo vio y se lanzó a su encuentro, con las manos llenas ahora de serpentinas caídas que intentó colocar sobre él a modo de guirnalda. Nas la agarró por un brazo y tiró de ella, sin hacer caso de sus sonoras protestas, para apartarla del montón de reluciente material que empezaba a reunirse a sus pies.

—¡Tráela aquí, Nas! —gritó Calpurna, cuyo natural instinto maternal eclipsaba ahora cualquier otra cosa. Volvió la cabeza para mirar por encima del hombro—. Ellani, ve y... — Se interrumpió al ver que su hija no estaba allí sino que había retrocedido al interior de la casa. Hizo un gesto de contrariedad, y habría ido tras ella si en ese momento no hubieran llegado Nas y Sessa, que seguía protestando, junto con la esposa de Nas que había venido corriendo desde su propia casa y regañaba a su hija en voz alta y chillona.

»Traedla dentro, rápido —indicó Calpurna, haciendo entrar a la familia. Ellani se encontraba en la habitación principal, de pie junto a la escalera, con un puño apretado contra la boca y una expresión extraña que le desfiguraba el rostro. Calpurna la miró inquieta— ¡Ellani! ¿Te encuentras bien?

Al oír el nombre de Ellani, Sessa dejó de repente de forcejear para soltarse de su padre. Tenía un aspecto absurdo y ligeramente patético con los cabellos y el traje sucios y envuelta todavía en las serpentinas que Nas no había conseguido quitar, pero sus ojos empezaban a iluminarse como si acabaran de recibir una nueva y espléndida revelación.

—¡Ellani! —Pasó inmediatamente de la lengua de Scorva a la de Alegre Labor—. ¡Ellani, mira lo que he encontrado! —Su mano libre se abrió, y algo centelleó en la palma; luego, de repente, echó el brazo atrás—. ¡Coge la pelota, Ellani! ¡Coge la pelota!

Sucedió tan deprisa que Ellani no tuvo tiempo de pensar. Sessa arrojó la diminuta esfera; de forma automática las manos de la niña se alzaron violentamente como para protegerse el rostro, y antes de que pudiera detenerse ya había cogido la pelota.

Se produjo un momento de absoluto silencio. Luego la pelota pareció explotar en un cegador estallido de luz. Con un chillido de terror, Calpurna se desmayó y se desplomó como un saco de harina en los brazos de Nas, que tuvo la suficiente presencia de ánimo para sostenerla antes de que cayera al suelo. La esposa de Nas dio un paso atrás boquiabierta y aturdida. Y, cuando la explosión de luz y sus secuelas se desvanecieron, Ellani y Sessa se contemplaron mutuamente, cada una desde un extremo de la habitación.

Entonces, despacio, los labios de Sessa se curvaron en una sonrisa beatífica y dichosa.

—Elli... —Extendió los brazos hacia la niña—. Ven, Elli. Ven a ver. ¡Es tan bonito y tan divertido! Ven a ver.

La mirada de Ellani estaba fija en el rostro de Sessa, pero no veía a Sessa. En lugar de ello contemplaba otro país y otra época, a medida que los recuerdos de días pasados en Agantia, antes de que los negocios de su padre hubieran traído a la familia a Alegre Labor, se alzaban espontáneamente de las profundidades de su cerebro. Flores y fuentes, juguetes y juegos, cuentos y música, el sonido de las risas de su madre mientras una tierna infante hacía sus primeros y decididos pinitos para empezar a andar; todo el color y la fascinación de aquel mundo enorme y excitante que había dejado atrás y desechado por no tener una utilidad razonable... Las lágrimas empezaron a correr por las mejillas de Ellani. Había un carromato, pintado de alegres colores; un poni entre los varales con cascabeles en el arnés que producían un sonido muy dulce. Había otros niños, niños que reían y bailaban como Sessa. Había una canción, una canción alegre; la recordaba, la volvía a oír ahora. Y su hermano estaba allí; su hermano perdido, a quien ella tanto quería. Ya no quería seguir negándolo. Había sido real. Y ella quería, quería tanto que volviera a ser real...

—¡Koru! —La voz se le quebró, pero el grito procedía de su corazón, de su espíritu—. Koru, ¿dónde estás? ¡Espérame! ¡Espérame!

Antes de que a nadie se le ocurriera detenerla, Ellani había cruzado ya como un relámpago la habitación y había salido por la puerta principal, con Sessa detrás. En la galería, las dos niñas chocaron contra Hollend, que retrocedió tambaleante, y luego saltaron escalera abajo y corrieron, atravesaron corriendo el recinto en dirección a las puertas del enclave.

—¡Ellani! ¡Ellani! —Recobrándose, Hollend rugió el nombre de su hija mientras la sorpresa, el miedo y la confusión lo zarandeaban. Trastabillando y resbalando en el mojado suelo, echó a correr tras las dos figuras que huían—. ¡Que alguien las detenga! ¡Detenedlas!

Pero nadie fue lo bastante rápido. Y nadie, excepto Ellani y Sessa, vio la translúcida figura que vino corriendo desde las puertas para interceptarlas; la criatura del mundo fantasma, la propia doble de Ellani, se cruzó con ésta en su desbocada carrera y, como un fuego fatuo, parpadeó junto a la niña unos segundos antes de que ambas se fusionaran y se convirtieran en una sola.

—Alguien viene. —Koru se colocó en pie de un salto sobre el asiento del conductor, lo que provocó tal balanceo en el carro que el poni relinchó y echó las orejas atrás, nervioso—, ¡Índigo, alguien viene!

Índigo podía verle el rostro en la creciente luz matinal, y percibió la oleada de esperanza que fluía del niño. Inconscientemente sus manos se cerraron con más fuerza sobre las riendas mientras miraba con atención hacia la calle, envuelta todavía en la penumbra del amanecer, que conducía de vuelta al enclave.

Habían regresado a la plaza del mercado, donde Grimya y los niños habían realizado bien su tarea. Toda la plaza estaba ribeteada de serpentinas. Impávidas bajo la llovizna, las cintas doradas y plateadas ondulaban sobre el suelo, bailaban en los tejados, revoloteaban en los alféizares y chimeneas; miles y miles de ellas, una increíble masa centelleante, cruzaban veloces por los aires dejando tras ellas brillantes estelas rojas, verdes y azules. El tejado de la Casa del Comité exhibía lo que parecía una insensata pelambrera de cabellos relucientes, y los niños —Mimino se había unido a ellos ahora— seguían trabajando incansables, sacando más y más serpentinas del carro, adornando cada grieta disponible mientras reían alborozados ante sus logros.

Y aún no se había encendido ni una sola luz en ninguna de las ventanas circundantes...

Junto a la bomba de agua, la puerta al otro mundo brillaba con luz uniforme, Índigo percibía la presencia de Némesis al otro lado del portal, percibía y compartía la ansiedad de la criatura mientras ambas aguardaban. «Pronto —pensó—; pronto, hermana... »

—¡Es Ellani! —La voz de Koru se convirtió en un alarido de júbilo, y el niño saltó sobre el asiento agitando los brazos violentamente—. ¡La veo, la veo!

«¡ Grimya!»

Índigo lanzó una rápida llamada telepática, y la loba cruzó la plaza a grandes saltos. Tenía la boca llena de serpentinas y una, enredada en sus cuartos traseros, colgaba tras ella como una nueva y exótica cola.

—Ya vienen, cariño. Ellani y Sessa. —Índigo sentía una excitación equiparable a la de Koru—. La jugada funcionó, Grimya; me parece que funcionó... Sessa supo qué hacer, lo sintió en su interior...

Las dos pequeñas figuras entraron corriendo en la plaza, y se detuvieron en seco. Sessa lanzó una exclamación de sorpresa, y paseó la mirada a su alrededor para contemplar aquella refulgente maravilla. Pero Ellani sólo tenía ojos para el carromato.

—¿Elli... ? —llamó Koru, vacilante. Y el rostro de su hermana se iluminó.

—¡Koru! ¡Eres tú, lo eres! —Corrió hacia él a la vez que el niño saltaba del asiento; ambos se fundieron en un abrazo e iniciaron una enloquecida danza—. ¡Oh, Koru, Koru, pensé que estabas muerto!

—Elli... —Él se detuvo entonces, con una expresión maravillada en los ojos—. Eres diferente. ¡Eres tal y como eras antes, tal y como yo lo recuerdo! ¡La magia funcionó! ¡Todo vuelve a estar bien!

Ellani miró a su alrededor con la expresión de una criatura a quien se ha devuelto la visión de forma repentina y milagrosa.

—¡Oh! —exclamó la niña en voz baja—. ¡Es todo tan precioso!

—¡Nosotros lo hicimos! Yo y mis amigos. Elli, vamos a hacer que todos lo vean, todos ellos: mamá y papá, y los ancianos...

—¡Papá! —Por primera vez en varios años Ellani utilizó el antiguo y cariñoso diminutivo para referirse a su padre, aunque ni siquiera se dio cuenta de ello—. Nos seguirá. Nos vio correr, a Sessa y a mí; vendrá a buscarnos. ¡Todos vendrán!

Al escuchar estas palabras, Índigo se dio cuenta de que Ellani no quería que vinieran. Por vez primera, sus padres y los ancianos de Alegre Labor no representaban para la niña la adecuada y deseable seguridad del convencionalismo sino un poder despiadado e insensible que amenazaba con arrebatarle su recién encontrada alegría.

—¡Ellani! —llamó, al tiempo que se inclinaba para recoger algo que descansaba a sus pies—. No te preocupes, Ellani. Podemos hacer que también lo vean. Tenemos ese poder, todos nosotros.

En una ventana situada a su espalda, sin que nadie se diera cuenta, una lámpara se iluminó temblorosa. Alegre Labor empezaba a despertar.

Ellani levantó los ojos hacia Índigo, y contempló el excéntrico vestido multicolor y el carro. En otra ventana, se encendió una segunda luz.

—¿Nosotros... ? —musitó la niña.

—Sí. Tomad, cogedlas. —Otras tres brillantes esferas revolotearon fuera de la mano de

Índigo; una fue a Ellani, otra a Koru, y la tercera a Sessa—. La magia volverá a funcionar.

Ellani sostuvo la pelota que había cogido en el hueco de ambas manos y la contempló maravillada, mientras la comprensión se iba abriendo paso en su cerebro.

—Oh... —murmuró, incapaz de articular nada más—. Oh...

—Ayúdanos, Elli. —Koru se volvió hacia su hermana, con los azules ojos relucientes y llenos de fervor—. ¡Cuantos más seamos, más seremos! —Sin darse cuenta, repetía las palabras del Benefactor; casi lo último que había dicho a Índigo antes de que el carro abandonara el mundo fantasma para iniciar el juego.

—Sí —susurró Ellani, también con ojos relucientes—. Sí, lo haré. Lo haré.

En ese momento se encendió la tercera luz en la plaza. Brillaba en una ventana del último piso de la Casa del Comité, donde los ancianos de más categoría poseían aposentos privados para utilizar cuando estaban de guardia, y a los pocos segundos resonó en la plaza el chirrido de una bisagra reseca al abrirse de par en par dicha ventana.

—¿Qué es esto? —La voz procedente de la elevada aguilera era débil y quejumbrosa; bajo la luz de la nueva lámpara, la banda violeta que denotaba la más alta categoría de Alegre Labor destacó con fuerza—. ¡Alguien está creando un alboroto! ¿Qué es lo que os proponéis, por favor?

En los tejados y los portales, los niños con los brazos cargados de serpentinas permanecieron inmóviles y silenciosos, y durante unos instantes no se escuchó ni un sonido en la plaza. Entonces, bruscamente, la voz de Índigo rompió el tenso silencio.

—¡Niños! ¡Una canción! —Tomó el arpa que descansaba a su lado sobre el asiento, la colocó sobre el regazo con un gesto teatral y tocó un acorde, un acorde que ahora todos conocían bien—. ¡Cantad, pequeños! ¡Cantad!

Y un coro de voces hizo añicos la melancólica paz de Alegre Labor, elevándose en el aire como un himno rítmico y alegre para dar la bienvenida al nuevo día.

Canna mho ree, mho ree, mho ree.

¡Canna mho ree na tye!

Koru cogió a Ellani de las manos y empezó a bailar con ella describiendo entusiastas círculos. Sessa, riendo a carcajadas, se puso a girar y saltar, y los otros niños, con Mimino entre ellos, se acercaron corriendo y saltando para unirse a la diversión. De la ventana del último piso de la Casa del Comité surgió un grito; un alarido de indignación, de incredulidad, de horror.

Entonces Índigo, ataviada con sus ropas de bufón y haciendo volar los dedos sobre las cuerdas del arpa, llamó a Némesis, a su gemela, a su propio ser:

—¡Hermana, ha llegado el momento! ¡Trae a los niños! ¡Reúnete con nosotros, reúnete con nosotros!

El arco de luz situado sobre la bomba de agua centelleó de improviso con renovada energía para luego llamear con glorioso resplandor. Y a través del portal penetró en Alegre Labor toda la horda de niños del mundo fantasma como un torrente vivo que reía, gritaba y saltaba, con Némesis a la cabeza.

Nas alcanzó a Hollend en las puertas del enclave, pero cuando ambos llegaron a la carretera no se veía ni rastro de Ellani y Sessa. Se detuvieron con un ligero resbalón, y Nas farfulló toda una retahíla de juramentos scorvianos.

—¿Por dónde fueron? ¿Dentro de la ciudad o fuera? ¡No lo vi!

—Yo tampoco. —Hollend dirigió una rápida ojeada a la negra mole de la Oficina de Tasas situada unos metros más allá—. Voy a despertar al Comité de Extranjeros.

—Yo lo haré —interpuso Nas al instante, aprovechando la oportunidad de hacer algo útil—. Tú corres más rápido que yo. Ve a la plaza; a lo mejor las. chicas fueron allí. Si no, despierta a gritos a los ancianos de la Casa del Comité. —Frunció el entrecejo—. Vamos a necesitar toda la ayuda que podamos tener.

Unas voces los llamaron desde el enclave y vieron a otros tres hombres que corrían hacia ellos. La esposa de Nas los seguía acompañada de Calpurna, que se había recuperado de su desmayo.

—De acuerdo —asintió Hollend—. Di a Calpurna adonde he ido. —Y se alejó a la carrera en dirección al centro de la ciudad mientras Nas se desviaba hacia la Oficina de Tasas.

Quien fuera que hubiera llevado a cabo aquella broma estúpida en el enclave al parecer no había quedado satisfecho con lo realizado allí, pues, mientras se apresuraba hacia el centro de la ciudad, Hollend se encontró corriendo —vadeando casi en ocasiones— por entre más y más de las absurdas serpentinas centelleantes. Cubrían el suelo que pisaba, agitándose y enredándose a sus tobillos, y varias veces se vio obligado a detenerse y arrancarlas de sus pies para evitar un tropezón. Aturdido y nervioso, no prestó atención a los sonidos que se escuchaban más allá hasta que llegó a pocos metros de la plaza del mercado. Pero, cuando finalmente penetraron en su conciencia, se detuvo con repentina consternación.

«¿Música?». Sí..., sí que lo era. ¡No había confusión posible! Y voces que cantaban. Y gritos, que la rabia o el temor o ambas cosas volvían agudos. Totalmente confundido ahora pero con una creciente sensación de alarma, Hollend recorrió a la carrera los últimos metros y salió a la plaza.

Lo que apareció ante sus ojos tenía, para su conmocionado cerebro, todo el aspecto de algo sacado de una pesadilla demencial. Un auténtico ejército de ciudadanos y ancianos se movía de un lado a otro como hormigas enloquecidas esforzándose por arrancar las marañas de serpentinas que cubrían todas las grietas de la plaza. Las barrían de entradas, ventanas y esquinas, para luego recogerlas a brazadas y pisotearlas con energía, mientras, desde las abiertas puertas de la Casa del Comité, tía Osiku y otros ancianos de rango los exhortaban a esforzarse aún más. Pero de nada servía, pues en cuanto se las dejaba de pisotear las serpentinas volvían a elevarse por los aires describiendo centelleantes círculos. Y, con una sacudida que le recorrió todo el cuerpo, Hollend vio niños: docenas de niños vestidos con extrañas ropas de colores; sus cuerpos eran insustanciales pero sus risas resonaban por toda la plaza mientras recogían y lanzaban por los aires las serpentinas como si se tratara de una refulgente tormenta. En medio de todo aquel caos, un carromato pintado de una forma indescriptible se balanceaba como una nave en un mar encrespado, y en el asiento del carro se encontraba una mujer vestida de una forma sorprendente, «¿Índigo?» Por supuesto que no, se dijo Hollend con incredulidad; no podía ser. La mujer tocaba un arpa como si estuviera poseída, y, a su lado, una figura ridícula con el cabello y los ojos plateados reía y aplaudía. Y, martilleando los oídos de Hollend por entre los gritos y exclamaciones de aquella confusa masa, la letra de la canción que ellas y los niños cantaban crecía como una marea que lo inundaba todo.

¡Todos a una, bailad y cantad!

¡Esta alegre danza con nosotros bailad!

Se trataba del mismo baile que Índigo había utilizado para sacar a Koru de su escondite en el mundo fantasma. Hollend no lo sabía; no la había escuchado jamás, pero a medida que captaba las palabras se sintió asaltado por una emoción violenta y totalmente inesperada. Era irracional, era una locura, pero sintió el impulso de gritar a los esforzados ciudadanos: «No, deteneos, ¿qué daño hacen? Dejad las serpentinas; ¡son preciosas!». El recuerdo de la imagen de Sessa Kishikul con el rostro radiante y bailando entre las serpentinas en el enclave, mientras lanzaba exclamaciones de alegría, apareció de nuevo ante sus ojos; profirió un grito inarticulado de protesta...

Y una voz estridente lo llamó desde el grupo de danzantes:

—¡Papá!

Hollend se tambaleó como si le hubieran asestado un puñetazo.

—¿Koru?

—¡Papá!

Con los rubios cabellos ondeando al aire y los ojos brillantes de júbilo, un chiquillo vestido de bufón surgió del grupo para correr hacia él con los brazos extendidos. Hollend abrió la boca para negar lo que veía, incrédulo, esperanzado... y otra voz familiar, la de Ellani, le gritó mientras la niña corría también hacia él tras su hermano:

—¡Coge la pelota, papá! ¡Coge la pelota!

La deslumbrante esfera fue directa hacia la cabeza de Hollend. Este retrocedió asustado e, igual que Ellani había hecho cuando Sessa le lanzó la pelota mágica, levantó las manos instintivamente para rechazarla, y la cogió.

Ellani chilló de alegría y abrazó a Koru, y juntos empezaron a dar saltos frente a su padre.

—¡Papá, papá, baila y canta! ¡Esta alegre danza con nosotros baila!

«Baila y canta..., baila y canta... » De improviso Hollend empezó a reír sin poder parar. «Baila y canta... Coge la pelota... »

—Niños...

Pensó que sus piernas iban a doblarse bajo su peso, pero no lo hicieron y desde luego no lo harían, como bien sabía una parte de él muy cercana a su corazón. Se sentía inmensamente feliz, con una felicidad ridícula y tonta que no le producía ninguna ganancia, que no tenía un objetivo, ni tampoco un valor tangible. ¡No tenía sentido! Pero su hijo había vuelto a él sano y salvo, y sus dos hijos lo sujetaban con fuerza de las manos e intentaban arrastrarlo hasta el baile, y él reía y gritaba como si también fuera un niño y quería bailar, quería bailar como en los viejos tiempos, ¡aquellos días en que le había importado algo más que el dinero y la posición!

Entonces, desde la calle sin alumbrado que quedaba a su espalda, desde lo que ahora parecía ser otro mundo, una mujer lanzó un grito de sorpresa y angustia.

—¡Es mamá!

Koru giró en redondo, y Hollend giró también, a tiempo de ver cómo Calpurna penetraba en la plaza corriendo con la esposa de Nas jadeando tras ella. La visión del rostro macilento de Calpurna estuvo a punto de romper el hechizo, pues en su expresión desolada estaba todo el poder forjado por los años vividos bajo la influencia de Alegre Labor, y por un instante el mundo que Hollend acababa de descubrir amenazó con desmoronarse.

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