La nieve caía lenta y constantemente en pequeños copos, añadiendo cuatro pulgadas de cristales nuevos a la superficie helada. Medio metro por debajo, con el torso encogido y la nariz hundida en la gruesa piel, la gran osa yacía inmóvil. Placas de hielo translúcido cubrían el denso pelaje marrón claro.
La voz atravesó la cueva como un hilo de sonido incorpóreo.
—El nivel de sodio continúa descendiendo. Tiene mal aspecto. ¡Dios mío! Intenta un ciclo más.
En la periferia de la cueva, un parpadeo de luces de colores empezó a fluctuar. Las paredes brillaron con un color rojo, luego azul claro, y por fin chispearon con un verde deslumbrante. Una cascada de colores puros se dibujó en los párpados de la bestia.
La osa dormía al borde de la muerte. La temperatura de su cuerpo se mantenía constante, diez grados por encima del punto de congelación. El enorme corazón latía dos veces por minuto, el nivel metabólico estaba reducido a un factor de cincuenta. La respiración se debilitaba firmemente, revelada ahora sólo por la fina capa de cristales de hielo en el borde de la barba blanca y alrededor del hocico.
—No sirve —añadió la voz con urgencia—. Sigue decayendo, y estamos perdiendo el pulso. Tenemos que correr el riesgo. Dale una descarga mayor.
Las luces se alteraron. Hubo un destello magenta, un rápido parpadeo zafiro y azul, y luego una pincelada de naranja y rubí sobre la pared de hielo. Mientras el arco iris se modulaba, la osa respondió a la señal. Los ojos grises se movieron en la cabeza grande y suave. El pecho tiritó.
—Eso es todo lo que me atrevo a darle. —La segunda voz era más profunda—. Estamos empezando a obtener más fibrilación cardiaca.
—Manten el nivel ahí. Y no le quites ojo a la temperatura rectal. ¿Por qué pasa esto precisamente ahora? —La voz se repitió con un eco de angustia por las gruesas paredes de la caverna.
La cámara donde estaba la osa tenía quince metros de diámetro. A lo largo de la pared exterior corría un filamento de fibras ópticas. Pasaba bajo el hielo hasta una caja colocada junto al cuerpo de la bestia. Débiles señales electrónicas corrían a través de agujas profundamente implantadas en la dura piel, donde los sensores controlaban las corrientes de vida en el corpachón. La conductividad de la piel, los latidos del corazón, la presión sanguínea, la saliva, la temperatura, los equilibrios químicos, las concentraciones de iones, los movimientos oculares, y las ondas cerebrales eran vigiladas continuamente. Las señales codificadas y ampliadas en la caja cuadrada, pasaban como pulsaciones lumínicas a lo largo de la fibra óptica hasta un panel situado en el exterior de la cámara.
La mujer inclinada sobre el panel exterior, tenía unos treinta años. Llevaba el pelo negro muy corto sobre una frente amplia y lisa que ahora, mientras estudiaba los datos, estaba surcada por arrugas de preocupación. Observaba un lector digital que fluctuaba rápidamente a través de una secuencia de valores repetidos. Estaba descalza, y movía los pies nerviosamente mientras los dígitos se movían cada vez más rápidos.
—No sirve. Está empeorando. ¿Podemos invertirlo?
El hombre que estaba junto a ella negó con la cabeza.
—No sin matarla aún más rápidamente. Su temperatura ya ha bajado demasiado, y su actividad cerebral está fuera de control. Me temo que vamos a perderla.
Su voz era calmada, lenta y muy controlada. Se volvió hacia la mujer, esperando instrucciones.
Ella inspiró profundamente.
—No podemos perderla. Tiene que haber algo que podamos hacer. ¡Oh, Dios mío! —Se puso en pie, revelando una complexión alta que resaltaba la delgadez de sus hombros encorvados—. Jinx tal vez está en el mismo estado. ¿Has verificado su jaula para ver cómo está?
—Acepta que sé hacer algo, Charlene —replicó Wolfgang Gibbs—. Le he reconocido hace unos pocos minutos. Todo sigue estable. Le dejé cuatro horas por detrás de Dolly, porque no sabía si el movimiento era seguro. —Se encogió de hombros—. Supongo que ahora lo sabemos. Mira el EEG de Dolly. Mejor que lo aceptes, jefa. No podemos hacer nada por ella.
En la pantalla situada entre ellos, las señales eléctricas del cerebro de la osa empezaban a aplanarse. Toda evidencia de crestas había desaparecido de la curva, y el sinusoide residual perdía su amplitud.
La mujer tembló y luego suspiró.
—¡Maldición, maldición, maldición! —Se pasó la mano por el pelo—. ¿Y ahora qué? No puedo quedarme aquí mucho tiempo… La reunión con JN empieza dentro de media hora. ¿Qué demonios voy a decirle? Tenía tantas esperanzas con esta…
Se enderezó bajo la mirada directa del otro. Había un elemento especulativo en su mirada que siempre la hacía sentirse incómoda…
Él se encogió de hombros y se rió roncamente.
—Dile que nunca hemos prometido milagros. —Su voz tenía un tono en las vocales que sugería la utilización del inglés como segundo idioma—. Los osos no hibernan de la misma forma que los otros animales. Incluso JN tendrá que admitirlo. Duermen mucho y la temperatura corporal decae, pero es un proceso metabólico diferente. —La consola emitió un silbido—. Cuidado, ahora… se nos va.
En la pantalla el trazo de actividad cerebral quedó reducida a una simple línea horizontal. Observaron en silencio durante un largo minuto, hasta que hubo un débil temblor en el monitor cardíaco.
El hombre se echó hacia delante y conectó toda la potencia. Gruñó.
—Nada. Ha muerto. Pobre Dolly.
—¿Y qué le digo a JN?
—La verdad. Ya casi lo sabe. Hemos llegado más lejos con Jinx y Dolly de lo que podíamos esperar. Te dije que nos introducíamos en un área peligrosa con los osos, pero seguimos adelante.
—Esperaba poder mantener a Jinx al menos otros cuatro días. Ahora no podemos arriesgarnos. Tendré que decirle a JN que vamos a despertarle ahora mismo.
—Si no hacemos eso lo mataremos. Has visto los monitores. —Mientras hablaba, ya se había dirigido al sistema de control de inyección de la segunda cámara experimental, e incrementaba los niveles hormonales a través de la media tonelada de masa corporal de Jinx—. Pero tú eres la jefa. Si insistes, le mantendré un poco más.
—No. —Se mordió el labio y se balanceó ante la pantalla—. No podemos correr ese riesgo. Sigue, Wolfgang, devuélvelo a la conciencia. ¿Cuánto tiempo ha estado Dolly en total?
—Ciento noventa horas y catorce minutos.
Ella se rió nerviosamente y volvió a ponerse los zapatos.
—Bien, es un récord para la especie. Tenemos eso para consolarnos. Tengo que irme. ¿Puedes terminarlo todo sin mí?
—Tendré que hacerlo. No te preocupes, es sólo mi cuarta hora extra de hoy. —Sonrió amargamente, pero más para sí mismo que para Charlene—, ¿Sabes lo que pienso? Si JN llega a encontrar alguna vez un medio para que un humano permanezca despierto y sano durante veinticuatro horas al día, lo primero que hará será que los trabajadores como nosotros hagamos turnos triples.
Charlene Bloom le sonrió y asintió, pero su mente ya estaba centrada en la temida reunión. Cabizbaja, salió del edificio en forma de hangar. Sus pasos resonaban hasta el techo de acero. Tras ella, Wolfgang la observó partir. Su mirada era una mezcla de furia y pena.
—Eso es, Charlene —musitó entre dientes—. Eres la jefa, así que ve a que te echen la bronca. Es justo. Los dos nos la merecemos, después de lo que le hemos hecho a la pobre Dolly. Pero deberías dejar de besar el culo de JN y decirle que nos está forzando demasiado. Probablemente te pondrá a cargo de los archivos, pero lo tendrás bien merecido… Deberías haber dado tu brazo a torcer antes de perder a uno de estos animales.
A cien metros de distancia, más allá de la puerta abierta, Charlene Bloom se giró bruscamente para mirarle. Parecía molesta. Alzó la mano y le hizo una seña.
—¿Lee mis pensamientos? —se dijo él, volviéndose a la consola de control—. No. Sólo está asustada. Preferiría quedarse aquí a decirle a JN lo que ha pasado en la última media hora.
Se dirigió a la pantalla de Jinx. El gran oso marrón tenía que ser devuelto a la conciencia, una fracción de grado cada vez. No podían permitirse perder otro animal.
Se frotó el mentón sin afeitar, se rascó ausente la entrepierna y observó las señales telemétricas. ¿Qué era lo mejor? Nadie tenía experiencia real en aquel asunto, ni siquiera la propia JN.
—Vamos, Jinx. Hagámoslo bien. No queremos que sientas dolor cuando vuelva la circulación. El azúcar en la sangre primero, luego serotonin y el equilibrio del potasio. Eso no está nada mal.
Wolfgang Gibbs no se sentía realmente furioso con Charlene. Le gustaba mucho. Era la preocupación por Dolly y Jinx lo que le trastornaba. Tenía poca paciencia y respeto con muchos de sus superiores. Pero sentía gran afecto y preocupación por los osos y los otros animales.
Charlene Bloom tardó casi un cuarto de hora en atravesar el hangar principal. No era sólo sus pocas ganas de asistir a la reunión inminente lo que retardaba sus pasos: cincuenta experimentos se estaban llevando a cabo en el edificio, y la mayoría estaban bajo su control administrativo.
En una cripta poco iluminada había una docena de gatos domésticos, insomnes y trastornados. Una delicada operación les había quitado parte de su formación reticular, la sección del cerebelo que controlaba el sueño. Estudió las anotaciones. Llevaban despiertos ininterrumpidamente mil ciento ochenta horas, mes y medio. Los monitores mostraban por fin evidencias de malfuncionamiento neurológico. Podría llamarlo locura felina en su informe mensual.
La mayor parte de los animales no mostraba ahora interés alguno en la comida ni en el sexo. Un puñado de ellos se habían vuelto fieros y atacaba a todo el que se le acercaba. Pero todos permanecían aún vivos. Eso era un progreso. Su último experimento fracasó cuando había transcurrido menos de la mitad de ese tiempo.
Cada sección del edificio contenía jaulas con temperatura controlada. En la siguiente zona llegó a las salas donde se encontraban los roedores y marsupiales hibernados. Caminó lentamente ante cada una de las jaulas, con la atención dividida entre los animales y sus pensamientos en torno a la inminente reunión.
Las marmotas y las ardillas estaban junto a los jerbos mutados. ¿Quién era el encargado? Aston Naugle, si no se equivocaba. No era tan organizado como Wolfgang Gibbs, ni tan trabajador, pero al menos no le provocaba escalofríos.
Ella era más alta que Wolfgang. Y superior a él en tres grados. Pero había algo en aquellos ojos oscuros… igual que en los animales. Él no tenía miedo a los osos, ni a los grandes gatos, ni a sus superiores. Un pensamiento repentino la asaltó. Esa mirada. Iba a declarársele una noche de éstas, estaba segura. ¿Y entonces?
Súbitamente consciente de que el tiempo pasaba, se dio prisa en el siguiente corredor. Sus zapatos la estaban matando, pero no podía llegar tarde. ¡Malditos zapatos!… ¿Por qué no podía conseguir nunca un calzado que le viniera bien, como el resto del mundo? No puedo llegar tarde. En los laboratorios, desde que JN había sido nombrada Directora, la impuntualidad era un pecado capital («Cuando se retrasa el comienzo de una reunión, se roba el tiempo de todos por su falta de eficiencia…»).
El corredor continuaba en el exterior del edificio principal y se convertía en un largo camino cubierto. Echó un vistazo a las nubes de la mañana. Aún parecía que iba a llover. ¿Qué iba a pasar con aquel tiempo de locos? Desde que el ciclo climatológico se había alterado, ninguno de los informes meteorológicos valía un comino. Había nieblas a ras de suelo sobre las colinas cercanas a Christchurch y hacia más calor de lo que se esperaba. Según los partes, la situación era tan mala en el hemisferio norte como en Nueva Zelanda. Y los americanos, europeos y soviéticos sufrían nevadas mucho peores.
Volvió a pensar en el primer laboratorio. Todo había sido diseñado contando con una humedad menor. No le extrañaba que los refrigeradores de aire estuvieran helándose sobre Jinx, pues la humedad en el exterior debía de ser cerca del cien por cien. Tal vez deberían añadir un deshumidificador al sistema, porque el que ahora tenían funcionaba como una maldita máquina de nieve. ¿Debería pedir ese equipo en la reunión de hoy?
La reunión.
Charlene apartó su atención de los experimentos de laboratorio. Ya habría tiempo para preocuparse por eso más tarde. Se apresuró. Tras un corto tramo de escaleras y un giro a la izquierda, llegó a la C-53, la sala de conferencias donde se celebraban las reuniones semanales. Y, gracias a Dios, había llegado antes que JN.
Se sentó en su lugar en la larga mesa y saludó con la cabeza a los otros que ya estaban allí sentados: —Matagatos-Cannon, de Fisiología; De Vries, de Asuntos Externos; Beppo Cameron, de Farmacología (tenía un narciso en el ojal… ¿de dónde lo habría sacado con aquel clima de locos?). Los otros la ignoraron y continuaron examinando sus papeles.
Las once menos cinco. Tenía unos cuantos minutos para revisar los suyos y para mirar por enésima vez el cartel enmarcado que tenía enfrente. Llevaba allí tanto tiempo como ella, y podría cerrar los ojos y recitarlo de memoria:
«¡Considera lo excelente que es el sueño.— es una joya tan inestimable que, si un tirano quisiera dar su corona por una hora de sueño, no podría comprarlo; tiene una forma tan hermosa que, aunque un hombre se acueste con una emperatriz, su corazón no descansará basta que deje sus abrazos para entregarse a él. Debemos tanto a este pariente de la muerte que le damos el mejor de nuestros tributos, la mitad de nuestra vida. Y lo hacemos por una buena razón; el sueño es la cadena de oro que une la salud a nuestro cuerpo.» Thomas Dekker.
Y bajo la cita, con la clara letra cursiva de Judith Niles, la apostilla reciente:
¡Narices! En este Instituto, el sueño es nuestro enemigo.
Charlene Bloom abrió su carpeta, se echó hacia atrás, se quitó los zapatos y se frotó un pie contra el otro. Las once, y todavía no había aparecido la Directora. Algo iba mal.
A las once y cuatro minutos, la otra puerta de la sala de conferencias se abrió y entró Judith Niles, seguida de su secretaria. Llegaba tarde, y parecía furiosa. Tras ella, en la habitación contigua, Charlene Bloom vio a un hombre alto junto a la mesa. Tenía unos treinta años, el pelo rizado y la cara agradable, pero miraba con el ceño fruncido algo sobre una de las paredes.
Un extraño. Pero aquellos grandes ojos grises parecían vagamente familiares, ¿tal vez de una foto del Instituto Newsletter?
Judith Niles se quedó de pie un momento en vez de ocupar su sitio de costumbre. Estudió la mesa, comprobando que todos los Jefes de Departamento estaban ya en su puesto, y luego hizo un gesto con la cabeza como saludo.
—Buenos días. Lamento haberles hecho esperar. Tenemos un visitante inesperado, y tengo que reunirme otra vez con él en cuanto acabe esta reunión. —Se sentó finalmente—. Vamos a empezar. Doctor De Vries, ¿quieres empezar? Estoy segura de que todo el mundo está tan interesado como yo en oír los resultados de tu viaje. ¿Cuándo has regresado?
Jan De Vries, bajo y plácido, se encogió de hombros y sonrió. La Directora Judith Niles y él veían el mundo desde el mismo ángulo, media cabeza más abajo que el resto del personal. Tal vez eso era lo que le permitía mantenerse tranquilo cuando estaba junto a ella, algo que Charlene Bloom encontraba totalmente imposible.
—Anoche, tarde. —Su voz era suave, lenta y tranquila, como almíbar caliente—. Si se me permite un comentario al margen, el tratamiento para el jet-lag del que fuimos pioneros aquí, en el Instituto, deja mucho que desear.
Judith Niles nunca tomaba notas. Su secretaria grabaría cada palabra. Quería concentrarse en el pulso de la reunión. Se echó hacia delante y miró la cara de De Vries.
—¿Hablas por propia experiencia?
Él asintió.
—Lo usé en el viaje a Pakistán. Hoy me siento fatal, y las pruebas sanguíneas lo confirman. Mi ritmo cardíaco está aún en alguna parte entre aquí y Rawalpindi.
La Directora miró a Beppo Cameron y alzó sus cejas oscuras.
—Será mejor que le echemos otro vistazo al tratamiento, ¿no? ¿Pero qué hay del asunto principal, Jan? Ahmed Ameer… ¿es realidad o ficción?
—Lamentablemente, es ficción. —De Vries abrió su cuaderno de notas—. Según el informe que recibimos, Ahmed Ameer no dormía nunca más de una hora por noche desde que tenía dieciséis años… es decir, hace nueve, ahora tiene veinticinco. Juraba que nunca había cerrado los ojos.
—¿Y la verdad?
Sonrió y se atusó el fino bigote.
—Tengo aquí todas nuestras notas, que irán directamente al archivo. Pero puedo resumirlas en una sola palabra: exageración. En los seis días y noches que estuvimos con él, estuvo dos noches sin dormir. Una noche durmió cuatro horas y cuarto. Las otras tres noches tuvo un promedio de poco más de dos horas y media.
—¿Salud normal?
—Eso parece. No duerme mucho, pero hemos tenido otros sujetos, aquí mismo, en el Instituto, que aún dormían menos.
Judith Niles le observaba con firmeza.
—Pero no parece que hayas malgastado una semana buscando en vano. ¿Cuál es el resto?
—Tienes razón, mi perceptiva directora. —De Vries parecía beatífico—. En el camino de vuelta me acerqué a Ankara para comprobar otro de los rumores de los laboratorios de El Cairo sobre un monje que mantiene vigilia constante ante las sagradas reliquias de San Esteban. Unas vestiduras fueron robadas mientras estaba de guardia hace dos años, y desde entonces parece que ha jurado no volver a dormir nunca más.
—¿Y bien? —Judith Niles se tensó mientras esperaba su respuesta.
—No es tanto… pero es más de lo que habíamos visto hasta ahora. —De Vries estaba bastante satisfecho—. ¿Creerías posible un sueño diario total de veintinueve minutos de media? Y no es de los que se sientan en una silla a echar una cabezada cuando no mira nadie. Le tuvimos enganchado a un telémetro durante once días. Tenemos los test bioquímicos más completos que pudimos hacer. Verás mi informe en cuanto puedan transcribirlo.
—Lo quiero hoy. Dile a Joyce Savin que tiene máxima prioridad. —Judith Niles dirigió a De Vries con la cabeza un pequeño movimiento de aprobación—. ¿Algo más?
—Nada que merezca la pena. Maftana te daré mi informe completo.
Buscó a Charlene a través de la mesa. Su expresión decía que nunca lo leería. La Directora dependía de su personal para estar enterada de los detalles. Nadie sabía cuánto tiempo dedicaba a cualquier informe en concreto. A veces los datos más pequeños requerían su atención durante días, mientras otros proyectos más importantes permanecían meses sin ser estudiados.
Judith Niles echó una rápida ojeada a su reloj.
—Doctora Bloom, es usted la siguiente. Resúmalo cuanto pueda. Me gustaría acabar con nuestro visitante antes del almuerzo si es posible.
Pero a mi espalda siempre oigo el carro alado del tiempo aproximándose… Charlene apretó los dientes. JN estaba obsesionada con el tiempo y el sueño. Y casi todo lo que Charlene podía ofrecer eran malas noticias.
Inclinó la cabeza sobre sus notas, reticente ante la idea de comenzar.
—Acabamos de perder uno de los osos kodiaks —dijo bruscamente. Hubo un rumor de movimiento cuando todos los que se encontraban en la mesa se enderezaron. Charlene mantuvo inclinada la cabeza—. Gibbs colocó a Dolly a unos pocos grados por encima de la temperatura de congelación y trató de mantener un nivel positivo de actividad cerebral.
Ahora en la habitación había un silencio cargado. Charlene tragó saliva, sintió un nudo en su garganta y se apresuró.
—El procedimiento es el mismo que describí en el informe de la semana pasada para el Comité Supervisor. Pero esta vez no pudimos estabilizarlo. Las pautas de las ondas cerebrales buscaban nuevos niveles estables, y había principios alfa espúreos. Cuando empezamos a bajar la temperatura, todas las funciones corporales se fueron al garete. Oscilaciones por todas partes. Traigo las listas conmigo. Si quieren verlas, las pasaré.
—Más tarde. —La expresión de Judith Niles era una mezcla de concentración y furia. Charlene conocía aquella mirada. La Directora esperaba que todo el mundo (todas las cosas) compartiera su inclinación hacia el Sueño Cero. Dolly les había fallado. La cara de JN se había vuelto pálida, pero su voz era tranquila e informal.
—¿Gibbs, dijo? Wolfgang Gibbs. ¿El tipo fornido del pelo rizado? ¿Manejó él mismo las operaciones de ascenso y descenso?
—Sí. Pero no tengo ningún motivo para cuestionar su competencia…
—Ni yo, no sugiero eso. He leído sus informes. Es bueno. —Judith Niles hizo un gesto a su secretaria—. ¿Hubo alguna otra anomalía que considere significativa?
—Hubo una. —Charlene Bloom inspiró profundamente y buscó otra página en su cuaderno de notas—. Cuando estábamos a unos quince grados sobre la temperatura de congelación las ondas cerebrales alcanzaron una forma estable. Y Wolfgang Gibbs advirtió una cosa muy extraña en ellas. Parecían tener el mismo perfil que los ritmos cerebrales a temperatura normal, sólo que dilatados en el tiempo.
Se detuvo. Al otro extremo de la mesa, Judith Niles se había incorporado de un salto.
—¿Muy similares?
—No lo hemos pasado aún por el ordenador. A simple vista parecían idénticas… pero cincuenta veces más lentas que de costumbre.
Durante una fracción de segundo Charlene pensó que había visto intercambiar una mirada entre Judith Niles y Jan De Vries. Luego, la Directora la miró con toda su intensidad.
—Quiero verlo por mí misma. Más tarde el doctor De Vries y yo iremos al hangar y echaremos un vistazo a este proyecto. Pero denos más detalles, mientras estamos todos aquí. ¿Cuánto tiempo mantuvo la fase estable, y cuál fue la temperatura corporal más baja? ¿Y qué hay de los ajustes triptófanos?
Bajo la mesa, Charlene se frotó las manos contra la falda. Iba a ser una sesión larga, lo sabía. Sus manos empezaron a temblar, y podía sentir el sudor en las palmas. ¿Estaba bien preparada? Lo sabría dentro de unos pocos minutos. Si a la Directora le apetecía entrar en detalles, el visitante del Instituto tendría que esperar largo rato.
El día, para Hans Gibbs, se estaba volviendo largo y confuso.
Cuando se le sugirió una visita al Instituto de Neurología de las Naciones Unidas en Christchurch, aquello le había parecido una distracción perfecta de la rutina. Estaría una semana en gravedad terrestre en vez de en el cuarto-g de PES-Uno. Ganaría créditos para sus ejercicios, y necesitaba todos los que pudiera sumar. Podría recoger unas cuantas cosas. Abajo que rara vez eran lanzadas como cargamento: ¿cuánto tiempo hacía desde que habían saboreado una ostra en PES-Uno? Y aunque Christchurch estaba en Nueva Zelanda, lejos de los centros de acción política, podría formar sus propias impresiones sobre las recientes tensiones mundiales. Se hacían muchas acusaciones y contra acusaciones, pero era probable que siguiera siendo el mismo tumulto de siempre que los habitantes de Abajo insistían en llamar diplomacia.
Lo mejor de todo era que podría pasar un par de noches con el viejo Wolfgang. La última vez que salieron juntos, su primo aún estaba casado. Eso había congelado un poco las cosas (pero menos de lo que debería; algo que explicaba tal vez que Wolfgang no estuviera casado ahora).
El descenso había sido un desastre. No el vuelo en la Lanzadera, claro; eso había supuesto un par de horas de descanso, una suave reentrada, seguida por la activación de los turbocohetes y un largo aterrizaje en Aussieport, en el norte de Nueva Guinea. El aterrizaje se había ajustado precisamente a lo previsto. Pero aquello fue lo último que salió acorde con el plan.
El espaciopuerto australiano, que atendía a Australia, Nueva Zelanda y Polinesia, normalmente se enorgullecía de su informalidad y su ambiente. Según la leyenda, el visitante podía encontrar a unos pocos kilómetros del puerto todos los vicios convencionales del mundo, más alguno de los no convencionales (el canibalismo había sido parte de la vida nativa en Nueva Guinea mucho después de que hubiera desaparecido en el resto del mundo).
Hoy, toda la informalidad había desaparecido. El espaciopuerto estaba lleno de oficiales de cara sombría que querían verificar todos los artículos de su equipaje, documentos, planes de viaje y los motivos de su llegada. Le sometieron a cuatro horas de interrogatorio. ¿Tenía parientes en Japón o en los Estados Unidos? ¿Era simpatizante del Movimiento de Distribución de Alimentos? ¿Cuáles eran sus puntos de vista sobre el Partido Aislacionista Australiano? Háblenos, en detalle, de los nuevos procesadores de comida sintética desarrollados para las arcologías en órbita.
Allí estaban pasando muchas cosas, admitió muy pronto, pero le salvó la simple ignorancia. Claro, había nuevos métodos sintetizadores, y muy buenos, pero él no sabía nada de ellos… no se le permitía saber nada; eran secreto comercial.
Su primer regalo para Wolfgang (una gema pura de dos quilates, manufacturada en el autoclave orbital de PES-Uno), fue retenido para ser examinado. Se le informó que se lo enviarían al Instituto junto con sus pertenencias si pasaba la inspección. Su otro regalo fue confiscado sin que se le prometiera su devolución. Las semillas desarrolladas en el espacio podrían contaminar algunos elementos de la flora australiana.
Su paciencia se agotó en ese punto. Las semillas eran estériles, señaló. Las había traído consigo sólo por la novedad, por sus extrañas formas y colores.
—¿Qué demonios les pasa, amigos? —se quejó—. No es la primera vez que vengo. Soy un visitante regular… echen un vistazo a esos visados. ¿Qué creen que voy a hacer, irrumpir en Cornwall House y tirarme a la Primera Dama?
Le miraron glacialmente, evaluando su observación, y luego continuaron con el cuestionario. Él no intentó ningún otro chiste. Dos años antes, la frenética vida sexual de la esposa del Primer Ministro había sido el tema de conversación favorito de todo el mundo. Ahora no provocaba ni un parpadeo. Si el resto de la Tierra se parecía a este sitio, los cambios climatológicos debían estar produciendo peores efectos de lo que ninguna de las naciones desarrolladas deseaba admitir. Las menos afortunadas estaban bastante dispuestas a hablar del tema y suplicaban ayuda en interminables e improductivas sesiones ante las Naciones Unidas.
Cuando por fin se le permitió cerrar las maletas y continuar su camino, el transporte rápido a Christchurch ya había partido. Tuvo que conformarse con un hidroavión Mach Uno, lo que hizo que en vez de una hora de vuelo el viaje se convirtiera en un maratón de seis. A cada parada se repetía la inspección del equipaje y los documentos.
Cuando hicieron el último aterrizaje, estaba furioso, hambriento y exhausto. Las formalidades para entrar en Christchurch parecían durar eternamente, pero reconoció que comparadas con las de Aussieport eran diligentes. Le parecía que ya le habían formulado todas las preguntas posibles, y sus respuestas pasaron a los bancos de datos centralizados de Australasia.
Cuando por fin llegó al Instituto y le mostraron la gran oficina de Judith Niles, era la una de la madrugada según su reloj biológico interno, y casi mediodía según la hora local. Ingirió un estimulante —uno desarrollado originalmente allí, en el Instituto—, y curioseó por la oficina.
En una de las paredes había un diagrama de su sueño personal, exactamente del mismo tipo de los que él usaba. Ella dormía un poco menos de seis horas cada noche, más una breve cabezada después del almuerzo algún día que otro. Se dedicó a observar la librería. Allí estaban los estudios que cabía suponer: Dement, Oswald y Colquhoun, sobre el sueño; el informe Fisher-Koral sobre la hibernación en los mamíferos; los historiales de Williams sobre insomnes sanos. Durante el curso acelerado que había recibido en PES-Uno los había visto todos de pasada, aunque la biblioteca de allá arriba no estaba diseñada para almacenar copias en papel como aquellas.
El antiguo trabajo monográfico de Bremer era nuevo para él. ¿Trabajo inédito sobre los experimentos del peciolo cerebral? Eso parecía poco probable: Moruzzi había rebañado hasta los huesos en ese tema allá en los años cuarenta. Pero, ¿qué era aquella carpeta roja que había junto al mismo «Análisis Revisados»?
Alargó la mano para cogerlo y luego dudó. No quería empezar con mal pie con Judith Niles. Esta reunión era importante. Sería mejor esperar y pedirle permiso.
Se frotó los ojos y se apartó de la estantería para mirar los cuadros de la pared situada frente a la ventana. Le habían instruido bien, pero cuanto más pudiera aprender a través de su observación personal, menos difícil le resultaría este trabajo.
Había muchas fotografías enmarcadas, con presidentes, primeros ministros y hombres de negocios. En un lugar de honor se encontraba el retrato de un hombre de cabellos grises, mentón grande y gafas sin montura. En el borde inferior, escritas a mano, aparecían las palabras Roger Morton Niles, 1921-1988. ¿El padre de Judith? Casi con toda seguridad, pero había algo curiosamente impersonal en la adición de las fechas al retrato. Había cierto parecido familiar, especialmente en los ojos firmes y en los altos pómulos. Comparó la fotografía de Roger Morton Niles con una foto cercana de Judith Niles, donde aquella estrechaba la mano a una mujer india de avanzada edad.
Extraño. La descripción biográfica escrita no cuadraba con la persona que se había marchado de la oficina para atender la reunión con su personal y que le había dirigido el más breve e impersonal de los saludos. Y aún menos con la mujer fotografiada aquí. Basándose en su posición y sus logros, él había esperado a alguien en la cuarentena o en la cincuentena, una auténtica Dama de Hierro. Pero Judith Niles no podía tener mucho más de treinta años. Era atractiva, además. Tenía la cara un poco demasiado fina, con ojos y frente muy serios; pero sus pómulos eran redondeados y bien definidos, su cara era despejada, y su boca muy hermosa. Y había algo en su expresión, ¿o era imaginación suya? ¿No tenía esa mirada…?
—¿Señor Gibbs? —La voz a sus espaldas le hizo dar un brinco y girarse. Una secretaria había aparecido en la puerta abierta mientras él soñaba despierto ante las fotografías de la pared.
Gracias al cielo, aún era imposible leer en la mente. Qué ridículos le habrían parecido sus pensamientos a un observador. Aquí estaba, preparado para una reunión confidencial y de gran trascendencia con la Directora del Instituto, y aunque no habían pasado ni dos minutos ya la estaba evaluando como objeto sexual.
Se dio la vuelta con una media sonrisa en la cara. La secretaria le estaba mirando con expresión un tanto perpleja.
—Lamento haberle sobresaltado, señor Gibbs, pero la reunión con el personal ha terminado y la Directora puede verle ya. Sugiere que tal vez sería mejor charlar mientras almuerzan, en vez de reunirse aquí. Así tendrán ustedes más tiempo.
Él dudó.
—El asunto que tengo que tratar con la Directora…
—¿Es privado? Sí, ella dice que comprende la necesidad de intimidad. Hay una habitación tranquila al final del comedor. Serán sólo usted y la Directora.
—Muy bien. Lléveme. —Empezó a repasar sus argumentos mientras la seguía por un corredor blanco.
El comedor era difícilmente calificable como íntimo: podían interrumpirles de un centenar de maneras distintas. Pero al menos les aislaba de otros oídos. Tendría que aceptar el riesgo. Si alguien grababa sus palabras, sería con toda seguridad para beneficio de Judith Niles, y no trascenderían. Parpadeó al entrar. La luz superior, como todas las luces que había visto en el Instituto, era excesivamente brillante. Si la oscuridad era el aliado del sueño, Judith Niles aparentemente no toleraba su presencia.
Ésta le esperaba sentada ante la mesa, marcando los pedidos de una lista output. Mientras él se sentaba, ella dobló de inmediato la hoja y comenzó a hablar sin ninguna introducción previa.
—Me tomé la libertad de elegir por los dos. Hay una oferta limitada, y pensé que podríamos aprovechar el tiempo. —Se echó hacia atrás y sonrió—. Tengo mi propia agenda, pero ya que ha venido a vernos, creo que puede disparar primero.
—¿Disparar? —Él arrimó la silla a la mesa—. Confunde usted nuestros motivos. Pero me encantará hablar primero… Y déjeme decir algo que puede que más tarde nos ahorre situaciones embarazosas. Mi primo, Wolfgang, trabaja para usted, aquí, en el Instituto.
—Me llamó la atención la coincidencia del nombre.
¿Y lo hizo verificar?, pensó Hans Gibbs. Asintió y continuó.
—Wolfgang le es completamente leal, igual que yo lo soy a Salter Wherry, para quien trabajo, ¿debo suponer que no le conoce personalmente?
Judith Niles le miró por debajo de sus cejas alzadas.
—No conozco a nadie que le conozca… pero todo el mundo ha oído hablar de él, y de la Estación Salter.
—Entonces sabe que tiene recursos sustanciales. A través de los mismos podemos descubrir bastante sobre el Instituto, y el trabajo que se hace aquí. Quiero que sepa que, aunque Wolfgang y yo comentamos de vez en cuando y de forma muy general el trabajo que se realiza aquí, ni mi información específica, ni la de nadie más en nuestra organización, procede de él.
Ella se encogió de hombros, indiferente.
—De acuerdo. Pero me tiene intrigada. ¿Qué es lo que cree que sabe sobre nosotros que es tan sorprendente? Somos una agencia pública. Nuestros archivos están abiertos.
—Cierto. Pero eso significa que están restringidos por el presupuesto que se les destina. Hoy mismo, por ejemplo, se han enterado de los nuevos cortes de presupuesto debidos a la crisis de las finanzas en las Naciones Unidas.
La expresión de la Directora reflejó su sorpresa.
—En nombre de Morfeo, ¿cómo se ha podido enterar de una cosa así? Yo misma me he enterado hace un par de horas, y me dijeron que la decisión acababa de ser tomada.
—Déjeme que le conteste a eso más tarde, si no le importa, después de que hayamos tratado otro par de asuntos. Sé que han tenido ustedes problemas de dinero. Aún peor, hay restricciones que les cuesta aceptar y que se refieren a los experimentos que se les permite llevar a cabo.
El labio inferior de ella se adelantó un poco, y su expresión se puso en guardia.
—Creo que no le entiendo. ¿Le importa ser más específico?
—Con su permiso, evitaré también hablar de eso por el momento. Espero que me permita hablar sobre otro asunto unos minutos. Puede parecer que no tiene relación con los presupuestos y la libertad de experimentar, pero le prometo que es importante. Eche un vistazo a esto y luego le explicaré exactamente por qué estoy aquí.
Le paso un cilindro liso y negro.
—Mire en el fondo. Es un grabador de vídeo. No se preocupe por el foco, las fases del holograma están ajustadas para un plano focal a quince centímetros del ojo. Relájese.
Ella arrugó el entrecejo, volvió a colocar su panecillo sobre el plato y alzó el cilindro hasta su ojo derecho.
—¿Cómo lo hago funcionar?
—Pulse el botón que hay a la izquierda. La imagen tarda un par de segundos en llegar.
Una camarera vestida con un uniforme verde colocó un par de cuencos llenos de sopa marrón delante de ellos.
—No veo nada —dijo Judith Niles tras unos segundos—. No hay nada que pueda enfocar… Oh, espere un minuto…
La negra cortina ante ella se alzó mientras sus ojos se ajustaban al bajo nivel de luz. Había un fondo de estrellas y una estructura larga y ahusada en primer plano iluminada por la luz reflejada. Al principio no tuvo sentido de la escala, pero en cuanto el campo de visión giró a lo largo de la telaraña de rieles otros elementos empezaron a proporcionar pistas. Un remolcador espacial se encontraba junto a una de las largas vigas, su casco medio oculto por el metal. Más allá, pudo ver una cápsula vital, colocada como una pequeña seta en el rincón de una enorme viga cruzada. La construcción era grande y se extendía cientos de kilómetros hasta un distante botalón final.
La cámara bajó hasta que el borde de la Tierra apareció en el campo de visión.
—Lo que contempla es el panorama desde uno de los monitores normales —dijo Hans Gibbs—. Hay veinte en la Estación. Funcionan veinticuatro horas al día, examinando rutinariamente todo lo que pasa. Esa cámara se concentra principalmente en la nueva construcción en el botalón inferior. ¿Sabe que estamos haciendo un voladizo experimental de setecientos kilómetros en PES-Uno?… En la Estación Salter, como todo el mundo parece que la llama aquí abajo. Aunque a Salter Wherry le gusta señalar que fue la primera de muchas, así que PES-Uno es un nombre mejor. De todas formas, no necesitamos ese voladizo para las actuales arcologías, pero estamos seguros de que lo emplearemos pronto.
—¡Oh! ¡Oh! —Judith no apartaba los ojos del aparato. La cámara estaba haciendo un zoom y se centraba en una zona al final del botalón donde dos pequeños puntos se habían vuelto visibles. Se dio cuenta de que estaba viendo una ampliación impresionante de una pequeña porción del campo de la cámara. A medida que los puntos aumentaban de tamaño, la imagen empezó a mostrar una ligera granulosidad, pues estaba llegando al límite de su resolución. Podía distinguir los miembros de cada uno de los individuos equipados con trajes espaciales, y los cables que aseguraban los trajes a los delgados rieles.
—Están instalando una de las antenas experimentales —dijo la voz de Hans Gibbs. Obviamente, sabía con exactitud a qué parte de la imagen había llegado—. Esas dos están a bastante distancia del centro de gravedad de la Estación, a cuatrocientos kilómetros por debajo. La Estación Salter está en una órbita de seis horas, a diez mil kilómetros de altura. La velocidad orbital es de cuatro mil ochocientos metros por segundo, pero el extremo del botalón viaja solamente a cuatro mil setecientos sesenta metros. ¿Ve la ligera tensión de esos cables? Esos dos no están del todo en caída libre. Sienten una centésima de g. No es mucho, pero lo suficiente para que se note.
Judith Niles tomó aliento, pero no habló.
—Mire el de la izquierda —dijo tranquilamente Hans Gibbs.
La imagen mostraba los suficientes detalles para ver exactamente lo que pasaba. Los cables que aseguraban una de las dos figuras habían sido soltados para poder conseguir una nueva posición en el asidero. Una pequeña antena se había abierto, extendiéndose más allá del final del botalón. La figura de la izquierda comenzó a flotar lentamente a lo largo de la antena, con una clavija de seguridad en el guante derecho. Estaba claro que habría otro punto a su alcance en el riel donde colocar el cable. El individuo se movía muy despacio, rotando un poco mientras avanzaba. La segunda figura estaba encorvada sobre otra parte de la cadena de metal, ajustando un segundo anclaje para la antena.
—En treinta segundos uno se aleja flotando casi cincuenta metros —dijo suavemente Hans Gibbs. Su acompañante continuaba quieta como una estatua.
La comprensión de lo que sucedía llegaba lentamente, así que nunca había un momento en que los sentidos pudieran dar la voz de alarma. La figura estaba al alcance del punto de apoyo. Aún se movía, lo bastante cerca para que estirando la mano pudiera hacer la conexión. Cinco segundos después, el contacto se perdió. Ahora sería necesario usar los controles del traje, aplicar el pequeño impulso necesario para volver a la altura del contacto. Judith Niles, de repente, se encontró deseando que los impulsores del traje funcionasen, deseando que la segunda figura alzara la vista y viera lo que ella veía. La separación se hizo mayor. Unos pocos centímetros, treinta metros, la longitud de la delgada antena. La figura había empezado a girar rápidamente sobre su eje. Estaba sobrepasando el último punto de contacto con la estructura.
—¡Oh, no! —Las palabras eran un murmullo de queja. Judith Niles respiraba pesadamente. Tras unos cuantos segundos de silencio, murmuró de nuevo y se enderezó—. ¡Oh, no! ¿Por qué no hace algo? ¿Por qué no se agarra a la antena?
Hans Gibbs se inclinó hacia delante y le quitó gentilmente el cilindro.
—Creo que ya ha visto suficiente. ¿Observó el principio de la caída?
—Sí. ¿Era una simulación?
—Me temo que no. Era real. ¿Qué es lo que cree que ha visto?
—La construcción del botalón de la Estación Salter… de PES-Uno. Y había dos trabajadores colocando una antena.
—Correcto. ¿Qué más?
—El que estaba más lejos se soltó, sin comprobar si tenía el cable asegurado. Ni siquiera miró. Se quedó a la deriva. Cuando el otro se dio cuenta, ya estaba demasiado lejos para que pudiera alcanzarle.
—Demasiado lejos para que le pudiera alcanzar nadie. ¿Comprende qué es lo que va a pasar a continuación?
Ninguno de los dos mostraba mucho interés en la comida que tenía delante. Judith Niles asintió lentamente.
—¿Una reentrada? Si no se le puede alcanzar, ¿tendría que iniciar una reentrada?
Hans Gibbs la miró con sorpresa y luego se echó a reír.
—Bien, eso podría pasar… si esperamos unos pocos millones de años. Pero la Estación Salter está en una órbita bastante alta, y la reentrada no es lo que nos preocupa. Esos trajes tienen aire solamente para seis horas. Si no tenemos una nave dispuesta, todo aquel que pierda contacto con la estación y no pueda volver con la limitada masa reactiva de los impulsores del traje, muere. Se asfixia. Por cierto, había una mujer dentro de ese traje, no un hombre. Tuvo suerte. La cámara la estaba enfocando, y por eso pudimos calcular una trayectoria exacta y recogerla al cabo de una hora. Pero probablemente nunca estará preparada psicológicamente para volver a trabajar en el exterior. Otros no han tenido tanta suerte. Hemos perdido a treinta personas en tres meses.
—Pero, ¿por qué?¿Por qué se dejó ir? ¿Por qué no la avisó el otro trabajador?
—Lo intentó… todos lo intentamos. —Hans Gibbs volvió a meter el pequeño grabador en su funda de plástico—. No nos oyó por la misma razón por la que se soltó. Es una razón que tiene que interesarle por fuerza, y el motivo por el que estoy aquí en su Instituto. En una palabra: narcolepsia. Se quedó dormida. No se despertó hasta que la recogimos, a cincuenta kilómetros del botalón. El otro trabajador vio lo que había pasado mucho antes, pero no tenía suficiente capacidad de impulso para ir por ella y volver. Todo lo que pudo hacer fue observar y gritarle a través de la radio del traje. No logró despertarla.
Hans Gibbs apartó su plato medio lleno.
—Sé que en la mayor parte del mundo hay escasez de alimentos, y es un pecado no acabar con el plato. Pero parece que ninguno de los dos tiene mucho apetito. ¿Podemos continuar la conversación en su oficina?
Al anochecer, Judith Niles cogió el teléfono y le pidió a Jan De Vries que se reuniera con ella en su despacho. Mientras le esperaba, se quedó junto a la ventana, mirando el jardín que flanqueaba la zona sur del Instituto. El descuido del césped iba en aumento y junto a las flores cercanas a la vieja pared de ladrillo aparecían algunos rastrojos.
—¿Gastando el aceite de medianoche otra vez? ¿Dónde está tu cita, Judith? —dijo una voz a sus espaldas.
Ella dio un respingo. De Vries había entrado en la oficina abierta sin llamar a la puerta, silencioso como un gato.
Se dio la vuelta.
—Cierra la puerta, Jan. No lo creerás, pero me invitaron a cenar. Una invitación bastante loca, con todos los arreglos pasados de moda… Sugirió ostras Rockefeller, ternera «cordón bleu», vino y el río Avon a la luz de la luna. ¡Ostras y vino! Dios mío, se nota que viene del espacio. Creía sinceramente que podemos comprar ese tipo de comida, sin contrato o dispensa especial. No sabe mucho de la situación real. Una de las cosas que asustan de la propaganda del gobierno es que funciona muy bien. No tenía ni idea de lo mal que están las cosas, incluso aquí, en Nueva Zelanda… y eso que somos los afortunados. ¡Ostras! Maldita sea, vendería mi virginidad por una docena de ostras. O por un roast beef.
Su voz era ansiosa, y no conservaba ningún rastro de la autoridad usual. Se sentó ante su mesa, se quitó los zapatos y se puso cómoda, colocando los pies descalzos sobre un cajón abierto.
—Ya es demasiado tarde para eso, querida —dijo Jan De Vries—. Roast beef, buen vino, ostras… o virginidad, todo es lo mismo. Para la mayoría de nosotros, han desaparecido con las nieves del ayer. Pero estoy impresionado por las otras implicaciones de su invitación. Sólo alguien desconectado de los cambios climatológicos querría mirar ese horrible río… especialmente cuando la temperatura es de treinta grados y hay un noventa por ciento de humedad. —Se sentó en un butacón—. ¿De verdad rehusaste la invitación? Judith, me decepcionas. Yo de ti no lo habría hecho… sólo por ver la expresión de su cara cuando comparara la realidad con sus ilusiones.
—La habría aceptado si no me hubiera hecho otrá oferta.
—¿De veras? —Jan De Vries se tocó los labios con un índice cuidadosamente manicurado—. Judith, por tus gustos fuertemente heterosexuales, esas palabras suenan falsas. Creí que estabas deseando recibir ofertas como ésas, atractivas más allá de todas las demás tentaciones…
—Corta, Jan. No tengo tiempo para juegos. Quiero el beneficio de tu cerebro. Conoces a Salter Wherry, ¿no? ¿Qué es lo que sabes de él?
—Bueno, sé bastante. Estuve a punto de ir a trabajar a la Estación Salter. Si no me hubieras atrapado aquí, probablemente estaría allí ahora. Hay un je ne sais quoi en la idea de trabajar para un anciano multimillonario, especialmente uno cuyos gustos románticos, antes de recluirse, concidían con los míos.
—¿Es de verdad el dueño de la Estación Salter? ¿Por completo?
—Eso es lo que se rumorea, querida. De eso y de la mitad de las cosas que puedas mencionar. Nunca he podido descubrir evidencia alguna de lo contrario. Ya que el encantador señor Gibbs trabaja para él, y ya que estuviste reunida con él tantas horas esta tarde (no creas que tu largo encierro pasó desapercibido, Judith), me extraña que me preguntes esas cosas. ¿Por qué no se lo preguntaste a él directamente?
Judith Niles volvió a la ventana y contempló melancólica el atardecer.
—Necesito hacer una comprobación alternativa. Es importante, Jan. Necesito saber lo rico que es Salter Wherry. Lo rico que es de verdad. ¿Lo suficiente como para dejarnos hacer lo que necesitamos hacer?
—Según mis propias investigaciones e impresiones, es tan rico que el mundo carece de sentido real. Nuestro presupuesto para el próximo año es de poco más de ocho millones, ¿no? Comprobaré los últimos datos sobre Salter Wherry, pero aunque no sea más rico que hace veinte años, todo este Instituto podría ser financiado confortablemente sólo con los intereses de su cuenta corriente.
—Tal vez éste es su plan. —Judith se volvió a la habitación—. ¡Maldita sea!, desde luego lo ha calculado bien.
—¿Otra vez problemas de dinero? Recuerda que he estado ausente.
—He tenido otra reunión con nuestro Comité de Presupuestos. Quieren quitarnos otro cinco por ciento, y el lugar se nos cae ya a pedazos. No podemos mantener indefinidamente en secreto algunos de nuestros experimentos y resultados, tal como me gustaría. Charlene y Wolfgang Gibbs se están topando con el mismo problema que nosotros. Wherry no podría haber aparecido en un momento mejor. Podría salir perfectamente.
—Como te he dicho muchas veces, Judith, eres un genio. Puedes manejar a simples inocentes como yo igual que a marionetas. Pero aún no eres lo bastante buena para vértelas con Salter Wherry. Es el mejor del Sistema, y tiene setenta años de experiencia. Cuando pienses en tus propios objetivos y en tu plan oculto, del que ni siquiera pretendo ser partícipe, recuerda que sin duda él tiene también un plan oculto con objetivos bastante diferentes. Y si tú eres un genio, él es un mago de las finanzas y la organización. Y tiene fama de salirse siempre con la suya. —De Vries se cruzó de piernas y se alisó la raya de los pantalones—. Pero por la cara que tienes sospecho que me estoy yendo por las ramas. ¿Cuál es la gran oferta que quieres discutir? ¿Por qué no estás en el gran río Avon, cenando fresas con nata bajo el sonido de las trompetas… o cualquier otra delicia que el tristemente irreal señor Gibbs tenga en mente?
Judith Niles se frotó delicadamente el ojo izquierdo, como si algo le preocupara.
—Hans Gibbs me trajo una oferta. Tienen problemas en la Estación Salter. ¿Lo sabías?
—He oído rumores. Las pólizas de seguros para el personal de la Estación han sido elevadas muy por encima de las operaciones espaciales convencionales. Pero no veo qué relación tiene todo eso con el Instituto.
—Eso es porque no sabes cuáles son los problemas. Jan, la oferta de hoy ha sido muy simple. Hans Gibbs vino en nombre de Salter Wherry. El presupuesto del Instituto será cuadruplicado, con garantía para seguir trabajando un mínimo de ocho años. Además, los experimentos que estamos llevando a cabo permanecerán libres de todo control o interferencia exterior. Y lo mismo nuestro aprovisionamiento de material de hardware y software.
—Parece que ofrece el paraíso. —De Vries se puso en pie y se acercó a Judith—. ¿Dónde está el gusano de la manzana? Tiene que haberlo.
Ella le sonrió y le palmeó el hombro.
—Jan, ¿cómo podía yo sacar adelante las cosas antes de que te integraras en el Instituto? Aquí tienes tu gusano: para conseguir todas las cosas buenas que Salter Wherry promete, debemos satisfacer una condición. El personal clave del Instituto debe trasladarse… a la Estación Salter. Y debemos aunar todos nuestros esfuerzos para solucionar un problema que ha estado arruinando los proyectos de construcción de arcologías.
—¿Qué? ¿Ponernos en órbita allá arriba? Espero que no hayas accedido.
—No, todavía no. Pero puede que lo haga. Tengo que subir y verlo por mí misma. Hans Gibbs hará los preparativos este fin se semana.
A medida que Jan De Vries se mostraba más y más dubitativo, Judith parecía más relajada.
—Y ya que he de ir, Jan —continuó ella—, alguien más tiene que mirar la lista inicial de los miembros clave del personal, por si decidimos trasladarnos. Sé quienes serían los miembros principales que yo elegiría, pero no estoy lo bastante segura acerca de todos los componentes del personal de apoyo… y también necesitaremos un buen equipo. ¿Quiénes son los mejores, y quién querría ir a la Estación Salter?
—Parece que ya te has decidido.
—No. Sólo quiero tenerlo todo previsto por si se da el caso. —Se acercó a la mesa y cogió una página escrita a mano—. Aquí está mi primera selección. Siéntate y vamos a examinarla juntos.
—Pero…
—Haz que Charlene Bloom te ayude con esto mientras estoy fuera.
—¿Charlene? Mira, sé que es buena, pero seamos objetivos. Es muy insegura.
—Lo sé. Es demasiado modesta. Por eso quiero que sepa que está en mi lista de preferidos desde el principio. Mientras estás con eso, échale un vistazo a esto. —Le tendió un par de páginas impresas—. Acabo de extraerlo de los bancos de datos históricos. Es la declaración que Salter Wherry hizo a las Naciones Unidas cuando empezó su actividad industrial en el espacio, hace treinta años. Necesitamos comprender la psicología de ese hombre, y ésta es una buena pista.
—Judith, refrénate. Me estás presionando. No estoy del todo seguro de querer…
—Ni yo. Jan, puede que nos veamos forzados a esto, aunque a algunos de nosotros no le guste la decisión. Las cosas han empezado a desmoronarse aquí en los últimos meses, poco a poco.
—Sé que los tiempos son duros…
—Empeorarán. Por la manera en que están jodiendo al Instituto, no podemos permitirnos el lujo de quedarnos cruzados de brazos. Si pretenden violarnos, tenemos que combatir con todo lo que tengamos; aunque eso signifique arriesgarnos a que Salter Wherry intente jodernos también.
Él le quitó las hojas de la mano, suspirando.
—De acuerdo, de acuerdo. Si insistes, lo haré. Vamos a convertirnos en expertos para Salter Wherry y sus empresas. Pero Judith, ¿tienes que ser tan ruda? Preferiría evitar esas desagradables sugerencias de violación. ¿Por qué no podemos considerar esta situación como la primera caricia de la mano perfumada de Salter Wherry intentando seducirnos gentilmente? —Hizo un alegre guiño—. Eso me parece muchísimo más atrayente. En la seducción, querida, hay muchísimo más espacio para la negociación.
De la alocución de Salter Wherry a la Asamblea General de las Naciones Unidas, poco después del establecimiento de la Estación Salter en una órbita de seis horas alrededor de la Tierra, y antes de que Wherry cortara el contacto con el público en general:
«La Naturaleza rechaza el vacío. Si hay un espacio ecológico abierto, algún organismo aparecerá para ocuparlo. De eso trata la evolución. Hace veinte años hubo una clara crisis en el suministro de recursos minerales. Todo el mundo sabía que empezábamos a carecer de, al menos, doce metales clave. Y casi todo el mundo sabía también que no los encontraríamos en ningún lugar accesible de la Tierra. Tendríamos que trabajar a veinte kilómetros de profundidad, o en el fondo del mar. Decidí que era más lógico trabajar a cinco mil kilómetros de altura. Algunos de los asteroides están compuestos en un noventa por ciento por metales; lo que necesitamos hacer es traerlos a la órbita terrestre.
»Me dirigí primero al Gobierno de los Estados Unidos con mi propuesta de capturar los asteroides y explotarlos. Ofrecí estimaciones de los costes y el probable retorno de la inversión, y lo habría arreglado por una tasa del cinco por ciento.
»Me dijeron que el tema era demasiado controvertido, que desataría cuestiones sobre la propiedad internacional de los derechos minerales. Otros países querrían ser incluidos en el proyecto.
»Muy bien. Vine aquí, a las Naciones Unidas, e hice una exposición detallada de todas mis ideas. Pero después de cuatro años de constante debate y muchos miles de horas de mi tiempo preparando y presentando datos adicionales, no se me ha dado ni una línea de respuesta útil. Formaron ustedes comités de estudio, y comités para estudiar esos comités, y eso fue todo lo que hicieron: hablar.
»La vida es corta. Tengo una ventaja sobre el resto de las personas. Allá en 1950, mi padre invirtió su dinero en ordenadores. Soy muy rico, y me arriesgué. Están ustedes empezando a ver algunos de los resultados en la forma de la PES-Uno, lo que la Prensa prefiere llamar Estación Salter. Servirá fácilmente como hogar para doscientas personas.
»Pero eso no es más que el principio. Aunque la Naturaleza rechaza el vacío, la tecnología moderna lo adora, así como al entorno de microgravedad. Pretendo usarlos al máximo. Construiré una serie de grandes estaciones espaciales, constantemente ocupadas, utilizando materiales sacados de los asteroides. Si alguna nación desea alquilarme espacio o instalaciones, o comprar mis productos manufacturados en el espacio, me sentiré feliz de considerarlo… a precios comerciales. También invito a los habitantes de todas las naciones de la Tierra a unirse a mí en esas instalaciones. Estamos dispuestos a dar todos los pasos necesarios para que la raza humana empiece su exploración de nuestro Universo.»
A medianoche, tras haber leído la alocución dos veces, Jan De Vries volvió a repasar el comentario con el que Salther Wherry había terminado su alocución. Aquellas palabras habían quedado permanentemente unidas a su nombre, y le habían ganado la impotente enemistad de todas las naciones de la Tierra:
«La conquista del espacio es una empresa demasiado importante para ser confiada a los gobiernos.»
De Vries sacudió la cabeza. Salter Wherry era un hombre formidable, dispuesto a desafiar a los gobiernos del mundo… y a ganarles. ¿Tenía Judith el equipo necesario para jugar en su liga?
Cerró la carpeta con el rostro marcado por la preocupación. Un traslado a la Estación Salter sería fascinante. Pero la furia y la hipocresía gubernamental hacia las acciones de Wherry aún continuaban, sin que su éxito las hiciera disminuir… o tal vez era precisamente lo que las mantenía. La popularidad de las arcologías, y la cantidad de solicitudes para embarcar en ellas sólo añadía leña a la furia oficial. Si el Instituto se trasladaba, todo el mundo tendría que comprender que la decisión de unirse al imperio Wherry se añadiría al clamor general. Serían tildados de traidores por la prensa oficial de las Naciones Unidas.
Y cuando se marcharan, ¿qué? Para muchos de ellos, nunca habría un retorno. Perderían la Tierra para siempre.
El edificio zumbaba con el murmullo de un millar de experimentos. Jan De Vries se quedó sentado en su cómoda silla largo rato, reflexionando, mirando por la ventana la húmeda noche, pero viendo solamente la perspectiva nebulosa de su propio futuro. ¿A dónde le llevaría? Al cabo de diez años, ¿estaría en el espacio? ¿Cómo se estaría allí arriba?
Era difícil retener las ideas; se escapaban de su cerebro cansado. Bostezó y se puso en pie. Diez años… era demasiado tiempo. Mejor pensar en las cosas inmediatas: la lista de Judith Niles, el presupuesto, el informe aún no terminado de su viaje. Diez años era el infinito, algo más allá de su perspectiva.
Jan De Vries no tenía medio de saberlo, pero había enfocado mal su bola de cristal. Debería haber mirado mucho más hacia el futuro.
—O me reúno con él en persona o no hay acuerdo. Es así de simple, Hans.
—Te digo que no es posible. Ya no mantiene reuniones cara a cara. Ni aquí, ni abajo en la Tierra.
—Tú le ves con frecuencia.
—Bueno, maldita sea, Judith, soy su secretario. Incluso él tiene que ver a algunas personas. Pero tengo autoridad legal para firmar por él, si eso es lo que te preocupa. Comprueba con Zurich cualquier duda que tengas sobre las finanzas. Y si quieres echar un vistazo a cualquier otra cosa en la Estación, dímelo y lo prepararé.
Hans Gibbs parecía casi suplicante. Estaban sentados en una cámara de un octavo de g, a medio camino del eje de la Estación Salter, contemplando las operaciones mineras en Elmo, a un centenar de kilómetros sobre ellos. Arcos eléctricos brotaban y chisporretaban en secuencias aleatorias sobre la superficie del asteroide en órbita con la Tierra, y transportadores cargados se movían perezosamente por la cadena umbilical.
Desde la distancia, era como un brillante filamento de plata que se extendía hasta el centro de refinamiento de la estación.
Judith Niles apartó la mirada de la hipnótica visión de la interminable cinta sin fin. Sacudió la cabeza y sonrió al hombre sentado frente a ella.
—Hans, no es sólo que sea quisquillosa. Y estoy segura de que tú y yo cerraremos el trato. No es algo que quiera para mí, es por mi equipo del Instituto. Les estoy pidiendo que dejen la seguridad del trabajo gubernamental y corran el riesgo de integrarse en un grupo industrial privado en una instalación orbital.
—¿Seguridad? —Hans Gibbs la miró—. Judith, eso es una tontería. Lo sabes. Trabajar con Salter Wherry es mucho más seguro que hacerlo en ningún puesto gubernamental. Todo tu equipo podría ser despedido mañana mismo si cualquier idiota en las Naciones Unidas decidiera hacer valer su peso. Y hay muchos idiotas sueltos. Y no digas tonterías sobre tu presupuesto. Salter Wherry dispone de información mejor y más inmediata que tú.
—Te creo —suspiró ella—. Te dije que no tienes que convencerme. Estás predicando en el desierto. He visto nuestros programas desviados, recortados e ignorados, año tras año. Pero necesito traer conmigo a veinte científicos clave y te estoy diciendo cómo se sienten algunos de ellos. Volveré al Instituto y me preguntarán: «¿Accedió Salter Wherry a esto o a aquello?», y yo tendré que decirles: «Bueno, no. Firmé un contrato a largo plazo, pero la verdad es que no llegué a verle.» ¿Sabes qué dirán? Dirán que este proyecto está muy abajo en la lista de prioridades de Salter Wherry, y que tal vez deberíamos pensárnoslo mejor.
—¡Es de máxima prioridad! Incluso allá abajo en la Tierra la gente sabe que no mantiene reuniones cara a cara.
—Lo sé. —Ella sonrió dulcemente—. Por eso mi personal se sentirá impresionado cuando sepan que le he visto. Piensa en eso un minuto.
Judith Niles se echó hacia atrás y recordó la última conversación que había tenido con Jan De Vries y Charlene Bloom antes de marcharse. Negociar con dureza. Éste había sido el punto en el que todos habían estado de acuerdo. ¿Y si no salía bien? Bueno, entonces podrían apañárselas. El Instituto continuaría de alguna manera, incluso con los recortes presupuestarios del gobierno.
Frente a ella, Hans Gibbs gruñó y se puso en pie. En los dos días que llevaban juntos se había formado sus propias impresiones sobre la directora del Instituto, añadidas a la extraña perspectiva que le había ofrecido su primo.
—Es extraña. Quiero decir que no está formada aún —le había dicho Wolfgang—. Es bastante vieja, ¿no?
Hans le miró.
—Cuidado, hijito. Tiene treinta y siete años. Supongo que eso es ser viejo si todavía le das al biberón.
—Vale. Así que tiene treinta y siete años y reputación mundial. Pero en ciertos aspectos es como una niña pequeña. —Wolfgang hizo un círculo en el aire con su vaso de cerveza—. Me dices que actúo como un retardado, pero es a ella a quien deberías decírselo. No la comprendo. Creo que cuando era joven dedicó toda su energía a la ciencia y al sexo. Ahora está aprendiendo a adaptarse al resto del mundo.
—¿Sexo? —Hans arqueó las cejas—. Entonces tengo razón. Wolf, si dices que está hambrienta de sexo, es alguien a tener en consideración. Mejor intenta dormir mientras subes, ¿eh? Y yo que pensaba que estaba liada con ese hombrecito con el que me reuní ayer.
—¿Te refieres a Jan De Vries? —Wolfgang aguantó la risa mientras bebía un sorbo de cerveza—. Primo, ahí sí que te equivocas. No hay ninguna posibilidad de romance entre él y JN, ni aunque les encerraras juntos y les atiborraras de afrodisíacos. Me gusta Jan, es un gran tipo, pero tiene sus propias ideas sobre el sexo. Hace amistad con las mujeres fácilmente, pero en cuanto a su vida sexual, sólo se dedica a los hombres.
—Pero, ¿estás seguro en lo que respecta a ella?
—Estoy seguro. No por experiencia personal, claro. Ella no es como yo. JN es discreta. Nunca practica juegos de cama en el Instituto. Pero desaparece algunas noches y también durante los fines de semana.
—Puede que se dedique a trabajar.
—Y una mierda. Sé de qué hablo. Le gusta tanto un polvo como a mí.
Hans se encogió de hombros. Sus propias impresiones se habían ya formado cuando contempló las fotografías.
—De acuerdo, es tan lujuriosa como tú. Dios la ayude. Pero si aún no está formada y está aún cambiando, ¿cómo será cuando lo esté?
La cara de Wolfgang Gibbs adquirió una expresión diferente. Guardó silencio un instante.
—Podría ser cualquier cosa —dijo por fin—. Absolutamente cualquier cosa. Incluso los engreídos del Instituto lo admiten. Está por encima de ellos en asuntos técnicos.
—¿Incluso tú, primo? ¿Desde cuándo? Pensé que el espejo de la pared decía que tú eras el más listo de todos.
Wolfgang colocó su vaso de cerveza junto a la ventana. Parecía muy serio.
—Incluso yo, primo. ¿Recuerdas lo que dijo un viejo general francés cuando conoció a Napoleón? «Supe de inmediato que había visto a mi maestro.» Así es como me sentí después de mi primer encuentro con JN. Es un caballo de batalla. Cuando quiere algo, es difícil de parar.
—He conocido a más de una así. ¿Pero cómo da las patadas? Si vamos a firmar un acuerdo, tengo que comprender sus motivos.
Pero en este punto Wolfgang Gibbs simplemente había sacudido la cabeza y había vuelto a coger su cerveza. Y ahora, pensó Hans, mirando la cara de Judith, imposible de descifrar, estamos frente a frente y estoy experimentando la coz por mí mismo. Una audiencia con Salter o no hay trato. Empezó a dirigirse lentamente a la salida.
—De acuerdo, Judith. Lo intentaré. Salter Wherry está aquí en la Estación, y tengo que verle de todas formas para otros asuntos. Dame media hora. Si no puedo conseguir algo en ese tiempo, entonces no podré conseguir nada. Espera aquí y llama a Servicios Centrales si necesitas algo mientras no estoy. Pero no te crees esperanzas. Lo único que puedo decirte es que él quiere el Instituto aquí con urgencia. Dice que el problema de la narcolepsia es de máxima prioridad. Tal vez rompa su propia regla.
Judith Niles se quedó sola con sus pensamientos. Las palabras de Jan De Vries continuaban resonando en su interior: «Salter Wherry es un manipulador, el mejor del Sistema.» Y ahora ella esperaba manipular el sistema que él había creado. Wherry no lo sabía, pero ella no tenía otra opción. Tenía sus propias urgencias. Los experimentos que quería hacer no podían ser llevados a cabo abajo, en la Tierra. Si él lo sospechara…
Miró una vez más el panorama cóncavo de la portilla. La Estación Salter era la poderosa evidencia de la efectividad de aquella fuerza manipuladora. Desde donde estaba sentada, Elmo era continuamente visible. Era el primero de los asteroides que cruzaban la órbita terrestre que había sido llevado a una estable órbita de seis horas en torno a la Tierra. Pero, como Salter Wherry había prometido a las Naciones Unidas, la historia no terminaba allí.
Mirando el panorama en desarrollo sobre ella, Judith Niles no tuvo más remedio que maravillarse. Las operaciones mineras del asteroide de Wherry habían proporcionado los metales básicos para crear y luego expandir la Estación Salter. Pero, al mismo tiempo y casi como un subproducto, se extraía suficiente platino, oro, iridio, cromo y niquel para cubrir casi la mitad del suministro mundial. Los edictos en contra de la importación de productos de la Estación Salter habían sido totalmente inútiles en la mayoría de países. Los envíos de metal eran «desviados» a través de espaciopuertos neutrales en las Zonas de Comercio Libres, y por fin llegaban adonde hacían falta, siendo un cincuenta por ciento más caras de lo que habrían resultado en una venta directa.
Las operaciones de Wherry eran lo suficientemente fuertes para soportar el desafío de cualquier gobierno, y se rumoreaba que sus sistemas de defensa eran capaces de soportar un ataque combinado de la Tierra. El Instituto podría trasladarse aquí, a salvo de los recortes presupuestarios y los cambios de dirección. Pero ¿merecería la pena? Sólo si ella y el resto del personal tenían libertad real para llevar adelante su trabajo. Ésa era la promesa que tenía que arrancar a Salter Wherry. Y tenía que acompañarla un contrato férreo. Cuando se trata con un maestro de la manipulación, uno no puede permitirse el lujo de dejar resquicios.
Se reclinó en su asiento y miró hacia arriba. Un débil destello de luz más allá de su campo de visión, llamó su atención. Comprendió que estaba viendo uno de los poco frecuentes tránsitos de Eleonora, la sexta y más ambiciosa de las gigantescas arcologías. Estaba en órbita a casi mil kilómetros de altura, y pasaba junto a la estación sólo una vez cada tres días. Los medios de comunicación, escépticos, habían bautizado al principio como «la locura de Salter» a la primera arcología, pero ésta había empezado su desarrollo hacía catorce años y había crecido con firmeza. Hasta que la gran estación espacial estuvo completada, Salter Wherry pareció contentarse con que el mote original sirviera como oficial. Entonces por fin la bautizó Amanda, ayudó a su población de cuatro mil personas a establecerse en ella y luego, aparentemente, perdió todo interés en ella. Su mente estaba centrada en la construcción de la segunda arcología, luego en la tercera…
Curiosa, Judith conectó con el ordenador central de la Estación y solicitó una imagen de alta resolución de Eleanora. La arcología a medio construir parpadeó en la pantalla a todo color. El esqueleto estaba ya terminado, un armazón esférico de setecientos metros de vigas metálicas. Una serie de paneles recubrían la mitad de la estructura, lo que permitía estimar el tamaño de las salas y corredores internos que existirían en la nave definitiva. Dejando espacio para las instalaciones de energía, alimentación y mantenimiento y para las zonas recreativas, el Arca final albergaría confortablemente a doce mil personas. Era la mayor de todas, hasta el momento. Y tenía más instalaciones y espacio habitable por persona de lo que una familia media disponía en la Tierra. Dos arcologias más empezaban a ser construidas en órbitas mayores—, y cada una de ellas iba a ser mayor que ésta.
Judith pensó de nuevo en su propia oficina, allá en el Instituto. El traslado del grupo a este lugar (si llegaba a hacerse, pues hacía ya mucho rato que Hans Gibbs se había marchado), le había parecido algo muy grande cuando le fue propuesto por primera vez. Pero, comparado con lo que Salter Wherry estaba planeando para las arcologías, no era nada. Estaban diseñadas para mantenerse por sí mismas durante un período de siglos y aún más, libres para moverse a través del sistema solar y más allá si querían hacerlo, independientes incluso de la luz del sol. A partir de un litro o dos de agua, las plantas de fusión que se hallaban en su interior proporcionarían energía suficiente durante años. Como apoyo de los sistemas de reciclado, cada arcología arrastraría consigo un asteroide de varios metros de diámetro para explotarlo si hacía falta.
Judith sacudió la cabeza, pensativa. Hizo girar la silla para ver las escotillas que daban a la Tierra. Abajo era de día, y podía ver la gran mancha que cubría la mayor parte de Zaire y África central. Parte de los desecados bosques ecuatoriales estaban aún ardiendo, y proyectaban una sombra oscura sobre la tercera parte del continente. La zona reseca se extendía desde el Mediterráneo hasta más allá del ecuador, y nadie podía predecir cuándo terminaría. Era difícil imaginar qué vida había abajo, pues los cambios climatológicos habían hecho imposibles los viejos estilos de vida africanos. Y, al otro lado del Atlántico, la gran base amazónica también se secaba rápidamente, convirtiéndose en un tizón que ardería dentro de unos pocos meses a menos que el clima cambiara.
Volvió la cabeza y Eleanora apareció de nuevo ante su campo de visión, a lo lejos. Abajo, en la Tierra, las arcologías parecían remotas, la ensoñación de un hombre. Pero cuando se estaba aquí arriba, observando las naves que recorrían el espacio entre la Estación y la esfera distante y brillante de Eleanora…
—¿Te interesa hacer ese viaje? —dijo la voz de Hans Gibbs a sus espaldas—. Hay mucho espacio disponible para gente cualificada, y serías una candidata de primera.
El hechizo quedó roto. Judith advirtió que había estado observando el espacio inconscientemente, más fascinada de lo que había esperado. Le miró, interrogante.
—La respuesta es sí —dijo él. Sacudió la cabeza, sorprendido—. Habría apostado mi hígado a que ni siquiera consideraría verte… Te dije que Salter Wherry nunca ve a nadie excepto a unos cuantos ayudantes. ¿Y qué es lo que ahora hace? Accede a verte.
—Gracias.
Hans Gibbs se echó a reír.
—Por el amor de Dios, no me lo agradezcas a mí. Todo lo que hice fue pedírselo… y no esperaba otra cosa sino una rápida negativa. Accedió tan pronto que me pilló desprevenido. Empecé a darle argumentos para que hiciera una excepción en este caso, y luego me di cuenta. Supongo que eso demuestra lo poco que le conozco, a pesar de todos estos años. Si estás dispuesta, podemos ir ahora mismo. Su suite está al otro extremo del Eje Superior, directamente frente a nosotros. Vamos, antes de que cambie de opinión.
La Estación Salter estaba construida siguiendo el esquema en forma de doble rueda, definido treinta años antes para las estaciones permanentes en el espacio.
La rueda de arriba, el Eje Superior, estaba reservada para las salas de comunicaciones, viviendas y salones recreativos. Rotaba alrededor del eje fijo que se le unía desde la rueda inferior. Con un diámetro de cuatrocientos metros, el Eje Superior tenía una gravedad efectiva que oscilaba entre cero en el eje hasta casi un cuarto de g en la circunferencia exterior. La sección inferior, más gruesa, giraba mucho más lentamente, necesitando casi dos horas para dar una revolución completa, comparada con el período de rotación de un minuto del Eje Superior. Todos los servicios agrícolas, energéticos, de mantenimiento y construcción residían en la rueda inferior.
—Y también algunas personas —dijo Hans Gibbs mientras avanzaban por la cinta móvil en dirección al centro del Eje Superior—. En cuanto se acostumbran a la gravedad cero, es difícil hacer que vuelvan aquí arriba. Hay un programa de ejercicios obligatorios, pero no creerías los trucos que inventan para no ejercitarlos. Tenemos ingenieros que no podrán volver a la Tierra sin someterse antes a un año de acondicionamiento… Pasan todo el tiempo flotando por el Engranaje. Incluso comen allí abajo. —Señaló un corredor de metal de veinte metros de diámetro que salía formando ángulos rectos de su pasillo interior—. Ésa es la ruta principal entre el Engranaje y el Eje Superior. Ves, ahora estamos en el centro. Si quisiéramos podríamos colgarnos de aquí y flotar.
Se detuvieron unos segundos para que Judith pudiera echar un buen vistazo alrededor. La sección central era un laberinto de cables, pasadizos y compuertas.
—Todo está presurizado —explicó Hans Gibbs cuando Judith preguntó por la necesidad de compuertas interiores—. Pero las diferentes secciones tienen distintos niveles de presión. Las compuertas, claro, están también por cuestiones de seguridad. Nunca hemos tenido una descompresión o una mala pérdida de aire, pero podría suceder en cualquier momento… no podemos detectar todos los meteoritos.
La cogió del brazo mientras se agarraban al cable para iniciar otro tramo en su camino hacia el Eje Superior. Los músculos de ella se tensaron ligeramente bajo sus dedos, pero no hizo ningún comentario.
—¿Has pasado mucho tiempo en caída libre? —preguntó él después de un instante. Se dio la vuelta para mirarla a la cara mientras recorrían el túnel en forma de espiral que les llevaba al borde del Eje Superior.
Ella negó con la cabeza.
—Lo suficiente para que no me cree problemas en el estómago, pero eso es todo. A veces he pensado que no estaría mal pasar las vacaciones en Acuática y ver cómo se practica la natación en caída libre; pero me han dicho que es caro y siempre he estado demasiado ocupada.
—Si vienes a trabajar aquí podrás hacerlo gratis. Los grandes acuarios del Engranaje están abiertos continuamente a los nadadores.
Volvió la cara, de forma que ya no la miraba directamente. Cuando habló de nuevo. Su voz era completamente neutral.
—Hay otras experiencias en caída libre que deberías probar… son realmente interesantes. Tal vez puedas hacerlo antes de volver al Instituto y decirle a los otros cómo es todo esto.
El sintió que los músculos de su brazo se tensaban nuevamente bajo su contacto.
—Vamos a ver primero qué pasa con Salter Wherry, ¿no? —dijo ella. Su voz era indiferente, pero parecía un poco divertida—. Tal vez tenga que decirles que no salió bien. O tal vez tengamos algo que celebrar.
El área en la que entraban parecía sustancialmente diferente de las partes de la Estación Salter que Judith ya había visto. En vez de paredes metálicas y remaches había suelos cubiertos de suaves alfombras y flanqueados por elaborados murales. En la puerta de una antecámara se encontraron con un jovencito vestido con un ajustado uniforme de color azul eléctrico. A Judith le pareció un chico atractivo, de no más de trece años. Su cara era suave, sin rastro de pelo.
—Ha decidido que la verá solo —dijo, con una voz aún sin formar del todo.
Hans Gibbs se encogió de hombros, miró al jovencito y luego a Judith.
—Te esperaré aquí. Buena suerte… y recuerda que tienes una carta que quiere con todas sus fuerzas.
Judith consiguió formar una sonrisa amarga.
—Y lo que quiere lo consigue, ¿no? Gracias de todas formas. Te veré luego.
Siguió al jovencito a través de la entrada adornada con cortinas. En la gravedad reducida, el chico andaba haciendo balancear elegantemente las caderas.
¿Lo hacía intencionadamente? Jan De Vries, probablemente, tenía razón sobre los gustos personales de Salter Wherry; aquel era uno de los típicos detalles que debía conocer. Judith intentó que sus movimientos fueran económicos y funcionales mientras le seguía por el suelo curvo de la cámara y entraba en otra habitación más grande, ésta sin ventanas. El muchacho se detuvo. Aparentemente habían llegado. Judith miró a su alrededor, sorprendida.
Habría podido comprender la opulencia. Éstas eran las habitaciones privadas de un hombre cuya fortuna excedía la de la mayoría de las naciones de la Tierra… quizá de todas ellas. ¿Pero aquello?
La habitación en la que habían entrado era fea y desnuda. En vez de las cortinas y murales de la antecámara, estaba contemplando unas paredes oscuras, un techo y un suelo sencillo, cubiertos de plástico. El mobiliario consistía en sillas de respaldo recto, un estrecho sofá y una vieja mesa de madera. Y había algo más, aún más extraño…
Judith tuvo que pensar unos segundos antes de comprender qué era. Faltaba algo. La habitación carecía de terminales de datos o de pantallas; ni siquiera podía ver un teléfono o un televisor.
Pero Salter Wherry tenía influencias e intereses en todo el Sistema. Una sola palabra suya podría provocar la bancarrota en países enteros. Tenía que considerar que los equipos de comunicación más modernos y elaborados eran absolutamente esenciales…
Judith se acercó a la mesa, ignorando al jovencito que la había traído aquí. No había nada. Ningún terminal, ningún enlace de datos, ningún modem; ni siquiera cubos contenedores de datos. Estaba mirando una mesa desnuda con dos carpetas y un libro negro entre ellas. Una Biblia.
—¿Dónde guarda todos los…? —empezó a decir ella, —¿Vídeos? ¿Libros? ¿Equipo electrónico? —dijo una voz diferente a sus espaldas—. Tengo todo lo que creo necesario.
Salter Wherry había entrado silenciosamente en la habitación a través de una puerta a la izquierda. Las fotos que había visto de él mostraban a un hombre de mediana edad, vigoroso, sanguíneo y de fuerte complexión, con una cara carnosa y sensual y una nariz prominente. Pero aquellas fotos habían sido tomadas hacía treinta años, antes de que Salter Wherry se recluyera. El hombre que había ahora ante Judith Niles era increíblemente frágil, con una cara delgada y arrugada. Judith le miró fijamente mientras él le tendía las manos. La nariz aguileña era lo único que había sobrevivido del joven Salter Wherry. Para Judith, la nueva versión era mucho más impresionante. Toda la suavidad se había fundido, y lo que quedaba había sido templado en su propia forja interna. Los ojos dominaban al resto, brillantes y azules, enmarcados por unas profundas ojeras.
—Muy bien, Edouard. Déjanos ahora —dijo Wherry tras unos instantes. Su voz era bronca y sorprendentemente profunda, sin que se apreciaran en ella los débiles tonos de la ancianidad.
El muchacho asintió, deferente, pero cuando se dio la vuelta para marcharse miró a Judith con una cierta condescendencia y un arrogante movimiento de hombros. Salter Wherry hizo un gesto hacia el estrecho sofá.
—Si no le hace sentirse incómoda, me quedaré de pie. Hace mucho tiempo descubrí que pienso mejor así.
Judith sintió que los músculos de su estómago se tensaban involuntariamente cuando se sentó. La intuitiva percepción de Wherry era legendaria. Sería difícil esconder ningún secreto al escrutador intelecto que había tras aquellos ojos firmes.
Ella se aclaró la garganta.
—Le agradezco que haya accedido a verme.
Salter Wherry asintió lentamente.
—Supongo que su deseo no era meramente social. Y quiero que sepa con certeza que el problema con el que se enfrenta su Instituto es de primera importancia para mí. Nos hemos visto obligados a introducir tantas nuevas precauciones en el trabajo de construcción en el espacio que nuestro ritmo de progreso en las nuevas arcologías se ha vuelto patético.
Se quedó inmóvil ante ella, esperando en silencio.
—Desde luego, no es social. —Judith volvió a aclararse la garganta—. Mi personal está haciendo algunas preguntas. Quiero conocer las respuestas tanto como ellos. Por ejemplo, tienen ustedes un problema con la narcolepsia. Estamos bien cualificados para lidiar con él.
Y si tengo razón, pensó, puede que ya lo haya resuelto. Ve con cuidado ahora; éste no es el punto principal a tratar.
—Pero ¿por qué no nos emplea simplemente como consultores? —dijo ella—. ¿Por qué tomarse la molestia y el gasto de contratar a un Instituto entero, el coste…?
—Un coste insignificante, comparado con un centenar de otras empresas que tengo aquí arriba. Descubrirá que soy generoso con el dinero y los demás recursos. «No se relame el buey cuando el trigo escasea.»
—De acuerdo, incluso sin considerar el coste. ¿Por qué crear un Instituto, cuando quiere resolver un solo problema?
El asintió gentilmente.
—Doctora Niles, es usted lógica. Pero permítame indicarle que lo ve desde una perspectiva equivocada. El problema es demasiado importante para que yo los use como consultores. Necesito atención exclusiva. Si se queda usted en la Tierra, con sus responsabilidades actuales hacia las Naciones Unidas, ¿cuánto tiempo podrían dedicar a mi problema? ¿Cuánto tiempo de la doctora Bloom, del doctor Cameron, del doctor De Vries? ¿Un diez por ciento? ¿O un veinte por ciento?
—Entonces por qué no contratar a un equipo para el problema específico? Los salarios que ofrece atraerían a muchos miembros de mi personal.
—¿Y a usted? —Sonrió mientras ella seguía mostrándose hermética—. Pensé que no. Sin embargo, me han dicho que, si hay alguien que pueda resolverlo, es Judith Niles.
Judith sintió que se le ponía la carne de gallina. Salter Wherry estaba dispuesto a trasladar una estación de muchos millones de dólares al espacio y hacer un acuerdo a largo plazo, simplemente para asegurarse de que ella estaría disponible. ¡Cuidado!, le dijo una voz interior. Recuerda, la adulación es una herramienta que nunca falla.
¿Sospechaba él que estaría obligada a trasladar algunos de los experimentos al espacio si sus ideas sobre los procesos de la conciencia eran correctas? Y si ella ya sabía qué causaba el problema de narcolepsia entre el personal de la estación espacial de Salter Wherry, entonces desde el punto de vista de él, el traslado del Instituto sería innecesario. Ella estaría manipulando al maestro manipulador.
—Parece que duda —continuó él—. Déjeme ofrecerle un argumento adicional. Ya conozco su indiferencia personal hacia el dinero, de modo que no se lo ofreceré. ¿Pero qué hay de la libertad para experimentar?
Se acercó a la mesa y cogió uno de los dos portafolios. Su mano era delgada, con dedos largos y huesudos. Judith le observó prudentemente mientras él abría la carpeta y se la tendía.
—El año pasado fueron presentadas siete peticiones a las Naciones Unidas por parte de la doctora Judith Niles para llevar a cabo experimentos sobre la investigación del sueño, usando doce nuevas drogas que afectan el metabolismo. Los experimentos iban a hacerse usando sujetos humanos…
—…voluntarios, como quedó claro en las solicitudes.
—Lo sé. Pero todas fueron rechazadas. Tal vez porque hace tres años dirigió usted un experimento que terminó en un desastre. Los archivos son bastante claros. Usando una combinación de Tritofil y una técnica de refuerzo EEG y feedback consiguió mantener a tres voluntarios despiertos, alertas y aparentemente sanos durante más de treinta días. Pero entonces empezaron las complicaciones. Primero se produjo la atrofia de las respuestas emocionales, luego la atrofia del intelecto. Para citar una visión crítica del estudio: «La doctora Niles ha tenido éxito no en abolir la necesidad de sueño, sino sólo en inducir la enfermedad de Alzheimer. No necesitamos más demencia senil.»
—Maldita sea, si sabe tanto, probablemente sabe también quién escribió esa crítica. Fue Dickson, cuya solicitud para una investigación idéntica, bajo peores condiciones de control, fue rechazada en favor de la mía.
—Claro que lo se. —Salter Wherry volvió a sonreír—. Mi propósito no es reprocharle nada. Es preguntarle cuánto tardará, por las razones que sean, en poder continuar sus experimentos con sujetos humanos… como dice, con volunarios dispuestos.
Judith se cruzó de manos. Su cara no mostraba ninguna expresión. ¿Cuánto sabía él? Estaba casi al filo de la nueva investigación.
—Podrían pasar años antes de que se permitieran esos experimentos —dijo por fin.
—O podría no suceder nunca. Recuerde que el retraso es la forma más eficaz para negar algo. —Él apretaba con fuerza, dominaba la reunión, y los dos lo sabían—. Recuerde el Eclesiastés. Para cada cosa hay una estación, y una época para cada propósito bajo el cielo. Su tiempo es éste, su propósito está aquí, en la estación. Debe aprovechar la oportunidad. En PES-Uno no estará atada por las reglas que mantienen inmóvil a su Instituto en la Tierra. Aquí, usted creará las reglas.
Judith le miró. Había vuelto a recuperar su autocontrol. —Usted hace todas las reglas aquí. Salter Wherry sonrió, y durante un segundo reapareció la boca sensual del joven que había sido.
—Está mal informada. Admitamos que hay ciertas reglas en las que insisto. Todo lo demás es negociable. Dígame qué experimentos quiere realizar. Yo seré el primero en sorprenderme si no accedo a todos ellos. Lo haré por escrito. Si es así, ¿vendrá aquí?
Wherry, por fin, se sentó frente a ella. —Tal vez. Su oferta es más que generosa. —Y, si somos realistas, estaremos de acuerdo en que las cosas no van bien abajo, en la Tierra. No la presionaré. Pero tengo una pregunta más. Le dijo a Hans Gibbs que esta reunión era absolutamente esencial: si no había encuentro cara a cara, entonces no habría acuerdo. Muy poco usual. Me dijo su motivo, que su propia credibilidad con la gente que trabaja para usted disminuiría si no me veía. Pero usted y yo sabemos que eso es absurdo. Su prestigio y reputación tienen bastante peso entre su personal para que una reunión conmigo no sea ni necesaria ni relevante. Así que, ¿por qué quiso verme?
Judith hizo una larga pausa antes de replicar. Su siguiente observación podría hacer enfadar a Salter Wherry hasta el punto de perder todo su interés en el traslado del Instituto. Pero necesitaba ganar un poco de ventaja psicológica. —Me han dicho que tiene usted ciertos gustos y preferencias personales. Que nunca, bajo ninguna circunstancia, trata directamente con una mujer. Y que se había recluido sin esperanza. Sus hábitos sexuales no son asunto mío, pero no podría trabajar con nadie con quien se me negara el contacto personal. Sólo podría trabajar para usted si podemos reunimos para discutir los problemas.
—¿Por qué necesita mis consejos? —dijo él—. Seamos realistas. En su trabajo, mi contribución no sería más que ruido y distracción.
—Ésa no es la cuestión. Mis relaciones demandan una cierta lógica, independiente del sexo y la personalidad. De otra manera, no puedo trabajar con ellas.
Él sonrió de nuevo.
—¿Y pretende que hay lógica en sus presentes negociaciones con la impenetrable burocracia de las Naciones Unidas? Es mejor para usted que yo no me entrometa.
Se levantó.
—Tiene mi palabra. Si viene aquí, tendrá acceso a mí. Pero, a medida que se vaya haciendo mayor, aprenderá que la lógica es un lujo que a veces debemos ignorar. La mayor parte de la raza humana se las arregla sin ella. Es usted, indiscutiblemente, una mujer… Déjeme destruir otro rumor diciéndole que la encuentro atractiva. Y estoy reunido con usted, cara a cara. Así que ahí tiene las especulaciones. Cuando regrese a la Tierra, tal vez haga correr la voz de que muchos de los «hechos conocidos» sobre mí son simples invenciones. Aunque sé que esto no establecerá ninguna diferencia con la opinión pública.
Se había detenido ante ella de una manera que daba a entender claramente que la reunión había terminado. Judith permaneció sentada.
—Me ha hecho usted una última pregunta —dijo—. ¿Por qué insistí en este encuentro? Le he dado mi respuesta. Ahora creo que tengo derecho a hacer también otra pregunta más.
Él asintió.
—Es justo.
—¿Por qué accedió a verme? Según Hans Gibbs, era seguro que iba a rehusar. Creo que el problema de la narcolepsia es importante para usted… ¿pero tan importante? No lo creo.
Salter Wherry se inclinó un poco, y su cara arrugada quedó delante de la de Judith. Parecía muy viejo y muy cansado. Ella pudo sentir la tristeza en sus ojos, más allá del fuego y el hierro. Cuando por fin sonrió, aquellos ojos adquirieron un tono soñador.
—Es usted una persona extraordinaria. Pocas personas ven un segundo nivel en los motivos, excepto para sí mismos y para sus propios propósitos. No quiero mentirle, y estoy seguro de que sus motivos son más profundos de lo que hemos tratado en esta reunión. Hoy, usted y su personal encontrarían difíciles de aceptar mis otros motivos. Por tanto, no se los diré. Pero algún día conocerá mis razones. Se detuvo un momento, y luego añadió suavemente: —Y ahora que la conozco, creo que las aprobará. Se dio la vuelta y se encaminó a la puerta antes de que Judith pudiera responderle. La entrevista con Salter Wherry había terminado.
«Durante siglos, la Tierra ha sido considerada una gigantesca máquina autorregulada que absorbe todos los cambios, grandes y pequeños, y diluye sus efectos hasta que se vuelven invisibles a escala local. La humanidad cree que la estabilidad es cosa hecha. Sin atenernos a las consecuencias, hemos contemplado como se talaban los bosques se envenenaban los lagos, se secaban y desviaban los ríos, se arrasaban las montañas y se excavaban las llanuras para extraer sus contenidos minerales. Y nada desastroso sucedía. La Tierra toleraba los insultos, y siempre mantenía el statu quo.
«Siempre… hasta ahora. Hasta que finalmente se ha sobrepasado algún oculto punto crítico. La superación de este punto se ha señalado de muchas formas: por el incremento de la temperatura de los océanos, por la sequía y las inundaciones, por la amplia pérdida del suelo fértil, por las incesantes malas cosechas, y por el colapso de las industrias pesqueras de todo el mundo.
»Se han propuesto muchas soluciones. Pero ninguna de ellas puede intentarse ahora. Todas ellas exigen que se practique una política de conservación, que se establezcan algunos cambios. Eso es imposible. Con una población mundial que se aproxima a los ocho mil millones de habitantes, el margen de experimentación ha desaparecido hace mucho tiempo. A medida que los recursos se hacen más escasos, la presión para producir crece y crece. Las naciones más ricas practican un nivel cada vez más grande de aislamiento y cautela, y las pobres están en la más absoluta desesperación. Los materiales producidos en el espacio no son más que una gota de agua, cuando lo que se necesita es una buena lluvia.
»No tengo consuelo que ofreceros. El mundo está a punto de explotar, y no veo forma de evitar el estallido. Lo que os ofrezco es solamente una oportunidad para algunos de vuestros hijos…»
—¿Aún estás con eso? —dijo Jan De Vries. Había activado la conexión videofónica entre las oficinas. Al oír su voz, Judith Niles dejó la transcripción.
—Estoy a punto de dejarlo. Creo que no puedo más. ¿Le has echado un vistazo a esto?
De Vries asintió.
—No es difícil comprender que Salter Wherry carezca de popularidad en los círculos de las Naciones Unidas. Su campaña para reclutar gente para las colonias espaciales es ciertamente efectiva, pero no ofrece una visión alentadora del futuro del mundo. Esperemos que esté equivocado. —Pasó el índice por la línea de su fino bigote—. El traje está listo. Ellos estarán preparados en cuanto tú lo estés.
—¿Quién lo hará? Dejé a Charlene la decisión final.
—Wolfgang Gibbs. Es joven, está preparado y todos estamos de acuerdo en que no es peligroso.
Judith Niles parecía pensativa.
—No estoy tan segura. El vacío es el vacío… Con eso no se juega. Diles que le preparen. Voy hacia allá.
Cuando llegó al laboratorio, los preparativos habían sido terminados. El equipo médico de emergencia estaba colocado junto a las paredes. En el centro, sentado en una gran mesa en una cámara sellada, Wolfgang Gibbs se estaba ajustando los guantes del traje espacial. Charlene Bloom se encontraba a su lado, verificando cuidadosamente el casco. Se enderezó cuando Judith Niles entró en la sala.
—¿Está segura de que es el mismo diseño que están usando ahora en la Estación Salter? —dijo—. Creo que hay pequeñas diferencias en los sellos.
Niles asintió.
—Los esquemas que teníamos no eran del todo adecuados. Lo comprobamos. Según Hans Gibbs éste es el que usan ahora. ¿Todo listo?
Wolfgang se dio la vuelta y la miró. Su cara, a través de la escafandra, estaba pálida.
—Cuando quiera —dijo a través de la radio del traje.
Charlene acercó la cabeza al casco.
—¿Asustado? —dijo en voz baja.
—Adivina. —Él sonrió a través de la estrecha escafandra—. Tengo las tripas hechas gelatina. Ahora sé cómo se sienten los animales en las pruebas. Empecemos de una vez. Sal de aquí y que empiecen a bajar la presión.
Mientras hablaba, las luces fluctuaron, perdieron intensidad y luego lentamente volvieron a recobrar toda su energía.
—Jesús! —dijo Charlene—. Llevamos tres conatos de apagón en tres horas. —Miró a la otra mujer—. ¿Seguimos adelante, JN? Parece como si hubiera algo mal en el tendido.
—Estallidos en el enlace de China —dijo Judith Niles—. Cameron lo comprobó esta mañana, y dice que empeorarán. Esperan que China caiga por completo en una semana, están más allá de su capacidad, y su equipo es viejo. Así que no tiene sentido retrasarnos. Tenemos nuestro propio sistema auxiliar, y está en buenas condiciones.
—Entonces adelante —dijo Gibbs. Para horror de Charlene Bloom, estiró la mano enguantada y le acarició el muslo, cuando Judith Niles no podía verlo.
Se apartó de él y sacudió la cabeza con furia. Se lo había dicho a Wolfgang una y otra vez: la vida privada nunca tenía que mezclarse con el trabajo.
—¿Entonces quieres que me pare? —había dicho él.
Ella se detuvo y giró la cabeza para mirar su hombro desnudo y bronceado.
—Sabes que no. Pero no seas desagradable. Sé que tienes reputación en el Instituto, y no te estoy preguntando sobre eso. Pero recuerda que ésta es la primera vez que yo… bueno, que me veo en una situación así.
Él se había dado la vuelta para mirarla a la cara, con una expresión que la había hecho temblar de pies a cabeza.
—También lo es para mí.
Mentiroso, había estado a punto de decir. Entonces volvió a mirarle. Parecía completamente serio. Había querido creerle… aún quería. Pero no ahora, no cuando JN estaba mirando. Aunque la estaba mirando con tanta intensidad a través de la escafandra del traje…
Charlene se dio la vuelta bruscamente y salió de la cámara.
—Sellada y reduciendo —dijo. Intentó mantener la mirada fija en los contadores y lejos de Wolfgang.
La presión se medía en kilos por centímetro cuadrado y también como altitud barométrica. Las dos mujeres observaron en silencio mientras las verdes pantallas fluctuaban a través de su primera reducción.
—Altura equivalente a tres kilómetros —dijo Charlene—. ¿Te sientes bien, Wolfgang?
Él gruñó.
—No hay problema. —Su voz parecía mucho más relajada de lo que ella misma se sentía—. Según mis lecturas, tenemos un equilibrio de presión interna y externa. ¿Correcto?
—Correcto. Ahora respiras oxígeno puro. ¿Alguna tirantez en las juntas del traje? ¿Alguna sensación de aturdimiento? Mueve los brazos, las piernas y el cuello, y comprueba cómo te sientes.
Él alzó la mano izquierda y movió los dedos.
—Moriturí te salutamus. Me encuentro bien.
—Bien. ¿Quién te ha enseñado latín? —En cuanto lo dijo, Charlene sintió que empezaba a ruborizarse. ¿Qué pensaría JN? Ella era la única persona en el Instituto a la que le gustaba salpicar los informes con citas latinas.
—Cinco kilómetros —dijo apresuradamente—. Estamos llegando a un cambio de escala.
Las lecturas se ajustaron automáticamente a una graduación más exacta, pasando de kilogramos a gramos por centímetro cuadrado. La presión se reducía lentamente ahora, controlada por Charlene. Pasaron otros veinte minutos antes de que el valor de la cámara llegara a cero. La altitud barométrica, después de subir constantemente hasta cien kilómetros, rehusaba ahora seguir haciéndolo.
—¿Algo nuevo? —Judith Niles se había acercado para colocar la cara junto a la ventana de la cámara.
—Nada malo. —Gibbs movió lentamente la cabeza de un lado a otro—. Tenía razón en los sellos del cuello. Puedo sentir un poco de presión ahora, como si el traje me apretara un poco.
—Ése es el nuevo diseño. Lo introdujeron hace un año. Es un sello mejor, pero no más cómodo. La sensación de estrechez es producida por la caída de la presión exterior, que hace una arruga hacia adentro en el sello. Te acostumbrarás. ¿Notas cansancio?
—Ni pizca.
—Vale. Empieza a mover los bloques, y habla mientras lo haces. Marca tu propio ritmo.
Wolfgang, algo torpe debido a que estaba poco familiarizado con los guantes, empezó a mover un montón de bloques de plástico de colores de una estantería a la altura del pecho a otra.
—No he hecho una cosa así desde que tenía dieciocho meses. Entonces me parecía más difícil. Si los muevo en orden, me dan un puñado de caramelos, ¿vale?
Ninguna de las dos mujeres habló mientras él movía cuidadosamente los bloques. Terminó en menos de un minuto.
—¿Aún se siente bien? —dijo Judith Niles cuando la tarea finalizó.
—Perfectamente. Ningún dolor ni molestia, ni somnolencia. Aún siento esa pequeña presión en el cuello, pero todas las demás juntas son muy cómodas. ¿Me dirijo a las cámaras?
—Cuando quieras.
Gibbs asintió. La escafandra del traje empezó a oscurecerse lentamente. Su cara se volvió gris y luego desapareció de la vista cuando la escafandra se tornó completamente opaca. Las observadoras oyeron un gruñido a través de la radio del traje.
—Vaya porquería de color. Si mi tele funcionara así llamaría al técnico.
La figura embutida dentro del traje se giró lentamente para hacer que el objetivo mirara a través de la ventana de la cámara.
—Charlene, te has vuelto verde.
—Lo noto. Nos preocuparemos por el ajuste de color de la cámara más tarde. ¿Puedes volver a mover los bloques? Y sigue hablando mientras lo haces, igual que antes.
—Eso es fácil. —La figura envarada empezó a trasladar lentamente los bloques hasta su emplazamiento original—. Esto me recuerda el trabajo que solían darnos en el ejército durante el entrenamiento básico. Nos cansaban para evitar que creáramos problemas. Primero mueves la pila de mierda a un lado, luego, cuando acabas, alguien más la vuelve a poner en su sitio. Entonces tú…
Sucedió de repente. La señal acústica desapareció. En un instante la figura estaba trabajando eficientemente y su conversación llegaba claramente a través de la radio. Luego vieron a una estatua silenciosa e inmóvil, congelada con un bloque rojo en la mano.
Charlene Bloom dio un grito de alarma, mientras que Judith Niles inspiró profundamente.
—Eso es. No hay motivo de alarma, Charlene, es lo que estábamos esperando. Empiece a subir la presión, lentamente. No queremos problemas. Me aseguraré de que la cama esté preparada. Apuesto a que estará dormido al menos media hora.
Se acercó al teléfono. Tras ella, Charlene contempló con los ojos completamente abiertos la figura inconsciente de Wolfgang Gibbs. Tuvo que combatir la tentación de volver a hacer bajar la presión a nivel del mar, y correr al interior de la cámara.
Jan De Vries la estaba esperando en su despacho, leyendo tranquilamente un fichero marcado con la advertencia Confidencial. Sólo para el Director. Alzó la vista cuando ella entró.
—¿Cómo se encuentra?
—Se está recuperando. Ha estado inconsciente casi una hora, y no recuerda nada. En lo que respecta a Wolfgang, ni siquiera empezó los test con el traje en vídeo. —Judith Niles no se sentó sino que empezó a caminar de un lado a otro, ante la silla donde estaba sentado Jan De Vries—. No hay efectos colaterales y está completamente consciente.
—Entonces tu hipótesis es correcta. Predijiste qué pasaría, y el sujeto hizo exactamente lo que se esperaba, —De Vries cerró el informe—. Ahora todo puede seguir adelante como habías planeado. Pondremos el Instituto en órbita, pasaremos un mes o dos haciendo supuestos análisis sobre el problema y luego le daremos a Salter Wherry la solución a su problema. Después, estaremos en disposición de continuar nuestras investigaciones, como el nuevo contrato del Instituto permite explícitamente. Maravilloso. La manipulación es completa, exactamente como habías planeado. —Su boca se torció en una sonrisa—. Así que, querida, ¿dónde está tu alegría? No tienes el aspecto de alguien cuyos planes están a punto de cumplirse.
—No estoy satisfecha, en absoluto. —Judith Niles se detuvo, mirando zumbona la diminuta figura de De Vries en las profundidades del sillón—. Escucha esto, y luego dime lo que piensas. Punto uno: hace un año hubo un leve cambio en el tipo de traje espacial que se usa en la Estación Salter para hacer trabajos en el exterior. El nuevo usa un juego de anillas y sellos ligeramente diferente en la parte del cuello.
«Punto dos: Según qué posiciones tome la cabeza, el traje nuevo incrementa la presión de la arteria carótida de quien lo usa.
—¿Incrementa ligeramente?
—No tan ligeramente, lo suficiente para que el que está empleando el traje lo note. Punto tres. La presión incrementada en la arteria carótida puede producir desmayos momentáneos.
»Punto cuatro: cuando el traje está en una operación visual normal, el apagón es momentáneo, demasiado breve para que se observe. Pero cuando el traje está en control remoto y usa cámaras de televisión en vez de la escafandra, los rastreadores del televisor provocan un feedback al cerebro que refuerza el desmayo. Resultado: narcolepsia. El que está utilizando el traje no despertará del ciclo a menos que haya una interrupción externa. ¿Qué te parece todo esto?
De Vries guardó silencio unos instantes y luego asintió. —Plausible, más que plausible. Casi completamente correcto.
—Muy bien. Estoy de acuerdo. Ahora escucha el punto cinco. —Ella cerró el puño—. Todo esto se sabe desde hace cuarenta años. El aumento de presión en la carótida es una causa clásica de narcolepsia. El refuerzo de la onda cerebral es un mecanismo de feedback positivo. ¿Qué te dice todo esto?
De Vries se echó hacia atrás y miró el techo. Sacudió la cabeza.
—Judith, puesto en esos términos, veo adonde quieres llegar… pero debo admitir que no se me habría ocurrido si no me lo hubieras puesto delante de las narices.
Judith Niles le miró sombríamente.
—Especifica, Jan. ¿Qué tiene de malo?
—Es demasiado simple. Cuando has dado la explicación está claro que no somos necesarios para resolver el problema. Recuerda que me dijiste que conocías la respuesta cuando miraste por primera vez los trajes y los historiales. Todo lo que los médicos de la Estación Salter tendrían que hacer es leer la bibliografía mínima y hacer unos pocos experimentos bien diseñados. Con eso, habrían advertido las correlaciones entre los nuevos trajes y el origen del problema.
—Exactamente. ¿Entonces por qué no lo hicieron? Judith Niles dejó de deambular de un lado a otro y se plantó ante De Vries.
—Aunque no pudieran entenderlo tan rápidamente como nosotros, aquí en el Instituto, deberían haberlo deducido a la larga, Jan. Estoy muy preocupada. Tenemos que subir a la Estación Salter. Nuestros propios experimentos lo requieren, y de todas formas he quemado ya demasiadas naves aquí en los últimos días para dar marcha atrás. Pero siento que las cosas están fuera de control.
Ella alzó de repente la mano izquierda y empezó a frotarse suavemente el ojo, con la frente arrugada.
Jan De Vries se preocupó.
—¿Qué pasa, Judith? ¿Te duele la cabeza?
—No es un dolor como los que he tenido antes. Pero noto algo raro en este ojo. Veo las cosas muy difusas. No es que vea doble, pero no me falta mucho. Es algo extraño.
De Vries frunció el ceño.
—No lo dejes de lado. Aunque no sea más que el resultado de demasiados esfuerzos, ve a que un especialista te lo mire. —De Vries no lo dijo, pero estaba sorprendido. Nunca había visto a Judith Niles mostrar síntomas de fatiga, no importa bajo qué presiones hubiera estado, no importa hasta qué punto ella misma se hubiera forzado.
—Me pondré bien —dijo ella—. Lo siento, Jan, ¿qué decías?
—Estoy de acuerdo contigo en que tal vez las cosas están fuera de control. —El hombrecito se echó hacia delante y se levantó de su asiento—, Y déjame que te diga, como hizo Salter Wherry en su alocución sobre las colonias espaciales, que no tengo consuelo que darte. He estado haciendo el trabajo de seguimiento que me pediste sobre Salter Wherry. ¿Sabías que la mayor parte de sus gastos no se destinan al desarrollo de las arcologías? Van a otras áreas: eficientes naves espaciales de fusión, y robots. Se supone que está a muchos años por delante de todas las investigaciones en estas áreas. Lo creo. Pero ¿qué tienen que ver nuestros proyectos con ninguna de esas dos empresas? Si puedes ver la conexión, te suplico que me hagas ver la luz. Y luego está también la cuestión de la influencia de Wherry, y de sus fuentes de ingresos. ¿Recuerdas que te dije que las pólizas de seguros para el personal de la Estación habían aumentado considerablemente el año pasado?
—Sí. A causa del incremento en el número de accidentes.
—Eso es lo que creíamos. Pero esta tarde he podido examinar los estados financieros de Global Insurance, la organización que cubre las pólizas para el personal de la Estación Salter. Resulta que un solo individuo posee más del ochenta por ciento de acciones de la Global, y ejerce un control completo sobre la marcha de la empresa. —De Vries sonrió torvamente—. Te permito que supongas cuál es el nombre de ese individuo. Entonces, mi querida Judith, tal vez podremos discutir quién está manipulando a quién.
Los peces estaban nerviosos y se movían en formación regular, entrando y saliendo como flechas de la vegetación interna de los grandes tanques del Engranaje. Cuando los bancos de peces daban la vuelta en el agua difusa, sus escamas plateadas llenaban el interior con destellos de un brillo verdoso.
Las dos figuras humanas, desnudas a excepción de las ligeras máscaras para respirar, nadaban lentamente alrededor del perímetro del tanque, espantando a los peces ante ellos. El borde externo de la rueda era una celosía de plástico transparente que proporcionaba luz perpetua al cilindro de cuatrocientos metros de diámetro. Muy lejos, por encima, cerca del eje hueco central, las bombas de oxígeno enviaban un leve rumor a través del líquido móvil.
La figura femenina se precipitó sin previo aviso sobre el plástico combado de la pared externa, la golpeó con las piernas y se impulsó hacia el centro del Engranaje. La otra, tomada por sorpresa, la siguió un segundo después. La alcanzó a medio camino del eje y extendió la mano para agarrar su pantorrilla, pero ella se escurrió y continuó avanzando tras cambiar de dirección. Una vez más, él la persiguió hasta la superficie, y esta vez consiguió cogerla por los tobillos. Sus dedos se cerraron y en ese instante la imagen se congeló. Dos estatuas desnudas, con los músculos en tensión, colgaban en el agua entre los peces inmóviles.
Salter Wherry estudió la imagen del vídeo unos segundos, y luego la hizo avanzar lentamente. Era difícil ver con claridad las expresiones de la grabación, y enfocó la cara de Judith Niles para obtener un primerísimo plano. Incluso con la máscara puesta, su rostro contrastaba con sus músculos tensos. Parecía completamente relajada, a pesar de que Hans Gibbs la agarraba fuertemente por los tobillos. Tras unos instantes de estudio, Wherry hizo avanzar la cinta y observó cómo sus expresiones cambiaban mientras los cuerpos desnudos se acercaban, se abrazaban y luego se soltaban lentamente. Se dirigieron a la par hacia el ancho promontorio cóncavo de la superficie del agua cerca del eje de la rueda.
Salter Wherry observaba tranquilamente sus acciones en la oscuridad de la sala de control. Sin dar importancia a los abrazos de la pareja, su atención se centraba en la cara de Judith Niles. Por fin, se inclinó hacia delante y apretó otra tecla de la consola que tenía delante. La escena cambió a un interior brillantemente iluminado. Ahora Judith Niles estaba sola en el despacho de Wherry en el Eje Superior, justo al lado del estudio escondido, esperando su primer encuentro con él. Una vez más dirigió su atención a su cara. Un minuto más tarde, tras pulsar otra tecla, Wherry la observó después del encuentro. Gruñó, insatisfecho. Las cámaras ocultas habían sido colocadas con sumo cuidado, pero no podían ofrecer visiones de todos los ángulos, y esta vez no pudo verle el rostro.
Siguió adelante. Las siguientes tomas venían del interior del propio Instituto, abajo, en la Tierra. Se estaban haciendo los primeros preparativos para el traslado a la Estación Salter. Las cámaras mostraban a los animales experimentales mientras iban siendo introducidos en jaulas bien ventiladas para que los enviaran arriba. Esta vez, Salter Wherry pareció complacido. Un atisbo de satisfacción brillaba en sus ojos azules mientras cambiaba el canal para contemplar su informe diario sobre la situación global.
Los servicios de rastreo y observación de la Estación Salter sintonizaban todos los canales mundiales más un número de otras fuentes, lo que haría que los gobiernos nacionales se llevaran las manos a la cabeza si vieran cuan fácilmente eran interceptadas. Los informes eran complementados y confirmados por la cadena del satélite espía de la estación, el navío en órbita polar que permitía una mirada constante y detallada a los sucesos que se produjeran en cualquier parte del globo.
Salter Wherry empezó a ejecutar su rutina diaria, escogiendo con práctica entre las diferentes fuentes de datos. Aceleró los sucesos del año anterior y se movió hacia el presente. Pacientemente, se dirigió a lo largo de la superficie de la Tierra, a veces a través de una cámara manual en una calle, en ocasiones con un vídeo tomado en el interior de edificios gubernamentales o dentro de viviendas particulares. Las imágenes empezaron a llegar.
—África. El curso del Nilo hacia el Mediterráneo mostraba un caudal disminuido por la incesante sequía. Sudán era un desierto y los grandes sistemas agrícolas dispuestos alrededor del río habían desaparecido, Jartum, en la confluencia del Nilo Azul y el Nilo Blanco, no era más que un puñado de edificios calcinados. Las cámaras se dirigieron al norte por encima del río lleno de seco fango. Junto al Mediterráneo, El Cairo era una ciudad fantasma donde manadas de perros hambrientos campaban por las calles llenas de polvo. El nilómetro en la Isla de Rodas estaba muy por encima del flujo real del río. El suministro de agua y los sistemas de alcantarillado habían fallado desde entonces. Ahora sólo las moscas tenían energía en el monstruoso calor de la tarde.
—Alaska. La larga línea costera del sur estaba envuelta en nieblas perpetuas que marcaban el encuentro de las corrientes frías y calientes. Tierra adentro, la península calentada de repente hervía de nueva vida. El hielo se había fundido. La vegetación se alzaba para englobar los pantanos, y nubes de mosquitos y moscas zumbaban y bullían por la superficie. La población, al principio encantada con el calor, luchaba ahora por sobrevivir en su enfrentamiento con la oleada de plantas y animales. Durante todo el día, aviones cargados con pesticidas fumigaban miles de kilómetros cuadrados. Apenas tenían éxito.
—Londres. Los casquetes polares, al fundirse, habían elevado el nivel del mar, lenta, inexorablemente, unas cuantas pulgadas por año. Las mareas estaban ahora a punto de desbordar los diques y muros de contención presionando, desde Gravesend hasta el Puente de Waterloo. Las cámaras mostraron filas de voluntarios en las calles que proseguían su duro trabajo con sacos de arena y contrafuertes de hormigón. Chapoteando con el agua por los tobillos, combatían como todos los días con la marea alta. El trabajo avanzaba con tranquilidad, incluso con alegría. La moral era buena.
—Java. La cadena de volcanes de la isla, como por simpatía con el clima extremo del mundo, había vuelto a la vida. Gran parte del centenar de millones de personas que vivía allí había emprendido la huida hacia el norte, hasta las aguas poco profundas del Mar de Java. Las cámaras tomaban desde el aire hasta el más mínimo detalle de los frágiles botes, sobrecargados, mientras se dirigían a Borneo y a Sumatra.
Pero no sólo la tierra era activa sísmicamente. Cuando la tsunami golpeó, ni un solo barco permaneció a flote. La ola de dieciocho metros que golpeó Yakarta y toda la costa norte de Java se aseguró de que aquellos que se habían quedado en tierra no tendrían un destino mejor que los parientes que se habían hecho a la mar. Hoy, las cámaras mostraban puñados de supervivientes aislados mientras grupos de rescate les recogían y les enviaban a campamentos de montaña en las mesetas centrales.
—Moscú. Informes sobre el gran oblasts agrícola estaban llegando a la oficina central de planificación, donde se mantenía una calma pétrea mientras llegaban las noticias de que las cosechas de trigo y maíz, arroz y centeno se habían agotado y de que los fuertes vientos habían erosionado el terreno fértil y lo habían transportado a la atmósfera.
Salter Wherry permanecía encorvado sobre su consola, absorbiendo nueva información, contrastándola con la antigua. Sólo su boca y sus ojos parecían vivos. Tras las escenas de Moscú, cambió al interior del edificio de las Naciones Unidas. El formulismo ritual de la cámara no podía esconder las corrientes internas de furia y tensión procedentes del mundo exterior. El embajador de la Unión Soviética, con rostro tenso y frío estaba terminando su discurso.
—Lo que estamos viendo en el mundo hoy no es un accidente de la naturaleza, ni simples vicisitudes del clima del planeta. Estamos viendo una modificación deliberada del clima, cambios dirigidos contra la Unión Soviética y nuestros amigos a cargo de otras naciones. Ha pasado la época de ser reticente a la hora de nombrar a estos países. Mi país es víctima de una guerra económica. No podemos permitir…
Wherry golpeó impaciente el tablero. Tenía el ceño fruncido y sus ojos brillantes quedaban oscurecidos por las espesas cejas. Después de unos segundos, Eleonora apareció en la pantalla ante él, un ovoide plateado contra el fondo de estrellas y la Tierra iluminada. Congeló la imagen mientras pedía datos sobre los informes de construcción. Las líneas curvas de las vigas de soporte geodésico del casco exterior habían desaparecido, cubiertas por brillantes paneles exteriores. Los sistemas eléctricos finales estaban siendo instalados, junto con las fuentes de energía y los tanques hidropónicos; el gran cilindro de agua estaba casi lleno.
Wherry saltó a las otras arcologías. La más distante, Amanda, aparecía como una imagen granulosa e indistinta. Ahora estaba a casi cuatro millones y medio de kilómetros de la Tierra, girando lentamente en un plano elíptico. Dentro de ocho años, a menos que se adoptara otra nueva trayectoria, la nave colonial estaría en la órbita de Marte. Los científicos de a bordo estaban ya hablando de la posibilidad de colocar una pequeña estación en Fobos, y consultaban con la Estación Salter los recursos disponibles para el proyecto.
Salter Wherry apagó la pantalla y permaneció inmóvil largo rato. Por fin, tecleó otra secuencia. En la pantalla apareció la cara de Hans Gibbs, con el pelo enmarañado.
—Hans, ¿tienes el horario previsto para el embarque del personal del Instituto Neurológico?
—Aquí delante no. Espera un minuto y lo tendré.
—No hace falta. Voy a decirte lo que tienes que hacer. Tiene que estar todo aquí arriba dentro de setenta y siete días.
—Cierto. Judith Niles puso reparos, pero creo que tenemos tiempo de sobra.
—Hans, no será así. Creo que no tenernos tanto tiempo. Todo va a irse al infierno muy rápidamente. Creo que entiendo bastante de política internacional, pero hoy no podría ni siquiera suponer qué país es el que va a volverse loco primero. Todos son candidatos. Quiero que elabores un horario revisado que tenga aquí dentro de treinta días a todo el mundo del Instituto, personas, animales y equipo. Dile a Muncie que quiero que haga lo mismo en relación con todo lo que necesitemos para terminar con Eleanora, en igual plazo de tiempo.
Hans Gibbs, de repente, pareció mucho más despierto.
—¡Treinta días! Es imposible, sólo los permisos nos llevarán ese tiempo.
—No te preocupes por los permisos. Deja que yo me encargue de ellos. Empieza a trabajar con los embarques. Rápido. El coste es irrelevante. ¿Me oyes? —Salter Wherry sonrió—. Irrelevante. ¿Cuántas veces me has oído decir eso sobre el coste de algo, Hans? Treinta días. Tienes treinta días.
Hans Gibbs se encogió de hombros.
—Lo intentaré. Pero además de los permisos, tenemos que preocuparnos de que nos den facilidades para hacer los lanzamientos. Si nos ponen pegas…
Se detuvo y soltó una imprecación. La conexión se había cortado. Hans estaba hablando a una pantalla en blanco.
Wolfgang Gibbs cerró los ojos y se echó hacia delante hasta que tocó con la cabeza el frío metal de la consola. Su cara estaba blanca, perlada por el sudor. Después de unos instantes, deglutió con dificultad, se sentó derecho, inspiró profundamente e hizo otro intento. Marcó la secuencia para emitir un mensaje codificado, y esperó a que la unidad ante él señalara su aceptación.
—Bien, Charlene… —tuvo que volver a aclararse la garganta—, te prometí un informe en cuanto pudiera acostumbrarme. La transmisión ya me ha salido mal tres veces seguidas, así que si ésta tampoco lo hace, diré que no es mi día. Al principio pensé que me pondría en contacto contigo inmediatamente después de llegar aquí, ¡eso demuestra lo optimista que soy! Bueno, ahí voy una vez más. Si oyes sonidos raros a mitad de la grabación, no te preocupes. Sólo soy yo, perdiendo otra vez el hígado y los pulmones.
Tosió roncamente.
—Hans dice que sólo una persona de cada cincuenta tiene una reacción tan mala a la caída libre como yo, así que, con suerte, no tendrás problemas. Dicen que incluso yo me encontraré mejor dentro de un par de días. Espero que sea así. De todas maneras, ya me he quejado bastante. Empecemos a trabajar.
»La mayor parte del viaje fue como una seda. Lo teníamos todo bien atado, para que no se soltara, y Cameron llenó a los animales de sedantes hasta las cejas. Lástima que no pudiera hacer lo mismo conmigo. Cuando llegamos a la caída libre, al principio todo salió bien, aunque mi estómago se sintió como si lo hubieran trasladado unos cuantos centímetros. Pero me las arreglé bastante bien. Entonces empezamos a trasladar a los animales a sus habitáculos permanentes. No les gustó, y demostraron su disgusto de la única forma posible. Te digo una cosa: ojalá no tengamos que volver a trasladarnos a la carrera. No me pagan lo suficiente para que tenga que nadar toda una semana a través de una nube de excrementos de animales flotando. Todo pringado de pared a pared. Luego empecé a notar que iba a devolver el desayuno. Y lo devolví… y luego el almuerzo y la cena del día anterior, y todavía me parece que no voy a ser capaz de volver a comer.
«Vale. Supongo que eso no es lo que quieres oír, ¿verdad? Volvamos al asunto real. Lo adornaré para los informes del laboratorio, pero es así como estamos.
Wolfgang se detuvo un momento mientras le asaltaba otra oleada de náuseas. Se había encaminado al corredor más externo del Eje Superior, donde la gravedad era mayor, y un cuarto de g era casi suficiente para mantener su estómago a raya; pero si se permitía mirar hacia abajo, veía el infinito desde un mar flotante de estrellas que giraban bajo sus pies. Y eso era suficiente para empezar de nuevo.
Miró hacia el frente, rehusando con todas sus fuerzas mirar a ninguna de las puertas. El nudo de su estómago se aflojó lentamente.
—Supongo que los gatos estarán aun peor —dijo por fin—. Todos están vivos, pero lo hemos pasado fatal dilucidando qué problemas han sido causados por el viaje y cuáles se deben al deterioro progresivo en las condiciones experimentales. Perdimos un par de perezosos… aún no sé por qué, pero parece un ataque cardíaco inducido por las drogas. Cannon nos advirtió antes de empezar, pero a nadie se le ocurrió nada sobre cómo prevenirlos. Los otros mamíferos pequeños parecen en bastante buena forma, y no tuvimos ningún problema auténtico trasladándolos. Claro que no fue así con los osos. —Consiguió sonreír a la cámara—. Son terriblemente grandes. Gracias a Dios, no tenemos ningún experimento en curso con elefantes. Tendrías que haber visto el trabajo que nos dio el viejo Jinx, el monstruo gordo. Le empujamos y empujamos durante un rato, y no conseguíamos moverle; luego, después de conseguir que flotara en la dirección adecuada, no podíamos pararle. Estuve a punto de quedar completamente aplastado contra una de las paredes. Menos mal que los habitantes de la estación están acostumbrados a manejar grandes masas en el espacio, o nunca lo hubiéramos conseguido.
»Te ahorraré los relatos penosos. Por fin le pusimos en su sitio, no hace falta decir que cerca del centro del Engranaje. Es un lugar horrible, no hay prácticamente gravedad. No sé cuánta, pero menos de una centésima de g, eso seguro. Hans dice que en un mes o más o menos me gustará, pero ahora, sólo pensarlo me pone enfermo. Pero te diré algo en favor de la gente que trabaja aquí: saben cómo construir las cosas. Todos los tanques y los equipos de apoyo que pedimos estaban listos y en su sitio… y todo funcionaba. Hace un par de horas suministré el tratamiento a Jinx, y ahora le tengo estabilizado en el Modelo Dos de hibernación. Tendrás todos los detalles con la transmisión oficial, y también el vídeo, pero pensé que te gustaría ver algo inmediatamente, así que voy a incluir un clip con esto. Aquí va, a ver qué te parece Jinx.
Wolfgang inspiró profundamente y pulsó la secuencia de llamada. Lo hizo lenta y trabajosamente, con el cuidado frágil y doloroso de un hombre muy, muy viejo. Sus dedos temblaron varias veces, pero por fin consiguió introducir la secuencia correcta. Se echó hacia atrás y se masajeó la cintura mientras una copia del vídeo grabado aparecía ante él y, al mismo tiempo, era enviada como señal a la Tierra.
Jinx apareció en el centro de la pantalla. El oso estaba sentado sobre un lecho de suaves virutas, olisqueando curiosamente un gran pedazo de proteínas de pescado que tenía ante las zarpas. Su larga lengua negra lamía con cuidado la superficie escamosa. Los movimientos del oso eran un poco bruscos, pero parecían bien controlados y adecuados. Wolfgang observó con aprobación cómo Jinx tomaba un buen bocado, lo masticaba y luego colocaba el resto del bloque de proteínas sobre el lecho. Tras tragar el bocado, Jinx bostezó y se rascó pacíficamente una sección de su espalda que había sido rapada. Los sensores implantados allí estaban cerca de la superficie de la piel, y aún los notaba un poco. Unos segundos después cogió la loncha de pescado y las monstruosas mandíbulas empezaron a mordisquearla con ansia.
—Tiene buen aspecto, ¿eh? —dijo Wolfgang—. Verás más cuando recibas toda la cobertura, pero déjame que te cuente el final. Vimos los primeros signos al respecto en los últimos experimentos que hicimos en Christchurch, y lo que JN predijo parece que es exactamente lo que pasa. Esta vez utilizamos las drogas adecuadas. La temperatura del cuerpo de Jinx estaba siete grados por encima de la congelación en ese fragmento del vídeo. Su corazón latía una vez por minuto… y continúa así. Estimo que su nivel metabólico se ha reducido ahora a un factor de ochenta. Es lento, pero parece evidente que no está hibernando… mírale masticar esa loncha. Lo que ves está acelerado un sesenta y ocho por ciento sobre el tiempo real. Hasta ahora, lo más difícil fue encontrar algo que Jinx estuviera dispuesto a comer. Sabes lo picajoso que es. Parece que siente las cosas de modo diferente ahora, y no le gusta. Lo conseguimos después de treinta intentos, y parece alimentarse normalmente.
Wolfgang se frotó lastimosamente su cintura.
—Afortunado Jinx. Eso es más de lo que puedo decir de mí. Lo mejor de todo es que su estado parece completamente estable. Comprobé todos los indicadores hace unos pocos minutos. Creo que podremos mantenerle así durante un mes, tal vez más.
Cortó las imágenes del oso para introducir la transmisión en directo.
—Ése es el informe, Charlene. Ahora puedo relajarme. Pero estoy deseando que tú y los demás subáis aquí. No sé hasta qué punto las noticias que llegan a la Estación Salter son tendenciosas, pero parece que hay problemas allá en la Tierra. Guerras frías, guerras calientes, y parloteo en todas direcciones. ¿Sabes que ayer hizo una temperatura de sesenta y dos grados en Beluchistán? Deben de estar muriendo a cientos. ¿Te has enterado del informe del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas? Se habla de cerrar todo el espacio aéreo nacional y Hans está teniendo auténticos problemas para planear los lanzamientos… no sólo las trabas de costumbre. Se está dando con muros infranqueables. Le han dicho que habrá una suspensión indefinida de todos los vuelos en todos los espaciopuertos hasta que la situación en la Tierra se normalice de nuevo. ¿Y quién sabe cuándo sucederá eso? Los expertos de Wherry dicen que los cambios son permanentes… Nosotros mismos los hemos causado con los programas de combustible fósil.
Alargó la mano hacia la llave que acabaría con la transmisión, entonces se detuvo. Miró inseguro la pantalla.
—Oye, Hans me dijo otra cosa que realmente no quería oír. Maldición, ojalá supiera si la conexión es segura, pero lo diré de todas formas: si no es algo que se sepa en el Instituto, Charlene, por favor guárdatelo para ti. Tiene que ver con JN. ¿Sabes que ha estado siguiendo una serie de tests neurológicos en la Central de Christchurch? Escáners TAC, trazadores de radio isótopos, buscadores de burbujas de aire, todo. Han estado analizando su cerebro desde una docena de ángulos diferentes. Espero que no haya hecho ninguna locura como presentarse como sujeto de pruebas en los experimentos del Instituto. ¿Puedes comprobarlo? Me gustaría asegurarme de que está bien. No me preguntes cómo sabe Hans todo esto… la información que tienen aquí sobre la Tierra me sorprende. Creo que es todo por ahora.
Wolfgang apretó cuidadosamente la tecla y se echó hacia atrás. La transmisión terminó, y el circuito quedó roto.
Cerró los ojos. No había sido tan malo como había esperado. Definitivamente, ayudaba mucho tener algo en que concentrarse y apartar los pensamientos de la sensación de náuseas. Pensar en algo bueno. De repente, recordó a Charlene, sus largas piernas y su cuerpo inclinándose sobre él y sus negros cabellos cayendo en cascada sobre sus hombros. Gruñó. ¡Cristo! Si pudiera tener pensamientos así, definitivamente estaría camino de recuperarse. La próxima cosa que podría hacer sería mirar la comida.
Tal vez era el momento apropiado para hacer otra prueba. Lentamente, Wolfgang aunó fuerzas, luego volvió la cabeza y miró el puerto. Ahora el Eje Superior estaba boca abajo, apuntando a la Tierra, y él estaba contemplando una caída interminable hacia el hemisferio iluminado de debajo. La Estación Salter pasaba por encima del borde marrón del subcontinente indio, con el óvalo verde de Sri Lanka sólo visible en su parte inferior.
Abrió la boca. Mientras la contemplaba, la escena pareció girar bajo él, torciéndose como en un mapa extraño y surrealista. Apretó los dientes y se agarró con fuerzas al borde de la consola. Después de treinta desagradables segundos, pudo obligarse a verlo desde una perspectiva diferente. Lo insustancial era la superficie azul y blanca de la Tierra, la Estación Salter era real, tangible, sólida. Eso era. Agárrate a ese pensamiento. Lentamente, pudo aflojar su tenaza de la mesa que tenía delante.
Saldría bien. Todo era relativo. Si Jinx podía adaptarse a esta nueva vida y estar cómodo con una temperatura corporal cercana a la congelación, seguro que Wolfgang podría acostumbrarse a los cambios mucho más pequeños producidos por el traslado a la Estación Salter. Era mejor olvidar la autocompasión y volver al trabajo.
Ignorando los retortijones de su estómago, Wolfgang se obligó a mirar de nuevo, mientras la estación se dirigía hacia el Atlántico y la curva majestuosa de la frontera día-noche.
Tres días más y el personal del Instituto estaría en camino. Y si las noticias eran correctas, sería justo a tiempo. En su furia, en su pugna interminable, los gobiernos de la Tierra parecían dispuestos a bloquear el camino al mismo espacio.
Hans Gibbs había enviado a su primo un mensaje breve e incomprensible desde la sala de control.
—Mueve el culo y pásate por aquí. Rápido, o te perderás algo que nunca volverás a ver.
Wolfgang y Charlene estaban en medio del primer inventario cuando el mensaje llegó a través del intercomunicador. El la miró y señaló inmediatamente el terminal.
—Vamos.
—¿Qué? ¿Ahora mismo? —Charlene sacudió la cabeza, protestando—. Acabamos de empezar. Le prometí a Cameron que lo tendríamos todo organizado y dispuesto para empezar a trabajar en cuanto llegaran. Sólo nos quedan unas cuantas horas.
—Lo sé. Pero conozco a Hans. Nunca exagera. Debe ser algo especial. Vamos, terminaremos esto después.
La cogió de la mano y empezó a tirar de ella, demostrando su experiencia difícilmente ganada con la baja gravedad. Charlene llevaba en la Estación Salter menos de veinticuatro horas, pues era la segunda persona en hacer la transferencia completa desde el Instituto. A Wolfgang le parecía completamente injusto que ella no hubiera sufrido ni el más mínimo mareo. Pero al menos no tenía aún su facilidad de movimientos. Tiró de ella y la hizo girar, ajustando el momento angular y linear. Tras unos instantes, Charlene comprendió que debería moverse lo mínimo posible, y dejó que la guiara como si fuera un peso muerto. Recorrieron rápidamente el corredor helicoidal que llevaba a la zona de control central.
Hans les estaba esperando cuando llegaron, y tenía la atención fija en una pantalla que mostraba la Tierra en su centro. La imagen procedía de un satélite observador geoestacionario emplazado a treinta y cuatro mil kilómetros de altura, de manera que todo el globo parecía una pelota que llenaba la mayor parte de la pantalla.
—Desde esta distancia no se ve nada del tamaño de una nave —dijo Hans—, así que tenemos que trucarlo. Si queremos ver naves, el ordenador genera gráficos y los hace aparecer en la pantalla. Observad ahora. La acción empezará en un par de minutos.
Charlene y Wolfgang permanecieron tras él mientras Hans, indiferente, tecleó una corta secuencia de comandos. La pantalla permaneció silenciosa, mostrando Europa, Asia y África como un disco medio iluminado bajo una capa de nubes. Los segundos se alargaron hasta parecer una eternidad.
—¿Bien? —dijo Wolfgang por fin—. Aquí estamos. ¿Dónde está la acción?
Se inclinó hacia delante. Al hacerlo, la pantalla cambió. De repente, desde seis puntos diferentes del hemisferio, aparecieron una serie de chispas brillantes de luz roja. Primero fueron media docena, fáciles de distinguir. Pero a los pocos minutos el número se multiplicó, como luciérnagas pululando sobre el globo que había debajo. Cada una empezó a ejecutar la lenta inclinación hacia el este que mostraba que se dirigían a la órbita. Pronto fueron demasiado numerosas para que pudieran contarlas.
—¿Veis la de la izquierda? —dijo Hans—. Esa viene de Aussierport. La mayor parte de vuestros colegas estará a bordo: Judith, y De Vries, y Cannon. Estarán aquí dentro de hora y media.
—Santo Dios. —Charlene sacudió la cabeza, con el ceño fruncido—. No pueden ser naves. No hay tantas en todo el mundo.
Estaba demasiado absorta en la escena para captar la referencia familiar que Hans Gibbs había hecho sobre la directora del Instituto, pero Wolfgang dirigió a su primo una rápida mirada de comprensión.
—Charlene tiene razón —dijo Hans. Parecía satisfecho por su reacción—. Si sólo consideras las Lanzaderas y otras reutilizables, no hay tantas naves. Pero no disponíamos de tiempo. Salter Wherry me dijo que trajera aquí arriba a todo el mundo, gente y suministros, y al infierno con el coste. Es el jefe, y era su dinero. Por el modo en que se han ido desarrollando las cosas, si hubiera esperado más tiempo, nunca habríamos podido traer lo que necesitamos. Lo que veis ahora es la mayor emigración de personas y equipo que veréis nunca. Conseguí permiso para que pudieran despegar todas las naves que encontré, en todas partes del mundo. Observad ahora, hay más.
Una segunda oleada había comenzado, esta vez mostrada con un fuerte color naranja. Al mismo tiempo, otros brillantes puntos rojos empezaron a asomarse desde el lado oscuro de la Tierra. Los lanzamientos hechos desde el hemisferio invisible estaban apareciendo también.
Hans pulsó otra tecla y un puñado de puntos verdes apareció en la pantalla, esta vez en una órbita más alta.
—Esas son nuestras estaciones, todo el Imperio Wherry, excepto las arcologías, que están demasiado lejos para que las pueda mostrar la escala. Dentro de otra media hora veréis cómo la mayor parte de los lanzamientos empiezan a converger en las estaciones. En las próximas treinta y seis horas nos encontraremos con multitud de encuentros y atracadas.
—¿Pero cómo sabes dónde están las naves? —preguntó Charlene con los ojos completamente abiertos, hipnotizada por el remolino de chispas brillantes—. ¿Está todo calculado a partir de datos introducidos previamente?
—Mejor aún. —Hans señaló con el pulgar otra de las pantallas que tenía al lado—. Nuestros satélites de reconocimiento registran constantemente todo lo que despega. Señales térmicas infrarrojas para los despegues, apertura sintética del radar después. El software convierte los datos de velocidad y distancia en posiciones, y los muestra en la pantalla. Wherry instaló los sistemas de observación y seguimiento hace unos pocos años, cuando empezó a temer que algún loco en la Tierra intentara atacar una de estas Estaciones. Pero es ideal para usarlo de este modo.
Una tercera oleada comenzaba. Alrededor del ecuador, un nuevo lazo de brillantes reflejos azules se expandía sobre la superficie de la Tierra. El planeta estaba rodeado por una confusión multicolor de puntos de luz en forma de espiral.
—Por el amor de Dios. —Wolfgang olvidó cualquier pretensión de hacerse el tonto—. ¿Cuántas hay? He contado más de cuarenta, y ni siquiera he intentado sumar los lanzamientos del hemisferio americano.
—Doscientas seis naves de todas las formas y tamaños—, y la mayoría de ellas no están diseñadas para el tipo de puertos que tenemos aquí. El número de lanzamientos aparece registrado aquí. —Hans señaló una parte del aparato, pero tenía la atención fija en la pantalla.
—Va a ser una pesadilla —dijo alegremente—. Tenemos que ocuparnos de todas. La verdad es que ni siquiera vamos a intentar que todas lleguen aquí. Muchas se quedarán en una órbita baja y les enviaremos los remolcadores para que recojan a los pasajeros. No tuve tiempo para preocuparme por lanzamientos extra. Ya teníamos bastantes problemas para hacer que muchas de esas chatarras se pusieran en órbita.
Una cuarta oleada había empezado. Pero ahora era demasiado difícil seguir la pantalla. Los puntos de luz convergían, y la limitada resolución del aparato hacía que muchas parecieran a punto de colisionar, a pesar de que miles de kilómetros las separaran en el espacio. Los dos hombres parecían hipnotizados mientras contemplaban el carrusel de naves en órbita. Charlene se acercó al mirador y contempló directamente la Tierra debajo. No se veía nada. Las naves eran demasiado pequeñas para que se notaran contra el gigantesco creciente del planeta. Sacudió la cabeza, y se volvió a mirar el contador de lanzamientos. La suma continuaba a medida que se confirmaba la velocidad orbital de un nuevo grupo.
Hans se dio la vuelta y los tres permanecieron inmóviles, codo con codo. La sala permaneció totalmente silenciosa durante varios minutos, a excepción del suave bip de los contadores.
—Ya casi han partido todas —dijo por fin Charlene. Aún contemplaba el contador—. Doscientas tres. Cuatro. Cinco. Falta una. Ahí está. Doscientas seis. ¿Tenemos que aplaudir?
Sonrió a Wolfgang, quien le apretó la mano casi inconscientemente. Entonces se dio la vuelta hacia el contador. Lo contempló durante un segundo. De repente, se sentía insegura de lo que estaba viendo.
—¡Eh! Hans, creí que habías dicho que eran un total de doscientas seis. El indicador señala doscientas catorce, y continúa.
—¿Qué? —Hans giró la cabeza para mirar, mientras el resto de su cuerpo lo hacía hacia el otro lado para compensar el movimiento en la baja gravedad—. No puede ser. Escogí todas las naves que podían volar. No hay manera…
Su voz se debilitó. En la pantalla había brotado una fuente de brillantes puntos de luz. Estaba centrada en una zona del sudeste asiático. Mientras miraban, uno de los altavoces de la consola crepitó y cobró vida.
—¡Hans! ¡Alerta roja! —la voz era ronca y débil, pero Wolfgang reconoció el tono de autoridad. Era Salter Wherry—. Conecta nuestros sistemas de defensa. Los monitores muestran un lanzamiento de misiles en el oeste de China. Aún no hay información sobre la trayectoria. Lo mismo podrían estar dirigidos hacia América, la Unión Soviética o hacia nosotros. Es demasiado pronto para decirlo. No he seguido mirando. Avisa a las otras estaciones. Estaré en el control central dentro de un minuto.
A pesar de su tono agónico, la voz había dado sus órdenes con tanta rapidez que las palabras se atropellaron unas a otras. Hans Gibbs ni siquiera intentó replicar. Se puso de pie y se dirigió hacia otra de las consolas. Quitó un sello de plástico y pulsó el interruptor que había detrás antes de que Wolfgang o Charlene pudieran moverse.
—¿Qué es lo que pasa? —chilló Charlene.
—No lo sé —Hans parecía como si se estuviera ahogando—. Pero mira las pantallas… y el contador. Esos tienen que ser lanzamientos de misiles. No podemos permitirnos el lujo de esperar a ver hacia dónde se dirigen.
El indicador se había vuelto loco y los dígitos cambiaban demasiado rápidamente para que pudieran leerlos. La cuenta de lanzamientos había rebasado ya los cuatrocientos y aún continuaba. Salter Wherry entró tambaleándose en la sala de control.
Fue su llegada, en persona, lo que hizo que Charlene comprendiera la seriedad de la situación. Aquí estaba el hombre que apenas se veía con nadie, que colocaba su intimidad por encima del dinero, que odiaba exponerse a los extraños. Y aquí se encontraba, en la sala de control, ajeno a la presencia de Charlene y Wolfgang.
Le miró con curiosidad. ¿Era ésta la leyenda viviente, el arquitecto maestro del desarrollo del Sistema Solar? Sabía que era muy viejo. Pero parecía más que viejo. Su cara era blanca y macilenta, como una máscara mortuoria, y sus finas manos temblaban.
—Los locos —dijo suavemente. Su voz era un susurro entrecortado—, ¡Oh! ¡Los locos, los malditos, malditos, malditos locos! Temía esto, pero nunca creí realmente que llegara a suceder mientras vivía. ¿Has levantado nuestras defensas?
—Están en posición —contestó Hans roncamente—. Estamos protegidos. ¿Pero qué hay de las naves que vienen de camino? Volarán en pedazos si tienen una trayectoria de encuentro con nosotros.
Charlene le miró atontada durante un segundo. Entonces comprendió.
—¿Las naves? Oh, Dios mío, todo el personal del Instituto viene de camino. No pueden usar sus misiles defensivos contra ellos… ¡no pueden hacerlo!
Wherry la miró, como si se diera cuenta de la presencia de extraños en la sala por primera vez.
—Las naves más rápidas no llegarán aquí hasta dentro de una hora —dijo.
Se hundió en una silla, respirando con dificultad. Tosió y se recostó. Su piel parecía blanca y seca, como un amasijo.
—Para entonces todo habrá acabado, de una manera o de otra. Los misiles de ataque tienen alta aceleración. Si están dirigidos a nosotros, estarán aquí dentro de veinte minutos. Si no, todo habrá terminado de todas formas. Hans, señala nuestra posición en la pantalla.
La posición de la Estación Salter apareció en la pantalla como un brillante circulo blanco. Hans la estudió unos instantes, con la cabeza inclinada hacia un lado.
—No creo que vengan hacia nosotros —dijo—. Se dirigen al este de la Unión Soviética y los Estados Unidos, por lo que parece. ¿Qué es lo que pasa?
Wherry permaneció sentado, con la cabeza gacha.
—Mira a ver qué puedes captar en las comunicaciones por radio. —Se aclaró la garganta; la respiración silbaba en su laringe—. Siempre nos ha preocupado que alguien intentara asestar un primer golpe para borrar el poder disuasor de los otros. Eso es lo que estamos viendo. Algún loco ha aprovechado la ventaja que le han dado nuestros lanzamientos, así los otros tardarán en darse cuenta de que se está produciendo un ataque.
Hans había localizado una frecuencia de radio.
—Silencio en las radios de China. Mirad la pantalla. Esos tienen que ser los misiles de los Estados Unidos. El contraataque. Sabíamos que un primer golpe por sorpresa no funcionaría, y no ha funcionado.
Un denso amasijo de puntos de fuego barría el polo norte. Al mismo tiempo, un nuevo estallido se alzaba al este de Siberia. El contador de lanzamientos se había vuelto completamente loco y emitía una serie de agudos pitidos a medida que los lanzamientos individuales se hacían demasiado frecuentes para ser marcados como bips separados. Más de dos mil lanzamientos de misiles habían sido registrados en menos de tres minutos.
—No podía funcionar y no funcionó —dijo suavemente Salter Wherry—. El primer golpe no sale bien nunca… casi siempre da opción al contraataque.
Inclinó la cabeza sobre el pecho. Por primera vez, Charlene pensó que podría estar viendo algo más que la edad y la preocupación.
—¡Wolfgang! ¡Échame una mano!
Ella se acercó a Wherry y le tomó por la barbilla y le levantó la cabeza. Sus ojos estaban fijos y abiertos, como si una especie de película transparente los cubriera. Él alzó débilmente la mano derecha para agarrar la suya. Estaba helada. Tenía la otra mano crispada sobre el pecho.
—No podía funcionar. No podía —la voz era un susurro—, Es el fin, el fin del mundo, el fin de todo.
—Está sufriendo un ataque al corazón. —Charlene se inclinó par levantarle, pero Wolfgang fue más rápido.
—Hans. Podrías hacer esto mejor que yo, pero quédate donde estás… tenemos que saber qué es lo que pasa. Llama al servicio médico y dile que pensamos que es un infarto. Pregúntales si debemos moverlo o si quieren tratarle aquí… y si lo quieren en el hospital, dime cómo llevarle allí.
Charlene le ayudó a levantar a Wherry del asiento. Lo hizo con toda la gentileza que pudo, mientras parte de su cerebro continuaba sorprendida y miraba a Wolfgang y a Hans. En los últimos minutos se había producido un cambio extraño y repentino en su relación. Hans era aún mayor, más experimentado. Pero a medida que los hechos empezaban a volverse más confusos y deprimentes, parecían encogerse, mientras que Wolfgang se volvía más fuerte y determinado. En este momento, no había duda sobre quién estaba al mando. Hans seguía las órdenes de Wolfgang sin ninguna duda. Estaba ante la consola, pegado al micro, y sus dedos volaban sobre las teclas.
—Deja a Wherry aquí —dijo tras unos segundos—. El Centro Médico dice que Olivia Ferranti estará aquí en un momento. Túmbalo y no le muevas, no intentes nada a menos que deje de respirar… van a traer un equipo reanimador.
—Bien. —Wolfgang hizo un gesto a Charlene, y entre los dos bajaron cuidadosamente al suelo a Salter Wherry, colocando la chaqueta de Wolfgang para que apoyara en ella la cabeza. Wherry se quedó tumbado un momento y luego intentó levantarse.
—No se mueva —dijo Charlene.
Él meneó un poco la cabeza.
—Las pantallas. —La voz de Wherry era un susurro—. Tengo que ver las pantallas. Pregunta. Las ciudades.
Hans se había girado para verles. Asintió.
—Ya he pedido información sobre eso. Las ciudades importantes. ¿Qué más?
—¿Puedes contactar con la nave donde viaja el personal del Instituto? —preguntó Wolfgang—, Tenemos que hablar con JN. Están bastante lejos de la atmósfera, pero no sé si se les ve desde aquí.
—No importa. —Hans se volvió hacia la consola—. Podemos contactar a través de relés. Intentaré localizarles. Tendremos que usar otro canal. Haré que aparezca en la pantalla que tenéis detrás.
Se puso a trabajar ante el tablero. Era el único que tenía algo que hacer que le ocupara por completo. Charlene y Wolfgang se quedaron a un lado, sintiéndose indefensos. Salter Wherry, después de su esfuerzo por levantar la cabeza, yacía inmóvil. Parecía haber perdido toda la sangre, y tenía la cara lívida y las manos crispadas. Su respiración jadeante era el único sonido que rompía el urgente bip de los nuevos lanzamientos. Las chispas ya no se concentraban en una banda alrededor de la órbita de la Tierra. Ahora cubrían el globo como una red brillante, más densa en el hemisferio norte y en el polo.
Olivia Ferranti llegó cuando las imágenes del satélite de reconocimiento aparecían en la pantalla. La doctora miró sorprendida la explosión blanquiazul que había sido Moscú, y luego la ignoró y se arrodilló junto a su paciente. Su ayudante conectó rápidamente los electrodos de la unidad portátil al pecho desnudo de Salter Wherry, y cogió una sierra de aspecto ominoso y un escalpelo de un maletín esterilizado.
—Ya están listas las transmisiones de la nave que querías —dijo Hans—. ¿Con quién quieres hablar?
—Con JN —contestó Wolfgang—. Charlene, será mejor que hables con ella. Dile que abandonen la trayectoria de encuentro hasta que nuestros misiles de defensa les sobrepasen. Estarán más seguros y…
Sus palabras se perdieron en un estallido de ruido procedente de las unidades de comunicación.
—Maldición. —Hans Gibbs redujo rápidamente el volumen hasta un nivel tolerable—. Es lo que me temía. Algunas explosiones termonucleares están al borde de la atmósfera. Estamos recibiendo Efectos Pulsares Electromagnéticos, y eso borra las señales. Estamos a salvo, pues todo el sistema Wherry fue reforzado hace tiempo. No estoy tan seguro en lo que respecta a la nave. Voy a intentar un canal láser. Espero que estén reforzados contra los EPE y espero que estemos en línea en ese momento.
Las pantallas de reconocimiento contaban una historia escalofriante. Cada pocos segundos la imagen cambiaba para mostrar una nueva explosión. No había tiempo para identificar qué ciudad era antes de que se desvaneciera en el brillo de la fusión de hidrógeno. Sólo podían ver si era de día o de noche y así sabían a qué hemisferio llegaban los misiles. Era imposible estimar los danos o la pérdida de vidas antes de que una nueva escena llenara las pantallas. Salter Wherry tenía razón. La esperanza de un ataque preventivo había sido vana.
Wolfgang y Charlene contemplaban juntos la mayor parte de las pantallas. Aún enviaba señales desde una órbita geoestacionaria. Una vez más la pantalla chisporroteaba con las brillantes fluctuaciones de luz, pero esta vez no eran el resultado de la simulación del ordenador. Eran explosiones de cabezas nucleares múltiples de muchos megatones. Todo el hemisferio estaba sembrado de oscuros nubarrones, a medida que los edificios, los puentes, las carreteras, las casas, las plantas, los animales y los seres humanos eran volatilizados y llevados a la estratosfera.
—Hamburgo —susurró Wolfgang, casi para sí mismo—. Eso era Hamburgo. Mi hermana vivía allí. Con su marido y los niños.
Charlene no habló. Apretó su mano mucho más fuerte de lo que advertía. Las explosiones continuaron, llenando la pantalla de un silencio espectral que parecía casi peor que el ruido. ¿Deseaba que la pantalla mostrara imágenes de Norteamérica? ¿O prefería no saber qué había pasado allí? Con todos sus parientes en Chicago y Washington, parecía que no había esperanza para ninguno de ellos.
Se dio la vuelta. A Salter Wherry le habían colocado una mascarilla. Ferranti había abierto su camisa y le estaba haciendo algo en el pecho que Charlene prefirió no ver. El ayudante estaba preparando una camilla en la que transportarle.
¿Muerto o vivo? Charlene se sorprendió al ver que Wherry estaba completamente consciente y que sus ojos pugnaban por seguir las pantallas. Había una intensidad en su expresión que podía deberse a los estimulantes cardíacos, pero al menos aquella mirada terrible había desaparecido.
Charlene siguió la mirada de Wherry y observó la pantalla que había al fondo de la sala, donde aparecía una imagen difusa. Cuando se aclaró, comprendió que estaba viendo a Jan De Vries. Estaba sentado en la Lanzadera, con una pila de papeles en el regazo. Parecía muy mareado. Y estaba llorando.
—Doctor De Vries… Jan. —Charlene no sabía si podía verla u oírla, pero tenía que hablarle—. No intente acercarse. Tenemos conectado un sistema de misiles de defensa.
Él dio un respingo al oír su voz.
—¿Charlene? Puedo oírla, pero nuestro sistema de imagen no funciona. ¿Puede verme?
—Sí. —Nada más decirlo, Charlene lo lamentó. Jan De Vries estaba descompuesto, tenía toda la chaqueta manchada de vómito y sus ojos estaban rojos por el llanto. Para un hombre que siempre cuidaba su aspecto, su estado actual tenía que ser humillante—. Jan, ¿ha oído lo que he dicho? No deje que intenten acercarse.
—Lo sabemos. —De Vries se frotó los ojos—. Ese mensaje fue lo primero que vino. Estaremos en órbita hasta que sepamos que acercarse a la Estación Salter no es peligroso.
—Jan, ¿lo ha visto? Es terrible. El mundo está explotando.
—Lo sé. —De Vries hablaba claramente, casi de modo ausente. Charlene tuvo la impresión de que tenía la mente en otra parte.
—Tengo que hablar con algún médico de la Estación Salter —continuó diciendo él—. Tendría que haberlo hecho antes de despegar, pero había demasiado alboroto. ¿Puede encontrarme uno?
—Aquí mismo hay uno. Salter Wherry ha sufrido un ata que, y le está atendiendo.
—Bien, ¿quieres acercar al médico al comunicador? Es imperioso que hable con él sobre las instalaciones médicas de la Estación Salter. Necesitamos urgentemente ciertas drogas y equipo quirúrgico… —Jan De Vries se detuvo de repente, con aspecto perplejo, y sacudió la cabeza—. Lo siento, Charlene. La oí, pero tengo dificultades para concentrarme en más de una cosa a la vez. Dijo que Wherry había tenido un ataque. ¿Cuándo?
—Cuando empezó la guerra.
—¿Es grave?
—Eso creo. No lo sé. —Charlene no podía contestar a esa pregunta, no con Salter Wherry mirándola en silencio—. Doctora Ferranti, ¿puede hablar un momento con el doctor De Vries?
La otra mujer la miró fríamente.
—No. Tengo las manos más que ocupadas aquí. Pero hágame la pregunta y veré si puedo darle una respuesta rápida.
—Gracias —dijo De Vries humildemente—. Seré breve. Allá en la Tierra hay, o había, cuatro hospitales equipados para hacer una resección parietal completa, con desprendimiento parcial y costura interna de la comisura anterior. Hace falta instrumental especial y un complicado uso de drogas antes y después de la operación. Me gustaría saber si una operación así podría ser llevada a cabo con las instalaciones médicas disponibles en el Centro Médico de la Estación Salter.
—¿De qué demonios está hablando? —susurró Hans a Wolfgang con un gruñido—. El mundo se está haciendo trizas y él está charlando de hospitales.
Wolfgang le hizo un gesto para que callara. Jan De Vries había dicho muchas veces que no tenía ninguna relación con el mundo, que era un huérfano sin ningún pariente con vida y ningún amigo íntimo. Su pena no podía deberse a la pérdida de los familiares o los seres queridos. Pero Wolfgang pudo ver la expresión de su cara, y en ella había algo que hablaba más de tragedia personal que del Armagedón general. Una extraña sospecha se infiltró en su mente.
La doctora Ferranti finalmente giró la cabeza para mirar la imagen de De Vries.
—No tenemos ese tipo de equipo. Y después de eso… —hizo un gesto con la cabeza hacia la pantalla principal—, supongo que nunca lo tendremos.
La órbita de la Estación Salter había continuado hacia el oeste, hacia la cara iluminada de la Tierra. Ahora estaban directamente encima del Océano Atlántico. Las pequeñas úlceras oscuras sobre la cara del planeta se habían extendido y se habían fundido. La mayor parte de Europa estaba totalmente oscurecida por una columna de humo iluminada desde dentro por los estallidos y las tormentas de la superficie. La costa este de los Estados Unidos debería haber aparecido también a la vista, pero quedaba oculta por una continua masa rodante de polvo y nubes.
Y los misiles continuaban siendo lanzados en busca de sus blancos. A medida que los encontraban y desaparecían de las pantallas, nuevas manchas brillantes se alzaban como Aves Fénix del hervidero que habían sido los Estados Unidos de América y se dirigían hacia Asia. Las manos que los controlaban tal vez estaban muertas, pero sus instrucciones habían sido establecidas mucho tiempo antes en los ordenadores de control. Si no vivía nadie para detenerlo, la lluvia nuclear continuaría hasta que los arsenales quedaran vacíos.
—¿Pueden preparar unas instalaciones para la operación? —preguntó por fin De Vries. Incapaz de ver las pantallas, no se daba cuenta de que todos los que estaban en la sala de control estaban paralizados por la escena de una Tierra moribunda. Su pregunta era urgente, pero nadie la contestó. Desde el principio del día, todo el mundo de De Vries se había convertido en un sueño, como si todo hubiera sucedido, antes de terminar.
—¿Pueden prepararlas? —repitió.
Ferranti tiritó.
—Si quisiéramos podríamos construir un sistema temporal para hacer el trabajo, pero nos llevaría al menos cinco años. Estaríamos improvisando todo el tiempo, reuniendo material para hacer equipos.
Volvió a mirar a Salter Wherry, y perdió interés en seguir hablando con De Vries. La respiración de Wherry era más espaciada, y temblaba. Parecía estar inconsciente.
—Vamos —le dijo a su ayudante—. No quería moverle, pero no tenemos otra alternativa. Tenemos que llevarle al centro médico. Inmediatamente, o le perderemos.
Con la ayuda de Wolfgang levantaron a Wherry y le colocaron sobre la camilla. Aún llevaba puesta la mascarilla. Abrió los ojos. Las pupilas estaban dilatadas, cargadas de un blanco amarillento. Los ojos estaban hundidos en las cuencas, ensombrecidos. Wolfgang miró en ellos y vio la muerte rondando.
Empezó a incorporarse, pero de alguna manera la frágil mano de Wherry encontró fuerzas para asirse a su manga.
—¿Es usted del Instituto? —las palabras eran débiles y confusas.
—Sí. —Fue una sorpresa descubrir que Wherry aún podía hablar.
—Venga conmigo.
La débil voz aún podía ordenar.
Wolfgang asintió y sintió dudas cuando Ferranti empezó a llevarse a Wherry. Charlene volvía a hablar con De Vries, preguntándole lo que él mismo había querido preguntarle.
—Jan —estaba diciendo—. Hemos intentado contactar con Niles. ¿Dónde está?
—Aquí. En esta nave. —De Vries se llevó las manos a los ojos—. Está inconsciente. No quise que viniera. Quería que esperara, que recuperara fuerzas, que la operaran y luego nos siguiera. Ella insistió en venir. Y tenía razón. Pero en la Tierra la podrían haber ayudado. Ahora…
Wolfgang trató de encontrar sentido a las palabras de De Vries. Pero la frágil mano le agarró otra vez por el brazo, y el hilo de voz le habló de nuevo.
—Venga. Ahora. Tenemos que hablar ahora.
Wolfgang dudó un instante. Luego, reticente, siguió a la camilla.
Salter Wherry giró la cabeza hacia él y su seca lengua se movió sobre sus pálidos labios.
—Quédese cerca.
—No hable —dijo Ferranti.
Wherry la ignoró.
—Tengo que darle un mensaje. Tengo que decirle a Niles lo que hay que hacer. ¿Me escucha?
—Le escucho —asintió Wolfgang—. Adelante, me aseguraré de que reciba el mensaje.
—Dígale que sé que vio a través de la narcolepsia. Lo sabía… era demasiado simple para ella. Quiero que sepa la razón… la razón real… de por qué quería que estuviera aquí.
Hubo una larga pausa. Wherry cerró los ojos. Wolfgang pensó que se había desmayado, pero cuándo la voz del viejo volvió a sonar lo hizo aún más fuerte y coherentemente.
—Tenía mis propias razones personales… y ella tenía las suyas propias para venir aquí. No sé cuáles eran; quiero que sepa las mías. Y quiero que las cumpla. Esperaba que no nos destruyéramos ahí abajo, pero tenía que prepararme para lo peor. Justo a tiempo, ¿eh? —Hubo un gruñido sibilante que Wolfgang identificó como una risa—. La historia de mi vida. Justo a tiempo. Un día más y habría sido demasiado tarde.
Movió débilmente el brazo mientras Ferranti lo cogía para ponerle una inyección.
—Nada de sedantes. Me duele el pecho… pero puedo soportarlo. Usted, joven —los ojos se revolvieron hacia Wolfgang—. Acérquese. No puedo hablar mucho más. Tengo que contarle mi sueño para que se lo cuente a Niles y lo haga suyo.
Wolfgang se inclinó sobre el cuerpo postrado. Hubo una larga pausa.
—Génesis. ¿Recuerda el Génesis? —La voz de Wherry se desvanecía—. Hay que hacer lo que dice el Génesis. «Creced y multiplicaos.» Creced y multiplicaos.
Wolfgang miró rápidamente a Ferranti.
—Está delirando.
—No deliro —hubo un débil retintín de irritación en la débil voz—. Escuche. Construí las arcologías para ir muy lejos… para fecundar el universo. Creced y multiplicaos. ¿Ve? Autosuficientes, que duraran mil años… diez mil. Pero no pude hacerlo. Somos demasiado débiles. Luchamos, cambiamos de mentalidad, cambiamos de sociedad, matamos a los líderes, derribamos los sistemas. Malditos locos. Nunca podrán durar mil años, ni siquiera cien.
Habían llegado al Centro Médico, y trasladaron a Wherry a una mesa preparada para hacer una operación de emergencia. Se le introdujo una aguja en el brazo izquierdo mientras una batería de luces brillantes les rodeaba.
Wherry dobló la cabeza con un último esfuerzo para mirar a Wolfgang.
—Dígaselo a Niles. Quiero que desarrolle la animación suspendida. Por eso necesito el Instituto en esta Estación. —Le habían quitado la máscara y en la cara torturada apareció el remedo de una sonrisa—. Una vez pensé que sería el primero. Vería las estrellas. Lástima que no sea así. Pero dígaselo. Dígaselo. El frío sueño… el fin de todo… el sueño.
Ferranti se acercó a Wolfgang.
—Está bajo los efectos de la anestesia —dijo—. Queremos que salga de aquí. Vamos a operar ahora mismo.
—¿Podrá salvarle?
—No lo creo. Es el tercer ataque que sufre. —Se mordió el labio. Por primera vez, Wolfgang advirtió sus ojos grandes y luminosos y el triste rictus de su boca—. La última vez fue un remiendo, pero esperábamos que durara más. No tiene más de una probabilidad entre diez. Menos, si no empezamos inmediatamente.
Wolfgang asintió.
—Buena suerte.
Regresó a la sala de control. Hans estaba solo, contemplando las pantallas. Parecía en trance, pero se levantó al oír la voz de Wolfgang.
—El sistema de defensa de misiles ha sido desconectado. Ahí abajo estaban demasiado ocupados consigo mismos para perder el tiempo con nosotros. Vuestras naves empezarán a atracar de un momento a otro.
—¿Cuál es la situación… —Wolfgang hizo un gesto con la cabeza hacia la pantalla principal, donde se veía la cara devastada de la Tierra.
—Horrible. No llega ninguna señal de radio o de televisión, o se pierden con la estática si lo están intentando. Hace unos pocos minutos hicimos una estimación de la energía liberada. Treinta mil megatones. —Hans suspiró—. Cuatro toneladas de TNT por cada habitante del planeta. Ahora es de noche en toda la Tierra. La luz del sol no puede penetrar las capas de nubes.
—¿Cuántas bajas?
—¿Dos mil millones, tres mil? —Hans sacudió la cabeza—. Aún no ha terminado. Los cambios climatológicos harán el resto.
—¿Todo el mundo? ¿Todos los habitantes de la Tierra?
Hans no contestó. Permaneció sentado ante la consola, encogido, mirando la pantalla. La cara del planeta entero era una llaga oscura. Unos segundos después, Wolfgang regresó a su recámara. Hans y los otros tenían razón. Las naves empezarían a atracar muy pronto, pero antes era necesario estar a solas con el dolor.
Charlene le esperaba en la habitación a oscuras. Él la abrazó. Durante varios minutos permanecieron sentados en silencio. Las cosas habían sucedido tan rápidamente en las últimas horas que no habían tenido tiempo de captar lo que pasaba, y sólo ahora comenzaban a comprender su horrible significado. Para Charlene, en particular, que llevaba me nos de veinticuatro horas fuera de la Tierra y del Instituto Neurológico, todo parecía irreal. Pronto el hechizo se rompería y regresaría al mundo familiar y cómodo de los experimentos, los informes y las reuniones semanales del personal.
Wolfgang se agitó en sus brazos. Alzó su cabeza y se apretó contra su mejilla.
—¿Qué es lo que pasa con JN? —dijo por fin—. No me gustó el aspecto de De Vries.
Charlene tiritó en la oscuridad.
—Malas noticias, Jan habló con ella esta mañana, cuando por fin le dieron los resultados de las pruebas de laboratorio. Tiene un tumor cerebral maligno que se desarrolla rápidamente. Es aún peor de lo que creíamos.
—¿Inoperable?
—Ésta es la peor parte… es lo que Jan De Vries estaba preguntando. Hay un problema de operación y quimioterapia conjunta del que sobrevive uno de cada cinco casos. Pero sólo puede ejecutarse en un número muy escaso de centros y a cargo de un grupo reducido de personas. No hay forma de hacerlo en la Estación Salter. Ya oíste a Ferranti. Harían falta cinco años de desarrollo.
—¿Cuánto tiempo le queda a Judith?
—Dos o tres meses, no más. —Charlene había contenido sus sentimientos a lo largo del día, pero ahora estaba llorando en silencio—. Tal vez menos… la aceleración del despegue la dejó inconsciente, y eso es mala señal. Sólo estaban a tres g. Y todas las instalaciones que podrían haber hecho la operación, allá en la Tierra, han sido reducidas a cenizas. Wolfgang, está condenada. No podemos operarla aquí, y no puede volver allí.
Él guardó silencio un rato, meciendo a Charlene en sus brazos.
—Esta mañana parecía que estábamos en el principio de todo —dijo—. Han pasado doce horas y es el fin. Wherry lo dijo: es el fin de todo. No te lo había dicho, pero también se está muriendo. Estoy seguro. Me dio un mensaje para JN, para que desarrollara la hibernación en las arcologías. Le prometí que se lo transmitiría, y lo haré. Pero ahora no importa.
—Todos han desaparecido —dijo Charlene suavemente—. La Tierra, Judith Niles, Salter Wherry. ¿Qué queda?
Wolfgang se quedó callado largo rato. En la oscuridad, mientras sentía su cuerpo caliente contra ella, Charlene se preguntó si él la había oído. Los dos empezaban a adormilarse, pues los nervios les habían despojado de toda energía. Se sentía demasiado débil para moverse.
Por fin, Wolfgang gruñó y se desperezó.
—Quedamos nosotros —dijo—. Aún estamos aquí. Y los animales también. Alguien tiene que cuidarles. No podemos dejar que mueran de hambre.
Apoyó la cabeza contra su hombro.
—Quedémonos aquí y tratemos de dormir un poco. Luego podremos ir a alimentar al viejo Jinx. —Sus palabras se difuminaron en el sueño—. Algunas cosas tienen que continuar; a pesar de que haya llegado el fin del mundo.
Nadie habló durante casi cuatro horas. Cada una de las tres figuras vestidas de blanco estaba absorta en su trabajo particular, y las mascarillas imponían aislamiento y anonimato. El aire en la cámara era terriblemente frío. Los trabajadores se frotaban las manos heladas, pero no quisieron usar guantes termales y arriesgarse así a perder destreza.
La mujer que había sobre la mesa permanecía inconsciente. Su respiración era tan débil que era necesario confirmar su condición estable a través del monitor. Había electrodos y sondas en su abdomen, cavidad torácica, nariz, ojos, columna vertebral y cráneo. Un grueso tubo había sido conectado a una arteria en la ingle, dispuesto para bombear sangre a través del aparato que había junto a la mesa.
Todo estaba preparado. Pero se produjo un momento de duda. Los tres comprobaron los signos vitales una vez más; luego, sin hablar, de mutuo acuerdo, salieron de la cámara y se quitaron las mascarillas. Durante unos segundos se miraron en silencio.
—¿Tenemos que seguir adelante? —dijo Charlene bruscamente—. Con tanta inseguridad y tanto riesgo… No tenemos experiencia con los seres humanos. Ninguna. Y no estoy segura de qué cantidad de droga habría que ajustar para la distinta masa y química corporal…
—¿Qué acción sugieres, querida? —Jan De Vries había sido el que se había opuesto más vehemente a la idea cuando se propuso por primera vez, pero ahora parecía tranquilo y resignado—, ¿Volver su temperatura corporal a la normalidad? ¿Intentar despertarla? Si eso es lo que sugieres, proponlo. Pero debes ser tú, no yo, la que se enfrente a ella y le explique por qué no accedimos a sus deseos explícitos.
—Pero ¿y si no funciona? —La voz de Charlene temblaba—. Mira nuestros archivos. Es tan peligroso… Jinx sólo lleva así tres semanas nada más.
—¿Y sostienes que la experiencia con el oso no es aplicable?
—¿Quién sabe? Podría haber un centenar de diferencias significativas… Masa corporal, antígenos ya existentes, reacciones a las drogas. Y muchas cosas tan probables como éstas. Por lo que sabemos, funciona para Jinx gracias a alguna droga previa que hemos usado en nuestros experimentos. Recuerda que cuando hicimos lo mismo con Dolly, la matamos. Necesitamos intentar otras pruebas, otros animales… necesitamos más tiempo.
—Sabemos todo eso. —Wolfgang Gibbs no compartía la calma fatalista de De Vries ni la nerviosa vacilación de Charlene. Parecía tener un interés objetivo en el nuevo experimento—. Míralo de esta forma, Charlene. Si podemos colocar a JN en el Modo Dos en las próximas horas, pueden pasar dos cosas. Si se estabiliza y recupera la conciencia, muy bien. Intentaremos comunicar con ella y averiguar cómo se siente. Si la colocamos en Modo Dos y no es estable, podemos devolverla a la normalidad. Si tenemos éxito, tendremos la oportunidad de intentarlo otra vez. Si fallamos, morirá. Eso es lo que te preocupa. Pero si no intentamos estabilizarla en Modo Dos, ya está muerta de todas formas. Recuerda el diagnóstico. Morirá en menos de tres meses, y esto es algo que no podemos cambiar. Míralo de esta forma: si tú estuvieras sobre esa mesa, ¿qué querrías que hiciéramos?
Charlene se mordió el labio. Sintió la terrible tentación de no hacer nada, de dejar a JN con una temperatura corporal cercana a la congelación mientras deliberaban. Pero la temperatura en el interior de la cámara seguía descendiendo. En el plazo máximo de media hora tendrían que devolver a Judith Niles a la conciencia o intentar el Modo Dos.
—¿Qué es lo que dicen los últimos informes sobre Jinx? —preguntó bruscamente Charlene.
—Está bien.
—Vale. Entonces sigamos adelante. Esperar no servirá de nada.
Si los otros dos se sorprendieron por el repentino cambio de actitud, ninguno lo mencionó. Se ajustaron las mascarillas y volvieron al interior de la cámara. La temperatura había bajado otro grado. Los monitores registraban un pulso de cuatro latidos por minuto, y la sangre congelada era conducida lentamente a través de las venas contraídas.
La etapa final dio comienzo. Sería ejecutada bajo el control del ordenador, con los humanos presentes solamente para provocar una anulación si las cosas salían mal. Jan De Vries inició la secuencia de control. Entonces se acercó a la figura inmóvil sobre la mesa y gentilmente colocó la palma de la mano sobre su fría frente.
—Buena suerte, Judith. Haremos todo lo que podamos. Y nos comunicaremos contigo, Dios lo quiera, cuando llegues.
Se quedó mirándole la cara largo rato. Las inyecciones de droga cuidadosamente medidas y las masivas transfusiones de sangre cambiada químicamente habían empezado ya. Los monitores mostraban ahora pautas extrañas, períodos constantes que se alternaban con bruscos cambios en el pulso, la conductividad de la piel, el equilibrio de iones y la actividad del sistema nervioso. Los osciloscopios mostraban cimas y valles impredecibles en los ritmos cerebrales, a medida que los ciclos de las ondas se alzaban, caían y se fundían.
Incluso ante los experimentados ojos de los observadores, todo lo que sucedía en los monitores parecía extraño y desconocido. Y, sin embargo, no hubo ninguna sorpresa. Como ella misma había solicitado, Judith Niles fue embarcada en un extraño viaje. Exploraba una región donde la sangre estaba cerca de la congelación, donde las reacciones químicas del cuerpo tenían lugar a una fracción de sus ritmos normales, donde sólo unos pocos animales hibernados y ningún ser humano se había aventurado y regresado con vida.
El corazón congelado se desaceleró aún más, y la sangre se arrastró perezosamente a través de frías arterias y venas. El cuerpo sobre la mesa tembló de repente, se retorció y, luego, volvió a quedarse quieto. Los monitores emitieron una señal de alerta.
Pero ya no había medio de volver atrás. La búsqueda había empezado. Durante las horas siguientes, Judith Niles protagonizaría una aventura desesperada. Tenía que encontrar un nuevo modelo de estabilidad psicológica, más allá de donde ningún humano había estado jamás. Y su única guía era la senda incierta dejada por un oso kodiak.