Nada más abandonar el Muro de Hielo, Kitiara y Skie se habían reunido con la fuerza de los dragones azules y sus guardias draconianos sivaks, que habían merodeado por los alrededores de Thorbardin para tener al reino enano bajo vigilancia por si aparecían los que estaban en la lista de recompensas. Kit tenía una buena disculpa para dirigirse a Tarsis. Ariakas había ascendido recientemente a Fewmaster Toede al puesto de Señor del Dragón del Ala Roja, aunque sólo de forma temporal. Kitiara podía decirle al emperador que había ido a supervisar la batalla que se fraguaba allí para ver cómo se desenvolvía el hobgoblin.
Los dragones azules habían oído rumores sobre un posible ataque a la ciudad y estaban ansiosos por incorporarse a la lucha. Skie era el único dragón al que no le complacía esa perspectiva y se debía a que sabía la verdad. Kitiara no iba a Tarsis a combatir ni a evaluar al hobgoblin. Iba por razones personales. Eso le había dicho.
Skie respetaba a Kitiara como pocos dragones en la historia de Krynn habían respetado a un ser humano. Admiraba el valor de la mujer. Él personalmente podía atestiguar la destreza y la inteligencia de Kitiara en lo tocante a la guerra. De sus tácticas y su estrategia daba cuenta el hecho de que hubiera conquistado gran parte de Solamnia y el dragón azul estaba convencido de que, de haber sido Kitiara la que hubiera estado al mando en la guerra en vez de Ariakas, en ese momento estarían instalándose cómodamente en la conquistada ciudad de Palanthas. En la batalla, Kitiara tenía mucho temple y sangre fría, era valiente y autoritaria. Sin embargo, en lo referente a su vida privada, sucumbía a sus pasiones caprichosas y tornadizas y permitía que el deseo la dominara.
Iba de amante en amante, los utilizaba y después los abandonaba. Ella creía que todo eso lo tenía controlado, pero Skie sabía que no era así. Kitiara estaban tan sedienta de amor como otros lo estaban del aguardiente enano. Lo deseaba con el ansia que un glotón siente por la comida. Necesitaba que los hombres la adoraran, e incluso si no los amaba ya, esperaba que ellos siguieran amándola. Ariakas era quizá la única excepción, y eso se debía a que Kitiara se había limitado a permitirle que la amara sólo para conseguir ascensos. Se entendían bien entre ellos, seguramente porque eran iguales. El emperador necesitaba a las mujeres para lo mismo que Kitiara necesitaba a los hombres. Era el único hombre al que Kitiara temía y ella era la única mujer que intimidaba a Ariakas.
Como el tal Bakaris. Era lugarteniente de Kit y su amante actual. Encantador, apuesto, buen soldado, pero, desde luego, no estaba a su altura. Si dejaba que se las arreglara solo en Solamnia, que era donde se encontraba ahora, la cagaría en la batalla si los llamaran a la lucha. A Skie sólo le quedaba esperar que esa incursión al sur no retuviera a Kitiara alejada de la guerra mucho tiempo.
Skie desconocía la identidad del hombre tras el que andaba a la caza en Tarsis. Eso no se lo había dicho Kitiara. Lo único que sabía era que se trataba de alguien a quien había conocido en su juventud. Skie estaba seguro de que sólo era cuestión de tiempo que Kit se lo contara todo. Tenía absoluta confianza en él. Que encontrara a ese amante perdido tiempo atrás, fuera quien fuese, y luego que saliera de su vida. Entonces Kit volvería a centrarse en lo suyo.
Establecieron el cuartel general fuera de la ciudad, cerca de unos manantiales que Skie había descubierto. Kitiara había enviado espías provistos con la lista de recompensas de Toede a Tarsis y otras ciudades de la región, y también había mandado grupos de búsqueda con la orden de estar ojo avizor en las principales rutas comerciales.
Aunque la nieve dificultó considerablemente su labor, una de las patrullas de búsqueda dio con algo, aunque no era lo que Kit esperaba.
—¿Por qué no han informado Rag y sus baaz? —preguntó Kitiara al comandante sivak de su contingente de draconianos.
El sivak no tenía ni idea, así que mandó una patrulla a lomos de dragones para que indagara. Regresó con malas noticias.
—Rag y sus soldados han muerto, señora —informó el sivak—. Hemos encontrado lo que queda de ellos cerca de un puente al sur de Tarsis. Las huellas en la nieve indican que eran tres hombres a caballo. Iban por la calzada que parte de Rigitt. Parece que uno de los caballos se espantó, porque las huellas se dirigen de vuelta hacia el sur. Dos caballos cruzaron juntos el puente, salieron de la calzada y cortaron a campo traviesa hacia el oeste.
»Encontramos el caballo desbocado deambulando por la llanura. Llevaba esto encima —añadió el sivak, que le mostró un brazal decorado con el martín pescador y la rosa.
—Caballeros de Solamnia —masculló Kitiara, irritada. Rebuscó entre los informes de otros espías hasta dar con uno en particular:
«El caballero, Derek Crownguard, que viaja con dos compañeros de caballería, ha pasado por Rigitt. Los tres hombres alquilaron caballos y comentaron que pensaban ir hasta Tarsis...»
—Hijo de perra —blasfemó Kitiara.
Pues claro que tenían que haber sido ellos. ¿Quién más excepto unos Caballeros de Solamnia despacharía a unos draconianos con tanta facilidad? No podía creérselo.
—¿Cuánto tiempo llevan muertos? —preguntó.
—Puede que un par de días —contestó el sivak.
—¡Hijo de perra! —barbotó de nuevo Kitiara, esta vez con más vehemencia—. De modo que ese puente no ha estado vigilado durante días. Los criminales a los que buscamos podrían haberlo cruzado y entrar en Tarsis sin que los detectáramos.
—No hemos visto más huellas, pero los encontraremos si han llegado, señora —prometió el sivak.
Y eso fue lo que pasó al día siguiente.
—Las personas que buscas están en Tarsis, señora —informó el sivak—. Entraron por una de las puertas esta mañana. Todos. —Señaló la lista de recompensas—. Encajan perfectamente con las descripciones. Se alojan en la posada El Dragón Rojo.
—Excelente. —Kitiara se levantó de la silla. Tenía el rostro arrebolado y los ojos brillantes por la excitación—. Haz que venga Skie. Volaré inmediatamente allí...
—Hay un... eh... pequeño problema. —El sivak tosió con cara de circunstancias—. Algunos de ellos han sido arrestados.
—¿Qué? —Kitiara, puesta en jarras, le asestó una mirada feroz—. ¿Arrestados? ¿Quién ha sido el necio que ha dado esa orden?
En el mismo momento de pronunciar la palabra «necio» la respuesta llegó por sí sola.
—¡Toede!
—Bueno, no ha sido el Señor del Dragón en persona —aclaró el sivak—. Mandó un emisario draconiano que lleva las «negociaciones» con el señor de Tarsis en nombre de Toede. Por lo visto uno de los guardias de la puerta reconoció al Caballero de Solamnia, ese tal... —el sivak consultó la lista— Sturm Brightblade. El guardia de la puerta informó al señor de Tarsis, que parecía inclinado a no tomar medidas. El emisario draconiano insistió para que mandara a la guardia a buscar al caballero y a sus compañeros para «interrogarlos».
—¡Retorceré el cuello a ese hobogoblin! —masculló Kit con los dientes apretados—. ¿El emisario sabe que esas personas están en la lista de recompensas?
—No creo que haya relacionado una cosa con la otra, señora. Lo único que sabe es que un Caballero de Solamnia había llegado a la ciudad. Mi deducción se basa en el hecho de que se permitiera a varios del grupo quedarse en la posada. Sólo se llevaron detenidos al semielfo, al caballero, al elfo, al enano y al kender.
Kitiara se relajó.
—Así que el semielfo y los otros están prisioneros.
El sivak volvió a toser.
—No, señora.
—En nombre de Takhisis, ¿qué más ha pasado? —demandó Kit.
—Por lo visto estalló un tumulto y, en medio de la confusión, el kender desapareció. Los otros comparecieron ante el tribunal junto con otra elfa, que resultó ser hija del rey Lorac. Los conducían a prisión a todos cuando tres hombres encapuchados atacaron a los soldados y rescataron a los prisioneros.
—Deja que adivine —susurró Kit en un tono peligrosamente tranquilo—. Los tres hombres que los rescataron eran caballeros solámnicos.
—Eso parece, señora —respondió el sivak tras una ligera vacilación—. Mi informador los oyó hablar en solámnico y el caballero, Brightblade, reconoció a los otros tres.
Kitiara se sentó pesadamente en la silla.
—¿Dónde están ahora?
—Lamento decir que el caballero y sus compañeros escaparon. Mi gente los está buscando. Sin embargo, la mujer de la lista y los otros hombres, incluido el mago y el clérigo de Paladine, siguen en la posada.
—Al menos algo ha salido bien —comentó Kit, otra vez animada—. El semielfo no abandonará a esas personas. Son sus amigos, así que volverá a buscarlos. Mantén a tus espías cerca de la posada El Dragón Rojo. No, espera. Iré yo misma...
—Hay... eh... otro problema, señora —añadió el sivak mientras retrocedía unos cuantos pasos para ponerse fuera del alcance de la espada de la mujer en caso de que la cólera la superara—. El Señor del Dragón Toede ha dado la orden de ataque. En este momento los dragones sobrevuelan Tarsis.
—¡Le dije a ese idiota que esperara mi señal! —exclamó, enfurecida, Kitiara mientras el dragón azul se remontaba hacia las nubes.
Se arrimó más al cuerpo de Skie y se pegó al cuello del reptil a fin de presentar la menor resistencia posible al viento. Levantar el vuelo era siempre lo más difícil para los dragones. Incluso sin jinetes, impulsar los pesados y voluminosos cuerpos al aire requería mucha fuerza. Algunos jinetes eran desconsiderados con sus monturas y no hacían nada para ayudarlas; de hecho, en ocasiones les dificultaban la tarea.
Kitiara sabía instintivamente cómo ayudar a Skie, tal vez porque le encantaba volar. En el aire, su dragón y ella se fundían uno con el otro. A Kit le daba la impresión de ser ella la que tenía alas. En batalla, sabía todos los movimientos de Skie antes de que los hiciera, igual que el dragón sabía hacia dónde quería ir ella por el contacto de las rodillas de la mujer en sus flancos o el roce de la mano en el cuello: siempre allí donde la lucha era más encarnizada.
Una escuadrilla de dragones azules remontó el vuelo tras ellos, saltando al aire detrás de Skie, su cabecilla. Aquél era siempre un momento de orgullo para él; y para ella, como el dragón sabía muy bien.
—A los rojos no les va a hacer gracia vernos —gritó Skie para hacerse oír sobre las ráfagas de aire frío.
Kitiara manifestó sin disimulo lo que los dragones rojos podían hacer consigo mismos y añadió unas cuantas palabras escogidas para expresar lo que podían hacer de paso con Toede.
—Buscamos una posada que se llama El Dragón Rojo —le dijo a Skie.
—¡Creo que llegamos un poco tarde! —respondió él.
Tenían a Tarsis a la vista... O más bien lo que quedaba de ella.
Nubes de humo y llamas ondeaban en el aire. A Skie le escocieron los ollares y sacudió la crin. Disfrutaba con la pestilencia de la destrucción, pero la densa nube de humo haría más que difícil distinguir algo en el suelo.
Sin embargo, Kitiara lo había previsto y había enviado exploradores a la ciudad. Skie y ella esperaron a cierta distancia el regreso de los exploradores. El dragón voló en lentos círculos justo fuera del alcance de la humareda. No hacía mucho que esperaban cuando un jinete de wyvern salió de la capa de humo que envolvía como una mortaja la ciudad condenada. Al divisar a la Señora del Dragón, viró rápidamente hacia allí.
—Ve despacio —ordenó al dragón.
Skie curvó la boca en una mueca burlona, pero hizo lo que le mandaba. Como casi todos los dragones, detestaba a los wyverns. Los consideraba sucias bestezuelas, un pobre remedo de dragón con las grotescas patas de ave, el escamoso cuerpo atrofiado y la cola rematada con púas. Dirigió una mirada fiera al wyvern cuando se aproximaba, una advertencia de que no se acercara demasiado. Puesto que el dragón azul podía partir en dos al wyvern de una dentellada, el animal hizo caso del aviso, por lo que su jinete sivak tuvo que desgañitarse para hacerse oír.
—¡Han alcanzado la posada, señora! Se ha derrumbado en parte. Las tropas del Ala Roja la tienen rodeada. —El draconiano sivak gesticuló—. Esa escuadrilla de rojos que ves allí va a...
Kitiara no pensaba quedarse a oír lo que los rojos planeaban hacer. Skie entendió lo que quería, y había cambiado de rumbo y planeaba en pos de los rojos antes de que ella le diera la orden.
—¡Vuelve a tu puesto! —le grito Kit al sivak, y el wyvern se alejó a toda prisa, francamente aliviado.
Los dragones azules eran más pequeños y tenían mayor maniobrabilidad en vuelo que los corpulentos rojos. Skie y sus azules alcanzaron a los rojos con facilidad y, como había adivinado Skie, les desagradó sobremanera verlos. Los rojos asestaron miradas furibundas a los azules, que les respondieron con otras igualmente torvas.
Kitiara y el cabecilla del Ala Roja sostuvieron una breve conferencia en el aire; el rojo gritaba a Kit que tenía órdenes de Toede de matar a los delincuentes si los encontraba, nada de capturarlos. Kit le replicó a voces que sería él el que acabaría muerto, nada de capturado, a no ser que le entregara a los asesinos sanos y salvos. El comandante del Ala Roja conocía a Kitiara. También conocía a Toede. Saludó a Kit con respeto y se alejó volando.
—Localizad la posada —ordenó Kit a Skie y al resto de los azules—. Recordad que buscamos a tres personas: un semielfo, un hechicero humano y un guerrero grandullón con aspecto de tonto.
Los dragones entraron en la nube de humo; parpadearon y se mantuvieron alerta para que ninguna pavesa ardiente tocara las vulnerables membranas de las alas. Los azules tenían que ir con cuidado, porque los rojos, ebrios de gozo por la matanza y la destrucción, volaban sin cuidado y hacían picados sobre la gente indefensa que intentaba escapar para lanzarles chorros de fuego y después observar cómo gritaban y corrían con el pelo y las ropas en llamas hasta que se desplomaban en la calle.
Sin prestar atención de hacia dónde iban, los rojos tropezaban con edificios, los hacían añicos y los derribaban con las colas. También chocaban entre sí en medio del humo y la confusión, y Skie y los otros azules se veían forzados a ejecutar maniobras extrañas para evitar colisiones con ellos. Unos cuantos rayos expelidos por los azules consiguieron alejar a los rojos que volaban demasiado cerca.
Para Kitiara no era nada nuevo el hedor a carne quemada, los gritos de los moribundos, el estruendo de torres que se derrumbaban. Apenas prestaba atención a lo que la rodeaba; estaba concentrada en escudriñar a través de los huecos de aire limpio que de vez en cuando aparecían en la nube de humo abiertos al batir Skie las alas.
Sobrevolaban la zona en la que se hallaba la posada y en seguida la localizó, porque era —o había sido— uno de los edificios más grandes del sector. Fuerzas draconianas atacaban la posada y combatían con los que se encontraban dentro.
Kit dio un respingo. Sabía perfectamente bien quién estaba allí luchando para salvar la vida y la vida de sus amigos. Se imaginó a sí misma entrando en la posada con pasos decididos, en medio del humo, encaramándose a los montones de escombros, hallando a Tanis, tendiéndole la mano a la par que le decía: «Ven conmigo.» Se quedaría estupefacto, naturalmente. Imaginaba la expresión de su cara.
—¡Grifos! —bramó Skie.
Kitiara parpadeó para salir de su ensueño y escudriñó a través de las rendijas del yelmo mientras maldecía el humo que no la dejaba ver. Entonces aparecieron. Era una escuadrilla de grifos que volaba por debajo de la capa de humo y que acudía al rescate de los que estaban atrapados en la posada.
Kitiara profirió una maldición de rabia. Los grifos eran criaturas feroces que no le temían a nada y cayeron sobre los draconianos que rodeaban la posada; los atraparon con las garras afiladas y les arrancaron la cabeza con el pico, como haría un águila con una rata.
—¡Hay elfos metidos en esto! —rugió Skie.
Los grifos, aunque apasionadamente independientes, respetaban a los elfos, y los que estaban vinculados con ellos los ayudaban si la necesidad era grande. Por sí mismos, los grifos jamás habrían volado hacia una batalla campal arriesgando la vida para salvar a unos humanos. Esos grifos estaban allí por orden de algún señor elfo. Los que se habían quedado atrapados entre las ruinas de la posada ahora subían a lomos de los grifos, que no perdieron el tiempo. Una vez recogidos los pasajeros, emprendieron vuelo hacia el norte.
—¿Quiénes han huido? ¿Has podido verlos? —gritó Kit.
Skie iba a responder cuando apareció un dragón rojo a través del humo. Al ver a los grifos que huían, el rojo voló tras ellos con el propósito de calcinarlos.
—¡Córtale el paso! —ordenó Kitiara.
A Skie no le gustaba que la mujer se involucrara en esa lucha, pero le divertía la idea de desbaratar los planes a cualquier dragón rojo que, por el simple hecho de ser más grandes, se creían mejores que nadie. Skie ejecutó un viraje justo delante del hocico del rojo obligándolo a hacer una maniobra tan brusca que casi se dio la voltereta para no chocar con él.
—¿Estás loco? —lo increpó el rojo, enfurecido—. ¡Se escapan!
Kitiara ordenó al rojo que se fuera a otra parte de la ciudad a matar gente y mandó a los dragones azules tras los grifos, en su persecución, no sin antes repetirles varias veces que tenían que traerle sana y salva a la gente que transportaban los grifos.
—¿No vamos nosotros? —se extrañó Skie.
—Tengo que asegurarme de quiénes eran. No quiero marcharme hasta que confirme que eran ellos los que han huido. No llegué a verlos. ¿Y tú? —le preguntó a gritos a Skie.
El dragón había podido echarles una buena ojeada mientras Kit discutía con el dragón rojo.
—Tu hechicero y un guerrero humano muy grande, una humana de cabello pelirrojo y un hombre con ropas de cuero. Podría ser un mestizo. Parecía el cabecilla, porque impartía órdenes. Ah, sí, y una pareja de bárbaros.
—¿No había una mujer rubia? —preguntó Kit en tono cortante.
—No, señora —contestó Skie, que se preguntó qué tendría eso que ver con los demás.
—Bien. A lo mejor ha muerto. —Después frunció el entrecejo—. ¿Y qué ha pasado con Flint, Sturm y el kender? Tanis nunca los habría abandonado... Así que, tal vez, el que iba en el grifo no era él...
—¿Qué ordenas, señora? —preguntó Skie, impaciente.
El dragón esperaba que Kit reflexionara sobre toda esa estupidez y le dijera que mandara volver a los azules que volaban en pos de los grifos. Unas bestias rápidas, los grifos. Casi se habían perdido de vista para entonces. Los azules tendrían que emplearse a fondo para alcanzarlos. Esperaba que Kit le dijera que todos regresaban a Solamnia, a bosques repletos de ciervos y a combatir en gloriosas batallas y conquistar ciudades.
Lo que dijo la mujer no era lo que había esperado o deseado oír. La orden lo desconcertó por completo.
—Déjame en la calle.
Skie volvió la cabeza hacia atrás para mirarla de hito en hito.
—Sé lo que hago —le aseguró ella—. Ese clérigo de Paladine, Elistan, no se hallaba entre los que me describiste y, sin embargo, se había alojado en la posada. Tengo que descubrir qué ha sido de él.
—¡Dijiste que el clérigo no era importante! No era a él a quien perseguíamos. Las personas que buscabas se están perdiendo de vista en el horizonte.
—He cambiado de opinión. ¡Bájame a la calle! —repitió Kitiara, encolerizada—. Ve con los otros azules. Perseguid a los que van montados en los grifos y, cuando los alcancéis, traédmelos al campamento. ¡Vivos! —dijo con énfasis—. Los quiero vivos.
—Señora del Dragón —empezó en tono vehemente Skie, que obedeció aunque no le gustaba la orden—, ¡corres un gran riesgo! Esta ciudad está envuelta en llamas y repleta de draconianos sedientos de sangre. ¡Te matarán primero y después descubrirán que eres una Señora del Dragón!
—Sé cuidar de mí misma —le contestó Kit.
—¡El que buscas ha huido de Tarsis! ¿Para qué volver? ¡Y no me digas que vas tras un estúpido clérigo!
Kit le asestó una mirada furiosa mientras se incorporaba en la silla, pero no contestó. El dragón no tenía ni idea de lo que se traía entre manos, pero sabía muy bien que no tenía nada que ver con la guerra y que estaba relacionado con su obsesión actual.
—Kitiara, déjalo estar —suplicó Skie—. ¡No sólo pones en peligro el mando, sino tu vida!
—Te he dado una orden —le espetó la mujer y, por la expresión de sus ojos, Skie comprendió que él también corría un riesgo si seguía con aquella discusión.
Aterrizó en el único espacio en tierra firme que encontró: el mercado. El área estaba sembrada de cadáveres, los restos humeantes y calcinados de puestos, verduras pisoteadas, perros que aullaban aterrados y draconianos que merodeaban de aquí para allá, tintas en sangre las espadas. Kitiara desmontó de la montura.
—Recuerda —le dijo a Skie cuando el dragón casi emprendía el vuelo—. ¡Los quiero vivos!
Skie rezongó que eso ya lo había oído solamente unas seiscientas veces. Se elevó entre el humo que al principio le había olido tan bien pero que ahora le resultaba molesto porque le congestionaba los pulmones y le escocía en los ojos.
Obedecería la orden que le había dado; aunque, pensándolo bien, lo único que le faltaba a Kit era que Ariakas la pillara retozando en el lecho con un semielfo que había matado a Verminaard.
Perseguiría a ese semielfo, pero ¡así lo colgaran si lo alcanzaba!
Iolanthe vio a Kitiara abrirse paso por la ciudad arrasada. El olor a quemado impregnaba el aire también allí, pero no procedía de las vigas abrasadas ni de la carne calcinada. El olor provenía de unos rizos negros chamuscados, unos cuantos cabellos que se consumían en el fuego del conjuro de Iolanthe.
La hechicera se hallaba en su cuarto de Neraka donde observaba a Kitiara con profundo interés y se fijaba en ciertos detalles que quizá compartiría con Ariakas al presentarle su informe. El emperador ya no acudía cuando Iolanthe espiaba a Kit. Le había dicho en tono seco que estaba demasiado ocupado.
Iolanthe sabía la verdad. Él jamás lo admitiría, pero se sentía profundamente herido por la traición de Kitiara. Había sido el brujo invernal, Feal-Thas, el que había puesto la última piedra en la pira funeraria de Kitiara. Le había enviado un informe detallado a Ariakas sobre la mujer en el que afirmaba haber sondeado su alma hasta lo más recóndito y había descubierto que estaba locamente enamorada del semielfo implicado en el asesinato de Verminaard. Iolanthe estaba presente cuando el emperador leyó el informe, y Ariakas había tenido tal arrebato de ira desaforada que por un momento la hechicera temió por su propia vida.
Ariakas se había calmando finalmente, pero aunque la cólera había dejado de llamear con violencia, quedaban los rescoldos candentes. Estaba convencido de que Kitiara era responsable de la muerte de Verminaard. Ariakas mandó a sus guardias a Solamnia para que la buscaran, pero el primer oficial, Bakaris, les dijo que no se encontraba allí. Había partido en una misión secreta con Skie y se había llevado una escuadrilla de azules.
Al emperador no le cupo duda de que iba a reunirse con su amante mestizo, y empezó a pensar que la mujer estaba metida con el semielfo en algún tipo de conspiración contra él. El hecho de que se hubiera llevado a los azules confirmaba esa sospecha. Iba a afianzarse como su rival para diputarle la Corona del Poder.
Ariakas le había ordenado a Iolanthe que utilizara su magia para localizar a Kitiara y le informara de lo que descubriera.
Así que ahora la hechicera vio a Kit asumir el mando de un contingente de draconianos que deambulaban por el mercado. Se despojó del yelmo y la armadura de Señora del Dragón, los envolvió en la capa y ocultó el bulto debajo de un montón de escombros. Después le quitó la capa a un cadáver y se la echó por los hombros. Se embozó el rostro con un pañuelo para protegerse del humo y del hedor a muerte así como para ocultar su identidad, y remetió el rizado y negro cabello en el gorro que le quitó también al mismo cadáver.
Hecho esto, Kitiara echó a andar calle abajo, acompañada por los draconianos, en dirección a la posada en la que Iolanthe le había oído decirle al dragón que era donde el semielfo estaba alojado. Entretanto, el semielfo huía a lomos de un grifo. Iolanthe no entendía lo que pasaba. ¿Por qué no había ido tras él Kitiara? La hechicera empezó a pensar que se había equivocado con Kit. Quizá había decidido capturar al clérigo de Paladine, en cuyo caso regresaría como una heroína ya que medio Ansalon buscaba a ese clérigo mientras que el otro medio buscaba al escurridizo Hombre de la Joya Verde.
Iolanthe estaba intrigada. Después de presenciar lo que Kitiara había hecho hasta el momento, de ser testigo de los absurdos errores que había cometido, la hechicera habría apostado por el emperador como claro ganador, pero ahora ya no estaba tan segura. El caballo rival estaba corriendo mucho mejor de lo previsto.
Kit recorría las calles ensangrentadas y abrasadas de Tarsis. Llevaba consigo un contingente de draconianos a los que había sorprendido, además de no ser precisamente de su agrado, la aparición de esa Señora del Dragón saliendo del humo y las llamas de la ciudad moribunda para ordenarles que la acompañaran. La llegada intempestiva de Kitiara había malogrado los planes de saqueo, violación y matanza de los draconianos. Ahora tenían que proteger a la maldita Señora del Dragón, lo que significaba que iban a perderse la diversión. Los baaz obedecieron, pero se mostraban hoscos y se los oía rezongar cada dos por tres.
Los planes de Kitiara sobre lo que se proponía hacer eran poco concretos, sin cuajar, cosa inusitada en una mujer que jamás entraba en batalla sin un plan de ataque bien concebido. Su primer impulso había sido volar en persecución de Tanis y de sus medio hermanos, pero se le había ocurrido que Skie podía ocuparse de la persecución él solo. Ella necesitaba comprobar qué había sido de su rival. ¿Habría muerto Laurana? ¿Se habrían peleado Tanis y ella y se habían separado, o había sido una elección deliberada el tomar caminos diferentes?
Por encima de todo, Kitiara quería ver a Laurana, hablar con ella. Una de las máximas de su padre era: «¡Conoce a tu enemigo!»
Los dragones rojos aún volaban en círculos aunque ahora se les había acabado la diversión al entrar sus tropas en la ciudad. De vez en cuando hacían un picado para lanzar un chorro de fuego a un edificio o dar caza a los que habían huido de la ciudad e intentaban escapar por la llanura. Se levantó viento y avivó los incendios que todavía ardían, y alzó pavesas y chispas que esparció dando lugar a nuevos incendios.
Draconianos y goblins recorrían las calles en grupo. Para entonces, algunos estaban borrachos y se dedicaban a saquear o a saciar otros apetitos más execrables. Habían dejado de luchar contra los pocos hombres y mujeres valientes que todavía combatían. De no ser por su tropa de draconianos, Kitiara, siendo humana y yendo sola podría haber corrido peligro. Al ver a un hombre de aspecto autoritario (porque eso era lo que parecía) que caminaba con seguridad calle abajo acompañado por un contingente baaz, hasta los draconianos más ebrios la identificaban como un oficial y, puesto que a los oficiales había que evitarlos a toda costa, la dejaban en paz.
Las calles estaban llenas de cadáveres y de moribundos. Algunas víctimas, alcanzadas por el aliento abrasador de los dragones, habían quedado reducidas a bultos de carne carbonizada irreconocibles como restos humanos. A otros los habían despedazado con espadas o los habían atravesado con flechas o ensartado con lanzas. Cuerpos de hombres, mujeres y niños yacían en charcos de sangre que se mezclaba con la nieve derretida. Los desaguaderos de Tarsis corrían rojos.
Algunas personas seguían vivas, aunque, a juzgar por los gritos de dolor, eso no significaba que fueran afortunadas. Quedaban algunos que aún combatían, otros habían conseguido huir a las colinas y otros habían encontrado escondrijos seguros en los que se agazapaban aterrados, con miedo hasta de respirar por si los descubrían.
No era la primera vez que Kitiara veía cadáveres, y pasó por encima de ellos o dando un rodeo sin experimentar lástima ni compasión y sin apenas prestarles atención. Los baaz que la acompañaban pertenecían a las fuerzas que habían entrado en la ciudad antes del ataque y sabían dónde estaba El Dragón Rojo. Condujeron a Kit, que se había extraviado con el humo y los cascotes, hasta la posada con la esperanza de librarse de ella cuanto antes y así poder volver a su diversión.
Al llegar al edificio —o lo que quedaba de él— Kitiara ordenó a sus tropas que se detuvieran. En comparación con las otras calles, en la de la posada reinaba un silencio extraño. No había grupos merodeando ni saqueando. Los incendios se habían apagado. La posada estaba en ruinas; en los pisos altos todavía humeaban los rescoldos. No se veía ni un alma. Ni rastro de los espías que se habían alojado allí.
Kitiara se bajó el pañuelo que le tapaba boca y nariz con intención de dar un grito y ver si respondía alguien. Sin embargo, antes de que tuviera tiempo de poner en práctica su idea, le entró humo en los pulmones y lo único que consiguió hacer durante varios segundos fue toser y maldecir a Toede.
Para entonces, ya la habían visto y reconocido. Una sombra se apartó de un edificio y caminó hacia ella. Era un draconiano sivak y al principio Kit pensó que era uno de los suyos, pero después reparó en que el sivak lucía la insignia del Ejército Rojo.
—¿Dónde está Malak? —le preguntó Kitiara.
—Muerto —fue la lacónica respuesta del desconocido sivak—. Un rojo lo calcinó por equivocación. El muy zopenco —añadió entre dientes. Luego se puso firme y saludó—. Malak me transmitió tus órdenes respecto a los asesinos, señora, y como estaba muerto y sólo quedaban baaz —el sivak hizo un gesto desdeñoso—, asumí el mando.
—Bien, entonces ¿qué ocurre aquí? —preguntó Kitiara mientras volvía a echar una ojeada a esa zona de la ciudad tan extrañamente tranquila, un remanso de paz en medio de la vorágine.
—Desplegué las tropas a ambos extremos de la calle, señora —contestó el sivak—. Imaginé que querrías que la zona alrededor de la posada estuviera acordonada hasta que se capturara a los criminales, sobre todo habiendo como hay una recompensa por ellos —añadió como si acabara de ocurrírsele.
—Buena idea —dijo Kitiara al tiempo que observaba al sivak con más interés—. ¿Habéis capturado a alguno de los que figuran en la lista?
—Algunos huyeron en grifos...
—¡Eso ya lo sé! —lo interrumpió Kit, impaciente—. ¿Qué se sabe de los otros? ¿Aún viven?
—Sí, Señora del Dragón. Acompáñame.
El sivak la condujo calle abajo, entre los escombros. No quedaba un solo edificio que no hubiera sufridos daños. Kit tuvo que trepar por montones de cascotes, vigas partidas y cristales hechos añicos. De camino a la posada vio a los draconianos baaz que montaban guardia e impedían que otras tropas se aventuraran en la zona.
—Hemos localizado al resto del grupo —explicó el sivak mientras avanzaban todo lo deprisa que les permitían los escombros—. Están todos juntos. Aposté guardias alrededor del área para protegerlos, a la espera de tus órdenes. De otro modo, a estas alturas estarían muertos.
—Esperadme aquí —ordenó Kit a los baaz que los habían seguido. Los draconianos de la escolta se pusieron en cuclillas, contentos de disponer de un rato para descansar.
El sivak y Kitiara recorrieron una manzana más de casas y llegaron a un cruce en el que el sivak se paró. Señaló hacia el fondo de una calle que desembocaba en la que ellos estaban. Kit escudriñó a través de los remolinos de humo. Un edificio se había derrumbado y un grupo pequeño de gente hacía corrillo alrededor de algo tendido en el suelo. El grupo parecía nervioso y no dejaba de echar ojeadas hacia atrás como si temiera un ataque. El sivak le explicó lo que pasaba.
—Uno de ellos, el kender, estaba atrapado debajo de una viga enorme. Los otros consiguieron sacarlo y ahora, por lo que sé, el tipo de la barba está orando por él para sanarlo. —El draconiano resopló con sorna—. Como si algún dios estuviera dispuesto a tomarse el trabajo de curar a uno de esos gusarapos vocingleros.
La calle estaba oscura por el humo y las sombras. Kitiara tenía que acercarse más para poder ver. Reconoció a dos de sus compañeros de antaño: Flint Fireforge y Sturm Brightblade. Desde donde se encontraba no alcazaba a ver al kender, pero supuso que sería Tasslehoff. Contempló largamente a sus viejos amigos. Hacía años que no pensaba en ellos, pero volver a verlos despertó en Kit un asomo de interés; Flint, porque era el amigo más íntimo de Tanis, y Sturm porque... Bueno, ése era un secreto que había enterrado lo más hondo posible, un secreto que jamás había compartido con nadie, un secreto en el que ni siquiera quería pensar por si acaso se le escapaba sin querer.
Flint tenía más canas, pero, por lo demás, seguía siendo el de siempre. Los enanos eran longevos y envejecían despacio. Sin embargo, la impresionó el cambio experimentado por Sturm. Cuando viajaron juntos hacia el norte cinco años atrás era un hombre joven y apuesto, bien que serio y solemne. Sin embargo, parecía haber envejecido un cuarto de siglo en esos cinco años, aunque bien era cierto que parte del aspecto demacrado y ojeroso de su semblante podía deberse a estar atrapado en una ciudad atacada por el enemigo y la incertidumbre de no saber la suerte corrida por sus compañeros.
La mirada de Kitiara se apartó de Flint y de Sturm y se detuvo en la única mujer que había en el grupo; tenía el cabello rubio y era elfa, sin lugar a dudas.
—Laurana —pronunció el nombre casi como un gruñido.
La mujer, como el resto del grupo, estaba cubierta de hollín y de mugre, con la ropa sucia, desaliñada y empapada por la lluvia, la cara llena de churretes de haber llorado. No obstante, del mismo modo que si Kitiara alzara los ojos al cielo vería el brillo intenso del sol a través del feo y grasiento humo, también pudo ver, a través de la mugre y la tizne, del miedo y de la aflicción, el radiante esplendor de la belleza de la mujer.
Kit la miró mientras se planteaba la conveniencia de dejar con vida a una rival tan peligrosamente hermosa. Ahora tenía una oportunidad inmejorable para acabar con ella. Tanis jamás sabría que ella había sido responsable de la muerte de su amada. Creería que su novia de la infancia había perecido en el asalto a Tarsis, una víctima más de tantas.
Claro que sus otros amigos tendrían que morir también. No podía dejarlos vivos para que contaran lo ocurrido. Eso le hizo sentir remordimientos. Ver a Flint y a Sturm traía a su mente recuerdos de algunos de los momentos más felices de su vida. Pero era imposible evitar sus muertes. Cabía la posibilidad de que la reconocieran y le contaran a Tanis que había matado a su amante, y Kit no quería correr ese riesgo.
¿Cuál sería el plan de ataque? El caballero era el único que iba armado. Lo normal habría sido que Flint tuviera empuñada su hacha, pero debía de haberla dejado caer para ayudar a sacar al kender de debajo de la viga, porque no la llevaba encima. Había otro elfo. Su parecido con Laurana señalaba que existía algún parentesco entre ellos, quizá el de hermanos. Sin embargo, estaba cubierto de sangre y, aunque aguantaba de pie, se notaba que se sentía débil y enfermo. Por ese lado, nada por lo que preocuparse. Lo cual dejaba al jactancioso clérigo de Paladine, un hombre de mediana edad, enjuto, descarnado, que seguía de rodillas en el suelo manchado de sangre mientras elevaba plegarias a su dios para sanar al kender.
—Quiero que mueran —replicó Kitiara al tiempo que desenvainaba la espada—. Pero antes he de interrogar a la elfa. Mientras yo me ocupo de eso, vosotros acabad con los demás.
—Con todo mi respeto, señora —replicó el sivak—. Toede ha ofrecido recompensa por esas personas y sólo pagará si se los lleva ante él con vida.
—Os pagaré el doble de lo que Toede ha ofrecido. —Al ver la expresión escéptica del sivak, Kitiara sacó una bolsa de dinero y se la echó al draconiano—. Toma esto, ahí hay mucho más de lo que valen esos desdichados.
El sivak echó una ojeada dentro, vio el brillo de las monedas de acero, sopesó la bolsa, hizo mentalmente unos rápidos cálculos y después se ató la bolsa al correaje de las armas. El sivak hizo un gesto con la mano y los baaz, moviéndose en silencio a pesar de los pies rematados con garras, abandonaron sus puestos alrededor de la calle para reunirse con él.
—Dame un poco de tiempo para apoderarme de la elfa y entonces atacáis —ordenó Kit.
—Matad primero al caballero —instruyó el sivak a sus tropas—. Es el más peligroso.
Kitiara no disponía de mucho tiempo. Los dragones rojos aún sobrevolaban la ciudad, sin prisa, haciendo altos en su camino hacia las praderas para destruir cualquier cosa que siguiera en pie. Kit oía gritos, chillidos y explosiones. En cualquier momento, alguno de esos rojos estúpidos podía echarle encima un edificio. O en cualquier momento podía aparecer un escuadrón de goblins enardecidos por la batalla y echarlo todo a rodar. Kitiara se deslizó de sombra en sombra hasta ocupar una posición justo enfrente de donde se encontraba Laurana, al otro lado de la calle.
Kit esperó. Ya llegaría su oportunidad. Siempre llegaba.
Tasslehoff se había sentado. Tenía la cabeza ensangrentada, pero estaba vivo y bien vivo. El clérigo alzó las manos al cielo. Una pena que su triunfo no fuera a durar mucho, pensó Kit. Flint se llevó las manos a los ojos y se frotó la nariz. El enano no dejaría que el kender viera que estaba conmovido; dentro de un minuto le estaría gritando por cualquier cosa. Sturm se arrodilló al lado de Tas y lo rodeó con el brazo. Laurana observaba la escena mientras lloraba en silencio, separada del grupo, abrumada por la pena.
Kitiara salió disparada. Corrió velozmente, casi de puntillas para no hacer ruido. El sivak la vio lanzarse sobre su presa. Le dio unos segundos de ventaja y después borboteó un grito. Los baaz, espada en mano, se lanzaron al ataque. El sivak corrió con ellos sin quitar ojo a la Señora del Dragón.
Kitiara aferró a Laurana por detrás. Le tapó la boca con una mano y arrimó el cuchillo al costado de la elfa con la otra. Luego empezó a tirar de ella hacia atrás.
La mujer elfa era preciosa y delicada. A Kit no le habría sorprendido que se desmayara del susto. Lo que no esperaba era que la delicada doncella elfa le clavara los delicados dientes en la mano y le atizara una patada en la espinilla.
Kit lanzó un gemido de dolor, pero no la soltó. Intentó llevarse a Laurana a la fuerza, pero era como intentar llevarse a un puma medio muerto de hambre. La elfa se retorcía y se contorsionaba. Le clavaba las uñas a Kit, daba patadas sin parar y estuvo a punto de hacerla trastabillar. Kitiara empezaba a perder la paciencia y se estaba planteando acuchillar a esa perra y acabar con ella de una vez cuando el sivak apareció.
—¿Necesitas ayuda, señora? —preguntó. Antes de que Kitiara tuviera tiempo de contestar, el draconiano había aferrado los pies de Laurana y la alzaba del suelo. Entre los dos la llevaron hasta un callejón cercano, aunque la elfa no dejó de resistirse y dar patadas.
Allí Kit la soltó. El cielo del atardecer se había puesto rojo con la luz espeluznante de las llamas y, a esa luz, Kit vio que le salía sangre de las marcas de los mordiscos. Se estrujó la mano y fulminó con la mirada a Laurana, que le lanzó otra no menos fulminante. El sivak tenía a la elfa inmovilizada contra el suelo y con un cuchillo pegado a la garganta.
—Que no haga ruido —ordenó Kit—. Voy a ver qué pasa con los demás.
Observó a los baaz abalanzarse sobre sus víctimas. Sturm les hacía frente de pie, espada en mano, igual que Flint, que tenía el hacha enarbolada, situado junto al kender en actitud protectora. El elfo y el clérigo miraban en derredor y llamaban a Laurana.
—¡Elistan, ponte detrás de mí! —le gritó Sturm.
El pequeño grupo se enfrentaba a veinte baaz sedientos de sangre. Con todo, Kit conocía a sus viejos amigos. No cederían sin presentar batalla. Se chupó las heridas de la mano al tiempo que maldecía a Laurana, sin perder detalle de lo que ocurría en la calle. No tenía dudas sobre el desenlace, pero la lucha podía resultar interesante.
Sturm seguía gritando al clérigo que se pusiera a cubierto detrás de él, pero el hombre no le hizo caso. Se mantuvo firme y se volvió para hacer frente a los baaz, que gritaban y babeaban de gusto por la matanza fácil que se avecinaba. El clérigo alzó las manos al cielo y elevó la voz en una exhortación ensordecedora.
—¡Paladine, te lo ruego! ¡Haz que tu cólera se abata sobre los enemigos de tu luz sacratísima!
Kitiara rió entre dientes, se chupó la sangre de la herida otra vez y esperó que el baaz ensartara al clérigo de parte a parte.
Una cascada de fuego al rojo vivo, cegadora y terrible, cayó del cielo con el estruendo de un rayo. La cólera divina engulló vorazmente casi a la mitad de los baaz lanzados al ataque. Medio cegada, Kit oyó gritos y sonidos espantosos de estallidos y chisporroteos. Cuando recuperó la vista, contempló con horrorizada estupefacción cómo la carne escamosa se derretía y se desprendía de los huesos, huesos que se calcinaban y se consumían. La llamarada sagrada se extinguió. De los draconianos sólo quedaban manchas oleosas en el pavimento.
—¡Maldición! —exclamó Kitiara, impresionada.
La cólera del dios proporcionó arrojo y fortaleza a los otros. Sturm y Flint se lanzaron al ataque contra los otros draconianos que, al presenciar la muerte espantosa de sus compañeros, frenaron la carrera hacia el clérigo. El hermano de Laurana siguió llamándola a voces.
—La encontraré —gritó el clérigo al tiempo que se daba media vuelta y miraba hacia donde estaba Kitiara.
Ésta giró sobre sus talones y regresó al lugar donde el sivak todavía sujetaba con fuerza a Laurana sin apartarle el cuchillo del cuello. Le había atado las manos con una tira de cuero que había cortado de la túnica que llevaba la elfa.
—¿Qué ha sido esa luz intensa y todos esos gritos?
—Tus baaz han estallado en llamas. Al parecer Paladine no es el dios débil y quejicoso que nuestra reina dice que es —contestó Kitiara. El sivak negó con la cabeza.
—Baaz —masculló con desagrado—. ¿Qué se puede esperar de ésos? —Se encogió de hombros, esbozó una mueca que quería ser una sonrisa y dio palmaditas a la bolsa de dinero que Kit le había entregado—. Menos para repartir las ganancias.
—No disponemos de mucho tiempo. El clérigo viene hacia aquí en busca de la elfa. —Kit se puso en cuclillas para estar cara a cara con Laurana—. Pásame el cuchillo y vigila el callejón. Si se acerca, avísame.
El sivak hizo lo que le ordenaba y corrió hasta el final del callejón. Laurana se abalanzó de repente e intentó ponerse de pie.
Kitiara le dio un ligero puñetazo en la mandíbula, no tan fuerte como para dejarla sin sentido pero sí lo bastante para aturdirla. Laurana cayó hacia atrás y Kit le plantó una rodilla en el pecho al tiempo que le acercaba el cuchillo a la garganta. Un hilillo de sangre se deslizó por la piel alabastrina.
—Voy a matarte —dijo desapasionadamente la guerrera. Estaba ronca de toser y la voz le sonó áspera.
Laurana miró a Kitiara con expresión desafiante, sin rastro de temor.
—Sólo quiero que sepas que no soy un asesino a sueldo —siguió Kitiara—. Quiero que sepas por qué...
Kit captó un movimiento por el rabillo del ojo. Alzó la cabeza y vio a tres hombres que salían del humo. Empuñaban espadas ensangrentadas y uno de ellos sostenía una antorcha encendida para alumbrar el camino a través de la humareda y la creciente oscuridad que anunciaba la noche. La luz de la antorcha daba de lleno en el rostro de uno de ellos y Kitiara lo reconoció al punto.
Barbotó todas las blasfemias que conocía.
Derek Crownguard y sus dos amigos avanzaban callejón abajo con paso decidido. Kit no tenía ni idea de qué hacían allí cuando deberían estar buscando el Orbe de los Dragones, pero eso poco importaba ahora. Lo importante era que no debía verla. Si lo hacía, si la reconocía como integrante del bando enemigo, se plantearía de inmediato por qué lo mandaba el enemigo en busca de un Orbe de los Dragones. Sospecharía y quizá hasta se negaría a seguir adelante con la misión, con lo que echaría a rodar el plan de la consentida de Ariakas.
Por si fuera poco, el sivak empezó a sisearle desde la otra punta del callejón.
—¡Señora! Más vale que aligeres si quieres matarla. ¡Ese clérigo viene hacia aquí!
Kitiara acercó el cuchillo a la garganta de la elfa.
—Venga, acaba conmigo —dijo Laurana, ahogada en llanto—. Quiero morir. Así me reuniré con él.
«Tanis —dijo Kit para sus adentros—. Se refiere a Tanis. ¡Cree que Tanis ha muerto! ¡Todos creen que ha muerto!»
Entonces lo vio todo muy claro: la posada desplomándose; Tanis enterrado bajo los escombros; estos pocos escapando; el grupo de amigos separado.
«Pues claro, unos y otros deben pensar que los demás han muerto. No seré yo quien saque de su error a mi rival.»
Kitiara se guardó el cuchillo en la bota y se puso de pie.
—Lo siento, hoy no tengo tiempo para matarte, pero tú y yo volveremos a encontrarnos, princesa.
Se oyeron los arañazos de las zarpas del sivak en los adoquines. Frenó con un patinazo y se quedó mirando a los caballeros de hito en hito. Al verlo, los tres hombres gritaron y echaron a correr hacia el draconiano.
Un clérigo encolerizado a un extremo del callejón y tres caballeros solámnicos al otro.
—¡Por aquí! —dijo el sivak al tiempo que señalaba hacia arriba.
Un balcón en la primera planta se proyectaba sobre la calleja. Salían volutas de humo por el techo, pero el fuego todavía no se había extendido por todo el edificio. El sivak se agazapó debajo del balcón y después dio un salto. Las fuertes patas lo impulsaron en el aire. Tenía los brazos largos y delgados y se aferró al borde del balcón, se subió a él y saltó sobre la barandilla. Agachado, le tendió la mano a Kitiara. La mujer se agarró a la muñeca del draconiano y el sivak la izó a pulso.
El sivak se encaramó a la barandilla y mantuvo el equilibro con dificultad. Con otro salto, éste más corto, llegó al tejado; clavó las garras en la cubierta del tejado, se quedó colgado un instante mientras pataleaba frenéticamente, y por fin consiguió subir una de las piernas. Tendido boca abajo, izó a Kitiara a continuación.
Kit miró abajo. Uno de los caballeros se inclinaba sobre Laurana. Los otros dos los miraban fijamente, como planteándose la posibilidad de ir tras ellos. Kit no creía que lo hicieran y tenía razón. Con centenares de soldados enemigos deambulando por la ciudad no tenía sentido perder un tiempo muy valioso persiguiendo a dos de ellos. El clérigo —que podría haberles causado algún daño incluso desde lejos— se había agachado para ocuparse de Laurana.
El sivak gritó a Kit y la mujer echó a correr tras él a lo largo del tejado. Desde su aventajada posición vio que los restantes draconianos huían calle abajo, en absoluto dispuestos a arriesgar la vida habiendo presas más fáciles de abatir en otras partes de la ciudad condenada. Entre ellos se encontraban los que Kitiara había llevado como escolta.
—¡Baaz! —El sivak negó con la cabeza.
Kit y él se desplazaron sin precipitación y fueron de tejado en tejado hasta que no encontraron más edificios en su camino. El sivak podría haber saltado al suelo en cualquier momento contando con las cortas y atrofiadas alas para descender a la calle. Sin embargo, se quedó con Kit hasta que encontró otro balcón a poca distancia del tejado. Desde allí, Kit saltó a la calle sin dificultad.
Aunque la mujer le aseguró que no correría peligro, el sivak no se separó de ella.
—Conozco estos barrios. Te puedo enseñar cómo salir de la ciudad —le dijo el draconiano, y Kit, que no tenía ni idea de dónde estaban, aceptó su ayuda.
Todavía ardían fuegos, y seguirían así hasta que los edificios se consumieran porque no había nadie que los apagara. Los dragones rojos se habían ido volando al caer la noche para descansar y regodearse con la fácil victoria. Por la ciudad deambulaban soldados draconianos, goblins y humanos leales a la Reina Oscura que buscaban diversión. No había nadie al mando. El Señor del Dragón Toede se había mantenido bien lejos de la lucha. No se acercaría a Tarsis hasta tener la seguridad de que no había peligro. Si hubiera habido oficiales en la ciudad, ningún mando habría osado refrenar a las tropas, ebrias de licor y sangre, por miedo a que se revolvieran contra él. Tampoco es que hubiera muchos oficiales que hicieran tal cosa. La mayoría estaban tan borrachos o más que sus soldados.
—Que idea tan estúpida atacar Tarsis —comentó el sivak.
Un goblin borracho se cruzó en su camino dando bandazos. El sivak le atizó un puñetazo en la mandíbula y luego apartó de una patada el cuerpo tendido en el suelo.
—No podremos conservar la ciudad en nuestro poder —prosiguió el draconiano—. No hay líneas de suministro. Nuestras tropas estarán aquí dos días, tal vez tres, y después se verán obligadas a retirarse. —Miró a Kitiara de soslayo y añadió con voz triste:
»A menos, claro, que este ataque fuera idea tuya, Señora del Dragón. Entonces diré que ha sido una genialidad.
—No. —Kit negó con la cabeza—. No fue idea mía. Se gestó en el cerebro febril de vuestro Señor del Dragón.
Durante un instante el sivak pareció desconcertado.
—Toede —dijo Kitiara—. Señor del Dragón del Ejército Rojo. —Señaló la insignia que el sivak llevaba en los correajes. Después la observó con más atención y sonrió.
Los dos llegaron a las puertas de la ciudad y el sivak se detuvo. Miraba hacia atrás, seguramente con la idea de volver para reclamar su parte de las riquezas que quedaran.
—Sólo que tú no estás con el Ejército Rojo, ¿verdad? —dijo Kitiara.
—¿Eh? —El sivak volvió bruscamente la cabeza para mirarla—. Pues claro que sí —afirmó, al tiempo que señalaba la insignia.
—La llevas puesta boca abajo —indicó secamente Kitiara.
—¡Oh! —El draconiano esbozó una sonrisa avergonzada y enderezó la insignia—. ¿Mejor así?
—Si te descubren, te colgarán. Es lo que les hacen a los desertores.
—Yo no he desertado. —El sivak agitó una garra en el aire—. Mi oficial y yo oímos lo del ataque a Tarsis y se nos ocurrió que podríamos sacar tajada. Decidimos traer a los muchachos, echar una ojeada y ver qué se podía pillar.
—¿Quién es tu oficial?
—¿Sabes? Con todo el jaleo y tanta emoción creo que se me ha olvidado el nombre —contestó el sivak mientras se rascaba la cabeza y sonreía—. No me malinterpretes, señora. Cumplimos con nuestro deber hacia la reina, pero seguro que no le molestará que saquemos algo de ganancia por nuestra cuenta. Somos lo que podríamos llamar contratistas independientes. Nos aseguramos de conseguir en esta guerra algo más que raciones agusanadas y servicios en letrinas. —La miró de soslayo—. ¿Vas a intentar arrestarme, señora?
Kitiara rompió a reír.
—Después de todo por lo que hemos pasado esta tarde, no. Me has servido bien. Puedes volver con tu oficial. Mi campamento está cerca y a partir de aquí no creo que corra peligro. Gracias por tu ayuda. —Le tendió la mano—. Espero que no te importe decirme tu nombre.
—Slith, señora —contestó el sivak. Tras una ligera vacilación, extendió la garra.
—Me alegro de haberte conocido, Slith. Yo soy...
—La Dama Azul. Todo el mundo te conoce, señora —Slith habló con admiración.
Los dos se estrecharon mano y garra y después el sivak dio media vuelta y se encaminó hacia el amasijo de escombros, sangre y ceniza que antes había sido Tarsis.
—¡Eh, Slith! —lo llamó Kitiara—. ¡Si alguna vez dejas de ser un contratista independiente, ven a trabajar para mí!
El sivak se echó a reír, se volvió de nuevo y agitó la garra, aunque no se detuvo en ningún momento.
Kitiara echó a andar. La llanura se extendía ante ella. Allí, lejos del caos que reinaba dentro de la ciudad, la noche era silenciosa y oscura. La nieve crujía bajo sus botas, negras de hollín y ceniza. Sombras furtivas se deslizaban a su alrededor amparadas en la noche; supervivientes que habían tenido la suerte de haber escapado de Tarsis.
Kit los dejó en paz.
Cuando abandonó la biblioteca, Brian no esperaba salir vivo de Tarsis. Imaginaba que se enfrentarían a un enemigo bien organizado y resuelto, como las fuerzas de la Dama Azul a las que habían combatido en el castillo de Crownguard, en Vingaard, y decidió morir valerosamente y llevarse por delante todos los draconianos que pudiera. En cambio, lo que sus compañeros y él encontraron cuando entraron en las calles fue una turba ebria y sin cabecilla más interesada en saquear, desvalijar, matar y violar que en conquistar.
Los dragones rojos representaban la mayor amenaza, y mientras estuvieron en el aire arrojando fuego sobre la ciudad y sus indefensos habitantes, los caballeros corrieron peligro. Buscaron refugio de las bestias lo mejor que pudieron y se metieron en portales o debajo de escombros cuando los dragones volaban por encima de ellos escupiendo llamaradas y atrapando con las garras alguna que otra desventurada persona que devoraban en el aire.
Amigos y enemigos corrían peligro con los dragones, porque los rojos no tenían escrúpulos en achicharrar pellejos de goblins ni les remordía ver a los draconianos chisporrotear mientras se freían. En cierto momento, Brian se escondió debajo de un roble que seguía ardiendo sin llama junto a un goblin acurrucado, y ninguno de los dos osó mover un solo músculo mientras el dragón rojo hacía pasadas bajas en busca de más víctimas. Cuando el dragón se hubo marchado, el goblin echó un trago de algún líquido que llevaba en un grasiento odre de agua y, tras un instante de vacilación, se lo ofreció a Brian. Quizá el caballero hubiera tenido que matar a la criatura, pero fue incapaz. Los dos habían compartido unos instantes de terror y los dos habían sobrevivido. Brian rehusó cortésmente y agitó la mano en un gesto que indicaba que el goblin podía irse. El goblin se encogió de hombros y, tras echarle una ojeada recelosa, saludó a Brian con una inclinación de cabeza y salió por pies. Derek se pasó los siguientes diez minutos sermoneándole severamente por su absurda sensiblería.
Los caballeros se habían abierto paso por las calles hasta la posada El Dragón Rojo haciendo cuanto estaba en su mano para salvar a gente del brutal enemigo o para aliviar el sufrimiento de los moribundos. Casi todos los enemigos que se cruzaban con los caballeros echaban un vistazo a los semblantes sombríos y las espadas ensangrentadas y, a menos que fueran osados o estuvieran más borrachos que la mayoría, huían. Los caballeros comprendieron en seguida que una vez que el ejército de los dragones hubiera aniquilado Tarsis, los soldados se marcharían escabulléndose en la noche cargados con el producto del saqueo y con esclavos. En los planes del Señor del Dragón no entraba la ocupación de la ciudad, sino simplemente destruirla.
Derek no se desvió en ningún momento de su objetivo, que era encontrar la posada El Dragón Rojo y descubrir qué había sido del kender. Pero mientras recorrían una calle lateral cercana a la posada, se encontraron con un draconiano y un soldado humano inclinados sobre una mujer caída en el suelo, obviamente con malas intenciones. Los caballeros corrieron a rescatar a la mujer, pero antes de que llegaran hasta ellos, el draconiano y el soldado huyeron por los tejados amparados en la oscuridad.
—¿Los perseguimos? —preguntó Aran, fatigado.
Todos estaban exhaustos y medio asfixiados por el humo. Brian sentía la garganta en carne viva de tanto toser y la boca reseca por la sed. No se atrevían a beber el agua de los pozos porque en todos tenía un tinte rojizo.
—No tiene sentido —contestó Derek mientras negaba con la cabeza—. Brian, comprueba si la mujer ha sufrido algún daño. Aran, ven conmigo. La posada está en la siguiente manzana.
Brian se acercó rápidamente para prestar asistencia a la mujer y encontró a un hombre de mediana edad que la ayudaba a ponerse de pie. El caballero supuso que eran familiares hasta que, al distinguir mejor los rasgos de la mujer, vio que era una elfa. A pesar de tener el rostro sucio de polvo, hollín, sangre y con churretes de haber llorado, su belleza lo dejó sin aliento.
El hombre se incorporó al ver hombres armados y se situó delante de la elfa en actitud protectora, dispuesto a defenderla. Brian vio que el hombre tenía barba y que vestía una túnica que debía de ser blanca, si bien ahora estaba gris por el hollín y las cenizas que llovían sobre la ciudad. Se mantenía erguido, alta la cabeza, sin denotar temor a pesar de que no portaba armas. Un medallón que le colgaba sobre el pecho titiló bajo la intensa luz rojiza. Era un clérigo. Un clérigo y una elfa.
—No temas, señor, soy un Caballero de Solamnia —anunció Brian. Dio media vuelta y gritó—: ¡Derek, los he encontrado! —Después se volvió de nuevo hacia las dos personas que lo miraban con asombro—. Debes de ser Elistan, imagino —añadió—. Y tú, Laurana de Qualinesti. ¿Estás herida, señora? ¿Te hicieron daño?
—No, pero ésa era su intención —contestó Laurana, que parecía aturdida, abrumada—. Fue todo tan... descabellado. Al parecer, uno de ellos me conocía. Dijo unas cosas extrañísimas sobre mí, pero ¿cómo es posible tal cosa?
Elistan la rodeó con el brazo y la elfa se apoyó en él, temblorosa.
—No le vi la cara porque la llevaba cubierta con un tapabocas, pero vi sus ojos... —La sacudió un escalofrío.
—¿Cómo es que sabéis quienes somos, caballeros? —preguntó Elistan cuando Derek y Aran se reunieron con ellos.
Una ráfaga de aire había arrastrado remolinos de humo calle abajo y ambos sufrían un ataque de tos.
—Dejemos las preguntas para más tarde, señor —dijo Derek en tono perentorio—. Todavía corréis peligro. ¿Dónde están el kender, Brightblade y el resto del grupo? —Miró a su alrededor—. ¿Y Tanis Semielfo?
Laura sollozó al oír ese nombre y se llevó la mano a la boca. Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas y se tambaleó, conmocionada. Elistan la sujetó y un elfo llegó corriendo junto a ella. Brian reconoció al elfo como Gilthanas. Había estado con Tanis y los otros en la biblioteca. Gilthanas miró a los caballeros e hizo una ligera inclinación de cabeza; a continuación atendió a su hermana, solícito. Le habló suavemente en su idioma.
—Yo me quedo con ella —le dijo en un aparte a Elistan—. Tú ve con el kender.
—Kender —repitió Derek—. ¿Te refieres a Burrfoot? ¿Dónde está?
—Tasslehoff resultó herido al caerle encima una viga —explicó Elistan mientras guiaba a los caballeros callejón abajo—. Estuvo a punto de morir, pero Paladine, en su clemencia, nos lo trajo de vuelta. Está allí, con los otros.
Brian miró a Derek, que hizo un gesto de incredulidad con la cabeza y esbozó una sonrisa burlona.
—¡Hola de nuevo, caballeros! —gritó Tasslehoff mientras agitaba la mano. Acto seguido se puso a toser al entrarle el humo en la garganta.
—¿Seguro que se encuentra bien? —preguntó Brian, asombrado—. ¡Fijaos!
Señaló las ropas del kender, que estaban rasgadas y cubiertas de sangre. El otrora garboso copete estaba enmarañado y apelmazado por la sangre. La cara y los brazos presentaban muchas magulladuras, si bien parecía que los moretones iban perdiendo color.
Tasslehoff respondió a la pregunta de Brian incorporándose resueltamente de un salto.
—¡Estoy bien! —anunció—. Un edificio cayó encima de mí, ¡cataplum! Se me aplastaron las costillas y respiraba de una forma muy rara, cuando podía respirar, que casi nunca lo lograba, y el dolor era muy fuerte. Pensé que estaba en las últimas. ¡Pero Elistan le pidió a Paladine que me salvara y lo hizo! ¡Imaginaos! —añadió el kender, enorgullecido, e hizo una pausa para toser—. ¡Paladine me salvó la vida!
—Que se tomara esa molestia es algo que escapa a mi comprensión —comentó el enano, que a continuación dio unas palmaditas al kender en la espalda—. ¡A Reorx no lo pillarías salvando la vida a un kender tan tonto que deja que una casa se le caiga encima!
—¡Yo no dejé que la casa se me cayera encima! —explicó pacientemente Tas—. Pasaba corriendo por delante, sin meterme donde no me llamaban, y la casa dio una especie de salto y se sacudió, y cuando quise darme cuenta... ¡Eh, Laurana!, ¿te has enterado? ¡Una casa se me cayó encima y Paladine me ha salvado!
—¡Basta ya! —lo interrumpió Derek—. ¡Hemos de darnos prisa! Este sitio sigue plagado de enemigos. ¿Dónde está el resto del grupo, Brightblade? El semielfo y lady Alhana.
—Nos separamos en medio del caos —contestó Sturm. Saltaba a la vista que estaba exhausto; líneas de pesar y dolor le surcaban el semblante—. La posada recibió el impacto ígneo de un dragón. Los otros...
Sturm fue incapaz de seguir hablando. Negó con la cabeza.
—Entiendo. Lamento tu pérdida, pero hemos de poneros a salvo a ti y a tus amigos —insistió Derek.
—¡Pérdida! —gritó Tasslehoff con voz aguda—. ¿Qué pérdida? ¿De qué hablas? ¡Aún no podemos marcharnos! ¿Qué pasa con Tanis? ¿Y Raistlin y Caramon?
Flint se tapó la cara con la mano.
—Tas —empezó Sturm con voz queda mientras hincaba la rodilla en tierra y apoyaba las manos en los hombros del kender—, ya no podemos hacer nada por ellos. La posada se derrumbó y él y los demás quedaron enterrados bajo los escombros...
—¡No te creo! —exclamó Tas, que se soltó de las manos de Sturm de un tirón y se dirigió con pasos tambaleantes hacia el edificio—. ¡Tanis! ¡Caramon! ¡Raistlin! ¡No os rindáis! ¡Voy a salvaros!
No llegó muy lejos porque las rodillas se le doblaron y se desplomó. Sturm lo levantó del suelo y lo llevó de vuelta donde esperaban los caballeros.
—¡Suéltame! ¡Tengo que salvarlos! ¡Paladine los traerá de vuelta! ¡Conmigo lo hizo! —Tas forcejeó para soltarse de los brazos de Sturm.
—Tas —empezó Elistan al tiempo que daba palmaditas al kender en el hombro cuando Sturm lo dejó en el suelo—, nuestros amigos están ahora con los dioses. Tenemos que dejarlos partir.
Tas negó con la cabeza con gesto obstinado, pero dejó de forcejear y los gritos dieron paso a sollozos.
—Te necesito, Tas —añadió Laurana con voz temblona. Lo rodeó con el brazo—. Ahora que Tanis... Ahora que Tanis no está...
Tasslehoff agarró la mano a Laurana y se la apretó con fuerza.
—Yo cuidaré de ti, lo prometo —dijo.
Derek reunió al grupo y lo condujo calle abajo, en dirección a la puerta del sur. Espada en mano, Aran se puso a la cabeza. Como hacía siempre, Brian cerraba la marcha. Derek no se apartó del kender.
«¡Dos días! —pensó Brian—. Hace sólo dos días que entré por esa misma puerta. Han ocurrido tantas cosas que más parece que hayan pasado dos años.»
Estuvo tentado de correr de vuelta a la biblioteca, con Lillith. Que Derek y Aran continuaran con la búsqueda del Orbe de los Dragones. Se paró en la calle y dejó que los demás siguieran delante.
Derek y Aran. Brian suspiró profundamente. Esos dos nunca llegarían al Muro de Hielo sin estar él para mediar entre ellos, para refrenar la ambición de Derek, para apaciguar las reacciones impulsivas del impetuoso Aran. Se había comprometido con el Consejo de Caballeros a participar en esta misión y no podía abandonar a su jefe ni faltar a la palabra dada.
Lillith cumplía su promesa. Aunque bromeaba con el hecho de ser hija de un caballero, era una verdadera solámnica. La decepcionaría si rompía su juramento. Aun así, no soportaba la idea de marcharse sin saber qué había sido de ella. Sabía las cosas horribles que los draconianos les hacían a las mujeres.
Una mano le rozó el brazo. Brian alzó la vista y encontró a Elistan de pie a su lado.
—Lillith está en manos de Gilean —le dijo el clérigo—. No tienes que temer por ella ni por los otros. Están a salvo. Los draconianos no los han encontrado.
Brian se quedó mirando al clérigo con estupefacción.
—¿Cómo sabes...?
Elistan le sonrió. Era una sonrisa cansada y triste, pero reconfortante. Después fue a reunirse con los demás, y Brian, tras un instante de vacilación, corrió también junto a ellos.
Laurana caminaba cogida de la mano de Tas y Gilthanas marchaba muy cerca de ella. Flint les iba pisando los talones; Elistan apoyó la mano en el hombro del enano en un gesto de consuelo. Sturm iba detrás de todos, en actitud protectora.
Brian los observó con curiosidad. No había otro grupo de amigos más fuera de lo normal que aquél: humanos, elfos, enano, kender... Sin embargo, entre ellos existía un sentimiento mutuo de amistad y cariño tan fuerte que nada podía romperlo, ni siquiera la muerte.
Era esa amistad la que los ayudaba a seguir adelante incluso después de una pérdida tan devastadora, comprendió Brian. Cada uno de ellos dejaba de lado su dolor para consolar y dar fuerza a los demás.
Brian sintió una punzada de envidia. Aran, Derek y él eran amigos desde la infancia y, aunque en otros tiempos habían estado tan unidos como esa gente, ahora ya no era así. Derek había alzado un muro que lo separaba de ellos dos y se había encerrado en el alcázar de su alma. Aran ya no confiaba en Derek. Estaba allí para asegurarse de que no fracasara. «O, tal vez —pensó tristemente Brian— está aquí para asegurarse de que fracase. Después de todo, está de parte de Gunthar...»
Y él estaba pillado en medio, era el único que veía ensancharse las brechas que los separaban, el único que se daba cuenta de que quizá todos acabarían precipitándose en esas grietas oscuras y nunca conseguirían hallar la salida.
Los caballeros y quienes estaban bajo su protección abandonaron Tarsis sin incidentes. Ningún soldado enemigo los atacó ni los molestó y ni siquiera les prestaron mucha atención. Tarsis yacía en un charco de su propia sangre, sacudida por los estertores de la muerte. Los ojos se le estaban poniendo vidriosos y se le cerraban a la luz. Cuando salían por la puerta de la ciudad que los dragones habían destrozado, Brian vio al guardia al que había dado dinero muerto en el suelo, tendido en un charco de sangre.
Los caballeros condujeron a sus protegidos sanos y salvos a las colinas, a la cueva donde habían acampado días antes. Brian no podía conciliar el sueño y se ofreció para hacer el primer turno de guardia. Se sentó en la ladera de la colina y contempló los fuegos de la ciudad arder con violencia, los vio perder fuerza y reducirse a chisporroteos, y por fin, cuando ya no había nada que consumir, se extinguieron.
Igual que Tarsis.
Lejos de Tarsis, en la ciudad de Neraka, en la pequeña vivienda situada encima de la tienda de artículos de magia, lolanthe vio desaparecer la imagen de Kitiara junto con las volutas de humo y los rizos de pelo.
—Ése era el último mechón, milord —dijo lolanthe—. A menos que consiga más, ya no puedo realizar el hechizo.
—Da igual. —Ariakas plantó las manos en la mesa y se puso de pie. Permaneció inmóvil unos segundos y contempló, ceñudo, los últimos rastros de humo—. Ahora sé todo cuanto necesito saber. —Mientras salía, volvió la cabeza y añadió:— Se te emplazará para que asistas a su juicio.
—¿Juicio, milord? —lolanthe había enarcado las cejas. Ariakas no solía preocuparse de tales formalidades. El emperador hizo un gesto de resignación.
—Kitiara es una Señora del Dragón. Sus tropas y, lo que es más importante, sus dragones, le son ferozmente leales. Habría problemas si me limito a acabar con ella. Sus crímenes han de hacerse públicos. Testificarás lo que ha revelado tu magia.
—No puedo hacer eso, milord —replicó lolanthe. El hombre se detuvo en la puerta, ensombrecido el semblante de ira—. He jurado a Nuitari, dios de la luna negra, que nunca revelaría el secreto de ese conjuro —añadió ella con actitud respetuosa—. Mi vida correría peligro si rompiera ese juramento.
—Tu vida corre peligro ahora mismo, lolanthe —gruñó Ariakas, prietos los puños.
Iolanthe tembló, pero no dio su brazo a torcer.
—Te honro y te respeto, milord —dijo en voz baja—, pero Nuitari es mi dios.
Pisaba terreno firme. Ariakas creía en los dioses, y aunque no servía a Nuitari, ya que debía lealtad a la madre de Nuitari, la reina Takhisis, reverenciaba y temía al dios de la magia negra. Incluso el emperador de Ansalon era reacio a hacer algo que despertara la ira de Nuitari.
Ariakas la miró fijamente en un intento de intimidarla, pero ella aguantó el escrutinio con firmeza, impasible, y le sostuvo la mirada. Ariakas soltó un gruñido y después dio media vuelta y salió del cuarto a grandes zancadas. Cerró tras de sí de un portazo, tan fuerte que temblaron las paredes.
Iolanthe jadeó y se estremeció de alivio; se sentó pesadamente en una silla, demasiado débil para seguir de pie. Se sirvió un vaso de aguardiente de vino con manos temblorosas, bebió el ardiente líquido y se sintió mejor.
Cuando las manos dejaron de temblarle, cogió la bolsa de seda y sacó otro rizo de cabello negro. Iolanthe se enroscó el mechón en los dedos, pensativa, fija la mirada en las llamas, y sonrió.
Kit regresó al campamento bajo la luz gris del amanecer. Había esperado con ansia encontrar allí a Tanis, pero resultó que Skie aún no había vuelto con el premio que le había enviado a buscar. Kit se fue a dormir y dio orden de que los guardias la despertaran en cuanto apareciera el dragón. Durmió todo el día y buena parte de la noche. Cuando por fin se despertó, Skie seguía sin dar señales de vida.
Pasados unos días sin tener noticias de los dragones, Kitiara estaba de un humor de perros, además de preocupada. Les hacía la vida imposible a los draconianos, que procuraban evitarla todo lo posible. Tuvo tiempo de sobra para pensar, y no sólo en Tanis, sino también en su rival. Decidió que se alegraba de no haber matado a Laurana. Kitiara era competitiva en todo.
—No deseé a Tanis hasta que descubrí que otra mujer podría quitármelo —comprendió Kit—. Así las cosas, hacerlo mío de nuevo será mucho más dulce. —Esbozó una sonrisa sesgada—. Quizá cuando me canse de él le enviaré lo que quede a la doncella elfa.
Acostada en la cama, de noche, sola, se entretuvo imaginando lo que haría cuando Skie le trajera a Tanis.
—Me enfadaré. Le diré que he descubierto su infidelidad. Lo acusaré de dejarme por Laurana. Lo negará, por supuesto, pero no le haré caso. Despotricaré, me encresparé y llegaré al frenesí. Nada de lágrimas. No aguanto a las mujeres que lloran. Me suplicará que le perdone. Me tomará en sus brazos y me resistiré. Le clavaré las uñas hasta hacerle sangre y él silenciará mis maldiciones con sus labios. Cederé poco a poco. Muy, muy despacio...
Kitiara se durmió con una sonrisa en los labios, una sonrisa que desapareció cuando la reina Takhisis le hizo otra visita en sueños y la apremió, le suplicó, la aduló. Al parecer, lord Soth no había entrado aún en guerra. Kit se despertó atontada y de mal humor y descubrió que Skie y los otros dragones azules por fin habían regresado.
Kit corrió a reunirse con ellos pero se encontró con que habían fracasado estrepitosamente.
—Perseguimos a los malditos grifos durante días —le explicó Skie—. No conseguimos alcanzarlos y finalmente los perdimos.
El dragón azul tenía el gesto hosco.
—No tengo ni idea de dónde está el semielfo —añadió en respuesta a las preguntas de la mujer—. Y me trae completamente sin cuidado.
Kitiara estaba fuera de sí. Toda la misión a Tarsis había sido una pérdida de tiempo, de dinero y de energías. Tenía que echarle la culpa a alguien y le tocó a Toede. Estaba escribiendo un informe corrosivo sobre el hobgoblin en el que recomendaba que se le relevara del cargo —además de dejarlo sin cabeza— cuando llegó un mensajero a lomos de un dragón con la orden de que se presentara en Neraka para asistir a una asamblea de urgencia de los Señores de los Dragones.
—No vayas —dijo bruscamente Skie mientras Kitiara se ponía el yelmo.
—¿Qué? No seas tonto. Pues claro que iré. Presentaré los cargos contra Toede en persona. Es mucho más eficaz. ¿Qué te pasa? —preguntó al ver que Skie agachaba la cabeza y encorvaba los hombros.
—¿De qué trata esa asamblea urgente? —quiso saber el dragón.
—Ariakas no lo dice —contestó Kit al tiempo que se encogía de hombros—. Quizá sea por el desastre de Tarsis, o tal vez tenga que ver con el asunto del Caballero de la Muerte.
Con los brazos en jarras, miró fijamente al dragón.
»¿Por qué no debería ir?
Skie siguió callado unos instantes, cavilando.
—Porque te equivocaste —dijo después—. Te equivocaste al traernos aquí para perseguir a tu amante. Te equivocaste al enviarnos tras él y te equivocaste doblemente al poner tu vida en peligro para buscar a tu rival como una ramera celosa...
—¡Cállate! —gritó Kitiara, furiosa.
Skie guardó silencio pero agitó la cola, clavó las garras en el suelo y resolló varias veces. La miró y después apartó la vista.
—Me voy a Neraka —anunció Kitiara.
—Entonces, búscate otro dragón —replicó Skie, que extendió las alas, se dio impulso con las patas traseras, remontó el vuelo y puso rumbo norte, de vuelta a Solamnia.
Plantada en tierra, Kitiara lo siguió con la mirada y continuó así, sin salir de su asombro, hasta que desapareció. Entonces se quitó el yelmo de dragón, se lo puso debajo del brazo, giró sobre sus talones y echó a andar.
A la mañana siguiente, el humo de la pira funeraria en que se había convertido Tarsis siguió elevándose al cielo. Empezó a nevar y aquella fecha se recordaría para siempre como el Día de la Nieve Negra porque los copos se tiñeron de hollín y cenizas. La nieve negra se posó sobre los cadáveres tirados en las calles y sobre los draconianos comatosos que yacían inconscientes por el exceso de aguardiente enano. Al final del día, los oficiales estaban lo bastante sobrios para empezar a despabilar a sus hombres; la poderosa fuerza del Ejército Rojo —sin órdenes de hacer lo contrario— se puso en marcha y avanzó desordenadamente de vuelta al norte.
Los tres caballeros despertaron temprano de un sueño que había sido breve, frío e incómodo, e hicieron un balance de su situación. No tenían caballos; los animales habían escapado durante el ataque a la ciudad o, lo que era más probable, los habían robado. Se habían apropiado de las gualdrapas que encontraron en el establo para usarlas durante la noche. Tas había encontrado una prenda de abrigo gruesa, forrada de piel y con capucha para Laurana, que se hallaba dentro de la posada al iniciarse el ataque y había tenido que salir a la calle vestida sólo con una túnica de cuero encima de una camisa de algodón y pantalones, también de cuero, remetidos en botas del mismo material. Los demás llevaban prendas adecuadas para el frío. Sin embargo, no tenían comida. Bebieron agua de nieve derretida; y poca, porque sabía a sangre. Derek había aprovechado las horas que había estado de guardia para hacer planes.
—Viajaremos hacia el sur, en dirección a Rigitt —dijo—. Una vez allí, nos separaremos...
—¿Y si han atacado también Rigitt? —lo interrumpió Aran—. Podríamos encontrarnos metidos en otro infierno como el de aquí. —Con el pulgar señaló hacia las ruinas humeantes de la ciudad.
—No creo que Rigitt corra ningún peligro —arguyó Derek—. Los ejércitos de los dragones no tienen intención ni suficientes efectivos para conservar el control de Tarsis. Cuando lleguemos a Rigitt, Aran comprará pasajes en un barco y escoltará a Gilthanas, Laurana y Elistan de vuelta a Solamnia. Desde allí, los elfos pueden buscar a los suyos y Elistan hacer lo que mejor le parezca. Brian y yo nos llevaremos al kender y embarcaremos hacia el glaciar... —Al ver que Aran negaba con la cabeza, Derek interrumpió la exposición del plan que tenía pensado—. ¿Qué te pasa? —inquirió, enfadado.
—No quedará ni un sólo barco en la ciudad, Derek —explicó Aran con irritación. Tanteó en busca de la petaca y recordó que estaba vacía; era inusual en él ese humor irascible—. Aun en el caso de que Riggit no hubiera sufrido un ataque, sus habitantes estarán convencidos de que ellos serán los siguientes y estarán abandonando la ciudad en cualquier cosa que flote.
Derek frunció el entrecejo, pero no tenía argumentos con los que oponerse a la verdad de tal razonamiento.
—Voy al glaciar con vosotros —manifestó firmemente Aran—. No vas a librarte de mí con tanta facilidad.
—No tengo intención de «librarme de ti» —replicó Derek—. Me preocupa el bienestar de los hermanos elfos. Son de la realeza, después de todo. También me preocupa el caballero mayor. Por eso he propuesto que vayas con ellos. Y aún creo que es una buena idea. Si encontramos un barco...
Aran empezó a discutir y Brian se apresuró a intervenir.
—Quizá podamos alquilar un pesquero —sugirió—. Los pescadores son tipos duros. No se asustan con facilidad y tienen que ganarse la vida. Es poco probable que echen a correr llevados por el pánico.
Derek y Aran convinieron en lo acertado de su sugerencia, si bien Aran rezongó un poco. Sin embargo, eso puso fin a la discusión y los tres hablaron de ello y tomaron en consideración otras opciones, por lo que, de momento, el asunto de cómo se dividiría el grupo se postergó.
Gilthanas se hallaba en la boca de la cueva y escuchaba la conversación de los caballeros. Oyó pasos detrás y se volvió a medias. Vio que era Laurana y se llevó el dedo a los labios para advertirle que guardara silencio.
—¿Por qué? —susurró su hermana.
—Para poder oír lo que traman —contestó.
—¿Lo que traman? —repitió Laurana desconcertada—. Hablas de los caballeros como si fueran enemigos.
—Hablan de ir al Muro de Hielo a buscar un Orbe de los Dragones.
Chistó para evitar que su hermana añadiera algo más y siguió atento a la conversación. Sin embargo, los caballeros habían terminado de hablar, se habían puesto de pie y se estiraban para desentumecer los músculos agarrotados y fríos.
Gilthanas agarró a Laurana y la alejó rápidamente de la entrada hacia el interior oscuro de la cueva, donde Flint, Elistan y Tasslehoff dormían aún, acurrucados unos contra otros para darse calor.
Laurana los contempló con envidia. Estaba muerta de cansancio, pero no había sido capaz de conciliar el sueño. Cada vez que se dormía volvía a ver aquellos ojos oscuros y crueles, volvía a sentir la punta del cuchillo pinchándole la garganta y el terror reaparecía y la despertaba con un sobresalto. Estando despierta recordaba a Tanis y la pena la desgarraba por dentro. Estaba muerto y su alma había muerto con él. Ni siquiera tenía el pequeño consuelo de poder darle sepultura y entonar los himnos de alabanza y de amor que lo guiarían en el trayecto a la siguiente etapa del viaje de su vida. Ojalá se hubiera ido con él...
—Laurana, ¿me estás escuchando? Esto es importante.
—Sí, Gil —mintió la elfa, que recordaba vagamente lo que su hermano había estado diciendo—. Hablabas de los Orbes de los Dragones. ¿Qué son?
Gilthanas reparó en la palidez de su semblante, en las profundas ojeras, en los párpados hinchados y enrojecidos y en los churretes de lágrimas que tenía en las mejillas. La rodeó con un brazo y su hermana se recostó en él, agradecida por su gesto de consuelo.
—Sé que no te importa nada de esto —musitó Gilthanas—, pero debes hacer un esfuerzo. Es importante...
Laurana negó con la cabeza.
—Nada lo es ya, Gil. Todo da igual.
—Esto sí tiene importancia, Laurana. ¡Atiéndeme! Los Orbes de los Dragones son artefactos mágicos muy poderosos que crearon los magos hace mucho tiempo. Oí hablar de ellos cuando estudiaba magia. Le pregunté a mi maestro sobre ellos, pero fue muy poco lo que pudo decirme aparte de que, en su opinión, o el Príncipe de los Sacerdotes los había destruido o lo habían hecho los propios magos durante las Batallas Perdidas. Lo único que sabía era que quienes lograban dominar los orbes se suponía que tenían la facultad de controlar a los dragones.
»Por aquel entonces, ignorábamos que los dragones seguían deambulando por el mundo, así que ninguno de nosotros les dio mayor importancia. —La expresión del elfo se tornó sombría—. ¡Si se ha localizado un Orbe de los Dragones, no debe caer en manos de los humanos! Ese caballero, ese tal Derek, quiere librarse de nosotros. Quiere embarcarnos de vuelta a casa y sé por qué. El plan de los solámnicos es utilizar el orbe para salvarse ellos. ¡No ha pensado ni una sola vez en nuestro pueblo! —añadió con amargura.
—En cualquier caso, ¿qué importancia tiene eso, Gil? —Laurana se encogió de hombros—. ¿En qué podría ayudarnos uno de esos orbes aun en el caso de que lo tuviéramos? No podemos luchar contra el poderío de la Reina Oscura y alzarnos con la victoria. Sólo nos queda la esperanza de sobrevivir un día o una semana o un mes, conscientes en todo momento de que, al final, el mal nos alcanzará...
Lloró en silencio, desmoralizada. Gilthanas la estrechó contra sí, pero mientras trataba de calmar a su hermana no dejaba de dar vueltas en la mente al asunto de los orbes.
—Por lo visto Tasslehoff sabe algo de ese Orbe de los Dragones —susurró—. A lo mejor podrías persuadirle de que te dijera...
Laurana sonrió aunque las lágrimas le resbalaban por las mejillas.
—Si los caballeros dependen de Tasslehoff para obtener información sobre ese orbe, no creo que tengas que temer nada, hermano. Seguro que Tas se ha inventado un cuento maravilloso y los caballeros han sido tan ingenuos que se lo han creído.
—No son estúpidos. ¡Y no digas nada de esto! —le advirtió antes de salir repentinamente de la cueva al mismo tiempo que los caballeros entraban. Empujó groseramente a Brian con el hombro cuando pasó a su lado. La cólera del elfo era tan evidente que Brian se detuvo y se quedó mirándolo, desconcertado.
Laurana suspiró, desalentada, y contempló la nieve negra que caía fuera.
—Nada importa ya, Gil —repitió en tono cansado—. No podemos vencer. Lo único que nos queda por hacer es esperar nuestro turno de morir.
Dejó de nevar, pero las nubes grises no los abandonaron en todo el día ni a lo largo de la noche. No aparecieron dragones y nadie experimentó la sensación de inquietud y de presentimiento que acompañaba a la presencia de un dragón en las inmediaciones. Derek resolvió que no sería peligroso seguir avanzando y se pusieron en camino hacia el sur. Evitaron la calzada principal por temor a los ejércitos de los dragones, por lo que la marcha progresaba lentamente. Tasslehoff, que se había arropado con otra gualdrapa para tener menos frío, aún se encontraba débil, y aunque se mostraba animoso, las piernas, en sus propias palabras, lo estaban dejando tirado porque las tenía temblonas.
Laurana caminaba como si estuviera en trance; movía los pies, iba donde le decían, se paraba cuando le decían que lo hiciera, pero apenas era consciente del lugar en el que se hallaba ni por qué estaba allí. Revivía constantemente los instantes en la posada cuando oyeron el chillido del dragón encima del edificio, seguido de una explosión y el gemido de las gruesas vigas del techo bajo el peso de los pisos altos que se derrumbaban sobre sí mismos, y a continuación los chasquidos que anunciaban que el techo estaba a punto de ceder. Tanis la había levantado por la cintura y la había lanzado lo más lejos posible, salvándola de la destrucción y de morir bajo los escombros.
No era la única sumida en la pena. La angustia de Sturm se reflejaba en su semblante. Flint no hablaba y se mostraba estoico, aunque el dolor por la pérdida de sus viejos amigos era tan profundo como el mar insondable. Tasslehoff sacó un pañuelo que creía que era de Caramon y tuvo que hacer un gran esfuerzo para ahogar un sollozo. Sin embargo, todos lo sobrellevaban con valentía, e incluso encontraban entereza para dirigirle una palabra de conmiseración expresada desmañadamente o darle una afectuosa palmadita en la mano. Elistan intentó reconfortarla, y el afectuoso contacto del clérigo consiguió aliviar un poco su pena, pero cuando el hombre retiró la mano y dejó de hablar, la elfa volvió a hundirse en el desaliento.
Laurana también notaba la creciente impaciencia en los caballeros.
—¡A este paso puede que lleguemos a Rigitt en primavera! —se oyó decir a Derek en tono sombrío.
Percibía la tensión en el ambiente, el miedo que impelía a todos a otear constantemente el cielo. Era consciente de que debía intentar salir del pozo de negra desesperación en el que había caído, pero no quería dejar la oscuridad. La luz allá arriba era demasiado brillante. Las voces sonaban demasiado fuertes y chirriantes. Hallaba consuelo en el silencio. Soñaba que se echaba encima el polvo y las piedras para que la enterraran igual que los escombros habían enterrado a Tanis, y así acabar de una vez con el sufrimiento.
Caminaron hasta que oscureció y se les echó encima la noche. Laurana descubrió que si el día había sido malo, la noche era peor, porque, de nuevo, no pudo dormir.
Amaneció un día frío y desapacible y se pusieron en camino. Con el tiempo, noche y día empezaron a entremezclarse para Laurana. De día caminaba como sonámbula y de noche soñaba que caminaba. No tenía ni idea de la hora que era o lo lejos que habían llegado o cuántos días llevaban de viaje. Era incapaz de comer. Bebía agua sólo porque alguien le ponía un odre en las manos. Embotada por el dolor y la fatiga, caminaba ajena a todo cuanto la rodeaba. Sabía que sus amigos estaban cada vez más preocupados por ella y quería decirles que no se inquietaran, pero incluso eso requería un esfuerzo mayor del que se sentía capaz de hacer.
Entonces llegó el día en que los gritos de alarma la sacaron del letargo que se había apoderado de ella.
Vio a todos con la vista clavada en el cielo al tiempo que señalaban y lanzaban exclamaciones. Aran se había armado con un arco y sujetaba una flecha en la cuerda. Derek agarró a Tasslehoff y lo echó a una zanja llena de nieve. Por su parte, Brian los apremiaba a todos para que se pusieran a cubierto.
Laurana miró intensamente las nubes y no distinguió nada al principio; después aparecieron diez enormes bestias aladas que descendían del cielo haciendo espirales.
Aran alzó el arco y apuntó. Laurana dio un respingo.
—¡No! —exclamó—. ¡Detente!
Al mismo tiempo, Gilthanas lanzó un grito ronco y saltó sobre el caballero, dándole tal empellón que casi lo tiró al suelo. Derek se volvió contra el elfo y le atizó un puñetazo en la mandíbula que lo tumbó. Elistan corrió en auxilio de Gilthanas, que yacía desmadejado en la nieve. Flint se encontraba al lado de Sturm y ambos miraban fijamente el cielo. Sturm había desenvainado la espada y Flint manoseaba su hacha.
—¡No veo nada! —se lamentaba Tasslehoff, metido hasta la rodilla en el banco de nieve y trastabillando—. ¿Qué pasa? ¡No veo!
Aran había recobrado el equilibrio y de nuevo encajaba una flecha en la cuerda del arco. Laurana miró a su hermano, pero Gilthanas estaba inconsciente. Corrió hacia Aran y lo aferró firmemente del brazo.
—¡No dispares! ¡Son grifos!
—Sí, ¿y qué? —repuso él con aspereza.
—¡Los grifos son peligrosos, pero sólo para nuestros enemigos! —gritó Laurana sin soltarle el brazo.
Aran vaciló. Miró a Derek, que tenía fruncido el entrecejo.
—No me fío de ella —dijo éste en solámnico—. Abátelos.
Laurana no entendió las palabras, pero sí la mirada hosca que le asestó y dedujo lo que había dicho. Aran apuntaba de nuevo con el arco.
—¿Puedes derribarlos a todos con una flecha, señor? —instó la elfa, furiosa—. Porque eso será lo que tendrás que hacer. Si sólo alcanzas a uno, los demás nos atacarán y nos despedazarán.
Sturm se puso junto a la elfa y añadió su propia exhortación.
—Confía en Laurana, Aran. Empeño mi vida en ello.
Puesto que los grifos estaban ya casi encima del grupo, poco importaba que Aran confiara en la elfa o no. Las grandes bestias aterrizaron a cierta distancia, extendidas las plumosas alas, las fuertes patas leoninas traseras tocando tierra y aumentando el agarre al hincar las afiladas garras de águila delanteras en el suelo. Los fieros ojos negros los fulminaron con la mirada por encima de los curvos picos.
—Baja el arco —le dijo la elfa a Aran—, Sturm, Flint y todos los demás... Enfundad las armas.
Sturm siguió sus instrucciones de inmediato y Flint metió el hacha en el correaje, si bien no apartó mucho la mano del mango del arma. Aran bajó el arco en tanto que Brian deslizaba lentamente la espada en la vaina. Derek negó con la cabeza en un gesto obstinado y siguió con su arma empuñada.
Laurana se percató del destello en sus ojos. Los animales chascaron los picos al tiempo que agitaban la cola leonina y las zarpas de león rasgaron el suelo mientras las garras afiladas se clavaban profundamente.
—¡Envaina tu espada ya, señor caballero, o conseguirás que nos maten a todos! —siseó Laurana a Derek, prietos los dientes.
Derek la miró con expresión sombría. Entonces, con gesto furioso, metió bruscamente la espada en la vaina.
Laurana miró de soslayo a su hermano con la esperanza de que supiera manejar aquella peligrosa situación. Gilthanas había recobrado el conocimiento, pero estaba recostado en Elistan y se frotaba la mandíbula a la par que movía los ojos a su alrededor con la mirada desenfocada. Dependía de ella.
Se pasó los dedos por el cabello para peinar los mechones enredados lo mejor posible y se estiró y arregló las ropas. Recogió un puñado de nieve y se frotó la cara. Los demás la observaban como si hubiese perdido la razón, pero Laurana sabía lo que hacía. En Qualinesti había tratado con grifos bastante a menudo.
Animales nobles y altivos, a los grifos les gustaba la ceremonia y las formalidades. Se sentían insultados con facilidad y uno debía dirigirse a ellos con extrema cortesía o de otro modo montarían en cólera. Ahora hacían caso omiso de los demás y tenían puesta toda su atención en ella. A los grifos ni les caían bien ni se fiaban de los humanos, enanos y kenders y les traía sin cuidado matarlos. A los grifos tampoco les caían siempre bien los elfos, pero los conocían y a veces se les podía convencer de que los sirvieran, en especial la realeza elfa, que gozaba de un vínculo especial con los grifos. Los intentos de Laurana de asearse para estar presentable antes de hablar con ellos complacieron a los grifos.
La elfa echó a andar hacia ellos y Sturm dio un paso para acompañarla, pero Laurana advirtió que los negros ojos de los animales centelleaban de rabia y negó con la cabeza.
—Eres humano y portas una espada —le dijo en voz queda—. Eso no les gusta. He de hacer esto yo sola.
Cuando Laurana se hallaba a unos tres pasos del cabecilla se detuvo e inclinó la cabeza en un saludo respetuoso.
—Me honra estar en presencia de alguien de tal magnificencia —dijo en elfo—. ¿En qué podemos seros de utilidad mis amigos —hizo un gesto para señalar a los que estaban detrás— y yo?
A diferencia de los dragones, los grifos no poseían el don de la palabra. La leyenda contaba que cuando los dioses crearon a los grifos les ofrecieron la habilidad de comunicarse con criaturas humanoides, pero los grifos rehusaron orgullosamente al no hallar motivo que justificara tener que hablar con seres tan inferiores a ellos. En esto y en casi todo lo demás, los grifos se consideraban superiores a los dragones.
Sin embargo, con el discurrir del tiempo, a medida que los grifos y los elfos desarrollaban su exclusivo vínculo, miembros de la familia real elfa aprendieron a comunicarse mentalmente con las bestias aladas. A menudo Laurana había hecho de emisaria de su padre ante los grifos que habían establecido su hogar cerca de Qualinesti. Sabía tratarlos con la cortesía y el respeto que requerían y entendía lo esencial de lo que decían, ya que no las palabras exactas.
Los pensamientos del animal penetraron en su mente. El grifo quería saber si era realmente la hija del Orador de los Soles de Qualinesti. Saltaban a la vista las dudas que albergaba el grifo y Laurana no podía reprochárselo. Su aspecto no era precisamente el de una princesa.
Tengo el honor de ser la hija de mi... Del Orador de los Soles de Qualinesti. —Laurana se las arregló para rectificar a tiempo su respuesta, aunque la pregunta la había sorprendido mucho—. Perdona que te pregunte, excelencia, pero ¿cómo es que me conoces?¿Cómo supiste dónde encontrarme?
—¿Qué está pasando? —preguntó Derek en voz baja—. ¿De verdad piensa que nos creemos que se está comunicando con esos monstruos?
Elistan le asestó una mirada recriminadora.
—Como muchos miembros de las familias reales de Qualinesti y Silvanesti, Laurana posee la habilidad de comunicarse mentalmente con los grifos.
Derek negó con la cabeza con incredulidad.
—Estate preparado para abrirnos camino luchando —le susurró a Brian. El grifo había seguido mirando a Laurana de arriba abajo, inspeccionándola, y al parecer había determinado creerla. Le explicó a la princesa que lady Alhana Starbreeze los había enviado para que llevaran a la hija del Orador de los Soles y a su hermano dondequiera que quisieran ir.
Eso aclaraba el misterio. Laurana había oído contar a Gilthanas que Tanis, él y los demás habían salvado a Alhana de acabar encarcelada en una prisión tarsiana. La princesa silvanesti era consciente de la deuda que tenía con ellos, por lo visto. Había enviado a los grifos a buscarlos y asegurarse de ponerlos a salvo. Laurana dio palmas de alegría, tan contenta que olvidó las formalidades.
—¿Podéis llevarnos a casa? —preguntó—. ¿A Qualinesti?
El grifo asintió con la cabeza.
Laurana anhelaba volver al hogar, refugiarse de nuevo en los brazos amorosos de su padre, volver a ver los bosques verdes y los chispeantes ríos, aspirar el aire perfumado y oír la música suave y dulce de la flauta y el arpa, saberse a salvo y querida, tumbarse en la hierba alta y verde para abandonarse a un profundo sueño sin sueños.
En su ansia de volver a casa Laurana olvidaba que a su pueblo lo habían expulsado de Qualinesti, que vivía en el exilio, pero aunque lo hubiera recordado habría dado igual.
—¡Gilthanas! —le gritó a su hermano en elfo—. ¡Han venido para llevarnos a casa! —Enrojeció al caer en la cuenta de que los demás no la entendían, así que repitió sus palabras en Común. Se volvió hacia los grifos—. ¿Llevaríais también a mis amigos?
Eso no pareció complacer en lo más mínimo a los grifos. Lanzaron una mirada feroz a los caballeros y se mostraron hostiles en extremo al ver al kender, que por fin había conseguido salir de la zanja y se había puesto a parlotear con excitación.
—¿De verdad voy a volar en un grifo? Eso no lo he hecho nunca. Una vez monté en un pegaso.
Graznando de modo estridente, los grifos conferenciaron y finalmente estuvieron de acuerdo en transportar también a los otros. Laurana tenía la vaga impresión de que lady Alhana les había pedido ese favor, aunque imaginara que los grifos no lo admitirían. Sin embargo, establecieron muchas condiciones antes de consentir que los demás se acercaran a ellos, en especial el kender y los caballeros.
Laurana se volvió para darles a sus amigos la buena noticia y se encontró con que sus palabras eran acogidas con expresiones desconfiadas, sombrías e inquietas.
—Tu hermano, los otros y tú podéis iros a lomos de estas criaturas si tal es tu deseo, lady Laurana —dijo fríamente Derek—, pero el kender se queda con nosotros.
Gilthanas se puso de pie. Tenía la mandíbula hinchada pero estaba totalmente recuperado de la conmoción.
—Yo me quedo con los caballeros —dijo en elfo—. No voy a dejar que se apoderen de ese Orbe de los Dragones y creo que tú deberías quedarte también.
—Gil, todo esto es un cuento que Tas se ha inventado... —empezó Laurana, mirándolo consternada. Su hermano negó con la cabeza.
—Te equivocas. Los caballeros hallaron confirmación de la existencia de los orbes en la biblioteca, allá en Tarsis. Si existe la posibilidad de que un Orbe de los Dragones haya sobrevivido a lo largo de estos últimos siglos, quiero ser yo quien lo encuentre.
—¿Qué farfulláis vosotros dos? —demandó Derek, desconfiado—. Hablad en Común para que podamos entenderos.
—Quédate conmigo, Laurana —la apremió Gilthanas, todavía en elfo—. Ayúdame a encontrar ese orbe. Hazlo por bien de nuestro pueblo en lugar de sumirte en la pena por el semielfo.
—¡Tanis dio la vida por mí! —exclamó Laurana con voz ahogada—. Estaría muerta si él no...
Pero Gilthanas ya no la escuchaba. Echó una mirada a los caballeros y después miró de nuevo a su hermana.
—Pídeles a los grifos que nos lleven hasta el Muro de Hielo —dijo en Común.
Derek, Aran y Brian intercambiaron una mirada. Aunque poco ortodoxo, este medio de transporte resolvería todos sus problemas. Los grifos podían sobrevolar el mar y, por consiguiente, llevarlos directamente a su destino, con lo que les ahorrarían días —y quizá semanas— de viaje aun en el caso de que consiguieran contratar un barco, cosa que tampoco estaba garantizada.
—Gil, por favor, volvamos a casa —suplicó Laurana.
—Volveremos, Laurana, una vez tengamos el Orbe de los Dragones —le contestó su hermano—. ¿Abandonarías a nuestros amigos en este momento de peligro? Nuestros amigos no te dejarían a ti. Pregúntale a Sturm qué piensa hacer.
Ninguno de sus amigos había hablado todavía. Se habían limitado a observar y escuchar en silencio porque no consideraban correcto intervenir. La miraban con lástima, preparados para consolarla ya que comprendían su dilema, pero dejando que la decisión la tomara ella.
—¿Qué debo hacer? —le preguntó a Sturm.
—Dile a los grifos que te lleven a tu casa, Laurana —contestó amablemente él—. Los demás viajaremos al Muro de Hielo.
—No lo entiendes. —La elfa negó con la cabeza—. Los grifos sólo os transportarán a los humanos si voy con vosotros... Soy la única que los entiende. Gilthanas nunca tuvo paciencia para aprender.
—Entonces encontraremos el modo de llegar al glaciar sin su ayuda —manifestó Flint.
—Podríais volver conmigo a Qualinesti. ¿Por qué no venís?
—Es por el kender —aclaró Flint—. Los caballeros piensan llevárselo al Muro de Hielo.
—No lo entiendo —argüyó Laurana—. Si Tas no quiere ir, Derek no puede obligarlo.
—Explícaselo tú —le dijo el enano a Sturm al tiempo que le daba un codazo.
Sturm vaciló un instante antes de hablar.
—Creo que Tas debería ir, Laurana. Estoy de acuerdo en que ese Orbe de los Dragones podría sernos de gran ayuda, y si Tas va... —Hizo una pausa y después agregó:— Derek sacrificaría la vida sin dudarlo por esta causa, Laurana, y tampoco dudaría en sacrificar la de otros. ¿Lo entiendes?
—Yo voy con Sturm y con los caballeros —comentó Flint, que añadió en tono gruñón—: Después de todo, alguien tiene que protegerlos de Tasslehoff. —El enano le tomó la mano y le dio unas palmaditas con torpeza—. Sturm tiene razón. Vuelve a casa, Laurana. Nos las arreglaremos.
La elfa miró por último a Elistan, su mentor, su guía. El hombre rozó suavemente el medallón de Paladine que llevaba colgado al cuello.
Empezó a decirle a Laurana que recurriera al dios en busca de esclarecimiento a su dilema, pero a la elfa no le hacía falta consultar con Paladine. Sabía lo que quería hacer y sabía lo que tenía que hacer. No podía marcharse para ponerse a salvo y dejar que sus amigos afrontaran un viaje largo y peligroso al glaciar cuando estaba en su mano proporcionarles un transporte rápido y seguro. Gilthanas tenía razón. No podía abandonar a unos amigos a los que nunca se les pasaría por la cabeza la idea de abandonarla a ella.
Laurana dedicó un último pensamiento nostálgico a su hogar y después se apartó del grupo y se dirigió hacia los grifos.
Gracias por vuestra oferta de llevarnos a Qualinesti. —Laurana temblaba al empezar, pero fue cobrando firmeza a medida que siguió adelante—. No obstante, tenemos asuntos urgentes que atender al sur, en el glaciar. Me preguntaba si querríais llevarnos a mis amigos y a mí hasta esa región.
—Explícales a las bestias que un hechicero perverso, un elfo llamado Feal-Thas, es el Señor del Dragón en el Muro de Hielo y que vamos a acabar con él —dijo en voz alta Derek.
A los grifos pareció hacerles gracia aquello. Algunos graznaron sonoramente y patearon con las zarpas posteriores al tiempo que agitaban las colas de león. El líder se frotó el pico con una garra y le explicó a Laurana que conocían al tal Feal-Thas. Era un elfo oscuro expulsado de Silvanesti antes del Cataclismo por el asesinato de su amante, y era un mago extremadamente poderoso al que no derrotaría un puñado de necios vestidos de metal. El grifo comentó que su primera decisión era juiciosa y le aconsejó que volviera a casa con su padre, donde debía estar.
Te lo agradezco, excelencia, pero viajaremos al glaciar, fue la cortés pero firme respuesta de Laurana.
La admonición del grifo de que regresara a casa «donde debía estar» —como si fuera una chiquilla descarriada e irresponsable— molestó a la elfa. En otro tiempo había sido una chiquilla así, pero eso se había acabado.
Si no nos lleváis —continuó al ver que los grifos estaban a punto de rehusar—, entonces tendremos que viajar hasta esa tierra por nuestros propios medios. Cuando volváis a Silvanesti, transmitid a lady Alhana mi más profundo agradecimiento por su interés y preocupación.
Los grifos ponderaron su petición. Los animales tendrían que decirle a lady Alhana que se habían negado a transportar a Laurana y a los otros hasta el punto de destino elegido. No es que se sintieran obligados a servir a los elfos con los que no estaban vinculados, pero habían aceptado esta tarea y el honor los comprometía a llevarla a cabo. Además, había que tener en cuenta que el Muro de Hielo estaba cerca de su hogar, que a su vez se hallaba próximo a Silvanesti. Por el contrario, Qualinesti se encontraba lejos.
Os llevaremos —accedió el grifo de mala gana—. Por lady Alhana.
Os doy las gracias de todo corazón a ti y a tus congéneres —dijo Laurana al tiempo que inclinaba la cabeza—. Os gratificaré con una valiosa recompensa cuando me halle en mi tierra y esté en condiciones de hacerlo.
El grifo gruñó. Agradecía el gesto, aunque era evidente que el animal no creía que Laurana viviera el tiempo suficiente para cumplir su promesa.
Flint se puso ceñudo ante la idea de montar en grifo, sobre todo sin silla.
—Es muy parecido a montar a pelo a caballo —intentó tranquilizarlo Gilthanas.
—Con la diferencia de que si te caes de un caballo, te salen chichones y moraduras —replicó el enano—. Mientras que si te caes de ese enorme animal, acabas despanzurrado y esparcido sobre una buena extensión de terreno.
No dejó de refunfuñar entre dientes ni siquiera mientras Sturm lo ayudaba a encaramarse a lomos del grifo.
Laurana indicó al enano que se sentara delante de las alas y se agarrara al cuello del animal con los brazos. Eso último estuvo de más porque Flint ya se había asido al grifo con tanta fuerza que daba la impresión de que acabaría estrangulando al animal.
—No mires abajo. Si te sientes mareado cuando estemos en el aire, cierra los ojos o hunde la cabeza en la crin del grifo —le dijo.
Al oír aquello, Flint dirigió una mirada triunfal a Tasslehoff.
—¡Te dije que los grifos tenían crin, cabeza de chorlito!
—Pero Flint —replicó Tas—, la crin de los grifos es de plumas. La que llevas en el yelmo es de pelo, crin de caballo...
—¡Es crin de grifo! —insistió Flint.
Tras aquello, Flint se sentó muy erguido y aflojó la presión de los brazos a fin de aparentar que volar a lomos de un grifo era algo que los enanos hacían a diario.
Los caballeros estaban incómodos. Aran dijo que temía ser demasiado corpulento, que el animal no pudiera aguantar su peso. El grifo se limitó a soltar un graznido desdeñoso y sacudió la cabeza y agitó la cola con impaciencia, deseoso de partir. A regañadientes, Aran y Brian montaron en sus bestias. Sturm se hizo cargo de Tasslehoff, al que se le oyó preguntar a los grifos si podían llevarlo a visitar Lunitari después de hacer un alto en el glaciar. Cuanto todo el mundo estuvo montado, el cabecilla de los grifos, que transportaba a Laurana, alzó el vuelo y los demás lo siguieron.
Laurana ya había montado en grifo; estaba acostumbrada a volar y no dejó de vigilar a sus amigos, preocupada. Al cobrar altura, Brian se puso mortalmente pálido, pero una vez en el aire contempló el paisaje que se iba desplegando allá abajo y, maravillado, soltó una exclamación ahogada de asombro. Derek tenía el gesto severo, prietos los labios. No miró abajo, pero tampoco se tapó la cara. Aran estaba disfrutando. Gritó que deberían convencer a los grifos para que los llevaran a la batalla, igual que los secuaces de la Reina Oscura cabalgaban dragones malignos. Sturm tuvo que emplearse a fondo para mantener sujeto a Tasslehoff, que estuvo a punto de precipitarse al vacío en su afán por asir una nube.
Debajo se extendían las Praderas de Arena, blancas por la nieve. Vieron un grupo de los habitantes de las llanuras, que hicieron un alto en la marcha para alzar la vista al cielo cuando las sombras de los grifos se deslizaron sobre ellos. Los animales pasaron por encima de Rigitt, y aunque los amigos no vieron rastro del ejército de los dragones, divisaron los muelles abarrotados de gente ansiosa de huir. En el puerto sólo había unos cuantos barcos; demasiado pocos para transportar a todos los que querían pasaje.
Dejando Rigitt atrás, sobrevolaron el mar azul grisáceo y todos enterraron la cabeza en las crines de los grifos, aunque no por miedo, sino buscando calor. El viento gélido que soplaba del glaciar les laceraba las mejillas, les lastimaba los ojos y les congelaba el aliento. Cuando los grifos empezaron a descender en espiral, Laurana se asomó entre las plumas y vio allá abajo un territorio blanco de sombras azules, helado y desierto.
Apoyó la cabeza en las plumas del grifo e imaginó su tierra natal, donde siempre era primavera y el aire cálido estaba perfumado con los aromas fragantes de rosas, espliego y madreselva.
Las lágrimas se le congelaron en la piel de las mejillas.
El viaje de Kitiara desde Tarsis a Neraka no fue agradable. El cielo estaba encapotado, plomizo. Estuvo cayendo una llovizna fría mezclada con nieve casi todo el viaje. Cuando se detenían para pasar la noche no podía encender una fogata para calentarse porque toda la madera que había estaba empapada. El dragón azul se mostraba respetuoso y deferente con ella, pero no era Skie. No podía hablar con él de sus planes y sus maniobras, no podía charlar con él mientras masticaba la carne y los huesos de una vaca que había robado y ella cocinaba un conejo.
Kitiara estaba furiosa con Skie. No tenía derecho a hacer tales acusaciones, pero aun así se sorprendió esperando que el dragón cambiara de opinión respecto a su arrebato de cólera y volviera a buscarla, dispuesto a disculparse. Sin embargo, Skie no apareció.
Llegaron a Neraka cuando caía la noche. Kitiara mandó al azul al establo de dragones y le dijo al animal que estuviera preparado para marcharse en cuanto se levantara la sesión. Kitiara recorrió las calles abarrotadas hasta la posada El Escudo Roto. Tenía frío y hambre y quería una cama confortable, un buen fuego y un vino caliente con especias. Pero cuando llegó la informaron de que, lamentablemente, no les quedaban habitaciones libres. La posada estaba llena hasta los topes con la plana mayor, el séquito, los soldados y la guardia personal del Señor del Dragón Toede.
Kitiara podría haber dormido en sus aposentos privados en el Templo de la Reina de la Oscuridad, pero esas habitaciones eran frías, oscuras e incómodas, además de inquietantes. Las puertas estaban guardadas con hechizos mortíferos y tendría que acordarse de la contraseña y entregar las armas y contestar un montón de preguntas. Se llevaba bien con los guardias draconianos, pero no soportaba a los clérigos oscuros que deambulaban furtivamente de aquí para allá bajo las gruesas túnicas negras de lana que siempre olían a incienso, tinte barato y oveja mojada. El fuego en el hogar sería pequeño y débil, casi como si el Señor de la Noche recelara de cualquier fuente de luz que invadía su sagrada oscuridad. No habría vino caliente con especias porque las bebidas fuertes estaban prohibidas en el recinto del templo, y Kitiara creía —y Ariakas era de la misma opinión— que cuando se alojaba allí había unos ojos hostiles y unos oídos atentos espiándola.
Al advertir el brillo iracundo en los ojos de Kitiara cuando le dijo que no había habitación, el posadero recordó de repente que quizá hubiera una disponible. Envió rápidamente a sus criados a sacar de su cuarto a dos esbirros de Toede que se habían emborrachado hasta perder el sentido. Hicieron falta seis hombres para acarrear el peso muerto de los hobgoblins ebrios; cuando se despertaron a la mañana siguiente y abrieron los ojos legañosos, descubrieron con asombro que habían dormido en el establo. Kitiara ocupó su habitación, la aireó bien, se bebió varios vasos de vino caliente y se dejó caer pesadamente en la cama.
Puesto que aquélla era una asamblea de urgencia de los Señores de los Dragones, no hubo nada de la ceremonia por lo general relacionada con una convención de tan alto rango. Las asambleas formales de los Señores de los Dragones iban acompañadas de desfiles de soldados ataviados con brillantes armaduras que marchaban por las calles con estandartes ondeando al viento. En esta ocasión, poca gente de Neraka sabía que los Señores de los Dragones se encontraban en la ciudad. Dos de ellos, Salah Khan y Lucien de Takar, iban acompañados por su plana mayor y su guardia personal. Otros dos, Kitiara y Feal-Thas, viajaban solos.
El recién ascendido Señor del Dragón Toede era el único que había llevado consigo a todo su cortejo. Toede había esperado poder desfilar triunfalmente con sus tropas —él montado en un semental negro— por las calles de Neraka. Varias dificultades echaron por tierra los sueños del hobogoblin. El semental se espantó al olerlo; la mitad de sus soldados habían desertado durante la noche y la otra mitad estaban demasiado borrachos para ponerse de pie. Toede tuvo que contentarse con asistir a su primera asamblea con la esplendorosa armadura de dragón completa; las escamas de la armadura pesaban casi tanto como si siguieran en el reptil y causaban gran sufrimiento e incomodidad al pobre hobo, además de entorpecerlo hasta el punto de que, en lugar de ir a lomos del semental negro, lo tuvieron que transportar a la asamblea subido en una carreta. El yelmo no le dejaba ver y la espada se le enredaba en las piernas y lo hacía tropezar, pero Toede creía que tenía un aspecto sublime —un Señor del Dragón de la cabeza a los pies— y había previsto hacer una gran entrada.
La asamblea estaba programada a primera hora de la mañana. Kit dejó orden de que la despertaran al amanecer y se acostó temprano. Takhisis apareció en sus sueños casi de inmediato acuciándola para que fuera al alcázar de Dargaard. Kit se negó. La Reina Oscura la hostigó con recriminaciones y mofas; la llamó cobarde. Kitiara se tapó la cabeza con la almohada y Takhisis se cansó de acosarla, o quizá Kitiara estaba tan cansada que se sumió en un profundo sueño.
A la hora señalada, alguien llamó a la puerta. Kitiara le dirigió un insulto y gritó que se largara. Lucía un sol brillante cuando por fin se despertó, asaltada por la sensación de pánico de que llegaría tarde. Con la mente embotada y sin reflejos, Kit se vistió rápidamente el farseto y encima se puso la armadura.
Había dado órdenes de que le pulieran la armadura y le limpiaran las botas, cosa que habían hecho, aunque el trabajo no tenía la calidad a la que estaba acostumbrada. Sin embargo, eso ya no tenía remedio. Iba a llegar tarde ya. Sentía unas punzadas dolorosas en las sienes por falta de sueño y por exceso de vino. Le hubiera gustado tener la mente más despejada para poder pensar mejor.
Ataviada con la armadura de escamas azules y abrigada en la capa larga de terciopelo azul, que por desgracia estaba arrugada de haberla llevado metida en la bolsa de viaje, Kitiara se cubrió la cabeza con el yelmo de Señora del Dragón y salió. La asamblea se celebraba en el Cuartel Azul, en el edificio del cuartel general del Ala Azul, el mismo edificio en el que Kit había oído mencionar por primera vez el nombre de Tanis, había escuchado por primera vez el plan estúpido de Ariakas relacionado con el Orbe de los Dragones y había visto por primera vez a la zorra de Ariakas, de la que no recordaba ni el nombre.
Ciudadanos y soldados por igual se apartaban para dejar paso a Kitiara y muchos la jaleaban. Ofrecía una buena imagen caminando erguida y orgullosa, la mano sobre la empuñadura de la espada. Kit disfrutó del paseo. El aire frío se llevó los vapores del vino, y las aclamaciones le dieron ánimo y la envalentonaron. Caminó sin prisa y aceptó la adulación de la muchedumbre. Los otros Señores de los Dragones podían esperarla, decidió. No iba a apresurarse por gente como Toede o ese bastardo de Feal-Thas. Tenía que decirle también unas cuantas cosas sobre él a Ariakas.
Los Señores de los Dragones se reunieron en el comedor del Cuartel Azul, el único edificio lo suficientemente grande para acogerlos a ellos y a sus guardias personales. Como ningún Señor del Dragón se fiaba de los demás, hacerse acompañar por la guardia personal se consideraba indispensable.
Lucien de Takar, Señor del Dragón del Ejército Negro, que era mitad humano y mitad ogro, llevaba consigo a dos ogros inmensos que superaban la altura de todos cuantos estaban en la sala y apestaban a carne podrida. Salah Khan era el Señor del Dragón del Ejército Verde. Era humano; su pueblo lo formaban tribus nómadas que habitaban en el desierto y amaban la lucha. Lo acompañaban seis humanos armados con un cuchillo largo de hoja curva metido en el cinturón, así como una cimitarra colgada a la cadera.
Fewmaster Toede llegó rodeado de treinta guardias hobgoblins, todos ellos armados hasta los dientes y apiñados alrededor de Toede, al que apenas se veía tras el escudo que formaban. Ariakas sólo dejó entrar a seis de los hobos. Agobiado por el peso de la armadura, Toede entró en la estancia con un traqueteo metálico y guiado por su guardia, ya que tenía dificultad para ver a través del ornamentado yelmo.
Toede saludó a los otros Señores de los Dragones con mucha coba y baboseo. Ariakas no le hizo ningún caso. Lucien lo miró con asco y Salah Khan con desdén. Aunque no veía bien, Toede percibió la frialdad que reinaba en la sala y se retiró precipitadamente detrás de su guardia personal. Pasó el resto del tiempo dando empujoncitos a sus hobos en la espalda para instarlos a que permanecieran alerta.
Feal-Thas entró en la estancia acompañado únicamente por un lobo blanco enorme que caminaba en silencio a su lado.
—¿Ningún hombre de armas pisándote los talones, Feal-Thas? —preguntó Ariakas, que iba acompañado por seis draconianos bozaks. Uno de ellos, que tenía una de las alas deforme, era uno de los draconianos más grandes que cualquiera de los presentes había visto nunca.
—¿Y por qué iba a traer una guardia, milord? —preguntó Feal-Thas con un gesto de sorpresa—. Aquí todos somos amigos, ¿verdad?
—Unos más que otros —masculló Lucien.
Salah Khan se mostró de acuerdo con un gruñido y Ariakas rió entre dientes. A los otros Señores de los Dragones no les caía bien el elfo oscuro ni confiaban en él. Todos se le habrían echado encima cuchillo en mano para teñirlo con su sangre, excepto el emperador, y no porque le tuviera mucho aprecio; y tampoco Takhisis. Lo soportaban porque, de momento, les era útil. Cuando dejara de serlo, no tendría su respaldo.
—Además —añadió el elfo oscuro mientras se arrebujaba en los ropajes de piel—, en esta sala hay poco a lo que temer.
Salah Khan, con su legendario genio, se incorporó bruscamente al tiempo que desenvainaba la espada. Lucien, prietos los puños, empezó a incorporarse en la silla en tanto que Toede echaba ojeadas hacia la puerta más cercana.
El bozak del ala deforme sacó una espada tan grande como la talla de algunos humanos y se situó delante del emperador.
Feal-Thas siguió sentado, imperturbable, enlazadas sobre la mesa las esbeltas manos de largos dedos. El lobo blanco gruñó amenazador y agachó la cabeza al tiempo que sacudía la cola.
—Enfunda la espada, Salah Khan —ordenó Ariakas de buen humor, como un padre afectuoso que separa a sus niños enzarzados en una pelea—. Siéntate, Lucien. Estamos aquí para tratar asuntos importantes. Feal-Thas, mete en cintura a ese animal tuyo.
Cuando el orden se hubo restablecido más o menos, Ariakas agregó con una mueca:
—Todos estamos un tanto irritados. Si os ha pasado como a mí, no habréis dormido gran cosa anoche.
—Yo he dormido bien, señoría —manifestó en voz alta Toede. Nadie le respondió, y creyendo que no le habían entendido, consiguió, con ayuda de dos de sus guardias, sacarse el yelmo.
—Venero y respeto a Su Oscura Majestad como el que más —intervino Salah Khan con mucho tiento—, pero me es imposible abandonar la guerra en el este para viajar al alcázar de Dargaard. Ojalá pudiera hacérselo entender a Su Majestad. Si hablas con ella, emperador...
—¿Qué es todo eso del alcázar de Dargaard? —preguntó Toede mientras se enjugaba el sudor de la frente.
—Me acosa como a ti, Salah Khan —contestó Ariakas—. Está obsesionada con esa idea de llevar a la guerra a Soth. Sólo habla de eso y de encontrar al Hombre de la Joya Verde.
—¿Lord Soth? —preguntó Toede—. ¿Quién es lord Soth?
—Personalmente, no quiero tener cerca a ese Caballero de la Muerte. Pensad en su arrogancia. ¡Quiere ponernos a prueba! —Feal-Thas se encogió de hombros—. Debería sentirse honrado de servir a cualquiera de nosotros. A casi cualquiera de nosotros —rectificó.
—Oh, ese lord Soth —dijo Toede con un guiño cómplice—. Se puso en contacto conmigo ofreciéndose a trabajar para mí. Lo rechacé, por supuesto. «Soth», le dije. Lo llamo «Soth», ¿sabéis?, y él me llama...
—¿Dónde diablos se ha metido Kitiara? —demandó Ariakas al tiempo que golpeaba la mesa con las palmas de las manos. Se volvió hacia un criado—. ¡Ve a buscarla!
El criado se marchó, pero regresó en seguida para informar de que la Dama Azul entraba en el edificio en ese momento.
Ariakas intercambió unas palabras con el bozak del ala deforme. Él y varios draconianos bozaks tomaron posiciones a ambos lados de la puerta. Lucien y Salah Khan intercambiaron una mirada preguntándose qué estaba pasando. Aunque nadie sabía nada, los dos presintieron que iba a haber problemas y mantuvieron la mano cerca de sus armas. Toede tenía dificultades para ver por encima de las cabezas y los hombros de sus guardias, pero experimentaba la incómoda sensación de que estaba a punto de ocurrir algo peligroso y la única salida que había estaba bloqueada ahora por seis enormes bozaks. El hobo gimió para sus adentros.
Feal-Thas, que había escrito la carta que delataba a Kitiara, se imaginó lo que se avecinaba. Aguardó con expectación. No la había perdonado por matar a su guardián.
Los pasos sonoros de unas botas resonaron en el pasillo y en seguida se oyó la voz de Kitiara que dirigía unas jocosas palabras de saludo a los guardias. Los ojos de Ariakas estaban clavados en la puerta con una expresión torva. Los bozaks situados a ambos lados de la puerta se pusieron en tensión.
Kitiara entró en la sala con la espada golpeando en la cadera y la capa azul ondeando tras ella. Llevaba el yelmo debajo del brazo.
—Milord Ariakas... —empezó, a punto de alzar la mano para saludar.
El bozak del ala deforme la agarró y la sujetó por los brazos. Un segundo bozak le cogió la espada y la sacó rápidamente de la vaina.
—Kitiara Uth Matar —dijo Ariakas en tono sonoro mientras se ponía de pie pesadamente—. Quedas arrestada bajo el cargo de alta traición. Si se te declara culpable del delito que se te imputa, el castigo será la pena de muerte.
Kitiara se había quedado petrificada, mirándolo de hito en hito, boquiabierta y desconcertada, tan sorprendida que ni siquiera se resistió. Lo primero que pensó fue que aquello era una especie de broma; Ariakas era célebre por su malintencionado sentido del humor. Sin embargo, Kit vio en los ojos del emperador que aquello era serio... Mortalmente serio.
Echó una rápida ojeada a su alrededor. Vio a los otros Señores de los Dragones —tres de ellos tan estupefactos como ella misma— y comprendió que no se los había convocado a una asamblea. Aquello era un juicio. Esos hombres eran sus jueces y cada uno de ellos codiciaba su puesto de Señora del Dragón del Ejército Azul. Al mismo tiempo que ella se daba cuenta de lo que pasaba, vio que el pasmo de todos ellos daba paso a la complacencia, vio que se echaban miradas sombrías unos a otros mientras tramaban la mejor manera de hacerse con su posición. Para ellos, ya estaba muerta.
Entonces su impulso fue luchar, pero la reacción llegaba tarde. Le habían quitado la espada. Se encontraba inmovilizada en las fuertes garras de un bozak enorme que iba armado con espada y conjuros poderosos. Se le pasó por la cabeza la idea de que sería mejor librar un combate a muerte y perdido de antemano que afrontar cualquiera que fuera el tormento que Ariakas le tenía preparado. No obstante, se contuvo. Los solámnicos tenían la máxima «Mi honor es mi vida» como su credo. El credo de Kit era: «Nunca digas que toca morir.»
Recobró la compostura. No siempre había obedecido las órdenes de Ariakas. Había lanzado ataques por sorpresa cuando tendría que haber puesto un aburrido cerco a algún castillo. Se había apropiado para el uso de sus tropas de ciertos impuestos destinados al emperador. Sin embargo, a ninguna de esas transgresiones se la podía calificar de crimen de alta traición, aunque, por supuesto, si al emperador le daba la gana, podía calificar de alta traición el robo de una empanada de carne de su mesa. Kit no tenía ni idea de a qué venía todo aquello. Entonces vio la leve sonrisa en los labios de Feal-Thas y supo de inmediato quién era su enemigo.
Se irguió, alta la cabeza, impávida y digna en poder de sus captores, y se encaró con Ariakas.
—¿Qué significa todo esto, milord? —demandó con aire de inocencia ofendida—. ¿Qué acto de alta traición he cometido? Te he servido fielmente. Dime qué he hecho, milord. No entiendo nada.
—Se te acusa de conspirar contra el Señor del Dragón Verminaard y planear su muerte contratando asesinos que lo llevaran a cabo —dijo Ariakas.
Kitiara se quedó boquiabierta. La ironía era escalofriante. La acusaban de un crimen del que era inocente. Miró a Feal-Thas, vio ensancharse la sonrisa del elfo y cerró la boca con un chasquido de dientes.
—¡Rechazo y niego rotundamente tal acusación, milord! —La voz le tembló de cólera.
—Lord Toede —dijo Ariakas—, ¿la Señora del Dragón Kitiara, de una forma muy sospechosa, te pidió información sobre los felones que asesinaron a Verminaard?
Toede dio un respingo y se las ingenió para abrirse paso entre el bosque de cuerpos que formaba su guardia personal.
—Lo hizo, milord —contestó mientras se enjugaba el sudor de la frente.
—¡No es cierto! —replicó Kitiara.
—¿Habló con un hombre llamado Eben Shatterstone para recabar, asimismo, información sobre esas personas?
—Lo hizo, milord —repitió Toede, hinchado de placer por ser el centro de atención—. Ese infeliz en persona me lo contó.
Kitiara habría estrangulado al hobgoblin hasta que los ojillos se le hubieran salido de las cuencas. Pero el bozak del ala deforme la tenía sujeta como si las garras fueran un cepo y no pudo soltarse. Se conformó con asestar a Toede una mirada tan amenazadora y malévola que el hobo se encogió y retrocedió para esconderse entre sus guardias, aterrado.
—¡Debería estar esposada, milord! —chilló con voz temblona—. ¡Atada con grilletes!
Kitiara se volvió hacia el emperador.
—Si no tienes más testimonio que el de este saco de mie... —empezó.
—El emperador tiene mi testimonio —la interrumpió Feal-Thas, que se puso de pie con movimientos gráciles y lentos, sin brusquedad—. Como muchos de vosotros sabéis —continuó, dirigiéndose al grupo en general—, soy un brujo invernal. No daré detalles ni explicaciones referentes a esta disciplina mágica a unos no iniciados. Baste decir que un brujo invernal tiene el poder de profundizar en el corazón de otros y llegar a lo más recóndito.
»Miré en tu corazón, Señora del Dragón Kitiara, cuando fuiste tan amable de visitarme en mi aislamiento helado, y vi la verdad. Enviaste a esos asesinos a matar a lord Verminaard con la esperanza de sustituirlo en el puesto de Señor del Dragón del Ejército Rojo.
—¡Mentira! ¡Embustero! —Kitiara se lanzó sobre Feal-Thas con tanta rabia que el bozak que la sujetaba casi perdió el equilibrio—. ¡Debí acabar contigo en el Muro de Hielo!
El elfo oscuro miró a Ariakas de un modo que fue tanto como decir: «¿Necesitas más pruebas, milord?», y se sentó, impasible al arrebato de Kit.
Dándose cuenta de que lo único que había conseguido era empeorar las cosas, Kitiara consiguió recobrar la calma, más o menos.
—¿Le crees, milord? ¿Crees a un elfo comemierda antes que a mí? ¡No tengo nada que ver con la muerte de Verminaard! ¡Su propia estupidez lo mató!
Ariakas desenvainó la espada y la lanzó sobre la mesa.
—Señores de los Dragones, habéis oído los testimonios. ¿Cuál es vuestro veredicto? ¿Es Kitiara Uth Matar culpable del asesinato del Señor del Dragón Verminaard, o es inocente?
—Culpable —dijo Lucien con una sonrisa.
—Culpable —dijo Salah Khan, relucientes los oscuros ojos.
—¡Culpable, culpable! —gritó Toede, que añadió con nerviosismo—: ¡Y por lo tanto debería estar fuertemente sujeta con grilletes!
—Lo siento, Kitiara —dijo Feal-Thas en tono grave—. Disfruté con nuestro encuentro en el Muro de Hielo, pero mi deber es para con mi emperador. Tengo que declararte culpable.
Ariakas giró la espada y la punta señaló a Kitiara.
—Kitiara Uth Matar, se te ha declarado culpable de la muerte de un Señor del Dragón. El castigo por ese crimen es la pena de muerte. Mañana al amanecer serás conducida al Estadio de la Muerte, donde serás ahorcada, destripada y descuartizada. Tus despojos se clavarán en picas a las puertas del templo para que sirvan de escarmiento a otros.
Kitiara permaneció en silencio. Había dejado de forcejear y despotricar.
—Cometes una terrible equivocación, milord —dijo serenamente—. Te he sido leal mientras que todos éstos han sido traicioneros. Pero eso se acabó, milord. Se acabó. Eres tú quien me ha traicionado.
—Llévatela. —Ariakas hizo un gesto al bozak del ala deforme como si tirara basura fuera.
—¿Adonde, milord? —preguntó el bozak—. ¿La llevo a La Jaula o a las mazmorras del templo?
Ariakas se quedó pensativo. La Jaula era la cárcel de la ciudad y siempre estaba abarrotada y al borde del caos la mitad del tiempo. Las fugas no eran cosa habitual, pero se daban, y si había alguien capaz de fugarse de una prisión, esa persona era Kitiara. La meterían en una celda con otros prisioneros; prisioneros varones. Se la imaginaba seduciendo al carcelero, a los guardias, a sus compañeros de celda e instigando una revuelta.
Las mazmorras del templo eran más seguras y estaban menos atestadas. Allí era donde se encarcelaba a la mayoría de prisioneros políticos, si bien Ariakas dudaba de mandar a Kitiara al templo. Los clérigos oscuros y el Señor de la Noche no le tenían ningún aprecio porque la mujer había manifestado abiertamente que los consideraba unos lameculos que, aparte de comer y dormir, no hacían nada, mientras que el ejército se encargaba de la dura e ingrata tarea de ganar la guerra. Aun así, el Señor de la Noche tenía celos de Ariakas y Kit podría encontrar la forma de ganárselo y ponerlo de su parte.
Estuviera donde estuviese encarcelada, Kitiara sería un peligro mientras estuviera viva. Ariakas empezó a arrepentirse de no haber programado la ejecución de inmediato en vez de esperar al espectáculo público. Pero ya era tarde para cambiar de opinión. Los otros Señores de los Dragones olfatearían el tufillo a flaqueza. Sólo se le ocurría un sitio donde la mujer estaría a buen recaudo y completamente inaccesible para cualquiera.
—Enciérrala en el almacén de mis aposentos en el templo —ordenó—. Y aposta guardias en la puerta. Que nadie entre en mis aposentos. Que nadie hable con ella. Cualquiera que incumpla mis órdenes correrá su misma suerte.
El bozak del ala deforme saludó y se dispuso a conducir a Kitiara hacia la puerta. Kit tenía un último y desesperado plan en mente; sólo le quedaba decidir dónde y cuándo atacar. Como si le leyera el pensamiento, Ariakas comentó en tono despreocupado:
—Ah, por cierto, Targ, ten cuidado. Lleva un cuchillo escondido en el peto de escamas de dragón.
—¡El cuchillo! —exigió el draconiano a la par que extendía la garra.
Kitiara le asestó una mirada desafiante y no hizo intención alguna de obedecer.
—Una de dos, Kitiara —advirtió secamente Ariakas—, o le dices a Targ dónde está el cuchillo, o te deja en cueros ahora mismo.
Kitiara le indicó a Targ dónde buscar el cuchillo. El bozak sacó el arma y después despojó a la mujer de la armadura y la dejó con el farseto. La registró de nuevo de la cabeza a los pies, por si acaso, y a continuación la puso bajo la custodia de dos baaz.
Kit aguantó aquellas indignidades con la cabeza bien alta y los puños apretados. Que la colgaran si daba a sus enemigos la satisfacción de verla perder los nervios.
—Lleváosla —ordenó Ariakas.
Cuando los baaz estaban a punto de llevársela, Kitiara se volvió hacia Feal-Thas.
—Tú que tienes el don de ver lo que hay en los corazones, mira el mío ahora —espetó.
Feal-Thas se sobresaltó. Iba a rehusar, pero vio que Ariakas lo observaba y se le ocurrió que aquello podía tratarse de alguna clase de prueba. Quizá la mujer quería demostrar que era un mentiroso. Se encogió de hombros e hizo lo que Kitiara le pedía. Realizó el conjuro de los brujos invernales y examinó su corazón. Vio a tres Caballeros de Solamnia y a un poderoso clérigo de Paladine que partían de Tarsis por la calzada que conducía al Muro de Hielo con el firme propósito de apoderarse de su Orbe de los Dragones.
La rabia hizo que Feal-Thas temblara como si los gélidos vientos de su hogar lo hubieran azotado. Se levantó de la mesa.
—Con tu permiso, milord, debo partir de inmediato. —El elfo lanzó una mirada fría a Kitiara—. Ciertos acontecimientos requieren mi regreso inmediato al glaciar.
Los otros Señores de los Dragones lo miraban de hito en hito. Una leve sonrisa curvó los labios de Kitiara. Girando sobre sus talones, la mujer dejó que los guardias la condujeran fuera de la sala.
El emperador se asomó a la ventana en la que había estado con Kitiara no hacía mucho tiempo contemplando el cadalso de los traidores. Kit caminaba calle abajo rodeada de los guardias, la cabeza alta y los hombros erguidos. Se iba riendo.
—Qué mujer —masculló el emperador—. ¡Qué mujer!
De camino al templo, Kitiara intentó sobornar a los guardias baaz. El bozak del ala deforme la oyó hablar con ellos y ordenó a los dos draconianos que se marcharan y los sustituyó por otros dos.
Lo siguiente que intentó Kit fue sobornar al bozak. Targ ni siquiera se dignó contestar a la generosa oferta y Kitiara suspiró para sus adentros. Había imaginado que la tentativa no tendría éxito porque se sabía de sobra que la guardia draconiana era extremadamente leal a Ariakas. Aun así, había merecido la pena probar. El bozak informaría al emperador que había intentado sobornarlos, pero ¿qué más daba ya? ¿Qué podía hacer para castigarla? No podía matarla dos veces.
El criado de Ariakas había salido antes a todo correr para advertir a las autoridades del templo. Cuando se le informó de que tenía que alojar a la Señora del Dragón, el Señor de la Noche se quedó desconcertado, sin saber cómo reaccionar. Al principio se encolerizó; creía que deberían haberle informado antes de la traición de Kitiara y consultarle la decisión de ejecutarla. Y, por supuesto, tendrían que haberle dicho previamente que Ariakas planeaba encarcelarla en el templo.
Sin embargo, el Señor de la Noche no lamentó ver a la arrogante Dama Azul sometida y humillada; y desde luego no pensaba perderse la diversión de ver su ejecución.
El Señor de la Noche envió una respuesta muy seca a Ariakas, pero su protesta no llegó a más. Envió a varios acólitos al Estadio de la Muerte para asegurarse de que en su palco privado hubiera comida, por si acaso la muerte de Kitiara se prolongaba. Se sabía de personas que habían sobrevivido un período de tiempo increíblemente largo entre gritos de dolor tras haberles arrancado las entrañas.
El Templo de Neraka estaba situado en el centro de la ciudad, que había crecido a su alrededor. El templo existía de forma simultánea en dos planos —el material y el espiritual— y era un lugar extraño y escalofriante. Daba la impresión de que uno caminaba por un edificio que existía en sueños más que en la realidad. De naturaleza orgánica y habiendo brotado de la semilla de la Piedra Fundamental, las paredes del templo estaban torcidas y deformadas y los pasillos discurrían en tortuosas curvas. Como si fuera producto de un sueño, los corredores que aparentaban ser cortos y rectos eran en realidad largos y sinuosos. Quienes intentaban caminar solos a través del templo, sin la guía de los clérigos oscuros, acababan extraviados o locos.
Kitiara, como los otros Señores de los Dragones, tenía sus aposentos privados en el templo. Cada Señor del Dragón tenía una puerta propia que guardaban sus tropas. Los Señores de los Dragones sólo hacían uso de estos alojamientos en acontecimientos ceremoniales, y todos preferían las comodidades de una posada acogedora o incluso los barracones de su sector a la atmósfera inquietante del templo.
El conjunto de aposentos imperiales de Ariakas era el más lujoso del templo, tan sólo superado por el del Señor de la Noche. Ariakas rara vez pasaba mucho tiempo allí. No se fiaba del Señor de la Noche ni éste se fiaba de ella. El bozak, Targ, sabía moverse por el templo, pero se alegró de contar con uno de los clérigos oscuros como escolta. Condujeron a Kitiara por los distorsionados pasillos, que, incluso para los que trabajaban en el templo, resultaban confusos en ocasiones. El escolta tuvo que pararse en cierto momento y esperar a que otro clérigo oscuro que deambulaba por allí lo orientara en la dirección correcta.
Mientras Kitiara caminaba entre los dos baaz —que ni siquiera la miraban, y mucho menos hablaban con ella— trató de urdir un plan de fuga. Ariakas era listo. El templo constituía una prisión excelente. Aunque lograra salir del lugar donde la encerraran, por sus propios medios podría pasarse toda la vida deambulando por aquellos pasillos sin hallar jamás la salida. Los clérigos oscuros no la ayudarían. Estarían contentos de verla morir.
Aquello era el fin. Estaba acabada. Maldijo al idiota de Verminaard por dejar que lo mataran, maldijo a Tanis por matarlo, maldijo a Feal-Thas por espiarla, maldijo a Toede por haber nacido y maldijo a Ariakas por no dejarla proseguir con la guerra en Solamnia. Luchar contra los caballeros habría evitado que se metiera en problemas.
El bozak del ala deforme, Targ, la condujo al conjunto de aposentos imperiales situado a bastante profundidad por debajo del nivel del suelo, oculto a la vista. Los aposentos de los Señores de los Dragones se encontraban en la parte alta del templo, encima de la sala de audiencias. Kit se había preguntado a menudo por qué habría preferido Ariakas tener sus aposentos en estancias subterráneas. Cuando las vio, lo entendió. Aquello no era un lugar para vivir en él. Era un fortín. Allí, bajo tierra, accesible sólo por una empinada escalera de caracol, había alojamiento para sus tropas y un almacén anexo repleto de provisiones. Una pequeña fuerza podría defender el lugar durante mucho tiempo, puede que de forma indefinida.
El clérigo encendió una antorcha, se puso en cabeza y empezó a bajar la escalera para desactivar las trampas. El aire era fétido y húmedo. Las paredes estaban jalonadas de agujeros. Cualquier fuerza que bajara por esa escalera tendría que hacerlo en fila, y los angostos peldaños eran toscos e irregulares a propósito. Incluso los draconianos, a pesar de las garras de los pies, tuvieron que ir con cuidado para no caerse. Al final de la escalera había una maciza puerta de hierro cuya apertura se operaba mediante un mecanismo complejo. Cuando ellos llegaron se encontraba abierta. Los baaz condujeron a Kit a través de esa puerta a unos aposentos que eran espaciosos, lujosos, oscuros y opresivos.
No era de extrañar que Ariakas se negara a instalarse allí, pensó Kitiara con un escalofrío. Si todo iba mal, en aquel lugar presentaría su última batalla y, si la derrota era inminente, sería donde moriría.
Pero al menos moriría luchando, pensó con amargura.
Ariakas había ordenado que la encerraran en el almacén de provisiones. Targ la escoltó hasta un cuarto adyacente a la cocina que resultó ser una despensa grande, oscura y sin ventanas. El clérigo oscuro le llevó una manta para que la extendiera en el frío suelo de piedra, así como un cubo para hacer sus necesidades y le preguntó si quería comer algo. Kit declinó en tono de desprecio. A decir verdad tenía el estómago encogido. Sospechaba que si ingería un solo bocado, acabaría vomitando.
El clérigo oscuro preguntó por las esposas. A despecho de la insistencia de Toede de aherrojar a Kit, al bozak no se le había pasado por la cabeza llevar unas, y en los alojamientos de Ariakas no había. Al final, Targ y el clérigo llegaron a la conclusión de que las esposas no harían falta de momento. Kit no iba a ir a ningún sitio hasta el amanecer, momento en que se la conduciría a su ejecución. El clérigo prometió que para entonces ya habría conseguido unas esposas. Targ la empujó dentro de la despensa e hizo intención de cerrar la puerta.
—¡Targ, dile a Ariakas que soy inocente! —suplicó al draconiano—. ¡Dile que puedo demostrarlo! Si viniera a verme...
Targ cerró de un portazo y echó la llave.
Sola en la más absoluta oscuridad, Kitiara oyó las garras de los pies del bozak raspar contra el suelo de piedra. Después se hizo el silencio.
Podía oír los latidos de su propio corazón que caían en el silencio como granos de arena contando los segundos que faltaban para su muerte. Kitiara escuchó los latidos hasta que el sordo golpeteo sonó tan fuerte que los muros de la prisión parecieron dilatarse y contraerse al compás marcado por el corazón.
Por primera vez en su vida estaba muerta de miedo.
Había presenciado la ejecución de personas ahorcadas, destripadas y descuartizadas. Era una experiencia horrorosa. Sabía de soldados veteranos que habían tenido que mirar a otro lado, incapaces de aguantar el horripilante espectáculo. Primero la colgarían, pero no hasta morir, sólo hasta que se desmayara. Después la harían volver en sí y la tenderían en el suelo, atada a unas estacas. El verdugo le iría arrancando los órganos del cuerpo en vida. Chillando y retorciéndose por el dolor insufrible, la obligarían a contemplar cómo arrojaban sus vísceras al fuego para que ardieran. Dejarían que se desangrara despacio hasta que, al borde de la muerte, le cortarían las extremidades y la cabeza. Las distintas partes del cuerpo despedazado se clavarían en picas y las dejarían en las puertas del templo, pudriéndose.
Kitiara imaginó lo que sentiría cuando la hoja del cuchillo se le hundiera en la tripa. Imaginó el clamor entusiasmado de la muchedumbre cuando brotara la sangre, un clamor que, aunque fuerte, no ahogaría sus propios gritos. Un sudor frío le corría por la cara y el cuello. Tuvo arcadas y las manos empezaron a temblarle. Era incapaz de tragar saliva; no podía respirar. Jadeó para inhalar y se incorporó bruscamente con la alocada idea de arrojarse de cabeza contra la pared.
Se impuso la sensatez. Temiendo estar al borde de la locura, se obligó a reflexionar sobre todo aquello. Estaba hundida, pero no acabada. Era media mañana, así que disponía del resto del día y de toda la noche para discurrir un plan de fuga.
Y luego, ¿qué? Aunque consiguiera escapar, ¿qué?
Kitiara se sentó pesadamente en la silla. Estaría viva, cierto, y eso no era poco, pero se pasaría el resto de la vida huyendo. Ella, que había sido una Señora del Dragón, una líder de ejércitos, una conquistadora de naciones, tendría que esconderse en los bosques, se vería obligada a dormir en cuevas, reducida a vivir del robo. Vivir con la ignominia y la vergüenza de una existencia tan miserable sería más duro que soportar las horrendas horas de agonía que tendría que sufrir en la ejecución.
Hundió la cabeza en las manos. Una lágrima se deslizó, ardiente, por su mejilla. Se la quitó con rabia. Nunca había experimentado tal desaliento, jamás se había encontrado en una situación tan desesperada. Podía intentar hacer un trato con Ariakas, pero no tenía nada que ofrecerle.
Un trato.
Kitiara alzó la cabeza y se quedó mirando fijamente la oscuridad. Había un trato que podía hacer, pero no con Ariakas, sino con alguien que estaba mucho más arriba. Ignoraba si funcionaría. Una parte de ella creía que sí, pero la otra parte se mofó. Sin embargo, valía la pena intentarlo.
Jamás en su vida había pedido un favor a nadie. Jamás había elevado una plegaria; la verdad era que ni siquiera sabía muy bien qué había que hacer para rezar. Los clérigos y los sacerdotes se ponían de rodillas, humillados y postrados ante su dios. Kitiara no creía que eso complaciera a ninguna deidad, en especial una fuerte y poderosa, una diosa guerrera, una diosa que se había atrevido a hacer la guerra en la tierra y en el cielo.
Kitiara se puso de pie, apretó los puños y gritó:
—¡Reina Takhisis! ¿Quieres a lord Soth? Yo te lo traeré. Soy la única de tus Señores de los Dragones, mi señora, con la destreza y el valor necesarios para presentarse ante el Caballero de la Muerte en su alcázar y convencerlo de que nuestra causa vale la pena. Ayúdame a escapar de mi prisión esta noche, Oscura Majestad, y yo me encargaré de todo lo demás.
Kitiara guardó silencio. Esperó con expectación, aunque no sabía bien qué. Alguna clase de señal, tal vez, de que la diosa había oído su propuesta, que había aceptado el trato. Sabía que los sacerdotes recibían esas señales; o eso afirmaban ellos. Por ejemplo, llamas que ardían sobre el altar o sangre que rezumaba de las piedras. Siempre había imaginado que todo eso sólo era un engaño. Su hermano pequeño, Raistlin, le había mostrado cómo era posible realizar esos trucos.
La guerrera no creía en los milagros pero, sin embargo, había pedido uno.
Quizá fuera ésa la razón de que no hubiera ninguna señal. La oscuridad siguió siendo tan profunda como antes. No oyó ninguna voz ni ninguna otra cosa excepto los latidos de su corazón. Kit se sentó de nuevo en la silla. Se sentía como una estúpida, pero también tranquila; la tranquilidad del desaliento.
Ahora sólo le quedaba esperar la muerte.
El día que tan mal comienzo había tenido para Kitiara resultó mejor para su rival. Laurana había pedido a los grifos que los llevaran al límite del glaciar y eso fue lo que hicieron los animales, que, no obstante, se negaron en redondo a acercarse al castillo del Muro de Hielo. Explicaron a Laurana que lo habitaba un dragón blanco. Los grifos dejaron muy claro que no le tenían miedo al dragón, pero que tendrían problemas para combatir contra él si iban cargados con jinetes.
Los grifos le dijeron a la elfa que sus compañeros y ella necesitarían ayuda si iban a quedarse en aquella región, y afirmaron que no sobrevivirían mucho tiempo sin cobijo, alimentos y ropas de abrigo más gruesas. En el territorio vivían humanos nómadas a los que se conocía por el nombre de Bárbaros de Hielo, y que tal vez podrían ayudarlos si su grupo era capaz de convencer a esa gente de que no iba con intenciones hostiles.
Una vez hubieron cruzado el mar y se encontraron sobre el glaciar, varios grifos se apartaron del grupo para explorar —ojo avizor por si aparecía el dragón— en busca de los Bárbaros de Hielo. Regresaron en seguida para informar de que habían dado con un campamento nómada. Los grifos dejaron a sus jinetes a cierta distancia del campamento porque temían que los Bárbaros de Hielo se volvieran de inmediato contra los extranjeros si veían grandes animales alados.
Un momento antes de levantar el vuelo, los grifos le contaron a Laurana que los nómadas detestaban a Feal-Thas; al parecer, el hechicero y sus thanois habían iniciado una guerra contra ellos hacía unos cuantos meses. Los grifos se despidieron de la elfa y le dieron un último consejo: trabar amistad con los Bárbaros de Hielo. Guerreros muy fieros, como amigos serían valiosos, y, como enemigos, letales.
Después de que los grifos se hubieron marchado, el grupo buscó refugio en el pecio de un velero grande que parecía haber volcado en el hielo tras chocar contra él. Era un tipo de embarcación que ninguno había visto hasta entonces ya que se había construido para desplazarse sobre el hielo en vez de hacerlo por el agua. Adosados a la quilla se veían grandes patines de madera. Supuestamente, estando la vela izada, la embarcación se deslizaría por la superficie del hielo.
El casco de la embarcación ofrecía cierta protección del viento gélido, aunque no del frío intenso que calaba hasta los huesos y entumecía los músculos. El grupo discutió la mejor forma de abordar a los nómadas. Según los grifos, casi todos ellos hablaban Común porque en los meses del estío, cuando había buena pesca, vendían las capturas en los mercados de Rigitt. Elistan propuso que Laurana, habituada a las relaciones diplomáticas, fuera a hablar con ellos. Derek se opuso argumentando que no sabían lo que pensaban de los elfos los nómadas del hielo, o incluso si habían visto alguno en su vida.
Estaban acurrucados unos contra otros entre los restos de la embarcación y debatían qué hacer —o lo intentaban, porque tenían los labios entumecidos por el frío y así resultaba difícil hablar— cuando el debate fue interrumpido por un chillido gutural, una especie de bramido o rugido de dolor lanzado por un animal. Ordenando a los demás que se quedaran en la destrozada embarcación, Derek y sus caballeros se marcharon para descubrir qué pasaba. Tasslehoff salió a todo correr tras ellos y Sturm corrió a su vez en pos del kender, aunque no lo hizo solo, ya que Flint iba con él. Gilthanas dijo que no se fiaba de Derek y los siguió, acompañado por Elistan, que pensó que quizá podría ser de ayuda. Laurana no estaba dispuesta a quedarse sola, así que el grupo en su totalidad, para ira del caballero, fue detrás de Derek.
Se encontraron con un oso blanco enorme al que atacaban dos kapaks que pinchaban con lanzas al oso. El animal estaba erguido sobre los cuartos traseros al tiempo que rugía y golpeaba las lanzas con unas zarpas de un tamaño impresionante. El rojo de la sangre manchaba la pelambre blanca del oso. Laurana se preguntó por qué no huiría el animal, sin más, y entonces descubrió la razón. Era una hembra e intentaba proteger a dos cachorros blancos que estaban agazapados detrás de ella.
—Así que los asquerosos lagartos están también aquí —dijo Flint, malhumorado.
Hizo intención de sacar el hacha del correaje que llevaba a la espalda, pero, a pesar de los guantes, tenía las manos entumecidas por el frío y el arma se le escapó de los dedos insensibilizados. El hacha resonó al caer en el hielo.
El ruido hizo que los draconianos interrumpieran el ataque para mirar hacia atrás. Al verse superados en número, dieron media vuelta y echaron a correr.
—¡Nos han visto! —gritó Derek—. Hay que impedir que vayan a informar de nuestra presencia. ¡Aran, el arco!
Aran descolgó el arco que llevaba al hombro. Al caballero le pasaba lo mismo que a Flint, que tenía las manos heladas y no consiguió que los dedos agarrotados sujetaran la flecha. Derek desenvainó la espada y empezó a correr en pos de los draconianos al tiempo que le gritaba a Brian que lo acompañara. Los caballeros, resbalando en el hielo y dando patinazos, avanzaban a trancas y barrancas. Los draconianos, con la ventaja del agarre que les proporcionaban las garras de los pies, los dejaron atrás en seguida y desaparecieron en la desierta blancura. Derek regresó maldiciendo entre dientes.
Sangrando, la osa blanca se desplomó y quedó tendida en el hielo. Los cachorros empujaban con las zarpas el cuerpo herido de su madre apremiándola a que se levantara. Sin hacer caso a los gritos de Derek que le advertía que la osa herida lo atacaría, Elistan se acercó al animal y se arrodilló a su lado. Enseñándole los dientes, la osa le gruñó débilmente y trató de levantar la cabeza, pero apenas le quedaban fuerzas. Con murmullos quedos destinados a sosegarla, Elistan posó las manos sobre el cuerpo del animal y su tacto pareció tranquilizarla. El animal soltó un suspiro enorme, gemebundo, y se relajó.
—Los draconianos volverán —dijo Derek con impaciencia—. El animal se está muriendo. No podemos hacer nada por él. Deberíamos irnos antes de que regresen con refuerzos. Voy a poner fin a esto.
—No perturbes a Elistan mientras reza, señor —intervino Sturm. Viendo que Derek no iba a hacerle caso, Sturm le sujetó el brazo.
Derek le asestó una mirada fulminante y Sturm retiró la mano, pero siguió plantado entre el caballero y Elistan. Derek masculló algo y se alejó. Aran fue tras él mientras Brian se quedaba a mirar.
Mientras Elistan rezaba, las heridas y los tajos ensangrentados que la osa tenía en el pecho y en los costados se cerraron. Brian soltó una exclamación ahogada.
—¿Cómo ha hecho eso? —le susurró a Sturm.
—Elistan diría que él no ha hecho nada, que es el dios quien realiza el milagro —contestó su amigo con una sonrisa.
—¿Tú crees en... esto? —inquirió Brian a la par que gesticulaba hacia el clérigo.
—Sería difícil no hacerlo cuando tienes la prueba ante tus ojos —repuso Sturm.
Brian deseaba averiguar más cosas. Quería saber si Sturm le rezaba a Paladine, pero sería de mala educación hacer una pregunta tan personal y, en consecuencia, guardó silencio. No era ésa la única razón, sin embargo. Si Derek se enteraba de que Sturm Brightblade creía en esos dioses y que, para colmo, les rezaba, sería otro punto en su contra.
La osa hizo amagos de intentar levantarse. Seguía siendo un animal salvaje con crías a las que proteger y Elistan, muy prudente, se apartó con rapidez tirando hacia atrás del kender, que había estado haciéndose amigo de los cachorros. El grupo volvió a la embarcación destrozada. Al echar un vistazo hacia atrás, vieron que la osa ya se había incorporado y se alejaba con pasos torpes y lentos, seguida de cerca por los cachorros.
Derek y Aran comentaban el hecho de que los draconianos hubieran llegado tan al sur.
—Deben de estar al servicio de Feal-Thas —decía Derek—. Regresarán para informarle de que tres Caballeros de Solamnia han llegado al glaciar.
—Estoy convencido de que la noticia asustará tanto al Señor del Dragón que no le llegará la camisa al cuerpo —dijo Aran con acritud.
—Imaginará que hemos venido por el Orbe de los Dragones —replicó Derek—. Y mandará a sus tropas a atacarnos.
—¿Por qué iba a llegar tan de repente a la conclusión de que andamos tras el orbe? —demandó Aran—. Que tú estés obsesionado con ese artefacto, Derek, no significa que todo el mundo...
—¿Habéis visto eso? —gritó Brian, entusiasmado, cuando se reunió con ellos—. ¡Fijaos! La osa camina, Elistan le ha curado las heridas...
—Pero qué inocente eres, Brian —le espetó Derek en tono mordaz—. Siempre te dejas engañar por los trucos de cualquier charlatán. Las heridas de la osa eran superficiales. Cualquiera se habría dado cuenta.
—No, Derek, te equivocas —empezó Brian, pero Aran lo interrumpió al asirlos a los dos por el brazo y apretarles con fuerza en un gesto de advertencia.
—Mirad atrás. Despacio, sin movimientos bruscos.
Los caballeros se dieron media vuelta y vieron que un grupo de guerreros vestidos con ropas de cuero y pieles se encaminaba hacia ellos. Iban armados con lanzas y algunos de ellos asían hachas de aspecto extraño que relumbraban con la fría luz del sol, como si fueran de cristal.
—¡Que todo el mundo entre en la embarcación! —ordenó Derek—. Nos servirá de protección.
Brian echó a correr al tiempo que gritaba a los otros que se dirigieran a la embarcación lo más rápido posible. Agarró a Tasslehoff y lo empujó para que se diera prisa. Flint, Gilthanas y Laurana los siguieron a toda prisa.
Sturm ayudó a Elistan, pues al clérigo le estaba costando trabajo mantener el paso.
Los guerreros siguieron avanzando. Aran empezó a soplarse las manos para que le entraran en calor y así poder usar el arco. Flint echó un vistazo por encima del casco mientras manoseaba el hacha y observó con curiosidad las extrañas hachas del enemigo.
—Deben de ser los Bárbaros de Hielo que mencionaron los grifos —dijo Laurana, que se acercó presurosa a Derek—. Tendríamos que intentar hablar con ellos, no presentarles batalla.
—Iré yo —se ofreció Elistan.
—Es demasiado peligroso —objetó Derek.
Elistan miró a Tasslehoff, que estaba azul de frío y tiritaba de tal modo que hasta los saquillos tintineaban. Los demás no estaban mucho mejor.
—Creo que el peligro más inmediato al que nos enfrentamos ahora es congelarnos —adujo el clérigo—. No creo que corra peligro. Esos guerreros no corrieron para atacarnos, como habrían hecho si pensaran que estamos con las fuerzas del Señor del Dragón.
Derek se quedó pensativo.
—De acuerdo —admitió—. Pero seré yo quien hable con ellos.
—Sería más prudente que me dejaras ir a mí, sir Derek —sugirió Elistan en tono sosegado—. Si me ocurriera algo, harás falta aquí.
Derek asintió bruscamente con la cabeza.
—Te cubriremos —dijo al ver que Aran se las había arreglado para calentarse los dedos lo suficiente para poder usar el arco. De hecho, ya tenía una flecha encajada en la cuerda, listo para dispararla.
Laurana se acercó a Tasslehoff, estrechó al tembloroso kender contra su cuerpo y lo arropó con la capa. En un silencio tenso, observaron a Elistan salir de la protección del casco y avanzar con los brazos levantados para mostrar que no iba armado. Los guerreros lo vieron y algunos lo señalaron. El guerrero que iba en cabeza —un hombretón de llameante cabello pelirrojo que parecía el único color en aquel mundo blanco— también lo divisó. Siguió caminando e hizo un gesto para que sus guerreros avanzaran.
—¡Mirad! —exclamó Aran de repente a la par que señalaba.
—¡Elistan! —gritó Brian—. ¡El oso blanco te sigue!
El clérigo miró en derredor. La osa se acercaba al trote por el hielo con los cachorros corriendo detrás de ella.
—¡Elistan, vuelve! —gritó Laurana, asustada.
—Demasiado tarde —dijo Derek, lúgubre—. No lo conseguiría. Aran, dispara al animal.
Aran alzó el arco, tensó la cuerda y apuntó, pero una sacudida del brazo le hizo perder la concentración.
—¡Suéltame el brazo! —gritó, enfadado.
—Nadie te está sujetando —dijo Brian.
Aran miró a su alrededor. Flint y Sturm se encontraban de pie al otro extremo de la embarcación. Tasslehoff —el que podría ser más sospechoso— tiritaba entre los brazos de Laurana. Brian se hallaba junto a Derek y Gilthanas estaba al otro lado de Flint.
—Lo siento —se disculpó con gesto de extrañeza. Negó con la cabeza y masculló—. Juraría que alguien...
Volvió a levantar el arco.
La osa le pisaba los talones a Elistan. Los guerreros habían visto también al animal y el jefe de barba pelirroja dio la orden de alto.
Elistan tenía que haber oído los gritos de advertencia. Tenía que haber oído el ruido de las zarpas de la osa sobre el hielo, pero, de ser así, no se volvió, sino que siguió adelante.
—¡Dispara de una vez! —ordenó Derek, volviéndose hacia Aran, furioso.
—¡No puedo! —jadeó el caballero, que sudaba a pesar del frío. Los dedos sujetaban firmemente la flecha, el brazo le temblaba por el esfuerzo, pero no disparó—. ¡Alguien me sujeta el brazo!
—No, nadie lo sujeta —dijo Tasslehoff entre el castañeteo de dientes—. Alguien debería decírselo, ¿verdad?
—Calla —susurró Laurana.
La osa se alzó sobre los cuartos traseros y se levantó, imponente, detrás de Elistan. Erguida y manteniendo las patas delanteras por encima del clérigo, soltó un rugido atronador.
El líder de los guerreros contempló largamente a la osa y después, volviéndose hacia atrás, hizo un gesto a sus hombres. Uno tras otro, los guerreros tiraron las armas al hielo. El de la barba pelirroja caminó despacio hacia Elistan. La osa, más tranquila, se plantó sobre las cuatro patas, aunque no apartó los ojos de los Bárbaros del Hielo.
El hombre de la barba roja tenía los ojos de un color azul intenso, una gran nariz y la cara muy curtida y surcada de arrugas. Habló en Común, aunque con un acento muy marcado, al tiempo que señalaba a la osa.
—Ese animal ha sido herido, está cubierto de sangre. —La voz del hombre retumbaba como un alud—. ¿Has sido tú?
—Si hubiese sido yo, ¿crees que caminaría a mi lado? —respondió Elistan—. A la osa la atacaron los draconianos. Esos valerosos caballeros —señaló a Derek y a los otros, que habían salido de la embarcación— los hicieron huir y salvaron al animal.
El guerrero gruñó. Miró a Elistan y miró a la osa y después bajó la lanza. Hizo una reverencia al animal y le habló en su propia lengua. De una bolsa de cuero que llevaba atada al cinturón sacó unos trozos de pescado que echó a la osa, que se los comió con fruición. Después, reuniendo a sus cachorros, se alejó pesadamente, a buen paso, hacia el glaciar.
—El oso blanco es el guardián de nuestra tribu —manifestó el jefe—. Tienes suerte de que haya respondido por ti, pues de otro modo os habríamos matado. No nos gustan los forasteros. Sin embargo, seréis nuestros honorables huéspedes.
—¡Te juro, Derek, que ha sido como si alguien me sujetara con la fuerza de un cepo! —protestaba Aran mientras los caballeros salían al encuentro de Elistan.
—Pues menos mal —comentó Brian—. Si hubieses matado a la osa, ahora estaríamos todos muertos.
—Bah, lo único que le pasa es que echa en falta sus tragos de alcohol —dijo Derek, desabrido—. Son alucinaciones de alcohólico.
—No es cierto —negó Aran, que hablaba con una calma que no presagiaba nada bueno—. Me conoces lo bastante para saber que no es cierto. Alguien me sujetó el brazo.
La mirada de Brian se encontró con la de Elistan.
El clérigo sonrió y le guiñó el ojo.
Los Bárbaros de Hielo les dieron una buena acogida. Les ofrecieron pescado ahumado y agua. Uno de ellos se quitó el grueso chaquetón de pieles para arropar al kender, que estaba medio congelado. El guerrero de barba roja era su jefe y se negó a hablar o responder a sus preguntas alegando que todos corrían peligro de congelación. Condujo al grupo de vuelta al campamento consistente en tiendas pequeñas y confortables hechas con pieles de animales estiradas sobre bastidores portátiles. Por el agujero central de las tiendas salía un hilillo de humo. El centro del campamento era un habitáculo comunal que se conocía como la casa larga o la tienda del jefe. Estrecha y alargada, la tienda del jefe estaba hecha de pieles y cuero tendidas sobre el enorme costillar de algún animal marino muerto que se habría quedado atrapado en el hielo. Las tiendas pequeñas se utilizaban sólo para dormir, ya que estaban demasiado abarrotadas para hacer otras cosas. Los Bárbaros de Hielo se pasaban casi todo el tiempo pescando en los estanques del glaciar o en la tienda del jefe.
Los que se encontraban reunidos allí cosían pieles, trenzaban y reparaban redes, martilleaban anzuelos, fabricaban lanzas y puntas de flecha y muchas otras tareas. Hombres, mujeres y niños trabajan juntos, y mientras lo hacían alguien contaba un relato o el grupo cantaba. Los niños pequeños jugaban bajo techo, otros y los mayores tenían tareas que realizar. En aquel duro clima, la supervivencia de la tribu dependía de que cada persona hiciera lo que le correspondía.
El pueblo del glaciar dio a sus huéspedes ropas adecuadas para vivir en los hielos y los integrantes del grupo se arrebujaron de buena gana en las cálidas prendas de piel, se calzaron las botas forradas y se cubrieron las manos heladas con guantes gruesos. A Laurana le cedieron una tienda para ella sola. Los tres caballeros disponían de otra, y Sturm, Flint y Tas ocuparon una tercera. Elistan iba camino de su tienda cuando se encontró con un hombre mayor de luenga barba blanca que le cerraba el paso; se abrigaba con prendas de piel encima de una túnica gris. Lo único que se veía del hombre era la nariz aguileña que asomaba bajo la capucha gris, así como los ojos brillantes.
El anciano se había plantado justo delante de Elistan. El clérigo se tuvo que parar por fuerza y sonrió al anciano de cuerpo encorvado que no le llegaba siquiera al hombro.
El viejo se quitó bruscamente un guante y dejó a la vista una mano nudosa con las articulaciones deformadas, los dedos agarrotados y surcada por multitud de venas azuladas. Alzó la mano hacia el medallón que Elistan llevaba al cuello. No lo tocó. La mano, temblorosa por una incipiente enfermedad degenerativa, se detuvo a corta distancia.
Elistan asió el medallón, se lo quitó y lo puso en la mano del anciano.
—Llevas mucho tiempo esperando pacientemente esto, ¿verdad, amigo mío? —susurró el clérigo.
—Así es —contestó el anciano, y dos lágrimas le rodaron por las mejillas y se perdieron en el cuello de pieles—. Mi padre esperó. Y antes que él esperó su padre, y antes, el padre de su padre. ¿Es verdad? ¿Han regresado los dioses?
—Jamás nos abandonaron —afirmó Elistan.
—Ah. —El anciano hizo una breve pausa antes de proseguir—. Creo que lo entiendo. Ven a mi tienda y cuéntame todo lo que sabes.
Enfrascados en la conversación, los dos se alejaron y desaparecieron en el interior de una tienda un poco más grande que las otras y que estaba situada cerca de la casa larga.
Laurana estuvo sentada en su tienda durante un rato. El dolor seguía latente, la pena era lacerante, pero ya no tenía la impresión de estar perdida en el fondo de un pozo oscuro, con la luz allá arriba, tan distante que no podía alcanzarla. Al pensar en los últimos días apenas recordaba nada de ellos y se sintió avergonzada. Vio claramente que había estado andando por un camino terrible, un camino que podría haberla conducido a la autodestrucción. Recordó con espanto que, durante un fugaz instante, había deseado que el desconocido de Tarsis la hubiera matado.
Los grifos la habían salvado. Este mundo helado, blanco, implacable, la había salvado. Paladine, en su misericordia, la había salvado. Como la osa blanca, había vuelto a la vida. Siempre amaría a Tanis, siempre lo lloraría, siempre estaría presente en su pensamiento, pero ahora tomó la decisión de que trabajaría por él, en su nombre, para lograr la victoria sobre la oscuridad, victoria por la que había muerto en su lucha por alcanzarla. Laurana elevó una plegaria en silencio para dar las gracias a Paladine y después fue a reunirse con los demás en la tienda del jefe.
Unas lumbres de turba ardían a intervalos en el interior de la casa larga y el humo ascendía y salía a través de los agujeros abiertos en el techo. Las gentes del pueblo del glaciar estaban sentadas en el suelo, con las piernas cruzadas, encima de pieles extendidas, y se dedicaban a sus tareas. Sin embargo, ese día no había cánticos ni relatos, porque todos estaban atentos a la conversación que sostenía su jefe con los forasteros.
El jefe se llamaba Harald Haakan. Hablaba con Derek, que se había encargado de anunciar que era el cabecilla del grupo. Flint resopló al oír aquello, pero Sturm le hizo un gesto para que se callara.
—Dijiste que unos «draconianos» atacaron a la osa —comentó Harald—. Nunca había oído hablar de tales seres. ¿Qué son?
—Criaturas monstruosas que nunca se habían visto en Ansalon —repuso Derek—. Caminan erguidas como los seres humanos, pero tienen el cuerpo cubierto de escamas, así como alas y garras de dragones.
Harald asintió con la cabeza, ceñudo.
—Ah, de modo que te referías a esos seres. Hombres-dragón, los llamamos nosotros. El perverso hechicero Feal-Thas trajo esos monstruos al castillo del Muro de Hielo, junto con un dragón blanco. Hasta ese momento ninguno de nosotros había visto un dragón, aunque habíamos oído historias de que habían vivido aquí en tiempos remotos. Ninguno de nosotros sabía qué era esa gran bestia blanca hasta que Raggart el Viejo nos lo dijo. Sin embargo, ni siquiera él sabía nada sobre esos hombres-dragón.
—¿Quién es Raggart? —preguntó Derek.
—Raggart Knug, nuestro clérigo —contestó Harald—. Es el más viejo de todos nosotros. Interpreta las señales y los augurios. Nos dice cuándo va a cambiar el tiempo, cuándo dejar de pescar en un estanque antes de que acabemos con todos los peces y nos muestra dónde encontrar otro nuevo. Nos avisa cuando un enemigo se acerca para que tengamos tiempo de prepararnos para la batalla.
—¿Este hombre es pues un sacerdote del oso blanco?
Era evidente que Harald estaba ofendido. Lanzó una mirada fulminante a Derek.
—¿Por quién nos tomas, solámnico? ¿Por salvajes? No adoramos a los osos. Ese animal es nuestro guardián tribal y lo honramos y respetamos, pero no es un dios.
Al parecer, Harald tenía un temperamento muy acorde con el color fogoso de su cabello. Masculló entre dientes algo en su lengua mientras negaba con la pelirroja cabeza y miraba a Derek, el cual se disculpó varias veces por su equivocación. Finalmente el jefe se tranquilizó.
—Por ahora no veneramos a ningún dios —prosiguió Harald—. Los dioses verdaderos nos abandonaron y esperamos que regresen. Eso podría ocurrir en cualquier momento, según Raggart. Dice que el dragón blanco es un augurio.
—Cuando dices «los dioses verdaderos» ¿te refieres a Paladine, Mishakal y Takhisis? —preguntó Sturm, interesado.
—Nosotros los conocemos por otros nombres, aunque he oído llamarlos así a la gente de Rigitt. Si ésos son los antiguos dioses, entonces, sí, es su regreso el que esperamos.
Laurana buscó a Elistan con la mirada al suponer que aquello le interesaría, pero no había ido con ellos a la tienda y la elfa no tenía ni idea de dónde podría estar.
Derek desvió la conversación hacia el Señor del Dragón, Feal-Thas.
Harald dijo que Feal-Thas llevaba residiendo en el glaciar unos cientos de años y hasta ese momento el hechicero había mantenido las distancias casi siempre. Harald había oído que Feal-Thas decía ser un Señor del Dragón, pero Harald no sabía nada de eso ni de los ejércitos de los dragones ni de la guerra que hacía estragos en otras partes de Ansalon.
—Y tampoco me importa —dijo al tiempo que desestimaba aquello con un gesto de la enorme mano—. Nosotros estamos metidos en una guerra interminable que libramos a diario sólo para seguir vivos. Combatimos contra enemigos mucho más antiguos que los dragones e igualmente mortíferos: el frío, la enfermedad, el hambre. Luchamos contra los thanois, que atacan por sorpresa para conseguir comida. Por eso no nos preocupa lo que pasa en el resto del mundo. —El jefe clavó en Derek una mirada astuta—. ¿Se preocupa por nosotros el resto del mundo?
Derek se quedó desconcertado, sin saber qué decir. Harald asintió con la cabeza y se recostó.
»Suponía que no —gruñó—. En cuanto al hechicero, está buscando problemas al traer a esos hombres-dragón para que nos ataquen junto a los thanois. Sus tropas han exterminado tribus más pequeñas. Matan mujeres y niños. Feal-Thas no se anduvo con rodeos. Dijo que se proponía aniquilarnos a todos, que no quedaría vivo nadie del pueblo del glaciar. Nuestra tribu es grande y mis guerreros son fuertes, de modo que hasta ahora no ha osado atacarnos, pero me temo que eso podría estar a punto de cambiar. Hemos sorprendido a sus lobos merodeando por los alrededores del poblado, espiando, y ha enviado unidades pequeñas para tantearnos. Confundí a vuestro grupo con una patrulla de sus soldados,
—Somos enemigos del Señor del Dragón Feal-Thas —manifestó Derek—, Hemos prometido acabar con el hechicero.
—Nos vendrían bien vuestras espadas en esta lucha, señor caballero, pero no entraréis en batalla con Feal-Thas. Se queda escondido en su palacio de hielo o en las ruinas del castillo del Muro de Hielo.
—Entonces iremos allí para luchar con él —manifestó Derek—. ¿Hay más tribus en la zona? ¿Podría reunirse un ejército en poco tiempo?
Harald lo miró fijamente durante unos segundos y después el hombretón rompió a reír a mandíbula batiente. Las carcajadas eran tan fuertes que sacudieron el costillar que sostenía la tienda y contagiaron a los que estaban en ella.
—Qué bromista —dijo Harald cuando la risa le dejó hablar. Dio una palmada a Derek en el hombro.
—Te aseguro que no bromeaba —repuso Derek con convicción—. Vamos a ir al castillo del Muro de Hielo para retar al hechicero a luchar. Iremos solos, si es preciso. Nos han enviado al glaciar con una misión secreta muy importante...
—¡Vamos a buscar un Orbe de los Dragones! —gritó Tasslehoff con entusiasmo desde la otra punta de la tienda—. ¿Habéis visto alguno por algún sitio?
Aquello interrumpió de golpe la conversación de Derek con el jefe. Incorporándose furioso, el caballero se disculpó y abandonó la tienda del jefe. Les hizo un gesto a Brian y Aran para que lo acompañaran y lanzó una mirada fulminante al kender cuando cruzó por delante de él, mirada que le entró a Tas por un oído y le salió por otro sin que él se diera cuenta siquiera.
Poco después de que los caballeros se marcharan, Gilthanas se puso de pie.
—Te pido disculpas, jefe —dijo cortésmente el elfo—, pero los ojos se me cierran. Voy a mi tienda a descansar.
—Gil —dijo Laurana en un intento de detenerlo, pero su hermano fingió no oírla y salió.
Los tres caballeros estaban muy apretujados dentro de la pequeña tienda. No podían estar de pie porque el techo era demasiado bajo, así que se acuclillaron en el suelo, pegados hombro con hombro y casi chocando las cabezas.
—Bien, Derek, aquí estamos —dijo alegremente Aran, que estaba doblado hacia delante y con las rodillas a la altura de las orejas. Sin embargo, había recobrado el buen humor, ya que el jefe le había proporcionado algún sustitutivo de su acostumbrado brandy. La bebida era clara como el agua y la destilaban de las patatas que el pueblo del glaciar trocaba por pescado. Aran jadeó un poco con el primer trago y los ojos le lagrimearon, pero afirmó que, cuando uno se acostumbraba, el licor pasaba bastante bien.
»¿Qué era tan importante para que insultaras así al jefe y nos hicieras salir de forma tan precipitada? —preguntó mientras se llevaba la petaca a los labios.
—Brian, abre un poco el faldón de la tienda... Muy despacio —dijo Derek—. No llames la atención. ¿Qué ves? ¿Está ahí fuera?
—¿Quién? —preguntó Brian.
—El elfo.
Gilthanas deambulaba cerca y observaba a unos chiquillos que echaban sedales por un agujero abierto en el hielo para pescar peces. Brian habría pensado que le interesaba realmente lo que hacían los críos de no ser porque se delató al echar miradas penetrantes en dirección a la tienda de los caballeros.
—Sí —dijo de mala gana—. Está ahí fuera.
—¿Y qué? —preguntó Aran, que se encogió de hombros.
—Nos está espiando. —Derek hizo una seña para que se acercaran más—. Hablad en solámnico y no alcéis la voz. No me fío de él. Él y su hermana tienen intención de robar el Orbe de los Dragones.
—Igual que nosotros —dijo Aran, y dio un bostezo enorme.
—Quieren robárnoslo a nosotros —afirmó Derek—. Y si lo consiguen, se lo entregarán a los elfos.
—Mientras que nosotros se lo entregaremos a los humanos —insistió Aran.
—Eso es diferente —protestó Derek con gesto adusto.
—Oh, por supuesto. —Aran sonrió—. Somos humanos y ellos son elfos, lo que nos convierte a nosotros en los buenos y a ellos en los malos. Lo entiendo muy bien.
—Haré oídos sordos a ese comentario —replicó Derek—. Nosotros, los caballeros, tendríamos que ser los que decidiéramos el mejor modo de hacer uso del orbe.
Brian estaba sentado tan derecho como podía, lo que significaba que rozaba con la cabeza en el techo de la tienda.
—Lord Gunthar ha prometido que los caballeros llevarán el orbe al Consejo de la Piedra Blanca. Los elfos forman parte de ese consejo y tendrán voz y voto en cuanto a lo que se haga con el orbe.
—He estado reflexionando sobre ese asunto —dijo Derek—. No estoy seguro de que sea una buena decisión, pero eso ya lo decidiremos más adelante. De momento, no debemos perder de vista a ese elfo y a sus amigos. Creo que están todos conchabados, incluido Brightblade.
—Así que ahora somos nosotros los que espiamos. ¿Y qué dice la Medida sobre eso? —inquirió secamente Aran.
—«Conoce a tu enemigo» —replicó Derek.
Laurana sabía de sobra que Gilthanas se marchaba para espiar a Derek. También sabía que no podía hacer nada para impedírselo. Rebulló, incómoda. Ahora sentía mucho calor y tenía el estómago algo revuelto por el olor de los ruegos de turba, la proximidad de tantos cuerpos y el penetrante olor a pescado. Hizo ademán de levantarse para irse, pero una mirada de Sturm la detuvo y la elfa volvió a sentarse.
Harald se había quedado estupefacto con el aserto de Derek sobre ponerle cerco al castillo del Muro de Hielo. Fruncido el entrecejo, el jefe clavó los ojos en Sturm. Este aguantó pacientemente la mirada escrutadora y esperó a que el otro hombre hablara.
—Está loco, ¿verdad? —dijo Harald.
—No, jefe —contestó Sturm, sorprendido por el comentario—. Derek Crownguard es un miembro de alta graduación de la orden de caballería. Ha viajado desde muy lejos para llevar a cabo esta misión del Orbe de los Dragones.
—Habla de reunir ejércitos, de ir al castillo del Muro de Hielo para atacar al hechicero en su propia guarida —gruñó Harald—. Mis guerreros no sitian castillos. Lucharemos si nos atacan. Y si el adversario nos supera en número, tenemos los botes deslizantes para trasladarnos rápidamente a través del hielo y ponernos a salvo. —El jefe observó a Sturm con curiosidad—. Eres un caballero, ¿verdad? —Señaló el largo bigote de Sturm—. Viajas en compañía de caballeros. ¿Por qué no estás con ellos trazando planes o lo que quiera que sea que hacen ahora?
—No soy de su grupo, señor —respondió Sturm, que soslayó la cuestión de si era un caballero o no—. Mis amigos y yo nos encontramos con Derek y sus compañeros en Tarsis. La ciudad fue atacada y destruida por el ejército de los dragones. Nosotros escapamos por muy poco, aunque estuvimos a punto de perder la vida. Nos pareció prudente viajar juntos.
Harald se rascó la barba, pensativo.
—¿Dices que Tarsis ha sido destruida?
Sturm asintió con la cabeza.
—No me había dado cuenta de que esa guerra de la que habláis había llegado tan cerca del glaciar. ¿Y qué ha pasado con Rigitt? —El jefe parecía preocupado—. Nuestras embarcaciones surcan esas aguas, llevamos nuestras capturas a los mercados de esa ciudad.
—La ciudad no había sido atacada cuando la vimos por última vez —contestó Sturm—. Creo que, de momento, Rigitt está a salvo. Los ejércitos de los dragones extendieron demasiado su radio de acción cuando atacaron Tarsis y se vieron obligados a retroceder. Pero si Feal-Thas se hace más fuerte aquí, en el Muro de Hielo, podrá proporcionar el apoyo que las fuerzas de la oscuridad necesitan para mantener abiertas sus líneas de suministro y Rigitt caerá, como ha ocurrido con tantas otras ciudades a lo largo de la costa. Entonces la oscuridad caerá sobre todo Ansalon.
—¿El tal Feal-Thas no está solo en sus proyectos ambiciosos? —Harald se había quedado perplejo—. ¿Es que hay otros?
—Tu clérigo tenía razón —intervino Laurana—. El dragón blanco era un augurio. Takhisis, Reina de la Oscuridad, ha vuelto y ha traído consigo sus dragones perversos. Ha reunido ejércitos de la oscuridad. Pretende conquistar y esclavizar el mundo.
Los otros miembros del pueblo del glaciar que se encontraban en la tienda habían dejado de trabajar y escuchaban en silencio, con gesto inexpresivo.
—Cuando uno ve venir la oscuridad sólo teme por sí mismo —comentó Harald—. Nunca se piensa en los demás.
—Y si se piensa en los demás, lo que se dice demasiado a menudo es: «Que se defiendan ellos» —añadió tristemente Laurana.
La elfa pensaba en los enanos de Thorbardin, que habían decidido luchar contra los ejércitos de los dragones pero se habían negado a hacerlo junto a los humanos y los elfos. Gilthanas se encontraba en el glaciar para conseguir el Orbe de los Dragones para los elfos, para asegurarse de que los humanos no se apoderaran de él. Si Derek y los caballeros eran los que lo lograban, se lo quedarían para los solámnicos.
—No veo que los tuyos acudan en ayuda de los Bárbaros de Hielo —espetó Harald, encrespado. El jefe había entendido mal el comentario de la elfa y se había ofendido.
—Hemos venido nosotros... —empezó Sturm.
Harald resopló.
—¿Quieres que crea que habéis venido tan lejos para luchar por el pueblo del glaciar? El kender dijo que estáis aquí para buscar algo de dragones o una cosa por el estilo.
—Un Orbe de los Dragones. Es un artefacto mágico muy poderoso. Corre el rumor de que Feal-Thas lo tiene en su poder. Es cierto que los caballeros han venido en busca del orbe, pero si Feal-Thas muere también os beneficiará a vosotros.
—¿Y qué hay del hechicero que vendrá a sustituirlo? —inquirió Harald—. ¿O es que vosotros y ese orbe os quedaréis aquí, en el glaciar, para ayudarnos a combatirlo?
Parecía que Sturm iba a decir algo más, pero siguió callado, suspiró y agachó la cabeza para mirarse las manos que, de forma inconsciente, acariciaban y alisaban la piel blanca de su prenda de abrigo.
—Tienes el gesto del hombre que se ha comido una anguila podrida —dijo Harald con el entrecejo fruncido.
—En lo tocante a luchar contra Feal-Thas —respondió Sturm—, no creo que tengas opción, señor. Los draconianos nos vieron y debieron identificarnos como Caballeros de Solamnia. Habrán ido a informar al hechicero, que se preguntará qué hacen unos solámnicos tan lejos de casa. Has dicho que hay lobos merodeando cerca del campamento para vigilaros. Los avisarán de que nos has acogido aquí...
—Y Feal-Thas traerá sobre nosotros la guerra tanto si queremos como si no —acabó Harald por él. Fulminó a Sturm con la mirada y gruñó—: ¡En buen berenjenal nos habéis metido!
—Lo siento, señor —se disculpó Laurana, asaltada por el remordimiento—. ¡No me di cuenta de que podríamos poneros en peligro! Sturm, ¿podemos hacer algo? Si nos marchamos... —Se puso de pie como si fuera a irse en ese mismo instante.
—Estoy seguro de que Derek y los otros están ahora haciendo planes para solucionar eso —contestó Sturm.
—Yo no pondría la mano en el fuego —rezongó Flint entre dientes.
Harald inhaló profundamente, pero antes de que empezara a hablar lo interrumpieron. El anciano, el clérigo Raggart, entró renqueando en la tienda del jefe acompañado por Elistan. Todos los que se encontraban en la casa larga se pusieron de pie en un gesto de respeto, incluido el jefe. Raggart se dirigió hacia Harald. Había lágrimas en los ojos del anciano.
—Traigo noticias venturosas —anunció Raggart, que habló en Común por deferencia a los forasteros—. Los dioses están de nuevo con nosotros. Este hombre es un clérigo de Paladine. A instancias suyas recé al Rey Pescador y el dios respondió a mis plegarias. —El anciano tocó el medallón que llevaba colgado al cuello, similar al de Elistan, pero bendecido con el símbolo del dios conocido como Habbakuk para algunos y Rey Pescador por el pueblo del glaciar.
Harald estrechó la mano de Raggart y susurró algo al anciano en su lengua. Después se volvió hacia Sturm.
—Al parecer traéis la muerte en una mano y la vida en la otra, señor. ¿Qué podemos hacer?
—Estoy seguro de que Derek nos lo dirá —dijo secamente Sturm.
Kitiara se dedicó durante un rato a rebuscar en la despensa donde la habían encerrado algo que le sirviera como arma. Era una tarea ingrata teniendo en cuenta que la habían dejado totalmente a oscuras. Previamente a encerrarla allí, el bozak había inspeccionado el lugar, y ella misma había echado una rápida ojeada antes de que el draconiano se llevara la luz y no había visto nada. Sin embargo, no tenía nada que hacer excepto pensar en su ejecución inminente, de modo que ocuparse de cualquier cosa era mejor que estar cruzada de brazos. Tropezó con cajas de madera y se golpeó los dedos de los pies contra unos barriles, se arañó la mano con un clavo torcido y se golpeó la cabeza contra una pared, pero finalmente encontró un arma... más o menos.
Desmontó una caja de embalaje a patadas y preparó con varias tablillas una especie de garrote. Para hacerlo más lesivo, sacó unos clavos de la tapa de un barril y, usando otra tabla como martillo, los introdujo en el extremo de la improvisada cachiporra para que estuviera tachonada de puntas. No albergaba esperanzas de ser capaz de abrirse paso y huir luchando con eso, pero al menos confiaba en presentar una batalla lo bastante cruenta para provocar que la mataran allí mismo.
Una vez preparada el arma, ya no le quedó nada más que hacer. Paseó por la despensa hasta el agotamiento y entonces se sentó en la silla. Perdió la noción del tiempo. La oscuridad devoró los minutos y las horas. Kit estaba resuelta a no quedarse dormida porque no estaba dispuesta a malgastar las pocas horas de vida que le quedaban sumida en el sueño, pero el silencio y el aburrimiento, el miedo y la tensión, la vencieron. Se le cerraron los ojos y la cabeza le cayó sobre el pecho.
Despertó de golpe de su sueño intermitente; le había parecido oír ruido al otro lado de la puerta. Estaba en lo cierto. Alguien metía una llave en la cerradura.
Había llegado el momento. Su ejecutor venía a buscarla.
El corazón se le subió a la garganta. Se quedó sin respiración y, por un instante, creyó que iba a morir de puro terror. Entonces, con una brusca inhalación logró llevar aire a los pulmones. Asió el garrote con fuerza y cruzó sigilosamente, a tientas en la oscuridad, la despensa hasta llegar a la puerta. Pegó la espalda a la pared para que cuando se abriera la puerta no la vieran quienes entraran. Se quedarían sorprendidos y ella aprovecharía la ocasión. Se agazapó, garrote en mano, y esperó.
Chirriando, la puerta se abrió muy despacio, como si alguien la empujara con cautela por miedo a hacer demasiado ruido. Era muy extraño. Un verdugo se habría limitado a abrirla de golpe. Entró luz por la rendija, pero no era la intensa luz del día ni el destello de antorchas, sino un fino rayo luminoso que se desplazaba por la despensa, penetrante, inquisitivo, caía sobre la silla vacía y después pasaba fugazmente por barriles y cajas de embalaje. En el aire flotaba una fragancia de flores exóticas.
Ningún verdugo olía tan bien.
—¿Kitiara? —susurró una voz de mujer.
La guerrera bajó la cachiporra, la pegó contra el muslo para que pasara desapercibida y a continuación salió de detrás de la puerta. En el umbral se hallaba una mujer envuelta en una capa de terciopelo negro y forro de color púrpura oscuro. Se retiró la capucha que llevaba echada y la luz de su anillo le dio de lleno en el rostro.
—¿Iolanthe? —preguntó Kit, sorprendida hasta lo indecible y recordando el nombre en el último momento.
—¡Gracias le sean dadas a Su Majestad! —exclamó Iolanthe al tiempo que asía a Kit por el brazo como si se sintiera aliviada de tocar algo sólido y real. El rayo de luz que irradiaba el anillo se movió a diestro y siniestro por la despensa—. ¡Ignoraba si aún seguías viva!
—De momento, sí —respondió Kitiara, que no sabía muy bien qué pensar de aquella visita inesperada. Se soltó el brazo con un tirón y miró más allá de Iolanthe creyendo que la mujer habría ido acompañada por unos guardias. No había nadie. No se oían respiraciones ni el tintineo de armaduras ni el roce de botas en el suelo.
Recelosa, sospechando una trampa, aunque sin alcanzar a imaginar cuál, Kitiara se volvió hacia la hechicera.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó—. ¿Te envía Ariakas? ¿Es esto un nuevo tormento?
—¡No alces la voz! Silencié a los guardias de la puerta, pero podrían venir otros en cualquier momento. En cuanto a por qué estoy aquí, no es Ariakas quien me envía. —Hizo una pausa y después añadió en tono quedo:— Es Takhisis.
—¡Takhisis! —repitió Kitiara, cada vez más estupefacta—. No lo entiendo.
—Nuestra soberana oyó tu plegaria y me ordenó que te liberara. Sin embargo, has de cumplir el juramento que le hiciste —añadió Iolanthe—. Tienes que pasar una noche en el alcázar de Dargaard.
Kitiara se quedó pasmada. Había elevado la plegaria llevada por la desesperación, sin creer en ningún momento que había unos oídos inmortales que la escucharían ni unas manos que girarían la llave en la cerradura. La idea de que Takhisis no sólo la había oído sino que también había respondido a su petición y ahora esperaba que cumpliera la promesa hecha era casi tan atemorizadora como la muerte cruel a la que se enfrentaba.
Kit se habría sentido bastante mejor de haber sabido que, si bien Takhisis podría escucharla, habían sido los oídos de Iolanthe los que habían captado su plegaria. La hechicera se había perfumado las manos para disimular el olor a cabello quemado.
—¿Me has traído un arma? —demandó la guerrera.
—No hará falta.
—La hará si intentan capturarme. No pienso morir con las tripas colgándome fuera —añadió duramente.
Iolanthe vaciló y sacó de debajo de la manga ajustada una daga del tipo que se permitía llevar encima a los hechiceros para su defensa. Se la tendió a Kit, que torció el gesto al ver el acero ligero, de aspecto frágil.
—Supongo que tendría que darte las gracias —fue su descortés comentario. No le gustaba estar en deuda con nadie, y menos aún con esa ramera perfumada. Así y todo, una deuda era una deuda—. Te debo una...
Metiéndose la daga en el cinturón, echó a andar hacia la puerta.
—¡Válgame Takhisis con esta mujer! —exclamó Iolanthe, consternada—. ¿Adónde vas?
—Me marcho —contestó Kit.
—¿Piensas andar por el templo de la reina vestida así? —Iolanthe señaló con un gesto a la guerrera, que se cubría con lo que llevaba generalmente debajo de la armadura: un farseto azul con el símbolo del Ejército Azul bordado con hilo dorado.
Kit se encogió de hombros y siguió andando.
—No se permite entrar a extraños en el templo después de acabar el oficio vespertino —le advirtió la hechicera—. Los clérigos oscuros patrullan por los corredores. Para eso, ni te molestes en salir de tu encierro, porque te traerán de vuelta dentro de poco. ¿Y qué piensas hacer con las trampas mágicas de dragones que hay en cada puerta?
Todas las puertas estaban guardadas por soldados de un Señor de los Dragones diferentes, y, en consecuencia, había una puerta roja, una azul, una verde, y así sucesivamente. Cada puerta tenía trampas que imitaban el tipo de aliento que utilizaba como arma cada clase de dragón al que rendía tributo. El pasillo que conducía a la puerta roja estaba jalonado con pétreas cabezas de dragones rojos que lanzarían un chorro de fuego sobre cualquier intruso desafortunado y lo incinerarían antes de que hubiera recorrido la mitad del pasillo. La puerta azul crepitaba con los rayos, mientras que la verde expelía gases venenosos.
—Conozco la frase que desactiva las trampas —afirmó Kit, mirando fugazmente hacia atrás—. Todos los Señores de los Dragones la sabemos.
—Ariakas ordenó que se cambiaran las frases después de que te arrestaran —la informó Iolanthe.
Kitiara se detuvo y apretó los puños. Se quedó inmóvil unos segundos mientras maldecía entre dientes y después se volvió hacia la hechicera.
—¿Conoces la nueva contraseña?
—¿Quién crees que hace funcionar la magia? —inquirió a su vez Iolanthe con una sonrisa.
Kitiara no se fiaba de ella. No entendía lo que estaba pasando. Le resultaba difícil creer la historia de Iolanthe sobre que la reina Takhisis la había enviado, mas ¿cómo, si no, habría sabido la hechicera lo de su plegaria a la diosa? Le gustara o no, no iba a quedarle más remedio que poner su vida en manos de esa mujer. ¡Y no le gustaba!
—Bien, ¿cuál es tu plan? —preguntó.
Iolanthe le tendió un envoltorio a Kit.
—Primero, ponte esto.
La guerrera desdobló una túnica de terciopelo negro como la que vestían los clérigos oscuros. Tenía que admitir que era una buena idea. Se puso la prenda torpemente y, con las prisas, se le quedó atascada al intentar meter la cabeza por el hueco de una manga. Después de solventar ese problema, se la puso al revés, la parte delantera en la espalda. Kit enmendó la confusión con ayuda de Iolanthe. Los envolventes pliegues negros la encubrieron.
—Y ahora, ¿qué?
—Asistiremos a los ritos de medianoche en la Abadía Oscura —explicó la hechicera—. Allí nos mezclaremos con la multitud y nos iremos cuando se marche la gente porque las trampas de los dragones estarán desactivadas para dejar que pase. Hemos de darnos prisa —añadió—. El servicio ya ha empezado. Afortunadamente, la abadía está cerca de aquí.
Salieron de la despensa. El brillo del anillo mágico de Iolanthe les alumbró el camino a través de los aposentos de Ariakas. La puerta principal se encontraba un poco entreabierta.
—¿Y los guardias? —preguntó Kit en un susurro.
—Muertos —respondió la hechicera sin mostrar ninguna emoción.
Kit atisbo cautelosamente por la rendija de la puerta. A la luz del anillo de la hechicera vio dos montones de polvo: los restos de dos draconianos baaz. Kitiara miró a Iolanthe con renovado respeto.
La hechicera se recogió el borde de la túnica para no mancharlo con el polvo y pasó cuidadosamente por encima de los restos, los labios apretados en una mueca de asco. Kit no evitó los montones y pasó por encima esparciendo polvo por todas partes al pisar sin ningún cuidado.
—Deberíamos librarnos de eso —dijo al tiempo que señalaba los montones pisoteados—. Cualquiera que lo vea se dará cuenta de que son dracos muertos.
—No hay tiempo —adujo Iolanthe—. Tendremos que correr el riesgo. Afortunadamente este pasillo rara vez está iluminado y hay pocos que tengan algún motivo para venir a esta zona del templo. Por aquí.
Kitiara reconoció el hueco de la escalera por la que había bajado custodiada por los dos guardias. Las dos mujeres pasaron de largo y siguieron adelante y en seguida se oyeron voces que entonaban cánticos de alabanza a la Reina de la Oscuridad. Kitiara nunca había asistido a un servicio en la Abadía Oscura. En realidad había hecho todo lo posible para no tener que ir. Ni siquiera sabía con certeza dónde se encontraba la abadía. Tenía la vaga idea de que estaba justo al otro extremo de las mazmorras. Una luz blanca violácea, que daba la impresión de irradiar misteriosamente de las paredes, alumbraba los corredores. La luz tenía el efecto de diluir todos los colores, todos los trazos distintivos, todas las diferencias, convirtiendo los objetos en bosquejos fantasmalmente blancos perfilados de oscuridad.
Quienesquiera que pasaban por aquellos corredores, incluso aquellos que lo hacían a diario, experimentaban una sensación de irrealidad. Los suelos no estaban completamente nivelados, los pasillos cambiaban de posición, las habitaciones no estaban donde deberían ni las puertas donde habían estado el día anterior. Iolanthe, guiada por la luz del anillo, recorría los extraños corredores con seguridad. De haberse encontrado sola, Kit se habría extraviado sin remedio.
La guerrera había imaginado que los cánticos provenían de la abadía y pensó que sería fácil guiarse por las voces, pero allí los sonidos se distorsionaban. A veces los cánticos atronaban en sus oídos y le parecía que ya habían llegado a la abadía, pero en seguida descubría que había otro giro y las voces se apagaban gradualmente hasta casi extinguirse. Entonces, en el siguiente giro, volvían a retumbar con fuerza. En cierto momento del servicio, un grito penetrante reverberó en los pasillos. A Kit se le erizó el pelo de la nuca. El espantoso chillido cesó de forma repentina.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó.
—El sacrificio vespertino —contestó Iolanthe—. La abadía está un poco más adelante.
—Gracias a la reina —murmuró Kit. Nunca había estado en las mazmorras y ansiaba salir de allí. Le gustaba la vida sin complicaciones que llevaba, sin embrollos con los dioses... Lo que le recordó con desasosiego el trato que había hecho con su reina. Kit apartó aquella idea de la mente. Tenía cosas más urgentes en las que pensar y, además, Takhisis no la había salvado todavía.
Al girar en un recodo, Iolanthe y ella se toparon con uno de los clérigos oscuros. Kitiara se cubrió más con la capucha para taparse la cara y mantuvo la cabeza agachada al tiempo que aferraba la empuñadura de la daga bajo la amplia manga.
El clérigo oscuro las miró. Kit contuvo la respiración, pero la mirada hosca del hombre estaba fija en Iolanthe. Se retiró la capucha para fulminar a la hechicera con la mirada. Tenía el semblante demacrado, cadavérico. Un verdugón horrible le cruzaba la nariz.
—Una hora muy avanzada para andar por aquí, Túnica Negra —increpó a Iolanthe en tono desaprobador.
Los dedos de Kit se cerraron con más fuerza alrededor de la empuñadura.
Iolanthe echó hacia atrás los pliegues de la capucha. La luz espectral cayó sobre su rostro y rieló en los iris de color violeta.
El clérigo oscuro dio un respingo y retrocedió un paso.
—Veo que me reconoces —dijo la hechicera—. Mi escolta y yo venimos al servicio y llego tarde, así que te pido que no nos entretengas más.
El clérigo oscuro se había recobrado del sobresalto. Echó un vistazo desinteresado a Kit y volvió la vista hacia Iolanthe.
—Sí que llegas tarde, señora. El servicio está ya a punto de acabar.
—Entonces, no me cabe duda de que sabrás disculparnos.
Dejando el aroma a flores flotando en el pasillo, Iolanthe pasó junto al hombre acompañada por el frufrú de sus ropajes negros. Kit la siguió con actitud respetuosa. Echó una ojeada hacia atrás y apartó el borde de la capucha para no perder de vista al clérigo. El hombre las miraba fijamente y por un instante Kit creyó que iba a seguirlas. Entonces, mascullando algo entre dientes, se dio media vuelta y se alejó.
—No sé yo si tu compañía es segura —comentó Kitiara—. No parece que te tengan mucho aprecio por aquí.
—Los clérigos oscuros no se fían de mí —contestó Iolanthe sin alterarse—. No confían en ningún hechicero. No entienden que seamos leales a Takhisis y al mismo tiempo sirvamos a Nuitari. —Esbozó una sonrisa despectiva—. Y están celosos de mi poder. El Señor de la Noche está intentando convencer a Ariakas de que a los hechiceros se nos prohíba la entrada al templo. Algunos quieren incluso que nos expulsen de la ciudad, cosa del todo punto imposible dado que el propio emperador es un practicante de la magia.
»Y ahora, guardemos silencio —advirtió—. La abadía está ahí mismo. ¿Te sabes alguna de las plegarias?
Kitiara no sabía ninguna, por supuesto.
—Entonces, haz este signo si alguien te pregunta por qué no te unes a los cánticos. —Trazó un círculo en el aire con la mano—. Eso significa que has hecho voto de silencio.
La abadía estaba abarrotada. Kitiara y Iolanthe encontraron sitio en la arcada de acceso. Del interior les llegó una vaharada penetrante a cuerpos sudorosos bajo las túnicas negras, a cera de las velas encendidas, a incienso y a sangre fresca. El cuerpo de una muchacha yacía en el altar y la sangre manaba del tajo que la había degollado. Un sacerdote con las manos tintas del rojo fluido entonaba plegarias y exhortaba a la muchedumbre a unirse a las alabanzas a Takhisis.
Metida entre la multitud apelotonada, con el olor a sangre impregnándole las fosas nasales y el sonido de los discordantes plañidos traspasándole los oídos, Kitiara rebulló, agobiada, y sintió la repentina e imperiosa necesidad de marcharse. No soportaba seguir plantada allí, esperando que alguien descubriera que no se hallaba en su improvisada celda y diera la alarma.
—Larguémonos de aquí —susurró en tono apremiante a la otra mujer.
—Nos pararían en la puerta y nos harían preguntas —musitó Iolanthe al tiempo que aferraba a Kit por un pliegue de la manga—. Si salimos mezcladas con la multitud, nadie reparará en nosotras.
Kitiara suspiró, frustrada, pero tuvo que admitir que el planteamiento de la hechicera era acertado. Se armó de valor para aguantar el mal rato.
La abadía era una estancia circular con un techo alto y abovedado bajo el cual se alzaba una gran estatua de la reina Takhisis en su forma de dragón que era una maravilla. El cuerpo había sido tallado en mármol negro mientras que las cinco cabezas estaban hechas con mármoles de colores distintos. Los diez ojos eran gemas que relucían con una luz mágica que iluminaba la estancia. Por algún medio milagroso, las cabezas de las estatuas daban la impresión de que se movían; los ojos miraban aquí y allá, con la espeluznante luz de los iris vigilantes deslizándose sobre la multitud sin descanso.
Kit contempló fijamente la estatua de la reina Takhisis mientras las cabezas se mecían y serpenteaban y miró de soslayo a Iolanthe, de pie a su lado y apenas visible bajo las luces cambiantes. Kit no distinguía el rostro de la hechicera porque ésta se había cubierto de nuevo con la capucha. La guerrera tenía los nervios de punta y sostenía la daga en la mano sudorosa; estaba deseando que acabara la ceremonia y encontrarse muy lejos de allí. Iolanthe se mostraba tranquila, sin mover un solo músculo, en absoluto nerviosa a pesar de que si Ariakas descubría que había ayudado a escapar a su prisionera, la vida de la hechicera valdría menos que nada. Fuera cual fuese el castigo que arrostraría Kit, el de Iolanthe lo triplicaría.
—¿Por qué haces esto? —preguntó Kitiara en un susurro que el ruido de los cánticos ahogó—. ¿Por qué me ayudas? Y no me vengas con la monserga de que eres la respuesta a mis plegarias.
Bajo la capucha, Iolanthe miró de soslayo a Kit. Los iris de color violeta titilaban a la luz de los ojos multicolores y facetados de la estatua de la reina. Iolanthe desvió la vista hacia la estatua y Kit creyó que no iba a responder.
—No quiero tenerte de enemigo, Dama Azul —susurró finalmente la hechicera. Los ojos violetas, grandes y penetrantes, se clavaron en la guerrera—. Si haces lo que dices que vas a hacer y tienes éxito, llegarás a tener de tu parte a uno de los seres más poderosos de Krynn. Lord Soth te convertirá en una fuerza a tener en cuenta. ¿Es que no lo entiendes, Kitiara? Su Oscura Majestad empieza a albergar dudas sobre Ariakas. Busca a alguien más capaz de llevar la Corona del Poder. Si demuestras ser esa persona, y creo que lo harás, quiero que tengas una buena opinión de mí.
«Y si no consigo volver viva del alcázar de Dargaard, Ariakas conservará la corona y la bruja no habrá perdido nada en el intento —se dijo Kitiara para sus adentros—. Es como imaginaba: astuta, oportunista, maquinadora e intrigante.»
A Kit empezaba a caerle bien la hechicera.
El cántico había alcanzado el punto culminante de febril intensidad, y Kit esperaba fervientemente que el servicio estuviera a punto de acabar cuando, de repente, la cabeza azul de la estatua se volvió en su dirección. La luz de los ojos azul zafiro iluminaron a la muchedumbre que había a su alrededor y se detuvieron un instante en un devoto que había a la izquierda de Kit, un poco más adelante: un bozak con un ala deforme. En ese instante, el cántico acabó de golpe dejando tras de sí un silencio ensordecedor. Las cabezas de la reina dejaron de moverse. El milagro había llegado a su fin. La estatua volvía a ser mármol, si es que en algún momento había sido algo más; Kit creía haber oído un chirrido y el ruido sordo de una máquina. La abadía resplandeció con luz blanca. El servicio había finalizado.
La multitud parpadeó y se frotó los ojos. Los que sabían por experiencia que el servicio estaba a punto de acabar ya habían ido acercándose a la salida con la esperanza de evitar la aglomeración. La gente se encaminaba hacia la puerta. El bozak del ala deforme se volvió y avanzó directamente hacia Kit. La guerrera tenía la capucha bien echada, pero no le tapaba la cara y, durante el servicio, se le había resbalado un poco hacia atrás. Se volvió con rapidez, pero no antes de que Targ la viera fugazmente. Kit estaba segura de que había advertido un destello de reconocimiento en los ojos de reptil del bozak favorito de Ariakas.
Quizá se equivocaba, pero no estaba dispuesta a correr el riesgo. Kit aflojó el paso y dejó que la gente pasara a su alrededor. Aferró la daga y esperó a que el bozak estuviera más cerca.
Un brusco movimiento en tropel de la muchedumbre hizo que Targ chocara contra Kit. Quizá Takhisis sí estaba de su parte. Deseando con todas sus fuerzas que el acero de aspecto frágil no se rompiera, la guerrera hundió la daga entre las costillas de Targ con intención de alcanzar los pulmones y rozar sólo el corazón para no matarlo al instante.
El bozak soltó un gruñido más sorprendido que de dolor. Kit sacó el arma de un tirón y la ocultó debajo de la manga. El bozak, con una expresión de sorpresa en los ojos, empezaba a desplomarse. Kitiara asió a Iolanthe por el brazo y la arrastró hacia la salida.
—¿Dónde está la puerta más cercana? —Kit apartó a empujones a varios peregrinos y a punto estuvo de tirarlos al suelo.
—¿Por qué? ¿Qué ocurre? —preguntó Iolanthe, alarmada por la expresión de Kit.
—¿Hacia dónde? —preguntó la guerra con vehemencia.
—A la derecha —contestó Iolanthe, y Kit empezó a tirar de ella en aquella dirección.
No habían avanzado mucho cuando una explosión sacudió las paredes y lanzó por el aire polvo y escombros. Cuando el estruendo de la explosión se apagó, por los corredores empezaron a resonar gritos, chillidos y gemidos. Algunos peregrinos estaban petrificados por la impresión mientras que otros chillaban, presas del pánico. Nadie sabía qué había pasado.
—Nuitari nos ampare. ¿Qué has hecho? —jadeó la hechicera.
—El bozak que estaba delante de mí era uno de los guardias de Ariakas. Me reconoció y no tuve más remedio que apuñalarlo —respondió Kitiara mientras se apresuraba corredor adelante. Al advertir que Iolanthe parecía estar aturdida, Kit añadió:— Cuando los bozak mueren, los huesos les explotan.
Guardias y peregrinos oscuros pasaban a su lado abriéndose paso a empujones, algunos corriendo hacia el lugar de la explosión y otros alejándose de él.
—Nuitari nos ampare —repitió Iolanthe. La mujer se echó bien la capucha para taparse la cara, se remangó la falda y echó a correr. Kitiara la siguió. No tenía ni idea de dónde se encontraban y confiaba en que Iolanthe sí lo supiera. Al girar en un recodo se toparon con unos guardias del templo draconianos que se acercaban corriendo por el pasillo. Llegaron a ellas antes de que las mujeres tuvieran tiempo de esquivarlos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó uno al tiempo que les cerraba el paso—. Se ha oído una explosión.
—Ha sido en la abadía. —Iolanthe rompió a llorar y siguió hablando entre sollozos—. Un Túnica Blanca... disfrazado... lanzó un hechizo... Mató draconianos... Hubo una explosión... ¡Es horrible!
—El Túnica Blanca huyó —añadió Kit—. Si os dais prisa, a lo mejor podéis alcanzarlo. Va vestido como un clérigo oscuro. No os pasará inadvertido, porque tiene una gran cicatriz roja que le cruza la nariz.
El comandante draconiano no perdió tiempo en hacer preguntas y salió corriendo con sus tropas en persecución del fugitivo.
—Bien pensado —dijo Iolanthe, que reanudó la marcha a toda prisa.
—Tú tampoco lo has hecho nada mal —contestó Kit.
Subieron la sinuosa escalera que conducía fuera del nivel de las mazmorras y en el camino no dejaron de cruzarse con tropas que se abrían paso a empujones en su prisa por llegar al lugar del desastre. Kit y Iolanthe llegaron a lo alto de la escalera, formaron otro pasillo y al fondo vieron la Puerta del Dragón Blanco.
Hallándose el templo bajo ataque, todas las puertas se habían cerrado a cal y canto y se habían activado las trampas. Los guardias draconianos, empuñadas las armas, estaban tensos y con los nervios de punta.
—Vaya —exclamó Kitiara. No había tenido en cuenta que pasaría eso.
—Mantén la calma —le susurró la hechicera—. Y deja que me ocupe yo de esto.
Se retiró la capucha y repitió, llorosa, la misma historia sobre el vil Túnica Blanca. Los draconianos conocían a la bruja de Ariakas, porque Iolanthe había estado allí esa tarde disponiendo la magia de la trampa del dragón blanco que descargaría una ráfaga de escarcha sobre cualquiera que la hiciera saltar y lo paralizaría con el frío. Iolanthe, naturalmente, sabía la contraseña, pero los guardias ni siquiera se molestaron en preguntarle. Sin embargo, mostraron interés por su compañera.
—¿Quién es? —Los ojos de reptil del draconiano observaron a Kit con recelo.
—Mi guía —contestó la hechicera. Soltó un tembloroso suspiro y los ojos color violeta le dedicaron una mirada lánguida al comandante—. Esos pasillos son tan liosos... Todos parecen iguales y me pierdo sin remedio.
—¿Cómo te llamas? —demandó el draconiano al Kit. La guerrera recordó el consejo de Iolanthe e hizo el signo del círculo con la mano.
—Ha prestado voto de silencio —explicó la hechicera.
El draconiano siguió mirando a Kit, que permanecía con la cabeza agachada en actitud sumisa y con la daga empuñada fuertemente debajo de las amplias mangas. El comandante les indicó con una seña que cruzaran la puerta.
Casi habían salido del templo cuando oyeron el ruido de garras en el suelo corriendo tras ellas. Kit se detuvo, tensa, lista para atacar.
—Señora Iolanthe —dijo el draconiano—, el comandante me manda para que te pregunte si deseas que una escolta te acompañe a casa. Es posible que las calles no sean seguras.
—No, gracias —contestó la hechicera con un suspiro—. No quiero apartaros de vuestro puesto.
Las dos mujeres cruzaron la puerta y siguieron caminando a través del recinto del templo hasta que salieron a la calle.
Kitiara era libre. Respiró el aire fresco y alzó la vista al oscuro firmamento cuajado de estrellas que había creído que no volvería a ver jamás. Era tal su alegría y su alivio que casi se sentía mareada y apenas oyó lo que Iolanthe le decía.
—¡Atiéndeme! —La hechicera le pellizcó el brazo para llamar su atención—. Debo ir con Ariakas. ¡Sería extraño que no fuera directamente a verle para darle la noticia, y no dispongo de mucho tiempo! ¿Adónde piensas ir?
—A buscar a mi dragón azul —respondió Kit.
—Justo lo que imaginaba —comentó Iolanthe a la par que negaba con la cabeza—. No pierdas el tiempo. Ariakas ordenó a todos los dragones azules que había en Neraka que regresaran a Solamnia. Sabe que los azules te son leales y le daba miedo lo que podría ocurrir si tus dragones descubrían que te iban a ejecutar.
Kitiara masculló una maldición. Iolanthe señaló un pasaje lateral.
—Al final de esta calle hay un establo en el que Salah Kahn guarda sus caballos. Los corceles de Khur son los más rápidos y los mejores del mundo —añadió con orgullo—. También son los más listos. Para prevenir que los roben, mi pueblo les enseña una palabra secreta. Hay que pronunciar esa palabra o los caballos no permiten que los montes. El caballo se encabrita y empieza lanzarte coces que podrían matarte. ¿Lo has entendido?
Kit lo había entendido. Iolanthe le reveló la palabra. Kit la repitió y asintió con la cabeza.
—Una cosa más —dijo Iolanthe cuando Kit estaba a punto de marcharse.
—¿Qué?
—¿Cumplirás tu juramento? —La hechicera le clavó una mirada penetrante—. ¿Cabalgarás ahora hacia el alcázar de Dargaard?
Kitiara vaciló. Pensó en una vida huyendo constantemente. Ariakas ofrecería una recompensa por ella en cuanto descubriera que había desaparecido. Y sería una recompensa cuantiosa. Todos los cazadores de recompensas de Ansalon la buscarían. No podría dejarse ver en ninguna ciudad, fuera grande o pequeña. Tendría que estar siempre ojo avizor a su espalda y le daría miedo quedarse dormida.
—Lo cumpliré —contestó.
—Creo que hablas en serio —sonrió la hechicera—. Necesitarás esto cuando entres en el alcázar de Dargaard.
Iolanthe asió una mano de Kitiara y le deslizó en la muñeca un brazalete ancho de plata, decorado con tres gemas de ónice talladas.
—¿Quieres que tenga el mejor aspecto posible pata el Caballero de la Muerte? —comentó Kit con una sonrisa—. ¿No hay unos pendientes a juego?
—¿Qué sabes de lord Soth? —le preguntó Iolanthe.
—No mucho —admitió la guerrera—. Es un Caballero de la Muerte...
—Puede matarte con sólo pronunciar una palabra —la interrumpió la hechicera—. Cuenta con un ejército de guerreros espectrales que están obligados a defenderlo, y si consigues pasarlos, cosa bastante dudosa, te encontrarás con las banshees, las elfas fantasmales. Entonan un cántico horrísono, y si escuchas aunque sólo sea una de sus gemebundas notas el corazón se te parará y caerás muerta. No sobrevivirías ni una hora en el alcázar de Dargaard, mucho menos una noche entera.
Kit mantuvo la compostura.
—Deduzco, pues, que este brazalete es mágico. —La guerrera observó la joya con gesto dudoso—. ¿Me protegerá de algún modo?
—Te salvará de morir de puro terror. Además, las gemas de ónice absorberán los ataques mágicos que se lancen contra ti, aunque sólo aguantarán hasta cierto punto. Después se desmenuzarán y el brazalete dejará de ser útil. Aun así, debería permitirte al menos cruzar la puerta principal. Su poder es limitado. No te lo pongas hasta que sepas que vas a utilizarlo.
Kitiara rodeó el brazalete con la mano.
—Buena suerte —añadió Iolanthe. Rozó el anillo que llevaba y empezó a musitar algo en voz baja.
»Espera, Iolanthe —pidió Kit, y la hechicera interrumpió el hechizo.
—¿Qué pasa ahora?
Kit no estaba acostumbrada a tener que agradecerle nada a nadie; la palabra se le atascó en la garganta y al salir sonó como un gruñido.
—Gracias.
—No olvides que estás en deuda conmigo —respondió la hechicera con una sonrisa, y desapareció, los ropajes negros fundiéndose en la oscura noche.
Kitiara avanzó a buen paso callejón abajo. A su espalda se oían gritos a medida que se propagaba entre los indignados seguidores de Takhisis el rumor de que un Túnica Blanca asesino había usado su magia para infiltrarse en su templo.
Kit encontró los establos y eligió un caballo negro del que le gustó el aspecto de la poderosa musculatura, la noble planta, el arco orgulloso del cuello y el brillo de los ojos. Pronunció la palabra que Iolanthe le había enseñado y el corcel permitió que lo ensillara, y en un visto y no visto, la guerrera salió a galope de la ciudad.
Kitiara tomó la calzada que enfilaba hacia el norte, en dirección al alcázar de Dargaard.
En el templo, la historia del Túnica Blanca desató la imaginación de los devotos, y para cuando el Señor de la Noche llegó al escenario de los hechos y pudo interrogar a los testigos, varios clérigos oscuros juraron que habían estado justo al lado del osado hechicero. Al clérigo oscuro calvo y con la cicatriz en la nariz lo atrapó una patrulla de draconianos. Furiosos por la muerte de Targ, abrieron en canal al hombre allí mismo, y sólo después de que estuviera muerto descubrieron que no era un hechicero y jamás lo había sido. Al amanecer, los draconianos habían ido de casa en casa buscando al para entonces tristemente célebre hechicero Túnica Blanca y habían puesto patas arriba toda la ciudad de Neraka.
Era tal la cólera y la indignación por las muertes ocasionadas en el templo que todo el mundo perdió interés en la ejecución de Kitiara Uth Matar. Los guardias que fueron a buscarla para llevarla al Estadio de la Muerte se encontraron con que había conseguido huir aprovechando el caos de la noche. Ariakas recibió esta información de boca de un ayudante tembloroso que esperaba, como poco, morir. Entretanto, Iolanthe sollozaba en un rincón, presa de un ataque de nervios. El Señor de la Noche despotricaba por los destrozos causados en su abadía y exigía saber qué pensaba hacer el emperador para solucionarlo. Todavía seguía hablando cuando Salah Kahn entró hecho un basilisco gritando que le habían robado su caballo favorito.
Ariakas recibió todas aquellas noticias con una calma tal que sorprendió a todos. No dijo nada. No mató al mensajero. En silencio, oyó desbarrar al Señor de la Noche, soltar barbaridades a Salah Kahn y el gimoteo histérico de Iolanthe, y después ordenó al Señor de la Noche, al Señor del Dragón, a la hechicera y a todos los demás que se fueran.
Una vez estuvo solo, el emperador paseó de un lado a otro de la estancia y reflexionó sobre la coincidencia sorprendente de que a un Túnica Blanca se le hubiera ocurrido ir a volar la Abadía Oscura la misma noche que Kitiara estaba encerrada en la despensa del templo, a la espera de ser ejecutada.
Ariakas afirmó con la cabeza en un gesto de admiración. «Qué mujer —dijo para sus adentros—. ¡Qué mujer!»
Brian despertó del sueño profundo del agotamiento en un repentino estado de alerta. Permaneció inmóvil y prestó atención hasta estar seguro de que había oído voces y no lo había soñado. Las voces sonaron otra vez y el caballero apartó las mantas de piel y, moviéndose en silencio y con sigilo, rodeó el cuerpo del dormido Aran para acercarse a la entrada de la tienda.
—¿Qué pasa? —farfulló Aran.
—Me toca hacer guardia —susurró Brian, y Aran se echó las mantas por encima de la cabeza y se acurrucó entre las pieles que le servían de lecho.
Brian se arrebujó en sus pieles, apartó el faldón de la tienda y escudriñó la oscuridad. No se movía nada. Derek estaba ahí fuera, en alguna parte. Había insistido en que montaran sus propios turnos de guardia a pesar de que Harald le había asegurado que el pueblo de hielo mantenía una rigurosa vigilancia. Una luz brilló por debajo de una tienda cercana, la de Sturm. Brian se acercó, sigiloso.
La noche en el glaciar era negrura y plata constelada de estrellas, quebradiza con el frío penetrante. Se veía bien con la suave luz y si él podía ver, también podían verlo a él, de modo que se quedó al abrigo de las sombras.
La voz que lo había despertado era la de Laurana. Había dicho algo sobre Silvanesti. Estaba dentro de la tienda de Sturm, y mientras Brian vigilaba desde las sombras, vio llegar al enano y reunirse con ellos.
Las voces sonaban apagadas. Brian rodeó la tienda por detrás para escuchar de qué hablaban. Se despreciaba por espiar a los que había llegado a considerar sus amigos, pero en el instante en que oyó a Laurana mencionar el antiguo reino elfo se despertaron sus sospechas.
—Ya lo sabemos —le dijo Laurana a Flint cuando el enano entró en la tienda—. Has tenido un sueño. ¿Sobre Silvanesti?
—Por lo que veo no he sido el único —comentó Flint con voz enronquecida. Parecía nervioso, intranquilo—. Supongo que queréis que os cuente...
—¡No! —se opuso Sturm con voz áspera—. No, no quiero hablar de ello... ¡Nunca!
Laurana murmuró algo que Brian no entendió.
Estaba perplejo. Hablaban de un sueño, un sueño sobre Silvanesti. No tenía sentido. Movió los pies para que conservaran el calor y siguió escuchado.
—Yo tampoco podría hablar —estaba diciendo Flint—. Sólo quería comprobar que en verdad era un sueño. Parecía tan real que creí que os encontraría a ambos...
Brian oyó pisadas y se refugió de nuevo en las sombras. El kender pasó corriendo a su lado, tan excitado que ni siquiera se fijó en él. Tas apartó el faldón de la tienda y se coló dentro.
—¿Es verdad que hablabais de un sueño? Yo nunca sueño... O por lo menos no recuerdo haberlo hecho. Los kenders no solemos soñar. Bueno, supongo que sí. Hasta los animales sueñan, pero...
El enano soltó un gruñido y Tas volvió a retomar el tema de la conversación.
»¡Bien, pues he tenido un sueño verdaderamente fantástico! Árboles derramando lágrimas de sangre. ¡Terribles elfos muertos que mataban a la gente! ¡Raistlin con la Túnica Negra! ¡Era totalmente increíble! Y vosotros también estabais. ¡Y todos moríamos! Bueno, casi todos. Raistlin no moría. Y había un dragón verde...
Ninguno de los otros que estaban dentro de la tienda dijo nada. Hasta el enano se había quedado callado, y eso era raro porque Flint rara vez le permitía al kender parlotear, y menos si decía tantas tonterías. El silencio de sus amigos logró que Tas se callara. Cuando volvió a hablar dio la impresión de que intentaba azuzarlos para que contestaran.
—Un dragón verde. Raistlin vestido de negro. ¿He dicho ya eso? La verdad es que le sentaba muy bien. El rojo siempre le hace parecer un poco avinagrado, no sé si sabéis lo que quiero decir...
Al parecer no lo sabían, porque el silencio se prolongó, se hizo más intenso.
»Bien, supongo... que lo mejor será que vuelva a mi tienda. ¿O tal vez queréis que os cuente el resto? —Miró a su alrededor, esperanzado, pero nadie contestó.
»Bueno, buenas noches —murmuró, y regresó a su tienda.
Negando con la cabeza, perplejo, pasó al lado de Brian, otra vez sin verlo.
»¿Qué les pasa a todos? —masculló el kender—. ¡Sólo es un sueño! Aunque he de admitir —añadió en tono sombrío—, que era el sueño más real que he tenido en toda mi vida.
Dentro de la tienda nadie hablaba. Brian pensó que aquello era muy extraño, pero le aliviaba saber que no estaban tramando nada contra ellos. A punto de volver a su tienda oyó la voz de Flint.
—No me importa tener una pesadilla, pero no me gusta nada compartirla con un kender. ¿Cómo puede ser que todos hayamos soñado lo mismo? ¿Y qué significa?
—Tierra extraña... Silvanesti —dijo Laurana en tono pensativo. La luz se movió por debajo de la tienda y la elfa apartó el faldón de la entrada. Brian se sumergió en las sombras con la ferviente esperanza de que no lo hubiera visto.
»¿Creéis que nuestro sueño ha sido real? —La voz de Laurana tembló—. ¿Habrán muerto los demás, como vimos?
—Nosotros estamos aquí —contestó Sturm en tono tranquilizador—. No hemos muerto. Lo único que podemos hacer es confiar en que nuestros amigos tampoco hayan perecido. Y... —hizo una pausa—. Puede sonar extraño, pero de alguna forma sé que están bien.
Brian tuvo un sobresalto. Sturm hablaba como si estuviera muy seguro de sí mismo, pero, después de todo, sólo había sido un sueño. Sin embargo, resultaba muy raro que todos lo hubieran compartido.
Laurana salió a la noche. Llevaba una gruesa vela y la llama le iluminaba la cara. Estaba pálida por la impresión de la pesadilla y parecía sumida en sus pensamientos. Gilthanas salió de su tienda, que estaba justamente enfrente de la de Brian, así que el caballero se encontró atrapado. Mientras los dos siguieran allí no podía regresar.
—Laurana —dijo el elfo, que se acercó rápidamente al verla—. Estaba muy preocupado. ¡He soñado que morías!
—Lo sé —contestó ella—. He tenido el mismo sueño, igual que Sturm, Flint y Tas. Todos hemos soñado lo mismo sobre Tanis, Raistlin y el resto de nuestros amigos. Era un sueño horrible y, sin embargo, al mismo tiempo resulta reconfortante. Sé que Tanis está vivo, Gil. ¡Lo sé! Y los demás también. Ninguno lo entendemos...
Los dos entraron en la tienda del elfo para acabar la conversación. Brian estaba a punto de volver a la suya, profundamente avergonzado, cuando oyó un movimiento. El enano y el caballero salían de la tienda y Brian tuvo que agazaparse de nuevo en las sombras mientras juraba que no volvería a espiar a nadie más en toda su vida. ¡Él no estaba hecho para eso!
—Bueno, ya que puedo olvidarme de dormir más esta noche —decía Flint—, me ocuparé del turno de guardia.
—Te acompañaré —se ofreció Sturm.
—Supongo que nunca llegaremos a saber cómo o por qué hemos soñado todos lo mismo —comentó el enano.
—Supongo que no —respondió Sturm.
El enano salió de la tienda y Sturm iba a seguirlo, pero, al parecer, vio algo caído en el suelo, detrás del faldón de la tienda. Se agachó a recogerlo. El objeto rutilaba con una intensa luz blanca azulada, como si una estrella hubiera caído del cielo para descansar en la mano de Sturm. El caballero se quedó inmóvil, con los ojos prendidos en el brillante objeto y dándole vueltas en la mano. Brian lo vio con claridad: un colgante en forma de estrella. La joya refulgía con luz propia. Era increíblemente hermosa.
—Supongo que no —repitió Sturm sin dejar de mirar la joya; su voz sonaba pensativa. Cerró la mano con fuerza sobre el colgante, agradecido por haberlo recuperado.
Al pasar delante de la tienda de Gilthanas, Sturm oyó la voz de Laurana en el interior y entró agachado. Brian se apresuró a regresar a su propia tienda, se deslizó dentro, tropezó con los pies de Aran y llegó a su cama de pieles. Alcazaba a oír hablar a los tres en la tienda de enfrente.
—Laurana, ¿puedes decirme algo sobre esto? —pidió Sturm.
Brian la oyó dar un respingo. Gilthanas dijo algo en elfo.
—¡Sturm, es una Joya Estrella! —exclamó Laurana con admiración—. ¿Cómo has conseguido algo así?
—Lady Alhana me la dio antes de separarnos —contestó Sturm en un tono quedo y reverente—. Yo no quería aceptarlo porque me di cuenta de que era muy valioso, pero ella insistió...
—Sturm —la voz de Laurana sonó ahogada por la emoción—. Ésta es la respuesta o, al menos, parte de ella. Las Joyas Estrella son regalos que una persona enamorada entrega a su amado. La joya crea un lazo que los une en corazón, mente y alma, aunque estén separados. Es un lazo espiritual, no físico, y es imposible romperlo. Algunos creen que dura incluso más allá de la muerte.
La respuesta de Sturm sonó tan apagada que Brian no llegó a oírla. Sus pensamientos volaron hacia Lillith —a quien había tenido presente durante todo el viaje— y se imaginó lo que sentía el caballero.
—Es la primera vez que oigo que se ha dado una Joya Estrella a un humano —comentó Gilthanas en tono hiriente—. Tiene un valor incalculable. Tanto como un reino pequeño. Podrías darte una buena vida.
—¿De verdad piensas que vendería esto alguna vez? —demandó Sturm, temblorosa la voz de rabia—. ¡En tal caso, no me conoces!
Gilthanas guardó silencio unos instantes.
—Te conozco, Sturm Brightblade —susurró después—. Me equivoqué al insinuar tal cosa. Perdóname, por favor.
Sturm masculló que aceptaba la disculpa y se marchó de la tienda. Mientras salía, Gilthanas le pidió perdón otra vez, pero el caballero no contestó y se limitó a alejarse.
Laurana, en tono furioso, le dijo algo en elfo a su hermano. Gilthanas contestó también en su idioma. Brian no entendió lo que decía, pero el noble elfo parecía contrito, aunque en el tono había un dejo huraño.
Laurana salió de la tienda y corrió en pos de Sturm.
—Gil no hablaba en serio... —empezó.
—Sí, Laurana, lo hizo —la contradijo su amigo con voz severa—. Quizá se haya dado cuenta después de lo cruel que ha sido su comentario, pero cuando pronunció esas palabras sabía exactamente lo que decía. —Sturm hizo una pausa y luego añadió—: Quiere el Orbe de los Dragones para tu pueblo, ¿no es cierto? He visto que anda rondando a los caballeros. Sé que espía a Derek. ¿Qué sabe tu hermano sobre ese orbe?
Laurana ahogó una exclamación. La acusación directa de Sturm la había pillado por sorpresa.
—No creo que sepa nada. Sólo habla por hablar...
—Deja ya de querer poner paños calientes a todo —la interrumpió con exasperación—. Apaciguas a Derek. Mimas a tu hermano. Por una vez, defiende lo que crees y hazte valer.
—Lo siento —dijo la elfa, y Brian oyó sus pasos en la nieve.
—Laurana —continuó Sturm, aplacado—. Soy yo el que lo siente. Después de todo por lo que has pasado no debería haberte hablado así. Nos has mantenido unidos. Nos has traído hasta aquí.
—¿Y para qué? —preguntó, descorazonada—. ¿Para que muramos congelados?
—No lo sé. Quizá lo sepan los dioses.
Se quedaron callados. Dos amigos buscando consuelo uno en el otro.
—¿Puedo hacerte una pregunta antes de que te vayas? —inquirió la elfa.
—Desde luego.
—Dijiste que sabías que Tanis y los demás estaban vivos...
—No murieron en Tarsis como habíamos temido. Él y el resto de nuestros amigos están con lady Alhana en Silvanesti y, aunque han corrido un grave peligro y han experimentado una gran aflicción, de momento están sanos y salvos. Ignoro cómo sé que es así, pero lo sé —añadió simplemente.
—La magia de la Joya Estrella —afirmó Laurana—. Lady Alhana le habla a tu corazón a través de la joya. Los dos estaréis unidos siempre por ese lazo... Sturm —añadió en un tono tan quedo que Brian apenas la oía—, esa mujer que vi en el sueño, la que estaba con Tanis, ¿era... Kitiara?
Sturm se aclaró la garganta; la pregunta parecía haberlo violentado.
—Sí, era Kit —confirmó a regañadientes.
—¿Crees que... están juntos?
—No lo creo posible, Laurana. La última vez que vi a Kit viajaba hacia Solamnia y, en cualquier caso, dudo que ella estuviera en Silvanesti. A Kit nunca le han caído bien los elfos.
Laurana soltó un suspiro tan hondo que incluso lo oyó Brian.
—Ojalá pudiera creer eso.
—En el sueño estábamos todos juntos y nosotros no estamos en Silvanesti —argüyó Sturm a fin de tranquilizarla—. Tanis y los demás están vivos y es bueno saberlo. Pero recuerda que, a fin de cuentas, sólo era un sueño, Laurana.
—Supongo que tienes razón. —La elfa le dio las buenas noches y regresó a su tienda, pero cuando pasaba por delante de la de Brian, el caballero la oyó murmurar:— Un sueño mágico...
Brian estuvo despierto mucho tiempo, incapaz de dormir. Casi toda su vida había transcurrido sin tener nada que ver con la magia. En Solamnia se sentía un gran recelo por los hechiceros, y los magos que aún vivían en ese país —y eran pocos— evitaban el trato con los demás. La única magia que había visto era la que se practicaba en ferias, e incluso entonces, su padre le había dicho que sólo eran juegos de mano y fantasía. En cuanto a los milagros divinos, había visto con sus propios ojos cómo Elistan curaba las heridas de la osa. No estaba de acuerdo con Derek respecto a que fueran artimañas, aunque tampoco acababa de creer que se debiera a la intervención divina.
Sin embargo, ahora se encontraba en compañía de gente que había estado cerca de hechiceros desde pequeña, que uno de sus amigos de la infancia era ahora un mago de los Túnicas Rojas. Aunque no entendían cómo funcionaba, aceptaban la magia como algo que formaba parte de su vida. Estaban convencidos de que todos habían compartido un sueño por una joya brillante. Hasta Flint, ese enano gruñón y arisco, lo creía.
«Quizá —pensó Brian—, la magia no está tanto en la joya como en sus almas. El amor y la amistad que existe entre ellos son tan profundos que incluso estando separados siguen estando juntos, siguen en contacto con el corazón y la mente de los otros.»
Veía a diario el estrecho vínculo existente entre aquellas personas y recordó un tiempo en que había habido un vínculo igual entre tres muchachos. Otrora, hacía mucho tiempo, esos tres jóvenes habían compartido un sueño. Eso había acabado. Brian comprendió que durante todo el viaje había estado intentando reencontrar aquel vínculo de amistad, pero eso no se repetiría nunca. La guerra y la ambición, el miedo y la desconfianza los habían cambiado, los habían distanciado en lugar de unirlos. Derek, Aran y él eran ahora unos desconocidos.
A costa de las sospechas de Derek había descubierto los secretos más íntimos de amigos que confiaban en él, y aunque estaba conmovido e impresionado por lo que había oído, sabía perfectamente que nunca tendría que haberlos espiado. Cuando Derek terminó su turno de guardia y llegó murmurando que no se fiaba del enano ni de Brightblade ni de la gente del pueblo de hielo para que hicieran guardia, Brian tuvo que hacer un gran esfuerzo para no levantarse de un salto y pegarle.
A la mañana siguiente, Derek y Aran salieron para echar un vistazo al castillo del Muro de Hielo y estudiarlo personalmente. Tenían de guía al nieto de Raggart, que llevaba el mismo nombre que su abuelo.
Raggart el Joven, como lo llamaban, aunque se acercaba a los treinta, se había ofrecido voluntario, deseoso de acompañar a los caballeros. Raggart era el historiador de la tribu, lo que significaba que era el narrador tribal. Los Bárbaros de Hielo no tenían historia escrita (eran pocos los que sabían leer o escribir) y, por ende, todos los acontecimientos importantes se transmitían mediante cantos y relatos. Raggart el Joven había aprendido la historia del historiador anterior, muerto hacía unos quince años, y hacía relatos a diario, a veces cantándolos, a veces representándolos e interpretando él todos los papeles, a veces narrándolos como un cuento. Era capaz de imitar cualquier sonido, desde el silbido susurrante de los patines de los botes deslizantes al surcar el helado paisaje a toda velocidad, hasta el aullido quejumbroso de los lobos o los graznidos pendencieros de las aves marinas, sonidos que utilizaba para amenizar sus recitaciones.
Raggart el Joven presentía el advenimiento de un episodio glorioso que acrecentaría el saber popular de la tribu, un episodio del que sería testigo directo. Les entregó a los caballeros un plano tosco del interior del castillo, si bien era discutible de qué iba a valerles ya que no tenían intención de entrar. Cuando Derek le preguntó cómo sabía la disposición del castillo por dentro, puesto que había admitido que nunca había estado allí, Raggart contestó que lo había reunido de datos encontrados en un poema muy antiguo compuesto por un antepasado muerto hacía mucho que había explorado el castillo trescientos años antes. Aunque Derek albergaba serias dudas sobre el mapa, comentó que era mejor que nada y lo aceptó. Examinó el plano con interés antes de marcharse. En el grupo iba Tasslehoff, no porque su presencia se hubiese requerido, sino porque Derek no hallaba el modo de librarse del kender como no fuera atravesándolo con la espada.
Se suponía que Brian iría con sus compañeros, pero había rechazado la propuesta. A Derek no le había gustado ni un pelo y estuvo a punto de ordenárselo, pero en la actitud de Brian había algo de rebelde y desafiante. No queriendo hacer un problema de aquello, Derek se había tragado la rabia y le había encargado que no perdiera de vista a Brightblade y a los demás. Brian lo miró sumido en un silencio hosco y después dio media vuelta y se alejó sin pronunciar palabra.
—Creo que nuestro amigo se ha enamorado de esa elfa —dijo Derek en tono desaprobador a Aran al emprender la marcha—. Tendré que mantener una charla con él.
Aran, que se había percatado de las miradas cariñosas que intercambiaban Brian y Lillith, sabía que Derek se equivocaba de medio a medio en cuanto a eso, pero le pareció divertido no sacarlo de su error. Aran, que caminaba trabajosamente por la nieve detrás del guía, estaba deseando oír uno de los sermones grandilocuentes de Derek sobre lo reprobable de amar a quien no era «de los nuestros».
Brian se había ido a la tienda para desayunar solo. Laurana, al saber que se había quedado, se preocupó y fue a preguntarle si se encontraba bien. Se mostró amable, cordial y en apariencia realmente interesada por él. Recordando que la había espiado la noche anterior, Brian se sintió como el peor canalla que hubiera pisado nunca las cloacas de Palanthas. No pudo rechazar la invitación de la elfa y se reunió con ella y con sus amigos, junto con el jefe de los Bárbaros de Hielo, en la casa larga.
Los compañeros estaban más animados esa mañana. Hablaron sin reservas de sus amigos ausentes, sin tristeza, preguntándose dónde se hallarían y qué estarían haciendo. Brian fingió sorprenderse con las gratas nuevas. No lo hizo bien, pero los demás se sentían tan contentos que no se dieron cuenta.
La conversación se desvió hacia el Orbe de los Dragones. Harald prestó atención a todo lo que hablaron, pero se guardó para sí lo que pensaba. Gilthanas no ocultó su convencimiento de que el orbe debería pasar a poder de los elfos.
—Lord Gunthar prometió llevar el orbe al Consejo de la Piedra Blanca. Los elfos son parte del Consejo... —empezó Brian.
—Éramos —lo interrumpió Gilthanas con una mueca—. Ya no lo somos.
—Gil, por favor, no empieces... —empezó a decir Laurana, pero entonces miró de soslayo a Sturm y, quizá recordando lo que su amigo había dicho sobre poner paños calientes, se calló.
—¡A ver! —dijo Flint—. ¿Qué tiene ese Orbe de los Dragones para que sea tan condenadamente importante? —Las cejas espesas se le unieron en un gesto ceñudo. El enano miró primero a Brian y después a Gilthanas—. ¿Y bien? —insistió, pero al no responderle ninguno de los dos, gruñó:— Lo que pensaba. ¡Todo este rifirrafe por encontrar algo que el kender dijo que había leído en un libro! Eso debería bastar para daros la respuesta al asunto: en resumen, que dejemos ese estúpido orbe donde está y volvamos a casa. —Flint se sentó con actitud triunfante.
Sturm se atusó el bigote como preámbulo antes de hablar. Gilthanas abrió la boca al mismo tiempo, pero Tasslehoff atajó a los dos al irrumpir en la tienda del jefe a punto de estallar por la excitación, con aires de importancia y tiritando de frío.
—¡Hemos encontrado el castillo del Muro de Hielo! —anunció—. Y ¿sabéis una cosa? ¡Está hecho de hielo! Bueno, supongo que no lo es realmente. Derek dice que debajo tiene que haber muros de piedra y que no es más que acumulación —Tas pronunció esta palabra con orgullo— de hielo a lo largo de los años.
Se sentó en el suelo dejándose caer y aceptó, agradecido, una bebida caliente de un líquido humeante.
—Me ha bajado abrasando hasta la punta de los pies —dijo con satisfacción—. En cuanto al castillo, está encaramado muy, muy, muy arriba, en lo alto de una montaña de hielo. Derek ha tenido una idea estupenda sobre cómo vamos a asaltar el castillo, encontrar el Orbe de los Dragones y matar al hechicero. El castillo es un sitio precioso. Raggart nos cantó una canción sobre él. La canción habla de túneles subterráneos y una fuente de agua mágica que nunca se congela, y además, naturalmente, está el cubil del dragón, con el Orbe de los Dragones dentro. ¡Estoy impaciente por ir!
Tas echó otro trago de la bebida y soltó una bocanada de vaho.
—¡Caray, qué bueno está! Bien, ¿dónde me había quedado?
—En masacrar a mi pueblo —manifestó Harald, furioso.
—¿De veras? —Tasslehoff estaba sorprendido—. Pues no era mi intención.
—Para llegar al castillo del Muro de Hielo los míos tendrán que atravesar el glaciar, donde se los verá desde mucha distancia... Presas fáciles para el dragón blanco —prosiguió Harald que, a medida que hablaba, se iba enfadando más—. ¡Después, aquellos que por puro milagro consigan sobrevivir a los ataques del dragón serán el blanco de los hombres-dragón, que dispararán tantas flechas a mis guerreros que parecerán puerco espines!
—¿Qué es un puerco espín? —preguntó Tas, pero nadie le contestó.
Derek entró en la tienda. Harald estaba de pie y asestó una mirada fulminante al caballero.
—¡Así que piensas mandar a mi pueblo a la muerte!
—Mi intención era explicar yo mismo el plan —manifestó Derek, que dirigió una mirada exasperada al kender.
Tasslehoff sonrió e hizo un gesto con la mano como quitándole importancia al asunto.
—Tranquilo, no tienes que darme las gracias —dijo en tono modesto.
Derek se volvió hacia Harald.
—Tus guerreros pueden subir al castillo al amparo de la noche, sin ser vistos...
Harald negó con la cabeza al tiempo que soltaba un contundente resoplido que pareció hinchar las paredes de la tienda. Los miembros del pueblo de hielo que se encontraban en la tienda del jefe dejaron lo que estaban haciendo para poner toda su atención en él.
—¿Qué tiene de malo la idea? —inquirió Derek, desconcertado al ver tantas mirada serias e inexpresivas clavadas en él.
Harald miró a Raggart el Viejo. El anciano clérigo se puso de pie, titubeante sobre las piernas temblorosas y apoyado en su nieto.
—Los lobos deambulan por el castillo de noche —dijo—. Nos verían e informarían a Feal-Thas.
Al principio, Derek pensó que bromeaba, pero luego comprendió que el viejo hablaba en serio. Apeló al jefe.
—Eres un hombre sensato. ¿Crees esas tonterías? Lobos guardianes... ¡Son cuentos de niños!
Harald no cabía en sí de rabia; parecía a punto de emprenderla a gritos con Derek. Raggart le puso la mano en el brazo y el jefe se tragó la ira y siguió callado.
—Según tú, los propios dioses son también cuentos de niños, ¿no es así, señor caballero? —preguntó el anciano.
—Tenía un hermano muy querido que creía en esos dioses —respondió Derek en tono mesurado—. Tuvo una muerte horrible cuando el ejército de los dragones atacó nuestro castillo y lo invadió. Les rogó que nos salvaran y no hicieron nada. Para mí, eso demuestra que no hay dioses.
Aquello hizo que Elistan rebullera y pareció que iba a decir algo. Derek se dio cuenta y se le adelantó.
—No malgastes aliento, clérigo. Si existen esos dioses «del bien» que no escucharon las plegarias de mi hermano y lo dejaron morir, entonces no quiero tener nada que ver con ellos. —Recorrió la tienda con la mirada, deteniéndola en todos los ojos fijos en él—. Es posible que muchos de los tuyos mueran, jefe, es cierto. Pero mucha gente en otras partes de Krynn ya ha dado su vida por nuestra noble causa...
—Y para que así encuentres ese Orbe de los Dragones y te lo lleves a tu país —acabó Harald con voz hosca.
—Y mataremos al hechicero Feal-Thas...
Harald soltó otro tremendo resoplido.
Derek enrojeció de rabia, falto de palabras. Estaba acostumbrado a que le obedecieran y lo respetaran, y allí no conseguía ni lo uno ni lo otro. Estaba realmente atónito por la estúpida cerrazón de Harald, porque eso era lo que pensaba de la actitud del jefe.
—No entiendes la importancia... —empezó con impaciencia.
—No, eres tú el que no entiende —vociferó Harald—. Mi pueblo lucha sólo cuando tiene que luchar. No vamos en busca de batallas. ¿Por qué crees que nuestros botes deslizantes son veloces? Para alejarnos del conflicto. No somos cobardes. Luchamos cuando hemos de hacerlo, pero sólo si es preciso. Si tenemos oportunidad de huir, huimos. No hay desdoro en eso, señor caballero, porque cada día de nuestra vida luchamos con enemigos mortales: corrimientos de hielo, vientos cortantes, frío glacial, enfermedad, hambre. Llevamos siglos luchando contra esos adversarios. Cuando os vayáis, seguiremos enfrentándonos a ellos. ¿Ese Orbe de los Dragones cambiará algo para nosotros?
—Puede que sí y puede que no —intervino Elistan—. Una piedrecilla que cae a un lago produce ondas que se expanden más y más hasta alcanzar la orilla. La distancia entre Solamnia y el Muro de Hielo es vasta, pero aun así los dioses han considerado adecuado que nos encontremos. Quizá por el Orbe de los Dragones —dijo a la par que miraba a Derek, y después desvió los ojos hacia Harald—, o quizá para que aprendamos a respetarnos y honrarnos unos a otros.
—Y si Feal-Thas muriera, no es probable que Ariakas envíe a alguien a ocupar su puesto —dijo Sturm—. A mi entender, el ataque a Tarsis no demostró la fuerza de la reina Takhisis, sino que puso de manifiesto su debilidad. Si hubiera un modo de que colaboráramos...
—Ya he dicho cómo —lo interrumpió Derek, irritado—. Atacando el castillo del Muro de...
Laurana dejó de prestar atención. Estaba harta de discusiones, de peleas. Derek jamás entendería a Harald y viceversa. Sus pensamientos se centraron en Tanis. Ahora que creía que estaba vivo, se preguntaba si esa mujer, Kitiara, se hallaría con él. Laurana la había visto con Tanis en el sueño. Kit era preciosa, con ese cabello negro y rizado, la sonrisa sesgada, los centelleantes ojos oscuros...
Había algo en ella que le resultaba familiar. Laurana tenía la impresión de haber visto aquellos ojos antes.
«No seas estúpida —se dijo—. Mira que dejarte llevar por los celos... Sturm tiene razón. Kitiara está lejos de Silvanesti. ¿Por qué iba a encontrarse allí? Es extraño que sienta esa conexión con ella, como si nos hubiésemos conocido...»
—Seguiremos adelante con nuestros planes, jefe, sea lo que sea lo que decidas hacer tú... —decía Derek con acaloramiento. Laurana se puso de pie y se alejó del grupo.
Hacía un buen rato que Tasslehoff se había aburrido de la conversación y se había desplazado al fondo de la tienda, donde estaba revolviendo los saquillos y sacando cosas de ellos para deleite de varios niños que se sentaban en cuclillas a su alrededor. Entre sus tesoros había un trozo de cristal en forma de triángulo con caras pulidas y aristas agudas.
Debía de haberlo encontrado en Tarsis, comprendió Laurana. Parecía una pieza de alguna lámpara elegante o tal vez un fragmento del pie de una copa de vino.
Tasslehoff estaba acuclillado justo debajo de uno de los agujeros de ventilación del techo. El sol de mediodía penetraba a raudales por él y creaba un halo brillante alrededor del kender.
—¡Mirad! —les dijo a los niños—. Voy a hacer un truco mágico que me enseñó un gran hechicero muy poderoso llamado Raistlin Majere. —Tas alzó el trozo de cristal hacia el sol—. Ahora voy a pronunciar las palabras mágicas: «abracadabra pata de cabra».
Movió el cristal de forma que unos pequeños arco iris aparecieron desplazándose por la tienda. Los niños gritaron con regocijo y Derek, desde el otro extremo de la casa larga, les lanzó a todos una mirada severa y ordenó a Tasslehoff que dejara de hacer el tonto.
—Vas a ver lo que es hacer el tonto —masculló el kender, que movió de nuevo el cristal y consiguió que uno de los arco iris se reflejara sobre la cara de Derek.
El caballero parpadeó cuando la luz del sol le dio en los ojos. Los niños aplaudieron y rieron y Tas sofocó una carcajada. Derek se puso de pie, malhumorado. Laurana le indicó con un gesto que ella se encargaría de aquello y Derek volvió a sentarse.
—¿De verdad te enseñó Raistlin cómo hacer eso? —preguntó Laurana mientras se sentaba al lado de Tas, con la esperanza de distraer al kender y dejara de fastidiar al caballero.
—Oh, sí —contestó Tas, orgulloso—. Te contaré cómo fue. Es una historia muy interesante. Flint diseñaba el engaste de un colgante para uno de sus clientes y el colgante no aparecía por ningún sitio. Me ofrecí para ayudarle a encontrarlo, así que fui a casa de Raistlin y Caramon a preguntarles si lo habían visto. Caramon no estaba en casa y Raistlin estaba con la nariz metida en un libro. Me dijo que no le molestara y le contesté que me sentaría y esperaría a que volviera su hermano, y Raistlin me preguntó si pensaba estar todo el día allí, incordiándole, y dije que sí, que tenía que encontrar el colgante. Entonces soltó el libro, se acercó a mí y me volvió del revés todos los bolsillos, y... ¿a que no adivinas qué pasó? ¡Allí estaba el colgante!
»Estaba muy contento por haberlo encontrado y dije que se lo llevaría a Flint, pero Raistlin dijo que no, que se lo llevaría él después de comer y que me tenía que ir y dejarle en paz. Le dije que creía que de todas formas iba a quedarme a esperar a Caramon, porque no lo había visto desde el día anterior. Raistlin me miró y después me preguntó si me iría si me enseñaba un truco de magia. Contesté que tendría que irme porque querría enseñarle el truco a Flint.
»Raistlin sostuvo la joya en alto, donde le daba la luz, pronunció las palabras mágicas y... ¡aparecieron los arco iris! Entonces me hizo sostener la joya hacia arriba, hacia la luz, me enseñó las palabras mágicas y... ¡Tachan, hice arco iris! Me enseñó otro truco mágico. Mira, te lo haré.
Alzó el cristal hacia el sol de forma que los rayos lo atravesaban y brillaban sobre el suelo. Tas apartó una de las alfombras de piel dejando a la vista el hielo que había debajo. Sostuvo el cristal sin moverse, enfocándolo en el hielo. Los haces de luz irradiaron con fuerza sobre el hielo y empezaron a derretirlo. Los niños soltaran una exclamación de asombro.
—¿Ves? —dijo Tas, enorgullecido—. ¡Magia! La vez que le hice la demostración a Flint prendí fuego al mantel.
Laurana disimuló una sonrisa. No era magia. Los elfos habían usado prismas desde que eran elfos, así como el cristal, el fuego y los arco iris.
Fuego y arco iris.
Laurana contempló fijamente el hielo que se derretía y de repente supo cómo podrían derrotar los Bárbaros de Hielo a sus enemigos.
La elfa se puso de pie. Primero pensó decírselo a los otros, pero luego pensó que no. ¿Qué demonios hacía? Ahí estaba ella, una doncella elfa, diciéndoles cómo luchar a unos caballeros solámnicos curtidos en mil batallas. No le harían caso. O lo que era peor, se reirían de ella. Había otro problema. Su idea dependía de la fe en los dioses. ¿Era su fe lo bastante firme?
¿Se jugaría la vida y la vida de sus amigos y la de los Bárbaros de Hielo confiando en esa fe?
Laurana retrocedió despacio. Al imaginarse explicando su idea se sintió repentinamente mareada, como la primera vez que había tocado el arpa para los invitados de sus padres. Había ofrecido una interpretación bellísima, o eso le había dicho su madre. Laurana no recordaba nada, excepto que después vomitó. Desde la muerte de su madre, Laurana había actuado como anfitriona de los invitados de su padre y había tocado el arpa para ellos muchas veces. Había hablado con dignatarios y, últimamente, había hablado con representantes del grupo de refugiados de Pax Tharkas y no se había sentido nerviosa, quizá por estar a la sombra protectora de su padre o la de Elistan. Ahora, si se decidía a hablar, tendría que hacerlo sola, a la brillante luz del sol.
«Quédate callada, estúpida», se increpó para sus adentros, y estaba decidida a hacer caso, pero entonces recordó a Sturm diciéndole que defendiera aquello en lo que creía.
—Sé cómo asaltar el castillo del Muro de Hielo —dijo, y, aprovechando el momento de estupor de quienes la miraban boquiabiertos, añadió, falta de aliento, sorprendida de su arranque de valor—: Con la ayuda de los dioses, lograremos que el castillo se ataque a sí mismo.
Kitiara cabalgó toda la noche. El corcel de Salah Kahn había pasado varios días aburrido e inactivo en el establo y estaba deseoso de galopar. Kit tenía que sofrenarlo de vez en cuando para que no se agotara. Les esperaba un largo viaje. El alcázar de Dargaard se encontraba a varias jornadas todavía, además de que el peligro acechaba detrás de cada arbusto y vigilaba todas las encrucijadas.
Mientras cabalgaba trató de calcular cuándo se descubriría su desaparición. Confiaba en que no ocurriera hasta el amanecer, a la hora señalada para su ejecución, pero con el caos creado por los incidentes en la Abadía Oscura era imposible asegurarlo. Los dragones llevarían la noticia de su fuga a todas partes. La información se difundiría rápidamente.
La única ventaja a su favor era que Ariakas daría por sentado que se dirigiría a Solamnia para reunirse con las fuerzas que tenía a su mando y encabezar una rebelión contra él. Era lo que el emperador habría hecho en su lugar. Concentraría a los rastreadores en las calzadas que conducían a Solamnia. Esos cazadores de recompensas iban a llevarse un chasco. Kit no viajaba al oeste, sino al norte, hacia la comarca maldita conocida como Foscaterra, un territorio en el que nadie se aventuraba a menos que quisiera morir o que tuviera una razón excepcionalmente buena para no encontrarse en cualquier otro lugar.
Siendo parte de Solamnia, la comarca se llamó originalmente Nobleterra. Era una zona muy boscosa, accidentada y montañosa. Inadecuada para la explotación agrícola, en tiempos del Cataclismo estaba poco poblada. Un rico e influyente Caballero de la Rosa, sir Loren Soth, gobernaba la región. El alcázar familiar se alzaba en la zona septentrional de las montañas Dargaard. Construido a semejanza de una rosa, el castillo estaba considerado una maravilla de la arquitectura. La leyenda familiar contaba que el abuelo de Soth había contratado artesanos enanos para que construyeran el castillo; las obras no concluyeron hasta pasados cien años. Una ciudad llamada Dargaard creció alrededor del alcázar, pero la mayoría de las poblaciones de Nobleterra se alzaban a orillas del río y sus gentes se ganaban la vida con la explotación de molinos o el aprovechamiento de recursos naturales como la madera o la pesca.
El Cataclismo devastó Nobleterra. Los terremotos hendieron montañas. El río se desbordó e inundó las riberas y, en algunos sitios, se desvió el cauce. Todas las poblaciones a lo largo de la corriente quedaron destruidas. Hubo víctimas. Los medios de sustento desaparecieron.
Gentes de otras regiones de Solamnia habían sufrido también las consecuencias de la hecatombe. Concentrados en su propia supervivencia, no estaban en condiciones de preocuparse por lo que pasaba en Nobleterra. La mayoría imaginó que el señor de la región se ocuparía de hacer frente al desastre.
Llegaron supervivientes de la región, tambaleándose y balbuceando historias terribles. El otrora magnífico alcázar de Dargaard había quedado destruido, y eso no era lo peor. Entre sus paredes se habían cometido asesinatos; la señora y su pequeño hijo habían sufrido una muerte horrible, abrasados por el fuego que había arrasado el maravilloso castillo y lo había dejado ennegrecido y desmoronado. Con su último aliento, según se contaba, la dama había lanzado una maldición al hombre que podía haberlos salvado a ella y a su hijito, pero que, cegado por los celos y la ira, se había marchado dejando que perecieran en las llamas.
Sir Loren Soth, antaño un Caballero de Solamnia noble y orgulloso, se había convertido en un Caballero de la Muerte condenado a vivir en el mundo espectral de los muertos vivientes. Las voces quejumbrosas de las elfas que compartían su maldición entonaban noche tras noche una salmodia que narraba su trágica caída. Guerreros de fuego, huesos y armaduras ennegrecidas manchadas con su propia sangre se vieron obligados por la maldición de su señor a patrullar eternamente por el adarve de las murallas medio desmoronadas y matar a todo ser vivo que los desafiara.
Los dioses de la Luz habían condenado a lord Soth a llevar una existencia atormentada al obligarlo a reflexionar sobre su culpabilidad. Confiaban en que, con el tiempo, pediría su perdón, la redención. Takhisis lo quería para ella y lo dotó de enormes poderes mágicos con la esperanza de persuadirlo de que le diera la espalda a la salvación y se pusiera a su servicio. Pero al parecer Soth les había dado la espalda a todos los dioses, los del bien y los del mal, porque no había salido de sus dominios para aterrorizar al mundo como Takhisis había esperado que hiciera. Seguía en su alcázar, rumia que rumia, meditabundo, terrible, matando de forma atroz a quienes osaban molestarlo.
Esos eran los informes procedentes de Nobleterra y al principio pocos los dieron por ciertos, pero siguieron llegando historias de aquella región tenebrosa y todas contaban lo mismo. La ciudad de Dargaard, que había escapado del Cataclismo relativamente indemne, estaba abandonada; sus habitantes habían huido aterrorizados y juraban que no volverían nunca. Pero junto con los comentarios sobre banshees y guerreros espectrales llegaron asimismo historias que hablaban de un tesoro fabuloso, riquezas inimaginables escondidas en sótanos y bodegas del alcázar. Muchos fueron los codiciosos y aventureros que viajaron hasta Dargaard en busca de fama, riqueza y gloria. Los únicos que regresaron fueron aquellos que, asaltados por el terror al contemplar los muros ennegrecidos y las torres resquebrajadas del alcázar, no se acercaron a él. Era tal la terrible fama del lugar que a alguien se le ocurrió cambiarle el nombre de Nobleterra por Foscaterra. Con el tiempo, acabó siendo más conocida por este nombre que por el original, y ahora ya figuraba así en los mapas.
En realidad, nadie había visto a lord Soth; o si alguien lo había visto, no había vivido para contarlo. ¿Era el Caballero de la Muerte un mito, una invención de las madres para asustar a los niños que se portaban mal? ¿Era, tal vez, un cuento salido de la desbordante imaginación de un kender? ¿O existía realmente?
Kitiara habría sido la primera en desestimar tales historias fantasiosas si no fuera porque la reina Takhisis se había mostrado persistente y apremiante en su petición. Y por otra razón. El padre de Kit había viajado a Foscaterra. Atraído por los rumores de riquezas sin cuento y tomando a broma los «cuentos de vieja», Gregor Uth Matar había sido uno de los pocos que habían vuelto con vida. Fue así porque, como había admitido sin rebozo, su instinto de conservación lo había convencido de que ninguna cantidad de dinero merecía correr tal peligro. Siempre había bromeado respecto a su viaje a Foscaterra, pero cuando Kit, de pequeña, le había insistido para que le contara detalles, Gregor le había dicho que era mejor olvidar ciertas cosas. Se había reído al decir aquello, pero una expresión lúgubre que Kit no había visto nunca ensombreció los ojos de su padre, una mirada que jamás había olvidado.
Y allí estaba ella, de camino a ese lugar espantoso, hogar de los vivos al igual que de los muertos, guarida de los desesperados que se habían visto empujados a ocultarse en Foscaterra porque en todos los demás sitios se los perseguía.
Esa noche, mientras cabalgaba, Kitiara pensó en todo eso; en su padre; y recordó las historias horribles que había oído contar. No muy lejos de Neraka llegó a una bifurcación en la calzada. Un ramal se dirigía al oeste. El otro llevaba al norte. Kit sofrenó su caballo. Miró hacia poniente, donde estaba Skie, que a esas alturas habría olvidado su rabieta y se estaría preguntando qué le habría pasado. Estuvo a punto de tomar la ruta del oeste, volver con sus tropas, desafiar a Ariakas. Hacer exactamente lo que el emperador temía que hiciera.
Se planteó esa posibilidad y se obligó a examinarla. Skie estaría de su parte, de eso no le cabía duda. Pero no podría contar con los otros dragones azules. La reina Takhisis, furiosa de que hubiera roto su promesa, le daría la espalda y los dragones azules no se opondrían a su reina. Las propias tropas de Kit estarían divididas. Tal vez podría inclinar a la mitad de los hombres a favor de su causa. Los demás desertarían. El apuesto Bakaris se uniría a ella, pero no era muy de fiar. Se volvería contra ella en el instante en que la recompensa fuera suficiente.
Kitiara rebulló en la silla. Había también otra razón, la más importante, para que no cabalgara hacia el oeste. Podría romper su juramento a la reina, pero Kitiara Uth Matar no rompería una promesa hecha a sí misma. Y se había jurado que volvería triunfante ante Ariakas, fuerte y poderosa, tan poderosa que el emperador no osaría contrariarla. Para conseguir eso necesitaba un aliado fuerte y poderoso... Alguien como lord Soth. Era vencer o morir.
Kit cabalgó hacia el norte.
Amaneció un día luminoso y frío y Kit comprendió que el caballo iba a suponerle un problema. El magnífico semental, con su capa negra y brillante como el azabache, la larga crin, la ondeante cola y el musculoso cuerpo, era obviamente un animal valioso. La gente se paraba para mirarlo con admiración. Después desviaban la vista hacia el jinete, a Kit, vestida de nuevo con el farseto. Había utilizado la daga para cortar los hilos del bordado que marcaban la tela acolchada de la prenda, ya desgastada por el uso. No tenía capa a pesar del tiempo frío y eso le daba un aspecto aún más andrajoso. Todos los que veían el caballo se preguntaban de inmediato cómo una mercenaria desharrapada como ella se las había ingeniado para conseguir un animal tan extraordinario. Todos con los que se cruzaba se acordarían del costoso caballo y de su mísera amazona.
Kit abandonó la calzada y buscó refugio en los bosques. Por fin encontró una depresión poco profunda donde podría estacar al animal. Estaba exhausta por la agotadora experiencia vivida y necesitaba dormir. Antes de dormirse, Kit no dejó de darle vueltas al problema del caballo. Le había puesto el nombre de Jinete del Viento, y necesitaba su fortaleza, su poderío y su vitalidad para que la llevara hasta Foscaterra. Necesitaba su rapidez en caso de que las fuerzas de Ariakas le dieran alcance. Tenía que encontrar la forma de poder cabalgar por la carretera abiertamente, sin llamar la atención.
La mente le siguió trabajando mientras dormía y Kit despertó reanimada al final de la tarde con lo que esperaba que fuera la solución a su problema.
Dejando al caballo escondido en el bosque, Kit tomó un aspecto aún más ruin. Se manchó con barro la cara, se revolvió el pelo para que le cayera sobre los ojos y luego se dirigió a la calzada. Todavía estaba demasiado cerca de Neraka para su gusto, y el corazón le palpitó desbocado al ver una tropa de soldados goblins que marchaba camino de la ciudad. Se agazapó detrás de un árbol y los goblins pasaron ante ella sin reparar en su presencia.
Se acercó una caravana de mercaderes, pero iba protegida por varios mercenarios bien armados y dejó que pasara. Después, ya próxima la noche, el número de viajeros disminuyó. Kit empezaba a sentirse frustrada e impaciente. Estaba perdiendo un tiempo precioso, y a punto ya de decidirse a correr el riesgo de cabalgar tal como iba vestida, apareció el viajero que había esperado ver: un clérigo de Takhisis, de alto rango por las apariencias, probablemente un ocultista. Llevaba al cuello un gran medallón de la fe que colgaba de manera ostentosa de una gruesa cadena de oro. Se adornaba los dedos con anillos de azabache y ónice engarzados en oro. La silla y los arreos eran de buen cuero y de aspecto caro.
Era un hombre bajo, de constitución oronda y tez rubicunda. A diferencia de los clérigos oscuros del templo, era evidente que él disfrutaba con la comida y el vino. No llevaba armas aparte de la fusta. Kit esperó a que apareciera su escolta armada, pero no llegó nadie. No se oía sonido de cascos. Aunque viajaba sólo por calzadas próximas a Neraka, el clérigo no parecía estar preocupado o nervioso. A Kit tendría que haberle llamado la atención una circunstancia tan extraña, pero tenía prisa y la víctima era demasiado perfecta para renunciar a ella.
Al acercarse el caballo del clérigo, Kit salió de su escondrijo detrás del árbol. Manteniendo la cabeza agachada para ocultar sus rasgos, se acercó cojeando al clérigo con la mano extendida.
—Por favor, padre oscuro —dijo con voz áspera—, despréndete de una moneda de acero para un soldado herido en servicio a nuestra reina.
El hombre le dirigió una mirada maligna y alzó la fusta en un gesto amenazador.
—Perro miserable, no tengo nada que darte —le espetó con malos modos—. Es impropio de un soldado de nuestras tropas rebajarse a mendigar. ¡Saca tu cuerpo sarnoso de la calzada pública!
—Por favor, padre... —gimoteó Kitiara.
El clérigo descargó un fustazo contra ella, dirigido a la cabeza. Falló el golpe, pero Kit soltó un grito y se tiró de espaldas, como si se hubiese desplomado.
El clérigo prosiguió su viaje sin mirar atrás. Kit esperó un momento para comprobar que estaba solo y que no había guardias que lo siguieran a cierta distancia. Al no ver a nadie en el camino, corrió ágil y silenciosamente en pos de él. De un salto subió a la grupa del caballo, rodeó el cuello del clérigo con un brazo y le puso la punta del cuchillo en la garganta.
Lo había pillado completamente por sorpresa. El roce frío del acero en la piel lo hizo dar un respingo y se quedó rígido en la silla.
—Te lo he pedido amablemente, padre oscuro —le increpó Kit en tono de reproche—. No quisiste darme nada, así que ahora insisto. Que seas un servidor de la Reina de la Oscuridad es lo único que te salva de que te degüelle, así que a lo mejor deberías darle las gracias. Y ahora, bájate del caballo.
Apartó la daga del cuello del hombre, se la puso en las costillas y le dio un ligero pinchazo. Notó que el cuerpo gordinflón se estremecía y supuso que era de miedo. El clérigo oscuro desmontó con gesto de fastidio y Kitiara se bajó hábilmente del caballo tras él. El hombre empezó a darse la vuelta y Kit le propinó una patada en las corvas que lo tiró patas arriba. El clérigo cayó al suelo con un gemido.
—Entrégame tu dinero... —empezó Kit.
Para su sorpresa, el clérigo se incorporó rápidamente, aferró el medallón y lo sostuvo ante sí.
—¡Que la reina Takhisis escuche mi plegaria y consuma tu corazón! —clamó, enfurecido—. ¡Que te desuelle y te arranque la carne de los huesos! ¡Que sorba todo aliento de tu cuerpo y te destruya por completo!
El cuerpo fofo le temblaba de rabia y su voz sonaba segura. No le cabía duda de que la diosa oscura respondería a su plegaria y, durante un instante aterrador, Kitiara tampoco lo dudó. El aire de la noche crepitó con el poder de la plegaria y la guerrera esperó, encogida, que la ira de Takhisis la inmolara.
No ocurrió nada.
—Acudes a la deidad equivocada si tu intención es detenerme, padre oscuro. La próxima vez, intenta dirigir tu plegaria a Paladine. Vamos, quítate la ropa. Quiero el cinturón, las joyas y esa bolsa repleta de dinero que llevas encima. ¡Deprisa!
Dio énfasis a sus palabras con la daga, con la que le pinchó en el diafragma. El clérigo se quitó la cadena y los anillos, rabioso, y se los tiró a los pies. Después se quedó inmóvil, echando chispas por los ojos y cruzado de brazos.
—Padre oscuro, la única razón de que no te destripe es porque no quiero estropear esa cálida túnica —le dijo Kit.
Estaba nerviosa y temía que apareciera alguien en cualquier momento. Avanzó un paso y le puso la punta de la daga en el cuello.
»Pero si me obligas...
El hombre le tiró la bolsa de dinero a la cabeza y, mientras se sacaba la túnica por la cabeza, no dejó de maldecirla invocando a todos los dioses oscuros que se le ocurrieron. Metiendo la bolsa y las joyas dentro de la túnica y de la capa, Kit hizo un bulto con todo ello y le dio un manotazo al caballo en la grupa; el animal salió a galope calzada adelante. Acto seguido echó a andar y dejó al clérigo oscuro tiritando, sin más ropa que los calzones, y barbotando imprecaciones.
Con una risita sofocada, Kit entró en el bosque y avanzó entre la espesa maleza en dirección al lugar en que había dejado escondido a Jinete del Viento. Al clérigo lo vio por última vez corriendo calzada abajo mientras llamaba a gritos a su caballo. Kit se había fijado en las marcas dejadas por la fusta en el cuello del animal y suponía que éste no se sentiría muy inclinado a detenerse y esperarlo.
Kitiara se puso encima de su ropa la suntuosa túnica de terciopelo negro de un clérigo de alto rango y se colgó al cuello la cadena de oro con el medallón de la reina. Los anillos le estaban demasiado grandes y se los guardó en la bolsa del dinero, llena de monedas de acero.
—¿Qué aspecto tengo? —le preguntó a Jinete del Viento mientras desfilaba delante del caballo, que pareció aprobar su apariencia. A lo mejor el animal también pensaba en las mejores posadas, la avena más fina, el establo más cálido.
De parecer una mercenaria de poca monta, Kitiara se había convertido en una rica sacerdotisa de Takhisis. Ahora nadie se cuestionaría que tuviera en su posesión un caballo tan valioso. Cabalgaría por las calzadas principales y lo haría de día. Dormiría en regias camas en vez de pasar la noche en barrancos. Sus perseguidores estarían buscando a una Señora del Dragón renegada, una mujer guerrera. Nunca se les pasaría por la cabeza buscar a una sacerdotisa de alto rango. El infeliz clérigo le contaría lo ocurrido al primer alguacil que encontrara, pero que él supiera, lo había atacado una mendiga o, como había mencionado a Paladine, una servidora del Dios de la Luz.
Kitiara rió de buena gana. Tomó una buena comida —la del clérigo— y después montó a caballo. Salió a galope hacia el norte. Había dejado atrás el peligro.
Para su desdicha, eso le dio tiempo de sobra para pensar en el verdadero peligro —un peligro sobrecogedor— que la esperaba.
La idea de Laurana para el ataque al castillo del Muro de Hielo provocó un alboroto. Los caballeros se oponían, los amigos de la elfa estaban a favor, en tanto que Harald parecía dubitativo pero interesado. Se pasaron esa noche y el día siguiente discutiendo sobre ello. Finalmente Harald accedió a apoyar el plan de Laurana, principalmente porque Raggart el Viejo lo aprobaba, pero en parte porque Derek estaba en contra. Derek dijo en tono cortante que ningún hombre que tuviera un poco de sensatez iría a la batalla armado únicamente con la fe en unos dioses que, si realmente existían, habían demostrado no ser merecedores de la confianza de los hombres. Por lo tanto, no tomaría parte en esa empresa.
Brian tuvo que admitir que en lo tocante a esa cuestión estaba de acuerdo con Derek. El plan de Laurana era ingenioso, pero dependía de los dioses, e incluso Elistan dijo que no garantizaba que los dioses se unieran a la batalla.
—Aun así estás dispuesto a arriesgar la vida porque crees en ellos y en la remota posibilidad de que acudan en tu ayuda —señaló Aran, que ofreció cortésmente la petaca a todos antes de echar él un trago.
—No he dicho eso. He dicho que tengo fe en que los dioses nos ayudarán —respondió Elistan.
—Pero acto seguido has añadido que no puedes prometer que lo hagan —argüyó Aran en tono afable.
—Nunca me atrevería a hablar por los dioses —dijo Elistan—. Les pediré humildemente su ayuda, y si lo creen oportuno, accederán. Si por alguna razón se negaran a prestar su ayuda, aceptaré su decisión, porque ellos saben lo que es mejor para nosotros.
Aran rompió a reír.
—Les estás dando una salida a los dioses. Si te ayudan, se llevan el reconocimiento, pero si no lo hacen, les facilitas una disculpa.
—Deja que intente explicarlo —sonrió Elistan—. Me contaste que tienes un sobrino de cinco años al que adoras. Pongamos que ese niño te suplica que le dejes jugar con tu espada. ¿Le darías lo que quiere?
—Por supuesto que no —contestó Aran.
—Amas muchísimo a tu sobrino. Quieres que sea feliz pero, sin embargo, le niegas eso. ¿Por qué?
—Porque es un niño. Para él una espada es un juguete. Aún no tiene suficiente discernimiento para comprender el peligro al que se expondría él mismo y los que estén a su alrededor. —Aran sonrió—. Entiendo lo que quieres decir, señor. Afirmas que ésa es la razón de que los dioses no nos den todo lo que les pedimos. Porque podríamos hacernos trizas.
—Concedernos todos los deseos y peticiones sería lo mismo que permitir a un niño que juegue con tu espada. No alcanzamos a ver el plan eterno de los dioses ni cómo encajamos en él. En consecuencia, pedimos con la esperanza de que nos sea concedido lo que queremos, pero si no es así, tenemos fe en que ellos saben lo que es mejor para nosotros. Aceptamos su voluntad y seguimos adelante.
Aran reflexionó sobre esos razonamientos y se ayudó a pasarlos con un trago de la petaca, pero volvió a sacudir la cabeza.
—¿Crees en esos dioses? —le preguntó a Sturm.
—Sí —repuso Sturm, serio.
—¿Crees que los dioses verdaderos saben lo que es mejor para ti?
—Tengo prueba de ello. Cuando estuvimos en Thorbardin para buscar el Mazo de Kharas, oré a los dioses para que me entregaran el mazo a mí. Quería esa sagrada arma para forjar las legendarias Dragonlances. Al menos eso era lo que me decía a mí mismo. Me enfadé con los dioses cuando creyeron conveniente entregarles el mazo a los enanos.
—¡Y todavía estás enfadado por eso! —comentó Flint al tiempo que negaba con la cabeza.
Sturm sonrió.
—Tal vez lo esté. Todavía no entiendo por qué los dioses consideraron adecuado dejar el mazo en el reino enano cuando nos es tan necesario. Pero sí sé por qué los dioses no me lo entregaron a mí. Al final comprendí que no quería el mazo por el bien de la humanidad, sino por mi propio bien. Quería el mazo porque me traería gloria y honor. Para mi vergüenza, llegué incluso a acceder a tomar parte en un ardid deshonroso para conservar el mazo y engañar a los enanos.
»Cuando comprendí lo que había hecho, pedí perdón a los dioses. Me gusta pensar que habría utilizado el mazo para hacer el bien, pero no estoy seguro. Si estaba dispuesto a caer tan bajo para obtenerlo, quizá me habría hundido aún más. Los dioses no me dieron lo que creía que quería; me dieron un regalo mayor: conocimiento de mí mismo, de mi debilidad, de mis flaquezas. Me esfuerzo a diario para superar esas faltas y, con la ayuda de los dioses y de mis amigos, llegar a ser un hombre mejor.
Brian miró a Derek mientras Sturm hablaba, sobre todo cuando se refirió a querer el mazo para su propia gloria. Pero Derek no escuchaba. Estaba sentado junto a Harald y discutía con él para intentar convencerlo de que apoyara su plan. Tal vez fue mejor que Derek no oyera lo que Sturm había admitido. Si Derek ya tenía mal concepto de él, con eso habría tocado fondo.
Aran siguió preguntando a Elistan cosas sobre los dioses, como los nombres o en qué se diferenciaba Mishakal de Chislev y por qué había dioses de la neutralidad, como había dicho Lillith, y lo de mantener el equilibrio en el mundo. Aran escuchaba las respuestas de Elistan con atención, aunque Brian suponía que el interés de su amigo en esos recién descubiertos dioses era puramente académico. Brian no se imaginaba al cínico Aran abrazando una religión.
La voz de Derek se alzó cortante y acabó con la conversación.
—¿Esperas que confíe el éxito de mi misión en los delirios de un par de viejos y en las ideas estúpidas de una muchacha? ¡Estás loco!
Harald se puso de pie y desde su prominente estatura miró a Derek.
—Loco o no, si quieres que los míos ataquen el castillo, señor caballero, entonces lo haremos a mi modo, o más bien al de la elfa. Mañana al amanecer.
El jefe salió de la tienda. Derek se puso furioso, luego se sintió frustrado y por último, impotente. Tenía dos opciones: o aceptar la oferta del bárbaro o renunciar a su misión. Brian suspiró para sus adentros.
Una idea inoportuna se le pasó por la cabeza a Brian. Nadie sabía nada respecto al Orbe de los Dragones. ¿Y si al final resultaba que era un artefacto maligno? Si lo fuera, ¿se lo llevaría Derek a Solamnia sólo para servir a su propia ambición? Brian tenía la desagradable sensación de que su amigo lo haría.
Miró a Sturm, un hombre que había admitido abiertamente haber tenido una flaqueza, que hablaba sin tapujos de sus faltas. En contraposición estaba Derek, Caballero de la Rosa curtido en la batalla, un hombre seguro de sí mismo que rehusaría admitir que tenía faltas, que se negaría a reconocer cualquier debilidad.
«¿Seguro que es un caballero?», había preguntado el kender.
En muchos sentidos, Sturm Brightblade era más caballero que Derek Crownguard. Sturm, con todas sus debilidades, sus faltas y sus dudas, se esforzaba día tras día por estar a la altura de los nobles ideales de la caballería. Sturm no participaba en aquella misión para encontrar el Orbe de los Dragones. Estaba allí porque Derek se había llevado al kender a la fuerza y Sturm no quiso abandonar a su amigo. Por el contrario, Brian sabía muy bien que Derek sacrificaría al kender, al pueblo del hielo, a todo el mundo, incluidos sus amigos, para conseguir lo que quería. Derek diría (y quizá incluso se lo creería) que hacía aquello por el bien de la humanidad, pero Brian se temía que sólo era por el bien de Derek Crownguard.
Derek se alejó del jefe hecho una furia y Aran fue tras él para tratar de calmarlo. Harald, Raggart y Elistan, junto con Gilthanas y Laurana, se marcharon a una tienda que Raggart había dedicado a los dioses para discutir sus planes del asalto al castillo a la mañana siguiente. Hacía horas que no veían a Tasslehoff, y Flint, convencido de que el kender se había caído en un agujero del hielo, dijo que iba a ver si lo encontraba.
Brian tuvo una idea al mirar a Brightblade. Derek se pondría furioso y seguramente lo tendría en su contra para siempre, pero Brian tenía la sensación de que hacer lo que se le había ocurrido era lo correcto. Sólo le quedaba una duda respecto a Sturm, y tendría que aclarar el asunto con él antes de poner en marcha su plan. Sturm estaba a punto de marcharse con Flint para buscar al kender cuando Brian lo detuvo.
—Sturm —lo llamó—. ¿Podemos hablar un momento en privado?
Flint dijo que él solo podía encontrar al maldito kender y dejó a Sturm con Brian. Puesto que la tienda que compartía con sus dos compañeros estaba ocupada, Brian le preguntó si podían ir a la suya.
—Quiero hacerte una pregunta —empezó cuando se hubieron acomodado entre las pieles—. Sé que no es un asunto de mi incumbencia y que mi pregunta es impertinente. Estás en tu derecho de enfadarte conmigo por preguntarlo y lo entenderé si te molestas. También lo entenderé si te niegas a contestar.
Sturm tenía el gesto serio, pero hizo un ademán a Brian para que continuara.
»¿Por qué mentiste a tus amigos respecto a que eras un caballero? Antes de que respondas —advirtió Brian a la par que alzaba la mano en un gesto admonitorio—. He visto el respeto y la estima que te tienen tus amigos. Sé que a ellos no les habría importado que fueras un caballero o no. ¿Estás de acuerdo en eso?
—Sí, es cierto —admitió en voz baja Sturm, tan baja que Brian tuvo que echarse hacia delante para oírlo.
—Y que cuando descubrieron que habías mentido tampoco les importó. Te siguen admirando, confían en ti y te respetan.
Sturm bajó la cabeza y se pasó la mano por los ojos. La emoción no le dejaba hablar.
—Entonces, ¿por qué la mentira? —preguntó amablemente Brian. Sturm alzó la cabeza. Tenía el semblante pálido, demacrado, pero sonrió cuando habló.
—Podría decirte que nunca les he mentido. Verás, en ningún momento les he dicho explícitamente que fuera un caballero. Pero dejé que lo creyeran. Vestía mi armadura, hablaba de la caballería, y cuando alguien se refería a mí como a un caballero, no lo desmentía.
Hizo una pausa y se quedó pensativo, como evocando el pasado.
—A mi regreso, si Tanis me hubiera preguntado si era un Caballero de Solamnia, creo que habría tenido el coraje de explicarle que mi candidatura había sido rechazada.
—Injustamente —dijo Brian con firmeza.
Sturm pareció sorprendido. No había esperado apoyo en ese sentido.
»Sigue con la explicación, por favor —pidió Brian—. No pienses que te lo pregunto por presunción o vana curiosidad. Estoy intentando aclarar algunas cosas por mi cuenta.
Sturm parecía sentirse un tanto perplejo, pero continuó:
—Tanis no me hizo esa pregunta. Dio por hecho que era un caballero, igual que mis otros amigos. Antes de que pudiera aclarar las cosas, se desató un infierno. Estaba la Vara de Cristal Azul y los hobgoblins y una dama a la que proteger. Nuestras vidas cambiaron para siempre en un instante, y cuando se presentó el momento en el que podría haberles dicho la verdad a mis amigos, ya era demasiado tarde. La verdad sólo habría causado complicaciones.
»Además, estaba mi orgullo. —La expresión de Sturm se ensombreció—. No habría podido soportar la petulante satisfacción de Raistlin, sus comentarios sarcásticos.
Sturm respiró profundamente. Su voz se suavizó, como si hablara consigo mismo, como si Brian no estuviera allí.
—Y deseaba tanto ser caballero. No soportaba renunciar a mi sueño. Juré que sería digno de ello. Tienes que creerme. Juré que jamás haría nada en desdoro de la caballería. Creía que si dirigía mi vida como un caballero, podría enmendar la mentira. Sé que lo que hice está mal y me siento profundamente avergonzado. He malogrado para siempre mis esperanzas de ser un caballero. Lo acepto como mi castigo. Pero si los dioses quieren, espero presentarme algún día ante el Consejo para confesar mis pecados y pedir su perdón.
—Creo que eres mejor caballero que muchos de los que tenemos ese título —manifestó Brian con suavidad.
Sturm negó con la cabeza y sonrió. Iba a decir algo, pero lo interrumpió Flint al asomar por el faldón de la tienda.
—¡Ese condenado kender! —gritó—. ¡No te vas a creer en qué lío se ha metido ahora! Será mejor que vengas.
Sturm se disculpó y salió apresuradamente a rescatar a Tas del aprieto en el que estuviera. Brian se quedó en la tienda y reflexionó sobre todo lo que habían hablado. Finalmente, tomó una decisión. Haría lo que había pensado, aunque era más que probable que Derek no volviera a dirigirle la palabra.
Esa noche, los Bárbaros de Hielo celebraron una ceremonia en honor a los dioses y pidieron su bendición para el ataque al castillo del Muro de hielo. Derek rezongó que imaginaba que debería asistir o de otro modo ofendería a su anfitrión, pero añadió en tono sombrío que no se quedaría mucho rato. Aran comentó que, por su parte, estaba deseando asistir; disfrutaba con un buen festejo. Brian también esperaba anhelante la celebración, pero por una razón diferente.
El jefe había hecho retirar todas las cosas en las que se trabajaba en la casa larga para dejar espacio libre para bailar. Varios ancianos estaban sentados alrededor de un enorme tambor y lo tocaban suavemente mientras Raggart el Viejo narraba historias de los dioses antiguos que le había oído contar a su padre y, antes, a su abuelo. A veces con la cadencia monótona de una salmodia, a veces con el ritmo de un cántico, el anciano narró su relato e incluso ejecutó unos cuantos pasos de una danza. Después, Raggart el Joven lo sustituyó y relató historias de héroes de batallas anteriores para envalentonar los corazones de los guerreros. Cuando terminó, Tasslehoff, con un ojo morado pero en buenas condiciones por lo demás, entonó una canción subida de tono sobre que su amor verdadero era un barco de vela y que dejó completamente perplejos a los Bárbaros de Hielo, aunque aplaudieron por cortesía.
Gilthanas tomó prestada una flauta hecha de hueso de ballena y tocó una canción que pareció llevar hasta la tienda del jefe el aroma de las flores silvestres en primavera. Era tan evocadora la melodía del elfo, que la tienda, saturada del humo de los fuegos de turba e impregnada con el intenso tufo a pescado, olió a lilas y a hierba fresca.
Cuando los cantos y los relatos acabaron y todos hubieron comido y bebido, Raggart el Viejo levantó las manos para pedir silencio. Costó un poco, porque lo niños (y el kender) estaban excitados con la fiesta y no podían quedarse quietos. Finalmente, sin embargo, el silencio se fue adueñando de la tienda del jefe. El pueblo del hielo miraba a Raggart, expectante; sabía lo que iba a pasar. Derek masculló que suponía que podían irse ya, pero como ni Aran ni Brian se movieron, no tuvo más remedio que quedarse.
Raggart el Viejo alargó la mano hacia un objeto envuelto en piel blanca que había tenido todo el tiempo a los pies. Lo alzó con ambas manos, reverente, y lo sostuvo ante sí. Susurró algo y su nieto, Raggart el Joven, desató suavemente las tiras que mantenían enrollada la piel. El envoltorio se soltó y dejó a la vista un objeto que brilló a la luz de los fuegos.
Los Bárbaros de Hielo soltaron un quedo suspiro y todos se pusieron de pie; sus invitados los imitaron una vez que entendieron lo que se esperaba de ellos.
—¿Qué es? —preguntó Tasslehoff, que estaba de puntillas y estiraba el cuello—. ¡No veo nada!
—Un hacha de guerra hecha de hielo —contestó Sturm, maravillado.
—¿De verdad? ¿De hielo? ¡Flint, aúpame! —gritó el kender mientras ponía las manos en los hombros del enano, listo para subirse a él.
—¡Ni lo sueñes! —replicó el enano, ofendido, a la par que apartaba las manos de Tas a manotazos.
Raggart frunció el entrecejo por la interrupción. Sturm asió a Tas y tiró de él para colocarlo delante; de ese modo, el kender veía bien y Sturm podía mantenerlo sujeto, porque advirtió que los dedos de Tas se agitaban con ansiedad.
—Hace mucho, mucho tiempo —empezó Raggart—, cuando el mundo era joven, nuestro pueblo vivía en una tierra muy lejana, una tierra abrasada por el fiero sol. No había comida ni agua. Nuestro pueblo se consumía con el calor y muchos murieron. Por fin, el jefe no pudo soportarlo más. Pidió ayuda a los dioses, y uno de ellos, el Rey Pescador, respondió. Conocía una tierra donde la pesca era abundante y proliferaban los animales con pieles. Mostraría a nuestro pueblo el camino a esa tierra, porque sospechaba que criaturas malignas estaban intentando apoderarse de ella. Había un problema: esa tierra tenía un verano muy breve. Era un territorio invernal, un lugar de nieve y hielo.
»El jefe y su gente estaban hartos del sol ardiente, del calor sofocante y del hambre constante. Accedieron a trasladarse y el Rey Pescador les dio ropas adecuadas para el frío y les enseñó a sobrevivir en el largo invierno. Después los tomó en su mano y los trajo al glaciar. El último regalo que el dios les concedió fue el conocimiento para crear armas de hielo.
»Los Quebrantadores de Hielo tenían la bendición de los dioses, e incluso cuando los dioses, en su justa ira, nos dieron la espalda, aquellos de nosotros que esperábamos pacientemente su regreso seguimos creando Quebrantadores de Hielo. Y a pesar de que los dioses se habían ido, su bendición perduró al igual que nuestra fe en ellos.
»En la víspera de una batalla, es una tradición que el clérigo que crea estas armas mire en el corazón de todos y elija al que posee la destreza y el valor, la sabiduría y el conocimiento necesarios para ser un gran guerrero. A esa persona los dioses le conceden el regalo de un Quebrantador de Hielo.
Los guerreros del pueblo de hielo se alinearon a un lado de la tienda del jefe y Harald, con un gesto, indicó a sus invitados que se unieran a ellos. Flint frunció el entrecejo y negó con la cabeza.
—El acero es suficientemente bueno para Reorx y es suficientemente bueno para mí —dijo—. Sin ánimo de ofenderos a vosotros ni al Rey Pescador —se apresuró a añadir.
Raggart sonrió y el enano asintió con la cabeza. Laurana no se unió a la fila y se quedó con Flint y Elistan. Sturm y Gilthanas ocuparon su sitio en la línea, aunque Sturm lo hizo principalmente para no perder de vista a Tasslehoff. Brian, Derek y Aran se situaron al final de la fila.
Raggart, con el arma encima de la piel blanca, caminó a lo largo de la hilera. Dejó atrás a los guerreros del pueblo de hielo, dejó atrás a Gilthanas y a Sturm, y, con gran desilusión del kender, pasó de largo con el arma y dejó atrás a Tasslehoff, que alargó la mano para tocarla.
—¡Ay! —Tas apartó los dedos con rapidez—. ¡Me he quemado con el hielo! —gritó alegremente—. ¡Mira, Sturm, el hielo me ha quemado! ¿Cómo es posible?
Sturm hizo callar al kender.
Raggart siguió adelante, hacia donde estaban los tres caballeros.
—¿Qué voy a hacer con un arma hecha de hielo? —masculló Derek con desdén—. Supongo que tendré que aceptarla o, en caso contrario, los ofendería. Sigo albergando la esperanza de convencer al jefe para que respalde mi plan.
Raggart pasó delante de Aran, que observó el hacha con curiosidad e hizo un brindis con la petaca. El clérigo pasó delante de Brian y llegó ante Derek, pero también pasó por delante sin detenerse.
Raggart se detuvo entonces, fruncido el entrecejo. Miró a su alrededor y el ceño se le borró. Dio la espalda a la fila de guerreros y caminó hacia Laurana. Con una reverencia, le tendió el Quebrantador de Hielo a la elfa.
—¡Tiene que ser un error! —exclamó Laurana con un respingo.
—Veo una torre alta, un dragón azul y una reluciente lanza plateada cuyo brillo enturbia una gran tristeza —dijo Raggart—. Veo una esfera rota y otra salpicada con la sangre del mal. Veo una armadura dorada que brilla como un faro en primera línea de la batalla. Los dioses te han elegido, señora, para que recibas su presente.
Raggart le tendió el Quebrantador. Laurana miró en derredor, aturdida, preguntando en silencio qué debía hacer. Sturm le dedicó una sonrisa de ánimo y asintió con la cabeza. Gilthanas frunció el entrecejo y negó con la cabeza. Las elfas se entrenaban para combatir, como los varones de su raza, pero ellas no luchaban a menos que la situación fuera desesperada. ¡Una elfa no se prestaría nunca a liderar hombres!
—¡Tómala, Laurana! —gritó Tasslehoff con ansiedad—. Pero ten cuidado, que quema. ¡Fíjate en mis dedos!
—El hacha está bien elaborada, eso tengo que admitirlo —dijo Flint, que examinaba el arma con ojo crítico—. Tómala, muchacha. Prueba cómo la sientes en la mano.
Laurana se puso colorada.
—Lo siento, Raggart. Me siento realmente honrada con este regalo, pero tengo una sensación extraña. Me temo que al aferrarla estaré asiendo el destino.
—Tal vez lo hagas.
—Pero no es eso lo que quiero —protestó la elfa.
—Cada cual busca su propio destino, pequeña, pero al final es el destino el que nos encuentra a nosotros.
Laurana siguió sin decidirse.
—Si hacía falta una confirmación de que el viejo está chiflado, ahora la tenemos —rezongó Derek.
Habló en solámnico y en voz baja, pero Laurana lo oyó y lo entendió. Apretó los labios. Su rostro adquirió un gesto de resolución. Alargó la mano y, un poco encogida esperando la ardiente mordedura del hielo, asió el Quebrantador y lo alzó de la piel en la que descansaba.
Laurana se relajó. Sostenía el arma con facilidad y, cosa extraña, el hielo no era más frío que la empuñadura de una espada de acero. Lo levantó hacia la luz para admirar su belleza. El Quebrantador estaba hecho con un hielo cristalino, cortado y pulido para hacerlo suave, sus formas eran elegantes y sencillas.
El arma tenía el aspecto de ser muy grande y pesada, y sus amigos se encogieron un poco esperando que se le cayera o la levantara con torpeza. Para su sorpresa, cuando Laurana la enarboló, el Quebrantador se ajustaba perfectamente a su agarre.
—Es como si la hubieran hecho para mí —dijo, maravillada.
Raggart asintió con la cabeza como si aquello no fuera nada extraordinario. Instruyó a la elfa sobre el uso del arma y los cuidados que precisaba, como por ejemplo no exponerla directamente al sol y mantenerla lejos del fuego.
—Porque —explicó Raggart—, aunque el hielo con el que se hacen estas armas está bendecido por los dioses y por lo general es denso y recio, el Quebrantador se derretirá, aunque no tan deprisa como el hielo corriente.
Laurana le dio las gracias a él, al pueblo del hielo y, por último, a los dioses. Envolvió el Quebrantador en la piel blanca y, con las mejillas aún arreboladas, pidió en voz baja que la ceremonia prosiguiera. El tambor empezó a sonar de nuevo. Brian, con el corazón latiéndole desbocado, levantó una mano.
—Tengo algo que decir.
El tambor enmudeció. Aran y Derek lo miraban estupefactos, sabedores de lo mucho que su amigo detestaba hablar en público. Todos los demás lo observaron con afecto y expectación.
—Yo... eh... —Brian tuvo que hacer una pausa para aclararse la garganta y después continuó; habló rápidamente para pasar cuanto antes el mal rato—. Entre nosotros hay alguien a quien he llegado a conocer bien en este viaje. He sido testigo de su valor. He admirado su sinceridad. Es la personificación del honor. En consecuencia —Brian inspiró profundamente, sabedor de la reacción que iban a desatar sus palabras—, declaro que tomo a Sturm Brightblade, hijo de Angriff Brightblade, como mi escudero.
Brian tenía las mejillas encendidas. La sangre le palpitaba en los oídos. Fue consciente, borrosamente, del aplauso cortés de los Bárbaros de Hielo, que ignoraban lo que eso significaba. Por fin se atrevió a levantar la cabeza. Sturm se había puesto muy pálido. Laurana, sentada a su lado, aplaudía entusiasmada. Gilthanas entonó un acorde marcial con la flauta. Elistan le dijo algo a Sturm y le apretó la mano. El color volvió al semblante de Sturm; los ojos le relucían al resplandor de la lumbre.
—¿Estás seguro de esto, milord? —preguntó Sturm en un tono de voz muy bajo. Lanzó una ojeada de soslayo, significativa, a Derek, que tenía una expresión borrascosa, colérica.
—Lo estoy —afirmó Brian, y alargó la mano para estrechar la de Sturm—. ¿Comprendes lo que esto representa para ti?
Sturm asintió con la cabeza.
—Lo comprendo, milord —respondió con voz enronquecida—. No tengo palabras para expresarte lo mucho que esto significa... —Hizo una profunda reverencia—. Me honra la buena opinión que tienes de mí, milord. No te defraudaré.
Abrumado por la emoción, fue incapaz de decir nada más. Flint se acercó a felicitarlo, al igual que Tasslehoff. Laurana se inclinó hacia Brian para hacerle una pregunta.
—Has dicho que si sabía lo que esto representaba para él. ¿Qué representa? ¿No es Sturm demasiado mayor para servir como escudero? Creía que los escuderos eran muchachos jóvenes que actuaban como criados de un caballero.
—Por lo general lo son, aunque no hay restricciones sobre la edad. Algunos hombres siguen siendo escuderos toda su vida, satisfechos con esa posición. Al hacerlo mi escudero, Sturm podrá solicitar ahora someterse a las pruebas como aspirante a caballero, algo que no habría podido hacer en caso contrario.
—¿Y eso por qué?
—Porque al nombrarlo mi escudero, las transgresiones que cometió y que lo habrían dejado excluido de la caballería, ahora quedan expurgadas.
Una leve arruga se marcó en la tersa frente de Laurana.
—¿Qué transgresión puede haber cometido Sturm?
Brian vaciló, reacio a contestar.
—Sé que mintió respecto a que era caballero —dijo Laurana—. Sturm me lo confesó. ¿Es eso a lo que te refieres?
Brian asintió con un gesto y después alzó la cabeza cuando una ráfaga de viento helado se coló en la tienda del jefe y agitó las llamas de los fuegos. Derek se había marchado, airado.
Laurana lo siguió con la mirada, preocupada.
—¿Quieres decir que Derek habría utilizado eso para vetar la solicitud de Sturm?
—Oh, sí —contestó Brian a la par que asentía enérgicamente con la cabeza—. Al hacer a Sturm mi escudero estoy diciéndole al Consejo que he decidido que su error de juicio se debería perdonar y olvidar. Derek ni siquiera podrá sacar el tema de que Sturm mintió respecto a ser un caballero.
Sturm contestaba pacientemente las preguntas que le hacía Tasslehoff, al que tuvo que prometer que si alguna vez participaba en un torneo, él le llevaría el escudo, un honor que dejó al kender radiante de placer.
—No creo que Sturm mintiera —susurró Laurana.
—Tal como ocurrieron las cosas, yo tampoco lo creo —convino Brian.
Aran se acercó para estrecharle la mano a Sturm y darle la enhorabuena, tras lo cual se dirigió hacia Brian.
—Derek quiere verte fuera —le dijo al oído.
—¿Está muy enfadado?
—Imagino que está ahí fuera mellando el filo de la espada a fuerza de mordiscos —contestó jovialmente Aran. Dio una palmada en el hombro a Brian—. No te preocupes. Hiciste lo correcto. Será el epitafio que diga al pie de tu tumba.
—Gracias —rezongó Brian.
Empezó el baile. Los ancianos comenzaron a tocar los tambores y a cantar con ritmo vivo. Jóvenes y viejos salieron al centro de la tienda; formaron un círculo, enlazados por los brazos, y empezaron danzar mientras se inclinaban, se mecían y se entrelazaban. Incitaron a Laurana a unirse a los danzantes, e incluso persuadieron a Flint, que no dejó de tropezar con sus propios pies y trastabillar para regocijo de todos. Brian, suspirando, se dirigió a la salida de la tienda. Sturm lo detuvo.
—Me temo que esto provocará problemas entre Derek y tú.
—Me temo que tienes razón —dijo Brian con una sonrisa desganada.
—Entonces, no sigas adelante con ello —le pidió encarecidamente Sturm—. No merece la pena...
—Yo creo que sí. La caballería necesita hombres como tú, Sturm —manifestó Brian—. Quizá más de lo que necesita hombres como nosotros.
Sturm empezó a protestar otra vez y Brian se desabrochó el cinturón de la espada y se lo tendió a Sturm.
—Toma, escudero. Que el arma esté limpia y bruñida por la mañana cuando cabalguemos hacia la batalla.
Tras una breve vacilación, Sturm aceptó la espada con una sonrisa de agradecimiento.
—Lo estará, milord —dijo con una reverencia.
Brian salió al gélido viento que soplaba del glaciar. Vio figuras borrosas que se escabullían por el perímetro del campamento: lobos que los vigilaban. Se preguntó si Raggart tendría razón, si los lobos serían espías. Desde luego, parecían interesados en ellos. Tuvo un escalofrío y se encontró con que lo esperaba todavía más helor: una fría cólera.
—¡Has hecho eso deliberadamente para desprestigiarme! —lo acusó Derek—. ¡Lo has hecho para acabar con mi credibilidad y hacerme parecer un necio!
Brian no salía de su asombro. Había esperado cualquier cosa, pero no eso.
—¡No me lo puedo creer! ¿Piensas que he hecho a Sturm mi escudero sólo para mortificarte?
—Por supuesto. ¿Por qué otra cosa ibas a hacerlo? Brightblade es un mentiroso y muy posiblemente un bastardo. ¡Dioses, ya puesto, tanto habría dado si hubieses nombrado tu escudero al kender! ¿O tal vez te estás reservando eso para mañana por la noche? —le espetó con furia.
Brian lo miraba estupefacto, enmudecido por la sorpresa.
»Quiero que los dos, Aran y tú, estéis en nuestra tienda antes de que salga la luna —prosiguió Derek—. Os hará falta descansar para mañana. Y dile a Brightblade que también tiene que presentarse ante mí. Como escudero, ahora está bajo mi autoridad. Obedecerá mis órdenes. Se acabó ponerse de parte de los elfos y en mi contra. Fíjate en lo que te digo: la primera vez que Brightblade me desobedezca, será la última.
Derek se dio media vuelta y se dirigió a la tienda que compartían los tres caballeros; sus botas crujían en el hielo y la espada tintineaba en su cadera.
Brian suspiró profundamente y regresó a la calidez y el regocijo reinantes en la tienda del jefe. Con el rabillo del ojo atisbo a los lobos deslizándose sigilosamente por el perímetro del campamento.
A su regreso al castillo del Muro de Hielo procedente de Neraka, Feal-Thas mandó llamar al cabecilla de los draconianos para preguntar si se habían visto forasteros en las inmediaciones. El draconiano informó que un grupo de extraños, entre ellos tres caballeros solámnicos, habían atacado a dos guardias draconianos. Los caballeros y el resto de sus compañeros merodeaban por los alrededores del campamento de los Bárbaros de Hielo. A Feal-Thas no le cupo duda de que esos caballeros eran los que Kitiara había enviado como parte del plan de Ariakas para infiltrar el Orbe de los Dragones entre los solámnicos.
Ariakas le había explicado el plan a Feal-Thas durante la estancia del hechicero en Neraka. El emperador había usado la analogía de asediar ejércitos arrojándoles los cadáveres de animales infestados con la peste. Los caballeros llevarían el orbe a Solamnia y allí caerían bajo su influjo, igual que el miserable rey Lorac de Silvanesti.
Feal-Thas había aceptado respaldar el plan. No podía hacer otra cosa. Ariakas llevaba la Corona del Poder y Takhisis lo amaba, mientras que el hechicero y la diosa casi ni se dirigían la palabra. Feal-Thas se consoló con la idea de que ocurrían accidentes, sobre todo a caballeros que buscaban la gloria. Ariakas no tendría argumentos para culparlo a él si ese solámnico acababa en la tripa de la dragona.
Había otro problema que Ariakas no había tenido en cuenta porque Feal-Thas no lo había puesto al corriente. El Orbe de los Dragones tenía sus propias ideas y sus propios planes.
Durante cientos de años, desde que los dragones se habían ido a dormir a raíz de la derrota de la Reina de la Oscuridad a manos de Huma Dragonbane, los Orbes de los Dragones, creados con la esencia de esos reptiles, habían esperado el regreso de su soberana. Finalmente oyeron la voz de Takhisis llamándolos, del mismo modo que había llamado a sus dragones. Ahora, este orbe estaba ansioso de verse libre de su encierro y volver al mundo. Feal-Thas percibía los susurros incitantes con los que lo tentaba, pero tenía el sentido común de hacer oídos sordos. Otros —los que deseaban oírlo, los que querían creerle— le harían caso.
Tras oír el informe del draconiano, Feal-Thas se dirigió deprisa al cubil de Sleet a fin de comprobar que el orbe estaba a salvo. La dragona blanca había recibido órdenes de protegerlo y obedecería lo mejor que supiera. Por desgracia, las aptitudes de Sleet no la hacían merecedora de la confianza del hechicero. La dragona tenía pocas luces, no era lista, ni sutil, ni astuta, mientras que el Orbe de los Dragones era todas esas cosas y más.
Feal-Thas recorrió los túneles helados del castillo. No llevaba luz. A su llegada, había ejecutado un encantamiento para que los pasadizos emitieran una luz blanca azulada. Pasó delante de la cámara que antes había albergado al orbe y echó una ojeada dentro. Las huellas de las víctimas del guardián aún perduraban: sangre que cubría el suelo y salpicaba las paredes. Hizo un alto para contemplar la horripilante escena. Parte de esa sangre era de Kitiara. Cuando se marchaba de Neraka, a Feal-Thas le habían informado de que la guerrera había escapado a la ejecución. La noticia había sido motivo de desilusión, pero no le había sorprendido. Esa tenía la suerte de cara. Y no sólo era afortunada, sino también lista y audaz; una combinación peligrosa. Ariakas no tendría que haberle permitido vivir tanto tiempo. Deshaciéndose de ella, Feal-Thas le haría un favor a todo el mundo.
Sólo tenía que encontrar la forma de esquivar esa suerte que la acompañaba siempre.
Feal-Thas entró en el cubil de la dragona. Una nieve mágica, creada por el reptil, caía a su alrededor. La nieve mantenía el ambiente frío que le gustaba y conservaba en buen estado sus alimentos (dos thanois y un humano muertos) hasta que le apeteciera comérselos. Sleet dormitaba, pero despertó rápidamente al olfatear al elfo. Agitó los ollares como si sintiera un cosquilleo. Los ojos eran meras rendijas brillantes de color rojo. Las garras se clavaron en el hielo y los labios blancos se replegaron y dejaron al descubierto los colmillos amarillentos. No le gustaba Feal-Thas, sentimiento que, dicho sea de paso, era recíproco.
Los blancos eran los dragones más pequeños y menos inteligentes de la Reina de la Oscuridad. Se les daba bien matar y poco más. Obedecían instrucciones, pero sólo si eran sencillas.
—¿Qué quieres? —masculló Sleet.
Las escamas blancas emitían destellos azules a la luz mágica creada por el hechicero. Tenía las alas plegadas hacia atrás y la larga cola enroscada en torno al inmenso corpachón cubierto de nieve. Aunque pequeña en comparación con un rojo, la dragona llenaba la gran caverna que había heredado de algún otro blanco que la había construido hacía mucho, muchísimo tiempo, tal vez en tiempos de Huma. La pálida luz del sol brillaba a través de la entrada del cubil, al otro extremo de la cueva, y arrancaba destellos de los muros recubiertos de nieve y de la escarcha creada por el aliento del reptil.
—He venido para asegurarme de que estás cómoda y tienes todo lo que necesitas —respondió melosamente el hechicero.
La dragona resopló con desdén y al hacerlo exhaló escarcha por la nariz.
—Viniste a inspeccionar tu precioso orbe porque no te fías de mí. Está sano y salvo. Compruébalo por ti mismo y después ve a enterrar la cabeza en un glaciar.
La dragona blanca apoyó la testa en la nieve. Los ojos rojos no dejaron de vigilar a Feal-Thas.
El orbe descansaba en un pedestal de hielo. Los colores permanecían estáticos, inactivos, como si el artilugio estuviera muerto. Al acercarse Feal-Thas, el orbe y sus pensamientos se centraron en él y volvió a la vida. Los colores empezaron a girar en el interior del globo dándole la apariencia de una burbuja de jabón irisada; los colores —azul, verde, negro, rojo y blanco— cambiaban y giraban, convergían y se separaban.
Feal-Thas se acercó más. Como siempre, sus manos anhelaban tocarlo. Ansiaba intentar ejercer su poder sobre él, dominarlo, convertirse en el señor del orbe. Sabía que estaba capacitado para hacerlo. Sería fácil. Era poderoso, el archimago elfo más poderoso que había existido. Cuando tuviera el orbe, arrebataría la corona a Ariakas, desafiaría a la mismísima Takhisis...
El hechicero rió suavemente. Se detuvo delante del Orbe de los Dragones con las manos asidas firmemente por dentro de las mangas.
—Buen intento, aunque más vale que desistas —aconsejó al orbe—. No pienso rendirme a ti. Sé el peligro que entrañas. Tendrás que probar tus lisonjas con otro, como ese Caballero de Solamnia que ha venido a liberarte.
Los colores habían emitido un fugaz destello y se habían arremolinado ferozmente, pero entonces volvieron a lentificarse, a deslizarse como nubes a la deriva, dando la impresión de inactividad.
—Imaginé que eso te interesaría. Estoy seguro de que si te aplicas, lo atraparás. Eres el objeto de su deseo. Tendría que resultarte fácil subyugarlo, engatusarlo para atraerlo hacia ti, como tu gemelo hizo con Lorac. —Feal-Thas guardó silencio unos instantes y después añadió en tono quedo, sombrío:— Como tú intentaste conmigo.
El orbe se oscureció y los colores se fusionaron en el negro del odio.
»Conmigo fracasaste —continuó Feal-Thas, que se encogió de hombros—. Es posible que tengas éxito con el caballero. Podrías atraerlo aquí y entonces mandar a la dragona lejos, con algún encargo inventado. Pero no hace falta que te diga eso, claro. —El hechicero señaló al orbe con el índice—. Estás jugando conmigo con la esperanza de hacerme caer en la trampa. —De nuevo enlazó fuertemente las manos dentro de las mangas y añadió en tono desdeñoso—. Ahórrate la molestia. Tus promesas tentadoras no han funcionado en trescientos años y tampoco van a funcionar ahora.
Los colores volvieron a girar y esta vez el tono predominante fue el verde.
»Desconfías de mis motivos, como debe ser. Pues claro que es una trampa. Si traes aquí al caballero, yo acabaré con él. —Feal-Thas volvió a encogerse de hombros—. Aun así, tú podrías tener éxito y yo fracasar. Arriésgate. —Hizo una pausa y luego añadió en voz baja:— ¿Qué otra opción tienes?
Feal-Thas se dio media vuelta para marcharse. Vio reflejarse la luz del orbe en las paredes de hielo con destellos rojos, después púrpuras y por último un resentido negro verdoso. Lo que no vio fue confluir todos los colores en un bullicioso despliegue de triunfo cuando salió.
Derek volvió a despertarse de un sueño sobre dragones. Jadeó, alterada la respiración, aunque no de miedo, sino de exultación. Permaneció despierto, con la mirada perdida en la oscuridad, reviviendo el sueño; un sueño que había sido increíblemente real.
Por lo general sus sueños eran anodinos, grises y absurdos. No hacía caso de los sueños por considerarlos correrías descontroladas de la mente dormida. Derek nunca pensaba en lo que había soñado ni se molestaba en recordarlo, y le irritaba la gente que parloteaba sin cesar de ello.
Pero estos sueños eran diferentes. Estos sueños estaban salpicados de colores: rojos y azules, verdes, negros y matices de blanco. Estos sueños estaban llenos de dragones —dragones enemigos— que nublaban el cielo. El sol, al reflejarse en las escamas, creaba un arco iris abominable. La gente huía de ellos sin dejar de chillar de terror. A su alrededor manaba la sangre, se arremolinaba humo y crepitaba fuego. Él no corría. Aguantaba firme, con la mirada en lo alto, prendida en las alas batientes, en las fauces abiertas, en los colmillos que goteaban saliva. Tendría que haber tenido empuñada su espada, pero en lugar del arma sostenía en las manos un globo de cristal. Lo alzaba hacia el cielo y gritaba una orden imperiosa. Los dragones, bramando de rabia, caían del cielo como estrellas fugaces, moribundos, dejando tras de sí una estela de fuego.
Derek estaba bañado en sudor y apartó a un lado las pieles con las que se tapaba. El frío glacial le sentó bien, lo sacó bruscamente del sueño, lo devolvió a un estado consciente y alerta.
—El orbe —musitó, exultante.
—Eh, vosotros dos, despertad —ordenó secamente Derek.
—¿Eh? ¿Qué? —Aran se sentó, todavía medio dormido, aturdido y alarmado—. ¿Qué te pasa? ¿Qué ocurre?
Brian alargó la mano hacia la espada, tanteando, ya que no veía en la oscuridad. Entonces lo recordó; le había dado el arma a Sturm. Brian gimió para sus adentros. Un caballero sin espada. Derek consideraría aquello como una transgresión grave.
—Silencio —ordenó Derek en voz baja—. He estado dándole vueltas a las cosas. Vamos a secundar ese loco plan de la elfa de atacar el castillo...
—Derek, aún es de noche —protestó Aran—. ¡Una noche fría como el trasero de un goblin! Cuéntame lo que sea por la mañana. —Se tumbó y se tapó con las pieles hasta la cabeza.
—Ya es de mañana, o no le falta mucho —repuso Derek—. Y ahora, prestad atención.
Brian se sentó, tembloroso de frío. Aran lo miró atisbando por encima del borde de las pieles.
—Bien, así que secundamos el plan de atacar el castillo —dijo Aran al tiempo que se rascaba la mejilla, áspera por la crecida barba—. ¿Por qué tenemos que hablar de ello?
—Porque sé dónde encontrar el Orbe de los Dragones —contestó Derek—. Sé donde está.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Brian, sorprendido.
—Ya que pareces estar tan entusiasmado con estos dioses recién descubiertos, digamos que me lo revelaron —repuso Derek—. Cómo lo sé no es importante. Escuchad mi plan. Cuando empiece el ataque, nos separaremos del grupo principal, entraremos a hurtadillas en el castillo, recuperaremos el orbe y... —Hizo una pausa y se volvió para mirar fijamente hacia fuera—. ¿Habéis oído eso?
—No —dijo Brian.
Derek masculló algo sobre espías y salió agachado de la tienda.
—¡Los dioses le revelaron dónde está el orbe! —Aran movió la cabeza con incredulidad y buscó la petaca de licor.
—Creo que hablaba con sarcasmo. Actúa de un modo que no es propio de Derek —añadió Brian, preocupado.
—Tienes razón. Derek será un majadero envarado y arrogante, pero al menos era un majadero envarado y arrogante honorable. Ahora ha perdido incluso esa cualidad entrañable.
Pensando que tanto daba ya si se levantaba, Brian se calzó las botas. La luz grisácea del amanecer empezaba a colarse en la tienda.
—Quizá tiene razón. Si nos coláramos en el castillo...
—Ésa es la cuestión —le interrumpió Aran, que gesticuló con la petaca—. ¿Desde cuándo se «cuela» Derek en algún sitio? Éste no es el Derek que tuvo que poner patas arriba la Medida para encontrar la forma de que entráramos en Tarsis sin proclamar nuestra condición de caballeros a todo el mundo. Ahora nos metemos a hurtadillas en castillos y robamos Orbes de Dragones.
—En el castillo del enemigo —puntualizó Brian.
Aran negó con la cabeza, poco convencido.
—El Derek que conocíamos se habría dirigido directamente a la puerta del castillo, la habría aporreado y habría retado al hechicero a que saliera y peleara. La verdad es que no es muy sensato, pero ese Derek nunca se habría planteado actuar como un ladrón furtivo.
Antes de que Brian pudiera responder, Derek entró agachado en la tienda.
—Estoy seguro de que el elfo andaba cerca, escuchando a escondidas, aunque no logré pillarlo. Ahora ya no importa. El campamento empieza a despertar. Brian, ve a buscar a Brightblade. Dile lo que vamos a hacer y ordénale que no hable de esto con nadie. Que no se lo cuente a los otros, sobre todo a los elfos. Voy a hablar con el jefe.
Derek salió de nuevo.
—¿Vas a seguirlo en este plan descabellado? —preguntó Aran.
—Derek nos ha dado una orden —repuso Brian—. Y... es nuestro amigo.
—Un amigo que va a conseguir que nos maten —masculló Aran.
Se abrochó el cinturón de la espada y, después de echar un último trago a la petaca, se la guardó en la chaqueta y salió de la tienda a grandes zancadas.
Brian fue a buscar a Sturm y encontró despierto al caballero. Una delgada franja de luz salía por debajo de la tienda.
—¿Sturm? —llamó en voz baja, y apartó el faldón de la tienda.
La luz provenía de una mecha puesta en un plato con aceite. Sturm estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, y bruñía el acero de la espada de Brian con un suave cuero afelpado.
—Casi he terminado, milord —dijo Sturm, que alzó la cabeza. La luz de la llama brillaba en sus ojos. Brian se acuclilló.
—La orden de que limpiaras mi espada sólo era una broma.
—Lo sé. —Sturm sonrió. La mano que sostenía el suave paño se deslizó despacio, con cuidado, sobre la hoja de acero—. Lo que has hecho por mí significa más de lo que jamás podrás imaginar, milord. Esto es un modo de mostrar mi gratitud, aunque sea poca cosa.
Brian se sintió muy conmovido.
—Tengo que hablar contigo —dijo.
Le explicó el plan de Derek de utilizar el ataque como una maniobra de distracción y colarse en el castillo para robar el orbe.
—Derek dice que sabe dónde está el orbe —añadió.
—¿Y cómo es que lo sabe? —preguntó Sturm, fruncido el entrecejo.
Brian no quiso repetir la burla sarcástica de Derek acerca de los dioses, así que soslayó la pregunta.
—Derek te ordena que nos acompañes.
Sturm lo miró en silencio, preocupado. La arruga de la frente se le marcó más.
—Lejos de mí cuestionar las órdenes de un Caballero de la Rosa...
—Oh, vamos, cuestiónalas —pidió Brian con cansancio—. Es lo que Aran y yo hemos estado haciendo desde que emprendimos esta misión. —Bajó la voz—. Estoy preocupado por Derek. Cada vez está más obsesionado con ese Orbe de los Dragones, casi como si lo tuviera consumido.
Sturm parecía muy serio.
—Sé algo sobre magia, no creas que por propia elección, sino porque he pasado mucho tiempo con Raistlin...
—Tu amigo, el Túnica Roja —precisó Brian.
—Amigo exactamente, no, pero sí, es a quien me refiero. Raistlin siempre nos ha advertido que si alguna vez nos topamos con algún objeto que pudiera ser mágico, más vale que lo dejemos en paz, que no hagamos nada con él. Dice que esos artefactos están preparados para que los utilicen quienes han estudiado magia y saben y entienden su mortífero potencial. Que suponen un peligro para los ignorantes. —Sturm torció el gesto.
»Una vez que no hice caso de las advertencias de Raistlin, lo pagué caro. Me puse un yelmo mágico que había encontrado y se apoderó de mí... —Sturm se calló e hizo un ademán con la mano como para apartar de su recuerdo aquel suceso—. Pero ésa es otra historia. Creo que si Raistlin estuviera aquí nos prevendría contra ese orbe, nos diría que no nos acercáramos a él.
—Hablas como si el orbe tuviera algo que ver con el cambio acaecido en Derek, pero ¿cómo es posible tal cosa? —arguyó Brian.
—¿Cómo es posible que un yelmo enano robe el alma de un hombre? —le preguntó Sturm con una sonrisa pesarosa—. No conozco la respuesta.
Dejó a un lado el paño y sostuvo la hoja sobre la llama; observó cómo la luz destellaba en el metal reluciente. Luego apoyó la espada sobre su brazo doblado, hincó una rodilla en el suelo, y le ofreció el arma, con la empuñadura por delante, al caballero.
—Milord —dijo con profundo respeto.
Brian aceptó la espada y se abrochó el cinturón debajo de la capa, ya que no era lo bastante largo para ceñirse encima de la gruesa piel.
Sturm recogió la antigua espada de los Brightblade, la herencia de su padre que era para él más valiosa. Señaló con un gesto la entrada de la tienda.
—Después de ti, milord.
—Por favor, llámame Brian. Me da la impresión de que te estás dirigiendo a Derek.
Aparentemente los dioses estaban con Derek y con el pueblo del hielo, al menos al principio, porque el día amaneció claro, con un sol radiante y un viento reconfortante e inusitadamente cálido para esa época del año, según les dijo Harald. Consultó con Raggart el Viejo, que dijo que los dioses enviaban ese buen tiempo como señal de que aprobaban la arriesgada empresa. Y como los dioses estaban con ellos, había decidido participar en la incursión.
Harald y Raggart el Joven se quedaron anonadados. El anciano casi no podía caminar sin ayuda. Los dos intentaron disuadir a Raggart el Viejo, pero no les hizo caso. Llevando consigo su Quebrantador, se dirigió hacia los botes deslizantes sin ayuda a pesar de sus pasos inestables. Cuando Raggart el Joven intentó ayudarlo, el anciano ordenó a su nieto de muy mal humor que dejara de estar pendiente de él todo el tiempo como haría una condenada osa con su cachorro.
Laurana llevaba su Quebrantador. Había planeado llevar también la espada para usarla en la batalla. Se sentía honrada por el regalo del hacha, pero no estaba cómoda utilizándola, ya que no se había adiestrado en el manejo de ese tipo de armas. Sin embargo, la espada no estaba en la tienda. La había buscado largo rato y finalmente llegó a la conclusión de que seguramente se encontraba en la tienda de Tas junto con todas las otras cosas que había echado en falta en los últimos días. No tenía tiempo para ponerse a rebuscar entre los «tesoros» del kender, así que, temiendo llegar tarde, asió el Quebrantador y salió a la mañana.
Contemplaba el radiante sol y pensaba que quizá su plan funcionaría, después de todo, cuando Gilthanas la alcanzó.
—¿No crees que deberías quedarte aquí, en el campamento, con las otras mujeres?
—No —replicó ella, indignada, sin dejar de caminar. Su hermano echó a andar a su lado.
—Laurana, he oído hablar a Derek con sus amigos esta mañana...
Laurana frunció el entrecejo y negó con la cabeza.
—Y fue una suerte que le oyera —dijo Gilthanas, a la defensiva—. Cuando empiece el ataque, los caballeros van a aprovecharlo como una maniobra de distracción para entrar en el castillo sin ser vistos y coger el Orbe de los Dragones. Si Derek va, iré tras él. Sólo te lo digo para que lo sepas.
Laurana se volvió para mirar a su hermano a la cara.
—Quieres que me quede aquí porque tu intención es apoderarte del orbe y crees que yo intentaré impedírtelo.
—¿Y no es así? —preguntó él, iracundo.
—¿Qué piensas hacer? ¿Luchar con los caballeros? ¿Enfrentarte a todos ellos?
—Tengo mi magia...
Laurana negó con la cabeza otra vez y echó a andar. Gilthanas la llamó en tono furioso, pero ella no le hizo caso. Elistan, que se dirigía hacia los botes deslizantes, oyó el grito de Gilthanas y advirtió el semblante de la elfa enrojecido por la cólera.
—Deduzco que tu hermano no quiere que vengas —apuntó el clérigo.
—Quiere que me quede con las mujeres.
—Tal vez deberías hacerle caso. Le preocupa tu seguridad —dijo Elistan—. Los dioses nos han sido propicios hasta ahora y confío en que sigan siéndolo, pero eso no significa que no haya peligro...
—No le preocupa mi seguridad —argumentó Laurana—. Derek y los otros caballeros planean aprovechar la batalla como una maniobra de distracción. Van a entrar a escondidas en el castillo para robar el Orbe de los Dragones. Gilthanas se propone seguirlos porque quiere el orbe. Está dispuesto, o eso piensa él, a matar a Derek para conseguirlo, así que ya ves por qué tengo que ir.
Elistan frunció las cejas canosas y sus ojos azules centellearon.
—¿Sabe esto Harald? —preguntó.
—No. —Laurana enrojeció, avergonzada—. No puedo decírselo. No sé qué hacer. Si se lo cuento a Harald, lo único que conseguiré será causar problemas, y los dioses nos sonríen hoy...
Elistan contempló el sol radiante y el cielo despejado.
—Desde luego es lo que parece. —Miró pensativamente a la elfa—. Veo que llevas el Quebrantador.
—Sí, aunque no era mi intención. No sé cómo manejarlo, pero no logré encontrar mi espada. Tasslehoff debe de habérsela llevado, aunque él jura que no lo ha hecho. —Laurana suspiró—. Claro que eso es lo que dice siempre.
Elistan le dirigió una mirada penetrante.
—Creo que debes ir con tu hermano y con los otros. —Sonrió e hizo un comentario enigmático—. Creo que esta vez Tasslehoff dice la verdad.
Se adelantó para alcanzar a Harald y dejó a Laurana mirándolo desconcertada, sin entender qué había querido decir con eso.
El pueblo del hielo guardaba los botes deslizantes al resguardo de una formación natural del glaciar. Los guerreros subieron a ellos hasta llenar cada bote deslizante a su capacidad máxima. Los tripulantes asieron los cabos, listos para izar las enormes velas, y esperaron que Harald diera la orden. El jefe abrió la boca, pero las palabras no llegaron a salir de sus labios. Alzó la vista al cielo con expresión de inquietud.
—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Derek, irritado.
—Lo noto —dijo Sturm, que se agazapó a la sombra de un mástil y tiró de Tasslehoff para que se agachara a su lado—. El dragón. Creo que deberías ponerte a cubierto, milord.
Derek no comentó nada, pero se acuclilló en la cubierta mientras mascullaba que aquello era otra tentativa de Harald para no llevar a cabo el ataque.
Los guerreros buscaron cobijo, ya fuera tendiéndose en cubierta o saltando por la borda para esconderse, debajo de los botes. Todos sentían una inexplicable inquietud. Oían el silbido del viento entre las jarcias, pero nada más. Aun así, nadie se movió y la sensación de terror fue creciendo progresivamente en todos ellos. Incluso Derek se agazapó más a resguardo de las sombras.
La dragona, Sleet, apareció de repente sobre ellos con las alas blancas extendidas y las escamas refulgentes al sol matinal. El miedo al dragón oprimió sus corazones y los dejó a todos sin respiración. Los hombres se encogieron en cubierta, amilanados. Las armas resbalaron de las manos entumecidas. En el campamento, los niños chillaban y los perros aullaban aterrados. La dragona agachó la testa y dirigió los ojos rojos hacia el campamento. Los guerreros que habían conseguido superar el miedo asieron las armas y se prepararon para defender a sus familias.
Sleet batió perezosamente las alas una vez, lanzó un bramido y chasqueó los dientes en un gesto amenazador, pero eso fue todo. Siguió volando y pasó casi rozando los botes deslizantes.
Los que estaban agazapados en los botes vieron el colosal vientre del reptil pasar por encima de los mástiles. Nadie osó moverse ni respirar mientras los sobrevolaba pesadamente. Sleet tenía la costumbre de usar las patas para volar, casi como si nadara a través del aire, de manera que cuando bajaba las alas juntaba las patas traseras, y luego las abría al alzar las alas. Eso reducía su velocidad y tardó cierto tiempo en perderse de vista, deslizándose en aquel estilo mezcla de vuelo y natación, directamente hacia el amanecer.
Nadie se movió hasta tener la certeza de que se había ido. Entonces, al desaparecer el miedo que les atenazaba el corazón, se incorporaron y se miraron unos a otros con sorpresa, casi sin atreverse a comentar lo que ahora se atrevían a esperar que fuera cierto.
—¡El dragón ha abandonado el castillo! —gritó Harald con incredulidad. Miró hacia el sol brillante hasta que las lágrimas le emborronaron la vista y después se volvió hacia Raggart el Viejo y le dio un abrazo de oso; por suerte, el anciano iba bien cubierto de pieles, o de otro modo le habría roto los frágiles huesos—. ¡Alabados sean los dioses! ¡El dragón se ha ido del glaciar!
Elistan se puso de pie, el medallón asido todavía en la mano. Parecía un poco mareado y abrumado por la largueza de los dioses. Había esperado un milagro, pero nada tan portentoso.
Los guerreros empezaron a lanzar un vítor, pero Harald, temeroso de que el dragón los oyera y regresara, los hizo callar y les ordenó que se pusieran manos a la obra. Izaron las velas, el viento hinchó las lonas y propulsó los botes deslizantes, que surcaron el hielo sobre los afilados patines.
Flint, cómo no, había puesto pegas a subir a una embarcación aduciendo que siempre se caía por la borda. Sturm había convencido al enano de que los botes deslizantes no eran como las embarcaciones que surcaban las aguas; que no se mecerían ni cabecearían con las olas. Y si se caía por la borda, cosa harto improbable, no corría el riesgo de ahogarse.
—No, claro, sólo me romperé la crisma contra el hielo —rezongó Flint, pero como la opción era quedarse en el poblado si no subía al bote, accedió a ir con ellos.
Por desgracia, el enano no tardó en descubrir que los botes deslizantes eran mucho peor que cualquier otro medio de transporte de cuantos había usado en su vida, incluidos los grifos. Los botes deslizantes se desplazaban por el hielo mucho más deprisa que una embarcación por el agua, y no sólo se movían a toda velocidad a través del glaciar, sino que a veces iban tan rápido que el viento los alzaba sobre uno de los patines y los escoraba. Cuando ocurría esto, los Bárbaros de Hielo sonreían y abrían mucho la boca para sentir en su interior.
El pobre Flint estaba acurrucado en un rincón apartado, sujeto con los brazos a una cuerda y los ojos cerrados con todas sus fuerzas para no ver la horrible colisión que estaba convencido se produciría. Una vez abrió un ojo y vio a Tasslehoff agarrado al cuello del mascarón tallado con la forma de un monstruo marino con morro picudo. El kender chillaba con deleite mientras las lágrimas causadas por el punzante viento le corrían por las mejillas. El copete se agitaba tras él como un gallardete. Con un estremecimiento, Flint juró que era la última vez. Y lo decía en serio. Se acabaron los botes de cualquier tipo. Para siempre.
Derek paseaba por cubierta; o más bien lo intentaba. No dejaba de dar traspiés hacia los lados, y finalmente, comprendiendo que tal ineptitud perjudicaba su dignidad (los Bárbaros de Hielo no tenían dificultad en mantenerse derechos en la cubierta ladeada) volvió a su sitio en la batayola, al lado de Harald. Raggart el Viejo y Elistan estaban sentados en sendos barriles y parecían disfrutar con la alocada carrera. Gilthanas procuraba mantenerse cerca de Derek. Sturm se encontraba junto a Tasslehoff, listo para sujetar al kender si éste se soltaba y salía volando. Laurana estaba apartada de los demás, en especial de Derek, al que no había complacido precisamente su decisión de acompañarlos y había intentado mandarla de vuelta al campamento. Había apelado a Harald, pero no encontró respaldo en el jefe. A Laurana se le había entregado un Quebrantador de Hielo. Ella era la guerrera elegida y, si quería ir, era bienvenida. Posiblemente Harald habría cambiado de opinión si hubiera sabido la verdadera intención de la elfa.
Sentada en cubierta, con el aire azotándole el rostro, Laurana consideraba lo que se proponía hacer y estaba horrorizada consigo misma. Temblaba sólo de pensarlo y no estaba segura de tener coraje para llevarlo a cabo. Varias veces perdió el valor y decidió que cuando llegaran a su destino se quedaría en el bote. Nadie se lo echaría en cara. Por el contrario, todos sentirían alivio. Por mucho que le hubiera sido entregado el Quebrantador, los guerreros se sentían incómodos al tener a una mujer entre ellos. Derek estaba furioso e incluso Sturm le dirigía miradas preocupadas.
Laurana había luchado contra draconianos en Pax Tharkas y había salido bien parada. Tanis y los demás había elogiado su destreza y su valor en combate. A pesar de que las mujeres elfas se entrenaban para luchar —tradición que se remontaba a la Primera Guerra de los Dragones, cuando los elfos lucharon para sobrevivir—, Laurana no era una guerrera. Sin embargo, no podía permitir que Gilthanas se enzarzara en un combate con los caballeros, y tenía el horrible presentimiento de que sería exactamente eso lo que pasaría si no había nadie para impedírselo. En otras circunstancias habría confiado en que Sturm se pusiera de parte de su hermano y no lo dejara meterse en líos, pero Sturm tenía ahora otras lealtades. Estaba comprometido a obedecer a su superior y Laurana no quería obligarlo a elegir entre el deber y la amistad.
Los botes deslizantes surcaban velozmente el glaciar en dirección al castillo. Los guerreros se amontonaban a los costados y disfrutaban con la desenfrenada carrera. El plan de ataque era sencillo. Si los dioses acudían en su ayuda, los guerreros lucharían. Si no era así, utilizarían los veloces botes para salir de allí cuanto antes. El único enemigo que hubiera podido alcanzarlos era el dragón blanco, y se había ido. Pero todos confiaban en que los dioses, que tanto habían hecho por ellos, harían todavía más.
La victoria estaba asegurada.
La torre señera del castillo del Muro de Hielo, encumbrándose en el aire, parecía ser la única parte de la fortaleza hecha de piedra. Los muros del castillo estaban cubiertos de hielo acumulado durante siglos. Los guardias apostados en lo alto de las murallas caminaban sobre hielo. Las escaleras de piedra también habían desaparecido bajo el hielo hacía mucho tiempo. Eran tantas las capas acumuladas sobre las murallas que la parte superior de las atalayas estaba prácticamente al nivel del manto blanco.
A medida que los botes se aproximaban, vieron soldados que se apiñaban en las almenas heladas. Eran enormes, unas verdaderas moles.
—Ésos no son draconianos —apuntó Derek.
—Thanois —contestó Harald, iracundo—. Nuestros enemigos seculares. También se les llama hombres-morsa porque tienen los colmillos y la corpulencia de ese animal, aunque caminan erguidos como los hombres. No aprecian a Feal-Thas. Si están aquí es porque tienen la oportunidad de matarnos. Ya podemos despedirnos de un ataque por sorpresa. Al hechicero le advirtieron de nuestra llegada.
—Los lobos —dijo Raggart el Viejo con aire avisado—. Estuvieron merodeando por el campamento anoche. Oyeron nuestro festejo de guerra y le contaron que veníamos.
Derek puso los ojos en blanco al oír aquello, pero guardó silencio.
—Y, sin embargo, Feal-Thas mandó lejos al dragón —dijo Sturm con cierto desconcierto—. Eso no tiene sentido.
—Quizá sea un ardid —sugirió Raggart el Joven—. A lo mejor está escondido en los alrededores, listo para atacarnos.
—No —le contradijo su abuelo, que se puso la mano en el corazón—. No siento su presencia. Se ha marchado.
—Podría deberse a muchas razones —intervino Derek en tono enérgico—. La guerra se está librando en otras partes de Ansalon. Quizá hacía falta en otro sitio. Tal vez ese tal Feal-Thas se siente demasiado seguro de sí mismo y cree que no necesita su ayuda contra nosotros. Lo que significa —se dirigió en voz baja a sus amigos—, que el Orbe de los Dragones está desprotegido.
—Si excluimos a un millar de hombres-morsa y unos cuantos cientos de draconianos, sin contar con un elfo oscuro que es hechicero —rezongó Aran.
—No te preocupes. —Derek pateó la cubierta para calentarse los pies. Estaba de buen humor—. Los dioses de Brightblade nos ayudarán.
Sturm no oyó el comentario sarcástico de Derek porque estaba absorto observando a los thanois hacinados en las murallas blandiendo las armas e inclinándose sobre las almenas para gritar e insultar a sus enemigos. Los guerreros respondían a los insultos, pero parecían desalentados. Los thanois se arracimaban en las murallas y formaban un muro de acero oscuro, denso, sin fisuras, que rodeaba la parte alta de la fortaleza.
—Feal-Thas convoca una tropa de miles de guerreros para proteger el castillo y, sin embargo, manda lejos al dragón —comentó Sturm a la par que movía la cabeza con incredulidad.
—Ahí arriba hay osos blancos —gritó Tasslehoff—. ¡Igual que la que salvamos! —Se volvió hacia el jefe—. Creía que los osos eran amigos de tu gente.
—Los thanois esclavizan a los osos blancos —le explicó Harald—. Los acosan y los atormentan hasta que los osos acaban odiando a todo lo que camine sobre dos piernas.
—Primero, draconianos; después, hombres-morsa; ahora, osos enloquecidos. ¿Qué será lo siguiente? —gruñó Flint.
—Ten fe —dijo Elistan mientras ponía la mano en el hombro del enano.
—La tengo —contestó Flint con resolución. Dio palmaditas al hacha—. En esto. Y en Reorx —se apresuró a añadir el enano, temeroso de que el dios, que tenía fama de ser susceptible, se sintiera ofendido.
Los botes deslizantes llegaron al alcance de los arcos. Al principio los guerreros no estaban preocupados. Los thanois, con sus manos gruesas rematadas en garras, no servían como arqueros. Pero las flechas empezaron a caer con un ruido sordo en el hielo que había un poco más adelante y comprendieron que en las murallas había arqueros draconianos. Dos flechas alcanzaron en el costado de un bote y los astiles se cimbrearon clavados en la madera.
Harald ordenó detener los botes. Arriaron las velas, las embarcaciones perdieron velocidad y, finalmente, se pararon.
Los guerreros contemplaron las altas murallas en un sombrío silencio. Nada de vítores, ni euforia, como había ocurrido al inicio del viaje. Los Bárbaros de Hielo rondaban la cifra de trescientos y se enfrentaban a un ejército de más de un millar. Estaban al descubierto, en campo abierto, mientras que su enemigo estaba protegido tras una fortaleza de hielo. Derek aún no había admitido la derrota, pero incluso él estaba amilanado.
Una piedra enorme, lanzada desde la muralla, se estrelló en el hielo, cerca del bote que estaba en cabeza. Si hubiera dado en el blanco, habría pasado a través del casco y quizá habría partido el mástil, además de matar a varios guerreros. Empezaron a caer más piedras sobre ellos, arrojadas por los fuertes brazos de los thanois. Harald se volvió hacia Elistan.
—No podemos quedarnos aquí esperando que consigan hacer una buena diana. O los dioses nos ayudan o tendremos que retirarnos.
—Lo entiendo —contestó el clérigo, que miró a Raggart el Viejo.
El anciano asintió con la cabeza.
—Echad la escala —ordenó Raggart.
Harald se quedó estupefacto.
—¿Es que vais a bajar del bote?
—Así es —contestó Elistan con tranquilidad.
—Imposible. —Harald sacudió la cabeza—. No lo permitiré.
—Tenemos que acercarnos más al castillo —explicó Elistan.
—Eso os pondrá al alcance de las flechas. Os utilizarán para practicar el tiro al blanco. —El jefe negó de nuevo con la cabeza—. No. De ningún modo.
—Los dioses nos protegerán —declaró Raggart, que dirigió una mirada astuta a Harald—. O se cree en los dioses o no se cree, jefe. Las dos cosas a la vez no puede ser.
—Es fácil tener fe cuando estás a salvo y cómodo en la casa larga —lo apoyó Elistan.
Harald frunció el entrecejo, se rascó la barba y miró a uno y a otro. Los guerreros se arremolinaban a su alrededor y observaban al jefe, esperando a ver qué decidía. A Laurana la asaltó repentinamente una duda. Aquello había sido idea suya, pero en ningún momento había tenido intención de que Elistan pusiera la vida en peligro.
Como el clérigo había dicho, era fácil tener fe cuando se estaba seguro y cómodo. Deseaba hacerle cambiar de idea. Como si le hubiese leído el pensamiento, miró en su dirección y le dedicó una sonrisa tranquilizadora. Laurana, esperando que irradiara confianza en lugar de denotar su vacilación, le respondió con otra.
—Soltad la escala —ordenó finalmente Harald, aunque de mala gana.
—Iré con ellos —se ofreció Sturm.
—Ni hablar —le ordenó Derek—. Te quedas con nosotros, Brightblade. —Luego añadió en solámnico—: Si ese absurdo plan funciona, cosa que dudo, me propongo entrar en el castillo y quiero tenerte cerca para que nos ayudes.
A Sturm no le gustaba ni un pelo, pero no podía hacer nada. Era un escudero, comprometido a servir a los caballeros.
—De todos modos no podrías protegernos, señor caballero —le dijo Raggart el Viejo—, pero gracias por el gesto.
El clérigo de Habbakuk asió su medallón con una mano y alzó la otra para pedir silencio. Los guerreros se callaron y muchos inclinaron la cabeza.
—Dioses de la Luz, acudimos a vosotros como niños que se escaparon de casa con rabia, y ahora, tras años de vagabundear, perdidos y solos, por fin hemos encontrado el camino de vuelta a vuestro amoroso cuidado. Acompañadnos ahora, pues vamos en tu nombre, Rey Pescador, y en el tuyo, Dios Padre, a combatir el mal que intenta apoderarse del mundo. Sed con nuestros guerreros, fortalecedles las manos y borrad el miedo de sus corazones. Sed con nosotros. Dadnos vuestra divina bendición.
Terminada la plegaria, Raggart echó a andar. Sus pasos eran firmes, ni rastro de la inestabilidad anterior, y apartó sin contemplaciones la mano de su nieto. Llegó a la escala de cuerda que colgaba por el costado de la embarcación y, asiéndola con manos seguras, empezó a bajar por ella con la agilidad que tuviera de chiquillo hacía más de setenta años. Elistan lo siguió con más lentitud ya que no estaba acostumbrado a las embarcaciones ni a las escalas, pero finalmente los dos estuvieron en el hielo sanos y salvos.
El enemigo se apiñó en las almenas para ver qué pasaba. Al divisar a dos ancianos vestidos con túnicas largas, una de color blanco y la otra de color azul grisáceo, que caminaban hacia ellos sin atisbo de miedo, los thanois comenzaron a ulular y a resoplar con desdén.
—¿Mandáis a luchar a vuestras viejas? —gritó uno de ellos y una áspera risotada general resonó a lo largo de las murallas, seguida de inmediato por una oleada de flechas.
Laurana contempló la escena aterrada, con el corazón en un puño. Las flechas cayeron alrededor de los clérigos. Una atravesó la manga de Elistan y otra se clavó en el hielo, entre los pies de Raggart. Ambos siguieron adelante sin vacilar, sin miedo, con la mano cerrada sobre el medallón.
—Los arqueros darán en el blanco a la próxima —advirtió Derek en tono sombrío—. Sabía que esto era un desatino. Vamos, Brightblade, hemos de ir a buscar a esos dos viejos locos y traerlos de vuelta.
—¡No! —Harald se plantó en medio para cerrarles el paso—. Fueron con mi beneplácito.
—Entonces tendrás que responder de las consecuencias —gruñó Derek.
Otra andanada de flechas se alzó desde la muralla. También fallaron el blanco. Más proyectiles cayeron alrededor de Elistan y de Raggart, pero ninguno los alcanzó.
Un guerrero empezó a lanzar vítores, pero sus compañeros hicieron que se callara. Observaron en silencio, sobrecogidos, sumidos en un temor reverencial. El griterío en las murallas había cesado, sustituido por un retumbo de cólera y gritos de «¡Disparad otra vez!».
Elistan y Raggart, que no habían prestado atención a las mofas antes ni a las flechas después, se detuvieron a corta distancia de los muros del castillo. Cada uno alzó su medallón para que los rayos del sol matinal incidieran en él.
El viento se hizo más fuerte y cambió de dirección de forma que soplaba con inusitada calidez trayendo consigo un indicio de primavera. Todos aguardaron en tensión al no saber qué iba a pasar.
—No pronunciaron las palabras mágicas —susurró Tas, preocupado.
Sturm le mandó callar.
El sol radiante incidió primero en un medallón y después en el otro.
Los dos irradiaron con fuerza. Los clérigos sostuvieron firmemente los medallones y la intensidad de la luz aumentó hasta que los que estaban mirando tuvieron que apartar los ojos. Un único rayo de luz rutilante, intensamente blanca, salió disparado del medallón de Elistan. El haz, fuerte y poderoso, golpeó la muralla del castillo del Muro de Hielo. Un instante después, otro rayo de luz, éste de color azul, salió del medallón de Raggart y estalló en otra sección de la muralla.
Nadie se movió ni habló. Muchos lanzaron una exclamación ahogada, sobrecogidos. Todos contemplaban la escena paralizados. Todos menos Derek, absorto en abrochar una hebilla suelta de su talabarte. Sturm iba a decir algo para llamar su atención sobre lo que ocurría.
—No malgastes saliva —dijo con voz queda Brian—. No mirará, y aunque lo hiciera, no lo vería.
El haz de luz de Elistan penetró en la muralla del castillo y el hielo se estremeció. Un sonido semejante a un trueno hendió el aire. El hielo se resquebrajó y, desprendiéndose de la muralla, se deslizó al suelo con un crujido sordo.
Cuando Raggart apuntó su rayo de luz sagrada, enormes fragmentos de hielo se resquebrajaron y se deslizaron muralla abajo.
Los dos haces brillaban más a cada segundo que pasaba conforme los dioses descargaban la fuerza del sol contra las murallas de hielo. Los thanois amontonados en las almenas habían dejado de burlarse y contemplaban la escena con estupefacción. Al principio no se dieron cuenta del peligro que corrían, pero entonces uno de ellos, menos estúpido que los demás, comprendió lo que sucedería sin remedio si continuaba el ataque a los muros del castillo de hielo.
Los arqueros redoblaron su esfuerzo, pero las flechas siguieron sin acertar en los blancos, mientras que las que atravesaban los rayos de luces se esfumaban en una bocanada de humo. El hielo crujía y se desprendía, y los que observaban el acontecimiento empezaron a ver la piedra que había debajo.
Elistan desvió el haz luminoso para alcanzar con él las almenas cubiertas de hielo. Algunos thanois que se encontraban cerca del ardiente rayo fueron presa del pánico e intentaron huir, pero sólo consiguieron chocar contra los que se amontonaban a su alrededor. Los thanois atrapados empujaron a los otros para abrirse paso. Sus compañeros respondieron a su vez propinándoles empellones. Bramidos de miedo y de rabia resonaron en el aire, pero quedaron ahogados por otro atronador crujido. El hielo de las almenas se estremeció y se sacudió; sin tener ya hielo que las sustentara, las almenas heladas se partieron y cayeron con un sonido semejante al de un alud.
Los thanois se precipitaron a cientos al vacío junto con el hielo; era espantoso oír los chillidos y los gritos de terror. Los thanois que estaban en la muralla que recibía el ataque de Raggart trataron de escapar, frenéticos, pero las almenas sufrieron una sacudida, temblaron y se desmoronaron. Hielo y thanois cayeron en cascada hacia el suelo.
Las grietas del hielo siguieron expandiéndose hacia fuera como la tela de una araña desquiciada, se desplazaron rápidamente por una zona de la muralla y atravesaron a toda velocidad la siguiente. Y entonces fue como si todo el castillo estuviera desplomándose, los muros de hielo resbalando y deslizándose, retumbando y cayendo. Sólo la torre de piedra permanecía inalterable, aparentemente invulnerable.
Harald lanzó un bramido exultante y, blandiendo un Quebrantador gigantesco por encima de la cabeza, corrió hacia el costado de la embarcación al tiempo que gritaba a sus guerreros que lo siguieran. No se molestó en usar la escala, sino que saltó por encima de la borda. Sus guerreros bajaron en tropel detrás de él. Los guerreros que ocupaban los otros botes hicieron lo mismo, y en muy poco tiempo toda la fuerza corría por el hielo, ansiosa de atacar a cualquier enemigo que hubiera conseguido sobrevivir a la caída.
Derek ordenó a los caballeros que esperaran hasta que la embarcación estuviera vacía. Se asomó por la borda y miró atentamente la muralla del castillo; aparentemente, no tardó mucho en encontrar lo que buscaba. Corrió a la escala al tiempo que ordenaba a Sturm, Brian y Aran que lo siguieran.
Tas no oyó que dijera su nombre, pero dio por sentado que había sido un simple descuido. El kender saltó por encima de la borda alegremente y al momento corría, jubiloso, al lado de Derek.
El caballero, sin perder el paso, dio un empellón al kender que lo lanzó por el aire. Tas aterrizó de bruces en el hielo, con los brazos y las piernas flexionados. Rodó sobre sí mismo un par de veces antes de detenerse en el hielo y se quedó tendido, falto de respiración.
Sturm se volvió para ver si Tas se encontraba bien. Derek le bramó una orden, y durante unos instantes pareció que Sturm iba a desobedecer.
—¡Yo cuidaré de él! —gritó Laurana, que se acercaba presurosa a Tas.
Sturm tenía un gesto torvo, pero dio media vuelta y corrió en pos de los caballeros.
Gilthanas tenía razón. Derek no iba a unirse al combate. Había tomado una trayectoria en ángulo que lo alejaba de la batalla.
Laurana ayudó a Tas a levantarse. El kender no estaba herido, pero sí muy indignado.
—¡Derek dijo que no me necesitaba! ¡Después de todo lo que le he ayudado! No sabría nada de ese estúpido Orbe de los Dragones si no fuera por mí. ¡Vale, pues, ya veremos!
Antes de que Laurana pudiera impedírselo, Tas echó a correr.
—Te lo dije. —Gilthanas la detuvo para que no siguiera al kender.
—No pienso quedarme aquí —le replicó desafiante.
—Ya sé que no —fue la seca respuesta—. Sólo quiero dejar que cojan ventaja para que no sepan que los seguimos.
La elfa suspiró. Una parte de ella se alegraba de que su hermano no hubiera querido obligarla a quedarse en los botes, y otra parte deseaba que lo hubiera hecho. Sentía el mismo miedo que había experimentado cuando el dragón los había sobrevolado, aunque ignoraba la razón, ya que no había ningún reptil por los alrededores. Gilthanas y ella alcanzaron a Tasslehoff, porque sus cortas zancadas no podían equipararse a las de las largas piernas de los caballeros.
—Voy con vosotros —anunció Tas, que al jadear echaba nubecillas de vaho al aire.
—Bien. Podrías sernos útil —dijo Gilthanas.
—¿De verdad? —Aunque complacido, el kender estaba receloso—. Creo que nunca he sido útil.
—¿Adónde se dirigirá Derek? —se preguntó Laurana, desconcertada.
Derek había corrido hacia la muralla del castillo, pero ahora se desviaba en diagonal y giraba con su pequeña tropa por una esquina hacia la parte posterior del castillo, al mismo borde del glaciar.
Gilthanas entrecerró los ojos para resguardarlos de la brillante luz y señaló hacia una zona próxima al suelo.
—¡Allí! Ha encontrado una vía de acceso.
El hielo se había desgajado de la parte inferior del ventisquero y, como rebanando el costado de una colmena, el desprendimiento de hielo había dejado a la vista decenas de túneles por debajo del castillo.
Derek eligió el más cercano y ordenó a su reducida tropa que entrara.
Gilthanas, Laurana y Tas aguardaron hasta que los caballeros se hubieron alejado lo suficiente para poder seguirlos sin ser descubiertos. Los tres estaban a punto de entrar cuando oyeron unas pisadas fuertes.
—¡Esperad! —gritó una voz gruñona.
Laurana se volvió y vio que Flint, con muchos resbalones y traspiés, corría por la nieve hacia ellos.
—¡Date prisa! ¡Vamos a perderlos! —lo instó Gilthanas, irritado, y caminando sin hacer ruido, se internó sigilosamente en el túnel—. Quédate detrás de mí —ordenó a su hermana—. Y ten cuidado, no vayas a hacerte daño con esa cosa. —Lanzó una mirada furibunda al Quebrantador.
—¿Qué diantre haces tú aquí, cabeza de chorlito? —preguntó Flint a Tas, al que fulminó con la mirada.
—Gilthanas dice que puedo seros útil —contestó el kender, dándose importancia.
—¡Anda ya! —bufó Flint.
Abrumada por la incertidumbre, con la sensación de ser un estorbo, Laurana siguió a su hermano. Tenía que ir. Gilthanas actuaba de un modo extraño. Derek actuaba de un modo extraño. Los dos se comportaban como si no fueran los mismos de siempre, y todo era por el dichoso Orbe de los Dragones.
Esperaba fervientemente que no lo encontraran jamás.
En el cubil de Sleet, ahora vacío, el lobo blanco se encontraba cerca de su amo. Aunque el reptil se había ido, su hechizo aún funcionaba y la nieve caía en grandes copos que descendían suavemente alrededor de los dos y se posaban en la pelambre del animal formando una esponjosa manta blanca. El lobo parpadeó para quitarse los copos de los ojos. Los otros miembros de la manada del lobo permanecían quietos o paseaban cerca de él sin dejar de agitar y erguir las orejas, atentos a cualquier sonido. La hembra dominante, compañera del macho, alzó el hocico y husmeó el aire. Se puso tensa.
Los otros lobos dejaron de moverse, alzaron las cabezas, alertas, atentos a lo que había llamado su atención. La loba miró hacia atrás, a su pareja. El lobo miró a Feal-Thas.
El brujo invernal permaneció inmóvil. La nieve le apelmazaba las prendas de piel y formaba una segunda capa. El elfo miraba fijamente los túneles, a los que alumbraba una luz mágica porque no quería que sus enemigos fueran tropezando en la oscuridad; también él olisqueó el aire. Aguzó el oído.
El suelo tembló como si hubiera un terremoto. Los túneles crujieron y chirriaron. Allá arriba se oyeron los gritos de heridos y moribundos; el sonido de la batalla. El castillo estaba siendo atacado. A Feal-Thas eso le daba igual. Por él, que los dioses de la Luz dieran rienda suelta a sus arrebatos de cólera, que arrasaran aquel lugar hasta sus cimientos. Sólo tenía que aguantar el tiempo suficiente para que él pudiera destruir a los ladrones que andaban tras el Orbe de los Dragones.
La nieve dejó de caer mientras Feal-Thas pronunciaba palabras de magia con las que entonaba un hechizo poderoso. Al principio salmodiaba las palabras del conjuro, pero acabó con un aullido. La piel blanca de las ropas se le adhirió a la carne. Las uñas le crecieron y se curvaron hacia abajo hasta transformarse en garras. La mandíbula sobresalió hacia delante y la nariz se alargó para formar un hocico. Las orejas se le desplazaron hacia arriba y aumentaron de tamaño. Los dientes se desarrollaron y los colmillos, se volvieron afilados y amarillos, sedientos de sangre. Estaba a cuatro patas, sintiendo cómo los músculos se le tensaban en la espalda, percibiendo la fortaleza de las piernas. Se deleitó con su fuerza.
Era un lobo enorme, el señor de los lobos. Superaba en mucho la talla de los otros miembros de la manada, que se movían furtivamente a su alrededor y lo observaban con los ojos rojos, inseguros, cautelosos, pero aun así dispuestos a seguirlo donde los condujera.
Acrecentados los sentidos, Feal-Thas captó lo que los otros lobos olfateaban: el olor a humanos flotaba en el aire gélido. Oyó la respiración jadeante y las firmes pisadas, el tintineo de una espada, algún retazo de conversación, aunque los solámnicos eran parcos en palabras porque reservaban el aire para respirar.
Su trampa había funcionado. Venían a él.
Feal-Thas saltó y echó a correr, los músculos contrayéndose, expandiéndose, contrayéndose, expandiéndose. Las patas se alzaban del suelo, empujando para apartarse de él, se extendían en una larga zancada. El viento le silbaba en las orejas. La nieve le pinchaba en los ojos. Abrió la boca e inhaló el aire mordiente, la saliva le goteó de la lengua que colgaba a un lado de la boca. Sonrió en el éxtasis del disfrute de la carrera, de la cacería y de la perspectiva de la matanza.
Dentro de túnel de hielo, Derek se detuvo para consultar el mapa que le había dado Raggart el joven. Los pasadizos en los que habían entrado no existían trescientos años atrás. El cubil del dragón estaba marcado en el mapa, aunque el antepasado de Raggart no le había dado ese nombre puesto que los dragones no se habían visto en Krynn desde hacía muchos siglos. El cubil aparecía en el mapa como «cueva de la muerte», porque el antepasado había visto un montón de huesos esparcidos por todas partes, incluidas varias calaveras humanas.
Un cubil de dragón abandonado sería el lugar lógico para que Sleet lo usara como su guarida, o ésa era la conclusión a la que Derek había llegado. Gracias al mapa sabía más o menos en qué dirección estaba el cubil y tomó un túnel que conducía hacia allí. La luz del sol, que pasaba a través del hielo, les alumbraba el camino y daba al pasadizo un titilante color azul verdoso. Habían recorrido una corta distancia cuando llegaron a un sitio en que su túnel se cruzaba con otros dos. Derek miró el mapa con el entrecejo fruncido, sin sacar nada o casi nada en claro. Aran señaló de repente la pared de hielo.
—¡Mirad esto! —exclamó.
En la superficie helada había marcadas unas flechas. Una señalaba hacia arriba, en tanto que otra apuntaba a lo que parecía ser un burdo dibujo de un dragón, una figura esquemática con alas y cola. Los caballeros investigaron los otros túneles y encontraron que en cada uno de ellos había flechas similares.
—La flecha que apunta hacia arriba debe de indicar que este túnel lleva al castillo propiamente dicho —dedujo Brian.
—Y este otro conduce al cubil del dragón —apuntó Derek con satisfacción.
—Me pregunto qué significará esa «X» —comentó Aran, que dio un sorbo de la petaca.
—Y quién las habrá labrado —planteó Sturm.
—Nada de eso tiene importancia. —Derek se encogió de hombros y echó a andar por el túnel que tenía dibujada la figura del dragón.
Gilthanas y Laurana, acompañados por Flint y Tas, seguían de cerca a los caballeros; avanzaban por los helados pasadizos en silencio, sigilosos. Se detuvieron cuando oyeron que los caballeros se paraban y escucharon la conversación sobre los túneles marcados. Cuando los caballeros reanudaron la marcha, fueron tras ellos.
El pequeño grupo se movía silenciosamente, manteniendo la distancia, y los caballeros no oyeron nada. Debido al frío, Flint había tenido que dejar atrás la cota de malla y el peto. Aunque se protegía con un coselete de cuero grueso e iba embutido hasta los ojos en montones de pieles y cuero, el enano aseguraba que se sentía desnudo sin su armadura. El crujido de las fuertes botas era el único sonido que hacía, aparte de los rezongos.
Tasslehoff estaba tan encantado con la idea de ser útil que se había propuesto obedecer la orden de Gilthanas de que estuviera callado, a pesar de que eso significaba tener que guardar para sí mismo todas las observaciones y preguntas interesantes; las fue reprimiendo hasta que empezó a sentirse como una gran jarra de gaseosa de jengibre que hubieran dejado al sol mucho tiempo: burbujeando y a punto de estallar.
De vez en cuando los caballeros hacían un alto para escuchar e intentar determinar si el enemigo se encontraba hacia el frente o a su espalda. Cuando se paraban, Laurana y su grupo hacían otro tanto.
—¿Por qué no los alcanzamos ahora mismo? —preguntó Flint, sin entender por qué actuaban así.
—No lo haremos hasta que Derek me conduzca al Orbe de los Dragones. —La voz del elfo sonó amenazante—. Entonces descubrirá que estoy aquí... con ganas de revancha.
Flint miró a Gilthanas sin salir de su sorpresa y desvió los ojos hacia Laurana, preocupado. La elfa dirigió una mirada suplicante al enano con la que le pedía comprensión. Flint siguió caminando, pero ya no refunfuñaba, una señal inequívoca de que estaba disgustado.
Los cuatro continuaron tras los pasos de los caballeros a través del laberinto de túneles. Pasaron por la cámara donde Feal-Thas había tenido el Orbe de los Dragones y a su monstruoso guardián mágico. Los caballeros repararon en la amplia gruta, pero la dejaron atrás, si bien los amigos oyeron a Aran decir que había visto una «X» en el muro. Aquello hizo que Gilthanas, que también se había fijado en las marcas de las paredes, entrara un momento para investigar. Laurana se acercó a él y dejó a Flint y a Tasslehoff de guardia en la puerta.
Estremecida por el terror, Laurana contempló los huesos, miembros cercenados y sangre congelada en el hielo.
—Fíjate en ese pedestal —señaló Gilthanas con tono triunfal—. Está hecho para sostener el Orbe de los Dragones. Mira esas runas. Hacen referencia al orbe y a cómo fue creado. Eso explica la masacre —añadió al tiempo que miraba la sangre y los despojos que había por doquier—. No somos los primeros en venir a buscarlo.
—Es decir, que el orbe se encontraba aquí y que alguien o algo lo guardaba, pero ya no está. A lo mejor hemos llegado demasiado tarde. —La voz de Laurana tenía un dejo de esperanza.
Gilthanas le lanzó una mirada iracunda y estaba a punto de decir algo cuando oyeron gritar a Flint.
—¡Maldito kender! —gruñó cuando salieron al pasadizo—. Ha escapado por allí. —Apuntó hacia un túnel marcado con el símbolo de un dragón.
Casi de inmediato, Tasslehoff regresó a todo correr.
—¡Creo que lo he encontrado! —dijo en un sonoro susurro—. ¡El cubil del dragón!
Gilthanas salió a toda prisa en pos de Tas, y Flint y Laurana se apresuraron a seguirlos. Al girar en un recodo, el elfo retrocedió hacia el túnel con un veloz salto e hizo señas a los demás para que se acercaran despacio.
—Están aquí —señaló, articulando las palabras en silencio.
Laurana se asomó cautelosamente al recodo y vio una enorme cámara vacía. Del techo colgaban carámbanos a semejanza de estalactitas blancas. Los caballeros se encontraban en el centro de la cámara y miraban a su alrededor.
—¿Y los guardias? —preguntó Brian en ese momento, tenso—. Hemos recorrido todo este trecho sin toparnos con nadie.
—Si había soldados guardando esta zona, probablemente se fueron a sumarse a la batalla —dijo Derek—. Aran, tú y Brightblade quedaos aquí y vigilad. Brian, tú vienes conmigo...
—Es una trampa, milord —advirtió Sturm, que habló con tal calma y convicción que los caballeros enmudecieron sobresaltados. Derek se recuperó rápidamente.
—Tonterías —dijo de mal humor.
—Creo que podría estar en lo cierto, Derek —intervino Aran—. Todo el rato hemos tenido la sensación de que nos seguía alguien.
Gilthanas retrocedió un poco más en el túnel y tiró de Laurana hacia atrás.
—Eso explica la razón de que Feal-Thas mandara marcharse a todos los que vigilaban el orbe, incluido el dragón —añadió Brian, tenso—. Quería engañarnos para que hiciéramos exactamente lo que estamos haciendo: meternos en una trampa.
Como si alguien lo estuviera escuchando, un aullido escalofriante resonó en la oscuridad como una risa bestial, burlona, vibrante de hostilidad, rebosante de una terrible amenaza de sangre, dolor y muerte. El aullido solitario fue coreado por mucho más que levantaron ecos en los túneles.
Laurana se aferró a su hermano, que la estrechó contra sí. Flint desenfundó el hacha y miró frenéticamente en derredor.
—¿Qué ha sido eso? —jadeó Laurana. Sentía los labios entumecidos por el frío y el miedo—. ¿Qué era ese horrendo sonido?
—Lobos —susurró Gilthanas, sin atreverse a hablar en voz alta—. La manada de lobos de Feal-Thas.
A la tajante orden de Derek, los caballeros tomaron posiciones, espalda contra espalda, mirando hacia fuera, prestas las espadas. El acero centelleó a la mágica luz.
Los lobos tenían cercados a los caballeros. Las fieras, una masa de pelambres blancas contra el fondo de la nieve y rojas pupilas feroces, daban vueltas alrededor de los caballeros con pasos silenciosos, acercándose más y más. Ahora guardaban silencio, centradas en la matanza inminente, en esquivar el afilado acero, en saltar y arrastrar al suelo y desgarrar, en beber la sangre caliente.
Uno de los lobos, más grande que los demás, se mantuvo aparte, fuera del círculo. Ese lobo no se unió al ataque, sólo observaba, era un espectador. A Laurana le dio la impresión de que el animal tenía una sonrisa cruel reflejada en los ojos oscuros.
Los elfos llevaban mucho tiempo estudiando las costumbres y la naturaleza de los animales con los que compartían sus hogares boscosos. No mataban a los animales que tenían de vecinos, ni siquiera a los depredadores, a menos que se vieran obligados a hacerlo.
Laurana conocía las costumbres y el comportamiento de los lobos y ningún lobo habría actuado de esa forma, permaneciendo sentado y observando a sus compañeros.
—Algo no es como debería ser. ¡Espera, Flint! —gritó desesperadamente cuando el enano estaba a punto de salir corriendo hacia la batalla—. ¡Tas! ¿Sigues teniendo esos anteojos mágicos? ¡Con los que ves las cosas como son realmente!
—Quizá sí —contestó el kender—. Nunca sé con seguridad lo que tengo, ¿sabes? Pero he intentado llevar siempre encima esos anteojos.
Laurana observó, angustiada e impaciente, cómo se quitaba los guantes y empezaba a rebuscar en sus numerosos saquillos. Desde su escondite en el túnel, Laurana alcanzaba a ver con el rabillo del ojo que los lobos iban cerrando el círculo. Debían de ser unos cincuenta o más. Y el lobo solitario seguía contemplando a los caballeros condenados y esperaba.
Tasslehoff continuaba revolviendo los saquillos. Frenética, Laurana cogió uno, lo abrió y tiró el contenido al suelo. Estaba a punto de hacer lo mismo con los demás cuando Gilthanas señaló con un dedo. Los anteojos relucían y titilaban con la mágica luz. El elfo hizo intención de recogerlos, pero Tasslehoff fue más rápido. Los tomó y, lanzando una mirada de reproche a Gilthanas, se los puso encima de la nariz.
—¿A qué tengo que mirar? —preguntó.
—Al lobo grande. —Laurana se arrodilló junto al kender para ponerse a su altura y se lo señaló—. El de allí, el que está separado de los otros.
—No es un lobo. Es un elfo —dijo Tasslehoff, que añadió, muy excitado:— ¡No, espera! Es un elfo y un lobo...
—Feal-Thas... —susurró Laurana—. Tú sabes algo de este hechicero, Gil. ¿Cómo podemos detenerlo?
—¿A un archimago? —Gilthanas soltó una risa desganada—. A uno de los hechiceros más poderosos de Krynn... —Enmudeció y su expresión se tornó pensativa—. Puede que quizá hubiera un modo, pero tendrías que hacerlo tú, Laurana.
—¿Yo? —La elfa estaba aterrada.
—Eres la única que tiene una posibilidad —manifestó su hermano—. Tú tienes el Quebrantador de Hielo.
Laurana había tirado el arma al suelo para ayudar a Tasslehoff a buscar en los saquillos. El Quebrantador descansaba a sus pies, cristalino, límpido, reluciente. No hizo intención de recogerlo. Gilthanas la asió del brazo al tiempo que le hablaba muy deprisa:
—Tu arma es mágica. El hechicero es un brujo invernal y el arma está hecha con los mismos elementos que alimentan y avivan su magia. Es la única arma que podría acabar con él.
—Pero... es un hechicero —arguyó Laurana, acobardada.
—¡No lo es! Ahora, no. Ahora es un lobo. ¡Está atrapado en el cuerpo del animal y su hechizo lo tiene trabado! No podrá pronunciar las palabras del conjuro ni hacer los gestos ni usar los ingredientes. ¡Tienes que atacarlo ahora, antes de que cambie de forma!
Laurana estaba tiritando, fija la mirada en el enorme lobo blanco. Los otros animales seguían girando alrededor de los caballeros, cautelosos con las armas afiladas pero, aun así, ávidos de sangre.
—Puedes hacerlo, Laurana —la animó Gilthanas de todo corazón—. Tienes que hacerlo. En caso contrario, no hay esperanza para ninguno de nosotros.
Si Tanis estuviera allí... Laurana se obligó a no pensar en eso. Tanis no estaba con ellos. No podía depender de él ni de ninguna otra persona. Todo estaba en sus manos ahora. Los dioses le habían regalado el Quebrantador, aunque no sabía por qué. No lo había pedido, no lo quería. Su elección parecía poco acertada. No era un caballero. Sin embargo, mientras rumiaba todo aquello que entraba en conflicto con su fe, algunas ideas de cómo atacar al hechicero empezaron a cristalizar en su mente. Dio voz a sus pensamientos a medida que le llegaban, casi sin darse cuenta de lo que decía.
—No debe verme venir. Si se da cuenta, podría empezar a adoptar su verdadera forma. Gil, busca un sitio desde donde puedas usar el arco. Consigue que su atención siga puesta en la batalla y, si es posible, apártalo del resto de la manada.
Gilthanas la miró, sobresaltado, y después asintió con un brusco movimiento de la cabeza.
—Lamento haberte arrastrado a esto. Es culpa mía.
—No, Gil. Yo tomé mis propias decisiones.
Recordó el día que había huido de su casa para seguir a Tanis. Esa decisión la había llevado a conocer a los dioses, a conocerse a sí misma. Era una persona muy distinta a la muchachita mimada que había sido. Una persona mucho mejor, o eso esperaba. No lo lamentaba, ocurriera lo que ocurriese.
El círculo de lobos empezó a cerrarse, a acercarse a su presa. Flint se mantuvo junto a la elfa, firme como una roca.
—Puedes hacerlo, muchacha —dijo con convicción, y añadió tristemente—: ¡Ojalá hubiese tenido tiempo de enseñarte a manejar esa hacha como es debido!
La elfa le sonrió.
—No creo que eso hubiera cambiado nada.
Gilthanas se escabulló hacia la salida del túnel para buscar una buena posición desde la que utilizar el arco. Laurana y Flint bajaron rápidamente por el túnel ligeramente inclinado y se aventuraron en la cámara. Feal-Thas no los vio ni los oyó, como tampoco los lobos. Estaban pendientes de la cercana presa, centrados en la matanza.
Tasslehoff se lo había estado pasando muy bien subiendo y bajando los anteojos a fin de ver al elfo en cierto momento y al lobo en el siguiente. Cuando empezó a aburrirse del juego, se quitó los anteojos, miró a su alrededor y vio que estaba solo.
Gilthanas se había situado al final del túnel. Había sacado el arco y estaba colocando una flecha en la cuerda. Laurana, con el Quebrantador asido con ambas manos, se deslizaba por detrás de la manada de lobos. Flint iba detrás de ella, con un ojo puesto en los lobos y el otro en Laurana.
—Intenta darle en la espalda, muchacha —le dijo el enano—. ¡Apunta a la zona más grande y dale con ganas!
Tas se guardó rápidamente los anteojos en un bolsillo y se tanteó el cinturón. Allí estaba Mataconejos, en el mismo sitio de siempre, tanto si había pensado en llevársela como si no.
—Quién sabe si después de esto no tendré que ponerte un nuevo nombre: Matalobos —le prometió a la daga.
Echó a andar detrás de sus amigos. No había prestado atención a la orden de Laurana de que guardaran silencio y abrió la boca para lanzar una pulla a voz en cuello, pero las palabras se le atascaron en la garganta.
Los caballeros cerraron filas y se dispusieron a hacer frente lo mejor posible al inminente ataque. Los lobos se acercaron a ellos, relucientes los ojos rojos con la luz espeluznante. La nieve, una nieve mágica, empezó a caer saliendo de la nada. La luz menguó y redujo su alcance visual.
—¡Maldito idiota! —maldijo ferozmente Aran a Derek, y su voz subió de tono con cada palabra que pronunciaba—. ¡Necio arrogante, estúpido y orgulloso! ¿Qué dices ahora? ¿Qué puñetera sarta de sabias sentencias vas a soltarnos antes de que muramos todos?
—Aran, eso no va ayudarnos... —susurró Brian, que tenía la boca tan seca que casi no pudo hablar.
Sturm se encontraba a la izquierda de Brian, estoico, aguantando el tipo, firme la punta de la espada, la mirada fija en los lobos. Estaba hablando, pero era para sí mismo, sus palabras apenas eran audibles. Brian comprendió que rezaba pidiendo a Paladine que los ayudara y encomendándole sus almas.
Brian deseó ardientemente poder creer en un dios —¡cualquier dios!— y no estar contemplando un horrendo abismo eternamente silencioso, eternamente vacío. Que el dolor y el terror tuvieran algún significado, que la vida tuviera algún sentido. Que su muerte sirviera de algo. Que no hubiera encontrado finalmente el amor sólo para perderlo en una cueva helada por una aventura inútil. Le subió a la boca un regusto amargo. Puede que los dioses hubieran regresado, pero lo habían hecho demasiado tarde para él.
—Brightblade, cállate —le espetó Derek con voz enronquecida—. Todos vosotros, callaos.
Actuaba como el comandante frío, tranquilo, el cabecilla que dominaba la situación, un ejemplo de valentía, una inspiración para sus hombres tal como se describía en la Medida. Si albergaba dudas, no las evidenciaba ante ellos. Brian pensó que creía en algo. Derek creía en Derek, y no podía entender por qué ellos no creían también en él.
«Espera que muramos creyendo en él», comprendió de repente Brian.
La idea le resultó divertida y soltó una risa ronca, quebrada y amarga, que tuvo por resultado otra reprimenda de Derek.
—¡Estate atento!
—¿A qué? —despotricó Aran—. ¿Al hecho de que vamos a morir de un modo horrible, despedazados por animales salvajes y nuestros huesos trasladados a alguna guarida para que los mastiquen desp...
—¡Cierra el pico! —gritó Derek, furioso—. ¡Callaos todos!
Según la Medida, el cabecilla nunca debía gritar, nunca debía perder la calma, nunca debía vacilar ni dudar, nunca debía manifestar temor...
A Brian le cayeron copos de nieve en las pestañas. Parpadeó para quitárselos rápidamente y siguió con la mirada fija en los lobos. Como si actuaran siguiendo una señal inaudible, las fieras se lanzaron sobre ellos en tropel.
Sturm bramó un fuerte grito de desafío y blandió la espada trazando un arco cortante. Un enorme lobo blanco cayó a sus pies con un tajo en el cuello por el que manaba sangre a borbotones.
Otro lobo saltó sobre Brian a la par que gruñía y mostraba los afilados colmillos. De repente salió despedido hacia un lado y su cuerpo se deslizó sobre el hielo. Brian vio, cuando pasó resbalando ante él, una flecha que le sobresalía de las costillas. Una segunda flecha alcanzó a un lobo en pleno salto y lo derribó. Brian no tenía tiempo para preguntarse qué pasaba ni para mirar en derredor. Otro lobo enorme cargaba a la carrera sobre la nieve. Brian intentó golpearlo con la hoja de la espada, pero el lobo saltó y lo empujó con las grandes patas en el pecho. El peso del animal tiró a Brian al suelo. La espada se le escapó de las manos enguantadas y se deslizó por el hielo girando sobre sí misma.
El aliento caliente del lobo le dio en la cara; olía a carne podrida. Los dientes amarillentos se le clavaron en la carne. La saliva, ahora enrojecida por la sangre —su sangre— le salpicó. El lobo lo tenía inmovilizado. Lo golpeó con las manos en vano. El lobo hundió los colmillos en el cuello de Brian y el caballero chilló. Sabía que había chillado, pero, para su horror, no se oyó nada excepto un gorgoteo. El lobo mordió con fuerza, listo para desgarrarle la garganta. Entonces lanzó un horrible gañido y cayó de lado o lo apartaron de una patada. Brian alzó la mirada y vio a Sturm sacando de un tirón su espada del costado del lobo.
Sturm se agachó sobre él. Brian casi no lo distinguía con la copiosa nevada.
Sturm asió firmemente su mano, la sujetó con fuerza, aun cuando seguía arremetiendo y lanzando tajos con su espada para rechazar a otros lobos.
«Me incorporaré dentro de un momento —quiso decirle Brian—. Te ayudaré a luchar. Sólo tengo que... recobrar el aliento...»
Brian se aferró a la mano de Sturm e intentó respirar, pero no logró llevar aire a los pulmones.
Siguió agarrando la mano de Sturm. La nieve caía y los copos en sus labios eran muy fríos y... se soltó...
Laurana vio caer a Brian. Vio que Sturm se inclinaba sobre él sin dejar de luchar e intentaba impedir que los lobos lo atacaran. Uno de los animales saltó sobre los hombros de Sturm, que, merced a un gran esfuerzo, logró levantarse y sacudirse de encima a la fiera. El lobo cayó de espaldas y Sturm le hundió la espada en la tripa; el animal soltó un gañido y chasqueó las mandíbulas al tiempo que agitaba las patas por el dolor.
Aran combatía con pericia. Su espada estaba resbaladiza por la sangre y a sus pies se amontonaban cuerpos. Los lobos retrocedieron sin quitarle ojo y después varios de ellos unieron esfuerzos para derribarlo. Uno se deslizó velozmente por detrás y clavó los afilados colmillos a través del cuero de la bota, a la altura del tobillo, de manera que le cortó un tendón. Aran trastabilló y los lobos saltaron sobre él gruñendo y enseñando los dientes, mordiendo y desgarrando. Aran gritó pidiendo ayuda. Sturm no podía hacer nada, no podía acudir en su auxilio. Un lobo lo había agarrado por la manga del brazo con el que manejaba la espada e intentaba hacerle perder el equilibrio. Sturm le asestó un puñetazo en un intento de lograr que abriera las fauces.
Laurana oyó los gritos de Aran y se volvió a mirar.
—Flint ve en su ayuda —gritó.
El enano la miró ceñudo, dubitativo, sin querer separarse de ella.
—¡Ve! —lo apremió.
Flint le dirigió una mirada angustiada y después corrió en ayuda de Aran. El enano cayó desde atrás sobre los lobos atacantes y rugió a la par que descargaba tajos con el hacha, que en seguida se tiñó de sangre. Los lobos, enloquecidos con el olor a sangre fresca, no le hicieron caso y siguieron atacando a Aran, que había dejado de debatirse. Una de las alimañas murió con los dientes clavados aún en la carne del caballero.
Flint quitó el cadáver del animal de encima de Aran y se plantó ante el cuerpo del caballero para defenderlo de los lobos.
—¡Reorx, ayúdame! —gritó el enano mientras blandía el hacha, y la hoja de acero, cubierta de sangre, relució con un intenso color rojo a la luz del túnel. A los lobos no les gustaba la luz y se mantuvieron alejados, pero no dejaron de vigilarlo.
—¿Aran? —gritó Derek, que se volvió a medias. Pero estaba librando su propia batalla y no pudo ver qué había pasado.
Flint echó una rápida ojeada al caballero, enterrado bajo cadáveres de lobos, pero no se atrevió a descuidar la vigilancia de los animales.
—¡Tas! —llamó a voces—. ¡Te necesito! ¡Aquí! Ocúpate de Aran —ordenó cuando el kender llegó corriendo.
Tasslehoff apartó a patadas, frenético, los cuerpos ensangrentados de los animales hasta dar con Aran. Los ojos del caballero estaban abiertos de par en par, sin parpadear a pesar de los copos de nieve. Le habían desgarrado la mitad de la cara. La sangre había formado un charco que se había congelado en el hielo debajo de él.
—¡Oh, Flint! —gritó Tas, la voz ahogada por la consternación.
Flint miró hacia atrás.
—Que Reorx lo acompañe —murmuró ásperamente.
Tas le gritó una advertencia y Flint se volvió mientras blandía el hacha contra los lobos que se abalanzaban sobre ellos.
Sturm se puso espalda con espalda con Derek para que los lobos no los derribaran por detrás, como habían hecho con Aran. Los dos hombres se encontraban en medio de un círculo de cuerpos. Algunos de los lobos, heridos, gemían e intentaban en vano incorporarse. Otros yacían inmóviles.
El hielo se había teñido de rojo con la sangre. Las espadas de los caballeros estaban resbaladizas al correr la sangre por la hoja y empapar la empuñadura. Sudaban copiosamente bajo las ropas de piel. Su respiración era agitada y cubría de escarcha los bigotes y las cejas. Los lobos vigilaban, esperando que se abriera una brecha. De cuando en cuando, una flecha llegaba volando desde la oscuridad y derribaba a otro animal, pero Gilthanas se estaba quedando sin flechas y tenía que asegurarse de que cada disparo diera en el blanco.
—¿Aran? —preguntó Derek con voz enronquecida, entre jadeos.
—Muerto —contestó Sturm, resollando.
Nada más. Derek no preguntó por Brian. Sabía la respuesta. En cierto momento casi había caído sobre el cuerpo de su amigo. Los lobos se acercaban otra vez.
Flint estaba a la defensiva, luchando para salvar la vida. Ya no bramaba; tenía que ahorrar esfuerzos y aliento. Un lobo saltó hacia él. Arremetió con el hacha, pero falló y la bestia le cayó encima, derribándolo. Tasslehoff saltó sobre el lomo del animal. El kender parecía acometido por un ataque de furia kender y gritaba insultos que no servían para nada, porque los lobos no le entendían ni les importaba. Montado en la bestia, Tas acuchilló al lobo en el cuello y volvió a acuchillarlo otra y otra y otra vez, con toda la fuerza de su pequeño brazo hasta que el lobo se desplomó en el suelo, muerto.
Tasslehoff se quedó de pie sobre el animal, mirándolo con gesto sombrío, dispuesto a matarlo de nuevo si por casualidad se le ocurría volver a la vida. Cuando la fiera se movió, el kender lanzó un grito salvaje y empezó a acuchillarlo otra vez; por poco no hirió a Flint, que intentaba salir de debajo del cuerpo del animal.
Laurana había visto el caos con el rabillo del ojo. Valiéndose de la nieve mágica del hechicero como cobertura, la elfa rodeó por detrás a Feal-Thas para llegar hasta él por la espalda. Gilthanas disparó a Feal-Thas y el enorme lobo que no era un lobo tuvo que apartarse del resto de la manada para evitar las flechas del elfo. Obligado a permanecer en los límites del lugar del ataque, Feal-Thas paseó de un lado a otro sin quitar ojo a la refriega, con la lengua fuera, los colmillos goteando saliva, como si estuviera saboreando la sangre. No vio a Laurana hasta que la elfa estuvo casi encima de él, viniendo desde atrás. Con los aullidos y gruñidos de los lobos no la había oído aproximarse.
Al ir acercándose, Laurana había reparado en el cuerpo de Brian tirado en el hielo ensangrentado. Había tenido miedo, pero la rabia lo hizo desaparecer. Enarboló el Quebrantador y, recordando las instrucciones impartidas a toda prisa por Flint, inició un golpe en arco para golpear al lobo en la espalda y cortarle la columna vertebral...
Feal-Thas presintió su presencia. La cabeza de lobo giró y con la mirada la traspasó hasta el fondo del corazón. Los ojos la inmovilizaron del mismo modo que el lobo había paralizado a Brian. La elfa se detuvo en mitad del movimiento de ataque y el Quebrantador se quedó suspendido en el aire, preparado, listo para descargar el golpe mortal. Pero la voluntad de Laurana se disipó como agua caída en la arena. Feal-Thas la miraba fijamente, tanteando en lo más hondo de su ser, la figurada mano expoliadora hurtándole los secretos de su corazón, seleccionando y escogiendo, guardando lo valioso y desechando lo que no le servía.
Con un ataque de pánico, Laurana comprendió que Gilthanas se había equivocado. El archimago podía hacer magia desde el interior del cuerpo del lobo. Un conjuro la tenía apresada y no podía hacer nada para escapar de él más que aletear inútilmente como una mariposa clavada con un alfiler.
El lobo gruñó y la elfa oyó palabras en aquel sonido bestial.
—¡Te he visto antes!
—No —musitó Laurana, temblando.
—Oh, sí. Te vi en el corazón de Kitiara. La veo a ella en el tuyo y veo al semielfo en el de ambas. ¿Qué es este enredo?
Laurana quería huir. Quería matarlo. Quería caer de rodillas y enterrar la cara en las manos. Pero no podía hacer nada. El lobo se acercó más a ella, pero la elfa estaba paralizada, incapaz de liberarse de aquella mirada cruel.
—Kitiara desea a Tanis y está dispuesta a tenerlo —dijo Feal-Thas—. Si tiene éxito, Lauralanthalasa, lo habrás perdido para siempre. Soy la única persona lo bastante poderosa para impedírselo. Mátame y será tanto como entregárselo a tu rival.
Laurana oía el estruendo de gritos mezclados con el aullido de los lobos. Miró hacia atrás y vio a Brian con la garganta desgarrada, a Aran muerto, a Flint saliendo a gatas de debajo de los cadáveres de los lobos y a Tasslehoff luchando mientras las lágrimas le corrían por las mejillas que abrían surcos en la sangre.
Feal-Thas supo en ese momento que había perdido su dominio sobre la elfa. Vio el peligro que corría. Primero Kitiara lo había dejado en ridículo abocándolo al fracaso y al desastre, y ahora esta elfa estaba allí para rematar el trabajo y acabar con él. Vio a las dos mujeres riéndose de él.
La ira borbotó dentro de Feal-Thas. Si hubiese estado en su cuerpo habría destruido a esa débil mujer con una palabra y un gesto. Ahora tendría que conformarse con despedazarla a dentelladas, darse un banquete con su carne, beber su sangre. Y algún día haría lo mismo con Kitiara.
Laurana sintió que la presa del hechicero se aflojaba, percibió la rabia en los ojos amarillos y vio venir el ataque. Poniendo toda su fuerza en ello, asió firmemente el Quebrantador. Se olvidó de Tanis, se olvidó de Kitiara, puso su pasado, su futuro y a sí misma en manos de los dioses. Se hizo dueña de su propio destino.
Chasqueando los dientes, el lobo saltó sobre ella.
—Que así sea —dijo sosegadamente Laurana, e impulsó el Quebrantador en un arco dirigido a la garganta del falso lobo.
La hoja mágica, bendecida por Habbakuk, sesgó la magia del brujo invernal y penetró profundamente en su cuello. La sangre salió a chorros. Feal-Thas aulló. El lobo blanco se desplomó en el hielo con las mandíbulas abiertas y la lengua colgando mientras le salía sangre y saliva por la boca. Los ojos amarillos, rebosantes de odio, la miraron fijamente. Los flancos del lobo subieron y bajaron con agitación, las patas rascaron y arañaron el hielo que se había teñido con la sangre que manaba a borbotones de la fatal herida.
Unas palabras apagadas, siniestras y punzantes como colmillos, se clavaron en la elfa.
—¡El amor fue mi perdición! ¡Y será la tuya y la de ella!
El odio y la vida se apagaron en los ojos amarillos del lobo. En el mismo instante de morir, el encantamiento que había transformado a Feal-Thas en lobo se rompió. En cierto momento Laurana tenía ante sí el cadáver de un lobo; se limpió de nieve los ojos para ver mejor y, cuando volvió a mirar, el cuerpo del elfo yacía boca arriba en un gran charco de sangre. Tenía la cabeza casi seccionada del cuerpo.
Laurana dio un respingo, la estremeció un escalofrío y se dio la vuelta. Estaba mareada por la conmoción y el espanto. Empezó a tiritar de forma incontrolable. En algún rincón de su mente era consciente de que todavía corría peligro; la manada de lobos podía revolverse contra ella, atacarla. Alzó la vista justo en el instante en que una de las fieras corría hacia ella e hizo un esfuerzo para alzar el Quebrantador, pero de repente el arma parecía pesar demasiado. Jadeando para respirar, aunque le pareció que el aire no le llegaba a los pulmones, se preparó para lo que tuviera que pasar.
El lobo hizo caso omiso de ella. Se acercó con pasos ligeros y silenciosos al cuerpo del elfo, olisqueó la sangre y después echó la cabeza hacia atrás y lanzó un aullido quejumbroso. Al oír el lamento, los otros lobos interrumpieron el ataque y se pusieron a aullar. El lobo acarició con el hocico a Feal-Thas. Entonces miró a Laurana; sus ojos se desplazaron hacia el brillante Quebrantador manchado de sangre. El lobo le gruñó, dio media vuelta y se escabulló. El resto de la manada lo siguió y desapareció por los túneles.
Laurana sintió que le flaqueaban las piernas y cayó de rodillas, con el Quebrantador aferrado todavía en las manos. Tenía la impresión de que jamás podría soltarlo.
Gilthanas se arrodilló a su lado y la rodeó con el brazo.
—¿Te encuentras bien? —preguntó, asustado, cuando consiguió hablar.
—Sí, el hechicero no logró herirme —contestó, notando los labios entumecidos.
De pronto fue consciente de que era verdad. Feal-Thas había intentado hacerle daño con su maldición, pero ésta no la había alcanzado. Si el amor había sido la perdición del elfo, era porque había permitido que algo hermoso se transformara en algo tenebroso y corrompido. De Kitiara, no sabría decirlo. Todo aquello no tenía sentido. Para ella el amor era su bendición y seguiría siéndolo, tanto si Tanis la correspondía con el suyo como si no.
Sabía muy bien que no era perfecta, que habría momentos en que conocería la desesperación, los celos y la pena. Pero, con ayuda de los dioses, el amor la acercaría a la perfección, no le pondría obstáculos en su prosecución.
—Estoy bien —repitió, ahora con voz firme. Se puso de pie y soltó el Quebrantador sobre el cuerpo del hechicero muerto—. ¿Cómo están los demás?
Gilthanas sacudió la cabeza. Sturm se encontraba junto a los cadáveres de Aran y de Brian en actitud protectora. Su amigo estaba pálido, exhausto y cubierto de sangre, pero no parecía que lo hubieran herido. Flint sujetaba con fuerza a Tasslehoff, que agitaba enloquecidamente la ensangrentada Mataconejos y gritaba que iba a matar a todos los lobos del mundo.
Laurana se acercó presurosa al kender y lo abrazó. Tas, embadurnado de sangre, rompió a llorar y se derrumbó en el hielo hecho un ovillo, sacudido por los sollozos.
Derek tenía un corte en la mejilla y marcas de arañazos de garras en las manos y en los brazos. Una de las mangas del abrigo de pieles le colgaba en jirones y le manaba sangre de una dentellada en un muslo. Bajó la vista hacia los cadáveres de Aran y de Brian con el entrecejo ligeramente fruncido, como si intentara recordar dónde los había visto antes.
—Voy al cubil de dragón para buscar el orbe —dijo finalmente—. Brightblade, monta guardia. No dejes que nadie me siga, en particular los elfos.
—Gilthanas y Laurana probablemente te han salvado la vida, Derek —apuntó Sturm con la voz ronca por tener la garganta en carne viva.
—Limítate a hacer lo que se te ordena, Brightblade —replicó fríamente Derek.
Salió renqueando de la cámara en dirección al cubil del dragón.
—Que los dioses lo acompañen —murmuró Laurana.
—¡Ja! Pues lo que es por mí, que la bazofia se vaya con viento fresco —dijo Flint mientras daba palmaditas en la espalda al kender sacudido por los hipidos.
El Orbe de los Dragones se sentía complacido. Todo estaba saliendo mejor de lo que había esperado. El poderoso archimago que lo había tenido prisionero —y también a salvo, aunque el orbe no se acordaba de eso ahora— había muerto. Con el paso de los siglos el orbe había llegado a odiar a Feal-Thas. Con la esperanza de controlarlo, había intentado repetidamente engatusar al elfo para que lo utilizara. El hechicero había resultado ser demasiado listo para engañarlo y el orbe se había enfurecido y había urdido planes para hallar la forma de escapar de aquel lugar desierto y dejado de la mano de los dioses.
Y entonces dejó de estar desierto. Takhisis regresó y le habló con dulces palabras de sangre, fuego y victoria y el orbe escuchó sus halagos y ansió formar parte de su nuevo mundo. Pero Feal-Thas no le dejaba marcharse. El hechicero, con su propio valedor entre los dioses, era tan poderoso que podía hacer oídos sordos a Takhisis.
Entonces a Ariakas se le ocurrió el plan de utilizar el orbe para provocar la caída de los solámnicos, y Kitiara llegó para poner en marcha ese plan. Mató al guardián y Feal-Thas no tuvo más remedio que poner la custodia del orbe en manos de una dragona obtusa y torpe. Y además, el hechicero, en su arrogancia, había sido tan estúpido que había utilizado el orbe para atraer a sus enemigos hacia una emboscada. El orbe no había tomado parte activa en la destrucción de Feal-Thas, pero le complacía pensar que sí había sido, en cierto sentido, de utilidad.
Ahora el caballero victorioso iba a reclamar su premio. Las esencias de los cinco dragones atrapadas en el interior del orbe se agitaron de manera turbulenta, anhelantes. El orbe brillaba con una luz horrenda que se apagó en el mismo instante en que el caballero pisó la cámara. Se quedó transparente como un lago cristalino en un hermoso día de verano. Ni una onda alteraba la plácida superficie. Con la apariencia de algo puro, inocente, benigno e inofensivo, descansaba en su pedestal. Y esperaba.
El caballero entró en el cubil con cándida vanagloria e ignorancia total. Cojeaba y avanzaba despacio y con cautela. Empuñada la espada, miró en derredor buscando al dragón o a cualesquiera otros guardianes. No encontraría ninguno. El cubil estaba vacío, salvo por las víctimas de Sleet: cadáveres empotrados en hielo para descongelarlos y devorarlos cuando a la perezosa dragona no le apeteciera salir a cazar.
El caballero localizó el orbe de inmediato. Las mentes de dragón en el interior del orbe veían y sentían su anhelo. Sin embargo, procedió con cautela, avanzó muy lentamente, sin dejar de echar ojeadas a su espalda, temeroso de que algo se le acercara a hurtadillas por detrás. El orbe esperó, paciente.
Por fin, seguro ya de encontrarse solo en la cámara, el caballero envainó la espada y renqueó hacia el orbe. Sacó una bolsa de gamuza que llevaba en el cinturón. Miró el orbe, miró la bolsa, y frunció levemente el entrecejo. El orbe era demasiado grande; no cabría.
A su espalda sonó un ruido y el caballero dejó caer la bolsa y sacó la espada al tiempo que se daba media vuelta. Al instante, el orbe se encogió lo justo para poder entrar en la bolsa. El ruido no se repitió y el caballero se volvió de nuevo hacia el pedestal. Se llevó un sobresalto al reparar en que el orbe parecía más pequeño ahora. Entrecerró los ojos en un gesto de suspicacia. Dio un paso atrás.
En el pedestal, el orbe era la viva imagen de la inocencia.
El caballero movió la cabeza con extrañeza. Estaba herido y exhausto. Se había imaginado cosas. Volvió a enfundar la espada, recogió la bolsa y la extendió en el suelo de hielo, preparada para acoger al orbe en su interior. Alargó las manos y las puso en la esfera de cristal, dispuesto a levantarla del soporte y guardarla en la bolsa.
¡Oh, las cosas sobre la magia que el caballero ignoraba pero que estaba a punto de descubrir!
Para su eterna amargura.
Había palabras mágicas que tenía que pronunciar la persona que tocaba el orbe. Esas palabras no garantizaban que el orbe quedaría bajo el control de la persona, pero debilitaban la voluntad de los dragones atrapados en él. La persona que pusiera las manos en el orbe debía tener una enorme fuerza de voluntad y estar dispuesta a aferrar y dominar la esencia de los dragones atrapados. Tenía que estar preparada para hacer frente a las manos que se tenderían hacia ella para aferrarla e intentar arrastrarla hacia sí.
El caballero creía que sólo tenía que recoger una esfera de cristal transparente. Salió de su error de manera repentina, aterradora. La luz centelleó en el globo y le dio directamente en los ojos. Cerró los párpados para protegerse del cegador resplandor y no vio los colores que empezaban a girar y a danzar. No vio las manos que se adelantaban y agarraban las suyas.
El caballero soltó una ahogada exclamación e intentó soltarse, pero no tenía suficiente fuerza. Su voluntad flaqueó. Se sentía confuso y terriblemente asustado. No entendía lo que pasaba y al orbe le resultó sencillísimo lograr su propósito. Lo arrastró hacia sí, lo sumergió, lo sujetó firmemente hasta que dejó de resistirse.
Los dragones empezaron a susurrarle palabras de desaliento destinadas a acabar con la esperanza.
Cuando hubieron terminado con el caballero, lo soltaron.
Complacido consigo mismo, sin ser consciente de que para siempre jamás oiría voces susurrándole por la noche su perdición, Derek Crownguard se llevó el Orbe del los Dragones del castillo del Muro de Hielo.
Los lobos habían desaparecido, pero no así el peligro. Derek se había ido al cubil del dragón para buscar el orbe. Laurana y los demás permanecían en los túneles situados debajo de un castillo sitiado. Los Bárbaros de Hielo habían conseguido abrirse paso hasta el interior del castillo y combatían con el enemigo dentro de sus muros. Su tarea no había terminado; el hechicero estaba muerto, pero los que le habían servido aún vivían.
Sturm envainó la espada y se arrodilló para componer los cadáveres de sus compañeros. Cerró los ojos a Aran y le cubrió el rostro desfigurado con su propia capa. Limpió de sangre la cara de Brian con puñados de nieve.
Laurana había temido que Gilthanas saliera disparado detrás de Derek, incluso que se enzarzara con él por la posesión del Orbe de los Dragones. Su hermano no se movió. Contemplaba fijamente los cuerpos de los dos caballeros caídos mientras recordaba que hacía sólo unas horas, la noche anterior, estaban llenos de vida y reían, charlaban, sonreían y cantaban. Inclinó la cabeza, los ojos rebosantes de lágrimas. Laurana estaba a su lado y la rodeó con el brazo; los dos se arrodillaron en la nieve para presentar sus respetos a los muertos. Flint se enjugó los ojos y carraspeó para aclararse la garganta. Tasslehoff se manchó la cara de sangre al sonarse la nariz en el pañuelo de Caramon. Los muertos descansaban con cierta apariencia de paz, los brazos cruzados sobre el pecho y la espada entre las manos inertes. Sturm alzó los ojos al cielo para decir una oración en voz queda.
—«Devuelve a este hombre al seno de Huma, más allá del cielo imparcial; concédele el descanso del guerrero y guarda el último destello...»
—Ya habrá tiempo para eso después —lo interrumpió Derek. El caballero venía del cubil del dragón y sostenía en la mano una bolsa de gamuza cerrada con un cordón.
—Tengo el Orbe de los Dragones y hemos de salir de aquí antes de que nos descubran.
Bajó la vista hacia Aran y Brian, tendidos sobre el hielo enrojecido con su sangre, y un fugaz espasmo le contrajo los músculos del rostro. Se le nublaron los ojos y le temblaron los labios. Apretó la boca con fuerza. Los ojos se le aclararon.
—Volveremos a recoger los cadáveres después de que nos hayamos cerciorado de que el orbe está a salvo —dijo en tono frío, impasible.
—Ve tú, milord —dijo Sturm en voz baja—. Yo me quedaré con los caídos.
—¿Para qué? ¡No se van a marchar a ninguna parte! —le increpó con aspereza.
Flint se puso ceñudo y emitió un gruñido sordo. Laurana miraba a Derek de hito en hito, estupefacta. Sturm siguió en el mismo sitio, sin moverse. Derek les lanzó a todos una mirada iracunda.
—Creéis que soy insensible, pero los tengo muy presentes. ¡Escuchad esto! —Señaló hacia el túnel.
Todos oyeron los sonidos inconfundibles de la batalla (entrechocar de metal, gritos, juramentos, chillidos), sonidos que se iban haciendo cada vez más fuertes.
—Estos caballeros dieron su vida para conseguir el Orbe de los Dragones. ¿Vas a permitir que su sacrificio haya sido en vano, Brightblade? ¿O acaso piensas que deberíamos quedarnos todos aquí para morir junto a ellos? ¿No es mejor llevar a buen fin nuestra misión y vivir para ensalzar su valentía?
Nadie abrió la boca.
Derek giró sobre sus talones y echó a andar de vuelta por donde habían llegado.
No miró atrás para ver si lo seguían.
—Derek tiene razón —dijo finalmente Sturm—. No debemos permitir que su sacrificio haya sido en vano. Paladine velará por ellos. No les pasará nada malo hasta que podamos regresar para llevarlos de vuelta a casa.
Sturm hizo el saludo marcial de los caballeros a cada uno de los caídos y después fue en pos de Derek.
Gilthanas recogió todas las flechas que encontró y siguió a Sturm. Flint carraspeó ruidosamente, se frotó la nariz y, asiendo a Tasslehoff, dio un empujón al kender y le dijo que se pusiera en marcha y dejara de lloriquear como si fuera un bebé muy crecido.
Laurana se quedó un poco más en la cámara, con los muertos. Amigos. Enemigos. Luego recogió el Quebrantador, manchado con la sangre del hechicero, y se encaminó hacia su destino.
A mi relato, pueblo del hielo, presta atención,
del día en que el castillo del Muro de Hielo cayó,
y a las lecciones que enseña, abre los oídos.
Desde tiempo inmemorial, la torre allí se alzaba
con muros de hielo sobre muros de piedra;
y lo llamaba su hogar el hechicero Feal-Thas.
Ese mago, un elfo oscuro, tenía hechizados
a un millar de thanois como dotación de las murallas...
Feroces hombres-morsa. Y eso no era todo:
Porque esos demonios esclavizaban osos del hielo,
que eran vejados y torturados hasta enloquecer,
clamando carne y sangre para saciar su rabia.
Draconianos, también, a centenares
en las murallas de la torre abundaban,
para hacer lo que quiera que Feal-Thas ordenara.
¡Y por si fuera poco, un gran dragón blanco
cumplía la voluntad del mago! Con su poder
afianzaba el derecho a reinar del elfo oscuro.
Pues Feal-Thas gobernar había decidido
con mano de hierro y cruel designio,
donde el pueblo, largo tiempo, había perdurado.
El pueblo del hielo parecía afrontar su fin.
Contra tal amenaza, no teníamos protección.
La esperanza al viento se esparció.
¡Escucha, pueblo del hielo, mi relato!
Habbakuk, nuestro antiguo dios, le habló
entonces a Raggart el Viejo en un sueño,
y la victoria en su nombre le prometió.
A unirse a la causa de los Bárbaros de Hielo
también vinieron forasteros y fueron —caballeros,
enanos y elfos~ como parientes acogidos.
El jefe Harald, Quebrantador en mano,
emplazó a los guerreros leales a plantar cara
y limpiar los hielos de la mácula de Feal-Thas.
¡El día que cayó el castillo del Muro de Hielo!
Los botes deslizantes partieron al romper el alba.
Y aunque en nuestros corazones había alentado el miedo
un soplo de esperanza en el aire flotaba.
¡Entonces el milagro sobrevino!
¡El dragón, tal como Habbakuk había jurado
se marchó cuando nos poníamos en camino!
¡Abridlos oídos a las lecciones aquí reveladas!
Animados por el augurio, alegres los corazones,
nuestros hombres navegaron; los perros corrieron
al costado de los botes deslizantes.
Pero la torre, que aún se erguía alta y poderosa,
ensombreció los ánimos con su sombra. Desde ella,
nos hacían befa los thanois... Esa raza monstruosa.
De pronto, dos hombres, Raggart el Viejo y Elistan,
el clérigo de Paladine —un dios extranjero—,
desembarcaron del bote con esta encomienda:
«Las obras de los dioses de la Luz contemplad ahora:
A fin de que los hombres hagan lo que es correcto,
ved que disponen un camino para los que creen y perseveran.»
¡Escuchad, Bárbaros de Hielo, mi relato!
Entonces, los dos ancianos se encaminaron solos
hacia el hogar del perverso hechicero
a través de una lluvia de flechas y pedruscos.
Incólumes, al pie de la torre se detuvieron,
y, atraparon rayos de sol en el aire,
y hacia las murallas los dirigieron.
A su contacto, nubes de vapor se alzan.
Se abren grandes fisuras, y los muros
a los thanois en su caída arrastran.
¡Y ahora, desde la cubierta de todos los botes,
a dar muerte a Feal-Thas y a sus secuaces,
nuestros guerreros hacia las ruinas corren!
Y en cuanto a la magia y al oscuro elfo,
bajo el hacha de una doncella elfa cayó Feal-Thas
y derramó la vida, roja, sobre el hielo.
¡El día en que cayó su poderoso castillo!
Donde antes se alzaba la poderosa fortaleza,
nuestros guerreros caminan ahora libremente,
del brujo para siempre borrada la amenaza.
Cuando la esperanza parezca lejana, recordad este relato
y dejad que sus lecciones guíen vuestro corazón,
porque nosotros, hermanos míos, somos Bárbaros de Hielo.
¡Nosotros, oh hermanos, somos Bárbaros de Hielo!