SEGUNDA PARTE

14 Una propuesta de Zeboim. Derek cita la Medida

Derek Crownguard y sus compañeros de caballería, Brian Donner y Aran Tallbow, se encontraban junto a la borda de un barco mercante observando la entrada al puerto de Rigitt, una ciudad portuaria que distaba unos cien kilómetros de Tarsis. La embarcación, que llevaba el nombre de Caléndula por la hija del capitán, había tenido buen tiempo y mares calmos durante toda la travesía.

Aran Tallbow les sacaba algo más de la cabeza a sus compañeros. Era un hombre grande, jovial, bonachón y amigo de las diversiones. Tenía el cabello de un color dorado rojizo y llevaba el bigote —el tradicional de un caballero solámnico— largo y caído.

De vez en cuando le encantaba echar un «tiento», como decían los enanos, y llevaba una pequeña petaca de cuero sujeta al cinturón de la espada. En el frasco de la petaca guardaba un vino añejado del que echaba sorbitos con frecuencia. Nunca se embriagaba, aunque siempre estaba de buen humor. La risa le salía de dentro y con una potencia en consonancia con su corpulencia. Tal vez no tuviera la apariencia de un caballero, pero Aran Tallbow era un guerrero feroz, de sobra conocido por su destreza y su valor en la batalla. Ni siquiera Derek podía ponerle reparos en cuanto a eso.

Conforme el barco entraba en el puerto de Rigitt, los caballeros contemplaron con regocijo que los marineros hacían ofrendas en acción de gracias. Esas ofrendas incluían desde collares de conchas hasta pequeñas tallas de madera de diversos monstruos de las profundidades, todo hecho a mano por los marineros durante la travesía. Al tiempo que manifestaban su agradecimiento por haber tenido un viaje sin incidentes, arrojaban las ofrendas al agua.

—¿Qué significa esa palabra que no dejan de repetir, señor? —le preguntó Aran al capitán—. Es algo así cómo «Zeboim, Zeboim».

—Es exactamente eso, señor —contestó el capitán—. Zeboim, diosa del mar. Deberíais hacer también una ofrenda, milores. Ella se toma muy a mal que se la desaire.

—¿A pesar de que no se ha sabido nada de esta diosa desde hace más de trescientos años? —inquirió Aran, que hizo un guiño a sus amigos.

—Sólo porque no se haya sabido nada de ella ni se la haya visto no significa que Zeboim no nos esté observando —contestó el capitán en tono serio.

Se asomó por la borda mientras hablaba y dejó caer al mar un bonito brazalete hecho con cristales azules.

—Gracias, Zeboim —entonó—. ¡Bendice nuestro viaje de vuelta a casa!

Derek observaba la escena con gesto severo y desaprobador.

—Entiendo que unos marineros ignorantes se crean esas tontas supersticiones, pero no doy crédito a que un capitán, un hombre culto con tú, participe en semejante ritual.

—Para empezar, mis hombres se amotinarían si no lo hiciera, milord —explicó el capitán—. Y en segundo lugar... —Se encogió de hombros—, más vale prevenir que curar, sobre todo cuando se trata de la Arpía del Mar. En fin, si me disculpáis, caballeros, como estamos entrando a puerto he de atender mis obligaciones.

Los caballeros se quedaron junto a la borda para contemplar las vistas del puerto y escuchar el ruido de fondo. Estando tan próximo el invierno, el puerto se hallaba casi vacío a excepción de las embarcaciones pesqueras que salían a la mar hiciera el tiempo que hiciese, a menos que se tratara de las peores tempestades invernales.

—Con «pedmiso, midods» —dijo una voz detrás de ellos.

Los tres caballeros se dieron la vuelta y se encontraron con un marinero que les hacía reverencias e inclinaciones de cabeza. Conocían bien a ese hombre. Era el más viejo de la tripulación. Afirmaba ser marinero desde hacía sesenta años y que había embarcado por primera vez siendo un muchachito de diez. Estaba acartonado y encorvado y tenía la cara curtida por el sol y el aire y surcada de arrugas por la edad. Sin embargo, todavía trepaba por las jarcias tan deprisa como los jóvenes. Era capaz de predecir una tormenta con sólo observar la forma de volar de las gaviotas y aseguraba que hablaba con los delfines. Había sobrevivido a un naufragio, rescatado, según él, por una hermosa elfa marina que lo había salvado de morir ahogado.

—Esto pada midods —dijo el viejo, que masticaba las palabras con las encías ya que le faltaban casi todos los dientes por el escorbuto—. Pada degalo de la Adpía del Mad.

Sostenía en las manos dos tallas de animales en madera y se los ofreció con un cabeceo, una reverencia y una sonrisa desdentada a Aran y a Brian.

—¿Qué es? —preguntó Brian mientras examinaba la pequeña talla de madera.

—Parece un lobo —comentó Aran.

—Sí, midod. Lobo —dijo el viejo, que se llevó la mano a la frente en un saludo—. Uno pada cada uno. —Señaló con el nudoso índice primero a Aran y después a Brian—. Como degalo pada la Adpía de Mad. Así seda amable con los caballedos.

—¿Y por qué lobos, Viejo Salazón? —preguntó Aran—. Los lobos no son muy afines al mar. ¿No le gustaría más una ballena?

—Se me dijo lobos en un sueño —contestó el viejo con un centelleo en los sagaces ojos. Señaló el mar—. Dais degalo a la diosa y pedís bendición.

—Hacedlo y os llevaré acusados ante el Consejo —manifestó Derek.

Derek no destacaba por su sentido del humor, pero en ocasiones se permitía hacer una pequeña broma desabrida (tan pequeña y tan desabrida que a menudo pasada inadvertida).

Tal vez bromeaba ahora, pero también era posible que lo hubiera dicho en serio. Brian no podría asegurarlo.

A Aran eso no le importaba, ya que en seguida enfocaba cualquier cosa por el lado humorístico.

—Me asustas. ¿Acusados con qué cargos, Derek? —preguntó con fingida preocupación.

—Idolatría —contestó Derek.

—¡Ja ja ja! —La risa de Aran roló por encima el agua—. Lo que pasa es que estás celoso porque a ti no te han dado un lobo.

Derek se había pasado casi todo el tiempo del viaje metido en el camarote, dedicado a leer la copia de la Medida que llevaba consigo y en la que hacía anotaciones en los márgenes. Sólo había salido del camarote para hacer sus ejercicios diarios en cubierta —lo que significaba caminar de proa a popa durante una hora— o para cenar con el capitán. Aran había deambulado por cubierta desde la mañana hasta la noche, se había mezclado sin empacho con los marineros, había aprendido el «oficio» y bailado al son de la chirimía. Se había empeñado en subir a la arboladura y casi se había roto la crisma cuando se cayó desde el peñol.

Por su parte, Brian había pasado casi todo el tiempo de la travesía tratando de refrenar el entusiasmo de Aran.

—Así que sólo tengo que echar esto al mar... —dijo Aran al viejo, dispuesto a concertar dicho y hecho—. ¿Rezo una plegaria...?

—No lo harás —intervino Derek con severidad antes de quitarle la talla de la mano a Aran para entregársela al viejo—. Gracias, marinero, pero estos caballeros tienen sus espadas y no necesitan bendiciones.

Derek dirigió una mirada significativa a Brian, que masculló las gracias y le tendió la figurita del lobo al anciano.

—¿Segudo que quedéis haced esto, midods? —preguntó el viejo mientras los miraba intensamente. Su escrutinio hizo sentirse incómodo a Brian, pero antes de que tuviera ocasión de responder, Derek se anticipó.

—No tenemos tiempo para cuentos de hadas —espetó, muy tieso—. Caballeros, pronto habremos llegado a tierra y hemos de hacer el equipaje.

Se apartó de la borda y cruzó el puente a largas zancadas.

—Dáselo a la diosa de mi parte —dijo Aran al viejo marinero al tiempo que le daba una palmada en el hombro—, junto con mi agradecimiento.

Al mirar hacia atrás, Brian reparó en que el viejo seguía plantado allí de pie, observándolos. Entonces retumbó la voz del capitán dando una orden a todos los tripulantes para que se prepararan para echar el ancla. El viejo arrojó las tallas de los lobos por la borda y corrió a cumplir la orden.

Derek desapareció bajo el puente y se dirigió hacia el pequeño camarote que compartían los tres caballeros. Aran, que iba detrás de él, dio un sorbo de la petaca. Brian se demoró para echar un vistazo al mar. La brisa soplaba desde el glaciar —muy distante en el sur— y traía consigo el frío aguijonazo del invierno. Las olas tenían motas doradas por encima del azul del agua. El viento agitó el borde de la capa del caballero. Las aves marinas volaban en círculo allá arriba o se mecían plácidamente en la superficie del mar.

Brian deseó haber aceptado la talla de madera del viejo. Deseó haber hecho la ofrenda a la diosa del mar, fuera quien fuese. Se la imaginó hermosa y antojadiza, peligrosa y mortífera. Brian alzó la mano en un saludo a la deidad.

—Gracias por un viaje exento de peligro, señora —dijo, medio en broma medio en serio.

—¡Brian! —La voz irritada de Derek resonó bajo el puente.

—¡Ya voy! —respondió.


Los caballeros no pasaron mucho tiempo en Rigitt. Alquilaron caballos para el viaje hacia el norte, a Tarsis, que los llevaría a través de las Praderas de Arena. La calzada todavía era transitable, aunque había estado nevando más al norte, en las inmediaciones de Thorbardin, o eso era lo que le había contado a Aran un hombre con el que había compartido unos tragos, un mercenario que acababa de viajar por aquella ruta.

—Me aconsejó que no nos quedáramos dentro de Tarsis —le contó a sus compañeros mientras cargaban provisiones en los caballos—. Sugirió que acampáramos en las colinas y entráramos a la ciudad de día. Dijo que deberíamos guardar en secreto el hecho de que somos Caballeros de Solamnia. Por lo visto, los tarsianos no nos tienen mucho aprecio.

—La Medida estipula: «Un caballero debe caminar bajo el sol abiertamente, orgulloso de proclamar su noble condición al mundo» —citó Derek.

—Y si los tarsianos nos echan de la ciudad de una patada en nuestras nobles posaderas, ¿qué pasará con nuestra misión de encontrar el Orbe de los Dragones? —preguntó Aran, sonriente.

—No nos echarán. Esa información te ha llegado de boca de un mercenario canallesco que vende la espada al mejor postor —comentó Derek, despectivo.

—El capitán me dijo lo mismo, Derek —arguyó Brian—. Antes del Cataclismo los caballeros habían hecho de Tarsis una gran capital solámnica a despecho de que la urbe se encontraba a cientos de kilómetros de distancia. De ese modo podían protegerla de sus enemigos. Entonces sobrevino el Cataclismo y los caballeros ni siquiera pudieron protegerse a sí mismos, mucho menos a una ciudad situada tan lejos de Solamnia. Los caballeros que habían vivido en Tarsis (los que sobrevivieron) regresaron a Palanthas dejando que los tarsianos libraran sus propias batallas. Los habitantes de Tarsis jamás nos perdonaron por abandonarlos —concluyó Brian.

—Quizá podamos encontrar una laguna jurídica... —empezó Aran.

Brian le dirigió una mirada de advertencia y Aran, frotándose la nariz, expuso la idea con otras palabras.

—Quizá la Medida determina alguna medida de previsión para una situación política tan delicada.

—Deberías estar más versado en la Medida —lo reconvino Derek—, de ese modo sabrías lo que dice al respecto. No entraremos en Tarsis con falsas apariencias. Presentaremos nuestras credenciales a las autoridades que corresponda y recibiremos permiso para entrar en la ciudad. No habrá complicaciones si nos comportamos como es debido, mientras que sí surgirían problemas si nos sorprenden colándonos furtivamente en la ciudad como ladrones.

—Lo dices de una forma que parece que hubiera sugerido que entremos en la ciudad vestidos de negro con la cabeza cubierta por un saco —dijo Aran con una risita—. No es necesario anunciar con redobles de tambor que somos caballeros. No tenemos que mentir, sólo hacer un fardo con el llamativo tabardo y la armadura, reemplazar el yelmo ornamentado por otro sencillo, quitarnos las insignias que indican nuestro rango y las espuelas y llevar ropas normales y prácticas. Tal vez, incluso, recortarnos el bigote.

Eso fue un completo error.

Derek ni se dignó contestar. Hizo un último ajuste a la brida del caballo y después fue a pagar la cuenta al posadero.

Aran se encogió de hombros y echó la mano a la petaca. Dio un par de sorbos y después le ofreció el recipiente a Brian, que negó con la cabeza.

—Lo que dice Derek es sensato, Aran —argüyó Brian—. Podría traernos malas consecuencias que nos sorprendieran intentando ocultar nuestra identidad. ¡Además, no concibo que los tarsianos sigan odiándonos después de trescientos años!

Aran lo miró y sonrió.

—Eso es porque tú eres incapaz de odiar a nadie, Brian. —Caminó sin prisa hasta la puerta del establo para echar un vistazo fuera y luego, al ver que Derek estaba demasiado lejos para oírlo, regresó junto a su amigo—. ¿Sabes por qué lord Gunthar me pidió que participara en esta misión?

Brian lo suponía, pero no quería saberlo.

—Aran, no creo que...

—Estoy aquí para asegurarme de que Derek no la cague —manifestó Aran sin andarse por las ramas. Dio otro sorbo. Brian se encogió ante la crudeza de la expresión.

—Derek es un Caballero de la Rosa, Aran. Es nuestro superior. Según la Medida...

—¡Al cuerno con la Medida! —replicó bruscamente Aran, perdido por completo el buen humor—. No voy a permitir que esta misión fracase porque a Derek le preocupa más atenerse a un viejo código enmohecido de leyes trasnochadas que salvar nuestra nación.

—Quizá sin esas leyes y la noble tradición que representan no merecería la pena salvarla —señaló Brian, malhumorado.

Aran posó la mano en el hombro de su amigo con gesto amistoso.

—Eres un buen hombre, Brian.

—También lo es Derek —contestó Brian con gran seriedad—. Lo conocemos hace mucho tiempo, Aran. Los dos somos sus amigos desde hace años.

—Cierto —admitió el otro caballero, que volvió a encogerse de hombros—. Y los dos hemos visto cómo se ha endurecido y cómo ha cambiado.

Brian suspiró.

—Ten paciencia con él, Aran. Ha sufrido mucho. Ha perdido el castillo, su hermano tuvo una muerte horrible...

—Tendré paciencia... hasta cierto punto. Ahora voy a regalarme con una copa de despedida. ¿Te animas?

—No, pero ve tú —contestó Brian al tiempo que negaba con la cabeza—. Yo esperaré a Derek.

Aran montó a caballo y salió del establo para tomar una última jarra de cerveza y para rellenar la petaca antes de ponerse en camino.

Brian se quedó en el establo y ajustó la brida del caballo. ¡Maldito Aran! Ojalá no le hubiese revelado la verdadera razón por la que había ido con ellos. A Brian no le gustaba pensar que lord Gunthar confiaba tan poco en Derek que enviaba a un amigo para espiarlo. Tampoco le había gustado oír que Aran había aceptado una encomienda tan degradante. Los caballeros no tendrían que espiarse los unos a los otros. Eso debía de aparecer en algún lugar de la Medida.

De ser así, Derek pasaba por alto esos párrafos, ya que tenía sus propios espías en la corte de lord Gunthar. Quizá los espías de su amigo le habían dicho que Aran era también un espía. Brian apoyó la cabeza en el cuello del caballo. Casi estaba por creer que la diosa Takhisis había vuelto al mundo y había plantado la semilla de la discordia entre quienes antaño fueran los paladines del honor y del valor. Las semillas habían arraigado en la tierra fértil del temor y ahora germinaban en las malas hierbas del odio y la desconfianza.

—¿Dónde está Aran? —La voz de Derek lo sacó de sus sombrías reflexiones.

—Fue a tomar un poco de cerveza —contestó.

—No estamos en una merienda campestre kender —comentó secamente su amigo—. No se toma nada en serio, y ahora supongo que tendremos que ir a sacarlo a la fuerza de alguna taberna.

Derek se equivocaba. Encontraron a Aran, que se limpiaba la espuma de los labios, esperándolos en la calzada que conducía a Tarsis.

Los tres se pusieron en marcha, con Aran en el centro, Derek a la derecha y Brian a la izquierda. Entonces éste recordó de pronto, vívidamente, otra misión, la primera.

—¿Os acordáis cuando los tres éramos escuderos y estábamos cansados de arremeter contra el estafermo y de aporrearnos unos a otros con espadas de madera? Llegamos a la conclusión de que debíamos ponernos a prueba, así que...

—¡... Decidimos ir a Foscaterra en busca del Caballero de la Muerte! —Aran empezó a reírse—. Bendita sea mi alma, hacía mucho tiempo que no pensaba en eso. Cabalgamos tres días por lo que supusimos que era Foscaterra, aunque la verdad es que no llegamos a acercarnos allí en ningún momento, y entonces llegamos a ese castillo abandonado. Los muros se habían agrietado, las almenas se estaban desmoronando, una de las torres estaba calcinada y supimos que habíamos encontrado... el alcázar de Dargaard. El hogar del temible lord Soth. —Las risitas de Aran dieron paso a las carcajadas—. ¿Recordáis lo que pasó a continuación?

—No creo que lo olvide nunca —contestó Brian—. Esa noche mi vida se acortó cinco años. Acampamos cerca del alcázar para vigilarlo y, en efecto, vimos una extraña luz azul titilando en una de las ventanas.

—¡Ja ja ja! ¡La luz azul! —Aran reía a mandíbula batiente.

—Nos ceñimos la armadura...

—...Que nos quedaba grande porque se la habíamos quitado a los caballeros a quienes servíamos —recordó Aran—. Los tres estábamos muertos de miedo, pero ninguno quería admitirlo, así que fuimos.

—Derek era el que nos dirigía. ¿Te acuerdas, Derek? Diste la señal y cargamos hacia el interior del castillo y... —a Brian le costaba trabajo hablar a causa de la risa la risa— nos salió al encuentro un enano...

—... Que tenía montada una destilería ilegal dentro del alcázar... —Las carcajadas de Aran sonaron estruendosas—. ¡La luz azul que habíamos visto era el fuego con el que elaboraba la mezcla! Creía que habíamos ido allí para robarle el brebaje y, blandiendo una enorme hacha ensangrentada, nos atacó desde las sombras. ¡Juro que daba la impresión de medir tres metros!

—¡Y nosotros, gallardos caballeros, salimos por pies en tres direcciones distintas mientras él nos perseguía y gritaba que nos iba a cortar las orejas con el hacha!

Aran estaba doblado sobre la perilla de la silla de montar, en tanto que Brian reía con tantas ganas que las lágrimas lo cegaban. Se limpió los ojos llorosos y echó una ojeada a Derek.

El caballero iba sentado muy derecho en el caballo, con la mirada fija al frente y un ligero ceño. Las risas de Brian disminuyeron paulatinamente hasta cesar por completo.

—¿No te acuerdas de eso, Derek? —preguntó.

—No, no me acuerdo.

Espoleó al caballo para ponerlo a galope y dejar claro que quería cabalgar solo.

Aran sacó la petaca de licor y luego se puso en fila detrás de Derek.

Brian se situó en la retaguardia. No hubo más anécdotas ni más risas. En cuanto a entonar cantos de hazañas heroicas para animar el viaje, Brian intentó acordarse de alguno, pero se encontró con que no recordaba ni uno solo.

De todos modos, con los cantos sólo habría conseguido irritar a Derek. Los tres cabalgaron hacia el norte en silencio. Entretanto, se habían amontonado oscuros nubarrones y empezó a caer la nieve.

15 Final brusco de un viaje tranquilo. Reconsiderar la Medida

El viaje a Tarsis fue largo, frío y deprimente. El viento soplaba sin pausa por las Praderas de Arena y era a la vez una maldición y una bendición; maldición porque con sus dedos helados abría las capas y penetraba a través de la ropa de más abrigo y bendición porque evitaba que se formaran montones de nieve acumulada en la calzada.

Los caballeros habían llevado consigo leña al suponer que habría pocas probabilidades de que encontraran madera en el camino. Sin embargo, no tuvieron que utilizarla porque los nómadas que vivían en esa tierra tan rigurosa los invitaron a pasar la primera noche con ellos.

Los habitantes de las llanuras les dieron cobijo en una tienda de cuero y comida para ellos y para sus caballos. Con todo, no cruzaron con ellos ni una sola palabra. Los caballeros despertaron en el gris amanecer y vieron que a su alrededor los habitantes de las llanuras estaban desmontando las tiendas.

—Qué extraño —comentó Aran al regresar, mientras Brian y Derek aparejaban los caballos.

—¿El qué? —preguntó Derek.

—El hombre que tomamos por su cabecilla me pareció que intentaba decirme algo. No dejaba de señalar hacia el norte, ceñudo, y negaba con la cabeza. Le pregunté qué quería decir con esos gestos, pero no hablaba Común ni ninguno de los otros idiomas con los que intenté hablar con él. Señaló al norte tres veces antes de darse media vuelta y marcharse.

—Quizá es que la nieve ha bloqueado la calzada en el norte —sugirió Brian.

—Puede que fuera eso de lo que nos quería avisar, pero lo dudo. Parecía tratarse de algo más serio, como si intentara advertirnos de algo malo que hubiera más adelante, en esa dirección.

—Anoche estuve pensando que era raro encontrar habitantes de las llanuras viajando en esta época del año —comentó Brian—. ¿No suelen montar un campamento permanente durante los meses de invierno?

—Tal vez huyen de algo —apuntó Aran—. Esta mañana llevaban prisa, y desde luego el jefe tenía el gesto adusto.

—¿Y quién sabe lo que hacen esos salvajes y por qué lo hacen? —dijo Derek, desdeñoso.

—Aun así, deberíamos estar alerta —sugirió Brian.

—Yo siempre lo estoy —replicó su amigo.

Dejó de nevar y un viento vivificante se llevó las nubes. Salió el sol, que les proporcionó calor e hizo el viaje más placentero. Por insistencia de Derek, seguían vestidos con el atuendo de caballeros: tabardos adornados con la rosa, la corona o la espada, dependiendo de su rango; los ornamentados yelmos; botas altas con las espuelas que se habían ganado, y las excelentes capas de lana. El día anterior habían cubierto muchos kilómetros y esperaban que si cabalgaban de firme y sólo paraban el tiempo necesario para que las monturas descansaran, podrían llegar a Tarsis antes de que cayera la noche.

El día transcurrió sin incidentes. No encontraron ningún tramo en el que la calzada estuviera bloqueada. Tampoco se cruzaron con nadie ni vieron señales de que hubiera alguien de viaje por allí. Al final, desistieron de descifrar lo que el jefe de los habitantes de las llanuras había querido indicarles.

Avanzada la tarde, las nubes aparecieron de nuevo y ocultaron el sol. Empezó a nevar y durante un tiempo la nevada fue copiosa; después, el temporal pasó y el sol asomó una vez más. Esas rachas se sucedieron durante el resto de la tarde, de manera que los caballeros cabalgaban a ratos sobre nieve y a ratos bajo el sol, hasta que el tiempo se tornó tan inestable que —como Aran dijo con ocurrencia— veían los copos brillar al sol.

Durante una de las neviscas, los caballeros remontaron una suave loma, y mientras bajaban por el otro lado contemplaron la vasta extensión de la planicie que se extendía ante ellos. Se divisaban franjas de nieve perfiladas a través de la pradera, y durante una pausa entre precipitación y precipitación avistaron una ciudad amurallada.

La urbe desapareció en una repentina ráfaga de cellisca, pero no cabía duda de que aquella población era Tarsis. Eso los animó, como también lo hizo la perspectiva de una posada con comida caliente y una buena lumbre en el hogar. Aran no había vuelto a mencionar la posibilidad de acampar en las colinas.

—El capitán del barco me recomendó una posada que se llama El Dragón Rojo —dijo Brian.

—Pues no lleva precisamente un nombre que sea muy propicio —comentó Aran en tono seco.

—Puedes tirar sal por encima del hombro y dar trece vueltas en círculo antes de entrar —bromeó Derek.

Aran lo miró sin salir de su asombro y entonces captó la sonrisa contenida de Derek. Era una mueca más bien tirante, como por falta de uso, pero era una sonrisa.

—Eso será lo que haga —contestó, sonriendo a su vez.

Brian soltó un suspiro de alivio, satisfecho de que la tensión que se notaba entre ellos se hubiera aflojado. Siguieron cabalgando y subieron otro suave repecho. Al llegar arriba vieron un poco más adelante un barranco profundo, salpicado de rocas, que salvaba un pequeño puente de madera.

Los caballeros se detuvieron cuando una repentina nevisca los envolvió en su manto blanco, de manera que no veían nada a su alrededor. Cuando aflojó la nevada volvieron a divisar el puente y Aran azuzó a su caballo para que avanzara, pero Derek alzó la mano para detenerlo.

—Espera un momento —dijo.

—¿Por qué? —Aran se paró—. ¿Has visto algo?

—Creo que sí. Antes de la última nevisca me pareció ver gente que se movía al otro lado del puente.

—Ahora no hay nadie —dijo Aran, que se había puesto erguido sobre los estribos y oteaba en aquella dirección.

—Eso ya lo veo —repuso Derek—. Y es precisamente lo que me desazona.

—Sería un buen sitio para tender una emboscada —observó Brian al tiempo que soltaba la lazada de cuero de la vaina de la espada.

—Podríamos buscar otro sitio por el que cruzar —sugirió Aran. Era uno de los pocos caballeros diestros con el arco y echó mano al que llevaba colgado a la espalda.

—Nos han visto. Si damos la vuelta, resultará sospechoso. Además, me gustaría saber quién anda al acecho en ese puente y por qué —añadió Derek con frialdad.

—A lo mejor son trolls —dijo Aran con una sonrisa al recordar el viejo cuento infantil—, y nosotros, los tres machos cabríos.

Derek fingió no haberle oído.

—El puente es estrecho. Tendremos que cruzar en fila. Yo iré delante. No os separéis mucho de mí. Y nada de armas, Aran. Que crean que no los hemos visto.

Derek esperó hasta que otra racha de nieve se precipitó sobre ellos y entonces taconeó suavemente los flancos de su caballo y se dirigió hacia el puente a paso lento.

—«¡Sólo soy yo, el más pequeño de los tres machos cabríos!» —dijo en voz queda Aran cuando la montura de Derek llegaba al puente.

Derek se giró un poco en la silla.

—¡Maldita sea, Aran, sé serio, para variar!

Aran se echó a reír, azuzó a su caballo y se puso detrás de Derek. Aunque la nieve los ocultaba, los cascos de los caballos resonaban en las planchas de madera anunciando su llegada. Se mantuvieron alerta para captar cualquier ruido, pero no oyeron nada. Brian, que echaba ojeadas hacia atrás a través de las intermitentes ráfagas de nevisca, no observó nada que indicara que los seguía alguien. Habría llegado a la conclusión de que Derek veía sombras donde no las había si no fuera porque conocía de sobra a su amigo. Puede que a veces se comportara como un cretino redomado, pero era un excelente soldado, intuitivo y muy observador. Incluso Aran, a pesar de que hubiera hecho chanzas con los tres machos cabríos, ahora no bromeaba; llevaba la mano en la empuñadura de la espada y se mantenía alerta.

Derek había recorrido la mitad del puente más o menos, seguido de cerca por Aran y un poco más atrás por Brian, que cerraba la marcha, cuando tres desconocidos surgieron de repente de la nieve y echaron a andar hacia ellos. Los desconocidos iban abrigados con capas largas que arrastraban sobre el manto de nieve, las capuchas echadas de forma que era imposible verles la cara y las manos cubiertas con grandes guantes de cuero. Calzaban botas fuertes.

Fueran quienes fuesen, a los caballos no les gustaban. El de Derek resopló y echó las orejas hacia atrás; el caballo de Aran caracoleó de costado mientras que el Brian retrocedía y respingaba con nerviosismo.

—¡Bien hallados, compañeros de viaje! —saludó uno de los desconocidos mientras avanzaba sin prisa hacia el puente—. ¿Adónde vais con este tiempo tan horrible?

Brian rebulló en la silla. El desconocido hablaba Común bastante bien e intentaba parecer amigable, pero Brian se puso tenso al detectar un débil siseo al pronunciar las «eses». Como las pronunciaría un draconiano. Y era probable que los draconianos hubieran disimulado el cuerpo escamoso con capas largas y capuchas. Brian se preguntó si sus compañeros habrían oído también el siseo y estaban asimismo en guardia. No osó desviar la vista hacia ellos ni hacer nada fuera de lo normal.

Y entonces Aran, que iba delante de él, susurró en solámnico:

—Trolls, no. Lagartos.

Brian deslizó la mano debajo de la capa y asió la empuñadura de la espada. Derek observó a los desconocidos con desconfianza.

—Puesto que estamos en la calzada que lleva a Tarsis —les contestó—, y que dicha ciudad se encuentra un poco más adelante, lo lógico es que nos dirijamos allí.

—¿Os importa que os hagamos unas preguntas? —inquirió el draconiano sin abandonar el tono amistoso.

—Sí, nos importa —repuso Derek—. Y ahora, apartaos a un lado y dejadnos pasar.

—Buscamos a unas personas —prosiguió el draconiano como si no le hubiese oído—. Tenemos un mensaje de nuestro señor para esa gente.

Brian captó un movimiento por el rabillo del ojo. A un lado de la calzada había un cuarto draconiano medio escondido detrás de un poste indicador. Encapuchado y cubierto por una capa como los otros, el draconiano era bastante más bajo que sus tres compañeros. Rebullía bajo la capa y Brian pensó que quizá la criatura estaba a punto de sacar un arma. En cambio, el draconiano sacó un documento de algún tipo, lo consultó y después les dijo algo a sus compañeros al tiempo que sacudía la cabeza.

El cabecilla echó una ojeada al draconiano del papel y después, encogiéndose de hombros, añadió afablemente:

—Me he equivocado. Os deseo buen viaje, caballeros. —Y se dio media vuelta para alejarse.

Los caballeros intercambiaron una mirada.

—Sigamos adelante —ordenó Derek.

Reemprendieron la marcha. El caballo de Derek cruzó el puente, y el de Aran estaba a punto de hacerlo cuando una ráfaga de viento sopló barranco abajo, levantó el pico de la capa de Derek y la echó hacia atrás, sobre el hombro del caballero. La rosa de su orden, bordada en el tabardo, destacó con su intensa tonalidad roja, el único color en medio del paisaje blanco cubierto de nieve.

—¡Solámnicos! —siseó el draconiano achaparrado que estaba junto al poste indicador—. ¡Matadlos!

Los otros draconianos giraron sobre sus talones con rapidez y echaron las capas hacia atrás de forma que se revelaron como baaz, los soldados de a pie de los ejércitos de los dragones. Sacándose los guantes sin contemplaciones, desenvainaron espadas de hoja curva. Tendrían los cuerpos cubiertos de escamas y sostendrían las armas con manos que más parecían garras, pero era guerreros feroces e inteligentes, como sabían bien los tres caballeros por haber luchado contra ellos en Vingaard y en el castillo de Crownguard.

Espada en mano, Derek espoleó a su caballo directamente contra el cabecilla de los draconianos con la esperanza de que la montura lanzada a galope obligara al draconiano atacante a retroceder para no acabar arrollado bajo los cascos del animal. Por desgracia, el caballo de Derek era un jamelgo de alquiler, no un caballo de batalla entrenado. El animal, que estaba aterrorizado por el hombre-lagarto de olor extraño, se encabritó a la par que relinchaba frenéticamente y estuvo a punto de desmontar a Derek.

Éste intentó calmar al animal y no caerse de la silla, así que durante unos instantes no prestó atención a nada más. Al ver a uno de los caballeros en apuros, un draconiano fue hacia él con la espada levantada. Aran interpuso su montura entre el caballo espantado y el atacante, arremetió contra el draconiano y le cortó en la cara con la espada.

La sangre salpicó. Un pedazo grande de carne sanguinolenta quedó colgando de la mandíbula de la criatura. El draconiano bramó de dolor, pero siguió atacando e intentó hincar la espada curva en el muslo de Aran. El caballero asestó una patada a la hoja con tanto ímpetu que arrancó el arma de la mano del draconiano.

Brian azuzó a su caballo para cruzar el puente con el propósito de contener al tercer draconiano, que corría para unirse a los otros. Mientras cabalgaba no quitó ojo del hombre-lagarto achaparrado que estaba cerca del poste indicador y advirtió, estupefacto, que el ser daba la impresión de estar creciendo. Entonces Brian comprendió que el draconiano no crecía, sino que simplemente se estaba poniendo de pie. Era un bozak que había permanecido cómodamente sentado en cuclillas y ahora erguía sus dos metros diez de estatura.

El bozak no echó mano de un arma, sino que entonó un cántico a la par que alzaba las manos con los dedos extendidos hacia Aran.

—¡Aran, agáchate! —gritó Brian.

Aran no perdió tiempo en preguntar por qué, sino que se inclinó hacia adelante y pegó la cabeza contra el cuello de su caballo. Una espeluznante luz rosada llameó a través de los copos de nieve. De los dedos del draconiano salieron dardos de fuego. Los proyectiles, soltando a su paso una lluvia de chispas, pasaron silbando por encima de la espalda de Aran sin ocasionarle daño.

Con un grito desafiante, Brian desenvainó la espada y lanzó a galope su caballo contra el bozak con la esperanza de impedir que la criatura echara otro conjuro. A su espalda sonó el entrechocar de aceros y oyó a Derek que gritaba algo, pero no se atrevió a apartar los ojos de su enemigo ni un instante para ver qué pasaba.

El bozak, impasible, hizo caso omiso de Brian. El draconiano actuaba como si no corriera peligro, y Brian comprendió que debía de tener una buena razón para pensarlo, así que miró en derredor. Otro draconiano corría al lado de su caballo dispuesto a saltar sobre él para arrastrarlo consigo al suelo.

Aunque en una postura forzada, Brian descargó un golpe de revés con la espada y debió de alcanzar al draconiano, porque saltó sangre y la criatura se desplomó y se perdió de vista. El caballero intentó frenar al caballo, pero el animal estaba aterrorizado por el olor de la sangre, los gritos y la lucha y se había desbocado. Con los ojos saliéndose de las órbitas y soltando espumarajos por los belfos, el caballo llevó a Brian más cerca del bozak. El draconiano alzó las garras con los dedos extendidos y apuntados hacia el caballero.

Brian arrojó la espada a la nieve y saltó del caballo desmandado para lanzarse sobre el bozak. El draconiano no esperaba esa maniobra y lo pilló completamente por sorpresa cuando chocó contra él. Los proyectiles llameantes salieron lanzados en todas direcciones. Agitando frenéticamente los brazos, el bozak cayó de espaldas, con Brian encima de él.

El caballero se puso de pie apresuradamente. El bozak, atontado por el golpe de la caída, tanteaba con torpeza en busca de su espada. Brian sacó el cuchillo que llevaba al cinto y lo clavó con todas sus fuerzas en el cuello del draconiano. El bozak emitió un gorgoteo estrangulado cuando la sangre brotó alrededor del cuchillo. El ser le asestó una mirada feroz que se apagó rápidamente cuando la muerte lo reclamó.

Recordando justo a tiempo que los bozak eran tan peligrosos muertos como vivos, Brian gritó para poner sobre aviso a sus amigos y luego se volvió y se lanzó tan lejos del ser como le fue posible. Aterrizó dándose una buena costalada contra el suelo nevado y se golpeó en las costillas con una piedra. Entonces una explosión irradió una onda de calor que le pasó por encima. Permaneció tumbado un momento, medio atontado por la detonación, y después miró hacia atrás.

Del bozak sólo quedaba un montón de huesos calcinados, carne carbonizada y fragmentos de armadura. Soltando una imprecación, Aran estaba de pie junto a su enemigo muerto y trataba de sacar la espada atrapada en la estatua de piedra en la que se había convertido el baaz. El caballero dio un fuerte tirón del arma. La piedra se deshizo en ceniza y Aran casi se cayó de espaldas. Recuperó el equilibrio y, sin dejar de farfullar maldiciones, se limpió la sangre de un corte en el mentón.

—¿Está herido alguno de vosotros? —preguntó Derek, que se hallaba de pie junto a su tembloroso caballo. Tenía la espada manchada de sangre y a sus pies había un montón de ceniza.

Aran respondió con un gruñido.

Brian miraba en derredor en busca de su caballo y vio que el animal galopaba enloquecido por la llanura, de vuelta a casa. El caballero silbó y lo llamó a voces, pero fue vano; el caballo no le hizo caso y siguió corriendo.

—¡Allá va mi equipo! —exclamó Brian, consternado—. El resto de piezas de la armadura, la comida, mi ropa...

Llevaba puestos el peto y el yelmo, pero lamentaba la pérdida de otras piezas: las grebas, los brazales, los guanteletes...

Negando con la cabeza, Brian se agachó a recoger la espada y vio tirado en la nieve el documento que el bozak había consultado. El draconiano debía de haberlo dejado caer para centrarse en la ejecución del hechizo. Sintiendo curiosidad, el caballero lo recogió.

—En nombre del Abismo, ¿qué hacían unos draconianos acampados en la nieve junto a un puente? —demandó Aran—. No tiene sentido.

—Para ellos lo tiene tender emboscadas a los viajeros —repuso Derek.

—No tenían intención de emboscarnos. Iban a dejarnos pasar hasta que vieron esa llamativa rosa roja tuya y comprendieron que éramos Caballeros de Solamnia —replicó Aran.

—¡Bah! Se nos habrían echado encima en cuando les hubiéramos dado la espalda... —manifestó Derek.

—No estoy tan seguro de eso —intervino Brian al tiempo que se incorporaba con el documento en la mano—. Creo que son cazadores de recompensas. Vi al bozak consultar este papel mientras atravesábamos el puente. Comprobó que no encajábamos con las descripciones y ordenó a los baaz que nos dejaran marchar.

El documento contenía una lista de nombres acompañados de las descripciones correspondientes así como de las cifras que se pagarían de recompensa por su captura. El primer nombre de la lista era Tanis Semielfo. Flint Fireforge era otro, con la palabra «enano» escrita al lado. También había un kender, Tasslehoff Burrfoot, dos elfos, un hechicero de nombre Raistlin Majere, y un hombre clasificado como clérigo de Paladine.

—Y mira esto. —Brian señaló un nombre—. Un viejo conocido nuestro.

Sturm Brightblade. Al lado del nombre ponía: Caballero de Solamnia.

—¡Brightblade no es un caballero! —dijo Derek, ceñudo.

Aran lo miró con asombro.

—¿Y qué importa si es un caballero o no? —Golpeó el documento con el dedo—. Ésta es la razón por la que los draconianos montaban guardia en el puente. Buscaban a estas personas, una de las cuales resulta que es amigo nuestro, además de solámnico.

—Tal vez Brightblade sea amigo tuyo, pero mío no —replicó Derek.

—Creo que no deberíamos quedarnos aquí discutiendo —comentó Brian—. Podría haber más draconianos por los alrededores. No sabemos si Tarsis ha caído en manos del enemigo. —Dobló el papel con cuidado y se lo guardó debajo del cinturón.

—No es probable —repuso Derek—. Nos habrían llegado rumores cuando estuvimos en Rigitt. Además, esos draconianos iban disfrazados. Si tuvieran ocupada Tarsis, andarían pavoneándose para que todo el mundo supiera que estaban al mando. Vinieron aquí en secreto, por propia decisión.

—O en cumplimiento de las órdenes de su señor —comentó Aran—. ¿Os fijasteis que llevaban una insignia azul como los draconianos que nos atacaron en Solamnia?

—Es extraño, ahora que lo pienso —reflexionó Brian—. Según los informes, el Ala Roja del ejército de los dragones está acantonada más cerca de Tarsis que el Ala Azul.

—De la Roja o de la Azul, todos son enemigos —dijo Derek—. Y Brian tiene razón, llevamos aquí parados demasiado tiempo. Brian, monta con Aran. Su caballo es el más grande y el más fuerte. Cargaremos su equipo en mi montura.

Cambiaron las alforjas del caballo de Aran al de Derek y después Aran montó y ayudó a Brian a subir detrás. La montura de Brian se había perdido de vista hacía mucho.

Aran y Brian salieron a medio galope calzada adelante.

—¿Adónde vais? —demandó Derek.

—A Tarsis —contestó Aran, que frenó al caballo—. ¿Dónde si no?

—Creo que no deberíamos entrar en Tarsis de forma tan evidente. Al menos hasta que no sepamos algo más de lo que está pasando.

—¿Quieres decir que no anunciemos nuestra noble presencia? —exclamó Aran con fingido espanto—. ¡Me consterna y desazona que hayas sugerido siquiera tal cosa! Puede que jamás me recupere de la impresión. —Sacó la petaca y echó un trago para consolarse.

Derek le asestó una mirada furiosa y no contestó. Brian miró al cielo. Las nubes se arremolinaban, gris sobre blanco, y por debajo brillaba una pálida luz. Si las nubes aclaraban, la noche sería gélida.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

—Según el mapa, hay una zona de colinas boscosas al oeste de Tarsis. Acamparemos allí esta noche, vigilaremos la ciudad y por la mañana decidiremos qué hacer. —Derek hizo girar al caballo y lo condujo a través de la llanura.

Aran, riendo entre dientes, lo siguió.

—Qué interesante ver el nombre de Brightblade en una lista de recompensas —le dijo Aran a Brian—. Y, por lo que se desprende de la información, en extrañas compañías: elfos, enanos y similares. Supongo que es lo que trae vivir en una confluencia de caminos como es el caso de Solace. Me han contado que es un sitio salvaje. ¿Llegó a contarte algo sobre su vida allí?

—No, nunca se refirió a eso. Claro que Sturm siempre ha sido muy reservado. Pocas veces le he oído hablar de sí mismo. Le preocupaba más todo lo relativo a su padre.

—Qué trágico, ese asunto. —Aran suspiró—. Me preguntó en qué problema se habrá metido Sturm.

—Sea lo que sea, se encuentra en esta parte de Ansalon. O alguien lo cree así —comentó Brian.

—Me gustaría volver a ver a Sturm. Es un buen hombre, a pesar de lo que piensen algunos. —Aran miró a Derek con severidad—. Aunque no creo probable que nos encontremos.

—Hoy día nunca se sabe con quién puedes cruzarte en el camino —afirmó Brian.

—En eso tienes razón —admitió Aran con una risa alegre mientras se daba una ligeros toques en el mentón para comprobar si todavía le sangraba.


Los tres caballeros pasaron una noche fría y triste acurrucados alrededor de una lumbre, en una cueva de las colinas desde la que se divisaba Tarsis. La ventisca había pasado y la noche se quedó despejada, alumbrada por la luz blanca de Solinari y la roja de Lunitari.

Desde su campamento, los caballeros no divisaban las puertas principales, que se habían cerrado y atrancado hasta la mañana siguiente. La oscuridad reinaba en la ciudad, ya que la mayoría de sus habitantes dormían plácidamente en sus camas.

—La ciudad parece estar muy tranquila —dijo Brian cuando Aran fue a relevarlo para hacer su turno de guardia.

—Sí, pero había draconianos a menos de quince kilómetros de aquí —contestó su amigo mientras asentía con la cabeza.

Los caballeros se levantaron lo bastante temprano para ver abrirse las puertas. No había nadie esperando para entrar y sólo salieron unas pocas personas (en su mayoría kenders a los que escoltaban fuera de la ciudad). Los que partían tomaron la calzada a Rigitt. Los guardias de la puerta permanecieron en las torres, y sólo se aventuraban a salir al frío cuando no les quedaba más remedio porque alguien pedía acceso a la ciudad. Los guardias que recorrían las almenas lo hacían con aire aburrido y se paraban a menudo junto a las hogueras que ardían en grandes braseros de hierro para entrar en calor mientras charlaban con los compañeros. Tarsis ofrecía la imagen de una ciudad en paz consigo misma y con el mundo.

—Si los draconianos estaban alerta por si aparecían esas personas en el puente que conduce a Tarsis, puedes apostar que también están vigilando en la propia Tarsis —dijo Brian—. Tendrán a alguien al acecho cerca de las puertas.

Aran guiñó el ojo a Brian.

—Y bien, Derek, ¿vamos a entrar en Tarsis vestidos con todas las galas de la caballería y portando estandartes con el martín pescador y la rosa?

Derek tenía un gesto agrio.

—He consultado la Medida —contestó mientras sacaba el libro desgastado por el uso—. Establece que la consecución de una misión de honor acometida por un caballero con autorización del Consejo tiene que ser la prioridad del caballero. Si la consecución de la misión de honor requiere que el caballero oculte su verdadera identidad, el éxito de la misión se antepone al deber del caballero de proclamar su lealtad con orgullo.

—Me he perdido en algún punto entre «prioridad» y «consecución» —bromeó Aran—. Con respuestas de una única sílaba, Derek, ¿nos disfrazamos o no?

—Según la Medida, podemos disfrazarnos sin sacrificar el honor.

A Aran se le curvaron las comisuras de los labios hacia arriba, pero captó la mirada de advertencia de Brian y se tragó el comentario chusco junto con un sorbito de la petaca.

Los caballeros pasaron el resto del día quitando todas las insignias y los distintivos de su atuendo. Cortaron los adornos bordados en la ropa y guardaron las armaduras al fondo de la cueva. Llevarían la espada y Aran conservaría el arco y la aljaba de las flechas. Las armas no tenían por qué llamar la atención pues nadie iba desarmado en la actualidad.

—El único distintivo de la caballería que nos queda es el bigote —comentó Aran al tiempo que se daba tironcitos en el suyo.

—Pues, desde luego, no vamos a afeitárnoslo —replicó Derek en tono severo.

—El bigote nos volverá a crecer, Derek —razonó Aran.

—No. —Derek se mostró categórico—. Nos echaremos bien la capucha y nos cubriremos con tapabocas. Con el frío que hace nadie se fijará en nosotros.

Aran puso los ojos en blanco, pero se sometió a la decisión, para sorpresa de Derek.

—Estás en deuda con Derek —dijo Brian mientras Aran y él colocaban la cubierta de maleza con la que taparon la boca de la cueva.

Aran sonrió tímidamente. El largo y frondoso bigote pelirrojo del caballero era su orgullo secreto.

—Supongo que sí. Pero me lo habría afeitado, aunque habría sido como cortarme el brazo con el que manejo la espada. Sin embargo, no se lo digas a Derek. No dejaría de darme la lata con eso.

Brian se encogió de hombros.

—Suena raro que pongamos en peligro la misión por no sacrificar el bozo del labio superior.

—A esto no se le puede llamar «bozo» —objetó Aran en tono severo al tiempo que se atusaba el bigote con cariño—. Además, seguramente llamaría más la atención si nos lo quitáramos. Tenemos la cara curtida del viaje por mar y la piel blanca sobre el labio levantaría sospechas, mientras que si no nos afeitamos... En fin, que estoy seguro de que no seremos los únicos hombres con bigote en Tarsis.

Decidieron entrar en la ciudad por separado al razonar que si eran tres hombres armados los que entraban juntos, causarían más revuelo que si lo hacían cada uno por su lado. Quedaron en reunirse en la Biblioteca de Khrystann.

—Aunque ignoramos dónde está esa biblioteca y cómo dar con ella —fue el comentario que Aran hizo a la ligera—. Y tampoco sabemos qué hemos de buscar una vez que nos encontremos allí. No hay cosa que más me guste que un fiasco bien organizado.

Arrebujados en las capas, con las capuchas bien caladas y los tapabocas cubriéndoles el rostro del cuello a la nariz, Aran y Brian siguieron el avance de Derek colina abajo, en dirección a la puerta principal de la ciudad.

—No veo de qué otra forma hubiéramos podido hacerlo —dijo Brian.

Aran rebulló en la silla, inquieto. Su habitual buen humor había desaparecido de repente y se mostraba taciturno y susceptible.

—¿Qué te pasa? —preguntó Brian—. ¿Se ha vaciado la petaca?

—Sí, pero eso no tiene nada que ver —contestó Aran, mohíno. Rebulló de nuevo en la silla y echó una ojeada en derredor—. Flota algo en el aire. ¿No lo notas?

—El viento ha cambiado de dirección, si te refieres a eso.

—No. Es más bien una sensación de escalofrío, como si alguien hubiera caminado sobre mi tumba. Es el mismo estremecimiento que sentí antes del ataque al castillo de Crownguard. Será mejor que te pongas en marcha, si es lo que quieres hacer —añadió bruscamente.

Brian vaciló y miró a su amigo, preocupado. Había visto a Aran con diferentes estados de ánimo, desde furioso hasta divertido pasando por temerario, pero nunca lo había visto tan lúgubre.

—Ve, anda. —Aran agitó la mano como una granjera que espanta a las gallinas—. Nos reuniremos en la biblioteca. Aunque seguramente fue destruida hace tres siglos.

—Eso no tiene ninguna gracia —gruñó Brian, que volvió la cabeza hacia atrás cuando ya bajaba la colina hacia las puertas de Tarsis.

—A veces no me apetece bromear —musitó el otro caballero.

16 El pacto. La Biblioteca de Khrystann

Antes del Cataclismo, a Tarsis se la conocía como Tarsis la Bella. Cuando se contemplaba en el espejo veía el reflejo de una urbe de cultura y refinamiento, riqueza, esplendor y embrujo. Gastaba el dinero con largueza, y tenía dinero para gastar porque los barcos llevaban a su puerto ricos cargamentos y los ponían a sus pies. Jardines exuberantes de plantas florecientes la engalanaban como joyas. Caballeros, lores y damas paseaban por sus calles bordeadas de árboles. Eruditos recorrían cientos de kilómetros para estudiar en su biblioteca, porque Tarsis no sólo era elegante, refinada y encantadora, sino que también era ilustrada. Si contemplaba su resplandeciente bahía, sólo veía gozo y felicidad en el horizonte.

Entonces los dioses arrojaron la montaña ígnea sobre Krynn y Tarsis cambió para siempre. La esplendorosa bahía desapareció. Las aguas se retiraron. Los barcos quedaron varados en el cieno y los desechos de un puerto que no servía para nada. Tarsis se miró en el espejo y vio su belleza echada a perder; sus ricos ropajes sucios y desgarrados; sus preciosos jardines agostados y muertos.

A diferencia de muchas otras que tras sufrir la tragedia y la adversidad habían tenido la gallardía, la dignidad y el coraje de volver a levantarse, Tarsis dejó que la catástrofe la hundiera. Revolcándose en la autocompasión, culpó de su caída a los Caballeros de Solamnia y los echó de sus hogares al exilio. También culpó a los hechiceros, y a los enanos, y a los elfos, y a cualquiera que no fuera «uno de ellos». Culpó a los hombres y mujeres sabios que habían acudido allí a estudiar en la antigua Biblioteca de Khrystann y los expulsó. Dejó la biblioteca en ruinas, sin reconstruirla, y prohibió que se entrara en ella.

Tarsis se volvió mezquina y mercenaria, codiciosa y avara. No hallaba placer en las cosas hermosas. Para ella la única belleza estaba en el brillo de las monedas de acero. Su puerto de mar había desaparecido, pero conservaba las rutas comerciales, y recurrió a tretas para fomentar el comercio con sus vecinos.

Por fin, después de más de trescientos años, Tarsis pudo mirarse de nuevo al espejo, jamás recobraría la antigua belleza, pero al menos vestía sus galas prestadas, se daba colorete en las mejillas y se pintaba los labios. Sentada a la sombra, donde nadie la veía con claridad, era posible fingir que volvía a ser Tarsis la Bella.

La ciudad de Tarsis había estado protegida por el mar y por una muralla de piedra de seis metros de altura, con torres y puertas insertadas a intervalos. La muralla se conservaba, pero la desaparición del mar había dejado una brecha abierta en la seguridad de la urbe.

El descenso de población causado por la marcha de marineros y constructores de barcos, fabricantes de velas, mercaderes y todos aquellos que dependían del mar para ganarse la vida, había tenido como resultado una caída espectacular en la recaudación de impuestos. Tarsis pasó literalmente de la riqueza a la pobreza de la noche a la mañana. No había dinero para construir un tramo nuevo de muralla de seis metros de altura. Lo más que pudo costearse fue un lienzo de metro y medio. Por otra parte, como dijo uno de los lores tarsianos en tono pesimista, no tenían nada que proteger. Tarsis no poseía nada que desearan otros.

Eso había ocurrido años atrás, pero la ciudad era más próspera en la actualidad. Los habitantes habían oído rumores de una guerra al norte. Sabían que a los Caballeros de Solamnia los habían atacado («¡Caballeros arrogantes! ¡Se lo tienen merecido!») y habían oído que a los elfos los habían echado de Qualinesti («¿Qué puede esperarse de los elfos? ¡Todos ellos son unos cobardes relamidos!»). Se comentaba que Pax Tharkas había caído («¿Pax Tharkas? Nunca habían oído hablar de ese sitio»), pero Tarsis hizo poco caso de todos esos rumores. Con la prosperidad había llegado la apatía. Tarsis había vivido en paz siempre y sus habitantes no veían amenazas en su horizonte, así que ¿por qué malgastar dinero en algo tan prosaico y anodino como una muralla cuando podían construir bonitas casas y vistosos edificios municipales? En consecuencia, el muro de metro y medio siguió igual.

La muralla tenía dos puertas principales de acceso revestidas con hierro que estaban situadas al norte y al este. Derek iba a entrar por la del norte, donde daba la impresión de que había más tráfico. Aran entró por la puerta oriental y Brian se dirigió a pie a la puerta de la zona sur de la ciudad, en el Muro del Puerto, como se lo conocía.

Siendo la parte más débil de las defensas de la ciudad, los caballeros dieron por sentado que el Muro del Puerto sería el que estaría más vigilado. La elección de Derek para enviar a Brian por esa ruta fue más bien un cumplido equívoco. Citó el comportamiento tranquilo e imperturbable de Brian, su valor sosegado. También mencionó que, de los tres, era el que menos aspecto de caballero tenía.

Brian aceptó lo que había de cierto en la afirmación de Derek y no se dio por ofendido. Aunque de noble cuna, a Brian lo habían educado para trabajar duro, no para ser un privilegiado, como en el caso del acaudalado Derek. El padre de Brian no había heredado su pan de cada día, sino que había tenido que ganárselo. Hombre instruido, lo contrataron como tutor de Derek, y él y su familia se alojaron en el castillo de Crownguard. A Aran, hijo de un lord que vivía cerca, lo invitaron a que asistiera a las clases con los otros dos chicos, y así fue como se conocieron los tres amigos.

El linaje de Brian no tenía tanto abolengo ni era tan antiguo como el de Derek y el de Aran, y Brian notaba esa diferencia entre ellos. Aran jamás hacía alusión a ese tema y tampoco le daba importancia. Aunque Brian hubiese sido hijo de un pescadero, Aran lo habría tratado igual. Derek nunca mencionaba su ascendencia, nunca le decía nada descortés o desconsiderado ni lo trataba de manera humillante, sin embargo, quizá inconscientemente, Derek trazaba una línea divisoria entre ellos dos. A un lado estaba Derek Crownguard y al otro lado el hijo de un empleado. Cuando dijo que Brian no tenía aspecto de caballero, Derek no lo hacía por arrogancia. Estaba siendo Derek, sin más.

El día era soleado y frío y no soplaba viento. Brian cruzó a pie la llanura a paso tranquilo y acompasado al tiempo que se fijaba en la gente que entraba y salía. En cada puerta había tres o cuatro hombres que la custodiaban, y los de ésa eran todos miembros de la guardia tarsiana. No vio señal alguna de draconianos.

Se acercó a la puerta con cautela, escudriñando las sombras de la torre por si alguien demostraba más interés de lo normal por la gente que entraba a la ciudad. Por los alrededores había unos cuantos haraganes, todos bien abrigados para resguardarse del frío. Si entre ellos había un draconiano, no iba a ser fácil localizarlo.

Los guardias tarsianos se encontraban apiñados alrededor de una hoguera encendida en un brasero de hierro y no parecían muy deseosos de apartarse de ella. Brian siguió caminando hacia la puerta y nadie le dio el alto. Los guardias lo miraron desde lejos y no se mostraron muy interesados en él, ya que siguieron con las manos extendidas delante del fuego. Cuando Brian llegó a las puertas, se detuvo y miró a los guardias.

Dos de ellos se volvieron hacia un tercero. Por lo visto le tocaba a él ocuparse de los que quisieran entrar. Molesto porque lo apartaran de su cómodo sitio junto al cálido fuego, el guardia se caló por encima de las orejas un gorro de piel y se dirigió hacia donde esperaba Brian.

—¿Nombre? —preguntó.

—Brian Conner.

—¿De dónde eres?

—De Solamnia —contestó Brian. El guardia lo habría supuesto ya por el acento.

El hombre frunció el entrecejo y apartó el gorro de las orejas para oír mejor.

—No serás uno de esos caballeros —demandó el guardia.

—No, soy comerciante de vinos. Oí que había posibilidad de conseguir buenos caldos en Tarsis ahora, por lo de la caída de Qualinesti y todo eso —añadió con aparente indiferencia.

El guardia se puso ceñudo.

—Aquí no hay vino elfo. En Tarsis no encontrarás nada por el estilo —dijo en voz alta. Después bajó el tono y añadió—: Tengo una prima que negocia con ese tipo de mercancía «difícil de encontrar». Ve a la Ronda de Mercaderes y pregunta por Jen. Te proporcionará de lo mejor.

—Así lo haré, gracias —dijo Brian.

El guardia le explicó cómo llegar a la Ronda de Mercaderes, le repitió que se acordara de preguntar por Jen y luego le dijo que podía entrar. Brian lo intentó, sólo que el guardia siguió plantado delante de la puerta cerrándole el paso.

El caballero no entendía qué pasaba hasta que vio al guardia que se frotaba el índice y pulgar con disimulo. Brian buscó en la bolsa del dinero y sacó una moneda de acero que le tendió al guardia. Éste alargó velozmente la mano, atrapó la moneda y a continuación se apartó a un lado.

—Que tengas una agradable estancia en nuestra encantadora ciudad —le deseó el guardia mientras se tocaba el gorro.

Agradecido de que la bufanda le ocultara la sonrisa, Brian cruzó las puertas y se encaminó hacia la Ronda de Mercaderes, sólo por si acaso el guardia lo observaba. A pesar del frío las calles estaban abarrotadas de gente que iba a trabajar o a mercadear o simplemente a dar un paseo ahora que había dejado de nevar.

Una vez allí, se dirigiría hacia la Ciudad Vieja, en la zona alta, que era donde se hallaba la última ubicación conocida de la biblioteca desaparecida, según el Esteta Bertrem. El caballero echaba un vistazo hacia atrás de vez en cuando para comprobar si lo seguía alguien, pero no vio a nadie que mostrara el menor interés por él. Confiaba en que sus compañeros hubiesen entrado en la ciudad con igual facilidad.

Los tres caballeros se reunieron en la Ciudad Vieja. Derek y Aran habían entrado en la ciudad sin problemas, aunque Derek había descubierto —al igual que Brian— que el acceso tenía un precio. El guardia de la puerta principal había exigido dos monedas de acero como pago, al que llamó un impuesto «per cápita». A Aran no lo habían gravado con ningún «impuesto», o eso dijo; a lo mejor es que aún quedaba gente honrada en Tarsis. Fue el último en llegar. De camino allí había parado para rellenar la petaca y ahora estaba de bastante mejor humor.

Tanto Aran como Derek habían visto gente que rondaba por los alrededores de las puertas, pero cabía la posibilidad de que sólo fueran los habituales desocupados que se entretenían viendo quién llegaba a la ciudad o salía de ella. Eso los llevó a hablar de Sturm Brightblade y sus extraños compañeros.

—Nunca he entendido por qué te cae tan mal Sturm Brightblade, Derek —comentó Aran mientras se sentaban en el muro deteriorado de un jardín para comer pan y carne que ayudaron a pasar (al menos por parte de Aran) con brandy—. O por qué te opusiste a su candidatura al título de caballero.

—No recibió la educación ni la crianza adecuadas —contestó Derek.

—Lo mismo podría decirse de mí —adujo Brian—. Mi padre fue tu tutor.

—Tú te criaste en casa de mi padre, entre tus iguales, no en una ciudad fronteriza en mitad de ninguna parte, con gente extraña —repuso Derek—. Además, Brian, tu padre era un hombre de honor.

—Angriff Brightblade también lo era. Sólo tuvo mala suerte —comentó Aran a la par que se encogía de hombros—. Según lord Gunthar...

Derek resopló con desdén.

—Gunthar ha sido siempre un defensor de los Brightblade. ¿De verdad apoyarías la candidatura para el título de caballero de un hombre que no conoció a su padre? Eso, si es que Angriff era su padre...

—¡No tienes derecho a decir eso, Derek! —manifestó Brian, indignado.

Derek miró a su amigo. Por lo general Brian se lo tomaba todo con mucha calma, no se enojaba así como así. Ahora estaba enfadado y Derek comprendió que se había pasado de la raya. Después de todo había puesto en tela de juicio la reputación de una noble, algo que iba totalmente en contra de la Medida.

—No era mi intención dar a entender que Sturm fuera un bastardo —se justificó de mala gana—. Lo que pasa es que me resulta condenadamente extraño que sir Angriff enviara de repente a su esposa y al crío a un sitio donde sabía que nunca tendrían contacto con gente de Solamnia, como si se avergonzara de ellos.

—O como si intentara ponerlos a salvo —sugirió Aran, que ofreció la petaca y, ya que nadie la aceptó, echó él un trago—. Angriff Brightblade se hizo muchos y malos enemigos, pobre hombre. Hizo lo que creyó que era lo mejor al enviar lejos a su familia. Creo que dice mucho a favor de Sturm que hiciera un largo viaje de vuelta a Solamnia para saber qué le había ocurrido a su padre...

—Vino a reclamar su fortuna, y cuando descubrió que no quedaba nada, vendió la heredad de la familia y regresó a vivir a su casa arbórea.

—Lo enfocas todo bajo el aspecto más negativo —dijo Brian—. Sturm vendió las propiedades familiares para saldar las deudas de la familia, y regresó a Solace porque se le dio una áspera acogida en Solamnia.

—Déjalo, Brian —intervino Aran con una sonrisa—. Sturm Brightblade podría ser otro Huma y expulsar a Takhisis de vuelta al Abismo sin ayuda de nadie y Derek seguiría pensando que no era merecedor de las espuelas. Todo se remonta a aquella disputa entre sus abuelos...

—¡Eso no tiene nada que ver! —lo interrumpió Derek, cada vez más irritado—. Para empezar ¿por qué estamos hablando de Sturm Brightblade?

—Porque si se encontrara en Tarsis por casualidad y precisara nuestra ayuda, estaríamos obligados a prestársela —contestó Brian—. Tanto si es caballero como si no, es coterráneo nuestro.

—Por no hablar de que el enemigo está deseoso de atraparlo —añadió Aran—. El amigo de mi enemigo es mi amigo... ¿O es el enemigo? Nunca me acuerdo.

—Lo primero es nuestra misión —insistió Derek, severo—. Y esta conversación debería acabar. Nunca se sabe quién podría estar escuchando.

Brian echó una ojeada en derredor. La Ciudad Vieja era un vertedero. El empedrado de la calle estaba resquebrajado y roto, sembrado de cascotes y escombros. Pilas de hojas podridas se amontonaban en rincones y huecos de la mampostería destrozada, que era todo cuanto quedaba de los edificios abandonados que estaban parcial o totalmente desmoronados. Grandes robles que crecían en hendeduras en medio de las calles destrozadas eran la prueba de que esa parte de la ciudad estaba en ruinas hacía muchos años, puede que incluso desde el Cataclismo.

—A menos que los ejércitos de los dragones hayan encontrado el modo de reclutar ratas, yo diría que estamos bastantes seguros aquí —comentó Aran al tiempo que espantaba a uno de esos roedores de una pedrada—. En la última hora no hemos visto más seres vivos que esos bichos.

Brian estaba de pie puesto en jarras y miraba a un lado y a otro de la calle polvorienta.

—Creo que Bertrem nos mandó aquí para marear la perdiz kender, Derek. No hay ni rastro de una biblioteca por los alrededores.

—Sin embargo, todo esto está lleno de propiedades valiosas —arguyó Aran—. Cualquiera hubiera pensado que la buena gente de Tarsis las reconstruiría o, al menos, retiraría los escombros para transformar el lugar en un parque o algo por el estilo.

—Ah, pero entonces eso significaría que tendrían que recordar lo que era antaño. Recordar la belleza, recordar la gloria, recordar los barcos de velas blancas, y Tarsis no puede permitirse hacer eso —dijo una voz de mujer que sonó detrás de ellos.

Los caballeros asieron la empuñadura de la espada, si bien no la desenvainaron, y se dieron la vuelta para hacer frente a la desconocida curiosa. La voz de la mujer tenía un timbre agudo, alegre y vivaz, y su aspecto era acorde con la voz. Era esbelta, baja y de tez morena, con una sonrisa insolente y cabello de color rojizo que le caía alborotado sobre los hombros.

Se movía con rápida y silenciosa agilidad; y la sonrisa, amplia e ingenua, le marcaba un hoyuelo pícaro en la mejilla izquierda. Vestía ropas sencillas sin ninguna característica especial y daba la impresión de que se las hubiera puesto sin pensarlo mucho, ya que el color de la blusa chocaba de plano con el de la falda, y la gruesa capa no encajaba con ninguna de las otras dos prendas. A juzgar por su modo de hablar, sin embargo, había recibido una buena educación. Y el acento era solámnico. Brian calculó que debía de tener entre veinte y treinta años.

La mujer estaba en las sombras de un callejón, sonriente, en absoluto desconcertada. Derek hizo una reverencia, muy tieso.

—Mis disculpas por no haberte saludado como es debido, señora. —Hablaba con educación porque era una mujer, si bien su tono era frío por el hecho de que hubiera estado escuchando a escondidas—. No tenía conocimiento de tu presencia.

—Oh, no importa —contestó la mujer con una risa—. Tú debes de ser sir Derek Crownguard.

Derek se quedó boquiabierto. Miró a la mujer sin salir de su asombro y después frunció el entrecejo.

—Te pido disculpas, señora, pero estás en ventaja conmigo.

—¿No me he presentado? Soy tan olvidadiza... Lillith Cuño —contestó a la par que le tendía la mano.

Derek la contempló estupefacto. Las mujeres de Solamnia bien educadas saludaban con una reverencia, no ofrecían la mano para estrecharla, como hacían los hombres. Finalmente tomó la de la mujer en la suya; no hacerlo habría sido un insulto para ella. Sin embargo, como si no supiera muy bien qué hacer con su mano, la soltó lo antes posible.

—¿Por casualidad estás emparentada con los Cuño de Varus? —le preguntó Aran.

—Soy hija de sir Eustacio —contestó Lillith, complacida—. Su cuarta hija.

Derek enarcó una ceja. Desde luego no estaba teniendo mucha suerte últimamente con las hijas de caballeros. Primero, la tal Uth Matar en Palanthas, que al final resultó que era una ladrona. Ahora esta joven, hija de un caballero, vestida con un atuendo que podría haberle quitado a un kender y que hablaba y actuaba con la audacia y la desenvoltura de un hombre.

—¿Cómo está mi padre, señor? —preguntó Lillith.

—Me honra y me complace informar que la última vez que vi a tu noble padre gozaba de buena salud —dijo Derek—. Combatió valerosamente en la batalla del alcázar de Vingaard y no abandonó el campo de batalla hasta hacerse ostensible la superioridad abrumadora del enemigo.

—Pobre papá —comentó Lillith entre risas—. Me sorprende que tuviera la sensatez de tomar tal decisión. Por lo general se queda en medio de la refriega como un enorme estafermo a la espera de que le aticen un golpe en la cabeza.

Tamaña falta de respeto escandalizó hasta lo indecible a Derek; en especial por venir de una mujer.

Aran rió jovialmente y estrechó la mano a Lillith. Brian se la besó, cosa que hizo reír de nuevo a la joven. El caballero se dio cuenta, mientras le sostenía la mano, que tenía los dedos índice y pulgar manchados de un color púrpura oscuro y que en la blusa y la falda de paño había manchas similares, tanto recientes como desvaídas. Brian le soltó la mano de mala gana. Pensó que jamás había visto nada tan encantador como aquel hoyuelo de su mejilla izquierda y deseó hacerla reír otra vez con tal de lograr que el hoyuelo se marcara y ver relucir las motitas doradas en los ojos color avellana.

Creyendo que la actitud de sus adjuntos daba alas a su mal comportamiento, Derek les asestó una mirada ceñuda. Tenía que hablar con esa dama para expresarle su desaprobación, pero lo haría con frialdad.

—¿Cómo me identificaste, señora Cuño? —preguntó.

—Bertrem me puso en antecedentes de la venida de un caballero solámnico que buscaba la legendaria Biblioteca de Khrystann, para que estuviera pendiente cuando llegara —respondió Lillith—. Vosotros sois los primeros, los últimos y los únicos caballeros que he visto por estos pagos desde hace años. Además, te oí mencionar el nombre de Bertrem, así que di por sentado que eras sir Derek Crownguard.

—No di permiso al Esteta Bertrem para que revelara que veníamos aquí —manifestó el caballero, muy estirado—. En realidad, le ordené que guardara el más estricto secreto sobre el asunto.

—Bertrem no se lo dijo a nadie excepto a mí y yo no se lo he dicho a ninguna otra persona, sir Derek —explicó Lillith, marcado el hoyuelo al esbozar una sonrisa—. Y fue una suerte que lo hiciera. Habríais buscado la biblioteca durante años y no habríais dado con ella.

—¡Eres una Esteta! —dedujo Aran.

Lillith le guiñó el ojo, otra cosa impropia de una solámnica bien educada.

—¿Desean los caballeros que los conduzca hasta la biblioteca?

—Si no es demasiada molestia, señora —contestó Derek.

—Oh, ninguna en absoluta, señor —repuso a su vez Lillith, que se cruzó de brazos—. Pero a cambio tendréis que hacerme un favor.

Derek se puso ceñudo. No le gustaba esa joven, y desde luego no le hacía ninguna gracia que lo chantajeara.

—¿Qué quieres que hagamos, señora? —preguntó.

El hoyuelo de Lillith desapareció. Parecía preocupada y, de repente, les hizo un gesto para que se acercaran más a ella. Cuando habló, lo hizo en voz baja.

—En esta ciudad pasa algo malo. Hemos oído rumores...

—¿Hemos? ¿A quién te refieres? —la interrumpió Derek.

—A los que nos importa el futuro del mundo —replicó Lillith, que le sostuvo la mirada sin vacilar—. En esta guerra estamos en el mismo bando, sir Derek, te lo aseguro. Como decía, nos han llegado rumores de que se han visto draconianos dentro de las murallas de la ciudad.

Los tres caballeros intercambiaron una mirada.

—Y también fuera de las murallas —recalcó Aran.

—Así que los rumores son ciertos. ¿Los habéis visto? —preguntó Lillith con gesto grave—. ¿Dónde?

—En la calzada a Tarsis. Estaban acampados junto a un puente para ver quién lo cruzaba...

—Tiene sentido —dijo Lillith—. Alguien está haciendo circular una lista de recompensas por los asesinos del Señor del Dragón Verminaard. Por casualidad tengo una copia en mi poder. —Se llevó la mano a la pretina y sacó un documento semejante al que le habían quitado a los draconianos.

»Llevo mucho tiempo buscando a alguien y ahora resulta que me encuentro con su nombre en esta lista. Necesito que lo atrapéis y me lo traigáis. —Lillith alzó un dedo en un gesto de advertencia—. Tenéis que hacerlo sin que nadie lo descubra.

—Vas mal encaminada, señora —dijo Derek—. Deberías hablar con el gremio de maleantes de la ciudad. Son expertos en secuestros...

—¡No quiero que lo secuestréis! Y desde luego no quiero que lo atrapen maleantes ni draconianos. —La ansiedad hizo que Lillith se ruborizara—. Lleva consigo algo de gran valor y me da miedo que no sepa darle la importancia que tiene. Es posible que entregue ese objeto al enemigo por pura ignorancia. He intentado discurrir la forma de atraparlo desde que vi su nombre en la lista. Vosotros, caballeros, habéis venido como agua de mayo. Dadme vuestra palabra de honor como caballeros de que me haréis este favor y os enseñaré cómo llegar a la biblioteca.

—¡Esto es chantaje, indigno de la hija de un caballero! —exclamó Derek, y Brian, a su pesar, estuvo de acuerdo con él. Todo aquel asunto era ambiguo, poco claro.

Lillith no se amilanó.

—¡Y yo creo que es indigno de un caballero negarle ayuda a la hija de otro caballero! —replicó fogosamente.

—¿Qué clase de objeto es el que lleva esa persona? —inquirió Aran con curiosidad.

Lillith vaciló y después negó con la cabeza.

—No es que no confíe en vosotros. Si fuera mi secreto, os lo diría, caballeros, pero al no ser así no puedo compartirlo. La información me la dio alguien que correría un grave peligro si se descubriera. No debería hablar con nosotros. Arriesgó mucho al revelarme tanto, pero le preocupa ese objeto valioso y también la persona que lo lleva.

El gesto severo de Derek no se borró.

—¿A qué persona de esa lista de recompensas quieres que encontremos? —preguntó Brian.

Lillith puso el índice en uno de los nombres.

—¡Ni pensarlo! —bramó Derek.

—Derek... —empezó Brian.

—¡Brian! —gritó Derek, encolerizado.

—Os dejaré solos, caballeros, para que lo habléis entre vosotros. —Lillith se alejó fuera del alcance del oído.

—No me fío de esa marimacho, aunque sea hija de un caballero —dijo Derek—. ¡Y no pienso secuestrar a un kender! Nos está gastando alguna clase de broma.

—Derek, hemos pateado arriba y abajo esta maldita calle casi toda la mañana y no hemos visto ni rastro de una biblioteca —argüyó Aran, exasperado—. Podríamos pasarnos toda la vida buscándola. Yo digo que le hagamos ese pequeño encargo a cambio de que nos ayude a encontrar la biblioteca.

—Además, si los draconianos están deseosos de echarle mano al kender, eso por sí solo debería parecemos razón suficiente para salvarlo —apuntó Brian—. Por lo visto fue uno de los que mataron al Señor del Dragón, junto con Sturm.

—Y quizá nos pueda decir dónde encontrar a Sturm —abundó Aran.

Brian negó con la cabeza para hacer entender a Aran que aquel razonamiento no era precisamente el más adecuado para convencer a Derek de que aceptara el plan de Lillith. De hecho, produciría el efecto contrario. Por su parte, Brian ansiaba ayudar a Lillith a toda costa, aunque sólo fuera por verla sonreír de nuevo.

Saltaba a la vista que a Derek no le hacía ninguna gracia aquella situación, pero tenía que afrontar los hechos: no sabían cómo dar con la biblioteca, y con los draconianos merodeando por la ciudad, no podían perder tiempo. Llamó a Lillith.

—Nos encargaremos de esa tarea, señora. ¿Dónde encontraremos al kender?

—No tengo ni idea... —contestó alegremente. Viendo que Derek fruncía el entrecejo, añadió:— Mis colegas Estetas están pendientes por si aparece. Me avisarán si lo localizan. Entretanto, os llevaré a la biblioteca. ¿Veis?, yo también sé actuar con probidad.


—¿Qué hacen los draconianos en Tarsis, señora? —preguntó Brian. La joven los conducía por algo que parecía un callejón sin salida y sin que hubiera a la vista nada semejante a una biblioteca.

—No lo sabemos. —Lillith sacudió la cabeza—. Quizá sólo buscan a esas personas.

—¿Habéis dado aviso a las autoridades sobre eso?

—Lo intentamos. —La joven puso gesto de enfado—. Enviamos una delegación para que se entrevistara con el señor. Se mofó de nosotros. Dijo que eran imaginaciones nuestras. Nos llamó agitadores y afirmó que nuestra intención era crear problemas. —Lillith negó con la cabeza.

»Se comportaba de un modo extraño. Antes era amable y dedicaba el tiempo que fuera necesario para atender a los peticionarios, pero cuando lo vimos esta vez se mostró brusco, casi grosero. —Suspiró profundamente—. Si os interesa mi opinión, los problemas ya han empezado.

—¿A qué te refieres?

—Creemos que el enemigo lo domina. No podemos demostrarlo, por supuesto, pero tendría sentido. Ejerce algún tipo de control sobre él. Es la única razón por la que nuestro señor permitiría que esos monstruos se acercaran siquiera a nuestra ciudad.

El callejón se extendía entre grandes edificios tan deteriorados que resultaba difícil saber si otrora habían sido mansiones elegantes. Las paredes daban la impresión de que se vendrían abajo si alguien las soplaba, por lo que los caballeros se mantuvieron apartados de ellas a pesar de que Lillith les aseguró que habían aguantado así siglos. La joven continuó callejón adelante; de vez en cuando se paraba y echaba un vistazo atrás para comprobar si alguien los seguía.

—Cuidado con la rejilla del alcantarillado —advirtió al tiempo que señalaba—. Los pernos están oxidados y su resistencia no es de fiar. Podríais sufrir una caída muy desagradable.

Aran, que había estado a punto de pisar la rejilla, la salvó de un salto ágil.

—¿Por qué no arreglan todo esto los tarsianos? —preguntó mientras señalaba en derredor—. Después de todo han pasado más de trescientos años.

—Al principio estaban demasiado ocupados tratando de sobrevivir para ocuparse de reconstruir lo que se había perdido —contestó Lillith—. Tomaron los ladrillos y los bloques de granito y de mármol de los edificios en ruinas y los usaron para levantar casas. Creo que al principio tenían intención de reconstruir la ciudad, pero con las penalidades, los peligros y los vecinos que abandonaban la ciudad para buscar trabajo en otros lugares, siempre hubo falta de dinero y, quizá lo que es más importante, falta de ganas.

—Pero cuando pasaron los años, a medida que aumentaba la prosperidad, sin duda se plantearon reconstruir esta parte de la ciudad al igual que hicieron con otras —comentó Brian—. Vi algunos edificios magníficos de camino aquí.

Lillith sacudió la cabeza.

—Es por la biblioteca. La gente acabó asociando esta parte de la ciudad con los grupos a los que culpaba de sus desgracias: hechiceros, clérigos, eruditos y Caballeros de Solamnia, como vosotros. Los ciudadanos temían que si reconstruían la biblioteca y las universidades, la gente problemática como nosotros regresaría.

—Me sorprende que no destruyeran la biblioteca —dijo Aran.

—Los Estetas se temieron lo peor. Cuando los rumores de lo acaecido en Tarsis llegaron a nuestra orden, ocasionaron una gran preocupación. La orden envió una comisión a la ciudad, un viaje muy peligroso por entonces debido al caos reinante. Los Estetas tenían instrucciones de proteger los libros o, si llegaban demasiado tarde, de salvar todo lo que pudieran.

»Cuando llegaron, los Estetas descubrieron que los clérigos de Gilean que trabajaban aquí antes del Cataclismo habían sido advertidos de que iba a pasar algo terrible. Los clérigos pudieron haber abandonado Krynn y ponerse a salvo junto con los clérigos de otros dioses, pero eligieron quedarse para proteger los libros. Afortunadamente la biblioteca se había construido bajo tierra, así que cuando la montaña ígnea se precipitó sobre el mundo, la biblioteca se salvó. Entonces sólo tuvieron que temer a los hombres.

»Cuando el populacho fue a saquear la biblioteca y prenderle fuego, se encontró con los Estetas que la protegían. Muchos perecieron en la lucha, pero mantuvieron a la turba a raya hasta que pudieron cerrar la entrada a cal y canto. Después, ocultaron el acceso para que nadie lo encontrara ni pudiera abrir las puertas a menos que conocieran el secreto. De esta manera, los libros han permanecido a salvo todos estos siglos, protegidos por quienes los aman.

—Como tú —dijo Brian con admiración. Le tomó la mano y señaló los dedos manchados de tinta.

Lillith se ruborizó, pero asintió con la cabeza desapasionadamente. Brian no le soltó la mano, como si fuese algo casual. Lillith le sonrió y el hoyuelo reapareció; después, retiró la mano.

—¿Qué libro o informe buscáis, caballeros? Quizá pueda ayudaros a encontrarlo. Me es familiar mucho de lo que hay aquí abajo, pero no absolutamente todo, a decir verdad. Para conseguir eso harían falta varias vidas.

Derek asestó una mirada incisiva a Brian que lo hizo enmudecer.

—No es que no confiemos en ti, señora Cuño —dijo Derek fríamente—, pero esa información es reservada y opino que debe permanecer así. De otro modo, podríamos ponerte en peligro.

—Como gustéis. —Lillith se detuvo—. Hemos llegado.

—Un muro ciego —comentó Aran.

Habían pasado bajo una arcada envuelta en sombras que conducía al callejón sin salida: una pared construida con piedras multicolores, redondeadas, erosionadas y unidas con mortero y acopladas contra una ladera cubierta de hierba alta.

—La Biblioteca de Khrystann —anunció Lillith.

Puso un pie encima de una losa, delante del muro, y apretó. Ante el asombro de los caballeros, el sólido muro se sacudió y se deslizó hacia un lado.

—No es de piedra —exclamó Aran al tiempo que alargaba la mano para tocarlo—. ¡Es madera pintada para que parezca piedra! —Se echó a reír—. ¡Qué obra maestra! ¡Me engañó completamente!

Los caballeros miraron hacia el callejón y lo vieron bajo una perspectiva muy diferente.

—El callejón es parte de las defensas de la biblioteca —aseguró Brian—. Cualquiera que intente llegar a la biblioteca tiene por fuerza que venir por ahí.

—Y la rejilla de la alcantarilla que estuve a punto de pisar... ¡es una trampa! —Aran miró a Lillith con más respeto—. Parece que tú y tus compañeros Estetas estáis dispuestos a luchar y a morir por defender la biblioteca. ¿Por qué? No es más que un montón de libros.

—Un montón de libros que contienen la luz radiante de la sabiduría de generaciones pasadas, sir Aran —dijo en voz queda la joven—. Nuestro temor es que si esta luz se extingue, nos hundiremos en una oscuridad tan intensa que quizá nunca encontremos la forma de salir de ella.

Empujó la puerta de madera pintada imitando piedra. Detrás había otra puerta, ésta de factura muy antigua. Tallados en la madera había los platillos de una balanza que descansaba sobre un libro.

—El símbolo de Gilean, dios del Libro y Fiel de la Balanza. —La joven alargó la mano y tocó los platillos.

—Hablas de él con respeto —comentó Brian—. ¿Crees que los dioses han vuelto?

Lillith iba a contestar, pero Derek la atajó:

—No hay tiempo para majaderías. Por favor, señora, procede.

La joven miró de soslayo a Brian y le dedicó una sonrisa cómplice.

—Hablaremos de eso después —dijo.

Apretó dos veces uno de los platillos, a continuación apretó el otro tres veces y por último presionó cuatro veces sobre el libro. La segunda puerta se deslizó hacia un lado. Una larga escalera descendía hacia la oscuridad. Cerca de la puerta había un farol colgado en un gancho. Lillith lo cogió y, abriendo un panel de cristal, encendió el cabo de una vela que había dentro. La llama prendió. Lillith cerró el cristal con cuidado y encabezó la marcha escalera abajo.

La temperatura se hizo más cálida. Allí dentro olía a cuero viejo, a pergamino y al polvo del tiempo. Al final de la escalera había otra puerta decorada asimismo con la balanza y el libro. Lillith volvió a apretar los relieves, sólo que en otro orden. La puerta se deslizó en la pared. La joven la cruzó sosteniendo el farol en alto.

La estancia era enorme, larga y ancha, y se extendía mucho más allá del alcance de la luz del farol. Estaba repleta de libros, del suelo al techo. Estanterías llenas de libros se alineaban en las paredes, se prolongaban en hileras por el suelo, fila tras fila, hasta perderse en la oscuridad. Era un verdadero bosque de estanterías, y los libros de esas estanterías eran tan numerosos como las hojas de los árboles de un bosque.

Los tres caballeros contemplaron los libros con pasmo mezclado con una creciente consternación.

—¿Estás seguro de que no necesitáis mi ayuda, sir Derek? —preguntó Lillith serenamente.

17 Búsqueda infructuosa. Disturbios. Atrapar a un kender

—¡Los hay a millares! —exclamó Aran, estupefacto.

—Miles de millares —coreó Brian en tono desesperado.

Derek se volvió hacia Lillith.

—Tiene que haber un catálogo de los libros, señora Cuño. Los Estetas son famosos por llevar un registro meticuloso del contenido de una biblioteca.

—Lo había —dijo la joven—. Los libros se catalogaban con referencias por título, autor y contenido.

—Hablas en pasado —apuntó Aran en tono preocupado.

—El catálogo fue destruido —le respondió Lillith con gravedad.

—¿Quién haría algo así? ¿Por qué? —inquirió Brian.

—Los mismos Estetas lo destruyeron. —Lillith suspiró profundamente—. Justo antes del Cataclismo, en la época en la que el Príncipe de los Sacerdotes emitió el Edicto del Control del Pensamiento y amenazó con enviar a sus agentes ejecutores a la biblioteca y buscar el catálogo de libros para que retiraran y quemaran todos los que se consideraran «una amenaza para la fe». Ni que decir tiene que los Estetas no iban a permitir que ocurriera tal cosa, de modo que quemaron el catálogo. Si los agentes ejecutores querían conocer el contenido de los libros, tendrían que leérselos. Todos, del primero al último.

—Como, al parecer, tendremos que hacer nosotros —dijo Derek, ceñudo.

—No necesariamente. —Brian señaló los dedos de Lillith manchados de tinta—. Has estado reproduciendo el catálogo, ¿verdad, señora Cuño?

—Preferiría que todos me llamaseis Lillith, simplemente. Y sí, estoy intentando reproducir el catálogo. No he avanzado mucho. Es una tarea descomunal.

—Derek, tenemos que decirle por qué hemos venido —murmuró Aran.

Derek se había propuesto mantener en secreto el asunto del orbe y durante unos instantes su expresión se tornó obstinada. Después dirigió la vista hacia los anaqueles repletos de libros; hilera tras hilera de estanterías. Apretó los labios un momento antes de hablar en tono cortante.

—Buscamos información relativa a los Orbes de los Dragones. Lo único que sabemos con certeza es que fueron una creación de los hechiceros.

Lillith soltó un suave silbido.

—Así que hechiceros, ¿eh? No recuerdo haber visto ninguna información relacionada con Orbes de los Dragones. Cosa, por otro lado, comprensible, ya que todavía no he empezado a trabajar con libros que versan sobre magia.

Derek y Brian intercambiaron una mirada descorazonada.

—Puedo mostraros la sección donde están agrupados los libros de temas arcanos —ofreció Lillith—. Están completamente al fondo, me temo.

Las estanterías formaban hileras muy juntas entre sí; los pasillos que quedaban eran tan estrechos que de vez en cuando Aran tenía que girarse de costado para pasar. Avanzaban con precaución pues la luz del farol no llegaba muy lejos. En la oscuridad, Brian se cayó encima de un cajón y estuvo a punto de derribar una de las estanterías.

—Lamento el desorden —se disculpó Lillith mientras se abrían paso entre unas estanterías que se habían caído y los libros desparramados por el suelo—. Aún no he empezado a trabajar en esta sección y no quise tocar nada. Aunque no lo parezca, existe un orden en todo este caos.

»Lo que me recuerda, caballeros —añadió en tono severo—, que si sacáis algún libro de un anaquel, hagáis el favor de volver a colocarlo en el mismo sitio en el que lo encontrasteis. Ah, y si pudieseis hacer una nota sobre su contenido, me sería de gran ayuda. A propósito, ¿cuántos idiomas habláis?

—El solámnico —respondió Derek con impaciencia, sin entender a qué venía esa pregunta—. Y el Común, naturalmente.

Lillith se detuvo y levantó más el farol.

—¿Nada más? ¿Elfo? ¿Khuriano?

Los caballeros negaron con la cabeza.

—Ah, qué lástima —dijo la joven, que se mordisqueó el labio inferior—. Los solámnicos damos por sentado que todo el mundo habla nuestro idioma, y que si alguien no lo habla, debería. Los hechiceros proceden de diversas razas y nacionalidades, por lo que escriben en muchos idiomas distintos, incluido el de la magia. Habida cuenta de la opinión que nuestras gentes tienen de los hechiceros, dudo que encontréis muchos libros de magia escritos en solámnico.

—¡Esto se pone cada vez mejor! —comentó Aran con sorna—. ¡Podríamos tardar semanas en dar con un pergamino que tratara de los Orbes de los Dragones y entonces descubrir que está escrito en algún dialecto enano desconocido del que no entendemos ni palabra! ¡Un brindis por nuestra misión! —Dio un sorbo de la petaca.

—No busques problemas antes de tiempo —le reconvino Derek—. Quizá la suerte nos sea favorable.

Lillith dio una palmada.

—¡Por el Libro de Gilean! Os es favorable. Acabo de acordarme de una cosa. ¡Ese kender al que tenéis que rescatar podría seros de ayuda!

—¿Un kender? —repitió Derek con fastidio—. ¡Lo dudo muchísimo!

—¿Cómo podría ayudarnos? —preguntó Brian.

—De eso no puedo hablar —respondió Lillith, ruborizada—, pero es posible que esté en su mano ayudaros.

—¡Otra vez el kender! ¿Dónde lo buscamos? —inquirió Derek con tono resignado.

—Cuando me avisen mis amigos de que ha llegado a Tarsis, si es que al final viene. Mi esperanza se basa únicamente en esa lista. —Lillith se remangó la falda para saltar por encima de otra estantería—. Venid por aquí. Os mostraré los anaqueles donde debéis buscar y os prestaré toda la ayuda posible.

Los caballeros se pasaron dos días en la biblioteca dedicados a lo que resultó ser una búsqueda frustrante y, de momento, vana. Decidieron no regresar al campamento para no tener que entrar y salir de nuevo por las puertas de la ciudad; ya que estaban dentro, consideraron más juicioso quedarse, sobre todo si había draconianos rondando por allí. Lillith sugirió que durmieran en la biblioteca, un escondite ideal ya que ningún vecino de Tarsis se acercaba por esa zona. Brian llevó los dos caballos a un establo que había cerca de la puerta principal por si tenían que salir pitando. Lillith les llevó comida y agua y los tres durmieron en el suelo, entre las estanterías.

Desde el amanecer al ocaso buscaron en libros, rollos de pergaminos, montones de notas y garabatos en trozos de papel. Se sentaban ante mesas largas empotradas y encajonadas en un laberinto de estanterías que Aran juraba que cambiaban de posición cuando no las miraban, porque en cuanto se alejaban siempre tenían problemas para regresar al mismo sitio. Trabajaban a la luz del farol, ya que la biblioteca no tenía ventanas. Lillith señaló las antiguas lumbreras del techo, a gran altura, por las que en otros tiempos había pasado la luz del sol. Los tragaluces estaban cegados con tierra, escombros y cascotes.

—Pensamos que era mejor dejarlos así, disimulados —comentó, y después añadió, melancólica—: Quizá algún día podremos despejarlos y la luz brillará de nuevo sobre nosotros. Sin embargo, aún no ha llegado ese momento. Hay mucha gente en el mundo que ve el conocimiento como una amenaza.

Además de envuelta en tinieblas, la biblioteca estaba sumida en un silencio espeluznante. Los libros amortiguaban y absorbían cualquier sonido. Fuera, el mundo podía destruirse en una explosión ígnea y ellos ni se enterarían.


—Para ser sincero, preferiría vérmelas con Caballeros de la Muerte —dijo Aran el tercer día por la mañana. Al abrir un libro el polvo le entró en la nariz y estornudó con fuerza—. ¡Toda una legión de Caballeros de la Muerte y cien enanos borrachos por añadidura! —Echó una ojeada desalentada a las páginas descoloridas.

»Esto parece escrito por arañas corriendo sobre el pergamino con las patas mojadas en tinta. Sin embargo, hay dibujos de dragones, de modo que quizá tenga algo que ver con los orbes.

Lillith se asomó por encima de su hombro.

—Ése es el lenguaje de la magia. Ponlo aquí, con los otros libros que tratan sobre dragones. —Al retirarse el pelo de los ojos se dejó un churrete en la frente—. No olvides señalar su sitio en el anaquel.

—Este libro también tiene dibujos de dragones —anunció Brian—. Pero las páginas son tan frágiles que me temo que se desintegrarán si sigo examinándolas. Además, tampoco entiendo lo que pone.

Lillith le quitó el libro de las manos con sumo cuidado y lo añadió al pequeño montón.

—Si hubiera un mago en la ciudad que nos tradujera estos textos... —empezó Brian.

—No vamos a contarles nada de esto a los hechiceros —manifestó rotundamente Derek.

—De todos modos, en Tarsis no hay hechiceros —intervino Lillith—. O, al menos, ninguno que admita serlo. Esperaremos al kender. No os prometo nada, entendedme, pero...

—¿Lillith? —Llamó una voz masculina—. ¿Estás ahí?

Derek se puso de pie.

—No te alarmes —se apresuró a tranquilizarlo la joven—. Es uno de los Estetas. —Alzó la voz—. ¡Ya voy, Marco!

Se dirigió a buen paso hacia la parte delantera de la biblioteca.

—Brian, acompáñala —ordenó Derek.

Brian obedeció y fue tras ella sorteando las estanterías al tiempo que procuraba memorizar las vueltas y revueltas que lo llevarían a la parte delantera en lugar de dejarlo varado en alguna remota isla literaria. No perdió de vista la luz del farol que llevaba Lillith y finalmente la alcanzó.

—¿Qué pasa? ¿No confiáis en mí? —preguntó la joven con una sonrisa que le marcó el hoyuelo.

Brian notó que se ponía colorado y dio gracias a la penumbra porque así no lo vería sonrojarse.

—No, es que... podría ser peligroso —pretextó sin convicción.

Lillith se limitó a reírse de él.

En la entrada había un hombre tan arrebujado en la capa y la bufanda que apenas se distinguían sus rasgos. Lillith se acercó deprisa a él y los dos se pusieron a conferenciar en voz baja. Brian permaneció apartado aunque sabía muy bien que Derek lo había mandado a espiar a la joven. La conversación no duró mucho y Marco se marchó mientras Lillith volvía junto a Brian. A la luz del farol se la veía preocupada, como si algo le ensombreciera la mirada.

—¿Qué ocurre? —preguntó el caballero.

—Deberías avisar a tus compañeros —contestó ella.

Brian lanzó un «¡hola!» que levantó ecos en las paredes y sacudió el polvo del techo. Oyó que Aran soltaba un juramento y el ruido de objetos al caer al suelo. Lillith se encogió.

—¡Tened cuidado! —exclamó con inquietud.

—Oh, estoy bien —respondió Aran.

Lillith masculló algo y Brian esbozó una sonrisa. No era su compañero quien la preocupaba, sino sus preciados libros.

—El kender está en Tarsis —informó cuando Derek y Aran salieron de la penumbra a la luz del farol—. Él y sus amigos entraron por una de las puertas de la ciudad esta mañana. Se alojan en El Dragón Rojo, pero va a haber problemas. Los guardias de la puerta vieron que uno de los hombres llevaba puesto un peto con los símbolos de un Caballero de Solamnia e informaron a las autoridades. Han mandado guardias a la posada para que los arresten.

—Ése debe de ser Brightblade —comentó Derek, irritado—. Y no es caballero. ¡No tiene derecho a ponerse una armadura de ese tipo!

—No se trata realmente de eso, Derek —intervino Aran, exasperado—. El asunto es que a Brightblade y a sus amigos están a punto de arrestarlos, y si los draconianos descubren que son las personas que andaban buscando...

—¡No pueden descubrirlo! —La voz de Lillith sonó con apremio—. ¡No deben! Registrarán las pertenencias del kender y encontrarán lo que lleva encima. Tenéis que salvarlo.

—¿De la guardia de Tarsis? ¿A plena luz del día? Señora, me da igual lo que sea eso tan misterioso que se supone que lleva el kender. Un intento de rescate sólo tendría como resultado que acabaríamos en prisión con ellos —arguyó Derek.

—Mis amigos van a montar una maniobra de distracción —dijo Lillith—. Podréis agarrar al kender en medio de la confusión. Traedlo directamente aquí. Os estaré esperando. ¡Vamos, apresuraos! —Empezó a empujarlos hacia la escalera.

—¿Cómo encontramos esa posada? —preguntó Brian—. ¡No conocemos la ciudad!

—Eso no será un problema —vaticinó la joven—. Seguid por la calle principal que hay a la salida de la biblioteca. Encaminaos de vuelta a la plaza central, por donde vinisteis. Luego sólo tendréis que guiaros por los gritos.

Brian parpadeó y se frotó los ojos al salir a la deslumbradora luz invernal. Habían vivido una noche perpetua en la biblioteca y no tenía ni idea de la hora que era. Por la posición del sol, calculó que debía de ser media mañana. Los caballeros anduvieron a paso rápido por la calle principal, como les había dicho Lillith, y no se cruzaron con nadie hasta que llegaron a la plaza central. Allí se encontraron montones de gente muy alborotada. Los que habían estado en comercios y tenderetes salían en tropel a las calles en tanto que otros echaban a correr. Los caballeros oyeron un apagado fragor, como el de las olas al romper en una playa.

—¿Qué ocurre, buen hombre? —preguntó Aran, que se paró para hablar con un tendero que miraba tristemente a la clientela que se marchaba de su almacén—, ¿Ha vuelto el mar?

—Muy gracioso —gruñó el tendero—. Por lo visto ha estallado un tumulto cerca de la posada El Dragón Rojo. Un Caballero de Solamnia ha cometido el error de llevar su emblema a la vista en nuestra ciudad. Los guardias intentan conducirlo a la Sala de Justicia, pero es posible que no lleguen tan lejos. En Tarsis no les tenemos aprecio a los de su clase. Se le hará justicia, vaya que sí.

Aran alzó una mano hacia el tapacuellos que llevaba puesto sobre la nariz y la boca para comprobar que seguía en su sitio.

—Mal rayo los parta a todos ellos. Creo que iremos a echar un vistazo. Que tengas un buen día, amigo.

—Toma —dijo el tendero al tiempo que le ofrecía a Aran un tomate podrido—. No puedo dejar el almacén, pero lánzale esto en mi nombre.

—Lo haré, descuida —contestó Aran.

Los tres echaron a correr para unirse al gentío que iba en la misma dirección. La muchedumbre, que gritaba insultos y arrojaba alguna que otra piedra, les cerraba el paso. Por el modo en que la gente estiraba el cuello para ver, los prisioneros venían en su dirección. Brian intentó atisbar algo por encima de las cabezas de los que tenía delante y vio aparecer una pequeña comitiva. Los guardias tarsianos rodeaban a los prisioneros. La muchedumbre retrocedió y dejó de vocear ante la presencia de la guardia.

—Ese es Brightblade, ya lo creo —dijo Aran. Era el más alto de los tres y eso le daba ventaja para ver mejor—. Y a juzgar por las orejas, el hombre que va con él es el semielfo. También hay un elfo y un enano. Y ése debe de ser el kender que tanto le interesa a Lillith.

—¿Y la maniobra de distracción? —preguntó Brian.

—Al menos ahora podemos acercarnos más —dijo Derek, y los tres caballeros se abrieron paso entre el gentío que, indeciso, se arremolinaba y rebullía.

La muchedumbre se había cansado de insultar al caballero y parecía que iba a dispersarse cuando, de repente, el kender le gritó a uno de los guardias con voz aguda:

—¡Eh, tú, alcornoque bellotero! ¿Dónde has dejado el bozal?

El guardia enrojeció. Brian no sabía qué era un alcornoque bellotero, pero, por lo visto, el guardia sí, porque se abalanzó sobre el kender. Éste lo esquivó con agilidad y le atizó un golpe en la cabeza con la jupak. En la multitud hubo algunos que silbaron con sorna, otros aplaudieron y otros empezaron a lanzar cualquier cosa que tuvieran a mano, ya fueran verduras, piedras o zapatos. Nadie se preocupaba de apuntar a quién arrojaban los proyectiles, por lo que los guardias se encontraron en la trayectoria de los lanzamientos. El kender seguía mofándose de quien le apetecía, con el resultado de que varias personas de la muchedumbre intentaron abrirse paso entre los guardias para llegar hasta él.

El jefe de la guardia empezó a gritar con todas sus fuerzas. Al elfo lo derribaron. Brian vio que Sturm se paraba y se inclinaba en actitud protectora sobre el elfo caído mientras apartaba a la gente con las manos. El enano le daba patadas a alguien y al tiempo soltaba puñetazos, en tanto que el semielfo intentaba por todos los medios llegar hasta el kender.

—¡Ahora! —dijo Derek. Se apropió de un saco de arpillera que encontró tirado delante de un puesto de verduras y se abrió paso a empujones entre el gentío. Brian y Aran iban detrás.

El semielfo estaba a punto de agarrar al kender. Sin saber qué más hacer, Aran le arrojó el tomate y acertó al semielfo en mitad del rostro, de forma que lo dejó cegado momentáneamente.

—Lo siento —musitó el caballero, arrepentido.

Derek se abalanzó sobre el kender y le tapó la boca con la mano. Brian y Aran lo agarraron por los pies mientras Derek le cubría la cabeza con el saco. Cargando con él a pesar de sus forcejeos y chillidos ahogados, echaron a correr calle abajo.

Alguien gritó que los detuvieran, pero los caballeros habían actuado con tal rapidez que, para cuando los que estaban mirando comprendieron lo que pasaba, se habían perdido de vista.

—¡Llévalo tú! —ordenó Derek a Aran, que era el más fuerte de los tres.

Aran se lo echó al hombro y le sujetó las piernas con un brazo. El copete del kender asomaba por la boca del saco y se balanceaba contra la espalda del caballero. Derek se metió por una calle lateral que estaba desierta. Brian cerraba la marcha y echaba ojeadas hacia atrás de vez en cuando. Sin tener más que una vaga idea de dónde estaban y por miedo a perderse, volvieron a la calle principal en cuanto pudieron.

El kender emitía chillidos amortiguados y se retorcía con una anguila dentro del saco. Aran estaba teniendo problemas para mantenerlo sujeto y la gente se paraba para mirarlos.

—Cierra el pico, amiguito —advirtió Aran al kender—. Y deja de dar patadas. Estamos de tu parte.

—¡No te creo! —chilló el kender.

—Somos amigos de Sturm Brightblade —dijo Brian.

El kender dejó de aullar.

—¿Sois caballeros? ¿Como Sturm? —preguntó, emocionado.

Derek asestó a Aran una mirada glacial y parecía a punto de soltar una de sus diatribas. Aran le hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Sí —contestó—. Somos caballeros, como Sturm, pero estamos de incógnito. No puedes decírselo a nadie.

—No lo haré, lo prometo —aseguró el kender, que añadió:— ¿Podéis librarme del saco? Al principio ha sido divertido, pero ahora empieza a oler mucho a cebolla.

Derek sacudió la cabeza.

—Cuando estemos en la biblioteca. Antes no. No estoy dispuesto a perseguir a un kender por las calles de Tarsis.

—Todavía no —contestó Aran al kender en tono cómplice—. Es demasiado peligroso. Te podrían reconocer.

—Probablemente tienes razón. Soy uno de los héroes de la batalla de Pax Tharkas y ayudé a encontrar el Mazo de Kharas. ¿Cuándo iremos a rescatar a los demás?

—Luego —dijo Aran—. Tenemos que... ummmm... idear un plan.

—Puedo ayudaros —se ofreció el kender, ilusionado—. Soy un experto en idear cosas. ¿Te importaría abrir un agujero pequeño para que pudiera respirar un poco mejor? Y quizá no haría falta que me zarandearas tanto. He tomado un buen desayuno y me parece que empieza a revolverse en el estómago. ¿Te has preguntado alguna vez por qué las cosas que saben tan ricas cuando te las comes tienen un gusto horrible cuando se empeñan en salir...?

Aran dejó al kender en el suelo.

—No estoy dispuesto a que me vomite encima —le dijo a Derek.

—Sujétalo bien —ordenó Derek—. Te hago responsable de él.

Aran retiró el saco y el kender asomó sin resuello y con la cara colorada por haber ido colgado boca abajo. Era bajo y delgado, como casi todos los de su raza, y tenía un rostro alegre, inquisitivo, alerta y sonriente. Se colocó la ropa retorcida —un chaleco de piel de oveja y prendas de colores chillones—, se tanteó la coronilla para cerciorarse que el copete seguía en su sitio y comprobó si llevaba consigo todos los saquillos. Hecho esto, alargó la pequeña mano.

—Soy Tasslehoff Burrfoot —se presentó—. Mis amigos me llaman Tas.

—Aran Tallbow —dijo el caballero, que le estrechó la mano con seriedad y después le ofreció la petaca—. Para compensar lo de la cebolla.

—No me vendrá mal. —Tas echó un trago. Y casi se quedó con la petaca. Por despiste, naturalmente, como le dijo a Aran en tono de disculpa.

—Brian Donner —se presentó Brian al tiempo que le tendía la mano.

Tas miró a Derek, expectante.

—Sigamos —ordenó Derek con impaciencia, y echó a andar.

—Qué nombre tan raro —masculló el kender, que tenía un brillo travieso en los ojos.

—Se llama Derek Crownguard —dijo Aran mientras asía con fuerza al kender por el cuello del chaleco.

—Pues vaya. ¿Seguro que es un caballero?

—Sí, por supuesto que lo es —contestó Aran, que sonrió a Brian y guiñó el ojo—. ¿Por qué lo preguntas?

—Sturm dice que los caballeros son siempre educados y que tratan a la gente con respeto. Sturm siempre me trata con educación —aseguró Tas en tono solemne.

—Es por el peligro, ¿sabes? —explicó Brian—. Derek se preocupa por nosotros, nada más.

—Sturm también se preocupa por nosotros una barbaridad. —Tas suspiró y miró hacia atrás—. Espero que él y mis otros amigos se encuentren bien. Cuando no estoy con ellos se meten en líos. Claro que —añadió como si acabara de ocurrírsele— mis amigos también se meten en muchos líos cuando estoy con ellos, pero al estar con ellos los saco del embrollo, así que creo que lo mejor será que vuelva...

El kender dio un tirón repentino, se retorció y se escurrió, y cuando Aran quiso darse cuenta sujetaba un chaleco de piel de oveja vacío y Tas salía a todo correr calle abajo.

Brian corrió tras él y consiguió alcanzarlo. Por suerte, Derek iba bastante más adelante y no había visto lo ocurrido.

—¿Cómo ha podido escaparse así? —le preguntó Aran a su amigo.

—Es un kender —contestó Brian, que no pudo evitar la risa al ver la expresión perpleja de su compañero—. Lo llevan en la sangre. —Ayudó a Tas a ponerse el chaleco.

»Sé que estás preocupado por tus amigos —le dijo—. Nosotros también lo estamos, pero nos encomendaron una misión importante: encontrarte.

—¿A mí? —Tas no salía de su asombro—. ¿Una misión importante encontrarme? ¿A Tasslehoff Burrfoot?

—Hay alguien que quiere conocerte. Te prometo por mi honor de caballero —añadió Brian en tono serio— que después de que hayas hablado con esta persona te ayudaré a rescatar a tus amigos.

—Eso no va a gustarle a Derek —auguró Aran con una sonrisa.

Brian se encogió de hombros.

—¡Una misión importante! —exclamó Tasslehoff—. Veréis cuando se lo cuente a Flint. Sí, claro que iré con vosotros. No querría defraudar a esa persona. ¿Quién es, por cierto? ¿Por qué quiere verme? ¿Adónde vamos? ¿Estará allí cuando lleguemos? ¿Cómo supisteis dónde encontrarme?

—Te lo explicaremos todo luego —dijo Aran—. Hemos de darnos prisa.

Aran sujetó a Tas por un brazo, Brian por el otro y lo llevaron en volandas calle adelante.

18 Anteojos mágicos. La palabra «cromático». Amor en medio del polvo

Lillith los esperaba a la entrada de la biblioteca. El semblante se le alegró cuando Aran y Brian dejaron al kender en el suelo delante de ella.

—¡Lo habéis encontrado! Cuánto me alegro —exclamó Lillith, aliviada.

—Tasslehoff Burrfoot —se presentó el kender, y le tendió la mano.

—Lillith Cuño —se presentó a su vez, y le estrechó afectuosamente la mano—. Es un gran honor conocerte, maese Burrfoot.

Tas enrojeció de satisfacción al oír aquello.

—No deberíamos quedarnos aquí fuera —advirtió Derek—. Llevadlo a la biblioteca.

—Sí, tienes razón. Venid dentro. —Lillith se puso a la cabeza del grupo y el kender se situó detrás de ella, encantado y asombrado de aquella aventura inesperada.

—¡Una biblioteca! Me encantan las bibliotecas. Sin embargo, por lo general no me dejan entrar en ellas. Intenté visitar la Gran Biblioteca de Palanthas una vez, pero me dijeron que no se permitía la entrada a los kenders. ¿Por qué será, Lillith? ¿Tú lo sabes? Pensé que quizá era una equivocación y que lo que querían decir era que no se permitía la entrada a los ogros, cosa que puedo entender, e intenté meterme por una ventana para no molestar a nadie que hubiera en la puerta, pero me quedé atascado y los Ascetas tuvieron que ir a ayudarme...

—Estetas —corrigió Lillith con una sonrisa.

—Sí, ellos también —soltó Tas—. El caso es que averigüé que la norma no dice nada sobre los ogros, pero sí concreta que nada de kenders.

—Por regla general no lo permitimos, pero en tu caso haremos una excepción —manifestó Lillith.

Para entonces ya habían bajado la escalera que conducía a la biblioteca propiamente dicha. Tasslehoff se paró y miró a su alrededor en silencio, maravillado. Lillith no le quitó la mano del hombro.

—Muchas gracias, caballeros, por traerlo. Y ahora, si nos disculpáis, tengo que hablar con maese Burrfoot en privado. Como ya os dije, éste es un secreto que no me pertenece —agregó en tono de disculpa.

—¿Secreto? —preguntó ávidamente Tas.

—Por supuesto, señora —dijo Derek, que vaciló antes de añadir—: Mencionaste algo respecto a que Burrfoot quizá podría ayudarnos...

—Os haré saber si le es posible o no —lo tranquilizó la joven—. Eso es parte del secreto.

—Se me da muy bien guardar secretos —aseguró Tas—. ¿Cuál es ese secreto que guardo?

Derek inclinó ligeramente la cabeza en señal de conformidad y después se encaminó hacia el fondo de la biblioteca seguido de Aran y Brian. En seguida se perdieron de vista entre las estanterías. El sonido de las pisadas se fue amortiguando, cada vez más débil, si bien Lillith alcanzó a oír la risa de Aran resonando en el edificio y sacudiendo el polvo de los libros.

—Ven, siéntate —le dijo a Tas mientras lo guiaba hasta una silla. Ella se sentó a su lado y acercó la silla a la del kender—. He de hacerte una pregunta muy importante. La respuesta es muy importante para mí y para muchas otras personas, Tasslehoff, así que quiero que lo pienses muy bien antes de contestar. Lo que quiero saber es si tienes los Anteojos del Arcano.

—¿Dijo ese tal Arcano que me los quedé? —demandó Tas, muy indignado por tal acusación—. ¡Porque no lo hice! ¡Nunca me quedo nada que no sea mío!

—Tengo un amigo, un buen amigo que se llama Lucero de la Tarde, que dice que «encontraste» los anteojos en la tumba flotante del rey Duncan, en Thorbardin. Dice que se te cayeron y que él los recogió y te los devolvió...

—¡Oh! —Tas estaba tan excitado que se puso a dar brincos—. ¡Te refieres a mis anteojos de visión verdadera! ¿Por qué no lo dijiste desde el principio? Sí, creo que los tengo guardados en algún sitio. ¿Quieres que los busque?

—Sí, por favor —dijo Lillith, alarmada ante la actitud despreocupada de Tas, pero se recordó que al fin y al cabo era un kender y que el dragón dorado lo sabía cuando le permitió que se quedara los anteojos.

»Espero que no le hayas hablado a nadie de Lucero de la Tarde —dijo la joven, que miraba a Tas con preocupación creciente mientras el kender volcaba el contenido de los saquillos en el suelo. Sabía que los de su raza recogían todo tipo de cosas, desde chucherías a tesoros pasando de lo valioso a lo absurdo por toda la gama intermedia. Sin embargo, no entendió realmente la vastedad de las posesiones de un kender hasta ver las de Tas desparramadas por el suelo—. Nuestro amigo podría tener muchos problemas si alguien se entera de que nos está ayudando.

—No he dicho ni media palabra de que conocí a un... mamut lanudo dorado —contestó Tasslehoff—. Mi amigo Flint y yo estábamos en la Tumba de Duncan, ¿sabes?, y apareció aquel enano que dijo que era Kharas, sólo que después descubrimos que el verdadero Kharas estaba muerto. Requetemuerto. Así que nos preguntamos quién sería realmente ese enano, y yo había encontrado estos anteojos dentro de la tumba y me los puse, y cuando miré al enano a través de los cristales de los anteojos ya no era un enano, sino un... mamut lanudo dorado. —Le dirigió a la joven una mirada lastimera.

»¿Ves lo que pasa? Cuando intento decirle a alguien que conocí a un... mamut lanudo, siempre me salen las palabras... mamut lanudo. No consigo decir un... mamut lanudo.

—Ah, entiendo. —Lillith creía saber lo que pasaba.

Al parecer, el dragón dorado había hallado una forma de mantener sellados los labios de un kender para que guardara su secreto, secreto que desde entonces había revelado sólo a los Estetas.

Muchos años atrás, los dragones del bien habían despertado y descubrieron que los dragones de la Reina Oscura les habían robado sus huevos y se los habían llevado. Usándolos como rehenes, la diosa había arrancado la promesa a los dragones del bien de que no tomarían parte en la guerra que iba a tener lugar. Temiendo por la suerte de sus crías, los dragones del bien habían accedido a las exigencias de Takhisis, si bien hubo algunos que se opusieron a ello por considerarlo un error. Lucero de la Tarde había sido uno de ellos. Había criticado enérgicamente esa postura contemporizadora y afirmó que no se sentía obligado a cumplir semejante juramento. Lo condenaron al destierro por su rebelión, recluido en la tumba flotante del rey Duncan, en Thorbardin, como guardián del Mazo de Kharas.

Dos enanos, Flint Fireforge y Arman Kharas, acompañados por Tasslehoff, habían descubierto recientemente el sagrado mazo y se lo habían devuelto a los enanos, liberando así a Lucero de la Tarde de su prisión. Mientras estaba en la tumba flotante, Tasslehoff se había encontrado con Lucero de la Tarde, que le preguntó sobre lo que estaba ocurriendo en el mundo. Lo que oyó inquietó muchísimo al dragón dorado, sobre todo cuando se enteró de que una raza nueva y maligna, la draconiana, había aparecido en Krynn. Una sospecha terrible sobre la suerte corrida por las crías de los dragones de colores metálicos fue creciendo en su mente. Lucero de la Tarde no se atrevía a mostrarse aún como quien era. Si las fuerzas de la oscuridad descubrían que un dragón dorado estaba despierto y pendiente de las actividades de la Reina Oscura, Takhisis mandaría a sus dragones contra él, y estando solo, aislado de los suyos, no tendría ninguna posibilidad de salir con bien del enfrentamiento. Y así había hallado este método de hacer que el kender guardara su secreto.

—La siguiente vez que miré a través de los anteojos nos encontrábamos en un salón enorme, que no me acuerdo cómo se llamaba, y los enanos se enfrentaban al Señor del Dragón Verminaard, sólo que se suponía que Verminaard había muerto, así que me puse los anteojos y lo miré y no era él ni mucho menos. ¡Era un draconiano!

Tas se había estirado en el suelo y revolvía en sus valiosas pertenencias mientras hablaba para encontrar los anteojos. Consternada, Lillith comprendió que esa búsqueda podía prolongarse bastante tiempo, ya que el kender era incapaz de coger una cosa sin examinarla y enseñársela y contarle todo respecto a cómo la había conseguido y para qué servía y lo que se proponía hacer con ella.

—Tas, hay gente muy peligrosa en la ciudad que daría casi cualquier cosa por encontrar esos anteojos mágicos. Si crees que te los has dejado en la posada...

—¡Ah! ¡Ya sé! —Tas se dio una palmada en la frente—. Como Flint me dice siempre, soy un cabeza de chorlito. —Tas metió la mano en un bolsillo del pantalón de color chillón y sacó diversos objetos: un hueso de ciruela, un escarabajo petrificado, una cuchara doblada que según él servía para rechazar a cualquier muerto viviente con el que tuviera la suerte de toparse y, por último, envuelto en un pañuelo que llevaba bordado el nombre «C. Majere», había un par de anteojos con cristales claros montados en aros de alambre.

»Son realmente extraordinarios. —Tas los miró con cariñoso orgullo—. Por eso tengo tanto cuidado con ellos.

—Eh... sí —contestó Lillith, que sentía un gran alivio.

—¿Tu amigo quiere que se los devuelva? —preguntó el kender, pesaroso.

Lillith no sabía qué contestar. Lucero de la Tarde había encargado a Astinus, Maestro de la Gran Biblioteca de Palanthas, que buscara al kender y se asegurara de que Tas tenía los anteojos en su poder. El dragón no había dicho nada de que se los quitaran ni de que el kender los utilizara para ayudar a los caballeros o a cualquiera que buscara conocimientos.

Como seguidora de un dios neutral que mantenía el equilibrio entre los dioses de la luz y los de la oscuridad, Lillith no debía tomar partido en ninguna guerra. Ella tenía asignada la tarea de proteger los conocimientos. Si tal cosa se hacía, si el saber adquirido a lo largo de las eras se preservaba, entonces tanto daba que prevaleciera el bien o el mal, porque la llama de la sabiduría seguiría iluminando el camino de generaciones futuras.

El Príncipe de los Sacerdotes, aunque servía a Paladine, Dios de la Luz, tenía miedo del conocimiento. Temía que si se permitía que la gente supiera que había otros dioses aparte de Paladine y los otros dioses de la Luz, dejaría de adorar a éstos para volverse hacia los otros. Tal fue la razón por la que Paladine y los otros dioses de la Luz se habían vuelto contra él.

Ahora Takhisis, Reina de la Oscuridad, intentaba conquistar el mundo. Ella también tenía miedo del conocimiento porque sabía que quienes vivían en la ignorancia no hacían preguntas sino que obedecían servilmente y hacían lo que les mandaban. Takhisis se proponía acabar con el conocimiento y Gilean y sus seguidores estaban dispuestos a hacerle frente.

¿Dónde estaban los dioses de la Luz en esta batalla? ¿Habían regresado como Gilean? ¿Tenían Paladine y los otros dioses de la Luz sus campeones? Y, en tal caso, ¿serían como el Príncipe de los Sacerdotes? ¿Querrían destruir los libros? De ser así, Lillith lucharía contra ellos del mismo modo que lucharía contra los draconianos o cualquiera que representara un peligro para su biblioteca.

Tal vez era la razón por la que Lucero de la Tarde había recurrido a Astinus en busca de ayuda en lugar pedírsela a Paladine; suponiendo que Paladine hubiera regresado. Lucero de la Tarde desconfiaba de Takhisis y de sus subordinados, pero tampoco estaba seguro de poder confiar en los dioses de la Luz.

Ahora Lillith se enfrentaba a la pregunta del kender y, aunque se tenía por una persona sin prejuicios, no podía evitar pensar que el dragón tendría que haber elegido un guardián más responsable para un artefacto tan valioso. Para Lillith era un gran milagro que el kender hubiese conservado los anteojos durante el largo viaje desde Thorbardin hasta Tarsis. Sin embargo, no era quien para juzgar, y menos sin conocer todos los hechos. Le habían mandado que encontrara al kender y se asegurara de que llevaba consigo los anteojos. Podía informar de que los tenía, en efecto. Su trabajo estaba hecho, pero ¿debía permitir que ayudara a los caballeros?

—No, Lucero de la Tarde no quiere que se los devuelvas —contestó—. Puedes quedarte con ellos.

—¿De verdad? —Tas no cabía en sí de gozo—. ¡Genial! ¡Gracias!

—Dáselos a tu amigo, el mamut lanudo dorado —dijo Lillith, sonriente. Sacó una libreta y empezó a tomar notas—. Bien, dime qué viste cuando miraste a través de los anteojos...


En la parte trasera de la biblioteca, los caballeros no habían reanudado la búsqueda, sino que estaban enzarzados en una discusión.

—¿Que hiciste qué? —exclamó Derek al tiempo que miraba ceñudo a Brian.

—Le di al kender mi palabra de honor como caballero que lo ayudaría a rescatar a Sturm y a los demás —repitió Brian sin inmutarse.

—¡No tenías a derecho a prometer algo así! —replicó Derek, furioso—. ¡Sabes lo importante que es hallar ese Orbe de los Dragones y llevarlo a Solamnia! Podrías poner en peligro toda nuestra misión...

—No dije nada de que tú los ayudarías, Derek —le aclaró Brian—. Aran y tú podéis seguir con la búsqueda del Orbe de los Dragones. Brightblade es un compatriota, y aunque sólo lo traté un corto tiempo lo considero un amigo. Incluso si no lo conociera, haría todo cuanto estuviera a mi alcance para evitar que él y sus compañeros cayeran en manos del enemigo. Además —añadió tercamente—, ya he dado mi palabra.

—La Medida establece que nuestro deber es confundir al enemigo y desbaratar sus planes —apuntó Aran. Se llevó la petaca a los labios, dio un sorbo y después se limpió con el dorso de la mano.

—Explícame cómo confundimos al enemigo rescatando a un semielfo, un enano y un falso caballero —replicó Derek, aunque Brian advirtió que su argumentación empezaba a hacer efecto, que su amigo se planteaba al menos su propuesta.

Brian reanudó su tarea para que Derek tuviera tiempo de pensar detenidamente las cosas. El quehacer de los caballeros se vio interrumpido por la aparición de Lillith, que llegó acompañada por el kender. La joven llevaba una mano posada en el hombro de Tas y de vez en cuando le daba una palmada en los dedos —de forma afectuosa— cuando intentaba sacar un libro de su sitio en los estantes.

Los tres caballeros se pusieron cortésmente de pie.

—Señora, ¿qué en qué podemos ayudarte? —preguntó Derek.

—La cuestión es en qué puedo serviros yo o, más bien, en qué puede serviros Tasslehoff. —Lillith tomó uno de los libros del montón que versaba sobre dragones. Lo abrió al azar y acercó el farol—. Tas, ¿podrías leer esto?

Tasslehoff se encaramó a una banqueta alta, se sentó cómodamente y escudriñó la página. Frunció la frente.

—¿Te refieres a esos garabatos? No, lo siento.

Derek soltó un gruñido elocuente.

—¡Me sorprendería que supiera siquiera leer!

—Tas —dijo Lillith con suavidad—, me refiero a que te pongas los anteojos especiales que usas cuando lees. De lo que hemos hablado antes.

—¡Ah, sí! ¡Vale! —El kender metió la mano en un bolsillo y rebuscó.

—Me parece que los llevas en el otro bolsillo —susurró la joven.

—Señora, estamos perdiendo un tiempo valiosísimo...

Tasslehoff buscó en el bolsillo correcto y sacó unos anteojos. Se los puso sin soltar la pinza que los sujetaba en la nariz para que no se le resbalaran y miró la página.

—Dice: «Los rojos son los dragones más grandes de los crom... corma... —se hizo un lío con la palabra— cromáticos, así como los más temidos. Aunque desprecian a los humanos, los dragones rojos a veces se alían con aquellos que tienen sus mismas metas y ambiciones, entre ellas la avidez de riquezas. Los dragones rojos reverencian a la diosa Takhisis...»

—¡Déjame ver eso! —Derek le quitó el libro sin contemplaciones, lo examinó y después se lo devolvió con igual brusquedad—. Está mintiendo. No se entiende nada.

—El sí lo entiende —repuso Lillith con aire de triunfo—. Con los Anteojos del Arcano.

—¿Cómo sabes que no se lo está inventando todo?

—Oh, venga ya, Derek —rió Aran con ganas—. ¿Es que un kender, o ya puestos, cualquier otra persona se inventaría la palabra «cromático»?

Derek observó a Tas, dubitativo y alargó la mano.

—Déjame ver esas lentes.

Tasslehoff miró a Lillith. La joven hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y Tas le tendió los anteojos al caballero, aunque con evidente renuencia.

—Son míos —dijo en tono enfático—. Me los regaló un mamut lanudo dorado.

Derek intentó ponerse los anteojos en la nariz, pero eran demasiado pequeños. Examinó el libro a través de las lentes, casi bizqueando para enfocar las palabras. Se quitó los anteojos, se frotó los ojos y miró al kender con más respeto.

—Dice la verdad —admitió con un timbre tan sorprendido que iba más allá de la incredulidad—. Leo las palabras con esos anteojos, aunque no sé cómo.

—Son mágicos —explicó Tas, orgulloso. Le quitó los anteojos a Derek con rapidez—. Antes eran de un tipo que se llamaba Arcaico.

—Arcano —lo corrigió Lillith—. Era un sabio semielfo que vivió antes del Cataclismo. Hizo varios pares de estos anteojos y se los dio a los Estetas para que los utilizaran en sus investigaciones.

—¿Cómo funcionan? —preguntó Brian.

—No lo sabemos con seguridad. Se cree que...

No pudo terminar la frase porque la interrumpió una llamada:

—¡Lillith, soy yo, Marco!

—Perdonad un momento —se disculpó la joven—. Encargué a Marco que se enterara de qué había sido de tus amigos, Tas. Es probable que traiga noticias importantes.

—Yo iré también. —Tas saltó de la banqueta al suelo.

—Tú te vas a sentar y te vas a poner a leer, kender —dijo Derek.

Tas se enfureció.

—Eh, un momento, señor Correguarda, mis amigos podrían estar en peligro, y si es así, me necesitan, de modo que puedes coger tu libro y...

—Por favor, maese Burrfoot —se apresuró a intervenir Brian—. Tu ayuda nos es muy necesaria. No podemos leer estos libros y tú sí. Si pudieses echarles un vistazo y enterarte de si se menciona algo sobre Orbes de Dragones estaremos en deuda contigo. Recuerda que me he comprometido a ayudar a tus amigos y que te di mi palabra de honor como caballero de que haría todo lo posible.

—Tu ayuda podría ser vital para estos caballeros, Tas —añadió Lillith seriamente—. Creo que el mamut lanudo dorado lo tomaría como un favor personal.

—Bueno, sí, supongo —dijo Tas.

Miró a Derek con gesto torvo y después se encaramó de nuevo a la banqueta. Se apoyó de codos en la mesa y empezó a leer moviendo los labios en silencio conforme pronunciaba las palabras.

Lillith se encaminó hacia la entrada de la biblioteca para reunirse con su amigo. Sólo había dado unos cuantos pasos cuando se detuvo, se dio la vuelta y dedicó a Brian una sonrisa, hoyuelo incluido.

—Puedes venir conmigo, si quieres. Sólo para comprobar que no voy a vender vuestros secretos al enemigo.

Brian miró a Derek, que parecía muy molesto, pero aun así asintió con un cabeceo.

—Lamento la forma de actuar de Derek —susurró mientras la seguía—. Confío en que sepas que yo no sospecho de ti...

—Me siento profundamente ofendida, señor —lo interrumpió ella al tiempo que se paraba otra vez—. Puede que nunca lo supere.

—Señora, por favor. —Brian la tomó de la mano—. Lo siento muchísimo...

Lillith se echó a reír.

—¡Sólo bromeaba! ¿Es que los caballeros os tomáis siempre las cosas tan en serio?

Brian se puso colorado hasta la raíz del pelo. Le soltó la mano y empezó a darse media vuelta.

—Ahora soy yo la que se disculpa —dijo Lillith—. No pretendía burlarme de ti.

Buscó la mano del caballero en la penumbra y se la apretó.

—Nada de señor —dijo él—. Llámame Brian.

—Y tú a mí Lillith —respondió en voz queda mientras tiraba del hombre hacia sí.

Estaban rodeados de estanterías altas que los cercaban dejándolos aislados del resto del mundo. El polvo que flotaba en el aire se posaba sobre ellos. La única luz que tenían era la del farol, que Lillith dejó en el suelo para cogerle las dos manos. Daba la impresión de que ambos estuvieran sumergidos en un estanque resplandeciente aun cuando seguían ocultos en la dulce oscuridad.

Ninguno de los dos supo muy bien cómo ocurrió, pero sus labios se encontraron y se besaron; se apartaron y volvieron a encontrarse y a besarse.

—¡Lillith! —llamó de nuevo la voz de Marco—. ¡Es importante!

—¡Un momento! —respondió, falta de aliento, y después añadió en voz queda:— Deberíamos irnos..., Brian...

—Sí, Lillith, deberíamos...

Pero no se movieron.

Volvieron a besarse y Lillith, con un leve suspiro, recogió el farol del suelo. Agarrados de la mano avanzaron entre las estanterías sin darse prisa, arropados en la calidez de sentir la mano del otro. Cuando llegaron cerca de la entrada hicieron un alto para darse un último y rápido beso.

Brian se atusó el bigote mientras Lillith hacia otro tanto con el cabello alborotado y ambos se esforzaron por adoptar un aire inocente. Al dar la vuelta a una estantería se toparon con Marco, que se había cansado de esperar y había echado a andar hacia el fondo de la biblioteca.

—Ah, estás ahí —dijo a la par que alzaba el farol.

Marco no era ni mucho menos como Brian imaginaba que debía de ser un Esteta. No llevaba afeitada la cabeza y vestía pantalón, camisa y chaqueta corrientes en lugar de túnica y sandalias. Llevaba una espada al cinto y tenía aspecto de soldado, no de estudioso. Claro que Lillith tampoco tenía la apariencia que era de esperar en una Esteta.

—¿Rescataron al kender los caballeros? —preguntó Marco.

—Sí, está sano y salvo —contestó Lillith—. ¿Qué hay de sus amigos, los otros que aparecían en la lista de recompensas?

—Al semielfo, al enano, al elfo y al caballero los han llevado ante el señor, en la Sala de Justicia. Me quedé a oír parte del juicio. El señor pareció sorprendido al ver a un Caballero de Solamnia, pero me dio la impresión de que también le complacía. Intentó hacer todo lo posible para ayudarlos, pero un tipo raro, el que lleva capa, intervino y empezó a cuchichear algo al oído del señor.

—¿Dices que los estaban juzgando? ¿De qué crimen se supone que acusan a Sturm y a los otros? —inquirió Brian con curiosidad.

—Recuerda la lista de recompensas —dijo Lillith.

—Ah, es verdad. Matar al Señor del Dragón Verminaard.

—Se supone que nadie tiene que saber eso, claro —intervino Marco—. Pero dos cazadores de recompensas se emborracharon en una taberna, en la zona del antiguo puerto, y hablaron de eso y ahora la historia se ha propagado por toda la ciudad. También hay otras noticias.

—Y no son buenas, supongo —comentó Lillith.

—Según Alfredo...

—El secretario de su señoría —explicó Lillith para poner en antecedentes a Brian—. Alfredo es también uno de nosotros.

—Su señoría ha estado saliendo a hurtadillas por la noche para reunirse con alguien. Si a eso se añade que su señoría ha estado nervioso, irascible y preocupado, Alfredo creyó aconsejable seguirlo para descubrir qué se estaba cociendo.

—Corrió un gran riesgo —dijo Lillith.

—En favor de Alfredo hay que decir que lo único que sospechaba que hacía su señoría era engañar a su señora esposa. Nuestro amigo descubrió que había algo más, que su señoría iba a reunirse con emisarios de uno de los Señores de los Dragones.

—¡Gilean bendito! —exclamó horrorizada Lillith, que se había llevado la mano a la boca—. ¡Teníamos razón!

—Por lo que Alfredo pudo sacar en claro, nuestro señor está negociando con el nuevo Señor del Dragón del Ala Roja, un hobgoblin llamado Toede. Si Tarsis se rinde pacíficamente, la ciudad no sufrirá ataques...

—El Señor del Dragón miente —manifestó Brian sin rodeos—. Hicieron esa misma promesa a Vingaard. Fingieron negociar, pero sólo es un ardid que utilizan hasta tener las tropas en posición. Cuando eso sucede, rompen las negociaciones y atacan. —Brian se volvió hacia Lillith:— El ataque será en cuestión de días, puede que de horas. Eres solámnica e hija de un caballero. Correrás un gran peligro. Ven con nosotros y te pondremos a salvo.

—Gracias, Brian, pero no puedo abandonar la biblioteca. Tú tienes una misión y yo tengo otra. La biblioteca está a mi cuidado, he jurado proteger los libros y, como bien dices, soy hija de un caballero, lo que significa que cumplo mis promesas.

Brian empezó a insistir, pero la joven sacudió la cabeza sin dejar de sonreír y se volvió hacia su colega. El caballero comprendió que, dijera lo que dijese, no la haría cambiar de opinión y la amó más por su valentía y su sentido del honor, aunque habría deseado de todo corazón que no fuera tan honorable y tan valerosa.

Lillith y Marco conversaban sobre Brightblade y sus amigos.

—La mitad del grupo sigue todavía en la posada El Dragón Rojo, incluidos una sacerdotisa de Mishakal y un clérigo de Paladine.

—¿Esos antiguos dioses de antaño? ¿Personas que afirman ser clérigos de esas deidades? —quiso saber Brian.

Lillith y Marco tenían un aire muy solemne y el caballero comprendió de pronto que hablaban en serio.

—Oh, venga ya. No creeréis que... Me refiero a que no podéis creer en...

—¿En los dioses verdaderos? Por supuesto que sí —repuso Lillith en tono seco—. Después de todo, nosotros adoramos a uno de esos dioses. Los Estetas somos los clérigos de Gilean, entregados a su servicio.

Brian abrió la boca y volvió a cerrarla al no saber qué argumentar. Lillith parecía una joven sensata y ahí estaba ahora, hablando del servicio a dioses que habían abandonado a la humanidad tres siglos atrás. Al caballero le habría gustado plantearle una pregunta sobre su fe, pero no era precisamente un buen momento para entablar un debate teológico.

—He visto figuras embozadas y encapuchadas rondando por las inmediaciones de la posada —añadió Marco—. Estoy seguro de que son draconianos que están vigilando a esas personas. Si el Señor del Dragón captura a un clérigo de Paladine y una sacerdotisa de Mishakal...

—No podemos permitir que ocurra tal cosa —manifestó firmemente la joven—. Tenemos que traer a los otros a la biblioteca. Si se produce un ataque a la ciudad éste es el único sitio donde podrían estar a salvo. Marco, sal y comprueba si hay alguien vigilando la biblioteca...

Marco asintió con un cabeceo y corrió escaleras arriba.

—Tienes que intentar salvar al caballero y a sus amigos. Los draconianos no los llevarán a prisión, sino que los conducirán a su muerte.

Brian la rodeó con el brazo y la atrajo hacia sí.

—Haré todo lo que me pidas, Lillith, pero antes has de responderme una pregunta. ¿Crees en el amor a primera vista?

—No creía... hasta ahora —musitó ella con una sonrisa.

Permanecieron abrazados unos largos y dulces instantes y después Lillith suspiró hondo.

—Será mejor que os vayáis. Yo me quedaré aquí para no perder de vista al kender.

—Me quedaré en la biblioteca contigo, ayudándote a defenderla. Derek y Aran pueden continuar con esa misión del Orbe de los Dragones sin mí...

Lillith negó con la cabeza.

—No, eso no estaría bien. Tienes que cumplir con tu deber y yo he de cumplir con el mío. —Sonrió y el hoyuelo se le marcó unos segundos en la mejilla—. Cuando esto haya terminado compartiremos relatos de guerra. Será mejor que te des prisa.

Sabiendo que era inútil, Brian renunció a su intento de persuadirla. Llamó en voz alta a Derek y a Aran, que cruzaron la biblioteca a toda prisa. Tasslehoff iba con ellos a pesar de que Derek no dejaba de repetirle que volviera y siguiera con la lectura.

—Mis amigos están metidos en problemas, ¿verdad? —Tas soltó un sonoro suspiro—. Supongo que tendré que ir a salvarlos... una vez más. ¿Os he contado lo que pasó aquella vez que rescaté a Caramon de una feroz escalamita devoradora de hombres? Estábamos en aquella fantástica fortaleza hechizada que se llama Monte de la Calavera y...

—No vienes, kender —dijo Derek.

—Oh, claro que voy, humano —replicó Tas.

—No podemos encadenarlo a la banqueta. Se escapará si lo dejas solo —señaló Lillith—. Más valdría llevarlo con vosotros. Así sabríais al menos dónde está.

Finalmente Derek se convenció, aunque no de buen grado.

—Cuando volvamos, Burrfoot, seguirás buscando la información sobre los Orbes de los Dragones —dispuso.

—Ah, pero si ya la he encontrado —anunció Tas con despreocupación.

—¿Que la has encontrado? ¿Por qué no me lo dijiste? —bramó Derek.

—Porque no me lo preguntaste —contestó el kender con seria dignidad.

—Te lo pregunto ahora. —Derek estaba que echaba chispas.

—De un modo nada amable —le reprochó Tas.

Lillith se agachó para susurrarle algo al oído.

—Muy bien, te lo diré. Los Orbes de los Dragones están hechos de cristal y magia y tienen algo dentro... He olvidado qué... —Se quedó pensativo unos instantes—. Esencia, eso es. Esencia de dragones cromáticos.

A Tasslehoff le encantó la forma en que aquellas palabras le salieron de la boca, así que las repitió varias veces hasta que Derek le ordenó secamente que siguiera con la explicación.

—No sé qué es la esencia de dragones cromáticos —continuó Tas, que aprovechó de buena gana la oportunidad de repetir esas palabras una vez más—, pero es lo que tienen dentro. Si consigues controlar uno de esos Orbes de los Dragones, puedes usarlo para ordenar a los reptiles que hagan lo que les mandes, o para convocarlos o algo por el estilo.

—¿Cómo funciona? —preguntó el caballero de más graduación.

—El libro no da instrucciones... —contestó el kender, irritado porque le hicieran todas esas preguntas mientras sus amigos se encontraban en peligro. Al ver que Derek fruncía el entrecejo, añadió:— Tengo un amigo que probablemente sabe todo lo relacionado con esos orbes. Es un mago. Se llama Raistlin y podemos preguntarle...

—No —lo cortó Derek—. Nada de eso. ¿Dice el libro algo de dónde están los Orbes de los Dragones?

—Pone que uno se lo llevaron a un sitio llamado Muro de Hielo... —empezó Tas.

—Deberíais daros prisa —los interrumpió Lillith con apremio. Durante todo el tiempo no había dejado de rebullir con nerviosismo y echar vistazos escaleras arriba—. Podemos hablar de eso cuando regreséis. Vuestro amigo el caballero ha sido arrestado y probablemente lo van a asesinar.

—No es un caballero —insistió Derek, que agregó en un tono más comedido—: Pero es un compatriota. Brian, el ken... maese Burrfoot está a tu cargo. —Él y Aran empezaron a subir los peldaños y Tasslehoff esperó a Brian al pie de la escalera.

—Un beso más —le pidió el caballero a Lillith con una sonrisa—. Para que me traiga suerte.

—¡Para que te traiga suerte! —repitió ella, y lo besó antes de añadir melancólicamente:— ¿Alguna vez has encontrado algo que llevabas buscando toda la vida sólo que sabes que lo vas a perder y que quizá no vuelvas a hallarlo jamás?

—¡A mí me pasa todo el tiempo! —exclamó Tasslehoff mientras se acercaba a la pareja—. Una vez encontré aquel anillo tan interesante que era de un hechicero perverso. Me estuvo llevando a saltos de un sitio a otro: primero aquí, luego allí y de nuevo de vuelta a aquí. Me gustaba mucho, pero al parecer lo he extraviado...

Tasslehoff dejó de hablar. Su historia sobre el anillo y el hechicero perverso era tremendamente emocionante, muy interesante y casi toda ella cierta, pero ya no tenía audiencia. Ni Lillith ni Brian le prestaban atención.

Derek llamó a Brian en tono impaciente. El caballero le dio un último beso a la joven, aferró firmemente a Tasslehoff y los dos corrieron escaleras arriba.

Lillith suspiró y volvió con sus libros polvorientos.

19 El rescate. Sturm zanja una discusión

Los caballeros y el kender salieron por la puerta secreta de la biblioteca y se encontraron con una fuerte ventisca, un cambio de tiempo asombroso, pues hacía un día soleado cuando se metieron bajo tierra. Del cielo caían copos grandes y compactos que reducían la visibilidad y hacían de caminar por las calles adoquinadas algo peligroso y resbaladizo. Aunque Marco se había marchado hacía poco, la copiosa nevada ya había borrado sus huellas. Como dijo Tas, era tan intensa que casi ni se veían la nariz, así que se sobresaltaron cuando una figura surgió repentinamente de la cortina blanca.

—Soy yo, Marco —dijo el hombre, que alzó las manos al oír el deslizamiento metálico de acero saliendo de las vainas—. Se me ocurrió que necesitaríais un guía para llegar a la Sala de Justicia.

Derek masculló algo parecido a «gracias» mientras envainaba de nuevo la espada, y el grupo avanzó deprisa a través de la ventisca entre resbalones en el pavimento helado y parpadeos para quitarse los copos de los ojos. Aunque el resto del mundo se había sumido en la quietud y el silencio bajo el manto de nieve, el reducido grupo estaba muy animado porque el kender no dejaba de parlotear.

—¿Alguna vez os habéis fijado que la nieve le da a todo un aspecto completamente diferente? Supongo que por eso es tan fácil perderse en una tormenta. ¿Nos hemos perdido? No recuerdo haber visto ese árbol antes, ese que está completamente encorvado. Creo que nos hemos equivocado al girar en alguna calle...

Por fin llegaron a la esquina de un edificio que el kender reconoció, aunque no por ello cesó el parloteo.

—¡Fijaos en esas gárgolas! ¡Eh, he visto a una moverse! Brian, ¿has visto moverse a esa gárgola de aspecto tan fiero? ¿A que sería emocionante que echara a volar desde ese edificio y se lanzara en picado sobre nosotros y nos arrancara los ojos con las afiladas garras? No es que quiera que me saquen los ojos, cuidado. Me gustan mis ojos. Sin ellos no vería mucho. Oye, Marco, creo que nos hemos perdido otra vez. No recuerdo haber pasado por esa carnicería... Ah, sí, sí que pasé por aquí...

—¿No puedes hacerle callar? —gruñó Derek.

—Sin cortarle la lengua, no —dijo Aran.

Derek pareció plantearse tal posibilidad como una opción factible, pero para entonces —por suerte para Tas— habían llegado a la Sala de Justicia, un edificio de ladrillo, grande y feo. A pesar de la ventisca, delante se había agolpado un gentío y algunos de los reunidos gritaban al detestado solámnico que dejara de escudarse tras el señor de la ciudad y diera la cara.

—Estas gentes nos odian realmente —comentó Derek.

—No puedes reprochárselo —arguyo Marco.

—Fueron los habitantes de Tarsis quienes nos dieron la espalda —replicó el caballero—. Muchos solámnicos murieron en esta ciudad tras el Cataclismo a manos de la turba.

—Fue una tragedia, sí —admitió Marco—. Y una vez que el disturbio acabó algunas de esas personas se sintieron profundamente avergonzadas por lo que habían hecho. Los tarsianos enviaron una delegación a Solamnia con intención de hacer las paces. ¿Sabías eso?

Derek negó con la cabeza.

—Sus propuestas fueron rechazadas. Ni siquiera se les permitió bajar del barco y pisar suelo solámnico. Si los solámnicos hubieran sido indulgentes con los que habían obrado mal con ellos, como establece la Medida que debe hacerse —añadió Marco a la par que miraba de soslayo a Derek—, la vuelta de los caballeros habría sido bien recibida en Tarsis y quizá la ciudad no estaría ahora a punto de sufrir un ataque del ejército de los dragones.

—Gran parte de Solamnia se halla ahora en manos del enemigo —informó Derek.

—Sí, lo sé —contestó Marco—. Mis padres viven en Vingaard. Hace mucho tiempo que no sé nada de ellos.

Los caballeros se quedaron momentáneamente silenciosos.

—Entonces ¿eres de Solamnia? —preguntó después Brian.

—Lo soy. Soy uno de los «Ascetas», como nos llama el kender. —Sonrió a Tasslehoff a través de la nieve—. Me enviaron aquí, junto con Lillith y varios más, a proteger la biblioteca.

—¡No hay forma humana de que la defendáis! —exclamó Brian de pronto, con un enfado desproporcionado—. De los ejércitos de los dragones, no. La biblioteca está a salvo al hallarse oculta. Lillith y tú deberíais cerrarla y marcharos. Estáis poniendo la vida en peligro por unos cuantos libros.

Se calló, abochornado. No era su intención hablar tan apasionadamente. Todos lo miraban de hito en hito, estupefactos.

Cuando Marco habló lo hizo de forma amable y comprensiva, pero con resolución.

—Olvidas, señor caballero, que nuestro dios está con nosotros. Gilean no nos abandonará a nuestra suerte para que luchemos solos, si es que hay que luchar. Esperad aquí un momento. Acabo de ver a uno de mis colegas e iré a preguntarle cómo marchan las cosas.

Avanzó a buen paso bajo la nieve para hablar con un hombre que acababa de salir de la Sala de Justicia. Tras una breve conferencia, Marco regresó apresuradamente.

—Van a llevar a prisión a vuestros amigos...

—Espero que sea una cárcel agradable —dijo Tasslehoff sin dirigirse a nadie en particular—. Hay algunas que lo son y otras que no. Nunca he estado encarcelado en Tarsis, así que no tengo ni idea de...

—¡Cierra el pico, Burrfoot! —ordenó Derek en tono perentorio—. ¡Aran, guarda ya esa petaca!

Tasslehoff abrió la boca para decirle cuatro frescas al caballero, pero se tragó un enorme montón de copos de nieve y estuvo tosiendo los siguientes segundos para quitárselos de la garganta.

—El alguacil no correrá el riesgo de sacarlos por aquí estando presente esta turba —siguió Marco—. Sobre todo después de lo que ocurrió cuando fue a arrestarlos. Al parecer van a sacarlos por el callejón que hay en la parte posterior.

—Por una vez la suerte se pone de nuestra parte —dijo Derek.

—Nada de suerte —lo contradijo Marco en tono serio—. Gilean está de nuestra parte. ¡Por aquí, daos prisa!

—A lo mejor fue también Gilean el que atragantó al kender —sugirió Aran. El caballero había guardado la petaca debajo del cinturón y le daba palmaditas en la espalda a Tas, que no dejaba de toser.

—Si lo hizo, no dudaría en convertirme en su discípulo —manifestó Derek.

Marco los condujo alrededor de la Sala de Justicia hacia un callejón que había detrás del edificio. Como si la tormenta se divirtiera gastando bromas, dejó de nevar y el sol resplandeció en la nieve recién caída. Entonces pasaron más nubes por el cielo, rápidamente, y el sol empezó a jugar al escondite asomándose y escondiéndose entre nevisca y nevisca, de manera que en cierto momento el sol brillaba radiante y al siguiente volvía a nevar.

La sombra proyectada por el edificio dejaba el callejón casi a oscuras. Justo cuando entraban en él, Brian vio dos figuras con capa y embozo apartarse de la pared al otro extremo del callejón y marcharse en dirección contraria.

—¡Mirad allí! —señaló.

—Draconianos —dijo Aran, que aprovechó para echar un trago cuando Derek no miraba—. Van vestidos exactamente igual que los que nos pararon en el puente.

—¿Creéis que nos han visto?

—Lo dudo. Estamos en la penumbra. No me habría fijado en ellos si no hubiesen salido al sol. Me pregunto por qué iban tan deprisa...

—¡Chist! ¡Creo que van a salir! —advirtió Marco. Se abrió una puerta y les llegó el sonido de unas voces.

—Ocúpate del kender —le dijo Derek a Marco.

Tasslehoff quiso insistir en que necesitarían su ayuda en el inminente enfrentamiento, pero el Esteta le tapó la boca con la mano y ahí acabó su intento.

El alguacil salió de la Sala de Justicia. Conducía a cinco prisioneros, y uno de ellos, para asombro del grupo que acechaba, era una mujer. Tres guardias marchaban junto a los cautivos. Brian reconoció a Sturm, que caminaba cerca de la mujer con aire protector; y se lo habían descrito bien. Efectivamente, Sturm llevaba puesto un peto que tenía cincelados la rosa y el martín pescador, símbolos de la caballería.

Dijera lo que dijese Derek sobre Sturm Brightblade, a Brian ese hombre siempre le había parecido la personificación de un caballero solámnico —gallardo, valeroso y noble—, lo que chocaba de frente con la idea de que Sturm hubiese hecho algo tan deshonroso como mentir respecto a que era un caballero y ponerse una armadura que no le correspondía vestir.

Brian desenvainó la espada sacándola de la funda despacio y silenciosamente. Sus compañeros tenían sus armas empuñadas. Por su parte, Marco retrocedió con el amordazado kender más hacia las sombras.

La puerta se cerró sonoramente detrás de los prisioneros. El alguacil los condujo callejón adelante. Brian vio que Sturm intercambiaba una mirada con otro de los prisioneros y supuso que iban a intentar escapar.

—Yo me encargo del alguacil —dijo Derek—. Vosotros ocupaos de los otros guardias.

El alguacil oía las voces de la turba delante de la fachada del edificio, pero creía que estaban a salvo en el callejón. No esperaba problemas y, en consecuencia, no estaba demasiado alerta. Lo que le hizo comprender que pasaba algo fue un brillo de acero. Al ver que tres figuras embozadas corrían hacia él, se llevó el silbato a los labios para dar la alarma. Derek le atizó en la cabeza con la empuñadura de la espada y lo dejó inconsciente antes de que tuviera tiempo de pedir ayuda. Aran y Brian amenazaron a los tres guardias con las espadas y los soldados echaron a correr callejón abajo.

Los caballeros se volvieron hacia los prisioneros, que parpadeaban sorprendidos por el inesperado rescate.

—¿Quiénes sois? —demandó el semielfo.

Brian lo miró con curiosidad. Era alto y musculoso, vestía ropas hechas con cuero y pieles y llevaba barba, tal vez para disimular sus rasgos elfos, aunque no destacaban mucho, ya que Brian no era capaz de distinguirlos, a excepción de las orejas puntiagudas. Aparentaba unos treinta y tantos años, pero la expresión de sus ojos era la de alguien que lleva mucho tiempo en el mundo, alguien que conoce las penas y las alegrías de la vida. Naturalmente, merced a su parte de ascendencia elfa tendría más longevidad que un humano. Brian se preguntó cuántos años tendría realmente.

—¿Hemos escapado de un peligro para enfrentarnos a otro mayor? —demandó el semielfo—. ¡Mostrad el rostro!

Hasta ese momento Brian no cayó en la cuenta de que debían de tener más aspecto de asesinos que de rescatadores. Se bajó el tapabocas rápidamente y se volvió hacia Sturm para hablarle.

Oth Tsarthon e Paran. —«Nuestro encuentro es amistoso», significaba en solámnico.

Sturm se había puesto delante de la mujer prisionera interponiendo el cuerpo como un escudo entre ella y cualquier amenaza. La mujer se cubría con numerosos velos y llevaba encima una capa de tela gruesa, así que a Brian le resultó imposible sacar una impresión clara de ella. Se movía con exquisita gracilidad, y su mano, apoyada en el brazo de Sturm, tenía la extraordinaria delicadeza y la exquisita blancura del alabastro.

Sturm dio un respingo de sorpresa al reconocer al solámnico.

Est Tsarthai en Paranaith —contestó; o, lo que es lo mismo: «Mis compañeros son vuestros amigos.» Luego añadió en Común—: Estos hombres son Caballeros de Solamnia.

Ambos, el semielfo y el enano, los observaron con desconfianza.

—¡Caballeros! ¿Y por qué...?

—No disponemos de tiempo para dar explicaciones, Sturm Brightblade —dijo Derek, que habló en Común dando por supuesto que los otros no hablaban solámnico—. Los soldados no tardarán en volver. Venid.

—¡No tan rápido! —se opuso el enano.

A juzgar por las canas que poblaban la larga barba, era un enano de edad avanzada. Y como casi todos los enanos a los que había tratado Brian, era irascible, obcecado y tozudo. Se apropió de una de las alabardas que los guardias habían dejado caer cuando huían y, aferrándola firmemente con las manos, grandes y fuertes, golpeó el astil contra la rodilla doblada y lo partió de manera que le resultara más fácil manejar el arma.

—O encontráis tiempo para darnos explicaciones o no voy con vosotros —les dijo el enano—. ¿Cómo sabíais el nombre del caballero y por dónde pasaríamos para estar esperándonos...?

Para entonces, Tasslehoff se las había ingeniado para soltarse de la mano de Marco y escaparse.

—¡Será mejor que lo atraveséis con la espada! —gritó alegremente el kender—. Dejad el cuerpo como carroña para los cuervos. Aunque eso no quiere decir que se lo coman; hay pocas cosas en este mundo con tragaderas para digerir un enano...

El semielfo dejó de estar tenso y sonrió. Se volvió hacia el enano, que tenía el rostro congestionado por la rabia.

—¿Satisfecho? —le preguntó.

—Algún día mataré a ese kender —farfulló el enano. Durante el intercambio de frases Sturm había estado mirando duramente a Derek, que se había retirado el tapabocas.

—Brightblade —lo saludó Derek con frialdad.

Sturm apretó los labios, torvo el gesto, y llevó la mano a la empuñadura de la espada. Barruntando problemas, Brian se puso en tensión, pero entonces Sturm observó a los que iban con él, sobre todo a la mujer con el rostro velado. Era fácil adivinar lo que pensaba Sturm. De haberse hallado solo, habría rechazado cualquier ayuda del hombre que había insultado públicamente a su familia y a él.

—Milord —contestó al saludo Sturm en un tono igualmente frío y sin inclinar la cabeza. Si cualquiera de los dos pensaba añadir algo más, se lo impidió el sonido de silbatos y gritos que se iban acercando.

—¡La guardia! ¡Por aquí! —gritó Marco.

Los amigos de Sturm lo miraron y el caballero asintió con la cabeza. Marco los condujo por un laberinto de callejuelas y pasadizos que giraban y zigzagueaban como serpientes borrachas. Pusieron tierra por medio y en seguida dejaron atrás a la guardia. El sonido de los silbatos se perdió en la distancia y, juzgando que estaban a salvo de los perseguidores, aflojaron la marcha y se mezclaron con la gente que había en las calles.

—¿Te alegras de que te haya rescatado, Flint? —preguntó Tasslehoff mientras caminaba al lado del enano enfurruñado.

—No —replicó con malos modos—. Y tú no me has rescatado, cabeza de chorlito. Fueron estos caballeros. —A regañadientes, dirigió una mirada de agradecimiento a Brian, que no se apartaba del kender.

Tasslehoff sonrió y le guiñó un ojo a Brian con gesto cómplice.

—¡Buena alabarda te has agenciado, Flint! —dijo luego.

El enano había estado a punto de deshacerse del arma rota, pero la cuchufleta del kender lo impulsó a asirla con firmeza.

—Puede que me haga falta. Y, además, no es una alabarda, sino una albarrana.

—¡No, no lo es! —Tasslehoff sofocó una risita—. Una albarrana es una torre de defensa, una atalaya. Una alabarda es un arma.

Flint resopló con desdén.

—Qué sabrás tú de armas. —Sacudió la alabarda hacia el kender, que se había quedado atrás por el ataque de risa que le había dado—. ¡Esto es una albarrana!

—¡Oh, claro! ¡Como el yelmo que llevas, que tiene la melena de un grifo! ¡Todos sabemos que es crin de caballo! —replicó Tasslehoff.

Flint ya tenía la cara congestionada y resollaba a causa de la carrera, pero ante aquella acusación la cara se le puso purpúrea. Alzó la mano hacia el penacho blanco que colgaba de la cimera de su yelmo.

—¡No lo es! ¡El pelo de caballo me hace estornudar! ¡Esto es melena de grifo!

—¡Pero si lo grifos no tienen melena! —protestó Tasslehoff mientras corría para alcanzar al enano; los saquillos, al rebotarle contra el cuerpo, iban desparramando su contenido—. Los grifos tienen cabeza de águila y cuerpo de león, no al contrario. Lo mismo que eso es una alabarda, no una albarrana...

—¿Es o no es esto una albarrana? —inquirió Flint mientras ponía el arma prácticamente en la nariz de Sturm.

—Eso es lo que los caballeros conocemos como una alabarda —contestó Sturm, que se apartó ligeramente de la mujer misteriosa que seguía agarrada a su brazo.

Tasslehoff soltó un alegre grito triunfal.

—Sin embargo —añadió diplomáticamente Sturm al ver la expresión mortificada de Flint—, creo que los enanos theiwars usan una palabra para denominar la alabarda que tiene una pronunciación parecida a «albarrana». Quizá era ésa a la que te referías, Flint.

—¡Exacto! —corroboró Flint, reafirmada su dignidad—. Yo... eh... No recuerdo exactamente la palabra correcta en este momento, porque no hablo theiwar con fluidez, pero el sonido es muy semejante, y me refería precisamente a ésa.

Tasslehoff esbozó una sonrisita que parecía anunciar un comentario inminente, pero el semielfo, que intercambiaba una sonrisa cómplice con Sturm, puso fin a la discusión al agarrar al kender y llevarlo en volandas hacia la parte delantera del grupo con tanta rapidez que las botas de Tas pasaron rozando la capa de nieve como si se deslizaran sobre ella.

Brian estaba impresionado por el compañerismo en aquel grupo de amigos tan dispares. Y más que impresionado con Sturm, que sin dejar de cuidar de la mujer que había tomado bajo su protección y por la que se notaba claramente que estaba preocupado, había tenido la paciencia de zanjar la disputa entre el kender y el enano a la vez que se las arreglaba para conseguir que este último conservara su dignidad.

Como si supiera lo que Brian estaba pensando, Sturm lo miró a los ojos y esbozó una sonrisa mientras hacía un leve gesto encogiéndose de hombros.

Evitando las vías principales, siguieron avanzando por las calles. Tanis Semielfo no soltó al kender en ningún momento. Tas se retorcía y suplicaba algo con su vocecilla de timbre agudo. Fuera lo que fuese, saltaba a la vista que Tanis no pensaba ceder.

Llegaban a la plaza del mercado y allí tendrían que abandonar las calles y salir a descubierto, ya que debían tomar la avenida principal que conducía a la biblioteca. Cabía la posibilidad de que unos pocos guardias los estuvieran buscando en la plaza, pero localizar a un puñado de personas entre la multitud de compradores no iba a resultarles fácil, además de ser evidente que los guardias no estaban en absoluto interesados en capturar a los prisioneros fugados.

Brian recordó que Lillith había dicho que algo no iba bien en esa ciudad. Al parecer, los guardias pensaban lo mismo, porque se los notaba serios y taciturnos. La gente común y corriente seguía ocupándose de sus asuntos, pero ahora que se fijaba advirtió que se reunía en grupos para hablar en voz baja y de vez en cuando echaban miradas nerviosas hacia atrás. Sturm y los demás mantenían la cabeza agachada y evitaban hacer cualquier cosa que llamara la atención. Brian comprendió que ya se habían encontrado en situaciones difíciles como la de ahora. El semielfo se las había ingeniado incluso para tener callado al kender.

Cruzaron el mercado sin incidentes y por fin salieron a la calzada que llevaba a la parte antigua de la ciudad y a la biblioteca. Allí Tanis mandó hacer un alto. Con el kender a remolque se acercó a hablar con los caballeros.

—Os agradezco la ayuda, caballeros —dijo—. Aquí nos separamos. Tenemos amigos en la posada El Dragón Rojo que no saben lo que ha pasado...

—¡No podéis iros, Tanis! —gritó Tasslehoff—. ¡Te lo llevo diciendo todo el rato! Debéis venir a la biblioteca para que veáis lo que he descubierto. ¡Es muy, muy importante!

—Tas, no hace falta que vea otra rana momificada —repuso el semielfo con impaciencia—. Tenemos que regresar para decirle a Laurana...

—Oh, claro, para decirle a Laurana —repitió el kender, que sofocó a medias una risa.

—Y a Raistlin, Caramon y los demás que estamos a salvo —continuó Tanis—. Cuando nos separamos de ellos nos llevaban detenidos y estarán preocupados. —Tendió la mano—. Sir Derek, gracias por...

Tas aprovechó la distracción de su amigo para dar un tirón y un salto con los que se escabulló de Tanis. Derek hizo un amago de atraparlo, pero falló, y Tas echó a correr callejón abajo.

—¡Os veré en la biblioteca! —gritó Tas con la cabeza vuelta hacia atrás y agitando la mano—. ¡Los caballeros saben dónde!

—Iré por él —se ofreció Flint a pesar de que estaba inclinado hacia delante, con las manos en las rodillas, por falta de resuello. Parecía que respiraba con dificultad.

—¡No! Ya nos hemos dividido en dos grupos —dijo Tanis—. No quiero que ahora nos separemos en tres. Seguiremos juntos.

Marco se ofreció para ir tras el kender y salió en su persecución.

—Por mí, el kender puede irse con viento fresco —manifestó Flint.

—En realidad ha hallado algo de suma importancia —informó Derek—. Creo que deberíais venir para verlo.

Brian y Aran intercambiaron una mirada de sobresalto.

—¿Qué haces? —preguntó Aran a Derek, a quien había llevado a un lado para hacer un aparte—. Creía que lo del Orbe del Dragón era un secreto.

—Voy a necesitar la cooperación del kender —explicó el otro caballero en voz baja—. Quiero llevármelo con nosotros al Muro de Hielo...

—¡No lo dirás en serio! —exclamó Aran, espantado.

—Yo no bromeo nunca —fue la seca respuesta de Derek—. Es el único que nos puede traducir esa escritura mágica. Nos va a hacer falta.

—No querrá venir —intervino Brian—. No abandonará a sus amigos.

—Entonces Brightblade tendrá que persuadirlo, o, mejor aún, le ordenaré a Brightblade que nos acompañe.

—No es un caballero, Derek, como no dejas de recordarnos cada dos por tres —repuso Brian—. No tiene que obedecer tus órdenes.

—Lo hará, a menos que quiera que les cuente a sus amigos la verdad —comentó Derek con acritud—. Puede ser útil en el viaje ocupándose de los caballos y del kender.

Habían hablado en voz baja todo el tiempo, pero Sturm debió de oír que mencionaban su nombre porque desvió la vista hacia ellos y se encontró con la mirada desaprobadora de Derek clavada en su peto. Sturm enrojeció y después se volvió.

«No lo hagas, Derek —suplicó Brian para sus adentros—. Déjalo estar. Deja que sigan su camino y sigamos nosotros el nuestro.»

Tenía la incómoda sensación de que no iba a ser así.

—Ven aquí, Brightblade —llamó Derek de un modo que parecía una orden.

El semielfo y el enano intercambiaron una mirada inquieta y los dos miraron a Sturm, que no había oído a Derek porque en ese momento hablaba en voz baja y con timbre tranquilizador a la mujer del rostro velado.

—Esto no va a acabar bien, acuérdate de lo que te digo —pronosticó el enano—. ¡Y todo por culpa de ese kender botarate!

El semielfo, taciturno, suspiró hondo y asintió con la cabeza.

—¡Y eso que no saben la mitad de la mitad! —masculló Aran.

Sacó la petaca, la alzó y descubrió que estaba vacía. La sacudió, pero no salió ni una gota.

—Magnífico —rezongó—. Ahora tendré que aguantar a Derek estando sobrio.

20 Un último beso. Sangre y fuego

Los caballeros y sus recién descubiertos compañeros llegaron a la biblioteca sin incidentes. Marco había vuelto para informarles de que Tas se encontraba sano y salvo en la biblioteca, recreando a Lillith con el relato de la lucha que habían sostenido con seiscientos soldados de la guardia de Tarsis, además de un gigante errabundo que pasaba por allí.

—Brian —dijo Derek antes de entrar en la biblioteca—, ve a buscar a Brightblade y dile que quiero hablar con él.

Brian suspiró profundamente, pero hizo lo que le mandaba. Sturm Brightblade pertenecía a una familia respetable y contaba con el respaldo de lord Gunthar, que era un viejo y querido amigo de la familia. Cuando Sturm pidió ser aceptado como aspirante a caballero, lord Gunthar había apoyado al joven. Fue Derek quien se opuso a la nominación de Sturm a entrar en la caballería basándose en varias razones: No se había criado en Solamnia; lo había educado su madre y su padre había estado ausente durante los años de aprendizaje; no había recibido una educación adecuada; no había servido como escudero a un caballero; y, lo que estaba más en su contra, la insinuación de Derek de que la paternidad de Angriff estaba en tela de juicio.

Afortunadamente, Sturm no se hallaba presente y no oyó todo lo que Derek dijo sobre él y su familia. De haberlo oído, se habría producido un derramamiento de sangre en el salón del consejo. Así las cosas, lord Gunthar había respondido a los cargos con vehemencia a favor de su joven amigo, pero los cargos de Derek habían tenido suficiente peso para dar al traste con la candidatura de Sturm.

Corrió el rumor de que cuando llegó a oídos de Sturm lo que Derek había dicho, el joven había intentado desafiar a Derek en un duelo de honor.

Eso, sin embargo, había sido imposible. Un simple don nadie como Sturm Brightblade no podía retar a un Caballero de la Rosa a un combate a muerte. Sintiéndose desprestigiado, Sturm decidió marcharse de Solamnia. Lord Gunthar había hablado con él para persuadirlo de que se quedara, pero había sido en vano. Gunthar le urgió a esperar un año y entonces se podría someter su nombre a consideración otra vez; entretanto, Sturm podía dedicarse a refutar los cargos de Derek. El joven se negó. Abandonó Solamnia al poco tiempo llevándose consigo su herencia: la espada y la armadura de su padre. Parte de esta última era la que ahora llevaba puesta aunque no tuviera derecho a ello.

Dos hombres orgullosos y tercos, pensó Brian; y los dos culpables.

—Tenemos que hablar contigo, Sturm —dijo Brian—. En privado. Quizá a la dama le gustaría descansar un rato —concluyó desmañadamente.

Sturm escoltó a la mujer velada a un banco de piedra que había cerca de lo que antaño había sido una fuente de mármol. En un gesto galante, lo limpió de nieve, se quitó la capa y la extendió sobre el banco antes de ayudar a la dama a sentarse. El elfo, que se llamaba Gilthanas, no había dicho una sola palabra en todo ese tiempo. Se sentó junto a la mujer con actitud protectora. Tanis estaba inquieto y miraba a su alrededor. Asintió con la cabeza en un gesto de aquiescencia cuando Sturm le informó que iba a hablar con sus amigos.

Derek los condujo hasta un sitio donde podrían hablar a solas sin que los oyeran. Brian, que tenía la terrible sensación de saber lo que se avecinaba, buscó la ocasión de tener una corta charla con Sturm, y lo retuvo por el brazo cuando su amigo se disponía a seguir a Derek.

—Sólo quería decirte que lamento lo que te ocurrió... Me refiero a lo de tu petición de ingreso en la caballería. Derek es mi amigo y no hay otro hombre a quien aprecie y respete más —Brian esbozó una sonrisa pesarosa—, pero a veces se comporta como un cretino.

Sturm no dijo nada y mantuvo la vista clavada en el suelo. La cólera le ensombrecía el semblante.

»Todos hemos cometido errores —continuó Brian—. Si Derek se despojara alguna vez de esa coraza, descubriríamos que debajo hay un ser humano, pero es incapaz de quitársela, Sturm. No está en su forma de ser. Espera la perfección en todo el mundo, sobre todo en sí mismo.

Aquello pareció aplacar un poco a Sturm. Su gesto ceñudo se suavizó.

»Cuando los ejércitos de los dragones invadieron el castillo de Crownguard —prosiguió Brian—, un dragón mató a su hermano pequeño, Edwin. Es decir, suponemos que está muerto. —Hizo una pausa mientras evocaba aquellos momentos horribles y luego susurró:— Esperamos que lo esté. La esposa y el hijo de Derek han tenido que ir a vivir con el padre de ella porque no puede proporcionales una casa donde cobijarse. ¿Cómo tiene que sentirse un hombre en esa situación, sobre todo uno tan orgulloso como Derek? No le queda nada excepto la caballería, esta misión —Brian suspiró— y su orgullo. Ten esto presente, Sturm, y perdónalo si puedes.

Dicho esto, Brian se apartó de Sturm porque Derek era capaz de sospechar que había dicho a saber qué. Sturm seguía silencioso, envarado y ceremonioso cuando se reunió con Derek. Aran, atisbando por encima del yelmo de Derek, miró a Brian y enarcó las cejas en una pregunta muda. El otro caballero negó con la cabeza. No tenía ni idea de lo que se proponía hacer Derek.

—Brightblade —empezó bruscamente Derek—, hemos tenido nuestras diferencias en el pasado...

Sturm apretó los puños y el cuerpo le tembló. No dijo nada, pero asintió con un cabeceo.

—Te recuerdo que, según la Medida, en tiempos de guerra cualquier animosidad personal debe dejarse a un lado. Yo estoy dispuesto a hacerlo si tú lo estás —añadió—. Te lo demostraré haciéndote partícipe de nuestro secreto. Voy a revelarte la naturaleza de nuestra misión.

Brian se quedó estupefacto cuando, de repente, comprendió lo que estaba haciendo Derek. Se puso tan furioso que tuvo que hacer un esfuerzo para tragarse unas palabras muy duras: Derek se mostraba conciliador con Sturm porque necesitaba al kender.

Sturm vaciló y después exhaló un sonoro suspiro, como si soltara una gran carga.

—Tu confianza me honra, milord —dijo en voz queda.

—Tienes permiso para contarles a tus amigos nuestra misión, pero esto no debe salir del grupo —advirtió Derek.

—Lo comprendo. Respondo por su honor como del mío propio.

Teniendo en cuenta que se estaba refiriendo a gente extraña, tales como enanos y semielfos, Derek enarcó una ceja al oír su respuesta, pero lo dejó pasar. Necesitaba al kender. Iba a entrar en materia cuando Aran se lo impidió al hacer una pregunta.

—¿Es cierto que matasteis al Señor del Dragón en Pax Tharkas? —Se notaba interés en la voz del caballero.

—Mis amigos y yo tomamos parte en una revuelta de esclavos en las minas, con el resultado de la muerte del Señor del Dragón —contestó Sturm.

—No es menester que seas modesto, Brightblade. Debes de haber hecho algo más que tomar parte para que tu nombre encabece la lista de recompensas por la muerte del Señor del Dragón. —Aran estaba impresionado.

—¿Que la encabeza? —preguntó Sturm, sobresaltado.

—Así es. Tu nombre y el de tus compañeros. Enséñaselo, Brian.

—Eso podremos hacerlo en otro momento. Ahora tenemos asuntos más importantes que tratar —intervino Derek, que asestó una mirada iracunda a Aran—. El Consejo de Caballeros nos ha encomendado la búsqueda de un valioso artefacto llamado Orbe de los Dragones y que lo llevemos a Sancrist. Nos han llegado rumores de que ese orbe podría hallarse en el glaciar, y hemos hecho un alto aquí, en la antigua biblioteca, a fin de conseguir más información. El kender nos ha prestado una ayuda muy valiosa en ese sentido.

Sturm se atusó el bigote en un gesto turbado, incómodo.

—No me gusta hablar mal de nadie, milores, sobre todo de Tasslehoff, al que conozco hace muchos años y considero un amigo...

Derek frunció el entrecejo ante la idea de que alguien considerara amigo a un kender, pero, por suerte, Sturm no reparó en su gesto.

—Sin embargo, deberíais tener presente que Tas, aun siendo una persona generosa y afable, a veces se... inventa cosas...

—Si lo que intentas decir es que el kender es un pequeño mentiroso, soy consciente de ello —lo interrumpió Derek, impaciente—. Pero el kender no miente en esto. Tenemos pruebas de la veracidad de sus afirmaciones. Creo que tú y tus amigos deberíais comprobarlo por vosotros mismos.

—Si Tasslehoff ha podido seros útil, me alegro. Estoy seguro de que Tanis querrá hablar con él —añadió Sturm con ironía—. Bien, si no hay nada más que comentar...

—Sólo una cosa... ¿Quién es la mujer del velo? —inquirió Brian con curiosidad al tiempo que echaba un vistazo hacia atrás.

La mujer seguía sentada en un banco y hablaba con el elfo y con el semielfo. El enano paseaba cerca con ruidosas zancadas.

—Es lady Alhana, hija del rey de Silvanesti —contestó Sturm. Los ojos le brillaron con afecto al posarse en ella.

—¡Silvanesti! —repitió Aran, sorprendido—. Está muy lejos de casa. ¿Qué hace una elfa silvanesti en Tarsis?

—El brazo de la Reina Oscura es largo —dijo seriamente Sturm—. Los ejércitos de los dragones están a punto de invadir su patria. La dama ha arriesgado la vida al viajar a Tarsis para buscar mercenarios que ayuden a los silvanestis a rechazar al enemigo. Por eso la arrestaron. Los mercenarios no están bien vistos en esta ciudad, y tampoco los que los contratan.

—¿Estás diciendo que los ejércitos de los dragones han llegado tan al sur que amenazan con invadir Silvanesti? —preguntó Brian, atónito.

—Eso parece —contestó Sturm. Miró a Derek y dijo con pesar:

»He oído que la guerra ha llegado también a Solamnia.

—El castillo de Crownguard cayó en manos de los ejércitos de los dragones, al igual que Vingaard —respondió Derek, impasible—. Como también todas las regiones orientales del país. Palanthas aguanta todavía, así como la Torre del Sumo Sacerdote, pero esos diablos podrían lanzar un ataque en cualquier momento.

—Lo lamento, milord —manifestó Sturm, vehemente. Por primera vez miró a Derek a los ojos—. Lo siento muchísimo.

—No necesitamos compasión. Lo que necesitamos es el poder necesario para expulsar a esos carniceros de nuestra patria —replicó secamente Derek—. De ahí que sea tan importante ese Orbe de los Dragones. Según el kender, confiere a quien lo domina la capacidad de controlar a los reptiles.

—Si tal cosa es cierta, en verdad sería una gran noticia para todos los que luchamos por la libertad —afirmó Sturm—. Iré a informar a mis amigos.

Se alejó para hablar con el semielfo.

—Bien, supongo que tendremos que ser corteses con esa gente —dijo Derek, hosco. Preparándose para afrontarlo, fue a reunirse con Sturm. Aran lo siguió con la mirada.

—Sabes lo que está haciendo, ¿verdad, Brian? Es amable con Brightblade para que nos ayude a conservar al kender. De otro modo, Derek no le habría dado ni los buenos días.

—Tal vez —admitió Brian—. Aunque, para ser justos, creo sinceramente que Derek no se plantea esto así. En su mente lo está haciendo por Solamnia.

Aran se dio tirones del bigote.

—Eres un buen amigo para él, Brian. Ojalá te mereciera. —Hizo ademán de coger la petaca de licor, pero recordó que estaba vacía y, con un suspiro, fue a presentarse a los patéticos amigos de Sturm.

Resultó que uno de ellos no lo era tanto, ni siquiera para Derek, que no vio mermada su dignidad por ser presentado a lady Alhana Starbreeze. Hacía muchos siglos que a los solámnicos no los gobernaba un rey, pero los caballeros seguían siendo respetuosos con la realeza, que los fascinaba, sobre todo tratándose de una representante tan incomparablemente bella como Alhana Starbreeze.

Se dirigieron a la biblioteca, en la que encontraron al kender enfrascado en hacer un examen concienzudo de los libros con sus anteojos mágicos. El semielfo, al que se lo habían presentado como Tanis Semielfo, se mostró severo con Tas por escaparse, pero finalmente se aplacó cuando quedó claro que el kender realmente sabía leer los textos mágicos y no se lo estaba inventando.

Mientras los caballeros, el kender y sus amigos charlaban, Brian se escabulló para buscar a Lillith. A su regreso se había sentido desilusionado al enterarse de que la joven había salido a ocuparse de algún quehacer. Regresó a la entrada de la biblioteca y encontró a Marco al pie de la escalera, echando miradas nerviosas hacia arriba.

—Flota algo raro en el aire —comentó—. ¿No lo notas?

Brian recordó que Aran había dicho lo mismo hacía poco y, ahora que Marco le había llamado la atención sobre ello, se sintió inquieto y se le puso carne de gallina. O, en palabras de Aran, «como si alguien hubiera caminado sobre su tumba».

—¿Y Lillith? —preguntó Brian.

—Está en nuestra capilla, rezando —respondió Marco, e indicó un cuarto que había a un lado de la entrada principal. Otra puerta, señalada con el símbolo del libro y la balanza, estaba entreabierta.

Aquello fue una sorpresa para Brian, que no supo qué hacer.

—Es que... quizá tengamos que marcharnos en seguida... Me gustaría verla...

—Puedes entrar —le dijo Marco con una sonrisa.

—No querría interrumpir...

—No pasa nada.

Brian vaciló. Después se encaminó hacia la puerta y la empujó con suavidad.

La capilla era bastante pequeña, con capacidad para unas pocas personas. Al fondo estaba el altar. Sobre el mismo descansaba un libro abierto, al lado de una balanza en perfecto equilibrio, de forma que los dos brazos se mantenían en horizontal. Lillith no estaba arrodillada, como Brian había esperado encontrarla, sino sentada con las piernas cruzadas frente al altar, relajada y muy a gusto. Hablaba en voz baja, pero no daba la impresión de que rezara, sino que hablara con su dios, ya que a veces ponía énfasis a algún comentario con un gesto.

Brian abrió la puerta un poco más con el propósito de entrar y quedarse detrás, pero los goznes chirriaron. Lillith se volvió y le sonrió.

—Lo siento —se disculpó él—. No quería molestarte.

—Gilean y yo charlábamos un poco, nada más.

—Hablas de él como si fuese un amigo.

—Lo es —contestó Lillith mientras se incorporaba. Le dedicó una sonrisa con hoyuelos.

—Pero es un dios. Al menos tú crees que lo es —argumentó Brian.

—Lo respeto y lo venero como a un dios —explicó la joven—, pero cuando acudo a él, hace que me sienta tan bien recibida como si visitara a un amigo.

Brian echó un vistazo al altar mientras trataba de discurrir una forma de cambiar el tema de conversación, cosa que hizo que se sintiera incómodo. Miró el libro, imaginando que sería alguna clase de texto sagrado.

—¡Pero si las páginas están en blanco! ¿Por qué? —preguntó sin salir de su asombro.

—Para recordarnos que nuestra vida está hecha de páginas en blanco que esperan que las llenemos —contestó Lillith—. El libro de la vida se abre cuando nacemos y se cierra con nuestra muerte. Escribimos en él constantemente, pero por mucho que escribamos, por mucho que reflejemos en él las alegrías y las penas que experimentamos o las equivocaciones que cometemos, cada vez que volvemos una página, la del día siguiente siempre está en blanco.

—A algunas personas podría parecerles una perspectiva amedrentadora —comentó el caballero en tono sombrío a la par que contemplaba la página, tan absoluta y descarnadamente vacía.

—A mí me parece rebosante de esperanza —dijo Lillith, que se acercó más a él.

Brian la tomó de las manos y las estrechó entre las suyas.

—Sé lo que escribiré en la página de mañana. Quiero reflejar en ella mi amor por ti.

—Entonces, escribámoslo en la de hoy —susurró la joven—. No esperaremos a mañana.

En el altar había un tintero pequeño de cristal tallado y, al lado, una pluma. Lillith mojó la punta en el tintero y después, medio en serio medio en broma, dibujó un corazón en la página, como lo haría un niño, y dentro escribió el nombre de Brian.

El caballero tomó la pluma e iba a escribir el nombre de ella cuando lo interrumpió la llamada de un cuerno que sonaba fuera de la biblioteca. Aunque los cuernos sonaban lejos, muy lejos, los identificó. Se le hizo un nudo en el estómago y el corazón le latió con fuerza. La mano le tembló y dejó caer la pluma con la que había empezado a escribir.

Se dirigió a la puerta.

—¿Qué es ese ruido espantoso? —jadeó Lillith.

El estruendoso sonido sonaba cada vez más alto. El disonante y destemplado toque hizo que la joven torciera el gesto.

—¿Qué es? —inquirió en tono apremiante—. ¿Qué significa?

—Los ejércitos de los dragones. —Brian procuró conservar la calma para no asustarla—. Temíamos que esto ocurriera. Atacan Tarsis.

Lillith y él se miraron. Había llegado el momento de separarse, para cumplir ambos con su deber. Se hicieron el regalo de un preciado momento, un momento en el que aferrarse uno al otro, un momento para memorizar el rostro amado, un momento al que ambos se asirían en la inminente oscuridad. Después se soltaron las manos y fueron hacia la puerta.

—Marco —llamó Lillith mientras salía corriendo de la capilla—. ¡Reúne a los Estetas! ¡Que vengan aquí!

—¡Derek! —gritó Brian—. ¡Los ejércitos de los dragones! ¡Voy a salir para echar un vistazo!

Estaba a punto de echar a correr escaleras arriba cuando oyó voces que se alzaban dentro de la biblioteca. Brian gimió para sus adentros. No era difícil imaginar lo que pasaba. Se dio media vuelta y avanzó entre las estanterías lo más deprisa posible con la esperanza de evitar una disputa.

—¿Adónde vas, kender? —oyó gritar a Derek.

—¡Con Tanis! —replicó Tas a voces; por el tono se advertía que la pregunta le había sorprendido—. ¡Vosotros sois caballeros y os las podéis arreglar bien sin mí, pero mis amigos me necesitan!

—Os ofrecemos nuestra protección, semielfo —decía Derek cuando Brian llegó donde estaba el grupo—. ¿Es que la rechazas?

—Te lo agradezco, señor, pero como te he dicho, no podemos ir con vosotros. Tenemos amigos en El Dragón Rojo y hemos de reunimos con ellos...

—Sturm, ven con el kender y con nosotros —ordenó Derek.

—No puedo, señor —contestó Sturm, que apoyó la mano en el brazo del semielfo—. Él es mi jefe y mi lealtad está con mis amigos.

A Derek le indignó que Sturm Brightblade, un solámnico, tuviera la osadía de no obedecer la orden de un caballero que era su superior por nacimiento y, por si fuera poco tal injuria, la agravaba con el insulto de declarar orgullosamente que acataba las órdenes de un elfo mestizo.

Tanis se dio cuenta e iba a decir algo, quizá con intención de aplacar la ira del caballero, pero Derek se le adelantó.

—Si ésa es tu decisión, no puedo impedírtelo —dijo con frialdad—. Pero esto será otro punto en tu contra, Sturm Brightblade. Recuerda que aún no eres un caballero. Todavía no. Ruega para que cuando se debata la cuestión de tu investidura ante el Consejo yo no me encuentre allí.

El rostro de Sturm se tornó intensamente pálido. Desvió la mirada, que rebosaba remordimiento, hacia Tanis. El semielfo trató de disimular la inmensa sorpresa, aunque sin éxito.

—¿Qué ha dicho? —demandó el enano—. ¿Que el caballero no es un caballero?

—Déjalo ya, Flint —musitó Tanis—. No tiene importancia.

—¡Vaya, pues claro que la tiene! —Flint sacudió el puño delante de Derek—. ¡Nos alegramos de que no sea uno de vosotros, caballeros estirados con acero por cerebro! ¡No os estaría mal empleado que os dejáramos al kender!

—Tanis —dijo Sturm en voz baja—, puedo explicar...

—¡No hay tiempo para explicaciones ahora! —exclamó el semielfo por la urgencia del momento—. ¡Escuchad, se están acercando! Caballeros, deseo que tengáis éxito en vuestra misión. Sturm, ocúpate de lady Alhana. Tasslehoff, tú vienes conmigo. —Tanis asió al kender con firmeza—. Si nos separamos, nos encontraremos en la posada El Dragón Rojo.

La llamada de los cuernos sonó más cerca. Tanis consiguió reunir a sus amigos y salieron corriendo detrás del kender, que conocía bien el camino entre las estanterías. Frustrado, Derek asestó una mirada furiosa a los libros amontonados en la mesa. Había varios que no se habían leído todavía.

—Al menos sabemos que hay un orbe en el Muro de Hielo y sabemos también lo que hace —apuntó Aran—. Salgamos de esta ciudad antes de que el ataque desate un infierno.

—Los caballos están en un establo cercano a la puerta principal. Aprovecharemos el caos para escapar... —añadió Brian.

—¡Necesitamos a ese kender! —exclamó Derek.

—Derek, sé razonable —empezó Aran, pero el otro caballero desempaquetaba su armadura e hizo oídos sordos.

Ya no tenía sentido ocultar quiénes eran llevando atuendos corrientes. Cabía la posibilidad de que tuvieran que luchar para abrirse paso y salir de la ciudad, así que Aran y Derek se pusieron el peto sobre la cota de malla y se protegieron la cabeza con el yelmo. Brian, que había perdido la armadura cuando su caballo se espantó y huyó, tuvo que conformarse con el coselete de cuero. Hicieron una selección en sus equipos para conservar sólo lo que consideraban imprescindible y dejar todo lo demás. Después volvieron hacia la puerta de la biblioteca entre las estanterías de libros.

—Gracias por la ayuda que nos has prestado, señora —le dijo Derek a Lillith, que hacía guardia al pie de la escalera—. ¿Cómo se va a la posada El Dragón Rojo?

—Qué insólito buscar alojamiento en este momento, señor. —La joven estaba estupefacta.

—Por favor, señora, no disponemos de mucho tiempo —le rogó Derek con apremio.

—Tenéis que volver al centro de la ciudad —respondió Lillith tras encogerse de hombros—. Esa posada está cerca de la Sala de Justicia.

—Id delante vosotros —dijo Brian—. Yo os alcanzaré en seguida.

Derek le asestó una mirada malhumorada, pero no hizo ningún comentario. Aran le sonrió a Brian y le guiñó un ojo antes de subir corriendo la escalera detrás de Derek. Brian se volvió hacia Lillith.

—Cierra la puerta a cal y canto —aconsejó a la joven—. No la descubrirán...

—Lo haré —le aseguró ella. La voz le temblaba un poco, pero guardaba la compostura e incluso se las arregló para sonreírle—. Estoy esperando que lleguen los otros Estetas. Hemos hecho abastecimiento de provisiones. Estaremos a salvo. A los draconianos no les interesan los libros...

«No —pensó Brian, angustiado—, sólo les interesa matar.»

Le dio un último y prolongado beso y después, al oír a Derek llamarlo a voz en cuello, se apartó de la joven con gran esfuerzo y corrió en pos de sus compañeros.

—¡Que los dioses de la Luz velen por ti! —gritó ella a su espalda.

Brian miró rápidamente hacia atrás y agitó la mano en un gesto de despedida. La última imagen que vio de la joven fue dirigiéndole una sonrisa y diciendo adiós con la mano. Un instante después, una sombra pasaba por encima y ocultaba la luz del sol.

Brian miró hacia arriba y vio las alas rojas y el colosal cuerpo rojo de un dragón. El miedo al dragón lo invadió, aplastó toda esperanza y aniquiló todo resquicio de valor. El brazo que sostenía la espada le tembló. Tropezó mientras corría, casi incapaz de respirar por el terror que parecía sumir en la oscuridad cuanto había a su alrededor.

Los ejércitos de los dragones no habían ido a conquistar Tarsis, habían ido a destruirla.

Brian luchó contra el miedo que se retorcía en sus entrañas hasta el punto de que casi lo había puesto físicamente enfermo.

Se preguntó si Derek y Aran lo estarían viendo, si serían testigos de su flaqueza, y la rabia y el orgullo lo espolearon y le devolvieron la confianza en sí mismo. Siguió corriendo. El monstruo rojo pasó volando en dirección a los sectores de Tarsis donde la gente, presa del pánico, se agolpaba en las calles.

Brian encontró a Aran y a Derek a resguardo de las sombras de un portal medio derrumbado.

Llegaron más dragones rojos, las alas ocultando el cielo. Los caballeros oyeron el bramido de las monstruosas bestias, las vieron volar en círculo y lanzarse en picado sobre sus víctimas indefensas, a las que arrojaban fuego que incineraba todo lo que tocaba, incluidas las personas. El humo empezó a crecer a medida que los edificios estallaban en llamas. Incluso desde esa distancia les llegaban los gritos horribles de los que perecían.

Aran tenía la tez cenicienta. Derek mantenía la compostura, pero sólo merced a un esfuerzo ímprobo. Tuvo que humedecerse los labios con la lengua dos veces antes de ser capaz de hablar.

—Vamos a la posada.

Los tres se agacharon de forma involuntaria cuando un dragón rojo los sobrevoló tan bajo que el vientre rozó las copas de los árboles. Si el reptil hubiera mirado hacia abajo, los habría visto, pero los ojos feroces de la bestia estaban clavados al frente, deseosa de tomar parte en la masacre.

—Derek, esto es una locura —susurró Aran. El sudor le perlaba el labio, debajo del yelmo—. El Orbe de los Dragones es lo que importa. ¡Olvídate del maldito kender! —Señaló las negras columnas de humo, cada vez más densas—. ¡Mira eso! ¡Ir allí sería tanto como meternos en el Abismo!

Derek le asestó una mirada fría.

—Yo voy a la posada. Si tenéis miedo, me reuniré con vosotros en el lugar donde acampamos.

Echó a correr calle abajo buscando cobijo de refugio en refugio, zambulléndose desde un umbral hasta una pequeña arboleda y de ésta a un edificio, procurando no atraer sobre sí la atención de los dragones.

Brian miró a Aran con un gesto de impotencia y Aran alzó las manos, exasperado.

—¡Supongo que tendremos que ir con él! Así es posible que al menos evitemos que ese idiota acabe muerto.

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