PRIMERA PARTE

Prólogo

Habían pasado más de trescientos años desde la última vez que oyó el sonido de una voz humana. O, más bien, desde la última vez que oyó hablar a un humano. Desde entonces había oído gritos; gritos de los que habían llegado al alcázar de Dargaard para enfrentarse a él, gritos que acababan en boqueadas y gorgoteos mientras se ahogaban en su propia sangre.

Lord Soth no tenía paciencia con esos necios. No tenía paciencia con quienes llegaban buscando el supuesto tesoro que guardaba. No tenía paciencia con los que iban con la aguerrida misión de librar al mundo del mal que él representaba, porque sabía la verdad. ¿Quién mejor para saberlo que quien antaño había cabalgado en busca de sus propias hazañas caballerescas? Sabía que los caballeros eran egoístas, egocéntricos, interesados sólo en la gloria y en oír sus nombres en boca de los bardos. Vislumbraba a través de la brillante armadura los puntos de oscuridad que ennegrecían sus almas. El valor les rezumaba por esos poros, se perdía cuando les hacía frente y caían de rodillas con un tintineo de las brillantes armaduras para suplicarle clemencia.

Lord Soth no podía dar lo que no tenía.

¿Quién había mostrado clemencia con él? ¿Quién había oído sus gritos? ¿Quién los oía ahora? Los dioses habían regresado, pero él era demasiado orgulloso para pedir el perdón de Paladine. Lord Soth no creía que se le concediera ese perdón, y, en el fondo, el Caballero de la Muerte pensaba que no debía concedérsele.

Sentado en el trono del gran salón de su ruinoso alcázar, seguía escuchando noche tras noche, en una sucesión inacabable, a los espectros de las elfas malditas que estaban condenadas a cantar igual que él estaba condenado a oír la balada de sus crímenes. Cantaban sobre un valeroso y gallardo caballero cuyas pasiones antojadizas lo empujaron a seducir a una doncella elfa y dejarla embarazada. Cantaban sobre la esposa traicionada a quien se quitó de en medio de manera muy oportuna para que a la doncella elfa se le diera la bienvenida al alcázar de Dargaard. Cantaban sobre el espanto de la nueva esposa cuando descubrió la verdad y de sus plegarias a los dioses tratando de convencerles de que aún quedaba algo de bondad en Soth y suplicándoles que le concedieran una posibilidad de salvación.

Cantaban sobre la respuesta de los dioses: a lord Soth se le daría el poder de persuadir al Príncipe de los Sacerdotes de que abandonara la idea de proclamarse a sí mismo dios y de ese modo prevenir la cólera divina. Soth podría evitar el desastre del Cataclismo, salvar la vida de miles de inocentes, legar a su hijo un nombre del que se sintiera orgulloso. Cantaban sobre el viaje de Soth a Istar, resuelto a salvar a la humanidad aunque él mismo pereciera. Cantaban sobre su papel, el de aquellas elfas malditas que le salieron al paso en la calzada para contarle mentiras sobre su amada. Cantaban sobre citas secretas con otros hombres y sobre una criatura que no había engendrado él.

Cantaban sobre la ira de Soth mientras cabalgaba de vuelta a su castillo y de cómo ordenó que su esposa se presentara ante él y cuando la tuvo delante proclamó que era una puta y su hijo un bastardo. Cantaban sobre los terremotos cuando la montaña ígnea arrojada por los dioses se estrelló contra Istar y que con las sacudidas la gran lámpara, resplandeciente por los centenares de velas encendidas, cayó del techo y se precipitó sobre su esposa y su hijo. Cantaban sobre cómo los habría podido salvar, pero, consumido por el odio y la sed de venganza, vio prenderse fuego al cabello de su esposa y oyó los gritos frenéticos del pequeño cuando la tierna carne se cubrió de ampollas y se abrasó. Todas las noches cantaban sobre cómo giró sobre sus talones y empezó a alejarse.

Por último cantaban —y por siempre jamás oiría la maldición que le echó su esposa— que viviría para siempre, un caballero encadenado a la muerte y a la oscuridad, obligado a rememorar sus crímenes constantemente mientras el tiempo discurría, los minutos interminables como horas, las horas interminables como años, los años vacuos y vacíos y tan fríos como sólo pueden serlo los muertos irredentos.

En todos esos años hacía tanto tiempo que no había oído una voz dirigiéndose a él que, cuando una le habló, durante un instante creyó que era parte de sus cavilaciones y no hizo caso.

—Lord Soth, te he llamado tres veces —dijo la voz en tono imperioso, furiosa porque no le había hecho caso—. ¿Por qué no respondes?

El caballero muerto, cubierto con la armadura ennegrecida por el fuego y manchada de sangre, escudriñó a través de la visera del yelmo. Vio una majestuosa y bella mujer, oscura y cruel como el Abismo que gobernaba.

—Takhisis —dijo sin incorporarse del sillón.

—Reina Takhisis —replicó con desagrado y dando énfasis al título.

—No eres mi reina —contestó él.

Takhisis le asestó una mirada iracunda y su aspecto cambió. Se transformó en un enorme dragón con cinco cabezas que se retorcían al tiempo que siseaban y escupían. La criatura terrorífica se irguió, imponente, ante él y todas las cabezas bramaron con ira.

—¡Los dioses de la Luz te hicieron lo que eres, pero yo puedo destruirte! —siseó Takhisis. Las cabezas de dragón, con los colmillos goteantes de saliva, se abalanzaron hacia él en un gesto amenazador—. Te arrojaré al Abismo y te destrozaré, te haré sufrir y te torturaré por toda la eternidad.

Antaño, la cólera de la diosa había destruido un mundo, pero lord Soth no se acobardó ante ella; no cayó de hinojos ni tembló de miedo. Siguió sentado en el trono, alzados hacia ella los ojos que ardían como una llama estable y constante, sin temor ni inquietud.

—¿Qué diferencia habría entre esa existencia atormentada y la que sufro ahora? —le preguntó con voz queda.

Las cinco cabezas interrumpieron las arremetidas amenazadoras y se quedaron suspendidas sobre él, desconcertadas. Al cabo de un momento, el dragón se esfumó y la mujer reapareció con una sonrisa en los labios.

—No he venido a pelear, milord —empezó en un ronroneo seductor, persuasivo—. Aunque me has lastimado, aunque me has herido profundamente, estoy dispuesta a perdonarte.

—¿Y cómo te he lastimado, Takhisis? —preguntó, y a pesar de que no quedaba ni rastro de su semblante a la diosa le dio la impresión de que le dirigía una sonrisa sarcástica.

—Sirves a la causa de la oscuridad... —empezó la diosa.

Lord Soth sacudió la cabeza en un gesto negativo, como diciendo que no estaba al servicio de ninguna causa, ni siquiera la suya propia.

—... y sin embargo, te mantienes alejado de la gloriosa batalla que estamos librando —continuó Takhisis—. El emperador Ariakas estaría orgulloso de tenerte a sus órdenes...

La llama de los ojos de lord Soth titiló, pero Takhisis estaba tan apasionadamente inmersa en su empresa que no lo vio.

—No obstante, aquí estás, encerrado en este alcázar renegrido —prosiguió con acritud—, lamentando tu sino mientras otros disputan tus batallas.

—Por lo que he visto, señora, tu emperador está ganando las suyas —contestó Soth con acritud—. Gran parte de Ansalon está bajo su dominio actualmente. No nos necesitas ni a mí ni a mis fuerzas, así que márchate y déjame en paz.

Velados los ojos bajo las largas pestañas, Takhisis miró al caballero muerto. Los oscuros mechones de cabello ondeaban al impulso del viento helado que se colaba a través de los muros agrietados y desmoronados.

—Cierto, estamos ganando —confirmó—, y no me cabe duda de que al final saldremos vencedores. Sin embargo, esto te lo diré a ti y sólo a ti, milord. No hemos aplastado a los dioses de la luz tan fácil y rápidamente como había previsto. Han surgido ciertas... complicaciones. El emperador Ariakas y mis Señores de los Dragones agradecerían tu ayuda.

Así que ciertas complicaciones. Lord Soth estaba al tanto de esas «complicaciones». Uno de esos jactanciosos Señores de los Dragones había muerto, todos los demás deseaban la Corona del Poder para sí mismos, y aunque en público bebían vino en la copa de la concordia, en privado escupían al suelo. Los elfos de Qualinesti habían escapado del ejército de los dragones que había ido a aniquilarlos. Los enanos de Thorbardin habían derrotado a componentes de ese mismo Ejército Rojo y habían expulsado a la oscuridad del interior de la montaña. Los caballeros solámnicos habían caído derrotados, pero todavía no estaban acabados. Sólo necesitaban un adalid que los capitaneara y en cualquier momento podía surgir uno de sus filas.

Los dragones de colores metálicos, que hasta ese momento se habían mantenido al margen del conflicto, empezaban a sentir desasosiego, a pensar que quizá se habían equivocado. Si los poderosos dragones dorados y plateados de Paladine entraban en liza del lado de la luz, los dragones rojos y azules, así como los verdes, negros y blancos, iban a tener serios problemas. Takhisis tenía que conquistar inmediatamente Ansalon, antes que los dragones de colores metálicos tomaran parte en la guerra; antes que los ejércitos de la luz, ahora divididos, entraran en razón y crearan alianzas; antes que los Caballeros de Solamnia hallaran un héroe.

—Te propongo un trato, Takhisis —ofreció lord Soth.

En los ojos oscuros de la reina hubo un destello de ira. No estaba acostumbrada a negociar arreglos, sino a dar órdenes y a que se la obedeciera. No obstante, tuvo que tragarse la rabia. Su arma más eficaz era el terror, y su aguzado filo estaba embotado y era inservible contra el Caballero de la Muerte que lo había perdido todo y, por ende, no tenía nada que temer.

—¿Qué trato propones?

—No puedo servir a alguien a quien no respeto —dijo Soth—. En consecuencia, prometeré lealtad y pondré mi ejército al servicio del Señor del Dragón que tenga el valor de pasar la noche en el alcázar de Dargaard, solo. O, digamos más bien, al Señor del Dragón que logre sobrevivir una noche a solas en el alcázar de Dargaard. Ese Señor del Dragón tendrá que aceptar voluntariamente, no coaccionado por ti o por cualquier otro —añadió lord Soth, conocedor de cómo funcionaba la mente de la diosa.

Takhisis le asestó una mirada colérica, en silencio. Si no lo necesitara, lo habría despachurrado entre los anillos serpentinos de su ira, lo habría despedazado con las garras de su furia y lo habría devorado con las fauces de su odio.

Pero lo necesitaba, mientras que él a ella, no.

—Comunicaré tu mensaje a mis Señores de los Dragones —aceptó finalmente Takhisis.

—Tendrá que venir solo —repitió Soth—. Y por voluntad propia, sin coacción.

La diosa no se dignó contestar. Le dio la espalda y, entrando majestuosamente en la oscuridad que gobernaba, lo dejó para que siguiera escuchando una y otra y otra vez la amarga canción de su trágica vida.

1 Grag informa al emperador. La Dama Azul sufre un sobresalto

El otoño estaba avanzado y las hojas, de colores otrora llamativos y sugerentes, caían ahora al suelo. El viento esparcía sus restos quebradizos y marchitos en espera de que el piadoso manto de las nieves invernales los sepultara.

El invierno casi había entrado en Ansalon y con él llegaría el final de la temporada de campaña. Las fuerzas de Takhisis, a las órdenes del emperador Ariakas, tenían ocupada gran parte de Ansalon: desde Nordmaard, al oeste, hasta Kalaman, en el este; desde Goodlund, al norte, hasta Abanasinia, en el sur. El emperador planeaba conquistar el resto del continente y la reina Takhisis esperaba impaciente a que actuara de acuerdo con tal programa. Quería que siguiera adelante con la guerra, pero se le informó de que eso era imposible. Los ejércitos no podían marchar por calzadas que la nieve hacía intransitables. Las carretas de suministro se precipitaban a barrancos al abrirse camino por pasos cubiertos de escarcha o se quedaban atascadas en senderos embarrados. Era mejor esperar hasta la primavera. El invierno era una época para ponerse cómodo, descansar y sanar las heridas de las batallas del otoño. Los ejércitos resurgirían en primavera, fuertes y renovados.

Sin embargo, Ariakas le aseguró que el hecho de que sus soldados estuvieran inactivos no significaba que la guerra no siguiera disputándose. Estaban en marcha intrigas y conspiraciones secretas. Cuando Takhisis oyó eso, se sintió más tranquila.

Los soldados del ejército de los dragones, complacidos con las recientes victorias, habían ocupado las villas y ciudades conquistadas, vivían cómodos y calientes en los castillos tomados y disfrutaban del botín de guerra. Se habían apropiado de los cereales que hubiera en los graneros, habían tomado las mujeres que se les antojaron y mataron sin miramientos a los que intentaron proteger propiedad y familia. Los soldados de Takhisis vivirían bien durante el invierno, en tanto que los que se encontraban bajo el yugo del ejército se enfrentaban a la hambruna y el terror. Pero no todo le iba bien al emperador.

Planeaba pasar el invierno en su cuartel general de Sanction cuando recibió los inquietantes informes de que la campaña en el oeste no marchaba como se había previsto. El objetivo era borrar del mapa a los elfos de Qualinesti y después tomar y ocupar el reino enano de Thorbardin para finales de año. Primero llegó la noticia de que Verminaard, Señor del Dragón del Ejército Rojo que había dirigido una brillante campaña en la región de Abanasinia, había hallado la muerte a manos de sus propios esclavos. Luego fue la noticia de que los qualinestis habían conseguido escapar y huir al exilio. Y posteriormente se informó al emperador de que se había perdido Thorbardin.

Éste era el primer revés verdaderamente serio que los ejércitos de los dragones habían sufrido, y Ariakas tuvo que viajar a través del continente hasta su cuartel general de Neraka para descubrir qué había ido mal. Ordenó al comandante que por entonces tenía a su mando la fortaleza de Pax Tharkas que viajara a Neraka para presentarle un informe. Por desgracia, había cierta confusión sobre quién tenía el mando tras la muerte de Verminaard.

Un hobgoblin —un tal Fewmaster Toede— afirmaba que el difunto Verminaard lo había nombrado su segundo al mando. Toede preparaba el equipaje para viajar allí cuando le llegó la noticia de que Ariakas había montado en cólera por la pérdida de Thorbardin y que había dicho que alguien pagaría por ello. Al enterarse de esto, Fewmaster recordó de repente que tenía pendiente un asunto urgente en otra parte. Ordenó al comandante draconiano de Pax Tharkas que informara él al emperador y después salió por pies sin perder tiempo.

Ariakas se instaló en sus aposentos del cuartel general de Neraka, capital del imperio de la Reina Oscura, y esperó con impaciencia la llegada del comandante. El emperador tenía muy buena opinión de Verminaard y le enfurecía la pérdida de un comandante militar tan diestro. Ariakas quería respuestas y esperaba que el comandante Grag se las proporcionara.

Grag no había estado nunca en Neraka, pero no tenía intención de hacer turismo. Otros draconianos le habían advertido de que los de su clase no eran bienvenidos en la ciudad, a pesar de que «los de su clase» estaban dando la vida para ayudar a la Reina Oscura a ganar la guerra. Grag sí vio lo que había deseado ver y que no era otra cosa que el Templo de la Reina de la Oscuridad...

Cuando los dioses destruyeron Istar, Takhisis había tomado la Piedra Fundamental del Templo del Príncipe de los Sacerdotes y la había trasladado a una meseta en las montañas Khalkist. Ubicó la piedra en el claro de un bosque y, lentamente, el templo empezó a crecer a su alrededor. Estaba utilizando el templo en secreto como una puerta por la que entrar al mundo cuando el acceso lo cerraron de manera brusca e inesperada un joven llamado Berem y su hermana, Jasla.

Al encontrar la Piedra Fundamental, Berem se quedó hechizado con las gemas que la adornaban y quiso arrancar una. Su hermana Jasla percibió la maldad que anidaba en las alhajas e intentó impedírselo. Berem se puso furioso. Empezó a extraer una gema, y cuando Jasla trató de frenarlo, él la apartó de un fuerte empellón. Al caer, Jasla se golpeó la cabeza en la piedra y murió. La joya verde se incrustó en el pecho del joven y Berem se quedó suspendido en aquel instante del tiempo. No podía morir. No envejecía. Espantado por su crimen, huyó.

Cuando Takhisis se dispuso a salir del Abismo a través de la puerta, se encontró con el espíritu bueno de Jasla, que se había introducido en la piedra para esperar el regreso de su hermano arrepentido. Takhisis tenía cerrado el paso. Sólo su avatar podía recorrer Krynn ahora, de forma que su poder quedaba seriamente menguado para influir en los acontecimientos del mundo. Sin embargo, vislumbró un peligro mayor para ella. Si Berem volvía y se unía a su hermana, la puerta se cerraría del todo y no podría volver al mundo jamás. La única forma de abrir de nuevo la puerta y asegurarse de que se mantuviera así era encontrar a Berem y matarlo. De ese modo comenzó la búsqueda del Hombre de la Joya Verde.

El templo siguió creciendo alrededor de la Piedra Fundamental, que se hallaba enterrada bajo él a gran profundidad. Ahora era una estructura inmensa que dominaba el entorno, visible en kilómetros a la redonda. Los muros, retorcidos y deformes, se asemejan mucho a una garra saliendo impulsada de la tierra para asir el cielo en un golpe de suerte.

A Grag le pareció impresionante y, aunque desde lejos, presentó sus respetos.

El comandante draconiano no tenía que entrar en la ciudad propiamente dicha para llegar a los barracones del Ejército Azul, donde Ariakas había establecido su cuartel general, lo que para Grag era una suerte. Las callejuelas de la población estaban atestadas de gente —en su mayoría humanos— que no sentía el menor aprecio por los de su clase. Se habría encontrado metido en una pelea antes de haber recorrido una manzana. Se mantuvo en caminos poco concurridos, e incluso así se topó con un tratante de esclavos que llevaba al mercado una fila de cautivos encadenados y que dijo en voz alta a su compañero algo sobre asquerosos «hombres-lagarto» y añadió que deberían reptar de vuelta a la ciénaga de la que habían salido. A Grag le habría gustado romperle el cuello al hombre, pero como ya iba con retraso, siguió caminando.

Ariakas tenía las estancias oficiales dentro del templo de la reina, pero no le gustaba tratar asuntos allí. Aunque era un devoto creyente y predilecto de la diosa, a Ariakas le desagradaban los clérigos de la reina. Sospechaba, y con razón, que lo espiaban cuando se encontraba en el templo. El clérigo mayor de Takhisis, que ostentaba el título de Señor de la Noche, pensaba que él debería ser el emperador de Ansalon, y que Ariakas, un simple comandante militar, debería obedecerle. En especial le indignaba que Ariakas tuviera acceso directo a su Oscura Majestad en vez de hacerlo con él de intermediario y en su nombre. El Señor de la Noche dedicaba mucho tiempo a hacer lo necesario para socavar la posición privilegiada de Ariakas y poner fin a su imperio.

En consecuencia, Ariakas había ordenado a Grag que se reuniera con él en el cuartel general Azul, donde estaba ubicada el Ala Azul del ejército de los dragones cuando se encontraba en la ciudad. En ese momento el Ala Azul se hallaba ausente, en el oeste, preparando la invasión de Solamnia en primavera. Su comandante, una Señora del Dragón a la que se conocía como la Dama Azul, también había recibido la orden de viajar a Neraka para reunirse con el comandante Grag.

Con el Ala Azul en Solamnia, su cuartel general se lo había apropiado Ariakas, que iba acompañado por su estado mayor y su escolta. Un ayudante encontró a Grag deambulando por allí, perdido, y lo escoltó al edificio achaparrado y poco llamativo en el que Ariakas vivía y trabajaba.

Dos de los ogros más grandes que Grag había visto en su vida montaban guardia en la puerta. Vestían peto y cota de malla e iban armados hasta los dientes. Los draconianos detestaban a los ogros por considerarlos unos brutos cerrados de mollera, y era un sentimiento mutuo, ya que los ogros tenían a los draconianos por unos intrusos y arribistas arrogantes. Grag se puso en tensión, previendo problemas, pero los dos ogros eran miembros de la guardia personal de Ariakas y, dando muestra de una gran profesionalidad, estaban a lo suyo.

—Las armas —gruñó uno de ellos al tiempo que tendía una mano enorme y peluda.

Nadie se presentaba armado en presencia del emperador. Grag lo sabía, pero había llevado encima una espada prácticamente desde que había sido capaz de abrirse paso a través de la cáscara del huevo y se sentía desnudo y vulnerable sin ella.

Los ojos amarillos del ogro se entornaron al advertir la vacilación de Grag. El draconiano se desabrochó el cinturón de la espada y se lo tendió al ogro, así como un cuchillo de hoja larga. No por ello estaba completamente indefenso; después de todo, tenía su magia.

Uno de los ogros no le quitó ojo mientras el otro entraba para informar a Ariakas de que había llegado el bozak que esperaba. Grag, inquieto, se puso a pasear delante de la puerta. En el interior retumbó la fuerte carcajada de un humano y se oyó la voz de una humana, no tan grave como la del hombre, pero más que la de la mayoría de mujeres, sonora y algo ronca.

El ogro regresó e índico a Grag, con un pulgar gordo como una salchicha, que podía pasar. El draconiano tenía la sensación de que la entrevista no iba a ir bien cuando advirtió un destello en los entrecerrados ojos amarillos del ogro mientras que su compañero sonreía de oreja a oreja y dejaba a la vista la dentadura cariada.

Haciendo acopio de valor, Grag plegó las alas contra el cuerpo todo lo posible para detener el temblor espasmódico de las escamas, al tiempo que flexionaba las garras en un gesto de nerviosismo, y entró en presencia del hombre más poderoso y peligroso de todo Ansalon.

Ariakas era un humano corpulento e imponente, de largo cabello oscuro, aunque llevaba bien afeitada la negra barba que empezaba a apuntar en el rostro. Debía de rondar los cuarenta, lo que lo convertía en un humano de mediana edad, pero estaba en excelente forma. Entre sus tropas circulaban historias sobre su legendaria fortaleza física, siendo la más famosa la de que una vez arrojó una lanza que pasó limpiamente a través del cuerpo de un hombre.

El emperador lucía una capa forrada de piel echada sobre uno de los fornidos hombros con despreocupada naturalidad, de manera que quedaba a la vista el coselete de cuero grueso que llevaba debajo. La función del coselete era proteger la espalda de una puñalada, porque incluso en Neraka había quienes se alegrarían de verlo despojado del cargo y de la vida. Del cinturón que le ceñía la cintura pendía una espada. Saquillos con ingredientes para conjuros y un estuche de pergaminos también colgaban del cinturón, detalle este digno de mención ya que a la mayoría de hechiceros sus dioses les tenían prohibido el uso de armaduras y armas de acero.

A Ariakas le importaban poco las leyes de los dioses de la magia. Sus conjuros los recibía directamente de la propia Reina Oscura, y en eso Grag y él tenían algo en común. Al draconiano no se le había ocurrido hasta ese momento que Ariakas no sólo hacía uso de sus aptitudes de conjurador, sino que el hecho de que llevara encima los pertrechos mágicos junto a las armas convencionales demostraba que se sentía tan cómodo con los hechizos como con el acero.

El emperador estaba de espaldas a Grag y se limitó a echar una ojeada al draconiano por encima del hombro antes de reanudar la conversación con la mujer. Grag desvió la atención hacia ella, ya que era tan famosa entre los soldados de los ejércitos de los dragones como lo era Ariakas..., si no lo era más.

Se llamaba Kitiara Uth Matar. Tendría treinta y pocos años; llevaba corto el pelo negro y rizado por cuestión de comodidad. Tenía los ojos oscuros, y un gesto peculiar le curvaba los labios y hacía su sonrisa ligeramente sesgada. Grag no sabía nada sobre su pasado ni su historial. Él era un reptil emparentado con dragones que había salido del huevo por sí mismo, que no tenía ni idea de quiénes habían sido sus padres ni le importaba la ascendencia de otros. De Kitiara sólo había oído comentar que era una guerrera nata y lo creía. La mujer llevaba la espada con desenvoltura y no estaba en absoluto intimidada por la talla, la fortaleza ni el físico imponente de Ariakas.

Grag se preguntó qué habría de cierto en el rumor de que esos dos eran amantes.

Por fin terminó la conversación y Ariakas se dignó conceder audiencia al draconiano. El emperador se volvió y lo miró directamente a los ojos. Grag se encogió. Era como mirar el Abismo, o más bien, era como entrar en el Abismo, ya que se sintió arrastrado hacia las pupilas, desollado, diseccionado, fragmentado, desechado y tirado, todo ello en un instante.

Grag estaba tan conmocionado que se le olvidó saludar. Lo hizo tardíamente, al ver que las espesas y negras cejas de Ariakas se fruncían en un gesto de desagrado. Kitiara, de pie detrás del emperador, se cruzó de brazos y esbozó aquella sonrisa sesgada al advertir el desasosiego del draconiano, como si supiera y comprendiera lo que Grag estaba sintiendo. Saltaba a la vista que la mujer acababa de llegar, porque todavía llevaba puesta la armadura azul, polvorienta a causa del viaje.

Ariakas no era de los que se andaban con rodeos ni perdía tiempo con chanzas.

—Han llegado a mis oídos muchas versiones sobre la muerte de lord Verminaard y cómo se perdió Thorbardin —manifestó en tono frío y mesurado—. Te ordené que te presentaras ante mí, comandante, para que me cuentes la verdad.

—Sí, milord —contestó Grag.

—Júralo por Takhisis —exigió Ariakas.

—Juro por mi lealtad a su Oscura Majestad que diré la verdad. Que Takhisis me atrofie la mano con la que manejo la espada si miento —prometió el draconiano.

Al emperador pareció satisfacerle el juramento, porque indicó con un gesto a Grag que procediera. Ariakas no se sentó ni invitó al draconiano a que lo hiciera. Tampoco tomó asiento Kitiara, ya que el emperador siguió de pie, pero se puso cómoda apoyándose contra una mesa.

Grag relató cómo había muerto Verminaard a manos de sus asesinos; que Dray-yan, el aurak, había concebido la idea de hacerse pasar por Verminaard a fin de fingir que el Señor del Dragón seguía vivo; que Dray-yan y él habían tramado la caída de Thorbardin; que habrían tenido éxito en la empresa de no ser porque la magia, la traición y los dioses de la Luz habían desbaratado sus planes.

El draconiano se dio cuenta de que la ira de Ariakas crecía a medida que le presentaba su informe. Cuando, de mala gana, Grag llegó a la parte en la que Dray-yan se precipitó por el foso, Kitiara prorrumpió en carcajadas. Ariakas, furioso, desenvainó la espada e hizo amago de avanzar hacia el draconiano.

Grag se calló bruscamente y retrocedió un paso. Las garras se abrieron y se cerraron mientras preparaba un conjuro. Él moriría, ¡pero por Takhisis que no moriría solo!

Sin dejar de reír, Kitiara alargó la mano con aire sosegado y la posó en el musculoso brazo de Ariakas en un gesto apaciguador.

—Espera al menos a matar al comandante Grag hasta que haya terminado de presentar el informe, milord —dijo la mujer—. Yo al menos siento curiosidad por saber el resto de la historia.

—Me alegra que te resulte tan condenadamente divertido —gruñó Ariakas, que hervía de ira. Envainó la espada con un seco golpe, si bien no retiró la mano de la empuñadura y asestó una mirada torva al draconiano—. Yo no le encuentro la gracia. Thorbardin sigue en poder de los enanos hylars, que ahora son más fuertes que nunca puesto que han recuperado ese mazo mágico y han abierto al mundo las puertas que permanecieron cerradas durante tanto tiempo. ¡El hierro, el acero y las riquezas del reino enano, que deberían estar entrando a raudales en nuestros cofres, van a parar a manos de nuestros enemigos! ¡Todo porque Verminaard se las arregló para acabar asesinado y que luego un estúpido aurak con delirios de grandeza cayera en picado a un pozo sin fondo!

—La pérdida de Thorbardin ha sido un duro golpe —convino Kitiara con voz sosegada—, pero no es algo que tenga consecuencias desastrosas, ni mucho menos. Sí, las riquezas del reino enano nos habrían venido muy bien, pero podemos seguir adelante sin ellas. Lo que sí habría que temer sería la entrada del ejército enano en el conflicto, y no veo que haya ocurrido tal cosa. Los humanos odian a los elfos, quienes desconfían de los humanos, y en cuanto a los enanos, no les caen bien a nadie, aparte de que ellos desprecian a las otras dos razas. Es mucho más probable que se ataquen entre ellos que nos hagan frente a nosotros.

Ariakas gruñó. No estaba acostumbrado a perder y seguía disgustado, pero Grag, que echó una ojeada a Kitiara, captó el leve guiño y supo que la crisis había pasado. El bozak se relajó y anuló el hechizo que tenía preparado para defenderse. A diferencia de algunos humanos lameculos que habrían dicho sumisamente al emperador «Gracias por tu interés, milord» mientras Ariakas les cortaba la cabeza, el draconiano no habría muerto sin luchar, y Grag era un enemigo formidable. Tal vez no hubiera podido matar al poderoso Ariakas, pero el bozak, de corpachón escamoso, patas y manos con garras y grandes alas, sí que le había causado algún daño al humano, al menos. La Dama Azul se había dado cuenta del peligro y ésa había sido la razón de que interviniera.

Grag era descendiente de dragones y, al igual que ellos, no sentía el menor aprecio por los humanos, pero dirigió un leve cabeceo de agradecimiento a la Dama Azul. Ella esbozó una de esas sonrisas sesgadas y los oscuros ojos chispearon; Grag comprendió de repente que la mujer estaba disfrutando con aquel episodio.

—Deléitanos con los detalles de la muerte de Verminaard —pidió Kitiara—. Lo atacaron asesinos que se hacían pasar por esclavos. ¿Siguen en libertad esos asesinos, comandante?

—Sí, señora —contestó Grag, envarado—. Los rastreamos hasta Thorbardin. Según mis espías, aún siguen allí.

—Ofreceré una recompensa por su captura, como hice con el Hombre de la Joya Verde —dijo Ariakas—. Nuestras fuerzas, repartidas por todo Ansalon, estarán alerta por si aparecen.

—Yo me lo pensaría bien antes de hacer eso, milord —intervino Kitiara con aquel peculiar gesto en los labios—. No querrás divulgar que fueron esclavos los responsables de asesinar a un Señor del Dragón.

—Entonces buscaremos alguna otra excusa —manifestó Ariakas con iracunda frialdad—. ¿Qué sabemos de esos hombres?

La lengua de Grag asomó entre los dientes, se agitó y después se deslizó de nuevo dentro de las fauces. El draconiano lanzó una mirada rápida a la Dama Azul y vio que la mujer empezaba a perder interés en la conversación. De hecho, alzó la mano hacia la boca para disimular un bostezo.

Grag rememoró todo lo que su difunto socio, el aurak Dray-yan, le había contado sobre los asesinos.

—Verminaard tenía un espía infiltrado en el grupo. Ese hombre informó que procedían de una ciudad de Abanasinia, milord. Un sitio que se llama Solace...

—¿Has dicho Solace? —El aburrimiento de Kitiara había desaparecido de golpe.

—¿No es Solace donde naciste? —preguntó Ariakas, que la observaba con atención.

—Sí, me crié allí.

—A lo mejor conoces a esos miserables —apuntó el emperador.

—Lo dudo —contestó Kit al tiempo que se encogía de hombros—. Hace años que no he vuelto a casa.

—¿Sabes sus nombres? —preguntó Ariakas.

—Sólo un par de ellos... —empezó Grag.

—Tienes que haberlos visto durante la batalla —lo interrumpió el emperador con brusquedad—. Descríbelos, comandante.

—Los vi, sí —masculló el draconiano de mal humor. A decir verdad, los había visto de cerca. Lo habían capturado en cierto momento y sólo gracias a la clemencia de su Oscura Majestad y a su propio ingenio pudo escapar—. Son chusma. Su cabecilla es un mestizo, un semielfo llamado Tanis. Otro es un enano canoso y otro es nada menos que un kender cargante. Los demás son humanos: un mago Túnica Roja, un odioso caballero solámnico llamado Sturm y un tal Caramon, un guerrero todo él músculos.

Kitiara dejó escapar una especie de exclamación ahogada.

—¿Conoces a esos delincuentes? —demandó Ariakas al tiempo que se volvía hacia ella.

La mujer compuso el semblante en un visto y no visto y esbozó otra sonrisa sesgada.

—Me temo que no, milord.

—Más te vale —dijo el emperador, sombrío—. Si descubro que tienes algo que ver con la muerte de Verminaard...

—Te aseguro, señor, que no sé nada de eso —contestó Kitiara al tiempo que se encogía de hombros.

Ariakas la observó intensamente, como si quisiera diseccionarla. El asesinato era un recurso para ascender a rangos superiores en el ejército de la Reina Oscura y se contemplaba como un método para obtener el liderazgo más fuerte y competente posible. Pero Ariakas tenía muy buena opinión de Verminaard y Kitiara no quería que la acusaran de haber arreglado la muerte de ese hombre, sobre todo cuando había tenido como resultado la desastrosa pérdida del reino de Thorbardin.

—La población de Solace asciende a varios miles, milord —dijo con un creciente enfado—. No conozco a todos los hombres que hay en la ciudad.

Ariakas la miró fijamente y ella le sostuvo la mirada sin vacilar. Por fin, el emperador apartó los ojos.

—No, pero apuesto que te has acostado con la mitad de ellos —replicó y de nuevo dirigió su atención a Grag.

Kitiara sonrió sumisamente por la broma de su señoría, pero el gesto se borró en el instante en el que el hombre dejó de observarla. Se recostó de nuevo en la mesa y se cruzó de brazos con gesto abstraído.

—¿Dónde se encuentran ahora esos asesinos, comandante? —inquirió Ariakas.

—Lo último que se sabe de ellos es que se escondían en Thorbardin, milord. —Grag dudó antes de añadir, fruncidos los labios:— Creo que el hobgoblin que se hace llamar Fewmaster Toede puede proporcionarnos más información sobre ellos.

Kitiara rebulló ligeramente.

—Si lo deseas, milord, iré a Pax Tharkas a hablar con Fewmaster.

—Fewmaster no se halla en Pax Tharkas, señora —dijo el draconiano—. Esa fortaleza está en ruinas y ahora es indefendible. El Ala Roja se ha trasladado a la ciudad de Haven.

—Entonces iré a Haven —dijo Kitiara.

—Quizá más adelante —decidió el emperador—. Solamnia tiene prioridad.

La mujer se encogió de hombros otra vez y volvió a quedarse absorta en sus pensamientos.

—En cuanto a esos asesinos —prosiguió Ariakas—, lo más probable es que permanezcan ocultos en las cuevas de Thorbardin durante el inminente invierno. Contrataremos a varios enanos oscuros...

—Yo no estaría tan segura de eso —le interrumpió Kitiara.

—¿A qué te refieres? —Ariakas se volvió para mirarla, irritado—. ¡Creía que no conocías a esos hombres!

—Y no los conozco, pero sí conozco a los de su clase —explicó ella—. Y tú también, milord. Seguramente son trotamundos, espadachines a sueldo, itinerantes. Ese tipo de hombres nunca se queda mucho tiempo en un sitio. Ten por seguro que se pondrán en camino dentro de poco. Un poco de nieve no los detendrá.

Ariakas le asestó una extraña mirada que ella no vio porque tenía la vista fija en la puntera de las polvorientas botas. El emperador la observó en silencio un instante más y luego se volvió hacia Grag.

—Que tus espías averigüen todo lo que puedan sobre esos hombres. Si se marchan de los dominios enanos, que se me informe de inmediato. —El emperador frunció el entrecejo—. Y haz correr la voz de que quiero que se los capture vivos. La muerte de un Señor del Dragón no quedará sin castigo y me propongo hacer un escarmiento con ellos.

Grag prometió que averiguaría todo lo que pudiera. Ariakas y él pasaron un rato hablando de la guerra en el oeste y sobre quién debería tomar el mando del Ala Roja. A Grag lo impresionó el hecho de que Ariakas estuviera al corriente de todo sobre la situación del Ala Roja, como la disposición de las fuerzas, las necesidades de suministros, etc., etc.

Hablaron sobre Pax Tharkas. Ariakas comentó que había considerado la posibilidad de reconquistarla, pero dado que la fortaleza estaba en ruinas había decidido que no merecía la pena el esfuerzo. Sus ejércitos se limitarían a dar un rodeo.

Todo ese tiempo Kitiara permaneció callada, con gesto preocupado. Grag pensó que no les estaba prestando atención hasta que mencionó —de nuevo, curvando los labios— la ambición de Fewmaster Toede de convertirse en el sucesor de Verminaard. El comentario hizo sonreír a Kit.

A Grag no le gustó que sonriera. Temió que la mujer fuera a abogar por la promoción de Toede, y el draconiano no quería recibir órdenes del engreído, arrogante y oportunista hobgoblin. Aunque, pensándolo bien, tener a Toede de comandante podría ser mejor que un humano zopenco y arrogante. A Toede lo podría manipular, halagarlo y engatusarlo para que hiciera lo que él quisiera, mientras que un comandante humano haría las cosas a su manera. Tendría que pensar sobre este asunto.

La charla acabó poco después y a Grag se le dio permiso para irse. El draconiano saludó y salió por la puerta, que Ariakas cerró tras él. Grag se sorprendió al descubrir que estaba temblando, y tuvo que hacer un breve alto para recobrar la compostura.

De nuevo dueño de sí mismo, Grag llegó hasta los ogros, que parecieron sorprendidos de verlo regresar de una pieza. Mirándolo con más respeto, le restituyeron la espada y el cuchillo en silencio.

—¿Hay alguna taberna cerca? —preguntó el draconiano. Sostenía el cinto de la espada en la mano porque no estaba muy seguro de ser capaz de abrochar la hebilla sin tropiezos y no quería dar a los ogros la satisfacción de ver su debilidad—. No me vendría mal un trago de aguardiente enano.

Los guardias ogros sonrieron.

—Inténtalo en El Troll Peludo —sugirió uno de ellos, que señaló en la dirección donde estaba la taberna.

—Gracias —dijo Grag, y echó a andar, todavía con la espada sujeta en la mano.

Una cosa era segura. La Dama Azul conocía a los asesinos y Ariakas lo sabía..., o al menos lo sospechaba.

Grag no querría estar en su lugar ni por todo el aguardiente enano de Thorbardin.

2 La estrategia de Kitiara. La estratagema de Ariakas. La hechicera

—¿Sabes una cosa? Me estoy planteando promocionar a Grag a Señor del Dragón —dijo Ariakas, que seguía mirando con expresión especulativa al draconiano que se alejaba.

—¿A un draco? —Kitiara parecía divertida—. Esos lagartos son guerreros excelentes, por supuesto, milord. Al fin y al cabo, se criaron para combatir, pero les falta inteligencia y la disciplina necesarias para ejercer el mando.

—Yo no estoy tan seguro de eso —la contradijo Ariakas—. El comandante Grag tiene una buena cabeza sobre los hombros.

—Al menos es más listo que Verminaard —masculló Kitiara.

—Te recuerdo que tenía un alto concepto de Verminaard —manifestó el emperador con acaloramiento—. La campaña del oeste se dirigió de un modo brillante. Cualquier hombre, por poderoso que sea, puede acabar siendo víctima del destino.

Kitiara se encogió de hombros y reprimió otro bostezo. No había dormido mucho la pasada noche, pues la habían despertado sueños inquietantes de un alcázar devastado por un incendio y un caballero espectral vestido con una armadura tiznada que llevaba una rosa como adorno. Kitiara no tenía ni idea de qué significaba el sueño o por qué lo había tenido, pero se había despertado bruscamente, acosada por un temor sin nombre, y no había podido dormirse otra vez.

Por su aspecto tampoco parecía que Ariakas hubiese dormido bien. Tenía ojeras y parpadeaba constantemente. Inquieta, Kit se preguntó si el sueño habría sido sólo eso o si Takhisis intentaba decirle algo. Iba a preguntarle a Ariakas cuando él la sobresaltó al hablar:

—¿Fue cosa del destino, Kitiara?

—¿Qué fue cosa del desuno, milord? —inquirió la mujer, desconcertada. Había olvidado el tema de la conversación.

—¡Por Takhisis! —explotó Ariakas—. ¡Voy a tener que pensar que fuiste tú quien hizo matar a Verminaard! Qué coincidencia que esos asesinos procedieran de tu ciudad natal y que uno de ellos fuera un hechicero. Tenías un hermano hechicero, si no recuerdo mal.

—Me abruma que recuerdes tantos detalles sobre mí —repuso fríamente Kitiara—. En cuanto al mago emparentado conmigo, Raistlin sólo es medio hermano y siempre ha sido endeble y enfermizo. Dudo que aún siga vivo, mucho menos que ande por ahí asesinando Señores de los Dragones.

Ariakas le asestó una mirada abrasadora.

»¿Me estás acusando del asesinato de Verminaard, milord? —instó la mujer, encolerizada.

—¿Y qué, si lo hago? —demandó el emperador.

Se acercó a ella valiéndose de su corpachón para intimidarla físicamente. Kitiara tembló y durante un instante casi se dejó llevar por el pánico. Le había dicho la verdad, pero no toda la verdad. No tendría que haber hecho esa broma sobre Verminaard. En ese momento recordó las enseñanzas de su padre. En tiempos, Gregor Uth Matar había sido Caballero de Solamnia. Fue expulsado de la orden por conducta deshonrosa y a partir de entonces se había ganado la vida poniendo su espada al servicio del mejor postor. Gregor había sido un hombre atractivo, audaz y mujeriego, siempre acosado por las deudas y metido en líos cada dos por tres. Kitiara lo había adorado. Una de sus máximas era: «Siempre al ataque, nunca a la defensiva.»

En lugar de retroceder, como Ariakas esperaba que hiciera, Kitiara se acercó más a él de forma que estaban prácticamente rozándose.

—A estas alturas tendrías que conocerme lo suficiente, milord, para saber que si hubiera querido matar a Verminaard, me habría encargado de ello personalmente. No habría pagado para que otros lo hicieran por mí.

Ariakas la sujetó por la mandíbula, prietos los dedos. Un simple movimiento y le rompería el cuello. La miró intensamente esperando que flaqueara y se pusiera a gimotear.

Kit ni siquiera parpadeó y, de pronto, Ariakas sintió un cosquilleo en la zona del bajo vientre, una sensación punzante como una hoja acerada. Bajó la vista y se sobresaltó al ver la mano de Kitiara asiendo un cuchillo, lista para hincarlo a través de la faldilla de cuero en una parte muy sensible de su anatomía.

Ariakas estalló en carcajadas y empujó a Kit para apartarla.

—Malditos sean esos gandules que tengo de guardias —dijo, entre divertido y furioso—. ¡Haré que les corten la cabeza por esto! ¡Tienen orden de registrar a todo el mundo, incluso a los comandantes que gozan de mi confianza! O quizá debería decir que especialmente a los comandantes que gozan de mi confianza.

—No culpes a los ogros, milord. Estaba escondido a propósito para que no lo encontraran.

Sostuvo el puñal de hoja delgada y lo deslizó en una vaina hábilmente trabajada para camuflarla en el dibujo que adornaba el peto de la armadura.

El emperador soltó una risita.

—¿De verdad me habrías apuñalado?

—¿Me habrías partido el cuello? —repuso Kitiara en tono burlón.

Los dos sabían que la respuesta era «sí». Ninguno de ellos habría esperado menos del otro.

—Quizá ahora podamos centrarnos en el asunto de Solamnia. —Ariakas se dirigió hacia el escritorio, donde había un mapa extendido. Se inclinó sobre él.

Kitiara suspiró para sus adentros. Había sobrevivido a otro enfrentamiento con su poderoso señor. Su audacia y su atrevimiento le habían complacido. No obstante, llegaría el día en que no ocurriría así.

—¿Has tenido un sueño extraño anoche, milord? —preguntó Kitiara.

—No intentes cambiar de tema —le espetó secamente el emperador.

—Yo sí lo tuve —continuó ella—. Soñé que Takhisis intentaba persuadirme de que viajara al alcázar de Dargaard para enfrentarme al Caballero de la Muerte que se cree que mora allí.

—Soth —ratificó Ariakas—. Lord Soth. ¿Qué le dijiste a su Oscura Majestad?

Hizo la pregunta con aparente despreocupación, pero algo en su tono alertó a Kitiara, que supo entonces que él había tenido el mismo sueño.

—Le dije que no creía en fantasmas —fue la escueta respuesta de Kit.

—Soth no es un fantasma —rezongó Ariakas—. Vive, si es que puede decirse tal cosa de un hombre que lleva muerto más de tres siglos. Nuestra soberana quiere reclutarlo para nuestra causa.

—¿Harías eso, milord? —quiso saber la mujer.

El emperador sacudió la cabeza.

—Soth sería un valioso aliado, pero no podría fiarme de él. Es demasiado poderoso. ¿Por qué iba a obedecer a un mortal un Caballero de la Muerte? No, dejemos que Soth siga rumiando sus malas acciones en ese castillo en ruinas. No quiero tener nada que ver con él.

Kitiara tuvo que admitir que su razonamiento era atinado. A menudo, la reina Takhisis se impacientaba con las flaquezas y las debilidades humanas, lo que la llevaba a ser poco práctica de vez en cuando. Kit dejó de lado el sueño.

—He leído tu última propuesta para Solamnia —estaba diciendo Ariakas, que alzó un fajo de pergaminos—. Recomiendas que el Ala Azul ataque la Torre del Sumo Sacerdote, la ocupe y, desde allí, marche hacia Palanthas. Un plan osado, Kitiara. —Tomó asiento detrás del escritorio.

»Lo desapruebo. Menoscaba la potencia de nuestras fuerzas al tener que desplegarse por tanto territorio, pero oiré lo que tengas que decir al respecto.

Kitiara se sentó a medias en el borde del escritorio y se inclinó hacia delante para explicar su idea.

—Mis espías me han informado de que la Torre del Sumo Sacerdote tiene sólo unas pocas tropas de dotación, milord. —Plantó el dedo en el mapa—. El Ala Roja está aquí. Podrías ordenar que subiera hacia el norte. El ataque a la Torre del Sumo Sacerdote podría llevarse a cabo con tropas y dragones del Ala Roja y el Ala Azul. No sería difícil aplastar a la pequeña fuerza defensora y tomar la fortaleza antes de que los caballeros solámnicos supieran quién los había atacado. Desde allí, continuaríamos el avance hacia Palanthas, conquistaríamos la ciudad y ocuparíamos los puertos.

—Tomar Palanthas no será fácil —adujo el emperador—. No podemos ponerle cerco a la ciudad sin antes bloquear los puertos de la bahía.

—¡Bah! Los palanthinos son pisaverdes pusilánimes y consentidos. No quieren luchar. Podrían romperse una uña. Una vez que los palanthinos vean a los dragones volando sobre su ciudad estarán tan aterrorizados que se mearán en los pantalones y se rendirán.

—¿Y si no lo hacen? —Ariakas señaló en el mapa—. Aún no controlamos las Llanuras de Solamnia ni Elkholm ni Heartlund. Dejas los flancos desprotegidos, rodeada por el enemigo. ¿Y qué pasa con las líneas de suministro? ¡Aun en el caso de que conquistaras la fortaleza, una vez dentro tus tropas se morirían de hambre!

—Cuando Palanthas sea nuestra, nos abasteceremos desde allí. Entretanto, tenemos dragones rojos que pueden transportar lo que necesitemos.

Ariakas resopló al oír aquello.

—¡Los rojos no servirán como mulas de carga! ¡Se negarán en redondo a semejante arreglo!

—Si su Oscura Majestad se lo ordenara...

El emperador negó con la cabeza.

Kitiara se recostó en la silla con los labios fruncidos y los ojos centelleantes.

—Entonces, milord, nosotros mismos cargaremos con los suministros y nos las apañaremos. —Apretó los puños llevada por el entusiasmo y la pasión—. ¡Te garantizo que cuando la gente de Palanthas vea ondear nuestra insignia en la Torre del Sumo Sacerdote, la ciudad caerá en nuestras manos como fruta madura!

—Es demasiado arriesgado —argumentó Ariakas.

—Sí, lo es —admitió Kitiara con ansiedad—, pero es más arriesgado darles tiempo a los caballeros para que se organicen y manden a buscar refuerzos. Ahora mismo, la confusión reina en la caballería. No tienen Gran Maestre porque ningún hombre es lo bastante fuerte para aspirar al cargo, y hay dos Primeros Juristas porque dos hombres reclaman la posición y ninguno de ellos reconocerá los derechos del otro. Andan a la greña como marineros en la cubierta de un barco en llamas que discuten quién ha de apagar el fuego y entre tanto la nave se hunde.

—Podría ser así, pero la caballería sigue siendo una fuerza poderosa en Solamnia, y mientras los caballeros estén allí, la gente de Solamnia jamás se rendirá —repuso el emperador.

—Lo que ocurrirá si aniquilamos a los caballeros que hay en la Torre del Sumo Sacerdote —arguyó Kitiara—. Si Palanthas cae a causa de una estupidez, la gente se enfurecerá y les dará la espalda. De hecho, ya desconfía de ellos. La pérdida de la Torre del Sumo Sacerdote y la invasión de Palanthas sería el golpe de gracia. La caballería se desintegraría.

Viendo que Ariakas le daba vueltas a aquello, la mujer aprovechó para insistir en su razonamiento.

—Milord, usaremos los dragones azules para arremeter como un rayo que cae del cielo. Atacaremos a los caballeros con rapidez y con dureza antes incluso de que hayan tenido tiempo de vernos llegar. ¡Da la orden y mis dragones estarán listos para la ofensiva antes de una semana!

Hizo una pausa para darle tiempo a asimilar sus palabras y después añadió en voz queda:

»Se dice que la Torre del Sumo Sacerdote no caerá nunca mientras la defiendan hombres con fe. Los que guardan la fortaleza han perdido la fe y no podemos darles la oportunidad de recuperarla. Tenemos que atacarlos antes de que entre las filas de los caballeros surja un adalid que concilie a las facciones antagonistas.

Ariakas reflexionó sobre todo aquello. Los argumentos de la mujer eran convincentes. Le gustaba la idea de un ataque rápido y brutal a la torre defendida por una dotación reducida. Eso desmoralizaría a los caballeros y Palanthas se rendiría. El emperador necesitaba las riquezas y la flota de barcos de la ciudad. Sólo con la venta de esclavos las monedas de acero entrarían a raudales en sus cofres.

Estaba a punto de acceder cuando miró a Kitiara a los ojos y vio lo que deseaba ver en los ojos de sus comandantes: el ansia de la batalla. Pero también vio algo más, algo que le dio que pensar. Vio certeza presuntuosa. Vio ambición.

Se la aclamaría y agasajaría: Kitiara, la Dama Azul, la conquistadora de Solamnia.

La vio alargar la mano hacia la Corona del Poder. Quizá ya había dado el primer paso al quitar de en medio a uno de sus rivales...

Ariakas no temía a Kit. No le temía a nada ni a nadie. Si hubiese pensado que el arriesgado plan de la mujer era la única oportunidad que tenían de alcanzar la victoria, le habría ordenado que procediera y ya se habría encargado de ella cuando lo desafiara. Pero cuantas más vueltas le daba al plan, más clara veía la posibilidad del desastre.

El emperador desconfiaba de la dependencia de Kit de los dragones. Antes del regreso de su Oscura Majestad, Ariakas no había hecho entrar en batalla a los dragones, y aunque admitía que servían para destruir e intimidar, no creía aconsejable depender de ellos para tomar la iniciativa en la batalla, como proponía Kitiara. Los dragones eran criaturas arrogantes. Poderosos e inteligentes, se creían muy por encima de los humanos, tanto como éstos comparados con las moscas. Por ejemplo, Ariakas no podía dar una orden directa a un dragón. Ellos sólo debían obediencia a Takhisis e incluso la diosa tenía que hacerlo con diplomacia.

El plan temerario y poco ortodoxo de Kitiara iba en contra de las ideas de Ariakas respecto a la forma de conducir una guerra y a la mujer no le vendría mal que por una vez la pusieran en su sitio, que se le recordara quién era el que mandaba.

—No —dijo con firmeza—. Reforzaremos nuestro dominio en el sur y en el este y después marcharemos contra la Torre del Sumo Sacerdote. En cuanto a los caballeros solámnicos, tengo mis propios planes para destruirlos.

Kitiara estaba decepcionada.

—Milord, si pudiera explicar los detalles, estoy segura de que acabarías viendo...

Ariakas asestó un fuerte golpe en el tablero del escritorio con la palma de la mano.

—No tientes a la suerte, Dama Azul —advirtió en tono severo.

Kitiara sabía cuándo tenía que dar su brazo a torcer. Conocía al emperador y lo entendía. Sabía que no se fiaba de los dragones. Que no se fiaba de ella. Y que su desconfianza había influido en la decisión, aunque jamás lo admitiría. Sería peligroso insistirle más.

La mujer sabía también, con una certeza que rayaba lo extraordinario, que el emperador acababa de cometer un grave error. Y los hombres pagaban con la vida las equivocaciones.

Kit pensó todo eso y luego dejó de lado el asunto con una sacudida de los negros rizos y un encogimiento de hombros. De natural práctica, siempre miraba hacia el futuro, nunca hacia atrás. No perdía tiempo en lamentaciones.

—Como ordenes, milord. ¿Cuál es tu plan?

—Esa es la razón de que te haya mandado llamar. —Ariakas se levantó del escritorio y caminó hacia la puerta. Se asomó fuera y gritó—: ¡Que venga Iolanthe!

—¿Quién es Iolanthe? —preguntó Kit.

—Es mi nueva hechicera y la idea es de ella —contestó Ariakas.

Por el brillo lascivo de sus ojos, Kitiara dedujo al punto que, además de su nueva hechicera, también era su nueva amante.

De nuevo se sentó en el borde del escritorio, resignada a oír fuera cual fuese el plan descabellado que la última querida de Ariakas le había susurrado al oído en pleno frenesí sexual. Y era una hechicera, una practicante de la magia. Lo que empeoraba las cosas.

Kitiara estaba más acostumbrada que la mayoría de guerreros a tener cerca hechiceros. Su madre, Rosamun, había nacido con el don y tenía visiones extrañas y trances que al final la condujeron a la locura. La magia también corría con fuerza por las venas de su medio hermano pequeño, Raistlin. Había sido Kitiara la que, al ver que tenía el talento, comprendió que algún día podría ganarse la vida con su arte... Siempre y cuando la magia no acabara antes con él.

Como les pasaba a casi todos los guerreros, Kitiara no se fiaba de los magos. No jugaban limpio en la lucha. Que le dieran un enemigo que arremetiera contra ella con una espada, no uno que pegaba brincos mientras entonaba palabras con un sonsonete monótono y lanzaba excrementos de murciélago.

La hechicera llegó acompañada por uno de los guardias ogros, que se la comía con los ojos sin poderlo evitar. Iolanthe había acudido a la llamada con tal prontitud que Kitiara sospechó que la hechicera había estado cómodamente instalada en una estancia cercana. Por la mirada que intercambió con Ariakas, Kit dedujo que se la había invitado a escuchar a escondidas la conversación.

Iolanthe era lo que Kitiara habría esperado de una de las amantes de Ariakas. Era humana, joven (unos veintitantos, sin llegar a los treinta) y Kitiara suponía que a los hombres debía de parecerles hermosa si a uno le gustaba ese tipo de belleza núbil y voluptuosa.

En otro tiempo, a Ariakas le había gustado el tipo de belleza de Kitiara, musculosa y magra, pero de eso hacía mucho y Kit estaba contenta de que hubiese quedado en el pasado. Se había acostado con el emperador por una razón que no era otra que sacar ventaja a otros centenares de comandantes en ciernes que reclamaban el favor de Ariakas.

Kit saludó a Iolanthe con una fría inclinación de cabeza y una de sus sonrisas sesgadas, lo que hizo que la hechicera entendiera de inmediato que la guerrera sabía el porqué y el cómo de que estuviera allí.

Iolanthe respondió a la sonrisa sesgada de Kit con otra encantadora. Ariakas le había hablado mucho sobre ella y la hechicera sentía mucha curiosidad por conocerla. No tenía celos de ella. Estar celoso de alguien significaba que se tenía complejo de inferioridad y de incapacidad, y Iolanthe estaba tremendamente segura de sus poderes, tanto mágicos como físicos. No tenía motivos para sentir celos de nadie.

Pero Kitiara sí tenía algo que Iolanthe deseaba. Era una Señora del Dragón, mandaba sobre hombres y dragones, gozaba de riqueza y prestigio. Ariakas la veía como una igual, en tanto que Iolanthe sólo era su hechicera y su querida...; otra más en una larga lista de amantes. Los ogros que montaban guardia fuera trataban a Kitiara con marcado respeto. A ella la miraban con lujuria.

Iolanthe deseaba lo que tenía Kitiara —poder— y estaba dispuesta a conseguirlo, aunque aún no había decidido cómo. Era natural de Khur, una tierra de feroces guerreros nómadas que se enfrentaban en disputas sangrientas desde hacía siglos. Iolanthe podía hacerse amiga de Kitiara o podía convertirse en su más mortal enemiga. Que fuera una cosa o la otra dependía mucho de la guerrera.

—Explícale tu idea a la Dama Azul —dijo Ariakas al entrar Iolanthe.

La hechicera hizo una grácil inclinación en señal de aquiescencia. Tenía los ojos de color violeta y los llevaba pintados con kohl negro para resaltar la inusual tonalidad del iris. Esos ojos se encontraron con los de Kitiara en una mirada de recíproca evaluación.

La guerrera no tenía en mucho a la mayoría de los hombres que conocía, y sentía un profundo desagrado por todas las mujeres que, a su modo de ver, eran criaturas pusilánimes dadas a tener niños y ataques de nervios. Kit se daba cuenta de la razón por la que Ariakas había metido en su cama a esa mujer. Iolanthe era una de las féminas más llamativas y exóticas que había visto en su vida.

—Creo que tienes ascendencia solámnica, Kitiara —empezó la hechicera.

—El tratamiento que me corresponde es el de Señora del Dragón —declaró Kitiara.

Las oscuras pestañas de Iolanthe aletearon.

—Te pido perdón, Señora del Dragón. Discúlpame.

Kitiara asintió con un brusco cabeceo.

—Habla. No dispongo de mucho tiempo.

Iolanthe echó una mirada furtiva al emperador. Como esperaba, el hombre estaba disfrutando con la escena. Por lo general consideraba conveniente que sus subordinados anduvieran a la greña como una forma de promover la supervivencia del más apto. Iolanthe acariciaba la idea de que quizá podría utilizarlos a los dos y que se enfrentaran entre sí mientras ella ascendía al poder. Era un juego peligroso, pero la hechicera llevaba sangre de reyes guerreros en las venas, y no había ido a Neraka sólo para sentir las manos callosas de Ariakas toqueteándola.

—Tu padre era un caballero —continuó Iolanthe, que se abstuvo de añadir que fue un caballero caído en desgracia—, y en consecuencia estás familiarizada con la política de la caballería solámnica...

—Sé que me entra una jaqueca espantosa cada vez que se habla de política —la interrumpió de nuevo, desdeñosa.

—He oído que eres una mujer de acción. —Iolanthe le dedicó a Kit una bonita sonrisa—. ¿Conoces a un caballero llamado Derek Crownguard?

—Me han hablado de él, pero no lo conozco personalmente. Es un Caballero de la Rosa, vástago de una familia acaudalada, que compite con Gunthar Uth Wistan por el liderazgo de la caballería.

Puede que la política le causara dolor de cabeza a Kitiara, pero se ocupaba de estar informada de lo que ocurría en el país que estaba a punto de conquistar.

»Crownguard es ambicioso. Un buscador de la gloria. Seguidor estricto del Código y la Medida. Ni siquiera cagará sin antes consultar la Medida para estar seguro de que hace lo correcto.

—Expresado de un modo tosco, pero certero —comentó la hechicera.

—El tal Crownguard es la clave de la destrucción de la caballería —intervino Ariakas.

—¿Quieres que ordene matarlo? —preguntó Kitiara.

Le habló al emperador, pero fue Iolanthe la que contestó sacudiendo la cabeza en un gesto negativo. Llevaba el negro cabello largo hasta los hombros, con flequillo recto, y adornado con una fina banda de oro. La espesa melena se meció al mover la cabeza y liberó una leve fragancia a perfume. Vestía ropas de seda negra con orlas doradas, cosidas en capas para que el tenue tejido transparente se le ajustara aquí y ondeara allá, de manera que proporcionaba un fugaz y tentador atisbo de la carne morena que había debajo. Lucía brazaletes y anillos de oro, así como ajorcas en los tobillos. Iba descalza.

En contraste, Kitiara vestía la armadura de dragón y botas altas, además de oler a sudor y a cuero.

—Morir asesinado convertiría en héroe a Derek Crownguard —dijo la hechicera—. En este momento es lo que los caballeros necesitan, precisamente, y sólo un necio les proporcionaría uno.

—Limítate a explicarle el plan, Iolanthe —ordenó Ariakas, que empezaba a impacientarse—. O, mejor aún, lo haré yo. ¿Has oído hablar de los Orbes de los Dragones? —preguntó a Kitiara.

—¿Ese artefacto mágico que tiene esclavizado al rey elfo Lorac?

—Se ha descubierto otro orbe igual en el límite del glaciar. Parece ser que el Señor del Dragón del Ala Blanca, Feal-Thas, se lo encontró mientras hacía una limpieza en su armario —terminó Ariakas con sequedad.

—Quieres que vaya y se lo quite —dijo la guerrera.

Ariakas tamborileó unos dedos contra los de la otra mano.

—No. Tiene que ser Derek Crownguard el que recupere ese orbe.

Kitiara enarcó las cejas. Fuera lo que fuese lo que había esperado, no era eso, desde luego.

—¿Por qué, milord?

—Porque el orbe se apoderará de Crownguard, igual que se apoderó del rey elfo, y lo tendremos controlado. El caballero regresará a Solamnia...; el veneno en el pozo solámnico. Bajo nuestra dirección, conducirá a los caballeros derechos al desastre. Este plan tiene la ventaja adicional de sacar a Derek de Solamnia en un período crítico. Estás familiarizada con los solámnicos, así pues, ¿qué te parece?

Lo que le parecía a Kitiara era que un ataque audaz a la Torre del Sumo Sacerdote en ese momento podría significar ganar la guerra, pero Ariakas no quería saber nada de eso. De repente comprendió el porqué. El emperador odiaba a sus enemigos, los Caballeros de Solamnia, pero por mucho que los odiara, también creía en ellos. Creía en su mitología. Creía en la leyenda del caballero Huma y de cómo arrojó a la Reina Oscura y a sus dragones de vuelta al Abismo. Creía en el mito del valor y la entereza de los caballeros y creía en su pasada gloria. Había maquinado aquel complicado plan porque, en el fondo, creía que no podía derrotarlos militarmente.

A Kitiara no la cegaban las apariencias. No era crédula. Había visto a los caballeros reflejados en la persona de su derrochador padre y sabía que las resplandecientes armaduras plateadas tenían herrumbre y mellas y chirriaban al caminar con ellas puestas.

Eso lo tenía meridianamente claro, pero no podía hacer nada al respecto. Lo que también estaba clarísimo era que si ese plan de Ariakas fallaba, si los ejércitos de los dragones perdían la batalla por Solamnia, sería a ella —como comandante del Ala Azul— a la que culparían. Daba igual que hubiera ofrecido al emperador una estrategia victoriosa que él había rechazado. Llegado el momento, Ariakas lo olvidaría convenientemente.

Él y su hechicera esperaban que les dijera lo listos que eran.

Cumpliría con su deber. Después de todo, era un soldado y él era su comandante.

—Me parece una idea interesante —dijo por fin—. Todos los solámnicos sienten una profunda desconfianza hacia cualquier cosa mágica, pero... —dirigió una sonrisa a Iolanthe—. No me cabe duda de que una hermosa mujer podría ayudar a sir Derek a superar esos recelos. Y ahora, si no ordenas nada más, milord, he de volver a mi puesto de mando.

A Kitiara se le había ocurrido que quizá podría haber alguna forma de sortear la negativa de Ariakas a atacar la Torre del Sumo Sacerdote. Al principio se enfurecería por haberle desobedecido, pero la victoria mitigaría su ira. Mejor eso que soportar su cólera tras una derrota...

—Excelente —respondió el emperador con suavidad—. Me alegra que te guste el plan, Kitiara, porque he decidido enviarte a ti a tender el lazo a Crownguard.

Aquello pilló por sorpresa a las dos mujeres. Iolanthe lo miró de hito en hito, casi tan estupefacta como Kitiara.

—Milord —protestó la hechicera, encrespada—, los dos convinimos en que sería yo quien...

—Milord —empezó Kitiara al mismo tiempo, fruncidas las oscuras cejas en un gesto de irritación—, soy comandante del Ala Azul. Mi sitio está con mis tropas...

Ariakas se sentía muy satisfecho. Esas dos mujeres poderosas se estaban sintiendo cada vez más seguras de sí mismas, demasiado.

—He cambiado de opinión —dijo en un tono tan cortante que las hizo enmudecer a ambas—. Iolanthe, la Señora del Dragón tiene razón. Los caballeros desconfían de la magia y de quienes la manejan, algo que yo no había tenido en cuenta cuando accedí a que fueras tú. Kitiara es una guerrera, más idónea para esta tarea. En cuanto a ti, Señora del Dragón, tus fuerzas están atrincheradas durante el invierno. Puedes permitirte el lujo de pasar un tiempo separada de ellas.

Kit se dio media vuelta, decidida a ocultar su frustración, y caminó hacia una ventana para mirar al exterior del recinto, donde un grupo de prisioneros, encadenados por el tobillo unos a otros, formaba en fila al pie de un patíbulo. Era el día de ahorcar a los traidores. Desapasionado el semblante, vio que el ejecutor ponía la soga alrededor del cuello de un joven que, postrado de rodillas, afirmaba su inocencia y suplicaba que le perdonaran la vida. Los guardias lo levantaron con brusquedad y le cubrieron la cabeza con un saco.

—Déjanos, Iolanthe —ordenó Ariakas tras una pausa—. Tengo que hablar con la Señora del Dragón.

La hechicera asestó una mirada torva a Kitiara y después, con los sedosos ropajes ondeando tras ella, abandonó la sala. Al salir cerró de un portazo. Para entonces, Kitiara ya había recobrado el control de sí misma.

—La dama no parecía complacida. Me temo que esta noche dormirás en un lecho frío, milord.

—No ha nacido la mujer que me diga «no» a mí, Kitiara —repuso Ariakas, imperturbable—. Tú lo sabes, y deja de toquetear ese puñal escondido que llevas. Estoy convencido de que eres la persona adecuada para manejar este asunto con Crownguard. Una vez hayas cumplido esta misión, que, siempre y cuando la lleves a cabo bien, no debería ocuparte mucho tiempo...

—Ya tengo varias ideas al respecto, milord —lo interrumpió Kitiara.

—Bien. Después de eso, quiero que vueles a Haven y regreses aquí para presentarme un informe sobre esa situación caótica del Ala Roja.

Kitiara, a la que el Ala Roja le importaba un bledo, estaba a punto de argumentar contra esa orden cuando una idea repentina se abrió paso en su mente. Haven estaba cerca de Solace. Volver a los sitios por los que se había movido antaño podría resultar muy interesante.

—Estoy a tu disposición, milord —dijo.

—Después de eso, viajarás al límite del glaciar. No me fío de ese hechicero elfo. El hecho de que de pronto haya «recordado» que tenía un Orbe de los Dragones en su poder me parece preocupante.

Ariakas se acercó a ella y se puso a su lado. Los dos vieron abrirse la trampilla del patíbulo y al joven precipitarse hacia su muerte. Por desgracia para él, la caída no le rompió el cuello y se retorció y se sacudió en el extremo de la cuerda durante un tiempo.

—Ah, mira, un zapateador —comentó el emperador, divertido.

Kitiara estuvo mirando hasta que el cuerpo se quedó inmóvil y colgó, retorcido, en el aire. Sabía que Ariakas tenía más cosas que decir, así que esperó que dijera lo que fuera.

—Ésta es la razón principal de que haya aceptado el plan de Iolanthe de que ese caballero robe el Orbe de los Dragones. No quiero que esté en poder de Feal-Thas.

—Podría quitárselo yo —sugirió Kitiara.

—Tampoco quiero que esté en tu poder —repuso él a la par que la miraba con frialdad.

Kitiara esbozó una leve sonrisa y observó a los soldados que descolgaban el cadáver del patíbulo y preparaban la soga para el siguiente hombre de la fila.

—Habiendo dejado eso claro, no quiero que Feal-Thas crea que no confío en él —prosiguió Ariakas—. Es útil para ciertas cosas. No sé de nadie más al que pudiera convencer para que viviera en ese páramo helado. Habrás de ir con tiento en tus tratos con él.

—Por supuesto, milord.

—En cuanto al Orbe de los Dragones, una vez que el tal Crownguard deje de serme útil, habrá que deshacerse de él y el orbe me lo quedaré yo. ¿Te das cuenta de lo ingenioso que es este plan?

—Sí, milord —respondió, anuente. Fuera, en el exterior del recinto, los guardias arrastraban escalones arriba al siguiente condenado de la fila. Kitiara se apartó de la ventana—. Necesitaré tus órdenes por escrito para Feal-Thas o el elfo no me creerá.

—Por supuesto. Las tendrás por la mañana. Pásate por aquí antes de partir.

—¿Sabes dónde puedo encontrar a Crownguard, milord? Creo recordar que destruí su castillo hace algún tiempo...

—Según mis espías se encuentra en la isla de Sancrist, acogido en el castillo Wistan. Sin embargo, se va de allí para regresar a Palanthas.

Kitiara miró a Ariakas con expresión de incredulidad.

—¡Eso es territorio enemigo, milord!

—Una misión peligrosa, Kit, lo sé —admitió el emperador, imperturbable—. Por eso te elegí a ti.

Kitiara tenía la sensación de que había más motivos. Hasta hacía unos minutos tenía planeado enviar a Iolanthe a Solamnia, y Ariakas no era de los que obraban por impulso. Tenía una buena razón para hacer el cambio. Inquieta, la guerrera se preguntó cuál sería. ¿Se habría delatado a sí misma? ¿Le habría hecho sospechar que planeaba desobedecerle y atacar la Torre? Repasó lo que había dicho y lo que había hecho y decidió que no. No, simplemente debía de estar enfadado con ella por presionarle con el asunto de la Torre del Sumo Sacerdote.

Concluidos los asuntos a tratar entre ellos, Kitiara pidió permiso para marcharse. Los dos se despidieron con cordialidad.

—Una cosa que me gusta de ti, Kitiara —le dijo Ariakas cuando ella se dirigía a la puerta—, es que aceptas la derrota como un hombre. Nada de enfurruñarte ni poner mal gesto porque no te has salido con la tuya. Mantenme informado de cómo te van las cosas.

Kitiara estaba tan absorta en sus pensamientos cuando se fue que no reparó en que en la puerta de otro cuarto se entreabría una rendija ni vio los brillantes ojos violeta, maquillados con kohl y oscurecidos por la sombra de las espesas pestañas, que la observaban.

Los ogros le devolvieron la espada y el cuchillo que guardaba en una bota. A diferencia de Grag, las manos no le temblaron mientras se abrochaba la hebilla del cinturón, pero sí que experimentó una sensación de alivio similar. Eran pocos los que no sentían alivio cuando salían vivos de una audiencia con Ariakas.

—¿Quieres saber la dirección de la taberna más próxima? —preguntó el ogro mientras le tendía la espada.

—Gracias, ya sé dónde es —contestó Kitiara.

3 La Posada El Escudo Roto. Magia de plata

Iolanthe esperó hasta que vio a Kitiara echar a andar calle abajo y después volvió con Ariakas. El emperador estaba sentado al escritorio y escribía el despacho prometido. Iolanthe se acercó a él, posó las manos en los anchos hombros y le dio masajes en el cuello.

—Podría mandar que viniera tu escriba, milord...

—Cuantas menos personas estén enteradas de esto, mejor —contestó Ariakas. Escribía deprisa y en mayúsculas para que no hubiese posibilidad de interpretar mal sus palabras.

Iolanthe, asomada por encima de su hombro, vio que escribía acerca del Orbe de los Dragones.

—¿Por qué ese cambio en los planes, milord? —preguntó la hechicera—. ¿Por qué enviar a la Señora del Dragón a Solamnia en vez de a mí? Teníamos todo esto hablado...

—Como le he dicho a Kitiara, es más idónea para esta misión. Ya se le ha ocurrido un plan.

—Me da la impresión de que tiene otros motivos, milord. —Iolanthe metió los brazos por debajo de la armadura de cuero y deslizó las manos por el pecho desnudo del hombre, que no dejó de escribir.

—La Señora del Dragón estaba elucubrando algún ardid para obviar mis órdenes y atacar la Torre del Sumo Sacerdote.

La hechicera se acercó más para que el cabello rozara la espalda del hombre y así le llegara su perfume.

—Continúa —susurró.

—Cedió demasiado pronto, sobre todo cuando mencioné que la mandaría a Haven. Me oculta algo.

La voz de Ariakas sonó áspera, endurecido el tono.

—Todos tenemos secretos, milord —dijo Iolanthe, y le besó la oreja.

—Quiero saber el suyo.

—Puede hacerse —comentó la hechicera.

—Pero ella no debe sospechar nada.

—Eso ya será más difícil. —Iolanthe se quedó pensativa un momento—. Hay un modo, pero he de tener acceso a su cuarto. ¿En qué barracón se aloja?

—¿Kitiara en un barracón? —El emperador soltó una risita burlona al imaginar tal cosa—. ¿Dormir en un catre habiendo una posada cómoda en la ciudad? Haré averiguaciones y te informaré.

Asió a Iolanthe por las muñecas, tan fuerte que le hizo daño, y con un seco tirón la alzó en vilo y la tendió encima del escritorio, delante de él. Se inclinó sobre la mujer, a la que sujetaba los brazos firmemente.

—Haces un buen trabajo para mí, Iolanthe.

Ella alzó los ojos hacia el emperador con una mirada límpida y sonrió, entreabiertos los labios. Ariakas se apretó contra la mujer al tiempo que palpaba debajo de la falda.

—Es un placer para mí, milord —susurró Iolanthe.


Acabado el episodio con Ariakas, Iolanthe se arregló las ropas, se echó sobre los hombros una capa negra y discreta y se cubrió la cabeza con la capucha. Las runas marcadas con puntadas de hilo dorado en la prenda la señalaban como una hechicera y servían de advertencia a cualquiera que pudiera intentar molestarla. Las calles de Neraka eran estrechas, malolientes, sucias y peligrosas. Los soldados de la Reina Oscura dirigían la ciudad y se consideraban con derecho a apropiarse de cualquier cosa o cualquier persona que quisieran, y puesto que Ariakas fomentaba la rivalidad entre los comandantes, las tropas se enzarzaban de continuo en reyertas que sus superiores podían decidir si ponerles fin o no.

Además, los devotos seguidores de Hiddukel, dios de los ladrones, siempre estaban disponibles para dar la bienvenida a visitantes y peregrinos en el Templo de la Reina de la Oscuridad, liberándolos píamente de cualquier carga, como por ejemplo la de sus bolsas de dinero. Criminales de todo tipo encontraban refugio seguro en Neraka, al menos hasta que los cazadores de recompensas daban con su rastro.

Aun así, a despecho de su condición de ciudad sin ley, Neraka medraba y crecía. La guerra iba bien y sus habitantes estaban en el bando ganador. El botín obtenido en saqueos tras las victorias entraba a raudales en la urbe. Las tiendas de empeño estaban repletas de oro y joyas, artículos de plata y cristal, pinturas y muebles saqueados de las tierras conquistadas de Silvanesti, Qualinesti, Abanasinia y regiones orientales de Solamnia. Cautivos humanos y elfos abarrotaban los mercados de esclavos, y eran de tal calidad que acudían compradores de lugares tan lejanos como Flotsam, al otro lado del continente.

Una calle entera estaba dedicada a tiendas que traficaban con artefactos, libros, pociones y pergaminos mágicos robados. Muchos eran falsos, así que había que saber lo que se tenía entre manos a la hora de comprar. Una poción vendida con garantía de proporcionar una buena noche de sueño podría resultar en que uno no despertara jamás. Los artefactos sagrados eran más difíciles de encontrar. Una persona dedicada al comercio de tales objetos tenía que ir al Templo de la Reina de la Oscuridad, y el acceso al interior del recinto amurallado estaba restringido a los que tenían algún asunto que tratar allí y podían demostrarlo. Puesto que el templo era un lugar prohibido y los clérigos oscuros, servidores de Takhisis, no se mostraban predispuestos a dar la bienvenida a los visitantes, el tráfico de artefactos sagrados no era pujante.

Iolanthe tenía su casa en Ringlera de Magos, una calle de tiendas y viviendas situadas fuera del recinto amurallado del templo. Como recién llegada —relativamente— que era, Iolanthe tenía alquilada una vivienda minúscula encima de una tienda de artículos mágicos. Encontrar alojamiento en Neraka no era fácil y la mujer pagaba una suma exagerada por tres habitaciones pequeñas. Aun así, no se quejaba. Se consideraba afortunada de tener una casa. La ciudad estaba tan abarrotada que muchos se veían forzados a dormir en la calle o apretujarse hasta seis en una habitación de una casa mugrienta.

Hija de una familia acomodada de Khur, cuando tenía quince años Iolanthe había deshonrado a su familia al rehusar casarse con el hombre de cuarenta años que le habían elegido. Cuando intentaron obligarla a celebrar el matrimonio, robó el dinero y las joyas que habrían sido su dote y escapó a la capital de Khuri-Khan. Teniendo que ganarse la vida de algún modo, pagó a un mago itinerante para que le enseñara el arte.

Finalmente, su prometido la localizó y la violó en un intento de obligarla a casarse con él. Iolanthe lo mató pero, por desgracia, no acabó con su sirviente, que regresó para contárselo a la familia, y ésta juró vengarse. Iolanthe se encontró envuelta en una enemistad de sangre; su vida en Khur no valía nada.

Su maestro de magia pidió permiso para que se le diera asilo en la Torre de Wayreth, y allí se la aceptó como pupila de la famosa hechicera Ladonna. Iolanthe demostró ser una estudiante dotada.

A los veintiséis años, la joven se sometió a la temida Prueba en la Torre de la Alta Hechicería, de la que salió trémula de miedo pero sin sufrir percances para ser confirmada como una Túnica Negra. Considerando que una vida de estudio en la Torre era poco lucrativa además de aburrida, Iolanthe buscó un lugar donde plantar la semilla de su ambición. La mugre y la miseria de Neraka le proporcionaron un terreno fértil.

Los clérigos de la Reina Oscura no recibían con los brazos abiertos a los hechiceros y, en consecuencia, al poco de llegar a Neraka Iolanthe estuvo al borde de morir de inanición. Obtuvo dinero bailando las exóticas danzas de su país en una taberna, y allí tuvo la suerte de despertar el interés de lord Ariakas. El hombre la metió en su lecho esa misma noche, y cuando descubrió que era hechicera la contrató como su maga personal. La semilla de Iolanthe estaba plantada, y aunque en otro momento se habría contentado con un árbol pequeño, ahora vislumbraba todo un bosque.

Había dejado atrás el sector Azul y se dirigía a Ringlera de Magos cuando un soldado hobgoblin, que al parecer había ingerido suficiente aguardiente para impedirle ver con claridad, la asió y, echándole el aliento apestoso a la cara, trató de besarla. Iolanthe pronunció una palabra mágica y tuvo la satisfacción de ver que al asaltante se le ponía de punta todo el pelo y los globos oculares casi se le salían de las órbitas al tiempo que la descarga le zarandeaba el corpachón. Los compañeros del hobgoblin se retorcieron de risa mientras él se desplomaba en el fango, sacudido por convulsiones.

Iolanthe llegó a su casa sin más percances. Retiró el cierre mágico, entró en su pequeña vivienda y se dirigió directamente a la librería. Buscó entre los libros hasta dar con el que necesitaba: Conjuros de adivinación y visualizarían a distancia con especial énfasis en el uso adecuado de los ingredientes. Se sentó ante el escritorio y empezó a pasar las páginas para encontrar un hechizo. Los que vio eran demasiado difíciles para que los ejecutara ella o requerían ingredientes poco corrientes que le sería imposible adquirir a tiempo. Empezaba a sentirse desalentada cuando, por fin, dio con uno que encajaría. Conllevaba cierto peligro, pero Iolanthe decidió que la posibilidad de tener ascendiente sobre Kitiara Uth Matar merecía correr ese pequeño riesgo.

Iolanthe bajó la oscura y estrecha escalera que conducía desde su vivienda a la tienda del piso bajo. Encontró al anciano propietario encaramado en la banqueta situada detrás del mostrador; tomaba un té fuerte mientras observaba a la gente que pasaba por la calle al otro lado del escaparate.

El nombre del viejo era Snaggle y era mestizo, aunque tenía tantas arrugas y estaba tan consumido que era imposible discernir de qué dos razas. Él afirmaba que no era hechicero, aunque sabía tanto de las artes arcanas que, para sus adentros, Iolanthe dudaba que eso fuera cierto. Era conocido por la calidad de su mercancía. No era necesario estar pendiente de si se compraba sangre de cordero que llevara en la estantería tres meses ni plumas de corneja que se hicieran pasar por cálamos de cuervo. Snaggle tenía un talento natural para adquirir artefactos extraños y valiosos y el emperador en persona hacía visitas frecuentes a la tienda de artículos de magia para ver qué artículos nuevos habían entrado.

Snaggle era amigo de Iolanthe, además de su casero, ya que la hechicera le había alquilado la vivienda de arriba al viejo. Él la recibió con una sonrisa desdentada y la oferta de un té, algo que sólo hacía con clientes privilegiados.

—Gracias, amigo mío —contestó la mujer con una sonrisa. Le caía bien el anciano y ese sentimiento era compartido. Aceptó la infusión y la bebió a sorbitos, con delicadeza.

—Busco un cuchillo —dijo.

La tienda de artículos de magia estaba limpia y ordenada, algo poco habitual en ese negocio. La mayoría de las tiendas semejaban nidos de urraca. Todos los artículos de Raigón estaban guardados en recipientes etiquetados y en cajas colocadas con esmero una sobre otra en estantes que llegaban hasta el techo. No había nada expuesto ni a la vista. Las cajas se guardaban detrás del extenso mostrador que ocupaba todo el largo de la tienda. Snaggle no permitía a ningún cliente pasar detrás del mostrador, regía que hacía cumplir a rajatabla. A tal fin, se valía de un bastón de aspecto extraño que, según él, poseía poderes letales.

El cliente le explicaba al anciano lo que él o ella creía que necesitaba y Snaggle se bajaba de la banqueta, dejaba la infusión y cogía la caja apropiada, cada una de ellas etiquetada con un código que sólo él conocía.

—¿Qué clase de cuchillo? —preguntó el anciano a Iolanthe—. ¿Uno para protección, para trocear y cortar ingredientes o uno para realizar sacrificios rituales...?

—Uno de adivinación y visualización a distancia —contestó la mujer, que explicó para qué servía.

Snaggle se quedó pensativo un momento, fruncido el entrecejo, y después se bajó de la banquera, agarró una escalera de mano que se desplazaba por el suelo sobre ruedas y la llevó frente al estante adecuado. Trepó ágilmente hasta la mitad de la altura, más o menos, sacó una caja, la depositó sobre el mostrador y levantó la tapa.

Dentro había un surtido de cuchillos colocados de forma ordenada. Algunos eran de plata, otros de oro y unos cuantos de acero. Algunos eran grandes y otros pequeños. Algunos tenían mangos enjoyados y otros eran sencillos, sin adornos. Todos llevaban runas grabadas en la hoja.

—Este es muy bonito —dijo Snaggle. Sacó uno de oro adornado con diamantes y esmeraldas en la empuñadura.

—Pero el precio está fuera de mi alcance —contestó Iolanthe—. Además es muy grande y pesado al ser de oro. Mi afinidad es con la plata.

—Cierto —convino el anciano—. Lo había olvidado. —Advirtió que la mirada de la hechicera se detenía en un puñal esbelto que había cerca de la parte trasera de la caja y reaccionó con prontitud—. Y también tienes buen ojo, Iolanthe. Éste es como tú: delicado en apariencia, pero muy poderoso.

Sacó el arma y la puso en la mano de la mujer. La empuñadura era de plata y de hechura sencilla, rematada con bandas en zigzag de madreperla. La hoja era aguzada y las runas que llevaba grabadas semejaban una intrincada telaraña. Iolanthe sopesó el puñal. Era ligero y le encaja bien en la mano.

—Fácil de ocultar —dijo Snaggle.

—¿Cuánto? —preguntó Iolanthe.

El viejo le dio un precio y ella aceptó. Entre ellos nunca había regateos. La mujer sabía que él le ofertaría el precio más bajo desde el principio y el viejo sabía que la mujer era una compradora astuta que no pagaría ni un céntimo más de lo que valiera un objeto.

—Te hará falta cedro para quemarlo —dijo Snaggle mientras ella se guardaba el puñal en la manga ajustada del vestido.

—¿Cedro? —Iolanthe alzó la vista hacia el viejo, sorprendida—. Las instrucciones del conjuro no lo mencionan.

—Confía en mí. El cedro funciona mejor. Espera un momento, que voy a guardar esto.

Puso la tapa en la caja de los cuchillos, subió la escalera de mano, colocó la caja en su sitio y después se impulsó para desplazar la escalera por el suelo, aún subido a ella, hacia otra estantería. Abrió una caja, sacó unas ramitas del largo de su dedo índice y se bajó al suelo.

—Y añade un pellizco de sal marina —agregó mientras ataba los palitos en un compacto haz con un trozo de cuerda.

—Gracias, amigo mío. —Iolanthe iba a marcharse cuando un draconiano baaz que lucía el emblema de lord Ariakas entró en la tienda.

—¿En qué puedo ayudar al señor? —preguntó Snaggle.

—Busco a Iolanthe, la bruja —repuso el baaz—. Me envía lord Ariakas.

Snaggle miró a la mujer para hacerle entender que admitiría conocerla o diría que jamás la había visto, dependiendo de la seña que le hiciera, pero la hechicera le ahorró la molestia.

—Yo soy Iolanthe.

—Tengo la información que buscabas, señora. —El baaz le hizo una reverencia—. El Escudo Roto, habitación dieciséis.

—Gracias —contestó ella.

El baaz saludó llevándose el puño al pecho, giró sobre los escamosos talones y se marchó.

—¿Otra taza de infusión? —preguntó Snaggle.

—No, gracias, amigo mío. Tengo que ocuparme de un cometido antes de que oscurezca.

Iolanthe salió de la tienda. A pesar de la confianza en su capacidad para defenderse por sí misma de día, sabía bien que era peligroso recorrer las calles de Neraka sola después de oscurecer, y tenía que visitar El Escudo Roto.


La Posada de El Escudo Roto, como se llamaba el establecimiento, se hallaba ubicada en el distrito del cuartel general del Ala Blanca y era uno de los edificios más grandes y más antiguos de Neraka. Daba la impresión de que lo hubiese hecho un chiquillo con piezas de construcción poniendo unas sobre otras. La posada empezó siendo una choza de una sola habitación que ofrecía comida y bebida a los primitivos peregrinos oscuros que llegaban para rendir culto en el templo. Al crecer su popularidad, la choza añadió otra habitación y pasó a llamarse «taberna». La taberna agregó más habitaciones y se denominó «fonda». La posada emprendió el proyecto de levantar toda un ala de cuartos y ahora se enorgullecía de calificarse como «taberna, fonda y casa de huéspedes».

El Escudo Roto gozaba de las preferencias de mercenarios, peregrinos y clérigos de Neraka, principalmente por el hecho de que se admitían «sólo humanos». No se permitía el acceso a otras razas, en especial a draconianos, goblins y hobgoblins. Los propios clientes habituales cuidaban de que se respetara esa norma y se ocupaban de que «dracos» y «hobos y gobos» fueran a beber a El Troll Peludo.

La posada estaba a tope esa noche, repleta de soldados hambrientos que habían terminado su turno de guardia. Iolanthe había cambiado sus ropas de seda por los sencillos ropajes negros de una peregrina oscura. Con el rostro totalmente cubierto por el velo, esperó fuera hasta que un grupo de peregrinos oscuros entró en fila a la posada. Se unió a ellos y entraron juntos en el establecimiento.

Localizó a Kitiara inmediatamente. La Señora del Dragón estaba sentada sola a una mesa donde tomaba la cena con rapidez y bebía una jarra de cerveza. Los peregrinos se separaron y se sentaron a varias mesas, repartidos en grupos de dos o tres. Nadie pareció prestar atención a Iolanthe.

La hechicera vio que Kitiara apartaba el plato vacío y se sentaba recostada en la silla, con la jarra en las manos. La guerrera estaba seria, absorta en sus pensamientos. Un mercenario joven y atractivo, de largo cabello rubio y con una cicatriz irregular en una mejilla, se acercó a su mesa. Aparentemente, Kitiara no reparó en él. El mercenario empezó a retirar una silla para sentarse, pero Kitiara plantó la bota encima del asiento.

—Esta noche no, Trampas —dijo la Señora del Dragón al tiempo que negaba la cabeza—. No tendrías una buena compañía conmigo.

—Oh, venga, Kit —empezó el joven en tono persuasivo—, al menos déjame que te invite a una cerveza.

Ella no movió el pie y no había otra silla.

Trampas se encogió de hombros y siguió su camino. Kitiara apuró la cerveza de un largo trago. El tabernero le llevó otra jarra, la dejó delante de la mujer y retiró el recipiente vacío. Kit se bebió también ésa y siguió rumiando para sus adentros. Iolanthe intentó adivinar qué sería lo que estaba pensando. La guerrera no parecía irritada ni enfadada, de modo que no podía estar dándole vueltas a la reprimenda de Ariakas. Su gesto era introspectivo, y aunque miraba la jarra de cerveza se notaba que no la veía. De vez en cuando sonreía. Daba la impresión de estar recordando, rememorando viejos tiempos, evocando momentos felices.

—Qué interesante —murmuró entre dientes Iolanthe. Repasó la conversación que había oído a escondidas entre la mujer y Ariakas. Habían hablado de otros tiempos, de la época en la que Kit vivió en Solace. Habían comentado algo sobre su hermano el mago, pero a juzgar por la calidez de su sonrisa y el destello en los ojos oscuros, Kitiara no estaba pensando en enfermizos hermanos pequeños.

»Mi señor tenía razón. Tienes secretos —musitó Iolanthe—. Secretos peligrosos.

Kitiara echó un buen trago de cerveza y, arrellanándose cómodamente en la silla, puso los dos pies en el asiento de la que tenía enfrente; así dejaba claro a todos los que estaban en la taberna que quería estar sola esa noche.

—Estupendo —murmuró la hechicera. La presencia de un amante habría representado un serio inconveniente.

Iolanthe se levantó y fue al abarrotado mostrador donde los soldados pedían cerveza, aguardiente enano, vino o aguamiel o una mezcla de varios. Los que servían en el mostrador, con la cara congestionada y sudorosa, se afanaban yendo de un lado para otro para atender a todos con rapidez. Los soldados eran escandalosos y broncos, gritaban insultos a los camareros y toqueteaban a las camareras, que, al estar acostumbradas a la grosera muchedumbre, respondían en consonancia. Iolanthe se abrió paso a empujones. Al ver a una peregrina oscura, los soldados se retiraron con presteza y, aunque rezongando, le abrieron paso respetuosamente. Un hombre tenía que estar borracho como una cuba para atreverse a insultar a una sacerdotisa de su Oscura Majestad.

—¿Qué deseas, venerable? —preguntó uno de los agobiados camareros que sostenía tres jarras espumosas en cada mano.

—La llave de mi cuarto, por favor —contestó Iolanthe—. Habitación dieciséis.

El camarero soltó las jarras en las manos de varios clientes y después se volvió hacia los ganchos donde estaban colgadas las llaves, cada cual con un número atado. Mientras, los soldados lo maldecían por su lentitud, y él respondió de igual modo a la par que agitaba el puño. Encontró la número dieciséis, la cogió y la lanzó por encima del mostrador. Iolanthe la atrapó al vuelo con agilidad. Llave en mano, subió la escalera que conducía a las habitaciones del primer piso.

Hizo un alto en el oscuro pasillo y echó un vistazo a la taberna desde la galería. Kitiara seguía sentada en el mismo sitio, todavía con la mirada prendida en la jarra de cerveza medio llena. Mirando el número de las puertas, la hechicera siguió pasillo adelante hasta dar con la que buscaba; abrió con la llave y entró.

El yelmo astado de color azul de un Señor del Dragón yacía en un rincón, donde Kit lo había dejado junto con varias piezas más de la indumentaria de un jinete de dragón. La armadura se había diseñado de manera especial y la había bendecido la Reina Oscura. Además de resguardarlo del fuerte viento que azotaba al jinete montado en un dragón, también lo protegía de las armas del enemigo. Aparte de la armadura y una cama, el cuarto estaba vacío. Por lo visto Kitiara viajaba ligera de equipaje.

Iolanthe no prestó atención a los objetos de la habitación y recorrió con la mirada el aposento en sí para memorizarlo. Segura de poder visualizarlo cuando quisiera, cerró la puerta y echó la llave. Bajó a la taberna para devolvérsela al camarero, pero al verlo atareado la dejó en el mostrador y se marchó.

Echó una ojeada hacia atrás y comprobó que Kitiara seguía sentada a la mesa, sola, con otra jarra llena. Por lo visto pensaba ahogar los recuerdos en cerveza.


Iolanthe estaba sentada en su pequeña sala y estudiaba el conjuro a la luz de la lumbre. A su lado ardía de forma regular una vela con las horas marcadas en la cera, de manera que el paso del tiempo las derretía una tras otra. Cuando hubieron pasado seis horas, Iolanthe consideró que era el momento adecuado. Cerró el libro de hechizos, tomó otro y lo llevó al laboratorio.

Vestía sus ropajes mágicos, una gruesa túnica de color negro, sin adornos, para fundirse con la noche.

Colocó el segundo libro en la mesa. Este libro no tenía nada que ver con la magia. Se titulaba Historia de Ansalon desde la Era de los Sueños hasta la Era del Poder con anotaciones del autor, un erudito Esteta de la respetada Biblioteca de Palanthas. El libro más aburrido que uno pueda imaginarse, de los que acumulan polvo en una estantería porque nadie los elige por gusto. Justo lo que buscaba quien lo hizo, ya que en realidad no era un libro, sino una caja. Iolanthe tocó la letra «E» de «Esteta» y la portada, que era la tapa de la caja, se alzó con un suave chasquido.

Un tarro de cristal que cerraba un tapón sellado con cera y ribeteado con filigrana dorada descansaba en el hueco recortado en las «páginas». Junto al tarro, en otro hueco más pequeño, había un pincel hecho con pelos de la melena de un león.

Iolanthe sacó el tarro con cuidado, lo puso sobre la mesa, rompió el sello de cera y extrajo el tapón de corcho. La sustancia contenida en el tarro era densa y viscosa, como azogue, y rielaba con la luz. Aquélla era la posesión más valiosa de la hechicera, un regalo que le hizo Ladonna, portavoz de la Orden de los Túnicas Negras, al acabar con éxito la Prueba. La sustancia tembló cuando Iolanthe transportó el tarro y el pincel a una parte del cuarto que ocultaba una cortina gruesa.

La hechicera apartó la cortina y la dejó caer tras ella. En esa zona no había absolutamente nada, ni muebles ni cuadros colgados en la pared de yeso encalado. Iolanthe dejó el tarro en el suelo, mojó el pincel en la sustancia plateada y, empezando a nivel del suelo, trazó una línea recta pared arriba hasta igualar su altura. Pintó otra línea en perpendicular a la primera y después añadió una tercera hasta el suelo. Hecho esto, volvió a poner el tapón con cuidado en la boca del tarro. Vertió cera derretida sobre el corcho y lo dejó a un lado para que se endureciera. Comprobó que el pequeño puñal de plata seguía metido en la manga de la túnica y después volvió al hueco oculto tras la cortina.

La hechicera se quedó frente a las tres líneas pintadas en la pared y pronunció las palabras mágicas requeridas. La sustancia plateada resplandeció en la pared con tanta intensidad que la deslumbró. Durante un instante lo único que vio fue una brillante luz blanca. Evocó una imagen de la habitación en la posada El Escudo Roto y se obligó a mirar fijamente la intensa luz.

La pared en la que estaban pintadas las líneas plateadas desapareció. El pasillo de la posada se extendía ante la hechicera. Iolanthe no entró en él de inmediato, sino que miró a su alrededor con atención; no quería que la interrumpieran. Hasta que no estuvo segura de que no había nadie cerca no entró, entonces caminó a través de la pared y de las líneas plateadas como cualquier persona habría hecho a través de una puerta y, recorriendo las sendas de la magia, se halló en la habitación dieciséis.

Iolanthe echó un vistazo a su espalda. Un tenue brillo plateado, como el viscoso rastro dejado por un caracol, brillaba en la pared y le marcaba el camino de vuelta. En la chimenea ardían las brasas, y a su luz la hechicera distinguió la cama y a la mujer que dormía en ella.

El cuarto apestaba a cerveza.

Iolanthe sacó el puñal de la manga. Cruzó silenciosamente el suelo hasta llegar junto a la cama. Kitiara yacía boca arriba, despatarrada, con un brazo doblado por encima de la cabeza. Todavía llevaba puestas las botas y las ropas, probablemente se había sentido muy cansada o muy ebria para desnudarse. Respiraba de forma regular, profundamente dormida. La espada, enfundada en la vaina, estaba colgada en uno de los postes de la cama.

Puñal en mano, Iolanthe se inclinó sobre la mujer dormida. No creía que Kit estuviera fingiendo, pero siempre existía esa posibilidad, de modo que acercó la punta del arma a la muñeca de la guerrera y la hundió en la piel hasta hacer brotar una gota de sangre.

Kitiara ni se movió.

«Sería una gran asesina —reflexionó la hechicera—. Déjate de tonterías y ponte a trabajar.»

Desvió el arma hacia el cabello de Kitiara. Tomó con suavidad uno de los sedosos rizos negros que rozaban la almohada y, estirándolo, pegó el filo al cuero cabelludo y lo cortó de raíz. Cortó otro rizo y un tercero, e iba a repetirlo con un cuarto cuando Kitiara soltó un profundo suspiro, frunció el entrecejo y se giró en la cama.

Iolanthe se quedó paralizada, sin atreverse a mover un solo músculo. No corría peligro. Tenía preparadas las palabras en los labios y el requerido pellizco de arena en los dedos, lista para lanzarlos sobre la durmiente. No quería tener que recurrir a la magia, sin embargo, porque cuando Kitiara se despertara a la mañana siguiente podría ver arena en la cama y deducir que le habían echado un hechizo durante la noche. No tenía que sospechar nada. En cuanto al pinchazo en la muñeca, los guerreros siempre se estaban cortando con la armadura o con las armas. No le daría importancia a una marca tan pequeña.

Kit se abrazó a la almohada y murmuró una palabra que sonó como tañis, suspiró, sonrió y volvió a quedarse profundamente dormida. A la hechicera no se le ocurría por qué soñaba Kit con campanas y tañidos, pero a saber si había alguna razón. Guardó los rizos de pelo en una bolsita de terciopelo, se ató la bolsa al cinturón y se alejó de la cama de Kitiara.

Brillando débilmente en la pared, el plateado rastro de caracol le indicaba el camino de salida. Iolanthe atravesó el umbral plateado y entró en el rincón oculto por la cortina de su vivienda. El trabajo nocturno había sido un éxito.

4 Un dragón y su jinete

La montura de Kitiara, un dragón azul llamado Skie, la esperaba fuera de la ciudad, en un emplazamiento secreto. Cerca de cada cuartel general de los Señores de los Dragones en Neraka había establos para dragones, pero lo mismo que Kitiara prefería quedarse en una posada que pasar la noche en los alojamientos abarrotados del recinto militar, Skie estaba tan acostumbrado a la comodidad y la intimidad que no soportaba las condiciones en los atestados establos de los dragones. Sin embargo, hizo una visita a sus congéneres, y estaba preparado para contar a Kitiara los últimos chismorreos y novedades que se comentaban entre sus iguales cuando la mujer llegó.

El dragón azul había pasado una velada agradable. Había salido a cazar por la mañana y había atrapado un ciervo gordo. Después de comer había encontrado un trozo de suelo bañado por los rayos del sol otoñal y, tumbándose con la cabeza recostada en las cálidas piedras, había extendido las alas azules para disfrutar del agradable calorcillo. Cuando llegó Kitiara, sacudió la cabeza coronada por la crin azul y agitó la larga cola escamosa para desperezarse.

El saludo entre la Señora del Dragón y el reptil fue afectuoso. Skie era el único ser en el que Kitiara confiaba de verdad, y el dragón era leal a su amazona, algo poco corriente entre los dragones que, por lo general, despreciaban todas las formas de vida inferiores. Skie admiraba el valor de Kitiara y su destreza imperturbable en la batalla y, en consecuencia, estaba más que dispuesto a pasar por alto sus defectos achacándolos al hecho de que, lamentablemente, había nacido humana.

—¡Qué dragona habría sido! —comentaba a menudo Skie con pesar.

Kitiara palmeó el cuello escamoso del dragón azul y le preguntó si había comido. Skie señaló los restos de un ciervo muerto que había cerca. Muy pocos jinetes humanos se interesaban por el bienestar de sus dragones, pero a Kitiara nunca se le pasaba por alto. La mujer asintió con la cabeza y después, en lugar de montar como él esperaba, se quedó de pie a su lado, con la mano posada en su cuello y la mirada prendida en las botas.

Skie supo al instante que pasaba algo malo.

—¿Qué le pareció al emperador tu plan de atacar la Torre del Sumo Sacerdote? —preguntó el dragón.

Kitiara soltó un suspiro.

—Cree que es demasiado temerario, demasiado arriesgado, así que no lo aprobó. Supongo que tiene razón, pero a mi modo de ver corremos un riesgo mucho mayor si nos quedamos enrocados en nuestras guaridas, cómodos y despreocupados.

—Ese hombre es un necio —comentó Skie.

—No, si Ariakas fuera estúpido no me importaría tanto —contestó la mujer con gesto serio—. Es un comandante brillante. Prueba de ello es que sus ejércitos controlan la mayor parte de Ansalon. Pero esas mismas victorias serán su perdición. Al comienzo de la guerra, cuando no tenía nada que perder, habría aceptado mi propuesta y habríamos atacado la Torre del Sumo Sacerdote. De entonces a ahora le ha cogido demasiado apego a la victoria. Tiene miedo de la derrota, así que sólo apuesta a lo seguro. Arriesga poco y aún se pregunta por qué han disminuido las ganancias.

Skie sacudió la cabeza. Las tripas le sonaron. Había comido demasiado deprisa y el ciervo no le estaba sentando bien.

—¿Visitaste los habitáculos de los dragones? —preguntó Kitiara—. ¿Qué novedades se comentan?

—Como has dicho, la guerra del emperador marcha bien —contestó Skie a regañadientes—. El Señor del Dragón del Ala Negra, Lucien de Takar, ha afianzado su dominio en las tierras orientales al aplastar revueltas y rebeliones de poca importancia, aunque su mayor logro parece ser haber obligado a esas babosas vagas que son los dragones negros a salir de sus ciénagas y luchar. Lucien acordó con el Señor del Dragón del Muro de Hielo, Feal-Thas, unir sus fuerzas para conquistar la península de Goodlund. Feal-Thas está haciendo correr la voz de que el responsable de la victoria fue él, pero todos saben que el elfo de orejas puntiagudas se limitó a seguir las órdenes de Lucien.

—Por supuesto, ya que ningún humano cree que un elfo tenga cerebro, así que descartan a Feal-Thas —comentó Kitiara—. Probablemente corran peligro por ello. Ya lo comprobaremos personalmente. Tenemos que hacer una visita a ese Señor del Dragón, así que me convendría saber más cosas sobre él.

—¿Qué? ¿Viajar al Muro de Hielo? —Skie resopló y unas chispas de relámpago sisearon entre sus dientes—. Si vas allí, lo harás sin mí. Sólo hay nieve y hielo. ¡No entiendo por qué iba a viajar nadie a un lugar tan horrible!

No hablaba en serio, naturalmente. A Skie no se le pasaría por la cabeza confiar la seguridad de Kitiara a otro dragón. Aun así, lo del viaje le preocupaba.

Kitiara sacó a rastras los pesados arreos de los matojos donde los había guardado a buen recaudo. Skie detestaba los arreos, como cualquier otro dragón que tuviera amor propio. Para Skie, la palabra «arreos» era tanto como decir «caballo», y si consentía en llevar puesto ese aparejo, era sólo para garantizar la seguridad de su amazona. Algunos jinetes subían a sus monturas con la idea equivocada de que podían usar los arreos para guiar y controlar al dragón. Todos los dragones sacaban en seguida de su error a los jinetes.

Dragón y jinete trabajaban mejor si lo hacían en equipo. Tenían que confiar plenamente el uno en el otro, ya que su vida dependía del compañero. Llegar a tener esa confianza no era fácil para la mayoría de dragones y jinetes, en especial los dragones cromáticos, que no eran dados a confiar en nadie, ni siquiera entre ellos mismos. Los dragones azules habían resultado ser las mejores monturas hasta el momento, ya que los de su clase tendían a ser más gregarios y sociables que sus otros congéneres y trabajaban mejor con los humanos. Pese a ello, siempre llegaba un momento en la relación de cualquier dragón con su jinete en el que el primero tenía que demostrar al segundo quién mandaba realmente. Con frecuencia, esto lo hacía el dragón dando media vuelta en pleno vuelo y dejando caer al jinete en un lago.

Skie aún recordaba riendo para sus adentros la vez que se lo había hecho a Kit. La mujer iba vestida con armadura completa y se había hundido como una piedra. Skie había tenido que zambullirse en el agua tras ella y sacarla medio ahogada. El azul había creído que Kitiara estaría furiosa, pero cuando la guerrera dejó de escupir agua rompió a reír. Admitió que él tenía razón y que ella se había equivocado. Después de aquello jamás volvió a intentar imponer su voluntad en contra de los deseos del azul.

Lo primero que Kitiara había aprendido de Skie era que el combate aéreo no tenía nada que ver con las batallas que se libraban en el suelo. En el aire, un humano tenía que aprender a pensar y a luchar como un dragón. Esa reflexión hizo recordar a Skie el resto de las noticias que tenía.

—Corre el rumor de que los dragones de colores metálicos entrarán en liza muy pronto —dijo el azul—. Si tal cosa ocurre, las victorias de Ariakas podrían acabar. Esos metálicos son nuestros iguales, equipados con armas de aliento mortífero y magia poderosa.

—¡Bah! No me lo creo —dijo Kit al tiempo que negaba con la cabeza—. Los metálicos han hecho el juramento de no entrar en guerra. No se atreverán, al menos mientras tengamos como rehenes sus preciados huevos.

—Los dos sabemos lo que está pasando con esos huevos y algún día los metálicos lo descubrirán. Algunos empiezan ya a albergar sospechas. Se rumorea que uno conocido por el nombre de Lucero de la Tarde va por ahí haciendo preguntas sobre los draconianos. Cuando los dorados y los plateados descubran la verdad, entrarán en guerra... ¡buscando venganza!

»Lo que me recuerda una cosa. Supongo que te has enterado de que Verminaard ha muerto —añadió Skie de improviso.

—Sí, me he enterado —contestó Kitiara.

Skie la ayudó a ponerse los arreos que se ajustaban al cuello, al torso y las patas delanteras. Por lo menos Kitiara no insistía en usar una de las incómodas y molestas sillas de dragón. Montaba a pelo, colocada delante de las alas.

—¿Te hablaron de cómo murió realmente? —preguntó Skie, que estaba charlatán—. ¡Nada de combatiendo a los enanos en el reino subterráneo, como nos quisieron hacer creer, sino de forma ignominiosa, a manos de esclavos!

—El comandante draconiano dijo que lo mataron unos asesinos... —dijo Kit, que añadió con una risita burlona:— Cuando murió, un aurak se disfrazó como Verminaard. Muy inteligente por su parte.

—A los dragones que sirvieron a las órdenes de ese pequeño bastardo escamoso no los engañó —comentó el azul en tono despectivo.

—No te gustan los draconianos —observó la mujer mientras subía a lomos de Skie.

—No nos gustan a ningún dragón —repuso, iracundo—. Son una perversión, una abominación. No puedo creer que su Oscura Majestad permitiera semejante atrocidad.

—Entonces es que no la conoces —dijo la mujer, que echó una ojeada en derredor y después añadió en voz baja—: Sugiero que cambiemos de tema. Nunca se sabe quién puede estar escuchando.

Skie mostró su conformidad con un gruñido.

—¿Adónde nos dirigimos? ¿De vuelta al campamento?

—¿Por qué? —preguntó Kitiara en tono seco—. No tenemos nada que hacer allí excepto beber, eructar y rascarnos. No nos van a permitir luchar. —Volvió a suspirar y después continuó—. Además, lord Ariakas me ha encomendado otra misión. Primero iremos a Palanthas...

—¿Palanthas? —repitió Skie, estupefacto—. Eso es territorio enemigo. ¿Qué asuntos requieren tu presencia en Palanthas?

—Voy de compras —contestó Kitiara, riendo.

Skie estiró el cuello para mirarla de hito en hito.

—¿De compras? ¿Qué vas a comprar?

—El alma de un hombre —repuso la guerrera.

5 El Código y la Medida. Una cita secreta

A sir Derek Crownguard no le gustaba ser un invitado en el castillo Wistan, pero el caballero no podía hacer mucho al respecto. Su feudo —un castillo fronterizo al norte de Solanthus— lo habían invadido las fuerzas de la Reina de la Oscuridad y, según le habían contado, lo habían reconstruido y ocupado tropas enemigas que ahora controlaban todo el este de Solamnia. El hermano menor de Derek había perecido en el ataque. Cuando se hizo evidente que el castillo iba a caer, Derek se había enfrentado a la elección de morir por una causa perdida o seguir vivo para volver algún día y reclamar las posesiones y el honor de su familia. Había huido junto con los amigos y tropas que habían sobrevivido. Envió a su esposa y a sus hijos a Palanthas a vivir con sus parientes mientras él viajaba a la isla de Sancrist, donde había pasado semanas discutiendo con sus compañeros de la caballería cuál sería la mejor forma de reclutar y organizar las fuerzas que expulsaran al enemigo de su tierra natal.

Derek había vuelto a Palanthas hacía poco, frustrado y contrariado porque sus planes los hubieran desbaratado reiteradamente hombres a los que, en su opinión, les faltaba valor, convicción y visión de futuro. En particular, Derek Crownguard despreciaba a su anfitrión.

—Gunthar se ha convertido en una vieja matrona, Brian —dijo Derek con gesto severo—. Cuando oye que el enemigo se ha puesto en marcha, grita «¡Oh, infausto día!» y se mete debajo de la cama.

Brian Donner sabía que era una acusación ridícula, pero también sabía que Derek, como algunos artefactos gnomos, tenía que soltar vapor para bajar la presión o de lo contrario reventaría y haría daño a los que hubiera a su alrededor.

Los dos caballeros eran de constitución y aspecto semejantes, de ahí que en ocasiones, quienes no los conocían, los tomaban por hermanos, relación que Derek se apresuraba a refutar porque los Crownguard pertenecían a una familia noble de rancio linaje mientras que los Donner venían de un tronco con menos raigambre. Los dos eran rubios y tenían ojos azules, como muchos solámnicos. El cabello de Derek, de un tono rubio un poco más oscuro, ya empezaba a encanecer, al igual que el bigote —el tradicional bigote largo y caído de un Caballero de Solamnia— ya que estaba más cerca de los cuarenta que de los treinta. La diferencia principal radicaba en los ojos. Los de Brian sonreían, en tanto que los de Derek destellaban.

—No coincido con los criterios de Gunthar, pero no es un cobarde, Derek —comentó Brian con tono apacible—. Es cauteloso. Tal vez demasiado...

—¡Su «cautela» me ha costado el castillo de Crownguard! —replicó Derek, furibundo—. Si Gunthar hubiera enviado los refuerzos que le pedí, habríamos resistido la acometida.

Brian tampoco estaba tan seguro de eso, pero era amigo de Derek y compañero de caballería, así que dio por buena aquella afirmación. Los dos revivieron la batalla por centésima vez, con Derek detallando lo que habría hecho si las tropas solicitadas hubiesen llegado. Brian escuchaba, paciente, y asentía a todo lo que Derek decía, como siempre.

Los dos hombres ejercitaban a sus caballos en las praderas y los bosques que había fuera de las murallas de Palanthas. Estaban solos o, en caso contrario, Derek no habría hablado así; podía despreciar a lord Gunthar, pero la Medida exigía que un caballero apoyara a un superior de palabra y obra, y Derek, que dirigía cada momento de su vida según la Medida, nunca hablaba mal de Gunthar en público. Sin embargo, la Medida no decía nada sobre respetar y apoyar a un superior en la intimidad de los pensamientos de cada uno, de modo que Derek desfogaba su ira si estaba solo con un amigo, sin ser culpable de romper el código de conducta que debía gobernar las vidas de los Caballeros de Solamnia.

Derek y su amigo habían salido a galopar y se había alejado de la ciudad. Los dos habían regresado el día anterior de la reunión del Consejo de Caballeros en la isla de Sancrist, una junta que había devenido en una disputa a voces. Derek y sus simpatizantes abogaban por el envío de tropas a la guerra contra los ejércitos de los dragones de inmediato, en tanto que Gunthar y su facción proponían esperar hasta que las tropas estuvieran más entrenadas y mejor equipadas, además de sugerir que quizá deberían plantearse la posibilidad de fraguar una alianza con los elfos.

Ninguno de los dos bandos resultó tener peso suficiente para imponer su criterio; no se pudo decidir nada ni se emprendió acción alguna. Derek creía que lord Gunthar quería que la caballería estuviera dividida, ya que eso significaba que no se haría nada, y había abandonado la reunión furioso, tragándose palabras que un caballero jamás debía decirle a otro caballero. Aunque Brian no estaba completamente de acuerdo con Derek, había apoyado a su amigo y habían tomado el primer barco que zarpaba para cruzar el canal desde Sancrist a Palanthas.

—Si fuera Gran Maestre... —empezó Derek.

—... que no lo eres —señaló Brian.

—¡Pero debería serlo! —declaró Derek con vehemencia—. Lord Alfred es de esa opinión, así como los lores Peterkin y Malborough...

—Pero sólo uno de esos caballeros es miembro del Consejo Plenario y con derecho a voto... Eso, en el caso de que pudiera convocarse un Consejo Plenario, cosa imposible porque no hay suficientes miembros.

—La Medida simplifica los requisitos estipulados para formar un Consejo Plenario en circunstancias tan extremas como en la que nos hallamos ahora. Gunthar está obstaculizando deliberadamente su constitución porque sabe que si hoy se convocara el Consejo Plenario, se me elegiría Gran Maestre.

Brian tampoco estaba convencido de que ocurriera tal cosa. Su amigo contaba con partidarios, sí, pero incluso ellos tenían dudas sobre Derek igual que las tenían sobre Gunthar. El caballero de mayor edad no habría podido impedir la constitución de un Consejo Plenario si otros caballeros no hubieran estado de acuerdo en que se pusieran trabas. ¿La razón? Cautela. Todo el mundo era precavido en los tiempos que corrían. Pero Brian se preguntaba si la cautela no sería en realidad un sinónimo de «miedo» para enmascararlo.

Miedo... El hedor que soltaba olía a rancio en la sala del consejo. Miedo de que Solamnia cayera ante las fuerzas del ejército de los dragones. Miedo de que dejaran de ser los caballeros los que dirigieran Solamnia como lo venían haciendo desde tiempos de su fundador, Vinas Solamnus. Miedo del hombre que se hacía llamar «emperador de Ansalon». Y más que nada, miedo a los dragones.

Los ejércitos del enemigo tenían una clara y terrible ventaja sobre los caballeros: los dragones. Dos dragones rojos podían acabar con una fuerza de mil soldados en un visto y no visto. Brian sabía que el castillo de Crownguard habría caído aunque lord Gunthar hubiera enviado refuerzos. Probablemente Derek también lo sabía, pero tenía que seguir negándolo o no le quedaría más remedio que afrontar la cruda realidad: hicieran lo que hiciesen los caballeros, Solamnia acabaría cayendo. Jamás se alzarían con la victoria teniendo en contra un adversario tan abrumadoramente superior.

Los dos hombres cabalgaron en silencio un buen rato y dejaron que las monturas pastaran la hierba de finales de otoño que, con el cálido soplo de la brisa marina, aún seguía verde a pesar de que los árboles empezaban a perder sus colores otoñales con la caída de la hoja.

—Hay algo en esta guerra que me parece muy extraño —comentó Brian, rompiendo finalmente el largo silencio.

—¿A qué te refieres? —preguntó Derek.

—Dicen que los ejércitos de los dragones entran en combate entonando rezos e himnos a su oscura diosa. Me resulta chocante que las fuerzas del mal marchen bajo la bandera de la fe en tanto que nosotros, partidarios del bien, negamos la existencia de los dioses.

—¡Fe! —resopló Derek—. Querrás decir charlatanería supersticiosa. Falsos «clérigos» que realizan unos cuantos trucos efectistas a los que llaman «milagros», y los crédulos gimen y plañen y se postran con el feo rostro en el suelo en señal de pleitesía.

—¿Así que no crees que la diosa Takhisis haya vuelto al mundo y haya desencadenado esta guerra?

—Creo que han sido los hombres quienes la han desencadenado —contestó Derek.

—Entonces piensas que nunca hubo dioses —dijo Brian—. Ni en los viejos tiempos. Dioses de la Luz, como Paladine y Kiri-Jolith.

—No —fue la escueta respuesta.

—¿Y el Cataclismo?

—Un fenómeno natural, como un terremoto o un huracán —contestó Derek—. Los dioses no tuvieran nada que ver con eso.

—Huma creía en los dioses...

—¿Y quién cree en Huma hoy día? —inquirió Derek al tiempo que se encogía de hombros—. Mi hijo pequeño, por supuesto, pero sólo tiene seis años.

—Antes tampoco creíamos en los dragones —comentó Brian con gesto adusto.

Derek gruñó, pero no respondió nada.

—La Medida habla de la fe —continuó Brian—. El papel del Sumo Sacerdote es tan importante como el del Guerrero Mayor. En tiempos, los Caballeros de la Rosa, como tú mismo, podían lanzar hechizos divinos, o eso nos cuenta la historia. La Medida menciona que los caballeros del pasado se valían de sus plegarias para sanar a los heridos en combate.

Brian sentía curiosidad por ver cómo respondía su amigo a ese argumento. Derek estaba consagrado a la Medida, se sabía de memoria muchos fragmentos, regía su vida basándose en ella. ¿Cómo podría conciliar la exhortación de la Medida de que un caballero debía ser fiel a los dioses con su declarada falta de fe?

—He leído cuidadosamente la Medida con respecto a esto —dijo Derek—, y también he leído los escritos del eminente erudito sir Adrián Montgomery, quien hace hincapié en el hecho de que la Medida dice simplemente que un caballero debe tener fe. La Medida no dice que un caballero deba tener fe en los dioses ni tampoco menciona a ningún dios de forma específica, cosa que sin duda habrían hecho quienes la promulgaron si hubieran creído que los dioses eran un aspecto importante en la vida de un caballero. Sir Adrián afirma que cuando se habla de fe en la Medida, se refiere a tener fe en uno mismo, no en algún ser inmortal, omnipotente y omnisciente.

—¿Y si no se nombró a los dioses en la Medida porque a quienes la escribieron no se les ocurrió que fuera necesario hacerlo? —arguyó Brian.

—¿Te estás tomando esto a la ligera?

—Por supuesto que no —se apresuró a negar Brian—. Lo que quiero decir es: ¿Y si la existencia de los dioses y creer en ellos era algo tan sabido e incuestionable que a los escritores ni se les pasó por la cabeza que llegaría el día en el que los caballeros ni siquiera los recordarían? No era necesario mencionarlos específicamente porque todo el mundo los conocía.

—Es muy improbable —repuso Derek a la par que negaba con la cabeza.

—¿Y la curación? —persistió Brian, que no estaba tan seguro como su amigo—. ¿Explica sir Montgomery...?

Lo interrumpió un grito que sonó a sus espaldas.

—¡Milord!

Los dos hombres se volvieron en las sillas para ver al jinete que galopaba calzada abajo mientras gritaba y agitaba un gorro que llevaba en la mano.

—Mi escudero —indicó Derek, que taconeó al caballo para salir a su encuentro.

—Milord, me encargaron que te buscara para entregarte esto —dijo el joven.

El escudero buscó debajo del cinturón de cuero y sacó una carta doblada que le entregó a su amo. Derek tomó el papel, leyó la misiva con rapidez y alzó la vista.

—¿Quién te dio esto?

El escudero se ruborizó, azorado.

—No estoy muy seguro, milord. Caminaba por el mercado esta mañana cuando de repente me metieron ese papel en la mano. Miré a mi alrededor inmediatamente para ver quién había sido, pero la persona había desaparecido entre el gentío.

Derek le entregó la nota a Brian para que la leyera. El mensaje era breve:

«Puedo hacerte Gran Maestre. Reúnete conmigo en El Yelmo del Caballero cuando se ponga el sol. Si recelas, puedes llevar a un amigo. También tendrás que llevar cien monedas de acero. Pregunta por sir Uth Matar y te conducirán a un reservado.»

Brian le devolvió la nota a Derek, que la releyó con el entrecejo fruncido en un gesto pensativo.

—Uth Matar —repitió Brian—. Me suena ese nombre, pero no se me ocurre por qué. —Lanzó una mirada de soslayo a su amigo.

Derek dobló el papel con cuidado y se lo guardó dentro del guante. Emprendieron galope en dirección a Palanthas y el escudero se puso detrás de ellos.

—Derek, es una trampa... —dijo Brian.

—¿Con qué propósito? —preguntó—. ¿Asesinarme? La nota dice que puedo llevar a un amigo para prevenir esa contingencia. ¿Robarme? Aligerarme la bolsa del dinero sería mucho más seguro y más fácil asaltándome en un callejón oscuro. El Yelmo del Caballero es un establecimiento serio...

—¿Por qué arreglar un encuentro en una taberna, Derek? ¿Qué caballero haría tal cosa? Si ese tal sir Uth Matar te quiete hacer una propuesta lícita ¿por qué no va a visitarte a tu residencia?

—Quizá porque quiere evitar que lo vean los espías de Gunthar —dijo Derek.

Brian no podía permitir que semejante acusación se quedara como si tal cosa. Echó un vistazo hacia atrás, al escudero, para asegurarse de que el muchacho no podía oírlos y después habló con discreta intensidad.

—Lord Gunthar es un hombre con honor y nobleza, Derek. ¡Antes se cortaría una mano que espiarte!

Derek no hizo comentarios.

—¿Vas a acompañarme esta noche, Brian, o habré de buscar en otra parte un amigo de verdad que me cubra la espalda? —dijo en cambio.

—Sabes que iré contigo.

Derek le dirigió lo que podía pasar por una sonrisa y que sólo era un fruncimiento de labios apretados en un gesto firme, visible apenas bajo el bigote rubio. Los dos cabalgaron a Palanthas en silencio.


El Yelmo del Caballero era, como había dicho Derek, un establecimiento de confianza, aunque en la actualidad no tanto como lo fue en tiempos. La taberna estaba situada en lo que se conocía como la Ciudad Vieja y a su propietario actual le gustaba alardear de que había sido uno de los edificios originales de la ciudad, aunque tal afirmación era cuestionable. La taberna estaba construida bajo tierra y se extendía por el interior de una ladera. En invierno era caliente y acogedora, mientras que en los meses de verano resultaba fresca y agradablemente oscura.

Los parroquianos entraban por una puerta de madera instalada bajo un techo inclinado. Una escalera bajaba hasta el amplio salón que estaba iluminado con cientos de velas encendidas en candeleras de hierro forjado, así como por la lumbre de un enorme hogar de piedra.

No había mostrador. Las bebidas y la comida se servían desde la cocina, que estaba en un espacio contiguo. Al fondo, excavados más profundamente en la ladera, estaban la bodega donde se guardaba la cerveza y los vinos, varios reservados pequeños para fiestas privadas y otro cuarto grande llamado el «Salón Noble». Esta estancia estaba amueblada con una enorme mesa oblonga y treinta y dos sillas de respaldo alto colocadas a su alrededor, todas de la misma madera, con tallas de pájaros, bestias, rosas y martines pescadores, símbolos todos de la caballería. El propietario de la taberna se jactaba de que Vinas Solamnus, fundador de la Orden de los Caballeros, celebraba fiestas en esa misma habitación y en esa misma mesa. Aunque nadie se lo creía realmente, cualquiera que hiciera uso de la sala siempre dejaba un sitio vacante a la mesa para la sombra del caballero.

Antes del Cataclismo, El Yelmo del Caballero era un lugar de reunión popular entre los caballeros y sus escuderos y el negocio tenía buenas ganancias. Después del Cataclismo, cuando la caballería se sumió en el caos y los caballeros ya no eran bien recibidos en Palanthas, El Yelmo del Caballero pasó por malos momentos. La taberna tuvo que acoger a gente más corriente para poder pagar las facturas. El propietario siguió recibiendo a los caballeros cuando muy pocos establecimientos lo hacían, y los caballeros recompensaban su lealtad frecuentando la taberna siempre que podían. Los propietarios actuales conservaban esa tradición y los Caballeros de Solamnia eran recibidos siempre como clientes distinguidos.

Derek y Brian bajaron la escalera y entraron en la sala común. Esa noche la taberna estaba muy iluminada y rebosante de buenos olores y de risas. Al ver a los dos caballeros, el propietario en persona se acercó presuroso a recibirlos para darles las gracias por el honor que le hacían a su establecimiento y a ofrecerles la mejor mesa de la casa.

—Gracias, señor, pero nos indicaron que preguntáramos por sir Uth Matar —dijo Derek, que escudriñó el salón con una mirada penetrante.

Brian estaba detrás de su amigo, la mano posada en la empuñadura de la espada. Los dos llevaban capas y debajo un grueso coselete de cuero. Era la hora de la cena y la taberna se encontraba abarrotada. En su mayoría, los parroquianos pertenecían a la floreciente clase media: propietarios de almacenes, letrados, maestros y estudiosos de la Universidad de Palanthas, Estetas de la célebre Biblioteca. Muchos de los presentes sonrieron a los caballeros o los saludaron con una leve inclinación de cabeza, tras lo cual siguieron con la comida, la bebida y la charla.

Derek acercó la cabeza a Brian para comentar en un seco susurro:

—Pues a mí me parece una guarida de ladrones.

El otro caballero sonrió, pero no retiró la mano de la espada.

—Sir Uth Matar —repitió el dueño de la taberna—. Sí, es por allí.

Les entregó una vela a cada uno con la explicación de que el corredor estaba oscuro y condujo a los caballeros hacia la parte trasera del establecimiento. Cuando llegaron al cuarto indicado, Derek llamó a la puerta.

Al otro lado se oyeron pisadas de botas que cruzaban el suelo y la puerta se abrió una rendija. Un brillante ojo de color marrón, encuadrado por largas y oscuras pestañas, los miró de forma escrutadora.

—¿Vuestros nombres? —preguntó la persona.

Brian dio un respingo. La voz pertenecía a una mujer.

Si eso desconcertó a Derek, el caballero no dio señales de ello.

—Soy sir Derek Crownguard, señora. Éste es sir Brian Donner.

Los ojos oscuros relumbraron y la boca de la mujer esbozó una sonrisa sesgada.

—Adelante, señores caballeros —los invitó mientras abría la puerta de par en par.

Los dos hombres entraron en el cuarto con cautela. Sobre la mesa ardía una única lámpara, en tanto que un fuego pequeño parpadeaba en la chimenea. Utilizado para cenas privadas, el cuarto estaba amueblado con una mesa y sillas, así como un aparador. Brian echó una ojeada detrás de la puerta antes de cerrarla.

—Estoy sola, como podéis ver —dijo la mujer.

Los dos hombres se volvieron hacia ella. Ninguno sabía qué decir, porque nunca habían visto a una mujer como ella. Para empezar, vestía como un hombre, con pantalón de cuero negro, como negro era también el coleto de cuero que llevaba sobre una camisa roja de manga larga, y botas asimismo negras. Portaba una espada y daba la impresión de estar acostumbrada a llevarla y probablemente a ser diestra en su manejo. Su negro y rizado cabello era corto. Los miraba de frente, con osadía, como un hombre, no con timidez como haría una mujer. Los observaba fijamente, los brazos en jarras. Nada de una reverencia o bajar los ojos, azorada.

—Hemos venido a reunimos con sir Uth Matar, señora —dijo Derek, ceñudo.

—Habría venido esta noche, pero le ha sido imposible —contestó la mujer.

—¿Está retenido? —preguntó Derek.

—De forma permanente —respondió ella, y la sonrisa sesgada se ensanchó—. Está muerto.

Se quitó los guantes y los echó encima de la mesa, tras lo cual se sentó lánguidamente en una silla e hizo un gesto de invitación.

—Caballeros, por favor, tomad asiento. Mandaré que traigan vino...

—No estamos aquí para correr una juerga, señora —la interrumpió Derek, estirado el gesto—. Se nos ha hecho venir con pretextos falsos, al parecer. Te doy las buenas noches.

Hizo una fría reverencia y giró sobre sus talones. Brian ya estaba en la puerta. Se había opuesto a esto desde el principio y no se fiaba de esa extraña mujer.

—El hombre de lord Gunthar se reunirá conmigo aquí al salir la luna —afirmó la mujer. Cogió uno de los suaves y flexibles guantes y alisó la piel con la mano—. Le interesa oír lo que tengo que ofrecer.

—Derek, marchémonos —pidió Brian.

El otro caballero hizo un gesto y se volvió.

—¿Y qué tienes que ofrecer, señora?

—Toma asiento, sir Derek, y bebe conmigo —le invitó la mujer—. Tenemos tiempo. La luna no saldrá hasta dentro de una hora.

Enganchó una silla con el pie y la empujó hacia él.

Derek apretó los labios. Estaba acostumbrado a que lo trataran con deferencia, no que se dirigieran a él con tanta libertad y de una manera tan relajada. Asiendo fuertemente la empuñadura de la espada, siguió de pie mirando a la mujer con semblante hosco.

—Oiré lo que tengas que decir, pero sólo bebo con amigos. Brian, vigila la puerta. ¿Quién eres, señora?

—Me llamo Kitiara Uth Matar. —La mujer sonrió—. Mi padre fue un Caballero de Solamnia...

—Gregor Uth Matar —exclamó Brian, que en ese momento había reconocido el apellido—. Era caballero... y valeroso, según recuerdo.

—Se lo expulsó de la orden con deshonor —intervino Derek, ceñudo—. No me acuerdo de las circunstancias, pero creo recordar que tenía algo que ver con mujeres.

—Probablemente —replicó Kitiara—. Mi padre era incapaz de dejar en paz a las damas. A pesar de todo eso, amaba la caballería y amaba a Solamnia. No hace mucho que murió luchando contra los ejércitos de los dragones en la batalla de Solanthus. Es por él, en su memoria, por lo que estoy aquí.

—Sigue —dijo Derek.

—Mi ocupación actual me lleva a las casas principales de Palanthas. —Kitiara alzó los pies para ponerlos en la silla que tenía delante y se recostó con relajada despreocupación—. Para ser sincera, caballeros, no es que se me invite exactamente a esas casas ni entro en ellas para buscar información que pudiera ser de ayuda a vuestra causa en la guerra contra los ejércitos de los dragones. No obstante, a veces, mientras busco objetos que tienen valor para mí, tropiezo con información que creo que podría ser útil para otros.

—En otras palabras —dijo fríamente Derek—, eres una ladrona.

Kitiara sonrió y se encogió de hombros, después alargó la mano hacia una bolsa que había en la mesa, sacó de ella un estuche de pergaminos de aspecto discreto y lo sostuvo en la mano.

—Éste es uno de esos casos —anunció—. Creo que podría temer bastante repercusión en el resultado de la guerra. Puede que sea una mala persona —añadió con aire modesto—, pero, como mi padre, soy una buena solámnica.

—Pierdes el tiempo, señora. —Derek se levantó—. No trafico con bienes robados...

Kitiara esbozó una sonrisa sesgada.

—Naturalmente que no, sir Derek, por eso supongamos que, como dicen los kenders, lo he «encontrado». Lo descubrí tirado en la calle, delante de la casa de un Túnica Negra bastante conocido. Las autoridades palanthinas llevan mucho tiempo vigilándolo porque sospechan que está aliado con nuestros enemigos. Iban a obligarlo a abandonar la ciudad, pero él se anticipó. Al llegar a sus oídos rumores de que pensaban expulsarlo, él mismo se marchó. Cuando me enteré de su precipitada huida, decidí entrar en su casa para ver si se había dejado algo de valor.

»Y así era. Se había dejado esto. —La mujer dejó el pergamino en la mesa—. Verás que la parte inferior está chamuscada. Quemó gran cantidad de papeles antes de partir. Por desgracia, o por suerte, no tenía tiempo para quedarse hasta estar seguro de que el fuego los consumía.

Desenrolló el pergamino y lo sostuvo a la luz de la lámpara.

»Como doy por supuesto que vosotros, caballeros, no sois de los que cierran un trato a ciegas, os leeré un fragmento del contenido. Es una carta dirigida a una persona que reside en Neraka. Por el tono de la misiva, deduzco que esa persona es un compañero Túnica Negra. En la parte interesante se lee:

«Debido a la ineptitud de Verminaard, durante un tiempo temí que el enemigo hubiera descubierto nuestro mayor secreto, algo que habría implicado nuestra derrota. Ya sabes el alcance del objeto del que te hablo. Si las fuerzas de la Luz descubrieran alguna vez que los (...) no se destruyeron en el Cataclismo, sino que los (...) todavía existen y, lo que es más, que (...) tiene en su posesión uno, los caballeros removerían cielo y Abismo para dar con semejante trofeo.»

Kitiara enrolló el pergamino y dirigió una sonrisa encantadora a Derek.

—¿Qué te parece, señor caballero?

—Me parece inútil —contestó el hombre—, ya que no se dice el nombre del objeto ni dónde puede encontrarse.

—Oh, pero sí que lo dice —repuso ella—. La que no lo dijo fui yo. —Se dio unos golpecitos en la puntiaguda barbilla con el pergamino enrollado—. El nombre del objeto está escrito aquí, al igual que el nombre de la persona que lo tiene en su poder. Cien piezas de acero es lo que cuesta esta misiva.

Derek la miró con gesto hosco.

—Pides dinero por ella. Creía que eras una buena solámnica.

—No tan buena como para regalarlo —replicó Kitiara, que sonrió al tiempo que enarcaba una ceja—. Una tiene que comer.

—No me interesa —fue la escueta respuesta de Derek. Se puso de pie y echó a andar hacia la puerta. Brian, que se había quedado allí, tenía puesta la mano en el picaporte y estaba a punto de abrir.

—Vaya, pues esto sí que me sorprende —dijo la mujer, que cambió la postura de los pies para ponerse más cómoda—. Estás metido en una encarnizada competencia con lord Gunthar por el puesto de Gran Maestre. Si recobraras ese trofeo y lo trajeras de vuelta, te garantizo que hasta el último caballero del consejo te respaldaría. Si, por el contrario, es el hombre de lord Gunthar quien descubre esto...

Derek se detuvo cuando empezaba a dar un paso. Abrió y cerró los dedos con fuerza sobre la empuñadura de la espada. Un gesto torvo le ensombrecía el semblante. Brian comprendió que su amigo estaba considerando seriamente hacer el trato y se quedó atónito.

—Derek —empezó en voz baja—, ignoramos si esa carta es genuina o no. Deberíamos reflexionar sobre todo esto y discutirlo. Al menos deberíamos investigar un poco, acudir a las autoridades, comprobar si es verdad la historia que nos ha contado...

—Y entretanto Gunthar comprará la carta.

—¿Y qué, si lo hace? —demandó Brian—. Si lo de esa carta es cierto, la caballería se beneficiará...

—Se beneficiará Gunthar —replicó Derek. El caballero buscó la bolsa de dinero. Brian suspiró y sacudió la cabeza.

—Aquí están las cien monedas de acero, señora —dijo Derek—. Te lo advierto, mi brazo es largo. Si me has engañado, no descansaré hasta haberte dado caza.

—Lo entiendo, sir Derek —respondió en tono sosegado la mujer, que recogió la bolsa con el dinero y se la metió en el cinturón—. ¿Ves? Ni siquiera lo he contado. Confío en ti, señor caballero, y tú haces bien en fiarte de mí. —Puso el pergamino en manos de Derek.

»No te sentirás defraudado, te lo aseguro. Os deseo buenas noches, caballeros.

Les dedicó una de sus sonrisas sesgadas y alzó la mano para despedirse, pero se detuvo en la puerta.

—Ah, cuando llegue el hombre de lord Gunthar, decidle que ya es tarde.

Luego salió y cerró la puerta tras ella.

—Léelo deprisa —urgió Brian—. Aún nos da tiempo a ir tras ella.

Derek ya leía la carta. Dio un respingo y después silbó.

—Dice que el objeto se encuentra en el Muro del Hielo y que lo tiene en su poder un hechicero llamado Feal-Thas.

—¿Y qué objeto es?

—Es algo llamado «Orbe de los Dragones».

—Orbe de los Dragones. Nunca había oído hablar de nada semejante —dijo Brian, que se sentó—. Ya que estamos aquí, podríamos encargar una cena.

Derek enrolló el pergamino y se lo guardó dentro del guante con cuidado.

—No te acomodes. Nos marchamos.

—¿Adónde vamos?

—A comprobar si tienes razón, amigo mío. A verificar si he hecho el idiota.

—Derek, yo no quería decir que...

—Ya sé que no —lo tranquilizó su amigo, que casi sonrió mientras le palmeaba el hombro—. Vamos, no perdamos tiempo.

6 La puerta equivocada. Derek hace una petición. La negativa de Bertrem

Se había hecho de noche cuando Derek y Brian abandonaron El Yelmo del Caballero. Las calles se habían quedado casi desiertas dado que los comercios estaban cerrados a esa hora; comerciantes y clientes por igual estaban en casa con su familia o se divertían con amigos en las tabernas. Los pocos que deambulaban por las calles portaban antorchas para alumbrar el camino, aunque no era realmente necesario porque Solinari, la luna plateada, resplandecía en el cielo.

Elevándose sobre los edificios de la Ciudad Nueva, el satélite parecía un oropel que sostenían las agujas de unas torres semejantes a dedos que se alzaban hacia el cielo, o al menos eso era lo que le recordaban a Brian. Observó la luna mientras Derek y él recorrían deprisa las calles bañadas en luz plateada. Vio jugar a los dedos con el disco de plata del mismo modo que un ilusionista jugaría con una moneda hasta que los dedos la soltaron y la luna quedó libre de ir a la deriva entre las estrellas.

—Mira donde pisas —advirtió Derek, que lo asió por el brazo y tiró de él para apartarlo de un montón de estiércol de caballo.

»¡Estas calles son una vergüenza! —añadió el caballero con gesto de desagrado—. Eh, tú, ¿en qué estás pensando? ¡Ponte a limpiar eso!

Con el largo cepillo apoyado en el doblez del brazo, un barrendero gully se había arrellanado cómodamente en un portal y dormía a pierna suelta. Derek sacudió a la infeliz criatura hasta que la despertó y la hizo levantarse para que se pusiera a la tarea. Ceñudo, el enano gully les asestó una mirada indignada e hizo un gesto grosero antes de ponerse a barrer la porquería. Brian se figuró que en cuanto los perdiera de vista, el enano gully volvería a dormirse.

—En cualquier caso, ¿qué mirabas tan embobado? —preguntó Derek.

—La luna. Solinari está preciosa esta noche.

—Tenemos cosas que hacer más importantes que contemplar la luna —gruñó Derek—. Ah, hemos llegado. —Derek posó la mano en el brazo de su compañero en un gesto de advertencia—. Déjame hablar a mí.

Salieron de una calle lateral a la conocida por el nombre de Segundo Anillo, que tenía tal nombre porque las avenidas principales de la Ciudad Vieja formaban círculos concéntricos que llevaban números correlativos. Casi todos los edificios importantes de la urbe estaban ubicados en el segundo círculo y, de ellos, el más grande y famoso era el de la Gran Biblioteca de Palanthas.

Los muros blancos del edificio de tres plantas se alzaban hacia el cielo y resplandecían a la luz de la luna como si los iluminara un fuego plateado. La escalinata de mármol, de planta semicircular, llevaba al pórtico que guarecía una gran puerta doble de grueso cristal montada en bronce. En las ventanas altas brillaba luz. Los Estetas, una orden de monjes consagrados a Gilean, dios del Libro, trabajaban día y noche escribiendo, transcribiendo, anotando, archivando, recopilando. La biblioteca era un vasto depósito de conocimiento. Allí podía encontrarse información sobre cualquier tema. La entrada era gratuita y sus puertas estaban abiertas a casi todos. Siempre que fuera dentro del horario fijado.

—La biblioteca está cerrada a esta hora de la noche —señaló Brian mientras subían la escalinata.

—A mí me abrirán —aseguró Derek con frío aplomo. Llamó a la puerta con la palma de la mano y alzó la voz para que se oyera en las ventanas que había arriba—. ¡Sir Derek Crownguard! —gritó—. Me trae un asunto urgente de la caballería. Demando que se me de acceso.

Una cabeza calva se asomó a una ventana. Los novicios, contentos de hacer un alto en el trabajo, miraron abajo con curiosidad para ver a qué venía tanto alboroto.

—Te equivocas de puerta, señor caballero —dijo uno de ellos al tiempo que gesticulaba hacia un lado—. Da la vuelta por allí.

—¿Por quién me toma? ¿Por un mercader? —refunfuñó Derek, enfadado, y llamó de nuevo a la puerta de cristal y bronce, esta vez con el puño.

—Deberíamos volver por la mañana —propuso Brian—. Si la información que te ha dado esa mujer es una patraña, de todos modos ya es demasiado tarde para pillarla a estas alturas.

—No pienso esperar hasta mañana —contestó Derek, que siguió llamando a voces y dando golpes en la puerta.

—¡Ya voy, ya voy! —gritó una voz desde dentro.

A las palabras las acompañaba el chancleteo de unas sandalias y el sonido de resoplidos y jadeos. La puerta se abrió y uno de los Estetas —un hombre de mediana edad, con la cabeza afeitada y vestido con la túnica gris de la orden— se los quedó mirando.

—La biblioteca está cerrada —dijo en tono severo—. Volvemos a abrir por la mañana. Y, la próxima vez, venid por la puerta lateral. ¡Eh, un momento! No podéis entrar...

Sin hacerle caso, Derek apartó de un empujón al hombre rechoncho, que barbotaba de indignación mientras agitaba las manos hacia ellos, si bien no hizo nada más para detenerlos. Brian, avergonzado, entró con Derek y masculló una disculpa que no fue tenida en cuenta.

—Quiero ver a Astinus, hermano... —Derek esperó a que el hombre le facilitara su nombre.

—Bertrem —dijo el Esteta, que miraba a Derek con gesto indignado—. ¡Habéis venido por la puerta que no es! ¡Y no alces la voz!

—Lo siento, pero es un asunto urgente. Exijo ver a Astinus.

—Imposible —contestó Bertrem—. El Maestro no recibe a nadie.

—A mí me recibirá —respondió Derek—. Dile a Astinus que sir Derek Crownguard, Caballero de la Rosa, desea consultarle un asunto de suma importancia. No exagero si digo que el destino de la nación solámnica depende de este encuentro.

Bertrem no cedió.

»Mi amigo y yo esperaremos mientras llevas mi mensaje a Astinus. —Derek frunció el entrecejo—. ¿A qué esperas, hermano? ¿No has oído lo que he dicho? ¡Tengo que hablar con Astinus!

Bertrem los miró de arriba abajo con un gesto de clara desaprobación.

—Iré a preguntar —dijo—. ¡Quedaos aquí y no hagáis ruido!

Con el índice tieso señaló el rincón en el que estaban de pie y después se llevó el dedo a los labios. Por fin se marchó con aire de dignidad ofendida y el chancleteo de las sandalias se perdió a lo lejos.

Un silencio relajante, plácido, cayó sobre ellos. Brian se asomó a una de las grandes salas para echar una ojeada. Estaba revestida de libros del suelo al techo y llena de escritorios y sillas. Varios Estetas trabajaban aplicadamente, ya fuera estudiando o escribiendo, a la luz de las velas. Uno o dos habían alzado la vista hacia los caballeros, pero al comprobar que Bertrem parecía tener la situación bajo control, se centraron de nuevo en sus ocupaciones.

—Podrías haber sido más cortés —le susurró Brian a Derek—. Por aquello de «se atraen más moscas con miel que con hiel».

—Estamos en guerra y luchamos por la supervivencia, nada menos —replicó Derek—. ¡Aunque nadie lo diría a juzgar por este sitio! Míralos, garabateando papeles, sin duda registrando el ciclo vital de la hormiga mientras que buenos hombres combaten y mueren.

—¿Y no es por eso por lo que luchamos y morimos? —preguntó Brian—. ¿Para que estas personas inocentes puedan seguir escribiendo sobre la hormiga en lugar de verse forzadas a extraer mineral en la mina de algún campamento de esclavos?

Si Derek lo oyó, no hizo ningún caso. Empezó a pasear de aquí para allí haciendo mucho ruido con las botas en el suelo de mármol. Varios Estetas levantaron la cabeza y le dirigieron una mirada irritada.

—¡Chitón! —dijo finalmente uno de ellos.

El conocido chancleteo de unas sandalias en el suelo de mármol anunció el regreso de Bertrem, que parecía molesto.

—Lo lamento, sir Derek, pero el Maestro está ocupado y no puede recibir a nadie.

—Mi tiempo es valioso —contestó Derek, impaciente—. ¿Cuánto más habré de esperar?

Bertrem se sonrojó.

—Me disculpo, sir Derek, por no saber explicarme. No es necesario esperar más. El Maestro no te recibirá.

El semblante del caballero enrojeció, frunció las cejas y tensó la mandíbula. Estaba acostumbrado a chasquear los dedos y que la gente reaccionara con atenta prontitud, pero últimamente no hacía más que chasquear los dedos con el único resultado de que las personas le dieran la espalda.

—¿Le has dicho quién soy? —preguntó, hirviendo de cólera—. ¿Le has transmitido mi mensaje?

—No hizo falta —fue la simple respuesta del Esteta—. El Maestro te conoce y sabe por qué has venido. No te recibirá. Sin embargo, me pidió que te diera esto.

Bertrem le tendió lo que parecía un mapa dibujado toscamente en un trozo de papel.

—¿Qué es? —inquirió Derek.

Bertrem bajó la vista hacia el papel y leyó en voz alta el título que lo encabezaba.

—Mapa de la Biblioteca de Khrystann.

—¡Eso ya lo veo! A lo que me refiero es para qué demonios necesito el mapa de una maldita biblioteca —estalló Derek.

—Lo ignoro, milord —contestó Bertrem, encogido ante la furia del caballero—. El Maestro no me hizo confidencias. Sólo dijo que tenía que dártelo.

—A lo mejor es allí donde encontrarás el Orbe de los Dragones —sugirió Brian.

—¡Bah! ¿En una biblioteca? —Derek llevó la mano a la bolsa del dinero—. ¿Cuánto dinero aceptaría Astinus por recibirme?

Bertrem se irguió cuanto le fue posible, con lo que casi llegó a la altura de la barbilla del caballero. El Esteta estaba profundamente ofendido.

—Guarda tu dinero, señor caballero. El Maestro no accede a verte y no hay más que hablar.

—¡Por la Medida que no consentiré que se me trate así! —Derek avanzó un paso—. Apártate, hermano, ¡no querría tener que herirte!

El Esteta plantó firmemente los pies en el suelo. Aunque era evidente que tenía miedo, Bertrem estaba decidido a resistir valerosamente para cerrarles el paso.

Brian sintió el repentino deseo de romper a reír al ver al erudito regordete y debilucho haciéndole frente al enfurecido caballero. Contuvo la hilaridad, que habría enfurecido aún más a Derek, y posó la mano en el brazo de su amigo.

—¡Piensa lo que haces! No puedes irrumpir a la fuerza para ver a ese hombre que se niega a recibirte. Incurrirías en un agravio. Si lo que buscas es información sobre el Orbe de los Dragones, entonces es posible que este hermano pueda ayudarte.

—Sí, naturalmente, señor caballero —afirmó Bertrem a la par que se secaba el sudor de la frente—. Me encantaría ayudar en todo cuanto pueda, a pesar de que la biblioteca está cerrada y habéis venido a una hora intempestiva.

Derek soltó el brazo de un tirón. Seguía furioso, pero se controló.

—Tendrás que guardar en secreto lo que voy a decirte.

—Por supuesto, señor caballero —contestó Bertrem—. Juro por Gilean que no hablaré de lo que me cuentes en secreto.

—¿Me pides que acepte el juramento por un dios del que se desconoce su paradero? —demandó Derek en tono mordaz.

El Esteta sonrió con aire complaciente y enlazó las manos sobre el rotundo estómago.

—El bendito Gilean está con nosotros, señor caballero. En cuanto a eso, puedes estar tranquilo.

Derek negó con la cabeza, pero no estaba dispuesto a que lo enredara en una discusión teológica.

—De acuerdo —accedió de mala gana—. Busco información sobre un artefacto conocido como «Orbe de los Dragones». ¿Qué puedes decirme de ese objeto?

Bertrem parpadeó mientras reflexionaba sobre ello.

—Me temo que no puedo decirte nada, milord. Es la primera vez que oigo hablar de ese artefacto. Sin embargo, puedo investigar el asunto. ¿Puedes explicar en qué contexto se lo menciona o dónde y cuándo has oído hablar de él? Esa información me ayudaría a saber dónde buscar.

—Sé muy poco —contestó Derek—. Me hablaron de él relacionado con un hechicero Túnica Negra...

—Ah, entonces se trata de un artefacto mágico. —El Esteta asintió con la cabeza en un gesto de reconocimiento—. Tenemos poca información sobre este tipo de cosas, sir Derek. Los hechiceros tienen la costumbre de guardar para sí todos sus conocimientos. Pero disponemos de algunas fuentes a las que puedo consultar. ¿Necesitas la información en seguida?

—Sí, hermano, por favor.

—Entonces, poneos cómodos, caballeros. Veré qué consigo encontrar. ¡Ah, y por favor, no hagáis ruido!

Bertrem se marchó en dirección a una amplia sección de estanterías, dio la vuelta por detrás y lo perdieron de vista. Se sentaron a una mesa y se dispusieron a esperar.

—Ésa es la razón por la que quería hablar con Astinus —susurró Derek—. Se dice que sabe al dedillo todo cuanto haya que saber de cualquier cosa. Me pregunto por qué no habrá querido recibirme.

—Por lo que tengo entendido, no recibe a nadie, nunca —comentó Brian—. Está sentado ante su escritorio día y noche registrando la historia de todos los seres vivos del mundo conforme va pasando ante sus ojos. Por eso sabía que estabas aquí.

Derek resopló con fuerza, despectivo. Se alzaron cabezas y las plumas dejaron de escribir. El caballero hizo un gesto de disculpa a los Estetas, que negaron con la cabeza y reanudaron su trabajo.

—Hay quien dice que es el dios Gilean —susurró Brian, inclinado sobre la mesa en actitud confidencial.

Derek le dirigió una mirada de menosprecio.

—¡Oh, vamos, tú también, no! Los monjes propician esas absurdas ideas para obtener más donaciones.

—Con todo, Astinus te dio ese mapa.

—¡El mapa de una biblioteca! ¿De qué sirve? Debe de tratarse de alguna clase de broma.

Derek sacó el pergamino que había comprado para releerlo. Brian guardó silencio, incluso con miedo de moverse para no atraer sobre ellos la ira de los estudiosos. Oyó al pregonero anunciar la hora en la calle y después, recostando la cabeza en el escritorio, se durmió.

Despertó cuando lo sacudió la mano de Derek y oyó el familiar chancleteo de sandalias; de dos pares de sandalias. Bertrem se acercaba a ellos con rasos presurosos acompañado por otro monje que llevaba un rollo de pergamino en las manos.

—Espero que no te importe, señor caballero, pero he consultado al hermano Bernabé, que es nuestro experto en artefactos mágicos. El hermano recordaba haber leído una referencia a un Orbe de los Dragones en un viejo manuscrito. Él os lo explicará.

El hermano Bernabé —una versión del hermano Bertrem, sólo que más alto, más delgado y más joven— desenrolló el legajo y lo colocó delante de Derek.

—Esto lo escribió uno de nuestros monjes que se encontraba en Istar alrededor de un año antes del Cataclismo. Es una narración de su estancia allí.

Derek bajó la vista hacia las páginas escritas y después la alzó de nuevo.

—No sé descifrar esos garabatos. ¿Qué pone?

—El hermano Michael era ergothiano —explicó el hermano Bernabé— así que escribía en su lengua. Cuenta que a los soldados de Príncipe de los Sacerdotes se les entregó un listado de artefactos mágicos y se los envió a irrumpir en tiendas de productos mágicos para buscar los objetos que hubiera en dicha relación. Consiguió una de las listas y copió los objetos reseñados. Uno de ellos es un Orbe de los Dragones. Se proporcionaba descripciones a los soldados para que supieran lo que tenían que buscar. La del orbe rezaba: «Una bola de cristal de veinticinco centímetros de diámetro en cuyo interior se agita una extraña niebla arremolinada.» El hermano Michael escribe que a los soldados se les advertía que, de hallar un orbe, lo manejaran con sumo cuidado porque nadie sabía exactamente qué hacía ese objeto, aunque, según aclara a continuación: «Se cree que se había utilizado durante la Tercera Guerra de los Dragones, para controlar a los reptiles.»

—Controlar dragones —repitió Derek en un susurro. Los ojos le brillaban, pero tuvo cuidado de ocultar su creciente entusiasmo—. ¿Y encontraron alguno? —preguntó en tono despreocupado.

—El hermano Michael no lo menciona.

—¿Y ésta es toda la información que tenéis sobre esos Orbes de los Dragones? —inquirió Derek.

—Es lo único que tenemos aquí, en nuestra biblioteca —aseguró el hermano Bernabé—. No obstante, he encontrado una llamada. —Señaló una pequeña anotación situada en el margen del legajo—. Según esto, otro libro que supuestamente da más información sobre los Orbes de los Dragones se halla en una antigua biblioteca de Tarsis: la perdida Biblioteca de Khrystann. Por desgracia, como el propio nombre implica, son pocas las personas que recuerdan la ubicación de la biblioteca. Sólo lo sabemos nosotros, los Estetas, y no lo divulgamos...

Derek miraba al monje con gesto de estupefacción. Entonces sacó el mapa que había arrugado por la frustración y lo alisó sobre la mesa.

—¿Es ésta? —preguntó al tiempo que señalaba el mapa.

El hermano Bernabé se inclinó sobre el papel.

—La Biblioteca de Khrystann, sí, ésa es. —Dirigió una mirada de sospecha al caballero—. ¿Cómo ha llegado este mapa a tu poder, milord? —Bertrem tiró de la manga a Bernabé y le susurró algo al oído—. Ah, claro, el Maestro.

—Qué extraño —masculló Derek—. Condenadamente extraño. —Dobló el mapa, al que ahora daba un trato mucho más cuidadoso, y lo guardó junto con la carta que llevaba debajo del cinturón.

—Quizá te gustaría dejar una donación —sugirió Brian, que hacía un esfuerzo tremendo para contener la risa.

Derek le asestó una mirada cortante y luego metió la mano en la bolsa del dinero y sacó varias monedas que le tendió a Bertrem.

—Emplea esto en alguna buena causa —rezongó.

—Te lo agradezco, milord —dijo el Esteta—. ¿Alguna otra cosa en la que pueda ayudarte esta noche?

—No, hermano. Gracias por la ayuda. —Hizo una pausa y después agregó, un poco tieso—. Me disculpo por mi comportamiento de antes.

—No hace falta, milord. Está olvidado —contestó Bertrem con amabilidad.

—Quizá Astinus es el dios Gilean, después de todo —dijo Brian mientras Derek y él bajaban los peldaños de la escalinata de la Gran Biblioteca, bañados en luz de luna.

Derek masculló algo y siguió caminando deprisa calle abajo.

—Derek, ¿puedo preguntarte algo? —inquirió Brian.

—Si no queda más remedio —replicó su amigo con sequedad.

—Odias a los hechiceros. Odias todo lo que esté relacionado con ellos. Cruzas la calle con tal de evitar pasar al lado de uno de ellos. Ese Orbe de los Dragones fue creado por hechiceros. El propio orbe es mágico, Derek. ¿Por qué tienes tanto interés en conseguirlo?

Derek no dejó de andar y no le contestó.

»Se me ocurre una idea —continuó Brian—. Manda un mensaje a los hechiceros de la Torre de Wayreth. Diles que te ha llegado esta información sobre uno de sus artefactos. Que decidan ellos qué hacer.

Derek se paró en seco y se dio media vuelta para mirar a su amigo de hito en hito.

—¿Estás loco?

—No más que de costumbre —repuso con sarcasmo. Suponía lo que Derek diría a continuación.

—¿Acaso sugieres que entreguemos un artefacto tan poderoso a los hechiceros?

—Lo crearon ellos, Derek —recalcó.

—¡Razón de más para mantenerlo lejos de su poder! —exclamó Derek con aire severo—. Que fueran hechiceros los que crearon esos orbes no quiere decir que se les deba permitir que los utilicen. Si quieres que te diga la verdad, la razón de que busque el Orbe de los Dragones es que no me fío de los hechiceros.

—¿Y qué piensas hacer si lo encuentras?

Derek esbozó una sonrisa tirante, prietos los labios.

—Lo llevaré a la isla de Sancrist y lo dejaré caer en la sopa de lord Gunthar. Después, cuando me nombren Gran Maestre, saldré y ganaré la guerra.

—Por supuesto. —Brian tenía algo más que decir a propósito de eso, pero sabía que insistir sobre ello no serviría de nada—. Tendrás que escribir a lord Gunthar para decirle que te dispones a emprender esta búsqueda y pedirle permiso.

Derek frunció el entrecejo. Sin embargo, no podía saltarse ese trámite así como así. Según la Medida, un caballero no debía emprender un viaje tan largo —atravesar las tres cuartas partes del continente— sin antes recibir la autorización de su superior, que daba la casualidad de que era Gunthar.

—Una simple formalidad. No osará denegar mi petición.

—No, supongo que no —repuso Brian en voz queda.

—Enviará a uno de sus hombres para que me acompañe y no me pierda de vista —añadió Derek—. Aran Tallbow, casi con toda seguridad.

—Eso espero —convino Brian a la par que asentía con la cabeza—. Aran es un buen hombre.

—Antes era un buen hombre. Ahora es un borracho que se deja llevar por Gunthar como un pelele. Pero tú vendrás conmigo para cubrirme las espaldas.

A Brian le hubiera gustado que Derek le preguntara, para variar, si quería hacer esto o aquello en lugar de decirle que lo hiciera, aunque en realidad eso no cambiaría nada. Seguiría a su amigo, como siempre.

—¿Te lo imaginas, amigo mío? Esto podría ser decisivo para ti. ¡Quizá te nombren Sumo Sacerdote! —apuntó Derek.

—No estoy seguro de querer serlo —contestó Brian en tono apacible.

—No digas tonterías. ¡Pues claro que quieres! —zanjó Derek.

7 Fewmaster suda. Iolanthe entretiene al emperador

—Así que el caballero se tragó el anzuelo —dijo Skie a la mañana siguiente. Kitiara y él se preparaban para abandonar el escondrijo del dragón, una zona de frondosos bosques alejada de las murallas de Palanthas.

—Menos mal que no me pidió que escribiera algo para comprobar mi letra —comentó Kit, sonriente—. No sólo dio por buena la carta falsificada sino que además me pagó cien monedas de acero por ella. Pocos hombres contribuyen tan generosamente a costear su propia destrucción.

—Eso, si es verdad que el orbe lo destruye —masculló Skie—. Es igualmente posible que nos destruya a nosotros. No me fío de los hechiceros. Si ese caballero representa una amenaza, ¿por qué no le clavaste un cuchillo, sin más?

—Porque Ariakas quiere complacer a su nueva amante —repuso secamente Kit—. ¿Qué sabes de esos Orbes de los Dragones?

—Muy poco —gruñó el azul—. Eso es lo que me preocupa y lo que debería preocuparte a ti. ¿Por qué le diste tu verdadero nombre? ¿Y si descubre que Kitiara Uth Matar no es una ladrona sino una Señora del Dragón?

—No habría acudido a la cita sin mencionarle ese nombre. Los caballeros son unos cursis remilgados —contestó la mujer, despectiva—. El hecho de que mi padre fuera un caballero, aunque hubiera sido desprestigiado, sirvió para convencer a sir «Mentecato» de que dentro de mí alentaba realmente lo bueno que representa Solamnia. —Kit se echó a reír—. ¡Lo cierto es que, al final, seguramente mi padre murió a manos de algún esposo ultrajado! —Se encogió de hombros.

»En cuanto a que sir Derek descubra que soy una Señora del Dragón, es poco probable. Mis propias tropas ignoran mi verdadero nombre. Kitiara Uth Matar no significa nada para ellas. Para mis hombres y para el resto del mundo, soy la Dama Azul. La Dama Azul que algún día los gobernará a todos.

—Algún día —rezongó el dragón—. No ahora.

Kitiara alargó la mano para palmear a Skie en el cuello.

—Sé cómo te sientes, pero de momento hemos de obedecer órdenes.

—¿Adónde vamos, Dama Azul, ya que no se nos permite combatir? —inquirió el reptil en tono seco.

—Volamos hacia Haven, donde el Ejército Rojo de los Dragones ha establecido su cuartel general. Vamos a tratar de encontrar un candidato adecuado para Señor del Dragón.

—Otra pérdida de tiempo y esfuerzo —dijo Skie mientras se abría paso en la maleza, aplastando arbustos y matorrales para encontrar un lugar despejado donde extender las alas.

—Tal vez. —La sonrisa que esbozó pasó inadvertida bajo el yelmo—. O tal vez no.


El campamento del ejército de los dragones cercano a Haven era poco más que un pequeño puesto avanzado. La mayoría de las tropas del Ejército Rojo estaba dispersa por Abanasinia a fin de mantener bajo control las conquistas realizadas. Antes de llegar al cuartel general, Kitiara se había reunido con sus espías infiltrados en el ejército de los dragones. La informaron de que la unidad, dispersa por una extensa área que abarcaba desde Thorbardin hasta las Praderas de Arena, estaba en un estado caótico, con los oficiales peleando entre sí, las tropas descontentas y los dragones, furiosos.

Varios oficiales competían por el puesto de Señor del Dragón. Kit tenía una lista de los posibles candidatos con información detallada de cada uno de ellos.

—Me quedaré varios días —le dijo Kitiara al azul. El dragón había aterrizado en una zona próxima al campamento—. Necesito que hables con los rojos.

—Esas enormes y estúpidas bestias —gruñó Skie—. Mucho músculo y poco seso. Hablar con ellos es una pérdida de tiempo. Apenas saben palabras con más de una sílaba.

—Lo comprendo, pero necesito saber qué piensan...

—No piensan —replicó Skie—. Ése es el problema. Su proceso mental se resume en tres palabras: quemar, comer y saquear. Y son tan necios que casi siempre lo hacen en ese orden.

Kitiara rió con ganas.

—Me doy cuenta de que es muy duro lo que te pido, amigo mío, pero si, como ha llegado a mis oídos, los rojos están realmente descontentos y amenazan con irse, Ariakas tendrá que tomar medidas. Quiero que te enteres de si protestan sólo porque sí o si la cosa va en serio.

—Lo más probable es que ni ellos mismos lo sepan. —Skie sacudió la crin con irritación—. Deberíamos estar de vuelta en el norte, librando batallas.

—Lo sé —susurró Kit—. Lo sé.

Sin dejar de rezongar, Skie alzó el vuelo. Kitiara lo siguió con la mirada mientras se elevaba hacia las nubes. Llevaba el cuello doblado hacia abajo. Buscaba comida. Debió de avistar algo, porque se lanzó de repente en picado, extendidas las garras para aferrar a la presa. La mujer lo estuvo observando hasta perderlo de vista entre los árboles. Luego echó un vistazo a su alrededor para orientarse y comenzó a andar entre la maleza, en dirección al campamento que había divisado desde el aire. Ahora no alcanzaba a verlo, pero sabía la posición por la tenue nube de humo que salía de las hogueras y de la forja del herrero.

Kitiara iba dando un paseo, sin prisa, para echar una ojeada a los despachos que le habían llegado antes de reemprender viaje. Repasó la misiva de Ariakas en la que afirmaba que los dragones rojos presentaban quejas a su soberana porque estaban aburridos. Habían entrado en guerra para saquear y quemar, y si no recibían órdenes para hacer ninguna de esas dos cosas, entonces iban a hacerlas por su cuenta de todos modos. La reina le recordó a Ariakas que tenía asuntos mucho más importantes de los que ocuparse, y que si era incapaz de manejar la situación, tendría que buscar a otro que supiera hacerlo. Y Ariakas se había encargado... soltando el problema en manos de Kit.

—Haré lo que pueda, la responsabilidad de este desastre no es mía, milord —masculló Kitiara—. El responsable fue tu chico, Verminaard. ¡Quizá ahora lo pienses mejor antes de poner al frente de un ejército a un clérigo!

Abrió el siguiente despacho, una misiva que le habían entregado justo antes de partir. La enviaba un espía de Solamnia, uno de los escuderos de lord Gunthar que tenía a su servicio. Era una carta larga y Kit hizo un alto debajo de un árbol para no distraerse.

«Derek Crownguard y otros dos caballeros zarparon hoy desde Sancrist, en dirección a la ciudad de Tarsis.»

—Tarsis —repitió para sí Kitiara—. ¿Por qué pierden tiempo yendo a Tarsis? Les dije a esos necios que el Orbe estaba en el Muro de Hielo.

Siguió leyendo y halló la respuesta.

«Les dijeron que encontrarían más información sobre el Orbe de los Dragones en Tarsis. Puesto que esa ciudad no está muy distante del Muro de Hielo, decidieron hacer un alto allí. A Crownguard se lo tiene por un héroe por haber descubierto lo de ese artefacto. Parece haber consenso en que si vuelve con el orbe y el objeto les permite dominar a los dragones, como creen los caballeros, entonces se nombrará Gran Maestro a Derek.

»Lord Gunthar arguyó que no sabían nada sobre esos orbes y que por lo tanto debían dejarlos en paz. No quería que Derek emprendiera esa búsqueda, pero le fue imposible impedírselo. Derek fue muy astuto. Habló de su hallazgo sobre el paradero del Orbe de los Dragones en una sesión abierta. Todos los caballeros que oyeron la noticia estaban que no cabían en sí de entusiasmo. Si Gunthar hubiera intentado impedir que Derek partiera, habría estallado una rebelión. Esos necios están desesperados, señora. Esperaban un milagro que los salvara y creen que es esto.»

—Parece que tu plan funciona, milord —susurró Kitiara de mala gana. Reanudó la lectura de la misiva.

«Gunthar se aventuró a sugerir que deberían consultar con Par-Salian, de los Túnicas Blancas, señor de la Torre de Wayreth, y preguntarle sobre ese orbe para tener así la opinión de un experto sobre sus poderes. Derek discrepó razonando que si los hechiceros se enteraban del paradero de ese artefacto, irían a buscarlo ellos. Lord Gunthar tuvo que admitir que era un argumento válido. En consecuencia, todos los caballeros presentes juraron guardar en secreto la naturaleza de esta misión y Derek y sus dos compañeros partieron en medio de aclamaciones.

»Lord Gunthar se las ingenió para enviar a uno de sus hombres con Derek. Se trata de sir Aran Tallbow. Sir Aran es un viejo amigo de Derek y lo conoce bien. Lord Gunthar confía en que ejerza una influencia moderadora en Derek. Aran podría representar un peligro para tus planes, señora. El otro caballero que va con Derek es también un amigo de toda la vida. Se llama Brian Donner y por el momento, hasta donde puedo juzgar, no es motivo de preocupación.

»Derek y sus amigos se hicieron a la mar en un barco veloz, y como por lo general hace buen tiempo en esta época, se prevé que será un viaje rápido y sin incidentes.»

Kitiara acabó de leer la carta y la guardó en la bolsa con los otros despachos. Enviaría la carta a Ariakas, que se sentiría complacido en extremo al saber que todo marchaba mejor aún de lo esperado.

Dio un puntapié a una piedra que salió volando por el aire. Los caballeros estaban «divididos, desesperados, esperando un milagro». ¡Era el momento oportuno para atacarlos! Y allí estaba ella, lejos de Solamnia, tratando de encontrar a alguien que reemplazara a un hombre cuya arrogancia había sido la causa de su perdición.

Ariakas le había recomendado que entrevistara a un tal Toede, un jefecillo al que se conocía por el sobrenombre de Fewmaster, para el puesto de Señor del Dragón. Fewmaster Toede, un hobgoblin, había enviado informes a montones sobre la guerra en el oeste. A juicio de Ariakas, esos informes eran obra de un genio militar.

—Primero quiere a un draco para Señor del Dragón, y ahora a un hobgoblin —rezongó Kitiara. Lanzó una patada a otra piedra y falló. Se paró, asestó otro punterazo furioso y, esta vez, dio de lleno en la piedra—. Supongo que tiene sentido. Ahora que la guerra está a punto de ganarse, Ariakas empieza a ver a sus comandantes humanos como una amenaza. Teme que, cuando ya no tengamos un enemigo al que combatir, nos revolvamos contra él. —Esbozó una sonrisa sombría.

»Y en eso es muy posible que tenga razón.

Kitiara tuvo cuidado de no entrar en la ciudad de Haven. Abanasinia era su tierra natal. Había nacido y crecido en la ciudad arbórea de Solace, situada cerca de allí. Podría haber gente en Haven que la reconociera, puede que incluso recordara que había visitado la ciudad varias veces con anterioridad en compañía de Tanis y de sus medio hermanos, los gemelos, que también eran conocidos allí.

Tanis Semielfo. Últimamente, desde que Grag le contó a Ariakas que un semielfo de Solace había estado involucrado en la muerte de Verminaard, Kitiara se sorprendía pensando en él cada dos por tres. En Ansalon los semielfos no abundaban, y Kit sólo sabía de uno que viviera en Solace. Ignoraba cómo se las había ingeniado Tanis para enredarse con esclavos y Señores de los Dragones, pero si existía alguien capaz de vencer a Verminaard, ése era Tanis. De nuevo sus pensamientos volaron hacia él al evocar días de risas y aventuras y noches pasadas en sus brazos.

Caminaba tan sumida en los recuerdos que, al no mirar por dónde iba, tropezó en un hoyo y cayó de bruces al suelo con el resultado de que casi se rompe el cuello. Se incorporó y se echó una buena reprimenda.

—¿Por qué pierdes el tiempo pensando en él? Esa historia acabó y punto. Quedó atrás. Tienes cosas más importantes en las que pensar.

Kitiara apartó a Tanis de su mente. No le convenía que la relacionaran con los «héroes» locales que, según los rumores, habían despachado a Verminaard. Ariakas ya sospechaba de ella.

«Mala suerte», se dijo para sus adentros con un suspiro. Se habría sentido muy cómoda en una de las estupendas posadas de Haven. Tal como estaban las cosas, se resignó a instalarse en el campamento del ejército de los dragones donde, al menos, tendría la satisfacción de exigir que se le proporcionara el mejor alojamiento disponible.

La llegada inesperada de Kit al cuartel general del Ejército Rojo puso nervioso a todo el mundo. Los soldados corrían de aquí para allá sin orden ni concierto, daban traspiés y tropezaban unos con otros en su afán por complacerla. No obstante, era de esperar cierto caos, ya que se había presentado sin avisar. En gran parte, Kit encontró el campamento bien organizado y bien dirigido. Los centinelas draconianos se hallaban en sus puestos y realizaban su tarea. Se le dio el alto en seis ocasiones como poco antes de que llegara al campamento en sí.

Kitiara empezó a pensar que había subestimado al hobgoblin. A lo mejor resultaba que Fewmaster Toede era realmente un genio militar.

Estaba deseando conocerlo, pero ese placer se postergó ya que, al parecer, nadie sabía dónde se encontraba. Un draconiano envió un mensajero a buscarlo y le dijo a Kitiara que Fewmaster debía de estar perfeccionando su destreza con el arco en el campo de tiro o dirigiendo la instrucción de soldados en la plaza de armas. El draconiano dijo todo eso en el lenguaje —mezcla de Común y de la jerga soldadesca— que utilizaba la milicia compuesta de diferentes razas. Después, al parecer dando por hecho que la mujer no lo entendería, se dirigió a otro draco y añadió en su propia lengua un comentario chusco que los hizo sonreír a ambos de oreja a oreja.

Daba la casualidad de que el cuerpo de la guardia personal de Kitiara en el Ala Azul lo componían draconianos sivaks. Puesto que era de la opinión que no convenía tener subordinados —en especial aquellos de los que dependía su vida— que usaran a su espalda un lenguaje desconocido para ella, había aprendido el idioma draconiano.

En consecuencia, Kitiara supo que los draconianos no habían enviado ningún mensajero ni a la plaza de armas ni al campo de tiro, sino que lo habían mandado a La Zapatilla Roja, una de las casas de lenocinio de peor reputación de Haven.

La escoltaron hasta el puesto de mando de Fewmaster. Dentro, la Señora del Dragón encontró la mitad de la tienda atestada de muebles, alfombras y chismes que probablemente habían sido robados. La otra mitad de la tienda estaba ordenada y bien arreglada. Había armas de diversas clases apiladas a lo largo de un costado. Un mapa grande que había extendido en el suelo de tierra mostraba las posiciones de diferentes ejércitos. Kitiara examinaba el mapa cuando un draconiano alzó el faldón de la entrada de la tienda y pasó. Kit reconoció al oficial draconiano que había visto en el despacho de Ariakas.

—Comandante Grag —saludó.

—Lamento no haber estado aquí para recibirte como es debido, Señora del Dragón —dijo el bozak, cuadrado en postura de firmes y la mirada fija al frente—. No se nos informó de tu llegada.

—Se hizo a propósito, comandante. Quería ver al ejército sin que estuviera engalanado para pasar revista, con sus virtudes y sus defectos, por así decirlo. Frase que parece apropiada al hablar de Fewmaster.

El comandante parpadeó pero no desvió la vista.

—Hemos mandado a buscarlo, Señora del Dragón. Está en el campo...

—... practicando estocadas y fintas —lo interrumpió Kitiara en tono sarcástico.

El comandante Grag se relajó por fin.

—Podría decirse que sí, Señora del Dragón. —Hizo una pausa y la observó atentamente—. Hablas draconiano, ¿verdad?

—Lo suficiente para defenderme. Siéntate, por favor.

Grag echó una mirada despectiva a las frágiles sillas de manufactura elfa.

—Gracias, Señora del Dragón, pero prefiero seguir de pie.

—Probablemente sea menos peligroso —convino Kitiara con sorna—. Sabes por qué estoy aquí, comandante.

—Sí, tengo una idea bastante aproximada, señora.

—He de recomendar a alguien para el puesto vacante de Señor del Dragón. Impresionaste al emperador, Grag.

El draconiano hizo una ligera inclinación de cabeza.

—¿Te gustaría el trabajo? —preguntó Kitiara.

—No, Señora del Dragón, pero gracias por tenerme en cuenta —repuso sin titubear el draconiano.

—¿Por qué no? —La mujer sentía realmente curiosidad. Grag vaciló.

»Puedes hablar con libertad —lo tranquilizó Kitiara.

—Soy guerrero, señora, no político —contestó Grag—. Quiero dirigir a mis hombres en la batalla, no pasarme el tiempo arrastrándome ante los que tienen el poder. Sin ánimo de ofender, señora.

—Lo entiendo. —Kitiara suspiró—. Lo entiendo, créeme. De modo que tú te encargas de la parte militar y el tal Fewmaster Toede se ocupa de la rastrera.

—Fewmaster es bueno en su trabajo, señora —contestó Grag con el semblante impertérrito.

En ese momento, Toede entró a trompicones por la abertura de la tienda. Al reparar en Kitiara, el hobgoblin se acercó presuroso a ella y las primeras palabras que salieron de la boca amarillenta demostraron cuan acertada era la valoración de Grag.

—Señora del Dragón, perdóname por no estar aquí para recibirte —jadeó—. ¡Estos imbéciles no me informaron de tu llegada! —Lanzó una ojeada furiosa al comandante.

Kit había tratado anteriormente con hobgoblins. Incluso se había enfrentado a unos cuantos antes de que la guerra empezara. No le gustaban los goblins porque era muy propio de ellos dar media vuelta y huir en cuanto la cosa se ponía fea, pero había llegado a respetar a los hobgoblins, que eran más corpulentos, más feos y más avispados que sus parientes.

Lo de más corpulentos y más feos era aplicable a Toede, que era bajo y patoso, con la tripa fofa; tez grisácea, amarillenta y verdosa; ojos rojos, porcinos; y una boca cavernosa de gruesos labios que tendía a acumular saliva en las comisuras. Era la parte de más avispado lo que parecía ser discutible. El uniforme de Toede, ostentoso hasta la exageración y de gusto muy particular, no se parecía a ninguno de los que Kitiara conocía. Era evidente que se había vestido con precipitación porque los botones de la chaqueta estaban abrochados a los ojales que no les correspondían, además de que el hobgoblin no se había subido bien los pantalones, por lo que quedaba a la vista un amplio espacio entre el pantalón y la camisa, espacio que rellenaba con creces la barriga verrugosa y amarillenta. Al parecer había ido corriendo la mayor parte del camino, ya que estaba cubierto de polvo, además de sudar profusamente.

Kitiara no era escrupulosa y tenía mucho aguante. Había visto incontables campos de batalla que apestaban por el hedor de los cadáveres en descomposición y había sido capaz de engullir con apetito una buena comida a continuación. Pero la fetidez del sudoroso Toede en el espacio cerrado de la tienda era más de lo que se sentía capaz de aguantar, así que se aproximó a la entrada para que le llegara un poco de aire fresco.

Toede se apresuró a seguirle los pasos y faltó poco para que le pisara los talones con los anchos pies.

—Había salido en una misión de reconocimiento especialmente peligrosa, Señora del Dragón. Tan peligrosa que no podía pedirle a ninguno de mis hombres que se encargara de hacerla.

—¿Y has luchado cuerpo a cuerpo con el enemigo, Fewmaster? —preguntó Kitiara, que miró de reojo a Grag.

—En efecto —afirmó Toede con un aplomo extraordinario—. Fue una batalla feroz.

—Sin duda, ya que imagino que no atacarías al «enemigo» en posición horizontal.

Grag emitió una especie de gorjeo que disimuló con un repentino ataque de tos. Toede parecía estar ligeramente confuso.

—No, no, el enemigo no estaba acostado, Señora del Dragón.

—¿Lo trincaste contra el muro? —inquirió la mujer.

Al oír esto, el comandante Grag no tuvo más remedio que pedir permiso para ausentarse.

—Tengo ocupaciones que atender, señora —dijo y llevó a buen fin su escapada.

Entre tanto, Toede había empezado a recelar. Los ojos rosáceos se entrecerraron cuando el hobgoblin siguió con la mirada la marcha del draconiano.

—No sé qué te habrá contado ese lagarto baboso, Señora del Dragón, pero no es verdad. Aunque haya estado en La Zapatilla Roja ha sido en cumplimiento del deber. Estaba...

—¿... a cubierto? —sugirió Kitiara.

—Exactamente. —Toede soltó un suspiro de alivio y se enjugó el sudoroso rostro amarillento con la manga.

Habiéndose hecho una idea bastante buena del ingenio y la sabiduría de Fewmaster para entonces, Kitiara pensó que sería un Señor del Dragón perfecto, uno que, con toda seguridad, nunca se convertiría en un rival peligroso. Mientras Toede proseguía con sus «batallas» en La Zapatilla Roja, el verdadero trabajo de dirigir la lucha estaría a cargo del competente comandante Grag. Además, que se diera el ascenso a este estúpido le estaría bien empleado a Ariakas.

Kitiara no pensaba informar todavía a Toede de la decisión que acababa de tomar.

—He de decir que te admiro por el valor de encargarte de una misión tan peligrosa. Lord Ariakas me ha encomendado la tarea de aconsejarle en la elección de un nuevo Señor del Dragón, alguien que sustituya a lord Verminaard...

No fue necesario que dijera nada más. Fewmaster le asió la mano.

—Dudo en proponerme a mí mismo, Señora del Dragón, pero me sentiría muy honrado de que se me tuviera en cuenta para el alto cargo de Señor del Dragón, tan codiciado...

Kitiara se soltó la mano de un tirón y se la limpió en la capa. Después bajó la vista al suelo.

—Tengo sucias las botas. Habría que limpiarlas —dijo.

—Están un poco embarradas, Señora del Dragón. Permíteme —dijo Toede.

El hobgoblin se puso de rodillas y empezó a restregarle diligentemente las botas con la manga de la chaqueta.

—Así están bien, Fewmaster. Ya puedes ponerte de pie —ordenó Kit, cuando se vio reflejada en el cuero.

Resoplando, Toede se incorporó.

—Gracias, Señora del Dragón. ¿Te apetece beber algo fresco? —Se volvió y ordenó a voces:— ¡Cerveza fría para la Señora del Dragón!

—He de hacerte algunas preguntas, Fewmaster. —Kitiara vio un taburete de campaña y se sentó.

Toede se quedó rondando a su alrededor mientras se retorcía las manos.

—Estaré encantado de colaborar en lo que sea, Señora del Dragón.

—Háblame de los asesinos de lord Verminaard. Tengo entendido que hasta el momento no has conseguido arrestarlos.

—No ha sido culpa mía —se defendió rápidamente Toede—. Grag y el aurak echaron a perder el plan. Sé dónde están esos criminales, sólo que parece que no puedo... dar con ellos. Se encuentran en el reino enano, ¿comprendes? Te explicaré...

—No me interesa —lo interrumpió Kitiara al tiempo que alzaba una mano para detener el raudal de palabras—. Y tampoco al emperador.

—No, claro que no. ¿Por qué iba a interesarle?

—Volviendo a lo de los asesinos, ¿sabes cómo se llaman? ¿Sabes algo sobre ellos? ¿De dónde proceden...?

—Oh, sí —respondió Toede, contento—. ¡Los tuve bajo mi custodia!

—¿De veras? —Kitiara lo miró fijamente.

—Lo que quiero decir es que no los tuve realmente bajo mi custodia —parloteó de manera atropellada—, sino que hice que los encerraran en jaulas.

—Pero no bajo custodia —apremió Kit, prietos los labios para no reírse.

Fewmaster Toede tragó saliva con esfuerzo.

—Pensé que eran como todos los demás esclavos que estábamos capturando en aquel momento. Ignoraba que fueran asesinos. ¿Cómo iba a saberlo, señora? —Toede extendió las manos en un gesto patético—. Después de todo, cuando los apresé aún no habían matado a nadie.

Kitiara hacía un gran esfuerzo para no dar rienda suelta a su regocijo. Hizo un ademán con la mano, como desestimando el asunto. Toede volvió a secarse el sudor de la frente.

—Llevaba a los esclavos a Pax Tharkas para trabajar en las minas de hierro cuando un ejército de unos cinco mil elfos asaltó la caravana.

—¡Cinco mil elfos! —se maravilló Kitiara.

—Gracias a mi brillante liderazgo, Señora del Dragón, mi pequeña tropa, compuesta sólo por seis soldados, resistió contra los elfos varios días —manifestó Toede con aire modesto—. A despecho de sufrir catorce heridas por todo el cuerpo, estaba dispuesto a luchar hasta la muerte. Por desgracia, perdí el conocimiento y mi lugarteniente, ese maldito cobarde, dio la orden de retirada. Mis hombres me sacaron del campo de batalla. Estuve a punto de morir, pero la reina Takhisis en persona me curó.

—Qué suerte para nuestra causa que su majestad te ame tanto —dijo Kitiara en tono cortante—. Bien, en cuanto a esos asesinos...

—Sí, veamos si consigo recordar los detalles. —Toede arrugó la cara. Se suponía que esa mueca horrible denotaba algún tipo de proceso mental de profunda reflexión—. Me topé por primera vez con esos bribones en Solace, cuando su señoría me envió allí en busca de un bastón con un cristal azul. Si me disculpas un momento...

Toede salió disparado de la tienda. Kitiara lo vio correr de un lado a otro del campamento para abordar a las tropas y hacerles algunas preguntas. Al parecer obtuvo las respuestas que buscaba, porque volvió a la carrera, con mucho bamboleo de barriga y zarandeo de papada.

—Lo he recordado, señora. Es imposible olvidarse de ellos. Había un mestizo, un semielfo al que llamaban Tanis, un hechicero enfermo llamado Raistlin Majere y su hermano, Caramon. Había un caballero. No sé qué Brightblade. Y un enano, de nombre Flint, así como una bestezuela kender, al que llamaban Hotfoot...

Kit masculló algo entre dientes y Toede interrumpió la retahíla un momento antes de preguntar:

—¿Conoces a esos criminales, Señora del Dragón?

—Por supuesto que no —replicó secamente Kitiara—. ¿Por qué iba a conocerlos?

—Por nada, señora —contestó Toede, que se había quedado pálido—. Por nada en absoluto. Es sólo que me pareció oírte decir algo...

—Tosí, eso es todo —lo interrumpió, y añadió, irritada—: Aquí dentro hay un olor espantoso.

—Es por los draconianos. Apestosos reptiles... Me libraría de ellos, pero son útiles. Bien, ¿por dónde iba? Ah, sí, los asesinos viajaban en compañía de unos bárbaros...

Kitiara apenas le prestaba atención. Cuando empezó a interrogar a Toede sólo había sido un juego. Quería saber si los asesinos habían sido Tanis, sus hermanos y sus viejos amigos. No imaginó que oír sus nombres, descubrir la verdad, iba a afectarla tanto. Experimentaba sensaciones contradictorias. Por un lado, le causaba un descabellado orgullo que sus amigos hubieran matado al poderoso Señor del Dragón, pero por otra parte le inquietaba que pudieran relacionarla con ellos. Sobre todo, sentía un intenso y repentino deseo de volver a verlos a todos, en especial a Tanis.

—... El mestizo y sus amigos llegaron a Pax Tharkas —decía Toede cuando Kitiara empezó a prestarle atención de nuevo—, donde me encontraba yo por aquel entonces haciendo de consejero de lord Verminaard. Los criminales viajaban en compañía de un par de elfos que eran hermanos. El nombre de él era Gilthanas y el de la mujer... A ver si me acuerdo... —La cara de Toede se contrajo en un gesto pensativo—. Falanalautanasa o algo por el estilo.

—Lauralanthalasa —dijo Kitiara.

—¡Eso es! —Toede se dio una palmada en el muslo y después la miró con estupor—. ¿Cómo lo sabías, Señora del Dragón?

Kit comprendió que casi se había delatado.

—Cualquiera con dos dedos de frente lo sabe —replicó mordazmente—. La mujer que tuviste en tus mugrientas manos es una princesa elfa, hija del Orador de los Soles.

Fewmaster Toede dejó escapar una exclamación ahogada.

—¿En serio? —preguntó, temblorosa la voz.

Kitiara le asestó una dura mirada.

—¡Tuviste a la hija del rey de los elfos a tu alcance y no hiciste nada!

—¡Yo no, Señora del Dragón! —protestó Toede con un timbre agudo en la voz provocado por el pánico—. Fue Lord Verminaard. ¡Yo sólo he recordado el episodio, ni siquiera estaba por los alrededores de Pax Tharkas en ese momento! Estoy seguro de que si me hubiera encontrado allí, habría reconocido a la princesa al instante, porque, como tú has dicho, todo el mundo conoce a la tal Lauralapsalusa, esa, eh... esa princesa, y habría aconsejado a lord Verminaard que... eh... eh... —balbuceó Toede.

—Le habrías aconsejado que la retuviera como rehén, que la utilizara para exigir a los elfos que se rindieran o la mataríais. Habríais recaudado una fortuna por su rescate.

—¡Sí! —gritó Toede—. Eso es exactamente lo que le hubiera aconsejado a su señoría que hiciera. Verminaard me pedía asesoramiento con frecuencia, ¿sabes? Me han contado que sus últimas palabras antes de morir fueron: «Ojalá le hubiera hecho caso a Toede.» ¿Adónde vas, señora? ¿Ocurre algo?

Kitiara se había incorporado bruscamente de la silla.

—Me he cansado de esta conversación. ¿Dónde ésta mi tienda?

Fewmaster dio un salto.

—Te escoltaré hasta allí yo mismo, Señora del...

Kitiara se volvió hacia el hobgoblin.

—¡No necesito una maldita escolta! ¡Dime dónde está la tienda!

Toede se encogió, acobardado.

—Sí, Señora del Dragón. Se ve desde aquí. —Señaló hacia una de las tiendas grandes del campamento—. Es aquella...

Kitiara salió con gesto airado. Apartó un barrilete de una patada y tiró a un draconiano que no se quitó de su camino con bastante rapidez. Internándose con alivio en la fresca penumbra de su tienda, la mujer se sentó en el tosco camastro, pero casi de inmediato volvió a ponerse de pie y empezó a pasear de un lado para otro.

Lauralanthanasa, también conocida por el cariñoso diminutivo de Laurana; princesa elfa, hija del Orador de los Soles... y prometida de Tanis Semielfo.

Tanis le había contado a Kitiara todo lo referente al idilio de su infancia y adolescencia. También le había dicho que ese episodio estaba olvidado. Que sólo amaba a una mujer en el mundo y que esa mujer era ella, Kitiara.

Cuando le pidió que viajara con ella hacia el norte, hacía de eso cinco años, él se negó. Le había puesto excusas poco convincentes, que si desasosiego y confusión en su estado anímico, que si la necesidad de pensar bien las cosas, de llegar a conocerse a sí mismo, de intentar encontrar la paz interior entre las dos mitades enfrentadas de su ser. Que si había oído rumores sobre el regreso de los dioses verdaderos e iba a investigar...

—¡Y una mierda iba a investigar rumores sobre dioses! —Kitiara echaba chispas—. ¡Ese mentiroso bastardo iba a buscar a su antigua novia!

Daba igual que en ese intervalo de años la propia Kitiara hubiera tenido un montón de amantes, incluido el amigo íntimo de Tanis, Sturm Brightblade, que había viajado al norte con ella. La relación sólo había durado una noche. Había seducido al joven caballero principalmente porque estaba furiosa con Tanis. A Sturm le siguió Ariakas, y en la actualidad tenía a su apuesto lugarteniente, Bakaris. No había amado a ninguno de ellos. Ni siquiera estaba segura de haber amado a Tanis, pero lo que sabía de cierto era que él tendría que estar enamorado de ella, no de una zorra elfa de extremidades flacuchas, ojos rasgados y orejas puntiagudas.

A Kitiara ya no le importaba por qué o cómo sus amigos habían asesinado a lord Verminaard. Sólo podía pensar en Tanis y esa chica elfa. ¿Seguiría todavía con él? ¿Qué había pasado cuando estuvieron juntos en Pax Tharkas? Kitiara necesitaba tener más información y lamentaba haberse separado de Toede antes de que el hobgoblin hubiera acabado su historia. Claro que Toede no había estado en Pax Tharkas. Él mismo lo había admitido. Tenía que encontrar a alguien que sí hubiera estado.

Le sonsacaría al comandante Grag, pero antes tenía que inventar un pretexto para preguntarle por sus amigos. No debía despertar sospechas en el draconiano. Ariakas ya estaba receloso, y si llegaba a descubrir que Tanis había sido su amante...

Kitiara se dejó caer en el camastro. Contempló, fruncido el entrecejo, el techo de lona mientras se hacía reproches.

—¿Qué estoy haciendo? ¿Por qué me preocupa? Tanis es un hombre más de todos los que he conocido. Sólo que no lo es —añadió en un susurro, de mala gana.

Todos esos hombres que había conocido desde que se separó de Tanis. Ahora se daba cuenta de que los había tomado en sus brazos y metido en su cama con la esperanza de que cada nuevo amante le hiciera olvidar al antiguo. El único amante que la había desdeñado, la había rechazado, le había dado la espalda y había salido de su vida.

Se estaba quedando dormida cuando vio el rostro de Tanis... Como lo veía cada vez que otro hombre le hacía el amor.


Lejos, en Neraka, el fuego de un brasero ardía alegremente. Las llamas se reflejaban en los ojos de Ariakas, pero el emperador no las veía. Veía las imágenes que había en el brillo del fuego mágico. Observaba y escuchaba con un gesto de desagrado.

Finalmente, el fuego mágico consumió el mechón del rizado cabello negro que Iolanthe había colocado cuidadosamente en el brasero. Las imágenes del hobgoblin, Toede, y de Kitiara desaparecieron justo cuando la mujer se marchó a su tienda.

Ésta era la tercera vez que Iolanthe y Ariakas habían usado el hechizo de visión a distancia para espiar a Kitiara, y la primera que descubrían algo interesante. Anteriormente, Ariakas y ella habían observado a Kitiara hablando con Derek Crownguard en una ocasión, y en la siguiente la guerrera viajaba montada en Skie. A Ariakas le había complacido comprobar que Kit le era leal, que quizá era la única entre sus Señores de los Dragones en quien podía confiar realmente. Ahora no tenía más remedio que afrontar la verdad.

—Te habrás dado cuenta, milord, de cómo dirigió la conversación para que saliera el tema de esas personas de Solace. Entre los nombrados estaban sus hermanastros, ¿verdad, mi señor? ¿Raistlin y Caramon Majere?

—Así es —confirmó el emperador, sombrío. Apartó la mirada torva del brasero, del que se alzaban volutas de humo, para detenerla en Iolanthe—. Kitiara me habló de ellos. Creo que hace tiempo abrigaba la idea de que se reunieran con ella, pero de ser cierto, todo quedó en nada. Si hubiese contratado a esos hombres, ¿por qué hacer preguntas sobre ellos? A mi entender, lo lógico sería evitar mencionarlos en absoluto para no despertar sospechas sobre ella.

—A menos que tenga miedo de que se la pueda implicar, milord. Quizá intenta descubrir si dijeron o hicieron algo que pudiera señalarla.

Ariakas gruñó y apartó la silla. Se incorporó y, echándose la capa, se marchó sin decir nada. Estaba enfadado con ella por haberle revelado lo que no quería saber. Iolanthe tendría que haber intentado apaciguarlo, pero la ejecución del hechizo la había dejado exhausta. Estaba mareada, sentía náuseas, y el olor a pelo quemado no contribuía precisamente a mejorar su malestar.

El emperador se detuvo al llegar a la puerta de los aposentos de la hechicera.

—No estoy convencido —le dijo—. Habrá que repetir esto.

—Estoy a tu disposición, milord —contestó Iolanthe, rendida, si bien sacó fuerzas de flaqueza para ponerse de pie y hacer una reverencia.

Cuando el emperador se hubo marchado, Iolanthe se hundió pesadamente en la silla y se quedó mirando fijamente el brasero. Se planteó su posición. Al traicionar a Kitiara no cabía duda de que se ganaría el favor de Ariakas, pero ¿qué pasaría si la guerrera lo descubría? Después de haber visto a Kitiara, Iolanthe estaba impresionada con ella. Era fuerte, resuelta, inteligente. Sí, se traía entre manos un juego peligroso, pero Iolanthe no sabía exactamente qué juego era.

La gente de Khur adoraba a los caballos, criaba la mejor raza del mundo y, a fin de constatar qué tribu poseía la mejor manada, se hacían carreras con los animales compitiendo entre tribus y apostando por el resultado.

Iolanthe empezaba a preguntarse si habría apostado su dinero al caballo equivocado.

La hechicera se había percatado de algo que a Ariakas le había pasado inadvertido, algo que sólo una mujer sabría percibir. Kitiara había estado de un humor excelente mientras jugaba con el estúpido hobgoblin, incluso mientras le sacaba la información que quería. Había disfrutado con lo que Toede le contaba hasta que mencionó el nombre de la princesa elfa. En un visto y no visto, el humor de Kitiara había cambiado. En cierto momento se estaba riendo entre dientes de Toede y un instante después montaba en cólera. Justo cuando había sentido el penetrante aguijonazo de los celos. Kitiara estaba celosa de la elfa, y eso significaba que uno de los asesinos no sólo estaba a sueldo de la Señora del Dragón, sino que también se metía en su cama.

Iolanthe podría haberle mencionado eso a Ariakas. No tenía pruebas, pero sí unos cuantos rizos negros. Decidió dejar que los caballos corrieran y ver cómo se comportaban a medida que cubrían el recorrido antes de apostar dinero a uno o a otro.

8 El espía. La rival

Kitiara no durmió bien esa noche. Se pasó la mitad del tiempo despierta y pensando en Tanis, unas veces con placer y otras maldiciendo su nombre. Cuando por fin consiguió quedarse dormida, Takhisis la visitó en sueños para apremiarla a que abandonara Haven y se pusiera en camino de inmediato hacia el alcázar de Dargaard para, una vez allí, desafiar al Caballero de la Muerte, lord Soth. Kit puso todo su empeño en eludir a la reina y se despertó con un dolor de cabeza espantoso. Temerosa de volver a dormirse, se levantó y salió en busca del comandante Grag.

El día despuntaba gris, desapacible y frío. Por la noche había caído una llovizna gélida y, a pesar de que había parado de llover, el agua goteaba de los árboles, formaba charcos en el suelo embarrado y resbalaba por los costados de las tiendas. Los soldados humanos refunfuñaban y protestaban. Los draconianos también rezongaban, pero no por el mal tiempo. Estaban furiosos porque los habían hacinado allí, sin hacer nada, en vez de estar combatiendo en la guerra. Kit encontró al comandante haciendo la ronda por los puestos de los centinelas.

—Comandante —dijo cuando alcanzó al oficial draconiano y caminó a su lado—, el emperador me ha encargado que investigue la muerte del Señor del Dragón Verminaard...

Grag torció el gesto.

—A mí tampoco me hace mucha gracia el encargo —afirmó Kitiara—. En mi opinión, Verminaard provocó su propia perdición. Sin embargo, me han dado una orden y he de cumplirla.

Grag asintió con la cabeza para indicar que lo comprendía.

—Hablé con Fewmaster anoche. ¿Qué puedes contarme sobre los asesinos? —preguntó Kitiara.

El draconiano la miró de soslayo. Tanto interés en los asesinos ¿sería porque intentaba no dejar rastro? Grag consideró el asunto. La mujer le caía bien en tanto que había considerado a Verminaard un rústico patán. Si la Dama Azul estaba involucrada en su muerte, no era asunto de su incumbencia. Grag encogió los hombros escamosos.

—No mucho, me temo. Eran esclavos y, como tales, no tenía trato con ellos. No reparé en ellos hasta que nos atacaron. Aun entonces, las cosas ocurrieron tan deprisa y en medio de tanta confusión, con la batalla entre dragones y media montaña desplomándose sobre nosotros, que apenas presté atención a los esclavos, salvo para ordenar a mis hombres que los mataran, por supuesto.

Kitiara se disponía a marcharse para comer algo cuando Grag, como si se le acabara de ocurrir, añadió:

—Hay alguien que quizá pueda contarte algo más. Era uno de los espías de Verminaard. Se las arregló para ganarse la confianza de esas personas y puso sobre aviso a Verminaard de que probablemente tratarían de atentar contra su vida. Al menos eso es lo que dice él.

—No me vendría mal tal información —opinó Kit—. ¿Dónde está ese hombre?

—Date un paseo hasta Haven —contestó Grag—. Encontrarás lo que queda de él al lado del camino.

Kitiara hizo un gesto de extrañeza con la cabeza, sin entender.

—Lo dices como si estuviese muerto en la cuneta.

—Seguramente él querría estarlo. El desdichado quedó enterrado bajo el desprendimiento de bloques de piedra de Pax Tharkas. Creíamos que estaba muerto cuando lo sacamos, pero aún respiraba. Los matasanos le salvaron la vida, pero no las piernas. Si el mendigo no está en su sitio de costumbre, entra en Haven y pregunta por él. Alguien sabrá dónde encontrarlo. Se llama Eben Shatterstone.


«Encontrarás lo que queda de él al lado del camino.»

La descripción de Grag no podía ser más atinada.

Muchos mendigos habían tomado posiciones a las afueras de la ciudad con la esperanza de sacar algo de los viajeros antes de que se gastaran el dinero en el mercado. La mayoría de los hombres eran heridos de guerra y a casi todos ellos les faltaba algún miembro. Al mirar a aquellos hombres, muchos vestidos aún con los harapos del uniforme, a Kit se le hizo un nudo en el estómago. Se vio a sí misma al lado de una calzada con la mano tendida suplicando las migajas.

«Yo no —juró Kit para sus adentros—. Mientras me queden fuerzas para usar la espada, no.»

Abrió la bolsa de dinero y empezó a repartir monedas al tiempo que preguntaba por un hombre que se llamaba Shatterstone. Los mendigos negaban con la cabeza; estaban demasiado absortos en su desventura como para interesarse por nadie más. Sin embargo, uno de ellos señaló con el muñón de una mano hacia lo que parecía ser un bulto de harapos caído debajo de un árbol.

Kitiara se dirigió hacia allí y, según se acercaba, vio que era un hombre; o, mejor dicho, los despojos aplastados de un hombre. Le faltaban las piernas, que le habían sido amputadas; el infeliz había atado lo que quedaba de su persona a un pequeño carro con ruedas y se empujaba con las manos en el suelo para desplazarse. Tenía el rostro tan desfigurado que costaba trabajo discernir qué aspecto había tenido antes, pero a Kitiara le pareció que en otro tiempo debía de haber sido un joven apuesto. El cabello sucio le cubría la frente y le caía sobre los hombros.

Al aproximarse, él alargó una mano mugrienta.

—Busco a Eben Shatterstone —dijo Kit, que se puso en cuclillas para estar a la misma altura que el hombre.

—No lo conozco —respondió él con rapidez. Tenía los ojos clavados en la bolsa de dinero.

Kitiara sacó una moneda de acero y la sostuvo en alto.

—Tengo esto para Eben. Si por casualidad te cruzas con él...

—Yo soy Shatterstone —dijo al tiempo que le dirigía una mirada que no tenía nada de amistosa—. ¿Qué quieres?

—Información. —Kitiara le tendió la moneda. Él la mordió para comprobar que era buena y luego la deslizó en una bolsa que llevaba colgada al cuello de una tira de cuero—. Hay otra igual si me dices lo que quiero saber.

—¿Sobre qué? —Eben recelaba.

—Una mujer elfa. Viajaba con unos aventureros que entraron en Pax Tharkas...

Los labios de Eben esbozaron una desagradable mueca lasciva.

—Laurana.

Kitiara se sentó en una de las raíces del árbol que asomaban sobre el suelo.

—Podría ser su nombre. No estoy segura.

—Era la única elfa en Pax Tharkas —dijo Eben—. Y era una preciosidad. Lástima que sólo tuviera ojos para un hombre... O quizá debería decir un semihombre. La otra media parte era elfa. —Rió su propia gracia y Kitiara coreó su risa.

—Cuéntame lo que sepas sobre esa elfa. ¿Cómo fue a parar allí? ¿Viaja en compañía de ese semielfo? ¿Tal vez era su amante? —Habló con un tono despreocupado.

Eben la miró con atención, fijamente, por primera vez. Kitiara imaginaba lo que estaba pensando. Había prescindido del atavío de Señora del Dragón y vestía ropas de viaje corrientes, de las que llevaría una mercenaria: jubón de cuero, capa de lana, camisa, botas. Sin embargo, eran prendas de calidad, como lo era la espada que llevaba a la cadera. Un aire de mando y autoridad la envolvía como un perfume caro. El hombre sabía que era alguien importante, pero no quién era. Todo lo cual le convenía a Kitiara.

Eben empezó a hablar y Kit se recostó contra el árbol y escuchó.

Al semielfo, que se llamaba Tanis, y al resto del grupo —una cuadrilla variopinta de pelagatos— los habían hecho prisioneros en Solace y los llevaban a Pax Tharkas cuando la caravana de esclavos cayó en la emboscada de una pequeña partida de elfos qualinestis (¡ni por asomo cinco mil!) En el instante en el que los elfos dispararon sus flechas, los guardias de la caravana, encabezados por Fewmaster Toede, se habían batido en retirada; de hecho, habían puesto pies en polvorosa. Los elfos habían liberado a los esclavos y a la mayoría les dijeron que siguieran su camino. Uno de los elfos, un tal Gilthanas al que Eben había conocido anteriormente, reconoció al semielfo. Por lo visto, los dos se habían criado juntos o algo por el estilo. El semielfo y sus amigos acompañaron a los elfos a la ciudad de Qualinost, que por entonces estaba a punto de sufrir el ataque de los ejércitos de los dragones.

Al parecer, la tal Laurana había estado comprometida en matrimonio con el semielfo, un arreglo al que su padre se habría opuesto de haberlo sabido. Los elfos convencieron a Tanis y a su pandilla para que fueran a Pax Tharkas a iniciar una revuelta de esclavos que, supuestamente, mantendría al ejército enemigo ocupado y daría tiempo a los elfos para evacuar a los suyos.

El grupo se puso en camino hacia Pax Tharkas acompañado por Gilthanas y su hermana Laurana. La elfa los había seguido a hurtadillas y cuando la descubrieron no había querido regresar a casa.

Eben sabía todo esto porque se había infiltrado en el grupo en su papel de espía de Verminaard. Había advertido al Señor del Dragón de lo peligrosa que era esa gente, pero Verminaard, en su arrogancia, no le había hecho caso.

En cuanto a Laurana, era una monada, pero también una mocosa malcriada que se pasaba casi todo el tiempo fantaseando con el semielfo.

—¿Y cómo reaccionó el semielfo a eso? —preguntó Kitiara.

—Tanis decía que no quería tenerla pegada a los talones todo el tiempo, siguiéndolo a todas partes, pero, naturalmente, se relamía con la situación como si estuviera comiendo un pastel —dijo con sorna el mutilado—. ¿Y qué hombre no lo habría hecho? La chica era una preciosidad. La mujer más bella que había visto en mi vida.

—Para ser elfa —dijo Kitiara.

—Elfa, humana... —Eben esbozó una sonrisa desagradable—. No la habría echado de mi cama. Y apuesto que el semielfo tampoco lo hizo. Quién sabe lo que harían esos dos mientras los demás dormíamos. Oh, sí, claro, Tanis tenía que fingir que no quería saber nada de ella porque el hermano no le quitaba ojo. Pero todos nos dábamos cuenta de lo que pasaba. Esos dos no engañaban a nadie.

Kitiara se puso de pie con brusquedad. Había oído suficiente. Más que suficiente. Se le retorcían las entrañas como si tuviera dentro un nido de víboras. Eben miró la bolsa del dinero.

—¿Quieres saber lo que le hicieron a lord Verminaard?

—Me importa un bledo —repuso Kit, que estaba de muy mal humor—. Supongo que no sabrás lo que fue de la elfa tras la caída de Pax Tharkas.

Eben se encogió de hombros.

—Oí decir a unos dracos que todos acabaron en el reino enano.

—¿El reino enano? —repitió Kitiara.

—Thorbardin. Al parecer fueron allí para esconderse del ejército de los dragones. Si el semielfo está en Thorbardin, entonces apostaría que Laurana está allí con él.

Kitiara se dio media vuelta para marcharse.

—¡Eh! —gritó Eben, furioso—. ¿Y mi dinero?

Kitiara sacó una moneda de la bolsa, la tiró al suelo frente a él y echó a andar calzada adelante, de vuelta al campamento del ejército de los dragones. En la vida había estado tan furiosa. Tanis había jurado que sólo la amaba a ella, pero unas cuantas semanas después tenía una aventura con otra mujer. ¡Y encima con una asquerosa elfa! Si Kit se hubiera encontrado con Tanis en ese momento, lo habría matado y lo habría pisoteado.


Skie aún no había vuelto de hacer su encargo y Kitiara no sabía cómo ponerse en contacto con él, así que tuvo que quedarse en el campamento del ejército de los dragones e hizo todo lo posible para no toparse con el imbécil de Fewmaster. El comandante Grag se empeñaba en que sus tropas estuvieran en las mejores condiciones para el combate, y Kit se mantuvo ocupada participando en los entrenamientos. En las prácticas con los draconianos, que eran unos excelentes espadachines, Kit perfeccionaba su técnica, además de servirle para descargar la frustración.

Pero cuando no estaba intercambiando golpes con Grag o participando en incursiones por el territorio circundante, se quedaba sola en la tienda, rumiando. Mejor dicho: no estaba sola. Una elfa de cabello dorado y rasgados ojos de color azul la acompañaba en todo momento, se sentaba a los pies de su catre y se reía de ella.

Kitiara era incapaz de quitarse de la cabeza a Laurana. Tenía que saber más cosas sobre su rival. Después de todo, un buen general debía conocer al enemigo para dirigir una campaña con éxito. Mandó a sus propios espías al territorio próximo al reino enano. No podrían entrar en la fortaleza subterránea, pero sí vigilar y avisarla si veían que cualquier humano, elfo o semielfo (en especial estos últimos) abandonaba el reino bajo la montaña.

«Conozco a Tanis —se dijo mientras escribía las órdenes—. No se quedará mucho tiempo encerrado bajo tierra con un montón de enanos. Para empezar, detesta estar confinado en espacios cerrados. Vivir en un gran agujero subterráneo debe de estar volviéndole loco. En segundo lugar, hay una guerra en marcha y querrá encontrarse donde haya acción.»

De hecho, Kit estaba deseando viajar al Muro de Hielo. No era sólo porque se aburría en el campamento, sino que se le había ocurrido la posibilidad de que el Señor del Dragón Feal-Thas, al ser elfo, debía conocer a Laurana, que también pertenecía a esa raza. Claro que sacar esa conclusión era tanto como decir que por ser ella humana tenía que conocer al Señor de Palanthas. Sin embargo, Kit no razonaba con claridad. Vigilaba atentamente el cielo nuboso, y se regocijó el día que vio destellar el sol en las escamas azules de Skie cuando el dragón sobrevoló la zona del campamento.

Su informe sobre los dragones rojos no era bueno. Estaban enfadados y descontentos. Les habían llegado rumores de los botines conseguidos por los dragones en otras zonas de Ansalon y querían lo mismo. Si el Ala Roja no atacaba algo pronto, los rojos saldrían por propia iniciativa sin importarles mucho contra qué objetivo. Con el humor que tenían, les daría igual atacar a un aliado o a un enemigo.

Kitiara informó debidamente sobre esto a Ariakas y añadió que, en su opinión, Fewmaster Toede era justo lo que su señoría buscaba en un Señor del Dragón. Cuando le dijo a Toede que lo había recomendado para el puesto, tanto la gratitud del hobgoblin como su hedor fueron abrumadores; al parecer, el placer provocaba una frenética actividad en sus glándulas sudoríparas. Cuando Kitiara consiguió finalmente que el hobgoblin dejara de lamerle las botas, fue a despedirse de Grag.

Le contó que había recomendado a Toede para Señor del Dragón y también le dijo por qué lo había hecho.

—Serás tú quien esté realmente al frente del ejército —dijo Kit.

El comandante Grag sonrió y la larga lengua se agitó entre los dientes. Los dos se estrecharon mano y garra y Kitiara se marchó en el malhumorado Skie, a quien no le apetecía en absoluto la idea de viajar hasta el Muro de Hielo.

—No te preocupes —le dijo Kit mientras subía a lomos del dragón—. No tienes que quedarte. Te mandaré de vuelta al norte.

—¿Para combatir? —inquirió Skie, anhelante. Aunque no sentía aprecio por sus parientes rojos, los compadecía y entendía bien su desagrado por la tregua actual en el conflicto.

—No —contestó Kitiara—. Quiero que traigas parte del Ala Azul al sur, tanto dragones como draconianos.

Preguntándose si hablaría en serio, Skie giró la cabeza para mirarla fijamente.

—¿Al sur? —repitió, estupefacto y crítico—. ¿Por qué al sur? Nuestra guerra es en el norte.

—De momento, no —objetó Kitiara—. Tú trae el ala cuando regreses. No tardarás en descubrir la razón.

Y Skie tuvo que conformarse con eso porque Kit no quiso decirle nada más.

9 El brujo invernal. El Palacio de Hielo

El lobo blanco avanzaba a lo largo del salón cubierto de nieve, silencioso y prácticamente invisible al confundirse el níveo pelaje con el entorno helado. El animal pasó ante columnas de cristalino hielo que se alineaban a lo largo del salón y sostenían el abovedado techo de hielo. El sol poniente, un orbe rojo que rielaba, era visible a través de los grandes ventanales en arco de finísimo hielo cristalino, de manera que las columnas de hielo y las paredes de bloques de nieve resplandecían con el fuego del día que llegaba a su fin.

Las paredes de hielo cambiaban de color un centenar de veces a lo largo del día: rojo llameante y naranja al amanecer; blanco resplandeciente durante las horas diurnas, cuando nevaba; azul espectral a la luz de las estrellas durante la noche. La belleza siempre cambiante del salón cristalino era extraordinaria, impresionante, excepto para el lobo. Para él todo era un entorno gris, carente de atractivo y singularidad. Absorto en su misión, atravesaba el salón sin mirar a derecha ni a izquierda.

El lobo venía del castillo del Muro de Hielo, distante unos cuantos kilómetros y cuyas ruinas se divisaban desde cualquiera de los numerosos ventanales. El castillo del Muro de Hielo no era tal, realmente. Construido en un principio como un faro fortificado, con anterioridad al Cataclismo, se alzaba en lo alto de una isla de nombre ahora olvidado, al sur de la famosa ciudad portuaria de Tarsis. Almenaras encendidas en lo alto de sus torres habían guiado antaño a los barcos —a través de niebla y oscuridad— a la seguridad del puerto o habían avisado a la ciudad de la aproximación de velas enemigas.

Cuando sobrevino el Cataclismo que convulsionó el mundo, el mar retrocedió y Tarsis y sus barcos de blancas alas quedaron varados en tierra.

Un enorme glaciar que se expandió paulatinamente desde el sur acabó por engullir el faro y la isla sobre la que se erguía. Los muros de la fortaleza —empujada y vapuleada por el hielo demoledor— se rompieron y se desmoronaron. Sólo aguantaba en pie una torre que se inclinaba peligrosamente hacia fuera, apuntalada por formaciones de hielo. La mampostería original del resto del faro fortificado ya no era visible al haber quedado enterrada bajo capas de hielo.

Los habitantes de esta parte del mundo —pescadores que vivían en chozas construidas con pieles de animales— lo llamaban castillo del Muro de Hielo y lo consideraban una curiosidad, nada más. Nómadas que llevaban una vida dura siguiendo a la pesca en sus veloces botes deslizantes, a los Bárbaros de Hielo no les interesaba el castillo. Después de explorarlo y apoderarse de todo lo que encontraron que podría serles de utilidad en su lucha por la supervivencia en un territorio cruelmente alterado, lo abandonaron.

Otros residentes de la región —los bestiales thanois, también conocidos como los hombres-morsa y enemigos ancestrales de los Bárbaros de Hielo— ocuparon el castillo durante un año más o menos y lo utilizaron como puesto avanzado desde el que lanzaron ataques a los nómadas. Después, los thanois lo abandonaron también, expulsados por una persona de la que afirmaban, aterrados, que era la encarnación del invierno.

Feal-Thas había vuelto.

Cuando empezó la Guerra de la Lanza, Ariakas necesitaba un Señor del Dragón en esa parte del continente, pero tenía problemas para encontrar a alguien que aceptara esa onerosa tarea. El clima era espantoso, apenas había combates en el sur y, en consecuencia, tampoco había oportunidades para alcanzar la gloria y los ascensos, además de no haber nada que se pudiera saquear a menos que a uno le interesara el pescado ahumado. Ariakas ya pensaba que tendría que ordenarle a alguno de ellos que se encargara de la zona del glaciar y que entonces le tocaría aguantar a un Señor del Dragón descontento y escuchar sus reproches, sus quejas y sus protestas. Sin embargo, tuvo suerte. Encontró a Feal-Thas.

De haber otra opción, Ariakas nunca habría elegido a un elfo —ni siquiera un elfo oscuro—, pues desconfiaba de los miembros de esa raza y no le caían bien. Estaba de acuerdo con su reina en que el único elfo bueno era un elfo muerto, y estaba haciendo todo lo posible para que se cumplieran los deseos de su majestad en lo tocante a eso. Sin embargo, Feal-Thas fue el único que mostró cierto interés en ir al Muro de Hielo. Así pues, Ariakas puso a prueba la lealtad de Feal-Thas al ordenarle que regresara a su nativa Silvanesti para espiar y transmitir los datos sobre las defensas elfas. Feal-Thas no sólo le dio una descripción precisa sino también una información valiosa respecto a un oscuro secreto que el rey Lorac guardaba en lo más profundo del corazón: el Orbe de los Dragones que resultó ser la perdición del monarca elfo.

Aun así, Ariakas no confiaba todavía en el elfo. Feal-Thas era arrogante y mordaz y no trataba al emperador con el respeto debido. Sin embargo, y puesto que no encontró otro candidato dispuesto a vivir en el glaciar, Ariakas entregó al elfo el desolado territorio bloqueado por el hielo, si bien a regañadientes. Takhisis envió a Sleet, una hembra de dragón blanco, al glaciar para que vigilara al elfo. Después, tanto la reina como el emperador se olvidaron rápidamente de él.

En cuanto a Feal-Thas, era un misterio para todos los que lo conocían. ¿Qué razón podía inducir a un elfo, cuya raza amaba y veneraba todas las cosas verdes y en crecimiento, elegir instalarse en una región donde toda la vida vegetal había muerto congelada, donde hasta el recuerdo de su existencia había desaparecido, enterrado bajo el hielo y la nieve?

Nadie conocía la respuesta, porque ningún silvanesti recordaba ya a Feal-Thas, excepto el rey Lorac, y éste se había vuelto loco. En la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, donde el hechicero había vivido y trabajado antaño, se podría haber encontrado un expediente de Feal-Thas si cualquiera se hubiera molestado en buscarlo, pero no parecía que hubiera motivos para que alguien lo hiciera.

Ni que decir tiene que el lobo no podía responder ninguna pregunta sobre el Señor del Dragón. Sólo sabía que era su amo. Al llegar a la puerta de los aposentos de su señor, el lobo la abrió empujando con el hocico y entró.

Feal-Thas, cómodamente arrebujado en una larga capa de pieles blancas, se encontraba sentado ante el escritorio, que estaba tallado en el hielo, como casi todo el mobiliario en el Palacio de Hielo. Cuando el lobo entró en la estancia, el elfo se hallaba enfrascado en la redacción de un informe para el emperador. Feal-Thas escribía con el cálamo de una pluma que mojaba en tinta; una tinta que, de no haberla tratado con un hechizo, se habría congelado. La letra del Señor del Dragón era pequeña y apretada, y Ariakas se irritaba cada vez que la veía porque tenía un resabio a elfo.

Ariakas casi nunca se tomaba la molestia de tratar de descifrar los garabatos del elfo. Entregaba la misiva a uno de sus ayudantes para que la leyera y resumiera los informes de Feal-Thas, que, de todos modos, nunca trataban de cosas interesantes. Cuando los ejércitos de los dragones llegaran en su avance al sur de Abanasinia y a las Praderas de Arena, la tarea de Feal-Thas consistiría en proteger las líneas de suministro. Hasta entonces, tenía que quedarse escondido en su territorio helado y no estorbar a los que tenían que ocuparse de asuntos de la guerra realmente importantes.

Feal-Thas era plenamente consciente de que el emperador no se fiaba de él y que no le gustaba. Lo sabía porque conocía los secretos del alma de Ariakas del mismo modo que conocía los secretos guardados bajo llave en las almas de otros. Feal-Thas también tenía secretos —unos secretos peligrosos—, y el mejor guardado era su condición de brujo invernal, una clase rara de hechicero que poseía, entre otros poderes, la habilidad mágica de «congelar» el Río del Tiempo durante un breve lapso (una centésima de segundo). En ese tiempo podía obtener una fugaz percepción de los sentimientos y pensamientos más íntimos de una persona, como si una ráfaga de viento helado circulara entre él y su objetivo llevando consigo todo tipo de improntas que el candente helor grababa en su cerebro. No obtenía toda esa información de golpe. Tenía que tomárselo con calma y revolver en la porquería esparcida en el corazón de la gente para sacar algo de verdadero valor para él. Una vez hecho eso, lo guardaba para utilizarlo en el futuro.

La magia invernal le confería a Feal-Thas poder sobre los demás, pero también resultó ser una maldición. Como elfo, como forastero, nunca debería haber sido iniciado en los secretos de un brujo invernal.

Feal-Thas había sido declarado elfo oscuro —alguien expulsado de la Luz— y desterrado de su patria hacía más de trescientos años por el delito de asesinar a su joven amante. Encadenado, unos guerreros elfos lo condujeron hacia el sur, a la zona conocida como el límite del glaciar. Aunque todavía no era el helado yermo que llegaría a ser después del Cataclismo, el límite del glaciar era una tierra desolada e implacable, con veranos cortos e inviernos extremadamente largos. Los guerreros elfos dejaron a Feal-Thas abandonado a su suerte, y probablemente habría muerto de no ser porque lo rescataron unos nativos humanos que se compadecieron del apuesto y joven elfo (por entonces sólo contaba dieciocho años) y le salvaron la vida.

Resentido y amargado por su exilio en aquella tierra terrible, había tomado una amante humana. La mujer era bruja invernal y la persuadió para que lo tomara como discípulo, y aunque estaba prohibido iniciar a extranjeros en la magia, la mujer sucumbió a su elocuencia, para su eterno arrepentimiento.

La oscuridad de su alma arrojaba una sombra sobre todo lo que veía en las almas de otros. Cuando miraba en sus corazones, veía los recovecos más oscuros y, en consecuencia, llegó a creer que todos los seres humanos eran unos embusteros egoístas e intrigantes. Convencido de que no podía fiarse de nadie, abandonó a su amante. Y, armado con su nuevo poder, viajó a la Torre de Wayreth para someterse a la temida Prueba y continuar con sus estudios. Había huido de la torre poco antes del Cataclismo, cuando todo apuntaba a que el Príncipe de los Sacerdotes la atacaría. En la actualidad, con su regreso al límite del glaciar había logrado serle útil a Ariakas y, al mismo tiempo, se había vengado de los elfos al traicionarlos. Ahora vivía en su Palacio de Hielo solo, con la única compañía de los que merecían su confianza: los lobos blancos.

Feal-Thas sonreía para sus adentros con acritud mientras redactaba un informe que sabía que el emperador no leería jamás. Aun así, escribir esos informes mensuales era parte de sus obligaciones como Señor del Dragón y no iba a permitir que lo tildaran de negligente en su trabajo.

El lobo se acercó a él y soltó a sus pies el envoltorio de lona que llevaba. Feal-Thas le echó una ojeada desinteresada y después retomó lo que hacía.

El lobo tocó con la pata el paquete. Todos los días corría hasta el castillo del Muro de Hielo, recogía los despachos y mensajes y entregaba órdenes de Feal-Thas al comandante de la pequeña fuerza de draconianos kapaks que, renuentes, habían tomado residencia allí.

Feal-Thas le sonrió al lobo y premió al animal revolviéndole la pelambre mientras le ofrecía una tira de carne de caribú. El lobo aceptó el trato y engulló la carne de golpe, tras lo cual se sentó apoyado en las ancas y esperó por si su amo lo necesitaba para algo más.

El Señor del Dragón dejó de escribir, desenvolvió el paquete y sacó el mensaje. Le echó un vistazo, frunció el entrecejo y lo leyó con más detenimiento. Apretó los finos labios en un gesto iracundo, hizo una bola con el papel y la arrojó al otro lado de la estancia.

El lobo, pensando que era el juego que los dos practicaban a menudo, fue a recoger la «pelota» y se la llevó a Feal-Thas, soltándola a sus pies.

El elfo no pudo menos que sonreír.

—Gracias, amigo —dijo—. Me recuerdas que también yo estoy al servicio de los deseos de mi amo. ¿Te digo lo que espera mi amo de mí? Presta atención.

Extendió la misiva sobre el escritorio, estiró las arrugas que le había hecho y empezó a leer en voz alta. Había tomado por costumbre hablar con los lobos y sostenía con ellos conversaciones que eran monólogos en los que daba a conocer sus ideas y discutía sus planes. A Feal-Thas le gustaba decir que los lobos le parecían más inteligentes que las personas, principalmente porque nunca le llevaban la contraria.

—«El emperador Ariakas saluda al Señor del Dragón Feal-Thas, del Ejército Blanco...» bla, bla, bla...

El lobo miraba al brujo invernal con ojos relucientes y gran atención.

—«La Señora del Dragón del Ejército Azul, la Dama Azul, llegará pronto para reunirse contigo y hablar de ciertos planes que considero vitales para la marcha de la guerra. La presente es para hacerte saber que la Dama Azul goza de mi plena confianza y que la obedecerás en todo, como me obedecerías a mí.» Firmado, Ariakas, emperador de Ansalon.

El lobo dio un enorme bostezo y después agachó la cabeza para lamerse las partes.

—Exactamente lo mismo que pienso yo —rezongó Feal-Thas.

Tomó la segunda misiva, la abrió y miró el contenido. La letra era grande y garabateada. La firma, audaz y elegante, y casi ilegible.

«He llegado. ¡Espero con impaciencia nuestra reunión... Pronto!

— Kitiara.»

La palabra «pronto» estaba subrayada tres veces.

Feal-Thas se puso de pie y empezó a pasear por el suelo cubierto de nieve. Las largas pieles blancas que llevaba sobre ropas de gruesa lana, también blanca, arrastraban por el suelo detrás de él. Aunque era un mago Túnica Negra, el brujo invernal siempre vestía de blanco: túnica, pieles, botas de piel... Todo blanco. Era alto y esbelto, de rasgos delicados; tenía la tez pálida, casi traslúcida como el hielo. Con la indumentaria blanca, el pelo blanco y los ojos del color gris de las nubes cargadas de nieve, Feal-Thas se veía a sí mismo como la viva imagen del invierno, en armonía con el reino helado al que lo habían desterrado injustamente de joven y al que, inesperada e increíblemente, había llegado a amar.

—Esto es una mala señal para nosotros, amigo —le comentó Feal-Thas al lobo—. Ariakas quiere algo de mí, algo que cree que detestaré tener que dar. Así pues, envía a su Señora del Dragón para intimidarme. Conozco a esa Dama Azul. El emperador cree que voy a permitir que esa mujer me pisotee porque soy inferior, un elfo, y ella es humana y, por ende, un ser superior.

»En cuanto a lo que Ariakas desea, ésa es una incógnita fácil de resolver. Quiere la única cosa que valoro. Pues maldita sea esa dragona, esa bestia metomentodo y lameculos. Fue ella la que le contó a la reina que el orbe se hallaba aquí y Takhisis se lo dijo a Ariakas. Supongo que sólo era cuestión de tiempo que decidiera que lo quería.

Feal-Thas echó un vistazo a su alrededor y soltó un suspiro de fastidio. Había previsto una velada tranquila bebiendo vino caliente con especias mientras estudiaba sus conjuros. Ahora tendría que ir al castillo del Muro de Hielo para encontrarse allí con esa Señora del Dragón y oír los estúpidos planes de Ariakas.

—Reúne al tiro —ordenó al lobo, que, irguiendo las orejas y moviendo la cola, partió de inmediato.

Envuelto en las pieles, el brujo invernal abandonó el palacio. Su tiro de lobos lo esperaba fuera; cada animal, macho o hembra, estaba plantado en su sitio, delante del trineo. Arrebujado entre las pieles, al elfo casi no se lo veía. Dio la orden y la loba guía echó a correr a largos trancos y marcó el paso; detrás, los otros lobos le seguían el ritmo. El tiro arrastraba rápidamente el trineo a través de la nieve y del hielo. No hacía falta que Feal-Thas dirigiera a los lobos. Los animales sabían adonde iban.

Las garras del sol moribundo arañaban el cielo y dejaban jirones largos, sangrientos, por encima del que era su punto de destino: los muros cubiertos de hielo y la única torre que seguía en pie del castillo del Muro de Hielo.

Allá arriba, a gran altura, un dragón azul se elevó en espiral por encima de la torre; luego plegó las alas en un picado y se alejó volando hacia el norte.

10 Un caso de congelación. Hasta el cuello en un cenagal de hechiceros

El viaje al límite del glaciar debía de haber sido uno de los peores que Kitiara o Skie habían hecho nunca. El aire hacía daño al respirarlo, parecía atravesar los pulmones como agujas afiladas. Hasta los pelillos de la nariz se le congelaron, al igual que el aliento alrededor de la boca, que le cubrió los labios con escarcha. Ahora sabía lo que significaba «quedarse tieso de frío». Cuando Skie aterrizó por fin, Kit habría podido seguir sentada a lomos del dragón, tiritando, incapaz de moverse, si no la hubiese encontrado una partida de caza de varios kapaks. Los draconianos la bajaron de su montura y la llevaron al castillo del Muro de Hielo. Kit no podía caminar. Tenía los pies tan entumecidos que ni siquiera los sentía.

Kit había oído hablar de gente que había perdido dedos de pies y manos en las mordientes fauces del frío. Recordó a los mendigos lisiados en las afueras de Haven y se imaginó a sí misma entre ellos. Olvidando que estaba ansiosa de viajar allí para descubrir algo más sobre Laurana, maldijo a Ariakas con acritud por haberla enviado a aquel sitio horrible. Amor y celos también se habían congelado. A Kit le daba pavor quitarse las botas por miedo a lo que podía encontrarse.

Consiguió dejar de tiritar el tiempo suficiente para garabatear un mensaje a Feal-Thas. El elfo no vivía en el castillo del Muro de Hielo, como ella había imaginado, sino que se había construido un palacio a cierta distancia. Considerando las condiciones en las que se encontraba el supuesto castillo, no era de extrañar.

Los kapaks la condujeron a un cuarto al que llamaban «aposento del Señor del Dragón» a pesar de que en la actualidad no residía allí ninguno.

Feal-Thas había vivido allí en otro tiempo, a su regreso de Wayreth, mientras construía su Palacio de Hielo. En un gran cuenco de piedra, lleno de algún tipo de aceite, ardía un fuego que proporcionaba un mínimo de calor. Kitiara se acurrucó cerca de las llamas. Los kapaks la ayudaron a quitarse la armadura, pero a la guerrera todavía le daba miedo descalzarse porque seguía sin sentir los pies. Estaba realmente asustada cuando la puerta se abrió y un elfo alto y delgado, vestido con pieles, entró en la estancia.

Kitiara habría reprendido al elfo por entrar sin llamar antes, pero se sentía fatal y le castañeteaban los dientes. Todo lo más que pudo hacer fue lanzarle una mirada furiosa. El elfo la miró en silencio unos instantes y después giró sobre sus talones y salió. Regresó acompañado de un kapak que llevaba en las garras un cubo con agua humeante.

El kapak soltó el cubo delante de Kitiara, que miró el recipiente y después al elfo con aire desconfiado. Apretando los dientes consiguió mascullar:

—¿Qué diablos se supone que he de hacer? ¿Darme un baño?

Los finos labios del elfo esbozaron una sonrisa tan gélida como la temperatura del entorno.

—Mete los pies y las manos en el agua caliente.

Kitiara le dirigió una mirada incrédula y, mascullando algo ininteligible entre dientes, se acercó más a la lumbre del cuenco.

—El agua tiene propiedades curativas —prosiguió el elfo—. Aún no nos hemos presentado. Soy el Señor del Dragón Feal-Thas. Y tú, supongo, serás la Señora del Dragón conocida como la Dama Azul.

Se agachó delante de ella y, sin darle tiempo a reaccionar, le cogió un pie y le sacó la bota de un tirón. Kitiara miró y cerró los ojos con desesperación. Tenía los dedos de un color blanco cadavérico, con un horrendo tinte azulado. Feal-Thas los tocó, sacudió la cabeza y alzó la vista hacia la mujer.

—Parece que haces honor a tu nombre, Dama Azul.

Kit abrió los ojos para asestarle una mirada feroz.

—La lesión es grave —continuó el elfo—. La sangre se ha congelado, se ha vuelto hielo. Si no haces lo que te sugiero, habrá que amputar los dedos. Es posible que hasta pierdas el pie.

Kitiara habría seguido negándose a hacer caso, pero no sentía el tacto de las manos del elfo y eso le había dado un susto de muerte. Dejó que le quitara la otra bota y después, cautelosamente y con un gesto de dolor, metió primero un pie en el agua caliente y luego el otro.

El agua le produjo una sensación agradable, de alivio, hasta que los dedos de los pies empezaron a recuperar la sensibilidad. Unos pinchazos le atravesaron la carne como fuego líquido. El dolor fue atroz. Kit soltó un gemido ahogado e intentó sacar los pies del agua, pero el elfo plantó las manos sobre las piernas de la mujer.

—Tienes que dejarlos metidos —ordenó.

Tenía la voz melódica, como todos los elfos. Las manos posadas en sus piernas eran esbeltas y de aspecto delicado, pero aunque le soltara una patada no conseguiría librarse de su fuerte presa. Kit se meció atrás y adelante, estremecida por el dolor, mientras un movimiento espasmódico le sacudía las piernas. Entonces advirtió que los pies recuperaban el color. El terrible frío que parecía traspasarla hasta los huesos empezó a remitir y el dolor disminuyó.

Se relajó y se recostó en la silla.

—Dijiste que esta agua poseía propiedades curativas. ¿Es agua sagrada? ¿Obra tuya, milord?

—El disimulo sobra, Señora del Dragón —contestó Feal-Thas al tiempo que le quitaba las manos de las piernas y se ponía de pie ante ella, alto y delgado, completamente vestido de blanco—. Has venido aquí para pedirme alguna cosa o para sonsacarme algo. Sea lo uno o lo otro, tenías que indagar y hacer preguntas para obtener información sobre mí. Deduzco que no descubriste gran cosa —los ojos grises chispearon—, pero sin duda habrás averiguado que soy hechicero, no clérigo.

Kitiara abrió la boca, pero volvió a cerrarla, perpleja. Todo lo que el elfo había dicho era cierto. Había ido allí para exigir que le entregara el Orbe de los Dragones y había hecho preguntas sobre él, si bien había descubierto muy poco. Sólo sabía que era un elfo oscuro y hechicero.

—En cuanto al agua, Señora del Dragón... —empezó Feal-Thas.

—Dejémonos de tratamientos ceremoniosos —lo atajó Kitiara a la par que le dedicaba su sonrisa sesgada más encantadora—. Para mis tropas soy la Dama Azul. Para mis amigos, Kitiara.

—El agua mana de una fuente que hay dentro del castillo, Señora del Dragón —continuó él, que puso énfasis en el título mientras un destello irónico asomaba a sus ojos—. Al no ser clérigo, ignoro qué dios bendeciría el agua, pero podría aventurar una conjetura. Antes de que lo cubriera el hielo, el castillo fue antaño una fortaleza en medio del mar. La fuente tiene grabado el símbolo de un fénix y, en consecuencia, deduzco que fue un regalo del Rey Pescador, Habbakuk.

Kitiara movió los dedos en el cubo. En realidad le importaba un bledo qué dios era mientras la curara... De todos modos, sólo era una charla con la que intentaba hacerse con el elfo.

—No veo por qué una persona en su sano juicio iba a querer vivir en este sitio horrible —comentó mientras sacaba los pies y se los secaba. Se puso de pie con cuidado y empezó a caminar por el cuarto para ayudar a que la sangre volviera a circular con normalidad—. Y tú eres elfo. Tu gente se pasa días componiendo sonetos a la hierba. Lloráis cuando cortáis un árbol. Tienes que detestar encontrarte aquí, Feal-Thas.

—Señor del Dragón Feal-Thas —la corrigió con frialdad—. Todo lo contrario. He vivido en esta tierra desde antes del Cataclismo. Aquí me siento en casa. Me he adaptado a las duras condiciones climáticas. Hace poco regresé a mi país de origen, Silvanesti. El calor me resultaba sofocante, agobiante. La espesa vegetación empezó a cerrarse sobre mí. La peste de las flores y las plantas me congestionaba la nariz. No podía respirar. Me marché en cuanto me fue posible.

—¿Por qué fuiste a Silvanesti, Señor del Dragón Feal-Thas? —Kitiara pronunció el título con un dejo irónico.

—Tenía asuntos pendientes con el rey Lorac —contestó el elfo.

Kitiara esperó con interés que continuara la historia, pero Feal-Thas no añadió nada más. Se quedó mirándola y Kitiara tuvo que retomar el hilo de la conversación.

—Supongo que habrás oído comentar que vuestro rey ha quedado atrapado por un Orbe de los Dragones que tiene en su poder —dijo—. Lorac vive esclavo de ese artefacto, apresado en una terrible maraña de pesadillas que corrompen y deforman tu tierra natal.

—Creo que he oído algo sobre eso, sí. Y te equivocas, Señora del Dragón; Lorac no es mi rey. Sirvo al emperador Ariakas.

Los ojos del elfo eran duros como un lago helado, y la mirada penetrante de Kit chocó contra el hielo y patinó.

—Unos artefactos peligrosos, esos Orbes de los Dragones —lo intentó de nuevo la guerrera—. Un gran riesgo, tenerlos a mano.

—¿En serio? —Feal-Thas enarcó una ceja fina y blanca—. ¿Has llevado a cabo un estudio sobre los Orbes de los Dragones, Señora del Dragón?

La pregunta sorprendió a la guerrera.

—No —se vio obligada a confesar.

—Yo sí.

—¿Y qué descubriste?

—Que los Orbes de los Dragones son artefactos peligrosos —contestó el elfo—. Que es arriesgado tenerlos a mano.

Kitiara sintió picor en la palma de la mano y no a causa del frío. Tenía unas ganas tremendas de abofetear el rostro de tez pálida y huesos delicados del elfo. El hecho de llegar allí medio congelada la había dejado a su merced. Había perdido el control de la situación y no se le ocurría cómo recuperarlo. Había metido la pata desde el principio. Tendría que haber estado mejor preparada para el encuentro con este Señor del Dragón, pero lo había subestimado por ser elfo. Había esperado que fuera escurridizo y taimado, servil y adulador, artero y solapado. En cambio, era circunspecto, directo y, obviamente, no estaba asustado ni impresionado.

Simulando estar absorta en sus pensamientos, Kit paseó por el cuarto sin dejar de observar al elfo ni un instante. Era un hombre y podría tratar de seducirlo, pero supuso que tendría más éxito si lo intentaba con un iceberg. Al igual que la implacable tierra en la que vivía, era frío, desapasionado. En su interior no alentaba llama alguna que lo enardeciera. Kit reparó en que el elfo se mantenía apartado del fuego, en la zona más fría de la estancia.

—¿Por qué viniste al límite del glaciar, Señora del Dragón? —inquirió de repente Feal-Thas—. Desde luego no ha sido para disfrutar de nuestro clima.

Kitiara iba a contestar que había asuntos importantes de la guerra que debía tratar con él, pero el elfo se anticipó.

—Ariakas te mandó aquí para apoderarte de mi Orbe de los Dragones.

—¡Incorrecto! —saltó, triunfante, Kitiara—. No he venido a apoderarme del Orbe de los Dra...

Feal-Thas gesticuló con impaciencia.

—Está bien, has enredado a un necio solámnico para que lo coja. Viene a ser lo mismo, porque el orbe lo destruirá y el emperador se quedará con el artefacto. Un plan ingenioso por parte de su señoría, aunque cuestiono su derecho a reclamar mi Orbe de los Dragones —dijo, poniendo énfasis en el posesivo.

—No sabía que Ariakas ya hubiera hablado contigo de esto, Señor del Dragón —comentó Kitiara, molesta.

—Ariakas habla lo menos posible conmigo —repuso secamente el elfo. Tiró la carta del emperador al suelo, a los pies de la mujer—. Si lo deseas, lee lo que escribe su señoría.

Kitiara recogió el papel, le echó un vistazo y frunció el entrecejo.

—Tienes razón, pero si no habla de ello, ¿cómo supiste lo del caballero...? ¡Espera! —exclamó, estupefacta—. No hemos acabado de hablar. ¿Adónde vas?

—A mi palacio. Esta conversación me aburre —contestó Feal-Thas, que se dirigía hacia la puerta.

—¡Aún no te he explicado las órdenes de su señoría!

—No es necesario, las entiendo de sobra —repuso el elfo—. Haré que te traigan comida y bebida.

—No tengo hambre —replicó Kit, enfadada—. Y no hemos terminado.

Feal-Thas abrió la puerta, se detuvo y miró hacia atrás.

—Oh, y respecto a la elfa, Lauralanthalasa, conozco el nombre, pero no a ella ni sé nada relativo a ella. Al fin y a la postre, es qualinesti. —Profirió el gentilicio con desagrado, como si por el hecho de pronunciarlo se manchara los labios. Salió del cuarto y cerró suavemente a su espalda.

—¡Qualinesti! —repitió Kit, pasmada—. ¿Qué diantre ha querido decir con eso? ¡Qualinesti! ¿Y cómo sabía que iba a preguntar por ella o algo relacionado con ella? ¿Cómo sabía lo del Orbe de los Dragones y el caballero si Ariakas no se lo había dicho?

Kit tomó un cobertor de pieles que había en la cama y se lo echó por los hombros.

—Este maldito asunto está empantanado de magia. Y yo estoy metida hasta el cuello en un cenagal de hechiceros —masculló para sí—. Primero esa bruja, Iolanthe, y ahora este elfo. Hechiceros que van y vienen a hurtadillas, salmodian, susurran y menean los dedos. A mí que me den un buen combate con armas de acero.

Le dio vueltas a la idea de marcharse del Muro de Hielo y que Ariakas se las arreglara con su elfo. El propio emperador utilizaba la magia y pondría a ese Feal-Thas en su sitio.

Era una idea tentadora, pero tuvo que descartarla. Volver con las manos vacías significaría admitir el fracaso, y el emperador no era tolerante con los que fracasaban. Con toda seguridad perdería su posición de mando. Y podría perder la vida. Además, la intranquilizaba ignorar cuánto sabía el elfo y qué uso podría darle a tal información. Si Feal-Thas sabía lo de Laurana también podría estar enterado de lo de Tanis. Y si Ariakas llegaba a descubrir que había alguna relación entre ella y los que habían matado a Verminaard...

Un frío sudor la empapó el cuerpo de golpe.

Se tumbó en la cama. No podía marcharse hasta que todo aquello estuviera solucionado. Tenía que aplastar a ese Feal-Thas, quebrantarlo, someterlo a su voluntad. A excepción de Tanis, no había conocido a ningún hombre al que no hubiera podido conquistar, y ese elfo no iba a ser diferente. Sólo tenía que descubrir su punto débil.

Kitiara devoró un copioso guiso de caribú y tomó un par de jarras de un tipo de bebida fuerte, reconfortante, que preparaban los kapaks. Segura de sí misma, se metió en la cama, debajo de un montón de pieles, y durmió profundamente.


Para cuando se despertó por la mañana ya había decidido que Feal-Thas debía de tener espías en el campamento de Toede; tal vez el propio Fewmaster. Alguien tenía que haberla oído preguntar por Laurana y habría informado de ello al elfo, que, como un falaz augur, había montado esa escena para engañarla y que creyera que había hecho algo especial.

Esa mañana le daría al elfo órdenes respecto al Orbe de los Dragones, y si no las cumplía, no sería culpa de ella. Habría hecho lo que su superior le había mandado. Cuando Skie regresara, abandonaría esa tierra aprisionada por el hielo y a su gélido hechicero.

Tirando de uno de los cobertores de pieles, Kitiara se arrebujó en él y fue en busca de Feal-Thas. Se perdió inmediatamente en un laberinto de salas y pasillos de hielo. Tras ir de aquí para allá, se topó con un kapak que le comentó que si el hechicero se encontraba en el castillo, probablemente estaría en la biblioteca, situada en la puerta contigua a la del cuarto en el que ella había pasado la noche.

Kitiara encontró la biblioteca. La puerta estaba cerrada, aunque al parecer no tenía echada la llave porque cedió un poco cuando la empujó ligeramente. Al recordar que el hechicero había entrado sin permiso en su cuarto la noche anterior, Kitiara la abrió de un empellón y entró sin más.

Al lado de una silla había una estera, y tendido en ella descansaba un gran lobo blanco, que se levantó de un brinco y clavó los ojos rojos en Kitiara. Un gruñido resonó en la garganta del animal, que, agachando la cabeza, echó las orejas hacia atrás y enseñó los dientes. Kitiara llevó la mano hacia su espada.

—Te habrá saltado al cuello antes de que desenvaines el arma —murmuró Feal-Thas.

El hechicero leía un libro grande encuadernado en cuero y no alzó la vista. Le dijo algo en su lengua al lobo y, alargando la mano, acarició suavemente la cabeza de la criatura. El lobo se calmó, pero no apartó los ojos rojos de Kitiara. Ésta no quitó la mano de la empuñadura de la espada.

Estaba que echaba humo. Una vez más la había pillado en desventaja, la había hecho ponerse a la defensiva y la había hecho quedar como una maldita idiota.

—Por favor, siéntate, Señora del Dragón —la invitó Feal-Thas, que señaló una silla.

—Para lo que voy a estar aquí, no hace falta que me siente —le replicó secamente—. Me han mandado para transmitirte las órdenes del emperador respecto al Orbe de los Dragones...

—A mi Orbe de los Dragones —la corrigió Feal-Thas.

Kitiara estaba preparada para esa controversia.

—Cuando ascendiste a Señor del Dragón hiciste un juramento a su Oscura Majestad. Prometiste servirla. El emperador es su representante en el mundo, designado por ella. Ariakas necesita el orbe y está en su derecho de reclamarlo para sí.

En los grises ojos del elfo hubo un destello.

—Podría cuestionar esa afirmación, pero supongamos que estoy de acuerdo. —Suspiró y cerró el libro—. Expón ese plan.

—Creía que sabías todo lo concerniente al asunto —repuso Kit en tono desdeñoso.

—Compláceme —replicó el elfo.

Kitiara relató cómo había engatusado al caballero, Derek Crownguard, para que viajara al Muro de Hielo a buscar el orbe. Feal-Thas frunció el entrecejo al oír aquello. El elfo llevaba el largo cabello blanco peinado hacia atrás y el surco marcado en la frente ponía de manifiesto su desagrado.

—Se me debería haber informado de que ibas a revelar el secreto del Orbe de los Dragones a otra persona. Lo has puesto en grave peligro. No por parte de ese caballero. —El ademán de Feal-Thas desestimó al humano por su irrelevancia—. El Cónclave de Hechiceros lleva siglos buscando este orbe. Si los hechiceros de la Torre se enteraran de esto...

—No lo descubrirán —le aseguró Kitiara—. Los caballeros quieren el orbe para quedárselo ellos y están haciendo todo lo posible para mantener esto en secreto. Desean tanto como tú, o más, que no caiga en sus manos.

Feal-Thas reflexionó unos instantes y después pareció estar de acuerdo, ya que no discutió.

—Le darás el orbe a la hembra de dragón blanco, Sleet. Cuando Derek Crownguard llegue —prosiguió Kitiara—, dejarás que encuentre el artefacto. Takhisis dará órdenes a Sleet, le dirá que puede matar a cualquiera de sus acompañantes si así lo desea, pero que a Crownguard no debe hacerle daño. Una vez que el caballero tenga el orbe y que, a su vez, el orbe se apodere de él, sea como sea que haga tal cosa, se permitirá marchar al caballero con el orbe. Lo llevará a Solamnia y ese reino caerá, igual que cayó Silvanesti.

La respuesta del elfo fue inesperada.

—A ti no te gusta este plan, ¿verdad, Señora del Dragón?

Kitiara abrió la boca para decir que consideraba el plan una auténtica genialidad, uno de los mejores de Ariakas, pero la mentira se le atravesó en la garganta.

—No soy quién para decir si me gusta o no —contestó al tiempo que se encogía de hombros—. Juré servir a su Oscura Majestad.

—Yo también intento servirla en todo —comentó Feal-Thas con falsa humildad. Alargó la mano para rascar al lobo detrás de las orejas—. No obstante, hay un problema. Puedo proporcionar al caballero Crownguard acceso al Orbe de los Dragones, pero no puedo garantizar que sobreviva lo suficiente para reclamarlo para sí. Su muerte no sería culpa mía, te lo aseguro —añadió al ver la mirada colérica de Kitiara—. No le tocaré un solo pelo del bigote.

—Como ya he dicho, Señor del Dragón, Sleet recibirá órdenes directas de Takhisis... —insistió Kitiara, exasperada.

—Lamentablemente, no puedo dar el orbe a la dragona.

—Será que no quieres dárselo —le espetó Kitiara con acaloramiento.

—Déjame acabar —pidió Feal-Thas al tiempo que alzaba la delicada mano—. Como te comenté, hice un estudio de los Orbes de los Dragones. Estabas en lo cierto al decir que son peligrosos. Hay pocas personas que tengan una idea de hasta qué punto lo son. Yo lo sé. La suerte corrida por Lorac podría haberla sufrido yo. El orbe lleva más de trescientos años en mi poder, desde que los hechiceros me pidieron que lo sacara de Wayreth para esconderlo y que el Príncipe de los Sacerdotes no se apoderara de él. Muchas veces he tenido la tentación de intentar controlar el orbe. Muchas veces he anhelado combatir con la esencia de los dragones atrapada en su interior. Me preguntaba: «¿Soy lo bastante fuerte para hacer que el orbe me obedezca?»

—Y yo me pregunto si nada de todo eso me importa un ardite —dijo Kit, mordaz.

Feal-Thas continuó como si no la hubiese oído.

—Me conozco a mí mismo. Uno no vive en soledad trescientos años sin sondear su alma. Conozco cuáles son mis puntos fuertes y cuáles los débiles. Hay que ser una persona fuera de lo común para intentar controlar un Orbe de los Dragones... Una persona totalmente segura de sí misma y que al mismo tiempo no se preocupe por sí misma, que no le importe su propia seguridad. Alguien así estaría dispuesto a correr el riesgo de jugárselo todo: la vida, el alma...

»Soy engreído, lo admito. Me importa mucho todo lo que me concierne. Acabé por comprender que probablemente no era lo bastante fuerte para sobrevivir a una confrontación con el Orbe de los Dragones. Observa que he dicho «probablemente». Siempre está esa mínima chispa de duda, ¿sabes? Me encontré caminando como un sonámbulo en mitad de la noche, oyendo la voz del orbe y sintiendo que tiraba de mí. Quería ir hacia él y mirar su interior, sentía el impulso de poner las manos sobre él. En un momento de debilidad podría sucumbir a la tentación. No podía correr ese riesgo.

—Ve al grano. —Kitiara dio golpecitos con la bota en el suelo.

—Hace cien años —prosiguió Feal-Thas—, creé un guardián mágico y lo metí en una cámara específicamente construida, junto con el Orbe de los Dragones. Ordené al guardián que matara a cualquiera que intentara hacerse con él. Eso me incluye a mí. Desde entonces he dormido mucho mejor.

El elfo reanudó la lectura del libro. Kitiara estaba boquiabierta y lo miraba con incredulidad.

—Mientes.

—Te aseguro que no. —Feal-Thas habló con desapasionada objetividad.

—Entonces... —Kitiara estaba confusa— echa al guardián. Dile que se vaya.

—Como guardián dejaría mucho que desear si pudiera controlarlo con tanta facilidad. —Feal-Thas esbozó una sonrisa y negó con la cabeza antes de seguir leyendo el libro.

Kitiara dio un paso hacia él.

El lobo se incorporó rápidamente, en silencio, y la mujer se paró.

—¿Qué quieres decir con que no puedes controlarlo? ¡Tienes que hacerlo! —exclamó—. ¡Son órdenes de Ariakas!

—Ariakas me ordenó que dejara entrar a Derek Crownguard en mi castillo. Así lo haré. Me ordenó que permitiera que Derek Crownguard encontrara el Orbe de los Dragones. Así lo haré...

—Y acabará muerto a manos del guardián —concluyó Kitiara.

—Eso dependerá del caballero. Crownguard podrá enfrentarse al guardián o no, a su elección. Si acaba con el guardián, entonces tendrá el orbe. Si el guardián acaba con él... Bien, siempre entraña cierto riesgo embarcarse en la búsqueda de artefactos valiosos. De lo contrario, esos odiosos caballeros no lo harían.

—No estás en absoluto preocupado porque te quiten tu orbe —acusó Kit—. Sabes de sobra que el guardián matará a Crownguard.

—El guardián es realmente formidable —admitió seriamente el elfo—. Ha protegido el orbe durante muchos, muchos años, y durante ese tiempo me temo que se ha vuelto extremadamente posesivo. Cuando digo que no puedo eliminarlo no es para salirme por la tangente. Te aseguro que me mataría en cuanto me viera.

—No te creo —insistió Kitiara.

—¿Y a mí qué me importa eso? —repuso Feal-Thas al tiempo que pasaba la página.

—Cuando milord Ariakas venga a hacerte una visita, sí te importará —amenazó la mujer.

—El emperador no dejará su preciosa guerra ni hará un viaje tan largo para reconvenirme, Señora del Dragón. —Alzó la vista hacia ella. En los ojos grises había un brillo divertido—. No seré yo quien habrá de enfrentarse a su descontento.

Apretando los puños sobre la piel con la que se cubría, Kitiara asestó una mirada feroz al elfo, furiosa, impotente. Tenía razón, el maldito. Nunca se había topado con un hombre tan exasperante y no sabía qué hacer.

—Takhisis no verá esto con buenos ojos —dijo finalmente.

—Mi dios es Nuitari, el hijo de Takhisis —contestó Feal-Thas al tiempo que se encogía de hombros—. Siente poco afecto y aún menos respeto por ella... Sentimientos que sin duda comprendes, considerando lo mucho que despreciabas a tu madre.

Kitiara abrió la boca y volvió a cerrarla. Sentía palpitarle la sangre en las sienes. Tratar con este elfo era como luchar con un fuego fatuo, uno de esos infernales habitantes de los pantanos. No dejaba de revolotear a su alrededor intentando ofuscarla y pinchándola allí donde menos esperaba.

Se clavó las uñas en las palmas de las manos. El hechicero intentaba engatusarla para atraerla hacia un cenagal de confusión. Debía centrarse en el asunto que los ocupaba y no hacer caso de lo que no tuviera relación con ello, como el hecho de que hubiera odiado a su madre.

—Quieres que nuestro bando gane la guerra... —empezó.

—Ah, el llamamiento a la lealtad —dijo Feal-Thas—. Me preguntaba cuándo recurrirías a eso. Llevo viviendo en este mundo varios siglos y, salvo un imprevisto, seguramente viviré unos cuantos más. He visto llegar y pasar emperadores. Seguiré aquí mucho después de que tú, Ariakas y el resto de sus jactanciosos Señores de los Dragones yazcáis en la tierra, descomponiéndoos. Seguiré aquí mucho después de que el gran imperio que está construyendo se haya desintegrado en polvo. En otras palabras, Señora del Dragón, me importa un pimiento vuestra guerra.

—Entonces ¿por qué te has tomado la molestia de llegar a Señor del Dragón? Por lo que tengo entendido, arriesgaste la vida al regresar a Silvanesti y espiar a tu propio pueblo. Traicionaste a tu propio rey...

—Eso fue algo personal —puntualizó fríamente el elfo.

—¿Por qué lo hiciste? ¡Porque como todos nosotros eres ambicioso! Quieres tener poder. Quieres gobernar. Deduzco que te propones desafiar a Ariakas...

—No confundas tu ambición con la mía, Señora del Dragón —manifestó el elfo sin dejar de leer atentamente el libro—. A lo único que aspiro es a que se me deje en paz para seguir con mis estudios.

Kitiara soltó una risa despectiva.

El señor elfo cerró el libro y lo apartó a un lado. Luego se puso a acariciar al lobo para tranquilizarlo. Al animal no le gustaban las risotadas de Kitiara ni sus movimientos bruscos.

—Nací y crecí en Silvanesti. Como todos los demás elfos, yo amaba a mi país más que a la propia vida. Por razones en las que no entraré porque ya carecen de importancia, fui desterrado inmerecidamente de mi exuberante y verde paraíso y me mandaron a una tierra donde no había nada vivo, donde no crecía nada. Una tierra de muerte y desolación. A mi muerte, o eso pensé.

»Era pleno invierno. Los habitantes de esta región me encontraron moribundo, casi congelado. Nunca habían visto un elfo, así que no sabían quién era, pero eso no importaba. Me llevaron a su hogar, me proporcionaron calor, comida y cobijo. Aprendí sus secretos, unos secretos que jamás le habían revelado a un forastero. Una mujer me desveló tales secretos por el amor que sentía por mí, por un apuesto y joven elfo.

»Hurté sus secretos. Traicioné su amor y la traicioné a ella y a la gente que me había salvado al entregarlos a los ogros que antaño habitaban esta tierra. Mi amante y su pueblo fueron masacrados y, una vez muertos, me apoderé de su tierra y sus posesiones. Mi palacio se levanta ahora sobre el establo donde incineré sus cadáveres.

»Soy esta tierra, Señora del Dragón. Soy hielo. Sentimientos tales como la piedad, el amor o la compasión resbalan sobre mi superficie helada. Si por ventura hallara un modo de tocar el sol, dudo que siquiera su fuego pudiera deshelarme.

»¿Que qué quiero? Paz. Soledad. Quiero vivir aquí, en mi palacio, con mis lobos del invierno y mis libros durante el resto de mi vida. Y desciendo de una familia longeva hasta para la raza elfa. No quiero que se me moleste. No quiero gobernar a nadie. Gobernar significa tener que tratar con gente. Significa establecer leyes, recaudar tributos y librar guerras, porque siempre hay alguien que quiere lo que has conseguido e intentará arrebatártelo.

»Me convertí en Señor del Dragón porque vi que era el medio de lograr mi meta. Me propongo borrar todo vestigio de vida en esta parte del mundo. Los thanois destruirán a los Bárbaros de Hielo. Los kapaks destruirán a los thanois. Mis lobos y yo destruiremos a los kapaks. Un bendito silencio caerá sobre mi tierra, un silencio que sólo existe en un lugar deshabitado que yace, silente, bajo el manto impoluto de nieve virgen.

»Así pues ¿preguntas que qué quiero, Señora del Dragón? Quiero silencio. —Feal-Thas tomó otro libro y lo abrió.

—Podrías encontrar el silencio en la muerte, ¿sabes? —repuso torvamente la guerrera.

—Inténtalo —la desafió el elfo—. Está a mi alcance convertirte en un sólido bloque de hielo con sólo un gesto y una palabra. Después colocaría tu estatua en el salón como un monumento perdurable a la estupidez.

Reanudó la lectura del libro.

Kitiara asestó una mirada furiosa al elfo, pero fue en balde porque él ni siquiera la miró. Sopesó sus opciones. Podía regresar con Ariakas y presentarle una queja de Feal-Thas, pero con eso sólo conseguiría que el emperador se enfadara con ella. Podía marcharse del Muro de Hielo y dejar que el estúpido caballero llegara y se hiciera matar, sólo que, también en este caso, Ariakas la culparía a ella. O podía ocuparse personalmente del problema.

—Supongo que no tendrás nada que objetar a que yo mate a ese guardián, ¿verdad? —le preguntó Kit.

Feal-Thas pasó la página.

—¡Adelante! Siempre me queda la opción de crear otro.

—Eso no sería necesario —replicó Kitiara, mordaz—. Le entregaré el orbe a Sleet y le ordenaré que no te deje tocarlo. Así podrás dormir por la noche. ¿Qué tipo de guardián es? —Consideró las habilidades que con más probabilidad tendría el hechicero y el posible emplazamiento—. ¿Un gigante de la escarcha? ¿Un tumulario invernal?

A Feal-Thas se le curvaron los labios en un gesto que era lo más parecido a una risa que se le había visto en el último par de siglos.

—Nada tan trillado, Señora del Dragón —contestó—. El guardián es creación propia. Algo único. O eso creo.

Kitiara giró sobre sus talones y abrió la puerta con un sonoro golpetazo.

Feal-Thas sonrió y rascó al lobo detrás de las orejas mientras seguía leyendo.

11 Muerte en el hielo. El Orbe de los Dragones

Tras dejar a Feal-Thas, Kitiara fue en busca del comandante de las tropas kapaks. Salió del edificio donde el Señor del Dragón tenía la biblioteca y la cegó el deslumbrante resplandor del sol en el hielo. Se protegió los ojos con la mano y cuando por fin logró ver de nuevo comprobó que no se había perdido mucho. Lo único que quedaba de la antigua fortaleza era un patio helado, varias dependencias desmoronadas, también cubiertas de hielo, y una torre que sobresalía entre el hielo. En el centro del patio, una fuente esculpida en forma de fénix lanzaba un chispeante chorro de agua clara que subía con fuerza y después se precipitaba en cascada a un pilón que había debajo. Kitiara había oído con escepticismo la historia del elfo sobre el agua sagrada con poderes mágicos, pero el hecho de que la fuente no estuviera congelada a pesar del frío glacial ya era en sí un milagro.

No se detuvo a admirar la fuente. Tenía la sensación de que el aire gélido que soplaba desde el glaciar iba a congelarle la cara. Al ver draconianos que salían y entraban de una de las dependencias, Kit dio por sentado que aquél era su cuartel general. Arrebujándose en las pieles, cruzó el patio a todo correr. Resbaló, patinó por el helado pavimento y envidió a los draconianos sus pies con garras.

La puerta estaba cerrada para que no pasara el frío. Kit no quería soltar las pieles para llamar a la hoja de madera, así que golpeó con la puntera de la bota y, a pesar de tener los labios entumecidos por la baja temperatura, no dejó de mascullar maldiciones hasta que alguien acudió a abrir.

El calor de dos quemadores de aceite la envolvió. Dentro había varios kapaks; uno de ellos impartía órdenes mientras que los otros reunían equipo. Al parecer, el comandante y sus tropas se preparaban para salir a una expedición de caza. Los kapaks llevaban pieles muy tupidas echadas sobre el cuerpo escamoso, con el pelo hacia dentro. Con la piel, el cuero y las escamas, los draconianos semejaban una especie de híbridos extravagantes.

Los kapaks le echaron una ojeada a Kitiara sin dejar lo que estaban haciendo, aunque no mostraron un especial interés en ella. Kit pensó en el comentario de Feal-Thas respecto a que planeaba acabar con los kapaks, y se preguntó si debería advertir al comandante draconiano de que no se fiara de su señor. Decidió que la advertencia no era necesaria porque los draconianos nunca se fiaban de nadie.

Le preguntó al comandante si podía hablar con él. El jefe draconiano mandó a su tropa que se pusiera en marcha y después se volvió hacia la mujer. Las escamas de color cobrizo brillaban a la luz de la lumbre. Se mostró muy gustoso de hablar con Kit, aparentemente contento por la compañía.

«La vida aquí debe de ser aburrida de narices», pensó para sus adentros Kitiara.

En primer lugar hablaron del Orbe de los Dragones. El comandante conocía la existencia del orbe, si bien nunca lo había visto ni había tenido nada que ver con el artefacto.

—¿Dónde está? —preguntó Kitiara.

—Abajo, en los túneles del hielo —respondió el kapak, que señaló con las garras en dirección al suelo—. Cerca del cubil de la dragona.

—Tengo entendido que hay un guardián que vigila el orbe —dijo Kit—. ¿Puedes decirme qué es?

—Que me cuelguen si lo sé.

—¿Nunca lo has visto?

—No he tenido motivos para hacerlo. El elfo me habló del Orbe de los Dragones y nos ordenó a mis tropas y a mí que no nos acercáramos a esa parte del castillo. Yo obedezco órdenes.

—¡Vaya! Qué draco más bueno eres —dijo Kitiara, contrariada.

El kapak enseñó los dientes al esbozar una sonrisa sarcástica.

—Oh, fui a echar un vistazo para asegurarme de que se velaba por los intereses de su Oscura Majestad, por supuesto.

—Por supuesto —repitió Kit con ironía—. ¿Y se hacía?

—Por lo que vi, sí —contestó el comandante.

—¿Así que viste al guardián?

—No, pero vi lo que les había hecho a los que lo habían visto... Un grupo de thanois, o lo que quedaba de ellos, que no era mucho. El hielo estaba pringado por todos sitios de sangre y hueso, pelo y grasa.

—¿Esos thanois buscaban el orbe?

—Lo dudo. Tienen pocas luces. Probablemente acabaron en la cámara del orbe por error, de camino a la despensa.

—El simple hecho de que vieras unos huesos no significa que haya un guardián —argumentó Kitiara—. Feal-Thas podría haberlos matado y después hacer que pareciera que un monstruo horrible los había masacrado.

El kapak soltó una risa que sonó como un ululato.

—Nunca has visto los huesos de la pierna de un thanoi, ¿verdad?

—Nunca he visto a un thanoi —repuso Kit, impaciente—, mucho menos los huesos de la pierna. ¿Qué clase de seres son?

—Los Bárbaros de Hielo los llaman hombres-morsa. Son bestias corpulentas, gruesas, con mucha grasa. Caminan erguidas como los hombres, aunque por los colmillos y el pellejo se asemejan a las morsas. Son grandes y fuertes. Un thanoi podría sostenerme, con alas, armadura y todo lo demás, debajo de un brazo y ni siquiera notar el peso. Los huesos de las piernas son gruesos como troncos de árbol, puede que más. —La cola del kapak se agitó y golpeó contra el suelo—. Bien, pues, esos tocones de árbol figurados estaban partidos en dos y esparcidos como ramitas. Dudo que Feal-Thas, con esas manos delicadas que tiene, hiciera algo así.

Kitiara no parecía muy convencida.

—Parece obra de un dragón —sugirió.

—A los thanois los atacaron mucho antes de que llegara Sleet. Lo que quedó de ellos se ha preservado bien en el hielo, y si quieres mi opinión, hasta la dragona tiene miedo del guardián. Sleet no se acerca a la cámara donde está guardado el orbe.

Kitiara sacudió la cabeza. Pateó el suelo para que los pies le entraran en calor y empezó a pasear de un lado a otro del cuarto, más que por estar inquieta, para no quedarse helada.

—¿A qué viene hacerme todas esas preguntas sobre el guardián? —preguntó el comandante.

—Porque tengo que enfrentarme a él —respondió, taciturna.

La lengua del kapak asomó entre los dientes y se agitó en un gesto de estupefacción.

—¿Vas a robarle el orbe a Feal-Thas?

—No, claro que no voy a robarlo —replicó ella con mal humor—. ¿Qué iba a hacer yo con un Orbe de los Dragones? Ojalá no hubiera oído hablar de él nunca. Sólo me ha causado problemas.

Dejó de caminar de un lado al otro del cuarto para detenerse enfrente del draconiano.

—Si tuviera soldados que me apoyaran...

—¡Ni soñarlo, señora! —exclamó el comandante a la par que negaba con la cabeza.

—Soy una Señora del Dragón —arguyo Kit, ceñuda—. Podría ordenarte que me ayudaras.

—Recibo órdenes del Señor del Dragón Feal-Thas —repuso el comandante, que volvió a sonreír—. Y dudo que vaya a ordenarme que te ayude a robarle su Orbe de los Dragones.

—¡No voy a robarlo! —protestó Kitiara—. Voy a entregárselo a la hembra de dragón para que lo ponga a buen recaudo.

—Ahí abajo está más que seguro, créeme —adujo el kapak.

—Hay órdenes que he cumplir. Dime cómo llegar allí y punto.

—Allá tú. —El draconiano se encogió de hombros.

Le indicó el camino a seguir a través del laberinto de túneles, que comparó con el complejo sistema de alcantarillado de Palanthas, y después fue a reunirse con sus soldados. Kit siguió con la mirada al grupo, que, armado con arcos y flechas, emprendió la ardua caminata.

Kitiara reanudó los paseos por el cuarto mientras reflexionaba.

De modo que era cierto que había un guardián. Tampoco podía ser tan peligroso. Ni por un instante había creído esa estupidez de que Sleet le tuviera miedo, como había afirmado el kapak. Los dragones eran el último eslabón de la cadena alimentaria. No le temían a nada ni a nadie. El comandante sólo intentaba asustarla. ¡Esa historia absurda sobre tibias rotas! Seguramente sus hombres y él estarían desternillándose de risa en ese momento a costa de su simpleza.

Tratando de imaginar qué podría ser el guardián para así decidir qué armas utilizar contra él, Kit recordó todas las historias que había oído contar sobre guardianes con la misión de proteger un tesoro valioso. ¿Un muerto viviente? ¿Un ghoul o fantasma? Desde luego, su naturaleza tenía que ser mágica. Tal vez un gólem. O quizá fuera un gigante de la escarcha, aunque Feal-Thas hubiera dicho que no lo era. Pero los habitantes del castillo tendrían que estar enterados de que había un gigante encadenado en el sótano. Kit pensó en ese monstruo y en aquel otro, y de repente cayó en la cuenta de que con pensar no estaba consiguiendo nada excepto un dolor punzante en las sienes.

«¡Al Abismo con él!», dijo para sus adentros, iracunda.

Arrebujándose en las pieles, se puso a rebuscar en el surtido de armas del kapak. Kit tenía su espada, pero quería un arma kapak y halló una que le encajaba bien —una pequeña de hoja curva que podía meterse en el cinturón—, un par de dagas y una lanza. Tuvo cuidado de no tocar las hojas de las armas draconianas, porque los kapaks las lamían para impregnarlas de saliva venenosa, que era la razón por la que Kit quería usarlas. También recogió un escudo, de camino hacia la puerta.

Cruzó el patio de nuevo para volver a su habitación, aunque primero pasó por la biblioteca para decirle un par de cosas a Feal-Thas. Sin embargo, el elfo no se encontraba allí, aunque el lobo sí estaba y Kitiara se marchó sin demora. Se encontró con que alguien había llevado comida a su cuarto mientras estaba ausente. Dio buena cuenta de ella, que ayudó a pasar con dos grandes tragos de aguardiente enano que llevaba en un frasco y que la ayudaron a entrar en calor. Después vertió en el suelo lo que quedaba de aguardiente.

Se puso la armadura y se ciñó el cinturón del que pendía la espada corta en su vaina. Metió otra espada en el cinturón, así como el frasco vacío. Se envolvió en las pieles y salió al patio, donde llenó el frasco con el agua supuestamente bendita de la fuente.

Sintiéndose preparada para cualquier cosa, desde gigantes a zombis, Kitiara se encaminó hacia los niveles inferiores del castillo.

Kitiara no tenía miedo de ese guardián. Sabía que lo derrotaría. Sin embargo, le molestaba tener que perder tiempo y energías en hacerlo. Todo el asunto era estúpidamente irónico. Debería encontrarse en Solamnia matando caballeros y, sin embargo, allí estaba, a punto de enfrentarse a un monstruo para mantener con vida a un estúpido caballero.

Según el kapak, los manantiales del glaciar habían excavado los primeros túneles en el hielo, debajo de las ruinas del castillo. Feal-Thas había agrandado y acondicionado los túneles naturales con su magia para crear la cámara del Orbe de los Dragones. A su llegada al castillo, Sleet había establecido su residencia en un cubil excavado mágicamente por algún dragón blanco eones atrás, y lo había ampliado a su gusto agregando entradas y salidas nuevas, además de excavar otros túneles.

Kit no tendría problemas para encontrar un sitio por el que bajar al laberinto subterráneo, según el kapak. Con frecuencia, partes del glaciar se desprendían y dejaban tramos de los túneles al descubierto.

La guerrera encontró uno de esos accesos que se abría a lo que parecía la galería inclinada de una topera abierta en el hielo. Empezó a descender con precaución, paso a paso, cautelosa, pero casi de inmediato resbaló. Soltó escudo y lanza a fin de frenar la caída, pero acabó deslizándose sobre el trasero la mitad del túnel. El escudo llegó hasta el fondo y chocó contra una pared con un golpe tan estruendoso que debió de oírse hasta en Flotsam.

Maldiciendo a todos los hechiceros del mundo, Kitiara recorrió a gatas el último tramo del helado tobogán de hielo. Recobró el escudo al final de la rampa y consiguió ponerse de pie. El sol radiante penetraba a través del hielo e iluminaba los túneles con una espectral luz de color verdoso. La guerrera se quedó mirando las paredes.

Cansado de perder a sus soldados en aquel laberinto, el comandante kapak le había contado a Kitiara que había ideado un sistema para señalizar los túneles a fin de que cualquiera que se aventurara en ellos tuviera una probabilidad razonable de hallar el camino de vuelta a la superficie. Las marcas estaban talladas en el hielo y las había en todos los cruces. Unas toscas flechas indicaban la dirección a la salida. Un dibujo con alas y cola señalaba la que llevaba al cubil de la hembra de dragón. Los túneles que conducían a la cámara del orbe se habían marcado con una «X» ominosa.

Kitiara se encaminó hacia el cubil de la dragona. A despecho de lo que el kapak le había dicho sobre que Sleet le tenía miedo al guardián, Kit pensó que merecía la pena intentar que le prestara ayuda. La guerrera había urdido una mentira en cuanto a la razón por la que tenía que acabar con el guardián del Orbe de los Dragones. Era un embuste poco convincente, pero los dragones blancos no destacaban por su inteligencia. Skie se refería a los blancos como los enanos gullys de los dragones. Kit suponía que si la mentira no funcionaba, siempre le quedaba el recurso de intimidar a la blanca para que la ayudara.

Resultó que se había tomado todas esas molestias para nada.

Kit encontró el cubil de Sleet, pero no a ella. La dragona se había marchado no hacía mucho a juzgar por el cuerpo medio comido de un caribú, pero ahora no se encontraba allí. Decepcionada, Kitiara dio media vuelta para marcharse y tropezó con Feal-Thas, que se hallaba justo detrás de ella.

—Reflejos rápidos —comentó el elfo al ver la daga que daba la impresión de haber saltado a la mano de la mujer.

—¡Tienes suerte de que no te haya cortado el cuello, necio! —gruñó Kit, furiosa porque el hechicero se hubiese aproximado a ella y la hubiera sorprendido así. Nunca habría imaginado que alguien pudiera ponerse a sudar de golpe habiendo una temperatura tan gélida, pero la prueba la tenía ahora en sí misma.

—¿Buscabas a Sleet? —preguntó en tono suave Feal-Thas—. No está aquí. La envié a llevar un mensaje a nuestro compañero Señor del Dragón, en Khur, y estará ausente durante un tiempo, supongo. —El elfo apretó los labios en un remedo de sonrisa—. No estoy muy convencido de que sepa dónde queda Khur.

Se disponía a marcharse, pero se volvió de nuevo hacia Kit.

»Que esto no sea motivo de frustración para ti —dijo—. Sleet no te habría servido de nada contra el guardián, como no tardarás en comprobar. Buena suerte, Señora del Dragón.

Echó a andar con pasos ágiles y silenciosos en el suelo resbaladizo. Kit apretó con todas sus fuerzas la empuñadura de la daga en un esfuerzo por resistir las ganas de hundir la hoja entre los omóplatos del elfo. Luego volvió a guardarla dentro de la bota.

Salió del cubil de Sleet y, siguiendo las marcas destinadas a advertir a la gente que no fuera en esa dirección, se internó en los túneles con cautela. Se preguntó cómo distinguiría la cámara cuando llegara a ella, pero resultó que no tuvo ninguna dificultad en identificarla.

Había llegado a un cruce en el que un pasadizo estrecho se desviaba en ángulo desde el túnel principal. Allí no había ninguna «X» marcada. Ni falta que hacía. Un reguerillo de sangre había corrido por el pasadizo hasta el túnel antes de congelarse en el hielo. Kit siguió el escalofriante rastro y halló la escena de muerte violenta exactamente como el comandante kapak la había descrito.

La guerrera desenvainó la espada sin demora y alzó el escudo. Había visto muchas cosas horribles a lo largo de su vida. Ella misma había matado a un buen número de hombres y monstruos y no era de las que daban un respingo al ver entrañas humeantes desparramadas o miembros cercenados. Aquello no era lo peor que había visto, pero sí era lo más inusitado: una masacre congelada en el hielo.

La sangre embadurnaba los muros de hielo y creaba una alfombra macabra en el suelo. Había goteado del techo hasta congelarse y formar extraños carámbanos de color rosáceo. Grumos de carne congelada con mechones de pelambre y pegotes de sebo estaban esparcidos en horribles montones por todo el pasadizo. Kit encontró un colmillo roto y varios huesos partidos.

Lo que le dio que pensar y la hizo desenvainar la espada fueron las huellas ensangrentadas marcadas en el hielo. Había visto una zarpa cercenada en el suelo e imaginó que pertenecía a un thanoi, y era consciente de que fuera cual fuese la garra que había dejado esas huellas no era una de las cortas y rechonchas de los thanois. Las marcas ensangrentadas estaban muy separadas pero se sucedían uniformemente, lo que significaba que las manos o los pies que las habían hecho eran extremadamente grandes.

Con una ojeada al pasadizo Kit se hizo una idea bastante aproximada de lo que había ocurrido. Los thanois habían entrado en ese ramal del túnel principal ya fuera por casualidad o a propósito. Se habían topado con el guardián y se había producido una lucha desesperada. El calor generado por numerosos cuerpos que combatían para salvar su miserable vida había hecho subir la temperatura del pasadizo, de manera que la sangre y otros fluidos habían impregnado el hielo que empezaba a derretirse y que había vuelto a congelarse una vez que el combate hubo terminado. En cuanto a lo que había sucedido al resto de los thanois —faltaban las cabezas— Kit prefería no pensarlo.

Miró al fondo del pasadizo y vio que había dado con el sitio que buscaba. El túnel se abría a una cámara excavada en el hielo. En el centro, debajo del techo de hielo abovedado, había un objeto —el Orbe de los Dragones, era de suponer— colocado en un pedestal de hielo. Era una cámara abierta de par en par, sin puertas ni cerrojos que protegieran el orbe. Sólo el guardián.

Fuera lo que fuese. Estuviera donde estuviese.

Desde su posición estratégica en el pasadizo, Kit veía toda la cámara; estaba vacía, salvo por el Orbe de los Dragones.

Sosteniendo la espada ante sí y sin bajar el escudo, Kitiara avanzó despacio, con sigilo, pasadizo adelante. «Un poco de miedo nunca viene mal —le decía siempre su padre—. Te mantiene alerta, despierto. Pero no permitas nunca que el miedo te domine.» Kitiara estaba más decidida que asustada. Quería ver a ese guardián, a ese monstruo. Quería matarlo y llevar la cabeza chorreando sangre a Feal-Thas para arrojársela a los delicados pies.

Al aproximarse más, reparó en que la cámara que guardaba el Orbe de los Dragones estaba impoluta. Ni una gota de sangre afeaba las paredes ni ensuciaba el blanco prístino de los muros, el techo y el suelo. O el guardián conservaba limpia la cámara o se había tomado la molestia de llevar a cabo la matanza en el pasadizo. Teniendo aquello presente, Kit pegó la espalda a la pared de hielo y avanzó lentamente pasando por encima de los restos sanguinolentos de los thanois, muy atenta a todo cuanto había a su alrededor.

A pesar de aguzar el oído al máximo, no oía nada y el silencio la ponía nerviosa. Nunca la había envuelto un silencio tan tremendo. Era como si el mundo hubiera acabado, como si todo lo vivo hubiera sido arrasado y sólo quedara ella. Cualquier ruido que hacía, por mínimo que fuera —el crujido del hielo al pisar el suelo, el traqueteo de la armadura, el tintineo de la cota de malla, el silbido de la respiración dentro del yelmo cerrado de Señora del Dragón— parecía retumbar en el cielo. A despecho del frío, no dejaba de sudar. Irritada, deseó que el guardián atacara y acabar así de una vez con el suspense.

Kitiara nunca había destacado por su paciencia.

De repente se le ocurrió que el Orbe de los Dragones podría ser su propio guardián y lanzó una mirada penetrante al artilugio. Deseó, tardíamente, haber hecho algún tipo de investigación sobre los orbes, puesto que ignoraba qué hacían y qué no hacían esos objetos; ni siquiera sabía qué aspecto tenían. Después de todo, a lo mejor esa esfera no era en realidad un orbe. Sí, desde luego su forma era esférica. Estaba hecho de cristal y daba la sensación de ser muy frágil, como si un grito fuerte pudiera hacerlo añicos. En el interior se arremolinaba una niebla de pálidos tonos cambiantes: rojos, azules, verdes y negros veteados con franjas blancas.

Avanzó un poco más. Los colores del interior del globo eran hermosos; titilaban y formaban remolinos. Experimentó el deseo repentino de tocar el orbe. El cristal parecía tan suave... Bajó la espada y el escudo y estaba a punto de dejarlos caer al suelo cuando una voz la sobresaltó.

Tengo miedo.

Kitiara giró sobre los talones velozmente, en guardia.

La cámara estaba desierta. No había nadie allí. Se volvió hacia la esfera sin poder remediarlo y comprendió que la voz venía del artilugio. Era el orbe el que hablaba.

Descanso en el pedestal dorado y la gente pasa por delante sin reparar en mí, porque llevo tanto tiempo en la Torre que para ellos sólo soy ya un objeto más que acumula polvo. Soy parte del mobiliario. Se detienen delante de mí y conversan en voz baja y temerosa. Los escucho con la mente de los dragones y oigo lo que hablan. Lo que dicen me asusta.

Creen que no les oigo o que no entiendo. Han pasado tantos años desde mi creación que han olvidado mis poderes.

Pero entiendo. Oigo hablar del ascenso del hombre al que conocen como el Príncipe de los Sacerdotes. Oigo que teme a todos los que practican la magia porque no puede controlarlos. Ha amenazado con exterminarlos a todos. Últimamente envió un ejército para que atacara la torre hermana de Daltigoth. Los magos prefirieron destruirla antes que permitir que cayera en manos de gente que no entiende el tremendo poder de la magia. Temen que la siguiente sea nuestra Torre de Wayreth. Su ejército se ha puesto en marcha y muchos hechiceros que habían hecho de la Torre su hogar ya han decidido dispersarse.

Y yo también he de huir. Un Orbe de los Dragones no tiene que caer en manos del Príncipe de los Sacerdotes. Dicen que me destruiría o, lo que es peor, que podría intentar controlarme y utilizar mi poder para sus propios fines.

Así que han decidido usar la magia para trasladarme a regiones etéreas, a recorrer los caminos de la magia ocultos en el tiempo y el espacio que me lleven a un reino lejano. Será un viaje cargado de peligros porque corren rumores de que los clérigos del Príncipe de los Sacerdotes se han vuelto tan poderosos que pueden recorrer los caminos de la magia, donde esperan para sacar de las regiones etéreas a magos viajeros y matarlos en nombre de la virtud.

Feal-Thas, el brujo invernal, se ha ofrecido voluntario para transportarme a un lugar seguro, una tierra fría y yerma, la tierra a la que lo exiliaron cuando lo juzgaron por su crimen y el monarca silvanesti, Lorac Caladon, dictó sentencia.

Los magos creen que allí estaré a salvo porque el Príncipe de los Sacerdotes no tiene interés alguno en esta región donde no hay riqueza y muy poca gente lo venera.

Iré con Feal-Thas, no porque quiera, sino porque tengo miedo de quedarme aquí. Veo oscuros nubarrones acumulándose y un viento terrible que se levanta de mares hirvientes y fuego que cae del cielo. Veo la ira de los dioses descargándose como un martillo sobre Krynn. Veo a la gente clamar a los dioses y no obtener respuesta.

Si me quedo aquí, estoy condenado, y aunque me exaspera el exilio, lo acepto. Bajo la custodia de este hechicero viajaré al territorio del límite del glaciar y permaneceré escondido en aquel yermo odioso hasta que llegue el momento en que el poder de los dioses vuelva al mundo.

Entonces hallaré un modo de escapar.

La niebla se agitaba en remolinos y los colores eran bellos, hipnotizadores. Kit tuvo la impresión de ver unas manos que se tendían hacia ella.

El momento llegó. Es la hora. Los dioses han regresado. Eres justo lo que necesito. Acércate. Tócame. Ayúdame a escapar.

Kitiara escuchaba, embelesada. Se acercó.

—¿Quién eres? —susurró—. ¿Qué poderes tienes? Si te ayudo, ¿me los darás...?

Más que ver, sintió que algo entraba en la cámara.

12 El guardián

Kitiara se quedó muy quieta. Entrecerró los ojos y retrocedió, a la defensiva. Unos segundos antes la cámara estaba vacía y entonces ese hombre se había materializado dentro, de pie, cerca del Orbe de los Dragones. Era un humano. Vestía una armadura que tenía el aspecto de haber tomado parte en muchas batallas porque estaba llena de abolladuras y arañazos, pero se notaba que estaba bien cuidada. Kit la identificó como la de un Caballero de Solamnia.

El caballero no la había visto. Estaba de espaldas a ella y miraba hacia el techo. Algo en aquel hombre, en su actitud, en su forma de moverse —airoso y ligero, pero con poderío— le resultaba familiar. El caballero portaba espada, pero no se cubría con yelmo. Tenía el cabello oscuro y rizado y lo llevaba corto. Parecía esperar algo, porque desvió la vista del techo a las paredes y después empezó a darse la vuelta.

—¡Quieto ahí! —ordenó Kitiara—. No acerques las manos a las armas y vuélvete despacio.

El caballero así lo hizo, con una soltura casi perezosa que la guerrera conocía bien. Se le encogió el corazón y después le empezó a latir desbocado, dolorosamente. El caballero se volvió hacia ella. Kit reconocía los movimientos, el oscuro y rizado cabello, el elegante bigote, el semblante moreno, de rasgos atractivos... Intentando atisbarle la cara a través de las rendijas de la visera del labrado yelmo de Señora del Dragón, se la quedó mirando fijamente.

—¿Eres tú la que está ahí, dentro de ese cubo, Kit? —preguntó. La guerrera no había oído aquella voz profunda, efusiva, hacía muchos, muchos años, pero aun así la conocía tan bien como la suya propia—. ¿No me reconoces? Baja la espada. Soy tu padre, muchacha.

Kitiara siguió aferrando el arma con fuerza y no respondió. Aquello tenía que ser un truco.

—Has crecido, Kit —siguió Gregor Uth Matar en tono admirado—. No me lo esperaba. Supongo que pensé que aún eras la adolescente que dejé atrás. Y me disculpo por eso, dicho sea de paso —añadió al tiempo que se encogía de hombros—. Tenía intención de volver a buscarte como te prometí. Me propuse regresar a Solace media docena de veces, pero nunca lo hice. Siempre había una guerra que librar o una mujer a la que amar...

Esbozó una sonrisa afectuosa y ambigua, la misma que había encandilado el corazón de tantas mujeres.

—Supongo que no se perdió nada porque no volviera. Después de todo, no me necesitaste. Salta a la vista que has sabido salir adelante muy bien por ti misma. Una Señora del Dragón. Estoy orgulloso de ti, Kit...

Adelantó un paso más.

—¡No te muevas! —ordenó Kitiara con voz estrangulada. Tosió para aclararse la garganta—. Quédate donde estás. Esto no tiene sentido. Mi padre murió.

—¿Acaso hallaste mi cadáver? —preguntó Gregor, divertido—. ¿Diste con mi tumba? ¿Te encontraste con alguien que me vio morir?

La respuesta a todo eso era «no», pero Kitiara no contestó.

—Las preguntas las hago yo. ¿Qué haces en la cámara con el Orbe de los Dragones? ¿Eres el guardián?

—¿Yo el guardián? —Gregor se echó a reír—. Soy uno de los mejores espadachines de Krynn, pero seamos realistas, querida hija. ¿Me contratarías para guardar algo tan valioso?

—Entonces ¿dónde está el guardián?

Gregor se encogió de hombros, un gesto tan similar al que hacía la propia Kitiara que era como verse en un espejo.

—Lo eché de aquí. Lo mandé a freír espárragos. —Gregor avanzó un paso más. Sonrió—. Veo que llevas encima el frasco de licor. No te quedará por casualidad un poco de aguardiente enano ahí dentro, ¿eh, Kitiara? Olvídate de orbes y guardianes y cosas por el estilo. Echemos un trago y charlemos de lo que has hecho todos estos años.

Kit vaciló un instante.

—De acuerdo, pero no te acerques más. Te echaré el frasco.

Gregor se encogió de hombros y sonrió, pero hizo lo que le decía y se detuvo a unos cuantos pasos de distancia.

Kitiara siguió con la espada alzada, en guardia, y se colgó el escudo en el brazo por la correa. Llevó la mano al frasco que llevaba sujeto al cinturón.

Destapó el recipiente con los dientes, escupió el corcho y arrojó el agua a la cara de Gregor.

—¡Por todos los dioses, muchacha! ¿A qué viene esto? —demandó Gregor mientras se enjugaba el agua de los ojos. Viéndola tensa y con la espada presta, la observó un momento y después estalló en carcajadas.

La cámara retumbó con las risas del hombre, una risa tan bronca, vital y despreocupada como él. A Kitiara siempre le había gustado oír la risa de su padre.

—¡Agua sagrada! —Gregor casi no podía hablar por las risotadas—. ¡Crees que soy un fantasma! ¡Ja ja ja!

—¡No sé qué eres! —respondió ella, prietos los dientes. Las lágrimas le escocían en los ojos y se le congelaban en las mejillas—, pero no eres mi padre. Mi padre está muerto. Por eso nunca vino a buscarme. ¡Está muerto!

Arremetió al guardián con la espada.

Un hedor horrible le provocó una arcada. Un rugido salvaje cortó el sonido de la risa de su padre. Un instante antes Gregor se encontraba allí y al siguiente la peste envolvía a Kitiara, que se enfrentaba a un ser inmenso cubierto de sucio pelambre blanco grisáceo, con brazos enormes y garras afiladas. Si tenía ojos, no se los veía con aquella maraña de pelo. Pero dientes sí que tenía, y colmillos afilados y una lengua babeante. Asestó golpes desesperados con la espada a aquella cosa y notó que el acero penetraba en la carne. La cosa volvió a bramar, esta vez de dolor. Unas garras largas como espadas arremetieron contra ella en un golpe sesgado.

Kitiara soltó un gemido ahogado cuando las garras, afiladas como navajas, hendieron la armadura, y le hicieron cortes en los dos antebrazos y a través del diafragma. Reculó a trompicones mientras la sangre brotaba de las heridas. Manejando torpemente el escudo que llevaba colgado del brazo, lo alzó para protegerse y aprestó la espada. Aún no sentía dolor, pero sabía que llegaría en cualquier momento y se preparó para aguantar. Hizo acopio de fuerzas y se dispuso a arremeter una vez más contra... Tanis.

Estaba delante de ella y la miraba con amorosa preocupación.

Kitiara parpadeó y apretó los ojos para no ver al fantasma. Cuando volvió a abrirlos, Tanis seguía allí plantado.

—Kit, estás herida —dijo suavemente.

Estaba igual que lo recordaba: alto y musculoso, con los brazos y las manos fuertes de un diestro arquero. El pelo largo le tapaba las orejas puntiagudas que delataban la parte elfa de su ascendencia. Su sonrisa era cariñosa y amplia y llevaba afeitado el firme mentón.

—Kit —dijo Tanis con tristeza—, no acudiste a la cita de la posada. Rompiste tu juramento. Todos estábamos allí. Tus hermanos, Caramon y Raistlin. Y Tasslehoff y Flint. También estaba Sturm. Y yo. Volví allí por ti, Kit. Para decirte que había cometido un error, que te amo. Quiero estar siempre contigo...

—¡No! —gritó Kitiara, asaltada por un intenso dolor. Vio que la sangre le resbalaba por las piernas y por los brazos y goteaba en el hielo—. No te creo. —Negó con la cabeza con ira—. No creo en ti... seas lo que seas.

—Como no fuiste a la posada como prometiste —insistió Tanis—, di por sentado que eso significaba que no te importaba.

—Me importas —respondió Kit, aunque sabía que aquello no era real, pero deseando que lo fuera—. Lo que pasa es que... estaba ocupada. Ariakas me nombró Señora del Dragón. Comando un ejército. He conquistado naciones. Tengo que combatir en una guerra...

—Al ver que no venías, decidí amar a otra —continuó Tanis, como si no la hubiera oído—, una elfa llamada...

—Laurana. ¡Lo sé! —gritó Kit, furiosa—. Me hablaste de ella, ¿te acuerdas? Decías que era una cría mimada, que era inmadura. Que querías tener una mujer...

—Te quiero a ti, Kitiara —dijo él mientras extendía los brazos para estrecharla.

—¡Atrás! —advirtió Kit.

El agua sagrada. Había tirado el frasco cuando la aparición la atacó. Ahora estaba caído en el suelo manchado de sangre, a sus pies. Hizo intención de recogerlo sin quitar ojo a Tanis y manteniendo la espada en guardia. Alzo la visera del yelmo y echó un trago del agua curativa. El dolor menguó y la sangre dejó de manar.

Tenía que atacar de nuevo. Ya había herido a esa cosa una vez. No sabía hasta qué punto era una herida grave, pero imaginaba que no toda la sangre derramada en el hielo era suya. Atacar significaba aproximarse y volver a enfrentarse a aquellas terribles garras afiladas. Tiró el frasco, se bajó la visera y levantó el escudo. Asiendo con firmeza la espada, corrió hacia Tanis.

La criatura rugió y la peste provocó una arcada a Kitiara, que de inmediato descargó tajos y el sucio pelambre blanco se empapó de sangre. Los negros y llameantes ojos la miraron enfurecidos, las garras arañaron hombros, tórax y muslos para después hincarse profundamente y desgarrar la carne. La guerrera oyó y sintió el roce de las uñas contra el hueso y un estremecimiento de dolor la sacudió, pero siguió acuchillando a la criatura hasta que finalmente notó que la hoja de la espada tocaba algo duro y sólido. Empujando con todo el peso de su cuerpo, hundió la hoja en el cuerpo peludo de la cosa hasta que el acero penetró a fondo y entonces la hizo girar.

El ser bramó de dolor y de rabia y arremetió con las afiladas garras. La sangre saltó a la visera y le entró a Kit en los ojos, de manera que la dejó medio cegada. De un tirón, sacó la espada y reculó a trompicones; los pies le resbalaron y cayó.

Al golpear la mano contra el hielo, perdió la espada y el arma se deslizó fuera de su alcance. Intentó incorporarse, desesperada, pero el dolor era muy, muy fuerte, y le costaba trabajo respirar. Las garras se abalanzaron sobre ella y Kit rodó sobre sí misma para esquivarlas. Recordó la espada del kapak y manoteó torpemente al buscarla a tientas en el cinturón, del que la sacó de un tirón. Esperó hasta que la peluda bestia se lanzara, rugiente, sobre ella y entonces, a ciegas, le hincó el arma en el cuerpo a través de pellejo, carne y hueso. La sangre brotó a chorros sobre las manos de la guerrera. Un espantoso rugido la ensordeció y un puño gigantesco lanzó un golpe y la derribó.

Kitiara se encontró tendida boca abajo en el hielo. Parpadeó para librarse de la sangre que la cegaba y vio el frasco, fuera de su alcance. Gateó hacia él y alargó la mano, temblorosa, hacia el recipiente.

Allí estaba su madre. Rosamun yacía en el suelo, con la mano en el frasco. La mujer miró a Kitiara con aquellos grandes ojos de gacela —aparentemente incapaces de enfocar el presente— clavados en algún horizonte incierto que nadie veía salvo ella.

—Tu padre no volvió a casa anoche —dijo Rosamun en tono acusador.

Kitiara se encogió. Otra vez, no. El dolor de las heridas era espantoso, pero no era nada comparado con el potro de tortura al que la habían atado sus padres para tirar de ella hacia lados opuestos cada vez que se peleaban ellos.

—Estuvo con esa mujer, ¿verdad? —El timbre de voz de Rosamun se volvió estridente—. Esa pelirroja con la que lo vi coquetear ayer en el mercado.

—Estuvo en El Abrevadero, madre, bebiendo con sus amigos —rezongó Kit. Tenía que llegar hasta el frasco. Gateó un poco más sin bajar la guardia, lista para arremeter con la espada.

—No mientas por él, muchacha —gritó Rosamun con voz chillona—. Te ha hecho tanto daño como a mí con sus mariposeos. Algún día nos abandonará. ¡Acuérdate de lo que te digo!

Agotada, Kitiara se tendió en el suelo y cerró los ojos. Vio a su padre con la moza pelirroja que atendía en la taberna. Ella estaba con la espalda apoyada en el excusado, abierta de piernas y con la falda subida. Gregor se apretaba contra ella y besuqueaba sus pechos desnudos. Kit oyó chillar a la mujer y a su padre gemir, y los chillidos se mezclaron con los desvaríos histéricos de su madre.

Kit se incorporó del hielo enrojecido con mucho esfuerzo y abrumada por el dolor. A pesar de que se tambaleaba, logró ponerse de pie. Alzó la espada y la hundió en el cuerpo de su madre y a continuación la clavó en el de su padre. No dejó de acuchillar y asestar tajos a los dos hasta que los rugidos y el llanto cesaron y la criatura dejó de sacudirse. Entonces Kitiara se desplomó.

Quedó tendida en el hielo, con la mirada prendida en el techo salpicado de sangre. Cerró la mano sobre el frasco e intentó llevárselo a los labios.

—Mi intención era volver, Tanis —dijo—. En realidad... se me olvidó...

La mano le resbaló hasta el suelo helado, flácida.

13 Recuperación. Fewmaster Toede. Expectativas superadas con creces

Kitiara siguió luchando. Unas zarpas garrudas la inmovilizaban y ella se sacudió con rabia al tiempo que daba patadas y puñetazos y gritaba improperios.

—¡Sujétala! —ordenó, iracunda, una voz gutural.

—¡Eso intento, señor! —jadeó alguien.

—¡Belek, siéntate encima de los pies! ¡Rult, hazla tragar más agua!

Un gran peso inmovilizó las piernas de Kit y unas manos fuertes le asieron las muñecas mientras que otras le abrían a la fuerza las mandíbulas. Alguien le echó agua en la boca.

El agua se fue por donde no debía y Kitiara se atragantó y empezó a toser. Las desesperadas boqueadas para llevar aire a los pulmones consiguieron que volviera en sí. Abrió los ojos y vio rostros monstruosos que la miraban con malicia. No podía moverse y se puso tensa para forcejear, pero entonces la bruma que le enturbiaba la mente se aclaró y cayó en la cuenta de que eran rostros cubiertos de escamas, no de pelambre, y que ninguno pertenecía al pasado.

Eran caras de kapaks, y los hombres-lagarto nunca le habían parecido tan maravillosos como en ese momento.

—Podéis soltarme ya —farfulló.

El comandante la miró con recelo un instante y después asintió con la cabeza. El kapak que se le había sentado en las piernas se levantó, gimió y se apartó cojeando; al parecer le había dado un rodillazo en una parte sensible. Los dos soldados kapaks que le sujetaban las muñecas recularon.

—¿Qué hay del guardián? —inquirió Kitiara.

—Está muerto —respondió el comandante.

Aliviada, Kit asintió en silencio y cerró los ojos para que se le pasara el mareo.

—¿Qué era? —preguntó.

—Lo hiciste pedacitos y era difícil distinguirlo —contestó el kapak—. Pero fuera lo que fuese, nunca habíamos visto nada semejante.

—Alguna creación abominable del mago —dijo Kit con un escalofrío—. ¿Estás seguro de que ha muerto?

—Muy seguro —repuso el comandante.

Con un suspiro, Kitiara se relajó. No sentía dolor, pero estaba débil y temblorosa, y la cabeza no le funcionaba con normalidad. Había visto a su padre... y a Tanis. Pero eso era imposible. Y el Orbe de los Dragones le había hablado...

Abrió bruscamente los ojos.

—¡El Orbe de los Dragones! Tengo que protegerlo...

—No, no hace falta —le dijo el comandante—. Sleet se encarga de su custodia por orden de Takhisis. Deberías descansar, te lo has ganado.

—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? —preguntó Kit, desorientada.

—Una semana.

—¡Una semana! —repitió Kitiara, que miró al kapak con incredulidad.

—El agua curativa te cerró las heridas, pero habías perdido un montón de sangre y luego apareció la fiebre. Un par de veces creímos que habías muerto. Su Oscura Majestad debe de tener muy buena opinión de ti.

—Y vosotros os habéis tomado muchas molestias para salvarme la vida. —Kit hizo un gesto con la cabeza y notó que hasta ese pequeño esfuerzo la dejaba agotada—. ¿Por qué no me dejasteis morir, sin más? A vosotros, los dracos, no os caemos muy bien los humanos.

—No nos caéis bien —convino el kapak—, pero los elfos nos caen peor.

Kitiara esbozó una ligera sonrisa.

—Y a propósito de los elfos, me sorprende que Feal-Thas no me haya matado —comentó.

—Tampoco ha venido a traerte flores —repuso secamente el kapak—. De hecho, no se le ha visto el pelo por aquí. Ha estado encerrado en ese palacio de hielo que se hizo.

—A lo mejor no sabe que su guardián ha muerto.

—Oh, ya lo creo que sí. El brujo invernal lo sabe todo. Dicen que lee la mente de los demás. Ese tipo es retorcido. Tiene tantas vueltas y revueltas como una serpiente. Si te interesa mi opinión, te tendió una trampa para que murieras. Quiere quitarte de en medio. Un rival menos.

Kitiara lo consideró detenidamente. Tenía sentido; al menos tenía tanto sentido como todo lo que pasaba en ese lugar.

—Supongo que tendré que matarlo —manifestó—. Dame mi espada... —Intentó incorporarse, pero el kapak la empujó y Kit se desplomó en la cama con un gemido—. Tal vez será mejor que espere hasta mañana... —murmuró.

El comandante soltó una risita.

—Ahora entiendo que seas una Señora del Dragón. Y a propósito de dragones, un azul ha estado rondando por aquí, preocupadísimo por ti. Amenazó con demoler el castillo si te pasaba algo malo. Nunca había visto a un dragón en semejante estado de ansiedad.

—Debe de ser el bueno de Skie. —Kitiara suspiró profundamente, satisfecha—. Dile que me encuentro bien, ¿quieres? Y gracias, comandante. Por todo.

Se dio media vuelta, se arrebujó en las pieles y se quedó dormida.


Dos días después y tras haber ingerido unos cuantos filetes de caribú, Kitiara se sintió lo bastante bien para dejar la cama. Lo primero que hizo fue comprobar por sí misma que el guardián había muerto realmente. Se aventuró con cautela por el angosto pasadizo, espada en mano. La sangre —su sangre— se había congelado en el hielo, pero no había ningún cadáver. Según le contó el kapak, no había quedado mucho del monstruo, pero ahora no había ni rastro.

Feal-Thas tenía que haberse llevado los restos. O habían desaparecido por sí mismos.

Kit salió de la cámara donde casi había muerto y siguió túnel adelante, hacia el cubil de la dragona, con el propósito de hablar sobre lo que Ariakas planeaba hacer con el Orbe de los Dragones. Aquello no funcionó porque Sleet resultó ser tan obtusa y lerda como había dicho Skie. Parpadeó y contempló a Kit con los ojos entrecerrados, se rascó la oreja con la garruda pata y ladeó la cabeza como si mirar a la humana desde ese ángulo fuera a hacer más claras sus instrucciones. Finalmente, Sleet bostezó, apoyó la testa en el hielo y cerró los ojos.

—¿Has entendido lo que se supone que tienes que hacer? —preguntó Kit, exasperada.

—Tengo que proteger el orbe —masculló la dragona.

—Protegerlo de Feal-Thas —insistió Kit.

—Odio a Feal-Thas.

La dragona enseñó los dientes.

—Cuando el Caballero de Solamnia aparezca, tienes que...

—Odio a los Caballeros de Solamnia —añadió Sleet, que giró sobre sí misma para ponerse panza arriba y se quedó dormida en esa postura, con la lengua colgándole entre las fauces.

Kit se dio por vencida y se marchó. Esperaba que todos se mataran entre ellos.

Kit estaba preparada para marcharse del Muro de Hielo. Había desechado la idea de vengarse de Feal-Thas. Ariakas estaba casi convencido de que había sido cómplice en la muerte de lord Verminaard. No quería que el emperador pensara que recorría Ansalon con el objetivo de asesinar a sus Señores de los Dragones. Se vengaría del elfo, pero sería en el momento y el lugar elegidos por ella, no por él.

Envió un mensaje a Feal-Thas a su Palacio de Hielo para decirle que se marchaba. La respuesta que le envió decía: «No sabía que aún estabas aquí.»


—El emperador cometió una estupidez. No debía haber puesto nada a cargo de ese elfo oscuro —comentó Skie cuando Kitiara se lo contó después—. Los elfos normales son malos, pero los elfos oscuros son peores.

Los dos se encontraban en el campo de hielo azotado por el viento, fuera de los muros del castillo. Kitiara se abrigaba con las pieles y hacía visera con la mano para protegerse los ojos del reflejo cegador del sol en el hielo. Irritada, se preguntó cómo era posible que un sol tan brillante irradiara tan poco calor.

—Deberías entrar —añadió Skie—. Te castañetean los dientes.

—A ti también —repuso Kit mientras le acariciaba cariñosamente el cuello. De la mandíbula del dragón azul colgaban carámbanos y daba la impresión de que le hubiera crecido una barba canosa.

—Estoy helado por dentro y por fuera —rezongó el dragón—. ¿Cuándo vamos a irnos de este sitio espantoso?

—Antes tengo que leer los despachos que ha enviado Ariakas para ver si hay otras órdenes para mí.

Dejó al dragón pateando de aquí para allá por el glaciar al tiempo que batía las alas para que no se le congelaran.

El primer despacho que leyó era del emperador Ariakas, en el que le informaba de las victorias habidas en la zona oriental de Krynn. El Señor del Dragón Lucien de Takar tenía actualmente la mitad del continente bajo su control, o eso afirmaba Ariakas. Kitiara rechinó los dientes al leer aquello. Solamnia estaría bajo su control a esas alturas de haberlo permitido el emperador. En cuanto a Lucien, ¿qué había conquistado? Tierras de kenders, de elfos y de pastores de cabras. ¡Bah!

Ariakas le decía que confiaba en que su encuentro con el Señor del Dragón Feal-Thas hubiese ido bien. Kitiara emitió un sordo gruñido al leer aquello. El emperador esperaba que le enviara un informe completo.

Kitiara se quedó sentada largo rato analizando el mensaje. Algo iba mal, Ariakas nunca le había escrito nada tan formal y distante. La misiva ni siquiera era de su puño y letra. La había dictado. Hasta ahora siempre le había escrito personalmente.

Había muchas razones por las que Ariakas podría haber dictado esa carta: libraba una guerra, intentaba gobernar una extensa región, buscaba al Hombre de la Gema Verde, trataba con una diosa impaciente. No era de extrañar que no dispusiera de tiempo para escribirle una nota personal.

Con todo, a Kit le preocupaba eso y otros pequeños detalles. Había esperado que Ariakas le pidiera el informe en persona y en cambio le decía que se lo diera por escrito. No decía nada sobre futuras órdenes. No hacía mención alguna a Solamnia. Kitiara decidió que dejaría el Ala Azul encargada de buscar a Tanis por los alrededores de Thorbardin y ella viajaría de inmediato a Neraka para averiguar qué pasaba.

Arrugó la carta, hizo con ella una bola y la acercó al fuego que ardía en el aceite de foca. Contempló cómo se quemaba el papel y sólo lo soltó cuando la llama estuvo a punto de quemarle los dedos.

Los siguientes comunicados, unos treinta, eran de Fewmaster Toede. Kit les echó un vistazo al tiempo que sonreía. Eran copias de despachos a comandantes de las fuerzas del Ejército Rojo con órdenes que contravenían las previas que él mismo había dado. Kitiara imaginó que los comandantes se limitarían a tirarlas, que era justo lo que pensaba hacer ella cuando reparó en que una iba dirigida a su nombre.

Kitiara se acomodó, dispuesta a disfrutar con la lectura de las necedades del hobgoblin que la harían reírse un poco.

El saludo inicial ya lo consiguió. Escrito con una letra que desde luego no pertenecía a un hobgoblin, ocupaba media página y empezaba dirigiéndose a ella como: «Eminentísima, venerada y estimada Señora del Dragón, honrada por hombres, dioses y naciones» y continuaba con la misma retahíla. Se lo saltó casi todo para llegar al cuerpo principal de la misiva, que empezaba por describir el placer que había sido para Fewmaster conocerla y expresar su más ferviente deseo de que le permitiera limpiarle las botas otra vez cuando volvieran a verse, cosa que esperaba —y pedía a su Oscura Majestad— que ocurriera pronto.

Entonces se cortaron de golpe las risas de Kitiara, que se irguió bruscamente y releyó el párrafo siguiente:

«Mis espías en Thorbardin me informan de que esas personas por las que tan gentilmente demostraste interés, esos asesinos que mataron a nuestro muy querido lord Verminaard (a quien Chemosh tenga consigo) han abandonado la fortaleza subterránea de los enanos y, de acuerdo con las informaciones, están de camino a Tarsis en un intento de escapar de su tan merecido castigo.»

—Tarsis —musitó Kitiara, interesada. Luego siguió leyendo.

«Nada más llegarme esta noticia, he ofrecido una recompensa por esos criminales y confío plenamente en que serán capturados pronto. Sabiendo que su graciosa señoría estaba interesada en que a esos bribones se los llevara ante la justicia y para más ilustración de su señoría, adjunto envío una copia completa de la recompensa, con los nombres y la descripción de esos asesinos. He enviado esta noticia a los comandantes de nuestras ilustres fuerzas situadas en la región. Estoy convencido plenamente de que tendremos a esos criminales bajo llave y tras las rejas en cualquier momento.»

Kitiara dudaba que alguno de los comandantes se hubiera tomado siquiera la molestia de leer la misiva.

Claro que quizá «esos criminales» no fueran Tanis y sus amigos. Según los informes había unos ochocientos refugiados escondidos en Thorbardin. Sacó el aviso que iba enrollado dentro de la carta del Señor de los Dragones; conforme leía los nombres, notó que el corazón le latía más deprisa.

Fue como si el pasado surgiera repentinamente ante ella, como había ocurrido en la cámara, con el guardián. Los rostros emergieron de la neblina del tiempo.

Tanis Semielfo. Un semielfo barbudo. Se cree que es el cabecilla.

«Por supuesto —pensó Kit—. Como siempre.»

Sturm Brightblade. Humano. Caballero de Solamnia.

Su viaje con Sturm no había resultado como había previsto.

Flint Fireforge. Enano.

El viejo cascarrabias de Flint. Nunca le había caído muy bien al enano.

Tasslehoff Burrfoot. Kender.

Costaba creer que ese pequeño latoso aún estuviera vivo.

Raistlin y Caramon Majere. Humanos. Hechicero y guerrero.

Sus hermanitos. Bueno, en realidad, sus medio hermanos. Tenían que agradecerle su éxito.

Tika Waylan. Humana.

El nombre le sonaba familiar, pero Kit no consiguió ubicarla.

Elistan. Humano. Clérigo de Paladine. Agitador peligroso.

¿Qué podía tener de peligroso el clérigo de un dios débil como Paladine?

Gilthanas, elfo; Goldmoon, sacerdotisa de Mishakal...

Kit, impaciente, pasó rápidamente por la lista hasta dar con el nombre que buscaba...

Laurana. Princesa elfa. ¡Debe ser capturada viva! La elfa es propiedad de Fewmaster Toede y no se le debe ocasionar ningún daño, sino que hay que restituírsela de inmediato y bajo la custodia de una nutrida guardia. Se ofrece recompensa.

—Así que ahí estás —dijo Kit con desagrado—. Todavía con él.

Miró intensamente el nombre como si así pudiera conjurar la imagen de la elfa: rubia, esbelta, bella.

Amigos, familia. Amante. Rival. De camino a Tarsis. ¡Al igual que, como era de suponer, hacía Derek Crownguard! Sus espías la habían informado de que iba a Tarsis a buscar una biblioteca. ¿Y si se encontraban? Sturm y Derek eran compañeros de la orden de caballería. Sin duda se conocían. Tal vez eran amigos. ¿Qué consecuencias habría si se encontraban en Tarsis? ¿Mencionaría Derek su nombre?

Kit se lo planteó y no vio motivo alguno para que lo hiciera, pero aun así, la posibilidad de que revelara que la había visto y había hablado con ella era preocupante. Ojalá no le hubiera dicho su verdadero nombre. Había sido un poco por bravuconear.

Tarsis... A un día de viaje a lomos de un dragón.

Mirando sin ver las llamas que titilaban en el aceite de foca, Kitiara se quedó sentada un buen rato mientras fraguaba sus planes. En ningún momento se olvidó de Ariakas. Quienes cometían ese error garrafal no solían vivir mucho tiempo. Tenía que aplacarlo, conseguir que estuviera contento, que creyera que lo que estaba a punto de hacer era en interés de él.

Sonrió y salió de su abstracción con una sacudida para reanudar la lectura de la carta de Toede. Esperaba pasar otro buen rato con más demostraciones de la estupidez del hobo. Por desgracia, la siguiente muestra de necedad de Toede no tenía nada de divertida. Kitiara aspiró aire con gesto iracundo y barbotó una maldición.

—¡Maldito idiota!

Se incorporó bruscamente mientras arrugaba la carta. Iba a arrojarla al fuego, pero se contuvo y se obligó a leerla otra vez. Sin embargo, no mejoró en una segunda ni en una tercera lectura. Entonces la echó a las llamas y vio convertirse en humo sus planes junto con el papel.

¡El estúpido hobgoblin pensaba atacar Tarsis!

Kit sabía la razón. Los Dragones Rojos estaban presionando a Toede para que los condujera a la batalla, y aunque la barriga se le desbordaba por encima del cinturón, por lo visto al hobo le faltaban agallas para hacer frente a los reptiles.

Toede debería estar agrupando a sus fuerzas para atacar Thorbardin y centrarse en eso. En cambio, las enviaba a un ataque a una ciudad que no tenía ningún valor estratégico y muy poca riqueza, una ciudad que no podría conservar por la simple razón de que no contaba con suficientes efectivos para ocuparla. Puede que en otros tiempos hubiera merecido la pena saquear Tarsis, antes del Cataclismo, cuando era una ciudad portuaria. Después de que la montaña de fuego se precipitara sobre el mundo, el mar desapareció y dejó Tarsis rodeada de tierra y arruinados a sus mercaderes.

No se le ocurría qué diablos podría estar pensando Toede. La respuesta era que no pensaba. Kitiara se disponía a volar hasta Haven para intentar parar aquel despropósito cuando, de pronto, comprendió que podría sacar provecho de la decisión absurda del hobo.

Recordó la fecha que indicaba para el ataque: quince días a partir de ese momento. Disponía de muy poco tiempo y tenía muchas cosas que hacer... Y hacerlas discretamente. Ni siquiera Skie debía sospechar sus verdaderos motivos. Se guardó debajo de la camisa el pergamino con los nombres y las descripciones de los asesinos de lord Verminaard, echó un par de tragos de aguardiente enano para aguantar el frío helador del viaje y, arrebujada en las pieles, recogió su equipo y salió para reunirse con el dragón.

—¿Adónde nos dirigimos? —preguntó Skie. Tenía prisa por irse.

—A Thorbardin, a reunimos con el Ala Azul —contestó Kitiara—. Y desde allí volaremos a Tarsis.

Skie giró la cabeza hacia atrás para mirarla de hito en hito.

—¡Tarsis! ¿Qué tenemos que hacer en Tarsis?

—Te lo explicaré después —contestó Kit. La voz de la mujer sonaba hueca dentro del yelmo astado.

Skie deseaba saber algo más sobre esa absurda decisión de llevar el Ala Azul a Tarsis, pero decidió esperar para discutirlo en otro sitio donde la cola no se le quedara pegada al hielo. Extendió las alas, agitó la cola para soltarla, dio un gran salto con las poderosas patas traseras y alzó el vuelo de buena gana hacia el cristalino cielo azul.

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