Los dioses de Krynn se reunieron en consejo, como habían hecho muchas veces desde que el mundo les había sido escamoteado. Los dioses de la luz se encontraban enfrente de los dioses de la oscuridad, con los dioses de la neutralidad repartidos equilibradamente entre unos y otros. Los hijos de los dioses estaban juntos, como ocurría siempre.
Estas sesiones de consejo habían tenido escasos resultados en el pasado, salvo aplacar los ánimos encrespados y animar los abatidos. Uno por uno, los dioses se adelantaron para hablar de la búsqueda hecha en vano. Eran muchos los periplos realizados por cada deidad intentando hallar lo que se había perdido. Algunos de esos viajes a través de planos de existencia habían sido largos y peligrosos, pero todos ellos, del primero al último, habían terminado en fracaso. Ni siquiera Zivilyn, el que todo lo ve, que existía en todos los tiempos y todas las tierras, había sido capaz de encontrar el mundo. Veía el camino que Krynn y sus habitantes habrían tomado hacia el futuro, pero ahora ese camino estaba poblado por los fantasmas de los «podrían haber sido». Los dioses estaban a punto de llegar a la triste conclusión de que el mundo se había perdido para siempre.
Todos habían hablado ya cuando Paladine apareció en todo su esplendor ante ellos.
—Traigo buenas nuevas —anunció—. He oído una voz llamándome, la voz de una de las criaturas del mundo. Su plegaria resonó a través del cosmos y fue como una dulce música escucharla. Nuestras gentes nos necesitan, pues, como habíamos sospechado, ahora Takhisis domina el mundo sin oposición.
—¿Dónde está el mundo? —demandó Sargonnas. De todos los dioses de la oscuridad, era el que estaba más furioso, más lleno de amargura, pues Takhisis había sido su consorte y se sentía doblemente traicionado—. Dínoslo e iremos allí inmediatamente y le daremos su bien merecido castigo.
—No lo sé —contestó Paladine—. La voz de Goldmoon se cortó. La muerte se la llevó y Takhisis tiene su alma esclavizada. Sin embargo, ahora sabemos que el mundo existe. Tenemos que seguir buscándolo.
Nuitari se adelantó un paso. El dios de la magia de la oscuridad iba vestido de negro. Su rostro, cual una luna convexa, tenía el matiz blanco de la cera.
—Tengo un alma que pide audiencia —anunció.
—¿Auspicias esa petición? —preguntó Paladine.
—Sí —respondió Nuitari.
—Yo también —dijo Lunitari, que se adelantó, vestida de rojo.
—Y yo. —Solinari, con sus ropajes blancos, hizo otro tanto.
—De acuerdo, oiremos lo que tenga que decirnos —accedió Paladine—. Que se presente esa alma.
El espíritu entró y ocupó su lugar entre ellos. Paladine frunció el entrecejo al verlo, como hicieron la mayoría de los dioses, tanto de la luz como de la oscuridad, ya que nadie confiaba en quien antaño intentó convertirse en un dios.
—No me interesa nada de lo que Raistlin Majere tenga que decir —manifestó Sargonnas con un gruñido al tiempo que se daba media vuelta para marcharse.
Los otros mascullaron estar de acuerdo con él... salvo uno.
—Creo que deberíamos escucharle —dijo Mishakal.
Los demás dioses se volvieron para mirarla sorprendidos, ya que era la consorte de Paladine, una diosa de amor, curación y compasión. Sabía mejor que la mayoría el daño, el sufrimiento y el pesar que aquel hombre había ocasionado a quienes le amaron y confiaron en él.
—Resarció sus crímenes y fue perdonado —continuó Mishakal.
—Entonces ¿por qué su alma no partió con las demás? —demandó Sargonnas—. ¿Por qué continúa aquí, si no es para aprovecharse de nuestra debilidad?
—¿Por qué permanece aquí tu alma, Raistlin Majere, cuando eras libre de seguir adelante? —preguntó severamente Paladine.
—Porque falta una mitad mía —contestó Raistlin sosteniendo la mirada del dios—. Mi hermano y yo vinimos juntos a este mundo. Y juntos nos marcharemos. Recorrimos sendas separadas durante gran parte de nuestra vida. Fue culpa mía. Si puedo evitarlo, no estaremos separados en la muerte.
—Tu lealtad es encomiable —comentó Paladine en tono seco—, aunque algo tardía. Sin embargo, no entiendo qué quieres de nosotros.
—He encontrado el mundo —dijo Raistlin.
Sargonnas resopló con desprecio. Los otros dioses miraron a Raistlin guardando un silencio preocupado.
—¿Oíste también la plegaria de Goldmoon? —preguntó Paladine.
—No. Difícilmente habría podido oírla, ¿no es cierto? Sin embargo, sí escuché otra cosa... Una voz entonando palabras mágicas. Palabras que reconocí mejor quizá de lo que podría cualquier otra persona. También reconocí la voz que las pronunció. Pertenecía a un kender, Tasslehoff Burrfoot.
—Eso es imposible —argumentó Paladine—. Tasslehoff Burrfoot está muerto.
—Lo está y no lo está, pero ya llegaré a eso más adelante —adujo Raistlin—. Su alma sigue sin aparecer. —Se volvió hacia Zivilyn—. En el futuro que fue, ¿adonde se dirigió el alma del kender tras su muerte?
—Se reunió con su amigo Flint Fireforge —respondió al punto Zivilyn.
—¿Y está allí su alma ahora o el gruñón enano sigue esperando su llegada?
Zivilyn vaciló un momento antes de contestar.
—Flint está solo —respondió al fin.
—Lástima que no repararas en eso antes —gruñó Sargonnas a Zivilyn. El dios minotauro volvió su mirada iracunda hacia Raistlin—. Supongamos que el maldito kender sí está vivo. ¿Qué hacía pronunciando palabras mágicas? Vosotros, los magos, nunca me habéis caído bien, pero al menos tuvisteis el sentido común de evitar que los kenders usaran la magia. Esta historia tuya apesta a pescado podrido.
—En lo referente a las palabras mágicas que pronunció —contestó Raistlin, impertérrito ante la pulla del dios minotauro—, se las enseñó un viejo amigo suyo, Fizban, cuando puso en sus manos el ingenio de viajar en el tiempo.
Entre los dioses de la oscuridad se alzó un clamor mientras que los de la magia adoptaban una expresión grave.
—Se decretó hace mucho tiempo que a ninguna de las razas surgidas a raíz de la Gema Gris se les daría la oportunidad de viajar en el tiempo —argumentó Lunitari en tono acusador—. Se nos debió consultar en este asunto.
—En realidad fui yo quien le dio el ingenio —dijo Paladine con una afectuosa sonrisa—. Quería asistir al funeral de su amigo Caramon Majere para honrarle. Lo lógico, considerando que moriría mucho antes que Caramon, era que Tasslehoff pidiera el ingenio para así poder desplazarse al futuro y hablar en el funeral. Me pareció un gesto noble y generoso, de modo que lo permití.
—No soy quién para juzgar si hacer tal cosa fue sensato o no, Excelso —dijo Raistlin—. Bien que sí puedo afirmar que Tasslehoff viajó al futuro una vez, pero se equivocó y llegó tarde al funeral. Regresó, pensando en repetir el viaje con éxito. En cuanto a lo que ocurrió después, lo que expongo a continuación son suposiciones, pero puesto que conocemos a los kenders, creo que estaremos todos de acuerdo en que mi premisa es lógica.
»Surgió una cosa, después otra, y Tasslehoff olvidó por completo el viaje al funeral de Caramon hasta el momento en el que Caos estaba a punto de aplastarlo. En aquel instante, quedándole sólo unos segundos de vida, resultó que Tas se acordó de ese asunto pendiente. Activó el ingenio, que lo trasladó adelante en el tiempo. Llegó al futuro, como quería, sólo que era un futuro distinto. Por pura casualidad el kender encontró el mundo. Y yo he encontrado al kender.
Durante largos instantes nadie habló. Los dioses de la magia intercambiaron miradas, sus pensamientos en perfecta consonancia.
—Condúcenos allí —dijo Gilean, el guardián del libro del conocimiento.
—Yo aconsejaría no hacerlo —contestó Raistlin—. Takhisis es extraordinariamente poderosa ahora. Está alerta. Advertiría vuestra llegada con bastante antelación, y ha hecho preparativos para recibiros. Si os enfrentáis a ella ahora, débiles y sin estar preparados para la confrontación, podría destruiros.
Sargonnas dejó escapar un hondo gruñido. El trueno de su ira retumbó en el cosmos. Los otros dioses se mostraban desdeñosos, desconfiados o solemnes, dependiendo de la naturaleza de cada cual.
—Tenéis otro problema —continuó Raistlin—. Las gentes de Krynn creen que los abandonasteis cuando más os necesitaban. Si entráis en el mundo ahora, no encontraréis a muchos que os reciban con los brazos abiertos.
—¡Los míos saben que no los abandoné! —bramó Sargonnas mientras apretaba los puños.
Raistlin inclinó la cabeza y no contestó. Mantuvo la mirada prendida en Paladine, que parecía preocupado.
—Hay lógica en lo que dices —manifestó finalmente Paladine—. Sabemos cómo se volvió contra nosotros la gente después del Cataclismo. Transcurrieron doscientos años antes de que estuvieran dispuestos a aceptar nuestro regreso. Takhisis lo sabe, y utilizará de buena gana la desconfianza y la ira de la gente contra nosotros. Debemos actuar despacio y con cautela, como hicimos entonces.
—Si se me permite sugerir un plan —ofreció Raistlin.
Expuso su idea y los dioses, la mayoría, le escucharon con atención. Cuando acabó, Paladine recorrió con la mirada el círculo de dioses.
—¿Qué decís?
—Nosotros lo aprobamos —manifestaron los dioses de la magia hablando al unísono.
—Yo no —se opuso Sargonnas lleno de ira.
Los otros dioses guardaron silencio, algunos dudosos, otros desaprobadores.
Raistlin los miró por turno antes de decir en voz baja:
—No disponéis de una eternidad para reflexionar sobre ello y debatirlo entre vosotros. Quizá no dispongáis ni de un segundo. ¿Es posible que no veáis el peligro?
—¿De un kender? —rió Sargonnas.
—De un kender —afirmó Nuitari—. Puesto que Burrfoot no murió cuando se suponía que debía haber muerto, el instante de su muerte cuelga suspendido en el tiempo.
Solinari continuó la última frase de su primo de manera que las palabras parecieron salir de la misma boca.
—Si el kender muere en un tiempo y un lugar que no le corresponden, Tasslehoff no derrotará a Caos. El Padre de Todo y de Nada saldrá victorioso, y llevará a cabo su amenaza de destruirnos a nosotros y al mundo.
—Hay que encontrar al kender y devolverlo al momento y el lugar de su muerte —añadió Lunitari con voz severa—. Tasslehoff Burrfoot debe morir cuando y donde se suponía que había de morir, o todos nos enfrentamos a la aniquilación.
Las tres voces, que eran distintas e independientes pero que sin embargo parecían una sola, callaron. Raistlin volvió a mirar a su alrededor.
—¿He de entender que tengo permiso para ir? —preguntó.
Sargonnas rezongó y masculló, pero al final guardó silencio.
Los otros dioses miraron a Paladine.
Éste asintió con la cabeza finalmente.
—Entonces, me despido de vosotros —dijo Raistlin.
Cuando el mago se hubo marchado, Sargonnas se enfrentó a Paladine.
—Acumulas una locura tras otra —sentenció el minotauro en tono acusador—. Primero pones un poderoso artefacto mágico en manos de un kender, y después envías a este hechicero solapado a luchar contra Takhisis. Si estamos condenados, nos has condenado tú.
—Nada que se haga por amor es una locura —replicó Paladine—. Si nos enfrentamos a un gran peligro, ahora lo hacemos con esperanza. —Se volvió hacia Zivilyn—. ¿Qué ves?
Zivilyn contempló la eternidad.
—Nada —contestó—. Sólo oscuridad.
El ejército de Mina avanzaba hacia el este, en dirección a Sanction. Viajaban deprisa, pues el cielo estaba despejado, el aire era frío y no encontraron oposición. Unos Dragones Azules volaban sobre ellos, protegiendo la marcha y explorando el terreno que tenían delante. El rumor de su llegada se extendió. Los que se encontraban a lo largo de su ruta temblaron de miedo cuando se enteraron que estaban en el paso de aquel ejército conquistador. Muchos huyeron a las colinas, y los que no pudieron huir o no tenían a donde ir, esperaron la destrucción llenos de temor.
Su miedo resultó infundado. El ejército pasó a través de pueblos y granjas y acampó a las afueras de ciudades. Mina mantuvo una férrea disciplina sobre sus tropas. Se pagaron los suministros que podrían haber tomado por la fuerza. En algunos casos, cuando llegaban a un pueblo o casa empobrecida, el ejército compartía lo que tenía. No tocaron las casas solariegas y los castillos que podrían haber arrasado. Por doquier a lo largo de su ruta, Mina le habló a la gente del Único. Todo lo que hacían, lo hacían en nombre del dios Único.
Mina se dirigía a los de alta cuna y a los menesterosos, al campesino y al granjero, al herrero y al posadero, al bardo y al hojalatero, al noble y a la dama. Dio salud a los enfermos, comida a los hambrientos, consuelo a los tristes. Les dijo que los antiguos dioses los habían abandonado, dejándolos a merced de aquellos dragones extraños. Pero el nuevo dios, el Único, estaba allí para cuidarlos.
A menudo, Odila se encontraba junto a Mina. No tomaba parte en los actos, pero observaba y escuchaba y toqueteaba el amuleto que colgaba de su cuello. Su tacto ya no parecía causarle dolor.
Gerard cabalgaba en la retaguardia, lo más lejos posible del minotauro, que siempre iba en las primeras filas, con Mina. El caballero suponía que el minotauro había recibido orden de dejarlo en paz. Aun así, siempre quedaba la posibilidad de un «accidente». No se podría culpar a Galdar si una serpiente venenosa que se hubiese metido por casualidad en su petate le picaba o si una rama se partía y le caía en la cabeza. Las contadas ocasiones que los dos se encontraron, obligados por las circunstancias, Gerard vio en la mirada del minotauro que si seguía vivo era sólo porque Mina así lo quería.
Por desgracia, cabalgar en retaguardia significaba que Gerard se encontraba entre los que guardaban la carreta que transportaba el sarcófago de Goldmoon y a los dos hechiceros. La frase «más muertos que vivos» acudía a la mente del caballero cuando los miraba, y esto ocurría con frecuencia. No le gustaba. No soportaba la imagen de los dos magos sentados en la parte trasera de la carreta, con las piernas y los brazos meciéndose y las cabezas caídas sobre el pecho. Cada vez que sus ojos se posaban en ellos, se alejaba al trote con el estómago revuelto, jurando que era la última vez que lo haría. Pero al día siguiente sus ojos volvían hacia ellos como atraídos por un imán, fascinados, asqueados.
El ejército de Mina marchaba hacia Sanction dejando a su paso ni fuego ni humo ni sangre, sino multitudes entusiasmadas que arrojaban guirnaldas a los pies de la joven y entonaban alabanzas al dios Único.
Otro grupo marchaba hacia el este viajando casi en paralelo al ejército de Mina, separado sólo por unos pocos cientos de kilómetros. Su avance era más lento porque no estaba organizado y el terreno por el que se desplazaba no era tan hospitalario. El mismo sol que irradiaba brillante sobre Mina abrasaba a los elfos de Qualinesti mientras avanzaban con esfuerzo a través de las Praderas de Arena en dirección a lo que esperaban fuera un refugio seguro en la tierra de sus parientes, los silvanestis. Ni un solo día Gilthas dejaba de bendecir a Wanderer y a sus compañeros, porque sin su ayuda ni un solo elfo habría salido vivo del desierto.
El pueblo del desierto entregó a los elfos ropas que les cubrían y protegían del abrasador sol durante el día y que conservaban el calor corporal durante la noche. Les entregaron comida, que Gilthas sospechaba que no les sobraba. Cada vez que preguntaba sobre eso, los orgullosos habitantes de las Praderas hacían caso omiso o le asestaban miradas tan frías que el monarca elfo comprendió que los ofendería si seguía haciendo tales preguntas. Enseñaron a los elfos que debían caminar con el fresco de la noche y las primeras horas del día y buscar refugio del asfixiante calor del mediodía o la tarde. Finalmente, Wanderer y sus compañeros se ofrecieron a acompañarlos y servirles de guías. Aunque el resto de los elfos lo ignoraba, Gilthas sabía que Wanderer tenía un propósito doble. Uno era caritativo: asegurarse de que los elfos sobrevivieran a la travesía del desierto. El otro era interesado: asegurarse de que salieran de su territorio.
Los elfos habían llegado a parecerse mucho a la gente de las Praderas de Arena al vestirse con pantalones amplios y largas túnicas, envolviéndose con varias capas de fina lana que les protegían del sol del desierto durante el día y del frío gélido por la noche. Mantenían cubiertos los rostros contra la hiriente arena, protegiendo así la delicada piel, sin exponerla a los elementos. Acostumbrados a vivir cera de la naturaleza, con gran respeto hacia ella, los elfos se adaptaron en seguida al desierto y ya no hubo más muertes. Nunca amarían el desierto, pero acabaron comprendiéndolo y respetando sus peculiaridades.
Gilthas se daba cuenta de que a Wanderer lo intranquilizaba la rapidez con que los elfos se estaban adaptando a esa dura vida. El monarca intentó convencer al hombre de las Praderas de que los elfos eran gentes de bosques y jardines, un pueblo que no podía mirar las formaciones rocosas estriadas en rojo y anaranjado que rompían los kilómetros inacabables de dunas y ver en ellas belleza, como les ocurría a las gentes del desierto, sino sólo muerte.
Una noche, cuando se aproximaban al final del largo viaje, los elfo llegaron a un oasis en las horas oscuras que preceden al alba. Wanderer había dispuesto que los elfos descansaran el resto de la noche y todo e día siguiente allí, bebieran hasta saciarse y recobraran las fuerzas ante; de reanudar el agotador viaje. Los elfos acamparon, organizaron la: guardias y se entregaron al sueño.
Gilthas intentó dormir. Estaba cansado por la larga caminata, pero el sueño no llegaba. Había luchado a brazo partido contra la depresión que lo había acosado, y le benefició la necesidad de estar activo y sentirse responsable de su pueblo. Todavía tenía muchas obligaciones y preocupaciones, y, entre ellas, qué recibimiento les darían en Silvanesti no era precisamente una baladí. No dejaba de darle vueltas en la cabeza a esos asuntos e, inquieto, dejó el petate con cuidado de no despertar a su esposa. Caminó bajo la noche para contemplar la miríada de estrellas. No sabía que hubiera tantas. Se sintió sobrecogido e incluso consternado por el ingente número. Se encontraba absorto en su contemplación cuando Wanderer se le acercó.
—Deberías estar durmiendo —dijo éste.
Su voz era severa, y daba una orden, no se limitaba a iniciar una conversación intrascendente. No había cambiado desde el día que Gilthas lo conoció. Taciturno, callado, jamás hablaba si un simple gesto le servía para hacerse entender. Su rostro era como las rocas del desierto, tallado con duros ángulos y surcado por oscuras grietas. Sonreía, nunca reía, y el gesto sólo se reflejaba en sus oscuros ojos. Gilthas sacudió la cabeza.
—Mi cuerpo ansia dormir, pero mi mente no se lo permite.
—Quizá las voces te mantienen despierto.
—Ya te has referido a ellas antes —comentó Gilthas, intrigado—. Las voces del desierto. He prestado atención, pero no las oigo.
—Yo las oigo ahora —dijo Wanderer—. El suspiro del viento entre las rocas, el susurro de las capas de arena al deslizarse. Incluso en el silencio de la noche, hay una voz que sabemos es la voz de las estrellas. Vosotros no veis las estrellas en vuestra tierra o, si las veis, están atrapadas tras las redes de las ramas de los árboles. Aquí —Wanderer movió la mano señalando la vasta bóveda nocturna tachonada de estrellas de horizonte a horizonte—, las estrellas son libres, y su canción suena fuerte.
—Percibo el viento entre las rocas —comentó Gilthas—, pero para mí es el sonido de un postrer aliento silbando entre los dientes de una boca abierta. No obstante —añadió tras hacer una pausa para mirar a su alrededor—, ahora que he viajado por esta tierra he de admitir que vuestras noches tienen su belleza. Las estrellas parecen tan próximas y son tan numerosas que a veces creo que podría oírlas cantar. —Se encogió de hombros—. Es decir, si no me sintiera tan pequeño e insignificante entre ellas.
—Eso es lo que realmente te incomoda, Gilthas —argumentó Wanderer, que alargó la mano y la puso sobre el corazón del elfo—. Los elfos domináis la tierra en la que vivís. Los árboles forman las paredes de vuestras casas y os proporcionan refugio. Las orquídeas y las rosas crecen a instancia vuestra. Al desierto no se le puede dominar. El desierto no se deja someter. Al desierto no le importas nada, no hará nada por ti salvo una cosa: siempre estará ahí. Vuestra tierra cambia. Los árboles mueren y los bosques se queman, pero el desierto es eterno. Nuestro hogar siempre ha existido y siempre existirá. Ése es el regalo que nos hace, la dádiva de la certeza.
—Nosotros creíamos que nuestro mundo jamás cambiaría —musitó Gilthas—. Nos equivocamos. Os deseo mejor suerte.
El monarca elfo regresó a su tienda, vencido por el agotamiento. Su esposa no se despertó, aunque advirtió su regreso entre sueños ya que extendió los brazos y lo estrechó contra sí. Él escuchó la voz del corazón de su mujer latiendo a un ritmo regular contra el suyo. Confortado, se quedó dormido.
Wanderer no dormía. Alzó la vista hacia las estrellas mientras meditaba sobre las palabras del joven elfo. Y de pronto le pareció que el canto de las estrellas era, por primera vez desde que lo escuchaba, doliente y desafinado.
Los elfos continuaron el viaje, avanzando despacio pero a un ritmo constante. Entonces, una mañana, La Leona despertó a su marido sacudiéndole.
—¿Qué? —preguntó Gilthas, a quien el temor despertó de golpe—. ¿Qué pasa? ¿Qué va mal?
—Nada, para variar —contestó ella, sonriéndole a través de los alborotados bucles dorados. Husmeó el aire—. ¿A qué hueles?
—A arena —contestó Gilthas mientras se frotaba la nariz, que siempre parecía estar atascada de polvo—. ¿Por qué? ¿A qué hueles tú?
—Agua. No el agua turbia de un oasis, sino agua que corre rápida y fresca. Hay un río cerca... —Los ojos se le llenaron de lágrimas y la voz le falló—. Lo hemos logrado, esposo. ¡Hemos cruzado las Praderas de Arena!
Y era un río, pero uno como los qualinestis no habían visto nunca. Los elfos se agolparon en la ribera y contemplaron un tanto consternados el agua que fluía roja como la sangre. Los hombres de las Praderas les aseguraron que el agua era potable, que el color rojo se debía a las rocas entre las que corría el río. Quizá los adultos habrían vacilado todavía, pero los niños se soltaron de sus padres y corrieron para chapotear en el agua que borbotaba alrededor de las raíces de una ceiba gigante. A no tardar, lo que quedaba de la nación qualinesti reía, chapoteaba y se divertía en el río Torath.
—Aquí os dejamos —anunció Wanderer—. Podéis vadear el río por este punto. Al otro lado, a sólo unos cuantos kilómetros, llegaréis a los restos de la calzada del Rey, el camino que os llevará a Silvanesti. El río corre junto a esta calzada durante muchos kilómetros, así que tendréis agua de sobra. Tampoco os faltará comida, ya que los frutos de los árboles que crecen a lo largo del río están en sazón en esta época del año.
Wanderer le tendió la mano a Gilthas.
—Os deseo suerte y éxito al final del viaje. Y para ti, ojalá que algún día oigas el canto de las estrellas.
—Qué sus voces nunca callen para ti, amigo mío —contestó Gilthas mientras le estrechaba la mano con afecto—. Nunca podré agradecerte bastante lo que tú y tu gente habéis hecho por...
Se interrumpió, ya que le estaba hablando a la espalda de Wanderer. Dicho todo lo que era necesario, el hombre de las Praderas hizo un gesto a sus compañeros y los condujo de vuelta al desierto.
—Qué gente tan extraña —comentó La Leona—. Son rudos y zafios y aman las rocas, cosa que jamás entenderé, pero resulta que los admiro.
—También yo —convino Gilthas—. Nos salvaron la vida, salvaron a la nación qualinesti. Espero que nunca tengan que lamentar lo que han hecho por nosotros.
—¿Y por qué iba a ocurrir eso? —inquirió La Leona, sobresaltada.
—No lo sé, amor mío. No lo sé. Es sólo una sensación que tengo.
Se alejó, dirigiéndose al río, y dejó a su esposa mirándolo con una expresión preocupada y consternada.
Alhana Starbreeze se encontraba sola, sentada en el refugio que le habían construido los elfos que todavía poseían algún poder mágico, al menos el suficiente para ordenar a los árboles que proporcionaran un cobijo seguro para la exiliada reina elfa. Sin embargo resultó que los elfos no necesitaron su magia, pues los árboles, que siempre habían amado a esa raza, al ver a su reina vencida por la pena y el agotamiento y a punto de desplomarse, doblaron las ramas por voluntad propia y colgaron protectoras sobre ella, las hojas entrelazadas para impedir el paso de la lluvia y el viento. La hierba formó una suave y densa alfombra para servirle de lecho. Los pájaros cantaron suavemente a fin de atenuar su dolor.
Era por la tarde, a última hora, uno de los contados momentos de tranquilidad en la ajetreada vida de Alhana. Eran tiempos de agitación, ya que ella y sus fuerzas vivían en los bosques y sostenían una guerra de táctica relámpago contra los caballeros negros: ataques a campos de prisioneros, asaltos a barcos de suministros, osadas incursiones en la propia ciudad para rescatar a elfos en peligro. Sin embargo, en ese instante todo era paz. La cena ya había sido servida y los silvanestis bajo su mando se preparaban para pasar la noche. De momento nadie la necesitaba, nadie pedía que tomara decisiones que costarían más vidas elfas, que derramaran más sangre elfa. A veces Alhana soñaba que nadaba en un río de sangre, y de ese sueño nunca podía escapar, salvo ahogándose.
Algunos podrían opinar —de hecho había elfos que lo decían— que los caballeros negros le habían hecho un favor a Alhana Starbreeze. En el pasado se la juzgó como elfa oscura y fue exiliada de su patria por tener la osadía de intentar promover la paz entre los elfos de Silvanesti y sus parientes de Qualinesti, por tener el atrevimiento de contraer matrimonio con un qualinesti a fin de unificar sus dos reinos enzarzados en peleas.
Ahora, en el momento de mayor dificultad, su pueblo la había aceptado de nuevo. La sentencia de exilio había sido derogada formalmente por los Cabezas de las Casas que seguían vivos después de que los caballeros negros hubieran ocupado la capital, Silvanost. Ahora el pueblo de Alhana la abrazaba. De rodillas ante ella se habían lamentado vehementemente del «malentendido». No importaba que hubiesen intentado que la asesinaran. Y lo siguiente fue pedirle a voces:
—¡Salvadnos! ¡Reina Alhana, salvadnos!
Samar estaba encorajinado con ella, con su pueblo. Los silvanestis habían invitado a los caballeros negros a entrar en su ciudad y la rechazaron a ella. Apenas unas semanas antes, habían caído de hinojos ante la cabecilla de los caballeros negros, una chica humana llamada Mina. Se les advirtió de la traición de la muchacha, pero los milagros realizados por Mina en nombre del Único los habían cegado. Samar había sido uno de los que les advirtió, que les llamó necios por confiar en humanos, tanto si hacían milagros como si no. Los elfos se quedaron estupefactos, conmocionados y horrorizados cuando los caballeros negros la emprendieron contra ellos, crearon los campos de esclavos y las prisiones, y mataron a quienes se oponían.
Le producía una sombría satisfacción que los silvanestis hubiesen acabado venerando a Alhana Starbreeze, la única persona que se mantuvo leal a su pueblo y había combatido por ellos aun cuando la habían vilipendiado. Pero no le complacía tanto la respuesta de su soberana, que fue indulgente, magnánima, paciente. De ser por él, habrían tenido que arrastrarse y humillarse para obtener su favor.
—No puedo castigarlos, Samar —le dijo Alhana la tarde en que la sentencia de exilio se derogó, con lo que la reina era libre de regresar a su patria. Una patria sometida al dominio de los Caballeros de Neraka. Una patria por la que tendría que luchar para reclamarla como suya—. Y sabes el motivo.
Claro que lo sabía. Lo hacía todo por su hijo, Silvanoshei, que era rey de Silvanesti. Un hijo que no era digno de ello, en opinión de Samar. Silvanoshei era el responsable de admitir a los Caballeros de Neraka en la ciudad de Silvanost. Enamorado de la chica humana, Mina, Silvanoshei era la causa de la perdición de la nación silvanesti.
Aun así, la gente lo adoraba y seguía reivindicándolo como su rey. Seguían a su madre por él. Y por su causa Samar realizaba un viaje peligroso, obligado a dejar a su soberana en el momento más crítico de la larga historia de la nación silvanesti, obligado a rastrear todo Ansalon en busca de ese hijo. Aunque eran pocos los que lo sabían, el rey de Silvanesti había huido la misma noche en que Samar y otros elfos arriesgaron la vida para rescatarlo de los caballeros negros.
Que fueran contados quienes estaban enterados de la huida se debía a que Alhana se negaba a admitirlo, ni ante su pueblo ni ante sí misma. Lo sabían los elfos que habían acompañado a Samar la noche que Silvanoshei se marchó, pero la reina les había hecho jurar que mantendrían en secreto lo ocurrido. Leales desde hacía mucho tiempo, venerándola, habían accedido de buena gana, y ahora Alhana seguía fingiendo que Silvanoshei estaba enfermo y que tenía que permanecer aislado hasta que se curara.
Entretanto, estaba convencida de que regresaría.
—Se halla en algún lugar, enfurruñado —le había dicho a Samar—. Superará ese capricho pasajero y recobrará la sensatez. Volverá conmigo, con su pueblo.
Samar no compartía esa opinión. Trató de hacer notar a Alhana la evidencia de las huellas de cascos de caballo. Los elfos no habían llevado monturas. Ese animal era mágico y había sido enviado para Silvanoshei. El joven elfo no iba a regresar. Ni ahora ni nunca. Al principio, Alhana se había negado a escuchar sus razonamientos, le había prohibido hablar de ello, pero a medida que los días pasaban y Silvanoshei no regresaba no tuvo más remedio que admitir, con el corazón destrozado, que Samar podía tener razón.
Samar llevaba varias semanas ausente, y durante ese tiempo Alhana había seguido con la farsa de que Silvanoshei se encontraba con ellos, enfermo y recluido en su tienda. La reina llegó incluso a ocuparse del mantenimiento de la tienda, fingiendo que iba a visitarlo. Se quedaba sentada en la cama vacía y hablaba con él como si se encontrase allí. Su hijo volvería, y cuando lo hiciera, la encontraría esperándolo y con todo dispuesto, como si nunca se hubiera ausentado.
A solas en su refugio de la enramada, Alhana leyó y releyó el último mensaje de Samar, llevado por un halcón ya que estas aves actuaban como mensajeros entre los dos desde hacía mucho tiempo. La comunicación era breve —Samar era de los que no gastaba saliva en vano— y suscitó tanto alegría como pesadumbre en la preocupada madre, consternación y desánimo en la reina.
Por fin he dado con su rastro. Tomó un barco en Abanasinia que navegó al norte de Solamnia. Desde allí viajó a Solanthus en busca de esa chica, pero ella ya había partido hacia el este con su ejército. Silvanoshei la sigue.
Han llegado a mis oídos otras nuevas. La ciudad de Qualinost ha sido totalmente destruida. Ahora un lago de muerte cubre los despojos de la ciudad. Los caballeros negros saquean el campo, se apoderan de tierras y las ocupan como suyas. Hablé con un superviviente, que me aseguró que Lauralanthalasa murió en la batalla junto con muchos cientos de qualinestis, así como enanos de Thorbardin y algunos humanos que combatieron a su lado. Murieron como héroes. También pereció la maligna hembra Verde, Beryl.
Voy siguiendo la pista de vuestro hijo. Os informaré cuando pueda.
Vuestro leal servidor,
Alhana elevó una plegaria por el alma de Laurana y las de todos aquellos que habían muerto en la batalla. Fue una plegaria dirigida a los antiguos dioses, los dioses que se habían marchado y que ya no estaban allí para escucharla. Las bellas palabras aliviaron su dolor a pesar de que en el fondo de su corazón sabía que no tenían sentido. También oró por los qualinestis exiliados con la esperanza de que el rumor de su huida fuera cierto. Después, la preocupación por su hijo borró cualquier otro pensamiento de su cabeza.
—¿Qué maleficio te ha echado esa muchacha, hijo mío? —musitó mientras alisaba el pergamino sobre el que Samar había escrito su nota—. ¿Qué infame maleficio...?
Una voz pronunció su nombre fuera del refugio, llamándola. Era la voz de una de sus guardias personales, una mujer que la servía desde hacía mucho tiempo, a lo largo de numerosas dificultades y momentos de peligro. Alhana la tenía por una persona estoica, reservada, que jamás demostraba emoción alguna, así que la reina se sobresaltó, alarmada, al percibir un temblor en la voz de la mujer.
La asaltaron un tropel de miedos de todo tipo, y tuvo que armarse de valor para reaccionar con tranquilidad. Hizo una bola con el pergamino y lo guardó bajo la pechera de la camisola, tras lo cual pasó agachada bajo las ramas y enredaderas que formaban el cobijo. Vio que la mujer estaba acompañada por un elfo forastero, alguien desconocido.
¿O no era desconocido, sino que simplemente no lo recordaba? Alhana lo observó atentamente. Comprendió que conocía al joven, conocía los rasgos de la cara, conocía esos ojos que encerraban una tristeza, una preocupación y una abrumadora responsabilidad que eran reflejo de las suyas. No conseguía identificarlo, seguramente por el extraño atuendo que llevaba, los ropajes largos y envolventes de los bárbaros que vagaban por el desierto.
Miró a la mujer de la guardia buscando respuestas.
—Los exploradores se toparon con él, mi reina —dijo la mujer—. No quiso decir su nombre, pero afirma que es familiar vuestro por parte de vuestro honorable esposo, Porthios. Es un qualinesti, bajo todas esas capas de lana. No iba armado, y puesto que podía ser quien afirma, lo hemos traído ante vos.
—Os conozco, señor —dijo Alhana—. Perdonadme, pero no recuerdo vuestro nombre.
—Es comprensible —contestó él con una sonrisa—. Han pasado muchos años y han sido muchas las tribulaciones desde la última vez que nos vimos. Sin embargo —su voz adquirió un tono más suave y sus ojos brillaron con afecto y admiración—, yo os recuerdo, la gran dama tan injustamente retenida por su pueblo...
Alhana soltó un grito complacido y se arrojó en sus brazos. Mientras lo estrechaba contra sí recordó a la madre que el joven había perdido y que jamás lo rodearía con sus brazos. Lo besó tiernamente, por ella y por Laurana, y después retrocedió un paso para mirarlo.
—Esas tribulaciones de las que hablas te han envejecido más de lo que corresponde a tus años, Gilthas de la Casa Solostaran. Me alegra sobremanera verte sano y salvo, pues acabo de enterarme de la triste noticia sobre tu pueblo. Confiaba en que se tratara de un simple rumor y no fuera verdad, pero, ay, veo en tus ojos que sí es cierto.
—Si lo que habéis oído decir es que mi madre ha muerto y que Qualinost ha sido destruida, entonces es verdad lo que os han contado —repuso Gilthas.
—Lo lamento profundamente —dijo Alhana mientras le cogía la mano entre las suyas y se la apretaba—. Por favor, entra y ponte cómodo, porque veo que el agotamiento de muchas semanas de viaje te abruma. Haré que traigan comida y agua para ti.
Gilthas acompañó a Alhana al interior del refugio. Tomó la comida que le trajeron, si bien a la reina no le pasó inadvertido que lo hacía más por cortesía que porque tuviera hambre. En cambio bebió el agua con un placer que no pudo ocultar, a grandes tragos, como si nunca fuera a sentirse saciado.
—No os imagináis lo buena que me sabe esta agua —dijo Gilthas, sonriendo. Miró a su alrededor—. Pero ¿cuándo voy a tener ocasión de saludar a mi primo, Silvanoshei? Nunca nos hemos visto. Oímos el triste rumor de que lo habían matado unos ogros y nos alegramos al recibir la noticia de que no era cierto. Estoy deseando abrazarlo.
—Siento decir que Silvanoshei no se encuentra bien, Gilthas —repuso Alhana—. Recibió una brutal paliza a manos de los caballeros negros cuando lo prendieron y ha salido con vida del percance a duras penas. Está aislado en su tienda, con orden de los sanadores de que no reciba visitas.
Había contado la misma mentira tantas veces que ahora pudo decirla sin vacilar. Sostuvo la mirada del joven con firmeza. Él la creyó, ya que a su rostro asomó una expresión preocupada.
—Lamento oír eso. Por favor, aceptad mis deseos de una pronta recuperación.
Alhana sonrió y cambió de tema.
—Has viajado lejos y por caminos peligrosos. Tiene que haber sido un trayecto duro y azaroso. ¿En qué puedo ayudarte, sobrino? ¿Puedo llamarte así, aunque sólo sea tu tía por mi matrimonio?
—Me sentiré honrado —contestó Gilthas con tono afectuoso—. Sois la única familia que me queda ahora, vos y Silvanoshei.
Los ojos de Alhana se llenaron de lágrimas. El joven era la única familia que le quedaba a ella en ese momento, estando perdido Silvanoshei. Agarró las manos a Gilthas y las apretó entre las suyas. Le traía a la memoria a su padre, Tanis Semielfo. Era un recuerdo alentador, ya que cuando se conocieron corrían tiempos muy peligrosos, pero habían vencido a sus enemigos y después siguieron buscando la paz, aunque aquello durase muy poco.
—He venido a pediros un gran favor, tía Alhana —dijo. La miró fijamente—. Que acojáis a mi pueblo.
Alhana lo miró de hito en hito, perpleja, sin comprender. Gilthas hizo un gesto señalando hacia el oeste.
—A tres días de distancia, en la frontera de Silvanesti, mil exiliados de Qualinesti aguardan recibir vuestro permiso para entrar en la tierra de sus parientes. Nuestros hogares han sido destruidos y el enemigo ocupa nuestra patria. No somos suficientes para combatirles. Algún día —añadió, alzada la barbilla y con un brillo de orgullo en los ojos—, regresaremos y expulsaremos a los caballeros oscuros de nuestra tierra y reclamaremos lo que es nuestro.
»Pero ese día no es hoy —siguió mientras el brillo se apagaba en sus pupilas—. Ni mañana. Hemos viajado a través de las Praderas de Arena. Habríamos muerto allí de no ser por la ayuda de las gentes que han hecho de esa tierra su hogar. Estamos débiles y desesperados. Nuestros niños se vuelven a nosotros en busca de bienestar y no tenemos nada que darles. Somos exiliados. No tenemos a donde ir. Acudimos humildemente a vos, que tuvisteis que ir al exilio hace tiempo, y también humildemente os pedimos que nos acojáis.
Alhana lo miró largamente. Las lágrimas que ardían en sus ojos se deslizaron por sus mejillas, incontenibles.
—Lloráis por nosotros —dijo Gilthas con voz entrecortada—. Siento haberos traído más problemas.
—Lloro por todos nosotros, Gilthas. Por el pueblo qualinesti, que ha perdido su patria, y por el silvanesti, que luchamos por la nuestra. No encontraréis paz ni refugio aquí, en estos bosques, mi pobre sobrino. Estamos en guerra, combatiendo por nuestra supervivencia. No lo sabías cuando os pusisteis en camino, ¿verdad?
Gilthas sacudió la cabeza.
—¿Te has enterado ahora?
—Lo supe después —contestó el joven monarca—. Me dieron la noticia los habitantes de las Praderas. Abrigaba la esperanza de que hubieran exagerado...
—Lo dudo. Son gentes que ven lejos y hablan sin rodeos. Te contaré lo que está ocurriendo y entonces podrás decidir si quieres unirte a nosotros.
Gilthas iba a hablar, pero Alhana alzó la mano, acallándolo.
—Escúchame, sobrino. —Vaciló un instante, sosteniendo una lucha interior, y después continuó—. Oirás decir a algunos de los nuestros que mi hijo fue embrujado por esa chica humana, Mina, la cabecilla de los caballeros negros. No fue el único silvanesti que cayó presa de ese terrible encantamiento. Nuestro pueblo entonó cantos de alabanza para ella mientras la chica caminaba por las calles. Hizo milagros de curación, pero con un precio, no en dinero, sino en almas. El Único quería las almas de los elfos para atormentarlas, esclavizarlas y devorarlas. Ese Único no es un dios misericordioso, como algunos de los nuestros pensaron erróneamente, sino un dios de mentira, venganza y dolor. Se llevaron a los elfos que servían al Único, no sabemos dónde. A los que se negaron a servirle, los caballeros negros los mataron allí mismo o los hicieron esclavos.
»La ciudad de Silvanost está bajo control de los caballeros negros. Su número no es aún lo bastante grande para extender ese control, así que podemos seguir viviendo en los bosques. Hacemos cuanto está en nuestras manos para combatir a ese pavoroso enemigo, y hemos salvado de la tortura y la muerte a muchos cientos de los nuestros. Asaltamos los campos de prisioneros y liberamos a los esclavos. Hostigamos a las patrullas. Temen tanto a nuestros arqueros que ahora ningún caballero negro se atreve a pisar fuera de las murallas de la ciudad. Hacemos todo eso, pero no es suficiente. Carecemos de las tropas que harían falta para reconquistar la ciudad, y los caballeros oscuros refuerzan la fortificación día tras día.
—Entonces la incorporación de nuestros guerreros será un apoyo que os vendrá bien —comentó Gilthas en voz queda.
Alhana bajó los ojos y sacudió la cabeza.
—No —dijo, avergonzada—. ¿Cómo podríamos pediros tal cosa? Los silvanestis os han tratado a ti y a tu pueblo con desprecio todos estos años. ¿Con qué fuerza moral íbamos a pediros que dieseis la vida por nuestro país?
—Olvidáis que nuestro pueblo no tiene país. Nuestra capital ha quedado reducida a ruinas. El mismo enemigo que domina vuestra tierra domina la nuestra. —Apretó los puños y en sus ojos hubo un destello de ira—. Estamos ansiosos de tomar venganza. Recobraremos vuestro país y después, combinadas nuestras fuerzas, recuperaremos el nuestro. —Se inclinó hacia adelante, el rostro iluminado al hablar.
»¿No lo veis, Alhana? Éste puede ser el estímulo que necesitamos para curar viejas heridas, para unir de nuevo nuestras naciones.
—Eres tan joven —suspiró Alhana—. Demasiado para saber que las viejas heridas pueden enconarse de manera que la infección ataca al propio corazón, enfermándolo y pudriéndolo. Sabes que hay quienes preferirían vernos caer a todos antes que uno de los dos países resurgiera. He intentado unir a nuestros pueblos. Fracasé y éste es el resultado. Creo que es demasiado tarde, que nada puede salvar a nuestra raza.
Gilthas la miró consternado, obviamente impresionado por sus palabras. Alhana posó la mano sobre la del joven elfo.
—Quizá me equivoque. Quizá tus ojos jóvenes ven con más claridad. Conduce a tu pueblo a la seguridad del bosque. Después preséntate ante los silvanestis, expónles vuestra difícil situación y pídeles que os admitan en su tierra.
—¿Qué les pida? ¿O queréis decir que les suplique? —Gilthas se levantó; su expresión era fría—. No venimos como mendigos ante los silvanestis.
—Ahí tienes —adujo tristemente Alhana—. La infección te ha alcanzado. Ya sacas conclusiones precipitadas. Tienes que pedírselo a los silvanestis porque es lo políticamente correcto. Eso es lo que quería decir. —Suspiró—. Corrompemos a nuestros jóvenes y así muere la esperanza de mejorar las cosas.
—Estáis afligida y preocupada por vuestro hijo. Cuando se recupere, él y yo... Alhana —dijo Gilthas, alarmado, ya que la elfa se había derrumbado sobre un cojín y sollozaba amargamente—. ¿Qué ocurre? ¿Queréis que llame a alguien? ¿A una de vuestras damas?
—Kiryn —contestó Alhana con voz ahogada—. Manda buscar a Kiryn.
Gilthas no tenía ni idea de quién era Kiryn, pero salió del refugio e informó a uno de los guardias, que a su vez envió a un emisario. Gilthas regresó al interior del cobijo y contempló inquieto a la elfa, sin saber qué hacer o qué decir para aliviar tan profunda pena.
Un elfo joven entró en el refugio, miró primero a Alhana, que se esforzaba por recobrar la compostura, y después a Gilthas. Su rostro enrojeció de rabia.
—¿Quién eres? ¿Qué le has dicho...?
—¡No, Kiryn! —Alhana levantó la cara surcada de lágrimas—. Él no ha hecho nada. Es mi sobrino, Gilthas, Orador de los Soles de Qualinesti.
—Os pido perdón, majestad —se disculpó Kiryn al tiempo que hacía una inclinación—. No podía imaginarlo. Cuando vi a mi reina...
—Lo comprendo —lo atajó Gilthas—. Tía Alhana, si he dicho o hecho inadvertidamente algo que te haya causado tanta pena...
—Cuéntaselo, Kiryn —ordenó la elfa en un tono bajo que daba espanto oír—. Cuéntale la verdad. Tiene derecho... Necesita saberlo.
—Mi reina —empezó Kiryn mientras miraba a Gilthas con incertidumbre—. ¿Estáis segura?
Alhana cerró los ojos como si quisiera poder cerrarlos al mundo.
—Ha conducido a su pueblo a través del desierto. Acuden a nosotros en busca de socorro, ya que la capital de su país fue destruida y su nación está siendo saqueada y ocupada por los caballeros negros.
—¡Por el bendito E'li! —exclamó Kiryn, invocando, en su estupefacción, el nombre del dios ausente, Paladine o E'li, como los elfos lo llamaban.
—Díselo —pidió Alhana mientras se sentaba, escondiendo el rostro tras las manos.
Kiryn indicó con una seña a Gilthas que se acercara.
—Voy a contaros, majestad, lo que sólo unos pocos más saben y juraron guardar en secreto. Mi primo, Silvanoshei, no está herido. No yace enfermo en su tienda. Se ha marchado.
—¿Marchado? —repitió Gilthas, desconcertado—. ¿Dónde? ¿Lo han capturado? ¿Lo han cogido prisionero?
—Sí —repuso gravemente Kiryn—, pero no del modo que pensáis. Está obsesionado con una muchacha humana, una cabecilla de los caballeros negros llamada Mina. Creemos que se fue para reunirse con ella.
—¿Creéis? —repitió Gilthas—. ¿No lo sabéis seguro?
Kiryn se encogió de hombros en un gesto de impotencia.
—No sabemos nada con certeza. Lo rescatamos de los caballeros negros, que iban a matarlo. Huíamos hacia territorio agreste cuando de repente nos quedamos dormidos por obra de la magia. Al despertarnos Silvanoshei se había ido. Hallamos las huellas de los cascos de un caballo. Intentamos seguirlas, pero entraban en el río Thon-Thalas, y aunque registramos las orillas corriente arriba y abajo, no encontramos más huellas. Es como si al caballo le hubieran crecido alas.
—He enviado a mi más leal amigo y consejero a buscar a mi hijo para que lo traiga —intervino Alhana en tono apagado—. No he dicho a los silvanestis nada de esto, y te pido que tampoco digas nada a nadie.
—No lo entiendo. —Gilthas parecía preocupado—. ¿Por qué mantenéis en secreto su desaparición?
Alhana levantó la cabeza. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos por el llanto.
—Porque los silvanestis le tienen cariño. Es su rey y le siguen, cuando a mí no me seguirían de buen grado. Todo lo que hago, lo hago en su nombre.
—¿Queréis decir que tomáis las decisiones difíciles y afrontáis el peligro mientras que vuestro hijo, que debería estar compartiendo esa carga, anda detrás de unas faldas? —empezó Gilthas en tono severo.
—¡No le critiques! —se enardeció Alhana—. ¿Qué sabes tú de lo que ha tenido que soportar? Esa mujer es una bruja. Lo ha hechizado. Él no sabe lo que hace.
—Silvanoshei era un buen rey hasta que tuvo la desgracia de conocer a Mina —intervino Kiryn, defendiéndolo—. La gente llegó a amarlo y respetarlo. Será un buen monarca cuando este hechizo se haya roto.
—Pensé que debías saber la verdad, Gilthas, ya que tienes responsabilidades para con los tuyos con las que cargar y decisiones que tomar —dijo fríamente Alhana—. Sólo te pido que hagas como Kiryn, respetar mi deseo de no revelar a nadie esto, fingir, como nosotros fingimos, que Silvanoshei se encuentra aquí, con nosotros.
Su tono era frío y la expresión de sus ojos, suplicante. Gilthas habría dado cualquier cosa por poder aliviar su dolor, su pesada carga.
Pero, como Alhana había dicho, también él tenía las suyas. Tenía responsabilidades, y eran para con su pueblo.
—Jamás he mentido a los qualinestis, tía Alhana —empezó con todo el cuidado posible—. No empezaré a hacerlo ahora. Abandonaron su patria confiando en mi palabra, me siguieron al desierto. Han puesto sus vidas y las de sus hijos en mis manos. Confían en mí y no pienso traicionar esa confianza. Ni siquiera por ti, a quien quiero y respeto.
Alhana se puso de pie con los puños apretados a los costados.
—Si haces eso destruirás todo por lo que hemos trabajado y luchado. Tanto da si nos rendimos a los caballeros negros ahora. —Aflojó los puños y el joven monarca advirtió que le temblaban las manos—. Dame un poco de tiempo, sobrino. Es todo lo que te pido. Mi hijo regresará pronto. ¡Lo sé!
Gilthas volvió la vista hacia Kiryn y miró larga e intensamente al joven elfo. Kiryn no pronunció palabra, pero parpadeó. Era obvio que se sentía violento.
Alhana comprendía el dilema de Gilthas.
«Es demasiado amable, demasiado educado, demasiado consciente de mi dolor para expresar en voz alta lo que le quema en la lengua —pensó—. Si pudiera, me diría: "Esto no es cosa mía. No es culpa mía. Es culpa de vuestro hijo. Silvanoshei le ha fallado a su pueblo. No seguiré su ejemplo".»
Alhana se sintió furiosa con Gilthas, celosa y orgullosa de él, todo en un mismo instante arrebatado. Envidió a Laurana de repente porque la muerte le había traído el bendito silencio a la agitación, el fin al dolor y a la desesperación. Laurana había tenido la muerte de una heroína, luchando para salvar a su pueblo y a su país. Había dejado tras de sí un legado del que sentirse orgullosa, un hijo que la honraba.
«Intenté hacer lo correcto —se dijo para sus adentros con amargura—, pero todo ha acabado tan, tan mal.»
Su amado esposo, Porthios, había desaparecido y se le daba por muerto. Su hijo, su esperanza para el futuro, había huido dejándola para afrontar sola el mañana. Podía repetirse para sus adentros que estaba embrujado pero, en el fondo, sabía que no era sólo eso. Estaba mimado, era egoísta, se dejaba llevar demasiado fácilmente por pasiones que ella nunca había sido capaz de frenar. Le había fallado a su marido y a su hijo. Su orgullo le impedía admitirlo.
El orgullo sería su perdición. Se había sentido herida en su orgullo cuando el pueblo se volvió contra ella. Su orgullo había sido lo que la empujó a atacar el escudo, a intentar entrar en un país donde no se la quería. Y ahora, el orgullo la obligaba a mentir a su pueblo.
Samar y Kiryn, los dos, la habían aconsejado en contra. Ambos la habían instado a decir la verdad, pero su orgullo no lo soportaba. No su orgullo de reina, sino el de madre. Había fracasado como madre y ahora todos conocerían ese fracaso. No soportaba que la gente la mirara con compasión. Ésa, más que ninguna otra causa, era la razón de que hubiera mentido.
Había confiado en que Silvanoshei regresaría, que admitiría que se había equivocado y pediría que le perdonara. Si hubiera ocurrido así, ella habría disculpado su proceder. Pero ahora, tras leer la misiva de Samar, sabía que Silvanoshei jamás regresaría a ella voluntariamente. Samar tendría que llevárselo a rastras como a un muchachito descarriado.
Alzó la vista y se encontró con Gilthas observándola, con expresión comprensiva, seria. En ese momento, era como su padre. Tanis el Semielfo la había mirado a menudo con esa misma expresión cuando ella libraba alguna batalla interna, combatiendo contra su orgullo.
—Guardaré tu secreto, tía Alhana —dijo Gilthas. Su voz sonaba fría, y resultaba obvio que no le gustaba lo que hacía—. Mientras me sea posible.
—Gracias, Gilthas —contestó agradecida, y avergonzada por estarlo. ¡Su orgullo! Su maldito orgullo—. Silvanoshei regresará. Se enterará de las terribles dificultades que nos afligen y volverá. Quizá ya esté de camino.
Se puso la mano sobre el pecho, sobre la carta de Samar que decía justamente lo contrario. Mentir le resultaba ya tan, tan fácil.
—Eso espero —respondió seriamente Gilthas.
Le cogió la mano y la besó con respeto.
—Lamento que tengas problemas, tía Alhana, y siento haberte dado más. Pero si esto trae la reunificación de nuestras naciones, entonces algún día, al rememorar las dificultades y los sufrimientos, diremos que merecieron la pena.
La elfa intentó sonreír, pero la tensión de sus labios hizo que fuera una mueca crispada. No dijo nada y así, en silencio, se separaron.
—Ve con él —le indicó a Kiryn, que se había quedado—. Ocúpate de que se les dé una buena acogida a él y a los suyos.
—Majestad... —empezó, vacilante, el joven elfo.
—Sé lo que vas a decir, Kiryn. No lo digas. Todo saldrá bien, ya verás.
Después de que los dos se hubiesen ido, Alhana se quedó en la entrada del refugio, pensando en Gilthas.
—Unos sueños hermosos —musitó—. Los sueños de la juventud. Hubo un tiempo en que yo los tuve. Ahora, al igual que mis hermosos vestidos, me cubren como andrajos, desgarrados. Ojalá los tuyos te vistan mejor y te duren más, Gilthas.
El general Dogah, cabecilla de los caballeros negros en Silvanost, tenía también problemas. Los caballeros utilizaban Dragones Azules para patrullar el cielo sobre los densos y enmarañados bosques. Si los reptiles captaban señales de movimiento en el suelo, bajaban en picado y con su abrasador aliento arrasaban amplias extensiones boscosas.
Esos dragones exploradores habían visto la muchedumbre de gente en el desierto, pero ignoraban que eran qualinestis. Los tomaron por bárbaros, el pueblo de las Praderas de Arena, que huían de la invasión de la señora suprema Sablet. El general Dogah se preguntó qué hacer con esa emigración. No tenía órdenes con respecto al pueblo del desierto. Sus efectivos eran limitados y su control de Silvanost endeble, en el mejor de los casos. No quería empezar la guerra en otro frente, así que despachó un correo urgente para Mina a lomos de un dragón, en el que la informaba de la situación y solicitaba órdenes.
Al correo no le resultó fácil dar con la joven, ya que en primer lugar voló a Solanthus y allí se encontró con que el ejército había partido y marchaba hacia Sanction.
Tras otro día de vuelo, el correo la localizó. Después regresó con la respuesta, breve y escueta.
General Dogah:
Ésos no son habitantes del desierto. Son exiliados qualinestis. Destruidlos. En nombre del dios Único,
Dogah envió a sus jinetes de dragones para cumplir la orden pero, en el ínterin, los qualinestis habían desaparecido. No había rastro de ellos por ningún sitio. Soltó un juramento al recibir este informe, porque sabía lo que significaba. Los qualinestis se las habían arreglado para escapar hacia el interior de los bosques de Silvanesti y ahora estaban fuera de su alcance.
Ahora habría más elfos que atacarían a sus patrullas y lanzarían flechas incendiarias a sus barcos de suministro. Como si ya no tuviera bastantes problemas, los dragones empezaron a llevarle informes de que los ogros, encolerizados con los caballeros desde mucho tiempo atrás por robarles su tierra, se estaban agrupando en la frontera septentrional de Silvanesti con Blode, sin duda con la esperanza de apoderarse de parte del territorio elfo como compensación.
Para empeorar las cosas, empezaba a haber problemas con la moral de la tropa. Mientras Mina había estado allí para encandilarlos y embelesarlos, los soldados se entregaron a su trabajo con la dedicación y el entusiasmo de fieles seguidores, pero ya hacía semanas que la joven se había marchado. Los caballeros y los soldados a su mando se encontraban aislados en medio de un reino extraño y hostil, donde el enemigo acechaba desde cada sombra, y Silvanesti era una tierra de sombras. Las flechas caían del cielo para matarlos. Hasta la vegetación parecía resuelta a acabar con ellos. Las raíces de los árboles les hacían tropezar, las ramas muertas se desplomaban sobre sus cabezas, la maleza los conducía hacia zonas enmarañadas de las que muy pocos regresaban.
Ni un solo barco de suministro había bajado por el río en la última semana. Los elfos prendían fuego a los que lo intentaban. Los soldados no tenían otra comida que la que ingerían los elfos, y ningún humano podía subsistir mucho tiempo con plantas y hierbas. Los humanos, ansiosos de comer carne, no se atrevían a entrar en el bosque a cazar porque, como enseguida descubrieron, todas y cada una de las criaturas de la fronda eran espías de los elfos.
Los elfos de la ciudad de Silvanost, aparentemente acobardados por el poderío de los caballeros negros, actuaban cada vez con más osadía. Ningún hombre de Dogah osaba aventurarse solo en la ciudad si no quería correr el riesgo de acabar muerto en un callejón. Los hombres empezaron a quejarse y a rezongar.
Dogah dictó órdenes de torturar a más elfos, pero esa diversión sólo mantenía entretenida a la tropa durante un corto tiempo. Podía considerarse afortunado de que no se hubieran producido deserciones. Y no se debía a la lealtad, eso lo sabía bien, sino al hecho de que a los hombres les aterraban demasiado los elfos y el bosque que los cobijaba como para plantearse la huida.
Ahora, con la noticia de que mil elfos más se habían unido a los que se escondían en el bosque, las protestas se hicieron más fuertes amenazando con el amotinamiento, por lo que Dogah no pudo hacer oídos sordos. Él mismo empezó a albergar dudas. Cuando no se veía reflejado en sus ojos ambarinos, su confianza en Mina empezaba a decaer.
Despachó otro mensaje urgente a la joven, informándole que los qualinestis habían escapado a pesar de sus esfuerzos por destruirlos, que la moral de las tropas estaba por los suelos, y que a menos que ocurriera algo que cambiara la situación, se vería obligado a retirarse de Silvanesti o se enfrentaría a un motín.
Con la oscura barba acentuando el gesto hosco y sombrío de su semblante, el fornido general permaneció en sus aposentos, solo (se fiaba poco incluso de su guardia personal), bebiendo vino elfo (que habría cambiado con gusto por un licor más fuerte) y esperando la respuesta de Mina.
Los qualinestis entraron en el bosque para ser recibidos fríamente por sus parientes, los silvanestis, de los que llevaban tanto tiempo alejados. Se intercambiaba un beso de cortesía o un saludo, y acto seguido se ponían lanzas y flechas en las manos de los recién llegados. Si iban a instalarse en Silvanesti, entonces más valía que se prepararan para luchar por ella.
Los qualinestis estaban más que encantados de ayudarles, ya que veían aquello como una ocasión de vengarse de quienes les habían arrebatado su país y ahora lo arrasaban.
—¿Cuándo atacamos? —demandaron con ansiedad.
—Cualquier día de éstos —fue la respuesta de los silvanestis—. Esperamos el momento oportuno.
—¿Esperar el momento oportuno? —instó La Leona a su esposo—. ¿A qué «momento oportuno» esperamos? He hablado con los exploradores y los espías. Superamos en número a los caballeros negros, que no salen de Silvanost. Su moral se debilita más deprisa que un enano naufragado vestido con armadura completa. ¡Ahora es el mejor momento para atacarlos!
Los dos hablaban dentro del refugio que les habían proporcionado: un chozo construido con ramas de sauce, junto a un burbujeante arroyo. Era pequeño y apenas quedaba espacio para moverse, pero tenían más suerte que la mayoría de los elfos, ya que disponían de un espacio propio (debido al rango de Gilthas) y algo de intimidad. Casi todos los elfos dormían en las ramas de los árboles vivos o en los tocones huecos de los árboles muertos, dentro de cuevas o simplemente tumbados en la hierba, bajo las estrellas. Los qualinestis no se quejaban. Tras el viaje a través del desierto, no pedían más que dormir sobre las olorosas agujas de pino, arrullados por el suave murmullo de la lluvia.
—No me dices nada que no sepa ya —contestó Gilthas, taciturno. De nuevo vestía ropa más típica de su pueblo: túnica larga, ceñida con un cinturón, camisa de lana y calcetines, con los colores del bosque. Sin embargo, había doblado y guardado las prendas del desierto con cuidado.
»Pero hay problemas. Los silvanestis se encuentran desperdigados por todo el territorio, algunos situados a lo largo del río para cortar las líneas de suministro de los caballeros negros, otros ocultos cerca de Silvanost para asegurarse de que ninguna patrulla que tenga el coraje de abandonar la ciudad regresa intacta. Y hay otos dispersos por las fronteras...
—El viento, el halcón y la ardilla transportan mensajes —argüyó La Leona—. Si se enviaran órdenes ahora, la mayoría de los silvanestis podrían agruparse fuera de Silvanost dentro de una semana. Los días pasan y no se da la orden. Tenemos que seguir agazapados en el bosque y esperar. ¿Esperar a qué?
Gilthas lo sabía, pero no podía responder. Guardó silencio pues, obligado a dejar que su mujer echara chispas.
—¡Sabemos lo que pasará si dejamos pasar la ocasión! Así fue como los caballeros negros tomaron nuestra tierra durante la Guerra de Caos. Ocurrirá igual en Silvanesti si no actuamos ahora. ¿Es Silvanoshei, tu primo, el que frena la acción? Es joven. Probablemente no lo entiende. Tienes que hablar con él, Gilthas, explicárselo...
Conocía bien a su marido. Al mirarle el semblante, las palabras murieron antes de salir de su boca. La Leona lo observó atentamente.
—¿Qué ocurre, Gilthas? ¿Qué es lo que va mal? Algo sobre Silvanoshei, ¿no es cierto?
Gilthas la miró de mala gana.
—¿Tan transparente soy? Los reyes deberían estar envueltos en misterio, ser inescrutables.
—Esposo —rió La Leona sin poder evitarlo—, eres tan inescrutable y misterioso como una copa de cristal. La verdad que hay dentro de ti está a la vista del mundo.
—La verdad... —Gilthas torció el gesto—. La verdad es, querida, que Silvanoshei no dirigirá a su pueblo ni en una carrera de sacos, cuanto menos en una guerra. No está aquí ni cerca de Silvanesti. Le prometí a Alhana que no diría nada, pero han pasado quince días y me parece que el momento de las mentiras ha quedado atrás. Con todo —Gilthas sacudió la cabeza—, temo que la verdad hará más mal que bien. Los silvanestis siguen a Alhana ahora sólo porque ella habla en nombre de su hijo. Algunos todavía la miran con desconfianza, la ven como una elfa oscura. Si descubren la verdad, si se enteran que les ha mentido, me temo que nunca más la creerán, que nunca le harán caso.
La Leona miró a su marido a los ojos.
—Eso te deja a ti, Gilthas.
Ahora fue él quien se echó a reír.
—Soy todo lo que ellos desprecian, querida. Un qualinesti con parte de sangre humana. No me seguirían.
—Entonces tienes que persuadir a Alhana de que le diga la verdad a su pueblo.
—No creo que pueda. Lleva manteniendo esa mentira tanto tiempo que, para ella, la mentira es ya verdad.
—¿Qué hacemos, entonces? —demandó ella—. ¿Vivir aquí en el bosque hasta que echemos raíces junto con los árboles? Los qualinestis podríamos atacar a los caballeros negros...
—No, querida —la atajó firmemente Gilthas—. Los silvanestis nos han permitido entrar en su patria, eso es indiscutible, pero nos miran con desconfianza, sin embargo. Hay algunos que piensan que estamos aquí para usurpar su país. Si los qualinestis atacaran Silvanost...
—Lo qualinestis no atacarían Silvanost, sino a los caballeros negros que están en Silvanost —argumentó La Leona.
—No sería así como lo interpretarían los silvanestis, y lo sabes tan bien como yo.
—Entonces nos sentamos de brazos cruzados.
—No sé qué otra cosa podemos hacer —repuso, sombrío, Gilthas—. La única persona que habría podido agrupar y dirigir a su pueblo se halla ausente, atraída por el señuelo que lo ha embobado. Sólo quedan dos personas para dirigir a los elfos: una reina elfa oscura y un rey semihumano.
—Aun así, antes o después alguien tendrá que ponerse al mando —dijo La Leona—. Tenemos que seguir a alguien.
—¿Y adonde nos conduciría esa persona, salvo a nuestra propia destrucción? —inquirió Gilthas, sombrío.
El general Dogah se había bebido ya varios barriles de vino. Sus problemas aumentaban día a día. Seis soldados a los que se les ordenó hacer guardia en las almenas se negaron a obedecer. Sus oficiales les amenazaron con azotarlos y ellos los atacaron, dándoles una gran paliza, tras lo cual huyeron con la esperanza de perderse en las calles de Silvanost. Dogah envió a sus tropas a por los desertores con la intención de colgarlos para dar un escarmiento.
Los elfos le ahorraron el trabajo de ahorcarlos. Los cuerpos de los seis fueron entregados en el castillo. Todos habían sufrido una muerte espantosa, de un modo truculento. En uno de los cadáveres encontraron una nota, garabateada en Común, que decía: «Un regalo para el dios Único».
Esa noche, Dogah envió otro mensaje a Mina, suplicándole que enviara refuerzos o le diera permiso para ordenar la retirada. Sin embargo, pensó con desánimo, no tenía la menor idea de hacia dónde se retirarían. Dondequiera que mirara, veía enemigos.
Dos días después, llegó el mensajero.
General Dogah,
Resista en suposición. La ayuda está en camino. En nombre del dios Único.
Eso no le servía de mucho consuelo.
Día tras día, Dogah subió a las murallas de Silvanost y oteó hacia el norte, hacia el sur, hacia el este, hacia el oeste. Los elfos estaban ahí fuera. Lo tenían rodeado. Día tras día, esperó el ataque de los elfos.
Los días pasaron y los elfos no hicieron nada.
Tasslehoff Burrfoot se sentía, en ese momento del tiempo, extremadamente confuso y desorientado, mareado y con náuseas. De las tres sensaciones, predominaba la del mareo, así que le estaba resultando muy difícil pensar con claridad. Hubo un tiempo en que suelos de madera lisos y tierra sólida parecían elementos vulgares y corrientes en lo concerniente a él, pero ahora pensaba con cariño, anhelo y nostalgia en tierra o suelo o cualquier superficie sólida bajo sus pies.
También pensaba con añoranza en sus pies situados en el lugar que les correspondía y no creyéndose que eran la cabeza, que era lo que hacía constantemente, ya que siempre los miraba desde arriba y ahora se los encontraba por encima. Lo único bueno que le había pasado era que Acertijo se había quedado ronco de tanto gritar y ahora sólo emitía una especie de débiles graznidos.
Tas culpaba de todo ello al ingenio de viajar en el tiempo. Se preguntó tristemente si ese girar y dar vueltas y caer en distintos momentos del tiempo iba a repetirse eternamente, y la perspectiva lo amilanó un poco. Entonces se le ocurrió que antes o después el ingenio tendría que soltarlo en el instante del tiempo en que lo pisaba Caos. En definitiva, no era una posibilidad muy halagüeña.
Tales pensamientos le pasaron por la cabeza, que estaba girando y girando constantemente a través del tiempo. Los examinó tan a fondo como le era posible, considerando la sensación de mareo, y de repente una nueva idea surgió imponiéndose a las demás. Quizás el propietario de la voz que había oído y de la mano que había sentido en el hombro podría hacer algo respecto a ese continuo dar vueltas y vueltas. Decidió que en el mismo momento en que aterrizaran de nuevo, haría cuanto pudiera para ver al dueño de la mano.
Cosa que hizo. En el instante que sintió suelo firme (¡bendito suelo!) bajo sus pies, se volvió trastabillando (y bamboleándose mucho) para mirar tras de sí.
Vio a Acertijo y la mano de Acertijo, pero era la mano equivocada. No había nadie más, y de inmediato Tas supo el porqué. El gnomo y él se encontraban en lo que parecía un campo carbonizado por el fuego. A cierta distancia, unos edificios de cristal reflejaban el último fulgor de la tarde y brillaban anaranjados, purpúreos o dorados con las pinceladas de los rayos mortecinos del sol poniente. El aire todavía estaba cargado de olor a quemado, aunque el fuego que había consumido la vegetación se había apagado hacía tiempo. Tas oyó voces, pero sonaban lejos. De alguna parte llegó la dulce y penetrante música de una flauta.
Tasslehoff tuvo la vaga sensación de haber estado allí antes. O quizá había estado después de antes. Con todo ese saltar en el tiempo ya no estaba seguro de nada. El sitio le resultaba familiar, y se disponía a ponerse en marcha para buscar a alguien que pudiera decirle dónde estaba cuando Acertijo soltó una ahogada exclamación.
—¡El laberinto de setos!
Tas miró abajo y a los lados, y comprendió que el gnomo tenía razón. Se encontraban en lo que quedaba del laberinto de setos de la Ciudadela después de que los Dragones Rojos lo hubieran destruido con su aliento abrasador. Las paredes de hojas eran montones de cenizas en el suelo. Los senderos que giraban y torcían entre los muros de plantas —conduciendo a quienes los recorrían hacia el interior del laberinto— se encontraban al descubierto. El laberinto ya no era tal. Tas distinguía claramente el trazado, los blancos caminos resaltando en marcado contraste con el negro. Veía cada recodo, cada giro, cada espiral, cada curva, cada paso sin salida. Veía el camino hacia el corazón del laberinto de setos y veía la salida. La Escalera de Plata se alzaba a plena vista, al descubierto. Ahora se distinguía claramente que subía y subía hacia el vacío, y Tas, sintiendo revuelto el estómago, recordó su salto desde lo alto y su zambullida en el humo y las llamas.
—¡Oh, diantre! —susurró Acertijo, y Tas recordó que levantar el plano del laberinto de setos había sido la Misión en la Vida del gnomo.
—Acertijo, yo... —empezó tristemente.
—Se puede ver todo —dijo el gnomo.
—Lo sé. —Tas le dio unas palmaditas en la mano—. Y yo...
—Se podría recorrer de punta a punta sin perderse en ningún momento —siguió Acertijo.
—Quizás encuentres otra línea de trabajo —sugirió Tas con intención de ayudar—. Aunque, yo en tu lugar, no me dedicaría a la reparación de artefactos mágicos.
—¡Es perfecto! —exclamó Acertijo, con los ojos llenos de lágrimas de felicidad.
—¿Qué? —preguntó Tas, sobresaltado—. ¿Qué es perfecto?
—¿Dónde está mi pergamino? —demandó el gnomo—. ¿Y mi tintero y mi pincel?
—Yo no tengo un tintero...
—Entonces ¿para qué sirves? —refunfuñó Acertijo mientras lo fulminaba con la mirada—. Bah, no importa —añadió malhumorado—. ¡Aja! ¡Carboncillo! Esto servirá.
Se dejó caer en el suelo calcinado, extendió el borde de su túnica marrón, cogió un palo carbonizado y empezó a trazar lenta y trabajosamente la ruta del incinerado laberinto de setos sobre la tela.
—Así es mucho más fácil —murmuró para sí mismo—. No comprendo cómo no se me ocurrió antes.
Tasslehoff sintió el ya familiar roce de la mano en su hombro. Las gemas del ingenio de viajar en el tiempo empezaron a destellar y brillar con luces doradas y púrpura, un reflejo del sol poniente.
—Adiós, Acertijo —dijo Tas mientras los senderos del laberinto de setos empezaban a girar ante sus ojos.
El gnomo no levantó la vista. Estaba concentrado en su trabajo.
En un pequeño puerto al sur de Estwilde, el extraño pasajero desembarcó de la nave en la que había viajado a través del Nuevo Mar. El capitán sintió un gran alivio al desembarazarse de su misterioso pasajero y más aún de librarse de su fogoso corcel. Nadie le había visto la cara, que él mantuvo oculta bajo la capucha de la capa.
Semejante aislamiento había originado muchas especulaciones entre la tripulación respecto a la naturaleza del pasajero, la mayoría absurdas y totalmente erróneas. Algunos suponían que era una mujer disfrazada de hombre, porque el grumete había atisbado una vez una mano que, según él, era esbelta y delicada. Otros sospechaban que se trataba de un hechicero de alguna clase, sin más razón que la de ser de sobra conocido que los hechiceros llevaban capas con embozos, que siempre se mostraban misteriosos y que no eran de fiar. Sólo un marinero comentó que creía que el pasajero era un elfo y que ocultaba el rostro porque sabía que los humanos a bordo del barco no verían con muy buenos ojos a alguien de su raza.
Los otros marineros se burlaron de su idea y, como la conversación se estaba manteniendo durante la cena, le lanzaron a la cabeza los panecillos picados por el gorgojo. El hombre sugirió hacer una apuesta a favor de su corazonada, y todos los demás la aceptaron. Se convirtió en un hombre rico, relativamente, al final de viaje, cuando un golpe de viento le echó la capucha hacia atrás al pasajero mientras conducía a su caballo por la pasarela, revelando que, efectivamente, era un elfo.
Nadie se molestó en preguntarle qué lo había traído a esa parte de Ansalon. A los marineros les importaba poco de dónde venía el elfo y adonde se dirigía. Estaban más que contentos de que abandonara el barco, ya que era de sobra sabido entre los que navegaban que los elfos del mar —los que supuestamente habitaban en las profundidades marinas— intentarían hundir cualquier embarcación que transportara a uno de sus parientes de la superficie a fin de persuadirle de que pasara el resto de su vida bajo el mar.
En cuanto a Silvanoshei, no miró hacia atrás una vez qué pisó tierra firme. No le importaban nada los marineros ni el barco, aunque gracias a su esfuerzo habían viajado a través del Nuevo Mar a una velocidad realmente notable. El viento había soplado con fuerza desde el día que iniciaron la travesía y no había parado en ningún momento. No había habido tormentas, un milagro en esa época del año. Aun así, por muy veloz que el barco hubiera surcado las aguas, no había sido lo suficientemente rápido para Silvanoshei.
Se sintió rebosante de alegría al pisar tierra, ya que era la tierra por la que Mina caminaba. Cada paso lo acercaba más a su amado rostro, a su adorada voz. Ignoraba dónde se encontraba, pero el corcel sí lo sabía. Era el caballo de la joven, al que había enviado en su busca. En el instante en que se encontró en el muelle, Silvanoshei montó a Fuego Fatuo y partieron galopando tan deprisa que el joven elfo ni siquiera supo el nombre del pequeño puerto en el que habían atracado.
Viajaron hacia el noroeste. Silvanoshei habría cabalgado día y noche de haber podido, pero el animal (por muy milagroso que fuera) era una criatura mortal y necesitaba comer y descansar, del mismo modo que lo necesitaba el propio Silvanoshei. Al principio maldijo amargamente el tiempo que gastaban en descansar, pero se le recompensó por su sacrificio. La primera noche que pasó fuera del barco, Silvanoshei topó con una caravana de mercaderes que se encaminaba hacia el mismo puerto en el que había desembarcado recientemente.
Muchos humanos habrían rechazado a un elfo solitario con el que se cruzaran por casualidad en el camino, pero los mercaderes veían como un cliente potencial a cualquier persona y, en consecuencia, no solían tener prejuicios contra ninguna raza (salvo los kenders). El dinero elfo era tan bueno (a menudo, mejor) que el humano, así que invitaron cordialmente al joven elfo, cuyo atuendo, aunque manchado por el viaje, era de gran calidad, a compartir su comida. Silvanoshei sólo deseaba sentarse a solas y soñar con los ojos ambarinos, y estaba a punto de rehusar con altivez cuando oyó a uno de ellos pronunciar el nombre de Mina.
—Os agradezco, damas y caballeros, vuestra hospitalidad —contestó mientras se apresuraba a tomar asiento junto a la chisporroteante hoguera. Incluso aceptó el plato de latón con el cuestionable guisado que le ofrecieron, aunque no lo probó, sino que lo tiró subrepticiamente en los arbustos que había a su espalda.
Todavía llevaba la capa puesta, ya que el tiempo era frío en esa época del año. Echó la capucha hacia atrás, sin embargo, y los humanos se quedaron admirados por el apuesto joven de ojos del color del vino, encantadora sonrisa y voz dulce y melodiosa. Al ver que se había comido ya el guiso, una de las mujeres le ofreció más.
—Estáis tan delgado como un colchón tras un año de uso —comentó mientras llenaba el plato, que el joven rechazó con educación.
—Mencionasteis un nombre: Mina —empezó Silvanoshei procurando hablar en tono despreocupado a pesar de que el corazón le latía desaforadamente—. Conozco a alguien que se llama así. ¿No será una doncella elfa por casualidad?
Al oír esto todos rieron de buena gana.
—No, a menos que las doncellas elfas vistan armadura hoy en día —repuso uno.
—Yo he oído hablar de una doncella elfa que llevaba armadura —protestó otro, que parecía de los que les gustaba discutir—. Recuerdo que mi abuelo cantaba una canción sobre ella. Era en tiempos de la Guerra de la Lanza.
—¡Bah! Tu abuelo era un viejo beodo —intervino un tercero—. Nunca fue a ninguna parte, sino que vivió y murió en las tabernas de Flotsam.
—Aun así, tiene razón —abundó la esposa de uno de los mercaderes—. Hubo una doncella elfa que combatió en la gran guerra. Se llamaba Lauratari.
—Lunitari, querida, Lunitari. Era una antigua diosa de la magia —le corrigió su amiga, otra de las esposas, mientras le daba con el codo—. Una de las deidades que se marcharon y nos dejaron a merced de esos enormes y monstruosos dragones.
—No, estoy segura que no era ésa —insistió la primera mujer, ofendida—. Era Lauratari, y mató a una de esas bestias horribles con un ingenio gnomo llamado dragonlezna. Se llamaba así porque se lo clavó hasta el fondo y lo agujereó como una suela de zapato. Y ojalá apareciera otra igual e hiciera lo mismo con estos dragones nuevos.
—Bueno, por lo que he oído, la tal Mina se propone hacer exactamente eso —intervino el primer mercader en un intento de poner paz entre las dos mujeres, que mascullaban mirándose malhumoradas.
—¿La habéis visto? —preguntó Silvanoshei, con el corazón en un puño—. ¿Habéis visto a esa Mina?
—No, pero está en boca de todo el mundo por las ciudades por las que hemos pasado.
—¿Y dónde se halla? —inquirió Silvanoshei—. ¿Cerca de aquí?
—Marcha por la calzada a Sanction. No te pasará por alto. Cabalga con un ejército de caballeros negros —contestó el tipo discutidor en tono adusto.
—No os toméis eso a mal, caballero —dijo una de las esposas—. Mina llevará la armadura negra, pero por lo que he oído tiene un corazón de oro.
—Por dondequiera que pasamos vemos algún niño al que ha curado o algún lisiado al que ha hecho que vuelva a andar —añadió su amiga.
—Va a romper el cerco de Sanction —abundó el mercader— y a devolvernos nuestro puerto. Entonces no tendremos que viajar a través de medio continente para vender nuestras mercancías.
—¿Y a ninguno os parece mal eso? —protestó el discutidor con aire furioso—. Nuestros Caballeros de Solamnia están en Sanction, intentando resistir, y vosotros jaleáis a la cabecilla de nuestros enemigos.
Aquellos provocó una encendida discusión que acabó con la mayoría del grupo a favor del bando que fuera con tal de que se abrieran los puertos de nuevo. Los solámnicos habían intentado levantar el cerco de Sanction y habían fracasado. Bien, pues que la tal Mina y sus caballeros negros probaran, a ver qué podían hacer.
Espantado y horrorizado de pensar que Mina se pusiera en semejante peligro, Silvanoshei se apartó un trecho para tumbarse separado de los demás, y permaneció despierto la mitad de la noche, enfermo de miedo por ella. ¡No debía atacar Sanction! Había que disuadirla de que tomara un curso de acción tan peligroso.
Se levantó y se puso en marcha con las primeras luces del día. No tuvo que azuzar al caballo. Fuego Fatuo estaba tan ansioso por regresar con su ama como lo estaba su jinete. Los dos se esforzaron al máximo, con el nombre de Mina sonando en cada golpeteo de los cascos, en cada latido del corazón de Silvanoshei.
Varios días después de su encuentro con Silvanoshei, la caravana de mercaderes llegó a la pequeña ciudad portuaria. Las dos mujeres dejaron a sus maridos levantando el campamento y fueron a visitar el mercado, donde les paró otro elfo que andaba merodeando por los establos, abordando a todos los recién llegados.
Éste era un elfo «estirado», como sentenció una de las esposas. El elfo se dirigió a ellas, en palabras de una de las mujeres: «Como si fuéramos las sobras que se echan a un perro».
Con todo, no dudaron en coger el dinero del elfo y le contaron lo que quería saber a cambio de él.
Sí, en la calzada se habían topado con un elfo joven vestido como un caballero. Un joven educado y cortés. No como otros, añadió la mujer del mercader con una mirada significativa. No recordaba dónde dijo que iba, pero sí que habían hablado sobre Sanction. Sí, suponía que era posible que se encaminara a esa ciudad, pero también era posible que se dirigiera a la luna, por lo que ella sabía.
El elfo mayor, de semblante severo y maneras cortantes, les pagó y se marchó por la misma calzada tomada por Silvanoshei.
Las dos esposas dedujeron inmediatamente a qué venía todo ese lío.
—Ese joven era su hijo y había huido de casa —manifestó la primera mientras asentía con aire enterado.
—Pues no le culpo, con un viejo de cara avinagrada como ése —dijo la otra, que miraba al elfo que se alejaba con aire iracundo.
—Vaya, ojalá le hubiera dado una pista falsa —abundó la primera—. Le estaría bien empleado.
—Hiciste lo que creíste que era mejor, querida —le contestó su amiga mientras estiraba el cuello para ver cuántas monedas de plata le había dado—. No debemos involucrarnos en asuntos de gente tan extravagante como ésa.
Agarradas del brazo, la dos se dirigieron hacia la taberna más cercana para gastarse el dinero del elfo.
Las tropas de Mina avanzaron inexorablemente y sin pausa hacia Sanction. Siguieron sin encontrar oposición ni resistencia en su camino. Mina no cabalgaba con sus legiones, sino por delante de ellas y entraba en pueblos, villas y ciudades para realizar sus milagros, propagar la palabra del Único y hacer redadas de kenders. A muchos les extrañó esto último. La mayoría daban por hecho que se proponía matarlos (y muy pocos lo habrían lamentado), pero se limitó a interrogarlos, a todos, uno por uno, preguntando por un kender en particular que se hacía llamar Tasslehoff Burrfoot.
Hubo muchos Tasslehoff que se presentaron por sí mismos ante la muchacha, pero ninguno era El Tasslehoff Burrfoot. Una vez que les había interrogado, Mina los soltaba y los dejaba ir con la promesa de una rica recompensa si encontraban a ese Burrfoot.
A diario, llegaban kenders a espuertas al campamento trayendo consigo Tasslehoff Burrfoot de todo tipo y descripción con la esperanza de recibir la recompensa. Esos Tasslehoff incluían no sólo kenders, sino perros, cerdos, un asno, un cabrito y, en una ocasión, un enano terriblemente irritado y con una gran resaca. Diez kenders lo metieron, atado y amordazado, casi a rastras al campamento, afirmando que era El Tasslehoff Burrfoot que se había puesto una barba falsa para disfrazarse.
Los humanos y los kenders de Solamnia, Throt y Estwilde estaban tan entusiasmados con Mina como lo habían estado los elfos de Silvanesti. La observaban con gran desconfianza cuando entraba en las poblaciones, y después la seguían entonando plegarias y cantos cuando se marchaba. Castillo tras castillo, ciudad tras ciudad, cayeron ante el encanto de Mina, no ante la fuerza de su ejército.
Hacía mucho que Gerard había renunciado a la esperanza de que los Caballeros de Solamnia atacaran. Suponía que lord Tasgall se proponía concentrar sus esfuerzos en Sanction en lugar de intentar frenar a Mina a lo largo del camino. Gerard les habría dicho que estaban perdiendo el tiempo. El ejército de la joven crecía de día en día a medida que más y más hombres y mujeres se unían a su bandera y a la veneración del dios Único. Aunque el paso marcado por sus oficiales era rápido y las tropas tenían que levantarse de madrugada y marchar hasta que caía la noche, la moral era alta. La marcha más parecía el desfile de una boda avanzando hacia una alegre celebración que un ejército dirigiéndose hacia una batalla, una carnicería, y la muerte.
Gerard seguía sin ver apenas a Odila. La mujer viajaba con el séquito de Mina y a menudo no se encontraba con el grueso de las tropas. Gerard ignoraba si iba por propia voluntad o si la forzaban a hacerlo, ya que Odila ponía gran cuidado en evitar cualquier contacto con él. El caballero sabía que lo hacía por su propia seguridad, pero no tenía a nadie más con quien hablar y no le habría importado arriesgarse con tal de tener ocasión de compartir sus pensamientos —por oscuros y pesimistas que fueran— con alguien que le comprendiera.
Un día, Galdar lo sacó bruscamente de sus reflexiones. El minotauro, al verlo cabalgando en la retaguardia, le ordenó situarse delante, con los otros caballeros. Gerard no tuvo más opción que obedecer, y se pasó el resto de la marcha viajando bajo la vigilante mirada del minotauro.
Para él era un misterio por qué no lo mataba el minotauro; claro que el propio Galdar ya era un misterio por sí mismo. Gerard sentía la mirada oscura del minotauro clavada en él a menudo, pero la expresión de sus ojos más que siniestra era pensativa.
Gerard se mantuvo aislado, rechazando los intentos de sus «compañeros» de hacerse amigos. Difícilmente podía compartir el ánimo alegre de los caballeros negros ni participar en conversaciones sobre cuántos solámnicos iban a destripar o cuántas cabezas solámnicas iban a clavar en picas.
A causa de su silencio taciturno y su talante reacio, no tardó en ganarse la reputación de hombre adusto y huraño que no caía bien a sus «compañeros» de caballería. A Gerard le daba igual. Se alegraba de que lo dejaran en paz, solo.
O quizá no tanto. Cada vez que deambulaba solo, al alzar la vista encontraba a menudo a Galdar siguiéndolo de cerca.
Los días se convirtieron en semanas. El ejército viajó a través de Estwilde, giró al norte atravesando Throt, entró en las montañas Khalkist por la cañada Throtyl y después se encaminó hacia el sur, en dirección a Sanction. Al dejar atrás los territorios más poblados, Mina volvió con su ejército, cabalgando a la vanguardia junto a Galdar, que entonces prestó mucha más atención a la joven que a Gerard, cosa que éste agradeció.
Odila también volvió, pero ella viajaba en la retaguardia, en la carreta que transportaba el sarcófago de ámbar. A Gerard le habría gustado hallar la forma de hablar con ella, pero cuando en una ocasión se rezagó con la esperanza de que no se le echaría de menos, Galdar lo buscó y le ordenó que mantuviera su posición en las filas.
Entonces llegó el día en que un macizo montañoso apareció en el horizonte. Al principio se veía como una gran mancha azul oscuro que Gerard tomó por un frente tormentoso. A medida que el ejército se acercaba, Gerard distinguió columnas de humo emergiendo de las cimas. Ante sus ojos se encontraban los volcanes activos conocidos como los Señores de la Muerte, los guardianes de Sanction.
«Ya falta poco», pensó y sintió lástima por los defensores de la ciudad, vigilando y esperando. Se sentirían confiados, seguros de que sus defensas resistirían. Llevaban resistiendo más de un año, así que ¿por qué iban a pensar que esta vez sería diferente?
Se preguntó si habrían oído los rumores sobre el terrorífico ejército de muertos que había atacado Solanthus. Aun en el caso de que lo supieran, ¿creerían que era verdad? Gerard lo dudaba. Él mismo no habría dado crédito a semejante historia. Incluso al recordarlo ahora no estaba seguro de creérselo. Toda la batalla había tenido un fondo de irrealidad inconexa semejante a un sueño febril. ¿Marchaba el ejército de muertos con Mina? A veces Gerard intentaba captar un atisbo de ellos pero, si los muertos los acompañaban, aquel aliado inhumano viajaba invisible y silencioso.
El ejército de Mina entró en las estribaciones de las Khalkist e inició el ascenso que lo conduciría al paso que atravesaba los Señores de la Muerte. Mina ordenó detener la marcha en un valle y les dijo que se quedarían allí varios días. Tenía que hacer un viaje, explicó, y en su ausencia el ejército se prepararía para el esfuerzo de cruzar las montañas. Se dio la orden general de que se tuvieran armaduras y armas en buenas condiciones, listas para la batalla. El herrero encendió la forja, y él y sus ayudantes se dedicaron varios días a reparar y fabricar. Partidas de caza salieron para conseguir carne fresca.
Acababan de preparar el campamento el primer día cuando se capturó al prisionero elfo.
Lo llevaron a rastras al campamento varios exploradores que patrullaban por los flancos del ejército batiendo los alrededores en busca de cualquier señal del enemigo.
Gerard estaba con el herrero para que le arreglara la espada, pensando lo extraño que era que el mismo enemigo que dentro de poco podría acabar ensartado en esa espada estuviera ahora trabajando con afán para dejarla en buenas condiciones. Había decidido que aprovecharía la ausencia de Mina para intentar convencer a Odila que escapara con él. Si la mujer se negaba, cabalgaría solo hacia Sanction para llevar a los caballeros la noticia de la proximidad del ejército enemigo. No tenía la menor idea de cómo iba a hacerlo, de cómo iba a eludir a Galdar o, una vez que llegara a Sanction, cómo iba a pasar entre las hordas enemigas que sitiaban la ciudad, pero supuso que ya encontraría algún modo de solucionarlo cuando llegara el momento.
Aburrido de esperar, harto de sus propios pensamientos pesimistas, oyó el alboroto y se acercó a ver qué pasaba.
El elfo iba montado en un fogoso caballo rojo de aspecto fiero, ya que nadie era capaz de acercarse al animal.
Una multitud se había agrupado alrededor del elfo. Al parecer, algunos lo conocían porque empezaron a mofarse haciendo reverencias burlonas y saludando al «rey de Silvanesti» con risotadas. Gerard observó al elfo con curiosidad. Vestía ropas buenas, propias de un rey, aunque la capa de fino paño estaba sucia a causa del viaje, las calzas de seda se habían desgarrado y el jubón repujado con hilo de oro aparecía ajado y deshilachado. El elfo no hacía caso a sus detractores, centrado en buscar a alguien en el campamento, al igual que hacía el caballo.
La multitud se apartó, como hacía siempre cuando Mina caminaba entre el gentío. Al verla, los ojos de jinete y caballo se quedaron prendados en ella con embeleso.
El caballo relinchó y sacudió la cabeza. Mina se acercó a Fuego Fatuo, apoyó la cabeza en la del animal y le acarició el hocico. El caballo puso la cabeza sobre su hombro y cerró los ojos. Cumplida su misión, acabado el viaje, ya estaba en casa y se sentía contento. Mina le dio unas palmaditas y alzó la vista hacia el elfo.
—Mina —dijo el joven, y su nombre, al pronunciarlo, pareció teñido de rojo con la sangre de su corazón. Desmontó y se quedó parado ante ella—. Mina, enviaste a buscarme. Aquí me tienes.
Había un dolor y un amor tan intensos en la voz del elfo que Gerard se sintió azorado por el joven. Saltaba a la vista que su amor no era correspondido. Mina no le hizo caso al elfo y siguió volcando toda su atención en el caballo. Su indiferencia por el joven no pasó inadvertida, y los caballeros de Mina intercambiaron sonrisas. Se hicieron comentarios subidos de tono entre susurros. Un hombre estalló en carcajadas, pero su risa cesó de golpe cuando Mina volvió los ojos ambarinos hacia él. El tipo agachó la cabeza, abochornado, y se escabulló con el rabo entre las piernas.
Por fin Mina se dio por enterada de la presencia del elfo.
—Sed bienvenido, majestad. Todo está preparado para vuestra llegada. Se ha dispuesto una tienda junto a la mía. Habéis llegado en buen momento. Muy pronto marcharemos contra Sanction para reclamar esa sagrada ciudad en nombre del dios Único. Seréis testigo de nuestro triunfo.
—¡No puedes ir a Sanction, Mina! —exclamó el elfo—. Es demasiado peligroso... —No acabó la frase. Miró en derredor, a la multitud de humanos con armaduras negras, y dio la impresión de que hasta ese momento no se había dado cuenta de haber entrado en el campamento de sus enemigos.
Mina advirtió su reacción y comprendió su inquietud. Lanzó una mirada severa a la muchedumbre que acalló las mofas y acabó con las risas.
—Que se sepa en todo el campamento que el rey de los elfos de Silvanesti es mi invitado. Se le ha de tratar con igual respeto que a mí. Os hago a todos y cada uno de vosotros responsables de su seguridad y bienestar.
La mirada de Mina escudriñó el campamento y, para turbación de Gerard, se detuvo al llegar a él.
—Gerard, acércate —ordenó.
Consciente de que todos los hombres y mujeres del campamento lo estaban mirando, Gerard sintió que la sangre se agolpaba en sus mejillas al tiempo que una fría aprensión le atenazaba las entrañas. Ignoraba por qué se le había escogido en particular, pero no tenía más remedio que obedecer.
Saludó y aguardó en silencio.
—Sir Gerard —dijo Mina en tono grave—, te designo como guardia personal del rey elfo. Su cuidado y comodidad son responsabilidad tuya. Te elijo porque tienes una experiencia considerable en el trato con los elfos. Según recuerdo, serviste en Qualinesti antes de unirte a nosotros.
Gerard estaba tan estupefacto que no podía hablar, principalmente por la condenada inteligencia de Mina. Era su enemigo declarado, un Caballero de Solamnia que había ido a espiarla. Lo sabía. Y porque era un solámnico, era la única persona de su ejército a quién podía confiar la vida del joven rey elfo. Poner a un prisionero guardando a otro prisionero. Una idea chocante concebida con inteligencia, y que en el caso de Gerard funcionaría.
—Lo siento, pero me temo que este servicio te dejará fuera de la batalla de Sanction, Gerard —continuó Mina—. Su majestad no puede exponerse a ese peligro, de modo que te quedarás con él en la retaguardia, con las carretas de suministros. Pero habrá otras batallas para ti, Gerard. De eso estoy segura.
A Gerard no le quedó más opción que saludar de nuevo. Mina le dio la espalda y se alejó. El elfo la siguió con la mirada, su semblante pálido y abatido. Muchos soldados se quedaron y, ahora que Mina se había marchado, reanudaron sus chanzas a expensas del elfo. Algunos empezaron a mostrarse descaradamente desagradables.
—Vamos —dijo Gerard y al ver que el elfo no iba a moverse a menos que se le instara a hacerlo, lo agarró del brazo y se lo llevó a la fuerza.
Lo condujo a través del campamento hacia la zona donde Mina tenía instalada su tienda. Efectivamente, se había levantado otra tienda a poca distancia de la de ella. Se encontraba vacía, esperando la llegada de su extraño huésped.
—¿Cómo os llamáis? —preguntó Gerard, malhumorado, ya que no se sentía predispuesto a ser amable con el elfo que le había complicado aún más la vida.
El joven no le escuchó al principio. Siguió mirado en derredor, intentando encontrar a Mina.
Gerard volvió a preguntarle, esta vez alzando la voz.
—Me llamo Silvanoshei —contestó el elfo. Hablaba el Común con soltura, aunque con un acento tan marcado que costaba entenderlo.
El elfo miró a Gerard directamente por primera vez desde que al caballero le habían ordenado hacerse cargo de él.
—No te conozco. No estabas con ella en Silvanesti, ¿verdad?
No era necesario especificar a quién se refería. Para Gerard estaba muy claro que para este joven era la única «ella» en el mundo.
—No, no estaba —contestó lacónicamente.
—¿Adónde ha ido? ¿Qué hace? —preguntó Silvanoshei mientras volvía a mirar a su alrededor—. ¿Cuándo volverá?
La tienda de Mina y la de sus guardias personales se encontraban separadas del campamento principal. El ruido del campamento se fue apagando tras ellos. El espectáculo había terminado. Caballeros y soldados reanudaron sus preparativos para la guerra.
—¿De verdad sois rey de los silvanestis? —preguntó Gerard.
—Sí —contestó con aire ausente Silvanoshei, concentrado en su búsqueda—. Lo soy.
—Entonces ¿qué infiernos hacéis aquí? —demandó secamente el caballero.
En ese momento el joven elfo localizó a Mina. Estaba lejos, galopando en Fuego Fatuo por el valle. Los dos estaban solos, felices de encontrarse juntos, corriendo al viento con salvaje desenfreno. Al advertir el dolor que asomaba a los ojos de Silvanoshei, Gerard tuvo la respuesta a su pregunta.
—¿Qué has dicho? —inquirió Silvanoshei, suspirando mientras daba media vuelta. Mina se había perdido de vista—. No te oí.
—¿Quién gobierna en vuestra ausencia, majestad? —preguntó Gerard en tono acusador. Pensaba en otro rey elfo, Gilthas, que tanto había sacrificado para salvar a los suyos, en lugar de abandonarlos.
—Mi madre —contestó Silvanoshei, encogiéndose de hombros—. Es lo que siempre ha querido hacer.
—¿Vuestra madre gobierna o lo hacen los Caballeros de Neraka? —insistió con tono escéptico—. He oído que han tomado Silvanesti.
—Madre les combatirá —dijo el joven—. Le gusta luchar. Siempre le ha gustado, ¿sabes? La batalla y el peligro. Es para lo que vive. Yo lo detesto. Nuestro pueblo muriendo y sufriendo. Muriendo por ella. Siempre muriendo por ella. Bebe su sangre y se mantiene hermosa. Pero a mí me envenena.
Gerard lo miró perplejo. Aunque el elfo había hablado en Común no había entendido ni una palabra. Le habría preguntado a qué se refería, pero en ese momento Odila salió de la tienda instalada para Mina. Se paró al ver a Gerard, se sonrojó con timidez y después dio media vuelta rápidamente y se alejó.
—Iré a traeros agua, majestad —ofreció Gerard, sin quitar ojo a la mujer—. Querréis refrescaros y limpiaros el polvo del camino. Y traeré comida y bebida. Por vuestro aspecto, creo que os vendrá bien.
Era cierto. Los elfos eran delgados, pero ese joven estaba escuálido. Al parecer pretendía vivir alimentándose del amor. La rabia de Gerard empezó a diluirse a la par que nacía la lástima por aquel joven que era tan prisionero como cualquiera de ellos.
—Como quieras —contestó Silvanoshei, sin importarle—. ¿Cuándo crees que regresara Mina?
—Pronto, majestad —repuso Gerard que casi lo metió en la tienda a empujones—. Pronto. Deberíais descansar.
Habiéndose librado de su responsabilidad, al menos de momento, corrió en pos de Odila que caminaba por el campamento.
—Has estado evitándome —dijo en voz baja cuando la alcanzó.
—Por tu propio bien —contestó ella sin dejar de caminar—. Deberías marcharte y llevar la noticia a los caballeros de Sanction.
—Era lo que planeaba hacer. —Señaló con el pulgar hacia atrás, por encima del hombro—. Ahora tengo a ese joven elfo perdidamente enamorado a mi cargo. Se me ha asignado el puesto de guardia personal.
—¿De verdad? —Odila se había detenido y lo miraba fijamente.
—De verdad.
—¿Idea de Mina?
—¿De quién más podía ser?
—Qué lista —comentó Odila, echando a andar otra vez.
—Exactamente lo mismo que yo pensé. Por casualidad no sabrás qué planes tiene para él, ¿verdad? Dudo que la guíen inclinaciones románticas.
—Por supuesto que no —convino Odila—. Me habló de él. Puede que ahora no lo parezca, pero posee un gran potencial para ser un líder fuerte y carismático de la nación elfa. Mina vio la amenaza y actuó para anularla. No sé gran cosa sobre la política elfa, pero he deducido que los silvanestis no seguirán voluntariamente a nadie que no sea él.
—¿Y por qué no lo mata, simplemente? —inquirió Gerard—. La muerte sería mucho más misericordiosa que lo que le está haciendo ahora.
—Morir lo convertiría en un mártir, daría a su pueblo una causa por la que luchar. Ahora no hacen nada, están de brazos cruzados, esperando que regrese. Galdar nos observa —advirtió de repente—. Debería seguir sola, no vengas conmigo.
—Pero ¿adonde vas?
—Es tarea mía llevar comida a los dos hechiceros. Obligarlos a comer —repuso sin mirarle.
—Odila —la retuvo Gerard—, todavía crees en el poder de ese Único, ¿verdad?
—Sí. —Le lanzó una rápida y desafiante mirada.
—¿Aun cuando sabes que es un poder maligno?
—Un poder maligno que cura enfermos y trae pan y consuelo a cientos de personas —replicó Odila.
—¡Y que devuelve una horrenda vida a los muertos!
—Algo que sólo un dios puede hacer. —Odila se volvió a mirarlo a la cara—. Creo en este dios, Gerard, y, lo que es más, tú también. Ésa es la verdadera razón de que estés aquí.
Gerard intentó salir con una réplica ocurrente, pero se encontró con que le era imposible. ¿Era eso lo que la voz en su corazón estaba intentando decirle? ¿Se encontraba allí por propia voluntad o era sólo otro prisionero?
Al ver que no contestaba, Odila dio media vuelta y se alejó.
Gerard se quedó sumido en un preocupado silencio, siguiendo con la mirada a la mujer mientras avanzaba a través del campamento.
El viaje fue corto en esta ocasión. Tas apenas había empezado a sentirse harto con los giros y las vueltas cuando de repente se encontró derecho y plantado firmemente sobre los pies. El tiempo, de nuevo, se detuvo.
Respiró con alivio y miró a su alrededor.
El laberinto de setos había desaparecido. Acertijo había desaparecido. Se hallaba solo en lo que en tiempos debía de haber sido una bella rosaleda. El jardín ya no era hermoso, porque todo estaba muerto. Los capullos, antes rojos, estaban mustios y oscuros como la pena, colgando de los tallos que también aparecían pardos y secos. Las hojas muertas de años que sólo conocían el invierno se amontonaban bajo un muro de piedra medio derrumbado. Un camino de baldosas rotas conducía desde el jardín a un alcázar cuyos muros estaban quemados y ennegrecidos por llamas hacía largo tiempo extintas. Unos altos cipreses rodeaban la mansión y las enormes ramas interceptaban todo vestigio de luz, de modo que la caída de la noche sólo se notaría porque las sombras se harían más intensas.
Tasslehoff pensó que en toda su vida no había visto un sitio que lo hiciera sentirse tan indescriptiblemente triste.
—¿Qué haces tú aquí?
Una sombra cayó sobre el kender. La voz que sonó era cruel y fría. Un caballero, vestido con armadura antigua, se alzaba ante él. El caballero estaba muerto. Llevaba muerto muchos siglos. El cuerpo que cubría la armadura se había descompuesto mucho tiempo atrás. La armadura era el cuerpo ahora, carne y hueso, músculo y tendón, pulida y ennegrecida por el paso del tiempo, abrasada por los fuegos de la guerra, manchada con la sangre de sus víctimas. Unos ojos rojos, la única luz en una oscuridad eterna, se atisbaban a través de las rendijas de la visera del yelmo. Los ojos rojos titilaron como llamas por encima de Tasslehoff. La mirada de aquellos ojos era dolorosa, y el kender se encogió.
Tasslehoff contempló de hito en hito la aparición que tenía ante sí y sintió que se apoderaba de él una sensación desagradable, una sensación que había olvidado porque era tan horrible que no le gustaba recordarla. Tenía la boca llena de un amargo sabor que le daba punzadas en la lengua. El corazón le palpitó desbocado, como si quisiera salir corriendo del pecho y no pudiera. El estómago se le encogió y buscó un lugar donde esconderse.
Intentó contestar, pero no le salían las palabras. Conocía a ese espectro. Lord Soth, un caballero muerto, le había enseñado a sentir miedo, una sensación que no le gustaba ni pizca. Se le ocurrió que quizá lord Soth no se acordaba de él y que más valía que fuera así porque su último encuentro no había sido muy amistoso. La idea quedó rápidamente relegada por las palabras que parecieron clavarse en el kender como el viento gélido del invierno.
—No me gusta repetir las cosas. ¿Qué haces tú aquí?
A Tas le habían hecho esa pregunta montones de veces a lo largo de su vida, aunque nunca con ese sombrío significado. Casi todas las veces era: «¿Qué haces tú aquí?», dicho en un tono que implicaba que quien hacía la pregunta se alegraría de que hiciera lo que hiciera «aquí» lo estuviera haciendo en cualquier otra parte. Otras veces, la pregunta era: «¿Qué haces tú aquí?», lo que significaba realmente que dejara de «hacer» eso inmediatamente. Lord Soth había dado énfasis a la palabra «tú», haciéndola: «¿Qué haces tú aquí?», lo que significaba que se estaba refiriendo a Tasslehoff Burrfoot directamente. Lo que significaba que le había reconocido.
Tas intentó contestar varias veces, ninguna de ellas con éxito, ya que lo único que salió de su boca fué una gárgara, no palabras.
—Te he hecho una pregunta dos veces —dijo el caballero muerto—. Y aunque mi tiempo en este mundo es eterno, mi paciencia no lo es.
—Estoy intentando contestar, señor —repuso sumisamente Tas—, pero haces que las palabras se enreden dentro de mí. Sé que esto es poco cortés, pero voy a tener que hacerte una pregunta antes de poder contestar la tuya. Cuando dices «aquí», ¿qué quieres decir exactamente? —Se enjugó el sudor de la frente con la mano e intentó mirar a cualquier otra parte que no fueran aquellos ojos—. He estado en montones de «aquí», y estoy hecho un lío sobre dónde es tu «aquí».
Los ojos rojos de Soth se desviaron de Tas al ingenio de viajar en el tiempo que los dedos crispados del kender aferraban con fuerza. Tas siguió la mirada del caballero muerto.
—Oh, eh... esto —dijo Tas, tragando saliva—. Bonito, ¿verdad? Lo encontré en... eh... mi último viaje. Se le cayó a alguien y voy a devolvérselo. ¿A que es una suerte que me lo encontrara? Si no te importa, lo guardaré... —Intentó abrir uno de sus saquillos, pero las manos no le dejaban de temblar.
—No te preocupes —dijo Soth—. No te lo quitaré. No tengo el menor deseo de poseer un artefacto que me transporte en el tiempo. A menos... —Hizo una pausa y los rojos ojos se oscurecieron—. A menos que me llevara hasta un momento en el que pudiera remediar lo que hice. Quizás entonces podría serme de utilidad.
Tas sabía muy bien que no podría impedir a lord Soth que le arrebatara el ingenio si quería, pero al menos trataría de ponérselo difícil. El valor que es verdadero valor y no simplemente la ausencia de miedo creció en Tasslehoff, y el kender tanteó buscando el cuchillo, Mataconejos, que llevaba en el cinturón. Ignoraba qué podría hacer un pequeño cuchillo contra un caballero muerto, pero él era un Héroe de la Lanza. Tenía que intentarlo.
Por suerte, su valor no tuvo que ponerse a prueba.
—Mas, ¿de qué serviría? —dijo lord Soth—. Si pudiera volver a hacerlo, el resultado sería el mismo. Tomaría las mismas decisiones, cometería los mismos actos abyectos. Porque así era el hombre que fui.
Los ojos rojos del espectro titilaron al proseguir.
—Si pudiera regresar, sabiendo lo que sé ahora, entonces quizás actuaría de forma diferente. Pero nuestras almas nunca pueden volver atrás. Sólo van hacia adelante. Y a algunos ni siquiera nos está permitido eso. No hasta que hayamos aprendido las duras lecciones que la vida, y la muerte, nos enseñan.
Su voz, fría de por sí, se volvió más fría aún, de forma que Tas dejó de sudar y se puso a tiritar.
—Y ahora ni siquiera se nos da esta oportunidad.
Los ojos rojos centellearon de nuevo.
—Para responder a tu pregunta, kender, estás en la Quinta Era, también llamada Era de los Mortales. —El yelmo se movió y el caballero muerto alzó una mano. La capa andrajosa que llevaba se movió con ese gesto—. Te encuentras en el jardín de lo que antaño fue mi morada y ahora es mi cárcel.
—¿Vas a matarme? —preguntó Tas, más porque era una pregunta que se suponía que tenía que hacer que porque se sintiera amenazado. Una persona tenía que estar pendiente de ti para poder amenazarte, y Tas tenía la clara sensación de que le importaba menos al caballero muerto que los resecos tallos de las rosas muertas.
—¿Por qué iba a matarte, kender? —inquirió Soth—. ¿Por qué iba a molestarme en hacerlo?
Tas lo pensó a fondo. En realidad, no veía ningún motivo por el que Soth tuviera que matarlo, aparte de uno.
—Eres el Caballero de la Muerte, señor —argumentó—. ¿Matar a la gente no es tu trabajo?
—La muerte no era mi trabajo —replicó en tono apagado Soth—. La muerte era mi gozo. Y la muerte era mi tormento. Mi cuerpo ha muerto, pero mi espíritu permanece vivo. Del mismo modo que la víctima torturada sufre horriblemente cuando siente el hierro al rojo vivo martirizando su carne, así sufro yo a diario, mi alma abrasada con mi rabia, mi vergüenza, mi culpabilidad. He intentado ponerle fin, he intentado ahogar el dolor en sangre, aliviarlo con la ambición. Se me prometió que el dolor se acabaría. Se me prometió que si ayudaba a mi diosa a conseguir su recompensa yo obtendría la mía. Que mi dolor acabaría y mi espíritu quedaría libre. Tales promesas no se cumplieron.
Las pupilas rojas titilaron sobre Tasslehoff y después recorrieron las ennegrecidas y marchitas rosas con desasosiego.
—Hubo un tiempo en que maté por ambición, por placer o por rencor. Ya no. Ahora nada de eso tiene significado alguno para mí. Nada de eso ahoga el dolor.
»Además —añadió bruscamente Soth—, en tu caso, ¿por qué iba a tomarme la molestia de acabar contigo? Ya estás muerto. Moriste en la Cuarta Era, en el último segundo. Por eso te he preguntado que qué hacías aquí. Y ¿cómo encontraste este sitio cuando ni siquiera los dioses pueden ver dónde está escondido?
«Así que estoy muerto —se dijo Tas para sus adentros, con un suspiro—. Bueno, supongo que eso lo zanja todo.»
Meditaba lo extraño que era que lord Soth y él tuviesen algo en común cuando una voz, una voz viva, llamó:
—¡Milord! ¡Lord Soth! ¡Vengo a pedir audiencia para hablar contigo!
Una mano se cerró sobre la boca del kender, y otra mano fuerte lo rodeó. De repente Tas se encontró envuelto en los pliegues de una suave túnica negra, como si la noche hubiese cobrado consistencia y forma y hubiera caído sobre su cabeza. No veía nada. No podía hablar, y apenas respirar ya que la mano le tapaba la nariz y la boca. Lo único que olía —curiosamente— era a pétalos de rosa.
Tas habría protestado por aquel trato tan desconsiderado, pero había reconocido la voz viva que llamaba a lord Soth, y de repente se alegró sobremanera de contar con la desconocida mano para ayudarle a guardar silencio, porque aun cuando a veces tenía intención de permanecer callado, las palabras tenían tendencia a salir de su garganta antes de que él pudiera impedírselo.
Se retorció un poco para liberar la nariz y poder respirar, cosa que —muerto o no— el cuerpo le requería que hiciera. Conseguido su propósito, se mantuvo totalmente quieto.
Lord Soth no contestó de inmediato a la llamada. Él también había reconocido a la persona que le llamaba, a pesar de que nunca la había visto. La conocía porque los dos estaban atados por la misma cadena, servían a la misma ama. Supo a qué había venido y lo que iba a pedirle. Sin embargo, ignoraba cuál sería su respuesta. Sabía la que quería dar, pero dudaba de tener el valor necesario.
Valor. Sonrió amargamente. Hubo un tiempo en que creyó que no le temía a nada. Después había comprendido que había tenido miedo de todo. Había vivido sumido en el temor: miedo al fracaso, miedo a la debilidad, miedo a la gente que lo despreciaría si lo conociera realmente. Y, por encima de todo, había tenido miedo a que ella lo despreciara cuando descubriera que el hombre que adoraba era un hombre corriente, no el parangón de virtud y valor que creía.
Los dioses le habían dado conocimientos que podrían haber evitado el Cataclismo. Cabalgaba camino de Istar cuando topó con un grupo de mujeres elfas, seguidoras del Príncipe de los Sacerdotes. Le contaron mentiras sobre su esposa, le dijeron que le había sido infiel y que el hijo que llevaba en sus entrañas no era suyo. El miedo le había hecho creer esas historias, y había dado la espalda al camino que podría haber sido su salvación. El miedo le había cerrado los oídos a las protestas de inocencia de su esposa. El miedo le había hecho matar lo que amaba realmente.
Se quedó pensando en todo aquello, recordándolo una vez más, como se le condenó a recordarlo tantas y tantas veces.
De nuevo se encontró en el florecido jardín donde ella cuidaba las rosas con sus propias manos, sin confiar en el jardinero que él había contratado para que hiciera el trabajo. Miró preocupado sus manos, la blanca piel arañada, salpicadas con gotas de sangre.
—¿Merece la pena? —le preguntó—. Las rosas te causan daño.
—El dolor sólo dura un momento —le contestó ella—. El gozo de su belleza permanece durante días.
—Sin embargo, con el frío soplo del invierno se marchitarán y morirán.
—Pero tengo su recuerdo, amor mío, y eso me procura felicidad.
«Felicidad no —pensó—. Felicidad no, sino tormento. El recuerdo de su sonrisa, de sus risas. El recuerdo de la pena en sus ojos al apagarse la vida en ellos, tomada por mis manos. El recuerdo de su maldición. ¿O no fue una maldición? Así lo creí entonces, pero ahora me pregunto si, en realidad, no sería su bendición.»
Salió del jardín de rosas muertas y entró en el alcázar que perduraba desde hacía siglos como un monumento a la muerte y el miedo. Tomó asiento en el sillón cubierto por el polvo de eras, polvo que su forma incorpórea no alteró. Se sentó en aquel sillón y contempló, como lo había hecho hora tras hora y tras hora, la mancha de sangre en el suelo.
Ahí se había desplomado ella.
Allí había muerto.
Durante eones había estado condenado a escuchar el recital de sus maldades que le cantaban los espíritus de aquellas mujeres elfas que habían sido su perdición y a las que se condenó a vivir una vida que no era vida, una existencia de tormento y arrepentimiento. No había oído sus voces desde que empezó la Quinta Era. Ignoraba cuántos años hacía de eso, ya que el tiempo no tenía significado para él. Las voces eran parte de la Cuarta Era, y se habían quedado en la Cuarta Era.
Al fin perdonado. Al fin concedido permiso para marcharse.
Buscó el perdón, pero le fue negado. Se encolerizó ante la negativa, como su reina supo que le ocurriría. La ira fue el lazo de la trampa, y así, Takhisis lo cogió en ella, lo ató rápidamente y lo transportó allí para que continuara su mísera existencia, aguardando su llamada.
La llamada había llegado finalmente.
Los pasos de un ser vivo lo sacaron de su sombrío ensueño. Alzó la vista para contemplar a la representante de su Oscura Majestad, y se encontró con una chiquilla vestida con armadura, o eso pensó al principio. Entonces vio que la que erróneamente había tomado por una niña era una muchacha a punto de convertirse en una mujer. Le recordó a Kitiara, la única persona que, durante un breve periodo, había sido capaz de aliviar su tormento. Kitiara, que jamás conoció el miedo salvo en una ocasión, justo al final de su vida, cuando alzó los ojos y lo vio ir a por ella. Fue entonces, al mirar aquellos ojos rebosando pavor, cuando se entendió a sí mismo. Al menos le había dado eso.
También ella había desaparecido, su alma siguiendo adelante hacia dondequiera que tuviera que ir. ¿Acaso iba a ser esta mujer otra Kitiara? ¿Otra Kitiara enviada para seducirlo?
No, comprendió, al mirar los ojos ambarinos de la muchacha que se hallaba ante él. Ésa no era Kitiara, que había hecho lo que hizo por sus propios motivos, que no había servido a nadie salvo a sí misma. Esta muchacha lo hacía todo por la gloria... La gloria del Único. Kitiara nunca había sacrificado nada voluntariamente a fin de alcanzar sus metas. Esta chica lo había sacrificado todo, se había vaciado, quedándose como un recipiente para que la deidad lo llenara. Lord Soth vislumbró las minúsculas figuras de millares de seres atrapados en los ojos ambarinos. Sintió el cálido ámbar deslizándose sobre él, intentando capturarlo y retenerlo como un insecto más. Sacudió el yelmo.
—No te molestes, Mina —le dijo a la chica—. Sé demasiado. Sé la verdad.
—¿Y qué es la verdad? —preguntó.
Los ojos color ámbar intentaron atraparlo de nuevo. No era de las que se daban por vencida, esta mujer-niña.
—Que tu señora te utilizará y después te abandonará —dijo Soth—. Te traicionará, como ha traicionado a todo el mundo que la ha servido. La conozco de antiguo, ¿sabes?
Percibió los indicios de la cólera de su reina, pero decidió hacer caso omiso. «Ya no —le dijo—. Ahora ya no puedes utilizar eso en mi contra.»
Mina no estaba furiosa. Parecía entristecida por su respuesta.
—¿Cómo puedes decir eso cuando afrontó tantas dificultades por traerte con ella? Eres el único que ha recibido tal honor. Todos los demás... —Hizo un ademán señalando la cámara vacía de fantasmas, o así le debía parecer a ella. Para Soth la estancia se encontraba abarrotada—. Todos los demás se perdieron en el olvido. Sólo a ti se te concedió el privilegio de seguir con este mundo.
—¿El olvido dices? Hubo un tiempo en que creí en eso. Hubo un tiempo en que temía la oscuridad, y por ello seguía teniéndome atrapado. Ahora sé a qué atenerme. La muerte no es el olvido. La muerte libera el alma para seguir su viaje.
Mina sonrió, compadecida de su ignorancia.
—Eres tú el que se equivoca. Las almas de los muertos no iban a ninguna parte. Se desvanecían en la niebla, desaprovechadas, olvidadas. Ahora, el Único atrae hacia sí las almas de los muertos y les da la oportunidad de permanecer en este mundo y seguir actuando por el bien del mismo.
—Por el bien del Único, querrás decir —atajó Soth. Rebulló en el sillón, en el que no encontraba acomodo—. Pongamos que me siento agradecido a ese dios por el privilegio de permanecer en el mundo. Conociendo a esa deidad como la conozco de antiguo, sé que espera que mi gratitud cristalice en algo tangible. ¿Qué quiere de mí?
—Dentro de unos cuantos días, ejércitos tanto de vivos como de muertos atacarán Sanction. La ciudad caerá en mi poder. —Mina no hablaba alardeando. Sencillamente exponía un hecho—. En ese momento, el Único realizará un gran milagro. Entrará en el mundo como era su intención desde hace mucho, uniendo los reinos de los mortales y los inmortales. Cuando exista en ambos reinos, conquistará el mundo, librándolo de indeseables tales como los elfos, y se establecerá como dirigente de Krynn. Se me nombrará capitana del ejército de los vivos, y el Único te ofrece el mando del ejército de los muertos.
—¿Qué me ofrece eso? —inquirió Soth.
—Te lo ofrece, sí, por supuesto.
—Entonces, no se ofenderá si rechazo su oferta —adujo Soth.
—No se ofenderá, pero le dolería mucho tu ingratitud, después de todo lo que ha hecho por ti.
—Todo lo que ha hecho por mí. —Soth sonrió—. Así que es por eso por lo que me trajo aquí. Para ser un esclavo que dirige un ejército de esclavos. Mi respuesta a tan generosa oferta es: no.
»Cometiste un error, mi reina —entonó Soth, hablando a las sombras, donde sabía que se encontraba agazapada, esperando—. Utilizaste mi cólera para mantenerme asido en tus garras, y ahora me arrastras hasta aquí para poder seguir utilizándome. Pero me dejaste solo demasiado tiempo. Me dejaste el silencio en el que de nuevo pude escuchar la voz de mi amada esposa. Me dejaste en la oscuridad que se convirtió en mi luz, pues pude volver a ver su rostro adorado. Pude verme a mí mismo, y vi un hombre consumido por sus miedos. Y fue entonces cuando te vi como eres realmente.
»Luché por ti, Takhisis. Creí que tu causa era la mía. El silencio me enseñó que eras tú la que alimentaba mis miedos, alzando a mi alrededor un anillo de fuego del que nunca pude escapar. El fuego se ha apagado ahora, mi reina. A mi alrededor sólo quedan cenizas.
—Cuidado, milord —dijo Mina y en su voz sonó un timbre ominoso—. Si os negáis a aceptar, corréis el riesgo de incurrir en su ira.
Lord Soth se puso de pie y señaló una mancha en el suelo de piedra.
—¿Ves eso?
—No veo nada —contestó Mina tras echar una mirada indiferente—. Nada salvo piedra gris y fría.
—Yo veo un charco de sangre. Veo a mi amada esposa tendida sobre su propia sangre. Veo la sangre de todos aquellos que perecieron porque mi miedo me impidió aceptar la redención que los dioses me ofrecieron. Ya he estado obligado a mirar esa mancha durante demasiado tiempo, y hace mucho que aborrezco su simple vista. Ahora me arrodillo en ella —dijo mientras caía de hinojos sobre la piedra—, me arrodillo en su sangre y en la sangre de todos los que murieron porque tuve miedo. Le pido perdón por el mal que le hice. Les pido a todos ellos que me perdonen.
—No puede haber perdón —manifestó severamente Mina—. Estás maldito. El Único arrojará tu alma a la oscuridad del dolor y el tormento eternos. ¿Es eso lo que escoges?
—La muerte es lo que escojo —repuso Soth. Buscó debajo del peto de la armadura y sacó una rosa. Era una rosa muerta hacía mucho tiempo, pero su exuberante color no había perdido intensidad. La rosa era roja como los labios de ella, como su sangre—. Si la muerte trae consigo un tormento eterno, entonces lo acepto como mi merecido castigo.
Lord Soth vio a Mina reflejada en el rojo fuego de su alma.
—Tu dios Único ha perdido su dominio sobre mí. Ya no tengo miedo.
Los ojos ambarinos de Mina se endurecieron por la cólera. La muchacha giró sobre sus talones y lo dejó arrodillado en el frío suelo, con la cabeza inclinada, las manos cerradas fuertemente sobre las espinas y las hojas muertas y los pétalos arrugados de la rosa. Los pasos de Mina resonaron en el alcázar, haciendo temblar el suelo en el que estaba arrodillado, sacudiendo los muros abrasados y las paredes desmoronadas, zarandeando las vigas carbonizadas.
Sintió dolor, dolor físico, y miró maravillado su mano. El guantelete de la maldita armadura había desaparecido. Las espinas de la rosa muerta se hincaban en su carne. Una gotita de sangre brillaba en su piel, más roja que los pétalos.
Encima de él, una viga cedió y se estrelló a su lado. Las astillas de la resquebrajada madera saltaron y se clavaron en su carne. Apretó los dientes para aguantar el dolor de las heridas. Aquél era el último y desesperado intento de la Reina Oscura de retenerlo bajo su control. Le había devuelto su cuerpo mortal.
Jamás lo sabría, pero, en su ignorancia, le había concedido una última bendición.
Seguía agazapada en las sombras, convencida de su triunfo, esperando que su miedo lo sometiera de nuevo a ella, esperando que gritara que se había equivocado, esperando que se arrastrara y le suplicara que lo salvara.
Lord Soth se llevó la rosa a los labios. Besó los pétalos y después los esparció sobre la sangre que manchaba de rojo la piedra gris. Se quitó el yelmo que había sido su carne y sus huesos durante tantos años vacíos. Se arrancó el peto de un tirón y lo arrojó lejos, tanto que chocó contra la pared con un estruendo metálico.
Cayó otra viga, desprendida por una mano vengativa. Lo golpeó, le aplastó el cuerpo, lo hundió contra el suelo. Su sangre fluyó libremente y se mezcló con la de su amada esposa. No gritó. El dolor de la muerte era espantoso, pero era un suplicio que acabaría pronto. Lo aguantaría por ella, por el dolor que su alma había padecido por causa de él.
No estaría esperándolo. Había emprendido su propio viaje hacía mucho tiempo, llevando en los brazos a su hijo. Él haría ese viaje en pos de ellos solo, perdido, buscándolos.
Tal vez nunca encontrara a los dos seres a los que tanto daño había hecho, pero dedicaría la eternidad a esa búsqueda.
Y en ella, encontraría la redención.
Mina cruzó la rosaleda a grandes zancadas. Su rostro estaba lívido y frío como si estuviera tallado en mármol. No miró atrás para contemplar la destrucción final del alcázar de Dargaard.
Tasslehoff, atisbando detrás de un pliegue de negrura, la vio partir. No vio adonde iba porque, en ese momento, la inmensa estructura se derrumbó sobre sí misma con un estruendo ensordecedor que levantó nubes de polvo y lanzó escombros al aire.
Un enorme bloque de piedra cayó en la rosaleda. A Tas le sorprendió enormemente no encontrarse debajo de él, ya que se había desplomado justo en el punto donde había estado de pie, pero, como el vilano de un cardo, flotó en el viento de ruina y muerte y ascendió hacia el puro y frío azul de un cielo despejado.
La ciudad de Sanction llevaba sitiada varios meses. Los caballeros negros habían lanzado contra ella cuanto tenían. Eran incontables los muertos a la sombra de sus murallas —a ambos lados de ellas— y habían muerto para nada, ya que el cerco no podía romperse. Cuando el ejército de Mina apareció marchando, los defensores de Sanction se rieron al verlo, pues ¿qué podía cambiar un número tan reducido de hombres?
Sus risas no duraron mucho. La ciudad de Sanction cayó ante el ejército de espíritus en un día.
Nada podía detener el avance de los muertos. Los fosos por los que fluía la lava ardiente que emergía de los Señores de la Muerte habían mantenido a raya a los vivos, pero no eran una barrera para los espíritus. Los nuevos terraplenes reforzados de las defensas contra los que el ejército de los caballeros negros se había lanzado una y otra vez sin éxito, ahora se alzaban como monumentos a la futilidad. La espesa niebla gris de desventuradas almas descendió por las laderas de las montañas, llenó los valles como una marea creciente y se arremolinó y sobrepasó las fortificaciones. Sitiados y sitiadores por igual huyeron ante el terrible aluvión de muertos.
Los zapadores de Mina no necesitaron echar abajo las puertas que daban paso a la ciudad ni abrir brecha en las murallas. Sus tropas sólo tuvieron que esperar hasta que las puertas se abrieran de golpe desde el interior por los empavorecidos defensores. Al huir del ejército de muertos no tardaron en unirse a sus filas. Los caballeros de Mina, escondidos entre la fantasmagórica niebla, acabaron con los vivos sin piedad. Conducido por Galdar, el ejército irrumpió por las puertas y la batalla estalló dentro de la ciudad.
Mina libraba su batalla en las estribaciones que rodeaban Sanction haciendo todo lo posible para evitar el pánico en el ejército de sitiadores, tan aterrado como su enemigo. Cabalgaba entre los soldados frenando su huida, instándolos a volver al combate.
Parecía encontrarse en todas partes del campo de batalla, galopando velozmente en su caballo rojo allí donde se la necesitaba. Se movía sin preocuparse en absoluto por su seguridad y a menudo dejaba atrás a sus guardias personales que azuzaban frenéticamente a sus monturas para dar alcance a la joven.
Gerard no tomó parte en la batalla. Fiel a su palabra, Mina lo apostó junto al prisionero, el rey elfo, en lo alto de una cresta desde la que se divisaba la ciudad.
Además del elfo, había otros cuatro caballeros negros con Gerard para proteger la carreta que transportaba el sarcófago de ámbar de Goldmoon. Odila estaba en la carreta. Como Gerard, su mirada permanecía fija en la batalla en la que no podía participar. Frustrado, sin poder hacer nada para ayudar a sus compañeros de caballería, Gerard siguió la batalla desde su detestada posición aventajada. Mina irradiaba una luz pálida y fantasmagórica que la convertía en un punto de concentración en cualquier lugar del campo de batalla.
—¿Qué es esa extraña niebla que inunda el valle? —preguntó Silvanoshei que observaba asombrado, montado en su caballo.
—No es una niebla, majestad. Es un ejército de espíritus de muertos —repuso, sombrío, Gerard.
—Hasta los muertos la adoran —dijo el elfo—. Acuden a luchar por ella.
Gerard echó una ojeada a la carreta que transportaba los cuerpos de los dos magos muertos. Se preguntó si el espíritu de Palin se encontraría en aquel campo de batalla luchando por Mina. Imaginaba cuánto la «adoraba» Palin. Podría haber hecho notar eso al enamoriscado joven, pero guardó silencio. De todos modos no le creería. Gerard siguió montado en el caballo, sumido en un hosco silencio.
El estruendo de la batalla y los gritos de los moribundos se alzaban de la niebla de espíritus que se espesaba a cada instante. De repente, Gerard lo vio todo envuelto en un velo de sangre y decidió cabalgar hacia allí para unirse a la desesperada lucha, aunque sabía desde el principio que no podía conseguir nada y que sólo lograría que lo mataran.
—¡Gerard! —llamó Odila.
—¡No puedes detenerme! —gritó, furioso, y entonces, cuando la niebla rojiza se aclaró un poco, vio que no intentaba detenerlo, sino que intentaba advertirle.
Cuatro de los caballeros de Mina, que se suponía que estaban protegiendo al elfo, espolearon a sus caballos y lo rodearon.
—Sigue, Gerard —dijo uno, un hombre llamado Clorant—. Ésta no es tu lucha. No queremos hacerte daño.
—Es mi lucha, malditos bastardos... —empezó Gerard, que barbotó las palabras desafiantes antes de entender lo que le habían dicho.
Los caballeros no lo miraban a él. Sus ojos, rebosantes de odio, estaban fijos más allá de él, en el elfo. Gerard recordó las chanzas y los insultos que había oído cuando el rey elfo entró en el campamento. Miró por encima del hombro. Silvanoshei no iba armado, se encontraría indefenso contra esos cuatro.
—Lo que le ocurra al orejas puntiagudas no es de tu incumbencia, Gerard —dijo Clorant, cuyo tono era ominoso, y su expresión mortífera—. Cabalga y no mires atrás.
Gerard tuvo que luchar consigo mismo, sofocar su rabia, obligarse a pensar tranquila y racionalmente. Entre tanto, maldijo a Mina por saber leer su corazón.
—Chicos, creo que lo habéis pillado todo al revés —dijo. Procurando que pareciera de manera casual, desvió su caballo de forma que lo situara entre Clorant y el joven elfo, y luego señaló—. La lucha está en esa dirección, a vuestra espalda.
—No tendrás problemas con Mina, Gerard —prometió Clorant—. Ya tenemos pensada una buena historia. Vamos a decirle que nos atacó una patrulla enemiga que merodeaba por las montañas y que conseguimos ahuyentarla, pero que en la confusión el elfo resultó muerto.
—Traeremos un par de cadáveres hasta aquí arriba —añadió otro—. Y nos mancharemos un poco con sangre para darle realidad a la historia.
—Me encantará mancharos de sangre a cualquiera de vosotros —dijo Gerard—, pero la cosa no va a llegar a eso. Ese elfo no lo merece. No es una amenaza para nadie.
—Lo es para Mina —argüyó Clorant—. Intentó matarla cuando estuvimos en Silvanesti. El Único nos la devolvió, pero la próxima vez ese bastardo podría tener éxito.
—Si es verdad que intentó matarla, dejad que Mina se ocupe de él —replicó Gerard.
—Ella no ve a través de los trucos y engaños del elfo —insistió Clorant—. Hemos de protegerla de sí misma.
«Es un enamorado celoso —comprendió Gerard—. Clorant está enamorado de ella. Todos lo están. Ésa es la verdadera razón de que quieran matar al elfo.»
—Dame una espada. Puedo librar mis propias batallas —declaró Silvanoshei, que había acercado su caballo al de Gerard. El elfo le lanzó una mirada orgullosa y despectiva—. No necesito que las libres por mí.
—Joven necio —gruñó Gerard sin apenas mover los labios—. ¡Cállate y deja que me encargue yo de esto!
»Mina me ordenó que lo protegiera, y tengo el deber de obedecer —dijo en voz alta—. Juré que obedecería, igual que vosotros. Anda por ahí un concepto llamado honor. Quizá vosotros, chicos, hayáis oído hablar de él.
—¡Honor! —Clorant escupió en el suelo—. Hablas como un maldito solámnico. Tienes dos opciones, Gerard. O puedes cabalgar a la batalla y dejar que nos ocupemos del elfo, en cuyo caso nos encargaremos de que no tengas problemas, o puedes ser uno de los cadáveres que dejaremos en el lugar de la lucha para probar nuestra historia. No te preocupes —se mofó—. Le diremos a Mina que moriste con «honor».
Gerard no esperó a que se le echaran encima. Ni siquiera aguardó a que Clorant acabara de hablar, y espoleó a su caballo contra él. Las espadas entrechocaron al tiempo que sonaba la palabra «honor».
—Yo me encargo de este bastardo —gritó Clorant—. ¡Vosotros, matad al elfo!
Los otros tres dejaron que Clorant se ocupara de Gerard y galoparon hacia Silvanoshei. Gerard oyó a éste gritar algo en elfo, escuchó la maldición de uno de los caballeros, seguida de un golpe sordo y el tintineo de metal. Se arriesgó a echar un vistazo y, para su sorpresa, vio que Silvanoshei, sin más armas que sus propias manos, se había arrojado sobre uno de los caballeros, derribándolo del caballo. Los dos forcejearon en el suelo para coger la espada que el caballero había dejado caer. Los compañeros del caballero se movían alrededor de los combatientes, esperando la oportunidad de asestar un golpe al elfo sin correr el riesgo de herir a su amigo.
Gerard tenía sus propios problemas. Luchar contra un enemigo armado a caballo no era tanto una cuestión de habilidad en el manejo de la espada como un batallar a base de estacazos y golpes secos para desmontar al adversario.
Los caballos relinchaban y levantaban terrones con los cascos. Clorant y Gerard giraban uno en torno al otro, blandiendo salvajemente las espadas, golpeando cualquier parte del cuerpo que tenían al alcance, sin que ninguno de los dos se impusiera claramente al otro. El puño de Gerard se estrelló contra la mandíbula de Clorant y su espada se deslizó a través de la cota de malla de un brazo del hombre. El propio Gerard no se encontraba herido, pero era el que estaba en cierta desventaja. Clorant sólo tenía que defenderse, mantener a Gerard ocupado para que no pudiera salvar al elfo.
El solámnico echó otra ojeada y vio que Silvanoshei había conseguida asir la espada caída del caballero. Tras adoptar una postura defensiva, el joven observó sombríamente a sus enemigos, dos de los cuales seguían montados y estaban armados. El caballero caído empezaba a incorporarse.
Uno de los caballeros enarboló la espada y lanzó a galope su montura contra Silvanoshei con la intención de descabezarlo con un golpe de arriba abajo. Desesperado, Gerard dio la espalda a Clorant, dejando baja la guardia, pero no tenía más remedio si quería salvar la vida al elfo. Espoleó a su caballo, de modo que el animal, sobresaltado, dio un salto hacia adelante; el propósito de Gerard era galopar entre los dos combatientes para ponerse entre el elfo y su atacante.
Clorant golpeó a Gerard desde atrás. La espada se descargó contra el yelmo del solámnico, que sintió que los oídos le zumbaban y como si se le hubieran desparramado los sesos. Entonces Clorant se situó a su lado; una espada relumbró a la luz del sol.
—¡Basta ya! —gritó una mujer, la voz temblándose de rabia—. ¡En nombre del Único, acabad con esta locura!
El caballero que galopaba hacia el elfo tiró de las riendas tan fuerte que el caballo se encabritó y a poco dio con los huesos de ambos en el suelo. Gerard tuvo que frenar a su montura rápidamente para no chocar contra el tambaleante animal. Oyó a Clorant soltar un respingo mientras intentaba controlar a su caballo. Comprendió, por la mirada aterrada y su expresión culpable, que Clorant creía que era la voz de Mina. Gerard sabía que no. Reconocía la voz. Su esperanza era que Odila tuviera el coraje necesario para poner fin a la contienda.
Con el semblante lívido, los vuelos de la túnica sacudiéndose violentamente contra los tobillos, Odila se adelantó hasta el centro de la sudorosa, sangrante y letal refriega. Apartó una espada con la mano desnuda. Dirigió una mirada fulminante a los hombres, echando chispas por los ojos, y después sus ojos se detuvieron en Clorant.
—¿Qué significa esto? ¿No oíste la orden de Mina de que a este elfo había que tratarlo con el mismo respeto que a ella? —Odila lanzó una rápida mirada a cada uno de ellos, sin excluir a Gerard—. ¡Enfundad las armas! ¡Todos vosotros!
Estaba corriendo un gran riesgo. No sabía si esos hombres la veían como una verdadera sacerdotisa, una representante del Único, alguien tan sagrado como la propia Mina, o si sólo la consideraban una seguidora, en nada diferente a ellos.
Los hombres vacilaron e intercambiaron miradas indecisas. Gerard guardó silencio e intentó mostrarse tan culpable y consternado como los otros. Echó una fugaz ojeada al elfo, pero Silvanoshei tuvo el sentido común de mantener cerrada la boca. Jadeaba, falto de resuello, y observaba con recelo a sus enemigos. La mirada de Odila se endureció y la mujer estrechó los ojos.
—En nombre del dios Único, bajad las armas —volvió a ordenar, y esta vez señaló a Clorant—. ¡A no ser que queráis que la mano con la que la empuñáis se seque y se os desprenda del brazo por contrariarme!
—¿Le contarás a Mina lo que ha pasado? —inquirió Clorant con resentimiento.
—Sé que lo hicisteis por un equivocado deseo de cuidar de Mina —manifestó Odila, que suavizó el tono—. No tenéis que protegerla. El Único la guarda en la palma de su mano. El Único sabe lo que es mejor para ella y para todos nosotros. Este elfo vive sólo porque es voluntad del Único. —Odila señaló hacia Sanction—. Regresad a la batalla. Vuestro verdadero enemigo se encuentra allí abajo.
—¿Se lo contarás a Mina? —insistió Clorant, y en su voz había un timbre de miedo.
—No —contestó Odila—, lo haréis vosotros. Le confesaréis lo que habéis hecho y pediréis su perdón.
Clorant bajó la espada y, tras un instante de vacilación, la enfundó en la vaina. Hizo un gesto a sus compañeros para que las guardaran también. Después, tras lanzar una mirada de odio al elfo, hizo girar a su caballo y galopó colina abajo, dirigiéndose a Sanction. Sus amigos cabalgaron en pos de él.
Gerard soltó un inmenso suspiro de alivio y desmontó.
—¿Os encontráis bien? —preguntó a Silvanoshei mientras lo examinaba con la mirada. Vio unas cuantas manchas de sangre en sus ropas, pero nada serio.
Silvanoshei se apartó y lo miró con desconfianza.
—Tú, un caballero negro, arriesgaste la vida para salvar la mía. Te enfrentaste a tus compañeros. ¿Por qué?
—No lo hice por vos —repuso en tono gruñón Gerard, que no podía decirle la verdad—. Lo hice por Mina. Me ordenó que os protegiera, ¿recordáis?
—Eso tiene sentido. —El gesto del elfo se suavizó—. Gracias.
—Dadle las gracias a ella —rezongó Gerard en actitud descortés.
Con movimientos agarrotados y doloridos, cojeó hacia donde se encontraba Odila.
—Bien hecho. Fue una excelente actuación —la felicitó en voz baja—. Aunque siento curiosidad por saber qué habría ocurrido si Clorant no se hubiera tragado tu farol. Por un instante creí que era lo que iba a pasar. ¿Qué habrías hecho entonces?
—Es extraño. —La mirada de Odila era ausente y su voz sonaba queda y pensativa—. En el momento que hice la amenaza, supe que tenía el poder de cumplirla. Habría podido secarle la mano. Lo habría hecho.
—Odila... —empezó a discutir con ella.
—Da igual si me crees o no —le interrumpió bruscamente ella—. Nada puede oponerse al Único.
Asió el medallón que llevaba al cuello y regresó a la carreta.
—Nada puede pararle —dijo—. Nada.
Cabalgando en la vanguardia del triunfal ejército que entró, sin oposición, por la Puerta Oeste de Sanction y marchó victorioso a lo largo de la famosa calle del Armador, Gerard contempló la ciudad y sólo vio fantasmas: del pasado, del presente, de la prosperidad, de la guerra.
Recordó lo que había oído sobre Sanction, recordó —como si le hubiera ocurrido a otra persona y no a él— su conversación con Caramon Majere en la que expresó su esperanza de que lo mandaran a Sanction. «Algún sitio donde haya una verdadera batalla», había dicho o, si no lo había dicho, lo había pensado. Miró aquel fantasma de sí mismo y vio a un joven inexperto que no tenía bastante sentido común para saber cuan afortunado era.
«¿Qué pensaría Caramon de mí?» Gerard se puso colorado al recordar algunas de sus necias bravuconadas. Caramon Majere había librado muchas batallas. Sabía lo que era realmente la gloria, que no era más que una vieja espada oxidada y manchada de sangre seca colgada en la pared del recuerdo de un viejo. Al pasar ante los cadáveres de aquellos que habían defendido Sanction, Gerard vio la verdadera gloria de la guerra: las aves carroñeras aleteando mientras arrancaban ojos, moscas que llenaban el aire con su espantoso zumbido, los equipos de enterramiento riendo y bromeando mientras amontonaban cuerpos en carretones y los tiraban en las fosas comunes.
La guerra era una ladrona que osaba importunar a la muerte, robándole la noble majestuosidad de su dignidad, dejándola desnuda, arrojándola a una fosa y cubriéndola con cal para frenar el hedor.
Gerard dio las gracias por algo: se dejó descansar a los muertos.
Al final de la batalla, Mina —con la armadura cubierta de sangre, bien que ella ilesa— se había arrodillado junto a la primera de las zanjas cavadas precipitadamente para recibir a los muertos y rezó por ellos. Gerard la había observado con el estómago hecho un nudo por el horror, esperando que los cadáveres ensangrentados se levantaran, cogieran sus armas y formaran filas a una orden de Mina.
Afortunadamente no había ocurrido eso. Mina encomendó sus almas al dios Único y las instó a servirle bien. Gerard miró a Odila, que no se encontraba lejos de él. La mujer tenía la cabeza inclinada y las manos enlazadas como si orase.
El caballero estaba furioso con ella; y furioso consigo mismo por estar furioso. Odila sólo había dicho la verdad. Ese dios Único era omnipotente, omnisciente, y lo veía todo. Ellos no podían hacer nada para detenerlo. Le repateaba afrontar la verdad, eso era todo. Detestaba admitir la derrota.
Cuando la ceremonia por los muertos terminó, Mina montó en su caballo y cabalgó al interior de la ciudad que se encontraba, en su mayor parte, desierta.
Durante la Guerra de la Lanza, Sanction había sido un campamento armado dedicado a la Reina de la Oscuridad, el cuartel general de sus ejércitos. Los draconianos habían nacido en el templo de Luerkhisis. Lord Ariakas tenía su puesto de mando en Sanction, entrenaba allí sus tropas, guardaba sus esclavos, torturaba a los prisioneros.
La Guerra de Caos, con la marcha de los dioses, que había sembrado la devastación en muchas partes de Ansalon, llevó prosperidad a Sanction. Al principio parecía que la ciudad sería destruida y que nadie la gobernaría, ya que los ríos de lava que se derramaban de los cráteres de los Señores de la Muerte amenazaban con enterrarla. Un hombre llamado Hogan Rada llegó para salvar a Sanction de las iras de las montañas. Haciendo uso de una magia poderosa que jamás explicó, desvió los flujos de lava y expulsó a la gente perversa que había gobernado largo tiempo la ciudad. Se invitó a ir allí a mercaderes y a quienes buscaran un medio de ganarse la vida y, casi de la noche a la mañana, Sanction prosperó a medida que las mercancías entraban en muelles y dársenas.
Viendo su riqueza y necesitados de acceso a su puerto, los caballeros negros quisieron recuperar el control de la ciudad, y ahora lo tenían.
Con Qualinost destruida, Silvanesti ocupada y Solamnia bajo su dominio, podría decirse, con toda justicia, que las zonas de Ansalon que no estaban controladas por Mina no merecía la pena controlarlas. Había cerrado el círculo al regresar a Sanction, donde comenzó su leyenda.
Advertidos de la marcha de Mina sobre su ciudad, los habitantes de Sanction, que habían capeado el asedio sin demasiadas privaciones, al escuchar los rumores sobre el ejército de caballeros negros y temiendo que los crueles conquistadores los esclavizaran, saquearan sus hogares, violaran a sus hijas y asesinaran a sus hijos, habían cogido sus botes o sus carretas y se hicieron a la mar o se encaminaron hacia las montañas.
Sólo se quedaron unos pocos: los pobres, que no tenían medios para marcharse; los viejos y los enfermos, que no podían emprender viaje; los kenders (por cuestión de carácter); y los oportunistas, a quienes les importaba poco cualquier dios y no debían lealtad a ningún gobierno ni causa excepto la suya propia. Estas personas se alineaban en las calles para ver la entrada del ejército, y sus expresiones iban desde una aburrida apatía hasta una anhelante expectativa.
En el caso de los pobres, su vida era ya tan miserable que no tenían nada que temer. En el caso de los oportunistas, sus miradas avariciosas no se apartaban de los dos enormes arcones de madera, reforzados con hierro, que se habían transportado bajo la estrecha vigilancia de una numerosa guardia desde Palanthas. En ellos viajaba gran parte de la fortuna de los caballeros negros, fortuna que tan codiciosamente había amasado el difunto lord Targonne. Ahora, esas riquezas se compartirían con todos los que habían luchado por Mina, o eso se rumoreaba.
Reforzar el fervor religioso con bolsas de monedas de acero; un movimiento inteligente, pensó Gerard, y con el que se aseguraba ganarse el corazón de sus soldados, además de sus almas.
El ejército avanzó por la calle del Armador y llegó a una gran plaza de mercado. Uno de los caballeros, que había visitado Sanction en una ocasión, explicó que se llamaba bazar Souk y que por lo general estaba tan abarrotado de gente que apenas había espacio para respirar, cuanto menos caminar. No ocurría lo mismo ahora. Los únicos que rondaban por allí eran unos cuantos matones oportunistas que aprovechaban la conmoción para saquear los puestos abandonados.
Mina ordenó hacer un alto en esa zona central y procedió a tomar el control de la ciudad. Despachó guardias al mando de oficiales de confianza para confiscar almacenes, tabernas, tiendas de magia y establecimientos de prestamistas. Envió a otro grupo de guardias, dirigidos por Galdar, al imponente palacio donde vivía el gobernador de la ciudad, el misterioso Hogan Rada. Los guardias tenían orden de arrestarlo, cogerlo vivo si cooperaba y matarlo en caso contrario. Sin embargo, Hogan Rada continuó siendo un misterio, ya que Galdar regresó para informar que no habían podido localizarlo y que nadie sabía cuándo se le había visto por última vez.
—El palacio está vacío y sería un alojamiento ideal para ti, Mina —dijo el minotauro—. ¿Ordeno a las tropas que lo preparen para tu llegada?
—El palacio será el cuartel general —repuso la joven—, no mi alojamiento. El Único no reside en palacios grandiosos, y yo tampoco lo haré.
Miró la carreta que transportaba el cadáver de Goldmoon atrapado en el sarcófago. El cuerpo no se había corrompido, no se había apergaminado. Congelado en el ámbar, parecía conservar una juventud eterna, una belleza imperecedera. La carreta había ocupado un lugar destacado en la procesión, inmediatamente detrás de Mina, rodeada por una guardia de honor de sus caballeros.
—Me alojaré en lo que antaño se llamaba el Templo de Huerzyd, pero que ahora se conoce como el Templo del Corazón. Detened a los Místicos que queden en el templo. Llevadlos a un sitio protegido, por su propia seguridad. Tratadlos con respeto y decidles que estoy deseando reunirme con ellos. Escoltad el cuerpo de Goldmoon al templo y llevad el sarcófago al interior para colocarlo delante del altar. Te encontrarás a gusto, madre, como en casa —dijo quedamente al frío rostro de la mujer aprisionada en el ámbar.
Galdar no pareció muy complacido con la tarea asignada, pero no cuestionó la decisión de Mina. Sus caballeros se arremolinaban a su alrededor, ansiosos por servirla, esperando una mirada, una palabra, una sonrisa. Gerard se mantuvo retirado, ya que no deseaba quedar atrapado en la aglomeración de hombres y caballos. Necesitaba saber qué tenía que hacer con el elfo, pero no le corría prisa. Se alegró de disponer de tiempo para pensar, para decidir cuál sería su siguiente movimiento. No le gustaba en absoluto lo que le estaba pasando a Odila. Sus palabras sobre manos consumidas lo asustaban. Tuviera el medallón o no, iba a hallar un modo de sacarla de allí aunque para conseguirlo tuviera que golpearle la cabeza y llevársela a la fuerza.
De repente sintió una feroz e imperiosa necesidad de hacer algo, cualquier cosa, para luchar contra ese dios Único, aunque le causara menos daño que la picadura de una abeja. Una abeja no haría demasiado daño, pero si hubiera cientos, miles de ellas... Había oído historias de dragones huyendo de enjambres así. Tenía que haber...
—Eh, Gerard —llamó alguien—. Has perdido a tu prisionero.
Gerard salió de su abstracción con un sobresalto. El elfo ya no estaba a su lado. No temía —ni esperaba— que Silvanoshei intentase escapar. Sabía exactamente dónde buscarlo. Silvanoshei azuzaba a su caballo tratando de abrirse paso entre el círculo de caballeros que rodeaban a Mina.
Maldiciendo entre dientes, Gerard taconeó a su montura. Los caballeros se habían percatado de la presencia del elfo y le obstruían el paso a propósito. Silvanoshei apretó las mandíbulas y continuó decidida y obstinadamente hacia su objetivo. Uno de los caballeros, cuyo corcel recibió un empellón de la montura de Silvanoshei, se volvió y lo miró fijamente. Era Clorant, con el rostro magullado e hinchado y el labio manchado de sangre. El labio partido se tensó en una mueca. Silvanoshei vaciló un instante, pero después siguió empujando. Clorant dio un seco tirón a las riendas, girando bruscamente la cabeza del caballo. El animal, irritado, lanzó un mordisco a la montura de Silvanoshei, que a su vez le enseñó los dientes. En medio de la confusión, Clorant propinó un empujón al elfo con intención de desmontarlo. Silvanoshei se las arregló para agarrarse a la silla, y respondió con otro empellón.
Gerard condujo a su corcel a través del tropel y alcanzó al elfo, apartando el brazo de Clorant mientras pasaba.
—No es un buen momento de interrumpir a Mina, majestad —dijo en voz baja al elfo—. Quizá más tarde. —Alargó la mano para asir las riendas del caballo de Silvanoshei.
—Sir Gerard —llamó Mina—. Atiéndeme. Trae aquí a su majestad. Todos los demás, abrid paso.
A la orden de Mina, Clorant no tuvo más remedio que hacer recular a su caballo para que Gerard y Silvanoshei pudieran pasar. La mirada sombría de Clorant los siguió. Gerard la sintió como un cosquilleo en la nuca mientras se aproximada para recibir órdenes.
Se quitó el yelmo e hizo un saludo a Mina. Como consecuencia de la pelea con Clorant, Gerard tenía el rostro magullado y el cabello apelmazado con sangre reseca. Tras la batalla, sin embargo, el aspecto de los demás caballeros era igual o peor, y Gerard confió en que Mina no se diera cuenta.
Puede que la joven no hubiese reparado en las señales de Gerard, pero observó intensamente a Silvanoshei, que tenía la camisa desgarrada y manchada de sangre y la capa de viaje cubierta de barro.
—Sir Gerard, te confié la seguridad de su majestad, que lo mantuvieras a salvo y lejos del combate. Veo que ambos tenéis contusiones y sangre. ¿Alguno de los dos ha sufrido una herida grave?
—No, señora —repuso Gerard.
Se negaba a llamarla Mina, como hacían los demás caballeros. Al igual que una medicina preparada con alumbre y miel, su nombre, dulce al principio, dejaba un regusto amargo en la lengua. No dijo nada sobre la pelea con Clorant y sus compañeros. Tampoco Silvanoshei se refirió al incidente. Tras asegurarle que no estaba herido, el elfo se sumió en el silencio. Ninguno de los numerosos caballeros agrupados en el círculo dijo nada. Aquí y allí, un caballo se movía intranquilo, contagiado por su nervioso jinete. A estas alturas todos los caballeros de Mina estaban al corriente de lo ocurrido; puede que incluso hubieran estado confabulados.
—¿Cuáles son vuestras órdenes, señora? —preguntó Gerard con la esperanza de echar tierra sobre el asunto.
—Eso puede esperar. ¿Qué ocurrió? —insistió Mina.
—Una patrulla solámnica apareció de improviso, señora —contestó sin alterarse. Miró directamente los ojos ambarinos—. Creo que intentaban apoderarse de la carreta de suministros. Los rechazamos.
—¿También su majestad los combatió? —instó la joven esbozando una sonrisa.
—Cuando vieron que era un elfo, trataron de rescatarlo, señora.
—No quería que me rescatara nadie —añadió Silvanoshei.
Gerard apretó los labios. El comentario del elfo era completamente cierto.
Mina lanzó una fría mirada a Silvanoshei y después volvió a centrar su atención en Gerard.
—No vi cadáveres.
—Conocéis a los solámnicos, señora —repuso impasible—. Sabéis lo cobardes que son. En cuanto cruzamos nuestras espadas con ellos, salieron huyendo.
—Conozco a los solámnicos, sí —replicó Mina—. Y contrariamente a lo que piensas, sir Gerard, siento un gran respeto por ellos.
La mirada ambarina de la joven pasó por la hilera de caballeros y seleccionó de modo infalible a los cuatro que habían estado involucrados. Sus ojos permanecieron más tiempo clavados en Clorant, y aunque el caballero trató de sostener su mirada, acabó encogido por la vergüenza. Al cabo, Mina apartó la vista de él y la dirigió hacia Silvanoshei, otro insecto capturado en la cálida resina.
—Sir Gerard, ¿sabes cómo ir al cuartel general de la guardia de la ciudad? —preguntó Mina.
—No, señora. Nunca había estado en Sanction. Pero podré localizarlo, sin lugar a dudas.
—Allí encontrarás celdas de seguridad. Escoltarás a su majestad hasta esas celdas y te asegurarás de que se le encierra en una de ellas. Ocúpate de que se encuentre cómodo. Esto lo hago por vuestra protección, majestad —añadió Mina—. Alguien podría intentar «rescataros» de nuevo, y la próxima vez podría ocurrir que no contaseis con un defensor tan valeroso.
Gerard miró a Silvanoshei y apartó rápidamente los ojos. Resultaba demasiado doloroso contemplar al elfo. Las palabras de la muchacha tuvieron el efecto de una daga clavada en las entrañas del joven monarca.
Hasta sus labios perdieron color, y en el semblante lívido sus ardientes ojos eran lo único que parecía tener vida.
—Mina, tengo que saber una cosa —dijo Silvanoshei en un tono quedo, desesperado—. ¿Me amaste alguna vez? ¿O sólo me has estado utilizando?
—Sir Gerard, te he dado una orden —urgió Mina mientras se daba media vuelta.
—Sí, señora. —Gerard tomó las riendas de las manos del elfo y se dispuso a alejarse conduciendo al otro caballo.
—Mina —suplicó Silvanoshei—. Al menos me merezco saber la verdad.
La muchacha volvió la cabeza para mirarlo por encima del hombro.
—Mi amor, mi vida, pertenecen al dios Único.
Gerard tiró de las riendas del caballo del elfo y se puso en marcha.
El cuartel general de la guardia se encontraba al sur de la Puerta Oeste, a unas pocas manzanas. Los dos cabalgaron en silencio por las calles que habían estado desiertas cuando las tropas entraron en la ciudad, pero que ahora se llenaban rápidamente con los soldados del ejército del Único. Gerard tenía que ir muy atento para evitar arrollar a alguien y su avance era lento. Miró hacia atrás a Silvanoshei, preocupado, y vio su rostro tenso, las mandíbulas prietas, la vista clavada en las manos que aferraban el pomo de la silla con tal fuerza que los nudillos estaban blancos.
—Mujeres —rezongó Gerard—. Nos pasa a todos.
Silvanoshei sonrió amargamente y sacudió la cabeza.
«Bueno, tiene razón —admitió Gerard—. Los demás no tenemos a un dios implicado en nuestras relaciones íntimas.»
Cruzaron la Puerta Oeste. Gerard acarició la idea de que el elfo y él podrían escapar en medio de la confusión, pero la descartó de inmediato. La calzada se encontraba abarrotada con las tropas de Mina y aún quedaban más en el campo que rodeaba la ciudad. Todos y cada uno de los hombres con los que se cruzaban asestaban una mirada ceñuda y hosca a Silvanoshei. Más de un centenar de ellos masculló amenazas.
El caballero llegó a la conclusión de que Mina tenía razón, que la prisión era probablemente el lugar más seguro para el joven. Si es que existía un lugar seguro para Silvanoshei en Sanction.
O los guardias de la ciudad habían huido del cuartel o es que habían muerto. Mina había puesto a uno de sus caballeros al cargo del edificio. El caballero miró sin interés a Silvanoshei y escuchó con impaciencia a Gerard, que insistía en que al joven se le pusiera bajo vigilancia especial. El caballero hizo un gesto con el pulgar señalando hacia el pabellón de celdas. Las llaves aparecieron tras una breve búsqueda.
Gerard escoltó al prisionero hasta una de las celdas, situada en el rincón más oscuro del pabellón, con la esperanza de que pasara inadvertido allí.
—Lamento todo esto, majestad —dijo.
Silvanoshei se encogió de hombros y tomó asiento en el bloque de piedra que hacía las veces de camastro. Gerard cerró la puerta y echó la llave. El sonido de la cerradura hizo que el joven elfo alzara la cabeza.
—Debería darte las gracias por salvarme la vida —manifestó.
—Apuesto que ahora desearíais que no lo hubiese hecho —respondió Gerard, compasivo.
—Las espadas habrían sido menos dolorosas —convino Silvanoshei, que esbozó un mínimo atisbo de sonrisa.
Gerard miró a su alrededor. Se encontraban solos en el pabellón de celdas.
—Majestad —empezó en voz baja—, puedo ayudaros a escapar. No ahora mismo, porque antes he de hacer una cosa, pero sí dentro de poco.
—Gracias, pero te pondrías en peligro sin necesidad. No puedo escapar.
—Majestad, ya la habéis visto, la habéis oído —argüyó Gerard, que endureció el tono—. ¡No tenéis la menor posibilidad con ella! No os ama. Sólo piensa en ese... ese dios suyo.
—Suyo sólo, no. También mío —repuso el elfo con una calma inquietante—. El Único me prometió que Mina y yo estaríamos juntos.
—¿Y seguís creyendo eso?
—No —admitió Silvanoshei al cabo de un momento. Dio la impresión de que le hubieran arrancado el monosílabo a la fuerza—. No, no lo creo.
—Entonces, estad preparado. Volveré a por vos.
Silvanoshei sacudió la cabeza.
—Majestad —insistió Gerard, exasperado—, ¿sabéis la razón de que Mina os embaucara para venir aquí, alejándoos de vuestro reino? Porque sabe que vuestro pueblo sólo os seguirá a vos. Los silvanestis están sin hacer nada, esperando a que regreséis con ellos. Volved y sed su rey, ¡el rey que ella teme!
—Volver para ser su rey. —Silvanoshei torció los labios—. Que vuelva con mi madre, quieres decir. Que vuelva al oprobio y la vergüenza, a las lágrimas y las reprimendas. Antes que afrontar eso me quedaría sentado en esta celda el resto de mi vida, y los elfos somos muy, muy longevos.
—Maldita sea. Mirad, si sólo se tratara de vos, os dejaría que os pudrieseis aquí —manifestó hoscamente Gerard—. Pero sois su rey, tanto si os gusta como si no. Tenéis que pensar en vuestro pueblo.
—Es exactamente lo que hago. Lo que haré.
Silvanoshei se puso de pie y se acercó a Gerard mientras tiraba de un anillo que llevaba puesto.
—Eres un Caballero de Solamnia, como dijo Mina, ¿verdad? ¿Por qué estás aquí, para espiarla?
El gesto de Gerard se tornó aun más ceñudo. El caballero se encogió de hombros y no respondió.
—No tienes que admitirlo —continuó Silvanoshei—. Mina vio tu corazón, por eso te eligió para protegerme. Si tu oferta de ayudarme es en serio...
—Lo es, majestad.
—Entonces, toma esto. —Silvanoshei le tendió un reluciente anillo azul a través de los barrotes—. Ahí fuera, en alguna parte, cerca, de eso estoy seguro, encontrarás a un guerrero elfo. Se llama Samar. Lo ha enviado mi madre para llevarme de vuelta. Dale este anillo, él lo reconocerá. Lo he llevado desde que era un niño. Cuando te pregunte cómo ha llegado a tu poder, dile que lo cogiste de mi cadáver.
—Majestad...
—Tómalo. —Silvanoshei le tendió de nuevo el anillo—. Dile que he muerto.
—¿Por qué habría de mentir? ¿Y por qué iba a creerme él? —inquirió Gerard, indeciso.
—Porque querrá creerte. Y con esta acción me liberarás.
Gerard tomó el anillo, que era un aro de zafiros lo bastante pequeño para encajar en el dedo de un niño.
—¿Cómo encontraré a ese tal Samar?
—Te enseñaré una canción —respondió Silvanoshei—. Una vieja canción infantil elfa. Mi madre la utilizaba como señal si necesitaba avisarme de algún peligro. Ve cantándola mientras cabalgas. Samar la oirá y sentirá una gran curiosidad por saber cómo conoces, siendo humano, esa canción. Él dará contigo.
—Y entonces me cortará el cuello...
—Antes querrá interrogarte —dijo Silvanoshei—. Samar es un hombre de honor. Si le cuentas la verdad enseguida verá que también eres un hombre de honor.
—Me gustaría que reconsideraseis vuestra decisión, majestad —adujo Gerard. Empezaba a gustarle el joven elfo, a quien compadecía profundamente.
Silvanoshei sacudió de nuevo la cabeza.
—De acuerdo —aceptó Gerard con un suspiro—. ¿Cómo es esa canción?
El joven elfo le enseñó la canción. La letra era sencilla, y la melodía, melancólica. Estaba pensada para enseñar a un niño a contar: «Cinco por los dedos de cada mano. Cuatro por las patas de un caballo».
Supo que la última línea jamás se le olvidaría.
«Uno es único y singular, y así será por siempre jamás.»
Silvanoshei volvió a la cama de piedra, se tendió en ella y escondió el rostro.
—Dile a Samar que he muerto —reiteró quedamente—. Si te sirve de consuelo, caballero, no estarás diciendo una mentira. Le dirás la verdad.
Cuando Gerard salió de la prisión ya había caído la noche. Oteó calle arriba y abajo e incluso dio un paseo con aire despreocupado por detrás del edificio para comprobar que nadie merodeaba en algún portal ni se escondía en las sombras.
—Ésta es mi oportunidad —murmuró—. Puedo salir a caballo por las puertas, perdiéndome entre las tropas que instalan el campamento, encontrar al tal Samar y volver a empezar a partir de ahí. Eso será lo que haga. Largarme ahora es lo lógico. Tiene sentido. Sí, definitivamente, es lo que voy a hacer.
Pero mientras se decía eso a sí mismo, mientras se repetía que era el mejor curso de acción a seguir, sabía muy bien que no lo haría. Iría a buscar a Samar, tenía que hacerlo porque se lo había prometido a Silvanoshei y estaba decidido a cumplir su promesa, a pesar que no tenía intención de cumplir todas las que le había hecho al joven.
Primero debía hablar con Odila. Por supuesto, la razón era que esperaba persuadirla para que se marchara con él. Había discurrido unos cuantos argumentos buenos en contra del Único y planeaba utilizarlos.
El Templo del Corazón era un edificio antiquísimo, anterior al Cataclismo, dedicado al culto de los antiguos dioses de la Luz. Se había construido al pie del monte Grishnor y se decía que era la estructura más antigua de Sanction, construida probablemente cuando la ciudad era poco más que un pueblo pesquero. Existían varias leyendas en torno al templo, incluida la de que la piedra fundamental la colocó uno de los Príncipes de los Sacerdotes que había tenido la desgracia de naufragar. Arrastrado hasta la playa por las olas, el Príncipe de los Sacerdotes dio las gracias a Paladine por haber sobrevivido, y para demostrar su gratitud construyó un templo a los dioses. Después del Cataclismo, el templo podría haber corrido la misma suerte de muchos otros templos durante esa época, cuando la gente descargó su ira contra los dioses atacando y destruyendo sus templos. Éste permaneció en pie, indemne, principalmente a causa del rumor de que el espíritu de aquel Príncipe de los Sacerdotes rondaba por él, impidiendo que nadie dañara su tributo a los dioses. El templo sólo sufrió los estragos del abandono, nada más.
A raíz de la Guerra de Caos, el espíritu vengativo debía de haber partido, ya que los Místicos de la Ciudadela de la Luz se instalaron en el templo sin que tuvieran encuentros con ningún fantasma.
La estructura pequeña, cuadrada y en absoluto impresionante, tenía el tejado con las vertientes muy pronunciadas y asomaba por encima de los árboles. Bajo el techo había una nave central, que era la estancia más grande del templo, donde se encontraba el altar. Otras cámaras rodeaban la del altar y su función era de apoyo: alojamientos para los clérigos, una biblioteca, etcétera, etcétera. Dos juegos de puertas dobles daban acceso al templo por la fachada principal.
Tras decidir que ganaría tiempo yendo a pie por las abarrotadas calles, Gerard dejó el caballo en el establo de una posada próxima a la Puerta Oeste, y caminó hacia el norte, donde se alzaba el templo sobre una colina un tanto alejada de la ciudad y desde la que se dominaba la urbe.
Encontró a unas cuantas personas reunidas delante del templo, escuchando a Mina relatar los milagros del dios Único. Un hombre mayor mostraba una expresión sumamente ceñuda, pero casi todos los demás parecían interesados.
El templo resplandecía con las luces, tanto dentro como fuera. Las inmensas puertas dobles se abrieron de par en par. Al mando de Galdar, los caballeros introdujeron el sarcófago de ámbar de Goldmoon en la nave central del altar. La cabeza astada del minotauro se divisaba con facilidad, los cuernos y el hocico perfilados contra las llamas de las antorchas colocadas en hacheros en las paredes. Mina observó atentamente el procedimiento, echando ojeadas frecuentes a la procesión para asegurarse de que el sarcófago era manejado con cuidado y que sus caballeros se comportaban con dignidad y respeto.
Gerard se había parado bajo la densa sombra de un árbol envuelto en la noche a fin de reconocer el terreno, confiando en atisbar a Odila, y observó cómo el sarcófago de ámbar entraba lenta y majestuosamente en el templo. En cierto momento oyó a Galdar lanzar una dura reprimenda, y vio que Mina giraba la cabeza rápidamente para ver qué ocurría. Estaba tan preocupada que perdió el hilo de su sermón y tuvo que pensar un momento para recordar dónde se había quedado.
Gerard no podía pedir una ocasión mejor que aquella para hablar con Odila, mientras Galdar supervisaba los detalles del funeral y Mina hacía proselitismo entre la gente. Cuando un grupo de caballeros pasó hacia el templo llevando el equipaje de Mina, Gerard se situó tras los últimos.
Los caballeros estaban de buen humor y charlaban y reían por la estupenda broma que significaba que Mina hubiera ocupado el templo de los hacedores de buenas obras, los Místicos. Gerard no le veía la gracia, y dudaba mucho de que a Mina le hubiera gustado si los hubiese oído.
Los caballeros entraron por otras dobles puertas, encaminándose a los aposentos de Mina. Al mirar por una puerta abierta que había a su izquierda, hacia la intensa luz de las velas, Gerard vio a Odila de pie junto al altar, dirigiendo el emplazamiento del sarcófago de ámbar encima de varios caballetes de madera.
Gerard se quedó en las sombras, esperando que se presentara la ocasión de pillar sola a Odila. Los caballeros avanzaron con el pesado sarcófago y lo depositaron sobre los caballetes entre gruñidos y resoplidos, así como un grito y una maldición, debidos a que uno de los hombres había soltado demasiado pronto su carga con el resultado de pillarle los dedos a otro. Odila lanzó una seca recriminación y Galdar gruñó una amenaza. Los hombres empujaron una y otra vez y, al poco rato, el sarcófago se encontraba en su sitio.
Cientos de velas blancas ardían en el altar, probablemente colocadas allí por Odila. Las llamas de las velas se reflejaban en el ámbar, de manera que daba la impresión de que Goldmoon yacía en medio de una miríada de minúsculas llamas. La luz iluminaba su céreo rostro. Tenía un aspecto más sereno de lo que Gerard recordaba, si es que tal cosa era posible. Quizá, como había dicho Mina, a Goldmoon le complacía encontrarse en casa.
Gerard se pasó la manga por la frente sudorosa. Las velas irradiaban muchísimo calor. El caballero vio un hueco en un banco, en la parte trasera de la nave del altar. Se movió tan silenciosamente como le fue posible, sosteniendo la espada para evitar que golpeara contra la pared. Estaba un poco deslumbrado por haber contemplado las llamas fijamente, y tropezó con alguien. Iba a disculparse cuando le sacudió un escalofrío al ver que esa persona era Palin. El mago estaba sentado en el banco, completamente inmóvil, mirando sin pestañear las llamas de las velas.
Tocar el fláccido brazo del mago fue como tocar un cadáver caliente. Sintiendo una náusea, Gerard se cambió rápidamente a otro banco. Tomó asiento y aguardó con impaciencia que el minotauro se marchara.
—Pondré una guardia alrededor del sarcófago —anunció Galdar.
Gerard masculló una maldición. No había contado con eso.
—No es necesario —dijo Odila—. Mina va a venir a rezar al altar y ha dado órdenes de que quiere estar sola.
Gerard respiró con alivio, y entonces se le cortó del golpe la respiración. El minotauro estaba a medio camino hacia la puerta cuando hizo una pausa y recorrió con la mirada la nave del altar. Gerard se quedó completamente inmóvil mientras intentaba recordar si los minotauros tenían buena vista nocturna o no. Le pareció que Galdar lo había visto, ya que los ojos bovinos se quedaron clavados en él. El caballero esperó, tenso, a que Galdar lo llamara, pero al cabo de unos instantes de escrutinio el minotauro salió del templo.
Gerard se enjugó el sudor que le corría por la cara y le goteaba en la barbilla. Lenta y cautelosamente, se apartó de las filas de bancos y se dirigió hacia el altar. Intentó no hacer ruido, pero el cuero crujía y el metal tintineaba.
La luz de las velas bañaba a Odila. Tenía el rostro vuelto parcialmente hacia él, y Gerard se alarmó al ver lo delgada y demacrada que estaba. Había perdido su buen tono muscular al viajar durante semanas en la carreta y sin hacer otra cosa que escuchar las arengas de Mina y obligar a comer a los magos. Probablemente todavía podía empuñar su espada, pero no duraría ni dos asaltos con un oponente sano y avezado en la lucha.
Apenas hablaba y nunca reía, llevando a cabo sus tareas en silencio. A Gerard no le había gustado ese dios antes, pero ahora empezaba a odiarlo. ¿Qué tipo de dios sofocaba la alegría y le ofendía la risa? Ningún dios con el que él quisiera tener nada que ver. Se alegraba de haber ido a hablar con Odila, y esperaba poder convencerla para que abandonara esto y se fuera con él.
Mas, no bien había nacido esa esperanza cuando murió dentro de él. Una mirada a la cara de la mujer, mientras ésta se inclinaba sobre las velas, le bastó para darse cuenta de que estaba perdiendo el tiempo.
Aquello le recordó de repente un viejo truco de cazador furtivo para atrapar a un pájaro. Se pegaban bayas a intervalos regulares en un fino y largo cordel atado a una estaca. El pájaro se comía las bayas, una por una, ingiriendo el cordel al mismo tiempo. Cuando el pájaro llegaba al final de la ristra intentaba levantar el vuelo, pero para entonces tenía el cordel enroscado en las tripas y no podía escapar.
Una por una, Odila había ingerido las bayas pegadas al letal cordel. La última era el poder realizar milagros. Estaba atada el Único y sólo un milagro —un milagro inverso— la dejaría libre.
En fin, quizá la amistad era esa clase de milagro.
—Odila... —empezó.
—¿Qué quieres, Gerard? —preguntó sin volverse.
—Tengo que hablar contigo. Es un momento, por favor. No nos llevará mucho tiempo.
Odila se sentó en un banco, cerca del sarcófago de ámbar. Gerard se habría sentido más cómodo sentándose más atrás, lejos de la luz y del calor, pero la mujer no quiso moverse. Tensa y preocupada, echaba ojeadas a la puerta cada dos por tres, unas miradas que eran en parte nerviosas y en parte expectantes.
—Odila, escúchame —dijo Gerard—. Me marcho de Sanction. Esta noche. He venido a decírtelo y a intentar convencerte de que te vengas conmigo.
—No —respondió ella al tiempo que volvía a mirar hacia la puerta—. No puedo irme ahora. Tengo mucho que hacer antes de que llegue Mina.
—¡No te estoy invitando a una merienda campestre! —exclamó, exasperado—. ¡Te estoy pidiendo que huyas conmigo de este sitio, esta noche! La confusión reina en la ciudad con los soldados entrando y saliendo. Nadie sabe qué ocurre. Pasarán horas antes de que se establezca cierto orden. Ahora es el momento perfecto para escapar.
—Entonces, vete —contestó mientras se encogía de hombros—. De todos modos no quiero tenerte por aquí.
Hizo ademán de levantarse, pero Gerard la agarró por la muñeca, apretando con fuerza, y la vio hacer un gesto de dolor.
—No quieres tenerme cerca porque te recuerdo lo que eras antes. No te gusta ese dios Único. Te gusta tan poco como a mí el cambio que has sufrido. ¿Por qué te haces esto?
—Porque el Único es un dios, Gerard —contestó, cansada, como si ya hubiesen discutido lo mismo una y otra vez—. Un dios que vino a este mundo para ocuparse de nosotros y guiarnos.
—¿Adonde? ¿Al borde del precipicio? —demandó Gerard—. Tras la Guerra de Caos Goldmoon encontró guía en su propio corazón. El amor y el cuidado, la compasión, la verdad y el honor no desaparecieron con los dioses de la luz. Están dentro de nosotros. Ésos son nuestros guías o deberían serlo.
—En la hora de su muerte Goldmoon acudió al dios Único —adujo Odila, que contemplaba el semblante tranquilo encerrado en ámbar.
—¿De veras? —replicó duramente el caballero—. Pues yo sigo planteándome ese punto. Si realmente abrazó la fe en el Único, ¿por qué el dios no la mantuvo con vida para que fuera por el mundo proclamando su milagro? ¿Por qué el Único consideró necesario acallar su voz con la muerte y encerrarla en una prisión de ámbar?
—Mina dice que será liberada —saltó a la defensiva la mujer—. La Noche del Nuevo Ojo, el Único la resucitará de entre los muertos y ella se levantará para gobernar el mundo.
Gerard le soltó la mano.
—Así que no vienes conmigo.
—No, Gerard, no voy. Sé que no lo entiendes. No soy tan fuerte como tú. Me encuentro sola en la oscuridad del bosque y tengo miedo. Me alegro de tener un guía, y si ese guía no es perfecto, tampoco lo soy yo. Adiós, Gerard. Gracias por tu amistad y tus cuidados. Sigue tu viaje a salvo, en nombre del...
—¿Del Único? No, gracias —replicó sombrío.
Gerard giró sobre sus talones y abandonó la nave del altar.
Gerard se dirigió en primer lugar al puesto de mando central del ejército, localizado en el que antes fuera el bazar Souk y donde los puestos y tenderetes habían sido reemplazados por una pequeña ciudad de tiendas. Allí se estaba distribuyendo el contenido de las cajas fuertes.
Se puso en la fila, sintiendo cierta satisfacción al coger el dinero de los caballeros negros. Se lo había ganado, de eso no cabía duda, y necesitaría fondos para su viaje de regreso a la casa solariega de lord Ulrich o dondequiera que los caballeros estuvieran concentrando sus tropas.
Tras recibir su paga, se encaminó hacia la Puerta Oeste y hacia la libertad. Apartó a Odila de su mente, negándose a pensar en ella. Se desprendió de casi toda la armadura —brazales, grebas y cota de malla— pero conservó puestos el yelmo y la coraza. Ambas piezas eran incómodas, pero debía tener en cuenta la posibilidad de que, tarde o temprano, Galdar podría cansarse de seguirlo y decidiera acuchillarlo por la espalda.
Las moles de las dos torres de la Puerta Oeste se alzaban negras contra la rojiza luz irradiada por el foso de lava que rodeaba la ciudad. Las puertas estaban cerradas. Los guardias de servicio no se mostraron muy dispuestos a abrirlas hasta echar una buena ojeada a Gerard y escuchar su historia: era un mensajero enviado a Jelek con la noticia de su victoria. Los guardias le desearon buen viaje y abrieron un portillo por el que salió.
Gerard echó un vistazo atrás, a las murallas de Sanction ocupadas por soldados, y de nuevo se sintió profundamente impresionado, aunque a regañadientes, por el liderazgo de Mina y su habilidad para imponer disciplina y orden a sus tropas.
—Aumentará su fuerza y su poder cada día que siga aquí —comentó para sí en tono sombrío mientras su caballo partía a medio galope. Al frente se encontraba la bahía, y más allá la negra extensión del Nuevo Mar. Un bienvenido soplo de aire salino supuso un alivio tras el permanente olor a azufre que impregnaba la atmósfera de Sanction—. ¿Y cómo vamos a combatirla?
—No podéis.
Un corpulenta figura le cerraba el paso. Gerard reconoció la voz, y el caballo captó el hedor a minotauro. El animal resopló y reculó, y Gerard tuvo que emplearse a fondo para mantenerse en la silla durante unos instantes en los que perdió cualquier oportunidad que hubiera podido tener de arrollar al minotauro o salir a galope dejándolo tirado en el polvo.
Galdar se acercó más, y su rostro bestial se iluminó débilmente con el resplandor rojizo de la lava que envolvía a Sanction en un perpetuo ocaso. Galdar agarró la brida del caballo.
Gerard desenvainó la espada. Estaba convencido de que éste sería su enfrentamiento final y no albergaba grandes dudas sobre cómo terminaría. Había oído contar que en cierta ocasión Galdar había partido en dos a un hombre con un único golpe de su enorme espada. Una ojeada a los abultados músculos de los brazos y del velludo torso del minotauro atestiguaba la veracidad de la historia.
—Mira, Galdar —empezó, adelantándose a lo que iba a decir el minotauro—. Estoy hasta la coronilla de sermones, estoy harto de que se me vigile día y noche. Sabes que soy un Caballero de Solamnia enviado aquí para espiar a Mina. Sé que lo sabes, así que pongamos fin a esto ahora...
—Me gustaría luchar contigo, solámnico —manifestó Galdar, y su voz sonó fría—. Me gustaría matarte, pero me lo han prohibido.
—Es lo que imaginaba. —Gerard bajó la espada—. ¿Puedo preguntar por qué?
—Porque la sirves. Porque sigues todos sus dictados.
—Eh, espera un momento, Galdar, los dos sabemos que no cabalgo siguiendo los dictados de Mina... —empezó, y entonces enmudeció, desconcertado. Allí estaba, discutiendo por su propia muerte.
—Cuando digo «la sirves» no me refiero a Mina —manifestó Galdar—. Me refiero al Único. ¿Nunca te has planteado descubrir su nombre?
—¿Del Único? —Gerard estaba cada vez más irritado con la conversación—. No. Para ser sincero, nunca me ha importado una mi...
—Takhisis —dijo Galdar.
—... erda —acabó Gerard, que enmudeció.
Allí, sentado en el caballo en medio de la oscuridad, reflexionó y todo cobró sentido. Un maldito y horrible sentido. No era necesario preguntarle si creía al minotauro. En el fondo, Gerard lo había sospechado desde el principio.
—¿Por qué me cuentas esto? —demandó.
—No me dejan matarte a ti, pero puedo matar tu alma —replicó, adusto, Galdar—. Conozco tus planes. Llevas un mensaje de ese patético rey elfo a su pueblo, suplicándoles que vengan a salvarlo. ¿Por qué crees que Mina te escogió para llevarle a la prisión? Ella quiere que traigas a su pueblo aquí. A toda la nación elfa. A los Caballeros de Solamnia... o lo que queda de ellos. Que traigas a todos para que presencien la gloria de la reina Takhisis en la Noche del Nuevo Ojo. —El minotauro soltó la brida del caballo.
»Cabalga, solámnico. Cabalga hacia cualesquiera sueños de victoria y gloria que tengas en la cabeza y sabe que, mientras cabalgas, no son más que ceniza. Takhisis controla tu destino. Todo cuanto haces lo haces en su nombre. Como yo.
Hizo un saludo irónico a Gerard, se dio media vuelta y regresó a las murallas de Sanction.
Gerard alzó la vista al cielo. Las nubes de humo arrojadas por los Señores de la Muerte ocultaban las estrellas y la luna. En lo alto, la noche era oscura, abajo, estaba teñida de fuego. ¿Era cierto que en alguna parte, ahí fuera, Takhisis lo observaba? ¿Que sabía lo que pensaba y planeaba?
«Tengo que regresar —pensó con un escalofrío—. Advertir a Odila. —Empezó a tirar de las riendas para que el caballo diese media vuelta y después se paró—. Quizás es eso lo que Takhisis quiere que haga. Si vuelvo, tal vez se encargue de que pierda la oportunidad de hablar con Samar. No puedo hacer nada para ayudar a Odila. Seguiré adelante.»
Hizo volver grupas de nuevo al caballo. Y de nuevo se paró.
«Takhisis quiere que hable con el elfo. Es lo que Galdar dijo. ¡Así que quizá no debería hacerlo! ¿Cómo saber qué hacer? ¿O acaso saberlo importa poco?»
Se frenó de golpe.
«Galdar tiene razón —se dijo amargamente—. Me habría hecho un favor metiéndome en las tripas una espada común y corriente. La hoja que ha clavado ahora está envenenada y nunca podré librarme de ella. ¿Qué hago? ¿Qué puedo hacer?»
Sólo tenía una respuesta, y era la misma que le había dado a Odila.
Tenía que seguir lo que le dictaba el corazón.
Mientras regresaba a la Puerta Oeste, a Galdar le decepcionó descubrir que no se sentía tan satisfecho de sí mismo como debería estarlo. Había esperado contagiar la seguridad y confianza del solámnico con la misma enfermedad que le infectaba a él. Había conseguido el propósito para el que había ido allí; la expresión furiosa y frustrada en el rostro del solámnico lo había demostrado. Pero Galdar se sorprendió de no sentir satisfacción con su victoria.
¿Qué era lo que había esperado? ¿Qué el solámnico le demostrara que se equivocaba?
—¡Bah! —resopló—. Está atrapado en el mismo lazo que todos nosotros, y no hay modo de escapar. Ya no. Nunca. Ni siquiera en la muerte.
Se frotó el brazo derecho que le había empezado a doler de manera persistente y se sorprendió pensando que ojalá volviera a perderlo por lo mucho que le dolía. Hubo un tiempo en que se había sentido orgulloso de ese brazo, el que Mina le había devuelto, el primer milagro que había realizado en nombre del Único. Se encontró toqueteando la empuñadura de la espada con la vaga idea de cortárselo él mismo. No lo haría, por supuesto. Mina se enfadaría con él; peor aun, se entristecería y se sentiría dolida. Podía soportar su ira; ya había sentido su azote en otras ocasiones. Pero jamás podría hacer nada que la hiriese. La mayor parte de la rabia y el resentimiento acumulados que sentía por Takhisis no se debía a cómo le trataba, sino su modo de tratar a Mina, que lo había sacrificado todo, incluso la vida, por su diosa.
Mina había sido recompensada. Había conseguido victoria tras victoria sobre sus enemigos y se le había concedido el don de realizar milagros. Pero Galdar conocía a Takhisis de antiguo. Su raza nunca había tenido en mucha estima a la diosa, que era consorte del dios minotauro, Sargas; o Sargonnas, como lo llamaban las otras razas. Sargas se había quedado con su pueblo para combatir a Caos hasta el amargo final, cuando —según contaba la leyenda— se sacrificó a sí mismo para salvar a la raza de minotauros. Takhisis jamás se sacrificaría por nada ni por nadie. Esperaba que hiciesen sacrificios por ella, los exigía a cambio de sus dudosas bendiciones.
Quizá fuera eso lo que tenía pensado para Mina. Galdar se inquietaba al oír a Mina hablar constantemente sobre ese «gran milagro» que Takhisis iba a hacer la Noche del Nuevo Ojo. Takhisis nunca daba nada a cambio de nada. Galdar sólo tenía que sentir el palpitante dolor del desagrado de la diosa con él para saberlo. Mina era tan confiada, tan cándida... Nunca entendería la falsedad de Takhisis, su naturaleza traicionera y vengativa.
Ésa, naturalmente, era la razón de que hubiese escogido a Mina. Por eso y porque amaba a Goldmoon. Takhisis no dejaría pasar la oportunidad de infligir daño a cualquiera, en especial a Goldmoon, que había desbaratado sus planes en el pasado.
«Podría decírselo a Mina —pensó Galdar mientras entraba en el templo—. Podría contárselo, pero no me escucharía. Últimamente sólo escucha una voz.»
El Templo del Corazón, ahora el Templo del Único. ¡Cómo debía de divertir a Takhisis esa denominación! Tras toda una eternidad de ser una entre muchos ahora era única y todopoderosa.
El minotauro sacudió la astada cabeza con aire sombrío.
El recinto del templo estaba vacío. Galdar se encaminó primero a los aposentos de Mina. En realidad no esperaba encontrarla allí, a pesar de que debía de estar exhausta tras la batalla del día. Sabía dónde se encontraría. Sólo había ido antes para comprobar que todo estaba dispuesto para cuando decidiera finalmente ir a acostarse.
Miró la habitación que había sido del superior de la Orden, probablemente aquel viejo necio que estuvo ceñudo durante todo el sermón de Mina. Galdar halló todo preparado. Todo se había dispuesto para su comodidad. Las armas se encontraban allí, al igual que la armadura, colocada cuidadosamente en un perchero. Se había limpiado la sangre de su maza, al igual que de su armadura, y se le había sacado brillo. También se habían limpiado las botas de sangre y barro. En un escritorio, cerca de la cama, había una bandeja con comida. Alguien había puesto incluso unas tardías flores silvestres en una copa de peltre. En la habitación todo atestiguaba el amor y la devoción que sus tropas sentían por ella.
Por ella. Galdar se preguntó si sería consciente de eso. Los hombres luchaban por ella, por Mina. Gritaban su nombre cuando los conducía a la batalla. Lo gritaban en señal de victoria.
Mina... Mina...
No gritaban: «Por el dios Único». No gritaban: «Por Takhisis».
—Y apostaría que eso no te gusta —le dijo Galdar a la oscuridad.
¿Podía una deidad estar celosa de una mortal?
Esta diosa sí, pensó Galdar, y de repente lo asaltó el miedo.
Entró en la nave del altar y se paró parpadeando dolorosamente mientras sus ojos se acostumbraban a la luz de las velas que ardían en el ara. Mina se encontraba sola, rezando de rodillas ante el altar. Galdar oía su voz, musitando, haciendo un alto, musitando de nuevo, como si estuviese recibiendo instrucciones.
La otra solámnica, la dama de caballería convertida en sacerdotisa, yacía tendida sobre un banco, dormida profundamente en el duro lecho. La capa de la propia Mina cubría a la mujer. Galdar no conseguía nunca acordarse de su nombre.
Goldmoon, en su sarcófago de ámbar, también dormía. Los dos magos seguían sentados en la parte posterior de la cámara, donde los habían dejado. El minotauro distinguía sus figuras, imprecisas a la luz de las velas. Su mirada pasó rápidamente sobre ellos y volvió hacia Mina. Ver a los patéticos hechiceros le producía terror, hacía que se le erizara el vello a lo largo de la columna vertebral, recorriéndole la espalda con un escalofrío.
Quizás algún día su propio cadáver se sentaría allí en silencio, mirando al vacío, sin hacer nada, esperando las órdenes de Takhisis.
Galdar se dirigió al altar. Intentó caminar en silencio por respeto a Mina, pero los minotauros no estaban hechos para movimientos sigilosos. Tropezó con la rodilla en un banco, la espada se mecía y repicaba contra su costado, sus pisadas retumbaban, o eso le parecía a él.
La solámnica rebulló, inquieta, pero su sueño era demasiado profundo para despertarse.
Mina no le oyó.
Avanzó hasta situarse junto a ella.
—Mina —llamó en voz baja.
La muchacha no levantó la cabeza.
—Mina —repitió tras esperar un momento, y posó suavemente la mano en su hombro.
Ahora la joven se volvió y miró. Tenía el semblante pálido y demacrado por la fatiga. Las ojeras dibujaban un círculo oscuro en torno a sus ojos ambarinos, cuyo brillo estaba empañado.
—Deberías ir a la cama —le dijo Galdar.
—Aún no.
—En la batalla estuviste en todas partes —insistió—. No podía alcanzarte. Allí donde miraba, allí te encontraba, luchando, rezando. Necesitas descansar. Hay mucho que hacer mañana y los días siguientes para fortificar la ciudad. Los solámnicos nos atacarán. Su espía cabalga ya para alertarlos. Lo dejé marchar, como me ordenaste —gruñó—. Creo que fue un error. Está compinchado con el rey elfo. Los solámnicos llegarán a algún acuerdo con los elfos y ambas naciones caerán sobre nosotros con toda su potencia.
—Es lo más probable —convino Mina.
Le tendió la mano a Galdar, que se sintió privilegiado por ayudarla a ponerse de pie. La joven retuvo la mano derecha del minotauro en la suya y lo miró a los ojos.
—Todo está bien, Galdar. Sé lo que hago. Ten fe.
—Tengo fe en ti, Mina.
La mirada de la muchacha se tornó decepcionada. Le soltó la mano y se volvió hacia el altar. Su mirada y su silencio eran su modo de reprenderle; eso y el repentino e intensísimo dolor en el brazo. Apretó los labios mientras se daba masajes en el brazo y aguardó obstinadamente.
—No te necesito ya, Galdar —dijo Mina—. Ve a acostarte.
—No duermo hasta que tú duermes, Mina. Lo sabes. O deberías saberlo, después de todo el tiempo que llevamos juntos.
La chica inclinó la cabeza, y Galdar se quedó atónito al ver dos lágrimas brillando a la luz de las velas, deslizándose por sus mejillas.
—Lo sé, Galdar —musitó con voz ahogada, y aunque intentó darle un timbre brusco, fracasó—, y aprecio tu lealtad. Si al menos... —Hizo una pausa y después, mirándolo de nuevo, pidió casi con timidez—. ¿Quieres esperar aquí conmigo?
—¿Esperar qué, Mina?
—Un milagro.
Mina alzó las manos en un gesto de mando. Las llamas saltaron y se hincharon, ardiendo con más fuerza. Una oleada de calor golpeó el rostro de Galdar, que inhaló bruscamente al quedarse sin aire al tiempo que alzaba la mano para protegerse.
Una ráfaga sopló en la cámara, avivó las llamas de las velas y las hizo arder con más fuerza, agrandándolas. Detrás del altar colgaban estandartes y tapices con emblemas sagrados para los Místicos. Las llamas lamieron los flecos de las colgaduras y la tela prendió.
El calor se hizo más intenso. Los remolinos de humo se enroscaron alrededor del altar y del sarcófago de ámbar de Goldmoon. La solámnica empezó a toser, atragantada, y se despertó. Contempló la escena con atemorizado asombro y se incorporó de un brinco.
—¡Mina! —gritó—. ¡Hemos de salir de aquí!
Las llamas se propagaron rápidamente de los estandartes a las vigas de madera que sostenían el inclinado techo. Galdar no había visto nunca un fuego que se extendiera tan deprisa, como si la madera y las paredes estuvieran empapadas de aceite.
—Si tu milagro es reducir a cenizas el templo, entonces la solámnica tiene razón —bramó Galdar para hacerse oír sobre el rugido del fuego—. Hemos de salir de aquí ya, antes de que el techo se desplome.
—No corremos peligro —dijo sosegadamente Mina—. La mano del Único nos protege. Observa, y asómbrate y disfruta de su poder.
Las gigantescas vigas de madera del techo eran pasto del fuego. En cualquier momento empezarían a quebrarse y a desplomarse sobre ellos. Galdar estaba a punto de agarrar a Mina y sacarla de allí a la fuerza cuando vio, para su asombro más absoluto, que las llamas consumían las vigas por completo, sin dejar ni rastro de ellas. No cayeron cenizas, ningún trozo de madera ardiente se desplomó soltando chispas. El fuego sagrado devoró la madera, devoró el techo, devoró cualquier material utilizado en la construcción del tejado. Las llamas se consumieron y se apagaron.
No quedaba el menor rastro del tejado del templo, ni siquiera cenizas. Galdar miró fijamente el cielo nocturno, tachonado de estrellas.
Los cadáveres de los dos magos seguían sentados en el banco, sin ver nada, sin importarles nada. Podrían haber perecido en las llamas sin emitir un solo sonido, sin pronunciar una sola palabra de protesta, sin hacer nada para salvarse. A una firme orden de Mina, los cadáveres de los hechiceros se pusieron de pie y avanzaron hacia el altar. Caminaron sin ver a donde iban, se detuvieron cuando Mina les mandó que se pararan —cerca del sarcófago de Goldmoon— y se quedaron allí, de nuevo mirando al vacío.
—¡Observa! —musitó Mina—. Empieza el milagro.
Galdar había presenciado muchas cosas maravillosas y terribles en su larga vida, en especial esa parte de su vida que giraba en torno a Mina. Pero jamás había visto nada semejante, nada tan sobrecogedor como lo que ahora contemplaba atónito.
Cien mil espíritus llenaban el cielo nocturno. La niebla fantasmagórica de sus manos, sus caras, sus miembros diáfanos, ocultaba las estrellas. Galdar observó, sin salir de su estupefacción, sin dar crédito a sus ojos, que en las manos etéreas los muertos transportaban cráneos de dragones.
Reverente, cuidadosamente, las almas de los muertos bajaron el primer cráneo a través de la abertura que ocupaba antes el calcinado tejado y lo colocaron en el suelo, delante del altar.
El cráneo era enorme, el de un Dragón Dorado; Galdar lo supo por unas pocas escamas doradas pegadas al hueso que brillaron patéticamente a la titilante luz de las velas. A pesar de que la nave del altar era grande, dio la impresión de que el cráneo la llenaba.
Los muertos bajaron un segundo cráneo, éste de un Dragón Rojo, y lo ubicaron junto al del Dorado.
En el exterior se alzaron gritos y chillidos. Al ver las llamas, la gente había acudido corriendo al templo. Los gritos cesaron cuando la gente se quedó sobrecogida al ver el fascinante y aterrador espectáculo de cientos de cráneos de dragón descendiendo en espiral desde la oscura noche, sostenidos cuidadosamente por los brazos de los muertos.
De forma metódica, los espíritus apilaron los cráneos unos sobre otros, los más grandes debajo para crear una base firme, y los de dragones más pequeños apoyados sobre ellos. El montón de cráneos creció y creció, hasta alzarse muy por encima del pronunciado ángulo que había formado el tejado.
A Galdar se le quedó la boca seca. Los ojos le ardían, y tenía la garganta tan constreñida que le resultaba difícil hablar.
—¡Es el Tótem de las Calaveras de uno de los señores supremos! —exclamó.
—Los de tres señores supremos, para ser exactos —le corrigió Mina.
El tótem continuó creciendo de tamaño, ya más alto que los más altos árboles de alrededor, y los muertos seguían trayendo más cráneos para añadirlos al montón.
—Son los tótem de Beryllinthranox la Verde, de Khellendros el Azul y de Malystryx la Roja. Al igual que Malystryx robó los tótem de los otros dos, los muertos han robado el suyo.
A Galdar se le encogió el estómago, y sintió flojas las rodillas. Tuvo que agarrarse al altar para poder seguir de pie. Estaba aterrado, y no le daba vergüenza admitir su miedo.
—¿Habéis robado el tótem de Malys? La Roja se pondrá furiosa, Mina. ¡Descubrirá quién se lo ha llevado y vendrá aquí a por ti!
—Lo sé —contestó sosegadamente la muchacha—. Ese es el plan.
—¡Te matará, Mina! —exclamó Galdar—. Nos matará a todos.
Conozco a esa perversa hembra de dragón. Nadie puede hacerle frente. Hasta los de su propia raza le tienen terror.
—Mira, Galdar —indicó suavemente Mina.
Galdar volvió la vista de mala gana hacia el montón de cráneos que casi estaba completo. Una última calavera, la de un pequeño Dragón Blanco, quedó colocada en la cúspide de la pila. Los muertos se quedaron unos instantes más, como si admirasen su obra. Una fría ráfaga de viento descendió de la montaña, deshizo a los espíritus en jirones de niebla y los dispersó de un soplo.
Los ojos de los dragones muertos empezaron a brillar en las cuencas vacías. A Galdar le pareció escuchar voces, cientos de ellas, alzándose en un himno triunfal. Una figura vaga cobró forma encima del tótem y se enroscó codiciosamente a su alrededor. La forma vaga se fue haciendo más nítida, más precisa. Escamas de muchos colores brillaron a la luz de las velas. Una cola enorme se arrollaba en torno a la base del tótem, envuelto a su vez por el cuerpo de un gigantesco dragón. Cinco cabezas se alzaban sobre la cúspide del tótem. Cinco cabezas unidas a un cuerpo, y un cuerpo unido al tótem.
Sin embargo el cuerpo carecía de sustancia. Las cinco cabezas resultaban sobrecogedoras, pero no eran reales, no tan reales como los cráneos de los dragones muertos sobre los que se erguían. Los ojos de las calaveras brillaban intensamente, de un modo casi cegador, y, de repente, aquella luz salió disparada hacia la bóveda nocturna como una lanza.
Resplandeció en el cielo y allí, mirándolos desde lo alto, apareció un único ojo. El ojo de la diosa.
Blanco, escrutador, el ojo los contempló sin parpadear.
El cuerpo del dragón con cinco cabezas se hizo más nítido, adquirió más consistencia, más fuerza.
—El poder del tótem alimenta al Único del mismo modo que antes alimentaba a Malys —dijo Mina—. Cada momento que pasa, el Único está más cerca de entrar en el mundo, uniendo lo mortal con lo inmortal. En la Noche del Festival del Nuevo Ojo, el Único se convertirá en paradoja. La diosa se encarnará en un cuerpo mortal y lo imbuirá de inmortalidad. En ese instante, regirá sobre todo lo que existe en los cielos y en lo inferior. Gobernará a vivos y muertos. Su victoria quedará asegurada y su triunfo será completo.
«La diosa se encarnará en un cuerpo mortal.» Galdar entendió en ese momento por qué habían tenido que transportar el cadáver de Goldmoon en la carreta a través de todo Ansalon, subirlo por montañas y acarrearlo por valles.
La venganza final de Takhisis. Entraría en el cuerpo de la persona que la había combatido a lo largo de su vida, y utilizaría ese cuerpo para seducir, embelesar y engañar a los confiados, los inocentes, los cándidos.
Escuchó fuera del templo un barullo de voces que se alzaban con excitación, murmurando y gritando: ¡Mina! ¡Mina! a la vista de esa nueva luna en el cielo.
La muchacha saldría, bañada en la luz y la calidez de su cariño, tan distinta de aquella otra luz fría, heladora. Les diría que aquello era obra del dios Único, pero nadie prestaría atención.
—Mina... Mina...
La joven salió por las puertas del derruido templo. Galdar escuchó la atronadora aclamación cuando Mina apareció, la oyó retumbar, levantando eco, en las laderas de las montañas, en el cielo.
En el cielo.
Galdar miró hacia lo alto, a las cinco cabezas del dragón etéreo que se mecían sobre el tótem mientras consumían su poder. El único ojo ardía, y el minotauro comprendió en ese momento que se encontraba más cerca de su diosa de lo que Mina lo había estado y lo estaría jamás.
Los confiados, los inocentes, los cándidos.
Galdar deseó estar en su cama, dormir y enterrar todo esto en la negra profundidad del olvido absoluto. Esta noche rompería su propia regla. Mina estaba con quienes la adoraban, no lo necesitaba. Iba a marcharse cuando escuchó un gemido.
La solámnica estaba agazapada en el suelo hecha un ovillo, horrorizada, con los ojos clavados en el monstruo que se retorcía y se enroscaba en lo alto.
También ella había descubierto la verdad.
—Demasiado tarde —le dijo mientras pasaba ante ella, de camino a su cama—. Demasiado tarde para todos nosotros.
Los cuerpos de los dos magos seguían en el mismo sitio donde se les había ordenado que se quedaran, cerca del sarcófago de ámbar, en el Templo del Corazón, ahora el Templo del Único. Sólo uno de los espíritus de los hechiceros había permanecido allí para ver la construcción del tótem. El espíritu de Dalamar se había marchado con la llegada de los muertos que transportaban los cráneos. Palin observó cómo crecía el tótem, un monumento al afianzamiento y consolidación del poder de Takhisis. Ignoraba a donde había ido Dalamar. El espíritu del elfo oscuro se hallaba ausente a menudo, más tiempo que el que estaba presente.
A Palin aún le desconcertaba encontrarse separado de su cuerpo durante cualquier período de tiempo, pero se había aventurado a alejarse más durante los últimos días. Cada vez se sentía más alarmado, pues se había dado cuenta —al igual que todos los muertos— de que estaba muy próximo el momento en que Takhisis haría su entrada triunfal en el mundo.
Palin vio crecer el tótem, y con él, el poder de Takhisis. Ésta podía adoptar muchas formas, pero cuando se las veía con dragones, prefería su forma de reptil. Cinco cabezas, cada una de un color y especie distinta de dragón, emergían de un cuerpo de inmenso poder y fuerza. La cabeza del Dragón Rojo era brutal, feroz; en sus ollares bailaban llamas. La cabeza del Azul era esbelta, elegante y mortífera; entre los afilados colmillos de sus fauces chisporroteaban rayos. La cabeza del Negro era maliciosa, astuta, y de sus fauces goteaba ácido tóxico. La cabeza del Blanco era cruel, calculadora, e irradiaba un frío gélido que helaba hasta la médula de los huesos. La cabeza del Verde era artera e inteligente; por sus fauces abiertas emergían gases tóxicos.
Ésa era Takhisis en el plano inmortal, la Takhisis a la que servían los muertos con aterrado pavor, la Takhisis a la que odiaba y despreciaba Palin, a la que, a despecho de sí mismo, se sentía impulsado a adorar porque en los ojos de los cinco dragones se reflejaba la mente de una deidad, una mente que abarcaba la vastedad de la eternidad, que veía y entendía las posibilidades ilimitadas y, al mismo tiempo, enumeraba todas las gotas de los inmensos océanos, contaba todos los granos de arena de los yermos desiertos.
La visión de la Reina de la Oscuridad cernida alrededor de los cráneos y recibiendo los honores de los dragones muertos, era más de lo que Palin podía soportar. El mago separó su espíritu de su cuerpo y flotó desasosegado en la oscuridad.
Le resultaba difícil renunciar a las costumbres de los vivos, de manera que deambuló por las calles de Sanction en su forma etérea como lo habría hecho con su forma corporal. Caminó alrededor de los edificios cuando podría haber pasado a través de ellos. Los objetos físicos no eran una barrera para un espíritu, pero a pesar de ello lo frenaban. Caminar a través de las paredes —algo que iba tan en contra de las leyes de la naturaleza— sería admitir que había perdido toda conexión con la vida, con la parte física de la vida. No podía hacerlo; todavía no.
Su forma etérea le permitía desplazarse con más facilidad por las calles abarrotadas de personas, todas corriendo hacia el recientemente denominado Templo del Único para presenciar el milagro. Si hubiese estado vivo, la multitud habría arrastrado y arrollado a Palin, como les pasó a dos mendigos que intentaban resistir la embestida en el suelo. Uno de ellos, un hombre cojo, había perdido la muleta en la que se apoyaba. El otro, un hombre ciego, también había perdido el bastón y tanteaba el suelo inútilmente para encontrarlo.
De forma instintiva, Palin iba a ofrecerles ayuda, y entonces recordó lo que era, recordó que no podía ayudar a nadie. Al aproximarse, el mago advirtió que el hombre ciego le resultaba familiar, con el pelo plateado, la túnica blanca... Sobre todo el pelo plateado. No veía la cara del hombre, que llevaba tapada con vendajes para ocultar la espantosa herida que le había privado de la vista. Palin lo conocía, pero no conseguía ubicarlo. Estaba... fuera de contexto, no donde se suponía que debía estar. A Palin le vino a la cabeza la Ciudadela de la Luz y de repente recordó dónde había visto a ese hombre. A ese hombre que no era un hombre.
Valiéndose de los ojos del mundo de los espíritus, el mago vio las verdaderas formas de los dos mendigos, formas que existían en el plano inmortal y, por ende, no se podían ocultar aunque hubiesen adoptado otras formas en el mundo mortal. Un Dragón Plateado —Espejo—, el guardián de la Ciudadela de la Luz, se encontraba codo con codo, punta de ala contra punta de ala, con un Dragón Azul.
Entonces recordó Palin lo que era albergar esperanza.
El espíritu de Dalamar también deambulaba esa noche. El elfo oscuro se aventuró a mucha más distancia que Palin. A diferencia de éste, Dalamar no permitía que ninguna barrera física lo entorpeciera. Para él, las montañas eran tan insustanciales como nubes. Pasó a través de los sólidos muros de roca del cubil de Malys y penetró en el laberinto de sus cámaras como quien parpadea o respira.
Encontró a la gran hembra Roja durmiendo, como ya estaba acostumbrado a encontrarla en ocasiones anteriores. No obstante, esta vez había una diferencia. En sus visitas previas Malys dormía profunda y sosegadamente, segura en la certeza de que era la suprema dirigente de este mundo y que no había nadie lo bastante fuerte para desafiarla. Ahora su sueño era agitado. Sus enormes patas se sacudían, sus ojos giraban bajo los párpados cerrados, sus ollares aleteaban. Le resbalaba saliva de las fauces y un gruñido retumbó hondo en su pecho. Soñaba, y al parecer era un sueño desagradable.
Eso no sería nada comparado a su despertar.
—Oh, grande y graciosa majestad —dijo Dalamar.
Malys abrió un ojo, otra señal de que no descansaba tranquila. Por lo general, Dalamar tenía que hablarle varias veces o incluso convocar a uno de los esbirros de la Roja para que viniera a despertarla.
—¿Qué quieres? —gruñó.
—Poneros al tanto de lo que pasa en el mundo mientras dormitáis.
—Sí, adelante —instó Malys mientras abría el otro ojo.
—¿Dónde está el tótem, majestad? —preguntó fríamente el hechicero.
Malys giró la inmensa cabeza para echar una ojeada tranquilizadora a su colección de cráneos, trofeos de muchas victorias, incluidas las ganadas a Beryl y Khellendros.
Sus ojos se abrieron de par en par. Su respiración escapó con un siseo. Irguiéndose tan bruscamente que hizo que la montaña temblara, volvió la cabeza a uno y otro lado.
—¿Dónde está? —bramó mientras sacudía la cola. Las paredes de granito se resquebrajaron con los golpes, las estalactitas se desplomaron del techo y se hicieron añicos sobre sus escamas, pero la Roja no les prestó atención—. ¿Dónde está el ladrón? ¿Quién lo ha robado? ¡Dímelo!
—Os lo diré —contestó Dalamar sin hacer caso de su furia ya que no podía hacerle daño—. Pero quiero algo a cambio.
—¡El mismo negociante astuto de siempre! —siseó con un atisbo de llamas entre los dientes.
—Conocéis mi lamentable condición actual —continuó Dalamar mientras extendía las manos para mostrar su forma fantasmal—. Si recobráis el tótem y derrotáis a la persona que se lo ha llevado ilícitamente, os pido que utilicéis vuestra magia para devolverme el alma al cuerpo.
—Concedido —accedió Malys al tiempo que sus garras se crispaban. Inclinó la cabeza hacia adelante—. ¿Quién fue?
—Mina.
—¿Mina? —repitió Malys, perpleja—. ¿Quién es esa Mina y por qué se ha llevado mi tótem? ¿Cómo se lo ha llevado? ¡No huelo al ladrón! ¡Nadie ha entrado en mi cubil! ¡Ningún ladrón podría transportarlo!
—Ni siquiera un ejército de ladrones —convino Dalamar—. Pero un ejército de muertos podría. Y lo hizo.
—Mina... —Malys pronunció el nombre con aversión—. Ahora recuerdo. Me hablaron de que dirigía un ejército de espíritus. ¡Qué porquería!
—La «porquería» robó el tótem mientras dormíais, y lo han reconstruido en Sanction, en el que hasta hace poco se llamaba Templo del Corazón, pero al que ahora se conoce como el Templo del Único.
—Otra vez el tal Único —gruñó Malys—. Ese dios Único empieza a irritarme.
—Podría hacer mucho más que irritaros, majestad —dijo fríamente Dalamar—. Ella es la responsable de la destrucción de Cyan Bloodbane, de tu pariente Beryl y de Khellendros el Azul, tan próximo a ti, los tres dragones más poderosos de Krynn. Ha provocado la caída de Silvanesti, la destrucción de Qualinost, la derrota de los Caballeros de Solamnia en Solanthus, y ahora se ha alzado victoriosa en Sanction. Sólo quedáis vos en su camino hacia el triunfo absoluto.
Malys frunció el entrecejo, rumiando en silencio. El mago había hablado con crudeza, pero aunque no le había gustado lo que decía, no podía negar que era verdad.
—Ella, dices... Robó mi tótem. ¿Por qué? —inquirió, hosca.
—No llevaba mucho tiempo siendo vuestro tótem —contestó Dalamar—. El Único ha estado subvirtiendo las almas de los dragones muertos que antaño la reverenciaban. Ha estado utilizando el poder de sus espíritus para alimentar su propio poder. Al tomar los tótem de vuestra pariente y de Khellendros, le seguisteis el juego. Hicisteis las almas de los dragones muertos aún más poderosas. No subestiméis a esa diosa. Aunque estuvo débil y próxima a la destrucción cuando aparecisteis en este mundo, ha recuperado su fuerza y ahora está preparada para reclamar el botín que codicia hace mucho tiempo.
—Hablas como si conocieses a esa diosa —adujo Malys mientras miraba a Dalamar con desprecio.
—La conozco. Y vos también... por su fama. Se llama Takhisis.
—Sí, he oído hablar de ella —admitió Malys con un ademán despectivo de su garra—. Me contaron que abandonó este mundo durante la guerra con el Padre Caos.
—No lo abandonó. Lo robó y lo trajo aquí, como lo había planeado hace mucho tiempo, con la ayuda de Khellendros. ¿Nunca se os ocurrió preguntaros cómo apareció el mundo de repente en esta parte del universo? ¿Nunca os extrañó?
—No, ¿por qué iba a extrañarme? —replicó, furiosa, la Roja—. Si la comida cae en las manos del hambriento, no hace preguntas, ¡come!
—Y comisteis extremadamente bien, majestad —convino Dalamar—. Es una lástima que después del banquete no sacaseis la basura. Las almas de los dragones muertos han reconocido a su reina, y harán todo lo que les pida. Lamentablemente, os superan mucho en número y estáis en desventaja, majestad.
—Los dragones muertos no tienen fauces —se mofó Malys—. Me enfrento a una insignificante deidad que tiene a una niña como paladín y que depende de espíritus para obtener poder. Recuperaré mi tótem y asestaré un golpe letal a esa diosa.
—¿Cuándo planeáis atacar Sanction? —preguntó Dalamar.
—Cuando esté preparada —gruñó la Roja—. Vete ahora.
Dalamar hizo una profunda reverencia.
—Vuestra majestad no olvidará la promesa de... devolver mi alma a mi cuerpo, ¿verdad? Podría seros de mucha ayuda como una persona completa.
—No olvido mis promesas. —Malys movió la garra—. Y ahora, vete.
Cerró los ojos y apoyó la inmensa cabeza en el suelo.
A Dalamar no le engañó. A pesar de su actitud despreocupada, Malys había sufrido una sacudida hasta lo más hondo de su ser. Fingiría que dormía, pero en su interior el fuego de la ira ardía brillante y abrasador.
Satisfecho de haber hecho cuanto estaba en su mano —al menos allí—, Dalamar partió.
El tótem creció dentro del templo arrasado por el fuego. Los caballeros y los soldados de Mina la aclamaron y corearon su nombre. La sombra de Takhisis se cernía sobre el tótem, pero eran pocos los que la veían. No la buscaban a ella. A quien veían era a Mina, y eso era lo único que les importaba.
En las calles de Sanction, ahora casi totalmente vacías, el Dragón Plateado, Espejo, buscó a tientas el bastón que un golpe le había arrebatado de la mano.
—¿Qué está pasando? —preguntó a su compañero, que le entregó el bastón en silencio—. ¿Qué ocurre? Oí un tumulto y un gran grito.
—Es Takhisis —informó Filo Agudo—. La veo. Se ha manifestado. Muchos de mis hermanos vuelan en círculo y claman su nombre. Los dragones muertos la aclaman. Oigo la voz de mi compañera entre ellos. Rojos, Azules, Blancos, Negros, Verdes, vivos, muertos... Todos jurándole lealtad. Mientras yo hablo su poder sigue creciendo.
—¿Te unirás a ellos? —preguntó Espejo.
—Llevo tiempo pensando en lo que me contaste en la caverna del poderoso Skie —respondió lentamente el Azul—. En el hecho de que ninguna de las calamidades que han azotado a este mundo habrían sucedido de no ser por ella. Detesto a Paladine y a los otros supuestos dioses de la luz. Maldigo sus nombres, y si tuviese ocasión de matar a uno de sus campeones la aprovecharía y me enorgullecería de ello. He esperado con ansia el día en que nuestra reina pudiera gobernar sin competencia.
»Ahora que ese día ha llegado, lo lamento. No se ha preocupado por nosotros, le traemos sin cuidado. —Filo Agudo hizo una pausa y después añadió—. Veo que sonríes, Plateado. Piensas que «preocupar» no es el término adecuado. Estoy de acuerdo contigo. Los que seguimos a la Reina Oscura no destacamos por ser individuos a los que les importen los demás. Respeto. Ésa es la palabra que busco. Takhisis no respeta a los que la sirven. Los utiliza hasta que ya no son válidos para sus propósitos, y entonces los deja de lado. No, no serviré a Takhisis.
—Pero ¿tomará parte activa contra ella? —susurró una voz conocida al oído de Espejo—. Si respondes por él, me vendría bien su ayuda, así como la tuya.
—¿Palin? —Espejo se volvió con gran agrado hacia la voz. Tendió la mano hacia donde le había sonado, pero no sintió el cálido apretón que esperaba.
»No te veo ni te toco, Palin, pero te oigo —dijo—. E incluso tu voz suena lejana, como si hablases desde el otro lado de un ancho valle.
—Y así es —respondió el mago—. Aun así, entre los dos quizá podamos cruzarlo. Quiero que me ayudes a destruir ese tótem.
El espíritu de Dalamar se unió al río de almas que fluía hacia el Templo del Único del mismo modo que otros ríos fluyen hacia el mar. Su espíritu no hacía caso del resto, sino que estaba concentrado en su próximo objetivo. A su vez, las otras almas hacían caso omiso de él. No lo veían. Sólo oían una voz, sólo veían un rostro.
Al llegar, Dalamar se apartó del torrente que giraba en espiral alrededor del tótem de los cráneos de dragones. El monumento se elevaba en el aire, visible desde kilómetros, o eso decían algunas de las miles de personas que lo contemplaban atónitas, entre admiradas y sobrecogidas, y se regocijaban con la victoria de Mina sobre la odiada Malys.
Dalamar miró de soslayo el tótem. Era impresionante, tenía que admitirlo. Entonces centró su mente en asuntos más urgentes. Había guardias apostados a las puertas del templo. Su espíritu se deslizó entre los guardias y entró en la nave del altar. Se aseguró de que su cuerpo estuviera a salvo y reparó con sorpresa en que el espíritu de Palin había salido esa noche.
La ausencia de Palin era algo tan inusitado que, a despecho de la urgencia de su tarea, Dalamar hizo una pausa para meditar dónde podría haber ido y qué se traería entre manos el alma del otro hechicero. No estaba preocupado, ya que consideraba a Palin tan artero como un cuenco de gachas de avena.
—Con todo —se recordó Dalamar a sí mismo—, es sobrino de Raistlin, y las gachas de avena serán pálidas y grumosas, pero también son espesas y viscosas. Bajo la blanda superficie se puede esconder mucho.
Las almas giraban en un frenético éxtasis alrededor del tótem formando una nube tan densa como la condensación que se eleva de un bosque empapado de agua. Millones de rostros pasaban a raudales ante Dalamar cada vez que miraba hacia el remolino. Siguió su camino hacia la siguiente fase de su plan.
Mina se encontraba sola en el altar iluminado por las velas, de espaldas al tótem, la mirada absorta en las llamas. El enorme minotauro se hallaba cerca. Allí donde estuviera Mina, estaba el minotauro.
—Mina, estás agotada, apenas te sostienes en pie. Debes irte a acostar —suplicó Galdar—. Mañana... ¿Quién sabe lo que traerá el nuevo día? Deberías descansar.
—Creía que te habías ido a la cama, Galdar —dijo la joven.
—Lo hice —gruñó el minotauro—. Pero no podía dormirme. Sabía que te encontraría aquí.
—Me gusta estar aquí —repuso Mina con aire distraído—. Cerca de la diosa. Siento su sagrada presencia. Me envuelve en sus brazos y me eleva con ella.
La joven alzó la vista hacia el cielo nocturno, ahora visible ya que el tejado se había destruido.
—Me siento arropada cuando estoy con ella, Galdar. Arropada y querida y alimentada y vestida y a salvo en sus brazos. Cuando vuelvo al mundo tengo frío, y hambre y sed. Es un castigo estar aquí, Galdar, cuando lo que querría es encontrarme ahí arriba.
El minotauro emitió un sonido retumbante. Si albergaba dudas, tuvo el sentido común de no exponerlas en voz alta.
—Aun así —se limitó a decir—, mientras te encuentres aquí abajo, Mina, tienes una tarea que realizar para el Único. Y no podrás hacerla si enfermas por el agotamiento.
Mina alargó la mano y la puso sobre el brazo del minotauro.
—Tienes razón, Galdar. Estoy siendo egoísta. Me acostaré y dormiré hasta bien entrada la mañana. —Se volvió hacia el tótem y sus ojos ambarinos relucieron como si siguieran fijos en las llamas de las velas—. ¿No te parece magnífico?
Quizás iba a añadir algo más, pero Dalamar se encargó de situarse en su campo visual e hizo una profunda reverencia.
—Solicito un momento de tu tiempo, Mina —pidió al tiempo que hacía otra reverencia.
—Adelántate, Galdar, y asegúrate de que mi habitación está dispuesta —ordenó Mina—. No te preocupes, iré enseguida.
Los ojos bovinos del minotauro pasaron por el lugar donde el espíritu de Dalamar flotaba. El hechicero no supo discernir si Galdar lo había visto o no. Creía que no, pero tuvo la sensación de que el minotauro sabía que se encontraba allí. Galdar arrugó el hocico, como si oliera algo podrido, y después, soltando un resoplido, dio media vuelta y salió de la nave del altar.
—¿Qué quieres? —le preguntó Mina a Dalamar, con voz serena—. ¿Has logrado alguna información sobre el ingenio mágico que lleva el kender?
—Lamentablemente, no, Mina, pero sí tengo otra información. Son noticias graves. Malys sabe que fuiste tú quien le robó el tótem.
—¿De veras? —dijo Mina con una ligera sonrisa.
—Malys vendrá para recuperarlo, Mina. Está furiosa. Ahora te ve como una amenaza a su poder.
—¿Por qué me cuentas esto, hechicero? —inquirió la joven—. A buen seguro no es mi seguridad por lo que temes.
—Cierto, Mina —admitió fríamente Dalamar—. Pero sí temo por la mía si te pasa algo. Te ayudaré a derrotar a Malys. Necesitarás la ayuda de un mago para luchar contra ese reptil.
—¿Y de qué modo me ayudarás en tu lamentable estado actual?
—Devuelve mi alma a mi cuerpo. Soy uno de los hechiceros más poderosos de la historia de Krynn. Mi ayuda sería inestimable. No tienes un cabecilla para los muertos. Intentaste reclutar a lord Soth y no lo conseguiste.
Los ojos ambarinos chispearon, denotando su desagrado.
—Sí, me he enterado de eso —siguió Dalamar—. Mi espíritu viaja por el mundo, y estoy al tanto de muchas cosas que pasan en él. Podría serte de utilidad. Ser el que dirigiese a los muertos. Y podría buscar al kender y traerlos a él y a ese ingenio mágico. Burrfoot me conoce, confía en mí. He realizado un estudio del ingenio para viajar en el tiempo. Puedo enseñarte a utilizarlo. Podría usar mi magia para ayudarte a combatir la del dragón. Todo eso podría hacer por ti... pero sólo como un hombre vivo.
Dalamar se vio reflejado en los ojos ambarinos: una voluta, más insustancial que la seda de la araña.
—Y todo eso y más harás por mí si lo requiero —repuso Mina—, no como un hombre vivo, sino como un cadáver viviente. —Alzó la cabeza con orgullo—. En cuanto a tu ayuda contra Malys, no la preciso. El Único me apoya y lucha a mi lado. No necesito a nadie más.
—Escúchame, Mina, antes de irte —insistió Dalamar cuando la joven ya daba media vuelta—. En mi juventud, acudí a tu Único como acude un amante a su amada. Me abrazó y me acarició y me prometió que algún día los dos gobernaríamos el mundo. La creí, confié en ella. Mi confianza fue traicionada. Cuando ya no me necesitó, me entregó a mis enemigos. Hará lo mismo contigo, Mina. Cuando ese día llegue, necesitarás un aliado de mi fuerza y poder. Un aliado vivo, no un cadáver.
Mina se paró y se volvió a mirarlo. Su gesto era pensativo.
—Quizás haya algo de verdad en lo que dices, hechicero.
Dalamar la observó con cautela, sin confiar en aquel repentino y radical cambio de postura.
—Tu fe en la diosa fue traicionada, pero ella podría decir lo mismo de ti, Dalamar el Oscuro. Los amantes pelean a menudo, peleas tontas que enseguida se olvidan, que ninguno de los dos recuerda.
—Yo sí lo recuerdo —adujo Dalamar—. A causa de su traición perdí todo lo que amaba y valoraba. ¿Crees que iba a olvidar tan fácilmente?
—La diosa podría argüir que pusiste todo lo que amabas y valorabas por encima de ella —dijo Mina—, que fue ella la abandonada. Aun así, después de tanto tiempo, no importa de quién fue la culpa. Aprecia en lo que vale tu afecto, y le gustaría demostrar que aún te ama devolviéndote todo lo que perdiste y más.
—¿A cambio de qué? —preguntó, cauteloso, Dalamar.
—Tu promesa de devoción.
—¿Y...?
—Un pequeño favor.
—¿Y cuál es ese «pequeño» favor»?
—Tu amigo, Palin Majere...
—No es mi amigo —la interrumpió.
—Entonces, eso lo hace más sencillo. Tu colega hechicero conspira contra el Único. La diosa está enterada de sus maquinaciones, por supuesto. No sería difícil para ella desbaratarlas, pero son muchas las cosas que tiene en mente estos días y agradecería tu ayuda.
—¿Qué he de hacer? —preguntó Dalamar.
—Poca cosa —respondió Mina al tiempo que se encogía de hombros—. Simplemente avisarla cuando el mago esté a punto de actuar. Eso es todo. Ella se encargará del asunto a partir de ese momento.
—Y ¿a cambio?
—Se te devolverá la vida. Se te dará todo cuanto pidas, incluido el liderazgo del ejército de espíritus, si eso es lo que quieres. Además... —Mina le sonrió. Los ojos ambarinos sonrieron.
—¿Sí? ¿Además...?
—Se te devolverá la magia.
—Mi magia —puntualizó Dalamar—. No quiero que se me preste la magia tomada de los muertos. ¡Quiero la que antaño vivía dentro de mí!
—Quieres la magia del dios. Bien. Lo promete.
Dalamar recordó todas las promesas que Takhisis le había hecho, todas las promesas que había roto. Ansiaba tanto aquello, que quería creer.
—Lo haré —musitó.
Habían pasado días, semanas, desde que los qualinestis llegaron a Silvanesti. Gilthas no sabía exactamente cuánto tiempo llevaban allí, pues un día se mezclaba con otro en aquellos bosques eternos. Y aunque su pueblo estaba conforme en dejar que los días resbalaran de la hebra de seda del tiempo y cayeran sobre la suave y mullida hierba, él no lo estaba. Su frustración iba en aumento. Alhana mantenía la farsa de que Silvanoshei se recuperaba dentro de su tienda. Le hablaba de él a los suyos, dándoles detalles de lo que había comido, de lo que había dicho, y de cómo mejoraba poco a poco. Gilthas escuchaba tales mentiras conmocionado, pero, al cabo de un tiempo, llegó a la conclusión de que Alhana creía realmente lo que contaba. Había tejido los hilos de la mentira creando una cálida manta que utilizaba para protegerse de la fría verdad.
Los silvanestis la escuchaban sin hacer preguntas, otra cosa que era incomprensible para Gilthas.
—A los silvanestis no nos gustan los cambios —explicó Kiryn en respuesta a la frustración de Gilthas—. Nuestros magos detuvieron el cambio de las estaciones porque no soportábamos ver el verdor primaveral marchitarse y morir. Sé que no puedes entenderlo, Gilthas. Tu parte de sangre humana es impulsiva y no te permite quedarte sentado, sin hacer nada. Cuentas los segundos porque son cortos y pasan muy deprisa. Tu parte humana se deleita con el cambio.
—¡Pero el cambio se produce! —argumentó Gilthas mientras paseaba de un lado a otro—, tanto si los silvanestis quieren como si no.
—Sí, el cambio nos ha llegado —admitió Kiryn con una triste sonrisa—. Su arrollador torrente ha arrastrado mucho de lo que amábamos. Ahora las aguas corren algo más calmas, y nos contentamos con flotar en su superficie. Quizá nos lleven hasta una tranquila orilla donde nadie nos encuentre ni nos alcance ni nos vuelva a hacer daño jamás.
—Los caballeros negros están desesperados —siguió Gilthas—. Se encuentran en inferioridad numérica, no disponen de comida y tienen la moral baja. ¡Deberíamos atacar ahora!
—¿Con qué resultado? —preguntó Kiryn, que se encogió de hombros—. Como bien dices, los caballeros negros están desesperados y no caerán sin luchar. Muchos de los nuestros morirían.
—Y también muchos enemigos —adujo Gilthas con impaciencia.
—La muerte de un humano es como aplastar a una hormiga. Son tantos que quedarían muchos y llegarían muchos más. La muerte de un solo elfo es la caída de un gran roble. No crecerá otro para ocupar su lugar hasta pasar cientos de años, si es que crece. Ya son muchos de los nuestros los que han muerto. Quedamos pocos, y la vida de cada uno es preciosa. ¿Cómo vamos a desperdiciarla?
—¿Y si los silvanestis supieran la verdad sobre Silvanoshei? —inquirió con gesto grave—. ¿Qué ocurriría entonces?
Kiryn miró hacia las verdes hojas del inmutable bosque.
—Lo saben, Gilthas —musitó—. Lo saben. Como ya he dicho, no les gustan los cambios. Es más fácil fingir que siempre es primavera.
Finalmente, Gilthas tuvo que dejar de preocuparse por los silvanestis y comenzó a preocuparse por los suyos. Los qualinestis habían empezado a dividirse en facciones. Una de ellas estaba encabezada, desafortunadamente, por su esposa. La Leona buscaba venganza, costara lo que costase. Ella y los que pensaban como ella querían combatir a los humanos de Silvanost, expulsarlos de la ciudad, tanto si Silvanesti se unía a ellos como si no. Le tocó a Gilthas argumentar una y otra vez que los qualinestis no podían, bajo ninguna circunstancia, lanzar un ataque contra la capital de sus parientes. Argüía que no podía salir nada bueno de ello, sino que conduciría a más años de enconada división entre ambas naciones. Lo veía tan claro que se preguntaba cómo podían estar tan ciegos los demás.
—Tú eres el que estás ciego —replicó La Leona, furiosa—. No es de extrañar. ¡Estás absorto en la contemplación de la oscuridad de tu propia mente!
Le dejó y se trasladó a vivir entre sus tropas de Elfos Salvajes. Gilthas lamentó la pelea —la primera desde que se casaron—, pero antes que amante esposo era rey. Por mucho que anhelara dar su brazo a torcer, no podía, en conciencia, permitirle que hiciese las cosas a su manera.
Otra facción de qualinestis se estaba dejando seducir por el estilo de vida silvanesti. Heridos y afligidos los corazones, se conformaban con vivir en un estado de ensoñación en los maravillosos bosques que les recordaban los de su patria. El senador Pakhainon, líder de esta facción, adulaba rastreramente a los silvanestis dejando caer en sus oídos que Gilthas, debido a su parte humana, no era el dirigente adecuado de los qualinestis y jamás lo sería. Que Gilthas era imprevisible y caprichoso, como todos los humanos, y no era digno de confianza. Que de no haber sido por la incondicional e inquebrantable entrega del senador Palthainon, los qualinestis jamás habrían salido vivos de la travesía por el desierto, etcétera, etcétera.
Algunos qualinestis sabían que tal cosa no era cierta, y muchos hablaban a favor de su rey, pero el resto, aunque aplaudían el valor de Gilthas, no habrían lamentado verlo partir. Él representaba el pasado, el dolor, la herida abierta. Querían empezar a sanarse. En cuanto a los silvanestis, para empezar no confiaban en Gilthas, y las patrañas de Palthainon no ayudaron precisamente.
Gilthas se sentía como si hubiese caído en arenas movedizas. Implacablemente, centímetro a centímetro, con angustiosa lentitud, se iba hundiendo hacia un indescriptible final. Sus esfuerzos por salir sólo lo hundían más, sus gritos eran desoídos. El final se acercaba tan lentamente que nadie más parecía darse cuenta. Sólo él lo veía.
La situación de estancamiento continuó. Los caballeros negros seguían refugiados en Silvanost, temerosos de salir. Los elfos permanecían escondidos en el bosque, sin querer moverse.
Gilthas había tomado por costumbre pasear solo por el bosque. No deseaba compañía para sus pensamientos pesimistas, e incluso alejó a Planchet. Al oír un grito bestial en el aire, alzó la vista, sobresaltado. Un grifo, que transportaba un jinete, voló en círculos sobre los árboles buscando un lugar seguro donde aterrizar. El cambio, para bien o para mal, había llegado.
El joven rey se dirigió presuroso por la fronda hacia el lugar donde Alhana tenía el campamento, a unos cincuenta kilómetros al sur de la frontera entre Silvanesti y Blode. La mayoría de la fuerza silvanesti se encontraba en esa ubicación, junto con los refugiados que habían huido o habían sido rescatados de la capital, y los refugiados qualinestis. Otras fuerzas elfas se hallaban a lo largo del río Thon-Thalas, y otra parte merodeando por el Bosque Atormentado que rodeaba Silvanost. Aunque dispersas, las fuerzas elfas se mantenían en continuo contacto, valiéndose del viento, de las criaturas de los bosques y del aire, y de corredores que llevaban mensajes de un grupo a otro.
Gilthas se había alejado bastante del campamento, y tardó un rato en volver sobre sus pasos. Cuando llegó, encontró a Alhana en compañía de un elfo al que no conocía. Iba vestido como un guerrero, y por el aspecto de su faz curtida y sus ropas sucias, llevaba largos meses de viaje. Gilthas comprendió por la calidez del tono de Alhana y su agitación que aquel elfo era una persona especial para ella. Alhana y el desconocido elfo desaparecieron en el interior del refugio antes de que Gilthas tuviese ocasión de dar a conocer su presencia. Al ver a Gilthas, Kiryn lo llamó con un ademán.
—Samar ha regresado.
—Samar... ¿El guerrero que fue en busca de Silvanoshei?
Kiryn asintió en silencio.
—¿Y dónde está Silvanoshei? —Gilthas miró hacia el refugio de Alhana.
—Samar ha regresado solo —informó Kiryn.
Un grito angustioso salió del refugio de la reina. Se ahogó enseguida y no se repitió. Los que aguardaban fuera, en tensión, intercambiaron una mirada y sacudieron la cabeza. Se había reunido un número de personas considerable en el pequeño claro. Los elfos esperaron en respetuoso silencio, decididos a escuchar las noticias de primera mano.
Alhana salió para hablar con ellos, acompañada por Samar, que permaneció a su lado protectoramente. El guerrero elfo le recordó a Gilthas al gobernador Medan, un parecido que no habría encontrado ninguna otra persona. Samar era un elfo mayor, probablemente de la misma edad que el marido de Alhana, Porthios. Años de exilio y penalidades habían cincelado la delicada estructura ósea de su rostro convirtiéndola en una talla de granito dura y angulosa. Había aprendido a sofocar el fuego de sus emociones, de manera que no dejaba entrever nada de lo que pensaba o sentía. Sólo cuando miró a Alhana, un brillo cálido asomó a sus oscuros ojos.
El semblante de la reina, enmarcado por la densa mata de cabello negro, tenía normalmente un tono pálido, un blanco puro como un lirio. Ahora su tez se había quedado sin color, parecía traslúcida. Empezó a hablar, pero le fue imposible. Se estremeció, sacudida por el dolor, como si éste la estuviera desmembrando poco a poco. Samar alargó la mano para sostenerla, pero Alhana lo apartó. Su rostro se endureció con una expresión de firme resolución. Recobró el control de sí misma y miró a los silenciosos elfos.
—Entrego mis palabras al viento y al agua que fluye. Que las lleven a mi pueblo —dijo—. Entrego mis palabras a las bestias de los bosques y a las aves del cielo. Que las lleven a mi pueblo. Todos los que estáis aquí, id y llevad mis palabras a mi pueblo y a nuestros primos, los qualinestis. —Su mirada se posó en Gilthas, pero sólo un instante.
»Conocéis a este hombre, Samar, mi comandante de mayor confianza y mi leal amigo. Hace muchas semanas, lo envié a una misión. Tenía que regresar de esa misión con noticias importantes. —Alhana hizo una pausa y se humedeció los labios—. Al comunicaros lo que Samar me ha dicho, he de haceros una confesión. Cuando os conté que Silvanoshei, vuestro rey, se encontraba enfermo en su tienda, mentí. Si queréis saber por qué os dije esa mentira, sólo tenéis que mirar a vuestro alrededor. Mentí a fin de mantener unido a nuestro pueblo, para mantener la unidad y para mantener a nuestros parientes junto a nosotros. En virtud de esa mentira, somos fuertes, cuando podríamos encontrarnos terriblemente debilitados. Necesitaremos ser fuertes para lo que nos aguarda. —Hizo otra pausa e inhaló aire con un estremecimiento.
»Lo que os digo ahora es verdad. Poco después de la batalla de Silvanost, Silvanoshei fue capturado por los caballeros negros. Intentamos rescatarlo, pero desapareció durante la noche. Envié a Samar para que intentara descubrir lo que había sido de él. Samar lo encontró. Silvanoshei, nuestro rey, está retenido en Sanction.
Los elfos emitieron quedos sonidos, como si una brisa soplara entre las ramas de un sauce, pero no dijeron nada.
—Dejaré que Samar cuente lo que sabe.
Aun cuando Samar se dirigió a la gente, no dejó de estar pendiente de Alhana. Se mantuvo cerca de ella, presto para ayudarla si le fallaban las fuerzas.
—Me encontré con un Caballero de Solamnia, un hombre valeroso y honorable. —Los ojos de Samar recorrieron la multitud—. Para quienes me conocen, saben que viniendo de mí es un gran elogio decir tal cosa. Ese caballero vio a Silvanoshei en prisión y habló con él, poniendo en peligro su propia vida. El caballero llevaba consigo la capa de Silvanoshei y este anillo.
Alhana lo sostuvo en alto para que todos los vieran.
—El anillo pertenece a mi hijo. Lo conozco. Su padre se lo dio cuando era un niño. Samar también lo reconoció.
Los elfos miraron el anillo y después a Alhana con expresión preocupada. Varios oficiales que se encontraban cerca de Kiryn le dieron con el codo instándole a que se adelantara. Kiryn avanzó.
—¿Tengo permiso para hablar, majestad?
—Lo tienes, primo —contestó Alhana, que lo miró con un aire desafiante, como diciendo: «Puedes hablar, pero no prometo hacer caso».
—Perdóname, Alhana Starbreeze, por poner en duda la palabra de un gran guerrero tan renombrado como Samar —empezó respetuosamente Kiryn—, pero ¿cómo sabemos que podemos confiar en ese caballero humano? Quizá sea una trampa.
Alhana se relajó. Al parecer ésa no era la pregunta que había previsto que le hiciera.
—Que Gilthas, dirigente de Qualinesti, hijo de la Casa Solostaran, se adelante.
Preguntándose qué tenía que ver este asunto con él, Gilthas salió de entre la multitud e hizo una reverencia a Alhana. La severa mirada de Samar se posó en Gilthas, que tuvo la impresión de que lo estaba calibrando. No habría sabido juzgar si salía o no bien parado en la valoración del otro elfo.
—Majestad —dijo Samar—, cuando estabais en Qualinesti, ¿conocisteis a un solámnico llamado Gerard Uth Mondor?
—Sí, en efecto —contestó Gilthas, sobresaltado.
—¿Lo consideráis un hombre de honor, un hombre valeroso?
—Sí. Es todo eso y más. ¿Es el caballero al que os referíais?
—Sir Gerard comentó que había oído que el rey de Qualinesti y los supervivientes de esa nación iban a intentar alcanzar un refugio seguro en nuestra patria. Manifestó un profundo pesar por vuestra pérdida, pero se alegró de que estuvieseis a salvo. Me pidió que os transmitiera sus saludos.
—Conozco a ese caballero. Sé de su valor y doy fe de su probidad. Hacéis bien en confiar en su palabra. Gerard Uth Mondor llegó a Qualinesti en extrañas circunstancias, pero partió de allí como un amigo, llevando la bendición de nuestra reina madre, Lauralanthalasa. Él fue una de las últimas personas a las que mi madre se la dio.
—Si los dos, Samar y Gilthas, dan fe del honor de este caballero, entonces no tengo nada más que decir en su contra —proclamó Kiryn, que tras hacer una reverencia volvió a su sitio en el círculo.
Se habían reunido más de cien elfos, y si bien todos se mantuvieron callados, sin decir nada, intercambiaron miradas entre ellos. Su silencio era elocuente. Alhana podía continuar, y así lo hizo la reina.
—Samar ha traído otra información. Ya podemos dar un nombre a ese dios Único, la deidad que supuestamente vino a nosotros por bien de la paz y del amor, pero que resultó ser parte de su plan para esclavizarnos y destruirnos. Y ahora sabemos el porqué. El suyo es un nombre antiguo: Takhisis.
Del mismo modo que ocurre al arrojar una piedra al agua, las ondas de aquella increíble noticia se fueron propagando entre los elfos.
—No puedo explicaros cómo ha ocurrido este terrible milagro —prosiguió Alhana, cuya voz cobraba fuerza y majestuosidad a medida que hablaba. Los elfos se le habían entregado, contaba con su apoyo. Cualquier duda sobre el caballero humano quedó olvidada, eclipsada por las negras alas de una antigua adversaria—. Tampoco es preciso que lo sepamos. Por fin podemos dar un nombre a nuestro enemigo, y es una adversaria a la que podemos derrotar, pues ya la vencimos en el pasado.
—El caballero solámnico, Gerard, lleva esta información a los caballeros del Consejo —añadió Samar—. Los solámnicos están reuniendo un ejército para atacar Sanction. Nos exhorta a los elfos a ser parte de esta fuerza para rescatar a nuestro rey. ¿Qué decís?
Los elfos lanzaron un vítor que hizo que temblaran las ramas de los árboles. Al oír todo aquel jaleo, acudieron más y más elfos al lugar, y unieron sus voces a las de sus compatriotas. También llegó La Leona seguida por los Elfos Salvajes. Tenía el rostro radiante y los ojos resplandecientes.
—¿Qué es eso que me han contado? —preguntó mientras bajaba del caballo y corría hacia Gilthas—. ¿Es verdad? ¿Por fin vamos a la guerra?
Él no le respondió, pero su mujer estaba tan excitada que ni siquiera se dio cuenta. Le dio la espalda y buscó a los soldados que había entre los silvanestis. Antes de ese momento, no se habrían dignado hablar con una Elfa Salvaje, pero ahora respondieron a sus anhelantes preguntas con júbilo.
Los oficiales de Alhana se agruparon alrededor de la reina y de Samar dando sugerencias, haciendo planes, discutiendo qué rutas se tomarían, cuánto tardarían en llegar a Sanction, a quién se permitiría ir y quién se quedaría atrás.
Gilthas se encontraba aparte, en silencio, escuchando el tumulto. Cuando habló finalmente, escuchó su propia voz y el timbre humano que había en ella, más profundo y áspero que los de las voces elfos.
—Hemos de atacar —opinó—, pero nuestro objetivo no debería ser Sanction, sino Silvanost. Cuando la ciudad esté liberada y asegurado su control, entonces podremos volver los ojos hacia el norte, no antes.
Los elfos lo miraron de hito en hito, con indignada desaprobación, como si fuera un invitado a una boda que hubiera roto los regalos en un momento de locura. El único que le hizo caso fue Samar.
—Escuchemos lo que tiene que decir el rey qualinesti —ordenó, alzando la voz para hacerse oír sobre los murmullos iracundos.
—Es cierto que vencimos a Takhisis en el pasado —explicó Gilthas a su ceñuda audiencia—, pero entonces contábamos con la ayuda de Paladine, Mishakal y otros dioses de la luz. Ahora Takhisis es el dios Único y supremo. Su derrota no será fácil.
»Tendremos que recorrer cientos de kilómetros desde nuestra tierra, dejándola en manos del enemigo. Nos uniremos con humanos para atacar e intentar tomar una ciudad humana. Haremos sacrificios por los que nunca obtendremos recompensa. No digo que no debamos sumarnos a esta batalla contra Takhisis —añadió Gilthas—. Mi madre, como todos sabéis, combatió al lado de humanos. Luchó para salvar ciudades humanas y vidas humanas. Hizo sacrificios por los que jamás nadie le dio las gracias. Esta batalla contra Takhisis y sus fuerzas es una lucha que en mi opinión merece la pena disputar. Sólo aconsejo que nos aseguremos antes de tener una patria a la que regresar. Hemos perdido Qualinesti. No perdamos Silvanesti también.
Al escuchar sus palabras apasionadas, la expresión de La Leona se suavizó. La elfa se acercó para situarse junto a él.
—Mi esposo tiene razón —manifestó—. Deberíamos atacar Silvanost y asegurar su toma antes de enviar una fuerza a rescatar a vuestro rey.
Los silvanestis los miraron con ojos hostiles. Un mestizo cuarterón y una Elfa Salvaje. Extranjeros, extraños. ¿Quiénes eran ellos para decir a los silvanestis, e incluso a los qualinestis, lo que debían hacer? El prefecto Palthainon se encontraba al lado de Alhana, susurrándole al oído, sin duda exhortándola a no hacer caso al «rey marioneta». Gilthas encontró entre ellos a un aliado: Samar.
—El rey de nuestros parientes habla buen tino, majestad —dijo Samar—. Creo que deberíamos tener en cuenta sus palabras. Si marchamos a Sanction, dejamos detrás un enemigo que podría atacarnos y matarnos cuando le diéramos la espalda.
—Los caballeros negros están atrapados en Silvanost como abejas en un frasco —replicó Alhana—. Zumban de un lado a otro, sin poder escapar. Mina no tiene intención de enviar refuerzos a sus tropas en Silvanesti. En caso contrario, ya lo habría hecho a estas alturas. Dejaremos un pequeño contingente para mantener la impresión de que una fuerza más numerosa los tiene rodeados. Cuando regresemos triunfantes, mi hijo y yo nos encargaremos de esos caballeros negros —añadió con orgullo.
—Alhana —empezó Samar.
La mujer le lanzó una mirada; sus ojos de color violeta tenían el tono de un vino oscuro y una expresión gélida.
Samar no dijo nada más. Inclinó la cabeza y ocupó su puesto detrás de su reina. No miró a Gilthas, y tampoco lo hizo Alhana. La decisión se había tomado y el asunto estaba cerrado.
Silvanestis y qualinestis se reunieron anhelantes alrededor de la reina, esperando sus órdenes. Por fin las dos naciones se habían unido, hermanadas en su determinación de marchar contra Sanction. Tras dirigir una fugaz ojeada de preocupación a su marido, La Leona le apretó la mano en un gesto de consuelo y después también ella se aproximó presurosa a conferenciar con Alhana.
¿Por qué no lo veían? ¿Qué los cegaba hasta ese punto?
«Takhisis. Esto es obra suya —se dijo Gilthas—. Ahora, libre de gobernar el mundo sin oposición, ha tomado el dulce elixir del amor, lo ha mezclado con veneno, y se lo ha dado a tomar a la madre y al hijo. El amor de Silvanoshei por Mina se ha tornado obsesión. El amor de Alhana por su hijo confunde su razonamiento. ¿Cómo podemos combatir eso? ¿Cómo podemos luchar contra una diosa cuando hasta el amor, nuestra mejor arma contra ella, está contaminado?»
Puede que los elfos fueran soñadores y apáticos, que pasaran todo el día observando cómo se abrían los pétalos de una rosa o se tiraran noches enteras contemplando, embelesados, las estrellas, pero cuando se les empujaba a la acción, dejaban estupefactos a sus observadores humanos por su habilidad para tomar decisiones rápidas y llevarlas a cabo, por su resolución y determinación para superar cualquier obstáculo.
Si Alhana y Samar durmieron algo durante los días siguientes, Gilthas no tenía la menor idea de cuándo habían podido hacerlo. El torrente de personas yendo y viniendo de su refugio en el árbol no cesó ni de día ni de noche. Alhana tuvo la deferencia de invitarlo a dar su opinión, pero Gilthas sabía muy bien que su opinión no era tenida en cuenta. Además, conocía tan poco el territorio por el que tendrían que pasar que en cualquier caso tampoco habría podido ayudar gran cosa.
Le sorprendió el hecho de lo bien dispuestos que se mostraron tanto silvanestis como qualinestis en buscar el liderazgo en Alhana, antaño una exiliada, una elfa oscura. Su sorpresa terminó cuando la escuchó explicar su plan a grandes rasgos. Conocía las tierras montañosas por las que debían marchar, ya que allí se habían ocultado ella y sus fuerzas durante muchos años. Conocía cada camino, cada trocha, cada cueva. Conocía la guerra, con sus privaciones y sus horrores.
Ningún comandante silvanesti poseía unos conocimientos tan amplios de los territorios que tenían que atravesar, de las fuerzas que quizá tendrían que combatir, y, al poco tiempo, hasta el más contumaz de ellos defirió en la mayor experiencia de Alhana y le juraron lealtad. Incluso La Leona, que dirigiría a los Elfos Salvajes, estaba impresionada.
El plan de Alhana para la marcha era brillante. Los elfos viajarían hacia el norte, entrando en Blode, la tierra de sus enemigos los ogros. Esto podría parecer un verdadero disparate, pero, muchos años antes, Porthios había descubierto que el macizo de las montañas Khalkist se dividía en dos, ocultando entre los altos picos una serie de valles y desfiladeros enclavados en el centro. Avanzando por los valles, los elfos aprovecharían las montañas para guardarse los flancos. La ruta sería larga y ardua, pero el ejército elfo viajaría ligero de carga y rápidamente. Confiaban en haber atravesado Blode sin percances antes de que los ogros se dieran cuentan de que estaban allí.
A diferencia de los ejércitos humanos, que debían transportar las forjas de los herreros y llevar carretas cargadas hasta los topes con suministros, los elfos no utilizaban coraza ni cotas de malla ni cargaban con escudos o espadas pesadas, sino que dependían de arcos y flechas y hacían buen uso de la destreza por la que eran conocidos los arqueros elfos. En consecuencia, el ejército elfo podía cubrir distancias mayores en menos tiempo que uno humano. Tendrían que viajar deprisa, pues al cabo de unas pocas semanas las nieves del invierno empezarían a caer en las montañas y cerrarían los pasos.
Por mucho que admirara el plan de batalla de Alhana, cada fibra de su ser le gritaba a Gilthas que era un error. Como Samar había dicho, no deberían marchar dejando atrás al enemigo con el control de la ciudad. Gilthas empezó a sentirse tan descorazonado y tan frustrado que supo que tendría que dejar de asistir a las reuniones. Con todo, hacía falta que alguien representara a los qualinestis. Así pues, buscó el concurso del hombre que había sido su amigo durante muchos años, un hombre que, junto con su mujer, le ayudó a superar la terrible depresión que lo había abatido.
—Planchet —dijo Gilthas una mañana, temprano—. Te exonero de tu puesto a mi servicio.
—¡Majestad! —Planchet lo miró fijamente, estupefacto y desolado—. ¿He hecho o dicho algo para incurrir en vuestro desagrado? Si es así, lo siento muchísimo...
—No, amigo mío —lo tranquilizó Gilthas mientras le dedicaba una sonrisa que le brotó del corazón, no un simple gesto diplomático. Pasó el brazo sobre los hombros del elfo que llevaba a su lado tanto tiempo—. Y no hagas objeciones al uso de esa palabra. Digo «amigo» y lo digo en serio. Digo asesor y mentor, y eso también lo digo en serio. Digo padre y consejero, y asimismo lo digo de corazón. Has sido todo eso para mí, Planchet. No exagero cuando afirmo que hoy no me encontraría aquí de no ser por tu fortaleza y tu sabia guía.
—Majestad —protestó Planchet con voz enronquecida—. No merezco tales elogios. Sólo he sido el jardinero. Vuestro es el árbol que ha crecido fuerte y alto...
—... gracias a tu esmerado cuidado.
—¿Y por esa razón he de abandonar a vuestra majestad? —preguntó quedamente Planchet.
—Sí, porque ha llegado el momento de que cuides y protejas a otros. Los qualinestis necesitan un líder militar. Nuestro pueblo clama por marchar a Sanction. Debes ser su general. La Leona dirige a los kalanestis, y tú conducirás a los qualinestis. ¿Harás esto por mí?
Planchet vaciló, inquieto.
—Planchet, el prefecto Palthainon está ya intentando abrirse paso hacia esa posición. Si te nombro a ti, rezongará y se quejará, pero no podrá impedírmelo. No sabe nada de asuntos militares, y tú eres un veterano con años de experiencia. Les caes bien a los silvanestis, y confían en ti. Por favor, por el bien de nuestro pueblo, haz esto por mí.
—Sí, majestad —respondió al punto el elfo mayor—. Por supuesto. Os doy las gracias por la confianza que me demostráis e intentaré ser merecedor de ella. Sé que vuestra majestad no está a favor de este curso de acción, pero yo creo que es el correcto. Una vez hayamos derrotado a Takhisis y la hayamos expulsado del mundo, la sombra de sus negras alas desaparecerá, la luz brillará sobre nosotros y expulsaremos al enemigo de nuestras tierras.
—¿Lo crees realmente, Planchet? —preguntó Gilthas en un tono serio—. Albergo mis dudas. Puede que derrotemos a Takhisis, pero no acabaremos con aquello que la hace fuerte: la oscuridad en el corazón de los hombres. En consecuencia, creo que lo sensato sería que expulsáramos al enemigo que ocupa nuestras naciones, que reafirmáramos nuestro dominio y después saliéramos al mundo.
Planchet guardó silencio, aparentemente azorado.
—Di lo que piensas, amigo mío —lo animó Gilthas, sonriendo—. Ahora eres mi general, y tienes obligación de decírmelo si estoy equivocado.
—Sólo diré una cosa, majestad. Es este tipo de política aislacionista la que causó tanto daño a los elfos en el pasado, ocasionando que incluso aquellos que podrían haber sido nuestros aliados desconfiaran de nosotros y nos malinterpretaran. Si combatimos junto a los humanos en esta batalla, les demostraremos que formamos parte de un mundo más grande. Nos ganaremos su respeto e incluso quizá su amistad.
—En otras palabras —apunto Gilthas con una sonrisa maliciosa—, siempre he sido yo el que languidecía en la cama y escribía poesías.
—No, majestad —protestó Planchet, escandalizado—. En ningún momento quise decir...
—Sé lo que quisiste decir, querido amigo, y confío en que tengas razón. Bien, tu presencia se requerirá en la próxima conferencia militar que se celebrará en breve. Le he comunicado a Alhana Starbreeze mi decisión de nombrarte general, y ella lo aprueba. Sean cuales sean las decisiones que tomes, lo harás en mi nombre.
—Agradezco vuestra confianza, majestad —repitió Planchet—. Pero ¿qué haréis vos? ¿Marcharéis con nosotros u os quedaréis?
—No soy guerrero, como muy bien sabes, querido amigo. La poca destreza que tengo con la espada te la debo a ti. Algunos de los nuestros no pueden viajar, los que tienen niños a los que cuidar, los enfermos y los ancianos. Estoy planteándome quedarme con ellos.
—Sin embargo, majestad, pensad que el prefecto Palthainon marcha con nosotros. Considerad que intentará ganarse la confianza de Alhana. Exigirá tomar parte en cualquier negociación con los humanos, una raza que detesta y desprecia.
—Sí —convino Gilthas, con aire cansado—. Lo sé. Será mejor que te vayas ya, Planchet. La reunión dará comienzo pronto, y Alhana exige que todos sean puntuales.
—Sí, majestad. —Planchet lanzó una última mirada preocupada a su joven rey y se marchó.
En menos tiempo de lo que nadie habría imaginado, los elfos estuvieron preparados para emprender la marcha. Dejaron una fuerza como milicia local que se encargaría de proteger a los que no podían realizar el largo viaje al norte, pero era reducida, ya que su mejor defensa era la propia tierra; los árboles que amaban los elfos los cobijarían, los animales los advertirían y llevarían sus mensajes, las cavernas los ocultarían.
Dejaron atrás otra pequeña fuerza para mantener la ilusión de que un ejército elfo tenía rodeada la ciudad de Silvanost. Esta tropa hizo tan bien su trabajo que el general Dogah, encerrado tras las murallas de una ciudad que había llegado a odiar, no tenía la más remota idea de que su enemigo había partido. Los caballeros negros continuaron prisioneros dentro de su propia victoria y maldijeron a Mina por haberlos abandonado a su suerte.
Los Kirath se quedaron guardando las fronteras. Habían recorrido la gris desolación dejada por el escudo durante mucho tiempo y ahora se regocijaban al ver pequeños brotes irguiéndose desafiantes a través del polvo y la putrefacción gris. Los Kirath interpretaron aquello como una señal esperanzadora para su tierra y su pueblo, que casi se habían marchitado y muerto, primero bajo el escudo, y después bajo la bota aplastante de los caballeros negros.
Gilthas había decidido quedarse. Dos días antes de la marcha, Kiryn fue en su busca.
Al ver la expresión preocupada del otro elfo, Gilthas suspiró para sus adentros.
—He oído que planeáis quedaros en Silvanesti —dijo Kiryn—. Creo que deberíais cambiar de opinión y venir con nosotros.
—¿Por qué?
—Para salvaguardar los intereses de vuestro pueblo.
Gilthas no dijo nada, y le dirigió una mirada interrogativa que hizo que Kiryn enrojeciera.
—Esta información me la dieron confidencialmente —dijo.
—No quiero que rompas ninguna promesa. No me gustan los espías.
—No prometí nada. Creo que Samar quería que os lo contara —explicó Kiryn—. Supongo que sabéis que marcharemos a través de las montañas Khalkist, pero ¿sabéis de qué manera planeamos entrar en Sanction?
—Apenas conozco ese territorio... —empezó Gilthas.
—Nos aliaremos con los enanos oscuros. Nuestro ejército pasará por sus túneles. Se les pagará bien.
—¿Con qué?
Kiryn observó fijamente el suelo del bosque tapizado de hojas.
—Con el dinero que trajisteis de Qualinesti.
—Ese dinero no es mío —aclaró secamente Gilthas—. Es la riqueza del pueblo qualinesti, todo lo que queda.
—El prefecto Palthainon se lo ofreció a Alhana, y ella lo aceptó.
—Si protesto, habrá problemas. Mi participación en esa malhadada aventura no cambiará nada.
—No, pero ahora Palthainon, como oficial de alto rango, está al cargo de esos fondos. Si venís vos, los fondos de vuestro pueblo se depositarán en vuestras manos. Puede que os veáis obligado a utilizarlos. Quizá no haya otro modo. Pero la decisión será vuestra.
—De modo que hemos llegado a esto —murmuró Gilthas cuando Kiryn se hubo marchado—. Pagamos a la oscuridad para salvarnos. ¿Hasta donde hemos de hundirnos en ella antes de convertirnos en oscuridad?
El día que la marcha comenzó, los silvanestis abandonaron sus amados bosques con los ojos secos y fijos en el norte. Avanzaron en silencio, sin cantos, sin toques de cuernos, sin redobles de timbales, ya que los caballeros negros no debían enterarse de su partida ni los ogros debían saber de su llegada. Los elfos caminaron bajo las sombras de los árboles para eludir los vigilantes ojos de los Dragones Azules que volaban en círculos sobre sus cabezas.
Cuando cruzaron la frontera de Silvanesti, Gilthas hizo una pausa para mirar atrás, a las ondeantes hojas que parecían lanzar destellos plateados a la luz del sol en un brillante contraste con la línea gris de putrefacción que era la frontera del bosque, el legado del escudo. Estuvo mirando largo rato con la opresiva sensación de que, una vez que cruzara, nunca regresaría.
Una semana después de que partiera el ejército silvanesti, Rolan, de los Kirath, hacía su patrulla habitual a lo largo de la frontera. Mantuvo la mirada fija en el suelo al reparar, gozoso el corazón, en una pequeña señal de que la naturaleza libraba una batalla contra el mal causado por el escudo.
Aunque la magia mortífera del escudo ya no existía, la destrucción ocasionada por aquella maldad permanecía. Cualquier planta y árbol que el escudo había tocado, moría, de modo que las fronteras de Silvanesti estaban marcadas con una línea gris y sombría de muerte.
En cambio ahora, bajo la gris mortaja de las hojas desecadas y las ramas podridas, Rolan distinguió minúsculos tallos verdes emergiendo triunfantemente del suelo. No supo distinguir qué eran, si briznas de hierba o delicadas flores silvestres o quizá futuros arces de llameantes copas. Tal vez, pensó con una sonrisa, aquéllas eran unas plantas sencillas y humildes, un diente de león, una nébeda o una siempreviva. Rolan lo amaba, fuera lo que fuese. La verde vida en medio de la muerte era un buen augurio de esperanza para él y para su pueblo.
Con cuidado, suavemente, volvió a cubrirlo con la mortaja, en la que ahora pensaba como una manta, para proteger los tiernos tallos de la fuerte luz del sol. Estaba a punto de seguir caminando cuando captó una ráfaga de un olor extraño.
Se puso de pie, alarmado. Husmeó el aire intentando con afán identificar el peculiar hedor. Jamás había olido nada igual: acre, animal. Escuchó sonidos distantes que reconoció como los crujidos de ramas de árbol al romperse, de vegetación chascando al aplastarla. Los sonidos se hicieron más fuertes y más claros, y por encima se escuchó algo más ominoso: el grito de advertencia del halcón, el chillido del tímido conejo, el balido empavorecido del venado al huir.
El horrible hedor animal se volvió intenso, insoportable, vomitivo. Olor a comedores de carne. Rolan desenvainó la espada y se llevó los dedos a los labios para emitir el penetrante silbido que alertaría a su compañero Kirath del peligro.
Tres enormes minotauros emergieron de la fronda. Sus cuernos rompían hojas, sus hachas dejaban heridas en los troncos de los árboles al descargarse con impaciencia para abrir paso entre la maleza que les obstruía el camino. Los minotauros se pararon al ver a Rolan, se lo quedaron mirando, sus oscuros ojos bestiales vacíos de expresión.
El elfo alzó la espada y se dispuso a atacar.
Un hedor bovino lo envolvió. Unos fuertes brazos lo agarraron y Rolan sintió el pinchazo del cuchillo justo debajo de la oreja; un rápido e intenso dolor cuando la hoja se hundió en su garganta de lado a lado...
El minotauro que había matado al elfo dejó caer el cuerpo en el suelo y limpió la sangre de su daga. Sus compañeros asintieron: otro trabajo bien hecho. Después continuaron a través del bosque, abriendo el paso a los que venían detrás.
Para los cientos que venían detrás. Para los miles.
Las fuerzas de los minotauros cruzaron la frontera pisoteándolo todo. Los barcos minotauros, con sus velas pintadas y sus galeras tripuladas por esclavos, surcaron las aguas del río Thon-Thalas viajando hacia el sur, a la capital, Silvanost, llevando al general Dogah los refuerzos que se le habían prometido.
Muchos Kirath murieron aquel día, al igual que Rolan. Algunos tuvieron ocasión de luchar contra sus atacantes, pero no la mayoría. A casi todos los cogieron por sorpresa.
El cadáver de Rolan, de los Kirath, yació en el bosque que había amado. Su sangre se filtró por el gris manto de muerte y empapó los verdes brotes tiernos.
Por la noche, los ojos en las calaveras de los dragones muertos hacían que el tótem resplandeciera. El fantasmagórico dragón con cinco cabezas flotaba sobre él, y quienes lo veían se quedaban maravillados. De noche, en la oscuridad que gobernaba, Takhisis era la poderosa y suprema soberana; pero con la luz del sol, su imagen se desvaneció y los ojos de los dragones muertos titilaron y se apagaron, al igual que las llamas de las velas en el altar, de las que sólo quedaban volutas de humo, mechas ennegrecidas y cera derretida.
El tótem, que parecía tan magnífico e invulnerable en la oscuridad, no era más que un montón de calaveras a la luz del día, una estampa repulsiva, ya que aún había trozos de escamas o de carne putrefacta pegados a los huesos. De día, el tótem era un descarnado recordatorio del inmenso poder de Malys, la señora suprema que lo había construido, para todo el que lo veía.
La pregunta en los labios de todo el mundo no era si Malys atacaría, sino cuándo. El miedo a su llegada se extendió por la ciudad, y temiendo que se produjesen deserciones masivas, Galdar ordenó cerrar la Puerta Oeste. Aunque en público los caballeros de Mina mantenían una actitud despreocupada, estaban asustados.
Cuando la muchacha recorría las calles, desterraba el miedo de los corazones de todos los que la veían. Cuando hablaba del poder del Único cada noche, la gente escuchaba y aclamaba, convencida de que el Único los salvaría del dragón. Sin embargo, cuando Mina se marchaba, cuando el sonido de su voz dejaba de oírse, la sombra de unas rojas alas proyectaba helor sobre la ciudad y la gente miraba el cielo con terror.
Mina no tenía miedo. Galdar se maravillaba de su valor, aun cuando le preocupaba, ya que el coraje de la joven provenía de su fe en Takhisis, y el minotauro sabía que la diosa no merecía una fe tan grande. Su única esperanza radicaba en el hecho de que Takhisis necesitaba a Mina y, en consecuencia, se resistiría a sacrificarla. Con todo, si en cierto momento Galdar estaba convencido de que la muchacha se encontraba a salvo, al siguiente tenía la seguridad de que Takhisis podría aprovechar esta circunstancia para librarse de una rival que resultaba más molesta que útil.
El temor de Galdar se acrecentaba por el hecho de que Mina se negaba a explicarle su estrategia para derrotar a Malys. Intentó hablar con la joven sobre ello, y le recordó Qualinost, donde el dragón había perecido, pero también se destruyó la ciudad. Mina le puso la mano en el brazo, en un gesto tranquilizador.
—Lo ocurrido en Qualinost no se repetirá en Sanction, Galdar. El Único odiaba a los elfos y su nación, quería verlos destruidos. Al Único le complace Sanction, es el lugar donde se propone entrar en el mundo para habitarlo tanto en el plano físico como en el espiritual. Sanction y sus habitantes estarán a salvo, el Único se ocupará de que sea así.
—Bien, ¿pero cuál es tu estrategia, Mina? —insistió el minotauro—. ¿Qué plan hay?
—Ten fe en el Único, Galdar —repuso Mina, y el minotauro tuvo que contentarse con esa contestación porque la muchacha no quiso añadir nada más.
Odila también estaba preocupada por el futuro; preocupada, confusa y angustiada. Desde que los espíritus habían construido el tótem y ella reconoció al Único como la diosa Takhisis, Odila se había sentido casi como los dos magos zombis. Comía, bebía, caminaba y llevaba a cabo sus tareas, pero su espíritu parecía encontrarse ausente de su cuerpo, como si se encontrara aparte, contemplándolo con indiferencia, mientras que mentalmente tanteaba en la oscuridad de su alma azotada por la tormenta buscando la luz del entendimiento.
Era incapaz de rezar al Único. Ya no. No desde que descubrió quién era. Sin embargo, echaba en falta las oraciones, el dulce consuelo de poner su vida en manos de Otro, de un Ser Sabio que guiara sus pasos y la condujera del dolor a una gozosa paz. El Único había conducido sus pasos, pero no hacia la paz, sino hacia la confusión, el temor y la consternación.
En más de una ocasión Odila había aferrado el medallón que colgaba de su cuello, dispuesta a arrancárselo de un tirón, mas, todas las veces que sus dedos se cerraron sobre el colgante, había sentido el calor del metal. Había recordado el poder del Único que había fluido por sus venas, el poder que frenó a aquellos que querían matar el rey elfo. Entonces su mano se apartaba del medallón y colgaba fláccida a su costado. Una mañana, mientras contemplaba cómo los rayos rojizos del sol otorgaban un brillo lúgubre a las nubes siempre suspendidas sobre los Señores de la Muerte, Odila decidió poner a prueba su fe.
Se arrodilló ante el altar, cercano al tótem de los cráneos de dragones. La estancia olía a muerte y putrefacción, a cera caliente y derretida. El calor de las velas contrastaba con la fría corriente que soplaba por el agujero del techo y silbaba de manera inquietante entre los dientes de las calaveras. El sudor se heló en el cuerpo de Odila, que ansiaba abandonar aquel lugar terrible, pero el medallón permanecía caliente contra su fría piel.
—Reina Takhisis, ayudadme —entonó, y no pudo contener un escalofrío al pronunciar el nombre—. Toda mi vida me han enseñado que sois una diosa cruel a la que no le importa ningún ser vivo, que nos veis a todos como esclavos que han de obedecer vuestras órdenes. Me han enseñado que sois ambiciosa e interesada, que os mofáis y denigráis los principios que tanto significan para mí: honor, compasión, misericordia, amor. Por lo que sois no debería creer en vos ni serviros, y, sin embargo...
»Sois una diosa. —Odila alzó los ojos al cielo—. He sido testigo de vuestro poder, lo he sentido rebullir dentro de mí. ¿Cómo voy a escoger no creer en vos? Quizá... —Odila vaciló, indecisa—. Quizá se os ha calumniado. Se os ha juzgado mal. Quizá sí os importamos. Os pido esto no por mí, sino por alguien que os ha servido fiel y lealmente. Mina afronta un terrible peligro. Estoy segura de que se propone luchar sola contra Malys. Cree que lucharéis a su lado. Ha puesto su confianza en vos. Temo por ella, reina Takhisis. Mostradme que mis temores son infundados y que ella os importa, aunque nos os importe nadie más.
Aguardó en tensión, pero no habló voz alguna, no surgió ninguna visión. Las llamas de las velas titilaban con el frío viento que soplaba por la nave del altar. Los cuerpos de los magos permanecían sentados en los bancos, mirando fijamente las llamas de las velas. Con todo, el corazón de Odila se alegró al quitarse un peso de encima, al aligerarse la carga de sus dudas. Ignoraba la razón y reflexionaba sobre ello cuando de repente se dio cuenta de que había alguien de pie cerca del altar.
Deslumbrados sus ojos por el intenso brillo de las velas, no distinguía quién era.
—¿Galdar? —dijo cuando finalmente logró divisar la inmensa figura del minotauro—. No te oí ni te vi entrar. Estaba absorta en mis plegarias.
Se preguntó, inquieta, si habría escuchado su petición, si iba a reprenderla por su falta de fe. El minotauro no rompió el silencio y se limitó a seguir plantado en el mismo sitio.
—¿Querías algo de mí, Galdar? —preguntó Odila. Nunca le había pedido nada, y en todo momento había parecido desconfiar de ella y creía le caía mal.
—Quiero que veas esto —dijo finalmente el minotauro.
En las manos llevaba un objeto envuelto en tiras de tela y atado con una cuerda. La tela había sido blanca en su momento, pero ahora estaba tan manchada de agua y barro, hierba y polvo, que tenía un color pardo, deslucido y apagado. En alguna ocasión se había cortado la cuerda y desenvuelto la tela, pero parecía que el objeto se había vuelto a empaquetar torpemente.
Galdar colocó el bulto sobre el altar. Era largo y no parecía muy pesado. El paño ocultaba lo que quiera que fuese.
—Esto ha llegado para Mina —continuó el minotauro—. Lo envía el capitán Samuval. Mira lo que hay dentro.
—Si es un regalo para Mina no soy quién para... —empezó Odila, sin tocar el objeto.
—¡Ábrelo! —ordenó Galdar con voz dura—. Quiero saber si es apropiado.
Odila habría seguido negándose, pero ahora estaba convencida de que Galdar había escuchado su plegaria y temía que, a menos que accediera a esto, se lo contara a Mina. Con cautela, temblándole los dedos por el nerviosismo, la mujer deshizo las lazadas de la cuerda y retiró las tiras de tela, que le recordaban desagradablemente los vendajes que se utilizaban para envolver los cadáveres.
Su extrañeza aumentó al ver lo que guardaban; su extrañeza y su sobrecogimiento.
—¿Es lo que Samuval afirma que es? —demandó Galdar—. ¿Es una Dragonlance?
Odila asintió con la cabeza, incapaz de hablar.
—¿Estás segura? ¿Habías visto una antes? —inquirió Galdar.
—No, nunca —admitió ella cuando finalmente recobró la voz—. Pero oí relatos sobre las legendarias lanzas cuando era niña. Siempre me gustaron esas historias. Fueron las que me condujeron a hacerme dama de la caballería.
Odila alargó la mano y pasó los dedos sobre el frío y suave metal. La lanza brillaba con un fulgor plateado que parecía ajeno al resplandor dorado de las velas.
Si todas las luces del mundo se apagaran, pensó Odila, incluso las del sol, la luna y las estrellas, la luz de esta lanza seguiría brillando con fuerza.
—¿Dónde encontró semejante tesoro el capitán Samuval? —preguntó.
—En una vieja tumba, en alguna parte —dijo Galdar—. Solace, creo.
—No será en la Tumba de los Héroes, ¿verdad? —exclamó Odila.
Retiró bruscamente la mano de la lanza y miró con terror a Galdar.
—Lo ignoro. —Galdar se encogió de hombros—. No dijo cómo se llamaba la tumba. Sí contó que le trajo mala suerte, porque cuando los vecinos del lugar los sorprendieron a él y a sus hombres dentro, el ataque fue tan ingente que escapó con vida por los pelos. Incluso se le echó encima una horda de kenders. Éste es uno de los tesoros que consiguió llevarse, y se lo manda a Mina con sus saludos y su respeto.
Odila suspiró y volvió a mirar la lanza.
—Se la robó a los muertos —continuó Galdar, ceñudo—. Él mismo dice que le dio mala suerte. Creo que no deberíamos entregársela a Mina.
Antes de que Odila tuviera tiempo de responder, otra voz habló desde la oscuridad.
—¿Acaso los muertos necesitan todavía esta lanza, Galdar?
—No, Mina —respondió el minotauro mientras volvía la cabeza hacia la joven—. No la necesitan.
La luz de la lanza brilló intensamente en los ojos ambarinos de la joven, que alargó la mano y cerró los dedos sobre el arma. Odila dio un respingo al ver que Mina la tocaba, pues había quienes afirmaban que las legendarias Dragonlances sólo las podían utilizar quienes luchaban del lado de la luz y que cualesquiera otros que las tocaran serían castigados por los dioses.
Mina aferró la lanza con firmeza, la levantó del altar, la sopesó y la contempló con admiración.
—Una estupenda arma —dijo—. Casi parece hecha a propósito para mí. —Su mirada se desvió hacia Odila. Sus ojos ambarinos eran tan cálidos como el medallón que colgaba del cuello de la solámnica—. Una respuesta a cierta plegaria.
Soltó la lanza sobre el altar y se arrodilló reverentemente ante el mismo.
—Demos las gracias al Único por esta gran bendición.
Galdar siguió de pie, con aire severo. Odila cayó de hinojos frente al altar mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Se alegraba por Mina de que su plegaria hubiese tenido respuesta. Sin embargo, sus lágrimas no eran por haber hallado algo, sino por haberlo perdido. Mina había podido asir la lanza, levantarla del altar, sostenerla en la mano.
A través de las lágrimas, Odila contempló sus propias manos enlazadas. Las yemas de los dedos que habían rozado la Dragonlance estaban quemadas y le ardían; le dolían tanto que se preguntó si alguna vez se libraría de aquel dolor.
La noche había llegado de nuevo a Sanction. La noche era siempre un alivio para los habitantes de la ciudad, porque significaba que habían sobrevivido un día más. La noche les traía a Mina para hablarles del Único, unos discursos con los que les transmitía parte de su valor, ya que en su presencia se envalentonaban y se sentían dispuestos a luchar contra la señora suprema, la hembra Roja.
Tras siglos de existencia a la sombra de los Señores de la Muerte, Sanction era una ciudad fundamentalmente ignífuga. Los edificios estaban construidos con piedra, incluso los tejados, ya que cualquier otro material, como el bálago o las cañas, habría ardido mucho tiempo atrás. Se decía que el aliento de los dragones tenía el poder de derretir granito, cierto, pero contra eso no había defensa posible, salvo esperar fervientemente que quienquiera que hubiese extendido tal rumor hubiera exagerado.
Todos los soldados recibieron un entrenamiento apresurado en el uso del arco, ya que, con una diana tan grande, incluso hasta el aficionado con peor puntería no podía fallar. Subieron catapultas a las murallas con el propósito de arrojar piedras a Malys, y entrenaron a los que manejaban las balistas para disparar hacia el cielo. Realizadas esas tareas, se sintieron preparados para el combate, y algunos de los más osados desafiaron a Malys para que apareciera y acabaran de una vez con aquello. Aun así, todos sentían alivio cuando la noche caía y habían sobrevivido un día más, sin importar que el miedo reapareciera con las luces del día.
El Dragón Azul Filo Agudo, todavía obligado a deambular por Sanction disfrazado como humano, observaba los preparativos con el profundo interés de un soldado veterano y se los explicó a Espejo con detalle, añadiendo sus comentarios de aprobación o disentimiento, según merecieran una cosa u otra. A Espejo le interesaba más el tótem, por ejemplo su aspecto y en qué lugar de la ciudad se hallaba ubicado. Se suponía que Filo Agudo había estado reconociendo el terreno, pero lo que había hecho era perder el tiempo con los soldados.
—Sé lo que piensas —dijo de repente el Azul, que se interrumpió en mitad de la descripción del perfecto funcionamiento de las catapultas—. Piensas que nada de esto influirá en el resultado. Que nada surtirá efecto contra esa gran zorra Roja. Bueno, tienes razón. Y —añadió—, te equivocas.
—¿En qué me equivoco? —preguntó Espejo—. Las ciudades ya han utilizado catapultas para defenderse de Malys. Han utilizado arqueros y flechas, héroes y necios, y ninguna ha sobrevivido.
—Pero nunca tuvieron un dios de su parte —puntualizó Filo Agudo.
Espejo se puso tenso. Siendo un Dragón Plateado, fiel a Paladine, había temido desde hacía tiempo que el Azul volviera a sus antiguas lealtades, a la diosa Takhisis. Tenía que andarse con cuidado.
—Así pues, ¿estás diciendo que deberíamos abandonar nuestro plan de ayudar a Palin a destruir el tótem?
—No necesariamente —respondió con evasivas Filo Agudo—. Quizá reconsiderarlo, eso es todo. ¿Adónde vas?
—Al templo —repuso Espejo. Sacudiéndose de encima la mano del Azul que lo guiaba, el Dragón Plateado ciego, bajo su disfraz de humano, echó a andar solo, tanteando el camino con el bastón—. Ver por mí mismo el tótem, ya que tú no serás mis ojos.
—¡Eso es una locura! —protestó Filo Agudo, que lo siguió con su fingida cojera. Espejo oía el golpeteo de la muleta en los adoquines—. Dijiste que Mina te vio en tu forma de mendigo, en la calzada, y que te reconoció de inmediato como el guardián de la Ciudadela de la Luz. Te conoce de vista, tanto en tu apariencia humana como en tu verdadera forma.
Espejo empezó a arreglarse los vendajes que llevaba sobre los ojos heridos, tirando hacia abajo a fin de taparse la cara.
—Es un riesgo que he de correr. Sobre todo si tú vacilas en tu decisión.
Filo Agudo no dijo nada. Espejo dejó de escuchar el golpeteo de la muleta y dio por sentado que caminaba solo. Sólo tenía una vaga idea del lugar donde se hallaba el templo, sabía que se alzaba en una colina desde la que se dominaba la ciudad, eso era todo.
«De modo que —calculó—, si camino colina arriba, por fuerza tendré que dar con él.»
Se llevó un susto al sentir la voz susurrante de Filo Agudo en su oído.
—Alto, espera. Te has metido en un callejón sin salida. Te guiaré, si insistes en ir allí.
—¿Me ayudarás a destruir el tótem? —demandó Espejo.
—Eso aún tengo que pensarlo —repuso el Azul—. Si vamos a ir, será mejor que lo hagamos ahora, pues seguramente el templo estará vacío.
Los dos se pusieron en camino por las laberínticas calles. Espejo dio gracias de que Filo Agudo lo guiara, ya que con su ceguera jamás habría encontrado el camino por sí solo.
«¿Qué haremos Palin y yo si Filo Agudo decide cambiar su lealtad?», se preguntó el Plateado. Un dragón ciego y un hechicero muerto decididos a derrotar a una diosa. Bueno, a lo mejor conseguían al menos que a Takhisis le diera dolor de estómago de la risa.
El ruido que hacía la multitud indicó a Espejo que se acercaban al templo. Y allí estaba Mina, hablándoles de las maravillas y la magnificencia del Único. Era persuasiva, tuvo que admitir el Plateado. Siempre le había gustado la voz de la muchacha. Incluso de niña, su tono había sido melodioso, quedo y dulce al oído.
Escuchándolo, Espejo volvió a revivir aquellos días en la Ciudadela, vio a Mina y a Goldmoon juntas, la mujer en el ocaso de la vida y la niña iluminada por la aurora. Ahora, no distinguía a Mina de la oscuridad, y no era la oscuridad de su ceguera.
Filo Agudo lo condujo entre el gentío. Avanzaron despacio, sin llamar la atención, y entraron en el derruido templo que ahora se alzaba como un monumento al tótem de cráneos de dragón.
—¿Estamos solos? —preguntó Espejo.
—Los cuerpos de los dos hechiceros están sentados en un rincón.
—Háblame de ellos —pidió el Plateado con el corazón en un puño—. ¿Qué aspecto tienen?
—Como cadáveres apuntalados para mantenerlos en pie en su propio funeral —respondió secamente Filo Agudo—. Es todo lo que pienso decir. Da gracias de que no puedes verlos.
—¿Y sus espíritus?
—No veo señal de ellos. Mejor así. No me gustan los hechiceros, ni vivos ni muertos. No necesitamos que se entrometan. Estás delante del tótem, puedes alargar la mano y tocar las calaveras, si lo deseas.
Espejo no tenía la menor intención de tocar nada. No hacía falta que el Azul le dijera que se encontraba ante el tótem. Su magia era poderosa, potente; la magia de un dios. Espejo se sentía atraído y repelido por igual.
—¿Cómo es el tótem? —inquirió quedamente.
—Los cráneos de nuestros hermanos, apilados unos sobre otros y formando una grotesca pirámide —contestó Filo Agudo—. Las calaveras más grandes sostienen las más pequeñas. Los ojos de los muertos brillan en las cuencas. En algún lugar de ese montón está el cráneo de mi pareja. Puedo percibir el fuego de su vida arder en la oscuridad.
—Y yo siento el poder de la diosa radicado en el tótem —comentó Espejo—. Palin tenía razón. Éste es el umbral. Éste es el Portal por el que Takhisis entrará finalmente en el mundo.
—Pues yo digo que así sea —manifestó el Azul—. Ahora que veo esto, digo que venga Takhisis si su concurso es necesario para matar a Malystryx.
Espejo olía las velas encendidas, aunque no las viera. Sentía su calor. Percibía, al igual que Filo Agudo, el ardor de su propia ira y su ansia de venganza. Espejo tenía sus propias razones para odiar a Malys. La Roja había destruido Kendermore, había matado al esposo adorado de Goldmoon, Riverwind, y a su hija. Había asesinado a cientos de personas y desplazado de sus hogares a muchas miles, aterrorizándolas mientras huían sólo para divertirse. De pie ante el tótem que Malys había construido con los cráneos de los que había devorado, Espejo empezó a preguntarse si Filo Agudo no tendría razón.
El Azul se acercó a su oído y le susurró:
—Takhisis tiene sus faltas, lo admito sin reparo. Pero es una diosa, y es nuestra, de nuestro mundo, es todo lo que nos queda. Eso tienes que reconocerlo.
Espejo no reconocía nada.
—No puedes verlos —siguió el Azul, sin dar tregua—, pero hay cráneos de Dragones Plateados en ese tótem. Muchos. ¿No quieres vengar sus muertes?
—No necesito verlos. Oigo sus voces. Oigo sus gritos de muerte, todos y cada uno de ellos. Oigo los gritos de sus compañeras que los amaban, y los gritos de los hijos que nunca engendrarán. Mi odio por Malys es tan intenso como el tuyo. Y dices que para librar al mundo de ese terrible azote, he de tragarme la amarga medicina del triunfo de Takhisis.
—Es nuestra diosa —repitió Filo Agudo, encogiéndose de hombros—. De nuestro mundo.
Terrible elección. Espejo se sentó en el duro banco e intentó decidir qué hacer. Absorto en sus pensamientos, olvidó dónde se encontraba, olvidó que estaba en el campamento de sus enemigos. El codo del Azul se clavó en su costado.
—Tenemos compañía —advirtió en voz queda.
—¿Quién? ¿Mina?
—No, el minotauro que nunca se encuentra lejos de ella. Te dije que era una mala idea. No, no te muevas. Ahora ya es tarde. Estamos en la penumbra, quizá no se fije en nosotros. Además —añadió fríamente el Azul—, podemos enterarnos de algo.
Efectivamente, Galdar no reparó en los dos mendigos cuando entró en la nave del altar. Al menos, no de inmediato. Estaba sumido en sus propias preocupaciones. Esperaba equivocarse, pero no era una esperanza muy firme, probablemente porque conocía a Mina muy bien.
La conocía y la quería.
Desde pequeño, Galdar había oído la leyenda del famoso héroe minotauro conocido como Kaz, que había sido amigo del famoso héroe solámnico Huma. Kaz había cabalgado con Huma en su batalla contra la Reina Takhisis. El minotauro había arriesgado su vida por Huma muchas veces, y el pesar de Kaz por la muerte de Huma había perdurado toda su vida. Aunque Kaz se había encontrado en el lado equivocado de la guerra, bajo el punto de vista de un minotauro, se le honraba entre los suyos hasta el día de hoy por su valor y su coraje en la lucha. Un minotauro admira a un guerrero valeroso, luche en el bando que luche.
En cuanto a su amistad con un humano, pocos minotauros podían entender eso. Cierto, Huma había sido un guerrero valeroso... para ser humano. Esa coletilla se añadía siempre. En la leyenda de su pueblo, Kaz era el héroe que salvaba la vida de Huma una y otra vez, al final de lo cual, Huma siempre daba las gracias humildemente al gallardo minotauro, que las aceptaba con condescendiente dignidad.
Galdar había creído esas leyendas, pero ahora empezaba a pensar de forma distinta. Quizás, en realidad, Kaz había luchado junto a Huma porque le quería, como él quería a Mina. Esos humanos tenían algo, se te metían en el corazón sin que te dieras cuenta.
Sus cuerpos eran débiles y frágiles, y aun así podían mostrarse duros y resistentes como el último héroe de pie en la arena ensangrentada del circo minotauro.
Esos humanos nunca se daban por vencidos y seguían luchando cuando deberían haberse tendido en el suelo y morir. Sus vidas eran lastimosamente cortas, pero siempre estaban prestos a darlas por una causa o una fe, o hacer algo tan absurdo y noble como lanzarse a una torre en llamas para salvar la vida de un completo desconocido.
Los minotauros tenía mucho coraje, pero eran más cautelosos, siempre sopesando el precio antes de gastar su dinero. Galdar sabía lo que Mina planeaba, y la amaba por ello, aun cuando se le partía el alma al pensarlo. Arrodillado ante el altar, juró que no iría sola a la batalla si había un modo de que él se lo impidiera. No rezó al Único. Había dejado de hacerlo cuando descubrió quién era. No se lo había dicho a Mina —se llevaría este secreto a la tumba—, pero no rezaría a Takhisis, una diosa a la que consideraba traicionera y absolutamente falta de honor. La promesa se la hizo a sí mismo.
Concluida su oración, se incorporó con movimientos rígidos ante el altar. Fuera se escuchaba la voz de Mina asegurando a los multitudinarios admiradores que no debían tener miedo de Malys, que el Único los salvaría. Galdar ya había oído lo mismo antes y no prestó atención. Sólo escuchó la voz de Mina, su amada voz, pero nada más. Supuso que era lo que realmente oía la mayoría de quienes escuchaban fuera.
Galdar se movió de un lado al otro del altar, inquieto, esperando a la joven, y fue entonces cuando reparó en los mendigos. De día, la nave del altar se encontraba abarrotada, ya que los habitantes de Sanction, en su mayoría soldados, acudían a hacer ofrendas al Único, a contemplar boquiabiertos el tótem o a intentar ver a Mina y tocarla o pedirle su bendición. Por la noche iban a oír sus palabras, a esconderse bajo la manta del valor de la joven. Después regresaban a sus puestos o a sus lechos. Pocos fieles entraban en la nave del altar de noche, razón por la que Galdar se encontraba allí.
Sin embargo, esa noche había dos mendigos, un hombre ciego y el otro cojo, sentados en un banco. A Galdar no le gustaban los mendicantes. A ningún minotauro le gustaban. Un minotauro moriría de inanición antes de plantearse mendigar siquiera un mendrugo de pan. Galdar no entendía qué hacían esos dos en Sanction y le extrañó que no hubieran huido como habían hecho muchos de los de su clase.
Los observó con más atención. Había algo en su actitud que los diferenciaba de otros mendigos. No captaba exactamente qué era, una especie de seguridad en sí mismos, de capacidad. Tenía la impresión de que no eran mendigos corrientes y se disponía a hacerles unas cuantas preguntas cuando Mina regresó.
Su expresión era de éxtasis, de estar en comunión con su dios. Los ojos ambarinos resplandecían. Se acercó al altar y se dejó caer de rodillas, demasiado agotada para seguir de pie, ya que durante esos encuentros públicos ponía toda el alma y se entregaba por completo a quienes la escuchaban sin dejar nada para sí misma. Galdar olvidó a los extraños mendigos y acudió de inmediato al lado de la joven.
—Te traeré un poco de vino y algo de comer —ofreció.
—No, Galdar, no necesito nada, gracias. —Mina suspiró profundamente. Parecía exhausta.
Enlazadas las manos entonó una plegaria al Único dándole las gracias. Después, en apariencia reanimada con renovadas energías, se puso de pie.
—Sólo estoy un poco cansada, eso es todo. Esta noche había muchísima gente. El Único está captando muchos seguidores.
«Te siguen a ti, Mina, no al Único», habría podido decirle el minotauro, pero se calló. Ya le había dicho esas cosas en el pasado y la joven se había puesto furiosa. No quería despertar su ira; no en ese momento.
—¿Hay algo que quieres decirme, Galdar? —preguntó Mina. Alargó la mano para retirar una vela cuyo pabilo estaba sumergido en cera derretida.
El minotauro ordenó sus ideas. Tenía que plantearle aquello con cuidado, ya que no quería que se ofendiera.
—Abre tu corazón —instó la joven—. Hace tiempo que estás preocupado. Descarga ese peso y permíteme que lo comparta contigo.
—Tú eres mi peso, Mina —contestó el minotauro, decidido a seguir su consejo y abrir su corazón—. Sé que planeas luchar contra Malys a lomos de un dragón. Tienes la Dragonlance, y doy por sentado que el Único te proporcionará un reptil. Te propones enfrentarte sola a ella, y no puedo permitir que lo hagas, Mina. Sé lo que vas a decir —atajó la protesta de la joven al tiempo que levantaba la mano—. Que no estarás sola, que tendrás al Único luchando a tu lado. Pero deja que haya alguien más, Mina. Permíteme que te acompañe.
—He estado practicando con la lanza —dijo ella. Abrió la mano para mostrar la palma, enrojecida y con ampollas—. Doy en el blanco nueve de cada diez veces.
—Acertar una diana que está inmóvil es muy distinto a acertar a un dragón en movimiento —gruñó Galdar—. Dos jinetes de dragón resultan más eficaces en un combate aéreo, uno para mantener ocupado al dragón por el frente mientras que el otro ataca por la retaguardia. Tienes que ver lo sensato de este plan, ¿verdad?
—Lo veo, Galdar —admitió Mina— Es cierto, he estudiado el combate mentalmente, y sé que combinar dos jinetes sería buena estrategia. —Sonrió, y su gesto pícaro le recordó al minotauro lo joven que era—. Y con mil jinetes sería mejor aún, Galdar, ¿no crees?
Galdar no dijo nada y miró, ceñudo, las velas encendidas. Sabía hacia dónde lo llevaba y él no podía impedírselo.
—Sí, con mil sería mejor, pero ¿dónde íbamos a encontrarlos? Hombres y dragones. —Mina señaló con un gesto el tótem—. ¿Recuerdas todos los dragones que celebraron la consagración de este tótem? ¿Recuerdas cómo volaban en círculos a su alrededor y entonaban alabanzas al Único? ¿Lo recuerdas, Galdar?
—Sí, lo recuerdo.
—¿Dónde están ahora? ¿Dónde están los Rojos, los Verdes, los Azules, los Blancos y los Negros? Han desaparecido. Han huido. Se esconden. Temen que les pida luchar contra Malys. Y no los culpo.
—¡Bah! Son todos unos cobardes —dijo Galdar.
El minotauro oyó un ruido a su espalda y miró hacia atrás. Se había olvidado de los mendigos. Los observó fijamente, pero si alguno de ellos había hablado no parecía inclinado a hacerlo ahora. El pordiosero cojo miraba el suelo. En cuanto al ciego, su rostro estaba tan cubierto de vendajes que casi ni se le veía la boca, mucho menos si la había utilizado. Los únicos que se encontraban allí aparte de los dos pordioseros eran los magos, y Galdar no necesitaba mirarlos. Nunca se movían a menos que alguien los instara a hacerlo.
—Te haré una propuesta, Galdar —dijo Mina—. Si encuentras un dragón que quiera llevarte a la batalla, podrás volar a mi lado.
—Sabes que eso es imposible, Mina —gruñó el minotauro.
—Nada es imposible para el Único, Galdar —le contestó la joven como reprendiéndolo cariñosamente. Se arrodilló de nuevo ante el altar, enlazadas las manos. Alzó los ojos hacia Galdar y añadió—. Únete a mi plegaria.
—Ya he rezado, Mina —respondió amargamente—. Tengo ocupaciones que atender. Intenta descansar, ¿quieres?
—Lo haré. Mañana será un día memorable.
Galdar la miró sobresaltado.
—¿Vendrá Malys mañana, Mina?
—Vendrá mañana.
Galdar suspiró y salió a la noche. Puede que la noche trajera consuelo a otros, pero no a él. La noche sólo traía la mañana.
Espejo sintió rebullir a Filo Agudo a su lado, en el banco. El Plateado mantenía agachada la cabeza, procurando que Mina no lo viera, aunque sospechaba que podría haberse puesto a dar brincos y a bailar con campanillas y tambores y la joven no habría reparado en él. Estaba con su dios Único. De momento, ni le importaba ni le preocupaba lo que ocurría en el plano mortal. Aun así, Espejo mantuvo gacha la cabeza.
Se sintió inquieto y al mismo tiempo aliviado. Quizás ésa era la respuesta.
—Te gustaría ser el dragón que Galdar busca, ¿no es cierto? —preguntó en un quedo susurro.
—Sí, me gustaría —contestó Filo Agudo.
—Sabes el riesgo que corres. Las armas de Malys son formidables. Sólo el miedo que inspira volvería loca a toda una nación de kenders, o eso afirman los sensatos. Se dice que su aliento abrasador es más intenso que el fuego de los Señores de la Muerte.
—Todo eso lo sé —repuso el Azul—, y más. El minotauro no encontrará otro dragón. Cobardes de la peor calaña, eso es lo que son todos. No tienen disciplina, no están adiestrados. No como en los viejos tiempos.
Espejo sonrió, y agradeció que el vendaje ocultara su sonrisa.
—Entonces, ve —le animó—. Ve tras el minotauro y dile que lucharás a su lado.
Filo Agudo permaneció callado. Espejo notaba su estupefacción.
—No puedo abandonarte —contestó el Azul al cabo de unos instantes—. ¿Qué harías sin mí?
—Me las arreglaré. Tu impulso es valiente, noble y generoso. Tales cualidades son nuestras mejores armas contra ella. —Espejo no se refería a Malys con ese «ella», pero no vio razón para aclararlo.
—¿Estás seguro? —inquirió Filo Agudo, obviamente tentado—. No tendrás a nadie que te guarde, que te proteja.
—No soy un dragoncillo recién salido del huevo —replicó Espejo—. Que no vea no obstaculiza mi magia. Has cumplido con tu parte de sobra. Me alegro de haberte conocido, Filo Agudo, y te honro por tu decisión. Será mejor que vayas tras el minotauro. Los dos tendréis que hacer planes y no dispondréis de mucho tiempo.
El Azul se puso de pie. Espejo lo oyó moviéndose a su lado. La mano de Filo Agudo se posó en su hombro, quizá por última vez.
—Siempre he odiado a los de tu clase, Plateado, y lo siento, porque he descubierto que tenemos más en común de lo que pensaba.
—Somos dragones —dijo simplemente Espejo—. Dragones de Krynn.
—Sí. Ojalá lo hubiésemos recordado antes.
La mano se apartó, y Espejo sintió la falta del cálido apretón. Oyó sus pisadas alejándose con rapidez; sonrió y sacudió la cabeza. Tanteó a su alrededor y encontró la muleta que Filo Agudo había desechado.
—Otro milagro del Único —musitó irónicamente. Cogió la muleta y la escondió debajo del banco.
Mientras lo hacía, sonó la voz de Mina.
—Sé conmigo, mi diosa, y condúcenos a mí y a todos los que luchan conmigo a una gloriosa victoria contra este perverso enemigo —oró con fervor.
«¿Cómo puedo rechazar el eco de esa plegaria? —se preguntó Espejo para sus adentros—. Somos dragones de Krynn, y aunque luchamos contra ella, Takhisis era nuestra diosa. ¿Cómo puedo hacer lo que Palin me pide? Sobre todo ahora, que estoy solo.»
Galdar hizo la ronda, comprobando las defensas de la ciudad y el estado de ánimo de los defensores. Lo encontró todo como esperaba. Las defensas eran todo lo buenas que podía esperarse, y los defensores estaban nerviosos y bajos de moral. Galdar les dijo lo que pudo para levantar su ánimo, pero él no era Mina. No lo consiguió, principalmente porque también él tenía el ánimo por los suelos.
Valerosas palabras las que había dicho a Mina sobre luchar a su lado contra Malys. Valerosas palabras, cuando sabía perfectamente bien que cuando Malys llegara él se encontraría entre los que presenciarían el combate, impotentes, desde el suelo. Echó la cabeza hacia atrás y recorrió el cielo con la mirada. El aire nocturno estaba despejado salvo la nube perpetua que salía de los Señores de la Muerte.
—¡Cómo me gustaría sorprenderla! —les dijo a las estrellas—. ¡Cómo ansío encontrarme ahí con ella!
Pero pedía lo imposible. Pedía un milagro de una diosa que no le gustaba, en la que no confiaba, a la que no podía rezar.
Tan absorto estaba el minotauro que tardó un tiempo —más de lo que debería— en darse cuenta de que lo estaban siguiendo. Aquello era algo tan insólito que se sintió momentáneamente desconcertado. ¿Quién lo seguía y por qué? Habría sospechado de Gerard, pero el Caballero de Solamnia había partido de Sanction hacía tiempo y probablemente en esos momentos apremiaba a los caballeros para que se alzaran contra ellos. Todos los demás que seguían en Sanction, incluida la solámnica, eran totalmente leales a Mina. De repente se le ocurrió si Mina habría hecho que lo siguieran, si ya no confiaba en él. La mera idea le revolvió el estómago. Decidió descubrir la verdad.
Mascullando algo sobre que necesitaba aire fresco, Galdar se encaminó hacia los jardines del templo, que estarían oscuros, silenciosos y solitarios a esas horas de la noche.
Quienquiera que fuera el que lo seguía, o no era muy bueno en eso o quería que Galdar reparara en su presencia. Las pisadas no eran sigilosas, como lo serían las de un ladrón o un asesino. Y había en ellas algo de marcial: enérgicas, acompasadas, firmes.
Al llegar a una zona arbolada, Galdar se apartó ágilmente a un lado y se ocultó detrás del tronco de un árbol grande. Las pisadas se detuvieron. Galdar estaba seguro de que la persona lo había perdido de vista y se quedó estupefacto hasta lo indecible al ver que un hombre se dirigía directamente hacia él.
El hombre alzó la mano, saludando.
Galdar empezó a responder al saludo de forma instintiva. Se detuvo, ceñudo, y puso la mano sobre la empuñadura de la espada.
—¿Qué quieres? ¿Por qué me sigues como un ladrón? —Al observar con más atención al individuo, Galdar lo reconoció y se indignó—. ¡Sucio mendigo! Apártate de mí, escoria. No tengo dinero...
El minotauro no acabó la frase. Estrechó los ojos. Su mano se ciñó con fuerza sobre la empuñadura y desenvainó a medias la espada.
—¿No cojeabas antes? ¿Dónde está tu muleta?
—La dejé porque ya no la necesitaba —contestó el mendigo—. No quiero nada de vos, señor —añadió con tono respetuoso—. Tengo algo que daros.
—Sea lo que sea, no lo quiero. No me gusta la gente como tú. Márchate y no me molestes más o haré que te metan en la cárcel. —Galdar adelantó la mano con intención de apartar al hombre de un empujón.
Las sombras de la noche empezaron a ondear y a titilar. Las ramas de los árboles chascaron y una lluvia de hojas y pequeñas ramas cayó sobre Galdar. La mano del minotauro tocó una superficie dura y sólida como una armadura, pero esa armadura no era de frío acero. Era cálida y estaba viva.
Con un respingo, Galdar reculó y alzó la estupefacta mirada. Sus ojos se encontraron con los ojos de un Dragón Azul.
Galdar balbució algo, no sabía muy bien qué.
El Dragón Azul inhaló hondo y exhaló con satisfacción y un gran alivio. Agitó las alas, se estiró y volvió a suspirar.
—Cómo detesto estar apretujado en esa forma humana.
—¿Dónde...? ¿Qué...? —siguió balbuciendo Galdar.
—Eso no tiene importancia —dijo el dragón—. Me llamo Filo Agudo, y por casualidad escuché la conversación que mantuviste con tu comandante en el templo. Ella dijo que si encontrabas un dragón que pudiera llevarte a la batalla contra Malys podrías luchar a su lado. Si lo que dijiste era en serio, guerrero, si tienes el coraje de tus convicciones, entonces seré tu montura.
—Hablé en serio —gruñó Galdar, que todavía intentaba recobrarse de la impresión—. Pero ¿por qué harías algo así? Todos los tuyos han huido, y ellos son los sensatos.
—Soy... —El dragón hizo una pausa y se corrigió con seria dignidad—. Era el dragón del gobernador Medan. ¿Lo conocías?
—En efecto —contestó Galdar—. Lo conocí cuando visitó a lord Targonne en Jelek. Me impresionó. Era un hombre capaz, un hombre de honor y valeroso. Un arrojado caballero a la vieja usanza.
—Entonces tienes que saber por qué hago esto —dijo Filo Agudo mientras erguía la cabeza con orgullo—. Lucho en su nombre, por su memoria. Dejemos eso claro desde el principio.
—Acepto tu oferta, Filo Agudo —contestó Galdar con el corazón rebosante de gozo—. Yo lucho por la gloria de mi comandante, y tú luchas en memoria del tuyo. ¡Haremos que esta batalla sea una de la que se cante durante siglos!
—Nunca me importaron mucho los cantos —repuso el Azul en tono adusto—. Y tampoco al gobernador. Mientras que matemos a esa monstruosidad roja, será suficiente para mí. ¿Cuándo crees que nos atacará?
—Mina dice que mañana —contestó Galdar.
—Entonces estaré listo mañana —dijo Filo Agudo.
Un temblor sacudió Sanction en las horas tempranas que precedan al alba. El suelo oscilante tiró a los durmientes de las camas, estrelló las vajillas contra el piso, y provocó que todos los perros de la ciudad se pusieran a ladrar. El terremoto acabó por romper los nervios ya tensos de la gente.
Casi antes de que el suelo hubiera dejado de temblar, el gentío empezó a reunirse fuera del templo. Aunque no se había comunicado oficialmente ni dado órdenes especiales, el rumor se había extendido y para entonces todos los soldados y caballeros de Sanction sabían que aquél era el día en que Malys atacaría. Los que no estaban de servicio (e incluso algunos que sí lo estaban) abandonaron sus alojamientos y sus puestos y acudieron al templo. Llegaban ansiosos de ver a Mina y escuchar su voz, oír su afirmación de que todo iría bien, que la victoria sería suya.
Cuando el sol asomaba tras las montañas, Mina salió del templo. Habitualmente su aparición iba seguida de un estruendoso vítor de la multitud, pero no ese día. Todos la miraban fijamente, en silencio y sobrecogidos.
Mina vestía una reluciente armadura, negra como los mares petrificados. El yelmo iba adornado con cuernos, el visor negro bordeado en dorado. Sobre el peto se veía grabada la imagen de un dragón con cinco cabezas. Cuando los primeros rayos del sol incidieron en la armadura, el dragón empezó a brillar fantasmagóricamente, cambiando de color de manera que algunos lo vieron rojo mientras que otros pensaron que era azul, y otros juraron que era verde.
Algunos de los presentes susurraron con voces excitadas que aquélla era la armadura que antaño llevaron los Señores de los Dragones que habían combatido por Takhisis durante la legendaria Guerra de la Lanza.
En su mago enguantada Mina sostenía un arma que pareció arder como una llama al reflejar los rayos del sol naciente. La joven alzó e arma bien alto, en un gesto de triunfo.
Entonces la multitud prorrumpió en un clamor, un vítor fuerte y largo acompañando a su nombre: ¡Mina! ¡Mina! El grito resonó en las montañas y retumbó en las llanuras, estremeciendo el suelo como si fuera otro temblor de tierra.
Mina se puso de hinojos sobre una rodilla con la lanza en la mamo. El clamor cesó a medida que la gente se unía a su plegaria, algunos invocando al Único, y muchos más invocando a Mina.
La joven se puso de pie y se dio la vuelta para mirar el tótem. Entregó la lanza a la sacerdotisa del Único que estaba a su lado. La mujer vestía una túnica blanca, y entre murmullos se corrió la voz que era una antigua Dama de Solamnia que había elevado una plegaria al Único y en respuesta se le había entregado la Dragonlance, que a si vez ella había entregado a Mina. La solámnica sostuvo firmemente la lanza, pero su rostro se contrajo por el dolor, y a menudo se mordía lo: labios como para no gritar.
Mina puso las manos en dos de los enormes cráneos de dragón que formaban la base del tótem. Pronunció unas palabras que nadie pudo entender y después retrocedió un paso y alzó los brazos hacia el cielo.
Un ser se elevó del tótem. El ser tenía la forma y las trazas de un dragón inmenso, y quienes se hallaban cerca recularon aterrados.
La escamosa piel de color marrón del dragón se extendía tensa sobre su cráneo, cuello y cuerpo. El esqueleto se veía con claridad a través de la piel semejante al pergamino: las vértebras del cuello y de la columna, las largas costillas de la enorme caja torácica, los gruesos y pesados huesos de las gigantescas piernas, los más delicados de las alas cola y pies. Los nervios y tendones que mantenían unidos los hueso también eran visibles. Faltaban el corazón y los vasos sanguíneos, ya que la magia era la sangre de ese dragón y la venganza y el odio formaban el palpitante corazón. El reptil era un dragón momificado, un cadáver.
Las membranas de las alas aparecían resecas y duras como el cuero y su envergadura era inmensa. La sombra de las alas se extendió sobre Sanction, deteniendo los rayos del sol, convirtiendo el despuntar de día en una repentina noche.
Tan horrible y repulsiva era la visión del pútrido cadáver suspendido sobre sus cabezas que las aclamaciones a Mina cesaron, estranguladas en las gargantas de quienes las lanzaban. El hedor a muerte emanaba de la criatura, y con el hedor llegó un desaliento que era peor que el miedo al dragón, ya que el miedo puede actuar como un acicate para el valor, mientras que el desaliento deja el corazón sin rastro de esperanza. La mayoría no pudieron soportar mirarlo y bajaron la cabeza, contemplando sus propias muertes, todas dolorosas y terribles.
Al oír sus gritos, Mina los compadeció y les dio de su propia fortaleza.
Empezó a entonar el mismo canto que habían oído tantas veces, pero que ahora tenía un nuevo significado.
La creciente negrura nuestras almas toma,
y entre sus fríos pliegues nos arropa
con la más profunda nada de la Señora
de cuyas manos nuestro destino pende.
Soñad, guerreros, con la celeste negrura.
Sentid de la noche consorte la dulzura,
la redención que en su amor procura
a los que en su seno abrigados duermen.
Su canto ayudó a sofocar sus miedos, a aliviar su desesperanza. Los soldados volvieron a clamar su nombre, juraron que se sentiría orgullosa de ellos. La joven los despidió, los mandó de vuelta a sus deberes con valor y con fe en el Único. La muchedumbre se dispersó con el nombre de Mina en los labios.
La joven se volvió hacia la sacerdotisa, que había sostenido la lanza todo ese tiempo, y le cogió el arma.
Odila retiró prestamente la mano y la escondió a la espalda. Mina levantó la visera del yelmo.
—Déjame ver —ordenó.
—No, Mina —murmuró Odila, que parpadeó para contener las lágrimas—. No quiero preocuparte...
La joven asió la mano de la solámnica y la expuso a la luz. La palma sangraba y estaba ennegrecida, como si hubiera apoyado la mano en unas brasas.
Mina se llevó la mano de Odila a los labios. La carne se curó, aunque la herida dejó unas cicatrices terribles. Odila besó a Mina y le deseó suerte en silencio.
Sosteniendo la lanza, la joven alzó la vista hacia el dragón muerto.
—Estoy dispuesta —dijo.
La imagen de una mano inmortal surgió del tótem. Mina subió a la palma y la mano la alzó suavemente del suelo y la transportó por el aire. La mano de la diosa la elevó por encima de los árboles, por encima de los cráneos de los dragones apilados unos sobres otros y se detuvo junto al dragón muerto. Mina descendió de la mano y montó a lomos del reptil. El cadáver no tenía silla de montar ni riendas que pudieran verse.
Otro dragón apareció en el horizonte oriental volando velozmente hacia Sanction. La gente gritó con terror creyendo que era Malys. Mina se acomodó a horcajadas en el dragón muerto, observó y esperó.
A medida que el otro dragón se aproximaba y se le pudo distinguir, los gritos de terror dieron paso a entusiastas aclamaciones. El nombre de Galdar corrió de boca en boca. Su cabeza astada, perfilada contra el sol naciente, era inconfundible.
El minotauro portaba en la mano una enorme pica de las que se suelen clavar en el suelo como protección contra las cargas de caballería. El gran peso de la pica no era nada para él; la sostenía con tanta facilidad como Mina sostenía la ligera Dragonlance. Con la otra mano sujetaba las riendas de su montura, el Dragón Azul Filo Agudo.
Galdar enarboló la pica y la agitó en un gesto de desafío, y a continuación alzó la voz y emitió un poderoso bramido, el grito de guerra de un minotauro. Era un grito antiguo que invocaba al dios Sargas pidiendo que luchara al lado del guerrero, que tomara su cuerpo si caía en la contienda, y que lo castigara si flaqueaba. Galdar no tenía idea de dónde salieron aquellas palabras mientras las gritaba. Supuso que debía de haberlas oído de pequeño. Se sorprendió al oírlas salir de sus labios, pero eran apropiadas y le complacieron.
Mina levantó la visera para recibirlo. Su piel, en marcado contraste con el yelmo negro, parecía marfileña. Sus ojos relucían por la excitación, y Galdar se vio a sí mismo en el espejo de ámbar. Por primera vez no era un insecto atrapado en su dorada resina. Era él mismo, su amigo, su leal compañero. Se habría echado a llorar. Quizá lo hizo. Si fue así, su ansia guerrera evaporó las lágrimas antes de que le avergonzaran.
—¡No irás sola a la batalla hoy, Mina! —bramó.
—Verte llena de gozo mi corazón, Galdar —gritó la joven—. Éste es un milagro del Único. Es el primero de los que veremos el día de hoy, pero no el único.
El Dragón Azul dejó los dientes a la vista, y el chispazo de un rayo titiló entre las prietas fauces.
Quizá Mina tenía razón. Realmente todo aquello le pareció milagroso a Galdar, tan maravilloso como un milagro de los cuentos de héroes de antaño.
Mina se bajó la visera del yelmo. Al roce de su mano, el dragón muerto levantó la cabeza, extendió las alas y se elevó en el aire transportándola por encima de las nubes. El Azul giró la cabeza para mirar a Galdar y esperar sus órdenes. El minotauro le indicó que debían seguirlos.
La ciudad de Sanction menguó de tamaño. Las personas eran puntos minúsculos que al poco desaparecieron de la vista. El Azul siguió ascendiendo en el frío y claro aire, y el propio mundo empequeñeció bajo él. Todo estaba silencioso; profundamente silencioso y tranquilo. Galdar sólo oía el crujido de las alas del dragón, y después incluso ese sonido cesó cuando el reptil aprovechó las corrientes térmicas para remontarse sin esfuerzo entre las nubes.
Todos los sonidos del mundo se apagaron, de manera que el minotauro tuvo la impresión de que Mina y él eran los únicos que quedaban en él.
Abajo, en el suelo, la gente estuvo observando hasta que perdieron de vista a Mina. Muchos siguieron mirando al cielo fijamente hasta que el cuello les dolió y los ojos les escocieron. Los oficiales empezaron a dar órdenes y la muchedumbre comenzó a dispersarse. Los que estaban de servicio regresaron a sus puestos y a sus posiciones en las murallas. Un gran número de personas siguió agolpado alrededor del templo comentando con excitación lo que habían visto, hablando de la fácil derrota de Malys y de cómo a partir de ese día Mina y los caballeros del Único serían los dirigentes de Ansalon.
Espejo permaneció cerca del tótem, esperando que el espíritu de Palin se reuniese con él. El Plateado no tuvo que esperar mucho.
—¿Dónde está el Dragón Azul? —preguntó al punto Palin, alarmado por esa ausencia.
Las palabras del mago llegaron al Plateado claramente, tanto que Espejo casi había creído que las había pronunciado un ser vivo, salvo que tenían un algo extraño, como el tacto de una telaraña que roza la piel.
—Sólo tienes que mirar al cielo y verás dónde está Filo Agudo —respondió Espejo—. Libra su propia batalla a su manera, y ha dejado que nosotros libremos la nuestra... sea la que sea.
—¿Qué quieres decir? ¿Lo estás pensando mejor?
—Es la naturaleza de los dragones. No nos precipitamos de cabeza a las cosas como los humanos. Sí, me lo he estado planteando, y no una sola vez, sino muchas.
—Esto no es cosa para tomarse a la ligera —argüyó Palin.
—Muy cierto. ¿Has considerado las consecuencias de la acción que propones? ¿Sabes lo que ocurrirá al destruir el tótem? ¿Y sobre todo si se destruye mientas Malys ataca?
—Sé que ésta es la única ocasión que tendremos de destruirlo —respondió el mago—. Takhisis tiene volcada toda su atención en Malys, como todos los demás en Sanction. Si dejamos pasar esta oportunidad, no dispondremos de otra.
—¿Y si al destruir el tótem damos la victoria a Malys?
—Malys es mortal, no vivirá eternamente. Takhisis, sí. Admito —siguió Palin— que ignoro las consecuencias de la destrucción del tótem, pero sí sé algo: cada día, cada hora, cada segundo, estoy rodeado de los espíritus de los muertos de Krynn. Son innumerables. Su tormento es indecible, porque los impulsa un ansia que nunca puede saciarse. Les hace promesas que no tiene intención de cumplir, y ellos lo saben, pero aun así se doblegan a su voluntad con la penosa esperanza de que algún día los libere. Ese día jamás llegará, Espejo. Tú lo sabes y yo lo sé. Si existe la posibilidad de que la destrucción del tótem le impida entrar en el mundo, entonces es un riesgo que debemos correr.
—¿Aun cuando ello signifique que todos acabemos quemados vivos por Malys? —preguntó Espejo.
—Aun así.
—Déjame solo un rato —pidió el Plateado—. Necesito pensar sobre todo esto.
—No lo pienses mucho —advirtió Palin—, porque mientras los dragones reflexionan, el mundo se mueve bajo ellos.
Espejo se quedó solo, debatiéndose con su dilema. Las últimas palabras de Palin llevaban la intención de recordarle los viejos tiempos, cuando los dragones de la luz se abandonaron a la complacencia y al sueño en sus cubiles, haciendo caso omiso de las guerras que asolaban el mundo. Hablaban con aire petulante y entendido del Mal, recurriendo a la cita «El Mal se destruye a sí mismo, el Bien se redime». Así hablaban; y así se durmieron, y así la Reina Oscura robó sus huevos y destruyó a sus hijos.
El viento cambió y sopló del oeste. Espejo olisqueó y captó un efluvio a sangre y azufre, tenue pero distintivo.
Malys.
Todavía se encontraba muy lejos, pero estaba en camino.
Encerrado en su prisión de oscuridad, escuchó a la gente parlotear de la inminente batalla. En el fondo de su corazón le daban pena. No tenían idea del horror que volaba hacia ellos. Ni la más remota idea.
Espejo avanzó tanteando el camino, dejando atrás el tótem, en dirección al templo. Avanzaba despacio, obligado a abrirse paso con el bastón, topando con las espinillas de la gente, chocando contra árboles, dando traspiés al salirse del camino y trastabillando en los parterres de los jardines. Los soldados le insultaron. Alguien le dio una patada. Espejo mantuvo en todo momento la caricia del sol en su mejilla izquierda, como guía para encaminarse en dirección al templo, pero tendría que haber llegado a él a esas alturas, y temió haberse desviado. Podría ser que estuviera dirigiéndose ladera arriba... o hacia un precipicio.
Maldijo su incapacidad y se detuvo para escuchar las voces y las pistas que éstas pudieran proporcionarle. Entonces unos dedos tocaron su mano extendida.
—Señor, pareces perdido y confuso. ¿Puedo ayudarte?
Era la voz de una mujer, y sonaba apagada, ahogada como si hubiera estado llorando. El tacto de su mano era firme y fuerte, y a Espejo le sorprendió notar callosidades en la palma, del tipo que tendrían las manos de alguien que maneja una espada. Debía de ser una dama de los caballeros negros; qué extraño que se preocupara por él. No obstante, detectó un acento solámnico. Tal vez ésa era la razón. Las virtudes enraizadas eran, como la ropa vieja, cómodas, y costaba mucho desprenderse de ellas.
—Te lo agradezco, hija —contestó humildemente, interpretando su papel de mendigo—. Si quieres conducirme al templo... Busco consejo.
—En eso estamos igual, señor —dijo la mujer, que enlazó su brazo al de él y guió lentamente sus pasos—, porque también yo me siento atribulada.
Espejo captó el timbre angustiado en su voz y percibió el temblor de su mano.
—La carga compartida se reduce a la mitad —respondió suavemente—. No puedo ver, pero sí escuchar.
Mientras hablaba, oía con su espíritu de dragón el batir de unas alas inmensas. El hedor de Malys se hizo más intenso. Tenía que tomar una decisión.
Debería haber acabado la conversación y encargarse del asunto urgente que le ocupaba, pero decidió no hacerlo. El Dragón Plateado había vivido mucho tiempo en el mundo. No creía en el azar; aquel encuentro no era una casualidad. La mujer se había acercado a él llevada por la compasión, y a él le había conmovido su tristeza y su dolor.
Entraron en el templo, él tanteando con la mano en el aire, hasta que dio con lo que buscaba.
—Para aquí —dijo.
—No hemos llegado al altar —respondió la mujer—. Lo que tocas es un sarcófago. Es un poco más adelante.
—Lo sé, pero prefiero quedarme aquí. Era una vieja amiga, ¿comprendes?
—¿Goldmoon? —La mujer se sobresaltó y adoptó una actitud cautelosa—. ¿Amiga tuya?
—Vengo desde muy lejos para verla —contestó.
—Espejo, ¿qué haces? —susurró la voz de Palin, queda y apremiante—. No puedes confiar en esa mujer. Antes era una Dama de Solamnia, pero la oscuridad la ha consumido.
—Unos segundos con ella, eso es todo lo que pido —respondió suavemente Espejo.
—Puedes estar todo el tiempo que quieras —dijo Odila, creyendo que la frase iba dirigida a ella—. Aunque no disponemos de mucho antes de que Malys llegue.
—¿Crees en el dios Único? —preguntó Espejo.
—Sí. —Su voz sonó desafiante—. ¿Tú no?
—Creo en Takhisis. La reverencio, pero no la sirvo.
—¿Cómo es posible tal cosa? —demandó Odila—. Si crees en Takhisis y la reverencias, se entiende que debes servirla.
—Es una larga historia. ¿Te encontrabas con Goldmoon cuando murió?
—No. —La voz de la mujer se suavizó—. Sólo Mina estaba con ella.
—Sin embargo, hubo testigos. Un hechicero llamado Palin Majere presenció y escuchó aquella conversación durante la que Takhisis reveló a Goldmoon su verdadera identidad. Fue un momento de triunfo para la Reina Oscura, ya que Goldmoon había sido su enemiga implacable durante largo tiempo. Qué satisfacción debió de sentir al decirle a Goldmoon que era ella quien le había dado el poder del corazón, el poder de curar, de construir y de crear. Takhisis le dijo que ese poder del corazón provenía de la oscuridad, no de la luz. Esperaba convencer a Goldmoon de que la siguiera. Le prometió vida, juventud, belleza, todo a cambio de que la sirviera, de que le rindiera culto.
»Goldmoon no aceptó. Se negó a servir a la diosa que había traído tanto dolor y pesar al mundo. Takhisis se enfureció, la castigó con el peso de sus años, la volvió vieja y débil, próxima a la muerte. Su intención era que muriera con la desesperanza de saber que ella había ganado la batalla, que sería el único dios ahora y para siempre. Las últimas palabras de Goldmoon antes de morir fueron una plegaria.
—¿A Takhisis? —balbució Odila.
—A Paladine. Una plegaria pidiendo perdón por perder la fe, una plegaria reafirmando su creencia.
—Pero, ¿por qué rezó a Paladine si sabía que no podía responderle? —inquirió Odila.
—Goldmoon no rezó buscando respuestas. Las conocía. En su alma llevaba la verdad de su sabiduría y sus enseñanzas desde antiguo. En consecuencia, aun cuando quizá no viera más a Paladine ni recibiera sus bendiciones, el dios estaba con ella, como siempre lo había estado. Goldmoon comprendió que Takhisis había mentido. El bien que Goldmoon había hecho provenía de su corazón, y la oscuridad nunca podría reclamar ese bien como suyo. Los milagros siempre habrían procedido de Paladine, porque el dios nunca la había abandonado. Siempre había estado con ella y siempre había sido parte de ella.
—Demasiado tarde para mí —dijo Odila, perdida la esperanza—. Estoy más allá de la redención. Toca esto. —Le agarró la mano y le hizo poner los dedos en su palma—. Cicatrices. Cicatrices recientes. Dejadas por la bendecida Dragonlance. Se me está castigando.
—¿Quién te castiga, hija? —preguntó dulcemente Espejo—. ¿La Reina Oscura? ¿O la verdad que hay en tu corazón?
Odila no supo qué contestar.
Espejo suspiró profundamente, despejada ya su mente de dudas. Tenía la respuesta que había buscado. Ahora sabía lo que debía hacer.
—Estoy dispuesto —le dijo a Palin.
Galdar y Mina volaron juntos, aunque no uno al lado del otro. El Dragón Azul, Filo Agudo, mantuvo cierta distancia con el reptil muerto. Era incapaz de acercarse al horrendo cadáver y no hacía nada para disimular su repulsión. Galdar temió que Mina se ofendiera por la reacción del Azul, pero la joven ni siquiera pareció darse cuenta, y el minotauro comprendió que no veía nada excepto la batalla que le aguardaba. Había cerrado su mente a todo lo demás.
En cuanto a Galdar, aun cuando estaba convencido de que le aguardaba la muerte, jamás se había sentido tan feliz, jamás había experimentado tanta paz. Recordó los días en que había sido un tullido con un solo brazo, obligado a lamer las botas de una escoria como su anterior jefe de garra, el difunto y no llorado Ernst Magit. Sus recuerdos recorrieron el camino que lo había conducido al actual momento de enorgullecimiento, combatiendo al lado de Mina, la que lo había salvado de aquel amargo destino, la que le había devuelto el brazo y, con ello, la vida. Si podía dar esa vida por ella, para salvarla, era todo cuanto le importaba.
Volaron muy alto, más de lo que Galdar había volado nunca a lomos de un dragón. Afortunadamente no era uno de esos que sufrían de vértigo. No le gustaba volar montado en un dragón —no había nacido el minotauro al que le gustara—, pero no le daba miedo. Los dos reptiles se remontaron por encima de los Señores de la Muerte. Galdar miró abajo, fascinado, y divisó las abrasadoras entrañas de las montañas que borbotaban y burbujeaban en las profundas cavidades rocosas. Los dragones volaron entrando y saliendo de las nubes de vapor expulsadas por los cráteres, atentos a la aparición de Malys, confiando en verla antes y así contar con la ventaja de la sorpresa.
Y llegó la sorpresa, pero para ellos. Galdar, Mina y los dragones vigilaban el horizonte cuando la joven lanzó un grito repentino y señaló hacia abajo. Malys había utilizado las nubes para eludir la vigilancia. Casi se encontraba debajo de ellos y volaba velozmente hacia Sanction.
Galdar había visto Dragones Rojos antes y su tamaño y poderío le habían sobrecogido. Los Dragones Rojos de Krynn eran enanos comparados con Malystryx. Su inmensa cabeza podría tragárselos al Azul y a él de un mordisco. Las garras eran lo bastante grandes para arrancar montañas, y tan afiladas como los picos de una cumbre. Su cola podría aplastar esos picos, hacerlos desaparecer, convertirlos en montones de polvo. Galdar miró maravillado a la hembra de dragón, con la boca seca y apretando la pica con tanta fuerza que los dedos le dolían.
El minotauro tuvo la repentina visión del fuego exhalado del vientre de Malys, el fuego dragontino que derretía roca, consumía carne y hueso al instante, que hacía hervir los mares. Estaba a punto de ordenar a Filo Agudo que saliera tras ella, pero el dragón era un veterano combatiente y sabía lo que hacía, probablemente mejor que él. Rápida y silenciosamente, Filo Agudo plegó las alas contra los costados y bajó en picado sobre su enemiga.
El dragón muerto igualó la velocidad del Azul y después la superó. Mina se bajó la visera del yelmo, y Galdar no pudo verle la cara, pero la conocía tan bien que no le hacía falta. Podía imaginar su rostro: pálido, exaltado. La joven y su montura se encontraban ya muy por delante de él. Galdar maldijo y taconeó al Azul como si fuera un caballo, urgiéndolo a alcanzarlos. Filo Agudo no sintió los taconazos del minotauro ni necesitaba que lo apremiara. No pensaba quedarse atrás.
Voló tan deprisa que el hiriente viento hizo llorar los ojos de Galdar, obligándole a cerrar los párpados. Por más que lo intentó, no pudo mantenerlos abiertos salvo durante un fugaz instante de vez en cuando. Malys era un manchón rojo a través de sus lágrimas que ni siquiera podían deslizarse ya que el viento las secaba.
Filo Agudo no redujo la velocidad. A despecho del viento en los ojos, aquel demencial vuelo resultaba estimulante, igual que lo era la primera carga en una batalla. Galdar aferró la pica y la enderezó. Se le ocurrió que la intención de Filo Agudo era chocar contra Malys, embestirla como embiste un barco contra otro, y aunque ello significaría su muerte, al minotauro no le importaba, le daba igual lo que le ocurriera. Una extraña calma se apoderó de él. No sentía miedo. Quería vérselas con la muerte, acabar con esa bestia. Era lo único que importaba.
Se preguntó si Mina, que asía la Dragonlance, había tenido la misma idea. Se imaginó a ambos muriendo juntos envueltos en sangre y fuego, y lo embargó una arrebatada exaltación.
El blanco de Malys era Sanction. Tenía la ciudad a la vista, distinguía a los habitantes como insectos que empezaban a experimentar el terror de su poder. No temía un ataque desde el aire, ya que nunca imaginó que nadie —ni siquiera esa Mina— estuviera tan loco como para combatir contra ella a lomos de un dragón. Por azar alzó la vista, simplemente para disfrutar del brillante cielo azul, y se llevó la sorpresa de su vida al ver a dos jinetes de dragón lanzándose sobre ella.
Su sobresalto fue tal que, durante un momento, no dio crédito a sus ojos. Esa vacilación casi le resultó fatal, ya que sus enemigos se le echaron encima de manera tan repentina que la dejaron sin respiración. Un movimiento instintivo hacia un lado la apartó de su camino. Los dragones, lanzados al ataque, volaban demasiado deprisa para poder frenar. Pasaron y la dejaron atrás y empezaron a remontar altura, ambos volando en círculo para lanzar otro ataque.
Malys no les perdió de vista, pero no los persiguió de inmediato para aniquilarlos. Cautelosa, se quedó a la expectativa hasta ver qué hacían a continuación. No había necesidad de agotarse. Sólo tenía que esperar hasta que el miedo al dragón, que sabía cómo utilizar mejor que cualquier otro reptil que jamás hubiera existido en Krynn, se apoderase de esos insignificantes dragones inferiores haciéndolos palidecer y desmoronarse, dar media vuelta y huir. Entonces, cuando le dieran la espalda, los aniquilaría.
La gran Roja esperó, observó con regocijo que el Dragón Azul vacilaba en su vuelo mientras que el minotauro que lo cabalgaba se encogía acobardado. Convencida de que esos dos no eran una amenaza, Malys volcó su atención en el otro dragón y su jinete. Se irritó al advertir que el segundo reptil no había vacilado en el giro lateral y se dirigía directamente contra ella. De repente comprendió por qué el miedo que inspiraba no funcionaba con éste. Había visto suficientes cadáveres de dragones como para reconocer a uno más.
De modo que el tal dios Único podía devolver la vida a los muertos. Malys estaba más irritada que impresionada, ya que ahora tendría que replantearse su estrategia de combate. A aquella grotesca monstruosidad chirriante, comida por los gusanos, no podía derrotarla con el miedo y no sucumbiría al dolor. Ya estaba muerta, así que ¿cómo iba a matarla? Esto iba a darle más trabajo de lo que había previsto.
—Primero utilizas las almas de los muertos para robarme —rugió la Roja—, y ahora recurres a esa reliquia momificada y descompuesta para que luche contra mí. ¿Qué esperabais, tú y ese pequeño y desesperado dios, que hiciera? ¿Qué chillara? ¿Qué me desmayara? No le tengo miedo ni a los vivos ni a los muertos. Me he alimentado de ambos. ¡Y pronto me alimentaré contigo!
Malys observó atentamente a sus enemigos tratando de adivinar qué iban a hacer al tiempo que planeaba su ataque. Descartó al Dragón Azul, que se encontraba en un estado penoso. Podía oler el tufo de su miedo y el de su jinete, igual de intenso y paralizador. El jinete del dragón muerto era otra historia. Malys flotó delante de Mina dejando que la humana viera bien el poderío de su enemiga. Que viera que era imposible que venciera. Que ningún dios la salvaría.
Malys sabía la impresión que debía causar en la humana. La colosal Roja era el ser vivo más grande de todo Krynn, empequeñecía a los dragones nativos. Un chasquido de sus inmensas fauces podía partir la columna vertebral del dragón momificado. Cada una de sus zarpas era tan grande como esa humana que osaba desafiarla. Por si ello fuera poco, Malys disponía de un poder mágico que había hecho que se levantaran montañas.
Abrió las fauces, dejando que el fuego fundido se acumulara alrededor de los afilados dientes y goteara de la boca. Flexionó las garras que tenían manchas pardas de sangre reseca, garras que habían destrozado las escamas de un Dragón Dorado y después le habían arrancado el corazón mientras todavía latía. Agitó la enorme cola, que podía partir el cráneo de un Dragón Rojo o romperle el cuello, lanzándolo dando tumbos mientras se precipitaba al vacío, en tanto que su desventurado jinete no podía hacer otra cosa que gritar al ver acercarse velozmente la muerte a medida que el suelo parecía salirle al encuentro.
Pocos mortales habían sido capaces de resistir el horror de la aproximación de Malys, y parecía que Mina no podría. Se quedó petrificada en la espalda de la bestia momificada. Intentó mantener alta la cabeza, pero el terror de lo que veía pareció aplastarla, ya que se encogió, hundió los hombros y después agachó la cabeza, como si supiera que la muerte se acercaba y fuera incapaz de mirarla.
Malys se sintió complacida y aliviada. Abrió la boca e inhaló aire que se mezclaría con el azufre de su vientre para después soltarlo en una llamarada que abrasaría lo que quedaba del cadáver del dragón y haría de esa secuaz del supuesto dios Único una antorcha viviente.
Mina no agachó la cabeza por miedo. Lo hizo para rezar, y su dios no la abandonó. Alzó la cabeza y miró directamente a Malys. En la mano sostenía la Dragonlance.
El arma emitió una luz plateada, una luz tan penetrante como la propia lanza. La hiriente luz dio de lleno en los ojos de Malys, ya que la Roja la estaba mirando directamente. Cegada momentáneamente, se atragantó con el abrasador aliento y se tragó gran parte del mismo. Frustrado su ataque, parpadeó e intentó librarse de la cegadora luz.
—¡Por el dios Único! —gritó Mina.
Galdar sabía que estaban acabados. Esperaba que fuera así. Anhelaba el sosiego de la muerte que acabaría con el pánico que parecía diluir sus entrañas de manera que se estaba ahogando literalmente en su propio miedo. Bajo él sentía temblar a Filo Agudo, oía el castañeteo de sus dientes y percibía cómo un estremecimiento tras otro sacudía el cuerpo del Azul.
Entonces Mina invocó a Takhisis y la diosa respondió. La Dragonlance rutiló como el estallido de una estrella. La luz plateada hendió la oscuridad que envolvía a Galdar, encauzó el miedo a través de sus músculos, sus nervios y su cerebro haciéndolo reaccionar. Filo Agudo lanzó un rugido desafiante al que se unió el del minotauro.
Mina gesticuló con la lanza y Galdar entendió su intención. No iban a cargar de nuevo, sino que intentarían otro picado, atacando a Malys desde arriba. La hembra Roja, en su arrogancia, había reducido la velocidad del vuelo. Girarían y la atacarían antes de que tuviera tiempo de reaccionar.
Los dos dragones se inclinaron e iniciaron el picado. Malys batió las inmensas alas una vez, otra, y, de repente, salió lanzada a toda velocidad contra ellos con mortífera intención. Sus fauces se abrieron de par en par.
Filo Agudo previo el ataque de la Roja e hizo un viraje sobre sí mismo para esquivar el chorro de fuego que le pasó tan cerca que chamuscó las escamas de su vientre.
El mundo giró situándose por encima de los cuernos de Galdar, y el minotauro sintió que el estómago se le subía a la boca. Colgado cabeza abajo en el arnés que lo sujetaba a la silla, se aferró frenéticamente al pomo con una mano, mientras sostenía el arma con la otra. El arnés se había construido para jinetes humanos, no para un minotauro. A Galdar sólo le cabía esperar que las correas aguantaran su peso.
Filo Agudo completó el giro y Galdar se encontró derecho de nuevo, con el mundo donde se suponía que debía estar. Enseguida echó una rápido ojeada para comprobar qué había pasado con Mina. Al principio no vio a la joven y el corazón casi le estalló de miedo.
—¡Mina! —gritó.
—¡Debajo de nosotros! —indicó el Azul.
La muchacha estaba mucho más abajo, volando cerca del suelo, por debajo de Malys que ahora se hallaba entre los dos.
La atención de la Roja se volcaba en Filo Agudo. Un desganado aleteo la lanzó repentina y directamente hacia ellos. Filo Agudo volvió grupas y batió las alas frenéticamente.
—¡Vuela, maldita sea! —gruñó Galdar, aunque era evidente que el Azul empleaba todas sus fuerzas para dejar atrás a la Roja.
Galdar miró hacia atrás por encima del hombro y vio que todo esfuerzo sería inútil, que era una carrera perdida de antemano. Filo Agudo resollaba, batiendo sin cesar las alas, forzando los músculos al máximo. Malys ni siquiera resoplaba y parecía volar sin el menor esfuerzo. Abrió las fauces y los dientes brillaron. Se proponía partir la columna del Azul y desalojar al jinete arrojándolo a la muerte contra las rocas del suelo en una caída de cientos de metros.
Galdar aferró la pica.
—¡No vamos a conseguirlo! —le gritó a Filo Agudo—. ¡Da la vuelta y acércate a ella!
El Dragón Azul viró, y Galdar se encontró mirando los ojos de Malys. Apretó con más fuerza la pica, dispuesto a lanzársela garganta abajo.
La Roja abrió las fauces, pero en lugar de morder al Azul soltó un grito ahogado.
Mina se había remontado por debajo de Malys y había arremetido con la Dragonlance contra el vientre de la Roja. La lanza penetró la capa exterior de las escamas y abrió un tajo en la tripa de la hembra.
El grito de Malys fue más de sorpresa que de dolor, ya que la lanza no la había herido de gravedad. La impresión y, más aun, la afrenta, la encolerizaron. Giró bruscamente hacia abajo al tiempo que lanzaba dentelladas y zarpazos.
El dragón muerto demostró ser un experto en maniobras aéreas. Lanzado en un rápido vuelo, esquivando una y otra vez, se esforzó para eludir las violentas arremetidas de la Roja. Después hizo un picado. Entretanto, Galdar y el Azul habían ascendido y viraban para lanzar otro ataque.
Malys empezaba a hartarse de esta batalla que ya no le resultaba divertida. Si se lo proponía, podía emplearse a fondo si la situación lo requería, y ahora extendió las alas con intención de cobrar velocidad. Atraparía a ese cadáver, le arrancaría la carne putrefacta de los huesos, que machacaría uno a uno hasta convertirlos en polvo y haría lo mismo con su jinete.
Galdar jamás había visto algo moverse tan deprisa. Filo Agudo y él volaron en pos de Malys, pero no podrían alcanzarla ni en sueños, no antes de que hubiese matado a Mina.
La Roja exhaló una llamarada.
El minotauro lanzó un grito desafiante y taconeó los flancos del Azul. Si no podía salvar a Mina, al menos la vengaría.
Al oír el chorro de fuego expelido, el dragón muerto agachó la cabeza, con el hocico apuntando hacia abajo, y extendió las correosas alas. La bola de fuego estalló en su vientre y se extendió por las alas. Galdar bramó de rabia, pero su alarido cambió por un grito de júbilo.
La Dragonlance brillaba entre las llamas. Mina levantó el arma y la movió para que Galdar viera que estaba sana y salva. El cuerpo y las alas correosas del dragón muerto habían actuado como un escudo contra el fuego, protegiéndola. Sin embargo, la maniobra había tenido un precio. Las alas del cadáver estaban en llamas, y zarcillos de humo serpenteaban en el aire. Tanto daba si el cadáver no sentía dolor ni podía morir, porque sin la membrana de las alas no podía mantenerse en vuelo.
El dragón muerto empezó a perder altitud mientras las llamas ondeaban a lo largo de los restos del esqueleto de las alas.
—¡Mina! —gritó Galdar, presa de una desgarradora aflicción. No podía salvarla.
Consumidas las alas por el fuego, el dragón muerto caía describiendo una espiral.
Convencida de que uno de sus enemigos estaba acabado, Malys volvió su atención hacia el minotauro. A Galdar no le preocupaba lo que le pasara. Ya no.
—Takhisis —oró—, yo no importo, pero salva a Mina. Sálvala. Lo ha dado todo por ti. ¡No permitas que muera!
En respuesta a su plegaria, apareció un tercer dragón. Éste no estaba muerto ni vivo. Imprecisas, insustanciales, las cinco cabezas de aquel dragón fluyeron por el cuerpo del dragón muerto. La diosa en persona se había unido a la batalla.
Las alas correosas del dragón muerto empezaron a brillar con una luz fantasmagórica. Las llamas aún no se habían consumido cuando el cadáver del reptil salió de la caída en espiral a poquísima distancia del suelo.
Galdar lanzó un sonoro vítor al tiempo que agitaba la pica con la esperanza de apartar de Mina la atención de la Roja.
—¡Ataca! —bramó.
Filo Agudo no necesitaba que lo azuzara, pues ya se zambullía en un impresionante picado. El Dragón Azul abrió las fauces y Galdar sintió un retumbo en el vientre del reptil. Un rayo salió disparado de la boca del Azul. Chisporroteando y siseando, el rayo alcanzó a Malys en la cabeza. La onda de la violenta descarga que siguió casi desmontó a Galdar de la silla.
Malys se sacudió espasmódicamente conforme la chispa eléctrica se propagaba por su cuerpo. Por un instante Galdar pensó que el rayo había acabado con ella, y el corazón le brincó en el pecho. El relámpago desapareció. Malys sacudió la cabeza, aturdida, como un luchador que recibe un puñetazo en la nariz; después la levantó, abrió las fauces y se lanzó hacia ellos.
—¡Acércame más! —gritó Galdar.
Filo Agudo obedeció y descendió sobre Malys, a escasa distancia de la cabeza de la Roja. Galdar lanzó la pica con todas sus fuerzas contra el ojo del reptil. El arma se clavó en el globo ocular, lo vio enrojecer al tiempo que la Roja parpadeaba frenéticamente.
Eso fue todo. Y el ataque le había salido caro.
La maniobra de Filo Agudo los había acercado demasiado al reptil para poder ponerse fuera de su alcance. El golpe no había retirado de la lucha a Malys como Galdar esperaba. La enorme pica parecía ridícula, insignificante, hincada en el ojo de la Roja. Debía de tener el mismo efecto que si a él se le hubiera metido una pestaña.
La colosal cabeza se irguió y Malys se lanzó contra ellos, chasqueando las fauces.
Galdar sólo tenía una posibilidad de salvarse. Saltó de la silla, se aferró al cuello de Filo Agudo, y aguantó. Malys hincó los dientes en el cuerpo del Azul y la silla desapareció en sus fauces.
La sangre manó a borbotones de los flancos de Filo Agudo. El Azul bramó de dolor y de rabia mientras se debatía desesperadamente contra su atacante, arremetiendo con las zarpas traseras y las delanteras, asestando golpes con la cola. Galdar no podía hacer otra cosa que aguantar como fuera. Salpicado con la cálida sangre del Azul, el minotauro siguió agarrado desesperadamente al cuello del dragón.
Malys sacudió a Filo Agudo como haría un perro con una rata para romperle la columna vertebral. Galdar escuchó un escalofriante crujido de huesos, y Filo Agudo lanzó un horrible grito de dolor.
Mina miró hacia arriba y vio al Azul entre las fauces de Malys. No localizó a Galdar y dio por hecho que el minotauro había muerto. El corazón se le puso en un puño. Entre todos los que la servían, era al que más apreciaba. La joven distinguía claramente la herida en el vientre de la hembra de dragón; una mancha brillante de color rojo oscuro se marcaba sobre las escamas rúbeas, pero no era una herida mortal.
Las alas del dragón muerto estaban en llamas y éstas se iban extendiendo hacia el cuerpo. A no tardar, estaría sentada en un dragón de fuego. Sentía el calor, pero esto sólo era una molestia; estaba centrada en su enemiga. Sabía lo que tenía que hacer para derrotarla.
—¡Takhisis, lucha a mi lado! —gritó y, levantando la lanza, apuntó hacia arriba.
La joven oyó una voz, la misma que la había llamado cuando tenía catorce años. Había huido de su hogar para ir en busca de aquella voz.
—Estoy contigo —dijo Takhisis.
La diosa extendió los brazos y éstos se convirtieron en alas de dragón. Las del dragón muerto, ardiendo, se alzaron en el aire impulsadas por las de la diosa. Volaron más y más rápido, el viento avivando las llamas del dragón, agitándolas de forma que el fuego se arremolinó alrededor de Mina. La armadura la protegía de las llamas, pero no de su calor. Imbuida en el espíritu de la diosa, no sintió la quemadura, a pesar de que el metal caliente empezó a chamuscarle la piel. Veía claramente que la victoria debía ser suya. El vientre herido de la Roja se encontraba más y más cerca. La sangre de Malys goteó sobre el rostro levantado de Mina.
Y entonces, de repente, Takhisis desapareció.
Mina percibió la ausencia de la diosa como una ráfaga de aire frío que le cortó la respiración, dejándola medio ahogada, jadeando. Ahora se hallaba sola; sola sobre un dragón que el fuego estaba desintegrando. Su diosa la había abandonado y Mina no sabía la razón.
«Quizá —pensó, frenética—, esto es una prueba.»
Takhisis ya la había sometido a pruebas así antes, cuando Mina encontró al Único y se ofreció como su servidora. Aquellas pruebas habían sido duras, exigiendo que demostrara su lealtad con sangre, de palabra y obra. No había fallado ni una sola. Sin embargo, ninguna había sido tan rigurosa como ésta. No sobreviviría a ella, pero eso daba igual porque, en la muerte, estaría con su diosa.
Mina deseó que el dragón muerto, que ahora era de fuego, siguiera volando y, ya se debiera a su fuerza de voluntad o a que el propio impulso del reptil bastó, lo cierto es que ascendieron los últimos metros.
El dragón en llamas se estrelló contra el cuerpo de Malys con una fuerza tremenda. La sangre que manaba de la herida empezó a burbujear y a hervir por el intenso calor del fuego.
La joven enarboló la lanza y la hincó con todas sus fuerzas en el vientre de la hembra Roja. El arma penetró a través de las escamas debilitadas y abrió un tajo en la carne.
Envuelta en sangre y fuego, Mina sostuvo con firmeza la lanza y rezó a la diosa esperando que ahora la considerase digna de ella.
Malys sintió dolor, un dolor tan intenso como jamás había experimentado. Era tan espantoso que soltó al Azul. El sonido de sus bramidos fue horrible, tanto que Galdar deseó poder taparse los oídos para no tener que escucharlos. Sin embargo, no le quedó más remedio que aguantar, pues si se soltaba se precipitaría a la muerte. Filo Agudo y él descendieron en espiral, y los Señores de la Muerte, que antes se divisaban pequeños allá abajo, se elevaron imponentes hacia el minotauro. Las afiladas e irregulares rocas del terreno montañoso harían del aterrizaje un impacto demoledor.
Filo Agudo estaba mortalmente herido, pero seguía vivo y, con increíble coraje, se esforzaba desesperadamente para mantener el control del vuelo. Aunque sabía que él estaba condenado, luchaba para salvar a su jinete. Galdar hizo todo cuanto pudo por colaborar, agarrándose bien e intentando no moverse. Cada aleteo del animal debía ser un sufrimiento espantoso, porque Filo Agudo jadeaba y se estremecía de dolor, pero iba descendiendo poco a poco. Sus ojos vidriosos buscaron un lugar despejado donde aterrizar.
Asido al cuello del dragón, Galdar alzó la vista y vio a Mina a horcajadas sobre unas alas de fuego. Ahora todo el cuerpo del dragón ardía y las llamas se extendían por la Dragonlance. El dragón de fuego embistió a Malys, golpeándola en el vientre. Mina clavó la lanza justo en la herida que ya estaba abierta, y el vientre de la Roja se desgarró. Un inmenso chorro de sangre negra brotó de la hembra de dragón.
—¡Mina! —gritó Galdar con angustia y desesperación en el momento en el que el ensordecedor rugido de Malys ahogaba su bramido.
Malys lanzó su grito de muerte. Lo conocía. Lo había escuchado a menudo. Se lo había oído lanzar al Azul cuando le partió la columna vertebral. Ahora le tocaba a ella. El grito de muerte ascendió por su garganta en un borboteo de dolor y rabia.
Cegada por la sangre de la Roja, abandonada por su diosa, Mina siguió sosteniendo firmemente la Dragonlance. La hundió más en la espantosa herida, guiando la punta hacia el corazón de Malys.
La hembra Roja murió en ese instante, en el aire. Su cuerpo se precipitó desde el cielo y se estrelló contra las rocas de los Señores de la Muerte arrastrando con ella a quien la había matado.
Los defensores de Sanction habían contenido tanto la emoción, su tensión era tal, que estallaron en un clamor cuando el colosal cuerpo rojo de Malys emergió de entre las nubes.
Los gritos cesaron y el valor se esfumó cuando el miedo al dragón rompió sobre Sanction como un maremoto que aplastó esperanzas y sueños y puso a todas las personas de la ciudad cara a cara con su propia muerte. Los arqueros que debían disparar flechas a las relucientes escamas tiraron los arcos, se echaron al suelo y allí se quedaron, temblando y sollozando. Los hombres de las catapultas dieron media vuelta y huyeron de sus puestos.
Las escaleras que subían a las murallas estaban abarrotadas de tropas aterrorizadas, de manera que nadie podía subir ni bajar. Estallaron peleas cuando los hombres, desesperados, buscaron salvarse a costa de sus compañeros. Algunos estaban tan enloquecidos de miedo que se arrojaron desde lo alto de las murallas. Los que consiguieron mantener el miedo bajo control trataron de calmar a los demás, pero eran tan pocos que sus esfuerzos resultaron vanos. Un oficial que intentó detener la huida de sus empavorecidos hombres acabó atravesado con su propia espada y su cuerpo pisoteado en la estampida.
Los muros de piedra y las verjas de hierro no servían como barrera. Un prisionero del cuartel de la guardia próximo a la Puerta Oeste, Silvanoshei, sintió el miedo retorciéndose en sus entrañas mientras yacía en la dura cama de su oscura celda, soñando con Mina. Sabía que ni se acordaba de su nombre, pero él jamás la olvidaría, y había pasado noches enteras sumido en sueños imposibles en los que ella cruzaba la puerta de esa celda y recorría de nuevo a su lado el oscuro y enmarañado sendero de su vida.
El carcelero había ido a la celda a llevar la ración diaria a Silvanoshei cuando el miedo al dragón irradiado por Malys cayó sobre la ciudad. La tarea del carcelero era aburrida y pesada, y le gustaba alegrarla atormentando a los prisioneros. El elfo era una diana fácil, y, aunque el carcelero tenía prohibido hacer daño físicamente a Silvanoshei, sí podía atormentarlo de palabra. El hecho de que el joven rey no reaccionara ni respondiera nunca no desconcertaba al carcelero, que había imaginado que sus pullas tenían un efecto devastador en el elfo. En realidad, Silvanoshei apenas si escuchaba lo que el hombre decía. Su voz era una más entre tantas: la de su madre, la de Samar, la de su padre perdido, y la de aquella que tantas promesas le había hecho y no había cumplido ninguna. Voces reales, como las de los carceleros, no sonaban tan alto como las que oía en su alma, eran poco más que el parloteo de los roedores que infestaban la celda.
El miedo al dragón se retorció dentro de Silvanoshei, le estrujó la garganta, estrangulándolo, sofocándolo. El terror lo sacó bruscamente del mundo irreal en el que se encontraba, arrojándolo al duro suelo de la realidad. Se quedó acurrucado allí, temeroso de moverse.
—¡Mina, sálvanos! —gimió el carcelero, que temblaba junto a la puerta. Se abalanzó sobre Silvanoshei y lo aferró del brazo con tanta fuerza que casi paralizó al elfo.
Después estalló en sollozos y se abrazó a Silvanoshei como si hubiese encontrado a su hermano mayor.
—¿Qué ocurre? —gritó el joven rey.
—¡El dragón! ¡Malys! —consiguió balbucir el carcelero. Tenía los dientes apretados, de modo que apenas podía hablar—. Ya viene. ¡Vamos a morir todos! ¡Mina, sálvanos!
—Mina —susurró Silvanoshei. El nombre rompió el cerco de miedo que lo atenazaba—. ¿Qué tiene que ver ella con esto?
—Va a luchar contra el dragón —barbotó el carcelero mientras se estrujaba las manos.
En la cárcel estalló el caos cuando los guardias huyeron y los prisioneros se pusieron a chillar y a lanzarse contra los barrotes en un frenético esfuerzo por escapar del terror.
Silvanoshei apartó al tembloroso y balbuciente montón de carne que poco antes era un carcelero. La puerta de la celda estaba abierta, y el elfo echó a correr por el pasillo. Los hombres le suplicaban que los liberase, pero no les hizo caso.
Al salir del edificio, inhaló profundamente el aire limpio del hedor a cuerpos sucios y heces de ratones. Alzó la vista al cielo azul y divisó a la Roja, un inmenso e hinchado monstruo suspendido en el aire. Su mirada anhelante pasó sobre Malys sin el menor interés y siguió recorriendo el cielo en busca de Mina. Por fin la localizó; su vista de elfo era mucho más aguda que la de la mayoría. Distinguía la motita que brillaba plateada a la luz del sol.
Silvanoshei se quedó plantado en mitad de la calle, mirando fijamente a lo alto. La gente pasaba corriendo a su lado, chocaba con él, lo empujaba y le propinaba empellones, presa de un pánico salvaje. Él no hizo caso, apartando manos, luchó para mantenerse de pie y para no apartar la vista de aquel pequeño destello de luz.
Cuando Malys apareció, Palin descubrió que estar muerto tenía una ventaja: el miedo al dragón que había desatado el caos entre el populacho a él no le afectaba. Podía contemplar a la gran hembra Roja sin sentir nada.
Su espíritu se deslizó cerca del tótem. Advirtió el fuego ardiente en los ojos de los dragones muertos, oyó sus gritos de venganza alzándose al cielo, a Takhisis. Palin no dudó un solo instante; tenía muy claro lo que debía hacer. Había que detener a Takhisis o, al menos, frenarla un poco, reducir su poder. La diosa había investido al tótem con gran parte de ese poder a fin de utilizarlo como un umbral al mundo, para fundir el reino físico con el espiritual. Si tenía éxito, reinaría como ser supremo. Nadie, mortal o espíritu, sería lo bastante fuerte para presentarle batalla.
—Tenías razón —dijo Espejo, que se encontraba a su lado—. El terror se ha apoderado de la ciudad.
—No tardará en pasarse... —empezó Palin, que enmudeció de golpe.
El espíritu de Dalamar salió de entre los cráneos de los dragones.
—El espectáculo de la batalla se ve mejor desde la grada —dijo—. No tienes pies, ¿sabes, Majere? No estás sujeto al suelo. Tú y yo podemos sentarnos cómodos entre las nubes, contemplar cada ataque y cada quiebro, ver caer la sangre como lluvia. ¿Por qué no te unes a mí?
—No siento el menor interés en el resultado —respondió Palin—. Gane quien gane, nosotros perderemos.
—Habla por ti mismo —replicó Dalamar.
Para desasosiego de Palin, el espíritu de Dalamar empezó a mostrar interés en Espejo.
¿Podría ver al hombre y al Dragón Plateado? ¿Habría barruntado su plan? Si lo descubría, ¿intentaría frustrarlo o estaba más interesado en sus propios planes? Porque de lo que no le cabía duda era que Dalamar los tenía. Nunca se había fiado completamente de él, y en los últimos días su desconfianza en el otro hechicero había aumentado.
—La batalla marcha bien —siguió Dalamar, prendida la mirada en Espejo—. Malys está totalmente ocupada, de eso no hay duda. La gente empieza a tranquilizarse, ya que el miedo al dragón ha disminuido. Y, a propósito, tu amigo, el mendigo ciego, parece ser inmune al miedo al dragón. Me preguntó por qué.
Lo que decía Dalamar era cierto. El miedo al dragón se estaba disipando. Los soldados que se habían tirado al suelo mientras chillaban que todos iban a morir empezaban a sentarse con aire avergonzado.
«Si vamos a hacerlo, debemos actuar ahora —comprendió Palin—. ¿Qué peligro puede representar Dalamar para nosotros? No puede hacer nada para detenernos. Al igual que yo, no tiene magia.»
Un atronador rugido retumbó en las montañas. La gente que estaba en la calle miró hacia lo alto y empezó a gritar y a señalar al cielo.
—Un dragón está herido —dijo Espejo mientras alzaba la cara—. Pero es difícil discernir cuál de ellos.
El espíritu de Dalamar quedó suspendido en el aire. Los ojos de su alma se clavaron en los otros dos como si pudiera penetrar en las suyas. Entonces, de improviso, desapareció.
—El resultado de este combate es importante para él, eso es seguro —comentó Palin—. Me pregunto a qué caballo habrá apostado.
—A los dos, si ha encontrado el modo de hacerlo —apuntó Espejo.
—¿Crees que ha visto tu verdadera forma?
—Me parece que he podido ocultársela —repuso el Plateado—. Pero cuando empiece a utilizar mi magia ya no podré hacerlo. Me verá como soy.
—Confiemos entonces en que la batalla resulte lo bastante interesante para mantenerlo ocupado —dijo Palin—. ¿Tienes algo de pelo y una varilla de ámbar...? Oh, lo siento. Lo olvidé —añadió al reparar en la sonrisa de Espejo—. A los dragones no les hacen falta esas cosas para realizar conjuros.
Ahora que la batalla había empezado, la magia del tótem aumentó. Los ojos de los cráneos resplandecían con una furia tan intensa que brillaban desde el suelo hasta el cielo. El ojo solitario, el Nuevo Ojo, resplandecía, blanco, aun a la luz del día. La magia del tótem era fuerte, atraía a los muertos hacia sí. Los espíritus de los muertos giraban en torno al tótem en un patético vórtice, su atormentado anhelo alimentado por la diosa.
Palin sintió ese dolor del anhelo, el anhelo por algo perdido sin remedio.
—Cuando lances tu hechizo —le dijo a Espejo, sintiendo la dolorosa punzada del anhelo por la magia—, los muertos se agolparán a tu alrededor, pues tu magia es la que pueden robar. Verlos es espantoso, enervante...
—Bien, al menos tengo una ventaja por ser ciego —comentó Espejo, que a continuación empezó a realizar el conjuro.
Los dragones eran los únicos seres vivos de Krynn que nacían con el don de utilizar la magia. Era algo inherente a ellos, una parte de sí mismos, como la sangre o sus escamas brillantes. La magia provenía de su interior.
Espejo pronunció las palabras mágicas en el lenguaje ancestral de los dragones. Saliendo de una garganta humana, las palabras carecían de la profunda resonancia y la fluida majestuosidad a la que estaba acostumbrado el Dragón Plateado, al que le sonaban débiles e insignificantes. Fueran resonantes o débiles, las palabras cumplieron su cometido. La sensación de cosquilleo de la magia empezó a bullir en su sangre.
Manos etéreas tiraron de sus escamas, rasparon sus alas, rozaron su cara. Las almas de los muertos lo veían ahora como era realmente, un Dragón Plateado, y se apiñaron a su alrededor, desesperadas por la magia que percibían latiendo en su cuerpo. Alargaron las fantasmales manos hacia él y le suplicaron, se pegaron y colgaron de él como jirones de gasa. No podían hacerle daño, eran una molestia, simplemente, como ácaros de las escamas. Pero los ácaros sólo provocaban un picor molesto, no tenían voces que gritaban con desesperación, implorando, suplicando. Al escuchar la angustia de aquellas voces, Espejo comprendió lo acertado de su comentario. Ser ciego resultaba una ventaja; así no tenía que ver sus rostros.
Aun cuando la magia era inherente en él, debía concentrarse para realizar el hechizo, y no le resultó nada fácil hacerlo. Los dedos de los espíritus arañaban sus escamas, las voces zumbaban en sus oídos.
Espejo intentó concentrarse en una voz, la suya; se concentró en las palabras entonadas en su propio lenguaje, y su música le resultó confortante y tranquilizadora. La magia bullía dentro de él, burbujeaba en su sangre. Entonó las palabras, abrió las manos y lanzó el hechizo.
Aunque Dalamar suponía que su colega hechicero se traía algo entre manos, había desestimado a Palin como una amenaza. ¿Cómo iba a serlo? En lo referente a la magia era tan impotente como él mismo. Cierto, él no dejaría que eso le detuviera. Había intrigado y maquinado para que, cayera del lado que cayera el pan, la mantequilla estuviera hacia arriba, siempre para él.
Sin embargo, había algo raro en aquel pordiosero ciego. Seguramente el tipo era o se las daba de hechicero. Probablemente Palin había fraguado alguna idea de que ambos podían trabajar en colaboración; no obstante, estaba aún por ver qué clase de conejo eran capaces de sacar de sus sombreros combinados. Aun en el caso de que pudieran sacar un conejo, las almas de los muertos lo atraparían y lo harían trizas.
Satisfecho, Dalamar se sintió a salvo dejando que Palin y su mendigo ciego anduvieran a trompicones en la oscuridad mientras él presenciaba en directo el titánico combate entre Malys y Mina. Al elfo oscuro no le importaba mucho quién ganaba de las dos. Presenciaba la batalla con el interés desapasionado y frío del jugador que tiene cubiertas todas las apuestas.
Malys escupió su fuego abrasador sobre el dragón muerto y las alas correosas se incendiaron. La Roja rió con satisfacción, creyéndose la vencedora.
—No cuentes todavía tus ganancias —advirtió a la Roja, y resultó que tenía razón.
Takhisis entró en el campo de batalla. Alargó la mano y tocó al dragón muerto; su espíritu se introdujo en el cuerpo llameante del reptil y salvó a Mina, su campeona.
En ese momento, el alma de Dalamar escuchó el sonido de una voz entonando unas palabras. No las entendía, pero reconoció el lenguaje de los dragones, y se alarmó al darse cuenta, por la cadencia y el ritmo, de que eran palabras mágicas. Su espíritu abandonó veloz la batalla y regresó al templo. Vio una chispa de luz brillante y comprendió de inmediato que había cometido un error... quizás un error fatal.
Del mismo modo que Dalamar el Oscuro se había equivocado al juzgar al tío, había hecho igual con el sobrino. El elfo oscuro supo de inmediato lo que Palin planeaba.
Reconoció al mendigo ciego como Espejo, guardián de la Ciudadela de la Luz, uno de los pocos Dragones Plateados que habían osado quedarse en el mundo después de que todos los demás hubieran desaparecido tan misteriosamente. Vio a los muertos rodeando a Espejo intentando arrebatarle la magia que estaba utilizando, aunque sólo fueran unas míseras sobras. Los muertos podrían coger parte de la magia, pero no sería suficiente para interrumpir el hechizo de Espejo. Dalamar supo al punto lo que hacían esos dos, lo supo tan claramente como si lo hubiese tramado con ellos.
El elfo oscuro volvió la vista hacia la batalla. Aquél era el momento de la victoria para Takhisis, el momento en el que se vengaría de esa hembra de dragón que había osado instalarse en el mundo para apoderarse de él. La Reina Oscura se había visto obligada a soportar en silencio las pullas y las burlas, había tenido que presenciar cómo Malys acababa con sus secuaces y utilizaba su poder... que hubiera debido ser para ella.
Por fin se había hecho lo bastante fuerte para desafiar a la Roja, para arrebatarle las almas de los dragones muertos que ahora veneraban a su reina y le entregaban su poder: los dragones de Krynn, cuyas almas le pertenecían y estaban a sus órdenes.
Largo tiempo llevaba Takhisis vigilando, trabajando y esperando la llegada de ese momento en el que se desharía del último obstáculo que se interponía en su camino para hacerse con el control absoluto de su mundo. Concentrada en la adversaria que tenía ante sí, Takhisis estaba totalmente ajena al peligro que surgía, sigiloso, a su espalda.
Takhisis se sentaba a horcajadas en el mundo presenciando la batalla con sumo interés. Su campeona estaba ganando. Mina voló directamente hacia Malys con la reluciente Dragonlance enarbolada.
Dalamar se arrodilló en el polvo e inclinó la cabeza.
—Majestad... —dijo humildemente.
Espejo no veía la magia, pero la sentía y la oía. El conjuro fluyó de sus dedos como rayos zigzagueantes que chisporroteaban y siseaban. El olor a azufre impregnó el aire. Podía ver las abrasadoras descargas en su mente, golpeando un cráneo, pasando de ése a otro, de la calavera de un Dorado a la de un Rojo, de ésta a la que estaba a su lado, y luego a la siguiente y a la siguiente, saltando de una a otra en una ardiente cadena.
—¿Ha funcionado el hechizo? —gritó Espejo.
—Ha funcionado —contestó Palin que miraba con sobrecogimiento.
Deseó que el Plateado pudiera ver la escena. El rayo siseaba y brincaba. Descargas blanco azuladas iban de un cráneo al siguiente tan deprisa que era imposible seguirlas con la vista. Conforme el rayo iba tocando cada uno de los cráneos, éstos empezaban a irradiar un brillo blanco azulado, como si estuvieran sumergidos en fósforo. El trueno retumbó ensordecedor, sacudiendo el tótem.
El poder se acumuló en él, la magia vibraba en el aire. Las voces de los muertos enmudecieron al tiempo que las de los vivos se alzaban en un aterrado clamor, gritando sin cesar. Resonaron pisadas, algunas dirigiéndose hacia el tótem y otras alejándose.
Contemplando a Espejo ejecutar el hechizo, Palin recitó para sus adentros las palabras de magia que para él no tenían significado pero que estaban grabadas en su alma. Su cuerpo seguía inmóvil, indiferente, sentado en un banco del templo. Su espíritu, exultante, presenció cómo el rayo pasaba de calavera en calavera, inflamándolas.
La magia resonaba, zumbaba, se hacía más y más fuerte. El fuego blanco irradiaba cegador. El inmenso calor obligó a recular a los que se encontraban alrededor del tótem. Los cráneos de los dragones tenían ahora ojos de llamas blancas.
En el cielo, retumbó el trueno. El Nuevo Ojo fijó su mirada feroz en ellos.
Unos nubarrones negros y densos surgieron cargados de rayos naranjas y rojos, bulleron e hirvieron y borbotaron. Jirones de destrucción se descargaron de la tormenta levantando nubes de polvo y desgajando árboles. El pedrisco se precipitó machacando la tierra.
—¡Haz todo cuanto esté en tu mano para impedirlo, Takhisis! —gritó Palin a la atronadora y furiosa voz de la tormenta—. Ya es demasiado tarde.
Los nubarrones negros cubrieron Sanction de oscuridad, lluvia y granizo. Una ráfaga de viento sopló sobre el tótem. La lluvia torrencial inundó con su aluvión la ciudad en un intento desesperado de sofocar la magia.
La lluvia era como aceite en el fuego. El viento avivó las llamas. Espejo no lo veía, pero sentía el calor abrasador. Reculó a trompicones, tropezando con los bancos, y chocó con la espalda en el altar. Sus manos tanteantes se agarraron a algo frío y suave. Reconoció el tacto del sarcófago de Goldmoon y le dio la impresión de que podía escuchar su voz sosegada y tranquilizadora. Se agachó junto al féretro a pesar de que la intensidad del calor seguía aumentando. Mantuvo la mano sobre la superficie de ámbar, en un gesto protector.
Una bola de fuego se formó en el centro del tótem, tan brillante como una estrella perdida que hubiese caído al suelo. La luz, blanca y resplandeciente como la luz de las estrellas, empezó a relucir hasta que ningún ser vivo pudo contemplarla y hubo de cubrirse los ojos.
El fuego siguió aumentando en fuerza e intensidad, ardiendo puro y radiante, su luminosidad era tan deslumbrante que Espejo la percibió a pesar de su ceguera, vio la llama ardiente, azul blanquecina, y los pétalos de la llama elevándose al cielo. La lluvia no surtía efecto alguno en el fuego mágico, y el viento producto de la ira de la diosa no podía extinguirlo.
En el centro, la luz resplandeció con un blanco puro. Las calaveras de los dragones se quebraron, estallaron en pedazos. El tótem se tambaleó y después se desplomó sobre sí mismo, disolviéndose, desintegrándose.
El Nuevo Ojo miró fijamente el corazón blanco de la llama. Enrojecido, el Ojo luchó para mantener la mirada prendida en él, pero el dolor resultó excesivo.
El Ojo parpadeó.
El Ojo desapareció.
La oscuridad cayó sobre Espejo, pero el dragón ya no la maldecía porque era una bendición, segura y reconfortante como la oscuridad en la que había nacido. Su mano temblorosa se deslizó sobre la suave y fría superficie del sarcófago. Hubo un sonido a cristal roto, y el dragón sintió agrietarse la superficie, notó cómo las grietas se abrían en el ámbar como el hielo invernal se rompe y se deshace con el sol de primavera.
El sarcófago se partió y sus pedazos cayeron alrededor de Espejo. Notó un suave tacto en la mano que era como de cenizas dispersas por el viento.
—Adiós, querida amiga —musitó.
—¡El mendigo ciego! —retumbó como un trueno una voz—. Matadlo. ¡Ha destruido el tótem! ¡Malys nos matará! ¡Malys nos matará a todos!
Se alzaron voces iracundas, resonaron pisadas y empezaron a lloverle puñetazos.
Una piedra golpeó a Espejo, y otra.
Palin contempló exultante la caída del tótem. Vio cómo se destruía el sarcófago y, aunque no localizó el espíritu de Goldmoon, le llenó de gozo que su cuerpo ya no estuviera sometido, que ya no fuera una esclava de Takhisis. Se le pedirían cuentas. Se lo harían pagar. No podía evitarlo, ni ocultarse, porque se habría cegado su ojo, pero seguía siendo dueña y señora del mundo. No se la había expulsado de él, sólo se había limitado su presencia. Él seguía siendo un esclavo, y no había lugar alguno a donde huyera que sus perros no lo olfatearan y le dieran caza.
Esperó que llegara su destino, cerca de las desmoronadas ruinas del tótem, junto a la lastimosa cáscara hueca que era su cuerpo. Los perros no tardaron en llegar.
Dalamar apareció materializándose entre las ruinas humeantes de las calaveras calcinadas.
—No debiste hacer esto, Palin. No tendrías que haberte inmiscuido. Tu alma se enfrenta al olvido eterno, a la oscuridad eterna.
—¿Cuál va a ser la recompensa por tus servicios? —inquirió Palin—. ¿La vida? No —respondió a su propia pregunta—, la vida te importa poco. Te ha devuelto la magia.
—La magia es vida —repuso Dalamar—. La magia es amor. La magia es familia. La magia es esposa. La magia es hijo.
Dentro del templo, el cuerpo de Palin seguía sentado en el duro banco, mirando sin ver las velas que titilaban sacudidas por el viento tormentoso que barría la estancia.
—Qué triste —dijo mientras su espíritu empezaba a desaparecer como la ola retirándose de la playa—, que sólo al final sepa lo que debía saber desde el principio.
—Oscuridad eterna —se oyó como un eco la voz de Dalamar.
—No —musitó Palin—, porque más allá de las nubes brilla el sol.
Unas manos sujetaron violentamente a Espejo. Voces coléricas y aterradas clamaban en sus oídos, tantas a la vez que era imposible entenderlas. Lo vapulearon, lo empujaron de aquí para allá mientras chillaban y discutían entre ellos qué hacer con él. Algunos querían ahorcarlo. Otros, descuartizarlo allí mismo.
Siempre le quedaba el recurso de desprenderse de la penosa forma humana que le servía de disfraz y adoptar la suya propia. Aunque ciego, podía defenderse del populacho. Extendió los brazos que se tornarían alas plateadas y alzó la cabeza. El gozo lo inundó al tiempo que el peligro se acercaba a él. Dentro de un momento sería él mismo, reluciendo plateado en la oscuridad, surcando los vientos de tormenta.
Unas argollas se cerraron sobre sus muñecas. Casi se echó a reír pues no existía hierro forjado por el hombre que pudiera sujetarlo. Intentó quitárselas, pero las esposas no cayeron, y entonces comprendió que no eran de hierro, sino forjadas con el miedo. Takhisis las había hecho y se las había puesto. Por mucho que se esforzara no podría transformarse. Estaba encadenado a su cuerpo humano, aherrojado a esa forma con dos piernas, y, con esa forma, ciego y solo, moriría.
Espejo luchó para escapar de sus captores, pero sus sacudidas sólo consiguieron aguijonearlos para que lo atormentaran más. Puños y piedras lo golpearon. El dolor le recorrió el cuerpo. Los golpes llovieron sobre él y acabó cayendo al suelo.
En la bruma del dolor, oyó una voz fuerte e imperiosa. Era enérgica y acalló el clamor.
—¡Apartaos! —ordenó Odila. Su voz era fría y severa, acostumbrada a ser obedecida—. ¡Dejadlo en paz o conoceréis la ira del Único!
—¡Usó algún tipo de magia para destruir el tótem! —gritó un hombre—. ¡Yo lo vi!
—¡Ha eliminado la luna! —chilló otro—. ¡Ha hecho algo perverso y antinatural que nos condenará a todos!
Otras voces se sumaron al clamor acusador, exigiendo su muerte.
—La magia que utilizó es la del dios Único —les dijo Odila—. ¡Deberíais estar de rodillas, rezando al Único para que nos salve del dragón, no maltratando a un pobre mendigo!
Sus manos fuertes y marcadas de cicatrices lo asieron firmemente y le ayudaron a incorporarse.
—¿Puedes caminar? —le susurró en un tono quedo y urgente—. Si puedes, has de intentarlo.
—Puedo andar —le contestó.
Un hilillo de sangre se deslizaba sobre el vendaje que le cubría los ojos. El dolor de cabeza menguó, pero tenía frío, se sentía sudoroso y con náuseas. Se puso de pie, tambaleándose. Rodeándolo con los brazos, la mujer le sirvió de apoyo para sus pasos inestables.
—Bien —le susurró Odila—. Vamos a caminar hacia atrás. —Lo agarró con fuerza y llevó a la práctica sus palabras. Espejo reculó a trompicones, recostado en ella.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—La turba se contiene de momento, percibe mi poder y lo teme. Después de todo, hablo en nombre del Único. —El tono de Odila sonaba divertido, temerario, gozoso—. Quiero darte las gracias —añadió, suavizando el timbre de voz—. Yo era la que estaba ciega, y tú me abriste los ojos.
—Vayamos a por él —gritó alguien—. ¿Quién nos lo impide? ¡Ella no es Mina! ¡Es una solámnica traicionera!
Odila soltó a Espejo y se desplazó para situarse delante de él, protegiéndolo. Espejo oyó un clamor cuando el populacho avanzó.
—Una solámnica traicionera con un garrote, no una espada —le dijo Odila. El Plateado escuchó el crujido de la madera al quebrarse e imaginó que la mujer había roto uno de los bancos—. Los retendré mientras pueda. Ve hacia la parte trasera del altar, allí encontrarás una trampilla en el suelo...
—No necesito trampillas —repuso Espejo—. Tú serás mis ojos, Odila, y yo seré tus alas.
—¿Pero qué...? —empezó la mujer, que lanzó una exclamación ahogada y soltó el palo por la sorpresa.
El Plateado extendió los brazos. El miedo había desaparecido; la Reina Oscura ya no tenía poder sobre él. De nuevo pudo ver la luz radiante que, del mismo modo que había destruido el tótem, hizo desaparecer las argollas que lo retenían. Su cuerpo humano, tan débil y frágil, pequeño y confinante, se transformó. Su corazón creció y se expandió, la sangre palpitó por las inmensas venas, irrigando sus fuertes patas con garras y el enorme cuerpo cubierto de escamas plateadas. Su cola azotó el altar, lo hizo pedazos, lanzó las velas al suelo rodando y dejando regueros de cera derretida.
La muchedumbre que se había adelantado para matar a un mendigo ciego reculó precipitadamente para escapar de un dragón ciego, pisoteándose y empujándose.
—No hay silla, mi señora —le dijo a Odila—. Tendrás que agarrarte fuerte. Sujétate a mis crines. Tendrás que inclinarte hacia mi cabeza lo más posible para decirme hacia dónde vamos. ¿Y Palin? —preguntó mientras la mujer se asía a la crin y se encaramaba a su lomo—. ¿Podemos llevarlo con nosotros?
—Su cuerpo no está aquí —informó Odila.
—Es lo que me temía —musitó Espejo—. ¿Y el otro? Dalamar.
—Sí está —contestó Odila—. Sentado solo. Tiene las manos manchadas de sangre.
Espejo extendió las alas.
—¡Agárrate! —gritó.
—Eso es lo que hago —dijo Odila—. Agarrarme fuerte.
En su mano reposaba el medallón que lucía la imagen de un dragón con cinco cabezas. El colgante le quemaba los dedos marcados con cicatrices, pero el dolor era menor comparado con el que experimentó al tocar la Dragonlance. Lo asió firmemente y se lo arrancó de un tirón.
El Dragón Plateado dio un poderoso salto. Las alas atraparon el viento de la tormenta y lo utilizaron para elevarse.
Odila se llevó el medallón a los labios, lo besó y, a continuación, abrió los dedos y lo dejó caer. El colgante cayó girando en espirales y fue a parar al montón de cenizas que era cuanto quedaba ahora del monumento que Malys había erigido a la muerte.
Los seguidores de Mina presenciaron la impresionante batalla. Vitorearon al ver caer a Malys, y soltaron una exclamación de horror cuando vieron a Mina desplomarse envuelta en llamas junto a su adversaria.
Esperaron ansiosamente verla levantarse del fuego, como ya había hecho en otra ocasión. El humo se alzó sobre la montaña, pero Mina no apareció.
Silvanoshei había observado la batalla junto a los demás. Echó a andar. Iría al templo; allí alguien tendría información. Mientras caminaba y la sangre regaba sus músculos entumecidos, acabó dándose cuenta de que no sólo estaba vivo, sino libre.
La gente iba de aquí para allá por las calles, conmocionada y desconcertada. Algunos lloraban sin tapujos. Otros simplemente deambulaban al tuntún, sin saber qué hacer, esperando que apareciera alguien que se lo dijera. Unos cuantos hablaban de la batalla, reviviéndola, relatando una y otra vez lo que habían visto, intentando disipar la sensación de irrealidad. La gente farfullaba sobre la luna, que había desaparecido, así como el dios Único, si es que había habido un dios Único, y ahora Mina también había desaparecido. Nadie prestaba atención a Silvanoshei. Todos estaban demasiado ensimismados en su propia desesperación para preocuparse por un elfo.
«Podría salir de Sanction —se dijo Silvanoshei—, y nadie levantaría un dedo para impedírmelo.»
Sin embargo, no había pensado marcharse de allí. No podía irse, no hasta que supiera con certeza qué le había ocurrido a Mina. Al llegar al templo, se encontró con una gran multitud apiñada alrededor del tótem y se unió a la gente, contemplando con desaliento el montón de ceniza que antes fuera la gloria de la reina Takhisis.
Silvanoshei miró fijamente las cenizas y vio lo que había sido él, vio lo que podría haber sido.
Vio los acontecimientos que lo habían conducido a este punto, los vio con el alma, que nunca duerme, que siempre está vigilante. Vio la terrible noche que los ogros atacaron. Se vio a sí mismo, consumido por el odio a su madre y a la vida que le había obligado a llevar, consumido por el miedo y la culpabilidad cuando existía la posibilidad de que ella muriera a manos de los ogros. Se vio a sí mismo corriendo en la oscuridad para salvarla, y se vio a sí mismo enorgullecido al pensar que sería él quien salvaría a su pueblo. Vio el rayo que lo lanzó rodando hasta la base del escudo y después vio lo que no había podido ver con sus ojos mortales. Vio la oscura mano de la diosa levantando el escudo para que pudiera entrar.
Al mirar fijamente la oscuridad, vio a la oscuridad mirándolo a su vez fijamente, y comprendió que había mirado los ojos de la Reina Oscura muchas veces antes, que los había mirado sin parpadear ni volver la vista a otro lado.
De nuevo escuchó las palabras que Mina le había dicho esa primera noche en que se conocieron. Palabras que él había descartado tachándolas de tonterías, carentes de sentido, sin importancia.
«No es a mí a quien amas, sino al dios que se manifiesta en mí.» Todo cuanto su madre había anhelado, le había sido dado a él. Ella quiso gobernar Silvanesti, y él era el rey de Silvanesti. Ella había ansiado ser amada por su pueblo, pero su pueblo lo amaba a él. Ésa era su venganza, y había sido una dulce venganza. Pero eso sólo era una parte. Lo mejor era que lo había tirado todo por la borda. No había nada que hubiera podido hacer que hiriera más a su madre.
Si la diosa lo había utilizado, era porque Takhisis había mirado profundamente en los ojos de su alma y había visto un guiño cómplice.
Las fuerzas de Filo Agudo fallaron cuando todavía estaban en el aire. Le era imposible seguir batiendo las alas y empezó a descender en un descontrolado picado. Galdar contempló la aterradora imagen de altas e irregulares rocas de puntas afiladas. Filo Agudo se estrelló de cabeza en un pequeño pinar.
Durante un instante pavoroso, lo único que vio Galdar fue un manchón de rocas anaranjadas y árboles verdes, escamas azules y sangre roja. Apretó fuertemente los párpados y se asió al dragón con toda la fortaleza de su corpachón, enterrando la cabeza en el cuello del reptil. En medio de brutales zarándeos y sacudidas, escuchó los crujidos y chasquidos de ramas y huesos, olió y saboreó el ácido aroma de las agujas de pino y el efluvio con un matiz a hierro de la sangre fresca. Una rama lo golpeó en la cabeza y a punto estuvo de arrancarle un cuerno. Otra lo golpeó en el hombro y en la espalda. Las ramas rotas abrieron cortes en sus piernas y brazos.
De repente, se frenaron con violencia.
Galdar dejó pasar unos largos instantes sin hacer nada excepto jadear mientras se maravillaba de seguir vivo. Le dolía todo el cuerpo. No tenía ni idea de si estaba herido gravemente o no. Se movió con mucho cuidado. Al no sentir ningún dolor intenso llegó a la conclusión de que no tenía huesos rotos. Le salía sangre de la nariz, los oídos le zumbaban y la cabeza le dolía terriblemente. Sintió a Filo Agudo soltar un suspiro estremecido.
La cabeza y la parte superior del cuerpo destrozado del dragón descansaba en los pinos que se habían roto bajo su peso. Galdar se desenredó de la maraña de ramas rotas y retorcidas y se bajó de la espalda del Azul. En su aturdimiento, le dio la impresión de que Filo Agudo descansaba en una cuna de ramas de pino. La mitad inferior del dragón —las alas rotas y la cola— quedaran extendidas tras él, sobre las piedras, dejando un rastro de sangre.
Galdar miró en derredor buscando el cadáver de Malys. Lo vio a cierta distancia. Su cuerpo era fácil de localizar. En la muerte, había construido una última montaña: un reluciente y rojo cerro de carne sangrante. El humo y las llamas atrajeron su mirada. El fuego consumía al dragón muerto y empezaba a extenderse por la maleza del pinar. Más abajo, en el valle, se encontraba Sanction, pero no alcanzaba a divisar la ciudad, ya que se interponían unos nubarrones tormentosos. En el punto donde él se encontraba el sol brillaba radiante, tanto que parecía haber eclipsado al Nuevo Ojo, puesto que no lo veía en el cielo.
No perdió tiempo en buscarlo. Su inquietud principal era Mina. Estaba loco de preocupación por ella y lo único que quería era salir en su busca de inmediato. Pero le debía la vida al gesto heroico del Dragón Azul, y lo menos que podía hacer por él era quedarse a su lado. Nadie, ya fuera minotauro o dragón, debería morir solo.
Filo Agudo seguía vivo, aún respiraba, pero eran jadeos dolorosos y superficiales. Le manaba sangre por la boca y sus ojos empezaban a tornarse vidriosos, pero se iluminaron al ver a Galdar.
—¿Está...? —El Dragón Azul se atragantó con su propia sangre y no pudo continuar.
—Malys ha muerto —dijo Galdar con voz profunda y retumbante—. Gracias por esta batalla. Una victoria gloriosa que se recordará largo tiempo. Mueres como un héroe. Honraré tu memoria, como lo harán mis hijos y los hijos de mis hijos y los hijos de sus hijos.
Galdar no tenía hijos ni era probable que los tuviera nunca. Sus palabras eran un antiguo tributo dado a un guerrero que había combatido valientemente y moría con honor. Con todo, las palabras le salieron a Galdar del corazón, pues ni siquiera podía imaginar qué terrible agonía eran esos últimos momentos para el dragón moribundo. Filo Agudo se estremeció de nuevo y su cuerpo quedó fláccido.
—Cumplí con mi deber —susurró, y murió.
Galdar alzó la cabeza y lanzó un bramido de dolor que retumbó en las montañas, un último y adecuado tributo. Hecho esto, quedó libre finalmente para seguir el impulso de su angustiado corazón: descubrir qué le había ocurrido a Mina.
«No debería estar preocupado —se dijo—. He visto a Mina sobrevivir al envenenamiento, emerger sana y salva de su propia pira funeraria llameante. El Único la ama. La ama como quizá no ha amado nunca a un mortal. Takhisis protegerá a su elegida, la amparará.»
Galdar se repitió lo mismo una y otra vez, pero a pesar de todo seguía preocupado.
Recorrió con la mirada las puntiagudas rocas que rodeaban el cuerpo del dragón. Había trozos de carne ensangrentados esparcidos por una amplia zona, y las piedras estaban resbaladizas por los restos. Esperaba ver a Mina dirigiéndose hacia él a buen paso, con aquel brillo de exaltación en los ojos. Pero nada se movía en el saliente rocoso donde el dragón había caído. Las aves habían huido al llegar la Roja, y los animales terrestres habían buscado refugio bajo el suelo. Todo era silencio excepto el feroz viento que aullaba entre las rocas con un sonido fantasmagórico y sibilante.
Lo abrupto del terreno ya hacía difícil avanzar por él sin la complicación añadida de la sangre y la grasa. El minotauro trepaba despacio, sobre todo cuando cada movimiento despertaba el dolor de alguna herida recién descubierta. Galdar encontró su pica; el arma estaba cubierta de sangre y la punta de metal se había roto. El minotauro se alegró de recuperarla. Se la entregaría a Mina como un recuerdo.
Por mucho que buscó, no dio con la joven. La llamó una y otra vez a voz en cuello, y su nombre lo devolvió el eco multiplicado por cien, alejándose por las laderas de las montañas, pero no obtuvo respuesta. Al apagarse los ecos sólo quedaba el silencio. Tras trepar y salvar el amasijo de rocas, Galdar llegó finalmente al lugar donde se encontraba el cadáver de Malys.
El minotauro no sintió nada al contemplar los destrozados restos de la gigantesca hembra Roja, ni júbilo, ni triunfo; nada salvo agotamiento, congoja, y cierta sorpresa de que cualquiera de ellos hubiera salido vivo de la confrontación.
«Quizá Mina no lo ha conseguido», dijo una voz en su interior, una voz que le hizo estremecer de la cabeza a los pies.
—¡Mina! —la llamó de nuevo y, en respuesta, escuchó un gemido.
El flanco de escamas rojas y manchado de sangre se movió.
Alarmado, Galdar enarboló la pica rota. Miró intensamente la cabeza del dragón, que yacía de lado sobre las piedras, de manera que sólo se veía uno de los ojos. Ese ojo contemplaba fijamente, sin ver, el cielo. El cuello estaba torcido y roto. Malys no podía estar viva.
El gemido se repitió y una débil voz lo llamó.
—Galdar.
Con un grito de alegría, el minotauro arrojó lejos la pica y se acercó al cadáver del reptil. Debajo del vientre del dragón vio una mano cubierta de sangre que se movía débilmente. El dragón había caído sobre Mina, inmovilizándola.
Galdar apoyó el hombro contra la masa ensangrentada que se enfriaba rápidamente y empujó. El cadáver de la Roja pesaba varios cientos de toneladas, y sus esfuerzos tuvieron el mismo resultado que si hubiera intentado mover una montaña.
Ahora estaba muerto de preocupación, ya que la voz de Mina sonaba muy débil. Puso las manos en el vientre desgarrado del reptil y tiró hacia arriba. Las entrañas se desparramaron emanando un espantoso hedor.
Galdar sufrió arcadas y procuró contener la respiración.
—Casi no puedo levantar esto, Mina —le dijo a la joven—. Tienes que salir arrastrándote. Y date prisa. No podré sujetarlo mucho tiempo.
Oyó algo en respuesta, pero no lo entendió debido a que la voz de la joven sonaba amortiguada. Apretó los dientes, dobló las rodillas y, aspirando profundamente, tiró hacia arriba con todas sus fuerzas al tiempo que soltaba un gruñido. Escuchó un ruido como si alguien escarbara la tierra, un doloroso jadeo y un grito ahogado. Los músculos le dolían y le ardían; los brazos empezaron a temblarle. No podía aguantar más tiempo. Lanzó un grito de advertencia, dejó caer la masa de carne, y se irguió respirando a bocanadas en medio de los pútridos restos. Bajó la vista y se encontró con Mina tendida a sus pies.
A Galdar le vino a la cabeza aquella vez que Mina lo había invitado a presenciar un nacimiento. El minotauro no quería estar allí, pero la joven había insistido y, por supuesto, él obedeció. Al mirarla ahora, Galdar recordó vividamente al minúsculo bebé, tan frágil y débil, cubierto de sangre. Se arrodilló junto a la joven.
—Mina —musitó, impotente, temeroso de tocarla—. ¿Dónde te duele? No distingo si es sangre tuya o del dragón.
Sus ojos se abrieron. El color ámbar estaba inyectado en sangre. Mina alargó la mano y asió el brazo del minotauro. El movimiento le ocasionó un gran dolor. Jadeó, estremecida, pero no lo soltó.
—Reza al Único, Galdar —dijo con apenas un hilo de voz—. He hecho algo... que no ha sido de su agrado... Pídele... que perdone mi...
Cerró los ojos y su cabeza cayó de lado. La mano resbaló del brazo del minotauro. Con el corazón en un puño por el miedo, Galdar posó los dedos en el cuello de la joven para encontrar el pulso. Al notar el palpito, soltó un suspiro de alivio.
Levantó a Mina en brazos. Era tan ligera como recordaba del bebé recién nacido.
—¡Tú, grandísima zorra! —gruñó. Y no se refería a la hembra de dragón muerta.
El minotauro encontró una pequeña cueva, seca y acogedora. Era tan reducida que Galdar no podía ponerse de pie completamente, viéndose obligado a agacharse cuando entró. Tendió a Mina con todo cuidado. La joven no había recobrado el conocimiento, y aunque eso le asustaba, Galdar se dijo que era lo mejor que podía pasarle, ya que en caso contrario no habría soportado el dolor.
Una vez dentro de la cueva, tuvo tiempo para examinarla. Le quitó la armadura y la arrojó a un lado. Las heridas sufridas eran terribles. El extremo del hueso de la pierna asomaba entre la carne, que estaba ensangrentada, purpúrea y grotescamente hinchada. Un brazo ya no tenía aspecto de tal, sino que parecía un despojo del mostrador de un carnicero. Respiraba de forma irregular; cada inhalación era un esfuerzo penoso, y más de una vez Galdar temió que la muchacha no tuviera fuerzas para volver a coger aire. Tenía la piel ardiendo, y temblaba con el frío que precede a la muerte.
Galdar había olvidado sus propias heridas. Cada vez que hacía un movimiento repentino y un intenso dolor se las recordaba, se sorprendía y se preguntaba distraídamente a qué se debía. Sólo vivía para Mina, sólo pensaba en ella. Encontró un pequeño arroyo a poca distancia de la cueva, aclaró su yelmo, lo lleno de agua y lo llevó de vuelta al refugio.
Le lavó la cara y humedeció sus labios con el fresco líquido, pero Mina no bebió. El agua resbaló por su barbilla cubierta de sangre. A esa altura de la rocosa ladera no hallaría hierbas para calmarle el dolor o bajarle la fiebre. No tenía vendajes. Tenía ciertos conocimientos superficiales para tratar heridas en el campo de batalla, pero eso no era suficiente. Tendría que amputar la pierna partida, pero se sentía incapaz de hacerlo. Sabía lo que significaba para un guerrero quedar lisiado de por vida.
Mejor que muriera. Que muriera en un momento de gloria con la derrota del dragón. Como una guerrera victoriosa sobre su enemiga. Iba a morir. Él no podía hacer nada para salvarla, sólo ver cómo la vida la abandonaba poco a poco. Sólo le quedaba permanecer a su lado para que no muriera sola.
La oscuridad fue apoderándose de la cueva. Galdar encendió fuego en la entrada para mantenerla caliente. No volvió a salir de allí. Mina deliraba, estaba febril, murmuraba palabras incoherentes, gritaba, gemía. El minotauro no soportaba verla sufrir y, en más de una ocasión, llevó la mano a la daga para poner rápidamente fin a aquello, pero se contuvo. Aún podía recobrar la conciencia y quería que supiera, antes de morir, que moría como una heroína y que siempre la querría y la honraría.
La respiración de la joven se volvió más irregular, pero siguió debatiéndose. Luchaba por vivir con gran empeño. A veces abría los ojos y Galdar veía el terrible dolor reflejado en ellos y se le partía el alma. Después los párpados se cerraban sin que Mina hubiese dado ninguna señal de reconocerlo, y la lucha continuaba.
Galdar alargó la mano y enjugó el sudor frío de la frente de la joven.
—Déjalo ya, Mina —le dijo mientras las lágrimas humedecían sus ojos—. Derrotaste a tu enemigo, el dragón más grande y poderoso que jamás habitó Krynn. Todas las naciones y pueblos te honrarán. Entonarán cantos de tu victoria a lo largo de eras. Tu tumba será la mejor que se haya construido en Ansalon. La gente viajará desde todos los rincones del mundo para rendirte homenaje. Pondré la Dragonlance a tu lado y la monstruosa calavera del dragón a tus pies.
Lo veía con absoluta claridad. El relato de su valor conmovería los corazones de quienes lo oyeran. Hombres y mujeres jóvenes acudirían a su tumba para dedicar sus vidas al servicio de la humanidad, ya fuera como guerreros o como sanadores. Caería en el olvido que había caminado en el lado de la oscuridad. Con su muerte se redimía.
Sin embargo, Mina siguió luchando. Su cuerpo se retorcía y se sacudía. Los gritos la habían hecho enronquecen Galdar no podía soportarlo.
—Déjala ir —rezó sin pensar lo que hacía o decía, su mente volcada en la joven—. ¡Has acabado con ella! ¡Déjala ir!
—Así que es aquí donde la escondes —dijo una voz.
Galdar desenvainó la daga, giró sobre sí mismo y salió de la cueva en un solo movimiento. El fuego lo privaba de su visión nocturna. Más allá de las chisporroteantes llamas, todo era oscuridad. Era un blanco perfecto, plantado allí a la luz de la hoguera, y se desplazó con rapidez. Sin alejarse. Nunca abandonaría a Mina, y que hicieran lo que quisieran con él.
Parpadeó en un intento de traspasar las sombras. No había oído el ruido de pisadas ni el sonido metálico de una armadura ni el golpeteo vibrante del acero. Quienquiera que fuera se había acercado sigilosamente, y ello no presagiaba nada bueno. Se aseguró de sostener el arma de manera que no reflejara la luz.
—Se está muriendo —dijo a quienquiera que estuviera allí—. No le queda mucho tiempo de vida. Respeta su muerte y permíteme que me quede con ella hasta el final. Sea lo que sea lo que haya entre tú y yo, podemos arreglarlo después. Te doy mi palabra.
—Tienes razón, Galdar —repuso la voz—. Haya lo que haya entre nosotros, lo arreglaremos más adelante. Te di un gran don, y tú me lo pagaste con tu traición.
El minotauro sintió la garganta constreñida. La daga se deslizó de su laxa mano derecha y cayó en la roca, a sus pies, con un repiqueteo metálico. Una mujer se hallaba en la boca de la cueva. Su figura tapaba la luz de la lumbre, ocultaba la luz de las estrellas. No podía verle la cara con sus ojos mortales porque aún no había entrado en el mundo en su forma física, pero la veía con los ojos de su alma. Era hermosa, la más hermosa que había visto en su vida. Sin embargo, esa belleza no lo conmovía porque era fría y cortante como una guadaña. Ella le dio la espalda y caminó hacia la entrada de la cueva.
Con un esfuerzo ímprobo, el minotauro consiguió que sus piernas temblorosas se movieran. No se atrevió a mirar aquel rostro, no osó buscar aquellos ojos que reflejaban eternidad. No tenía ningún arma con que combatirla, porque no existía tal arma en este mundo. Sólo contaba con su amor por Mina, y quizá fue eso lo que le dio coraje para interponer su cuerpo entre la reina Takhisis y la boca de la cueva.
—No entrarás —dijo, como si le arrancaran las palabras a la fuerza—. ¡Déjala en paz! ¡Libérala! Hizo lo que querías y lo hizo sin tu ayuda. La abandonaste. Déjalo así.
—Merece ser castigada —replicó Takhisis con frío desdén—. Debió comprender que el hechicero Palin era traicionero, que planeaba en secreto destruirme. Casi lo consiguió. Pero destruyó el tótem y destruyó el cuerpo mortal que había elegido como mi residencia mientras estuviera en el mundo. Por la negligencia de Mina faltó poco para que perdiera todo por lo que he trabajado. ¡Merece el castigo! ¡Merece la muerte o algo peor! Aun así... —La voz de Takhisis se suavizó—. Seré clemente. Seré generosa.
A Galdar casi se le había parado el corazón de miedo. Jadeaba y temblaba, pero no se movió.
—La necesitas —dijo duramente—. Ésa es la única razón de que la salves. —Sacudió la astada cabeza—. Ahora está en paz, o lo estará pronto. No dejaré que la tengas.
Takhisis se acerco más.
—Si no te he matado, minotauro, es por un motivo. Mina me lo pidió. Incluso en este momento, cuando su espíritu empieza a apartarse de su envoltorio de carne, me suplica que sea clemente contigo. Le concederé ese capricho, por ahora. Sin embargo, llegará el día en que se dé cuenta de que ya no te necesita, y entonces arreglaremos lo que hay entre tú y yo.
Con una mano lo levantó por el cogote y lo lanzó a un lado, descuidadamente. El minotauro aterrizó pesadamente entre las afiladas rocas y permaneció tendido allí, sollozando de rabia y frustración. Se golpeó la mano derecha contra las piedras, una y otra vez, hasta que estuvo ensangrentada y llena de contusiones.
Takhisis entró en la cueva y Galdar la oyó hablar con un tono suave, quedo, dulce.
—Mi pequeña... Mi querida niña... Te perdono...
Gerard estaba decidido a llevar cuanto antes al Consejo de Caballeros la noticia urgente del regreso de Takhisis. Suponía que una vez hubiese construido el tótem y asegurado el control de Sanction, la Reina Oscura se movería rápidamente para hacerse con el control del mundo. Gerard no podía perder tiempo.
Había encontrado al elfo, Samar, sin dificultad. Como Silvanoshei había predicho, los dos, aunque de razas diferentes, eran guerreros experimentados y, tras unos instantes de tensión, la desconfianza y las sospechas se disiparon. Gerard había entregado el anillo de Silvanoshei y comunicado su mensaje, aunque no había transmitido fielmente sus palabras. No había dicho a Samar que el joven rey era cautivo de su propio corazón, sino que lo había pintado como un héroe que desafió a Mina y había sido castigado por ello. El plan del caballero era que los elfos se unieran a los solámnicos en su intento de apoderarse de Sanction y frenar el encumbramiento de Takhisis.
Gerard confiaba en que los elfos querrían liberar a su joven rey, y aunque tuvo la clara sensación de que Silvanoshei no le caía muy bien a Samar, se las arregló para impresionar al adusto guerrero con su relato sobre el valor de Silvanoshei al enfrentarse a Clorant y a sus camaradas. Samar prometió que transmitiría la información a Alhana Starbreeze. No albergaba dudas de que la reina accedería al plan. Los dos se despidieron, jurando reencontrarse como aliados en el campo de batalla.
Tras separarse de Samar, Gerard cabalgó hacia la costa. En lo alto de un acantilado donde rompían las olas, se despojó de la armadura negra que lo identificaba como un Caballero de Neraka y, una por una, arrojó las piezas al océano. Tuvo la satisfacción de ver, a la tenue luz que precede al alba, cómo las olas arrastraban la armadura y la estrellaban contra las afiladas rocas.
—Ahí tienes eso, y así se te atragante —dijo. Después montó en su caballo, vestido sólo con pantalones de cuero y una camisa de paño muy desgastada, y partió hacia el oeste.
Esperaba que, si el tiempo lo acompañaba y las calzadas se encontraban en buen estado, podría llegar a la casa solariega de lord Ulrich en diez días. No pasó mucho antes de que Gerard tuviera que revisar su plan de realizar el viaje en diez días, ya que todo empezó a salir mal. El caballo perdió una herradura en una zona donde nadie había oído hablar de un herrero. Tuvo que desviarse kilómetros de su camino, conduciendo por la brida a su montura, hasta encontrar uno. Cuando lo logró, el tipo trabajaba con tanta lentitud que Gerard se preguntó si no estaría extrayendo el hierro en lugar de forjarlo.
Pasaron días antes de que su caballo estuviera herrado y él volviera a subirse a la silla, y entonces se dio cuenta de que se había perdido. El cielo estaba encapotado, y al no ver el sol ni las estrellas no tenía ni idea de en qué dirección iba. Se hallaba en un área escasamente poblada, y cabalgó durante horas sin ver un alma. Cuando por fin topó con gente para que le orientara, parecía que de repente todos se hubieran vuelto idiotas, porque daba igual la dirección que le decían que debía seguir, siempre acababa atascado en medio de un bosque impenetrable o a la orilla de un río que no podía franquearse.
Gerard empezó a tener la sensación de estar en uno de esos sueños terribles en el que sabes adonde quieres ir pero que parece que nunca vas a llegar allí. Al principio se sintió irritado y frustrado, pero después de días y días de deambular sin rumbo empezó a sentirse inquieto.
Tenía la espada envenenada de Galdar clavada en las entrañas.
—¿Las decisiones las tomo yo o lo hace Takhisis? —se preguntó—. ¿Acaso está determinando todos mis movimientos? ¿Estoy bailando al son de su flauta?
La lluvia no dejaba de caer y estaba empapado. El viento frío le helaba los huesos. Se había visto obligado a dormir al raso durante las últimas noches, y ya empezaba a preguntarse, deprimido, si merecía la pena seguir adelante, cuando vio las luces de una ciudad a lo lejos. Llegó a una posada al borde de la calzada. No tenía muy buen aspecto, pero le proporcionaría un techo, comida caliente y bebida fresca. Y, con suerte, información.
Condujo el caballo al establo, almohazó al animal y se ocupó de que se le alimentara y descansara en un lugar cómodo. Hecho esto, entró en la posada. Era tarde, el posadero se había acostado y estaba de un humor de perros por haberlo despertado. Condujo a Gerard al salón y le indicó un lugar en el suelo. Mientras el caballero extendía su manta, le preguntó al posadero el nombre de la ciudad.
El tipo bostezó, se rascó, y contestó en un murmullo irritado:
—Es Tyburn. En la calzada a Palanthas.
Gerard durmió a saltos. En sus sueños, deambulaba por el interior de una casa, buscando una puerta que nunca encontraba. Despierto desde mucho antes del amanecer, miró al techo y cayó en la cuenta de que ahora estaba totalmente perdido. Tenía la sensación de que el posadero le había mentido con el nombre de la ciudad y su situación, aunque el motivo de que mintiera era un misterio para Gerard, salvo que ahora sospechaba que cualquier persona con la que se cruzaba, mentía.
Fue a desayunar. Tomó asiento en una silla que se tambaleaba, picoteó una masa indescriptible que, según una criada, eran gachas de avena. Gerard había perdido el apetito, tenía una espantosa jaqueca y se sentía sin fuerzas, aunque lo único que había hecho el día anterior era cabalgar al tuntún. Tenía la opción de volver a hacer lo mismo o volver a su manta. Apartó a un lado las gachas, se aproximó a la sucia ventana, restregó con la mano para quitar el hollín en un trozo del cristal, y echó un vistazo fuera. La lluvia seguía cayendo sin parar.
—El sol tendrá que brillar otra vez antes o después —rezongó.
—No cuentes con ello —dijo una voz.
Gerard miró a su espalda. La única persona que había en la posada era un mago, o al menos es lo que dedujo Gerard, ya que iba vestido con ropajes de un tono entre pardusco y rojizo —del color de la sangre seca— y una capa negra con capucha. El mago se hallaba sentado en un rincón, lo más cerca posible del fuego de la gran chimenea de piedra. Estaba enfermo, o eso creyó Gerard, ya que tosía con frecuencia, y lo hacía de un modo que parecía que echaría los pulmones por la boca. Gerard se había fijado en él cuando entró, pero al tratarse de un mago no había entablado conversación con el otro viajero.
El caballero no había creído hablar tan alto como para que le oyera desde el lado opuesto de la habitación, pero al parecer lo que le faltaba a la posada en comodidades lo suplía con una buena acústica.
Podía hacer un comentario cortés o fingir que no lo había oído. Se decidió por la segunda opción. No estaba de humor para la camaradería, sobre todo con alguien que parecía encontrarse en las últimas etapas de la tisis. Se volvió de nuevo hacia la ventana para seguir mirando a través del cristal.
—Ella controla el sol —dijo el mago. Tenía una voz débil, una especie de susurro que a Gerard le resultó extrañamente persuasivo—. Aunque ya no tiene poder sobre la luna. —Soltó lo que parecía una risita que cortó otro acceso de tos—. Y pronto gobernará las estrellas si no se le impide.
La conversación había tomado un giro inquietante, y Gerard se volvió hacia el mago.
—¿Me hablas a mí, señor?
El mago abrió la boca, pero le sobrevino otro golpe de tos. Se llevó el pañuelo a los labios e inhaló con dificultad.
—No —repuso con voz rasposa, irritado—. Hablo por el placer de escupir sangre. Hablar me cuesta demasiado para malgastar el aliento sin necesidad.
Su rostro quedaba oculto en las sombras de la capucha. Gerard miró en derredor. La criada había vuelto a la cocina llena de humo, y el mago y él eran los únicos que había en el comedor. El caballero se acercó, decidido a ver la cara del otro hombre.
—Me refiero, por supuesto, a Takhisis —continuó el mago. Rebuscó en el bolsillo de la túnica, sacó una bolsita de tela y la puso sobre el templado anaquel que había junto al hogar. Un olor penetrante y acre llenó la habitación.
—¡Takhisis! —Gerard se había quedado estupefacto—. ¿Cómo lo sabes? —inquirió en voz baja mientras se acercaba al mago.
—La conozco de antaño —contestó el mago con su voz susurrante, suave como el terciopelo—. Desde hace muchísimo tiempo, realmente. —Volvió a toser brevemente y señaló con un gesto de la mano—. Coge el cazo y echa un poco de agua caliente en esa taza.
Gerard no se movió. Se había quedado mirando la mano de hito en hito. La piel tenía un matiz dorado y brillaba con la luz del fuego como las escamas de los peces.
—¿Estás sordo, además de atontado, señor caballero? —demandó el hechicero.
Gerard frunció el ceño; no le gustaba que lo insultaran ni que le dieran órdenes, sobre todo un desconocido. Se sintió tentado de despedirse fríamente de ese mago y salir del comedor, pero la conversación le interesaba. Siempre podía marcharse después.
Cogió el cazo con unas tenazas y vertió el agua caliente en la taza. El mago echó los ingredientes de la bolsita. El olor de la infusión era nauseabundo y Gerard arrugó la nariz en un gesto de asco. El mago dejó reposar la infusión y esperó a que se enfriara antes de tomársela.
Gerard cogió una silla y la acercó.
—¿Sabes dónde estamos? Llevo cabalgando muchos días sin ver el sol ni las estrellas para guiarme. A todos los que he preguntado me dan direcciones distintas. El posadero me dijo que esta calzada lleva a Palanthas. ¿Es eso verdad?
El mago sorbió un poco de infusión antes de contestar. Mantenía echada la capucha, de manera que la cara seguía oculta en las sombras. Gerard tuvo la impresión de distinguir unos ojos brillantes, de intensa mirada, con algo extraño en ellos, aunque no supo discernir qué.
—Dice la verdad hasta cierto punto —dijo el hechicero—. La calzada lleva a Palanthas... finalmente. Puede decirse que todas las que se extienden en dirección este van a Palanthas... finalmente. Lo que debe preocuparte más ahora es que primero lleva a Jelek.
—¡A Jelek! —exclamó Gerard. Jelek, el cuartel general de los caballeros negros. Al caer en la cuenta de que su reacción alarmada podría delatarlo, intentó disimular encogiéndose de hombros—. Así que conduce a Jelek. ¿Por qué tenía que preocuparme eso?
—Porque en este momento veinte caballeros negros y unos cuantos cientos de soldados de infantería están acampados a las afueras de Tyburn. Marchan hacia Sanction, obedeciendo la llamada de Mina.
—Qué acampen donde quieran —dijo fríamente Gerard—. No tengo nada que temer de ellos.
—Cuando te encuentren aquí te arrestarán —apuntó el mago mientras seguía bebiendo a sorbos la infusión.
—¿Arrestarme? ¿Por qué?
El mago levantó la cabeza y lo miró fijamente. Gerard tuvo de nuevo la impresión de que había algo raro en los ojos del hombre.
—¿Que por qué? Porque si llevaras estampadas en oro las palabras «Caballero de Solamnia» en la frente no sería más obvia tu condición.
—Tonterías —rió Gerard—. Sólo soy un mercader que viaja...
—Un mercader sin productos que vender. Un mercader con aire militar y el pelo muy corto. Un mercader que lleva espada al estilo de un soldado, que marca el paso al andar y monta un caballo de guerra entrenado. —El mago resopló con desdén—. No engañarías ni a una niña de seis años.
Volvió a tomar un poco de infusión.
—Aun así, ¿por qué iban a venir aquí? —inquirió Gerard en tono despreocupado aunque su nerviosismo crecía por momentos.
—El posadero te reconoció como un caballero solámnico en el momento que te vio. —El hechicero acabó la infusión y dejó la taza vacía en el estante junto al fuego. La tos se le había calmado de forma notable—. ¿Has reparado en el silencio de la cocina? Los caballeros negros frecuentan este lugar. El posadero está en su nómina. Se marchó para informarles de tu presencia aquí. Obtendrá una buena recompensa por entregarte.
Gerard miró con inquietud hacia la cocina, de donde, curiosamente, no llegaba ningún sonido. Llamó en voz alta al posadero.
No hubo respuesta.
El caballero cruzó la habitación y abrió bruscamente la puerta de madera que conducía a la cocina. Sobresaltó a la criada, que confirmó sus temores al soltar un chillido y salir corriendo por la puerta trasera.
Gerard regresó a la sala.
—Tienes razón —admitió—. El bastardo se ha ido y la doncella gritó como si fuera a rebanarle el pescuezo. Será mejor que me marche. —Tendió la mano al mago—. Quiero darte las gracias. Lo siento, pero no te pregunté cómo te llamas ni te dije mi nombre...
El hechicero hizo caso omiso de la mano tendida. Cogió el bastón de madera que estaba apoyado contra la chimenea y lo usó para apoyarse en él mientras se ponía de pie.
—Ven conmigo —ordenó.
—Gracias por avisarme, pero he de partir de inmediato... —empezó Gerard en tono firme.
—No escaparás —le interrumpió el mago—. Están demasiado cerca. Partieron con el alba y llegarán aquí dentro de unos minutos. Sólo tienes una salida. Ven conmigo.
Se apoyó en el bastón, que estaba decorado con una garra de dragón dorada que asía una bola de cristal, y se encaminó hacia la escalera que subía al primer piso. Sus movimientos eran rápidos y fluidos, desmintiendo su frágil apariencia. La túnica, sin ninguna característica distintiva, rozaba sus tobillos con un suave susurro. Gerard vaciló un instante y volvió la vista hacia la ventana. La calzada estaba desierta, no se escuchaban sonidos de un ejército, ni tambores, ni ruido de hombres al paso.
«¿Quién es este mago para que confíe en él? Sólo porque parece saber lo que estoy pensando, sólo porque habla de Takhisis...»
El hechicero se detuvo al pie de la escalera y volvió el rostro hacia Gerard. Los extraños ojos brillaban en las sombras de la capucha.
—Una vez hablaste de seguir los dictados de tu corazón. ¿Qué te dice el corazón ahora, caballero?
Gerard lo miró de hito en hito, con la lengua pegada al paladar.
—¿Y bien? —lo instó el mago, impacienta—. ¿Qué hay en tu corazón?
—Desesperación y dudas —respondió finalmente Gerard, con voz entrecortada—. Desconfianza, temor...
—Obra de ella. Mientras esas sombras perduren, jamás verás el sol. —El mago dio media vuelta y empezó a subir los peldaños.
Ahora sí que Gerard oyó ruido, voces de hombres gritando órdenes, tintineo de arneses y el ruido metálico del acero. Corrió hacia la escalera.
La planta baja constaba de cocina, un comedor y la sala grande donde Gerard había pasado la noche. En el piso de arriba había habitaciones para hospedar clientes con más recursos económicos, así como la vivienda del posadero, protegida por una puerta atrancada y cerrada con llave.
El mago se dirigió directamente a esa puerta. Probó el picaporte, que no cedió, y entonces tocó la cerradura con la bola de cristal de su bastón. Hubo un destello que medio cegó a Gerard y le hizo parpadear unos segundos para librarse de los puntos luminosos grabados en la retina. Cuando por fin pudo ver bien, el mago ya había abierto la puerta. De la cerradura salía un hilillo serpenteante de humo.
—Eh, no puedes entrar ahí... —empezó Gerard.
El mago le dirigió una fría mirada.
—Empiezas a recordarme a mi hermano, caballero. Aunque le quería, a decir verdad había veces que me irritaba lo indecible. Te ronda la muerte, caballero. —El mago señaló con el bastón el interior de la habitación—. Abre ese arcón de madera. No, ése no. El que está en el rincón. No tiene echada la cerradura.
Gerard se dio por vencido. De perdidos, al río, como rezaba el dicho. Entró en el cuarto del posadero y se arrodilló junto al arcón que había señalado el mago. Levantó la tapa y vio un surtido de dagas y cuchillos, una bota, un par de guantes, y piezas de armadura: brazales, espinilleras, charreteras, una coraza, yelmos. Todas eran negras, y algunas llevaban estampado el emblema de los caballeros negros.
—Nuestro posadero no está por encima de robar a sus clientes —dijo el mago—. Coge lo que necesites.
Gerard dejó caer la tapa del arcón con un golpe seco. Se puso de pie y retrocedió.
—No —dijo.
—Disfrazarte como uno de ellos es tu única oportunidad. No hay gran cosa ahí, desde luego, pero puedes improvisar algo para salir del apuro.
—Acabo de librarme de una de esas malditas armaduras...
—Sólo un necio sentimental sería tan estúpido —replicó el mago—, y por eso no me sorprende oírte decir que lo hiciste. Ponte todas las piezas de armadura que sea posible. Te prestaré mi capa negra. Tapa multitud de defectos, como he llegado a comprobar.
—Aunque me disfrazara, daría igual —comentó Gerard. Estaba harto de huir, de disfraces, de mentiras—. Dijiste que el posadero les habló de mí.
—Él es idiota. Tú eres listo y tienes mucha labia. —El mago se encogió de hombros—. Es posible que la artimaña no funcione. Te la estás jugando. Pero a mi entender merece la pena correr el riesgo.
Gerard vaciló un momento. Quizás estuviera harto de huir, pero no lo estaba de vivir. El plan del mago parecía bueno. Su espada, un regalo del gobernador Medan, podría ser identificada. Su caballo todavía llevaba los arreos de un caballero negro, y sus botas eran iguales a las de ellos.
Sintiéndose como si cada vez estuviera más metido en una terrible trampa de la que escapaba continuamente por la parte trasera para encontrarse de nuevo entrando por delante, tomó las piezas de armadura que podían encajarle y se las puso rápidamente. Algunas eran demasiado grandes y otras dolorosamente pequeñas. Cuando terminó, parecía un bufón con armadura. No obstante, con la capa negra cubriéndole a lo mejor daba el pego.
—Ya está —dijo mientras se volvía—. ¿Qué te...?
El mago había desaparecido. La capa negra que le había prometido estaba tirada en el suelo.
Gerard recorrió la habitación con la mirada. No había oído salir al mago, pero entonces recordó que ese hombre se movía sin hacer ruido. La sospecha surgió de nuevo en su mente, pero la desestimó. Tanto si el extraño mago estaba a su favor como en su contra, ahora poco importaba ya. Tenía que seguir con el plan.
Recogió la capa negra, se la echó por los hombros y salió rápidamente de la habitación del posadero. Al llegar a la escalera miró por la ventana y vio una tropa de soldados formada en el exterior. Resistió el impulso de correr y esconderse. Bajó la escalera a buen paso y abrió la puerta de la posada. Dos soldados que llevaban alabardas le dieron un empellón en su prisa por entrar.
—¡Eh! —exclamó Gerard, enfadado—. Casi me habéis tirado. ¿Qué significa todo esto?
Los dos soldados se pararon, avergonzados. Uno saludó llevándose la mano a la frente.
—Os pido disculpas, caballero oficial, pero tenemos prisa. Nos han enviado a arrestar a un solámnico que se esconde en esta posada. Quizá lo hayáis visto. Viste camisa de paño y pantalones de cuero, e intenta hacerse pasar por un mercader.
—¿Eso es todo lo que sabéis sobre él? —demandó Gerard—. ¿Cómo es? ¿De qué color tiene el caballo? ¿Qué estatura tiene?
Los soldados se encogieron de hombros, impacientes.
—¿Y eso qué importa, señor? Está ahí dentro. El posadero nos dijo que lo encontraríamos aquí.
—Estaba aquí —dijo Gerard—. Se os ha escapado por poco. —Señaló con la cabeza la calzada—. Salió a galope en esa dirección hace menos de quince minutos.
—¡Que salió a galope! —exclamó boquiabierto el soldado—. ¿Por qué no se lo impedisteis?
—No tenía órdenes de detenerlo —replicó en tono frío Gerard—. Ese bastardo no era de mi incumbencia. Si os dais prisa, podéis alcanzarle. Ah, por cierto, es un hombre alto, apuesto, de unos veinticinco años, con el cabello negro azabache y un largo bigote. ¿A qué esperáis plantados ahí, mirándome como un par de zopencos? ¡Vamos, largaos de una vez!
Mascullando entre dientes, los soldados salieron a toda prisa y echaron a correr calzada adelante sin molestarse en saludar. Gerard suspiró y se mordió el labio en un gesto de frustración. Suponía que debía de estarle agradecido al mago por salvarle la vida, pero no lo estaba. La idea de seguir mintiendo, disimulando, aparentando, de estar siempre en guardia, siempre temiendo ser descubierto, lo desmoralizó. Sinceramente, dudaba de ser capaz de soportarlo. Acabar colgado podría ser más fácil, después de todo.
Se quitó el yelmo y se pasó los dedos por el cabello amarillo. La capa era bastante gruesa y estaba sudando a mares, pero no se atrevió a despojarse de ella. Por si fuera poco, el paño tenía un olor peculiar que le recordaba el aroma a pétalos de rosa combinado con algo ni de lejos tan dulce y agradable. Se quedó en el umbral, preguntándose qué hacer a continuación.
Los soldados escoltaban a un grupo de prisioneros. Gerard apenas prestó atención a los pobres infelices, aparte de pensar que él podría haber sido uno de ellos. Decidió que lo mejor que podía hacer era alejarse a caballo aprovechando la confusión.
«Si alguien me para, siempre puedo decir que soy un mensajero que se dirige a algún sitio con información importante.»
Salió al exterior. Alzó la vista al cielo y advirtió con sorpresa y agrado que había dejado de llover y que las nubes habían desaparecido. El sol brillaba radiante.
Un sonido extraño, como el balido de una cabra contenta, hizo que se diera media vuelta.
Un par de ojos relucientes lo miraban de hito en hito por encima de una mordaza. Los ojos eran los de Tasslehoff Burrfoot, y el balido era la exclamación alegre y jovial de Tasslehoff Burrfoot. El Tasslehoff Burrfoot.
Ver allí a Tasslehoff Burrfoot, justo delante de él, tuvo en Gerard el mismo efecto que la descarga del rayo de un Dragón Azul, y lo dejó aturdido, paralizado, incapaz de pensar ni reaccionar. Su estupefacción era tal que se quedó mirándolo fijamente, nada más. Todo el mundo buscaba a Tasslehoff Burrfoot —incluida una diosa— y Gerard lo había encontrado.
O más bien, para ser exactos, esa tropa de caballeros negros había encontrado al kender. Tasslehoff se encontraba entre varias docenas más de kenders, a los que conducían a Sanction. A buen seguro que todos y cada uno de ellos afirmaba ser Tasslehoff Burrfoot. Por desgracia, uno sí lo era realmente.
Tasslehoff siguió emitiendo aquella especie de balido bajo la mordaza y además intentaba por todos los medios saludar con la mano. Uno de los guardias que escuchó el extraño sonido, se dio media vuelta. Gerard se encasquetó de inmediato el yelmo, a punto de rebanarse la nariz en el proceso ya que le quedaba pequeño.
—¡El que esté haciendo ese ruido que se calle! —gritó el guardia, encaminándose hacia Tasslehoff, que, al no mirar por dónde iba, tropezó con las argollas y se fue de bruces al suelo. Al caer, tiró de dos de los kenders que iban encadenados a él por los pies. Viendo en aquello un estupendo paréntesis en la aburrida marcha, los demás kenders empezaron a tirar y a derribar a los demás, con el resultado de que toda la fila de unos cuarenta hombrecillos se convirtió en un completo caos.
Dos guardias que empuñaban látigos se metieron en el revoltijo para poner orden. Gerard se alejó a buen paso, casi corriendo, en su ansiedad por encontrarse lejos de allí antes de que pasara algo peor. En su mente zumbaba un baturrillo de ideas, de modo que caminaba sumido en una especie de aturdimiento sin saber realmente hacia dónde se dirigía. Tropezó con gente, masculló disculpas. Metió el pie en un agujero, se torció el tobillo y casi se fue de cabeza a un abrevadero. Finalmente, vio un callejón oscuro y se metió en él. Inhaló hondo varias veces. El aire frío alivió su frente sudorosa, y por fin fue capaz de respirar con regularidad y poner en orden sus ideas.
Takhisis quería a Tasslehoff, lo quería en Sanction. Él tenía la oportunidad de frustrar sus planes, y en eso, Gerard sabía que seguía los dictados de su corazón. Las sombras desaparecieron. La semilla de un plan empezaba a despuntar en su cerebro.
Haciendo un saludo mental al hechicero y deseándole lo mejor, Gerard echó a andar para poner en marcha su plan, en el que incluía encontrar a un caballero de su estatura y peso y, con suerte, con el mismo tamaño de cabeza.
Los caballeros negros y sus soldados de infantería acamparon dentro y alrededor de la ciudad de Tyburn para pasar la noche. El comandante y sus oficiales ocuparon la posada de la calzada, lo que no era un gran triunfo ya que la comida era una bazofia y el alojamiento, sórdido. Lo único bueno que podía decirse sobre la cerveza que se servía es que dejaba a un hombre agradablemente aturdido y le ayudaba a olvidar sus problemas.
El comandante de los caballeros negros bebió abundantemente. Tenía un montón de problemas que se alegró de ahogar en cerveza, el primero y más importante de ellos Mina, su nueva oficial superior.
Al comandante nunca le había gustado lord Targonne ni se había fiado de él por ser un hombre de miras estrechas, más interesado en una moneda de cobre doblada que en las tropas que tenía a su mando. Targonne no había hecho nada por el progreso de la causa de los caballeros negros y en cambio se concentró en llenar sus propios cofres. En Jelek nadie había lamentado la muerte de Targonne, pero tampoco había celebrado la ascensión de Mina.
Ella había impulsado la causa de los caballeros negros, cierto, pero avanzaba a un paso tan rápido que había dejado atrás a la mayoría para que masticara el polvo que levantaba. Al comandante le dejó estupefacto la noticia de que había conquistado Solanthus. No estaba seguro de aprobarlo. ¿Cómo iban a retener dos ciudades como Solanthus y la capital solámnica, Palanthas?
Esa condenada Mina ni siquiera se planteaba proteger lo que había tomado. En ningún momento había pensado en consolidar unas líneas tan extendidas que podían romperse en cualquier momento, ni en los hombres cargados con exceso de trabajo ni en el peligro de estallidos de revueltas entre el populacho.
El comandante le había enviado misivas a Mina explicándole todo eso, urgiéndola a frenar un poco, a reforzar sus tropas, a consolidar sus conquistas. Mina había olvidado también otra cosa: la señora suprema, la hembra de dragón Malys. El comandante había estado enviando mensajes conciliatorios a la Roja, afirmando que los caballeros negros no tenían los ojos puestos en su soberanía. Que todos los nuevos territorios que se estaban conquistando se tomaban en su nombre, etcétera, etcétera. No había recibido respuesta alguna.
Entonces, unos pocos días atrás, había recibido órdenes de Mina de abandonar Jelek y marchar con sus fuerzas hacia el sur para reforzar Sanction contra el probable ataque de un ejército combinado de elfos y solámnicos. Debía partir de inmediato y, en el camino, tenía que apresar a todos los kenders con los que se cruzaran y llevarlos a Sanction.
Ah, sí. Y Mina consideraba bastante probable que Malys fuera también hacia Sanction para atacar la ciudad. De modo que también debía estar preparado para esa eventualidad.
Incluso ahora, al releer las órdenes, el comandante sentía la misma consternación e indignación que experimentó las primeras dos docenas de veces que las había leído. Se había sentido tentado de no obedecer, pero el mensajero que había entregado la misiva dejó muy claro al comandante que el brazo de Mina y de ese dios Único suyo llegaba muy lejos. El mensajero dio varios ejemplos de lo que les había ocurrido a otros comandantes que creyeron que sabían mejor que Mina el curso de acción a tomar, empezando con el difunto lord Targonne. En consecuencia, el comandante se encontraba ahora en camino hacia Sanction, sentado en aquella mísera posada, bebiendo cerveza caliente de la que afirmar que sabía a pis de caballo era hacerle un cumplido que no merecía.
Ese día las cosas habían ido de mal en peor. No sólo los kenders habían retrasado el avance enredándose con las cadenas —un enredo que costó horas deshacer—; además se les había escabullido ese espía solámnico al que le habían dado el chivatazo de que iban por él. Por suerte, ahora tenía una buena descripción del tipo —con cabello largo y negro, al igual que el bigote— y sería fácil de localizar y apresar.
El comandante ahogaba sus problemas en cerveza cuando alzó la vista y se encontró con otro mensajero de Mina que entraba por la puerta. El comandante habría renunciado a toda su fortuna a cambio de poder arrojar la jarra de cerveza a la cabeza del tipo.
Como casi todos los mensajeros, que tenían que viajar ligero, éste vestía armadura de cuero negra y se cubría con una gruesa capa del mismo color. Se quitó el yelmo, lo puso bajo el brazo y saludó.
—Vengo en nombre del dios Único.
El comandante soltó un resoplido sin apartar la boca de la jarra.
—¿Qué quiere ahora de mí el Único? ¿Ha conquistado Mina el Muro de Hielo? ¿Se supone que he de marchar hacia allí acto seguido?
El mensajero era un tipo feo, de cabello amarillo, la cara marcada de viruela y unos ojos de un llamativo color azul. Esos ojos lo miraron de hito en hito, obviamente desconcertados.
—Olvídalo. —El comandante suspiró—. Entrega el mensaje y acabemos de una vez.
—Mina ha sido informada de que habéis capturado kenders. Como sabréis, busca a un kender en particular.
—Burrfoot, lo sé —repuso el comandante—. Tengo unos cuarenta Burrfoot ahí fuera. Escoge el que quieras.
—Lo haré, con vuestro permiso, señor —contestó respetuosamente el mensajero—. Conozco a ese Burrfoot de vista. Puesto que el asunto de su captura es tan urgente, Mina me envía para que vea a vuestros prisioneros y lo localice entre ellos. Si está, he de llevarlo a Sanction de inmediato.
—¿Por casualidad no querrás llevarte a los cuarenta? —preguntó esperanzado el comandante.
El mensajero sacudió la cabeza.
—No, supongo que no —dijo el comandante, desilusionado—. De acuerdo, ve a buscar al maldito ladrón. —Entonces se le ocurrió algo—. Si lo encuentras, ¿qué se supone que he de hacer con el resto?
—No tengo órdenes sobre eso, señor, pero imagino que podríais soltarlos —contestó el mensajero.
—Soltarlos... —El comandante miró con atención al mensajero—. ¿Es sangre lo que tienes en la manga? ¿Estás herido?
—No, señor. Me atacaron unos bandidos en el camino.
—¿Dónde? Enviaré una patrulla.
—No es necesario que os molestéis, señor. Ya me ocupé de resolver el asunto.
—Entiendo —dijo el comandante, al que le pareció ver sangre también en la armadura de cuero. Se encogió de hombros. No era de su incumbencia—. Bien, ve a buscar a ese Burrfoot. Eh, tú. Escolta a este hombre de inmediato a la jaula donde tenemos a los kenders. Préstale toda la ayuda que necesite. —Alzó la jarra y añadió—. Brindo por tu éxito, caballero.
El mensajero le dio las gracias y se marchó.
El comandante pidió otra cerveza. Rumió qué hacer con los kenders. Se planteaba colocarlos a todos en fila y utilizarlos como blancos de prácticas cuando escuchó un alboroto en la puerta y vio entrar a otro mensajero.
Gimiendo para sus adentros, el comandante estaba a punto de decir a ese último incordio que fuera a asarse al Abismo, cuando el hombre se echó el sombrero hacia atrás y el comandante reconoció a unos de sus espías de más confianza. Le hizo un gesto para que se acercara.
—¿Qué noticias hay? —preguntó—. Habla en voz baja.
—¡Señor, vengo directamente de Sanction!
—He dicho que hables en voz baja. Nadie más tiene por qué enterarse de nuestros asuntos —gruñó el comandante.
—No importa, señor. Los rumores vienen pisándome los talones. Por la mañana todo el mundo lo sabrá. Malys ha muerto. Mina la mató.
Los numerosos hombres que ocupan el salón callaron de golpe, demasiado estupefactos para hablar, cada cual digiriendo la noticia y pensando qué influencia podría tener en él.
—Hay más —siguió el espía, llenando el vacío con su voz—. Se ha informado que Mina también ha muerto.
—Entonces ¿quién está al mando? —apremió el comandante mientras se ponía de pie, olvidada ya la cerveza.
—Nadie, señor. La ciudad es un caos.
—Bien, bien. —El comandante soltó una risita divertida—. Quizá Mina tenía razón y las plegarias sí son respondidas, después de todo. Caballeros —dijo, mirando a sus oficiales y al personal—. No habrá descanso para nosotros esta noche. Cabalgamos a Sanction.
«Una cosa conseguida. Falta la otra —pensó Gerard mientras seguía al ayudante del comandante—. Y no es precisamente la más fácil —se dijo, sombrío.»
Engañar a un comandante de los caballeros negros medio borracho había sido un juego de goblins comparado con lo que le esperaba: sacar a un kender de entre una horda de esos hombrecillos. Gerard esperaba que los caballeros negros, en su infinita sabiduría, hubiesen visto oportuno mantener amordazado al kender.
—Ya hemos llegado —dijo el ayudante levantando la linterna—. Los hemos enjaulado. Es más fácil.
Los kenders, apiñados como cachorros para darse calor, dormían. El aire nocturno era frío, y pocos de ellos tenían capas u otras prendas similares para protegerse del relente. Los que sí tenían las compartían con sus compañeros. Sus rostros estaban demacrados. Saltaba a la vista que el comandante no gastaba comida en ellos, y desde luego le importaba poco su comodidad.
Las argollas en muñecas y pies seguían puestas, y —Gerard soltó un suspiro de alivio— las mordazas también. Varios soldados montaban guardia. Gerard contó cinco, y sospechó que había más a los que no veía.
Al sentir la luz, los kenders alzaron la cabeza y parpadearon con aire adormilado, bostezando debajo de las mordazas.
—En pie, sabandijas —ordenó el caballero. Dos de los soldados entraron en la jaula para despabilar a los kenders a patadas—. Levantaos, poneos en fila y volveos hacia la luz. Este caballero quiere ver vuestras sucias caras.
Gerard localizó a Tasslehoff de inmediato. Estaba en el último tramo de la fila, bostezando, mirando en derredor y rascándose la cabeza con las manos sujetas por las argollas. Sin embargo, Gerard tenía que fingir que examinaba a cada kender, y lo hizo, aunque sin perder de vista a Tas en ningún momento.
«Parece viejo —se fijó de repente Gerard—. No me había dado cuenta de eso antes.»
El vistoso copete de Tas seguía siendo espeso y largo. No obstante, se advertían hebras grises aquí y allí, y la fuerte luz resaltaba las arrugas de la cara haciéndolas más profundas. Con todo, sus ojos eran brillantes, su porte, vivaz, y observaba los procedimientos con su interés y su curiosidad habituales.
Gerard recorrió la hilera de kenders, obligándose a hacerlo despacio. Llevaba puesto el casco de cuero tapándole la cara por miedo a que Tas soltara un grito de alegría al reconocerlo. Sin embargo, su argucia no resultó, ya que Tasslehoff clavó la inquisitiva mirada en las aberturas del casco para los ojos, vio el intenso azul de los iris de Gerard y la expresión de alegría inundó su rostro. No podía hablar debido a la mordaza, pero se retorció en un expresivo gesto de placer.
Gerard se detuvo frente a Tas y lo miró duramente; para su consternación, el kender le guiñó un ojo y sonrió tanto como la mordaza se lo permitía. Gerard lo agarró por el copete y le dio un buen tirón.
—No me conoces —siseó bajo el casco de cuero.
—Claroqueno —farfulló Tas, que añadió con entusiasmo—. Mequedétan soprendidodeverte dóndehasestado...
Gerard se irguió.
—Éste es —dijo en voz alta al tiempo que daba otro buen tirón del copete.
—¿Éste? ¿Estás seguro? —El ayudante parecía sorprendido.
—Completamente. Tu comandante ha hecho un excelente trabajo. Puedes estar seguro de que Mina se sentirá muy complacida. Suéltalo y ponlo bajo mi custodia. Me hago responsable de él.
—No sé si... —empezó, dubitativo, el ayudante.
—Tu comandante dijo que se me entregara si lo encontraba —le recordó Gerard—. Bien, lo he encontrado. Ahora, suéltalo.
—Creo que iré a buscar al comandante —dijo el oficial.
—De acuerdo, si quieres importunarle. A mí me dio la impresión de que estaba bastante relajado —insinuó Gerard mientras se encogía de hombros.
Su estratagema no funcionó. El ayudante era del tipo leal y dedicado que no cagaría sin pedir permiso antes. El oficial se marchó y Gerard se quedó en la jaula con los kenders preguntándose qué hacer.
—Se me ha ido la mano en esto —rezongó—. El comandante podría decidir que el kender es tan valioso que prefiere llevarlo él para reclamar la recompensa. ¡Maldita sea! ¿Por qué no pensé en eso?
Entretanto, Tasslehoff se las había ingeniado para quitarse la mordaza, soltándola con tanta facilidad que Gerard sólo pudo llegar a la conclusión de que la había tenido puesta por la novedad.
—No te conozco —dijo el kender en voz alta y acto seguido hizo otro guiño cómplice que garantizaba que los colgarían a los dos—. ¿Cómo te llamas?
—Cierra el pico —espetó Gerard sin apenas mover los labios.
—Tenía un primo que también se llamaba así —comentó, pensativo, Tasslehoff.
Gerard volvió a ponerle la mordaza bien apretada.
Miró a los dos guardias, que a su vez no le quitaban ojo. Tendría que actuar rápidamente, sin darles ocasión de dar la alarma o armar jaleo. El viejo truco de fingir haber encontrado monedas de acero tiradas en el suelo podría funcionar. Estaba a punto de soltar una exclamación y señalar con sorpresa, listo para atizarles a los dos en la cabeza cuando se acercaran a mirar, cuando estalló un alboroto a su espalda.
Aparecieron antorchas arriba y abajo de la calzada. La gente empezó a gritar y a correr de aquí para allí. Las puertas se cerraban con golpes sonoros. La primera idea aterradora que tuvo Gerard era que lo habían descubierto y que el ejército al completo iba a prenderlo. En un gesto instintivo desenvainó la espada y entonces cayó en la cuenta de que los soldados no se abalanzaban contra él, sino que se alejaban a todo correr hacia la posada. Los dos guardias habían perdido completamente el interés en Gerard y observaban a la par que comentaban en voz baja, intentando dilucidar qué estaba pasando.
Gerard soltó un suspiro de alivio. La alarma no tenía nada que ver con él, de modo que se obligó a quedarse quieto y esperar.
El ayudante no regresaba, y Gerard rezongó con impaciencia.
—Id a ver qué demonios pasa —ordenó.
Uno de los guardias salió corriendo al instante, paró a la primera persona con la que se cruzó y regresó al trote.
—¡Malys ha muerto! —gritó—. ¡Y también esa chica, Mina! Sanction está sumida en el caos. Partimos de inmediato hacia allí.
—¿Qué Malys ha muerto? —Gerard se quedó boquiabierto—. ¿Y Mina?
—Ésa es la noticia que corre.
Gerard estaba aturdido, pero enseguida recobró el sentido común. Había servido en el ejército muchos años y sabía que los rumores se multiplicaban como rosquillas. Puede que la noticia fuera verdad —ojalá lo fuera— pero también podía no serlo. Tenía que actuar dando por supuesto que no.
—Todo eso está muy bien, pero sigo necesitando al kender —manifestó obstinadamente—. ¿Dónde está el ayudante del comandante?
—Fue con él con quien hablé. —El guardia tanteó su cinturón, sacó un aro con llaves y se lo echó a Gerard—. ¿Quieres al kender? Toma, llévatelos a todos.
—¡No los quiero a todos! —gritó Gerard, horrorizado, pero para entonces los dos guardias habían salido a toda prisa de la jaula para unirse a la multitud de soldados que se agolpaba en la calzada.
Gerard miró hacia atrás y se encontró con todos los kenders, del primero al último, sonriéndole de oreja a oreja.
Liberarlos no resultó fácil. Cuando los hombrecillos vieron que Gerard tenía las llaves, lanzaron un grito que debió de oírse en Flotsam y se apelotonaron a su alrededor alzando las manos sujetas con grilletes, exigiendo cada cual que Gerard lo soltara el primero. Se organizó tal tumulto que casi lo tiraron de espaldas, y en el jaleo perdió de vista a Tasslehoff.
Emitiendo aquellos sonidos semejantes a balidos y agitando las manos, Tas forcejeó para abrirse paso y ponerse en primera fila. Gerard aferró a Tas por la camisa y empezó a abrir los grilletes de las manos y de los pies del kender. Los otros no dejaban de ir de aquí para allí para intentar ver qué pasaba y, en más de una ocasión, tiraron de las cadenas quitándoselas de las manos a Gerard. Éste maldijo y gritó y amenazó, e incluso se vio obligado a empujar a unos cuantos, que se lo tomarón con buen humor. Finalmente —jamás llegaría a entender cómo— se las arregló para dejar libre a Tasslehoff. Hecho esto, lanzó las llaves en medio del remolino de kenders, y éstos se abalanzaron sobre ellas.
Gerard agarró al despeinado, desaliñado y rebozado en paja Tasslehoff y lo sacó de la jaula a toda prisa, sin quitarle ojo y al mismo tiempo atento a las tropas alborotadas. Tas se quitó la mordaza.
—Se te había olvidado —comentó.
—No, no lo olvidé.
—¡Me alegro de verte! —exclamó el kender, que estrechó la mano de Gerard al tiempo que le quitaba el cuchillo—. ¿Qué has estado haciendo este tiempo? ¿Dónde has estado? Tienes que contármelo todo, pero no ahora. No tenemos tiempo que perder.
Se paró de golpe y empezó a rebuscar algo dentro de su saquillo.
—Hemos de marcharnos.
—Tienes razón, no hay tiempo para charlas. —Gerard recuperó su cuchillo, agarró a Tas del brazo y lo hizo caminar deprisa—. Tengo mi caballo en el establo...
—Oh, tampoco tenemos tiempo para ir en caballo —le interrumpió Tas mientras se retorcía con la agilidad de una anguila hasta soltarse de la mano de Gerard—. No si queremos llegar a tiempo al Consejo de Caballeros. Los elfos ya se han puesto en marcha, ¿sabes?, y están a punto de meterse en un gran problema y... En fin, que están pasando cosas que tardaría mucho tiempo en explicar. Tendrás que dejar tu caballo. Seguro que no le ocurrirá nada.
Tas sacó un objeto y lo sostuvo a la luz de la luna. Las gemas engastadas en su superficie relucieron, y Gerard reconoció el ingenio de viajar en el tiempo.
—¿Qué haces con eso? —inquirió, inquieto.
—Vamos a utilizarlo para ir al Consejo de Caballeros. Al menos, creo que será ahí a donde nos lleve. Ha estado actuando de un modo raro estos últimos días. No te imaginas los sitios en los que he estado...
—Ni lo sueñes. Yo no... —dijo Gerard, retrocediendo.
—Oh, sí, tú sí —dijo Tasslehoff a la par que asentía con tanta energía que el copete se sacudió adelante y atrás y le golpeó en la nariz—. Tienes que venir conmigo porque a mí no me creerían. Sólo soy un kender. Raistlin dice que a ti te creerán cuando les cuentes lo de Takhisis y los elfos y todo eso...
—¿Raistlin? —repitió Gerard, que intentaba seguir las explicaciones del kender sin perderse—. ¿Qué Raistlin?
—Raistlin Majere. El hermano de Caramon. Lo conociste en la posada esta mañana. Probablemente se mostró desagradable y sarcástico contigo, ¿verdad? Lo sabía. —Tas suspiró y sacudió la cabeza—. No le hagas caso. Raistlin siempre le habla así a la gente. Es su estilo. Ya te acostumbrarás. Todos lo hemos hecho.
A Gerard se le erizó el vello de los brazos y un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Recordó a Caramon contando cosas sobre su hermano... La roja túnica, la infusión, el bastón con la bola de cristal, la lengua afilada del mago...
—Deja de decir tonterías —instó Gerard con tono decidido—. ¡Raistlin Majere está muerto!
—Anda, y yo —contestó Tasslehoff Burrfoot, que sonrió al caballero—. Pero uno no va dejar que un detalle tan nimio lo detenga.
Tas alargó la mano y cogió la de Gerard. Las gemas centellearon y el mundo desapareció bajo los pies del caballero.
Siendo un crío Gerard, un amigo suyo construyó un columpio para divertirse. Su amigo colgó una tabla plana y lisa entre dos cuerdas, y éstas las ató a una rama alta de un árbol. El otro chico convenció a Gerard de que se sentara en el columpio mientras él lo giraba una y otra vez hasta que las cuerdas estuvieron totalmente enrolladas una a la otra. En ese momento, su amigo le dio un fuerte empujón al columpio y lo soltó. Gerard había empezado a dar vueltas y vueltas a toda velocidad sobre sí mismo al tiempo que se desplazaba en un círculo giratorio, que acabó sólo cuando la fuerza del impulso lanzó a Gerard fuera del columpio y aterrizó de bruces en la hierba.
El caballero experimentó exactamente la misma sensación con el ingenio de viajar en el tiempo, con la notable salvedad de que no lo tiró de bruces. Aunque tanto hubiera dado, ya que cuando sus pies tocaron finalmente la bendita hierba, Gerard no sabía si estaba cabeza arriba o cabeza abajo. Se tambaleó como un gnomo borracho, parpadeando, jadeando e intentando orientarse. Dando tumbos a su lado, el kender también parecía aturdido.
—Por muchas veces que lo haga —dijo Tasslehoff mientras se enjugaba el sudor de la frente con la sucia manga de la camisa—, nunca me acostumbro a ello.
—¿Dónde estamos? —demandó Gerard cuando el mundo dejó de dar vueltas.
—Deberíamos estar asistiendo a un Consejo de Caballeros —contestó Tas, dubitativo—. Ahí es a donde quería ir, y ésa es la idea que pensaba mi cabeza. Pero si estamos en el Consejo de Caballeros correcto, eso ya es otra cuestión. Quizá nos encontremos en el Consejo de Caballeros de la época de Huma, por lo que sé. El ingenio ha estado actuando de un modo muy extraño. —Sacudió la cabeza y mire en derredor—. ¿Te suena familiar algo?
Los dos habían sido depositados en un terreno densamente arbolado, al borde de un campo de avena recolectada hacía tiempo. A Gerard se le ocurrió la idea de que de nuevo estaba perdido, y esta vez ha bía sido culpa del kender. No albergaba la menor esperanza de que lo encontraran nunca, e iba a decirlo en voz alta cuando atisbo parte de un edificio grande que recordaba una fortaleza o una casa solariega Gerard estrechó los ojos en un intento de enfocar la bandera que ondeaba en las almenas.
—Parece el estandarte de lord Ulrich —dijo, estupefacto. Miró a su alrededor con más atención y le pareció reconocer el paisaje—. Podría ser el predio de Ulrich —comentó con cautela.
—¿Y es donde se supone que debíamos estar? —preguntó Tas.
—Es donde se celebró el Consejo de Caballeros la última vez que estuve aquí.
—Bien hecho —dijo Tasslehoff a la par que daba unas palmaditas al ingenio. Lo dejó caer dentro del saquillo descuidadamente y miró a Gerard expectante.
»Deberíamos darnos prisa —apuntó—. Están pasando cosas.
—Sí, lo sé, pero no podemos llegar diciendo que hemos caído del cielo, ¿sabes? —Alzó la vista con expresión inquieta.
—¿Por qué no? —Tas parecía desilusionado—. Es un detalle que hace interesante la historia.
—Porque nadie nos creería. Ni siquiera estoy seguro de creérmelo yo. —Meditó un poco sobre el asunto—. Diremos que venimos cabalgando desde Sanction, pero que mi caballo se hizo daño en una pata y hemos tenido que caminar. ¿Te has enterado?
—No es ni mucho menos tan interesante como lo de caer del cielo —dijo Tas—, pero si tú lo dices —se apresuró a añadir al ver que las cejas de Gerard se fruncían hasta juntarse en el centro de la frente.
»¿Cómo se llama el caballo? —preguntó mientras echaban a andar a través del campo, haciendo crujir los resecos tallos al pisarlos.
—¿Qué caballo? —rezongó Gerard, absorto en sus pensamientos, que todavía le daban vueltas en la cabeza aunque él estuviera pisando suelo firme.
—El tuyo, el que se lastimó la pata.
—No tengo ningún caballo que se haya lastimado la pata... Ah, ése caballo. No tiene nombre.
—Pues debería tenerlo —comentó seriamente Tas—. Todos los caballos tienen nombre. Se le pondré yo, ¿vale?
—Vale —accedió Gerard en un momento de descuido, con la única intención de que el kender se callara para así intentar dilucidar el enigma del extraño mago y de la increíble casualidad de encontrar al kender justo en el sitio exacto y en el momento oportuno.
Una caminata de casi dos kilómetros los llevó a la casa solariega. Los caballeros la habían convertido en un campamento armado. La luz del sol arrancaba destellos en las moharras de las picas. El humo de las lumbres de cocinas y de forjas ensuciaba el cielo. La verde hierba estaba pisoteada por centenares de pies y salpicada de las vistosas tiendas a rayas de los caballeros. Estandartes que representaban predios desde Palanthas hasta Estwilde flameaban en el frío viento otoñal. El sonido del martilleo de metal contra metal resonaba en el aire. Los caballeros se preparaban para ir a la guerra.
Tras la caída de Solanthus, los caballeros habían hecho una llamada para defender su patria, y había sido contestada. Los caballeros y sus comitivas marchaban desde lugares tan lejanos como Ergoth del Sur. Algunos caballeros empobrecidos llegaban a pie, llevando consigo sólo su honor y el deseo de servir a su país. Caballeros acaudalados llevaban sus mesnadas y sus cofres llenos de monedas para contratar más.
—Vamos a ver a lord Tasgall, Caballero de la Rosa y cabeza del Consejo de Caballeros —dijo Gerard—. Cuida tu comportamiento, Burrfoot. Lord Tasgall no tolera tonterías.
—Poca gente lo hace —puntualizó tristemente Tas—. Realmente creo que el mundo sería mucho mejor si hubiera más gente que las tolerara. Ah, ya he pensado un nombre para tu caballo.
—¿Sí? —preguntó Gerard, distraído, sin prestar atención.
—Ricura —respondió Tasslehoff.
—Y éste es mi informe —siguió Gerard—. El Único tiene un nombre y una cara. Cinco caras. La reina Takhisis. Cómo se las ingenió para conseguir tal milagro, no lo sé.
—Yo sí —le interrumpió Tas, que se levantó de un brinco.
Gerard volvió a sentarlo de un empujón.
—Ahora no —repitió por cuadragésima vez, y siguió con el informe—. Nuestra antigua enemiga ha regresado. En los cielos está sola y sin oposición. En este mundo, sin embargo, hay quienes están dispuestos a dar la vida para derrotarla.
Gerard continuó explicando su encuentro con Samar, habló del compromiso del guerrero de que los elfos se aliarían con los caballeros para atacar Sanction.
Los tres lores se miraron entre sí. Había habido un enconado debate entre los mandos referente a si los caballeros deberían reconquistar Solanthus antes de marchar contra Sanction. Ahora, con las noticias traídas por Gerard, la decisión casi con toda seguridad sería lanzar un ataque en masa contra Sanction.
—Recibimos un comunicado manifestando que los elfos ya habían emprendido la marcha —dijo lord Tasgall—. El camino desde Silvanesti es largo y está sembrado de peligros...
—¡Van a atacar a los elfos! —Tasslehoff volvió a saltar de la silla.
—¡Recuerda lo que te dije sobre las tonterías! —advirtió seriamente Gerard, empujando de nuevo al kender para sentarlo.
—¿Tu amigo tiene algo que decir, sir Gerard? —preguntó lord Ulrich.
—Sí —repuso Tasslehoff mientras se ponía de pie.
—No —le contradijo Gerard—. Bueno, siempre tiene algo que decir, pero nada que sea menester oírlo.
—No tenemos garantías de que los elfos puedan llegar siquiera a Sanction —continuó lord Tasgall—, ni sabemos cuándo llegarán. Entretanto, según los informes que hemos recibido de Sanction, allí todo es confusión. Nuestros espías confirman el rumor de que Mina ha desaparecido y de que los caballeros negros están enzarzados en una lucha por el liderazgo. Si juzgamos por acontecimientos del pasado, aparecerá alguien para ocupar su lugar, si es que no ha ocurrido ya. No estarán sin jefe mucho tiempo.
—Al menos —intervino lord Ulrich—, no tenemos que preocuparnos de Malys. La tal Mina se las arregló para conseguir lo que ninguno de nosotros tuvo redaños para hacer. Combatió contra Malys y la derrotó. —Levantó la copa de plata—. Brindo por ella. ¡Por Mina! Por el valor.
Vació la copa de un ruidoso trago. Nadie más se unió al brindis; los demás parecían avergonzados. El oficial superior de la Rosa clavó una mirada severa en lord Ulrich, quien —por la rojez de sus mejillas y por el modo de arrastrar las palabras— ya había tomado demasiado vino.
—Mina tuvo ayuda, milord —dijo seriamente Gerard.
—Puedes llamar a la diosa por su nombre —intervino lord Siegfried en tono ominoso—. Takhisis.
La expresión de lord Tasgall era inquieta.
—No es que dude de la veracidad de sir Gerard, pero no puedo creer que...
—Creedlo, milord —dijo Odila mientras entraba en el salón.
Estaba pálida y delgada, y sus ropajes blancos aparecían cubiertos de barro y manchados de sangre. Por su apariencia, había hecho un largo viaje durmiendo y comiendo poco.
La mirada de Gerard fue hacia su pecho, donde el medallón de su fe había colgado antes. Ahora ya no estaba.
Gerard le sonrió, aliviado, y ella le devolvió la sonrisa. Era de nuevo la suya, advirtió, satisfecho, el caballero. Quizás un tanto trémula y no tan segura de sí misma como cuando la conoció, pero era suya.
—Milores —siguió la mujer—, traigo conmigo a alguien que confirmará la información presentada por sir Gerard. Se llama Espejo, y me ha ayudado a escapar de Sanction.
Los caballeros miraron con gran asombro al hombre que Odila hizo entrar. Llevaba los ojos cubiertos con vendajes que sólo tapaban parcialmente una herida espantosa que lo había dejado ciego. Caminaba con la ayuda de un bastón para tantear el camino al andar. A pesar de su minusvalía, traslucía un aire de sosegada confianza en sí mismo. Gerard tuvo la sensación de que había visto antes a ese hombre.
El oficial superior de la Rosa hizo una leve inclinación de cabeza al hombre ciego, quien, naturalmente, no podía verlo. Odila le susurró algo a Espejo, que a su vez hizo otra reverencia. Lord Tasgall enfocó toda su atención en Odila. La miró severamente, el gesto impasible.
—Vuelves a nosotros como desertora, dama de la caballería —dijo—. Se nos ha informado que te uniste a esa Mina y la serviste, que seguiste sus mandatos. Reverenciaste al Único y realizaste milagros en su nombre, una deidad que ahora nos enteramos es nuestra ancestral enemiga, la reina Takhisis. ¿Estás aquí porque has abjurado? ¿Insinúas que has perdido tu fe en la diosa a la que serviste? ¿Por qué íbamos a creerte? ¿Por qué no vamos a pensar que no eres más que una espía?
Gerard empezó a hablar en su defensa, pero Odila posó la mano en su brazo y el caballero se calló. Cualquier cosa que pudiera decir no arreglaría nada, comprendió, y sí causar un gran perjuicio.
Odila puso rodilla en tierra ante los caballeros. Sin embargo, no inclinó la cabeza. Los miró a todos a la cara.
—Si esperáis verme avergonzada o arrepentida, milores, siento desilusionaros. Soy una desertora, eso no lo niego. Desertar se sanciona con la muerte, y acepto el merecido castigo. Sólo diré en mi defensa que salí a buscar lo que buscamos todos: un poder superior al mío; un poder que me guíe y me conforte y me dé la certeza de que no estoy sola en este vasto universo. Encontré ese poder, milores. La reina Takhisis, nuestra diosa, ha regresado. Y digo «nuestra» porque lo es. Eso no podemos negarlo.
»Sin embargo, os digo que debéis ir y luchar contra ella, milores. Tenéis que luchar para detener la oscuridad que está apoderándose del mundo. Mas, para combatirla, habréis de armaros con vuestra fe. Reverenciarla, aunque os opongáis a ella. Quienes siguen la luz también deben aceptar que existe la oscuridad, o de otro modo no habría luz.
Lord Tasgall la miró intensamente, con expresión preocupada. Lord Siegfried y lord Ulrich hablaban entre ellos en voz baja, aunque sin apartar los ojos de Odila.
—Si hubieses fingido contrición, señora, no te habría creído —dijo finalmente lord Tasgall—. Tal y como están las cosas, he de reflexionar sobre lo que has dicho y tomarlo en consideración. Levántale, Odila. En cuanto a tu castigo, será determinado por el consejo. Entretanto, me temo que habrá que confinarte...
—No la encerréis, milord —instó Gerard—. Si vamos atacar Sanction, necesitaremos a todos los guerreros experimentados que podamos agrupar. Dejadla a mi cuidado. Os garantizo que la traeré para que se la juzgue, como hizo ella conmigo cuando se me sometió a juicio en Solanthus.
—¿Estás conforme con esto, Odila? —preguntó el oficial superior de la Rosa.
—Sí, milord. —Sonrió a Gerard y le susurró en un cuchicheo—. Parece que nuestros destinos han de ir enlazados.
—Milores, si vais a atacar Sanction, seguro que os vendría bien la ayuda de unos cuantos Dragones Dorados y Plateados —manifestó Tasslehoff que volvió a levantarse como impulsado por un resorte—. Ahora que Malys ha muerto, todos los Dragones Rojos y Azules, los Verdes y los Negros, acudirán en defensa de la ciudad...
—Creo que será mejor que te lleves al kender, sir Gerard —dijo el oficial superior de la Rosa.
—Porque los Dorados y Plateados vendrían —gritó Tasslehoff con la cabeza girada hacia atrás mientras se retorcía para soltarse de Gerard—. Ahora que el tótem ha sido destruido, ¿entendéis? Estaré encantado de ir a buscarlos yo mismo. Tengo este ingenio mágico...
—¡Tas, cállate! —instó Gerard, congestionado el rostro por el es fuerzo de intentar retener al escurridizo kender.
—¡Esperad! —gritó el hombre ciego, que no había pronunciado ni una palabra hasta ese momento. Había permanecido tan callado que todos los que se encontraban en el salón se habían olvidado de él.
Espejo caminó hacia donde sonaba la voz del kender, el bastón tanteando impacientemente ante sí y apartando sin contemplaciones lo que encontraba a su paso.
—No os lo llevéis. Dejadme hablar con él —añadió.
El oficial superior de la Rosa frunció el ceño ante aquella interrupción, pero el hombre era ciego y la Medida exhortaba de manera muy estricta que a los ciegos, los lisiados, los sordos y los mudos se les debía tratar con el mayor respeto y cortesía.
—Por supuesto que podéis hablar con esa persona, señor. Pero considerando que tenéis la desgracia de ser ciego, me creo en la obligación de advertiros que sólo es un kender.
—Sé perfectamente lo que es, milord —repuso Espejo, sonriendo—. Y precisamente por ello siento más interés en hablar con él. En mi opinión, los kenders son los seres más sabios de Krynn.
Lord Ulrich estalló en carcajadas ante aquella chocante afirmación, lo que le valió otra mirada reprobadora de lord Tasgall. El ciego adelantó una mano, tanteando el aire.
—Estoy aquí, señor —dijo Tas, que asió la mano de Espejo y se la estrechó—. Soy Tasslehoff Burrfoot. El Tasslehoff Burrfoot. Te digo eso porque hay pululando por ahí un montón de Tasslehoff últimamente, pero el de verdad soy yo. Bueno, los otros también son de verdad, pero no son yo en realidad. Ellos son ellos y yo soy yo, si entiendes a lo que me refiero.
—Lo entiendo —respondió seriamente el hombre ciego—. Me llamo Espejo, y, en realidad, yo soy un Dragón Plateado.
Las cejas de lord Tasgall se enarcaron hasta el punto de llegarle casi al nacimiento del pelo. A lord Ulrich se le atragantó el vino que trasegaba en ese momento y le salió disparado por la nariz y la boca. Lord Siegfried resopló. Odila esbozó una sonrisa tranquilizadora y Gerard asintió con aire satisfecho.
—¿Dices que sabes dónde se retiene a los Dragones Dorados y Plateados? —preguntó Espejo, haciendo caso omiso a los caballeros.
—Sí, lo sé —empezó Tasslehoff, pero se calló de golpe. Al haberle calificado como uno de «los seres más sabios de Krynn» se sintió en la obligación de ser sincero—. Es decir, el ingenio lo sabe. —Palmeó el saquillo donde guardaba el ingenio de viajar en el tiempo—. Si quieres puedo llevarte allí —ofreció, aunque sin demasiadas esperanzas de que aceptara.
—Me encantaría ir contigo —contestó Espejo.
—¿De verdad? —Tasslehoff estaba asombrado, pero enseguida salió del pasmo y añadió, excitado—. ¡Sí, hablas en serio! Eso es fantástico. ¡Vámonos! ¡Ahora mismo! —Se puso a buscar con nerviosismo en el saquillo—. ¿Puedo montar en tu espalda? Me encanta volar en dragón. Una vez conocí a uno, Khirsah, creo que se llamaba, o algo parecido. Nos llevó a Flint y a mí y participamos en la batalla, fue maravilloso.
Tas dejó de rebuscar en el saquillo, absorto en los recuerdos.
—Te contaré toda la historia —continuó—. Fue durante la Guerra de la Lanza...
—En otro momento —le interrumpió cortésmente Espejo—. La rapidez es primordial. Como has dicho, los elfos corren peligro.
—Oh, sí. —Tas se animó—. Me había olvidado de eso.
Empezó de nuevo a revolver en el saquillo. Por fin sacó el ingenio y tomó de la mano a Espejo. Con la otra alzó el artilugio sobre su cabeza y empezó a recitar el conjuro. Después agitó la mano para despedirse de los atónitos caballeros y gritó:
—¡Nos veremos en Sanction!
Espejo y él empezaron a rielar, a difuminarse, como si fueran retratos al óleo que alguien hubiese sacado al exterior, bajo la lluvia. En el último momento, antes de que hubiesen desaparecido del todo, Espejo agarró a Odila de la mano, que a su vez agarró la de Gerard.
En un abrir y cerrar de ojos, los cuatro se esfumaron.
—¡Santo cielo! —exclamó lord Tasgall.
—¡Adiós y en buena hora! —manifestó lord Siegfried aspirando por la nariz con desdén.
El ejército elfo marchaba hacia el norte a buen ritmo. Los guerreros se levantaban temprano y se acostaban tarde, y durante la jornada animaban el camino y avivaban el paso entonando cantos de historias de antaño con los que alegraban sus corazones y hacían más llevadera su carga.
Muchas de las canciones e historias silvanestis eran nuevas para Gilthas, que disfrutó con ellas. A su vez, las de los qualinestis resultaban nuevas para sus parientes, a los que no les gustaron tanto ya que la mayoría trataba de la relación de los qualinestis con razas inferiores, como la humana y la enana. Los silvanestis escuchaban con educación y alababan al cantante, ya que no el canto. La canción que los silvanestis no entonaron fue la de Lorac y la pesadilla.
Cuando La Leona viajaba con ellos, cantaba las de los Elfos Salvajes, y ésas, con sus historias de mandar flotando cadáveres río abajo y vivir en estado salvaje y medio desnudos en las copas de los árboles, lograron escandalizar tanto a qualinestis como a silvanestis, para gran regocijo de los kalanestis. Sin embargo, La Leona y los suyos rara vez marchaban con ellos. Los Elfos Salvajes actuaban como escoltas, protegiendo los flancos del ejército contra ataques por sorpresa, así como de exploradores delante del grueso de las fuerzas para encontrar la mejor ruta.
Alhana daba la impresión de haberse quitado años. A Gilthas le había parecido hermosa cuando la conoció, pero había algo de frío en aquella belleza, como una rosa tardía en florecer. Ahora la envolvía la calidez de un brillante sol otoñal. Cabalgaba para salvar a su hijo y podía hacerlo con la frente alta, ya que creía que Silvanoshei se había redimido. Lo tenían prisionero, y si se había metido en ese aprieto por su obsesión casi fatal con la chica humana, el corazón de su madre había olvidado convenientemente esa parte de la historia.
Samar no podía olvidarla, pero guardaba silencio. Si lo que sir Gerard le había contado de Silvanoshei resultaba cierto, entonces era posible que esa dura experiencia hiciera del necio joven un hombre sabio merecedor de ser rey. Samar esperaba que fuera así por el bien de Alhana.
Gilthas cargaba con sus propias dudas. Había confiado en que, una vez se encontraran en camino, se libraría de sus lóbregos temores y aprensiones. Durante el día lo conseguía; los cantos ayudaban. Cantos de valor y coraje le recordaban que había habido héroes del pasado que superaron su situación de desventaja y rechazaron la oscuridad, que el pueblo elfo había pasado por tribulaciones peores que la actual y no sólo había sobrevivido, sino que salió reforzado de ellas. Sin embargo, por la noche, mientras trataba de dormir y echaba de menos el consuelo de los brazos de su esposa rodeándolo, las negras alas se cernían sobre él y ocultaban las estrellas.
Le preocupaba una cosa. No tenían noticias de Silvanesti. Reconocía que su ruta sería difícil de seguir por un emisario, ya que Alhana no había podido decirles exactamente dónde encontrarlos. Con todo, la reina había enviado mensajeros suyos para que sirvieran de guía, además de que cualquier ardilla habría podido informar de su paso. El tiempo transcurrió sin que recibieran noticias. No llegaron emisarios y los suyos no regresaron.
Gilthas mencionó esto a Alhana, que respondió secamente que los mensajeros llegarían cuando tuvieran que llegar y no antes, y que no merecía la pena perder el sueño y gastar energías preocupándose por ello.
Los elfos avanzaban hacia el norte a un ritmo prodigioso que iba engullendo los kilómetros, y muy pronto entraron en la parte meridional de las montañas Khalkist. Hacía mucho que habían cruzado la frontera de la tierra de los ogros, pero no se veía señal alguna de sus ancestrales enemigos, por lo que parecía que su estrategia —marchar a lo largo de la columna vertebral de la cordillera ocultándose en los valles— estaba dando resultado. Hacía buen tiempo, con días frescos, despejados y soleados. El invierno se retrasaba con sus nevadas y heladas. No habían surgido contratiempos en el camino, nadie había enfermado de gravedad.
Si hubiese habido dioses, podría haberse pensado que sonreían a los elfos por lo fácil de esa primera parte de la marcha. Gilthas empezó a relajarse, dejando que el cálido sol disolviera sus preocupaciones del mismo modo que sus rayos derretían los pocos copos de nieve que a veces caían por la noche. El agotamiento de la larga marcha del día y el frío aire de las montañas hacían que el sueño llegara enseguida. Dormía mucho y profundamente y despertaba descansado. Incluso podía acordarse de la vieja máxima humana que rezaba: «La falta de noticias es una buena noticia», y hallar cierto consuelo en ella.
Entonces llegó el día que Gilthas recordaría el resto de su vida, en cada mínimo detalle, pues ese día la vida cambió para siempre para los elfos de Ansalon.
Empezó como cualquier otro. Los elfos despertaron con las primeras luces del alba, guardaron sus petates con la rapidez que da la práctica, y se pusieron en marcha antes de que el sol hubiera asomado por encima de los picos de las montañas. Comieron mientras caminaban. Encontrar alimento era más difícil en zona montañosa, donde escaseaba la vegetación, pero los elfos lo habían previsto y llevaban las mochilas cargadas de bayas y frutos secos.
Se encontraban todavía a muchos cientos de kilómetros de Sanction, pero todos se referían, con aire confiado y seguro, al final de su viaje, que parecía estar a unas pocas semanas de distancia. El amanecer era espléndido. Los qualinestis entonaron su canto ritual de bienvenida al sol, y esa mañana los silvanestis unieron sus voces al cántico. El sol y el ejercicio disiparon el frío nocturno. Gilthas contemplaba maravillado la belleza del día y de las montañas. Jamás se sentiría cómodo en las montañas, como ningún elfo, pero su agreste grandeza le conmovía y le sobrecogía.
Entonces, a su espalda, sonó el trapaleo de cascos de caballo. Posteriormente, cada vez que escuchó ese sonido, volvió al pasado y a aquel día fatídico. El jinete forzaba al límite al caballo, algo inusitado en senderos estrechos y rocosos. Los elfos siguieron caminando, pero muchos lanzaban miradas intrigadas hacia atrás.
La Leona apareció cabalgando, con el sol arrancando destellos en su dorado cabello de tal forma que parecía llamear. Gilthas también recordaría esa imagen en el futuro.
El joven rey sofrenó su montura sintiendo de repente que un intenso temor se apoderaba de su corazón. La conocía, sabía interpretar esa expresión sombría de su semblante. Su mujer pasó ante él sin detenerse, dirigiéndose hacia la cabeza de la columna. No le dijo nada, pero le dirigió una mirada mientras pasaba al galope, una mirada que lo indujo a taconear a su caballo y salir en pos de ella. Entonces reparó en que iba otra persona montada detrás de La Leona, una mujer vestida con la ropa verde moteada de los mensajeros silvanestis. Eso fue todo lo que Gilthas tuvo tiempo de ver antes de que la enloquecida galopada de su mujer las hiciera desaparecer tras un recodo de la estrecha senda.
Cabalgó en pos de ella, y los elfos se vieron obligados a apartarse en todas direcciones para que no los arrollara. Gilthas vislumbró miradas intensas y rostros preocupados. Algunas voces se alzaron para preguntar qué pasaba, pero las palabras quedaban rápidamente atrás sin que él respondiera. Cabalgó temerariamente, espoleado por el miedo.
Llegó a tiempo de ver a Alhana girar su caballo y mirar atónita a La Leona, que gritaba en su rudimentario silvanesti para que la reina se detuviera. La mensajera se deslizó de la grupa antes de que La Leona hubiera frenado del todo a su caballo, dio un paso y se desplomó en el suelo. La Leona desmontó y se arrodilló a su lado. Alhana se acercó presurosa, acompañada por Samar, y Gilthas se unió a ellos e hizo un gesto a Planchet, que marchaba a la cabeza de la columna con los comandantes silvanestis.
—Traed agua —ordenó Alhana.
La mensajera intentó hablar, pero La Leona no se lo permitió hasta que hubiese bebido algo. Gilthas estaba lo bastante cerca para ver que la mujer no estaba herida, como había temido, sino débil por el agotamiento y la deshidratación. Samar ofreció su propio odre y La Leona le dio de beber a la mujer a pequeños sorbos mientras le susurraba palabras de aliento. Tras tomar un par de tragos, la mensajera sacudió la cabeza.
—¡Dejadme hablar! —jadeó—. ¡Escuchadme, reina Alhana! La noticia que traigo es... espantosa...
Entre humanos, una multitud se habría apiñado alrededor de la mujer caída, aguzando los oídos, ansiosa por ver y escuchar cuanto pudiera. Los elfos eran más respetuosos. Suponían, por el alboroto y la prisa, que las noticias que traía esa mensajera seguramente eran malas, pero se mantuvieron apartados, esperando pacientemente que se les comunicara lo que querían saber.
—Silvanesti ha sido invadida —dijo la corredora, que hablaba con voz débil, aturdida—. Son incontables. Bajaron por el río en embarcaciones, incendiando y saqueando los pueblos pesqueros. Muchas embarcaciones. Nadie pudo detenerlos. Entraron en Silvanesti e incluso atemorizaron a los caballeros negros, entre los que hubo algunos que huyeron. Pero ahora son aliados...
—¿Ogros? —preguntó Alhana con incredulidad.
—Minotauros, majestad —dijo la mensajera—. Se han aliado con los caballeros negros. El número de nuestros enemigos es vasto como las hojas muertas en otoño.
Alhana lanzó una mirada ardiente a Gilthas, una mirada que traspasó carne y hueso y que le llegó al corazón.
«Tenías razón» —decían sus ojos—. Yo me equivoqué.»
La reina les dio la espalda, a todos ellos, y se alejó. Rechazó incluso a Samar, que hizo intención de seguirla.
—Dejadme —ordenó.
La Leona se inclinó sobre la mensajera y le dio más agua. Gilthas estaba paralizado, aturdido. No sentía nada. Las noticias eran demasiado graves para asimilarlas. Plantado allí, intentando encontrar sentido a aquello, advirtió que la mensajera tenía los pies magullados y le sangraban. Se le habían desgastado las botas y había corrido descalza los últimos kilómetros. Gilthas no podía sentir nada por su pueblo, pero el dolor de esa mujer y su heroísmo le arrancaron lágrimas. Furioso, parpadeó para contenerlas. No cedería al dolor, ahora no. Echó a andar en pos de Alhana, decidido a hablar con ella.
Samar vio acercarse a Gilthas e hizo un gesto como para interceptarlo, pero el joven rey le dirigió una mirada que dejaba claro que podía intentarlo, pero que no le sería nada fácil conseguirlo. Tras un instante de vacilación, Samar se apartó.
—Reina Alhana —dijo Gilthas.
Ella alzó la cabeza, dejando a la vista la cara surcada de lágrimas.
—Ahórrame tu regodeo —dijo en voz baja, rota por la pena.
—No es momento de hablar sobre quién tenía razón y quién estaba equivocado —adujo quedamente Gilthas—. Si nos hubiésemos quedado para poner cerco a Silvanost, como aconsejé yo, probablemente todos estaríamos muertos ahora o seríamos esclavos en el vientre de una galera. —Posó suavemente la mano en el brazo de la mujer y le impresionó notarla helada y temblorosa—. De todos modos, nuestro ejército sigue fuerte e intacto. Los ejércitos de nuestros enemigos tardarán algún tiempo en afianzarse. Podemos regresar y atacar, cogerlos por sorpresa...
—No —dijo Alhana. Se ciñó a sí misma con los brazos, apretó los dientes y, aunque sólo gracias a un gran esfuerzo de voluntad, se obligó a dejar de temblar—. No, seguiremos hacia Sanction. ¿No te das cuenta? Si ayudamos a los humanos a reconquistar Sanction, se sentirán en la obligación de liberar nuestra nación, de expulsar a los invasores.
—¿Y por qué iban a hacerlo? —inquirió secamente Gilthas—. ¿Qué razón podrían tener los humanos para morir por nosotros?
—¡Porque les ayudaremos a luchar por Sanction! —repuso Alhana.
—¿Haríamos tal cosa si vuestro hijo no estuviera prisionero tras las murallas de esa ciudad? —demandó Gilthas.
El color de la piel, de las mejillas, de los labios de Alhana era ceniciento. Sus oscuros ojos era lo único que parecía seguir vivos, y aun así estaban apagados.
—Los silvanestis marcharemos hacia Sanction —manifestó sin mirarlo, con la vista prendida en el sur, como si pudiese divisar su país perdido a través de las montañas—. Vosotros, los qualinestis, podéis hacer lo que queráis. —Se volvió y le dijo a Samar—. Convoca a los nuestros. He de hablar con ellos.
Después se alejó, muy erguida, con aire firme.
—¿Estás de acuerdo con eso? —preguntó Gilthas a Samar, que echó a andar tras la reina.
El elfo mayor le lanzó una mirada que podría haber sido una bofetada, y Gilthas comprendió que había cometido un error al preguntar. Alhana era la reina de Samar y su comandante. El elfo moriría antes que cuestionar cualquier decisión que ella tomara. Gilthas no recordaba haberse sentido jamás tan frustrado, tan impotente. Lo colmaba una ira abrasadora que no tenía válvula de escape.
—No tenemos nación —dijo mientras se volvía hacia Planchet—. Ninguna. Somos exiliados, un pueblo sin país. ¿Por qué no lo ve? ¿Por qué no lo entiende?
—Creo que sí lo entiende —repuso Planchet—. Para ella, atacar Sanction es la respuesta.
—La respuesta equivocada —afirmó Gilthas.
Los sanadores elfos habían acudido para atender a la mensajera y tratarle las heridas con hierbas y pociones; apartaron a La Leona, que se aproximó a ellos dos.
—¿Qué vamos a hacer?
—Marchar contra Sanction —respondió su esposo, sombrío—. ¿La mensajera tenía alguna noticia sobre los nuestros?
—Dijo que corrían rumores de que habían conseguido escapar de Silvanesti, de vuelta a las Praderas de Arenas.
—Donde no serán bien recibidos en absoluto. —Gilthas suspiró hondo—. El pueblo de las llanuras nos lo advirtió.
Se quedó callado, sumido en un tumulto interior. Anhelaba con todas sus fuerzas volver con su pueblo, y entonces comprendió que la rabia que sentía era contra sí mismo. Debió haber seguido su instinto, permanecer con su gente, no partir en esa campaña malhadada.
—También yo que equivoqué. Me opuse a tu consejo. Lo siento, esposo —dijo, arrepentida, La Leona—. Pero no te castigues por ello. No habrías podido frenar la invasión.
—Al menos ahora estaría con los míos —respondió amargamente—. Compartiendo sus problemas.
Se preguntó qué debía hacer. Ansiaba regresar, pero el camino sería duro y peligroso, y las probabilidades de conseguirlo yendo solo eran nulas. Si se llevaba a los guerreros qualinestis, dejaría muy reducidas las tropas de Alhana. También cabía la posibilidad de que su decisión provocara deserciones en las filas, ya que algunos silvanestis querrían sin duda regresar a sus hogares. Atravesaban un momento en el que los elfos necesitaban mantenerse unidos más que nunca.
En la retaguardia resonó un grito, y lo siguió otro, y otro más, avanzando a lo largo de la columna. Alhana se interrumpió en mitad de su discurso y se volvió a mirar. Ahora los gritos llegaban de todas direcciones, rodando sobre ellos, atronadores como las rocas de una avalancha.
—¡Ogros!
—¿En qué dirección? —preguntó La Leona a uno de sus exploradores.
—¡En todas! —le respondió a la par que señalaba.
La ruta había conducido a los elfos hacia una cañada flanqueada por escarpados riscos. De repente, mientras miraban, los riscos cobraron vida. Miles de figuras corpulentas surgieron a lo largo de las crestas de las paredes, contemplando desde arriba a los elfos y esperando en silencio la orden de iniciar la matanza.
Los dioses de Krynn se reunieron de nuevo en consejo, los de la luz al lado opuesto de los de la oscuridad, como el día se encuentra opuesto a la noche, y los de la neutralidad repartidos de forma equitativa entre ambos. Los dioses de la magia permanecían juntos, y en medio de ellos se hallaba Raistlin Majere.
Paladine hizo un gesto con la cabeza y el mago se adelantó.
—He tenido éxito —dijo simplemente tras hacer una reverencia.
Todos los dioses lo miraron de hito en hito, mudos de asombro, excepto los de la magia, que intercambiaron una sonrisa, sus pensamientos en total armonía.
—¿Cómo lo conseguiste? —preguntó finalmente Paladine.
—No fue una tarea fácil —repuso Raistlin—. Las corrientes de caos se arremolinan por el universo. La magia es casi ingobernable, caprichosa. No bien la tocaba, se deslizaba entre mis dedos. Cuando el kender utilizó el ingenio, conseguí agarrarlo y llevarlo de vuelta al pasado, donde los vientos del caos soplaban con menos ferocidad. Pude retener a Tas el tiempo suficiente para que fuera consciente de donde se hallaba antes de que la magia lo apartara bruscamente de mí y lo perdiera. Sin embargo, sabía donde buscarlo y, en consecuencia, la siguiente vez que usó el ingenio yo estaba preparado. Lo conduje a un tiempo que ambos reconocimos, y empezó a identificarme. Por último lo conduje al presente. Pasado y presente están ahora vinculados. Sólo hay que seguir uno y te conduce al otro.
—¿Qué ves? —preguntó Paladine a Zivilyn.
—Veo el mundo —repuso quedamente Zivilyn, los ojos húmedos por las lágrimas—. Veo el pasado, el presente y el futuro.
—¿Qué futuro? —inquirió Mishakal.
—El del camino que el mundo recorre ahora.
—Entonces ¿no es posible cambiarlo? —insistió Mishakal.
—Por supuesto que sí —intervino mordazmente Raistlin—. Aún es posible que todos dejemos de existir.
—¿Quieres decir que el maldito kender no ha muerto aún? —bramó Sargonnas.
—No. El poder de la reina Takhisis ha crecido y es inmenso. Si queréis que haya una esperanza de derrotarla, a Tasslehoff aún le queda por realizar una tarea importante con el ingenio de viajar en el tiempo. Si logra llevarla a cabo...
—... habrá que enviarlo al pasado para que muera —terminó la frase Sargonnas.
—Se le dará a elegir —le corrigió Paladine—. No se le obligará a volver en contra de su voluntad. Tiene libre albedrío, como todos los seres vivos de Krynn. No podemos negarle eso sólo porque nos convenga.
—¡Porque nos convenga! —bramó Sargonnas—. ¡Podría destruirnos!
—Tal es el riesgo que corremos por nuestros principios y creencias —argüyó Paladine—, de modo que así sea. Tu reina, Sargonnas, desdeñó el libre albedrío. Le resultaba más fácil gobernar esclavos. Te oponías en eso a ella. ¿Tus minotauros reverenciarían a un dios que los convierte en esclavos? ¿Un dios que les niega el derecho a decidir su propio destino, el derecho a encontrar el honor y la gloria?
—No, pero mis minotauros tienen sentido común. No son kenders sin seso —rezongó Sargonnas, mascullando entre dientes—. Eso nos plantea la siguiente cuestión, sin embargo. Siempre y cuando el kender no acabe con todos nosotros —lanzó una mirada torva a Paladine—, ¿qué castigo imponemos a la diosa cuyo nombre jamás volveré a pronunciar, la diosa que nos traicionó?
—Sólo puede haber uno —intervino Gilean, que puso la mano sobre el libro.
—¿Estamos todos de acuerdo? —Paladine miró en derredor.
—Siempre y cuando la balanza conserve el equilibrio —dijo Hiddukel, el guardián de la balanza.
Paladine miró a los dioses, uno por uno. Cada cual, a su vez, asintió con la cabeza. Por último, miró a su compañera, su amada Mishakal. Ella no asintió, sino que mantuvo inclinada la cabeza.
—Ha de ser así —dijo suavemente Paladine.
Mishakal alzó los ojos hacia él y miró larga y amorosamente los del dios. Después, a través de las lágrimas, asintió.
Paladine puso la mano sobre el libro.
—Que así se cumpla —dijo.
La vida de Tasslehoff estaba compuesta de momentos gloriosos. Cierto, también los había habido malos, pero los gloriosos brillaban con tanta intensidad que su fulgor superaba los desdichados, haciendo que desaparecieran en los rincones más recónditos de la memoria. Nunca olvidaría los malos tiempos, pero ya no tenían el poder de hacerle daño. Sólo le causaban algo de tristeza.
El actual era uno de los momentos gloriosos, más que ningún otro anterior, y seguía mejorando, cada segundo que pasaba resplandecía más que el precedente.
Tas estaba cada vez más acostumbrado a viajar a través del espacio y del tiempo, y aunque seguía sintiéndose mareado y desorientado siempre que el ingenio lo dejaba caer en un destino, decidió que tal sensación, aunque no apropiada para experimentarla a diario, si representaba un excitante cambio. En esta ocasión, tras aterrizar y tambalearse un poco y preguntarse durante un angustioso segundo si iba a vomitar, el mareo pasó y el kender pudo mirar a su alrededor para observar el entorno.
Lo primero que vio fue un inmenso Dragón Plateado plantado justo a su lado. Los ojos del reptil presentaban una espantosa herida que los cruzaba de lado a lado, y Tas reconoció al hombre ciego que le había hablado en el Consejo de Caballeros. El dragón, como Tas, parecía haber cogido el pulso a viajar en el tiempo, ya que agitaba suavemente las alas y giraba la cabeza a uno y otro lado mientras husmeaba el aire y escuchaba. O viajar a través del tiempo no suponía una molestia para los dragones o estar ciego impedía que uno se mareara. Tas se preguntó cuál de las dos cosas sería y tomó nota mentalmente de preguntarlo en un paréntesis de los acontecimientos.
A sus otros dos compañeros no les iba tan bien, ni mucho menos. A Gerard no le había gustado el primer viaje, de modo que tenía excusa para que tampoco le hiciera gracia el segundo. Se tambaleaba y respiraba con dificultad.
Odila tenía los ojos desorbitados y boqueaba, y a Tas le recordó un pobre pez que una vez encontró en su bolsillo. Ignoraba cómo había ido a parar allí el pez, aunque tenía la vaga idea de que alguien lo había perdido. Logró echar el pez al agua, donde, tras un momento de aturdimiento, se había alejado nadando. El pez había tenido el mismo aspecto que el que Odila tenía en ese instante.
—¿Dónde estamos? —jadeó mientras se aferraba a Gerard tan fuerte que los nudillos se le pusieron blancos.
El caballero miró al kender con expresión severa. En realidad, todos lo miraban de ese modo.
—Exactamente donde se supone que tenemos que estar —respondió Tas con confianza—. Donde la Reina Oscura ha mantenido prisioneros a los Dragones Dorados y Plateados. —Cerró los dedos con fuerza en torno al ingenio y añadió en voz baja—. ¡Espero!
En contra de su intención, los demás oyeron esto último, lo que no hizo sino empeorar las cosas. Tas nunca había estado en un sitio como éste. A su alrededor todo era piedra gris hasta donde alcanzaba la vista. Rocas afiladas grises, rocas pulidas grises, enormes peñascos grises y pequeños guijarros grises. Montañas de roca gris y valles de la misma piedra gris. En lo alto, el cielo tenía el color más negro que jamás había visto, sin una sola estrella, y sin embargo lo bañaba una fría luz blanca. Más allá de las rocas grises, en el horizonte, brillaba una enorme muralla de hielo.
—Noto piedra bajo mis pies —dijo Espejo—, y no huelo vegetación, así que supongo que el lugar donde hemos aparecido es un terreno estéril y escabroso. No oigo sonidos de ninguna clase: ni olas rompiendo en la orilla, ni viento silbando entre los árboles, ni gritos de aves o animales terrestres. Percibo que es un lugar desolado, inhóspito.
—Eso lo resume bastante bien —dijo Gerard mientras se enjugaba el sudor de la frente con el dorso de la mano—. Añade a esa descripción el hecho de que el cielo es negro como boca de lobo, que no hay sol y sin embargo hay luz, que el aire es más frío que el trasero de un troll y que este sitio parece estar rodeado por lo que semeja un muro de carámbanos, y tendrás el cuadro completo.
—Lo que Gerard no ha dicho —señaló Tas— es que la luz hace que el muro de hielo brille con toda clase de colores...
—¿Cómo las escamas de un dragón de muchos colores? —preguntó Espejo.
—¡Exacto! —exclamó el kender con entusiasmo—. Ahora que lo mencionas, es justo lo que parece. Resulta bonito en un modo frío y desagradable. En especial la forma en que cambian los colores cuando se los mira, desplazándose por la superficie helada...
—¡Oh, cierra el pico! —ordenó Gerard.
Tas suspiró para sus adentros. Aunque los humanos le gustaban, viajar con ellos restaba mucho del gozo que ello conllevaba.
El frío era intenso. Odila tiritó y se arrebujó en la túnica. Gerard caminó a pasos largos hacia la pared de hielo. No la tocó, sino que la escudriñó arriba y abajo. Luego desenvainó la daga y golpeó con la punta en la helada superficie.
La hoja se partió y Gerard dejó caer el arma rota al tiempo que mascullaba un juramento y se frotaba la mano entumecida, que después se puso en la axila para atenuar el dolor.
—¡Hace tanto frío que se ha roto la cuchilla! Sentí el helor a través del metal y penetrarme hasta los huesos. Todavía tengo la mano dormida.
—No sobreviviremos mucho aquí —dijo Odila—. Con este frío, los humanos moriremos y el kender también. No puedo hablar por ti, dragón.
Tas la miró agradecido de que lo hubiera incluido.
—En lo que a mí respecta —comentó Espejo—, mi especie es de sangre fría, así que se irá poniendo densa y produciéndome letargo. Pronto perderé la capacidad de volar e incluso de pensar con claridad.
—Y, aparte de ti —rezongó Gerard al tiempo que recorría con la mirada la yerma extensión en la que estaban—, no veo ningún dragón.
Tasslehoff tuvo que admitir que tenía frío y que esto le estaba provocando unas sensaciones muy raras en las puntas de los dedos de manos y pies. Pensó con nostalgia en el chaleco de pelo de oveja que poseyó antaño, y se preguntó qué habría sido de él. También se preguntó qué habría sido de los dragones, ya que estaba completamente seguro —bueno, relativamente seguro— de que ése era el lugar donde le habían dicho que los encontraría. Echó un vistazo debajo de algunas rocas grises sin resultado.
—Será mejor que nos saques de aquí, Tas —pidió Odila, a la que le castañeteaban los dientes y hablaba con dificultad.
—No puede —intervino Espejo, y, cosa extraña, el dragón parecía apático—. Este lugar se construyó como una prisión para dragones. Ha helado la magia en mi sangre, y dudo que la magia del ingenio funcione.
—¡Estamos atrapados aquí! —exclamó Gerard, hosco—. ¡Para morir congelados!
Tasslehoff se irguió. Aquél era un momento glorioso, y aunque había que reconocer que no daba la impresión de serlo ni él no notaba (había perdido toda la sensibilidad en los pies), sabía lo que hacía.
—Bien, veamos —empezó muy serio a la par que miraba a Gerard—. Hemos pasado muchas cosas juntos tú y yo. De no ser por mí no te encontrarías hoy aquí. Y puesto que estás —se apresuró a añadir antes de que el caballero pudiera responder—, sígueme.
Giró sobre sus talones con aire de arrojada confianza, dispuesto a seguir adelante aunque sin tener la menor idea de hacia dónde se dirigía.
—Al otro lado de la cresta —le susurró claramente una voz al oído.
—Al otro lado de la cresta —repitió en voz alta y, tras señalar el primer risco de rocas grises que vio, se encaminó en aquella dirección.
—¿Le seguimos? —preguntó Odila.
—Más nos vale no perderlo de vista —contestó Gerard.
Tas trepó entre las grises peñas, soltando piedras pequeñas que se deslizaban bajo sus pies y rodaban pendiente abajo rebotando a su espalda y obstaculizando seriamente el avance de Odila y Gerard que intentaban trepar tras él. El kender miró hacia atrás y vio que Espejo no se había movido. El Dragón Plateado seguía plantado en el mismo punto donde aterrizó, agitando las alas y sacudiendo la cola, seguramente para mantener el riego sanguíneo funcionando.
—No ve y lo hemos dejado solo —dijo Tas, aguijoneado por la culpabilidad—. ¡No te preocupes, Espejo! —gritó—. Volveremos a buscarte.
Espejo respondió algo que Tas no logró escuchar con claridad con todo ese ruido que Odila y Gerard hacían para esquivar las piedras que rodaban, pero le pareció entender: «La gloria de este momento te pertenece, kender. Estaré esperando».
«Eso es lo fantástico de los dragones —se dijo para sus adentros, sintiendo que lo inundaba una cálida sensación—. Siempre comprenden.»
Al coronar la cresta de la vertiente, miró hacia abajo y se quedó sin aliento.
Hasta donde alcanzaba la vista se veían dragones. Tasslehoff nunca había visto tantos juntos en un mismo lugar. Jamás habría imaginado que hubiera tantos Dragones Dorados y Plateados en el mundo.
Los reptiles dormían con el profundo sopor inducido por el frío. Estaban pegados unos a otros para buscar calor, cabezas y cuellos enroscados unos con otros, los cuerpos tendidos costado contra costado, las alas plegadas, las colas enroscadas en torno a su cuerpo o al de sus congéneres. La extraña luz que hacía que una continua sucesión de arco iris se deslizara por el muro de hielo robaba los colores a los dragones, dejándolos tan grises como los picos rocosos que los rodeaban.
—¿Están muertos? —preguntó Tas, con el corazón en un puño.
—No —dijo la voz en su oído—, duermen profundamente. Ese sopor los protege de la muerte.
—¿Cómo los despertamos?
—Tienes que echar abajo el muro de hielo.
—¿Y cómo lo hago? El cuchillo de Gerard se rompió al golpearlo.
—No es un arma lo que se necesita.
Tas meditó sobre eso y después comentó, dudoso:
—¿Puedo hacerlo yo?
—No lo sé —contestó la voz—. ¿Puedes?
—¡Por todo lo sagrado! —exclamó Gerard, que había llegado a lo alto del risco y estaba junto a Tas—. ¡Fijaos en eso!
Odila no dijo nada. Permaneció largos instantes mirando a los dragones y luego, de repente, se volvió y bajó a todo correr el risco.
—Voy a contárselo a Espejo —dijo mientras descendía.
—Creo que lo sabe —comentó el kender, que a continuación añadió en tono cortés—. Disculpa, tengo algo que hacer.
—Oh, no. ¡Tú no vas a ninguna parte! —gritó Gerard que alargó rápidamente la mano para sujetar a Tas por el cuello de la camisa.
Falló.
Tasslehoff se lanzó ladera abajo, completamente inclinado. La ascensión le había calentado los pies y ahora sentía los dedos —esenciales para correr—, y corrió como no había corrido en su vida. Sus pies apenas rozaban el suelo. Pisó una piedra suelta, lo que podría haberle hecho rodar cuesta abajo, pero no la tocó el tiempo suficiente para que pasara tal cosa. Realmente bajaba volando la cara del risco.
Se entregó por completo a la carrera, con el viento azotándole el rostro y haciéndole lagrimear los ojos, la boca abierta de par en par. Tragaba bocanadas del frío aire que chispeaba en su sangre. Oía gritos, pero las palabras no tenían significado alguno en el vuelo de su carrera. Corrió sin pensar en parar, sin medios para parar. Corrió directamente hacia el muro de hielo.
En plena excitación, Tas echó la cabeza atrás, abrió la boca y emitió un sonoro «¡¡iiaaaaaa!!» que no tenía más propósito que hacerlo sentirse bien. Con los brazos extendidos por completo, la boca abierta al máximo, chocó de lleno contra el muro de titilante hielo.
Gotitas de agua se precipitaron a su alrededor y, brillando con una radiante luz blanca, cayeron sobre su rostro levantado. Traspasó a todo correr la cortina de agua que había sido un muro de hielo y siguió corriendo, descontrolado, corriendo y corriendo alocadamente, y entonces vio lo que había ante él, casi a sus pies. La piedra gris acababa de golpe y no había nada abajo, salvo negrura.
Tas agitó los brazos en un intento de frenarse. Trató de controlar sus pies, pero éstos parecían tener voluntad propia, y el kender supo con certeza que iba a precipitarse por el borde.
«Mi último momento, pero glorioso», pensó.
Caía, y unas alas plateadas volaban sobre él. Sintió una garra asiendo el cuello de su camisa (no era una sensación nueva, porque parecía que siempre había alguien sujetándolo por el cuello de la camisa), sólo que esta vez era distinto. Casi una sensación bienvenida.
El kender colgó suspendido sobre la eternidad.
Jadeó buscando el aire que parecía haber desaparecido. Se sentía mareado y aturdido. Echó la cabeza hacia atrás y vio que colgaba de la garra de un Dragón Plateado, un dragón que tenía los ojos ciegos dirigidos hacia donde se encontraba él.
—Gracias a los dioses que no dejaste de gritar —dijo Espejo—, y gracias a los dioses que Gerard vio el peligro que corrías a tiempo de avisarme.
—¿Están libres? —preguntó, anhelante, Tasslehoff—. Los otros dragones, quiero decir.
—Lo están —contestó Espejo mientras viraba lentamente hacia lo que Tas divisaba ahora como una isla gris en medio de la oscuridad.
—¿Qué vais a hacer los otros dragones y tú? —quiso saber el kender, que empezaba a sentirse mejor ahora que veía suelo sólido bajo sus pies.
—Hablar.
—¡Hablar! —gimió Tasslehoff.
—No te preocupes —dijo Espejo—. Somos muy conscientes de que el tiempo apremia, pero hay preguntas que plantear y que responder antes de tomar una decisión. —Su voz se suavizó—. Han sido demasiados los que han sacrificado demasiado para que lo echemos a rodar por actuar con precipitación.
A Tas no le gustó cómo sonaba eso. Lo hacía sentirse muy, muy triste, e iba a preguntar a Espejo qué había querido decir, pero el dragón ya lo bajaba al suelo. Gerard cogió a Tas en sus brazos y, antes de soltarlo, lo abrazó muy fuerte. Tas tuvo que concentrarse en intentar respirar. Ahora que el hielo se había derretido, el aire era más cálido. Oía el batir de alas y voces de dragones, profundas y resonantes, llamándose entre sí en su lenguaje ancestral.
Se sentó en la roca gris y esperó a que la respiración recobrara el ritmo y que su corazón se diera cuenta de que había dejado de correr y que ya no tenía que latir tan deprisa. Odila se alejó con Espejo para servirle de guía, y al poco rato Tas escuchaba la voz del Plateado alzarse con júbilo al encontrar a sus compañeros. Gerard se quedó con él. No se puso a ir de un lado a otro, como siempre, escudriñando esto e investigando aquello. Permaneció de pie delante de Tas mirándolo intensamente, con una expresión muy peculiar en el semblante.
«A lo mejor tiene dolor de estómago», pensó Tasslehoff.
En cuanto a él, puesto que le faltaba resuello para hablar, pasó un rato pensando.
—Nunca lo había enfocado así —masculló.
—¿Qué has dicho? —preguntó Gerard, que se puso en cuclillas para ponerse a la altura del kender.
Tas tomó una decisión. Ahora ya podía hablar y sabía lo que tenía que decir.
—Voy a volver.
—Vamos a volver todos —comentó Gerard, que añadió tras echar una mirada exasperada a los dragones—. Con el tiempo.
—No, no me refiero a eso —dijo Tas, que tenía problemas con el nudo que se le había hecho en la garganta—. Me refiero a que voy a volver para morir. —Consiguió sonreír y se encogió de hombros—. Ya estoy muerto, ¿sabes?, así que no será un gran cambio.
—¿Estás seguro de eso, Tas? —preguntó Gerard mirando al kender con expresión seria.
Tas asintió con un enérgico cabeceo.
—«Hay demasiados que han sacrificado demasiado...» Es lo que dijo Espejo. Pensé en ello cuando caí por el borde del mundo. Si muero aquí, me dije, donde se supone que no tengo que morir, todo morirá conmigo. Y entonces ¿sabes qué pasó, Gerard? ¡Me asusté! Nunca me había asustado. —Sacudió la cabeza—. No de ese modo.
—Esa caída habría asustado a cualquiera —comentó el caballero.
—No fue la caída. Me asusté porque sabía que si todo moría, sería por mi culpa. Todos los sacrificios que había hecho todo el mundo a lo largo de la historia: Huma, Magius, Sturm Brightblade, Laurana, Raistlin... —Hizo una pausa y después añadió en voz queda—. Incluso lord Soth. E incontables personas más que nunca conoceré. Todo su sufrimiento sería en vano. Sus alegrías y triunfos se olvidarían.
»¿Ves esa estrella roja? ¿Aquella de allí? —siguió Tasslehoff, señalando al cielo.
—Sí, la veo.
—Los kenders me contaron que la gente de la Quinta Era creía que Flint Fireforge vive en esa estrella. Que mantiene encendida su forja para que las personas recuerden la gloria de los viejos tiempos y que así tengan esperanza. ¿Crees que es verdad?
Gerard iba a decir que creía que la estrella sólo era una estrella y que era de todo punto imposible que un enano viviera en ella, pero entonces reparó en el semblante de Tas y cambió de idea.
—Sí, creo que es verdad.
Tas sonrió. Se puso de pie, se sacudió el polvo, se inspeccionó y se colocó bien ropas y saquillos. Después de todo, si Caos iba a pisarlo debía estar presentable.
—La estrella roja es la primera que pienso visitar. A Flint le alegrará verme. Supongo que se habrá sentido solo.
—¿Vas a ir ahora? —preguntó Gerard.
—«No dejes para mañana lo que puedes hacer hoy» —dijo alegremente Tas—. Ése es un chiste sobre viajes en el tiempo —añadió mirando a Gerard—. Todos los que viajamos en el tiempo hacemos ese tipo de chistes. Tendrías que reírte.
—Supongo que no tengo muchas ganas. —Gerard puso la mano en el hombro de Tas—. Espejo tenía razón. Eres sabio, quizá la persona más sabia que conozco, y desde luego la más valerosa. Te respeto y te honro, Tasslehoff Burrfoot.
Gerard desenvainó la espada y saludó al kender del modo que un verdadero caballero saludaba a otro.
Un momento glorioso.
—Adiós —dijo Tasslehoff—. Que tus saquillos nunca estén vacíos.
Rebuscó en el suyo, sacó el ingenio de viajar en el tiempo, lo miró con admiración y pasó los dedos por las gemas que relucían más rutilantes de lo que recordaba haberlas visto brillar jamás. Lo acarició amorosamente y después, alzando la vista hacia la estrella roja, dijo:
—Estoy dispuesto.
—Los dragones han tomado finalmente una decisión. Están dispuestos a regresar a Krynn —anunció Odila—. Y quieren que vayamos con ellos. —Miró a su alrededor—. ¿Dónde está el kender? ¿Se te ha perdido otra vez?
Gerard se limpió la nariz y los ojos y recordó, sonriendo, todas las veces que había pensado que ojalá hubiera perdido de vista a Tasslehoff Burrfoot.
—No se ha perdido —contestó mientras alargaba la mano para tomar la de Odila—. Ya no.
En ese momento una voz de timbre agudo habló desde la oscuridad.
—¡Eh, Gerard, casi se me olvida! Cuando vuelvas a Solace, asegúrate de arreglar la cerradura de la tumba. Está rota.
La vida de Tasslehoff estaba compuesta de momentos gloriosos. Cierto, también los había habido malos, pero los gloriosos brillaban con tanta intensidad que su fulgor superaba los desdichados, haciendo que desaparecieran en los rincones más recónditos de la memoria. Nunca olvidaría los malos tiempos, pero ya no tenían el poder de hacerle daño. Sólo le causaban algo de tristeza.
El actual era uno de los momentos gloriosos, más que ningún otro anterior, y seguía mejorando, cada segundo que pasaba resplandecía más que el precedente.
Tas estaba cada vez más acostumbrado a viajar a través del espacio y del tiempo, y aunque seguía sintiéndose mareado y desorientado siempre que el ingenio lo dejaba caer en un destino, decidió que tal sensación, aunque no apropiada para experimentarla a diario, si representaba un excitante cambio. En esta ocasión, tras aterrizar y tambalearse un poco y preguntarse durante un angustioso segundo si iba a vomitar, el mareo pasó y el kender pudo mirar a su alrededor para observar el entorno.
Lo primero que vio fue un inmenso Dragón Plateado plantado justo a su lado. Los ojos del reptil presentaban una espantosa herida que los cruzaba de lado a lado, y Tas reconoció al hombre ciego que le había hablado en el Consejo de Caballeros. El dragón, como Tas, parecía haber cogido el pulso a viajar en el tiempo, ya que agitaba suavemente las alas y giraba la cabeza a uno y otro lado mientras husmeaba el aire y escuchaba. O viajar a través del tiempo no suponía una molestia para los dragones o estar ciego impedía que uno se mareara. Tas se preguntó cuál de las dos cosas sería y tomó nota mentalmente de preguntarlo en un paréntesis de los acontecimientos.
A sus otros dos compañeros no les iba tan bien, ni mucho menos. A Gerard no le había gustado el primer viaje, de modo que tenía excusa para que tampoco le hiciera gracia el segundo. Se tambaleaba y respiraba con dificultad.
Odila tenía los ojos desorbitados y boqueaba, y a Tas le recordó un pobre pez que una vez encontró en su bolsillo. Ignoraba cómo había ido a parar allí el pez, aunque tenía la vaga idea de que alguien lo había perdido. Logró echar el pez al agua, donde, tras un momento de aturdimiento, se había alejado nadando. El pez había tenido el mismo aspecto que el que Odila tenía en ese instante.
—¿Dónde estamos? —jadeó mientras se aferraba a Gerard tan fuerte que los nudillos se le pusieron blancos.
El caballero miró al kender con expresión severa. En realidad, todos lo miraban de ese modo.
—Exactamente donde se supone que tenemos que estar —respondió Tas con confianza—. Donde la Reina Oscura ha mantenido prisioneros a los Dragones Dorados y Plateados. —Cerró los dedos con fuerza en torno al ingenio y añadió en voz baja—. ¡Espero!
En contra de su intención, los demás oyeron esto último, lo que no hizo sino empeorar las cosas. Tas nunca había estado en un sitio como éste. A su alrededor todo era piedra gris hasta donde alcanzaba la vista. Rocas afiladas grises, rocas pulidas grises, enormes peñascos grises y pequeños guijarros grises. Montañas de roca gris y valles de la misma piedra gris. En lo alto, el cielo tenía el color más negro que jamás había visto, sin una sola estrella, y sin embargo lo bañaba una fría luz blanca. Más allá de las rocas grises, en el horizonte, brillaba una enorme muralla de hielo.
—Noto piedra bajo mis pies —dijo Espejo—, y no huelo vegetación, así que supongo que el lugar donde hemos aparecido es un terreno estéril y escabroso. No oigo sonidos de ninguna clase: ni olas rompiendo en la orilla, ni viento silbando entre los árboles, ni gritos de aves o animales terrestres. Percibo que es un lugar desolado, inhóspito.
—Eso lo resume bastante bien —dijo Gerard mientras se enjugaba el sudor de la frente con el dorso de la mano—. Añade a esa descripción el hecho de que el cielo es negro como boca de lobo, que no hay sol y sin embargo hay luz, que el aire es más frío que el trasero de un troll y que este sitio parece estar rodeado por lo que semeja un muro de carámbanos, y tendrás el cuadro completo.
—Lo que Gerard no ha dicho —señaló Tas— es que la luz hace que el muro de hielo brille con toda clase de colores...
—¿Cómo las escamas de un dragón de muchos colores? —preguntó Espejo.
—¡Exacto! —exclamó el kender con entusiasmo—. Ahora que lo mencionas, es justo lo que parece. Resulta bonito en un modo frío y desagradable. En especial la forma en que cambian los colores cuando se los mira, desplazándose por la superficie helada...
—¡Oh, cierra el pico! —ordenó Gerard.
Tas suspiró para sus adentros. Aunque los humanos le gustaban, viajar con ellos restaba mucho del gozo que ello conllevaba.
El frío era intenso. Odila tiritó y se arrebujó en la túnica. Gerard caminó a pasos largos hacia la pared de hielo. No la tocó, sino que la escudriñó arriba y abajo. Luego desenvainó la daga y golpeó con la punta en la helada superficie.
La hoja se partió y Gerard dejó caer el arma rota al tiempo que mascullaba un juramento y se frotaba la mano entumecida, que después se puso en la axila para atenuar el dolor.
—¡Hace tanto frío que se ha roto la cuchilla! Sentí el helor a través del metal y penetrarme hasta los huesos. Todavía tengo la mano dormida.
—No sobreviviremos mucho aquí —dijo Odila—. Con este frío, los humanos moriremos y el kender también. No puedo hablar por ti, dragón.
Tas la miró agradecido de que lo hubiera incluido.
—En lo que a mí respecta —comentó Espejo—, mi especie es de sangre fría, así que se irá poniendo densa y produciéndome letargo. Pronto perderé la capacidad de volar e incluso de pensar con claridad.
—Y, aparte de ti —rezongó Gerard al tiempo que recorría con la mirada la yerma extensión en la que estaban—, no veo ningún dragón.
Tasslehoff tuvo que admitir que tenía frío y que esto le estaba provocando unas sensaciones muy raras en las puntas de los dedos de manos y pies. Pensó con nostalgia en el chaleco de pelo de oveja que poseyó antaño, y se preguntó qué habría sido de él. También se preguntó qué habría sido de los dragones, ya que estaba completamente seguro —bueno, relativamente seguro— de que ése era el lugar donde le habían dicho que los encontraría. Echó un vistazo debajo de algunas rocas grises sin resultado.
—Será mejor que nos saques de aquí, Tas —pidió Odila, a la que le castañeteaban los dientes y hablaba con dificultad.
—No puede —intervino Espejo, y, cosa extraña, el dragón parecía apático—. Este lugar se construyó como una prisión para dragones. Ha helado la magia en mi sangre, y dudo que la magia del ingenio funcione.
—¡Estamos atrapados aquí! —exclamó Gerard, hosco—. ¡Para morir congelados!
Tasslehoff se irguió. Aquél era un momento glorioso, y aunque había que reconocer que no daba la impresión de serlo ni él no notaba (había perdido toda la sensibilidad en los pies), sabía lo que hacía.
—Bien, veamos —empezó muy serio a la par que miraba a Gerard—. Hemos pasado muchas cosas juntos tú y yo. De no ser por mí no te encontrarías hoy aquí. Y puesto que estás —se apresuró a añadir antes de que el caballero pudiera responder—, sígueme.
Giró sobre sus talones con aire de arrojada confianza, dispuesto a seguir adelante aunque sin tener la menor idea de hacia dónde se dirigía.
—Al otro lado de la cresta —le susurró claramente una voz al oído.
—Al otro lado de la cresta —repitió en voz alta y, tras señalar el primer risco de rocas grises que vio, se encaminó en aquella dirección.
—¿Le seguimos? —preguntó Odila.
—Más nos vale no perderlo de vista —contestó Gerard.
Tas trepó entre las grises peñas, soltando piedras pequeñas que se deslizaban bajo sus pies y rodaban pendiente abajo rebotando a su espalda y obstaculizando seriamente el avance de Odila y Gerard que intentaban trepar tras él. El kender miró hacia atrás y vio que Espejo no se había movido. El Dragón Plateado seguía plantado en el mismo punto donde aterrizó, agitando las alas y sacudiendo la cola, seguramente para mantener el riego sanguíneo funcionando.
—No ve y lo hemos dejado solo —dijo Tas, aguijoneado por la culpabilidad—. ¡No te preocupes, Espejo! —gritó—. Volveremos a buscarte.
Espejo respondió algo que Tas no logró escuchar con claridad con todo ese ruido que Odila y Gerard hacían para esquivar las piedras que rodaban, pero le pareció entender: «La gloria de este momento te pertenece, kender. Estaré esperando».
«Eso es lo fantástico de los dragones —se dijo para sus adentros, sintiendo que lo inundaba una cálida sensación—. Siempre comprenden.»
Al coronar la cresta de la vertiente, miró hacia abajo y se quedó sin aliento.
Hasta donde alcanzaba la vista se veían dragones. Tasslehoff nunca había visto tantos juntos en un mismo lugar. Jamás habría imaginado que hubiera tantos Dragones Dorados y Plateados en el mundo.
Los reptiles dormían con el profundo sopor inducido por el frío. Estaban pegados unos a otros para buscar calor, cabezas y cuellos enroscados unos con otros, los cuerpos tendidos costado contra costado, las alas plegadas, las colas enroscadas en torno a su cuerpo o al de sus congéneres. La extraña luz que hacía que una continua sucesión de arco iris se deslizara por el muro de hielo robaba los colores a los dragones, dejándolos tan grises como los picos rocosos que los rodeaban.
—¿Están muertos? —preguntó Tas, con el corazón en un puño.
—No —dijo la voz en su oído—, duermen profundamente. Ese sopor los protege de la muerte.
—¿Cómo los despertamos?
—Tienes que echar abajo el muro de hielo.
—¿Y cómo lo hago? El cuchillo de Gerard se rompió al golpearlo.
—No es un arma lo que se necesita.
Tas meditó sobre eso y después comentó, dudoso:
—¿Puedo hacerlo yo?
—No lo sé —contestó la voz—. ¿Puedes?
—¡Por todo lo sagrado! —exclamó Gerard, que había llegado a lo alto del risco y estaba junto a Tas—. ¡Fijaos en eso!
Odila no dijo nada. Permaneció largos instantes mirando a los dragones y luego, de repente, se volvió y bajó a todo correr el risco.
—Voy a contárselo a Espejo —dijo mientras descendía.
—Creo que lo sabe —comentó el kender, que a continuación añadió en tono cortés—. Disculpa, tengo algo que hacer.
—Oh, no. ¡Tú no vas a ninguna parte! —gritó Gerard que alargó rápidamente la mano para sujetar a Tas por el cuello de la camisa.
Falló.
Tasslehoff se lanzó ladera abajo, completamente inclinado. La ascensión le había calentado los pies y ahora sentía los dedos —esenciales para correr—, y corrió como no había corrido en su vida. Sus pies apenas rozaban el suelo. Pisó una piedra suelta, lo que podría haberle hecho rodar cuesta abajo, pero no la tocó el tiempo suficiente para que pasara tal cosa. Realmente bajaba volando la cara del risco.
Se entregó por completo a la carrera, con el viento azotándole el rostro y haciéndole lagrimear los ojos, la boca abierta de par en par. Tragaba bocanadas del frío aire que chispeaba en su sangre. Oía gritos, pero las palabras no tenían significado alguno en el vuelo de su carrera. Corrió sin pensar en parar, sin medios para parar. Corrió directamente hacia el muro de hielo.
En plena excitación, Tas echó la cabeza atrás, abrió la boca y emitió un sonoro «¡¡iiaaaaaa!!» que no tenía más propósito que hacerlo sentirse bien. Con los brazos extendidos por completo, la boca abierta al máximo, chocó de lleno contra el muro de titilante hielo.
Gotitas de agua se precipitaron a su alrededor y, brillando con una radiante luz blanca, cayeron sobre su rostro levantado. Traspasó a todo correr la cortina de agua que había sido un muro de hielo y siguió corriendo, descontrolado, corriendo y corriendo alocadamente, y entonces vio lo que había ante él, casi a sus pies. La piedra gris acababa de golpe y no había nada abajo, salvo negrura.
Tas agitó los brazos en un intento de frenarse. Trató de controlar sus pies, pero éstos parecían tener voluntad propia, y el kender supo con certeza que iba a precipitarse por el borde.
«Mi último momento, pero glorioso», pensó.
Caía, y unas alas plateadas volaban sobre él. Sintió una garra asiendo el cuello de su camisa (no era una sensación nueva, porque parecía que siempre había alguien sujetándolo por el cuello de la camisa), sólo que esta vez era distinto. Casi una sensación bienvenida.
El kender colgó suspendido sobre la eternidad.
Jadeó buscando el aire que parecía haber desaparecido. Se sentía mareado y aturdido. Echó la cabeza hacia atrás y vio que colgaba de la garra de un Dragón Plateado, un dragón que tenía los ojos ciegos dirigidos hacia donde se encontraba él.
—Gracias a los dioses que no dejaste de gritar —dijo Espejo—, y gracias a los dioses que Gerard vio el peligro que corrías a tiempo de avisarme.
—¿Están libres? —preguntó, anhelante, Tasslehoff—. Los otros dragones, quiero decir.
—Lo están —contestó Espejo mientras viraba lentamente hacia lo que Tas divisaba ahora como una isla gris en medio de la oscuridad.
—¿Qué vais a hacer los otros dragones y tú? —quiso saber el kender, que empezaba a sentirse mejor ahora que veía suelo sólido bajo sus pies.
—Hablar.
—¡Hablar! —gimió Tasslehoff.
—No te preocupes —dijo Espejo—. Somos muy conscientes de que el tiempo apremia, pero hay preguntas que plantear y que responder antes de tomar una decisión. —Su voz se suavizó—. Han sido demasiados los que han sacrificado demasiado para que lo echemos a rodar por actuar con precipitación.
A Tas no le gustó cómo sonaba eso. Lo hacía sentirse muy, muy triste, e iba a preguntar a Espejo qué había querido decir, pero el dragón ya lo bajaba al suelo. Gerard cogió a Tas en sus brazos y, antes de soltarlo, lo abrazó muy fuerte. Tas tuvo que concentrarse en intentar respirar. Ahora que el hielo se había derretido, el aire era más cálido. Oía el batir de alas y voces de dragones, profundas y resonantes, llamándose entre sí en su lenguaje ancestral.
Se sentó en la roca gris y esperó a que la respiración recobrara el ritmo y que su corazón se diera cuenta de que había dejado de correr y que ya no tenía que latir tan deprisa. Odila se alejó con Espejo para servirle de guía, y al poco rato Tas escuchaba la voz del Plateado alzarse con júbilo al encontrar a sus compañeros. Gerard se quedó con él. No se puso a ir de un lado a otro, como siempre, escudriñando esto e investigando aquello. Permaneció de pie delante de Tas mirándolo intensamente, con una expresión muy peculiar en el semblante.
«A lo mejor tiene dolor de estómago», pensó Tasslehoff.
En cuanto a él, puesto que le faltaba resuello para hablar, pasó un rato pensando.
—Nunca lo había enfocado así —masculló.
—¿Qué has dicho? —preguntó Gerard, que se puso en cuclillas para ponerse a la altura del kender.
Tas tomó una decisión. Ahora ya podía hablar y sabía lo que tenía que decir.
—Voy a volver.
—Vamos a volver todos —comentó Gerard, que añadió tras echar una mirada exasperada a los dragones—. Con el tiempo.
—No, no me refiero a eso —dijo Tas, que tenía problemas con el nudo que se le había hecho en la garganta—. Me refiero a que voy a volver para morir. —Consiguió sonreír y se encogió de hombros—. Ya estoy muerto, ¿sabes?, así que no será un gran cambio.
—¿Estás seguro de eso, Tas? —preguntó Gerard mirando al kender con expresión seria.
Tas asintió con un enérgico cabeceo.
—«Hay demasiados que han sacrificado demasiado...» Es lo que dijo Espejo. Pensé en ello cuando caí por el borde del mundo. Si muero aquí, me dije, donde se supone que no tengo que morir, todo morirá conmigo. Y entonces ¿sabes qué pasó, Gerard? ¡Me asusté! Nunca me había asustado. —Sacudió la cabeza—. No de ese modo.
—Esa caída habría asustado a cualquiera —comentó el caballero.
—No fue la caída. Me asusté porque sabía que si todo moría, sería por mi culpa. Todos los sacrificios que había hecho todo el mundo a lo largo de la historia: Huma, Magius, Sturm Brightblade, Laurana, Raistlin... —Hizo una pausa y después añadió en voz queda—. Incluso lord Soth. E incontables personas más que nunca conoceré. Todo su sufrimiento sería en vano. Sus alegrías y triunfos se olvidarían.
»¿Ves esa estrella roja? ¿Aquella de allí? —siguió Tasslehoff, señalando al cielo.
—Sí, la veo.
—Los kenders me contaron que la gente de la Quinta Era creía que Flint Fireforge vive en esa estrella. Que mantiene encendida su forja para que las personas recuerden la gloria de los viejos tiempos y que así tengan esperanza. ¿Crees que es verdad?
Gerard iba a decir que creía que la estrella sólo era una estrella y que era de todo punto imposible que un enano viviera en ella, pero entonces reparó en el semblante de Tas y cambió de idea.
—Sí, creo que es verdad.
Tas sonrió. Se puso de pie, se sacudió el polvo, se inspeccionó y se colocó bien ropas y saquillos. Después de todo, si Caos iba a pisarlo debía estar presentable.
—La estrella roja es la primera que pienso visitar. A Flint le alegrará verme. Supongo que se habrá sentido solo.
—¿Vas a ir ahora? —preguntó Gerard.
—«No dejes para mañana lo que puedes hacer hoy» —dijo alegremente Tas—. Ése es un chiste sobre viajes en el tiempo —añadió mirando a Gerard—. Todos los que viajamos en el tiempo hacemos ese tipo de chistes. Tendrías que reírte.
—Supongo que no tengo muchas ganas. —Gerard puso la mano en el hombro de Tas—. Espejo tenía razón. Eres sabio, quizá la persona más sabia que conozco, y desde luego la más valerosa. Te respeto y te honro, Tasslehoff Burrfoot.
Gerard desenvainó la espada y saludó al kender del modo que un verdadero caballero saludaba a otro.
Un momento glorioso.
—Adiós —dijo Tasslehoff—. Que tus saquillos nunca estén vacíos.
Rebuscó en el suyo, sacó el ingenio de viajar en el tiempo, lo miró con admiración y pasó los dedos por las gemas que relucían más rutilantes de lo que recordaba haberlas visto brillar jamás. Lo acarició amorosamente y después, alzando la vista hacia la estrella roja, dijo:
—Estoy dispuesto.
—Los dragones han tomado finalmente una decisión. Están dispuestos a regresar a Krynn —anunció Odila—. Y quieren que vayamos con ellos. —Miró a su alrededor—. ¿Dónde está el kender? ¿Se te ha perdido otra vez?
Gerard se limpió la nariz y los ojos y recordó, sonriendo, todas las veces que había pensado que ojalá hubiera perdido de vista a Tasslehoff Burrfoot.
—No se ha perdido —contestó mientras alargaba la mano para tomar la de Odila—. Ya no.
En ese momento una voz de timbre agudo habló desde la oscuridad.
—¡Eh, Gerard, casi se me olvida! Cuando vuelvas a Solace, asegúrate de arreglar la cerradura de la tumba. Está rota.
Los ogros no atacaron de inmediato. Habían tendido bien la emboscada. Los elfos se encontraban atrapados en la cañada, cerrada la salida por ambos extremos. No podían ir a ninguna parte. Los ogros iniciarían el ataque en el momento que quisieran, y querían esperar.
Los elfos, razonaron los ogros, estaban preparados ahora para combatir. El coraje palpitaba en sus venas. El enemigo se les había echado encima tan repentina e inesperadamente que no habían tenido tiempo para asustarse. Pero que el día pasara, que llegara la noche y... Que yacieran desvelados en sus mantas y contemplaran las hogueras encendidas a su alrededor. Que contaran el número de sus enemigos, que temieran que ese número se multiplicara, y, para cuando llegara el amanecer de un nuevo día, tendrían el estómago encogido, las manos temblorosas, y todo su valor acabaría por los suelos vomitado entre arcadas.
Los elfos se movieron de inmediato para repeler el ataque del enemigo y lo hicieron de forma disciplinada, sin dejarse llevar por el pánico, poniéndose a cubierto en árboles y arbustos, detrás de las rocas. Los arqueros buscaron terreno más elevado, eligieron sus blancos, apuntaron con cuidado y esperaron la orden de disparar. Cada arquero tenía una buena reserva de flechas, pero no tardarían en gastarlas y no habría más para reemplazarlas. Tenían que asegurarse de que cada disparo diera en la diana, aunque ellos mismos se daban cuenta de que podían gastar hasta su última flecha y ni siquiera habrían hecho mella en el ingente número de adversarios.
Los elfos estaban preparados. Los ogros no atacaron. Comprendiendo su estrategia, Samar ordenó a los elfos dejar el estado de alerta. Intentaron comer y dormir, pero sin mucho éxito. El hedor de los ogros, semejante a carne podrida, impregnaba la comida. La luz de sus hogueras se colaba por los párpados cerrados. Alhana caminó entre ellos, les habló, les relató historias de antaño para disipar sus temores y darles ánimo. Gilthas hizo otro tanto con los suyos, levantándoles el ánimo, dirigiéndoles palabras de esperanza que ni él mismo creía, que ninguna persona con sentido común creería. No obstante, parecieron dar consuelo a su gente y, cosa extraña, al propio Gilthas. No lo entendía, porque sólo tenía que mirar a su alrededor para ver las hogueras de sus enemigos, tan numerosas como las estrellas. Se dijo, con cierto cinismo, que la esperanza era siempre lo último que el hombre perdía.
La persona que más deseaba Gilthas reconfortar rechazó ese consuelo. La Leona desapareció poco después de llevar a la mensajera al campamento. Salió a galope en su caballo haciendo caso omiso a la llamada de su esposo. Gilthas la buscó por el campamento, pero nadie la había visto, ni siquiera los Elfos Salvajes. Por fin la encontró, mucho después de que hubiera caído la noche. Estaba sentada en una roca, lejos del campamento. Contemplaba la noche, y aunque Gilthas sabía que debía de haberlo oído llegar, porque podía oír a un gorrión moviéndose en la fronda a veinte pasos de distancia, no volvió la cabeza para mirarlo.
No era preciso decirle que corría el peligro de que la sorprendiera algún asaltante ogro. Eso lo sabía ella mejor que él.
—¿Cuántos de tus exploradores faltan? —le preguntó.
—¡Es culpa mía! —dijo amargamente—. ¡Error mío! ¡Tendría que haber visto algo, haber oído algo para no encontrarnos ahora en este peligro! —Gesticuló hacia los picos montañosos—. Mira eso. ¡Los hay a miles! Ogros, que hacen retumbar el suelo con sus pasos, que rompen ramas de árboles y apestan como mierda de vaca reciente. ¡Y no los vi ni los oí! ¡Tanto habría dado que fuera ciega, sorda y muda, y con la nariz cortada, para lo que ha servido que tenga todos los sentidos!
Tras una pausa, añadió en todo duro:
—Faltan veinte. Todos ellos amigos leales y queridos para mí.
—Nadie te culpa de ello.
—¡Me culpo yo! —dijo con voz ahogada.
—Samar dice que algunos de los ogros han desarrollado una magia poderosa. Que sea cual sea la fuerza que obstruye nuestra magia y hace que no funcione o funcione mal, trabaja a favor de los ogros. Sus movimientos están arropados por la hechicería. No puedes culparte por no haberlos detectado.
La Leona volvió la cara hacia él. Tenía el cabello alborotado y los mechones le caían libremente sobre la cara. El rastro de lágrimas había dejado churretes en sus mejillas. Sus ojos ardían.
—Te agradezco que intentes consolarme, esposo, pero el único consuelo es saber que mi fracaso morirá conmigo.
A Gilthas se le rompió el corazón. Se quedó sin palabras. Alargó los brazos y ella se lanzó contra su pecho y lo besó fieramente.
—¡Te amo! —susurró con voz entrecortada—. ¡Te amo tanto!
—Y yo a ti. Eres mi vida, y si esa vida terminara en este mismo instante la bendeciría por haber sido tú parte de ella.
Se quedaron allí, lejos del campamento, durante toda la noche, esperando a los que jamás regresarían.
Los ogros atacaron antes del amanecer, cuando el cielo empezaba a clarear con las primeras luces del día. Los elfos estaban preparados. Ninguno había podido dormir. En el fondo de sus corazones sabían que nadie sobreviviría para ver el mediodía.
Los corpulentos ogros iniciaron el asalto haciendo rodar rocas por las vertientes de los riscos. Eran peñascos enormes, del tamaño de casas, y eso era prueba de la magia de la diosa, pues aunque los ogros eran enormes, con una altura de unos tres metros y de constitución maciza, ni siquiera el más poderoso era lo bastante fuerte para arrancar esas rocas gigantescas y empujarlas montaña abajo. Se oían las voces de los magos ogros entonando palabras de magia, un don de la Reina Oscura.
Los peñascos rodaron hacia la cañada, obligando a huir a los elfos que se habían refugiado entre las piedras y haciendo que los arqueros corrieran para salvar la vida. Los gritos de los moribundos a los que habían aplastado los peñascos resonaban en las montañas y eran respondidos por los aullidos satisfechos de los ogros.
Unos pocos arqueros elfos, furiosos o presas del pánico, malgastaban flechas disparando a un enemigo que estaba fuera de su alcance. Samar los reprendió enfurecido, reiterando que debían esperar a sus órdenes. Gilthas no manejaba el arco, de modo que asió su espada y esperó con gesto sombrío la carga. Tampoco era muy bueno con esa arma, pero había mejorado —o eso le dijo Planchet— y esperaba ser lo bastante hábil para llevarse por delante unos cuantos enemigos y hacer que los espíritus de sus padres se sintieran orgullosos de él.
Gilthas tenía la curiosa sensación de percibir a su madre esa mañana. Le parecía que estaba a su lado, y en cierto momento creyó oír su voz y sentir su roce. La sensación era tan intensa que de hecho se volvió para mirar atrás y ver quién estaba cerca. A quien encontró fue a La Leona, que le sonrió. Lucharían juntos, aquí, al final, y yacerían juntos en la muerte como habían yacido juntos en vida.
Los innumerables ogros eran una masa oscura en lo alto de los riscos. Alzaron las armas y las agitaron para que los elfos vieran claramente la suerte que les esperaba, y a continuación alzaron un grito clamoroso que resonó montaña abajo.
Los elfos aferraron las armas con fuerza y esperaron la arremetida. Gilthas y La Leona se encontraban entre el grupo de mando apiñado en torno a la reina Alhana y los estandartes elfos, el qualinesti y el silvanesti.
Por fin estaban unidos, pero sólo cuando se enfrentaban a la aniquilación, y era demasiado tarde. Gilthas apartó de inmediato aquel amargo pensamiento. Lo hecho, hecho estaba. Habiendo despejado el camino, los ogros empezaron a avanzar inexorablemente montaña abajo, tan numerosos que ennegrecían la ladera. La nación ogra al completo debía de encontrarse allí, comprendió Gilthas.
Alargó la mano y apretó la de La Leona. Llenaría su alma de amor y dejaría que ese amor lo llevara dondequiera que fueran sus almas.
Samar dio la orden de prepararse para disparar. Los arqueros elfos encajaron las flechas en los arcos y apuntaron. Samar alzó la mano, pero no la bajó.
—¡Esperad! —gritó. Estrechó los ojos para ver con más claridad en la distancia—. ¿Qué es eso, mi reina? ¿Estoy imaginando cosas?
Alhana se hallaba en un montículo desde el que tenía mejor vista del campo de batalla para dirigirla, como debía ser. Estaba tranquila, hermosa como siempre. Más aún, si tal cosa era posible, con su expresión severa. Se resguardó los ojos con las manos y miró fijamente hacia el este y al sol que acababa de aparecer sobre las montañas.
—Las fuerzas que están cerca de la cumbre han frenado el avance —informó fríamente, con voz carente de emoción: ni entusiasmo ni desesperación—. De hecho algunos están dando media vuelta.
—Algo los ha asustado —gritó La Leona. Alzó la vista al cielo y señaló—. ¡Allí! ¡Bendito E'li! ¡Allí!
La luz irradió en lo alto, una luz tan brillante que parecía captar los rayos del sol y lanzarlos a la cañada, ahuyentando las sombras. Al principio, Gilthas pensó que algún milagro había llevado el astro a los elfos, pero entonces cayó en la cuenta de que la luz reflejaba otra luz: los rayos del sol en las escamas del vientre de un Dragón Dorado.
El Dorado hizo un profundo picado, dirigiéndose hacia la montaña abarrotada de ogros. Al ver al resplandeciente reptil, las filas en movimiento del enemigo se disolvieron en un caótico revoltijo. Locos de terror, los ogros corrieron montaña arriba y abajo, e incluso hacia los lados, en su empavorecido intento de escapar.
El dragón arrasó la pendiente con su ardiente aliento. Apiñados en aterrorizados grupos, los ogros murieron a cientos. Sus gritos agónicos resonaron en las rocas, unos gritos tan espantosos que algunos elfos se taparon los oídos para no escucharlos.
El Dorado sobrevoló de arriba abajo la montaña. Dragones Plateados más pequeños volaban detrás de él exhalando el mortífero aliento de escarcha que congelaba a los ogros que huían, helándoles la sangre, el corazón y los músculos. Duros como piedras, los cuerpos caían y rodaban cuesta abajo hasta la cañada. Más Dragones Dorados se unieron al ataque, de manera que el cielo parecía estar en llamas con el resplandor de sus escamas. El ejército ogro que se había lanzado ladera abajo alegremente para caer sobre su enemigo atrapado se encontraba ahora en plena retirada. Los dragones los siguieron, cazándolos allí donde quiera que intentaban esconderse.
Los ogros habían enviado a miles de los suyos a ese combate que se suponía descabezaría y arrancaría el corazón al ejército elfo. Unidos al mando de los titanes ogros, instruidos en la disciplina de fuerza de combate, los ogros siguieron la marcha de los elfos con astuta paciencia, esperándolos a que entraran en aquella cañada.
Los ogros perdieron a muchos de los suyos en la batalla de ese día, pero su nación no fue destruida, como algunos elfos y humanos afirmaron posteriormente. Los ogros conocían el territorio, sabían dónde encontrar cuevas en las que esconderse hasta que los dragones se marcharan. Después, al abrigo de la oscuridad, se lamieron las heridas maldiciendo a los elfos y juraron tomarse venganza. Ahora los ogros tenían una firme alianza con la nación de los minotauros. El día de tenerlo en cuenta aún estaba por llegar.
Los ogros que entraron a la carga en la cañada y abordaron a los elfos estaban ciegos de rabia, olvidaron su entrenamiento y sólo buscaban matar. Los elfos acabaron con ellos fácilmente, y al poco tiempo la batalla había terminado. Los ogros llamaron al campo de batalla el Valle de Fuego y Hielo y lo proclamaron maldito. Ningún ogro volvió a pisarlo a partir de entonces.
El cambio en el curso de la batalla fue tan repentino que Gilthas no podía asimilar que estaban a salvo, no conseguía encajar el hecho de que la muerte no avanzaba hacia él con garrotes y lanzas. Los elfos vitoreaban ahora y entonaban cantos de alegría para dar la bienvenida a los dragones, que volaban en círculos en lo alto, con el sol arrancando destellos ardientes en sus escamas resplandecientes.
Dos Dragones Plateados se apartaron del grupo y volaron más bajo en busca de un punto nivelado donde aterrizar. Alhana y Samar se adelantaron para recibirlos, al igual que Gilthas. Al joven rey le maravillaba Alhana. Él temblaba aún por la reacción de librarse del miedo tan repentinamente, de regresar a la esperanza y a la vida de un momento a otro. La elfa afrontaba ese cambio de fortuna con el mismo aplomo frío con el que había afrontado la destrucción sin paliativos.
Los Dragones Plateados tomaron tierra, uno de ellos con movimientos suaves y gráciles, y el otro con la brusca torpeza de un dragoncillo recién salido del huevo. A Gilthas le llamó la atención aquello, hasta que reparó en que aquel dragón estaba lisiado, con los ojos desfigurados y destruidos.
El reptil volaba a ciegas, guiado por su jinete, una Dama de Solamnia. Dos largas trenzas de cabello negro le caían por debajo del brillante yelmo. Saludó a la reina, pero no desmontó. Siguió sentada en el dragón, desenvainada la espada y observando cómo los otros dragones daban caza y destruían al resto del desbaratado ejército ogro. El jinete del otro dragón saludó con la mano.
—¡Samar! —gritó.
—¡Es el caballero Gerard! —exclamó Samar, a quien la sorpresa le hizo salir de su habitual actitud estoica—. Lo reconocería en cualquier parte —añadió mientras Gerard corría hacia ellos—. Es el humano más feo que hayáis visto nunca, majestad.
—A mí me parece muy hermoso —repuso Alhana.
Gilthas percibió lágrimas en su voz, aun cuando no le viera la cara, y empezó a entenderla mejor. Hielo por fuera y fuego por dentro.
El rostro de Gerard se alegró al ver a Gilthas, y se acercó presuroso a saludar al rey qualinesti. Gilthas hizo un gesto con la cabeza, el caballero pilló la indirecta y miró a Alhana. Se frenó de golpe y la contempló fijamente, embelesado. Demasiado impresionado por la belleza de la elfa para pensar en sus buenos modales, se quedó boquiabierto, sin pronunciar palabra.
—Sir Gerard —dijo Alhana—. Vuestra presencia es muy bienvenida.
Sólo entonces, al sonido de su voz, recordó que se encontraba en presencia de la realeza. Hincó la rodilla en tierra e inclinó la cabeza.
—Soy vuestro servidor, señora.
—Levantaos, por favor, sir Gerard —pidió la elfa mientras tendía la mano—. Soy yo quien debería arrodillarme ante vos, porque habéis salvado a mi pueblo de una destrucción inevitable.
—No, señora, yo no —respondió Gerard, que se puso muy colorado, con lo que su poco apariencia atractiva empeoró—. Los dragones acudieron en vuestra ayuda. Yo sólo me uní a ellos y... —Pareció a punto de añadir algo, pero cambió de opinión.
Se volvió hacia Gilthas e hizo una profunda reverencia.
—Me alegra mucho veros vivo y a salvo, majestad. —El tono de su voz se suavizó—. Me apenó muchísimo la noticia de la muerte de vuestra amada madre.
—Gracias, sir Gerard. —Gilthas le estrechó la mano—. Me resulta extraño que los caminos de nuestras vidas se crucen de nuevo... Extraño y, sin embargo, afortunado.
El caballero parecía sentirse violento, y sus llamativos ojos azules iban de uno a otro observando, buscando.
—Sir Gerard, tenéis algo más que decir —intervino Alhana—. Por favor, exponed vuestro temor. Estamos en deuda con vos.
—No, no lo estáis, majestad. —Su modo de hablar y sus modales eran torpes y poco elegantes, como debían de parecerles siempre los humanos a los elfos, pero su voz sonaba seria y sincera—. No quiero que penséis eso. Ésa es la razón de que vacile antes de hablar, sin embargo... —Alzó la vista hacia el sol—. El tiempo corre y nosotros estamos parados. Tengo terribles noticias de las que informaros, y temo decíroslas.
—Si os referís a la toma de nuestra nación por los minotauros, ya se nos ha puesto al corriente de ello —explicó Alhana.
Gerard la miró de hito en hito. Cerró la boca de golpe, que de nuevo se le había quedado abierta de par en par.
—Quizá pueda ayudaros —continuó la reina—. Queréis que cumplamos la promesa hecha por Samar y nos unamos al ataque a Sanction. Teméis que nos sintamos presionados a cumplirla por el hecho de que habéis acudido a nuestro rescate.
—Lord Tasgall quiere que os asegure que los caballeros entenderán si sentís la necesidad de regresar a luchar por vuestra tierra, señora —expuso Gerard—. Sólo puedo decir que nuestra necesidad es muy grande. Sanction está protegida por ejércitos de vivos y de muertos. Tememos que Takhisis planea gobernar ambos mundos, el mortal y el inmortal. Si tal cosa ocurre, si tiene éxito, la oscuridad nos envolverá a todos. Necesitamos vuestra ayuda, señora, y la de vuestros valientes guerreros si queremos detenerla. Los dragones se han ofrecido a llevaros allí, ya que también se unirán a la batalla.
—¿Tenéis noticias de mi hijo? ¿Sigue vivo Silvanoshei? —preguntó Alhana, cuyo semblante palideció.
—Lo ignoro, señora —repuso, evasivo, Gerard—. Espero y confío que sea así, pero no puedo asegurarlo.
Alhana asintió y entonces hizo algo inesperado. Se volvió hacia Gilthas.
—Sabes cuál ha de ser mi respuesta, sobrino. Mi hijo está prisionero. Haré cuanto esté en mi mano para liberarlo. —Un rubor intenso tiñó sus mejillas—. Pero, como rey de tu pueblo, tienes derecho a expresar tu opinión.
Gilthas habría debido sentirse complacido, vindicado, pero había pasado toda la noche en vela y lo único que sentía era un cansancio abrumador.
—Sir Gerard, si ayudamos a los caballeros a reconquistar Sanction, ¿podemos esperar que a su vez los caballeros nos ayuden a reconquistar nuestra tierra?
—Eso ha de decidirlo el Consejo de Caballeros, majestad —contestó Gerard, incómodo. Consciente de la vaguedad de su respuesta, agregó, falto de convicción—. Ignoro lo que harán los otros caballeros, majestad, pero yo me comprometo de buen grado con vuestra causa.
—Os lo agradezco, señor —dijo Gilthas, que se volvió hacia Alhana—. Me opuse a esta marcha al principio. No lo oculté. La catástrofe que temía, ha ocurrido. Ahora somos exiliados, sin una nación. Sin embargo, como dice este gallardo caballero, si incumplimos la promesa hecha por Samar de ayudar a los caballeros en su lucha, la Reina Oscura triunfará. Su primera acción será destruirnos completamente, aniquilar a nuestro pueblo. Estoy de acuerdo. Debemos marchar contra Sanction.
—Ya tenéis vuestra respuesta, sir Gerard —manifestó Alhana—. Somos un pueblo, qualinestis y silvanestis, y nos uniremos a las otras gentes libres de Ansalon para combatir y destruir a la Reina de la Oscuridad y a sus ejércitos.
Gerard contestó de modo adecuado. Era obvio que se sentía aliviado y ahora ansioso de partir. Los dragones volaban en círculo sobre ellos y las sombras de sus grandes alas se deslizaban grácilmente sobre el suelo. Los elfos saludaron a los dragones con gritos de gozo, lágrimas y bendiciones, y los reptiles inclinaron las orgullosas cabezas en respuesta a los saludos.
Los Dragones Plateados y Dorados empezaron a descender a la cañada, uno o dos a la vez. Los guerreros elfos se encaramaban a lomos de los reptiles, apiñándose tantos como era posible. Así habían ido a la batalla los elfos en los tiempos de Huma. Así habían ido a la batalla durante la Guerra de la Lanza. En el aire se respiraba una sensación histórica. Los elfos empezaron a entonar de nuevo cantos de gloria, de victoria.
Alhana, montada en un Dragón Dorado, se puso a la cabeza. Alzó la espada y lanzó un grito de guerra elfo. Samar levantó su espada y se unió a su grito. El Dorado alzó el vuelo llevando a la reina de los silvanestis y sobrevoló las montañas en dirección oeste, hacia Sanction. El Dragón Plateado ciego partió guiado por su amazona.
Gilthas se ofreció a quedarse el último para asegurarse de que se daba a los muertos los ritos apropiados y de que sus cuerpos se quemaban con el fuego de los dragones ya que no había tiempo de enterrarlos ni de llevarlos de vuelta a su patria. Su esposa permaneció junto a él.
—Los caballeros no acudirán en nuestra ayuda, ¿verdad? —preguntó bruscamente La Leona mientras el último dragón esperaba, listo para transportarlos.
—No acudirán —dijo Gilthas—. Nosotros moriremos por ellos y se desharán en elogios, pero cuando la batalla esté ganada, volverán a sus casas. No vendrán a morir por nosotros.
Juntos, La Leona, él y los últimos guerreros qualinestis, se remontaron en el cielo. Los cantos de los elfos sonaban fuertes, gozosos, y llenaban la cañada de música.
Después sólo quedaron ecos.
Y éstos se apagaron, dejando únicamente silencio y humo.
Galdar no había visto a Mina desde su regreso triunfal a Sanction. El corazón del minotauro estaba tan dolorido como su cuerpo, y puso como excusa sus heridas para permanecer en su tienda, negándose a ver o hablar con nadie. Estaba muy sorprendido de seguir con vida, ya que Takhisis tenía buenas razones para odiarlo, y nunca se había mostrado clemente con quienes se volvían contra ella. Galdar suponía que Mina tenía mucho que ver con el hecho de que no yaciera convertido en una masa de carne calcinada junto al cadáver de Malys.
El minotauro no se había quedado a escuchar la conversación entre Takhisis y Mina. Su rabia era tal que habría querido derrumbar la montaña piedra a piedra con sus propias manos, pero temía que su ira perjudicase a Mina en lugar de ayudarla, de modo que se alejó para rumiar su cólera en soledad. Regresó a la cueva sólo cuando oyó a Mina llamarlo.
La encontró totalmente restablecida, curada. No le sorprendió. No esperaba menos. Mientras se protegía la mano magullada —había descargado su ira contra las piedras— la contempló en silencio y esperó a que hablara ella primero.
Sus ojos ambarinos eran fríos y duros. Todavía podía verse a sí mismo atrapado en ellos, una pequeña figura inmovilizada.
—Me habrías dejado morir —le dijo en tono acusador.
—Sí —contestó sin vacilar—. Mejor que hubieras muerto con el halo de tu gloria reciente que vivas como una esclava.
—Es nuestra diosa, Galdar. Si me sirves a mí, la sirves a ella.
—Te sirvo a ti, Mina —repuso el minotauro, y ése fue el final de la conversación.
Mina pudo haberlo expulsado. Pudo haberlo matado. Sin embargo, echó a andar por la larga trocha que descendía de los Señores de la Muerte y él la acompañó. Sólo volvió a hablarle una vez, y fue para ofrecerse a curarle las heridas. Él rehusó. Caminaron en silencio hasta Sanction y no habían vuelto a hablar desde entonces.
La alegría por el retorno de Mina fue tumultuosa. Había habido quienes estaban convencidos de su muerte y quienes estaban seguros de que seguía viva, y era tal el nivel de ansiedad y temor que las dos facciones se habían enzarzado a golpes. Los caballeros de Mina discutían entre ellos, sus comandantes se peleaban y porfiaban. Los rumores corrían por las calles, las mentiras se convertían en verdades, y la verdad degeneraba en mentiras. A su regreso, Mina encontró una ciudad sumida en el caos y la anarquía. Su nombre fue lo único que hizo falta para reinstaurar el orden.
—¡Mina! —fue el jubiloso grito en las puertas cuando apareció—. ¡Mina!
El nombre resonó estruendosamente por toda la ciudad como el alegre toque de campanas que anuncian una boda, y faltó poco para que la arrollaran quienes la aclamaban y gritaban lo agradecidos que estaban de verla viva. Si Galdar no la hubiera cogido en brazos, sin decir palabra, y la hubiera subido sobre sus fuertes hombros para que todo el mundo la viera, habría podido acabar muerta por amor.
Galdar pudo haberle hecho notar que era su nombre el que aclamaban, a ella a la que seguían, a la que obedecían. Pero no dijo nada y ella tampoco. El minotauro escuchó el relato de la destrucción del tótem, de la aparición de un Dragón Plateado que había atacado el tótem y que, como represalia, había sido atacado y cegado por las arrojadas tropas de Mina. Escuchó historias sobre la perfidia y la traición de la sacerdotisa solámnica que se había unido al Dragón Plateado en la lucha y que después ambos habían partido.
Tendido en su camastro, reponiéndose de las heridas, Galdar recordó la primera vez que había visto al mendigo cojo que había resultado ser un Dragón Azul. Iba en compañía del hombre ciego de cabello plateado. Galdar caviló sobre eso.
Fue a ver los restos del tótem. La pila de ceniza que habían sido cientos de cráneos de dragones seguía allí. Mina no se acercaría a ella. Tampoco volvió a la nave del altar, ni a su cuarto en el templo, y trasladó sus cosas a alguna ubicación desconocida.
En la nave del altar, todas las velas se habían derretido en un gran charco de cera teñida de gris por las cenizas. Los bancos estaban volcados y algunos ennegrecidos por el fuego. La penetrante peste a humo y a magia lo impregnaba todo. El suelo aparecía sembrado de esquirlas de ámbar, lo bastantes afiladas para traspasar la suela de una bota. Nadie se atrevía a entrar en el templo, del que se decía que estaba imbuido del espíritu de la mujer cuyo cuerpo había estado aprisionado en el sarcófago de ámbar y que ahora era un montón de ceniza.
—Al menos uno de nosotros consiguió escapar —les dijo Galdar a las cenizas, a las que dedicó un saludo militar.
También faltaba el cuerpo de uno de los hechiceros. Nadie supo decir al minotauro qué había sido del cuerpo de Palin Majere. Algunos afirmaban haber visto a una figura vestida de negro de la cabeza a los pies sacándolo de allí, en tanto que otros afirmaban que habían visto al hechicero Dalamar hacerlo pedazos con sus propias manos. A una orden de Mina, se emprendió la búsqueda del cuerpo de Palin, pero no se encontró y, finalmente, la joven mandó poner fin a las pesquisas.
El cuerpo de Dalamar permanecía en el templo abandonado, mirando a la oscuridad, aparentemente olvidado, con las manos manchadas de sangre.
Había otra noticia. Al carcelero se le obligó a confesar que durante la confusión provocada por el ataque de Malys, el elfo Silvanoshei había escapado de su celda en la prisión y aún no se le había capturado. Se creía que el elfo seguía en la ciudad, ya que se habían apostado vigilantes en las puertas para localizarlo, y nadie lo había visto.
—Está en Sanction —dijo Mina—. De eso de no te quepa duda.
—Lo encontraré —juró el carcelero—. Y cuando lo haga, te lo traeré directamente a ti, Mina.
—Estoy demasiado ocupada para encargarme de él —replicó duramente la joven—. Si lo encuentras, mátalo. Ya ha servido al propósito por el que estaba aquí.
Los días pasaron y el orden se restableció. Al elfo no se lo encontró y en realidad nadie se molestó mucho en buscarlo. Ahora corría el rumor de que Mina estaba haciendo reconstruir y acondicionar el Templo de Duerghast, que llevaba abandonado y en ruinas mucho tiempo. Dentro de un mes llevaría a cabo una gran ceremonia en el templo, si bien el propósito y la naturaleza de la misma se mantenían en secreto. Sería el momento más grande en la historia de Krynn, uno que se celebraría y se recordaría durante mucho tiempo. Al poco tiempo, en todo Sanction se comentaba que a Mina se le iba a recompensar con la divinidad.
El primer día que Galdar oyó tal cosa, suspiró profundamente. Ese mismo día Mina acudió a verlo.
—Galdar —llamó desde fuera de su tienda—. ¿Puedo entrar?
El minotauro respondió afirmativamente con un gruñido y la joven pasó.
Mina había perdido peso; sin estar Galdar con ella, no había nadie que la persuadiera para que comiese. Y tampoco para que durmiera, al parecer, ya que estaba demacrada, exhausta. Parpadeaba muy a me nudo y sus dedos toqueteaban inconscientemente las hebillas de la armadura de cuero. Tenía pálida la tez, excepto unas marcas febriles en los pómulos. El cabello pelirrojo le había crecido más de lo que Galdar recordaba haber visto nunca, y se ensortijaba en torno a las orejas y sobre la frente. No se levantó para recibirla, sino que permaneció sentado en el camastro.
—Comentan que te quedas en tu tienda porque no estás bien —dijo la joven mientras lo observaba atentamente.
—Ya me encuentro mejor —contestó, negándose a mirar los ojos ambarinos.
—¿Estás en condiciones de volver a ocuparte de tus tareas?
—Si tú quieres... —Dio énfasis a la palabra.
—Sí. —Mina empezó a pasear de un lado a otro de la tienda y a minotauro le sorprendió verla nerviosa, intranquila—. Habrás oído lo que se dice respecto a convertirme en una deidad.
—Lo he oído. Deja que adivine. A su Oscura Majestad no le complace.
—Cuando entre triunfante en el mundo, Galdar, entonces no habrá dudas de a quién venerará la gente. Es sólo que... —Hizo una pausa, incapaz de explicarse o quizá detestando admitir que era necesaria la explicación.
—No es culpa tuya, Mina —dijo Galdar, cediendo y apiadándose de ella—. Tú estás en el mundo. La gente puede verte, oírte, tocarte. Tú realizas los milagros.
—Siempre en su nombre —insistió ella.
—Y sin embargo nunca impediste a la gente que clamara tu nombre —observó Galdar—. Nunca les dijiste que clamaran al dio. Único. Siempre es: «¡Mina! ¡Mina!».
La joven guardó silencio unos instantes.
—No lo impedí porque me gusta, Galdar —dijo después en voz queda—. No puedo evitarlo. Percibo el amor en sus voces. Lo veo en sus ojos. Su amor me hace sentir que soy capaz de lograr cualquier cosa, que puedo hacer milagros...
Enmudeció. Pareció darse cuenta de repente de lo que había dicho.
«Que puedo hacer milagros.»
—Ahora lo entiendo —musitó—. Ahora sé por qué fui castigada. Me sorprende que el Único me perdonara. Pero la resarciré.
«¡Te abandonó, Mina! —quiso gritar el minotauro—. Si hubieras muerto habría encontrado a otra persona para que la sirviera. Pero no pereciste, así que acudió corriendo con su cuento de "someter a prueba" y "castigar".»
Las palabras le quemaban en la lengua, pero mantuvo cerrada la boca para no pronunciarlas, porque si lo hacía Mina se pondría furiosa. Le daría la espalda, quizá para siempre, y él era el único amigo que tenía ahora, el único que veía claramente el camino que la aguardaba. Se tragó las palabras, aunque casi lo ahogaron.
—¿Qué es eso que he oído sobre restaurar el viejo templo de Duerghast? —preguntó para cambiar de tema.
El semblante de Mina se iluminó. Sus ojos ambarinos relucieron con un atisbo de su anterior entusiasmo.
—Allí es donde tendrá lugar la ceremonia, Galdar. Allí es donde el Único manifestará su poder. ¡Se celebrará en el estadio y será magnífica, Galdar! Todo el mundo estará allí para rendir pleitesía al Único... incluidos sus enemigos.
A Galdar le estaba dando dolor de tripas por haberse tragado las palabras antes. Volvió a sentirse enfermo, y siguió sentado en la cama, sin decir nada. No podía mirarla, no podía sostenerle la mirada, no soportaba verse a sí mismo, aquel minúsculo ser, aprisionado en el ámbar. Mina se acercó a él y le tocó la mano, pero el minotauro siguió eludiendo su rostro.
—Galdar, sé que te he hecho daño. Sé que tu cólera era en realidad miedo... Miedo por mí. —Sus dedos apretaron la mano del minotauro—. Tú eres el único que se preocupó realmente por mí, Galdar. Por mí, por Mina. A los demás sólo les importa lo que puedo hacer por ellos. Dependen de mí como niños, y como a niños he de guiarlos.
»No puedo depender de ellos. Pero sí de ti, Galdar. Volaste conmigo a una muerte segura, y no tuviste miedo. Te necesito ahora. Necesito tu fortaleza y tu coraje. No sigas enfadado conmigo. —Hizo una pausa y añadió—. No sigas enfadado con ella.
Los pensamientos del minotauro volvieron a la noche que había visto a Mina emerger de la tormenta, anunciando el trueno, nacida del fuego. Recordó el estremecimiento que sintió cuando le tocó la mano, ésta, la que era su regalo. Tenía tantos recuerdos de ella, cada uno unido a otro para formar una cadena dorada que los unía a ambos. Alzó la cabeza y la miró, la vio humana, pequeña, frágil, y de repente sintió un miedo inmenso por ella.
Era tanto el miedo que incluso mentiría por ella.
—Lo siento, Mina —dijo con voz áspera—. Estaba enfadado con... —Hizo una pausa. Había estado a punto de decir «Takhisis», pero le asqueaba pronunciar su nombre. Intentó salir del paso—. Estaba enfadado con el Único. Ahora lo entiendo, Mina. Acepta mis disculpas.
La joven sonrió y le soltó la mano.
—Gracias, Galdar. Tienes que venir conmigo a ver el templo. Todavía queda mucho que hacer para que esté listo para la ceremonia, pero he iluminado el altar y...
Sonó el toque de los cuernos. El sonido de tambores acompañó sus palabras.
—¿Qué ocurre? —preguntó Mina mientras se dirigía a la entrada de la tienda y se asomaba, irritada—. ¿Qué demonios hacen?
—Es el toque de llamada a las armas, Mina —contestó Galdar, alarmado. Recogió rápidamente su espada—. Deben de estar atacándonos.
—Eso es imposible —dijo ella—. El Único ve, oye y lo sabe todo. Me habría advertido...
—Sea como sea, ésa es la llamada a las armas —insistió Galdar, exasperado.
—No tengo tiempo para eso —repuso ella, irritada—. Hay mucho que hacer en el templo.
El toque de tambores sonó más fuerte, más insistente.
—Supongo que tendré que ocuparme de eso. —Mina salió de la tienda caminando deprisa, su enojo era claramente palpable en su semblante.
En las calles reinaba una gran confusión, con la gente mirando neciamente en dirección a las murallas, como si pudiera adivinar lo que ocurría simplemente con mirar, en tanto que otros demandaban a voces respuestas a gente que estaba tan desconcertada como ellos. Los más sensatos corrían hacia sus acuartelamientos para coger las armas, razonando que lo primero era equiparse y después enterarse contra quién luchaban.
Galdar se abrió paso por las calles abarrotadas de personas presas del pánico. Su vozarrón ordenaba a la gente que se apartara. Sus fuertes brazos agarraban y echaban a un lado a los que no le hacían caso. Mina lo seguía de cerca, y al verla la gente se puso a vitorearla y a clamar su nombre.
—¡Mina! ¡Mina!
Al mirar atrás, Galdar la vio todavía molesta por la interrupción, todavía convencida de que aquello no era nada. Llegaron a la Puerta Oeste, y justo en el momento en el que las enormes puertas se cerraban con un ruido estruendoso, el minotauro alcanzó a ver de refilón a uno de sus exploradores, un Dragón Azul, que había aterrizado fuera de las murallas. El jinete del dragón hablaba con el caballero al mando en la puerta.
—¿Qué ocurre? ¿Qué pasa aquí? —demandó Mina, que se abrió paso hacia el oficial apartando a empujones a la gente—. ¿Por qué tocaste la alarma? ¿Quién dio la orden?
Caballero y jinete se volvieron hacia ella y ambos se pusieron a hablar a la vez. Soldados y caballeros se apiñaron alrededor de Mina, incrementando el caos al levantar la voz para hacerse oír también.
—Un ejército conducido por Caballeros de Solamnia viene de camino a Sanction, Mina —dijo el jinete de dragón, que respiraba entre jadeos—. Los acompaña un ejército de elfos en el que ondean los dos estandartes, el qualinesti y el silvanesti.
La joven asestó una mirada iracunda al caballero al cargo de la puerta.
—¿Y por eso das la alarma y desatas el pánico? Quedas relegado del mando. Galdar, encárgate de que se azote a este hombre. —Mina se volvió hacia el jinete de dragón. Sus labios se torcieron en una mueca—. ¿A qué distancia está ese ejército? ¿A cuántas semanas de marcha?
—Mina... —El jinete tragó saliva—. No marchan a pie. Vuelan en dragones. Dragones Dorados y Plateados. Cientos de ellos...
—¡Dragones Dorados! —gritó un hombre, y antes de que Galdar pudiera impedírselo, el necio salió corriendo mientras propagaba la noticia a voz en cuello, despavorido. Toda la ciudad lo sabría en cuestión de minutos.
Mina miró fijamente al jinete. Se había puesto blanca como el papel, como si no le quedara una gota de sangre en el cuerpo. Parecía más muerta que viva, más incluso que cuando había estado a un paso de la muerte. Temiendo que se desplomara, Galdar alargó la mano para sostenerla, pero ella lo apartó bruscamente.
—Imposible —masculló entre los lívidos labios—. Los Dragones Dorados y Plateados desaparecieron de este mundo para nunca más volver.
—Siento contradecirte, Mina —dijo, vacilante, el jinete—, pero los vi con mis propios ojos. A nosotros —señaló hacia el exterior de la muralla, donde se encontraba la hembra Azul que utilizaba de montura, con los flancos agitados por la respiración jadeante y las alas y la cabeza hundidas por el agotamiento— nos cogieron por sorpresa y faltó poco para que nos mataran. Hemos llegado vivos a duras penas.
Los caballeros se agruparon alrededor de la joven con aire tenso.
—¿Tus órdenes, Mina?
—He de actuar ahora mismo —musitó, pero hablaba para sí misma—. La ceremonia no puede esperar.
—¿A qué distancia están los dragones? —preguntó Galdar al jinete.
El hombre echó un vistazo atemorizado al cielo.
—Venían pisándonos los talones. Me sorprende que no se los vea ya...
—Mina, despacha una orden —dijo el minotauro—. Convoca a los Dragones Rojos y Azules. Muchos de los antiguos subalternos de Malys todavía siguen en las cercanías. ¡Convócalos a la batalla!
—No vendrán —dijo el jinete de dragón.
—¿Por qué no? —lo interrogó la joven volviendo la vista hacia él.
El hombre señaló con el pulgar hacia atrás, hacia la hembra Azul.
—No lucharán contra los de su propia especie. Tal vez la vieja animosidad reaparezca más adelante, pero no ahora. Estamos solos.
—¿Qué hacemos, Mina? —demandaron sus caballeros con voz enronquecida por el miedo—. ¿Cuáles son tus órdenes?
Mina no contestó. Permaneció callada, con aire abstraído. No los escuchaba; estaba oyendo otra voz.
Galdar sabía muy bien de quién era esa voz y estaba decidido a que esta vez lo escuchara a él. La asió del brazo y la sacudió.
—Sé lo que estás pensando, y no podemos hacerlo, Mina —dijo—. ¡No podemos resistir un ataque así! Sólo el miedo al dragón amedrentará a la mayor parte de las tropas, las dejará incapacitadas para la lucha. Las murallas y el foso de fuego no detendrán a los dragones.
—Tenemos el ejército de muertos...
—¡Bah! —resopló el minotauro—. Los Dragones Dorados no temen a las almas de humanos muertos ni de goblins muertos ni de ninguno de esos pobres infelices cuyos espíritus ha retenido el Único. En cuanto a los solámnicos, ya han luchado antes contra los muertos, y esta vez estarán preparados para afrontar el miedo.
—Entonces ¿qué aconsejas, Galdar? —inquirió fríamente Mina—. Ya que pareces tan seguro de que no podemos vencer.
—Mi consejo es que nos larguemos cuanto antes de aquí —repuso sin rodeos el minotauro, y los caballeros apoyaron su idea—. Si nos marchamos ahora podremos evacuar la ciudad, escapar a las montañas. Este lugar es un laberinto de túneles. Los Señores de la Muerte nos han protegido antes y nos protegerán ahora. Podemos retirarnos a Jelek o a Neraka.
—¿Retirarnos? —Mira le asestó una mirada abrasadora e intentó soltar el brazo de un tirón—. ¡Eres un traidor sólo por pronunciar esas palabras!
Galdar mantuvo sujeto el brazo de la joven con determinación.
—Deja que los solámnicos se queden con Sanction, Mina. Se la quitamos una vez y podemos arrebatársela de nuevo. Todavía dominamos Solamnia. Solanthus es nuestra, igual que Palanthas.
—No, no es así. —Mina siguió forcejando para soltarse—. Ordené a la mayoría de las tropas que marcharan hacia aquí, que vinieran a Sanction para que presenciaran la gloria del Único.
Galdar abrió la boca y después la cerró bruscamente, con un chasquido de dientes.
—¡No imaginé que habría dragones! —gritó Mina.
El minotauro se vio reflejado en sus ojos y advirtió que su imagen se iba haciendo más y más pequeña. La soltó.
—No retrocederemos —manifestó la joven.
—Mina...
—Escuchad todos. —Los reunió con una sola mirada, todas las diminutas figuras petrificadas en los ojos ambarinos—. Tenemos que conservar esta ciudad cueste lo que cueste. Cuando la ceremonia haya terminado y el Único entre en el mundo no habrá fuerza alguna en Krynn capaz de oponérsele. Los destruirá a todos.
Los oficiales se quedaron mirándola en silencio, sin moverse. Algunos dieron un respingo y echaron ojeadas al cielo. Galdar sintió una punzada de miedo atenazándole las entrañas, miedo al dragón que, aunque distante aún, se acercaba velozmente.
—Bien ¿a qué esperáis? —demandó Mina—. Regresad a vuestros puestos.
Nadie se movió. Nadie vitoreó. Nadie entonó su nombre.
—¡Se os ha dado una orden! —gritó la joven con voz ronca—. Galdar, ven conmigo.
Dio media vuelta para marcharse. Sus caballeros no se movieron. Le cerraban el paso con sus cuerpos. Ella iba sin armas; no se le había ocurrido coger una.
—Galdar, mata a cualquier hombre que intente detenerme —dijo.
El minotauro llevó la mano a la empuñadura de su espada.
Uno tras otro, los caballeros se apartaron y abrieron un paso.
Mina caminó entre ellos con el semblante tan frío como la muerte.
—¿A dónde vas? —demandó Galdar mientras la seguía.
—Al templo. Hay mucho que hacer y disponemos de muy poco tiempo para hacerlo.
—Mina —le susurró al oído en tono urgente—, no puedes dejar que se enfrenten solos a esto. Por amor a ti encontrarán el valor necesario para aguantar y luchar contra los Dragones Dorados, pero si no estás aquí...
Mina se detuvo.
—¡No luchan por amor a mí! —La voz le temblaba—. ¡Luchan por el Único! —Se volvió para mirar a sus caballeros—. Oídme bien. Libraréis esta batalla por el Único. Tenéis que defender la ciudad en su nombre. Cualquier hombre que huya ante el enemigo conocerá la ira del Único.
Sus caballeros agacharon la cabeza y dieron media vuelta. Pero no caminaban enorgullecidos de vuelta a sus puestos como podían haber hecho antaño, sino que iban como escabulléndose, el gesto hosco.
—¿Qué les pasa? —preguntó Mina consternada, desconcertada.
—Antes te seguían por amor, Mina. Ahora te obedecen como lo haría un perro azotado, por miedo al látigo. ¿Es eso lo que quieres?
La joven se mordió el labio, aparentemente indecisa, y Galdar confió en que rehusara atender a la voz. Que hiciera lo que le parecía honorable, lo que creía justo. Que siguiera leal a sus hombres, como ellos le habían sido leales a pesar de los muchos peligros y penalidades.
Mina endureció el gesto y sus ojos ambarinos reflejaron dureza.
—Que corran esos perros. No los necesito. Tengo al Único. Voy al templo a preparar la ceremonia. ¿Vienes? —demandó—. ¿O también vas a salir corriendo?
Galdar miró los ojos ambarinos y ya no se vio en ellos. Ya no vio a nadie. Estaban vacíos.
Echó a andar sin esperar su respuesta, sin mirar si la seguía. Le daba igual una cosa u otra.
El minotauro vaciló. Miró hacia la Puerta Oeste, donde los caballeros estaban reunidos en grupos que hablaban en voz baja. Dudaba mucho de que estuvieran discutiendo estrategias para la batalla. Un alboroto de gritos empezó a levantarse en las calles a medida que se extendía la noticia de que cientos de Dragones Dorados y Plateados iban a caer sobre Sanction. Nadie hacía nada para disipar el terror. Ahora cada cual pensaba sólo en sí mismo y sólo tenía un pensamiento en la cabeza: sobrevivir. A no tardar estallaría un tumulto cuando hombres y mujeres se convirtieran en animales salvajes, mordiendo, arañando y luchando para salvar el pellejo. En su pánico, podría muy bien ocurrir que se destruyeran a sí mismos antes de que el ejército de su enemigo hubiera llegado.
«Si me quedo en las murallas podría agrupar a unos cuantos —pensó Galdar—. Encontraría algunos que combatirían el terror y lucharían conmigo. Tendría una muerte honorable, digna.»
Siguió con la mirada a Mina, que se alejaba sola, a excepción de la vaga figura de cinco cabezas que se cernía sobre ella, la rodeaba, la aislaba de todos los que la habían amado o admirado.
—¡Grandísima zorra! —masculló Galdar—. No te librarás de mí tan fácilmente.
Asió su espada y corrió en pos de Mina.
Mina se equivocó cuando le dijo a Galdar que era el único al que le importaba. Había otra persona a la que le importaba, y mucho. Silvanoshei corrió tras ellos, empujando para abrirse paso entre la multitud que ahora se apiñaba en las calles presa del pánico, y procurando no perderla de vista.
Se había quedado en Sanction para saber qué le había pasado a Mina, y su alegría cuando supo que estaba viva fue sincera a pesar de que su regreso supuso ponerlo de nuevo en peligro. La gente había empezado a recordar de pronto haber visto a un elfo deambulando por Sanction.
Se había visto obligado a esconderse. Un kender le descubrió amablemente el sistema de túneles que zigzagueaban por el subsuelo de la ciudad. Los elfos aborrecían vivir bajo tierra, y Silvanoshei sólo había sido capaz de permanecer en los túneles durante cortos períodos de tiempo antes de tener que salir al exterior empujado por la necesidad de respirar aire fresco. Robó comida para sustentarse, y también robó una capa con embozo y un pañuelo para ocultar sus rasgos elfos.
Rondaba por las ruinas del tótem esperando una oportunidad de hablar con Mina, pero ella no apareció. Su temor aumentó al pensar si la joven se habría marchado de Sanction o si habría caído enferma. Entonces, por casualidad, escuchó el rumor de que se había trasladado del Templo del Corazón al derruido Templo de Duerghast, que se alzaba en las afueras de la ciudad.
Construido en honor de algún falso dios ideado por un culto demente, el templo era conocido por tener un estadio donde llevaban a las personas destinadas a sacrificios humanos para diversión de una clamorosa multitud. Durante la Guerra de la Lanza, lord Ariakas se había apropiado del templo y las mazmorras se habían utilizado para torturar a los prisioneros.
El templo tenía fama de ser un lugar maligno, y en los últimos tiempos, durante el gobierno de Hogan Rada, se había hablado de arrasarlo. Los temblores de tierra habían abierto grandes grietas en sus paredes, debilitando la estructura hasta el punto de que nadie se atrevía a acercarse siquiera a él por miedo a que se derrumbara en cualquier momento. Los ciudadanos de Sanction habían decido dejar que los Señores de la Muerte acabaran el trabajo.
Entonces surgió la noticia de que Mina planeaba reconstruir el templo, transformarlo en un lugar de adoración al Único.
El Templo de Duerghast se encontraba al otro lado del foso de lava que rodeaba Sanction. No se podía llegar a él por tierra sin salvar el río de lava. En consecuencia, Silvanoshei había llegado a la conclusión de que Mina no tendría más remedio que entrar en el templo a través de uno de los túneles. Había recorrido de aquí para allá el sistema de túneles, perdiéndose en más de una ocasión, hasta que por fin dio con lo que buscaba: un túnel que se extendía por debajo del lienzo de la muralla meridional.
Silvanoshei planeaba explorar ese túnel cuando se dio la alarma. Vio al jinete de dragón sobrevolar la ciudad y aterrizar fuera de la Puerta Oeste. Suponiendo que Mina acudiría a hacerse cargo de la situación, Silvanoshei se ocultó entre la multitud ansiosa de ver a la joven. Se acercó todo cuanto aconsejaba la cautela, ansiando, contra toda esperanza, atisbar a la joven aunque fuera un instante.
Entonces la vio, rodeada de sus caballeros y hablando con el jinete de dragón. De repente un hombre se apartó del grupo y corrió hacia la multitud gritando que se aproximaban Dragones Dorados y Plateados, reptiles montados por Caballeros de Solamnia. La gente juró y maldijo y empezó a empujar sin contemplaciones. Silvanoshei recibió tal empellón que faltó poco para que diera con sus huesos en el suelo. En medio del tumulto se esforzó por no perderla de vista.
La noticia de los dragones y los caballeros le importaba poco. Pensó en ella sólo bajo la perspectiva de cómo afectaría a Mina. Estaba convencido de que la joven dirigiría la batalla, y temió que no tendría ocasión de hablar con ella. Se quedó estupefacto hasta lo indecible cuando la vio dar media vuelta y alejarse, abandonando a sus tropas.
Lo que para sus caballeros representaba una pérdida para él fue una bendición. La voz de Mina le llegó con claridad.
—Voy al templo a preparar la ceremonia.
Por fin. Quizá encontraría el modo de hablar con ella.
Silvanoshei entró en el túnel que había descubierto confiando en que sus cálculos fueran correctos y que lo condujera bajo el foso de lava hasta el Templo de Duerghast. La esperanza del elfo casi se esfumó cuando descubrió que el techo del túnel estaba parcialmente desplomado. Siguió adelante sorteando los escombros de piedra y tierra y, finalmente, encontró una escalera de mano que conducía a la superficie.
La subió rápidamente, si bien tuvo el sentido común de detenerse cuando se acercó a la parte superior. Una trampilla de madera cerraba el acceso al túnel y lo ocultaba a quienes estuvieran arriba. Cuando empujó la trampilla su mano traspasó la madera podrida y una cascada de polvo y astillas le cayó encima. Cautelosamente, se asomó por el agujero de la trampilla. La intensa luminosidad del sol casi lo cegó. Parpadeó y esperó a que los ojos se acostumbraran a la luz.
El Templo de Duerghast se hallaba a corta distancia.
Para llegar a él tendría que cruzar un espacio abierto. Estaría a la vista de cualquiera que hubiera en las murallas. Silvanoshei dudaba que alguien lo viera o le prestara atención. Todos los ojos estaban vueltos al cielo.
El elfo se abrió paso trabajosamente por el agujero y atravesó corriendo el espacio descubierto hasta refugiarse en la sombra que arrojaba la muralla exterior del templo. Construida con bloques de granito negro, la muralla formaba un cuadrado. Dos torres guardaban la entrada principal. Silvanoshei rodeó la muralla que circundaba el edificio y buscó un sitio por donde entrar. Llegó a una de las torres, donde había dos puertas, una a cada extremo.
Pesadas planchas de hierro, accionadas por cabrestantes, hacían las veces de portones. Aunque cubiertos de óxido, los portones de hierro seguían en su sitio y probablemente continuarían estándolo cuando el resto del templo se hubiese derrumbado a su alrededor. Por allí no podía pasar, pero sí por una parte de la muralla que se había desplomado y formado un montón de cascotes. Trepar por allí no resultaría fácil, pero él era ágil. Estaba convencido de que podía hacerlo.
Dio un paso hacia la muralla y se frenó de golpe, sin salir de las sombras. Había captado un movimiento por el rabillo del ojo.
Alguien más había ido al Templo de Duerghast. Un hombre se encontraba plantado delante, observando la construcción. Silvanoshei pensó que debía de estar ciego para no haber reparado en él. Con todo, habría jurado que allí no había habido nadie cuando giró en la esquina.
A juzgar por su aspecto, el hombre no era un guerrero. Era muy alto, más que la media. No llevaba espada ni portaba arco al hombro. Vestía pantalón de paño marrón, túnica verde y parda, y botas altas de cuero. Una capucha, también de color verde, le cubría la cabeza y los hombros. Silvanoshei no veía el rostro del hombre.
«¿Qué hace aquí este necio? —pensó el elfo, que echaba chispas—. Nada, al parecer, salvo mirar el templo de hito en hito, como un kender en día de fiesta.» No llevaba armas, no representaba una amenaza, pero aun así Silvanoshei era reacio a dejarse ver por el hombre. Estaba decidido a hablar con Mina, y, que él supiera, ese tipo podía ser una especie de guardia. O quizás ese extraño sólo esperaba para hablar con ella. Tenía el aire de estar esperando.
Silvanoshei deseó que el hombre se marchara. El tiempo pasaba y él tenía que entrar. Tenía que hablar con Mina. Pero el tipo no se movía.
Finalmente, el elfo decidió que no podía esperar más. Era un corredor rápido; podría dejar atrás al hombre si el extraño iba tras él y despistarlo dentro del templo antes de que el hombre quisiera darse cuenta de lo que había pasado. Silvanoshei respiró hondo, preparándose para echar a correr.
El hombre giró la cabeza, se retiró la capucha y miró directamente hacia donde se encontraba Silvanoshei.
Era un elfo.
Silvanoshei lo miró fijamente, con los ojos clavados en el elfo, inmóvil. Durante un instante que pareció eterno temió que Samar lo hubiera rastreado hasta allí, pero enseguida se dio cuenta de que no era Samar.
A primera vista el elfo parecía joven, como Silvanoshei. Su cuerpo tenía la fortaleza y la grácil agilidad de la juventud. Al observarlo con más detenimiento, Silvanoshei tuvo que replantearse su primera impresión. El rostro del elfo no tenía las huellas del paso del tiempo y, sin embargo, su expresión denotaba una gravedad que no era propia de la juventud, que no tenía nada que ver con la esperanza, el entusiasmo y la jubilosa ilusión de los jóvenes. Sus ojos brillaban como los de un joven, pero era un brillo apagado, atemperado por el pesar. Silvanoshei tuvo la extraña sensación de que ese hombre le conocía, pero fue del todo incapaz de situar al extraño elfo.
Éste lo miró y después volvió la vista hacia el templo una vez más.
Silvanoshei aprovechó que la atención del otro elfo se desviara de él para correr hacia la brecha de la muralla. Trepó ágilmente sin dejar de vigilar al hombre extraño, que no hizo el menor movimiento. Silvanoshei saltó al otro lado de la muralla y echó una ojeada hacia atrás, entre los cascotes, pero el elfo seguía plantado en el mismo sitio, esperando.
Apartando de su mente al extraño personaje, Silvanoshei entró en el derruido templo y empezó a buscar a Mina.
Mina se abrió paso a trancas y barrancas por las abarrotadas calles de Sanction. Su avance se veía frenado por la gente que, al verla, se acercaba para tocarla. Gritaban aterrados por la próxima llegada de los dragones, le suplicaban que los salvara.
—¡Mina! ¡Mina! —llamaban; y el clamor le resultaba odioso a la joven.
Intentó no oírlos, hacer caso omiso de ellos, librarse de sus ansiosas manos, pero con cada paso que daba se arremolinaban más y más personas a su alrededor, clamando su nombre, repitiéndolo una y otra vez en una frenética letanía contra el miedo.
Alguien más pronunciaba su nombre, llamándola. La voz de Takhisis, alta e insistente, la urgía para que se apresurara. Una vez la ceremonia se completara, una vez que entrara en el mundo y uniera el reino espiritual y el físico, la Reina Oscura tomaría la forma que quisiera y bajo esa forma combatiría a sus enemigos.
Que los necios Dorados y los cobardes Plateados fueran contra el monstruo de cinco cabezas en el que podía convertirse. Que esos ridículos ejércitos de caballeros y de elfos batallaran contra las hordas de muertos que se levantarían a su orden.
Takhisis se alegraba de que el despojo que era el mago muerto y su colaborador, el Plateado ciego, hubieran liberado a los dragones de colores metálicos. En aquel momento se había encolerizado, pero ahora, al considerarlo con calma, recordó que era la única deidad en Krynn. Todo redundaba en beneficio de su propósito, incluso las conspiraciones de sus enemigos.
Hicieran lo que hicieran, jamás podrían perjudicarla. Cada flecha que dispararan apuntaría hacia su propia destrucción, hacia el blanco de sus corazones. Que atacaran. Esta vez los destruiría a todos —caballeros, elfos, dragones—, los destruiría definitivamente, los borraría de Krynn, los aplastaría para que jamás se levantaran contra ella de nuevo. Entonces atraparía sus almas y las esclavizaría. Aquellos que la habían combatido en vida la servirían en la muerte, para siempre.
Para conseguirlo, Takhisis necesitaba entrar en el mundo. Controlaba la puerta del reino espiritual, pero no podía abrir la del físico. Para eso necesitaba a Mina. La había elegido y la había preparado para esa única tarea. Había allanado el camino de la muchacha, había quitado de en medio a sus enemigos. Ahora estaba cerca de satisfacer su desmesurada ambición. No temía que se le arrebatara el mundo en el último momento. Tenía el control de todo. Nadie podía desafiarla. Sin embargo, estaba impaciente. Impaciente por iniciar la batalla que terminaría con su triunfo final.
Instó a Mina a darse prisa. «Mata a esos desdichados —ordenó—, si no se apartan de tu camino.»
Mina cogió la espada de alguien y la alzó en el aire. Ya no veía personas. Veía bocas abiertas, sentía manos ansiosas agarrándola. Los vivos la rodeaban, asiéndola, gritando y balbuciendo, pegando los labios a su piel.
—¡Mina! ¡Mina! —clamaban, y sus gritos se tornaron chillidos cuando las manos empezaron a caer.
Las calles se quedaron desiertas, y fue sólo entonces cuando oyó el horrorizado bramido de Galdar y vio la sangre en la espada, en sus manos, en los cuerpos sangrantes que yacían en la calle y fue consciente de lo que había hecho.
—Me ordenó que me diera prisa —dijo—, y no se apartaban de mi camino.
—Ahora ya lo han hecho —musitó Galdar.
Mina contempló los cadáveres. Conocía a algunos. Ahí estaba un soldado que la había acompañado desde el cerco a Sanction. Yacía en un charco de sangre. Lo había atravesado con la espada. Guardaba un borroso recuerdo de verlo suplicando para que le perdonara la vida.
Pasó sobre los cadáveres y siguió su camino, sin soltar la espada, aunque no tenía práctica en el uso de esa arma y la asía torpemente, notando la mano pringosa de sangre.
—Ve delante, Galdar —ordenó—. Despeja el camino.
—No sé a dónde vamos, Mina. El templo en ruinas se encuentra fuera de la muralla, al otro lado del río de lava. ¿Cómo vas desde aquí?
—Por esta calle —señaló con la espada—, siguiendo la muralla. Justo enfrente del Templo de Duerghast hay una torre. Dentro de ella, un túnel conduce por debajo de la muralla y del foso de lava, va directamente al templo.
Reemprendieron la marcha a todo correr.
—Aprisa —ordenó Takhisis.
Mina obedeció.
Los primeros dragones aparecieron volando a gran altura, sobre las montañas. Las primeras oleadas del miedo al dragón comenzaron a surtir efecto en los defensores de Sanction. La luz del sol se reflejaba en las escamas doradas y plateadas, arrancaba destellos en las armaduras de los jinetes de dragones. Sólo en las grandes guerras del pasado se habían reunido tantos dragones de la luz para ayudar a humanos y elfos en su causa. Volaban en grandes formaciones de líneas en fondo, con los rápidos Plateados a la cabeza y los Dorados, más pesados, detrás.
Una extraña niebla empezó a fluir muralla arriba, a esparcirse por las calles y callejones. A Galdar le pareció extraño que se levantara niebla tan de repente, en un día soleado, y de pronto advirtió que la niebla tenía ojos, bocas y manos. El minotauro alzó la vista hacia el cielo azul a través de la heladora niebla. Los rayos del astro incidieron en el vientre de un Dragón Plateado, irradiando una luz argéntea tan intensa que atravesó la niebla como hace el sol en un caluroso día veraniego.
Los espíritus eludieron la luz, buscaron la oscuridad, se escabulleron en callejones o al abrigo de la sombra arrojada por las altas murallas.
Los dragones no tenían miedo de las almas de humanos, goblins y elfos muertos.
Galdar imaginó los chorros de fuego expulsados por los Dragones Dorados incinerando a todos los que defendían las murallas, derritiendo armaduras, fundiéndolas con la carne viva mientras los hombres aullaban en su agonía. La imagen era vivida y colmó su mente, de manera que casi percibió el hedor a carne quemada y escuchó los gritos de muerte. Las manos empezaron a temblarle y la boca se le quedó seca.
«Miedo al dragón —se repitió para sus adentros una y otra vez—. Miedo al dragón. Pasará. Deja que pase.»
Miró a Mina para comprobar cómo le iba a ella. Estaba pálida pero tranquila. Los vacíos ojos ambarinos miraban fijamente al frente, no hacia el cielo o a las murallas desde las que los hombres empezaban a saltar de puro terror.
Los Plateados volaban por encima de ellos a gran velocidad, muy bajo. Era la primera oleada y no atacaron. Se limitaban a propagar el miedo, suscitando pánico, reconociendo el terreno. Las sombras de las relucientes alas se deslizaban sobre las calles haciendo que la gente corriera loca de terror. Aquí y allí, algunos dominaban el miedo, se sobreponían a él. Una balista disparó. Un par de arqueros lanzaron flechas que se elevaron en arco hacia el cielo, en un fallido intento de conseguir dar en el blanco por chiripa. En su mayoría, los hombres se apelotonaban encogidos al resguardo de las sombras de las murallas y respiraban de forma entrecortada, estremecida, esperando que todo pasara; que pasara, por favor.
El miedo que se apoderó de la población obró a favor de Mina. Los que antes abarrotaban las calles habían huido despavoridos a esconderse en sus casas o en las tiendas, buscando un refugio inexistente ya que el fuego de los Dorados podía derretir la piedra. Pero al menos abandonaron las calles, y Mina y Galdar avanzaron con rapidez.
Al llegar a una de las torres de guardia que se alzaban en la muralla, Mina abrió de un tirón la puerta que había en la base de la torre. Apenas quedaba nadie en ella, ya que la mayoría de sus defensores habían huido. Los que permanecían dentro, al oír el golpe de la puerta se asomaron atemorizados a la escalera de caracol.
—¿Quién anda ahí? —preguntó uno con voz entrecortada.
Mina no se dignó contestar, y los soldados no se atrevieron a bajar para averiguar quién era. Galdar escuchó sus pisadas que se retiraban lo más posible de las almenas.
Tomó dos antorchas y las acercó a una mecha de combustión lenta que ardía en un barril. Cuando las tuvo prendidas, Mina le cogió una y se puso delante para descender por un tramo de oscuros escalones de piedra que conducían a lo que parecía un muro ciego, si bien la joven se encaminó hacia él sin vacilar y lo atravesó. O el muro era una ilusión o la Reina Oscura había hecho que la sólida piedra se disolviera. Galdar lo ignoraba, y tampoco tenía intención de preguntar. Apretó los dientes y caminó a grandes zancadas detrás de ella, convencido de que se aplastaría los sesos contra la roca.
Entró en un túnel oscuro en el que había un intenso olor a azufre. Las paredes estaban calientes. Mina se le había adelantado un buen trecho y el minotauro tuvo que apresurarse para alcanzarla. El túnel estaba construido para humanos, no para minotauros, y tuvo que correr con los hombros encorvados y la astada cabeza agachada. El calor aumentó. Supuso que estaban pasando directamente por debajo del foso de lava. El túnel parecía antiguo, y Galdar se preguntó quién lo habría construido y para qué; más preguntas a las que nunca tendría respuesta.
El pasadizo acababa en otro muro. Galdar sintió alivio al ver que Mina no atravesaba éste también, sino que entró por una puerta pequeña. Pasó con dificultad detrás de ella, por la estrechez del hueco, y salió a una celda.
Las ratas chillaron e hicieron ruidos de protesta por la luz, y se escabulleron con rapidez. El suelo estaba cubierto por una capa de cierto tipo de insectos que se arrastraban metiéndose por agujeros y grietas de las paredes derruidas. La puerta de la celda colgaba de un único gozne oxidado.
Mina salió de la celda a un corredor. Galdar atisbo otras celdas a lo largo del pasillo y supo dónde se encontraba: las mazmorras en los sótanos del Templo de Duerghast.
Recordando lo que sabía de ese templo, supuso que aquéllas eran las cámaras de tortura donde antaño se «interrogaba» a los prisioneros del ejército de los Dragones. La luz de su antorcha no penetraba las tinieblas a mucha distancia, cosa que el minotauro agradeció.
Detestaba ese sitio, deseaba encontrarse fuera de él, estar en cualquier otro lugar menos allí, incluso en la ciudad, aunque ésta se hallara abarrotada de Dragones Dorados. Los gritos de los moribundos impregnaban estos oscuros corredores, las paredes rezumaban lágrimas y sangre.
Mina no miró a izquierda ni a derecha. La luz de la antorcha iluminó un tramo de escalera que subía. Mientras remontaban los peldaños, Galdar tuvo la sensación de que se arrastraba de vuelta de la muerte. Llegaron al primer nivel, la planta principal del templo.
Se habían abierto grietas en las paredes y Galdar notó un soplo de aire fresco. A pesar del intenso tufo a azufre por culpa del foso de lava, el aire allí arriba olía mejor que en el nivel inferior. Respiró hondo.
Rayos de sol preñados de motas de polvo se filtraban por las grietas. Galdar iba a apagar la antorcha, pero Mina lo detuvo.
—Déjala encendida —le dijo—. Necesitaremos luz adonde vamos.
—¿Y dónde es eso? —preguntó él, temiendo que le contestara que a la nave del altar.
—Al estadio.
Se puso en marcha a la cabeza, caminando entre las ruinas con rapidez y sin vacilación. Galdar reparó en que había montones de cascotes amontonados a los lados para despejar corredores antes obstruidos.
—¿Hiciste este trabajo tú, Mina? —preguntó, maravillado.
—Tuve ayuda.
Galdar imaginó la clase de ayuda que había recibido y lamentó haberle preguntado.
A diferencia de los humanos, al minotauro no le desagradaba la idea de que un templo contara con un estadio al aire libre donde la gente pudiera ir a presenciar deportes sangrientos. Ese tipo de competiciones formaba parte de la tradición del pueblo minotauro, y se utilizaba para solventarlo todo, desde enemistades familiares a disputas matrimoniales, pasando por la elección de un nuevo emperador. Le había sorprendido que a los humanos les pareciera una costumbre bárbara tales competiciones. Para él, las intrigas políticas, maliciosas y proclives a clavar cuchillos por la espalda a la que eran tan aficionados los humanos, sí eran una práctica bárbara.
El estadio se abría al aire libre y se veía desde las murallas más altas de Sanction. Galdar ya se había fijado en él con interés anteriormente al tratarse del único estadio que había visto en territorio de humanos. Estaba construido en la ladera de la montaña y las gradas cerraban la arena formando un semicírculo. Era pequeño en comparación con los de los minotauros, y se encontraba en ruinas. Se habían abierto grandes grietas en las gradas, y el suelo tenía agujeros.
Galdar siguió a Mina por los polvorientos corredores hasta que llegaron a un gran portal que daba acceso al estadio. Mina entró en él, seguida del minotauro, y pasaron de la luz del día a la más oscura noche.
El minotauro se paró en seco y parpadeó, asaltado por el repentino temor de que se hubiera quedado ciego. Le llegaban los olores familiares del exterior, incluido el azufre del foso de lava. Sentía el roce del aire en la cara. También debería percibir la calidez del sol en el rostro, ya que sólo unos segundos antes veía la luz del astro y el cielo azul entre las grietas del techo. Alzó la vista y contempló un cielo negro, sin estrellas, sin nubes. Se estremeció de la cabeza a los pies y dio un paso atrás de manera involuntaria. Mina le agarró de la mano.
—No tengas miedo —susurró—. Estás en presencia del Único.
Habida cuenta de su último encuentro, la idea de hallarse en presencia de Takhisis no le resultó tranquilizadora, sino que reforzó su decisión de marcharse. Había cometido un error al ir allí. Lo había hecho por amor a Mina, no por amor a Takhisis. Aquél no era su sitio, no era bien recibido.
Una escalera descendía desde el nivel del suelo hasta la arena.
Mina le soltó la mano. La chica tenía prisa y bajó rápidamente los peldaños, segura de que la seguiría. Las palabras para despedirse de ella se le atascaron en la garganta. Tampoco unas palabras iban a cambiar las cosas. Ella le odiaría, le detestaría por lo que iba a hacer. Daría lo mismo, dijera lo que dijera. Se volvía para marcharse, para volver a la luz del sol aunque ello significara encontrarse con los dragones y la muerte, cuando oyó gritar a Mina.
Actuando de manera instintiva, temiendo por su vida, el minotauro desenvainó la espada y bajó corriendo la escalera.
—¿Qué haces aquí, Silvanoshei, merodeando en las sombras como un asesino? —demandó Mina.
Su tono era frío, pero la voz le temblaba. La luz de la antorcha que sostenía oscilaba por el temblor de su mano. La había cogido desprevenida, por sorpresa.
Galdar reconoció al rey elfo perdidamente enamorado de la joven. El joven silvanesti tenía el semblante mortalmente pálido. Estaba delgado y demacrado, y sus finos ropajes, hechos andrajos. Sin embargo, no tenía aquella expresión desesperada, hundida. Su actitud era serena, más que la de Mina.
La palabra «asesino» y la extraña serenidad del joven elfo hizo que Galdar enarbolara la espada. La habría descargado sobre su cabeza, partiendo en dos al elfo, si Mina no lo hubiera detenido.
—No, Galdar —ordenó, y su voz rebosaba desprecio—. No es ninguna amenaza para mí. Sería incapaz de hacerme daño. Sólo conseguirías que su abyecta sangre profanara el sagrado suelo que pisa.
—Vete, pues, escoria —instó Galdar, que bajó el arma a regañadientes—. Mina perdona tu despreciable vida. Acéptala y márchate.
—No antes de decir algo —manifestó Silvanoshei con gran dignidad—. Cómo lo siento, Mina. Cómo me apena lo que te ha ocurrido.
—¿Que te doy pena yo? —Mina lo miró con desprecio—. Siente pena por ti. Caíste en la trampa del Único. Los elfos serán aniquilados, total, absolutamente. Miles han caído ya ante mi poder y caerán miles más hasta que todos los que se me oponen hayan perecido. Por tu culpa, por tu debilidad, tu pueblo será barrido. ¿Y yo te doy pena?
—Sí. No fui el único que cayó en la trampa. Si hubiese sido más fuerte quizás habría podido salvarte, pero no lo fui. Eso es lo que siento.
Mina lo miró de hito en hito y sus ojos ambarinos se endurecieron a su alrededor como si quisiera estrujarlo hasta dejarlo sin vida.
El elfo permaneció firme, los ojos llenos de pesar. Mina le dio la espalda, desdeñosa.
—Tráelo —ordenó a Galdar—. Presenciará el final de lo que le es más querido.
—Mina, deja que lo mate... —empezó el minotauro.
—¿Es que siempre tienes que llevarme la contraria? —demandó la joven al tiempo que se volvía hacia él, furiosa—. He dicho que lo traigas. No temas. No será el único testigo. Todos los enemigos del Único estarán aquí para presenciar su triunfo. Incluido tú, Galdar.
Giró sobre sus talones y cruzó la puerta que daba a la arena.
El minotauro tenía el vello de la nuca erizado y las manos húmedas de sudor.
—Corre —instó bruscamente al elfo—. No te detendré. Vete, sal de aquí.
—Me quedaré, como tú —dijo Silvanoshei a la par que sacudía la cabeza—. Ambos nos quedamos por la misma razón.
Galdar gruñó. Siguió parado en el umbral, debatiendo consigo mismo qué hacer, aunque ya sabía lo que haría. El elfo tenía razón. Los dos se quedaban por la misma razón.
Rechinando los dientes, cruzó la puerta y entró en la arena. Al mirar atrás para comprobar si el rey elfo lo seguía, Galdar se quedó estupefacto al ver a otro elfo de pie detrás de Silvanoshei.
«¡Dioses, son como una plaga!», pensó el minotauro.
El elfo lo miraba directamente y Galdar tuvo la repentina e incómoda sensación de que ese tipo de semblante joven y ojos viejos podía leerle los pensamientos y las emociones.
A Galdar no le gustaba eso. No confiaba en el nuevo elfo, y vaciló, preguntándose si debería regresar a vérselas con él.
El elfo siguió en el mismo lugar, tranquilo, esperando.
«Todos los enemigos del Único estarán aquí para presenciar su triunfo.»
Suponiendo que ése era uno más, Galdar se encogió de hombros y entró en la arena. Tuvo que seguir a Mina guiándose por la luz de la antorcha, ya que no veía a la joven en la oscuridad.
Los Dragones Plateados volaban bajo sobre Sanction, sin molestarse en utilizar la mortífera arma de su aliento, confiando en que el miedo por sí solo ahuyentaría al enemigo. Gerard ya había volado a lomos de un dragón, pero nunca en una batalla, y a menudo se había preguntado por qué cualquier persona arriesgaría el cuello combatiendo en el aire cuando podía hacerlo sobre el sólido suelo. Ahora, al experimentar la euforia de una pasada en picado sobre las defensas de Sanction, comprendió que nunca podría volver al esfuerzo, al agobiante peso y al calor de una batalla en tierra.
Lanzó un grito solámnico de guerra y su Plateado y él cayeron en picado sobre los desventurados defensores, no porque creyera que iban a escucharlo sino por el simple gozo del vuelo y de la imagen del enemigo huyendo ante él dominado por el pánico. A su alrededor, por doquier, los otros caballeros gritaban también. Los elfos arqueros, sentados a lomos de los Dragones Dorados, disparaban las flechas contra el tropel de soldados que intentaban escapar de la reluciente muerte que volaba sobre ellos.
El río de almas giraba en torno a Gerard, tratando de detenerlo, de rodearlo con sus gélidos brazos, de sumergirlo, de cegarlo. Pero el ejército de muertos no tenía líder. No había nadie para dar órdenes, nadie que los dirigiera. Las alas de los Dragones Dorados y Plateados hendían el río de espíritus, haciéndolo jirones del mismo modo que los rayos de sol deshacen las nieblas matutinas que flotan a lo largo de las márgenes de una corriente. Gerard veía las manos crispadas tendidas hacia él y las bocas suplicantes moviéndose en un remolino a su alrededor. Ya no le inspiraban terror. Sólo lástima.
Apartó la vista y volvió a enfocarla en la tarea que tenía entre manos; y los muertos desaparecieron.
Cuando se hubo ahuyentado de las murallas a la gran mayoría de los defensores, los dragones aterrizaron en los valles que rodeaban Sanction. Los guerreros elfos y humanos que habían cabalgado en sus lomos desmontaron. Formaron filas y empezaron a marchar contra la ciudad, en tanto que Gerard y los otros jinetes de dragón seguían patrullando el cielo.
Los silvanestis y qualinestis clavaron sus estandartes en la cima de un pequeño montículo en el centro del valle. Alhana habría querido dirigir el asalto a Sanction, pero era la gobernante titular de la nación silvanesti y, aunque a regañadientes, convino con Samar en que su sitio estaba en la retaguardia, para dar órdenes y guiar el ataque.
—Pero yo rescataré a mi hijo —le dijo a Samar—. Seré yo quien lo libere de la prisión.
—Mi reina... —empezó el elfo con expresión grave.
—No lo digas, Samar —ordenó Alhana—. Encontraremos a Silvanoshei sano y salvo. Lo encontraremos.
—Sí, majestad.
Samar se marchó y la reina se quedó de pie en el cerro, con los colores de los harapientos estandartes ondeando y creando un borroso arco iris sobre su cabeza.
Gilthas se encontraba a su lado. Al igual que a Alhana, le habría gustado estar entre los guerreros, pero sabía que un espadachín inepto e inexperto sólo era un peligro para sí mismo y para los desafortunados que se hallaran cerca de él. Gilthas vio a su esposa correr valientemente hacia la batalla. La distinguía entre otros miles de guerreros por su llameante mata de pelo rizoso y alborotado y por el hecho de que siempre tenía que ponerse en la vanguardia junto con sus guerreros kalanestis, lanzando los viejos gritos de guerra y blandiendo sus armas, desafiando al enemigo a que dejara de esconderse tras las murallas y saliera a luchar.
Temió por ella. Siempre temía por ella, pero la conocía de sobra para no hablarle de ese miedo ni para intentar que permaneciera a salvo, a su lado. Ella se lo tomaría como un insulto y con razón. Era una guerrera, con corazón de guerrera, instintos de guerrera y el valor de una guerrera. No sería una víctima fácil. El corazón de Gilthas se comunicó con el de su mujer, y cuando ella sintió el roce de su amor, volvió la cabeza, levantó la espada y lo saludó.
Él devolvió el saludo, pero La Leona no lo vio. Había vuelto de nuevo el rostro hacia la batalla. Ahora, lo único que Gilthas podía hacer era esperar el desenlace.
Lord Tasgall dirigía a los Caballeros de Solamnia a lomos de su Dragón Plateado. Todavía le escocía la derrota en Solanthus. Al recordar las palabras sarcásticas de Mina desde lo alto de las murallas mientras se alzaba victoriosa sobre la ciudad, el caballero anheló verla de nuevo en una muralla... su cabeza en una pica sobre una muralla.
Unos pocos enemigos habían conseguido sobreponerse al miedo al dragón y montaban la defensa. Los arqueros que habían vuelto a las almenas lanzaron una andanada de flechas al Plateado que montaba lord Tasgall. Un Dragón Dorado localizó la andanada, expulsó un chorro de fuego y las flechas ardieron en el aire. Lord Tasgall dirigió a su Plateado hacia el centro de Sanction.
Los ejércitos del valle marchaban hacia el foso de lava. Los Dragones Plateados exhalaron su helador aliento sobre el foso, enfriando la lava y haciendo que se endureciera hasta formar rocas negras. Se alzó una nube de vapor que proporcionó cobertura a los ejércitos que avanzaban cuando unos cuantos defensores voluntariosos empezaron a disparar desde las torres.
Los arqueros elfos se pararon para disparar y arrojaron andanada tras andanada de flechas al enemigo. Cubierto por esos disparos, lord Ulrich condujo a sus hombres hacia las murallas. Unas pocas catapultas seguían funcionando y arrojaron un par de piedras, pero no causaron daño al caer lejos de su blanco ya que habían sido disparadas con la precipitación inducida por el miedo. Los soldados lanzaron garfios sobre las murallas y empezaron a escalarlas.
Unos grupos de osados arqueros elfos se dejaron caer desde los lomos de los dragones que volaban bajo y aterrizaron en los tejados de las casas. Desde su aventajada posición, en la retaguardia de los defensores, dispararon sus flechas y causaron estragos en las filas enemigas.
No habían podido llevar un ariete para forzar las puertas, pero resultó innecesario. Una hembra de Dragón Dorado se posó delante de la Puerta Oeste y, sin hacer el menor caso a las flechas que le disparaban desde las almenas, exhaló un chorro de fuego sobre las puertas. Éstas se desintegraron en ardientes cenizas. Con un grito de triunfo, humanos y elfos irrumpieron en Sanction.
Una vez dentro de la ciudad, la batalla cobró intensidad ya que los defensores, enfrentados ahora a una muerte cierta, perdieron el miedo al dragón y lucharon con denuedo. Los dragones poco podían hacer para ayudar, pues temían dañar a sus propias fuerzas.
Aun así, Gerard dedujo que no pasaría mucho tiempo antes de que la victoria fuera suya. Iba a ordenar a su dragón que lo bajara a tierra para unirse a la lucha, cuando oyó a Odila gritar su nombre.
Puesto que el dragón ciego, Espejo, no podía participar en el asalto, Odila y él se habían ofrecido voluntarios para actuar como observadores y así dirigir a los atacantes hacia los lugares donde eran necesarios. Tras llamar a Gerard, señaló hacia el norte. Una numerosa fuerza de Caballeros de Neraka y soldados de a pie había conseguido escapar de la ciudad y se retiraba hacia los Señores de la Muerte. No era una huida en desbandada, dominada por el pánico, sino que marchaban en filas un tanto desorganizadas.
Detestando dejarlos escapar, consciente de que una vez que estuvieran en las montañas sería imposible dar con ellos, Gerard instó a su dragón a volar hacia allí para interceptarlos. Entonces, un destello metálico en uno de los pasos de montaña atrajo su atención.
Otro ejército salía de las montañas por el este. Esos soldados marchaban en un rígido orden, moviéndose con rapidez ladera abajo como una colosal mortífera serpiente escamosa.
Incluso desde esa distancia, Gerard reconoció la naturaleza de esa fuerza: un ejército de draconianos. Distinguía las alas en sus espaldas, alas que los sustentaban en el aire y los ayudaban a salvar con facilidad cualquier obstáculo en su camino. El sol brillaba en sus pesadas armaduras y arrancaba destellos en sus yelmos y en su piel escamosa.
Los draconianos acudían al rescate de Sanction. Un millar o más. El ejército de caballeros negros que huía vio que los draconianos venían en su dirección y prorrumpieron en vítores tan altos que Gerard los oyó desde el aire. Los caballeros negros y sus soldados dieron media vuelta, tratando de reagruparse y volver al ataque con sus nuevos aliados.
Los draconianos avanzaban deprisa, descendiendo a gran velocidad por las laderas. En poco tiempo llegarían a las murallas de Sanction y, una vez dentro de la ciudad, los dragones no podrían hacer nada para detenerlos por miedo a dañar a los caballeros y elfos que luchaban en las calles.
El Plateado de Gerard se preparaba para lanzarse al ataque cuando Gerard, desorbitados los ojos por la sorpresa, bramó una orden para que el reptil se detuviera.
En un ágil giro, los draconianos arremetieron contra los estupefactos caballeros oscuros que, sólo unos instantes antes, aclamaban su aparición como aliados.
Los draconianos dieron cuenta enseguida de los sorprendidos caballeros. La fuerza se derrumbó bajo el repentino ataque y se desintegró en un visto y no visto. Hecho el trabajo, los draconianos volvieron a colocarse en formación y marcharon en ordenadas filas hacia Sanction.
Gerard no entendía lo que pasaba. ¿Cómo era posible que los draconianos fueran aliados de solámnicos y elfos? Se preguntó si debería intentar frenar su avance o si debería permitirles entrar en la ciudad. El sentido común se decantaba por lo primero mientras que el corazón se inclinaba por la segunda opción.
La decisión dejó de estar en sus manos porque, un instante después, la ciudad de Sanction, las sinuosas filas de draconianos en marcha, las alas plateadas, la cabeza y la crin del dragón en el que montaba desaparecieron ante sus ojos.
Una vez más, experimentó el movimiento giratorio y el estómago revuelto al viajar por los corredores de la magia.
Gerard se encontró sentado en un duro banco de piedra bajo un cielo negro, mirando a la arena de un estadio que iluminaba una luz fría, blanca. A primera vista no existía una fuente de la que procediera esa luz, pero entonces, con un escalofrío, Gerard cayó en la cuenta de que emanaba de las incontables almas de los muertos que llenaban el estadio, de manera que daba la impresión de que el caballero, el estadio y todos los que estaban en él flotaban sobre un vasto y agitado océano de muertos.
Gerard miró a su alrededor y vio a Odila mirando fijamente, boquiabierta. Vio a lord Tasgall y a lord Ulrich sentados juntos, con lord Siegfried algo separado. Alhana Starbreeze ocupaba un asiento, al igual que Samar, ambos mirando en derredor con ira y desconcierto. Gilthas se hallaba presente con su esposa, La Leona, y Planchet.
Amigos y enemigos se encontraban allí. El capitán Samuval se sentaba en las gradas con aire consternado y perplejo. También estaban dos draconianos, uno un gran bozak que lucía una cadena dorada al cuello, y el otro un sivak vestido con el equipo completo para la batalla. El bozak se mostraba serio, y el sivak, inquieto. Más de uno de los que se hallaban allí había sido apartado a la fuerza de la lucha. Sus rostros, congestionados y ardorosos, manchados de sangre, miraban a todos lados con sorpresa y confusión. El cuerpo del hechicero Dalamar estaba presente, sentado en una grada, mirando al vacío.
Los muertos no hacían ruido, y tampoco los vivos. Gerard abrió la boca e intentó llamar a Odila, pero descubrió que no tenía voz. Una mano invisible le frenaba la lengua, lo sujetaba contra el asiento de manera que no podía moverse salvo hacia donde la mano lo guiaba. Sólo podía ver lo que se le permitía, nada más.
Se le ocurrió la idea de que estaba muerto, de que una flecha lo había alcanzado en la espalda, quizá, y que había sido llevado a aquel sitio donde se congregaban los muertos. El temor cedió. Notaba el latido de su corazón, el golpeteo de la sangre en sus oídos. Podía apretar los puños, clavarse las uñas en las palmas hasta hacerse daño. Podía rebullir en el asiento. Podía sentir terror, y supo que no estaba muerto. Era un prisionero llevado allí en contra de su voluntad por algún propósito que sólo llegaba a imaginar como algo terrible.
Silenciosos e inmóviles como los muertos, los vivos estaban obligados a contemplar la arena iluminada por la fantasmagórica luz.
La figura de un dragón apareció. Efímeras, insustanciales, cinco cabezas salían horriblemente de un único cuello. Alas inmensas formaban un dosel que cubría el estadio, borrando toda esperanza. La enorme cola se enroscaba en torno a todos los que se sentaban bajo la sombra espantosa de las alas. Diez ojos miraban en todas direcciones, atrás y adelante, viendo todos los corazones, buscando la oscuridad de su interior. Cinco bocas masticaban hambrientas al hallar esa oscuridad, alimentándose con ella.
Las cinco fauces se abrieron y lanzaron una llamada silenciosa que hendió los tímpanos de quienes escuchaban, que tuvieron que apretar los dientes para soportar el dolor y contener las lágrimas.
En respuesta a la llamada, apareció Mina en la arena.
Vestía la armadura negra de los Caballeros de Neraka, que no brillaba con la espeluznante luz sino que era una con la oscuridad de las alas del dragón. No llevaba yelmo y su semblante resaltaba fantasmagóricamente blanco. Sostenía en las manos una Dragonlance. Tras ella, casi perdido en las sombras, se hallaba el minotauro, fiel guardián a su espalda.
Mina contempló a la silenciosa multitud que ocupaba las gradas. Su mirada abarcaba tanto a vivos como a muertos.
—Soy Mina —anunció—. La elegida del Único.
Hizo una pausa, como si esperara vítores a los que tan acostumbrada estaba. Nadie habló, ni vivos ni muertos. Privados de la voz, observaban en silencio.
—Sabed esto —continuó, y su tono sonó frío, imperioso—. El Único es el único dios ahora y para siempre. No vendrán otros. Adoraréis al Único ahora y para siempre. Serviréis al Único ahora y para siempre, en la vida y en la muerte. Quienes sirvan lealmente serán recompensados. Los que se rebelen, serán castigados. En este día, el Único hace manifiesto su poder. En este día, el Único entra en el mundo en forma física y de ese modo une lo inmortal con lo mortal. Libre de moverse entre ambos mundos a voluntad, el Único regirá uno y otro.
Mina alzó la Dragonlance. Antaño una hermosa arma, la brillante lanza plateada relucía fría y lóbrega, su punta manchada de negro con sangre seca.
—Presento esto como prueba del poder del Único. En mi mano sostengo la legendaria Dragonlance. Antaño arma de los enemigos del Único, la Dragonlance se ha convertido en su arma. La hembra de dragón, Malystryx, murió merced a ella, murió por la voluntad del Único. El Único no teme a nada. Como muestra de ello, destruyo la Dragonlance.
Asió el arma con las dos manos y la golpeó contra su rodilla doblada. La lanza se partió en dos como si fuera un palo largo tiempo muerto y seco. Mina tiró los trozos por encima del hombro en un gesto despectivo, y cayeron sobre el suelo de la arena. Su luz plateada titiló breve, valientemente. Las cinco cabezas del dragón escupieron a las dos partes rotas. La luz perdió intensidad y se apagó.
Vivos y muertos observaron en silencio.
Galdar observaba en silencio.
Se encontraba detrás de Mina, guardándole la espalda, porque en alguna parte, en la oscuridad, merodeaba el extraño elfo, por no mencionar al despreciable Silvanoshei. El minotauro no temía gran cosa de este último, pero estaba decidido a que nadie le sobrepasara. Nadie importunaría a Mina en ese momento, su hora de triunfo.
«Será la única protagonista —se dijo Galdar para sus adentros—. Recibirá todos los honores. Es lo menos que Takhisis puede hacer por ella.» Se repitió lo mismo una y otra vez, pero el temor seguía corroyéndole.
Por primera vez, el minotauro presenciaba el verdadero poder de la Reina Oscura. Contempló con sobrecogimiento el estadio rebosante de personas, atrapadas en vida y llevadas allí a la fuerza para ser testigos de su victoriosa entrada en el reino mortal. Miró con temor reverencial su forma de dragón, cuya inmensa envergadura de alas borraba toda luz de esperanza y traía la noche eterna al mundo.
Comprendió que no la había tenido en cuenta y su alma cayó de hinojos ante ella. Era un esclavo rebelde que había cometido la necedad de intentar ir más allá de lo que le correspondía. Había aprendido la lección. Sería siempre un esclavo, incluso después de morir. Aceptaba su destino porque allí, en presencia de la todopoderosa Reina Oscura, se daba cuenta de que era lo que se merecía.
Pero Mina no. Mina no había nacido para ser esclava. Había nacido para dirigir. Había demostrado su valía, su lealtad. Había pasado a través de sangre y fuego sin demudarse, sin que su fe inquebrantable flaqueara lo más mínimo. Que Takhisis hiciera lo que quisiera con él, que devorara su alma. Mientras a Mina se la honrara y se la recompensara, él se sentiría satisfecho.
—Los enemigos del Único han sido derrotados —gritó Mina—. Sus armas, destruidas. Nadie puede impedir su entrada triunfal en el mundo.
La joven levantó las manos y sus ojos ambarinos se alzaron hacia el dragón.
—Majestad, siempre os he adorado, os he reverenciado. Puse mi vida a vuestro servicio y estoy dispuesta a cumplir ese compromiso. Por mi culpa perdisteis el cuerpo de Goldmoon, el cuerpo en el que habríais habitado. Os ofrezco el mío. Tomad mi vida. Utilizadme como vuestro receptáculo. ¡Ésta es la prueba de mi fe!
Galdar soltó una exclamación ahogada, horrorizado. Quería parar esa locura, quería detener a Mina, pero aunque bramó su protesta, sus palabras fueron un grito silencioso que nadie escuchó.
Las cinco cabezas contemplaron a Mina.
—Acepto tu sacrificio —dijo Takhisis.
Galdar se lanzó hacia adelante y permaneció inmóvil. Levantó el brazo, que no se movió. Sujeto por la oscuridad, sólo podía presenciar cómo todo cuanto había amado y honrado se destruía.
Unos nubarrones negros y pavorosos, surcados de relámpagos, se descolgaron de los Señores de la Muerte. Las nubes se arremolinaron en torno a la Reina Oscura ocultándola a la vista. Las nubes giraron y bulleron, levantando un ventarrón que azotó a Galdar con dolorosa fuerza haciéndolo arrodillarse.
La oración de Mina, su fe, abrió la puerta de la prisión.
Las nubes tormentosas se transformaron en un carro de guerra tirado por cinco dragones. En el carro, con las riendas en la mano, se encontraba Takhisis en su forma de mujer.
Era bellísima, su hermosura cruel y terrible a la vista. Su semblante era tan gélido como las vastas y heladas tierras yermas del sur, donde un hombre perecía en un instante, el aliento tornándose hielo en sus pulmones. Sus ojos eran las llamas de una pira funeraria. Sus uñas eran garras, y su pelo el largo y desgreñado cabello de un cadáver. Su armadura, fuego negro. Al costado llevaba una espada perpetuamente teñida de sangre, una espada utilizada para segar las almas de sus cuerpos.
Su carro de guerra notaba en el aire, sustentado por el aleteo de las alas de los cinco dragones. Takhisis bajó del carro a la arena del estadio. Caminaba sobre los relámpagos, las nubes tormentosas eran su capa, ondeando tras ella.
Takhisis se dirigió hacia Mina. Los cinco dragones alzaron las cabezas y entonaron un himno triunfal.
Galdar no podía moverse, no podía salvarla. El viento lo azotaba con tal fuerza que ni siquiera era capaz de levantar la cabeza. Gritó el nombre de Mina, pero el feroz ventarrón se llevó su voz y su llamada no se oyó.
Mina esbozó una trémula sonrisa.
—Mi reina —susurró.
Takhisis alargó hacia ella su mano como una terrible garra. Mina aguardó, estoica, sin inmutarse.
La Reina Oscura tendió la mano hacia el corazón de la joven para hacerlo suyo. Tendió la mano hacia su alma, para arrancarla de su cuerpo y arrojarla al olvido eterno. Buscó entrar en el cuerpo de Mina para llenarlo con su propia esencia inmortal.
Takhisis alargó su mano pero no pudo tocar a Mina.
La joven se quedó desconcertada, sobresaltada. Su cuerpo empezó a temblar. Alargó la mano hacia su reina, pero le fue imposible tocarla.
La mirada de Takhisis se tornó feroz. Sus ojos llameantes irradiaron la luz de su cólera por todo el estadio.
—¡Criatura desobediente! —bramó—. ¿Cómo osas oponerte a mi deseo?
—¡No me opongo! —jadeó, temblorosa, Mina—. Juro que no...
—No es ella la que se opone. Soy yo —dijo una voz.
El extraño elfo pasó junto a Galdar y lo dejó atrás.
El viento de la Reina Oscura sopló con furia alrededor del elfo y lo golpeó. Sus relámpagos se descargaron sobre él con intención de calcinarlo. Sus truenos retumbaron ensordecedores para aplastarlo. El elfo cayó derribado por los rayos, pero volvió a levantarse y continuó caminando. Impertérrito, sin temor, llegó ante la Reina de la Oscuridad.
—¡Paladine! ¡Mi querido hermano! —Takhisis escupió las palabras—. Así que has encontrado tu mundo perdido. —Se encogió de hombros—. Llegas demasiado tarde. No puedes detenerme. —Con aire divertido hizo un gesto hacia las gradas.
»Busca un sitio. Ponte cómodo. Me alegra que hayas venido. Así presenciarás mi triunfo.
—Te equivocas, hermana —contestó el elfo con vibrante voz plateada—. Podemos detenerte. Sabes que podemos. Está escrito en el libro. Todos estamos de acuerdo.
Las llamas de los ojos de la Reina Oscura temblaron. Los dedos de largas garras se crisparon. Por un instante la duda, la ansiedad, estropeó su belleza cristalina. Sólo durante un instante. Después sus dudas se disiparon y su belleza recobró todo su esplendor.
Sonrió.
—Tú no me harías eso, hermano —dijo, mirándolo con desdén—. El grande y poderoso Paladine jamás realizaría ese sacrificio.
—Me juzgas mal, hermana. Ya lo he hecho.
El elfo metió la mano en un saquillo que llevaba colgado al costado y sacó un pequeño cuchillo, una daga que antaño perteneció a un kender conocido suyo.
Paladine pasó la hoja sobre la palma de su mano.
La sangre manó de la herida y goteó sobre la arena del estadio.
—El equilibrio ha de mantenerse —dijo—. Soy mortal. Como tú.
Las nubes tormentosas, los dragones, los relámpagos, el carro de guerra, todo desapareció. El sol resplandeció intensamente en el cielo azul. Las gradas del estadio se quedaron vacías de repente, a excepción de los dioses.
Iban a someter a juicio la cuestión.
Cinco del lado de la luz: Mishakal, la dulce diosa de la curación; Kiri-Jolith, adorado por los Caballeros de Solamnia; Majere, amigo de Paladine, venido del Más Allá; Habbakuk, dios del mar; Branchala, cuya música tranquiliza el corazón.
Cinco ocupaban el lado de la oscuridad: Sargonnas, dios de la venganza, que se mostraba impasible ante la caída de su consorte; Morgion, dios de la enfermedad y la podedrumbre; Chemosh, señor de los muertos vivientes, encolerizado por la intrusión de Takhisis en lo que había sido su ámbito de competencia; Zeboim, que la culpaba por la muerte de su amado hijo, Ariakan; Hiddukel, al que sólo le importaba que el equilibrio de la balanza se mantuviera.
Entre unos y otros se encontraban seis más: Gilean, que sostenía el libro; Sirrion, dios del fuego; Shinare, dios del comercio; Reorx, el forjador del mundo; Chislev, diosa de la naturaleza y los bosques; Zivilyn, que de nuevo veía el pasado, el presente y el futuro.
Los tres hijos, Solinari, Nuitari y Lunitari, estaban juntos, como siempre.
Un lugar en el lado de la luz se hallaba vacío.
También en el lado de la oscuridad había uno vacío.
Takhisis los maldijo. Gritó de rabia, ahora con una voz, no con cinco, y era la voz de un ser mortal. El fuego de sus ojos, que antes abrasaba al propio sol, se redujo a la llama de una vela que podía apagarse de un soplo. El peso de la carne y los huesos la hizo bajar del éter. El palpito del corazón resonaba en sus oídos, cada latido como un anuncio de que algún día la rítmica pulsación se pararía y llegaría la muerte. Tenía que respirar o asfixiarse. Tenía que trabajar para inhalar aire una vez tras otra. Sentía los pinchazos del hambre que jamás había conocido y todos los demás dolores de su débil y frágil cuerpo. Ella, que había atravesado los cielos y vagado entre las estrellas, bajó la vista y miró con desprecio los dos pies con los que ahora tenía que caminar.
Alzó los ojos, que estaban irritados por la arena y ardientes por la cólera, y vio a Mina plantada delante de ella, joven, fuerte, hermosa.
—Esto es obra tuya —despotricó—. Actúas en connivencia con ellos para provocar mi caída. ¡Querías que entonaran tu nombre, no el mío!
Takhisis desenvainó su espada y se abalanzó contra Mina.
—¡Seré mortal, pero todavía puedo dar muerte!
Galdar lanzó un bramido estruendoso. Saltó para frenar la estocada, para ponerse delante de Mina y cubrirla con su cuerpo, alzó la espada para defenderla.
La hoja de la Reina Oscura trazó un violento arco descendente y la hoja seccionó el brazo derecho del minotauro a la altura del hombro.
Mano, brazo y espada cayeron a los pies de Galdar y quedaron en un charco de sangre. El minotauro cayó de rodillas, luchó contra el dolor y la conmoción que pugnaban por dejarlo sin sentido.
La Reina Oscura enarboló la espada y la sostuvo sobre la cabeza de Mina.
—Perdonadme —musitó la joven, que se preparó para el inminente golpe.
Sintiendo que la vida se le escapaba, Galdar estaba a punto de intentar una arremetida desesperada cuando algo lo golpeó por detrás. El minotauro alzó los ojos vidriosos y vio a Silvanoshei de pie junto a él.
El elfo sostenía en la mano el fragmento olvidado de la Dragonlance. Arrojó la lanza, la impulsó con toda la fuerza que le daba la angustia y la culpabilidad, con la potencia que le prestaban su miedo y su amor.
El arma alcanzó a Takhisis alojándose en su pecho.
La Reina Oscura bajó la vista, conmocionada, y vio la lanza sobresaliendo de su carne. Sus dedos se movieron para tocar la brillante y oscura sangre que manaba por la terrible herida. Dio un traspié y empezó a desplomarse.
Mina saltó hacia adelante al tiempo que emitía un grito de dolor y amor. Sostuvo a la moribunda reina en sus brazos.
—No me dejes, madre —gritó—. ¡No me dejes sola!
Takhisis no le hizo el menor caso. Tenía los ojos fijos en Paladine, y en ellos su odio ardía infinito, eterno.
—Lo he perdido todo, pero tú también. El mundo en el que tanto te deleitabas nunca volverá a ser igual. Al menos, eso sí lo he hecho.
La sangre manchó los labios de la reina. Tosió y se esforzó por inhalar un último aliento.
—Algún día conocerás el dolor de la muerte. Y lo que es peor, hermano —sonrió Takhisis sombría, despectivamente, mientras la oscuridad nublaba sus ojos—, conocerás el dolor de la vida.
Exhaló aire teñido de sangre. Su cuerpo se estremeció y sus manos cayeron fláccidas. La cabeza se dobló hacia atrás y reposó en el brazo de Mina. Sus ojos abiertos miraban fijamente la noche que había gobernado tanto tiempo y que no volvería a gobernar jamás.
Mina apretó a la reina muerta contra su pecho y la meció mientras sollozaba. Los demás —Galdar, el extraño elfo, los dioses— guardaban silencio, conmocionados. Sólo se escuchaban los desgarrados sollozos de la joven. Silvanoshei, con los labios blancos y la tez cenicienta, le puso la mano sobre el hombro.
—Mina, iba a matarte. No podía dejarla que...
Mina levantó la cara surcada de lágrimas. Sus ojos ambarinos eran ardientes, líquidos, y las lágrimas le abrasaron la carne al tocarla.
—Quería morir. Habría muerto con gusto, agradecida, porque habría muerto sirviéndola. Ahora yo estoy viva y ella se ha ido y no tengo a nadie. ¡A nadie!
Su mano, tinta con la sangre de su reina, asió la espada de Takhisis.
Paladine trató de intervenir, de detenerla. Una mano invisible lo desestabilizó de un empellón y lo lanzó a la arena dando tumbos. Una voz retumbó en los cielos.
—Tendremos nuestra revancha, mortal —dijo Sargonnas.
Mina hundió el acero en el estómago de Silvanoshei.
El joven elfo exhaló una exclamación ahogada y la miró de hito en hito.
—Mina... —Sus blancos labios formaron la palabra, pero le faltaba voz para pronunciarla. Su rostro se crispó por el dolor.
Furiosa, con el gesto sombrío, Mina empujó e hincó más profundamente la espada. Lo dejó colgado, empalado en la hoja, durante unos largos instantes mientras lo miraba y sus ojos ambarinos se endurecían sobre él. Satisfecha al ver que estaba muriendo, sacó la espada de un tirón.
Silvanoshei se deslizó por la hoja manchada con su sangre y se desplomó en la arena.
Asiendo con fuerza la espada ensangrentada, Mina caminó hacia Paladine, que empezaba a levantarse lentamente de la arena. La joven lo miró, lo absorbió en el ámbar de sus ojos, y arrojó la espada de Takhisis a sus pies.
—Sentirás el dolor de la muerte, pero aún no. Ahora no. Así lo quería mi reina, y cumplo sus últimos deseos. Pero ten esto presente, desdichado: en el rostro de todo elfo que encuentre, veré tu rostro. La vida de cada elfo que tome, será tu vida. Y me cobraré muchas... en venganza de una.
Le escupió en la cara. Luego se volvió hacia los dioses y los miró desafiante. Después se arrodilló junto al cadáver de su reina y besó la fría frente. Levantó el cuerpo en sus brazos y salió del Templo de Duerghast.
El silencio se adueñó del estadio a excepción de las pisadas de Mina que se iban alejando. Galdar apoyó la cabeza en la arena, que estaba cálida por los rayos del sol. Se sentía muy cansado. Sin embargo, ahora podía descansar porque Mina estaba a salvo. Por fin estaba a salvo.
El minotauro cerró los ojos e inició el largo viaje a la oscuridad. No había recorrido mucho cuando encontró el paso cerrado.
Galdar alzó la vista y se encontró con un colosal minotauro. Era tan alto como la montaña en la que la hembra Roja había perecido. Sus cuernos rozaban las estrellas y su pelambre era negro como el azabache. Lucía un arnés de cuero ribeteado con plata pura y fría.
—¡Sargas! —musitó. Apretando el muñón sangrante, se incorporó con esfuerzo sobre las rodillas e inclinó la cabeza, rozando con los cuernos la arena.
—Levántate, Galdar —dijo el dios, cuya voz retumbaba en los cielos—. Me siento complacido contigo. En tu momento de necesidad, me buscaste a mí.
—Gracias, gran Sargas —dijo Galdar que, sin osar levantarse, alzó la cabeza.
—A cambio de tu lealtad, te devuelvo la vida —dijo el dios—. La vida y tu brazo derecho.
—El brazo no, gran Sargas —suplicó Galdar a quien el dolor le abrasaba el pecho—. Acepto la vida, y viviré para honrarte, pero el brazo lo perdí y no quiero recuperarlo.
A Sargas no le gustó su respuesta.
—La nación de los minotauros se ha librado al fin de las cadenas que nos ataron durante muchos siglos. Estamos saliendo del aislamiento de las islas donde estuvimos prisioneros largo tiempo y preparándonos para ocupar el puesto que nos pertenece en este continente. Necesito guerreros aguerridos como tú, Galdar. Los necesito enteros, no lisiados.
—Te lo agradezco, gran Sargas, pero si no te importa, aprenderé a luchar con la mano izquierda —pidió humildemente Galdar.
Galdar aguardó tenso, con temor, el estallido de la ira del dios. Al no ocurrir nada, se arriesgó a echar una ojeada hacia arriba.
Sargas sonrió. Era una mueca a regañadientes, pero no dejaba de ser una sonrisa.
—Se hará como quieres, Galdar. Eres libre de decidir tu destino.
El minotauro soltó un largo y hondo suspiro.
—Por ello, gran Sargas, te doy mis más sinceras gracias.
Galdar parpadeó y levantó el hocico de la húmeda arena. No conseguía recordar dónde se encontraba, ni entendía qué hacía allí tirado, echando una siesta en mitad del día. Mina podría necesitarlo. Se enfadaría al encontrarlo holgazaneando. Se incorporó de un brinco e hizo un gesto instintivo de llevar la mano a la espada que colgaba de su cintura.
No tenía espada. Ni mano con la que asirla. Su brazo cortado estaba tirado en la arena, a sus pies. Miró donde había tenido el brazo, miró la sangre en la arena y de pronto lo recordó todo.
Se encontraba sano y salvo, excepto que le faltaba el brazo derecho. El muñón estaba curado. Se volvió para darle las gracias al dios, pero Sargas se había marchado. Todos los dioses habían desaparecido. En el estadio no quedaba nadie salvo el cadáver del rey elfo y el extraño elfo de rostro joven y ojos viejos.
Lenta, torpemente, tanteando con la mano izquierda, Galdar recogió su espada. Giró el cinturón de forma que pudiera colgarla sobre la cadera derecha y, tras muchos intentos fallidos, por fin logró enfundar el arma en la vaina. Sentir la espada en ese costado le resultaba extraño, incómodo. Pero ya se acostumbraría. Esta vez tendría que acostumbrarse.
El aire no era tan caluroso como recordaba. El sol se ponía detrás de las montañas y arrojaba las sombras que anunciaban la noche. Tendría que apresurarse si quería encontrarla. Tendría que marcharse enseguida, mientras aún quedaba luz del día.
—Eres un amigo leal, Galdar —dijo Paladine mientras el minotauro pasaba a su lado.
Galdar gruñó y siguió caminando tras el rastro de las pisadas de la joven y de la sangre de su reina.
Por amor a Mina.
La batalla por la ciudad de Sanction no duró mucho. A la caída de la noche, la ciudad se había rendido. Probablemente lo habría hecho mucho antes, pero nadie quería tomar la decisión.
Los caballeros negros y sus soldados llamaron a Mina en vano. Ella no respondió, no acudió, y finalmente comprendieron que no iba a volver. Algunos sintieron amargura; otros, cólera. Y todos se sintieron traicionados. Conscientes de que si sobrevivían a la batalla se los ejecutaría o se les haría prisioneros, unos cuantos caballeros siguieron luchando. La mayoría lo hizo porque estaban atrapados o se encontraron arrinconados por el enemigo.
Algunos decidieron actuar siguiendo el consejo de Galdar e intentaron encontrar refugio en las cuevas de los Señores de la Muerte. Éstos formaban la tropa que topó con los draconianos. Pensando que habían encontrado un aliado, los caballeros negros se dispusieron a detener su retirada y dar media vuelta para intentar recobrar la ciudad. Su estupefacción cuando los draconianos cayeron sobre ellos fue inmensa, pero fugaz.
Quiénes eran esos extraños draconianos y por qué habían acudido en ayuda de elfos y solámnicos nunca se sabría. El ejército draconiano no entró en Sanction. Mantuvo su posición fuera de la ciudad hasta que el estandarte de los caballeros negros fue arrancado y en su lugar ondearon las banderas de Qualinesti y Silvanesti y de la nación solámnica.
Un corpulento bozak, que vestía armadura y una cadena dorada al cuello, avanzó junto a un sivak, que lucía los atalajes de un alto oficial draconiano. El sivak ordenó ponerse firme a las tropas. Él y el bozak saludaron a las banderas en tanto que los soldados draconianos golpeaban las espadas contra los escudos a modo de saludo. El sivak dio la orden de marchar y la tropa dio media vuelta y partió en dirección a las montañas.
Alguien recordó haber oído hablar de un grupo de draconianos que se había hecho con el control de la ciudad de Teyr. Se decía que esos draconianos no sentían el menor aprecio por los caballeros negros. Aun cuando tal cosa fuera cierta, Teyr se encontraba a mucha distancia de Sanction y nadie entendía cómo los draconianos habían podido llegar justo en el momento oportuno. Puesto que nadie volvió a verlos, el misterio nunca se resolvió.
Cuando la victoria en Sanction se hubo conseguido, muchos de los Dragones Dorados y Plateados se marcharon, dirigiéndose hacia las islas de los Dragones o dondequiera que tuvieran su hogar. Antes de irse, cada reptil tomó y transportó una parte de las cenizas del tótem para darles adecuada sepultura en las islas de los Dragones. Los Dorados y Plateados se llevaron todas las cenizas, aunque estuviesen mezcladas con las de Rojos, Azules, Blancos, Verdes y Negros. Porque todos ellos eran dragones de Krynn.
—¿Y qué harás tú, señor? —le preguntó Gerard a Espejo—. ¿Regresarás a la Ciudadela de la Luz?
Gerard, Odila y Espejo se encontraban fuera de la Puerta Oeste de Sanction, contemplando la salida del sol al día siguiente de la batalla. Fue un amanecer bellísimo, con bandas de intensos tintes rojos y naranjas que iban oscureciéndose hasta el color púrpura e incluso al negro a medida que el día desplazaba a la noche. El Dragón Plateado tenía vueltos los ojos hacia el sol como si pudiera verlo, y quizás en su alma podía. Dirigió la mirada ciega hacia el sonido de la voz de Gerard.
—La Ciudadela ya no necesita de mi protección. Mishakal hará suyo el templo. En cuanto a mí, mi guía y yo hemos decidido aliarnos.
Gerard observó de hito en hito a Odila, que asintió en silencio.
—Dejo la caballería —dijo la mujer—. Lord Tasgall ha aceptado mi renuncia. Es lo mejor, Gerard. Los caballeros no se habrían sentido cómodos teniéndome en sus filas.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Gerard. Habían pasado tantas vicisitudes juntos que no esperaba separarse tan pronto de ella.
—La reina Takhisis habrá desaparecido, pero la oscuridad perdura —repuso la mujer con gesto sombrío—. Los minotauros se han apoderado de Silvanesti. No se conformarán con esa tierra y pueden amenazar otras naciones. Espejo y yo hemos decidido asociarnos. —Palmeó el plateado cuello del reptil—. Un dragón que es ciego y una humana que lo estuvo... Buen equipo, ¿no te parece?
Gerard sonrió.
—Si os encamináis hacia Silvanesti es muy posible que nos encontremos. Voy a intentar establecer una alianza entre la caballería y los elfos.
—¿Crees de verdad que el Consejo de Caballeros accederá a ayudar a los elfos a recuperar su tierra? —inquirió Odila en tono escéptico.
—No lo sé —contestó Gerard, que se encogió de hombros—, pero de lo que no me cabe duda es de que voy a darles que pensar sobre ello. Sin embargo, antes que nada tengo una tarea que llevar a cabo. Hay una cerradura rota en una tumba de Solace. Prometí arreglarla.
Un silencio incómodo cayó sobre ellos. Era mucho lo que quedaba por decir para decirlo en ese momento. Espejo agitó las alas, obviamente deseoso de marcharse. Odila captó la indirecta.
—Adiós, Mollete de Maíz —dijo, sonriendo.
—¡Adiós y en buena hora! —repuso Gerard, sonriendo a su vez.
Odila se acercó y lo besó en la mejilla.
—Si vuelves a bañarte desnudo en un arroyo, no dejes de avisarme.
Montó en el Dragón Plateado, que inclinó la cabeza en un saludo.
Después extendió las alas y se elevó grácilmente en el aire. Odila agitó la mano. Gerard hizo otro tanto y los siguió con la mirada, viendo cómo empequeñecían en la distancia; continuó mirando mucho después de perderlos de vista.
Aquel día también hubo otra despedida. Un adiós que duraría toda la eternidad.
En la arena, Paladine se arrodilló junto al cadáver de Silvanoshei y le cerró los párpados. Limpió la sangre del rostro del joven elfo y acomodó la postura de sus miembros. Paladine se sentía cansado. No estaba acostumbrado a ese cuerpo mortal, a sus molestias, dolores y necesidades, a la profusión e intensidad de emociones, la pena y el dolor, la rabia y el temor. Al mirar el rostro del rey elfo muerto, Paladine vio juventud y prometedora esperanza, todo perdido, todo desperdiciado. Hizo un alto en su tarea para enjugarse el sudor de la frente y se preguntó cómo iba a poder continuar con tal aflicción y pesadumbre en su corazón. Cómo iba a poder continuar solo.
Sintió un leve roce en el hombro y alzó los ojos; vio a una diosa bellísima, radiante. Ella sonrió, pero en su gesto había un poso de tristeza y en sus ojos el arco iris de lágrimas contenidas.
—Llevaré al joven a su madre —se ofreció Mishakal.
—No presenció su muerte, ¿verdad? —preguntó Paladine.
—No, al menos se ahorró eso. Liberamos a todos los que Takhisis había traído aquí a la fuerza para que presenciaran su triunfo. Alhana no vio morir a su hijo.
—Dile que murió como un héroe —dijo quedamente Paladine.
—Lo haré, amado mío.
Un beso tan suave como una pluma rozó los labios del elfo.
—No estás solo —susurró Mishakal—. Siempre estaré contigo, esposo mío, alma mía.
Él deseaba fervientemente que fuera así, que pudiera serlo. Pero entre ellos se iba abriendo una brecha, una distancia que se ensanchaba más y más cada momento que pasaba. Ella se encontraba en la playa, y él luchaba para mantenerse a flote en el agua y cada ola lo arrastraba un poco más lejos.
—¿Qué ha pasado con los espíritus de los muertos? —preguntó.
—Son libres —contestó ella, y su voz sonó distante. La oía a duras penas—. Libres para seguir su viaje.
—Algún día me uniré a ellos, amor mío.
—Ese día te estaré esperando —prometió la diosa.
El cuerpo de Silvanoshei desapareció, transportado en una nube de luz plateada.
Paladine permaneció largo rato en la oscuridad, solo. Después se encaminó hacia la puerta del estadio, solo, y salió al mundo, solo.
Los hijos de los dioses, Nuitari, Lunitari y Solinari, entraron en el que antaño fuera Templo del Corazón. El cuerpo del hechicero Dalamar se encontraba sentado en un banco, mirando al vacío.
Los dioses de la magia se situaron delante del oscuro y abandonado altar.
—Que el hechicero, Raistlin Majere, se presente.
Raistlin emergió de la oscuridad y las ruinas del templo. El borde de su negra túnica de terciopelo esparció los fragmentos de ámbar que aún seguían tirados en el suelo, ya que no se había podido encontrar a nadie que se atreviera a tocar los restos malditos del sarcófago en el que el cuerpo de Goldmoon había estado aprisionado. Caminó sobre los añicos, triturando el ámbar bajo los pies.
Raistlin sostenía en los brazos un cuerpo envuelto en tela blanca.
—Tu espíritu ha sido liberado —anunció seriamente Solinari—. Tu gemelo te aguarda. Prometiste abandonar el mundo. Debes cumplir esa promesa.
—No tengo intención de quedarme aquí —contestó suavemente Raistlin—. Mi hermano me espera, al igual que mis antiguos compañeros.
—¿Te han perdonado?
—O los he perdonado yo —replicó en tono quedo el hechicero—. Es un asunto entre amigos que no os concierne. —Bajó la vista hacia el cuerpo que cargaba en los brazos—. Pero esto sí.
Soltó el cadáver de su sobrino a los pies de los dioses. Después se retiró la capucha y miró a los tres hermanos.
—Os pido un último favor —dijo—. Devolvedle la vida a Palin. Devolvedlo con su familia.
—¿Por qué habríamos de hacer tal cosa? —demandó Lunitari.
—Sus pasos se desviaron por la senda que antaño recorrí yo —contestó—. Vio su error al final, pero no pudo vivir para rectificarlo. Si le devolvéis la vida podrá desandar sus pasos y encontrar el camino a casa.
—Lo que tú no pudiste hacer —apuntó suavemente Lunitari.
—Lo que yo no pude hacer.
—¿Hermanos? —Lunitari se volvió hacia Solinari y Nuitari—. ¿Qué decís?
—Digo que hay otro asunto pendiente que resolver —manifestó Nuitari—. Que se presente el hechicero Dalamar.
El cuerpo del elfo seguía inmóvil en el banco, y el espíritu del hechicero, de pie, detrás del cuerpo. Dalamar se aproximó receloso, tenso, a los dioses.
—Nos traicionaste —acusó Nuitari.
—Tomaste partido por Takhisis —abundó Lunitari—, y casi perdimos la única oportunidad que teníamos de regresar al mundo.
—Traicionaste a nuestro fiel seguidor, Palin —añadió severamente Solinari—. Por orden suya, lo asesinaste.
Dalamar miró a los resplandecientes dioses de uno en uno, y cuando habló su voz sonó queda y amarga.
—¿Cómo podríais entenderlo? ¿Cómo podríais saber lo que se siente cuando se pierde todo?
—Quizá lo entendamos mejor de lo que imaginas —repuso Lunitari.
Dalamar guardó silencio, sin contestar nada.
—¿Qué se hace con él? —preguntó Lunitari—. ¿Se le devuelve la vida?
—A menos que me devolváis la magia, no os molestéis —intervino el elfo.
—Yo digo que no —dijo Solinari—. Utilizó a los muertos para realizar sus negras artes. No merece nuestra clemencia.
—Yo digo que sí —intervino fríamente Nuitari—. Si se devuelve la vida a Palin y se le ofrece la magia, hay que hacer lo mismo con Dalamar. El equilibrio debe mantenerse.
—¿Y tú que opinas, prima? —le pregunto Solinari a Lunitari.
—¿Aceptaréis mi decisión? —inquirió ella.
Solinari y Lunitari intercambiaron una mirada y después asintieron.
—Éste es mi dictamen. A Dalamar se le devolverá la vida y la magia, pero debe abandonar la Torre de la Alta Hechicería que antes ocupaba. De ahora en adelante tendrá prohibido el acceso a ella. Tiene que regresar al mundo de los vivos y abrirse camino en la vida entre ellos. A Palin Majere también se le devolverá la vida, y se le concederá la magia si él quiere. ¿Os parecen satisfactorias estas premisas a los dos, primos?
—Lo son para mí —dijo Nuitari.
—Y para mí —respondió Solinari.
—¿Lo son para ti, Dalamar? —inquirió Lunitari.
Dalamar tenía lo que deseaba y eso era lo único que le importaba. En cuanto al resto, volvería al mundo. Algún día, quizá, lo gobernaría.
—Lo son, señora —contestó.
—¿Son satisfactorias para ti, Raistlin Majere? —preguntó Lunitari.
Raistlin inclinó la encapuchada cabeza en un gesto de asentimiento.
—Entonces, ambas peticiones se conceden. Damos la vida y os concedemos el don de la magia.
—Gracias, señora y señores —dijo Dalamar, que volvió a inclinar la cabeza. Su mirada se detuvo un instante en Nuitari, que entendió perfectamente.
Raistlin se arrodilló junto al cuerpo de su sobrino y retiró la blanca mortaja. Los ojos de Palin se abrieron. Miró a su alrededor con conmocionada estupefacción, y entonces su mirada se detuvo en su tío. La impresión se acentuó.
—¡Tío! —exclamó. Se sentó e intentó alargar la mano para coger la de Raistlin. Sus dedos, de carne, hueso y sangre, atravesaron la mano de Raistlin, una mano etérea de muerto.
Palin observó fijamente la suya y la comprensión de que estaba vivo se abrió paso en su cerebro. Se miró ambas manos, tan parecidas a las de su tío, con los largos y delicados dedos, y vio que podía moverlos, que obedecían sus órdenes.
—Gracias —dijo mientras alzaba la cabeza hacia los radiantes dioses que lo rodeaban—. Y gracias a ti, tío. —Hizo una pausa y después añadió—. Hubo un tiempo en que pronosticaste que sería el mago más importante que había habido en Krynn. Sin embargo, no creo que eso se cumpla.
—Tenemos mucho que aprender, sobrino —contestó Raistlin—. Mucho que aprender sobre lo que es realmente importante. Adiós. Mi hermano y nuestros amigos me esperan. —Sonrió—. Tanis, como siempre, está impaciente por emprender la marcha.
Palin vio ante sí un río de espíritus, un río que fluía plácida, lentamente, entre las riberas de los vivos. La luz del sol se reflejaba en el río, la luz de las estrellas brillaba en sus insondables profundidades. Las almas de los muertos miraban al frente, a un mar cuyas olas lamían la orilla de la eternidad, un mar que los llevaría a todos hacia nuevos viajes. De pie en la ribera, esperando a su gemelo, estaba Caramon Majere.
Raistlin llegó a su lado. Los hermanos alzaron la mano en un gesto de despedida y después ambos entraron en el río y cabalgaron las plateadas aguas que desembocaban en el mar infinito.
El espíritu de Dalamar entró en su cuerpo. La magia fluyó en su espíritu. La sangre ardía en sus venas, la magia abrasaba su sangre, y su gozo fue intenso y profundo. Alzó la cabeza y miró al cielo.
La única pálida luna había desaparecido. Ahora dos lunas alumbraban la bóveda, una con fuego plateado y la otra con rojo. Mientras las contemplaba con respeto reverencial y agradecimiento, las dos lunas convergieron y formaron un ojo radiante. La luna negra destacaba en el centro.
—Así que también te volvieron a la vida —dijo Palin, que salió de las sombras.
—Y la magia —contestó Dalamar.
—¿Adónde irás? —preguntó Palin, sonriendo.
—No lo sé —repuso con despreocupación—. El ancho mundo está abierto para mí. Voy a mudarme de la Torre de la Alta Hechicería. Ya he pasado demasiado tiempo encerrado allí. ¿Adónde irás tú? —Sus labios se curvaron levemente—. ¿Volverás con tu amante esposa?
—Si Usha me acepta, sí —repuso Palin con un tono y un gesto sombrío—. He de resarcirla de muchas cosas.
—No te entretengas demasiado en ello. Hemos de reunimos pronto para discutir la reinstauración de las Órdenes —comentó Dalamar en tono eficiente—. Hay mucho que hacer.
—Y habrá otros para hacerlo.
Dalamar lo miró intensamente, y de pronto comprendió.
—Solinari te ofreció la magia... ¡y rehusaste!
—Tiré por la borda muchas cosas valiosas por su causa —explicó Palin—. Mi matrimonio. Mi vida. He comprendido que no merecía la pena.
«¡Necio!» La palabra acudió a los labios del elfo oscuro, pero no la pronunció en voz alta, la guardó para sí mismo. No tenía la menor idea de hacia dónde se dirigía, y no habría nadie que le diera la bienvenida cuando llegara allí. De nuevo alzó los ojos hacia las tres lunas.
—Quizá vaya a visitaros a Usha y a ti alguna vez —dijo, sabiendo bien que nunca lo haría.
—Nos honrará tenerte como invitado —contesto Palin, sabiendo bien que no volvería a ver al elfo oscuro.
—Será mejor que me ponga en marcha.
—Sí, yo también —convino Palin—. Hay una larga tirada hasta Solace.
—Podría llevarte por los corredores de la magia —ofreció Dalamar.
—No, gracias —rechazó Palin con una sonrisa irónica—. Más vale que me acostumbre a caminar. Adiós, Dalamar el Oscuro.
—Adiós, Palin Majere.
Dalamar pronunció las palabras mágicas, las sintió burbujear y chispear en sus labios como un vino exquisito, y las bebió con ansia. En un instante había desaparecido.
Palin se quedó solo, pensativo, silencioso. Entonces alzó los ojos hacia las lunas, que ahora no eran más que lunas para él, una plateada y otra roja.
Sonriendo, con los pensamientos volcados de nuevo en su casa, puso los pies en la misma dirección.
Los Caballeros de Solamnia desplegaron sus fuerzas por las almenas de Sanction y de inmediato se iniciaron los trabajos de reparación de la Puerta Oeste y de las brechas abiertas en las murallas de la ciudad. Exploradores de las filas de los caballeros y de las de los elfos salieron para localizar a Mina. Dragones Plateados en vuelo se mantenían vigilantes, pero ninguno la encontró. Los dragones llevaron la noticia de que unas fuerzas enemigas marchaban hacia Sanction procedentes de Jelek y de Palanthas. Antes o después se enterarían de que la ciudad había caído, pero ¿cómo reaccionarían? ¿Darían media vuelta y huirían de vuelta a casa o seguirían adelante con intención de volver a tomarla? Y Mina, desprovista de su poder divino, ¿volvería a dirigirlos o se quedaría escondida en alguna parte, lamiéndose las heridas?
Nadie llegaría a saber nunca dónde estaba enterrado el cuerpo de Takhisis... si es que estaba enterrado. Con el paso de los años, los que caminaron por la senda de la oscuridad buscarían el panteón, ya que surgió la leyenda de que su espíritu inquieto premiaría con dones a quienes hallaran su sepulcro.
El misterio más perdurable fue lo que llegó a conocerse como el Milagro del Templo de Duerghast. Gentes de todas partes de Sanction, de todas partes de Ansalon, de todas partes del mundo, habían sido llevadas a la fuerza por la Reina Oscura al estadio del Templo de Duerghast para presenciar su entrada triunfal en el mundo. En cambio, fueron testigos de un hito en la historia.
Los que presenciaron directamente la muerte de Takhisis retuvieron las imágenes de lo que habían visto y oído para siempre, grabadas en el alma como el hierro al rojo vivo marca la carne. La impresión y el dolor fueron terribles al principio, pero finalmente el dolor cesó a medida que el cuerpo y la mente sanaban de manera paulatina.
Al principio, algunos echaron de menos el dolor, porque sin él, ¿qué prueba tenían de que todo había sido verdad? Para hacerlo real, para asegurarse de que había sido real, algunos hablaban de lo que habían visto; hablaban volublemente. Otros guardaban bajo llave sus pensamientos y jamás hacían referencia a lo ocurrido.
Al igual que los habitantes de Krynn que habían sido testigos de otros hitos en la historia —los viajes caóticos de la Gema Gris, la caída de Istar, el Cataclismo—, pasaron sus relatos del Milagro de generación en generación. Para las futuras generaciones de Krynn, la Quinta Era empezaría con el robo del mundo en el momento de la derrota de Caos. Pero la Quinta Era sólo empezó a llamarse comúnmente la Era de los Mortales el día en el que el Juicio del Libro privó de su naturaleza divina a uno de los dioses y aceptó el sacrificio de otro.
Silvanoshei sería enterrado en la Tumba de los Héroes en Solace, si bien no sería su sepulcro definitivo. Su desconsolada madre, Alhana Starbreeze, confiaba en que un día podría llevarlo a Silvanesti, pero ese día aún estaba muy lejano. La nación de minotauros envió tropas y suministros a raudales y se atrincheraron firmemente en aquella tierra antaño hermosa.
El capitán Samuval y sus mercenarios continuaron asaltando y saqueando el territorio de Qualinesti. Los caballeros negros expulsaron o mataron a los pocos elfos que seguían en Qualinesti y redamaron como suya la tierra. Los elfos eran exiliados ahora. Los supervivientes de ambas naciones discutieron sobre adonde ir y qué hacer.
Los exiliados elfos acamparon en el valle fuera de Sanction, pero aquello no era un hogar, y los Caballeros de Solamnia, ahora dirigentes de Sanction, los instaron cortésmente a que se mudaran a otro sitio. El Consejo de Caballeros discutió el asunto de aliarse con los elfos para expulsar a los minotauros de Silvanesti, pero había ciertas cuestiones respecto a la Medida, y el tema se sometió a estudiosos a fin de que lo elucidaran, cosa que, con suerte, podía esperarse que ocurriera al cabo de diez o veinte años.
A Alhana Starbreeze se le ofreció el gobierno de los silvanestis, pero, con el corazón destrozado, lo había rechazado. Sugirió que gobernara Gilthas en su lugar. Los qualinestis, en su mayoría, aceptaban esa solución. Los silvanestis, no, aunque no tenían a nadie mas a quien recomendar para el puesto. Las dos naciones enfrentadas volvieron a unirse, con sus representantes viajando juntos al funeral de Silvanoshei.
Un Dragón Dorado transportó el cuerpo del rey elfo a la Tumba de los Héroes. Los caballeros solámnicos, montados en Dragones Plateados, formaban una guardia de honor al mando de Gerard Uth Mondor. Alhana acompañaba a su hijo, al igual que su primo Gilthas.
Gilthas no lamentaba dejar atrás las disputas e intrigas. Se preguntó si tendría fuerza para volver. No quería la corona de las dos naciones elfas. No se consideraba la persona adecuada para eso. No deseaba la responsabilidad de liderar a un pueblo en exilio, un pueblo sin hogar.
De pie ante el panteón, Gilthas observó cómo la procesión de elfos transportaba el cuerpo de Silvanoshei, cubierto con una mortaja de tela dorada, a su lugar de reposo temporal. Su cadáver se puso en un sepulcro de mármol y se lo cubrió de flores. Los fragmentos de la Dragonlance rota se colocaron en sus manos.
El panteón sería el lugar de reposo eterno para Goldmoon. Sus cenizas se mezclaron con las de Riverwind. Por fin los dos estaban juntos.
Un elfo vestido con ropas de tonos marrones y verdes, sucias por el polvo del camino, se situó junto a Gilthas. No dijo nada y contempló con solemne reverencia cómo las cenizas de Goldmoon y Riverwind se transportaban dentro del panteón.
—Adiós, queridos y fieles amigos —musitó.
Gilthas se volvió hacia él.
—Me alegro de tener esta oportunidad de hablar con vos, E'li... —empezó.
—Ese ya no es mi nombre —le interrumpió el elfo.
—Entonces ¿cómo hemos de llamaros, señor? —preguntó Gilthas.
—He tenido tantos... E'li entre los elfos, Paladine entre los humanos. Incluso Fizban. He de admitir que ése era mi favorito. Ninguno de ellos me sirve ahora. He elegido otro nuevo.
—Y es...
—Valthonis —dijo el elfo.
—¿El exiliado? —tradujo Gilthas, desconcertado. De pronto lo entendió. Intentó hablar pero sólo consiguió decir con voz ronca—. Así que compartiréis nuestra suerte.
Valthonis puso la mano en el hombro de Gilthas.
—Vuelve con tu pueblo, Gilthas. Ambos, los silvanestis y los qualinestis, lo son. Vuelve a hacer un solo pueblo de ellos, y aunque sea un pueblo en exilio, aunque no tengáis patria a la que llamar vuestra, seréis una nación.
Gilthas sacudió la cabeza.
—La tarea que te aguarda no es fácil —dijo Valthonis—. Trabajarás duro y con denuedo para unir lo que otros se esforzarán en destruir. Tendrás fracasos, pero no renuncies nunca a la esperanza. Si eso ocurriera, conocerás la derrota.
—¿Estaréis conmigo? —preguntó Gilthas.
—Tengo que recorrer mi propia senda —contestó el otro elfo, sacudiendo la cabeza—, como tú y como cada uno de nosotros. Sin embargo, nuestros caminos se cruzarán de vez en cuando.
—Gracias, señor. —Gilthas le estrechó la mano—. Haré lo que decís. Regresaré con los míos. Con todos. —Suspiró profundamente y sonrió atribulado—. Incluso el senador Palthainon.
Gerard se hallaba frente a la entrada del panteón esperando que el último doliente del cortejo fúnebre se marchara. La ceremonia había acabado. Era de noche. La multitud que se había congregado para observar empezó a dispersarse, algunos en dirección a la posada El Ultimo Hogar, donde Palin y Usha se unieron a sus hermanas, Laura y Dezra, para consolar a los dolientes ofreciéndoles sonrisas, buena comida y la mejor cerveza de Ansalon.
Mientras esperaba, Gerard rememoró todo lo ocurrido desde aquel día, hacía tanto tiempo, en el que escuchó la voz de Tasslehoff por primera vez gritando desde el interior del panteón. El mundo había cambiado y, sin embargo, no había cambiado.
Ahora había tres lunas en el cielo en lugar de una. No obstante, el sol que salía cada mañana era el mismo que había marcado el comienzo de la Quinta Era. La gente podía mirar al cielo y encontrar de nuevo las constelaciones de los dioses y mostrárselas a sus hijos. Pero no eran las mismas de antaño. Se componían de estrellas diferentes, ocupaban otros lugares en el cielo. Faltaban dos; dos que nunca se podrían encontrar, que nunca se volverían a ver sobre Krynn.
—La Era de los Mortales —se dijo Gerard. El término tenía un nuevo significado, un nuevo alcance.
Miró dentro del panteón y vio que aún quedaba una persona, el extraño elfo que había visto en el estadio por primera vez. Gerard aguardó respetuosa, pacientemente, dispuesto a dar todo el tiempo necesario a aquel doliente.
El elfo ofreció sus plegarias en silencio y después, con un último adiós amoroso, se encaminó hacia Gerard.
—¿Arreglaste la cerradura? —preguntó sonriente.
—Lo hice, señor. —Gerard cerró la puerta del panteón tras él. Oyó el chasquido del mecanismo al girar. No se marchó de inmediato. También le costaba despedirse.
—Señor, me preguntaba si... —Hizo una pausa y después se lanzó—. No sé cómo decirlo, pero, ¿hizo Tasslehoff...? ¿Hizo lo que pensaba hacer?
—¿Quieres decir que si murió cuando y donde se suponía que debía morir? —inquirió el elfo—. ¿Si derrotó a Caos? ¿Te refieres a eso?
—Sí, señor, a eso me refiero.
En respuesta, el elfo alzó los ojos hacia el cielo nocturno.
—Solía haber una estrella roja en el firmamento. ¿Lo recuerdas?
—Sí, señor.
—Búscala. ¿La ves?
—No, señor —respondió Gerard mientras escudriñaba el cielo—. ¿Qué ha pasado con ella?
—El fuego de la forja se ha apagado. Flint lo apagó porque sabía que ya no se le necesitaba.
—Así que Tasslehoff le encontró.
—Tasslehoff le encontró. Él, Flint y sus compañeros están juntos de nuevo —dijo el elfo—. Flint, Tanis, Tasslehoff, Tika, Sturm, Goldmoon y Riverwind. Sólo esperan a Raistlin, que se reunirá pronto con ellos, porque Caramon, su gemelo, no se marcharía sin él.
—¿Adónde se dirigen, señor?
—Al siguiente estadio del viaje de sus almas —contestó el elfo.
—Espero que les vaya bien —dijo Gerard.
Se alejaron de la Tumba de los Últimos Héroes, le dijo adiós al elfo y, tras guardarse la llave en el bolsillo, encaminó sus pasos hacia la posada El Ultimo Hogar. El cálido brillo que salía por las ventanas alumbraba su camino.