PRIMERA PARTE

1 Almas perdidas

En las mazmorras de la Torre de la Alta Hechicería, que otrora estuvo en Palanthas pero que actualmente se halla ubicada en Foscaterra, el gran archimago Raistlin Majere había conjurado un estanque mágico en la Cámara de la Visión, creada por él. Al mirar ese estanque, podía seguir la marcha de los acontecimientos que tenían lugar en el mundo y, en ocasiones, determinar su curso. Aunque Raistlin Majere llevaba muerto muchos años, su estanque mágico en la Cámara de la Visión seguía funcionando. El hechicero Dalamar, que había heredado la Torre de su shalafi, mantenía viva la magia del estanque. Un auténtico prisionero en la Torre, que era una isla en el río de los muertos, Dalamar había utilizado el estanque a menudo para visitar con la mente aquellos lugares a los que no podía ir físicamente.

Palin Majere se encontraba ahora al borde del estanque, contemplando fijamente la estática llama azul que ardía en el centro de la superficie calma del agua y que era la única fuente de luz de la cámara. Dalamar estaba a su lado, cerca, también con la mirada prendida en la llama inmutable. Aunque los hechiceros habrían podido contemplar acontecimientos que tenían lugar en cualquier parte del mundo, observaban atentamente lo que estaba ocurriendo muy próximo a ellos, algo que pasaba en lo alto de la propia Torre en la que se encontraban. Goldmoon, de la Ciudadela de la Luz, y Mina, Señora de la Noche, cabecilla de los Caballeros de Neraka, iban a reunirse en el laboratorio que antaño perteneciera a Raistlin Majere. Goldmoon ya había llegado al extraño lugar de encuentro. El laboratorio estaba frío y oscuro, envuelto en sombras. Dalamar le había dejado una linterna, pero su luz era débil y sólo servía para poner de relieve aquella oscuridad que nunca podría alumbrarse realmente, ni aunque se encendieran todas las velas y linternas de Krynn. La oscuridad, que era el alma de la temible Torre tenía el corazón allí, en esa estancia que en el pasado había sido escenario de muerte, dolor y sufrimiento.

Allí, Raistlin Majere había intentado emular a los dioses y crear vida, aunque había fracasado absolutamente, trayendo al mundo unos seres deformes, grotescos y patéticos, conocidos como los Engendros Vivientes, los cuáles habían llevado una existencia desdichada en la Cámara de la Visión, donde se encontraban ahora los dos magos. La Señora del Dragón, Kitiara, había perdido la vida en el laboratorio, siendo su muerte tan brutal y sangrienta como lo había sido su vida. Allí estaba el Portal al Abismo, una conexión entre el reino de los mortales y el reino de los muertos, una conexión que se había cortado hacía mucho tiempo y que ahora sólo era el hogar de ratones y arañas.

Goldmoon conocía la terrible historia de esa estancia, y debía de estar cavilando sobre ella en ese momento, pensó Palin, que contemplaba su imagen titilante en la superficie del estanque. La mujer se envolvía con los brazos; temblaba, pero no de frío, sino de miedo. Palin se preocupó. No recordaba haber visto a Goldmoon asustada en todos los años que la conocía.

Quizá se debía al extraño cuerpo en el que se alojaba el espíritu de la mujer. Goldmoon tenía más de noventa años, y su verdadero cuerpo era el de una mujer anciana, todavía vigoroso, todavía fuerte para sus años, pero con la piel marcada por el paso del tiempo, algo cargada de espaldas, los dedos nudosos pero de tacto suave. Se había sentido cómoda con aquel cuerpo; nunca había temido ni lamentado el paso de los años que le habían traído el gozo del amor y el nacimiento, la pena del amor y la muerte. Aquel cuerpo le había sido arrebatado la noche de la gran tormenta y se le había dado otro, un cuerpo extraño, uno que era joven y hermoso, saludable y brioso. Únicamente los ojos eran los de la mujer que Palin había conocido toda su vida.

«Tiene razón —pensó—, ese cuerpo no le pertenece. Es un ropaje de gala prestado, una vestidura que no encaja.»

—Debería estar con ella —musitó. Rebulló, se movió y empezó a caminar con aire desasosegado por el borde del agua. La Cámara era de piedra y estaba oscura y fría, con la única iluminación de la estática llama que ardía en el corazón de negro estanque, que proporcionaba escasa luz y ningún calor—. Goldmoon parece fuerte, pero no lo es. Su cuerpo será el de una persona de veintitantos años, pero su corazón es el de una mujer cuya vida abarca nueve décadas. La impresión de ver a Mina de nuevo, sobre todo como es ahora, podría matarla.

—En tal caso, la impresión de verte decapitado por los caballeros negros a buen seguro tampoco le reportaría ningún bien —repuso mordazmente Dalamar—. Y eso sería lo que vería si subieses ahora allí. La Torre está rodeada por soldados. Debe de haber al menos treinta ahí fuera.

—No creo que me mataran —repuso Palin.

—¿No? ¿Y qué harían? ¿Decirte que te pusieras en un rincón, de cara a la pared, y que pensaras qué niño más malo habías sido? —se mofó el elfo.

»Hablando de rincones —añadió de repente, alterada la voz—. ¿Has visto eso?

—¿El qué? —Palin giró bruscamente la cabeza y miró a su alrededor, alarmado.

—¡Aquí no! ¡Allí! —Dalamar señaló el estanque—. Un destello en los ojos de los dragones que guardan el Portal.

—Lo único que veo es polvo —dijo Palin al cabo de un momento, tras observar atentamente—, y telarañas y heces de ratones. Son imaginaciones tuyas.

—¿Lo son? —instó Dalamar. Su tono sarcástico se había suavizado y era inusitadamente sombrío—. Me pregunto...

—¿Qué te preguntas?

—Muchas cosas —Contestó Dalamar.

Palin miró atentamente al elfo, pero los oscuros ojos de aquel rostro demacrado no dejaban traslucir sus pensamientos. Envuelto en los negros ropajes, Dalamar se confundía con la oscuridad de la Cámara. Sólo se distinguían sus manos, de delicados dedos, y daba la impresión de que no estaban unidas a un cuerpo. El longevo elfo se encontraba supuestamente en la flor de la vida, pero su figura desgastada, consumida por la fiebre de la ambición frustrada, podría pasar por la de una persona mayor de su raza.

«No debería criticarle. ¿Qué ve él cuando me mira? —se preguntó Palin—. Un hombre de mediana edad, estropeado. Tengo el rostro macilento, ajado, y el cabello canoso y ralo. Mis ojos son los de un hombre amargado que no ha encontrado lo que se le prometió.

»Estoy en la vanguardia de la magia maravillosa creada por mi tío, y ¿qué he hecho, salvo decepcionar a todos los que esperaban algo de mí, incluido yo mismo? Goldmoon sólo es la más reciente. Debería estar con ella. Un héroe como mi padre estaría con ella, sin importarle que eso significara sacrificar su libertad e incluso su vida. Y, sin embargo, aquí sigo, escondido en el sótano de esta torre.»

—Estáte quieto, ¿quieres? —instó Dalamar, irritado—. Resbalarás y te caerás en el estanque. Mira eso. —Señaló el agua, excitado—. Mina ha llegado. —Dalamar se frotó las manos—. Ahora nos enteraremos de algo provechoso.

Palin se detuvo al borde del estanque, indeciso. Si partía de inmediato, recorriendo los caminos de la magia, podría llegar junto a Goldmoon a tiempo de protegerla. Si embargo, no fue capaz de apartarse del estanque y contempló fijamente el agua, presa de una terrible fascinación.

—No veo nada en esta oscuridad de hechiceros —estaba diciendo Mina en voz alta—. Necesitamos más luz.

La luz aumentó en el laboratorio, tanto que deslumbró los ojos acostumbrados a la oscuridad.

—Ignoraba que Mina fuera hechicera —comentó Palin al tiempo que se protegía los ojos con la mano.

—No lo es —repuso Dalamar en tono cortante mientras miraba de forma rara al otro mago—. ¿No te sugiere eso nada?

Palin pasó por alto la pregunta y se concentró en la conversación.

—Estás... estás bellísima, madre —dijo Mina en voz queda, sobrecogida—. Exactamente como te había imaginado.

La muchacha se puso de rodillas y extendió los brazos.

—Ven y bésame, madre —pidió mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas—. Bésame como solías hacer, porque soy Mina. Tu Mina.

—Y lo fue durante muchos años —musitó Palin, que miraba a Goldmoon con pesadumbre y preocupación viéndola avanzar, vacilante, para estrechar a la hija contra sí—. Goldmoon encontró a Mina en la playa, al parecer superviviente de un terrible naufragio, aunque no se descubrieron restos del barco ni cadáveres ni más supervivientes. La llevaron al orfanato de la Ciudadela. Inteligente, audaz, intrépida, Mina los conquistó a todos, incluida Goldmoon, que le tomó gran cariño. Y entonces, un día, con catorce años, Mina se fugó. La buscamos, pero no hallamos rastro de ella. Nadie entendía por qué se había ido, ya que parecía muy feliz allí. A Goldmoon se le partió el alma de pena.

—Claro, Goldmoon la encontró —dijo Dalamar—. Se suponía que tenía que ser ella.

—¿Qué quieres decir? —Palin miró intensamente a Dalamar, pero la expresión del elfo oscuro era enigmática. Éste se encogió de hombros y sin pronunciar palabra señaló el oscuro estanque.

—¡Mina! —susurró Goldmoon mientras mecía a su hija adoptiva—. Mina, pequeña... ¿Por qué nos dejaste si todos te queríamos tanto?

—Me marché por amor a ti, madre, para buscar lo que ansiabas tan desesperadamente. Amadísima madre. —Mina tomó en las suyas las manos de Goldmoon y se las llevó a los labios—. Todo lo que soy, todo lo que he hecho, lo he hecho por ti.

—No... no lo entiendo, pequeña —balbució la mujer—. Llevas el símbolo del Mal, de la oscuridad... ¿Adonde fuiste? ¿Dónde has estado? ¿Qué te ha ocurrido?

Mina soltó una risa.

—¿Te acuerdas, madre, de las historias que solías contarme? ¿Aquella sobre cómo entraste en la oscuridad para buscar a los dioses? ¿Y que los encontraste y devolviste la fe en los dioses a la humanidad?

—Sí —contestó Goldmoon.

Se había puesto tan pálida que Palin decidió ir con ella a costa de lo que fuera, y empezó a entonar palabras de magia. Salieron de su boca, pero no las que habían cobrado forma en su cerebro, que eran equilibradas, suaves, fluidas. Las palabras que pronunció sonaron duras, contundentes, como bloques de piedra cayendo al suelo.

Furioso consigo mismo, se calló y se obligó a calmarse y a intentarlo de nuevo. Sabía el hechizo, habría podido pronunciarlo al revés. Y eso era lo que parecía que había hecho, ya que no tenía ningún sentido.

—¡Eres tú el que me hace esto! —instó Palin en tono acusador.

—¿Yo? —Dalamar parecía divertido. Agitó la mano—. Ve con Goldmoon si quieres. Muere con ella, si así lo deseas. Yo no pienso impedírtelo.

—Entonces, ¿quién es? ¿Ese dios Único?

El elfo lo observó en silencio un momento y después se volvió para mirar el estanque, metiendo las manos en las mangas de la túnica.

—No existía el pasado, Majere. Retrocediste en el tiempo pero no existía el pasado.

—Me dijiste que los dioses se habían ido, madre —siguió Mina—. Me dijiste que como los dioses se habían marchado teníamos que depender de nosotros mismos para hallar nuestro camino en el mundo. Pero no creí esa historia, madre.

»Oh, no digo que me mintieses —se apresuró a añadir mientras ponía los dedos sobre los labios de Goldmoon para acallar su protesta—. No creo que me mintieses. Estabas equivocada, eso es todo. Yo sabía que no era así, ¿comprendes? Sabía que existía un dios, porque oí su voz cuando era pequeña y nuestro barco se hundió y me encontré sola en el mar. Me encontraste en la orilla, ¿te acuerdas, madre? Pero nunca supiste por qué aparecí allí, ya que prometí que nunca lo contaría. Los demás se ahogaron, pero yo me salvé. El dios me sostuvo a flote y me cantó cuando tuve miedo de la soledad y la oscuridad.

»Dijiste que no había dioses, madre, pero yo sabía que estabas equivocada. Y por ello hice lo que hice. Salí a buscar al dios para traértelo a ti. Y lo he conseguido, madre. El milagro de la tormenta es obra del Único. Y el milagro de tu juventud y tu belleza es obra del Único, madre.

—¿Lo entiendes ahora, Majere? —preguntó quedamente Dalamar.

—Creo que empiezo a entenderlo —repuso Palin. Tenía fuertemente apretadas sus manos tullidas. Hacía frío en la Cámara, y los huesos le dolían con el frío y la humedad—. Añadiría «que los dioses nos valgan», pero estaría fuera de lugar.

—¡Chist! —instó el elfo—. No puedo oír lo qué dice.

—¿Pediste esto? —demandó Goldmoon al tiempo que señalaba su cuerpo cambiado—. Ésta no soy yo. Es la visión que tú tienes de mí...

—¿No estás contenta? —siguió Mina sin prestar atención a sus palabras, o sin querer oírlas—. ¡Tengo tanto que contarte que te complacerá! He traído de nuevo al mundo el milagro de la curación gracias al poder del Único. Con su intervención derribé el escudo que los elfos habían levantado sobre Silvanesti y maté al traicionero dragón, Cyan Bloodbane. Otro reptil monstruoso, la hembra Verde Beryl, ha muerto gracias al poder del Único. Las dos naciones elfas, que eran corruptas e infieles, han sido destruidas y sus gentes han muerto.

—¡Las naciones elfas destruidas! —exclamó con voz ahogada Dalamar, en cuyos ojos asomó una ardiente mirada—. ¡Miente! ¡No lo dice en serio!

—Quizá suene extraño, pero dudo que Mina sepa mentir —comentó Palin.

—Los elfos encontrarán la redención en la muerte —proclamó la joven—. La muerte los conducirá al Único.

—Veo sangre en estas manos —musitó Goldmoon con voz temblorosa—. ¡La sangre de millares de seres! Ese dios que has encontrado es un dios terrible. ¡Un dios de oscuridad y de maldad!

—El Único me advirtió que reaccionarías así, madre. Cuando los otros dioses se marcharon y pensaste que la humanidad se había quedado sola, te enfadaste y te asustaste. Te sentiste traicionada, algo totalmente lógico porque habías sido traicionada. Los dioses en los que habías puesto tu fe tan equivocadamente huyeron asustados...

—¡No! —gritó Goldmoon. Tambaleante, se puso de pie y se apartó de la joven, con la mano levantada en un gesto de rechazo—. No, pequeña, no lo creo. No quiero escuchar nada más.

Mina la agarró de la mano.

—Tienes que escucharme, madre. Debes hacerlo para que puedas entenderlo. Los dioses huyeron por miedo a Caos. Todos excepto uno. Uno se quedó, leal a las criaturas que había ayudado a crear. Sólo uno tuvo el valor de afrontar el horror del Padre de Todo y de Nada. La batalla lo dejó debilitado. Demasiado para manifestar su presencia en el mundo. Demasiado para luchar contra los extraños dragones que aparecieron para ocupar su lugar. Pero aunque no podía estar con sus criaturas, les otorgó dones para ayudarlas. La magia que llaman magia primigenia. El poder de curación que conocéis como el poder del corazón... Todos esos dones son regalos suyos. Regalos para ti.

—Si los otorgó, ¿por qué tienen que robarlos los muertos para ella? —se preguntó quedamente Dalamar—. ¡Mira! ¡Mira eso! —El elfo señalaba el estanque.

—Ya lo veo —repuso Palin.

Las cabezas de los cinco dragones que guardaban lo que fuera antaño el Portal al Abismo empezaban a brillar con un resplandor espeluznante, una roja, una azul, una verde, una blanca, una negra.

—Qué necios hemos sido —rezongó Palin.

—Arrodíllate y ofrece tus plegarias de fe y de gracias al dios Único —ordenó Mina a Goldmoon—. A la única deidad que permaneció leal a su creación.

—¡No! ¡No creo lo que me dices! —gritó Goldmoon, incorporándose rápidamente—. Has sido víctima de un engaño, pequeña. Conozco a esa deidad única. La conozco desde hace mucho tiempo. Conozco sus trucos, sus mentiras y sus argucias. —Volvió la vista hacia las cinco cabezas de dragón—. ¡No creo tus mentiras, Takhisis! —gritó, desafiante—. Jamás creeré que el bendito Paladine y la bendita Mishakal nos dejaran a tu merced!

—No se marcharon, ¿verdad? —dijo Palin.

—No, no lo hicieron —contestó Dalamar.

—Eres lo que siempre has sido —siguió Goldmoon—. ¡Una diosa del Mal que no quiere fieles, sino esclavos! ¡Jamás me inclinaré ante ti! ¡Jamás te serviré!

De los ojos de las cinco cabezas de dragón irradió fuego, un fuego al rojo vivo, y Palin contempló con horror cómo el cuerpo de Goldmoon empezaba a retorcerse y a arrugarse bajo el abrasador calor.

—Demasiado tarde —dijo Dalamar con una espantosa calma—. Demasiado tarde. Para ella y para nosotros. No tardarán en venir a buscarnos.

—Esta Cámara está oculta... —empezó Palin.

—¿Para Takhisis? —Dalamar soltó una risa desganada—. Conocía la existencia de la Cámara mucho antes de que tu tío me la enseñara. ¿Cómo puede haber nada oculto para «el Único»? ¡El Único que escamoteó Krynn!

—Como dije antes, qué necios hemos sido —masculló Palin.

—Tú mismo descubriste la verdad, Majere. Utilizaste el ingenio para viajar en el tiempo y regresaste al pasado de Krynn, aunque sólo pudiste retroceder al momento en que Caos fue derrotado. Anterior a eso no existía nada. ¿Por qué? Porque en ese punto, Takhisis robó el pasado, el presente y el futuro. Robó el mundo. Ahí estaban las claves si hubiésemos tenido el sentido común suficiente de verlas e interpretarlas.

—De modo que el futuro que Tasslehoff vio...

—Nunca pasará. Saltó hacia el futuro que se suponía habría de devenir, y apareció en el que está sucediendo ahora. Examina los hechos: un sol de aspecto extraño en el cielo; una luna en lugar de tres; la agrupación de las constelaciones difiere enormemente; una estrella roja, antes inexistente, brilla en el firmamento; dragones extraños aparecen de la nada. Takhisis trajo el mundo aquí, a esta parte del universo, sea donde sea. De ahí el sol extraño, una sola luna, los dragones desconocidos, la única y todopoderosa deidad sin nadie que la detenga.

—Excepto Tasslehoff —dijo Palin, pensando en el kender escondido en la estancia superior.

—¡Bah! —El elfo resopló—. Seguramente ya lo han descubierto, a estas alturas. A él y al gnomo. Cuando los encuentren, Takhisis hará lo que nosotros planeábamos hacer con él: lo enviará de regreso al pasado para que muera.

Palin echó una ojeada a la puerta. De arriba, en algún lugar de la Torre, se oyeron órdenes y el ruido de pisadas que corrían para cumplirlas.

—El hecho de que Tasslehoff esté aquí es prueba suficiente para mí de que la Reina Oscura no es infalible —adujo—. No pudo prever su llegada.

—Aférrate a eso si te hace feliz —replicó Dalamar—. Yo no veo esperanza en nada de esto. Contempla la evidencia del poder de la Reina Oscura.

Siguieron observando los reflejos del tiempo en el oscuro estanque. La mujer de más edad yacía en el suelo del laboratorio, el blanco cabello desparramado alrededor de los hombros. La juventud, la belleza, la energía, la vida, le habían sido arrebatadas por la vengativa diosa, en su ira por ver desdeñados sus generosos dones.

Mina estaba arrodillada al lado de la moribunda Goldmoon. Le asió las manos y las apretó contra sus labios.

—Por favor, madre, puedo devolverte la juventud, puedo devolverte tu belleza. Puedes empezar una nueva vida. Caminarás a mi lado, y juntas gobernaremos el mundo en nombre del Único. Lo único que tienes que hacer es acercarte al Único con humildad y pedir su favor, y se te concederá.

Goldmoon cerró los ojos. Sus labios no se movieron. Mina se acercó más a ella.

—Madre —suplicó—. Madre, hazlo por mí, si no quieres hacerlo por ti misma. ¡Hazlo por amor a mí!

—Pido... —empezó la mujer en voz tan baja que Palin Majere contuvo la respiración para oírla—. Pido perdón a Paladine y a Mishakal por mi falta de fe. Debí darme cuenta de la verdad —musitó Goldmoon, la voz más débil por momentos, pronunciando las palabras con el último aliento que le quedaba—. Ruego... Ruego porque Paladine oiga mi súplica, y acudirá... por amor a Mina... Por amor a todos...

Goldmoon quedó inerte en el suelo, muerta.

—Madre —gimió Mina, tan angustiada como un niño perdido—. Lo hice por ti...

Palin sintió el ardor de las lágrimas en los ojos, pero no sabía bien si lloraba por Goldmoon, que había llevado la luz al mundo, o por la muchacha huérfana, cuyo amante corazón había caído en la trampa del engaño tendida por la oscuridad.

—Que Paladine oiga su última plegaria —musitó quedamente el mago.

—Que me sean dadas alas de murciélago para revolotear por esta Cámara —replicó Dalamar—. Su alma ha ido a unirse al río de los muertos, y presumo que las nuestras no tardarán en seguirla.

El ruido de pisadas resonó escaleras abajo, acompañado por el golpeteo de las espadas contra las paredes de piedra. Las pisadas se detuvieron delante de la puerta.

—Supongo que nadie ha encontrado una llave, ¿verdad? —inquirió una voz profunda y retumbante.

—Esto no me gusta, Galdar —dijo otra—. Este sitio apesta a muerte y a magia. Salgamos de aquí.

Hubo un momento de silencio, y a continuación la primera voz volvió a hablar con firmeza.

—Mina nos dio órdenes. Echaremos la puerta abajo.

Empezaron a llover golpes sobre la hoja de madera. Los caballeros arremetían con los puños y las empuñaduras de las espadas, pero se advertía su falta de entusiasmo.

—¿Cuánto tiempo aguantará el conjuro de protección? —preguntó Palin.

—Indefinidamente contra esa pandilla —aseguró Dalamar en tono desdeñoso—. Contra su Oscura Majestad, nada.

—Te tomas esto con mucha calma —comentó el otro mago—. Tal vez la noticia del regreso de Takhisis no te entristece demasiado.

—En todo caso sería la noticia de que nunca se marchó —lo corrigió el elfo con fina ironía.

—Llevas la Túnica Negra. —Palin hizo un gesto impaciente—. La servías...

—No, no es cierto —dijo Dalamar en voz tan baja que el otro mago apenas lo oyó a causa del golpeteo y los gritos y el jaleo en la puerta—. Servía al hijo, Nuitari, no a la madre. Ella nunca me lo perdonará.

—Aun así, si lo que dice Mina es cierto, Takhisis nos dio a ambos la magia, a mí la magia primigenia, y a ti la de los muertos. ¿Por qué iba a hacer tal cosa?

—Para mofarse de nosotros. Para reírse, como sin duda se estará riendo ahora.

De repente cesaron los golpes contra la puerta, y fuera se hizo el silencio. Por un instante lleno de esperanza, Palin pensó que quizá se habían marchado tras darse por vencidos. Entonces se escuchó un sonido apagado, como de pies apartándose rápidamente para abrir paso a alguien.

Se oyeron pasos, más livianos que los de antes, y una voz llamó. Sonaba entrecortada, como ahogada en lágrimas.

—Me dirijo al hechicero Dalamar —instó Mina—. Sé que estás ahí dentro. Retira la salvaguardia mágica que has puesto en la puerta para que nos reunamos y hablemos de asuntos de interés mutuo.

Los labios de Dalamar se curvaron ligeramente. No contestó, y se mantuvo en silencio, impasible.

—El Único te ha otorgado muchos dones, Dalamar, te hizo poderoso, más que nunca —continuó Mina tras una pausa para escuchar una respuesta que no llegó—. Ella no pide agradecimiento, sólo que la sirvas con todo tu corazón y toda tu alma. La magia de los muertos será tuya. Millones de almas vendrán ante ti a diario para hacer lo que les mandes. Quedarás libre de esta Torre, libre para recorrer el mundo. Puedes volver a tu patria, a los bosques que amas y que tanto añoras. Los elfos están perdidos, buscando. Te tomarán como su líder, se inclinarán ante ti y te venerarán en mi nombre.

Dalamar cerró los ojos como si lo atenazara un dolor.

Palin comprendió que le acababan de ofrecer su más caro deseo. ¿Cómo rechazar tal cosa?

Sin embargo, Dalamar siguió sin contestar.

—Ahora me dirijo a ti, Palin Majere —dijo Mina, y al mago le pareció que podía ver los ojos color ámbar brillando a través de la puerta protegida con magia—. Tu tío, Raistlin Majere, tuvo la fuerza y el coraje de desafiar al Único en batalla. Y tú, su sobrino, ¿qué haces escondiéndote del Único como un niño que tiene miedo al castigo? ¡Qué gran decepción has sido! Para tu tío, para tu familia, para ti mismo. Ella ve tu corazón, el hambre que anida en él. Sírvela, Majere, y serás más grande que tu tío, más venerado, más reverenciado. ¿Aceptas, Majere?

—Si hubieses venido antes a mí, Mina, tal vez te habría creído —respondió Palin—. Sabes cómo hablar a la parte oscura del alma. Pero el momento ha pasado. Mi tío, se encuentre donde se encuentre su espíritu, no se avergüenza de mí. Mi familia me ama, aunque yo haya hecho muy poco para merecerlo. Doy las gracias a esa deidad tuya por abrirme los ojos, por hacerme ver que, aunque sea lo único bueno que he hecho en esta vida, he amado y he sido amado. Y eso es lo único realmente importante.

—Un sentimentalismo ridículo, Majere —repuso Mina—. Lo escribiré sobre tu tumba. ¿Y tú que dices, elfo oscuro? ¿Has tomado una decisión? Espero que no seas tan estúpido como tu amigo.

Por fin habló Dalamar, pero no dirigiéndose a Mina, sino mirando la llama azul que ardía en el centro del estanque de agua oscura.

—He contemplado el cielo nocturno y he visto la luna negra, y me ha emocionado saber que mis ojos eran unos de los pocos que podían vislumbrarla. He oído la voz del dios Nuitari y me he deleitado con su bendito contacto mientras lanzaba mis hechizos. Hace mucho tiempo, la magia latía, bullía y chispeaba en mi sangre. Ahora sale arrastrándose de mis dedos como gusanos emergiendo de un cadáver descompuesto. Prefiero ser ese cadáver que esclavo de quien teme tanto a los vivos que sólo puede confiar en servidores muertos.

La palma de una mano golpeó la puerta, y ésta y la salvaguardia que la protegía se hicieron añicos.

Mina entró en la Cámara. Sola. El chorro de llamas que ardía en el estanque brilló en su negra armadura, ardió en su corazón y en sus ojos ambarinos. Arrancó destellos en el cabello rojo y casi rapado. La joven irradiaba poder y majestad, pero Palin advirtió que sus ojos estaban enrojecidos e hinchados, que las lágrimas de pesar por la muerte de Goldmoon habían dejado sucios surcos en su cara. Palin comprendió entonces la profundidad de la perfidia de la Reina Oscura, y nunca odió tanto a Takhisis como en ese momento. No por lo que le hubiera hecho o estuviera a punto de hacerle a él, sino por lo que le había hecho a Mina y a otros muchos inocentes como ella.

Temerosos de los poderosos hechiceros, los caballeros de Mina se habían quedado rezagados en la umbrosa escalera. La voz de Dalamar entonó un cántico, pero las palabras sonaron farfulladas, sin fluidez, y su voz fue perdiendo fuerza hasta apagarse por completo. Palin intentó desesperadamente invocar la magia, pero el conjuro se disolvió en sus manos, escapó entre sus dedos como los granos de arena de un reloj roto.

—No sois nada sin la magia. Miraos. —Mina les dirigió una sonrisa desdeñosa—. Sois dos patéticos viejos, acabados y desvalidos. Postraos ante ella. ¡Rogadle que os devuelva la magia! Atenderá vuestras súplicas.

Ninguno de los dos hechiceros se movió ni habló.

—Sea —dijo Mina.

Alzó la mano y unas llamas surgieron de las puntas de los dedos. El fuego verde, azul y rojo, blanco, y el negro rojizo de unas ascuas, iluminó la Cámara de la Visión. Las llamas se fundieron para formar dos lanzas forjadas con la magia. La primera la arrojó contra Dalamar.

La lanza se hundió en el pecho del elfo y lo clavó contra la pared de la Cámara. Durante un momento quedó empalado en la abrasadora asta mientras su cuerpo se consumía. Después, la cabeza cayó sobre el torso y el elfo colgó inerte.

Mina hizo una pausa sin soltar la otra lanza y miró a Palin.

—Suplica —le dijo—. Pídele que te perdone la vida.

Palin apretó los labios. Experimentó un instante de terror y después el dolor atravesó su cuerpo. Era un dolor tan espantoso, tan intenso, que llevaba en sí mismo una bendición. Hizo que su último pensamiento fuera un deseo vehemente de que la muerte llegara.

2 La importancia del gnomo

Dalamar le había preguntado a Palin si comprendía la importancia de la presencia del gnomo.

Palin no lo había entendido en ese momento, y tampoco Tasslehoff. Pero el kender lo comprendía ahora. Estaba sentado en una pequeña y aburrida habitación de la Torre de la Alta Hechicería, un cuarto en el que no había nada interesante, sólo mesas de aspecto deprimente, algunas sillas de respaldo rígido y unas pocas chucherías que eran demasiado grandes para que entraran en un saquillo. No tenía nada que hacer excepto mirar por la ventana para ver sólo un número inmenso de cipreses —más de los que eran absolutamente necesarios, en opinión de Tas— y los espíritus de los muertos vagando sin rumbo entre ellos. Su otra opción era mirar cómo revisaba Acertijo las piezas del fragmentado ingenio de viajar en el tiempo. Porque ahora Tasslehoff entendía de sobra la importancia del gnomo.

Tas no recordaba cuánto tiempo hacía exactamente, porque el tema del tiempo se había vuelto muy embrollado para él con ese lío de saltar a un futuro que luego resultó que no era el adecuado y después acabar en este futuro, donde todos querían enviarlo de regreso al pasado para que muriera. Fuera como fuese, hacía mucho tiempo, Tasslehoff había ido a parar —aunque no por culpa suya (bueno, quizás un poco, sí)— al Abismo.

Dando por sentado que el Abismo tenía que ser un lugar espantoso en el que ocurría todo tipo de cosas horribles —como demonios torturando a gente eternamente—, Tas había sufrido una terrible decepción al descubrir que, de hecho, el Abismo era aburrido. Aburrido a más no poder. No ocurría nada interesante. Tampoco ocurría nada sin interés. No ocurría nada en absoluto a nadie, nunca. No había nada que ver, nada que coger, nada que hacer, ningún sitio adonde ir. Para un kender, era el infierno.

La única idea de Tas había sido salir de allí. Llevaba consigo el ingenio para viajar en el tiempo, el mismo que tenía ahora. El ingenio se había roto, igual que ahora. Tas había topado con un gnomo, parecido al que ahora se sentaba enfrente de él. El gnomo había arreglado el ingenio, del mismo modo que éste se afanaba en arreglarlo ahora. La gran diferencia era que entonces Tasslehoff había querido que el gnomo arreglara el ingenio, y ahora no quería.

Porque cuando el ingenio de viajar en el tiempo estuviera arreglado, Palin y Dalamar lo utilizarían para enviarlo —a él, Tasslehoff Burrfoot— hacia atrás en el tiempo, al momento en el que el Padre de Todo y de Nada lo espachurraría y lo convertiría en el triste fantasma de sí mismo que había visto deambulando sin rumbo por Foscaterra.

—¿Qué hiciste con este ingenio? —rezongó Acertijo, malhumorado—. ¿Pasarlo por una picadora de carne?

Tasslehoff cerró los ojos para no tener que ver al gnomo, pero lo veía de todos modos; veía su cara de tez morena y su cabello ralo que flotaba alrededor de su cabeza como si tuviera un dedo metido continuamente en uno de sus inventos, quizás el «blupiti-blup preambulante accionado por vapor» o el «corta rábanos autobobinado locomotriz». Y, lo que era peor aún, Tas podía ver el brillo de inteligencia en los negros ojillos del gnomo. Ya había visto ese brillo antes, y empezaba a sentirse mareado. «¿Qué hiciste con este ingenio? ¿Pasarlo por una picadora de carne?»; una pregunta parecida le había hecho el gnomo anterior la vez anterior.

A fin de aliviar la sensación de mareo, Tasslehoff apoyó la cabeza coronada por el copete (en el que sólo se veían algunas hebras grises aquí y allí) sobre las manos, en la mesa. En lugar de desaparecer, el incómodo mareo se desplazó desde la cabeza hasta el estómago, y desde allí se extendió al resto del cuerpo.

Una voz habló. La misma voz que había oído en otra ocasión y en otro lugar hacía mucho tiempo. La voz le hacía daño, le estrujaba las entrañas y le hinchaba el cerebro hasta el punto de que el cráneo se le comprimía, provocándole un terrible dolor de cabeza. Sólo había oído esa voz en una ocasión, pero jamás, jamás, habría querido volver a oírla otra vez. Se tapó las orejas, pero la voz sonaba en su interior, de modo que no le sirvió de nada.

No estás muerto —dijo la voz, y las palabras eran casi las mismas que había dicho la voz tanto tiempo atrás—. No se te mandó a este lugar ni, en realidad, deberías estar aquí.

—Lo sé —se lanzó Tas a dar una explicación—. He venido del pasado, y se supone que me encuentro en un futuro distinto...

Un pasado que nunca fue. Un futuro que nunca será.

—¿Eso es... culpa mía? —preguntó Tas con voz entrecortada.

La voz rió, y era una risa espantosa porque sonaba como una cuchilla de acero quebrándose, y la sensación era como si las esquirlas de la hoja rota le perforaran la carne.

No digas tonterías, kender. Eres un insecto. Menos que un insecto. Una partícula, una mota de polvo que se quita con una ligera sacudida de mi mano. El futuro en el que te encuentras es el futuro de Krynn como se supone debía ser de no haber sido por la intromisión de aquellos que no tuvieron la inteligencia ni la amplitud de miras para comprender cómo el mundo podía ser suyo. Todo lo que ocurrió volverá a ocurrir, sólo que esta vez lo hará como conviene a mis propósitos. Mucho tiempo atrás, alguien pereció en una Torre, y su muerte unió una hermandad de caballería. Ahora, otra perece en una Torre y su muerte hunde en la desesperación a una nación. Mucho tiempo atrás, el milagro de la Vara de Cristal Azul resucitó a alguien. Ahora, la que enarbolaba la Vara resucitará... para recibirme.

—¡Os referís a Goldmoon! —gritó sombríamente Tas—. Ella utilizó la Vara de Cristal Azul. ¿Ha muerto Goldmoon?

La risa le atravesó la carne.

—¿Estoy muerto? —instó—. Sé que habéis dicho que no, pero vi mi propio espíritu.

Estás muerto y no lo estás —respondió la voz—, pero a eso se pondrá remedio pronto.

—¡Deja de farfullar! —demandó Acertijo—. Me irritas, y no puedo trabajar cuando estoy irritado.

Tasslehoff levantó bruscamente la cabeza de la mesa y contempló de hito en hito al gnomo, que había alzado la vista de su trabajo y lo miraba furibundo.

—¿No ves que estoy muy ocupado? Primero te pones a gemir, luego sueltas quejidos, y después empiezas a mascullar entre dientes. No haces más que distraerme.

—Lo siento —se disculpó Tasslehoff.

Acertijo puso los ojos en blanco, sacudió la cabeza, indignado, y reanudó su examen del ingenio para viajar en el tiempo.

—Creo que esto va aquí, no ahí —masculló—. Sí. ¿Lo ves? Y entonces, la cadena se engancha aquí y se enrosca alrededor, así. No, no es exactamente de ese modo. Tiene que ir... Un momento, ahora lo entiendo. Esto tiene que encajar aquí primero.

El diligente gnomo cogió una de las gemas del ingenio y la colocó en su lugar.

—Bien, ahora me hace falta otro de esos chismes rojos. —Se puso a rebuscar entre las gemas.

Rebuscando como el otro gnomo, Gnishm, había rebuscado en el pasado, advirtió tristemente Tasslehoff. El pasado que nunca fue. El futuro que era de ella.

«Tal vez sólo fue un sueño, lo de Goldmoon —se dijo para sus adentros—. Creo que yo lo sabría si hubiera muerto, que sentiría una especie de ahogo, como el corazón en un puño, si estuviera muerta, y no siento nada parecido. Aunque la verdad es que cuesta un poco respirar aquí.»

—¿No te parece que el aire está cargado, Acertijo? —preguntó, al tiempo que se ponía de pie—. A mí sí me lo parece —se respondió a sí mismo, ya que el gnomo no le prestó la menor atención.

»El aire siempre está cargado en estas Torres de la Alta Hechicería —añadió para seguir hablando aunque fuera consigo mismo. Oír su propia voz era muchísimo mejor que oír aquella otra voz horrible—. La culpa es de esas alas de murciélago y los globos oculares de ratón, y los viejos y mohosos libros. Viendo esas grietas en las paredes, cualquier pensaría que se colaría una agradable brisa, pero no parece ser el caso. Me pregunto si a Dalamar le importaría mucho que rompiera una de las ventanas.

Tasslehoff echó una ojeada a su alrededor buscando algo para lanzar contra el cristal. Sobre una mesa pequeña había una estatuilla de una doncella elfa en bronce que no parecía emplear el tiempo en nada salvo en sostener una guirnalda de flores en las manos. La cogió y estaba a punto de lanzarla volando a través de la ventana cuando escuchó voces en el exterior de la Torre.

Sintiéndose agradecido de que sonaran fueran del edificio y no dentro de él, Tas bajó la estatuilla y miró por la ventana con curiosidad.

Una tropa de caballeros negros había llegado a caballo llevando consigo una carreta abierta tirada por caballos y llena de paja. Los caballeros siguieron montados y mirando con inquietud los oscuros árboles que los rodeaban. Los corceles rebullían, nerviosos. Los espíritus de los muertos se deslizaban en torno a los troncos como una lastimosa niebla. Tas se preguntó si los jinetes podrían ver a los espíritus. Él lamentaba tener esa capacidad, y no miraba a los muertos con atención por miedo a verse a sí mismo otra vez.

Muerto, pero no muerto.

Volvió la cabeza para mirar a Acertijo, que se inclinaba sobre su trabajo sin dejar de hablar entre dientes.

—Vaya, chico, hay un montón de caballeros negros fuera —dijo—. Me pregunto qué estarán haciendo aquí. ¿Tú no te lo preguntas?

El gnomo masculló algo entre dientes pero no levantó la vista de su trabajo. Desde luego, el ingenio estaba recuperando su forma con gran rapidez.

—Seguro que tu trabajo puede esperar. ¿No te gustaría descansar un poco y asomarte a ver a esos caballeros? —preguntó el kender.

—No —contestó Acertijo, que así estableció un record para la respuesta gnoma más corta de la historia.

Tas suspiró. El gnomo y él habían llegado a la Torre de la Alta Hechicería en compañía de la que fuera su compañera de antaño y vieja amiga Goldmoon; una Goldmoon que tenía noventa años como poco, pero con el cuerpo y la cara de una mujer de veinte. Goldmoon le había dicho a Dalamar que iba a reunirse con alguien en la Torre, y el elfo se había marchado con ella y le había indicado a Palin que los llevara al gnomo y a él a un cuarto para que esperaran allí; con lo cual la habitación era ahora una sala de espera. Fue entonces cuando Dalamar dijo aquello de... «¿Entiendes la importancia del gnomo?».

Palin los había dejado allí después de cerrar la puerta con un conjuro. Tas lo sabía porque ya había utilizado sus mejores ganzúas para intentar abrirla, sin resultado. «El día que las ganzúas fallan es porque hay hechiceros involucrados», como solía decir su padre.

De pie junto a la ventana, observando a los caballeros que parecían esperar algo sin gustarles mucho esa espera, a Tasslehoff se le ocurrió una idea. Y se le ocurrió tan de golpe que se llevó la mano en la que no tenía la estatuilla de bronce de la elfa para comprobar si le había salido un chichón en la cabeza. Al no hallar ninguno, miró subrepticiamente (le parecía que ésa era la palabra correcta) al gnomo. El ingenio ya estaba casi recompuesto, a falta sólo de unas pocas piezas que, además, eran tan pequeñas que seguramente no tenían apenas importancia.

Tas se sentía mucho mejor al tener un «Plan» —con mayúsculas—, así que volvió a observar por la ventana suponiendo que ahora podría disfrutar como era debido. Sus esperanzas se vieron cumplidas cuando un enorme minotauro salió de la Torre de la Alta Hechicería. Tas se encontraba a unos cuatro pisos de altura, de manera que atisbaba justo la coronilla del minotauro. Si arrojaba la estatuilla por la ventana le atizaría un buen mamporro en la cabeza. Sin embargo, en ese momento varios caballeros negros salieron en tropel de la Torre. Llevaban algo entre todos: un cuerpo cubierto con una tela negra.

Tas observó atentamente, con la nariz tan pegada al cristal que sintió crujir el cartílago. Mientras el grupo de caballeros que transportaban el cuerpo salía de la Torre, se alzó un soplo de aire entre los cipreses que levantó la negra tela y dejó a la vista el rostro del cadáver.

Tasslehoff reconoció a Dalamar.

Al kender se le quedaron las manos inertes y la estatuilla cayó al suelo con un golpe sonoro. Acertijo levantó bruscamente la cabeza.

—Por todos los carburadores dobles, ¿a santo de qué has hecho eso? —demandó—. ¡Has conseguido que se me caiga una tuerca!

Aparecieron más caballeros negros llevando otro cuerpo. El viento sopló con más fuerza, y la tela negra que habían echado encima descuidadamente cayó al suelo. Los ojos muertos de Palin, abiertos de par en par, se clavaron en el kender. Su túnica estaba empapada de sangre.

—¡Soy responsable de esto! —gritó Tas, asaltado por la culpa—. Si hubiera regresado para morir, como se suponía que debía hacer, Palin y Dalamar no estarían muertos ahora.

—Huelo a humo —dijo Acertijo de repente mientras olisqueaba—. Me recuerda a casa —apuntó antes de volver a su trabajo.

Tas miraba sombríamente por la ventana. Los caballeros negros habían encendido una hoguera al pie de la Torre y echaban ramas y troncos secos del cipresal. El fuego crepitó al prender en la leña y el humo ascendió por el costado de la Torre, enroscándose como una enredadera venenosa. Los caballeros preparaban una pira funeraria.

—Acertijo, ¿cómo vas con ese cacharro? —preguntó en voz queda—. ¿Aún no lo has arreglado?

—¿Cacharro? Ahora no tengo tiempo para cacharros —contestó el gnomo con aire importante—. Estoy a punto de arreglar este artefacto.

—Estupendo.

Otro caballero negro salió de la Torre. Era una mujer pelirroja, con el pelo muy corto, y Tasslehoff la reconoció. La había visto anteriormente, aunque no recordaba dónde.

La mujer llevaba un cuerpo en sus brazos y caminaba con solemne lentitud. A una orden del minotauro, los caballeros hicieron un alto en su trabajo y se pusieron firmes, inclinadas las cabezas.

La mujer se dirigió lentamente hacia la carreta. Tas intentó vislumbrar de quién era el cuerpo que llevaba la chica, pero el minotauro le tapaba la visión. La chica dejó el cuerpo con delicadeza en la carreta, luego se apartó y Tasslehoff pudo ver sin obstáculos.

Había supuesto que era otro caballero negro, alguno que había resultado herido. Se quedó de piedra al ver que quien yacía en la carreta era una mujer muy vieja, y Tas comprendió al punto que estaba muerta. Se sintió apenado y se preguntó quién sería. Algún familiar de la mujer de pelo rojo, porque ésta acomodó los vuelos de la falda blanca de la muerta y luego le pasó los dedos por el cabello largo y blanco.

—Goldmoon acostumbraba a cepillarme el pelo así, Galdar —dijo la mujer.

El quieto aire transmitió claramente el sonido de sus palabras. Con terrible claridad en lo concerniente a Tas.

—Goldmoon. —El kender sintió un nudo en la garganta—. Está muerta. Caramon, Palin... Todos los que quería han muerto. Y la culpa es mía. El que tendría que estar muerto soy yo.

Los caballos enganchados a la carreta denotaban nerviosismo, como si estuvieran deseando partir. Tas se volvió a mirar a Acertijo. Sólo quedaban dos minúsculas gemas que engarzar en su sitio.

—¿Por qué hemos venido aquí, Mina? —La retumbante voz del minotauro se oía sin dificultad—. Te has apoderado de Solanthus, dándoles una buena zurra a los solámnicos y mandándolos a casa con mamá. Toda la nación solámnica está ahora en tu poder. Has logrado lo que nadie fue capaz de hacer en toda la historia del mundo...

—No completamente, Galdar —le corrigió Mina—. Todavía tenemos que tomar Sanction, y debemos hacerlo para el Festival del Ojo.

—¿El... festival? —La frente del minotauro se frunció—. El Festival del Ojo. Por mis cuernos, casi había olvidado esa antigua celebración. —Sonrió—. Eres tan joven que me sorprende que la conozcas, Mina. No se ha celebrado desde que las tres lunas desaparecieron.

—Goldmoon me habló del festival —explicó la muchacha mientras acariciaba tiernamente la mejilla arrugada de la muerta—. Me contó que tenía lugar cuando las tres lunas, la roja, la blanca y la negra, convergían y formaban la imagen de un gran ojo en el cielo. Me habría gustado verlo.

—Según tengo entendido, entre los humanos era una noche de desmadre y jolgorio. Mi pueblo honraba y reverenciaba esa noche —dijo Galdar—, porque creíamos que el Ojo era la pupila de Sargas, nuestro dios. Nuestro antiguo dios —añadió con premura mientras echaba una mirada de reojo a Mina—. Sin embargo, ¿qué relación tiene una antigua festividad con la conquista de Sanction? Las tres lunas ya no están, como tampoco el ojo de los dioses.

—Habrá un festival, Galdar —respondió Mina—. El Festival del Nuevo Ojo, el Ojo Único. Lo celebraremos en el Templo de Huerzyd.

—Pero ese templo está en Sanction —protestó el minotauro—. Nos encontramos al otro lado del continente, por no mencionar el hecho de que los Caballeros de Solamnia controlan firmemente la ciudad. ¿Cuándo tendrá lugar el festival?

—En el momento señalado —contestó Mina—. Cuando el tótem esté completo. Cuando el Dragón Rojo caiga del cielo.

—Aaag —gruñó Galdar—. Entonces deberíamos estar marchando hacia Sanction con un ejército. Sin embargo, perdemos el tiempo en este lugar maligno. —Lanzó una mirada enconada a la Torre—. Y nos retrasará aún más llevar el cuerpo de esta anciana en la carreta.

La pira chisporroteó y crepitó. Las llamas se deslizaron por el muro de piedra de la Torre, ennegreciéndolo. El humo se arremolinó alrededor de Galdar, que lo apartó a manotazos, irritado, y se coló por la ventana. Tas tosió y se cubrió la boca con la mano.

—Se me ha ordenado llevar el cuerpo de Goldmoon, princesa de los que-shus y portadora de la Vara de Cristal Azul, a Sanction, al Templo de Huerzyd, en la noche del Festival del Nuevo Ojo. Allí tendrá lugar un gran milagro, Galdar. No nos retrasaremos. Todo se hará según lo ordenado. El Único se ocupará de eso.

Mina levantó las manos sobre el cuerpo de Goldmoon y alzó una plegaria. De sus manos irradió una luz amarilla anaranjada. Tas intentó escudriñar dentro de la luz para ver qué ocurría, pero el resplandor actuaba como minúsculos cristales en sus ojos, causándole un dolor abrasador tan intenso que tuvo que cerrarlos. Aun entonces pudo ver el fulgor a través de los párpados.

La plegaria de Mina terminó y la intensa luz se apagó. Tasslehoff abrió los ojos.

El cuerpo de Goldmoon yacía conservado en un sarcófago de ámbar, y volvía a ser joven y hermosa. Llevaba la blanca túnica que vestía en vida. El cabello, cual hilos de oro y plata, estaba adornado con plumas; pero estaba atrapada en ámbar.

Tas sintió el estómago revuelto en una náusea que le subía a la garganta. Sufrió un ahogo, y se aferró al borde de la ventana para sujetarse.

—Es magnífico el féretro que has creado, Mina —dijo Galdar, cuya voz sonaba exasperada—; pero ¿qué planeas hacer con ella? ¿Transportarla en carreta como un monumento al Único? ¿Exhibirla ante el populacho? No somos clérigos, sino soldados. Tenemos que librar una guerra.

La muchacha miró a Galdar en silencio, un silencio tan inmenso y terrible que absorbió todo el sonido, toda la luz y consumió el aire que respiraban. El temible silencio de su furia cayó sobre el minotauro, que se encogió visiblemente ante él.

—Lo siento, Mina —masculló—. No era mi intención...

—Da gracias que te conozco, Galdar —le interrumpió la chica—. Sé que hablas de corazón, sin pensar, pero algún día llegarás demasiado lejos, y ese día ya no podré protegerte. Esta mujer fue más que una madre para mí. Todo cuanto he hecho en nombre del Único, lo he hecho por ella.

Mina se volvió hacia el sarcófago, puso las manos sobre el ámbar y se inclinó para mirar el rostro inmóvil y sosegado de Goldmoon.

—Me hablaste de los dioses que habían existido pero que ya no estaban. Fui a buscarlos... ¡Por ti! —La voz de Mina tembló—. Te traje al Único, madre. El Único te devolvió la juventud y la belleza. Pensé que eso te complacería. ¿Qué hice mal? No lo entiendo. —Sus manos acariciaron el féretro como si alisaran una manta. Parecía perpleja—. Cambiarás de parecer, querida madre. Acabarás comprendiéndolo...

—Mina... —empezó Galdar, inquieto—. Lo siento. No lo sabía. Perdóname.

La joven asintió en silencio, sin volver la cabeza. Galdar carraspeó.

—¿Cuáles son tus órdenes respecto al kender? —preguntó.

—¿El kender? —repitió Mina, sin prestar apenas atención.

—El kender y el artefacto mágico. Dijiste que estaban en la Torre.

Mina levantó la cabeza. Las lágrimas brillaban en sus mejillas; estaba pálida y tenía los ojos color ámbar muy abiertos. Sus labios formaron las palabras «el kender», pero no las pronunciaron en voz alta. Frunció el entrecejo.

—Sí, por supuesto, id por él. ¡Rápido! ¡Date prisa!

—¿Sabes dónde está, Mina? —preguntó, vacilante, el minotauro—. La Torre es inmensa, y hay muchas habitaciones.

La joven alzó la cabeza, miró directamente a la ventana donde se encontraba Tas, y señaló.

—Acertijo —dijo Tasslehoff en una voz que no le sonó como la suya, sino como la de una persona totalmente desconocida, la de alguien verdaderamente asustado—. Tenemos que salir de aquí. ¡Ahora!

—Bien, ya está acabado —anunció el gnomo mientras le mostraba el artilugio, orgulloso.

—¿Seguro que funcionará? —quiso saber Tas, ansioso. Le llegaba el sonido de pisadas en la escalera, o al menos le pareció oírlas.

—Por supuesto —manifestó Acertijo, ceñudo—. Como si fuera nuevo. Por cierto, ¿qué hacía cuando estaba nuevo?

El corazón de Tas, que había brincado esperanzado con la primera parte de la frase del gnomo, se encogió al oír eso último.

—¿Cómo sabes que funciona si no sabes para lo que sirve? —demandó. Ahora no cabía duda de que sonaban pisadas—. No importa. Venga, dámelo. ¡Deprisa!

Palin había cerrado la puerta con un conjuro, pero Palin había... Palin ya no estaba allí, así que Tas suponía que el hechizo de cierre tampoco estaba ya. Oía pisadas y jadeos de respiración trabajosa. Imaginó al enorme y pesado minotauro subiendo los escalones.

—Al principio pensé que era un pelador de patatas —decía Acertijo, que sacudió el ingenio de forma que la cadenea tintineó—. Pero es demasiado pequeño, y no tiene un elevador hidráulico. Entonces pensé que...

—Es un ingenio con el que puedes viajar en el tiempo. Y eso es lo que voy a hacer con él, Acertijo —manifestó Tas—. Viajar hacia atrás en el tiempo. Te llevaría conmigo, pero no creo que te gustara el sitio a donde voy, que es a la Guerra de Caos, para que me aplaste el pie del gigante. Verás, por mi culpa todos a los que quería han muerto, y si regreso, no estarán muertos. Yo sí, pero eso no importa, porque ya lo estoy...

—Una gratinadora de queso —siguió el gnomo, que observaba el ingenio con gesto pensativo—. Oh, con unas cuantas modificaciones podría serlo. O también una picadora de carne, o un...

—Da igual. Dame el cacharro —instó Tasslehoff, que respiró hondo para infundirse valor—. Gracias por arreglarlo. Odio tener que dejarte aquí, en la Torre de la Alta Hechicería, con un furioso minotauro y los caballeros negros, pero es posible que una vez que me haya ido, ellos se marchen también. ¿Quieres pasarme el ingenio, por favor?

Las pisadas no se oían, pero sí los jadeos. La escalera era empinada y traicionera; el minotauro había tenido que hacer un alto para recobrar el aliento.

—¿Una combinación de caña de pescar y horma de zapato? —conjeturó el gnomo.

Las pisadas del minotauro sonaron de nuevo.

Tas se dio por vencido. Uno podía ser amable, pero sólo hasta cierto punto. Sobre todo con un gnomo. Lanzó la mano hacia el ingenio.

—¡Trae eso aquí! —gritó.

—¿No irás a romperlo otra vez? —inquirió Acertijo, que mantenía el artilugio fuera del alcance de Tas.

—¡No voy a romperlo otra vez! —contestó el kender con firmeza. Se lanzó a por él de nuevo, y consiguió asirlo y quitárselo al gnomo de un tirón—. Si miras con atención, verás cómo funciona. Espero —terminó, entre dientes.

Sostuvo el ingenio y rezó una corta plegaria para sus adentros.

«Sé que no puedes oírme, Fizban... O quizá sí puedes, pero estás tan decepcionado conmigo que no quieres oírme. Lo lamento de verdad. Lo siento mucho, mucho. —Las lágrimas humedecieron sus ojos—. No era mi intención causar todo este lío. Sólo quería hablar en el funeral de Caramon, decirle a todo el mundo lo buen amigo que había sido para mí. No era mi intención que ocurriera esto. ¡Nunca! Así que, si me ayudas a volver para morir, me quedaré muerto. Lo prometo.»

—No hace nada —rezongó Acertijo—. ¿Estás seguro de haberlo enchufado?

Tas oyó las pisadas cada vez más fuertes, y sostuvo el ingenio por encima de la cabeza.

—Las palabras del conjuro. Tengo que pronunciar las palabras del conjuro. Sé qué palabras son —dijo el kender, tragando saliva con esfuerzo—. Empieza... Empieza... Tu tiempo es el tuyo propio... Pero a través de él te desplazas... No, no es así. Viajas. A través de él viajas... y algo más, algo que se expande...

Las pisadas sonaban tan cerca que sentía temblar el suelo. El sudor le perló la frente. Volvió a tragar saliva y miró el ingenio como si éste pudiera ayudarlo. Al no ocurrir así, lo sacudió.

—Ahora entiendo cómo se rompió —dijo Acertijo con tono severo—. ¿Vas a tardar mucho? Creo que viene alguien.

—Ase firmemente el final y acabarás al final. No, no es así —gimió Tas, desalentado—. Está todo mal. ¡No recuerdo las palabras! ¿Qué demonios me pasa? Me las sabía de carrerilla, podía recitarlas haciendo el pino. Lo sé porque Fizban me hizo ponerme así para decirlas...

Retumbó un golpetazo en la puerta, como si el macizo hombro de un minotauro hubiera arremetido contra la hoja.

Tas cerró los ojos para intentar no oír lo que pasaba al otro lado de la puerta.

—Fizban me hizo recitarlas haciendo el pino y diciéndolas al revés. Era un día luminoso, soleado. Estábamos en un verde prado, y el cielo era azul y tenía esas nubes blancas como borregos, y los pájaros cantaban, y también cantaba Fizban hasta que le pedí amablemente que no...

Se produjo otro fortísimo estruendo y el ruido de madera astillada.

Tu tiempo es el tuyo propio.

Pero a través de él viajas.

Ves su expansión.

Gira y gira en un movimiento continuo.

Que no se obstruya su flujo.

Ase firmemente el final y el principio.

Rétalos hacia adelante sobre sí mismos.

Todo lo que se baila suelto quedará asegurado.

El destino de ti dependerá.

Las palabras fluyeron por el cuerpo de Tas tan cálidas y brillantes como el sol de aquel día de primavera. Ignoraba de dónde provenían y tampoco se entretuvo en preguntarlo.

El ingenio empezó a emitir un intenso fulgor, resplandecientes las gemas.

La última sensación que percibió Tas fue una mano agarrando la suya. El último sonido que oyó fue la voz de Acertijo, gritando empavorecido.

—¡Espera! Hay una tuerca suelta...

Y entonces toda sensación y todo sonido desaparecieron en la maravillosa y excitante bocanada de magia.

3 El castigo por fracasar

—El kender se ha ido, Mina —informó Galdar al salir de la Torre.

—¿Ido? —La joven se volvió, dando la espalda al sarcófago de ámbar que guardaba el cuerpo de Goldmoon, para mirar al minotauro—. ¿Qué quieres decir? ¡Eso es imposible! ¿Cómo pudo escapar...?

Mina soltó un grito angustiado y cayó de rodillas, doblada por un dolor desgarrador, ciñéndose con sus propios brazos, clavándose las uñas en la carne, enajenada por el sufrimiento.

—¡Mina! —gritó Galdar, alarmado, de pie a su lado, perplejo, sin saber qué hacer—. ¿Qué te pasa? ¿Estás herida? ¡Háblame!

La joven gimió y se retorció en el suelo, incapaz de contestar. Galdar lanzó una mirada furibunda a los caballeros.

—¡Se suponía que teníais que protegerla! ¿Quién le ha hecho esto?

—¡Te juro, Galdar, que nadie se ha acercado a ella! —gritó uno.

—Mina —llamó el minotauro mientras se inclinaba sobre la chica—. ¡Dime dónde estás herida!

Temblorosa, la joven se llevó la mano a la negra coraza, sobre el corazón.

—¡Es culpa mía! —jadeó. Los labios le sangraban; se los había mordido por el insufrible dolor—. Culpa mía. Esto es... mi castigo.

Siguió de rodillas, la cabeza inclinada, prietos los puños, sacudida por febriles escalofríos. El sudor le corría por la cara.

—¡Perdonadme! Os he fallado —jadeó, teñidas de sangre sus palabras—. Olvidé mi deber. ¡No volverá a ocurrir, lo juro por mi alma!

Los espasmos de dolor cesaron. Mina soltó un suspiro estremecido y su cuerpo se relajó. Respiró hondo varias veces y después se puso en pie, vacilante.

Los caballeros se reunieron alrededor de la joven, desconcertados e inquietos.

—Se acabó la alarma —les dijo Galdar—. Volved a vuestra tarea.

Así lo hicieron, pero no sin antes echar unas ojeadas hacia atrás. El minotauro sostuvo a Mina en sus pasos inestables.

—¿Qué te ha pasado? —inquirió, mirándola con ansiedad—. Hablaste de un castigo. ¿Quién te castigó y por qué?

—El Único —contestó la muchacha. Tenía la cara marcada con churretes de sudor, demacrada por el dolor padecido, los ambarinos ojos ensombrecidos—. No cumplí con mi deber. El kender era de importancia capital, y debí ocuparme de él en primer lugar. Yo... —Se lamió los labios ensangrentados y tragó saliva—. Tenía tantas ganas de ver a mi madre que me olvidé de él. Ahora se ha ido, y es culpa mía.

—¿El Único te hizo esto? —repitió Galdar, consternado, temblándole de rabia la voz—. ¿El Único te causó ese dolor?

—Lo merecía, Galdar. Y lo acepto de buen grado. El dolor que he padecido no tiene punto de comparación con el dolor que siente el Único por mi fracaso.

El minotauro frunció el ceño y sacudió la cabeza.

—Vamos, Galdar, ¿acaso tu padre no te azotó de pequeño? —siguió Mina en tono burlón—. ¿Tu maestro de combate no te golpeó cuando te equivocabas en los entrenamientos? Tu padre no te azotó por maldad, y el maestro de combate no te golpeó con mala intención. Esos castigos eran por tu propio bien.

—No es lo mismo —gruñó el minotauro. Jamás olvidaría la imagen de la muchacha, que había conducido ejércitos a una gloriosa conquista, arrodillada en tierra y retorciéndose de dolor.

—Pues claro que es lo mismo —le contradijo suavemente ella—. Todos somos niños ante el Único. ¿De qué otro modo íbamos a aprender nuestro deber?

Galdar no respondió y Mina interpretó su silencio como aquiescencia.

—Coge algunos hombres y registrad todas las habitaciones de la Torre. Aseguraos de que el kender no se ha escondido en alguna de ellas. Mientras lo hacéis, nosotros incineraremos los cadáveres.

—¿Tengo que entrar ahí otra vez? —dijo Galdar, cuya voz sonaba cargada de reticencia.

—¿Por qué? ¿Qué temes?

—A nada vivo —contestó el minotauro, lanzando una mirada ceñuda a la torre.

—No tengas miedo, Galdar. —Mina echó una ojeada despreocupada a los cuerpos de los dos hechiceros que eran arrastrados hacia la pira—. Sus espíritus no pueden hacerte ningún daño. Van a servir al Único.


Una intensa luz brillaba en el cielo. Distante, etérea, la luz era más radiante que el sol y hacía que el astro pareciera tenue y mortecino en comparación. Los ojos mortales de Dalamar no habrían podido contemplar el sol mucho tiempo so pena de quedarse ciego, pero ahora podía mirar esa hermosa y pura luz para siempre, o eso pensaba. Mirarla fijamente con una dolorosa añoranza que reducía todo cuanto era, todo cuanto había sido, a algo insignificante, mezquino.

Siendo un niño, había mirado el cielo nocturno una vez para contemplar la luna blanca. Creyendo que era algún objeto de cristal que no alcanzaba a coger, quiso jugar con ella. Exigió a sus padres que se la bajaran, y cuando ellos no pudieron complacerle, lloró de rabia y frustración. Ahora se sentía igual. Se habría echado a llorar, pero no tenía ojos para hacerlo ni lágrimas que derramar. La brillante y hermosa luz estaba fuera de su alcance, el camino para llegar a ella, cerrado. Una barrera tan tenue como una telaraña y tan resistente como el diamante se extendía frente a él. Por más que lo intentara no podía salvar esa barrera, el muro de una prisión que rodeaba el mundo.

No se encontraba solo; era un prisionero más entre muchos otros. Las almas de los muertos vagaban sin descanso por el patio de la prisión de su sombría existencia, todas ellas mirando con anhelo la luz radiante. Ninguna capaz de alcanzarla.

—La luz es muy hermosa —dijo una voz suave y engatusadora—. Lo que ves es la luz de un reino de más allá, la siguiente etapa del largo viaje de tu alma. Te liberaré, te permitiré viajar allí, pero antes tienes que traerme lo que necesito.

Obedecería. Llevaría a la voz lo que fuera que deseara con tal de escapar de esa prisión. Sólo tenía que usar la magia. Miró la Torre de la Alta Hechicería y la reconoció como algo que había tenido que ver con lo que fue él, con lo que había sido, pero ahora todo había quedado atrás. La Torre era un almacén de magia, que podía vislumbrar reluciendo cual arroyos de oro en polvo entre la árida arena que había sido su vida.

Las otras almas errabundas entraban en tropel en la torre, ahora privada de aquel que había sido su señor. Dalamar miró la luz radiante y el corazón le dolió de tanto anhelo. Se unió al río de almas que fluía al interior de la Torre.

Casi había llegado a la entrada cuando una mano lo agarró y lo sujetó con fuerza.

—Detente —le siseó la voz, furiosa y frustrada.


—¡Alto! —ordenó Mina—. ¡Deteneos! No queméis los cuerpos. He cambiado de opinión.

Sobresaltados, los caballeros soltaron su carga y los cadáveres cayeron con un golpe seco en el suelo. Los caballeros intercambiaron una mirada. Nunca habían visto a Mina así, irresoluta y vacilante. No les gustaba, como tampoco les gustaba verla castigada, ni siquiera por ese dios único. El Único estaba lejos, tenía poco que ver con ellos, mientras que Mina se encontraba cerca y la veneraban, la idolatraban.

—Buena idea, Mina —dijo Galdar, que salía de la Torre. Lanzó una mirada funesta a los dos magos muertos—. Deja que los buitres se coman a los buitres. El kender no está en la Torre. Hemos buscado de arriba abajo. Salgamos de este maldito lugar.

El fuego crepitó y el humo ascendió enroscándose alrededor de la Torre del mismo modo que los lastimeros muertos se enroscaban en los troncos de los cipreses. Los vivos aguardaban con esperanzada expectación, deseando marcharse. Los muertos aguardaban pacientemente, ya que no tenían adonde ir. Todos ellos se preguntaron qué se proponía hacer Mina.

La joven se arrodilló junto al cadáver de Dalamar; con una mano asió el medallón que colgaba de su cuello y puso la otra sobre las mortales heridas del hechicero. Los ojos abiertos del elfo miraban al vacío, sin ver.

Mina empezó a cantar.

Despierta, amor, despierta ya.

Aferra a mis manos tu alma.

Deja la profunda oscuridad

y de tu eterno sueño sal.

Bajo las manos de Mina la carne de Dalamar empezó a cobrar calor. La sangre tiñó las mejillas cenicientas, caldeó los miembros helados. Sus labios se entreabrieron e inhaló aire con una aspiración estremecida. Tembló y rebulló a su tacto, la vida retornó al cadáver, salvo a sus ojos, que permanecieron vacíos, ausentes.

Galdar observaba la escena con un ceño de desaprobación mientras que los caballeros miraban sobrecogidos. Hasta entonces Mina había rezado por los muertos, pero nunca los había devuelto a la vida. Los muertos servían al Único, les había dicho.

—Levántate —ordenó la joven.

El cuerpo vivo, con sus ojos muertos, obedeció y se puso de pie.

—Ve a la carreta —le mandó Mina—. Espera allí mis órdenes.

Los párpados del elfo temblaron y su cuerpo sufrió una sacudida.

—Ve a la carreta —repitió la muchacha.

Los ojos vacuos del hechicero se volvieron lentamente hacia ella.

—Me obedecerás en esto —dijo Mina—, al igual que me obedecerás en todo, o te destruiré. No tu cuerpo. La pérdida de este trozo de carne no tendría consecuencias para ti ahora. Destruiré tu alma.

El cadáver se estremeció y, tras un instante de vacilación, se dirigió hacia la carreta arrastrando los pies. Los caballeros se apartaron a su paso cuanto les era posible, aunque unos pocos empezaron a sonreír. La figura desgarbada resultaba grotesca. De hecho, uno de los caballeros soltó una carcajada.

Horrorizado y asqueado, Galdar no le encontraba la gracia a todo aquello. Había hablado a la ligera de dejar los cadáveres para los buitres, y lo habría hecho sin el menor reparo —después de todo eran hechiceros—, pero esto no le gustaba. Había algo que hacía que eso estuviera mal, aunque no sabía exactamente qué o por qué le perturbaba.

—Mina, ¿es esto prudente? —preguntó.

La joven no le hizo caso. Entonó el mismo canto junto al otro cadáver y puso la mano sobre su pecho. El cadáver se incorporó.

—Ve a reunirte con tu compañero en la carreta —ordenó.

Los ojos de Palin parpadearon y un espasmo crispó sus rasgos. Las manos, con los dedos rotos, empezaron a alzarse lentamente, extendiéndose como si quisieran asir algo que sólo él podía ver.

—Te destruiré —advirtió severamente Mina—. Me obedecerás.

Las manos se cerraron y el rostro se crispó de dolor, un dolor que parecía mucho peor que la agonía de la muerte.

—Ve —dijo la joven, señalando.

El cadáver renunció a la lucha. Inclinada la cabeza, caminó hacia la carreta. Esta vez ninguno de los caballeros rió.

Mina se sentó, agotada, pálida, demacrada. El día había sido una jornada triste para ella. La muerte de la mujer a la que había amado como a una madre, la ira de su deidad. Hundió los hombros. Parecía incapaz de sostenerse en pie por sus propios medios, y Galdar sintió pena. Deseaba consolarla y ayudarla, pero su deber era lo primero.

—Mina ¿es esto prudente? —insistió en voz baja para que sólo lo oyera ella—. Ya es bastante engorroso que tengamos que cargar con un sarcófago por todo Ansalon, pero ahora también tenemos la carga de... esas dos cosas. —No sabía cómo calificarlas—. ¿Por qué lo has hecho? ¿Qué propósito tiene? —Frunció el entrecejo—. Despiertan la inquietud en los hombres.

Los ojos ambarinos lo miraron. La cara de la joven estaba demacrada por la fatiga y el pesar, pero sus pupilas brillaban claras, sin que nada las empañara, y, como siempre, traspasándolo, viendo su interior.

—Te inquieta a ti, Galdar —dijo Mina.

El minotauro gruñó y apretó la boca.

Mina volvió la mirada hacia los cadáveres que estaban sentados en el borde posterior de la carreta, mirando al vacío.

—Esos dos hechiceros están unidos al kender, Galdar.

—Entonces, ¿son rehenes? —dedujo el minotauro, recobrando el ánimo. Eso era algo que podía entender.

—Sí, Galdar, si quieres enfocarlo de ese modo. Son rehenes. Cuando cojamos al kender y el ingenio, me explicarán cómo funciona.

—Pondré guardia doble para vigilarlos.

—No será necesario. —Mina se encogió de hombros—. No pienses en ellos como prisioneros, sino como trozos de carne animada. —Los miró, pensativa.

»¿Qué te parecería todo un ejército como esos dos, Galdar? Un ejército de soldados que obedecen órdenes sin protestar, soldados que luchan sin temor, que tienen una fuerza desmesurada, que caen pero que se levantan de nuevo. ¿No es ése el sueño de un comandante? Tenemos sus almas sometidas —continuó, cavilando—, y enviamos sus cuerpos a la batalla. ¿Qué me dices a eso, Galdar?

Al minotauro no se le ocurría nada que decir. O, más bien, se le ocurrían muchas cosas que decir. No podía imaginar nada más atroz, nada más espantoso.

—Trae mi caballo, Galdar —ordenó Mina—. Es hora de que partamos de este lugar de tristeza.

Galdar obedeció aquella orden de buena gana.

Mina montó en el caballo y ocupó su puesto a la cabeza de la triste caravana. Los caballeros se situaron a los lados de la carreta formando una guardia de honor. El conductor hizo restallar el látigo y los grandes caballos de tiro se pusieron en marcha; la carreta y su extraña carga avanzó con un tirón.

Las almas de los muertos se apartaron al paso de Mina, al igual que los árboles. Se abrió una senda a través del espeso y enmarañado bosque que rodeaba la Torre de la Alta Hechicería. Era un camino liso, sin baches, ya que la joven no habría admitido que el féretro se sacudiera con zarándeos. Volvía la cabeza a menudo para mirar la carreta, el sarcófago de ámbar.

Galdar ocupó su lugar habitual, al lado de Mina.

Los cuerpos de los dos hechiceros iban sentados en la parte posterior de la carreta, las piernas colgando, los brazos fláccidos, las manos descansando en el regazo. Sus ojos miraban fijamente al frente. Galdar se giró una vez para observarlos. Advirtió dos entidades tenues arrastrándose tras los cuerpos cual pañuelos de seda enganchados en las ruedas de la carreta.

Sus almas.

El minotauro giró rápidamente la cabeza y no volvió a mirar atrás.

4 La muerte de Skie

El Dragón Plateado no tenía idea de cuánto tiempo había pasado desde que entró por primera vez en las cavernas de Skie, el poderoso Dragón Azul. El Plateado ciego, Espejo, no tenía forma de calcularlo, ya que no podía ver el sol. No lo había visto desde el día de aquella extraña y terrible tormenta, el día que oyó la voz en la tormenta y la reconoció, el día que la voz le ordenó que se inclinara y le rindiera pleitesía, el día que se le castigó por negarse a hacerlo, alcanzado por el rayo que lo dejó ciego y desfigurado. Hacía meses desde ese día. Había vagado por el mundo desde entonces, avanzando a trompicones bajo la forma de un humano, porque un humano podía caminar mientras que un dragón ciego que no puede volar es un ser casi indefenso.

Escondido en esa cueva, Espejo sólo conocía la noche, sólo sentía las frías sombras de la oscuridad.

Espejo no tenía idea de cuánto tiempo llevaba en la madriguera con el agonizante Dragón Azul. Podría haber pasado un día o un año desde que Skie había buscado plantear reivindicaciones al Único, y Espejo había sido testigo involuntario de su encuentro.

Habiendo oído y reconocido la voz en la tormenta, Espejo había ido allí en busca de respuestas a aquel extraño enigma. Si la voz era la de Takhisis, ¿qué hacía la diosa en este mundo cuando todas las otras deidades se habían ido? Al reflexionar sobre ello, Espejo había decidido que Skie podría ser el indicado para darle información.

Espejo había tenido interrogantes sobre Skie siempre. Se suponía que era un dragón de Krynn, como él, pero el Azul se había vuelto más grande, más fuerte y más poderoso que cualquier otro Azul en la historia del mundo. Se había revuelto, supuestamente, contra los de su propia especie, matándolos y devorándolos igual que hacían los señores supremos, los otros grandes dragones. Espejo se había preguntado a menudo si Skie había atacado a sus congéneres o si en realidad se había unido a los de su verdadera especie.

El Plateado había conseguido, tras muchas dificultades, encontrar la guarida de Skie y había entrado en ella. Llegó justo a tiempo de presenciar el castigo del Azul, a manos de Mina, por su presunción y su manifiesta deslealtad. Había intentado matar a Mina, pero el rayo destinado a acabar con la joven se había reflejado en su armadura y se descargó sobre él. El inmenso Azul quedó mortalmente herido.

Desesperado por saber la verdad, Espejo había hecho cuanto estaba en su poder para sanar al otro dragón, y lo consiguió en parte. Mantenía al Azul con vida, pero los dardos de los dioses eran armas poderosas, y Espejo, aunque dragón, era un mortal.

El Plateado había dejado solo al herido para ir a buscar agua para ambos.

Skie pasaba alternativamente de la conciencia a la inconsciencia. En los ratos en que se encontraba lúcido y despierto, Espejo había aprovechado para preguntarle sobre el Único, una deidad a la que era incapaz de dar un nombre. Esas conversaciones tenían lugar muy de vez en cuando, ya que Skie rara vez se mantenía consciente durante mucho tiempo.

—Ella robó el mundo —dijo Skie en cierto momento, poco después de recobrar el conocimiento la primera vez—. Se apoderó de él y lo trasladó a esta parte del universo. Lo tenía planeado hace mucho. Todo estaba dispuesto, y sólo esperó a que llegara el momento oportuno.

—Un momento que tuvo lugar en la Guerra de Caos —intervino Espejo. Tras una pausa preguntó en voz queda—: ¿Cómo te sientes?

—Me estoy muriendo —contestó Skie sin rodeos—. Así es como me siento.

De haber sido un humano, Espejo habría dicho alguna mentira piadosa destinada a aliviar los últimos momentos del Azul agonizante, pero no era humano a pesar de que había adoptado esta forma. Los dragones no eran dados a decir mentiras, ni siquiera piadosas. Además, sabía que tales falsedades sólo proporcionaban consuelo a los seres humanos.

Skie era un dragón guerrero, un Azul que había entrado en batalla incontables veces, que había enviado a muchos enemigos a la muerte. Él y su antiguo jinete, la Señora del Dragón de infausta memoria Kitiara Uth Matar, habían sembrado el terror y la destrucción en la mitad del continente de Ansalon durante la Guerra de la Lanza. Tras la Guerra de Caos, Skie había sido uno de los pocos dragones de Ansalon que resistió contra los dragones forasteros, Malys y Beryl, y que finalmente creció en poder para ocupar un lugar entre los grandes señores. Había matado y engullido a otros dragones, ganando fuerza y poder al devorarlos. Había construido un tótem con los cráneos de sus víctimas.

Espejo no podía ver el tótem, pero lo percibía cercano. Escuchaba las voces de los muertos lanzando acusaciones, furiosos, clamando venganza. El Plateado no sentía el menor aprecio por Skie. De haberse encontrado en una batalla, Espejo habría combatido para derrotar a su enemigo y se habría alegrado con su destrucción.

Y Skie se habría alegrado de tener una muerte así. La muerte de un guerrero, desplomándose del cielo con la sangre del enemigo húmeda en las garras, con el sabor del relámpago en las fauces. Ésa era la clase de muerte que a Skie le habría gustado tener, no perecer de este modo, yaciendo indefenso, atrapado en su guarida, la vida escapándosele en trabajosos jadeos, con las poderosas alas paralizadas, las garras ensangrentadas arañando el suelo de piedra con movimientos convulsivos.

Ningún dragón tendría que morir así, pensó Espejo para sus adentros. Ni siquiera el peor enemigo. Lamentaba haber hecho uso de su magia para traer de vuelta a la vida a Skie, pero necesitaba saber más sobre ese dios Único, necesitaba saber la verdad. Se inmunizó contra la piedad por su enemigo y siguió haciendo preguntas. A Skie no le quedaba mucho tiempo para contestar.

—Dices que Takhisis planeó ese traslado —dijo Espejo, durante otra conversación—. Tú formabas parte del plan.

El Azul gruñó, y Espejo escuchó cómo rebullía el inmenso corpachón para encontrar una postura que aliviase el dolor.

—Era la parte más importante, maldito sea el eón en que conocí a esa zorra maquinadora. Fui yo quien descubrió los Portales. Nuestro mundo, el mundo del que procedemos los míos y yo, no es como éste. No lo compartimos con las criaturas de vida corta, de cuerpos débiles. El nuestro es un mundo de dragones.

Skie tuvo que hacer muchas pausas para recobrar el aliento y soltar gruñidos de dolor a lo largo de su parrafada. Estaba decidido a terminar su historia. Su voz sonaba débil, pero aun así Espejo percibía la ira en ella, como el retumbo de un trueno distante.

—Recorríamos nuestro mundo a capricho y librábamos batallas feroces para sobrevivir. Esas hembras de dragón que ves aquí, la tal Beryl y la tal Malys, te parecen enormes y poderosas, pero en comparación con los que gobiernan nuestro mundo son criaturas pequeñas y penosas. Ésa fue una de las razones de que vinieran a este mundo. Pero yo me adelanté.

»Me di cuenta, como se la dieron otros de los nuestros, que nuestro mundo se estaba estancando paulatinamente. No teníamos futuro, nuestros vástagos no tenían otro futuro que devorar o ser devorados. No estábamos evolucionando, sino entrando en regresión. No fui el único que buscó un modo de salir de aquel mundo, pero sí el primero en tener éxito. Mediante mi magia descubrí los caminos que conducían a través del éter a otros mundos más allá del nuestro. Adquirí destreza en viajar por esos caminos. A menudo los caminos me salvaron la vida, ya que estaba amenazado por uno de los Mayores, y sólo tenía que saltar al éter para escapar.

»Me encontraba en el éter cuando topé con su Oscura Majestad. —Skie rechinó los dientes al hablar, como si disfrutara pensando que trituraba a la diosa entre ellos—. Nunca había visto una deidad. Jamás había contemplado algo tan magnífico ni me había hallado ante semejante poder. Me incliné ante ella y me ofrecí como su servidor. Estaba fascinada con los caminos por el éter. No me había prendado de ella hasta el punto de cometer la necedad de revelarle mis secretos, pero le di bastante información para que comprendiera de qué modo podían serle de utilidad los caminos.

»Takhisis me trajo a su mundo, Krynn, y me dijo que en este mundo sólo era una entre muchos dioses. La más poderosa, afirmó, y que en consecuencia los demás la temían y conspiraban en su contra continuamente; que algún día triunfaría sobre ellos, y en ese día me daría una gran recompensa: yo gobernaría Krynn y a los débiles seres que lo habitaban; que éste mundo sería mío a cambio de mis servicios. Huelga decir que mentía.

La ira despertó en Espejo; ira por la desmesurada ambición que hacía que no le preocuparan ni le importaran lo más mínimo quienes vivían en un mundo que, al parecer, era poco más que una baratija para Takhisis. No obstante, se guardó mucho de mostrar su rabia. Tenía que descubrir todo lo que Skie sabía. Tenía que descubrir lo que había pasado. No podía cambiar el pasado, pero quizá podría influir en el futuro.

—Era joven por aquel entonces —continuó Skie—, y los jóvenes de nuestras especies tienen el tamaño de los Dragones Azules de Krynn. Takhisis me emparejó con Kitiara, una favorita de la Reina Oscura. Kitiara...

Skie guardó silencio, ensimismado en sus recuerdos. Soltó un hondo suspiro, un suspiro de dolorosa nostalgia, antes de proseguir:

—Nuestras batallas juntos fueron gloriosas. Por vez primera descubrí que se puede luchar por algo más que la supervivencia, que se puede combatir por el honor, por el gozo de batallar, por la gloria de la victoria. Al principio despreciaba a los pusilánimes que habitaban este mundo, los humanos y el resto. No entendía que los dioses les permitieran vivir. Enseguida me sentí fascinado por ellos, en especial por Kitiara. Valiente, osada, sin dudar jamás de sí misma, sabiendo exactamente lo que quería y yendo a por ello. Oh, qué gran diosa habría sido.

Skie hizo una pausa. Su respiración era entrecortada.

—Volveré a verla. Sé que la veré. Lucharemos juntos... y volaremos de nuevo hacia la gloria...

—Y todo este tiempo trabajaste para Takhisis —dijo Espejo, dirigiendo otra vez la conversación de Skie al tema principal—. Estableciste el camino que la conduciría aquí, a esta parte del universo.

—Así es. Lo dispuse todo para ella. Sólo tenía que esperar el momento adecuado.

—Pero a buen seguro no podía prever la Guerra de Caos, ¿verdad? —Una terrible idea cobró forma en la mente de Espejo—. ¿O acaso ese conflicto fue obra de sus maquinaciones?

Skie resopló con desdén.

—Takhisis será lista, pero no tanto. Quizá barruntara que Caos estaba atrapado en la Gema Gris. De ser así, sólo tenía que esperar —al fin y a la postre, ¿qué importa el tiempo para ella?— a que algún necio lo liberara. Y si no sucedía tal cosa, habría hallado otro modo. Estaba atenta constantemente a que se le presentara la ocasión. Tal y como sucedieron las cosas, la Guerra de Caos se la puso en bandeja de plata. Todo estaba preparado. Fingió que huía del mundo, retirando su ayuda y su poder, dejando indefensos a quienes dependían de ella. Tenía que hacerlo porque necesitaría todo su poder para la enorme empresa que le aguardaba.

»El momento llegó. En el instante en que Caos fue derrotado se desató una inmensa energía. Takhisis la aprovechó, combinándola con su propio poder, y soltó al mundo de sus anclajes, trasladándolo por los caminos que yo había creado con mi magia, hasta este punto del universo, donde lo situó. Todo ello ocurrió tan deprisa que nadie en el mundo se apercibió del cambio. Los propios dioses, atrapados en la desesperada batalla por la supervivencia, no tuvieron indicio alguno de su plan, y una vez fueron conscientes de lo que había pasado, sus propias energías se encontraban tan mermadas que no pudieron impedírselo.

»Takhisis les arrebató el mundo y lo ocultó de su vista. Todo funcionó como tenía planeado. Privados de la bendición de los dioses, despojados de su magia, las gentes se vieron arrastradas al caos y la desesperación. También ella estaba exhausta, tan débil que quedó reducida a casi nada. Necesitaba tiempo para recuperarse, tiempo para descansar. Pero eso no le preocupaba. Cuanto más tiempo estuviera la gente sin dioses, mayor sería su necesidad de ellos. Así, cuando regresara al mundo todos estarían tan agradecidos y aliviados que serían sus abyectos esclavos. Sólo cometió un pequeño error.

—Malys —dedujo Espejo—, Beryl y el resto.

—Sí. Sintieron curiosidad por ese nuevo juguete que tan de repente había aparecido entre ellos. Cansados de la lucha por la supervivencia en su mundo, estuvieron más que satisfechos con apoderarse de éste. Takhisis se encontraba demasiado débil para hacerles frente. Sólo podía contemplar con impotente frustración cómo se hacían con el mando en el mundo. Aun así, me mintió y siguió prometiéndome que algún día, cuando fuera poderosa de nuevo, destruiría a los usurpadores y me entregaría el mundo a mí. La creí durante un tiempo, pero los años pasaban y Malystryx, Beryl y los demás se hacían más y más poderosos. Mataron a los dragones de Krynn, se cebaron con ellos y construyeron sus tótem. Y yo seguía sin tener noticias de Takhisis.

»En lo que a mí respecta, veía cómo este mundo iba degenerando hacia uno semejante al que había dejado atrás. Recordé con gozo los tiempos de mis batallas junto a Kitiara. No quería tener nada que ver con los de mi especie ni con los despreciables seres que poblaban este lugar. Acudí a Takhisis y exigí mi recompensa.

»—Quédate el mundo —le dije—. No lo necesito. No lo quiero. Devuélveme a Kitiara. Viajaremos por los caminos y hallaremos otro mundo donde nos aguarde la gloria.

»Me prometió que lo haría. En un lugar llamado El Gríseo encontraría el alma de Kitiara. Vi ese lugar y fui allí. O creí que lo hacía. —En lo profundo de su pecho sonó el retumbo de un gruñido—. El resto ya lo sabes, oíste a Mina, la nueva lavacaras de la Reina Oscura. La oíste contarme cómo fui traicionado.

—Sin embargo, otros te vieron partir...

—Otros vieron lo que ella quería que vieran, igual que todos vieron lo que quería que vieran al final de la Guerra de Caos.

Skie se quedó callado, rumiando sus equivocaciones. La respiración del Azul era trabajosa, y Espejo pensó que lo mismo podría vivir unas horas que unos días; no había forma de saberlo. Ignoraba dónde estaba herido, y el propio Skie no se lo diría. El Plateado se preguntó si la herida no sería aún más profunda en lo anímico que en lo físico. Decidió cambiar de tema para desviar los pensamiento de Skie.

—Takhisis tuvo que afrontar una nueva amenaza: los grandes dragones, los señores supremos.

—Los señores supremos —gruñó el Azul—. Sí, representaban un problema. Takhisis había confiado en que seguirían luchando entre sí hasta acabar matándose unos a otros, pero acordaron una tregua. Se declaró la paz y la gente fue volviéndose indolente. Takhisis temió que a no tardar empezarían a reverenciar a los señores supremos, como ya hacían algunos, y a no necesitarla. La Reina Oscura aún no era lo bastante fuerte para combatirlos, así que tenía que hallar un modo de acrecentar su poder. Hacía bastante tiempo que había advertido y lamentado la pérdida de energía que desaparecía del mundo con la partida de los espíritus de los muertos. Concibió la manera de retenerlos en el mundo y así pudo utilizarlos para robar la magia primigenia y entregársela a ella. Cuando consideró que contaba con fuerza suficiente para regresar, lo hizo. La noche de la tormenta.

—Sí —dijo Espejo—, escuché su voz. Me llamó para que me uniera a sus legiones, para que la venerara como mi dios. Casi lo hice, pero algo me detuvo. Mi corazón reconocía esa voz, aunque no mi mente. Así que fui castigado. Yo...

Se interrumpió al notar que Skie empezaba a rebullir en un intento de incorporar su gran corpachón del suelo de la guarida.

—¿Qué ocurre? ¿Qué haces?

—Será mejor que te escondas —advirtió el Azul, que seguía esforzándose desesperadamente para levantarse—. Malys se acerca.

—¡Malys! —repitió Espejo, alarmado.

—Se ha enterado de que me estoy muriendo. Esos secuaces cobardes que me servían deben de haber ido corriendo a contarle las buenas nuevas. El gran buitre acude a robar mi tótem. ¡Debería dejar que lo hiciera! Takhisis ha usurpado los tótem para su propio uso. Malys se lleva a la cama a su peor enemigo cada noche. Que venga ese monstruo rojo. Le haré frente hasta mi último aliento...

Quizá Skie estuviera desvariando, como Espejo pensaba realmente que le ocurría al Azul, pero su consejo de esconderse era sensato. Aun en el caso de no estar ciego, Espejo habría eludido una lucha con la colosal hembra Roja a pesar de lo mucho que la odiaba y la aborrecía. Había visto a muchos de su especie atrapados y aplastados entre sus poderosas fauces o incinerados por su espantoso fuego. La mera fuerza bruta no bastaba para vencer a aquella criatura de otro mundo. El dragón más grande y fuerte que jamás hubiera pisado Krynn no sería rival para Malystryx.

Ni siquiera una deidad se había atrevido a hacerle frente.

Espejo volvió a adoptar forma humana. Se sentía muy frágil y vulnerable con la piel suave, los huesos finos y delicados, la raquítica musculatura. Con todo, un humano ciego podía arreglárselas en este mundo, y Espejo empezó a avanzar a tientas alrededor del corpachón de Skie. Su intención era retirarse, internarse más en los sinuosos corredores de la guarida laberíntica del Azul. La mano extendida de Espejo se posó en algo suave y frío.

Una escalofrío le recorrió el brazo. No veía, pero supo al instante qué era lo que tocaba: el tótem de Skie, construido con los cráneos de sus víctimas. Estremecido, Espejo retiró la mano prestamente y casi perdió el equilibrio por la brusquedad del movimiento. Topó con la pared, recuperó la estabilidad y se valió del muro para guiar sus pasos.

—Espera —sonó siseante la voz de Skie en los corredores—. Me has hecho un favor, Plateado. Impediste que muriera vilmente a sus manos. Gracias a ti puedo morir del modo que quiero, con la dignidad que me queda. A cambio te haré un favor. Los otros de tu especie, los Dorados y Plateados, los has buscado sin resultado, ¿no es cierto?

A Espejo le costaba admitir tal cosa, incluso a un Azul moribundo. No respondió y siguió avanzando a tientas por el corredor.

—No huyeron por miedo —continuó Skie—. Oyeron la voz de Takhisis la noche de la tormenta y algunos la reconocieron y comprendieron lo que ello significaba. Abandonaron el mundo para encontrar a los dioses.

Espejo se paró y volvió el rostro ciego hacia el sonido de la voz del Azul. Ahora también oía en el exterior lo que Skie había percibido mucho antes que él: el batir de unas alas inmensas.

—Era una trampa —dijo Skie—. Se marcharon y ahora no pueden regresar. Takhisis los retiene prisioneros, igual que retiene las almas de los muertos.

—¿Qué puede hacerse para liberarlos? —preguntó Espejo.

—Te he contado todo lo que sé. Mi deuda contigo queda saldada, Plateado. Será mejor que te des prisa.

Espejo se deslizó a lo largo del corredor lo más rápido posible. Ignoraba hacia dónde se dirigía, pero suponía que se internaba más en la guarida. Continuó tanteando el muro con la mano, sin retirarla a medida que avanzaba, razonando que de ese modo podría hallar la salida. Cuando oyó la voz de Malys, estridente y aguda —un sonido extraño considerando que provenía de una criatura tan descomunal—, Espejo se detuvo. Mantuvo la mano contra la pared y se agazapó en el pulido suelo, envuelto en la fría oscuridad de la guarida. Incluso aquietó la respiración todo lo posible por miedo a que ella le oyera y fuera a buscarlo.

Acurrucado en el cubil del Azul, aterrado, el Plateado esperó el desenlace.


Skie sabía que se estaba muriendo. El corazón le latía a trompicones y se estremecía bajo las costillas. Cada bocanada de aire que inhalaba le costaba un esfuerzo ímprobo. Ansiaba tumbarse y descansar, cerrar los ojos, perderse en el pasado. Volver a extender las alas que tenían el color del cielo y volar entre las nubes. Escuchar de nuevo la voz de Kitiara, sus firmes órdenes, su risa burlona. Sentir sus manos, seguras y competentes, en las riendas, guiándolo certeramente hacia lo más reñido de la batalla. Deleitarse otra vez con el estruendo de las armas al entrechocar, con el olor de la sangre, con la sensación de carne desgarrada bajo sus garras y con el exultante grito de guerra de Kitiara, desafiando a cualquiera que aceptara su reto. Regresar a los establos y esperar, mientras le curaban las heridas, a que llegara ella, como hacía siempre, para sentarse a su lado y revivir la batalla. Buscaría su compañía, dejando atrás a aquellos penosos humanos que pretendían su amor. Dragón y amazona; eran un equipo... Un equipo mortífero.

—Bueno, Skie —dijo la odiada voz. La cabeza de Malys asomó por la entrada de la guarida tapando la luz del sol—. Me informaron mal. Por lo que veo, aún no has muerto.

Skie pareció despertar. Sus sueños, sus recuerdos, habían sido muy reales. Ésto era irreal.

—No, no he muerto —gruñó. Hincó profundamente las garras en la roca para combatir el dolor, obligándose a mantenerse erguido.

Malys introdujo su inmenso corpachón en el cubil un poco más —la cabeza y los hombros, las garras delanteras y el cuello—, manteniendo las alas plegadas a los costados y la cola colgando por la pared del risco. Sus ojos, pequeños y crueles, lo pasaron por alto con desdén, descartándolo, buscando aquello por lo que había ido allí: su tótem. Lo vio alzándose en el centro del cubil y sus ojos centellearon.

—No te preocupes por mí —dijo fríamente—. Creo que estabas muriéndote. Continúa, por favor, como si yo no estuviera, no quiero interrumpirte. Sólo vine para recoger unos cuantos recuerdos del tiempo que pasamos juntos.

Alargó una garra y empezó a tejer una red mágica alrededor de los cráneos del tótem. Skie vislumbró ojos en aquellos cráneos, percibió la presencia de su reina. Takhisis no se ocupaba de él. Ya no. Ahora no le era de utilidad. Sólo tenía ojos para Malys. Estupendo. Ojalá disfrutaran juntas. Eran tal para cual.

Las piernas le temblaron; ya no podían sostener su peso, y cayó en el suelo del cubil. Estaba irritado, furioso consigo mismo. Tenía que luchar, que ponerse de pie, al menos hasta dejar su marca en Malys. Pero su debilidad era mucha, y temblaba. El corazón le latía como si fuera a estallarle en el pecho.

—¡Skie, mi precioso Azul! —le llegó la voz de Kitiara, burlona, risueña—. ¿Todavía dormido, gandul? ¡Despierta! Hoy tenemos batallas que disputar. Vérnosla con la muerte. Nuestros enemigos no duermen, de eso no te quepa duda.

Skie abrió los ojos. Allí estaba, ante él, con la armadura de dragón azul reluciente al sol. Kitiara lucía su sonrisa sesgada; alzó un brazo y señaló.

—Ahí tienes a tu enemigo, Skie. Aún te queda un combate, una batalla en la que participar. Después podrás descansar.

El Azul levantó la cabeza. No distinguía a Malys, pues perdía vista con rapidez, al tiempo que su vida se escapaba. Pero sí veía a Kitiara y hacia dónde apuntaba. Inhaló aire, su último aliento. Más le valía que fuera bueno.

Exhaló con fuerza el aliento mezclado con el azufre de su vientre.

El rayo chisporroteó y siseó mientras hendía el aire. Retumbó un trueno que sacudió la montaña. Fue un sonido horrendo, pero aun así pudo escuchar el chillido de ira y dolor emitido por Malys. No veía el daño que le había ocasionado, pero dedujo que tenía que ser considerable.

Enfurecida, Malys lo atacó. Sus garras, afiladas como cuchillas, se hundieron atravesando las escamas azules, desgarraron la carne y abrieron un agujero enorme en el flanco.

Skie no sentía nada, ni más dolor ni más temor.

Satisfecho, dejó caer la cabeza en el suelo de su cubil.

—Bien hecho, mi hermoso Azul —sonó la voz de Kitiara, y Skie se sintió orgulloso al percibir el tacto de la mano de la mujer en su cuello—. Bien hecho...


El debilitado rayo de Skie no había causado verdadero daño a Malys, aparte de una sensación enervante, cosquilleante, que le recorrió el cuerpo y desprendió un buen fragmento de carne con escamas en la articulación de su pata delantera izquierda. Le dolía más su orgullo herido que el daño sufrido por su enorme e hinchado cuerpo, y descargó zarpazos al moribundo Skie, desgarrando y hendiendo su carne hasta que el cubil quedó lleno de sangre. Finalmente se dio cuenta de que lo único que hacía era maltratar un cadáver insensible.

Descargada su furia, Malys continuó desmantelando el tótem y preparándolo para el transporte hasta su guarida de la nueva cordillera de Goodlund, el Pico de Malys.

Regodeándose con su botín, contemplando con satisfacción el gran número de cráneos, la Roja podía percibir cómo crecía su propio poder con sólo tomarlos en sus garras.

Nunca había tenido en mucha consideración a los dragones de Krynn. En un mundo donde eran la especie dominante, se los había temido y reverenciado por el resto de los lastimosos habitantes de Krynn y, en consecuencia, se habían echado a perder. Cierto que a veces las criaturas de piel blanda de Krynn se habían alzado en armas contra los dragones. Skie le había relatado esas contiendas, había hablado y hablado sin cansarse sobre cierto acontecimiento llamado la Guerra de la Lanza, explicando la intensa emoción de la batalla y los vínculos formados entre el jinete y el dragón.

Obviamente, Skie llevaba demasiado tiempo fuera de su mundo natal si consideraba verdaderas batallas tales peleas de niños. Ella misma había volado contra unos cuantos de esos jinetes de dragón, y en su vida había visto nada tan divertido. Recordó su antiguo mundo, donde no pasaba un día sin que estallara algún combate sangriento para establecer la jerarquía del clan.

Entonces la supervivencia había sido una batalla diaria, una de las razones por las que Malys y los otros se alegraron de descubrir este orondo y perezoso mundo. No echaba de menos aquellos tiempos crueles, pero sí solía recordarlos con nostalgia, como un viejo veterano de guerra rememorando su pasado. Ella y los de su especie les habían enseñado a esos dragones alfeñiques de Krynn una lección muy valiosa; es decir, a aquellos que sobrevivieron. Habían doblegado la cerviz ante ella, habían jurado servirla y reverenciarla. Y entonces llegó la noche de la extraña tormenta.

Los dragones de Krynn cambiaron, si bien Malys no podría decir exactamente qué era diferente. Los Rojos, Negros y Azules seguían sirviéndola, acudiendo cuando los emplazaba, siempre a su entera disposición, pero tenía la sensación de que tramaban algo. A menudo los sorprendía manteniendo conversaciones en susurros que se interrumpían cuando aparecía ella. Y últimamente varios habían desaparecido. Había recibido información sobre dragones montados por jinetes —los Caballeros de Neraka— entrando en batalla contra los solámnicos de Solanthus.

Malys no tenía nada que objetar a que los dragones mataran solámnicos, pero sí a que antes no la hubieran consultado. Lord Targonne lo habría hecho así, pero lo habían asesinado, y fue en el informe sobre su muerte cuando Malys tuvo noticias por primera vez de la novedad más inquietante de todas: la aparición de un dios en Krynn.

Ya había oído rumores sobre ese dios, el mismo que había trasladado el mundo a esta parte del universo. Sin embargo, no había visto señal alguna de esa deidad, y la única conclusión era que se había arredrado ante su llegada y había abandonado el campo de batalla. La idea de que esa deidad estuviera a cubierto, agazapada mientras acrecentaba su poder, no se le pasó por la cabeza en ningún momento, cosa nada extraña ya que procedía de un mundo sin malicia donde reinaba la fuerza y el poderío.

Hasta Malys empezaron a llegar informes sobre el tal Único y su paladín, una muchachita humana llamada Mina. No prestó demasiada atención a esas noticias, principalmente porque la tal Mina no le causaba molestias. De hecho, sus acciones la complacían. Había echado abajo el escudo de Silvanesti y había acabado con el gemebundo e interesado Dragón Verde, Cyan Bloodbane. Los elfos silvanestis se encontraban adecuadamente intimidados, aplastados bajo las botas de los caballeros negros.

A Malys no le había gustado enterarse de que su pariente, Beryl, se disponía a atacar la tierra de los elfos qualinestis. No es que le importaran un bledo los elfos, pero acciones así rompían el pacto. No se fiaba de Beryl, con su ambición y su codicia. Había estado tentada de intervenir y poner fin a todo aquello, pero lord Targonne, el difunto cabecilla de los caballeros negros, le había asegurado que tenía todo bajo control. Descubrió demasiado tarde que el tal Targonne ni siquiera tenía controlada su propia situación.

Beryl voló hacia Qualinesti para atacarlo y destruirlo, y tuvo éxito. Los qualinestis huían ahora de las ruinas de su patria como las sabandijas que eran. Cierto que Beryl se las había arreglado para acabar muerta en el proceso, pero siempre había sido una papanatas impulsiva, exaltada e irracional.

La noticia de la muerte de la Verde se la dieron dos secuaces de Beryl, unos Dragones Rojos que se mostraron debidamente serviles y sumisos ante ella, pero que, sospechaba, reían de satisfacción por lo bajo.

A Malys no le había gustado el modo en que esos Rojos se refocilaban con la muerte de su pariente. Desconocían el debido respeto. Tampoco le gustó la información respecto a la forma de morir de Beryl. Tenía todo el tufo de la mediación de un dios. Beryl habría sido un asno rebuznante, pero era una bestia inmensa y poderosa, y a Malys no se le ocurría ninguna circunstancia por la que un puñado de elfos fuera capaz de derrotarla sin mediar intervención divina.

Uno de los dragones de Krynn le sugirió la idea de apoderarse del tótem de Beryl cuando lo mencionó, preguntándose qué iban a hacer con él. El poder continuaba irradiando del tótem, aun después de la muerte de Beryl. Entre sus generales humanos supervivientes se hablaba de intentar utilizarlo si conseguían desentrañar cómo aprovechar su magia.

Consternada por la idea de que unos humanos pusieran sus sucias manos en algo tan poderoso y sagrado como el tótem, Malys voló de inmediato a reclamarlo para sí, utilizó su magia para transportarlo a su guarida y añadió los cráneos de las víctimas de Beryl a los de las suyas. Absorbió su magia y la sintió fluir en su interior, arrolladura, haciéndola más fuerte, más poderosa que nunca. Entonces llegó la noticia de que Mina había matado al poderoso Skie.

Malys no perdió tiempo. Como para fiarse de esa deidad. Más le valía arrastrarse de vuelta al agujero del que había salido. Malys envolvió el tótem de Skie en magia y lo preparó para transportarlo. Hizo un alto para echar una ojeada a los retorcidos restos del gran Dragón Azul y se planteó añadir su cráneo al tótem.

—No merece semejante distinción —dijo apartando un trozo de hueso y carne de Skie con un gesto desdeñoso de la pata—. Loco, eso es lo que era. Un chiflado. Probablemente su cráneo sería una maldición.

Gruñó al notar la herida en el hombro. Había dejado de sangrar, pero sentía dolorosas punzadas en la carne quemada, y el daño sufrido en el músculo había ocasionado que la pata delantera se le quedara entumecida. Sin embargo, la herida no le impediría volar, y eso era lo único importante.

Recogió los cráneos en la red mágica y se dispuso a partir. Antes de marcharse husmeó el aire y echó una última mirada en derredor. Había percibido algo extraño a su llegada, un olor raro. Al principio no supo determinar la naturaleza de ese efluvio, pero ahora lo identificaba. Olía a dragón, a uno de los de Krynn y, a menos que estuviera muy equivocada, a uno de los de colores metálicos.

Examinó la cámara del cubil de Skie donde yacía el cadáver del Azul, pero no halló rastro de un dragón de color metálico, ninguna escama dorada, ni el más mínimo residuo plateado en las paredes. Al cabo, Malys se dio por vencida. La herida le dolía, y quería regresar al oscuro y apacible refugio de su cubil para ampliar su tótem.

Sujetando con firmeza los cráneos metidos en la red mágica y sin forzar la pata delantera herida, Malys deslizó trabajosamente su inmenso corpachón fuera del cubil del Azul muerto y emprendió vuelo hacia el este.

5 El dragón plateado y el azul

Espejo permaneció escondido hasta estar seguro, más allá de toda duda, de que Malys se había ido y no regresaría. Había oído el combate y se había sentido orgulloso de Skie por hacerle frente a la atroz Roja, experimentando una punzada de lástima por la muerte del Azul. Después escuchó el furioso rugido de dolor de Malys y la oyó hacer pedazos el cuerpo de Skie. Cuando notó el fluir de algo húmedo y cálido sobre su mano, Espejo supuso que era la sangre de Skie.

Sin embargo, ahora que Malys se había marchado, Espejo se preguntó qué iba a hacer. Se llevó la mano a los ojos destrozados y maldijo su discapacidad. Tenía información importantísima sobre la naturaleza del Único, sabía lo que les había pasado a los dragones de colores metálicos, y no podía hacer nada al respecto.

Comprendió que tenía que ponerse en marcha, buscar comida y agua. El olor a dragón era intenso, pero a pesar de ello detectaba el olor a agua. Usó su magia para recobrar la forma de dragón, pues el sentido del olfato era mucho más agudo que el de un mísero cuerpo humano. Invariablemente deseaba el cambio, porque se sentía constreñido y vulnerable en la frágil forma sin alas, con su piel suave y débiles huesos.

Gozó entrando en su forma de dragón, disfrutando la sensación del mismo modo que un humano disfrutaba desperezándose con un largo y gran estirón. Se sentía más seguro con su blindaje de escamas, más equilibrado sobre las cuatro patas que sobre dos piernas. Su capacidad visual era mucho más penetrante, tanto que podía divisar un venado corriendo por el campo a kilómetros de distancia bajo él.

«O, mejor dicho, antes podía divisarlo», se corrigió para sus adentros.

Su sentido del olfato era ahora mucho más agudo, y enseguida localizó un arroyo que fluía por el cavernoso cubil.

Espejo bebió hasta hartarse, y después, saciada ya la sed, se planteó cómo calmar el hambre. Percibió el olor de una cabra. Skie había dado caza al animal, pero no había tenido ocasión de devorarlo. Una vez acalladas las ruidosas protestas de su estómago, podría pensar con más claridad.

Confiaba en no tener que regresar a la cámara principal, donde yacían los restos de Skie, pero sus sentidos le decían que la carne de cabra que buscaba se encontraba allí.

El suelo estaba húmedo y resbaladizo. El intenso olor a sangre y muerte impregnaba el aire. Tal vez fue eso lo que menguó los sentidos de Espejo, o quizá fue el hambre lo que le hizo actuar con descuido. Fuera cual fuese la razón, sufrió un terrible sobresalto al oír una voz, seria y fría, resonando en la cámara.

—Al principio pensé que eras el responsable de esto —dijo el dragón, hablando en el lenguaje de los reptiles—, pero me doy cuenta de que estaba equivocado. Tú no habrías podido acabar con el poderoso Skie. Ni siquiera puedes moverte por la caverna sin tropezar con todo.

Mientras evocaba en su memoria conjuros defensivos, Espejo giró la cabeza hacia el desconocido orador, un Dragón Azul a juzgar por el sonido de su voz y el tenue olor a azufre que desprendía. El Azul debía de haber volado a la entrada principal del cubil de Skie, y él, tan centrado en su hambre, no lo había oído llegar.

—No maté a Skie —dijo.

—¿Quién, entonces? ¿Takhisis?

Espejo se sorprendió al oír ese nombre, y entonces comprendió que no debería sorprenderle. No era el único que había reconocido aquella voz en la tormenta.

—Podría decirse que sí. La muchacha llamada Mina descargó el rayo mortal que le provocó la muerte. La chica actuó en defensa propia. Fue Skie quien atacó primero, afirmando que ella le había traicionado.

—Pues claro que le traicionó —dijo el Azul—. ¿Cuándo no lo ha hecho?

—Estoy algo confuso —confesó Espejo—. ¿Hablamos de Mina o de Takhisis?

—Son la misma, a todos los efectos. Bien, ¿qué haces aquí, Plateado, y por qué se nota tanto el efluvio de Malys?

—La Roja se llevó el tótem de Skie. Él estaba mortalmente herido, pero aun así la desafió. La hirió, creo, aunque probablemente no de gravedad, porque se encontraba muy débil. Ella le destrozó como represalia.

—Bien hecho, Skie —gruñó el Azul—. Ojalá se le gangrene la herida y se pudra. Pero no has respondido a mi primera pregunta, Plateado. ¿Por qué estás aquí?

—Tenía unas preguntas que hacer —dijo Espejo.

—¿Y recibiste las respuestas?

—No, realmente —admitió el Plateado—. ¿Cómo te llamas? Mi nombre es Espejo.

—Ah, el guardián de la Ciudadela de la Luz. Me llamo Filo Agudo. Soy... —El Azul hizo una pausa, y cuando volvió a hablar su voz sonó ronca y cargada de pesar—. Era el compañero del gobernador militar de Qualinesti, Medan. Ha muerto, y ahora me encuentro solo. A ti, siendo un Plateado, te interesará saber que Qualinost ha sido destruida —añadió Filo Agudo—. Los elfos llaman lago de la Muerte al lugar donde antes se alzaba la capital. Es todo lo que queda de la otrora hermosa ciudad.

—¡No lo creo! —dijo Espejo, desconfiado, receloso.

—Pues créetelo —replicó el Azul con aire taciturno—. Contemplé su destrucción con mis propios ojos. Llegué demasiado tarde para salvar al gobernador, pero presencié la muerte de la gran hembra Verde, Beryl. —En su tono había una sombría satisfacción.

—Me interesaría escuchar lo ocurrido —dijo Espejo.

—Imagino que sí —rió el Azul—. Los qualinestis estaban advertidos de su llegada y la esperaban apostados en los tejados. Dispararon miles de flechas, y atada al astil de cada proyectil había una cuerda que alguien había reforzado con magia. Los elfos creyeron, por supuesto, que era su magia, pero se equivocaban. Era la de ella.

—¿Takhisis?

—Claro, así se libraba de otra rival y de los elfos al mismo tiempo. Miles de cuerdas encantadas formaron una red sobre Beryl con la que la bajaron hasta el suelo. Los elfos proyectaban matarla mientras se encontraba indefensa en tierra, pero su plan salió mal. Habían trabajado con los enanos excavando túneles en el subsuelo de la zona, ¿comprendes? Muchos elfos consiguieron escapar por esos túneles, pero, al final, fueron la perdición de Qualinost. Cuando Beryl cayó, su enorme peso provocó el derrumbe de los túneles creando una gran sima. La Verde se hundió en el suelo, a gran profundidad. Las aguas del río de la Rabia Blanca se salieron de su cauce y fluyeron hacia la sima, sumergieron Qualinost y la convirtieron en un gran lago. El lago de la Muerte.

—Beryl, muerta —musitó Espejo—. Skie, muerto. La nación de Qualinesti, destruida. Takhisis se va librando de sus enemigos, uno por uno.

—También de tus enemigos, Espejo —argüyó Filo Agudo—. Y de los míos. Estos señores supremos, como se denominan a sí mismos, han matado a muchos de nuestra especie. Deberías alegrarte de la victoria de nuestra reina sobre ellos. Pienses lo que pienses de ella, es la diosa de nuestro mundo y lucha por nosotros.

—Sólo lucha por ella misma —replicó Espejo—, como siempre ha hecho. Todo lo ocurrido es culpa suya. Si Takhisis no hubiese escamoteado el mundo, esos señores supremos jamás nos habrían encontrado. Los que han muerto podrían estar vivos: dragones, elfos, humanos, kenders. Los grandes dragones los asesinaron, pero la propia Takhisis es la responsable en última instancia de esas muertes, ya que nos trajo aquí.

—Robó el mundo... —repitió Filo Agudo mientras sus garras arañaban la roca del suelo y sacudía la cola adelante y atrás sin dejar de mover las alas—. Así que fue eso lo que hizo.

—Según Skie, sí. Me lo contó él.

—¿Y por qué iba a contártelo a ti, Espejo? —inquirió el Azul con sorna.

—Porque intenté salvarle la vida.

—¡Él, un Dragón Azul, tu más enconado enemigo, y dices que intentaste salvarle la vida! —se mofó Filo Agudo—. No soy un dragoncillo recién salido del huevo para tragarme ese cuento kender.

Espejo no podía ver al Azul, pero imaginaba cómo era. Un guerrero veterano, sus escamas azules relucirían de limpias, tal vez con unas cuantas cicatrices en el pecho y la cabeza, recuerdos de sus proezas.

—Las razones que me movieron a salvarle eran lo bastante frías como para satisfacerte incluso a ti —repuso—. Acudí a Skie buscando respuestas a mis preguntas. No podía dejarle morir y que se llevara a la tumba esas respuestas. Admito que lo utilicé. No me siento orgulloso por ello, pero, al menos, gracias a mi ayuda, consiguió vivir lo suficiente para lanzar su ataque contra Malys. Me dio las gracias por eso.

El Azul se había quedado silencioso, y Espejo no sabía qué estaba pensando. Sus garras rascaban la roca, sus alas agitaban el aire del cubil, cargado de olor a sangre; su cola se agitaba a uno y otro lado.

Espejo tenía preparados algunos conjuros para el caso de que Filo Agudo decidiera luchar. No sería una pelea equilibrada, entre un experto y veterano Azul con un Plateado ciego, pero, del mismo modo que Skie, al menos dejaría su marca en su adversario.

—Takhisis robó el mundo —Filo Agudo habló con tono meditabundo— y nos trajo aquí. Como tú dices, es la responsable. No obstante, es una de nuestras antiguas deidades, y combate contra nuestros enemigos para vengarnos.

—Sus enemigos —manifestó fríamente Espejo—. En caso contrario no se molestaría en luchar.

—Dime una cosa, Plateado —inquirió el Azul—. ¿Qué sentiste cuando oíste su voz la primera vez? ¿Notaste un estremecimiento en el corazón, en el alma? ¿Lo sentiste?

—Sí, en efecto —admitió Espejo—. Cuando oí su voz por primera vez en la tormenta supe que era la voz de un dios, y su sonido me causó gran emoción, como el niño cuyo padre le golpea y sin embargo se aferra a él, no porque sea un padre bueno o sabio, sino porque es el único que conoce. Pero entonces empecé a hacer preguntas y las respuestas me trajeron aquí.

—Preguntas —repitió el Azul, displicente—. Un buen soldado nunca pregunta. Obedece.

—Entonces, ¿por qué no te has unido a sus ejércitos? —demandó Espejo—. ¿Por qué has venido al cubil de Skie, sino para hacerle preguntas?

Filo Agudo no contestó. ¿Estaría rumiando dándole vueltas y vueltas a las cosas o planeaba atacarle? Espejo lo ignoraba, y de repente se sintió hastiado de la conversación. Hastiado y hambriento. Al pensar en la comida se reanudaron los ruidos de su estómago.

—Si vamos a luchar —dijo—, pido que lo hagamos después de que haya comido. Estoy famélico, y, a menos que me equivoque, olfateo carne de cabra en el cubil.

—No voy a luchar contigo —manifestó Filo Agudo con impaciencia—. ¿Qué honor hay en combatir contra un adversario ciego? La cabra que buscas está a tu izquierda, a unos dos pasos de distancia. El cráneo de mi compañera está en uno de esos tótem. Quizá si no nos hubiesen traído aquí aún viviría. Aun así —añadió, taciturno, mientras agitaba la cola—, Takhisis es mi diosa.

Espejo no podía ayudar al Azul. Él había resuelto su propia crisis de fe, lo que había resultado relativamente fácil dado que ninguno de su especie reverenció nunca a Takhisis. Su amor y su lealtad pertenecían a Paladine, dios de la luz.

¿Estaría Paladine ahí fuera, en algún lugar, buscando a sus hijos perdidos? Tras la tormenta, los dragones de colores metálicos partieron en busca de los dioses, o eso había dicho Skie. No debían de haber tenido éxito en su empresa, ya que Takhisis seguía sin tener rivales. «Con todo —pensó Espejo—, Paladine aún existe. En algún lugar el dios de la luz nos está buscando. Takhisis nos rodea de oscuridad, nos oculta a su vista, y, como náufragos perdidos en el mar, hemos de hallar el modo de hacer señales a quienes registran el vasto océano que es el universo.»

El Plateado se acomodó para dar buena cuenta de la cabra. No ofreció compartirla. El Azul estaría bien alimentado, ya que podía localizar a sus presas. Cuando Espejo recorría el mundo bajo forma humana, llevaba un cuenco de limosnas y vivía de las sobras. Ésta era la primera carne fresca que había ingerido desde hacía mucho tiempo y tenía la intención de disfrutar del festín. Ahora tenía más o menos una idea de lo que iba a hacer si hallaba el modo de llevarla a cabo. Lo primero era librarse de ese Azul, que se comportaba como si hubiese encontrado a un amigo.

Los Azules eran dragones sociables, y Filo Agudo no tenía prisa en marcharse. Se acomodó para charlar. Al principio había parecido un dragón de pocas palabras, pero ahora hablaba por los codos, como si fuera un alivio tener a alguien a quien contar lo que su corazón albergaba. Describió la muerte de su pareja, habló con pesar y orgullo del gobernador Medan, habló de un jinete de dragón, un caballero negro llamado Gerard. Espejo le escuchaba sólo a medias mientras seguía dándole vueltas a su idea.

Por suerte, estar comiendo le ahorraba tener que contestar algo más que un gruñido o dos. Para cuando su hambre quedó saciada, Filo Agudo había vuelto a guardar silencio. Espejo oyó rebullir al otro dragón y confió en que por fin se dispusiera a partir.

Pero el Plateado se equivocaba. Filo Agudo se limitaba a cambiar de postura para ponerse más cómodo.

«Pues si no puedo librarme de él —decidió, taciturno—, lo utilizaré.»

—¿Qué sabes de los tótem de cráneos de dragones? —preguntó con cautela.

—Lo suficiente —gruñó el Azul—. Como he dicho, el cráneo de mi compañera adorna uno de ellos. ¿Por qué lo preguntas?

—Skie comentó algo sobre los tótem. Dijo... —Espejo tuvo que hacer malabares mentales para no revelar todo lo que Skie le había contado sobre los tótem y la ausencia de los dragones de colores metálicos—. Comentó algo sobre que Takhisis se había apoderado de ellos, trastocándolos para su propio uso.

—¿Qué significa eso? Todo es muy vago —manifestó Filo Agudo.

—Lo siento, pero no dijo nada más, y parecía medio loco cuando se refirió a ello. Es posible que estuviera delirando.

—Por lo que he oído, sólo hay una persona que conoce las intenciones de Takhisis, y es esa chica, Mina, la cabecilla de los ejércitos del Único. He hablado con muchos dragones que se han unido a ella, y cuentan que la tal Mina es la elegida bienamada de Takhisis y que tiene la bendición de la diosa. Si hay alguien que conozca el misterio de los tótem, será Mina. Aunque no creo que esto tenga mucho sentido para ti, Plateado.

—Todo lo contrario —contestó Espejo, pensativo—. Puede que signifique más de lo que imaginas. Conocí a Mina de pequeña.

Filo Agudo resopló, escéptico.

—Soy el guardián de la Ciudadela, ¿recuerdas? —dijo Espejo—. Se la acogió como una huérfana y se crió allí. La conozco.

—Quizá, pero ahora te considerará un enemigo.

—Sería lo lógico —convino el Plateado—. Pero tropezó conmigo hace unos meses, cuando caminaba bajo la forma de un humano, ciego, débil y solo. Me reconoció y me perdonó la vida. Quizá recordó nuestras vivencias juntos cuando era una niña. Siempre estaba haciendo preguntas.

—Te perdonó la vida por sentimentalismo. —Filo Agudo volvió a resoplar—. Los humanos, incluso los mejores, tienen esa flaqueza.

Espejo no comentó nada y puso buen cuidado en ocultar su sonrisa. Ante él se encontraba un Dragón Azul que lloraba la pérdida de su jinete y sin embargo censuraba a una humana por conservar lazos sentimentales con quienes había vivido de pequeña.

—Y, en este caso, tal flaqueza podría sernos provechosa —siguió Filo Agudo. Se desentumeció con una vigorosa sacudida de la cabeza a la punta de la cola y flexionó las alas—. Muy bien. Nos encararemos con la tal Mina y descubriremos qué está pasando.

—¿Has dicho «nos»? —inquirió Espejo, estupefacto. Realmente creía que había oído mal, aunque las palabras «nos» y «me» en el lenguaje de los dragones eran muy distintas y fáciles de distinguir.

—He dicho —contestó el Azul, alzando la voz como si Espejo fuera sordo además de ciego— que iremos juntos a hablar con esa Mina y exigiremos conocer los planes de nuestra reina...

—Imposible —le interrumpió de forma cortante. En su plan no entraba compartirlo con Filo Agudo—. Has olvidado mi minusvalía.

—No la he olvidado. Es una grave lesión, pero no parece haberte impedido hacer lo que tenías que hacer. Viniste aquí, ¿verdad?

Desde luego Espejo no podía negar que eso era cierto.

—Viajo a pie, despacio, y me veo obligado a mendigar comida y cobijo.

—No disponemos de tiempo para esas tonterías. ¡Mendigar! ¡A humanos! —El Azul sacudió la cabeza con tanta fuerza que las escamas resonaron—. Habría asegurado que preferirías haber muerto de hambre antes de recurrir a eso. Volarás conmigo, sobre mi lomo. El tiempo apremia. Están ocurriendo acontecimientos trascendentales en el mundo y no podemos perder tiempo caminando al paso de un humano.

Espejo no sabía qué decir. La idea de un Dragón Plateado ciego encaramado a la espalda de un Azul resultaba tan sumamente ridícula que estuvo tentado de soltar una carcajada.

—Si no vienes conmigo —añadió Filo Agudo al advertir que a Espejo le costaba decidirse—, me veré obligado a matarte. Hablas muy alegremente de cierta información que Skie te dio, y sin embargo te muestras evasivo respecto a lo demás. Creo que Skie te contó más de lo que estás dispuesto a admitir, y, en consecuencia, o me acompañas para que pueda tenerte vigilado o me aseguraré que esa información muera contigo.

Espejo nunca había lamentado tanto su ceguera como en aquel momento. Suponía que lo noble por su parte sería desafiar al Azul y morir en un combate breve y brutal. Tal muerte sería honorable, pero no muy inteligente. Que él supiera, era uno de los dos únicos seres de Krynn que conocían la partida de sus congéneres Dorados y Plateados, que habían alzado el vuelo en las alas de la magia para hallar a los dioses, y que habían acabado atrapados y cautivos del Único. Mina era la otra persona que lo sabía, y aunque Espejo dudaba mucho que la chica le contara nada, nunca tendría la certeza hasta que hubiera hablado con ella.

—No me dejas mucho donde elegir —dijo.

—Es exactamente mi propósito —replicó Filo Agudo en un tono meramente práctico, en absoluto petulante.

Espejo cambió de forma, abandonando su cuerpo de dragón fuerte y poderoso para adoptar la débil y frágil figura de un humano. Asumió el aspecto de un joven con cabello plateado, vestido con la blanca túnica de un místico de la Ciudadela. Sus ojos, espantosamente heridos, iban cubiertos con un paño negro.

Avanzó lentamente, tanteando con las manos y con pasos inseguros. Al arrastrar los pies tropezaba con todas las piedras que había en el suelo del cubil. Resbaló con la sangre de Skie y cayó de rodillas, haciéndose un corte en la débil carne. Espejo dio gracias porque al menos no tenía que ver la expresión de lástima de Filo Agudo.

El Azul era un guerrero, y no se burló a costa del Plateado. Incluso guió sus pasos sosteniéndolo con una firme garra y ayudándolo a encaramarse a su ancho lomo.

El hedor a muerte era muy intenso en el cubil donde yacía el cadáver maltrecho de Skie, y tanto el Azul como el Plateado se alegraron de abandonar aquel lugar. Al borde de la cornisa de la caverna, Filo Agudo inhaló una bocanada de aire fresco, extendió las alas y remontó el vuelo. Espejo se asió con fuerza a la crin del Azul y apretó las piernas contra sus flancos.

—Agárrate —advirtió Filo Agudo mientras trazaba un amplio arco y ascendía más y más en el aire.

Espejo adivinó lo que se proponía hacer el Azul y se agarró con todas sus fuerzas. Sintió que Filo Agudo inhalaba profundamente hasta llenarse los pulmones, y luego cómo exhalaba el aire. Olió a azufre y escuchó el siseo y el chisporroteo del rayo. Se produjo un estampido, seguido por el ruido de rocas partiéndose y el estruendo de toneladas de piedra cayendo por la escarpada cara del risco en medio del trueno. Filo Agudo lanzó un segundo rayo, y en esta ocasión Espejo tuvo la impresión de que la montaña entera se derrumbaba.

—Así parte Khellendros, conocido como Skie —entonó el Azul—. Fue un guerrero valiente y leal a su jinete, como su jinete le fue leal a él. Ojalá se diga lo mismo de todos nosotros cuando nos llegue la hora de abandonar este mundo.

Cumplido su deber para con el muerto, Filo Agudo hizo un último saludo con sus alas y después giró y enfiló hacia otra dirección. Por el cálido roce del sol en su nuca, Espejo dedujo que volaban hacia el este. Se agarró bien a la crin de Filo Agudo y sintió el fuerte soplo del viento en su cara. Imaginó los árboles, rojos y dorados con la proximidad del otoño, como gemas engastadas en el verde terciopelo de las praderas. Vio mentalmente las montañas gris purpúreas, coronadas por las primeras nieves estacionales. Lejos, allá abajo, los lagos azules y los sinuosos ríos con el borrón dorado de un pueblo con la cosecha del trigo otoñal, o la mancha gris de una alquería rodeada de los campos de labranza.

—¿Por qué lloras, Plateado? —inquirió Filo Agudo.

Espejo no respondió, y el Azul, tras pensar un momento, no repitió la pregunta.

6 La pétrea fortaleza de la mente

La Elfa Salvaje conocida como La Leona observaba a su esposo con creciente preocupación. Habían pasado dos semanas desde que supieron la terrible noticia de la muerte de la reina madre y la destrucción de Qualinost, la capital elfa. Desde aquel momento, Gilthas, el joven rey de Qualinesti, apenas había hablado con nadie, ni con ella ni con Planchet ni con los miembros de su escolta. Dormía solo, envuelto en su manta y apartándose de ella cuando intentaba ofrecerle el consuelo de su presencia. Lo poco que comía, lo hacía a solas también, y parecía que la carne se le iba consumiendo, dejándolo en los huesos. E igualmente cabalgaba solo, rumiando sus tristes pensamientos.

Su pálido semblante mostraba un gesto severo, en tensión. No lloraba. No había derramado lágrimas desde la noche en que les dieron las horribles nuevas. Cuando hablaba, era sólo para plantear una única pregunta: ¿cuánto faltaba para llegar al lugar de encuentro?

La Leona temía que Gilthas estuviera sumiéndose de nuevo en la antigua enfermedad que lo había atormentado durante los primeros años de su impuesta soberanía del pueblo qualinesti. Rey sólo de nombre y prisionero de las circunstancias, había caído en una profunda depresión que lo dejó apático e indiferente. Con frecuencia se había pasado días enteros durmiendo en su lecho, prefiriendo los horrores del mundo de los sueños a los de la realidad. Había superado la postración, luchando a brazo partido para salir de las negras aguas en las que casi se había ahogado. Había sido un buen monarca que hizo uso de su poder para ayudar a los rebeldes, dirigidos por su esposa, en su lucha contra la tiranía de los caballeros negros. Sin embargo, todo cuanto había logrado parecía haberse perdido ahora, con la noticia de la muerte de su amada madre y la destrucción de la capital elfa.

Planchet temía lo mismo. Como guardia personal y ayuda de cámara de su majestad, había sido responsable, junto con La Leona, de hacer que Gilthas saliera de su mundo de pesadillas y volviera con quienes lo amaban y necesitaban.

—Se culpa a sí mismo —dijo La Leona, que cabalgaba al lado de Planchet, ambos mirando con preocupación la figura solitaria que cabalgaba sola entre sus guardias personales, con los ojos fijos en la calzada pero sin verla—. Se culpa por haber dejado a su madre sola allí, para que muriera. Se culpa por el plan que acabó destruyendo la ciudad y que costó tantos cientos de vidas. No se da cuenta de que gracias a su plan Beryl está muerta.

—Pero a un alto precio —dijo Planchet—. Sabe que su pueblo no podrá volver nunca a Qualinost. Beryl habrá muerto, pero sus ejércitos no han sido destruidos. Cierto, se perdieron muchos de sus soldados, pero según los informes, los que quedan siguen incendiando y saqueando nuestro hermoso país.

—Lo que arde puede reconstruirse. Lo que se destruye puede reedificarse. Los silvanestis regresaron a sus hogares para combatir la pesadilla —adujo la elfa—. Recuperaron su patria. Nosotros podemos hacer lo mismo.

—No estoy seguro —argumentó Planchet, sin quitar los ojos de su rey—. Los silvanestis lucharon contra la pesadilla, pero mira dónde los ha conducido: a un miedo aun más acentuado por el mundo exterior y a un intento de aislarse tras su escudo.

—Los qualinestis tienen más sentido común —insistió La Leona.

Planchet sacudió la cabeza. No quería discutir con ella, de modo que dejó el tema. Recorrieron varios kilómetros en silencio, y entonces Planchet comentó en voz queda:

—Sabes lo que le ocurre realmente a Gilthas, ¿verdad?

—Creo que sí —contestó ella al cabo de unos segundos.

—Se culpa a sí mismo por no encontrarse entre los que han muerto —musitó Planchet.

Con los ojos húmedos de lágrimas, La Leona asintió.


Por mucho que odiara su vida ahora, Gilthas tenía que vivir. No por él, sino por su pueblo. Últimamente había empezado a preguntarse si esa razón era suficiente para seguir soportando tanto dolor. No veía esperanza para nadie en ningún lugar de este mundo. Sólo un fino hilo lo mantenía unido a la vida: la promesa que le había hecho a su madre. Le había jurado a Laurana que conduciría a los refugiados, a los que habían logrado escapar de Qualinesti y estaban esperándole al borde de las Praderas de Arena. La promesa hecha a un muerto había que cumplirla.

Con todo, no pasaban ningún río sin que Gilthas lo mirara e imaginara la paz que hallaría al cerrarse las aguas sobre su cabeza.

El rey sabía que su esposa sufría por él, que la preocupaba. Sabía o sospechaba que se sentía herida por haberse apartado de ella, por haberse retirado tras los muros pétreos de la fortaleza donde se escondía del mundo. Le habría gustado abrir las puertas y dejarla entrar, pero hacerlo requería un esfuerzo. Tendría que abandonar el rincón donde se había resguardado, salir a la luz del sol, cruzar el patio de los recuerdos, correr el cerrojo de la puerta para dar paso a su compasión, una compasión que no merecía. No lo soportaba. Aún no. Nunca, quizá.

Gilthas se culpaba. Su plan había resultado desastroso, había acarreado la destrucción de Qualinost y sus defensores. Había causado la muerte de su madre. Rehuía a los refugiados porque le considerarían un asesino, y con razón. Le tendrían por cobarde, y con razón. Había huido dejando atrás a su pueblo para que muriera. Quizá le acusaran de haber planeado deliberadamente la caída de Qualinesti. Era en parte humano, después de todo. En su depresión, nada era lo bastante atroz o absurdo para no creerlo.

Jugó con la idea de enviar un intermediario para evitar un cara a cara con los refugiados.

«Muy propio del cobarde que eres —se increpó con desprecio—. Rehuye esa responsabilidad como has hecho con otras.»

Daría la cara. Afrontaría su ira y su dolor en silencio, como era su obligación. Renunciaría al trono, dejaría todo en manos del senado, que podría elegir a otro dirigente. Y él regresaría al lago de la Muerte, donde yacían los cuerpos de su madre y de sus súbditos, y el dolor acabaría.

Tales eran los sombríos pensamientos del joven monarca elfo mientras cabalgaba, día tras día, aislado de todos. Miraba fijamente al frente, hacia un único destino: el lugar de reunión con los refugiados de Qualinost, aquellos que habían escapado, merced al valiente esfuerzo de los enanos de Thorbardin, por los túneles que éstos habían excavado a gran profundidad bajo el suelo elfo. Allí donde haría lo que tenía que hacer. Cumpliría su promesa y después sería libre de marcharse... para siempre.

Sumido en estas reflexiones, oyó la voz de su esposa pronunciando su nombre.

La Leona tenía dos voces; una, la de amante esposa, como él la calificaba, y la otra, la del comandante militar. La cambiaba de manera inconsciente, y no había reparado en la diferencia hasta que Gilthas se lo hizo notar tiempo atrás. La voz de la esposa era suave y cariñosa. La del comandante podía cortar retoños de árboles, o eso afirmaba él para hacerla rabiar.

Cerraba los oídos a la suave y cariñosa voz de la esposa porque no se creía merecedor de su amor; ni del de nadie. Pero era rey, y no podía cerrarlos a la voz del comandante militar. Por el tono supo que traía malas noticias.

—Sí, ¿qué ocurre? —preguntó mientras se volvía a mirarla y se preparaba para lo que fuera.

—He recibido un informe... Varios informes. —La Leona hizo una pausa y respiró hondo. La aterraba tener que decirle aquello, pero no tenía opción. Era el rey—. Los ejércitos de Beryl, que creíamos destruidos y desperdigados, han vuelto a reagruparse. No parecía posible, pero aparentemente tienen un nuevo cabecilla, un hombre llamado Samuval. Es un caballero negro, y sigue a una nueva Señora de la Noche, una muchacha humana llamada Mina.

Gilthas miró a su esposa en silencio. Una parte de él escuchaba, entendía y asimilaba la información. Otra parte se arrastró más aún hacia el oscuro rincón de su celda.

—El tal Samuval afirma que sirve a un dios conocido como el Único. El mensaje que lleva a sus soldados es que el Único ha arrebatado Qualinesti a los elfos y se propone devolvérselo a los humanos, a quienes pertenece ese territorio por derecho. Todos los que quieran tierras gratis sólo tienen que firmar el reclutamiento con ese capitán Samuval. Su ejército es inmenso, como puedes imaginar. Todos los marginados y tarambanas de la raza humana están más que ansiosos de reclamar una parte de nuestra bella nación. Están en marcha, Gilthas —concluyó La Leona—. Van bien armados y aprovisionados, y avanzan rápidamente para tomar y asegurar Qualinesti. No disponemos de mucho tiempo. Hemos de advertir a los nuestros.

—Y después, ¿qué? —preguntó.

La Leona no reconoció su voz. Sonaba apagada, como si estuviera hablando tras una puerta cerrada.

—Seguimos nuestro plan original —dijo ella—. Marchamos por las Praderas de Arena hasta Silvanesti, sólo que tendremos que movernos más deprisa de lo previsto. Enviaré una avanzadilla de jinetes para poner sobre aviso a los refugiados...

—No —objetó Gilthas—. He de ser yo quien se lo comunique. Cabalgaré día y noche si es preciso.

—Esposo... —La Leona cambió la voz a la de amante esposa, suave, cariñosa—. Tu salud...

Él le lanzó una mirada que acalló sus palabras y después dio media vuelta y espoleó su caballo. Su repentina partida cogió por sorpresa a los elfos de su guardia personal, que tuvieron que lanzar los caballos a galope tendido para alcanzarlo.

Con un profundo suspiro, La Leona los siguió.

El lugar que Gilthas había elegido para la reunión de los refugiados elfos se encontraba en la costa del Nuevo Mar, lo bastante cerca de Thorbardin para que los enanos pudieran acudir en defensa de los refugiados si los atacaban, pero no tanto como para ponerles nerviosos. Por lógica, los enanos sabían que a los elfos, amantes del bosque, nunca se les ocurriría vivir en la poderosa fortaleza subterránea de Thorbardin, pero en su fuero interno estaban convencidos de que todos los habitantes de Ansalon envidiaban en secreto su plaza fuerte y reclamarían Thorbardin para ellos si pudieran.

Los elfos también habían tenido cuidado de no atraer la ira de la gran Negra Onysablet, que dominaba lo que antaño era la Nueva Costa y que ahora se conocía como Nueva Ciénaga, porque el reptil había utilizado su repulsiva magia para cambiar el entorno y convertirlo en un peligroso pantanal. Para no viajar a través de su territorio, Gilthas iba a intentar cruzar las Praderas de Arena. Era una vasta tierra de nadie, habitada por tribus de bárbaros que vivían en el desierto y que evitaban a la gente, sin interesarles nada del mundo fuera de sus fronteras, un mundo que, a su vez, tenía poco o ningún interés en ellos.

Lentamente, a lo largo de varias semanas, los refugiados habían marchado trabajosamente hacia el lugar de reunión. Algunos viajaban en grupo por los túneles construidos por los enanos y sus gigantescos gusanos devoradores de tierra. Otros iban solos o en pareja, huyendo por los bosques con la ayuda de los rebeldes de La Leona. Atrás dejaban hogares, posesiones, granjas, cosechas, arboledas frondosas y fragantes jardines, la hermosa ciudad de Qualinost, con su resplandeciente Torre del Sol.

Los elfos estaban convencidos de que podrían regresar a su amada tierra, que había sido suya siempre, o eso les parecía. Si retrocedían en la historia, no encontraban un tiempo en que no les hubiera pertenecido. Aun después de que los reinos elfos se separaran al término de la amarga Guerra de Kinslayer, instaurando dos grandes naciones elfas, Qualinesti y Silvanesti, los qualinestis siguieron gobernando y habitando la tierra que ya era suya.

Este desarraigo era temporal. Muchos recordaban aún cuando se vieron obligados a huir de su patria durante la Guerra de la Lanza. Habían sobrevivido a aquello y habían regresado para hacer sus hogares más fuertes que antes. Ejércitos humanos y dragones, llegarían y pasarían, pero la nación qualinesti permanecería. El humo asfixiante de los incendios no tardaría en desvanecerse. Los verdes brotes asomarían emergiendo de la negra ceniza. Reconstruirían, replantarían. Ya lo habían hecho antes y volverían a hacerlo.

Tan convencidos estaban de esto, era tal la confianza que tenían en los defensores de su hermosa Qualinost, que la atmósfera reinante en el campamento de refugiados, sombría al principio, se había tornado casi alegre.

Había muertos a los que llorar, cierto, ya que Beryl había disfrutando matando a los elfos sorprendidos en campo abierto. Algunos de los refugiados habían sido víctimas del dragón. Otros habían sufrido el ataque de humanos que saqueaban y destrozaban todo a su paso, o los habían golpeado y torturado los Caballeros de Neraka. Pero el número de muertos era sorprendentemente bajo considerando que se habían enfrentado a la destrucción y la aniquilación. Merced al plan de su joven monarca y de la ayuda de la nación enana, los qualinestis habían sobrevivido. Empezaron a mirar al futuro, y ese futuro estaba en Qualinesti. No podían imaginarlo en ningún otro sitio.

Los sensatos entre los elfos siguieron preocupados ya que veían ciertas señales de que no todo iba bien. ¿Por qué no habían tenido noticias de los defensores de Qualinost? En la ciudad había montaraces, listos para dirigirse rápidamente al campamento de refugiados. A esas alturas tendrían que haber llegado con noticias, fueran buenas o malas. El hecho de que no hubieran aparecido era muy inquietante para algunos, si bien a otros no les preocupaba.

«Que no haya noticias es una buena noticia», a decir de los humanos, o «Que no haya explosión es un paso positivo», como dirían los gnomos.

Los elfos instalaron las tiendas en las playas del Nuevo Mar. Sus hijos jugaban en el agua, que rompía en suaves olas, y hacían castillos de arena. Por la noche se encendían hogueras con maderas que arrastraba el mar hasta la orilla y, mientras contemplaban los colores siempre cambiantes de las llamas, contaban historias de tiempos pasados en que los elfos se habían visto obligados a huir de su tierra, unas historias que siempre tenían un final feliz.

El tiempo había sido estupendo, con temperaturas inusitadamente cálidas para esa época del año. El mar tenía el intenso color azul oscuro que sólo se veía en los meses otoñales y que presagiaba la llegada de las tormentas invernales. Los árboles se encontraban cargados de frutos, y había comida de sobra. Los refugiados encontraron agua fresca para beber y bañarse. Los soldados montaban guardia día y noche, mientras que soldados enanos vigilaban desde los bosques, ojo avizor a la posible aparición de ejércitos invasores y también a los elfos. Los refugiados esperaban que Gilthas llegara para decirles que se había derrotado al dragón y que podían regresar a casa.


—Señor —dijo uno de sus guardias personales, que avanzó hasta poner su caballo a la altura del de Gilthas—. Me pedisteis que os avisara cuando nos encontrásemos a pocas horas del campamento de refugiados. El lugar de acampada se halla allí —señaló—, detrás de esas estribaciones.

—Entonces nos detendremos aquí —anunció Gilthas mientras tiraba de las riendas. Alzó la vista al cielo, donde el pálido sol brillaba casi en perpendicular—. Reanudaremos la marcha al anochecer.

—¿Por qué nos paramos, esposo? —preguntó La Leona, que llegó a medio galope, justo a tiempo de oír las instrucciones de Gilthas—. Casi nos hemos roto el cuello para llegar junto a los nuestros, y ahora que estamos cerca, ¿nos detenemos?

—Las noticias que les traigo sólo pueden darse mientras hay oscuridad —respondió al tiempo que desmontaba, sin mirarla—. La luz de ningún sol ni de ninguna luna ha de alumbrar nuestro dolor. Me molesta incluso la luz de las estrellas, y si pudiera las haría desaparecer del firmamento.

—Gilthas... —empezó ella, pero el rey esquivó su rostro y se alejó, desapareciendo en la maleza.

A una señal de La Leona, su guardia lo siguió a una distancia discreta pero lo bastante cerca para protegerlo.

—Le estoy perdiendo, Planchet —dijo la elfa con la voz preñada de dolor y tristeza—, y no sé qué hacer, cómo recuperarlo.

—Seguir amándolo —aconsejó Planchet—. Es lo único que puedes hacer. El resto ha de hacerlo él.

Gilthas y su séquito entraron en el campamento de refugiados a primeras horas de la noche. En la playa ardían hogueras. Los niños eran sombras danzantes entre las llamas. Para ellos, aquello era una fiesta, una gran aventura. Las noches pasadas en los oscuros túneles, con los enanos de voces gruñonas y aspecto atemorizador, habían pasado a ser recuerdos lejanos. Las clases de la escuela se habían suspendido y les habían dispensado de sus tareas diarias. Gilthas los observó mientras danzaban y pensó en lo que tenía que comunicarles. La fiesta terminaría esa noche. Por la mañana empezarían una lucha amarga, una lucha por conservar la vida.

¿Cuántos de esos niños que ahora bailaban tan alegres alrededor del fuego morirían en el desierto, sucumbiendo al calor y a la falta de agua, o cayendo presa de las malignas criaturas que se decía deambulaban libremente por las Praderas de Arena? ¿Cuántos más de sus súbditos perecerían? ¿Sobrevivirían siquiera como raza, o a este éxodo se lo conocería como el último de los qualinestis?

Entró a pie en el campamento, sin fanfarria. Quienes lo vieron pasar se sobresaltaron al ver a su rey; pero no todos: Gilthas estaba tan cambiado que muchos no lo reconocieron.

Delgado y adusto, demacrado y pálido, Gilthas había perdido casi todo rastro de su ascendencia humana. Su delicada estructura ósea de elfo resultaba más visible, más acusada. Era, susurraron algunos con sobrecogimiento, la viva imagen de los grandes reyes elfos de la antigüedad, Silvanos y Kith-Kanan.

Atravesó el campamento en dirección al centro, donde ardía la gran hoguera. Su séquito se quedó atrás, obedeciendo una orden de La Leona. Lo que Gilthas tenía que decirle a su pueblo debía decirio él solo.

Al reparar en su semblante, los elfos interrumpieron sus risas, cesaron sus relatos, dejaron de bailar e hicieron callar a los niños. A medida que se propagaba la noticia de que el rey se encontraba con ellos, solo y silencioso, los elfos se agruparon a su alrededor. Los miembros del senado se acercaron presurosos a recibirlo, rezongando entre dientes, irritados porque les hubiese privado de la oportunidad de recibirlo con la ceremonia debida. Repararon en su rostro —cadavérico a la luz de las llamas— y olvidaron sus rezongos, sus parlamentos de bienvenida, y esperaron oír sus palabras con funesta aprensión.

Con la música de fondo de las olas, que llegaban una tras otra, persiguiéndose hasta la orilla y retrocediendo, Gilthas les contó la caída de Qualinost. Lo hizo sin tapujos, serena y desapasionadamente. Habló de la muerte de su madre. Habló del heroísmo de los defensores de la ciudad. Alabó el de los enanos y humanos que habían muerto defendiendo una tierra y a unas gentes que no eran las suyas. Habló de la muerte del dragón.

Los elfos lloraban por la reina madre y por sus seres queridos, ahora perdidos sin remedio. Sus lágrimas caían silenciosamente por sus mejillas. No sollozaban con ruido para no perderse lo que vendría a continuación.

Y lo que vino era espantoso.

Gilthas habló de los ejércitos al mando de un nuevo líder. Habló de un nuevo dios, que se arrogaba el mérito de expulsar a los elfos de su patria y que estaba entregando esa tierra a los humanos, que ya entraban a raudales en Qualinesti por el norte. Al enterarse de la existencia de los refugiados, el ejército marchaba rápidamente para intentar alcanzarlos y destruirlos.

Les dijo que su única esperanza era tratar de llegar a Silvanesti. Que el escudo había caído. Que sus parientes los recibirían en su tierra. No obstante, para llegar a Silvanesti tendrían que cruzar las Praderas de Arena.

—Por ahora —no tuvo más remedio que decirles—, no habrá vuelta al hogar. Quizá, con la ayuda de nuestros parientes, podremos crear un ejército que sea lo bastante poderoso para entrar en nuestra amada tierra y expulsar al enemigo, para recuperar lo que nos ha sido robado. Pero aunque ésa ha de ser nuestra esperanza, tal esperanza está en un futuro lejano. Ahora tenemos que volcarnos en la idea de la supervivencia de nuestra raza. El camino que recorreremos será duro. Hemos de recorrerlo juntos con una meta y un propósito en nuestros corazones. Si uno de nosotros abandona, todos pereceremos.

»El engaño y la traición me convirtieron en vuestro rey. A estas alturas sabéis la verdad. La historia se ha extendido en susurros entre vosotros a lo largo de los años. El rey títere, me llamabais.

Lanzó una mirada al prefecto Palthainon mientras hablaba. El rostro del prefecto era una máscara de pesar, pero sus ojos se movieron velozmente de aquí para allí intentando descubrir la reacción de la gente.

—Mejor habría sido que hubiera seguido en ese papel —continuó Gilthas, apartando la vista del senador para volverla hacia los suyos—. Intenté ser vuestro cabecilla, y he fracasado. Ha sido mi plan el que ha destruido Qualinesti, el que ha dejado nuestra tierra abierta a la invasión. —Alzó la mano para imponer silencio, ya que los elfos habían empezado a murmurar entre ellos.

»Necesitáis un rey fuerte —dijo, levantando la voz, que sonaba cada vez más ronca—. Un gobernante con valor y sabiduría para conduciros a través del peligro y poneros a salvo de él. No soy esa persona. En este momento abdico y renuncio a todos mis derechos al trono. Dejo la sucesión en manos del senado. Os doy las gracias por la amabilidad y el cariño que me habéis demostrado en estos años. Ojalá fuera merecedor de ellos. Ojalá hubiese sabido hacerlo mejor.

Ansiaba marcharse, pero la gente se había agolpado a su alrededor y, por mucho que deseara escapar, no quería abrirse paso a la fuerza entre la muchedumbre. Debía quedarse para oír lo que el senado tuviera que decir. Mantuvo agachada la cabeza, sin mirar a su pueblo, sin querer ver su hostilidad, su rabia, su reproche; aguantó firme, esperando hasta que le dijeran que podía marcharse.

Los elfos estaban sumidos en un conmocionado silencio. Habían ocurrido demasiadas cosas demasiado deprisa para asimilarlas. Un lago de muerte donde antes se alzaba su ciudad. Un ejército enemigo tras ellos. Un viaje peligroso hacia un futuro incierto aguardándoles. El rey abdicando. Los senadores sumidos en la confusión. Consternados, horrorizados, se miraron unos a otros esperando que alguien dijera algo.

Y ese alguien fue Palthainon. Astuto y maquinador, vio en el desastre un modo de favorecer su ambición. Ordenó a unos elfos que acercaran a rastras un gran tronco, se encaramó a él, dio unas palmadas y ordenó callar a los elfos en voz alta, aunque era una orden innecesaria ya que ni el llanto de un niño rompía el profundo silencio.

—Sé cómo os sentís, hermanos míos —comenzó el prefecto con un timbre sonoro—. Yo también estoy conmocionado y angustiado al oír la tragedia que ha golpeado a nuestro pueblo. No temáis. Estáis en buenas manos. Tomaré las riendas del gobierno hasta que llegue el momento de nombrar a un nuevo rey. —Palthainon señaló a Gilthas con su huesudo dedo.

»Es justo que este joven haya abdicado, porque ha acarreado esta desgracia sobre nosotros... Él y quienes tiran de sus cuerdas. El rey títere. Sí, eso es lo que mejor lo describe. Otrora, Gilthas se dejaba guiar por mi sabiduría y experiencia. Acudía a mí buscando consejo, y yo me sentía orgulloso y feliz de dárselo. Pero estaban aquellos de su propia familia que maquinaban contra mí. No los nombraré, porque no es piadoso hablar mal de los muertos, aunque buscaran continuamente menguar mi influencia. —Palthainon siguió echando leña al fuego.

»Entre quienes tiraban de las cuerdas del títere estaba el odiado y detestado general Medan, el verdadero artífice de nuestra destrucción, ya que sedujo al hijo del mismo modo que sedujo a la madre...

La ira, una ira ardiente, golpeó la prisión fortaleza en la que Gilthas se había encerrado, la golpeó como el abrasador rayo de un Dragón Azul. Se subió de un salto al tronco en el que estaba Palthainon y asestó un puñetazo al prefecto que lo lanzó por el aire. El elfo cayó de espaldas en la arena, olvidado su bonito parlamento.

Gilthas no dijo nada. No miró a su alrededor. Saltó del tronco y empezó a abrirse paso a empujones entre la gente.

Palthainon se sentó, sacudió la cabeza para librarse del aturdimiento, escupió un diente y empezó a farfullar señalando a Gilthas.

—¡Ahí tenéis! ¡Ya veis lo que ha hecho! ¡Arrestadlo! ¡Arrestad...!

—Gilthas —dijo una voz entre la muchedumbre.

—Gilthas —dijo otra, y otra, y otra.

No coreaban. No gritaban su nombre. Todos lo pronunciaban serenamente, en voz queda, como si les hubieran hecho una pregunta y contestaran. Pero el nombre se repitió una y otra y otra vez entre la multitud, de manera que resonaba con la tranquila fuerza de las olas al romper en la playa. Los mayores pronunciaban su nombre; los jóvenes pronunciaban su nombre. Dos senadores pronunciaron su nombre mientras ayudaban a Palthainon a incorporarse.

Estupefacto y desconcertado, Gilthas alzó la cabeza y miró en derredor.

—No lo entendéis... —empezó.

—Sí lo entendemos —afirmó uno de los elfos, cuyo rostro estaba demacrado, con las marcas de las recientes lágrimas—. Y vos también, majestad. Entendéis nuestro dolor y nuestra pena. Por eso sois nuestro rey.

—Por eso habéis sido siempre nuestro rey —abundó una mujer que sostenía a un bebé en sus brazos—. Nuestro verdadero rey. Sabemos todo lo que habéis hecho en secreto por nosotros.

—De no ser por vos, Beryl se habría revolcado en nuestra hermosa ciudad —añadió un tercero—. Estaríamos muertos los que ahora nos encontramos ante vos.

—Nuestros enemigos han triunfado de momento —dijo otro—, pero mientras mantengamos vivo el recuerdo de nuestra amada nación, esa nación no morirá. Algún día regresaremos para reclamarla. Y ese día vos nos dirigiréis, majestad.

Gilthas era incapaz de pronunciar palabra. Miró a los suyos, que compartían su pérdida, y se sintió avergonzado, escarmentado y humilde. No se consideraba merecedor de su estima ni del buen concepto en que le tenían; todavía no. Pero lo intentaría. Pasaría el resto de su vida intentándolo.

El prefecto resoplaba, barbotaba y trataba de hacerse oír, pero nadie le prestaba atención. Los demás senadores se congregaron alrededor de Gilthas.

Palthainon les asestó una mirada furibunda, y después, agarrando el brazo a un elfo, susurró:

—El plan de derrotar a Beryl era mío desde el principio. Claro que permití que su majestad se llevara los laureles. En cuanto a este pequeño rifirrafe entre los dos, sólo es un malentendido, como ocurre tan a menudo entre padre e hijo. Porque él es como un hijo muy querido para mí.

La Leona se quedó en la periferia del campamento, demasiado emocionada para ver o hablar con su esposo. Sabía que él la buscaría. Tendida ya en el camastro que había dispuesto para los dos, al borde del agua, cerca del mar, escuchó sus pisadas en la arena, sintió su mano acariciándole la mejilla.

Lo rodeó con un brazo y lo atrajo hacia sí.

—¿Podrás perdonarme, amor mío? —preguntó Gilthas mientras se tendía a su lado y suspiraba.

—¿No es ésa la definición de lo que es ser una esposa? —le preguntó, sonriente.

Gilthas no contestó. Tenía los ojos cerrados. Se había quedado profundamente dormido.

La Leona lo arropó con la manta, apoyó la cabeza en su pecho y escuchó los latidos de su corazón hasta que también se durmió.

El sol saldría pronto, y lo haría con un color rojo como la sangre.

7 Un viaje inesperado

Inmediatamente después de que el ingenio para viajar en el tiempo se activara, Tasslehoff Burrfoot fue consciente de dos cosas: una oscuridad impenetrable y Acertijo chillando en su oído al tiempo que le aferraba la mano izquierda con tanta fuerza que los dedos se le quedaron dormidos. Tampoco el resto de su cuerpo sentía nada, ni debajo ni encima ni a los lados... excepto a Acertijo. No sabía si estaba cabeza abajo o de pie o en una postura combinada entre lo uno y lo otro.

Esta entretenida situación se prolongó muchísimo tiempo, tanto que Tas empezó a aburrirse un poco de ella. Una persona puede quedarse mirando la oscuridad impenetrable sólo un cierto período de tiempo antes de ocurrírsele que le gustaría un cambio. Hasta dar volteretas en tiempo y espacio (si era eso lo que hacían, cosa de la que Tas no estaba seguro, ni mucho menos) acaba por oler a rancio tras estar haciéndolo durante un buen rato. Finalmente uno llega a la conclusión de que es preferible que te aplaste el pie de un gigante que tener a un gnomo chillando sin parar en tu oído (tremenda capacidad pulmonar la de los gnomos, por cierto) y casi arrancándote la mano de la muñeca.

La situación continuó otro buen rato hasta que Tasslehoff y Acertijo aterrizaron —chocaron— contra algo que era blando y fangoso y que olía intensamente a barro y agujas de abeto. No fue una caída suave, y acabó bruscamente con el aburrimiento del kender y los chillidos del gnomo.

Tasslehoff yacía de espaldas, abriendo y cerrando la boca en un intento desesperado de llevar a los pulmones lo que probablemente sería el último aire que inhalaría. Miró a lo alto, esperando ver el enorme pie de Caos suspendido sobre él. Sólo disponía de unos pocos segundos para explicarle la situación a Acertijo, que estaba a punto de ser espachurrado sin saberlo.

—Vamos a tener una muerte de héroes —dijo cuando logró aspirar la primera bocanada de aire.

—¿Qué? —chilló el gnomo, también con la primera bocanada de aire que aspiraba.

—Que vamos a tener una muerte de héroes —repitió Tasslehoff.

Entonces, de repente, se dio cuenta de que no.

Absorto en preparar tanto al gnomo como a sí mismo para el inminente deceso, no había mirado el entorno con atención, sino que había dado por sentado que lo que vería sería la fea planta del pie de Caos. Ahora que tuvo tiempo para observar, vio sobre él no un pie, sino las agujas de abeto que goteaban por la lluvia de una tormenta.

Tasslehoff se tanteó la cabeza para comprobar si se había dado un fuerte golpe, porque sabía por experiencia que los golpetazos en el cráneo le hacían ver a uno las cosas más extrañas, aunque por lo general esas cosas eran estrellas estallando, no agujas de abeto goteando lluvia. Sin embargo, no encontró rastro de golpes en su cabeza.

Al oír que Acertijo inhalaba hondo para, a buen seguro, lanzar otro de aquellos penetrantes chillidos, Tasslehoff levantó la mano en un gesto imperioso.

—Chist —instó en un susurro tenso—. Creo que he oído algo.

Bueno, a decir verdad, no había oído nada. Vale, sí. Había oído la lluvia cayendo de las agujas del abeto, pero no había oído nada ominoso, como implicaba su tono. Sólo había fingido para frenar los chillidos del gnomo. Por desgracia, como sucede frecuentemente con los pecadores, recibió el castigo inmediato a su falta, porque sí oyó algo ominoso: el chocar metálico de acero contra acero, seguido de un ensordecedor estallido.

Con su experiencia como héroe, Tas sólo sabía de dos cosas que sonaran así: el entrechocar de espadas y las bolas de fuego al explotar contra cualquier cosa.

Lo siguiente que escuchó fue otro chillido, sólo que esta vez, afortunadamente, no era Acertijo. El grito se había producido a cierta distancia y tenía el definido sonido de un goblin muriendo, una posibilidad que reafirmó el asqueroso tufo de pelo de goblin quemado. El chillido cesó bruscamente, y a continuación se oyó un ruido estrepitoso, como de cuerpos grandes corriendo por un bosque bajo agujas de abeto goteantes. Pensando que podrían ser más goblins y consciente de que el momento no era el más indicado para topar con ese tipo de criaturas, sobre todo con las que acaban de recibir la descarga de una bola de fuego, Tasslehoff reptó sobre el vientre hacia el cobijo de un abeto de ramas bajas arrastrando a Acertijo tras de sí.

—¿Dónde estamos? —demandó el gnomo mientras levantaba la cabeza del barro en el que se hallaban tirados—. ¿Cómo hemos llegado aquí? ¿Cuándo vamos a regresar?

Todas ellas preguntas sensatas y lógicas. «Típico de un gnomo ir directo al grano», pensó Tas.

—Lo siento, pero no lo sé —contestó mientras oteaba entre las agujas de abeto mojadas, intentando ver qué pasaba. El ruido estruendoso sonaba cada vez más fuerte, lo que significaba que se iban acercando—. Ninguna de las tres cosas.

Acertijo se quedó boquiabierto, tanto que cuando cerró la boca tenía la barbilla manchada de barro.

—¿Cómo que no lo sabes? —instó, indignado—. Tú nos has traído aquí.

—No —respondió muy digno Tas—. Yo no lo hice. Esto nos trajo aquí. —Señaló el ingenio para viajar en el tiempo que sostenía en la mano—. Donde se suponía que no debía.

Al advertir que Acertijo hacía otra inhalación profunda, Tas le asestó una mirada fulminante.

—Así que supongo que, después de todo, no lo arreglaste bien —sentenció.

El gnomo soltó el aire con un ruido de fuelle. Miró el ingenio de hito en hito, masculló algo sobre esquemas extraviados y falta de directivas internas, tras lo cual alargó la mano cubierta de barro.

—Pásamelo. Le echaré una ojeada.

—No, muchas gracias —dijo Tas, que metió el artilugio en uno de sus saquillos y cerró la solapa—. Creo que lo mejor es que lo guarde. ¡Y cállate de una vez! —Tasslehoff llevó el dedo a los labios y volvió a escudriñar por debajo de la rama del abeto—. No descubras que estamos aquí.

Al contrario que la mayoría de gnomos, que jamás ven nada aparte del interior del Monte Noimporta, Acertijo era un viajero veterano que había corrido muchas aventuras, de las cuales no había disfrutado lo más mínimo. Interrumpían el trabajo de uno. Pero había aprendido una lección importante: lo mejor para sobrevivir a una aventura era quedarse escondido en algún sitio oscuro y cómodo y mantener la boca cerrada. En eso era muy bueno.

Acertijo era tan bueno escondiéndose que cuando Tasslehoff, que no era en absoluto bueno en ese tipo de cosas, empezó a levantarse con una exclamación alegre para ir al encuentro de dos humanos que acababan de salir corriendo del bosque, el gnomo agarró al kender con una fuerza nacida del terror y lo obligó a agacharse de nuevo.

—En nombre de todo lo que es combustible, ¿qué demonios haces? —increpó.

—No son goblins quemados, como pensé al principio —argumentó Tas mientras señalaba—. Ese hombre es un Caballero de Solamnia. Lo sé por su armadura. Y el otro es un mago. Lo sé por la túnica. Sólo voy a saludarles y a presentarme.

—Si hay algo que he aprendido en mis viajes —dijo Acertijo en un ahogado susurro—, es que uno no se presenta nunca a alguien que blande una espada o que viste túnica de hechicero. Se deja que sigan su camino y uno sigue por el suyo.

—¿Has dicho algo? —preguntó el mago desconocido, volviéndose hacia su compañero.

—No —contestó el caballero al tiempo que levantaba la espada y escudriñaba atentamente a su alrededor.

—Bueno, pues alguien habló —insistió el mago con tono sombrío—. He oído claramente unas voces.

—Pues yo no oigo nada con los latidos de mi corazón. —El caballero hizo una pausa, escuchó, y después sacudió la cabeza—. No, no oigo nada. ¿Cómo sonaban? ¿A voces de goblins?

—No —repuso el mago que escrutaba las sombras.

Por su aspecto, el hombre era solámnico, ya que tenía el cabello rubio y largo, sujeto en una coleta para que no le estorbara. Sus ojos eran azules, penetrantes, intensos. Vestía una túnica que parecía roja, pero que ahora estaba tan manchada de barro, humo y sangre que no se distinguía bien el color a la luz grisácea del lluvioso día. Un atisbo de cordón dorado se apreciaba en los puños y en el dobladillo.

—¡Fíjate! —exclamó Tas, asombrado a más no poder—. ¡Lleva el bastón de Raistlin!

—Por extraño que parezca —decía el mago—, me sonó a voz de kender.

Tasslehoff se tapó la boca con la mano. Acertijo sacudió la cabeza con gesto sombrío.

—¿Qué iba a hacer un kender aquí, en medio de un campo de batalla? —comentó el caballero, sonriendo.

—¿Qué hace un kender en cualquier lugar? —repuso maliciosamente el mago—. Aparte de ocasionar problemas para los que tienen la desgracia de encontrarse con él.

—Qué gran verdad —suspiró tristemente Acertijo.

—Qué grosería —rezongó Tasslehoff—. Quizá no vaya a presentarme, después de todo.

—Mientras no fueran goblins lo que oíste —comentó el caballero, que echó una ojeada hacia atrás—. ¿Crees que los hemos frenado?

El hombre llevaba la armadura de un Caballero de la Corona. Al principio Tas lo había tomado por un hombre de más edad, ya que su cabello tenía bastantes canas, pero tras observarlo un rato, el kender se dio cuenta de que el caballero era mucho más joven de lo que aparentaba a primera vista. Eran sus ojos lo que le hacían parecer mayor; había en ellos una tristeza y un cansancio que no eran propios de alguien tan joven.

—Los hemos frenado de momento —contestó el mago, que se dejó caer pesadamente al pie de un árbol y sostuvo el bastón en sus brazos con gesto protector.

No cabía duda de que el bastón era de Raistlin. Tas conocía muy bien aquel bastón, con su bola de cristal asida por la garra dorada de un dragón. Recordaba la cantidad de veces que había alargado los dedos para tocarlo, con el resultado de recibir una palmada en la mano.

—Y muchas veces he visto a Raistlin sostener el bastón exactamente así —se dijo Tas entre dientes—. Sin embargo, el mago no es Raistlin, así que le ha robado el bastón. En tal caso, a Raistlin le gustará saber quién fue el ladrón.

Tas escuchó «poniendo todos sus oídos», como rezaba el dicho kender.

—Nuestros enemigos sienten ahora un miedo considerable a tu espada y a mi magia —decía el hechicero—. Por desgracia, los goblins les tienen un miedo aún más considerable a sus comandantes. El látigo no tardará en convencerles de que vengan tras nosotros.

—Tardarán tiempo en reagruparse. —El caballero se sentó en cuclillas debajo del árbol, cogió un puñado de agujas secas y se puso a limpiar la hoja de su espada—. Tiempo suficiente para que descansemos e intentemos encontrar el camino de vuelta a nuestra compañía. O tiempo suficiente para que nuestros compañeros nos encuentren. A buen seguro han salido a buscarnos.

—A buscarte a ti, Huma —dijo el mago con una sonrisa irónica. Se recostó en el tronco del árbol y cerró los ojos, cansado—. No se esforzarán mucho en encontrarme a mí.

Al caballero pareció inquietarle ese comentario. Su expresión se tornó más grave y se concentró en la tarea que realizaba, frotando con fuerza una mancha que se resistía.

—Tienes que comprenderlos, Magius... —empezó.

—Huma... —Repitió Tas—. Magius... —Miró de hito en hito a los dos y parpadeó, sin salir de su asombro. Después miró el ingenio para viajar en el tiempo—. ¿Crees que...?

—Los comprendo perfectamente, Huma —replicó Magius—. El Caballero de Solamnia medio es un necio ignorante y supersticioso que cree todas esas historias siniestras sobre hechiceros que le contó su niñera para asustarle y que guardará silencio por la noche, consecuencia de lo cual espera verme saltar por el campamento desnudo, farfullando, despotricando y transformándole en un tritón con un simple gesto de mi bastón. Y no es que no pudiera hacerlo, ojo —continuó el hechicero mientras enarcaba una ceja y torcía la comisura de los labios en una sonrisa contagiosa—. Y no creas que no me lo he planteado. Pasar cinco minutos como tritón seria un cambio interesante para la mayoría de ellos. Les ensancharía la mente, al menos.

—No creo que la vida como tritón sea mucho de mi gusto —dijo Huma.

—Ah, pero es que tú, amigo mío, eres diferente —adujo Magius, suavizando el tono. Alargó la mano y la posó en la muñeca del caballero—. A ti no te asustan las ideas nuevas. No te atemoriza lo que no entiendes. Ni siquiera de niño te dio miedo ser mi amigo.

—Tú les enseñarás a tener mejor opinión de los hechiceros, Magius —dijo Huma, poniendo la mano sobre la de su amigo—. Les enseñarás a considerar la magia y a quienes la practican con respeto.

—No lo haré —repuso fríamente Magius—, porque en realidad no me importa lo que piensen de mí. Si alguien es capaz de cambiar su punto de vista obsoleto y anticuado, esa persona eres tú, Huma. Y más vale que lo hagas cuanto antes —añadió, con un tono serio que había sustituido al burlón de antes—. El poder de la Reina Oscura crece día a día. Está reuniendo vastos ejércitos. Incontables miles de criaturas malignas acuden en masa a unirse a su estandarte. Esos goblins no se habrían atrevido antes a atacar a una compañía de caballeros, pero ya viste la ferocidad con la que cayeron sobre nosotros esta mañana. Empiezo a pensar que no es al látigo a lo que temen, sino a la ira de la Reina Oscura si fracasan.

—Aun así, no tendrá éxito. No debe tenerlo, Magius —dijo Huma—. Ella y sus dragones malignos tienen que ser expulsados del mundo, de vuelta al Abismo. Porque si no se la derrota, viviremos como esos desdichados goblins, atemorizados el resto de nuestra vida. —Huma suspiró y sacudió la cabeza—. Sin embargo, he de admitir, querido amigo, que no veo cómo podremos hacerlo. El número de sus esbirros es incontable, su poder inmenso...

—¡Pero la derrotaste! —gritó Tas, incapaz de contenerse un segundo más. Se soltó de las manos de Acertijo, que lo asían frenéticamente, se puso de pie y salió corriendo de debajo del abeto.

Huma se incorporó de un brinco y desenvainó la espada en el mismo movimiento. Magius extendió el bastón con el cristal asido por la garra del dragón apuntado hacia el kender y empezó a pronunciar palabras que, por su sonido enrevesado, Tas reconoció como mágicas.

Consciente de que quizá no disponía de mucho tiempo antes de que se convirtiera en un tritón, Tasslehoff habló muy deprisa.

—Reúnes un ejército de héroes y luchas contra la propia Reina de la Oscuridad en persona y, aunque mueres, Huma, y tú también mueres, Magius... Eh... por cierto, lamento muchísimo eso. Como decía, aunque mueres, consigues que todos los dragones perversos regresen a... ¡Agg!

Ocurrieron simultáneamente varias cosas junto con aquel «Agg». Dos grandes, peludas y malolientes manos de goblin agarraron a Acertijo, mientras que otro goblin de piel amarillenta y boca babeante sujetó a Tasslehoff.

Antes de que el kender tuviera tiempo de coger su puñal, antes de que Acertijo tuviera tiempo de coger aire, un ardiente arco zigzagueante salió del bastón y alcanzó al goblin que agarraba al gnomo. Huma atravesó con su espada al goblin que intentaba llevarse a Tas.

—Vienen más goblins —dijo el caballero, sombrío—. Más vale que pongas pies en polvorosa, kender.

Se escuchaba el fuerte sonido de pisadas entre los árboles y las voces guturales de goblins lanzando aullidos espantosos que prometían muerte. Huma y Magius se colocaron espalda contra espalda, el caballero con la espada empuñada y Magius con el bastón enarbolado.

—¡No os preocupéis! —gritó Tasslehoff—. Tengo mi cuchillo. Se llama Mataconejos. —Abrió un saquillo y empezó a buscar entre las cosas que guardaba en él—. Caramon le puso ese nombre. No lo conocéis...

—¿Estás loco? —chilló Acertijo con un timbre que sonaba como el pitido de la sirena de Monte Noimporta a mediodía, un pitido que nunca, bajo ningún concepto, se para a mediodía.

Una mano tocó a Tasslehoff en el hombro, y una voz susurró a su oído:

—Ahora no. Aún no es el momento.

—¿Perdón? —Tas se giró para ver quién le hablaba.

Y siguió girando sobre sí mismo. Y girando.

De pronto se quedó parado, y el mundo era el que giraba, y todo era una gran mancha de colores arremolinados, y él no sabía si estaba cabeza abajo o cabeza arriba, y Acertijo sé encontraba a su lado, chillando. Entonces todo se puso oscuro, muy oscuro.

En medio de la oscuridad, de los giros y de los chillidos, Tasslehoff sólo estaba pendiente de una idea, un pensamiento importante. Tan importante que se aseguró de retenerlo con toda la fuerza de su mente y no dejarlo escapar.

«He encontrado el pasado...»

8 La llegada del dios

Llovía en las llanuras de Solamnia. Había estado lloviendo sin interrupción desde la aplastante derrota que las tropas de Mina habían infligido a los caballeros en la ciudad de Solanthus. Nada más haber ocupado la urbe, Mina había anunciado a los caballeros supervivientes que la siguiente ciudad que se proponía tomar era la de Sanction. También les había dicho que pensaran en el poder del dios Único, responsable de su derrota. Hecho esto, les había permitido marcharse libremente para que propagaran la palabra del Único.

Los caballeros no tuvieron otra opción que obedecer tristemente la orden de su conquistadora. Cabalgaron durante días bajo la lluvia, en dirección a la casa solariega de lord Ulrich, localizada a unos ochenta kilómetros al este de Solanthus. La lluvia era fría y lo empapaba todo, de modo que los caballeros y los escasos componentes de sus menguadas fuerzas iba calados hasta los huesos, cubiertos de barro y temblando de frío. Los heridos que llevaban cayeron presa de la fiebre y muchos murieron.

Lord Nigel, Caballero de la Corona, fue uno de los que fallecieron. Lo enterraron bajo un túmulo de piedras con la esperanza de que en algún momento, más adelante, sus parientes pudieran trasladar el cadáver para darle debida sepultura en la cripta familiar. Mientras ayudaba a apilar las pesadas piedras sobre el cadáver, Gerard no pudo evitar pensar si el alma de lord Nigel habría ido a unirse al ejército que había derrotado a los Caballeros de Solamnia; un ejército de muertos. En vida, lord Nigel habría derramado hasta la última gota de su sangre antes que traicionar a la caballería. En la muerte, podría convertirse en su enemigo.

Gerard había visto los espíritus de otros caballeros solámnicos deslizándose en la horrenda corriente del río de almas. Suponía que los muertos no tenían alternativa, que se unían a ese ejército a la fuerza, coaccionados. Mas ¿a quién servían? ¿A esa chica, Mina? ¿O a alguien o algo mucho más poderoso?

La casa solariega de lord Ulrich era de diseño sencillo. Construida con piedra extraída de la misma zona donde se alzaba, la casa era sólida, maciza, con torres cuadradas y gruesos muros. Lord Ulrich había ordenado a su escudero que se adelantara para avisar a su esposa de que se dirigían hacia allí, y a su llegada los caballeros encontraron las chimeneas encendidas, juncos frescos cubriendo los suelos, pan recién hecho y vino caliente con azúcar y especias. Los caballeros comieron y bebieron, se calentaron junto al fuego y secaron sus ropas. Después se reunieron en consejo para tratar de decidir qué hacer a continuación.

Su primer movimiento era obvio, y enviaron jinetes a galope tendido a Sanction para alertar a la ciudad de que los Caballeros de Neraka, tras tomar Solanthus, amenazaban con marchar seguidamente sobre Sanction. Antes de que Solanthus cayera, tal idea habría provocado los resoplidos desdeñosos de los caballeros. Los caballeros negros tenían sitiada Sanction desde hacía meses sin ningún resultado. La presencia de los solámnicos aseguraba que el puerto permaneciera abierto y que los suministros entraran en la ciudad, de manera que, si bien los habitantes de la urbe asediada no vivían bien, tampoco pasaban hambre. Los solámnicos habían estado a punto de romper el cerco en una ocasión, pero su tentativa fracasó por un extraño infortunio. El sitio continuó al haber equilibrio entre los dos bandos, sin que ninguno hiciera ningún progreso contra el otro.

Pero eso había sido antes de que Solanthus cayera por el ataque de un ejército de muertos, de dragones, de una chica llamada Mina y del dios Único.

Todo ello ocupó un lugar prominente en las discusiones y argumentos que resonaron por todo el gran salón de la casa solariega. La estancia, grande y rectangular, tenía las grises paredes de piedra cubiertas con unos cuantos tapices espléndidos que representaban escenas ilustrativas de textos de la Medida. Velones de cera alumbraban el salón. No había sillas suficientes, de modo que los caballeros permanecían de pie, agrupados alrededor de sus jefes, que se sentaban tras una gran mesa ornamentada con tallas.

A todos se les permitió expresar su opinión. Lord Tasgall, oficial superior de la Orden de la Rosa y cabeza del Consejo de Caballeros, los escuchó a todos pacientemente, en silencio, incluida Odila, cuya opinión no era nada grata de oír.

—Fuimos derrotados por un dios —les dijo, mientras los demás rebullían, murmuraban e intercambiaban miradas recelosas—. ¿Qué otro poder en Krynn podría haber lanzado a las almas de los muertos contra nosotros?

—Nigromantes —sugirió lord Ulrich.

—Los nigromantes animan los cuerpos de los muertos —puntualizó Odila—. Sacan esqueletos de la tierra para luchar contra los vivos. Nunca han tenido poder sobre los espíritus de los muertos.

Los otros caballeros se mostraban cabizbajos, adustos. Parecían —y se sentían— derrotados. Por el contrario, Odila hacía gala de un nuevo ímpetu, de exaltación. Su negro cabello húmedo brillaba con la luz del fuego y sus ojos relucían al hablar del dios.

—¿Y qué pasa con los caballeros muertos, como lord Soth? —argüyó lord Ulrich. El rechoncho caballero había perdido mucho peso durante el largo y desalentador viaje. Alrededor de la boca le colgaban pliegues de piel floja; su rostro, habitualmente alegre, tenía una expresión solemne, y sus ojos chispeantes estaban apagados.

—Vuestro comentario ratifica mi idea, milord —repuso fríamente Odila—. Sobre Soth cayó la maldición de los dioses. Sólo una deidad tiene semejante poder, y ésta es poderosa. —Alzó la voz para hacerse oír sobre los gritos de furia y las palabras de denuncia.

»¡Lo habéis visto con vuestros propios ojos! ¿Qué otra fuerza podría crear legiones de almas y exigir la lealtad de los dragones? ¡Los visteis! Los visteis sobre las murallas de Solanthus, Rojos, Blancos, Negros, Verdes y Azules. No estaban allí a las órdenes de Beryl. Ni al servicio de Malys o de cualquier otro de los señores supremos. Estaban al mando de Mina. Y Mina estaba allí al servicio del Único.

Las palabras de Odila quedaron ahogadas por los abucheos, pero esa reacción significaba que había tocado el punto flaco en sus armaduras. Nadie podía negar una sola palabra de lo que había dicho.

Lord Tasgall, el caballero de más edad, canoso, recto, severo en gesto y compostura, llamó al orden a gritos repetidamente mientras golpeaba la mesa con la empuñadura de su espada. Finalmente el alboroto cesó. Tasgall miró a Odila, que permanecía de pie, con la cabeza bien levantada en un gesto desafiante y el rostro acalorado.

—¿Y qué propones...? —empezó. Y cuando uno de los caballeros dejó escapar un siseo, el oficial superior lo silenció con una mirada fulminante.

—Somos gente de fe —dijo Odila—. Siempre lo hemos sido. Creo que este dios intenta hablarnos y que deberíamos escuchar...

De nuevo se alzó un alboroto de voces iracundas mientras muchos de los presentes agitaban los puños.

—¡Un dios que trae la muerte! —gritó uno que había perdido a su hermano en la batalla.

—Y los antiguos dioses, ¿qué? —replicó Odila también a voz en cuello—. ¡Arrojaron una montaña de fuego sobre Krynn!

Aquello hizo que algunos caballeros se callaran al quedarse sin argumentos, pero otros siguieron gritando y protestando, iracundos.

—Muchos solámnicos perdieron la fe tras el Cataclismo —siguió Odila—. Afirmaban que los dioses nos habían abandonado. Entonces, durante la Guerra de la Lanza, descubrimos que habíamos sido nosotros los que los abandonamos a ellos. Al acabar la Guerra de Caos, cuando despertamos y supimos que ya no estaban los dioses, clamamos contra ellos por abandonarnos. Puede que esta vez no sea así. Quizá la tal Mina es una segunda Goldmoon, que viene a traernos la verdad. ¿Cómo vamos a saberlo hasta no haberlo investigado? ¿Hasta que no hayamos hecho preguntas?

«Sí, ¿cómo?», se preguntó Gerard para sus adentros, mientras la semilla de un plan empezaba a germinar en su mente. No podía menos que admirar a Odila, aunque habría querido agarrarla por los hombros y sacudirla hasta hacer que le castañetearan los dientes. Sólo ella tenía el valor de decir en voz alta lo que había que decir. Lástima que no tuviera tacto para hacerlo de manera que la cosa no desembocara en una pelea a puñetazo limpio.

El caos estalló en el salón, unos discutiendo con otros a favor o en contra y lord Tasgall golpeando con la empuñadura de la espada con tanta fuerza que saltaron astillas de la mesa de madera. El rifirrafe continuó hasta bien entrada la noche y, finalmente, se presentaron a consideración dos propuestas. Un grupo pequeño, pero que se hacía oír, quería que cabalgaran hasta Ergoth, donde los caballeros aún aguantaban firmes, y allí lamerse las heridas y reagrupar fuerzas. Este plan contaba con el apoyo de muchos hasta que alguien apuntó amargamente que si Sanction caía sus filas aumentarían desde aquel momento hasta el final de los tiempos y jamás serían lo bastante fuertes para recuperar todo lo que habían perdido.

La otra propuesta instaba a los caballeros a marchar hacia Sanction para reforzar las filas de los caballeros que ya defendían la ciudad en disputa. Pero la minoría argumentó que cómo podían estar seguros de que el enemigo tenía realmente intención de dirigirse a Sanction. Que era extraño que esa chica revelara sus planes. Que tenía que ser un truco, una trampa. Y así, siguieron discutiendo sobre lo mismo. Nadie hizo la menor mención al dios Único.

Hasta en el propio Consejo había división. Lord Ulrich estaba a favor de cabalgar hacia Sanction. Lord Siegfried, que sustituía al fallecido lord Nigel en el Consejo, abogaba por Ergoth y argumentaba que los caballeros harían bien en retirarse.

Gerard miró a Odila, que se encontraba cerca de él. La mujer estaba pensativa y muy callada, sus oscuros ojos ensombrecidos. Al parecer no tenía más argumentos que presentar, nada más que decir. Gerard debería haber comprendido que el silencio era mala señal en aquella joven con tanta labia. A decir verdad, estaba demasiado absorto en sus propios pensamientos y planes para que se fijara en ella más allá de preguntarse qué había esperado conseguir con su intervención. La siguiente vez que volvió la vista hacia ella para preguntarle si quería acompañarlo a comer algo, se encontró con que la mujer se había ido.

Lord Tasgall se puso de pie y anunció que el Consejo estudiaría ambas propuestas, y los tres se retiraron para discutir la cuestión en privado.

Pensando que la proposición de su propio plan podría ayudarles a tomar una decisión, Gerard dejó a sus compañeros, que seguían discutiendo, y fue en busca de los tres mandos. Los encontró encerrados en lo que antaño fuera una capilla dedicada al culto de Kiri-Jolith, uno de los antiguos dioses al que habían reverenciado muchos Caballeros de Solamnia.

Soldados al servicio de lord Ulrich montaban guardia frente a la puerta.

Gerard les dijo que tenía un asunto urgente que plantear al Consejo, y después, tras haber pasado horas de pie, se acomodó, agradecido, en el banco que había fuera de la capilla a esperar que los altos oficiales le dieran la venia para entrar. Mientras aguardaba, repasó su plan una y otra vez, buscándole algún fallo. No lo halló. Seguro de sí mismo y ansioso, esperó con impaciencia a que los caballeros lo llamaran.

Al rato, uno de los guardias se acercó a él y le comunicó que lo recibirían en aquel momento. Cuando Gerard entró en la vieja capilla se dio cuenta de que el Consejo ya había tomado una decisión. Supuso, a juzgar por el modo en que lord Ulrich sonreía, que la decisión era marchar a Sanction.

Lo hicieron esperar un poco más mientras lord Siegfried conferenciaba en voz baja con lord Tasgall. Gerard miró con interés la capilla. Las paredes eran de piedra toscamente labrada, y en el suelo se alineaban bancos de madera, pulidos por los años de uso. La capilla era pequeña, ya que era privada, para uso de la familia y los sirvientes. Al fondo se veía un altar. Gerard distinguió con esfuerzo el símbolo de Kiri-Jolith —el Cuerno de Bisonte— tallado en relieve.

Gerard intentó imaginar el aspecto de la capilla años atrás, cuando el lord caballero, su esposa y sus hijos, sus soldados y sus sirvientes, acudían a este lugar a reverenciar al dios. Del techo colgarían estandartes de vivos colores. El clérigo —probablemente un hombre severo, con aspecto de guerrero— habría ocupado su lugar al frente mientras se preparaba para leer el libro de la Medida o relatar alguna historia de Vinas Solamnus, el fundador de la orden de caballería. La presencia del dios se habría percibido en esta capilla. Sus devotos se habrían sentido confortados por esa presencia y habrían reanudado su vida diaria fortalecidos y renovados.

Actualmente faltaba tal presencia, ahora que era tan necesaria.

—Oiremos ahora lo que queréis decirnos, sir Gerard. —En la voz de lord Tasgall había un timbre de impaciencia, y Gerard se dio cuenta con sobresalto de que ésta era la segunda vez que le hablaba.

—Os pido disculpas, milores —dijo, haciendo una reverencia.

Tras recibir invitación para que se adelantara y hablara, expuso su plan en líneas generales. Los tres caballeros escucharon en silencio, sin dejar ver lo que pensaban.

—Podría proporcionaros respuesta a una pregunta al menos, milores —concluyó—. Si es cierto que Mina se propone marchar contra Sanction o si sólo fue una estratagema para ocultarnos su verdadera meta. En tal caso, tal vez podría descubrir cuál es esa meta.

—Correrías un riesgo muy grande —observó lord Siegfried, ceñudo.

—A mayor riesgo, mayor gloria —citó lord Ulrich con una sonrisa.

—Ojalá fuera así, milord —repuso Gerard, que se encogió de hombros—, pero, en realidad, no correré tanto peligro. Los caballeros negros me conocen, ¿comprendéis? No tendrán motivo para cuestionar mi historia.

—No apruebo el uso de espías —manifestó lord Siegfried—, y mucho menos que uno de nuestros propios caballeros realice un papel tan degradante. La Medida lo prohibe.

—La Medida prohibe muchas cosas —argüyó secamente lord Tasgall—. En lo que a mí respecta, tiendo a decantarme por el sentido común más que por reglas que se marcaron en un lejano pasado. No te ordeno que lo hagas, Gerard, pero si te ofreces voluntario...

—Me ofrezco, señor —se adelantó, ansioso, Gerard.

—Entonces creo que puedes sernos de inestimable ayuda. El Consejo ha decidido que los caballeros cabalguen a Sanction para prestar apoyo. Estoy convencido de que la tal Mina tiene intención de atacar la ciudad y, en consecuencia, no podemos retrasarnos. Sin embargo, me alegraría recibir la confirmación de ello y enterarme de cualquier plan que tenga para apoderarse de la ciudad. Incluso con dragones no le será fácil, ya que existen muchas estructuras subterráneas donde los ejércitos pueden ponerse a salvo del ataque.

—Además, también sus propios ejércitos pueden ser víctimas del miedo al dragón —expuso lord Ulrich—. Podría utilizar los reptiles contra nosotros y encontrarse con que sus propias tropas huyen aterradas del campo de batalla.

«Los muertos no huirán aterrados», pensó Gerard, si bien se guardó de decirlo en voz alta. Por las expresiones sombrías y los rostros aun más sombríos, sabía que los caballeros eran tan conscientes de eso como él.

—Buena suerte, sir Gerard —le deseó lord Tasgall mientras se ponía de pie y le estrechaba la mano.

Lord Ulrich también le dio un fuerte apretón de manos. Lord Siegfried se mostró solemne y estirado y claramente desaprobador, pero no argumentó nada más y, de hecho, le deseó suerte a Gerard, aunque no le dio la mano.

—No hablaremos de este plan con nadie, caballeros —dijo lord Tasgall al tiempo que miraba a los otros.

Acordado aquello, Gerard estaba a punto de marcharse cuando el soldado entró para anunciar que había llegado un mensajero con noticias urgentes.

Puesto que tales nuevas podían tener relevancia para el plan de Gerard, lord Tasgall le hizo un gesto indicándole que se quedara. El mensajero entró. Gerard se sobresaltó al reconocer a un joven escudero al servicio de lord Vivar, comandante del puesto de avanzada de caballeros solámnicos que protegían Solace, lugar de su último destacamento. Se puso tenso, presintiendo malas noticias. El escudero, manchado de barro y con las ropas ajadas por el viaje, se adelantó, se puso firme ante lord Tasgall, y le tendió un estuche de pergaminos al tiempo que inclinaba la cabeza en un saludo respetuoso.

Lord Tasgall abrió el estuche, sacó el pergamino y empezó a leer.

Su semblante cambió de forma notoria y sus cejas se arquearon. Después alzó la vista, con gesto estupefacto.

—¿Sabes lo que pone aquí? —le preguntó al escudero.

—Sí, milord —respondió el joven—. En caso de que el mensaje se perdiera, lo aprendí de memoria para transmitíroslo.

—Entonces hazlo —ordenó lord Tasgall mientras se apoyaba en la mesa—. Quiero que estos caballeros lo oigan. Quiero oírlo yo mismo —añadió en voz baja—, porque casi no doy crédito a lo que he leído.

—Milores —empezó el escudero a la par que se volvía a mirarlos—, hace tres semanas el dragón Beryl lanzó un ataque contra la nación elfa de Qualinesti.

Los caballeros asintieron en silencio. No estaban sorprendidos. Aquel ataque se veía venir hacía tiempo. El mensajero hizo una pausa para tomar aire y pensar qué decir a continuación. Gerard, ansioso por tener noticias sobre sus amigos en Qualinesti, tuvo que hacer un esfuerzo y apretar los puños para no sacarle la información a la fuerza.

—Milord Vivar lamenta informar que la ciudad de Qualinost quedó completamente destruida en el ataque. Si se da crédito a los informes que hemos recibido, la ciudad ha sido borrada de la faz de Ansalon. Una gran extensión de agua la cubre ahora.

Los caballeros lo miraron de hito en hito, mudos por la sorpresa.

—Los elfos lograron llevarse por delante a su enemigo. La gran Verde, Beryl, ha muerto.

—¡Excelente noticia! —exclamó lord Ulrich.

—Quizás haya un dios, después de todo —comentó lord Siegfried, haciendo un mal chiste que nadie rió.

Gerard cruzó la estancia en dos zancadas, agarró al sobresaltado escudero por el cuello de la chaqueta y casi lo alzó en vilo.

—¿Y qué ha sido de los elfos, maldita sea? ¿De la reina madre, del rey? ¿Qué les ha ocurrido?

—Señor, por favor... —exclamó el mensajero, al que le entrechocaban los dientes por las sacudidas.

Gerard soltó al joven, que respiraba con dificultad.

—Os pido disculpas, señor, milores —dijo Gerard en un tono menos estridente—, pero he estado recientemente en Qualinesti, como ya sabéis, y les he tomado un gran aprecio a esas personas.

—Por supuesto, lo entendemos, sir Gerard —contestó lord Tasgall—. ¿Qué noticias se tienen del rey y de la familia real?

—Según los supervivientes que lograron llegar a Solace, la reina madre murió en la batalla con el dragón —informó el mensajero, lanzando una mirada desconfiada a Gerard mientras se mantenía fuera de su alcance—. Se la aclama como heroína. Al parecer el rey ha escapado sano y salvo, y se dice que se unirá con el resto de su pueblo, los que consiguieron huir de la ira de la Verde.

—Al menos, con el dragón muerto los elfos podrán regresar ahora a Qualinesti —dijo Gerard, abrumado por el pesar.

—Me temo que no es el caso, milord —repuso el mensajero, sombrío—. Aunque el dragón murió y su ejército se dispersó, poco después llegó un nuevo comandante para tomar el control. Es un Caballero de Neraka que afirma que estuvo presente en la toma de Solanthus. Ha agrupado a lo que queda de los ejércitos de Beryl y ha invadido Qualinesti. Son miles los que han acudido en tropel bajo su estandarte porque ha prometido riquezas y tierras gratis a todo el que se una a él.

—¿Y qué pasa en Solace? —inquirió, inquieto, lord Tasgall.

—De momento nos encontramos a salvo. Haven se ha liberado. Las fuerzas de Beryl que controlaban la ciudad han abandonado sus puestos y viajan hacia el sur para no perderse el saqueo de la nación elfa. Pero mi señor cree que una vez que el tal lord Samuval, como se denomina a sí mismo, tenga bien asegurado el control en Qualinesti, centrará su atención en Abanasinia como objetivo. En consecuencia, mi señor pide refuerzos...

El mensajero hizo una pausa y sus ojos fueron de un caballero a otro. Todos rehuyeron su mirada suplicante, y tras intercambiar miradas, apartaron la vista. No había refuerzos que pudieran mandar.

Gerard estaba tan afectado que al principio no identificó el nombre de Samuval relacionándolo con el hombre que lo había escoltado en el campamento de Mina. Sólo lo recordaría estando ya de camino a Solanthus. En aquel momento, sólo era capaz de pensar en Laurana, pereciendo en la batalla contra la gran Verde, y su amigo y enemigo, el comandante de los caballeros negros, el gobernador Medan. Los solámnicos nunca mencionarían a Medan ni lo calificarían de héroe, cierto, pero Gerard suponía que si Laurana había perecido, el aguerrido gobernador debía de haberla precedido en la muerte.

Su corazón compadeció al rey, que ahora tenía que conducir a su pueblo al exilio. Gilthas era demasiado joven para que el destino le impusiera una responsabilidad tan terrible; demasiado joven e inexperto. ¿Estaría a la altura de las circunstancias? ¿Lo estaría cualquiera, sin importar lo mayor que fuera o la experiencia que tuviera?

—Sir Gerard...

—Sí, milord.

—Tienes permiso para marcharte. Sugiero que partas esta noche. En medio del tumulto nadie se hará preguntas sobre tu desaparición. ¿Tienes todo lo que necesitas?

—He de arreglar la cuestión de quién llevará mis mensajes, milord. —Gerard no podía permitirse el lujo de entregarse a la tristeza por más tiempo. Esperaba que algún día se le presentara la ocasión de vengar a los muertos, pero, de momento, tenía que asegurarse de que no se uniría a ellos—. Una vez resuelto eso, estaré preparado para partir de inmediato.

—Mi escudero, Richard Kent, es joven pero sensato, y un jinete experto —dijo lord Tasgall—. Lo designaré como tu mensajero. ¿Te parece un arreglo satisfactorio?

—Sí, milord.

Se mandó llamar a Richard. Gerard había visto al joven antes, y le había causado buena impresión. Los dos no tardaron en convenir el lugar donde Richard esperaría para recibir noticias de Gerard y el método de comunicarse. Después, Gerard saludó a los caballeros del Consejo y se marchó.

Al salir de la capilla de Kiri-Jolith, Gerard se encontró en el anegado patio y agachó la cabeza para protegerse los ojos de la lluvia. Su primera idea fue buscar a Odila y ver qué tal estaba. Su segunda —y mejor— le convenció de que la dejara en paz. Le haría preguntas de hacia dónde se dirigía y qué planeaba, y le habían dado orden de no contárselo a nadie. En lugar de mentirle, decidió que era mejor no hablar con ella.

Para evitar tropezar con Odila o con cualquiera, se dirigió a recoger lo que necesitaba dando un rodeo. No cogió la armadura, ni siquiera la espada. Fue a la cocina y guardó un poco de comida en las alforjas, también agua, y una gruesa capa que había colgada delante del fuego para que se secara. La prenda aún estaba húmeda en algunos sitios y soltaba un intenso olor a oveja mojada, pero era ideal para su propósito. Vestido sólo con camisa y pantalones, se envolvió en la capa y se encaminó a los establos.

Tenía por delante una larga cabalgada; larga, mojada y solitaria.

9 Las praderas de arena

La lluvia había empapado las tierras septentrionales de Ansalon, y lo que era un suplicio para los Caballeros de Solamnia, en el sur, para los elfos que iniciaban su viaje a través de las Praderas de Arena, habría sido una bendición. Los qualinestis habían disfrutado siempre del sol. Su torre era la Torre del Sol, y su dirigente, el Orador de los Soles. La luz del astro disipaba la oscuridad y los terrores nocturnos, traía vida a las rosas y caldeaba sus casas. Los elfos habían amado incluso al nuevo sol que había aparecido al final de la Guerra de Caos, pues aunque su luz parecía débil, pálida y enfermiza en ocasiones, seguía trayendo la vida a su tierra.

En las Praderas de Arena, el sol no traía vida. Traía la muerte.

Jamás un elfo había maldecido el sol, pero ahora, tras sólo unos pocos días de viaje a través de aquel territorio vacío, duro, bajo el extraño y ceñudo ojo de este sol —un ojo que ya no era pálido y enfermizo, sino feroz e implacable como el ojo de una diosa vengativa—, los elfos llegaron a odiarlo y a maldecirlo cuando salía cada mañana con malevolente afán de revancha.

Los elfos habían hecho cuanto estaba en su mano para prepararse para el trayecto, pero nadie, salvo los mensajeros, había viajado tan lejos fuera de sus fronteras y no sabían con qué iban a encontrarse. Ni siquiera los mensajeros, que mantenían contacto con Alhana Starbreeze de los silvanestis, habían cruzado las Praderas de Arena. Sus rutas los llevaban hacia el norte, a través del territorio pantanoso de Onysablet. De hecho, Gilthas se había planteado utilizar esas rutas, pero rechazó la idea casi de inmediato. Mientras que una o dos personas podían entrar sigilosamente por el pantano sin ser detectadas por la hembra de dragón o las criaturas malignas que la servían, una población entera nunca les pasaría inadvertida. Según los informes de los mensajeros, el pantano se había ido haciendo más oscuro y peligroso a medida que el reptil extendía su control sobre el territorio, de modo que, en la actualidad, de todos los que se aventuraban a entrar eran pocos los que salían de él.

Los elfos rebeldes —en su mayoría montaraces acostumbrados a vivir al aire libre— tenían más idea de lo que la gente iba a afrontar. A pesar de que ninguno de ellos se había aventurado nunca en el desierto, sabían que sus vidas podrían depender de la capacidad de huir reaccionando al instante, y por ello no iban cargados con objetos que eran valiosos en situaciones normales pero que no servían de nada a los muertos.

Casi todos los refugiados aún tenían que aprender esa dura lección. Los qualinestis habían abandonado sus hogares y hecho un viaje peligroso por los túneles de los enanos o al abrigo de los árboles por la noche, pero aun así muchos se las habían ingeniado para llevar consigo bolsas y cajas llenas de ropas de seda, prendas de gruesa lana, joyeros con alhajas, libros de las historias familiares, juguetes para los niños, reliquias de todo tipo. Tales objetos guardaban dulces recuerdos de su pasado, representaban su esperanza para el futuro.

Siguiendo el consejo de su esposa, Gilthas intentó convencerlos de que deberían dejar las reliquias heredadas, las joyas y las historias de la familia. Insistió en que cada cual llevara tanta agua como pudiera cargar, junto con comida para una semana de viaje. Si ello significaba que una doncella elfa ya no podía conservar sus zapatos de baile, que así fuera. La mayoría consideró tal restricción dura en extremo y rezongaron sin parar. A alguien se le ocurrió la idea de construir unas angarillas que llevaría arrastrando y enseguida muchos se pusieron a atar ramas para transportar así sus pertenencias. Gilthas observó sus afanes y sacudió la cabeza.

—No les obligues a abandonar sus tesoros, amor mío —aconsejó La Leona—. No lo intentes siquiera o acabarán odiándote.

—¡Pero así no saldrán vivos del desierto! —Gilthas señaló a un noble elfo que había llevado consigo casi todas sus posesiones, incluido un reloj que daba las horas—. ¿Es que no lo entienden?

—No —fue la concisa respuesta de su esposa—. Pero lo entenderán. Cada cual habrá de decidir dejar su pasado atrás o morir con él colgado al cuello. Ni siquiera su rey puede tomar esa decisión por ellos. —Alargó la mano y la posó sobre la de su esposo—. Recuerda esto, Gilthas: hay algunos que preferirán morir. Debes prepararte para afrontar eso.

Gilthas meditó las palabras de su mujer mientras avanzaba con dificultad por el rocoso suelo azotado por el viento en un paisaje duro, hostil y yermo que semejaba un mar rojo anaranjado hasta el horizonte azul. Miró hacia atrás, a la tierra que rielaba bajo el ardiente sol, y vio a su pueblo caminando penosamente. Distorsionadas por las ondas de calor que emanaban de la roca, las figuras parecían tremolar, alargarse y perderse de vista mientras las contemplaba. Había situado a los más fuertes en la retaguardia del grupo para que ayudaran a los que tuvieran dificultades, y a los montaraces a lo largo de los flancos para vigilar.

Los primeros días de la marcha Gilthas había temido un ataque de los ejércitos humanos que recorrían Qualinesti saqueando y destruyendo a su paso, pero después de penetrar en el desierto enseguida se dio cuenta de que estaban a salvo; a salvo porque nadie en su sano juicio gastaría fuerzas y energía en perseguirlos. «Que el desierto acabe con ellos», habrían dicho sus enemigos. Y realmente tal posibilidad no parecía improbable.

—No vamos a conseguirlo —comprendió.

Los elfos no sabían vestirse para un entorno como el desierto. Se desembarazaban de sus ropas por el calor, y muchos tenían quemaduras terribles del sol. Las angarillas prestaban ahora un servicio útil: transportar a los que estaban demasiado enfermos o quemados para poder caminar. El calor minaba las fuerzas, lo que provocaba que los pies tropezaran y las cabezas fueran gachas. Como La Leona había pronosticado, los elfos empezaron a despojarse de su pasado. Aunque no dejaban huellas en el suelo rocoso, el relato de su paso podía leerse en los sacos abandonados y los baúles rotos tirados de las angarillas o dejados caer por brazos cansados.

El avance era lento; descorazonadoramente lento. Según los mapas, tendrían que cruzar cuatrocientos kilómetros de desierto antes de llegar a lo que quedaba de la calzada del Rey que conducía a Silvanesti. Haciendo sólo unos cuantos kilómetros al día, se quedarían sin agua y comida mucho antes de que hubieran recorrido la mitad del trayecto. Gilthas había oído que existían sitios en el desierto donde se podía encontrar agua, pero no estaban señalados en los mapas y él ignoraba cómo hallarlos.

Albergaba una esperanza, la esperanza que lo había conducido a atreverse a realizar este peligroso viaje. Tenía que intentar encontrar a las gentes que habitaban las Praderas, las gentes que habían hecho su hogar de esta inhóspita y desolada tierra. Sin su ayuda, la nación qualinesti perecería.

El joven monarca había supuesto, ingenuamente, que viajar por las Praderas de Arena era similar a viajar por otras partes de Ansalon, donde uno encontraba pueblos y ciudades tras una jornada de marcha. Le habían dicho que había un pueblo de las gentes de las Praderas en un lugar llamado Duntol. El mapa situaba a Duntol más o menos al este de Thorbardin. Y en esa dirección viajaron los elfos, rectos hacia el sol matinal, pero no vieron señales de ningún pueblo. Oteando la inmensa extensión de brillante roca roja, Gilthas divisaba kilómetros en todas direcciones, y mirara donde mirara no veía rastro de nada excepto más rocas.

La gente bebía demasiada agua, de modo que ordenó que los montaraces recogieran los odres y la racionaran. Mandó hacer lo mismo con la comida.

A los elfos les enfadó y les asustó tener que entregar su valiosa agua. Algunos se resistieron, otros suplicaron con lágrimas en los ojos. Gilthas tuvo que ser firme y duro, y hubo quienes dejaron de maldecir al sol para maldecir al rey. Por suerte para Gilthas —su único golpe de suerte— el prefecto Palthainon tenía quemaduras del sol tan importantes que se sentía demasiado enfermo para causar problemas.

—Cuando el agua se acabe, podremos sacar sangre a los caballos y vivir de ella durante unos pocos días —dijo La Leona.

—¿Y qué pasará cuando mueran? —preguntó su marido.

Ella se encogió de hombros.

Al día siguiente, dos personas murieron por las quemaduras que sufrían. No pudieron enterrarlas, porque ninguna herramienta de las que llevaban rompería la sólida roca. Tampoco había piedras en la llanura barrida por el viento para cubrir los cadáveres con ellas. Finalmente los envolvieron en capas de lana y bajaron con cuerdas los cuerpos a una de las profundas grietas que se abrían en la roca.

Mareado por caminar bajo el sol abrasador, Gilthas escuchaba los lamentos de aquellos que lloraban a los muertos. Bajó la mirada hacia la grieta y pensó, aturdido, en el bendito frescor que debía de haber allí abajo. Sintió un roce en el brazo.

—Tenemos compañía —advirtió La Leona, señalando al norte.

Gilthas se resguardó los ojos con la mano e intentó atisbar a través del intenso resplandor. A lo lejos, rielantes por las ondas de calor, vislumbró tres jinetes a caballo. No distinguía detalles; eran manchas informes contra el horizonte. Miró fijamente hasta que los ojos le lloraron, albergando la esperanza de ver aproximarse a los jinetes, pero éstos no se movieron. El rey agitó los brazos y gritó hasta enronquecer, pero los jinetes se limitaron a permanecer inmóviles.

No queriendo perder más tiempo, Gilthas dio la orden de que se reanudara la marcha.

—Los observadores se mueven ahora —dijo La Leona.

—Pero no hacia nosotros —adujo Gilthas, angustiado por la decepción.

Los jinetes avanzaban en paralelo con los elfos, a veces perdiéndose de vista entre las rocas, pero siempre reapareciendo. Hacían notar su presencia para que los elfos se dieran cuenta de que se los vigilaba. Los extraños jinetes no parecían amenazadores, pero tampoco tenían necesidad de serlo. Si veían a los elfos como enemigos, el sol abrasador era la única arma que necesitaban.

El llanto de los niños y los gemidos de los enfermos y los moribundos fue más de lo que Gilthas pudo soportar.

—Vas a hablar con ellos —adivinó La Leona con la voz ronca por la falta de agua.

Él asintió con la cabeza. Tenía demasiado seca la boca para malgastar saliva.

—Si son habitantes de las Praderas, detestan a los extraños que entran en su territorio —le advirtió su mujer—. Podrían matarte.

Gilthas volvió a asentir en silencio; luego le agarró la mano, se la llevó a los labios y la besó. Hizo girar a su caballo y cabalgó hacia el norte, en dirección a los desconocidos jinetes. La Leona hizo detener la marcha, y los elfos se dejaron caer en el ardiente suelo rocoso. Algunos siguieron con la mirada a su joven rey, pero la mayoría estaban demasiado cansados y abatidos para preocuparse por su suerte o por la de ellos mismos.

Los extraños jinetes no galoparon al encuentro de Gilthas y tampoco se alejaron. Esperaron a que llegara. El rey todavía no distinguía detalles y, a medida que se aproximaba, entendió la razón. Los jinetes iban envueltos en ropas blancas que los cubrían de la cabeza a los pies, protegiéndolos del sol y del calor. También vio que llevaban espada al costado.

Ojos oscuros, entrecerrados para protegerse de la luz del sol, lo observaron desde las sombras arrojadas por los pliegues de la tela que envolvía sus cabezas. Era unos ojos fríos, desapasionados, que no traslucían los pensamientos.

Uno de los jinetes taconeó a su caballo situándose delante, como si estuviera al mando. Gilthas reparó en el detalle, pero siguió mirando al jinete que se mantenía ligeramente apartado del resto. Era muy alto, les sacaba la cabeza a los demás y, aunque Gilthas no habría sabido decir el porqué, el instinto le indujo a creer que el hombre alto era quien realmente estaba al mando.

El jinete que iba delante desenvainó la espada y la sostuvo ante sí a la par que gritaba una orden.

Gilthas no entendió las palabras, pero el gesto lo decía todo y se paró. Levantó las manos quemadas para mostrar que no llevaba armas.

—Din'on du'auth —dijo, pronunciando todo lo bien que le permitían los labios agrietados—. Os saludo.

El extraño respondió con un torrente de palabras que a los oídos del rey sonaron como zumbidos, todas semejantes y todas sin sentido.

—Lo siento —dijo, enrojeciendo y hablando en Común—, pero eso es todo lo que sé de vuestro lenguaje. —Tenía la garganta en carne viva, y hablar le producía un intenso dolor.

El extraño agitó la espada, espoleó a su montura y cabalgó directamente hacia Gilthas. El rey no se movió, no se inmutó. La espada silbó, inofensiva, detrás de su cabeza. El extraño giró, regresó a galope y sofrenó bruscamente al caballo levantando una nube de arena y haciendo toda una demostración de pericia ecuestre.

El jinete iba a hablar, pero el hombre alto levantó la mano en un gesto imperioso. Hizo avanzar a su montura y contempló a Gilthas con aprobación.

—Tienes coraje —dijo en Común.

—No. Simplemente estoy demasiado cansado para moverme —respondió el rey.

El hombre alto se echó a reír, pero fue una risa corta y seca. Hizo una señal a su compañero para que enfundara la espada y después se volvió a mirar a Gilthas de nuevo.

—¿Por qué vosotros, los elfos, que deberíais estar viviendo en vuestra opulenta tierra, abandonáis tal opulencia para invadir la nuestra?

Gilthas se sorprendió contemplando fijamente el odre de agua que el hombre llevaba, un odre que estaba hinchado y salpicado de gotitas de la evaporación. Se obligó a apartar los ojos y dirigirlos hacia el extraño.

—No invadimos vuestra tierra —afirmó mientras se lamía los labios resecos—. Intentamos cruzarla. Nos dirigimos a la tierra de nuestros parientes, los silvanestis.

—¿No pretendéis establecer residencia en las Praderas de Arena? —inquirió el hombre alto. No derrochaba palabras, sólo pronunciaba las precisas, ni más ni menos. Gilthas supuso que no era de los que derrochan nada con nadie, incluida la compasión.

—Créeme, no planeamos hacer tal cosa —respondió fervientemente—. Somos gente de árboles verdes y agua corriente fría. —Al pronunciar esas palabras, una intensa añoranza se adueñó de él hasta el punto de que le entraron ganas de llorar. Pero no le quedaban lágrimas. El calor del implacable sol las había evaporado—. Hemos de regresar a nuestros bosques o, en caso contrario, pereceremos.

—¿Y por qué os fuisteis de vuestra verde tierra y de la fría agua? —preguntó el hombre alto.

Gilthas se tambaleó en la silla. Tuvo que hacer una pausa e intentó encontrar saliva que humedeciera la reseca garganta, pero sin éxito. Cuando habló lo hizo en un ronco susurro.

—La hembra de dragón, Beryl, atacó nuestro país. Ha muerto, pero Qualinost se destruyó en la batalla. Muchos elfos, humanos y enanos perdieron la vida defendiéndola. Ahora los caballeros negros han invadido nuestra tierra con el propósito de aniquilarnos totalmente. No somos lo bastante fuertes para enfrentarnos a ellos, así que hemos de...

De lo siguiente que Gilthas tuvo conciencia fue de estar tendido de espaldas en el suelo, mirando el ojo ardiente del vengativo sol. El hombre alto, envuelto en sus ropajes, se encontraba acuclillado junto a él mientras uno de sus compañeros le mojaba los labios dejando caer agua lentamente. El hombre alto sacudió la cabeza.

—No sé qué es más grande, si el coraje de los elfos o su ignorancia. Viajar en las horas de más calor, sin la vestimenta adecuada... —Volvió a sacudir la cabeza.

Gilthas intentó incorporarse, y el hombre que le daba agua lo empujó para que siguiera tendido.

—O mucho me equivoco —siguió el hombre alto—, o eres Gilthas, hijo de Lauralanthalasa y Tanis el Semielfo.

Gilthas lo miró de hito en hito, sin salir de su asombro.

—¿Cómo lo has sabido?

—Soy Wanderer, hijo de Riverwind y Goldmoon —contestó el hombre alto—. Éstos son mis compañeros. —No dijo sus nombres, al parecer dejando que fueran ellos quienes decidieran presentarse o no, cosa que no parecían tener intención de hacer. Obviamente, era un pueblo parco en palabras—. Os ayudaremos, aunque sólo sea para que salgáis cuanto antes de nuestras tierras.

La oferta no era muy cortés, pero Gilthas aceptó agradecido la asistencia que buenamente pudiera conseguir.

—Por si te interesa saberlo —continuó Wanderer—, debéis agradecer a mi madre vuestra salvación. Me envió a buscaros.

Gilthas no entendía lo más mínimo ese último comentario, y lo único que se le ocurrió era que Goldmoon había tenido una visión de la difícil situación en la que se encontraban.

—¿Cómo...? ¿Cómo está tu madre? —preguntó a la par que saboreaba las refrescantes gotas de agua que sabían a piel de cabra y que sin embargo para él eran más exquisitas que el mejor vino.

—Ha muerto —respondió Wanderer, que desvió la mirada al horizonte.

A Gilthas le desconcertó su tono carente de emoción. Iba a farfullar unas palabras de consuelo, pero Wanderer se le adelantó.

—El espíritu de mi madre se me apareció anteanoche y me dijo que viajara hacia el sur. Ignoraba el motivo y ella tampoco me lo explicó. Pensé que quizás encontraría su cadáver, porque me contó que su cuerpo permanecía sin enterrar, pero su espíritu desapareció antes de que me dijera dónde.

Gilthas empezó de nuevo a balbucear sus condolencias, pero Wanderer no prestó atención a sus palabras.

—En cambio —siguió en voz baja—, os encuentro a ti y a tu gente. ¿Acaso sabes dónde se halla el cadáver de mi madre?

Antes de que el elfo tuviera ocasión de responder, Wanderer continuó.

—Me contaron que huyó de la Ciudadela antes del ataque del dragón, pero nadie sabe adonde fue. Dicen que sufría una especie de locura, quizá la demencia que aqueja a los que son muy mayores. A mí no me pareció que estuviera enajenada cuando vi su espíritu. Parecía una prisionera.

Gilthas pensó para sus adentros que si Goldmoon no estaba loca, su hijo sí que lo estaba, con esa charla sobre espíritus y cuerpos sin enterrar. Aun así, la visión de Wanderer les había salvado la vida, y Gilthas no tenía nada que objetar al respecto. Se limitó a responder que ignoraba dónde se encontraba Goldmoon y si estaba viva o muerta. La pena lo embargó al pensar en su propia madre, muerta y sin enterrar en el fondo de un lago recién formado. Se apoderó de él un gran cansancio, un profundo aletargamiento. Ojalá pudiera quedarse tumbado durante días, con el sabor del agua fresca en sus labios. Sin embargo, tenía que pensar en los suyos. Resistiéndose a las advertencias de que permaneciera tendido en el suelo, Gilthas se levantó, tambaleándose.

—Intentamos llegar a Duntol —dijo.

—Habéis ido demasiado al sur —comentó Wanderer, que se incorporó también—. Encontraréis un oasis cerca de aquí. Allí tu gente puede descansar unos cuantos días y recobrar las fuerzas antes de que prosigáis el viaje. Enviaré a mis compañeros a Duntol a por comida y suministros.

—Tenemos dinero para pagarlo —empezó Gilthas, pero se tragó las palabras al ver ensombrecerse el gesto de Wanderer—. Encontraremos el modo de recompensaros —se corrigió sin convicción.

—Salid de nuestras tierras —reiteró, severo, Wanderer—. Con el dragón apoderándose de más territorio al norte, nuestros recursos ya son limitados tal como están las cosas.

—Es lo que nos proponemos hacer —aseguró débilmente Gilthas—. Como he dicho, viajamos hacia Silvanesti.

Wanderer lo observó largamente; pareció a punto de decir algo más, pero por lo visto lo pensó mejor y guardó silencio. Se volvió hacia sus compañeros y les habló en el lenguaje de la gente de las Llanuras. Gilthas se preguntó qué había estado a punto de decir Wanderer, pero su curiosidad se desvaneció al tener que concentrarse en la simple tarea de mantenerse de pie. Se alegró al ver que habían dado agua a su caballo.

Los dos compañeros de Wanderer salieron a galope. Wanderer se ofreció a acompañar a Gilthas.

—Os enseñaré cómo vestiros para proteger vuestra pálida piel del sol y manteneros aislados del calor —dijo—. Tenéis que viajar con el fresco de la noche y de madrugada, y dormir durante el día, cuando el sol pega más fuerte. Los míos cuidarán a los que están enfermos y os enseñarán cómo construir refugios para resguardaros del sol. Yo os guiaré hasta la calzada del Rey, por la que podréis seguir hacia Silvanesti. Tomaréis esa calzada y abandonaréis nuestra tierra y no regresaréis.

—¿Por qué sigues insistiendo en ese tema? —demandó Gilthas—. Sin ánimo de ofender, Wanderer, pero no imagino a nadie en su sano juicio que quiera vivir en un sitio como éste. Ni siquiera el Abismo sería más desolado y vacío.

Gilthas temió que su arranque hubiera encolerizado al Hombre de las Llanuras y se disponía a disculparse cuando escuchó lo que sonaba como una risita contenida sonando tras la tela que cubría el rostro del hombre. El elfo recordaba a Riverwind de forma vaga, cuando él y Goldmoon visitaban a sus padres largo tiempo atrás, pero de repente recordó vivamente al guerrero alto de rostro severo.

—El desierto tiene su propia belleza —contestó Wanderer—. Después de haber caído la lluvia, las flores renacen de golpe, perfumando el aire con su dulce fragancia. El rojo de la roca contra el cielo azul, el paso deslizante de las sombras de las nubes sobre la arena ondulada, los agitados remolinos de polvo y las plantas rodadoras empujadas por el viento, el intenso aroma a salvia. Echo de menos esas cosas cuando me encuentro lejos de ellas, del mismo modo que tú echas de menos el espeso dosel de hojas siempre goteantes, la constante lluvia, las hiedras que se enredan en los pies y el olor a verdín que obstruye los pulmones.

—Por lo visto el Abismo de un hombre es el paraíso de otro —dijo Gilthas, sonriendo—. Puedes quedarte con tu paraíso, Wanderer, y en buena hora. Yo me quedaré con mis árboles y mi agua fresca.

—Eso espero —contestó el hombre—, pero no lo daría por descontado.

—¿Por qué? —inquirió el elfo, alarmado—. ¿Qué es lo que sabes?

—Nada con certeza —respondió Wanderer, que comprobó algo en su caballo y después se volvió a mirar a Gilthas—. Dudaba si contártelo o no. Actualmente, los rumores vuelan al viento como las semillas de las ceibas.

—Y sin embargo, obviamente, has dado crédito a ese rumor —adujo Gilthas. Al no haber respuesta de Wanderer, añadió—. Nos proponemos ir a Silvanesti, sea lo que sea que haya pasado. Te aseguro que no tenemos intención de quedarnos en el desierto más de lo imprescindible; lo que tardemos en cruzarlo.

Wanderer desvió la vista hacia la columna de elfos, unos puntos de intenso color que habían florecido en la roca sin mediar la benéfica lluvia, portadora de vida.

—Según los rumores, Silvanesti ha caído en manos de los caballeros negros. —Wanderer volvió los oscuros ojos hacia Gilthas—. ¿No habíais oído nada de esto?

—No. No sabía nada.

—Querría poder darte más detalles, pero huelga decir que tu gente no confía en nosotros. ¿Crees que es verdad?

Mientras Gilthas sacudía firmemente la cabeza en un gesto negativo el alma se le cayó a los pies. Podría mostrarse seguro ante el hombre extraño y ante su pueblo, pero lo cierto es que no había tenido noticias de la reina silvanesti exiliada, Alhana Starbreeze, hacía muchas semanas, antes de la caída de Qualinost. Alhana había estado librando una lucha coordinada para entrar en Silvanesti, para destruir el escudo que lo rodeaba. Lo último que Gilthas sabía es que el escudo había caído y que ella y sus fuerzas se hallaban apostadas en la frontera, listas para entrar en su patria. Podría argüirse que a los mensajeros de Alhana no les resultaría fácil dar con él ya que había estado viajando, pero los montaraces silvanestis eran amigos de las águilas y los halcones, aves con vista muy penetrante. Si hubieran querido encontrarlo, lo habrían hecho, por lo que se deducía que Alhana no había enviado mensajeros, y tal vez eso lo explicaba.

Otra carga más que llevar sobre los hombros. Si era verdad, huían de un peligro para correr de cabeza hacia otro. Sin embargo, no podían quedarse en el desierto.

«Al menos, si he de morir, que sea bajo la sombra de un árbol», pensó el joven monarca, que se irguió en su montura.

—Te agradezco la información, Wanderer. Hombre prevenido vale por dos. Bien, no quiero retrasar más el comunicar a mi pueblo que la ayuda está en camino. ¿Cuántos días tardaremos en llegar a la calzada del Rey?

—Eso depende de vuestro coraje —contestó Wanderer. Gilthas no veía los labios del hombre a causa de los pliegues de tela que cubrían su cara, pero sí advirtió que los oscuros ojos adquirían la calidez de una sonrisa—. Si todos los tuyos son como tú, diría que no se tardaría gran cosa.

El joven monarca se sintió agradecido por el cumplido. Ojalá lo mereciera. Después de todo, lo que se interpretaba como coraje podría ser sólo agotamiento.

10 Entrar en la prisión

Gerard planeaba entrar en Solanthus a pie. Dejó al animal en el establo de una posada junto a la calzada, a unos cuatro kilómetros de la ciudad; el joven Richard le había recomendado ese establecimiento. Aprovechó para tomar una comida caliente (que era lo mejor que se podía decir de la pitanza) mientras se ponía al día de los chismes locales. Dijo que era mercenario y que tal vez hubiera trabajo para él en la gran ciudad.

De inmediato le informaron de cuanto necesitaba y más de lo que habría querido saber sobre la desastrosa derrota de los Caballeros de Solamnia y la toma de la ciudad por los Caballeros de Neraka. No había habido muchos viajeros desde la caída de Solanthus, varias semanas atrás, pero la posadera confiaba en que el negocio mejoraría a no tardar. Las noticias que llegaban de Solanthus indicaban que a los ciudadanos no se les estaba torturando ni asesinando a montones, como se había temido, sino que por el contrario se les trataba bien y se les animaba a continuar con sus tareas diarias como si nada hubiera pasado.

Oh, sí, claro que a unas cuantas personas se las había metido en prisión, pero seguramente se lo merecían. La cabecilla al mando de los caballeros, de la que se decía que era una chiquilla, no estaba cortando cabezas, sino predicando a la gente sobre el nuevo dios, que había acudido para cuidarlos. Incluso había llegado a dar la orden de limpiar y restaurar un antiguo templo de Paladine, que se dedicaría a ese nuevo dios. Iba por la ciudad curando a los enfermos y realizando milagros, y tenía prendada a la gente de Solanthus, que empezaba a adorarla.

Las rutas mercantiles entre Solanthus y Palanthas, largo tiempo cerradas, se habían vuelvo a abrir, lo que había sido motivo de felicidad para los mercaderes. En resumen, concluyó la posadera, que las cosas podían haber sido peor.

—Oí decir que había por aquí dragones malignos —comentó Gerard, que echó parte de la cerveza pasada en el jugo cuajado de la carne asada, único modo de hacer agradable al paladar ambas cosas—. Y lo que es peor. —Bajó el tono de voz—. ¡Me dijeron que los muertos caminaban por Solanthus!

La mujer resopló con desdén. Había oído algo respecto a eso, pero ella no había visto dragones y ningún fantasma había entrado en la posada pidiendo comida. Riendo su propio chiste, siguió con su trabajo de proporcionar una buena indigestión a otros incautos huéspedes y dejó a Gerard, que dio lo que le quedaba de la comida al perro de la posada mientras reflexionaba sobre lo que la mujer le había contado.

Sabía la verdad de lo ocurrido. Había visto a los Dragones Azules y Rojos sobrevolando la ciudad y había visto las almas de los muertos rodeando la muralla. Aún se le erizaba el pelo en la nuca cuando recordaba aquel ejército de ojos vacíos y bocas abiertas, manos traslúcidas y dedos que se tendían anhelantes hacia él a través del abismo de la muerte. No, aquello había sido real. Inexplicable, pero muy real.

Le sorprendió enterarse de que a los vecinos de Solanthus se los tratara tan bien, aunque no le extrañó que, al parecer, estuvieran prendados de Mina. Sólo había sostenido una breve conversación con la carismática cabecilla de los caballeros negros, pero aun así conservaba una imagen vivida de ella: podía ver los impasibles ojos ambarinos, oír el timbre de su voz, recordar cada palabra que había pronunciado. El hecho de que se diera tan excelente trato a los solanthinos, ¿facilitaría o dificultaría su tarea? Barajó argumentos en pro y en contra, y al final llegó a la conclusión de que el único modo de saberlo era ir allí y descubrirlo por sí mismo.

Pagó la comida y por la estancia del caballo en el establo, tras lo cual emprendió camino hacia Solanthus, a pie.


Tenía las murallas a la vista, pero no entró de inmediato. Se sentó en una arboleda, desde donde podía observar sin ser visto. Necesitaba obtener más información sobre la ciudad, y la necesitaba de cierto tipo de persona. Llevaba sentado allí unos treinta minutos cuando se abrió un portillo de las puertas principales y salieron lanzados varios cuerpos pequeños, como si los hubieran empujado por detrás.

La casualidad quiso que uno de ellos pasara muy cerca de donde estaba Gerard. Éste lo llamó, acompañando su llamada con un gesto amistoso, y el cuerpecillo, que pertenecía a un kender, se acercó al punto para charlar.

Recordándose que aquello lo hacía por una noble causa, Gerard se armó de valor, sonrió amistosamente al kender y lo invitó a sentarse.

—Tragacanto Copete Enredado —dijo el kender, a modo de presentación—. Caray, mira que eres feo —añadió alegremente mientras contemplaba, admirado, el rostro picado de viruela de Gerard y el rebelde cabello rubio panoja—. Probablemente eres uno de los humanos más feos que he visto en mi vida.

La Medida prometía que todos aquellos que hicieran el sacrificio supremo por bien de su país serían recompensados en el más allá. Gerard imaginó que esta experiencia en particular le habría hecho ganarse unos lujosos aposentos en algún palacio celestial. Respondió, prietos los dientes, que sabía que nunca ganaría el premio de la reina del baile de mayo.

—Y tienes unos ojos muy azules —observó Tragacanto—. Inquietantemente azules, si no te importa que lo diga. ¿Te gustaría ver lo que guardo en mis saquillos?

Antes de que Gerard tuviera tiempo de contestar, el kender volcó el contenido de varios saquillos y empezó a revolver alegremente entre las cosas desparramadas.

—Acabas de marcharte de Solanthus —dijo Gerard, que interrumpió a Tragacanto en mitad de una historia sobre cómo había conseguido un martillo que antaño perteneció a algún pobre hojalatero—. ¿Cómo están las cosas allí? He oído que los caballeros negros han tomado la ciudad.

El kender asintió con un vigoroso cabeceo.

—Es más o menos como siempre —contestó—. Los guardias rodeándonos y echándonos fuera. Sólo que ahora nos llevan más pronto a ese sitio que antes pertenecía a los Místicos y anteriormente era un templo a no sé qué dios. Llevaron a un grupo de Místicos de la Ciudadela de la Luz y hablaron con ellos. ¡Qué divertido fue verlo, vaya que sí! Una chica estaba frente a ellos, vestida como uno de los caballeros. Tenía unos ojos muy, muy raros. Más raros que los tuyos. Se plantó delante de los Místicos y les dijo todo sobre el dios Único, y les mostró a una hermosa dama metida en una caja de ámbar, y les contó que el Único ya había realizado un milagro y le había dado a la hermosa dama su juventud y belleza y que el Único iba realizar otro milagro y traer de vuelta a la vida a la hermosa dama.

»Los Místicos miraron fijamente a la hermosa dama y algunos de ellos empezaron a llorar. La chica les preguntó si querían saber más sobre ese dios Único, y a los que contestaron que sí los sacaron por un lado y a los que dijeron no, por otro, incluido un anciano al que llamaban Maestro de la Estrella, o algo así. Y entonces la chica vino hacia nosotros y nos hizo un montón de preguntas, y a continuación nos habló a todos sobre ese nuevo dios que había venido a Krynn. Y entonces nos preguntó si nos gustaría adorar a ese dios y servirle.

—¿Y qué dijiste? —inquirió Gerard, despierta la curiosidad.

—Vaya, pues que sí, por supuesto —contestó Tragacanto, sorprendido de que Gerard hubiese podido pensar otra cosa—. Habría sido descortés negarse, ¿no te parece? Puesto que ese nuevo dios se ha tomado tanto trabajo en venir hasta aquí y todo lo demás, lo normal es que hagamos todo lo posible por mostrarnos animosos.

—¿Y no crees que podría ser peligroso adorar a un dios del que no sabes nada?

—Oh, sé un montón sobre él —le aseguró Tragacanto—. Al menos, todo lo que parece importante. A ese dios le gustan mucho los kenders, según dijo la chica. Muchísimo. Tanto que está buscando a uno en particular. Si cualquiera de nosotros lo encontramos, se supone que tenemos que llevárselo a la chica y ella nos dará una gran recompensa. Todos prometimos que lo haríamos, y eso es lo que voy a hacer, encontrar a ese kender. ¿No lo habrás visto tú, por casualidad?

—Eres el primer kender que veo desde hace días —repuso Gerard, que para sus adentros pensó: «Y con suerte, el último»—. ¿Cómo os las arregláis para entrar en la ciudad sin...

—Se llama —le interrumpió Tragacanto, muy centrado en su misión—, El Tasslehoff Burrfoot, y él...

—¿Cómo? —exclamó Gerard, sorprendido—. ¿Qué has dicho?

—¿Cuándo? Está lo que dije sobre Solanthus y lo que dije de la chica y lo que dije sobre el nuevo dios...

—Del kender. Ese kender especial. ¿Dijiste que se llama Tasslehoff Burrfoot?

—El Tasslehoff Burrfoot —le corrigió Tragacanto—. Ese «El» es muy importante, porque no puede ser cualquiera de los Tasslehoff Burrfoot.

—No, supongo que no —admitió Gerard mientras recordaba al kender que había dado inicio a toda esta aventura al ingeniárselas para quedarse encerrado dentro de la Tumba de los Héroes, en Solace.

—Aunque, por si acaso —continuó Tragacanto—, se supone que tenemos que llevar a Sanction a cualquier Tasslehoff Burrfoot que encontremos, para que la chica lo vea.

—Querrás decir a Solanthus —comentó Gerard.

Tragacanto estaba absorto examinando con interés un trocito de cristal azul. Lo alzó y preguntó con ansiedad:

—¿Crees que es un zafiro?

—No, es un trozo roto de cristal azul. Has dicho que se supone que tenéis que llevar al tal Burrfoot a Sanction. Supongo que querías decir Solanthus. La chica y su ejército están en Solanthus, no en Sanction.

—¿Dije Sanction? —Tragacanto se rascó la cabeza. Tras pensar un momento, asintió—. Sí, dije Sanction, y es lo que quería decir. La chica nos contó que no iba a quedarse en Solanthus mucho tiempo. Ella y su ejército se dirigían a Sanction, donde el nuevo dios iba a instaurar un gran templo, y era en Sanction donde quería ver a Burrfoot.

«Eso responde a una de mis preguntas», pensó Gerard.

—Pues yo creo que sí es un zafiro —añadió Tragacanto, y metió el trozo de cristal en el saquillo.

—Conocí a un Tasslehoff Burrfoot —empezó, vacilante, Gerard.

—¿De veras? —Tragacanto se levantó de un brinco y empezó a brincar alrededor del hombre con excitación—. ¿Dónde está? ¿Cómo puedo encontrarlo?

—Hace mucho que no lo veo —adujo Gerard a la par que hacía señas al kender para que se tranquilizara—. Es sólo que me preguntaba qué hace que ese Burrfoot sea tan especial.

—Me parece que la chica no lo dijo, pero quizá me equivoque. Me temo que di una cabezada cuando hablaba de eso. La chica nos tuvo sentados mucho tiempo, y cuando uno de nosotros intentó levantarse para marcharse, un soldado nos apuntó con una espada, que no es tan divertido como podría parecer. ¿Qué me habías preguntado?

Gerard se armó de paciencia y repitió la pregunta.

Tragacanto frunció el entrecejo, una práctica comúnmente conocida como ayuda en el proceso mental, y después respondió:

—Lo único que recuerdo es que es muy especial para el dios Único. Si ves a ese Tasslehoff amigo tuyo, ¿te acordarás de decirle que el Único lo está buscando? Y por favor, menciona mi nombre.

—Lo prometo —le aseguró Gerard—. Y ahora, ¿podrías hacerme un favor? Pongamos que un tipo tiene buenas razones para no entrar en Solanthus por las puertas principales, ¿de qué otro modo podría meterse en la ciudad?

El kender observó sagazmente a Gerard.

—¿Un tipo más o menos de tu tamaño? —preguntó.

—Más o menos, sí —contestó Gerard, encogiéndose de hombros.

—¿Cuánto valdría esa información para un tipo más o menos de tu tamaño? —inquirió Tragacanto.

Había previsto algo así, y sacó una bolsita que contenía varios objetos interesantes y curiosos que había conseguido en la casa solariega de lord Ulrich.

—Elige lo que quieras —ofreció.

Lo lamentó de inmediato, ya que Tragacanto se sumió en una desesperante indecisión, titubeando, sin saber qué escoger del montón y, finalmente, dudó entre un abrojo de hierro con cuatro puntas y una vieja bota a la que le faltaba el tacón.

—Quédate con las dos cosas —dijo Gerard.

Impresionado por semejante generosidad, Tragacanto describió muchos sitios por los que uno podía colarse en Solanthus sin ser visto. Por desgracia, las descripciones del kender eran más confusas que útiles, ya que a menudo saltaba a explicar detalles sobre un lugar al que aún no se había referido o volvía atrás para corregir la información dada sobre otro descrito quince minutos antes.

Por fin, Gerard logró que el kender describiera cada sitio en detalle, un proceso desesperantemente lento y frustrante durante el que el caballero estuvo a punto de estrangular a Tragacanto. Finalmente, Gerard memorizó tres lugares: uno que consideraba el más adecuado a sus necesidades y los otros dos como opciones en reserva. El kender le hizo jurar por su pelo amarillo que nunca, nunca, revelaría a nadie la localización de esos sitios, y Gerard lo prometió, si bien se preguntó para sus adentros si Tragacanto habría prestado el mismo juramento, y su conclusión fue que era más que probable que sí.

Después llegó la parte más difícil. Tenía que librarse del kender, que a esas alturas había decidido que eran amigos íntimos, si no primos o tal vez hermanos. El leal Tragacanto estaba más que dispuesto a viajar con Gerard el resto de sus días. Gerard contestó que le parecía bien, que iba a quedarse por allí, holgazaneando durante bastante rato. Quizás incluso se echaría una siesta, pero que el kender podía esperar si quería.

Transcurrieron quince minutos, durante los cuales la impaciencia de Tragacanto fue creciendo y Gerard roncó con un ojo abierto para asegurarse de que no perdía nada de valor. Por fin, el kender fue incapaz de soportar más la tensión, guardó sus tesoros y se marchó, aunque volvió varias veces para recordarle a Gerard que si veía a El Tasslehoff Burrfoot tenía que mandarlo directamente al Único y mencionar que su amigo Tragacanto debía recibir la recompensa. Gerard se lo prometió y finalmente consiguió librarse del kender. Faltaban varias horas hasta que oscureciera, y mató el tiempo rumiando para qué querría Mina a Tasslehoff Burrfoot.

Dudaba mucho que la chica sintiera aprecio por los kenders. Probablemente lo que Mina buscaba era el ingenio mágico de viajar en el tiempo que Tas llevaba consigo.

«Lo que significa —razonó para sus adentros—, que si se puede encontrar al kender, deberíamos ser nosotros los que diéramos antes con él.»

Tomó nota mentalmente de avisar a los Caballeros de Solamnia de que estuvieran atentos a cualquier kender que dijera llamarse Tasslehoff Burrfoot y que retuvieran a ese kender para mantenerlo a salvo; y, sobre todo, que no permitieran que cayera en manos de los caballeros negros. Solucionado ese asunto, Gerard esperó a que llegara la noche.

11 La cárcel de los muertos

Gerard no tuvo ninguna dificultad para entrar sin ser visto en la ciudad. Aunque se encontró con su primera opción bloqueada —lo que demostraba que los caballeros negros se afanaban en tapar todos los «agujeros de ratón»—, todavía no habían dado con la segunda. Fiel a su promesa, Gerard nunca reveló la ubicación del lugar de entrada.

Las calles de Solanthus estaban oscuras y vacías. Según la posadera, se había impuesto toque de queda. Había patrullas recorriendo las calles, y Gerard se vio obligado a esconderse para eludirlas, ya fuera deslizándose en un oscuro portal o agachándose detrás de montones de basura en algún callejón.

Entre dar esquinazo a las patrullas y el escaso conocimiento de las calles, Gerard pasó más de dos horas deambulando por la ciudad antes de que lograra localizar finalmente lo que buscaba: los muros de la prisión.

Se metió en un portal desde donde observó el edificio mientras se preguntaba cómo se las iba a ingeniar para colarse dentro. Éste había sido el punto flaco de su plan desde el principio. Introducirse a escondidas en una prisión estaba resultando ser tan difícil como escapar de ella.

Una patrulla entró en el patio del edificio escoltando a varios violadores del toque de queda. Gerard se enteró, al oír el informe del guardia, que se habían cerrado todas las tabernas por orden de los caballeros negros. El propietario de uno de esos establecimientos, en un intento de reducir las pérdidas, había abierto sus puertas en secreto a unos pocos clientes habituales, y ahora iban a encarcelar tanto al dueño como a los parroquianos.

Uno de los detenidos cantaba a voz en cuello. El tabernero se estrujaba las manos y exigía saber cómo esperaban que mantuviera a su familia si le quitaban el medio de ganarse la vida. Otro detenido estaba mareado en el suelo. La patrulla quería librarse de su pesada tarea lo antes posible, y golpeaban la puerta llamando a voces al carcelero.

Éste llegó, pero no parecía complacido. Protestó porque las celdas estaban abarrotadas y no le quedaba sitio para más gente. Mientras la patrulla y él discutían, Gerard abandonó sigilosamente su escondite, cruzó rápidamente la calle y se situó al final del grupo de detenidos.

Se echó hacia adelante la capucha, hundió los hombros y se pegó lo más posible a los demás. Uno de los detenidos le echó una ojeada y parpadeó. Gerard contuvo la respiración, pero tras observarle un momento, el hombre esbozó una mueca ebria, apoyó la cabeza en el hombro de Gerard y rompió a llorar.

El jefe de la patrulla amenazó con marcharse y dejar a los prisioneros en la calle, añadiendo que por supuesto pasaría un informe a sus superiores sobre esa obstrucción a su cometido. Acobardado, el carcelero abrió la puerta de la cárcel y llamó a gritos a los guardias del recinto. Pasada la responsabilidad de los detenidos a otros, la patrulla se alejó.

Los guardias condujeron a Gerard y a los otros detenidos al pabellón de celdas.

En el momento que el carcelero apareció, los prisioneros empezaron a gritar, pero el hombre no les hizo caso. Tras meter a empujones a los nuevos detenidos en cualquier celda en la que cupieran, el carcelero y los guardias se marcharon a toda prisa.

La celda en la que metieron a Gerard estaba tan abarrotada que el caballero no se atrevió a sentarse en el suelo por miedo a que lo pisotearan. Las otras celdas presentaban las mismas condiciones, unas repletas de hombres y otras de mujeres, y todos ellos clamando a voces que los pusieran en libertad. El hedor a cuerpos sin asear, a vómitos y a desechos resultaba insoportable. Gerard sufrió una arcada y se tapó la boca y la nariz con la mano en un intento desesperado de filtrar el mal olor con los dedos, pero su estratagema no tuvo éxito.

El caballero se abrió paso a empujones entre la masa de cuerpos, en dirección a la parte posterior de la celda, lo más lejos posible del rebosante cubo de excrementos. Había temido que sus ropas pudieran parecer demasiado limpias para lo que planeaba, pero ya no tenía que preocuparse por ese detalle. Unas cuantas horas allí, y la peste le se quedaría agarrada hasta el punto de que temió que nunca se libraría de ella. Tras un breve espacio de tiempo convenciéndose de que no iba a vomitar, reparó en que la celda contigua —una grande y espaciosa— parecía estar vacía.

Dio con el codo en las costillas a un compañero de celda y señaló con el pulgar en aquella dirección.

—¿Por qué no nos meten a unos cuantos ahí? —preguntó.

—Puedes meterte si quieres —repuso el prisionero con una mirada sombría—. Yo me quedo aquí.

—Pero está vacía —protestó Gerard.

—No, no lo está. Lo que pasa es que no se los ve. Y me alegro de ello. —El hombre torció el gesto—. Bastante es verlos a la luz del día.

—¿Y qué son? —preguntó Gerard con curiosidad.

—Hechiceros —gruñó el hombre—. Al menos es lo que eran. No estoy seguro de lo que son ahora.

—¿Por qué? ¿Qué les pasa?

—Ya lo verás —pronosticó adustamente el hombre—. Y ahora, si no te importa, déjame dormir.

Se acuclilló en el suelo y cerró los ojos. Gerard pensó que también debería intentar descansar, aunque supuso que le sería imposible.

Se quedó gratamente sorprendido al despertarse unas cuantas horas después y ver que la luz del día bregaba por penetrar a través de las troneras. Se frotó los párpados para ahuyentar el sueño y miró con interés a los ocupantes de la celda contigua, preguntándose qué hacía tan formidables a aquellos hechiceros.

Sobresaltado, Gerard apretó el rostro contra los barrotes que separaban las dos celdas.

—¿Palin? —llamó en voz baja—. ¿Eres tú?

Sinceramente, no estaba seguro. El mago parecía Palin, pero si lo era, el habitualmente pulcro mago no se había bañado ni afeitado ni peinado ni se había ocupado de su aspecto durante semanas. Estaba sentado en un camastro mirando al vacío, los ojos ausentes, su rostro carente de expresión.

Otro mago se sentaba en un segundo catre. Este era elfo, tan escuálido que podría haber pasado por un cadáver. Tenía el cabello oscuro, algo poco habitual en los elfos, que solían ser rubios, y su piel tenía el matiz de un hueso descolorido. Vestía una túnica que tal vez hubiera sido negra en algún momento, pero que la suciedad y el polvo habían vuelto gris. El elfo permanecía tan inmóvil e inánime como Palin, con el mismo gesto carente de expresión.

Gerard llamó a Palin por su nombre otra vez, y en esta ocasión subiendo un poco el tono de voz para que le oyera por encima de las toses, los carraspeos, los gritos y las protestas de sus compañeros de celda. Estaba a punto de llamarlo una vez más cuando lo distrajo el cosquilleo de un roce en el cuello.

—Malditas pulgas —rezongó mientras daba un cachete al insecto.

El mago levantó la cabeza y miró.

—¡Palin! ¿Qué haces aquí? ¿Qué te ha pasado? ¿Estás herido? ¡Maldita sean las pulgas! —Gerard se frotó el cuello con energía y se rascó metiendo la mano entre la ropa.

Palin miró a Gerard con gesto ausente durante largos instantes, como si esperara que hiciera algo o dijera algo más. Cuando el caballero se limitó a repetir las preguntas que había hecho antes, el mago apartó los ojos y de nuevo miró al vacío.

Gerard lo intentó varias veces más, pero finalmente se dio por vencido y se concentró en librarse de los irritantes insectos. Lo consiguió por fin, o eso supuso, ya que la sensación de picor y cosquilleo cesó.

—¿Qué les ha pasado a esos dos? —preguntó a su compañero de celda.

—No sé —respondió el hombre—. Ya estaban así cuando me trajeron aquí, y de eso hace tres días. Viene alguien a diario, les da comida y agua y se encarga de que se lo tomen. Se pasan así todo el día. Le ponen a uno los pelos de punta, ¿eh?

«Sí —pensó Gerard—, ya lo creo que sí.» Se preguntó qué le habría ocurrido a Palin. Al fijarse en unas manchas en la túnica que parecían sangre seca, el caballero llegó a la conclusión de que al mago lo habían torturado y golpeado tanto que había perdido la razón. Sintió una gran pena por él y, mientras se rascaba de manera automática el cuello, se dio media vuelta. Ya no podía hacer nada por Palin, pero si todo salía como planeaba, tal vez sí estaría en su mano hacer algo en el futuro.

Se puso en cuclillas, a buena distancia del repugnante jergón de paja. No cabía duda de que era allí donde había cogido las pulgas.


—Bueno, ha sido una pérdida de tiempo —hizo notar Dalamar.

El espíritu del elfo permanecía próximo al único ventanuco de la celda. Incluso en aquel mundo en penumbra en el que se veía obligado a habitar —ni vivo ni muerto—, tenía la sensación de ahogarse entre los muros de piedra, y hallaba cierto alivio al imaginar que respiraba aire fresco.

—¿Qué intentabas conseguir con eso? —preguntó—. Doy por sentado que no estabas dándote el capricho de gastarle una broma.

—No, no era una broma —repuso quedamente el espíritu de Palin—. Si quieres saberlo, esperaba ser capaz de ponerme en contacto con ese hombre, de comunicarme con él.

—¡Bah! —resopló Dalamar con desdén—. Pensaba que tenías más sentido común. No le importamos nada. A ninguno de ellos. Y, por cierto, ¿quién es?

—Se llama Gerard y es un Caballero de Solamnia. Lo conocí en Qualinesti. Éramos amigos... bueno, amigos, tal vez no. No creo que le fuera simpático. Ya sabes lo que los solámnicos piensan de los magos, y he de admitir que tampoco mi comportamiento me hacía ser una agradable compañía. Aun así —Palin recordó lo que era soltar un suspiro—, pensé que quizá sería capaz de comunicarme con él, igual que pudo hacerlo mi padre conmigo.

—Tu padre te quería y tenía algo importante que decirte —adujo Dalamar—. Además, Caramon estaba realmente muerto. Nosotros, no, o eso supongo. Tal vez eso tenga algo que ver. En cualquier caso, ¿qué esperabas que pudiera hacer por ti?

Palin guardó silencio.

—Oh, vamos —insistió Dalamar—. No estamos precisamente en una situación para andarnos con secretos.

«Si tal cosa es cierta —pensó Palin—, entonces ¿qué haces tú en esos solitarios paseos? Porque no irás a decirme que te quedas bajo los pinos para disfrutar de la naturaleza. ¿Adónde vas y por qué?»

Durante bastante tiempo después de haberles hecho volver de la muerte, los espíritus de ambos hechiceros habían estado unidos a los cuerpos que antaño habitaron, del mismo modo que un prisionero está encadenado a una pared. Dalamar, impaciente, buscando un modo de volver a la vida, fue el primero en descubrir que esos vínculos eran resultado de su propia dependencia, que los creaban ellos mismos. Tal vez debido a no estar totalmente muertos, sus espíritus no eran esclavos de Takhisis, como ocurrió con las almas atrapadas en el río de los muertos. Dalamar había sido capaz de cortar el nexo que unía cuerpo y alma. Su espíritu abandonó su prisión, salió de Solanthus, o eso le contó a Palin, si bien no explicó adonde había ido. Con todo, a pesar de que podía marcharse, el mago siempre se veía forzado a regresar.

Sus almas tendían a ser tan celosas de sus cuerpos como cualquier mísero con el cofre que guarda sus riquezas. Palin había intentado aventurarse en el lóbrego mundo de las otras almas prisioneras, pero en todo momento lo estuvo asaltando el miedo de que a su cuerpo le ocurriera algo durante su ausencia. Regresó para encontrarse con que seguía sentado en el mismo sitio, mirando al vacío. Sabía que debería sentirse agradecido, y una parte de sí mismo lo estaba, pero otra parte lo que experimentaba era una amarga decepción. Después de esa experiencia, no volvió a abandonar su cuerpo. No podía unirse a las almas de los muertos, que ni lo veían ni le oían. Y no le gustaba encontrarse cerca de los vivos por la misma razón.

Dalamar se ausentaba de su cuerpo con frecuencia, aunque no durante mucho tiempo. Palin estaba convencido de que Dalamar se reunía con Mina para intentar llegar a un acuerdo con ella para que le devolviera la vida. No podía probarlo, pero tenía la certeza absoluta de que era así.

—Si quieres saberlo, esperaba persuadir a Gerard de que me matara —dijo.

—No funcionaría —comentó Dalamar—. ¿Acaso crees que no me lo he planteado ya?

—Podría funcionar —insistió Palin—. El cuerpo vive. Las heridas que recibimos se han curado. Matar de nuevo el cuerpo podría cortar el cordón que nos ata.

—Y Takhisis nos haría volver de nuevo a esta parodia de vida. ¿No te has preguntado la razón? ¿Por qué quiere nuestra reina que se nos alimente y se nos cuide como en tiempos el shalafi alimentó y cuidó a esos pobres desdichados a los que llamó Engendros Vivientes? Somos su experimento, como lo eran ellos del shalafi. Llegará el momento en que decida si su experimento ha funcionado o no. Lo decidirá ella, no nosotros. ¿Crees que no lo he intentado?

Esto último lo dijo en un tono amargo que le confirmó a Palin sus sospechas.

—Para empezar, Takhisis no es mi reina, así que no me incluyas en tus ideas. En segundo lugar, ¿qué quieres decir con lo de «experimento»? Es obvio que nos retiene cerca para utilizar el ingenio mágico de viajar en el tiempo, si es que consigue apoderarse de él.

—Al principio fue así —convino Dalamar—, pero ahora, a la vista de que lo hemos hecho tan bien, que hemos tenido tan buen desarrollo por decirlo de algún modo, empieza a barajas otras ideas. ¿Por qué malgastar carne y hueso dejándolos que se pudran en la tierra cuando se los puede animar y sacarles partido? Ya cuenta con un ejército de espíritus, y planea incrementar sus fuerzas creando otro ejército de cadáveres que lo secunde.

—Pareces muy seguro.

—Lo estoy. Puede decirse que lo sé de buena tinta.

—Razón de más para que acabemos con esto —manifestó firmemente Palin—. Yo...

El espíritu de Dalamar hizo un brusco movimiento y se desplazó rápidamente cerca de su cuerpo.

—Vamos a tener visita —advirtió.

Unos guardias entraron en las celdas tirando de varios kenders que iban atados unos a otros con una cuerda a la cintura. Los guardias avanzaron con los kenders en medio del clamoroso regocijo de los otros prisioneros. De repente cesaron las mofas y los insultos y un profundo silencio se adueñó de la prisión.

Mina caminó a lo largo de la hilera de celdas sin mirar a izquierda ni a derecha, sin interesarse en los que se encontraban al otro lado de los barrotes. Algunos prisioneros la miraron con miedo, otros se apartaron, unos cuantos alargaron las manos hacia ella en una muda súplica. La chica hizo caso omiso de todos.

Se detuvo frente a la celda en la que estaban encerrados los dos cuerpos de los hechiceros, agarró la cuerda y tiró de ella para que los kenders se adelantaran.

—Todos afirman ser Tasslehoff Burrfoot —dijo, hablándoles a los cuerpos de los hechiceros—. ¿Es alguno de ellos el kender que busco? ¿Alguno de vosotros dos lo reconoce?

El cuerpo de Dalamar respondió sacudiendo la cabeza.

—¿Y tú, Palin Majere? —preguntó Mina—. ¿Reconoces a alguno de estos kenders?

Palin sabía a simple vista que ninguno de ellos era Tasslehoff, pero se negó a contestar. Si Mina pensaba que tenía al kender, que perdiera el tiempo descubriendo que no era así. Se quedó sentado, sin hacer nada.

A Mina no le gustó su alarde de desafío.

—Respóndeme —ordenó—. ¿Ves la luz brillante, los reinos de más allá?

Palin los veía. Eran su constante esperanza, su constante tormento.

—Si aspiras a la libertad, a alcanzar el deseo de tu alma de abandonar este mundo, me responderás.

Al no obtener contestación alguna, asió el medallón que llevaba al cuello.

—¡Díselo! —siseó Dalamar—. ¿Qué mas da? Un simple registro a los kenders dejará claro que no tienen el ingenio. Guárdate esa actitud desafiante para algo realmente importante.

El cuerpo de Palin sacudió la cabeza.

Mina soltó el medallón. Se hizo salir a los kenders, que protestaban afirmando que también eran El Tasslehoff Burrfoot.

Mientras los veía partir, Palin se preguntó cómo se las habría arreglado Tasslehoff, el verdadero Tasslehoff, para evitar su captura durante tanto tiempo. La frustración de Mina y su dios iba aumentando más y más.

Tasslehoff y su ingenio eran las chinches que impedían que la reina durmiera bien de noche. Saber que era vulnerable debía de ser una picazón constante, ya que, por muy poderosa que se hiciera, el kender se encontraba allí, donde y cuando no debería estar.

Si le ocurría algo —¿y qué kender había llegado a viejo?— los grandes planes de su Oscura Majestad se malograrían, acabarían en nada. La idea podría ser reconfortante salvo por el hecho de que Krynn y sus habitantes también acabarían igual.

—Razón de más para seguir vivos —adujo Dalamar con vehemencia, leyendo los pensamientos de Palin—. Una vez te unas a ese río de muertos, te hundirás y estarás para siempre a merced de la corriente, como lo están esas pobre almas que lo forman. Todavía conservamos un atisbo de voluntad propia, como acabas de comprobar. Ése es el fallo del experimento, el fallo que Takhisis no ha corregido todavía. Nunca le ha gustado la idea de libertad, lo sabes. Nuestra capacidad de pensar y actuar por nosotros mismos ha sido siempre su mayor enemigo. A menos que encuentre un modo de privarnos de ello, hemos de aferramos a nuestra fuerza, conservarla como sea. Se presentará nuestra oportunidad, y tenemos que estar preparados para no dejarla escapar.

«¿Nuestra oportunidad o la tuya?», se preguntó Palin. La actitud de Dalamar le hacía gracia y le enfurecía por igual, y, pensándolo bien, la suya le hacía sentirse completamente avergonzado de sí mismo.

«Me he quedado sentado sin hacer nada, compadeciéndome, como siempre, mientras que mi ambicioso e interesado colega se ha estado moviendo y haciendo algo. Se acabó. Seré tan egoísta, tan ambicioso, como dos Dalamar juntos. Puede que esté perdido en un país extraño, atado de pies y manos, en el que nadie habla mi idioma y todos son sordomudos, y ciegos para rematar. Aun así, de algún modo, encontraré a alguien que me vea, que me oiga, que me entienda.»

—Tu experimento fracasará, Takhisis —juró Palin.

El propio experimento se encargaría de ello.

12 En presencia del dios

El día que Gerard pasó en la cárcel fue el peor de su vida. Había confiado en acostumbrarse al hedor, pero le resultó imposible, y se sorprendió a sí mismo preguntándose si realmente valía la pena respirar. Los guardias echaron comida dentro de la celda y trajeron cubos de agua para beber, pero el agua sabía tan mal como olía y tuvo una arcada al tragarla. Le produjo una lúgubre complacencia advertir que el carcelero diurno, que no parecía muy inteligente, se mostraba —si tal cosa era posible— más nervioso y confuso que el de la noche.

A última hora de la tarde, Gerard empezó a pensar que había calculado mal, que su plan no era tan bueno como había pensado y que tenía todas las probabilidades de pasarse el resto de la vida en ese agujero. Le había cogido de sorpresa la visita de Mina a las celdas acompañando a los kenders. Era la última persona que deseaba ver. Mantuvo el rostro oculto, quedándose agachado en el suelo hasta que la chica se marchó.

Tras unas pocas horas, cuando parecía que no iba a aparecer nadie más, Gerard empezó a poner en tela de juicio su misión. ¿Y si no acudía nadie? Estaba pensando que no era ni de lejos tan listo como creía, cuando oyó un ruido que levantó inmensamente su ánimo: el golpeteo del acero, el tableteo de una espada.

Los guardias de la cárcel portaban garrotes, no espadas. Gerard se levantó de un brinco. Dos miembros de los Caballeros de Neraka entraron en el corredor de las celdas. Llevaban los cascos con la visera bajada (seguramente para protegerse del olor), corazas sobre los jubones, pantalones de cuero y botas. Las espadas iban envainadas, pero sus manos reposaban sobre las empuñaduras.

De inmediato se alzo un clamor entre los prisioneros, algunos demandando ser puestos en libertad, otros suplicando poder hablar con alguien sobre el terrible error que se había cometido. Los caballeros negros no les hicieron caso. Se encaminaron hacia la celda donde los dos magos permanecían sentados, mirando a las paredes, ajenos al alboroto.

Gerard se abalanzó hacia adelante y consiguió meter el brazo entre los barrotes y agarrar la manga de uno de los caballeros negros. El hombre se giró bruscamente. Su compañero desenvainó la espada, y si Gerard no hubiera apartado la mano quizá la habría perdido.

—¡Capitán Samuval! —gritó—. ¡Tengo que ver al capitán Samuval!

Los ojos del caballero eran destellos de luz en las sombras del yelmo. Alzó el visor para ver mejor a Gerard.

—¿Cómo es que conoces al capitán Samuval? —demandó.

—¡Soy uno de vosotros! —dijo desesperadamente Gerard—. Los solámnicos me capturaron y me encerraron aquí. He intentado convencer a esos dos zoquetes que se encargan de la prisión de que me liberen, pero no me han hecho caso. Tú trae al capitán aquí, ¿vale? Él me reconocerá.

El caballero miró fijamente a Gerard un instante más antes de cerrar el visor con un gesto brusco, y siguió caminando hacia la celda de los magos. Gerard no tenía más remedio que esperar que el hombre se lo dijera a alguien, que no lo dejaran allí para morir entre porquería.

Los caballeros negros escoltaron a Palin y a su compañero fuera del pabellón de celdas. Los prisioneros se echaron hacia atrás cuando los magos pasaron ante ellos; no querían tener nada que ver con hechiceros. Los magos estuvieron ausentes más de una hora, tiempo que Gerard empleó en preguntarse una y otra vez si el caballero se lo diría a alguien. Con suerte, el nombre del capitán Samuval lo empujaría a la acción.

El golpeteo de espadas anunció el regreso de los caballeros, que dejaron a los catatónicos hechiceros de vuelta en los camastros. Gerard se apresuró a acercarse a los barrotes para intentar hablar de nuevo con el caballero negro. Los prisioneros aporreaban los barrotes y gritaban llamando a los guardias cuando el alboroto cesó de repente, algunos interrumpiendo sus gritos tan bruscamente que se atragantaron.

Un minotauro entró en el corredor de las celdas. El hombre-bestia, cuyo rostro de toro resultaba aún más feroz a causa de los ojos inteligentes que observaban entre la masa de pelambre marrón, era tan alto que tenía que caminar con la cabeza inclinada para no rozar el techo con los afilados cuernos. Llevaba un arnés de cuero que dejaba al aire su torso musculoso e iba armado hasta los dientes, entre otras cosas llevaba una pesada espada que Gerard dudaba de ser capaz de levantar con las dos manos. Imaginó acertadamente que el minotauro venía a verlo, y no supo si preocuparse o sentirse agradecido.

Al acercarse el minotauro a la celda, los otros prisioneros forcejearon para ver quién podía llegar más deprisa a la parte posterior, y Gerard se quedó con toda la parte delantera para él. Intentó desesperadamente recordar el nombre del minotauro, pero sin éxito.

—Menos mal, señor —dijo, arreglándoselas para salir del paso—. Empezaba a pensar que me pudriría aquí. ¿Dónde está el capitán Samuval?

—Está donde tiene que estar —retumbó el minotauro. Sus ojos pequeños y bovinos se clavaron en Gerard—. ¿Para qué lo quieres?

—Para que responda por mí. Me recordará, estoy seguro. Quizá también me recordéis vos, señor. Estaba en vuestro campamento justo antes del ataque a Solanthus. Tenía una prisionera, una Dama de Solamnia.

—Lo recuerdo —dijo el minotauro, estrechando los ojos—. La solámnica escapó. Tuvo ayuda. La tuya.

—¡No, señor, no! —protestó Gerard, indignado—. ¡Os equivocáis! Quienquiera que la ayudara, no fui yo. Cuando supe que se había escapado, fui en su persecución. La alcancé, pero ya estábamos cerca de las líneas solámnicas. Gritó, y antes de que tuviera tiempo de acallarla —se llevó la mano al cuello—, sus compañeros acudieron a su rescate. Me cogieron prisionero, y estoy encarcelado desde entonces.

—Tras la batalla, los nuestros comprobaron si había algún caballero prisionero —apuntó el minotauro.

—Intenté decírselo —protestó Gerard, ofendido—. ¡Lo he estado diciendo desde entonces! ¡Nadie me cree!

El minotauro no respondió y se limitó a mirarlo fijamente. Gerard no podía saber qué pensaba el hombre-bestia bajo esos cuernos.

—Mirad, señor —continuó exasperado—, ¿iba a estar en este apestoso agujero si mi historia no fuera cierta?

El minotauro siguió mirando un instante más a Gerard. Después se dio media vuelta y se dirigió al fondo del corredor para conferenciar con el carcelero. Gerard vio que el hombre lo observaba, luego sacudía la cabeza y levantaba las manos en un gesto de impotencia.

—Déjalo salir —ordenó el minotauro.

El carcelero obedeció con presteza. Metió la llave en la cerradura y abrió la puerta de la celda. Gerard salió acompañado de un coro de maldiciones y amenazas de sus compañeros de prisión. Le daba igual. En ese momento, habría sido capaz de abrazar al minotauro, pero pensó que su reacción debía ser de indignación, no de alivio. Soltó a su vez unas cuantas maldiciones y lanzó una mirada fulminante al carcelero.

El minotauro plantó una pesada mano sobre el hombro de Gerard. Y no era en un gesto amistoso. Las uñas se clavaron dolorosamente en su carne.

—Te llevaré ante Mina —le dijo el minotauro.

—Quiero presentar mis respetos a la Señora de la Noche —contestó Gerard—, pero no puedo aparecer así ante ella. Dadme un rato para que me asee y encuentre algo de ropa decente...

—Te verá como estás —replicó el minotauro, que añadió como si se le acabara de ocurrir—. Nos ve a todos como somos.

Siendo precisamente eso lo que temía, Gerard no tenía ni pizca de ganas de entrevistarse con Mina. Había esperado recuperar su equipo de caballero (conocía el almacén donde los solámnicos lo habían escondido), mezclarse con la multitud y quedarse por los barracones, con los otros caballeros y soldados, enterarse de los últimos chismes, descubrir quién había dado órdenes para hacer qué, y después marcharse para presentar un informe.

Sin embargo, la cosa no tenía remedio. El minotauro (que se llamaba Galdar, recordó finalmente Gerard) lo condujo fuera de la cárcel. Gerard echó una última ojeada a Palin cuando salía. El mago no se había movido.

Sacudió la cabeza mientras un escalofrío lo recorría de pies a cabeza, y acompañó al minotauro por las calles de Solanthus.

Si había alguien que supiera los planes de Mina, ése era Galdar. Sin embargo, el minotauro no era un tipo parlanchín. Gerard mencionó Sanction un par de veces, pero el minotauro se limitó a responderle con una fría mirada. Gerard se dio por vencido y se concentró en observar la vida que se llevaba en la ciudad. Había gente en las calles ocupándose de sus cosas diarias, pero lo hacían de un modo apresurado, temeroso, manteniendo las cabezas gachas, eludiendo los ojos de las numerosas patrullas.

Todas las tabernas estaban clausuradas, las puertas selladas ceremoniosamente con una banda de tela negra extendida de lado a lado. Gerard conocía el dicho de que el valor se encuentra en el fondo de una jarra de aguardiente enano y suponía que ése era el motivo del cierre de tales establecimientos. La banda de tela negra también aparecía extendida sobre las puertas de otros negocios, en particular las tiendas de artículos de magia y en las que se vendían armas.

Poco después tuvieron a la vista el Gran Salón donde habían procesado a Gerard. Los recuerdos se agolparon impetuosos en su mente, en particular los relacionados con Odila. Era su mejor amiga; en realidad, su única amiga, ya que no era de los que hacían amistades fácilmente. Ahora lamentaba no haberse despedido de ella y, al menos, haberle dado alguna pista de lo que planeaba hacer.

Galdar pasó delante del Gran Salón y dejó atrás el edificio, que bullía de soldados y caballeros ya que al parecer se había destinado a acuartelamiento. Gerard creía que se detendrían allí, pero el minotauro lo condujo hacia los antiguos templos que se alzaban cerca del otro edificio.

Dichos templos habían estado dedicados anteriormente a los dioses más venerados por los caballeros: Paladine y Kiri-Jolith. El templo de Kiri-Jolith era el más antiguo de los dos y ligeramente más grande, ya que los solámnicos lo consideraban su patrón. El de Paladine, construido con mármol blanco, llamaba la atención por su diseño sencillo pero elegante. Cuatro columnas adornaban la fachada, y los escalones de mármol, de ángulos redondeados para darles apariencia de olas, descendían suavemente desde el pórtico.

Los dos templos estaban unidos por un patio y una rosaleda donde crecían rosas blancas, el símbolo de la caballería. Aun después de la marcha de los dioses y, posteriormente, de los clérigos, los solámnicos habían conservado los templos en buen estado y cuidado las rosaledas. Los templos los habían utilizado para el estudio o la meditación. Los ciudadanos de Solanthus encontraban en ellos un remanso de paz y tranquilidad y a menudo se los veía entrar con sus familias.

«No es de sorprender que el tal Único los contemple con ojos codiciosos —se dijo Gerard para sus adentros—. Me instalaría en ellos en un visto y no visto si me encontrara vagando por el universo en busca de un hogar.»

Un gran número de ciudadanos se había congregado ante las puertas del templo de Paladine, que estaban cerradas, y la multitud parecía esperar que se permitiera su acceso al interior.

—¿Qué ocurre, señor? —preguntó Gerard—. ¿Qué hace toda esa gente aquí? No parece que amenacen con atacar, ¿verdad?

Una leve sonrisa asomó al hocico del minotauro, que casi soltó una risita.

—Esta gente ha acudido para oír hablar del Único. Mina se dirige a la multitud todos los días con ese propósito. Sana a los enfermos y realiza otros milagros. Verás a muchos residentes de Solanthus rindiendo culto en el templo.

Gerard no supo qué decir a ese comentario. Cualquier cosa que se le ocurriera sólo lo metería en problemas, de modo que mantuvo la boca cerrada. Atravesaban la rosaleda cuando un fuerte destello de la luz del sol al reflejarse en ámbar atrajo su mirada. Parpadeó, abrió los ojos con sorpresa y se frenó tan bruscamente que Galdar, irritado, casi le arrancó el brazo de un tirón.

—¡Esperad! —gritó Gerard, consternado—. Es sólo un momento. ¿Qué es eso? —Señaló.

—El sarcófago de Goldmoon —contestó Galdar—. Antaño era la cabeza de los Místicos de la Ciudadela de la Luz. También era madre de Mina. Madre adoptiva —se sintió obligado a añadir—. Era una mujer muy, muy vieja. Más de noventa años, según dicen. Mírala, es joven y hermosa de nuevo. Así es como el Único otorga su favor a los leales.

—De mucho le va a servir, estando muerta —masculló entre dientes Gerard, que al mirar el cuerpo aprisionado en ámbar se le puso el corazón en un puño.

Recordaba perfectamente a Goldmoon, su hermoso cabello dorado que parecía tejido con rayos de luna. Recordaba su semblante de gesto firme y compasivo; y perdido, aunque sin abandonar la búsqueda. No obstante, en aquel cadáver no veía a la Goldmoon que había conocido. El rostro bajo el ámbar era el de nadie, el de cualquiera. El cabello rubio plateado tenía un tono ambarino, al igual que sus ropajes blancos. Estaba atrapada en la resina del mismo modo que el resto de los insectos.

—Se le otorgará de nuevo la vida —dijo Galdar—. El Único ha prometido realizar un gran milagro.

Gerard percibió un timbre extraño en la voz del minotauro y miró, sobresaltado, a Galdar. ¿Desaprobador? Resultaba difícil de creer. Aun así, recordando lo que sabía sobre los minotauros, a los que siempre se había descrito como devotos seguidores de su anterior dios, Sargonnas, que también era un minotauro, pensó que quizá Galdar empezaba a albergar dudas sobre ese dios Único. Gerard tomó nota de ello con la corazonada de que podría serle de utilidad más adelante.

El minotauro le dio un empujón y Gerard no tuvo más remedio que seguir caminando. Volvió la cabeza para echar otra mirada al sarcófago. Muchos ciudadanos rodeaban el féretro de ámbar y contemplaban boquiabiertos el cuerpo que guardaba al tiempo que suspiraban o dejaban escapar exclamaciones de sorpresa. Algunos rezaban arrodillados. Gerard siguió girando la cabeza hacia atrás sin mirar por dónde pisaba, y tropezó con la escalera del templo. Galdar le gruñó, y Gerard comprendió que más le valía ocuparse de sus asuntos o acabaría en otro ataúd. Y no creía que el Único realizara un milagro con él.

Las puertas del templo se abrieron para dar paso a Galdar y al caballero y después se cerraron tras ellos para desilusión de los que aguardaban fuera.

—¡Mina! ¡Mina! ¡Mina! —clamaron su nombre.

El interior del templo estaba en penumbra y la temperatura era fresca. La pálida luz del sol, que parecía tener que pugnar para brillar a través de las cristaleras de colores, creaba tenues dibujos de desvaídos matices azules, blancos, verdes y rojos en el suelo, entrecruzados de trazos negros. Se había cubierto el altar con un paño de terciopelo blanco, y ante él había una persona arrodillada. El sonido de pisadas en la quietud del templo hizo que la chica levantara la cabeza y mirara hacia atrás.

—Siento interrumpir tus rezos, Mina —se disculpó Galdar en un tono apagado que resonó lúgubremente en el silencioso templo—, pero es un asunto importante. Encontré a este hombre en una celda de la prisión. Quizá le recuerdes. Él...

—Sir Gerard —dijo Mina, que se incorporó y se apartó del altar avanzando por el pasillo central—. Gerard Uth Mondor. Nos trajiste a la joven Dama de Solamnia, de nombre Odila. Escapó.

Gerard tenía preparada la historia que iba a contar, pero la lengua se le quedó pegada al paladar. Ni por un momento había pensado que olvidaría aquellos ojos ambarinos, pero sí había olvidado la poderosa fascinación que ejercían sobre cualquier persona que quedara atrapada en sus profundidades. Tuvo la sensación de que la joven lo sabía todo sobre él, todo cuanto había hecho desde que se separaron, y exactamente la razón por la que había vuelto allí. Podía mentirle, pero sería una pérdida de tiempo.

No obstante, debía intentarlo por inútil que fuera. Contó su historia a trompicones, atrancándose, sintiéndose en todo momento como un niño culpable que mentía para evitar la correa y el cuarto oscuro.

Mina lo escuchó con seria atención. Gerard terminó diciendo que esperaba que se le permitiera ponerse a su servicio, ya que tenía entendido que su anterior comandante, el gobernador Medan, había muerto en la batalla de Qualinost.

—Lloras la muerte del gobernador y de la reina madre, Laurana —dijo Mina.

Gerard se la quedó mirando de hito en hito, atónito. La joven sonrió y sus ojos ambarinos brillaron.

—No sufras por ellos. Sirven al Único en la muerte al igual que ambos lo sirvieron en vida sin ser conscientes de ello. Todos le servimos, tanto si es voluntariamente como si no. Sin embargo, la recompensa es mayor para quienes lo hacen a sabiendas. ¿Sirves tú al Único, Gerard?

Mina se acercó a él y Gerard se vio pequeño e insignificante frente a aquellos ojos ambarinos; de repente experimentó un arrollador deseo de hacer algo por lo que la joven se sintiera orgullosa de él, para ganarse su favor.

Y podía lograrlo si juraba servir al Único, pero al menos, aunque sólo fuera en eso, debía ser franco. Miró el altar y escuchó el silencio, y fue entonces cuando supo con certeza que se encontraba en presencia de una deidad a la que no podía ocultar nada porque veía lo que había en su corazón.

—Yo... sé muy poco sobre este dios Único —balbució evasivamente—. No puedo daros la respuesta que queréis, señora. Lo siento.

—¿Estarías dispuesto a aprender? —le preguntó.

Sólo tenía que contestar «sí» para seguir a su servicio, mas la realidad era que no quería saber nada sobre ese dios Único. Gerard se las había arreglado bien sin los dioses hasta ahora, además de que no se sentía a gusto en presencia de éste.

Masculló algo ininteligible, incluso para él mismo, pero al parecer era todo lo que Mina quería escuchar de sus labios, y sonrió.

—De acuerdo. Te tomo a mi servicio, Gerard Uth Mondor Y también el Único te toma a su servicio.

La reacción del minotauro fue un retumbante sonido contrariado.

—Galdar cree que eres un espía —dijo Mina—. Quiere matarte. Si es cierto que lo eres, no tengo nada que ocultar. Te hablaré sin tapujos de mis planes. Dentro de dos días, un ejército de soldados y caballeros de Palanthas se reunirá con nosotros, sumando otros cinco mil hombres a nuestras filas. Con ese ejército y el ejército de almas, marcharemos hacia Sanction y la tomaremos. Entonces controlaremos toda la parte septentrional de Ansalon, en buen camino hacia la meta de controlar todo este continente. ¿Tienes alguna pregunta?

—Señora, yo no... —se aventuró Gerard a iniciar una débil protesta, pero Mina le dio la espalda.

—Abre las puertas, Galdar —ordenó la joven—. Le hablaré a la gente ahora. —Miró hacia atrás, al caballero, y añadió:— Deberías quedarte para escuchar el sermón, Gerard. Mis palabras podrían ser instructivas para ti.

Gerard no tuvo otra opción que acceder. Miró de reojo a Galdar y advirtió la mirada fulminante que el minotauro le echaba a su vez. Saltaba a la vista que Galdar sabía quién y qué era, así que lo mejor sería mantenerse lejos del minotauro. El caballero suponía que debería sentirse satisfecho, ya que había llevado a cabo su misión. Conocía los planes de Mina —siempre y cuando ésta hubiera dicho la verdad— y sólo tenía que quedarse un par de días para confirmar que el anunciado ejército de Palanthas aparecía por allí. Sin embargo, le faltaba entusiasmo, lo hacía sin ganas, sin poner en ello el corazón. Era como si Mina hubiera acabado anímicamente con él con tanta eficacia como si lo hubiera matado físicamente.

«Luchamos contra un dios. Hagamos lo que hagamos, dará igual.»

Galdar abrió de par en par las puertas del templo y la gente entró en tropel. Arrodillados ante Mina, suplicaron que los tocara, que los curara, que sanara a sus hijos, que ahuyentara sus dolores. Gerard no quitaba ojo a Galdar. El minotauro observó la escena un momento y después se marchó.

Gerard estaba a punto de salir furtivamente por las puertas cuando vio una tropa de caballeros que subía la escalinata. Conducían a una prisionera, una solámnica a juzgar por su armadura. Llevaba los brazos atados con cuerdas de arco, pero caminaba con la cabeza alta y un gesto de firme determinación en el semblante. Gerard conocía aquel gesto, aquella expresión. Soltó un gemido quedo, maldijo con vehemencia y retrocedió prestamente hacia las sombras al tiempo que se tapaba la cara con las manos como si estuviera embargado por el fervor.

—Capturamos a esta solámnica que intentaba entrar en la ciudad, Mina —informó uno de los caballeros.

—Y es osada —dijo otro—. Llegó a la puerta principal luciendo la armadura y llevando espada.

—Entregó el arma sin ofrecer resistencia —añadió el primero—. Una necia y una cobarde, como todos ellos.

—No soy cobarde —replicó Odila con dignidad—. Elegí no combatir. Vine aquí voluntariamente.

—Soltadla —ordenó Mina en un tono frío y severo—. ¡Será nuestra enemiga, pero es una dama de la caballería y merece que se la trate dignamente, no como a un vulgar ladrón!

Abochornados por la reprimenda, los caballeros retiraron rápidamente las ataduras de los brazos de Odila. Gerard se había refugiado en las sombras por miedo a que la mujer mirara a su alrededor y, al verlo, lo delatara sin querer. Enseguida comprendió que no tenía por qué preocuparse. Odila sólo tenía ojos para Mina.

—¿Por qué has venido desde tan lejos, corriendo tantos riesgos, para verme, Odila? —inquirió afablemente Mina.

La solámnica cayó de hinojos con las manos enlazadas.

—Quiero servir al dios Único —dijo.

Mina se inclinó y la besó en la frente.

—El Único está muy complacido contigo.

Luego se quitó el medallón que reposaba sobre su pecho y lo colgó del cuello de la solámnica.

—Eres mi sacerdotisa, Odila —anunció Mina—. Levántate y conoce las bendiciones del dios Único.

Odila se puso de pie; sus ojos resplandecían de exaltación. Caminó hacia el altar y se unió a los otros fieles, arrodillados en oración ante el Único. Gerard, con un gusto amargo en la boca, salió a la calle.

—¿Qué infiernos voy a hacer ahora? —se preguntó.

13 La conversa

Destinado en el cuerpo principal de los Caballeros de Neraka, Gerard fue asignado al servicio de patrullas. A diario, él y su pequeño grupo de soldados recorrían la parte de la ciudad designada manteniendo a raya a la población. No era difícil su tarea. Los caballeros negros al mando de Mina habían actuado con rapidez, deteniendo en una redada a cualquier miembro de la comunidad que pudiera darles problemas. Gerard había visto a la mayoría en la cárcel.

En cuanto al resto, la gente de Solanthus parecía encontrarse en un estado de conmoción, aturdida por el reciente y desastroso giro de los acontecimientos. Un día vivían en la única urbe libre de Solamnia, y al siguiente su ciudad había sido ocupada por su enemigo más odiado. Habían ocurrido muchas cosas demasiado deprisa para que pudieran asimilarlo. Con el tiempo quizá se organizaran y se volvieran peligrosos.

O tal vez no.

Como pueblo siempre devoto, los solámnicos habían lamentado la ausencia de sus dioses. Acusando esa ausencia y la falta de algo en sus vidas, sentían interés en conocer a ese dios Único, incluso sin plantearse si iban a creer o no lo que escucharan. Como reza el dicho, mientras que los elfos se esfuerzan en hacerse merecedores de sus dioses, los humanos requieren que sus dioses sean merecedores de ellos. Los ciudadanos de Solanthus eran escépticos por naturaleza.

A diario, enfermos y heridos iban por su propio pie o los transportaban al antiguo templo de Paladine, ahora templo del dios Único. Las filas para solicitar milagros eran largas, y las filas que esperaban ver a la hacedora de milagros lo eran más aún. Los elfos del lejano Silvanesti se habían postrado ante el Único y proclamado su devoción, según les había contado Mina. A diferencia de los elfos, los humanos de Solanthus habían empezado a enzarzarse a puñetazos, ya que los que creían en los milagros se sentían agraviados por los que decían que eran trucos. Tras dos días de patrulla, Gerard recibió la orden de abandonar la vigilancia de las calles (donde no ocurría nada) e intervenir en las peleas frente al templo separando a los contendientes.

Gerard no sabía si se alegraba del cambio de asignación o no. Se había pasado los dos últimos días tratando de decidir si debía encararse con Odila e intentar que entrara en razón o debía seguir evitándola. No creía que lo delatara, pero tampoco estaba muy seguro de lo contrario. No entendía su repentino fervor religioso y, por ende, ya no confiaba en ella.

En realidad, a él nunca se le había dado la oportunidad de reverenciar a los dioses, así que no se había detenido a pensarlo. La presencia o la ausencia de dioses no había tenido gran importancia para sus padres. El único cambio habido en sus vidas cuando los dioses partieron fue que hasta aquel día se rezaba en la mesa a la hora de comer y al día siguiente, ya no. Ahora Gerard se veía forzado a meditar sobre ello, y en el fondo comprendía a los que empezaban las peleas. También él deseaba darle un puñetazo a alguien.

Gerard envió su informe a Richard, que lo esperaba en la posada de la calzada. Daba a los caballeros del Consejo toda la información que había recogido, confirmando que Mina planeaba marchar contra Sanction.

Contando los refuerzos que llegarían de Palanthas, Mina tenía más de cinco mil soldados y caballeros a su mando. Una pequeña fuerza, pero con ella proyectaba tomar la ciudad amurallada que había resistido contra unas tropas con el doble de efectivos durante más de un año. Gerard se habría echado a reír ante tal idea de no ser porque la chica había conquistado Solanthus —una ciudad considerada inexpugnable— con muchos menos hombres. Había tomado Solanthus con dragones y el ejército de espíritus, y hablaba de usar dragones y el ejército de espíritus para tomar Sanction. Si evocaba el terror de aquella noche en la que luchó contra los muertos, Gerard tenía la convicción de que no habría resistencia posible ante ellos. Y así lo decía en su informe a los caballeros del Consejo, aunque no le hubieran pedido opinión.

Cumplida su misión, podría haber abandonado Solanthus y regresar al seno de la caballería solámnica. Sin embargo se quedó, aun a riesgo de su vida, suponía, ya que Galdar le consideraba un espía. Si eso era cierto, nadie le prestaba mucha atención. Nadie le vigilaba. No tenía restringidos sus movimientos, podía ir a cualquier sitio, hablar con cualquiera. No se encontraba en el círculo de allegados de Mina, pero eso no significaba una desventaja ya que, aparentemente, Mina no tenía secretos. Decía a cualquiera que le preguntaba lo que el Único y ella se proponían hacer, a las claras. Gerard tenía que admitir que tal demostración de confianza suprema resultaba impresionante.

Se quedó en Solanthus, diciéndose que lo hacía para confirmar si Mina y sus tropas marchaban realmente hacia el este. La verdad es que se quedaba por Odila, y el día que empezó el servicio en el templo fue cuando, finalmente, lo reconoció en su fuero interno.

Gerard se situó al pie de la escalinata del templo, desde donde podía vigilar a la multitud que se había reunido para oír hablar a Mina. Apostó a sus hombres a intervalos regulares por el perímetro del patio, confiando en que la presencia de soldados armados intimidaría a la mayoría de alborotadores. Llevaba puesto el yelmo, ya que había gente en Solanthus que podría reconocerlo.

Los caballeros de la propia Mina, al mando del minotauro, la rodeaban y cuidaban de su seguridad, protegiéndola no tanto de quienes quisieran hacerle daño, sino de los que la adoraban y podrían matarla llevados por el entusiasmo. Acabado su discurso, Mina se metió entre la multitud, cogiendo niños en sus brazos, curando enfermos, hablándoles del dios Único. Los escépticos observaban y se mofaban, en tanto que los fieles lloraban e intentaban arrojarse a los pies de Mina. Los hombres de Gerard atajaron unas cuantas peleas, y condujeron a los implicados a la ya abarrotada prisión.

Cuando los pasos de Mina empezaron a denotar su agotamiento, el minotauro se adelantó y puso fin a la reunión. Los que aún esperaban su turno de milagros gimieron y lloraron, pero Galdar les dijo que volvieran al día siguiente.

—Un momento, Galdar —dijo Mina, cuya voz se oyó por encima del tumulto—. Tengo que dar una buena noticia a la gente de Solanthus.

—¡Silencio! —gritó el minotauro, pero su orden no era necesaria, ya que la multitud se había callado de inmediato y esperaba con expectación las palabras de la muchacha.

—Ciudadanos de Solanthus —anunció Mina en voz alta—. Acabo de recibir la noticia de que el señor supremo Khellendros, también conocido por el nombre de Skie, ha muerto. Hace sólo unos pocos días que os comuniqué que la señora suprema, Beryl, había muerto, así como el perverso dragón conocido como Cyan Bloodbane.

»¡Contemplad, en su derrota, el poder del dios Único! —exclamó Mina alzando las manos y los ojos al cielo.

—¿Khellendros muerto? —El susurro se extendió por la multitud a medida que cada persona se volvía hacia los que tenía cerca para ver su reacción ante una noticia tan sorprendente.

El gran Azul llevaba mucho tiempo gobernando gran parte de la antigua nación de Solamnia, exigiendo impuestos a los ciudadanos de Palanthas, valiéndose de los caballeros negros para mantener a raya a la gente y las monedas fluyendo a los cofres del dragón. Ahora Khellendros estaba muerto.

—Entonces, ¿cuándo irá a por Malys ese dios Único? —instó alguien en voz alta.

Gerard se quedó estupefacto al comprender que ese «alguien» había sido él.

Ignoraba que iba a pronunciar aquellas palabras, pero salieron de sus labios antes de que pudiera pararlas. Se maldijo por ser tan necio, ya que sólo le faltaba llamar la atención. Bajó el visor del yelmo y miró en derredor como si buscara a la persona que había hablado. No engañó a Mina, sin embargo. Sus ojos ambarinos traspasaron las rendijas del visor del yelmo con infalible precisión.

—Después de que haya tomado Sanction —respondió fríamente—. Entonces me ocuparé de Malys.

Acogió los vítores de la multitud señalando hacia el cielo, indicando que las alabanzas correspondían al Único, no a ella. Giró sobre sus talones y desapareció en el interior del templo.

A Gerard le ardía la cara de tal manera que le sorprendía que el yelmo de acero no se estuviera derritiendo sobre las orejas. Esperaba sentir la pesada mano del minotauro cerrándose sobre su cuello en cualquier momento, y cuando alguien le tocó el hombro casi se salió de la armadura del sobresalto.

—¿Gerard? —dijo una voz perpleja—. ¿Eres tú?

—¡Odila! —exclamó con alivio, sin saber si abrazarla o darle un bofetón.

—Así que vuelves a ser un caballero negro —dijo la mujer—. Tengo que reconocer que sacar la paga de dos cofres es un buen modo de ganarse la vida, pero ¿no te sientes confuso? ¿Tiras una moneda al aire? ¿Qué armadura me pongo esta mañana? Cara, caballeros negros; cruz, solámnicos...

—Cierra el pico, ¿quieres? —gruñó Gerard. La agarró del brazo y miró en derredor para ver si había cerca alguien escuchando, tras lo cual tiró de ella hasta una zona apartada de la rosaleda—. Por lo visto, encontrar una religión no ha hecho que pierdas tu retorcido sentido del humor. —Se quitó el yelmo de un brusco tirón y le asestó una mirada fulminante—. Sabes perfectamente bien por qué estoy aquí.

—No habrás venido siguiéndome, ¿verdad? —inquirió Odila, frunciendo el entrecejo.

—No —contestó él, ciñéndose a la verdad.

—Estupendo —dijo la mujer mientras se borraba su ceño.

—Pero ahora que lo mencionas... —empezó Gerard.

De nuevo apareció el ceño fruncido.

—Escúchame, Odila —pidió con seriedad—, vine a instancias de los caballeros del Consejo. Me enviaron para que descubriera si la amenaza de Mina de atacar Sanction era verdad...

—Lo es —manifestó fríamente ella.

—Eso ya lo sé —adujo Gerard—. Estoy en una misión secreta para recoger información...

—También yo —le interrumpió—. Y mi misión es mucho más importante que la tuya. Estás aquí para obtener información sobre el enemigo, para escuchar por los agujeros de las cerraduras de las puertas y para contar el número de efectivos y cuántas máquinas de asedio tienen. —Hizo una pausa y su mirada se alzó hacia el templo—. Yo estoy aquí para informarme sobre ese dios.

Gerard emitió un ruido gutural, y Odila se volvió a mirarlo.

—Nosotros, los solámnicos, no podemos pasar por alto algo así, Gerard, sólo porque nos haga sentirnos incómodos. No podemos negar a ese dios porque escogiera a una chica huérfana en lugar de al oficial superior de la Orden de la Rosa. Tenemos que hacer preguntas. Sólo así se obtienen respuestas.

—¿Y qué es lo que has descubierto? —preguntó de mala gana Gerard.

—A Mina la crió Goldmoon, de la Ciudadela de la Luz. Sí, también a mí me sorprendió cuando me enteré. Goldmoon le contó a Mina historias sobre los antiguos dioses; de cómo ella, Goldmoon, devolvió el conocimiento de los dioses a las gentes de Ansalon cuando todo el mundo creía que los dioses habían abandonado el mundo encolerizados. Goldmoon les demostró que no fueron los dioses los que abandonaron a la humanidad, sino al contrario. Mina le preguntó si sería eso lo que estaba ocurriendo ahora también, pero Goldmoon le dijo que no, que esta vez los dioses se habían ido; porque había personas que habían hablado con Paladine y las otras deidades antes de que partieran y les dijeron que se marchaban para salvar al mundo de la ira de Caos.

»Mina no creyó eso. En su fuero interno sabía que Goldmoon estaba equivocada, que había un dios en el mundo. Dependía de Mina encontrar a ese dios, al igual que Goldmoon encontró antaño a los dioses. Mina se escapó. Buscó a los dioses, manteniendo su corazón abierto siempre para oír la voz de las deidades. Y, un día, la oyó.

»Pasó tres años en presencia del dios Único, enterándose de sus planes para el mundo, para nosotros, aprendiendo cómo poner en marcha esos planes. Cuando llegó el momento, Mina era ya lo bastante fuerte para soportar la carga de la misión que se le había encomendado, y se la envió para guiarnos y hablarnos del dios Único.

—Eso responde algunas preguntas sobre Mina, pero ¿qué pasa con ese Único? Hasta ahora todo lo que he visto es que ese dios es una especie de reclutador a la fuerza de los muertos.

—Le pregunté a Mina sobre eso —dijo Odila, cuyo semblante se tornó serio al recordar la noche terrible en que Gerard y ella habían combatido contra los espíritus—. Mina afirma que las almas de los muertos sirven al Único voluntaria y alegremente. Se sienten felices de permanecer entre los vivos en el mundo que aman.

—Pues a mí no me parecieron tan contentos —rezongó Gerard con un resoplido desdeñoso.

—Los muertos no hacen daño a los vivos —insistió secamente Odila—. Si parecen amenazadores es sólo por su gran ansiedad de traernos el conocimiento del dios Único.

—¿Así que eso era proselitismo? —dijo Gerard—. Mientras los espíritus de los muertos nos adoctrinaban sobre el Único, Mina y sus soldados volaban en Dragones Rojos sobre Solanthus. Mataron unos cuantos cientos de personas en el proceso, pero supongo que sólo se trata de otra labor evangélica. Más almas para el dios Único.

—Viste los milagros de curación que hizo Mina —adujo Odila con la mirada clara y serena—. La oíste informar sobre la muerte de dos de los señores supremos dragones que aterrorizaban a este mundo desde hace mucho. Hay un dios en el mundo, y todas tus pullas y tus comentarios maliciosos no cambiarán tal hecho.

Plantó un índice acusador en el pecho del caballero y continuó:

—Tienes miedo. Te asusta descubrir que quizá no controlas tu destino. Que tal vez el dios Único tiene un plan para ti y para todos nosotros.

—¡Si lo que quieres decir es que me da miedo descubrir que soy un esclavo de ese Único, entonces tienes razón! —replicó Gerard—. Yo tomo mis propias decisiones. No quiero que ningún dios las tome por mí.

—Pues lo has hecho muy bien hasta el momento —comentó en tono cáustico Odila.

—¿Sabes lo que creo? —repuso Gerard, que a su vez clavó el índice con tal fuerza en el pecho de la mujer que la hizo recular un paso—. Creo que has conseguido que tu vida sea un desastre, y ahora esperas que ese dios llegue y lo arregle todo.

Odila lo miró fijamente, después giró sobre sus talones y empezó a alejarse. Gerard dio un salto y la cogió del brazo.

—Lo siento, Odila. No tenía derecho a decir eso. Estaba furioso porque no entiendo nada de lo que pasa. Nada. Y, sí, vale, tienes razón. Me asusta.

La mujer mantuvo la cara girada, evitando mirarlo, pero no intentó soltarse.

—Ambos estamos en una situación muy difícil aquí —continuó Gerard en voz baja—. Los dos corremos peligro. No podemos permitirnos el lujo de pelear entre nosotros. ¿Amigos?

Le soltó el brazo y tendió la mano.

—Amigos —aceptó Odila a regañadientes mientras se volvía para estrechársela—. Pero no creo que corramos peligro alguno. Sinceramente, creo que el ejército solámnico al completo podría entrar aquí y Mina lo recibiría con los brazos abiertos.

—Y una espada en cada mano —masculló Gerard entre dientes.

—¿Qué has dicho?

—Nada importante. Escucha, hay algo que puedes hacer por mí. Un favor...

—No espiaré a Mina —manifestó firmemente Odila.

—No, no, no es nada de eso. Vi a un amigo mío en las mazmorras. Se llama Palin Majere. Es un hechicero. No tiene buen aspecto, y me preguntaba si quizá Mina podría... eh... curarlo. No le comentes que te lo dije yo —se apresuró a añadir—. Di que lo viste, y que pensaste si... En fin, que parezca que es idea tuya...

—Comprendo. —Odila sonrió—. Realmente crees que Mina posee dones otorgados por el dios. Esto lo demuestra.

—Sí, bueno, quizá —contestó Gerard, que no quería empezar otra discusión—. Ah, y otra cosa. He oído decir que Mina busca a Tasslehoff Burrfoot, el kender que estaba conmigo. ¿Lo recuerdas?

—Por supuesto. —De repente, los ojos de la mujer se pusieron alerta, clavados en el rostro de Gerard—. ¿Por qué? ¿Lo has visto?

—Mira, tengo que preguntártelo. ¿Qué quiere ese dios Único de Tasslehoff Burrfoot? ¿Es una broma?

—Ni mucho menos. Ese kender no tendría que estar aquí —dijo Odila.

—¿Y cuándo tiene que estar un kender en cualquier sitio?

—Hablo en serio. Esto es muy importante, Gerard. ¿Lo has visto?

—No —respondió él, dando gracias por no tener que mentirle—. Recordarás lo de Palin, ¿verdad? Palin Majere, el que está en la cárcel.

—Lo recordaré. Y tú estate atento por si ves al kender.

—Lo estaré. ¿Dónde podemos reunimos?

—Estoy siempre aquí —contestó Odila mientras señalaba el templo.

—Sí, supongo que sí. Eh... ¿rezas a ese dios Único? —preguntó el caballero, sintiéndose incómodo.

—Sí.

—¿Y tus plegarias han tenido respuesta?

—Estás aquí, ¿no es así? —fue la respuesta de Odila. No era una broma. Hablaba en serio. Tras dedicarle una sonrisa y un gesto de la mano, se dirigió hacia el templo.

Gerard se la quedó mirando, boquiabierto. Finalmente recuperó el habla.

—Yo no... —gritó a la mujer—. A mí no me... Tú no... Tu dios no... ¡Oh, qué más da!

Considerando que ya había experimentado confusión suficiente para todo el día, Gerard giró sobre sus talones y se alejó.

El minotauro, Galdar, vio a los dos solámnicos conversando. Convencido de que ambos eran espías, caminó con aire despreocupado en su dirección con la esperanza de oír algo de lo que hablaban. Una desventaja de ser minotauro en una ciudad de humanos era que nunca podía pasar inadvertido. Los dos se encontraban cerca del sarcófago ambarino de Goldmoon, y Galdar se fue acercando poco a poco usándolo de cobertura. Lo único que llegó a oír era un murmullo bajo hasta que en cierto momento los dos olvidaron la discreción y alzaron las voces.

—Tienes miedo —oyó que la mujer solámnica le decía en tono acusador—. Te asusta descubrir que quizá no controlas tu destino. Que tal vez el dios Único tiene un plan para ti y para todos nosotros.

—¡Si lo que quieres decir es que me da miedo descubrir que soy un esclavo de ese Único, entonces tienes razón! —replicó el caballero, furioso—. Yo tomo mis propias decisiones. No quiero que ningún dios las tome por mí.

Entonces volvieron a bajar la voz. Aunque estuvieran teniendo una conversación teológica, no planeando una sedición, Galdar siguió sintiéndose incómodo. Permaneció a la sombra del sarcófago hasta mucho después de que ambos se hubieron ido, ella de vuelta al templo y él en dirección al acuartelamiento. El semblante del caballero estaba enrojecido por la rabia y la frustración. Mascullaba entre dientes mientras caminaba, e iba tan absorto en sus pensamientos que pasó a dos palmos del enorme minotauro y no reparó en él.

Los solámnicos y los minotauros siempre habían tenido mucho en común; más en común que menos, si bien a lo largo de la historia era el «menos» lo que los había separado. Tanto unos como otros ponían énfasis en la importancia del honor personal. Para ambos el deber y la lealtad tenían mucho valor. Ambos admiraban el valor. Ambos reverenciaban a sus dioses cuando había dioses a los que venerar. Los dioses de ambos eran dioses de honor, lealtad y valor, si bien es cierto que un dios luchaba en el bando de la luz y el otro en el de la oscuridad.

¿O no era realmente así? ¿No podría decirse que uno de los dioses, Kiri-Jolith, luchaba en el bando de los humanos y que Sargas lo hacía en el de los minotauros? ¿Era la raza lo que los separaba, no la luz del día y las sombras de la noche? Humanos y minotauros relataban historias del famoso Kaz, un minotauro que había sido amigo de uno de los más grandes Caballeros de Solamnia, Huma. Pero como uno tenía cuernos, hocico y estaba cubierto de pelambre, y el otro tenía una piel suave y un pegote de nariz, la amistad entre Kaz y Huma se consideraba una anomalía. A lo largo de siglos, a las dos razas se les había inculcado el odio y la desconfianza hacia la otra. Ahora, la brecha entre ambas era tan profunda, ancha y horrible que ninguna la cruzaría.

Con la ausencia de los dioses, ambas razas se habían ido deteriorando. Galdar había oído rumores de extraños sucesos en la nación de los minotauros; rumores de asesinato, traición, engaño. En cuanto a los solámnicos, pocos hombres y mujeres jóvenes de esta era querían soportar los rigores, las restricciones y las responsabilidades de la caballería. Su número iba menguando y sus espaldas estaban contra la pared. Tenían un nuevo enemigo; un nuevo dios.

Galdar había visto en Mina el final de su búsqueda. Había visto en ella sentido del deber, honor, lealtad y valor, las cualidades de antaño. Aun así, ciertas cosas que Mina había hecho o dicho habían empezado a intranquilizar a Galdar. La más destacada de ellas era la horrible resucitación de los dos magos.

A él no le gustaban los hechiceros. Podría haber presenciado cómo se los torturaba sin el más mínimo remordimiento; podría haberlos matado con sus propias manos y no le habría dado la menor importancia. Pero ver sus cuerpos sin vida utilizados como esclavos autómatas le revolvía el estómago. No podía mirar a los dos cadáveres desgalichados sin sentir náuseas.

Lo peor era el castigo del Único a Mina por dejar huir al kender. Al recordar los sacrificios que la joven había hecho, el dolor que había soportado, el tormento, el agotamiento, la sed, el hambre, todo en nombre del Único, y después verla sufrir de aquel modo, le había indignado.

Galdar veneraba a Mina. Era leal a Mina. Su deber era para con Mina. Pero empezaba a albergar dudas sobre ese dios Único.

Las palabras del solámnico resonaban en su mente: «¡Si lo que quieres decir es que me da miedo descubrir que soy un esclavo de ese Único, entonces tienes razón! Yo tomo mis propias decisiones. No quiero que ningún dios las tome por mí».

Al minotauro no le gustaba pensar en sí mismo como un esclavo de la voluntad del Único ni de ningún dios. Más aún, no le gustaba ver a Mina como una esclava del Único, una esclava a la que azotar si no satisfacía el capricho del dios.

Galdar decidió hacer lo que debió haber hecho mucho antes. Tenía que saber más detalles sobre ese Único. No podía hablar de eso con Mina, pero sí con la mujer solámnica.

Y quizá matar a dos de un golpe, como rezaba un dicho entre los minotauros, refiriéndose al conocido cuento del kender ladrón y el minotauro herrero.

14 Fe en el dios único

Mas de un millar de soldados y caballeros de Palanthas entraron en la ciudad de Solanthus. Su llegada fue triunfal, con banderas que lucían los emblemas de los caballeros negros así como estandartes pertenecientes a los caballeros ondeando al viento. Los Caballeros de Neraka que servían en Palanthas se habían hecho ricos, pues aunque gran parte de los tributos había ido a parar a los cofres del difunto dragón Khellendros y otra buena parte a los del difunto Señor de la Noche Targonne, los caballeros de Palanthas de alto rango no se habían quedado con las manos vacías. Estaban de buen humor, si bien un tanto preocupados por los rumores que les habían llegado sobre la nueva y autoproclamada Señora de la Noche, una adolescente.

Esos oficiales no conseguían entender cómo cualquier soldado veterano sensato podía aceptar órdenes de una mocosa que tendría que estar soñando con el baile alrededor del poste de mayo, no dirigiendo hombres a la batalla. Habían discutido de ello durante la marcha a Solanthus y habían acordado entre ellos que tenía que haber una figura en la sombra detrás del telón: ese minotauro que según se decía nunca estaba lejos de Mina. Él debía de ser el verdadero líder. La chica era una fachada, ya que los humanos nunca seguirían a un minotauro. Algunos habían hecho notar que tampoco muchos hombres seguirían a una cría a la batalla, pero otros contestaron que realizaba trucos e ilusiones para engañar a los ignorantes, embaucándolos para que lucharan por ella.

Nadie podía negar sus éxitos, y mientras eso funcionara no tenían intención de destruir esas ilusiones. Por supuesto, como hombres inteligentes, no caerían en el engaño.

Como había ocurrido antes con otros, los oficiales de Palanthas se presentaron ante Mina con actitud bravucona, dispuestos a escucharla con compostura de cara al exterior y con risas para sus adentros. Salieron de la reunión pálidos y temblorosos, callados y sometidos, todos ellos atrapados en la resina de los ojos ambarinos.

Gerard apuntó detalladamente sus efectivos en un mensaje en código para la caballería. Ésta era su misiva más importante, ya que confirmaba que Mina se disponía a atacar Sanction y que se proponía emprender la marcha pronto. A todos los herreros y armeros de la ciudad se los obligó a trabajar día y noche para reparar viejas armas y armaduras y para fabricar otras nuevas.

El ejército avanzaría despacio. Tardaría semanas, quizá meses, en cruzar los bosques y las praderas y entrar en las montañas que rodeaban Sanction. Observando los preparativos y pensando en esa marcha prolongada, Gerard elaboró un plan de ataque que incluyó en el informe. No albergaba muchas esperanzas de que lo adoptaran, ya que implicaba la lucha furtiva, atacando los flancos del ejército mientras avanzaba lentamente, destruir las carretas de abastecimiento, asaltos rápidos para inmediatamente desaparecer y después volver a atacar cuando menos lo esperaran.

De ese modo —escribió—, actuaron los Elfos Salvajes de Qualinesti, teniendo éxito en ocasionar graves daños a los caballeros negros que ocuparon esa nación. Me doy cuenta de que no son métodos de lucha admitidos por la caballería, pues no son en verdad caballerosos ni honorables ni siquiera muy limpios. Sin embargo, son eficaces, no sólo para reducir el número de enemigos, sino para destruir la moral de las tropas.

Lord Tasgall era un hombre sensato y Gerard creía sinceramente que podría saltarse la Medida y obraría en consecuencia. Por desgracia, Gerard no sabía cómo entregar el mensaje a Richard, que tenía instrucciones de regresar a la posada de la calzada semanalmente para ver si Gerard tenía más información.

A Gerard lo vigilaban ahora día y noche, y el caballero creía saber bien quién era el responsable. No era Mina, sino el minotauro, Galdar.

Había descubierto demasiado tarde que el minotauro había escuchado a escondidas su conversación con Odila. Esa noche descubrió que Galdar lo tenía bajo vigilancia.

Fuera a donde fuera, estaba seguro de ver los cuernos del minotauro sobresaliendo por encima de la multitud. Cuando salió de su alojamiento encontró a algunos de los caballeros de Mina merodeando por la calle. Al día siguiente, uno de los hombres de su patrulla se puso misteriosamente enfermo y fue reemplazado. A Gerard no le cupo duda de que el sustituto era uno de los espías de Galdar.

La culpa era suya. Tendría que haber abandonado Solanthus días atrás en lugar de quedarse. Ahora no sólo se había puesto en peligro él mismo; también había hecho peligrar la propia misión que había ido a realizar.

Durante los dos días siguientes, Gerard siguió llevando a cabo sus tareas. Acudió al templo como siempre. No había visto a Odila desde el día que hablaron y se sobresaltó al verla de pie junto a Mina ese día. Odila recorrió con la mirada la multitud hasta dar con Gerard. Hizo un mínimo gesto, un leve movimiento con la mano. Cuando Mina se marchó y los suplicantes y curiosos se hubieron ido, Gerard se quedó remoloneando por allí, esperando.

Odila salió del templo. Sacudió levemente la cabeza, indicando que no debía hablar con ella, y pasó delante de él sin mirarlo.

—Ven al templo esta noche, una hora antes de medianoche —susurró mientras pasaba.


Gerard se quedó sentado en la cama, esperando que llegara la hora fijada por Odila. Mató el tiempo mirando con frustración el estuche de pergaminos que contenía el mensaje que debería estar en manos de sus superiores para entonces. El alojamiento de Gerard se hallaba en el mismo edificio que anteriormente había albergado a los Caballeros de Solamnia. Al principio le habían asignado una habitación ocupada por otros dos caballeros, pero había gastado parte del dinero de su paga en los caballeros negros para conseguir una habitación privada. En realidad era poco más que un cuarto de almacenaje sin ventanas localizado en el primer piso. Por el olor que persistía, se debía de haber utilizado para almacenar cebollas.

Impaciente, se alegró de salir de allí. Salió a la calle, e hizo un alto sólo el tiempo suficiente para atarse una bota y captar un atisbo de sombra saliendo de un portal cercano. Reanudó la marcha y escuchó el sonido de pisadas tras él.

Gerard sintió el impulso momentáneo de girar sobre sus talones bruscamente y hacer frente a la sombra. Contuvo el impulso y siguió caminando, directo hacia el templo. Entró en él y se sentó en un banco de piedra, en un rincón del edificio.

El templo estaba a oscuras salvo por cinco velas encendidas en el altar. Fuera, el cielo se había encapotado. Gerard percibió el olor de lluvia en el aire y, al cabo de unos instantes, las primeras gotas empezaron a caer. Esperaba que la sombra se empapara hasta los huesos.

Las llamas de las velas titilaron con un repentino golpe de aire provocado por la tormenta. Una figura con túnica entró al templo por una puerta que había al fondo. Se detuvo en el altar, toqueteó las velas un momento y después dio media vuelta y echó a andar por el pasillo. Gerard vio su silueta perfilada contra la luz de las velas, y aunque no distinguía su cara reconoció a Odila por su porte erguido y la postura ladeada de la cabeza.

La mujer se sentó y se deslizó más cerca de él. Gerard rebulló en el banco de piedra y se aproximó a su vez. Estaban los dos solos en el templo, pero hablaron en voz baja.

—Has de saber que me siguen —susurró.

Alarmada, Odila se giró para mirarlo. Su semblante estaba pálido en la penumbra. Sus ojos eran como sombras. Alargó la mano, tanteando en busca de la de Gerard, la encontró y la apretó con fuerza. Él se quedó estupefacto, tanto por el hecho de que la mujer buscara consuelo como porque su mano estuviera fría y temblara.

—Odila, ¿qué ocurre? —preguntó.

—He hecho averiguaciones sobre tu amigo hechicero, Palin —dijo con voz ahogada, como si le costase respirar—. Galdar me contó lo ocurrido.

Odila enderezó los hombros, se volvió hacia él y lo miró a los ojos.

—¡Gerard, he sido una necia! ¡Una estúpida!

—Entonces ya somos dos —contestó el caballero mientras le daba palmaditas en la mano con torpeza.

La sintió ponerse tensa y temblar, sin hallar consuelo en su gesto. No parecía haber oído sus palabras. Cuando habló, su voz sonó apagada.

—Vine aquí con la esperanza de encontrar un dios que me guiara, que cuidara de mí, que me confortara. En cambio, he encontrado... —Se interrumpió y después dijo bruscamente—. Gerard, Palin está muerto.

—No me sorprende —admitió él con un suspiro—. No tenía buen aspecto...

—¡No, Gerard! —Odila sacudió la cabeza—. Estaba muerto cuando lo viste.

—No lo estaba —protestó Gerard—. Se encontraba sentado en un camastro. Posteriormente lo vi levantarse y caminar.

—Y yo te estoy diciendo que estaba muerto —insistió la mujer mientras se volvía para mirarlo—. No te culpo por no creerme. Yo tampoco podía creerlo, pero... Galdar me llevó a verlo...

Gerard la observó con suspicacia.

—¿Estás ebria?

—¡Ojalá lo estuviera! —replicó Odila con una repentina y salvaje vehemencia—. Dudo que haya bastante aguardiente enano en el mundo para hacerme olvidar lo que he visto. Estoy completamente sobria, Gerard. Lo juro.

Él la observó atentamente. Los ojos de la mujer brillaban decididos, su voz temblorosa pero clara, sus palabras eran coherentes.

—Te creo —dijo lentamente—, pero no lo entiendo. ¿Cómo podía estar muerto Palin cuando le vi sentado, de pie y caminando?

—A él y al otro hechicero los mataron en la Torre de la Alta Hechicería. Galdar se encontraba allí. Me contó lo ocurrido. Murieron, y entonces Mina y Galdar descubrieron que ese kender al que buscaban estaba en la Torre. Fueron a buscarlo, pero lo perdieron. El Único castigó a Mina por dejarlo escapar. Mina dijo que necesitaba a los hechiceros para encontrarlo y... Y ella... Los volvió a la vida.

—Pues si lo hizo, ellos no parecían muy complacidos —comentó Gerard al recordar los ojos vacíos de Palin, su mirada ausente.

—Hay una razón para ello —contestó Odila con voz apagada—. Les devolvió la vida, pero no sus almas. El Único las tiene subyugadas. Carecen de voluntad para pensar o actuar por su cuenta. Sólo son marionetas, y el Único sostiene las cuerdas. Galdar dice que cuando capturen al kender, los hechiceros sabrán cómo manejarlo a él y al artefacto que lleva consigo.

—¿Y crees que dice la verdad?

—Sé que la dice. Fui a ver a tu amigo Palin. Su cuerpo está vivo, pero no sus ojos. Los dos son cadáveres, Gerard. Cadáveres andantes. Carecen de voluntad propia, hacen lo que Mina les ordena. ¿No te pareció extraño el modo en que ambos permanecían sentados, mirando al vacío?

—Son hechiceros —argumentó el caballero sin convicción, como una justificación.

Ahora que pensaba en ello, se preguntó cómo no había imaginado que algo iba mal. La idea le revolvió el estómago. Odila se humedeció los labios.

—Hay algo más —dijo, bajando la voz hasta reducirla a un susurro tan quedo que Gerard tuvo que esforzarse para oírla—. Galdar me contó que el Único se siente tan complacido con eso que ha ordenado a Mina que utilice a los muertos en la batalla. No sólo los espíritus, Gerard. Se supone que tiene que devolverles la vida a los cuerpos.

Gerard la miró estupefacto.

—No importa si Mina ataca Sanction con un ejército ridículamente pequeño —continuó Odila sin ciarle un respiro—. Ninguno de sus soldados morirá. Si caen en la lucha, Mina se limitará a volverlos a la vida y enviarlos de vuelta a la batalla.

—Odila —intervino Gerard con un timbre de urgencia—, tenemos que marcharnos de aquí. Los dos. No quieres quedarte, ¿verdad? —preguntó, asaltado por una repentina incertidumbre.

—No —repuso categóricamente la mujer—. Después de esto, no. Lamento haber buscado a ese dios Único.

—¿Por qué lo hiciste?

—No lo entenderías —contestó Odila a la par que sacudía la cabeza.

—Quizá sí. ¿Por qué crees que no?

—Eres tan... independiente. No necesitas a nadie ni nada. Tienes las ideas claras. Sabes quién eres.

—Mollete de Maíz —dijo él, recordando el despectivo mote que la mujer le había puesto. Había esperado hacerla sonreír, pero Odila ni siquiera pareció oírlo. Hablar de sus sentimientos no le resultaba fácil—. Busco respuestas, como tú —confesó torpemente—. Como todo el mundo. Y para encontrar respuestas hay que hacer preguntas, según tus propias palabras. —Gesticuló hacia el exterior del templo, a la escalinata donde los fieles se congregaban a diario—. Es lo que les pasa a la mitad de los que vienen aquí. Son como perros hambrientos. Su hambre de creer en algo es tan grande que cogen lo primero que se les ofrece y se lo tragan sin pensar siquiera que puede estar envenenado.

—Yo me lo tragué —admitió ella con un suspiro—. Anhelaba lo que todos afirmaban tener en otros tiempos. Tenías razón cuando dijiste que esperaba que el Único arreglara mi vida. Que lo mejorara todo. Que acabara con la soledad y el temor... —Calló, azorada por haber revelado demasiado.

—No creo que ni siquiera los antiguos dioses hicieran eso, al menos a juzgar por lo que me contaron —arguyo Gerard—. Desde luego, Paladine no resolvió los problemas de Huma. Si acaso, le dio más.

—A menos que creas que Huma eligió hacer lo que hizo y que Paladine le dio fortaleza para llevarlo a cabo —musitó Odila. Hizo una pausa y después añadió con abatimiento—: No podemos hacer nada contra este dios, Gerard. ¡He visto sus designios! He visto el inmenso poder que posee. ¿Cómo puede detenerse a un dios tan poderoso?

Odila enterró la cara en las manos.

—Lo he estropeado todo. Te he arrastrado al peligro. Sé el motivo por el que te has quedado en Solanthus, y no intentes negarlo. Te quedaste porque estabas preocupado por mí.

—Nada de eso importa ahora, porque los dos nos vamos a marchar —dijo firmemente Gerard—. Mañana, cuando las tropas se pongan en marcha, Mina y Galdar estarán ocupados con sus cometidos. Habrá tal confusión que nadie nos echará de menos.

—Quiero salir de aquí —manifestó enérgicamente la mujer, que se incorporó de un salto—. Marchémonos ahora. No quiero pasar un solo minuto más en este espantoso lugar. Todos duermen. Nadie me echará de menos. Iremos a tu alojamiento...

—Tendremos que marcharnos por separado. A mí me siguen. Sal tú antes y yo vigilaré.

Siguiendo un impulso, Odila le cogió de la mano y la apretó con fuerza.

—Agradezco todo lo que has hecho por mí, Gerard. Eres un verdadero amigo.

—Ve, deprisa —la instó él—. Yo vigilaré.

La mujer le soltó la mano tras apretársela de nuevo y echó a andar hacia las puertas del templo que nunca estaban atrancadas, ya que se animaba a los seguidores del Único a entrar a cualquier hora, de día o de noche. Odila empujó con impaciencia las puertas y éstas giraron silenciosamente sobre los goznes bien engrasados. Gerard iba a seguirla cuando oyó un ruido en el altar. Miró en aquella dirección, pero no vio nada. Las llamas de las velas ardían sin oscilar. No había entrado nadie. Con todo, estaba seguro de haber oído algo. Seguía mirando al altar cuando oyó que Odila soltaba una exclamación ahogada.

Giró rápidamente la cabeza, con la mano en la empuñadura de la espada. Esperaba encontrarse con que la acosaba algún guardia, y por ello le sorprendió verla de pie en las puertas, sola.

—¿Qué pasa ahora? —No se atrevió a acercarse a la mujer. La persona que lo seguía estaría vigilándolo—. Cruza las malditas puertas, ¿quieres?

Odila se volvió para mirarlo. Su cara resaltaba tan blanca en la oscuridad que le trajo a la memoria el desagradable recuerdo de los espíritus de los muertos.

Cuando habló lo hizo en un ronco susurro que le llegó claramente en la quietud de la noche.

—¡No puedo irme!

Gerard maldijo entre dientes. Asiendo firmemente la espada avanzó pegado a la pared con la esperanza de pasar inadvertido. Al llegar cerca de las puertas lanzó una mirada iracunda a la mujer.

—¿Qué quieres decir con que no puedes irte? —demandó con un timbre bajo e irritado—. He arriesgado el cuello por venir aquí, y así me condene si me marcho sin ti. Aunque tenga que llevarte a...

—¡No he dicho que no quiera! —replicó Odila, que respiraba entre jadeos—. ¡He dicho que no puedo!

Dio un paso hacia la salida, con las manos extendidas. Al acercarse al umbral sus movimientos se tornaron lentos, como si vadeara un río e intentara avanzar contracorriente. Finalmente se detuvo y sacudió la cabeza.

—¡No... puedo! —repitió con voz ahogada.

Gerard la miraba perplejo. Odila lo había intentado, eso era indiscutible, pero también resultaba obvio que algo le impedía salir.

Su mirada se desvió del rostro aterrado de la mujer al medallón que llevaba al cuello, y lo señaló.

—¡El medallón! ¡Quítatelo!

Odila alzó la mano hacia el colgante. Apartó bruscamente los dedos al tiempo que soltaba un grito de dolor.

Gerard agarró el medallón con el propósito de quitárselo de un tirón.

Una fuerte sacudida lo lanzó trastabillando contra las puertas. La mano le ardía y le palpitaba con un dolor punzante. Miró con impotencia a la mujer, que le devolvió la mirada con igual impotencia.

—No entiendo... —empezó Odila.

—Y, sin embargo, la explicación es de lo más sencillo —dijo una voz suave.

Con la mano en la empuñadura de la espada, Gerard giró sobre sus talones y se encontró con Mina de pie en el umbral.

—Quiero irme —dijo Odila, consiguiendo con un gran esfuerzo mantener la voz firme—. Tienes que dejarme marchar. No puedes retenerme contra mi voluntad.

—No te estoy reteniendo, Odila —contestó Mina.

La solámnica trató de cruzar las puertas una vez más. Prietas las mandíbulas, forzó todos sus músculos.

—¡Mientes! —gritó—. ¡Me has lanzado un conjuro!

—No soy hechicera —dijo Mina a la par que extendía las manos—. Lo sabes. Como también sabes qué te retiene aquí.

Odila sacudió la cabeza violentamente, negando.

—Tu fe —sentenció Mina.

La mujer solámnica la miró de hito en hito, desconcertada.

—Yo no...

—Oh, sí. Crees en el dios Único. Lo dijiste tú misma. «He visto sus designios. He visto el inmenso poder que posee.» Pusiste tu fe en el Único, Odila, y a cambio el dios reclama tu servicio.

—La fe no debería hacer de nadie un prisionero —manifestó Gerard, enfurecido.

Mina volvió los ojos hacia él y el caballero vio, consternado, las imágenes de miles de personas atrapadas en sus ambarinas profundidades. Tuvo la espantosa sensación de que si se quedaba mirando el tiempo suficiente, acabaría también allí.

—Descríbeme lo que es un servidor fiel —lo instó Mina—. O, mejor aún, un caballero fiel. Uno que es leal a su Orden. ¿Qué ha de hacer para que se le describa como «leal»?

Gerard mantuvo un obstinado silencio, pero dio lo mismo porque Mina respondió a su propia pregunta. Su tono era ferviente y sus ojos brillaban con una luz interior.

—Un servidor fiel actúa con lealtad y sin cuestionar los cometidos que le encarga su señor. A cambio, su señor lo viste y lo alimenta y lo protege de sufrir daño. Si el sirviente es desleal, si se rebela contra su señor, se le castiga. Ocurre igual con el caballero leal que está obligado a obedecer a su superior. Si no cumple con su deber o se rebela contra la autoridad, ¿qué le ocurre? Es castigado por romper su juramento. Hasta los solámnicos castigarían a un caballero así, ¿no es cierto, sir Gerard?

«Ella es la servidora fiel —comprendió Gerard—. Es el caballero leal. Y ello la hace peligrosa, quizá la persona más peligrosa que haya pisado Krynn jamás.»

Su argumento estaba viciado. Gerard lo sabía en lo más profundo de su ser, pero no se le ocurría por qué. No mientras siguiera contemplando aquellos ojos ambarinos.

Mina le sonrió dulcemente. Al no responderle, dio por hecho que había ganado. Volvió los ojos ambarinos hacia Odila.

—Niega que crees en el Único, Odila, y podrás marcharte libremente —le dijo.

—Sabes que no puedo —contestó la solámnica.

—Entonces, la fiel servidora del Único permanecerá aquí para cumplir con sus deberes. Regresa a tus aposentos, Odila. Es tarde. Necesitas descansar, porque mañana tenemos que preparar muchas cosas para la batalla que será la caída de Sanction.

Odila inclinó la cabeza y se dispuso a obedecer.

—¡Odila! —se arriesgó a llamarla Gerard.

La mujer continuó caminando y no se volvió a mirarlo.

Mina la siguió con la mirada y después se giró hacia Gerard.

—¿Te veremos entre las filas de nuestros caballeros mientras marchamos triunfantes a Sanction, sir Gerard? ¿O tienes otros deberes que te reclaman en algún otro lugar? Si es así, puedes irte. Tienes mis bendiciones y las del Único.

«¡Lo sabe! —comprendió Gerard—. Sabe que soy un espía, y aun así no hace nada. ¡Incluso me ofrece la oportunidad de marcharme! ¿Por qué no ordena detenerme? ¿O que me torturen? ¿O que me maten?»

De repente deseó que la muchacha lo hiciera. Hasta la muerte sería mejor que la idea de saber en su fuero interno que lo estaba utilizando, dejando que creyera que actuaba por propia iniciativa cuando, todo el tiempo, hiciera lo que hiciese, estaba ejecutando la voluntad del Único.

—Marcharé con vosotros —dijo Gerard, sombrío, y pasó ante la joven en dirección a las puertas.

En la escalinata del templo se detuvo, miró la oscuridad que envolvía el edificio, y anunció en voz alta:

—¡Regreso a mi alojamiento! Intenta no retrasarte, ¿quieres?

Cuando entró en su cuarto Gerard encendió una vela, fue hacia el escritorio y se quedó mirando largo rato el estuche de pergaminos. Lo abrió y sacó la misiva con su detallado plan para derrotar al ejército de Mina. Con deliberada lentitud, rompió la hoja en trocitos pequeños. Hecho esto, los quemó, pedazo a pedazo, en la llama de la vela.

15 El lisiado y el ciego

El ejército de Mina partió de Solanthus al día siguiente. No era el ejército al completo, ya que tuvo que dejar tropas suficientes para ocupar lo que supuestamente era una ciudad hostil. Dicha hostilidad era en gran parte un mito a juzgar por el número de solanthinos que salieron a aclamar a la joven, a desearle que le fuera bien y a ofrecerle tantos regalos que se habría llenado la carreta en la que transportaban el sarcófago de ámbar si Mina lo hubiera permitido. En cambio les dijo que entregaran esos regalos a los pobres en nombre del dios Único. Entre lágrimas, la gente de Solanthus bendijo su nombre.

Gerard también se habría echado a llorar, pero por razones diferentes. Había pasado la noche preguntándose qué hacer, si irse o quedarse. Finalmente decidió seguir con el ejército y cabalgar hasta Sanction. Se dijo que era por Odila.

La mujer también marchaba con las tropas. Iba sentada en la carreta con el cadáver de Goldmoon aprisionado en ámbar y los de los dos hechiceros, presos en su propia carne. Al reparar en los desdichados cadáveres ambulantes, Gerard se extrañó de no haberse dado cuenta de la verdad en el mismo momento de ver a Palin, con los ojos fijos y vacíos de expresión. Odila no miró al caballero cuando la carreta pasó ante él traqueteando.

Galdar sí lo miró; en sus oscuros ojos había una expresión torva. Gerard le sostuvo la mirada. El desagrado del minotauro le proporcionó cierto consuelo. El hecho de que marchara con el ejército de Mina encolerizaba al minotauro de forma tan obvia que Gerard sacó la conclusión de que al menos estaba haciendo algo bien.

Mientras pasaba por las puertas de la ciudad, situándose en un lugar de la retaguardia, tan lejos de Mina como le era posible sin dejar de formar parte de la tropa, su caballo estuvo a punto de arrollar a dos mendigos que se echaron precipitadamente a un lado.

—Lo siento, caballeros —se disculpó Gerard mientras refrenaba al animal—. ¿Está herido alguno de los dos?

Uno de los mendigos era un hombre mayor, de cabello y barba canosa, con el rostro surcado de arrugas y curtido por el sol. Sus ojos eran penetrantes, de un color azul brillante como el de un acero recién forjado. Aunque cojeaba y se apoyaba en una muleta, tenía el aire y el porte de un hombre de armas. Tal suposición la reforzaba el hecho de que llevaba lo que parecía una especie de uniforme descolorido y andrajoso.

El otro pordiosero era ciego, y un vendaje negro le cubría los ojos heridos. Caminaba con una mano apoyada en el hombro de su compañero, que lo iba guiando. Este hombre tenía el cabello blanco, que brillaba como la plata a la luz del sol. Era joven, mucho más que el otro mendigo, y alzó la cabeza hacia Gerard al oír su voz.

—No, señor —repuso ásperamente el primer mendigo—. Sólo fue un susto, nada más.

—¿Hacia dónde se dirige este ejército? —preguntó el segundo mendigo.

—A Sanction —contestó Gerard—. Seguid mi consejo, señores, y no os acerquéis al templo del dios Único. Aun en el caso de que pudiera curaros, dudo que valga la pena el caro precio que pagaríais por ello.

Tras entregar unas monedas a los mendigos, hizo girar al caballo, galopó calzada adelante y poco después desaparecía en la nube de polvo que levantaba el ejército en marcha.

Los ciudadanos de Solanthus contemplaron la partida de Mina hasta mucho después de que la perdieran de vista, y luego regresaron al interior de la ciudad, que parecía triste y vacía sin su presencia.

—Mina marcha hacia Sanction —dijo el mendigo ciego.

—Esto confirma la información que nos dieron anoche —contestó el mendigo cojo—. Allí donde vamos, oímos lo mismo: Mina marcha hacia Sanction. ¿Satisfecho ahora, al menos?

—Sí, Filo Agudo, estoy satisfecho —contestó el hombre ciego.

—Pues ya iba siendo hora —rezongó Filo Agudo, que tiró a los pies de su compañero las monedas que Gerard le había dado—. ¡Se acabó mendigar! Jamás me he sentido tan humillado.

—A pesar de todo, como habrás visto, este disfraz nos permite ir a donde queremos y hablar con quien deseemos, desde un ladrón a un noble pasando por un caballero —le recordó suavemente Espejo—. Nadie tiene la más ligera pista de que seamos otra cosa de lo que aparentamos. Ahora, la cuestión es, ¿qué hacemos? ¿Nos encaramos con Mina?

—¿Y qué le dirías, Plateado? —Filo Agudo adoptó un timbre aflautado y burlón—. ¿Dónde, oh, dónde están los bonitos Dragones Dorados? ¿Dónde, oh, dónde estarán?

Espejo guardó silencio porque no le gustaba lo cerca que el Azul había estado de dar en el clavo.

—Yo digo que esperemos —siguió Filo Agudo—. Que tengamos un cara a cara con ella en Sanction.

—Que esperemos hasta que Sanction haya caído en poder de tu reina, quieres decir —hizo notar Espejo con frialdad.

—Y supongo que tú vas a impedirlo, ¿verdad, Espejo? ¿Solo y ciego? —Filo Agudo resopló con desdén.

—Y tú, encantado de que entre en Sanction, solo y ciego, claro.

—No te preocupes, no dejaré que te ocurra nada malo. Skie te contó más de lo que me has dicho, y me propongo estar delante cuando hables con Mina.

—Entonces, sugiero que recojas ese dinero, porque nos hará falta —dijo Espejo—. Estos disfraces que han funcionado tan bien hasta ahora nos ayudarán aun más en Sanction. ¿Qué mejor excusa para hablar con Mina que acudir ante ella buscando un milagro?

Espejo no podía ver la expresión del rostro de Filo Agudo, pero sí imaginarla: desafiante al principio, cabizbaja después, al comprender que su argumento era sensato.

Oyó el tintineo de las monedas al recogerlas con irritada brusquedad del suelo.

—Creo que disfrutas con esto, Plateado —dijo Filo Agudo.

—Tienes razón. No recuerdo cuándo fue la última vez que me había divertido tanto.

16 Un encuentro inesperado

Como hojas despedidas desde el centro de un remolino, el gnomo y el kender cayeron revoloteando al suelo. Es decir, el kender, con sus ropas de alegres colores, revoloteó. El gnomo aterrizó pesadamente con el resultado de quedarse sin respiración unos largos y angustiosos segundos. La falta de respiración también tuvo como resultado el cese de los gritos del gnomo, lo que, considerando dónde se encontraban, fue una verdadera suerte, sin lugar a dudas.

No es que supieran al momento dónde estaban. Lo único que Tasslehoff supo, cuando miró en derredor, era dónde no estaba, lo que significaba en cualquiera de los sitios en los que había estado hasta ese momento de su vida. Se encontraba de pie —y Acertijo tumbado— en un corredor hecho de enormes bloques de mármol negro al que se había pulido hasta darle un acabado muy brillante. De tramo en tramo, unas antorchas alumbraban el corredor, y su luz anaranjada le daba un brillo suave y fantasmagórico. Las antorchas ardían con regularidad, ya que no corría el menor soplo de aire. La luz no aliviaba la penumbra del corredor; sólo hacía que las sombras parecieran más oscuras por contraste.

Ni un susurro, ni el más leve sonido llegaba de ninguna parte, aunque Tas escuchó con toda su atención. El kender tampoco hizo ningún ruido, y evitó que el gnomo lo hiciera mientras lo ayudaba a levantarse. Tas se había pasado casi toda la vida corriendo aventuras, y conocía los corredores, y, sin lugar a dudas, éste tenía esa sensación sofocante de un sitio donde uno quiere estar muy, muy callado.

—¡Goblins! —fue la primera palabra que pronunció Acertijo.

—No, nada de goblins —aseguró Tas en un tono bajo que quería ser tranquilizador, aunque lo echó a perder al añadir alegremente—: Probablemente hay cosas peores que goblins ahí delante.

—¿A qué te refieres? —resolló Acertijo, que se mesó el pelo como un loco—. ¡Peor que goblins! ¿Qué puede haber peor que los goblins? ¿Y dónde estamos, para empezar?

—Bueno, hay montones de cosas peores que los goblins —susurró Tas tras reflexionar—. Los draconianos, por ejemplo. Y los dragones. Y los osos lechuza. ¿Te he contado alguna vez la historia de tío Saltatrampas y el oso lechuza? Bueno, pues todo empezó...

Todo acabó cuando Acertijo apretó el puño y le atizó a Tasslehoff en el estómago.

—¡Osos lechuza! ¿A quién le importan los osos lechuza y tu maldita familia? Podría contarte historias sobre mi primo Estroncio Noventa que harían que se te cayera el pelo. Y también los dientes. ¿Por qué nos has traído aquí, y dónde demonios es aquí, a todo esto?

—Yo no nos traje a ninguna parte —repuso Tasslehoff, irritado, cuando pudo volver a hablar. Recibir un golpe fuerte e inesperado en el estómago solía poner de mal humor a una persona—. El ingenio nos trajo aquí. Y no sé más que tú sobre dónde es «aquí». Yo... ¡Chist! Viene alguien.

«Cuando se está en un corredor oscuro cuyo aspecto te induce a guardar silencio, siempre es una buena idea ver quién se acerca antes de que tenga ocasión de verte a ti.» Ésa era la máxima que tío Saltatrampas había enseñado a su sobrino, y Tas había comprobado que, en general, era un buen plan. Para empezar, te permitía saltar de repente desde una sombra y dar una enorme sorpresa a quien fuera. Tasslehoff agarró a Acertijo por el cuello de la camisa y lo arrastró detrás de un pilar de mármol negro.

En el corredor apareció una solitaria figura que vestía ropajes oscuros, por lo que no resultaba fácil de distinguir con la penumbra del corredor y los muros de mármol negro. Tasslehoff la vio cuando pasó delante de una de las antorchas. Incluso en medio de la penumbra que solamente permitía vislumbrar un borroso contorno de la figura, Tasslehoff Burrfoot experimentó la extraña e incómoda sensación en el estómago (un retortijón secuela, seguramente, del puñetazo) de que conocía muy bien a esa persona. Había algo en el modo de caminar, lento y vacilante, algo en la forma en que la persona se apoyaba en el bastón que llevaba, algo en el propio bastón, que irradiaba una luz blanca muy suave...

—¡Raistlin! —exclamó Tasslehoff, sobrecogido.

Iba a repetir el nombre en voz mucho más alta, acompañado por un chiflido y un grito mientras corría hacia su amigo —a quien no había visto hacía mucho tiempo y al que creía muerto— para darle un enorme abrazo.

Una mano lo agarró del hombro y una voz dijo suavemente:

—No. Déjale en paz.

—Pero es mi amigo —le dijo Tas a Acertijo—. Sin contar la vez que mató a otro amigo mío, que, por cierto, también era un gnomo.

Los ojos de Acertijo se abrieron como platos y agarró a Tas con nerviosismo.

—Este amigo tuyo no tendrá por costumbre... eh... matar gnomos, ¿verdad?

Tas ni siquiera oyó esto último porque miraba de hito en hito a Acertijo, reparando en que el gnomo le tenía cogido de la manga con una mano y por la camisa con la otra. Eso sumaba dos manos y, que Tas supiera, a los gnomos los hacían sólo con dos. Lo que significaba que había una mano de más, y que esa mano lo sujetaba firmemente por el hombro. Tasslehoff se retorció y se giró para ver quien lo agarraba, pero la columna tras la que se escondían arrojaba una oscura sombra y lo único que vio a su espalda fue más oscuridad.

Tas volvió la vista hacia la otra mano —la que le agarraba el hombro— pero ya no estaba allí. O, mejor dicho, estaba allí porque la sentía, pero no estaba porque no la veía.

Todo aquello era muy extraño, así que Tasslehoff miró de nuevo hacia Raistlin. Conociéndole como le conocía, Tas no tuvo más remedio que admitir que a veces el mago no se había mostrado amistoso en absoluto con él. Y estaba el hecho de que Raistlin había matado gnomos. O, al menos, a un gnomo, por arreglar el ingenio de viajar en el tiempo. El mismo ingenio de ahora, aunque no el mismo gnomo. Como entonces, Raistlin vestía ahora la Túnica Negra, y aunque Acertijo le resultaba muy irritante de vez en cuando, no quería verlo muerto. Por ello decidió que, por el bien de Acertijo, guardaría silencio y no saltaría sobre Raistlin y renunciaría al fuerte abrazo.

El mago pasó muy cerca del kender y del gnomo. Acertijo, gracias al cielo, se había quedado mudo de terror. Sólo merced a un esfuerzo heroico por su parte, Tasslehoff siguió callado, aunque sólo los dioses ausentes sabían lo que le había costado. Fue recompensado con un apretón aprobador en el hombro de la mano que no estaba allí, lo que, entre unas cosas y otras, no hizo que se sintiera tan bien como le habría ocurrido en otras circunstancias.

Aparentemente, Raistlin iba ensimismado en sus pensamientos, porque llevaba inclinada la cabeza y su caminar era lento y abstraído. Se paró para toser, una tos convulsiva que lo debilitó hasta el punto de que tuvo que apoyarse contra la pared, y que le produjo ahogos y arcadas. El semblante se le puso lívido y unas gotitas de sangre mancharon sus labios. Tas se alarmó porque había visto a Raistlin sufrir esos ataques antes, pero nunca tan fuertes.

—Caramon solía prepararle una infusión —dijo, fija la mirada al frente.

La mano apretó y tiró de él hacia atrás.

Raistlin levantó la cabeza. Sus ojos dorados brillaron con la luz de la antorcha. Miró a uno y otro lado del corredor.

—¿Quién ha hablado? —instó con voz susurrante—. ¿Quién ha pronunciado ese nombre, Caramon? ¡He dicho que quién ha hablado!

La mano se clavó en el hombro de Tasslehoff. Sin embargo, la advertencia sobraba. Raistlin tenía un aspecto tan raro y su expresión era tan terrible que el kender habría guardado silencio de todos modos.

—Nadie —dijo Raistlin, por fin capaz de inhalar aire aunque de forma entrecortada—. Son imaginaciones mías. —Se enjugó la frente con el borde de la manga de terciopelo negro y después sonrió con sarcasmo—. Quizá fue mi propia conciencia culpable. Caramon está muerto. Todos lo están, ahogados en el Mar Sangriento. Y qué conmocionados se quedaron cuando utilicé el Orbe de los Dragones y me marché, dejándolos abandonados a su suerte. Qué sorprendidos de que no compartiera sumisamente su perdición.

Recobradas las fuerzas, Raistlin se apartó de la pared. Se apoyó en el bastón, pero no siguió caminando de inmediato.

—Aún veo la expresión de Caramon. Aún oigo sus lloriqueos. —El mago dio a su voz un timbre agudo y nasal—. Pero... Raist... —Rechinó los dientes y después volvió a sonreír, aunque con una mueca desagradable—. ¡Y Tanis, ese santurrón hipócrita! ¡Su amor ilícito por mi querida hermana lo llevó a traicionar a sus amigos, y sin embargo tuvo la temeridad de acusarme de ser desleal! Puedo verlos a todos: Goldmoon, Riverwind, Tanis, mi hermano, todos mirándome con ojos de carnero.

»Al menos salva a tu hermano... —El mago siguió desgranando su amargo monólogo en el mismo tono aflautado—. Salvarle, ¿para qué? ¿Cómo un adorno floral? Su ambición sólo llegaba a la cama de su última conquista. Durante toda mi vida fue los grilletes que me ataban manos y pies. Es como si me pidieran que dejara mi prisión pero que me llevara las cadenas...

Echó a andar y avanzó lentamente corredor adelante.

—¿Sabes una cosa, Acertijo? —susurró Tasslehoff—. Antes dije que era mi amigo, pero no es nada fácil conseguir que te caiga bien. A veces no estoy seguro de que merezca la pena el esfuerzo. Hablaba de Caramon y de los otros ahogándose en el Mar Sangriento, sólo que no se ahogaron. Los rescataron los elfos marinos. Lo sé porque Caramon me lo contó todo. Y Raistlin sabe que no se ahogaron porque volvió a verlos. Pero si cree que se ahogaron, entonces, obviamente, aún ignora que no murieron así, lo que significa que debemos estar en algún punto entre el momento en que creyó que se habían ahogado y el momento en que descubrió que no. Lo que significa —siguió Tas, sobrecogido y excitado— que he encontrado otra parte del pasado.

Al oír aquello, Acertijo miró al kender con suspicacia y retrocedió unos pasos.

—No conocerás a mi primo Estroncio Noventa, ¿verdad?

Tas iba a contestar que no tenía ese placer cuando el sonido de pisadas retumbó en el corredor. No eran las del mago, que apenas hacía ruido alguno aparte de alguna que otra tos áspera y el susurro de la túnica. Esas pisadas eran grandes e imponentes, atronadoras, retumbando en el corredor.

La mano plantada en el hombro de Tasslehoff tiró de él más hacia atrás en las sombras y advirtiéndole con una nueva presión que guardara silencio. El gnomo, con el instinto de conservación afinado a la perfección, y no como los proyectados pistones impulsados por vapor, ya se había pegado contra la pared hasta el punto de que habría pasado por un enlucido artístico de alguna tribu primitiva.

Un hombre tan grande como sus pisadas habían pronosticado llenó el corredor de sonido, movimiento y vida. Era alto y musculoso y llevaba una armadura ricamente ornamentada que parecía formar parte de su anatomía ya que no le ocasionaba estorbo alguno. Bajo el brazo portaba el yelmo de un Señor del Dragón. Una espada enorme tintineaba a su costado. Obviamente se dirigía hacia algún sitio con un propósito en mente, ya que caminaba deprisa y con decisión, sin mirar a izquierda ni a derecha. Por ello estuvo a punto de arrollar a Raistlin, que tuvo que recular contra la pared para que no lo aplastara.

El Señor del Dragón vio al mago, pero se dio por enterado de su presencia sólo con una mirada penetrante. Raistlin inclinó la cabeza. El Señor del Dragón siguió su camino, y el mago iba hacer otro tanto cuando de repente el hombre corpulento se paró y giró sobre sus talones.

—Majere —llamó con voz retumbante.

Raistlin se detuvo y se volvió.

—Sí, milord Ariakas.

—¿Qué te parece Neraka? ¿Tu alojamiento es cómodo?

—Sí, milord. Muy adecuado para mis sencillas necesidades —repuso Raistlin. La luz de la bola de cristal del bastón brilló levemente—. Gracias por preguntar.

Ariakas frunció el entrecejo. La respuesta de Raistlin era educada, servicial, con el respeto debido a un Señor del Dragón. Ariakas no era de los que reparaban en sutilezas, pero al parecer hasta él había percibido el tono sarcástico en la voz rasposa del hechicero. No obstante, tampoco podía reprenderle por su tono de voz, de modo que siguió hablando.

—Tu hermana Kitiara dice que tengo que tratarte bien —manifestó ásperamente—. Es a ella a quien debes tu puesto aquí.

—Es mucho lo que le debo a mi hermana —contestó Raistlin.

—A mí me debes más —dijo, severo, Ariakas.

—Por supuesto —convino el hechicero, que inclinó de nuevo la cabeza.

Era evidente que Ariakas no se sentía complacido.

—Eres un tipo frío. La mayoría de los hombres se encogen y se acobardan cuando les hablo. ¿No hay nada que te impresione?

—¿Acaso hay algo que debería impresionarme, milord?

—¡Por nuestra Reina! —gritó Ariakas mientras llevaba la mano a la empuñadura de la espada—. ¡Debería decapitarte de un tajo por ese comentario!

—Podrías intentarlo, milord —dijo Raistlin, que volvió a inclinar la cabeza, en esta ocasión de un modo más marcado—. Perdonadme, señor, pues mis palabras no tenían la intención que parecían tener. Por supuesto que resultáis impresionante. Como es impresionante la magnificencia de esta ciudad. Pero que me sienta impresionado no significa que tenga miedo. No admiráis a los hombres pusilánimes, ¿verdad, milord?

—No. —Ariakas miró fijamente al hechicero—. Tienes razón, no los admiro.

—Conseguiré que me admiréis, milord —afirmó Raistlin.

Ariakas siguió mirando intensamente al mago. Luego, de repente, estalló en carcajadas. Era un sonido resonante que se extendió por el corredor levantando ecos y que aplastó al gnomo contra la pared. El sonido aturdió a Tasslehoff como si le hubiesen dado con una piedra en la cabeza. Raistlin se encogió levemente, pero aguantó firme.

—Aún no te admiro, mago —dijo Ariakas cuando recobró el control de sí mismo—. Pero algún día, Majere, cuando hayas demostrado tu valía, tal vez te admiraré.

Giró sobre sus talones y, todavía riendo entre dientes, siguió caminando corredor adelante.

Cuando sus pisadas se perdieron en la distancia y todo volvió a quedar en silencio, Raistlin musitó:

—Algún día, cuando haya demostrado lo que valgo, milord, harás algo más que admirarme. Me temerás.

Raistlin dio media vuelta y se alejó, y Tasslehoff miró hacia atrás para ver quién era el que ya no le tenía agarrado por el hombro, y giró y giró y siguió girando...

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