SEGUNDA PARTE

19 Vuelve el príncipe Grallen. Las puertas de Thorbardin. Y ahora ¿qué?

Encabezados por un Sturm sometido a la influencia mágica del yelmo encantado, los compañeros avanzarón hacia el Buscador de Nubes dando vueltas y revueltas y ascendieron por una escarpada garganta que penetraba en la vertiente de la montaña. La garganta era una entre tantas y sin la guía del príncipe no la habrían encontrado nunca o la habrían elegido por pura casualidad.

Tanis siguió marcando el camino para los refugiados y más de una vez se preguntó si no estaría perdiendo el tiempo. A menudo se volvía a mirar por donde habían llegado con la esperanza de ver alguna señal de que se encontraban a salvo, pero la niebla o las nubes bajas ocultaban el paso con frecuencia y no se veía nada.

El ascenso estaba siendo relativamente fácil. Cada vez que llegaban a una parte de la garganta que por lo empinada habría resultado difícil de subir, encontraban toscos escalones tallados en la pared rocosa que hacían segura la travesía. Ni siquiera a Raistlin le resultaba trabajosa la marcha. La noche de descanso le había permitido recobrar las fuerzas. Decía que el aire puro y frío de la montaña le abría las vías respiratorias. Tosía menos y, de hecho, parecía estar de un relativo buen humor.

Con el sol radiante en un cielo totalmente despejado se divisaban las desoladas llanuras que se extendían bajo ellos y a lo lejos la fortaleza en ruinas que, como había dicho Caramon, parecía una calavera en una bandeja. Avanzaban a buen ritmo, al menos hasta donde Tanis podía juzgar considerando que ignoraba dónde iban. Le había preguntado a Sturm más de una vez que les señalara su punto de destino, pero el caballero, sacudiendo la cabeza, se había negado a contestar y había seguido caminando. Tanis miraba a Flint, pero el enano se limitaba a encogerse de hombros. Era obvio su escepticismo respecto a todo aquello.

—Si hay una puerta en la ladera de la montaña, no la veo —rezongó malhumorado.

A medida que ascendían, el aire se enrarecía y era más frío. Los humanos, el semielfo y el kender empezaron a sentirse mareados y a costarles más trabajo respirar.

—Espero que no tengamos que ir mucho más lejos —dijo Tanis, que había alcanzado a Sturm—. Si es así, me temo que algunos de nosotros no lo conseguiremos.

Se volvió a mirar a Raistlin, que se había dejado caer al suelo, agotado. Adiós muy buenas al aire puro de montaña. Caramon estaba apoyado en un peñasco y Tasslehoff se tambaleaba un poco. Hasta Flint jadeaba un poco, aunque ese viejo gruñón se negara a admitir que le pasaba algo.

Sturm alzó la cabeza y oteó a través de las ranuras del yelmo.

—Casi hemos llegado.

Señaló un saliente de piedra de menos de dos metros que sobresalía de la cara de la montaña. La garganta terminaba allí. Tanis se volvió a mirar a Flint y, para su sorpresa, advirtió que los ojos del viejo enano resplandecían en su rostro encendido. Su amigo se atusó la barba con una mano.

—Creo que hemos dado con ello, muchacho —susurró—. ¡Creo que estamos cerca!

—¿Por qué? ¿Es que ves algo? —preguntó el semielfo.

—Es un palpito, una sensación. Siento que es cierto.

—Pues yo no siento nada —contestó Tanis mientras miraba a su alrededor—. No veo nada, ni señal de una puerta.

—Tú no puedes —repuso Flint, enorgullecido—. Con esos ojos tuyos, mitad elfos y mitad humanos, no. Admítelo, amigo mío. Nunca habrías encontrado el camino.

—Lo admito de buen grado —dijo Tanis, que añadió con una sonrisa—: Y tú ¿qué?

—Yo sí —insistió Flint—. Si hubiera estado interesado, lo habría encontrado, cosa que hasta ahora no ha sido así.

La mirada de Tanis recorrió la vasta extensión gris de piedra que se alzaba ante ellos.

—Si encontramos la puerta, ¿nos dejarán entrar los Enanos de la Montaña?

—Ésa no es la pregunta que me hago yo —repuso Flint. Tanis lo miró con expresión interrogante.

»Lo que yo me pregunto es si habrá enanos bajo la montaña que puedan responder "sí" o "no" a esa cuestión. Quizá la razón de que la puerta haya permanecido clausurada durante trescientos años es que no queda nadie vivo para abrirla.

Sturm había reanudado la marcha y Flint echó a andar detrás de él. Tanis se volvió a mirar a los gemelos.

—Ya vamos —dijo Caramon.

Raistlin asintió con la cabeza y, ayudado por el bastón y por su hermano, empezó a ascender. Tasslehoff los seguía.

Dejaron la garganta y llegaron a la cornisa rocosa.

—Esto lo construyeron enanos —dijo Flint mientras pateaba con fuerza el saliente—. ¡Hemos llegado, semielfo! ¡Hemos llegado!

La cornisa era lisa y llana. Antaño había sido mucho más ancha, pero partes de ella se habían caído o desmoronado con el paso del tiempo. No habían avanzado mucho por el saliente, tal vez unos quince metros, cuando Sturm se detuvo y se volvió de cara a la pared rocosa. Flint escudriñó ávidamente la piedra. Los ojos se le humedecieron. Soltó un largo y trémulo suspiro. Cuando habló, la voz le sonó enronquecida.

—La hemos encontrado, Tanis. La puerta de Thorbardin.

—¿De veras? —El semielfo miró arriba y abajo y no vio nada salvo roca lisa.

Sturm se acercó a la pared con la mano extendida.

—¡Mira eso! —exclamó en voz queda Flint.

Raistlin apartó con el codo a Tanis en su ansiedad por ver lo que estaba a punto de ocurrir. Tasslehoff corrió junto al caballero y miró, expectante, la pared vacía.

—Yo que tú no me quedaría parado ahí —advirtió Sturm.

—Es que no quiero perderme nada —protestó el kender.

Sturm se encogió de hombros y, volviéndose de cara a la montaña, levantó las manos y gritó unas palabras en lengua enana.

—Soy Grallen, hijo de Duncan, el Rey Bajo la Montaña. Mi espíritu regresa a las estancias de mis antepasados. En nombre de Reorx, requiero que la puerta se abra.

Al oír mencionar el nombre del dios, Flint se quitó rápidamente el yelmo y lo sostuvo contra su pecho, inclinada la cabeza.

Un rayo de luz irradió desde el rubí engarzado en el centro del yelmo de Sturm. Roja y resplandeciente como el fuego de la forja de Reorx, la luz iluminó la cara de la montaña.

El suelo retumbó y tiró a Tanis, que se quedó a gatas. La montaña tembló y se sacudió. Raistlin mantuvo el equilibrio apoyado en el bastón. Caramon también cayó al suelo y se deslizó senda abajo un tramo. Una puerta colosal, de unos dieciocho metros de ancho por nueve de alto, apareció en la vertiente de la montaña. Un ruido chirriante como el de una gigantesca rueda de molino sonó dentro, en algún sitio.

—¡Quítate de en medio! —bramó Flint, que asió a Tasslehoff por el cuello de la camisa y lo apartó a un lado.

Como el tapón de un barril de cerveza, el colosal bloque de piedra salió de la pared y se deslizó por el saliente justo por donde antes había estado Tasslehoff.

Ahora que la enorme puerta estaba abierta, vieron un inmenso mecanismo con forma de tornillo que empujaba el bloque de granito hacia afuera. La puerta rechinó sobre la plataforma exterior y siguió desplazándose, pasado ya el borde de la cara de la montaña. El mecanismo que la operaba gemía y chirriaba, empujándola más y más lejos hasta que el pesado bloque de piedra sobresalió del borde de la cara de la montaña.

El eje que impulsaba la puerta era de roble, macizo y fuerte, pero no pudo soportar la brutal tensión y se partió. El bloque de piedra se tambaleó y se precipitó por el vacío para estrellarse con gran estruendo en las rocas del fondo. Los compañeros contemplaron el desastre en un silencio impresionado. Entonces, Raistlin habló:

—La puerta de Thorbardin está abierta —dijo—. Y ya no puede cerrarse.

Tanis comprobó que todos se encontraban bien. Caramon subía por la senda de la garganta; Flint apartaba de sí a Tasslehoff, que intentaba abrazar al enano mientras afirmaba que le había salvado la vida.

—¿Dónde está Sturm? —preguntó el semielfo, alarmado, temeroso de que la puerta lo hubiese aplastado.

—Entró poco después de que la puerta se abrió —informó Raistlin.

—¡Maldita sea! —masculló Tanis.

Se asomaron al hueco dejado por el bloque de granito, pero no se veía nada ni se oía nada. Un aire cálido con un intenso olor a tierra salía a bocanadas de la caverna. Flint, serio el gesto, enarboló el hacha. Empezaron a entrar lenta y cautelosamente.

Todos excepto Tasslehoff.

—¡Apuesto a que soy el primer kender que pisa Thorbardin en trescientos años! —gritó y, blandiendo la jupak, entró a la carrera al tiempo que gritaba—: ¡Hola, enanos! ¡Estoy aquí!

—Lo más probable es que sean trescientos siglos —masculló Flint, iracundo—. Jamás se ha permitido entrar a un kender bajo la montaña. ¡Y con toda la razón, he de añadir!

El enano fue en pos de Tas con andares pesados, como si soportara una carga. Tanis y los demás se apresuraban a reunirse con él cuando, procedente de la oscuridad, llegó la voz de Tasslehoff articulando la exclamación que más teme todo aquel que haya tenido trato con kenders:

—¡Ups!

—¡Tas! —gritó el semielfo, pero no tuvo respuesta.

La pálida luz del sol entraba a raudales por la puerta, de manera que iluminaba el camino de los compañeros un corto trecho. Sin embargo, en seguida dejaron la luz atrás y los engulló la noche impenetrable e infinita.

—No alcanzo a verme la nariz —rezongó Caramon—. Raist, enciende el bastón.

—¡No, no lo hagas! —lo previno Tanis—. Aún no. No conviene que delatemos nuestra presencia. Y hablad en voz baja.

—A menos que estén sordos, los enanos ya saben que nos encontramos aquí —comentó Caramon en tono irritado.

—Es posible —admitió el semielfo—, pero más vale pecar de precavidos.

—Los enanos pueden vernos en la oscuridad —le dijo Caramon a su gemelo en un susurro—. ¡Tanis también ve en la oscuridad! Nosotros somos los que estamos ciegos.

De la oscuridad llegó el sonido de pies a la carrera y el entrechocar metálico de piezas de armadura. Caramon enarboló la espada, pero Tanis sacudió la cabeza.

—Es Flint —les dijo—. ¿Has encontrado a Tas? —le preguntó al enano cuando llegó donde estaban ellos.

—Sí. Y a Sturm —informó Flint en tono lúgubre—. Mirad allí. Vedlo por vosotros mismos. Ese kender tonto se ha metido en un buen aprieto esta vez. ¡Los han capturado los theiwars!

—¡No veo nada! —masculló Caramon.

—Chitón, hermano —aconsejó Raistlin en voz queda.

Tanis, con su visión elfa, vio a Sturm tendido en el suelo, ya fuera muerto o inconsciente. Tasslehoff se había agachado junto al caballero y sostenía el yelmo del príncipe Grallen en las manos. A juzgar por las apariencias, había estado a punto de ponérselo cuando lo interrumpieron.

Seis enanos, equipados con cota de malla que les llegaba a las rodillas y armados con espadas, rodeaban al kender. Al menos, Tanis imaginó que eran enanos. No lo sabía con seguridad, porque nunca había visto enanos con esa apariencia. Eran delgados y parecían desnutridos, tenían el cabello largo, negro y desgreñado; las negras barbas también tenían un aspecto desastrado. La piel no era del tono acastañado que se veía en la mayoría de los enanos, sino de un blanco enfermizo, como la tripa de un pez. Olía el hedor de sus cuerpos sucios. Tres de los enanos apuntaban con la espada a Tasslehoff, en tanto que los otros tres rodeaban a Sturm con la aparente intención de robarle la armadura.

—¿Qué pasa? —demandó Caramon en un susurro alto—. ¿Qué ocurre ahí? ¡No veo!

Shirak —dijo Raistlin y el cristal del bastón irradió una luz brillante.

—Creí haberte dicho que no... —empezó Tanis, que se había vuelto hacia él, enfadado.

Unos gritos penetrantes lo interrumpieron. Se giró, estupefacto, y vio que los enanos tiraban las espadas al suelo para protegerse los ojos con las manos mientras gemían de dolor y maldecían con rabia.

Flint se volvió a mirar a Raistlin con los ojos entrecerrados.

—¿Por qué me miras así? —demandó el mago—. Dijiste que eran enanos theiwars. Es sabido que los theiwars son extremadamente sensibles a la luz.

—Sabido por los enanos, tal vez —replicó Flint, encolerizado—. No conozco ningún humano que haya oído hablar de los theiwars.

—Bueno, pues ahora ya conoces a uno —repuso fríamente Raistlin.

Flint miró de soslayo a Tanis, que sacudió la cabeza. El semielfo nunca había oído nombrar a los theiwars y era amigo de Flint desde hacía muchos años. A decir verdad, Raistlin se estaba comportando de un modo extraño en ese viaje, incluso tratándose de él.

—¡Largo de aquí, escoria theiwar! —ordenó Flint en la lengua enana. Echó a andar con el hacha enarbolada en un gesto amenazador.

—¡Estiércol de las colinas! —insultó con un gruñido uno de los theiwars, que empezó a murmurar entre dientes a la par que movía los dedos.

—¡Detenlo! —advirtió Raistlin—. ¡Está lanzando un conjuro!

Flint se frenó de golpe.

—¡Tú eres el mago! ¡Detenlo tú! —le gritó a Raistlin.

—Entonces, quítate de en medio.

Flint se arrojó de bruces al suelo y oyó el chisporroteo de los rayos que pasaban por encima. Los rayos relampagueantes alcanzaron al theiwar en el torso y una conmoción sacudió la cámara. El cuerpo humeante del theiwar se desplomó. Sus compañeros renunciaron a su intento de robar a Sturm y huyeron por un pasadizo a toda prisa. El tintineo de las cotas de malla y el pataleo de las botas se oyeron durante un tiempo y luego, de repente, cesaron.

—No han ido muy lejos —advirtió Tanis.

—¡Puercos theiwars! —Flint estaba que echaba chispas y asestó una mirada feroz al semielfo—. ¡Te dije que era un error volver! Me apostaré en el corredor un poco más adelante y vigilaré. Tú ocúpate del caballero. —Echó a andar y añadió con un bramido:— ¡Y quita ese yelmo al kender!

Raistlin estaba parado junto al caballero y sostenía el bastón de manera que cayera la luz del cristal sobre él mientras Caramon lo examinaba.

—Está vivo y el pulso es firme. No sé qué le pasa. No se le ven heridas...

Tanis miró muy serio a Tas.

—¡No fui yo! —protestó el kender de inmediato—. Lo encontré tirado en el suelo, inconsciente. Y tenía el yelmo caído a su lado. Creo que debió de dejarlo caer.

—Más bien fue el yelmo el que lo dejó caer a él, por decirlo de algún modo —puntualizó Raistlin—. Puesto que el príncipe Grallen vuelve a estar en el hogar de sus antepasados, la magia del yelmo ha liberado al caballero. Cuando Sturm despierte, volverá a ser el de siempre... Una lástima.

—Creo que lo mejor será que me des ese yelmo —pidió Tanis al kender al tiempo que extendía la mano.

Tasslehoff apretó el yelmo contra su pecho.

—¡Esos horribles enanos iban a robarlo! ¡Yo lo salvé! ¿Puedo probármelo aunque sólo sea una vez? ¡Me encantaría ser un enano...!

—¡Por encima de mi cadáver! —voceó Flint desde la oscuridad.

—¡Sturm! —Caramon sacudió a su amigo por el hombro—. ¡Sturm, despierta!

El caballero gimió y abrió los ojos. Miró a Caramon con desconcierto un instante y entonces reconoció a su amigo.

—¿Por qué me has dejado dormir tanto rato? Tendrías que haberme despertado. Mi turno de guardia debe de haber pasado hace mucho. —Se sentó y se llevó la mano a la cabeza, aquejado de un repentino mareo—. Estaba teniendo un sueño de lo más extraño...

Tanis llamó con un ademán a Raistlin para hacer un aparte con él.

—¿Recordará algo de lo que ha pasado?

—Lo dudo —contestó el mago—. De hecho, podría costarle trabajo creernos cuando le contemos lo que le ha pasado.

—¡Sturm, te juro que es verdad! —dijo Caramon en ese momento—. Te pusiste el yelmo y de repente dejaste de ser tú. Eras un enano, el príncipe Grallen. Ya no estamos en el Monte de la Calavera. No, en serio, Sturm, no te miento. Ha ocurrido así, lo juro. Si no me crees, pregúntale a Tanis.

Sturm se volvió hacia el semielfo y se echó hacia atrás, sobresaltado.

—¿Qué haces aquí, en el Monte de la Calavera? Te fuiste con Flint. —Hizo una pausa y miró en derredor, aturdido—. Entonces ¿es verdad lo que dice Caramon? ¿Que he estado bajo... una especie de encantamiento? ¿Y que nos encontramos dentro de Thorbardin? ¿Que os conduje yo aquí? —Se notaba que estaba realmente perplejo—. ¡No sé cómo es eso posible! ¡No tengo ni idea de dónde estamos ni cómo hemos llegado aquí!

—Quizá la próxima vez que te aconseje que dejes en paz un objeto me hagas caso —comentó Raistlin.

Sturm lo miró y la cólera le encendió el rostro. Entonces los ojos se le fueron hacia el yelmo, que Tasslehoff le había entregado a Tanis con no poca renuencia y muchas protestas. El caballero lo estuvo contemplando largo rato y la ira se desvaneció. Miró de nuevo a Raistlin.

—Quizá lo haga, sí —dijo a regañadientes. Sacudiendo la cabeza, se dio media vuelta y echó a andar y salió del círculo de luz hacia la oscuridad.

—Necesita estar a solas un rato —dijo el mago, que detuvo a Tanis cuando el semielfo hizo intención de seguirlo para hablar con él—. Tiene que acostumbrarse y aceptar a este otro Sturm. Tú tienes otros asuntos en los que pensar, semielfo.

—Sí —se mostró de acuerdo Caramon—. Estamos aquí, en Thorbardin. —Miró a Tanis—. Y ahora ¿qué?

—Buena pregunta.

La puerta se abría a un vestíbulo sembrado de piezas sueltas de armaduras y armas rotas, los despojos de una vieja batalla. Tanis miró a su alrededor y supuso —por las telarañas y el polvo acumulados— que allí no había habido nadie desde el final de la guerra, trescientos años atrás. Para consolarse por lo del yelmo, Tasslehoff revolvía entre los despojos y Raistlin hurgaba con la punta del bastón algunos objetos, cuando Flint apareció corriendo de la oscuridad.

—¡Alguien viene! Enanos hylars, por su aspecto. Se han enzarzado con los theiwars —añadió.

A lo lejos brillaba una luz y, aunque todavía no alcanzaban a ver a los enanos, sí les llegaba el ruido de pesadas botas en el suelo de piedra, el tintineo de armaduras y de cotas de malla y el entrechocar de armas. Una voz profunda habló en un tono imperativo. A la voz le respondieron maldiciones y hubo un ruido de pies corriendo.

El golpeteo de las botas en el suelo continuó dirigiéndose hacia ellos.

—Manteneos firmes y dejadme hablar a mí —los aleccionó Flint, que mientras decía lo último dirigió una severa mirada a Tasslehoff.

—¿Quiénes son los hylars? —inquirió Caramon en voz baja—. ¿En qué se diferencian de los theiwars?

—A los theiwars se los conoce como enanos oscuros porque odian la luz. No son de fiar. Hace mucho que ansian gobernar bajo la montaña y, visto lo visto, a lo mejor lo han conseguido.

—También los theiwars son los únicos enanos que saben usar la magia —agregó Raistlin.

Flint asestó una mirada venenosa al mago.

—Como decía, los theiwars no son de fiar —continuó—. Los hylars eran los dirigentes de Thorbardin y fue su rey, Duncan, el que nos cerró las puertas y dejó que nos muriésemos de hambre.

—Eso fue hace mucho tiempo, amigo mío —comentó Tanis en voz queda—. Es hora de dejar atrás el ayer. Lo pasado, pasado está.

Flint no dijo nada. El golpeteo de botas se aproximó. Sturm se había puesto su yelmo, que Caramon había llevado consigo durante el viaje, y tenía la espada desenvainada. Raistlin preparaba otro conjuro y Tasslehoff hacía girar la jupak. El semielfo los miró a todos.

—Hemos venido a pedirles a los enanos un favor —les recordó—. Acordaos de los que cuentan con nosotros.

—Será mejor que me dejes el Yelmo de Grallen —pidió Flint.

Tanis se lo dio. El enano le frotó un poco la suciedad y le sacó brillo al rubí con la manga. Después se lo puso debajo del brazo y esperó.

—¿Esos hylars huyen de la luz? —preguntó Caramon.

—No. Los hylars no le temen a nada —contestó Flint.

20 Héroe renacido. Una complicación imprevista

Un contingente de doce enanos hylars avanzaba de frente por el corredor. Todos excepto uno vestían cota de malla y un pesado peto de armadura encima. La excepción era un enano sucio y con aspecto de estar enfermo que llevaba grilletes en las muñecas. Mientras los hylars hacían frente a los extraños, ese enano se sentó pesadamente en el suelo, como si estuviese exhausto. Uno de los hylars se paró para ponerle la mano en un hombro mientras le decía algo. El enano con aspecto de estar enfermo asintió con la cabeza, como si le asegurara a su compañero que se encontraba bien.

Algunos de los hylars blandían espadas y otros empuñaban lanzas, además del martillo de guerra que llevaban colgado de un correaje a la espalda. Varios sostenían faroles que irradiaban una extraña luz verdosa que alumbraba una amplia área. Los enanos caminaban despacio, pero a paso regular, corredor adelante.

Al irse acercando, uno de ellos se adelantó al resto. Iba equipado con armadura igual que sus compañeros, pero, a diferencia de ellos, vestía un tabardo encima de la armadura. En el tabardo lucía un martillo como insignia y en una mano empuñaba un martillo de guerra increíblemente grande; mucho más grande que el que llevaría un enano por norma general. A lo largo del mango e incluso en la cabeza del martillo, se habían grabado runas de alabanza a Reorx, Forjador del Mundo.

Sturm miró de hito en hito el martillo y se acercó a Tanis.

—¡Ése es el Mazo de Kharas! —dijo el caballero en voz baja—. ¡Lo he reconocido por haberlo visto en cuadros antiguos!

—Tienes buena vista, humano —dijo el enano en Común. Alzó el mazo y lo contempló con cariño—. Éste no es el verdadero mazo, sino una réplica. Encargué que me lo hicieran cuando tomé mi nombre, porque soy Kharas —manifestó enorgullecido—. Arman Kharas. Kharas el menor. Kharas renacido. Algún día me será otorgada la capacidad de saber cómo hallar el verdadero mazo. Hasta ese día, empuño éste como un recordatorio para todos de que estoy destinado a la grandeza.

—Dioses benditos —masculló Sturm. No osó mirar a Tanis.

Arman Kharas era más alto que otros enanos. Era el enano más alto que Tanis había visto en su vida y tanto por físico como por estatura podía rivalizar con Caramon entre los humanos. Tenía los hombros anchos, así como el torso, en tanto que las piernas eran gruesas y musculosas. El largo y negro cabello le llegaba más abajo de los hombros. La negra barba trenzada le sobrepasaba la cintura. Llevaba puesto un yelmo con gemas engarzadas y marcado con el símbolo del martillo.

Arman y sus soldados se detuvieron a unos veinte pasos de los compañeros. Los otros hylars observaban al grupo con una mezcla de sorpresa y suspicacia. Arman los miraba sosegadamente. Les hizo una seña a algunos de sus guerreros.

—Id a ver qué ha sido ese ruido.

Los soldados partieron y pasaron corriendo junto a los compañeros, a los que lanzaron miradas desconfiadas.

—Ese ruido que habéis oído era la Puerta Norte al abrirse —dijo Flint, que cambió del Común al lenguaje enano.

Arman le lanzó una fugaz ojeada y después miró a otro lado mientras esperaba el regreso de sus soldados. Volvieron pronto, a toda prisa, e informaron que la Puerta Norte estaba abierta y que no podía cerrarse de nuevo porque estaba hecha añicos al pie de la ladera.

—¿Lo habéis hecho vosotros? —inquirió Arman, ceñudo.

—No rompimos la puerta, si es a eso a lo que te refieres —repuso Flint.

Tasslehoff había estado observando con atención los faroles que llevaban los enanos.

—¡Hay gusanos ahí dentro! —exclamó de repente—. ¡Gusanos que brillan! Caramon, mira...

—Cuatro humanos, un neidar y un kender. —Arman pronunció la última palabra como si le hubiese dejado mal sabor de boca.

—Tasslehoff Burrfoot —se presentó Tas, que dio un paso adelante con la mano extendida.

Caramon asió al kender y tiró de él hacia atrás. Lo mantuvo sujeto firmemente por el hombro, y Raistlin lo ayudó plantando el bastón delante de Tas.

—Sólo trataba de ser educado —protestó Tas, ofendido.

—¿Cómo han pasado por la puerta clausurada cuatro humanos, un neidar y un kender? —demandó Arman.

Flint abrió la boca para contestar, pero Arman alzó la mano en un gesto imperioso.

—¿De dónde has sacado ese yelmo que sostienes bajo el brazo? Es un antiguo diseño hylar y, según parece, vale una fortuna. ¿Cómo ha llegado semejante yelmo a manos de un neidar?

—Lo encontramos —dijo Tas, que añadió su latiguillo preferido—: Creo que se te debió de caer.

Caramon suspiró y le tapó la boca al kender con su manaza.

Flint se había ido enfureciendo paulatinamente desde que Arman Kharas había empezado a hablar. No lo aguantó más y la rabia lo desbordó.

—¡Veo que los enanos bajo la montaña no han aprendido modales en los últimos trescientos años! —espetó, furioso—. Estás en presencia de una persona mayor, joven, pero ni siquiera has tenido la cortesía de preguntar cómo me llamo o por qué estamos aquí antes de ponerte a lanzar acusaciones.

—Soy un príncipe hylar —dijo Arman, que había enrojecido—. Yo hago las preguntas y doy las órdenes. Con todo —dijo tras una pausa que indicaba que quizá no estaba tan seguro de sí mismo como hacía ver—, permitiré que os expliquéis, si es que podéis. Decid vuestros nombres.

—Soy Flint, hijo de Durgar, nieto de Rhegar Fireforge. Un Enano de las Colinas —añadió, casi gritando las palabras—, como lo fueron mi padre y mi abuelo antes que yo. ¿Quién es tu padre, Arman Kharas, para que afirmes ser un príncipe?

—Soy, como he dicho, Arman Kharas, hijo de Hornfel, thane de los Hylar. Soy el héroe renacido de los enanos. Cuando me fue dado este nombre, una luz sagrada me rodeó... El espíritu de Kharas entró en mi cuerpo. Soy su encarnación y, como tal, estoy destinado a hallar el Mazo, unificar las naciones enanas y hacer a mi padre, Hornfel, rey.

Mientras Arman proclamaba su importante legado, Tanis reparó en que alguno de los hylars ponían los ojos en blanco. Varios parecían sentirse abochornados. Uno masculló algo entre dientes y los que estaban cerca de él esbozaron una sonrisa. Su regocijo cesó rápidamente cuando Arman miró de casualidad en su dirección.

Flint se atusó la barba. No sabía qué decir a eso y por ello decidió retomar el asunto de la puerta.

—Como te he dicho, Arman Kharas, la puerta se abrió para nosotros. No hemos tenido nada que ver en su destrucción. El saliente en el que debería haberse apoyado el bloque de granito se había desmoronado con el paso del tiempo. El mecanismo empujó la puerta más allá del borde, el eje no pudo soportar la tensión generada por el peso del bloque de granito y se partió. La puerta cayó al fondo de la garganta.

—¿Cómo habéis encontrado la puerta que ha permanecido oculta durante trescientos años, Flint Fireforge? —demandó Arman Kharas, fruncido el entrecejo. Seguía utilizando el Común para que todos pudieran entender—. ¿Y con qué medios entrasteis tú y tus compañeros humanos?

—Y kender —murmuró Tasslehoff bajo la manaza de Caramon—. ¡Me deja fuera todo el tiempo!

—Ilusiones —masculló Caramon.

—Nos guió esto —contestó Flint, que sostuvo en las manos el Yelmo de Grallen—. Mis amigos lo encontraron en el Monte de la Calavera...

—Yo encontré el yelmo en el Monte de la Calavera —lo corrigió Raistlin, que hizo una leve inclinación de cabeza a Arman Kharas—. Soy Raistlin Majere y éste es mi hermano, Caramon.

El guerrero hizo una torpe y brusca reverencia.

—Supe de inmediato que el yelmo era mágico —prosiguió Raistlin—. Estaba poseído por el espíritu de su difunto dueño, muerto en batalla. Se llamaba Grallen, hijo de Duncan...

Arman dio un grito y se llevó la mano a la espada al tiempo que retrocedía un paso. Sus hombres se agruparon a su alrededor en medio de un clamor de gritos, y las graves voces resonaron en la cámara.

Caramon llevó la mano a la espada, al igual que Sturm. Miraron a Flint, que parecía tan desconcertado como cualquiera de ellos. Ésa no era la reacción que habían esperado. Habían dado por sentado que serían aclamados como héroes por llevar de vuelta el yelmo del príncipe muerto. En cambio, parecía más probable que se vieran obligados a luchar para salvar la vida.

Arman hizo que cesara el tumulto con un gesto imperioso. Miró fijamente el yelmo con expresión torva, severa, y luego volvió a mirar a Raistlin.

—Un hechicero humano. Debería haberme dado cuenta. ¿Fuiste tú el que trajo aquí el yelmo? —demandó.

—Lo encontré —repuso Raistlin—. El noble caballero —señaló a Sturm— se ofreció a ponérselo, permitiendo así que el espíritu del príncipe enano tomara control de su cuerpo. Bajo el encantamiento del yelmo, el príncipe Grallen nos pidió que lo acompañáramos al hogar de sus antepasados. El espíritu del príncipe abrió la puerta. Nos alegra haber podido satisfacer la petición de su alma, ¿verdad, Sturm? —dijo el mago con mordacidad.

—Soy Sturm, hijo de Angriff Brightblade —se presentó el caballero sin apartar la mano de la espada—. He tenido el honor de poder servir al príncipe caído en batalla.

Arman los miró con detenimiento a todos ellos; los oscuros ojos relucían bajo el entrecejo fruncido.

—Te toca, Tanis —dijo suavemente Raistlin.

Tanis miró a Flint, que se encogió de hombros. Estaba tan desconcertado como los demás.

—Alteza —se dirigió Tanis a Arman Kharas—, Raistlin es diplomático cuando dice que vinimos aquí con el yelmo de forma voluntaria. La verdad es que no tuvimos otra opción. El yelmo había tomado a nuestro amigo, Sturm Brightblade, de rehén, o como si lo fuera, y lo obligó a venir a Thorbardin. Sturm no sabía lo que hacía. Estaba en trance, dominado por un príncipe muerto hace trescientos años. No teníamos idea de quién era ese príncipe, excepto Flint, que conoce la historia de vuestro pueblo.

—Ya lo creo que la conozco. Muy bien. Sé cómo el rey Duncan nos dejó fuera de la montaña, para que muriéramos de hambre...

—Así no estás ayudando —murmuró Tanis.

Flint rezongó algo entre dientes.

Kharas sacudió la cabeza.

—Si doy crédito a lo que contáis y nos trajisteis el yelmo con toda inocencia, entonces es peor aún. —Miró el yelmo y su expresión se ensombreció—. El yelmo del príncipe Grallen está maldito y, si es éste, habéis hecho que la maldición caiga sobre nosotros. ¡Habéis traído la perdición a los enanos!

—Lo siento. —Tanis suspiró—. Era imposible que supiéramos eso. —Su disculpa era poco convincente, pero no se le ocurría otra cosa.

—Tal vez sí o tal vez no —dijo Arman Kharas—. He de informar sobre la destrucción de la puerta al Consejo de Thanes. Tendréis ocasión de contarles vuestra historia. Si la creen...

—¿Qué quieres decir con «si»? —inquirió Flint, encrespado—. ¿Tienes el valor de insinuar en mis propias barbas que mis amigos y yo estamos mintiendo?

—Sólo tenemos vuestra palabra de que ese yelmo es lo que afirmáis que es. Podría ser un fraude, una falsificación.

Flint parecía a punto de reventar de rabia, pero Raistlin se le adelantó antes de que tuviese ocasión de contestar.

—Hay un modo sencillo de comprobar si decimos la verdad, alteza —sugirió con voz fría.

—¿Y cuál sería? —demandó Kharas con desconfianza.

—Que te pongas el yelmo —repuso Raistlin.

—¡Ningún enano se atrevería a hacerlo! —Kharas dirigió al yelmo una mirada de espanto—. Tendrá que ser el Consejo el que determine qué es lo mejor que se puede hacer en este asunto.

—¡Yo me lo pondré! —se ofreció Tasslehoff, pero nadie lo tomó en cuenta.

—¡No tengo por qué demostrar a ese Consejo ni a nadie que no soy un mentiroso! —Flint estaba tan enfadado que casi no podía hablar. Se volvió bruscamente hacia sus amigos—. ¡Os dije a todos que era un error venir aquí! ¡No sé qué pensáis hacer vosotros, pero yo me marcho! ¡Y puesto que veo que aquí no se desea este yelmo, me lo llevo!

Flint se metió el yelmo debajo del brazo y echó a andar por el corredor en dirección a la puerta rota.

—¡Detenedlo! —ordenó Arman Kharas al tiempo que hacía un gesto imperativo—. ¡Apresadlos!

Sus soldados se pusieron en movimiento desde que pronunció la primera orden. Sturm bajó la vista hacia la punta de lanza que le hacía cosquillas en el cuello. Tanis sintió algo puntiagudo que le tocaba la espalda. Caramon alzó los puños, pero Raistlin le susurró algo y el guerrero, asestando una mirada fulminante a los enanos, bajó los brazos y los dejó caídos contra los costados. Tasslehoff dio un golpe con la jupak, pero un enano se la quitó de la mano de una patada y a continuación asió al kender por el copete al tiempo que le ponía un cuchillo al cuello.

Al oír el jaleo a su espalda, Flint giró sobre sus talones. Tenía el rostro congestionado de rabia y se le marcaban las venas de la frente. Dejó el Yelmo de Grallen a sus pies, como para protegerlo, y enarboló el hacha de guerra.

—¡Mandaré con sus antepasados el alma del primer enano que se me acerque y que Reorx me lleve si no lo hago!

Arman Kharas impartió una seca orden y cuatro enanos fueron hacia Flint con las armas enarboladas.

Tanis gritó a Flint que lo dejara, pero el indignado Enano de las Colinas maldecía, juraba mientras blandía el hacha en violentos arcos y, o no lo oyó, o es que hizo caso omiso de la orden de Tanis. Los soldados enanos lo aguijonearon con las lanzas y Flint arremetió contra ellos con el hacha. Mientras tanto, otro soldado se había deslizado detrás de él, le hizo una zancadilla y Flint cayó de espaldas al suelo. Los otros soldados saltaron sobre él y uno le arrebató el hacha. Los demás le sujetaron brazos y piernas.

—¡Traición de Thorbardin! ¡Lo esperaba! ¡Te advertí sobre esto, Tanis! —bramó Flint mientras forcejeaba en vano para soltarse—. ¡Te dije que nos tratarían así!

Una vez que las manos de Flint estuvieron atadas, los soldados lo pusieron de pie, aunque seguía maldiciendo y rabiando. Todos, Kharas incluido, miraron el Yelmo de Grallen que seguía en el suelo, donde Flint lo había dejado. Ninguno hizo la menor intención de acercarse a él y mucho menos tocarlo.

—Lo llevaré yo —se ofreció Raistlin.

Pareció que Kharas estuviera tentado de aceptar, pero luego sacudió la cabeza.

—No —dijo—. Si esta maldición ha venido a Thorbardin, que caiga sobre mí.

Se agachó para recoger el yelmo. Los otros enanos se apartaron de él y observaron con aterrada expectación, convencidos de que algo espantoso iba a suceder.

Kharas asió el yelmo y pareció encogerse en un gesto reflejo cuando tocó el metal.

No ocurrió nada.

Alzó el yelmo y se lo puso debajo del brazo al tiempo que se limpiaba el sudor de la frente. Hizo un gesto a sus compañeros.

—Desarmadlos y atadlos bien.

Los enanos los maniataron a todos excepto a Raistlin, que les prohibió que lo tocaran. Lo miraron de soslayo, intercambiaron una mirada entre ellos y lo dejaron en paz. Arman se paró para ayudar a levantarse al enano enfermo y después encabezó la marcha por el oscuro pasadizo.

Tanis, a quien lo azuzó una lanza para que anduviera, fue tras él.

—Supongo que no es un buen momento para pedirles que den asilo a ochocientos humanos —murmuró Raistlin, que caminaba a continuación.

El semielfo le asestó una dura mirada.

El enano que iba detrás de Tanis volvió a azuzarlo en la espalda.

—¡No te pares, escoria! —ordenó en lenguaje enano. Se internaron más y más en la montaña llevando consigo la perdición de los enanos; y probablemente la suya.

21 Fe. Esperanza. Y Hederick

Los refugiados avanzaban penosamente por el estrecho paso. La marcha era lenta y agotadora porque tenían que ir abriéndose paso entre rocas y peñascos, siempre pendientes del encapotado cielo gris sobre sus cabezas. No veían dragones, pero sentían su presencia de forma constante. El miedo al dragón que irradiaba de los reptiles no era fuerte, ya que las criaturas volaban alto, ocultas por las nubes, pero el temor era un peso añadido para los ánimos y los hacía caminar más despacio.

—El paso es demasiado peligroso para que entren los dragones. ¿Por qué correr riesgos? —le dijo Riverwind a Elistan—. Sólo tienen que esperar a que salgamos de aquí, cosa que habremos de hacer antes o después porque no nos quedan vituallas para mucho tiempo. Una vez que salgamos a terreno abierto, nos atacarán, y no sabemos a qué distancia estamos de Thorbardin o incluso si habrá refugio para nosotros cuando lleguemos allí.

—Siento el miedo como una sombra en el corazón —contestó el clérigo— y sin embargo, amigo mío, las sombras las crea la luz del sol que tienen detrás. Hay otros ojos que nos contemplan y velan por nosotros. No estaría de más recordarle eso a la gente.

—Entonces más vale que me lo recuerdes a mí antes —dijo Riverwind—. Mi fe en los dioses está siendo puesta a prueba en exceso, lo admito.

—La mía también —dijo Elistan en tono sosegado y Riverwind lo miró con gran asombro. El clérigo sonrió.

»Pareces sorprendido de oírme decir eso. Llegar a tener fe en los dioses no es fácil, amigo mío. No los vemos, no los oímos. No caminan a nuestro lado como padres protectores en exceso que nos miman y nos consienten y nos llevan de la mano para que no tropecemos y caigamos. Creo que si lo hicieran así en seguida nos enfadaríamos y nos rebelaríamos.

—¿Es malo dudar de ellos?

—Dudar es algo natural. Somos mortales. Nuestras mentes son como un grano de arena comparadas con las de los dioses, que son tan grandes como el cielo. Los dioses saben que no podemos comprender su clarividencia. Son pacientes e indulgentes con nosotros.

—Y aún así arrojaron una montaña de fuego contra el mundo, como castigo —adujo Riverwind—. Murieron millares y muchos millares más pasaron penalidades como resultado. ¿Cómo se explica eso?

—No se puede explicar —se limitó a contestar Elistan—. Podemos sentir tristeza o ira. Eso es perfectamente natural. Me encolerizo cuando pienso en ello. No entiendo por qué los dioses hicieron algo semejante. Los cuestiono constantemente.

—Y, sin embargo, sigues creyendo en ellos —se maravilló Riverwind—. Los amas.

—Cuando tengas hijos ¿no se enfadarán nunca contigo? ¿Nunca dudarán de ti ni te desafiarán? ¿Querrías que tus hijos fueran sumisos y dóciles, que siempre acudieran a ti en busca de respuestas y te obedecieran sin discusión?

—Pues claro que no. Unos chiquillos tan débiles nunca serían capaces de valerse por sí mismos.

—¿Amarías a tus hijos si te desafiaran, si se rebelaran contra ti?

—Me enfadaría con ellos, pero los querría —respondió Riverwind en voz baja y buscó con la mirada a su esposa, que iba y venía entre los refugiados, hablaba con ellos suavemente y les daba consuelo y alivio—. Los querría porque serían mis hijos.

—Pues así es como nos aman los dioses de la luz.

Uno de los guerreros de las Llanuras se movía cerca, sin querer interrumpir su conversación, pero era evidente que era portador de noticias importantes. Riverwind se volvió hacia él y le hizo una seña a Elistan para que se quedara a escuchar las nuevas.

—La vereda marcada por el semielfo y el enano continúa montaña abajo por una antigua calzada que lleva a una pinada y luego asciende por una garganta angosta. El elfo, Gilthanas, que tiene vista de águila, divisa un agujero en la ladera. Cree que podría ser la legendaria puerta de Thorbardin.

—O una cueva... O el cubil de un dragón —dijo Riverwind.

No había acabado de expresar sus dudas cuando ya dirigía una sonrisa arrepentida a Elistan. Chotacabras sacudió la cabeza.

—Según Gilthanas es un agujero rectangular con los lados en escuadra. No es algo formado por la naturaleza. Y tampoco por un dragón.

—¿Qué tipo de terreno hay entre nuestra posición y esa puerta, si resulta que es una puerta? —preguntó Riverwind.

—Abierto al viento y al cielo —contestó Chotacabras.

—Y a los ojos de dragones y a los del ejército draconiano —añadió Riverwind.

—Sí, jefe —repuso Chotacabras—. El enemigo está ahí fuera y en movimiento. Divisamos lo que parecían tropas draconianas que salían de las estribaciones en dirección a la montaña.

—Saben que estamos aquí. Los dragones se lo habrán dicho.

—Podemos defender este paso —sugirió Chotacabras.

—Pero no podemos quedarnos aquí para siempre. Tenemos provisiones para unos cuantos días y las nevadas empezarán dentro de poco. ¿Qué aspecto tiene esa antigua calzada?

—Está bien construida. Se puede ir por ella de dos en dos con hueco de sobra, pero no hay cobertura hasta llegar a la línea de árboles que hay abajo ni tampoco la hay cuando empieza a subir por la ladera. No se ve ni un árbol ni un arbusto.

Riverwind sacudió la cabeza con aire pesimista.

—Vuelve y seguid vigilando al enemigo y ese agujero en la cara de la montaña. Informadme si alguien sale o entra. Eso podría indicarnos que hemos encontrado realmente la puerta. —Riverwind se volvió hacia Elistan.

»¿Qué hago ahora, Hijo Venerable? Parece que hemos descubierto la puerta de Thorbardin, pero no podemos llegar a ella. Los dioses nos dan su bendición con una mano y con la otra, una bofetada.

Elistan iba a contestarle algo cuando Goldmoon se les acercó.

—Pues espera a escuchar esto —dijo. Era evidente que estaba enfadada. Tenía los labios apretados y los azules ojos echaban chispas.

—¿Qué nuevo problema me traes, esposa? —preguntó con un suspiro.

—Un viejo problema: Hederick. ¿Por qué no le haría perder el equilibrio Mishakal cuando cruzaba esa cornisa...? —Goldmoon cayó en la cuenta de que Elistan estaba allí y se puso colorada—. Lo siento, Hijo Venerable, sé que está mal pensar esas cosas...

—Hederick es muy capaz de poner a prueba hasta la paciencia de un dios —dijo Elistan en tono duro—. Estoy seguro de que Mishakal debe de haber estado tentada de hacer exactamente eso. ¿Qué conflicto está ocasionando ahora?

—Le está diciendo a la gente que Riverwind nos ha llevado a la muerte, que Riverwind provocó el alud de rocas y ahora no podemos regresar a las cuevas, que estamos atrapados en este paso, donde moriremos de frío y de hambre.

—¿Qué más? —preguntó Riverwind al notar que Goldmoon había vacilado—. Dime lo peor.

—Hederick está propugnando la rendición, quiere que nos entreguemos a Verminaard.

—¡Fue Hederick el que atrajo la atención de los dragones hacia nosotros! —protestó Riverwind, enfurecido—. ¡Me vi obligado a provocar el alud porque él nos puso en peligro! ¡Debí abandonarlo a su suerte!

—¿Le presta oídos la gente? —preguntó Elistan, grave la expresión.

—Eso me temo, Hijo Venerable. —Goldmoon posó la mano en el brazo de su esposo en un gesto comprensivo—. No es culpa tuya. Ellos lo saben, pero tienen frío y están cansados y abrumados por el miedo al dragón. No pueden volver a las cuevas y les aterra la idea de seguir adelante.

—¡Saben lo que les hará Verminaard! Los mandará de nuevo a las minas.

—Lo dudo mucho —dijo Elistan—. Fue a las cuevas con intención de matar, no de capturar.

—La gente no creerá eso. Una persona que deambula perdida por territorio agreste ve como un refugio hasta una prisión —razonó Goldmoon—. Tienes que hablarles, esposo. Debes tranquilizarlos, darles seguridad. Chotacabras me comentó que los exploradores creen haber encontrado la puerta...

—Para lo que nos va a servir... —masculló Riverwind—. Hay un ejército draconiano entre nosotros y esa puerta. Ni siquiera sabemos con certeza que ese agujero en la cara de la montaña sea una puerta. Podría tratarse de una simple oquedad en la ladera. ¡Y si es la puerta, podría haber un ejército enano apostado dentro para masacrarnos! —Se sentó pesadamente en una piedra, abatido y con los hombros encorvados—. Tanis se equivocó de hombre al elegirme. No sé qué hacer.

—Al menos sabes qué es lo que no tienes que hacer —lo animó su esposa—. ¡No le prestes atención a Hederick!

Riverwind sonrió por su comentario e incluso soltó una risa queda, si bien fue breve. Rodeó con el brazo a Goldmoon y la atrajo hacia sí.

—¿Qué me aconsejas que haga, esposa?

—Decirle a la gente la verdad. —Le tomó la cara entre las manos y lo miró amorosamente a los ojos—. Sé sincero con ellos, es todo lo que piden. Alzaremos nuestras plegarias a los dioses y les pediremos que nos ayuden en esta larga noche. El amanecer traerá un nuevo día y una esperanza renovada.

Riverwind la besó.

—Tú eres mi gozo y mi salvación. Saben los dioses qué haría sin ti.

—Y tenemos una pequeña ventaja —dijo Goldmoon, acurrucada entre los brazos de su esposo—. Puesto que los dragones saben que estamos aquí, ya no es necesario que nos ocultemos, así que podemos encender hogueras para calentarnos.

—Por supuesto que sí. Encenderemos las hogueras no sólo para que nos den calor, sino como desafío. Y, en lugar de pedir a los dioses que nos salven, les daremos las gracias por nuestra libertad. ¡Ni siquiera nos plantearemos la rendición!

Los refugiados encendieron hogueras en desafío a los dragones y, cuando el fuego ardió con fuerza proporcionando calor y alegría, la gente elevó sus plegarias a los dioses en acción de gracias. El miedo al dragón pareció disiparse y los ánimos mejoraron. Todos hablaban con optimismo del amanecer de un nuevo día.

Hederick vio que había perdido a su audiencia y dejó de hablar de rendirse y entonó junto a los demás las preces de agradecimiento con aparente devoción. No creía en esos nuevos dioses aunque fingiese lo contrario porque era políticamente recomendable. Sin embargo, tenía una fe ilimitada en sí mismo, y realmente creía que si se rendían a Verminaard, como había propugnado, conseguiría ganarse el favor del Señor del Dragón con artimañas. En favor de Hederick habría que decir que no albergaba la menor esperanza de escapar. Estaba convencido de que Riverwind era un salvaje ignorante que preferiría verlos muertos a todos antes que doblegarse ante su enemigo.

El Teócrata no se desanimó. Como político, sabía que las masas eran tornadizas. Sólo tenía que esperar el momento propicio y los convencería para que aceptaran su punto de vista. Esa noche se fue a dormir, muy satisfecho de sí mismo, pensando en el nuevo día, cuando Riverwind, Elistan y sus seguidores no tendrían más remedio que admitir la derrota.


Amaneció y con el alba llegaron cambios. Por desgracia no fueron cambios para bien. Los dragones volaban más cerca, el miedo al dragón era más intenso, el aire más frío y el día más desapacible.

Hederick se acercó a Riverwind y habló en voz alta para que lo oyera el mayor número posible de personas.

—¿Qué harás ahora, jefe? Los nuestros empiezan a enfermar y dentro de poco empezarán a morir. Sabes tan bien como yo que no podemos quedarnos aquí. Tus dioses te han fallado. Admite que esta aventura fue una empresa absurda. Nuestra única esperanza es rendirnos al Señor del Dragón, una tarea desagradable y peligrosa, si bien es una tarea que me comprometo a realizar.

—Y así recibirás la recompensa de Verminaard por entregarnos —contestó Riverwind.

—A diferencia de ti, yo pienso en el bienestar de la gente —repuso el Teócrata—. ¡Tú preferirías vernos muertos a todos antes que admitir que te has equivocado!

Lo cierto es que Riverwind habría visto con alegría la muerte de uno de ellos, pero guardó silencio.

—¿Acaso esperas que los dioses realicen un milagro? —azuzó Hederick en tono de mofa.

—Tal vez sí —murmuró el Hombre de las Llanuras, que giró sobre sus talones y se alejó.

—¡La gente no te seguirá! —advirtió Hederick—. ¡Ya lo verás!

Riverwind pensó que probablemente ocurriera así. Mientras caminaba entre los refugiados los vio acurrucados unos contra otros para darse calor, pálidos y demacrados. El brillo del fuego que había alegrado los corazones la noche anterior era fría ceniza esa mañana. Tenían comida y agua suficiente para unos cuantos días más, más o menos los que emplearían en llegar a esa puerta... si es que era una puerta y si es que los enanos los dejaban entrar.

Si, si, si... Demasiados «si».

—No nos vendría mal un milagro —dijo Riverwind mientras alzaba los ojos al cielo—. No pido un gran milagro como mover la montaña... Bastaría con uno pequeño.

Algo frío y húmedo le cayó en la cara. Riverwind se llevó la mano a la mejilla y sintió cómo se deshacía un copo de nieve. Otro le cayó en un párpado y otro más en la nariz. Alzó la vista hacia las nubes grises, a la masa de copos blancos que caían flotando perezosamente del cielo.

En lugar de un milagro, los dioses les mandaban más pruebas. La nieve atascaría el paso. Tendrían que marcharse o correrían el riesgo de quedar atrapados allí definitivamente.

El desaliento se apoderaba de Riverwind cuando sintió que el ánimo reconfortaba su corazón de nuevo. Al principio no entendió por qué, pero después la razón se abrió paso en su mente. El miedo al dragón había desaparecido. Los dragones ya no volaban en el cielo.

Miró de hito en hito la intensa nevada que caía a su alrededor y habría caído de hinojos para dar las gracias, pero no había tiempo que perder.

Le habían concedido el milagro pedido. Ahora dependía de él saber hacer un buen uso de ese don.

22 El destino de Arman. Eco del Yunque. Pozos de la muerte y carne de gusano

Flint había descrito muchas veces a Tanis las maravillas del reino enano de Thorbardin, siempre con un toque de amargura porque, aunque ningún Enano de las Colinas cambiaría jamás su hogar en el mundo de «arriba» para vivir bajo la montaña, hasta el último neidar consideraba una ofensa el hecho de que no les hubiesen dejado a ellos la posibilidad de elegir.

Tanis siempre había pensado para sus adentros que Flint exageraba en sus explicaciones de las vistas asombrosas que existían en el reino de la montaña. De hecho, Flint nunca las había visto. Se limitaba a repetir los relatos que le había contado su padre, quien a su vez los había oído de boca de su abuelo y así continuaba remontándose a más generaciones. Flint estaba convencido de que en Thorbardin se guardaban riquezas inmensas que les habían sido negadas a él y a su pueblo, así que cada vez que había contado que existía una ciudad construida en su totalidad dentro de una estalactita gigantesca, Tanis procuró siempre disimular una sonrisa.

Ahora, mientras recorría las calzadas bajo la montaña, Tanis empezó a pensar que había sido injusto con su amigo. Mientras que los humanos construían edificios con piedra poniendo un bloque sobre otro, los enanos excavaban los edificios en el interior de la roca, sacando piedra en lugar de amontonarla, de manera que todas las estructuras parecían entrelazarse unas a otras en bellas formaciones que extasiaban.

Al dejar atrás la puerta entraron en un inmenso vestíbulo sostenido por pilares redondos. La fosforescencia verde de los extraños gusanos luminosos y el radiante cristal del bastón de Raistlin brillaban en relieves maravillosamente cincelados que representaban escenas de la vida enana.

Aunque el vestíbulo estaba desierto, al parecer había sido construido a fin de aprovechar las ventajas del tráfico que antaño había entrado y salido por la gran puerta. Vagones y vagonetas con ruedas de hierro se habían deslizado sobre raíles empotrados en el suelo para transportar mercancías y visitantes hacia zonas que penetraban más en el interior de la montaña.

Mirando a su alrededor con asombro, Tanis imaginó el vasto vestíbulo animado con el bullicio de atareados enanos y gentes de otras razas que iban a Thorbardin. En otros tiempos los elfos habían caminado por esos lugares, igual que habían hecho los humanos, porque los productos de la artesanía enana estaban muy solicitados. El oro y la plata habían entrado a raudales en Thorbardin por aquel entonces. Gemas preciosas y excepcionales, hierro y acero extraídos de la montaña habían salido en grandes cantidades.

Ahora los raíles de las vías estaban oxidados y las vagonetas yacían caídas de costado, con las ruedas paralizadas en el tiempo. Las tiendas que antaño vendían ollas y cazos, llantas para ruedas de carretas, juguetes de madera, espadas, armaduras y resplandecientes joyas ahora sólo atendían los tristes y vacíos sueños de fantasmas.

Las casas se habían clausurado con tablas y las contraventanas se estaban cayendo; las puertas de madera colgaban de goznes herrumbrosos.

—Tanis —llamó Caramon en un susurro—, echa un vistazo a Flint. Algo va mal.

El semielfo volvió la cabeza para mirar al enano, preocupado. Caramon tenía razón. Flint no tenía buen aspecto. Había dejado de forcejear y de maldecir a sus captores, todo lo cual era una mala señal. Tenía la cara marcada de manchas rojas y su respiración sonaba trabajosa. Los guardias los azuzaban para que avanzaran a paso rápido y mantenían prestas las armas y estaban ojo avizor.

—Alteza —llamó Tanis—, ¿sería posible parar un rato para descansar o, al menos, ir un poco más despacio?

—Aquí no —contestó Arman—. De hecho, ya llevamos demasiado tiempo en esta zona del reino. Vinimos para liberar a mi hermano, Pico —añadió a la par que señalaba al enano enfermo que caminaba a su lado—. Oímos el ruido de la puerta y nos acercamos a investigar, pero ahora debemos irnos antes de que vengan más theiwars.

—¿Así que esta parte del reino está gobernada por los theiwars? —preguntó Tanis, que miró a Flint de soslayo, pero su amigo no parecía prestar atención a lo que hablaban—. ¿Están en guerra los theiwars y los hylars?

—Aún no —contestó Arman, serio—. Pero sólo es cuestión de tiempo.

—Qué suerte la nuestra —masculló Sturm—. Guerra bajo la superficie al igual que arriba.

Tanis estaba pensando lo mismo y se preguntaba cómo afectaría ese conflicto entre enanos a su propia causa, cuando de repente, con sobresalto, se dio cuenta de que Raistlin se había puesto a su lado, muy cerca. El semielfo olió el inquietante olor a pétalos de rosa y a putrefacción y reculó un poco sin poder evitarlo.

—Quiero hablar contigo, semielfo —dijo el mago—. A propósito de los theiwars, ¿no te resulta extraño que no parecieran sorprenderse al vernos? Compara su reacción con la de Arman Kharas y sus soldados.

—Para ser sincero, no me fijé en la reacción de los theiwars, aparte de las espadas que llevaban empuñadas, claro —respondió Tanis.

—Esto no es algo para tomárselo a broma —lo reprendió Raistlin y, antes de que Tanis pudiera decir nada más, se apartó con enojo y se situó de nuevo junto a su hermano.

El semielfo suspiró. Tenía cierta idea respecto a lo que se refería Raistlin, pero era otra preocupación con la que no quería cargar también. Volvió a mirar a Flint; el enano tenía prietos los dientes, quizá por la rabia o quizá para aguantar el dolor. Con ese viejo testarudo no era fácil saberlo.

Caramon le preguntó si estaba herido o enfermo, pero Flint no le hizo ni caso. Siguió caminando con determinación, sordo a la preocupación de sus amigos.

Para sorpresa de Tanis, Arman Kharas dejó su posición a la cabeza del grupo y retrocedió para caminar junto a los prisioneros. Arman parecía encontrarlos fascinantes, porque no dejaba de mirarlos; sobre todo a Tanis.

—No eres un humano —dijo por último.

—Tengo sangre elfa —reconoció Tanis.

Arman asintió con la cabeza, como si lo hubiese sospechado.

—Este vestíbulo tuvo que ser muy hermoso en otros tiempos —dijo Tanis—. Quizás ahora que la puerta está abierta, esta zona desierta de Thorbardin pueda reconstruirse y devolverle la prosperidad de antaño.

—Esto pertenece ahora a los theiwars y ellos no tienen ningún interés en construir, ya que están más centrados en sus oscuras conjuras y confabulaciones. Y esta parte del reino no está desierta —añadió Arman en tono ominoso—. Los theiwars están ahí, observándonos desde las sombras y asegurándose de que no permanezcamos mucho tiempo en su reino.

—¿Por qué no nos atacan? —preguntó el semielfo, complacido de que el príncipe hylar hablara al menos con él.

—Los theiwars prefieren oponentes que vayan solos y desarmados, como mi hermanastro. Cayó por casualidad en terreno theiwar y lo tomaron prisionero. Pidieron rescate, pero mi padre se negó, con toda razón, a pagar a matones y asesinos. Nuestros espías me informaron dónde retenían a Pico y mi padre envió tropas a mi mando con la orden de liberarlo.

Salieron del gran vestíbulo y entraron en una zona que parecía un templo antiguo, ya que tenía símbolos de varios dioses cincelados en las paredes.

—En los viejos tiempos debió de venir muchísima gente a Thorbardin —comentó Tanis.

—Venían de todo Ansalon —confirmó Arman en tono enorgullecido—. Incluso de la lejana Istar. Visitaban el reino para comprar o trocar mercancías. También venían a contratar a nuestros metalúrgicos y a nuestros maestros canteros y constructores. Trajeron riqueza y prosperidad a nuestro pueblo. —La voz del príncipe se endureció y sus palabras se tornaron amargas—. Trajeron el Cataclismo y después, la guerra, y nuestra prosperidad acabó.

—No tendría que haber acabado si los habitantes bajo la montaña no hubiesen cerrado la puerta y dejado fuera a sus parientes, que tenían derecho a entrar —intervino Flint; eran las primeras palabras que pronunciaba desde hacía mucho rato.

Tanis sintió alivio al ver que la cara de su amigo volvía a tener un poco de color. Eso —y el hecho de que sacara de nuevo a relucir su viejo argumento— era señal de que se estaba recuperando de lo que quiera que le hubiese pasado.

—No es menester que entremos en esa controversia ahora —lo amonestó el semielfo, pero fue gastar saliva en balde.

—El rey Duncan, o Derkin, como lo llamáis los neidars, no tuvo elección —manifestó Arman—. El Cataclismo también nos había afectado a nosotros. Muchos de nuestros campos de cultivo en los suburbios se destruyeron. Las provisiones de víveres eran limitadas. Si hubiésemos permitido que vuestro pueblo entrara no os habríamos salvado. Habríamos muerto todos de inanición.

—Eso es lo que tú dices. —Flint soltó un resoplido desdeñoso, pero no habló con su habitual tono de agravio ni de convicción.

Siguió echando ojeadas de soslayo a las ruinas de la que en tiempos había sido una gran ciudad y, a pesar de sus denodados esfuerzos para ocultarlo, era evidente lo conmocionado y deprimido que se sentía ante lo que veía. Las maravillas de Thorbardin eran vagonetas destrozadas y goznes de puertas oxidados.

Tanis decidió cambiar de tema antes de que Flint se lanzara a una nueva diatriba.

—Si la Puerta del Norte permanece abierta, los theiwars la controlarán. ¿En qué afectará eso a los hylars?

—La puerta no permanecerá abierta —fue la rotunda respuesta de Kharas—. A menos que ocurra algo que lo impida, el Consejo de Thanes enviará soldados para guardar la puerta e impedir el paso a intrusos hasta que se pueda cerrar y clausurar de nuevo.

—Tú crees que tendría que mantenerse abierta, ¿verdad? —dijo el semielfo con la esperanza de haber encontrado un aliado.

—Creo que es mi destino, una vez que haya conseguido el Mazo de Kharas, gobernar las Naciones Enanas unidas —dijo Arman—. Para conseguir eso, la puerta ha de permanecer abierta.

—¿Por qué estás tan seguro de que serás tú quien encuentre ese martillo de guerra? —inquirió Flint.

Arman irguió la cabeza y alzó la voz de modo que sus palabras reverberaron en la caverna.

—Así habló Kharas: «Sólo cuando llegue un enano bueno y honesto a unir las naciones, reaparecerá el Mazo de Kharas. Será el símbolo de su rectitud.» —Se llevó la mano al pecho—. Yo soy ese enano.

Un sonido grosero llegó de la oscuridad. Alguno de los soldados rió con disimulo, entre dientes. Si Kharas lo oyó, fingió lo contrario.

—Hazle más preguntas sobre el Mazo de Kharas —apremió Sturm a Tanis, pero el semielfo sacudió la cabeza.

Flint se había sumido de nuevo en el silencio. El viejo enano jamás admitiría que empezaba a estar cansado, pero a Tanis no le pasaba inadvertido que le costaba un gran esfuerzo caminar.

—¿Cuánto queda para salir de territorio theiwar? —preguntó.

—Tenemos que cruzar aquel puente —contestó Arman al tiempo que señalaba hacia adelante—. Una vez que nos encontremos al otro lado, en Suburbios Oeste, estaremos a salvo. Entonces podremos darnos un descanso.

Una vasta caverna se abría ante ellos y la cruzaba un puente de piedra de extraña construcción. Unas estatuas de enanos talladas en la piedra flanqueaban el puente a ambos lados. Los enanos de piedra medían alrededor de metro y medio de altura y formaban un parapeto para evitar que cayeran al vacío quienes cruzaran el puente. Por el centro de éste había raíles y, a uno y otro lado, aceras para los peatones. El puente, como todo lo demás en esa parte de Thorbardin, mostraba señales de deterioro. A algunas de las estatuas de enanos les faltaban la cabeza o los brazos, en tanto que otras estaban completamente destruidas de manera que dejaban brechas en sus filas.

—Esta caverna se conoce como Eco del Yunque porque se dice que el sonido de un martillo enano golpeando un yunque en esta cueva resonaría por toda la eternidad —les contó Arman.

—Una excelente construcción defensiva —dijo Sturm, que miraba el puente con aprobación. Miró a lo alto, pero la oscuridad no le permitía ver nada—. ¿Me equivoco al suponer que hay buhederas en el techo?

Arman Kharas parecía complacido por los elogios del caballero.

—Las hay, aunque aquí se las llama pozos de la muerte. El enemigo nunca pasó este puente. Los defensores de la Puerta Norte arrojaron por esas buhederas rocas, plomo derretido y aceite hirviendo sobre los que intentaron cruzarlo. Pocos lo consiguieron y sus esqueletos todavía yacen en el fondo de la cueva.

Flint se encrespó al oír aquello. Se paró, fruncido el entrecejo.

—No pienso cruzar —anunció.

—Ahora ya nadie sube ahí arriba —dijo Arman que malinterpretó el comentario de Flint—. No hay por qué tener miedo... —empezó en tono prepotente.

—¿Miedo? —La sangre se le agolpó en la cara a Flint—. ¡De miedo nada! Es respeto. Los míos murieron en este puente y tú dices que sus restos yacen ahí abajo sin recibir sepultura mientras sus almas vagan perdidas sin rumbo.

—También mi gente yace ahí abajo —dijo Arman—. Cuando llegue el bendito día en el que unifique los reinos, daré órdenes para que los muertos de ambos bandos sean enterrados con el respeto debido.

Esa manifestación dejó tan desconcertado a Flint que el viejo enano pareció quedarse sin palabras. Masculló algo sobre que suponía que podía cruzar, si bien no dejó de echar miradas raras a Arman.

El hylar ordenó a varios de sus soldados que se adelantaran para asegurarse de que la travesía por el puente era segura. A continuación fue él con los prisioneros, y el resto de los soldados cerró la larga marcha a través de un extremo al otro de Eco del Yunque.

—Chiflado como una marmota —masculló Flint.

—Sí que es largo este puente —exclamó Tasslehoff con un borrascoso suspiro. Caramon gruñó en señal de conformidad.

El kender no se había metido en jaleos principalmente debido al hecho de que los enanos lo habían atado con tanta eficacia que le había sido imposible soltarse. Cada vez que Tas veía algo interesante y hacía intención de desviarse, el soldado lo azuzaba en la espalda con la lanza. Caramon se preguntó cuánto duraría ese tira y afloja antes de que el kender encontrara la forma de escapar o de que el enano se sintiera tan frustrado que lo ensartara.

—Pensé que cruzar un puente con buhederas que se llaman pozos de la muerte sería muy interesante, pero no lo es. Es aburrido.

—Y en ningún momento se ha hablado de comer —rezongó Caramon—. Tengo el estómago tan vacío que está sacudiéndose alrededor de la columna vertebral. Por cierto, ¿qué comen los enanos de Thorbardin?

—Gusanos —aseguró Tasslehoff—. Como los que hay dentro de los faroles.

—¡No! —exclamó el guerrero, conmocionado.

—Oh, sí —insistió Tas—. Los enanos tienen enormes granjas donde crían unos gusanos gigantes y tienen carnicerías donde cortan filetes de gusano y chuletas de gusano y carne para guisar de gusano...

Caramon estaba horrorizado.

—Raist, Tas dice que los enanos comen gusanos. ¿Es verdad?

Su hermano, que estaba atento a la conversación de Tanis con Arman, lanzó una mirada a Caramon que dejó tan claro como si lo hubiese dicho con palabras que no lo molestara con preguntas tontas.

El guerrero se dio cuenta de pronto que ya no tenía tanta hambre como un momento antes. El kender se había pegado al parapeto e intentaba divisar el fondo.

—Si me caigo, ¿estaría cayendo hasta que saliera al otro lado del mundo? —preguntó Tas.

—Si te caes, caerás hasta que te estrelles y acabes salpicado en todas las rocas de abajo —le dijo Caramon.

—Supongo que tienes razón. —Tas miró hacia adelante, donde Flint, Tanis y Arman Kharas caminaban juntos—. ¿Oyes lo que dicen?

—Quiá —contestó Caramon—. Es imposible oír nada con todo ese pataleo de botas y golpeteo de armaduras. ¡Estos enanos hacen tanto ruido como un festival ogro!

—Y no hablemos ya del trueno —abundó Tas.

—¿Qué trueno? —preguntó Caramon, que lo miró desconcertado.

—Hace un momento se oyó un trueno. Debe de acercarse una tormenta —contestó el kender.

—Si la hubiera no se oiría desde aquí. —Caramon frunció el entrecejo—. ¿Te lo estás inventando?

—No, Caramon. ¿Por qué iba a hacerlo? He oído tronar y noté en los pies lo mismo que se siente cuando cae un rayo...

Ahora también lo oyó Caramon. El guerrero alzó la vista hacia la oscuridad.

—Eso no son truenos... ¡Raistlin, cuidado!

Arrojándose hacia adelante, Caramon derribó a su hermano y lo cubrió con su cuerpo para protegerlo justo cuando un enorme pedrusco se estrellaba en el sitio donde antes se encontraba el mago. La piedra aplastó dos estatuas de enanos y abrió una gran brecha en el parapeto antes de precipitarse en la oscuridad.

Los hylars se dispersaron cuando otro pedrusco salió lanzado detrás el primero. Ese salió desviado y pasó lejos del puente. Oyeron al primero llegar con un fuerte impacto al fondo y romperse en pedazos.

—¡Raistlin, apaga esa luz! —gritó Tanis—. ¡Que todo el mundo se eche pegado al suelo!

¡Dulak! —dijo Raistlin, y la luz del cristal del bastón se apagó. Los enanos hicieron lo mismo con los faroles y quedaron inmersos en la oscuridad.

—Tampoco es que vaya a servir esto de mucho —gruñó Flint—. Los theiwars ven mejor a oscuras que con luz. Sólo es cuestión de apuntar para dar en el blanco.

—Creía que habías comentado que el acceso a las buhederas era infranqueable —le dijo Tanis a Arman.

—Lo era. —El cabecilla enano era el único que seguía de pie y miraba hacia arriba con estupefacta indignación—. Los theiwars tienen que haberlo reparado, aunque eso es raro...

Se calló cuando otra enorme piedra cayó sobre el puente, un trecho por delante de donde él se encontraba. La piedra se rompió e hizo que el puente se sacudiera de manera alarmante.

—¡Caramon, quítate de encima! ¡No puedo respirar! —urgió Raistlin, malhumorado.

—Lo siento, Raist. —El guerrero se desplazó a un lado—. ¿Te encuentras bien?

—Estoy tirado de espaldas en un puente, en medio de una oscuridad total, mientras alguien nos lanza piedras enormes. No, pues claro que no me encuentro bien —replicó Raistlin.

Otra piedra se estrelló contra el parapeto y destrozó más estatuas enanas; todos dieron un respingo.

—¡Ésa me ha pasado rozando! —informó Sturm en tono serio—. ¡No podemos quedarnos aquí hasta que nos hagan papilla!

—¿Cuánto falta para llegar a terreno seguro? —preguntó el semielfo a Arman en voz baja.

—No mucho. Sólo unos cincuenta pasos más.

—Deberíamos salir corriendo hacia allí —apremió Tanis.

—Algunos no vemos en la oscuridad como tú, semielfo —le recordó Caramon—. Me parece que prefiero acabar aplastado por una roca que caerme del puente.

Todos se pegaron más contra el suelo al oír el ruido sordo de otra gran piedra rodando en alguna parte cercana. Arman hizo un gesto a sus soldados.

—Descorred la pantalla de los faroles —les mandó.

Los enanos cumplieron la orden con presteza, y todos echaron a correr.

—Pues resulta que el puente no era tan aburrido como había pensado yo —comentó alegremente Tasslehoff—. ¿Crees que nos echarán aceite hirviendo a continuación?

—¡Corre y calla, maldita sea! —ordenó Tanis.

El kender corrió y, siendo como era ágil y al estar acostumbrado a escapar a toda prisa de todo tipo de peligros, desde alguaciles iracundos hasta amas de casa furiosas, el kender en seguida dejó atrás a todo el mundo. Caramon se movía pesadamente, sin alejarse de su hermano. Raistlin se había recogido los vuelos de la túnica y, bastón en mano, corría con rapidez. Sturm marchaba el último. No era fácil correr con las manos atadas, pero los impactos de los pedruscos les dieron un excelente incentivo para no pararse.

De pronto, tras ellos sonó un grito. Pico, el enano enfermo, había tropezado y había caído de rodillas. Arman se dio media vuelta y, al ver el aprieto en el que estaba su hermano, le tendió el Yelmo de Grallen a uno de sus soldados. Éste se encogió, sacudió la cabeza y siguió a todo correr.

—¡Yo lo cogeré! —se ofreció Flint—. Tendrás que cortar la cuerda para soltarme las manos.

Otra piedra pasó silbando y todos se agacharon en un gesto automático. Pico profirió un grito de terror cuando el pedrusco golpeó el puente muy cerca de él y una lluvia de esquirlas lo salpicó. Kharas vaciló sólo un instante y luego sacó un cuchillo, cortó las ataduras de Flint y le lanzó el yelmo. Entonces, esquivando otra piedra que chocó con la balaustrada y rebotó, regresó a toda prisa por el puente. Asiendo las manos de su hermano, Arman lo levantó y se lo cargó a la espalda.

Sin dejar de correr, avanzaron puente adelante. La luz verde de los gusanos de los faroles brillaba primero en un sitio y luego en otro conforme los faroles se mecían atrás y adelante. El centelleo enloquecido hacía que las estatuas de enanos dieran la impresión de estar ejecutando algún tipo de danza absurda que estimulaba la concepción macabra que su raza tenía de la muerte.

Tanis seguía de cerca a Flint, que ahora cargaba con el yelmo, por si su amigo necesitaba ayuda. Sin embargo, el viejo enano corría con fuerza, gacha la cabeza y las piernas moviéndose a un ritmo regular. Sujetaba firmemente el Yelmo de Grallen entre los brazos y, aunque la muerte los seguía de cerca, la sonrisa de sombría satisfacción que esbozaba no presagiaba nada bueno para cualquiera que intentara quitarle el yelmo de nuevo.

Más piedras cayeron en medio de la oscuridad teñida de verde; pasaban silbando tan cerca que notaban el soplo de aire en las mejillas. Tanis ya divisaba el final del puente que llegaba a la entrada de un pasadizo en arco. La luz arrancó destellos en los barrotes y las afiladas puntas del rastrillo, que, por fortuna, estaba levantado.

Aquello espoleó al grupo y les dio nuevos bríos a los que flaqueaban. Tasslehoff llegó a la entrada el primero, seguido por los soldados enanos, que llegaron en tromba. El resto del grupo venía detrás. Raistlin se desplomó a corta distancia del acceso y su hermano tuvo que arrastrarlo dentro. Arman Kharas, cargado con Pico a la espalda, fue el último. Una vez que estuvieron fuera del puente, las piedras dejaron de caer.

—Los theiwars nos eligieron como blanco —dijo Sturm, falto de resuello.

—Su blanco era Raistlin —comentó Tanis.

Flint resopló.

—Dije que los theiwars eran perversos, no que no tuvieran sentido común —manifestó el enano.

23 El templo de Reorx. El Mazo de Kharas. Un encuentro extraño

Todos, incluso los robustos enanos, que por lo general daban poca importancia a cualquier esfuerzo físico, se echaron al suelo y se quedaron allí tumbados, jadeantes. Tanis tenía muchas preguntas que hacer, pero le faltaba el resuello.

Raistlin se recostó en la pared de la torre de guardia. La piel dorada tenía una rara tonalidad verdosa a la luz del farol; el mago había cerrado los ojos y de vez en cuanto se oía el sonido rasposo de su respiración.

—No está herido, sólo exhausto —les informó Caramon.

—Todos lo estamos, no es únicamente tu hermano —replicó Sturm, malhumorado, mientras se frotaba la pierna para aliviar el calambre de un músculo—. Nos hemos pasado la mitad del día escalando una montaña. Tengo la garganta seca. Necesitamos agua y descanso...

—Y comida —abundó Caramon, que añadió precipitadamente—: Verduras o algo así.

—Esta zona sigue estando en territorio theiwar y no es segura. Un poco más adelante se encuentra el templo de Reorx —les dijo Arman—. Allí podremos descansar a salvo.

—Raist, ¿puedes seguir caminando? —Caramon miraba a su gemelo con expresión dubitativa.

—Supongo que tendré que hacerlo —contestó Raistlin, que, aún con los ojos cerrados, hizo un gesto de dolor.

—Me temo que he de pedirte que lleves de nuevo el yelmo —le dijo Arman a Flint—. El pobre Pico no puede seguir sin mi ayuda y ninguno de mis soldados quiere saber nada de eso.

—Si piensan que este yelmo es tan terrible, ¿por qué no lo arrojan por ese puente y acaban con el problema de una vez? —le preguntó Caramon a Flint.

—¿Arrojarías tú los huesos de tu padre muerto por ese puente? —le preguntó a su vez el enano a la par que le asestaba una mirada feroz—. Esté encantado o no, el espíritu del príncipe ha vuelto con su pueblo y hay que enterrarlo.

Arman insistió en que se pusieran en marcha y, entre gruñidos y gemidos, echaron a andar y cruzaron un puente levadizo que por las apariencias no se había levantado hacía muchos años. Temiendo que los persiguieran, Sturm sugirió que se intentara levantar el puente, pero Arman dijo que el mecanismo estaba oxidado y no funcionaría.

—Los theiwars no nos perseguirán —añadió.

—También dijiste que no nos atacarían —señaló Flint.

—Mi padre se enfadará cuando se entere de este asalto contra mí y mis soldados —manifestó Arman—. Tal vez esto acabe en guerra.

Dejando atrás la torre de guardia salieron a una calzada principal flanqueada por más casas y comercios vacíos. Calles y callejones partían de la calzada en diversas direcciones. No había luces ni sonidos ni indicios de que los edificios estuviesen habitados.

Raistlin cojeaba y su hermano lo ayudaba a caminar. Flint marchaba con la cabeza agachada y el yelmo sujeto con fuerza. Los pasos de Tasslehoff empezaban a flaquear. Arman salió de la calzada principal y tomó un desvío a la izquierda que los llevó a una calzada secundaria.

Ante ellos se alzaba un gran edificio. Las puertas de bronce, con el símbolo de un martillo, estaban abiertas.

—El templo de Reorx —dijo Arman.

Los soldados hylars se quitaron el yelmo al entrar, aunque parecía que lo hacían más por costumbre que por verdadero respeto o devoción. Ya dentro, los enanos se relajaron y no dudaron en ponerse cómodos; se tendieron en el suelo, donde se había levantado un altar en otros tiempos, echaron largos tragos de los odres de cerveza y rebuscaron algo de comer en las mochilas.

Arman conferenció con los soldados y después mandó a uno por delante a fin de informar a su padre. Destacó a otro para guardar la puerta y ordenó a otros dos más que vigilaran a los compañeros.

Tanis habría podido hacer la observación de que no era probable que intentaran escapar ya que ninguno de ellos tenía el menor deseo de cruzar el Eco del Yunque por segunda vez. Sin embargo, estaba demasiado cansado para discutir.

—Pasaremos aquí la noche —anunció el príncipe—. Pico no está lo bastante fuerte para viajar. Creo que estaremos bastante seguros. Los theiwars no suelen aventurarse tan lejos, pero por si acaso he enviado a uno de mis hombres para que traiga refuerzos de los Suburbios Oeste.

A Tanis le pareció una idea excelente.

—¿Podríais desatarnos al menos? —le pidió a Arman—. Tenéis nuestras armas y no tenemos intención de atacaros. Queremos hablar ante el Consejo.

El príncipe lo miró inquisitivamente y después asintió con la cabeza.

—Desatadlos —ordenó a los soldados.

A los hylars no pareció gustarles la idea, pero hicieron lo que les mandaba. Volcado con su hermano, Arman se ocupó de que tuviera algo de comer y que estuviera cómodo. Tanis miró a su alrededor con curiosidad. Se preguntó si Reorx se habría presentado ante los enanos como habían hecho los otros dioses. A juzgar por el estado desvencijado del templo y la actitud despreocupada de los enanos mientras disponían el acomodo para pasar la noche, Tanis dedujo que el dios, por las razones que fuera, todavía no había informado a los enanos de su regreso.

Según los estudiosos, la creación del mundo había empezado cuando Reorx, amigo del dios Gilean, el Fiel de la Balanza, golpeó con su martillo el Yunque del Tiempo, lo que forzó a Caos a frenar su ciclo de destrucción. Las chispas que saltaron del martillo del dios se convirtieron en estrellas. La luz de esas estrellas se transformó en espíritus a los que los dioses dieron cuerpos mortales y el mundo de Krynn para que habitaran en él. Aunque la creación de los enanos había sido siempre un tema de controversia (los enanos creían que Reorx los había creado a su imagen mientras que otros mantenían que los enanos habían aparecido como raza al paso de la caótica Gema Gris de Gargath), los enanos creían firmemente que eran el pueblo elegido de Reorx.

Para los enanos fue devastador que Reorx se marchara con los otros dioses después del Cataclismo. La mayoría se negó a creerlo y se aferró a su fe en el dios aun cuando sus plegarias no tenían otra respuesta que el silencio. En consecuencia, mientras que la mayoría de los habitantes de Krynn olvidaron a los dioses, los enanos todavía recordaban y reverenciaban a Reorx y contaban viejas historias sobre él, seguros de que algún día volvería con su pueblo.

Los enanos de Thorbardin aún hacían juramentos en nombre de Reorx; Tanis lo sabía porque había oído soltar muchos juramentos en el puente. Flint también lo había hecho desde que Tanis lo conocía, aunque Reorx llevaba ausente centenares de años. Según Flint, los clérigos de Reorx habían abandonado el mundo justo antes del Cataclismo, marchándose al mismo tiempo que otros clérigos de los dioses verdaderos habían desaparecido de forma misteriosa. Mas ¿habría ahora nuevos clérigos bajo la montaña?

Sus amigos también miraban el templo y Tanis imaginó que estarían pensando más o menos lo mismo que él; o algunos de ellos, al menos. Caramon observaba tristemente la ración de comida que Arman iba ofreciendo a cada uno de ellos.

Los enanos masticaban trozos de algún tipo de carne en salazón. Caramon miró la ración que le ofrecía con cara de hambre y luego desvió la vista hacia Tasslehoff, pensando en gusanos; con un profundo suspiro sacudió la cabeza. Arman se encogió de hombros y le dio una gran porción a Flint, que la aceptó mientras le daba las gracias casi en un murmullo.

Raistlin había rechazado cualquier tipo de alimento y se fue a dormir de inmediato. Tasslehoff estaba sentado con las piernas cruzadas enfrente de uno de los faroles y masticaba el trozo de carne al tiempo que observaba el gusano que había dentro. Flint le había contado que el gusano era la larva de los gusanos gigantes que abrían túneles masticando la roca. Tas estaba fascinado y no dejaba de dar golpecitos en el cristal para ver cómo se retorcía la larva.

—¿Crees que deberíamos hablarles del regreso de los dioses? —preguntó Sturm, que se había acercado para sentarse al lado de Tanis.

El semielfo sacudió la cabeza de forma rotunda.

—Ya tenemos problemas de sobra tal como están las cosas.

—Tendremos que sacar a colación a los dioses cuando preguntemos por el Mazo de Kharas —insistió Sturm.

—No vamos a mencionar el Mazo —dijo Tanis, cortante—. Lo que vamos a hacer es intentar que no nos metan en una mazmorra enana.

—Tienes razón —admitió el caballero tras meditar sobre eso—. Hablar de los dioses resultaría inoportuno, sobre todo cuando Reorx no se ha presentado ante ellos. Aun así, no veo por qué no podemos preguntarle sobre el Mazo a Arman. Demostraríamos tener ciertos conocimientos sobre su historia.

—Déjalo ya, Sturm —espetó Tanis y después se dirigió hacia Flint para hablar con él.

Se sentó al lado del enano y aceptó un poco de su ración.

—¿Qué le pasa a Caramon? Nunca lo había visto rechazar comida.

—El kender le dijo que era carne de gusano.

Tanis escupió la carne que tenía en la boca.

—Es carne de res en salazón —le aclaró Flint con una risita divertida.

—¿Se lo has dicho a Caramon?

—No —contestó el enano con una sonrisa maliciosa—. No le vendrá mal perder un poco de peso.

Tanis fue a apaciguar los recelos de Caramon y lo dejó masticando con voracidad el duro y fibroso tasajo y jurando que le arrancaría al kender las puntiagudas orejas y se las metería en las botas. El semielfo regresó junto a Flint para acabar la conversación.

—¿Has oído a estos enanos mencionar a Reorx, aparte de cuando soltaban juramentos? —le preguntó.

—No. —Flint sostenía el Yelmo de Grallen en el regazo y tenía las manos encima, en un gesto protector—. Y tú tampoco, imagino.

—Entonces ¿no crees que Reorx haya vuelto entre ellos?

—¡Ni que fuera a hacer algo así! —resopló Flint—. Los Enanos de las Montañas dejaron a Reorx fuera de la montaña cuando nos cerraron las puertas a nosotros.

—Sturm me preguntaba si... ¿Crees que deberíamos hablarles del regreso de los dioses?

—¡A un Enano de las Montañas no le diría siquiera cómo encontrarse la barba en medio de una ventisca! —respondió, desdeñoso.

Con las manos encima del yelmo, Flint se recostó en la pared y se dispuso a dormir.

—Manten un ojo abierto, amigo mío —susurró Tanis.

Flint gruñó y asintió con la cabeza.


Tanis hacía la ronda. Sturm se había tumbado en el suelo boca arriba, con la mirada perdida en la oscuridad. Tasslehoff se había quedado dormido al lado del farol del gusano.

—Qué narices con el puñetero kender —dijo Caramon mientras tapaba a Tas con una manta—. ¡Podría haberme muerto de hambre! —Miró en derredor con disimulo—. No confío en estos enanos, Tanis —susurró—. ¿No debería quedarse alguno de nosotros de guardia?

Tanis sacudió la cabeza.

—Estamos todos agotados y hemos de presentarnos ante ese Consejo mañana. Hemos de estar alertas y tener la mente clara.

Se tumbó en el frío suelo de piedra del templo abandonado y pensó que nunca en su vida había estado tan cansado, pero aun así no pudo dormirse. Tenía visiones de todos ellos arrojados a una mazmorra para no volver a ver jamás la luz del día. De hecho, ya empezaba a sentir claustrofobia; era como si los muros de piedra lo estuvieran oprimiendo. Por grande que fuera el templo no lo era lo bastante para contener todo el aire que Tanis necesitaba. Se sentía como si se asfixiara e intentó sacudirse de encima la sensación de pánico que se apoderaba de él cada vez que estaba en sitios oscuros y cerrados.

Le dolía el cuerpo del cansancio y empezaba a relajarse y a quedarse dormido, cuando la voz de Sturm lo despertó completamente.

—Vuestro héroe, Kharas, estuvo presente en la batalla final, ¿verdad?

Tanis maldijo entre dientes y se sentó.

Sturm y Arman estaban sentados juntos al otro lado de la cámara. Los soldados enanos hacían que las paredes temblaran con sus ronquidos, pero Tanis oía la conversación de los dos con toda claridad.

—Los Caballeros de Solamnia le pusieron a Kharas ese nombre —dijo Sturm—. En mi lengua, «kharas» significa caballero.

Arman asintió varias veces con la cabeza y se atusó la barba con gesto enorgullecido, como si Sturm estuviese hablando de él en lugar de su insigne antepasado.

—Eso es cierto —manifestó Arman—. A los caballeros solámnicos les impresionó mucho su pundonor y su valor.

—¿Llevaba consigo el legendario Mazo durante la última batalla? —preguntó Sturm.

Tanis gimió para sus adentros. Habría intervenido, porque no quería que los enanos sospecharan que habían ido allí a robar el Mazo, pero era tarde para participar en la conversación; si se metía ahora, podría hacer más mal que bien, así que siguió callado.

—Kharas combatió valerosamente —relató Arman, que disfrutaba muchísimo con ello—, aun cuando se había opuesto con empeño a la guerra, porque decía que los hermanos no debían matarse unos a otros. Kharas llegó incluso a afeitarse la barba para demostrar su desacuerdo con la guerra, y su gesto conmocionó a la gente. Llevar la mandíbula afeitada es la marca de un cobarde.

»Y eso lo llamaron algunos, porque cuando Kharas vio que los enanos de ambos bandos habían perdido por completo la razón y se mataban unos a otros por odio y por venganza, abandonó el campo de batalla llevando consigo los cadáveres de los dos hijos del rey Duncan que habían muerto luchando codo con codo. De ahí que Kharas sobreviviera a la terrible explosión que arrebató la vida a miles de enanos y de humanos.

»El rey Duncan supo de la muerte de sus hijos y cuando le llegó la noticia de la explosión y supo que incontables enanos yacían muertos en las llanuras de Dergoth, ordenó que las puertas de Thorbardin se cerraran. En su dolor, juró que nadie más moriría en esa guerra atroz.

—Dices que Duncan tenía dos hijos y que murieron en el campo de batalla y que Kharas se llevó sus cadáveres. Entonces ¿qué hay del príncipe Grallen? —Sturm se puso pálido; parecía preocupado—. No sé mucho sobre esto, pero el príncipe no murió en el campo de batalla. Su cuerpo nunca se encontró.

Arman echó una ojeada de soslayo al yelmo. Flint se había quedado dormido, pero incluso en sueños sujetaba la reliquia con fuerza.

—El Consejo decidirá si se cuenta esa historia —repuso Arman con gesto severo—. De momento no hablaremos de ese tema.

—Entonces, hablemos de cosas más agradables —dijo Sturm. Su voz enronqueció con un timbre reverente—. Toda mi vida he oído los relatos del legendario Mazo de Kharas, el martillo sagrado blandido por el mismísimo Huma Dragonbane. Me gustaría enormemente poder ver el Mazo y rendirle honores.

—Nos gustaría a todos —manifestó Arman.

Sturm frunció el entrecejo como si pensara que el enano se burlaba de él.

—No entiendo —dijo luego, envarado.

—El Mazo de Kharas se perdió. Hemos pasado trescientos años buscándolo. Sin el Mazo sagrado no se puede nombrar Rey Supremo a ningún enano, y sin Rey Supremo el pueblo enano nunca se podrá unificar.

—¿Que se perdió? —repitió Sturm, conmocionado—. ¿Cómo pudisteis los enanos extraviar un artefacto tan valioso?

—No se extravió —replicó con enfado Arman Kharas—. Después de que las puertas se clausuraron, los clanes empezaron a maquinar para derrocar al rey Duncan, porque para entonces consideraban que se había debilitado. Todos los thanes acudieron por separado ante Kharas para que los respaldara en su reclamación del trono. Kharas no quería tener nada que ver con ninguno de ellos, así que abandonó Thorbardin por medios desconocidos hacia un exilio voluntario. Permaneció ausente muchos años y, finalmente, cansado ya de viajar y lleno de añoranza por su tierra y por su gente, Kharas regresó a Thorbardin sólo para descubrir que la situación había empeorado.

»Los clanes estaban enzarzados en una guerra civil. Kharas consiguió hablar con Duncan una última vez antes de que muriera. Abrumado por la pena, Kharas llevó el cadáver del rey a la magnífica tumba que Duncan se había hecho construir. Kharas se llevó consigo el famoso Mazo. Ya te conté lo que dijo —añadió Arman—, la profecía que cumpliré.

Sturm asintió cortésmente con la cabeza, pero las profecías no le interesaban.

—Así que el Mazo está en la tumba del rey Duncan.

—Sólo son suposiciones. Kharas nunca regresó para decirlo. Nadie sabe qué fue de él.

—¿Y dónde está esa tumba?

—En lo que es la última morada de todos los enanos, el Valle de los Thanes.

Sturm se dio tironcitos del largo bigote, señal de que se sentía desasosegado. Tanis imaginaba la causa. Un verdadero caballero jamás perturbaría el sueño sagrado del noble muerto, pero su deseo de tener el Mazo era muy grande.

—Tal vez —dijo al cabo de un momento—, se me permita entrar en la tumba. Lo haría con reverencia y respeto, por supuesto. ¿Por qué sacudes la cabeza? ¿Está prohibido?

—Podría decirse que lo está —contestó Arman—. Al ver que Kharas no regresaba, los thanes y sus seguidores corrieron a la tumba, cada cual con la esperanza de ser el que reclamara como suyo el Mazo. Se entabló una lucha en el valle sagrado y fue entonces, estando la batalla en su apogeo, cuando una fuerza poderosa la arrancó del suelo y la elevó en el aire.

—¿La tumba desapareció? —Sturm estaba desolado.

—No desapareció. Podemos verla, pero no podemos llegar a ella. La tumba de Duncan está flotando a docenas de metros por encima del Valle de los Thanes.

El caballero adoptó un gesto ceñudo.

—No te entregues al desánimo, caballero —dijo Arman con complacencia—. Tendrás la oportunidad de ver el maravilloso Mazo.

—¿A qué te refieres?

—Como ya he dicho, soy el enano del que habla la profecía. Soy el destinado a hallar el Mazo de Kharas. Cuando llegue el momento, el propio Kharas me guiará hasta él y estoy convencido de que ese momento está a punto de llegar.

—¿Y por qué estás tan seguro?

Arman no quiso contestar. Declaró que estaba cansado, se acercó a su hermano para comprobar su estado y luego se tumbó en su petate.

Profundamente decepcionado, Sturm se sumió en un sombrío silencio. Tanis se quedó mirando fijamente la impenetrable oscuridad. El Mazo que necesitaban para forjar las Dragonlances había desaparecido o, si no desaparecido, sí estaba fuera del alcance de cualquiera.

Nada salía bien, por lo visto.


Flint hizo lo que Tanis le había sugerido: dormir con un ojo abierto. Y lo abrió de par en par cuando vio que un enano extraño entraba en el templo tan campante, con tanto descaro como si aquel lugar le perteneciera. No había visto un enano como aquél en toda su vida. El extraño tenía una barba magnífica, brillante y frondosa, mientras que el cabello, largo y ensortijado, le caía en rizos por la espalda. Vestía una chaqueta azul con botones dorados, botas altas que le llegaban a los muslos, camisa con chorreras en pechera y puños y sombrero de ala ancha tocado con una pluma roja. Ante semejante aparición, Flint se sentó derecho.

Estaba a punto de dar la alarma cuando algo en la actitud arrogante y atrevida del enano se lo impidió; eso y el hecho de que el enano se encaminó directamente hacia él y lo miró con descortés fijeza.

—Eh, un momento —dijo Flint, ceñudo—. ¿Quién eres?

—Tú sabes mi nombre —respondió el enano, que siguió observándolo de hito en hito—. Lo sabes igual que yo sé el tuyo. Soy un viejo amigo, Flint Fireforge.

—¡Tú qué vas a ser un viejo amigo mío! —barbotó Flint, indignado—. Nunca he tenido un amigo que se pusiera tanto oropel. ¡Plumas, chorreras y puños de encaje! ¡Le sacarías los colores a un pisaverde de Palanthas!

—Aun así, me conoces. Me nombras a menudo. Juras por mi barba y me pides que tome tu alma si mueres. —El enano hurgó en la oscuridad y sacó un frasco de barro, le quitó el tapón, lo olisqueó y, con una sonrisa de oreja a oreja, se lo ofreció a Flint.

El fragante olor del fuerte licor conocido como aguardiente enano impregnó el aire.

—¿Te apetece un trago? —preguntó el desconocido.

Una terrible sospecha se abrió paso en la mente de Flint. Sintió necesidad de contar con algún apoyo. Tomó el frasco de barro, se lo llevó a la boca y echó un trago. El abrasador licor le quemó la lengua, le raspó el gañote, le retorció el pescuezo y bajó siseando esófago abajo hasta el estómago, donde explotó.

Flint soltó un suspiro cargado de vapores y se limpió las lágrimas.

—Bueno, ¿eh? Es de elaboración propia —dijo el enano, que añadió con orgullo—: Apuesto a que nunca habías probado algo igual.

Flint asintió con la cabeza y tosió.

El enano recuperó el frasco de barro de un manotazo, echó un trago, le puso el tapón y volvió a hacerlo desaparecer en el aire. Se puso en cuclillas delante de Flint, que se retorció bajo la intensa mirada de los negros ojos del desconocido.

—¿Te has imaginado ya mi nombre? —preguntó el enano.

Flint sabía ese nombre tan bien como el suyo, pero el hecho de tener ese conocimiento era tan pasmoso que no quería creerlo, así que sacudió la cabeza.

—No voy a insistir más en ello —dijo el enano al tiempo que se encogía de hombros y esbozaba una sonrisa afable—. Baste decir que te conozco, Flint Fireforge. Te conozco muy bien. También conocía a tu padre y a tu abuelo y ellos me conocían a mí, igual que tú me conoces aunque seas demasiado testarudo para admitirlo. Eso me complace. Me complace muchísimo.

»En consecuencia —continuó el enano, que se echó hacia adelante y, con el índice, propinó a Flint secos golpecitos en el esternón mientras hablaba—, voy a hacer algo por ti. Voy a darte la oportunidad de ser un héroe. Voy a darte la oportunidad de encontrar el Mazo de Kharas y salvar el mundo forjando las Dragonlances. Tu nombre, Flint Fireforge, se repetirá en estancias y palacios de todo Ansalon.

—¿Dónde está la pega? Porque tiene que haber una —respondió Flint, desconfiado.

El enano prorrumpió en carcajadas y el estallido de hilaridad hizo que se doblara por la cintura. Curiosamente, ningún otro de los que estaban en el templo lo oyó. Nadie se movió.

—No te queda mucho tiempo, Flint Fireforge. Tú lo sabes, ¿verdad? A veces te cuesta trabajo recobrar el aliento, te duele la mandíbula y el brazo izquierdo... Los mismos síntomas que tenía tu padre cuando faltaba poco para el final.

—¡A mí no me pasa nada! —manifestó Flint, indignado—. Estoy tan en buena forma como cualquiera de los enanos aquí presentes. ¡O en mejor forma, si lo digo yo!

El desconocido se encogió de hombros.

—Lo único que digo es que has de pensar en el legado que dejarás al marchar. ¿Entonarán los bardos tu nombre cuando te hayas ido o tendrás una muerte ignominiosa, solo y olvidado por todos?

—Como he dicho ya, ¿cuál es la pega? —inquirió Flint, ceñudo.

—Lo único que has de hacer es ponerte el Yelmo de Grallen —contestó el enano.

—¡Ja! —soltó Flint en voz alta. Dio con los nudillos en el yelmo que sostenía entre las manos—. ¡Lo sabía! ¡Una trampa!

—No es tal —afirmó el enano mientras se atusaba la barba con complacencia—. El príncipe Grallen sabe dónde está el Mazo. Sabe cómo llegar hasta él.

—¿Y qué pasa con la maldición? —cuestionó Flint.

—Hay peligro, no lo niego. —El enano se encogió de hombros—. Pero, claro, ¿qué es la vida sino una continua apuesta, Flint Fireforge? Hay que arriesgarlo todo para ganar todo.

Flint lo rumió unos instantes mientras se frotaba el brazo izquierdo sin ser consciente de ello. Entonces sorprendió al extraño observándolo con una sonrisa maliciosa y dejó de hacerlo.

—Lo pensaré —concedió.

—Hazlo —dijo el enano, que se incorporó, se desperezó y bostezó. Flint, en un gesto de respeto, se incorporó también.

—¿Has... eh...? ¿Has hecho esta oferta a alguien más?

—Eso es cosa mía —contestó el enano con un guiño pícaro.

Flint lo aceptó con un gruñido.

—Estos enanos... ¿Saben que estás aquí? —preguntó.

El enano asestó una mirada fulminante al templo.

—¿Acaso da esto a entender que lo saben? ¡Pandilla de consentidos! ¡Haz esto! ¡Haz aquello! Dame esto. Dame lo otro. Favoréceme a mí en vez de a él. Escucha mis preces, no escuches las suyas. Soy digno y él no. ¡Bah!

El enano soltó un tremendo bramido. Alzó las manos al cielo y sacudió los puños a la par que bramaba otra vez, y otra. La montaña se sacudió y Flint cayó de hinojos, encogido de miedo.

El enano bajó los brazos, se alisó la chaqueta, se arregló las chorreras y recogió el sombrero adornado con la pluma.

—Puede que vuelva a Thorbardin —dijo con un guiño y una sonrisa maliciosa—. Y puede que no. Depende.

Se puso el sombrero, lanzó una mirada penetrante a Flint y, silbando una alegre melodía, salió del templo como si estuviera de paseo.

Flint continuó de hinojos.

Arman Kharas se despertó y lo vio encogido en el suelo.

—Ah, has notado el temblor de tierra —dijo—. No te preocupes, era pequeño. Carracas, los llamamos, porque hacen repicar unos cuantos platos, nada más. Vuelve a dormirte.

Arman se tumbó y se dio la vuelta; poco después roncaba de nuevo.

Tembloroso, Flint se incorporó y se limpió el sudor de la frente. Miró el Yelmo de Grallen y pensó —no por primera vez— qué se sentiría siendo un héroe. Pensó en el dolor del brazo y pensó en la muerte y pensó en no ser recordado por nadie. Pensó en los platos que tintineaban en Thorbardin.

Se volvió a tumbar en el suelo, pero no se durmió. Dejó el yelmo a un lado, con cuidado de no tocarlo.

24 Ambiciones congeladas. Planes para un deshielo

Dray-yan paseaba por el cuarto mientras esperaba que Grag llegara con su informe. Pasear —igual que encogerse de hombros— era otro amaneramiento que el aurak había copiado de los humanos. La primera vez que vio al Señor del Dragón Verminaard intentando resolver problemas con paseos de una punta a otra de la habitación, Dray-yan había considerado esa práctica con desdén, una lamentable pérdida de energía física. Eso fue antes de que él se enfrentara a sus propios problemas. Ahora el aurak paseaba también.

Cuando sonó la llamada a la puerta, Dray-yan reconoció la forma de tocar la puerta de Grag y bramó la orden de entrar con la voz de Verminaard.

Grag entró y en seguida cerró la puerta tras de sí.

—¿Y bien? —demandó Dray-yan al fijarse en la sombría expresión que tenía Grag—. ¿Qué noticias hay?

—La puerta de Thorbardin está abierta y nieva en las montañas. Hemos tenido que abandonar la persecución de los esclavos.

—Lástima —dijo Dray-yan.

—¡La nieve es copiosa y húmeda y oculta todo! —adujo en su defensa el bozak—. Los dragones, tanto los Rojos como los Azules, se niegan a volar mientras nieve así. Dicen que se les acumula en las alas. No los deja ver, por lo que se desorientan y les da miedo tropezar con la vertiente de la montaña. Que si queremos dragones acostumbrados a la nieve, que mandemos venir a los Dragones Blancos, que están en el sur.

—Se los está utilizando en la campaña del Muro de Hielo. Aun en el caso de que aceptaran venir, pasaríamos semanas negociando con el Señor del Dragón Fealthas y no me sobra tiempo para malgastarlo.

—Después de tomarnos tantas molestias para atacarlos, no pareces estar muy interesado por los humanos —observó Grag.

—No lo estoy. Los esclavos pueden irse al Abismo. —El aurak frunció el entrecejo y gesticuló hacia un rollo de pergamino atado con una cinta negra que estaba encima del escritorio—. He recibido una felicitación de Ariakas por duplicar la producción de hierro.

—Deberías sentirte complacido, Dray-yan —comentó Grag, que se preguntaba por qué no lo estaba el aurak.

—Te lo diré de otra forma. Lord Verminaard ha recibido una felicitación. —Además de poner énfasis en el nombre, dio la impresión de que lo masticara y lo escupiera.

—Ah —comprendió Grag.

—¡Entrar en Thorbardin fue obra mía! —despotricó—. ¡Fue idea mía! ¡Mío el tiempo empleado en negociar con esas ratas bizcas y peludas de los theiwars! ¿Y quién se lleva los laureles? ¡Verminaard! ¡Ha recibido una invitación del emperador para visitarlo en Neraka y recibir sus más expresivas gracias además de una promoción! ¿Qué voy a hacer, Grag? ¡No puedo entrar en el templo de su Oscura Majestad envuelto en esta ilusión y tampoco quiero hacerlo! ¡Yo, Dray-yan, soy quien merece esa felicitación y las gracias y la promoción!

—Siempre te queda el recurso de enviar un mensaje a Ariakas informándole que han matado a Verminaard.

—Ariakas enviaría aquí a otro Señor del Dragón humano tan de prisa que la fuerza del aire me arrancaría las escamas; tal vez esa hembra a la que llaman la Dama Oscura. Nada la complacería más que dirigir el Ala Roja y, por lo que tengo entendido, desprecia a los draconianos. ¡Tú y yo acabaríamos trabajando en las minas de hierro si tomara el mando ella!

Dray-yan reanudó los paseos por el cuarto. Las garras de las patas dejaban marcas de arañazos en las baldosas del suelo.

—El emperador pregunta de nuevo por los esclavos huidos y por ese objeto, el martillo enano. Parece estar obsesionado con él. Quiere que yo, o mejor dicho, Verminaard, lo encuentre y lo lleve a Neraka cuando vaya. ¿Cómo se supone que voy a descubrir un herrumbroso martillo viejo? El emperador también quiere garantías de que se ha matado a los esclavos. Hay elementos peligrosos escondidos entre esa gente, asesinos elfos o algo por el estilo.

Grag observó en silencio las idas y venidas del aurak por el cuarto. En realidad le importaban un bledo las ambiciones personales de Dray-yan de convertirse en un Señor del Dragón, pero el aurak tenía razón en algo. Él también había oído algunos rumores sobre la Dama Oscura. Grag llevaba una buena vida allí y lo sabía.

—¿Qué vamos a hacer con esos esclavos? —preguntó—. Seguramente aprovecharán la nevada para intentar escabullirse sin que los veamos y llegar a la puerta de Thorbardin.

—¿Tenemos tropas en esa zona? —preguntó Dray-yan mientras se volvía hacia él.

—Algunas, pero la mayoría está apostada en los alrededores de la zona meridional de Thorbardin. No llegarían al norte a tiempo. Qué mala suerte que el ataque de lord Verminaard al valle fracasara.

Dray-yan maldijo entre dientes. Su plan de ataque —transportar tropas draconianas a lomos de dragones— había sido brillante. Él personalmente había supervisado la batalla disfrazado como el Señor del Dragón Verminaard. No le gustaba que le recordaran que su plan había sido un fiasco y no le hizo ninguna gracia que Grag lo sacara a relucir.

—¡Los humanos sabían que íbamos hacia allí! —gruñó—. Es la única explicación. Me gustaría saber cómo se enteraron.

—¿Es que no lo entiendes, Dray-yan? ¡La culpa es de lord Verminaard! —puntualizó Grag, que puso énfasis en el nombre—. El Señor del Dragón no sabía mantener la boca cerrada. No dejaba de hablar sobre su brillante idea de montar draconianos a lomos de dragones y enviarlos tras los humanos. Sus espías lo descubrieron y consiguieron avisar a los humanos, de modo que tuvieron tiempo de escapar. Será eso lo que le dirás al emperador, si es que lo pregunta.

Dray-yan captó el brillo en los ojos del bozak y pilló la idea.

—¡Tienes razón, Grag! —dijo el aurak—. La culpa fue de lord Verminaard. Prosigue con lo que me estabas diciendo. Hablábamos de nuestras tropas en la zona. ¿Qué hay de las fuerzas destacadas en el Monte de la Calavera?

—No aparecieron en el punto de encuentro acordado. O han desertado o están muertos.

—O sea —dijo Dray-yan— que debido a la chapuza de lord Verminaard ahora no tenemos suficientes soldados en la zona para impedir que esos humanos lleguen a Thorbardin.

—Lord Verminaard ha llevado realmente mal este asunto. Es una lástima —continuó Grag—, porque su Oscura Majestad sabe que fue idea tuya transportar draconianos a lomos de dragones. Está complacida contigo.

—¿De veras? —preguntó el aurak, escéptico—. Entonces ¿por qué me complica la vida? ¿Por qué no despeja el cielo de nubes y cesa la nevada para que sus dragones puedan volar?

—Los dioses menores hacen lo que pueden para combatirla —respondió Grag, desdeñoso—. Su Oscura Majestad no les presta atención. Te está dando una oportunidad para demostrar lo que vales, Dray-yan, y aunque sigues sin caerme bien...

—Lo sé. No dejas de repetírmelo.

—A pesar de ello, tu éxito sería un buen presagio para todos los draconianos. Si te convirtieras en un Señor del Dragón, todos los demás nos beneficiaríamos.

—Sí, continúa —lo animó Dray-yan.

—Lord Verminaard ya estaba en apuros por haber dejado escapar a los esclavos, para empezar. Ahora se ha metido en otro lío al fracasar en el intento de capturarlos.

—Pero Verminaard ha recibido una felicitación del emperador Ariakas por la negociación con los enanos.

—Negociación que te encargó a ti mientras él perseguía a los esclavos.

—Brillante... —murmuró Dray-yan.

—Si lord Verminaard fracasara de nuevo y a continuación de ese fracaso sufriera una muerte ignominiosa e indigna y si entonces tú saltaras a primer plano y salvaras la situación, el emperador no podría dejar de recompensarte. De eso se encargaría su Oscura Majestad.

Dray-yan se había sumido en el silencio, dándole vueltas a todo el plan; cuanto más lo pensaba, más le gustaba. Todos sus errores se los atribuirían a Verminaard. Los triunfos serían suyos. Sonriendo de oreja a oreja, palmeó al bozak en el escamoso hombro.

—¡Bien hecho, Grag! ¡Formamos un buen equipo!

—Confío en que lo recuerdes cuando seas un Señor del Dragón —fue el seco comentario de Grag, encrespadas las escamas por la irritación. No le gustaba que lo tocaran.

—¡Lo recordaré, lo recordaré! ¿Qué quieres como recompensa, Grag? —preguntó el aurak, magnánimo.

—Comandar un regimiento —repuso al instante el bozak—. Un regimiento de humanos.

—Creo que podrá hacerse —contestó Dray-yan con una sonrisa—. Y ahora, con respecto a esos esclavos...

—Podríamos atacarlos con las fuerzas que tenemos —propuso Grag—. Las tropas que arrasaron el nido de enanos gullys siguen por esa zona.

—¿Enanos gullys? —El aurak lo había olvidado.

—Los que descubrieron nuestros túneles secretos.

—Ah, ésos. No —contestó Dray-yan tras meditarlo un poco—. Lord Verminaard va a meter la pata otra vez. Va a dejar que los humanos entren en Thorbardin. —El aurak sacudió la cabeza con fingida tristeza—. Un error fatal por parte de su señoría, ¿no estás de acuerdo, Grag?

—Fatal —dijo el bozak con un chasquido de dientes.

—Por suerte para su Oscura Majestad —continuó Dray-yan mientras tomaba pluma, tinta y pergamino—, el brillante draconiano aurak que es lugarteniente de Verminaard estará a mano para salvar la situación.

25 Pesadillas. Setas gigantes. Pensamientos íntimos

Flint se despertó y se encontró con una mano descansando en el Yelmo de Grallen. La apartó bruscamente y miró el yelmo con inquietud. Recordaba con toda claridad el sueño de la noche anterior; era tan vivido que casi le parecía real. Ridículo, por supuesto. Oh, sí, todo eso de tener encuentros con los dioses estaba muy bien para Goldmoon y Elistan. Después de todo eran humanos y éstos siempre hablaban de sus dioses con confianza, como si fueran compañeros, y hacían proselitismo y compartían sus creencias religiosas con cualquiera.

Pero eso no iba con Flint Fireforge. La religión era un tema profundo y privado para el enano. Sí, quizá jurara por las barbas de Reorx de vez en cuando, pero era más una expresión de respeto y Flint no iba por ahí ensalzando las virtudes del dios a unos completos extraños. ¡Si lo hiciese, muy bien podría ocurrir que el kender decidiera venerar a Reorx!

Reorx no era un dios que metiera las narices en los asuntos privados de un enano. De igual modo, un enano no andaba dándole la lata al dios para que interviniera. Eso era lo que Flint opinaba sobre ese tema. Aunque tenía la impresión de que algunos de sus congéneres no compartían dicha opinión. Toda esa charla sobre enanos demandando a Reorx que hiciera tal cosa por ellos o que arreglara tal otra...

Eso, si daba crédito a un extraño con ropa estrambótica que no tenía nada mejor que hacer que molestar a un tipo dormido.

Flint miró el yelmo. Se lo había cogido a Arman porque le había puesto furioso que éste se lo quitara a él. De otro modo, no tuvo más remedio que admitir Flint, no habría tocado esa maldita cosa. Porque estaba maldita, no cabía duda.

El yelmo era mágico, lo que significaba que tenían que haberlo hecho los theiwars, los únicos enanos con habilidades en la magia. Sí, el yelmo era de manufactura antigua y, según se contaba, los theiwars no habían sido tan retorcidos y perversos antaño como en la actualidad. El yelmo los había conducido a sus amigos y a él allí y les había mostrado cómo entrar por la puerta, aunque aún estaba por ver si eso era bueno o no. El yelmo no le había causado ningún daño a Sturm. En lo que a Flint concernía, que lo hubiese transformado de humano a enano era dar un paso adelante.

Con todo, el yelmo era mágico y, en opinión de Flint, no existía eso de «magia buena». No pensaba ponérselo. El enano miró hacia Tanis, que aún dormía, aunque no era un sueño profundo ni relajado a juzgar por los suspiros y murmullos del semielfo.

«Me pregunto si debería contarle lo del sueño», se planteó para sus adentros.

De todos sus amigos, Tanis era el único al que el enano consideraría siquiera decírselo. Sabía lo que dirían los demás si supieran que Reorx le había brindado una oportunidad de hallar el Mazo de Kharas. Una vez que hubiesen oído que lo único que tenía que hacer era ponerse el yelmo, Raistlin y Sturm se lo encasquetarían hasta las orejas. Contárselo a Caramon estaba descartado, porque se lo diría a su gemelo. En cuanto a Tasslehoff, ni siquiera se lo planteaba.

«No —decidió Flint—. Tampoco puedo contárselo a Tanis. Tiene a todos esos refugiados a su cargo. Jamás haría nada que me perjudicara, pero si la cosa llegara a un punto en el que tuviera que elegir, me pediría que me pusiera el yelmo...» Flint suspiró.

—¡Era un sueño! —se dijo entre dientes—. Un sueño estúpido. Como si yo pudiera llegar a ser un héroe... ¡O como si quisiera serlo!


A la mañana siguiente, Arman los despertó para ponerse pronto en camino, o al menos dedujeron que sería por la mañana, ya que no había manera de saber qué hora era. Siguieron caminando a través del reino enano y su vastedad los llenó de asombro porque parecía extenderse más y más y, en palabras de Tasslehoff, «iba arriba, abajo y a los lados».

—Thorbardin ocupa unos ochocientos kilómetros cuadrados bajo la montaña —se jactó Arman—. Hemos construido viviendas, tiendas e industrias en todos los niveles, uno sobre otro, todos ellos dispuestos a la vieja usanza. Se puede ir a cualquier ciudad de cualquier parte de Thorbardin y saber exactamente dónde encontrar qué.

Eso no habría podido demostrarlo con Tanis. El semielfo se hallaba perdido en el laberinto; para él, todas las calles, tiendas y viviendas le parecían iguales, hasta que llegaron a lo que Arman denominó «conductos elevadores», unos grandes pozos abiertos en la roca que conectaban todos los niveles. Una especie de cajas metálicas sujetas a enormes cadenas subían y bajaban entre los niveles en medio de golpeteos y ruidos metálicos. Los que querían ir de un nivel a otro (y no deseaban hacerlo por las escalas de cadenas tendidas entre los niveles) podían subir a una de las cajas y bajarse al llegar a su punto de destino.

Tanis se asomó por el borde de uno de esos conductos y se quedó estupefacto al ver los muchos niveles que había. Arman Kharas consideraba esas plataformas elevadoras una maravilla de la ingeniería enana y esperaba que los compañeros se mostraran impresionados. Sufrió una desilusión al enterarse de que ya habían visto artilugios parecidos en las ruinas de la ciudad hundida de Xak Tsaroth y manifestó, desdeñoso, que los habrían diseñado ingenieros enanos.

No subieron a los elevadores, cosa que Caramon agradeció infinito; su última experiencia con mecanismos de transporte enanos era algo que prefería olvidar. Siguieron caminando por la que Arman llamó Calzada de los Thanes. La caminata los llevó, por la Calzada Primera, desde las viviendas abandonadas de la ciudad theiwar hasta un bosque; un extraño y fabuloso bosque situado en una enorme cueva natural que tenía el nombre de Suburbios Oeste. En aquel lugar el asombro de los compañeros alcanzó un grado suficiente para satisfacer incluso a Arman Kharas.

—¡Los árboles son hongos! —gritó Tasslehoff.

El kender aplaudió de puro placer y, sin darse cuenta, dejó caer un pequeño cuchillo que Tanis reconoció como perteneciente a Arman. Recuperó el arma con presteza y, cuando el enano estaba ocupado mostrando las maravillas del bosque de hongos, se lo deslizó con agilidad por el borde de la bota.

Raistlin, que había realizado extensos estudios sobre hierbas y plantas, estaba ansioso por inspeccionar los gigantescos hongos que se alzaban por encima de sus cabezas. Las colosales setas, otros tipos de hongos y extrañas plantas que medraban en la oscuridad, crecían en la rica marga que llenaba la zona de un olor acre y terroso. No era desagradable, pero bastó para recordarle a Tanis que se encontraba a bastante profundidad bajo la superficie, enterrado vivo.

De repente tuvo la horrible sensación de que si no salía de allí se moriría asfixiado. Sintió el pecho oprimido, gotas de sudor le perlaron la frente y sintió la urgente tentación de escapar y volver corriendo a la puerta. Ni siquiera la amenaza de las piedras cayendo sobre él lo disuadió. Se lamió los labios y miró a su alrededor en busca de una ruta de escape.

Entonces apareció Flint, firme y tranquilo, a su lado.

—¿El viejo problema de siempre? —preguntó el enano en voz baja.

—¡Sí! —Tanis se estiró el cuello de la túnica que, a pesar de quedarle flojo, no le parecía lo bastante.

Flint sacó un odre de agua que había llenado en un pozo público, cerca del templo.

—Toma, echa un trago. Intenta pensar en otra cosa.

—Otra cosa que no sea estar atrapado en una tumba —dijo Tanis, que tragó el agua fresca y se echó un poco en la frente y en el cuello.

—Anoche tuve una pesadilla —comentó Flint en tono gruñón—. Reorx se me aparecía y me ofrecía entregarme el Mazo de Kharas. Lo único que tenía que hacer era ponerme este yelmo.

—Pues póntelo, entonces —dijo Sturm—. ¿Por qué vacilas?

Flint frunció el entrecejo, se giró para mirar hacia atrás y se encontró con el caballero pegado a sus talones.

—No hablaba contigo, Sturm Brightblade. Hablaba con Tanis.

—¡El dios de los enanos se te aparece, te dice que te pongas el yelmo y a cambio te guiará hasta el Mazo de Kharas y no pensabas contármelo!

—¡Fue un sueño! —protestó Flint en voz alta.

—¿Qué fue un sueño? —preguntó Caramon, que se acercaba a ellos. Sturm se lo explicó.

—Eh, Raist —llamó Caramon—. Será mejor que vengas a oír esto.

—¿Que vaya a oír qué? —gritó Tas mientras corría hacia allí.

Raistlin dejó de mala gana el examen de los hongos y se reunió con los demás. Sturm relató la historia y Flint volvió a puntualizar, malhumorado, que sólo había sido un sueño y que ahora lamentaba haberlo mencionado.

—¿Estás seguro de que fue un sueño? —inquirió el semielfo—. Después de todo, estábamos en el templo de Reorx.

—¿Así que dices que ahora crees en los dioses? —demandó Flint.

—No —repuso Tanis.

Sturm le dirigió una mirada de reproche.

»Pero creo que... —Tanis enmudeció.

—¿Crees que debería ponerme el yelmo? —inquirió el enano.

—¡Sí! —corearon al unísono Sturm y Raistlin. Tanis no contestó.

—El yelmo no le dijo a Sturm dónde se encontraba el Mazo —arguyó Flint.

—Sturm no es un enano —comentó Caramon, con lo que se ganó una mirada fulminante de Flint.

—¿Te pondrías tú este yelmo, pedazo de tonto?

—¡Yo sí! —gritó Tasslehoff.

Caramon sacudió la cabeza.

—Es lo que imaginé —gruñó Flint—. ¿Y bien, semielfo?

—Si encontraras el Mazo de Kharas y se lo devolvieras a los enanos te convertirías en un héroe —dijo Tanis—. Los thanes estarían dispuestos a concederte cualquier cosa que les pidieras, puede que incluso acoger en su reino a los refugiados.

—¡Oh, tonterías! —replicó Flint y se alejó echando chispas.

—Tienes que conseguir que se ponga ese yelmo, Tanis —apremió Sturm—. Uno de los soldados habla Común y le pregunté sobre el Mazo. Me dijo de forma categórica que el Mazo no existía, que sólo era un mito. Según él, Arman Kharas ha estado recorriendo el Valle de los Thanes arriba y abajo buscando la forma de acceder a la tumba. Pero si Flint sabe cómo encontrar el Mazo...

—Tiene razón, Tanis —intervino Raistlin—. Debes convencer a Flint de que se ponga el yelmo. No le hará ningún daño. No se lo hizo a Sturm.

—No, sólo se apoderó de su cuerpo y lo esclavizó —replicó el semielfo—. Lo cambió en otra persona y lo obligó a venir aquí.

—Pero después lo liberó —argumentó Raistlin al tiempo que extendía las manos como si no entendiera a qué venía tanto alboroto.

—Ya conocéis a Flint. Sabéis lo cabezota que puede ponerse. ¿Cómo sugerís que lo convenza de que se ponga el yelmo si se niega siquiera a considerar la posibilidad? ¿O queréis que lo sujetemos, lo inmovilicemos y se lo pongamos a la fuerza?

—¡Tengo cuerda en mi mochila! —ofreció Tas, deseoso de colaborar.

—Tiene que decidirlo él —manifestó Tanis—. Sabéis que cuanto más se lo presiona para que haga algo más se empeña en no hacerlo. Sugiero que lo dejemos en paz. Que dejemos que tome sus propias decisiones.

Raistlin y Sturm intercambiaron una mirada. Los dos conocían a Flint y los dos sabían que Tanis tenía razón. El mago agachó la cabeza y volvió hacia los hongos para proseguir con su estudio. Sturm echó a andar mientras se daba tirones del bigote.

Tanis deseó que el enano no hubiese comentado nada.

—Al Abismo con todo —rezongó.

Arman se acercó a él.

—Llevamos aquí mucho rato. Me han informado que el Consejo de Thanes se reunirá con vosotros.

—Qué generoso por su parte —dijo Caramon—. Iré a buscar a Raistlin y a separarlo a la fuerza de lo que esté examinando.

Caramon se alejó y por fin localizó a su gemelo a gatas y estudiando una planta de aspecto grotesco que tenía las hojas negras, el tallo púrpura y un olor a estiércol de vaca. Por fin consiguió persuadir a Raistlin para que se marcharan, aunque con la promesa de que podría volver en algún momento a seguir con sus estudios.

Raistlin habló con locuaz entusiasmo de las maravillas que había visto y se ganó el aprecio de Arman al hacerle incontables preguntas sobre el proceso de cultivo de los hongos, el tipo de tierra en el que prosperaban mejor, de cómo mantenían húmeda la tierra los granjeros enanos, etcétera, etcétera, mientras seguían calzada adelante.

Tanis pensó que, al menos, la sorprendente revelación del enano le había hecho olvidar la idea de que estaba atrapado bajo tierra.

El semielfo supuso que debería sentirse agradecido.

El bosque de hongos dio paso a campos de setas cultivadas, otros tipos de hongos y más plantas de aspecto extraño. Arman los hizo avanzar a paso rápido y no permitió que se hicieran más paradas. Los enanos de los campos dejaban de trabajar para mirarlos de hito en hito. Hasta los pequeños ponis que tiraban de arados alzaban la cabeza para echar un vistazo. Más de un enano soltó el rastrillo o el azadón y echó a correr por los campos, supuestamente para correr la voz de que por primera vez en trescientos años unos «Altos» habían encontrado la forma de entrar en la montaña.

En las zonas más populosas de Thorbardin, el sistema de vagones movidos por tracción sobre raíles funcionaba todavía. Los guardias de Arman incautaron varios y ordenaron a los enanos que viajaban en ellos que bajaran y esperaran a que llegaran otros. Ninguno de esos enanos había visto un humano en toda su vida y probablemente pensaban que su existencia era un mito, como el Mazo. Así pues, se quedaban como clavados en el suelo y con los ojos muy abiertos. Los niños prorrumpían en sollozos, aterrados.

Casi ninguno decía nada y se contentaban con mirar boquiabiertos. Sin embargo, acá y allá unos pocos enanos hacían comentarios y todos iban dirigidos a Flint, quien, por sus ropas y el estilo de su barba, resultaba obvio que era un Enano de las Colinas. Era evidente que no era uno de ellos y en seguida se corrió la voz de que era un neidar, un enemigo.

Tanis era muy consciente de que Flint y todo su pueblo habían abrigado rencor contra Thorbardin durante trescientos años. Había esperado que los enanos de Thorbardin fueran más generosos. Después de todo, habían ganado la guerra, si es que podía hablarse de «victoria» cuando habían perecido a millares en ambos bandos. No obstante, por las miradas sombrías y los comentarios mascullados, ninguna de las dos partes estaba dispuesta a olvidar y menos aún a perdonar.

No todos los insultos iban dirigidos a los forasteros, como tampoco las piedras, una de las cuales alcanzó a uno de los soldados entre los omóplatos. No era una piedra grande y rebotó en el peto sin causar daño al soldado. Aun así, los soldados hylars se enfurecieron y querían perseguir a los malhechores, quienes habían desaparecido entre la multitud.

Arman recordó a sus hombres en tono severo que el Consejo se reunía por la tarde y que no podían retrasarse. Los soldados rezongaron pero obedecieron. Tanis tenía la impresión de que aquello sólo era una excusa. Al mirar en derredor a la multitud congregada y advertir la torva expresión en los rostros enanos, vio lo mismo que veía Arman: sus fuerzas se encontraban en inferioridad numérica y el estado de ánimo de la muchedumbre la hacía peligrosa. Lo sorprendente y preocupante era que esos enanos no pertenecían al clan theiwar.

—Problemas bajo la montaña —dijo Flint, que no pudo evitar hablar con cierto tono presuntuoso.

—Entérate de qué ocurre —pidió Tanis—. Es posible que eso influya en lo que el Consejo decida hacer con nosotros.

A Flint no le apetecía mantener una conversación con Arman Kharas, pero tuvo que admitir que Tanis tenía razón. Necesitaban saber algo de la situación política de Thorbardin antes de presentarse ante el Consejo. Esperó a hablar con Arman hasta que todos se encontraron dentro del vagón y cuando éste ya traqueteaba por los raíles, internándose más en la montaña. Flint no estaba acostumbrado a sonsacar información a la gente y se sentía incómodo, sin saber cómo empezar. Por suerte, Arman era dado a conversar y se volvió hacia él.

—Para algunos la guerra no ha terminado —declaró, y Flint no supo si el hylar lo decía a modo de disculpa o si era una acusación.

—Para algunos no terminará nunca —repuso con acritud—. Mientras los habitantes bajo la montaña vivan a salvo y con comodidad, mientras mi pueblo trabaje la tierra y combata contra goblins y ogros para defenderla, no.

—¿Es que crees que vivimos bien aquí? —preguntó Arman con un resoplido desdeñoso.

—¿Y acaso no es así? —increpó Flint, desafiante, a la par que señalaba los campos de cultivo, las casas acogedoras y los comercios ante los que pasaban con rapidez en el vagón de transporte.

—Tiene aspecto de prosperidad —admitió Arman—, pero lo que no ves son los centenares de mineros que no tienen trabajo porque las minas de hierro se han cerrado o, mejor dicho —añadió—, sí los has visto. Eran los que lanzaban piedras.

—¡Las minas cerradas! —Flint estaba estupefacto—. ¿Por qué? ¿Se han agotado?

—Oh, tenemos mena de hierro de sobra —contestó Arman—, sólo faltan compradores. Si cada enano que vive en Thorbardin necesitara diez espadas o catorce cazos o treinta y seis ollas, nuestros productores de hierro tendrían negocio de sobra, pero eso no ocurre. Los propietarios de las minas no podían pagar a los mineros. Los enanos que no tienen trabajo no pueden pagar al carnicero, que a su vez no puede pagar al casero, que a su vez no puede pagar al agricultor...

—A nuestros hijos los están matando dragones, goblins y hombres-lagarto —interrumpió Flint, acalorado—. ¡La guerra ha estallado ahí arriba y tú te quejas porque no se puede pagar la cuenta del carnicero! En fin, he dicho más de lo que debería. El semielfo os lo explicará cuando hable ante el Consejo.

Arman parpadeó.

—Cuéntame algo más de lo que pasa en la superficie.

Flint negó con la cabeza.

»También aquí abajo estallará la guerra —dijo Arman cuando comprendió que el otro enano no pensaba hablar—. Ya viste a esos enanos y oíste lo que nos llamaban. El Consejo sigue gobernando Thorbardin, pero la gente está cada vez más descontenta. Hace un año ningún theiwar se habría atrevido a atacar a un hylar. Ahora, con el creciente malestar entre la población, nuestros enemigos, los theiwars y los daergars, nos ven debilitados y vulnerables. —Arman se calló y luego añadió con brusquedad:— Me has preguntado qué señal tenía de que mi destino se cumpliría dentro de poco. Te lo diré. Creo que fue la apertura de la Puerta Norte.

—¿Y qué pasa con el Yelmo de Grallen? —inquirió Flint.

El semblante de Arman se ensombreció.

—No lo sé. No entiendo muy bien esa parte. —Se encogió de hombros y entonces su rostro recuperó el sosiego—. Con todo, tengo fe en Kharas. Él me guiará. Mi momento se acerca.

Flint rebulló en el asiento, incómodo. Se sentía culpable por su sueño, como si Reorx y él estuviesen tramando algo a espaldas de Arman.

«No actúes como un viejo idiota», se reconvino para sus adentros.

Arman Kharas se sumió en el silencio. Estaba extasiado, completamente absorto en la visión de su destino.

Los compañeros continuaron viajando por la calzada, todos ellos absortos en sus propios pensamientos y sueños.

Agarrado al borde del vagón, que se mecía de forma peligrosa sobre la vía, Caramon pensaba en Tika, se reprendía por haberla dejado ir sola y rogaba que estuviera a salvo porque sabía que se culparía de cualquier cosa que pudiera pasarle. Esperaba que lo perdonara y que entendiera, como ella misma había afirmado.

«Raistlin me necesita, Tika —se dijo para sus adentros una y otra vez mientras la enorme manaza se abría y se cerraba sobre el borde del vagón—. No puedo dejarlo solo.»

Raistlin meditaba sobre los extraños acontecimientos que le habían ocurrido en el Monte de la Calavera. ¿Por qué sabía moverse por un sitio en el que nunca había estado? ¿Por qué había llamado a Caramon por un nombre extraño que le era del todo desconocido? ¿Por qué lo habían protegido los espectros? No tenía ni idea, pero aun así percibía una sensación en lo más hondo de su ser que no dejaba de pincharlo y no sabía por qué. Era una sensación desagradable e incómoda que lo irritaba, igual que cuando había una cosa que uno tenía que recordar, algo de vital importancia, algo que se tiene en la punta de la lengua, pero de lo que uno no acaba de acordarse.

«El Amo nos ordenó...», le había dicho el espectro. ¿Qué amo?

«El mío no —rechazó Raistlin para sus adentros—. ¡Por mucho que haga por mí, nadie será mi amo jamás!»

Sturm pensaba en el Mazo de Kharas y en su larga y gloriosa historia. Conocido originalmente como Mazo del Honor, se había forjado siglos atrás en recuerdo al martillo de Reorx, y los enanos se lo habían entregado a los humanos de Ergoth como símbolo de paz. Se decía que, en cierto momento, el gran dirigente elfo, Kith-Kanan, había tenido en su poder el Mazo. Siempre se había utilizado con propósitos pacíficos y honorables, nunca para derramar sangre.

Así fue como Huma Dragonbane había buscado el Mazo y lo había puesto en manos de un famoso forjador enano al que encomendó la forja de las primeras Dragonlances. Armado con ellas, bendecido por los dioses, Huma había sido capaz de expulsar del mundo a la Reina de la Oscuridad y a sus dragones del mal, de vuelta al Abismo.

Tras aquello, el Mazo había desaparecido para reaparecer otra vez en manos de un héroe merecedor de él, Kharas, que lo había usado para intentar forjar la paz, aunque sin éxito, y ahora el Mazo estaba desaparecido.

«¡Ojalá fuera yo quien lo devolviera a los caballeros! —pensó Sturm—. Llegaría ante el Comandante de la Rosa y le diría: "¡Tomad, milord, usadlo para forjar las benditas Dragonlances!" El Mazo ayudaría a los caballeros a derrotar al mal y así compensaría lo malo que he hecho y me absolvería de toda culpa.»

Los pensamientos de Tasslehoff eran menos fáciles de narrar al semejar una abeja achispada que va zumbando de flor en flor al buen tuntún. Más o menos sería así:

«Caramon no tendría que agarrarse a mí tan fuerte. (Indignado) ¡No voy a caerme del vagón! ¡Oh! ¡Fíjate en eso! (Excitado) Echaré un vistazo más de cerca. No, supongo que no. (Melancólico) Allá va. ¡Mira eso! ¡Más enanos! ¡Hola, enanos! Me llamo Tasslehoff Burrfoot. ¿Eso era un nabo? (Ilusionado) Arman, ¿era un nabo lo que te tiraron? Pues vaya color tan raro para un nabo. (Intrigado) Es la primera vez que veo uno negro. ¿Te importa si le echo un vistazo? Bueno, no sé por qué estás de tan mal humor. (Dolido) No te dio tan fuerte. ¡Caray, chico! ¡Fíjate en eso! (Excitado)...»

Los pensamientos de Tanis giraban en torno a Riverwind y los refugiados y se preguntaba si habrían sobrevivido al ataque de los draconianos y si estarían de camino a Thorbardin. De ser así, contaban con él para que hallara un refugio seguro allí, en el reino enano.

El semielfo recordó aquel día del pasado otoño, cuando se había encontrado con Flint en la ladera de un monte, cerca de Solace, y se preguntó —no por primera vez— cómo había llegado desde aquel momento y lugar a donde estaba ahora, montado en un transporte de manufactura enana que se desplazaba sobre ruedas oxidadas a gran profundidad bajo la superficie de la tierra, con ochocientos hombres, mujeres y niños cargados a la espalda. O cómo se había enredado en una guerra en la que nunca había tenido intención de combatir. O cómo había contribuido a traer de vuelta a unos dioses en los que no creía.

«Pero si lo único que hice fue entrar en la posada a echar un trago con unos viejos amigos», se dijo con una sonrisa y un suspiro.

Flint iba sentado con el Yelmo de Grallen bien sujeto y le parecía oír que el traqueteo de las ruedas repetía unas palabras: «No mucho tiempo. No mucho tiempo. No mucho tiempo...»

26 La antigua calzada enana. Huellas en la nieve

Los refugiados avanzaban trabajosamente a través de la nieve, que para Riverwind era una bendición de los dioses. Era una nevada copiosa, de grandes copos que descendían con suavidad del cielo gris. No soplaba el viento y todo estaba en calma. Reinaba un profundo silencio, ya que la nieve amortiguaba cualquier sonido.

Riverwind temía que la nieve, a pesar de ser una bendición, también acabara siendo una maldición, pues haría que la calzada estuviera resbaladiza y recorrerla fuera peligroso. Hederick, que se encontró con que los dioses lo habían superado de nuevo en astucia, hablaba en tono ominoso de fracturas abiertas y gente que resbalaría en el hielo para ir a precipitarse a su muerte al pie de la vertiente, ya que, por supuesto, esa vieja calzada estaría en malas condiciones, rota y agrietada.

Hederick no conocía a los enanos. Cuando los enanos construían una calzada, la construían para que durase. Aunque estrecha, se conservaba intacta y se podía andar por ella sin peligro, ya que los enanos habían tenido en cuenta el hecho de que quienes la recorrieran lo harían con buen tiempo y con mal tiempo, en invierno y en verano, bajo la lluvia y bajo la nieve, con granizo y con cellisca, envueltos en niebla y aguantando fuertes ráfagas de viento. Habían cincelado surcos en la piedra allí donde la calzada era más empinada para prevenir resbalones, y habían construido muros para que la gente no se despeñara por el borde del precipicio.

Si bien la nieve los ocultaba de sus enemigos, también impedía que se vieran unos a otros, así que la gente caminaba muy junta, sin atreverse a perder de vista a los que iban delante por miedo a perderse. Algunas veces, cuando la nevada era tan copiosa que no se veía nada excepto los esponjosos copos, tenían que detenerse y esperar hasta que los torbellinos pasaban y podían reanudar la marcha.

Con todo, llevaban un buen paso y Riverwind albergaba esperanzas de que todos hubieran dejado atrás la vertiente a la caída de la noche.

De momento no los habían atacado, y el Hombre de las Llanuras no podía evitar preguntarse por qué. Temía que su enemigo los estuviera esperando en el bosque, pero sus exploradores no habían visto hasta el momento ni rastro de draconianos, cuyas huellas habrían sido fáciles de detectar en la nieve.

—Tal vez, como les pasa a los lagartos, la sangre de los draconianos se vuelve lenta con el frío —le sugirió a Gilthanas.

Los dos caminaban cerca de la cabeza de la fila. La pinada se encontraba directamente enfrente de ellos; a través de las ráfagas de nieve alcanzaban a ver los árboles, de un verde tan oscuro que casi parecía azul. Algunos refugiados ya habían llegado al bosque y se disponían a acampar. El plan de Riverwind era que se quedaran allí, al abrigo de los árboles, mientras él se aventuraba montaña arriba para investigar el orificio y comprobar si era la puerta al reino enano.

—O quizás es que nuestros enemigos esperan a que caiga la noche —apuntó Gilthanas.

—Qué gran consuelo eres —dijo con sorna Riverwind.

—Eres tú el que insiste en mirar el diente al caballo regalado por los dioses —replicó el elfo.

—Está resultando demasiado fácil —masculló Riverwind.

En ese momento, Gilthanas resbaló en una mezcla de nieve medio derretida y hielo y habría sufrido una mala caída de no haberlo sujetado Riverwind.

—Pues si esto es fácil, detestaría tener que afrontar lo que para ti sería difícil, Hombre de la Llanuras —rezongó Gilthanas—. Tengo la ropa empapada y los pies tan helados que ya no los siento. Casi daría la bienvenida a un dragón por su fuego.

Riverwind tiritó de golpe y no debido al frío sino a un terror sin nombre. Parpadeando para quitarse los copos de las pestañas, se giró para mirar vertiente arriba. Cuando un remolino apartó la nieve unos instantes alcanzó a ver a la gente que, en una extensa fila a lo largo del camino, avanzaba con lentitud y esfuerzo.

—Dejará de nevar pronto —predijo Gilthanas.

Riverwind estaba de acuerdo. Percibía el cambio que se aproximaba. El viento empezaba a soplar con más fuerza y arremolinaba la nieve. La temperatura era un poco más alta. Dejaría de nevar y los dragones podrían volar de nuevo.

Para cuando Gilthanas y él llegaron a los pinos, algunos de los refugiados habían preparado una gran hoguera en un claro. A Riverwind le pareció bien la zona elegida por sus exploradores para acampar. Las ramas de los pinos se entretejían en una tupida trama y formaban un dosel que hasta para los ojos de los dragones sería difícil de penetrar. Las mujeres colgaban mantas y ropas húmedas en las ramas cercanas al fuego para que se secaran y algunas, encabezadas por Tika, pensaban en lo que prepararían para cenar. Gilthanas se olvidó de sus protestas sobre el frío y habló de formar una partida de caza. Se marchó a buscar unos hombres que quisieran acompañarlo.

Tika se había recuperado de las heridas, pero Riverwind seguía preocupado por ella. La joven se encontraba entre el grupo de mujeres que hablaba de estofados, sopas y venado asado. Por lo general, la risa contagiosa de la joven habría desprendido la nieve de las ramas y habría hecho sonreír y sumarse a su regocijo a quienes estuvieran con ella. No es que no hablara, porque daba su opinión, pero se la veía desanimada y apagada. Goldmoon se acercó para ponerse al lado de su marido. Enlazó las manos en el fuerte brazo de él y recostó la cabeza en su hombro. También ella observaba a Tika.

—No parece la misma. Tal vez no está curada del todo. Deberíamos hablar con Mishakal de ella —dijo Riverwind, pero su esposa sacudió la cabeza.

—Los dioses sanan heridas sufridas en la carne y en los huesos, pero no pueden curar las del alma. Está enamorada de Caramon y él la ama o, más bien, la amaría si tuviera libertad para hacerlo.

—Es libre —dijo Riverwind, sombrío—. Lo único que tiene que hacer es decirle a su hermano que lo deje vivir su vida, para variar.

—Caramon no puede hacer eso.

—Podría, si quisiera. Raistlin es poderoso en la magia, más de lo que hace ver. Es despierto e inteligente. Puede arreglárselas solo, no necesita a su hermano.

—No lo entiendes. Caramon sabe todo eso. Su mayor temor es que llegue el día en el que su hermano no lo necesite —musitó Goldmoon.

Riverwind resopló. Su esposa tenía razón: no lo entendía. Se volvió hacia Garra de Águila, que había esperado pacientemente cerca de ellos.

—Hemos encontrado algo que deberías ver —dijo el explorador en voz baja—. Sólo tú —añadió a la par que miraba de soslayo a Goldmoon.

Riverwind fue con él. La nieve había caído con menos intensidad en esa zona y apenas cubría el suelo con una ligera capa blanca. Tras internarse unos tres kilómetros en el bosque, llegaron a las ruinas del pueblo y los cadáveres calcinados de los enanos gullys.

—Pobres infelices —dijo Riverwind, fruncido el entrecejo en un gesto de cólera.

—Intentaron huir, no tenían intención de luchar —comentó Garra de Águila.

—No, unos gullys nunca lo harían —convino Riverwind.

—Los abatieron mientras huían de sus atacantes. Mira esto... Flechas en la espalda, cuerpos decapitados, niños despedazados. Y allí. —Señaló huellas con garras, marcadas en el barro helado—. Fueron draconianos los que hicieron esto.

—¿Algún rastro reciente de esas bestias?

—No. El ataque tuvo lugar hace días —repuso Garra de Águila—. Las cenizas están frías y los atacantes se marcharon hace mucho tiempo. Pero ven a ver algo más que hemos encontrado.

»Aquí —señaló unas huellas—. Y aquí. Y aquí y aquí. Y esto.

Apuntó hacia una cuchara doblada de latón que se había colocado con delicadeza sobre el cadáver de un niño gully, así como una ramita de pino y una pluma blanca.

—Un presente a los muertos —musitó—. Estas huellas pertenecen a un kender.

Riverwind miró alternativamente la cuchara y el pequeño cuerpo y luego sacudió la cabeza.

—Conozco esa cuchara. Pertenece a Hederick.

—Se le debió de caer —comentó Garra de Águila, y los dos hombres sonrieron.

—Las huellas de Tasslehoff están por todas partes y hay más, dos juegos de pisadas que se mantienen juntas, unas de pies grandes y las otras de pies pequeños. Aquí se ve la marca de la punta de un bastón.

—Caramon y Raistlin. Así que llegaron hasta aquí —dijo Riverwind.

—Aquí el semielfo ha dejado su habitual marca para señalar el camino y hay marcas de botas claveteadas de un enano. Y ésas son del caballero, Sturm Brightblade. Como verás, estuvieron aquí hablando durante un rato. Las huellas se hunden bastante en el barro. Después partieron en esa dirección, hacia la montaña.

—Nuestros amigos están vivos y juntos, a no ser —vaciló Riverwind y su expresión se ensombreció— que estuvieran aquí cuando los draconianos atacaron.

—Creo que no, que vinieron después. Allí puedes ver las huellas de sus pies en las cenizas. Fuera por la razón que fuera, los draconianos no llevaron a cabo esta matanza a causa de nuestros amigos. Supongo que lo harían por el mero placer de matar.

—Es posible —dijo Riverwind, aunque sin convicción. No quería decir en voz alta sus pensamientos porque, aunque no lo sabía, llevaban el mismo curso que las especulaciones de Raistlin: que los enanos gullys habían muerto por una razón—. No contéis nada de lo que habéis visto aquí, no hay por qué preocupar a los demás. Como tú mismo has dicho, quien hizo esto hace mucho tiempo que se marchó.

Garra de Águila estuvo de acuerdo, y él y el resto de los exploradores regresaron al campamento para comer y descansar. Se pondrían en marcha muy pronto al día siguiente para emprender la subida a la montaña.

Dejó de nevar durante la noche, el aire se hizo más cálido y el viento sopló desde otra dirección, procedente del océano del oeste. La nieve empezó a derretirse y Riverwind, antes de quedarse dormido, se preocupó ante la posibilidad de que el sol brillara al día siguiente y los dragones regresaran.

Los dioses no los habían olvidado. Cuando amaneció, no se veía el sol. Una espesa niebla salía en volutas de la nieve y ascendía por encima de los pinos. Envueltos en aquel manto gris, los refugiados esperaron en el bosque mientras Gilthanas, Riverwind y cuatro exploradores subían por la cara de la montaña en dirección al agujero abierto en la ladera que quizás era o quizás no una de las Puertas de Thorbardin.

27 El Árbol de la Vida. El Consejo de Thanes. De mal en peor

El vagón, que avanzaba sobre la vía con un balanceo acompasado y el traqueteo de las ruedas metálicas, transportó a los compañeros hasta el corazón de Thorbardin, una caverna inmensa. Ante ellos se extendía un gigantesco lago subterráneo y, suspendida sobre sus aguas, se podía contemplar una de las maravillas del mundo.

Tan pasmosa era la vista que durante largos instantes ninguno de los amigos se movió ni habló. Caramon tragó saliva con esfuerzo. Raistlin soltó un suave suspiro. Tasslehoff se había quedado mudo, un suceso sorprendente por sí mismo. Tanis parecía incapaz de hacer nada salvo mirar fijamente. Flint se sentía conmovido en lo más hondo de su ser. Toda su vida había oído hablar de lo que ahora veía y pensar que estaba allí, el primero de su clan en trescientos años que contemplaba aquel lugar legendario, lo emocionaba profundamente. Arman Kharas salió del vagón.

—El Árbol de la Vida de Hylar —anunció mientras señalaba con un gesto histriónico—. Impresionante, ¿verdad?

—No había visto nada parecido en toda mi vida —dijo Tanis sin salir de su asombro.

—Ni lo verás —aseguró Flint con voz enronquecida y el corazón henchido de orgullo—. Sólo los enanos podrían haber construido esto.

El Árbol de la Vida de Hylar era una gigantesca estalactita que colgaba sobre el lago conocido por el nombre de mar de Urkhan. Relativamente estrecha en la punta, se ensanchaba progresivamente cuanto más cerca del techo, que estaba tan arriba que los compañeros ruvieron que echar la cabeza hacia atrás para ver los niveles superiores. Un extraño tipo de coral iridiscente que se daba en el mar había medrado en la parte externa de la estalactita, y el cálido fulgor que irradiaban de forma rítmica las miríadas de ramificaciones calcáreas iluminaban la caverna casi como si hubiera luz del día. Además, había luces que titilaban en el Árbol de la Vida por todas partes, ya que los enanos habían construido una enorme urbe en la estalactita. Ese era el legendario Árbol de la Vida, el hogar de los hylars durante muchos siglos.

Transbordadores arrastrados por cables se movían por distintas partes del lago transportando enanos de todos los clanes hacia el Árbol de la Vida o desde éste, porque, como indicaba su nombre, era el corazón palpitante de Thorbardin. Los hylars podrían afirmar que era su ciudad, pero los enanos de todos los demás clanes negociaban allí y visitaban posadas, tabernas y cervecerías presentes en todos los niveles.

Los muelles eran lugares de mucho ajetreo. Los estibadores iban y venían cargando y descargando mercancías de los transbordadores, mientras que los pasajeros esperaban en largas filas su turno para cruzar el lago.

Se había corrido la voz desde los Suburbios Oeste de que la puerta se había abierto y que a los Altos que habían entrado se los había hecho prisioneros y se los conducía a presencia del Consejo de Thanes. Una gran multitud de enanos se había reunido en los muelles para ver a los forasteros. Allí no había alborotadores como en el distrito periférico. Unos cuantos enanos fruncieron el entrecejo al verlos, ya que con Flint, el kender y el mago estaba representada la mayoría de los seres por los que sentían animosidad. Sin embargo, Flint reparó en que muchos ojos enanos se quedaban prendidos en lo que llevaba en las manos: el Yelmo de Grallen. También se había corrido la voz sobre eso. Las miradas eran sombrías, amargas y acusadoras. Muchos enanos hicieron el antiguo signo para guardarse del mal.

Flint balanceaba el yelmo con nerviosismo. Fuera cual fuera la maldición que el yelmo portara tenía que ser muy fuerte. Esos enanos no eran unos ignorantes supersticiosos como los theiwars o los kiars de mirada demente. Eran hylars en su mayor parte, con buena educación y de mentalidad práctica. Flint habría preferido que los insultaran a voces en vez de aquel silencio cargado y ominoso que envolvía a la multitud como un paño mortuorio.

Cuando Arman Kharas ordenó adelantarse a unos soldados para requisar uno de los transbordadores, Caramon lanzó una mirada preocupada a Tanis.

—¿Qué vamos a hacer con Flint? —preguntó.

—¿Qué pasa con Flint? —inquirió a su vez el semielfo, sin entender a qué venía la pregunta del guerrero.

Caramon señaló con el pulgar hacia el transbordador.

—Juró que jamás volvería a poner los pies en una embarcación.

Tanis se acordó entonces de que a Flint lo aterraban las masas de agua. Afirmaba que era culpa de Caramon, que casi lo había ahogado una vez durante una excursión para ir a pescar. El semielfo echó una ojeada inquieta a su amigo, esperando que montara una escena. Para su sorpresa, Flint observaba los transbordadores con tranquila ecuanimidad y no parecía alterado en absoluto. Al cabo de un instante, Tanis comprendió el porqué.

No había nacido enano que supiera nadar. Un enano se hundía en el agua como una piedra, como un saco de piedras. Ningún enano se sentía cómodo en el agua, y los transbordadores se habían diseñado teniendo eso en cuenta. Eran de fondo plano, largos, anchos y de sólida construcción, sin la menor concesión a mecerse, balancearse o cabecear en el agua. Asientos bajos se alineaban en los costados de madera, altos y sin ventanas, impidiendo que se viese el agua que gorgoteaba debajo.

Arman apuró a los compañeros para que subieran al transbordador porque todavía les quedaba un largo camino antes de llegar a la Sala de Consejo de los Thanes, ubicada en uno de los niveles superiores. Los enanos que ocupaban los muelles siguieron mirándolos mientras se alejaban en el transbordador. Entonces se oyó una voz.

—Arrojad el maldito yelmo al lago y a Marman Arman con él.

Marman Arman. «Marman» en argot enano venía a ser «pirado». Flint miró a Arman con curiosidad para ver qué hacía, pero sólo le veía la espalda ya que el enano joven iba a proa, fija la mirada al frente. Tenía rígida la espalda y tensos los hombros; la barbilla apuntaba hacia adelante en un gesto de desafío. Actuaba como si no hubiese oído el malintencionado juego de palabras.

Flint cambió de postura ligeramente a fin de verle la cara. El joven enano estaba colorado, prietos los dientes. Tenía cerrados los puños, con las uñas clavadas en las palmas.

—Lo encontraré —juró. Parpadeó de prisa y en las pestañas se notó el brillo de las lágrimas—. ¡Lo encontraré!

Flint apartó la mirada, azorado, y deseó no haberlo visto. No le caía bien Arman y lo consideraba un fanfarrón y un jactancioso, pero se sorprendió al sentir lástima por él igual que la había sentido por un semielfo que no hallaba un hogar entre los elfos ni entre los humanos o como la había sentido por unos gemelos huérfanos que sólo se tenían el uno al otro para defenderse desde una temprana edad y por un joven solámnico apartado de su padre y obligado a vivir en el exilio.

Flint no equiparó a Arman con los otros de forma consciente. Desde luego no tenía intención de acudir en ayuda de ese joven enano que los había arrestado. Claro que tampoco había tenido intención de acudir en ayuda de Tanis, Sturm, Raistlin ni Caramon. Si alguien lo acusara de tal cosa, Flint lo habría negado con vehemencia. Daba la casualidad de que los gemelos eran vecinos; y daba la casualidad de que Tanis había necesitado un socio comercial. Eso era todo.

Aun así, en ese momento, Flint le tenía muchísima lástima a Arman Kharas. Si el viejo enano hubiera podido descubrir quién había lanzado el insulto, le habría dado de puñetazos.

El transbordador atracó en un muelle del Árbol de la Vida. Allí la multitud reunida era aún más numerosa, una mezcla de todos los clanes. Los soldados habían acordonado una zona y contenían a los mirones papanatas. Los compañeros fueron recibidos con los mismos gestos ceñudos, las mismas miradas sombrías, el mismo silencio ominoso que sólo rompía la alegre voz del kender, que intentaba presentarse y dar la mano constantemente, aunque sus intentos eran fallidos porque Caramon, con cara de pocos amigos, le tiraba del cuello de la camisa y lo obligaba a volver a su lado.

Entonces, desde alguna parte en el centro de la multitud empezó a sonar un sordo retumbo que semejaba el gruñido de una bestia gigantesca con muchas gargantas. El gruñido se hizo cada vez más fuerte y más amenazador y, de repente, la muchedumbre se echó hacia adelante y empujó a los soldados, que la mantuvieron a raya entrelazando los brazos y plantando firmes los pies en el suelo de piedra.

—¡Más vale que los saques de aquí, alteza! —gritó un capitán a Arman en lenguaje enano—. Algunos son estibadores kiars y ya se sabe que los kiars están más locos que un murciélago con la rabia. No podré contenerlos mucho más tiempo.

Arman señaló hacia un conducto elevador en el que los enanos subían y bajaban por los niveles del Árbol de la Vida. Los compañeros corrieron hacia allí con los soldados hylars cerrando filas tras ellos y amagando con la punta del mango de las lanzas a los que se acercaban demasiado.

Entraron precipitadamente en las grandes plataformas que semejaban cajas metálicas, las cuales, para alivio de Caramon, demostraron ser mucho más estables que las marmitas del sistema elevador con el que habían topado en Xak Tsaroth. Apiñados en la caja junto con Arman Kharas, los compañeros observaron a la chasqueada multitud. La plataforma dio una sacudida y empezó a ascender haciendo mucho ruido y zarandeando a todos sus ocupantes.

Subieron entre traqueteos y chirridos sumidos en un tenso silencio. El mundo extraño en el que se encontraban, la opresiva oscuridad, los peligros a los que ya habían tenido que enfrentarse y el hostil recibimiento empezaban a hacer mella en todos ellos.

—Ojalá no hubieses encontrado jamás este yelmo —dijo Flint de repente, con una mirada fulminante a Raistlin—. ¡Siempre metiendo la nariz donde no debes!

—No me culpes a mí —replicó Raistlin—. Si el necio caballero hubiese hecho caso de mi advertencia y no hubiese metido la nariz en el yelmo...

—No estaríamos ahora aquí, en Thorbardin —arguyó Sturm con voz gélida.

—No, estaríamos en otra parte —repuso a su vez Flint con mordacidad—. ¡En algún sitio donde la gente no quisiera degollarnos!

—Deja en paz a Raistlin, ¿quieres, Flint? —intervino Caramon, encrespado—. ¡No hizo nada malo!

—No necesito que me defiendas, Caramon —dijo Raistlin, que añadió con aspereza—: Por mí, os podéis ir todos al Abismo.

—Pues yo siempre he querido ir al Abismo —parloteó Tasslehoff—. ¿A ti no te gustaría ir, Raistlin? ¡Tiene que ser horrible! Maravillosamente horrible, quería decir.

—¡Cierra el pico, cabeza de chorlito! —gritó Flint.

—Eso es un buen consejo para todos nosotros —comentó Tanis en voz baja.

Estaba apoyado contra el costado de la plataforma elevadora, cruzado de brazos y con la cabeza inclinada. Todos supieron de inmediato qué estaba pensando: en los refugiados, que eran responsabilidad del grupo; esa gente contaba con ellos para hallar un cobijo seguro. Tal vez los refugiados estaban huyendo de sus enemigos en ese mismo momento para salvar la vida, con la esperanza de sobrevivir puesta en ellos, y el recibimiento que tendrían serían multitudes furiosas, espadas, lanzas y rocas arrojadas desde la oscuridad.

Sturm, frustrado, se retorció el bigote mientras Caramon enrojecía al sentirse culpable. Tasslehoff abrió la boca, pero la volvió a cerrar cuando Raistlin le posó una mano en el hombro, en un suave gesto de reconvención. Flint siguió con la vista clavada en el suelo de la plataforma, ceñudo, en una firme negativa a mirar a ninguno ya que suponía, acertadamente, que todos estaban pendientes de él.

Y del Yelmo de Grallen. El Yelmo de Grallen maldito.

La caja metálica ascendió más y más por el conducto elevador sin dejar de hacer ruido. Cuando la plataforma se paró finalmente con una sacudida, se encontraron en uno de los niveles superiores de la estalactita. Allí, según Arman, estaba la Sala de Thanes, donde el Consejo se reuniría ese día para considerar la destrucción de la puerta y el regreso de un fantasma.

28 Los thanes de Thorbardin. Oscuros aliados

Tanis y los otros no podían saber que al entrar en la Sala de Thanes se metían en una trampa porque, ignorado por todos, incluidos los otros thanes, la reina Takhisis había seducido a uno de los suyos y lo había convencido para que se uniera a su maléfica causa.

El Consejo de Thanes gobernaba Thorbardin, como lo había venido haciendo durante siglos. Cada uno de los grandes clanes enanos —hylar, theiwar, neidar, kiar, daewar, daergar y aghar— tenía asiento en el Consejo.

Los hylars, debido a su educación y cualidades innatas para la diplomacia y el liderazgo, llevaban mucho tiempo siendo el clan dominante de Thorbardin. Aunque en la actualidad no había un Rey Supremo, los hylars, bajo el liderazgo de su thane Hornfel, mantenían el control nominal de los clanes y trabajaban con empeño para evitar que estallara una guerra civil bajo la montaña. Con el cierre de las minas, Hornfel comprendió que la única salvación para los enanos sería restablecer el contacto con el mundo y, en consecuencia, abrir las puertas. Por desgracia, los propios hylars estaban divididos en cuanto a eso, algunos a favor de aventurarse en el mundo y otros convencidos de que el mundo era un lugar peligroso y que lo mejor era dejar clausuradas las puertas.

Los neidars habrían sido los únicos que, mucho tiempo atrás, podrían haber disputado a los hylars su predominio en Thorbardin, pero las cavernas en el interior de la montaña resultaron demasiado restrictivas para la naturaleza inquieta de los neidars y demasiado abarrotadas para su gusto. Mucho antes del Cataclismo, los neidars se habían marchado de Thorbardin para viajar por el mundo. En la superficie trabajaron como artesanos y cultivaron la tierra, recogiendo cosechas y cuidando animales que no podían vivir en la perpetua oscuridad del interior de la montaña. Los neidars y el resto de los clanes habían seguido llevándose bien hasta que el Cataclismo azotó el mundo y lo cambió para siempre.

Cuando el hambre y la peste empezaron a ser una amenaza para el reino de la montaña, el Rey Supremo, Duncan, creyó que los neidars sobrevivirían por sí mismos y tomó la desesperada decisión de clausurar las puertas. Los neidars se enfurecieron. También ellos se enfrentaban a la hambruna y las enfermedades y, lo que era peor, sufrían los ataques de goblins, ogros y humanos desesperados. Rompieron las relaciones con los enanos bajo la montaña y les declararon la guerra con resultados desastrosos. Los neidars seguían teniendo su asiento en el Consejo a pesar de que no se había ocupado durante siglos.

Los kiars eran gentes vesánicas y algunos cuchicheaban que Reorx les había echado una maldición cuando pilló a un kiar haciéndole trampas en una partida de dados. Una vena de locura aquejaba al clan. En cada familia kiar al menos uno de sus miembros estaba total o parcialmente loco. Por ello, los kiars tendían a ser reservados, cosa que no les venía mal porque eran muy diestros en el manejo de los gusanos urkhans que excavaban los túneles, en la explotación de granjas y en el pastoreo de animales. Los hylars se consideraban protectores de los kiars y éstos, a cambio, se habían comprometido a respaldar a los hylars en todo lo que hacían.

Si a los kiars los había maldecido Reorx, los daewars eran sus predilectos... O eso era lo que afirmaban ellos. Con tendencia al fanatismo en cualquier actividad o profesión que escogieran, los daewars se veían como los elegidos del dios, y muchos del clan se habían hecho clérigos dedicados a Reorx. Habían construido templos magníficos con lujosos enseres, y los altos honorarios marcados por los servicios de los sacerdotes daewars habían sufragado la construcción de templos aún más grandiosos.

Cuando los dioses abandonaron el mundo, los daewars se sintieron destrozados y consternados. Algunos de los suyos, clérigos verdaderos, desaparecieron por entonces. Los que se quedaron perdieron sus poderes para sanar las enfermedades que asolaban el reino o para echar conjuros de nutrición a las cosechas. Los otros enanos empezaron a echar la culpa de su infortunio a los daewars y atacaron sus templos. Temerosos de que sus maravillosos templos fueran destruidos, los daewars aseguraron que Reorx y los otros dioses aún seguían por el mundo, sólo que rehuían a la gente.

Los sacerdotes daewars continuaron con su rutina diaria y mantuvieron encendido el fuego en los templos de Reorx, le pidieron que escuchara sus plegarias y, en algunas ocasiones, creaban sus propios «milagros» en un intento de demostrar que había respondido a las súplicas. Los fieros soldados daewars —tan fanáticos en la batalla como lo eran sus clérigos en sus creencias— se encargaron de que otros clanes no entraran en su territorio.

A medida que pasaba el tiempo, todos salvo los más fanáticos dejaron de creer en los dioses. Algunos recurrieron a cultos que veneraban todo, desde una sagrada rata albina hasta una formación rocosa fuera de lo normal.

Muchos daewars se dedicaban a la vida militar y su clan tenía la fuerza combativa más disciplinada, aguerrida y mejor entrenada bajo la montaña. Aunque excelentes guerreros, los daewars no destacaban por su inteligencia o creatividad. Como rezaba el dicho: «La barba les crecía en el cerebro.»

Los daergars era una rama del clan theiwar y sus semejantes aún los consideraban enanos «oscuros». A los daergars se los acusó de haber conspirado contra los hylars durante la Guerra de Dwarfgate y fueron desterrados por el rey Duncan a las zonas más profundas de la montaña. Eso no fue una penalidad para los daergars, ya que llevaban mucho tiempo trabajando como mineros y eran habilidosos en descubrir y extraer los valiosos filones, ya fueran de hierro, de oro o de plata.

La pérdida de los ingresos de la minería asestó un duro golpe a la economía de los trabajadores, y los daergars se habían hundido en la miseria y la degradación. Matones y pandillas se adueñaron de las calles del territorio del clan a medida que los enanos empobrecidos se buscaban la vida por cualquier medio, casi siempre deshonesto.

Los daergars culpaban de sus problemas a los hylars y creían que el cierre de las minas era un complot para destruirlos. El thane hylar, Hornfel, temía que los daergars y los theiwars planearan unirse con la intención de derrocar al Consejo y hacerse con el control de Thorbardin. Hornfel hacía todo lo posible para ser conciliador con los dos, pero en lugar de conseguir su propósito el resultado había sido que ahora lo consideraran débil.

Resultó que Hornfel había actuado demasiado tarde. Theiwars y daergars no planeaban aliarse, sino que ya lo habían hecho y además tenían nuevos y poderosos aliados que los ayudaban en su causa.

Los aghars, conocidos como enanos gullys, también tenían un asiento en el Consejo, para la perplejidad general del resto de Krynn. Denigrados por todas las razas, ignorantes hasta la saciedad y notoriamente cobardes, los gullys no eran verdaderos enanos; al menos eso era lo que los enanos aseguraban siempre. Se decía que los gullys tenían algo de sangre gnoma (cosa que, por supuesto, los gnomos negaban). En cuanto a las razones de que los aghars hubieran recibido un asiento en el Consejo, era algo que databa de los primeros tiempos, cuando Thorbardin aún se estaba construyendo.

En aquel entonces, el clan de los theiwars era el que dirigía a los Enanos de la Montaña. Sin embargo, al ver que los hylars ganaban poder, los theiwars quisieron asegurarse la mayoría en el Consejo. Como habían aterrorizado e intimidado a los gullys durante mucho tiempo, los theiwars creían que seguirían coaccionándolos y los forzarían a apoyar cualquier medida que propusieran ellos. Los theiwars insistieron en que se diese un asiento a los aghars y privilegios de derecho a voto en el Consejo.

Los hylars vieron la argucia de los theiwars e intentaron impedirlo, pero los theiwars argumentaron astutamente que, si a los aghars se los excluía del Consejo, otros clanes los seguirían después. Eso encolerizó a los impulsivos daergars y asustó a los inseguros kiars. Los hylars no tuvieron más remedio que ceder y, en consecuencia, aunque los enanos gullys no tenían ciudad debajo de la montaña, sino que plagaban todas sus áreas como las ratas que eran el artículo básico de su alimentación, recibieron un asiento en el Consejo. Por desgracia para los theiwars, los gullys acabaron respaldando la causa de los hylars la mayoría de las veces porque a los hylars les daban lástima y eran buenos con ellos (al menos, según pautas de los gullys).

Un octavo asiento estaba destinado al reino de los muertos. Los enanos veneraban a sus antepasados y, aunque ese asiento estaba siempre vacío, tenían la profunda convicción de que sus muertos eran una parte integral de la vida enana y no se los debía relegar.

Había un noveno asiento destinado al Rey Supremo, uno de los thanes elegido por el Consejo. Ese asiento también permanecía vacío desde hacía trescientos años. Según Arman Kharas, no podía haber un Rey Supremo a menos que se encontrara el Mazo de Kharas. Eso, quizá, sólo fuera una excusa. Había habido Reyes Supremos en tiempos anteriores al Mazo. Dado el estado actual de descontento social, ningún clan era lo bastante fuerte para reclamar la soberanía. Uno de los thanes estaba situándose en posición de remediar esa situación.

Realgar de los theiwars era un enano peligroso en extremo, mucho más peligroso de lo que nadie sospechaba. Ello tenía en parte que ver con su aspecto, porque era flaco, huesudo y más bajo de lo normal. Su familia había sido una de las más pobres entre los menesterosos, hasta el punto de que envidiaban a los gullys. El hambre había frenado su crecimiento, pero también le había aguzado el ingenio.

Había escapado de la pobreza vendiéndose a un hechicero theiwar para el que realizó diversos actos infamantes, entre ellos hurtar y asesinar. Entre paliza y paliza, Realgar recogía ansiosamente fragmentos de la ejecución de conjuros que el hechicero iba dejando caer. Despierto y astuto, Realgar alcanzó en seguida más destreza en la magia oscura que su maestro. Se vengó del hechicero, se trasladó a la vivienda del fallecido maestro y trabajó con ahínco para convertirse en el enano más temido —y por consiguiente el más poderoso— del clan theiwar. Se autoproclamó thane, pero no se conformó con eso. Realgar estaba decidido a coronarse Rey Supremo. Los theiwars volverían a gobernar bajo la montaña.

Sin embargo, no tenía medios para cumplir el alto objetivo que se había marcado. Los theiwars no eran guerreros experimentados. No sabían nada sobre disciplina y nunca se conseguiría agruparlos en una unidad de combate cohesiva. Ni era propio del carácter egoísta theiwar concebir el concepto de sacrificar la propia vida por una causa. A los theiwars se les daba bien apuñalar por la espalda, usar la magia negra contra los enemigos, raptar y robar. Y si bien esas habilidades resultaban útiles para ayudarlos a sobrevivir y mantener el control de su territorio, nunca derrotarían a los poderosos hylars o a los fieros daewars. Al parecer, los theiwars habrían de vivir sujetos al dominio del detestado Hornfel para siempre.

Realgar rumió sus ambiciones rotas durante años, hasta que, por fin, sus lamentos llegaron a oídos de alguien que buscaba almas oscuras y descontentas. La Reina de la Oscuridad se le apareció a Realgar, y el theiwar se postró ante ella. Takhisis le brindó ayuda para que sus aspiraciones se cumplieran a cambio de unos cuantos favores. Favores que no fueron difíciles de realizar y, de hecho, beneficiaron a los theiwars. Realgar no tuvo ningún problema para cumplir su parte del trato y, hasta ese momento, Takhisis había cumplido con su parte también.

Realgar había abordado al thane de los daergars, un enano conocido por el nombre de Ranee, y le hizo una proposición. Realgar había encontrado un comprador para el hierro de las minas daergars cerradas. Quería que se reabrieran unas cuantas, las que estaban ubicadas en lo más profundo de las cavernas laberínticas del territorio daergar. Los mineros volverían a trabajar, pero lo harían en secreto.

A cambio de esto y la promesa de parte del poder cuando Realgar se convirtiera en Rey Supremo, Ranee prometió construir un túnel secreto a través de las montañas que condujera a Pax Tharkas, en la actualidad gobernada por el Señor del Dragón Verminaard. Todo aquello había de hacerse sin que lo supiera ninguno de los otros thanes.

Ranee era un enano corpulento y no muy despierto que era thane porque su banda de matones era la que tenía el mando en ese momento. Le daba igual quién fuera el Rey Supremo siempre y cuando él sacara tajada de los beneficios. Por ello, construyó túneles secretos que conducían a Pax Tharkas. A espaldas de Hornfel, Realgar y Ranee fueron los primeros en reabrir las puertas de Thorbardin, y la primera persona que entró en el reino fue el Señor del Dragón Verminaard.

El trato se cerró. A cambio de enviar un ejército de draconianos para que los ayudara a derrotar a los hylars, los theiwars y los daergars accedieron a vender hierro a Pax Tharkas, así como armas de acero, entre ellas espadas y mazas, martillos y hachas de guerra, moharras y puntas de flecha. Fue un golpe de suerte para lord Verminaard que eso ocurriera en el momento más oportuno, aunque no vivió para saberlo.

Así las cosas, Dray-yan pudo mantener el suministro continuo de hierro y proporcionar a los ejércitos de los Dragones excelentes armas.

Las tropas de draconianos ya habían entrado por el túnel secreto. Realgar estaba casi preparado para lanzar su ataque, cuando la apertura de la Puerta Norte y la llegada de forasteros desbarató su plan. Había intentado matar a los Altos él mismo con la esperanza de librarse de ellos antes de que otros conocieran su presencia en Thorbardin. Los ingenieros draconianos habían reparado y reconstruido los pozos de la muerte del Eco del Yunque. Se suponía que su trabajo era un secreto, ya que el comandante draconiano se proponía utilizar las buhederas en caso de una invasión del ejército hylar.

Realgar no tenía tiempo para secretos, así que envió a sus theiwars allí arriba con órdenes de tirar grandes piedras por los pozos de la muerte hasta el puente.

Resultó que hacerlo no era una tarea tan sencilla como Realgar había supuesto. Los theiwars no eran físicamente fuertes y les costó trabajo situar las piedras en posición. No veían a sus blancos —la luz mágica del bastón del mago los había cegado cada vez que se asomaron por el borde de las buhederas— de modo que más que apuntar para hacer blanco las habían dejado caer al azar. Los Altos habían escapado y Realgar se encontró metido en problemas con el comandante de los draconianos, un detestable lagarto llamado Grag, que lo abroncó por haber desvelado una de sus mejores ventajas estratégicas.

—Puede que tu acción nos cueste una guerra —lo había increpado Grag fríamente—. ¿Por qué no nos mandaste llamar a mis soldados y a mí? Nos habríamos ocupado rápidamente de esa escoria. De hecho, se te habría recompensado. Esos criminales fueron los instigadores de la revuelta de los esclavos humanos y se ha puesto precio a sus cabezas. Ahora, por tu chapucería, están en pleno corazón de Thorbardin, fuera de nuestro alcance. ¿Quién sabe qué perjuicios pueden ocasionarnos?

Realgar se maldijo por no haber llamado a los draconianos para que lo ayudaran con los Altos. Tendría que haber imaginado que existía recompensa por ellos, pero lo ignoraba hasta que Grag lo dijo.

—Esos esclavos huidos vienen hacia Thorbardin —continuó el comandante draconiano, que estaba que echaba chispas—. Tienen intención de entrar para pedir asilo. ¡Tenéis ochocientos humanos ahí fuera, prácticamente en la puerta!

—No serán ochocientos guerreros, ¿verdad? —preguntó Realgar, alarmado.

—No. Alrededor de la mitad son niños y viejos, pero los hombres y algunas de las mujeres son combatientes aguerridos y tienen uno o dos dioses de su parte. Dioses débiles, por supuesto, pero han resultado ser un engorro para nosotros en el pasado.

—Confío en que no estés diciendo que les tienes miedo a unos pocos centenares de esclavos humanos y a sus insignificantes dioses —dijo Realgar con una mueca burlona.

—Puedo ocuparme de ellos —replicó Grag, severo—, pero eso significará dividir las fuerzas, combatir una batalla en dos frentes con la posibilidad de encontrarnos flanqueados en ambos.

—Aún no han entrado en la montaña —manifestó Realgar—. Necesitarán el permiso del Consejo para hacerlo y eso es algo que no se concederá así como así. He oído comentar que han traído consigo un artefacto maldito, conocido como el Yelmo de Grallen. Ni siquiera Hornfel es tan blando ni tan estúpido como para permitir que ochocientos humanos entren tranquilamente en Thorbardin. ¡Y menos si están malditos! No te preocupes, Grag. Estaré en la reunión del Consejo y haré lo que sea menester para asegurarme de que nuestros planes sigan adelante.

Realgar había enviado a sus informadores para que corrieran la voz de que los forasteros traían con ellos el yelmo maldito de un príncipe muerto. Todo el mundo conocía la tétrica historia, aunque hablar de ello públicamente había sido prohibido por los hylars durante trescientos años. Habiendo hecho todo lo posible para poner a la gente en contra de los forasteros, Realgar se dirigió a la reunión del Consejo.

El hechicero theiwar no vestía túnica. Realgar era un renegado, como lo eran casi todos los hechiceros enanos. No sabía nada de las Ordenes de la Alta Hechicería. Ni siquiera sabía que su magia le llegaba como un don de un dios de la oscuridad, Nuitari, al que le caían bien esos sabios enanos. Realgar no tenía libros de conjuros, porque no sabía leer ni escribir. Ejecutaba los hechizos que su maestro había realizado en su presencia y que a su vez había aprendido de su maestro antes y así sucesivamente, remontándose en el tiempo.

Realgar llevó puesta armadura a la reunión del Consejo, una pieza de excelente manufactura ya que los theiwars tenían habilidad para trabajar el metal. El yelmo era de cuero e iba equipado con cristal ahumado en las ranuras de la visera a fin de protegerle los ojos sensibles a la luz. La máscara tenía la ventaja adicional de impedir que los demás le vieran la cara, que recordaba la de una comadreja porque tenía la nariz larga y fina, los ojos muy pequeños y la barbilla retraída, cubierta por una barba rala.

El thane theiwar ni siquiera había entrado en la Sala de los Thanes, cuando Ranee le salió al paso.

—¿Qué sabes de esos Altos? —demandó.

—¡Baja la voz! —susurró Realgar, que apartó a Ranee a un lado.

—¡He oído que esos Altos entraron por la Puerta Norte y pasaron a través de tu territorio! Han traído el yelmo maldito. ¡Y entre ellos hay un hechicero y un neidar! ¿Por qué les permitiste entrar? ¿Por qué has dejado que lleguen tan lejos? ¿Qué supone esto para nuestros planes?

—Si te callas un momento, podré decírtelo —increpó Realgar—. Yo no los dejé entrar. Destruyeron la puerta, lo que ya los señala como delincuentes. En cuanto al yelmo, puede que sea una maldición para los hylars y una bendición para nosotros. Mantén la boca cerrada y haz lo que yo te indique.

A Ranee no le gustaba aquello, porque no confiaba lo más mínimo en el theiwar. De haberse encontrado solos, habría acosado a Realgar hasta tener respuestas a sus preguntas, pero Hornfel había llegado y lanzaba miradas desconfiadas en su dirección. No podían dejarse ver en una actitud confidencial en exceso. Mascullando entre dientes, Ranee entró en la Sala con sonoras zancadas y fue a ocupar su asiento en el trono de los daergars. Realgar hizo lo mismo en el de los theiwars.

Iba a dar comienzo la sesión del Consejo de Thanes.

29 El Yelmo de Grallen habla. Flint hace una apuesta

La Sala del Consejo de Thanes era una construcción grandiosa en una de las murallas exteriores del Árbol de la Vida. Unos soldados hylars, con uniformes de gala, condujeron a los compañeros a través de una puerta doble de bronce a una sala larga e imponente, flanqueada por columnas. Al otro extremo de la sala había un estrado de planta curva en el que descansaban nueve tronos. Esos tronos estaban tallados en marfil estriado, cada uno de color diferente en una gama que iba del blanco al gris, del rojizo castaño al verde. El trono que pertenecía al reino de los muertos se había tallado en obsidiana negra. El noveno trono, situado en el centro del arco, era de mayor tamaño que el resto y estaba tallado en mármol blanco puro, con adornos en oro y plata.

Los soldados formaron dos hileras a lo largo de las columnas. Arman Kharas condujo a los compañeros hasta una zona en forma de rotonda, delante de los tronos. Una vez allí, la persona que se dirigiera al Consejo le hablaría al Rey Supremo, cuyo trono tendría enfrente, con los otros thanes observando a uno y otro lado. Puesto que no había Rey Supremo, la persona que tuviera que hablar estaría situada en el centro de la sala para mirar a todos los thanes al mismo tiempo o de otro modo habría de girar la cabeza continuamente a uno y otro lado para dirigirse a todos los thanes, cosa que lo dejaría en bastante desventaja.

Flint iba delante de sus compañeros, con el Yelmo de Grallen en las manos. Se había producido un fugaz altercado entre Arman y él antes de entrar en la Sala respecto a cuál de los dos debería llevar el Yelmo. Para ser sincero, Flint no quería tener nada que ver con el maldito objeto y habría renunciado a él de buen grado, pero se había sentido herido en su orgullo y no estaba dispuesto a dejar que lo llevara el hylar. Además, en un rincón de su pensamiento siempre tenía presente la promesa de Reorx.

Arman Kharas tampoco quería el yelmo. Había pedido llevarlo porque se sentía comprometido por el honor a hacerlo, de modo que, en un gesto de gentileza, no insistió y manifestó que temía que un altercado condujera a un derramamiento de sangre.

Tanis iba detrás de Flint, con Sturm a su lado. Raistlin y Caramon los seguían, con Tasslehoff entre ambos. El mago había amenazado con lanzarle un conjuro de sueño en cuanto abriera la boca para hablar y, aunque por lo general a Tasslehoff le habría parecido una fantástica perspectiva ser hechizado, no quería perderse nada de lo que pudiese ocurrir con los enanos, así que estaba en un dilema. Al final decidió que podían hechizarlo cualquier otro día, mientras que presentarse ante el Consejo de Thanes era una oportunidad que se presentaba una vez en la vida, de modo que se dispuso a hacer el esfuerzo heroico de mantener la boca cerrada.

Los thanes se encontraban sentados en los tronos y mostraban un aparente sosiego a pesar de que la apertura de la puerta y la llegada del yelmo maldecido habían supuesto una conmoción. El único que estaba realmente imperturbable era el thane de los aghars, el Gran Bulp del clan bulp, que estaba profundamente dormido. Y siguió dormido durante casi todo el proceso, ya que sólo se despertó cuando un ronquido especialmente sonoro lo despabiló. Cuando ocurrió esto, parpadeó, bostezó, se rascó y volvió a dormirse.

Flint observó a los thanes conforme Arman Kharas se los presentaba y tomó nota mental de cuál podría ser amistoso y cuál peligroso. Hornfel de los hylars era un enano de semblante majestuoso y porte noble, serio y digno. Su expresión se tornó preocupada cuando miró a Flint y después sombría, al contemplar el yelmo.

El theiwar, Realgar, cuyo trono se hallaba en lo más oscuro de las oscuras sombras, los contempló con ceñudo desagrado, al igual que el thane daergar, Ranee. A Flint no le sorprendió aquello, ya que los enanos oscuros odiaban a todo el mundo. Lo que lo intranquilizó fue el aire de satisfacción que emanaba del theiwar. Flint no distinguía los ojos de Realgar tras el cristal ahumado del yelmo, pero una mueca burlona le curvaba las comisuras de los labios, algo que a Flint le resultaba perturbador; era como si Realgar supiera algo que el resto ignoraba. Flint decidió no quitar ojo al theiwar.

El cabecilla de los daewars, Gneiss, ofrecía una estampa muy imponente con toda la parafernalia de combate, pero al parecer era todo cuanto se podía decir de él. Tufa, del clan kiar, tenía la misma apariencia enajenada que todos los kiars, incluso los que estaban en sus cabales. Tufa no dejaba de echar ojeadas inquietas a Hornfel, como si esperara a que le dijera lo que tenía que pensar. Ranee, de los daergars, sería enemigo de los neidars por la mera razón de que siempre había sido así y siempre lo sería. La cuestión era si los daergars estaban aliados con los theiwars en fuera cual fuera la maldad que estuvieran tramando.

Acabada la presentación de todos los thanes, Flint hizo una respetuosa reverencia al trono vacío del reino de los muertos y luego se inclinó con aire desafiante ante el otro trono vacío, el que pertenecía a los neidars. Hornfel presenció eso último con actitud seria mientras que Realgar soltaba un resoplido desdeñoso, con lo que sacó de su sueño al Gran Bulp, que rezongó antes de volver a hacerse un ovillo en el trono y dormirse otra vez.

—Soy Flint Fireforge —empezó Flint con las presentaciones, y se giró hacia Tanis—. Y éste es...

—¿Por qué no están encadenados con grilletes estos criminales? —interrumpió Realgar—. Han destruido la Puerta Norte. Son asesinos y espías. ¿Por qué no están en una mazmorra?

—No somos espías —replicó Flint, furioso—. Somos portadores de noticias urgentes y una advertencia del mundo que hay más allá de la montaña. La reina Takhisis, a la que los enanos conocen como el Falso Metal, ha regresado del Abismo trayendo consigo sus dragones del mal. Ha creado unos hombres-dragón, guerreros temibles a las órdenes de los Señores de los Dragones, que están haciendo la guerra en el mundo. Muchos reinos han caído ya presas de la oscuridad, entre ellos Qualinesti. El siguiente será Thorbardin.

Todos los thanes empezaron a hablar a la vez, a gritos y gesticulando, señalándose unos a otros y a Flint, que también gritaba y apuntaba con el dedo.

—Sin duda nuestros clérigos lo habrían sabido si el Falso Metal hubiese regresado —manifestó Gneiss, desdeñoso—. No hemos visto ninguna señal de ello.

—En cuanto a esas afirmaciones sobre dragones y hombres-dragón, ¿acaso somos niños para creer esos cuentos? —gritó Ranee.

El Gran Bulp, a quien sacaron bruscamente de su sueño, miró a su alrededor, aturullado.

—¿Qué pasa? —le preguntó Sturm a Tanis, que era el único aparte de Flint que hablaba el lenguaje enano. El caballero estaba acostumbrado a la protocolaria etiqueta de los solámnicos y estaba espantado ante semejante tumulto—. ¡Esto es más una reyerta de taberna que una reunión de dirigentes!

—Los enanos no son dados al ceremonial —contestó Tanis—. Flint les ha dicho que Takhisis ha vuelto y discuten esa afirmación.

—¡Demostraré que son espías! —La voz de Realgar era tenue y áspera y tenía un dejo quejumbroso, como si se sintiera constantemente maltratado—. Mi gente intentó arrestar a esta pandilla, pero se los llevaron Arman Kharas y sus secuaces, que no tenían derecho a encontrarse en nuestro territorio.

—Tenía todo el derecho a sacar a mi hermano de vuestras mazmorras —replicó Arman, acalorado.

—Infringió nuestras leyes —argumentó Realgar, malhumorado.

—No infringió ninguna ley. Lo raptasteis para intensar obtener un rescate...

—¡Eso es mentira! —Realgar se incorporó bruscamente.

—¿También es mentira que hemos tenido que correr para salvar la vida en el Eco del Yunque? —increpó con voz atronadora Arman—. ¡Los tuyos nos arrojaron piedras por los pozos de la muerte para aplastarnos!

—¿Que dices? —Hornfel se puso de pie y asestó una mirada torva al thane theiwar—. ¡Nadie me ha mencionado nada sobre eso!

Tanis iba traduciendo lo que hablaban los enanos para que sus amigos supieran lo que pasaba. Flint no apartaba la vista del theiwar. Había intentado reconducir la conversación al motivo por el que sus compañeros y él habían viajado a Thorbardin, pero no estaba haciendo muchos progresos. De repente Flint adivinó lo que iba a decir el theiwar y comprendió, desanimado, que tanto Arman como él se habían dejado manipular por alguien muy astuto.

—Admito que atacamos a nuestros parientes hylars —dijo Realgar—. Los míos intentaban impedir que esos criminales entraran en nuestro territorio. Los Altos son espías. Intentaron colarse a hurtadillas en Thorbardin, sin ser vistos, y trayendo consigo el yelmo maldito para destruirnos. Habrían tenido éxito, pero su delito se frustró gracias a la intervención de los míos.

—¿Espías? ¿Criminales? —repitió Hornfel, exasperado—. No dejas de repetir lo mismo Realgar, pero ¿en qué te basas para hacer esas acusaciones? —En su voz asomó un dejo cortante—. Eso tampoco explica por qué intentaste matar a mi hijo y a sus soldados.

Flint sabía lo que venía a continuación. Vio el pozo ante sí, pero para cuando quiso darse cuenta ya había caído y yacía en el fondo, indefenso.

—Sí, intentamos matarlos para proteger Thorbardin. ¡Estos Altos —el theiwar apuntó con el dedo a Tanis y a los demás— y su neidar lameculos abrieron la puerta para que un ejército de humanos, que ahora se encuentra en las estribaciones, pudiera lanzar un ataque contra nosotros!

Los thanes enmudecieron, atónitos.

»Detesto tener que decir esto, Hornfel, pero tu hijo forma parte del complot. Mi gente iba a arrestar a los Altos, pero tu hijo los rescató. Les ha revelado nuestras defensas. —Realgar hizo una pausa y luego añadió suavemente—: O quizás tú ya sabías todo esto, Hornfel. Quizá también estás metido en esta maquinación.

—¡Eso es mentira! —gritó Arman, que se abalanzó, furioso, contra Realgar. Los soldados, con las armas desnudas, lo rodearon rápidamente y, por si acaso, también rodearon a los compañeros.

—Así es como Hornfel planea convertirse en Rey Supremo —gritó Realgar—. ¡Vendiendo Thorbardin a los humanos!

El Gran Bulp contribuía a acrecentar el jaleo al encaramarse al trono mientras chillaba a voz en cuello que estaban a punto de matar a los Altos. Gneiss, el thane daewar, se había puesto de pie y a enumerar normas de actuación procedente que nadie oía. El thane kiar también estaba de pie, con un cuchillo en la mano.

Tanis dejó de hacer de intérprete y se limitó a informar a los demás lo que pasaba.

—¡Pero eso es terrible! —dijo Sturm, sombrío—. ¡Ahora nunca permitirán que los refugiados entren!

—La cuestión es: ¿cómo sabía lo de los refugiados? —musitó Raistlin—. Dile a Flint que se lo pregunte.

—No veo qué importancia puede tener eso —adujo Sturm, impaciente.

—Claro que no lo ves —replicó el mago con mordacidad—. Pregúntaselo, Flint.

El enano sacudió la cabeza.

—No me harían caso —comentó, sombrío— Nos hemos metido en la trampa tendida por Realgar. Poco se puede hacer ahora al respecto.

Hornfel se vio obligado a defenderse y a negar rotundamente los cargos hechos por Realgar contra él. Arman Kharas también los negaba, explicaba que había topado con los compañeros por casualidad y añadía que él mismo los había arrestado para llevarlos ante el Consejo.

—Junto con la maldición de Grallen —chilló Realgar.

—Silencio todos —ordenó con voz atronadora Hornfel y, por fin, los otros thanes dejaron de discutir. Les asestó una mirada fulminante hasta que todos se hubieron sentado de nuevo en los tronos. Los soldados soltaron a Arman, que se atusó la barba y dirigió una mirada furiosa al theiwar; éste observó al joven enano con aire malicioso. Volviéndose hacia Flint, Hornfel habló en tono severo.

»Respóndeme, Flint Fireforge de los neidars. ¿Son ciertos esos cargos?

—No, no lo son, gran thane.

—¡Pregúntale sobre los humanos escondidos en el valle! —gruñó Realgar.

—Venimos en nombre de un grupo de humanos —dijo Flint.

—¡Lo admite! —gritó con aire triunfal el theiwar.

—Pero no son soldados. ¡Son refugiados! —replicó Flint, enfadado—. Hombres, mujeres y niños. ¡Nada de un ejército! Y no intentamos entrar a hurtadillas en Thorbardin. La Puerta Norte se abrió para nosotros.

—¿Cómo? —inquirió Hornfel—. ¿Cómo encontrasteis la puerta que había permanecido oculta estos trescientos años?

Flint respondió de mala gana, consciente de que era lo que no debería decir porque jugaba a favor del theiwar, pero no podía dar ninguna otra explicación.

—El Yelmo de Grallen nos condujo hasta la puerta y nos la abrió.

Raistlin estaba al lado de Tanis y cerró la mano sobre el brazo del semielfo.

—Dile a Flint que pregunte al theiwar cómo sabía lo de los refugiados —lo apremió.

—¿Y eso qué importa? —Tanis se encogió de hombros—. Una vez que la puerta se abrió, seguramente su gente salió a investigar.

—Imposible —lo contradijo Raistlin—. ¡Los theiwar no soportan la luz del sol!

—Eso es cierto... —Tanis lo miró con atención.

—Callaos los dos —advirtió Sturm.

Hornfel había adelantado un paso y alzó la mano para pedir silencio.

—Los cargos presentados contra ti y tus amigos son muy serios, Flint Fireforge —manifestó—. Habéis entrado en nuestro reino sin permiso. Habéis destruido la puerta.

—Eso no fue culpa nuestra —chilló Tasslehoff, aunque la manaza de Caramon lo silenció casi de inmediato al taparle la boca.

—Nos habéis traído el yelmo maldito...

—El Yelmo de Grallen no está maldito —lo contradijo Flint, iracundo—. Y puedo demostrarlo.

Alzando el yelmo, se lo encajó en la cabeza.

Los thanes, todos a una, se incorporaron como impulsados por un resorte, hasta el aghar que, equivocadamente, pensó que como todos se habían puesto de pie era hora de levantar la sesión.

—Esto podría tener fatales consecuencias, amigo mío —dijo Raistlin, que clavó las uñas en el brazo de Tanis.

—¡Eras tú el que quería que se pusiera el maldito trasto! —protestó el semielfo.

—No es el lugar ni el momento que habría elegido para que lo hiciera —repuso el mago.

En un gesto instintivo, Sturm se llevó la mano a la vaina vacía, olvidando que los enanos le habían quitado la espada. Los soldados habían dejado las armas confiscadas cerca de la entrada. Sturm calculó la distancia y se preguntó si llegaría hasta su espada antes de que los soldados lo alcanzaran. Tanis advirtió la dirección de la ojeada del caballero y supo lo que estaba pensando. Lanzó a Sturm una mirada de advertencia. El caballero asintió con la cabeza con disimulo, aunque también dio un par de pasos hacia la puerta.

Flint se encontraba en medio de la sala, con el yelmo en la cabeza, y durante unos instantes largos y tensos no ocurrió nada. Tanis empezaba a respirar con más tranquilidad cuando la gema del yelmo irradió un destello que inundó la estancia de una intensa luz roja anaranjada, un fuego sagrado en medio de los presentes. El yelmo le cubría el rostro a Flint; sólo se le veía la barba, asomando por debajo, y los ojos.

Tanis no reconoció a su amigo en aquellos ojos ni, al parecer, Flint lo reconoció a él ni a ninguno de los otros. Miró a su alrededor como si hubiese entrado en una habitación llena de extraños.

Los thanes guardaban silencio, un silencio torvo que no presagiaba nada bueno. Todos habían llevado la mano al martillo de guerra o a la espada; o a ambas armas. Los soldados tenían prestas las suyas.

Flint no hizo caso de los thanes ni de los soldados. Contempló el entorno; la mirada, a través de las ranuras de la visera, no dejó pasar nada por alto, como alguien que vuelve a un lugar querido tras un largo viaje.

—Estoy en casa... —dijo con una voz que no era la suya.

La expresión furiosa de Hornfel se suavizó para dar paso a otra dubitativa, insegura. Volvió la vista hacia su hijo, que sacudió la cabeza y se encogió de hombros. Realgar sonrió con burla, como si hubiera sido eso lo que esperaba, ni más ni menos.

—Es puro teatro —masculló.

Flint se dirigió hacia el estrado, subió los escalones y se sentó en uno de los tronos vacíos: el negro, el asiento sagrado del reino de los muertos. Miró con aire desafiante a los thanes, como retándolos a que hicieran o dijeran algo al respecto. Los thanes lo miraban, paralizados por la impresión.

—¡Nadie se sienta en el trono de los muertos! —gritó Gneiss, que asió a Flint por el brazo e intentó levantarlo del sagrado solio.

Flint no movió un solo dedo pero, de repente, el thane daewar trastabilló hacia atrás, como si hubiese recibido el golpe de un martillo invisible. Cayó del estrado y se quedó tendido en el suelo, tembloroso de miedo y pasmo. Sentado en el trono del reino de los muertos y con el yelmo de un muerto en la cabeza, Flint habló:

—Soy el príncipe Grallen —dijo y su voz sonó severa y fría, distinta de la de Flint—. He vuelto al hogar de mis antepasados. ¿Así es como se me da la bienvenida?

Los otros thanes echaban ojeadas de soslayo al daewar, que seguía tendido en el suelo. Ninguno se acercó a ayudarlo. Ahora nadie se burlaba ni hacía mofa.

—Tú eres su descendiente —dijo Ranee a Hornfel, nervioso—. Tu familia nos acarreó esta maldición. Deberías ser tú quien hablara con él.

Hornfel se quitó el yelmo en señal de respeto y se acercó al trono con dignidad. Arman habría acompañado a su padre, pero el thane hizo un gesto con la mano con el que indicó a su hijo que se quedara atrás.

—Eres bienvenido al hogar de tus antepasados, príncipe Grallen —dijo Hornfel, que habló con cortesía, pero también con orgullo y sin temor, como correspondía a un thane de los hylars—. Te pedimos disculpas por actuar de forma indebida.

—Los daergars no tenemos nada que ver con ello, príncipe Grallen —se apresuró a decir Ranee en voz alta—. Tú debes saberlo.

—No es justo que suframos una maldición —añadió Gneiss mientras se levantaba del suelo—. Nuestros antepasados ignoraban el complot que había contra ti.

—Tu maldición debería caer sólo sobre los hylars —dijo Ranee.

—Silencio todos —ordenó Hornfel, que miró a su alrededor, ceñudo—. Oigamos lo que el príncipe tiene que decir.

Tanis comprendió. Hornfel era inteligente. Estaba poniendo a prueba a Flint en un intento de descubrir si estaba fingiendo todo aquello o si realmente el espíritu del príncipe Grallen hablaba por su boca.

—Hubo un tiempo en el que os habría maldecido —les dijo Flint. El tono de su voz se tornó más duro y terrible—. Hubo un tiempo en el que mi cólera habría echado abajo esta montaña —aseguró, iracundo—. ¿Cómo osas intercambiar palabras conmigo, Hornfel de los hylars? ¿Cómo osas afrentar más aún a mi fantasma, muerto prematuramente, mi vida segada por mis propios parientes? —Flint golpeó con el puño el brazo del trono.

La montaña se sacudió, el Árbol de la Vida se estremeció, el suelo se movió y los tronos de los thanes traquetearon sobre el estrado. En el techo apareció una grieta mientras las columnas crujían y chascaban. El Gran Bulp soltó un agudo chillido y se desplomó, desmayado.

Hornfel cayó de rodillas. Ahora sí que estaba asustado. Todos lo estaban. Uno tras otro, los soldados que había en la sala hincaron la rodilla en el suelo de piedra. A continuación lo hicieron los thanes hasta que únicamente Realgar se quedó de pie y, finalmente, hasta él se arrodilló aunque era evidente que odiaba tener que hacerlo.

Los temblores cesaron. La montaña se calmó. Tanis echó una rápida ojeada a su alrededor para asegurarse de que todos se encontraban bien.

Sturm estaba inclinado sobre una rodilla y con el brazo levantado en el saludo solámnico de un caballero a la realeza. Raistlin seguía de pie, manteniendo el equilibrio gracias al bastón, con el semblante y los pensamientos ocultos en las sombras de la capucha. Caramon se había quitado el yelmo, aunque no había soltado a Tasslehoff.

—¡Ojalá Fizban estuviera aquí para ver esto! —dijo el kender con gesto pesaroso.

Tanis volvió a poner su atención en Flint y se preguntó en qué acabaría todo aquello. «En nada bueno», pensó, taciturno.

El silencio era tan absoluto que a Tanis le parecía que oía el sonido del polvillo de la piedra deslizándose por el suelo.

—Tus hermanos confesaron su crimen antes de morir, príncipe Grallen. —La voz de Hornfel sonó temblorosa—. Aunque no fuera a sus manos, se consideraban responsables de tu muerte.

—Y lo eran —habló Grallen, iracundo—. Yo era el menor, el favorito de nuestro padre. Temían que los pasara por alto y me dejara a mí el gobierno de Thorbardin. Aunque es cierto que sus manos no dieron el golpe mortal, sí que fue culpa suya que muriera.

»Yo era joven, participaba en mi primera batalla. Mis hermanos mayores juraron velar por mí y protegerme. En cambio me enviaron a la muerte. Me ordenaron que marchara con una pequeña fuerza a Zhaman, la fortaleza del perverso hechicero. Hice lo que me mandaban. ¿Por qué no? Los quería y los admiraba, ansiaba impresionarlos. Mis propios soldados intentaron avisarme, me advirtieron que era una misión suicida, pero no les hice caso. Confiaba en mis hermanos, que afirmaron que mis soldados mentían, que podía decirse que la batalla estaba ganada. Yo tendría el honor de capturar al hechicero y sacarlo de allí encadenado.

»Me regalaron este yelmo asegurándome que me haría invencible. Sabían la verdad, sabían que no me haría invencible. Siendo obra de los theiwars, la magia de la gema atraparía mi alma y así el yelmo me mantendría retenido en él, de manera que ni siquiera mi fantasma vengativo pudiera regresar para revelar la verdad de lo ocurrido.

—Tus hermanos se sintieron avergonzados de lo que habían hecho, noble príncipe —dijo Hornfel—. Admitieron su culpabilidad ante Kharas y después buscaron la muerte en la batalla. Tu padre lloró cuando le llevaron las amargas nuevas. Hizo todo lo posible para enmendar el daño. Mandó crear una estatua en tu honor y construyó una tumba para ti. A tus hermanos se les dio sepultura en una tumba sin nombre.

—Y, sin embargo, mi padre no volvió a pronunciar mi nombre jamás —arguyó el príncipe.

—Tu noble padre se culpaba a sí mismo, alteza. No soportaba el recuerdo de la tragedia. «He perdido tres hijos», clamaba. «Uno en batalla y dos por la oscuridad.»

»En realidad no es menester que nos maldigas, gran príncipe —añadió Hornfel con amargura—. El trono en el que se sentó tu padre como Rey Supremo ha permanecido vacío desde su muerte. El Mazo de Kharas está perdido para nosotros. Ni siquiera tenemos el consuelo de rendir homenaje a tu padre en su tumba, porque alguna fuerza terrible la arrancó de la tierra y ahora flota a gran altura sobre el Valle de los Thanes. Allí está suspendido el panteón de nuestro Rey Supremo, fuera de nuestro alcance, como un constante castigo y reproche para nosotros.

»Nuestra nación está dividida y pronto, me temo, la disensión desembocará en una guerra civil. No sé qué más daño podrías hacernos, príncipe Grallen —dijo Hornfel—, a no ser que desplomes la montaña sobre nuestras cabezas.

—¡Guau, chico! —Tasslehoff silbó—. ¿De verdad que Flint podría hacer eso? ¿Derribar la montaña?

—¡Chitón! —ordenó Tanis y su expresión era tan feroz que el kender enmudeció.

—Hubo un tiempo en el que me habría vengado de vosotros, pero mi alma ha aprendido mucho a lo largo de los siglos. —La voz de Flint se suavizó. Dio un suspiro y el puño que tenía apretado se relajó—. He aprendido a perdonar. —Flint se puso de pie muy despacio.

»Los espíritus de mis hermanos han marchado a la siguiente etapa del viaje de su existencia. El espíritu de mi padre ha hecho lo mismo, acompañado en el tránsito por el del noble Kharas. Pronto me reuniré con ellos, porque ahora soy libre del cruel encantamiento que me retenía.

»Antes de partir, os haré un regalo, una advertencia. El Falso Metal ha regresado, pero también lo han hecho Reorx y los demás dioses. La puerta de Thorbardin está abierta de nuevo y la luz del sol penetra en la montaña. Si cerráis esa puerta, si dejáis fuera la luz, la oscuridad os consumirá.

—Esto es todo una farsa —masculló Realgar—. ¿Es que no os dais cuenta, necios?

—¡Cierra el pico o te lo cierro yo! —increpó Tufa. El kiar seguía con el cuchillo empuñado.

—Te damos las gracias, príncipe Grallen —dijo Hornfel en actitud respetuosa—. Tendremos en cuenta tus palabras.

—¿Eso es todo lo que tienes que decirnos, príncipe Grallen? —Arman se incorporó—. ¿No hay nada que debas decirme a mí?

—¡Calla, hijo mío! —exhortó Hornfel.

—¡El príncipe ha dicho que los dioses se hallan de nuevo entre nosotros! Es el tiempo del que Kharas hablaba: «Cuando el poder de los dioses vuelva también lo hará el Mazo para forjar de nuevo la libertad de Krynn.» —Arman se adelantó para situarse ante el trono del reino de los muertos.

»Dime cómo entrar en la Tumba de Duncan. ¡Dime dónde buscar el Mazo de Kharas, noble príncipe, pues tal es mi destino!

El brillo de la gema perdió intensidad, parpadeó y se apagó.

—¡Espera, príncipe Grallen! —gritó Arman—. ¡No puedes irte sin habérmelo dicho!

Muy despacio, Flint alzó las manos y también muy despacio se quitó el yelmo. Su expresión no era triunfante ni exaltada. Patecía muy cansado. Tenía el semblante demacrado y pálido. Daba la impresión de haber envejecido tantos años como los que el príncipe llevaba muerto.

—¡Tú lo sabes! —gritó de repente Arman, que señalaba a Flint. La voz del joven enano temblaba por la furia—. ¡Te lo dijo!

Flint se alejó del trono de los muertos con el Yelmo de Grallen sujeto debajo del brazo.

—¡Esto es un simulacro, una falacia! —Realgar se echó a reír—. Está mintiendo. Ha mentido desde el principio. ¡No tiene ni idea de dónde está el Mazo!

—Sabía los detalles de la vida y la muerte del príncipe Grallen —argumentó Hornfel—. La montaña tembló cuando dudamos de él. Quizá Reorx y los otros dioses han vuelto.

—Estoy de acuerdo con Realgar —intervino Ranee—. Buscador de Nubes se ha sacudido con anterioridad y ninguno de nosotros creyó que fuera algo más que un temblor natural de la montaña. ¿Por qué iba a ser distinto esta vez?

Flint se abrió paso entre los thanes, pero Arman se interpuso en su camino.

—¡Dime dónde buscar el Mazo! Soy un príncipe. ¡Es mi destino!

—¿Por qué iba a decírtelo? —estalló Flint, acalorado—. ¿Para que así te quedes con el Mazo y nos arrojéis a mis amigos y a mí a una mazmorra?

—Retened como rehenes a sus amigos a cambio del Mazo —sugirió el daewar.

—¡Hacedlo y el Mazo seguirá perdido otros trescientos años! —replicó iracundo Flint.

Los ojos entrecerrados de Realgar habían estado observando a Flint con suma atención.

—Propongo hacer una apuesta —dijo entonces, con una sonrisa. Los otros thanes parecían intrigados por la propuesta. Al igual que su dios, a los enanos les encantaba jugar.

—¿Qué apuesta? —preguntó Hornfel.

—Si ese neidar encuentra el Mazo de Kharas y nos los trae, entonces consideraremos dar asilo a esos humanos en nuestro reino... Siempre y cuando no formen parte de un ejército, claro. Si fracasa, entonces él y sus amigos seguirán siendo nuestros prisioneros y cerraremos la puerta.

Hornfel se atusó la barba y miró a Flint con gesto especulativo. El daewar asintió con la cabeza, satisfecho, y el kiar soltó una risita mientras se rascaba la barbilla con la hoja del cuchillo.

—¡No es posible que digan eso en serio! —saltó Sturm cuando Tanis tradujo—. ¡No puedo creer que apuesten con algo tan serio! Claro que Flint no les seguirá el juego.

—Estoy de acuerdo con el caballero —manifestó Raistlin—. Aquí pasa algo raro.

—Es posible —masculló Flint—. Pero a veces hay que arriesgarlo todo para conseguir todo. Acepto la apuesta —dijo luego en voz alta—, con una condición. Conmigo podéis hacer lo que os plazca, pero si pierdo, mis amigos quedan libres y se marchan.

—¡No puede hacer eso, Tanis! —protestó Sturm, escandalizado e indignado—, ¡Flint no puede jugar con el sagrado Mazo de Kharas!

—Tranquilízate, Sturm —increpó el semielfo, irritado—. El Mazo aún no está en poder de nadie para que haga nada con él.

—¡No lo permitiré! —manifestó Sturm—. Si tú no intervienes, entonces lo haré yo. ¡Esto es un sacrilegio!

—Deja que Flint lleve este asunto a su modo, Sturm —advirtió Tanis, que asió al caballero por el brazo al ver que pensaba darse media vuelta, y lo obligó a escuchar lo que iba a decirle—. No estamos en Solamnia, sino en él reino de los enanos. No sabemos nada de sus normas, de sus leyes ni de sus costumbres. Flint sí. Corrió un gran riesgo al ponerse ese yelmo, así que al menos le debemos un voto de confianza.

Sturm vaciló. Por un instante pareció dispuesto a desafiar al semielfo, aunque lo pensó mejor y asintió con la cabeza, de mala gana.

—Haremos la apuesta —dijo Hornfel, que habló en nombre de los otros thanes— con estas condiciones: no aceptamos hacer excepciones respecto a tus amigos, Flint Fireforge de los neidars. Su suerte está vinculada a la tuya. Si realmente encuentras el Mazo de Kharas y nos lo entregas, consideraremos permitir la entrada a Thorbardin de los humanos a los que representáis basándonos en la valoración que hagamos de ellos. Si son, como tú afirmas, familias y no soldados, serán bienvenidos. ¿Te parece bien?

—¡Los dioses nos valgan! —murmuró Sturm.

Flint se escupió en la palma de la mano y se la tendió. Hornfel hizo otro tanto y se estrecharon la mano, con lo que el trato quedó cerrado.

Hornfel se volvió hacia Tanis.

—Seréis nuestros huéspedes durante la ausencia de vuestro amigo. Se os alojará en aposentos de invitados en el Árbol de la Vida y se os proporcionarán guardias para vuestra seguridad.

—Gracias, pero iremos con nuestro amigo —dijo Tanis—. El solo no puede acometer lo que podría ser una misión peligrosa.

—Vuestro amigo no irá solo —contestó Hornfel con un atisbo de sonrisa—. Mi hijo, Arman, lo acompañará.

—¡Esto es una locura, Flint! —dijo Raistlin con voz queda—. Pongamos que encuentras el Mazo. ¿Qué impedirá que ese enano se revuelva contra ti, te mate y lo robe?

—El hecho de que yo estaré ahí para impedirlo —manifestó Flint, enfadado.

—Ya no eres tan joven ni tan fuerte como antes —replicó Raistlin—, mientras que Arman es ambas cosas.

—Mi hijo jamás haría una cosa así —intervino Hornfel, iracundo.

—Por supuesto que no —corroboró Arman, ofendido—. Tenéis mi palabra como hijo de mi padre y como hylar de que la vida de vuestro amigo será para mí una responsabilidad sagrada.

—A decir verdad, Flint podría matar a Arman y robar el Mazo —intervino Tasslehoff con voz alegre—. ¿Verdad, Flint?

El enano enrojeció. Caramon, soltando un suspiro, plantó la mano en el hombro del kender y lo condujo hacia la puerta.

—¡Flint, no accedas a ir solo! —apremió Sturm.

—Eso es algo que no está sujeto a discusión —dijo Hornfel en tono resuelto—. Ningún humano, semielfo y, por supuesto, ningún kender profanará con su presencia la sagrada tumba del Rey Supremo. El Consejo de Thanes ha concluido. Mi hijo os escoltará a vuestros aposentos.

Hornfel se volvió sobre sus talones y se marchó. Los soldados cerraron filas alrededor de los compañeros, que no tuvieron más remedio que dejarse conducir.

Flint se puso al lado de Tanis. El viejo enano llevaba gacha la cabeza y los hombros hundidos. Sujetaba firmemente el Yelmo de Grallen.

—¿Sabes en realidad dónde hallar el Mazo? —preguntó Tanis en un susurro.

—Quizá —masculló Flint.

Tanis se rascó la barba.

—¿Sabes que has apostado la vida de ochocientas personas en ese «quizá»?

—¿Acaso tienes una idea mejor? —Flint miró de soslayo a su amigo. Tanis sacudió la cabeza en un gesto negativo—. Es lo que suponía —gruñó Flint.

30 La posada de los Altos. Sturm discute. Flínt talla madera

El alojamiento que los enanos proporcionaron a los compañeros estaba ubicado en el nivel inferior del Árbol de la Vida, en una parte de la ciudad que era mas antigua que el resto y que apenas se utilizaba. Todos los edificios estaban abandonados y clausurados con tablones. Flint señaló la razón.

—Todo está adecuado para la estatura de humanos, puertas y ventanas. Esta parte del Árbol de la Vida se construyó para albergar humanos.

—A esta zona se la conocía como Ciudad Alta —les informó Arman—. Esta era el área reservada para los comerciantes humanos y elfos que antaño vivían y trabajaban aquí. Os instalaremos en una de las posadas construidas especialmente para vuestra raza.

Caramon en particular se sintió aliviado. Ya había tenido que meterse encogido en vagones y cajas elevadoras pensadas para el tamaño de los enanos y le había preocupado tener que pasar la noche en una cama hecha para las piernas cortas de esa raza.

La posada estaba en mejores condiciones que el resto de los edificios ya que algún enano emprendedor la utilizaba en la actualidad como almacén. Tenía dos plantas, con ventanas de cristaleras emplomadas y una sólida puerta de roble.

—Antes del Cataclismo esta posada estaba abarrotada todas las noches —dijo Arman mientras conducía a sus «invitados» al interior del establecimiento—. Los mercaderes venían de todas partes de Ansalon, desde Istar, Solamnia y Ergoth. En tiempos, este salón retumbaba con las risas y el tintineo de las monedas de oro. Ahora no se oye nada.

—Salvo los chillidos de las ratas. —Raistlin se recogió los pliegues de la túnica con gesto de asco cuando varios roedores, asustados con la repentina luz que irradiaba la larva de un farol, salieron corriendo en todas direcciones.

—Al menos las camas son de nuestro tamaño —dijo Caramon con agradecimiento—. Y también lo son las mesas y las sillas. Añora sólo falta que tuviésemos algo de comer y de beber...

—Mis soldados os traerán carne, cerveza y ropa de cama limpia —les informó Arman, que se volvió hacia Flint—. Sugiero que los dos disfrutemos de una buena noche de sueño y partamos hacia el Valle de los Thanes mañana a primera hora. —Arman vaciló un instante antes de añadir—: Porque supongo que es allí a donde vamos, ¿verdad?

La única respuesta de Flint fue un gruñido. Se dirigió hacia una silla, se sentó pesadamente en ella y sacó un tarugo de madera y el cuchillo de tallar. Arman Kharas se quedó de pie en el umbral, clavada la vista en Flint, al parecer esperando a que el enano revelara algo más.

Obviamente Flint no tenía nada más que decir. Tanis y los otros seguían parados y miraban en derredor la posada envuelta en penumbra, sin saber qué hacer.

Arman frunció el entrecejo. Era evidente que quería ordenar a Flint que hablara, pero no estaba en posición de hacer tal cosa.

—Apostaré guardias fuera para que no se perturbe vuestro descanso —dijo por fin.

Raistlin soltó una risa sarcástica y Tanis le asestó una mirada de advertencia antes de darse media vuelta. Sturm fue hacia un rincón y sacó con esfuerzo uno de los bastidores de madera para cama que estaban amontonados junto con barriles, cajas y cajones en embalaje. Caramon se ofreció a ayudarlo, así como Tas, aunque lo primero que hizo el kender fue ponerse a abrir agujeros en una caja de embalaje para ver si podía atisbar lo que había dentro. Arman los observaba mientras Flint seguía tallando.

Al fin, Arman se dio un tirón de la barba y les dijo si querían hacer alguna pregunta.

—Sí —contestó Caramon, que sostenía en vilo sobre la cabeza uno de los pesados bastidores de cama para colocarlo en el suelo—. ¿A qué hora cenamos?

La comida que les dieron era sencilla y la regaron con cerveza de una de las barricas. Arman Kharas se marchó por fin. A Tanis le daba pena el joven enano y se sentía molesto con Flint, que al menos podría haberse mostrado agradable con Arman puesto que los sueños que había albergado toda su vida acababan de hacerse añicos. Pero Flint estaba de un humor de perros y Tanis no le comentó nada porque supuso que cualquier cosa que dijera sólo serviría para empeorar las cosas. Flint comió en silencio, engullendo la comida con rapidez, y cuando acabó se fue de la mesa y se puso de nuevo a tallar el tarugo.

Sturm estuvo todo lo que duró la cena sentado tieso como un palo, su desaprobación patente en el bigote erizado y en el brillo helado de sus ojos. Raistlin picoteó de su plato y comió poco, absorta la mirada y sumido en sus pensamientos. Caramon bebió más cerveza de lo que le convenía y se quedó dormido con la cabeza apoyada en el tablero de la mesa. El único que habló fue Tasslehoff, que parloteó sin parar sobre los excitantes acontecimientos del día y sin que en ningún momento pareciera darle importancia al hecho de que nadie le prestara atención. De repente Raistlin apartó el plato y se puso de pie.

—Voy a estudiar mis hechizos y no quiero que nadie me moleste. —Se apropió de la única silla cómoda y la llevó cerca del gran hogar de piedra, donde Tanis había conseguido encender un pequeño fuego.

El mago dirigió una mirada de desagrado a su gemelo que, tirado sobre la mesa, exhalaba vapores de cerveza con cada ronquido.

—Confío en que alguien acueste a ese zoquete —dijo. Luego sacó el libro de conjuros y se ensimismó en la lectura.

Sturm y Tanis llevaron al ebrio guerrero hasta la cama más sólida y lo echaron en el colchón. Después, Sturm se acercó a Flint y se paró junto al enano, prendida la mirada en él.

—Flint, no puedes hacer esto —dijo.

El cuchillo del enano se deslizó por la madera y una astilla bastante grande salió disparada por el aire y estuvo a punto de dar a Tas, que se entretenía en hurgar con una ganzúa el cerrojo de un arcón grande para forzarlo.

—No puedes salir en una misión de tanta importancia con ese Arman Kharas. Para empezar, albergo ciertas dudas sobre que esté en su sano juicio. En segundo lugar, es demasiado peligroso. Deberías negarte a ir a menos que uno de nosotros te acompañe.

Pequeñas virutas salían enroscadas del filo del cuchillo de Flint e iban a caer a sus pies. El rostro de Sturm enrojeció.

—Los thanes no pueden negarte eso, Flint. ¡Sólo tienes que decirles que no irás a buscar el mazo sin llevar la debida protección! Yo estaré encantado de servirte de escolta.

Flint alzó la vista hacia él.

—¡Bah! —dijo y bajó la vista de nuevo al tarugo. Otra astilla salió volando—. ¡Lo que escoltarías sería el Mazo fuera de Thorbardin hasta Solamnia!

Sturm golpeó la mesa con el puño y los platos tintinearon; Tas se sobresaltó y dejó caer la ganzúa.

—¡Eh! —increpó el kender, serio—. No hagáis ruido. Raistlin y yo intentamos concentrarnos.

—¡El Mazo es vital para nuestra causa! —reprochó el caballero, furioso.

—Baja la voz, Sturm —lo previno Tanis—. Las paredes son gruesas, pero la puerta no, y los guardias están justo al otro lado.

—Sólo hablan enano —replicó el caballero, aunque bajó el tono. Dio un par de vueltas por el salón con intención de calmarse y después volvió junto a Flint.

»Me disculpo por gritar, pero no creo que entiendas la importancia de tu empresa. La Dragonlance es la única arma que sepamos que puede matar a esos dragones del mal y el Mazo de Kharas es el único que se puede utilizar en la creación de las Dragonlances. Si llevas el Mazo a los caballeros serás un héroe, Flint. Se te honrará en leyendas y cantos por siempre. ¡Lo que es más importante, salvarás miles de vidas!

Flint no lo miró, aunque parecía interesado en lo que decía el caballero. El cuchillo se deslizó más despacio sobre la madera; ahora sólo caían unas pocas virutas. A Tanis no le gustó el rumbo que estaba tomando la conversación.

—¿Acaso has olvidado la razón por la que vinimos aquí, Sturm? —le preguntó Tanis—. Vinimos a buscar un refugio seguro para ochocientos hombres, mujeres y niños. Flint ha prometido entregar el Mazo a los enanos si lo encuentra. A cambio, Hornfel ha prometido que los refugiados podrán entrar en Thorbardin. No lo hará si intentamos irnos con el sagrado Mazo de los enanos. De hecho, probablemente no saldríamos vivos de aquí. Afronta los hechos, Sturm. La Dragonlance es una quimera, una leyenda, un mito. Ni siquiera estamos seguros de que tal arma haya existido.

—Algunos sí lo estamos —repuso el caballero.

—Los refugiados son reales y el peligro que corren es real —replicó el semielfo—. Convengo con Sturm en que no deberías ir solo mañana, Flint, pero debería ser yo el que te acompañara.

—Así que no te fías de mí, ¿es eso, semielfo? —Sturm se había puesto lívido.

—Me fío de ti, Sturm —contestó Tanis con un suspiro—. Sé que darías la vida por mí, por Flint o por cualquiera de nosotros. No dudo de tu valor, de tu honor ni de tu amistad. Pero es que... ¡Me preocupa que estés siendo poco práctico! Has trocado el sentido común por un sueño ilusorio de salvar al género humano.

Sturm sacudió la cabeza.

—Te respeto, Tanis, como habría respetado al padre que apenas conocí. En este asunto, sin embargo, no puedo ceder. ¿Y si salvamos a ochocientos ahora, sólo para perder a miles cuando la maligna reina caiga sobre Ansalon para conquistarlo y esclavizarlo? ¡Puede que la Dragonlance sea un sueño ahora, pero está en nuestras manos convertir ese sueño en realidad! Los dioses me trajeron aquí para buscar el Mazo de Kharas, Tanis. Lo creo de todo corazón.

—Los dioses me dijeron a mí dónde encontrarlo, Sturm Brightblade —intervino Flint mientras se guardaba el cuchillo en el cinto, se ponía de pie y echaba al fuego el tarugo que había estado tallando—. Me voy a acostar.

—Sturm tiene razón en una cosa, Flint —insistió Tanis—. Deberías decirles a los thanes que quieres que uno de nosotros te acompañe. Me da igual quién sea. Lleva a Sturm, a Caramon. ¡Pero lleva a alguien! ¿Lo harás?

—No. —Flint se dirigió hacia una cama que tenía el tamaño adecuado para un enano y que había encontrado en otro rincón del salón.

—Sé lógico, amigo mío. —Tanis empezaba a exasperarse con la tozudez del enano—. ¡No debes ir solo con Arman Kharas! No puedes fiarte de él.

—De hecho, Flint, si quieres un compañero que te sea realmente útil deberías escogerme a mí —dijo Raistlin desde su sitio junto al hogar.

—¡Como si alguien se fiara de ti! —Sturm asestó al mago una mirada torva—. Yo tendría que ir.

Flint se paró en seco en mitad de la estancia y se giró para mirarlos. Tenía el semblante lívido de rabia.

—Antes me llevaría al kender que a cualquiera de vosotros. ¡Ya lo sabéis! —Echó a andar hacia la cama mientras Tasslehoff se incorporaba de un brinco.

—¿Yo? ¿Vas a llevarme contigo, Flint? —gritó con entusiasmo.

—No voy a llevar a nadie —bramó.

Llegó junto a la cama, se tumbó, se tapó con la manta hasta la cabeza y se dio media vuelta, de espaldas al grupo.

—Pero Flint, acabas de decir que... —gimió el kender.

—Tas, déjalo en paz —ordenó Tanis.

—¡Dijo que me llevaba! —discutió Tasslehoff.

—Flint está cansado. Todos lo estamos. Creo que deberíamos acostarnos. A lo mejor vemos las cosas con más claridad por la mañana.

—Flint dijo que iba a llevarme —masculló el kender—. Debería afilar mi daga.

Se puso a hurgar en los saquillos para buscarla. Encontró la piedra de amolar, pero no daba con Mataconejos. Como se fue topando con un montón de cosas, a cual más interesante, se olvidó completamente de la daga.

Raistlin cerró su libro con un golpe seco.

—Espero que los dos estéis satisfechos —dijo el mago, cuando pasó junto a Sturm y Tanis, de camino a su lecho.

—Cambiará de parecer por la mañana —contestó el caballero.

—Yo no estoy tan seguro. —Tanis miró la espalda del enano—. Ya sabes lo testarudo que puede llegar a ser.

—Lo haremos entrar en razón —manifestó Sturm.

El semielfo, que de vez en cuando había intentado razonar con el viejo e irascible enano, no albergaba muchas esperanzas.

Flint yacía con la mirada prendida en la oscuridad. Sturm tenía razón. Tanis tenía razón. ¡Hasta Raistlin tenía razón! La lógica dictaba que uno de ellos lo acompañara al día siguiente. Hornfel se lo permitiría si hacía de ello un problema. Los thanes no tendrían elección.

Sin embargo, siguió dándole vueltas al asunto y acabó cayendo en la cuenta de que había tomado la decisión correcta. Que la hubiese tomado por razones equivocadas no la hacía menos acertada.

«El Mazo del Honor no les pertenece a los caballeros y sus sueños de gloria —se dijo para sus adentros—. Tampoco les pertenece a los elfos. Ni a los humanos, por muchos problemas que tengan. Han de ser los enanos los que decidan qué hacer con él, y si eso significa utilizarlo para salvarnos, que así sea.»

Ésa era una buena razón y sonaba estupendamente, pero no era la única por la que Flint quería ir solo. «Esta vez, el héroe seré yo.»

Claro que siempre cabía la posibilidad de que el héroe fuese Arman Kharas, pero Flint no lo creía probable. Reorx le había prometido que, si se ponía el yelmo, el Mazo sería su recompensa.

Flint Fireforge, Salvador del Pueblo, Unificador de las Naciones Enanas. Puede que incluso Flint, Rey Supremo.

Flint sonrió para sí. Eso último no pasaría casi con toda seguridad, pero también un viejo enano tenía derecho a soñar ¿o no?

31 Falso Metal. Extraños compañeros de cama. La promesa de Flint

Los compañeros tenían la impresión de que acababan de acostarse cuando Arman Kharas los despertó aporreando la puerta. Encontrándose a gran profundidad bajo la superficie y privados de la luz del sol, era imposible calcular la hora, pero Arman les aseguró que en el mundo exterior los primeros rayos de sol doraban las cumbres nevadas de las montañas.

—¿Cómo lo sabes? —rezongó Caramon. No le hacía gracia que lo hubieran despertado «en mitad de la noche», como dijo él, sobre todo cuando sufría los efectos de haber bebido demasiada cerveza.

—Hay sitios en Thorbardin desde donde se puede ver el sol y regulamos los relojes de agua guiándonos por ello. Hoy verás uno de esos sitios —añadió en tono solemne, dirigiéndose a Flint—. El Valle de los Thanes.

Sturm dirigió una mirada sombría a Tanis, que sacudió la cabeza y miró a Flint, que ponía todo su empeño en no mirar a nadie. El viejo enano iba por la sala de un lado a otro, ocupado con distintas tareas, como vestirse la armadura, ponerse el casco con la «melena de grifo» y colgarse al cinto el Yelmo de Grallen.

Tanis vio el cambio de expresión de Sturm y supo lo que el caballero iba a decir; intentó impedírselo, pero ya era demasiado tarde.

—Flint, sé razonable. Llévate a uno de nosotros —pidió en tono severo.

Flint se volvió hacia Arman.

—Me hará falta un arma. No pienso hacer frente a lo que quiera que arrancara esa tumba del suelo sin tener empuñada mi hacha de guerra.

Arman Kharas se sacó el mazo ornamentado del correaje que llevaba a la espalda. Lo contempló con pesar y después se lo tendió a Flint.

—Eso es tuyo —dijo el enano mayor—. Quiero mi hacha de guerra.

Su rechazo hizo que Arman frunciera el entrecejo.

—Se te ha dado a conocer la forma de hallar el verdadero Mazo. Tendrías que ser tú quien llevara la réplica. Se hizo especialmente para este momento. Es mi homenaje a Kharas. Lo llevarás a la tumba del rey en honor a Kharas.

Flint no supo qué decir. Se habría sentido mucho más a gusto con su hacha de guerra, pero no quería herir los sentimientos del joven enano más de lo que ya se los habían herido.

Alargó la mano, asió el martillo de guerra y casi lo dejó caer. Sospechó la razón de que Arman se lo hubiera dado. Era pesado y difícil de manejar; su manufactura era buena, pero no lo era su diseño. Ensayó un par de golpes de un lado a otro y faltó poco para que aquel trasto le rompiera la muñeca.

Observó con desconfianza a Arman para ver si sonreía. Sin embargo, la expresión de Arman era seria y Flint comprendió que el joven enano no lo había hecho con segunda intención. Le tendió la mano.

—La acepto en un gesto de amistad —dijo.

Arman vaciló, pero después se la estrechó con aire estirado.

—Quizás hemos juzgado mal a Arman —comentó Tanis, a lo que Sturm soltó un resoplido desdeñoso.

—Va por ahí con un martillo mágico que es falso. Me parece que eso sólo viene a confirmar que está loco.

Raistlin pareció que iba a decir algo, pero cambió de idea. Miró a Flint y al mazo con aire pensativo.

—¿Qué? —le preguntó el semielfo.

—Deberías intentar otra vez hablar con Flint.

Tanis podría haberle contestado que era una pérdida de tiempo, pero se acercó a su viejo amigo, que seguía preparando el equipo. Tasslehoff se había ofrecido a ayudarlo, con el resultado de que Flint echó en falta su cuchillo favorito. Se giró inmediatamente hacia el kender, lo asió y se puso a sacudirle los saquillos sin hacer caso de los gritos de protesta de Tasslehoff.

—Sturm, quiero decirte algo —llamó Raistlin.

El caballero no se fiaba del extraño brillo en las pupilas en forma de reloj de arena del mago, que lo acompañó hasta una ventana.

—¿Ese martillo es una réplica exacta del mazo verdadero? —le preguntó Raistlin en voz baja.

—Sólo he visto el Mazo en cuadros, pero a mi juicio es idéntico —contestó Sturm.

—¿Cómo distinguiría alguien el verdadero de la copia?

—El Mazo tiene fama de ser ligero de peso, pero cuando golpea lo hace con la fuerza del dios que hay tras él y cuando el verdadero Mazo cae sobre el sagrado Yunque de Thorbardin suena una nota que se puede oír en cielo y tierra.

Raistlin echó una ojeada al mazo falso. Introdujo las manos en las bocamangas de la túnica y se inclinó hacia el caballero para hablar en susurros.

—Flint podría cambiarlos.

Sturm lo miró de hito en hito, ya fuera porque no le comprendía o porque no quería comprenderle.

—Flint tiene el mazo falso —explicó Raistlin—. Sólo tendría que reemplazarlo por el verdadero. Se queda con el real y entrega el otro a los enanos.

—Notarán la diferencia —arguyó Sturm.

—Creo que no. —El mago sonrió—. Puedo echar un hechizo al martillo falso para recrear los efectos que me has descrito, o al menos lo bastante parecidos para que los enanos no sean capaces de diferenciarlos durante bastante tiempo. Una vez que Arman tenga el mazo en su posesión, el que lleva toda su vida buscando, no lo examinará detenidamente para descubrirle algún fallo. Puedo hacerlo, pero necesito tu ayuda —añadió.

—No tomaré parte en eso —rechazó Sturm al tiempo que sacudía la cabeza.

—¡Pero así se resolverían todos nuestros problemas! —insistió el mago, que posó la mano en el brazo del caballero. Sturm dio un respingo a su contacto, pero siguió escuchándolo—. Damos a los enanos lo que quieren. Nosotros tenemos lo que queremos. Una vez que las Dragonlances se hayan forjado, podrás traérselo de vuelta. No se habrá perjudicado a nadie... y se habrá beneficiado a muchos.

—No es... honorable —adujo Sturm.

—Bueno, si lo que quieres es honor, entonces, por supuesto, eleva una plegaria honrosa por los niños pequeños mientras los dragones de la Reina Oscura les calcinan la carne y se la arrancan de los huesos. —Los dedos de Raistlin presionaron el brazo del caballero—. Puede que tú tengas derecho a elegir el honor antes que la vida, pero piensa en quienes no tienen elección, en los que padecerán y morirán bajo el dominio de la Reina Oscura. Y tendrá el dominio, Sturm. Sabes tan bien como yo que las fuerzas del bien, las insignificantes fuerzas del bien que existen, no pueden hacer nada para detenerla.

Sturm se quedó callado. Raistlin veía y percibía el conflicto en el que se debatía el caballero. Los músculos del brazo estaban tensos, los ojos le brillaban, tenía los puños apretados. No sólo pensaba en los inocentes, sino también en sí mismo. Podría llevar el Mazo a los caballeros, sería el elegido para forjar las legendarias Dragonlances. Sería el salvador de las gentes de Solamnia, de las del mundo entero.

Raistlin adivinaba mucho de lo que pasaba por la mente de Sturm y casi no erró en sus suposiciones. El mago imaginaba que a Sturm lo había seducido un sueño de gloria cuando, en realidad, la idea de todos los inocentes que sufrirían con la inminente guerra afectaba profundamente al caballero. En su imaginación volvía a ver las ruinas calcinadas y los niños masacrados de Que-shu.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó el caballero, que pronunció las palabras como si hablara con renuencia. Jamás había imaginado que accedería a ayudar a Raistlin a tejer uno de sus enredos. Se recordó a sí mismo los inocentes.

—Tienes que hablar con Flint —instruyó Raistlin—. Cuéntale el plan. A mí no querrá escucharme.

—No estoy seguro de que me escuche a mí —dijo Sturm.

—¡Al menos tenemos que intentarlo! Métele la idea en la cabeza. —Raistlin hizo una pausa y después añadió suavemente:— No le digas nada a Tanis.

Sturm comprendió. Tanis se opondría a un plan así. No sólo era deshonesto, sino también peligroso. Si los enanos lo descubrían, podría significar la muerte para todos ellos, pero las Dragonlances era su mayor esperanza de ganar la guerra... Algo que el semielfo se negaba, obcecado, a comprender.

El caballero hizo un breve asentimiento con la cabeza. Raistlin sonrió para sí desde las sombras de la capucha. Había obtenido una victoria sobre el virtuoso caballero, derribándolo de su pedestal de altivez. En el futuro, cuando los sermones moralizadores de Sturm resultaran tediosos, lo único que tendría que hacer sería musitar las palabras: «El Mazo de Kharas.»

—Me llevaré a Tanis aparte para que puedas hablar con Flint.

El semielfo había recuperado el cuchillo de tallar de Flint y había enviado a Tasslehoff a investigar un ruido extraño que afirmaba haber oído en la parte trasera del edificio. Flint y él hablaban del viaje —es decir, Tanis hablaba y Flint no decía palabra— cuando Raistlin se acercó y le preguntó al semielfo si podía hablar con él.

—Me preocupa la salud de Caramon —dijo Raistlin con gesto grave—. No se siente bien esta mañana.

—Lo que pasa es que bebió demasiado, nada más —contestó Tanis—. Tiene resaca. No es la primera vez que lo vemos así. Habría dicho que estarías acostumbrado a eso a estas alturas.

—Creo que es algo más serio que una resaca —insistió el mago—. Algún tipo de enfermedad. Ven a echarle un vistazo, por favor.

—Tú sabes de enfermedades más que yo, Raistlin...

—Querría que me dieras tu opinión, semielfo. Sabes lo mucho que te respeto.

Tanis no lo sabía, en absoluto; pero, por si acaso se daba la remota posibilidad de que Caramon se hubiera puesto enfermo realmente, el semielfo acompañó a Raistlin hasta la cama donde el guerrero yacía con un paño húmedo sobre los ojos.

Raistlin aguardó, solícito, junto a su hermano mientras Tanis le echaba una ojeada a Caramon. La mirada del mago estaba pendiente de Sturm y de Flint. No oía su conversación, pero no le hacía falta. Supo exactamente cuándo el caballero le habló al enano del cambio de mazos, porque Flint se quedó boquiabierto y contempló a Sturm mudo de asombro. Luego, fruncido el entrecejo, sacudió la cabeza con fuerza.

Sturm siguió hablando con él, presionándolo. El caballero se mostraba vehemente, serio. Ahora se refería a los inocentes. Flint sacudió la cabeza otra vez, pero con menos fuerza. Sturm siguió hablando y Flint empezó a prestar atención a lo que le decía. Lo estaba pensando. El enano echó una ojeada a Arman y luego al mazo falso. Tenía un profundo ceño. Sus ojos buscaron a Raistlin, que le sostuvo la mirada sin pestañear, firmemente. Flint desvió los ojos. Le dijo algo a Sturm, que giró sobre sus talones y se encaminó con premeditada indiferencia hacia Raistlin.

—¿Cómo se encuentra el pobre Caramon? —preguntó el caballero en tono sombrío, como quien vela junto a un lecho de muerte.

Raistlin negó con la cabeza y suspiró.

—Bebió demasiado, eso es todo —dijo Tanis, exasperado.

—A lo mejor fue la carne de gusano —sugirió Raistlin.

—¡Oh, dioses! —gimió Caramon, que se apretó el estómago, rodó en la cama para levantarse, corrió hacia un rincón y vomitó en el cubo de aguas sucias.

—¿Ves, Tanis? —dijo Raistlin en tono de reproche—. ¡Mi hermano está muy enfermo! Lo dejo a tu cuidado. He de hablar un momento con Flint antes de que se vaya.

—Y yo querría decirte algo, Raistlin —intervino Sturm—. Si puedes dedicarme unos instantes.

Los dos echaron a andar y dejaron a Tanis, que los siguió con la mirada, asombrado y rascándose la barba.

—¿Qué se traerán entre manos esos dos? Hacer frente común para presionar a Flint, supongo. Allá ellos, que tengan suerte.

Se acercó a Caramon para tranquilizar al guerrero asegurándole que no había comido carne de gusano.

—Flint ha prometido que al menos se lo planteará —dijo Sturm.

—Entonces tendrá que planteárselo pronto —contestó Raistlin—. Necesito tiempo para ejecutar el hechizo y nuestro joven amigo está impaciente por emprender la marcha.

Arman se hallaba junto a la puerta, cruzado de brazos. Cada dos por tres fruncía el entrecejo, soltaba un suspiro y daba golpecitos con la puntera de la bota en el suelo.

—Cuando lo hayamos encontrado hemos de llevar el Mazo al Templo de las Estrellas —informó Arman—. Le dije a mi padre que estaríamos allí al ocaso, si no antes.

Flint se quedó mirándolo fijamente.

—Pero ¿qué crees tú? ¿Que sólo tenemos que entrar tranquilamente en la tumba, coger el Mazo y salir tan campantes?

—No lo sé —repuso fríamente Arman—. Tú eres el que sabe cómo encontrarlo.

Flint gruñó algo y sacudió la cabeza. Cerró el petate, lo alzó del suelo y se lo echó al hombro. Los ojos del enano se encontraron con los de Raistlin, y Flint hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza.

—¡Lo hará! —le dijo el mago a Sturm, exultante—. Pero hay un problema. El hechizo que tengo que lanzar es uno de transmutación, pensado para reducir un objeto.

—¿Reducir? —repitió el caballero, espantado—. ¡No queremos que el mazo sea más pequeño!

—Soy consciente de ello —repuso Raistlin, irritado—. Mi plan es modificar el conjuro de forma que reduzca el peso del martillo, no el tamaño. Hay una mínima posibilidad de que cometa un error. De ser así, nuestro plan se descubriría.

—En tal caso no deberíamos continuar —opinó Sturm, enfadado.

—Es una mínima posibilidad —señaló el mago—. Minúscula.

Se inclinó hacia Flint, que le dirigió una mirada hosca bajo las pobladas cejas.

—Esta réplica es una obra de excelente manufactura —dijo Raistlin—. ¿Podrías dejármela un momento para examinarla más de cerca?

Flint miró a su alrededor. Arman había dejado de guardar la puerta y había salido para intentar calmar su creciente frustración con paseos arriba y abajo. Tanis se encontraba al otro extremo de la sala y hablaba con Caramon. Despacio, el enano alargó la mano hacia el martillo, lo sacó del correaje con torpeza y se lo tendió.

—Pesa bastante —advirtió.

Raistlin lo tomó, lo sopesó y después fingió que examinaba las runas.

—Resultaría más fácil de llevar si fuera menos pesado —dijo Flint, que jugueteó con las correas de la armadura, nervioso.

—¿Nos mira alguien? —susurró el mago.

—No —contestó Sturm mientras se atusaba el bigote—. Arman ha salido y Tanis está con tu hermano.

Raistlin cerró los ojos. Asió el martillo con una mano mientras que la otra la pasaba sobre el metal cincelado con runas. Inhaló ligeramente y a continuación pronunció palabras extrañas que a Flint le hicieron sentir la misma sensación que cuando un insecto le subía por la pierna. Lamentó su decisión y ya alargaba la mano hacia el martillo para asirlo, cuando Raistlin exhaló un suspiro y abrió los ojos.

—Sí que pesa —dijo mientras se lo tendía—. Acuérdate de ir con cuidado cuando lo manejes.

Obviamente, el hechizo había fallado. Flint sintió alivio. Aferró el mazo y casi se cayó de espaldas por el impulso. El martillo era tan ligero como la pluma de gallina que guardaba el kender en un saquillo.

Los ojos de Raistlin relucieron. El mago metió las manos en las bocamangas de la túnica.

Flint miró el mazo de arriba abajo, pero no veía ningún cambio. Iba a ponerlo de nuevo en el correaje cuando su mirada se encontró con la de Raistlin y recordó justo a tiempo que se suponía que el mazo pesaba mucho. Al enano no se le daba muy bien fingir y lamentó por partida doble haber accedido a tomar parte en el plan, pero ya era demasiado tarde.

—Bueno, pues me voy —anunció. Iba un poco encorvado hacia adelante, como doblado por el peso del mazo; en realidad lo sentía como un peso en su conciencia.

—Ojalá reconsideraras tu decisión —dijo Tanis, que se acercó para despedirse de él—. Aún estás a tiempo de cambiar de opinión.

—Aja, lo sé. —Flint se frotó la nariz. Hizo una pausa, carraspeó y luego añadió con voz gruñona:— ¿Querrás hacer un favor a este viejo enano, Tanis? Dame una oportunidad de hallar la gloria al menos una vez en mi aburrida vida. Sé que suena ridículo, pero...

—No —lo interrumpió el semielfo, que puso las manos en los hombros de su amigo—. No es ridículo en absoluto. Que Reorx te acompañe.

—No invoques a dioses en los que no crees, semielfo —repuso Flint iracundo—. Trae mala suerte.

Irguiendo los hombros, Flint salió para reunirse con Arman Kharas, que le dijo en un tono que no admitía discusión que era hora de emprender la marcha. Los dos echaron a andar, escoltados por soldados hylars. Dos de los guardias hylars se quedaron y ocuparon sus puestos a uno y otro lado de la puerta de la posada.

—Espero que no hayan olvidado el desayuno —suspiró Caramon mientras se sentaba en la cama.

—Creía que te sentías mal —increpó Raistlin en tono hiriente.

—Me siento mejor ahora que he vomitado. ¡Eh! —Caramon cruzó la sala, abrió la puerta y asomó la cabeza fuera—. ¿Cuándo comemos?

Tasslehoff se quedó mirando por la ventana hasta que Flint desapareció al girar en la esquina de un edificio. Entonces el kender se sentó pesadamente en una silla.

—Flint me prometió que podría ir con él a la tumba flotante —dijo Tas al tiempo que daba pataditas a los travesaños de la silla.

Tanis sabía que sería inútil intentar convencer al kender de que Flint no había hecho semejante promesa, así que lo dejó en paz, seguro de que habría olvidado todo al cabo de cinco minutos, cuando hubiera encontrado alguna otra cosa interesante. Sturm también miraba por la ventana.

—Podríamos ocuparnos de los guardias de la entrada, Tanis. Sólo son dos.

—Y luego ¿qué? —demandó Raistlin, mordaz—. ¿Cómo recorremos Thorbardin sin llamar la atención? ¿Nos hacemos pasar por enanos? Puede que el kender lo consiguiera, pero el resto de nosotros tendríamos que ponernos barbas falsas y caminar de rodillas.

El rostro de Sturm enrojeció por el sarcasmo del mago.

—Al menos podríamos intentar hablar con Hornfel, decirle lo preocupados que estamos por nuestro amigo. A lo mejor cambiaba de opinión.

—Bueno, supongo que podríamos pedir audiencia, pero dudo que tengamos éxito —comentó Tanis—. Dejó bien claro que sólo podían entrar enanos en la tumba sagrada.

Sturm siguió mirando por la ventana con aire sombrío.

—Flint va camino del Valle de los Thanes, el reino de los muertos, con un enano chiflado para protegerle las espaldas y el espíritu de un príncipe muerto para guiarlo —dijo el semielfo—. Preocuparse por él no servirá de nada.

—Pero rezar por él sí —repuso el caballero y acto seguido se arrodilló en el suelo.

—Me vuelvo a la cama —dijo Raistlin tras encogerse de hombros. No había nada más que hacer. Tanis también se metió en su cama y se quedó tendido boca arriba, mirando el techo. Mientras Sturm rezaba para sus adentros.

«Sé que lo que hice estuvo mal, pero lo hice por el bien de muchos —oró a Paladine. Entrelazó las manos con fuerza ante sí—. Como siempre he hecho...»

Tasslehoff dejó de dar pataditas a los travesaños de la silla. Esperó hasta que Sturm se quedó absorto en su comunión con el dios, hasta que Tanis cerró los ojos y su respiración se tornó regular y acompasada, hasta que oyó los ronquidos de Caramon y cesó la tos rasposa de Raistlin.

—Flint prometió que yo podría ir —murmuró Tas—. «Antes me llevaría al kender.» Eso fue lo que dijo. Tanis está preocupado por él y no lo estaría ni la mitad si yo lo acompañara y cuidara de él.

Tasslehoff se despojó de sus saquillos. Separarse de ellos le causaba un gran dolor, pues sin ellos se sentía como si estuviese desnudo, pero haría ese sacrificio por su amigo. Se bajó de la silla y, moviéndose tan en silencio como sólo un kender era capaz cuando se lo proponía, abrió la puerta y salió sigilosamente.

Los dos soldados le daban la espalda. Estaban charlando y no lo habían oído.

—¡Hola! —dijo en voz alta.

Los guardias desenvainaron las espadas y giraron sobre sus talones más de prisa de lo que Tasslehoff habría creído capaces a unos enanos. No sabía que los enanos fueran tan ágiles, sobre todo si iban cargados con tanto metal.

—¿Qué quieres? —gruñó uno de ellos.

—¡Vuelve ahí dentro! —dijo su compañero, que señaló la posada.

Tas hablaba unas cuantas palabras del lenguaje enano. Hablaba unas cuantas de cualquier lenguaje, ya que siempre era útil saber decir «¡Pero si lo dejaste caer tú!» a desconocidos con los que uno se encontraba en el camino.

—Quiero mi jupak —pidió amablemente Tasslehoff. Los enanos lo miraron de hito en hito y uno hizo un gesto amenazador con su arma.

—Espada no —aclaró Tas, que malinterpretó la intención del gesto del soldado—. Jupak. Se pronuncia «ju», «pak», que se escribe «j, u, p, a, k» y en kender significa «jupak».

Los soldados seguían sin entender y empezaban a estar enfadados. Claro que Tasslehoff también empezaba a estarlo.

—¡Jupak! —repitió en voz alta—. Es eso que tenéis ahí, a ese lado.

Señaló la espada de Sturm y los soldados se volvieron para mirar.

—¡Ups! Me equivoqué —exclamó Tasslehoff—. Me refería a esto. —Un salto, un brinco y tuvo la jupak en las manos. Un salto, un golpe seco y atizó a uno de los soldados en la cara con el extremo romo del palo, tras lo cual utilizó la parte ahorquillada para asestar otro golpe seco en la tripa al segundo guardia.

Les propinó a ambos varios golpetazos en la cabeza para asegurarse de que no se levantaran demasiado pronto y fueran un incordio. Luego, eligiendo al más pequeño de los dos enanos, le quitó el yelmo.

—Qué buena idea la de Raistlin. ¡Me disfrazaré como un enano!

El yelmo le quedaba muy grande y le bailaba en la cabeza. La cota de malla enana le sobraba de ancho y de largo y pesaba seis toneladas por lo menos. La descartó y en su lugar se puso el coselete de cuero que el enano llevaba debajo. Consideraba buena la idea de una barba postiza y observó la del enano con aire pensativo, pero no tenía nada con lo que cortársela. Tas se quitó el casco, aflojó el copete, se echó el cabello por delante de la cara y luego volvió a encasquetarse el yelmo. Por debajo del casco le asomaba el largo cabello.

Lo malo era que todo el pelo le caía por delante de los ojos. Resultaba muy molesto porque no le dejaba ver bien y además no paraba de hacerle cosquillas en la nariz y lo hizo estornudar varias veces. Sin embargo, por un amigo se hacía cualquier sacrificio.

Tasslehoff se detuvo para echarse un vistazo en una ventana rota. Los resultados lo dejaron pasmado. Le pareció imposible que alguien notara la diferencia entre él y un enano. Echó a andar calle adelante a buen paso. Flint y Arman Kharas le llevaban bastante ventaja, pero Tas estaba convencido de que los alcanzaría.

Después de todo, Flint lo había prometido.

32 Trescientos años de odio. El Valle de los Thanes

Flint había albergado la esperanza de poder ir a Kalil S'rith, el Valle de los Thanes, de prisa y discretamente, evitando jaleos, molestias y multitudes boquiabiertas. Pero los thanes no habían mantenido la boca cerrada. Se había corrido la voz por el reino enano de que un neidar iba en busca del Mazo de Kharas.

Flint, Arman y sus escoltas dejaron atrás la ciudad de los Altos y se internaron entre la muchedumbre hostil. Al ver a Flint, los enanos agitaban los puños y lanzaban insultos, le gritaban que volviera a sus colinas o que se fuera a otros sitios no tan agradables. Arman no escapó de ser blanco de los ultrajes; lo llamaban traidor y el viejo mote insultante «Marman Arman».

A Flint le ardían las orejas y lo abrasaba el odio. De repente se alegró de que a Raistlin se le hubiera ocurrido la idea de escamotear el verdadero Mazo y sacarlo de Thorbardin, dejándoles el falso a los enanos. Se lo llevaría y que sus despreciables parientes se quedaran encerrados para siempre en la montaña.

La muchedumbre estaba tan embravecida que Flint y Arman podrían haber acabado en el Valle de los Thanes como perpetuos residentes, pero Hornfel, informado de que estaba a punto de estallar un tumulto, envió una tropa numerosa. Sus soldados ordenaron a la multitud que se dispersara y usaron el extremo romo de las lanzas y la parte plana de las espadas para reforzar sus órdenes. Cerraron y aislaron la Calzada Octava, que conducía al valle. Eso llevó tiempo. Arman y Flint tuvieron que esperar mientras los soldados despejaban de transeúntes la calzada y ordenaban a los pasajeros de los vagones que se bajaran. Si Flint hubiera estado atento se habría fijado en un enano de aspecto extraño que se abría paso entre la multitud a empujones y codazos, un enano de constitución esbelta (podría decirse que anémica), con un casco que le bailaba en la cabeza y cuya barba le salía por las rendijas de la visera. Pero Flint esta cegado por la ira. Sostenía el mazo en la mano, deseoso de utilizarlo para aplastar unas cuantas cabezas de Enanos de las Montañas.

Justo cuando el enano de aspecto raro casi los había alcanzado, los soldados anunciaron que la Calzada Octava estaba despejada. Arman y Flint se subieron al primer vagón. Flint se sentaba cuando creyó oír gritar una voz familiar de timbre agudo:

—¡Eh, Flint! ¡Espérame!

Flint alzó la cabeza con brusquedad y se volvió, pero el vagón se puso en marcha entre traqueteos antes de que tuviera tiempo de ver algo.

Tasslehoff forcejeó, empujó, dio patadas y se abrió paso entre la muchedumbre de enanos furiosos. Se las había ingeniado para llegar lo bastante cerca de Flint para gritarle que esperara, cuando el vagón en el que iba su amigo dio un tirón, arrancó y rodó vía adelante. Tas creyó que había fracasado.

Entonces recordó que tenía una Misión, en mayúsculas. Todos sus amigos estaban preocupados porque Flint iba solo. Sturm incluso se había puesto a rezar. Se sentirían muy defraudados con él si permitía que una cosa insignificante, como era un regimiento de enanos armados con lanzas, lo detuviera.

Arman y Flint habían subido al primero de seis vagones enganchados; los soldados de la escolta de Arman habían intentado subir para acompañarlos, pero el príncipe les había ordenado que se quedaran, con lo que los otros cinco vagones iban vacíos.

Los vagones cobraron velocidad. Los soldados enanos, enlazados por los brazos y con los pies bien separados, formaban una barrera humana que impedía que la multitud asaltara el mecanismo que controlaba los vagones. Tas vio un hueco. Se echó al suelo a cuatro patas y gateó entre las piernas de un guardia, el cual estaba tan ocupado conteniendo la presión de los cuerpos que empujaban que no se fijó en el kender.

Tas salió a todo correr por la vía y alcanzó el último vagón. Echó dentro la jupak, después se subió a la parte trasera del vagón y se agarró con la fuerza de una garrapata.

Tras un instante de tensión en el que casi le resbalaron las manos, Tas echó una pierna por encima del borde del vagón. La siguió el resto del cuerpo, y el kender cayó al fondo del vagón junto con la jupak. Se quedó tendido boca arriba y admiró el panorama de las estalactitas por las que pasaban de camino al valle mientras pensaba lo complacido que estaría Flint cuando lo viera.


Las Calzadas Séptima, Octava y Novena conducían a Kalil S'rith, el Valle de los Thanes. Las tres acababan en unos accesos llamados salas de guardia, a pesar de que nunca había habido enanos de guardia en ellas. La reverencia y el respeto eran los guardianes del valle. Los enanos que acudían allí para enterrar a sus muertos eran los únicos que entraban y sólo se quedaban el tiempo necesario para rendir homenaje a los difuntos.

En el pasado no había sido así, al menos por lo que Flint había oído contar. Antes del Cataclismo, los clérigos de Reorx cuidaban del valle y lo mantenían limpio y arreglado. Los enanos iban a celebrar aniversarios familiares con sus antepasados y acudían peregrinos a visitar el lugar de reposo de antiguos thanes.

Después de que los clérigos desaparecieron, los enanos siguieron yendo al valle; pero, sin clérigos que lo cuidaran, la hierba creció alta y salvaje, las tumbas se deterioraron y poco después los enanos dejaron de ir allí. Aunque reverenciaban a sus antepasados y los tenían en tanto como para incluirlos en temas de política y en la vida diaria, pidiéndoles consejo o ayuda, en la actualidad los enanos eran reacios a perturbar el sueño de los muertos. Una vez que un enano recibía sepultura en una tumba o en un túmulo, su familia se despedía de él y se marchaba para volver únicamente cuando llegaba el momento de enterrar a otro miembro de la familia.

El Valle de los Thanes era suelo santificado, bendecido muchos siglos atrás por Reorx. Antaño el valle había sido un lugar de quietud y paz. Ahora era un lugar de pesadumbre. El valle también era un lugar al sol y al aire, con nubes y estrellas, porque se encontraba en la única zona de Thorbardin al aire libre. Ésa era otra de las razones por la que los enanos iban allí rara vez. Eran como bebés en el vientre de su madre, que lloraban al ver la luz. Al vivir toda la vida en la acogedora oscuridad bajo la montaña, los enanos de Thorbardin se sentían incómodos —vulnerables y desprotegidos— cuando entraban en el espacio vacío barrido por el viento y bañado en sol del valle.

Las inmensas puertas de bronce de la sala de guardia llevaban cincelado el símbolo del reino del más allá: un martillo cabeza abajo, en descanso, dejado por la mano del guerrero.

Ni Flint ni Arman hablaron durante el trayecto por la Calzada Octava. Tampoco cuando se encaminaron hacia las puertas de bronce. El ruido de la caótica escena que habían dejado atrás se había disipado en la distancia. Cada cual iba absorto en sus pensamientos, esperanzas, sueños, deseos y temores.

Llegaron ante la doble puerta y, en un mutuo acuerdo tácito, pusieron las manos en hojas opuestas: Flint la de la izquierda y Arman Kharas la de la derecha. Se quitaron los yelmos y, con la cabeza agachada, abrieron las grandes puertas de Kilil S'rith.

La luz del sol radiante, intensa, les dio de lleno en la cara. Arman Kharas entrecerró los ojos y alzó la mano para resguardarse los ojos de la luz cegadora. Flint parpadeó rápidamente y a continuación hizo una profunda inhalación para llenarse los pulmones del frío y vigorizante aire de la montaña y alzó el rostro para recibir la cálida caricia del sol.

—¡Por Reorx! —exclamó Flint—. ¡No me había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos esto! ¡Es como volver a la vida!

«Irónico —pensó—, estando en un valle de muerte.»

Arman seguía resguardándose los ojos. No podía alzar la vista hacia el inmenso cielo azul.

—Para mí es como la muerte —dijo, hosco—. Ni muros, ni límites, ni fronteras, ni principio, ni fin. Veo la vasta extensión del universo sobre mí y no soy nada en él, menos que nada, y eso no me gusta.

Fue entonces cuando Flint comprendió de verdad, por primera vez, la enorme brecha que se abría entre su pueblo y aquellos que vivían bajo la montaña. Mucho tiempo atrás, ambos clanes se habían sentido cómodos tanto si caminaban bajo la luz del sol como en la oscuridad. Ahora, lo que para unos era la vida para los otros era la muerte.

Flint se preguntó si su pueblo podría alguna vez volver a lo que había sido antaño, como soñaba Arman Kharas. Al evocar las maldiciones, los insultos, las palabras de odio —más afiladas, hirientes y letales que cualquier arma arrojadiza— y sentir que la ira volvía a arder en su propio corazón, Flint no lo creyó probable ni con Mazo ni sin él. Eso, a pesar de estar furioso, despertó en él una profunda sensación de tristeza, como si hubiese perdido algo entrañable y precioso.

Los dos enanos esperaron a que las pupilas se les acostumbraran a la intensa luz antes de seguir adelante. Ninguno de los dos veía muy bien y por esa razón tampoco ninguno de ellos reparó en que Tasslehoff se bajaba del vagón. Se había despojado del pesado casco y también se quitó el coselete de cuero porque le picaba y además olía muy fuerte, hecho lo cual se dirigió presuroso hacia las grandes puertas de bronce con intención de pillar por sorpresa a Flint; siempre era divertido ver al viejo enano dar un brinco en el aire y ponerse rojo como un tomate.

Tas cruzó rápidamente las puertas y el sol le dio de lleno en la cara. La luz del astro era brillante e inesperada por completo. Llevándose las manos a los ojos, el kender reculó a través de las grandes puertas. El resplandor parecía haberle entrado directamente al cerebro, y lo único que veía era una gran salpicadura roja veteada con trazos azules y adornada con pequeñas motas amarillas. Cuando aquel fenómeno ciertamente ameno e interesante pasó, Tas abrió los ojos y vio, para su consternación, que la doble puerta de bronce se había cerrado sola y lo había dejado tirado en la oscuridad, que ahora era peor que nunca.

—Estoy teniendo un montón de problemas —rezongó el kender al tiempo que se frotaba los ojos—. Espero que Flint sepa apreciarlo.

El Valle de los Thanes había sido una caverna que se había desplomado miles de años atrás y había dejado el área al aire libre. Los muertos yacían en pequeños túmulos que asomaban entre la alta y susurrante hierba mustia o bajo grandes montículos con una puerta de piedra o, en los casos de enanos ricos y poderosos, descansaban dentro de mausoleos. Cada lugar de enterramiento estaba indicado con una estela que llevaba el nombre de la familia cincelado arriba y los nombres de cada miembro enterrado añadido debajo, en filas. Algunas familias tenían varias de esas estelas ya que las generaciones se remontaban muy atrás en el tiempo. Flint iba ojo avizor a nombres neidars, incluido el suyo, Fireforge. Otro punto de enfrentamiento entre clanes cuando Duncan clausuró la montaña, era que los neidars que quisieran volver a Thorbardin para ser enterrados se hallaban excluidos de su última morada tradicional.

Alrededor de las tumbas no había caminos ni veredas. Los pies de mortales rara vez caminaban por allí. Flint y Arman dirigieron sus pasos entre túmulos y mausoleos hacia su punto de destino, visible para ellos desde el instante en el que los ojos se les acostumbraron a la luz: la Tumba de Duncan.

La compleja y ornamentada construcción, más una fortaleza pequeña que una tumba, flotaba majestuosamente a muchas decenas de metros sobre un tranquilo lago azul en el centro del valle. El lago se había formado por la escorrentía de la nieve de la montaña al verterse en el agujero dejado cuando la tumba se desgarró de la tierra y se elevó en el aire.

Flint no podía apartar los ojos de la maravillosa vista. Contemplaba la tumba de hito en hito, pasmado. Había visto muchos monumentos construidos por enanos con anterioridad, pero ninguno igualaba a aquél. Con toneladas y toneladas de peso, la tumba flotaba entre las nubes como si fuese tan liviana como ellas. Torres y torreones de mármol blanco adornados con tejas de un intenso color rojo resplandecían al sol. Ventanas de cristales de colores se abrían a balconadas. Escaleras empinadas conducían de un piso a otro, se entrecruzaban, subían y bajaban en círculo en torno al edificio.

Una nota musical grave resonó en la tumba y levantó ecos en el valle. La nota sonó una vez y luego la música se perdió en la distancia.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Flint, atónito.

Arman Kharas miraba hacia arriba, al milagro de la tumba flotante.

—Algunos cuentan que es Kharas manejando el mazo. Nadie lo sabe con certeza.

La nota sonó de nuevo y Flint no tuvo más remedio que admitir que el sonido era muy parecido al de un martillo golpeando metal. Pensó en lo que podría estar aguardándoles en esa tumba —si es que conseguían llegar hasta ella— y deseó haber hecho caso del consejo de Sturm e insistir a Hornfel para que permitiera que sus amigos lo acompañaran.

—La tumba del rey Duncan se empezó a construir cuando él aún vivía —indicó Arman—. Tenía que ser un gran monumento donde sus hijos y los hijos de sus hijos y todos los que vinieran después de él fueran enterrados. Pero ¡ay!, su visión de una dinastía hylar no se cumpliría. Mandó enterrar a sus dos hijos en un túmulo sencillo, sin nombres. La tumba de su tercer hijo permanecerá vacía para siempre.

»Cuando el rey murió, Kharas, asqueado de la lucha entre clanes, llevó personalmente el cadáver a la tumba. Temiendo que el funeral del rey se malograra por el comportamiento impropio de los thanes enemistados, prohibió a todos que asistieran a la ceremonia. Se dice que intentaron entrar, pero las grandes puertas de bronce se cerraron ante ellos. Kharas no regresó jamás. Los thanes aporrearon las puertas en un intento de abrirlas a la fuerza. La tierra empezó a sacudirse con tal violencia que se derrumbaron edificios, se abrió una grieta en el Árbol de la Vida y el lago se desbordó e inundó la tierra que lo rodeaba.

»Cuando la montaña dejó de moverse, las puertas de bronce se abrieron. Deseosos todos ellos de hallar el mazo y reclamarlo como suyo, los thanes lucharon para ver quién entraba antes en el valle. Sangrantes y vapuleados, irrumpieron en tropel por las puertas y entonces, para su horror, descubrieron que la tumba del rey había sido desgajada de la tierra por alguna fuerza pavorosa y flotaba a gran altura sobre sus cabezas.

»A lo largo de los años, muchos buscaron los medios para tener acceso a ella, pero hasta el día de hoy nadie ha encontrado la forma de entrar y ahora... —Arman desvió la vista de la tumba para dirigir una mirada sombría a Flint—. Ahora, tú, un neidar, afirma conocer el secreto. —Arman se atusó la larga y negra barba—. Yo, al menos, lo dudo.

Flint picó en el anzuelo.

—¿Dónde está la tumba del príncipe Grallen? —De repente tenía ganas de acabar de una vez con todo aquello.

—No muy lejos. —Arman señaló—. Aquel obelisco de mármol negro que se ve junto al lago. Hubo un tiempo en el que se encontraba delante de la Tumba de Duncan, pero eso fue antes de que fuera arrancada de la tierra. Allí hay una estatua del príncipe y detrás se hallan las ruinas de un arco de mármol que se desmoronó cuando la montaña tembló. —Arman miró a Flint de soslayo.

»¿Qué haremos cuando lleguemos a la tumba del príncipe? A no ser que prefieras no decírmelo —añadió con aire estirado.

Flint creyó que al menos le debía eso al joven enano. Después de todo, Arman le había entregado su mazo.

—He de llevar el yelmo a su tumba —contestó.

Arman se quedó mirándolo de hito en hito, estupefacto.

—¿Eso es todo? ¿Nada sobre el Mazo?

—No exactamente —repuso Flint, evasivo.

Había habido una sensación, una impresión, pero nada específico. Ésa era la principal razón por la que no les había dicho nada más a sus amigos y, al mismo tiempo, una razón más para que decidiera ir solo.

—Pero accediste a hacer la apuesta con Realgar...

—Ah, eso —dijo Flint mientras sorteaba montículos y túmulos—. ¿Y qué enano que se tenga por tal ha rechazado nunca una apuesta?


Tasslehoff observó las puertas de bronce y después se acercó y dio una patada a una de las hojas, no porque creyera que podría abrirla de esa forma, sino porque estaba muy enfadado con ella. Le entró un hormigueo por los dedos del pie que le fue subiendo por el cuerpo hasta los hombros y se enfadó aún más.

Tas tiró la jupak al suelo, apoyó las dos manos en una de las puertas y empujó. Empujó y empujó y no ocurrió nada. Hizo un alto para limpiarse el sudor de la cara mientras pensaba que no se tomaría tantas molestias por nadie excepto por Flint. También pensó que había notado como si la puerta cediera un poco, así que volvió a empujar y esta vez cargando con todo su peso contra la hoja.

«¿Sabes quién te vendría ahora muy bien? —se dijo para sus adentros al tiempo que empujaba con todas sus fuerzas—. Fizban. Si estuviera aquí, lanzaría una de sus bolas de fuego a la puerta y así se abriría de golpe.»

Que fue exactamente lo que hizo la puerta en ese momento.

Abrirse de golpe. Con el resultado de que Tas se encontró empujando aire y luz del sol y acabó de bruces en el suelo. Caer de bruces le recordó a Tas otra cosa que Fizban habría hecho, dada la ausencia de llamas, humo y destrucción general que por lo general iban de la mano de los hechizos del viejo mago chiflado. Tas se quedó un instante tendido en la hierba y suspiró tristemente por la muerte de su amigo. Entonces, al recordar su Misión, con mayúsculas, se levantó de un salto y miró a su alrededor.

Fue en ese momento cuando se dio cuenta que la puerta de bronce se cerraba tras él. El kender saltó hacia su jupak y se las arregló para recogerla en el último instante antes de que la puerta se cerrara con estruendo. Dando media vuelta alzó los ojos al cielo y vio la tumba flotante y oyó lo que sonaba como el golpe de un mazo contra un gong. El kender se quedó embelesado.

Tas perdió unos segundos contemplando la tumba, mudo de asombro. El mazo estaba allí arriba, en esa tumba que flotaba en el aire, y Flint iba a subir para tomarlo. Tas soltó un suspiro.

—Espero que al decir esto no hiera tus sentimientos, reina Takhisis —manifestó con solemnidad—, y quiero asegurarte que aún tengo intención de visitar el Abismo algún día, pero ahora mismo el sitio donde más deseo estar de todo el mundo es ahí arriba, en la Tumba de Duncan.

Tasslehoff echó a andar en busca de su amigo.


La del príncipe Grallen era una más de las tumbas, montículos y túmulos funerarios que se habían construido alrededor del lago en el centro del valle. Allí, en torno al lago, los thanes y sus familias habían recibido sepultura durante siglos. La tumba de Grallen era la única que estaba vacía, sin embargo; no se había cerrado, a la espera de acoger un cuerpo que jamás se encontraría. Un obelisco negro y una estatua del príncipe de tamaño natural señalaban la tumba. La estatua representaba a Grallen con el uniforme de gala, pero iba sin armas. Las manos estaban tan vacías como la tumba, y la cabeza descubierta.

Kharas se detuvo delante de la estatua del príncipe, inclinada la cabeza en señal de respeto, y con el yelmo en la mano. Flint, que tenía seca la boca, se acercó despacio con el Yelmo de Grallen. No sabía qué tenía que hacer. ¿Se suponía que debía poner el yelmo dentro de la tumba vacía? Iba a dar media vuelta cuando notó un helado roce en la piel. Las manos de piedra de la estatua descansaban sobre las suyas.

A Flint le dio un vuelco el corazón. Le temblaban las manos y casi dejó caer el yelmo. Intentó moverse, pero las manos de piedra sujetaban las suyas con firmeza. Miró el rostro de la estatua, a los ojos, y vio que no era piedra inerte, sino que en ellos brillaba la vida. Los labios de la estatua se movieron.

—He tenido la cabeza descubierta, expuesta al sol y al viento, a la lluvia y la nieve, todos estos largos años.

Flint se estremeció y deseó no haber ido allí nunca. Vaciló, tratando de darse ánimo, y después, tembloroso de miedo, colocó el yelmo en la cabeza de piedra, de forma que le cubrió los ojos. La gema roja destelló.

—Voy a unirme con mis hermanos. Llevan mucho tiempo esperando para hacer juntos este tránsito.

Una sensación de paz inundó a Flint y ya no tuvo miedo. Lo embargó un sentimiento de amor abrumador, un amor que lo perdonaba todo. Soltó el yelmo casi de mala gana e inclinó la cabeza. Oyó que Arman daba un respingo y, cuando consiguió ver a través del velo de lágrimas que le empañaba los ojos, se encontró con que la estatua del príncipe llevaba ahora un yelmo de piedra.

Se obligó a tragar el nudo que tenía en la garganta, se frotó los ojos para quitarse las lágrimas que los humedecían y miró a su alrededor. Tras hallar lo que buscaba, rodeó el obelisco.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Arman, que lo seguía—. ¿Dónde vas?

—A ese arco de ahí —contestó Flint al tiempo que señalaba.

—El arco era un monumento a Kharas —comentó Arman—. Se desmoronó cuando la tumba fue arrancada de la tierra. Estuvo en ruinas mucho tiempo. Mi padre lo hizo reconstruir y volvió a dedicarlo con la esperanza de que nos condujera hasta el Mazo, pero no sirvió de nada.

Flint asintió con la cabeza.

—Tenemos que caminar a través del arco.

—¡Bah! —El escepticismo de Arman era obvio—. He caminado a través del arco incontables veces y no ha ocurrido nada.

Flint no contestó nada y reservó el aliento para dedicarlo a caminar. Como Raistlin le había recordado con tan poco tacto, no era precisamente joven. La gresca con la multitud, la caminata por el valle y el encuentro con la estatua le habían menguado mucho las fuerzas. Que él supiera, había una larga distancia hasta el Mazo.

El arco estaba hecho del mismo mármol negro del obelisco. Era muy sencillo, sin tallas, y sólo llevaba cinceladas unas palabras: «Espero y vigilo. Él no regresará. ¡Ay, lloro a Kharas!»

Flint se paró. Se meció atrás y adelante sobre los pies mientras se decidía y luego, haciendo una profunda inhalación y cerrando los ojos, echó a correr a través del arco.

—¡Lloro a Kharas! —gritó mientras lo hacía.

La carrera de Flint tendría que haberlo conducido a la hierba marchita del otro lado del arco. En cambio, las botas repicaron en un suelo de tablas de madera desvencijadas. Sobresaltado, abrió los ojos y se encontró en una estancia en penumbra con la única iluminación de un rayo de sol que se colaba a través de una aspillera en el muro de piedra.

Flint dio un respingo y soltó el aire con sobrecogimiento. Se dio la vuelta y allí estaba el arco, lejos, muy lejos de él. Oyó una voz lejana gritar «¡Lloro a Kharas!», y Arman apareció en el arco. El enano joven miró en derredor con asombro.

—¡Estamos aquí! —gritó—. ¡Dentro de la tumba! —Se puso de rodillas—. Mi destino está a punto de cumplirse.

Flint se dirigió hacia la saetera y se asomó. Allá abajo se extendía la hierba marchita, un lago iluminado por el sol y un pequeño obelisco. Abrió los ojos de par en par y retrocedió un paso con rapidez.

—¡Aprisa! ¡Cierra la entrada! —bramó, pero ya era demasiado tarde.

—¡Lloro a Kharas! —gritó una voz aguda.

Tasslehoff Burrfoot, jupak en mano, irrumpió a través del arco.

—¡Un kender! —exclamó Arman con espanto—. ¡En la tumba del Rey Supremo! ¡Esto no puede permitirse! Debe volver.

Corrió hacia Tasslehoff, que estaba tan asombrado que se le olvidó correr. Arman lo asió y se disponía a lanzarlo hacia atrás por el arco cuando de repente lo soltó.

—¡El arco ha desaparecido! —exclamó.

—Oye, si el arco ha desaparecido, ¿cómo vamos a volver abajo, al valle? —inquirió Tas mientras se levantaba del suelo.

—Quizá no volvamos —contestó Flint en tono sombrío.

33 Lagartos. Pulgas. Sabandijas

—Cuéntame más cosas sobre ese mazo —pidió Dray-yan.

—Es una vieja y mohosa reliquia enana —contestó Realgar. Observó al hombre-lagarto con desconfianza—. Nada que sea de interés para ti.

—Según lo que ha llegado a oídos de su señoría, el enano que encuentre el mazo decidirá quién ha de ser Rey Supremo —añadió Dray-yan—. Y ahora nos enteramos de que dos enanos han partido en busca de ese objeto. No le mencionaste nada de eso a lord Verminaard.

—No pensé que eso pudiera interesarle a su señoría. —Realgar estaba ceñudo.

—Todo lo contrario —dijo Dray-yan, cuya larga lengua asomó entre los dientes y volvió a meterse en la boca con rapidez—. A su señoría le interesa todo lo que ocurre aquí, en Thorbardin.

El draconiano aurak y su comandante, Grag, se encontraban a gran profundidad debajo de la montaña, reunidos con el thane theiwar. Uno de los informadores a sueldo de Dray-yan le había comunicado la noticia sobre el mazo a un mensajero draconiano, el cual la consideró lo bastante importante para recorrer los túneles secretos lo más rápido posible y despertar a Grag en mitad de la noche. Grag también lo había considerado tan importante como para despertar a Dray-yan. El mismo mensajero también tenía información respecto a los esclavos huidos y la banda de asesinos que los encabezaba.

Dray-yan y Grag viajaron rápidamente a Thorbardin para discutir esos asuntos con Realgar. El aurak se había reunido con el cabecilla theiwar en otras ocasiones, pero lo había hecho con la apariencia de lord Verminaard. Ese día Dray-yan había decidido presentarse con su verdadero aspecto.

Lord Verminaard iba de camino a Thorbardin, le había dicho a Realgar, y que su señoría estaría presente cuando el mazo se encontrara.

—En cuanto a decidir quién será el Rey Supremo, serán las hachas, las espadas y las lanzas las que decidan eso, no un pedazo de metal oxidado. —El thane se rascó la nuca, atrapó una pulga, la aplastó entre los dedos y luego la tiró a un lado.

Dray-yan era paciente y continuó con el interrogatorio. El emperador Ariakas estaba muy interesado en obtener el mazo. El aurak dudaba que al emperador le importara quién era rey de los enanos.

—Pero el mazo tiene fama de ser mágico.

Realgar lanzó al draconiano una mirada penetrante. Creía saber a qué venía aquello.

—Las Dragonlances. Te refieres a eso, ¿verdad? —Soltó una risita—. Entiendo la razón de que eso le interese a Verminaard.

Dray-yan y Grag intercambiaron una mirada. El bozak sacudió la cabeza.

—Su señoría no sabe nada de esas Dragonlances —contestó Dray-yan.

—Eran unas lanzas que mataban dragones... Y otros reptiles —añadió Realgar con una mueca desagradable.

Dray-yan dirigió una mirada sombría al theiwar. Le habría gustado estrangular al apestoso gusano. Sin embargo, tenía que mostrarse conciliador. Sus planes dependían de él.

—Informaré a su señoría sobre esas Dragonlances —dijo el aurak—. Entretanto, se supone que el mazo se encuentra en... —Había olvidado el nombre y miró a Grag.

—El Valle de los Thanes —dijo el bozak.

—Dos enanos han ido a buscarlo...

—Como si van doscientos. No lo encontrarán. Y, aunque lo hallaran, ¿qué importancia podría tener? —le dijo con sorna Realgar al aurak—. ¿O acaso te ves como el rey bajo la montaña, lagarto?

Dray-yan contestó en el lenguaje draconiano para que sólo Grag entendiera.

—Créeme, sucia comadreja, mis planes no son convertirme en Rey Supremo de un puñado de sabandijas infestadas de pulgas. Bastante fastidio será teneros de esclavos. No obstante, todos hemos de hacer sacrificios por la causa.

La cola de Grag se meció en un gesto de conformidad. Realgar, que no entendía el lenguaje draconiano, los miró alternativamente con aire irritado.

—¿Qué le has dicho?

—Le he dicho a Grag que no sueño con alcanzar tan alta distinción, thane —contestó el aurak—. Servir a mi señor Verminaard colma mis humildes ambiciones. —Hizo una pausa—. Sin embargo, no puedo decir lo mismo de lord Verminaard.

Las pobladas cejas del theiwar se fruncieron sobre los ojos entrecerrados y casi los taparon.

—¿A qué te refieres?

—¿Deberíamos decírselo? —le preguntó Dray-yan a Grag.

—El thane nos ha sido de gran ayuda —contestó el comandante draconiano a la par que asentía en un gesto solemne—. Es justo que lo sepa.

—¿Que sepa qué? —demandó Realgar.

—Consideremos lo que podría ocurrir si lord Verminaard obtuviese el Mazo de Kharas y se convirtiera en Rey Supremo de Thorbardin. Controlaría la producción de hierro. Y recibiría los beneficios.

—¡Ningún humano puede ser Rey Supremo! —gritó el theiwar estallando de rabia—. El mazo es un pedazo de metal, nada más.

—La Reina Oscura no considera el mazo un «pedazo de metal» —dijo Dray-yan—. Es posible que también esté interesada en esas picas.

—Lanzas —lo corrigió Grag—. Dragonlances.

El aurak se encogió de hombros.

—Si, como dices, el mazo sólo es un «pedazo de metal», entonces no tienes por qué preocuparte. En cambio, si el mazo posee realmente poderes mágicos, entonces el emperador Ariakas, en nombre de su Oscura Majestad, recompensará a quien se lo entregue y lo nombrará Rey Supremo de Thorbardin. Y esa persona será lord Verminaard.

—¡Verminaard no tiene derecho a gobernarnos! —declaró Realgar, malhumorado.

—La ambición de su señoría es grande, como lo son sus deseos. Lo que no implica que por eso disminuya su grandeza —se apresuró a añadir.

—Le pedí ayuda para convertirme en rey yo —señaló Realgar—. De haber sabido que planeaba reclamar el trono para sí nunca habría cerrado este trato con él. El rey seré yo, ningún otro, y menos un humano.

Rumió todo aquello durante unos instantes y después miró a Dray-yan con un interés especulativo.

—Pareces inteligente... Para ser un lagarto, se entiende.

El aurak no quiso mirar a Grag por miedo a que ambos prorrumpieran en carcajadas.

—Te agradezco esa buena opinión, thane —contestó. Luego añadió—: Ojalá su señoría la compartiera.

—Hablas como si quisieras cambiar a otro tu lealtad —comentó el theiwar—. Servir a un nuevo amo.

—Grag y yo podríamos considerarlo, dependiendo de lo que consiguiéramos por hacerlo —dijo Dray-yan.

—Una parte de los beneficios.

Los dos draconianos discutieron la propuesta.

—La comadreja se ha tragado el anzuelo —dijo el aurak en draconiano—. Tal como lo hablamos, cuando el mazo se haya recuperado yo me encargaré de distraer a los thanes o, más bien, «su señoría» los distraerá. Tus tropas entrarán en Thorbardin, se apoderarán de las fortificaciones claves enanas y las ocuparán.

—Las tropas están reunidas en el túnel, esperando mi orden —asintió Grag—. Si se encuentra el mazo, los enanos lo llevarán a la construcción que llaman Templo de las Estrellas. Una vez que los thanes se hayan reunido, bloquearemos las salidas y así los tendremos atrapados dentro a ellos y al mazo.

—Después de que su señoría sufra su triste final y el mazo esté a salvo en mis manos, tendré una charla con los thanes —dijo el aurak—. Les haré saber quién mandará de ahora en adelante. —Lanzó una mirada torva a Realgar.

—Los draconianos seremos las primeras tropas al servicio de la Reina Oscura que conquistan una nación de Ansalon —observó Grag—. El emperador Ariakas no tendrá más remedio que darnos el respeto que merecemos. Quizás algún día un draconiano pueda llevar la Corona del Poder.

Dray-yan casi podía sentir la corona en su escamosa cabeza. A regañadientes, dejó a un lado su sueño y volvió a centrarse en los asuntos que tenían entre manos.

—Grag y yo hemos hablado. Aceptamos tu oferta —le dijo a Realgar.

—Como pensaba que haríais, lagartos —repuso el theiwar con una mueca desdeñosa.

—Hemos fraguado un plan para encargarnos de su señoría —prosiguió Dray-yan—. Pero antes, a Grag y a mí nos preocupan esos seis delincuentes que han entrado en vuestro reino. Esos hombres están a sueldo de los elfos, que los enviaron a Pax Tharkas para que intentaran asesinar a su señoría. Verminaard sobrevivió al ataque, pero ellos consiguieron escapar.

—Parece que tengáis miedo a esos criminales —comentó Realgar.

A Dray-yan le temblaron las garras. Cuando tomara el mando, tenía reservado algo muy especial para el theiwar.

—No les tengo miedo —dijo—. Pero sí respeto, como deberías tenérselo tú. Son listos y hábiles y cuentan con la bendición de sus dioses.

—Y están muertos —manifestó Realgar con aire de suficiencia—. No debéis preocuparos por ellos.

La lengua del aurak salió y entró rápidamente. No creía a Realgar.

—¿Muertos? ¿Cómo? —inquirió con acritud.

Lo interrumpió un enano que llegó corriendo al sumidero que era la vivienda del thane. El enano empezó a parlotear en su lenguaje, y Realgar lo escuchó con interés. Entre la rala barba apareció una sonrisa que dejó a la vista dientes podridos. Casi al mismo tiempo, un draconiano baaz entró también, saludó y esperó a que Grag respondiera al saludo. Después le dio su informe y el comandante le comunicó las nuevas a Dray-yan.

—Un grupo pequeño de humanos se acerca a la Puerta Norte. Parece una partida de exploradores.

—¿Mis esclavos fugitivos?

—Casi con toda seguridad. Uno de ellos es ese Hombre de las Llanuras tan alto que luchó contra Verminaard. Encabeza a otros como él, seis en total, todos vestidos con pieles de animales. Un lord elfo va con ellos. También fue visto en Pax Tharkas.

—Imagino que hemos recibido la misma noticia —dijo Realgar, que observaba con atención a los draconianos—. Unos guerreros humanos han llegado a la Puerta Norte.

—Sí —admitió el aurak—. Los mismos criminales que se nos escaparon en Pax Tharkas.

—Alabada sea su Oscura Majestad —dijo Realgar mientras se frotaba las sucias manos con satisfacción—. Aquí no se nos escaparán.

—Mandaré a mis fuerzas para que acaben con ellos —empezó Grag.

—¡No, esperad! —medió Realgar—. No hay que matar a todos. Quiero que se capture al menos dos con vida.

—Un enemigo vivo es un enemigo peligroso —adujo Grag—. Matémoslos y acabemos de una vez.

—Normalmente habría estado de acuerdo —dijo Realgar—, pero necesito a esa escoria para demostrar a Hornfel y a los otros miembros del Consejo que un ejército humano planea invadirnos. Llevaré a esos espías ante el Consejo, se los mostraré y los haré confesar. Hornfel no tendrá más remedio que cerrar la Puerta Norte, lo que garantizará la continuación de nuestros tratos secretos con el ejército draconiano. Los theiwars se enriquecerán y se harán poderosos. Los hylars morirán de hambre y dentro de poco yo gobernaré bajo la montaña, con mazo o sin él.

—Sabes, por supuesto, que no hay ningún ejército humano —argüyó Grag—. Son simples esclavos desesperados. ¿Por qué iban a decir lo contrario esos humanos?

—Cuando haya acabado con ellos, no sólo asegurarán que son los cabecillas de un ejército enviado aquí para atacarnos, sino que creerán lo que confiesen. Y también lo harán quienes los oigan. Entre tanto, vosotros y vuestras tropas bajad al bosque, rastread la posición de los otros humanos y matadlos.

—No acepto órdenes de... —empezó Grag, que llevó la garra hacia la empuñadura de la espada.

—Paciencia, comandante —aconsejó Dray-yan, que añadió en su propia lengua— ... El tal Realgar será una comadreja, pero es una comadreja astuta. Haz lo que te ha dicho respecto a los esclavos. Captúralos vivos. De momento dejaremos que crea que él manda. Mientras, quiero que te asegures de que dice la verdad. Descubre si han matado a los asesinos, como afirma. Si no es así, ocúpate tú de ellos.

—¡Dejad de cuchichear entre vosotros! A partir de ahora sólo hablaréis en Común en mi presencia. ¿Qué le has dicho? —demandó el theiwar, desconfiado.

—Lo que me ordenaste que le dijera, thane —repuso el aurak con aire sumiso—. He transmitido tus órdenes a Grag y le he dicho que sus hombres han de capturar vivos a los Hombres de las Llanuras.

Realgar rezongó algo.

—Llevadlos a las mazmorras cuando los tengáis —dijo luego—. Estaré allí para interrogarlos.

—Comandante, ya has oído las órdenes del thane —dijo Dray-yan en Común. Luego miró a Realgar—. Imagino que no habrá ninguna objeción a que el comandante Grag vea los cadáveres de los seis asesinos, ¿verdad?

—Sin el menor problema —contestó Realgar—. Mandaré a algunos de los míos para que lo escolten. —Hizo un gesto a un par de theiwars que aguardaban en las sombras.

»Supongo que el tal Grag es capaz de llevar a cabo mis órdenes —agregó Realgar mientras lanzaba al comandante draconiano una mirada despectiva.

—Es muy inteligente —repuso el aurak con sequedad—. Para ser un lagarto.

34 La Tumba de Duncan. Otro Kharas más

—El yelmo estaba maldito —dijo Arman con la voz temblorosa por la ira y el miedo. Se giró hacia Flint—. ¡Nos has llevado a nuestra perdición con engaños!

A Flint se le retorcieron las entrañas. Imaginó durante un instante horrible lo que sería quedar aprisionado allí, hasta morir de hambre, y entonces recordó el roce de las manos de piedra del príncipe y la sensación de paz que lo había inundado.

—Imagino que no esperarías entrar y encontrar el Mazo tirado en el suelo, ¿verdad? —le preguntó a Arman—. Se nos pondrá a prueba, tanto si nos gusta como si no, antes de hallarlo. Tal vez muramos, pero no nos trajeron hasta aquí para morir.

Arman meditó sobre aquello.

—Seguramente tienes razón —dijo, más tranquilo—. Tendría que habérseme ocurrido. Una prueba, claro, para ver si somos dignos.

La luz del sol penetraba en rayos oblicuos por las aspilleras. Arman rebuscó en un saquillo de cuero que llevaba en el cinturón y sacó un trozo de pergamino amarillento doblado. Lo desplegó con sumo cuidado y luego se acercó a la luz para examinarlo.

—¿Qué tienes ahí? —preguntó Flint con curiosidad.

Arman no contestó.

—Es un mapa —dijo Tasslehoff, que se había acercado al enano y se asomaba por encima de su hombro—. Me encantan los mapas. ¿De dónde es?

Arman cambió de postura para darle la espalda al kender.

—De la tumba —dijo—. Lo dibujó el arquitecto que la construyó. Ha pertenecido a nuestra familia durante generaciones.

—¡Entonces todo lo que tenemos que hacer es usar el mapa para encontrar el Mazo! —exclamó Tas, entusiasmado.

—No, cabeza de chorlito, no podemos hacer eso —dijo Flint—. El Mazo se guardó después de que Duncan fue enterrado aquí. Es imposible que esté indicado en el mapa. —Miró a Arman—. ¿O sí?

—No —contestó el enano joven mientras estudiaba el mapa. Luego alzó la vista y miró a su alrededor y de nuevo bajó la vista al mapa.

—¿Te importa si echo una ojeada? —preguntó Flint.

—Es un mapa muy antiguo y muy frágil —arguyó Arman—. No debería toquetearse. —Dicho esto se lo guardó debajo del cinturón.

—Pero al menos nos indicará por dónde salir —comentó Tas—. Tiene que haber una puerta principal.

—¿Y de qué te serviría eso cuando estamos flotando a decenas de metros del suelo, cabeza hueca? —demandó Flint.

—Oh. Sí, claro.

El arco mágico a través del que habían pasado también se habría añadido tras la muerte de Duncan, sin duda creado por la misma fuerza poderosa que había arrancado la tumba del suelo y la había elevado hasta las nubes. La misma fuerza que aún podía estar al acecho en el interior de la tumba, aguardándolos.

Arman paseó por la estancia, escudriñó los rincones oscuros y se asomó por las aspilleras para echar vistazos al lejano valle. Se volvió hacia Flint.

—Lo primero que deberías hacer es buscar la salida.

—Buscaré lo que he venido a buscar: el Mazo —repuso el viejo enano, hosco.

Como si la palabra la hubiese conjurado, la nota musical resonó de nuevo. Ya no era débil, como se había oído desde abajo, sino profunda y melodiosa. Mucho después de que el sonido se hubo apagado, las vibraciones todavía seguían en el aire.

—Ese ruido pasa a través de mí de la cabeza a los pies. Hasta lo noto en los dientes —dijo Tas, encantado. Alzó la vista al techo y señaló—. Viene de allí arriba.

—Aquí hay una escalera que sube —informó Arman desde el lado opuesto de la estancia. Hizo una pausa y luego añadió con aire estirado—: Lamento haber perdido los nervios. No volverá a pasar, te lo aseguro.

Flint asintió con la cabeza, evasivo. Tenía intención de realizar su propia inspección a la estancia.

—¿Dónde estamos, según el mapa?

—Esta es la Sala de Enemigos —dijo Arman—. Esos trofeos conmemoran las batallas del rey Duncan.

Varios escudos, armas y otros implementos de guerra estaban en exhibición junto con placas de plata grabadas que relataban los triunfos del rey Duncan sobre sus enemigos, incluidas sus hazañas en la famosa guerra contra los ogros. Sin embargo, no había trofeos de la última guerra, la más amarga y terrible por disputarla contra sus semejantes.

Flint sorprendió al kender en un intento de enarbolar una enorme hacha de guerra ogra.

—¡Suelta eso! —se indignó el enano—. ¿Qué más te has metido en los saquillos?

—No he traído saquillos —hizo notar Tas, pesaroso—. Tuve que dejarlos para ponerme la armadura enana.

—En los bolsillos, entonces —barbotó Flint—. Y si descubro que has robado algo...

—¡No he robado nada en mi vida! —protestó Tas—. Robar está mal.

Flint hizo una profunda inhalación.

—Bien, entonces si descubro que has «tomado prestado» algo o has recogido alguna cosa que alguien «dejó caer...».

—Robar a los muertos está muy, pero que muy mal —aseguró Tas con solemnidad—. Y a veces hasta acarrea maldiciones.

—¿Me vas a dejar que acabe alguna frase? —rugió el viejo enano.

—Sí, Flint —contestó Tas, sumiso—. ¿Qué querías decir?

—Se me ha olvidado. Ven conmigo. —Flint estaba que echaba chispas.

Giró sobre sus talones y se dirigió hacia la esquina en la que Arman había indicado que había una escalera. Tas se desvió hacia uno de los expositores y soltó un pequeño cuchillo con empuñadura de hueso que, a saber cómo, había conseguido colársele por la manga de la camisa arriba. Dio una palmadita al cuchillo y suspiró, tras lo cual se reunió con Flint; éste contemplaba con atención varios martillos de guerra que había apoyados contra una pared.

—Supongo que estará bien que tú robes a los muertos —dijo Tas.

—¿Yo? —dijo Flint, furioso—. Yo no...

Se interrumpió al no saber muy bien qué decir.

—¿Y qué me dices del Mazo? —preguntó Tas.

—Eso no es robar —contestó el enano—. Es... hallar. Ésa es la diferencia.

—¿Así que si yo «hallo» algo puedo quedármelo? —quiso saber el kender. Después de todo, había hallado el cuchillo con mango de hueso en la manga de su camisa.

—¡Yo no he dicho eso!

—Pues claro que lo has dicho.

—¿Dónde está Arman? —Flint se había dado cuenta de repente de que Tas y él se encontraban solos.

—Me parece que ha subido por esa escalera —señaló Tas—. Cuando no chillas lo oigo hablar con alguien.

—¿Con quién rayos va a hablar? —se preguntó Flint, inquieto. Prestó atención y, en efecto, le pareció oír dos voces, una de las cuales pertenecía sin duda a Arman.

—¡Un fantasma! —dedujo Tas e hizo intención de correr hacia la escalera.

Flint sujetó al kender por el faldón de la camisa.

—No tan de prisa.

—¡Pero si es un fantasma no quiero perdérmelo! —gritó Tas al tiempo que se retorcía para soltarse.

—¡Chitón! Quiero oír de qué hablan.

Flint se acercó a la angosta escalera sin hacer ruido; Tas lo siguió, sigiloso. Además de estrecha, la escalera era empinada y no veían dónde conducían los peldaños. Poco después, Flint jadeaba y empezaba a sentir calambres en los músculos de las piernas. Continuó subiendo y de pronto se paró en seco. Dos de los peldaños de piedra sobresalían hacia afuera en un ángulo extraño y dejaban un hueco del tamaño justo para que cupiese un humano grande, más o menos. Del interior salía una luz.

—Ah, un pasadizo secreto —gruñó Flint.

—¡Me encantan los pasadizos secretos! —Tas empezó a colarse por el hueco. Flint lo asió por el tobillo y lo sacó a rastras.

—Primero yo.

El viejo enano entró a gatas al pasadizo. Al otro extremo había una pequeña puerta de madera entreabierta. Flint atisbó por el resquicio. Tas no veía nada al taparle Flint, así que forcejeó para hacerse sitio y meter la cabeza.

—La cámara mortuoria —susurró Flint—. El rey yace ahí. —Se quitó el yelmo.

Un sarcófago de mármol ornamentado se alzaba en el centro de una estancia. Tallada encima, yacía la figura del rey. Al otro extremo había dos enormes puertas de bronce y oro cerradas. Esas grandes puertas sólo se habrían abierto en ocasiones especiales, como el aniversario de la muerte del Rey Supremo. Alrededor del sepulcro, silenciosas hileras de estatuas de guerreros enanos montaban guardia para siempre. La luz arrancaba destellos de un yunque de oro situado a los pies del sarcófago y de una armadura completa de oro y acero.

Arman estaba arrodillado, con el yelmo en el suelo, a su lado. De pie ante él y contemplándolo había un enano de cabello blanco y luenga barba blanca. La edad había encorvado al anciano, pero incluso encorvado era más alto que Flint y de constitución imponente.

—No es un fantasma —susurró Tas, desilusionado—. Sólo es un viejo enano. Sin ánimo de ofender, Flint.

—¡Calla! —ordenó Flint, que le dio un puntapié al kender.

—Es un honor hallarme en tu presencia, gran Kharas —dijo Arman con voz estrangulada por la emoción.

A Flint se le desorbitaron los ojos y enarcó las cejas como si fueran a salírsele de la frente.

—¿Kharas? ¿Ha dicho Kharas? —preguntó Tas—. Ya tenemos dos Kharas: Arman y el muerto. ¿Es éste otro? ¿Cuántos hay?

Flint le dio otro puntapié, y Tas se calló y se frotó las doloridas costillas.

—Ponte en pie, joven —dijo el anciano—. No deberías inclinarte ante mí. No soy un rey, sino simplemente alguien que guarda el descanso del rey.

—Llevas aquí todos estos siglos —dijo Arman, sobrecogido—. ¿Por qué no volviste con tu pueblo, gran Kharas? Necesitamos de tu dirección a toda costa.

—Ya ofrecí consejo a mi pueblo —repuso el anciano con acritud—, pero no lo quería. No estoy en esta tumba por elección propia. Puede decirse que se me exilió a este lugar, que la insensatez de mi pueblo me mandó aquí.

Flint estrechó los ojos y se dio tirones de la barba.

—Qué modo de hablar tan extraño —masculló.

Arman había agachado la cabeza, avergonzado.

—Hemos sido unos necios, gran Kharas, pero todo eso cambiará ahora. Volverás con nosotros, nos traerás el Mazo y estaremos unidos bajo un único rey.

El provecto enano observó al joven con atención.

—¿Por qué has venido aquí, Arman Kharas?

—Para... rendir homenaje al rey Duncan —balbució Arman.

—Viniste por el Mazo, creo. —Kharas sonrió con tristeza.

—¡Lo necesitamos! —protestó a la defensiva Arman, sonrojado—. Nuestro pueblo sufre, los clanes están divididos. La Puerta Norte, clausurada durante siglos, se ha abierto. Hay rumores de guerra en el mundo de la superficie y me temo que la habrá también bajo la montaña. Si pudiera llevar el Mazo a Thorbardin, mi padre sería Rey Supremo y él... —Enmudeció sin acabar la frase.

—Y él ¿qué? ¿Qué haría? —preguntó suavemente Kharas.

—Uniría a los clanes. Daría la bienvenida a la montaña a nuestros parientes, los neidars. Abriría las puertas a humanos y elfos y restablecería las relaciones comerciales y los negocios.

—Unas metas encomiables —dijo Kharas mientras asentía sabiamente con la cabeza—. ¿Por qué necesitas el Mazo para llevarlas a cabo?

Arman parecía desconcertado.

—Tú mismo lo dijiste hace mucho tiempo, antes de irte: «Sólo cuando llegue un enano bueno y honesto a unir las naciones, reaparecerá el Mazo de Kharas. Será el símbolo de su rectitud...»

—¿Y eres tú ese enano? —preguntó Kharas.

Arman se irguió, con la cabeza bien alta.

—Soy Arman Kharas —respondió enorgullecido—. Hallé el camino hasta aquí cuando ningún otro supo encontrarlo en trescientos años.

—¿Cómo que él encontró el camino aquí? —Flint estaba ceñudo.

—¡Chist! —Ahora fue Tas el que le dio un puntapié.

—¿Por qué llevas el nombre de Kharas? —preguntó el viejo enano.

—¡Porque eres un gran héroe, naturalmente!

—Él no tenía intención de convertirse en un héroe —musitó Kharas—. Sólo era una persona fiel a sus convicciones que hizo lo que creyó que era correcto. —Miró fijamente a Arman antes de preguntar—. ¿Cómo te llamas?

—Arman Kharas —respondió el enano joven.

—No, así es como te haces llamar, pero ¿cuál es tu nombre? —insistió Kharas.

—No sé qué quieres decir. —Arman había fruncido el entrecejo—. Ése es mi nombre.

—Hablo del nombre que te dieron al nacer.

Arman se había puesto rojo como la grana.

—¿Y eso qué importa? Mi nombre es el que yo digo que es. Lo elegí y, al hacerlo, una bendita luz roja...

—Sí, sí —lo interrumpió Kharas con impaciencia—. Ya sé todo eso. ¿Cómo te llamas?

Arman abrió la boca. Volvió a cerrarla y tragó saliva. Había enrojecido aún más. Masculló algo.

—¿Qué? —Kharas se inclinó hacia él.

—Picazo —dijo Arman en tono hosco—. ¡Me llamo Picazo, pero Picazo no es nombre de héroe!

—Podría serlo —argumentó Kharas.

Arman sacudió la cabeza.

Flint gruñó; al oír el ruido, el vetusto enano giró la cabeza y lanzó una mirada penetrante hacia el pasadizo secreto. Flint retrocedió hacia las sombras y tiró del kender hacia atrás.

Kharas sonrió y se atusó la blanca barba. Luego se volvió hacia Arman.

—No has venido solo, ¿verdad? —dijo.

—Han venido otros dos conmigo. Mis sirvientes —añadió Arman, al desgaire.

—¡Sus sirvientes! —exclamó Tas—. ¿Has oído eso, Flint?

El kender esperaba que su amigo estallara en cólera o saliera corriendo y atizara a Arman con el mazo o se pusiera hecho una furia o quizá las tres cosas a la vez.

Sin embargo, Flint siguió en el mismo sitio y se limitó a darse pequeños tirones de la barba.

—¿Lo has oído, Flint? —insistió Tas en un sonoro susurro—. ¡Te ha llamado su sirviente!

—Lo he oído —contestó Flint. Dejó de darse tirones en la barba y se puso a atusarla.

—Así que sirvientes. Entonces supongo que no hace falta ponerlos a prueba —manifestó Kharas.

Una ráfaga de aire cerró la puerta de golpe y faltó poco para que le pillara el copete a Tas.

—¡Qué maleducado! —exclamó el kender, que sacudió la cabeza justo a tiempo de apartar el pelo.

—¡Ábrela! —ordenó Flint, ceñudo.

Tasslehoff sacudió la manija de la puerta y se quedó con ella en la mano.

—¡Ups!

—Tendrás una ganzúa, ¿verdad? —gruñó Flint—. Para variar, podría sernos de utilidad.

Tas se tanteó los bolsillos.

—Debo de haberlas dejado en uno de mis saquillos.

—¡Oh, por amor de Reorx! —rezongó el enano—. ¡Para lo único que sirves de vez en cuando es para forzar alguna que otra cerradura y ahora resulta que ni siquiera puedes hacer eso!

Flint acercó la oreja a la cerradura.

—¿Oyes algo? —preguntó el kender.

—No.

—¡Más vale que nos marchemos! —apremió Tas al tiempo que tiraba de la manga a su amigo—. El viejo y verdadero Kharas conducirá a nuestro Kharas hasta el mazo. ¡Tenemos que adelantarnos!

—Esto no es una carrera —contestó Flint, pero de repente dio media vuelta y empezó a bajar la escalera a toda velocidad, tan de prisa que pilló desprevenido al kender, así que Tas tuvo que apresurarse cuando reaccionó para poder alcanzarlo.

—El verdadero nombre de Arman es Picazo y el de su hermano Pico. ¡Pico y Picazo! —El kender rió divertido—. ¡Tiene gracia!

Flint no hizo comentario alguno. Llegó a la Sala de Enemigos y se puso a registrar la estancia. Golpeó las paredes y pateó el suelo para ver si había alguna trampilla.

—¡Maldita sea! ¿Cómo vamos a salir de aquí?

—¿Serviría esto? —Tas metió la mano en un bolsillo y sacó un trozo de pergamino doblado—. Es el mapa de Arman. Lo hallé, en serio —añadió poniendo énfasis en el verbo.

Le tendió el mapa a Flint.

El enano vaciló un instante antes de cogerlo.

—Se le debió de caer a Arman —masculló Flint.

35 Caramon se salta el desayuno. Grag llega tarde a comer

Escuchando la plegaria de Sturm, Tanis se sintió tranquilo y sosegado de repente. Las preocupaciones lo dejaron en paz por un instante y se quedó dormido. La tos de Raistlin lo despertó. El mago no había sufrido un ataque de tos fuerte desde hacía algún tiempo. Le mandó a Caramon que se levantara para prepararle la especial infusión de hierbas que tomaba. Para ello hubo de avivar el fuego, buscar un cazo y después hervir el agua, todo lo cual, menos mal, mantuvo ocupado al hombretón lo suficiente para que dejara de hablar de comida. Los enanos aún no les habían llevado nada de comer y Caramon empezaba a preocuparse.

Raistlin tomó la infusión a sorbos y dejó de toser. Se quedó sentado en la silla, adormecido, tan cerca de la lumbre como era posible. Sturm seguía arrodillado, encontrando al parecer alivio en sus plegarias. Tanis envidió a su amigo. Deseaba creer; lo deseaba de verdad. Sería reconfortante poner la suerte de Flint en manos de los dioses con el convencimiento de que cuidarían de él y lo guiarían. Esa misma fe le aseguraría que a Hornfel se le haría ver la verdad y cambiaría de opinión en cuanto a acoger a los refugiados.

En lugar de fe, Tanis tenía a Flint en sus pensamientos a cada paso que daba y veía oscuridad y peligro en cada esquina. Rebulló y se dio media vuelta; iba a intentar dormirse de nuevo cuando Caramon hizo una pregunta que lo despabiló con un sobresalto.

—Eh, ¿alguno de vosotros ha visto a Tas?

Tanis se puso en movimiento en cuanto tocó el suelo con los pies y empezó a buscar por la sala. Fue en vano.

—¡Maldición! ¡Pero si estaba aquí hace unos instantes!

—No sé yo —dijo Caramon al tiempo que sacudía la cabeza—. No lo he visto hace mucho rato, desde que Flint se marchó. Claro que he estado preparando la infusión a Raist...

—Sturm —llamó el semielfo, sacando al caballero de sus rezos—, ¿has visto a Tasslehoff?

Sturm se incorporó con movimientos agarrotados. Echó una rápida ojeada en derredor.

—No. No he estado pendiente de él. Lo vi antes de que Flint se marchara.

—Mira en el piso de arriba —ordenó Tanis.

—¿Por qué? —inquirió Raistlin en un ronco susurro—. ¡Sabes dónde ha ido! Ha seguido a Flint.

—Buscadlo de todos modos —dijo el semielfo con aire severo.

Buscaron debajo de cajas, dentro de armarios y en los dormitorios del primer piso, pero no había rastro del kender. Sturm aprovechó la oportunidad cuando Tanis y Caramon andaban rebuscando en el otro piso para hablar con Raistlin.

—¡Tas podría estropear el plan! ¿Qué hacemos?

—Ahora ya no hay nada que podamos hacer —dijo Raistlin con una mueca.

—Las únicas que dan la lata ahí arriba son las ratas —informó Caramon cuando Tanis y él bajaron a la sala—. Podríamos preguntarles a los guardias si lo han visto.

—Y llamaríamos la atención hacia el hecho de que ha desaparecido —argumentó Tanis—. Con los problemas que tenemos ya, sólo nos faltaba tener que decirle a Hornfel que hemos dejado suelto a un kender entre su confiada población. Además, Tas podría volver en cualquier momento.

—Y también podría atravesar un muro de piedra, pero lo dudo —dijo Sturm.

Raistlin iba a decir algo pero lo interrumpió un enano al abrir la puerta.

Se quedaron inmóviles, esperando recibir la grave noticia de que habían encontrado a Tasslehoff y lo habían arrojado al lago o lo habían encerrado en las mazmorras o algo peor.

—Desayuno —anunció el enano.

El guardia sostuvo la puerta abierta mientras otros dos enanos entraban con bandejas llenas con pesados cuencos de barro. Caramon olisqueó el apetitoso aroma y se sentó a la mesa.

Los otros intercambiaron una mirada, preguntándose si los guardias se darían cuenta de que faltaba uno de ellos. Sin embargo, a los enanos no se les ocurrió contarlos. Descargaron los cuencos de las bandejas y los repartieron por la mesa, dejaron dos hogazas de pan moreno y un par de jarras grandes de cerveza y luego salieron, cerrando la puerta tras ellos.

Todos soltaron un suspiro de alivio.

Sturm se sentó a la mesa, al igual que Tanis. Caramon ya se ocupaba de repartir la comida.

—Huele bien —dijo, hambriento. Tomó un cuenco y se lo tendió a su hermano—. Toma, Raist, son setas con salsa. Y creo que también lleva cebollas.

Raistlin giró la cabeza.

—Tienes que comer, Raist —dijo su hermano.

—Déjalo ahí. —El mago señaló una mesa que había cerca de la silla en la que estaba sentado. Entonces miró el cuenco con más atención.

Olía bien. Tanis no se había dado cuenta de que tenía hambre, pero cogió la cuchara. Sturm rezó a Paladine pidiendo que bendijera su alimento. Partiendo un buen trozo de pan, Caramon lo mojó en la salsa y se lo llevaba a la boca, goteando, cuando el Bastón de Mago le golpeó la mano y le tiró el pan al suelo.

—¡No te comas eso! —gritó el mago—. ¡No lo comáis ninguno de vosotros!

Volvió a blandir el bastón contra el cuenco de Sturm y lo lanzó al suelo, tras lo cual golpeó el cuenco que sostenía Tanis justo cuando el semielfo metía la cuchara en él.

Los cacharros se rompieron y la salsa salpicó todo. Las setas se deslizaron sobre la mesa y cayeron al suelo.

Todos miraban a Raistlin de hito en hito.

—¡Son venenosas! ¡Las setas! ¡Son mortalmente tóxicas! ¡Mirad! —señaló.

Atraídas por la comida tirada en el suelo, las ratas habían salido de sus agujeros para tener su parte. Una empezó a lamer la salsa derramada. Sólo dio un par de lametones antes de que el cuerpo del animal se estremeciera y se quedara tieso. La rata cayó pesadamente de costado y luego se quedó inmóvil. Las otras ratas o escarmentaron al ver la suerte corrida por su compañera o no les gustó el olor, porque se escabulleron de vuelta a sus agujeros.

Caramon se puso pálido y, levantándose precipitadamente de la mesa, hizo otra visita al cubo de las aguas sucias.

Sturm contemplaba, paralizado, la rata muerta.

Tanis dejó caer la cuchara. Las manos le temblaban.

—¿Cómo lo supiste? —preguntó.

—Recordarás que estuve examinando las setas cuando pasamos por aquel bosque de hongos —contestó Raistlin—. A algunos de vosotros os pareció muy divertido mi intetés. Arman y yo hablábamos del aguardiente enano que, como ya sabes, se consigue de la destilación de hongos. Lo que me pareció muy interesante fue que las setas que se usan para la preparación del aguardiente enano son inocuas y se pueden ingerir si se las deja fermentar, pero son venenosas si se comen crudas o cocinadas. Nunca había visto una planta u hongo con esa peculiaridad y tomé nota de algo tan singular. Reconocí los hongos del aguardiente enano en el guiso. Quienquiera que haya intentado matarnos dio por sentado que desconocíamos esa propiedad del hongo.

—Y la desconocíamos —admitió el semielfo—. Te estamos agradecidos, Raistlin.

—Desde luego —murmuró Sturm, que seguía con los ojos clavados en la rata muerta.

—Me pregunto quién querrá matarnos —dijo Tanis.

—¡Los enanos que trajeron el desayuno! —gritó Sturm mientras se incorporaba de un salto. Corrió a la puerta, la abrió de un tirón y salió disparado a la calle. Volvió a entrar trayendo consigo la espada de Caramon y la suya.

—No están —informó—. Y tampoco los guardias. Ahora al menos podemos recuperar nuestras armas y estaremos preparados si regresan.

—Nuestra principal preocupación tendría que ser por Flint —dijo Raistlin en tono cortante—. ¿No se os ha ocurrido pensar que si vinimos en busca del Mazo entonces podría haber otros que también lo estuvieran buscando? Otros como la Reina Oscura y sus secuaces.

—La Dragonlance fue responsable de la expulsión de Takhisis de vuelta al Abismo —dijo Sturm—. Puedes tener la seguridad de que intentará impedir que vuelvan a forjarse.

—Han intentado matarnos. Flint podría estar muerto a estas alturas —musitó Tanis.

—Lo dudo. Hasta que haya encontrado el Mazo no creo que tengan intención de matarlo —argumentó Raistlin.

—A lo mejor todos los enanos están confabulados con la oscuridad —sugirió Sturm, sombrío.

—Hubo un tiempo en el que los enanos oscuros rendían culto a Takhisis o así está escrito —dijo el mago—. Y si recuerdas, Tanis, te pregunté por qué los theiwars estaban enterados de la presencia de los refugiados en el bosque. En aquel momento no hiciste caso, pero creo que no tendremos que buscar más allá del thane theiwar para hallar la respuesta, ese tal... ¿Cómo se llama?

—Realgar. Estoy de acuerdo contigo —reconoció Tanis—, Puede que Hornfel no se fíe de nosotros o que no le caigamos bien, pero no parece el tipo de persona que se rebajaría a asesinar. Pero no veo cómo podríamos demostrarlo o pillarlos en falta.

—Muy fácil —intervino Caramon, que había vuelto a la mesa y se limpiaba la boca con el dorso de la mano—. Quienquiera que hiciera esto volverá para asegurarse de que su maniobra funcionó. Cuando entre, se llevará una sorpresa.

Raistlin, Tanis y Sturm miraron a Caramon y luego se miraron entre sí.

—Estoy impresionado, hermano —dijo Raistlin—. A veces denotas destellos de inteligencia.

—Gracias, Raist —contestó Caramon, ruborizado de placer.

—Así que fingiremos estar muertos y cuando el asesino entre...

—Lo atrapamos y lo hacemos hablar —finalizó Caramon.

—Podría funcionar —admitió Sturm—. Llevamos al asesino ante Hornfel y eso demostrará que Flint corre peligro.

—Y Tas —les recordó Caramon.

—Dondequiera que esté —dijo Tanis con un suspiro. En los últimos minutos había olvidado por completo al kender.

—Hornfel tendrá que dejarnos ir en busca de Flint —concluyó Sturm.

Tanis no estaba muy seguro respecto a eso, pero al menos el atentado contra sus vidas pondría a los thanes a la defensiva, a menos que todos ellos estuviesen metidos en aquello.

—El asesino esperará encontrar nuestros cadáveres. ¿Cómo estaríamos si nos hubiésemos envenenado?

—Qué mala suerte que los cuencos se hayan roto —comentó Sturm—. Eso nos delatará.

—En absoluto —lo contradijo Raistlin en tono frío—. Lo lógico es que los cuencos se nos cayeran y los golpeáramos en los estertores de la muerte. Y ahora, si me permitís, dispondré nuestros cuerpos para conseguir un buen golpe de efecto.


Cuanto más lo pensaba Realgar, menos le gustaba la idea de que Grag anduviera de aquí para allá por el Árbol de la Vida para ver los cuerpos de los criminales asesinados. El thane theiwar había discutido larga y vehementemente y con bastante lógica que Grag —al ser un «lagarto» como lo llamaba Realgar, con alas y cola incluidas— no pasaría inadvertido. Los cadáveres no iban a ir a ninguna parte y Grag podría esperar a verlos cuando el Mazo estuviera ya a buen recaudo en manos theiwars.

Sin embargo, Dray-yan insistió. No se fiaba de esos criminales y tampoco de los theiwars. Quería estar seguro de que los humanos estaban muertos, como le habían prometido. Grag iría disfrazado, oculto bajo la capa y el capuchón. Los enanos se fijarían en el alto bozak; eso era algo que no podía evitarse. Pero había corrido la voz sobre la presencia de humanos en Thorbardin, así que a Grag lo tomarían por uno de ellos.

Realgar acabó por aceptar porque no le quedaba otro remedio. Detestaba a los «lagartos», pero los necesitaba a ellos y a su ejército para conquistar y someter a los otros clanes. Los guerreros-lagarto de Grag ya habían demostrado su valía al emboscar a un grupo de humanos bárbaros que había entrado por la Puerta Norte. Y los draconianos no sólo habían capturado a los humanos, sino que también habían tomado prisionero a un lord elfo.

A los cautivos se los había puesto en manos theiwars para que los sometieran a interrogatorio. A Grag le habría gustado estar presente, pero Dray-yan le dijo que no hacía falta, que ya sabían todo lo que necesitaban saber de esos humanos. Realgar sólo tenía que convencer a uno o dos de ellos de que «dijeran la verdad» obligándolos a admitir que habían ido a Thorbardin con el propósito de invadir el reino enano y ahí acabaría todo para ellos. Tras pasar unos minutos viendo los «métodos» de interrogatorio, Grag había tenido que reconocer que los theiwars sabían bien lo que hacían en lo referente a torturar. No le cabía duda de que en seguida tendrían una confesión.

Realgar estaba tomándose muchas molestias sin necesidad, pensó Grag. Una vez que Thorbardin estuviese en su poder, sus tropas y él iban a matar a los esclavos de todas formas. Aun así, como señaló Dray-yan, fomentar la desconfianza entre humanos y enanos beneficiaría a su causa. Que los hylars creyeran que los humanos habían estado a punto de invadir su reino. Después de eso, no parecía probable que volvieran a fiarse de ningún humano.

Satisfecho con la idea de que todo marchaba según lo planeado, Grag acompañó a cuatro enanos oscuros a la posada. Realgar no fue con ellos. El thane theiwar había pedido una reunión del Consejo de Thanes para tratar un asunto urgente. Se proponía llevar a dos de los prisioneros y mostrárselos a los otros thanes.

—Esta revelación sumirá en el caos al Consejo —le dijo el aurak a Grag— y así dispondrás de tiempo para formar a tus tropas y situarlas en posición. De ese modo tendremos a todos los thanes limpiamente atrapados en la misma ratonera.

—Incluido a Realgar —añadió Grag mientras abría y cerraba las garras en un gesto de ansia.

—Incluido ese inmundo gusano. Y cuando lleven el Mazo de Kharas, «su señoría» estará presente para recibirlo.

—Verminaard ha desarrollado un plan excelente —dijo Grag con una sonrisa—. Qué mala suerte que lo eche a perder. Menos mal que sus dos brillantes lugartenientes estarán presentes para salvar la situación.

—Brindo por ellos. —Dray-yan alzó una jarra con aguardiente enano.

Grag alzó la suya y las entrechocaron, tras lo cual echaron un buen trago. Hacía poco tiempo que los draconianos habían descubierto ese fuerte licor destilado por los enanos y los dos estaban de acuerdo en que si bien los enanos podían ser una raza de cretinos peludos y repugnantes, sí sabían hacer bien dos cosas: forjar acero y destilar una buena bebida.

El comandante bozak aún saboreaba el aguardiente en la lengua y sentía el fuego abrasador en el estómago cuando bajó del transbordador en el que había viajado junto a sus acompañantes theiwars a través del lago hasta el Árbol de la Vida de Hylar. Realgar y sus dos cautivos —ambos vapuleados y ensangrentados— iban en el mismo transbordador.

Los cautivos iban cubiertos con sacos de arpillera para mantener en secreto su identidad hasta el gran momento de Realgar ante los otros thanes. Los dos hombres yacían inconscientes en la proa del transbordador, aunque de vez en cuando alguno de ellos gemía. Uno de los cautivos era un bárbaro, un hombre muy alto identificado como el cabecilla de los refugiados. El otro era el lord elfo. Las escamas de Grag tintineaban por la peste de la sangre elfa. El bozak esperaba que Realgar no lo matara. Grag odiaba a todas las gentes de Ansalon, pero en su corazón tenía un sitio especial reservado a los elfos.

El bozak notó que la sangre empezaba a filtrarse por el saco de arpillera. Se preguntó si Realgar planeaba arrastrar a los cautivos a través de la ciudad hasta la Sala de Thanes sin llamar demasiado la atención.

Al parecer esos detalles no preocupaban a Realgar, que contemplaba el Árbol de la Vida a través de las rendijas de la máscara mientras hablaba en un tono engreído del día en el que su clan abandonaría las malsanas y húmedas cuevas para trasladarse a ese lugar selecto. Se refirió a ciertos negocios fundamentales de los que tenía pensado que se hicieran cargo los suyos. En cuanto a su residencia, se instalaría en la casa en la que vivía actualmente Hornfel. Hornfel ya no la necesitaría porque iba a trasladarse al Valle de los Thanes.

Grag oía las bravatas jactanciosas del enano oscuro y sonreía para sus adentros.

Pocos theiwars realizaban el transbordo desde el territorio de su clan al Árbol de la Vida, ya que era escaso el intercambio comercial entre theiwars y hylars en la actualidad. El muelle en el que los theiwars atracaban estaba vacío. Realgar y sus hombres sacaron a los cautivos del transbordador sin que nadie se fijara en ellos. Sin embargo, una vez que entraron en las calles se cruzaron con la muchedumbre que todavía rondaba por allí y hablaba en tono acalorado del detestado neidar que buscaba «su» mazo. Pocos prestaron atención a los theiwars o a los sacos de arpillera manchados de sangre que cargaban. A los que lo hicieron se les dijo que los theiwars habían hecho «matanza de cerdos».

Grag y sus guías se separaron de Realgar. Los enanos que andaban por las calles lanzaron miradas torvas al draconiano y, como se suponía que era un Alto, le tocó aguantar sus insultos. Eso no lo afectó en absoluto y siguió adelante, sonriente, arrastrando por los adoquines los pies envueltos en trapos para ocultar las garras.

Los theiwars condujeron a Grag a la parte de la ciudad donde los Altos se albergaban. No habían avanzado mucho cuando dos figuras se apartaron de las sombras del edificio donde habían permanecido ocultas y se acercaron de prisa a los guías del draconiano. Eran theiwars. Parlotearon en su jerga enana durante largos segundos; los dos señalaron la posada mientras reían entre dientes y hacían muecas. Luego indicaron con un gesto a dos enanos hylars tirados en un callejón, atados de pies y manos y con sacos cubriéndoles la cabeza.

Grag esperó con paciencia a que alguien le dijera qué pasaba. Por fin, uno de los theiwars se volvió hacia él.

—Hecho. Puedes ir a informar a tu amo que los Altos están muertos.

—Tengo órdenes de comprobarlo personalmente —dijo Grag—. ¿Dónde están los cuerpos?

El theiwar se puso ceñudo.

—En esa posada al final de la calle, pero es una pérdida de tiempo y alguien podría descubrirnos. Los hylars podrían llegar en cualquier momento.

—Correré el riesgo —insistió el draconiano, que echó a andar hacia el edificio y entonces se detuvo y señaló a los enanos hylars—. ¿Qué pasa con ésos? ¿Están muertos?

—Pues claro que no —replicó el theiwar, desdeñoso—. Nos los llevamos con nosotros.

—Sería más fácil matarlos —comentó Grag.

—Pero menos lucrativo —repuso el theiwar con una mueca burlona.

Grag puso los ojos en blanco.

—¿Seguro que los Altos de ahí dentro han muerto o es que planeáis retenerlos para pedir rescate? —preguntó, severo.

—Puedes verlo por ti mismo, lagarto —se mofó el theiwar y le señaló una ventana rota.

Grag se asomó por ella y reconoció a los humanos de Pax Tharkas. Allí estaba el caballero solámnico, que ya no tenía un aspecto tan caballeresco despatarrado bajo la mesa. El semielfo yacía a su lado. El mago estaba desplomado en una silla. A Grag le alegró ver al mago entre los muertos. Había sido un tipo enfermizo y débil, según lo recordaba el bozak, pero los hechiceros siempre daban problemas. El guerrero musculoso y grandullón estaba tendido junto a la puerta. Seguro que el veneno había tardado más en hacerle efecto a él. Quizás había intentado salir para pedir auxilio.

—Parecen muertos —admitió—, pero tengo que examinar los cuerpos para asegurarme.

Se encaminó hacia la puerta y de repente se encontró con todos los theiwars alineados delante de él y asestándole una mirada fulminante entre las rendijas de los ojillos casi cerrados.

—¿Y ahora qué pasa? —demandó.

Uno de los theiwars lo apuntó con un dedo mugriento.

—No se te ocurra saquear los cuerpos. Cualquier cosa de valor que tengan encima nos pertenece a nosotros.

Todos los demás theiwars asintieron con un enérgico cabeceo.

Grag los miró con asco y empezó a empujarlos para abrirse paso. Los theiwars parecían decididos a oponerse, pero Grag dejó claro que no estaba dispuesto a aguantar tonterías. Llevó la mano a la empuñadura de la espada y los theiwars, sin dejar de rezongar, se apartaron a un lado de la puerta. Cuando Grag la abrió, dos theiwars se colaron dentro como rayos, se acuclillaron al lado del grandullón que estaba caído cerca de la puerta y empezaron a dar tirones de las botas de piel para quitárselas. Los otros dos entraron también a la carrera y se dirigieron directamente al mago muerto.

El draconiano entró más despacio, sin apartar los ojos del caballero. Los malditos solámnicos eran huesos duros de roer a la hora de acabar con ellos. De hecho, a Grag le pareció que el caballero tenía un aspecto muy saludable para estar cadáver. Grag había desenvainado la espada y se inclinaba sobre el solámnico para comprobar si quedaba pulso en él cuando a su espalda estalló un coro de chillidos aterrados; los gritos se cortaron bruscamente con un repugnante ruido que le recordó el que harían melones demasiado maduros al reventar, aunque era el de dos cabezas theiwars que chocaron una contra otra.

A eso lo siguió casi de inmediato un destello cegador, un alarido y una maldición. El caballero y el semielfo, los dos, se incorporaron a un tiempo, con celeridad. Medio cegado por el estallido de luz, Grag arremetió contra ellos con la espada. El semielfo volcó la mesa y paró eficazmente la estocada.

—¡Es un draconiano! —gritó el caballero a la par que blandía su espada.

Grag se agachó y esquivó el golpe.

—¡No lo matéis! ¡Atrapadlo vivo! —gritó alguien.

El bozak imaginó que sólo contaba consigo mismo para librar esa batalla y una ojeada a la ventana le demostró que estaba en lo cierto. Los dos theiwars que seguían vivos, chamuscados pelo y barba, corrían tan de prisa como podían calle abajo.

Grag los maldijo entre dientes. Tenía dos guerreros competentes y expertos ante él, pero el que más le preocupaba era el mago que estaba a su espalda. Grag estaba a punto de superar al semielfo cuando oyó un cántico. De repente se sintió soñoliento y se tambaleó. Sabía reconocer un conjuro cuando lo oía entonar y luchó contra sus efectos, pero la magia lo venció.

Lo último que vio mientras se desplomaba en el suelo fueron pétalos de rosa que descendían suavemente sobre su cabeza.


—Así es como los enanos oscuros sabían de nuestra llegada y de la presencia de los refugiados —dijo Raistlin.

Estaba de pie junto al inconsciente draconiano mientras Sturm y Caramon ataban las manos y los pies con garras de la criatura.

»Te advertí en la reunión del Consejo, Tanis, que era importante saber eso.

—Ya he dicho dos veces que lo siento —protestó el semielfo, impaciente—. La próxima vez te haré caso, lo prometo. Ahora la cuestión es ¿qué significa esto? ¿Qué hacen los draconianos en Thorbardin?

—Lo que significa es que Verminaard y sus tropas están aliados con los enanos —manifestó Sturm.

Tanis sacudió la cabeza. Se apartó y de repente asestó un violento puntapié a la pata de la mesa.

—¡Maldita sea! ¡Insté a los refugiados a que abandonaran el valle donde estaban a salvo y los he conducido directamente a una trampa! ¿Cómo puedo haber sido tan estúpido?

—Puede que algunos enanos estén aliados con la Reina Oscura —dijo lentamente Raistlin, que pensaba en voz alta—, pero no creo que Thorbardin haya caído en su poder. No nos habrían llevado ante el Consejo de ser así. Dudo que Hornfel o los otros thanes estén enterados de esto y si quieres más pruebas de ello, Tanis, fíjate que este draconiano va disfrazado. Si los draconianos mandaran en Thorbardin éste no habría intentado ocultar su identidad. Mi suposición es que Verminaard se ha aliado con los enanos oscuros, lo que significa Realgar y posiblemente ese otro thane, Ranee.

—Eso tiene sentido, Tanis —opinó Sturm—. Es probable que Hornfel y los otros no sepan nada de esto.

—Que es la razón por la que los theiwars nos arrojaron piedras cuando entramos en Thorbardin y han intentado envenenarnos ahora —terció Caramon—. ¡Tienen miedo de que se lo contemos a Hornfel!

—Que es exactamente lo que vamos a hacer —dijo Raistlin—. Debemos mostrarle este ejemplar, que es la razón por la que os urgí a no matar al draconiano.

—Estoy de acuerdo en que hay que llegar hasta Hornfel, pero ¿cómo? —planteó el semielfo.

—Ésa es la parte fácil —dijo Sturm, sombrío—. Sólo tienes que salir por la puerta. Los enanos que te prendan te llevarán inmediatamente ante los thanes.

—Eso, si antes no lo matan —comentó Raistlin.

—Iré yo —se ofreció Sturm.

—Tú no hablas enano —arguyó Tanis—. Dadme un tiempo razonable para encontrar a Hornfel. Esperad aquí un poco y después traed al draconiano a la Sala de los Thanes.

Bajó la vista hacia el bozak, que empezaba a volver en sí.

—Creo que está recobrando el conocimiento. Deberías echarle otro hechizo.

—He de dosificar mis fuerzas —respondió el mago—. Un golpe en la cabeza servirá igual y yo no tendré que agotarme más.

—No ocasionará problemas, Tanis, no te preocupes —aseguró Caramon mientras abría y cerraba las manazas.

El semielfo asintió con la cabeza. Pasó por encima de los muebles rotos y de los dos theiwars que yacían en el suelo y luego se paró en la puerta.

—¿Qué pasa con Flint? ¿Y con Tas?

—Están fuera de nuestro alcance —repuso quedamente Raistlin—. Ahora ya no podemos hacer nada para ayudarlos.

—Excepto rezar —añadió Sturm.

—Eso te lo dejaré a ti —dijo Tanis, que a continuación salió de la posada para que lo arrestaran.

36 El hallazgo de Tasslehoff. La pared de Flint. Más escaleras

Flint y Tas estaban en cuclillas en la Sala de Enemigos, con el mapa extendido ante ellos en el suelo. La dorada luz del sol que había brillado a través de las angostas saeteras había perdido fuerza al sumergirse en una espeluznante bruma teñida de un matiz rojizo. Flint tenía la extraña sensación de estar envuelto en un ocaso. Zarcillos de niebla se colaban en la sala y dificultaban la visión.

—Ojalá supiera leer enano —dijo Tas, que sostenía un farol que Flint había llevado consigo de la posada de forma que la luz diera en el mapa—. ¿Qué significa ese garabato?

Flint apartó la mano del kender con un cachete. —¡No toques! Y deja de menearte, que mueves la luz. Tas se metió la mano en el bolsillo para que se comportara bien e intentó no moverse.

—¿Por qué crees que Arman dijo que eres su sirviente, Flint? Eso no estuvo bien y menos después de todo lo que has hecho por él.

Flint rezongó algo entre dientes.

—No he pillado eso que has dicho —parloteó el kender; pero, antes de que Flint pudiera repetirlo, la nota musical sonó de nuevo y reverberó por toda la sala.

Tas esperó a que los ecos se apagaran y entonces volvió a intentarlo.

»¿Tú qué crees, Flint?

—Creo que el Mazo está aquí. —Flint puso el corto y grueso índice en el mapa.

—¿Dónde? —Tas se inclinó, anhelante.

—¡Ya estás otra vez moviéndote! —El viejo enano lo fulminó con la mirada.

—Lo siento. ¿Dónde?

—En lo más alto. En lo que llaman la Cámara Rubí. Al menos, ahí es donde yo pondría un mazo si quisiera dejarlo donde nadie pudiera encontrarlo. —Se incorporó con movimientos agarrotados y se frotó las doloridas rodillas. Dobló el mapa con cuidado y se lo metió debajo del cinto—. Iremos allí después de buscar a Arman.

—¿Arman? —repitió Tas, estupefacto—. ¿Por qué vamos a buscarlo?

—Porque es un joven mentecato y alguien tiene que ocuparse de él —rezongó Flint.

—Pero está con Kharas y Kharas es un enano bueno y honorable. Al menos es lo que todo el mundo no deja de repetir.

—Estoy de acuerdo con el kender —dijo una voz desde las sombras—. ¿Por qué te preocupas por el hylar? Después de todo, es uno de tus enemigos de toda la vida.

Flint sacó velozmente el mazo del correaje y, en su precipitación, olvidó que se suponía que tenía que fingir que pesaba mucho.

—Acércate a la luz, donde te pueda ver —dijo Flint.

—Desde luego. No necesitas tu arma —contestó el enano, que entró en el círculo de luz del farol.

Tenía la barba larga y tan blanca como el cabello y la cara tan arrugada como una manzana seca. Los ojos eran oscuros y penetrantes, tan límpidos como los de un recién nacido. Su voz sonaba firme, profunda y juvenil.

—Un extraordinario martillo de guerra el que sostienes. —El anciano lo observó con los ojos entrecerrados por la brillante luz—. Creo recordar uno igual a ése.

—Pues vas a sentirlo en la cabeza si te acercas más —advirtió Flint—. ¿Quién eres?

—¡Es otro Kharas, como el que estaba en la tumba con Arman! —dijo Tas—. ¿Cuántos son ya con éste? ¿Tres o cuatro?

El anciano adelantó otro paso y Flint enarboló el mazo.

—Quédate donde estás.

—No estoy armado —manifestó suavemente Kharas.

—Los fantasmas no necesitan armas —repuso Flint.

—Para ser un fantasma se lo ve muy, pero que muy sólido, Flint —susurró Tas.

—El kender tiene razón. ¿Qué te hace pensar que no soy quien digo ser?

—¡Bah! —resopló Flint con desdén—. ¿Por quién me tomas? ¿Por un enano gully?

—No, te tomo por un neidar que se llama Flint Fireforge. Sé mucho sobre ti. He tenido una charla con un amigo tuyo.

—Arman no es mi amigo —replicó el viejo enano, malhumorado—. Ningún Enano de la Montaña es amigo mío. ¡Y tampoco soy su sirviente!

—Nunca pensé tal cosa. Y no me refería a Arman.

Flint volvió a resoplar.

—Dejemos eso ahora —sugirió el más reciente Kharas. Una sonrisa hizo que la cara se le llenara de arrugas—. Me interesa saber por qué vas a buscar a Arman. Viniste aquí para hallar el Mazo de Kharas.

—Y me iré de aquí con el Mazo de Kharas y con el joven Arman —manifestó en tono decidido Flint—. Así que vas a decirme qué has hecho con él.

—No le he hecho nada. —Kharas se encogió de hombros—. Le dije dónde podía encontrar el Mazo. Sin embargo, puede que tarde un poco en dar con él. Por lo visto ha perdido su mapa.

—Lo dejó caer —aclaró Tas con aire apesadumbrado.

—Sí, es lo que imaginé que podía haber pasado —comentó Kharas con un atisbo de sonrisa—. ¿Y si te dijera, Flint Fireforge, que está en mis manos conducirte directamente al Mazo?

—¿Y arrojarnos a un pozo o empujarnos desde lo alto de una torre? No, gracias. —Flint sacudió el martillo de guerra en dirección al otro enano—. Si de verdad no pretendes hacernos daño, ocúpate de tus asuntos y déjanos en paz. Y deja en paz también a Arman. No es un mal chico, sólo está ofuscado.

—Necesita que se le dé una lección —dijo Kharas—. Todos los Enanos de la Montaña merecen que se les dé una lección, ¿verdad? ¿No era eso lo que siempre has pensado?

—¡No es asunto tuyo lo que piense yo! —increpó Flint, ceñudo—. Sal de aquí y ve a ocuparte de lo que quiera que te ocupes en este lugar.

—Lo haré, pero antes te propongo una apuesta. Te apuesto tu alma a que Arman acaba con el Mazo en su poder.

—Acepto la apuesta —dijo Flint—. De todas maneras, todo esto es una majadería.

—Ya veremos —contestó Kharas, cuya sonrisa se ensanchó—. Recuerda que te ofrecí mostrarte dónde hallar el Mazo y rechazaste mi ayuda.

El anciano enano retrocedió hacia la arremolinada neblina rojiza y desapareció. Flint se estremeció de pies a cabeza.

—¿Se ha ido?

Tas se acercó donde había estado el enano y agitó las manos entre la niebla.

—No lo veo. Oye, si se llevara tu alma, Flint, ¿puedo verlo?

—¡Menudo amigo eres! —Flint bajó el martillo de guerra, pero siguió con él en las manos, por si acaso.

—Espero que no lo haga —aclaró cortésmente el kender, y lo decía de verdad. Bueno, lo decía casi de verdad—. Pero si se la lleva...

—Oh, cierra el pico de una vez. Ya hemos perdido mucho tiempo parloteando con eso, fuera lo que fuera. Hemos de encontrar a Arman.

—No, tenemos que encontrar el Mazo —lo contradijo Tas—. O en caso contrario Kharas ganará la apuesta y se quedará con tu alma.

Flint sacudió la cabeza y echó a andar, de nuevo en dirección a la escalera.

—¿Volvemos a ese pasadizo secreto? —preguntó el kender mientras subían los peldaños—. Oye, ¿sabes una cosa? No llegamos al final de la escalera. ¿Dónde conducirá? ¿Qué crees que habrá allá arriba? ¿Dónde está el mapa?

Flint se paró en un peldaño, se giró y alzó un puño.

—Si vuelves a hacerme otra pregunta, te... ¡Te amordazo con tu propia jupak!

A continuación reanudó el ascenso por la escalera; ahogó un gemido al tiempo que lo hacía. Era muy empinada y, como le había recordado Raistlin, ya no era un enano joven.

Tas le iba pisando los talones y se preguntaba cómo lo podían amordazar a uno con una jupak. Tenía que acordarse de preguntárselo después.

Llegaron al punto donde había estado el pasadizo secreto, pero ahora ya no había nada allí. Los peldaños tras los que había estado oculto se habían colocado en su sitio y, por más que lo intentó, Flint fue incapaz de volver a retirarlos. Se preguntó cómo habría encontrado Arman el pasadizo. El enano anciano que decía ser Kharas probablemente tenía algo que ver en ello. Encorajinado y farfullando entre dientes, Flint subió la escalera hasta el final.

Una vez allí, consultó el mapa. Había llegado al segundo nivel de la tumba. Allí había galerías, antesalas, el Paseo de los Nobles y un salón de banquetes.

—Los thanes tendrían que haber asistido a un gran banquete en honor al rey fallecido —murmuró Flint—. Al menos, ésa era la intención de Duncan, sólo que el banquete de su funeral nunca se celebró. Los thanes peleaban por la corona y Kharas fue el único asistente al funeral. —El enano echó un vistazo a la oscuridad y añadió en tono sombrío—: Y quienquiera que levantara en el aire la tumba y la dejara flotando entre las nubes.

—Pues si no celebraron el banquete, a lo mejor queda algo de comida —comentó Tas—. Me muero de hambre. ¿Por dónde está el salón de banquetes? ¿Por aquí?

Antes de que Flint tuviese tiempo de contestar, el kender salió corriendo por el corredor.

—¡Espera! ¡Tas! ¡Cabeza de chorlito! ¡Que te llevas el farol! —gritó Flint a la penumbra envuelta en niebla, pero el kender había desaparecido.

Con un suspiro, el viejo enano fue tras él pisando con fuerza en el suelo.

—¡Qué rabia! —exclamó Tas al ver que en la mesa de banquetes no había nada excepto una gruesa capa de polvo—. No queda nada. Supongo que los ratones se lo comerían o tal vez se lo zampó Kharas. En fin. De todos modos, al cabo de trescientos años no creo que la comida supiera muy bien.

Tas deseó de nuevo haber llevado consigo sus saquillos. Por lo general siempre encontraba en ellos algo que le servía de tentempié, como una empanada de carne, pastelillos o uvas que no estaban tan mal una vez que uno les quitaba las pelusillas pegadas. Sin embargo, pensar en comida le daba más hambre, así que apartó esa idea de su mente.

La mesa de banquetes no tenía nada interesante. Tas paseó alrededor por si habían quedado algunas miguitas de algo. Oyó a Flint chillar a los lejos.

—¡Estoy aquí, en el salón de banquetes! —respondió a voces—. ¡No hay comida, así que no hace falta que corras!

Eso provocó más gritos del enano, pero Tas no entendió lo que su amigo decía. Algo sobre Arman.

—Supongo que lo está buscando —musitó el kender, así que gritó el nombre del enano joven un par de veces, para llamarlo, aunque sin mucho entusiasmo. Se asomó debajo de la mesa y curioseó en uno o dos rincones.

No encontró a Arman, pero sí halló algo y eso era mucho más interesante que un arrogante enano joven que siempre pronunciaba la palabra «kender» como si hubiese mordido un higo pocho. En un rincón de la sala había una silla y al lado de la silla, una mesa. En la mesa había un libro, pluma y tinta, así como unos anteojos.

Tas sostuvo el farol cerca del libro y vio que tenía garabatos en la portada. Imaginó que era otra cosa escrita en el idioma enano. Entonces se le ocurrió que quizás eran signos de la escritura de la magia y que el libro fuera de hechizos, como los que Raistlin guardaba y que nunca le dejaba echar ni una pequeña ojeada, por mucho que le hubiese prometido que sería muy, muy, muy cuidadoso y que no arrugaría las páginas ni derramaría té en ellas. En cuanto a los anteojos, eran de aspecto corriente o lo habrían sido salvo por el hecho de que las lentes, en lugar de ser transparentes como las de todos los anteojos que había visto en su vida, eran de un color rojo rubí.

El kender estaba indeciso y no sabía por qué inclinarse, si por el libro —se detuvo cuando iba a cogerlo— o por los anteojos; la mano se le fue hacia ellos, pero después volvió hacia el libro. Por fin se le ocurrió que podría tener las dos cosas si se ponía los anteojos y miraba el libro con ellos.

Tomó los anteojos y se los enganchó en las orejas; al ponérselos, notó que parecían hechos justo a su medida. Casi todos lo que había tenido puestos eran demasiado grandes y se le resbalaban por la nariz, pero éstos le quedaban bien encajados. Complacido, el kender miró por las lentes y vio que los cristales carmesí hacían la niebla de tinte rojizo aún más roja que antes. Aparte de eso, los anteojos no hacían nada fuera de lo normal. No le hacían ver borroso, como pasaba con los otros que se había probado. Pensando que éstos no servían para gran cosa, Tas tomó el libro y escrutó el título.

La historia de Duncan, Rey Supremo de Thorbardin, con narraciones completas de las Batallas de los Ogros, la Guerra de Dwarfgate y las ulteriores ramificaciones trágicas conducentes al malestar social. ¡Uf! —resopló Tas e hizo una pausa para que la lengua le volviera a su posición normal, ya que se le había enredado con esa última parte.

Flint apareció atisbando entre la niebla.

—Tasslehoff, cabeza hueca, ¿dónde demonios te has metido?

Tas se quitó bruscamente los anteojos y se los guardó en un bolsillo. Los había hallado abandonados en un rincón, lo que los convertía en un blanco legítimo, pero no estaba seguro de que Flint lo entendiera así y no quería perder tiempo en discusiones.

—Estoy aquí —llamó.

—¿Haciendo qué? —demandó el enano y al ver la luz avanzó hacia él.

—Nada —contestó Tas, dolido—. Sólo echaba un vistazo a este viejo libro. Sé leer enano, Flint. No sé hablarlo ni entenderlo, pero sé leerlo. ¿No te parece interesante?

Flint apartó el farol y miró el libro.

—Eso no es enano, majadero. No sé qué es. ¿Alguna señal de Arman?

—¿Quién? ¡Ah, él! No, pero echa un vistazo a este libro. Es sobre el rey Duncan. Eso dice el título, además de un montón de cosas más sobre ramas de no sé qué y molestia social.

Dejó de hablar porque de repente ya no podía leer el título. Las palabras volvían a ser garabatos, espirales, puntos, guiones y floreos. Cuando había mirado con los anteojos eran palabras. Cuando lo miraba ahora, con los anteojos metidos en el bolsillo, ya no lo eran. Tas tuvo la impresión de saber lo que pasaba.

Miró de soslayo a Flint para comprobar si lo observaba. El enano llamó otra vez a Arman, pero sin tener respuesta.

—Esto no me gusta —rezongó Flint.

—Si anda por ahí buscando el Mazo no es probable que quiera decirnos dónde está, ¿verdad? —hizo notar Tasslehoff—. Quiere ganarnos.

Flint gruñó y se frotó la nariz y después volvió a rezongar mientras sacaba el mapa. Sosteniéndolo en la mano se acercó a una pared, la observó fijamente y luego le dio golpecitos con la punta del dedo. Miró el mapa y después miró de nuevo la pared, fruncido el entrecejo.

—Aquí tiene que haber una puerta oculta en algún sitio. —Se puso a dar golpes en la pared con el martillo—. Según el mapa, el Paseo de los Nobles está al otro lado, pero no se me ocurre cómo llegar allí.

Tas sacó los anteojos del bolsillo, se los puso delante de los ojos y miró el libro. En efecto, las «ramificaciones» y las «ulteriores» volvieron a aparecer. Tas observó a Flint a través de los anteojos para ver si con ellos veía diferente a su amigo.

Flint tenía el mismo aspecto, con gran desencanto de Tas. La pared, sin embargo, había cambiado mucho. De hecho, ni siquiera era una pared.

—No hay pared, Flint —le dijo Tas—. Sigue andando y entrarás en un vestíbulo oscuro con estatuas colocadas en fila.

—¿Qué quieres decir con que no hay pared? ¡Pues claro que la hay! ¡Mírala!

Mientras Flint se volvía hacia él, iracundo, Tas se quitó los anteojos y los escondió a la espalda. Aquello era lo más divertido que había visto hacía mucho tiempo. La pared volvía a estar allí. Una sólida pared de piedra.

—¡Anda! —exclamó el kender, asombrado.

—Deja de perder tiempo y ven a ayudarme a buscar la puerta secreta —lo regañó Flint—. Al otro lado de esta pared está el paseo. ¡Hay que recorrerlo, subir una escalera y luego subir otra y estaremos en la entrada de la Cámara del Rubí, con el Mazo! —Se frotó las manos—. Estamos cerca. ¡Muy cerca! ¡Sólo tenemos que encontrar la forma de pasar por esta condenada pared!

Empezó a golpear de nuevo la pared de piedra. Tas alzó los anteojos, echó otro vistazo y luego, escondiéndolos en el bolsillo, echó a andar hacia la pared con los ojos cerrados —por si acaso los anteojos se equivocaban y se aplastaba la nariz— y fue directamente hacia la piedra.

Oyó a Flint bramar y después oyó que el bramido se quedaba atascado en la tráquea del enano de forma que se transformó en un ruido estrangulado, tras lo cual Flint empezó a gritar.

—¡Tas! ¡Cabeza hueca! ¿Dónde te has metido?

El kender giró sobre sus talones. Veía a Flint con toda claridad, pero al parecer el enano no lo veía a él, porque Flint corría de un lado a otro por delante de la pared de piedra que no estaba allí.

—Estoy al otro lado —llamó Tas—. Te lo dije. No hay pared. Sólo parece que la hay. ¡Se puede pasar a través de ella!

Flint vaciló, titubeó un poco y después metió el martillo en el correaje de la espalda y soltó el farol en el suelo. Tapándose los ojos con una mano y extendiendo la otra ante sí, echó a andar despacio y con cautela.

No pasó nada. Flint apartó la mano de los ojos y se encontró, como Tas había dicho, en un vestíbulo largo y oscuro bordeado por estatuas de enanos, cada cual situada en su propio nicho.

—Se te olvidó el farol —dijo Tas y regresó para recogerlo.

—¿Cómo supiste que no era real? —Flint miraba al kender asombrado.

—Estaba marcado en el mapa —contestó el kender, que le tendió el farol—. ¿Dónde lleva este corredor?

—No, no lo está —dijo Flint, que examinaba el mapa.

—¡Bah! ¿Qué sabrás tú de mapas? El experto soy yo. ¿Vamos a ir por este corredor o no?

Flint miró el mapa una vez más y se rascó la cabeza. Alzó la vista hacia la pared que no estaba allí y después clavó los ojos en el kender. Tas le sonreía de oreja a oreja. Flint frunció el entrecejo y luego echó a andar corredor adelante al tiempo que enfocaba las estatuas con la luz del farol; mascullaba entre dientes, algo que solía hacer con frecuencia cuando tenía cerca al kender.

Tasslehoff metió la mano en el bolsillo, dio palmaditas a los anteojos y suspiró, dichoso. ¡Eran mágicos! Ni siquiera Raistlin tenía unos anteojos tan maravillosos como ésos.

Tas tenía intención de conservarlos para siempre jamás o, al menos, durante las dos semanas siguientes que, para un kender, eran términos que más o menos significaban lo mismo.

Mientras Flint recorría el paseo y dirigía la luz del farol a uno y otro lado se olvidó de Tasslehoff y del misterio de la pared de piedra que se esfumaba. Podía decirse que el Mazo ya era suyo.

En cada nicho ante el que pasaba había una estatua de un guerrero enano vestido con la armadura de los tiempos del rey Duncan. Mientras avanzaba entre las dos largas hileras, Flint se imaginaba a sí mismo rodeado de una guardia de honor de soldados enanos ataviados con las galas ceremoniales y reunidos para rendirle homenaje. Podía oír sus aclamaciones: ¡Flint Fireforge, el Descubridor del Mazo! ¡Flint Fireforge, el Unificador! ¡Flint Fireforge, el Portador de la Dragonlance! ¡Flint Fireforge, el Rey Supremo!

No. Flint decidió que no quería ser Rey Supremo. Ser rey significaba tener que vivir bajo la montaña y a él le gustaban demasiado el aire fresco, el cielo azul y el sol para renunciar a ellos. Pero los otros títulos le sonaban muy bien, sobre todo el de Portador de la Dragonlance. Llegó al final de las hileras de soldados enanos y allí estaba Sturm, espléndido con su armadura, saludándolo. Junto a él, Caramon, con aspecto muy solemne, y Raistlin, humilde y deferente en presencia del gran enano.

Laurana también se encontraba allí, le sonreía y le daba un beso. Y estaban Tika y Otik, que le prometía el suministro de cerveza gratis de por vida si honraba su posada con su presencia. Tasslehoff apareció de repente a su lado, sonriente y saludando con la mano, pero Flint hizo que desapareciera. Nada de kenders en su sueño. Pasó ante Hornfel, que le hizo una profunda reverencia, y llegó ante Tanis, que miraba a su amigo con orgullo. Y allí, al final de la fila, se hallaba el enano vestido con ropas ostentosas de su sueño. El enano le guiñó un ojo.

—No queda mucho tiempo... —dijo Reorx.

Flint se quedó helado. Se paró y se limpió el sudor frío de la frente.

—Me está bien empleado. ¿A quién se le ocurre soñar despierto cuando debería estar ojo avizor a un posible peligro? —Giró sobre sus talones y llamó a voces al kender—. ¡A ver qué diantre haces, pensando en las musarañas cuando estamos en una misión importante!

—No estoy pensando en las musarañas —protestó Tas—. Estoy buscando a Arman, pero no creo que esté aquí. Habríamos visto sus huellas en el polvo. Probablemente no sabía que la pared no era una pared.

—Seguramente —convino Flint con un atisbo de mala conciencia. En su sueño de gloria se había olvidado por completo del joven enano.

—¿Quieres que demos la vuelta y regresemos allí? —preguntó Tas.

La hilera de estatuas acabó. Un corredor corto se bifurcaba a la izquierda del paseo. Según el mapa, ese corredor llevaba a un tramo de escalera que conducía al segundo tramo de escalera. Escaleras ocultas. Escaleras secretas. El joven Arman nunca las encontraría. Podría llegar a la Torre Rubí sin subir esas escaleras, pero la ruta era más larga y más complicada. A no ser, claro, que el enano que afirmaba ser Kharas le enseñara el camino.

—Antes encontraremos el Mazo —decidió Flint—. Después de todo, ya hemos llegado hasta aquí y nos hallamos cerca de donde debe de estar, según el mapa. Una vez que tengamos el Mazo a buen recaudo, entonces buscaremos a Arman.

Echó a andar a buen paso por el corredor, con el kender pegado a los talones, y allí estaba la escalera. Flint empezó a subirla y de nuevo los dolores en los músculos de las piernas reaparecieron, así como la falta de resuello. Se distrajo intentando decidir qué iba a hacer con el Mazo cuando lo encontrara.

Sabía lo que Sturm y Raistlin querían que hiciera. Sabía lo que Tanis quería que hiciera. Lo que no sabía era qué quería hacer él, Flint, aunque el anciano enano que decía llamarse Kharas casi había dado en el clavo.

Darles una lección. Sí, eso sonaba muy bien, pero que muy bien. Daría una lección a los enanos, a Sturm, a Raistlin... A todos.

Llegó al final del primer tramo de escalera y se encontró en una cámara muy pequeña, muy oscura y muy vacía. Flint alzó el farol y dirigió la luz a lo largo de la pared hasta dar con una angosta arcada que estaba señalada en el mapa. Se asomó, con el farol en alto.

Tasslehoff, que también se había asomado a echar una ojeada, soltó un gran suspiro.

—Más escaleras. Estoy cansado ya de escaleras. ¿Tú no, Flint? Cuando construyan mi tumba espero que la hagan toda en un único nivel y así no tendré que subir y bajar todo el tiempo.

—¡Tu tumba! —resopló Flint con sorna—. ¡Como si alguien fuese a construir una tumba para ti! Lo más probable es que acabes en la panza de un hobgoblin. Además, si estás muerto no subirás ni bajarás nada.

—A lo mejor sí —dijo Tas—. No pienso quedarme muerto. Eso es aburrido. Mi intención es volver como un muerto viviente o como un espectro o como un alma en vena.

—En pena —lo corrigió Flint.

Estaba aplazando el terrible momento de tener que obligar a sus doloridas piernas a subir la siguiente escalera, que, según el mapa, era unas tres veces más larga que cualquiera de las que ya habían subido.

—A lo mejor ni siquiera me muero —dijo Tasslehoff, que seguía dándole vueltas al asunto—. A lo mejor todo el mundo cree que estoy muerto, pero no lo estaré, no realmente, y volveré y les daré a todos una gran sorpresa. ¿A que tú te sorprenderías, Flint?

Decidiendo que el tormento de subir escalones no era ni de cerca tan malo como el tormento de escuchar el parloteo del kender, Flint suspiró, apretó los dientes y, una vez más, empezó a subir.

37 Prisioneros de los theiwars. Tanis previene a los thanes

Riverwind recobró el conocimiento cuando el agua fría le cayó en la cara. Escupió, jadeó y después gimió al sentir el dolor retorciéndose en su interior. Al abrir los ojos y encontrarse rodeado de enemigos, apretó los dientes y contuvo el quejido porque no quería que supieran lo mucho que sufría.

Una luz intensa parecía atravesarle el cráneo. Deseaba cerrar los ojos de nuevo, pero tenía que descubrir qué pasaba y por ello se obligó a mirar.

Se hallaba en una gran cámara con las paredes de piedra jalonadas de columnas y apariencia de ser una sala de asambleas, ya que había nueve sillones grandes, con aspecto de tronos, situados en un semicírculo encima del estrado donde estaba tendido él en el suelo, atado de pies y manos.

Tenía cerca a varios enanos que discutían a gritos con sus voces profundas. Riverwind reconoció a uno de ellos: el delgado redrojo que llevaba yelmo con una visera de cristal ahumado y que era el que hablaba más. Había sido él quien le había hecho las preguntas, las mismas una y otra vez. Luego, cada vez que no obtenía las respuestas que quería, había ordenado a los otros que el dolor volviera de nuevo.

Oyó otro gemido y desvió la vista de los enanos. Gilthanas yacía a su lado. Riverwind se preguntó si tendría tan mal aspecto como el elfo. De ser así, debía de estar a un paso de la muerte.

La cara de Gilthanas tenía restregones de sangre a causa de los cortes en la frente y en un labio. Uno de los ojos estaba cerrado por la hinchazón, en la mandíbula tenía un bulto y una contusión enorme a un lado de la cara. La ropa estaba desgarrada y en la piel se veían quemaduras y ampollas allí donde le habían aplicado hierros candentes en la carne.

Al elfo lo habían tratado peor que a los humanos. Riverwind tenía la impresión de que los repugnantes enanos habían atormentado a Gilthanas más por simple diversión que por sacarle información. Un gully de ostentosa apariencia le echó agua fría a Gilthanas en la cara y le dio cachetes solícitos en la mejilla, pero el elfo siguió inconsciente.

Riverwind se tumbó de espaldas y se maldijo. Había tomado precauciones. Sus hombres y él —seis en total— habían entrado por la puerta armados y alertas, escudriñando en derredor con atención para tratar de determinar si aquélla era, en verdad, la legendaria puerta de Thorbardin. Sus guerreros y él no vieron llegar el ataque en ningún momento. Los draconianos habían salido de las sombras y los habían desarmado y reducido rápida y eficazmente.

De lo siguiente que tuvo conciencia fue despertar en la profunda oscuridad de una mazmorra con un enano peludo y de aliento apestoso inclinado sobre él y preguntándole en Común cuántos hombres había en el ejército, dónde se escondían y cuándo se proponían invadir Thorbardin.

Riverwind había repetido una y otra vez que no había ningún ejército, que no tenían planeada ninguna invasión. El enano le dijo que lo demostrara, que le dijera dónde estaba escondida la gente para así verlo con sus propios ojos. Riverwind se dio cuenta de la intención de esa táctica y le dijo al repulsivo redrojo que se arrojara por un precipicio. Entonces intentaron hacerle hablar con golpes y patadas hasta que perdió el sentido; cuando lo hicieron volver en sí le metieron un saco por la cabeza y se lo llevaron. Primero habían ido en una vagoneta, a continuación en algún tipo de embarcación y luego se había desmayado otra vez para despertarse donde estaban ahora. Se preguntó cómo les habría ido a sus compañeros. Había oído sus gritos y sus gemidos y comprendió, con orgullo, que los otros cuatro Hombres de las Llanuras tampoco les habían dado a los enanos las respuestas que querían oír.

Se le empezaba a despejar la cabeza y decidió que no estaba dispuesto a yacer a los pies de esos enanos como un delincuente.

«Paladine, dame fuerzas», rogó y, apretando los dientes, se esforzó para ponerse sentado.

El enano delgaducho le dijo algo y le asestó una patada en el costado. Riverwind ahogó un quejido, pero se negó a echarse al suelo. Otro enano, éste alto y con canas en la barba, dijo algo en tono furioso al enano del yelmo. Riverwind observó con atención a ese enano. Tenía un porte noble y un semblante orgulloso y, aunque no lo miraba con afabilidad, parecía estar indignado por la penosa condición de los prisioneros.

Ese enano bramó una orden y llamó a uno de los guardias. El guardia salió de la sala y volvió poco después con una jarra llena de un líquido maloliente. Se la puso en los labios a Riverwind y éste miró al enano de noble apariencia. El enano asintió con un cabeceo que transmitía seguridad.

—Bebe —dijo en Común—. No te hará ningún mal. —Para demostrarlo, echó un trago él.

Riverwind sorbió y al instante se ponía a toser a medida que el abrasador líquido le bajaba por la garganta. Un agradable calor se propagó por su cuerpo y lo hizo sentirse mejor. El dolor martilleante cesó. Sin embargo, cuando se le ofreció otro trago Riverwind lo rechazó sacudiendo la cabeza.

El enano de noble porte no perdió tiempo con cumplidos.

—Me llamo Hornfel —se presentó—. Soy el thane de los hylars. Este es Realgar, thane de los theiwars, el enano que os ha hecho prisioneros a ti y a los otros. Afirma que habéis llegado hasta aquí con un ejército de humanos y elfos preparados para invadirnos. ¿Es eso cierto?

—No, no lo es —contestó Riverwind, que habló despacio porque tenía los labios hinchados.

—¡Miente! —gruñó Realgar—. ¡Admitió que era cierto ante mí hace menos de una hora!

—Mentira —aseguró Riverwind, que clavó en el theiwar una mirada funesta—. Soy cabecilla de un grupo de refugiados, antiguos esclavos del perverso Señor del Dragón Verminaard, de Pax Tharkas. Hay mujeres y niños con nosotros. Nos habíamos refugiado en un valle situado no muy lejos de aquí, pero entonces los dragones y los hombres-dragón nos atacaron y nos vimos obligados a huir.

Observaba la expresión del thane y, cuando habló de dragones y hombres-dragón, vio que el rostro de Hornfel se endurecía, incrédulo.

—Ya hemos oído esas mentiras antes, Hornfel —intervino Realgar—. Es el mismo cuento que nos contaron los otros Altos.

Riverwind alzó la cara. Otros Altos. Eso sólo podía significar que se refería a sus amigos. Se preguntó dónde estarían, si se encontrarían a salvo y qué estaba ocurriendo allí. Tuvo las preguntas en la punta de la lengua, pero no las planteó. Se enteraría de más cosas sobre esos enanos antes de hablar de algo que no conviniera sacar a relucir.

No obstante, los enanos continuaron discutiendo entre ellos y Riverwind no entendió una sola palabra. Tenía la impresión de que el enano llamado Hornfel no confiaba en el que se llamaba Realgar ni le caía bien. Por desgracia, Hornfel tampoco se fiaba de él. Había otro thane que parecía estar de parte de Realgar y otro que apoyaba a Hornfel. Los demás parecían tener problemas para decidirse.

Gilthanas rebulló entre gemidos, pero los enanos no le prestaron atención y Riverwind no podía hacer nada para ayudar al elfo. No podía ayudar a nadie. Así pues, siguió sentado, observando y esperando.


Tanis no tuvo ningún problema en conseguir que lo arrestaran, si bien lo primero que tuvo que hacer fue liberarlos para que pudieran prenderlo. Caminaba calle adelante, cerca de la posada, cuando se topó con dos guardias hylars atados de pies y manos y con mordazas. Les cortó las ataduras y los ayudó a levantarse, y después les dijo que necesitaba hablar con Hornfel de un asunto de suma importancia. Los enanos estaban furiosos, pero no con Tanis. Ellos también querían hablar con el thane y, tras una corta deliberación, decidieron llevar a Tanis con ellos.

Los guardias enanos lo apremiaron a subir a uno de los elevadores. Otros enanos lo miraban fijamente, ceñudos, y varios alzaron la voz para preguntar qué pasaba. Los guardias no tenían ni tiempo ni ganas de contestar. Lo mantuvieron sujeto, a pesar de que él les aseguró que no intentaría escapar, que quería ver a Hornfel. Cuando el elevador se detuvo, los guardias se pararon para preguntar a otros guardias dónde se encontraba Hornfel.

—En la Sala de los Thanes —fue la respuesta.

Tanis no estaba de muy buen humor. Había dormido poco y no había comido nada. Se sentía indignado por el atentado contra sus vidas y estaba muy preocupado por Flint y por Tas, sabiendo como sabía que había draconianos en Thorbardin. Entró en la Sala de los Thanes decidido a hacer entender a Hornfel el peligro que corría. Planeaba hablar en primer lugar y dar tiempo a los thanes para asimilar sus palabras. Cuando sus amigos llegaran con el prisionero draconiano, usaría a la criatura para recalcar sus argumentos. Demandaría que les dieran permiso a sus amigos y a él para buscar a Flint y a Tas en el Valle de los Thanes. Tanis estaba convencido de que a Flint lo habían engatusado —o lo iban a engatusar— para conducirlo a algún tipo de trampa.

Tenía esas palabras en la mente y en la lengua cuando, al entrar en la Sala de los Thanes, se las borraron de golpe la sorpresa y la consternación al ver a Riverwind atado, magullado y ensangrentado y a Gilthanas casi inconsciente.

El semielfo se detuvo y miró a sus amigos de hito en hito. Los thanes dejaron de hablar y lo miraron a él con fijeza. El más estupefacto fue Realgar, al estar convencido de que Tanis y los demás habían muerto. El thane theiwar previó que se avecinaban problemas, pero no sabía cómo combatirlos pues ignoraba qué era lo que había salido mal.

Tanis intentó hablar, pero los guardias se lanzaron a presentar sus quejas. Hornfel pidió, severo, una explicación de por qué el prisionero estaba suelto. Los guardias respondieron al tiempo que señalaban a Realgar con gestos furiosos, mientras los otros thanes contribuían a aumentar la confusión al exigir a voces saber qué pasaba.

El semielfo se dio cuenta de que, por el momento, sus guardias lo defendían mejor de lo que habría podido hacer él, así que se dirigió presuroso hacia Riverwind, que estaba sentado y apoyado en una columna. A su lado, Gilthanas yacía tendido en el suelo, más muerto que vivo.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Quién os hizo esto?

—Hubo una emboscada —contestó Riverwind con un gesto de dolor y la respiración entrecortada—. Draconianos. Nos esperaban en la puerta. No te preocupes. Los refugiados están ocultos, a salvo. Dejé a Elistan a cargo.

—Chist, no hables. Yo resolveré esto.

Riverwind lo asió con una mano ensangrentada.

—Ese enano, el del yelmo, intentó hacernos admitir que habíamos venido a invadirlos... —Riverwind se hundió hacia atrás, jadeante. El sudor le perlaba la frente y le corría por la cara.

Tanis le puso los dedos en el cuello a Gilthanas para buscar el pulso. El elfo necesitaba cuidados urgentes.

Hornfel se las arregló para acallar a los otros thanes y lograr cierta apariencia de orden. Los guardias enanos empezaron su informe con la noticia de que el kender se había escapado y los había dejado inconscientes (pasaron sobre eso muy de prisa) y después, con creciente ira, explicaron que acababan de recobrar el sentido cuando los atacaron cuatro theiwars. De lo siguiente que tuvieron conciencia fue de que el Alto (señalaron a Tanis) les cortaba las ataduras e insistía en que quería ver a Hornfel.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó Hornfel con una mirada fulminante a Realgar.

—Yo te lo contaré, thane —intervino el semielfo mientras se incorporaba—. Los theiwars querían quitar de en medio a nuestros guardias para poder envenenarnos.

—Eso es mentira —gruñó Realgar—. Si alguien intentó envenenaros, humano, no hemos sido mi gente y yo. En cuanto a esos guardias, mis hombres los sorprendieron borrachos en plena guardia y decidieron darles una lección.

Los guardias negaron la acusación con vehemencia. Uno saltó hacia Realgar y su compañero tuvo que sujetarlo y tirar de él hacia atrás.

—Tenemos pruebas que demuestran que lo que digo es cierto —afirmó Tanis—. Tenemos los hongos venenosos y los cuerpos de dos theiwars que entraron a la posada para regodearse con lo que habían hecho y saquear nuestros cadáveres. Y tenemos más pruebas sobre un asunto mucho más grave que atentar contra nuestra vida, grandes thanes.

—¿Y qué hay de esas otras pruebas? —demandó Realgar, que señaló a Riverwind—. Este humano y los que venían con él admitieron que estaban con un ejército de humanos y elfos y planeaban invadir nuestro reino.

—Si él o cualquiera de los que vinieron con él dijeron tal cosa, lo harían para acabar con el dolor de la tortura. ¡Mirad lo que les han hecho! —protestó Tanis—. ¿Es así como hombres de honor de cualquier raza tratan a sus prisioneros?

»Quiero preveniros, thanes de Thorbardin —continuó el semielfo—, de que existe un ejército preparado para invadir vuestro reino, pero no es un ejército de humanos. Es un ejército de hombres-dragón al servicio de la Reina Oscura.

—¡Intenta engañarnos con esa absurda historia para distraernos y así pillarnos desprevenidos él y sus humanos! Yo al menos no perderé tiempo quedándome a escuchar las mentiras de este humano. Tengo que ir a preparar a mis tropas para repeler la invasión del ejército humano...

Realgar echó a andar hacia la puerta.

—¡Detenedlo, thanes! —advirtió Tanis—. Os ha traicionado. Está confabulado con esos hombres-dragón y su cruel amo, lord Verminaard. Les ha abierto las puertas de Thorbardin.

—Realgar —dijo Hornfel, severo—, debes quedarte para responder a esas acusaciones...

—¡Tú no eres el Rey Supremo, Hornfel! —replicó el theiwar—, ¡No puedes darme órdenes!

—¡Guardias, prendedlo! —ordenó el hylar.

Realgar abrió la mano y se vio que en la palma guardaba un anillo negro como el azabache; se lo puso en un dedo. Una bocanada de humo maloliente salió del anillo e hizo retroceder a los soldados, que empezaron a dar arcadas y a toser. Realgar desapareció.

—El theiwar dice la verdad, Hornfel —manifestó Ranee—. Estos humanos y sus amigos los elfos son el verdadero peligro. No hagas caso de las mentiras de este Alto.

—¡Tengo pruebas! —replicó Tanis—. Mis amigos y yo capturamos a uno de los hombres-dragón. ¡Traen hacia aquí a ese monstruo para que lo veáis con vuestros propios ojos!

—No voy a esperar —dijo Hornfel, decidido—. Iré a verlo yo. Y tú vendrás conmigo, semielfo.

—Iré, thane, pero antes debo ocuparme de mis amigos —contestó Tanis—. Están malheridos y necesitan que se los atienda y se los cure.

—Ya se ha mandado llamar a los médicos —contestó Hornfel—. Llevarán a tus amigos a la Casa de Salud, pero —añadió en tono sombrío— todos seguiréis siendo prisioneros hasta que haya determinado la verdad de lo que está pasando.

Salió de la Sala de los Thanes, y Tanis no tuvo más remedio que acompañarlo. Los otros thanes decidieron ir con ellos, incluido Ranee, que empezaba a pensar que Realgar también lo había traicionado a él.

El Gran Bulp se unió al grupo, pero sólo porque había sacado la errónea impresión de que todos iban a comer.

38 Huida. Un baño. Guerra bajo la montaña

El draconiano yacía despatarrado en el suelo. Caramon se encontraba de pie a su lado y se chupaba los nudillos despellejados.

—Esta cosa tiene duro el cráneo —protestó—. Lo que me gustaría saber es por qué no lo matamos y les enseñamos a los enanos el cadáver. Sería mucho más fácil.

—Retiro lo que dije sobre tu inteligencia, hermano —criticó Raistlin. El mago se había sentido mareado y débil, consecuencia de la ejecución del hechizo, y estaba de mal humor.

—¿Qué? —Caramon lo miró desconcertado.

—No habría cadáver que enseñarles —explicó Sturm con paciencia—. Acuérdate de lo que pasa cuando matamos a una de estas bestias. O estallan en pedazos o se convierten en polvo o...

—Ah, sí, cierto. Se me había olvidado. —Caramon se dio capones en un gesto que ponía de relieve su buen carácter.

—Deberíamos irnos ya —sugirió Raistlin—. Tanis ha tenido tiempo de sobra para hablar con los thanes.

—La contemplación de esta belleza tendría que conseguir que los thanes levantaran las posaderas de sus tronos y cobraran conciencia de lo que tienen a su alrededor —dijo Sturm—. Caramon, trae aquí el tablero de la mesa y ayúdame a ponerlo encima.

Habían intentado alzar al draconiano, pero las alas de la criatura dificultaban la tarea de cargar con él. A Caramon se le había ocurrido la idea de arrancar las patas de la mesa y convertir el tablero en una improvisada camilla. El hombretón lo acercó y lo soltó al lado del inconsciente draconiano.

Gruñendo por el esfuerzo, empujó al ser y lo hizo rodar sobre el vientre para que las alas no fueran un estorbo. El draconiano las había mantenido plegadas para ocultarlas debajo de las ropas, pero cuando lo alcanzó el conjuro de sueño las alas se habían relajado y ahora le cayeron pesadamente a los costados. Entre Caramon y Sturm consiguieron, con muchos forcejeos y resoplidos, poner al draconiano sobre el tablón.

—¡Pesa tanto como una casa pequeña! —jadeó Sturm.

Caramon, que probablemente habría sido capaz de levantar una casa pequeña de habérselo propuesto, se mostró de acuerdo con un cabeceo mientras se limpiaba el sudor de la cara. El draconiano no sólo pesaba mucho, sino que además llevaba armadura debajo de la ropa, así como una espada. Sturm lo despojó de ella y la tiró a un lado.

—¿Y tenemos que cargar con este engendro de demonio hasta lo alto del Árbol de la Vida? —preguntó Caramon a la par que sacudía la cabeza—. Esto..., Raist, ¿y tú no podrías...?

—No, no podría —contestó secamente el mago—. Ya estoy debilitado por los conjuros que he lanzado hoy. Tendréis que arreglaros como mejor podáis.

—Ve tú delante —le dijo Sturm a Caramon.

El hombretón se agachó, asió el tablero con el monstruo tendido encima y, con un gruñido, lo alzó del suelo. Sturm agarró el otro extremo y consiguieron sacar tablero y draconiano por la puerta.

—¡Esperad! —ordenó Raistlin—. Deberíamos taparlo con una manta. Bastante vamos a llamar la atención para que además nos vean cargar con un monstruo a través de sus calles.

—¡Date prisa! —jadeó Sturm.

Raistlin recogió dos mantas y las echó sobre el draconiano.

—Iré delante para ir abriendo camino —se ofreció el mago.

—¿Seguro que eso no te exigirá demasiado esfuerzo? —inquirió Sturm con acritud.

O Raistlin no le oyó o prefirió hacer oídos sordos. Los precedió a lo largo de la calle con la luz del bastón irradiando intensamente.

Sturm y Caramon tenían que pararse cada dos por tres para descansar y cambiar de posición a fin de aliviar los tirones en la espalda y en los hombros. Aun así avanzaron a buen paso, relativamente, hasta que llegaron a las zonas pobladas del Árbol de la Vida. Al ver a los Altos, los enanos los rodearon de inmediato y demandaron saber dónde iban y por qué.

Raistlin se las ingenió para dar con un enano que hablaba suficiente Común para mantener una conversación limitada. El mago explicó que uno de ellos se había puesto enfermo y que querían trasladarlo a los niveles superiores, donde —dijo— les habían indicado que estaba la Casa de Salud.

El enano quería echar un vistazo al Alto enfermo y alargó la mano hacia la manta. Raistlin posó la suya en la cabeza tapada por la manta.

—No creo que quieras tocarlo —comentó quedamente, con su voz susurrante—. Me temo que mi amigo tiene la peste.

El enano reculó con una mirada fulminante a los compañeros al tiempo que gritaba una advertencia a los otros enanos, que los miraron incluso con más desconfianza que antes, si tal cosa era posible.

—¿Qué les has dicho? —demandó Sturm—. ¡Por su expresión parece que quisieran matarnos a todos!

—¿Qué importa lo que le he dicho? —contestó Raistlin—. Lo resolveremos después. De momento, se mantendrán apartados de nosotros. Seguid caminando.

Los enanos les abrieron un paso amplio, pero cerraban filas detrás una vez que habían pasado y los siguieron como una escolta hosca y silenciosa. Los compañeros llegaron al elevador y se encontraron ante un nuevo reto.

—El tablero no cabe en la plataforma —comentó Caramon.

—Echemos al draconiano en el suelo —sugirió Sturm.

—Nos están observando —advirtió Raistlin, a la par que señalaba a la muchedumbre de enanos, cada vez más numerosa—. Tened cuidado de mantenerlo tapado.

Subió al elevador. Sturm y Caramon inclinaron el tablero y el draconiano se deslizó al suelo, donde se quedó hecho un ovillo. Raistlin se apresuró a estirar bien las mantas por encima. En la siguiente plataforma se metieron tantos enanos como cabían apelotonados y los siguieron, sin perderlos de vista.

Sturm se recostó en el lateral de la plataforma y se frotó los hombros. Caramon flexionó las manos y después arqueó la espalda en un intento de aflojar los músculos acalambrados. Raistlin iba pendiente de los enanos del elevador y éstos no le quitaban ojo de encima.

Ninguno de ellos reparó en el ligero temblor de la manta que cubría al draconiano hasta que ya fue demasiado tarde.

Grag había recuperado el sentido y se encontró transportado por sus enemigos hacia algún punto de destino desconocido. Había fingido que seguía inconsciente, esperando el momento oportuno y maldiciendo al theiwar que lo había enredado todo. Tendría que revelarse como lo que era, por desgracia, pero eso no podía evitarse ya. Grag tenía que volver con Dray-yan y contarle lo que había ocurrido para que pudiese cambiar los planes de acuerdo con la nueva situación.

Echarlo al suelo de la plataforma le dio a Grag la ocasión que esperaba. Se despojó de la manta y se levantó de un salto. Su primer movimiento fue inutilizar al mago. Un codazo en el bajo vientre lo dejó fuera de combate. El hechicero jadeó de dolor y se derrumbó. Los dos guerreros se disponían a sacar las espadas. Grag giró y golpeó a ambos con la cola, de forma que el caballero cayó de espaldas y el otro estuvo a punto de precipitarse por el borde de la plataforma.

A Grag le habría gustado ajustar las cuentas y acabar con esos tres humanos, en especial el caballero, pero no tenía tiempo para eso. Saltó al borde de la plataforma y se quedó encaramado allí un instante para orientarse. Miró hacia abajo, al conducto del elevador, y vio el fondo del Árbol de la Vida allá abajo, muy lejos. Su idea había sido intentar descender planeando con las alas, pero el conducto era estrecho y temía golpeárselas con las paredes de piedra y dañárselas.

Los enanos de la siguiente plataforma estaban organizando un buen escándalo al tiempo que señalaban y chillaban con horror al ver al monstruo. Los enanos que esperaban el elevador en el siguiente nivel, al oír el jaleo resonando en el conducto, vieron al draconiano subido al borde de la plataforma, con las alas extendidas y agitando la cola. Un enano de mente despabilada y rápido de reflejos asió la manivela de control, la empujó a su posición de parada y el elevador se detuvo.

Grag saltó de la plataforma cuando ésta todavía se mecía por el frenazo. Cayó de pie en el suelo y se dio de bruces con Hornfel y con Tanis.

El thane hylar echó un vistazo al monstruo, desenvainó la espada y se lanzó al ataque. Tanis miró al elevador y vio a Caramon que ayudaba a Raistlin a ponerse de pie mientras Sturm intentaba salir de la plataforma a trancas y barrancas. Tras comprobar que se encontraban bien, Tanis fue en pos de Hornfel. El thane daewar, Gneiss, se había quedado retrasado, pero en seguida alcanzó al hylar y al kiar de mirada demente. Lanzando un penetrante grito de guerra al tiempo que blandía la enorme hacha, corrió a unirse a ellos. Los soldados se sobresaltaron al ver al monstruo, pero inspirados por el ejemplo de sus valerosos thanes se agruparon y corrieron tras ellos.

Grag no tenía intención de luchar. Lo superaban en número y, además, no era el momento ni el lugar. Echó una rápida ojeada en derredor y vio lo que parecía ser un jardín con una balconada desde la que se contemplaba el lago. El bozak puso pies en polvorosa. Utilizando las alas para impulsarse y apartar de su camino cualquier obstáculo, en seguida dejó atrás a sus perseguidores.

Al llegar a la balconada, saltó a la baranda y se balanceó un instante mientras se orientaba para ubicar su posición respecto a donde quería ir. Echó un vistazo hacia atrás, a sus perseguidores, extendió las alas y saltó al vacío.

Grag estaba en uno de los niveles altos del Árbol de la Vida y su entrenamiento de saltos desde el lomo de dragones le resultó valiosísimo en aquel momento. No podía volar, pero había aprendido que al saltar desde el lomo del dragón podía usar las alas para planear y frenar el descenso. Localizó el muelle theiwar desde el aire y, aunque estaba bastante lejos a su izquierda, podría maniobrar un poco en el aire a fin de aterrizar en el agua lo más cerca posible de territorio theiwar.

Miró hacia arriba y vio a los enanos asomados a la balconada. Más enanos —centenares de ellos— se encontraban allá abajo, con las cabezas alzadas hacia él.

Adiós buenas a los planes de actuar en secreto.

Grag se encogió de hombros y dio un golpe de alas. Como comandante, estaba habituado a giros repentinos e inesperados en la batalla. No podía perder tiempo lamentando errores cometidos en el pasado. Tenía que pensar en el futuro, decidir qué hacer y cómo hacerlo; ya había decidido el curso de acción que tomarían cuando estaba a mitad de camino hacia el fondo. Cayó al agua con un gran chapoteo.

A los draconianos no les gustaba el agua, pero sabían nadar si no les quedaba más remedio. Grag nadó hacia la zona theiwar del lago impulsando el escamoso cuerpo a través de las frías aguas del lago con poderosos movimientos de las fuertes patas mientras chapoteaba con los brazos de un modo parecido a como haría un perro.

Grag llegó al muelle y se aupó fuera del agua, chorreando. Se quitó las ropas a tirones y las dejó en un montón empapado sobre el muelle. Después, corriendo a pasos largos y con vuelos cortos, se encaminó hacia los túneles secretos donde lo esperaban sus tropas.

—¿Era ése uno de los monstruos de los que hablabas? —inquirió Hornfel, que se inclinaba sobre la balaustrada y observaba al draconiano que planeaba en el aire y descendía ligero como una pluma.

—Esos draconianos son criaturas poderosas —contestó Tanis—, capacitados para utilizar magia al igual que armas convencionales. Sus ejércitos han conquistado grandes extensiones de Ansalon. Han expulsado a los qualinestis de sus tierras y se han apoderado de Pax Tharkas y de nuestro territorio de Abanasinia.

—¿De dónde vienen esos demonios? —preguntó Hornfel, horrorizado— ¡Nunca había visto seres así ni había oído hablar de ellos!

—Porque nunca los había habido en Ansalon —respondió el semielfo mientras sacudía la cabeza—. No sabemos qué ha engendrado esa perversión. Lo único cierto es que son muy numerosos, además de inteligentes, guerreros feroces e igualmente peligrosos al morir como estando vivos.

—¿Y crees que han invadido Thorbardin? A lo mejor sólo hay ése...

—Son como las ratas —intervino Sturm—. Si ves una, hay otras veinte escondidas detrás de las paredes.

—Estás sangrando —dijo Tanis.

—¿Sí? —Sturm se llevó la mano a la cara y la retiró manchada de sangre—. La cola de ese ser me golpeó. —Sacudió la cabeza, pesaroso—. Lamento que se escapara, Tanis. Nos engañó por completo.

—¿Cómo están Raistlin y Caramon? —se interesó el semielfo mientras echaba un vistazo a su alrededor, preocupado.

—Raistlin se llevó la peor parte. Recibió un codazo en el bajo vientre. Va a estar dolorido un tiempo, pero se pondrá bien. El draconiano casi tiró a Caramon del elevador. Más que herido está conmocionado, creo.

Tanis se volvió para ver a los gemelos, que se dirigían hacia él. Raistlin caminaba un poco encorvado y respiraba de forma entrecortada, pero en su rostro había una expresión de sombría determinación.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Tanis con preocupación.

—Eso es lo de menos —contestó el mago, impaciente—. ¿Qué vamos a hacer con Flint y con el Mazo?

Tanis sacudió la cabeza. Había visto a Raistlin marearse y casi perder el sentido por aplastarse un dedo del pie y sin embargo, tras sufrir un golpe que habría mandado al lecho a hombres más fuertes, le quitaba importancia como si no hubiese pasado nada.

Caramon caminaba detrás de su hermano con gesto de agobio. Miró a Tanis y pareció que se encogía.

—Siento que se nos escapara —dijo, mortificado.

—No ha ocurrido nada irremediable y quizá sea beneficioso. Hemos logrado lo que salimos a hacer. Los enanos han descubierto la verdad por sí mismos. Pero ahora tenemos nuevos problemas.

Mientras Tanis les contaba a sus amigos lo ocurrido con Riverwind y Gilthanas, Hornfel discutía con los thanes daewar y kiar. Al Gran Bulp no se lo veía por ningún sitio. Por desgracia, el draconiano había saltado directamente hacia él cuando huyó, lo que indujo a creer al aterrorizado aghar que estaba a punto de morir. Había dado media vuelta y había puesto pies en polvorosa para esconderse en el agujero más oscuro y más profundo que pudiera encontrar y se quedaría allí hasta que el aprovisionamiento de ratas menguara y no le quedara más remedio que salir de su escondrijo.

La ausencia del thane aghar no preocupaba a nadie. Probablemente ni se habían dado cuenta. Pero sí notaron la de Ranee, el thane de los daergars.

Ninguno lo había visto marcharse, y a Hornfel no le cabía duda de que sus peores temores se habían cumplido. Sus esperanzas de unificar los clanes bajo la montaña se habían hecho pedazos. La alianza entre theiwars y daergars ya habría sido adversa por sí misma, pero ahora había pruebas de que los enanos renegados habían abierto en secreto las puertas de Thorbardin a fuerzas de la oscuridad. La tragedia que tanto se había esforzado por evitar —una guerra civil— parecía irremediable.

El thane daewar, que había sido el más reacio a pensar mal de sus congéneres, ahora era el más combativo y estaba dispuesto a convocar a su ejército y emprender la lucha en ese mismo instante. El kiar de mirada demente seguiría el liderazgo de Hornfel y haría todo lo que éste le ordenara hacer. Sin embargo, las fuerzas militares kiars no eran del todo fiables. Luchaban con ferocidad, pero eran indisciplinadas y caóticas.

Los theiwars no eran guerreros, pero los oscuros daergars sí. También eran numerosos, además de fieros y leales, y los consumía el odio hacia los otros clanes, en especial el hylar. Si estaban aliados con un ejército de criaturas monstruosas, Hornfel preveía la perdición y el desastre.

Tras discutir la situación con los thanes y hacer los planes que estaba en su mano hacer, Hornfel se dirigió hacia Tanis para hablar con él y ofrecerle disculpas por el trato que se les había dado antes.

—Ofrecería asilo de buen grado a los refugiados que están a tu cuidado, semielfo —dijo el hylar, que añadió en tono sombrío—: Pero me temo que no habrá cobijo seguro para nadie bajo la montaña, ni humanos ni enanos.

—Tal vez las cosas no sean tan terribles como piensas, thane —dijo Tanis—. ¿Y si los daergars no estuviesen aliados con los theiwars? Me fijé en la expresión de Ranee cuando vio al draconiano y no parecía satisfecho. Parecía tan impresionado y horrorizado como los demás.

—Lo observé y se notaba que estaba furioso —abundó Raistlin—. Pasó a nuestro lado de camino al elevador y tenía una expresión borrascosa, iracunda. Llevaba fruncido el entrecejo y los puños apretados y mascullaba entre dientes. Imagino que no sabía que los theiwars habían traído a esos nuevos aliados tan terribles y no se lo veía contento por ello.

—Me dais esperanza, amigos, y cosas en las que pensar. —Hornfel parecía agradecido—. Ahora es mucho lo que depende de la recuperación del Mazo de Kharas. Si nos es devuelto y hay pruebas de que Reorx ha regresado también, creo que los daergars rehusarían ponerse de parte de los theiwars. Su clan sufrió mucho con el cierre de las minas y muchos se hundieron en el crimen, pero en su fuero interno son leales a Thorbardin. Se los podría convencer y hacerlos entrar en razón y se alegrarían tanto como cualquiera de nosotros de dar la bienvenida a Reorx a sus santuarios. ¡El resurgimiento del Mazo verdadero sería ahora el mejor golpe de suerte que pudiéramos imaginar!

—No es cuestión de suerte —lo contradijo Sturm—, sino intervención divina. Los dioses nos trajeron aquí por ese motivo.

«¿Lo hicieron? —se sorprendió Tanis preguntándose—. ¿O vinimos a través de tropiezos y pasos en falso, giros equivocados y elecciones acertadas, accidentes y fracasos y algún que otro triunfo? Ojalá lo supiera.»

—Tenemos que encontrar a Flint y Arman por esas mismas razones que tú has expuesto, thane —dijo.

—Me temo que es imposible —contestó Hornfel, serio—. Los míos me han informado que las puertas de bronce al Valle de los Thanes se han cerrado y es imposible abrirlas por mucho que lo han intentado.

39 La muerte de un héroe. Flínt toma una decisión

Flint se había sentado en la escalera, envuelto en la oscuridad, y se daba masajes en los muslos y en sus pobres rodillas, que crujían como un mecanismo viejo. Las piernas se habían negado a sostenerlo más y a subir más escalones. Los últimos los había remontado medio cegado por lágrimas de dolor y con un humor de perros, así que se tomó como una afrenta personal que Tasslehoff estuviera tan alegre. El kender bajó los peldaños al trote.

—La escalera acaba justo ahí arriba... ¿Qué haces sentado? —preguntó el kender, sorprendido—. ¡Date prisa! Casi hemos llegado al final.

En ese momento tocó el gong y el sonido fue mucho más alto que antes. El tono musical retumbó en el hueco de la escalera y pareció resonar dentro de la cabeza de Flint como si se la hubiese atravesado.

—No pienso moverme —rezongó—. Arman puede quedarse con el Mazo. No voy a dar un solo paso más.

—Sólo quedan unos veinte peldaños y entonces ya estarás allí —lo apremió Tasslehoff, que trató de meter los brazos por debajo de las axilas de Flint con intención de arrastrarlo—. Si haces un esfuerzo y vas deslizándote sobre el trasero...

—¡No haré tal cosa! —gritó el enano, ofendido. Forcejeó para desasirse del kender—. ¡Suéltame!

—Bueno, entonces, si no quieres subir, bajemos —sugirió Tas, exasperado—. El mapa señala otros caminos para llegar arriba...

—Tampoco pienso bajar. No voy a moverme.

Para sus adentros, Flint temía ser incapaz de hacerlo. No tenía fuerzas y ese sordo dolor en el pecho le había vuelto.

Tas lo miró intensamente y luego se sentó en un peldaño.

—Supongo que quedarse aquí para siempre tampoco está tan mal —dijo el kender—. Así tendré ocasión de contarte todas mis mejores aventuras. ¿Te he hablado de esa vez en la que encontré un mamut lanudo? Un día, caminaba por una calzada cuando oí un feroz barrito procedente del bosque. Fui a ver qué pasaba y resultó que era...

—¡Me largo! —dijo Flint. Apretando los dientes, apoyó la mano en el hombro del kender y, entre gruñidos y gemidos, se puso de pie. La cabeza le dio vueltas y se tambaleó, por lo que tuvo que apoyarse en Tasslehoff.

—Échame el brazo por encima de los hombros —sugirió Tas—. No, así. Eso es. Te apoyas en mí y subimos juntos los peldaños, de uno en uno.

Aquello era denigrante y Flint se habría negado a hacerlo, pero temía ser incapaz de mover un pie sin ayuda. Más que encontrar el Mazo, fue la terrible perspectiva de tener que oír la historia del mamut por enésima vez lo que lo indujo a intentarlo. Ayudado por el kender, Flint empezó a subir la escalera poco a poco.

—No me importa que te apoyes en mí, Flint —aseguró el kender al cabo de un instante—, pero ¿te importaría hacerlo sin cargar tanto el peso? ¡Prácticamente voy de rodillas!

—¡Creía que habías dicho que sólo quedaban veinte peldaños más! —gruñó el irascible enano, aunque procuró apoyarse menos en su amigo—. Ya he contado treinta y no veo el final.

—¿Y qué importancia tienen unos peldaños más o menos? —preguntó Tas a la ligera, pero luego, al sentir el brazo de Flint que se cerraba alrededor de su cuello, a punto de ahogarlo, se apresuró a añadir—: ¡Veo luz! ¿Tú no, Flint? Estamos llegando al final.

El enano alzó la cabeza y tuvo que admitir que en el hueco de la escalera no estaba tan oscuro como antes. Casi podían prescindir del farol. Faltó poco para que Flint tuviera que subir a gatas los últimos peldaños, pero lo consiguió.

Al final de la escalera había una puerta en arco, de madera y reforzada con bandas de hierro. La luz del sol que se colaba por las aspilleras les alumbraba el camino. Tas empujó la puerta, pero ésta no cedió. Sacudió la manija y después negó con la cabeza.

—Está cerrada con llave —informó—. ¡Qué rabia! ¡Eso me enseñará a no dejarme nunca más los saquillos! —El kender se sentó pesadamente en la escalera—. ¡Tanto subir escaleras para nada!

Flint no podía creerlo. Las doloridas piernas no querían creerlo. Dio a la puerta un empellón, enfadado, y se abrió de par en par.

—Así que cerrada —dijo con una mirada desdeñosa al kender.

—¡Te digo que lo estaba! —insistió Tas—. Puede que no sepa mucho de luchas o de política o del regreso de los dioses o de ese tipo de cosas, pero sé de cerraduras y ésa estaba cerrada.

—No, no lo estaba —le llevó la contraria el enano—. Lo que pasa es que no sabes cómo hacer funcionar la manija de un pestillo, nada más.

—De eso también sé —replicó Tas, indignado—. Soy un experto en manijas, pomos de puerta y cerraduras. Esa puerta estaba cerrada a cal y canto, te lo repito.

—¡No lo estaba! —gritó Flint, enfadado.

Porque si esa puerta había estado cerrada significaba que alguien —o algo— la había abierto cuando la empujó él y Flint no quería planteárselo siquiera.

Flint salió al sol seguido por Tasslehoff, que además de dirigir una mirada ofendida a la puerta le lanzó una patada al pasar, irritado.

Habían llegado a la parte alta de la tumba. Enfrente había una muralla de piedra almenada. Una torre jalonada de hileras de ventanas se alzaba a la izquierda de Flint. Otra torreta, ésta baja y cuadrada, se alzaba a su derecha. Más allá de las torres y de la muralla sólo se veía el azul del cielo. Giró para mirar hacia el otro lado y...

—Ni una palabra más sobre... ¡Por las barbas de Reorx! —exclamó.

—¡Oh, Flint! —Tas soltó un suave suspiro.

El sol rutilaba en un tejado con forma de cono hecho con cristales facetados de un vivo color rubí. Flint olvidó el dolor de las piernas y el pinchazo en el pecho, llevado por el asombro y la admiración.

Pegó la nariz al cristal, al igual que el kender, ambos intentando atisbar lo que había dentro.

—¿Es eso? —preguntó Tas en un susurro.

—Lo es —contestó el enano con la voz estrangulada por la emoción.

Un mazo de bronce atado a lo que parecía una cuerda fina colgaba suspendido del ápice del cono del tejado. El mazo se balanceaba muy despacio de un lado a otro de la cámara. Alrededor del techo había veinticuatro gongs enormes de bronce. Cada uno llevaba inscrita una runa y cada runa representaba las horas del día, desde la Hora del Despertar a la Primera Hora de Comer; de la Primera Hora de Labor a la Segunda Hora de Comer; y así sucesivamente hasta la Hora del Sueño. El Mazo se mecía atrás y adelante y cambiaba de posición con cada oscilación, regulado de forma que golpeaba en un gong al empezar una de las horas y después seguía desplazándose en un círculo interminable.

Flint no había visto algo tan maravilloso en toda su vida.

—Es en verdad impresionante —dijo Tasslehoff con un suspiro. Apartó la cabeza y se frotó la nariz, que había tenido aplastada contra el cristal—. ¿Los enanos pusieron el Mazo en movimiento para que oscilara así?

—No —contestó Flint, que añadió con voz enronquecida— ... Es magia. Una magia poderosa. —Aunque el sol le calentaba la nuca hasta casi resultar incómodo, esa idea le produjo un escalofrío.

—¡Magia! —Tas estaba entusiasmado— Eso lo hace mejor incluso. No sabía que los enanos pudieran hacer una magia así.

—¡Pues claro que no pueden! —replicó Flint malhumorado. Señaló con un gesto el Mazo oscilante—. Ningún enano que se precie imaginaría algo semejante, cuanto menos hacerlo. La misma magia que arrancó la tumba del suelo y la dejó flotando en el aire ha convertido el Mazo de Kharas en un reloj de cuco palanthino y... —Suspiró, abatido, y volvió a mirar el Mazo—. Quienquiera que desee el Mazo ha de hallar la forma de entrar ahí, luego pararlo y después bajarlo del techo. Desde mi punto de vista, es imposible. Tantos esfuerzos para nada.

En el momento en el que dijo aquello experimentó un alivio repentino, inmenso e inconfesable.

La decisión de cambiar los mazos o no hacerlo ya no dependía de él. Podía volver con Sturm, Raistlin y Tanis y decirles que el Mazo estaba fuera del alcance. Lo había intentado. Había hecho todo cuanto estaba en su mano. No lo quería el destino. Sturm tendría que arreglárselas sin sus Dragonlances. Tanis tendría que encontrar otra forma de persuadir a los enanos de que permitieran a los refugiados entrar en la montaña. Y él, Flint Fireforge, no estaba hecho para ser un héroe.

Al menos, pensó con cierta sombría satisfacción, Arman Kharas tampoco podría hacerse con el Mazo.


Flint se disponía a volver hacia la escalera cuando al mirar a su alrededor se dio cuenta de que se había quedado solo. Sintió una punzada de pánico. Había olvidado las dos reglas principales para viajar con un kender. Regla número uno: evitar que un kender se aburra; regla número dos: no perder de vista a un kender aburrido.

El enano gimió de nuevo. Sólo le faltaba eso. ¡Un kender suelto en una tumba plagada de magia!

—¡Tasslehoff Burrfoot! —bramó—. ¡Ah, ahí estás!

El kender se asomó por la esquina de la rorreta achaparrada.

—¡No vuelvas a desaparecer así! —lo regañó Flint—. Vamos a bajar para buscar a Arman.

—Te has quedado en el sitio equivocado, Flint —anunció el kender.

—¿Qué? —El enano lo miró sin comprender.

—Dijiste que desde tu punto de vista no se podía llegar al Mazo y tenías razón. Desde donde estás, no puedes llegar a él. Porque te has quedado en el sitio equivocado. Pero si das la vuelta al otro lado de esta torre, hay una forma. Ven y vuelve a mirar dentro.

Tas pegó la nariz al cristal y, a regañadientes pero aun así experimentando un atisbo de emoción, Flint hizo lo mismo.

—Fíjate en esa plataforma de allí, la que sobresale de la pared, por encima de los gongs.

El enano estrechó los ojos. Creía distinguir a lo que se refería el kender. Una plataforma de piedra se prolongaba hacia el interior de la cámara, sobre el pozo que se abría en el centro.

—Si es lo que dices, como plataforma no es gran cosa —rezongó.

Tas fingió no haber oído. ¡Flint era un gran pesimista!

—Supuse que si había esa plataforma también tenía que haber alguna forma de llegar a ella, y la he encontrado. ¡Ven conmigo!

El kender rodeó la torreta cuadrada a toda prisa. Flint lo siguió más despacio, todavía buscando un modo de abandonar la tumba. Se asomó por las almenas, pero lo único que vio abajo eran volutas y espirales de niebla rojiza.

—¡Por ahí no, Flint, es por aquí! —llamó Tas.

El kender estaba parado delante de una puerta doble de madera reforzada con bandas de hierro.

—Está cerrada —informó Tas, que asestó a las hojas de madera una mirada severa.

Flint se acercó, empujó una de las dos hojas y ésta se abrió en silencio.

—¡Has vuelto a hacerlo! ¿Cómo te las arreglas? —gimió Tas.

La luz del sol entró a raudales por el umbral, como si hubiese pasado todos esos siglos esperando a iluminar la oscuridad.

Flint se internó unos pasos y se frenó de golpe. Tasslehoff, que venía pisándole los talones, tropezó con él.

—¿Qué pasa? —preguntó el kender mientras intentaba asomarse por detrás, en el angosto vestíbulo.

—Hay un cadáver —contestó Flint, conmocionado. Había estado a punto de pisarlo.

—¿El cadáver de quién? —preguntó Tas en un ahogado susurro. A Flint se le atragantaron las palabras unos instantes.

—Creo que es Kharas —dijo luego.

El cuerpo había permanecido encerrado en un vestíbulo sin ventanas y clausurado por dos puertas de doble hoja, por lo que se había conservado bien. Estaba intacto, con la piel —semejante a pergamino o cuero viejo— estirada sobre el esqueleto. Era de un enano inusitadamente alto, con el cabello largo pero la barba muy corta y descuidada. Flint recordó haber oído contar que Kharas se la había afeitado en señal de duelo por la Guerra de Dwarfgate y que después no se la había dejado crecer. El cadáver estaba vestido con armadura ceremonial, como correspondía al guerrero que había llevado al rey a su reposo final. No empuñaba arma alguna ni en el cuerpo había señales de heridas, pero aun así daba la impresión de haber tenido una muerte angustiosa a juzgar por la mano crispada sobre la garganta y la boca momificada abierta de par en par.

—Aquí está el asesino —dijo Tas, que se agachó junto al cadáver y señaló los restos de un escorpión—. Lo mató con su aguijón.

—No es forma de que muera un héroe —manifestó Flint, enfadado—. Kharas habría tenido que morir combatiendo ogros, gigantes, dragones o algo así.

No abatido por un bicho.

No abatido por un corazón debilitado...

—Pero si éste es Kharas y está muerto, ¿quién es el otro Kharas? —planteó Tas—. El que le dijo a Arman que le mostraría cómo encontrar el Mazo.

—Es lo mismo que me estoy preguntando yo —contestó Flint, sombrío.

Al final del vestíbulo había otra puerta doble. Detrás de esa puerta se encontraba la Cámara Rubí y dentro de la cámara se hallaba el Mazo de Kharas. Flint sabía que esas hojas estaban cerradas y también sabía que las puertas cerradas se abrirían para él, como había ocurrido con las anteriores. Habiendo visto la plataforma había ideado una forma de obtener el Mazo.

Bajó la vista al cadáver de Kharas, el gran héroe que había tenido una muerte tan indigna y sin sentido.

—Que Reorx acoja su alma —musitó Flint—. Aunque imagino que el dios se la llevó consigo hace mucho, mucho tiempo.

Con la vista fija en el cadáver tomó una repentina decisión.

«Por Reorx que yo no me iré así», juró para sus adentros.

—¡Eh, qué haces! —llamó en voz alta—. ¿Dónde crees que vas?

Tasslehoff se encontraba parado delante de la puerta doble al fondo del vestíbulo, esperando con aire impaciente que Flint la abriera.

—Voy a ayudarte a conseguir el Mazo.

—De eso nada —gruñó el enano—. Tú vas a ir a buscar a Arman.

—¿Sí? —Tas estaba complacido, pero asombrado—. Hallar a Arman es muy importante, Flint. Nadie me deja hacer algo muy importante nunca.

—Pues yo voy a dejarte esta vez. No tengo otra opción. Vas a ir a buscar a Arman, vas a advertirle que esa cosa que cree que es Kharas no es Kharas y le vas a decir que sabes dónde está el Mazo. Y luego lo traes aquí.

—Pero si hago eso, encontrará el Mazo —argumentó Tas—. Creía que querías ser tú el que lo encontrara.

—Lo he encontrado —contestó Flint, imperturbable—. No discutas más, que no tenemos tiempo. Márchate ya.

—Advertir a Arman es muy importante —reflexionó Tas—, pero me parece que lo dejaré pasar. En realidad tampoco me cae muy bien. Prefiero quedarme aquí contigo.

—Vas a ir —dijo Flint con firmeza—. De un modo u otro.

Tas sacudió la cabeza, asió la manija de la puerta y se sujetó a ella con todas sus fuerzas. Tras un breve forcejeo, Flint consiguió soltar los dedos del kender. Después lo aferró por el cuello de la camisa y, mientras Tas forcejeaba y protestaba, lo llevó a rastras hasta la otra puerta y lo sacó de un empujón.

—Y esto voy a necesitarlo —añadió el enano.

Arrebató al kender la jupak con un giro hábil y a continuación le cerró la puerta en las narices.

—¡Flint! —sonó la voz del kender amortiguada y lejana a través de las hojas de madera—. ¡Abre! ¡Déjame entrar!

Flint le oyó sacudir la manija, dar patadas a la puerta y después alejarse. Tas acabaría aburriéndose en seguida y, a falta de otra cosa mejor, iría a buscar a Arman.

Flint sintió remordimiento por haber enviado al kender al encuentro de ese fantasma, demonio o lo que quiera que fuera que afirmaba ser Kharas. No tardó en desechar la sensación de culpabilidad al recordar que el kender tenía un talento extraordinario para sobrevivir.

—Lo que consigue es que otros mueran. Si acaso —masculló Flint—, tendría que preocuparme por el fantasma.

La verdad era que Flint no podía tener al kender como testigo de lo que pensaba hacer. Tasslehoff Burrfoot jamás había sabido guardar un secreto. Juraría solemnemente por su copete que nunca lo contaría y, en menos de una hora, estaría parloteando y contándoselo a todo el mundo y al perro. Y ese secreto tenía que guardarse. De ello dependían vidas. Vidas a millares...

Flint empujó la puerta doble con la mano, que se abrió con un sonoro portazo, y entró en la Cámara Rubí.

40 El secreto de Flint. El Mazo. Tas hace un descubrimiento asombroso

Dentro de la Cámara Rubí la luz del sol brillaba roja a través del techo de cristales color carmesí e inundaba la estancia de un cálido fulgor. Flint caminó por la plataforma de piedra y se maravilló de encontrarse allí. Se sentía humilde, abrumado, triunfante.

Contempló cómo el Mazo se mecía atrás y adelante en un lento arco, igual que lo había venido haciendo durante trescientos años. ¿Lo habría colgado Kharas del techo? Flint echó la cabeza hacia atrás para mirar. La cuerda de la que pendía el Mazo colgaba de un sencillo gancho de hierro. Flint tenía la impresión de que tal vez Kharas hubiese colocado el Mazo allí, pero que habían sido otras manos las que habían añadido la magia. Otras manos habían creado los gongs que daban las horas y habían construido el maravilloso techo rubí. Las mismas que habían arrancado la tumba del suelo del Valle de los Thanes y la habían dejado flotando en el aire, manos que aún seguían por allí, en alguna parte, tal vez esperando para cerrarse alrededor de su garganta.

Flint vio al Mazo contar los minutos a la par que transcurrían del mismo modo que había contado todos los minutos de su vida mientras pasaban, desde el nacimiento hasta ese instante; igual que contaba los latidos de su viejo y débil corazón.

Todos los enanos soñaban con ser el que hallara el legendario Mazo de Kharas. Hablaban de ello mientras se tomaban una cerveza. Les contaban la historia a sus hijos, que hacían mazos de madera y jugaban a ser el héroe de los enanos. Flint había soñado con ello, pero había sido lo bastante pragmático para saber que no era más que un sueño. ¿Cómo alguien como él, un simple orfebre, juguetero y trotamundos distanciado de sus semejantes iba a ser el héroe de su raza?

Pero había ocurrido. De algún modo. Por algún milagro, los dioses lo habían conducido allí. Lo habían hecho por una razón, y estaba convencido de que sabía qué razón era.

El Mazo pasó meciéndose por encima de él con un suave sonido que recordaba el murmullo de un regato o el soplo de la brisa. Sentía en la cara el movimiento del aire a su paso y se imaginó que era el aliento de Reorx. Con movimientos agarrotados y un gesto de dolor, el enano se arrodilló con torpeza en la plataforma. Sus viejas rodillas soltaron crujidos de protesta. Flint esperaba ser capaz de volver a levantarse.

—Reorx —empezó, puesta la mirada en el fulgor rojizo—, no eres uno de los dioses de la luz, como Paladine y Mishakal. Eres un dios que ve por igual la luz y la oscuridad en el alma de un hombre. Imagino que sabes por qué estoy aquí. Sabes lo que me propongo hacer. Paladine frunciría el entrecejo y Mishakal alzaría sus bonitas manos con espanto.

»Supongo que estoy siendo deshonesto —añadió y rebulló al sentirse incómodo—, y que lo que me dispongo a hacer no es honorable, a pesar de que Sturm estaba de acuerdo con ello y es la persona más honorable que conozco.

»Verás, Reorx —explicó Flint—, sólo voy a tomar prestado el Mazo. Eso no es robarlo. Me aseguraré de que los enanos lo recuperen. Sólo quiero usarlo para forjar las Dragonlances y, una vez que eso esté hecho y hayamos ganado la batalla contra la Reina de la Oscuridad, devolveré el Mazo, cambiaré el verdadero por el falso. Los enanos no notarán la diferencia y como creerán que tienen el verdadero Mazo elegirán un Rey Supremo, abrirán las puertas de Thorbardin al mundo, dejarán entrar a los refugiados y todo estará bien. No se hará mal a nadie y en cambio sí se hará mucho bien.

»Ése es mi plan —concluyó Flint mientras se esforzaba por ponerse de pie. Lo consiguió, aunque fue gracias a apoyarse en la jupak del kender—. Supongo que si no te gusta me tirarás de esta plataforma o me mandarás algún otro castigo semejante.

Flint esperó, pero no pasó nada. La puerta doble se cerró a su espalda, pero tan despacio y con tanta suavidad que el enano ni siquiera se dio cuenta.

Interpretando el silencio como una señal de que podía ponerse manos a la obra con la aprobación del dios, ya que no con su bendición, Flint caminó hasta el mismo borde de la plataforma de piedra. Bajó la vista hacia el foso que se abría a sus pies. Lo único que vio fue luz roja. Se preguntó si sería muy profundo y luego, encogiéndose de hombros, apartó la idea de su mente. Alzó los ojos hacia el Mazo y calculó la distancia que separaba el Mazo de la plataforma. Observó la jupak, después miró de nuevo el Mazo y pensó que el plan podría funcionar.

Flint se tendió boca abajo en la plataforma, asió la jupak por la punta y alargó el brazo todo lo posible para trabar la cuerda con el extremo ahorquillado de la jupak cuando el Mazo pasaba silbando.

Falló, pero por poco. Tenía que deslizarse otros tres o cuatro dedos más sobre el extremo de la plataforma. Se aferró al borde de piedra con la otra mano y esperó a que el Mazo pasara de nuevo por su posición.

Flint balanceó el brazo con todas sus fuerzas y el impulso casi lo sacó de la plataforma. Durante una fracción de segundo, temió que iba a caer al hueco del fuste, pero la jupak se enredó en la cuerda y, como un pescador con un pez enganchado al sedal, Flint dio un seco tirón con la jupak.

La honda de cuero que colgaba del extremo ahorquillado se enredó en la cuerda y Flint, con el corazón palpitándole desbocado, atrajo hacia sí, despacio y con mucho cuidado, la jupak y la cuerda de la que pendía el Mazo.

Soltando la jupak, Flint asió el Mazo y lo subió a la plataforma. En ese momento tuvo que hacer una pausa porque le costaba trabajo respirar. Estaba mareado y unas extrañas motitas de luz giraban delante de sus ojos. No obstante, la sensación pasó en seguida y pudo sentarse y apoyar el bendito Mazo en su regazo para contemplarlo con reverencia y admiración.

—Gracias, Reorx —musitó—. Lo usaré para hacer el bien y para honrar tu nombre. Lo juro por tu barba y por la mía.

El Mazo era un prodigio y una maravilla. Flint era incapaz de apartar los ojos de él. El mazo falso era igual que el de verdad, pero no transmitía la misma sensación. Al posar la mano en el Mazo de Kharas lo sintió vibrante de vida a la par que él se sentía conectado a una inteligencia que era justa, sabia y benevolente, apenada por la debilidad de los seres humanos pero aun así comprensiva y misericordiosa con ellos. Algunos enanos juraban que Kharas había llevado el Mazo durante tanto tiempo que estaba imbuido de su espíritu, y Flint casi podía creerlo.

Entonces se dio cuenta de que cualquier enano que hubiese tocado alguna vez el Mazo de Kharas jamás confundiría el falso con el verdadero. Por suerte, ningún enano que estuviera vivo en la actualidad había tocado el Mazo real. Ni siquiera Hornfel notaría la diferencia. El falso tenía el mismo aspecto y pesaba más o menos lo mismo, merced al encantamiento de Raistlin. Los dos mazos eran ligeros, fáciles de manejar. Las runas eran idénticas en ambos. Hasta el color era casi igual. El verdadero Mazo tenía una pátina dorada inexistente en el otro. Lo único que tenía que hacer era mantener el verdadero dentro del correaje.

En cuanto a otras diferencias, el mazo falso seguramente no golpearía en el blanco con la fuerza ni con el tino del Mazo real. Flint anhelaba probarlo, ya que había oído contar que el Mazo de Kharas se fusionaba con el enano que lo blandía y reaccionaba al impulso de su mente más que al acto en sí de manejarlo. Sin embargo, Flint tendría que esperar a que sus amigos y él hubieran dejado bien atrás el reino enano antes de poder probarlo.

Al recordar que Arman podía aparecer en cualquier momento, Flint sacó el mazo falso del correaje y no pudo evitar pensar la apariencia barata y de mala calidad que tenía en comparación con el real. Metió el Mazo de Kharas en el correaje, ató el falso en la punta de la cuerda y después, echando la cuerda hacia atrás todo lo posible, lo soltó, y el mazo empezó a mecerse como había estado haciendo hasta entonces el verdadero.

El mazo falso se balanceó atrás y adelante llevado por el impulso, pero luego, poco a poco, perdió fuerza hasta pararse y quedó suspendido sobre el foso, inmóvil. Flint experimentó un instante de pánico. ¡Ahora que había dejado de mecerse, el mazo no se podría alcanzar!

Se tendió en la plataforma y alargó la jupak. No llegaba y, por un momento, al viejo enano lo embargó la desesperación. Entonces recordó que los brazos de Arman eran bastante más largos que los suyos y respiró un poco más tranquilo. De hecho, era bueno que hubiera pasado eso, ya que le proporcionaba una excusa por haber fracasado.

Flint se dirigió a la puerta doble, abrió una de las hojas y se asomó al vestíbulo. Ni rastro de Arman. Sólo estaba el cadáver de Kharas. Los ojos vacíos parecían mirarlo con gesto acusador y a Flint eso no le gustó, de modo que cerró la puerta y fue a sentarse en la plataforma. El Mazo de Kharas se apretaba contra su columna vertebral e irradiaba una calidez por todo su cuerpo que alivió dolores y achaques.

El viejo enano esperó.


Después de que Flint lo echó sin miramientos de la Cámara Rubí, Tasslehoff pasó unos instantes probando todos los trucos que sabía para abrir puertas, pero fue en vano. Entonces pasó unos segundos lamentándose por la pérdida de su jupak, por la irritabilidad de los enanos y por la injusticia de la vida en general. Después, viendo que las puertas no iban a abrirse, Tas decidió que haría lo que Flint le había dicho: ir a buscar a Arman.

El kender no tuvo que ir muy lejos para encontrarlo. Sólo girar sobre sí mismo y, sorpresa, allí estaba Arman, saliendo de una torre que había a la derecha del kender.

—¡Arman! —lo saludó Tas con alegría.

—Kender —dijo el príncipe enano.

Tas suspiró. No era nada fácil conseguir que Arman le cayera bien.

—¿Dónde está Flint? —demandó.

—Ahí dentro —señaló Tas la puerta—. ¡Hemos hecho un descubrimiento maravilloso! El Mazo de Kharas está en esa cámara.

—¿Y Flint está ahí? —preguntó el enano joven, alarmado.

—Sí, pero...

—¡Quítate de en medio! —Arman pegó un empujón al kender que lo tiró al suelo, despatarrado—. ¡No puede tener el Mazo! ¡Es mío!

Tas se levantó enfurruñado y se frotó un codo en el que se había hecho una magulladura.

—También hay algo más ahí dentro —dijo—. ¡El cadáver de Kharas! —Eso último lo dijo con énfasis—. Kharas está muerto. Del todo. Lleva muerto mucho tiempo, diría yo.

Arman no le estaba prestando atención ni captó la conexión ni, quizá, le importaba haber estado haciendo migas con un Kharas que yacía momificado en el vestíbulo. El enano fue hacia la puerta doble y puso la mano en la manija.

—Está cerrada —empezó a decirle Tas.

Arman la abrió de par en par y entró.

—¿Cómo pueden hacer eso una y otra vez? —se preguntó Tas, frustrado. Corrió hacia la puerta justo cuando Arman Kharas se la cerraba en las narices.

Tasslehoff soltó un gemido quejumbroso, asió la manija y empujó la doble hoja. La puerta no cedió. Se dejó caer pesadamente frente a la puerta, desconsolado y mohíno. Los enanos abrían puertas al derecho y al revés y a él, un kender, se lo dejaba fuera. Tas juró que a partir de ese momento llevaría encima sus ganzúas siempre, aunque tuviera que guardárselas en los paños menores.

Al cabo de unos segundos cayó en la cuenta de que aunque no pudiera estar presente, al menos podía ver lo que pasaba dentro de la cámara. Corrió hacia el tejado y pegó la nariz al cristal rubí. Allí estaba Arman y allí estaba Flint, de pie a un lado; también estaba el mazo colgando de la cuerda, aunque había dejado de balancearse. Arman tenía algo en la mano.

—¡Mi jupak! —gritó el kender, indignado. Se puso a aporrear los cristales—. ¡Eh! ¡Deja eso!

—No creo que te oiga —dijo Kharas.

Los kenders no son dados a sentir miedo, así que no hay que achacar al miedo el hecho de que Tasslehoff saltara varios palmos en el aire. Debió de ser porque tenía ganas de saltar. Dio unos cuantos brincos más para dejarlo bien claro.

Después se volvió para enfrentarse al enano de barba y cabello canos y hombros cargados. El kender alzó el índice en un gesto de reproche.

—Lo siento si hiero tus sentimientos al decir esto, pero no creo que seas Kharas. Él está muerto en ese vestíbulo. Vi el cadáver. Lo mató la picadura de un escorpión y por experiencia sé que una persona no puede estar viva aquí y muerta ahí al mismo tiempo.

—A lo mejor soy el fantasma de Kharas —sugirió el enano.

—Es lo que creí yo al principio —contestó el kender, a la vez que le daba golpecitos con el dedo en el brazo—, pero los fantasmas son incorpóreos y a ti no te falta corporeidad.

Se sintió bastante orgulloso de esas palabras tan complejas. Estaban a la altura de «Ramificación» y «Especulación».

Eso le dio una idea. ¡Sus espejuelos! Las lentes rubí le habían permitido leer escritura que él desconocía y ver a través de una pared que no existía aunque lo pareciera. A lo mejor le revelaban la verdad sobre el misterioso enano.

—¡Eh! ¡Mira detrás de ti! ¿Qué es eso? —gritó al tiempo que señalaba por encima del hombro del enano. Éste se giró para mirar.

Tas sacó los anteojos, se los puso en la nariz y atisbo a través de los cristales rojos.

Se quedó tan sorprendido por lo que vio que olvidó quitárselos. Se quedó petrificado, con el cuerpo laxo y la mente aturdida por el pasmo.

—Eres... —balbució débilmente—. Eres... —Tragó saliva con esfuerzo y por fin consiguió pronunciar la palabra—. Dragón.

El dragón era un dragón enorme, el más grande que Tasslehoff había visto en su vida, más grande que el horrible Dragón Rojo de Pax Tharkas. Este dragón era también el más hermoso. Las escamas brillaban como oro al sol. Mantenía erguida la cabeza con gesto orgulloso, su cuerpo era poderoso y, sin embargo, se movía con estudiada gracilidad. No parecía ser un dragón feroz, de ésos que consideraban a un kender un apetitoso bocado de media mañana. No obstante, Tas tenía la impresión de que ese dragón podía mostrarse muy fiero cuando quisiera serlo. En ese momento el dragón sólo parecía estar preocupado y molesto.

—Ah —dijo, fija la mirada en los espejuelos rubí colocados en la nariz del kender—. Me preguntaba dónde los habría puesto.

—Los encontré —repuso de inmediato Tas—. Creo que debiste dejarlos caer. ¿Vas a matarme?

Tas no estaba realmente asustado. Sólo necesitaba que se le informara de lo que iba a pasarle. Aunque no quería que el dragón lo matara, si iba a pasar entonces no quería perdérselo.

—Debería matarte, ¿sabes? —dijo el Dragón Dorado con voz severa—. Has visto lo que no debías. Supongo que esto traerá cola y seguramente tendrá graves consecuencias. —La expresión del dragón se endureció.

»Con todo, me importa poco. La reina Takhisis y sus viles lacayos han vuelto al mundo, ¿no es cierto?

—¿Quieres decir que tú no eres un «vil lacayo»? —preguntó Tas.

—Eso puedes jurarlo —contestó el dragón con un atisbo de sonrisa en los sabios y brillantes ojos.

—Entonces te contestaré. —Tas se sentía aliviado—. Sí, la Reina Oscura ha vuelto y está causando un montón de problemas. Ha echado a los pobres elfos de su maravillosa tierra y ha matado a un montón. Y ella y sus dragones mataron a la familia de Goldmoon y a todo su pueblo, incluso a los niños. Eso sí que fue realmente triste. —Al kender se le llenaron los ojos de lágrimas—. Y hay criaturas a las que llaman draconianos que parecen dragones, sólo que no lo son porque andan a dos patas, erguidos como la gente, pero tienen alas, colas y escamas como los dragones y son malos de verdad. Hay Dragones Rojos que escupen fuego a la gente y la queman y Dragones Negros que abrasan la carne hasta que se desprende de los huesos y no sé de cuántas clases más.

—Pero no dragones como yo —dijo el reptil—. No has visto Dragones Dorados ni Plateados...

Tasslehoff experimentó una extraña sensación. Había visto Dragones Dorados y Plateados en alguna parte, pero no se acordaba dónde. Tenía algo que ver con un tapiz y con Fizban... Parecía a punto de recordarlo, pero al instante se esfumó, hizo «puf» como las esporas del bejín al pisarlo.

—Lo siento, pero nunca he visto a ninguno como tú. —La expresión de Tas se animó—. Pero vi un mamut lanudo una vez. ¿Te gustaría que te contara lo que pasó?

—Quizás en otro momento —se disculpó el dragón con cortesía. Parecía aún más preocupado que antes y tenía un gesto muy severo.

—Soy Tasslehoff Burrfoot, por cierto —se presentó el kender.

—Yo me llamo Lucero de la Tarde —dijo el dragón.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Tas con curiosidad.

—Soy el guardián del Mazo de Kharas. Lo he guardado a salvo hasta que los dioses vuelvan y un héroe enano con honor y rectitud venga a reclamarlo. Ahora mi cometido se cumplió y mi castigo ha acabado. No pueden retenerme más aquí.

—Hablas como si esto fuera una prisión —dijo Tas.

—Lo ha sido —repuso seriamente Lucero de la Tarde.

—Pero —Tas abrió los brazos y alzó los ojos al vasto cielo azul— ¡podrías volar donde quisieras!

—Estaba atado a mi promesa, una promesa que he guardado durante trescientos años. Ahora soy libre de partir.

—Podrías luchar con nosotros —sugirió Tas, anhelante—. ¡Caray, apuesto a que podrías hacer un nudo a uno de esos Dragones Rojos y obligarlo a tragarse la cola!

Lucero de la Tarde sonrió.

—Ojalá pudiera ayudaros, amiguito. Nada me gustaría más, pero no puedo. Los dragones hicimos un juramento y, aunque me oponía y aconsejé no prestarlo, no lo quebrantaré. No obstante, aunque no pueda combatir a vuestro lado, haré cuanto pueda por ayudaros. Esas criaturas, esos draconianos que me has descrito, me preocupan muchísimo.

—¿Qué vas a hacer? ¿Obligarlos a tragarse la cola?

—Eso echaría a perder mi sorpresa. Adiós, Tasslehoff Burrfoot —se despidió Lucero de la Tarde—. Te pediría que guardaras mi secreto, pues el mundo todavía no puede saber que mi raza existe, pero entiendo que los secretos pueden ser un gran peso para alguien con un corazón tan ligero y tan alegre. Por ello, es un peso con el que no te cargaré.

Tas no lo entendía. Le costaba trabajo oír. Luchaba contra un nudo en la garganta que no se le pasaba aunque tragara. El dragón era tan bello, tan maravilloso y parecía tan triste que Tasslehoff se quitó los anteojos rubí y se los tendió posados en la palma de su pequeña mano.

—Creo que son tuyos.

El dragón acercó una enorme garra, una garra que habría podido envolver completamente al kender, y enganchó los anteojos con un toquecito.

—Oh, antes de que se me olvide —dijo Tas mientras veía con tristeza cómo los anteojos desaparecían en la garra del dragón—. ¿Cómo salimos de la tumba? No es que no me divierta estar aquí —se apresuró a añadir por si su comentario ofendía al dragón—, pero dejamos solos a Tanis y a Caramon y a los otros, y tienen la mala costumbre de meterse en problemas si no estoy para impedirlo.

—Oh, sí, entiendo —contestó Lucero de la Tarde seriamente.

El dragón dibujó una gran runa en las baldosas del suelo, la sopló y la runa empezó a brillar con una fulgente luz dorada.

—Cuando estéis listos para partir, pisad en esta runa y os conducirá al Templo de las Estrellas, donde los thanes enanos se han reunido a esperar el regreso del Mazo.

—Gracias, Lucero de la Tarde —dijo Tas—. ¿Volveremos a vernos?

—¿Quién sabe? Los dioses tienen el destino de todos nosotros en sus manos.

El cuerpo de Lucero de la Tarde empezó a brillar con la misma luz dorada. El fulgor perdió intensidad, se volvió tenue y, por último, desapareció en una bruma radiante. Tas tuvo que parpadear varias veces y resoplar mucho para quitarse el picorcillo que tenía en la nariz y en los ojos. Todavía no veía muy bien cuando sintió unos golpecitos en el hombro.

Ante él había un enano de barba blanca y cargado de hombros. El enano sostenía en la mano unos anteojos con cristales de color rubí.

—Toma —dijo el enano—, los dejaste caer. ¡Y ten cuidado de no perderlos! Anteojos como ésos no crecen en los árboles, ¿sabes?

Tas empezó a decir que los conservaría siempre como un tesoro, pero no habló porque el enano no estaba para decírselo. No se lo veía por ninguna parte.

—En fin —suspiró Tas, recobrando el ánimo—. ¡He recuperado los anteojos! Tendré muchísimo cuidado con ellos. Muchísimo.

Se los guardó en el bolsillo, bien seguros y a salvo, tras lo cual volvió a pegar la nariz en el tejado de cristal.

Flint y Arman no estaban y tampoco el Mazo. Tas se preguntaba qué habría pasado y empezaba a plantearse seriamente romper el cristal para meterse en la cámara y enterarse, cuando la puerta doble se abrió de par en par. Arman salió a la luz del sol.

—¡Tengo el Mazo de Kharas! —proclamó su triunfo. Se sentía tan complacido consigo mismo que hasta le sonrió a Tas—. ¡Mira, kender! Tengo el sagrado Mazo.

—Me alegro por ti —dijo Tas, educado; y en cierto modo era verdad. Arman parecía sentirse muy orgulloso y feliz. Se alegraba por Arman, pero le daba pena Flint, que salió detrás del enano joven. Flint parecía cabizbajo, aunque no deprimido ni desilusionado, como Tas había temido.

—Lo siento, Flint —dijo Tas, que posó la mano en el hombro del enano en un gesto de ánimo, una mano que Flint se quitó de encima en seguida—. Creo que tendrías que haber sido tú el que hubiera cogido el Mazo. Ah, por cierto, ¿puedes devolverme mi jupak?

Flint se la tendió.

—Los dioses lo decidieron así —dijo.

Tas no acababa de entender qué tenían que ver los dioses con encontrar el Mazo, pero no le gustaba discutir con Flint cuando pasaba por un mal momento, así que cambió de tema.

—¡Vi un mamut lanudo de color dorado, Flint! Me enseñó la salida.

Flint le asestó una mirada fulminante.

—Basta ya de mamuts lanudos. Ahora no. Ni nunca.

—¿Qué? —Tas estaba confuso—. No dije nada de un mamut lanudo. No hay ningún mamut lanudo de color dorado. Me encontré con un... mamut lanudo dorado.

Tasslehoff se tapó la boca con la mano.

—¿Por qué digo eso? No vi ningún mamut lanudo. Vi un... mamut lanudo dorado.

Por mucho que lo intentó, no consiguió decir la palabra... mamut lanudo.

Tas soltó un profundo suspiro. Con lo mucho que había deseado poderles contar a Flint, a Tanis y a los demás que él, Tasslehoff Burrfoot, había hablado con un... mamut lanudo dorado, y ahora no podía. Su cerebro sabía lo que quería decir. Era la lengua la que no dejaba de confundir las cosas.

Flint se apartó de él, irritado. Arman Kharas recorría las almenas con el mazo en alto y gritándole al mundo que él, Arman Kharas, lo había descubierto. Tas fue en pos de Flint.

—Encontré la salida —dijo—. Me encontré con... eh... alguien que me la enseñó. Lo único que tenemos que hacer es pisar esa runa dorada que hay allí y nos conducirá a... no sé qué sitio. Lo he olvidado. —Señaló la runa dorada que resplandecía en las losas del suelo.

»¡Ah, sí! El Templo de las Estrellas. Tu padre se encuentra allí, esperando el retorno del Mazo —le dijo a Arman.

La expresión de Flint era una mezcla de estupefacción e incredulidad. La de Arman estaba entre la tentación de darle crédito y la desconfianza.

—¿De dónde ha salido esa runa? —demandó.

—Ya te lo he dicho. Me encontré con alguien, el guardián de la tumba. Era un... —Tas trató con todas sus fuerzas de decirlo. Tenía la palabra «dragón» en la garganta, pero sabía perfectamente bien que al querer pronunciarla le saldría «mamut lanudo», de modo que se la tragó—. Me encontré con Kharas. Él me enseñó la runa.

El semblante de Arman se ensombreció, al igual que el de Flint.

—Kharas está muerto —dijo Arman—. Le rendí homenaje a su espíritu. Volveré cuando pueda y me encargaré de que sea enterrado con los honores debidos. No sé quién o qué sería esa aparición, pero...

—Era su espíritu errante y sin reposo —lo atajó Tas, que ahora se divertía—, condenado a vagar por la tumba de su rey, atormentado, doliente y retorciéndose las manos, sin poder marcharse hasta que apareciera un verdadero héroe enano que lo liberara. Ese héroe eres tú —le dijo a Arman—. El espíritu de Kharas es libre ahora. Se marchó dándome su bendición, ascendió en el aire como una burbuja de jabón y luego, «¡puf!», desapareció.

Flint sabía que el kender estaba mintiendo como un bellaco, pero no osó decir ni pío porque Arman escuchaba la descabellada explicación del kender con reverente atención.

—¿De dónde salió realmente esta runa? —inquirió Flint en un ronco susurro y añadió, indignado:— ¡Ningún enano hace «¡puf!» y desaparece!

—Te contaría la verdad, Flint —contestó Tas con un suspiro—, pero me es imposible. La lengua no me deja.

Flint lo fulminó con la mirada.

—¿Y esperas que me plante encima de una runa desconocida y que me traslade mágicamente Reorx sabe dónde?

—Al Templo de las Estrellas, donde esperan el retorno del Mazo.

—¡Daos prisa! —llamó Arman, impaciente—. Éste es mi momento de gloria.

—Tengo la sensación de que voy a lamentar esto —masculló Flint, pero echó a andar y se situó al lado de Arman, sobre la runa dorada.

Tasslehoff se les unió. Era el guardián de un secreto maravilloso, uno de los secretos más grandes del último par de centurias, un secreto que asombraría y sorprendería a todo el mundo... Y no se lo podía contar a nadie. La vida era muy injusta.

La runa empezó a brillar. La mano de Tas fue hacia el bolsillo y se cerró sobre los anteojos rubí y sintió que algo le hacía cosquillas en los dedos. Sacó los anteojos. El fulgor de la runa se hizo de un intenso color dorado; entonces la neblina rojiza se cerró alrededor de ellos y Tas ya no vio la tumba. Sólo vio a Flint, Arman y una pluma blanca de gallina. Entonces Tas lo entendió.

Esperanza. Ése era el secreto y era un secreto que podría compartir. Aun cuando no pudiera decir a nadie que existían los... mamuts lanudos dorados.


Cuando se corrió la voz por el reino enano de que las puertas que conducían al Valle de los Thanes se habían cerrado y no se podían abrir, los enanos de Thorbardin por fin creyeron que un acontecimiento trascendental estaba a punto de acaecer. La Calzada Octava se reabrió y los enanos se trasladaron en los vagones o a pie para montar guardia ante las puertas.

El día casi llegaba a su fin cuando las grandes hojas de bronce se abrieron. Un enano apareció; era anciano, con el largo cabello blanco y la luenga barba nívea. No era Arman Kharas ni era el enano neidar, así que los enanos agrupados a las puertas lo observaron con suspicacia.

El enano anciano se paró frente a ellos. Alzó las manos pidiendo silencio y el silencio se hizo.

—El Mazo de Kharas se ha hallado —anunció el anciano—. Lo llevan al Templo de las Estrellas para dedicárselo a Reorx, que ha regresado y ahora camina entre nosotros.

Los enanos lo miraron con desconfianza y con sorpresa. Algunos sacudieron la cabeza. El anciano alzó la voz y habló en tono severo:

—El Mazo pendía suspendido de un fino trozo de cuerda. Se balanceaba atrás y adelante contando los minutos de nuestras vidas. La cuerda se ha cortado y el Mazo se ha soltado. Sois vosotros, enanos de los clanes de Thorbardin, los que ahora colgáis suspendidos de esa frágil cuerda de salvamento y os mecéis entre la oscuridad y la luz. Se os ofrece una oportunidad. Quiera Reorx que elijáis bien.

El extraño enano se volvió hacia las grandes puertas de bronce. Algunos de los enanos más osados lo siguieron al Valle de los Thanes con la esperanza de poder hablar con él, hacerle preguntas, demandar respuestas. Pero nada más cruzar las puertas, los enanos quedaron momentáneamente cegados por la luz del sol que brillaba al otro lado y perdieron de vista al enano en aquel fulgor.

Fue entonces cuando vieron el milagro.

La Tumba de Duncan ya no flotaba entre las nubes, sino que se alzaba en el lugar donde se había construido trescientos años antes. El sol brillaba en las blancas torres y resplandecía en una torrecilla construida de cristales de color rubí. El lago había desaparecido, como si nunca hubiese existido.

Los enanos supieron entonces la identidad del extraño enano que se les había aparecido y se quitaron los yelmos e hincaron la rodilla para alzar sus preces a Reorx para pedirle su perdón y su bendición.

La estatua de Grallen montaba guardia ante la tumba, dentro de la cual encontrarían la última morada del rey Duncan y los restos del héroe, Kharas. Un yelmo de piedra cubría la cabeza de piedra de la estatua y una expresión de paz infinita se reflejaba en el pétreo semblante.

41 El Templo de las Estrellas. El Mazo retorna. Los muertos caminan

Tanis y sus compañeros estaban con Riverwind y con Gilthanas en la Casa de Salud cuando Hornfel les llevó la noticia de que se había hallado el Mazo.

Riverwind y Gilthanas estaban conscientes ya y se sentían un poco mejor. Raistlin había estudiado las artes curativas en su adolescencia y, como no se fiaba mucho de los médicos enanos, les examinó las heridas y comprobó que ninguna era grave. Les aconsejó a los dos que guardaran cama y que no se tomaran ninguna de las pociones que los sanadores enanos querían darles.

—Bebed sólo este agua —los previno Raistlin—. Caramon en persona la sacó del pozo y puedo garantizar su pureza.

Hornfel estaba impaciente por ir al Templo de las Estrellas, pero tuvo la atención —y quizá se sentía culpable— de perder unos minutos en interesarse por la salud de los cautivos y en ofrecer sus disculpas por el trato brutal que habían sufrido. Apostó a miembros de su propio personal junto a los lechos con órdenes de guardar al humano y al elfo con el mismo cuidado con el que lo guardarían a él. Sólo entonces Tanis se sintió tranquilo de dejar solos a sus amigos.

—¿Crees que Flint ha encontrado realmente el Mazo de Kharas? —le preguntó Gilthanas.

—Ya no sé qué pensar —contestó Tanis—. Ya no sé qué esperar, si que haya encontrado el Mazo o que no lo haya encontrado. Tengo la impresión de que el hallazgo de ese objeto ocasionará más problemas que los que pueda resolver.

—Caminas en tinieblas, semielfo. Mira hacia la luz —intervino Riverwind en voz queda.

—Lo he intentado —musitó Tanis—. Me hace daño en los ojos.

Dejó a sus amigos, no sin cierta aprensión, pero no podía estar en dos sitios al mismo tiempo, y los otros y él tenían que estar presentes en el Templo de las Estrellas para ser testigos del regreso de Flint y quizá defenderlo. Si había encontrado el Mazo de Kharas, habría muchos que intentarían arrebatárselo.

El Templo de las Estrellas era el lugar más sagrado de todo Thorbardin —que para los enanos era como decir del mundo entero— porque se creía que en ese templo se encontraba el pozo que conducía a la ciudad en la que moraba Reorx.

El pozo era una formación natural descubierta durante la construcción de Thorbardin. Nadie sabía con exactitud qué profundidad tenía ni hasta dónde llegaba bajo tierra. Las piedras que se arrojaban por él nunca llegaban al fondo. Al imaginar que simplemente no alcanzaban a oírlas llegar, los enanos había tirado al foso un yunque, convencidos de que cuando tocara fondo oirían el atronador golpe.

Los enanos escucharon atentos. Escucharon durante horas. Escucharon durante días. Pasaron semanas, a las que siguieron meses y siguieron sin oír nada. Fue entonces cuando los clérigos enanos decretaron que el pozo era un lugar sagrado porque, obviamente, conectaba el mundo físico con el reino de Reorx. También se decía que si uno tenía suficiente valor para mirar directamente al agujero, se podían ver las luces de la espléndida ciudad de Reorx, que resplandecían como estrellas allá abajo. Los enanos construyeron un magnífico templo alrededor del pozo y lo llamaron Templo de las Estrellas.

Una plataforma se extendía más allá del borde del pozo y en ella fue donde los enanos situaron un altar dedicado a Reorx. Alrededor del agujero construyeron un muro a la altura de la cintura, a pesar de que a ningún enano se le pasaría siquiera por la cabeza cometer el sacrilegio de trepar por él o saltar a él. Los clérigos enanos celebraban los más sagrados rituales allí, incluidas las ceremonias del matrimonio y de poner nombre. Allí era donde se coronaba a los reyes.

Los enanos sentían una gran veneración por el templo y desde el principio habían ido allí para ofrecer sus humildes plegarias a Reorx, para pedirle su bendición y para alabarlo. Pero, a medida que el tiempo transcurría y el poderío de Thorbardin aumentaba, también crecía la opinión que los enanos tenían de sí mismos. ¿Por qué iban ellos, poderosos e importantes, a suplicar a un dios? Comenzaron a exigir, en lugar de pedir, y a menudo ponían por escrito sus demandas en piedras que luego arrojaban al pozo. Algunos clérigos enanos consideraron tal práctica reprensible y alzaron sus voces contra ella. Los enanos se negaron a hacerles caso, y así fue que a Reorx le llovieron piedras con demandas para conceder a su pueblo de todo, desde riqueza a eterna juventud, pasando por un suministro constante de aguardiente enano.

Al parecer Reorx se hartó de aquello, porque cuando sobrevino el Cataclismo, el techo del templo se desplomó y cegó todas las entradas. Los enanos intentaron quitar los escombros, pero cada vez que movían una roca o una viga, otras se venían abajo y, al final, se dieron por vencidos.

Fue Duncan, el Rey Supremo, quien reabrió el templo. Confiaba en encontrar a Reorx al hacer eso y desarrolló un plan para abrirse paso en los escombros utilizando los gusanos urkhan. Sus detractores argumentaron que los gusanos no se detendrían una vez despejados los accesos y que seguirían triturando piedras a través de las paredes del templo, cosa que en efecto hicieron los gusanos en algunos sitios antes de que los vaqueros urkhan pudieran frenarlos. Sin embargo, los desperfectos se repararon con facilidad y los enanos pudieron entrar de nuevo en el templo.

El rey Duncan no encontró allí a Reorx, como había confiado en que ocurriría. Cuenta la leyenda que el monarca se tumbó boca abajo al borde del pozo y se asomó al vacío con la esperanza de divisar las legendarias estrellas, pero lo único que vio fue oscuridad. Con todo, siguió sosteniendo que el templo era un lugar sagrado y que el recuerdo del dios perduraba allí aunque el propio dios se hubiese marchado. Prohibió arrojar piedras al pozo y, una vez más, se celebraron ceremonias y actos importantes en el Templo de las Estrellas. De ahí que se considerara el lugar más adecuado para que los thanes presenciaran la recuperación del Mazo de Kharas. Hornfel rogó para que eso ocurriera pronto, pues el reino bajo la montaña estaba sumido en el caos.

Se había corrido la voz rápidamente sobre el monstruoso hombre-dragón alado por todos los territorios de los clanes, noticia que había causado sensación. De natural lacónico, los enanos no eran dados a propagar rumores. No adornaban las historias ni exageraban los hechos, cosa más propia de humanos. Un enano al que se pillaba hinchando una noticia no era digno de confianza. Un único draconiano saltando del elevador en una comunidad humana habría terminado siendo seiscientos dragones escupiendo fuego e invadiendo el reino. Los enanos que habían visto saltar al draconiano del Árbol de la Vida y planear sobre el lago relataron el sorprendente acontecimiento a sus vecinos y familiares y lo hicieron de manera precisa.

Ninguno de los enanos sabía qué pensar de la criatura, excepto que sin duda era de naturaleza maligna, y cada cual tenía su propia opinión de lo que era y cómo había llegado a Thorbardin. Todos coincidían en una cosa: ningún monstruo así se había visto en Thorbardin mientras las puertas habían estado cerradas. Eso era lo que pasaba al abrir las puertas al mundo de la superficie. A Tanis y a los otros «Altos» se los miraba ahora incluso con más desconfianza que antes.

Cientos de enanos empezaban a congregarse en la Calzada Novena para llegar hasta el Templo de las Estrellas. Ya había habido varias peleas a puñetazos, y Hornfel temía que pasaran cosas peores. Estallarían disturbios y los enanos saldrían heridos si se les permitía apiñarse en el templo y los alrededores. El thane hylar decidió cerrar el templo al público. Sólo los thanes y sus guardias estarían allí para presenciar el retorno del Mazo.

Habiendo visto él mismo al draconiano, Hornfel llegó a creer que Tanis había dicho la verdad, que los theiwars habían traicionado a Thorbardin entregándolo a las fuerzas de la Reina de la Oscuridad. El thane hylar temía que Realgar, consciente de que su perfidia había sido descubierta, elegiría ese momento para atacar. El ejército theiwar, poco más que una turba armada, no le preocupaba, pues sus tropas estaban bien entrenadas y eran disciplinadas. Pero el semielfo le había advertido que un ejército de esos draconianos podría estar preparado para invadirlos. Si tal cosa ocurría, seguramente atacarían el templo en primer lugar en un intento de apoderarse del Mazo. Hornfel quería que tropas armadas rodearan el edificio, no una muchedumbre incontrolable.

A Hornfel también le preocupaban los daergars. Si Ranee se aliaba con Realgar y los respaldaban las fuerzas de la oscuridad, Hornfel dudaba de que ni siquiera el Mazo de Kharas pudiera salvar a su pueblo.

El thane de los hylars era un enano valeroso y noble cuya valía se había puesto a prueba en esas horas tenebrosas. Hornfel admitía sin excusas que se había dejado engañar por las mentiras de Realgar y que había juzgado mal a Tanis y a los demás.

—He vivido demasiado tiempo encerrado en la montaña —dijo tristemente Hornfel—. Necesito volver a ver la luz del sol, a respirar aire fresco.

—Lo que necesitas es buscar a Reorx —aconsejó Sturm—. Y no lo encontrarás en el fondo de un pozo.

Hornfel se quedó pensativo. Como la mayoría de los enanos, había jurado por Reorx en muchas ocasiones, pero nunca le había rezado y no sabía muy bien qué decir. Le habían contado lo que había dicho el extraño enano que había aparecido en las puertas que daban al Valle de los Thanes sobre que la suerte de Thorbardin pendía de una fina cuerda. Al final, la plegaria de Hornfel fue sencilla y sincera...

—Reorx, concédeme la sabiduría y la fortaleza para hacer lo que es correcto.


La luz arrojada por el cristal del Bastón del Mago parecía más tenue de lo habitual y sólo se derramaba sobre Raistlin, sin alumbrar nada más.

—Faltan dos thanes —dijo Sturm—, los del clan theiwar y el clan daergar.

—Que falte Realgar no es una sorpresa —comentó Tanis—, pero empieza a dar la impresión de que los daergars han unido fuerzas con sus oscuros parientes.

El thane aghar tampoco estaba, pero nadie lo echó en falta.

La tensión aumentó mientras todos esperaban la aparición del Mazo. Los nervios se pusieron tensos. Las conversaciones disminuyeron. Nadie sabía qué iba a pasar, pero la mayoría creía que iba a ser algo malo. La tensión resultó excesiva para el thane de los kiar, que de repente echó la cabeza hacia atrás y soltó un horrible grito, un aullido feral, escalofriante, que retumbó por toda la cámara e hizo que los enanos que montaban guardia desenvainaran las armas. Sturm, Caramon y Tanis llevaron la mano a la espada. El kiar se limitó a gruñir al tiempo que hacía un gesto con la mano para indicar que no lo había hecho por nada en particular, sólo para aflojar la tensión.

—Espero que no vuelva a hacerlo —dijo Caramon mientras encajaba la espada en la vaina.

—Me pregunto por qué tardan tanto —comentó Sturm—. Quizá los han emboscado...

—Ni siquiera sabemos seguro que la noticia sobre el Mazo sea cierta —observó Raistlin—. ¿Quién nos asegura que esto no es una trampa? Tal vez nos han mandado aquí para mantenernos alejados del Mazo.

—Todo esto me gusta tan poco como a vosotros —intervino Tanis—. Estoy abierto a vuestras sugerencias.

—Yo digo que Tanis y yo vayamos al Valle de los Thanes a buscar a Flint —propuso Sturm.

—No, deberíamos ir tú y yo, Sturm —lo corrigió Raistlin.

El caballero vaciló un instante.

—Sí —dijo luego—. Raistlin y yo deberíamos ir.

Tanis estaba tan sorprendido por aquella repentina y extraña alianza que casi se le olvidó lo que iba a decir. Se disponía a sugerir que quizá todos deberían ir al Valle de los Thanes, cuando de repente Tasslehoff apareció, justo delante de él.

El semielfo nunca se había alegrado tanto de ver a alguien. Arriesgándose a perder sus posesiones personales, estrechó al kender con un fuerte abrazo. Los demás recibieron a Tas con actitud cordial y de inmediato lo acribillaron a preguntas.

—¿Cómo has llegado aquí? ¿Dónde está Flint? ¿Tiene el Mazo de Kharas?

—A través de una runa mágica que hizo un mamut lanudo dorado. Flint está aquí, y no, no tiene el Mazo. Lo tiene Kharas —contestó Tasslehoff a todos de corrido.

Tas señaló a Flint, plantado en la plataforma frente al altar de Reorx. Arman Kharas se hallaba a su lado y sostenía el mazo de bronce sobre la cabeza, en un gesto de triunfo.

—¡Yo, Arman Kharas, he hallado el Mazo de Kharas! —anunció con voz atronadora—. ¡Se lo traigo de vuelta a mi pueblo!

Tanis suspiró. Se alegraba de que el Mazo se hubiera descubierto, pero le preocupaba su viejo amigo.

—Confío en que Flint no se lo esté tomando muy a pecho.

—También a mí me preocupaba eso —abundó Tas—. Pero Flint parece realmente contento. Cualquiera pensaría que fue él quien encontró el Mazo.

Sturm y Raistlin intercambiaron una mirada.

—Alabados sean los dioses... —empezó el caballero, pero su plegaria se cortó de golpe.

Una llamarada ardiente salió del pozo y estalló en medio de ellos. La cegadora luz los dejó sin ver y la atronadora onda expansiva dañó sus sentidos y derribó a muchos al suelo.

Medio cegado y aturdido, Tanis se puso de pie a trompicones mientras se buscaba la espada e intentaba ver qué había pasado. Tenía la vaga impresión de que algo monstruoso se arrastraba fuera del pozo. Cuando se le aclaró la vista, el semielfo vio que era un hombre —aterrador por la armadura azul y la máscara astada— que se encaramaba con facilidad al borde de la plataforma.

Lord Verminaard. Vivo y bien vivo.

42 Ver es creer. Metal verdadero y falso

—¡Verminaard murió! —gritó Sturm con voz enronquecida—. ¡Le atravesé el corazón!

—¡Aquí hay algo raro! —exclamó Raistlin.

—Sí, que al bastardo no hay quien lo mate —dijo Caramon.

—¡No es eso! —susurró Raistlin, que sufrió un ataque de tos. Intentaba desesperadamente hablar, pero tenía los labios manchados de sangre—. La luz... cegadora... un hechizo... —Se dobló por la cintura, casi incapaz de respirar. La tos sacudió el frágil cuerpo del mago, y éste ya no pudo decir nada más.

—¿Dónde está Flint? —preguntó Tanis, preocupado—. ¿Lo veis?

—Tengo el altar delante —contestó Sturm mientras estiraba el cuello—. La última vez que lo vi estaba de pie al lado de Arman.

La cabeza cubierta con el yelmo se giró hacia ellos. Verminaard reparó en su presencia; puede que incluso los hubiese oído hablar. No parecía muy preocupado. Toda su atención estaba volcada en el Mazo de Kharas y en el enano que lo enarbolaba.

Arman Kharas no había sido derribado por la explosión mágica. Tenía plantados los pies en el suelo con una actitud resuelta y firme y ceñía el Mazo entre las manos con fuerza, haciendo frente al terrible adversario que se erguía ante él, imponente; un adversario que gobernaba los elementos, que manejaba fuego y luz cegadora. Un adversario que había surgido del lugar sagrado que era la morada de Reorx, haciendo escarnio del poder del dios.

—¿Quién osa profanar nuestro sagrado templo? —gritó Arman. El joven enano estaba pálido bajo la larga y negra barba, pero se mostraba resuelto y decidido y le hacía frente a su enemigo sin denotar miedo.

—Verminaard, Señor del Dragón del Ala Roja del ejército de los Dragones. En nombre de Ariakas, emperador de Ansalon, y de Takhisis, Reina de la Oscuridad, he conquistado Qualinesti, Abanasinia y Pax Tharkas. Ahora añado Thorbardin a esa lista. Entrégame el Mazo, inclínate ante mí y proclámame Rey Supremo o muere ahora mismo.

—Deberíamos atacarlo —susurró Sturm—. No puede vencernos a todos.

El Señor del Dragón movió la mano y señaló al caballero. Un rayo de luz salió disparado de la mano de Verminaard y se descargó contra la armadura metálica de Sturm. Los rayos sisearon alrededor del caballero, que se desplomó al suelo y quedó tendido en él, retorciéndose de dolor.

En ningún momento durante el ataque Verminaard había apartado la mirada de Arman, que observaba espantado al caballero derribado, con las manos crispadas y convulsas alrededor del Mazo.

—Has visto mi poder —dijo Verminaard al joven enano—. ¡Tráeme el Mazo o tú serás el siguiente!

Tanis vio que Caramon asía la empuñadura de su espada.

—¡No seas necio, Caramon! —advirtió el semielfo en voz baja—. Ve a ver cómo está Sturm.

El hombretón echó un vistazo a su gemelo. Raistlin se apoyaba en el bastón, desmadejado. La tos lo había debilitado y tenía la mano pegada contra los labios. Sacudió la cabeza y, de mala gana, Caramon soltó su arma, tras lo cual se arrodilló al lado del convulso caballero.

Flint había perdido pie y había caído al suelo por la fuerza de la explosión. Reculó torpemente en la plataforma para situarse detrás de Arman. El viejo enano sentía algo pegajoso en la cara, probablemente sangre. Hizo caso omiso. Los otros thanes estaban más o menos erguidos, al igual que sus guardias. Entre todos superaban con mucho en número al Señor del Dragón, pero después de ver el daño infligido al caballero nadie se atrevía a atacar a Verminaard.

—Dale el Mazo —ordenó Hornfel a su hijo—. No merece la pena que sacrifiques la vida por él.

—¡El Mazo es mío! —gritó Arman, desafiante—. ¡Soy Kharas!

Se sacudió de encima el terror que parecía haber paralizado a los otros. Blandiendo el Mazo, Arman Kharas saltó hacia el Señor del Dragón.

Mientras el enano se le echaba encima, el Señor del Dragón retrocedió un paso a fin de situarse en mejor posición para rechazar el ataque del enano. El pie se aproximó demasiado al borde, resbaló y casi se cayó, consiguiendo salvarse gracias a tirar la maza de guerra y asirse al altar de granito.

Más o menos en ese momento, Tasslehoff Burrfoot metió la mano en el bolsillo para buscar los anteojos.

Los kenders, a diferencia de los humanos, no dudaban nunca. Verminaard había muerto. Tanis y los otros lo habían matado y, sin embargo, allí estaba ahora, vivo, y eso no tenía sentido para Tas. Raistlin había dicho que había algo raro y si había alguien capaz de notarlo ése era Raistlin. No sería la mejor persona que conocía, pero sí era la más lista.

«Creo que voy a echar un vistazo», se dijo el kender para sus adentros.

Metió la mano en el bolsillo y sacó algo que en algún momento pudo haber sido un quinoto. Al no ser de mucha utilidad, lo tiró y después de sacar un hueso de ciruela y un dedal, localizó los anteojos de lentes rubí y sé los puso en la nariz.

Arman Kharas golpeó. El impacto del mazo hizo que Verminaard se soltara del altar. Otro golpe lo lanzó hacia atrás. El Señor del Dragón intentó desesperadamente salvarse, pero perdió el equilibrio y, aullando de terror y de rabia, se precipitó al pozo.

Nadie se movió ni habló. Arman Kharas miraba fijamente el foso, con aturdida incredulidad. Entonces, la certeza de su triunfo lo desbordó. Alzó los brazos y, gritando alabanzas a Reorx, balanceó el mazo sin caber en sí de gozo. Los thanes y los soldados empezaron a vitorear, locos de alegría.

Caramon ayudó a Sturm a incorporarse; el caballero estaba aturdido y dolorido, pero vivo. El hombretón se unió a los gritos de victoria. Sturm sonrió débilmente.

Raistlin miraba el pozo con fijeza, dura la expresión de sus ojos, que relucían.

—En esto hay algo raro...

—¡Raistlin tiene razón, Tanis! —Tasslehoff asió a su amigo con fuerza—. ¡Ése no era Verminaard!

—¡Ahora no, Tas! —gritó el semielfo al tiempo que intentaba soltarse del kender—. Tengo que ver a Sturm...

—¡Te digo que no era Verminaard! —gritó Tas—. ¡Era un draconiano con la apariencia de Verminaard!

—Tas...

—¡Una ilusión! —exclamó Raistlin—. Ahora encajan las cosas. Verminaard era clérigo, un seguidor de Takhisis. El conjuro que nos cegó y el que derribó a Sturm eran ambos hechizos que sólo un mago sabe cómo hacer.

Los thanes enanos aclamaban a Arman Kharas, que se encontraba en la plataforma con el mazo acunado amorosamente en sus brazos mientras disfrutaba de su momento de gloria.

—¿Un draconiano? —repitió Tanis, que miró hacia atrás, al altar—. ¿Por qué iba a querer suplantar a Verminaard?

—No lo sé, pero esta victoria ha sido demasiado fácil —susurró Raistlin.

—¡Cuidado! —gritó Caramon.

Unas manos con garras asomaban por el pozo y se asían al borde de la plataforma. Un draconiano salió del pozo y se aupó sin esfuerzo a la plataforma. A diferencia de otros draconianos, éste no tenía alas y las escamas eran de un apagado dorado verdoso. Era alto y delgado y vestía ropajes negros decorados con runas y espirales. El draconiano alzó la cabeza, miró al techo y alzó los brazos como si hiciera una señal. Después avanzó sigilosamente hacia el confiado Arman.

El joven enano estaba de espaldas y no vio venir el peligro. Los thanes sí lo vieron y gritaron, alarmados. Flint hizo algo más. Enarboló su Mazo y corrió hacia el pozo.

—¡Flint, no! —gritó Tanis, que echaba a correr para ayudar a su amigo cuando oyó gritar a Sturm, advirtiéndole.

—¡Tanis! ¡Encima de ti!

El semielfo miró a lo alto y vio draconianos armados que caían sobre ellos saltando por el agujero de la cúpula. Al mismo tiempo, más tropas draconianas entraron por la puerta sur. Un grupo de theiwars, armados hasta los dientes, entraron a la carrera por la puerta este. Sturm, pálido y tembloroso, se había puesto de pie, espada en mano. Caramon se situó cerca del caballero, por si éste flaqueaba. Raistlin movió los labios y la magia crepitó en las puntas de sus dedos. Tasslehoff, lanzando pullas e insultos y dando brincos, agitaba la jupak y les gritaba a los draconianos que fueran a cogerlo.

El caos se apoderó del templo cuando los draconianos, blandiendo las espadas, tocaron el suelo combatiendo ya. Hornfel se llevó el cuerno de carnero a los labios y, a su llamada, soldados hylars entraron en el templo por la puerta norte. Los daewars entraron en tropel por la del oeste y amigos y adversarios se encontraron en el centro en un estruendoso entrechocar de armas. La batalla se libraba alrededor del pozo. El acero chocaba contra acero, los draconianos lanzaban sus gritos de guerra, los furiosos enanos vociferaban los suyos y al tumulto se sumaron los quejidos de los heridos y los moribundos.

Tanis buscó a Flint, desesperado, e intentó localizarlo en aquel caos, pero no lo vio. Entonces Tanis tuvo que olvidar a su amigo y luchar para defender la vida.


Arman Kharas estaba exaltado. Mantenía el mazo en alto y lo sacudía con aire desafiante en las barbas de aquellos que se habían mofado de él a lo largo de años, de los que lo llamaban el loco Kharas, de los que habían dudado de él. Estaba vindicado, había hallado el Mazo y, con él, había matado al aterrador Señor del Dragón. Arman era un héroe, como siempre había soñado. Lanzó un salvaje grito de gozo. En su embriagadora euforia, no vio al monstruo que trepaba por el pozo con sigilo.

Los thanes vieron el peligro, el padre de Arman lo vio y corrió en ayuda de su hijo, pero en ese momento hombres-dragón llovieron del cielo. Un ejército draconiano irrumpió en el templo por el sur, en tromba, y una multitud de theiwars enloquecidos penetraron por el este.

Gracias a Tanis y a sus amigos, los theiwars y los draconianos no pillaron por sorpresa a los thanes, como habían planeado. Los hylars, los daewars y los kiars estaban preparados. Sonaron toques de cuerno y sus ejércitos entraron en el templo en tropel para atacar a sus enemigos. La batalla era feroz, desesperada y violenta. Poco después el templo estaba abarrotado de combatientes que empujaban, forcejeaban, daban empellones y asestaban tajos. El suelo se puso resbaladizo en seguida.

Hornfel, con su hacha de guerra tinta de sangre, estaba anonadado por la ingente cantidad del ejército enemigo; en la confusión, había perdido de vista a su hijo.


Flint había salido lanzado de la plataforma con la explosión cuando apareció Verminaard y se había quedado horrorizado al verlo, pero poco podía hacer al respecto. El viejo enano estaba casi acabado. Sentía las piernas acalambradas y doloridas, la espalda lo atormentaba y tenía los hombros agarrotados. Y al dolor de las heridas se sumaban el remordimiento y la culpabilidad que lo consumían.

Había engañado a Arman. El príncipe creía que sostenía en las manos un arma sagrada, no sabía que el mazo que blandía sólo era un pedazo de metal encantado por Raistlin.

Cuando Arman cargó contra Verminaard, Flint había intentado detenerlo, pero el joven enano no le había hecho caso. Flint había vuelto la cabeza, incapaz de presenciar la muerte cierta de Arman. Entonces había oído a Verminaard lanzar un grito de rabia y a Arman otro de triunfo.

Flint volvió la cabeza a tiempo de ver al Señor del Dragón caer por el pozo.

Flint resopló y, sin saber que se hacía eco de las palabras de Raistlin, se dijo para sus adentros que allí había algo raro.

Entonces apareció el draconiano, asomándose al borde del pozo.

Flint se había quedado estupefacto, mirándolo de hito en hito. Que él supiera, los draconianos se encontraban a leguas de distancia, muy lejos de Thorbardin. No tenía ni idea de cómo había llegado allí ese draconiano ni qué hacía el monstruo dentro del pozo. La estupefacción fue desplazada rápidamente por la indignación. Los draconianos no tenían derecho a entrar en el hogar ancestral de los enanos. La rabia dio paso a la consternación cuando Flint vio que el monstruo dorado verdoso se aupaba con fácil agilidad a la plataforma, detrás del desprevenido Arman.

El draconiano quería el mazo, Flint lo vio en los ojos de la criatura, clavados en el arma. Gritó una advertencia al tiempo que echaba mano a su arma; en su temor por el joven enano, había olvidado por completo que era él quien blandía el sagrado Mazo.


Dray-yan se acercaba a su momento de triunfo. La charada había engañado a todos, incluidos sus propios draconianos. Todos habían visto al jactancioso lord Verminaard precipitarse a una muerte ignominiosa. Envuelto en la imagen ilusoria del Señor del Dragón, Dray-yan había simulado caerse de la plataforma; al zambullirse en el pozo, se había asido al borde con las garras y se había quedado colgando allí, a la espera de que Grag y sus fuerzas irrumpieran en el templo. Con el jaleo de la batalla encubriendo sus movimientos, el aurak se deshizo de la imagen ilusoria del Señor del Dragón y se aupó a pulso a la plataforma.

El estúpido enano joven estaba solo allí, de espaldas a él, con el mazo en la mano y gritándole al mundo cómo había matado al Señor del Dragón.

Dray-yan estuvo tentado de usar su poderosa magia para acabar con Arman, pero el aurak debía ser cauto. Si se precipitaba en matarlo, podía ocurrir que el mazo resbalara de las manos del enano y cayera al pozo, perdiéndose para siempre. Quizá la Reina Oscura disfrutara con ese desenlace, pero a Dray-yan no le convenía. Se veía a sí mismo entrando en el Templo de Neraka para ofrecer el mazo a lord Ariakas.

El aurak tenía la desventaja de no llevar una espada. Por lo general, los auraks desdeñaban el uso de armas y preferían usar su magia en el combate. Sin embargo, tenía un cuchillo sujeto a la pierna con una correa, debajo de la túnica.

El enano vestía una coraza fuerte, pero eso no desanimó a Dray-yan. No era necesario atravesar la armadura para alcanzar un órgano vital. Con un arañazo en el brazo sería suficiente. La hoja del arma estaba untada de veneno, un truco letal que había aprendido de sus parientes kapaks.

Cuchillo en mano, Dray-yan se acercó cauteloso a Arman.


Flint asió el Mazo de Kharas y lo sacó del correaje de un tirón antes de echar a correr hacia el pozo mientras advertía a gritos a Arman que mirara a su espalda. Al tiempo que corría, Flint se dio cuenta de que todos los dolores y achaques habían desaparecido de repente. La fatiga se desvaneció, notó los brazos fuertes y las piernas poderosas. El corazón le latía a un ritmo regular y firme. Estaba rebosante de vida y de energía. Volvía a ser un enano joven, poderoso, invencible.

Por fin Arman Kharas oyó los gritos de advertencia de Flint. El joven enano iba a unirse a los otros en la batalla, pero al volverse vio, estupefacto, que un ser montruoso se acercaba a él por la espalda.

Flint se hallaba sólo a unos pasos de la plataforma cuando un draconiano baaz aterrizó justo delante de él. El baaz atacó con un barrido de la espada de hoja curva. Flint no tenía tiempo para esas tonterías. Tenía que llegar junto a Arman antes de que el joven se metiera en un serio problema. Blandiendo el Mazo con toda la potencia de su ira, alcanzó al baaz en la cabeza.

El draconiano se desintegró; el cuerpo pasó de ser carne a piedra y de piedra a polvo tan rápidamente que Flint se encontró cubierto del repulsivo polvillo. Luego subió a la plataforma donde Arman y el draconiano estaban trabados en un mortal combate a la par que forcejeaban por el mazo.

El brillo del acero centelleó en la mano del draconiano. Dray-yan intentaba apuñalar a Arman con un cuchillo que sostenía en una mano mientras que con la otra intentaba arrebatarle el mazo. Arman sangraba por unos cortes en el brazo, pero la pesada armadura le protegía el cuerpo y no le preocupaban los débiles golpes de su enemigo.

El joven enano se disponía a alzar el mazo para descargarlo sobre su enemigo cuando un estremecimiento lo sacudió. El semblante se le puso pálido como el de un cadáver y los ojos se le desorbitaron. El brillo de un sudor helado le cubría la frente. El dolor de un millar de hojas afiladas desgarrándole las entrañas lo hizo caer de rodillas.

Dray-yan aferró el mazo con intención de arrancárselo de la mano de un tirón. A pesar de lo débil que se sentía y del dolor que le desgarraba el cuerpo, Arman cerró los dedos con fuerza alrededor del mazo, negándose a soltarlo. Luchó contra el monstruo, pero las fuerzas le estaban fallando. El veneno corría abrasador por sus venas. Ya no sentía las manos ni los pies. Las manos se le quedaron laxas y el mazo resbaló entre sus dedos. Dray-yan se lo arrebató.

Con su premio en la mano, el aurak iba a pasar por encima del cuerpo del enano, retorcido por la agonía. Planeaba huir del templo, pero se encontró con el camino bloqueado.

Flint se había plantado junto a Arman, y hacía frente al draconiano. Señaló con un gesto el mazo que Dray-yan sostenía en las manos.

—Has cogido el que no es —le dijo al aurak con sombría satisfacción.

La mirada desconcertada de Dray-yan fue del mazo que tenía en las manos al Mazo que sostenía el enano. Al punto comprendió que lo habían engañado. El Mazo que sostenía el enano brillaba con una luz colérica, sagrada. Dray-yan ni siquiera era capaz de mirarlo. Si lo hubiera pensado, en seguida se habría dado cuenta de que el mazo que sostenía era una imitación, por él no fluía vida mágica, no lo preservaba magia alguna.

Maldiciendo a los enanos por ser unos pequeños andrajosos farsantes, Dray-yan arrojó al suelo el mazo falso. Alzó las manos y en los dedos centelleó la magia, que lanzó sobre Flint.

—Ayúdame, Reorx —rezó Flint y, blandiendo el verdadero Mazo, golpeó al aurak en el pecho.

Los huesos chascaron y se rompieron. Dray-yan chilló y se desplomó en la plataforma. Faltó poco para que rodara por el borde, pero se las arregló para salvarse con un giro del torso. Flint estaba a punto de acabar con el aurak cuando recordó que los draconianos tenían la facultad de infligir daño aun después de muertos. No tenía ni idea de qué podría hacer aquel extraño draconiano dorado verdoso, porque nunca había visto uno así, de modo que en lugar de golpearlo con el mazo le dio patadas con intención de sacarlo de la plataforma.

Desesperado, Dray-yan asió a Flint por la bota e intentó derribarlo de un tirón con la esperanza de apoderarse del Mazo mientras el enano caía y después arrojarlo al pozo.

Flint se retorció, se giró y pateó al draconiano con desesperación. Podría haber acabado con la criatura con un único golpe del Mazo, pero no se atrevía porque no sabía si el cadáver del aurak explotaría, se desharía en un ácido mortífero o qué pasaría.

Entonces comprendió que tal vez no teñía otra opción. El draconiano se las había arreglado para arrastrarlo cerca del borde del pozo. Si Flint caía, el Mazo caería con él y eso no debía pasar. Para salvar el Mazo iba a tener que matar a ese monstruo, aunque probablemente él también moriría en el proceso.

Flint iba a descargar el golpe definitivo a la cabeza del aurak; pero, antes de que tuviera tiempo de hacerlo, el Mazo giró en su mano y golpeó el brazo derecho del draconiano, a la altura de la muñeca. Se oyó el crujido de huesos, saltó la sangre y la mano de Dray-yan que sujetaba a Flint por el tobillo se quedó floja.

El enano empujó al draconiano, que no dejaba de chillar y de maldecir, y lo arrojó fuera de la plataforma.

Sintiendo que las fuerzas le fallaban, Flint se puso a gatas y miró al oscuro pozo hasta que el monstruo se perdió de vista. Aun entonces, Flint siguió oyendo sus gritos. Los aullidos de Dray-yan continuaron mucho tiempo y en realidad nunca cesaron. Simplemente, se perdieron en la distancia.

—He fallado... —dijo Arman, que parpadeó débilmente.

Yacía de espaldas en la plataforma. Tenía el semblante lívido y crispado por el dolor. Lo sacudió un estremecimiento y respiró con dificultad.

Flint, con el corazón en un puño, se arrastró hasta él y se puso de rodillas a su lado.

—He fracasado... —repitió Arman en un murmullo—. El Mazo... perdido.

—No, no lo está —dijo Flint—. Has vencido, tu enemigo ha muerto. Lo derrotaste y salvaste el Mazo de Kharas. Toma, te lo demostraré.

Los dos mazos, el uno verdadero y el otro falso, yacían uno junto al otro sobre la plataforma.

Flint recogió uno de ellos y se lo puso en las manos al otro enano. Suavemente, cerró los dedos inertes de Arman sobre el arma. El Mazo irradió una suave y radiante luz que se extendió sobre Arman.

Su cuerpo torturado se relajó y el gesto de dolor se suavizó. Los ojos cobraron nitidez mientras estrechaba contra sí el Mazo.

—Soy un héroe —musitó sin apenas mover los labios—. Arman... Kharas.

Cerró los ojos, inhaló y después exhaló su último aliento.

A Flint se le llenaron los ojos de lágrimas. De repente se sentía muy viejo, muy débil y muy cansado; y se despreciaba. Acarició las manos del joven enano, que incluso en la muerte seguían asiendo el Mazo. Recordó algo que el enano anciano de cabello blanco había dicho en la tumba.

—No eres Arman, el Kharas menor —le susurró Flint al espíritu que partía—. Eres Picazo, hijo de Hornfel, el héroe que salvó el Mazo de Kharas y así será como se te recordará.

Flint tomó el mazo falso. Lo sostuvo un instante, lo suficiente para pedir perdón a los dioses y decir adiós a sus sueños. Luego echó una ojeada en derredor para comprobar si había alguien mirando. Enanos y draconianos se acuchillaban, se apuñalaban, sangraban y morían. Nadie miraba a Flint a excepción de alguien. Tasslehoff lo contemplaba con los ojos muy abiertos.

—En fin —gruñó Flint—. De todos modos, nadie le creerá.

Arrojó el mazo al pozo.

El brillo radiante del Mazo de Kharas que inundó todo el templo envalentonó a los enanos y desmoralizó a sus enemigos. Pero, justo cuando Hornfel empezaba a creer que se alzarían con la victoria, un ejército de enanos fuertemente armados, centenares de ellos, entraron en el templo. Reconoció los emblemas de los daergars en las banderas y casi se dejó ganar por la desesperación, porque los theiwars vitoreaban a los enanos oscuros, sus aliados.

La luz del Mazo no perdió intensidad, sin embargo, y Hornfel contempló estupefacto que los daergars atacaban a los theiwars, segaban los brazos alzados que les daban la bienvenida y pisoteaban los cadáveres theiwars caídos a sus pies.

Hornfel se había separado de su hijo en la confusión de la batalla, pero su corazón rebosaba de orgullo porque sabía que, en alguna parte, Arman y el Mazo de Kharas combatían gloriosamente.

43 El final de un sueño

Mientras combatía contra los enanos, Grag no perdía de vista a Dray-yan. Por lo general, a Grag no había nada que le gustara más que un buen combate, pero en la batalla de ese día no estaba hallando ningún placer. Había disfrutado viendo la representación de Dray-yan y había sonreído de oreja a oreja cuando el supuesto lord Verminaard se había precipitado por el pozo y al oír los siseos y risas de satisfacción de sus soldados, que no conocían el secreto y que creían que habían presenciado realmente el indigno final del detestado humano. Grag había visto salir del pozo a Dray-yan y después se obligó a centrar toda su atención en los enanos. Fue en ese momento cuando el placer del combate empezó a menguar.

La batalla no se desarrollaba como Grag había planeado. Había esperado pillar a los enanos completamente desprevenidos ante el ataque. En cambio fue él el que se llevó una buena sorpresa. Sí, lo habían desenmascarado y se había visto obligado a descubrir que había un «lagarto» dentro de su apestosa montaña; pero un lagarto no era un ejército y los enanos no tendrían que haber imaginado que los iban a atacar. De algún modo, lo habían previsto. Probablemente a través de esos malditos humanos.

Grag se encontró con que a sus tropas y a él los superaban en número por mucho. Había previsto matar a unos pocos guardias enanos, pero ahora se enfrentaba a cuatro ejércitos: hylar, daewar, kiar y daergar. Grag había planeado una rápida ocupación, no tener que luchar contra todos los condenados enanos que había bajo la montaña.

Sus dudosos aliados, los theiwars, demostraron ser unos guerreros aún más ineptos de lo que el bozak había esperado, y no había esperado mucho. En primer lugar, por culpa de la desidia de los theiwars, los kiars habían descubierto pasadizos secretos y habían sellado muchos de ellos con los malditos gusanos masticadores de piedra, con el resultado de dejar atrapados en ellos a algunos de sus mejores soldados. Durante la batalla, los theiwars se ocuparon más de saquear que de combatir; de hecho, abandonaban la lucha para lanzarse como carroñeros sobre los cuerpos de los caídos para apoderarse a tirones de anillos de oro y cadenas de plata. En el instante en el que los theiwars estuvieron cargados de botín, desertaron del campo de batalla y huyeron para esconderse en sus ratoneras.

Mientras luchaba contra los enanos, Grag esperó con impaciencia que Dray-yan se apoderara del condenado martillo de guerra y obligara a los enanos a rendirse. En cierto momento, el aurak tuvo en su poder el mazo, o eso creyó Grag. Apartó los ojos un instante para atravesar la garganta de su adversario y, cuando volvió a mirar, Dray-yan estaba en la plataforma y se debatía contra un único enano que blandía un mazo, un mazo que irradiaba una intensa luz roja. Viendo que el aurak se hallaba en apuros, Grag intentó abrirse paso hasta él, pero se encontró rodeado por todas partes y tuvo que luchar con empeño para salvar la vida. ¡Y lo siguiente que vio fue que el enano con el maldito mazo había empujado a Dray-yan al pozo!

Oyendo los aullidos aterrorizados del aurak, a Grag le vino a la mente la idea de que ahora era el comandante de Pax Tharkas. El Señor del Dragón Verminaard había muerto por fin. Dray-yan también había muerto. Él era el superviviente, y de inmediato vio que podía echar la culpa de aquel malhadado desastre a sus dos superiores.

A diferencia de Dray-yan, el bozak no aspiraba a ser Señor del Dragón, no quería tener nada que ver con asuntos de política. Su única ambición era ser un buen comandante y ganar batallas para gloria de la Reina Oscura. Se dio cuenta de que aquélla la habían perdido. No había nada vergonzoso en abandonar el campo de batalla, no tenía sentido desperdiciar vidas de buenos soldados en una causa perdida. Grag lanzó una penetrante llamada que resonó por encima del fragor del combate. Sus draconianos la oyeron, supieron lo que significaba y empezaron a replegarse de manera ordenada.

Reunidas sus tropas y manteniéndolas en formación, Grag condujo a los draconianos en sentido inverso al camino hecho para entrar en el templo, por la puerta sur. Unos cuantos enanos valerosos, encabezados por dos guerreros humanos, los persiguieron pero no los alcanzaron. Los draconianos eran capaces de cubrir terreno mucho más de prisa que enanos o humanos. El bozak llevó a sus tropas hacia uno de los pocos túneles secretos que los kiars no habían descubierto. Las dejó allí y él dio un pequeño rodeo para ocuparse de algunos asuntos pendientes relacionados con Realgar. Hecho esto, condujo a las tropas que habían sobrevivido a la batalla hacia túneles más profundos que llevaban a Pax Tharkas. Una vez que se encontraron todos dentro, Grag ordenó que se cegaran los túneles a sus espaldas. Después de elevar preces a Takhisis y de sanar sus heridas, los draconianos emprendieron el largo camino de vuelta a Pax Tharkas.

Grag volvería algún día a Thorbardin.

Algún día, cuando su soberana hubiese triunfado.


La batalla del templo acabó casi tan de prisa como había empezado. Al ver que los draconianos se retiraban, los theiwars —que de todos modos no tenían agallas para la lucha— huyeron o se entregaron. Resultó que Realgar no estaba entre ésos. Había dirigido el combate desde la retaguardia y, cuando el cariz que estaba tomando la batalla presagió la derrora, el thane desapareció.

Una vez que la seguridad del templo quedó garantizada, la lucha acabó y se retiró a los prisioneros. Hornfel mandó soldados con orden de registrar cada grieta, agujero y fisura de Thorbardin hasta que se diera con Realgar. Hornfel lo quería vivo porque se proponía llevarlo ante el Consejo para que respondiera de sus crímenes. Y en todo momento, mientras impartía órdenes, Hornfel no dejaba de preguntar si alguien sabía el paradero de su hijo. Nadie había visto a Arman ni sabía qué había sido de él. Todos sabían que la luz del Mazo había brillado sin perder intensidad durante toda la batalla, alentando los corazones y prestando fuerzas a las manos enanas.

Hornfel pensaba complacido en un banquete de celebración por la victoria con su hijo cuando se volvió y se encontró con el neidar, Flint Fireforge, parado respetuosamente a su lado, en silencio. Una ojeada a la congoja reflejada en el envejecido rostro bastó para que el dolor estrujara el corazón del thane hylar.

Se cubrió los ojos con las manos un instante y después, irguiendo la cabeza, habló en voz queda:

—Llévame hasta mi hijo.

Flint condujo al thane al altar de Reorx. Arman yacía en la plataforma, con las manos ceñidas sobre el Mazo y los ojos cerrados.

Los compañeros estaban agrupados cerca. Tanis tenía un corte irregular en el brazo. Sturm tenía otro sobre un ojo y todavía no se había recuperado de los efectos del estallido mágico. Caramon se había roto una mano al asestar un puñetazo en la mandíbula a un draconiano. En apariencia Raistlin no estaba herido, aunque nadie habría podido asegurarlo ya que el mago se negaba a responder preguntas y mantenía la capucha bien echada, de forma que casi le cubría la cara. Tasslehoff tenía la camisa rota y la nariz ensangrentada. La sangre se mezclaba con las lágrimas del kender, que contemplaba el cadáver del joven enano.

—¿Qué ha pasado? —inquirió Hornfel, transido de pena—. No lo vi con todo ese caos.

—Tu hijo vivió como un héroe y murió como un héroe —contestó Flint con sencillez—. Un draconiano que se había escondido en el pozo lo atacó e intentó arrebatarle el sagrado Mazo. El draconiano lo apuñaló con un cuchillo envenenado. Aun sabiendo que se estaba muriendo, tu hijo siguió luchando y acabó con el draconiano, arrojando el cadáver al pozo.

Tasslehoff miró a Flint boquiabierto, sorprendido por la mentira. El kender se disponía a contar la verdad de lo que había sucedido, pero Flint le asestó una mirada tan severa y penetrante que Tas no tuvo que cerrar la boca porque ésta lo hizo por sí misma.

El cuerpo de Arman Kharas permaneció en la capilla ardiente en el Árbol de la Vida durante tres días. Al cuarto, Hornfel y los thanes de los clanes enanos de Thorbardin, así como Flint Fireforge, su pariente neidar, llevaron a Arman Kharas a su última morada. Se puso su cuerpo en un sarcófago, cerca del que guardaba los restos de su héroe, Kharas, y ambos fueron conducidos a la tumba del rey Duncan, en el Valle de los Thanes. La inscripción en la estela de la tumba del joven enano la cinceló Flint Fireforge, y rezaba:

Héroe de la Batalla del Templo,

recobró el Mazo de Kharas

y mató al perverso Señor del Dragón Verminaard.

Todo honor a su nombre,

Picazo, hijo de Hornfel

Se dispuso de otro cadáver más o menos al mismo tiempo, si bien con mucha menos ceremonia. Se encontró asesinado a Realgar, degollado de oreja a oreja. Las huellas de pies con garras, descubiertas cerca del cadáver, fueron la única pista sobre la identidad de su asesino.

Hornfel estuvo de acuerdo en cumplir la apuesta hecha por Realgar, si bien el thane hylar añadió que daría la bienvenida a los refugiados al cobijo seguro de Thorbardin aunque no se hubiese hecho una apuesta. Tanis y los demás eran libres de marcharse de Thorbardin para transmitir la buena nueva a los refugiados y guiarlos hasta la Puerta Sur, que estaría abierta para recibirlos.

—Abierta para ellos y para el mundo —prometió Hornfel.


La noche siguiente a la batalla, Flint se mostraba más sombrío y hosco de lo que era habitual en él. Se mantuvo aparte de los demás y se negó a responder ninguna pregunta con la disculpa de que estaba agotado, y les dijo a todos que lo dejaran en paz. No quiso cenar nada y se fue derecho a la cama.

Raistlin también parecía de mal humor. Retiró el plato con la cena argumentando que la comida le revolvía el estómago. Sturm intentó comer pero al final soltó la cuchara y se sentó con la cabeza apoyada en las manos, oculta la cara. Sólo Caramon gozaba de buen humor y, tras asegurarse de que no había hongos en el guiso, no sólo engulló lo que había en su plato, sino que acabó con la cena de su hermano y la de Sturm.

También Tasslehoff estaba desanimado. Aunque se había reunido con sus saquillos, ni siquiera se preocupó de revisarlos y colocar las cosas. Se quedó sentado en una silla y dio patadas a los travesaños mientras jugueteaba con algo que tenía en el bolsillo. Tanis se acercó a él y le dio unos toquecitos en el hombro.

—Me gustaría tener una charla contigo.

—Sí, lo suponía —contestó el kender con un suspiro.

—Salgamos fuera para no molestar a Flint —propuso el semielfo.

Arrastrando los pies, Tas siguió a Tanis fuera de la posada. Cuando Tanis cerraba la puerta al salir, vio que Sturm y Raistlin se levantaban de la mesa y se dirigían al lecho del enano.

Tanis se volvió hacia el kender para mirarlo a la cara.

—Cuéntame lo que ocurrió en la Tumba de Duncan. Lo que pasó realmente —añadió dando énfasis a lo último.

—Si te lo cuento —empezó Tas, que rebulló con inquietud—, Flint se pondrá furioso.

—No le diré ni una palabra —prometió el semielfo—. Nunca lo sabrá.

—Bueno, está bien. —Tas soltó otro suspiro, pero éste fue de alivio—. Esto me quitará un gran peso de encima. ¡No imaginas lo difícil que es guardar secretos! Me encontré con aquel mamut lanudo dorado...

—¡Otra vez el mamut no! —exclamó Tanis.

—Pero es que es una parte muy importante —argumentó el kender.

—El Mazo —insistió Tanis—. Fue Flint el que encontró el Mazo de Kharas, ¿verdad?

—Los dos lo encontramos —intentó explicar Tas—. Y también los restos del verdadero Kharas y los de un escorpión. Poco después, Flint me quitó la jupak y me dijo que saliera de allí. Entonces fue cuando me topé con el mamut lanudo dorado, que se llama Lucero de la Tarde, pero no diré ni palabra sobre él. Se lo prometí, ¿comprendes?


Sturm y Raistlin se situaron al lado de la cama de Flint. El enano yacía de cara a la pared, dándoles la espalda.

—Flint, ¿estás dormido? —preguntó el caballero.

—Sí. ¡Largaos! —gruñó el enano.

—Tenías el verdadero Mazo de Kharas, ¿verdad? —dijo Raistlin—. Lo tenías en tu poder cuando entraste en el Templo de las Estrellas.

Flint permaneció en silencio un momento, después se sentó en la cama y se volvió hacia ellos. Tenía la cara enrojecida.

—Sí —contestó, prietos los dientes—. ¡Para mi eterna vergüenza!

—¡Y lo dejaste en las manos de un muerto! —La boca de Raistlin se crispó—. ¡Viejo tonto sentimental!

—Vale ya, Raistlin —ordenó Sturm, enfadado—. Deja en paz a Flint. Tú y yo estábamos equivocados. Lo que hizo Flint fue noble y honrado.

—¿Cuántos miles van a pagar con su vida por ese noble gesto? —El mago metió las manos en las bocamangas de la túnica y lanzó al caballero una sombría mirada—. La nobleza y el honor no matan dragones, Sturm Brightblade.

Raistlin se alejó, airado. Al cruzarse con su hermano, espetó:

—¡Caramon, prepárame la infusión! Me están dando náuseas.

Caramon miró a Sturm, luego a Flint —encorvado en la cama— y por último a su gemelo, al que no recordaba haber visto tan furioso nunca.

—Eh... claro, Raist —contestó, entristecido, y se apresuró a hacer lo que le habían mandado.

—Hiciste lo correcto —dijo Sturm al tiempo que posaba una mano en el hombro de Flint—. Estoy orgulloso de ti y profundamente avergonzado de mí mismo.

El caballero lanzó una mirada hosca a Raistlin y luego fue a confesar sus culpas y a pedir perdón con plegarias.


Tasslehoff y Tanis regresaron al interior y hallaron la sala de la posada sumida en el silencio, salvo por las palabras susurradas de Sturm a Paladine. Tas se sentía mucho mejor ahora, tras descargar un gran peso de su mente. Estaba tan feliz que vació el contenido de los saquillos y revisó todos sus tesoros hasta que por fin acabó quedándose dormido en medio del revoltijo.


Flint se sentía exhausto, pero no hallaba consuelo en el sueño, porque no conseguía dormirse. Yació en la cama envuelto en la oscuridad, a veces dando una cabezada, sólo para despertarse sobresaltado creyendo que el aurak lo tenía de nuevo asido por el tobillo y lo arrastraba hacia el pozo. La última vez, Flint ya no lo aguantó más. Se levantó de la cama, salió de la posada sin hacer ruido y se sentó en el escalón del umbral.

Alzó la vista hacia la noche. Allá arriba titilaban luces, pero no era el brillo intenso, frío y cristalino de las estrellas cuya belleza siempre conmovía su corazón. Eran las luces de Thorbardin, las de las larvas atrapadas dentro de faroles hasta que crecían lo suficiente para empezar a triturar piedra al masticarla y abrir caminos a través del sólido manto rocoso.

Flint oyó abrirse la puerta y se incorporó de un salto, temeroso de que fueran Sturm o Raistlin dispuestos a seguir acosándolo. Al ver que era Tanis, se volvió a sentar.

El semielfo tomó asiento a su lado, en silencio, ese silencio que era tan cómodo entre ellos dos.

—Tenía el Mazo, Tanis —dijo por último el enano—. El Mazo verdadero. —Hizo una pequeña pausa antes de añadir con aspereza:— Los cambié. Dejé que Arman pensara que había hallado el verdadero cuando, en realidad, era el falso.

—Es lo que imaginé —musitó el semielfo al cabo de unos segundos—. Pero al final hiciste lo que era correcto.

—No lo sé. Si Arman hubiera tenido en su poder el Mazo real quizá no habría muerto.

—El Mazo no lo habría salvado del veneno del aurak. Y si tú no hubieses tenido el Mazo en tu poder cuando luchaste contra el draconiano, puede que el Mazo de Kharas se encontrara ahora en manos de la Reina Oscura —argumentó Tanis.

Flint meditó las palabras de su amigo. Quizá tenía razón. Sin embargo, eso no hizo que se sintiera mejor. Tal vez, con el tiempo, conseguiría perdonarse a sí mismo.

—Reorx me dijo que el enano que hallara el Mazo sería un héroe, Tanis, que su nombre sería recordado por siempre. —Flint resopló—. Supongo que eso viene a demostrar que los dioses no lo saben todo.

—Yo no estaría tan seguro de eso —comentó Tanis.

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