De pie junto al cadáver ensangrentado del caído Señor del Dragón Verminaard, el draconiano aurak, Dray-yan, vio revelarse ante sí su destino.
La repentina y cegadora visión lo sacudió con la fuerza de un cometa caído del cielo haciendo que la sangre le bullera y provocándole un cosquilleo que le recorrió todo el cuerpo escamoso hasta los dedos rematados en garras. Al destello inicial lo siguió un torrente de ideas que lo colmaron. Todo el plan cobró forma en cuestión de segundos.
Dray-yan se quitó la capa ornamentada y la usó para cubrir el cadáver del Señor del Dragón y ocultar el gran charco de sangre que había debajo. El draconiano aurak estaba aterrorizado, o eso debía de parecerles a quienes lo observaban. Pidiendo ayuda a gritos destemplados, reunió un grupo de varios baaz (draconianos de estatura baja y conocidos por su lerda simpleza) y les ordenó que buscaran una camilla.
—¡Daos prisa! ¡Lord Verminaard está gravemente herido! ¡Tenemos que llevarlo a sus aposentos! ¡Rápido! De prisa, antes de que su señoría sucumba a las heridas.
Por suerte para Dray-yan, la situación en el interior de la fortaleza de Pax Tharkas era caótica: esclavos en plena huida; dos Dragones Rojos combatiendo entre ellos; el repentino desprendimiento de toneladas de rocas que habían bloqueado el acceso y aplastado a un vasto número de soldados. Nadie prestaba atención al caído Señor del Dragón que era transportado al interior de la fortaleza ni al aurak que lo acompañaba.
Cuando el cadáver de Verminaard estuvo dentro de sus aposentos a buen recaudo, Dray-yan cerró las puertas. Apostó fuera a los draconianos baaz que habían cargado la camilla para que las guardaran, y dio orden de que no se permitiera el paso al nadie.
Entonces Dray-yan se sirvió de una botella del mejor vino de Verminaard, se sentó ante el escritorio de éste y empezó a revisar sus documentos secretos. Lo que Dray-yan leyó lo intrigó y lo impresionó. Tomó el vino a sorbos, estudió la situación y revisó mentalmente sus planes. De vez en cuando llegaba alguien ante la puerta solicitando órdenes, y Dray-yan respondía a voces que a su señoría no se lo podía molestar. Pasaron las horas y entonces, cuando cayó la noche, Dray-yan abrió la puerta un poco.
—Decidle al comandante Grag que se requiere su presencia en los aposentos de lord Verminaard.
Pasó un buen rato hasta que el corpulento comandante bozak llegó. En ese intervalo, Dray-yan se planteó si debía o no hacerlo partícipe de su secreto. Por instinto no se fiaba de nadie, y menos de un draconiano al que consideraba su inferior. Sin embargo, debía admitir que no podía llevar a cabo su plan solo. Iba a necesitar ayuda y, aunque sentía menosprecio por Grag, tenía que reconocer que el comandante no era tan estúpido e incompetente como la mayoría de los otros bozak que conocía. De hecho Grag era bastante inteligente, un excelente comandante militar. Si Grag hubiese tenido el mando de Pax Tharkas en lugar de ese humano, un montón de músculos y ningún cerebro que había sido Verminaard, no habría habido sublevación de los esclavos humanos. Ese desastre no habría ocurrido.
Por desgracia, nadie se habría planteado siquiera darle a Grag el mando de humanos, quienes pensaban que a los «hombres-lagarto», con sus brillantes escamas, alas y colas, se los criaba exclusivamente para matar, que eran incapaces de discurrir un pensamiento racional e incompetentes para desempeñar cualquier tipo de liderazgo en el ejército de la Reina Oscura. Dray-yan sabía que la propia Takhisis era de esa opinión y en secreto despreciaba por ello a su diosa.
Le demostraría su equivocación. Los draconianos darían prueba de sus capacidades. Si su plan tenía éxito, a lo mejor llegaba a ser el próximo Señor del Dragón.
Pero las cosas había que hacerlas paso a paso.
—El comandante Grag —anunció uno de los baaz.
La puerta se abrió y Grag entró en el cuarto. El bozak superaba el metro ochenta de estatura y las grandes alas lo hacían parecer aún más alto. Se cubría las escamas broncíneas con una mínima armadura, ya que contaba con ellas y con el duro pellejo para protegerse. En aquel momento las llevaba manchadas de polvo y tierra, así como de sangre. Era evidente que estaba exhausto. La larga cola se movía lentamente de un lado a otro; los labios se cerraban, tirantes, sobre los dientes; los ojos amarillos se estrecharon al clavar en Dray-yan una mirada dura e intensa.
—¿Qué quieres? —demandó con grosería al tiempo que agitaba una garra—. Más vale que sea importante. Hago falta ahí fuera. —Entonces reparó en la figura tendida en la cama—. He oído decir que su señoría estaba herido. ¿Lo estás curando?
A Grag el aurak no le caía bien ni se fiaba de él, y Dray-yan lo sabía de sobra. Los draconianos bozak nacían para ser guerreros. Al igual que los aurak, los bozak poseían la capacidad de realizar conjuros como favor de su reina, si bien la magia bozak era de naturaleza marcial y ni de lejos tan poderosa como la de los aurak. En cuanto a la personalidad, los corpulentos y fornidos bozak tendían a ser abiertos, directos, claros, derechos al grano.
En contraste, los draconianos aurak no estaban hechos para librar batallas. Altos y esbeltos, eran reservados por naturaleza, astutos, sutiles, y la suya era una magia poderosa en extremo.
Los humanos, por miedo a que de otro modo se volvieran demasiado poderosos, los creaban inculcándoles el odio y la desconfianza entre sí; o al menos eso era lo que Dray-yan había acabado por creer.
—Su señoría está gravemente herido —contestó en voz alta para que lo oyeran los baaz, quienes sin duda tenían pegada la oreja a la puerta—, pero estoy elevando preces a su Oscura Majestad y todo indica que se recuperará. Entra, comandante, por favor, y cierra la puerta.
Grag vaciló y después hizo lo que le decía.
—Asegúrate de que la puerta está cerrada y echado el pestillo —añadió el aurak—. Y ahora, ven aquí.
Dray-yan hizo una seña a Grag para que se acercara al lecho de Verminaard.
Grag bajó la vista al cuerpo y después volvió a alzarla.
—No está herido —dijo el comandante—. Está muerto.
—Así es —corroboró Dray-yan con voz desapasionada.
—Entonces ¿por qué me has dicho que vivía?
—Más que decírtelo a ti se lo decía a los guardias baaz que hay en la puerta.
—Qué falsos sois los aurak —dijo Grag con desprecio—. Tenéis que darle la vuelta a todo...
—El hecho es —lo interrumpió Dray-yan— que los únicos que sabemos que está muerto somos nosotros dos
Grag lo miró de hito en hito, desconcertado.
—Permíteme dejar claro esto, comandante —dijo el aurak—. Nosotros, tú y yo, somos los dos únicos seres vivos en este mundo que sabemos que lord Verminaard ha dejado de existir. Hasta esos baaz que han transportado a su señoría a esta habitación creen que aún vive.
—Sigo sin entender a qué viene...
—Verminaard ha muerto. No hay un Señor del Dragón, nadie que comande el Ala Roja del ejército de los Dragones.
Grag se encogió de hombros.
—Cuando la noticia de la muerte de Verminaard le llegue al emperador Ariakas, mandará a otro humano para que lo sustituya —dijo luego con tono agrio—. Sólo es cuestión de tiempo.
—Los dos sabemos que eso sería un error —dijo Dray-yan—. Los dos sabemos que hay otros más capacitados.
Grag miró a Dray-yan, y los ojos amarillos del bozak parpadearon.
—¿En quién estás pensando?
—En nosotros dos.
—¿Nosotros? —repitió Grag, que curvó la boca en una mueca.
—Sí, nosotros —insistió el aurak con frialdad—. Mis conocimientos sobre tácticas y estrategias militares son escasos. Eso lo dejaría en manos de un comandante de tu dilatada experiencia.
Los ojos de Grag parpadearon de nuevo, esta vez con sorna ante el intento del aurak de adularlo. Desvió la vista hacia el cadáver.
—Así que yo habría de dirigir el Ala Roja del ejército mientras que tú te ocuparías de... ¿qué?
—Yo seré lord Verminaard —contestó el aurak.
Grag se giró para preguntarle a Dray-yan qué diablos quería decir con ese último comentario y se encontró con lord Verminaard plantado de pie a su lado. Su señoría, en toda su corpulenta y vigorosa gloria, lo fulminaba con la mirada.
—¿Y bien? ¿Qué opinas, comandante? —le preguntó Dray-yan en una imitación perfecta de la voz de Verminaard, profunda y ronca.
La ilusión creada por el aurak era tan perfecta, tan convincente, que Grag echó una ojeada de soslayo al cadáver para asegurarse de que el humano estaba realmente muerto. Cuando volvió la vista hacia el aurak, Dray-yan volvía a tener su propia apariencia: las escamas doradas, la espalda sin alas, el remedo de cola, la pretenciosa arrogancia y todo lo demás.
—¿Cómo funcionaría la cosa? —preguntó Grag, que seguía sin confiar en el aurak.
—Tú y yo determinaríamos nuestro curso de acción. Haríamos planes para desplegar los ejércitos, llevar a cabo las batallas, etc. Huelga decir que esos temas te los delegaría —añadió en tono meloso.
Grag gruñó.
»Yo daré las órdenes y suplantaré a su señoría cuando haga falta que aparezca en público —concluyó Dray-yan.
Grag reflexionó sobre el asunto.
—Damos la noticia de que Verminaard fue herido pero que, por la gracia de la Reina Oscura, se está recuperando. Entre tanto, tú lo suplantas y pasas las órdenes desde su lecho mientras convalece.
—Dentro de poco tiempo, con la ayuda de la Reina Oscura, su señoría estará lo bastante recuperado para reanudar sus funciones habituales.
Grag estaba intrigado.
—Podría funcionar. —Miró a Dray-yan con admiración a regañadientes, aunque el aurak no se dio cuenta.
—Nuestro mayor problema será disponer del cuerpo. —Lanzó una mirada abrasadora al cadáver—. Era muy grande.
Lord Verminaard había sido un humano enorme que medía casi dos metros diez de estatura, con pesada estructura ósea, corpulencia y musculatura muy desarrollada.
—Las minas —sugirió Grag—. Tirar el cuerpo por uno de los pozos de las minas y después volar el pozo.
—Las minas están fuera del recinto amurallado. ¿Cómo pasamos el cuerpo a escondidas?
—Tengo entendido que los aurak podéis caminar por el aire —repuso Grag—. No debería ser ningún problema para ti sacar el cuerpo de aquí sin ser visto.
—Recorremos los senderos de la magia, del tiempo y el espacio —repuso Dray-yan en tono de censura—. Podría transportar al bastardo, supongo, aunque pesa una tonelada. Bien es cierto que uno ha de hacer sacrificios por la causa. Me desharé del cuerpo esta noche. Bien, dime qué pasa en la fortaleza. ¿Se ha capturado a los esclavos huidos?
—No —contestó Grag sin andarse con rodeos—, ni se los capturará. Tanto Pyros como Flamestrike han muerto. Los necios dragones se mataron el uno al otro. El dispositivo del mecanismo de defensa se accionó y provocó que los pedruscos cegaran el paso, y nuestras tropas han quedado atrapadas al otro lado.
—Podrías mandar a las fuerzas que tenemos aquí en persecución de los esclavos —sugirió Dray-yan.
—La mayoría de mis soldados yacen enterrados bajo el desprendimiento de rocas —explicó Grag con aire sombrío—. Allí es donde me encontraba cuando me mandaste llamar, intentando desenterrarlos y sacarlos. Se tardaría días, tal vez semanas, aunque contásemos con mano de obra, cosa que no tenemos. —El comandante sacudió la cabeza.
»Necesitamos la ayuda de dragones; eso cambiaría las cosas. Hay ocho Dragones Rojos asignados a este ejército, pero no tengo ni idea de dónde se hallan... Tal vez en Qualinesti o puede que en Abanasinia.
—Puedo enterarme. —El aurak dio un manotazo al montón de papeles esparcidos sobre el escritorio—. Los mandaré llamar en nombre de lord Verminaard.
—Los dragones no obedecerán órdenes de seres como nosotros —le hizo notar Grag—. Los dragones nos desprecian, incluso los que están en nuestro bando y luchan por la misma causa. A los Rojos les traería sin cuidado freímos. Más vale que tu ilusión de Verminaard los engañe. O confiamos en eso o...
Hizo una pausa, pensativo.
—¿O? —lo apremió el aurak, preocupado. Estaba convencido de que su ilusión embaucaría a humanos y a los otros draconianos, pero no las tenía todas consigo respecto a los dragones.
—Podríamos pedirle ayuda a su Oscura Majestad. A ella sí la obedecerían los dragones.
—Cierto —convino Dray-yan—. Por desgracia, la opinión que nuestra reina tiene de nosotros es casi tan mala como la de sus dragones.
—Tengo algunas ideas. —Grag empezaba a entusiasmarse con el plan—. Ideas sobre cómo los dragones y los draconianos pueden colaborar de forma que los humanos no pueden. Podría hablar con su majestad, si quieres. Creo que cuando le explique...
—¡Sí, hazlo! —apremió el aurak, contento de quitarse aquel peso de encima.
A los bozak se los conocía por su profunda devoción a la diosa. Si Takhisis prestaba oídos a alguien, sería a Grag.
Dray-yan retomó el tema original de la conversación.
—Así que los humanos escaparon. ¿Cómo ocurrió tal cosa?
—Mis soldados intentaron detenerlos —contestó a la defensiva el comandante, que tenía la impresión de que le estaba echando la culpa—. Éramos muy pocos. La dotación de esta fortaleza está muy por debajo de lo que haría falta. Requerí repetidamente que me trajeran más tropas, pero su señoría dijo que hacían falta en otros lugares. Unos guerreros humanos, dirigidos por un maldito caballero solámnico y una elfa, rechazaron a mis tropas mientras otros humanos saqueaban el almacén de suministros y se llevaban todo lo que pudieron cargar en carretas robadas. Tuve que dejarlos ir. No disponía de soldados suficientes para que los persiguieran.
—Los humanos tienen que viajar hacia el sur, una ruta que los llevará a las montañas Kharolis. Estando el invierno a las puertas, habrán de hallar refugio y alimento. ¿Cuántos han escapado?
—Unos ochocientos. Los que trabajaban en las minas. Hombres, mujeres, niños.
—Ah, llevan niños con ellos. —Dray-yan parecía complacido—. Eso los hará ir más despacio. Podemos actuar sin precipitación, comandante, perseguirlos cuando nos venga bien.
—¿Y qué pasa con las minas? El ejército necesita acero. Al emperador le disgustará que se cierren las minas.
—Tengo algunas ideas sobre ese asunto. En cuanto a los humanos...
—Por desgracia ahora tienen cabecillas —se quejó Grag—. Líderes inteligentes, no como esos temblorosos viejos idiotas, los Buscadores. Los mismos cabecillas que planearon la revuelta de los esclavos y combatieron y mataron a su señoría.
—Eso fue suerte, no destreza —manifestó el aurak, desdeñoso—. Vi a esos que llamas líderes: un mestizo elfo, un mago enfermo y un bárbaro salvaje. Los otros eran incluso menos dignos de prestarles atención. No creo que tengamos que preocuparnos por ellos demasiado.
—Hemos de perseguir a los humanos —insistió Grag—. Tenemos que encontrarlos y traerlos de vuelta, no sólo por el trabajo en las minas. Hay algo en ellos que es de vital importancia para su Oscura Majestad. Me ha ordenado ir tras ellos.
—Sé de qué se trata —contestó Dray-yan con aire triunfante—. Verminaard lo tenía puesto en sus notas. La reina teme que puedan descubrir algún tipo de artefacto enmohecido, un martillo o algo por el estilo. Se me ha olvidado cómo se llama.
Grag sacudió la cabeza. No le interesaban los artefactos.
»Los perseguiremos, Grag, te lo prometo —dijo el aurak—. Traeremos de vuelta a los hombres para que trabajen en las minas, aunque no nos tomaremos esa molestia con las mujeres y los niños. Sólo ocasionan problemas. Nos limitaremos a deshacernos de ellos...
—No de todas las mujeres. Mis soldados necesitan divertirse un poco... —comentó Grag en tono lascivo.
Dray-yan hizo una mueca de asco. Consideraba repulsiva la lujuria antinatural que algunos draconianos sentían por las hembras humanas.
—Mientras tanto, en el mundo tienen lugar otros acontecimientos más importantes sucesos que podrían tener repercusiones para la guerra y para nosotros.
Dray-yan sirvió una copa de vino a Grag, hizo que éste se sentara frente al escritorio y le acercó uno de los montones de papeles.
—Repasa tú estos documentos. Sobre todo presta atención cuando se hable de un sitio llamado Thorbardin.
Con cansancio, Raistlin Majere se arrebujó en una manta y se tendió en el suelo de tierra de la cueva, oscura como boca de lobo, e intentó conciliar el sueño. Casi de inmediato se puso a toser. Esperó que fuera un corto ataque de tos, como ocurría a veces, y que se le pasara pronto, pero la sensación de opresión en el pecho no cesó. Por el contrario, la tos empeoró. Se sentó derecho y respiró con esfuerzo mientras un regusto a hierro le llenaba la boca. Buscó a tientas el pañuelo y se lo llevó a los labios. En la profunda oscuridad de la pequeña cueva no podía verlo, pero tampoco era necesario. Sabía muy bien que cuando retirara el pañuelo la tela tendría manchas rojas.
Raistlin era un hombre joven, de poco más de veinte años, pero a veces se sentía como si hubiese vivido un siglo y cada uno de esos años le hubiera pasado factura. La salud se le había hecho añicos en cuestión de instantes, durante la temida Prueba en la Torre de la Alta Hechicería. Había entrado en esa prueba como un hombre joven, físicamente débil, quizá, pero relativamente sano. Había salido de ella como un viejo y con la salud irreparablemente dañada; el cabello, castaño rojizo, se había vuelto blanco; la tez tenía un brillo dorado; su sentido de la vista era una maldición.
La generalidad de las personas se horrorizaba. Una prueba que dejaba a un joven lisiado no tenía nada prueba, argumentaban. Era una tortura sádica. Los sabios hechiceros sabían a qué atenerse. La magia era una fuerza muy poderosa, un regalo de los dioses de la magia, y una fuerza tan poderosa conllevaba una responsabilidad pareja. En el pasado, ese poder se había empleado mal. Hubo un tiempo en el que los hechiceros habían estado a punto de destruir el mundo. Los dioses de la magia habían intervenido y habían establecido reglas y leyes para hacer uso de la magia, y ahora sólo se permitía manejarla a aquellos mortales capaces de asumir tal responsabilidad.
Todos los magos que deseaban avanzar en su profesión tenían que pasar una prueba que les preparaban los hechiceros más poderosos de la Orden. A fin de asegurarse de que todos los magos que se presentan a esa prueba eran serios con su arte, las Ordenes de la Alta Hechicería habían decretado que el mago debía estar dispuesto a jugársela vida en el resultado. El fracaso significaba la muerte. Ni siquiera quienes tenían éxito lo lograban sin sacrificio. La Prueba estaba pensada para enseñar al mago algo sobre sí mismo.
Raistlin había aprendido muchísimo acerca de su persona, más de lo que habría querido llegar a saber. Había cometido un acto terrible en aquella Torre, un acto que horrorizaba a una parte de su ser, pero había otra parte que sabía muy bien que volvería a hacer lo mismo. No había sido un episodio real, aunque a él se lo había parecido en aquel momento ¡y cómo! La Prueba consistía en situar al mago en un mundo de ilusión. Las elecciones que hacía en ese mundo lo afectarían el resto de su vida... Incluso podían costarle la vida.
El terrible acto cometido por Raistlin tenía que ver con su hermano gemelo, Caramon, que había sido testigo aterrado de la escena. Los dos no hablaban nunca de lo ocurrido, pero la certeza de saberlo estaba siempre presente y arrojaba una sombra sobre ellos.
La Prueba de la Torre estaba preparada para que el mago descubriera más cosas sobre sus puntos fuertes y sus puntos débiles a fin de que mejorara. De ahí el castigo. De ahí la recompensa. En el caso de Raistlin el castigo había sido severo: la pérdida de la salud y una maldita anomalía en la vista. Había salido de la Prueba con las pupilas en forma de reloj de arena. Para que aprendiera humildad y compasión, veía el paso del tiempo acelerado; allí donde posara la vista, ya fuera una hermosa doncella o una manzana recién cogida del árbol, todo se marchitaba con la huella dejada por el tiempo mientras lo contemplaba.
Sin embargo, la recompensa lo merecía. Raistlin tenía poder ahora, un poder que asombraba, maravillaba y asustaba a quienes mejor conocían al joven mago. Par-Salian, jefe del Cónclave, le había entregado a Raistlin el Bastón de Mago, un artefacto excepcional y valioso. Aun ahora, mientras se doblaba por el ataque de tos, Raistlin alargó la mano para tocar el cayado. Su presencia lo reconfortaba, lo tranquilizaba. Merecía la pena su sufrimiento. El mágico bastón había sido creado por Magius, uno de los hechiceros mejor dotados de la historia. Ya hacía unos años que Raistlin tenía el bastón en su poder y aún no conocía los poderes del cayado en toda su extensión.
Volvió a toser, una tos que parecía que le desgarraba carne y huesos. El único remedio para esos ataques era una mezcla especial de hierbas en infusión. Tenía que tomarse caliente para que hiciera más efecto. La cueva que era su casa actual no tenía hoyo para lumbre ni medios para calentar agua. Raistlin habría tenido que abandonar la calidez de las mantas y salir en plena noche para buscar agua caliente.
Lo normal habría sido tener a Caramon a mano para que se ocupara de ir a buscar el agua y prepararle la infusión. Pero su hermano no estaba con él. Sano y robusto, con un corazón tan grande como su cuerpo y de espíritu generoso, el gemelo de Raistlin andaba por alguna parte allí fuera, en la noche, bailando alegremente con los otros invitados a la boda de Riverwind y Goldmoon.
Ya era tarde, bien pasada la medianoche, pero Raistlin aún oía las risas y la música de la celebración. Estaba enfadado con Caramon por abandonarlo y perderse por ahí a divertirse con alguna chica —Tika Waylan, probablemente— dejando que su hermano enfermo se las apañara solo.
Medio ahogado por la tos, Raistlin intentó ponerse de pie y casi se desplomó. Se agarró a una silla, se sentó en ella y apoyó, desmadejado, la cabeza en la tosca mesa que Caramon había improvisado con las tablas de una caja.
—¡Raistlin! —llamó una voz alegre desde fuera—, ¿Estás dormido? ¡Tengo que preguntarte una cosa!
—¡Tas! —intentó pronunciar el nombre del kender, pero otro espasmo de tos lo interrumpió.
—Oh, bien, estás despierto —continuó la voz alegre al oírlo toser.
Tas —diminutivo de Tasslehoff— Burrfoot entró en la cueva dando brincos. Al kender le habían repetido hasta la saciedad que en una sociedad educada uno siempre llamaba a la puerta (o, en este caso, la mampara de ramas entretejidas que tapaba la entrada a la cueva) y esperaba a que lo invitaran a pasar antes de entrar. Tas tenía dificultades para adaptarse a esa costumbre, que no era una norma en la sociedad kender, donde las puertas se cerraban al mal tiempo y a los trasgos gigantes (y a veces ni siquiera a los trasgos, cuando resultaban interesantes). De modo que, cuando Tas se acordaba de llamar, por lo general lo hacía y entraba casi de forma simultánea si el ocupante tenía suerte. De otro modo, entraba antes y luego se acordaba de llamar, que fue lo que pasó en esta ocasión.
Tas retiró la, mampara y se deslizó ágilmente al interior de la cueva llevando consigo la intensa luz de un farol.
—Hola, Raistlin —saludó. Se acercó al joven mago y metió una mano mugrienta y el farol debajo de la nariz de Raistlin—, ¿Qué clase de pluma es ésta?
La raza kender era pequeña, y todo el mundo —excepto los enanos— decía que estaba emparentada con la raza enana. Los kenders desconocían el miedo y tenían debilidad por las ropas de colores chillones, los saquillos de cuero y coleccionar objetos interesantes para guardarlos en esos saquillos. La kender era una raza optimista y, por desgracia, una raza con tendencia a ser ligera de manos. Llamar ladrón a un kender sería usar un término equivocado. Los kenders nunca tenían intención de robar. Tomaban las cosas prestadas y siempre con la más firme intención de devolver lo que habían cogido. Sin embargo, sería difícil persuadir a una persona corta de miras de que eso era cierto, sobre todo si acababa de encontrar la mano de un kender en su bolsillo.
Tasslehoff era un buen ejemplo de su raza. Rondaba el metro veinte de estatura, dependiendo de lo alto que llevara el copete ese día. Estaba muy orgulloso de su copete y a menudo se lo adornaba, como había hecho esa noche, que se había puesto varias hojas de arce rojas. Miraba a Raistlin con una gran sonrisa, chispeantes los ojos ligeramente rasgados y las orejas puntiagudas temblándole de emoción.
Raistlin le dirigió una mirada fulminante y tan furiosa como fue capaz de poner, dado que estaba cegado por la repentina luz y medio asfixiado por la tos. Alargó la mano, asió al kender por la muñeca y apretó.
—¡Agua caliente! —pidió con voz ahogada—. ¡Infusión!
—¿Infusión? —repitió Tas, que sólo había entendido eso último—. No, gracias, acabo de comer.
Raistlin tosió en el pañuelo, que retiró de los labios enrojecidos con manchas de sangre. Volvió a asestar otra mirada furibunda a Tas, y esta vez el kender lo pilló.
—¡Ah, eres tú el que quiere una infusión! La que Caramon te prepara siempre para la tos. Caramon no está para prepararla y tú no puedes porque estás tosiendo. Lo que significa... —Tas vaciló. No quería interpretar mal las cosas.
Raistlin señaló con la mano temblorosa hacia la taza vacía que había en la mesa.
»¡Quieres que vaya por agua! —Tas dio un brinco—. ¡No tardaré ni un minuto!
El kender salió a todo correr y dejó la mampara de ramas abierta, de manera que el aire frío entró en la cueva e hizo temblar a Raistlin. El mago se echó la manta por los hombros y sufrió otro ataque de tos.
Tas volvió en seguida.
—Se me olvidaba la taza.
—Cierra la... —intentó advertir Raistlin, pero no logró hablar lo bastante de prisa. El kender había desaparecido ya y la mampara siguió abierta.
El mago escudriñó la noche. El sonido de la diversión era más fuerte ahora. Distinguía la luz de las hogueras y las siluetas de gente que bailaba. Los novios, Riverwind y Goldmoon, ya se habrían retirado a su lecho nupcial a esas alturas. Estarían uno en brazos del otro; su amor correspondido, sus pruebas, sus aflicciones y penalidades, su largo y oscuro viaje juntos culminaban en ese momento de gozo.
Raistlin pensó que sólo sería eso, un momento, una chispa que irradiaría un instante antes de que el destino funesto que se aproximaba veloz la apagara violentamente. Era el único con cerebro para verlo. Incluso Tanis el Semielfo, que tenía más sentido común que la mayoría de esa pandilla, se había dejado embaucar por aquella falsa sensación de paz y seguridad.
—La Reina de la Oscuridad no está vencida —le había dicho a Tanis no hacía muchas horas.
—Puede que no hayamos ganado la guerra —había contestado Tanis—, pero desde luego hemos ganado una importante batalla...
Raistlin había sacudido la cabeza ante tamaña tontería.
—¿No crees que hay esperanza? —había preguntado Tanis.
—La esperanza es una negación de la realidad —había sido su respuesta—. Es la zanahoria que se agita ante el caballo de tiro para que siga avanzando, luchando en vano por alcanzarla.
Se sentía bastante orgulloso de aquella imagen literaria y sonrió al recordarlo. Otro golpe de tos le borró la sonrisa e interrumpió sus pensamientos. Cuando se recobró, volvió a mirar fijamente hacia el exterior en un intento de localizar al kender a la luz de la luna. Raistlin dependía de una persona de poco fiar y lo sabía. Era más que probable que el cabeza de chorlito del kender se distrajera con cualquier cosa y se olvidara de él por completo.
—En cuyo caso estaré muerto por la mañana —murmuró el mago. Su irritación con Caramon aumentó. De nuevo sus pensamientos volvieron a la conversación que había tenido con Tanis.
—¿Estás diciendo que deberíamos rendirnos? —le había preguntado el semielfo.
—Lo que digo es que deberíamos tirar la zanahoria y avanzar con los ojos bien abiertos —le había contestado—. ¿Cómo vas a luchar contra los dragones, Tanis? ¡Porque habrá más! ¡Más de los que puedas imaginar! ¿Y dónde está ahora Huma? ¿Dónde está la legendaria Dragonlance?
El semielfo no tenía respuesta a esas preguntas, pero los comentarios de Raistlin le habían impresionado. Se había marchado para reflexionar sobre ellos y, ahora que la boda ya había pasado, quizá se podía hacer que la gente mirara sin tapujos la cruda realidad de su situación. El otoño estaba acabando. El viento frío que soplaba por la puerta, procedente de las montañas, presagiaba los meses invernales que se avecinaban.
Raistlin sufrió otro ataque de tos y cuando alzó la cabeza se encontró con el kender.
—Ya estoy aquí —anunció Tasslehoff alegre e innecesariamente—. Siento haber tardado, pero es que no quería derramar nada.
Soltó la taza humeante en la mesa con todo cuidado y después miró a su alrededor buscando el saquillo de la mezcla de hierbas. Lo vio en el suelo, cerca, lo recogió y lo abrió de un tirón.
—¿Tengo que echar todo lo que hay en la bolsa y...?
Raistlin le arrebató bruscamente las preciadas hierbas. Con cuidado, sacudió el saquillo para echar unas pocas en el agua caliente y las observó con intensidad mientras giraban hasta posarse finalmente en el fondo de la taza. Cuando el agua se puso de un color oscuro y el penetrante y acre olor impregnó el aire, Raistlin tomó la taza entre las manos temblorosas y se la llevó a los labios.
La infusión había sido un regalo del archimago, Par-Salian; un regalo para aliviar su mala conciencia, era lo que siempre había pensado Raistlin. La cocción calmante bajó por la garganta del mago y casi de inmediato cesaron las toses espasmódicas. La sensación asfixiante, como si tuviera telarañas en los pulmones, desapareció. Raistlin inhaló profundamente.
—Eso huele como el picnic de un enano gully —dijo Tas mientras se frotaba la nariz—. ¿Seguro que te mejora?
Raistlin, deleitándose con el calor, se tomó la infusión a sorbos.
—Ahora que puedes hablar —prosiguió Tas—, quiero hacer una pregunta sobre esta pluma. ¿Dónde la he dejado...?
El kender se puso a buscar en los bolsillos de la zamarra.
Raistlin lo miró con frialdad.
—Estoy agotado y me gustaría volver a acostarme, pero supongo que no podré librarme de ti, ¿verdad?
—Fui a buscarte el agua caliente —le recordó Tas, que de repente pareció preocupado—. No tengo mi pluma.
Raistlin suspiró fuerte y observó cómo el kender seguía rebuscando en los bolsillos decorados con trencilla dorada que había tomado «prestada» de una capa ceremonial que se había encontrado en algún sitio. Al no hallar lo que buscaba, Tas se puso a rebuscar en los bolsillos de los pantalones amplios y después siguió con las botas. Raistlin no tenía energías para hacerlo o, de otro modo, habría sacado al kender a la fuerza.
—Es por esta zamarra nueva —protestó Tas—. Nunca sé dónde encontrar las cosas.
Había desechado la ropa que antes llevaba por un conjunto totalmente nuevo que había reunido durante las pasadas semanas de lo que descartaban los refugiados de Pax Tharkas, con los que viajaba en la actualidad.
Los refugiados habían sido esclavos, obligados a trabajar en minas de hierro para el Señor del Dragón Verminaard, que había muerto en una revuelta dirigida por Raistlin y sus amigos. Habían liberado a los esclavos y habían huido con ellos hacia la región montañosa, al sur de Pax Tharkas. Aunque costara creerlo, aquel molesto kender, Tasslehoff Burrfoot, había sido uno de los héroes de la revuelta. Él y el viejo y atolondrado mago, que se daba a sí mismo el pomposo nombre de Fizban el Fabuloso, habían puesto en marcha, inadvertidamente, el mecanismo que dejó caer cientos de toneladas de rocas en el paso de montaña que daba paso a Pax Tharkas, lo que impidió que el ejército de draconianos entrara en la fortaleza para sofocar la revuelta.
Verminaard había muerto a manos de Tanis y de Sturm Brightblade. La espada mágica del legendario rey elfo Kith-Kanan y la espada heredada del Caballero de Solamnia, Sturm Brightblade, atravesaron la armadura del Señor del Dragón y se hundieron profundamente en el cuerpo del hombre. Sobre sus cabezas, los dos Dragones Rojos combatían y ambos murieron. La sangre de los reptiles había caído como una lluvia espantosa sobre los aterrados espectadores.
Tanis y los demás habían actuado con rapidez para controlar la caótica situación. Algunos esclavos querían cobrarse venganza de los monstruosos draconianos que habían sido sus amos. Conscientes de que su única esperanza de sobrevivir era la huida, Tanis, Sturm y Elistan habían convencido a los hombres y las mujeres de que tenían una oportunidad como caída del cielo para escapar y conducir a sus familias a un lugar seguro.
Tanis había organizado los grupos de trabajo. Las mujeres y los niños habían reunido todas las provisiones que pudieron encontrar. Cargaron comida, mantas, herramientas y todo lo que creyeron que necesitarían en su viaje a la libertad en las carretas utilizadas para transportar el mineral desde las minas.
El enano, Flint Fireforge, que había nacido y crecido en aquellas montañas, se había puesto al frente de exploradores de los Hombres de las Llanuras que había entre los esclavos y emprendieron una expedición al sur en busca de un refugio seguro para los refugiados. Habían descubierto un valle cobijado entre los picos de las Kharolis. Las cumbres de las montañas ya estaban blancas por la nieve, pero el valle, situado mucho más abajo, seguía verde y exuberante, con las hojas apenas tocadas por los rojos y dorados del otoño. Había caza en abundancia y arroyos claros se cruzaban y entrelazaban por el valle. Las estribaciones de las montañas eran un enjambre de cuevas que se podían usar como casas, almacenes y refugio en caso de sufrir ataques.
En aquellos primeros días, los refugiados esperaban que los dragones los atacaran en cualquier momento, perseguidos por los horribles hombres-dragón conocidos como draconianos. Y podrían haberlos perseguido sin dificultad, ya que el ejército de los draconianos estaba capacitado para escalar el paso que conducía al valle. Sorprendentemente, había sido idea del gemelo de Raistlin, Caramon, bloquear el paso provocando una avalancha.
Y había sido la magia de Raistlin —un devastador conjuro de rayos que había aprendido en un libro de hechizos encuadernado en azul oscuro que había conseguido en la ciudad hundida de Xak Tsaroth— lo que había provocado el atronador chasquido que sacudió y soltó la nieve acumulada y que arrastró peñascos hasta el paso. Encima de la avalancha había caído más nieve, había nevado día y noche durante varias jornadas, de forma que el paso quedó taponado con ella al poco tiempo. Ningún ser —ni siquiera los hombres-lagarto con sus garras y sus alas— podría entrar ahora en el valle.
Los días habían transcurrido con pacífica tranquilidad para los refugiados y la gente se relajó. Las hojas rojas y doradas cayeron al suelo y se pusieron marrones. El recuerdo de los dragones y el terror de la cautividad se desvaneció. Seguros, cómodos y a salvo, los refugiados hablaban de pasar allí el invierno con idea de continuar el viaje hacia el sur cuando llegara la primavera. Hablaban de construir moradas permanentes. Hablaron de desmantelar las carretas y usar la madera para levantar toscas cabañas o construir edificios con piedras y barro en los que estarían calientes cuando las frías lluvias y las nieves del invierno llegaran finalmente al valle.
Raistlin frunció la boca en una mueca de desprecio.
—Me voy a acostar —dijo.
—¡La encontré! —gritó Tasslehoff, que en el último instante recordó que había ensartado la pluma en lugar seguro: su copete de cabello castaño.
El kender se sacó la pluma del pelo y, contemplándola con sobrecogimiento, la sostuvo en la palma de la mano como si se tratara de la más preciada joya.
Raistlin le dedicó una mirada desdeñosa.
—Es una pluma de gallina —precisó.
Se levantó de la silla, recogió los vuelos de la larga túnica de color rojo alrededor del consumido cuerpo y regresó al jergón extendido en el suelo de tierra.
—Ah, eso me parecía —susurró en voz queda Tasslehoff.
—Cierra la puerta cuando salgas —ordenó el mago, que se tendió en el jergón, se arrebujó en la manta y cerró los ojos.
Se estaba quedando dormido cuando una mano lo sacudió por el hombro y lo despertó.
—¿Qué? —espetó Raistlin.
—Esto es muy importante —dijo Tas en tono solemne mientras se inclinaba sobre el mago, al que echó en la cara el aliento a ajo de la cena—. ¿Las gallinas vuelan?
Raistlin cerró los ojos. Quizá sólo era una pesadilla.
—Sé que tienen alas —continuó Tas— y sé que los gallos pueden revolotear para posarse en el tejado del gallinero y cantar cuando sale el sol, pero lo que me pregunto es si las gallinas son capaces de volar muy alto, como las águilas. Porque, verás, resulta que esta pluma llegó flotando del cielo y miré hacia arriba pero no vi que pasara ninguna gallina volando, y entonces caí en la cuenta de que nunca había visto volar a las gallinas...
—¡Sal de aquí! —gruñó Raistlin, que alargó la mano hacia el Bastón de Mago que yacía junto al jergón—. O no respondo de que no te...
—Me conviertas en un sapo y me des de merienda a una serpiente. Sí, ya lo sé. —Tas suspiró y se puso de pie—. En cuanto a las gallinas...
Raistlin sabía que el kender no lo dejaría en paz ni siquiera con la amenaza de convertirlo en sapo, algo que, por otro lado, no tenía fuerzas para hacer.
—Las gallinas no son águilas. No pueden volar —dijo.
—¡Gracias! —exclamó alegremente Tasslehoff—. ¡Lo sabía! ¡Las gallinas no son águilas!
Apartó la mampara de ramas con brusquedad y, dejándola tirada en el suelo, se marchó sin llevarse el farol, cuya luz le daba de lleno a Raistlin en los ojos. El mago empezaba de nuevo a quedarse dormido cuando la vocecilla penetrante de Tas volvió a despertarlo.
—¡Caramon! ¡Ahí estás! —chilló Tas—. ¿A que no sabes qué? Las gallinas no son águilas. ¡No vuelan! Raistlin me lo ha dicho. ¡Aún hay esperanza, Caramon! Tu hermano se equivoca. No en lo de las gallinas, sino en lo de la esperanza. ¡Esta pluma es una señal! Fizban lanzó un conjuro al que llamaba «caída de pluma» para salvarnos cuando nos precipitamos desde la cadena y se suponía que debíamos caer como plumas, pero en cambio lo que pasó fue que cayeron montones de plumas... Plumas de gallina. Las plumas me salvaron, aunque a Fizban no.
La voz del kender se apagó para dar paso a un gimoteo al recordar a su tristemente fallecido amigo.
—¿Has estado molestando a Raist? —demandó Caramon.
—¡No, lo he estado ayudando! —repuso Tas, enorgullecido—. La tos lo ahogaba hasta casi matarlo, como le pasa siempre, ya sabes. ¡Tenía sangre en los labios al toser! Lo salvé. Corrí a buscar el agua que usa para prepararse esa porquería que se toma y que huele tan mal. Ahora está mejor, así que no tienes que preocuparte. Caramon, ¿es que no quieres que te cuente lo de las plumas de...?
Al parecer, Caramon no quería, porque Raistlin oyó el ruido de las pesadas botas que calzaba su gemelo cuando éste echó a correr hacia el cobertizo.
—¡Raist! —llamó Caramon con tono nervioso—. ¿Te encuentras bien?
—No gracias a ti —masculló el mago, que se arrebujó más en la manta y mantuvo los ojos cerrados. Podía ver a Caramon muy bien sin necesidad de mirarlo.
Grande, musculoso, ancho de hombros, sonrisa pronta, campechano, apuesto... Su hermano era amigo de todo el mundo y el preferido de todas las chicas.
—Me has dejado abandonado a los cuidados de un kender mientras tú andabas por ahí achuchándote con esa exuberante Tika —le reprochó Raistlin.
—No hables de ella así, Raist —pidió Caramon con un leve timbre cortante en su voz, por lo general afable—. Tika es una buena chica. Estuvimos bailando, nada más.
Raistlin gruñó.
Caramon siguió plantado en el mismo sitio, apoyando el peso ora en un pie, ora en otro.
—Siento no haber estado aquí para prepararte la infusión —dijo al cabo, con remordimiento—. No me di cuenta de que era tan tarde. ¿Quieres que...? ¿Necesitas que te traiga algo? ¿O que haga algo?
—¡Puedes dejar de parlotear, cerrar esa pobre imitación de puerta y apagar esa maldita luz!
—Sí, Raist, claro. —Caramon recogió la mampara de ramas entretejidas y volvió a colocarla en su sitio. Apagó de un soplo la vela que había dentro del farol y se desnudó a oscuras.
Intentó no hacer ruido, pero el hombretón —musculoso y sano en contraste con su débil gemelo— tropezó con la mesa, tiró la silla y, a juzgar por el juramento que soltó, se golpeó en la cabeza con la pared de la cueva mientras buscaba a tientas su jergón.
Raistlin rechinó los dientes y esperó, sumido en un silencio iracundo, a que Caramon acabara de acomodarse. Poco después su hermano roncaba y Raistlin, a pesar de lo rendido que estaba, yació despierto, incapaz de conciliar el sueño.
Se quedó mirando la oscuridad, que no lo cegaba del todo como a su gemelo y a todos los demás. Sus ojos seguían abiertos a lo que vivía en ella.
—¡Plumas de gallina! —masculló con mordacidad y empezó a toser de nuevo.
Tanis el Semielfo se despertó con resaca; lo curioso era que no había bebido nada. Su resaca no era resultado de pasar la noche de regocijo, bailando y bebiendo demasiada cerveza, sino de estar la mitad de la noche despierto y preocupado en su jergón.
La víspera había abandonado el festejo de la boda temprano. El espíritu de celebración le rechinaba en el alma. La música fuerte le provocaba una mueca de dolor y lo hacía mirar hacia atrás, temeroso de que estuvieran revelando su posición a sus enemigos. Deseaba decirles a los músicos que golpeaban y soplaban los toscos instrumentos que no tocaran tan alto. Había ojos que espiaban en la oscuridad, oídos que escuchaban. Finalmente había buscado a Raistlin, al encontrar la compañía del cínico y sombrío mago más acorde con sus propios pensamientos negros y pesimistas.
También lo había pagado. Cuando por fin consiguió dormirse, soñó con caballos y zanahorias, y que era una bestia de tiro que daba vueltas y más vueltas en un círculo sin fin siguiendo en vano la zanahoria que nunca podría alcanzar.
—Primero, la zanahoria es la Vara de Cristal Azul —dijo con resentimiento mientras se frotaba la dolorida frente—. Teníamos que ponerla a salvo para que no cayera en malas manos. Lo hicimos, y entonces dijeron que eso no era suficiente. Tuvimos que viajar a Xak Tsaroth para encontrar el mayor regalo de una deidad, los sagrados Discos de Mishakal, sólo para descubrir que somos incapaces de leerlos. Así que tuvimos que buscar a la persona que podía hacerlo y, mientras tanto, nos fuimos metiendo cada vez más en esta guerra... ¡Una guerra que ninguno de nosotros sabía que estaba teniendo lugar!
—Sí, claro que lo sabías —gruñó un bulto más bien grande y apenas distinguible en la penumbra del alba que empezaba a colarse entre las mantas que tapaban la boca de la cueva—. Habías viajado lo suficiente, habías visto lo suficiente, habías oído lo suficiente para saber que se avecinaba una guerra, sólo que no querías admitirlo.
—Lo siento, Flint, no era mi intención despertarte. No me di cuenta de que hablaba en voz alta.
—Eso es síntoma de locura, ¿sabes? —rezongó el enano—. Hablar consigo mismo, quiero decir, así que no lo cojas por costumbre. Y ahora, vuelve a dormirte antes de que despiertes al kender.
Tanis echó un vistazo al otro bulto tendido en el lado opuesto de la cueva, que más que cueva era un agujero excavado en la montaña. Flint, que de todos modos se había mostrado reacio a compartir su cueva con el kender, había relegado a Tas a un rincón apartado. Sin embargo, Tanis no quería perder de vista al kender y finalmente convenció al enano para que permitiera a Tas compartir su habitáculo.
—Creo que podría gritar y no lo despertaría —dijo el semielfo, sonriente.
El kender dormía el sueño plácido e inocente de los niños y de los perros. Muy a la manera de estos últimos, Tas rebullía y resoplaba en el jergón mientras los pequeños dedos se movían como si hasta en sueños estuviera examinando todo tipo de cosas curiosas y maravillosas. Los preciados saquillos de Tas, que contenían su tesoro de valiosos objetos «tomados prestados», yacían esparcidos a su alrededor. Uno de ellos lo usaba de almohada.
Tanis tomó nota de echar un vistazo a esos saquillos a lo largo del día, cuando Tas hubiera salido a una de sus excursiones. El semielfo registraba de forma regular las posesiones del kender en busca de objetos que la gente había «extraviado» o había «dejado caer». Tanis les devolvía esos objetos a sus propietarios, quienes los recibían de muy mal humor y le decían que habría que hacer algo respecto a las raterías del kender.
Puesto que los kenders habían sustraído cosas desde el día que el paso de la Gema Gris los había creado (si se daba crédito a las viejas leyendas), poco podía hacer Tanis para impedírselo, salvo llevar al kender a lo alto de la montaña y tirarlo de un empujón, que era la solución al problema preferida de Flint.
Tanis salió de debajo de su manta y, moviéndose tan en silencio como le era posible, abandonó el refugio. Tenía que tomar una decisión importante ese día y, si se quedaba en el jergón tratando de volver a dormirse, lo único que haría sería dar vueltas sin parar mientras pensaba en ello, además de arriesgarse a recibir otra reprimenda de Flint. A pesar del frío de la madrugada —y el invierno se hacía notar ya en el aire, sin la menor duda— Tanis decidió ir a quitarse de la mente la idea de las zanahorias dándose un baño en el arroyo.
Su cueva era una de las muchas que salpicaban la ladera de la montaña como un sarpullido. Los refugiados de Pax Tharkas no eran las primeras personas que habitaban esas cuevas. Las pinturas en las paredes de algunas indicaban que pueblos antiguos habían vivido allí antes. Las escenas representaban cazadores con arcos y flechas, así como animales que parecían ciervos si bien eran unos cuernos afilados los que les adornaban la testa, en lugar de las cuernas ramosas de los venados. En algunas se veían criaturas aladas. Enormes criaturas que expulsaban fuego por la boca. Dragones.
Se quedó parado un momento en la cornisa que había delante de la cueva y contempló el valle que se extendía a sus pies, allá abajo. No veía el arroyo; el valle estaba envuelto en una niebla baja que se levantaba del agua. El sol alumbraba el cielo, pero todavía no había salido por encima de las montañas, de modo que el valle permanecía arropado en su manto de bruma, en apariencia tan reacio a despertarse como el viejo enano.
Mientras bajaba de la zona rocosa al húmedo tapiz de hierba bajo la penumbra de la niebla y se encaminaba hacia el arroyo flanqueado por árboles, Tanis pensó que era un lugar bello.
Las hojas rojizas de los arces y las doradas de los castaños y los robles ofrecían un colorido contraste con el verde oscuro de los pinos, del mismo modo que el gris de las piedras de la montaña contrastaba con el puro e intenso blanco de las recientes nevadas. Vio el rastro de animales de caza en la embarrada trocha que conducía al arroyo. En el suelo había nueces caídas y las bayas colgaban, relucientes, de las ramas de los arbustos.
—Podríamos quedarnos en este valle durante los meses invernales —dijo Tanis, de nuevo hablando en voz alta. Resbaló y se deslizó por la ribera hasta llegar al borde de la corriente profunda y rápida—. ¿Qué mal puede haber en eso? —preguntó a su reflejo en el agua.
El rostro que lo contemplaba sonrió en respuesta. Por sus venas corría sangre elfa, pero nadie lo habría pensado al verlo. Laurana lo acusaba de ocultarlo. Bueno, a lo mejor era verdad; eso le hacía la vida más fácil. Se rascó la barba que a ningún elfo le crecería. El largo cabello le tapaba las orejas ligeramente puntiagudas. Su cuerpo no tenía la esbelta delicadeza de la constitución elfa, sino la corpulencia de las hechuras humanas.
Quitándose la túnica de suave cuero, los calzones y las botas, Tanis se metió en el frío arroyo y se echó agua en el pecho y en la nuca. Después, conteniendo la respiración, se dio un chapuzón. Salió resoplando y echando agua por la nariz y la boca y con una sonrisa de oreja a oreja por la cosquilleante sensación que le recorría todo el cuerpo. Ya se sentía mejor.
Después de todo ¿por qué no podían quedarse allí?
—Las montañas nos protegen de los vientos fríos. Tenemos víveres suficientes para que nos duren todo el invierno, si tenemos cuidado. —Tanis lanzó agua al aire, como un niño que jugara—. Estamos a salvo de nuestros enemigos...
—¿Durante cuánto tiempo?
Tanis, que creía encontrarse solo, casi salió del agua de un brinco cuando oyó la otra voz.
—¡Riverwind! —exclamó mientras se daba la vuelta y miraba al hombre alto plantado de pie en la orilla—. ¡Me has dado un susto que me has quitado seis años de vida!
—Puesto que eres semielfo y tu esperanza de vida se calcula en varios cientos de años, seis no parecen muchos para que te preocupes por eso —comentó Riverwind.
Tanis observó al Hombre de las Llanuras de manera escrutadora. Riverwind no había visto a nadie con sangre elfa hasta que lo había conocido a él y, aunque Tanis era sólo medio humano y medio elfo, a Riverwind le parecía extraño, totalmente fuera de lo normal. Había habido ocasiones entre ambos en las que tal comentario sobre la raza de Tanis habría significado un insulto.
Sin embargo, el semielfo reparó en la afectuosa sonrisa que se reflejaba en los ojos castaños del Hombre de las Llanuras y respondió con otra igual. Riverwind y él habían pasado juntos por demasiadas cosas para que los viejos prejuicios perduraran. El fuego de los dragones había abrasado la desconfianza y el odio, y las lágrimas de alegría y de aflicción habían arrastrado las cenizas.
Tanis salió del arroyo y usó la túnica de fina piel para secarse antes de sentarse al lado de Riverwind, tiritando por el aire frío. El sol, que brillaba por una brecha entre las montañas, evaporó la niebla y lo hizo entrar en calor en seguida.
El semielfo miró a su amigo con una preocupación que estaba a medio camino entre fingida y en serio.
—¿Qué hace el novio levantado tan temprano a la mañana siguiente de su boda? No esperaba veros ni a ti ni a Goldmoon en varios días.
Riverwind siguió contemplando el agua. El sol le daba de lleno en el rostro. Era un hombre muy reservado; sus sentimientos y pensamientos íntimos eran suyos, personales y privados, no para compartirlos con cualquiera. El rostro atezado mostraba normalmente una máscara inexpresiva, lo mismo que ese día, pero Tanis percibía un resplandor que emanaba de dentro.
—Mi gozo era demasiado grande para que cupiera dentro de unos muros de piedra —susurró el Hombre de las Llanuras—. Tenía que salir para compartirlo con la tierra y con el viento, con el agua y con el sol. Pero incluso el ancho y vasto mundo parece demasiado pequeño para contenerlo.
Tanis tuvo que mirar a otro lado. Se alegraba por Riverwind, pero también sentía envidia y no quería que se le notara. El mismo anhelaba un amor y un gozo así. Lo irónico era que podía tenerlos. Sólo tenía que borrar de su mente el recuerdo de un cabello oscuro y rizoso, unos centelleantes ojos negros y una sonrisa encantadora y equívoca.
—Deseo lo mismo para ti, amigo mío —dijo Riverwind como si le hubiese leído el pensamiento—. Quizá tú y Laurana...
Dejó la frase sin terminar. Tanis sacudió la cabeza y cambió de tema.
—Hoy tenemos esa reunión con Elistan y los Buscadores. Quiero que tú y los tuyos asistáis. Hemos de decidir qué hacer, si nos quedamos aquí o nos marchamos.
Riverwind asintió con la cabeza, pero no dijo nada.
»Sé que esto no podría ser más inoportuno —añadió Tanis, pesaroso—. Si hay alguien capaz de agriar la alegría es Hederick el Sumo Teócrata, pero hemos de tomar una decisión en seguida, antes de que empiecen las nevadas.
—Por lo que estabas diciendo ya has decidido que nos quedemos —adujo Riverwind—. ¿Es prudente hacerlo? Aún estamos muy cerca de Pax Tharkas y del ejército de los Dragones.
—Cierto —convino Tanis—, pero el paso entre Pax Tharkas y aquí está bloqueado con rocas y nieve. El ejército de los Dragones tiene mejores cosas que hacer que perseguirnos. Han de conquistar naciones y nosotros somos una chusma de antiguos esclavos...
—... que se les han escapado después de ponerles un ojo morado. —Riverwind giró la cabeza y clavó la intensa mirada en Tanis—. El enemigo tiene que perseguirnos. Si los pueblos que conquistan se enteran de que otros se quitaron los grilletes y se liberaron, empezarán a creer que también pueden derrocar a sus amos. Los ejércitos de la Reina Oscura vendrán tras nosotros. Tal vez no sea en seguida, pero vendrán.
Tanis sabía que tenía razón. Sabía que Raistlin con su analogía sobre la zanahoria tenía razón. Quedarse allí era peligroso. Cada día que pasara podría ir acercando a sus enemigos. No quería admitirlo. Tanis el Semielfo había recorrido el mundo durante cinco años para buscarse a sí mismo. Pensó que lo había conseguido y a su vuelta descubrió que no era quien había creído ser.
Le habría gustado pasar un tiempo —aunque sólo fuera durante un corto período— en un lugar tranquilo al que pudiera llamar su hogar, un lugar donde pudiera reflexionar, comprender ciertas cosas. Una cueva compartida con un enano irascible y un kender ratero y en ocasiones muy irritante no era la idea que tenía de un hogar, pero comparado con la calzada le resultaba muy atractivo.
—Es un buen razonamiento, amigo mío, pero Hederick dirá que ésa no es la verdadera razón de que quieras marcharte —señaló Tanis—. Tú y los tuyos queréis regresar a vuestras tierras. Deseáis volver a las Llanuras.
—Queremos reclamar lo que es nuestro —dijo Riverwind—, lo que nos quitaron.
—No queda nada —murmuró Tanis con delicadeza al recordar el pueblo arrasado de Que-shu.
—Quedamos nosotros —argüyó Riverwind.
Tanis tuvo un escalofrío. El sol se había ocultado detrás de una nube, y el semielfo se había quedado helado. Llevaba tiempo temiéndose que el propósito de Riverwind fuera ése.
—De modo que tú y tu gente planeáis atacar sin ayuda de nadie.
—Aún no hemos decidido nada —repuso Riverwind—, pero ésa es la dirección en la que se dirigen nuestros pensamientos.
—Mira, Riverwind, sé que es mucho pedir, pero tus guerreros han sido una gran ayuda para nosotros. Estas personas no están acostumbradas a vivir así. Antes de que los hicieran esclavos eran tenderos, comerciantes, granjeros y zapateros remendones. Proceden de ciudades como Haven y Solace y un montón más de villas y pueblos de toda Abanasinia. Nunca han tenido que vivir en lugares agrestes. No saben cómo hacerlo.
—Y durante siglos esos moradores de ciudades nos han despreciado —replicó el Hombre de las Llanuras—. Nos llaman bárbaros, salvajes.
«Y tú me llamas semielfo» pensó Tanis, aunque no lo dijo en voz alta.
—Cuando estuvimos prisioneros, todos dejamos a un lado los odios y los malentendidos. Trabajamos juntos para ayudarnos unos a otros a escapar. ¿Por qué sacar a relucir eso ahora?
—Porque los otros lo sacaron primero —repuso duramente Riverwind.
—Hederick —dijo Tanis, que suspiró—. Ese hombre es un asno, simple y llanamente. Tú lo sabes. Aunque gracias al hecho de que sea un asno os conocimos a Goldmoon y a ti.
—Cierto —convino Riverwind, que sonrió y su tono se suavizó al evocar la escena—. No lo he olvidado.
—Hederick se cayó en la chimenea. La Vara de Cristal Azul de Goldmoon lo sanó y a ese hombre sólo se le ocurrió empezar a gritar que era una bruja y volvió a meter la mano en el fuego, tras lo cual salió corriendo y llamó a la guardia. Eso deja claro la clase de majadero que es. No puedes hacer caso de las tonterías que dice.
—Otros lo hacen, amigo mío.
—Lo sé —admitió el semielfo, sombrío. Cogió un puñado de piedrecillas y empezó a tirarlas al agua de una en una.
—Hemos cumplido con nuestra parte —continuó Riverwind—. Ayudamos a explorar el terreno para encontrar este valle. Explicamos a vuestros tenderos cómo transformar cuevas en moradas. Les enseñamos a rastrear y a cobrar piezas de caza, a poner trampas y lazos. Les mostramos qué bayas eran comestibles y cuáles venenosas. Goldmoon, mi esposa —era la primera vez que utilizaba ese término y lo hizo con tierno orgullo—, ha curado a los enfermos.
—Están agradecidos, aunque no lo digan. Es posible que tú y los tuyos podáis cruzar las montañas y regresar a vuestra tierra sin peligro antes de que llegue lo peor del invierno, pero sabes tan bien como yo que es arriesgado. Me gustaría que os quedaseis con nosotros. Tengo esa sensación en el estómago de que todos deberíamos permanecer juntos.
»Sé que aquí no podemos quedarnos —reconoció Tanis con un suspiro—. Sé que es peligroso. —Vaciló antes de continuar, consciente de cómo sería recibida su propuesta. Después, como si volviera a zambullirse en el agua fría, se lanzó—. Estoy seguro de que si encontramos el reino enano de Thorbardin...
—¡Thorbardin! ¿La plaza fuerte en la montaña de los enanos? —Riverwind frunció el entrecejo—. Ni siquiera consideraré la posibilidad.
—Pues deberías planteártelo. Oculto a gran profundidad bajo tierra, el reino enano sería el refugio perfecto para los nuestros. Podríamos quedarnos allí durante el invierno, a salvo bajo la montaña. Ni tan siquiera los ojos de los dragones podrían encontrarnos...
—¡También estaríamos a salvo enterrados en una tumba! —manifestó Riverwind con mordacidad—. Mi gente no irá a Thorbardin. No nos acercaremos a los enanos. Exploraremos y encontraremos nuestro propio camino. Después de todo, no llevamos niños con nosotros que nos retrasen.
Su semblante se ensombreció. Todos los niños de las tribus de las Llanuras habían perecido en el ataque de los draconianos a sus poblados.
»Ahora tenéis a Elistan con vosotros —prosiguió Riverwind—. Es un clérigo de Paladine, capaz de curar a los enfermos en ausencia de Goldmoon y de dar a conocer a vuestra gente el regreso de los dioses. Los míos y yo deseamos volver a casa. ¿Es que no lo entiendes?
Tanis pensó en su casa de Solace y se preguntó si seguiría en pie, si habría resistido al ataque del ejército de los Dragones. Le gustaba pensar que sí. Aunque no había pisado su casa hacía cinco años, saber que estaba allí, esperando para recibirlo, era un consuelo.
—Sí, claro que lo entiendo —contestó.
—Todavía no hemos tomado una decisión definitiva —apuntó Riverwind al ver abatido a su amigo—. Algunos de los nuestros creen como tú que deberíamos permanecer juntos, que hay seguridad en un grupo numeroso.
—Entre ellos, tu esposa —dijo Goldmoon, que se había acercado a los dos hombres por detrás.
Riverwind se puso de pie y se giró para recibir a su recién desposada mujer, que llegaba a él con el amanecer.
Goldmoon siempre había sido hermosa. El largo cabello como finas hebras de oro y plata, tan poco común entre su pueblo, siempre resplandecía a la media luz del alba. Como era habitual en ella, lucía las ropas de piel suave y flexible de su pueblo con una gracia y una elegancia que habrían envidiado las damas de Palanthas. Esa mañana hacía que el término «bella» sonara insignificante e inadecuado para describirla. Era como si a su paso la niebla se abriera y las sombras se disiparan.
—No estarías preocupada por mí, ¿verdad? —preguntó Riverwind con un atisbo de inquietud en la voz.
—No, esposo mío —contestó Goldmoon, que pareció recrearse amorosamente en esas palabras—. Sabía dónde encontrarte. —Alzó los ojos hacia el azul del cielo—. Sabía que estarías bajo el firmamento, aquí fuera, donde puedes respirar.
Ella tomó de las manos y se saludaron rozándose las mejillas. Los habitantes de las Llanuras pensaban que los sentimientos sólo debían expresarse en privado.
—Reclamo el privilegio de besar a la novia —dijo Tanis.
—Ese privilegio ya lo reclamaste anoche —protestó Riverwind, sonriente.
—Me gustaría seguir reclamándolo el resto de mi vida —dijo el semielfo, que besó a Goldmoon en la mejilla.
El sol, que salió por detrás de la cumbre de la montaña como si lo hiciera expresamente para admirar a Goldmoon, hizo que el cabello oro y plata de la mujer irradiara con su luz.
—Con semejante belleza en el mundo ¿cómo puede existir el mal? —preguntó Tanis.
Goldmoon se echó a reír.
—Quizá para hacerme parecer más guapa en contraste —bromeó—. Estabais hablando de asuntos serios antes de que os interrumpiera —añadió en un tono más circunspecto.
—Riverwind cree que vosotros y vuestra gente deberíais continuar solos, viajar hacia el este, a las Llanuras. Dice que tú quieres quedarte con nosotros.
—Es cierto —contestó la mujer con complacencia—. Me gustaría quedarme con vosotros y con los demás. Creo que hago falta, pero mi voto es sólo uno más entre nuestra gente. Si mi esposo y el resto deciden que deberíamos irnos, entonces nos marcharemos.
Tanis miró alternativamente a uno y a otro. No sabía bien cómo decirles lo que pensaba, de modo que decidió soltarlo sin darle más vueltas.
—Disculpad si lo pregunto, pero ¿qué ha pasado con lo de la Hija de Chieftain? —planteó torpemente.
Goldmoon se echó a reír otra vez, una risa larga y alegre, e incluso Riverwind sonrió.
Tanis no veía dónde estaba la gracia. Cuando los había conocido, Goldmoon era la Hija de Chieftain y Riverwind, un humilde pastor, era su súbdito. Cierto, se amaban profundamente y a Tanis le había dado la impresión más de una vez de que Goldmoon habría renunciado a la responsabilidad del liderazgo de muy buen grado, pero Riverwind se había negado obstinadamente a que lo hiciera. Había insistido en actuar como su subordinado, obligándola a tomar decisiones. Puesta en esa situación, la mujer las había tomado.
—No lo pillo —dijo Tanis.
—La Hija de Chieftain dio su última orden anoche —explicó Goldmoon.
Durante la ceremonia matrimonial, Riverwind se había arrodillado ante ella, puesto que era su dirigente, pero Goldmoon le había pedido a su esposo que se levantara y había indicado que los dos se unían en matrimonio como iguales.
—Soy Goldmoon de las Llanuras —dijo ella—. Discípula de Mishakal. Sacerdotisa de los que-shus.
—¿Y quién será Chieftain de los que-shus? —inquirió Tanis—. Hay supervivientes de vuestra tribu entre las otras tribus de las Llanuras. ¿Aceptarán a Riverwind como su jefe? Ha demostrado ser un cabecilla fuerte.
Goldmoon miró a su esposo, pero él, de forma deliberada, mantuvo clavados los ojos en el borboteo de las aguas del arroyo, prietos los labios.
—Los que-shus tienen buena memoria —contestó Goldmoon al ver que su esposo no pensaba decir nada—. Saben que mi padre no aceptaba a Riverwind como mi esposo y que ordenó lapidarlo. Saben que, de no ser por el milagro de la Vara de Cristal Azul, Riverwind y yo habríamos muerto apedreados.
—De modo que no lo aceptarán como Chieftain, aun cuando busquen en él consejo y orientación.
—Es lo que hacen los que-shus —dijo Goldmoon—, pero no son los únicos habitantes de las Llanuras que hay aquí. Hay algunos de la tribu Que-kiri y ellos fueron nuestros enemigos implacables en el pasado. Nuestras tribus se encontraron en el campo de batalla muchas veces.
Tanis masculló unas palabras en elfo.
—No te pediré que me traduzcas lo que has dicho, amigo mío. —Goldmoon esbozó una triste sonrisa—. Sé, y mi pueblo sabe, la historia de dos lobos que se enfrentaron el uno al otro y del león que devoró a los dos. No es fácil para la gente superar rencores que duran generaciones.
—Tú y Riverwind lo habéis conseguido —adujo el semielfo.
—Todavía tenemos problemas —admitió la mujer—, pero sabemos dónde acudir cuando necesitamos ayuda.
Su mano se alzó hasta el medallón que llevaba al cuello, el que era regalo de la diosa al tiempo que un emblema de su fe.
—Quizás esté siendo egoísta —musitó Tanis—. Tal vez no quiera decir adiós.
—No hablemos de adioses en este día de gozo, nuestro primer día como una pareja casada —pidió Goldmoon con firmeza.
Alargó la mano para tomar la de su esposo y los dedos de ambos se entrelazaron. De esta guisa regresaron Goldmoon y Riverwind hacia su habitáculo, y Tanis se quedó solo en la orilla del arroyo.
Puede que fuese un día gozoso para ellos, pero el semielfo tenía la sensación de que iba a ser una jornada de contrariedades y enfrentamientos para él. Como para demostrar que estaba en lo cierto, Tasslehoff Burrfoot, perseguido por un iracundo molinero, salió corriendo del bosque tan de prisa como se lo permitían sus cortas piernas.
—¡No lo entiendo! —gritaba el kender mientras miraba hacia atrás—. ¡Sólo intentaba dejarlo en su sitio!
La reunión de los refugiados comenzó tan mal como Tanis había imaginado. La celebraban en una arboleda que había cerca del arroyo, porque no había ninguna cueva lo bastante grande para que cupieran ochocientas personas entre hombres, mujeres y niños. Los refugiados habían elegido representantes que hablaran en su nombre, pero no iban a dejar que esas personas lo hicieran sin estar ellos presentes. De ahí que casi todos los que componían la pequeña comunidad asistieran a la reunión de pie en las inmediaciones, donde podían ver, oír y hablar si querían. No era una situación ideal en opinión de Tanis, ya que cualquier delegado al que podría haberse persuadido de que cambiara de opinión con argumentos razonados se vería obligado a mantener su postura al estar bajo la mirada vigilante de quienes lo habían designado su portavoz.
Los habitantes de las Llanuras llegaron en grupo al no haber conseguido ponerse de acuerdo en la elección de un delegado, lo que era una mala señal. Riverwind estaba más hosco y más sombrío de lo habitual. Goldmoon iba junto a él, encendidas las mejillas por la cólera. Los que-shus se mantenían separados de los que-kiris, mientras que ningún miembro del pueblo de las Llanuras se mezclaba con los otros antiguos esclavos y todos miraban al bloque principal de refugiados con una desconfianza que encontraba correspondencia en otra igualmente recelosa.
Los refugiados también estaban divididos. Elistan llegó con su grupo de seguidores, mientras que Hederick lo hizo con el suyo. Tanis y sus amigos formaban otro grupo más.
El semielfo miró en derredor a la asamblea, donde se observaban con recelo unos a otros. Sólo habían pasado unas horas desde que la noche anterior habían bailado y cantado todos juntos; adiós al día gozoso de Goldmoon.
Tanis miró a Elistan para dar comienzo a la asamblea. Antiguo miembro de la Teocracia de Buscadores, Elistan había sido uno de los pocos componentes de ese grupo que de hecho utilizó su poder para ayudar a la gente. Había sido el único de ellos que se había rebelado contra el Señor del Dragón Verminaard, el que les había advertido que se equivocaban al creer en las promesas del Señor del Dragón, unas promesas que resultaron ser mentiras y que acabaron llevándolos a las minas de hierro de Pax Tharkas. Y, siendo ya un prisionero más, Elistan había seguido desafiando a Verminaard y casi había pagado con su vida tal rebeldía. Padeciendo ya una enfermedad debilitadora, Verminaard lo había torturado para obligarlo a adorar a la Reina Oscura.
Elistan estaba moribundo cuando conoció a Goldmoon. La mujer había entrado a escondidas a Pax Tharkas en compañía de Tanis y los otros compañeros en un osado intento de liberar a los esclavos. A ver a Elistan que, a pesar de su debilidad, seguía trabajando incansable para ayudar a la gente, Goldmoon se vio atraída hacia él. Pudo curarlo con el poder de Mishakal y Elistan comprendió que, por fin, la búsqueda de toda su vida había terminado, que había encontrado a los verdaderos dioses.
Elistan sabía leer y traducir los crípticos Discos de Mishakal y los utilizó para adoctrinar a la gente sobre los antiguos dioses de Krynn a los que si alguien recordaba lo hacía como si fuesen leyendas. Habló a la gente de Paladine, Dios de la Luz y líder de los otros dioses de la luz. Les habló de Takhisis, Reina de la Oscuridad, y de aquellos dioses que moraban en las sombras. Les habló de Gilean, el Libro, dios del conocimiento y Fiel de la Balanza que, junto con los otros Dioses de la Neutralidad, mantenía el equilibrio para que no se inclinara a favor del Bien o del Mal, como había ocurrido durante la Era del Poder y que tuvo como consecuencia la catástrofe conocida como el Cataclismo, que había cambiado para siempre la faz del mundo.
A pesar de tener sólo cuarenta y tantos años, Elistan parecía mayor. La túnica blanca de Hijo Venerable de Paladine le colgaba floja sobre el flaco cuerpo. La reciente enfermedad, aunque curada, le había dejado huella. Al igual que había hecho su recién hallada fe. Ya no lo abrumaban las dudas, su búsqueda había acabado. En sus ojos inteligentes había un brillo risueño. Los niños corrían directos a sus brazos. La gente lo admiraba y lo amaba, y no eran pocos los que ya habían aceptado sus enseñanzas y ahora seguían a los dioses.
Hederick, el Sumo Teócrata, no se contaba entre ellos. En ausencia de los dioses verdaderos, Hederick había creado sus propios dioses. Esos dioses de los Buscadores habían sido beneficiosos para Hederick, proporcionándole un buen medio de vida, si bien era poco lo que habían hecho por los demás. Hederick había abandonado a sus dioses cuando llegó Verminaard; sucumbió a los halagos y las mentiras del Señor de los Dragones y, como premio, acabó en los calabozos de Pax Tharkas.
Prudente, no había tomado parte en el levantamiento, porque creía que no tenía posibilidades de éxito. Cuando, para su sorpresa, los esclavos se alzaron con la victoria, cambió rápidamente de bando y aprovechó la libertad ganada con el esfuerzo de otros. Siempre había tenido celos de Elistan, en quien no confiaba, y, para sus adentros, estaba indignado porque ahora ese hombre realizara «milagros». Hederick no creía en esos milagros. No creía en esos dioses nuevos. Esperaba el momento oportuno, que Elistan se pusiera en evidencia y se demostrara que era un charlatán. Entretanto, como Hederick era grandilocuente y obsequioso y le había dicho a todo el mundo lo que quería oír, se las había ingeniado para ganarse a muchos, que respaldaban su modo de pensar.
Tanis confiaba en que el sabio consejo de Elistan prevaleciera ese día y convenciera a los refugiados de que allí no estaban a salvo. Por desgracia, antes de que Elistan tuviese opción de hablar, Hederick alzó los brazos.
—Queridos amigos —empezó el Sumo Teócrata en un tono convenientemente untuoso—, nos hemos reunido hoy para discutir asuntos importantes para todos nosotros.
Tanis suspiró y miró a Elistan, que se encontraba detrás del Sumo Teócrata con el resto de los Buscadores. Elistan captó la mirada del semielfo, se encogió de hombros y sonrió con pesar. Hederick seguía siendo el líder de esas gentes y tenía derecho a hablarles en primer lugar.
—Hay entre nosotros quienes han estado hablando de abandonar este valle —dijo Hederick—. Este valle que es seguro, está repleto de caza, al abrigo de los vientos invernales, oculto a nuestros enemigos...
—No estamos ocultos —masculló Tanis al recordar las palabras que Riverwind le había dicho aquella misma mañana. El semielfo se encontraba entre sus compañeros, aparte del grupo principal, recostado contra el tronco de un árbol—. ¿Por qué no habla Elistan y le recuerda eso? Tendría que intervenir, decir algo, en lugar de quedarse ahí plantado, en silencio.
—Al contrario —dijo Laurana, que estaba a su lado—. Elistan está haciendo lo que debe hacer. Dejará que Hederick diga lo que tenga que decir y después podrá responderle a todo.
Tanis la miró. Laurana ni siquiera escuchaba a Hederick; tenía la vista fija en Elistan. Los ojos, almendrados y más azules que un cielo azul cobalto, brillaban con admiración; su voz adquiría un timbre cálido cuando hablaba de él. Tanis sintió una punzada de celos. Habría quien diría que Elistan tenía edad para ser padre de Laurana, pero en realidad la maravillosa doncella elfa era mucho mayor que él. Laurana tenía el aspecto de una muchacha con poco más de veinte años, tan joven como su amiga Tika Waylan, pero lo cierto es que habría podido ser su bisabuela.
«No tengo derecho a sentirme celoso —se recriminó Tanis para sus adentros—. Fui yo quien puso fin a nuestra relación. Estoy enamorado de otra mujer o, al menos, creo que lo estoy. Debería alegrarme de que Laurana haya encontrado a otro.»
Unos argumentos muy lógicos todos ellos, pero a pesar de todo Tanis se sorprendió a sí mismo cuando habló.
—Elistan y tú pasáis juntos un montón de tiempo.
Laurana se volvió para mirarlo. Los azules ojos eran tan fríos como el agua del arroyo.
—¿Qué has querido decir con ese comentario? —inquirió con aspereza.
—Nada —contestó el semielfo, sorprendido por la inesperada reacción colérica de la elfa—. No lo dije con ninguna intención...
—Pues claro que pasamos juntos mucho tiempo —continuó Laurana—. Me ocupé de las tareas diplomáticas duramente muchos años en la corte de mi padre, donde, como bien sabes, has de sopesar cada frase que pronuncias para no ofender a nadie. Una simple palabra dicha con el tono inadecuado podría provocar una enemistad que se prolongara durante siglos. Aconsejé a Elistan en un par de asuntos sin importancia y me lo agradeció. Ahora busca mi consejo. ¡No me considera una chiquilla!
—Laurana, no era mi intención...
Ella echó a andar, tensos los hombros. Hasta ofendida se movía con una gracilidad que avergonzaría a las esbeltas ramas de los sauces y que hacía que a Tanis dejara de latirle el corazón, extasiado, cuando la miraba.
A su paso, hubo muchos ojos que siguieron a Laurana. Hija del Orador de los Soles, el regente de los elfos qualinestis, era la primera doncella elfa que habían visto en su vida y nunca se cansaban de mirarla. Su belleza exótica, extraña, parecía casi etérea. Tenía los ojos de un azul luminoso y el cabello le caía por la espalda como una cascada de oro. Su voz era musical, de timbre bajo, y su tacto, suave.
Esa mujer radiante, maravillosa, podría haber sido suya, y se habría sentido tan feliz como Riverwind y Goldmoon.
—Debe de gustarte dar trompicones, porque últimamente metes la pata cada dos por tres —comentó Flint en voz baja.
—Interpretó mal lo que dije —se defendió Tanis, molesto.
—Tú dijiste lo que no debías —replicó el enano—. Laurana ya no es la niña que se enamoró de su compañero de juegos, Tanis. Ha crecido. Es una mujer con un corazón de mujer que entregar ¿o es que todavía no lo has notado?
—Claro que sí. Y sigo diciendo que al romper nuestro compromiso hice lo correcto... por su bien, no por el mío.
—Pues si es eso lo que crees, déjala ir.
—Yo no la retengo —replicó Tanis, acalorado.
Había hablado en voz demasiado alta y muchos ojos se volvieron hacia él, incluido los almendrados de Gilthanas, hermano de Laurana. También Hederick lo había oído; hizo una pausa, con aire ofendido.
—¿Tienes algo que decir, semielfo? —inquirió el Sumo Teócrata con reproche.
—Vaya, Tanis, te has metido en un buen lío —dijo Caramon riendo con disimulo.
Sintiéndose como el chico de los recados en la escuela al que mandan ponerse delante de toda la clase, Tanis masculló una disculpa y se retiró hacia las sombras. Todos sonrieron maliciosamente antes de volver a prestar atención al discurso de Hederick; todos, excepto Gilthanas, que lo miró con severa desaprobación.
Antaño, muchos años atrás, Gilthanas y él habían sido amigos. Después había cometido el error de enamorarse de Laurana y eso puso fin a la amistad con el elfo. Para empeorar las cosas, no hacía mucho que había sospechado que Gilthanas era un espía; incluso lo había acusado de ello. Resultó que estaba equivocado y se había disculpado, pero a Gilthanas no le fue fácil perdonar el hecho de que Tanis lo hubiese creído capaz de una acción tan abominable. Irritado, el semielfo se preguntó para sus adentros si habría nuevas formas de complicarse más la vida.
Entonces Sturm Brightblade se acercó a él y Tanis sonrió y se relajó. Debía dar las gracias a los dioses por Sturm. El caballero solámnico, inmerso en la situación política del momento, era ajeno a todo lo demás.
—¿Estás oyendo a este grandísimo idiota? —demandó Sturm—. Habla de construir edificios en este valle. ¡Incluso un ayuntamiento! Por lo visto ha olvidado que hace sólo unas semanas tuvimos que huir para salvar la vida.
—Lo estoy oyendo —contestó Tanis—, y ellos también, por desgracia.
Muchos de los reunidos sonreían y expresaban su conformidad en murmullos. La descripción hecha por Hederick de pasar el invierno en aquel tranquilo lugar era muy atractiva. Tanis sintió una punzada de remordimiento. También él había pensado lo mismo; quizá se debía a su conversación con Raistlin la noche anterior o a la charla sostenida con Riverwind esa mañana, pero se sentía más intranquilo cada instante que pasaba. El valle ya no le parecía un lugar de paz y belleza. Se sentía atrapado allí. Al recordar a Raistlin miró al mago para ver su reacción.
Raistlin estaba sentado en una manta que su hermano había extendido en el suelo para él. Sostenía el bastón acunado en los brazos y tenía la mirada abstraída, vuelta hacia adentro. Daba la impresión de que no estuviera escuchando.
Hederick terminó diciendo que cuando llegara la primavera reanudarían el viaje a Tarsis, la ciudad junto al mar, donde encontrarían un barco que los llevara lejos de aquella tierra destrozada por la guerra.
—Un lugar donde los humanos puedan vivir en paz —concluyó el Sumo Teócrata, que dio énfasis a la palabra «humanos»—. Un lugar lejos de esa clase de gente dada a causar problemas y disputas en el mundo.
—¿De qué clase de gente habla? —quiso saber Tas, interesado.
—De elfos —contestó Tanis mientras se rascaba la barba.
—De enanos —gruñó Flint.
—Y de kenders —añadió Caramon al tiempo que le daba un tirón del copete que, aunque sin mala intención, hizo soltar un quejido a Tas.
Hederick miró hacia el grupo y apretó los labios en un gesto desaprobador, tras lo cual volvió la vista hacia la audiencia como diciendo: «¿Veis a lo que me refiero?»
Sin más, se retiró en medio de un gran aplauso.
—¿Qué clase de memoria tiene? —comentó Sturm mientras se atusaba el largo bigote que era el sello de los Caballeros de Solamnia y el orgullo de Sturm, junto con la espada y la armadura de su padre, que era toda la herencia que le había dejado su progenitor—. ¡Elfos y un enano contribuyeron a salvar su miserable vida!
—¡Y un kender! —añadió Tas, indignado.
—Quizás Elistan se lo recuerde ahora —dijo Tanis al ver que el Hijo Venerable de Paladine se adelantaba para dirigirse a la multitud.
—Los dioses del bien contuvieron la oscuridad —expuso Elistan—, del mismo modo que contuvieron las nieves que en breve alfombrarán este valle, pero el invierno llegará y también lo harán las fuerzas del mal.
—Si, como dices, Hijo Venerable, tu dios Paladine y los otros dioses de la luz nos han protegido en el pasado —lo interrumpió Hederick—, ¿no se nos puede asegurar que seguirán protegiéndonos en el futuro? —preguntó el Sumo Teócrata.
—Los dioses nos han ayudado, es cierto —contestó Elistan—, y seguirán ayudándonos, pero nosotros hemos de hacer la parte que nos toca. No somos criaturas de pecho cuyas necesidades han de atender sus padres. Somos hombres y mujeres adultos. Tenemos libre albedrío, un don otorgado por los dioses. Tenemos la capacidad de elegir...
—Y elegimos quedarnos aquí, en este valle —dijo Hederick.
Sus palabras dieron pie a risas y aplausos. Flint le dio a Tanis con el codo.
—Mira allí —instó en tono de urgencia, al tiempo que señalaba.
Los Hombres de las Llanuras se marchaban, habían dado la espalda a los oradores y a sus compañeros de huida y se marchaban de la arboleda. Riverwind y Goldmoon seguían parados, como reacios a marcharse, pero luego, sacudiendo la cabeza, Riverwind echó a andar. Le dijo algo a Goldmoon, pero la mujer no lo siguió de inmediato. Su mirada penetrante recorrió la multitud hasta dar con Tanis.
Goldmoon se quedó mirándolo largos instantes y el semielfo vio en su triste sonrisa una disculpa. Después, ella también se dio media vuelta y caminó hacia su esposo. Los dos fueron a reunirse con su pueblo.
Para entonces, todos los asistentes observaban la marcha de los Hombres de las Llanuras. «¡Idos con viento fresco!» gritaron algunos, pero otros manifestaron que era una vergüenza dejar que se marcharan enfadados. Hederick se mantuvo en segundo plano, con una sonrisa satisfecha.
Raistlin se había acercado a Tanis y le tiró de la manga. El semielfo olía el aroma a pétalos de rosa secos que emanaba del saquillo de ingredientes de conjuros que llevaba colgado del cinturón ceñido al talle. También le llegaba el olor a podredumbre, persistente alrededor del mago, un olor que el dulce aroma a rosas nunca conseguía enmascarar del todo. Los pétalos de rosa no eran los únicos ingredientes para hechizos que llevaba el mago. Algunos eran mucho menos placenteros.
—Algo va mal —dijo Raistlin en tono apremiante—. ¿No lo percibes?
Soltó un repentino siseo; asió a Tanis del brazo, y los dedos largos y esbeltos se le clavaron dolorosamente en la carne.
—Raistlin, no es un buen momento para... —empezó el semielfo, irritado.
—¡Chist! —Raistlin alzó la cabeza, como para escuchar—, ¿Dónde está el kender? ¡De prisa! ¡Lo necesito!
—¿De verdad? —gritó Tasslehoff, sorprendido—. Perdona —añadió, dándose importancia y pisándole a Flint los dedos de los pies—. Tengo que reunirme con Raistlin. Me necesita...
—Tienes la vista más aguda de todo el grupo —dijo el mago, que asió al kender con fuerza—. ¡Mira el cielo, de prisa! ¿Qué ves?
Tas hizo lo que le decía; doblando el cuello de forma que casi se cayó de espaldas, escudriñó el firmamento.
—Veo una nube blanca que parece un conejo. Allí. ¿La ves, Caramon? Tiene las orejas largas y la cola como una bola de algodón y...
—¡No seas ridículo! —gruñó Raistlin, que sacudió a Tas con tanta brusquedad que le echó la cabeza hacia adelante—. ¡Sigue mirando!
—Me vendría bien saber qué se supone que estoy buscando —indicó Tas dócilmente.
—Ese mago me pone la piel de gallina —dijo Flint, ceñudo, mientras se frotaba los brazos.
—No es él —manifestó Tanis—. Yo también lo noto. ¡Sturm! —llamó al tiempo que buscaba al caballero.
Sturm se había quedado a la sombra de un roble separado de los demás, sobre todo de Raistlin. El caballero de mentalidad estricta que vivía según el Código Est Sularis oth Mithas, «Mi honor es mi vida», había crecido junto con Raistlin y su hermano, y aunque a Sturm le caía bien Caramon, al caballero nunca le había gustado el mago ni había confiado en él.
—También yo lo percibo —dijo Sturm.
Un silencio inquieto se había adueñado de la multitud. La gente se giraba hacia un lado y otro buscando la causa del cosquilleo de miedo que le ponía el vello de punta en los brazos y la carne de gallina. Los Hombres de las Llanuras se habían parado y alzaban la vista al cielo. Riverwind tenía la mano posada sobre la empuñadura de la espada.
—¡Esto me recuerda algo! —exclamó Tanis de repente.
—Xak Tsaroth —murmuró Sturm.
—¡Allí! —gritó Tas al tiempo que señalaba—. ¡Un dragón!
El reptil volaba a gran altura sobre ellos, tan alto que el inmenso monstruo semejaba un juguete infantil, un juguete mortífero. Mientras la gente lo contemplaba con terror, el dragón inclinó las alas y empezó a descender en lentos y perezosos círculos. El sol matinal arrancó destellos en las rojas escamas y brilló a través de las finas membranas de las alas rojas. El miedo, que era parte del arsenal de un dragón, se apoderó de la multitud.
—¡Corred! —chilló Hederick—. ¡Corred si queréis vivir!
Tanis experimentaba el terror. Tenía ganas de huir, de correr a cualquier parte, donde fuera, impulsado por la ciega, desesperada necesidad de escapar al horror, pero comprendía que huir era lo peor que podían hacer. La mayoría de la gente se encontraba debajo de los árboles, oculta a la vista del dragón por las extendidas ramas.
—¡No os mováis! —consiguió gritar, aunque tuvo que esforzarse para respirar a pesar del asfixiante miedo—. Si nadie se mueve es posible que el dragón no nos vea...
—Demasiado tarde... —dijo Sturm, que tenía la vista alzada hacia la bestia—. El dragón ya ha visto cuanto tenía que ver, al igual que su jinete.
El dragón se había aproximado hacia ellos. Todos alcanzaban a ver al jinete equipado con la pesada armadura y un yelmo astado con máscara. El jinete montaba con comodidad en la silla diseñada específicamente para acoplarse al lomo de un dragón, entre las alas.
Se desató un pandemónium. Algunas personas corrían hacia las cuevas; otras se derrumbaban temblorosas, sollozantes, en la hierba.
Tanis era incapaz de moverse. No podía apartar los ojos del jinete. El hombre era corpulento y llevaba los brazos musculosos al aire a pesar del frío. La máscara le cubría la cara, pero aun así a Tanis no le resultó difícil reconocerlo.
—¡Verminaard! —pronunció a duras penas el nombre, que salió entre sus dientes apretados.
—¡Eso es imposible! —dijo Sturm—. ¡Está muerto!
—¡Velo por ti mismo! —replicó el semielfo.
—Te digo que está muerto —insistió Sturm, aunque se lo notaba impresionado—. ¡Ningún hombre habría sobrevivido a semejantes heridas!
—Bueno, pues al parecer éste lo ha conseguido —comentó Flint, sombrío.
—Recordad que él mismo era un poderoso clérigo al servicio de una diosa todopoderosa —argumentó Raistlin—. Es posible que Takhisis le haya devuelto la vida.
Alguien chocó de lleno contra Tanis y estuvo a punto de derribarlo. La persona lo apartó de un empellón y siguió corriendo.
El pánico se había apoderado de casi todo el mundo. La gente corría en todas direcciones. Las mujeres chillaban, los hombres gritaban y los niños lloraban. El dragón volaba cada vez más bajo.
—¡Se han vuelto locos todos! —gritó Caramon, que intentaba hacerse oír por encima del caos desatado—. ¡Alguien tendrá que hacer algo!
—Ya lo está haciendo —dijo Tanis.
Elistan se mantenía firme en su sitio, con la mano sobre el Medallón de la Fe que llevaba colgado al cuello. A su alrededor había veinte de sus seguidores, que estaban pálidos pero serenos y escuchaban con atención las instrucciones de Elistan. Entre ellos se encontraba Laurana. La elfa pareció advertir la mirada de Tanis, porque giró la cabeza y le lanzó una ojeada rápida y fría. Después, mezclándose con la multitud, ella y los otros seguidores de Paladine asieron con firmeza a los que estaban con un ataque de nervios y asistieron a los que otros habían pisoteado cuando se habían caído al suelo o los habían derribado a empellones.
Los Hombres de las Llanuras también habían tomado medidas contra el dragón y estaban armados ya con arcos y flechas. El reptil todavía se encontraba demasiado lejos para conseguir un buen disparo, pero los arqueros se habían preparado por si acaso el dragón intentaba atacar a los que corrían por el valle. Riverwind impartía órdenes. De pie a su lado, hombro con hombro, se encontraba Gilthanas. El elfo tenía la cuerda del arco tensa y la flecha apuntada, listo para disparar.
A Tanis no se le había ocurrido echar mano de su arco, pero empuñaba otra de sus armas: la espada mágica del rey elfo Kith-Kanan. La había desenvainado al tiempo que pensaba que de poco le serviría contra el enorme Dragón Rojo. Caramon también había desenfundado su espada y Raistlin, con los ojos cerrados, entonaba para sí las palabras de un conjuro. Flint enarbolaba su hacha de guerra en una mano. Por su parte, Tasslehoff había desenvainado su pequeña daga que sólo sería de utilidad si al kender lo atacaba un conejo víctima de la rabia. Tas aseguraba que el arma era mágica, pero hasta el momento la única magia que Tanis había visto era el hecho de que el atolondrado kender no la hubiera perdido todavía.
Armados y listos para una batalla que no albergaban esperanza de ganar, los compañeros esperaron al abrigo de los árboles a que el dragón diera comienzo a la matanza.
El Señor del Dragón, montado a lomos del Rojo, alzó el brazo en un gesto burlón de saludo. Incluso desde esa distancia les llegó la profunda voz del jinete dando órdenes al reptil. Sin esfuerzo, el Rojo batió una vez las inmensas alas y ascendió en el aire. Planeó sobre las cabezas de los arqueros, que le soltaron una andanada de flechas. Casi todas dieron en el blanco, pero ninguna le ocasionó el menor daño. Tras golpear contra las escamas, las flechas rebotaron y cayeron al suelo. El Señor del Dragón extendió la mano y apuntó directamente a la arboleda.
El reptil soltó un chorro de fuego por las fauces y los árboles estallaron en llamas. Una onda de calor abrasador golpeó a Tanis y a los demás. Un humo espeso sofocó el aire.
Sturm agarró a Tasslehoff, que se lanzaba hacia el dragón llevado por el entusiasmo del momento, lo alzó en el aire y se lo cargó al hombro. Caramon y Raistlin ya corrían para ponerse a salvo, al igual que Flint. Tanis escudriñó a través del humo para ver si alguien se había quedado atrapado en la llameante arboleda.
Los árboles ardían como teas, y ramas incendiadas se precipitaban a su alrededor. El denso humo le escocía en los ojos y lo ahogaba. El calor del violento incendio le estaba levantando ampollas en la piel. Si quedaba alguien ahí dentro, estaba condenado a morir.
Tanis se preguntó, sombrío, si Verminaard se propondría incendiar todo el valle, pero por lo visto el Señor del Dragón se contentaba con haberlos aterrorizado. El dragón alzó la testa, batió las alas y, ascendiendo con ponderosa gracia en el aire, voló por encima de las montañas. Poco después, dragón y jinete se perdían de vista.
La arboleda de robles, arces y abetos ardió al rojo vivo, arrojó humo que onduló en volutas por el cielo y se quedó suspendido en el aire, estático, por encima de lo que antes había sido un valle tranquilo, un refugio seguro.
Durante varias horas tras el ataque del dragón, reinó el caos. Miembros de una misma familia se habían perdido de vista durante la enloquecida desbandada; los niños se habían separado de sus padres, los maridos de sus esposas. Tanis y sus amigos se esforzaron en calmar a todo el mundo mientras los conducían de vuelta a las cuevas, donde estarían a salvo si el dragón regresaba. Goldmoon y los otros clérigos de Mishakal asistieron a los asustados y los heridos. Elistan ayudó a restaurar la calma y el orden y, a la tarde, se había encontrado a todos los desaparecidos y las familias estaban reunidas de nuevo. No había habido muertos, cosa que Tanis afirmaba que era un milagro.
Convocó una reunión para esa noche a fin de hablar sobre la grave emergencia y en esta ocasión estableció unas normas. Nada de montones de personas agrupadas en el exterior. La reunión se celebraría en la caverna más grande que hubiera y que, por supuesto, era la que Hederick había elegido como su morada. Tenía un techo alto, con una chimenea natural para la ventilación que permitía al Sumo Teócrata disfrutar de una hoguera. Esta vez, la reunión estuvo limitada a los delegados. Tanis se había mostrado inflexible en ese punto e incluso Hederick había admitido, aunque a regañadientes, el sentido común en los argumentos del semielfo. A partir de ese momento, nadie saldría de las cuevas a menos que hubiese una buena razón para hacerlo.
Los delegados atestaban la cueva y ocupaban cualquier espacio disponible. Tanis se hizo acompañar por Sturm y por Flint y dijo al resto del grupo que se quedaran en sus habitáculos. También había invitado a Raistlin, pero el mago no había llegado todavía. Caramon tenía órdenes de mantener a Tas alejado de allí e incluso de encadenar al revoltoso kender a una pared si hacía falta. Riverwind y Goldmoon representaban al pueblo de las Llanuras. La terrible revelación de que Verminaard seguía vivo y el hecho de que hubiese descubierto su emplazamiento había servido para que los Hombres de las Llanuras reconsideraran sus planes de ponerse en marcha solos. Elistan también estaba presente, con Laurana a su lado. Hederick, como siempre, habló en primer lugar.
Tanis creía que el Sumo Teócrata sería el primero en abogar por abandonar el valle, así que el semielfo se sorprendió cuando el hombre siguió empeñado en quedarse allí.
—Si acaso, este ataque refuerza mi argumento de que deberíamos permanecer en el valle, donde estamos a salvo —dijo Hederick—. ¿Imagináis la tragedia que habría ocurrido si el dragón nos hubiese sorprendido caminando tranquilamente por algún sendero de montaña sin tener dónde escondernos ni hacia dónde huir? ¡Esa bestia nos habría matado a todos! Al no ser así, el Señor del Dragón comprendió que no era enemigo para nosotros y huyó.
—El Señor del Dragón no vino a atacarnos, Sumo Teócrata —replicó Sturm—. Lord Verminaard vino a localizarnos y tuvo éxito. Ahora sabe dónde encontrarnos.
—¿Y qué hará al respecto? —inquirió Hederick mientras abría los brazos en un gesto interrogante. Sus partidarios, reunidos a su alrededor, asintieron con la cabeza en aire enterado—. ¡No va a hacer nada porque no puede hacer nada! No puede traer tropas a través del paso. Y si vuelve con el dragón nos limitaremos a quedarnos dentro de las cuevas. ¡Ni siquiera lord Verminaard puede prender fuego a esta montaña!
—No estés tan seguro de eso —masculló Tanis.
Intercambió una mirada con Riverwind. Los dos recordaban con absoluta claridad la destrucción en Que-shu, el pueblo del Hombre de las Llanuras, y las sólidas paredes de piedra derretidas como si fueran de mantequilla recién batida.
Tanis miró de soslayo a Elistan y se preguntó cuándo pensaba tomar la palabra el Hijo Venerable. El semielfo empezaba a tener serias dudas respecto a Elistan y sus dioses de la luz. El clérigo había proclamado que el Señor del Dragón había muerto con la ayuda de los dioses, pero sin embargo el perverso personaje seguía vivo. Tanis habría querido preguntarle a Elistan por qué los dioses de la luz no habían sido capaces de impedir que Verminaard volviera de entre los muertos. Sin embargo, no era el momento de cuestionar la fe del Hijo Venerable. El Sumo Teócrata esperaba que se presentara cualquier ocasión para condenar a los nuevos dioses y así volver a la veneración de los dioses de los Buscadores que él y sus seguidores habían promocionado en su propio beneficio. Tanis suponía que Hederick y su pandilla ya estaban trabajando para socavar las enseñanzas de Elistan. Sólo faltaba que él los ayudara en su propósito.
«Hablaré en privado con Elistan —pensó el semielfo—. Entretanto, el Hijo Venerable podría al menos respaldarme y no limitarse a estar ahí sentado, en silencio. Si fuera tan sabio como afirma Laurana se daría cuenta de que no podemos quedarnos aquí.»
—El peligro que corremos aumenta a cada minuto que pasa, mi estimada gente de bien —decía Sturm en ese momento, dirigiéndose a los reunidos—. Verminaard sabe dónde estamos. ¡Y no nos buscó sólo porque sí! Tiene pensado algún plan, eso podéis darlo por seguro. No hacer nada es condenarnos a todos a una muerte cierta.
Uno de los delegados, una mujer llamada Maritta, se puso de pie. Era de mediana edad, robusta y poco atractiva, pero también era una mujer con arrojo y juiciosa que había desempeñado un importante papel ayudando a los refugiados a escapar de Pax Tharkas. Admiraba a Elistan, y Hederick no le gustaba. Entrelazando las manos sobre el estómago, se encaró con el Sumo Teócrata.
—Señor, afirmas que estaremos a salvo del dragón si nos quedamos aquí, pero el dragón no es nuestro único enemigo. Tenemos otro adversario en el invierno y es igual de mortífero. ¿Qué pasará cuando empiecen a escasear nuestras reservas de comida y falte la caza? ¿O cuando el crudo invierno y la carencia de buenos alimentos provoquen enfermedades y muertes entre los mayores y los niños? —Se giró hacia Tanis.
»Y tú, semielfo, quieres que nos marchemos. Bien, de acuerdo. ¿Dónde iremos? ¡Contéstame a eso! ¿Nos harías ponernos en camino sin haber previsto el lugar al que dirigirnos y correr el riesgo de perdernos en terreno agreste o morir de hambre en alguna ladera congelada?
Antes de que Tanis tuviera ocasión de contestar, entró una bocanada de aire helado. La trabajada mampara de ramas entretejidas y pieles de animales que cubría la boca de la cueva de Hederick crujió y se desplazó hacia un lado. La luz de la antorcha parpadeó con el viento; las llamas de la lumbre temblaron. Todos se volvieron para ver quién había llegado.
Raistlin entró en la zona de la reunión. El mago llevaba la capucha bien echada sobre la cara.
—Ha empezado a nevar —informó.
—¿Es que disfruta trayendo malas noticias? —rezongó Sturm.
—¿Qué hace aquí? —demandó Flint.
—Le pedí que viniera y le dije cuándo era la reunión —repuso Tanis, irritado—. ¡Me pregunto por qué llega tarde!
—Porque así podía hacer una entrada efectista —dijo Sturm.
Raistlin se adelantó para acercarse a la lumbre. El mago se movió despacio, sin apresurarse, consciente de que todos los ojos estaban clavados en él, aunque en pocos hubiera algún atisbo de afecto. No obstante, le daba igual ser motivo de una antipatía generalizada. Tanis pensó que quizás Raistlin se deleitaba con ello.
—No te interrumpas por mí, semielfo —dijo el mago, que tosió con suavidad y extendió las manos hacia el fuego para calentarlas. La luz de la lumbre se reflejaba de manera espeluznante en la piel de brillo dorado—. Estabas a punto de decir algo sobre el reino enano.
Tanis no había dicho ni una palabra sobre eso aún. No había pensado soltárselo así a los delegados, de esa forma tan brusca.
—He estado dándole vueltas a la idea de que podríamos hallar un refugio seguro en el reino de Thorbardin... —empezó de mala gana.
Su propuesta provocó una explosión de protestas.
—¡Enanos! —gritó Hederick, ceñudo—. ¡No queremos tener nada que ver con los enanos!
Su opinión fue coreada sonoramente por sus seguidores. Riverwind, sombrío el gesto, sacudió la cabeza.
—Mi gente no viajará a Thorbardin.
—Eh, un momento, todos vosotros —intervino Maritta—. Bien que bebéis aguardiente enano y andáis bien espabilados a la hora de aceptar su dinero cuando los enanos van a vuestras tiendas...
—Eso no significa que tengamos que vivir con ellos. —Hederick hizo una reverencia forzada, con suficiencia, a Flint—. Mejorando lo presente, por supuesto.
Flint no tenía nada que decir en respuesta... Mala señal. Lo normal habría sido que soltara la lengua y le dijera unos cuantas frescas al Teócrata. Por el contrario, el enano permaneció sentado en silencio, ocupado en tallar un trozo de madera. Tanis suspiró para sus adentros. Desde el principio había sabido que el mayor obstáculo a su plan de viajar al reino de Thorbardin iba a ser aquel viejo enano cabezota.
La discusión se acaloró. Tanis echó una mirada de soslayo a Raistlin, que seguía frente al fuego calentándose las manos con un atisbo de sonrisa en los finos labios. «Nos ha lanzado esa bola de fuego por alguna razón —pensó el semielfo—. Raistlin tiene algo en mente. Me pregunto qué será.»
—Ni siquiera se sabe con certeza que siga habiendo enanos bajo las montañas —apuntó Hederick.
Flint rebulló al oír aquello, pero siguió sin decir nada.
—No me opongo a viajar a Thorbardin —manifestó Maritta—, pero es bien sabido que los enanos cerraron las puertas de su reino hace trescientos años.
—Así fue, en efecto —intervino Flint—. ¡Y yo digo que dejemos que esas puertas sigan cerradas!
Un silencio sorprendido se adueñó de los presentes mientras los demás miraban al enano con extrañeza.
—No estás siendo de ninguna ayuda —le reprochó Tanis en voz baja.
—Ya sabes lo que pienso de eso —replicó Flint con acritud—. ¡No pondré un pie bajo la montaña! Aun en el caso de que encontrásemos las puertas, cosa que dudo. Hace trescientos años que desaparecieron.
—Así que no es seguro quedarse aquí y no tenemos adonde ir. ¿En qué posición nos deja eso? —inquirió Maritta.
—En la de seguir aquí —dijo Hederick.
Todos se pusieron a hablar a la vez. La cueva se caldeaba con rapidez, en parte por el fuego y en parte por tantos cuerpos acalorados. Tanis empezó a sudar. No le gustaban los sitios confinados, no le gustaba respirar el mismo aire que otros habían respirado una y otra vez. Estuvo tentado de marcharse y dejar que cada cual cuidara de sí mismo. El jaleo aumentó y el eco de las discusiones rebotó en las paredes rocosas. Entonces Raistlin tosió suavemente.
—Si se me permite hablar —empezó con su timbre de voz suave, enronquecido, y se hizo, el silencio—. Sé cómo encontrar la llave a Thorbardin. El secreto se encuentra debajo del Monte de la Calavera.
Todos lo miraron de hito en hito, en silencio, sin entender lo que quería decir; todos excepto Flint.
El semblante del enano estaba sombrío; tenía prietos los dientes, respiraba entre jadeos y tallaba el trozo de madera con tal furia que saltaban astillas por el aire. No quitó los ojos de lo que estaba haciendo.
—Te escuchamos, Raistlin —dijo Tanis—. ¿Qué es el Monte de la Calavera? ¿Dónde está y a qué te refieres al decir que el secreto para entrar en Thorbardin se encuentra debajo?
—En realidad no sé mucho sobre ese lugar —contestó el mago—. Son menudencias y detalles que he ido reuniendo durante mis años de estudio. Flint puede contarnos más cosas...
—Sí, pero Flint no piensa hacerlo —replicó el enano.
Raistlin abrió la boca para hablar de nuevo, pero algo lo interrumpió. La mampara de la boca de la cueva volvió a apartarse, esta vez con un ominoso crujido cuando unas manazas la manejaron con torpeza, y Caramon entró dando tropezones.
—Tanis, ¿has visto a Raist? —preguntó, preocupado—. No lo encuentro y... ¡Oh, está aquí! —Miró a su alrededor a los delegados y se puso rojo como la grana—. Os pido disculpas. No sabía que...
—¿Qué haces aquí, hermano? —demandó el mago.
—Es que... —empezó, avergonzado—. Estabas conmigo en cierto momento y al siguiente habías desaparecido. No sabía dónde habías ido y pensé...
—No, no lo hiciste —espetó Raistlin—. Tú nunca piensas. No tienes ni idea de lo que significa esa palabra. ¡Ya no soy un niño que no osa aventurarse fuera de casa sin ir de la mano de la niñera! ¿Quién está al cuidado del kender?
—Yo... eh... Lo até a una pata de la mesa...
Su explicación provocó risas y Raistlin lanzó una mirada furiosa a su gemelo. Caramon retrocedió hacia un rincón envuelto en la penumbra.
—Me... Esperaré aquí.
—Flint —dijo Tanis—, ¿qué es el Monte de la Calavera? ¿Sabes a qué se refiere?
El enano se mantuvo encerrado en su furioso y obstinado silencio.
Tampoco Raistlin parecía inclinado ya a seguir hablando. Retirando a un lado los pliegues de la roja túnica, el mago se sentó en una caja puesta boca abajo y se echó más la capucha sobre el rostro.
—Raistlin, dinos a qué te referías... —pidió Tanis.
El mago negó con la cabeza.
—Por lo visto a todos os interesa más reíros de mi estúpido hermano.
—Deja que siga enfurruñado —dijo Sturm, asqueado.
Flint arrojó al suelo el cuchillo y el trozo de madera, que para entonces era poco más que una astilla. El cuchillo resonó contra la piedra de la caverna. Los ojos de Flint, en medio del laberinto de arrugas, echaban chispas. La larga barba le temblaba. El enano era bajo, robusto, de constitución fuerte, con brazos y muñecas de grandes huesos, y las manos capacitadas de un maestro artesano. Tanis y él habían sido amigos durante incontables años, ya que su amistad se remontaba a la desdichada infancia del semielfo. Flint tenía una voz profunda y gruñona que parecía brotar de las entrañas de la tierra.
—Os contaré la historia del Monte de la Calavera —dijo con un timbre feroz—. Seré breve para no aburriros. Soy un Enano de las Colinas, un neidar, como se conoce a mi pueblo. ¡Y me siento orgulloso de serlo! Hace siglos, mi gente abandonó el hogar de la montaña, Thorbardin. Eligió vivir en el mundo, no bajo él. Establecimos rutas de comercio con humanos y elfos. Las mercancías salían del interior de la montaña y se distribuían a otras gentes a través de los nuestros. Gracias a nosotros, nuestros parientes, los Enanos de la Montaña, prosperaron. Entonces llegó el Cataclismo.
»La caída de la montaña de fuego sobre Krynn se remonta a generaciones en la mayoría de vosotros, los humanos, pero no en mi raza. Mi propio abuelo lo vivió. Vio la lluvia de fuego que cayó de los cielos. Sintió sacudirse y ondear la tierra bajo sus pies, la vio quebrarse y desgarrarse. Nuestros hogares se destruyeron. Nuestro sustento desapareció porque no crecían cosechas. Las ciudades humanas eran ruinas y los elfos se apartaron del mundo, encolerizados.
»Nuestros pequeños lloraban de hambre y tiritaban de frío. Ogros, goblins, secuaces y ladrones humanos campaban a sus anchas. Asaltaban nuestras tierras y mataban a muchos de los nuestros. Acudimos a nuestros parientes que vivían bajo la montaña. Les suplicamos que nos dejaran entrar, que nos salvarán de la hambruna y otras desdichas, de peligros que entonces acechaban en el mundo. —La voz de Flint sonó severa.
»¡El Rey Supremo, Duncan, nos cerró las puertas en las narices! No nos permitía entrar en la montaña y envió un ejército para mantenernos a raya.
»Entonces apareció entre nosotros un mal mayor que cualquiera de los que habíamos conocido. Por desgracia, tomamos, erróneamente, aquel mal como nuestra salvación. Ese mal llevaba por nombre Fistandantilus...
Caramon hizo un ruido, algo como una exclamación ahogada. Raistlin asestó a su gemelo una mirada de advertencia desde debajo de los pliegues de la capucha, y Caramon permaneció en silencio.
—Fistandantilus era un hechicero humano. Vestía la Túnica Negra y eso tendría que habernos servido de advertencia, pero nuestros corazones estaban negros por el odio y no nos cuestionamos sus motivos para ayudarnos. El tal Fistandantilus nos dijo que deberíamos estar bajo la montaña, cómodos y a salvo, con comida de sobra y sin temor a sufrir daño alguno. Utilizando una magia poderosa, hizo surgir una sólida fortaleza cerca de Thorbardin y después reunió un gran ejército de enanos y humanos que envió a atacar Thorbardin.
»Los enanos de Thorbardin salieron de su hogar en la montaña a nuestro encuentro en el valle. La batalla se prolongó con todo ensañamiento durante mucho tiempo y murieron muchos enanos de ambos bandos.
»Sin embargo, no estábamos a la altura de nuestros parientes como contrincantes. Cuando se hizo evidente que la derrota era inevitable, Fistandantilus montó en cólera. Juró que ningún enano se apoderaría de su maravillosa fortaleza y, mediante la magia, provocó una explosión que hizo que la fortaleza estallara en pedazos y se desplomara sobre él. La explosión mató a millares de enanos de uno y otro bando. Al derrumbarse, la fortaleza adquirió la forma de un cráneo, de ahí el nombre de Monte de la Calavera.
»Al ver aquello, los neidar que habían sobrevivido lo interpretaron como una señal. Mi pueblo se retiró del valle, llevándose sus muertos. Los Enanos de la Montaña cerraron a cal y canto las puertas de Thorbardin, aunque, de todos modos, ninguno de nosotros habría puesto un pie allí dentro después de lo ocurrido —añadió Flint con amargura—. ¡Ni aunque nos lo hubiesen suplicado! ¡Y aún pensamos así!
Se sentó pesadamente en el afloramiento rocoso que había utilizado de asiento, recogió el cuchillo y se lo guardó en el cinturón.
—¿Es posible que la llave para entrar en Thorbardin se encuentre en el Monte de la Calavera? —preguntó Tanis.
—No lo sé —contestó el enano al tiempo que se encogía de hombros—. Y probablemente nadie lo sabrá jamás. Ese sitio está maldito.
—¡Maldito! ¡Bah! —se burló Raistlin—. El Monte de la Calavera es una fortaleza en ruinas, un montón de escombros, nada más. Los fantasmas que recorren ese lugar lo hacen únicamente en las mentes simples de los ignorantes.
—¡Mentes simples, claro! —replicó Flint—. ¡Supongo que todos nos entontecimos en el Bosque Oscuro!
—Eso fue diferente —repuso Raistlin con frialdad—. La única razón de que creas que el Monte de la Calavera está maldito es porque la fortaleza la construyó un archimago y todos los hechiceros son perversos, según tú.
—Vamos, Raistlin, cálmate —intervino Tanis—. Ninguno de nosotros piensa eso.
—Algunos sí —masculló Sturm.
—Creo que tengo la solución —dijo Elistan al tiempo que se ponía de pie.
Hederick abrió la boca, pero el clérigo se le adelantó.
—Ya has hecho uso de tu turno, Sumo Teócrata. Te pido que tengas paciencia un momento y me escuches.
—Por supuesto, Elistan —contestó Hederick con una sonrisa desabrida—. Todos estamos deseosos de oír lo que tengas que decir.
—La señora Maritta ha planteado nuestro dilema de una forma bastante clara y concisa. Corremos peligro si nos quedamos y no hacemos nada, pero nos exponemos a un peligro mayor si nos marchamos precipitadamente sin tomar las debidas precauciones y sin saber dónde vamos. Esto es lo que propongo:
»Enviamos a nuestros representantes hacia el sur para buscar el reino enano y ver si se puede encontrar la puerta. Y si es posible, entonces pedir ayuda a los enanos.
Flint resopló y abrió la boca para hablar. Tanis le pisó un pie y el enano guardó silencio.
—Si los enanos están dispuestos a acogernos —continuó Elistan—, podemos viajar a Thorbardin antes de que entren los meses más crudos del invierno. Ese viaje se emprendería de inmediato —añadió el clérigo con gesto grave—. Estoy de acuerdo con Tanis y los otros respecto a que el peligro que corremos aquí es mayor cada día que pasa. Dicho lo cual, y a pesar de la sugerencia del mago... —Elistan hizo una reverencia a Raistlin—, no creo que haya tiempo para hacer un viaje paralelo al Monte de la Calavera.
—Cambiaréis de parecer cuando llaméis en vano a la ladera de una montaña que no se abrirá —dijo Raistlin con los ojos entornados en dos estrechas rendijas.
Esta vez fue Hederick el que habló antes de que Elistan pudiese replicar.
—Es una idea excelente, Hijo Venerable. Propongo que enviemos a Tanis el Semielfo en esa expedición, junto con su amigo, el enano. Como digo siempre, para pillar a un enano, usa a otro enano.
Hederick rió su broma tonta.
Tanis estaba asombrado por esa repentina aquiescencia y de inmediato sospechó que había algo detrás. Había esperado que Hederick se opusiera con firmeza a cualquier sugerencia de marcharse y ahora estaba propiciando el plan. El semielfo miró a la asamblea para ver qué pensaban los demás. Elistan se encogió de hombros, como para decir que tampoco lo entendía, pero que deberían aprovechar el repentino cambio de posición del Sumo Teócrata para lograr su propósito. Riverwind estaba encerrado en un silencio impasible. No le gustaba la idea de ir a Thorbardin. Aún cabía la posibilidad de que él y su pueblo decidieran ponerse en marcha solos. Eso le dio una idea a Tanis.
—Estoy de acuerdo en ir —dijo— Y Flint vendrá conmigo...
—¿Qué? —Flint alzó la cabeza sin salir de su asombro.
—Vendrás —repitió Tanis, que de nuevo le pisó el pie y añadió en un susurro—: Te lo explicaré después.
»En mi ausencia —alzó la voz para continuar—, el Sumo Teócrata y Elistan pueden ocuparse de las necesidades espirituales de la gente. Propongo que Riverwind de Que-shu esté a cargo de su seguridad.
Ahora le llegó el turno a Riverwind de asombrarse.
—Excelente idea —dijo Elistan—. Todos hemos sido testigos de la valentía de Riverwind en la batalla de Pax Tharkas. Hoy mismo hemos visto cómo él y su gente han superado el terror al dragón para atacar al reptil.
Hederick pensaba tan de prisa que Tanis podía ver el proceso mental del hombre reflejado en su cara. Primero, frunció el entrecejo y apretó los labios. El Sumo Teócrata no estaba seguro de que ahora le gustara la idea del viaje, aunque hubiese sido él quien había propuesto que Tanis y Flint fueran a Thorbardin. Estaba seguro de que el semielfo tenía que estar tramando algo si ofrecía el mando a Riverwind. La mirada de los ojos demasiado juntos de Hederick se dirigió hacia el Hombre de las Llanuras, a la túnica y al pantalón de piel de ante, y después desapareció el ceño. Riverwind era un salvaje, un bárbaro. Sin instrucción, sin educación, sería fácil de manipular... O eso suponía Hederick. Podría haber sido peor. El semielfo habría podido elegir a ese insufrible caballero solámnico para que fuese el cabecilla en su ausencia. Eso era lo que Hederick estaba pensando.
Tanis había estado a punto de escoger a Sturm. De hecho, iba a decirlo cuando reconsideró la idea. Al elegir a Riverwind no sólo esperaba persuadirlos a él y a los suyos de que se quedaran, sino que además estaba convencido de que sería un líder mejor. Para Sturm todo era blanco o negro, sin los infinitos matices del gris. Era demasiado estricto, inflexible, intransigente. Riverwind era la mejor opción.
—Si el Hombre de las Llanuras acepta la tarea —dijo Hederick con una amplia sonrisa—, yo no tengo ninguna objeción.
Riverwind iba a rechazar la propuesta en ese mismo momento, pero Goldmoon le puso las manos en el brazo y alzó la vista hacia él. No dijo nada con palabras, pero él la entendió.
—Lo pensaré —contestó tras una pausa.
Goldmoon le sonrió y él cerró su mano sobre las de su esposa. Los seguidores de Hederick se reunieron a su alrededor para hablar de lo que se había tratado. Maritta se acercó a Laurana y las dos se pusieron a hablar con Elistan. La reunión se terminaba.
—¿A qué ha venido eso de que yo iré a Thorbardin? —demandó Flint—. ¡No pondré un pie dentro de esa montaña!
—Luego hablamos —contestó Tanis.
En ese momento, sabiendo que Sturm pensaba que estaba mejor cualificado para el puesto por educación y por linaje, tenía que hablar con el caballero y explicarle por qué había elegido a Riverwind en vez de a él. Sturm era muy quisquilloso con esas cosas y se ofendía fácilmente.
Tanis se abrió paso entre la gente. Flint continuaba con el tema de Thorbardin y lo seguía tan de cerca que el enano tropezaba con los talones del semielfo cada dos por tres. Intentando esquivar el agujero de la lumbre, Tanis pasó cerca de Hederick. El Teócrata estaba de espaldas y hablaba con uno de sus compinches.
—La única forma de salir de este valle es por las montañas —le explicaba en voz baja—. El semielfo y el enano tardarán semanas en cruzarlas y pasarán otras cuantas semanas más mientras buscan ese inexistente reino enano. De esa manera, nos habremos librado del entrometido mestizo...
Tanis siguió andando, prietos los labios. «De modo que ésa es la razón de que Hederick respalde el plan de ir a Thorbardin —pensó—. Librarse de mí. Una vez que me haya ido, cree que puede pasar por encima de Elistan y de Riverwind. Yo que él no estaría tan seguro de eso.»
A pesar de su razonamiento, Tanis se preguntó si Hederick tendría razón. Cabía la posibilidad de que Flint y él pasaran semanas intentando cruzar las montañas.
—No te preocupes por lo que diga ese charlatán —dijo la voz gruñona de Flint junto a su codo—. Hay un camino.
Tanis bajó la vista hacia su amigo.
—¿Significa eso que has cambiado de opinión?
—No —replicó el enano, hosco—. Significa que puedo explicarte cómo encontrar ese camino.
El semielfo sacudió la cabeza. Haría que el enano cambiara de opinión. En ese momento lo que le preocupaba era haber ofendido a Sturm.
El caballero se encontraba cerca de la lumbre, mirando las llamas. No parecía estar ofendido. De hecho, ni siquiera parecía darse cuenta de lo que pasaba a su alrededor. Tanis tuvo que llamarlo varias veces para que le oyera.
Sturm se volvió hacia él. Los ojos del caballero brillaban con la luz del fuego. Su semblante, por lo general de gesto severo e impasible, se mostraba animado y expresivo.
—¡Qué plan tan brillante, Tanis! —exclamó mientras le estrechaba la mano con fuerza.
—¿Qué plan? —preguntó el semielfo, que miraba a su amigo sin salir de su estupor.
—Pues viajar a Thorbardin, claro. Puedes encontrarlo y traerlo de vuelta.
—¿Encontrar qué? —Tanis estaba cada vez más desconcertado.
—¡El Mazo de Kharas! Ésa es la verdadera razón de que te vayas allí, ¿verdad?
—Voy a Thorbardin para encontrar un refugio seguro para todas estas personas. No sé nada sobre ningún mazo...
—¿Es que has olvidado las leyendas? —preguntó Sturm, escandalizado—. Estuvimos hablando de eso la otra noche. Del sagrado y mágico Mazo de Kharas... ¡Utilizado para forjar la Dragonlance!
—Ah, sí, cierto. La Dragonlance.
Sturm, al captar el tono escéptico del semielfo, lo miró con decepción.
—La Dragonlance es la única arma capaz de derribar a un dragón, Tanis. Necesitamos esas lanzas para luchar contra la Reina Oscura y sus secuaces. ¡Ya viste lo que pasó cuando las flechas alcanzaron a esa bestia roja! ¡Rebotaron! Una Dragonlance, por otro lado, es una arma bendecida por los dioses. El gran Huma usó una Dragonlance para derrotar a Takhisis...
—Lo recuerdo —se apresuró a atajarlo Tanis—. El Mazo de Kharas. Lo tendré en mente.
—Deberías. Esto es importante, Tanis —insistió el caballero, y lo hizo con una tremenda seriedad—. Quizá sea la tarea más importante que hayas abordado en toda tu vida.
—Las vidas de ochocientas personas...
Sturm hizo un ademán con la mano, como desestimando ese tema.
—El Mazo es la única oportunidad que tenemos de ganar esta guerra y está en Thorbardin. —Los dedos del caballero presionaron con más fuerza el brazo de Tanis. Éste lo sintió temblar por la intensidad de sus emociones—. Tienes que pedir a los enanos que nos lo presten. ¡Has de hacerlo!
—Descuida, Sturm, lo haré, te lo prometo —contestó Tanis, perplejo por la vehemencia de su amigo—. En cuanto a Riverwind...
Pero la mirada de Sturm se había desviado hacia Raistlin y Caramon, a los que observaba ahora.
Caramon hablaba con su gemelo en voz baja. La expresión del hombretón era de preocupación. Raistlin hizo un gesto impaciente y luego, acercándose más a él, le dijo algo a su hermano.
—Raistlin planea algo —dijo Sturm, ceñudo—. Me pregunto qué será. ¿Por qué sacó a relucir el Monte de la Calavera?
—Nombré líder a Riverwind en mi ausencia... —volvió a intentarlo Tanis.
—Una buena elección, Tanis —comentó Sturm con aire ausente.
Los gemelos habían acabado la conversación y, dejando atrás a Caramon, Raistlin se encaminó hacia la boca de la cueva a paso vivo, con más energía de lo que era habitual en él. Los ojos de Caramon siguieron con expresión triste la marcha del mago. Después, el hombretón sacudió la cabeza y abandonó la cueva también.
—Discúlpame, Tanis —dijo Sturm, que se apresuró a ir en pos de los hermanos.
—¿A qué ha venido todo eso? —preguntó Flint.
—Que me maten si lo entiendo. ¿Sabes tú algo sobre ese mazo?
—Y dale con el mazo. —Flint estaba que echaba chispas—. No pienso poner los pies dentro de esa montaña.
Tanis suspiró y estaba a punto de llevar a cabo su propia escapada de la agobiante cueva cuando vio a Riverwind y a Goldmoon parados delante de la entrada. Creyó que les debía a ambos una explicación.
—Buena trampa me has tendido, semielfo —comentó Riverwind—. Estoy pillado en ella y ni siquiera mi esposa me liberará.
—Hiciste una sabia elección —dijo Goldmoon.
Riverwind sacudió la cabeza.
—Te necesito, amigo mío —confesó Tanis completamente en serio—. Si he de emprender este viaje, necesito saber que tengo aquí a alguien en quien puedo confiar. Hederick es un asno que nos conducirá al desastre si se le presenta la menor oportunidad. Elistan es un buen hombre, pero no sabe nada de batallas. Si Verminaard y sus fuerzas atacaran, la gente no puede contar sólo con plegarias y discos de platino para que la salven.
—Tanis, no deberías hablar tan a la ligera de esas cosas. —La mujer estaba muy seria.
—Lo siento, Goldmoon —respondió el semielfo con toda la suavidad con la que fue capaz—, pero ahora no tengo tiempo para sermones. Ésta es la pura y dura verdad, a mi entender. Si vosotros y vuestros guerreros os marcháis, abandonaréis a esta gente a su suerte y a una muerte casi segura.
Riverwind parecía seguir dudando, pero Tanis se daba cuenta de que empezaba a flaquear.
—He de discutir esto con mi pueblo —dijo finalmente.
—Sí, hazlo —lo animó Tanis—. Necesito tu respuesta en seguida. Flint y yo nos marchamos por la mañana.
—Querrás decir que tú te marchas por la mañana —rezongó el enano.
—Tendrás mi respuesta antes de que te duermas —prometió Riverwind, y él y su esposa se fueron; Goldmoon le dirigió una mirada preocupada antes de salir de la cueva.
Tanis apartó a un lado el armazón de ramas y salió; ya fuera, respiró profundamente el fresco aire. Sintió el hormigueo del frío en los brazos al caerle encima los copos de nieve. Se quedó parado allí un momento, respirando el aire frío y puro, y después echó a andar por el camino que descendía por la ladera.
—¿Adónde vas? —demandó Flint.
—A soltar a Tasslehoff, a no ser que haya arrancado a mordiscos la pata de la mesa a estas alturas...
—Déjalo atado —aconsejó el enano—. Menos problemas para todos nosotros.
Los copos blancos seguían cayendo lentamente, pero aquí y allí Tanis divisó estrellas a través de las nubes. Esa noche no caería una gran nevada, sólo la suficiente para dejar blanco el suelo, lo que facilitaría a los cazadores seguir el rastro de los venados. Cada vez había menos ciervos en el valle y eran más difíciles de encontrar.
—Después de que apacigüe a Tas, tú y yo tenemos que hacer el equipaje —continuó Tanis al oír a su espalda las fuertes pisadas del enano—. Quiero que nos pongamos en marcha tan pronto como haya luz.
Las pisadas se detuvieron. El enano se había cruzado de brazos; daba la impresión de tener el propósito de quedarse plantado sobre aquella piedra hasta echar raíces.
—Yo no voy. Te lo he dicho, Tanis. No pienso poner los pies...
—...dentro de esa montaña, sí, te he oído las primeras veinte veces. —El semielfo se paró y se volvió para mirar al enano—. Sabes que no puedo hacer esto solo, Flint. Sabes que necesito tu ayuda. Hablo el idioma enano y supongo que comprendo a los enanos más o menos como cualquier elfo o cualquier humano los comprende, pero no tanto como puede entenderlos uno de los suyos.
—¡No soy uno de los suyos! —bramó Flint—. Soy un Enano de las Colinas...
—Lo que significa que serás el primer neidar que pise dentro de la montaña en trescientos años. Harás historia, Flint. ¿Se te ha ocurrido pensar eso? ¡Incluso podrías ser el responsable de la unificación de las naciones enanas! Y, además, está el mazo. Si encontrases el Mazo de Kharas y lo trajeras de vuelta...
—¡El Mazo de Kharas! Algún cuento disparatado que le contó a Sturm su abuelita —se mofó Flint.
Tanis se encogió de hombros.
—Depende de ti, por supuesto —dijo—. Si decides quedarte, serás tú quien tendrá que hacerse cargo de Tasslehoff.
Flint dio un respingo horrorizado.
—¡No te atreverías a hacerme eso!
—¿Y en quién más puedo confiar? ¿En Caramon?
Tanis echó a andar de nuevo. A su espalda oyó un rezongo, el ruido de pies al arrastrarse y algún que otro resoplido furioso. Después sonaron las ruidosas pisadas de unas botas.
—Supongo que tendré que ir —claudicó el enano con voz destemplada—. Jamás encontrarías la puerta sin mi ayuda.
—No tendría la más mínima posibilidad —dijo Tanis.
El semielfo sonrió, al abrigo de la oscuridad, mientras la nieve seguía cayendo a su alrededor.
Fistandantilus. Caramon conocía ese nombre. Se había puesto tenso al oír al enano pronunciarlo y siguió tenso durante el resto de la reunión; perdió completamente el hilo de la discusión que se desarrolló a continuación. Estaba recordando una conversación con su gemelo en la ciudad en ruinas de Xak Tsaroth.
Raistlin le había dicho que entre el tesoro del dragón de esa condenada ciudad había un libro de hechizos de inmenso valor. Si conseguían derrotar al dragón, Raistlin le había ordenado a Caramon que buscara ese libro y se hiciera con él para dárselo después.
—¿Cómo es? —le había preguntado a su hermano.
—Es como mi libro de encantamientos, sólo que en lugar de estar encuadernado en pergamino, lo está en piel azul oscuro y las runas son de color plateado. Cuando lo toques, notarás un frío sobrenatural —le había dicho Raistlin.
—¿Qué dicen las runas? —Caramon desconfiaba del encargo. No le había gustado la forma en la que su hermano había descrito el libro.
—Será mejor que no lo sepas... —Raistlin había esbozado una sonrisa para sí mismo, una sonrisa misteriosa.
—¿A quién pertenecía ese libro?
Aunque Caramon no era mago sabía muchas cosas sobre la forma de actuar de los hechiceros al haber estado siempre cerca de su gemelo. La posesión más valiosa de un mago era su libro de hechizos, recopilados a lo largo de una vida de trabajo. Escrito en el lenguaje de la magia, cada conjuro se apuntaba con todo detalle y con las palabras precisas, junto con anotaciones sobre la correcta pronunciación de cada vocablo, la inflexión y la entonación exactas, qué gestos debían utilizarse y qué ingredientes podrían hacer falta.
—Tú nunca has oído hablar de él, hermano —le había dicho Raistlin a Caramon tras uno de aquellos raros lapsus en los que parecía estar mirando dentro de sí mismo, aparentemente buscando algo perdido—. Y, no obstante, fue uno de los hechiceros más notables que haya existido. Se llamaba Fistandantilus.
Caramon se había sentido reacio a hacer la siguiente pregunta, temeroso de la respuesta que podría recibir. Al rememorarlo ahora, se dio cuenta de que había sabido con exactitud lo que iba a oír. Ojalá no hubiera abierto la boca.
—Ese Fistandantilus... ¿vestía la Túnica Negra?
—¡No me hagas más preguntas! —Raistlin se había enfadado—. ¡Eres tan desconfiado como los demás! ¡Ninguno de vosotros me comprende!
Pero Caramon comprendía. Lo había comprendido entonces. Lo comprendía ahora... o eso creía. El hombretón esperó hasta que la asamblea empezó a disolverse y entonces se acercó a su gemelo.
—Fistandantilus —dijo en voz baja mientras miraba alrededor para estar seguro de que nadie fuera a oírlos por casualidad—. Ése es el nombre del hechicero perverso... Ése a quien pertenecía el libro que encontraste...
—Sólo porque un mago lleve la Túnica Negra no lo convierte en malvado —repuso Raistlin con un gesto impaciente—. ¿Por qué nunca te entra esa idea en tu dura cabezota?
—De cualquier forma —dijo el guerrero, que no quería tener otra discusión porque lo dejaban confuso y embarullado—, me alegro de que Tanis y Flint decidieran no ir a ese sitio, ese Monte de la Calavera.
—¡Son unos imbéciles, todos ellos! —dijo Raistlin, que echaba chispas—. Ya puestos, Tanis podría usar la cabeza del enano para llamar en la ladera de la montaña, para lo que les va a servir. Nunca encontrarán el modo de entrar en Thorbardin. ¡El secreto está en el Monte de la Calavera!
Le sobrevino un ataque de tos y el mago tuvo que dejar de hablar.
—Te estás excitando demasiado —dijo Caramon—. Eso no te conviene.
Raistlin sacó el pañuelo y se lo llevó a los labios. Inhaló entrecortada, trabajosamente, dos veces. El ataque cedió y el mago posó la mano en el brazo de su hermano.
—Ven conmigo, Caramon. Tenemos mucho que hacer y muy poco tiempo para hacerlo.
—Raist... —A veces, Caramon era capaz de leerle la mente a su hermano y eso fue lo que ocurrió en ese momento, que supo exactamente lo que se proponía hacer Raistlin. El hombretón intentó protestar, pero los ojos de su hermano se entrecerraron de manera alarmante y Caramon se tragó las palabras.
—Vuelvo a nuestro habitáculo —dijo fríamente Raistlin—. Tú decides si vienes o no conmigo.
Dicho esto echó a andar a buen paso y Caramon lo siguió, aunque más despacio.
Raistlin llevaba tanta prisa y su gemelo iba tan decaído que ninguno de los dos reparó en que Sturm caminaba detrás.
Mientras se celebraba la reunión, Tika Waylan permaneció en la cueva que compartía con Laurana intentando peinar la enredada mata de rizos pelirrojos. Tika se había sentado en una pequeña banqueta que Caramon había hecho para ella, a la luz de una vela, y se esforzaba por deshacer un nudo en un mechón donde el peine de madera se había quedado atascado. Podía intentar desenredarlo suavemente, como Laurana le había enseñado, pero ella tenía muy poca paciencia. Antes o después le daría un tirón al peine y arrastraría el nudo y un puñado de cabellos con él.
La manta que la joven había utilizado como puerta improvisada para tapar la entrada se abrió y una ráfaga de aire y un remolino de copos de nieve precedieron a Laurana, que entró con un farol en la mano. Tika alzó la cabeza.
—¿Qué tal ha ido la reunión?
Cuando se habían conocido en Qualiniesti, Tika se había quedado impresionada con Laurana. Las dos no podían ser más distintas. Laurana era hija de un monarca, mientras que Tika era hija de un ilusionista a tiempo parcial y ladrón a jornada completa. Laurana era una elfa, una princesa.
Tika había crecido como una salvaje gran parte de su vida. Habiéndole tomado el gusto a robar ella también, había cometido delitos. Otik Sandhal, propietario de la posada El Ultimo Hogar, en Solace, se había ofrecido a adoptar a la huérfana y le había dado un ganancioso empleo como camarera.
Las dos jóvenes eran totalmente diferentes en aspecto. Laurana era esbelta y grácil, en tanto que Tika tenía un generoso busto y una constitución robusta. La elfa era muy rubia, de tez blanca y sonrosada, mientras que el cabello de la humana era tan rojo como el fuego y su cara estaba llena de pecas.
Tika sabía muy bien que poseía su propio tipo de belleza y la mayor parte del tiempo —cuando no estaba con Laurana— se sentía conforme consigo misma. El pelo rubio de la elfa hacía que el de ella, en contraste, pareciera aún más rojo, del mismo modo que la grácil figura de Laurana hacía que Tika tuviera la impresión de ser toda ella busto y caderas.
—¿Qué tal ha ido? —preguntó Tika, contenta de tener una excusa para dejar de lado el peine. Le dolían el brazo y el hombro y sentía pinchazos en el cuero cabelludo.
—Como era de esperar —repuso Laurana con un suspiro—. Se discutió mucho. Hederick es tonto de remate.
—¡A mí me lo vas a decir! —exclamó Tika, sucinta—. Estaba en la posada cuando metió la mano en el fuego.
—Justo cuando parecía que nadie se pondría de acuerdo, Elistan propuso una solución —continuó Laurana y su voz se suavizó con un tono de admiración—. Su plan es brillante y todos lo han aceptado, incluso Hederick. Elistan sugirió que enviásemos una delegación al reino enano de Thorbardin para ver si podremos encontrar refugio allí. Tanis se ofreció voluntario para ir, junto con Flint.
—¿Y Caramon no? —preguntó Tika con ansiedad.
—No, sólo Tanis y Flint. Raistlin quería que fuesen primero a un lugar llamado el Monte de la Calavera para encontrar el camino secreto que lleva al reino enano o algo por el estilo, pero Flint dijo que el Monte de la Calavera estaba hechizado y Elistan añadió que no había tiempo para hacer ese viaje antes de que entrara el invierno. Raistlin parecía enfadado.
—Apuesto a que sí —dijo Tika con un escalofrío—. Un sitio hechizado con el nombre de Monte de la Calavera encaja con él a la perfección y arrastraría a Caramon con él allí. ¡Gracias a los dioses que no van!
—Hasta Hederick admitió que el plan de Elistan era bueno —comentó Laurana.
—Supongo que la sabiduría va de la mano con las canas —apuntó Tika al tiempo que volvía a coger el peine—. Aunque, por supuesto, eso no ha funcionado en el caso de Hederick.
—Elistan no tiene el cabello canoso —protestó Laurana—. Es plateado. El pelo plateado hace distinguido a un hombre.
—¿Estás enamorada de Elistan? —preguntó Tika, que metió el peine en la rizosa melena y empezó a dar tirones.
—¡Espera, deja que yo haga eso! —exclamó la elfa, que se había encogido al verla tirar del pelo.
Tika le pasó el peine con gratitud.
—Eres demasiado impaciente —la reconvino Laurana—. Acabarás estropeándote el pelo y sería una lástima, con lo bonito que lo tienes. Te envidio.
—¿En serio? —Tika no salía de su asombro—. ¡No se me ocurre por qué! ¡Tienes un pelo tan brillante y tan rubio!
—Y liso como una tabla —añadió con tristeza la elfa. En sus manos, el peine trabajaba suavemente cada nudo hasta desenredarlo—. En cuanto a Elistan, no, no estoy enamorada de él, pero lo admiro y lo respeto. Ha soportado tanto dolor y sufrimiento... Esas experiencias habrían vuelto cínico y rencoroso a cualquier otro, pero a Elistan lo han hecho más compasivo e indulgente.
—Pues sé de alguien que cree que estás enamorada de Elistan —dijo Tika con una sonrisa traviesa.
—¿A quién te refieres? —preguntó Laurana, que se había puesto colorada.
—A Tanis, por supuesto —repuso la otra joven con picardía—. Está celoso.
—¡Eso es imposible! —Laurana dio al peine un tirón más fuerte de lo normal—. Tanis no me ama. Eso lo dejó bien claro. Está enamorado de esa humana.
—¡Esa zorra de Kitiara! —Tika resopló con desprecio—. Perdón porque haya usado ese lenguaje. En cuanto a Tanis, no sabe distinguir su corazón de su... En fin, no voy a decir qué, pero ya sabes a lo que me refiero. Les pasa igual a todos los hombres.
Laurana se había quedado callada, y Tika giró la cabeza para mirar a la elfa y ver si estaba enfadada.
Laurana, enrojecidas las mejillas por un suave rubor, bajó los ojos. La elfa seguía peinándola pero no prestaba atención a lo que hacía.
«A lo mejor no me ha entendido», comprendió Tika de repente. Le resultaba muy chocante que una mujer de cien años supiera menos sobre el mundo y los hombres que otra que tenía sólo diecinueve. Aun así, Laurana había vivido esos años mimada y protegida en el palacio de su padre, en mitad de un bosque. No era de extrañar su candidez.
—¿Crees de verdad que Tanis está celoso? —preguntó Laurana aún más ruborizada.
—He observado que se pone verde como un goblin cada vez que os ve juntos a Elistan y a ti.
—No tiene razón alguna para pensar que hay algo entre nosotros —dijo la elfa—. Hablaré con él.
—¡Ni se te ocurra! —Tika se giró con tanta rapidez que el peine se le quedó enganchado en el pelo y se lo arrancó de las manos a Laurana—. Déjalo que se cueza en su propia salsa durante un tiempo. A lo mejor así se le quita de la cabeza esa gata montes de Kitiara.
—Pero eso sería casi como mentir —protestó Laurana mientras recuperaba el peine.
—No, no lo sería —dijo Tika—. Además ¿y qué si lo fuera? Todo vale en el amor y en la guerra y los dioses saben que para nosotras, las mujeres, el amor es la guerra. Ojalá hubiera alguien por aquí con quien pudiera darle celos a Caramon.
—Caramon te quiere mucho, Tika —dijo Laurana con una sonrisa—. Eso lo ve cualquiera por la forma que te mira.
—¡No quiero que se limite a echarme miraditas con cara de perro apaleado! ¡Quiero que haga algo al respecto!
—Está Raistlin... —empezó Laurana.
—¡No me menciones a Raistlin! —espetó Tika—. Más que un hermano, Caramon es un esclavo y un día abrirá los ojos y se dará cuenta. Sólo que para entonces quizá ya sea demasiado tarde. —Irguió la cabeza—. Es posible que algunos de nosotros hayamos seguido adelante con nuestra vida.
No hubo más conversación. Laurana reflexionaba sobre la nueva e inesperada revelación de que Tanis quizás estaba celoso de su relación con Elistan. Desde luego, eso explicaría el comentario que le había hecho en la reunión.
Por su parte, Tika siguió sentada en la banqueta que Caramon había hecho para ella y parpadeó para contener las lágrimas... Lágrimas causadas por los tirones en el pelo, claro.
Caramon se quedó rezagado a propósito de camino a la pequeña cueva que ocupaban su gemelo y él. El hombretón conocía a su hermano y sabía que Raistlin planeaba algo; por lo general caminaba despacio, con pasos cautelosos, apoyado en el bastón o en su brazo, pero ahora lo hacía de prisa. El cristal que asía la garra de dragón en lo alto del bastón arrojaba una luz mágica para guiarle los pasos y la roja túnica susurraba al rozarle en los tobillos. No se volvió a mirar para ver si Caramon lo seguía; sabía que iría detrás.
Al llegar a la cueva, Raistlin apartó a un lado la mampara de madera y entró. Caramon lo hizo más despacio y se paró para poner la mampara en su sitio y dejar cerrado durante la noche. Raistlin lo detuvo.
—Déjala así —dijo—. Tienes que salir otra vez.
—¿Quieres que te traiga agua caliente para la infusión? —preguntó Caramon.
—¿Acaso me estoy muriendo con un ataque de tos? —demandó el mago.
—No.
—Entonces, no necesito la infusión. —Raistlin rebuscó entre sus pertenencias, sacó un odre para agua y se lo tendió a su hermano—. Ve al arroyo y llena esto.
—Hay agua en el cubo... —empezó el hombretón.
—Si quieres llevar agua en el cubo durante el viaje, hermano, entonces hazlo, ¡cómo no! —repuso fríamente Raistlin—. A la mayoría de la gente le resulta más práctico un odre.
—¿Qué viaje? —preguntó Caramon.
—El que emprenderemos por la mañana —repuso Raistlin, que volvió a tenderle el odre a su gemelo—. ¡Toma, cógelo!
—¿Dónde vamos? —inquirió Caramon, que mantuvo las manos pegadas a los costados.
—¡Oh, venga ya, Caramon! ¡Ni siquiera tú puedes ser tan estúpido! —Raistlin tiró el odre a los pies de su hermano—. Haz lo que te digo. Partiremos muy temprano y quiero estudiar mis hechizos antes de ir a dormir. También necesitaremos vituallas.
Raistlin tomó asiento en la única silla que había en la cueva, tomó su libro de hechizos y lo abrió. Unos segundos después, sin embargo, lo cerró y, rebuscando en el fondo de una de sus bolsas sacó otro, el libro de encantamientos con la encuadernación en cuero azul. No lo abrió, sólo lo sostuvo entre las manos.
—Vamos al Monte de la Calavera, ¿verdad? —dijo Caramon.
Raistlin no respondió y siguió con las manos en el libro cerrado.
»¡Ni siquiera sabes dónde está! —protestó su hermano.
El mago alzó los ojos hacia Caramon; los iris dorados relucían de un modo extraño a la mágica luz del bastón.
—La cosa es, Caramon, que sí sé dónde está —susurró—. Conozco la ubicación y sé cómo llegar allí. No sé por qué... —Dejó la frase en el aire.
—¿Por qué, qué? —demandó Caramon, desconcertado.
—Por qué lo sé o cómo lo sé. Es extraño, como si ya hubiese estado allí.
—Guarda ese libro, Raistlin, y olvídate de todo esto —pidió el hombretón, preocupado—. El viaje sería muy duro para ti. No podemos escalar la montaña...
—No tenemos que hacerlo —dijo Raistlin.
—Aunque deje de nevar, hará frío, humedad y será un viaje peligroso —añadió Caramon—. ¿Y si Verminaard vuelve otra vez y nos sorprende en campo abierto?
—Eso no ocurrirá porque no estaremos en campo abierto. —El mago asestó una mirada furiosa a su gemelo—. ¡Deja de discutir y ve a llenar el odre de agua!
—No. —Caramon sacudió la cabeza—. No lo haré.
Raistlin inhaló con un ruido que sonaba como un borboteo y luego soltó el aire con fuerza.
—Hermano mío —empezó con suavidad—, si no hacemos este viaje, Tanis y Flint no encontrarán la puerta, y menos aún la forma de entrar en la montaña.
—¿Estás seguro de eso? —Caramon miró a su hermano a los ojos, fijamente.
—Tan seguro como que les aguarda la muerte, que nos aguarda a todos, si fracasan —contestó el mago sin que le flaqueara la voz ni le vacilara la mirada.
Caramon dio un profundo suspiro, se agachó para recoger el odre y salió de nuevo a la noche y a la nieve.
Raistlin se relajó en la silla, dejó a un lado el libro de hechizos de encuademación en azul oscuro y abrió el suyo.
—Qué alma cándida eres, hermano mío —comentó en tono mordaz.
Al salir, Caramon atisbó a Sturm apostado cerca de la cueva. El hombretón sabía perfectamente bien la razón por la que Sturm se encontraba allí. Había notado que el caballero los observaba en la reunión. Sturm no se rebajaría a espiar a sus amigos; ni a sus enemigos, de hecho. Un acto tan deshonroso iba en contra del Código y la Medida, las rígidas directrices que regían la vida de un Caballero de Solamnia. Sin embargo, el Código y la Medida no mencionaban nada sobre una persuasión amigable. Sturm estaba allí para abordar a Caramon y sacarle la verdad con «persuasión».
El hombretón no sabía guardar secretos; y mentir, menos aún. Si le contaba a Sturm que Raistlin planeaba ir al Monte de la Calavera, el caballero se lo diría a Tanis y sólo los dioses sabían en qué quedaría aquello... Una discusión desagradable en el mejor de los casos; en el peor, una ruptura desastrosa entre amigos de mucho tiempo. Caramon habría querido que Sturm se olvidara del tema.
Una fuerte ráfaga arremolinó los copos de nieve y le permitió ocultar sus movimientos; descendió por la larga cuesta hasta el arroyo. La nevisca cesó, las nubes se abrieron y salieron las estrellas. Echando una ojeada hacia atrás, divisó la silueta de Sturm a la plateada luz de Solinari, todavía deambulando por las inmediaciones de la cueva.
«Dentro de un rato renunciará y se irá a la cama», razonó Caramon.
Al hombretón no le gustaba el plan de su hermano de ir a ese sitio encantado del Monte de la Calavera, pero confiaba en él y creía en el argumento de Raistlin de que el viaje era necesario para salvar vidas. Sabía que era el único en tener esa confianza en su gemelo.
«Bueno, no exactamente. A menudo Tanis busca a Raistlin para pedirle consejo.» Era esa certeza más que el razonamiento de su hermano lo que finalmente lo había inducido a secundarlo en su plan.
«Tanis aprobaría que nos fuéramos si tuviera tiempo para pensar en ello —se dijo para sus adentros Caramon—. Lo que ocurre es que todo ha pasado muy de prisa y Tanis ya tiene muchas cosas de las que preocuparse, tal como están las cosas.»
En cuanto a que Raistlin supiera dónde encontrar el Monte de la Calavera y cómo se proponía llegar allí, Caramon sabía que era mejor no preguntar nada; de todos modos, suponía que tampoco lo entendería. Nunca había entendido a su gemelo, ni siquiera cuando eran niños, y tampoco ahora. La terrible Prueba en la Torre de la Alta Hechicería había cambiado para siempre a su hermano en unos modos que escapaban a su comprensión.
La Prueba también había cambiado para siempre la relación entre ambos. El secreto que Caramon guardaba era lo que había descubierto acerca de su hermano en la Torre. Era un secreto oscuro y espantoso, y Caramon lo guardaba principalmente porque nunca se permitía pensar en ello.
Tras haber sorteado a Sturm, el hombretón alzó la cabeza y respiró el aire frío de la noche. Se sentía mejor a campo raso, lejos de las voces. Allí podía pensar. Caramon no era estúpido, como algunos creían. Le gustaba considerar un problema desde todos los ángulos, rumiarlo, darle vueltas, y eso era lo que lo hacía parecer lento. Nadie se había sorprendido más que él cuando sus amigos elogiaron su idea de que Raistlin usara la magia para provocar una avalancha que cerrara el paso.
Caramon se sentía tan bien allí, a solas, que cuando empezó otra vez a nevar sacó la lengua para atrapar los copos, como había hecho de pequeño. La nieve siempre hacía que volviera a sentirse niño de nuevo. Si la nevada hubiese sido más profunda habría estado tentado de tumbarse en ella boca arriba, abrir y cerrar brazos y piernas y hacer la figura del pájaro en vuelo. Sin embargo, la nieve no era todavía lo bastante profunda y tampoco parecía que tal cosa fuera a ocurrir pronto; las estrellas resplandecían entre las nubes.
Mientras sorteaba el obstáculo de un afloramiento rocoso que se encontraba en su camino y a la vez intentaba no perder el equilibrio, Caramon estuvo a punto de darse de bruces con Tika.
—¡Caramon! —soltó ella, complacida.
—¡Tika! —exclamó él, alarmado.
Se sintió como el guerrero del dicho popular que había esquivado a los kobolds para ir a caer víctima de los goblins. Había conseguido escabullirse de las preguntas de Sturm, pero si había una persona en el mundo capaz de enredarlo en sus rizos pelirrojos y engatusarlo para sacarle lo que quería saber, ésa era Tika Waylan.
—¿Qué haces aquí fuera en plena noche? —le preguntó la joven.
—Iba por agua —contestó Caramon al tiempo que alzaba el odre. Rebulló un instante, nervioso, apoyando el peso ora en un pie ora en otro, y después añadió:— ¡Tengo que irme ya! —y echó a andar.
—Yo también voy al arroyo —dijo Tika, que lo alcanzó—. Me temo que me perdí en la nieve. —Deslizó una mano por el brazo del hombretón para agarrarse—. Pero no tengo miedo cuando estoy contigo.
Caramon tembló de la cabeza a los pies. Hubo un tiempo en el que había pensado que Tika Waylan era la chica más fea que había en el mundo, además de ser el mayor incordio que hubiera pisado la faz de Krynn. Se había ausentado cinco años —en los que había trabajado como mercenario junto a su gemelo— y al regresar y ver a Tika le pareció la mujer más atractiva y maravillosa que había conocido en su vida; y no habían sido pocas.
Robusto, apuesto, fuerte y musculoso, con una sonrisa risueña y de natural bueno, a Caramon nunca le había faltado compañía femenina. Les gustaba a las chicas y las chicas le gustaban a él. Se había permitido tener numerosos devaneos con incontables mujeres y había pasado más veces de las que podía contar acurrucado con alguien en los altillos de establos y entre la paja de almiares. Sin embargo, ninguna mujer le había llegado al corazón. No hasta que apareció Tika. Y de hecho no es que le hubiese llegado al corazón, sino que el corazón le había saltado del pecho para caer rendido a sus pies.
Deseaba ser un hombre mejor por ella. Deseaba ser más listo, más valiente, y, no obstante, cada vez que estaba con ella se ponía nervioso y se atolondraba, sobre todo cuando se arrimaba a él, como hacía ahora. Caramon recordaba una conversación que había tenido con Goldmoon. La mujer de las Llanuras le había advertido que, a pesar de que Tika hablara y actuara como una mujer mundana, en realidad era joven e inocente. Caramon no debía aprovecharse de ella o le haría mucho daño. El hombretón estaba decidido a mantener un estricto control sobre sí mismo, pero le resultaba muy difícil cuando Tika lo miraba como hacía en ese momento, con la nieve arrancando destellos de los rizos pelirrojos, las mejillas arreboladas por el frío y los verdes ojos resplandecientes.
De repente, Caramon empezó a sospechar que la joven no estaba allí fuera para ir al arroyo. No llevaba cubo y, desde luego, no se iba a bañar. Iba al arroyo porque quería estar con él y aunque la idea era tan estimulante como un ponche con especias, el hecho de saberlo sólo conseguía incrementar su confusión.
Caminaron en silencio, con Tika echándole miradas de soslayo cada dos por tres, como esperando a que hablase. A él no se le ocurría nada de lo que hablar y entonces, cómo no, la joven dijo lo peor que podía haber dicho:
—He oído que tu hermano quería marcharse a una terrible fortaleza que se llama el Monte de la Calavera, pero que Tanis no lo dejó. —Tika tuvo un escalofrío y se apretó más contra él—. Me alegra que no vayas allí.
Caramon masculló algo ininteligible y siguió caminando. La cara le ardía. Seguramente llevaba escrita en la frente la palabra «culpable» y en letras tan grandes que hasta un enano gully podría leerla. Vio que la mirada de ella se desviaba hacia el odre y vio que los verdes ojos se entrecerraban. Caramon gimió para sus adentros.
Tika le soltó el brazo, se apartó de él un paso para que la ardiente rabia de su mirada cayera de lleno sobre él.
—Os marcháis, ¿verdad? —gritó—. ¡Vais a ir a ese sitio espantoso que todo el mundo sabe que está encantado y lleno de fantasmas!
—No está encantado —fue la débil protesta de Caramon.
Al instante se dio cuenta de que tendría que haber negado en redondo que iban allí, pero es que era incapaz de pensar cuando la tenía cerca.
—¡Aja! ¡Así que lo admites! ¡Flint dice que el Monte de la Calavera está encantado! —repuso Tika—. Y él debe de saberlo, ya que nació y creció por esa zona. ¿Sabe Tanis que os marcháis? —Ella misma se encargó de responder a su pregunta—. Por supuesto que no. ¡Así que pensabas irte donde conseguirás que te maten sin despedirte siquiera de mí!
Caramon no tenía ni idea de cómo refutar todas esas acusaciones.
—Nadie va a matarme —contestó por fin de un modo poco convincente—. Raist dice...
—¡Raist dice! —lo imitó Tika—. ¿Por qué va Raistlin? Porque lo que sea tiene algo que ver con ese hechicero, Fistandelano o como quiera que se llame, ése del que me hablaste. El infame hechicero que vestía la Túnica Negra y uno de cuyos infames libros lleva siempre encima Raistlin. Laurana me explicó lo que Flint contó sobre el Monte de la Calavera. Sólo que ella no sabe que yo sé lo que sabes tú: que Raistlin tiene una especie de conexión rara con ese mago muerto.
—No se lo dijiste, ¿verdad? —preguntó Caramon, temeroso—. No se lo has contado a nadie, ¿eh?
—No, no se lo dije, aunque quizá debería hacerlo.
Tika lo miró a la cara con la cabeza inclinada hacia atrás y los verdes ojos echándole chispas.
—Si me quieres, Caramon, no te irás. ¡Le dirás a ese hermano tuyo que ya puede buscarse a otro que arriesgue la vida por él y le haga los recados y le prepare su estúpida infusión!
—Te quiero, Tika —admitió el hombretón, desesperado—, pero Raist es mi hermano. Sólo nos tenemos el uno al otro y dice que este viaje es importante, que la vida de todas esas personas depende de ello.
—¡Y tú le crees! —se mofó la joven.
—Sí —respondió Caramon con sencilla dignidad—. Le creo.
A Tika se le llenaron los ojos de lágrimas, que en seguida se deslizaron por las pecosas mejillas de la joven.
—¡Espero que un fantasma te chupe toda la sangre hasta dejarte sin una gota! —sollozó, furiosa, y luego echó a correr.
—¡Tika! —llamó Caramon, desconsolado.
La joven no miró atrás y, resbalando y tropezando, siguió corriendo por las piedras cubiertas de nieve.
Caramon habría querido ir tras ella, pero no lo hizo porque ¿qué podía decirle? No estaba en posición de darle lo que quería. No podía abandonar a su hermano por ella a pesar de lo mucho que la adoraba. Raistlin siempre había estado antes que nadie. Tika era fuerte. Raist era débil, frágil, enfermizo.
—Me necesita —se dijo Caramon en voz baja—. Depende de mí y cuenta conmigo. Si no estuviera a su lado para ayudarlo podría morir, igual que de pequeños. Ella no lo entiende.
Se encaminó de nuevo hacia el arroyo para llenar el odre, pese a que ahora ya no saldrían de viaje. Tika iría derecha a hablar con Tanis, y entonces el semielfo iría a hablar con Raistlin y le prohibiría que siguiera adelante con su plan, y Raistlin comprendería que él había descubierto el pastel. Si se entretenía un rato, a lo mejor la furia de su hermano se habría calmado para cuando volviera a la cueva. Caramon lo dudaba, pero siempre cabía la posibilidad.
Caramon se detuvo ante la boca de la cueva para armarse de valor, después apartó la mampara y entró.
—Raist, siento que... Se paró al tiempo que guardaba silencio. Su gemelo dormía profundamente, envuelto en la manta y con la mano posada en el bastón que nunca dejaba lejos de él. La mochila con los libros de hechizos se encontraba junto a la entrada, al igual que la mochila del guerrero, todo preparado para emprender la marcha muy temprano.
Una oleada de alivio le recorrió de la cabeza a los pies. ¡Tika no se lo había dicho a Tanis! ¡Quizá, después de todo, lo había entendido!
Moviéndose con gran cuidado, dejó el odre lleno de agua en el suelo, se quitó la camisa, se tumbó y, con la despreocupación de quien tiene la conciencia tranquila, se quedó dormido casi de inmediato.
La mano de su hermano lo sacudió por el hombro y lo despertó.
—¡Guarda silencio! —susurró Raistlin—. ¡Y date prisa! ¡Quiero marcharme antes de que nadie se levante!
—¿Y qué pasa con el desayuno? —preguntó Caramon.
Raistlin le asestó una mirada de aversión.
—Bueno, tengo hambre —dijo el guerrero.
—Comeremos en el camino —contestó su hermano.
Caramon suspiró. Recogió las dos mochilas y el odre y salió de la cueva en pos de su hermano. El cielo estaba oscuro y cuajado de estrellas. El aire era frío y tan cortante que pinchaba al entrar en los pulmones. Había dejado de nevar a lo largo de la noche, poco después de alfombrar el suelo. No obstante, las nubes se acumulaban encima de las montañas; volvería a nevar antes de que acabara el día.
Solinari, la luna plateada, tenía forma de hoz en el cielo. Lunitari, la luna roja y diosa de la magia practicada por Raistlin, entraba en el último cuarto creciente. Su luz rojiza proyectaba sombras misteriosas en la nieve. El mago alzó los ojos hacia el astro y sonrió.
—La diosa alumbra nuestro camino hacia el alba —dijo—. Un buen augurio.
Caramon esperaba que su gemelo estuviera en lo cierto. Ahora, iniciado el viaje y comprometidos con el objetivo marcado, el guerrero deseaba alejarse de los demás lo antes posible. Por suerte, Raistlin tenía uno de sus días buenos. Apenas tosía y caminaba con agilidad y rapidez por la vereda.
Descendieron a buen paso por la ladera al fondo del valle y de allí se encaminaron hacia el sudeste. Al llegar a una zona arbolada se metieron entre los árboles y en seguida perdieron de vista el campamento y cualquier posible refugiado madrugador.
El guerrero respiraba más tranquilo cuando el tintineo de una armadura y un choque metálico hicieron que tirara los bultos al suelo y llevara la mano hacia su espada. Los dedos de Raistlin buscaron en un saquillo los ingredientes de conjuros.
Sturm Brightblade salió de las sombras enrojecidas de las ramas de los árboles y se plantó en el sendero, cerrándoles el paso.
Raistlin asestó a Caramon una mirada furiosa.
—¡No le dije nada, Raist! ¡De verdad! —dijo atropelladamente el guerrero.
—Tu hermano no me contó nada, Raistlin —confirmó el caballero—, así que no desahogues tu ira con él. En lo tocante a cómo me he enterado, no ha sido difícil. Te conozco desde hace muchos años, los suficientes para comprender que saldrías en busca de tus intereses sin importarte los demás ni pensar en ellos. Cuando abandonaste la reunión anoche sabía que te proponías partir a hurtadillas hacia el Monte de la Calavera.
—Entonces —repuso el mago, iracundo—, también deberías saber que no puedes impedírmelo, así que apártate a un lado y déjanos pasar a mi hermano y a mí. —Hizo una pausa y luego añadió:— Por bien de nuestra amistad no querría hacerte daño.
La mano de Sturm se desplazó hacia la empuñadura de la espada, pero no desenvainó el arma. Su mirada se desvió hacia Caramon y después volvió hacia su gemelo.
—No discuto que pongas en peligro tu vida, Raistlin. En realidad, no es un secreto que pienso que el mundo sería un lugar mejor sin estar tú en él, pero no es preciso que hagas que maten a tu hermano también.
—Caramon viene por decisión propia —repuso el mago con una sonrisa ambigua ante el candor del caballero—. ¿No es cierto, hermano?
—Raistlin dice que hemos de ir, Sturm —intervino el guerrero—. Dice que Flint y Tanis no podrán encontrar la puerta de Thorbardin sin la llave secreta que se encuentra en el Monte de la Calavera.
—Hay muchas cosas importantes por las que deberían conseguir entrar en Thorbardin, ¿no es cierto, Sturm Brightblade? —sugirió Raistlin con un ligero golpe de tos.
El caballero lo miró atentamente.
—Os dejaré ir con una condición —dijo luego, mientras soltaba la empuñadura de la espada y se apartaba a un lado—. Iré con vosotros.
Caramon se encogió al temer que su gemelo montaría en cólera.
En cambio, Raistlin dirigió a Sturm una mirada extraña, con los ojos entrecerrados.
—No veo inconveniente alguno en que el caballero nos acompañe —dijo después en voz queda—. ¿Y tú, hermano?
—No —contestó Caramon, asombrado.
—De hecho, podría serme de utilidad. —Raistlin empujó al caballero para pasar y siguió por la vereda que conducía a través del bosque.
Sturm recogió un petate que, por el ruido metálico que salía de él, debía de guardar la mayor parte de su armadura. Llevaba puestos el yelmo y el peto, con la rosa y el martín pescador, símbolo de la orden de caballería de Solamnia; el resto lo cargaba en el petate.
—¿Lo sabe Tanis? —preguntó Caramon en voz baja cuando Sturm lo alcanzó en la vereda.
—Lo sabe. Lo hice partícipe de mi sospecha de que Raistlin se marcharía por su cuenta —contestó Sturm mientras se colocaba el petate en una postura más cómoda sobre el hombro.
—¿Le... eh... dijo algo Tika?
—Así que se lo dijiste a ella —dijo el caballero con una sonrisa—, pero no se lo contaste a Tanis.
Caramon se sonrojó hasta la raíz del cabello.
—No iba a decírselo a nadie, pero Tika me... acorraló. ¿Está muy enfadada? —preguntó, entristecido.
Sturm no contestó y se atusó el largo bigote, que era la forma que tenía el caballero de no entrar en un tema desagradable. Caramon suspiró y sacudió la cabeza.
—Me sorprende que Tanis no intentara detener a Raistlin. —Cree que hay algo de verdad en las afirmaciones de tu hermano, aunque no quiso decirlo delante de Hederick. Si conseguimos hallar la llave de las puertas de Thorbardin y si encontramos las puertas a tiempo, hemos de hacérselo saber de inmediato.
—¿Y cómo sabremos dónde buscarlo? —inquirió el guerrero—. Va a estar de caminata por las montañas con Flint.
Sturm dirigió una mirada penetrante a Caramon.
—Es interesante que a Raistlin no se le ocurriera preguntar eso a Tanis, ¿verdad? Sospecho que su plan es buscar Thorbardin él mismo si da con la llave. ¿Qué crees tú que anda buscando en el Monte de la Calavera?
—Eh... No lo sé —contestó Caramon, con los ojos clavados en el suelo cubierto de nieve—. No me lo había planteado.
—No —dijo Sturm en voz baja mientras le lanzaba una mirada penetrante—. Supongo que no te lo plantearías.
—¡Raist dice que vamos a ayudar a los refugiados! —argüyó el guerrero, a la defensiva, y Sturm gruñó.
—¿Cómo sabe dónde va? —preguntó luego en voz baja—. ¿Cómo es que conoce el camino? ¿O es que vamos a deambular a la aventura por ahí?
Caramon observó a su gemelo, que caminaba con seguridad por la vereda entre los árboles. El mago iba ahora más despacio y de vez en cuando tanteaba con la punta del bastón en el suelo, como haría un ciego, y, sin embargo, no daba la impresión de que se hubiera perdido. Avanzaba con determinación y cuando se paraba para mirar a su alrededor lo hacía sólo con brevedad y en seguida reanudaba la marcha.
—Dice que conoce un camino, un camino secreto. —Al advertir la expresión de Sturm añadió:— Raist sabe muchas cosas. Lee libros.
Nada más haber hablado, Caramon lamentó haberlo hecho porque le hizo pensar en algo que no le gustaba —el libro de encuadernación azul oscura— y rechazó el recuerdo rápidamente. Si Raistlin había encontrado indicaciones en el libro que había pertenecido a un malvado hechicero, él no quería saberlo.
—A lo mejor se lo dijo Flint —sugirió el guerrero, y la posibilidad de que hubiese sido así lo alegró—. Sí, eso es. Flint tiene que habérselo dicho.
Sturm sabía que era inútil señalar lo obvio: Flint no le diría a Raistlin ni la hora que era. Caramon llevaba tantos años engañándose a sí mismo con respecto a su hermano que no vería la verdad ahora ni aunque le diera una patada en el trasero.
Unos pasos por delante de los otros, Raistlin sabía perfectamente que su hermano y el caballero hablaban de él. Incluso sabía sobre qué hablaban. Podría haber citado palabra por palabra las frases de cada uno de ellos. Le daba igual. Si el caballero lo difamaba, Caramon lo defendería. Él lo defendía siempre. A veces, Raistlin se sorprendía a sí mismo deseando que Caramon sacara a relucir un poco de carácter y le hiciera frente, que lo desafiara. Entonces razonaba que si tal cosa ocurría Caramon dejaría de serle útil y todavía lo necesitaba. Llegaría el día en el que podría vivir sin depender de su hermano, pero por ahora no. Todavía no.
El mago echó una mirada de soslayo por encima del hombro a los dos hombres: su hermano cargado como una acémila y Sturm Brightblade, el caballero venido a menos, a cuestas por el mundo con su nobleza dentro de un petate.
«¿Por qué habrá querido venir? —se preguntó Raistlin, intrigado—. ¡Desde luego, al noble caballero no le preocupa la suerte que pueda correr yo! Finge estar preocupado por Caramon, pero sabe perfectamente que mi hermano es un guerrero experimentado que sabe cuidar de sí mismo. Sturm tiene alguna razón propia para acompañarnos. Me pregunto qué será... ¿Por qué se muestra tan interesado en el Monte de la Calavera? En realidad ¿por qué me interesa tanto a mí?» se planteó Raistlin.
No sabía la respuesta a eso.
El mago se quedó plantado en medio del sendero, obstruyéndoles el paso a los otros dos, y escudriñó la pared rocosa de la montaña. Buscaba la imagen que todavía era borrosa en su mente, pero que se iba haciendo más clara y más precisa a cada paso que daba. Sabía lo que estaba buscando... O, más bien, lo sabría cuando lo viera. Sabía un camino secreto que llevaba al Monte de la Calavera, pero aún no lo conocía. Había recorrido ese camino antes y jamás había puesto los pies en él. Había estado allí y no había estado. Había hecho todo aquello sin hacerlo.
El día del ataque del dragón en la arboleda, Raistlin estaba escribiendo un nuevo conjuro en su libro de hechizos cuando de repente el cálamo, aparentemente por voluntad propia, se había puesto a garabatear las palabras «Monte de la Calavera» sobre la página.
Raistlin había mirado de hito en hito aquellas palabras, el cálamo y la mano con la que lo sujetaba. Tras romper la página estropeada había intentado anotar de nuevo el encantamiento. Por segunda vez, la pluma había escrito el mismo nombre. Raistlin había arrojado lejos de sí el cálamo mientras rebuscaba en su mente hasta recordar, por fin, dónde había oído ese nombre y relacionado con qué y con quién.
Fistandantilus. El Monte de la Calavera era la tumba del hechicero.
Un escalofrío desagradable le había recorrido todo el cuerpo al tiempo que sentía un hormigueo en la sangre, como si le estuviera entrando fiebre. No lo había pensado hasta ese momento, pero el Monte de la Calavera tenía que hallarse cerca de donde estaban acampados. ¡Las maravillas que podría encontrar allí! Artefactos mágicos de la antigüedad, los libros de encantamientos del hechicero, iguales al que ya tenía en su poder.
Esa sería su recompensa, pero Raistlin tenía la incómoda sensación de que alguien lo estaba guiando hacia el Monte de la Calavera por razones más oscuras y siniestras. De ser así —y tal era la razón de que hubiese decidido admitir a Sturm en el grupo— ya se enfrentaría a ello llegado el momento.
Sturm Brightblade era un mojigato arrogante e insufrible que no meaba sin antes rezar por ello. Aun así, era un diestro espadachín. Quizás el Monte de la Calavera sólo era un montón de antiguas ruinas, como les había dicho a los demás en la asamblea la noche anterior.
Ni siquiera él mismo lo creía.
—Así que Raistlin ha ido al Monte de la Calavera —dijo Flint, que añadió con acritud—: Pues... ¡adiós muy buenas! Pero ha llevado a dos buenos hombres, Caramon y Sturm, a su muerte.
—Esperemos que las cosas no lleguen a eso —deseó Tanis—. ¿Estás listo?
—Todo lo listo que puedo estar —rezongó el enano—. Pero quiero hacer constar que todo esto es una pérdida de tiempo. Si damos con las puertas, cosa que dudo, los enanos no las abrirán para nosotros jamás. Si las abren, no nos dejarán entrar. Los corazones de los clanes de Thorbardin son duros y fríos como la misma montaña. La única razón de que vaya, semielfo, es para tener la oportunidad de decir: «¡Te lo dije!»
—Son tantas las cosas que están cambiando en el mundo que quizá los corazones de los enanos han cambiado también —sugirió Tanis.
Flint soltó un sonoro resoplido y continuó haciendo el equipaje. Dejó que Tanis se encargara de apaciguar al kender, que se mostraba tremendamente defraudado.
—¡Por favor, por favor, por favor, Tanis, déjame ir! —suplicaba Tasslehoff. Estaba sentado en una silla, la misma a la que lo habían atado hacía poco, y daba patadas contra las patas—. Es justo y lo sabes. Después de todo, vas a utilizar uno de mis mejores mapas.
—¡Que le llevemos, dice! —rezongó Flint desde el otro lado de la cueva—. Nos dejarían fuera otros trescientos años. Los enanos nunca permitirían entrar a un kender en la montaña.
—Creo que sí lo harían —argumentó Tas, anhelante—. Después de todo, los enanos y los kenders estamos emparentados.
—¡No es cierto! —bramó Flint.
—Pues claro que sí —discutió Tas—. Al principio éramos gnomos, luego apareció la Gema Gris y los gnomos intentaron atraparla y ocurrió algo, ahora no me acuerdo qué, y Reorx convirtió a algunos gnomos en enanos y a otros en kenders, así que, ya ves, somos primos hermanos, Flint.
El enano empezó a farfullar.
—¿Por qué no me esperas fuera? —le pidió Tanis.
Flint lanzó una mirada furibunda a Tas y después recogió su mochila y salió pisando fuerte.
—Por favor, Tanis —imploró el kender, que lo miraba con ojos suplicantes—. Sabes que me necesitas para evitar que te metas en líos.
—Aquí te necesito mucho más, Tas —adujo el semielfo.
—Eso sólo lo dices por decir. —El kender sacudió la cabeza con aire abatido.
—Estando ausentes Sturm, Caramon y Raistlin, cuando nos marchemos Flint y yo ¿quién va a cuidar de Tika y de Laurana? Y de Riverwind y Goldmoon.
Tas reflexionó sobre ello.
—Riverwind tiene a Goldmoon. Laurana tiene a Elistan... ¿Qué pasa, Tanis? ¿Te duele el estómago?
—No, qué va a dolerme el estómago —repuso el semielfo, irritado. No sabía por qué la mención de Laurana y Elistan tenía que ponerlo de mal humor. Al fin y al cabo, lo que hicieran no era de su incumbencia.
—Es que has puesto ese gesto que tiene la gente cuando les da dolor de...
—¡He dicho que no me duele el estómago! —gritó Tanis.
—Pues mejor así —comentó Tas—. No hay nada peor que un dolor de estómago cuando se emprende un largo viaje. Tienes razón. Estando fuera Caramon, Tika no tiene a nadie. Me quedaré para cuidar de ella.
—Gracias, Tas. Me has quitado un peso de encima.
—Será mejor que vaya a buscarla ahora mismo —añadió Tas, encantado con su nueva responsabilidad—. A lo mejor está en peligro.
A decir verdad, el que corría peligro era el kender. Tika no se levantaba nunca antes del mediodía si podía evitarlo y justo en ese momento el día estaba rompiendo. Tanis no quería imaginar lo que le podía ocurrir al pobre Tas cuando irrumpiera en la cueva y la despertara a esa hora tan temprana.
Tanis encontró a Riverwind y a Goldmoon esperándolo. La mujer le dio un suave beso.
—Pediré a los dioses que te acompañen, Tanis —dijo y añadió con una sonrisa traviesa—: tanto si quieres que vayan contigo como si no.
Tanis esbozó una mueca un tanto tímida y se rascó la barba. No sabía qué decir y, para cambiar de tema, se volvió hacia Riverwind.
—Gracias por aceptar tomar el mando de la gente, amigo mío —le dijo—. Sé que no ha sido una decisión fácil y tampoco lo será la tarea que te espera, me temo. ¿Sabes lo que hay que hacer si atacan el valle?
—Lo sé. —Riverwind tenía una expresión sombría, si bien agregó en voz queda—: Los dioses están con nosotros. Confiemos en que ese ataque no se produzca.
«Los dioses están más con Verrninaard que con nosotros —pensó el semielfo con amargura—. Lo trajeron de vuelta a la vida.»
Sin embargo, se limitó a asentir con la cabeza y, mientras estrechaba la mano a Riverwind, volvió a recordarle la ubicación del lugar en el que habían acordado reunirse, un poblado de enanos gullys al mismo pie de la montaña donde Flint decía que podría encontrarse la puerta a Thorbardin.
A regañadientes y sólo después de muchos esfuerzos para persuadirlo, el enano reveló la existencia de ese poblado. Se negó a decir cómo sabía que estaba allí, pero Tanis sospechaba que había sido allí donde el viejo enano había sido capturado por los gullys unos cuantos años atrás y lo habían tenido prisionero. Flint nunca había querido hablar de los detalles de aquella experiencia horrenda y traumática.
Riverwind señaló el mapa enrollado que llevaba metido debajo del cinturón. Lo había dibujado la noche anterior con las indicaciones de Flint y consultando uno de los mapas de Tasslehoff.
—Sé dónde está situado el poblado —dijo—. Se encuentra al otro lado de las monrañas y, por ahora, no hay forma de cruzar esa cordillera.
—Hay un paso —afirmó, impasible, Flint.
—No dejas de repetir eso, pero mi gente ha rastreado el área y no ha encontrado la menor señal de que lo haya.
—¿Tus exploradores son enanos? Cuando lo sean, vuelve y hablaremos —rezongó Flint. Colgados de un correaje a la espalda llevaba el hacha de guerra y el zapapico y se ajustó las armas hasta encontrar una postura más cómoda, tras lo cual dirigió una mirada ceñuda a Tanis—. Si vamos a marcharnos, más vale que nos pongamos en camino y nos dejemos de cháchara.
—Bien, pues, nos vamos. Iremos marcando el camino para que lo sigáis si tenéis que hacerlo. Espero que...
Enmudeció en mitad de la frase cuando un escalofrío de miedo le estrujó las entrañas. Se le puso piel de gallina y el vello de la nuca se le erizó. Las viejas comadres habrían dicho que alguien caminaba sobre su tumba. Goldmoon había empalidecido y la respiración de Riverwind, que tenía prietos los puños, era agitada. Flint sacó el hacha y buscó al enemigo, pero la sensación pasó sin que hubiese aparecido enemigo alguno.
—Dragones —dijo el enano, sombrío.
—Están ahí arriba —convino Goldmoon con un escalofrío, y se arrebujó en la capa—, observándonos.
Riverwind tenía la cabeza echada hacia atrás y escudriñaba el cielo. Tanis hizo otro tanto, pero ninguno de los dos consiguió divisar nada en el pálido azul del alba. Los dos hombres se miraron y comprendieron que ambos habían adivinado lo que pasaba.
—Tanto si los vemos como si no, están ahí arriba. Haz que la gente esté preparada, Riverwind. Si surgen problemas, no dispondréis de mucho tiempo para huir.
Tanis se entretuvo un poco más buscando alguna frase de esperanza o de consuelo. No se le ocurrió nada que decir. Recogió la mochila y el enano y él echaron a andar por la vereda que conducía pendiente abajo. El enano se detuvo un instante y se giró hacia atrás.
—¡Traed picos! —gritó.
—¡Picos! —repitió Riverwind, fruncido el entrecejo—. ¿Es que quiere que nos abramos camino al interior de la montaña a golpe de pico? Esto no me gusta. Empiezo a pensar que me equivoqué al tomar esta decisión. Nuestro pueblo debería haber partido sin otra compañía.
—Tus razones para tomar esta decisión eran acertadas, esposo. Ni siquiera los guerreros que-kiris se opusieron cuando les comunicaste tu decisión. Tienen suficiente sentido común para darse cuenta de que un grupo numeroso da más seguridad. No empieces a cuestionar tus decisiones. El jefe de tribu que mira hacia atrás mientras camina hacia adelante tropezará y caerá. Es lo que decía mi padre.
—¡Otra vez a vueltas con tu padre! —replicó Riverwind, furioso—. ¡No siempre tomó decisiones acertadas! Fue él quien ordenó a la gente que me lapidara ¿o es que te has olvidado de eso, Hija de Chieftain?
Echó a andar y dejó a Goldmoon, que no salía de su asombro, siguiéndolo con la mirada.
—No lo dijo en serio —la tranquilizó Laurana, que subía por la ladera y se paró a su lado—. Lo siento, no pude evitar oír lo que hablabais. Está preocupado, eso es todo. Carga con una gran responsabilidad.
—Lo sé. —Goldmoon suspiró con tristeza—. Y me temo que no soy precisamente una ayuda. Tiene razón. No tendría que compararlo cada dos por tres con mi padre. Mi intención era aconsejarlo, nada más. Mi padre era un hombre sabio y un buen jefe. Cometió un error, pero eso fue porque no entendía la situación. —Miró de nuevo a su esposo y suspiró otra vez.
»Lo amo muchísimo y, sin embargo, parece que le hago más daño del que le haría a mi peor enemigo.
—El amor nos da un poder mayor para hacer daño que el que da el odio —susurró Laurana.
Dirigió la vista hacia Flint y Tanis, unas formas imprecisas en el plomizo amanecer que descendían hacia el valle.
—¿Viniste a decirle adiós a Tanis? —preguntó Goldmoon al observar que la mirada de la joven los seguía.
—Pensé que querría despedirse de mí —contestó Laurana—. Esperé, pero no vino. —Se encogió de hombros—. Por lo visto le da igual.
—No le da igual, Laurana —la contradijo Goldmoon—. He visto cómo te mira. Lo que pasa es que... —Vaciló.
—No puedo competir con el recuerdo de una rival —dijo la elfa con amargura—. Kitiara siempre será perfecta para él. Sus besos siempre sabrán más dulces. No está aquí y no puede decir o hacer mal algo. Así es imposible que yo gane.
Goldmoon estaba impresionada con el comentario de la elfa. Competir con un recuerdo. Eso era lo que ella le estaba obligando a hacer a Riverwind. No era extraño que se sintiera molesto. Fue en su busca para disculparse, cosa que, al estar recién casados, sabía que un tierno «lo siento» sería bien acogido.
Laurana se quedó allí, con la mirada prendida en Tanis.
—¡Hola, Tika! —Tas apartó la mampara y entró en la cueva; sólo entonces recordó que tendría que haber llamado antes—, ¿No has sentido un escalofrío por todo el cuerpo hace unos segundos? Yo sí. ¡Era un dragón! ¡Pensé que más valía que me viniera de prisa para protegerte! ¡Ay! —gritó al tropezar con un bulto en la oscuridad... ¿Tika? —El kender tanteó con la mano—. ¿Este bulto eres tú?
—Sí, soy yo. —A juzgar por el tono, no parecía muy contenta.
—¿Qué haces sentada a oscuras?
—Pensar.
—¿Pensar en qué?
—En que Caramon Majere es el tonto más grande que hay en el mundo. —Hubo una pausa y después la joven añadió:— Se ha marchado al Monte de la Calavera con su hermano, ¿verdad?
—Supongo que sí. Es lo que dijo Tanis.
—¡Mandé a Sturm a que hablara con Tanis para que no lo dejara marcharse! —Tika le asestó una mirada feroz—. ¿Por qué no se lo han impedido?
—Tanis cree que podría haber algo importante en el Monte de la Calavera. En cuanto a Sturm, no lo sé —explicó el kender mientras se sentaba al lado de Tika, en la oscuridad. Suspiró, anhelante—. El Monte de la Calavera. ¿No te parece un sitio absolutamente maravilloso con ese nombre?
—Me parece espantoso. Es una trampa —dijo Tika.
—¿Una trampa? ¡Ahora querría haber ido con ellos! ¡Me encantan las trampas! —Tas estaba desconsolado.
—No esa clase de trampas —aclaró la joven, desdeñosa—. Significa que Raistlin conduce a Caramon hacia una encerrona. He estado despierta toda la noche pensando en ello. Raistlin va debido a ese horrible hechicero antiguo, ese Fistandelano o como quiera que se llame. Caramon me contó todo sobre él y sobre ese maligno libro suyo, el mismo que sacó Raistlin a hurtadillas de Xak Tsaroth. El hechicero era un hombre malvado y ese sitio es un lugar siniestro. Raistlin lo sabe, pero no le importa. Va a conseguir que maten a Caramon.
—¡Un sitio siniestro que pertenece a un hechicero malvado y que está lleno de trampas! —Tas suspiró con anhelo—. Si no le hubiese hecho a Tanis la solemne promesa de quedarme para protegerte, Tika, me iría allí ahora mismo.
—¡Protegerme! —La joven estaba indignada—. No hace falta que me protejas. Nadie tiene que hacerlo. El que necesita protección es Caramon. Tiene menos sentido común que un chotacabras. Alguien debe advertirle sobre ese hermano suyo. Tanis no lo hará, así que supongo que me tocará a mí.
Tika apartó la manta que tenía echada sobre los hombros. La luz iba aumentado en la cueva de minuto en minuto y ahora el kender pudo ver que la joven estaba vestida para viajar, con pantalón y camisa de hombre y un chaleco que a Tas le resultaba muy parecido al que Flint había tenido una vez. Tas recordaba que el enano había protestado porque no lo encontraba. ¡De hecho, le había acusado a él de habérselo llevado!
La espada que Tika no sabía muy bien cómo utilizar estaba encima de la mesa, junto a su escudo; ése sí que sabía cómo usarlo, aunque no exactamente del modo para el que estaba pensado un escudo. Éste tenía una mella donde lo había golpeado contra la cabeza de un draconiano. Tas empezó a saltar con entusiasmo.
—¡Tanis me hizo prometerle solemnemente que te protegería, así que si tú vas al Monte de la Calavera, entonces tengo que ir contigo!
—No voy al Monte de la Calavera. Voy a encontrar a Caramon y a impedirle que vaya allí. Mi idea es hacer entrar en razón a ese cabeza de chorlito.
—Creo que sería más fácil enfrentarse a un hechicero malvado en el Monte de la Calavera que conseguir que Caramon tenga un poco de sentido común —opinó el kender.
—Seguramente tienes razón, pero he de intentarlo. —Tika cogió la espada para ceñírsela a la cintura—. ¿Hace mucho que se han ido?
—Antes de que amaneciera, pero Raistlin camina bastante despacio. Podremos alcanzarlos...
—¡Chitón! —advirtió la muchacha.
Alguien se acercaba a la mampara de la entrada. La luz del sol brillaba en el cabello rubio.
—¡Laurana! —gimió Tika en un susurro y se apresuró a dejar de nuevo la espada sobre la mesa—. ¡Ni una palabra, Tas! ¡Querrá impedírnoslo!
—¡Estás despierta! —dijo la elfa al entrar en la cueva. Se paró, sorprendida, al ver el atuendo de Tika—. ¿Por qué vas vestida así?
—Yo... eh... Voy a lavarme la ropa —contestó la joven humana—. Toda.
—¿Pensabas lavar también la espada? —inquirió Laurana con sorna.
Tika se ahorró tener que decir otra mentira, ya que la elfa siguió hablando.
—Estás de suerte. Tendrás compañía, porque Maritta ha decidido que hoy sea día de colada. Todas las mujeres van a lavar las prendas de vestir y la ropa de cama al arroyo. Tas, échanos una mano. Coge esas mantas...
Tas miró angustiado a Tika. La joven se encogió de hombros, impotente. No se le ocurría nada para salir airosa del atolladero.
El kender, que se tambaleaba bajo el peso de las mantas, iba hacia la boca de la cueva cuando Tika lo agarró.
—Nos escabulliremos cuando las mujeres vayan a comer —susurró—. ¡No me pierdas de vista! ¡Cuando haga una señal, ven corriendo!
—No te preocupes porque se retrase el viaje —musitó el kender—. Será fácil seguir el rastro de los enormes pies de Caramon, además de que Raistlin camina muy, muy despacio.
Tika fue en pos de Tas y de Laurana por el sendero que bajaba al arroyo. Sólo le quedaba esperar que el kender tuviera razón.
Dray-yan estaba sentado a la gran mesa de obsidiana, en los aposentos del difunto lord Verminaard, y bebía lo que quedaba del aprovisionamiento de vino elfo de su señoría. El aurak tomó nota mental de ordenar al comandante responsable de la lucha contra los elfos que le enviara otro barril. Mientras sorbía el vino, Dray-yan repasó los acontecimientos de los últimos días y consideró en qué podrían afectar a sus planes futuros. El aurak estaba complacido por la forma en que se habían desarrollado algunas cosas y no tan satisfecho de cómo lo habían hecho otras.
Como era de esperar, los Dragones Rojos destacados en Pax Tharkas por su Oscura Majestad habían visto a través de la imagen ilusoria de Verminaard tras la que se ocultaba Dray-yan. Ofendidos por la idea de recibir órdenes de uno de los draconianos a los que los grandes reptiles llamaban despectivamente «yemas de huevo podridas», los dragones habían estado a punto de marcharse.
El comandante Grag había elevado preces a Takhisis y le había presentado los planes del aurak. La diosa había tenido a bien escucharlo y le gustaron las ideas de Dray-yan, por lo que ordenó a los Rojos que continuaran en Pax Tharkas y secundaran los planes del aurak, al menos de momento. Grag informó a Dray-yan que la reina sólo lo respaldaba porque no tenía otro comandante del que pudiera prescindir para que dirigiese el Ala Roja de sus ejércitos. El liderazgo de Dray-yan era temporal, pero, de tener éxito, quizá se convertiría en algo permanente.
Con la ayuda prestada a regañadientes de los Dragones Rojos, Grag pudo por fin reabrir el paso bloqueado por las piedras que habían caído al ponerse en funcionamiento el mecanismo de la gran cadena. Las tropas draconianas entraron en Pax Tharkas, aunque no en gran número. El Ala Roja del ejército tenía una dotación limitada. Había suficientes draconianos para atender las necesidades de la fortaleza, pero no tantos como para que trabajaran en las minas de hierro. Los comandantes del campo de batalla necesitaban desesperadamente armas y armaduras. El acero era un artículo más valioso que el oro. Dray-yan tenía que recuperar la mano de obra esclava o buscar nuevos horizontes. Decidió que haría las dos cosas.
Grag envió tropas en pos de los refugiados. En seguida encontraron el rastro y lo siguieron hasta un paso de montaña bloqueado por una avalancha, así como por las sucesivas nevadas.
Los Rojos informaron que despejar ese paso sería difícil en extremo. Lo que es más, dejaron claro a Dray-yan que despejar pasos era una tarea tediosa y poco lucrativa. En otras partes de Ansalon los dragones incendiaban ciudades y asaltaban pueblos, en vez de quitar piedras. Los Rojos no despejarían el paso y, si no se le ocurría algún tipo de trabajo interesante y aceptable para ellos, pensaban irse a otra parte.
Dray-yan consideró pedirle a Takhisis que intercediera de nuevo con los dragones, pero no soportaba la idea de tener que arrastrarse otra vez ante su reina para suplicar ayuda. A Takhisis no le gustaban los quejicas y sus favores eran limitados. Le gustaban los comandantes que tenían iniciativa y seguían adelante con sus propios planes e ideas, dejándola así libre para ocuparse de sus propios asuntos.
Dray-yan desechó la idea de marchar con el ejército a través del paso. Se le ocurrió otra, una con la que esperaba ganarse el reconocimiento y el elogio de la Reina Oscura.
El aurak, con el disfraz de lord Verminaard, reconoció el terreno por sí mismo y descubrió el lugar donde se ocultaban los refugiados. Tuvo el placer de verlos correr como corderos llevados por el pánico ante su presencia. Imaginaba la consternación que habría sido para esas gentes presenciar el regreso del hombre que creían que habían matado.
Tras sobrevolar la zona, Dray-yan quedó convencido de que su plan funcionaría. Su idea le requeriría tener mucha persuasión, pero confiaba en que a los dragones les pareciera divertido y estuvieran de acuerdo en colaborar. No estaba seguro de lo que pensaría el comandante Grag al respecto.
Haría caso del dicho de no dejar para mañana lo que podía hacerse hoy. Cuanto antes lo averiguara, mejor.
Dray-yan envió un mensajero con la orden de que Grag se presentara ante él. O, más bien, fue lord Verminaard quien envió el mensaje. Al aurak le resultaba agotador mantener la farsa que requería el uso de la ilusión mágica cada vez que quería asomar la cabeza por la puerta y gritar una orden a un subordinado. Estaba deseando que llegara el día en el que enterraría a Verminaard de una vez por todas. Con suerte, si su plan funcionaba, ese día no tardaría en llegar.
Grag acudió a su llamada, y lo invitó a compartir el vino. El comandante lo rechazó alegando que estaba de servicio.
—¿Qué informes han traído los Dragones Azules exploradores? —se interesó Dray-yan.
—Uno sobrevoló el valle esta mañana cuando rayaba el día. Los humanos siguen en las cuevas —contestó el bozak—. Parece que planean quedarse allí a pasar el invierno, porque el dragón no vio señales de preparativos para emprender la marcha.
—¿Y por qué iban a marcharse? —El aurak se encogió de hombros—. No creen que podamos atravesar el paso.
—Y tienen razón. No podemos —dijo Grag con gesto adusto.
—Cierto, pero hay muchas formas de despellejar a un humano o, como dicen ellos, de despellejar a un gato. Tengo un plan.
Dray-yan le explicó su idea.
Grag escuchó con atención. Al principio miró con incredulidad al aurak como si pensara que se había vuelto loco. Sin embargo, conforme Dray-yan exponía el plan y explicaba con paciencia cómo podía realizarse, Grag empezó a darse cuenta de que el aurak podía tener razón. ¡Podía hacerse! Era un plan osado, audaz y peligroso, pero no imposible.
—¿Qué te parece? —preguntó finalmente Dray-yan.
—Habría que convencer a los Rojos.
—Yo me encargaré de hablar con ellos. Creo que estarán de acuerdo.
Grag pensaba lo mismo.
—Mis tropas necesitarán tiempo para entrenarse.
Dray-yan lo miró, fruncido el entrecejo. No había contado con eso.
—¿Es preciso hacerlo?
—Teniendo en cuenta lo que vas a pedirles que hagan ¡sí! —repuso acaloradamente el bozak.
Dray-yan lo pensó un poco antes de agitar la mano rematada en garras en un gesto de resignación.
—De acuerdo. ¿Cuánto tiempo?
—Un mes.
—Totalmente descartado —respondió Dray-yan tras soltar un bufido.
—Los humanos no van a ninguna parte.
—Eso no lo sabemos. Tenéis una semana.
—Dos —contemporizó Grag—, o no accederé a colaborar.
Dray-yan lo observó de hito en hito.
—Podría buscar otro comandante que quiera hacerlo —dijo luego.
—Es cierto —admitió fríamente Grag—, pero eso significaría que habría uno más que sabría tu pequeño secreto, lord Verminaard.
—Tienes dos semanas —accedió Dray-yan—. Aprovecha bien el tiempo.
—Es lo que me propongo hacer. —El bozak se puso de pie—. ¿Cómo marchan las negociaciones con los enanos de Thorbardin?
—Bastante bien —contestó Dray-yan—. Si esto funciona, no necesitaremos a los humanos y podrás acabar con ellos, sin más.
—Nos estamos tomando muchas molestias para que luego no los necesitemos —apuntó Grag.
—No podemos permitir que nos consideren débiles. Aunque sólo sea por eso, la muerte de esos esclavos servirá para meter miedo a otros que pudieran estar pensando en rebelarse.
Grag asintió con la cabeza y vaciló un instante antes de decidirse a hablar.
—Sabes que no me caes bien, Dray-yan.
El aurak frunció los labios.
—No hemos venido a este mundo para caernos bien, comandante.
—Y que no soy dado a los halagos —continuó Grag.
—¿Adónde quieres llegar con todo esto, comandante? Tengo mucho que hacer.
—Quiero decir que considero este plan tuyo propio de un genio. Haremos historia. El emperador Ariakas y los otros Señores de los Dragones mirarán a nuestra raza con nuevo respeto y admiración.
—Tal es mi esperanza —convino Dray-yan. Aunque no lo dijo, le complacía la alabanza de Grag. Ya podía verse con la armadura de un Señor del Dragón—. Haz bien tu trabajo, comandante. Tienes dos semanas.
El bozak saludó y se dirigió a la puerta para empezar con los preparativos.
—Ah, comandante —llamó Dray-yan antes de que saliera—, si te parece bien, podrías hablarle de mi plan a su Oscura Majestad. Sólo mencionárselo de pasada...
El valle en el que los refugiados se cobijaban tenía forma de cuenco, con unos dieciocho kilómetros de largo por otros tantos de ancho, Flint y Tanis se encaminaban hacia el sur sin apartarse de las estribaciones al pie de las montañas y sin descender al suelo del valle. Flint marcaba un curso sinuoso y Tanis habría pensado que el enano se había perdido y deambulaba al tuntún si no hubiese viajado con él muchos años y no supiera a qué atenerse.
Un enano podría perderse en un desierto. Un enano se perdería en el mar casi con toda certeza, si es que por desgracia acababa allí, pero no había nacido el enano que se perdiera entre las montañas y las colinas de las Kharolis, holladas desde antaño por las botas de sus antepasados. Flint no apartaba los ojos de las paredes rocosas que se alzaban imponentes desde el suelo del valle; de vez en cuando cambiaba de dirección y corregía el curso que seguían.
Llevaban varias horas de viaje cuando el enano giró de repente a la derecha. Abandonando las estribaciones, empezó a subir por una empinada cuesta.
Tanis lo siguió. Había ido atento por si descubría alguna señal de que Raistlin, Caramon y Sturm hubieran pasado por ese camino, pero no había visto nada.
—Flint, ¿en qué dirección queda el Monte de la Calavera desde aquí? —preguntó el semielfo cuando empezaron a ascender.
El enano hizo un alto para orientarse y señaló hacia el este.
—Por allí, al otro lado de esa montaña. Si han ido en esa dirección no llegarán muy lejos. Supongo que nos hemos preocupado sin razón.
—¿No hay un paso por allí?
—¡Utiliza los ojos, muchacho! ¿Acaso ves un paso?
Tanis sacudió la cabeza y después sonrió.
—Tampoco veo un paso en esta dirección.
—¡Ah, pero eso es porque no eres un enano! —sentenció Flint antes de reanudar el ascenso.
Caramon, Sturm y Raistlin se encontraban en el fondo del valle y seguían una vereda apenas marcada, tan cubierta de vegetación que en ocasiones era impracticable y se veían obligados a entrar en el bosque para dar un rodeo. Sin embargo, por mucho que se alejaran de la vereda, Raistlin siempre los conducía de vuelta a ella indefectiblemente.
El arroyo que corría cerca de la zona del campamento serpenteaba a través del valle como una culebra reluciente y cortaba la vereda en varios puntos. Hasta ese momento, cada vez que habían tenido que cruzar el arroyo, el lecho estaba a poca profundidad y lo habían vadeado sin problemas. Habían llegado a un sitio en el que la corriente fluía con rapidez y era caudalosa y no podían cruzarla. Raistlin se encaminó hacia el norte siguiendo el curso del arroyo y, tras recorrer un tramo, encontraron un punto donde el agua les llegaba sólo a los tobillos.
Una vez que estuvieron en la otra orilla, el mago encabezó la marcha en dirección contraria hasta llegar de nuevo a la vereda.
—¿Cómo sabía dónde encontrar el vado? —preguntó Sturm en voz baja.
—Pura casualidad —contestó Caramon.
—Pues parece tener muchos de esos aciertos casuales —comentó el caballero, que miraba al mago con gesto adusto.
—Cosa que debería alegrarnos —masculló el guerrero—. De otro modo estaríamos dando vueltas por ahí, perdidos.
Caramon apretó el paso para alcanzar a su gemelo, que se había distanciado un buen trecho.
—¿No crees que deberías descansar, Raist? —le preguntó solícito cuando llegó a su lado. Le preocupaba el paso que estaba marcando su endeble gemelo. Llevaban horas caminando sin hacer un alto—. Realmente has hecho un gran esfuerzo esta mañana.
—No tenemos tiempo para descansos —dijo el mago, que apretó más el paso. Echó un vistazo al cielo—. Tenemos que estar allí al anochecer.
—¿Que tenemos que estar allí al anochecer? —repitió Caramon, desconcertado.
Raistlin pareció sentirse momentáneamente confuso; después desestimó la pregunta con un gesto de la mano.
—Tendrás...
Un ataque de tos lo interrumpió y lo dejó sin resuello, medio asfixiado.
Caramon se acercó a él y observó, sin poder hacer nada, que Raistlin se limpiaba los labios, estrujaba el pañuelo y se lo guardaba rápidamente en el bolsillo, aunque no antes de que el guerrero viera puntos tan rojos como la túnica del mago en la tela blanca.
—Vamos a parar —dijo Caramon.
Raistlin intentó protestar, pero le faltaba aliento para discutir. Alzando los ojos al sol, que todavía no había llegado a su cénit, cedió y se sentó con pesadez en el tronco de un árbol caído. Respiraba de forma trabajosa, con ásperos resuellos. Caramon quitó el tapón del odre de agua y, mientras se lo tendía a su hermano para que bebiera, advirtió que en la tez dorada de Raistlin había un rubor febril. Sabedor de que era mejor no mencionar aquello y temeroso de provocar la ira de su hermano, Caramon aprovechó la oportunidad al tenderle el odre para rozar con su mano la de él. Raistlin tenía siempre un calor en la piel que no parecía natural, pero a Caramon le dio la impresión de que estaba más caliente de lo que era habitual.
—Sturm, ¿podrías recoger un poco de leña? Quiero encender una lumbre —pidió el guerrero—. Te preparé la infusión, Raist. Tú puedes dar una cabezada.
El mago le lanzó una mirada que lo hizo enmudecer.
—¡Una cabezada! —repitió Raistlin con mordacidad—. ¿Crees que esto es una excursión kender, hermano?
—No —contestó Caramon en tono desdichado—. Es sólo que te...
Raistlin se puso de pie. En las profundidades de la capucha sus ojos centellearon.
—Adelante, Caramon, prepara una lumbre. Tú y el caballero podéis disfrutar de una comida campestre. Podrías ir de pesca y a lo mejor capturas una trucha. Cuando hayáis terminado, quizá consideréis la idea de alcanzarme. —Señaló con el bastón sus huellas en la nieve—. No tendréis problemas para seguirme el rastro.
Empezó a toser, pero se las arregló para sofocar la tos en la manga de la túnica. Luego se apoyó en el bastón y echó a andar.
—Por los dioses y por un céntimo de cobre doblado que yo sí me iría a pescar —manifestó Sturm con vehemencia—. ¡Deja que se vaya y acabe en las tripas de un lobo hambriento!
Caramon no se molestó en contestar y se limitó a recoger en silencio su equipaje y el de su gemelo antes de echar a andar tras él.
—Por un céntimo de cobre doblado —masculló Sturm.
Puesto que no había nadie por allí para que le ofreciera un incentivo, el caballero recogió su equipo y los siguió, torvo el gesto.
Tanis no se sorprendió en absoluto cuando Flint dio con la antigua senda enana, oculta a la vista y cortada en la piedra de la falda de la montaña. Flint había avanzado sin quitar ojo del suelo ni de las paredes rocosas; buscaba señales que sólo él era capaz de ver, marcas secretas dejadas por su pueblo, que había vivido en las Kharolis y en sus aledaños desde el principio de los tiempos, cuando Reorx, el dios de los enanos, había forjado el mundo.
El semielfo, sin embargo, fingió sorprenderse y juró que tenía la seguridad de que se habían perdido sin remedio. Flint enrojeció, enorgullecido, si bien se comportó como si no hubiese hecho nada del otro mundo. Tanis observó el trazado del sendero, que se extendía ante ellos sinuoso, serpenteando a través de la cara de la montaña.
—Es estrecho —dijo, pues pensaba en los refugiados que quizá tendrían que utilizarlo—. Y empinado.
—Lo es, sí —convino el enano—. Está pensado para que lo recorran pies enanos, no humanos. —Señaló al frente—. ¿Ves esa brecha en la pared, más adelante? Allí es donde conduce el sendero. Así es como cruzamos las montañas.
Desde luego la brecha era angosta y tenía la forma casi perfecta de una «V». Tanis no sabía lo ancha que era realmente, ya que se hallaba a cierta distancia, pero desde la ventajosa posición en la que estaba calculó que dos humanos que caminaran por ella hombro con hombro entrarían muy justos. En el sendero en el que se encontraba —cabrían un par de humanos en algunos tramos, pero saltaba a la vista que en otros sitios habría que caminar en fila, de uno en uno.
Flint y él habían ido subiendo sin parar desde que habían dejado atrás las estribaciones. A un lado del sendero se alzaba el respaldo sólido de la montaña, en tanto que en el otro había un gran precipicio. Atravesar semejante terreno no inquietaba lo más mínimo a los enanos. Flint afirmaba que mientras tuviesen roca bajo los pies, las botas enanas no resbalaban. Tanis imaginó a Goldmoon —a la que aterraban las alturas— recorriendo ese sendero y por un instante deseó creer en esos dioses recién encontrados para así rogarles que ahorraran a la mujer y a los demás la necesidad de realizar ese terrible viaje. Tal como estaban las cosas, sólo quedaba la esperanza y él no tenía mucha.
Los dos continuaron y la marcha se fue haciendo más lenta porque, si bien el enano caminaba con seguridad por el sendero, Tanis tenía que ir con más cuidado. Por suerte, la montaña había resguardado el sendero de la nieve y no estaba helado. Aun así, el semielfo tenía mucho cuidado en mirar dónde pisaba y, aunque la altura no le impresionaba, cada vez que echaba una ojeada por el borde del precipicio notaba que ciertas partes del cuerpo se le encogían.
Al final de la tarde, Flint y él llegaron a la brecha, que resultó ser tan angosta y difícil de cruzar como le había parecido desde lejos.
—Acamparemos aquí para pasar la noche, donde las paredes nos resguardarán del viento —dijo el enano—. Cruzaremos por la mañana.
Mientras Tanis buscaba el sitio menos malo para pasar una fría noche en una garganta sembrada de piedras, Flint se puso en jarras y contempló con los labios fruncidos el pico que se erguía, imponente, sobre ellos. Finalmente, tras un largo y detenido examen, gruñó con sarisfacción.
—Justo lo que me imaginaba —dijo—. Tenemos que dejar una señal a Riverwind.
—He ido dejando señales, ya lo has visto —comentó el semielfo—. No le será difícil encontrar el sendero.
—No es el sendero lo que quiero indicarle. Ven y echa un vistazo. —Flint señaló un gran pedrusco—. ¿Qué te parece eso, muchacho?
—Una roca. Como cualquier otra de las que hay por aquí.
—Aja. Pero no lo es —dijo en tono triunfal el enano—. Esa roca tiene vetas rojas y naranjas, mientras que las que hay alrededor son grises.
—Entonces será que ha caído rodando por la cara de la montaña. Hay montones de rocas y pedruscos sueltos ahí arriba.
—Ésa no cayó. Alguien la puso ahí. Bien, pues ¿por qué crees tú que alguien haría una cosa así? —Flint sonrió. Se estaba divirtiendo.
Tanis se limitó a sacudir la cabeza.
—Es una clave, una piedra angular —explicó Flint—. Quítala de ahí y se quitará esa otra roca, y esa roca quitará esa otra y antes de que te des cuenta todo el tinglado se te habrá venido encima.
—Así que quieres que advierta a Riverwind de que nadie toque esa roca —dijo Tanis.
—El frío te ha congelado los sesos, semielfo —repuso Flint con un resoplido—. Quiero que le adviertas que si alguien los persigue debe echarla abajo una vez que la gente haya cruzado y esté a salvo. Bloqueará el sendero.
—Traed picos, le avisaste —recordó Tanis la conversación de esa mañana. Observó pensativamente la enorme piedra y sacudió la cabeza—. Explicar algo tan complicado va a resultar difícil, a menos que se le deje una nota escrita. Deberías haberle comentado algo esta mañana.
—No estaba seguro de que la encontraría. Que yo supiera, si mi pueblo había dejado una piedra angular, cosa que a veces hace y a veces no, cabía la posibilidad de que ya se hubiera utilizado o que se hubiera desplomado por sí misma.
—Lo que habría significado que este paso habría sido impracticable —razonó Tanis—. Habríamos llegado hasta aquí para nada, a no ser que haya otra salida.
Flint se encogió de hombros.
—Por las señales dejadas por mi pueblo, éste es el único paso que hay. Y no había forma de saber si seguía abierto sin venir a comprobarlo nosotros mismos.
—Aun así, deberías haberle hablado de la piedra angular a Riverwind.
—Enseñarte esto ya es una deslealtad hacia mi pueblo, semielfo, pero lo que no pienso hacer es ir revelando secretos a un montón de humanos. —El enano echaba chispas por los ojos.
Iracundo, echó a andar y dejó a Tanis para resolver el problema. Finalmente, el semielfo cogió el pico de Flint y lo dejó junto a la piedra angular con la punta encarada a la roca. Cualquiera que se lo encontrara por casualidad pensaría que se les había caído o que lo habían dejado allí por descuido. Esperaba que Riverwind recordara que Flint había mencionado específicamente los picos y comprendiera que era una pista. Que llegara a la conclusión de que era una pista para bloquear el camino tras su paso si los iban persiguiendo ya era harina de otro costal.
Encontró a Flint cómodamente instalado entre las piedras y masticando unas tiras de tasajo de venado.
—Estaba pensando en lo que dijiste sobre los enanos compartiendo sus secretos con los humanos. En mi opinión, si todos fuéramos capaces de vernos como un «pueblo», éste sería un mundo mejor.
—¿Qué diablos rezongas, semielfo? —demandó Flint.
—Decía que es una lástima que no confiemos unos en otros.
—Ah, si confiásemos unos en otros entonces seríamos kenders —dijo Flint—. ¿Y dónde estaríamos en tal caso? Me voy a dormir. Haz tú la primera guardia.
El enano, terminada la cena, se arrebujó en una manta y se tumbó boca arriba entre las piedras.
Tanis se recostó contra una roca inclinada; incapaz de encontrar una postura cómoda, alzó los ojos hacia el cielo estrellado.
—Si no hay otra salida del valle, ¿cómo llegará Raistlin al Monte de la Calavera? —preguntó.
—Volando en su escoba, seguramente —rezongó Flint y dio un tremendo bostezo, retiró una piedra que se le clavaba entre los hombros, cerró los ojos y soltó un profundo suspiro de satisfacción—. Me siento como en casa —dijo mientras enlazaba los dedos de las manos sobre el pecho. Poco después estaba roncando.
Raistlin, Caramon y Sturm siguieron por la vereda a través del valle durante toda la tarde. Era como si el mago estuviera insuflado de una energía fuera de lo normal que le impedía descansar y lo obligaba a seguir adelante. Caramon insistió varias veces en que se pararan, pero fue una pérdida de tiempo porque Raistlin se sentaba sólo unos instantes y en seguida se ponía de pie y paseaba con impaciencia mientras sus ojos iban hacia el sol, que ya empezaba a descender en el cielo.
—El ocaso —era lo único que decía antes de echar a andar otra vez.
La parte boscosa del valle terminó y ante ellos apareció el paisaje despejado de la pradera. La vereda que habían seguido entre los árboles desapareció, pero Raistlin siguió adelante por la hierba ahora cubierta de nieve. Caminaba con la cabeza gacha y se apoyaba pesadamente en el bastón. No miraba a derecha ni a izquierda, sino que mantenía la vista fija en los pies, como si así volcara toda su voluntad en dar un paso tras otro. La otra mano la llevaba apretada contra el pecho y la respiración era una especie de matraqueo en sus pulmones.
Sturm esperaba que el mago se desplomara en cualquier momento. Sin embargo, sabía que no debía decir nada, consciente de que cualquier intento de hacer que Raistlin descansara tendría por respuesta una mirada enconada y una pulla sarcástica.
—Esto será la muerte de tu hermano —le advirtió a Caramon en voz baja.
—Lo sé —contestó el guerrero, preocupado—, pero no quiere parar. He intentado hablar con él, pero se pone furioso.
—¿Dónde va con tanta prisa? ¡Delante de nosotros sólo hay una sólida pared rocosa!
La pradera, uniforme, sin señales de rastros, se extendía unos cuatro kilómetros y acababa de golpe en una pared vertical de piedra que salía del suelo del valle. La pared rocosa formaba una especie de puente natural entre dos montañas
—Desde que dejamos la cobertura de los árboles y salimos a la pradera, hasta un enano gully ciego podría localizarnos.
Caramon admitió cuan acertado era ese comentario con un lento cabeceo y siguió caminando.
—Esto no me gusta, Caramon —continuó el caballero—. Aquí pasa algo muy raro. —Había estado a punto de decir que parecía que estuviera interviniendo algo maligno, pero se contuvo en el último momento por miedo a molestar al guerrero, que de nuevo se limitó a asentir con la cabeza sin dejar de caminar.
Sturm se paró para recuperar el aliento. Siguiendo con la mirada a los gemelos, sacudió la cabeza.
«Creo que Raistlin podría ordenar a Caramon que lo siguiera al Abismo y él lo haría sin dudarlo un instante», se dijo para sus adentros. La lealtad fraternal era digna de admiración, pero no debería ser ciega y caminar dando tumbos, sino ver con claridad por dónde iba. Caramon se volvió.
—Sturm, ¿vienes?
El caballero recogió el petate y echó a andar. La lealtad hacia los amigos era incuestionable.
Mientras el sol languidecía y Flint y Tanis se acomodaban para pasar la noche en la montaña, Sturm, Caramon y Raistlin casi habían llegado al final del recorrido de ese día: una pared desnuda. Tanto el caballero como el guerrero se daban cuenta de que la caminata a través de la pradera nevada llevaba directamente a un callejón sin salida. Los rayos del sol poniente daban de lleno en la inmensa pared de piedra. Caramon había pensado que quizá podrían escalarla, pero la brillante luz del sol ponía de manifiesto que la pared era lisa completamente, que no se distinguían huecos donde apoyar manos y pies. Era ligeramente curvada, como el costado de un cuenco, y tan alta que ni las máquinas de asedio más grandes que se hubiesen construido jamás habrían llegado siquiera a la mitad de su altura. No tenía cuevas ni grietas ni hendiduras por donde atravesarla o salvarla, pero aun así Raistlin se dirigió hacia ella con tenaz determinación.
Caramon no decía nada sobre el hecho de que iban de camino a ninguna parte porque detestaba contrariar a su hermano. Sturm no decía nada a Raistlin en voz alta, aunque sí mascullaba —y mucho— entre dientes. Caramon oía rezongar al caballero, que caminaba detrás de él. El guerrero sabía que Sturm estaba enfadado con él además de con su hermano. Sturm creía que Caramon debería poner fin a aquello y obligar a Raistlin a volver sobre sus pasos, y daba por hecho que no lo hacía porque le tenía miedo a su gemelo.
Sturm sólo acertaba a medias. El hombretón temía la cólera de su hermano, pero se habría arriesgado de buena gana a sufrir comentarios sarcásticos y pullas despectivas si hubiese creído que Raistlin estaba haciendo algo equivocado o que lo pusiera en peligro. Y no tenía la seguridad de que fuera ése el caso. Raistlin actuaba de un modo muy raro, pero también lo hacía con resolución y determinación. El guerrero se sentía obligado a respetar las decisiones de su hermano.
«Si luego resulta que se ha equivocado y nos hemos dado la caminata hasta aquí para nada —reflexionó con encono—, al menos Sturm tendrá la satisfacción de decir que ya me lo había advertido.»
Siguieron adelante a través de la pradera. Raistlin apretó el paso conforme las sombras de la noche se iban extendiendo por el valle. Finalmente llegaron a la base de la gran pared gris.
El campo guardaba ese silencio misterioso y profundo que va de la mano con el manto blanco que cubre la tierra tras una nevada. El cielo estaba tan vacío como la tierra alrededor de los tres hombres. Podrían haber sido los únicos seres vivos en el mundo.
Raistlin se retiró la capucha de forma que le cayó sobre los hombros y contempló la pared que se levantaba ante él. Parpadeó y pareció un tanto sorprendido, como si la viese por primera vez y no tuviera muy claro cómo había llegado hasta allí.
Ese desconcierto no le pasó inadvertido a Sturm.
El caballero soltó sin miramientos el petate en el que guardaba la armadura, que cayó al suelo con estrépito, y el ruido levantó ecos en la cara de la montaña y a Caramon le hizo dar diente con diente.
—Tu hermano no tiene ni idea de dónde está ni qué hace aquí, ¿verdad? —dijo Sturm con voz átona. Echó un vistazo hacia atrás—. Oscurecerá en seguida. Podremos acampar en el bosque si nos ponemos en marcha ahora...
Dejó de hablar porque ninguno de los dos lo escuchaba. Raistlin había empezado a caminar a lo largo de la base de la pared y escudriñaba atentamente la roca gris, que reflejaba brillos anaranjados a la luz del sol poniente. Dio varios pasos hacia un lado y luego los desanduvo sin quitar los ojos en ningún momento de la pared. Finalmente se detuvo. Retiró con la mano la nieve que se había quedado pegada a la piedra y sonrió.
—Aquí está —dijo.
Caramon se acercó a mirar. Su hermano había dejado al descubierto una marca cincelada en la piedra, a la altura de la cintura. El guerrero la identificó como una runa, una de las letras del lenguaje de la magia. Se le encogió el estómago y se le puso piel de gallina. Ansiaba preguntar a su hermano cómo había sabido viajar kilómetros a través de un valle desconocido y desolado y dirigirse a esa vasta pared de piedra precisamente en ese punto. Sin embargo no preguntó, quizá porque temía la respuesta que pudiera darle Raistlin.
—¿Qué...? ¿Qué significa? —preguntó, en cambio.
Sturm lo apartó para acercarse a mirar.
—El mal, eso es lo que significa —dijo al ver la marca, torvo el semblante.
—No es nada maligno; es magia —lo contradijo Caramon a pesar de saber que perdía el tiempo. Según el modo de pensar del caballero solámnico, lo uno era equivalente de lo otro.
Raistlin no prestaba atención a ninguno de los dos. Los largos y delicados dedos del mago se posaban con ligereza, casi acariciantes, en la runa.
—¿No sabes dónde estás, Pheragas? —inquirió de repente Raistlin—. Ésta sería nuestra ruta de suministros en caso de que nos sitiaran y nuestra vía de escape si la batalla iba mal. Sé que a veces eres corto de entendederas, Pheragas, pero ni siquiera tú puedes haber olvidado algo de tanta importancia.
Caramon miró a su alrededor, perplejo, y después se volvió hacia su gemelo.
—¿Con quién hablas, Raist? ¿Quién es Pheragas?
—Eres tú, naturalmente —repuso Raistlin, irritado—. Pheragas... Miró a Caramon y parpadeó, luego se llevó la mano a la frente y enfocó de nuevo los ojos.
—¿Por qué he dicho eso? —Al reparar en la runa sobre la que posaba los dedos retiró bruscamente la mano y recorrió con los ojos la altísima pared de arriba abajo y de un lado al otro. Se volvió hacia Caramon y preguntó en voz baja—. ¿Dónde estamos, hermano?
—Paladine se apiade de nosotros —dijo Sturm—. Se ha vuelto loco.
Caramon se lamió los labios resecos antes de preguntar, vacilante:
—¿No lo sabes? Tú nos has traído hasta aquí, Raist.
—¡Limítate a decirme dónde estamos! —demandó el mago con un gesto de impaciencia.
—En el extremo oriental del valle. —Caramon echó un vistazo a los alrededores—. Según mis cálculos, el Monte de la Calavera debe de encontrarse en alguna parte al otro lado de esta pared. Dijiste algo sobre una «vía de escape». Por si «la batalla iba mal.» ¿Qué... eh... querías decir con eso?
—No tengo ni idea —contestó Raistlin, que miró la pared y la runa, fruncido el entrecejo—. Sin embargo, me parece recordar...
Caramon puso la mano con gesto solícito en el hombro de su gemelo.
—Da igual, Raist. Estás agotado. Deberías descansar.
Raistlin no le estaba prestando atención. Seguía mirando fijamente la pared y entonces el gesto se le suavizó.
—Sí, eso es —musitó—. Si toco esta runa...
—¡Raist, no! —El guerrero asió a su hermano del brazo.
Raistlin movió rápidamente el bastón y le dio un golpe al guerrero en la muñeca. Caramon soltó un quejido y retiró la mano. Raistlin tocó la runa y apretó con fuerza.
Una sección de piedra que rodeaba la runa cincelada se desplazó hacia atrás unos siete u ocho centímetros. Del interior de la pared rocosa salió un sonido chirriante, seguido de un fuerte chasquido y crujidos. El contorno rectangular de una puerta de menos de dos metros de altura se perfiló en la pared. La puerta tembló y desprendió la nieve pegada en la cara de la pared, tras lo cual se detuvo. No ocurrió nada más.
Raistlin se quedó mirándola, fruncido el entrecejo.
—Algo debe de funcionar mal en el mecanismo. Pheragas, empuja la puerta con el hombro. Y tú también, Denubis. Hará falta la fuerza de los dos.
Ninguno de los dos hombres se movió y Raistlin les dirigió una mirada irritada.
—¿A qué esperáis? ¿A que vuelvan vuestros cerebros? Creedme, tal cosa no sucederá. Pheragas, no te quedes ahí plantado con la boca abierta como un pez destripado y haz lo que te mando.
Caramon siguió mirando fijamente a su gemelo, boquiabierto, en tanto que Sturm arrugaba el entrecejo y daba un paso atrás.
—No tendrá nada que ver con magia oscura, espero —dijo.
Raistlin soltó una risa que no tenía nada de alegre.
—¿Magia? ¿Es que estás sordo? Esto no es magia. ¡Si esta puerta fuera mágica sería fiable! Esta marca no es una runa mágica, sino la runa enana que equivale a la palabra «puerta». El mecanismo tiene trescientos años y se ha atascado, eso es todo. —Volvió la vista hacia su hermano—. Pheragas...
—No soy Pheragas, Raist —dijo lentamente Caramon.
El mago lo miró con atención. Luego parpadeó y dijo en voz baja:
—No, no lo eres. No sé por qué sigo llamándote así. Caramon, por favor, no tienes nada que temer. Sólo tienes que empujar la puerta con el hombro...
—Espera un momento, Caramon. —Sturm detuvo al hombretón cuando estaba a punto de obedecer—. Puede que esa puerta no sea mágica, como dice —lanzó una mirada funesta a la puerta—, pero yo por lo menos quiero saber por qué tu hermano conocía su existencia y el sitio preciso.
Raistlin miró ferozmente al caballero y Caramon se encogió al imaginar que su hermano iba a arremeter contra él. Al guerrero siempre lo pillaban en medio entre su gemelo y sus amigos, y detestaba estar así. Sus peleas le revolvían el estómago. Lanzó una mirada suplicante a Sturm, como pidiéndole que dejara ya el tema. Después de todo, sólo era una puerta...
Su hermano no atacó; el estallido de rabia que Caramon temía no se produjo. Raistlin apretó los labios. Miró la puerta, miró hacia atrás, al rastro que habían dejado en la nieve y en la vereda que se extendía por la zona boscosa y a través del valle. Los ojos se desviaron luego hacia Sturm, y a sus finos labios asomó un atisbo de sonrisa.
—Nunca has confiado en mí, Sturm Brightblade —dijo en voz queda— e ignoro por qué. Que yo sepa, nunca te he traicionado. Nunca te he mentido. Si de vez en cuando me guardo alguna información, supongo que estoy en mi derecho de hacerlo. Para ser sincero —añadió mientras se encogía de hombros—, no sé cómo he encontrado esta puerta. No sé cómo estaba enterado de que se encontraba aquí. No sé cómo conocía la forma de abrirla. Lo he hecho y eso es lo único que puedo decir. —Al advertir que el caballero iba a hablar, levantó una mano.
»Y también sé esto: Detrás de la puerta hallaremos un túnel que nos conducirá directamente al interior de la fortaleza de Zhaman, que ahora se conoce como el Monte de la Calavera. —Raistlin miró la puerta y suspiró.
»O al menos eso era así antaño. Es posible que el túnel se destruyera con la explosión.
—Ahora que has hablado sin tapujos y con sinceridad, supongo que das por sentado que entramos sin más —dijo Sturm, sombrío.
—Es eso o es pasar los próximos días buscando un camino a través de esas montañas y luego, si es que es posible cruzarlas, otros cuantos días más de caminata —contestó el mago—. De ti depende, señor caballero. Tú verás lo que prefieres hacer. En aras de ahorrar tiempo, Caramon y yo tomaremos esta ruta. ¿No es así, hermano?
—Claro, Raist.
Sturm seguía mirando la puerta con gesto ceñudo.
»Venga, Sturm —le dijo el guerrero en voz baja—. No querrás patearte estas montañas de aquí para allí. Puede que nunca encontrases un camino. Como dice Raist, la puerta no es mágica, la construyeron los enanos. En Pax Tharkas vimos puertas que funcionaban así. En cuanto a cómo sabía Raist que estaba aquí, eso no importa. A lo mejor leyó un libro en el que se hablaba de ella y se le ha olvidado.
El caballero miró a su amigo, pensativo. Luego sonrió y puso la mano en el hombro del guerrero.
—Si toda la humanidad fuese tan leal y digna de confianza como tú, Caramon, el mundo sería un lugar mejor. Por desgracia —su mirada se desvió hacia el mago—, no es ése el caso. Aun así, como has dicho, esto nos ahorra tiempo y esfuerzo.
Sin más, se encaminó hacia la puerta y apoyó el hombro contra ella. Caramon se le unió y los dos empujaron. Al principio no hubo progresos; era como si quisieran desplazar la ladera de la montaña. Dieron otro empujón y, de repente, el bloque de piedra se deslizó hacia atrás tan de prisa sobre carriles de acero que Caramon perdió el equilibrio y cayó de bruces. Sturm también trastabilló y no se reunió con su amigo en el suelo por poco.
El sol se había metido y el arrebol del ocaso era toda la luz que había en el cielo, y no tardaría en desaparecer.
—Shirak —dijo Raistlin al tiempo que alzaba el bastón. El cristal que asía firmemente la garra dorada resplandeció. El mago se abrió paso entre su hermano y Sturm, que se había quedado parado cerca del acceso abierto en la pared de piedra, vacilante, y entró en el túnel.
La luz brilló en una vía de acero de unos dos metros de longitud que penetraba recta en el pasaje hasta una confluencia donde se dividía; una parte trazaba una curva a la izquierda y acababa en una pared, mientras que el resto seguía túnel abajo y desaparecía en la oscuridad. Raistlin examinó el mecanismo con interés.
—Fijaos en esto —dijo al tiempo que señalaba—. La puerta está montada sobre ruedas que corren por la vía. Entonces se la puede empujar contra esa pared para apartarla a un lado.
Había cuatro vagonetas en la vía montadas en hilera. Todavía se encontraban en buenas condiciones, y el suelo y las paredes estaban secos ya que el pasadizo había permanecido cerrado herméticamente. Raistlin se asomó a las vagonetas. Estaban vacías. Por su aspecto, nunca se habían utilizado.
—Las carretas de suministro podían llegar hasta el túnel y vaciar el contenido en estas vagonetas, que se empujaban o se tiraba de ellas por las vías, túnel adelante, hasta Zhaman. Así, aun asediada, la fortaleza podía reabastecerse. Y en caso de que la derrota fuera inminente, los que se hallasen dentro de la fortaleza podían usar esta ruta de escape.
—Eso no tiene sentido —comentó Caramon que había entrado y miraba a su alrededor.
—¿El qué? —preguntó su hermano con impaciencia.
—Según Flint, cuando el hechicero vio que estaba a punto de caer derrotado, decidió destruirlo todo y se mató a sí mismo y a miles de guerreros de sus propias tropas. —Gesticuló señalando el túnel—. ¿Por qué iba a hacer algo así cuando podría haberse puesto a salvo?
—En eso tienes razón, hermano —convino el mago, pensativo—. Es extraño. Me pregunto...
—¿Qué te preguntas? —inquirió Caramon.
—Nada. —Raistlin sacudió la cabeza, pero siguió meditabundo.
—¡Bah! El hechicero estaba loco, consumido por su propia maldad —dijo Sturm, rotundo.
—A Fistandantilus se le podrán atribuir otras muchas cosas, pero no estaba loco —lo contradijo con suavidad el mago, que se encogió de hombros y pareció salir de su ensoñación—. Estamos perdiendo el tiempo con especulaciones vanas. No es probable que se llegue a saber la verdad de lo que ocurrió en Zhaman al final.
En la exploración que llevaron a cabo por el túnel descubrieron un depósito con armas y armaduras de manufactura enana, así como antorchas y faroles, picos y otras herramientas, provisiones de comida y barriles de cerveza. Los roedores habían devorado todos los alimentos. Para desencanto de Caramon, los barriles también estaban vacíos, aunque su hermano indicó que una cerveza que hubiese permanecido en barricas durante tres siglos difícilmente habría estado en condiciones de beberse.
Sturm encendió una de las antorchas y se puso a examinar la zona para buscar huellas u otras señales que indicaran que se hallaba habitada. Exploró el túnel a lo largo de más de un kilómetro y volvió para informar que no había encontrado ninguna indicación de que otros seres vivos hubiesen recorrido el túnel. Le dio un énfasis sombrío a la palabra «vivos», lo que les recordó que se suponía que en el Monte de la Calavera había fantasmas.
Raistlin sonrió y no dijo nada.
Caramon propuso pasar la noche en la entrada y al día siguiente recorrer el túnel. Raistlin habría seguido adelante a pesar de saber que no llegaría lejos antes de desplomarse. Aunque cansado hasta el agotamiento, estaba desasosegado, incapaz de quedarse quieto.
Comió poco y bebió su infusión. Caramon y Sturm se sentaron cómodamente y hablaron sobre lo que sabían de la Guerra de Dwarfgate, conocimientos que en su mayor parte provenían de las historias que les había contado Flint sobre el conflicto. Raistlin paseaba por el túnel y contemplaba fijamente la oscuridad deseando poder traspasarla y arrancarle sus secretos. Cuando por fin estuvo tan exhausto que no pudo dar un paso más, se tumbó en el petate y al instante se quedó profundamente dormido.
Caramon y Sturm debatieron si cerraban la entrada al túnel empujando la piedra hasta ponerla en su sitio. Decidieron dejarla abierta por si tenían que hacer una huida rápida.
Como dijo el caballero mientras se arropaba con la manta, sabían lo que había allí fuera, pero no lo que había ahí dentro.
—Y sabemos que no nos han seguido —añadió Caramon con un bostezo.
Resultó que los dos se equivocaban. Tas y Tika estaban allí fuera y los habían estado siguiendo.
Había pasado la mitad del día cuando Tasslehoff y Tika consiguieron por fin escabullirse de la asignación de la colada. Cuando llegó el momento de extender las empapadas prendas de vestir y la ropa de cama sobre los arbustos para que se secaran, Tika se había ofrecido voluntaria para la tarea. Un rápido codazo en las costillas había logrado que Tas se ofreciera voluntario también. El kender se las había ingeniado para recuperar las mochilas y esconderlas debajo de un tronco carcomido. Tras recogerlas, los dos habían tirado la colada que se suponía tenían que poner a secar y se habían marchado a hurtadillas del campamento.
No fue difícil dar con la vereda que habían tomado los tres hombres. En la nieve se marcaban las huellas de los pies estrechos de Raistlin y las marcas del roce del repulgo de la túnica, así como los hoyos dejados por la punta del bastón. Las grandes huellas de Caramon estaban siempre cerca de las más pequeñas de su hermano y las pesadas marcas de Sturm iban detrás, en la retaguardia.
Muy conscientes de que habían perdido un tiempo valioso y que sólo les quedaba medio día antes de que la oscuridad les diera alcance, Tika intentó hacer todo lo posible para avanzar de prisa. No era cosa fácil, ya que Tasslehoff se distraía continuamente con algo que veía y se desviaba cada dos por tres para investigar. Tika tenía que convencerlo por las buenas para que se olvidara de ello o retenerlo a la fuerza o, si miraba hacia otro lado cuando se escabullía, salir en su persecución.
Cuando cayó la noche los dos estaban dentro del bosque.
—Tenemos que parar —dijo la joven, desanimada—. Si seguimos adelante podríamos perderles el rastro en la oscuridad. ¿Este claro sería un buen sitio para acampar?
—Como cualquier otro —contestó Tas—. Probablemente habrá lobos rondando por ahí, listos para hacernos pedazos, pero si encendemos una hoguera los mantendremos a raya.
—¿Lobos? —Tika echó una ojeada inquieta al oscuro bosque.
Había llegado muy lejos de Solace y de la posada El Ultimo Hogar, donde había trabajado como camarera, al emprender un viaje que nunca había imaginado que haría. Tampoco había imaginado que se enamoraría en ese viaje y desde luego no de Caramon Majere, que se había burlado cruelmente de ella cuando era una chiquilla llamándola «pelo de zanahoria», «cara pecosa» y «flacucha».
Ahora ya no la llamaba esas cosas, claro. Nadie lo hacía. Tika se había rellenado muy bien; demasiado, a su entender, si se comparaba con la grácil Laurana, que parecía una sílfide. De generosos senos, ancha de hombros, brazos fuertes y musculosos conseguidos tras años de acarrear pesadas bandejas y levantar grandes jarros de cervezas, a Tika le hacía gracia cuando alguien la decía «bonita». Los rizos pelirrojos, los ojos verdes y la fulgurante sonrisa habían robado más de un corazón en Solace y ahora el de Caramon se contaba entre ellos; el que ella atesoraba de verdad.
Y allí estaba ahora, lejos de casa, lejos de cualquier cosa parecida a un hogar, y pasando la noche en un bosque oscuro, muy oscuro, con un kender por toda compañía. Aunque Tasslehoff era su mejor amigo y se alegraba de que estuviera con ella, no podía evitar desear que no hablara tanto ni tan alto y, sobre todo, que dejara de dar brincos con cada ruido raro mientras chillaba: «¿Has oído eso, Tika? ¡Ha sonado como si fuese un oso!»
Tika había pasado muchas noches al raso en terreno agreste durante ese viaje, pero siempre en compañía de guerreros experimentados que sabían cómo defenderse. La muchacha había participado en unos cuantos combates, pero hasta el momento la única arma que había manejado con brío era una pesada sartén de hierro. Había encontrado una espada, pero era muy consciente, ya que se lo habían dicho hasta la saciedad, de que cuando la blandía sólo era peligrosa para sí misma.
La joven no había tenido intención de pasar la noche sola, sino con Caramon. Sabía que cuando los alcanzaran ni Sturm ni Caramon la obligarían a regresar sola y sin protección, dijera lo que dijera Raistlin. Tendrían que dejar que Tas y ella se unieran al grupo y así podría impedir que Caramon se metiera en cualquier situación peligrosa a la que sin duda su hermano lo arrastraría.
Un chasquido cercano hizo que se le parara el corazón.
—¿Qué ha sido eso? —dijo con un respingo.
A Tas le había entrado sueño para entonces y se había acostado.
—Probablemente un goblin —respondió adormilado—. Tú haces la primera guardia.
Tika dio un chillido ahogado y asió la espada.
—No te preocupes —la animó Tas mientras se tapaba la cabeza con la manta—. Los goblins casi nunca atacan de noche. Los fantasmas y los espectros sí lo hacen.
Tika, que se había calmado un poco, dejó de sentirse tranquila.
—No crees que haya fantasmas aquí, ¿verdad? —preguntó consternada.
—No hay lugares de enterramiento por los alrededores, al menos no los hemos visto, así que espero que no —dijo Tas tras reflexionar un poco sobre el asunto. Luego, con un bostezo descomunal, añadió—: Si aparece un fantasma, Tika, no te olvides de despertarme. No querría perdérmelo.
La joven se dijo que el chasquido que había oído lo habría hecho un venado, no un oso ni un lobo, pero en seguida echó más leña a la hoguera hasta que se dio cuenta de que el fuego los delataba a sus enemigos. Entonces se preguntó, aterrada, si debería apagarlo.
Antes de que hubiera tomado una decisión, el fuego empezó a apagarse y no quedaba más leña que echarle. Tika tenía miedo de entrar en el bosque a buscar leña y, cuando la luz titilante de la última brasa se apagó, se quedó sentada en la oscuridad, aferrando la espada y odiando a Tasslehoff con todas sus fuerzas por dormir tan profunda y tranquilamente cuando había fantasmas, goblins, lobos y otras cosas horribles todo en derredor.
Sin embargo, el terror es agotador, sin contar que había pasado la mitad del día llevando y trayendo agua y escurriendo la ropa de la colada y la otra mitad caminando trabajosamente a través del bosque. Se le cayó la cabeza sobre el pecho. La mano que sostenía la espada aflojó los dedos.
Lo último que pensó antes de que el sueño se apoderara de ella fue que se suponía que uno jamás debía dormirse estando de guardia.
Sturm hizo el primer turno de guardia esa noche y Caramon, el segundo. No le pidieron a Raistlin que hiciese guardia. Sturm no se habría fiado de él, y Caramon manifestó que su hermano estaba demasiado débil y necesitaba dormir.
La noche transcurría en un silencio y una quietud tan profundos que a Sturm le costaba mantenerse despierto. Finalmente tuvo que ponerse a dar paseos de un lado a otro del pasadizo para luchar contra el deseo de cerrar los párpados. Mientras caminaba, su mente volvió —como solía ocurrirle cuando estaba solo— a los tiempos vividos en Solamnia, tiempos de recuerdo agridulce, aunque con más amargor que dulzura.
La caballería, respetada en otros tiempos en Solamnia, hacía mucho que había caído en el descrédito. Las razones de que hubiera ocurrido tal cosa eran numerosas. El Cataclismo había llevado muerte y destrucción a todo Krynn, sin excluir a la nación de Solamnia. Poco después de sobrevenir el desastre, empezaron a correr rumores por todo el país de que a los caballeros se les había dado poder para evitar el Cataclismo y no lo habían impedido.
La gente que lo había perdido todo —hogar, medio de vida, amigos y familia— se alegró de tener a alguien a quien echar la culpa y los caballeros fueron una diana fácil. Si a esa situación inestable se le añadía la envidia de unos por el poder ejercido por los caballeros y la creencia de otros, con razón o sin ella, de que los caballeros se habían enriquecido a expensas de los pobres, no es de extrañar que la mezcla explotara.
Las turbas asaltaron los castillos y las residencias de los caballeros. Los caballeros no podían vencer en tales circunstancias. Si se defendían contra la chusma, los acusarían de asesinos. Si no lo hacían, corrían el riesgo de perderlo todo, incluida su vida. Los disturbios en Solamnia aflojaban durante un tiempo y después su monstruosa cabeza volvía a levantarse. Los caballeros siguieron intentando, desesperados, devolver la paz y la estabilidad al país y en algunos sitios llegaron a conseguirlo, pero como la orden de caballería se había roto, los caballeros no podían mantener individualmente el control mucho tiempo.
La familia de Sturm se había esforzado por mantener la paz en su feudo ancestral y lo había logrado durante más tiempo que la mayoría, ya que los Brightblade eran honrados y respetados por aquellos a quienes gobernaban. Sin embargo, llegaron forasteros a los pueblos y villas que estaban bajo su control y empezaron a provocar problemas, como para entonces ya ocurría en gran parte de Solamnia. En realidad, todo aquello era un esfuerzo conjunto urdido por las fuerzas de la Reina Oscura para socavar el poder de sus enemigos más implacables. Pero nadie sabía eso por entonces. Angriff Brightblade, previendo problemas, envió a su esposa y a su hijo al sur, a la ciudad arbórea de Solace, conocida desde hacía mucho como un refugio seguro para quienes atravesaban por una situación desesperada.
Sturm creció en Solace, criado con los relatos de su madre sobre las glorias pasadas de la caballería. Leyó y estudió la Medida —el código de leyes concebidas por los caballeros— y vivió conforme al Código Est Sularis oth Mithas, «Mi honor es mi vida». Su madre y él tuvieron muy pocas noticias del norte y las que recibieron no fueron buenas. Después llegó un momento en el que ya no tuvieron más noticias. Cuando murió la madre de Sturm, el joven decidió ir en busca de su padre y viajó hacia el norte, a Solamnia.
Encontró el castillo de su familia en ruinas, porque no sólo había sido saqueado, sino también incendiado y arrasado. No consiguió encontrar a su padre ni pudo descubrir qué había sido de Angriff Brightblade. Unos decían una cosa; otros decían otra. Nadie sabía nada con certeza. Sturm creía que su padre tenía que haber muerto; en caso contrario, nada le habría impedido que regresara para reclamar el castillo de sus antepasados.
No obstante, aunque su padre estuviera muerto sus deudas no lo estaban; en absoluto. Angriff había pedido prestadas sumas cuantiosas avaladas con sus tierras a fin de seguir con ellas como antes y proporcionar ayuda a los pobres y necesitados que estaban bajo su protección. A Sturm no se le escapaba la amarga ironía del hecho de que aquellos que habían atacado el castillo eran los mismos que seguían vivos por la ayuda de su padre. Se vio obligado a vender las tierras de sus antepasados para saldar las deudas. Cuando las hubo pagado, sólo le quedaban la espada y la armadura de su padre. Y su honor.
Sturm rememoró todo aquello mientras paseaba durante la guardia, en la oscuridad del pasadizo, con la débil luz de un farol alumbrando sus pasos.
La noche anterior a su regreso a Solace, el único hogar que conocía, había entrado en la cripta del castillo, donde los Brightblade muertos reposaban. Situado en las ruinas de la capilla familiar, el panteón sólo era accesible a través de una puerta de bronce sellada y cuya llave permanecía escondida en la capilla. Había señales de que la turba había intentado echar abajo la puerta, seguramente con la esperanza de encontrar riquezas dentro. La puerta se había mantenido firme, como los Brightblade, a través de los siglos.
Sturm encontró la llave escondida, abrió la puerta y —en un silencio reverente y medio cegado por las lágrimas— accedió a la cripta. Las tumbas que guardaban los restos de sus antepasados se encontraban envueltas en la penumbra. Caballeros de piedra yacían encima de los sarcófagos, asiendo espadas esculpidas con manos esculpidas. Su padre no tenía tumba, ya que nadie sabía dónde estaba enterrado su cadáver. El joven había puesto una rosa fresca en el suelo, en memoria de su progenitor, y había caído de hinojos para pedir perdón a sus antecesores por haberles fallado.
Se mantuvo en vela toda la noche y, cuando la luz del amanecer empezaba a colarse sigilosamente en la cámara, se puso de pie con trabajo porque estaba entumecido e hizo el juramento solemne de restablecer el honor y la gloria de la familia Brightblade. Salió de la cripta y cerró con llave la puerta de bronce. La llave la guardó consigo hasta que se encontró a bordo de un barco, de regreso a Abanasinia. De pie en la cubierta y bajo la plateada luz de Solinari, Sturm había confiado la llave a las profundidades del océano.
Y, sin embargo, no había hecho nada para cumplir aquel juramento.
Recorría el túnel a pasos acompasados, sumido en sus pensamientos melancólicos, cuando lo interrumpió la voz de Raistlin.
—¡Quieres dejar de andar! —demandó, malhumorado—. No puedo dormir si estás yendo y viniendo sin parar.
Sturm se detuvo y se volvió para enfrentarse al mago.
—¿Qué es lo que esperas encontrar en este sitio maldito, Raistlin? ¿Qué es tan importante para que arriesgues la vida de todos nosotros para encontrarlo?
Lo único que el caballero alcanzaba a ver de Raistlin eran las extrañas pupilas en forma de reloj de arena, que relucían a la luz del farol. En realidad no esperaba que le contestara, así que se sobresaltó cuando se oyó la voz del mago, clara y fría, en la oscuridad:
—¿Qué es lo que esperas encontrar tú en el Monte de la Calavera? —Al no responder el caballero, Raistlin continuó:— Desde luego, no fue tu aprecio por mí lo que hizo que te decidieras a acompañarnos. Sabes que tanto Caramon como yo nos valemos por nosotros mismos, de modo que ¿por qué has venido?
—No veo por qué íbamos a intercambiar opiniones tú y yo, Raistlin —replicó Sturm—. Mis motivos sólo me incumben a mí.
—El Mazo de Kharas —dijo Raistlin. La última sílaba la articuló con un siseo sibilante.
Sturm se sorprendió. Sólo le había hablado del Mazo de Kharas a Tanis. Su primer impulso fue dar media vuelta y apartarse del mago, pero fue incapaz de resistir el reto.
—¿Qué sabes tú del Mazo de Kharas? —inquirió en voz baja.
Raistlin hizo un sonido áspero, rasposo, que podría ser una risilla desabrida; o quizá había carraspeado.
—Mientras tú y mi hermano os machacabais la cabeza el uno al otro con las espadas de madera, yo estudiaba, cosa por la que te burlabas de mí. Ahora acudes a mí buscando respuestas.
—Nunca me burlé de ti, Raistlin —respondió Sturm en voz queda—. Pienses lo que pienses de mí, al menos has de reconocerme eso. A menudo te protegí, como cuando esa turba estuvo a punto de quemarte en una hoguera como ofrenda a ese dios serpiente. Si quieres saber la verdad, el desagrado que me inspiras se debe al trato abominable que das a tu hermano.
—Lo que haya entre mi hermano y yo es algo de nuestra exclusiva incumbencia, Sturm Brightblade —replicó el mago—. Tú no lo entiendes.
—Tienes razón, no lo entiendo —contestó Sturm con frialdad—. Caramon te quiere, daría la vida por ti y tú lo tratas como si fuera basura. Ahora tengo que dormir un poco, así que te doy las buenas noches...
—Lo que ahora se conoce como el Mazo de Kharas se llamaba Mazo del Honor —dijo Raistlin—. Lo hicieron para honrar al Martillo de Reorx que el dios utilizó para forjar el mundo. El Mazo del Honor era un símbolo de paz entre los humanos de Ergoth, los elfos de Qualinesti y los enanos de Thorbardin. Durante la Tercera Guerra de los Dragones, el Mazo le fue entregado al legendario caballero, Huma Dragonbane, para que lo utilizara junto con el Brazo de Plata mágico para forjar las primeras Dragonlances, las que forzaron a la Reina Oscura a regresar al Abismo, donde ha permanecido desde entonces o, más bien, hasta ahora.
»En tiempos del Rey Supremo Duncan y de la Guerra de Dwarfgate, el Mazo del Honor se entregó al cuidado del héroe Kharas, un enano tan respetado que el nombre del Mazo se cambió en su honor. El Mazo se vio por última vez durante la guerra, blandido por Kharas, pero éste abandonó pronto el campo de batalla, atribulado por verse obligado a luchar contra sus semejantes. Llevó el Mazo consigo, de vuelta a Thorbardin, y allí se le perdió la pista, porque las puertas del reino de la montaña se cerraron, ocultas para el mundo. —Raistlin hizo un alto para tomar aliento y luego prosiguió.
»Aquel que recupere el Mazo y lo utilice para forjar Dragonlances será aclamado como héroe. Hallará fama y fortuna, honor y gloria.
Sturm dirigió una mirada incómoda al mago. ¿Sus palabras eran meras generalidades o es que había estado husmeando en sus pensamientos más ocultos?
—Tengo que dormir un poco —dijo el caballero y se dirigió hacia Caramon, que roncaba, para despertarlo.
—El Mazo no está en el Monte de la Calavera —le dijo Raistlin—. Si todavía existe, se halla en Thorbardin. Si es el Mazo lo que buscas, deberías haber ido con Tanis y Flint.
—Dijiste que la llave para acceder a Thorbardin está en el Monte de la Calavera.
—En efecto —contestó Raistlin—, pero ¿desde cuándo alguien escucha lo que digo?
—Tanis lo hace —repuso Sturm—. Por eso me envió contigo y con tu hermano, para asegurarnos de que si encuentras la llave, la entregues.
El mago no tenía nada más que decir respecto a eso, de lo que el caballero se congratuló. Las conversaciones con Raistlin lo incomodaban siempre, le dejaban la sensación de que todos sus conceptos puros del mundo estaban en realidad renegridos y deslustrados.
Despertó a Caramon. El hombretón, entre bostezos y estiramientos, lo relevó en la guardia. Sturm estaba cansado y se quedó profundamente dormido casi de inmediato. En sus sueños, usaba el Mazo de Kharas para echar abajo la puerta de bronce de la cripta de su familia.
La noche transcurrió sin acontecimientos dignos de mención incluso para quienes la pasaron al raso. Los que no hicieron guardia —Tika y Tasslehoff— durmieron sin que nada perturbara su descanso. Unos ojos que todo lo veían los guardaron.
El día amaneció despacio, de mala gana. El sol luchó para penetrar a través de las densas y grises nubes, pero acabó fracasando de forma estrepitosa y finalmente se ocultó, malhumorado. El cielo amenazaba con llover o nevar, si bien no hizo ni lo uno ni lo otro.
Cuando un sol débil y desvaído alumbró la entrada del pasadizo, Sturm, Caramon y Raistlin reanudaron la marcha. Hablaron de empujar la puerta de piedra a su sitio para cerrar el acceso tras ellos.
Tras un examen, ninguno de ellos, ni siquiera Raistlin, supo determinar cómo funcionaba el mecanismo para abrir la puerta una vez que estuviera cerrada. Aun en el caso de que acabaran discurriendo cómo hacerlo, el mecanismo ya no había funcionado bien una vez y podría repetirse el fallo. Entonces se encontrarían atrapados y no tenían ni idea de lo que encontrarían más adelante. El túnel podría estar bloqueado y en tal caso no les quedaría otra opción que admitir el fracaso y volver sobre sus pasos. Convinieron en dejar abierta la puerta.
Los tres echaron a andar túnel adelante, con la luz del cristal del bastón de Raistlin alumbrándoles el camino. Sturm llevaba un farol porque le desagradaba sobremanera la idea de que, con sólo pronunciar una palabra, Raistlin pudiera dejarlos totalmente a oscuras.
El túnel, construido por ingenieros enanos, se internaba en la montaña en línea recta. Las paredes estaban labradas con tosquedad y el suelo era relativamente liso. No había señales de que alguien hubiera entrado en él nunca.
—Si los enanos hubiesen huido de la fortaleza asediada, encontraríamos alguna armadura desechada, armas rotas, cadáveres —dijo Caramon—. Este pasadizo no se ha utilizado nunca.
—Lo que avala la teoría de que Fistandantilus no arrasó Zhaman de forma deliberada —apuntó Raistlin—. La explosión fue accidental.
—Entonces ¿qué la causó? —preguntó Caramon, interesado.
—Magia maléfica —afirmó Sturm y el mago negó con la cabeza.
—No sé de ninguna magia, sea del tipo que sea, capaz de arrasar una fortaleza tan enorme. Según Flint la explosión devastó el área colindante a Zhaman en kilómetros a la redonda. Los eruditos llevan mucho tiempo preguntándose qué ocurrió realmente en esa fortaleza. Quizá seamos nosotros quienes descubramos la verdad.
—Sin duda escribirás un tratado sobre el tema y lo leerás en voz alta en el próximo Cónclave de Hechiceros —dijo Sturm.
—Sí, tal vez. ¿Por qué no? —contestó Raistlin con una sonrisa.
Los tres siguieron caminando.
Tasslehoff despertó a Tika recriminándole que se hubiera quedado dormida estando de guardia. Seguro que habían dejado de ver varios fantasmas que los habrían ido a visitar por la noche.
La propia joven se reprochó a sí misma su negligencia, abochornada al imaginar cómo la habría regañado Caramon por dormirse estando de guardia. Irritada, le dijo a Tas en voz alta que se callara y se diera prisa. Volvieron a la vereda por la que los habían precedido los tres hombres y reanudaron la tenaz persecución.
Tas y ella también empezaron su jornada muy pronto para recuperar el tiempo perdido. La falta de sueño y la conciencia de lo lejos que estaba de casa y de cualquier ayuda pusieron de mal humor a Tika. Se mostraba irascible con Tas y no quería charlar, ni siquiera sobre chismorreos interesantes como por ejemplo que Tasslehoff había descubierto que Hederick, el Sumo Teócrata, tenía su propia despensa secreta donde ocultaba comida.
Tika avanzaba por la vereda a zancadas, con aire enfadado, los ojos clavados en el suelo, sin apartarlos de las huellas marcadas en la nieve y resistiéndose al fuerte impulso de dar media vuelta y regresar al asentamiento a todo correr. Si se le hubiese ocurrido la forma de volver a hurtadillas sin que nadie supiera que se había marchado, lo habría hecho.
La joven habría acabado ideando alguna historia verosímil, pero sabía que Tasslehoff no podría evitar que se le escapara la verdad, y a la chica le daba pavor la idea de que la gente se riera de ella y dijera que había salido corriendo en pos de Caramon como una tonta colegiala enamoriscada.
En su favor hay que decir que no se debió sólo al temor de ser ridiculizada lo que le impidió darse media vuelta. El corazón de Tika rebosaba amor —un profundo amor— por Caramon y su temor de que le pasara algo malo era muy real. La idea de que quizá podría salvarlo de las maquinaciones de Raistlin la impulsó a seguir adelante.
En cuanto a Tas, estaba feliz de encontrarse de nuevo en la calzada en busca de aventuras.
Los dos llegaron al final del bosque cerca de mediodía y vieron el rastro sinuoso que se internaba en la pradera abierta y alfombrada de nieve.
—¡Mira, Tika! —señaló Tas con mucha excitación al irse acercando a la pared rocosa—. Hay una cueva. ¡Su rastro conduce a una cueva!
El kender agarró a la chica de la mano y se puso a tirar de ella para que se apresurara.
»Me encantan las cuevas. Uno nunca sabe qué va a encontrar dentro. ¿Te he contado lo de aquella vez que entré en una gruta y había dos ogros que jugaban al clavo, sólo que con un cuchillo, y que al principio iban a arrancarme las extremidades de una en una y a devorarlas, empezando por los dedos de los pies? Yo no lo sabía, pero por lo visto los ogros consideran un manjar los dedos de los pies de los kenders. Sea como sea, el caso es que les dije a los ogros que se me daba muy bien jugar al clavo, mejor que a cualquiera de ellos. Los ogros me dejaron un cuchillo que se suponía que tenía que lanzar al suelo, pero que en cambio se lo clavé a los ogros en las rodillas. Así no podrían perseguirme, claro, y escapé de acabar devorado. ¿Sabes jugar al clavo tú, Tika? Lo digo por si acaso hubiese ogros en la cueva y quisieran comernos.
—No. —A Tika no le gustaban nada las cuevas y el corazón le palpitaba muy de prisa al pensar que tenía que entrar en una.
Tas estaba a punto de lanzarse a contar más detalles sobre los ogros, pero Tika le ordenó que se callara y, como no le hizo caso, le pegó un tirón del copete y lo amenazó con arrancárselo de raíz si no hacía el favor de cerrar la boca y la dejaba pensar.
Tas no sabía en qué tendría que pensar Tika, pero como le tenía mucho cariño a su copete no quiso correr ningún riesgo, aunque no creía que hubiera dicho en serio lo de arrancárselo. La joven se había puesto pálida, tenía los labios prietos y cada vez que creía que él no la miraba se enjugaba una lágrima.
Las huellas de pisadas se dirigían directamente a la gruta, que al final resultó que era un túnel. Dentro vieron huellas de botas embarradas, huellas muy grandes. Tika comprendió que Caramon y los otros habían pasado por allí.
—¡Enciende el farol! —dijo Tas—. Veamos que hay por ahí dentro.
—No he traído farol —contestó Tika, consternada.
—¡No importa! —exclamó el kender, que tanteaba en la oscuridad—. He encontrado un montón de antorchas.
—Oh, bien. —Tika miró fijamente la oscuridad que se extendía sin fin frente a ellos y sintió que le flaqueaban las rodillas como si las piernas se le hubiesen vuelto de gelatina.
El kender, tras encender una de las antorchas, recorría la cueva, se asomaba a unas vagonetas y se paraba para examinar las paredes.
—¡Eh, Tika, mira! ¡Ven aquí! ¡Fíjate en esto!
La joven no quería mirar. Sólo quería dar media vuelta y correr sin parar, correr todo el camino hasta hallarse de vuelta en el campamento. Entonces Tas le contaría a todo el mundo que Tika había huido como una niñita grande asustada. Rechinando los dientes, la muchacha fue a ver qué había encontrado el kender con la esperanza de que no fuera demasiado horrible.
Tas señalaba la pared. Allí, garabateado con carbón, había un corazón y en medio estaba escrita la palabra «Tika».
—Apuesto a que Caramon dibujó eso —dijo Tas, sonriente.
—Yo también apuesto a que fue él —susurró la joven mientras alargaba la mano y le quitaba la antorcha al kender—. Sígueme —ordenó y, con la sensación de que el corazón se le saldría del pecho por la felicidad, fue delante por el túnel, que penetraba más y más en la oscuridad.
Flint y Tanis atravesaron poco a poco el paso, que más que paso era una brecha grande. Tanis imaginó a los refugiados intentando cruzar aquella garganta angosta y rocosa con los niños a remolque y esperó fervientemente que no hubiera necesidad de llegar a eso. Pasaron gran parte de la mañana sorteando peñascos y trepando por los desprendimientos de rocas para, por fin, salir al otro lado tras horas de afanosos esfuerzos.
—Bien, ahí tienes, semielfo —señaló Flint con su hacha de guerra—. Thorbardin.
Tanis miró el paisaje que se extendía a sus pies. Llanuras de un color gris ceniciento morían al pie de estribaciones de tonalidades verde oscuro en las que se alzaba la cara gris y vacía del pico más alto de la cordillera de las Kharolis. El semielfo contempló la montaña con abatimiento.
—Allí no hay nada.
—Aja —asintió el enano con sombría satisfacción—. Justo lo que te dije.
Flint se lo había dicho, sí, pero su amigo tenía tendencia a exagerar y adornar un poco sus relatos de vez en cuando, en especial los que tenían que ver con los atropellos e injusticias sufridos por su pueblo, ya fuesen reales o entendidos como tales. Por mucho que Tanis escudriñó, no consiguió divisar señal de nada que pareciera una puerta en la cara de la montaña o un sitio donde pudiera instalarse una.
—¿Seguro que Thorbardin es allí? —preguntó después.
Flint se apoyó en el hacha y miró fijamente la montaña.
—Nací y crecí por los alrededores. Los huesos de mis antepasados yacen en las praderas que tenemos a nuestros pies. Murieron porque nuestros parientes les cerraron la puerta de esa montaña. Buscador de Nubes arroja una sombra sobre todos nosotros. Todos y cada uno de nosotros, los Enanos de las Colinas, lo vemos surgir imponente en nuestros sueños. No es probable que me olvide de este sitio. —Flint escupió en la tierra—. Eso es Thorbardin.
Tanis suspiró hondo, se rascó la barba y se preguntó para sus adentros qué diablos iban a hacer.
No albergaba esperanza de tener éxito en su misión. Ni Flint ni él tenían ni idea de por dónde empezar a buscar la puerta perdida al reino enano. Podían pasar años deambulando por la cara de Buscador de Nubes. Los codiciosos y los desesperados habían buscado esa puerta durante trescientos años sin hallarla. No había razón para pensar que Flint y él tuvieran éxito donde muchos otros habían fracasado.
Tanis se planteó la idea de renunciar. Empezó incluso a darse media vuelta y dirigir la vista atrás, por donde habían venido; hasta llegó a dar un paso en esa dirección y después, otro. Cuando Tanis se giró de nuevo, Flint asintió con la cabeza.
—Vamos a seguir, entonces —dijo.
—Sabes tan bien como yo que sólo es cuestión de tiempo que Verminaard ataque —contestó el semielfo, que añadió, frustrado—: ¡Tiene que haber un modo de entrar en Thorbardin! Sólo porque nadie lo haya descubierto...
—Después de todo, los dioses están con nosotros —comentó el enano.
Tanis miró a su amigo para ver si había hablado con sorna o si estaba serio. No llegó a ninguna conclusión. La expresión del enano era inescrutable y, por si fuera poco, la espesa barba y las cejas pobladas le tapaban gran parte de la cara.
—¿Crees que los dioses están con nosotros? —preguntó Tanis—. ¿Crees lo que Elistan y Goldmoon han estado enseñando?
—No es fácil contestar a eso —dijo Flint, que no parecía sentirse a gusto hablando de ese tema. Miró a su amigo de soslayo—. ¿He de suponer que tú no?
—Querría creer. —Tanis sacudió la cabeza—. Pero no puedo.
—Hemos visto milagros —apuntó el enano—. Riverwind estaba quemado como un tizón con el fuego del dragón. A Elistan lo revivieron estando al borde de la muerte.
—Y a Verminaard también lo hicieron volver de la muerte —replicó Tanis de forma seca—. He visto a Raistlin esparcir unos pocos pétalos de rosa y hacer que los goblins se caigan dormidos a sus pies.
—Eso es distinto —gruñó Flint.
—¿Por qué? ¿Porque es magia? Sea magia o no, uno podría calificar de milagrosas cosas así.
—Yo las califico de brujerías —masculló el enano.
—Pues yo sólo tengo por cierto que el único que va conmigo por el camino eres tú, amigo mío —dijo Tanis sonriente al tiempo que daba una palmada a Flint en el hombro—. No podría pedir un compañero de viaje mejor. Incluidos los dioses.
El enano enrojeció de satisfacción, pero se limitó a rezongar que Tanis era tonto de remate y que no debería hablar de ese modo tan irrespetuoso sobre cosas que escapaban a su comprensión.
—Creo que deberíamos seguir —dijo Tanis—. Raistlin podría encontrar la llave de la entrada al Monte de la Calavera.
—¿Crees que planea traérnosla si la encuentra? —El enano resopló con sorna—. Y afirmas no creer en milagros.
Los dos echaron a andar hacia lo que Tanis se temía que fuera un lento y trabajoso deambular por la cara de la montaña, cuando Flint se paró de golpe.
—¿Quieres echar un vistazo a esto? —inquirió.
El semielfo lo hizo y se maravilló. No era un milagro. Era una calzada. Construida por enanos hacía siglos, la calzada estaba recortada en la roca. Serpenteando de un lado a otro por la vertiente, conducía a las estribaciones y después volvía a subir por el otro lado de la montaña. Lo único que tenían que hacer los refugiados era conseguir llegar hasta ese punto y, a partir de ahí, el camino sería fácil.
—Eso, contando con que la calzada lleve a la puerta —comentó Flint, que leyó los pensamientos a Tanis.
—Ha de ser allí. ¿Dónde más podría conducir?
—Eso es justo lo que la gente se ha preguntado a lo largo de los últimos trescientos años —argumentó, brusco, Flint.
A Sturm, Caramon y Raistlin, que avanzaban por el interior de la montaña, el trayecto les resultó largo, tedioso y sin incidentes. Era una zona proclive a los terremotos, pero el túnel construido por enanos había aguantado casi incólume cientos de esos seísmos. De vez en cuando advertían que las paredes tenían fisuras, y aquí y allí un pequeño desprendimiento de piedras les dificultaba el paso, pero eso fue todo.
El túnel se extendía recto, sin giros ni intersecciones. Tampoco estaba encantado ni habitado por ningún ser vivo o muerto. Caminaron durante varias horas a buen paso. De nuevo Raistlin denotaba una energía fuera de lo normal. Iba delante, el paso vivo acompañado por el frufrú de la roja túnica al rozarle los tobillos. Cuando los otros dos hablaron de hacer un alto para darse un respiro, el mago les recordó en tono cáustico que de su progreso dependían vidas.
Allí abajo, en la oscuridad, sin que hubiese manera de saber la hora, ninguno de ellos tenía idea de cuánto tiempo llevaban caminando ni cuántos kilómetros habían recorrido. Cada dos por tres pasaban por delante de marcas en la pared que parecían ser algún tipo de indicador de distancias. Las marcas estaban en lenguaje enano, sin embargo, ninguno de los tres sabía lo que significaban.
Caminaron tanto tiempo que Caramon empezó a preguntarse si no habrían dejado atrás el Monte de la Calavera. Quizá habían atravesado el continente y saldrían a algún reino lejano, tal vez al distante límite del Muro de Hielo, en el sur. Estaba absorto en sus fantasías, soñando con vastas extensiones de yermos blancos, cuando Sturm llamó su atención hacia los escombros y cascotes que eran cada vez más numerosos en el pasadizo.
—Debemos de estar llegando al final —comentó Raistlin—. La destrucción que vemos es resultado de la explosión que arrasó la fortaleza.
—¿Y qué haremos si la explosión destruyó el túnel? —preguntó el caballero.
—Esperemos que estuviera protegido —contestó Raistlin—. Como puedes observar, las vigas que sujetan el techo no están dañadas. Ésa es una buena señal.
Siguieron avanzando con cansancio. La luz de la antorcha de Sturm y la que irradiaba el bastón de Raistlin no llegaban muy lejos, y el mago estuvo a punto de chocar contra la pared de piedra antes de percatarse de que estaba allí. Se frenó de golpe y dirigió la luz a un lado y a otro.
—Espero que esto sea una puerta disimulada como la otra —comentó Caramon—. En caso contrario habremos venido hasta aquí para nada.
—No tienes fe en mí, ¿verdad, Pheragas? —murmuró Raistlin, que, alcanzando el bastón para alumbrarse, empezó a examinar el muro en busca de marcas.
—¿Quién será ese Pheragas? —murmuró Caramon.
—Probablemente es mejor que no lo sepas —dijo con voz severa Sturm.
—¡La encontré! —anunció Raistlin, que señaló una marca igual a la que habían visto en la puerta del otro extremo del pasadizo, la runa enana que significaba «puerta».
Hizo presión en la marca y, como había ocurrido el día anterior, esa sección de la piedra se hundió y se deslizó hacia adentro en la pared. Hubo un sonido rechinante seguido de chasquidos conforme la piedra se separaba y aparecía el contorno de un vano. En esta ocasión el mecanismo había funcionado bien. La pesada puerta retrocedió tan de prisa en medio de sordos retumbos que casi arrolló a Raistlin, quien tuvo que quitarse de en medio con diligencia, lo que provocó que Sturm se atusara el bigote para disimular la sonrisa.
La pesada puerta retumbó y chirrió sobre los oxidados raíles y luego se frenó contra el muro con un golpetazo estruendoso que levantó ecos en el pasadizo.
—Nada como anunciar nuestra presencia —comentó el caballero.
—¡Chist! —Raistlin alzó una mano.
—Un poco tarde para eso —dijo Caramon al tiempo que le guiñaba un ojo a Sturm, por lo que se ganó una mirada furiosa de su hermano.
—Quítate el yelmo y quizás encuentres tu cerebro dentro —increpó el mago—. Los ruidos que he oído vienen de ahí. —Señaló el hueco en la pared de piedra y, ahora que los ecos se habían apagado, oyeron gritos estridentes y el golpeteo metálico de armas.
Caramon y Sturm desenvainaron la espada en tanto que Raistlin toqueteaba uno de los saquillos colgados del cinturón.
—Dulak —murmuró el mago y el brillo del cristal del bastón se apagó dejando como única fuente de luz la antorcha de Sturm.
—¿Por qué has hecho eso? —demandó el caballero, que añadió a regañadientes—: Por mucho que odie tener que admitirlo, no nos vendría mal la luz de tu bastón.
—No es juicioso anunciar al enemigo que uno es hechicero —contestó Raistlin en voz baja.
—La magia funciona mejor a hurtadillas y en la oscuridad, ¿no es eso? —replicó el caballero.
—Venga, dejadlo ya los dos —intervino Caramon.
Se quedaron inmóviles y callados, atentos a los ruidos de lucha que sonaban a lo lejos, muy distantes.
—Parece que alguien más está interesado en los secretos del Monte de la Calavera —dijo Sturm al cabo.
Esas palabras parecieron actuar como un acicate en Raistlin.
—Voy a ver qué pasa. Vosotros dos podéis quedaros aquí.
—No, iremos los tres —se opuso Sturm.
Moviéndose cautelosamente, con la antorcha en una mano y la espada en la otra, el caballero cruzó el umbral. Raistlin iba a continuación y Caramon, echando ojeadas atrás, cerraba la marcha.
Avanzando por el oscuro túnel, Tasslehoff Burrfoot llegó a la conclusión de que no quería volver a ver una sola roca en toda su vida. Al principio, recorrer un pasadizo secreto a través de una montaña resultó excitante. Cabía la posibilidad de que un esqueleto guerrero estuviera acechando a la vuelta de un recodo, listo para saltar sobre ellos y estrangularlos. Alguna criatura espectral podría intentar absorberles el alma o lo que quiera que hicieran esos seres a la gente.
Por otro lado, Tika, que no encontraba el túnel excitante en absoluto, parecía estar nerviosa y sentirse desdichada.
Tas consideraba que era su obligación conseguir que no perdiera el ánimo, así que amenizó la marcha relatándole todas las historias horripilantes, espeluznantes y pavorosas que había oído contar sobre cosas que pululaban en túneles secretos bajo las montañas. En lugar de conseguir el efecto deseado, sus relatos parecieron sumir a Tika en un mayor desánimo. De hecho, hubo un momento en el que se giró con intención de sacudirle un tortazo. Acostumbrado a esa clase de comportamiento en sus compañeros, Tas se agachó a tiempo y decidió cambiar de tema.
—¿Cuánto tiempo crees que llevamos andando, Tika?
—Yo diría que semanas —repuso ella, hosca.
—Pues yo creo que sólo han sido unas pocas horas —dijo Tas.
—Vaya ¿y qué sabes tú? —espetó la joven.
—Sé que es muy, pero que muy aburrido —contestó el kender, que dio una patada a una piedra que lanzó rodando por el suelo—. ¿Nos queda algo de comida?
—¡Pero si acabas de comer!
—¡Pues me parece que hace días ya! —Tas agitó los brazos—. Tú misma has dicho que llevamos semanas caminando.
—Oh, cierra el pico... —empezó Tika, pero entonces enmudeció, petrificada en el sitio.
Un ruido horrible —un prolongado estruendo acompañado de un chirrido estridente— resonó en el pasadizo. El suelo tembló y se desprendió polvo de las paredes. El retumbo y los chirridos se prolongaron durante varios segundos angustiosos y después cesaron de repente.
—¿Qué...? ¿Qué ha sido eso? —preguntó Tika con voz temblorosa.
—Creo que ha sido una escalamita —contestó Tas en susurros, tras reflexionar.
—¿Una escala qué? —musitó la joven, a quien le temblaban las manos tanto que la luz de la antorcha brincaba por todo el pasadizo.
—Escalamita —repitió el kender con gesto solemne—. He oído contar algunas cosas sobre ellas. Crecen en las cuevas y son bestias enormes y bastante feroces. Siento tener que decirte esto, Tika, pero deberías prepararte para lo peor. Ese ruido que hemos oído seguramente era una escalamita devorando a Caramon.
—¡No! —gritó Tika, como loca—. No creo que... —Hizo una pausa para mirar al kender—. Espera un momento. Nunca he oído hablar de esas escalamitas.
—En serio, Tika, deberías salir más a menudo.
—¡Lo que quieres decir es estalagmita!
—Eso es lo que he dicho. —Tas estaba dolido—. Una escalamita, que sólo hay en las cavernas.
—¡Una estalagmita es una formación rocosa que se forma en algunas cavernas, cabeza hueca! —Tika se enjugó el sudor de la frente.
—¿Estás segura? —Tas odiaba renunciar a la idea de una feroz escalamita devoradora de hombres.
—Sí, lo estoy. —La joven parecía muy enojada.
—Bueno, pues si ese ruido no lo hizo una escalamita al devorar a Caramon, entonces ¿qué fue? —preguntó el kender en plan realista.
Tika no tenía respuesta para eso y deseó no haberlo sacado a colación. Se dio media vuelta.
—Creo que deberíamos regresar...
—Ya hemos estado allí, Tika —señaló el kender—. Sabemos lo que hay en ese lado: un montón de oscuridad muy, muy oscura. Y no sabemos lo que hay más adelante. A lo mejor a Caramon no se lo ha comido una formación rocosa, pero él y su hermano aún podrían estar en apuros y necesitar nuestra ayuda. ¿No sería maravilloso que los dos, tú y yo, rescatáramos a Raistlin y a Caramon? Entonces nos respetarían. Se acabarían los tirones del copete y los cachetazos en las manos cuando lo único que quiero hacer es tocar ese viejo bastón birrioso.
Tika imaginó un Raistlin humilde y apocado que le agradecía efusivamente haberle salvado la vida y a Caramon estrechándola en un fuerte abrazo y repitiendo una y otra vez lo orgulloso que estaba de ella.
Tas tenía razón. Detrás sólo había oscuridad.
Temerosa pero resuelta, la joven reanudó la marcha a lo largo del túnel acompañada por Tasslehoff, que albergaba la esperanza de que su amiga se hubiera equivocado respecto a la escalamita.
Sturm sólo había dado unos pocos pasos en la estancia que había al otro lado del umbral cuando topó con una pesada viga que se había precipitado desde el techo y que le cerraba el paso. En el pequeño círculo de luz que arrojaba la antorcha vio que había tropezado con una destrucción tan absoluta que apenas distinguía detalles de lo que quiera que estuviera mirando. El fuego había arrasado la estancia. Los escombros, en su mayoría renegridos y abrasados, se amontonaban en el suelo más arriba del tobillo, así como bultos calcinados que quizás alguna vez habían sido muebles.
Apartando los escombros a patadas, el caballero rodeó la pesada viga y encontró otra puerta.
—Los ruidos vienen de ahí —informó en susurros a sus compañeros.
—De la armería —dijo Raistlin—. Ahora sé dónde estamos. Ésta era la biblioteca. ¡Lástima que no escapara indemne!
Se agachó para recoger los restos de un libro. Las páginas se deshicieron en una lluvia de cenizas. Todo cuanto quedaba era la cubierta de cuero y también estaba quemada, con las esquinas ennegrecidas y enroscadas.
—Qué lástima —repitió en voz queda el mago.
Soltó el libro y al alzar los ojos encontró a Sturm observándolo con intensidad.
—¿Armería? ¿Biblioteca? ¿Cómo sabes tanto sobre este sitio maldito? —inquirió el caballero.
—Caramon y yo vivimos aquí hace mucho tiempo —respondió Raistlin con sarcasmo—. ¿No es cierto, hermano? Tenemos que habértelo contado, estoy seguro.
—Venga, Raist —murmuró el guerrero—. Déjalo ya.
Sturm siguió mirando al mago con desconfianza; casi parecía que le hubiese creído.
—¡Oh, por lo que más quieras! —espetó Raistlin—. ¿Hasta qué punto puede llegar tu necedad, Sturm Brightblade? Hay una explicación perfectamente lógica. He visto mapas de Zhaman. Ya está. Resuelto el misterio.
Raistlin se agachó para recoger otro libro, pero se le deshizo en la mano. Dejó caer las cenizas entre los dedos. Sturm y Caramon habían llegado hasta la puerta, llevándose la antorcha con ellos. Agachado en el suelo, Raistlin agradeció quedarse a oscuras porque así no se veía que le temblaban las manos ni la cara perlada de un sudor frío que le resbalaba por el cuello. Estaba medio muerto de miedo y deseó con toda su alma haber hecho caso a los que le habían advertido que no fuera a ese lugar. Había mentido a Sturm y había mentido a su hermano. Jamás había visto un mapa de Zhaman. Ni siquiera sabía con certeza que existiese tal mapa. No tenía ni idea de por qué sabía dónde encontrar la runa en la falda de la montaña. Nunca había oído hablar de alguien llamado Pheragas. Ignoraba cómo sabía que los ruidos procedían de la armería o que esa estancia era la biblioteca. Desconocía por qué sabía que bastante más abajo de ese nivel de la fortaleza había un laboratorio...
El joven mago tuvo un escalofrío y se apretó la cabeza con las manos como si así pudiera llegar dentro y arrancarse de la memoria los recuerdos de cosas que nunca había visto y de sitios en los que nunca había estado.
—¡Basta! —susurró, frenético—. ¡Déjame en paz! ¿Por qué me atormentas?
—¡Raist! —llamó su hermano—. ¿Te encuentras bien?
Raistlin apretó los dientes y se clavó las uñas en las palmas para que dejaran de temblarle las manos. Hizo una inhalación profunda y estremecida. Luego, asiendo con fuerza el bastón, apretó la fría madera contra la piel ardiente de la caray cerró los ojos. La sensación de espanto lo abandonó poco a poco y fue capaz de ponerse de pie.
—Estoy bien, hermano —contestó, consciente de que, si no respondía, Caramon iría a buscarlo. Se desplazó despacio a través de la habitación cubierta de cascotes para reunirse con Sturm y con su hermano, que se habían parado en la puerta y escuchaban los sonidos de lucha a la vez que discutían la conveniencia de acercarse a investigar o no.
—Podría haber alguna persona inocente metida en problemas —argüía el caballero—. Deberíamos ir para ver si podemos ayudar a quien sea.
—¿Qué iba a hacer una persona inocente deambulando por este sitio? —demandó Caramon—. Esa lucha no nos incumbe, Sturm. No debemos ir metiendo las narices en la guarida de un goblin. Esperemos aquí hasta que acabe y luego iremos para ver cómo ha acabado la cosa.
—Tú quédate con tu hermano —dijo el caballero, ceñudo—. Yo me acercaré al menos para ver qué...
Ahogando la voz de Sturm y el resto de la frase, un bestial rugido de dolor, agonía y rabia sacudió el suelo y desprendió polvo a montones del techo. El bramido acabó de manera brusca en un gorgoteo estertóreo. Unas voces ásperas lanzaron un grito de triunfo, y el entrechocar de espadas sonó con más fuerza. Los tres amigos se miraron unos a otros, alarmados.
—¡Eso sonaba como un dragón! —dijo Caramon.
—¡Te dije que había alguien en peligro! —Sturm soltó la bolsa donde llevaba la armadura, inútil en ese momento porque no había tiempo para ponérsela.
Caramon abrió la boca para increpar a su amigo, pero antes de que tuviera ocasión de decir nada Sturm había salido disparado de la estancia y se había sumergido en la oscuridad. El guerrero miró a su hermano con gesto de súplica.
—¡No podemos dejarlo ir allí solo, Raist! ¡Tenemos que ayudarlo!
—Supongo que sí, aunque cómo vamos a luchar contra un dragón sin más armas que espadas y pétalos de rosa es algo que me sobrepasa.
—Parecía que estuviese herido. Probablemente esos guerreros lo tienen acorralado —sugirió Caramon, esperanzado, antes de salir corriendo en pos de Sturm.
—¡Qué alivio! No es más que un dragón herido y acorralado —rezongó el joven mago.
Repasó mentalmente la lista de hechizos que tenía buscando alguno que hiciera algo más que irritar al dragón... o darle risa. Tras elegir uno que le pareció aceptable, Raistlin se apresuró a ir detrás de su hermano con la esperanza de evitar, al menos, que a Caramon acabaran matándolo en una grandiosa y noble carga final de los Brightblade.
Caramon salió de la destrozada biblioteca detrás de Sturm y se encontró en un pasillo ancho. Esa parte de la fortaleza había escapado a los peores efectos de la explosión. Los únicos daños eran grietas en las paredes y los suelos y algunos pedazos de techo que habían caído en el corredor. Los rugidos del dragón sonaban como si llegaran del otro extremo del pasillo. Se hicieron más fuertes y más aterradores.
Las voces de los que combatían con la bestia también sonaron más altas. Caramon no entendía lo que decían, pero daba la impresión de que se mofaran de su enemigo y se azuzaran entre sí. Sturm corría delante; no había mirado hacia atrás, así que ignoraba si Caramon lo había seguido o no.
El guerrero avanzó con más cautela. Había algo en esa batalla que le resultaba chocante. Habría querido que su hermano estuviese ya con él. Se volvió a medias.
—Raist, date prisa —lo llamó en voz baja.
Una mano lo asió del brazo y una voz susurrante que salió de la oscuridad le habló:
—Estoy aquí, hermano.
—¡Maldita sea, Raist! ¡No te acerques a mí así, a hurtadillas!
—Hemos de apresurarnos si queremos impedir que el caballero acabe reducido a pavesas —dijo Raistlin en tono sombrío.
—Esto no me gusta —dijo su hermano.
—No se me ocurre por qué —repuso el mago, cáustico—. Nosotros tres, marchando con arrojo al encuentro de la muerte...
—No es por eso —añadió el guerrero al tiempo que sacudía la cabeza—. Fíjate en esas voces, Raist. Ya las he oído antes, o algo muy patecido a como suenan.
Raistlin miró a su gemelo y vio que Caramon estaba serio. Los dos habían servido juntos como mercenarios y había llegado a respetar su destreza y su instinto como guerrero. Raistlin se retiró la capucha para escuchar mejor las voces. Luego miró a Caramon y asintió con la cabeza.
—Tienes razón, ya habíamos oído antes esas voces. ¡Necio caballero! —añadió con acritud—. Tenemos que detenerlo antes de que lo maten. Ve tú por delante, que yo te alcanzaré.
Caramon así lo hizo.
—Shirak —pronunció Raistlin la palabra mágica, y la luz del cristal del bastón irradió. Cuando pasaba por delante reparó en los restos de una enorme escalera de caracol hecha de hierro que descendía a los niveles inferiores.
—Conduce a mis aposentos —se dijo.
Centrado en la ejecución de su magia no se dio cuenta de lo que acababa de decir.
—¡Sturm, espera! —gritó Caramon cuando creyó que el caballero lo oiría por encima del entrechocar de las armas. El caballero se detuvo y se volvió hacia él.
—Bien ¿qué pasa? —inquirió con impaciencia.
—¡Esas voces! —dijo el guerrero, que resopló por el esfuerzo realizado—. Son draconianos. ¡No, escucha! —apremió a su amigo mientras lo asía del brazo para detenerlo.
El caballero escuchó y frunció el entrecejo mientras bajaba la espada.
—¿Por qué iban unos draconianos a atacar a un dragón?
—A lo mejor han tenido una discusión —sugirió su amigo, que intentaba recuperar el aliento—. El mal se vuelve contra sí mismo.
—No estoy tan seguro de que sea eso —dijo Raistlin, que se acercó a ellos. Miró alternativamente al caballero y a su hermano—. ¿Alguno de los dos siente ese temor debilitador que hemos experimentado cuando había cerca una de esas criaturas?
—No —contestó Sturm—, pero el dragón no nos está viendo.
—Eso no tendría por qué influir en el terror que inspiran. En el campamento del valle sentimos el miedo al Dragón Rojo mucho antes de que lo viéramos o nos viera.
—Todo esto es muy extraño —musitó Sturm, pensativo.
—Lo que sí sabemos es esto: el enemigo de mi enemigo es amigo mío —citó Raistlin.
—Cierto —convino el caballero con una leve sonrisa—. En tal caso, deberíamos ayudar al dragón.
—¡Ayudar al dragón! —Caramon los miró con los ojos desorbitados—. ¿Os habéis vuelto locos los dos?
Al parecer sí, ya que Sturm echó de nuevo a correr hacia el ruido de la lucha y Raistlin lo siguió de prisa para no quedarse atrás. Sacudiendo la cabeza, el guerrero salió disparado en pos de su gemelo y del caballero.
El fragor de la lucha se había intensificado. Los siseos de los draconianos y sus voces guturales se oían ahora con absoluta claridad. Hablaban en su lenguaje, aunque lo mezclaban con el Común, por lo que Caramon entendía una de cada cuatro palabras. Los rugidos del dragón habían perdido fuerza. Salía luz de la armería al corredor.
Sturm se había pegado contra la pared y al acercarse a la puerta se arriesgó a echar una ojeada dentro. Lo que vio lo dejó tan sorprendido que fue incapaz de moverse y se quedó paralizado, sin poder apartar los ojos de la escena. Caramon lo retiró de un tirón.
—¿Y bien? —demandó.
—Hay un dragón —dijo Sturm, apabullado—. Uno que no se parece en nada a los que he visto o de los que me han hablado. Es hermoso. —Se sacudió como para salir de una ensoñación y volver a la realidad—. Y está malherido.
Caramon se asomó para verlo por sí mismo.
Sturm tenía razón. El dragón era distinto de todos los dragones con los que se había topado. Había visto dragones con escamas tan negras como el corazón de la Reina Oscura, dragones con escamas rojas como llamas abrasadoras, dragones con escamas de un azul tan intenso como un cielo de color cobalto. Este era distinto. Era más pequeño que los otros y era hermoso, como había dicho Sturm. Las escamas le brillaban como latón bruñido.
—¿Qué clase de dragón es? —le preguntó Caramon a su gemelo.
—Eso es lo que hemos de averiguar —contestó Raistlin—, lo que significa que no debemos dejar que lo maten.
—Hay cuatro draconianos —informó Sturm—. Uno está malherido y los otros tres siguen de pie. Están de espaldas a nosotros y centrados en acabar con el dragón. Van armados con arcos y le han estado disparando flechas. Podríamos sorprenderlos por detrás.
—Déjame ver qué puedo hacer —dijo el mago—. Quizá consiga ahorrarnos tiempo y problemas.
Raistlin sacó algo de un saquillo, lo estrujó entre los dedos, pronunció unas palabras mágicas e hizo un gesto con la mano.
Una bola de fuego abrasador voló desde sus dedos, atravesó la estancia y alcanzó a uno de los draconianos en la espalda. El fuego mágico estalló en la piel escamosa de la criatura. El draconiano soltó un chillido espeluznante y se desplomó en el suelo, donde rodó sobre sí mismo aullando de dolor mientras el fuego ennegrecía las escamas y chamuscaba la carne. Sus compañeros brincaron para apartarse de él ya que las llamas se extendían y les lamían los talones.
—¡Recordad los dos! —advirtió Raistlin cuando Caramon y Sturm entraron a la carga en la habitación—. ¡Los draconianos son tan peligrosos muertos como cuando están vivos!
—¡Arras, Solamni! —lanzó su grito de guerra Sturm, que significaba «Levanta, Solamnia».
El grito hizo dar un respingo a los draconianos, y uno que se volvió para hacer frente a ese nuevo enemigo se encontró con la espada de Sturm; el acero penetró en sus entrañas. El caballero sacó el arma de un tirón, antes de que el cadáver del draconiano se convirtiera en piedra y la espada se quedara atrapada. Caramon no corrió riesgos. Ciñendo la mano sobre la empuñadura de la espada, golpeó al otro draconiano en la nuca. El cuello de la criatura se rompió con un chasquido y el ser cayó al suelo, duro como mármol.
—¡Tres muertos! —informó el guerrero, que se chupó los doloridos nudillos. Corrió hacia el draconiano herido para rematarlo, pero resultó que ya había muerto. El cuerpo se deshizo en ceniza mientras se acercaba a él—. Cuatro muertos —rectificó.
Finalizada la lucha, Sturm se dirigió con rapidez hacia el dragón. La enorme criatura yacía despatarrada en el suelo, con las brillantes escamas de color latón embadurnadas de sangre. Raistlin también se acercó al dragón tan de prisa como pudo. La magia siempre se cobraba un precio del cuerpo y el mago se sentía tan agotado como si hubiese combatido durante tres días en lugar de tres minutos.
—Vigila el corredor —ordenó a Caramon cuando pasó junto a su hermano—. Había más draconianos en esta estancia. A estos cuatro los dejaron para rematar la tarea.
El guerrero recorrió con la mirada la cámara y al ver el ingente número de flechas caídas en el suelo de los disparos fallidos asintió con la cabeza, torvo el gesto. Echó otra ojeada al dragón y el corazón le latió en el pecho con fuerza. El animal era tan hermoso, tan magnífico... Aunque fuera un dragón no debería estar sufriendo así. Salió para vigilar el corredor desde la puerta.
Sturm se acuclilló al lado de la cabeza del dragón. Éste tenía los ojos abiertos, pero el brillo en ellos se apagaba muy de prisa. La respiración era trabajosa. Miró a Sturm, asombrado.
—Un caballero solámnico... ¿Por qué estás aquí? ¿Luchas con... los enanos? —El dragón salió de su estupor y alzó un poco la cabeza con esfuerzo—. ¡Tienes que matar a ese vil hechicero!
Sturm miró a Raistlin.
—A mí no —espetó el mago—. El dragón habla de enanos en combate... ¡Debe de referirse a Fistandantilus!
—Me encontró mientras dormía —murmuró el dragón—. Me lanzó un hechizo, me hizo prisionero... Y ahora ha enviado a sus demonios para que me maten...
El dragón tosió y le salió sangre por la boca.
—¿Qué tipo de dragón eres? —preguntó Raistlin—. Nunca hemos visto uno como tú.
El cuerpo reluciente se estremeció. La inmensa cola golpeó el suelo, una convulsión sacudió las patas y las alas se contrajeron. Tuvo un último estremecimiento y la sangre le salió a borbotones por las fauces. La cabeza del reptil colgó de lado. Los ojos los miraron fijamente sin verlos.
Raistlin soltó un suspiro contrariado y Sturm le lanzó una mirada de reproche, tras lo cual inclinó la cabeza para orar.
—Paladine, dios de la luz y de la clemencia, de la sabiduría y de la verdad, acoge el alma de este noble animal en tu bendito reino...
—¡Sturm, he oído algo! —Caramon entró corriendo en la estancia. Se detuvo, consternado, cuando vio que el caballero rezaba y luego miró a su gemelo—. He oído voces que vienen de la biblioteca.
—Señor caballero —dijo Raistlin, tajante—, deja las plegarias. Paladine sabe qué tiene que hacer con un alma, no necesita que tú se lo expliques.
Sturm hizo caso omiso, acabó el rezo y después se puso de pie.
—He oído voces que llegaban del corredor —repitió Caramon en tono de disculpa—. Quizá sean draconianos. No estoy seguro.
—Acompaña a mi hermano —instruyó el mago—. La magia me ha dejado exhausto. He de descansar.
Se sentó pesadamente en el suelo y apoyó la cabeza en la pared. Caramon se alarmó al verlo.
—Raist, no deberías quedarte solo aquí.
—Ve, Caramon —contestó Raistlin y cerró los ojos—. Sturm necesita tu ayuda. Además, ¡me agobias lo indecible con tus aspavientos!
La luz titilante del cristal del bastón brillaba en la tez dorada. Tenía el semblante demacrado. Empezó a toser y buscó el pañuelo en uno de los bolsillos.
—No sé —vaciló el guerrero.
—Aquí estará bastante seguro —opinó Sturm—. Los draconianos han seguido camino.
Caramon miró a su gemelo con incertidumbre.
—Deberías apagar la luz, Raist.
Raistlin esperó hasta oír que las pisadas apresuradas de Sturm y de su hermano se perdían en la distancia. Cuando estuvo seguro de que se habían marchado y confiando en que a su hermano no se le metiera en la cabeza la idea de regresar, Raistlin se puso de pie.
Como había dicho, la estancia había sido una armería. Había pedazos de perchas de antiguos petos desperdigadas por el suelo. Seguramente los draconianos las habían tirado y hecho cachos buscando algún botín. Armas de diversos tipos alfombraban el suelo cubierto de sangre, la mayoría de ellas rotas o tan oxidadas que no tenían arreglo. Raistlin les echó una rápida ojeada pero no vio nada de interés. Los draconianos eran criaturas inteligentes que sabían si algo era valioso cuando lo veían y se habrían apropiado ya de cualquier cosa que mereciera la pena.
El mago se acercó al objeto que había despertado su interés: un gran saco de arpillera, cerca del montón de polvo que había sido un draconiano. Dejó el bastón en el suelo y se arrodilló junto al saco, con cuidado de que la túnica no rozara en la sangre.
Dio golpecitos con el dedo a uno de los bultos que había dentro del saco y notó algo duro y sólido. El saco estaba empapado de sangre. Los diestros dedos de Raistlin tiraron y hurgaron el nudo del cordel que cerraba la boca del saco. Por fin consiguió soltarlo y lo abrió.
La luz del cristal del bastón brilló en un yelmo. Y no en un yelmo cualquiera, por cierto. El draconiano había sabido ver su valor bajo la capa de polvo y mugre que lo cubría y, aunque Raistlin no era un entendido para juzgar los detalles que hacían excelente una pieza de armadura, hasta él se daba cuenta de que el yelmo era obra de un experto, diseñado tanto para proteger a quien lo llevara puesto como de adorno.
El mago lo frotó con la bocamanga para quitar un poco de polvo. Destacando de las otras gemas engastadas, un gran rubí centelleó al reflejar la luz.
Raistlin miró dentro del saco, no vio nada más de interés y de nuevo centró su atención en el yelmo. Pasando la mano sobre él, murmuró unas palabras y el yelmo empezó a irradiar un fulgor tenue.
—Ah, de modo que eres mágico... Me pregunto...
El vello de la nuca se le erizó y un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Había alguien con él en la estancia. Alguien se acercaba a hurtadillas, a su espalda. Con lentitud, Raistlin soltó el yelmo; en el mismo movimiento asió el bastón y giró sobre los pies.
Unos ojos fríos, pálidos, envueltos en sombras, lo contemplaban desde la oscuridad. Los ojos no tenían sustancia ni cabeza ni cuerpo. No eran los ojos de un ser vivo. Raistlin reconoció en aquella mirada cruel el odio y el dolor de un alma obligada a morar en el Abismo, prisionera del Dios de la Muerte, incapaz de hallar reposo ni alivio del atroz tormento de su terrible existencia.
Los ojos se deslizaron en el aire hacia él, con la agitada negrura abismal que lo envolvía siguiéndolo como una estela.
Raistlin alzó el bastón y lo sostuvo ante sí. El cayado era su única protección, pues estaba demasiado débil para lanzar otro hechizo aun en el caso de que hubiese sido capaz de recordar algún conjuro eficaz contra el aterrador espectro. Consideró la idea de gritar pidiendo ayuda, pero temió que hacer tal cosa indujera al espectro a atacarlo. Ante todo debía impedir que el espectro lo tocara, ya que el tacto mortífero le consumiría el calor, la energía y la vida.
El espectro se aproximó más y, de repente, la luz del bastón irradió con repentina intensidad, tan blanca, tan deslumbrante que casi cegó a Raistlin y lo obligó a resguardarse los ojos con la mano. El espectro se detuvo.
Una voz habló. Era una voz seca como hueso y suave como ceniza que provenía de una boca invisible.
—El Amo me pide que te dé este mensaje, Raistlin Majere. Has encontrado lo que buscas.
El joven mago estaba tan estupefacto que casi dejó caer el bastón. La mano le tembló y la luz titiló, vacilante. El espectro se acercó más y Raistlin aferró el cayado con fuerza y lo adelantó ante sí. La luz brilló firmemente y el espectro retrocedió.
—No... entiendo. —Raistlin tenía la boca muy seca. Tuvo que intentarlo dos veces antes de conseguir hablar y, cuando le salieron las palabras, sonaron como un graznido.
—Ni lo entenderás. Ni debes entenderlo. Al menos durante mucho tiempo. Sabe que ahora estás al cuidado del Amo.
Los ojos espectrales se cerraron. La oscuridad se disipó. El brazo de Raistlin empezó a temblar de forma incontrolada y se vio obligado a soltar el bastón. Tenía los nervios de punta y cuando una voz habló a su espalda se dio un susto de muerte. Era Sturm.
—¿Con quién hablabas? —El tono del caballero sonaba desagradable y desconfiado—. Te oí hablar con alguien.
—Hablaba conmigo mismo —replicó Raistlin. Metió el yelmo en el saco con la esperanza de que el caballero no lo hubiera visto. Luego inquirió con voz cortante:— ¿Qué eran esas voces que había oído mi hermano? ¿Dónde está Caramon?
Sturm no estaba dispuesto a que lo distrajera. Había visto el brillo metálico.
—¿Qué guardas ahí? —demandó— ¿Por qué intentas esconderlo? ¡Déjame verlo!
—No intento esconder nada —dijo Raistlin con un suspiro—. Encontré un antiguo yelmo enano dentro de este saco. Sé poco sobre piezas de armadura, pero parece tener cierto valor. Puedes juzgar por ti mismo. —Le tendió el saco—. ¿Dónde está Caramon?
—Recibiendo invitados —repuso Sturm.
El caballero abrió el saco, sacó el yelmo y lo sostuvo a la luz. Soltó un suave suspiro.
—Excelente manufactura. Nunca había visto nada igual. —Lanzó una mirada feroz al mago—. ¡«Cierto» valor! Esto vale el rescate de un rey. Un yelmo así sólo lo llevaría puesto alguien de sangre real, un príncipe o tal vez el propio rey.
—Eso lo explicaría... —musitó Raistlin, que añadió con tono despreocupado:— Deberías manejarlo con cuidado. Creo que podría estar encantado.
Estaba pensando en lo que el espectro le había dicho: «Has encontrado lo que buscas.» ¿Qué había ido a buscar allí? Raistlin no lo sabía en realidad. Le había dicho a Tanis que buscaba la llave que les abriría las puertas de Thorbardin. ¿Era cierto o sólo había sido una excusa? ¿O quizá la verdad se encontraba en medio, entre lo uno y lo otro...?
—¿Recibiendo invitados? —repitió el mago cuando el extraño comentario del caballero penetró en la bruma que le enturbiaba la mente—. ¿Qué quieres decir? No estará en peligro...
—Eso depende de lo que entiendas por peligro —contestó Sturm, que soltó una corta carcajada.
Preocupado, Raistlin hizo intención de ir en ayuda de su hermano, pero encontró a Caramon en el umbral de la armería. El guerrero tenía el rostro encendido.
—Eh, Raist, fíjate quién ha venido —dijo con una sonrisa tímida.
Tika apareció junto a Caramon. Le dirigió a Raistlin una sonrisa que se disipó rápidamente ante la mirada fría del mago. Éste se disponía a decir algo, pero se lo impidió Tasslehoff al entrar en la estancia dando saltos y hablando de forma atropellada por la excitación.
—¡Hola, Raistlin! Vinimos a rescataros pero supongo que no hacía falta. Caramon creía que éramos draconianos y casi nos ensartó con la espada. ¡Guau! ¿Eso es un dragón? ¿Está muerto? ¡Pobre! ¿Puedo tocarlo?
Raistlin asestó a su gemelo una mirada penetrante.
—Caramon, tenemos que hablar —dijo en tono gélido.
Sturm pasó la mano por el yelmo, maravillado por la destreza de su artífice. Era vagamente consciente de la tensión que flotaba en el ambiente, de la reprimenda de Raistlin a su hermano con voz baja e irritada, del ruido que hacía Caramon con los pies al apoyar el peso ora en uno ora en otro y de sus respuestas apenadas sobre que aquello no era culpa suya, de que Tika agarraba al kender por el cuello de la camisa y lo sacaba de la estancia a la fuerza mientras mascullaba algo sobre buscar la salida de aquel sitio horrible. El caballero era consciente de todo lo que pasaba, pero no prestaba atención a nada de aquello. No podía apartar los ojos ni la mente del yelmo.
Con las yemas de los dedos quitó la mugre de las gemas para que brillaran con más intensidad. Una en particular atrajo su mirada: un rubí tan grande como el puño de un niño que iba engastado en el centro del yelmo. Sturm imaginó el aspecto que tendría ese yelmo cuando estuviese bruñido, reluciente. De repente sintió la tentación de ponérselo.
No sabía de dónde le había venido la idea. Ni que decir tiene que no cambiaría su propio yelmo —que había llevado su padre y antes su abuelo— ni por todas las monedas de acero de Krynn; de todos modos, ese yelmo no le quedaría bien. Se había hecho para un enano y, en consecuencia, era demasiado grande para un humano. La cabeza le repicaría dentro igual que un guisante en una cáscara de nuez, pero a pesar de todo Sturm deseaba probárselo. A lo mejor era sólo para ver qué se sentía al lucir un objeto que valía el rescate de un rey o quizás era para juzgar la calidad de aquella pieza artesanal o tal vez era que el yelmo le estaba hablando y lo instaba a ponérselo en la cabeza y cubrirse con él el largo y oscuro cabello, en el que empezaban a menudear las canas a pesar de que sólo tenía veintinueve años.
Se quitó el yelmo de su padre y lo dejó en el suelo, a sus pies. Sosteniendo el enjoyado yelmo y contemplándolo con admiración, a Sturm le pareció recordar que Raistlin había dicho algo respecto a que el yelmo era mágico. El caballero desechó esa idea. Ningún guerrero de verdad como tenía que haber sido el enano que lo había lucido le habría permitido a un hechicero que se acercara a su armadura. Lo que intentaba Raistlin con esa advertencia era despertar su recelo para que no lo tocara siquiera. El mago quería el yelmo para sí mismo.
Sturm se lo puso. Para su sorpresa y su satisfacción, le ajustaba como si se lo hubiesen hecho especialmente para él.
—Bueno, Raist ¿qué clase de dragón crees que es? —preguntó Caramon en un intento desesperado de cambiar de tema y evitar la agarrada que veía venir—. Tiene un color raro. A lo mejor era un dragón mudable.
—Querrás decir mutante, mentecato —lo corrigió Raistlin con frialdad—. ¡Y en este momento me importa un ardite qué era! —Inhaló con un sonido silbante.
—Creo que iremos a buscar la salida, Caramon —anunció Tika, que dijo lo primero que se le vino a la cabeza—. Vamos, Tas. Vayamos a buscar la salida —dijo al tiempo que agarraba al kender por el cuello de la camisa.
—¡Pero si sabemos cómo salir! —argüyó Tas—. ¡Sólo tenemos que volver por donde hemos venido!
—Vamos a buscar una salida diferente —replicó la joven, hosca, mientras tiraba de él hacia la puerta.
Raistlin asestó a Caramon una mirada fulminante bajo la que el hombretón se encogió como si hubiese menguado a la mitad de su tamaño.
—¿Qué hace ella aquí? —demandó el mago—. ¿Le dijiste que viniera? Lo hiciste, ¿verdad?
—¡No, Raist, lo juro! —Caramon estaba cabizbajo, con la vista clavada en las botas—. No tenía ni idea.
—De las muchas tonterías que has hecho, ésta es el colmo. ¿Te das cuenta del peligro en el que la has puesto? Y el kender. ¡Por los dioses, el kender!
Raistlin tuvo que hacer una pausa para inhalar aire, y eso lo hizo toser. Le fue imposible hablar durante unos segundos, en los que rebuscó su pañuelo.
Caramon observaba a su gemelo con angustia, pero no se atrevía a decirle ninguna palabra de consuelo ni intentó ayudarlo. Ya estaba metido en un buen apuro; un apuro que, se mirara como se mirara, no era culpa de él. Y si bien por un lado lo emocionaba que Tika lo considerara lo bastante importante para ir tras él, por otro habría querido que la joven estuviese en la otra punta del continente.
—Ella no te dará problemas, Raist —dijo—. Y Tas tampoco. Sturm puede acompañarlos de vuelta al campamento. Tú y yo... Seguiremos a Thorbardin o donde sea que quieras ir.
Por fin el mago consiguió respirar de nuevo. Se limpió los labios y miró a su hermano con aprobación aunque a regañadientes. El plan de Caramon no sólo los libraría de Tika y de Tasslehoff, sino que también les quitaría de en medio al caballero.
—Han de marcharse de inmediato —dijo Raistlin, que hablaba con voz enronquecida por la tos.
—Claro, Raist —accedió Caramon con un gran alivio—. Iré a hablar con Sturm... ¡Sturm! Ah, estás ahí.
Se había dado media vuelta y ahora tenía al caballero ante sí. Caramon miró a su amigo con desconcierto. Se había quitado su yelmo, un yelmo que para él valía más que su propia vida, y lo había sustituido por otro que estaba sucio, manchado de sangre y que era demasiado grande para él. La visera le llegaba al cuello y los ojos apenas se le veían a través de las ranuras superiores.
—Eh... ese yelmo que has encontrado es bonito, Sturm —dijo Caramon.
—Te dirigirás a mí con el debido respeto y el tratamiento de «alteza» —declaró Sturm con una voz que sonaba extraña al salir de aquel yelmo—. Os preguntaría vuestros nombres y de dónde sois, pero no podemos perder tiempo en cumplidos. ¡Hay que cabalgar hacia Thorbardin ahora mismo!
Caramon dirigió una mirada desconcertada a su hermano. No tenía ni idea de qué decía su amigo. No era propio del serio caballero hacer el tonto.
Raistlin observaba a Sturm con los ojos entrecerrados, atentos.
—Venga, Sturm, déjate de bromas —pidió el guerrero, que ahora estaba asustado—. He hablado con Raist y hemos decidido que deberías escoltar a Tas y a Tika de vuelta al campamento.
—No sé quién es ese tal Sturm del que no dejas de hablar —lo interrumpió el caballero, impaciente—. Soy Grallen, hijo de Duncan, el Rey Bajo la Montaña. Hemos de regresar a Thorbardin de inmediato. —El tono de su voz se tornó triste—. Me temo que todo está perdido. Hay que informar al rey que sus hijos han muerto.
Caramon se había quedado boquiabierto.
—¿Grallen? ¿Hijo de Duncan? ¿Qué? Raist, ¿sabes tú de qué habla?
—Qué interesante —murmuró el mago, que miraba a Sturm como si fuese algún tipo de experimento metido en un frasco de laboratorio—. Se lo advertí, pero no me hizo caso.
—¿Qué le ha ocurrido? —demandó el guerrero.
—El yelmo se ha apoderado de su voluntad. No es tan inusual ese tipo de magia. Está el famoso Broche de Adoración elfo, creado por un hechicero para que guardara el espíritu de su esposa muerta. También existe la Flauta Camarina de Leonora, que...
—¡Raist! ¡Déjate de lecciones! ¿Qué le pasa a Sturm? —increpó Caramon.
—Al parecer el yelmo perteneció a un príncipe enano llamado Grallen —le explicó Raistlin—. Murió, ya fuera en el campo de batalla o aquí, en la fortaleza. No estoy seguro del tipo de encantamiento, pero imagino que el alma del príncipe tenía alguna razón poderosa para permanecer en este mundo, una razón tan importante que se negó a renunciar a ella, ni siquiera ante la muerte. Su alma se convirtió en parte del yelmo con la esperanza de que alguien fuera lo bastante necio para cogerlo y ponérselo. Es decir, Sturm Brightblade.
—¿Así que ese príncipe enano es ahora Sturm? —preguntó Caramon, aturdido.
—Al revés. Sturm es ahora el príncipe enano Grallen.
Caramon dirigió una mirada afligida a su amigo.
—¿Y volverá a ser Sturm alguna vez? —preguntó.
—Si se quita el yelmo, probablemente —contestó el mago.
—¡Ah, bien, entonces se lo quitaremos!
—Yo no lo... —empezó Raistlin, pero Caramon ya había asido el yelmo y empezaba a tirar de él para sacarlo de la cabeza de Sturm.
El caballero lanzó un grito de dolor y de indignación y apartó a Caramon de un empellón.
—¿Cómo osas ponerme las manos encima, humano? —increpó al tiempo que llevaba la mano a la espada.
—Os pedimos disculpas, alteza —se apresuró a intervenir Raistlin—. Mi hermano no sabe lo que hace. El ardor de la batalla lo ha dejado confundido...
Sturm envainó la espada.
—El yelmo estaba como atascado, Raist —informó Caramon—. ¡Me fue imposible moverlo!
—No me sorprende. Me pregunto... —Se quedó en silencio, pensativo.
—¿Qué quieres decir con que no te sorprende? ¡Éste es Sturm! ¡Tienes que romper el encantamiento, quitárselo o hacer lo que sea con él!
—El hechizo no se puede romper hasta que el alma del príncipe Grallen lo libere —explicó Raistlin a la par que sacudía la cabeza.
—¿Y eso cuándo ocurrirá? ¿Será Sturm un enano para siempre?
—No es probable —repuso el mago, que añadió, irritado:— ¡Y deja de gritar! ¡Conseguirás que todos los draconianos que haya en este sitio caigan sobre nosotros! El alma del príncipe está resuelta a cumplir una misión. Quizá sea algo tan sencillo como regresar para dar la noticia sobre la muerte de su hermano.
Raistlin hizo una pausa; en silencio, miró el yelmo de hito en hito.
—Quizás era esto a lo que se refería el mensaje... —murmuró.
Caramon se pasó los dedos por el cabello. Se le notaba muy preocupado.
—¡Sturm cree que es un enano! ¡Es terrible! ¿Qué vamos a hacer?
—Alteza, nos sentiríamos muy honrados de escoltaros de vuelta a Thorbardin, pero, como podéis ver, somos humanos —empezó Raistlin—. No sabemos el camino.
—Yo os guiaré, por supuesto —repuso de inmediato Sturm—. Habrá una cuantiosa recompensa para vosotros en pago al servicio que me hacéis. ¡El rey debe saber esta terrible noticia!
Caramon se volvió hacia su hermano, que parecía extremadamente complacido consigo mismo.
—¡No pensarás utilizarlo de ese modo! —protestó el guerrero.
—¿Por qué no? Hemos encontrado lo que buscábamos. —Señaló al caballero—. Hete aquí la llave a Thorbardin.
Tika se sentó en una columna rota y dio un suspiro apesadumbrado.
—Ojalá toda la fortaleza se desplomara sobre mí, me enterrara bajo los escombros y acabar así de una vez.
—Creo que llegas tarde —comentó Tas, que deambulaba por el corredor sembrado de cascotes, alumbraba aquí y allí con la antorcha y hurgaba con la jupak en los rincones oscuros con la esperanza de encontrar algo interesante—. La fortaleza se derrumbó todo lo que podía derrumbarse.
—Bien, pues, ojalá me caiga en un foso —dijo Tika—. O que ruede por una escalera y me rompa el cuello. Cualquier cosa con tal de no tener que volver a verle la cara a Caramon. ¿Por qué, por qué, por qué se me ocurriría venir? —Hundió la cara en las manos.
—No pareció muy contento de vernos, ¿verdad? —admitió Tas—. Lo que es raro, considerando todo el trabajo que nos hemos tomado para rescatarlo de esa escalamita devoradora de hombres.
Tika había dicho un pequeño embuste al asegurar que Tas y ella iban a buscar la salida. La fortaleza era un lugar oscuro y escalofriante y, aunque al kender le habría hecho feliz explorarla, la joven no tenía ni pizca de ganas de aventurarse en ella. Lo único que había deseado era alejarse de Caramon, así que Tas y ella se habían quedado en el corredor, no muy lejos de la estancia donde el guerrero discutía con su gemelo. La luz de las antorchas y del bastón de Raistlin se derramaba en el pasadizo. Tika oía las voces enfadadas, sobre todo la del mago, pero no entendía lo que decía. Hablarían mal de ella, sin duda. Las mejillas le ardieron. Acongojada, se meció atrás y adelante mientras gemía.
Tasslehoff le daba palmaditas en el hombro para que se tranquilizara cuando, de pronto, se puso a olisquear con fuerza.
—Huelo aire fresco —dijo y encogió la nariz—. Bueno, quizá no sea fresco, pero al menos me huele como aire de fuera, no de aquí dentro.
—¿Y qué? —repuso la joven con voz apagada.
—Le dijiste a Caramon que íbamos a buscar una salida. Bueno, pues creo que la hemos encontrado. ¡Vayamos a ver!
—No me refería a ese tipo de salida —comentó Tika con un suspiro—. Me refería a una salida de esa estúpida situación.
—Pero si encontramos una salida mejor que por donde entramos, entonces podrás decírselo a Caramon y Caramon se lo dirá a Raistlin, que ya no estaría enfadado con nosotros. Habremos sido útiles.
Tika alzó la cabeza. Eso era verdad. Si demostraban que podían ser útiles, Raistlin no seguiría enfadado con ellos. Caramon se alegraría de que lo hubiera seguido. Olisqueó el aire. Al principio lo único que percibió fue el olor húmedo y malsano de un sitio que ha permanecido bajo tierra mucho, mucho tiempo. Entonces supo a lo que se refería Tas. El soplo de aire era húmedo y lo impregnaba un hedor a putrefacción pero, al menos, como había dicho el kender, olía diferente del aire estancado en ese subterráneo.
—Creo que viene de allí arriba —dijo Tika, que echó la cabeza hacia atrás y escudriñó la penumbra de lo alto—. No veo nada. Alza más la antorcha.
Tas trepó ágilmente sobre la columna rota y desde allí se encaramó a otro fragmento que estaba caído encima del primero, con lo que se situó a la altura de los hombros de Tika. Estirando el brazo hasta casi descoyuntárselo, alzó la antorcha todo lo posible. La luz reveló la parte inferior de una pasarela de hierro de aspecto desvencijado.
—El aire fresco viene de ahí arriba, desde luego —informó Tas, aunque en realidad no percibía ninguna diferencia, pero quería que Tika dejara de pensar en sus problemas—. Tal vez si trepamos a esa pasarela encontremos una puerta o algo. ¿Has traído cuerda?
—Sabes perfectamente bien que no —replicó la joven, que volvió a suspirar—. No hay nada que hacer.
—¡Pues claro que sí! —gritó el kender, que luego escudriñó hacia arriba con la cabeza echada atrás—. Creo que si te subes a este trozo de columna y luego me subes a tus hombros podría llegar a la pasarela. ¿Entiendes lo que te digo? —Bajó la vista hacia Tika—. Como esos saltimbanquis que vimos en la feria el año pasado. Había un tipo que se ataba un nudo y...
—Nosotros no somos saltimbanquis —señaló la muchacha—. Seguramente nos romperíamos el cuello.
—Bueno, hace un momento decías que te lo querías romper —le recordó el kender—. ¡Venga, Tika, al menos podríamos intentarlo!
La joven sacudió la cabeza y Tas se encogió de hombros.
»Entonces supongo que no nos queda otra opción que volver y decirle a Caramon que hemos fracasado.
Eso le dio que pensar a Tika.
—¿De verdad crees que podemos hacerlo? —preguntó.
—¡Pues claro que sí! —Tas buscó un sitio donde poner la antorcha en la piedra sin que se apagara—. Ponte aquí. Planta bien los pies y quédate muy quieta. Voy a trepar por tu espalda hasta los hombros. ¡Uy, espera! Deberías quitarte la espada...
Tika desabrochó el talabarte y soltó el arma en la piedra, junto a la antorcha. Tas y ella intentaron de varias formas distintas que el kender se subiera a sus hombros, pero trepar por una persona no resultó tan fácil como parecía. Tras unos cuantos intentos fallidos, Tas resolvió cómo hacerlo.
—Por suerte tienes las caderas anchas —le dijo a la chica.
—Muchísimas gracias —replicó ella con acritud.
Plantando un pie en la cadera de la joven, Tas se aupó. Puso el otro pie en un hombro, subió el otro y se encontró encaramado a los hombros de Tika. Despacio, balanceándose un poco y apoyado con las manos en la cabeza de la joven, el kender se puso erguido.
—¡No imaginaba que pesaras tanto! —jadeó Tika—. ¡Será mejor que te... des prisa!
—¡Sujétame por los tobillos! —indicó Tas, que alzó las manos y logró asir dos de los balaustres de hierro—. ¡Ya puedes soltarme!
Tas levantó la pierna derecha para engancharla al balcón. Tras dos intentos consiguió hacerlo. Deslizó la pierna entre los balaustres y entonces no supo qué hacer con la otra pierna. Se quedó colgado un instante en una postura rara, incómoda y precaria en extremo.
Tika miró hacia arriba y se llevó la mano a la boca, aterrada de que Tas pudiera caerse.
Por suerte, su amigo descendía de un largo linaje de kenders que trepaban a balcones o se encaramaban a cornisas o caminaban por el caballete de los tejados. Un quiebro del cuerpo, unos cuantos gruñidos, un reajuste de la pierna para no correr el peligro de dislocarse la cadera, otro quiebro y un estrujar el cuerpo de manera que se deslizó entre los balaustres de hierro y se encontró tendido boca abajo en la pasarela.
—¡Lo has conseguido! —gritó Tika, impresionada—. ¿Qué hay ahí arriba? ¿Ves alguna salida?
La joven oyó que el kender rebullía en la oscuridad, pero no alcanzaba a ver qué hacía. Una vez pareció que tropezaba con algo, ya que soltó un quejido en tono irritado. Después volvió y se tendió al borde de la barandilla.
—Oye, Tika ¿por qué crees que se llama pasarela? ¿Se llamaría «Ela» quien la inventó?
—¿Cómo quieres que lo sepa? ¿Y eso qué importa? —replicó la joven, irritada.
—Nada, sólo me lo preguntaba. Supongo que esa tal Ela estaba en un apuro y tenía que pasar a otra parte para escapar y entonces inventó la «pasarela».
Antes de que Tika tuviera ocasión de decirle que aquello no tenía sentido alguno, el kender añadió:
—Aquí hay montones de cuerda, rollos y rollos, así como antorchas y un saco con algo blandengue que apesta y que hace «chuf-chuf» al tocarlo. Seguiré buscando.
Volvió a desaparecer en la oscuridad. Tika recogió la antorcha y miró a su alrededor con nerviosismo; no le gustaba quedarse sola. Caramon no estaba lejos y acudiría si gritaba. Tas regresó poco después.
—¡La encontré! ¡Hay un agujero en el techo que creo que conduce a un conducto que estoy bastante seguro de que lleva al exterior! Apuesto a que podríamos subir por ese conducto. ¿Quieres que lo intentemos?
—Sí —accedió Tika, convencida de que, condujera donde condujera, aquel conducto sería mejor que donde estaba ahora. Cualquier cosa sería mejor que volver con Caramon y su hermano—. ¿Cómo subo a la pasarela?
—Descolgaré una cuerda. Sostén esa antorcha donde pueda ver lo que estoy haciendo.
Tika alzó la antorcha. Trabajando a su luz titilante, Tas ató una punta de la cuerda a un balaustre y después la dejó caer hasta Tika.
—Será mejor que apagues la antorcha —aconsejó—. Así no nos perseguirán draconianos. Yo encenderé una aquí arriba.
La joven hizo lo que le decía y después aferró la cuerda y empezó a subir a pulso. De pequeña le había gustado mucho trepar así por una cuerda; en la ciudad arbórea de Solace, los niños subían y bajaban por cuerdas con la agilidad de una araña. Desde aquel entonces no había practicado mucho lo de subir a pulso, pero la habilidad reapareció en seguida.
—Tienes unos brazos fuertes —comentó el kender, admirado.
—Y caderas anchas —masculló la joven, que se aupó a la pasarela y se encaramó a ella.
—El conducto de aire está por aquí.
Tas y la antorcha la condujeron hasta un agujero en el techo, bastante ancho. Aunque Tika no alcanzó a ver la luz del sol sí que notó el olor a aire fresco que venía desde arriba y le acariciaba la cara con suavidad. Hizo una profunda inhalación.
—Es una salida, no cabe duda —dijo.
—Creo que también es el acceso de entrada —comentó el kender—. Los draconianos utilizan esta vía para acceder a la fortaleza. Sólo tienes que ver las cosas que hay tiradas por aquí.
—¡Eso significa que volverán a recogerlas! —contestó la joven, alarmada.
—En cualquier momento, sí —respondió muy contento el kender—, así que si queremos explorar el conducto, deberíamos hacerlo cuanto antes.
—¿Y si hay guardias draconianos ahí dentro? —flaqueó Tika.
Tas escudriñó el conducto con el semblante arrugado en un gesto pensativo.
—No creo —dijo después—. Si los draconianos hubieran regresado conducto arriba, se habrían llevado sus cosas. No. Tienen que estar en otra parte. Seguramente explorando las ruinas, allí abajo.
—Entonces, subamos —dijo Tika, que temblaba al imaginar un encuentro con esas criaturas.
Los dos treparon por un montón de escombros caídos al final del conducto y desde allí por el conducto propiamente dicho. Una tenue luz grisácea se filtraba desde arriba, así que pudieron dejar la antorcha. El conducto no subía recto, como una chimenea, sino en una pendiente gradual, por lo que ascender no resultó difícil. La brisa que se colaba conducto abajo se hizo más fuerte y más fría, y poco después tenían a la vista un denso manto de nubes grises que parecían estar al alcance de la mano. La abertura era un agujero ovalado de gran tamaño abierto en la roca; los bordes emitían un brillo húmedo con la luz plomiza.
Tas asomó la cabeza por el agujero pero la echó atrás de inmediato.
—¡Draconianos! —susurró el kender—. A montones, justo debajo de nosotros.
Los dos se quedaron muy quietos, sin hacer ruido, y luego Tas volvió a incorporarse para asomarse otra vez.
—¿Qué haces? —increpó Tika en voz baja mientras le tiraba de las calzas—. ¡Te van a ver!
—No, ni hablar —contestó el kender—. Estamos por encima de ellos. Ven, puedes asomarte.
A Tika no le hacía gracia la idea, pero tenía que verlo por sí misma. Se acercó con toda cautela al borde del agujero y se asomó.
Los draconianos estaban agrupados en la base de la fortaleza en ruinas, en uno de los pocos espacios de tierra seca que había. Una hedionda ciénaga de aspecto tenebroso los rodeaba. Las nubes grises que bullían en lo alto resultaron no ser nubes, sino una densa niebla que salía de las aguas pútridas. Los draconianos rodeaban a otro que parecía ser su cabecilla. Era más grande que el resto y tenía las escamas de distinto color; les impartía órdenes en voz alta de timbre grave y lo oían con claridad.
—¡Tika, sé hablar draconiano! —exclamó Tas, entusiasmado—. Entiendo lo que dice.
—Yo también entiendo lo que dice. Está hablando en Común —lo desengañó la joven.
Los dos escucharon y observaron.
»¡Vamos, hemos de contárselo a los otros! —susurró después Tika.
—¿No convendría esperar y enterarnos de algo más?
—Ya hemos oído más que de sobra —repuso Tika.
La muchacha empezó a deslizarse conducto de aire abajo. Tas se quedó escuchando un instante más y después la siguió.
—¿Sabes qué, Tika? Después de todo ha sido una suerte que viniésemos —opinó Tas cuando llegaron a la pasarela.
—Yo estaba pensando lo mismo —convino ella.
—¡Raistlin! ¡Caramon! ¡Sturm! ¡Hay un ejército de draconianos justo ahí fuera! —anunció Tas, que irrumpió en la armería a todo correr.
—¡Los draconianos planean atacar a los nuestros en el valle! —dijo Tika al mismo tiempo—. ¡Oímos al grandullón decírselo a sus soldados! El ataque llegará desde Pax Tharkas.
—Nos enteramos porque ahora entiendo el draconiano. —El kender alzó la voz para hacerse oír por encima de lo que hablaba Tika—. Oye ¿por qué lleva Sturm ese yelmo de aspecto raro?
Raistlin los miró colérico.
—No entiendo una palabra de lo que decís. ¡Hablad de uno en uno, por partes!
—Tas, ve a vigilar el corredor —ordenó la chica.
—Pero, Tika...
Ella lo fulminó con la mirada y Tasslehoff salió. La joven repitió lo que había dicho antes y continuó.
—Esa tropa de draconianos es parte de una fuerza mayor. Los han apostado aquí para asegurarse de que los nuestros no vienen por esta ruta. Ha sido una suerte que Tas y yo viniésemos —añadió con una mirada desafiante a Raistlin—. En caso contrario no habríamos descubierto el peligro que corren los refugiados.
Raistlin miró a Caramon, que suspiró y sacudió la cabeza.
—Esto dificulta las cosas —dijo el mago.
—¿Qué? ¿Cómo? No entiendo. —Tika estaba desconcertada. No era ésa la reacción que esperaba.
Había confiado en que Caramon estuviese contento con ella. Bueno, contento tal vez no, porque les llevaba malas noticias, las peores que podía haber, pero al menos podría haberse mostrado contento porque Tas y ella habían descubierto el ataque a tiempo de tomar medidas.
Sin embargo, Caramon se limitó a quedarse plantado allí con aire preocupado e infeliz mientras Raistlin apretaba los labios con fuerza. No habría sabido decir la expresión que tenía Sturm porque el caballero llevaba puesto una especie de yelmo extraño que le tapaba la cara. En resumen, que todos actuaban de forma rara.
—¿Qué os pasa? Deberíamos ponernos en marcha de inmediato. Ahora mismo. ¿Y por qué lleva Sturm ese yelmo tan raro?
—Tiene razón, Raist —intervino Caramon—. Deberíamos regresar.
—¿Qué harán los refugiados una vez que les hayamos advertido? —demandó el mago—. ¿Dónde irán que estén a salvo? —Miró de soslayo al caballero—. A Thorbardin.
—Por supuesto que hemos de ir a Thorbardin —afirmó Sturm con un viso de impaciencia en la voz—. Ya nos hemos demorado demasiado. Yo me marcho. Si vais a acompañarme, humanos, venid pues.
Echó a andar hacia la puerta, pero Raistlin reaccionó con prontitud y se interpuso en su camino, tras lo cual posó la mano en el brazo del caballero.
—Queremos ir con vos, alteza, pero ha surgido una emergencia que hemos de solucionar antes. Si sois tan amable de tener un poco más de paciencia...
—¡Alteza! —Tika miró de hito en hito a Sturm y después preguntó a Caramon en voz baja:— ¿Le han dado otro golpe en la cabeza?
—Es una larga historia —contestó el guerrero, taciturno.
—Digamos que Sturm no es el mismo de siempre —intervino Raistlin en tono seco. Se volvió a mirar a su hermano—. Hemos de ir a Thorbardin con el caballero. Puede que no se nos presente otra oportunidad de encontrar el reino enano.
—No, hemos de regresar al campamento —insistió Tika.
—Riverwind es muy consciente de que puede haber un ataque —adujo el mago—. Estará preparado si se produce.
—¿Y por qué no hacemos las dos cosas? —preguntó Caramon—. Que el príncipe Grallen nos acompañe al campamento. Después el príncipe podrá conducir a los refugiados a Thorbardin y problema resuelto.
—¿El príncipe Grallen? ¿Quién es el príncipe Grallen? —quiso saber Tika, pero nadie le respondió.
—Una idea excelente, sólo que no funcionaría —repuso Raistlin de forma rotunda.
—Pues claro que sí —insistió el guerrero.
—Inténtalo y lo verás —dijo Raistlin al tiempo que se encogía de hombros—. Díselo al príncipe Grallen.
Caramon, que parecía sentirse muy incómodo, se dirigió hacia donde Sturm estaba parado cerca de la puerta y daba golpecitos con el pie en el suelo.
—Alteza, queremos ir a Thorbardin, pero antes daremos un pequeño rodeo. Tenemos unos amigos que están atrapados en un valle, hacia el norte...
Sturm se apartó de Caramon y le asestó una mirada iracunda a través de las rendijas superiores del yelmo.
—¡Al norte! No iremos al norte. Nuestra ruta es hacia el sur, a través de las llanuras de Dergoth. Habría agradecido vuestra compañía, humanos, pero si vais al norte, iréis solos.
—Te lo advertí —susurró Raistlin.
Caramon dio un profundo suspiro.
—¿Qué le pasa a Sturm? —preguntó Tika, asustada—. ¿Por qué habla de ese modo?
—El yelmo se ha apoderado de él —explicó Caramon—. Cree que es un príncipe enano que vivió hace trescientos años. Está empeñado en ir a Thorbardin.
—El yelmo no le permitirá hacer otra cosa —aclaró Raistlin—. Con un encantamiento no hay razonamiento que valga.
—¿Y si lo dejamos sin sentido de un golpe, lo atamos y lo llevamos a rastra? —preguntó la joven.
—Tika, estamos hablando de Sturm. —Caramon estaba horrorizado.
—Bueno, pues no lo parece —espetó ella—. Es el príncipe «No-sé-quién». —No entendía nada de aquello, pero sí había pillado lo suficiente para saber adonde llevaba la discusión y no le gustaba—. ¡Caramon Majere, nuestros amigos corren peligro! ¡No podemos abandonarlos así, sin más!
—Lo sé —contestó el hombretón con aire desdichado—. Lo sé.
—Dudo que pudiésemos dejarlo inconsciente —observó Raistlin—. El yelmo actuará para protegerlo de cualquier daño. Si intentamos atacarlo, luchará contra nosotros y alguien podría salir herido. El hecho de que Sturm crea ser un príncipe enano no significa que haya perdido su destreza con la espada.
Tika se interpuso entre Raistlin y Caramon. Le dio la espalda al mago y se enfrentó al guerrero, puesta en jarras, temblándole los rizos pelirrojos y los verdes ojos centelleándole.
—¡Con Thorbardin o sin Thorbardin, con príncipe o sin príncipe, alguien tiene que advertir a Riverwind y a los demás! Tú y yo deberíamos regresar, Caramon. Que tu hermano y Sturm vayan a Thorbardin.
—Sí, Caramon —intervino Raistlin en tono almibarado—. Márchate con tu amiga. Déjame solo para que haga todo el camino a través de las malditas llanuras de Dergoth en compañía de un caballero que se cree un enano. Moriremos los dos, por supuesto, y nuestra misión fracasará, pero vosotros dos lo pasaréis bien, no me cabe duda.
Tika estaba tan furiosa que faltó poco para volverse y soltar un bofetón a Raistlin en la dorada mejilla. Sin embargo, sabía que con eso sólo conseguiría empeorar las cosas. Clavándose las uñas en la carne para no perder los nervios, siguió mirando a Caramon y obligándolo a que la mirara, que hablara con ella, que pensara en ella y en lo que le decía.
—Raistlin exagera —argumentó—. Lo que intenta es hacer que te sientas culpable. ¡Es un hechicero! Tiene su magia y, como él mismo dice, el yelmo protegerá a Sturm y Sturm sabe cómo usar su espada. ¡Tienes que venir conmigo!
Caramon lo estaba pasando muy mal. Tenía la cara congestionada, de un intenso color rojo salpicado de manchas blancas. Miró a su gemelo y miró a Tika, tras lo cual se apartó de los dos.
—No sé —masculló.
Tasslehoff asomó la cabeza por la puerta.
—Estáis metiendo mucho ruido —advirtió con aire circunspecto—. ¡Os oigo chillar desde el fondo del corredor!
Tika se sumió en un silencio iracundo. Caramon aún no había dicho nada y Sturm empezó a pasear adelante y atrás, impaciente por ponerse en camino.
—Tú verás qué decides, hermano —dijo Raistlin.
—¿Y bien? —inquirió Tika.
El guerrero lanzó una mirada incómoda a la joven.
—Tengo una idea —dijo—. Ha sido un día muy largo y todos estamos cansados y hambrientos. Volvamos al túnel, comamos algo, descansemos y mañana hablamos de todo esto.
—Vas a irte con tu hermano —manifestó Tika con voz gélida.
—No lo sé —fue la evasiva respuesta de Caramon—. Aún no lo he decidido. Necesito pensarlo.
Los verdes ojos de Tika le asestaron una mirada torva que lo atravesó como una lanza. La muchacha salió de la estancia, airada.
—¡Tika, espera! —Caramon echó a andar en pos de ella.
—¿Dónde vas? —increpó Raistlin—. Tienes que ayudarme a convencer al príncipe de que se quede. No le agradará la demora.
El guerrero miró a la joven, que se alejaba corredor abajo en dirección a la biblioteca. Saltaba a la vista que estaba encolerizada.
—Tas, ve con ella —pidió Caramon en voz baja para que su hermano no lo oyera.
El kender echó a correr tras ella, obediente. Caramon los oyó hablar a los dos.
—Tika, ¿qué pasa? —inquirió Tas mientras corría para alcanzarla.
—Caramon es imbécil —respondió la joven, sofocada por la rabia—. ¡Y lo odio!
—¡Caramon! —llamó Raistlin, tajante—. ¡Te necesito!
Con un triste suspiro, el guerrero regresó junto a su gemelo.
Tras mucho hablar y razonar, Raistlin convenció al príncipe Grallen de que se quedara a pasar la noche en el Monte de la Calavera. Le dijo al príncipe que su hermano y él necesitaban descansar antes de emprender viaje y por fin el príncipe accedió, aunque de mala gana.
Regresaron a la biblioteca y desde allí, al túnel. Caramon, temeroso de que los draconianos los encontraran, quería cerrar la puerta. Raistlin señaló que los draconianos ignoraban la existencia del túnel y que estarían a salvo allí. Cerrar la puerta de piedra haría mucho ruido. La única razón de que los draconianos no hubiesen oído el estruendo la primera vez se debió a los rugidos del dragón. Naturalmente, tras ese argumento no hubo más discusión y la puerta se quedó abierta.
Tomaron una cena frugal ya que les aguardaba un largo viaje, fueran en una o en otra dirección, y debían racionar las vituallas. Sturm comió lo que le dieron y de inmediato se sumió en un sueño tan profundo que no lo habrían podido despertar.
Caramon se sentía tan desdichado que casi no probó bocado. Tika no le dirigió la palabra, ni siquiera lo miró. Estaba sentada con la espalda apoyada en el muro de piedra y masticaba el trozo de tasajo en silencio, con gesto taciturno. Raistlin comió poco, como siempre, y después se puso a estudiar sus conjuros tras ordenarles a todos que lo dejasen en paz. Se sentó en el suelo, arrebujado en la túnica para entrar en calor, con el libro apoyado en las rodillas y bañado por la luz del bastón.
Tasslehoff estaba fascinado con el Sturm convertido en enano. El kender se sentó al lado del príncipe y se puso a hablar con él mientras el príncipe estuvo despierto y cuando Sturm se quedó dormido el kender siguió sentado a su lado, observándolo.
—¡Pero si hasta ronca diferente de como lo hace Sturm! —informó Tas cuando Caramon se acercó para comprobar cómo le iba al caballero.
El hombretón miró a su hermano y después se agachó y aferró el yelmo.
—¿Vas a quitárselo de un tirón? ¡Eh, déjame ayudarte! —se ofreció Tas, entusiasmado—. ¿Puedo ponérmelo yo después? ¿Puedo ser el príncipe?
La única respuesta de Caramon fue un quedo gruñido. Tiró del yelmo, lo retorció y, cuando eso no funcionó, le dio un porrazo para ver si conseguía aflojarlo.
El yelmo aguantó firme, sin ceder un ápice.
—No vas a conseguir sacarlo como no le arranques la cabeza a Sturm y supongo que no es una posible alternativa, ¿verdad? —comentó el kender.
—No, no lo es.
—Qué pena —dijo Tas, decepcionado pero resignado—. En fin, si no puedo ser un enano, al menos tengo la diversión de ver a Sturm actuar como uno de ellos.
—Diversión —resopló Caramon.
Se recostó en la pared, cruzado de brazos, y buscó una postura cómoda en el duro suelo. Se había ofrecido a hacer la primera guardia. Tika se puso de pie, se sacudió las manos y se encaminó hacia él. El guerrero gimió para sus adentros y se preparó para lo que se avecinaba.
—¿Has cenado bien? —preguntó mientras se ponía de pie, nervioso.
Tika miró de soslayo a Raistlin y, al verlo absorto en la lectura, habló en voz baja:
—Ya has tomado una decisión. Te irás con tu hermano, ¿verdad?
—Mira, Tika, he estado pensando —empezó Caramon—. ¿Y si mañana nos dirigimos todos a Thorbardin? Nos reuniremos con Flint y Tanis y entonces Raistlin podrá quedarse con ellos y tú y yo regresaremos para advertir a los demás...
—Querrás decir que regresaremos para enterrarlos —lo interrumpió la joven, que después giró sobre sus talones y volvió a su sitio junto a la pared.
«No lo entiende —se dijo el guerrero para sus adentros—. No se da cuenta de lo débil que es Raistlin, de lo enfermo que se pone. Me necesita. No puedo dejarlo solo. A los refugiados no les pasará nada. Riverwind es listo y sabrá lo que tiene que hacer.»
Raistlin, que sólo había fingido estar estudiando sus conjuros, sonrió para sí con satisfacción al ver que Tika se daba media vuelta. Cerró el libro de hechizos, lo guardó en la mochila que siempre le llevaba su hermano y, sintiéndose de pronto muy débil tras los grandes esfuerzos hechos ese día, apagó la luz del bastón y se durmió.
La noche avanzaba. La oscuridad en el túnel era impenetrable. Sentada contra la pared, Tika estaba despierta y escuchaba los distintos sonidos: los ronquidos sonoros de Sturm, el arrastrar de pies de Caramon, las vueltas y sacudidas en sueños de Tas y otros ruidos que quizás los hacían ratas o tal vez no.
Caramon soltó un descomunal bostezo y, tanteando en la oscuridad, encontró al kender y lo sacudió.
—No puedo seguir despierto más tiempo —susurró—. Sustituyeme.
—Claro, Caramon —contestó Tas con voz adormilada—. ¿Te parece bien que me siente al lado de Sturm? A lo mejor se despierta y entonces podré preguntarle al príncipe si me deja que me ponga el yelmo aunque sólo sea un rato.
Caramon masculló algo sobre que el príncipe y el yelmo podían irse derechos al Abismo por lo que a él concernía. Al oír que se acercaba donde estaba ella, Tika se tumbó rápidamente y cerró los ojos, aunque probablemente él no la vería en la oscuridad.
El guerrero la llamó.
—Tika —susurró, vacilante.
Ella no contestó.
»Tika, intenta entenderlo —pidió, quejumbroso—. Tengo que ir con Raist, me necesita.
Siguió callada. Entonces Caramon soltó un sonoro suspiro y, tropezando con los pies de Sturm, avanzó a tientas hasta encontrar su petate y se tumbó en él. Cuando empezó a roncar, Tika se puso de pie. Encontró la mochila y la antorcha y se acercó con sigilo a donde Tasslehoff se entretenía empujando con la punta de la jupak a Sturm con el propósito de despertarlo.
—Tas, necesito que me enciendas esta antorcha —pidió Tika en voz queda.
Siempre dispuesto a hacer un favor, el kender rebuscó en uno de sus saquillos. Sacó un yesquero y en un santiamén la antorcha ardía con fuerza. Tika contuvo la respiración, casi esperando que la luz despertara a los durmientes. Raistlin masculló algo, se echó la capucha sobre los ojos y se dio la vuelta. Sturm ni se movió. Caramon, que en cierta ocasión había seguido dormido durante el ataque de un ogro, siguió roncando.
La joven soltó un suspiro suave. No era su intención despertarlo, pero en parte se sintió decepcionada.
—¿Recuerdas tú que he hecho con mi espada? —le preguntó a Tas.
El kender se quedó pensativo un momento.
—Te la quitaste cuando trepamos a la pasarela. Supongo que te la olvidaste allí con todo el jaleo. Seguramente aún sigue tirada en esa columna caída, en la fortaleza.
Tika suspiró para sus adentros. Ningún guerrero de verdad habría olvidado dónde había dejado su espada.
—¿Quieres que vaya a buscarla? —preguntó Tas, anhelante.
—¡Desde luego que no! —contestó la joven—. Quién sabe qué cosas espantosas merodean por allí de noche. Fíjate lo que le ha pasado a Sturm.
Ahora le llegó el turno a Tas de suspirar para sus adentros. Había gente que tenía más suerte que nadie. No era justo.
—Préstame Mataconejos —pidió Tika.
Tas dio una palmadita afectuosa a la daga que llevaba al cinto antes de pasársela a Tika.
—No la pierdas. ¿Dónde vas? —preguntó el kender.
—Vuelvo al campamento para advertir a los otros.
—¡Voy contigo! —Tas se levantó de un salto.
—No. —Tika sacudió los pelirrojos rizos—. Estás de guardia, ¿recuerdas? No puedes marcharte.
—Ah, sí, tienes razón —convino el kender y Tika, que esperaba más oposición, se sorprendió. Había temido que surgiría una discusión por ese asunto.
—Iré si realmente me necesitas —le dijo Tas—. Pero si no, prefiero quedarme. No me quiero perder lo de Sturm siendo un enano. Es algo que no se ve todos los días. Despertaré a Caramon.
—No, ni hablar —se negó la joven, muy seria—. Intentaría detenerme.
Se metió la daga en el cinturón y se colgó la mochila al hombro.
—¿De verdad vas a ir sola? —preguntó el kender, impresionado.
—Sí. Y no le digas nada a nadie, ¿entendido? Hasta mañana, ni media palabra. ¿Lo prometes?
—Lo prometo —contestó Tas, rápido y locuaz.
Tika conocía a Tasslehoff y sabía que para el kender las promesas eran como pelusas, fáciles de quitar sacudiéndolas con la mano. Lo miró muy seria.
—Tienes que jurarlo por todos los objetos que guardas en los saquillos —dijo—. Que todos se vuelvan cucarachas y se escapen de noche si rompes tu juramento.
A Tas se le abrieron los ojos como platos ante una posibilidad tan espantosa.
—¿Tengo que hacerlo? —preguntó mientras se retorcía—. Ya lo he prometido...
—¡Júralo! —espetó Tika con voz terrible.
—Lo juro. —Tas tragó saliva.
Bastante segura de que aquel juramento tremendo lo mantendría al menos durante unas horas, las suficientes para darle una buena ventaja, Tika echó a anclar túnel adelante. Sin embargo, sólo había recorrido unos pasos cuando se acordó de algo y dio media vuelta.
—Tas, dale un recado a Caramon de mi parte, ¿quieres?
Tasslehoff asintió con la cabeza.
—Dile que lo entiendo. En serio.
—Se lo diré. Adiós, Tika. —Tas agitó la mano.
El kender tenía la impresión de que ese asunto de irse ella sola no estaba bien. Debería despertar a alguien; entonces pensó en todas las cosas maravillosas que guardaba en sus saquillos y las imaginó convirtiéndose en cucarachas y escabullándose, y ya no supo qué hacer. Volvió a sentarse al lado de Sturm e intentó encontrar un modo de soslayar el juramento. La luz que llevaba Tika fue disminuyendo en la distancia más y más hasta que el kender dejó de verla y él aún no había discurrido una forma de salir del apuro.
Siguió pensando y pensó con tanta fuerza que las horas pasaron sin que se diese cuenta.
Resultó que Raistlin se equivocaba al suponer que los draconianos no conocían la existencia del túnel. Deambulando por la biblioteca en busca de botín, un baaz había descubierto el túnel secreto. Se encontraba dentro cuando oyó regresar a los humanos. Los tuvo encima antes de darse cuenta y se quedó atrapado. El baaz se planteó atacarlos, ya que sólo eran cinco y uno era un kender renacuajo y otro, una hembra.
Al verla, el baaz tuvo una idea mejor. Mataría al resto, la capturaría viva a ella, se divertiría un poco y luego la llevaría a rastras hasta sus compañeros para cambiársela por aguardiente enano. El baaz se retiró a una distancia segura por el oscuro túnel y espió al grupo.
Dos de los humanos eran guerreros que llevaban la espada con segura facilidad. Otro era un despreciable hechicero que se apoyaba en un bastón que arrojaba luz, y el brillo le hacía daño en los ojos al baaz. El draconiano odiaba y desconfiaba de todos los que hacían magia; decepcionado, decidió dejar en paz al grupo, al menos de momento. Tal vez alguno se quedaba dormido mientras hacía guardia y entonces se acercaría a hurtadillas y los mataría mientras dormían.
Al parecer, el baaz iba a seguir sufriendo decepciones, porque el guerrero grande hizo la primera guardia y permaneció alerta todo el tiempo. El draconiano no se atrevió a mover una sola garra por miedo a que lo oyera. Entonces el hombretón despertó al kender y las esperanzas del draconiano renacieron, porque hasta los de su raza sabían que los kenders, aunque de sabor delicioso, no eran de fiar. También sabía que los kenders tenían un oído muy fino y una vista incluso mejor, y ése parecía estar más alerta de lo habitual. También permaneció totalmente despierto.
El baaz se había acomodado para pasar una larga noche de aburrimiento cuando su suerte sufrió un inesperado cambio. La hembra humana encendió una antorcha, habló algo con el kender y después echó a andar túnel adelante, sola. Pasó justo por delante de él, que se había agazapado en las sombras y sin mover un solo músculo. Si hubiese vuelto la cabeza habría visto el brillo de la luz de la antorcha reflejado en sus escamas de latón y sus ojos rebosantes de lujuria. Pero ella caminaba con la cabeza gacha, fija la mirada en los pies. No lo vio.
El draconiano esperó en tensión a que el kender o alguno de los otros fuera en pos de ella, pero ninguno lo hizo.
Moviéndose muy despacio y con cuidado para evitar que las garras de las patas sonaran en el suelo de piedra, el baaz se deslizó sigilosamente detrás de la hembra humana.
Tendría que dejarla llegar lo bastante lejos de los demás antes de abordarla, para que nadie la oyera gritar.
—¿Que hizo qué? —Caramon se erguía, imponente, frente a Tasslehoff. El hombretón tenía el rostro congestionado y los ojos le echaban chispas. El kender no lo había visto tan enfadado nunca—. ¿Por qué no me despertaste?
—¡Me obligó a que lo jurara! —se lamentó Tas.
—¿Y desde cuándo cumples tú un juramento? —bramó el guerrero—. ¡Enciéndeme esa antorcha y date prisa!
—Me hizo jurar que si te lo decía todas las cosas de mis saquillos se convertirían en cucarachas —informó el kender.
La luz se encendió y Raistlin se sentó mientras se frotaba los ojos.
—¿Qué os pasa a vosotros dos? Deja de dar voces, Caramon. ¡Haces tanto ruido que despertarías a un muerto!
—Tika se ha marchado —contestó su hermano al tiempo que se abrochaba la hebilla del talabarte—. Se fue en mitad de la noche, de vuelta para poner sobre aviso a los otros.
—Bien hecho por ella —dijo Raistlin, que observó a su hermano unos segundos en silencio antes de añadir:— ¿Dónde diablos vas?
—Tras ella.
—No seas idiota —contestó fríamente Raistlin—. Hace horas que se marchó, no la alcanzarás.
—A lo mejor ha hecho un alto para descansar. —Caramon agarró la antorcha—. Espérame aquí. Y vuelve a dormirte. No tardaré mucho... —Hizo una pausa antes de añadir en tono alterado:— ¿Dónde está Sturm?
—Por amor de... —Raistlin se incorporó con precipitación—. ¡Shirak! —dijo y la luz del bastón empezó a brillar—. ¡Esto es lo que pasa cuando se deja a un kender haciendo la guardia!
—Entró ahí. —Tas señaló la biblioteca—. Creí que iba a hacer pis.
—¿Dijo algo? —Los ojos del mago tenían un brillo febril.
—Le pregunté si podía ponerme el yelmo que lleva puesto y dijo «no» —informó el kender, malhumorado.
Raistlin empezó a recoger sus pertenencias.
—Hemos de ir tras Sturm. No tiene ni idea de lo que está haciendo. ¡Es capaz de darse de cara con el ejército draconiano!
—No es justo —opinó Tasslehoff mientras recogía sus saquillos—. Sturm tuvo puesto el yelmo toda la noche. Le dije que me tocaba a mí.
—¿Qué pasa con Tika? —demandó Caramon—. Está sola.
—Vuelve al campamento, así que no corre peligro. Sturm sí.
—No sé... —El guerrero estaba angustiado.
—Haz lo que quieras. Yo voy tras Sturm. —Raistlin recogió la mochila y echó a andar.
—Yo también —dijo Tas—. A lo mejor me toca ponerme el yelmo esta noche. Le dejé Mataconejos a Tika, Caramon —añadió, porque le daba pena su amigo—. Se dejó la espada en el corredor. ¡Ah, y me dio un mensaje para ti! Casi se me olvida. Me encargó que te dijera que lo entiende.
Caramon gimió suavemente y negó con la cabeza.
—Me quedaría para charlar un poco más, pero he de marcharme. Raistlin me necesita —se disculpó el kender.
Tas esperó un momento para ver si Caramon iba con él, pero el hombretón no se movió. Temeroso de que los otros dos lo dejaran atrás, Tas se dio la vuelta y salió a toda carrera. El guerrero oyó la voz del kender que hablaba en la biblioteca:
—¡Puedo llevarte la mochila, Raistlin!
—Tócala y te corto la mano —oyó responder a su hermano.
Caramon tomó una decisión. Tika lo entendía. Lo había dicho. Alcanzó a su gemelo en la puerta que conducía a la fortaleza.
—Deja que lleve yo eso. Pesa demasiado para ti —dijo el guerrero, que se cargó la mochila al hombro.
Tika caminó durante horas; sentía la rabia, la frustración y el amor arder como brasas en su interior. Primero, el amor llameaba y después moría sólo para que la rabia se avivara, candente. El fuego de sus sentimientos parecía prestarle fuerzas y avanzó a buen paso, o eso le parecía a ella. Era difícil calcular cuánto trecho había recorrido, porque el túnel parecía interminable. Hablaba consigo misma mientras andaba, sostenía conversaciones imaginarias con Caramon y le decía a Raistlin lo que pensaba exactamente de él.
En cierto momento le pareció oír algo a su espalda y se paró; el corazón le latió desbocado, pero no de miedo, sino de esperanza.
—¡Caramon! —llamó, anhelante—. ¡Me has seguido! Me alegro tanto...
Esperó, pero no hubo respuesta. No volvió a oír el ruido y llegó a la conclusión de que se lo había imaginado.
—Me había hecho ilusiones —masculló entre dientes y le pegó una patada a una piedra que salió rodando por el suelo—. No va a venir.
En ese momento afrontó la verdad. Le había dado un ultimátum: ella o su hermano. Y había elegido a Raistlin.
«Siempre elegirá a Raistlin —se dijo para sus adentros—. Sé que me ama, pero siempre elegirá a Raistlin.»
No tenía ni idea de por qué estaba tan convencida de ello. Sólo sabía que seguiría siendo así hasta que ocurriera algo que los separara a los dos y puede que ni siquiera entonces.
De nuevo sonó el ruido y esta vez Tika estaba segura de no haberlo imaginado.
—¿Tasslehoff? ¿Eres tú?
Sería muy propio del kender dejar su puesto e ir tras ella. Seguramente planeaba acercarse con sigilo, saltar sobre ella desde las sombras y partirse de risa por el susto que le había dado.
Si era Tas, el kender no contestó a su llamada.
Volvió a oír el ruido. Sonaba como una respiración áspera y pisadas que raspaban el suelo. Y, quienquiera que fuese, ya no se molestaba en ocultar su presencia.
—Tasslehoff, esto no tiene gracia... —Le falló la voz.
Mientras hablaba, supo que no era el kender. El miedo le provocó retortijones en el estómago y le hizo un nudo en la garganta. Era incapaz de tragar ni de respirar. Se cambió la antorcha a la mano izquierda y casi la dejó caer. La mano derecha se le cerró, temblorosa, sobre la daga que llevaba al cinto. No quería morir sola, en la oscuridad. La idea hizo que se le escapara un débil gimoteo de terror.
No veía nada, pero oía ruido de garras al desplazarse por el suelo de piedra y comprendió de inmediato que su perseguidor era un draconiano. El primer pensamiento, producto del pánico, fue echar a correr, pero aunque el cerebro le gritaba que huyera, las piernas se negaban a obedecer. Además, no tenía dónde ir. Ni dónde huir. Ni dónde ocultarse.
Los ásperos jadeos y los gruñidos se acercaron más y más. El draconiano había abandonado todo sigilo.
Entró en la zona alumbrada por la antorcha delante de ella, corriendo directamente en su dirección. Al verla, la horrenda cara escamosa se desfiguró con una mueca repulsiva. Gorgoteó y le resbaló saliva de las fauces. Llevaba una espada de hoja curva, pero no la había desenvainado. No quería matar a su presa; antes quería divertirse un poco.
Tika dejó que el bestial ser se acercara y no como parte de una estrategia pensada, sino porque estaba demasiado aterrada para moverse. Los ojos rojos del draconiano relucían; las manos, más bien garras, se abrían y se cerraban. Extendió las alas y saltó sobre ella con intención de derribarla al suelo con él encima.
La determinación cobró firmeza en Tika y, trocando el miedo en fortaleza, prestó firmeza a su mano. Moviendo la antorcha en un violento revés, la estrelló contra el lascivo rostro del draconiano. Aunque por casualidad, fue un golpe asestado en el momento justo y alcanzó al baaz en pleno vuelo.
El estacazo torció la cabeza del draconiano hacia un lado mientras los pies seguían hacia el contrario llevados por el impulso, con el resultado de caer patas arriba. Se dio un buen porrazo en el suelo de piedra, con las alas chafadas debajo del cuerpo. Tika arrojó a un lado la antorcha y, sosteniendo la daga con las dos manos, se abalanzó sobre el baaz al instante. Gritando de rabia, lo apuñaló y acuchilló una y otra y otra vez.
El draconiano aulló e intentó sujetarla. La joven no sabía en qué parte del cuerpo le estaba clavando la daga; no veía bien porque un velo rojo le nublaba los ojos. Golpeaba todo lo que se movía. Asestaba patadas, pisotones, cuchilladas y tajos donde fuera, le daba igual; lo único que sabía era que tenía que seguir luchando hasta que la criatura dejara de moverse.
Entonces la hoja del arma chocó contra la piedra y el impacto le ocasionó una dolorosa sacudida en los brazos; la daga se le resbaló de las manos, empapadas de sangre. Aterrada, Tika gateó en busca del arma. La encontró, la asió y la enarboló al tiempo que se giraba; entonces vio a su enemigo muerto a sus pies. La daga no había chocado contra el suelo, sino en el cadáver del draconiano, convertido en piedra.
Temblorosa, jadeante y sacudida por los sollozos, Tika saboreó un líquido repulsivo en la boca. Vomitó y se sintió mejor. Los enloquecidos latidos del corazón empezaron a normalizarse. Ahora respiraba un poco mejor y sólo sentía la quemazón y el escozor de los arañazos que tenía en los brazos y en las piernas. Recogió la antorcha y, sosteniéndola sobre el cadáver del draconiano, esperó a que se deshiciese en polvo. Sólo entonces, cuando por fin se desintegró, la joven se convenció de que estaba muerto.
Tuvo un escalofrío y estaba a punto de dejarse caer pesadamente en el suelo de piedra cuando se le ocurrió la idea de que podía haber más de esos monstruos en el túnel. Se limpió con presteza la sangre que tenía en la mano para asir mejor la empuñadura de la daga y esperó. Los dolorosos arañazos le ardían en los brazos y las piernas y la joven empezó a tiritar.
La mente se le despejó. Si hubiese habido más, ya la habrían atacado a esas alturas. Ese había actuado por su cuenta, con la esperanza de tener la recompensa para él solo.
Tika hizo un repaso de las heridas recibidas. Arañazos largos e irregulares le cruzaban brazos y piernas, pero no había más daños. Su violento ataque había pillado por sorpresa al draconiano. Los arañazos le ardían muchísimo y no dejaban de sangrar, pero eso era positivo. La hemorragia impediría que las heridas se infectaran.
Se los limpió con agua del odre, se limpió la sangre del draconiano de la cara y de las manos y se enjuagó la boca para quitarse el horrible sabor, tras lo cual, la escupió. Tenía miedo de tragarla por si volvía a vomitar.
Estaba exhausta, enferma y temblorosa. Habría querido hacerse un ovillo en el suelo y darse una hartada a llorar, pero no soportaba la idea de pasar un instante más en aquel túnel horrible. Además, tenía que llegar al campamento para advertir a Riverwind y no había tiempo que perder.
Apretando los dientes, Tika se metió la daga en el cinto y echó a andar con resolución.
Tasslehoff condujo a Caramon, Raistlin y al príncipe Sturm, como lo llamaba ahora el kender, por el conducto de ventilación. Al llegar arriba, se asomaron con cautela y albergando cierta esperanza. No habían oído ruidos de draconianos durante la noche y habían confiado en que, tras matar al dragón y saquear el lugar, habrían seguido adelante. En cambio, se encontraron con que los draconianos habían acampado justo debajo de la salida de la fortaleza en ruinas.
Los draconianos dormían al raso, enroscados en el suelo, con las colas alrededor de los pies y las alas plegadas. La mayoría apoyaba la cabeza en sacos en los que se marcaban los bultos de lo que quiera que hubiesen tomado como botín en la fortaleza. Había un draconiano montando guardia, con la espalda apoyada en una roca. De vez en cuando daba una cabezada y entonces se despertaba con una sacudida.
—Creí haberte entendido que era un ejército —increpó Caramon al kender con acritud.
—Eso es casi un ejército —repuso Tas sin inmutarse.
—Ni de lejos —lo contradijo el guerrero.
—Sean quince o mil quinientos tanto da —intervino Raistlin—. El asunto es que tenemos que pasar por su posición.
—A menos que haya otra salida. —Caramon miró a Sturm y éste sacudió la cabeza en un gesto negativo.
—Thorbardin se encuentra en esa dirección. —Señaló al sur—. Al otro lado de las llanuras de Dergoth.
—Sí, lo sé. No haces más que repetirlo —contestó Caramon—. ¿Hay alguna otra salida de la fortaleza? ¿Una ruta secreta?
—Nuestro ejército tomó al asalto las puertas, entramos por delante y arrollamos a los defensores.
—No hay más salida que ésta —informó Raistlin.
—Eso no lo sabes de cierto. Podríamos explorar un poco.
—Hazme caso —repuso el mago en tono monótono—. Sé lo que digo.
Caramon sacudió la cabeza, pero no siguió discutiendo.
—Esperaremos a que se vayan los draconianos, simplemente —decidió Raistlin—. No se quedarán ahí todo el día. Seguramente regresarán a la fortaleza para buscar más botín. Una vez que hayan entrado, podremos irnos.
—Deberíamos matarlos ahora —sugirió Sturm—. Sólo son goblins. Nosotros cuatro podríamos dar buena cuenta de esas sabandijas con facilidad.
—¿Goblins? —Caramon contempló a Sturm, asombrado—. Ésos no son goblins. —Desconcertado, miró a su hermano—. ¿Por qué cree que son goblins?
—Extraordinario —musitó el mago, intrigado—. Sólo son conjeturas, pero puesto que los draconianos no existían durante la época en la que vivió el príncipe, deduzco que el yelmo no sabe qué pensar sobre estos monstruos. En consecuencia, el príncipe ve lo que espera ver: goblins.
—Estupendo —rezongó el guerrero—. Tiene narices.
Se asomó por el borde a la pared negra y lisa, que trazaba un pronunciado repecho de unos diez metros para acabar en un montículo de cascotes que eran fragmentos de la fortaleza derruida y que se mezclaban con rocas en un gran amasijo. Al pie del cerro de escombros había un amplio espacio de suelo seco, que era donde los draconianos habían acampado, y más allá la niebla y el miasma de una ciénaga.
—Supongo que podríamos descolgarnos por la pared —sugirió Caramon en tono dudoso—. Aunque parece resbaladiza.
El guerrero esperó hasta ver que al draconiano se le caía la cabeza en el pecho y después sacó un poco el cuerpo por el borde para ver mejor la pendiente. En el momento en el que tocó con la mano la roca suave y negra la retiró bruscamente y soltó una imprecación.
—¡Maldita sea! —exclamó mientras se frotaba la palma que se le había puesto de un intenso color rojo—. ¡Esa condenada roca está fría como el hielo! ¡Es como meter la mano en un lago helado! —Se chupó los dedos.
—¡Déjame probar a mí! —pidió Tas, anhelante.
La cabeza del guardia se irguió con brusquedad. El draconiano bostezó y miró a su alrededor. Caramon agarró al kender y tiró de él hacia atrás.
—Al menos tú puedes usar la magia para descender flotando —increpó el guerrero a su hermano con tono de reproche—. Los demás tendremos que usar cuerdas para empujar con los pies y separarnos de la pared. Eso nos hará ir más lentos y seremos blancos fáciles.
—Estás de muy mal humor esta mañana, hermano —contestó Raistlin, que miró de soslayo a Caramon.
—Sí, bueno... —El guerrero se frotó la mandíbula, en la que crecía la barba de un par de días y empezaba a picarle—. Estoy preocupado por Tika, eso es todo.
—Me culpas porque la chica se largara sola.
—No, Raist, no te culpo a ti —contestó Caramon con un suspiro—. Si quieres saberlo, la culpa es mía.
—Puedes echarme la culpa a mí también —ofreció Tas, lleno de remordimientos—. Debería haber ido con ella.
El kender se asió el copete y se dio un fuerte tirón como castigo.
—Si hay que culpar a alguien, es a la propia Tika. Marcharse ha sido una imprudencia, un impulso absurdo fruto de su insensatez —opinó Raistlin—. Pero baste decir que corre menos peligro al regresar al campamento que el que estaría corriendo ahora aquí, con nosotros.
Caramon rebulló y pareció a punto de decir algo, pero Raistlin se le adelantó.
—Será mejor que nos preparemos para la partida. Caramon, tú y Tas volved y traed más cuerdas y cualquier otra cosa que encontréis y que creáis que nos podría ser de utilidad. Yo me quedaré con su alteza.
En el instante en el que Caramon y Tasslehoff se pusieron de pie, Sturm pensó que se ponían en marcha y sólo los argumentos persuasivos del mago impidieron que el caballero saliera corriendo.
—Espero que esos draconianos entren pronto en la fortaleza, porque no vamos a poder retener a Sturm mucho más tiempo —comentó Caramon.
El guerrero y el kender regresaron con cuerdas y empezaron a prepararlas para el descenso por la ladera. Una vez que Sturm se dio cuenta de lo que hacían, les ofreció su ayuda. El caballero no sabía nada sobre escalar montañas, pero el príncipe Grallen, que había pasado toda la vida bajo la montaña en los pasadizos subterráneos de los enanos, era experto en la materia. Su consejo resultó inestimable. Le enseñó a Caramon cómo hacer nudos fuertes y la mejor forma de asegurar las cuerdas.
Mientras trabajaban, los draconianos acampados abajo empezaron a despertarse. Raistlin, que hacía guardia, advirtió que el bozak tenía el mando del grupo. Más grande y supuestamente más listo que los baaz, el bozak de escamas broncíneas más que actuar como un comandante lo hacía como un matón y un tirano.
En el momento en el que se despertó, se puso a dar patadas y golpes a los baaz hasta que, entre rezongos y gruñidos, se pusieron de pie. El bozak repartió trozos de carne agusanada a los baaz y se quedó con la parte más grande para sí mismo y cinco baaz que por lo visto eran su escolta.
Por lo que Raistlin pudo entender de la mezcla de Común, argot de soldadesca y draconiano, el bozak ordenaba a sus soldados entrar de nuevo en la fortaleza para seguir buscando cualquier cosa de valor. Les recordó que después se quedaría con su parte y que más valía que nadie se guardara nada o le cortaría las alas de cuajo.
Encabezados por el bozak, los draconianos entraron en tropel en la fortaleza y poco después Raistlin oía los gritos guturales del bozak que resonaban a lo largo de corredores, a bastante profundidad por debajo del conducto de aire.
Caramon esperó en tensión, con la cuerda en la mano, hasta que las voces draconianas y el ruido del pataleo de pisadas se perdieron en la distancia. Entonces miró a su hermano y asintió con la cabeza.
—Estamos preparados.
Raistlin se subió al borde del agujero. Sosteniendo el Bastón de Mago se colocó, miró abajo, hacia el suelo que tenía unos veinticinco metros más abajo, y levantó los brazos.
—¡No, Raist! —exclamó de repente Caramon—. Puedo cargarte a la espalda.
Raistlin se giró para mirarlo.
—Me has visto hacer esto incontables veces, hermano.
—Sí, lo sé. Es sólo que... tu magia no funciona siempre.
—Mi magia no funciona siempre porque soy humano y falible —repuso el mago, irritado, porque eso era algo que no le gustaba que le recordaran—. Sin embargo, la magia del bastón nunca falla.
A despecho de sus palabras de convicción, Raistlin sentía el mismo cosquilleo de incertidumbre en la boca del estómago que sentía siempre que se entregaba por completo en manos de la magia. Se dijo a sí mismo, como hacía siempre, que estaba siendo un estúpido. Extendió los brazos, pronunció la palabra imperativa y saltó al aire.
El Bastón de Mago no le falló. La magia del cayado lo envolvió y, sustentado en las corrientes de la magia como si fuera tan ligero como un vilano, lo bajó y lo posó suavemente en el suelo.
—Ojalá pudiera hacer yo eso —dijo Tasslehoff con anhelo, asomado al borde—. ¿Crees que podría intentarlo, Caramon? A lo mejor ha quedado un poquito de magia en el aire...
—¿Y perderte la diversión de descender por esta pared vertical que está tan fría que te quemaría la piel si la rozaras? —gruñó Caramon—. ¿Por qué ibas a querer hacer eso?
Miró abajo y vio que Raistlin le hacía una seña para que supiera que estaba bien y luego se dirigía presuroso hacia la entrada de la fortaleza. El mago se quedó allí, observando y escuchando un buen rato y después volvió a mover el brazo para indicarle que todo estaba tranquilo. Caramon bajó con una cuerda las mochilas y el resto del equipaje, incluidas la jupak de Tas y la armadura de Sturm, que Raistlin habría querido dejar allí pero que el guerrero había insistido en llevar.
Raistlin desató los bultos, los apartó a un lado y después se situó cerca de la entrada, escondido detrás de una roca para coger por sorpresa a los draconianos si volvían. Caramon, Tas y Sturm empezaron el descenso.
El caballero bajó a pulso y con la facilidad de la práctica. Tasslehoff descubrió que descender una pared rocosa era realmente divertido; se empujaba con los pies contra la ladera de manera que salía lanzado al aire y luego volvía hacia la pared y vuelta a hacer lo mismo. Rebotó contra la cara del monte con gran regocijo hasta que Caramon lo regañó y le ordenó que se dejara de tonterías y bajara de una vez. El guerrero se movía despacio, nervioso de confiar la sustentación de su peso a la cuerda, y plantando los pies con torpeza contra la piedra. Fue el último en llegar abajo y lo hizo con un profundo suspiro de alivio. Comparado con eso, el descenso por el montón de piedras y cascotes resultó relativamente sencillo. Recogían sus posesiones cuando Raistlin salió de su escondrijo y les siseó para que guardaran silencio.
—¡Se acerca alguien!
Alarmado, Caramon alzó la vista hacia las tres cuerdas que colgaban desde el agujero del conducto. Visto desde esa posición, el guerrero entendió el nombre dado al monte. Tenía una extraña semejanza con una calavera. El conducto de aire formaba una de las cuencas de los ojos. Un segundo conducto de aire en el lado opuesto formaba la otra. La entrada a la fortaleza era la boca de la calavera, con estalagmitas y estalactitas irregulares como dientes. Las cuerdas, descolgadas desde una de las cuencas de los ojos, eran un anuncio al mundo de su presencia allí. El guerrero se planteó ocultarse entre los densos vapores de la ciénaga, pero los draconianos irían tras ellos y si tal cosa ocurría prefería enfrentarse al enemigo en terreno firme y seco.
Caramon desenvainó la espada. Tasslehoff, pesaroso por no contar con su Mataconejos, enarboló la jupak. También Sturm desenvainó la espada.
Caramon esperaba que el príncipe Grallen fuera un guerrero tan experimentado como Sturm Brightblade. Raistlin, escondido detrás de la roca, preparó sus conjuros.
El bozak y sus cinco escoltas baaz salieron de la fortaleza con la intención de revisar el botín que los baaz habían dejado allí y ver si alguno se había guardado algo sin darle su parte. Con su plan de saquear a los saqueadores, el bozak no estaba preparado para un combate. Él y los otros recibieron un buen susto al encontrarse frente a unos enemigos armados.
Sin embargo, los draconianos habían sido creados para la batalla y el bozak se recobró de la sorpresa con rapidez. Usó su magia en primer lugar y lanzó un encantamiento sobre el guerrero que en su opinión era el más peligroso. Un rayo de luz cegadora salió disparado de la garra del bozak y alcanzó a Sturm, que gritó mientras se llevaba las manos al pecho y después caía encogido al suelo, entre gemidos.
Al ver al caballero tendido en el suelo, el bozak se volvió hacia Caramon. El draconiano extendió las enormes alas que lo hacían parecer aún más grande y cargó sin dejar de gruñir a la par que blandía la espada con poderosos arcos y tajos. Caramon paró el primer golpe con la espada; el brazo acusó la sacudida del violento impacto hasta el codo.
Antes de que el guerrero pudiera recuperarse, el bozak se giró y le golpeó las piernas con la enorme cola, lo que le hizo perder el equilibrio y caer de rodillas. Mientras intentaba ponerse de pie lo antes posible, alzó la vista y se encontró con el bozak volviéndose de nuevo contra él, enarbolada la espada. Caramon alzó la suya y las dos armas entrechocaron con estruendo.
Raistlin, agazapado y oculto en su escondrijo próximo a la entrada, esparció pétalos de rosa a la par que pronunciaba el conjuro de sueño sobre los tres baaz que tenía más cerca. No las tenía todas consigo respecto al resultado del encantamiento, ya que había probado ese y otros conjuros con draconianos en otras ocasiones y habían resistido a los efectos de la magia.
Dos de los baaz dieron un traspiés y el tercero se quedó boquiabierto y bajó la espada, pero sólo durante un momento. Luego consiguió sacudirse el sueño y cargó hacia la refriega. Los otros dos siguieron de pie y, lo que era peor, comprendieron que un hechicero había intentado someterlos a un conjuro. Giraron sobre sus talones, espada en mano, y descubrieron a Raistlin.
El mago estaba a punto de lanzar una mortal bola de fuego contra ellos cuando descubrió con espanto que las palabras mágicas del hechizo lo eludían. Frenético, buscó en su memoria, pero las palabras no estaban allí. Se reprochó amargamente su estupidez. Había estado más pendiente de vigilar a Tika y a su hermano la noche anterior que de estudiar sus conjuros.
Para entonces, uno de los draconianos acometía contra él mientras blandía la espada con ferocidad. Desesperado, rogando que la madera no se quebrara, Raistlin alzó el bastón para detener el golpe.
Cuando la espada tocó el bastón se produjo un destello, una especie de chisporroteo y un aullido. El baaz soltó el arma y se puso a dar saltos a la par que gruñía y se estrujaba la mano con gesto de dolor. Al ver la suerte corrida por su compañero, el otro baaz se aproximó al mago y al bastón con cautela, pero no dejó de avanzar. Raistlin pegó la espalda contra las rocas y sostuvo el bastón ante sí con firmeza.
Ninguno de los draconianos se había tomado la molestia de atacar al kender, a quien habían dejado para el final creyendo que no era peligroso. Uno de los baaz corrió hacia Sturm, ya fuera para rematarlo o para saquearlo si había muerto o ambas cosas.
—¡Eh, cara de lagartija! —gritó Tas, que echó a correr y golpeó al baaz en la parte posterior de la cabeza con la jupak.
El golpe poco daño podía hacer en la dura cabeza del draconiano, como no fuera irritar al baaz. Espada en mano, se dio media vuelta con intención de destripar al kender, pero atraparlo no era tan sencillo. Tasslehoff brincaba primero aquí y después allí y se mofaba del baaz desafiándolo a que intentara golpearlo.
El baaz blandió la espada una y otra vez; pero, hiciera lo que hiciera, el kender siempre estaba en otra parte profiriendo insultos y golpeándolo con la jupak. Entre saltos, agachadas e insultos tan variados como «culo escamoso» y «boñiga de dragón», la rabia cegó al baaz, que se lanzó sobre el kender.
Tasslehoff alejó al baaz de Sturm pero, por desgracia, llevado por el entusiasmo, el kender no miró hacia dónde iba y se encontró peligrosamente cerca de la ciénaga. Dando un último salto para evitar que el enfurecido baaz lo hiciera rodajas, Tas resbaló en una piedra y, tras mucho agitar de brazos y manotear el aire, cayó al agua empantanada con un grito y un chapoteo.
El baaz iba a ir tras él cuando una seca orden del bozak lo hizo entrar en razón. Tras un momentáneo titubeo, el baaz dejó al kender, que había desaparecido en la bruma, y corrió a ayudar a su compañero a rematar al mago.
Caramon y el bozak intercambiaron una serie de golpes violentos que hicieron saltar chispas de los aceros. Los dos estaban igualados como adversarios y puede que Caramon se hubiera alzado con la victoria al final porque el bozak había pasado gran parte de la noche de juerga y no se encontraba en buenas condiciones físicas. El miedo por su hermano y la desesperación por poner fin a esa lucha hicieron que el guerrero actuara con temeridad. Creyó ver un hueco en las defensas del draconiano y cargó sólo para darse cuenta, demasiado tarde, que era una finta. Su espada salió lanzada por el aire y cayó al agua, a su espalda, con un chapoteo descorazonador. Caramon echó un vistazo angustiado a su gemelo y después saltó hacia un lado y rodó por el suelo, perseguido por el bozak.
El guerrero lanzó una patada y acertó a dar al bozak en la rodilla. El draconiano gruñó de dolor y respondió a su vez con otra patada que alcanzó a Caramon en la tripa y que lo dejó sin resuello e indefenso momentáneamente. El bozak alzó la espada y estaba a punto de descargar el golpe mortal cuando un aullido atroz, espantoso, que sonó a su espalda hizo que frenara la cuchillada y mirara hacia atrás.
Caramon alzó la cabeza para mirar. Tanto el bozak como él se quedaron mirando de hito en hito, aterrados.
Unos ojos fríos, pálidos, embozados en los desgarrados jirones de la noche, flotaban cerca de Raistlin. Un draconiano yacía en el suelo y el cuerpo empezaba a deshacerse en polvo. El otro baaz gritaba de un modo horrible mientras una mano tan fría y pálida como los ojos incorpóreos le retorcía un brazo. El baaz se estremeció al contacto letal del espectro y después se desplomó con los estertores de la muerte que lo convirtieron en piedra.
Caramon hizo un esfuerzo para incorporarse, convencido de que su hermano sería la siguiente víctima de los espectros. Para su sorpresa, los escalofriantes entes no hicieron caso de Raistlin, que, pegado contra la roca, sostenía el bastón ante sí. Los ojos sin vida y la oscuridad que flotaba tras ellos como una estela se abatieron sobre el bozak como una nube terrible. Aullando de dolor, el bozak se retorció en el mortífero abrazo. Se debatió y forcejeó para escapar, pero estaba bien sujeto.
Cuando el cuerpo del draconiano empezó a ponerse rígido, Caramon recordó lo que pasaba cuando moría un bozak y gateó, resbaló y tropezó en su afán por poner la mayor distancia posible entre él y el cadáver del draconiano. Los huesos del bozak estallaron. El horrendo calor y la onda expansiva de la explosión alcanzaron al guerrero, lo aplastaron contra el suelo y lo dejaron momentáneamente aturdido.
Sacudió la cabeza para despejarse y se puso de pie con rapidez, pero se encontró con que la lucha había terminado. Dos de los draconianos supervivientes huían a todo correr de vuelta al interior de la fortaleza. Los espectros se deslizaron en el aire tras ellos y Caramon oyó los gritos de muerte de los baaz. Soltó un suspiro de alivio y entonces se quedó petrificado.
Un par de ojos envueltos en oscuridad flotaba cerca de Raistlin. El guerrero corrió hacia su gemelo, aunque no tenía ni idea de cómo salvarlo.
Entonces vio que los ojos se agachaban, casi como si el ente espectral estuviera haciendo una reverencia a su hermano. Después, dejando tras de sí un helor que entumecía hasta los huesos y el polvo de sus víctimas, desaparecieron.
—¿Estás herido? —preguntó Caramon, jadeante.
—No. ¿Y tú? —preguntó Raistlin, lacónico.
Echó una rápida ojeada a su hermano que debió de bastarle para tener respuesta a su pregunta, ya que desvió la vista hacia Sturm.
»¿Y él?
—No lo sé —repuso Caramon—. Lo alcanzó algún tipo de conjuro. Raist, esos espectros...
—Olvida los espectros. ¿Está malherido? —preguntó el mago, que apartó a su hermano para dirigirse hacia el caballero.
—No lo sé. —Caramon renqueó detrás de su hermano—. Estaba un poco ocupado para fijarme en detalles.
Alargó la mano y, asiendo a su hermano por el brazo, lo detuvo.
»Esa cosa te hizo una reverencia. ¿La invocaste tú?
Raistlin miró a su hermano con frialdad en tanto que esbozaba una sonrisa sarcástica.
—Tienes una idea exagerada sobre mis poderes, hermano, si crees que podría invocar espectros. Ese tipo de hechizo está fuera de mi alcance, te lo aseguro.
—Pero, Raist, vi que...
—¡Bah! Imaginaciones tuyas. —Miró la mano de su hermano, ceñudo—. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no me gusta que me toquen?
Caramon le soltó el brazo, y Raistlin se acercó de prisa a Sturm para comprobar su estado. El guerrero no recordaba haber visto nunca a su hermano preocupado por el caballero y tenía la impresión de que a Raistlin le interesaba más el príncipe Grallen que Sturm. Echó a andar en pos de él justo cuando Tasslehoff, tosiendo y escupiendo agua fangosa, salía de la ciénaga.
—¡Puag! —exclamó el kender mientras se apartaba el pelo empapado de los ojos—. ¡Qué sitio tan absurdo para poner una ciénaga! ¿Cómo está Sturm? ¿Qué me he perdido?
Raistlin sujetaba la muñeca del caballero para tomarle el pulso. El peto estaba chamuscado, pero lo había protegido bastante del impacto. Al sentir los dedos de Raistlin, Sturm movió las manos, abrió los ojos e intentó incorporarse.
—Raist, si tú no los invocaste ¿por qué no nos atacaron los espectros? —preguntó Caramon, que ayudaba al caballero a ponerse de pie—. ¿Por qué atacaron sólo a los draconianos?
—Lo ignoro, Caramon —respondió el mago, exasperado—. No soy un experto en los entes no muertos. —Viendo que su hermano todavía esperaba una respuesta, Raistlin suspiró.
»Hay muchas explicaciones. Sabes tan bien como yo que esos entes actúan a menudo como guardianes. Quizá los draconianos se apoderaron de algún tipo de artefacto sagrado o, tal vez, como tanto le gusta decir al caballero, el mal se vuelve contra sí mismo.
—Sí, tal vez. —Caramon no parecía convencido. Miró a su hermano y después añadió de improviso: Deberíamos largarnos de aquí antes de que el resto de los baaz regresen.
Raistlin miró la boca de la cueva que semejaba la mandíbula entreabierta de una calavera y por un instante le dio la impresión de que las ruinas se reían.
—No creo que los otros regresen, pero tienes razón. Deberíamos irnos. —Miró en derredor a los fardos del saqueo que estaban esparcidos por el suelo y negó con la cabeza—. Lástima que no tengamos tiempo para echar un vistazo a todo eso. Quién sabe los objetos valiosos que encontraron allí abajo.
—No tocaría nada aunque me pagasen por hacerlo —dijo Caramon, que dirigió una mirada sombría a los fardos—. Bien, alteza, mostradnos el camino.
Sturm estaba aturdido pero no parecía que tuviese heridas aparte de algunas quemaduras superficiales en las manos y los brazos. Se metió en la ciénaga y vadeó el agua, que le llegaba más arriba de los tobillos. La niebla se agitó y se enroscó a su alrededor.
—Acabo de salir de ahí —protestó Tas—. No es tan divertido como podría imaginarse. —Se encogió de hombros y recobró la jupak—. Bueno, supongo que ya no puedo mojarme más de lo que estoy. —Saltó a la ciénaga y avanzó torpemente detrás de Sturm.
Raistlin puso un gesto de desagrado. Se recogió la túnica alrededor de las rodillas, metió el bastón en la ciénaga para tantear el fondo y después entró con pies de plomo en las oscuras aguas.
Caramon lo siguió, alerta y preparado para sujetar a su hermano si era menester.
—Lo que pasa es que creí oír que el espectro te decía algo, Raist. Me pareció oírle llamarte «Amo».
—Pero qué imaginación más fértil tienes, hermano —repuso el mago en tono mordaz—. Quizá, cuando esto haya acabado, deberías escribir un libro.
Laurana estaba en la cueva que compartía con Tika, tendida en el jergón. Había pasado un día y una noche buscando a su amiga y al kender, que habían desaparecido, y se sentía exhausta. Con todo, era incapaz de conciliar el sueño. No dejaba de pensar una y otra vez en todo lo que Tika había dicho y había hecho la última vez que habían estado juntas. Las pistas las tenía allí, justo delante de ella. Tendría que haberse imaginado de inmediato que Tika se proponía ir en pos de Caramon y que Tas se iría con ella. Tendría que haber hecho algo para impedírselo.
—Si no hubiese estado tan preocupada pensando en... otras cosas... —Otras cosas como Tanis. Laurana acababa de cerrar los ojos y empezaba a quedarse dormida, cuando la voz de Goldmoon le hizo abrir los ojos de par en par, despabilada por completo.
—¡Laurana! ¡La han encontrado!
Dos Hombres de las Llanuras llevaron a Tika en una camilla improvisada y la metieron en la cueva donde se atendía a los enfermos y a los heridos. La gente se reunió para ver qué pasaba y entre las mujeres se alzaron murmullos de pena y de preocupación en tanto que los hombres se limitaban a sacudir la cabeza. Dejaron la camilla en el suelo con mucho cuidado. Riverwind prendió la lumbre mientras su esposa llevaba agua fría. Laurana se acercó a Tika.
—¿Dónde la han encontrado?
—Tendida en la orilla del arroyo —contestó Goldmoon.
—¿Estaba Tas con ella?
—Estaba sola. No había rastro del kender.
Tika gemía de dolor y no dejaba de bullir en el catre, desasosegada. Tenía los ojos muy abiertos y con un brillo febril, pero sólo veía el mundo creado por su delirio. Cuando Goldmoon se inclinó sobre ella, la joven chilló y empezó a golpearla violentamente con los puños. Fue necesario que Riverwind y los dos guerreros de las Llanuras la sujetaran e incluso entonces siguió forcejeando para soltarse.
—¿Qué le pasa? —preguntó Laurana, alarmada.
—Fíjate en esos arañazos. Algún animal salvaje la ha atacado —respondió Goldmoon, que refrescó la frente de Tika con un paño mojado en agua fría—. Un oso o un puma, quizá.
—No —dijo Riverwind—. Un draconiano.
Su esposa alzó la cabeza y lo miró, consternada.
—¿Por qué lo sabes?
Riverwind señaló varias manchas de polvo gris en el coselete de cuero de la joven.
—Sólo tiene marcas de garras en los brazos y las piernas, cuando un animal salvaje se las habría dejado por todo el cuerpo. El draconiano intentaba reducirla para abusar de ella...
Laurana se estremeció. Riverwind tenía el gesto sombrío y a su esposa se la notaba muy preocupada.
—¿Qué pasa? —inquirió la elfa—. Se pondrá bien, ¿verdad? Puedes sanarla...
—Sí, Laurana, sí —le aseguró Goldmoon con voz tranquilizadora—. Dejadla sola conmigo, todos. —Acarició los rizos pelirrojos de la joven, húmedos de sudor, y posó la mano en el medallón de Mishakal que llevaba colgado al cuello— Deberías convocar una asamblea con el consejo, esposo.
—Antes tengo que hablar con Tika.
—De acuerdo —accedió Goldmoon tras una breve vacilación—. Te mandaré llamar cuando haya vuelto en sí, pero para hablar sólo un poco. Necesita descanso y alimentos.
—Deja que me quede —pidió Laurana—. Esto es culpa mía.
—Tienes que ir a buscar a Elistan —respondió Goldmoon al tiempo que sacudía la cabeza.
Laurana no entendía, pero se daba cuenta de que a los dos les preocupaba algo. Laurana salió del refugio detrás del Hombre de las Llanuras.
—¿Qué ocurre? ¿Qué os tiene alarmados?
—A Tika la atacó un draconiano —contestó Riverwind—. Ese ataque tiene que haber ocurrido aquí o muy cerca.
De repente Laurana comprendió las terribles implicaciones.
—¡Que los dioses se apiaden de nosotros! ¡Eso significa que nuestros enemigos han hallado una forma de entrar en el valle! Goldmoon tiene razón, he de decírselo a Elistan.
—Hazlo con discreción —advirtió Riverwind—. Tráelo aquí contigo. Y no digas una palabra de esto a nadie más, al menos de momento. Sólo nos faltaba que cundiera el pánico entre la gente.
—No, claro que no —convino la elfa, que se alejó a buen paso.
La gente se había reunido a una distancia discreta de la cueva y esperaba noticias. Tika, con su risa pronta y su temperamento alegre, era muy apreciada por toda la gente del campamento, aparte del Sumo Teócrata.
Maritta paró a Laurana cuando la elfa salió de la cueva y le preguntó, preocupada, qué tal estaba Tika. Laurana comprendió que sería más fácil hacer un comunicado sucinto del estado de su amiga.
—Ahora está muy enferma, pero Goldmoon se encuentra con ella y Tika se recuperará —les dijo a los reunidos—. Necesita descanso y tranquilidad.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó Maritta.
—No lo sabremos hasta que vuelva en sí —fue la respuesta evasiva de la elfa, que se las ingenió para escabullirse del grupo y fue en busca de Elistan. Se cruzó con él cuando iba de camino a la cueva de Goldmoon.
—Me he enterado de lo de Tika —dijo el hombre—. ¿Cómo está?
—Se pondrá bien, gracias a los dioses —contestó Laurana—. Riverwind quiere hablar contigo.
Elistan la miró con aire escrutador. Advirtió la preocupación y el temor plasmados en su semblante e iba a preguntarle qué ocurría, pero lo pensó mejor.
—Iré de inmediato.
Cuando llegaron a la cueva todavía quedaban unas cuantas personas en los alrededores. De nuevo, Laurana les aseguró que Tika se pondría bien y añadió que lo mejor que podían hacer para ayudarla era pedir por ella en sus plegarias.
Riverwind se encontraba en la boca de la cueva. Cuando Laurana y Elistan se acercaron para hablar con él, Goldmoon apartó a un lado la manta y les pidió que entraran.
—Se le ha cortado la fiebre y las heridas se le están curando, pero aún está conmocionada por la terrible experiencia que le ha tocado pasar. Sin embargo, quiere hablar contigo, esposo. Ha insistido.
Tika yacía envuelta en mantas delante de la lumbre. Aún estaba tan pálida que las pecas, que eran su pesadilla, resaltaban en un fuerte contraste con la blancura de la tez. Con todo, intentó sentarse cuando los otros entraron.
—¡Riverwind, tengo que hablar contigo! —dijo en tono urgente, tendiéndole una mano temblorosa—. Por favor, escúchame...
—Lo haré —le dijo Riverwind, que se arrodilló a su lado—, pero antes tienes que tomarte este caldo y después te tumbas o mi esposa nos arrojará a los dos al crudo frío del exterior.
Tika se bebió el caldo y su cara recuperó algo de color. Laurana se arrodilló al lado de su amiga.
—Estaba muy preocupada por ti.
—Lo siento —se disculpó Tika con pesadumbre—. Goldmoon me ha contado que todo el mundo salió a buscarnos a Tas y a mí. No era mi intención... No creí que... —Soltó un profundo suspiro y dejó el cuenco a un lado. En su rostro se plasmó una expresión decidida—. Al final fue una suerte que nos marcháramos.
—Espera un momento —pidió Riverwind—. Antes de que nos cuentes lo que te ha pasado, ¿dónde está el kender? ¿Se encuentra a salvo Tasslehoff?
—Supongo que tan a salvo como se pueda estar —respondió tristemente la joven—. Se ha quedado con Raistlin, Caramon y Sturm. Si es que aún se lo puede seguir llamando Sturm
Al ver la expresión preocupada en sus caras, Tika suspiró.
—Empezaré por el principio.
Relató lo ocurrido, que había decidido seguir a Caramon para intentar hacerle entrar en razón.
—Fui una tonta, ahora lo sé —añadió, apesadumbrada.
Siguió con el relato de cómo el kender y ella habían entrado en el túnel que discurría por debajo de la montaña y cómo habían salido en la otra punta del pasadizo para encontrarse en el Monte de la Calavera con un dragón muerto, hordas de draconianos y Grallen, príncipe de Thorbardin, antes Sturm Brightblade.
—El yelmo que se puso estaba encantado o maldito o algo así. No lo entendí y Raistlin no quería hablar de ello —comentó Tika.
Elistan tenía el gesto serio, el semblante de Riverwind denotaba dudas y Goldmoon parecía inquieta. Le puso un paño frío en la frente a Tika al tiempo que decía que debería descansar. La joven se quitó el paño de la frente.
—Sé que no me creéis. Yo tampoco lo creería de no haberlo visto con mis propios ojos. Incluso hablé con ese... príncipe Grallen. Caramon dijo que el yelmo había estado esperando a que llegara alguien y se lo pusiera para así obligar a esa persona a ir a Thorbardin a informar al rey que habían perdido la batalla.
—Con trescientos años de retraso —susurró Laurana.
—Pero ahora han encontrado un modo de entrar a Thorbardin, ¿comprendéis? —apuntó Tika—. Ese príncipe Grallen va a conducirlos hasta allí.
Hubo un intercambio de miradas entre todos. Riverwind sacudió la cabeza. El Hombre de las Llanuras sentía una desconfianza innata hacia la magia y aquello parecía demasiado extraño para ser cierto. Se centró en lo que era una amenaza más inmediata.
—Oíste que los draconianos decían que un ejército estaba en marcha, que venía hacia aquí, al valle.
—Sí. Por eso regresé, para advertiros.
—¿Por qué no ha venido Caramon contigo? —inquirió Riverwind en tono desaprobador—. ¿Por qué te mandó sola de vuelta?
—Caramon quería acompañarme —lo siguió defendiendo resueltamente—. Yo le dije que no, que debía quedarse con Sturm, su hermano y Tas porque Sturm se creía un enano y todo eso. Le dije que podía apañármelas bien yo sola. Y lo hice. —La expresión de sus ojos se endureció y la joven apretó los puños—. Maté a ese monstruo cuando me atacó. ¡Lo liquidé!
No le pasaron por alto las expresiones preocupadas de sus amigos, y rompió a llorar.
—¡Caramon no sabía que había un draconiano escondido en ese pasadizo! ¡Nadie lo sabía! —Se dejó caer pesadamente en la camilla, sacudida por los sollozos.
—Ahora tiene que descansar —ordenó Goldmoon con firmeza—. Creo que sabéis todo lo que necesitáis saber, esposo.
Los hizo salir y volvió para estrechar a Tika entre los brazos y dejarla que llorara lo que quisiera.
—¿Qué hacemos, Hijo Venerable? —preguntó Riverwind.
—La decisión es tuya —contestó Elistan—. Tanis te puso al frente de todos nosotros.
Riverwind suspiró hondo y dirigió la vista al sur, taciturno.
—Si se da crédito a lo que ha contado Tika...
—¡Pues claro que lo damos! —intervino Laurana, enfadada—. Arriesgó la vida para advertirnos del peligro.
—Hederick y los demás no le creerán —observó Riverwind.
Laurana guardó silencio. Tenía razón, por supuesto. El Sumo Teócrata y sus compinches no querían marcharse y buscarían cualquier excusa para quedarse. Casi podía oír a Hederick diciéndole a la gente que no podía fiarse de Tika. Ladrona en el pasado y ahora camarera y los dioses sabían qué más cosas, había huido para estar con su amante y se había inventado ese cuento para ocultar sus pecados.
—Hay pocos a los que les cae bien Hederick —indicó la elfa—, pero sí aprecian a Tika.
—Y, lo que es más importante —añadió Elistan—, es que tú les caes bien y te admiran, Riverwind. Si les dices que se acerca un peligro y que tienen que irse, te harán caso.
—¿Crees que deberíamos irnos? —preguntó Laurana.
—Sí —contestó él, convencido—. Lo he estado pensando desde el día que el dragón nos sobrevoló. Deberíamos dirigirnos al sur antes de que las grandes nevadas bloqueen los pasos de montaña. Este valle ya no es un refugio seguro. La historia de Tika simplemente confirma lo que llevo temiéndome mucho tiempo. —Hizo una pausa y luego añadió en voz baja:
»Pero ¿y si me equivoco? Un viaje así está lleno de peligros e incertidumbre. ¿Y si llegamos a Thorbardin y encontramos cerradas las puertas? Lo que es peor ¿y si nunca encontramos Thorbardin? Podríamos andar deambulando por las montañas hasta morir de hambre o de frío. Le estaría pidiendo a toda esta gente que abandonara un sitio seguro y fuera de cabeza hacia el peligro. No tiene sentido.
—Acabas de afirmar que el valle no es un sitio seguro —observó Elistan—. Desde que apareció el dragón, la gente ha estado inquieta, asustada. Sabe que los dragones nos vigilan, aunque no se los vea.
—Es una pesada carga tener a mi cargo la vida de cientos de personas —se lamentó Riverwind.
—No sólo a tu cargo, amigo mío —le dijo suavemente Elistan—. Paladine está contigo. Acude a él con tus temores y preocupaciones.
—¿Me dará una señal, Hijo Venerable? ¿Me dirá el dios qué tengo que hacer?
—Nunca te dirá lo que tienes que hacer —repuso el clérigo—. Te concederá la sabiduría de tomar la decisión correcta y la fortaleza para llevarla a cabo.
—Sabiduría. —Riverwind sonrió y sacudió la cabeza—. No soy un sabio. Fui pastor...
—Y como pastor utilizabas tus conocimientos y tu instinto para guardar a tu rebaño a salvo del lobo. Ésa es la sabiduría que Paladine te ha dado, una sabiduría en la que debes confiar.
Riverwind meditó sobre aquello.
—Convocad a la gente para una reunión a mediodía —dijo después—. Anunciaré mi decisión entonces.
Cuando se marchaban, Laurana miró hacia atrás y vio que Riverwind se encaminaba hacia la gruta donde habían construido un pequeño altar en honor a los dioses.
—Es un buen hombre. Su fe es firme y sólida —dijo la elfa—. Tanis hizo una buena elección. Ojalá que...
Se calló. No había sido su intención expresar en voz alta lo que pensaba.
—¿Ojalá, qué, querida? —preguntó Elistan.
—Ojalá Tanis encontrara una fe igual —contestó por fin Laurana—. Él no cree en los dioses.
—Tanis no encontrará la fe. Más bien será la fe la que lo encuentre a él, como me ocurrió a mí —comentó Elistan con una sonrisa.
—No entiendo.
—Tampoco estoy seguro de entenderlo yo —admitió Elistan—. Mi corazón está afligido por él, pero Paladine me asegura que puedo dejar tranquilamente esas preocupaciones en sus manos.
—Espero que las tenga muy grandes —dijo Laurana con un suspiro.
—Tan grandes como el cielo —contestó el clérigo.
Si Riverwind se dirigió a Paladine no pareció haber encontrado mucho alivio o sosiego en la comunión con el dios. Tenía sombrío el gesto cuando ocupó su sitio frente a la multitud. Sus palabras no eran para tranquilizar ni consolar. Les contó el viaje de Tika. Dijo que el caballero, Sturm Brightblade, había descubierto una forma de llegar a Thorbardin (fue vago en los detalles). Les contó que Tika había oído a hurtadillas hablar a los draconianos sobre un ejército que se preparaba para asaltar el valle y la forma en la que la había atacado una de esas criaturas cuando volvía para advertirles.
Hederick frunció los labios, puso los ojos en blanco y soltó un resoplido despectivo.
—Tika Waylan es una buena chica, pero como algunos de vosotros recordaréis antes era camarera...
—Yo le creo —lo interrumpió Riverwind, y su voz firme acalló incluso a Hederick, al menos temporalmente—. Creo que este valle, que hasta ahora ha sido un refugio de paz, puede convertirse dentro de poco en un campo de batalla. Si nos atacan aquí no tendremos dónde huir ni dónde resguardarnos. Nos habrán acorralado como ratas y acabaremos capturados o masacrados. Los dioses nos envían este aviso y cometeremos un error si no hacemos caso. Propongo que nos marchemos en los próximos días y viajemos hacia el sur, a Thorbardin, para reunimos allí con nuestros amigos.
—Oh, venga ya, sé razonable —dijo Hederick, que se volvió hacia la muchedumbre y alzó las manos para pedir silencio—. ¿No os parece extraño a vosotros que los dioses hayan elegido dar ese aviso a una camarera en lugar de alguien honrado y respetado...?
—¿Alguien como tú? —lo interrumpió de nuevo Riverwind.
—Iba a decir como el Hijo Venerable Elistan —contestó Hederick con fingida humildad—, pero sí, creo que los dioses podrían haberme utilizado como receptáculo de su voluntad.
—Si hubiesen querido un recipiente para cerveza, tal vez —le susurró al oído Gilthanas a Laurana.
—Chitón, hermano —le regañó ella—. ¡Esto es serio!
—Pues claro que lo es, pero no harán caso a Riverwind. Para ellos es un forastero, igual que nosotros. —Miró a Laurana—. ¿Sabes? Por primera vez en la vida empiezo a entender lo solo y aislado que Tanis debió de sentirse entre nosotros.
—Yo no me siento sola con estas personas —protestó la elfa.
—Desde luego que no —repuso Gilthanas, fruncido el entrecejo—. Tú tienes a Elistan.
—Oh, Gil, tú también —empezó Laurana, pero su hermano se había alejado para reunirse con los Hombres de las Llanuras. Estos no le dijeron nada, pero le hicieron sitio entre sus filas.
Los forasteros juntos.
Laurana lo habría seguido, pero estaba enfadada con él, con Tanis, con Tika, con todo aquel que pareciera estar empeñado en malinterpretar su relación con Elistan. Trabajaba para el clérigo del mismo modo que lo había hecho para su padre: actuando como diplomática y mediadora. Tenía el don de saber tratar con la gente, de calmarla, de ayudarla a superar la ira y el temor y entrar en razón. Elistan y ella formaban un buen equipo. No había nada romántico en eso. Si acaso, el clérigo era como un padre para ella.
O un hermano.
Miró a Gilthanas y su ira se diluyó en el remordimiento. Hubo un tiempo en el que los dos habían estado muy unidos. Apenas le había dirigido la palabra desde que había empezado a trabajar para Elistan. No, la falta de comunicación venía de antes, desde que Tanis había vuelto a entrar en su vida.
Quizá ni siquiera se trataba de Tanis. Su hermano era tan opuesto a su relación con el semielfo como lo era antaño. Sin embargo, era la relación que mantenía con todos los humanos lo que se le atragantaba. En su opinión, debería mostrarse distante con ellos, mantenerse aparte.
Al igual que su padre, a Gilthanas lo irritaba el hecho de que los dioses hubiesen considerado adecuado servirse de humanos como heraldos de su regreso. Los dioses deberían haber acudido a los elfos, que, después de todo, eran el pueblo elegido. Habían sido los humanos con sus transgresiones los que habían provocado que los dioses descargaran su ira sobre el mundo.
«Somos los hijos buenos —se dijo para sus adentros Laurana—. No tendrían que habernos castigado. Mas ¿éramos realmente buenos? ¿O es que nunca nos pillaron en un renuncio?»
Los elfos no albergaban tales dudas. Los elfos estaban seguros de su sitio en el universo. Los humanos, por otro lado, siempre dudaban, siempre buscaban, siempre se hacían preguntas. A Laurana le gustaba eso de los humanos. Así no se sentía tan sola con sus dudas.
Se le ocurrió la idea de que nunca había intentado explicarle eso a Gilthanas y decidió hacerlo y ayudarlo a comprender. Miró en su dirección y sonrió para demostrar que no estaba enfadada. Él la vio pero rehuyó los ojos a propósito. Laurana suspiró y prestó atención de nuevo a la reunión.
La discusión proseguía. Elistan apoyaba a Riverwind, al igual que Maritta.
—Todos vimos al dragón con ese diablo, Verminaard, encaramado a la espalda —les dijo la mujer mayor—. Ahora han atacado a uno de nosotros aquí, en este valle, o tan cerca de él que da lo mismo. Si eso no es una señal de que ya no estamos a salvo, no sé qué más podría serlo.
Sin embargo, los argumentos de Hederick también eran persuasivos, y les daba más peso el razonamiento de que no estaban en peligro en ese momento, pero sí lo estarían si abandonaban la seguridad y el refugio de las cuevas para aventurarse en terreno agreste, como lo demostraba el ataque sufrido por Tika.
Riverwind no podía argumentar nada contra esos hechos. El peso debía cargarlo su corazón y lo aceptaba tal como era y sin andarse con tapujos.
—Si nos vamos, quizás alguno de nosotros muera —dijo—, pero creo que si nos quedamos y no hacemos nada, si pasamos por alto la advertencia de Tika, caeremos víctimas de un enemigo cruel y brutal.
Al menos, estaba convencido de que su pueblo se uniría a él. Los guerreros de las Llanuras eran todos de la opinión de que se avecinaban problemas y por fin habían acordado, incluso los que-kiris, elegir a Riverwind como su jefe. Mientras oraba, Riverwind no había oído una voz inmortal haciéndole promesas, no había sentido el tacto tranquilizador de una mano inmortal, pero había dejado atrás el altar con la reconfortante convicción de que no caminaba solo.
Se disponía a añadir algo más cuando se produjo una ligera agitación en la entrada. Apareció Goldmoon, que guiaba los pasos vacilantes de Tika.
—Ha insistido en venir —dijo Goldmoon—. La insté a que descansara, pero dijo que debía hablar por sí misma.
Hubo murmullos suaves de compasión entre los reunidos. Los arañazos de los brazos se habían curado, pero todavía seguían siendo visibles. Pálida y débil por efecto de la fiebre, Tika apartó la mano de Goldmoon y se sostuvo sola para decir lo que tenía que decir.
—Sólo quiero recordaros a todos quién fue el que os liberó de Pax Tharkas —empezó la joven—. Quién os salvó de la esclavitud y de la muerte. No fue él, el Sumo Teócrata. —Asestó una mirada abrasadora a Hederick—. Fueron Tanis el Semielfo y Flint Fireforge, y los dos han partido para intentar encontrar Thorbardin. Fueron Sturm Brightblade y Caramon Majere y Raistlin Majere, y también han ido, corriendo un gran peligro, al Monte de la Calavera, donde han hallado un modo de entrar en Thorbardin. Fueron Riverwind y Goldmoon, que os enseñaron a sobrevivir y sanaron vuestras heridas.
»Ninguno de ellos tenía por qué hacer lo que hicieron. Podrían haberse ido hace tiempo y regresar a sus hogares, pero se quedaron. Permanecieron aquí y arriesgaron la vida por ayudaros. Sé que será difícil partir, pero... En fin, sólo quiero que penséis lo que os he dicho.
Mucho lo pensaron e hicieron los comentarios correspondientes, hablando a favor de marcharse. Otros no estaban tan seguros. Riverwind dejó que la discusión fluyera sin trabas, pero cuando empezaron a repetirse los mismos argumentos una y otra vez, le puso fin.
—Yo ya he tomado una decisión. Cada cual tendrá que hacer lo mismo. Mi esposa y yo y quienes vengan con nosotros estaremos preparados para partir pasado mañana, con la primera luz del día. —Hizo una breve pausa y después continuó.
»El camino será difícil y peligroso y no puedo prometeros que encontraremos refugio seguro en Thorbardin. O en cualquier otro lugar del mundo, dicho sea de paso. Sí puedo prometeros una cosa: empeñaré mi vida por vosotros. Haré todo cuanto esté en mi mano para interponerme entre vosotros y la oscuridad. Lucharé para defenderos hasta mi último aliento.
Abandonó la cueva donde estaban reunidos en medio de un gran silencio. Los suyos y Gilthanas lo acompañaron. Tika insistió en regresar a su cueva argumentando que descansaría mejor en el jergón.
La gente se arremolinó alrededor de Elistan buscando su consejo y consuelo. Muchos querían que decidiera por ellos: ¿debían partir o quedarse? Esto fue algo que el clérigo no hizo, sino que insistió en que cada uno debía tomar esa decisión. Les repitió que fueran con sus dudas y preocupaciones a los dioses y tuvo la satisfacción de ver que algunos se dirigían al altar. Otros, sin embargo, se alejaron enfadados rezongando que para qué servían unos dioses que no les decían qué hacer.
Laurana se quedó junto a Elistan para ayudarlo con la gente, paciente, ofreciendo sus propias palabras de sosiego y su consejo. Cuando se marchó el último la elfa se sentía completamente exhausta y decaída.
—Hasta este momento no entendía cómo podía alguien adorar con conocimiento de causa a un dios del mal, pero ahora lo entiendo —le dijo a Elistan—. Si fueras un clérigo de Takhisis les habrías prometido a esas personas cuanto hubieran querido. Esas promesas costarían un precio muy alto y no se guardarían, pero eso daría igual. La gente no quiere hacerse responsable de su propia vida. Quieren que otro les diga qué hacer y quieren tener alguien a quien echar la culpa si las cosas salen mal.
—Aún estamos en los primeros días del regreso de los dioses, Laurana —argüyó Elistan—. Nuestra gente es como un ciego que de repente vuelve a ver. La luz los ciega tanto o más que la oscuridad. Dales tiempo.
—Tiempo... Lo único que no tenemos —repuso la elfa con un suspiro.
Al final, la mayoría de la gente decidió ir con Riverwind. El terror de los dragones sobrevolando el campamento influyó tanto como cualquiera de sus argumentos para convencer a los refugiados de que se marcharan. No obstante, Hederick y sus seguidores hicieron saber que pensaban quedarse.
—Estaremos aquí esperando a dar la bienvenida a quienes regresen —anunció el Sumo Teócrata, que añadió en tono ominoso—: Los que sobrevivan...
Riverwind trabajó incansablemente ese día y gran parte de la noche y también todo el día siguiente respondiendo preguntas, ayudando a la gente a decidir qué llevar consigo y a hacer el equipaje. Los refugiados habían hecho el duro viaje de Pax Tharkas al valle y ya sabían qué necesitarían para el camino. Hasta los chiquillos prepararon sus pequeños fardos.
La noche anterior a la partida Riverwind no pudo dormir. Yació despierto, mirando la oscuridad, dudando de sí mismo, dudando de su decisión, hasta que Goldmoon lo tomó en sus brazos. Él besó a su esposa, la estrechó contra sí y, acompasando su respiración a la de ella, se quedó dormido.
Riverwind se levantó antes del amanecer. La gente salía de las cuevas en la penumbra, saludaban a amigos o regañaban a los niños, a quienes el viaje les parecía una fiesta y se comportaban con una exaltación rebelde. Hederick apareció lanzando grandes suspiros y despidiendo a los viajeros con aire afligido, como si los viese muertos en el camino.
A Riverwind no le pasó por alto que algunos empezaban a vacilar y tomó la resolución de ponerse en marcha en cuanto hubiese un poco de luz en el cielo, antes de que tuvieran ocasión de cambiar de parecer. Sus exploradores habían encontrado la trocha abierta por Tanis y le informaron que la primera parte del viaje sería fácil; eso levantaría el ánimo a los viajeros y les daría confianza.
El día amaneció soleado y brillante. Justo antes de emprender la marcha, los exploradores volvieron con noticias de que la senda del enano conducía a un paso entre las montañas que hasta ese momento les había pasado inadvertido. Riverwind estudió el rudimentario mapa que Flint le había dibujado y los exploradores afirmaron que el mapa coincidía con lo que ellos habían encontrado. Mirando los trazos, Riverwind recordó la enigmática orden de Flint: llevar picos. Aunque ello significaba más carga para algunos, siguió las instrucciones del enano.
Los refugiados lanzaron vítores ante la noticia de que se había descubierto un paso y lo interpretaron como un buen augurio para el futuro. Emprendieron la marcha en silencio, sin mucho jaleo ni aspavientos. La dura vida de adversidades y privaciones los había endurecido. Estaban acostumbrados al esfuerzo físico; habían caminado muchos kilómetros para llegar a ese lugar y estaban preparados para caminar otros tantos kilómetros o más. Gozaban de buena salud; Mishakal había sanado a los enfermos. Hasta Tika se había recuperado casi por completo. Laurana reparó en que su amiga se mostraba inusitadamente taciturna y prefería ir sola, evitando tener compañía. Las heridas del cuerpo se habían sanado; las del corazón eran más profundas y ni siquiera una diosa podía remediarlas.
El sol brillaba y la temperatura aumentó conforme pasaba el tiempo, justo con el frío suficiente para que el esfuerzo de la caminata no resultara agobiante por el calor. Maritta empezó a entonar una canción adecuada para marchar por el camino, y en seguida todos unieron sus voces a la de la mujer. Avanzaron a buen ritmo por la vereda, a un paso regular y sostenido.
Riverwind sintió que su carga se aligeraba.
Esa noche, tras la partida de los refugiados, Hederick el Sumo Teócrata se encontró sentado solo en su cueva. Había pasado el día «deleitando» con algunos de sus mejores discursos a aquellos de sus seguidores que habían decidido quedarse. Eran menos de los que Hederick había esperado que se quedarían y ya habían escuchado varias veces todas sus arengas. Cuando empezó a oscurecer, pusieron cualquier excusa para escabullirse, ya fuera para irse a acostar o para reunirse a la luz de la lumbre a jugar a «puntos negros», un juego en el que unas teselas blancas marcadas con puntos negros se colocan siguiendo diversos patrones de números. Puesto que el Sumo Teócrata había prohibido terminantemente las apuestas, los hombres creyeron que era mejor mantener en secreto su juego.
Hederick se encontró solo, sin audiencia. La noche era silenciosa; increíblemente silenciosa. Estaba acostumbrado al ruido y el ajetreo del campamento, acostumbrado a caminar por el asentamiento haciéndose el importante. Todo eso se había acabado. Aunque había tenido buen cuidado de no demostrarlo, lo irritaba que tan poca gente hubiese confiado lo suficiente en él para quedarse y que la mayoría hubiese elegido partir hacia lo desconocido con un tosco e inculto salvaje. Hederick se había dicho que lo lamentarían.
Ahora que estaba solo, con tiempo para pensar, el que lo lamentaba era él. Sentado en la oscuridad se preguntó con inquietud qué pasaría si esa tonta camarera tuviera razón.
La misma luz del sol que calentaba el corazón y el ánimo de los refugiados brillaba en el cielo sobre Caramon, Raistlin, Sturm y Tas. Sin embargo, el astro no consiguió calentar ni animar a ninguno de los cuatro. Caminaban por una tierra yerma, inhóspita, desolada. Caminaban por las llanuras de Dergoth.
Todos habían creído que no podía haber nada peor que vadear la ciénaga que rodeaba el Monte de la Calavera. El agua hedía a podredumbre y corrupción. No tenían ni idea de qué clase de criaturas vivirían bajo las aguas limosas, pero alguna había. Por las ondas que rizaban la superficie o por un repentino movimiento alrededor de los pies, era evidente que al pasar molestaban a alguna especie habitante del pantano. Tuvieron que mantenerse juntos para no perderse de vista entre la densa niebla y se vieron obligados a avanzar despacio, arrastrando los pies, para evitar tocones y ramas muertas que quedaban ocultos bajo el agua.
Por suerte, no era un pantano grande y salieron en seguida de la lobreguez de la ciénaga a un terreno seco, liso y duro. Los zarcillos tenues de la niebla siguieron enroscados alrededor de los amigos, pero un viento frío no tardó en deshacerlos. Volvieron a ver el sol y se felicitaron al creer que habían sobrevivido a lo peor. Sturm señaló una cadena montañosa que se alzaba en lontananza.
—Debajo de aquel pico conocido como Buscador de Nubes se encuentra Thorbardin —les dijo el príncipe Grallen, y Raistlin lanzó a Caramon una mirada de triunfo.
Tras un breve descanso reemprendieron la marcha y entraron en las llanuras de Dergoth. Poco después todos empezaron a desear hallarse en cualquier otro sitio, incluso de vuelta en el fétido miasma que acababan de dejar atrás. Al menos la ciénaga tenía vida. Era una vida verde y fangosa, escamosa y sinuosa, espeluznante y serpenteante, pero vida al fin y al cabo.
En las llanuras de Dergoth imperaba la muerte. Allí ya no vivía nada. Antaño habían existido praderas y bosques poblados de pájaros y otros animales. Trescientos años atrás allí se había librado una batalla en la que combatieron enanos contra enanos en una disputa encarnizada. La tierra se empapó de sangre, se exterminó a los venados, las aves huyeron. La hierba se pisoteó y se talaron los árboles para hacer piras funerarias en las que incinerar los cadáveres. Aun así, seguía quedando vida. Los árboles habrían crecido de nuevo, la hierba habría reverdecido y las aves y los animales habrían regresado.
Entonces ocurrió la espantosa explosión que demolió la gran fortaleza y acabó con todos los combatientes de ambos bandos. La conflagración destruyó todo lo que existía con tal violencia que no quedó ni el más leve vestigio de vida. Ni árboles ni hierba ni bestias ni insectos ni liquen ni musgo. Nada excepto muerte. Grotescos montones de armaduras retorcidas, chamuscadas y derretidas y pilas de ceniza alfombraban el suelo arrasado por el fuego. No había quedado nada más de los dos ejércitos cuyos denodados esfuerzos habían finalizado en un único instante terrible en el que el fuego devoró cuerpos, hizo hervir la sangre y los consumió totalmente.
Las llanuras de Dergoth, situadas entre el Monte de la Calavera y Thorbardin, eran planicies de desesperación. El sol brillaba en el cielo azul, pero era una luz fría, como la de las lejanas estrellas, y no proporcionaba calor a quienes se veían obligados a cruzar aquel espantoso lugar, un sitio tan horrible que hasta borró la alegría del kender.
Tasslehoff caminaba con la mirada prendida en sus botas cubiertas de ceniza, porque mirarlas era mejor que mirar al frente y no ver nada aparte de nada, cuando de repente se fijó en algo extraño. Alzó los ojos al cielo y de nuevo los bajó al suelo.
—Caramon, he perdido mi sombra —dijo con voz tensa.
El guerrero oyó al kender, pero fingió que no. Ya tenía bastante con preocuparse de su hermano. Raistlin lo estaba pasando mal. Fuera cual fuese la energía que lo había sostenido y le había dado fuerzas en el viaje al Monte de la Calavera, parecía que lo hubiese abandonado al marcharse de allí. La caminata a través de la ciénaga lo había dejado exhausto. Caminaba despacio, apoyado en el bastón, y cada paso parecía costarle un gran esfuerzo.
Aun así, se había negado a descansar. Insistió en que siguieran adelante y comentó que el supuesto príncipe Grallen no les permitiría detenerse, cosa que seguramente era verdad. Caramon tenía que ir frenando continuamente a Sturm, que marchaba a paso rápido, fija la vista en las montañas, porque en caso contrario habría dejado atrás al agotado mago con su marcha lenta.
—Mira, Caramon, tú también has perdido la tuya —señaló Tas con alivio—. Ya no me siento tan mal.
—¿Que he perdido qué? —inquirió el guerrero, que sólo le prestaba atención a medias.
—Tu sombra —contestó Tas al tiempo que señalaba al suelo.
—Probablemente será mediodía —comentó con desgana Caramon—. No se ve la sombra de uno cuando tienes el sol justo encima de la cabeza.
—Eso es lo que pensé yo —dijo Tas—, pero mira el sol. Está casi en el horizonte. Faltan un par de horas para que oscurezca. No, nuestras sombras han desaparecido —concluyó con un suspiro.
Con una sensación de ridículo, Caramon se volvió a mirar hacia atrás para ver su sombra. Tenía el sol delante, pero no había una sombra alargándose detrás de él. Ni siquiera veía sus huellas, que deberían haberse marcado con claridad en la fina ceniza gris. Experimentó la repentina sensación de haber dejado de existir.
—Caminamos por un mundo de muerte al que no pertenecen los seres vivos —dijo Raistlin con la voz reducida a un mero susurro—. No proyectamos sombra ni dejamos huellas.
—Odio este sitio —dijo Caramon, estremecido por un escalofrío.
Lanzó una mirada aciaga a Sturm, que se había parado para esperarlos y daba golpecitos con un pie en señal de impaciencia.
—Raist, ¿y si el yelmo encantado que lleva puesto nos está conduciendo hacia una trampa mortal? Quizá deberíamos regresar.
Raistlin se planteó, anheloso, volver al Monte de la Calavera. No le encontraba explicación, pero mientras habían estado allí se había sentido fuerte y sano, casi como antes de la Prueba. Allí fuera, ahora, tenía que obligarse a dar cada paso, cuando lo que deseaba era dejarse caer en el suelo cubierto de ceniza gris y dormir sobre el polvo de los muertos. Tosió, sacudió la cabeza e hizo un débil ademán para señalar al caballero.
Caramon entendió. Sturm, bajo la influencia del yelmo, estaba obligado a ir a Thorbardin. Si regresaban, no querría ir con ellos.
Raistlin le tiró de la manga a su hermano.
—¡Tenemos que seguir! —dijo jadeante—. ¡No debemos dejar que la noche nos sorprenda en este horrible lugar!
—¡Amén a eso, hermano! —convino Caramon de todo corazón. Colocó el fuerte brazo debajo del de su gemelo para servirle de apoyo en su vacilante caminar y alcanzaron a Sturm.
—Espero recuperar mi sombra —dijo Tasslehoff, que iba detrás—. Le tenía cariño. Acostumbraba venir conmigo a todas partes.
Siguieron avanzando trabajosamente.
Su sombra, alargándose a un lado del camino, advertía a Tanis que sólo quedaban unas pocas horas de luz. Habían bajado de la montaña con rapidez por la antigua calzada enana que descendía entre pinos. Unos cuantos kilómetros más y llegarían al bosque. Un lecho de agujas de pino sonaba muy bien después de las incómodas y lúgubres noches en la montaña, con la roca por colchón y una piedra de almohada.
—Huelo a humo —dijo Flint, que se frenó de golpe.
El semielfo husmeó el aire. También él captó el olor a humo. No se había percatado de ello. En el campamento, ese olor de las lumbres de las cocinas había sido penetrante. Estaba cansado de caminar todo el día y no había sabido apreciar realmente lo que ese olor significaba allí. Cuando cayó en la cuenta, irguió la cabeza y escudriñó el cielo.
—Allí está —dijo al tiempo que señalaba unos pocos zarcillos negros que se elevaban por encima de los pinos, no muy lejos de su posición. Observó el humo—. A lo mejor es un incendio forestal.
—Huele a carne quemada —respondió el enano a la par que sacudía la cabeza. Frunció el entrecejo y lanzó una mirada cargada de pesimismo por debajo de las pobladas cejas—. Qué va, no huele a incendio forestal. —Clavó el pico en el suelo y manifestó con gesto avinagrado:— Huele a enano gully. Ése es el pueblo del que te hablé. —Miró en derredor—. Debería haber reconocido dónde habíamos venido a parar, pero nunca había llegado hasta aquí desde esta dirección.
—Me he estado preguntando si el pueblo al que te referías era en el que estuviste prisionero.
Flint soltó un fuerte resoplido y se puso muy colorado.
—¡Como si fuera yo a acercarme a ese sitio ni en mil años!
—No, claro que no —dijo Tanis, que disimuló una sonrisa y cambió de tema—. Hasta ahora siempre habíamos encontrado a los enanos gullys en ciudades. Parece extraño hallarlos instalados aquí, en terreno agreste.
—Esperan a que las puertas se abran —contestó Flint.
—¿Cuánto tiempo llevan ahí? —inquirió Tanis, que miró al enano con aire perplejo.
—Trescientos años. —Flint agitó la mano—. Hay madrigueras de gullys por toda esta zona. El día que las puertas se cerraron y los dejaron fuera, los gullys se sentaron en cuclillas delante de la montaña a esperar, convencidos de que las puertas volverían a abrirse. Todavía siguen esperando.
—Al menos esto demuestra que los gullys son optimistas —comentó el semielfo. Entonces salió de la calzada hacia una vereda que viraba en la dirección del humo.
—¿Dónde crees que vas? —demandó Flint, inmóvil en la calzada como si se hubiese quedado clavado en el sitio.
—A hablar con ellos —contestó el semielfo, a lo que su amigo respondió con un gruñido.
—Se ve que como el kender no anda por aquí echas en falta tu ración diaria de estupideces —rezongó el enano.
—Los enanos gullys tienen un talento natural para localizar lo oculto —repuso Tanis—. Como vimos en Xak Tsaroth, lograron colarse por pasadizos secretos y túneles. ¿Quién sabe? Quizás han descubierto alguna forma de entrar en la montaña.
—En tal caso, ¿por qué siguen viviendo fuera? —razonó Flint, aunque fue en pos de su amigo.
—Puede que no sepan lo que han encontrado.
Flint sacudió la cabeza.
—Aun en el caso de que hubiesen encontrado un modo de acceder a Thorbardin nunca conseguirías hallar sentido a lo que te contaran. Y no permitas que esos desdichados te convenzan para quedarte a cenar. —El enano arrugó la nariz—. ¡Puag! ¡Qué peste! ¡Ni siquiera una rata asada huele tan mal como eso!
Habían llegado a un punto donde el humo era ya más denso y el olor resultaba muy desagradable. Si era de una lumbre, Tanis no llegaba a imaginar qué estarían cocinando los gullys.
—No te preocupes —contestó y se tapó nariz y boca con la mano a la par que intentaba respirar lo menos posible.
La vereda los condujo a un claro entre los árboles. Allí, Flint y Tanis se pararon en seco y contemplaron en un silencio sombrío la terrible escena. Los edificios habían sido incendiados y se había masacrado a todos los enanos gullys. Sólo quedaban esqueletos carbonizados e informes masas humeantes de carne ennegrecida.
—No era rata asada, sino gullys asados —dijo Flint con aspereza.
Poniéndose harapos sobre la nariz y la boca y con los ojos llorosos por el humo, los dos amigos recorrieron el pueblo por si quedaba alguno que siguiera vivo, pero su búsqueda resultó infructuosa.
Quienesquiera que fuesen responsables de aquello habían atacado rápida y brutalmente. Al parecer habían pillado desprevenidos a los enanos gullys —sobradamente conocidos por su cobardía—, sin tiempo para huir. Los habían matado allí donde los sorprendieron. Algunos de los cadáveres tenían agujeros de parte a parte, otros estaban partidos en pedazos, mientras que otros tenían astas de flechas medio quemadas que les sobresalían entre las costillas y algunos no tenían rastros de heridas, pero aun así estaban muertos.
—Aquí ha intervenido magia oscura —dijo Tanis, severo.
—No fue lo único que intervino.
Flint se agachó y, con mucho cuidado, recogió por la empuñadura una espada rota caída junto al cadáver de un gully que había llevado puesta en la cabeza, boca abajo, una sopera. Quizás el improvisado yelmo le había salvado la vida un poco de tiempo, lo suficiente para llegar al mismo borde del poblado antes de que su atacante lo alcanzara y le hiciera pagar caro romperle la espada. El gully, todavía con la sopera puesta en la cabeza, yacía retorcido, con el cuello roto.
—Draconiana —dijo Flint mientras miraba la espada.
Aunque sólo quedaba la mitad de la hoja era fácil de identificar por los extraños filos aserrados que utilizaban los servidores de la Reina de la Oscuridad.
—De modo que están a este lado de la montaña —concluyó el semielfo con tono adusto.
—Quizás estén ahora mismo ahí fuera, observándonos —sugirió Flint, que soltó la espada rota para armarse con el hacha.
Tanis desenvainó la espada y los dos amigos escudriñaron con atención las sombras.
Los últimos rayos de sol empezaban a desaparecer tras las montañas. Ya estaba oscuro entre los pinos, y las sombras de la cercana noche, junto con el humo, hacían difícil ver algo.
—Ya no podemos hacer nada por estos pobres desdichados —dijo el semielfo—. Marchémonos de aquí.
—De acuerdo —contestó Flint, pero de repente se quedó muy quieto.
—¿Has oído eso? —preguntó Tanis en un susurro.
El enano se acercó a él, pero espalda contra espalda con Tanis.
—Suena como el tintineo de armaduras, algo grande deslizándose sigilosamente entre los árboles —dijo en voz baja.
El semielfo recordó a los enormes draconianos y su gran envergadura de alas, las pesadas extremidades protegidas bajo piezas de armadura y cotas de malla. Podía imaginar a los monstruos intentando deslizarse entre los pinos, haciendo susurrar la maleza al engancharse en ella, pisando las hojas secas y chascando ramas... justo los sonidos que estaban oyendo. De pronto el ruido cesó.
—¡Nos han visto! —musitó Flint.
Sintiéndose vulnerable y a descubierto en el claro, Tanis estuvo tentado de decirle a Flint que corriera hacia los árboles, pero se contuvo. Con la penumbra y el humo, lo que quiera que estuviese ahí fuera podría haberlos oído, pero todavía no los habría localizado. Si corrían, atraerían la atención hacia ellos y revelarían su posición.
—No te muevas —advirtió Tanis—. ¡Espera!
Al parecer, el enemigo del bosque había tenido la misma idea. No oyeron más ruidos de movimiento, pero sabían que aún estaba allí, esperando también.
—¡A la mierda! —masculló el enano—. No podemos quedarnos aquí toda la noche. —Antes de que Tanis pudiera impedírselo, el enano alzó la voz—. ¡Lagartijas babosas! ¡Dejaos de merodear y salid aquí a luchar!
Oyeron un chillido, rápidamente ahogado.
—Flint, ¿eres tú? —preguntó con recelo una voz y el enano, al oírla, bajó el hacha.
—¿Caramon? —llamó.
—¡Y yo, Flint! —gritó otra voz—. ¡Tasslehoff!
Flint gimió y sacudió la cabeza.
Hubo mucho estrépito en la pinada, se encendieron antorchas y Caramon salió entre los árboles sosteniendo a Raistlin, que apenas podía caminar. Tasslehoff apareció detrás a toda carrera aunque llevaba a Sturm de la mano y tiraba de él.
—¡Vas a ver a quién he encontrado! —exclamó Tas.
Tanis y Flint miraron al caballero de hito en hito al ver que se cubría la cabeza con un yelmo demasiado grande para él. Tanis se acercó para abrazar a Sturm, pero el caballero dio un paso atrás, hizo una reverencia y se mantuvo apartado. Tenía la mirada prendida en Flint y la expresión no era amistosa.
—No te conoce, Tanis —explicó el kender, que casi no podía contener el entusiasmo—. ¡No nos conoce a ninguno!
—No lo habrán golpeado en la cabeza otra vez, ¿verdad? —preguntó Tanis mientras se volvía hacia Caramon.
—Qué va. Está hechizado.
Tanis desvió la mirada hacia Raistlin.
—No he sido yo —dijo el mago, que se sentó pesadamente en un tocón de árbol que había salido indemne del fuego—. Fue cosa del propio caballero.
—Es una larga historia, Tanis. ¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Caramon al tiempo que miraba la destrucción del poblado.
—Draconianos —fue la escueta respuesta del semielfo—. Por lo visto esos monstruos han cruzado la montaña.
—Sí, nosotros también nos topamos con draconianos —dijo el guerrero—. En el Monte de la Calavera. ¿Crees que siguen por los alrededores?
—No hemos visto ninguno. ¿De modo que conseguisteis llegar a la fortaleza? —inquirió Tanis.
—Sí, y damos gracias por estar lejos de ese sitio horrible y de esas malditas llanuras. —Con un gesto de la cabeza señaló hacia la dirección de la que llegaban.
—¿Cómo nos habéis encontrado?
Raistlin tosió y echó una ojeada a su hermano. A Caramon se le puso la cara roja y apoyó el peso ora en un pie ora en otro con nerviosismo.
—Le pareció que olía a comida —aclaró Raistlin, mordaz. Caramon esbozó una sonrisa avergonzada y se encogió de hombros.
Entretanto, Flint había estado observando intensamente a Sturm y a Tasslehoff, que se retorcía para contener el regocijo.
—¿Qué le pasa a Sturm? —preguntó el enano—. ¿Por qué me mira de ese modo, como si quisiera fulminarme? ¿Y de dónde ha sacado ese yelmo? ¿Por qué lo lleva puesto? No le queda bien. Ése es un yelmo... —Se acercó más, entrecerrando los ojos para ver mejor el casco en la penumbra—. ¡Es enano!
—¡No es Sturm! —soltó de repente Tasslehoff—. ¡Es el príncipe Grallen de debajo de la montaña! ¿No es maravilloso, Flint? Sturm cree que es un enano. ¡Pregúntale!
Flint estaba boquiabierto. Entonces cerró la boca con un fuerte chasquido.
—No puedo creerlo. —Se dirigió al caballero—. Óyeme bien, Sturm, no pienso permitir que me toméis el...
Sturm cerró la mano sobre la empuñadura de la espada. Los ojos marrones eran fríos y duros bajo el yelmo. Dijo algo en lenguaje enano, a trompicones, como si le costara trabajo pronunciar las palabras.
Flint se quedó mirándolo de hito en hito, mudo de asombro.
—¿Qué ha dicho? —quiso saber Tasslehoff.
—Guarda las distancias, escoria de las colinas —tradujo Flint—. O algo por el estilo. —El enano lanzó una mirada furiosa hacia Caramon y en especial a Raistlin—. ¡Más vale que alguien me explique qué está pasando aquí!
—Fue culpa del propio caballero —repitió el mago, que asestó una fría mirada a Flint—. No tengo nada que ver con eso. Se lo advertí. Le dije que el yelmo era mágico y que no lo tocara, pero no me hizo caso. Se puso el yelmo y éste es el resultado. Cree ser el príncipe Grallen, sea quien sea ese personaje.
—Un príncipe de Thorbardin —confirmó Flint—. Uno de los hijos del rey Duncan. Grallen vivió hace más de trescientos años. —Sin acabar de fiarse de Raistlin, el enano se acercó más para examinar el yelmo.
—Es realmente una pieza digna de la realeza —admitió—. ¡Jamás había visto nada igual! —Alargó la mano—. Si pudiese...
Sturm desenvainó la espada y la sostuvo ante el pecho de Flint.
—¡No te acerques más! —avisó Raistlin—. Tienes que entenderlo, Flint. Eres un Enano de las Colinas, y el príncipe Grallen te ve como el enemigo contra el que luchó y murió.
—¡Que entienda! —increpó Flint, furioso. Sin quitar ojo a Sturm, alzó las manos y retrocedió—. No entiendo nada de esto. —Asestó una mirada fulminante a Raistlin—. Estoy de acuerdo con Tanis. ¡Esto apesta al trabajo de un mago!
—Como así es —confirmó fríamente Raistlin—. Pero no mío.
Explicó que se había encontrado el yelmo por casualidad y que Sturm lo había visto con él en las manos y se había quedado prendado del casco.
—El encantamiento debía de buscar un guerrero y, cuando Sturm lo cogió, el hechizo se apoderó de él. No es una magia maligna, más allá de tomar prestado el cuerpo durante un corto tiempo. Cuando lleguemos a Thorbardin, el alma del príncipe habrá llegado a casa. Probablemente la magia liberará al caballero y volverá a ser el severo y hosco Sturm Brightblade que siempre hemos conocido.
Tanis miró de nuevo a Sturm, que seguía con la espada desenvainada y sin apartar la torva mirada de Flint.
—Dices que «probablemente» la magia lo liberará —le habló a Raistlin.
—Yo no lancé el hechizo, Tanis, así que es imposible que lo sepa con certeza. —De nuevo tosió, lo que lo obligó a callarse, y luego continuó—: Quizá no te has dado cuenta de lo que esto significa. El príncipe Grallen sabe dónde se encuentran las puertas de Thorbardin.
—¡Por las barbas del gran Reorx! —exclamó Flint—. ¡El mago tiene razón!
—Te dije que la llave para acceder a Thorbardin se hallaba en el Monte de la Calavera.
—Nunca puse en duda tus palabras —contestó el semielfo—. Aunque he de admitir que mi idea sobre esa «llave» se acercaba más a un mapa. —Se rascó la barba—. Ahora el problema es, según lo veo yo, impedir que el príncipe mate a Flint antes de que hayamos llegado allí.
—El príncipe cree que somos mercenarios. Podríamos decirle que Flint es nuestro prisionero —sugirió Caramon.
—¡Ni se os ocurra! —bramó el enano.
—¿Y qué tal un emisario que viene a negociar las condiciones de un armisticio? —dijo Raistlin.
Tanis miró a Flint, quien se sintió en la obligación de oponerse arguyendo que nadie en su sano juicio creería tal cosa. Sin embargo, al final asintió con un gesto de cabeza, a regañadientes.
—Decidle que también yo soy príncipe, un príncipe de los neidar.
Tanis disimuló una sonrisa y se puso a explicar las cosas al príncipe Gralien, a quien por lo visto le pareció aceptable, ya que Sturm envainó la espada y le dedicó a Flint una mínima reverencia envarada.
—Ahora que eso ya está solucionado, ¿alguno de los dos tiene algo de comer? —preguntó Caramon—. Hemos agotado todo lo que traíamos.
—No entiendo cómo puedes tener hambre —dijo Raistlin, que se apretó la manga de la túnica contra la boca y la nariz—. ¡El hedor es espantoso! Al menos deberíamos movernos contra el viento.
Tanis echó otro vistazo al poblado destruido y a los pequeños y patéticos cadáveres.
—¿Por qué harían esto los draconianos? ¿Por qué tomarse la molestia de masacrar a unos enanos gullys? —se preguntó en voz alta.
—Para silenciarlos, por supuesto —le respondió Raistlin—. Toparon con algo con lo que no debían topar, algún secreto de los draconianos o algún secreto que a los draconianos les habían ordenado proteger. Por eso tuvieron que morir.
—Me pregunto qué secreto será —caviló el semielfo, preocupado.
—Dudo que lleguemos a saberlo alguna vez —dijo Raistlin, que se encogió de hombros.
Abandonaron el poblado y volvieron a la calzada que ascendía hacia la montaña que albergaba Thorbardin.
—He rezado una oración por los pobres gullys —dijo Tasslehoff en voz solemne mientras se acercaba a Tanis—. Es una plegaria que me enseñó Elistan. «Comandé» sus almas a Paladine.
—Encomendé —lo corrigió el semielfo—. Encomendé sus almas.
—Sí, eso también —contestó Tas con un suspiro.
—Ha sido un bonito detalle que hagas eso —dijo Tanis—. A ninguno de los demás se nos ha ocurrido.
—Porque estáis ocupados pensando en cosas grandes —le explicó Tas—. Yo me ocupo de cosas pequeñas.
—Por cierto —dijo el semielfo cuando se le vino una idea a la cabeza—. ¡Te dejé en el campamento del valle! ¿Cómo es que apareces con Raistlin, Sturm y Caramon? Creí haberte dicho que cuidaras de Tika.
—¡Y lo hice! —repuso Tas—. ¡Espera a que te cuente!
Se lanzó a relatar lo ocurrido y, a medida que avanzaba en los hechos, el gesto de Tanis se tornaba más severo.
—¿Dónde está Tika? ¿Por qué no ha venido con vosotros?
—Regresó para advertir a Riverwind —contestó Tasslehoff, animado.
—¿Sola? —Tanis se volvió a mirar a Caramon, que intentaba en vano ocultar su corpachón detrás de su gemelo.
—Se escabulló durante la noche, Tanis —explicó el guerrero a la defensiva—. ¿Verdad, Raist? No sabíamos que iba a marcharse.
—Podríais haber ido tras ella —dijo el semielfo, cada vez más serio.
—Sí, podríamos haberlo hecho —contestó suavemente Raistlin—. Y, de haber sido así, ¿en qué situación estarías ahora, semielfo? Deambulando por las montañas buscando la forma de entrar en Thorbardin. Tika no corría peligro. La ruta por la que habíamos llegado sólo la conocíamos nosotros.
—Eso espero —dijo Tanis, sombrío.
Tragándose las palabras iracundas que no habrían servido de nada, se puso a la cabeza del grupo. Hacía muchos años que conocía a Raistlin y a Caramon y sabía que los gemelos tenían un vínculo que era imposible romper. Un vínculo malsano —o así lo había considerado siempre— pero no era el lugar ni el momento para decir nada. Había albergado la esperanza de que el floreciente idilio entre Tika y Caramon daría al hombretón la fuerza necesaria para liberarse del férreo control de su hermano. Parecía ser que no.
Tanis no sabía qué había pasado en el Monte de la Calavera, aunque imaginaba —a juzgar por la mirada malcontenta que Caramon había dirigido a su hermano— que Tika había intentado persuadir al guerrero de que la acompañara y Raistlin lo había impedido.
—Si le ocurre algo, me lo cobraré en la piel de Raistlin —masculló entre dientes el semielfo.
Al menos Tika había tenido el sentido común de ir a poner sobre aviso a Riverwind. Confiaba en que la joven hubiese llegado a tiempo hasta los refugiados y que éstos hubiesen hecho caso del aviso y hubiesen huido. Él no podía regresar ahora, por mucho que le hubiese gustado hacerlo. La urgencia de su misión en Thorbardin acababa de multiplicarse por ochocientos.
Flint marchaba en la retaguardia, detrás de Sturm, incapaz de apartar los ojos del caballero y del maravilloso yelmo que llevaba puesto... O, más bien, según Raistlin, el yelmo que lo llevaba a él. El enano no confiaba en ningún tipo de magia —y menos en la que tuviera algo que ver con Raistlin— y nadie iba a convencerlo de que aquello no era obra del joven mago de algún modo.
El enano tenía que admitir que algo había pasado para cambiar así a Sturm. El caballero era capaz de pronunciar unas cuantas palabras del lenguaje enano aprendidas de oírlo a él a lo largo de los años, pero no eran muchas. Desde luego, no sabía nada del que se hablaba en Thorbardin y que era ligeramente distinto del que utilizaban los Enanos de las Colinas.
Después de que hubieron acampado, Tanis le pidió al príncipe que le describiera la ruta a Thorbardin. El príncipe Grallen lo hizo de buen grado; habló de un cordal de crestas que seguirían para subir a la montaña. Les dijo la distancia que tendrían que viajar y cómo localizar la puerta secreta, si bien no les contó qué debían hacer para abrirla una vez que llegaran a ella.
Tanis miró a Flint para recibir confirmación del enano. Este no sabía a qué cordal específico se refería el príncipe, pero sonaba verosímil, si bien no lo dijo.
Lo único que el viejo enano dijo, entre rezongos, fue que suponía que descubrirían si era verdad al día siguiente y que esperaba que Tanis se callara y los dejara descansar un poco esa noche.
Cuando Flint se tumbó, alzó la vista al cielo y se puso a buscar la estrella roja que era la fragua de Reorx, el Forjador del Mundo, hasta que dio con ella.
A Flint le gustaba la idea de ser un emisario. Ni que decir tiene que había protestado cuando Raistlin lo propuso, sólo por el mero hecho de haberlo propuesto él, pero no se había opuesto con firmeza. Había accedido sin poner muchas pegas. Y entonces se le ocurrió algo.
«¿Y si soy realmente un emisario? ¿Y si soy el enano que une por fin a los clanes beligerantes?»
Yació despierto mucho tiempo contemplando las chispas que saltaban por el cielo a medida que el dios proseguía su eterna tarea de forjar la creación. Se vio a sí mismo como una de esas chispas, sólo que la luz de la suya brillaría para siempre.
El primer día de viaje fue relativamente fácil para los refugiados. El segundo día no habían llegado muy lejos cuando eso cambió y empezaron las dificultades. La vereda proseguía hacia arriba y, a medida que subía, se hacía más empinada y más angosta hasta que al final se convirtió en una senda estrechísima con un muro vertical a un lado y un aterrador precipicio en el otro. Más allá se encontraba el paso. Casi habían llegado allí, pero antes había que salvar ese obstáculo.
Tendrían que recorrer en fila ese tramo peligroso y Riverwind ordenó hacer un alto. Ya había muchos que estaban aterrados sólo de ver el precipicio y el riesgo de caída tan cerca de los pies; entre ellos, como Tanis había adivinado, se encontraba Goldmoon.
Había nacido y crecido en las llanuras centrales de Abanasinia, un territorio llano y monótono que se extendía a lo largo de kilómetros y kilómetros sin que nada se interpusiera entre ella y el glorioso cielo. Este mundo de montañas y valles era nuevo para Goldmoon y no se había acostumbrado a él. Riverwind caminaba arriba y abajo de la fila animando a la gente, cuando uno de sus guerreros llegó corriendo.
—Es Goldmoon —informó—. Será mejor que vengas.
Riverwind encontró a su esposa con la espalda pegada contra la pared del risco, mortalmente pálida, temblando de terror. Se acercó a ella, y la mano con la que se asió a él con una fuerza increíble estaba fría como el hielo.
Se hallaba a la cabeza de la fila. Riverwind no había olvidado el miedo que su esposa le tenía a los sitios altos y había intentado convencerla de que se pusiera al final, pero ella no quiso atender a razones. Afirmó que ya estaba curada del vértigo y había echado a andar con aparente seguridad. Podría haberlo conseguido, ya que no era un tramo largo, pero cometió el fatal error de mirar hacia abajo. Se vio a sí misma precipitándose al vacío y estrellándose contra el fondo sembrado de rocas, con los huesos rotos, el cráneo aplastado y las piedras salpicadas con su sangre, que iba formando un charco debajo del cuerpo destrozado.
—Lo siento, no puedo hacerlo, esposo —musitó y, cuando él la apremió suavemente para que siguiera adelante, se puso rígida—. Dame unos instantes.
—Goldmoon —dijo en voz queda mientras miraba hacia atrás, a los refugiados que aguardaban en fila—, los demás te observan, te miran buscando en ti el ánimo necesario para cruzar.
La mujer lo miró con expresión de súplica.
—Quiero hacerlo. ¡Sé que he de hacerlo, pero no puedo moverme!
Miró de nuevo por el borde del precipicio a las rocas, los árboles y el valle que parecía tan lejano bajo sus pies; se estremeció y volvió a cerrar los ojos.
—No mires abajo —aconsejó él—. Mira hacia arriba, hacia adelante. Fíjate en esa brecha en forma de «V» que hay allí en lo alto. Es el paso de montaña. ¡Sólo tenemos que cruzarlo y estaremos al otro lado!
Goldmoon miró, sacudió la cabeza y pegó la espalda contra la pared.
»¿Has rezado a los dioses para que te den ánimo? —le preguntó el guerrero a su esposa.
—En mi corazón está el coraje de Mishakal, esposo —contestó con una sonrisa trémula—, pero aún tiene que abrirse paso hasta mis pies.
Riverwind la amó más aún en ese momento y la besó en la mejilla. La mujer le echó los brazos al cuello y se ciñó contra él con tanta fuerza que casi le cortó la respiración. La condujo de vuelta a la vereda, a terreno firme, y se preguntó qué iba a hacer.
Habría otros como su esposa a los que les resultaría difícil, si no imposible, recorrer aquel tramo. Tenía que discurrir una forma de ayudarlos.
Le dijo a la gente que parara a descansar mientras pensaba en aquel problema. Reflexionaba en busca de alguna solución cuando vio llegar a buen paso, senda abajo, a uno de los exploradores. El hombre le hizo una seña.
—Hemos encontrado algo extraño —informó el explorador—. Arriba, en la brecha de acceso al paso, está tirado en el suelo el pico del enano.
—Quizá le pesaba mucho y no quiso cargar más con él —sugirió Riverwind.
El explorador sonrió y negó con la cabeza.
—Sabes que no siento mucho aprecio por los enanos, jefe, pero no conozco a ninguno que no sea capaz de cargar a la espalda el peso de esta montaña si se le ha metido en la cabeza hacerlo. No es probable que se dejara atrás un pico.
—A menos que tuviera una buena razón —dijo Riverwind, pensativo—. ¿Hay algo más? ¿Nada que sugiera que él y Tanis fueron atacados o que encontraran la muerte?
—Si hubiese habido un ataque, habríamos visto señales de lucha, pero no hay sangre en las piedras, ni marcas en la tierra y no hay mochilas ni otros componentes del equipo. Para mí que ese pico se dejó a propósito, como una especie de señal, pero ninguno de nosotros ha sabido discurrir su significado.
—Dejadlo donde está —instruyó Riverwind—. Que ninguno de los hombres lo toque hasta que yo vaya a echar un vistazo. A lo mejor consigo descifrar este misterio.
El explorador asintió con la cabeza y regresó junto a sus compañeros. Se llamaba Garra de Águila y avanzó por la angostura con la fácil agilidad de un puma. Riverwind lo siguió con la mirada y observó la cornisa. Ésta se ensanchaba en algunos sitios lo suficiente para que cupieran dos o incluso tres personas juntas. Podía situar a hombres como Garra de Águila, inmunes a las alturas, en cada uno de esos puntos, preparados para ofrecer un brazo fuerte y una mano firme a quienes pasaran por la cornisa.
Riverwind explicó su plan y pidió voluntarios, entre los que eligió hombres fornidos, resueltos y sin miedo a las vertiginosas alturas, y los situó en varios puntos a lo largo de la cornisa. Luego se acercó a Goldmoon, le dijo lo que tenía que hacer y señaló al primer hombre que se encontraba en la cornisa a unos cuantos palmos de distancia, con la mano extendida.
—Sólo tienes que avanzar una corta distancia tú sola —le explicó—. No mires abajo, lleva la espalda pegada a la pared y mira únicamente a Chotacabras.
Goldmoon asintió con un tembloroso cabeceo. Tenía que hacerlo, su esposo contaba con ella. Musitó el nombre de la diosa sanadora y luego, temblorosa, avanzó despacio, pasito a pasito. El corazón le palpitaba con fuerza y la boca se le había quedado seca. Consiguió llegar hasta la mano de Chotacabras y se agarró con una fuerza espasmódica. El guerrero la ayudó a pasar mientras la sujetaba firmemente y le hablaba en tono animoso. El siguiente hombre estaba más lejos, pero la mujer se volvió a mirar a Riverwind y le dedicó una sonrisa triunfal aunque un poco trémula antes de seguir adelante.
Riverwind se sintió orgulloso de ella. Parecía que su plan funcionaba, pero avanzaban muy despacio. Para algunas personas no representaría una dificultad, por supuesto. Maritta, que pasó después de Goldmoon, recorrió el tramo de cornisa con seguridad, rechazando la mano de Chotacabras con un ademán. Otras, como Goldmoon, se la asieron con toda su alma. Hubo quienes fueron incapaces de hacerlo caminando, pero los obligaron a cruzar a gatas.
A ese paso, tardarían todo el día o más en llegar a la brecha del paso. Dejando a Elistan a cargo de la gente, Riverwind siguió adelante para ver por sí mismo el pico que, inexplicablemente, el enano había dejado atrás.
Riverwind coincidió con Garra de Águila. El pico se había dejado allí de forma intencionada. Se preguntó por qué. Para señalar el paso no, porque desde ese punto resultaba obvio. Reparó en la roca veteada, distinta de las otras que había a su alrededor, y se fijó en la forma en la que la punta del pico descansaba en la piedra.
Al acuclillarse se dio cuenta de que la punta no estaba en realidad apoyada, sino que se había encajado suavemente debajo de la roca.
Se incorporó y, cruzado de brazos, escudriñó atentamente en derredor, arriba y abajo de la cara de la montaña. Los exploradores habían entrado en el paso a través de la cortadura y habían encontrado las marcas dejadas por Tanis.
¿Qué significaba, pues, aquel pico? Que era algo importante no le cabía duda.
«Al menos —se dijo mientras observaba el lento avance de los refugiados vereda arriba— tengo tiempo para cavilar y deducirlo.» No iba a disponer de tanto tiempo como pensaba.
A última hora de la tarde, cuando el sol empezaba a ponerse y a envolver la vereda en sombras, Riverwind ordenó hacer un alto en la ascensión. Estaba contento con el ritmo que se había mantenido. Sólo quedaban unas cien personas más para pasar la peligrosa cornisa que conducía al paso. No había perdido a nadie en la travesía, aunque había habido momentos angustiosos cuando el pie de alguien había resbalado o alguna mano se había soltado de la que la sujetaba. O cuando un chiquillo se quedó paralizado en la cornisa, incapaz de moverse, y uno de los hombres tuvo que bajar poco a poco hasta donde se había quedado parado para rescatarlo.
Los que habían cruzado ya se preparaban para hacer noche en el paso, aliviados de haber recorrido la primera parte del viaje y comentando, esperanzados, que lo peor ya había quedado atrás. Los exploradores habían informado a Riverwind del hallazgo de lo que parecía ser una antigua calzada enana. A partir de allí la marcha sería más fácil.
Riverwind calculó que habrían atravesado el paso a media mañana. Algunos de los que aún no habían arrostrado el tramo de la cornisa necesitarían más tiempo, porque entre ellos había varios que todavía no habían tenido valor para intentarlo. El hecho de que sus compañeros de viaje hubiesen pasado sin incidentes les daba cierta seguridad y dijeron a Riverwind que creían que lograrían hacerlo tras una noche de descanso. Todo el mundo estaba muy animoso y se preparaba para acampar durante la noche. Laurana y Elistan se habían ofrecido a quedarse con ese grupo demorado y Riverwind había accedido con la tranquilidad de saber que la gente estaba en buenas manos.
El atardecer se presentaba frío, y acampar entre piedras distaba mucho de resultar cómodo. Riverwind convenció a los refugiados para que no encendieran lumbres. Cualquier luz en la montaña sería como un faro en la noche. Los refugiados se arrebujaron en capas y mantas y se tumbaron muy juntos unos a otros para darse calor, encajados entre las piedras de la mejor forma posible, preparados para pasar una noche incómoda y deprimente. Riverwind hizo las rondas y habló con los que hacían guardia para comprobar que estaban despiertos y alerta. Y durante todo el tiempo siguió dándole vueltas a la incógnita del pico.
Lo último que hizo antes de acostarse fue quedarse plantado junto a la herramienta, cavilando a la fría luz de las estrellas qué habrían querido decirle al dejarla allí.
Un grito aterrado de su esposa lo sacó del sueño. Se despertó para encontrar a Goldmoon asiéndolo por el hombro.
—¡Hay algo ahí fuera!
Él también lo sentía, al igual que muchos otros, porque oyó gritar a la gente y la sintió bullir con inquietud a su alrededor. Riverwind ya estaba de pie cuando uno de los guardias llegó corriendo.
—¡Dragones! —dijo en un susurro urgente, sin alzar la voz—. ¡Sobrevuelan las montañas!
—¿Qué pasa? —preguntó la gente, asustada, cuando Riverwind acompañó al guardia fuera del paso hacia la zona abierta desde donde podría otear. Miró hacia el norte y un estremecimiento lo sacudió.
Oscuras alas tapaban las estrellas. Dragones en el extremo más alejado del valle. Volaban despacio y hacían amplios virajes, como si los reptiles cargaran un peso y se esforzaran para mantener la altitud. A Riverwind le recordó los virajes que hacía un halcón al intentar atrapar a un conejo de las praderas.
El miedo al dragón lo atenazó, pero ahora ya sabía identificarlo y se negó a sucumbir a él. Estaba a punto de convocar a sus guerreros cuando oyó pisadas y, al volverse, encontró a los suyos agrupados a su alrededor, silenciosos y expectantes, esperando sus órdenes.
—Eso es el ataque al campamento del que Tika nos avisó —dijo, sorprendido de su propia calma—. No creo que los dragones sepan que nos hemos marchado. ¡Decidles a todos que han de permanecer en silencio y ocultos, que sus vidas dependen de ello! El llanto de un bebé podría delatarnos.
Goldmoon se alejó de prisa junto con algunos de los otros Hombres de las Llanuras y empezó a explicar a la gente el peligro que corrían.
Aquí y allí, se oyó el lloriqueo de un niño, gemidos y gritos sofocados a medida que el miedo al dragón se propagaba, pero Goldmoon y los demás estaban cerca para darles consuelo con plegarias a los dioses.
Los dragones llegaron a un punto situado por encima de la arboleda quemada. Lunitari estaba medio llena esa noche y su luz brilló en las rojas escamas y en la figura con un yelmo montada en el primer dragón. Riverwind reconoció la máscara astada de lord Verminaard. Detrás de él volaban cuatro dragones más. Mientras los observaba, el vuelo de los reptiles perdió velocidad. Las bestias empezaron a realizar lentos virajes que los llevaron encima de las cuevas en las que los refugiados habían vivido.
Aquéllos no eran los gráciles y ágiles Dragones Rojos que Riverwind había visto combatiendo en el cielo de Pax Tharkas. Esos dragones volaban con pesadez y, de nuevo, tuvo la impresión de que llevaban una carga pesada.
Gilthanas apareció a su lado.
—¿Qué pasa con Laurana y con los que están al otro lado de la cornisa? —preguntó.
Riverwind había estado pensando en Hederick y los que se habían quedado en el valle y sólo supo sacudir la cabeza, consciente de que no tenían ninguna posibilidad. Entonces se dio cuenta de lo que preguntaba realmente Gilthanas. Se refería a los que todavía no se habían aventurado por la cornisa. Estaban acampados a descubierto, en la cara de la montaña, sin un sitio donde refugiarse ni donde ocultarse.
—Tenemos que conseguir que crucen —lo apremió el elfo.
—¿A oscuras? Demasiado arriesgado. —Riverwind sacudió la cabeza—. Confiemos en que los dragones se contenten con atacar las cuevas. Y esperemos que no se les ocurra volar en esta dirección.
Se preparó para ver cómo los dragones escupían fuego sobre las cuevas, pero no ocurrió así. Por el contrario, los dragones siguieron sobrevolando el valle en círculos cada vez más bajos, descendiendo en una formación en espiral. El dragón que llevaba a Verminaard permaneció a más altura, observando desde arriba. Riverwind estaba desconcertado y entonces divisó algo que incrementó su desconcierto.
Unos bultos caían de la espalda de los dragones; o al menos eso era lo que parecían. A Riverwind no se le ocurría qué podían estar dejando caer los reptiles. Entonces dio un respingo, horrorizado.
No eran bultos. ¡Eran draconianos y saltaban del lomo de los dragones! Distinguía las alas de las criaturas al extenderlas cuando saltaban, veía la luz de la luna destellar en las pieles escamosas y en las hojas de las espadas.
Las alas de los draconianos frenaban el descenso y los capacitaban para planear a fin de aterrizar cuando llegaban al suelo. Por lo visto no eran expertos en saltar desde los dragones, ya que algunos caían de cabeza contra las gruesas ramas de los árboles y muchos se zambullían, pateando y agitando los brazos, en el arroyo. Aullidos de rabia rasgaron el gélido aire de la noche. Riverwind alcanzó a oír las voces gritando órdenes a los que habían aterrizado cuando los oficiales intentaron poner orden, encontrar a los soldados y situarlos en formación.
Eso no tardaría mucho en conseguirse. Los draconianos marcharían hacia las cuevas y descubrirían que su presa había huido. Empezarían a buscarlos.
—Tienes razón —le dijo a Gilthanas—. Tenemos que hacer que crucen los que están al otro lado. —Sacudió la cabeza despacio—. ¡Los dioses nos ayuden!
Caminar por la empinada y angosta cornisa había sido difícil y atemorizador con la luz del día y ahora tenía que pedir a esas personas que lo hicieran de noche y a oscuras. Y en silencio.
Riverwind volvió por la peligrosa cornisa y encontró a Elistan y a Laurana esperándolo.
—Ya hemos despertado a todos y están preparados —se anticipó el clérigo.
—Pobre Hederick —susurró Laurana al ver que los draconianos empezaban a cubrir las colinas como un enjambre.
A Riverwind le era difícil sentir atisbo alguno de pena por ese hombre o los que estaban tan engañados como para confiar en él. Tampoco disponía de tiempo para perderlo pensando en él. Contempló al grupo reunido, con los semblantes pálidos que destacaban en la oscuridad, pero todos guardaban silencio y estaban preparados. Riverwind detestaba hacer lo que tenía que hacer a continuación, pero no le quedaba otra opción.
—Tenemos que taparles la boca con mordazas.
Elistan y Laurana lo miraron fijamente, tal vez preguntándose si se habría vuelto loco.
—No entiendo... —empezó Laurana.
—El silencio es nuestra única esperanza de escapar —explicó Riverwind—. Si alguien se cayera, los draconianos podrían oír los gritos.
Laurana palideció y se llevó la mano a la boca.
—Claro —dijo Elistan en voz queda antes de alejarse a buen paso hacia el grupo.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó el guerrero a Laurana.
—Sí —logró responder ella sin apenas voz.
—Me alegro. —Riverwind se mostraba enérgico, flemático—. Tenemos que empezar a pasar ya, no hay tiempo que perder. Los draconianos atacarán las cuevas, pero no tardarán mucho en comprender que nos hemos ido. Vendrán tras nosotros.
—¿Estaremos a salvo en el paso? —preguntó la elfa.
—Eso espero —contestó procurando darse confianza a sí mismo tanto como a ella—. No sabíamos que el paso estaba aquí y hemos vivido en la zona durante meses. Con suerte y la ayuda de los dioses, los draconianos no nos encontrarán. Si lo hacen, nos defenderemos del ataque.
Dejó de hablar y dio un respingo. Fue como si la cegadora luz de un relámpago iluminara de pronto su mente. La punta del pico encajada en una piedra distinta de todas las demás.
—¡Daos prisa! —apuró a Laurana—. Que sigan avanzando. No dejéis que nadie se pare. —Se dio media vuelta para regresar, pero se volvió de nuevo hacia la elfa—. Si alguien se resiste a cruzar, habrá que dejarlo aquí. No tenemos tiempo para mimar a nadie. ¡Que se muevan todos!
Regresó por la peligrosa cornisa arriba al tiempo que pensaba que en realidad resultaba más fácil hacerlo a oscuras. Así no se veía hasta dónde podía uno caerse ni las afiladas piedras del fondo que aguardaban para destrozar el cuerpo. Los hombres que habían hecho lo mismo por la mañana ocuparon sus puestos a lo largo del tramo, listos para ayudar a los que ya empezaban a cruzar. Elistan estaba al principio para ofrecer palabras tranquilizadoras y bendiciones en nombre de Paladine. Con las mordazas ceñidas sobre la boca, la gente empezó a avanzar despacio a lo largo de la cornisa.
Riverwind hizo un alto para mirar en la dirección donde se hallaban las cuevas y vio algunos draconianos que corrían ya hacia ellas. Una vez en la zona habitada, la sorpresa al ver que sus víctimas habían escapado los sumiría en una gran confusión. Pensarían que la gente se había internado más dentro de las cuevas y registrarían los túneles y pasadizos. Al final, los draconianos comprenderían la verdad: que las cuevas estaban abandonadas. Verminaard sabía que los refugiados no podían dirigirse hacia el norte; la ruta más lógica era el sur. Allí sería donde buscaría en primer lugar.
El Hombre de las Llanuras echó una ojeada hacia el este y se preguntó cuántas horas tendrían hasta el amanecer.
No creía que fuesen muchas...
—Venid conmigo —ordenó a sus guerreros—. No necesitaréis armas, sino picos. ¡Y traedme a algunos de los hombres que trabajaban en las minas!
La primera oleada de draconianos acometió contra los riscos que habían habitado los refugiados. Los aullidos lanzados con el propósito de causar espanto en sus víctimas dieron paso a maldiciones al registrar cueva tras cueva y hallar muebles toscos, juguetes, ropas y reservas de comida y agua que los refugiados se habían visto obligados a dejar atrás.
Riverwind condujo a los mineros donde Flint había dejado el pico. Les enseñó la herramienta y la roca veteada mientras les explicaba lo que creía que el enano intentaba decirles.
Los mineros examinaron el área lo mejor que pudieron a la luz de la luna y de las estrellas y convinieron en que aquella roca era una piedra angular. Sin embargo, que funcionara o no, eso ya no podían asegurarlo.
El cruce por la cornisa proseguía, aunque con una lentitud angustiosa. Riverwind no le quitaba ojo al cielo. Aún no apuntaba claridad alguna, pero el brillo de las estrellas empezaba a difuminarse.
Las últimas personas cruzaban despacio ya. Una de ellas, una joven, al llegar al otro lado trastabilló y cayó al suelo. Estaba temblando y las lágrimas le corrían por las mejillas, pero no hizo ruido. Goldmoon la sujetó y se la llevó lejos de la cornisa.
Laurana fue la penúltima en cruzar. Gilthanas, uno de los que estaban situados a intervalos en la cornisa, le dijo algo en elfo mientras la ayudaba a pasar. Ella le apretó la mano y lo besó.
Elistan fue el último y llevaba a un niño cargado a la espalda, con los bracitos del crío enlazados con fuerza alrededor del cuello. Los pasos del clérigo eran firmes y no vaciló. La madre del pequeño, que esperaba al otro lado de la cornisa, se cubría la cara con las manos, incapaz de mirar.
—Ha sido divertido, Elistan —dijo el chiquillo tras quitarse la mordaza una vez que llegaron a terreno seguro—. ¿Podemos repetirlo?
La gente rió, aunque era una risa temblorosa. Los hombres salieron de la cornisa y todos emprendieron la marcha hacia el paso.
Atrás, en el campamento del valle, los draconianos salieron de las cuevas. Ahora ya había luz suficiente para que Riverwind viera sin dificultad lo que pasaba allí. El dragón de Verminaard se posó en tierra y los draconianos se apelotonaron alrededor del Señor del Dragón. Éste inclinó la cabeza para conferenciar con sus oficiales. A su orden, los otros tres reptiles rojos sobrevolaron el valle en distintas direcciones. Uno fue hacia el este. Otro hacia el oeste.
El tercero lo hizo hacia el sur, directo hacia los refugiados. Sin embargo, el reptil no miraba hacia allí, sino hacia abajo; escudriñaba el suelo del valle.
—¡Rápido, rápido! —urgió Riverwind en voz baja mientras azuzaba a la gente y la conducía como antaño había hecho con las ovejas—. Refugiaos en el paso, moveos tan de prisa como podáis.
La gente apretó el paso, sin pánico, y Riverwind empezaba a pensar que al final iban a tener éxito y que escaparían sin ser vistos, cuando un grito hendió la noche.
—¡Esperad! ¡No me abandonéis! ¡No me dejéis aquí!
El dragón oyó la voz, alzó la cabeza y dirigió la mirada hacia allí.
Mascullando maldiciones, Riverwind se volvió.
Hederick corría por la vereda, y la tripa fofa se le sacudía arriba y abajo; tenía la cara congestionada y boqueaba como un pez fuera del agua. Sus acólitos corrían detrás de él y se propinaban empellones y codazos en su pánico por ir más de prisa.
El Sumo Teócrata llegó a la cornisa, miró a Riverwind, miró hacia abajo y se puso lívido.
—¡No puedo cruzar por ahí!
—Todos los demás lo hemos hecho —replicó fríamente el Hombre de las Llanuras, que a continuación señaló hacia el dragón. El reptil había virado y volaba directamente hacia ellos.
Los partidarios de Hederick lo apartaron sin miramientos, entraron en la cornisa y la cruzaron casi corriendo. El Teócrata, temblando de miedo, avanzó casi a rastras detrás de ellos.
Llegó al final de la cornisa sin incidentes y se acercó hecho una furia a Riverwind, dispuesto a interpelarlo con protestas y demandas. Riverwind lo agarró y lo empujó hacia varios guerreros, que asieron al Teócrata por los brazos y lo azuzaron para dirigirse a toda prisa hacia el interior del paso.
El dragón levantó la cabeza y lanzó un gran bramido.
Riverwind corrió hacia el lugar donde el enano había dejado el pico. Echó una ojeada hacia atrás y vio que el grito del reptil había alertado a lord Verminaard. Su dragón se impulsó con las patas en el suelo y emprendió el vuelo. También los draconianos empezaron a correr en su dirección. Se desplazaban por tierra más de prisa que los humanos, ya que se servían de las alas para ayudarse. Brincando y corriendo, fluyeron por la trocha como un río de escamas.
El dragón de Verminaard lo conducía rápidamente hacia el paso, y los draconianos se aproximaban a éste mucho más de prisa de lo que Riverwind habría creído posible.
Riverwind asió el pico, miró hacia la brecha y vio que los pocos rezagados ya estaban a salvo dentro del paso.
—¡Que Paladine nos guarde! —rogó entonces y, en un gesto de respeto a Flint, añadió:— Y que Reorx guíe mi mano.
El Hombre de las Llanuras golpeó la roca veteada justo en el sitio donde había estado encajada la punta. Riverwind se apartó de un salto y la roca bajó rodando la ladera. Al principio no pasó nada, y al guerrero se le cayó el alma a los pies. Miró y vio que el dragón planeaba hacia allí. Verminaard tenía extendido el brazo y señalaba el paso, guiando al reptil.
Entonces el suelo tembló. Hubo un sonido rechinante, desgarrador, y ante la mirada atónita de Riverwind fue como si la ladera de la montaña se moviera y se precipitara sobre él.
Dio media vuelta y corrió hacia la seguridad del paso. Las galgas que brincaban sobre otras rocas grandes le pasaban volando por encima de la cabeza. Con un ruido semejante al trueno, el corrimiento de tierra cayó en cascada vertiente abajo y se llevó por delante la trocha y la cornisa que acababan de cruzar los últimos refugiados. La brecha del paso empezó a llenarse de pedruscos.
Riverwind se tiró aplastado contra el suelo y se protegió la cabeza con los brazos. No veía al dragón, pero oía los rugidos de frustración de la bestia. El corrimiento siguió unos instantes más y entonces terminó y se hizo un repentino silencio roto únicamente por algunas piedras al desplazarse o al encajar en el sitio.
El guerrero alzó la cabeza con precaución para mirar. El paisaje había cambiado. La entrada al paso estaba obstruida por unas enormes galgas. Al otro lado de la nueva pared rocosa se oía batir las alas al dragón; el reptil no podía aterrizar. El corrimiento de tierra había arrastrado o cubierto cualquier zona llana que hubiese existido antes en la cara de la montaña. Riverwind oyó ruidos como si el reptil estuviera intentando abrirse paso con las garras a través de los escombros. No debió de resultar efectivo el intento ya que el dragón cejó pronto en su empeño.
Riverwind alzó la vista al cielo. Las cumbres nevadas se erguían a gran altura sobre él a ambos lados. Asustado, se preguntó si el dragón intentaría sobrevolar el paso. La brecha era angosta y escarpada; no creía que el dragón cupiera por ella. Desde luego, correría el riesgo de dañarse las alas. El reptil aún podía hacer estragos desde gran altura.
El guerrero esperó en tensión ver la sombra del inmenso corpachón y de las alas tapando la luz del alba, pero el dragón no apareció. Sólo fue consciente de que se había marchado cuando dejó de sentir el miedo al dragón. De momento, estaban a salvo.
De momento.
Riverwind pasó entre las piedras para reunirse con los demás. Estaban abrazados unos a otros entre risas, lágrimas y plegarias de agradecimiento y júbilo. El guerrero no podía unirse a la celebración. Sabía muy bien la razón de que Verminaard no hubiera atacado. No hacía falta que su dragón se arriesgara a entrar por la angosta brecha cuando lo único que tenía que hacer era salirles al paso por el otro lado. Como Tika les había contado, había draconianos en la otra vertiente de la montaña. Los refugiados no podían quedarse agazapados en el paso para siempre. Al final tendrían que salir y las fuerzas del Señor del Dragón los estarían esperando, indudablemente.
Su única esperanza era que Tanis, Flint y los otros encontraran las puertas a Thorbardin.
En caso contrario, los refugiados habrían llegado a un punto muerto, literalmente.