Fuentes de información y agradecimiento

Mi relación con el tema de los impactos de asteroides ahora está empezando a parecerse a una molécula de ADN: los filamentos de verdad y de ficción se están entrelazando hasta formar una maraña. Permítaseme intentar desenredarla adoptando el enfoque cronológico.

Allá por 1973, Cita con Rama comenzaba con estas palabras:


Más tarde o más temprano, tenía que suceder. El 30 de junio de 1908, Moscú escapó de la destrucción por tres horas y cuatro mil kilómetros, un margen invisiblemente pequeño según las pautas del universo. Una vez más, el 12 de febrero de 1947, otra ciudad rusa se escapó por un margen aun menor, cuando el segundo gran meteorito del siglo XX detonó a menos de cuatrocientos kilómetros de Vladivostok, produciendo una explosión que rivalizaba con la recientemente inventada bomba de uranio.

En aquellos tiempos, nada había que pudieran hacer los hombres para protegerse contra los últimos disparos al azar, en el bombardeo cósmico que una vez dejó cicatrices en la faz de la Luna. Los meteoritos de 1908 y 1947 habían caído en yermos, pero, a fines del siglo XXI en la Tierra no quedaba región alguna que se pudiera utilizar con seguridad como polígono de tiro celeste: la especie humana se había extendido de un Polo hasta el otro. Y, por eso, fue inevitable…

A las 09:46 GMT de la mañana del 11 de septiembre, en el excepcionalmente bello verano del 2077, la mayoría de los habitantes de Europa vio aparecer, en el cielo del este, una deslumbrante bola de fuego. En cuestión de segundos fue más brillante que el Sol y, a medida que se desplazaba por los cielos — al principio en absoluto silencio—, dejaba detrás de sí una agitada columna de polvo y humo.

En algún sitio sobre Austria empezó a desintegrarse, produciendo una serie de concusiones tan violentas que más de un millón de personas quedó con el oído permanentemente dañado. Esas fueron las que tuvieron suerte.

Desplazándose a cincuenta kilómetros por segundo, mil toneladas de roca y metal chocaron contra las llanuras del norte de Italia, destruyendo en unos pocos instantes de fulgor el trabajo de siglos. A las ciudades de Padua y Verona se las borró de la faz de la Tierra, y las últimas glorias de Venecia se hundieron para siempre debajo del mar, cuando las aguas del Adriático vinieron tonantes hacia el continente, después del martillazo que cayó del espacio.

Seiscientas mil personas murieron, y el total de daños fue de más de mil billones de dólares. Pero las pérdidas infligidas al arte, a la historia, a la ciencia, a toda la especie humana durante el resto de los tiempos, trascendía todo cálculo. Era como si una inmensa guerra se hubiera librado y perdido en una sola mañana, y pocos podían encontrar mucho placer en el hecho de que, cuando el polvo de la destrucción se asentó lentamente, durante meses el mundo entero presenció los más espléndidos amaneceres y ocasos desde Krakatoa.

Después de la conmoción inicial, la humanidad reaccionó con una determinación y una unidad que ninguna era anterior había exhibido. Un desastre de esa clase, así se comprendió, podría no volver a suceder durante mil años… pero podría ocurrir mañana. Y, la próxima vez, las consecuencias podrían ser todavía peores.

Muy bien pues: no habría una próxima vez.

Cien años antes, un mundo mucho más pobre, con recursos mucho más débiles, había malgastado sus riquezas intentando destruir armas lanzadas, de manera suicida, por la humanidad contra sí misma. El esfuerzo nunca alcanzó el éxito, pero los conocimientos adquiridos entonces no se habían olvidado. Ahora se los podía utilizar para un propósito más noble, y en una escala infinitamente más vasta. A ningún meteorito suficientemente grande como para causar una catástrofe se le volvería a permitir que se filtrase por las defensas de la Tierra.

Así comenzó el Proyecto GUARDIÁN ESPACIAL.


Contrariamente a la creencia generalizada, cuando terminé la novela con las palabras «Los ramanos hacían todo en grupos de tres», no tuve la menor intención de escribir una continuación, y mucho menos una trilogía. Me pareció que era un final bonito y fue, de hecho, una idea que se me ocurrió tardíamente. Se necesitó de la intervención de Peter Guber y Gentry Lee para hacerme cambiar de opinión (véase la Introducción de Rama II), y nadie estuvo más sorprendido que yo al encontrarme con que estaba visitando de vuelta Rama en 1986.

Pero, para ese entonces, algo más había ocurrido, que hizo que el impacto de asteroides fuera noticia de primera plana. En un famoso trabajo («Extraterrestrial Cause for the Cretaceous-Tertiary Extinction»,[10] Science, 1980), el Premio Nobel Luis Alvarez y su hijo geólogo, el doctor Walter Alvarez, habían propuesto una teoría aterradora para explicar la misteriosamente repentina muerte de los dinosaurios, quizá las formas de vida de más éxito que hayan surgido jamás en el planeta Tierra, junto con los tiburones y las cucarachas. Tal como todos saben ahora, los Alvarez demostraron que un suceso catastrófico, de alcance mundial, había tenido lugar alrededor de sesenta y cinco millones de años atrás, y presentaron pruebas que indicaban, con todo énfasis, que un asteroide había sido el responsable. El impacto directo, y los subsiguientes daños al ambiente, habrían ejercido un efecto devastador sobre toda la vida de la Tierra y, en especial, sobre los animales más grandes que habitaban las tierras emergidas.

Por curiosa coincidencia, Luis Alvarez también produjo un impacto de importancia, pero, afortunadamente, benéfico, sobre mi vida. En 1941, en su calidad de jefe de un equipo que trabajaba en el Laboratorio de Radiaciones del MIT,[11] inventó y desarrolló el sistema de radar para aterrizaje a ciegas, más tarde conocido como ACT (Acercamiento Controlado desde Tierra), o GCA en inglés. La Real Fuerza Aérea — que en ese entonces perdía más aviones por las condiciones meteorológicas en Gran Bretaña que por acción de la Luftwaffe— quedó impresionada en extremo por las demostraciones, y la primera unidad experimental se envió a Gran Bretaña en 1943. Como oficial radarista de la RAF, yo tenía la fascinante, y a menudo frustrante, tarea de mantener el Mark I en condiciones operativas hasta que los primeros modelos de fábrica salieran de la línea de producción.

Mi única novela que no era de ciencia ficción, Glide Path (1963), se basa sobre esa experiencia, y está dedicada a «Luie” y sus colegas.

Luie abandonó el ACT poco tiempo antes que yo llegara, y voló sobre Hiroshima en ese fatídico día de agosto de 1945, para observar la operación de la bomba que había ayudado a diseñar. No lo pude alcanzar hasta varios años después, en los predios de Berkeley, Universidad de California. La última vez que nos vimos fue en la vigesimoquinta Reunión del ACT en Boston, en 1971. Lamento no haber tenido oportunidad de discurrir con él sobre su teoría de la extinción de los dinosaurios. En una de las últimas cartas suyas que recibí dijo que ya no era una teoría, sino un hecho.

Poco menos que un año antes de su muerte, el 1° de septiembre de 1988, Luie me pidió que escribiera un «elogio ditirámbico», para que se lo publicara en la sobrecubierta de su autobiografía, próxima a aparecer, Alvarez: Adventures of a Physicist (1987). Estuve más que feliz de hacerlo y me gustaría repetir lo que ahora es, ¡ay! un tributo póstumo:


Luis parece haber estado en los momentos más encumbrados de la física moderna… y de haber sido responsable de muchos de ellos. Su entretenido libro cubre tantos campos que hasta el lector que no sea científico puede disfrutarlo: ¿quién más inventó sistemas vitales de radar, husmeo en busca de monopolos magnéticos en el Polo Sur, liquidó chiflados de los OVNI y del complot para asesinar a Kennedy, observó las dos primeras explosiones atómicas desde el aire… y demostró que (sorprendentemente), no existen cámaras ni pasadizos ocultos dentro de la pirámide de Kefrén?

Y ahora está dedicado a su trabajo de investigación científica más espectacular, mientras desenmaraña el enigma policial más grande de todos los tiempos la extinción de los dinosaurios. Él y su hijo Walter están seguros de haber encontrado el arma asesina con la que se cometió el Crimen de las Eternidades…


Desde la muerte de Luie, las pruebas que demuestran que hubo un impacto importante, por lo menos de meteoro (o asteroide pequeño), se han acumulado, y se han identificado varios sitios posibles, siendo el favorito actual un cráter sepultado, de ciento ochenta kilómetros de extensión, que está en Chicxulub, en la península de Yucatán, América Central.

Algunos geólogos todavía luchan obcecadamente para conseguir una explicación puramente terrena para la extinción de los dinosaurios (como, por ejemplo, volcanes), y muy bien podría ser que la verdad esté en ambas hipótesis. Pero la Mafia de los Meteoros parece estar ganando la partida, aunque más no fuere porque la trama que plantean es mucho más dramática.

Sea como fuere, nadie duda de que en lo pasado se produjeron impactos de importancia… después de todo, hubo dos aciertos y uno que falló apenas, en este siglo: (Tunguska, 1908; Sijot-Alin, 1947; Oregón, 1972). La cuestión que se ha de decidir es, ¿cuán grave es el peligro y qué se puede hacer al respecto, en caso de que se pueda hacer algo?

Durante la década de 1980 hubo discusiones sobre el problema a todo lo largo y lo ancho de la comunidad científica, y el paso cercano del asteroide 1989 FC (que le erró a la Tierra por nada más que seiscientos cincuenta mil kilómetros) puso el asunto sobre el tapete. Como resultado, la Comisión de Ciencias, Espacio y Tecnología de la Cámara de Diputados norteamericana incluyó el párrafo siguiente en la Ley para Autorización de la NASA de 1990:


En consecuencia, la Comisión instruye a la NASA para que lleve a cabo dos estudios en forma de taller: el primero debería definir un programa para aumentar, de manera notable, la velocidad de descubrimiento de asteroides que crucen la órbita de la Tierra; este estudio habría de consignar los costos, cronograma, tecnología y equipo necesarios para la definición precisa de las órbitas de tales cuerpos. El segundo estudio definiría sistemas y tecnologías para alterar la órbita de tales asteroides o para destruirlos, si llegaran a representar un peligro para la vida en la Tierra. La Comisión recomienda la participación internacional en estos estudios y sugiere que se efectúen dentro del año de haber sido sancionada esta legislación.


Este puede resultar un documento histórico: quién habría creído, hace nada más que unos pocos años, que una Comisión del Congreso habría emitido una declaración semejante

Tal como se la instruyó, la NASA estableció un Taller Internacional para el descubrimiento de Objetos Cercanos a la Tierra, que tuvo varias reuniones en 1991. Los resultados se resumieron en un informe preparado por el Laboratorio de Propulsión por Chorro de Pasadena: «The Spaceguard Survey» (25 de enero de 1992): El párrafo inicial de su capítulo final reza:


La preocupación por el peligro de impacto desde el Cosmos dio pie a que el Congreso norteamericano le solicitara a la NASA que organizara un taller para estudiar las maneras de conseguir una aceleración importante de la velocidad de descubrimiento de asteroides próximos a la Tierra. Este informe bosqueja una red internacional de investigación con telescopios montados en tierra, lo que podría aumentar la tasa mensual de descubrimiento de esos asteroides, desde unos pocos hasta tantos como mil. Tal programa reduciría la escala de tiempo necesaria para levantar un censo casi completo de los asteroides grandes que crucen frente a la Tierra, llevándola desde varios siglos (con la velocidad actual de descubrimiento) a alrededor de veinticinco años. A este programa de estudio que se propone lo denominamos Investigación GUARDIÁN ESPACIAL, tomando el nombre del proyecto similar sugerido por cl escritor de ciencia ficción Arthur C. Clarke hace casi veinte años, en su novela Cita con Rama.


El Martillo de Dios no pudo haber sido escrito sin la masa de información que figuraba en la «Investigación GUARDIÁN ESPACIAL», pero la inspiración directa para la novela vino de una fuente por completo diferente, y muy inesperada.

En mayo de 1992, me sentí halagado al recibir una carta de Steve Koepp, jefe de redacción de la revista Time, en la que me pedía que escribiera un cuento corto de cuatro mil palabras «que diera a los lectores una instantánea de la vida en la Tierra durante el próximo milenio». Y añadió graciosamente: «Creo que esta sería la primera vez que nuestra revista publica ficción (intencionalmente, por lo menos)».

Resultó que esta información no era del todo exacta. Los editores de Time más tarde me comunicaron, como disculpándose, que la mía no era la primera nota de ficción que hubieran solicitado: allá por 1969 publicaron un cuento de Alexander Solyenitsin. Me sentí honrado por haber seguido tan distinguidos pasos.

La sugerencia de Time fue, huelga decirlo, una oferta que no pude rechazar. Planteaba un interesante desafío, y no recuerdo haber tenido una demora de más de cinco milisegundos antes de darme cuenta de que el tema perfecto ya estaba al alcance de la mano. Más que eso, era mi deber mostrar lo que se podía hacer respecto de la amenaza de los asteroides. Al crear una profecía que se cumplía sola, hasta pude haber salvado el mundo… aunque nunca me enteraría…

Así que escribí El martillo de Dios y como exhalación lo llevé a Time, donde Steve Koepp justificó su existencia al hacer algunas sugerencias muy perspicaces, noventa por ciento de las cuales acepté de (bastante) buena gana. Apareció en el número especial de la revista, Beyond the Mear 2000, publicado a fines de septiembre y que llevaba la fecha otoño de 1992 (Vol. 140, № 27).

Antes de eso, empero, yo había viajado a Gran Bretaña para las ligeramente prematuras celebraciones de mi septuagésimo quinto cumpleaños (después de tres décadas de vivir a menos de mil kilómetros del ecuador, nada me hará volver al Reino Unido en diciembre). Entre los que participaron en el programa que mi hermano Fred había organizado en mi ciudad natal, Minehead, estaba uno de los miembros de Investigación GUARDIÁN ESPACIAL, el doctor Duncan Steel. Había venido desde el otro lado del mundo, desde el Observatorio Angloaustraliano, en Coonabarabran, Nueva Gales del Sur, para presentar un trabajo que demostraba, con pavorosas diapositivas en color, lo que podría ocurrir en el caso de un impacto de Importancia.

Probablemente fue alrededor de esa época que acepté el hecho de que Martillo era, en realidad, una novela comprimida… y que no tenía más alternativa que descompri-mirla. Como tenía otros seis libros y varias docenas de programas de TV en órbita, me sentía renuente a cargarme con esta molestia adicional, pero, finalmente, decidí cooperar con lo inevitable.

El primer borrador estaba casi completo, cuando recibí una carta del doctor Steel, ahora de vuelta en Coonabarabran, que traía algunas noticias aterradoras:


Hasta el jueves pasado, si alguien me hubiese preguntado cuándo un asteroide o cometa iba a chocar con la Tierra, habría podido ponerme la mano sobre el corazón y contestar que ninguno de los objetos actualmente conocidos iba a chocar con nuestro planeta en un futuro previsible (esto queriendo decir un siglo o dos). Este va no es el caso…


Junto con la carta del doctor Steel estaba la Circular 5636, de fecha 15 de octubre de 1992, emitida por la Oficina Central de Telegramas Astronómicos, que es parte del Observatorio Astrofísico Smithsoniano, Cambridge, Massachussets. Informaba sobre el redescubrimiento, el 26 de septiembre, del cometa Swift-Tuttle, originalmente descubierto por dos astrónomos norteamericanos en 1862, y después perdido, no por descuido sino por una razón mucho mas interesante.

Cuando se acerca al Sol, el Swift-Tuttle, al igual que muchos cometas (el Halley entre ellos) experimenta una propulsión por chorro alimentada por el Sol, cuya operación es por completo impredecible. Aunque el efecto que eso tiene sobre su órbita es bastante pequeño, tal como observa el doctor Steel:


Si las sumas y los modelos son levemente incorrectos — y se podría no esperar que esta fuerza retropropulsora actúe de manera coherente—, entonces el cometa puede chocar contra la Tierra el 14 de agosto de 2126. No hay duda alguna sobre la fecha, pues ésa es la fecha en la que la órbita del cometa intersecta la de la Tierra ese año. Sobre lo que no hay certeza en este momento es respecto de si el cometa estará allá en ese momento también, o si (con suerte) estará ligeramente más adelante o más atrás en su órbita.


Como es comprensible, la Circular de la Unión Astronómica sugiere que «en consecuencia, parece ser prudente intentar el seguimiento del Swift-Tuttle durante tanto tiempo como sea posible, después del actual paso por su perihelio, con la esperanza de que se pueda hacer… una adecuada determinación de su órbita».

Duncan Steel otra vez:


¿Qué pasa si el cometa choca con la Tierra en 2126? Eso tendrá lugar a una velocidad de sesenta kilómetros por segundo. El núcleo tiene un tamaño de alrededor de cinco kilómetros, así que el kilotonelaje liberado sería equivalente, según mis cálculos, a doscientos millones de megatoneladas, o diez mil millones de veces la bomba de Hiroshima. Si los cinco kilómetros fueran el diámetro en vez del radio, divídanse esas cifras por ocho. Así y todo una gran bang en el lenguaje cotidiano.


Saludos — Duncan.


Ahora bien, yo fijé la llegada de mi hipotético Kali alrededor de 2110, cuando el mundo verdadero puede estar empezando a padecer angustia por el Swift-Tuttle, dentro de nada más que dieciséis años. Así que me sentí muy feliz de emplear esa información para «añadir un aire de verosimilitud a una narración que, de otro modo, estaría desnuda y carecería de convicción», como lo expresa tan elegantemente The Mikado.


Y ahora, he aquí algo que nadie va a creer…

Todavía estaba puliendo este capítulo, cuando cambié de canal y pasé a CNN (la hora exacta, 18:20, 6 de noviembre de 1992: hace apenas dos horas). Imaginen mi asombro al ver a mi viejo amigo, el astrónomo holandonorteamericano Tom Gehrels, experto en asteroides y miembro destacado del equipo GUARDIÁN ESPACIAL. Visitó Sri Lanka en varias ocasiones, con la esperanza de establecer aquí un observatorio (su cautivante autobiografía, On the Glassy Sea, American Instituto of Physics, 1988, tiene un capítulo cuyo encabezamiento dicte «El Telescopio de Sri Lanka y Arthur C. Clarke».

¿Y qué es lo que está haciendo Tom en CNN6? Acaba de informar sobre la confirmación final de la teoría Alvarez. El arma humeante se halló… y el epicentro de impacto es, como mencioné algunas páginas antes, la estructura Chicxulub, en Yucatán.

Gracias, Tom. Cómo me habría gustado que Luie todavía estuviera entre nosotros para oír la noticia.


Otro incidente extraño tuvo lugar apenas dos semanas después que se publicara Martillo: un pequeño meteorito cayó en Nueva York —¡de todos los sitios, justo ése! — dañando un auto estacionado. (¿Qué otra cosa sino esa podría haber golpeado?)

El incidente me hace acordar de la película Meteoro, que me gustó más que a la mayoría de los críticos. (Tengo un umbral de tolerancia muy alto para las películas malas de ciencia ficción. Después que lo persuadí para que viera una clásica — Lo que vendrá, creo—, Stanley Kubrick se quejo: «¿Qué está tratando de hacerme? ¡Nunca más veré otra película que usted me recomiende!»)

Hay un parlamento, que se pierde, en el momento crítico de Meteoro: después del bombardeo desde el espacio, el científico ruso y su colega norteamericano acaban de salir de nuevo a la superficie, luego de haberse abierto paso entre los escombros del subterráneo de Nueva York, en el que habían buscado refugio. Los dos están cubiertos de barro de la cabeza a los pies. El ruso se vuelve hacia su colega y le dice:

— Algún día tengo que mostrarle el subterráneo de Moscú.

Los sufridos pasajeros del transporte urbano neoyorquino, que viajan en los vagones para ganado festoneados con inscripciones varias en aerosol, apreciarían esa salida aguda.


El acontecimiento de Tunguska de 1908 se incluyó en la serie de TV Arthur C. Clarke’s Mysterious World, y una discusión detallada, con fotografías y mapas, se encuentra en el capítulo 9 («The Great Siberian Explosion») del libro escrito por Simón Welfare y John Fairley.


Mi coautor, Gregory Benford (Beyond the Hall of Night, 1991) acaba de hacerme recordar la novela que él y William Rotsler escribieron sobre el tema del desvío de asteroides, Shiva Descending (1980). Debo confesar que nunca la leí, pero ciertamente sí estaba al tanto del título, y muy bien puede haber influido inconscientemente en la elección de Kali (la consorte de Shiva) como nombre para el asteroide. Surgió instantáneamente en mi cabeza cuando empecé a escribir.

Otra novela sobre el mismo tema es Lucifer’s Hammer, de Larry Niven y Jerry Pournelle (1977), que sí leí y que acaba de despertar un débil recuerdo de la antigua y querida Astounding Stories. Al salir como un tiro para mirar el invalorable Complete Index to Astounding/Analog, de Mike Ashley, encontré el motivo: «The Hammer of Thor»,[12] cuento corto de Charles Willard Diffin (marzo de 1932).

Estoy atónito… eh, asombrado…[13] por haber recordado este humilde cuento sobre invasores espaciales, pero es evidente que ha estado rondando mi subconsciente durante los últimos sesenta años. Y, para completar el archivo, estoy contento por admitir que, de modo completamente deliberado, robé mi propio título similar de una obra de G. K. Chesterton: su detective-sacerdote, el padre Brown, resolvió un asesinato misterioso que implicaba a «El Martillo de Dios».

También debo mencionar la novela A Torrent of Faces, por James Blish y Norman L. Knight (1967), que se refiere al impacto de un asteroide contra una Tierra que tiene una población de mil billones de personas, y los intentos por desviarlo. No puedo evitar la sensación de que a un mundo así no le vendría mal el impacto de un asteroide de vez en cuando.


Los nombres de los sitios de Marte que se mencionan en el capítulo 14, improbables como pueden parecer, provienen, todos, del Atlas of Mars (1979) de la NASA. Para evitarles a los lectores las penurias que trae la curiosidad no correspondida, he aquí el origen de esos nombres: Dank: pueblo de Omán; Dia-Cau: pueblo en Vietnam; Eil: pueblo en Somalia; Gagra: pueblo en Georgia (Rusia); Kagul: pueblo en Moldavia (Rusia); Surt: pueblo en Libia; Tiwi: pueblo en Omán; Waspam: pueblo en Nicaragua; Yat: pueblo en Nigeria.

En la actualidad estoy tratando de persuadir a la comisión de nomenclatura de la Unión Astronómica Internacional para que en Marte ponga Isaac Asimov, Robert Heinlein y Gene Roddenberry. Por desgracia, todas las formaciones principales ya recibieron nombre, por lo que tendremos que conformarnos con Mercurio que, como señala con ironía mi contacto en la UAI, «puede ser que no se colonice durante algún tiempo».

La base teórica para la doctrina de los Renacidos (capítulo 20) se encontrará en «Efficient coded messages can transmit the information content of a human across interstellar space»,[15] William A. Reupke, Acta Astronautica, Vol. 26, Nos. 3/4, pp. 273-6, marzo/abril 1992.


La historia casi increíble que se narra en el capítulo 44, sobre las fallas en los torpedos de la Armada norteamericana y que tomaron casi dos anos para rectificarlas, se encontrará en United States Submarine Operations in World War II, por Theodore Roscoe (US Naval Institute, 1949), y, en forma más accesible, en Coral Sea, Midway and Submarine Actions, por Samuel Eliot Morison (Little, Brown, 1959). Para citar de este último:

«El percutor, del que se suponía que funcionaba cuando se producía un impacto físico, demostró ser demasiado frágil para soportar un buen choque a exactamente noventa grados de incidencia… De esta manera, los mejores disparos se veían recompensados con fiascos.»


Mis disculpas para Bob Singh, ejemplo de matasanos, por haber tomado su nombre en un arranque de distracción.

Mi agradecimiento a Ray Bradbury por haber dado su permiso para usar la cita de Crónicas Marcianas («Encuentro en la Noche»), en el capítulo 24.

Un agradecimiento especial para el príncipe sultán al-Saud, astronauta del trasbordados por su hospitalidad en el Encuentro de la Asociación de Exploradores Espaciales, celebrada en Riad en noviembre de 1989, lo que me brindó mi primer contacto directo con la cultura islámica.

Y para Gentry Lee, por ampliar mis horizontes técnicos y psicológicos.


Agradecimiento especial para la Summa Corporation, por un nódulo de manganeso extraído en 1972, con rastra submarina, desde una profundidad de cerca de cinco mil metros, durante la iniciación de la Operación JENNIFER de la CIA. (Véase The Ghost from the Grand Banks, 1990.) Se parece tanto a Kali, que el sólo sostenerlo en las manos me brindó inspiración en los momentos de aridez.

Programas que encontré de gran valor durante la redacción de este libro fueron VlSTAPRO y DISTANT SUNS (Virtual Reality Laboratory, 2341, Ganador Court, San Luis Obispo, California 93401), para la AMIGA, y el Sky (Software Bisque, 912, Twelfth Street, Suite A, Golden, Colorado 80401), y Dance of the Planets (ARC Science Simulations, PO Box 1955S, Loveland, Colorado 80539), para MS/DOS. También le estoy agradecido a Simon Tulloch por el cálculo de órbitas, aunque, en ocasiones, puedo haber anulado la ley de la inversa de los cuadrados con el objeto de dar más dramatismo.

Загрузка...