Llevaba las gafas que Ulises había decidido que formasen parte del uniforme de las fuerzas aéreas. No serían necesarias a menudo, si es que llegaban a serlo alguna vez, pero a él le gustaban. Daban un aire distinguido a los hombres que ocupaban las naves del cielo y le producían un nostálgico y agradable cosquilleo cuando las veía. Había sido aficionado entusiasta a la aviación de la Primera Guerra Mundial.

Una cadena de cuero con un brillante símbolo azul en forma de cruz maltesa en su extremo colgaba del cuello de Awina. Rodeaba su cintura un cinturón con un cuchillo de piedra completaba su uniforme.

Le miró para asegurarse de que no le interrumpía, y dijo:

– Mi Señor, esto es mucho mejor que subir y bajar por el Árbol y conducir balsas entre snoligósteros y gigantes.

Él sonrió y dijo:

– Eso es cierto. Pero no hay que olvidar que quizás tengamos que volver a casa a pie.

Y considerarnos afortunados si lo logramos, pensó.

Awina se acercó más, hasta que su cadera rozó la de él y uno de sus hombros entró en contacto con su brazo. La punta de su cola le cosquilleaba las pantorrillas de vez en cuando. Había demasiado ruido en la barquilla del dirigible para que oyese el ronroneo de ella, y no estaba lo bastante cerca para sentirlo. Pero creyó que ella estaba ronroneando.

Se apartó. No tenía tiempo de pensar en ella. Capitanear diez naves era trabajo de dedicación exclusiva. Oficiales y tripulación habían tenido todo el entrenamiento posible en el poco tiempo de que disponían. Pero no eran veteranos.

Las cosas habían ido bastante bien hasta entonces. A aquella altura, tenían un viento de cola que elevaba su velocidad a unos setenta y cinco kilómetros por hora. Eso significaba que no podían volver a aquella altitud; el viento les arrastraría hacia atrás, pese al esfuerzo de sus motores. Pero ahora podrían alcanzar su objetivo en ocho horas en vez de en las dieciséis que les habría costado llegar sin aquel viento. Dejaría descansar los motores durante, varias horas para que el viento les empujase, con lo cual llegarían a la ciudad de los hombres murciélago unas dos horas antes de caer la noche. Sería tiempo suficiente para lo que tenían pensado.

El Árbol se extendía bajo ellos como una gran nube gris y verde. De cuando en cuando aparecía una zona en la que las ramas no se entrecruzaban y Ulises casi podía ver el fondo del abismo. ¡Qué ser tan colosal! El mundo no había conocido nada igual en sus cuatro mil millones de años de existencia, hasta aproximadamente, calculaba, los últimos veinte mil años. Y allí estaba: el Árbol. Parecía vergonzoso, trágico más bien, destruir una criatura como aquélla.

Pero de pronto pensó: ¿Quién va a destruirlo? ¿Cómo?

De vez en cuando, veía pequeñas figuras de grandes alas que tenían que ser los hombres murciélago. Ellos sabían que las naves del dios de piedra y de los neshgais volaban hacia su ciudad. Aun sin verlos, Ulises daba por supuesto que había pigmeos de coriáceas alas ocultos entre el follaje, observando las diez agujas de plata que pasaban sobre ellos. No tendrían ni que enviar correos. Habrían transmitido hacía muchos mensajes a través de los diagramas y los cables neurálgicos del propio Árbol.

Suponía que se habrían dado cuenta mucho tiempo atrás de que las naves estaban destinadas a su ciudad base. Tenían suficientes espías, y sin duda habrían sobornado esclavos y quizás hasta a algún neshgai para que espiase para ellos. Corrupción y traición parecían inherentes a la inteligencia. En esto no habían tenido ningún monopolio los humanos.

Awina se apretó de nuevo contra él, y esto interrumpió sus pensamientos.

Pasaron las horas, mientras él se distraía atendiendo las exigencias del mando de la flota. Debajo, la escena cambiaba muy poco. Había cierta variedad en la unidad, pero sólo en las direcciones ligeramente distintas que las ramas tomaban, en las variadas configuraciones de los entramados de enredaderas, la mayor o menor altura de los troncos y las ocasionales nubes de pájaros (rosadas, verdes, escarlata, púrpura, naranja, amarillo) que cruzaban entre los troncos y sobre las ramas.

El sol alcanzó su cenit, y Ulises ordenó reducir la velocidad al mínimo capaz de impedir que los dirigibles perdiesen el rumbo. Se hizo entonces un relativo silencio en la barquilla, sólo alterado por las suaves voces de los oficiales que hablaban en las cajas de radio, el rozar de los inmensos pies de un neshgai, el resoplido de una trompa, el rumor de un inmenso estómago elefantino o la tos de un hombre. Había un sonido constante: el movimiento de la firme cubierta que ligaba la barquilla a la estructura principal.

El sol iba hundiéndose en el horizonte, y Ulises ordenó que le trajeran al primero de los hombres murciélagos prisioneros. Este era Kstuuvh, un hombrecillo asustado con las manos atadas a la espalda y las alas atadas también. Parte del fuego que su piel había sentido se reflejaba en sus ojos.

– Deberíamos ver ya la ciudad -dijo Ulises-. Indícamela.

– ¿Con las manos atadas? -dijo Kstutivh.

– Niega o asiente con la cabeza cuando te indique yo -dijo Ulises.

La mayoría de los troncos alcanzaban los tres mil metros, y allí parecían explotar en un hongo de color verde. Unos quince kilómetros por delante de ellos había un tronco que llegaba casi a los cuatro mil quinientos metros. Aquél debía albergar la ciudad de los hombres murciélago, en algún punto más abajo en una serie de ramas y dentro del tronco y de las ramas mismas. A partir de allí, nada podía verse salvo el Árbol mismo. Los hombres murciélago estarían, por supuesto, ocultos hasta el último momento.

– ¿Ese gran tronco es el de la ciudad?

– No lo sé -dijo Kstuuvh.

Graushpaz rodeó con sus dedos de gigante el flaco cuello del hombre murciélago y apretó. La cara de Kstuuvh se puso azul, se le desorbitaron los ojos, sacó la lengua.

El neshgai aflojó los dedos. El hombre murciélago tosió y carraspeó y luego dijo:

– No lo sé.

Ulises le admiró por aguantar de nuevo, aunque sabía el calvario que le aguardaba.

– Si no te lo sacamos a ti -dijo-, tenemos a otros de tu especie que no son tan tercos.

– Utilizad otra vez el fuego -dijo Kstuuvh.

Ulises sonrió. Los hombres murciélago sabían ya lo inflamable que era el hidrógeno y las precauciones que se habían tomando durante el viaje para impedir chispas y fuego.

– Con una aguja bastará -dijo.

Pero no prestó más atención al hombrecillo salvo para decir que se lo llevaran a la cubierta superior. Muchos hombres murciélago, incluido Kstuuvh, habían descrito aquella señal sometidos a tortura.

Dio las órdenes necesarias para que se colocaran en formación de bombardeo, en fila india. Empezaron a bajar, y luego comenzaron a oírse las órdenes de combate en las cajas radiofónicas de la flota. La nave insignia había descendido hasta los tres mil quinientos metros cuando llegó al gran tronco. Estaban aún fuera del alcance de los hombres murciélago, que sólo podían volar hasta los tres mil metros, y sólo si no llevaban un peso excesivo.

El Espíritu Azul pasó con la cima en forma de hongo del tronco a estribor. Algunas aves de inmensas alas, pequeños cuerpos y colores malva y rojo y algunas criaturas parecidas a las nutrias y de tupido pelo contemplaron el paso de aquel gigante de plata.

Varios kilómetros después de la cima del tronco, la nave insignia giró trescientos sesenta grados a babor y pasó sobre el tronco a tres mil metros por encima del suelo. Se movía a una velocidad de unos quince kilómetros por hora contra el viento, y ahora a unos veinticinco kilómetros

por hora. No había aún el menor indicio abajo de los hombres murciélago, aunque sí sobradas pruebas de otra vida. Una bandada en forma de uve, de miles de mamíferos voladores de cabeza amarilla, cuerpo verde y negras

alas, se alzó hacia ellos, viró y luego penetró de nuevo en

picado en el follaje a kilómetros de distancia.

La ciudad estaba bien oculta. Los observadores de las naves no podían ver más que la selva y las corrientes de agua habituales.

Sin embargo, los prisioneros, sometidos a tortura, habían dicho que debían vivir unos treinta y cinco mil seres en ella. Habían jurado que podían brotar del Árbol seis mil quinientos guerreros para defender la ciudad.

La nave capitana continuó descendiendo y luego, arrastrada hacia el tronco por el viento que golpeaba su gran costado, descendió a una rama situada doscientos metros más abajo.

– ¡Arrojen las bombas en cuanto estén listos! -ordenó Ulises.

Miró por la escotilla de babor. El tronco parecía alzarse hacia ellos tan rápidamente que tuvo que reprimir el impulso de ordenar que la nave se apartara de él. Había hecho sus cálculos y deberían, según ellos, pasar el tronco unos cien metros antes de que el viento les empujara hacia el norte.

Las trampillas de las bombas estaban abiertas y los encargados de lanzarlas, todos humanos, esperaban a que el objetivo estuviese a la vista.

Ulises también esperaba. Tras él se agitaba Graushpaz. Su estómago atronaba, y su probóscide, moviéndose nerviosamente, rozó el hombro de Ulises con su húmedo extremo. Ulises se estremeció.

– Bombas fuera -informó el lanzador. La nave se elevó inmediatamente al desprenderse de aquel peso. Ulises miró a babor. Las gotas oscuras aún seguían cayendo. Algunas no alcanzaron la rama, y continuaron hasta la de más abajo. Unas diez alcanzaron el objetivo. Se elevó una llamarada y salieron despedidos grandes fragmentos de madera entre fuego y negro humo. Eran fragmentos de los árboles más pequeños que crecían en el Árbol, y otras cosas que podrían haber sido pequeños cuerpos. Pero no se podía determinar si eran de animales o de hombres alados.

Las dos naves que iban tras ellos dejaron caer también su carga e inmediatamente se elevaron aliviadas. Cayó en el misino sitio suficiente número de bombas para practicar inmensos agujeros en la rama. Pero parecía muy lejos dé, hallarse tan debilitada corno para romperse. Además, aunque se rompiese, no caería. Había demasiadas ramas verticales que crecían por debajo. Era muy posible que quedase suspendida aunque se eliminasen todos sus retoños verticales. Las tramas de enredaderas la ligaban con las otras ramas y con otros troncos que podrían haberla sostenido. Sin embargo, las explosiones habían abierto nueva vía al río, que se derramaba ahora por los lados del tronco hacia una rama situada a unos cien metros por debajo.

Ulises se había dado cuenta de que sólo para cortar una rama era necesario todo el poder de fuego de la' flota. No perseguía eso. Sólo quería que salieran los hombres murciélago ocultos. En cuanto supiese dónde estaban escondidos, atacaría aquellos lugares.

El gran dirigible trazó un amplio círculo alrededor del tronco y se alineó en cuanto la última nave de las diez hubo soltado sus bombas. Esta vez, dio órdenes de que dirigieran la nave hacia abajo y la hicieran pasar por debajo de la rama bombardeada. Los hombres de las cabinas superiores de la nave informaron que el agua del río caía sobre ellos. Y después la nave pasó por debajo y hubo, un momento después, una serie de explosiones cuando las bombas alcanzaron la rama de más abajo. Algunas eran de alcohol gelatinoso y ardían ferozmente, alzando una inmensa nube de humo.

Aún no había ni rastro de los hombres murciélago.

Ulises dio orden de ahorrar bombas un rato. Hizo que la nave capitana diese otra vuelta, esta vez volando aún más bajo, aunque a mucha mayor distancia del tronco. El viento era escaso allí, y la nave podía maniobrar con más seguridad. Pero aun así, la distancia entre las dos ramas por las que el Espíritu Azul se deslizaba era de sólo setenta metros. No tiraron bombas esta vez. Ulises no quería que la nave se elevara porque podía chocar con la rama superior.

En aquel momento, el aire estaba lleno de aves y pájaros. Las explosiones y las naves habían asustado a toda la vida animal en kilómetros a la redonda. Muchas aves chocaron con las hélices de los propulsores, que esparcieron la sangre por toda la vecindad inmediata. Otras chocaban contra la cubierta o contra el cristal de las escotillas de control de la barquilla.

Ulises estaba demasiado atento a la maniobra de la nave para inspeccionar la entremezclada y convulsa superficie del Árbol buscando la ciudad. Pero cuando la nave empezó a girar en un espacio relativamente ancho entre troncos, oyó a Awina exclamar:

– ¡Hay una abertura!

– ¡Vamos hacia ella! -ordenó al timonel.

Bajo la rama que tenían delante había un agujero cavernoso. Era oval y de unos treinta metros de anchura. Sombreado por la rama, su oscuro interior parecía vacío. Pero Ulises estaba seguro de que había allí muchos hombres murciélago. Estarían esperando, hasta que tuvieran la seguridad de que la entrada había sido localizada, y entonces actuarían. O su comandante podría decidir que sería mejor iniciar la ofensiva.

– ¡Hay otro agujero! -exclamó Graushpaz.

Señaló hacia un óvalo oscuro que había bajo una rama del tronco a su derecha.

La nave pasaría entre los dos agujeros, lo cual significaba que podría ser atacada desde ambos lados simultáneamente.

Ulises transmitió esta información a las otras naves y les ordenó luego que no siguieran a la capitana sino que se elevaran y diesen la vuelta. Estaba corriendo un riesgo, dándoles a los hombres murciélago la oportunidad de situarse por encima de su nave. Ahora. Tenían bombas, y bastaba con que una abriese un agujero en la delgada piel y otra penetrase por el agujero para convertir el Espíritu Azul en una ruina llameante.

Habló de nuevo por la caja radiofónica a los lanzadores de cohetes de los laterales del navío y a las cabinas de la parte superior. Un minuto después, cuando la nave pasaba ante los agujeros a unos quince kilómetros por hora, objetos oscuros que escupían fuego y humo brotaron del dirigible hacia los agujeros. Varios cayeron fuera de las entradas, pero cinco pasaron por una y tres por la otra. Tenía cada uno una carga de cinco kilos de explosivo plástico y medio kilo de pólvora negra y una capa detonante de ácido pícrico.

Brotaron de las bocas de las entradas llamas y humo negro. Salieron volando cuerpos, y luego la nave dejó atrás los agujeros. Un momento después, salieron de ellos hombres alados, cayeron, comenzaron a aletear, y luego intentaron acercarse al dirigible. Continuaban saliendo incesantemente. Al mismo tiempo, brotaron hombres murciélago de agujeros hasta entonces invisibles, y también salieron a cientos de los entramados de enredaderas.

La segunda tanda de cohetes alcanzó de nuevo los agujeros más próximos y a muchos de los que había dentro. Un dirigible que volaba sobre un gigantesco entramado de enredaderas arrojó bombas de tiempo en el punto en que entramado y rama se unían. Las bombas hicieron desprenderse el entramado, que cayó, sujeto sólo de un lado, hasta quedar en posición vertical. Mil cuerpos por lo menos cayeron de las enredaderas, aunque la mayoría comenzaron a volar de nuevo hacia arriba. Había entre ellos muchos niños y mujeres.

Awina tiró del brazo a Ulises y le señaló a estribor y hacia abajo.

– ¡Allí! -dijo-. ¡Allí! ¡Bajo la tercera rama de abajo! ¡Hay un agujero inmenso!

Ulises lo vio también poco antes de que la nave lo dejara atrás al dar la vuelta al tronco. Este agujero era triangular y como de unos cincuenta metros. Salían de él formaciones de hombres murciélago, filas interminables. Avanzaban como en un desfile, saliendo en formación del agujero, caían, extendían las alas, controlaban su caída y luego empezaban a volar hacia arriba. No intentaban alcanzar el dirigible, como habían hecho los otros, pero volaban hacia arriba como si fuesen a recibirle.

Probablemente intentasen llegar lo más arriba posible y agruparse entonces para el ataque.

Ulises dio órdenes de disponer los dirigibles en formación de combate por encima de la altura asequible a los hombres murciélago. Esta maniobra duró quince minutos. Las naves tenían que ganar altura y al mismo tiempo trazar un círculo que pudiese agruparlas a todas para enfrentar al enemigo. Luego, la nave capitana, situada en cabeza, inició el ataque contra la nube de hombres murciélago que volaban dando vueltas al tronco debajo mismo de la base de aquella cúspide en forma de hongo.

Ulises se proponía atacar directamente la ciudad, pero sería necesario enfrentarse primero con los seres voladores.

Muchos de ellos tenían bombas. Los hombres murciélago habían ido a la aldea wufea y se habían enterado de cómo fabricar pólvora por los wufeas, que no sospechaban que los hombres murciélago fuesen ahora sus enemigos. Ulises se había enterado de esto por los prisioneros sometidos a tortura por los neshgais.

Por los datos que tenía, los hombres alados nada sabían de cohetes. Esperaba que así fuese. Los dirigibles resultaban muy vulnerables a los cohetes.

Además, no parecía probable que los hombres murciélago tuviesen una gran reserva de bombas. Probablemente no hubiese azufre en el Árbol. Habrían tenido que conseguirlo en la costa sur o muy al norte. Esperaba que no hubiese bombas dentro de las estancias del Árbol. Si todas las bombas disponibles las llevaban los defensores alados, se acabarían cuando éstos las lanzaran. En aquel momento, las fuerzas de los hombres murciélago parecían inagotables. Había sectores de cielo ennegrecidos por su presencia. Quizás el cálculo de los prisioneros de que había seis mil quinientos guerreros en la ciudad fuese cierto.

La flota y la masa de hombres alados volaban a encontrarse. Las naves se hallaban justo debajo de la máxima altura asequible a los hombres murciélago, pero antes de que el primero de éstos llegase a ellas, se alzaron, quedando emplazadas sobre el enemigo. Disparaban contra las nubes de hombres, y las explosiones y los pequeños fragmentos de metralla abatían a los hombres alados.

Voló cohete tras cohete, pero las naves no agotaban su reserva. Necesitaban algunos para el desembarco… si lograban desembarcar.

Cientos de hombres murciélago quedaron eliminados por las llamas y la metralla. Caían, agitando las alas, e iban a dar contra las ramas o los entramados de enredaderas o se hundían en el abismo oscuro de la parte más baja del Árbol. Muchos caían sobre los de más abajo y les dejaban inconscientes o les rompían las alas, y éstos también caían con los otros.

Las naves continuaron a toda velocidad dejando tras de sí las hordas. Describieron un círculo y enfilaron de nuevo hacia los hombres murciélago, que aleteaban desesperadamente para ponerse al nivel de ellas. Esta vez, sin embargo, se habían separado mucho entre sí para aminorar los efectos de las explosiones de los cohetes. Pese a esto, tuvieron varios centenares de bajas.

La flota les dejó atrás, dio la vuelta e hizo otra pasada. No arrojaron cohetes entonces, sino que salieron por las trampillas de la parte inferior unas cuantas bombas o fueron arrojadas desde los costados. Por entonces, aún quedaba una hora de día. La parte inferior del Árbol estaba ya sumida en la noche.

Por tercera vez, la flota dio la vuelta, y entonces las puntas de las naves descendieron, y éstas se deslizaron por una rampa de aire. Los jefes de los hombres murciélago vieron que las naves pasarían bajo ellos. Se preguntarían sin duda si se habrían vuelto locos los invasores, pero se proponían aprovecharse de ello. Continuaron volando alrededor en espirales descendentes primero y ascendentes después, siguiendo una espiral tras otra para evitar colisiones, presentando todo el ejército una aparente confusión de formaciones en sacacorchos siempre a punto de chocar entre sí, moviéndose hacia adelante y hacia atrás.

La nave insignia continuó bajando y luego, poco antes de llegar al primero de los defensores, se elevó. Cuando llegó a la parte frontal de la masa, estaban aproximadamente al mismo nivel que los hombres murciélago más altos. Ninguno de éstos podía situarse por encima.

Pero de todos modos estaban al mismo nivel, y la rodearon formando una red.

Estallaron cohetes entre los hombres alados. Explotaron entre ellos bombas catapultadas. El aire se llenó de masas de humo y de cuerpos cayendo. Un momento después, la nave insignia soltó parte de sus halcones. Las aves salieron por las escotillas, por todas partes, y se arrojaron a la cara de los hombres murciélago más próximos.

Cuatro de las naves estaban con la nave insignia, y éstas habían soltado a una cuarta parte de sus halcones. Las otras cinco naves habían seguido descendiendo, y tal era la carnicería causada por los explosivos y los halcones que ningún hombre murciélago las molestaba.

Con los motores a toda velocidad, los cinco dirigibles pasaron los troncos en una maniobra circular y lanzaron más cohetes en los agujeros. Se concentraron sobre todo en el gran agujero, y un cohete debió alcanzar un depósito de bombas a juzgar por la serie de explosiones. Los bordes del agujero quedaron astillados, y cuando el humo se aclaró apareció una gran herida en un lado del tronco.

Ulises sonrió al ver esto, pero luego perdió su sonrisa. La última de las cinco naves estaba ardiendo.

De pronto, la nave empezó a caer, mostrando su esqueleto a través de las llamas, y pequeños cuerpos se arrojaron desde la barquilla y por las trampillas para no morir abrasados.

Blanca a causa del hidrógeno ardiendo, la nave chocó contra una rama cien metros más abajo del agujero y ardió allí ferozmente. Los árboles y la vegetación que crecían en las ramas comenzaron a arder también, y el fuego se extendió por la rama. El humo obligó a centenares de mujeres y niños a salir de un escondrijo hasta entonces invisible. Muchos cayeron en el abismo, quizás por los efectos del humo.

Graushpaz estaba asombrado contemplando el holocausto. Pero fue él quien primero vio el agujero que había sobre una rama. Todos los otros estaban debajo, y esto había frustrado los propósitos de desembarco de Ulises. Necesitaban un sitio donde pudiesen posar el dirigible delante de un agujero y descargar allí las tropas. Sin embargo, había que limpiar el aire primero. Radió órdenes, y las cuatro naves supervivientes se elevaron y luego comenzaron a girar. Las otras cinco giraron también, y entonces las dos mitades de la flota avanzaron a encontrarse. Ulises dedicó cinco minutos a asegurarse que todas seguían rumbos que no permitieran un choque, y luego centró sus esfuerzos en la defensa. Su flota aún estaba a nivel con los estratos superiores de los hombres murciélago. Estos habían restaurado lo bastante sus filas para hacer formaciones que ahora atacaban en masa. Los halcones o bien habían perecido o bien escapado, aunque cobrándose muchas víctimas.

Entonces fue liberado el segundo cuarto de las aves. Los halcones crearon un caos y dispersaron las filas delanteras, pero llegó hasta los dirigibles suficiente número de hombres murciélago. Fueron recibidos con una nube de flechas, pues no podían arrojar bombas demasiado cerca de las naves. Pero no detuvo todo esto a los hombres murciélago, que encendieron las mechas de sus pequeñas bombas y las arrojaron contra las naves. Algunas llegaron a alcanzar a la nave capitana y a hacer grandes agujeros en ella. Pero ninguna llegó a las grandes células de gas internas, y la filtración de hidrógeno era tan pequeña que no había ninguna al alcance efectivo de las bombas.

Las naves de ambos sectores estaban lo bastante cerca entre sí como para crear un fuego cruzado de flechas y cohetes. Caían guerreros a las profundidades, atravesados por las flechas, y muchos de ellos aún no habían arrojado sus bombas. Ulises vio explotar una bomba en la mano de un hombre murciélago alcanzado por una saeta. La bomba le hizo pedazos y liquidó a otros dos.

Dio la orden de elevarse y aumentar la velocidad. Caían hombres murciélago por debajo y por atrás.

– ¡Nesh! -dijo Graushpaz, y trompeteó. Ulises se volvió y vio una nave en llamas en el otro sector. Algún hombre murciélago había conseguido colocar adecuadamente una bomba, que había alcanzado al hidrógeno o roto una célula de gas.

Lenta, majestuosamente, cayó la nave partiéndose en dos antes de llegar al Árbol. Brotaban de ella llamas blancas y rojas, y una gran pluma de humo negro la seguía. Los hombres saltaban, algunos en llamas. Y caían también a su paso muchos, muchísimos cadáveres ennegrecidos de hombres alados. La nave había sido objeto de una concentración especialmente numerosa de hombres murciélago. Fue esta concentración la que les permitió incendiarla. Pero había tantos alrededor de ella, que murieron a centenares por las llamaradas y las explosiones.

Los que estaban a cierta distancia por debajo se apartaban frenéticamente para no verse atrapados por su llameante masa. La mayoría lo conseguían, pero el espacio aéreo estaba tan atestado que algunos no podían pasar a sus compañeros más afortunados y desaparecían en las llamas y caían con la nave, y se hacían cenizas antes de que aquel esqueleto ardiente aterrizara en una rama.

La vegetación que crecía en la rama en que fue a caer ardió violentamente. Pero el propio Árbol, aunque su superficie pudiese verse dañada por el fuego, no ardía.

Ulises reagrupó la flota y la dispuso en formación hacia el gran agujero que había sobre la rama. Los hombres murciélago estaban desconcertados y en desorden, volando en enjambre como moscas sobre un cadáver. No parecían ya numerosos. Quizás hubiesen perdido una cuarta parte de sus fuerzas. Lo que aun dejaría unos cuatro mil ochocientos, número abrumador contra los ocho dirigibles.

La nave volvió a situarse por encima del nivel que podían alcanzar los hombres murciélago. Disparaban, no flechas ni bombas ni cohetes, sino nubes de humo que envolvían a los hombres alados. Las naves arrojaron luego unas cuantas bombas más, esperando que las explosiones, en medio del humo cegador, sembrarían el pánico entre los hombres murciélago.

Los dirigibles giraron de nuevo y volvieron a una altura inferior, situándose sobre la espesa capa de humo. Los hombres de las cabinas superiores y de las cúpulas laterales informaron que gran número de hombres murciélago salía del humo y se lanzaban contra la nave. Unos cuantos la golpearon con tal fuerza que atravesaron la capa exterior, pero quedaron inconscientes o tullidos del golpe y la tripulación los capturó, los degolló y los arrojó por las escotillas.

Las naves, después del segundo y más bajo nivel, volvieron. Esta vez cuatro se situaron en el mismo nivel arrojando otra nube, pero la nave capitana y otras tres descendieron por debajo de la negra nube. El sol se ocultaba ya; en sesenta segundos desaparecería en el horizonte.

El Espíritu Azul se lanzó por una inmensa avenida de troncos y ramas a unos trescientos metros por debajo de la ciudad y a varios kilómetros al sur de ella. Estaba tan oscuro que Ulises hubo de encender los focos de las naves. No creía que los hombres murciélago les vieran hasta que fuese demasiado tarde, porque estaban ocupados con las nubes de humo y con las otras naves. A lo que ahora se sumaba la noche. Unos cuantos podrían divisar las luces, pero cuando comprendiesen de qué se trataba, sería demasiado tarde para actuar. Al menos eso esperaba Ulises.

Se situó detrás del timonel y atisbo el blanco túnel creado por los focos. A ambos lados y por encima y debajo había ramas de centenares de metros de grosor y troncos con una anchura de kilómetros. El dirigible continuaba su marcha sin el constante cabeceo del viaje por aire en movimiento con áreas de temperaturas distintas. Seguía una avenida vertical, libre de cualquier extensión del Árbol. Era tan ancha que el dirigible podía maniobrar en cualquier dirección hacia su objetivo, la cavernosa entrada que había sobre la rama.

Cuando la nave apuntó hacia arriba y las ramas que habían estado debajo quedaron a ambos lados, las luces iluminaron un enjambre de gentes aladas que volaban hacia el agujero. Parecían en su mayoría mujeres y niños huidos al estallar los cohetes en los otros agujeros. O tal vez fuesen los que vivían en los entramados de enredaderas que habían decidido que era demasiado peligroso quedarse allí aquella noche. Protegidos por la oscuridad, entraban en el agujero hacia las cámaras del tronco y las diversas ramas.

Cuando las luces les alcanzaron, algunos continuaron volando en la misma dirección, pero la mayoría se disgregaron y se ocultaron en la noche.

Ulises no les prestó ninguna atención, aunque ordenó a los arqueros que mantuviesen un estricto control por si había guerreros con bombas. Su atención se concentró en hacer maniobrar delicadamente al dirigible y situarlo ante el agujero de la rama.

Fue una maniobra muy audaz, o, quizás, como dijo alguno de los neshgais, «estúpida y suicida»

Lentamente, el Espíritu Azul avanzó hacia el agujero. Y luego, mientras su proa seguía aproximándose al tronco que había sobre el agujero, un proyectil brotó de ella. Su afilada punta de plástico se clavó en el tronco, y luego la cuerda ligada a él se estiró cuando el dirigible comenzó a retroceder. Dispararon más cohetes del mismo género, y tensaron las cuerdas atadas a ellos. Ulises había probado las cuerdas varias veces en condiciones simuladas parecidas a aquéllas, pero aún no estaba seguro de que las cuerdas aguantasen.

Arrojaron garfios de fijación, que se clavaron en las rugosidades de la corteza gris. Echaron cuerdas, y hombres y felinos se deslizaron por ellas y aseguraron sus extremos con agudas estacas de madera que clavaron en la corteza.

Más hombres y cierto número de neshgais siguieron a los primeros cuerda abajo. La, pérdida de peso hizo que la nave se elevara y tensara aún más las cuerdas. Pero aguantaron. Y entonces la tripulación comenzó a tirar de las cuerdas para arrastrar el dirigible a tierra.

Ulises salió de la barquilla y pisó la corteza. Los otros salieron tras él.

Al mismo tiempo, los hombres que aún quedaban en el interior de la nave soltaron los halcones. Unos volaron hacia arriba, hacia el humo, que iba dispersándose. Aunque no podían ver demasiado bien ya, podían oler al enemigo al que le habían enseñado a atacar con pico y garras. Otros se lanzaban por él agujero, evidentemente por haber olido a los seres alados que había allí.

Los tres dirigibles habían seguido su ruta. Liberarían sus halcones al cabo de un minuto y luego anclarían en ramas cercanas. Su tarea era más difícil que la de la tripulación del Espíritu Azul. Tendrían, que descender al tronco y luego seguir hasta por debajo de la rama y entrar en los agujeros de allí. Esto llevaría tiempo y les dejaría expuestos a un ataque mientras descendían por el lado del tronco. Pero Ulises contaba con la oscuridad, los halcones y los otros dirigibles que mantendrían aún ocupados en el aire a los guerreros alados. Además, las cuatro naves lanzarían otra nube de humo.

La entrada estaba vacía salvo por unos cuantos cuerpos de mujeres y niños.

Ulises se puso su yelmo de cuero y madera, con una luz delante. No iluminaba mucho porque su batería biológica era débil, pero era mejor que nada. Además, la luz combinada de la tripulación proporcionaría la adecuada visibilidad.

Ulises se colocó a la cabeza de la columna, pero Graushpaz le tocó en el hombro. Ulises se volvió, y el neshgai dijo:

– Exijo mi derecho a redimirme.

Ulises, que esperaba esto, divertido en el fondo, se hizo a un lado. Graushpaz habló entonces a los veinte oficiales neshgais. Fue un discurso breve y sencillo.

– He atraído la desgracia sobre mí y en consecuencia sobre vosotros, mis queridos oficiales y subordinados. Bien lo sabéis. Pero no se os pide que os redimáis a vosotros mismos. Nadie os reprochará el que no me sigáis a la ciudad de los hombres murciélago. Es probable que a todos nos espere la muerte, pues tendremos que combatir en estrechas cuevas que los hombres murciélago conocen bien. Pero la gente de nuestra raza oirá contar lo que nosotros hacemos hoy. Y Nesh lo sabrá, y si nos comportamos como debemos, podremos vivir después de la muerte en sus colmillos.

Los oficiales trompetearon y luego se situaron detrás de Graushpaz. Llevaban lanzas, mazas y hachas de piedra y cuchillos de piedra a la cintura. En la mano izquierda de cada uno había un escudo de madera y cuero lo bastante grueso para las armas de los pequeños hombres murciélago.

– Esperad un momento -dijo Ulises-. Tiraremos una docena de cohetes. Luego podréis entrar.

Entonces se adelantaron los humanos, para lanzar los cohetes. Salieron éstos con una llamarada y una estela de humo hacia el gran agujero. Algunos debieron desviarse, porque sus explosiones se oyeron muy apagadas. Ulises pensó que ojalá hubiesen alcanzado a hombres murciélago ocultos que les preparaban una emboscada al fondo. A juzgar por los gritos, bien podía ser así.

El inmenso jefe neshgai alzó su poderosa hacha de piedra, trompeteó solemnemente y gritó:

– ¡Por Nesh, nuestro soberano y nuestro Gran Visir!

Corrió rápidamente seguido de los veinte gigantes, y Ulises contó hasta diez y dio orden a sus hombres de que les siguieran. Detrás iba Awina y luego los wufeas, los wuagarondites y los alkumquibes. Tras ellos los soldados vroomaws. Los únicos que no penetraban en el agujero eran los de las bombas y de los cohetes de las cabinas y las cúpulas. Todo su grupo llevaba armadura acolchada y visera. Los hombres murciélago eran pigmeos de veinte kilos, pero sus flechas tenían un veneno mortal. Con una de ellas moría un neshgai de trescientos kilos en diez segundos y un hombre de sesenta kilos en dos.

– ¡Seguidme! -gritó Ulises, y le lanzó rápidamente a la caverna. Estaba oscura al principio, pero tras la segunda vuelta había un túnel lo bastante ancho para poder caminar dos hombres hombro con hombro. Llegó a la primera de las cámaras internas. La iluminaban centenares de lámparas de un vegetal que daba una luz fría. La luz alumbraba los ensangrentados y desmembrados cuerpos de mujeres, niños y viejos. Había también unos cuantos cuerpos con las cabezas aplastadas por las hachas de piedra y las mazas de los neshgais.

Después de esta cámara, entraron en una grande formada por una calle de ocho metros de anchura con cuatro niveles de cámaras abiertas a ambos lados. Al parecer las cámaras estaban ocupadas por familias. Proporcionaba luz el mismo vegetal, que se extendía creciendo en forma de enredadera por todas partes. Había más mujeres y niños muertos en la calle, y algunas caras asustadas atisbaban desde las cámaras de arriba.

Hasta entonces, todo indicaba que los varones adultos habían salido en bloque a atacar a los invasores.

Ulises tomó una rápida decisión. Dividió en dos sus fuerzas y dejó a una de las dos partes en la primera curva de la pared. Aguantarían allí si los varones intentaban entrar de nuevo mientras un mensajero se lo comunicaba a la otra parte. Todos los cohetes salvo tres quedaron con este grupo.

Si no hubiese sido por las instrucciones de los hombres murciélago prisioneros, se habrían perdido. Pasillos y pasillos, muchos de ellos tan anchos y altos como el que ellos seguían, se abrían por todas partes. Observándolos, Ulises pudo ver en ellos otros pasillos. El tronco (y las ramas que brotaban de él) era como un panal. Había sitio para muchos más de los treinta y cinco mil hombres murciélago que los prisioneros habían calculado que vivirían en la ciudad.

Pasaron por cámaras donde había animales domésticos, y otras donde crecían extraños plantas bajo la fría luz de las lámparas vegetales. Vieron muchas más caras pequeñas de mujeres y niños mirando por las puertas abiertas. Unas cuantas veces Ulises hizo parar al grupo y envió un explorador para que inspeccionara las cámaras que había sobre ellos. No quería caer en una emboscada. El explorador informó siempre que la mayoría de las cámaras estaban vacías.

El grupo continuó, y luego llegaron a la sección que Ulises había esperado que encontrarían. Había allí unos cuarenta cadáveres amontonados de hombres murciélago. Habían luchado bravamente, pero en vano, contra los gigantes. Había dos de éstos muertos, con sus pieles grises ahora púrpura. Los pequeños arqueros habían clavado sus flechas por debajo de las viseras; se habían situado sin duda a los pies de los neshgais y disparando hacia arriba antes de que las hachas les aplastasen la cabeza.

Habían estado defendiendo una gran cámara que tenía que ser el principal centro de comunicación de los hombres murciélago. Alrededor de las paredes, en tres niveles, habla por lo menos un centenar de inmensos diafragmas. Y había unos cincuenta cadáveres más y otros tres neshgais muertos. El suelo de la cámara tenía varios centímetros de sangre.

Graushpaz, al ver a Ulises, alzó su trompa y resopló agudamente.

– Esto ha sido demasiado fácil.-dijo-. No creo que me haya redimido.

– Pero la fiesta no ha acabado aún, ni mucho menos -dijo Ulises. Estacionó guardias a la entrada de la gran cámara y luego se aproximó a uno de los diafragmas. Tocó tres veces con rapidez, y el diafragma vibró y atronó tres veces.

Ulises había aprendido el código gracias a los prisioneros torturados. Aunque había tenido poco tiempo por estar ocupado en la contracción de las naves, había dedicado horas de sueño a aprenderlo adecuadamente.

Dijo entonces, por el diafragma:

– Soy el dios de piedra y estoy en la ciudad de los hombres murciélago.

Le habían dicho que el Árbol era una entidad y los hombres murciélago sus servidores. Y el Libro de Tiznak le habla dicho más o menos lo mismo. Pero aún no podía creerlo.

– ¡El último de los humanos! -vibró el diafragma en respuesta.

¿Habría acaso un inmenso cerebro vegetal en algún punto de aquel colosal tronco? ¿O quizás en otro tronco, en las profundidades del propio árbol? ¿O había un pequeño pigmeo alado ante otro diafragma en una cámara encerrada? Un hombrecillo decidido a mantener el mito del Árbol pensante…

– ¿Quién eres tú? -preguntó Ulises.

Hubo una pausa. Miró a su alrededor. Los neshgais estaban en medio de la cámara cupular formando con sus sombras imágenes grotescas, la piel de un púrpura azulado bajo la luz vegetal. Awina estaba, como siempre, al lado de Ulises. Las partes blancas de su piel parecían de un azul hielo, y sus ojos, tan oscuros, agujeros vacíos. Wuagarondites y alkumquibes parecían una especie de gato» surrealistas. Las máquinas de ábaco con sus cuadrados de cuentas y anillos eran pálidos robots subterráneos. Los hombres murciélago prisioneros estaban amontonados en un rincón, sus oscuras pieles negras ahora con aquella luz, pintada en sus caras la certeza de una muerte segura.

Ulises alzó una mano para indicar a los lanzadores de bombas que se acercasen. En aquel momento, vibró el diafragma.

– ¡Yo soy Wurutana!

– ¿El Árbol? -preguntó Ulises.

– ¡El Árbol!

El símbolo de exclamación en el código se hacia golpeando más fuerte. Así la entidad vegetal, si lo era, podía tener emociones, en este caso orgullo. Y, ¿por qué no? No podía existir vida inteligente sin emociones. La emoción era una fuerza tan natural y vital para la sapiencia como la inteligencia. Las historias de ciencia ficción con seres inteligentes de otros planetas sin emociones se basaban en una premisa irreal. Toda forma de vida necesita de la emoción para sobrevivir tanto como la inteligencia que piensa. Ningún ser vivo puede desenvolverse, ni existir siquiera, sólo con la lógica. A menos que se tratase de una computadora vegetal o proteínica, sin autoconciencia por tanto.

– Supe de ti hace varios miles de años -dijo el diafragma.

Se preguntó cómo aquel ser podía tener sentido del tiempo. ¿Percibía el paso de los años por algún sutil cambio interno que se correspondiese con el cambio de las estaciones? ¿O tenía algún reloj interno emplazado en él por los ingenieros genéticos que lo habían construido?

– Los que deben morir me hablaron de ti -añadió. Los que deben morir. Así designaba a las pequeñas formas de vida móvil que se comunicaban con él.

– Los que deben morir pueden sin embargo matar -respondió Ulises. Tuvo la respuesta que esperaba.

– ¡No pueden matarme! ¡Yo soy inmortal! ¡E invencible!

– Si es así, ¿por qué me temes? -dijo Ulises.

Hubo otro momento de silencio. Ulises tenía la esperanza de que el cerebro vegetal estuviese obnubilado por la rabia. Le producía un perverso placer desquiciar a aquella criatura, aunque no obtuviese ningún beneficio de ello.

Por último el diafragma atronó:

– Yo no temo a uno que debe morir.

– Entonces, ¿por qué intentaste que me capturaran? ¿Qué había hecho yo para merecer tu hostilidad?

– Quería hablar contigo. Tú eras una cosa extraña, un anacronismo, una especie que llevaba extinta veinte millones de años.

Ahora le tocaba estremecerse a Ulises. Así que eran veinte millones de años y no diez. ¡Veinte millones de años!

Se dijo a sí mismo que no había razón alguna para alterarse. Veinte millones de años no significaban más que diez.

– ¿Cómo sabes tú eso? -preguntó.

– Me lo dijeron mis creadores. Pusieron en mis células de memoria un enorme volumen de datos.

– ¿Eran humanos tus creadores?

El diafragma tardó varios segundos en moverse y luego dijo:

– Sí.

Así que por eso, pese a negarlo, le temía. Los hombres le habían creado, y en consecuencia un hombre podía destruirlo. Ese debía ser su razonamiento. Probablemente no supiese que aquel hombre era un salvaje ignorante comparado con los creadores del Árbol. Aún así, no era torpe. Si podía conseguir los metales adecuados, podría acabar construyendo una bomba atómica. Ni siquiera el Árbol soportaría una docena de explosiones nucleares.

Pero, ¿y si, como parecía probable, la tierra hubiese sido despojada de todos sus metales? Veinte millones de años de vida inteligente debían haberlo consumido todo salvo pequeñas bolsas o depósitos dejados por razones de economía. No había hierro ni cobre por ninguna parte. De eso estaba seguro. El hombre y sus sucesores lo habían arrancado todo de la tierra.

Sin embargo, el Árbol debía tener un centro al que fuese posible matar, después de lo cual moriría todo el cuerpo. Y parecía probable que el Árbol tuviese emplazados allí a los hombres murciélago para proteger aquel cerebro. Si el cerebro estaba en aquel tronco, podían localizarlo. Podía costarles una enorme cantidad de pólvora y de armas y muchos soldados, pero podían lograrlo. Y el Árbol sabía esto.

Y era posible también que el Árbol hubiese situado allí a los hombres murciélago como una falsa pista. El cerebro podía estar en un tronco situado a cien kilómetros de allí. O en el tronco de al lado.

Le arrancó de este ensueño el atronar del diafragma.

– ¡No hay ninguna razón para que seamos enemigos! Puedes vivir en mí con gran comodidad y seguridad. Puedo garantizarte que ninguno de los seres inteligentes que viven en mí te hará daño. Por supuesto, los no inteligentes escapan a mi control, lo mismo que las pulgas al de los seres inteligentes. Pero aunque nunca hay un cien por cien de seguridad para los que deben morir, la vida que puedo ofrecerles es mucho mejor que la que tendrían sin mí.

– Quizás sea cierto -contestó Ulises-. Pero los pueblos que eligen vivir en ti eligen también una vida salvaje e ignorante y muy limitada. No pueden saber nada de ciencia o de arte refinado. No pueden conocer el progreso.

– ¿Progreso? ¿Qué ha significado eso para la vida inteligente más que superpoblación y destrucción y envenenamiento de la tierra, el aire y el agua? La ciencia ha significado al final abuso, suicidio de la raza y casi la muerte de todo el planeta antes de que la raza se destruyese a sí misma. Esto ha sucedido una docena de veces por lo menos. ¿Por qué crees que los seres humanos se concentraron al final en la biología a expensas de las otras ciencias físicas? ¿Por qué crees que nacieron las ciudades-árbol? La humanidad comprendió que tenía que integrarse con la naturaleza. Y lo hizo. Durante un tiempo. Luego su arrogancia o su estupidez o su codicia o como quieras llamarla, se apoderó otra vez de ella. Pero el hombre fue barrido por los andromedanos, porque los andromedanos consideraron que la humanidad era una amenaza muy grave para ellos.

»Y así heredaron la Tierra otros seres inteligentes, a los que la humanidad había creado de los seres inferiores de la naturaleza. Y éstos comenzaron a repetir los errores y pecados de los hombres. Sólo que se vieron limitados en sus posibilidades porque la humanidad había agotado la mayor parte de las reservas minerales de la Tierra.

»Yo soy entre los seres inteligentes la única cosa que permanece, los que deben morir y que son también, como tú acertadamente dijiste, los que deben matar, y la muerte de la vida en este planeta. Yo soy el Árbol, Wurutana. No el destructor, como me llaman los neshgais y los wufeas, sino el Preservador. Sin mí, no habría vida. Yo mantengo a los seres inteligentes en su lugar, y al hacerlo les beneficio y beneficio también al resto de los seres vivos.

»Por eso debéis morir tú y los neshgais, a menos que os sometáis. Tú destruirías de nuevo la tierra si pudieses. No lo harías intencionadamente, por supuesto. Pero lo harías.

Los humanos habían vivido en sus árboles ciudades, que eran también sus bibliotecas de referencia y sus computadoras. Los grandes vegetales contenían células para almacenar información y para utilizar esta información como los residentes necesitaran. Pero luego, por diseño o por accidente de la evolución, el vegetal computadora se había convertido en una entidad inteligente y con conciencia propia. De servidor se había convertido en amo. De vegetal en dios.

Aunque Ulises no podía negar que fuese cierto la mayoría de lo que le decía, no creía inevitable que toda forma de vida inteligente se convirtiera en destructora de vida. La inteligencia tenía que ser algo, más que un vehículo al servicio de los intereses de la codicia.

– Llama a tus servidores, los hombres murciélago, y discutiéremos nuestros objetivos -transmitió Ulises-. Quizás podamos llegar a un entendimiento pacífico. Podremos luego vivir en paz. No hay razón para que luchemos

– ¡Los hombres han sido siempre destructores!

– Pon esas bombas junto a este diafragma -dijo Ulises a Wulka-. Empezaremos a trabajar aquí.

Colocaron las bombas junto al gran disco y apilaron los ábacos junto a ellas. Encendieron varias mechas, y todo el grupo retrocedió de la gran sala a la siguiente. Cuando la explosión cesó de retumbar en la sala y se despejó el humo, volvieron al lugar del disco. El diafragma había desaparecido. En el centro de la zona donde había estado había una fibra redonda y blanquecina de unos siete centímetros de grosor. Tenía que ser el cable neurálgico.

– Comenzad a cavar alrededor de él -dijo Ulises-. Veamos si lleva hacia abajo.

Había tomado la precaución de estacionar algunos hombres con cohetes a la entrada. Como no había provocado reacción alguna la voladura del diafragma, parecía probable que aquella cámara no tuviese las mismas defensas que las cámaras de los gigantes. Quizás el Árbol no hubiese considerado necesario establecerlas allí, habiendo muchas fuerzas de los hombres murciélago.

Había sido un error.

En el momento en que comenzó la excavación en la madera semidura que rodeaba la fibra nerviosa, llegó la reacción. Quizás el Árbol hubiese quedado conmocionado por la explosión y acabase de recobrarse. Quizás… ¿quién podía saber lo que había causado la dilación? Fuera lo que fuese, el Árbol se había recobrado por completo. Los chorros de agua que brotaron de miles de agujeros ocultos hasta entonces en las paredes eran tan fuertes que derribaban incluso a los elefantinos neshgais. Ulises sintió como si le golpearan varios bastones manejados por gigantes. Cayó de costado y luego dio vueltas y vueltas hasta chocar con un montón de entremezclados y pateantes cuerpos a la entrada.

O lo que había sido la entrada. Había ahora en ella una gruesa membrana semitransparente. Había descendido de lo que antes era una pared sólida.

El agua les llegó a las rodillas al cabo de un minuto. Habían logrado levantarse, aunque resultaba difícil mantenerse erguido. Afortunadamente el agua que se elevaba rápidamente a su alrededor impedía que los chorros les golpeasen las piernas. Sin embargo, estuviesen de pie o tendidos, pronto se ahogarían.

Pero la membrana se hinchó y luego se desplomó sobre ellos. Los hombres del otro lado la habían volado con bombas.

Ulises echó a un lado la gruesa piel cristalina, se levantó del agua, que le llegaba ahora hasta la cintura, y se sintió arrastrado hacia la salida con ella. Quedó enredado en otro amasijo de cuerpos, pero los hombres del otro lado fueron sacándolos uno a uno y ayudándolos a ponerse en pie.

– ¡La otra salida está cerrada! ¡Por algo parecido a un panal!

Se encaminó a la otra salida, que estaba tapiada por una masa semilíquida de un amarillo pálido, dentro de la cual había una materia blanquecina, semi-rígida, algo flexible y con forma de celdillas abiertas unidas entre sí.

Antes de que llegase al otro extremo de la estancia, le alcanzaron varios chorros que llegaban de direcciones distintas. Se vio lanzado hacia adelante, luego hacia atrás, y luego derribado. Rodó y rodó, chocando con el cuerpo húmedo y suave de Awina, fue a tropezar con la inmensa espalda de Graushpaz y luego quedó enterrado bajo cuatro o cinco wufeas.

El suelo tembló debajo. Pese a los gritos y a los chapoteos en el agua que ya le llegaba a las rodillas y al estruendo de los chorros, pudo sentir moverse el suelo.

Y luego el agua salió de la cámara, y él se arrastró sobre una resbaladiza masa de aquella materia parecida a los panales de las abejas hasta el pasillo.

El respiro fue breve. Surgía también agua de las paredes del pasillo y de las paredes de los cubículos abiertos de los otros niveles del pasillo. Chillando, mujeres y niños alados se lanzaron fuera de sus habitaciones del pasillo y luego se alejaron. Algunos cayeron sobre los invasores, derribándolos.

Los lanzadores de cohetes perdieron bazokas y proyectiles y los lanzadores de bombas éstas. Nadie conservaba sus armas. Todos necesitaban las manos para agarrarse y sostenerse, para empujar otros cuerpos, para protegerse de los chorros.

Ulises consiguió incorporarse sobre las rodillas y las manos después de ser derribado unas seis veces. El agua le llegaba casi a la nariz, pero impedía que los chorros fuesen eficaces hasta aquel nivel. Sin embargo, llevaba unos cincuenta metros andando a gatas cuando tuvo que levantarse. El agua se había elevado demasiado. Unos instantes después, ya le llegaba al pecho.

Por entonces los pasillos estaban atestados de entremezclados cuerpos, hombres murciélago que luchaban por la supervivencia y cadáveres que flotaban a su lado con la cara hundida en el agua o hacia arriba y las coriáceas alas extendidas.

Las armas del Árbol eran eficaces, pero no específicas. Ahogar al enemigo significaba también abogar a sus aliados.

Ulises esperaba que el Árbol no tendiese más membranas o panales. Si lo hacía, estaban perdidos. Habían perdido sus explosivos en el agua.

Miró a su alrededor buscando a Awina y, por un momento, la creyó perdida o ahogada. Luego la vio colgando del cinturón de Graushpaz. El inmenso neshgai caminaba por el agua, que le llegaba a la cintura, con los brazos cruzados sobre la cara para eludir los chorros. Se tambaleaba pero no caía, como otros de los suyos. Ulises sólo pudo ver otros seis neshgais, y sólo unos doce de los suyos y cien humanos parecían estar de pie.

Luego el neshgai empezó a nadar dejando de machacar a las pequeñas mujeres murciélago que se cruzaban con él. Avanzó más deprisa entonces, pues parecía haber un leve desnivel en el suelo que hacía que el agua fluyese hacia la gran entrada.

Pasó ante Awina y Graushpaz, y le gritó a ella que nadara tras él. Ella se soltó e hizo lo que le decía.

La pesadilla de los pasillos concluyó un minuto después. Penetró en el primer estrecho y curvado ensanchamiento, fue arrastrado por el agua y continuó hasta la curva siguiente. De golpe, descendió el nivel del agua, nadó hasta la rama y, unos segundos después, estaba fuera. El agua aun corría alrededor de él y le azotaba suavemente, pero podía ponerse de pie.

Unas manos le ayudaron entonces. Los hombres del dirigible habían dejado sus puestos. Les gritó que volvieran a la nave, pero ellos no le hicieron caso. Le dejaron para ayudar a otros arrastrados por el agua.

Awina, una vez de pie, se dirigió hacia él tambaleándose.

– Mi señor, ¿qué debemos hacer ahora?

Poco después llegó también Graushpaz. Al cabo de dos minutos llegaron otros cinco neshgais. El sexto no apareció.

Ulises miró hacia arriba en la noche. Los restos de una gran nube de humo se dispersaban.

El cielo estaba claro, y acababa de salir la luna. No podía verla porque el tronco bloqueaba su visión, pero percibía la palidez del cielo. Lejos, un objeto en forma de aguja cruzaba entre la negrura y las estrellas.

– ¿Dónde están los hombres murciélago? -gritó a Bifak, el humano que había mandado la nave durante la invasión del tronco.

– Al parecer muchos chocaron entre sí en el humo y cayeron. Y los halcones liquidaron a muchos, y otros chocaron entre sí intentando escapar de ellos.

Esto podría significar que los hombres murciélago habían sufrido graves pérdidas, pero no explicaba su total desaparición. ¿Adónde habían ido? ¿Y por qué?

Por entonces, el agua del gran agujero había desaparecido prácticamente. Las luces del dirigible mostraban una masa de cuerpos dentro del agujero y un detritus de cadáveres, sobre todo de hombres murciélago, goteando de éste. Bifak dijo que había muchos cuerpos más, pero que la mayoría habían sido barridos por la primera salida de las aguas o arrastrados y arrojados por el borde de la rama por la tripulación.

Debe de haber miles de cadáveres más dentro, pensó Ulises.

Dio órdenes a los supervivientes. Debían volver inmediatamente al Espíritu Azul y prepararse para despegar. No podían seguir más tiempo allí. Algún día volverían con una flota mucho mayor y con los hombres y el material necesarios para penetrar por el centro del tronco hasta el cerebro del Árbol.

En la barquilla del dirigible dijo a los oficiales que iniciaran las operaciones de despegue. Ordenó al operador de radio que se pusiese con contacto con las otras naves para saber cuál era la situación en el aire.

Durante la invasión del tronco había sido bombardeada e incendiada una nave. Había caído al abismo y probablemente estuviese medio enterrada en la ciénaga de las raíces del Árbol. Los otros dos dirigibles que habían aterrizado se disponían también a despegar. Habían perdido todos los grupos de desembarco, cuyo personal se había ahogado dentro del tronco o había sido arrastrado por el agua fuera de los agujeros, cayendo al abismo.

Ulises contempló el agujero del tronco mientras la tripulación se disponía a cortar las cuerdas que mantenían la nave sujeta a la rama. Tenía que fabricar una sustancia que pudiera aplicarse a las paredes de las cámaras internas del tronco. Había de ser algo que se secase muy deprisa y lo bastante fuerte para resistir los chorros de agua. Quizás alguna cola muy potente. Y las explosiones llegarían de arriba y de abajo, pues las trampillas de las aeronaves vomitarían toneladas de explosivos. Quizás el aparato tipo láser del museo subterráneo que había bajo el templo de Nesh pudiese cargarse. Con él podría abrir agujeros a través de la madera y el ataque al interior sería mucho más rápido y eficaz.

Alcanzaría aquel cerebro si era capaz de localizarlo. Pero si el cerebro no estaba en el tronco, en aquel tronco, podría también desistir de encontrarlo.

Pero ¿y si envenenase el Árbol entero? Podía utilizar un veneno muy potente, toneladas y toneladas de él, echarlas en las raíces, para que el poderoso sistema de circulación de agua del Árbol llevase el veneno a todas partes.

El Árbol sabía muy bien lo que hacía al intentar capturarle y luego matarle. Ulises era un hombre, y por tanto una amenaza para el Árbol.

– Listos para cortas amarras, Señor -informó el oficial.

– ¡Corten amarras!

La nave se elevó rápidamente hacia la rama que había unos doscientos metros más arriba y luego comenzó a girar cuando los motores de estribor alcanzaron la horizontal y sus impulsores se pusieron en movimiento. La nave giró lentamente y se alejó. Las cuatro naves que había en el aire empezaron a descender para cubrir a las otras. Sus focos taladraban la noche, cayendo sobre las grandes arrugas y fisuras grises y negras del tronco y la superficie cubierta de vegetación de la rama.

Ulises se situó detrás del timonel y miró por encima del hombro de éste hacia la noche.

– Me pregunto dónde están -murmuró.

– ¿Qué? -dijo Awina.

– Los hombres murciélago. Aunque murieran más de la mitad, aún constituyesen una fuerza poderosa…

Su pregunta pronto obtuvo respuesta. De la cima del tronco, una especie de caperuza de hongo en forma de montaña, brotó una horda de hombres alados. Caían con las alas plegadas, a cientos, y no abrían las alas hasta que habían alcanzado gran velocidad. Cubrían enseguida el espacio que separaba la cima del tronco de los dirigibles; parecían una plaga de langostas, de tantos que eran.

Habían estado esperando hasta que salieran las naves de la rama y bajaran las otras naves a cubrirlas. Era un ataque final para destruir toda la flota.

Sólo más tarde cayó Ulises en la cuenta de que los hombres alados no habrían podido ocultarse en aquella cima del tronco en forma de hongo. Estaba situada a unos cuatro mil metros de altura, y ningún hombre murciélago podía llegar hasta allí volando. Pero la explicación de lo imposible era fácil. Los hombres murciélago habían escalado el tronco. Aleteando para sostener sus cuerpos de veintitantos kilos, los hombres murciélago habían subido por la áspera superficie del tronco a una velocidad que ningún otro ser inteligente, y muy pocos monos, podrían haber igualado.

Ulises se preguntó por unos instantes si aquel plan procedería del cerebro del comandante de los hombres murciélago o directamente del cerebro vegetal que se albergaba en el tronco. Y se preguntó por qué las naves de la rama no habían sido atacadas cuando se encontraban en posición más vulnerable y con tan poca tripulación.

Más tarde, comprendió que aunque hubiesen podido volar sobre el Espíritu Azul, no habrían arrojado bombas sobre él. No les quedaban bombas. Incluso al principio, no más de un hombre murciélago de cada cincuenta tenía una bomba. No había habido tiempo suficiente para fabricar y transportar desde el norte gran número de ellas. Se habían gastado muchas en los primeros ataques, y otras se habían perdido, junto con los que las llevaban, con las nubes de humo y los halcones. El comandante supremo de los hombres murciélago, o el Árbol, comprendiendo esto, había ocultado a los hombres alados en la inmensa cima del tronco cuando la nube de humo era bastante espesa. El comandante supremo había supuesto que las naves que entonces estaban demasiado altas para que pudieran alcanzarlas bajarían a proteger a las tres de las ramas, y había acertado.

La mayor dificultad para defender los dirigibles que se elevaban de las ramas era la falta de personal. La mayor parte de la tripulación y de los soldados habían resultado muertos dentro del Árbol. Y así, aunque los tres hombres de las cabinas y de las cúpulas laterales y los arqueros luchaban bien, se veían desbordados. Al cabo de unos minutos, las tres naves estaban cubiertas de pequeñas formas aladas. Como pulgas se amontonaban sobre su superficie.

Para elevar la nave más deprisa, Ulises había inclinado las barquillas para que los propulsores apuntaran hacia arriba. La nave se elevó rápidamente hacia la altura en que no podían volar ya los hombres alados. Pero esto de nada serviría si podían romper las grandes células de gas dentro del fuselaje. La nave caería hasta una altura donde ellos podrían volar de nuevo.

Las cuatro naves que había más arriba, con toda su tripulación y armadas con buen número de bombas, cohetes y flechas, habían resistido con más éxito, sin embargo. Los explosivos habían dispersado a las primeras filas de atacantes y, al mismo tiempo, las tres naves soltaron la última de sus nubes de humo. Seguían llegando hombres murciélago, pero las naves volaban ahora a unos sesenta kilómetros por hora, y cuando los atacantes chocaron con ellas, bien rebotaron o bien atravesaron su capa exterior por el impacto. Los que atravesaron la capa exterior se rompieron las alas o sus frágiles huesos. Al cabo de unos minutos, los hombres murciélago estaban perdidos en otra nube. Habían perdido también su posibilidad de alcanzar las cuatro naves superiores.

Las tres que estaban más abajo, sin embargo, estaban cubiertas de hombres alados. Estos, después de matar a los lanzadores de bombas y cohetes y a los arqueros, penetraron en masa en el interior. Allí, durante un rato, no supieron qué hacer ni adonde ir, pues los capitanes de las naves habían apagado todas las luces interiores en cuanto comprendieron su situación. Y, pese a todo, las naves continuaron subiendo lentamente, ayudadas por los motores enfilados hacia arriba.

Los hombres murciélago localizaron por fin el centro principal de comunicación y luego la trampilla que daba a la cubierta de control. Estaba cerrada, pero pronto se lanzaron con diversas herramientas a abrirla, mientras otros hacían más agujeros en la cubierta. Los que habían salido detrás de la barquilla del dirigible no lograron llegar a ella, porque la nave iba muy deprisa. Los que salieron por delante pudieron agarrarse a la barquilla. Golpearon en vano las escotillas de plástico transparente con sus cuchillos de piedra. Entonces Ulises ordenó que se alzaran las escotillas y los hombres alados fueron ensartados y cayeron en la noche.

La entrada de la barquilla cedió con un chirrido. Chillando, los pequeños hombres murciélago bajaron por las escalerillas siendo traspasados, a veces dos a un tiempo, por las flechas. Graushpaz ordenó luego a los arqueros que se apartaran y él y otro neshgai avanzaron hasta la escalerilla esgrimiendo sus grandes hachas de piedra. Graushpaz, la luz relumbrando en la punta de su yelmo, subió por la escalerilla hasta la vía principal de comunicación. El otro neshgai le siguió.

Ulises, en la cubierta inferior de la barquilla, podía oír los gritos de los hombres murciélago y los trompeteos de los neshgais. Y luego, a su derecha, la oscuridad se convirtió en una llama deslumbradora al explotar un dirigible. El fuego lo envolvió en dos segundos, y la nave comenzó a caer inmediatamente.

Unas cuantas figuras saltaron de él, principalmente humanas, y la gran figura de un neshgai saltó de id barquilla de control. La mayoría de los hombres alados que había a bordo quedaron atrapados dentro del fuselaje. Nadie sabría nunca lo que había pasado. Quizás los hombres murciélago hubiesen disparado un cohete o encendido una cerilla demasiado cerca de una salida de hidrógeno. O, más probablemente, el capitán, comprendiendo que su nave estaba condenada, la había incendiado, matando así a varios centenares de hombres murciélago junto con él mismo y su tripulación.

Ulises lanzó un gruñido cuando vio que la nave se deshacía en llamas. Luego lanzó un grito al ver que otra nave avanzaba hacia la primera. Si no giraban rápidamente, chocarían con la nave en llamas y perecerían también.

– ¡Gira, imbécil! -gritó-. ¡Gira!

Pero la nave seguía en línea recta hacia las llamas.

Un instante después, centenares de cuerpos la abandonaron. Salieron de las cabinas, las cúpulas y los agujeros que habían hecho en la cubierta los hombres murciélago. Caían con las alas semi-plegadas y luego las extendían.

Cuando se fueron los hombres murciélago y disminuyó el peso, la nave se elevó y rápidamente quedó por encima de las llamas. Ulises sonrió, comprendiendo que el capitán había puesto deliberadamente a su nave en aquel rumbo. Los hombres murciélago matarían de todos modos a su tripulación, así que había intentado embestir a la otra nave. Pero en realidad no deseaba hacerlo. Debía de esperar que sucediese exactamente lo que había sucedido. Que los aterrados hombres murciélago abandonasen la nave permitiéndole así escapar.

El Espíritu Azul, sin embargo, se hallaba en grave peligro. Estaba tan sobrecargada que no podía elevarse más. Y los neshgais, aunque pudiesen estar librando una homérica batalla, se verían inevitablemente superados por el número. Habían logrado mantener la lucha hasta entonces sólo porque los pigmeos no llevaban arcos y flechas envenenadas. Al cabo de unos minutos los supervivientes se lanzarían de nuevo por la escalerilla.

– Fija el timón. Pero mantén los motores girados verticalmente. Y luego vete con los demás -ordenó al timonel.

Este no preguntó por qué debía abandonar su puesto. Pero comprendía que eran necesarios todos los hombres.

Ulises, estacionado en la cubierta superior, con los pies empapados en la sangre de los hombres murciélago, contó a sus «hombres» Tenía tres wufeas, dos wuagarondites, y un alkumquibe. Uno de los wufeas era Awina, pero sería una mortífera luchadora frente a los pequeños hombres murciélago. Aquello era lo que quedaba de los doscientos que habían salido con él para penetrar en el Árbol por su lado norte. Había también seis vroomaws «humanos»

– Tenemos una posibilidad -dijo-. Matar o expulsar a todos los hombres murciélago. ¡Seguidme!

Subió las escaleras con una maza de punta de pedernal en una mano y la otra en el pasamanos de la escalerilla para no resbalar en la sangre. Llevaba aún puesta toda su armadura, y la luz de su yelmo seguía funcionando. Pero esto era sólo para caso de emergencia, porque había apagado las luces al lanzarse los neshgais hacia el fuselaje.

Al principio nadie se enfrentó a él. Los hombres murciélago estaban demasiado concentrados en los neshgais para verle, incluso. Se amontonaban alrededor del único neshgai que seguía de pie. Todo estaba sembrado de cadáveres amontonados, y de cuerpos destrejados y aplastados.

Ulises corrió lo más deprisa que pudo, saltando por encima de los cadáveres, hasta llegar al lugar de la lucha. Aplastó tres cráneos y rompió los huesos de dos pares de alas antes de que los hombrecillos supieran que Graushpaz había recibido ayuda. El neshgai trompeteó y acumuló nueva fuerza para seguir liquidando enemigos. Su armadura acolchada y su celada de plástico estaban cubiertas de sangre, parte de la cual era suya. Tenía una profunda herida junto a la punta de la trompa, y dos tercios de un venabio brotaban de su espalda. Algún hombre murciélago había logrado escurrirse por una escalerilla próxima a la cúspide de la nave y había conseguido clavarle el venablo que había traspasado la armadura y alcanzado su carne.

Había unos cuarenta hombres murciélago aún capaces de luchar. Cayeron sobre los diez recién llegados con vesánica furia, y a pesar de fallar, muchos alcanzaron a los diez. Un wufea, dos wuagarondites y tres vroomaws quedaron muertos en sesenta segundos. Pero Graushpaz, un tanto aliviado por la llegada de refuerzos, aplastó tres cabezas de un revés de su hacha, extendió una mano y agarró la punta de un ala y destrozó sus articulaciones, enviando al aullante hombrecillo por los aires. Luego se volvió, trompeteó ferozmente y cargó contra los que rodeaban a los recién llegados. Su hacha aplastó a otros dos y luego quitó a Ulises un hombre alado que se le había echado a la espalda y le apretó el cuello una vez, rompiéndole la tráquea.

De pronto, los supervivientes comenzaron a correr hacia los agujeros de la cubierta exterior de la nave. Habían tenido suficiente. Pero antes de llegar a los agujeros se detuvieron. Y luego se volvieron con un grito de entusiasmo. Por los agujeros penetraban más hombres murciélago.

– ¡Tirad los cadáveres! -gritó Graushpaz-. ¡Elevemos la nave adonde no puedan alcanzarnos!

Y comenzó a desalojar el pasillo, tirando los grandes cuerpos de sus amigos, mientras gemía con el dolor del venablo en su espalda. La cubierta exterior del dirigible se rompía al caer sobre ella los cadáveres. Penetraba más aire silbando a través de los agujeros, pero no importaba. Ya entraba mucho aire por un centenar de agujeros.

Ulises gritó a los demás que tirasen el resto de los cadáveres. Los otros alzaron a sus camaradas muertos y los echaron por encima de la barandilla, y luego se ocuparon de los hombres murciélago. Habían continuado penetrando refuerzos a través de los agujeros, pero su número no era tan abrumador como habían supuesto. Serían unos cincuenta. Sumados a los que ya estaban allí, eran un total de sesenta. Suficientes, sin embargo, para matar a los trece supervivientes una docena de veces.

Descendió corriendo por el pasillo hasta pasar la portezuela que conducía a la barquilla de control. Continuó a su derecha por un puente entre máquinas que llevaba a una estación de defensa y allí buscó una bomba. Planeaba encender la mecha y situarla junto a una célula de gas. Los hombres murciélago entenderían lo que significaba; entenderían sus gestos. O salían de la nave o tiraría la bomba a la célula, y todos morirían instantáneamente. Quizás fuesen lo bastante fanáticos para dejarle hacerlo, pero sólo tenía aquella oportunidad. De cualquier modo, tirase la bomba o se negase a hacerlo en el último segundo, él y sus hombres estaban sentenciados. Pero los hombres murciélago podrían asustarse lo bastante para salir de la nave.

No había ni bombas ni cohetes. Todos habían sido consumidos.

Mejor así. Si no, algún hombre murciélago habría cogido una bomba o un cohete, lo habría prendido y todos los atacantes habrían huido antes de que el dirigible se incendiase.

Ulises dio la vuelta y corrió de nuevo por el puente hasta llegar a un puntal. Saltó sobre éste y subió por él hasta situarse en la estructura de la base de una gran célula de gas. Comenzó a dar voces hasta que todos volvieron la cabeza hacia él, y entonces rasgó la tela de la bolsa con su cuchillo.

La abertura era muy pequeña. Brotaba el hidrógeno soplando sobre su cabeza. Retrocedió y luego sacó una caja de cerillas del bolsillo. La mostró para que todos pudieran ver lo que era, e hizo un gesto de encender. Esperaba que los hombres murciélago supiesen lo que eran las cerillas. Si no, su gesto sería inútil.

Hubo un grito horrorizado entre los hombres murciélago y también entre sus propios hombres.

– ¡Hombres murciélago! -gritó-. ¡Salid inmediatamente de esta nave! ¡Si no, moriremos todos! ¡Ahora! ¡Arderéis como polillas!

Se oyó un estruendo. Graushpaz había caído por la baranda del puente y atravesado la cubierta exterior de abajo, desapareciendo en el vacío. Había pagado su deuda; sabía que tenía sólo unos minutos de vida. Se había tirado para aliviar de peso a la nave para que así pudiera elevarse.

Los que estaban en el puente principal y los hombres murciélago que estaban en los puntales, escalerillas y columnas del lado de estribor, se quedaron helados. Ni siquiera se movieron cuando Graushpaz se tiró por la baranda. Miraban fijamente las manos de Ulises, la caja de cerillas.

El comandante de los murciélagos llevaba un yelmo de cuero escarlata que indicaba un grado equivalente al de coronel. Estaba acuclillado en una escalerilla, con una jabalina en una mano y sujetándose con la otra a la baranda, crispado el rostro. Pasaba por un calvario de indecisión.

Entonces Awina avanzó lentamente y enarboló una maza. La arrojó y fue dar en la cara del comandante. Este cayó sin un grito.

Los otros se miraron entre sí. Su jefe había muerto, y el siguiente en el mando tenía que decidir si debían morir todos en un holocausto en los segundos siguientes o retirarse. El negarse a marchar aseguraría también la muerte del principal enemigo. Pero Ulises se daba cuenta de lo que estaban pasando. Su vida era tan corta. Aunque fuese mísera, era lo único que tenían. Y si huían, podrían luchar otra vez más tarde. Este argumento era tan cierto y persuasivo como veinte millones de años antes. Con la caja de cerillas en la mano izquierda, Ulises aplicó la punta de una de ellas al rascador.

– ¡Una pequeña llama! -gritó-. ¡Con eso basta! ¡Y todos moriremos quemados!

Entonces, un hombre murciélago tocado con un yelmo grisáceo, que indicaba un rango equivalente al de mayor, gritó con voz aguda:

– ¡Es preferible la muerte!

Blandió una fina lanza luego y dijo:

– ¡Ataquémosles!

Sin esperar a ver si le seguían, se lanzó con las alas extendidas hacia Awina. Pero el aire era allí más fino y no pudo deslizarse en el ángulo correcto. Fue a dar contra la baranda y Awina le golpeó en la cabeza con su tomahawk. Siguiendo sus pasos, llegaron unos veinte más, algunos de los cuales cometieron el mismo error que su jefe, yendo a estrellarse contra la baranda. Los otros fueron recibidos por las armas de los doce defensores que quedaban, que permanecían espalda contra espalda, seis mirando hacia un lado y seis hacia otro.

Ulises, viendo que el resto de los hombres murciélago habían salido tranquilamente por los agujeros por los que habían entrado, se metió en el bolsillo la caja de cerillas y corrió a ayudar a los suyos. Llegó a tiempo para coger una lanza y atravesar con ella la espalda de un hombre murciélago. Los supervivientes del último ataque, que eran.cuatro, se alejaron volando y salieron también por los agujeros.

Estaban todos tan cansados que apenas podían moverse. Uno de los wufeas se desplomó y murió. Pero Ulises insistió en que tres reparasen la célula de gas que él había rasgado y en que los otros fuesen con él a la barquilla. No dormiría hasta que consiguiese llegar otra vez a la tierra de los neshgais con el Espíritu Azul.

En realidad, pudo dormir varias noches. El dirigible se pasó quince horas luchando contra el viento mientras perdía altura lentamente. La tripulación buscó fugas y encontró algunas pequeñas, pero no pudo localizarlas todas. Cuando la nave abandonara el Árbol avanzaba por las capas más bajas de la gran planta. Esto favorecía su avance en cierto modo, porque allí no había viento. Pero el piloto tenía que estar constantemente sobre aviso. Debía navegar entre troncos y ramas, entre ramas y complejos de enredaderas, por pasadizos que apenas permitían maniobrar.

Quince kilómetros después de abandonar el Árbol, el dirigible descendió sobre la herbosa llanura y no pudo seguir.

Los supervivientes salieron de la gran masa con sus suministros, tras lo cual Ulises prendió fuego a la nave para asegurarse de que no caería en manos hostiles. No era que hubiesen visto hombres murciélago, pero no quería correr ningún riesgo. Si había algo que no deseaba era que los hombres murciélago aprendiesen a hacer dirigibles.

Continuaron a través de las llanuras hacia las montañas, al otro lado de las cuales estaba el país de los neshgais. Las otras naves habían ido delante hacía mucho. Sus motores, en contra del viento, se habían agotado rápidamente, y las naves habían tenido que retroceder antes de que los motores vegetales muriesen de agotamiento.

Dos días después vieron un gran dirigible que venía hacia ellos. Según lo prometido por radio, la nave había regresado a por ellos una vez descansados los motores.

Cuando la nave estuvo a la vista de los que caminaban por la llanura, su radio entró en acción. Kafbi, un oficial vroomaws, habló a Ulises:

– Tuvimos suerte de poder volver, mi Señor. Todo el país está en guerra. Cuando nos fuimos, los esclavos y los vroomaws se sublevaron contra los neshgais. El caos es total. Los neshgais dominan una parte del territorio y los rebeldes otra. Las otras naves fueron atacadas y destruidas en el aeródromo por los neshgais, pero nosotros conseguimos rechazarles. Luego vinimos por ti. Los esclavos y los vroomaws te buscan para que los conduzcas a la victoria. Dicen que tú eres el dios de los humanos, y que fuiste destinado en tiempo inmemorial a libertarlos y a librar al mundo de los monstruos de cabeza de elefante.

El Árbol se enteraría de aquello muy pronto, si es que no lo sabía ya. Ordenaría enseguida a los hombres murciélago y a las hordas que vivían en él que atacasen, mientras los neshgais y los humanos luchaban entre sí. Si por lo menos los humanos hubiesen aplazado aquel levantamiento hasta después de la derrota de su mayor enemigo… Pero los seres racionales no se atenían a la fría lógica, al menos no solían hacerlo. Vivían en pequeñas y opacas células de tiempo.

– El soberano y el sumo sacerdote perecieron -dijo Kafbi-. Ahora manda el Gran Visir, Shegnif. Sus fuerzas están atrincheradas en el complejo del palacio, y hasta ahora no hemos logrado desalojarlas.

Ulises suspiró. Veinte millones de años de derramamiento de sangre, de dolor y horror, estaban tras él. Y parecía como si hubiese aún más aguardándole en el futuro si seguía viviendo.

Así sería. Estaba de pie en la gran llanura, con Awina a su lado. Awina, cuya cola rozaba la pantorrilla de su pierna derecha mientras contemplaba nerviosa las maniobras de la nave.

– Mi Señor -dijo-, ¿qué haremos cuando hayamos derrotado a los neshgais?

El acarició su hombro peludo y dijo:

– Me agrada tu optimismo. Después de que los hayamos derrotado, no si los derrotamos, ¿verdad? Me pregunto qué habría hecho sin ti.

Durante unos segundos, sintió un peso en la boca del estómago. Habían podido matarla tantas veces, y él la hubiese perdido y hubiese tenido que arreglárselas sin ella.

– No hay razón alguna -dijo- por la que los esclavos y los vroomaws tengan que quedar diezmados para exterminar a los cabezas de elefante. Creo que sería mucho mejor para todos acordar una tregua y organizar una nueva sociedad en la que los neshgais no sean ni amos ni esclavos, sino iguales a los humanos. Les necesitamos tanto como nos necesitan ellos en la lucha contra el Árbol. Debemos pensar en un compromiso, Awina. No es debilidad buscar el compromiso. La fuerza está en el compromiso y en la alianza.

– Los esclavos y los vroomaws quieren venganza -replicó ella-. Han padecido cientos de años bajo sus amos. Ahora quieren pagarles con la misma moneda.

– Lo comprendo -dijo él-. Pero pueden olvidar el pasado, si se les ofrece un buen futuro.

– ¿Pueden? -preguntó ella.

– Tienen que hacerlo. En mi época, viejos enemigos olvidaron pasadas heridas e indignidades e incluso se hicieron amigos.

– Mi Señor -dijo ella, moviéndose de modo que su cadera rozó con la de él, su cola golpeó su pantorrilla y sus ojos le miraron de soslayo-, ¡la próxima vez hablaréis de llegar a un compromiso con el Árbol! Con nuestro viejo enemigo! ¡El Destructor!

¿Quién sabe? pensó. Si la mente de carne puede ponerse de acuerdo con otra mente de carne, ¿por qué no con una mente vegetal? Quién sabe…

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