– Nos quedaremos aquí hasta que se nos acaben el agua y la carne -dijo Ulises-. Si Ghlij no resultó muerto o malherido, volverá aquí. Pero no nos encontrará. O, si nos encuentra, lo más probable es que acabe con una flecha en la barriga.

A Ulises no le gustaba la idea de ocultarse, porque sus «hombres» necesitaban acción. Pero si podía despistar a los seres murciélago y a quienes ellos hubiesen podido avisar, valdría la pena la inactividad y la tensión que pudiesen engendrar el permanecer allí ocultos.

A la mañana siguiente se alegró de su decisión. Le despertó Awina para informarle de que se oían extrañas voces, muchas voces, en algún lugar próximo. Salió cautelosamente hasta un lugar próximo a la entrada y escuchó. Las voces lejanas pertenecían a los dhulhulijes. Estaban llamándose unos a otros mientras volaban sobre la selva o caminaban torpemente entre la vegetación. Aunque pequeños, les resultaba difícil avanzar por la selva debido a que se les enredaban las alas y se les rasgaba muy fácilmente la delgada membrana de éstas.

– Nos quedaremos aquí todo el día -dijo Ulises-. Pero si siguen aquí de noche, saldremos y capturaremos a uno.

Penetraron en la cueva lo más profundo que pudieron. Y fue una suerte que lo hiciesen porque aproximadamente una hora después pasó ante ella un murciélago. Volaba deprisa, pero era evidente que observaba todas las fisuras y cuevas del lateral de la rama.

Después de que se fue el dhulhulij, Ulises se acercó a la entrada, se colocó a un lado, indicó al jefe wufea que se colocase al otro. Tal como Ulises sospechaba, el hombre murciélago decidió volver para hacer una investigación más detallada. El pequeño ser se posó en la entrada bruscamente, y tal era su impulso que hubo de correr un rato antes de poder parar. Era una maniobra absurda, y el hombre murciélago no debía pensar realmente que hubiese alguien allí. Quizás no hiciese más que seguir órdenes, y consideraba la operación pura rutina.

Si era así, se llevó el mayor susto de su vida. Le agarraron por todas partes antes de que sus ojos pudiesen ajustarse a la penumbra de la cueva. Una gran mano tapó su boca, y el borde de una dura palma golpeó su flaco cuello.

Ulises ató al inconsciente hombre murciélago. Cuando vio que abría los ojos le dijo, en airata, lo que tenía que hacer si quería conservar la vida. El prisionero indicó con un cabeceo que obedecería y le destaparon la boca. Pero colocaron un cuchillo sobre su garganta.

Se llamaba Jyuks, y pertenecía a una fuerza especial de ataque.

– ¿Y quién les había llamado allí?

Jyuks no contestó a esto. Ulises retorció el frágil pie un poco más mientras Aufaieu tapaba con su mano la boca del hombre murciélago. Jyuks seguía sin hablar, así que Ulises le hizo varios agujeros en un ala. Después de seguir un poco más con este tratamiento, Jyuks empezó a hablar. Había sido Ghuaj, la mujer de Ghlij, la que les había informado.

Si era así, la ciudad de los hombres murciélagos no podía estar muy lejos, pensó Ulises. Estaba de suerte.

– Ni mucho menos, -dijo Jyuks-. Aquel lugar era sólo un pequeño asentamiento, un puesto exterior.

– ¿Cuántos hombres murciélago había en aquella fuerza de ataque?

– Unos cincuenta.

Ulises no tenía medio de comprobar esto por el momento.

– ¿Cómo pensaban combatir a los invasores?

Al preguntar esto, contempló los afilados dardos de madera con punta de piedra del cinturón que rodeaba la cintura de Jyuks.

Los hombres murciélagos arrojarían los dardos contra los guerreros, claro. Y los jrauszmiddumes atacarían por tierra.

En aquel momento, se oyó un batir de alas. Otro hombre murciélago apareció a la entrada y penetró poco más de un metro en la cueva. Los alkumquibes estacionados a los lados de la entrada saltaron sobre él, pero el intruso logró esquivarlos y huir de ellos. Sin embargo un wufea le atravesó de un flechazo y el batir de alas se apagó sin un ruido. Se acuclillaron dentro del agujero, esperando que surgiese el grito indicador de que había sido visto el herido. Pero no llegó grito alguno.

– Más tarde harán recuento -dijo Ulises-. Y empezarán a buscar a los soldados perdidos, podéis estar seguros.

– ¿Y qué hacemos? -preguntó Awina.

– Si no empiezan a buscar antes del anochecer, saldremos de aquí. Volveremos a la selva de arriba. Si nos encuentran antes, nos enfrentaremos con una buena batalla.

No añadió que los hombres murciélago podían simplemente rendirlos por hambre.

Jyuks contestó a algunas preguntas. A otras simplemente se negó a contestar. Era una criatura tan frágil que podía soportar muy poco dolor. Cuando el dolor le resultaba excesivo, se desmayaba. Y cuando le reanimaban y volvían a torturarle, se desmayaba de nuevo.

No les diría dónde estaba la ciudad de los hombres murciélago. Les dijo que la ciudad encerraba el espíritu de Wurutana. Pero no les dijo lo que era el «espíritu» de Wurutana. Insistió en que no lo sabía. El nunca había visto a Wurutana. Sólo los príncipes de los hombres murciélago lo habían visto. Al menos, él suponía que lo habían visto. Nunca había oído a ningún jefe decir que hubiese visto a Wurutana. Siempre al espíritu de Wurutana. Aquel Árbol era el cuerpo de Wurutana.

Wurutana era el dios de los hombres murciélago. También de los hombres leopardo y de los hombres osos, aunque los sencillos wuggrudes tenían además numerosos dioses.

Ulises sintió curiosidad por la capacidad de control de Wurutana. Le preguntó si los jrauszmiddumes y los wuggrudes luchaban entre sí alguna vez:

– Oh, sí -dijo Jyuks-. Todas las tribus luchan con las de al lado. Pero ninguna nos combate a nosotros; todos obedecen la voz de Wurutana.

¿Y cuántos hombres murciélago había?

Jyuks no lo sabía. Insistió, incluso después de desmayarse varias veces, que simplemente no lo sabía. Sabía que eran muchos. Muchísimos. ¿Cómo no habían de serlo? Eran los favoritos de Wurutana.

¿Había gente como Ulises en la costa sur?

Jyuks no lo sabía, pero había oído decir que sí. Después de todo, la costa estaba a muchos vuelos de distancia, y sólo un grupo reducido de los hombres murciélago llegaban tan lejos.

Por fin llegó la oscuridad. Jyuks estaba de nuevo inconsciente. Los hombre murciélago habían dejado de volar por los alrededores. Ulises pensó que debían estar investigando más allá, río abajo. Cuando descubrieran que habían perdido a dos de los suyos, no sabrían cuándo habían desaparecido. Y era casi imposible buscar allí en la oscuridad. En cuanto consideró que estaba lo bastante oscuro, dio la orden de marcha. Jyuks fue atado a la espalda de Ulises y se desmayó. Ulises le había dado palabra de que no le matarían si proporcionaba información. Si bien Jyuks no había contestado a todas las preguntas, había contestado a la mayoría. Y Ulises admiraba además el aguante y el valor del hombrecillo. Sabía que era peligroso ser sentimental con el enemigo, pero no tenía ningún deseo de matar a aquel pequeño ser. Además, podría utilizarle más tarde. Regresaron a donde habían escondido las balsas y los remos. Arrastraron las embarcaciones de nuevo hasta el agua y el grupo se lanzó por el oscuro río. La luz de la luna no penetraba muy hondo. En ocasiones, un rayo se filtraba por una avenida de ramas. En una ocasión, un pequeño rayo iluminó en el agua, delante de ellos, grandes objetos oscuros y redondeados. Hubo un bufido, y una aguja de agua brotó de una de las criaturas. Luego el agua se agitó y los cuerpos desaparecieron. Las balsas pasaron por allí mientras sus ocupantes esperaban, tensos y ansiosos, a que las grandes ratas acuáticas apareciesen junto a las balsas, o, peor aún, debajo de ellas. Pero las balsas pasaron sin que nadie las molestase.

Ulises vio varias veces las líneas, al parecer interminables, de un cocodrilo sin patas deslizarse desde los matorrales negro plata al agua negro plata. Esperó la violenta aparición de una cabeza de cortas quijadas y muchos dientes ante la balsa y el cerrarse de los dientes alrededor de la pierna de alguien… o de él mismo. O el latigazo de una poderosa cola en la oscuridad y el estallido del hueso y la carne hecha pulpa y el cuerpo lanzado contra el agua.

Pasaron más kilómetros sin incidentes. Pájaros y animales desconocidos lanzaban sus extraños gritos. Luego la corriente se aceleró y avanzaban tan deprisa que los remeros no tenían necesidad ya de empujar contra el fondo. Ahora se ocupaban afanosamente de accionar sus remos sobre la orilla para que las balsas no chocaran con ellas.

La gran rama estaba inclinada hacia abajo casi en vertical aunque la inclinación no podían advertirla en la oscuridad los balseros. Si no hubiese sido por la aceleración de la velocidad de la corriente, no habrían creído que hubiese desnivel alguno.

A Ulises la velocidad le agradaba, pero le preocupaba también. Se acuclilló junto al atado Jyuks y le mojó la cara. El agua hizo abrir los ojos al inconsciente hombre murciélago.

– Tengo sed -masculló.

Ulises echó más agua en su calabaza y alzo la cabeza de Jyuks para que pudiese beber.

– Creo -dijo luego- que el río va a convertirse muy pronto en una catarata. ¿Qué me dices tú?

– No sé -contestó hoscamente Jyuks-. No sé nada de ninguna catarata.

– ¿Qué significa eso? -preguntó Ulises-. ¿Qué desconoces esta zona o que no hay ninguna catarata al final del río?

– No volé hasta el final de esta rama cuando vine -respondió Jyuks.

– Bueno -dijo Ulises-, tendremos que resignamos a avanzar sin saber si hay catarata o no. Quiero salir de aquí lo más deprisa posible, y seguiremos en las balsas mientras podamos. Podría ser difícil, pero no imposible, espero, desviar las balsas en el último momento.

No había segunda intención en sus palabras. Pero Jyuks no estaba tan ofuscado por el dolor que no pudiese darse cuenta de lo que podría suceder. En una emergencia, Jyuks, con las piernas y las manos atadas, dependería de que algún otro se decidiese a llevarlo a la orilla. Quizás no tuviesen tiempo bastante para que alguien le transportara o le tirara a la orilla, si alguien se sintiese inclinado a hacerlo.

Al cabo de un rato Jyuks habló de nuevo. Era evidente que se odiaba a sí mismo. Quería mantener la boca cerrada y aguantar lo que llegase. Pero era incapaz de afrontar la muerte al final de la rama. Quizás, pensó Ulises, hubiese para él algo especialmente aterrador en morir en el agua.

– A juzgar por la corriente -dijo lentamente-, debemos de estar a unos cuatro kilómetros del final. Donde está la primera catarata.

Ulises consideró la posibilidad de que Jyuks no estuviese asustado. Podía estar mintiendo para poder atraparlos a todos, enviarlos a todos a una muerte segura, incluido él.

– Seguiremos kilómetro y medio más -dijo Ulises-. Luego abandonaremos las balsas.

Había luz bastante para que pudiese ver la cara de Jyuks. De vez en cuando, la luz aumentaba cuando los rayos de luna penetraban por los resquicios entre hojas y ramas y troncos miles de metros por encima de ellos. La expresión del hombre murciélago era tan inescrutable como un trozo de cuero.

En aquel momento, un grito hizo incorporarse a Ulises y alzó un escalofrío hasta su nuca. Se volvió para ver lo que Awina señalaba. Era un enorme árbol que brotaba de una gran hendidura cubierta de barro a unos cincuenta metros de distancia. Tenía sólo unos veinte metros de altura, pero se extendía horizontalmente hasta unos treinta o más, a ambos lados del inmenso tronco. El grito procedía de algo situado en una de sus ramas. Un momento después vio cuál era su origen. Una serie de cuerpos oscuros se lanzaron desde la oscura forma de hongo al abismo bajo la gran rama a cuyo borde crecía el árbol. Grandes alas coriáceas se abrieron, agitándose con firmeza para elevar a aquel ser por encima de las balsas. Y al minuto siguiente había varios más.

Ulises sólo podía hacer una cosa. Si su gente se mantenía en las balsas, estaría expuesta a un ataque desde arriba. Peor aún, tendrían que abandonar las balsas más tarde mientras los atacaban y en condiciones que harían muy difícil la defensa.

Lanzó una orden, y los remeros de la parte exterior de las balsas empujaron vigorosamente contra el fondo. Las balsas avanzaron hacia las orillas, y los que estaban en el borde de ellas saltaron y se agarraron a los matorrales. Entre tanto, Ulises había comenzado a arrojar las cajas más pesadas por el aire a la orilla. Rezaba porque el impacto no hiciese explotar la inestable pólvora negra. Las cajas de las bombas cayeron entre el follaje sin reaccionar.

Luego levantó a Jyuks y lo alzó con un esfuerzo que hizo inclinarse hacia su lado la balsa. El pequeño hombre murciélago cayó chillando, de bruces, sobre un espeso matorral. Wulka, un wuagarondite le cogió.

Por entonces, ya descendía sobre la balsa el primero de los hombres murciélagos, con una corta jabalina en sus pequeñas manos. No llegó a situarse sobre ellos; una flecha atravesó su pecho y cayó con un sonoro chapoteo. Una gran masa sin patas se lanzó al agua desde los matorrales de la orilla opuesta, entre gruñidos.

Ulises disparó una vez, advirtió que la flecha había atravesado el hombro de un hombre murciélago, y luego se volvió y se lanzó a la orilla sin esperar a ver la caída de su enemigo. Sostuvo el arco con la mano derecha y se agarró a una rama con la izquierda. Su mano se cerró sobre una rama espinosa, y lanzó un grito de dolor. Pero no se soltó.

Algo golpeó la oscuridad junto a su pie derecho. Un proyectil tirado, o dejado caer, por uno de los hombres alados. Luego se hundió en la espesura sin pensar en los posibles daños que las ramas pudieran hacer a la aljaba o al arco. Una vez entre la espesura, avanzó a través de la vegetación hasta que le cubrió por completo un matorral grande y tupido. Llamó a sus jefes y a Awina hasta que todos le contestaron. En respuesta a otras órdenes suyas, se abrieron paso entre la espesura hasta situarse cerca de él. Durante este tiempo, los hombres murciélago habían estado haciendo pasadas sobre la selva y arrojando o dejando caer azagayas, dardos y pequeñas flechas. Nadie resultó herido, y al cabo de un rato los hombres murciélago abandonaron su bombardeo a ciegas. Estaban perdiendo demasiadas armas.

Entre tanto, los arqueros habían derribado a cinco de los hombres murciélago. Los restantes se retiraron al árbol a celebrar consejo.

Pese a su retirada, tenían aún el control de la situación. Sus enemigos sólo podía alejarse en una dirección y luego tendrían que descender por el tronco o subir por él hasta otra rama. Si hacían esto, quedarían expuestos a un ataque, y los hombres murciélago podrían liquidar a todo el grupo con pocas bajas por su parte o quizás ninguna.

Si el enemigo continuaba oculto en la densa vegetación de aquella rama, no haría más que aplazar lo inevitable. Los hombres murciélago mandarían por más soldados y, al final, les desalojarían. Sobre todo porque su área de caza sería reducida y acabarían muriendo de hambre, si los hombres murciélago no se molestaban en provocar una batalla directa.

Ulises había intentado contar a sus enemigos mientras planeaban en la oscuridad salpicada de luz lunar. Calculó que serían sobre un centenar. De momento, habían desaparecido dejando sólo seis centinelas que seguían volando por encima manteniéndose siempre fuera del alcance de las flechas.

Ulises se acuclilló bajo la espesura e intentó determinar lo que podían hacer. Y mientras pensaba, percibió un murmullo muy leve. Pidió a todos los que le rodeaban que se callaran y, al cabo, creyó identificar el ruido. Tenía que ser el estruendo de una catarata apagado por la distancia.

Dio órdenes a quien tenia más cerca, Awina, para que las transmitiera. Hubo cierta dilación porque el grupo, en su mayor parte, se resistía a abandonar su refugio. Tenían allí excelente protección, pero Ulises conocía a sus «hombres» y sabía lo que pensaban. Les explicó lo que pasaría en el futuro si no salían de allí. Una vez explicado, reaccionaron con bastante rapidez. No vivían gran cosa en el futuro; les costaba trabajo ver más allá de su situación presente.

El final de la rama, o, más bien, el lugar donde ésta se inclinaba bruscamente en un ángulo de noventa grados respecto a la horizontal, quedaba a unos tres kilómetros de distancia. El grupo avanzaba lentamente por lo espeso de la vegetación y también porque tenían órdenes de moverse pausada y lentamente.

Ulises vio la espuma en blanco y negro a algo menos de un kilómetro de distancia. Había subido a un alto árbol para ver mejor, asegurándose al mismo tiempo de que no le viesen los hombres murciélago, que volaban de vez en cuando por arriba. Como había esperado, se elevaban de la catarata nieblas que se extendían hasta cierta distancia. Arriba en el árbol, el estruendo del agua cayendo no quedaba amortiguado por la espesura de la selva.

Estaba a punto de descender otra vez del árbol cuando vio a un hombre murciélago que pasaba volando. Se agarró al árbol e intentó pasar por una protuberancia de la corteza. La luz de la luna no le iluminaba directamente, aunque se filtraba lo suficiente a través de las hojas como para que la oscuridad fuese más plata que negro. El hombre murciélago pasó ante él, aleteando tan lentamente que casi parecía no mover las alas. Pero de pronto éstas comenzaron a batir más deprisa y el hombre murciélago se elevó. Volvió hacia el árbol, cruzando zonas salpicadas de oscuridad y de pálido amarillo, mientras los rayos de la luna brillaban sobre su cabeza calva y arrancaban reflejos de sus alas, que eran más oscuras que su cuerpo. Descendió justo hasta la parte superior de los matorrales, y luego voló de nuevo hacia arriba, batiendo las alas. Antes de aterrizar en la rama del árbol, al otro lado del tronco de Ulises, se detuvo. Y aterrizó sobre la rama con tanta suavidad como un búho.

No tenía garras con que asirse a la rama, pero extendió las manos y se sujetó a una rama más pequeña para conservar el equilibrio. Después de plegar sus alas, apartó la cara de Ulises. Llevaba al cinturón un cuchillo de piedra y en la mano un venablo. De una cuerda que llevaba al cuello colgaba un instrumento curvado. Ulises supuso que sería una especie de cuerno. El hombre murciélago se había situado allí para vigilar al enemigo. Si localizaba a alguien, avisaría a los otros con su cuerno.

No había ningún ruido abajo lo bastante fuerte para borrar allá arriba el suave trueno de la catarata. Los hombres de Ulises habían visto al hombre murciélago y esperaban acontecimientos. La selva parecía desierta.

Ulises abandonó su posición y comenzó a rodear el tronco. Su arco y su aljaba estaban al pie del tronco. Por fortuna estaban al otro lado del hombre murciélago y cubiertos por la sombra. Ulises sólo tenía su cuchillo, que llevaba entre los dientes. Tenía que sujetarse con ambas manos y avanzar muy lento. Aunque la catarata atronaba, no lo hacía tanto como para que el hombre murciélago, de finísimo oído, no pudiera percibir el rumor de las hojas o el chasquido de una rama.

El hombre murciélago continuaba sin mirar hacia Ulises, que avanzaba por la misma rama en que él estaba sentado. Y Ulises permanecía derecho, equilibrándose fácilmente, porque la rama era gruesa. Deslizaba un pie hacia adelante y luego levantaba el otro, echaba hacia adelante luego su pie adelantado y alzaba el otro, y así sucesivamente. Por fin, se detuvo y cogió el cuchillo que llevaba en los dientes con la mano. Las alas del hombre murciélago, semiabiertas, se agitaron levemente y luego se inmovilizaron otra vez. En ese instante, Ulises vio el agujero en la membrana del ala derecha. Y reconoció el perfil de aquella cabeza y la forma de los hombros. Era Ghlij.

Su intención de matar se desvaneció. Ghlij podía serle útil.

Matarle sería más fácil que capturarle. Tenía que asegurarse de que podía inmovilizar a Ghlij y al mismo tiempo impedir que cayera. Aunque Ghlij pesaba sólo unos veinticinco kilos, podía herirse o incluso matarse cayendo desde diez metros de altura. Ulises tenía que asegurarse también de no abalanzarse demasiado bruscamente sobre él para que no cayeran los dos.

Se aproximó muy lentamente, temeroso de que el hombrecillo percibiera que la rama cedía bajo sus casi cien kilos. Pero Ghlij no estaba en el extremo de la rama, sino hacia la mitad, donde era aún gruesa. Y Ulises pudo golpearle en la nuca, no demasiado fuerte, porque tenía miedo a quebrar aquel frágil cuello. Sin un rumor, Ghlij se desmayó y cayó hacia adelante, y Ulises tuvo que agarrarle con la otra mano. Llamó a los que estaban ocultos en la espesura, que se acercaron. Un momento después, dejó caer al inconsciente hombre murciélago sobre brazos que esperaban. En cuanto cayó. Ghlij fue atado y amordazado. Al cabo de unos minutos, abrió los ojos. Ulises se situó bajo la luz de la luna de modo que Ghlij pudiese ver quién le había capturado. Le miró con ojos desorbitados y se debatió intentado desatarse. Aun seguía haciéndolo cuando Ulises se lo echó a la espalda como si fuese un saco. Ulises dijo a Wulka, el jefe wuagarondite que estaba llevando a Jyuks, que se encargara de Ghlij de nuevo, y Wulka obedeció alegremente.

Recorrieron un kilómetro con la mayor rapidez posible. Ulises tuvo el honor de ser el primero en empezar a descender. Las nieblas le envolvían, no sólo ocultándole a los hombres murciélago que pronto podían aparecer, sino también a sus compañeros. Con la oscuridad y con las nieblas que surgían del abismo, apenas podía ver a un metro de él, ni hacia adelante ni hacia abajo. Su cuerpo se cubrió de gotas de agua y sintió frío. El agua hacía también resbaladiza la corteza, así como sus pies y manos.

Pero no había más remedio que descender. Si hubiese estado solo, o con gente que no le supusiera un dios, podría haberse mantenido fuera de la niebla corriendo el riesgo de que le viesen los hombres murciélago. Pero no podía eludir sus obligaciones ni faltar a su palabra.

– La niebla es nuestra protección -dijo-. Pero como todas las protecciones, todos los escudos, tiene sus desventajas. Exige un precio. Nos oculta de nuestros enemigos, pero encierra también sus peligros. Correremos el peligro de resbalar y tendremos que caminar a ciegas.

Tendrían también que avanzar muy lentamente, pensó, mientras tanteaba con el pie una proyección de la corteza que había debajo. Tenía las manos sujetas en unos salientes, un pie medio introducido en una hendidura, y el otro se movía alrededor de un borde o rugosidad. Por último, lo asentó, y bajó suavemente, asegurándose de que podía sostenerse, y luego bajó de nuevo el pie. Este proceso continuó durante un período interminable, y luego la oscuridad se hizo menos densa y pudo ver un poco más que antes.

Había bajo él una extensión sólida. Cuidadosamente, avanzó por ella, tanteando cada centímetro invisible de corteza con los dedos de los pies. La catarata rugía a su izquierda y el agua salpicaba su pie izquierdo. Saltó al percibir el roce de algo, y esgrimió su cuchillo. Confusamente, vio la esbelta y pequeña figura en blanco y negro de Awina. Esta se aproximó más, sus ojos grande y redonda oscuridad. Él apartó el cuchillo, y ella se apoyó en él. Tenía la piel húmeda, pero al cabo de un minuto sus cuerpos comenzaron a calentarse mutuamente. Ulises recorrió con su mano la redonda cabeza de Awina y palpó las húmedas y sedosas orejas y recorrió luego su espalda. Parecía más al tacto una rata ahogada que el suave ser deliciosamente peludo que había conocido.

Brotaron de la niebla otras personas. Se apartó de Awina y se puso a contarlos según aparecían. Estaban todos.

Ghlij comenzó a agitarse. Había estado tan inmóvil como un saco de carne durante el descenso, pero ahora debía pensar que estaba lo bastante seguro para moverse y avivar de nuevo la circulación de su sangre. Ulises se lo había quitado de la espalda y le había desatado las piernas. El hombrecillo saltaba por allí sobre sus flacas piernas y sus grandes pies vigilado por dos wuagarondites dispuestos a ensartarlo al menor intento que hiciese de correr o volar.

Ulises salió cuidadosamente de entre la niebla. La cima de la catarata quedaba a unos doscientos metros de altura. No se veía ningún hombre murciélago. Sólo los matorrales y los laterales de los inclinados árboles quebraban el borde de la parte superior de la rama. Ulises se volvió y vio que la rama continuaba en un plano horizontal hasta perderse de vista. Nada les impedía construir nuevas balsas y continuar por el río. Pero debían ocultarse en la selva hasta que volviera a caer la noche. Podían dormir parte del día, aunque tenían que dedicar algún tiempo a cazar. Estaban quedándose sin alimento.

Al anochecer, sin sueño ya pero acuciados por el hambre, organizaron cuatro partidas de caza. Una hora después, desollaban un cocodrilo sin patas, una rata gigante, dos grandes cabras rojas y tres grandes monos.

Comieron bien aquella anoche, y todos se sintieron mucho mejor. Cortaron troncos y los ataron y luego se echaron al río. Antes del amanecer llegaron a otro declive profundo de la gran rama y a otra catarata. Descendieron, pero se mantuvieron fuera de la niebla y al amanecer llegaron al fondo de otro riachuelo; después de dormir y de cazar otra vez, hicieron huevas balsas. El fondo de la tercera catarata resultó ser también el final de Árbol, o, como Awina decía, los Pies de Wurutana.

Los grandes troncos, ramas y demás vegetación que crecía sobre ellos hasta una altura de tres mil metros formaban una estructura que sólo permitía pasar unos pocos rayos de sol. Reinaba allí a mediodía una profunda penumbra, y por las mañanas y las tardes una especie de noche, como si una tormenta de plumas de cuervo llenase los espacios que había entre las gigantescas columnas y contrafuertes que se hundían en la ciénaga. El suelo que había bajo el Árbol recibía las precipitaciones de las cataratas y del agua de lluvia que no absorbían las ramas y las hojas colosales del Árbol y la vegetación que crecía sobre él. Se había formado en la base del Árbol una ciénaga, una inmensa e inconcebible ciénaga. La profundidad del agua variaba de unos dos centímetros y medio a varios metros, los bastantes para que un hombre se ahogara. De aquella agua y de aquel barro, crecían extrañas plantas de tonos pálidos y rojizos y desagradable olor.

La penumbra les mostraba imágenes de pesadilla. Grandes trozos de corteza, muchos de ellos del tamaño de una cabaña, habían caído de los lados del Árbol y habían llegado hasta abajo, golpeando ramas y troncos y haciendo desprenderse otros trozos de corteza. El Árbol, como la Serpiente Mundo de la mitología nórdica, cambiaba de piel. La corteza estaba siempre pudriéndose, y luego se desprendía, bien para caer en las poderosas ramas, acabando allí de pudrirse, bien para descender como fría y negra estrella a hundirse en el agua y el cieno del pantano del fondo. Allí, medio hundida, la corteza se descomponía e insectos y gusanos que infestaban aquel mundo en penumbra la agujereaban y construían sus casas en ella.

Había largos y delgados gusanos color cadáver de cabeza peluda; escarabajos de un azul intenso armados de inmensas mandíbulas; animales de alargado hocico parecidos a las musarañas, de agudos dientes; escorpiones de un amarillo pálido; luminosas serpientes escarlata y negro con pequeños cuernos en el centro de sus cabezas triangulares; había criaturas de muchas patas, blandos cuerpos, docenas de antenas y gran longitud que emitían un gas hediondo que producía una sonora explosión al brotar; y toda una hueste de otros animales repugnantes. Los grandes fragmentos rotos de corteza, que yacían por todas partes, en la oscuridad como grandes peñascos dejados atrás por la retirada de un glaciar, estaban atestados de vida agusanada y venenosa.

Alrededor de las cortezas crecían pequeñas plantas finas y sin ramas; producían un fruto de un amarillo verdoso y en forma de corazón que brotaba de hendiduras que se formaban en las córneas vainas de las plantas. Había también una hierba espesa y pegajosa que se proyectaba medio metro por encima del agua cenagosa de abajo. Sobre ésta planeaba de vez en cuando un insecto de cuerpo y anchas alas color piel de hombre recién muerto; tenía la cabeza blanca con dos marcas negras redondas y una marca negra curvada hacia abajo bajo las otras dos, de modo que parecía un cráneo. Volaba silenciosamente, a veces rozando sólo a un miembro del grupo con la punta de las alas y haciéndole caer. Pero movimientos y ruidos quedaban apagados. La gente hablaba muy quedamente, susurrando las más de las veces, y nadie reía. Sus pies se hundían en el agua y el barro que había bajo ella y los alzaban lentamente, casi como disculpándose, para que el chapoteo fuese apagado y suave. Procuraban mantenerse agrupados y nadie quería alejarse entre los matorrales o quedarse detrás entre los altos troncos de un azul pálido y grisáceo para hacer sus necesidades.

Ulises había pensado, al principio, no eludir el pantano. Aunque el avance era lento y difícil, aquel lugar parecía más deseable que la zona superior, donde había demasiados enemigos de especies inteligentes. Pero un día y una noche entre los Pies de Wurutana fue suficiente para él y más que suficiente para los suyos. A la mañana siguiente, cuando una rana color sangre saltó de un trozo de corteza a su hombro y luego al agua que le llegaba hasta el tobillo, decidió que no podía más. Habían intentado dormir en un trozo de corteza tan grande como un pequeño castillo. Pero toda la noche les habían molestado las criaturas que brotaban de los agujeros de la corteza y los extraños ruidos de los animales de la ciénaga.

Decidió que les conduciría de nuevo hasta la rama más próxima. Tuvieron que bordear una amplia zona que parecía llena de arenas movedizas, por lo que no llegaron hasta mediodía a una columna de áspera superficie que se hundía en el pantano desde las alturas. Alegremente, comenzaron a ascender, y hacia el anochecer habían llegado a una porción prometedoramente horizontal de una rama. Había en ella un riachuelo que, sin embargo, parecía ponzoñoso. Su agua era carmín.

Ulises lo examinó y descubrió que el color se debía a millones de pequeñas criaturas, tan pequeñas que resultaban casi invisibles aisladas. Ghlij, que había decidido hablar por entonces, dijo que aquellos animales desovaban una vez al año. No sabía de dónde venían ni adonde iban. Las aguas de los ríos y los estanques se mantenían rojas durante una semana aproximadamente y luego se aclaraban otra vez. Entre tanto, servían como comida a los peces, pájaros y animales de la jungla. Les recomendó hacer una sopa con ellos.

Ulises siguió el consejo, pero obligó a Ghlij a tomar primero la sopa. Después de pasar varias horas sin ningún resultado desagradable para el hombre murciélago, Ulises permitió que todos comieran. El también comió y la sopa le pareció alimenticia y sabrosa. Durante los días siguientes, mientras remaban en sus balsas, sólo comieron de aquellos animales color carmín que no tenían más que recoger del agua. Al no tener que pararse a cazar avanzaban mucho más deprisa. Recorrieron unos setenta y cinco kilómetros, descendiendo tres cataratas, antes de llegar al nivel más bajo del riachuelo. Por entonces los animales carmín habían desaparecido.

Cuando ascendieron de nuevo, Ulises, actuando en parte por capricho y en parte por curiosidad, les llevó lo más alto posible. La ascensión duró tres días, en que tuvieron que escalar la rugosa y usurada superficie del tronco vertical. De noche dormían en una proyección de la corteza lo bastante grande para poder mantenerse todos juntos. Al tercer día, escalaron entre nubes y sólo se vieron libres de ellas hacia el anochecer. Pero por la mañana las nubes habían desaparecido y pudieron contemplar el abismo. Estaban a más de tres mil metros de altura. El tronco continuaba elevándose durante unos mil metros más, pero no tenía sentido que continuasen más arriba. Hasta allí era hasta donde crecían las ramas. Aquella rama parecía prolongarse eternamente, y su declive era muy suave.

De la unión entre la rama y el tronco brotaba una fuente, y a ésta se añadían otras luego, de forma que a un kilómetro el río resultaba navegable.

Cada kilómetro o así, la rama tenía un sector vertical que descendía hasta el fondo (o al menos no le veían fin) o bien se unía a otra rama más abajo.

Para impedir que los hombres murciélago volaran, Ulises había agujereado las membranas de sus alas y las había atado con tiras de cuero. Les había obligado a subir por el tronco solos, pues pesaban demasiado para que los transportase nadie en una ascensión tan prolongada. Iban en mitad de la fila que ascendía por la rugosa corteza para que no intentasen escapar. Eran tan ligeros que podían ascender mucho más deprisa incluso que los ágiles wufeas.

Ulises dio orden de acampar. Descansarían varios días, cazando y explorando los alrededores. Esperaba encontrar otro agujero en un tronco y tener posibilidad así de experimentar con la membrana de comunicación interna. Desde su experiencia con los gigantes había estado buscando constantemente agujeros. Estaba seguro de que tenía que haber millares, pero no había visto ninguno. Según los hombres murciélago, los había por todas partes. Resultaba irritante saber esto y sin embargo no ser capaz de encontrarlos. De todos modos, estaba también seguro de que todos los agujeros estarían guardados por los gigantes o. los hombres leopardo. No podía, en realidad, exponerse a otro encuentro con ellos si superaban en número a su grupo. Pero, de todos modos, estaba ansioso de encontrar una membrana de comunicación. Ahora ya conocía el código. El lenguaje era el idioma comercial, y el código similar al Morse, pues usaba una combinación de sonidos largos y breves.

Había sabido esto por Ghlij durante las noches en que todos deberían haber estado descansando de los esfuerzos del día. Jyuks se había negado en redondo a explicarle el código. Dé hecho, se negó incluso a admitir que hubiese algo parecido a un código. Pero Ghlij era distinto. Su umbral de dolor era más bajo, o menor el vigor de su carácter. O era más inteligente que Jyuks y comprendía que tenía que decir algo. Así que, ¿por qué no contarlo ya y ahorrarse dolores inútiles?

Jyuks maldijo a Ghlij y le llamó traidor y cobarde, y Ghlij dijo que si no se callaba le mataría a la primera oportunidad. Jyuks contestó que mataría a Ghlij a la primera oportunidad que él tuviese.

Aunque Ghlij reveló el código, no reveló (o no pudo) el emplazamiento de la base central de los suyos. Juró que tenía que estar a suficiente altura del Árbol para ver ciertas claves orientadoras que pudiesen guiarle hasta la base. Estas claves eran altos troncos cuyas hojas crecían siguiendo una norma que sólo podía determinarse situándose a unos ochocientos metros por encima de ellas. Podían incluso estar debajo de ellos en aquel momento, pero desde allí él no podía determinar si lo estaban o no.

Ulises se sacudió la desilusión. No tenía planes de atacar la base aunque supiese su emplazamiento. Carecía de fuerza suficiente para un ataque. Pero le hubiese gustado saber dónde estaba para cuando tuviese fuerzas suficientes poder atacarla. De un modo u otro descubriría su situación.

Estaba sentado, con la espalda apoyada en un trozo relativamente suave de corteza desprendida, con una gran hoguera a unos tres metros de él. Era casi de noche. Debajo, era noche. El cielo estaba aún azul, y las nubes distantes tenían un tono rosado, verde luminoso y gris hosco. Los gritos y chillidos de los animales de cazadores y cazados, se entremezclaban como pesadillas casi olvidadas de lo vagas que eran. Junto a él estaban los dos hombres murciélago, uno junto a otro, pero sin hablarse ni mirarse siquiera. Los wufea, wuagarondites y alkumquibes estaban alrededor de seis grandes hogueras. Había centinelas apostados en las ramas y también ocultos en salientes de la corteza a los lados de ésta. El sabroso aroma de la carne y el pescado asado llenaba el aire. Había salido una partida de caza rama adelante un rato atrás y vuelto con tres cabras de cuatro cuernos y pelo dorado, diez grandes peces (arrebatados a un gran felino con manchas negras y grises que los había cazado), sacos llenos de diferentes tipos de frutos y tres grandes monos muy peludos.

Los cazadores habían informado que la vegetación de la parte superior de la rama consistía principalmente en gruesos abetos, matas de fresas, una hierba que llegaba hasta la rodilla y que crecía en la tierra atrapada en las fisuras y un musgo que llegaba hasta el tobillo. En el riachuelo había abundancia de peces, pero no había snoligósteros ni ratas gigantes. Los principales predadores parecían ser los pumas negros y grises, un pequeño oso y varios tipos de nutria. Los demás animales eran las cabras y los monos.

Comieron bien aquella noche y durmieron lo más cerca de la hoguera que pudieron sin quemarse. A aquella altura, hacía mucho frío en cuanto desaparecía el sol.

Por la mañana, comieron para desayunar los restos de la cena y comenzaron luego a construir las balsas. Cortaron abetos, que sólo alcanzaban unos siete metros de altura, y construyeron balsas. Y se embarcaron en ellas con grandes ánimos y grandes esperanzas.

Por una vez, no se vieron desilusionados o engañados. El río les llevó a un ritmo agradable durante unos veinte kilómetros y luego concluyó en un ensanchamiento de la rama. Allí el río no se precipitaba por un declive de noventa grados en una catarata. Simplemente se derramaba por los lados de aquella amplia zona, bloqueado por una ascensión de la rama. El grupo desmontó las balsas y transportó los troncos por el repecho, que ascendía en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados. Una vez arriba, se encontraron con otro arroyo que pronto se convirtió en río. Ataron de nuevo los troncos y dejaron que la corriente les llevara. Esta operación la repitieron diez veces. Luego la rama recorrió la extensión más larga sin interrupciones que habían visto hasta entonces. Se prolongaba durante unos veinte kilómetros, y el descenso fue tan suave que el agua simplemente se derramaba en la ciénaga. Ulises calculó que debían haber recorrido unos cuatrocientos kilómetros por aquella rama. Ghlij dijo que habían tenido mucha suerte encontrándola. Había muy pocas así.

Subieron de la ciénaga húmeda, fría y nauseabunda hasta que hallaron una rama prometedora a unos dos mil metros de altura. Diez días más tarde, llegaron a una catarata, cuyo pie estaba a unos mil ochocientos metros por debajo de ellos. Y allí concluía el Árbol.

Ulises se sintió un poco desconcertado y un poco irreal. Había llegado a acostumbrarse a que el mundo fuese un árbol gigantesco con muchos niveles de ramas entremezcladas, troncos que parecían elevarse hasta el cielo y densa vegetación, hasta el punto que había concebido el mundo como sólo… Árbol.

Ahora había ante él una llanura que se extendía quizás a lo largo de ochenta o noventa kilómetros, y más allá las cimas de los montes. Al otro lado de la cordillera, si Ghlij no mentía, estaba el mar.

A su lado estaba Awina, lo bastante cerca para que su peluda cadera le rozase. Su larga cola negra se balanceaba acariciándole de vez en cuando las piernas por detrás.

– Wurutana nos ha dejado libres -dijo ella-. No sé por qué. Pero él tiene sus razones.

Ulises se enfureció.

– ¿Por qué no puedes pensar -preguntó- que nuestro éxito se debe a mis poderes como dios?

Awina se detuvo y le miró de reojo. Sus ojos eran enormes como siempre, pero las pupilas se habían achicado.

– Perdonadme, Señor -dijo-. Os debemos mucho. Sin vos habríamos perecido sin duda. Pero aun así, sois un dios pequeño comparado con Wurutana.

– El tamaño no significa necesariamente superioridad -replicó él.

Estaba enfurecido, pensó, no porque ella negase o menospreciase su divinidad. No estaba, desde luego, tan loco. Era sólo que deseaba que le rindiesen el tributo adecuado por haber conseguido sacarlos de allí. Que le honrasen como a un ser humano, aunque él se viese obligado a hablar en términos de divinidad.

Quería que Awina, sobre todo, reconociese esto. Pero, ¿por qué lo deseaba? ¿Por qué sería tan importante para él aquella criatura bella pero extraña, aquel ser inteligente pero no humano?

Por otra parte, pensaba, ¿por qué debería hacerlo? Ella había sido su principal ayudante desde el primer día, le había enseñado su primer idioma (en cierto modo le había enseñado a hablar), le había prestado numerosos servicios, siendo uno de los más importantes el apoyo moral. Y era muy atractiva, en un sentido físico. Llevaba tanto tiempo sin ver un ser humano, que se había acostumbrado a los no humanos. Awina era una hembra muy bella (casi pensó mujer)

Sin embargo, aunque sentía a menudo mucho cariño hacia ella, a veces le repugnaba. Esto ocurría cuando se le aproximaba demasiado físicamente. El se apartaba, y ella le miraba con una expresión inescrutable. ¿Sabía lo que pensaba él? ¿Interpretaba correctamente su reacción?

Ulises esperaba que no fuese así, porque en tal caso, ella era lo bastante inteligente y sensible para saber que la evitación del contacto físico era una defensa por parte de él. Y ella sabría, como sabía él, por qué él tenía necesidad de defenderse.

– ¡Vamos! -gritó a Wulka y a los otros jefes-. ¡Seguidme fuera del Árbol! ¡Pronto estaremos sobre terreno sólido y seco!

El descenso transcurrió sin novedad, aunque Ulises tuvo que reprimirse para no correr. La inmensa masa gris oscura del Árbol parecía aún más amenazadora, ahora que estaba a punto de librarse de él, que cuando había estado dentro. Pero nada sucedía. No surgieron ni gigantes ni hombres leopardo del Árbol para un ataque final.

Sin embargo, una vez que estuvieran en la llanura, serían fácilmente localizados por los hombres murciélago. Sería mejor permanecer a la sombra del Árbol hasta que cayese la noche y salir entonces.

Afortunadamente, el terreno que había en la base del gran Árbol en aquella zona no era tan pantanoso. En cuanto se separaron de la rama por la que descendía el río, encontraron terreno seco. Hicieron su campamento en el lado norte de una rama que se clavaba en la tierra en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Ulises estudió la llanura, cubierta de una hierba muy alta de un color parduzco, salpicada de árboles parecidos a la acacia. Había grandes rebaños de comedores de hierba y hojas por allí: caballos, antílopes, búfalos, aquel otro animal parecido a la jirafa que según su opinión debía proceder del caballo, el animal parecido al elefante que podría haber evolucionado del tapir, el conejo gigante de grandes patas, y el jabalí azul de largas zancas y curvados colmillos. Había también predadores, el correcaminos de cuatro metros de altura, el felino parecido a la pantera y arrogantes leones de pelo como de puercoespín.

Aquella noche, el grupo se apartó del Árbol. No llegaron muy lejos porque dedicaron mucho tiempo a cazar. Al amanecer hicieron pequeñas hogueras dentro de un bosquecillo de acacias y asaron la carne. Luego durmieron a la sombra de los árboles, dejando una guardia.

Al tercer día, llegaron a la cadena montañosa. No hubo siquiera que amenazar a Ghlij con torturarle. Aportó voluntariamente información sobre un paso, y marcharon así a lo largo de las montañas durante dos días hasta que lo hallaron. Tardaron otros dos en cruzar las montanas. De pronto, al anochecer, doblaron unas lomas y allí, centelleando a lo lejos, estaba el mar.

Luego se ocultó el sol y se oscureció el cielo. Ulises se sentía feliz sin saber por qué. Quizás era porque la montaña bloqueaba la visión del Árbol y la noche le impedía ver lo que pudiese recordarle que no estaba en su propia época, en la Tierra en que había nacido. No había duda de que las estrellas formaban constelaciones extrañas, pero podía pasarlo por alto. Luego, no pudo pasar por alto la luna. Era demasiado grande y demasiado verdosa y azulada y con motas blancas.

Se levantaron al amanecer, desayunaron, y luego comenzaron a descender por la ladera de la montaña. Al anochecer habían llegado al pie y a la mañana siguiente avanzaron a través de un territorio relativamente llano hacia el mar. Al principio había espesos bosques, pero, al segundo día, llegaron a una zona de muchos campos abiertos, casas, pajares y setos.

Las casas eran edificios cuadrados, a veces de dos plantas, normalmente de troncos, pero en ocasiones de bloques de granito, toscamente cortado, unidos con mortero. Los pajares eran en parte de piedra y en parte de madera. Ulises investigó varios de ellos y los encontró todos vacíos, sólo ocupados por animales salvajes. Estaban llenos de imágenes de madera y de piedra y algunos cuadros, todos primitivos, pero había suficientes figuras humanas para asegurarle que los artistas habían sido hombres.

Pensó: habían sido, porque no había signo alguno de cuerpo humano, vivo o muerto.

A veces, pasaban ante una casa o un pajar que habían sido quemados. No podía determinar si esto se debía a accidente o a guerra.

Los animales que habían habitado aquellas cuadras que no estaban quemadas y los habitantes de las casas habían huido o muerto.

No se veía por ninguna parte ni siquiera un hueso humano.

– ¿Qué ha pasado aquí? -preguntó a Ghlij. Ghlij alzó los ojos hacia él, encogió sus huesudos hombros y extendió sus alas lo más lejos que la atadura le permitía.

– ¡No sé, Señor! La última vez que estuve aquí, hace seis años, vivían en la región los vroomaws. Aparte de incursiones ocasionales de los vignoom y los neshgais, llevaban una vida pacífica. Quizás descubramos lo que pasó aquí cuando lleguemos al pueblo principal. Si se me permitiese volar delante, podría saberse enseguida…

Ladeó la cabeza y sonrió compungido. No podía, claro está, proponer aquello en serio, y Ulises ni siquiera le hizo caso. Pasaban entonces delante del primer cementerio, y Ulises mandó a la columna que se detuviese. Recorrió el camposanto, examinando las tumbas. Tenían éstas unas gruesas estacas talladas de madera rojiza y dura con los cráneos de varias aves y animales en la punta. No había otro medio de identificación en las tumbas, y Ghlij y Jyuks no sabían lo que querían decir aquellos cráneos.

La columna reanudó la marcha siguiendo el estrecho y sucio camino. Los caseríos se hicieron más numerosos, pero todos estaban desiertos.

– A juzgar por el estado de los edificios y la vegetación que ha crecido a su alrededor, diría que fueron abandonados hacedor lo menos un año -dijo Ulises-. Puede que dos.

Ghlij le dijo que los vroomaws eran los únicos seres humanos de que tenía noticia, salvo, claro está, los que eran esclavos de los neshgais. De hecho, los vroomaws quizás descendiesen de esclavos fugitivos de los neshgais. Por otra parte, los neshgais podrían también haber obtenido sus esclavos de vroomaws capturados. En cualquier caso, los vroomaws vivían en un área de unos ciento cincuenta kilómetros cuadrados y serían unos cuarenta y cinco mil. Había tres poblaciones principales, de unos cinco mil habitantes cada una, y el resto vivía en caseríos o de la caza. Habían tenido algún comercio con los hombres murciélago y con los pauzaydures. Estos últimos eran, según Ghlij, gente que vivía en el mar y no sobre él. Eran una especie de centauros-pulpos, si era cierta la descripción de Ghlij.

Ulises preguntó por la historia de los humanos, pero Ghlij dijo que nada sabía.

Ulises pensó que sabía menos sobre aquel mundo que cuando abrió los ojos en el templo en llamas de los wufeas. Bueno, no realmente. Pero estaba mucho más confuso. Había toda aquella serie de géneros y especies de seres inteligentes, muchos de los cuales no podían explicarse por la teoría de la evolución; y ahora allí estaban los seres humanos que habían desaparecido brusca y misteriosamente. Llevaba días entusiasmado con la perspectiva de ver un rostro humano de nuevo, y oír voces humanas, de tocar piel humana. Y habían desaparecido.

El sucio camino se retorcía a través de los campos para acabar llevándoles a una población amurallada a la orilla del mar. Había allí un puerto y muchas naves, que iban desde canoas a barcos de un sólo mástil como las embarcaciones vikingas, destrozados en la orilla. Al parecer una tormenta había barrido la mayoría de las embarcaciones de su anclaje y las había arrojado sobre la playa.

Daba la sensación de que todos los habitantes del pueblo hubiesen decidido irse durante la comida de mediodía. Un cuarto de las casas, aproximadamente, estaba quemadas, pero esto podía atribuirse a falta de cuidado con los fuegos de las cocinas.

Sólo había una cosa que alteraba el cuadro de toda una población huida en masa. Era un poste de madera muy alto en el centro de la plaza principal. En su cúspide había una cabeza de madera tallada. La cabeza no tenía pelo y tenía unas orejas muy grandes, como abanicos, no humanas, una nariz larga y serpentina y una boca abierta de la que se proyectaban colmillos elefantinos de casi un metro de longitud. La cabeza estaba pintada de gris oscuro.

– ¡Neshgais! -dijo Ghlij-. Esa es la cabeza de un neshgai. Han dejado esto atrás como un signo de conquista.

– Si tomaron por asalto el territorio, ¿dónde están los signos de violencia? ¿Dónde están los esqueletos?

– Evidentemente, los neshgai lo limpiaron todo después -contestó Ghlij-. Son gente muy limpia. Les gusta mucho el orden y el aseo.

Ulises buscó pruebas de entierros masivos y encontró varias fosas grandes. Excavó en una y descubrió unos cien esqueletos. Todos humanos.

– Los neshgais debieron llevarse sus propios muertos a su tierra -dijo Ghlij-. Todos los neshgais están enterrados en un sitio. Un lugar muy sagrado.

– ¿Cuánto tiempo llevan aquí los vroomaws? Supongo que esto lo sabrás.

– Bueno, yo diría que unas veinte generaciones -dijo Ghlij alzando la cara.

– Eso serían unos cuatrocientos años -estimó Ulises. ¿Por qué no habría podido despetrificarse un centenar de años antes? pensó. Entonces, podría haber dado con su propio género y haberse establecido entre ellos y tener hijos. Y con su conocimiento de la tecnología, los humanos no habrían sido conquistados por los neshgai. Probablemente habría sucedido lo contrario.

Por supuesto, él estaría ya muerto, enterrado con un poste sobre su tumba y el cráneo de algún animal al ex tremo del poste. AQUÍ YACE ULISES SINGING BEAR, 1952 d. C. -10.000.000 d. C.

Durante un rato, se sintió deprimido. Dado que la tumba sería su fin inevitable, ¿a qué preocuparse tanto? ¿Por qué no regresar a la aldea wufea y establecerse allí entre los que le adoraban? En cuanto a la compañera que tan imperiosamente necesitaba…

Al cabo de una hora, se había sacudido el pesimismo. Era esencia de la vida no creer en la propia muerte, actuar como si la vida fuese eterna. Y la vida tenía que actuar también como si problemas pequeños fuesen grandes. Adoptar una actitud realista hacia vida y muerte significaba aislarse en la irrealidad. En la locura. Resultaba irónico que el único medio de mantener la cordura fuese ignorar que uno se encontraba en un mundo loco o actuar como si el mundo estuviese cuerdo.

Exploró casas y templos y luego bajó a la playa. Había una embarcación, aún sujeta a un ancha, no muy dañada. Tenía el casco muy sucio y había que reemplazar algunas tablas, pero podía arreglarse con el material que había almacenado en los muelles. Explicó a sus jefes lo que quería que hiciesen. Estos asintieron como si hubiesen entendido, pero su expresión era dudosa. Quizás estuviesen asustados.

Pensó de pronto que quizás no supiesen nada sobre navegación. En realidad, salvo los hombres murciélago y él mismo, nadie del grupo había visto nunca el mar.

– Navegar quizás os resulte extraño y aterrador al principio -dijo-. Pero podéis aprender. Puede incluso gustaros, en cuanto sepáis lo que podéis hacer y lo que no en el mar.

Aún seguían vacilantes, pero se apresuraron a cumplir sus órdenes. Estudió los mástiles y las Velas disponibles. Todas las embarcaciones y naves utilizaban aparejo redondo. Al parecer, los vroomaws no sabían de aparejos anteriores y posteriores, lo cual significaba que probablemente no supiesen virar o navegar todo a ceñir. No podía entenderlo. No había duda de que el hombre llevaba varios miles de años saliendo al mar cuando inventó las velas que le permitieron virar hacia adelante y hacia atrás. Pero una vez inventada la vela, este, hallazgo debería haber permanecido siempre en la tecnología humana. Pero no era así, lo cual significaba que se había producido un catastrófico vacío en la continuidad de los conocimientos del hombre. Debía de haberse producido un retroceso absoluto al salvajismo sin ningún contacto con los mares en por lo menos varias generaciones. Y sin que se transmitiese ninguna técnica, ni siquiera oralmente.

Eligió una gran casa para vivir y se trasladó allí con Awina y los jefes, dejando a los otros en tres casas separadas con sus subjefes. Colocaron centinelas en la puerta principal, con orden de tocar grandes tambores en la casa que había junto a la entrada si veían algo sospechoso.

Tres semanas después, estaba preparada la nave. La echaron al mar y Ulises se llevó a todos sus hombres en su primera navegación. Sus marineros habían recibido instrucciones verbales. Ahora intentaban llevar a la práctica sus nebulosos conocimientos. Estuvieron varias veces a punto de hacer volcar la embarcación. Pero, tras una semana de constante aprendizaje, se hallaron en condiciones de un largo viaje a lo largo de la costa. Ulises, además de construir e instalar un aparejo que permitía virar por delante y por detrás, también construyó e instaló un timón. Las naves de los vroomaws utilizaban grandes remos o paletas para navegar.

Bautizó el barco con el nombre de Nueva Esperanza, y un hermoso amanecer salieron hacia la tierra de los neshgai.

La costa era llana y de muy buenas playas, con sólo algunos acantilados esporádicos. El agua no era muy profunda a unos tres kilómetros de la costa y no había rocas ni cayos. Los árboles, grandes robles, sicómoros, abetos, pinos y varias especies desconocidas en la Tierra de su época, llegaban hasta cerca de la playa. Había gran cantidad de animales: corzos, antílopes, el caballo gigante de largo cuello, al que llamó girse aunque pensaba en inglés (cosa que ya muy pocas veces hacía), búfalos, inmensos animales parecidos a los lobos, focas y puercoespines.

Preguntó a Ghlij por qué no había seres inteligentes en la tierra situada entre los neshgai y los vroomaws.

– No puedo más que hacer suposiciones -contestó el hombrecillo alado-. Pero yo diría que se debe a que todos los seres inteligentes de la costa se han ido a vivir con el Árbol.

Ulises percibió el con. ¿Por que no le Ghlij hablaba como si hubiese sido una invitación, y los seres inteligentes se hubiesen trasladado a una casa con otros?

– Es más fácil vivir con el Árbol -dijo Ghlij-. Uno puede ocultarse de sus enemigos. Hay mucha comida y es fácil de obtener.

– Y snoligósteros y ratas gigantes que devoran al pescador desprevenido -replicó Ulises-. Y si en el Árbol abunda la caza, abundan también los carnívoros feroces, muchos de los cuales no rechazan la idea de comerse a un hombre. Y si una tribu puede ocultarse fácilmente, también puede ser fácilmente sorprendida una vez localizada. La espesa vegetación tiene desventajas además de ventajas.

Ghlij se encogió de hombros y sonrió con aire de superioridad.

– Cierto. Pero es bueno que mueran unos cuantos de vez en cuando, porque si no las tribus llegarían a alcanzar tal número que no habría sitio y se acabaría la comida. Deben sufrir unos cuantos por el bien de muchos. Además, no hay ninguna guerra entre los pueblos del Árbol. Al menos, no hay guerras como las de las gentes de la llanura. El Árbol cuenta a sus tribus, y cuando una tribu tiene demasiada gente, el Árbol notifica a sus vecinos que pueden hacerle la guerra. También advierte a la tribu que va a ser atacada. Entonces, los jóvenes guerreros de las dos tribus se preparan para combatir. O, a veces, durante breves períodos, se permiten ataques a los propios lugares habitados. Y se permite matar a las hembras y a las crías. Pero esto no sucede con demasiada frecuencia, y cuando pasa, es bienvenido. Las pequeñas guerras añaden emoción (y valor) a la vida.

– Me pregunto por qué no irían a vivir al Árbol los neshgai y los vroomaws -dijo Ulises.

– ¡Los neshgai se creen mejores que el Árbol! -dijo Ghlij irritado-. Esos orgullosos barrigudos narizotas fueron en tiempos unos salvajes como los wuggrudes y los hombres leopardo. Pero luego desenterraron la ciudad de Shabawzing y encontraron allí muchas cosas que les permitieron pasar del salvajismo a la civilización en tres generaciones. Además, son grandes y torpes y no pueden vivir cómodamente en el Árbol, pues ni gatear saben.

– ¿Y los vroomaws?

– Vivieron con el Árbol… en tiempos. Pero se fueron, pese a las órdenes del Árbol de que se quedasen donde estaban. Son una gente muy rebelde y pendenciera, como descubriréis si los encontráis. Se trasladaron a la costa y construyeron allí sus casas. Algunos dicen que al principio se aliaron con los neshgai, que traicioneramente los esclavizaron. Y luego un grupo de vroomaws lograron escapar y llegaron aquí y construyeron una nación, pensando marchar algún día contra sus antiguos dominadores. Pero es evidente que los neshgais se adelantaron.

Ghlij parecía muy feliz del destino de los humanos.

– Luego les tocará el turno a los neshgais -añadió-. Pero su muerte vendrá del Árbol, que nunca olvida ni perdona. Los neshgais están amenazados con ataques de los fishnoomes, hermanos de los wuggrudes, y de los glassimes, hermanos de los hombres leopardo. El Árbol les ha enviado para acosar a los neshgais y, por último, exterminarlos.

Luego añadió, aún más maliciosamente:

– Y el mismo destino espera a las gentes de las llanuras del norte si no van a vivir con el Árbol. El Árbol acabará creciendo sobre las llanuras, sobre toda la tierra salvo una estrecha faja de costa. Y el Árbol no admitirá que habiten seres inteligentes en la costa. Los matará de un modo u otro.

– ¿El Árbol? -dijo Ulises-, ¿O los hombres murciélago, que utilizan el Árbol para someter a todos los demás a su voluntad? Que fingen ser servidores del Árbol pero en realidad son sus amos…

– ¿Qué? -exclamó Ghlij, con un cabeceo-. ¿No creeréis eso, verdad? ¡Debéis estar loco!

Sin embargo, había en su rostro una expresión burlona apenas oculta, que hizo a Ulises preguntarse si no habría dado con la verdad.

Si su teoría era más que una teoría, explicaría mucho.

Pero aún dejaría mucho por explicar. ¿Cómo se había formado el Árbol? No podía creer que aquella monstruosa mole vegetal hubiese evolucionado de modo natural de alguna de las plantas que vivían en su época.

Y luego, estaba el misterio del origen de todos los tipos de seres inteligentes no relacionados.

El barco continuaba navegando a lo largo de la costa, manteniéndose cerca de tierra y anclando cuando el cielo estaba demasiado encapotado para dar la luz suficiente para una navegación segura. Cuando se veía la luna, la nave continuaba su travesía toda la noche. Ghlij y Jyuks proporcionaban de vez en cuando información sobre los neshgais. Estaban casi siempre acuclillados en una plataforma que había junto a la base del mástil, sus alas casi barriendo la rechinante madera, con unas mantas sobre los hombros y las cabezas muy juntas. Aunque se odiaban, ahora hablaban entre sí. Se hallaban demasiado solos y se sentían demasiado míseros y asustados para no buscar refugio de vez en cuando en su idioma materno. Ulises no sabía qué hacer con ellos. Le habían dado la mayor parte de la información que quería. Estaba seguro de poder obtener más información, si daba con las preguntas adecuadas. Pero temía que se le escapasen algún día y pudiesen volver con un ejército. Cada día que pasaba aumentaban las posibilidades de que se escaparan.

Ulises no quería matarlos, aunque era la única solución lógica. Sin embargo, seguía en pie el hecho de que aún no habían revelado el emplazamiento de su ciudad base. Sólo en el aire, afirmaban, podían orientarse para volver a ella.

Ulises utilizó esto como pretexto para no matarles. Podían serle útiles algún día para indicarle el camino de su base. Si debían hacerlo desde el aire, así lo harían. Al parecer, nadie sabía de globos o dirigibles, y por eso los hombres murciélagos estaban muy tranquilos y pensaban que su secreto estaba seguro.

Al sexto día, Ulises vio por primera vez a unos hombres pulpo. Había alejado la nave de la costa debido a una gran roca que se interponía en su camino. Antes de que la nave llegase a doscientos metros de la roca, vio a aquellos curiosos seres en una estribación rocosa a algo más de un metro por encima de la superficie del mar. Aproximó el Nueva Esperanza lo más posible a la roca y él y su tripulación contemplaron a las cuatro criaturas que tomaban el sol sobre la roca. Se parecían más a los tiburones de su época que a los centauros-pulpo descritos por Ghlij. De pecho para abajo eran como peces, más bien como pulpos, pues las aletas eran horizontales, no verticales. La piel de la parte inferior del cuerpo era del mismo color bronce claro que la superior. Los genitales, tanto del macho como de la hembra, estaban ocultos entre capas del cuerpo inferior. Del tórax hacia arriba era totalmente humanos, y los dedos, en contra de lo que había supuesto, eran perfectamente normales. Tenían las narices muy pequeñas; Ghlij dijo que podían cerrarlas firmemente con acción muscular. Los ojos podían cubrirse de una capa transparente y rígida que brotaba de debajo de los párpados. El pelo de la cabeza era corto y suave, pareciendo desde lejos más que pelo la piel de las focas. Dos tenían el pelo negro, otra de un rubio ceniza, y la cuarta completamente rubio.

Ulises les hizo una seña y sonrieron. Una mujer y un hombre respondieron con otro saludo. Ghlij, que se había acercado a la borda, dijo:

– Bien hecho. No es bueno enemistarse con la gente del mar. Pueden arrancar el fondo de la nave si quieren.

– ¿Se muestran siempre amistosos?

– A veces comercian con los neshgais y los humanos. Traen extrañas piedras marinas o peces o artículos procedentes de embarcaciones hundidas y los cambian por vino o cerveza.

Ulises se preguntó si podría convertirlos en aliados en su guerra contra los neshgais. Es decir, si libraba una guerra contra los neshgais. Ghlij creía que no tomarían partido, a menos que una de las partes les ofendiese gravemente. Pero incluso los arrogantes neshgais les trataban con cortesía y les hacían obsequios de vez en cuando. Los neshgais tenían una gran flota que no deseaban ver en el fondo del océano.

La roca y su extraña carga se hundió tras ellos.

– Otro día como éste -dijo Ghlij- y llegaremos a la costa de los neshgais. ¿Entonces qué?

– Ya veremos -dijo Ulises-. ¿Tú hablas bien su idioma?

– Muy bien -dijo Ghlij-. Además, muchos de ellos hablan airata.

– Espero que no se asombren demasiado cuando me vean con mi tripulación. No me gustaría que nos atacaran sólo porque les alarmemos.

Una hora después del amanecer del día siguiente, pasaron ante un enorme símbolo grabado en la roca. Era una gran X dentro de un círculo roto. Aquel era el símbolo de Nesh, el dios epónimo ancestral de los neshgais, dijo Ghlij. Aquel grabado, que podría verse desde el mar a varios kilómetros, señalaba la frontera occidental de su tierra.

– Pronto veremos un buen puerto -dijo Ghlij-. Y una ciudad y una guarnición de tropas. Y algunos navíos mercantes y bajeles rápidos.

– ¿Navíos mercantes? -dijo Ulises, ignorando la amenaza de su tono-. ¿Con quién comercian?

– Sobre todo entre sí. Pero algunas de sus grandes naves recorren la costa hacia el norte y comercian con los pueblos que hay en aquellas costas.

Ulises empezó a sentirse excitado. No tanto por enfrentar el peligro de lo desconocido como por una nueva idea. Quizás los neshgais no hubiesen de ser sus enemigos. Quizás pudiesen ser amigos, y ayudarle. Desde luego, tenían un interés común en combatir al gran Árbol o a quien lo utilizase. Y posiblemente podrían estar trabajando con los humanos, no haciendo a los humanos trabajar para ellos. ¿Quién sabía cuántas mentiras no le habría dicho el hombre murciélago?

La costa se curvó profundamente hacia adentro, y entonces Ulises vio un rompeolas a la izquierda. Estaba hecho de grandes bloques de piedra y se extendía a lo largo de varios kilómetros. Más que un simple rompeolas, era un alto muro destinado a proteger el puerto y la ciudad de naves hostiles. En la cima del acantilado se veían algunos inmensos, edificios grises y luego, al cruzar la primera de las entradas, gran número de barcos y una ciudad en la ladera de la colina del fondo.

Habían pasado una torre situada en el extremo del rompeolas y visto dentro personas detrás de algunas de las estrechas aberturas de las ventanas. Algo atronó, y él miró atrás y vio una forma gigante sobre la torre. Sostenía una trompeta inmensa en su boca descomunal. La probóscide elefantina estaba alzada sobre el instrumento como si ella, no el instrumento, trompetease.

Ulises decidió que sería mejor si él acudía a saludarlos en vez de obligarlos a ellos a salir. Sin duda no creerían que aquel pequeño navío pretendiese atacarles. Situó la nave entre la amplia entrada del rompeolas, bajo las dos torres de ambos lados de la entrada. Saludó a la gente de la torre y le sorprendió ver que la mayoría de ellos eran humanos. Llevaban yelmos de cuero y escudos que supuso de madera. Blandían lanzas (de punta de piedra, desde luego) o sostenían arcos y flechas. Tras ellos se alzaban las figuras grisáceos de los neshgais. Los gigantes debían de ser los oficiales.

Nadie disparó desde las torres. Debieron pensar como él que un pequeño navío no podía entrar con propósitos hostiles.

No se sintió tan seguro un momento después, cuando vio un gran bajel, tipo galera, que avanzaba rápidamente hacia el suyo. Lo dirigían varios soldados, dos tercios de ellos humanos, y tenía timón. No tenía vela. Tampoco tenía remeros.

Entonces abrió mucho los ojos con la extraña sensación de que acababa de meter la cabeza en una guillotina. No había visto ni oído nada que indicase que los neshgais tuviesen una tecnología tan avanzada.

Pero cuando la galera giró tras ellos y luego se colocó a su lado para dirigirles, no emitió más sonido que el silbido del agua cortada por la fina quilla y el rumor de las olas al abrirse. Si la embarcación llevaba un motor de combustión interna, tenía también unos excelentes instrumentos para silenciar el ruido.

– ¿Quién conduce eso? -dijo a Ghlij.

– No lo sé, Señor -respondió Ghlij.

El tono con que dijo Señor indicaba que creía que los días de Ulises como dios estaban contados. Pero no parecía demasiado alegre. Quizás también el hombre murciélago corriese peligro de verse esclavizado. Sin embargo, esto no parecía probable, pues Ghlij había dicho que los hombres murciélago comerciaban con los neshgais.

Contempló la nave. ¿Cómo se compaginaba su avanzado método de propulsión con las primitivas armas de su tripulación?

Se encogió de hombros. Ya lo descubriría. Y si no, tendría cosas más importantes de que preocuparse. Siempre había tenido la virtud de la paciencia, y la había fortalecido enormemente desde su despertar. Quizás su «piedritud» increíblemente larga había capacitado a su psique para absorber parte de la resistencia del material inerte y duro.

Su nave bajó la vela, y los remeros alzaron los remos para disminuir la velocidad, cuando el barco comenzó a deslizarse a lo largo del muelle siguiendo las instrucciones de un oficial de la galera. Humanos vistiendo sólo taparrabos tomaron las amarras que les arrojaron los peludos tripulantes y arrastraron el navío por encima de varios sacos de aspecto gomoso. La galera se deslizó por el mismo camino un minuto después y luego paró sus invisibles motores silenciosos y se detuvo a unos centímetros de una estructura que había delante.

Ulises pudo ver entonces más de cerca a los neshgais. Medían algo más de tres metros y tenían unas piernas cortas y vigorosas como columnas, y grandes pies desparramados. Eran largos de cuerpo, (diríase que debían padecer mucho de la espalda) y sus brazos eran muy musculosos. En las manos tenían cuatro dedos.

Las cabezas se parecían mucho a la cabeza tallada que habían visto en el pueblo vroomaw. Las orejas eran enormes, pero mucho más pequeñas en proporción a la cabeza que las de un elefante. La frente era muy ancha y nudosa en las sienes. No tenían cejas, pero las pestañas eran muy largas. Los ojos eran marrones, verdes o azules. La pellejuda y arrugada probóscide, cuando colgaba, les llegaba al pecho. Las bocas eran anchas, y de los labios muy gruesos (casi negroides, en realidad) les brotaban dos pequeños colmillos en ángulo recto respecto al plano de la cara. No tenían más que cuatro molares, y esto, claro está, afectaría a su idioma. Su airata, la lengua comercial, tendría un tono distinto. Tan distinto que era casi un nuevo lenguaje. Pero cuando el oído se acostumbraba, resultaba inteligible. Sin embargo, los humanos tenían dificultad para reproducir sonidos neshgais, y en consecuencia su airata era un compromiso entre aquél que hablaban pueblos de dentadura similar y el que hablaban los neshgais. Por fortuna, los neshgais eran capaces de entender el airata especial de sus esclavos.

Sus pieles variaban de un gris muy claro a un gris marrón.

Llevaban picudos yelmos de cuero con cuatro orejeras, muy parecidos, pensó Ulises, al gorro de Sherlock Holmes. Llevaban cuentas enormes, piedras de varios tipos atadas con cuerdas de cuero, alrededor de sus gruesos cuellos. Grandes petos de hueso pintados en rojo, negro y verde cubrían sus pechos, relativamente estrechos. Su única ropa (universal entre los humanos y entre los neshgais también) era un taparrabos. Las piernas de los oficiales tenían enrolladas unas cintas verdes, y sus enormes pies iban embutidos en sandalias. Algunos llevaban capas de vivos colores, con grandes plumas blancas en los bordes.

A Ulises le parecía que aquellas criaturas combinaban una ajenidad repugnante con un aura de poder y sabiduría. Esto último era consecuencia de su propia actitud hacia los elefantes, claro. Luego se recordó que los neshgais podrían ser descendientes de probóscides, pero no eran elefantes, lo mismo que él no era un simple mono. Y aunque su tamaño gigante y su indudable gran fuerza les proporcionaran ventajas, también les creaban ciertas desventajas. Todo tiene sus inconvenientes.

Un majestuoso neshgai se mantenía separado y delante de los otros en el muelle. Fue él quien habló a Ulises mientras todos los demás escuchaban respetuosamente. Lanzó un agudo trompeteo por su larga nariz (un saludo, como Ulises descubriría) y luego pronunció un breve discurso. Ulises, aunque sabía que el otro hablaba en airata, poco pudo entender por lo extraño del acento. Pidió a Ghlij que lo tradujera, advirtiéndole que no mintiese.

– ¿Y qué me haríais, Señor? -dijo Ghlij, mirándole de reojo sin disimular su odio.

– Puedo matarte ahora mismo -dijo Ulises-. No te subleves tan pronto.

Ghlij soltó un bufido y luego repitió en airata más inteligible lo que el oficial, Gushguzh, había dicho.

El resumen era que Ulises debía rendirse con su tripulación a Gushguzh. Él le conduciría a la ciudad, al edificio principal de la administración, la casa del soberano y de su primer ayudante, Shegnif. Allí le entrevistaría. Si Ulises no aceptaba rendirse inmediatamente, Gushguzh ordenaría que les atacasen.

– ¿Es ésta la capital? -dijo Ulises, señalando la ciudad de la colina. Era la población mayor que había visto hasta entonces, pero aun así no podía albergar a más de treinta mil seres, incluidos los humanos.

– No -dijo Ghlij-. Bruuzhgish está a varios kilómetros al este. Allí es donde viven la Mano de Nesh y su ayudante Shegnif.

Ghlij utilizó una palabra para indicar la posición de Shegnif que podría traducirse como Gran Visir.

Gushguzh habló de nuevo, y Ghlij dijo que debían abandonar la nave y subir la colina hasta la guarnición. Les proporcionarían transporte a todos para trasladarse a la capital. Al parecer, no le preocupaban las armas que los recién llegados llevaban.

Ulises salió el primero para colocarse al lado del descomunal Gushguzh. El gigante desprendía un olor más parecido al de un caballo sudoroso que al de un elefante. A Ulises le resultó agradable. El atronar de los estómagos de los neshgais, sin embargo, era un fenómeno que habría de rodear constantemente a Ulises en aquella tierra. Además, el neshgai comenzó a mascar un gran palo hecho de verduras prensadas y daba órdenes a sus soldados sin dejar de mascar. Los neshgais dedicaban mucho tiempo a comer porque así lo exigían sus grandes estómagos. Pero no tanto como los elefantes.

Organizada al fin, la cabalgata desfiló calle arriba directamente hacia la colina. Los soldados neshgais, esclavos humanos y oficiales no humanos, siguieron a los recién llegados. Wulka llevaba a Jyuks a la espalda. Ulises llevaba a Ghlij, seguido del enorme Gushguzh. Caminaba muy digna y lentamente ladera arriba. Cuando llegaron a la cima, jadeaba, y le caía saliva de la boca. Ulises recordó el comentario de Ghlij de que los neshgais eran propensos a las enfermedades cardíacas, pulmonares y de espalda, y a dolencias en pies y piernas. Pagaban cara la combinación d«gran tamaño y estructura bípeda.

La calle estaba pavimentada con ladrillos unidos con mortero y tenía una anchura de unos quince metros. Las casas eran cuadradas, tenían tres cúpulas y estaban cubiertas de diversas figuras y dibujos geométricos y pintadas de modo parecido a lo que se llamaba «psicodélico» en tiempos de Ulises. No había ciudadanos ni esclavos en la calle porque los soldados los habían desalojado. Pero se asomaron a puertas y ventanas a su paso muchas caras grises o tostadas. Según Ghlij, los neshgais jamás habían visto felinos peludos como aquéllos.

Gushguzh les dejó a la entrada del fuerte de la guarnición, que era un edificio con forma de castillo hecho de ciclópeos bloques de granito, Pasó una hora; luego otra. Era como estar en el ejército, pensó Ulises. Correr y esperar. Diez millones de años habían creado un nuevo tipo de ser inteligente, pero el procedimiento militar no había variado en absoluto.

Awina estuvo un rato cambiando el peso del cuerpo de un pie al otro, hasta que por fin se acercó a Ulises y se apoyó en él.

– Temo, mi Señor -dijo-, que nos hemos puesto en manos de los narigudos, y que harán con nosotros lo que quieran. Somos demasiado pocos para defendernos.

Ulises le dio una palmada en la espalda, gozando, pese a su ansiedad, la suave sensualidad de aquella piel.

– No te preocupes -dijo-. Los neshgais parecen ser individuos inteligentes. Se darán cuenta de que tengo mucho que ofrecerles y que no deben tratamos como si fuésemos una manada de perros salvajes.

Esa había sido su principal razón para penetrar tan audazmente en territorio neshgai. Pero luego la galera le había dejado asombrado. ¿Y si aquella gente estuviese tan adelantada que nada de lo que pudiese ofrecerles fuese comparable a lo que ya tenían? Ciertamente no había visto signo alguno de transporte terrestre con motores, y eso resultaba extraño. Quizás los motores que la galera utilizaba exigiesen demasiado espacio y combustible para poder aplicarse a los automóviles. En cuyo caso, podría enseñarles a construir coches de vapor.

Entonces se abrieron las puertas del fuerte y salió una hilera de automóviles y camiones. Se parecían un poco a los primeros coches de su época, parecían carros y carruajes modificados. Eran todos de madera, salvo ruedas y neumáticos. Las ruedas parecían de vidrio u otro plástico que parecía vidrio. (El vidrio, por supuesto, era un plástico) Los neumáticos parecían de goma blanca, y (según se enteró más tarde) los hacían de la savia, especialmente tratada, de un árbol que no había existido en su época.

Los vehículos tenían que ser inmensos para albergar a los gigantescos neshgais. Los volantes eran enormes, parecían más timones de navíos. Debía necesitarse gran fuerza y grandes manos para girarlos, y quizás ésa fuese la razón de que sólo los neshgais condujesen, incluso en los camiones. Sin embargo, Ghlij dijo que nunca confiaban en los humanos para conducir vehículos o para utilizar instrumentos tecnológicos avanzados, salvo los transmisores de voces.

Ningún sonido brotaba del capó. Ulises puso su mano sobre la madera pero no percibió ninguna vibración. Preguntó a Ghlij qué impulsaba los vehículos, y Ghlij se encogió de hombros.

– No lo sé -dijo-. Los neshgais me dieron cierta libertad como vendedor de artículos e información. Pero no me describieron sus aparatos ni me dejaron siquiera aproximarme a uno sin supervisión.

Aquello debía haberle resultado muy frustrante a Ghlij, pensó Ulises, pues su objetivo primario allí sería sin duda descubrir el secreto de la tecnología neshgai.

Había en su cultura muchas contradicciones. Había tantas cosas primitivas allí, junto a instrumentos avanzados. Los neshgais tenían arcos y flechas, lanzas de punta de plástico, pero no tenían pólvora. O quizás supiesen de la pólvora pero no tenían armas de fuego porque carecían de metal o de un plástico que pudiese sustituir al metal.

Gushguzh apareció sentado en el asiento trasero del primer vehículo. Dejó de comer un inmenso plato de verdura y de beber de una jarra de leche el tiempo suficiente para pedir comida para los humanos y los recién llegados. La mayoría de la comida era verdura, pero había también algo de carne de caballo. Los caballos se utilizaban también, como descubriría, para arrastrar carros y carruajes para los esclavos humanos y los neshgais rurales.

Después de comer, la mayor parte del grupo de Ulises pasó a los camiones, y los soldados humanos se unieron a ellos. Ulises, sus jefes, Awina y los dos hombres murciélago entraron en el coche que iba detrás del de Gushguzh.

El coche avanzó por una carretera de ladrillo cubierta con plástico en el que había incrustados trozos de ladrillos para mejorar la tracción. Ulises observó al conductor, que controlaba su velocidad y el freno con un solo pedal bajo el pie derecho. El panel de instrumentos contenía una serie de marcadores y válvulas con varios símbolos. Ulises los estudió porque eran las primeras indicaciones de escritura que veía. Había algunos símbolos familiares, un 4 invertido, una H a su lado, una O, una T, una Z barrada, pero se trataba de símbolos cuya simplicidad hacía probable que hubiesen sido inventados independientemente.

Los vehículos tenían parabrisas, pero los laterales iban abiertos. El viento no era problema, pues los coches nunca sobrepasaban los cuarenta y cinco kilómetros por hora. Y descendían a veinte en las subidas. No brotaba ni un simple ronroneo de los motores.

Después de más o menos hora y media, la comitiva desembocó en la plaza de un gran fuerte, y el grupo pasó de aquellos vehículos a otros. Ulises no entendía por qué debían cambiar de coche como si fuesen viajeros del Pony Express. Luego pensó que su comparación con el Pony Express podría resultar más apropiada de lo que suponía. Quizás los motores no fuesen mecánicos ni eléctricos sino biológicos. ¿Podían estar utilizando los neshgais algún tipo de motor muscular?

Vio a un esclavo vertiendo combustible en el tanque a través de un tubo, a un lado del capó, y esto fortaleció su teoría. El combustible no era desde luego gasolina ni nada parecido. Era espeso como jarabe y tenía un olor vegetal. ¿Alimento para el motor vivo?

La comitiva partió de nuevo, dirigiéndose hacia el campo como antes. Era un terreno ondulado y de grandes bosques con sólo los claros de algunos cultivos y caseríos. Había algunas plantas extrañas en las tierras de cultivo y una vez, que se pararon a descansar, se acercó al campo más próximo. Nadie intentó detenerle, aunque había tres arqueros cerca de él. Las plantas tenían poco más de dos metros de altura y eran verdes y de finos tallos, con frutos en forma de caja de un verde oscuro. Cogió uno para examinarlo. El tallo se inclinó dócilmente sin el menor indicio de que fuese a romperse. Abrió la carnosa caja hundiendo los dedos en una ranura de su parte superior. Bajo las capas de suaves hojas verdosas había una placa delgada y cartilaginosa cuya superficie cruzaban líneas oscuras anchas y estrechas. Donde se unían las líneas había pequeños globos verdes y pulposos. Intentó imaginarse lo que parecería la placa cuando madurase.

A menos que estuviese dando demasiada cuerda a su imaginación, contemplaba un cuadro de circuito impreso aún no maduro.

Gushguzh dijo algo, y todos volvieron a los vehículos. Ulises pasó a observar los campos con más interés y, al cabo de kilómetro y medio vio otro cultivo que creyó poder identificar. O al menos, podía suponer razonablemente su naturaleza. Eran unas plantas bajas, achaparradas, y crecían en ellas cajas redondas envueltas en hojas. Las cajas eran de algo más de un metro de longitud, un metro de anchura y algo menos de profundidad. Su teoría era que aquellos eran los motores de los vehículos. Eran de origen vegetal, no animal, aunque podían ser plantas con muchas proteínas.

Consideró las implicaciones de su descubrimiento mientras cruzaban más campos con una variedad de cultivos cuya naturaleza no podía siquiera imaginar. Pasaron también por una serie de pueblos formados por las casas mayores, esculpidas y pintadas, de los neshgais y las más pequeñas, sin esculturas y a menudo sin pintar, de los humanos. Al cabo de un rato, dejó de teorizar sobre la tecnología vegetal de los neshgais y consideró las implicaciones de la estructura de los pueblos y de los caseríos. Los humanos parecían sobrepasar a los neshgais en una relación de seis a uno o de unos tres adultos humanos por cada adulto neshgai. Aunque eran inmensos y parecían muy fuertes, un neshgai no podía compararse con tres humanos actuando de acuerdo y mucho más rápidos, aunque algunos de los humanos fuesen hembras.

¿Qué impedía a los humanos rebelarse? ¿Tenían mentalidad de esclavos? ¿Había alguna arma que hacía invencibles a los nesgáis? ¿Vivían en realidad los humanos en una simbiosis con los neshgais que era lo bastante provechosa para ellos como para que no les preocupase la esclavitud?

Pensó en los soldados humanos que se sentaban frente a él. Eran medio calvos. Los hombres y las mujeres que había visto en los pueblos eran semicalvos, aunque los niños tenían pelo en toda la cabeza. Era un pelo muy rizado. Su piel era de un hermoso color aceituna. Los ojos castaños o, a veces, castaño verdosos. Las caras solían ser estrechas con tendencia a las narices aguileñas, las barbillas afiladas y los pómulos altos.

El único rasgo no humano era que carecían de dedo meñique en los pies. Pero esto podía achacarse a la evolución. Después de todo, algunos teorizadores, tanto científicos como profanos, habían dicho que el hombre podía perder esos dedos. Y sus muelas del juicio.

Se inclinó hacia adelante y habló en airata al soldado de enfrente. Pareció desconcertarse y alarmarse un poco, al principio. Ulises repitió su petición más lentamente. Esta vez el soldado comprendió la mayoría del mensaje. Su airata no era como el de Ghlij o el de Ulises, puesto que el airata era su idioma nativo y se había desviado un tanto del original. Pero Ghlij conocía las palabras extrañas y las traducía.

El soldado parecía receloso al principio, pero Ulises le aseguró que no le haría ningún daño. El soldado se volvió y preguntó al gigante que tenía detrás si debía obedecer. La gran cabeza elefantina se volvió, miró a Ulises y luego habló. El soldado abrió su boca y Ulises miró dentro y recorrió los dientes con el dedo. No había muela del juicio.

Ulises le dio las gracias. El neshgai sacó un cuaderno y escribió algo en él con una pluma estilográfica del tamaño de una linterna grande.

El viaje duró hasta bien entrada la noche. Cambiaron cinco veces de vehículo. Al final, descendieron entre grandes cerros a una llanura sobre un acantilado que daba al mar. La ciudad estaba aún bien iluminada con antorchas y bombillas de luz eléctrica. O lo que parecían bombillas, aunque Ulises pensó que bien podían ser organismos vivos. Estaban unidas a cajas marrones de baterías vegetales vivientes con células de combustible.

La propia ciudad estaba amurallada y parecía más que nada una ilustración de Bagdad de un ejemplar de Las Mil y Una Noches. La comitiva cruzó las puertas que se cerraron tras ella y recorrió las calles hacia el centro de la dudad. Se bajaron allí de sus vehículos y penetraron en un inmenso edificio subiendo a una enorme sala cuyas puertas se cerraron también tras ellos. Sin embargo, allí les esperaba comida, y después de comer literas donde dormir.

Awina subió a la litera que quedaba encima de la de Ulises, pero éste, al despertar a media noche, la descubrió a su lado. Temblaba y gemía suavemente. Ulises se quedó asombrado, pero logró controlarse y preguntarle, en voz baja, qué hacía allí.

– Tuve un sueño terrible -dijo-. Era tan aterrador que me desperté. Y me da miedo volver a dormirme. Y hasta estar sola en la cama. Así que bajé aquí para que vos me dieseis fuerza y valor. ¿Hice mal, mi Señor?

La acarició entre las orejas y luego le tiró cariñosamente de ellas.

– No -dijo él. Había llegado a acostumbrarse a que los felinos le tocasen para poder extraer de él parte de sus cualidades divinas. Era una superstición inofensiva y les beneficiaba psicológicamente.

Miró a su alrededor. Las bombillas, colocadas en cajas en la pared, no eran tan brillantes como al entrar en la sala. Daban luz suficiente para que pudiese ver con claridad a los que estaban cerca, sin embargo. Todos dormían. Nadie parecía darse cuenta de que Awina estuviese en su cama. Ni nadie hubiese puesto objeciones. Sabía por entonces que podía hacer con ellos lo que desease y que no protestarían. Él era su dios, aunque fuese, después de todo, un dios menor.

– ¿Cómo era el sueño? -dijo, sin dejar de darle palmadas. Acarició su mandíbula y luego su cara. Ella se estremeció y luego dijo:

– Soñaba que estaba durmiendo en este mismo lugar. Y entonces dos de los pieles grises vinieron y me sacaron de la cama y me llevaron fuera de aquí. Y recorrieron muchas salas y bajaron por muchas escaleras oscuras hasta una cámara profunda debajo de esta ciudad. Allí me encadenaron a la pared y empezaron a hacerme mucho daño. Clavaban sus colmillos en mí e intentaban arrancarme las piernas y por último me desencadenaron y me tiraron al suelo y empezaron a aplastarme con sus grandes pies.

»En aquel momento se abrió la puerta de la sala y os vi a vos en la habitación contigua. Estabais allí rodeando con el brazo a una mujer humana. Ella os besaba y vos me veíais y os reíais de mí cuando os suplicaba que roe ayudarais. Y luego la puerta se cerró de golpe y los neshgais comenzaron a patearme otra vez, y luego uno dijo: «¡El Señor toma esta noche una compañera humanal»

»Y yo dije: «Dejadme morir» Pero en realidad no quería morir. No quería morir lejos de vos, mi Señor.

Ulises pensó en aquel sueño. Ya había tenido muchos sueños relacionados con ella, los suficientes para saber lo que su inconsciente intentaba decirle, aunque también tenía conciencia de cuáles eran sus sentimientos. Sin embargo resultaba difícil interpretar aquel sueño. Si utilizaba la máxima freudiana de que los sueños representaban deseos, entonces ella deseaba que él tuviese una hembra humana como compañera. Y deseaba también castigarse a sí misma. Pero, ¿castigarse a sí misma por qué? Ella no sería culpable por ningún deseo de él. La cultura wufea tenía muchas cosas por las que su pueblo podía sentirse culpable, como todas las culturas, humanas o no humanas, pero esta no era una de ellas.

El problema era que la máxima freudiana nunca había demostrado ser cierta y, en segundo término, el subconsciente de individuos descendientes de gatos (si es que habían sido gatos) podría diferir del de la gente que descendía de monos.

Cualquiera que fuese la interpretación de sus sueños, era evidente que estaba preocupada por las hembras humanas. Sin embargo él nunca le había dado razón alguna para que le considerase otra cosa que un dios. O para que se considerase a sí misma algo más que una auxiliar de un dios, aunque el dios le tuviese cariño.

– ¿Te encuentras bien ya? -preguntó él-. ¿Crees que puedes volver a tu cama?

Ella asintió.

– Entonces, lo mejor es que vuelvas a dormir.

Ella guardó silencio un instante y él sintió que su cuerpo se tensaba al hacerle una caricia de despedida.

– Muy bien, Señor -dijo ella quedamente-. No quería ofenderos.

– No me ofendiste -dijo él.

No creyó necesario añadir más. Podría sentirse débil y pedirle que se quedase con él. También él necesitaba consuelo.

Ella subió a su cama. Él siguió acostado lo que le pareció un largo rato, mientras los cansados e inquietos wufeas, wuagarondites y alkumquibes roncaban, se agitaban o murmuraban a su alrededor. ¿Qué sucedería al día siguiente? Hoy, más bien, pues pronto amanecería.

Tenía la sensación de estar balanceándose en la cuna del tiempo. Tiempo. Nadie lo comprendía, nadie podía explicarlo. El tiempo era más misterioso que Dios. A Dios podía entendérsele. Se pensaba en Dios como en un hombre. Pero el Tiempo no se entendía, su esencia y origen no se percibían ni siquiera levemente a su paso.

Estaba balanceándose en la cuna del tiempo. Era un niño de diez millones de años. Quizás un niño de diez billones de años. Diez millones de años. Ninguna otra criatura viva había soportado tal cuantía de tiempo, fuese lo que fuese el tiempo; y sin embargo diez millones o diez billones de años nada eran en el tiempo. Nada. Él había soportado (no vivido) diez millones de años, y debía morir pronto. Y si moría (cuando muriese) podría muy bien no haber vivido nunca. No sería más que un aborto producido en algún sub-humano dos millones antes de que naciese. Eso y sólo eso, y ¿qué bienes le ofrecía a él la vida? ¿O a cualquiera?

Intentó ahuyentar estos pensamientos. Estaba vivo, y aquel filosofar era inútil, aunque fuese inevitable en un ser inteligente. Incluso el menos listo de los seres humanos debía de pensar sin duda en la futilidad de la vida individual y en el carácter incomprensible del tiempo por lo menos una vez en su vida. Pero recrearse en tales pensamientos era propio de neurótico. La vida tenía su propia respuesta, pregunta y respuesta envueltas en una sola piel.

Si al menos pudiese dormir… Se despertó al abrirse las grandes puertas y oírse el rumor de los inmensos pies de los neshgais que entraban. Luego tomó el desayuno y se dio una ducha (sus hombres se abstuvieron de imitarle) y utilizó su cuchillo para arreglarse las patillas. No tenía que afeitarse más que cada tres días y esta tarea le llevaba sólo un minuto. No sabía si eran responsables de su falta de barba sus genes indios o si intervenían también otros factores.

Se quitó la ropa, que estaba demasiado sucia y rota, y se la dio a Awina para que la lavase y cosiese. Metió el cuchillo en un bolsillo lateral del taparrabos que le dio un esclavo, se puso sandalias nuevas y salió de la sala siguiendo a Gushguzh. Los demás no estaban invitados. Las grandes puertas se cerraron en sus narices.

El interior del enorme edificio de cuatro plantas estaba tan esculpido y adornado y brillantemente pintado como el exterior. Había muchos esclavos humanos en los anchos pasillos, pero muy pocos soldados. La mayoría de los guardianes eran neshgais de cuatro metros de altura con yelmos de cuero a los que iban enrollados brillantes turbantes escarlata y que sostenían tanzas que parecían pinos y escudos sobre los que iba pintada una X dentro de un circulo roto. Se cuadraban al aproximarse Gushguzh y golpeaban el suelo con las lanzas alzando un ruido resonante en los suelos de mármol.

Gushguzh condujo a Ulises por varios vestíbulos y subieron dos tramos de retorcidas escaleras de mármol con pasamanos exquisitamente tallados y bajaron luego más pasillos que daban a glandes salas de inmensos muebles enjoyados y estatuas pintadas. Vio gran número de hembras neshgais. Medían éstas entre dos ochenta y tres metros de altura y carecían por completo de colmillos. Llevaban taparrabos y largos pendientes y, algunas, un anillo u ornamento insertado en la piel a un lado de sus probóscides. Sus pechos estaban situados muy abajo y plenamente desarrollados, como los de todas las hembras inteligentes que había visto, estuviesen o no amamantando. Desprendían un perfume agradable y penetrante, y las jóvenes se pintaban la cara.

Al fin se detuvieron ante una puerta de un intenso color rojo y maciza textura. Había en ella gran número de figuras y símbolos grabados. Los guardianes que había apostados saludaron a Gushguzh. Uno abrió las puertas y Ulises se vio conducido a una cavernosa sala en la que había muchas estanterías con libros y unas cuantas sillas frente a un sillón y una mesa gigantescos. Un neshgai, que llevaba gafas sin montura y un gorro de papel cónico muy largo en el que había pintados muchos símbolos, se sentaba tras la mesa.

Aquel era Shegnif, el Gran Visir.

Un momento después, Ghlij fue introducido en la sala por un oficial. Sonreía, y parte de su placer se debía sin duda al alivio de verse con las alas desatadas. Otra parte se debía a que esperaba presenciar la humillación de Ulises.

Shegnif hizo a Ulises algunas preguntas con voz profunda aún para los neshgais, que solían tener voz de trueno. Ulises las contestó verazmente y sin vacilación. Le preguntó cuál era su nombre, de dónde venía, si había otros como él, etc. Pero cuando dijo que venía de otro tiempo, quizás de hacía diez millones de años, y que un rayo le había «despetrificado», y que había ido allí después de pasar por el Árbol, Shegnif pareció también tocado por el rayo. A Ghlij no le agradó la reacción; borró su sonrisa y comenzó a moverse inquieto sobre sus grandes pies huesudos.

Tras un largo silencio sólo roto por los estruendos estomacales de los tres neshgais, Shegnif se quitó sus grandes gafas redondas y las limpió con un paño tan grande como una alfombra. Volvió a ponérselas y se inclinó sobre su mesa para contemplar al humano que tenía ante él.

– O eres un mentiroso -dijo- o un agente del Árbol. O, simplemente, estás diciendo la verdad. Dime, alas de murciélago -preguntó a Ghlij-. ¿Dice la verdad?

Ghlij pareció encogerse por dentro. Miró a Ulises y luego volvió a mirar a Shegnif. Era evidente que no se decidía a denunciar a Ulises como mentiroso o a admitir que la historia era cierta. Él quería desacreditar al humano, pero si lo intentaba y fracasaba, quedaría desacreditado él. Quizás eso entre los neshgais significase la muerte, lo que explicaría el sudor de su cuerpo en aquella fresca mañana.

– ¿Bien, qué me dices? -dijo Shegnif.

Ghlij era quien tenía toda la ventaja, pues Shegnif le conocía. Por otra parte, Shegnif quizás tuviese sus recelos respecto a Ghlij y su especie.

Su observación sobre «un agente del Árbol» debía significar que consideraba al Árbol una entidad, una entidad hostil. Si así era, debía tener su idea de los motivos de Ghlij, pues tenía que saber también que el hombre murciélago vivía en el Árbol. ¿O no lo sabía? Los hombres murciélago podían haberle dicho que procedían de más allá del Árbol, sin que él tuviese medio de comprobarlo. Al menos hasta la aparición de Ulises.

– No sé si miente o no -dijo Ghlij-. Me dijo que era el dios de piedra vuelto a la vida, pero yo no le vi volver a la vida.

– ¿Has visto al dios de piedra de los wufeas?

– Sí.

– ¿Y volviste a ver al dios de piedra después de la aparición de este hombre?

– No -respondió Ghlij, vacilante-. Pero tampoco fui al templo a ver si estaba allí todavía. Le creí, aunque no debí creerle.

– Puedo preguntar a los felinos sobre él. Ellos sabrán si es o no el dios de-piedra -dijo Shegnif-. Si ellos le reconocen como el dios revivido, no creo que le llamen mentiroso. Supongamos que la historia es cierta.

– ¿Qué es, realmente, un dios? -dijo Ghlij, incapaz de reprimir el tono de burla.

– No hay más que un dios -dijo Shegnif, mirando fijamente a Ghlij-. Sólo uno. ¿O negarás eso? Los que viven en el Árbol dicen que el Árbol es el único dios. ¿Qué dices tú?

– Oh, yo estoy de acuerdo contigo en que hay sólo un dios- contestó rápidamente Ghlij.

– Y que es Nesh -dijo Shegnif-, ¿verdad?

– Nesh es ciertamente el único dios de los neshgais -dijo Ghlij.

– Eso no es lo mismo que decir que hay un sólo dios, el dios de los neshgais -dijo Shegnif. Sonrió mostrando una boca blanca, blancas encías y cuatro molares. Alzó un gran vaso de agua en el que había un tubo de cristal y sorbió agua a través de éste. A Ulises le sorprendió esto; había visto a los neshgais sorber agua con sus trompas prensiles y echársela luego en la boca. Pero aquélla era la primera vez que veía utilizar un tubo a modo de paja. Más tarde les vería beber directamente de vasos que tenían la boca estrecha para poder introducirla entre sus colmillos.

Shegnif posó el vaso y dijo:

– Da igual. No exigimos que los no neshgais adoren a Nesh, pues él sólo se preocupa de las oraciones de sus hijos y rechazaría el culto de quienes no fuesen ellos. Creo que eres bastante ladino, Ghlij. Procura ser más directo en el futuro. ¡Déjanos los circunloquios para nosotros los neshgais que nos movemos lentamente y pensamos muy despacio!

Sonrió de nuevo. Ulises empezó a pensar que quizás acabase agradándole el Gran Visir.

Shegnif hizo a Ulises preguntas más detalladas. Por último, les dijo que podían sentarse, y los oficiales se sentaron lentamente en sus sillas. Ulises se sentó en el borde de una, con los pies colgando. No parecía sin embargo tan pequeño y desvalido como Ghlij, que estaba como un pajarillo a la entrada de una gran cueva.

Shegnif unió las puntas de sus dedos grandes como plátanos y frunció el ceño cuanto una persona sin cejas pueda hacerlo.

– Estoy asombrado -dijo-. Eres, sin duda, la fuente viva de un mito que se originó hace un número indeterminable de milenios. Aunque no debería decir mito, pues tu historia parece ser cierta.

«Los wufeas te encontraron en el lecho de un lago que llevaba existiendo muchos miles de años. No hay duda de que encontraron una estatua de piedra que se parecía a ti. Incluso este evasivo hombre murciélago lo confirma. Pero, ¿sabes que has estado sobre suelo firme varias veces antes de que los wufeas te encontraran, que fuiste perdido o robado varias veces?

Ulises negó con un gesto.

– Tú has sido el dios, o el foco central, de más de una religión -dijo el Gran Visir-. Has sido el dios de un pequeño pueblo primitivo de una u otra especie, y te has sentado en tu trono, petrificado, mientras el pueblecito se convertía en la gran metrópoli, la capital de un imperio altamente civilizado. Y aún seguiste allí sentado mientras el imperio se fragmentaba y la civilización se desmoronaba, y la gente moría, y sólo quedaban ruinas llenas de lagartijas y búhos.

– Mi nombre es Ozymandias -murmuró Ulises en inglés. Por primera vez, su inglés le sonaba extraño.

– ¿Qué? -preguntó Shegnif, mirándole por encima de las gafas y bajando hacia él su probóscide.

– Hablaba para mí en un lenguaje que murió hace millones de años, Señoría -dijo Ulises.

– ¿Ah, sí? -dijo Shegnif, con un brillo especial en sus ojillos verdosos-. Haremos que nuestros científicos lo registren. En realidad, planeamos mantenerte muy ocupado durante algún tiempo. Nuestros científicos han recibido información sobre ti, y no pueden contener su impaciencia.

– Eso es interesante -dijo Ulises; ¿iba a ser sólo un animal de laboratorio para aquellas gentes?-, pero tengo mucho más que aportar que recuerdos del pasado. Tengo una utilidad presente y futura muy definida. Puedo ser la clave de la supervivencia de los neshgais.

Ghlij le miró extrañamente. Shegnif, irguiéndose, dijo:

– ¿Nuestra supervivencia? ¿De veras? ¡Explícate!

– Preferiría hablar sin que estuviese presente el hombre murciélago.

– ¡Señoría, protesto! -gritó Ghlij-. He permanecido en silencio, como vos deseabais, mientras este humano explicaba su mentirosa historia de sus supuestas aventuras en el Árbol. ¡Pero no quiero guardar silencio por más tiempo! ¡Esto es muy serio! ¡Está atribuyéndonos a nosotros los dhulhulijes planes siniestros, cuando sólo queremos vivir en paz y establecer relaciones provechosas para todos!

– No se ha emitido ningún juicio -dijo Shegnif-. Oiremos las declaraciones de todos, incluyendo la de tu colega Jyuks. De hecho, están siendo entrevistados en este momento los demás, y leeremos los resúmenes de las entrevistas hoy, más tarde. Por cierto, y esto te interesará a ti también, hombre murciélago, nuestros archivos indican que el dios de piedra estuvo una vez aquí. El desde luego se parece al dios de piedra. Y no es, indudablemente, uno de nuestros humanos. Supongo que te darías cuenta de que tiene pelo en toda la cabeza y cinco dedos en los pies.

– Yo no dije que fuese un esclavo o un vroomaws, Señoría -objetó Ghlij.

– Mejor para ti que no lo hayas hecho -dijo Shegnif.

Habló en una caja de madera de color naranja que tenía ante él, y las grandes puertas se abrieron. Ulises se preguntó si tendrían alguna especie de radio. No había visto ninguna antena en la ciudad, pero había estado allí de noche.

Shegnif se levantó y dijo:

– Seguiremos mañana. Tengo que atender asuntos más urgentes. Sin embargo, si puedes demostrar lo que dijiste que eras la clave de nuestra supervivencia, te escucharé con mucho gusto. Puedo preparar una entrevista especial contigo para última hora del día. Pero sería mejor que no me hicieses perder tiempo, mi tiempo es muy valioso.

– Hablaremos al final del día -dijo Ulises.

– ¿Y no tendré yo ninguna oportunidad de defenderme? -chilló Ghlij.

– Todas, como sabes muy bien -dijo Shegnif-. No hagas preguntas que no necesites hacer. Ya sabes que estoy ocupado.

Ulises fue conducido de nuevo a la sala de las literas, pero Ghlij fue trasladado a otra habitación, donde, al parecer, también estaba Jyuks. El último de los entrevistadores, de un equipo de humanos y de neshgais, salía justo cuando regresaba Ulises.

– ¿Cómo os fue, Señor? -le preguntó rápidamente Awina.

– No estamos en poder de seres totalmente irracionales -contestó-. Tengo la esperanza de que podamos convertirnos en aliados suyos.

No les habían quitado las cajas de las bombas. En realidad, aún tenían todas sus armas. Si los neshgais les permitían conservarlas porque las menospreciaban, aún podían demostrarles que se habían precipitado en su juicio. Una bomba derrumbaría las puertas cerradas de aquella sala, y unas cuantas más matarían y asustarían a las suficientes criaturas elefantinas como para permitir al grupo llegar al puerto. Y allí podrían apoderarse de una galera, que debía ser relativamente fácil de manejar. O si querían ir más lejos, podían apoderarse de un barco de vela de los muchos que había en el puerto. Que, según sus sospechas, poseerían también probablemente motores vegetales supletorios.

Pero no tenía sentido hacerlo más que como último recurso. Si los neshgais intentasen matarlos o esclavizarlos, sin duda se habrían apoderado de sus armas. Él daría órdenes a sus hombres de que se resistiesen si les pedían que entregasen las armas. Y les explicaría sus planes de fuga si sucedía esto.

Entre tanto, vería lo que pasaba con los neshgais. Les necesitaba tanto como ellos les necesitaban a él. Él tenía conocimiento y empuje, y ellos materiales y gente. Juntos, podían atacar al Árbol. O a los hombres murciélago, a los que creía auténticos dueños del Árbol.

A última hora de aquel día vino a buscarle un oficial que se presentó como Tarshkrat. Siguió la flotante capa del gigante hasta la oficina de Shegnif. El Gran Visir pidió a Ulises que se sentara y le ofreció un líquido oscuro parecido al vino. Ulises lo aceptó y le dio las gracias pero bebió muy poco. Aun así, aquel poco hizo cantar sus venas.

Shegnif sorbió el líquido con su trompa y se la introdujo en la boca mientras corrían por sus mejillas lágrimas de placer o de dolor. El recipiente de piedra que había ante ellos contenía más de dos litros de aquel licor, pero Shegnif no bebió mucho. Sólo intentaba dar la impresión de que lo hacía. Mientras escuchaba las palabras de Ulises, hundía la trompa con frecuencia en la vasija de piedra. Pero probablemente no hiciese más que agitar el líquido con la planta de la trompa.

Por último, levantó una mano indicando a Ulises que se callara, y dijo:

– ¿Así que crees que el Árbol no es una entidad inteligente?

– No, no creo que lo sea -dijo Ulises-. Creo que a los hombres murciélago les gustaría que todos creyesen que lo es.

– Probablemente seas sincero en lo que dices -atronó el Gran Visir-. Pero sé que estás equivocado. ¡Yo sé que el Árbol es un ser único e inteligente!

Ulises se irguió aún más y preguntó:

– ¿Cómo lo sabe?

– El Libro de Tiznak nos lo dice -dijo Shegnif-. O más bien se lo ha dicho a algunos de nosotros. Sólo puedo leer el Libro esporádicamente. Pero creo a los que afirman que leyeron eso sobre el Árbol.

– No sé qué quiere decir.

– Ni yo esperaba que lo supieras. Pero lo sabrás. Correrá a mi cargo que lo sepas.

– Sea o no un ser inteligente, el Árbol crece -dijo Ulises-. Cubrirá esta tierra en unos cincuenta años si sigue creciendo a este ritmo. Y, ¿a dónde habrán de irse los neshgais?

– Al parecer el Árbol tiene limitado su crecimiento cerca de la costa del mar -dijo el Gran Visir-. Si no nos habría cubierto hace mucho. Está creciendo hacia el norte, y con el tiempo acabará cubriendo toda la tierra del norte. Salvo cerca de la costa. No es el crecimiento del Árbol en sí mismo lo que tememos. Tememos a las gentes del Árbol. El Árbol ha estado enviándolos contra nosotros, y no dejará de hacerlo hasta que nos haya exterminado u obligado a vivir con él.

– ¿Cree realmente eso? -preguntó Ulises.

– ¡Lo sé!

– ¿Y qué me dice de los hombres murciélago?

– No sabía, hasta que me lo dijiste, que vivían en el Árbol. Siempre habían dicho que venían del norte. Si lo que me cuentas es cierto, son enemigos nuestros. Son, podríamos decir, los ojos del Árbol. Lo misino que los otros pueblos, los vignoon y otros, son las manos del Árbol.

– Si el Árbol es una entidad con inteligencia -dijo Ulises-, tendría que tener un cerebro central. Y ese cerebro, una vez localizado, podría destruirse. Si el Árbol es sólo un vegetal sin mente, controlado por los hombres murciélago, hay que localizar a éstos y destruirlos.

Shegnif meditó esto unos minutos. Ulises le observó por encima de su alto vaso y tomó un trago de aquel fuerte licor. Qué extraño, pensó, estar sentado en aquel sillón hablando con un ser que descendía de los elefantes, sobre unos hombrecillos alados y una planta que podría tener un cerebro o varios cerebros.

Shegnif agitó su trompa y se rascó la frente con la punta.

– ¿Por qué al matar al cerebro central del Árbol o a todos los hombres murciélago iba a cesar el crecimiento del Árbol?

– Si uno mata el cerebro de un animal, mata a todo el animal -dijo Ulises-. Esto podría cumplirse también con una entidad vegetal compleja, en cuyo caso el Árbol morirá. Los neshgais tendrán madera suficiente por lo menos para un millar de años -añadió.

Shegnif no sonrió. Quizás el sentido de humor de los neshgais no fuese el de los humanos.

– Si el cerebro está muerto -continuó Ulises-, aunque el Árbol viva al menos no organizará a sus habitantes para un ataque. Son primitivos, relativamente pocos en número, y se pondrían a guerrear entre sí, si el Árbol o los hombres murciélago no lo impidiesen.

»Si el Árbol es sólo un medio del que se sirven los hombres murciélago para controlar esta tierra, el matar a los hombres murciélago desorganizaría a los otros pueblos que viven en el Árbol. Y entonces podríamos afrontar el problema de matar al propio Árbol. Yo sugeriría envenenarle.

– Haría falta mucho veneno -dijo Shegnif.

– Yo sé mucho de venenos.

Shegnif alzó la piel donde deberían haber estado sus cejas, caso de tenerlas.

– ¿De veras? Bueno, venenos aparte, ¿cómo se podría localizar a los hombres murciélago? O atacarlos… Tienen todas las ventajas.

Ulises le explicó cómo creía que se podía hacer. Habló durante más de una hora. Shegnif dijo por último que ya había oído bastante. Habría rechazado sus ideas inmediatamente si se las hubiese expuesto cualquier otro. Pero Ulises había dicho que los instrumentos que construiría habían sido en otros tiempos comunes, y no veía ninguna razón para dudarlo. Tendría que meditar aquella propuesta.

Un poco atontado por el vino bebido, Ulises dejó al Gran Visir. Se sentía optimista, pero sabía también que Shegnif hablaría de nuevo con los hombres murciélago, y Dios sabía lo que podrían influir en él.

El oficial que le conducía le llevó a una suite de varias habitaciones en vez de a la gran sala donde había dormido. Ulises le preguntó por qué le separaban de los suyos.

– No lo sé -dijo el oficial-. Tengo orden de traerle a usted aquí.

– Yo preferiría estar con mi gente.

– No lo dudo -dijo el oficial, mirándole con la trompa rígida, extendida en un ángulo de cuarenta y cinco grados respecto al plano de su cara-. Pero mis órdenes dicen lo contrario. Transmitiré, sin embargo, su petición a mis superiores.

La suite había sido construida para neshgais, no para humanos. El mobiliario era enorme y, para él, inadecuado. Sin embargo, no estaría solo. Tenía como sirvientas a dos mujeres humanas.

– No necesito estas esclavas -dijo Ulises-. Puedo arreglármelas solo.

– Desde luego -dijo el oficial-. Transmitiré vuestra petición de que os dejen solo.

Y ése será el final, pensó Ulises. Se proporcionan esclavos no sólo para mi comodidad. Son también espías.

El neshgai se paró en la puerta, con las manos en el pomo, y dijo:

– Si necesita cualquier cosa que las mujeres no puedan proporcionarle, hable por esa caja de la mesa. Los guardianes de fuera le contestarán.

Abrió la puerta, saludó llevándose el índice de la mano derecha al extremo de su probóscide alzada, y cerró la puerta. El cerrojo chasqueó sonoramente al cerrarse.

Ulises pregunto a las dos mujeres sus nombres. Una se llamaba Lusha; la otra, Thebi. Las dos eran jóvenes y atractivas, si pasaba por alto la calvicie parcial y las barbillas demasiado prominentes. Lusha era delgada y de pechos pequeños, pero graciosa y atractiva. Thebi tenía grandes pechos, y bordeaba la gordura. Tenía los ojos de un verde brillante y sonreía mucho. Le recordaba muchísimo a su mujer. Existía la posibilidad, se dijo, de que descendiese incluso de su mujer, y por supuesto de él, pues habían tenido tres hijos. Pero la similitud con Clara podía ser sólo coincidencia, porque ella no llevaría ya genes de ancestros tan remotos.

Lusha y Thebi tenían un pelo oscuro, tupido y muy rizado, y comenzaba a nacerles en la mitad de su cabeza. Les caía hasta la cintura y estaba adornado por pequeñas imágenes de madera, anillos y varias cintas de brillantes colores. Llevaban pendientes, y los labios pintados de rojo y los ojos circundados de un aceite azulado. Llevaban también collares de cuentas y piedras coloreadas al cuello, y símbolos pintados en el vientre. Estos, le explicaron, eran la marca de su propietario, Shegnif.

Sus taparrabos eran de color escarlata con pentágonos verdes. Una franja negra y fina descendía por ambos lados de sus piernas y terminaba en círculos alrededor de los tobillos. Llevaban las sandalias pintadas en oro.

Le condujeron al baño, donde los tres hubieron de subir por una escalera portátil de madera proporcionada por el mayordomo. El se sentó en el lavabo que los neshgais utilizaban para lavarse las manos y las dos mujeres se colocaron al borde y le bañaron.

Más tarde, Thebi pidió comida y aquel licor oscuro (amusa en la lengua airata). El se subió a la cama con la escalera portátil y durmió en la parte de arriba, mientras ellas se enroscaban juntas en el suelo sobre una manta.

Por la mañana, después del desayuno, Ulises abrió la caja de la mesa y la inspeccionó. Contenía placas vegetales duras que parecían tarjetas de circuito impresas, pero el resto del equipo era sólido, aunque no metálico. Parecía estar vivo, y se alimentaba de una caja de vegetales con tres conexiones. Aquello podía ser una célula de combustible vegetal. No había control alguno. Al parecer el propio organismo poseía algún mecanismo biológico que operaba automáticamente como receptor o transmisor, probablemente en respuesta a órdenes dictadas.

Interrogó de nuevo a las dos mujeres después de examinar el aparato. Sin lugar a dudas eran espías, pero también podía obtener información de ellas. Le contestaron con bastante solicitud. Sí, eran esclavas y descendientes de una larga progenie de esclavos. Sí, sabían de la derrota y captura de los vroomaws Es decir, de algunos de los vroomaws. Parte de ellos se habían rendido sin luchar por las atractivas ofertas que les habían hecho los neshgais. Los otros se habían visto obligados a rendirse invadidos por fuerzas neshgais que les superaban abrumadoramente en número. Los vroomaws habían sido conducidos a las fronteras neshgais, donde quedaron asentados como tropas de guarnición con sus familias. Ellos protegerían a los neshgais de las invasiones del Árbol. Eran hombres libres, pero no podían salir de ciertas zonas. Tenían poco contacto con los esclavos. Thebi no lo dijo concretamente, pero dejó traslucir la idea de que existía más comunicación entre los esclavos y las tropas de la frontera de lo que los neshgais sabían.

Thebi no fue tan franca respecto al estado mental de los esclavos. Al menos, Ulises pensó que no estaba siendo, ni mucho menos, honrada. Tal vez tuviera miedo de que él informase a los amos o, quizás, de que la estancia tuviese micrófonos ocultos. Había buscado minuciosamente sin encontrar ninguno, pero su escasa familiaridad con los instrumentos vivos podía llevarle a ver uno y no identificarlo como tal.

Además, Thebi quizás no conociese exactamente la actitud general de los esclavos. Podía encontrarse muy aislada y no saber lo que pensaban fuera de palacio. Sin embargo, esto no parecía probable, pues daba la sensación de saber mucho de lo que estaba pasando en la frontera, aunque bien pudiera haberse enterado escuchando a los neshgais.

Tendría que descubrir por sí mismo hasta qué punto eran felices los esclavos. No es que tuviese planes de inducirlos a una revuelta o de incorporarse a cualquier movimiento clandestino que pudiese existir. No creía en la esclavitud, pero tampoco iba a alterar un statu quo sin una buena razón. Su objetivo primario, ahora que había encontrado seres humanos, era combatir al Árbol. Existía el problema de hallar una compañera adecuada y permanente, que pudiera proporcionarle hijos y una compañía agradable. La constitución genética de los humanos era algo distinta a la suya, pero esperaba que no lo fuese hasta el punto de que se tratase de especies distintas. Aunque pudiese tener hijos con una de ellas, no sabía si serían fecundos o no hasta que crecieran.

A media mañana, le llamaron a la oficina de Shegnif. El Gran Visir no perdió tiempo en saludos.

– Los dos hombres murciélago han escapado. Han huido volando como pájaros.

– Debieron pensar que aceptaríais mi historia -dijo Ulises-. Sabían que se descubriría la verdad.

En realidad no creía esto, pero esperaba impresionar a Shegnif con ello.

– El oficial que estaba a su cargo abrió la puerta para entrar en su habitación y ellos salieron volando antes de que pudiese atraparlos. Son mucho más rápidos que nosotros. Volaron por el vestíbulo, que era lo bastante ancho para sus alas. Tuvieron suene de que estuviese vacío y consiguieron salir por una ventana que, por desgracia, no tenía reja. Pero ahora yo debo explicar al Shauzgruz las implicaciones de esta fuga.

Shauzgruz significaba soberano, rey, sultán o jefe. Literalmente significaba La Nariz Más Larga. El shauzgruz actual era Zhigbruwzh IV, y le faltaban dos años para alcanzar la edad adulta. Shegnif era, en realidad, el que gobernaba, aunque podía ser sustituido en cualquier momento si Zhigbruwzh quería librarse de él. Sin embargo, el joven tenía mucho cariño a Shegnif. Tenía, además, otra razón para no destituir al Gran Visir. Según Thebi, había habido revoluciones palaciegas en las que los visires habían desplazado a la familia reinante introduciendo su propia dinastía. No se habían dado muchos casos, pues los neshgais parecían ser más estables y menos agresivos que los humanos. Pero había sucedido las veces suficientes como para que cualquier soberano se lo pensara dos veces antes de destituir a su visir. Especialmente teniendo en cuenta que el sobrino de Shegnif era general del ejército y poseía además muchas fincas, esclavos y navíos mercantes.

– Las implicaciones de esta fuga -dijo Ulises- son que los hombres murciélago saben lo que yo quiero hacer. Y darán por supuesto que aceptaréis mis ideas. Lo cual significa que atacarán antes de que podamos llevar a cabo nuestros planes. Atacarán iniciéis o no los preparativos para realizar lo que propongo, pues tendrán que suponer que lo haréis. Y el único medio de enfrentar este ataque inevitable es aceptar mis ideas.

– No estés tan seguro -dijo el neshgai-. Quizás pienses que me tienes cogido, pero podría decidir lo contrario. Somos un pueblo viejo y el único que posee una tecnología y una ciencia avanzadas. No tenemos por qué confiar en un nariz pequeña para derrotar a nuestros enemigos.

Ulises no le interrumpió. Shegnif estaba alterado, y asustado también, posiblemente, por la huida de los hombres murciélago y sus consecuencias. Y sabía muy bien que necesitaba lo que Ulises podía darle, pero tenía que hablar de aquel modo para animarse y para aliviar la herida que aquello significaba para la imagen del neshgai como ser todopoderoso. Podía hablar y ufanarse cuanto desease, y luego él y Ulises discutirían lo que iban a hacer. Esto fue lo que pasó al cabo de quince minutos, cuando a Shegnif se le agotaron por fin el aliento y las palabras.

Hubo un largo silencio. Luego Shegnif sonrió, alzando la trompa para que Ulises pudiese contemplar plenamente su sonrisa, y dijo:

– Sin embargo, en nada nos perjudicará hablar de lo que puedes aportar tú. Después de todo, hay que ser realista. Y tú procedes de un pueblo mucho más antiguo que los neshgais, aunque no me gustaría que se lo dijeses a nuestros esclavos, ni a los demás neshgais, por otra parte.

Era evidente que Shegnif se mostraba reacio a hacer pólvora porque no quería que los humanos, esclavos o libres, supiesen de ella.

Lo cual significaba que los esclavos no eran felices y que quizás se hubiesen rebelado en el pasado. Por otra parte, podía ser que estuviesen bastante satisfechos, pero que Shegnif supiese lo bastante sobre la naturaleza humana como para suponer que intentarían ocupar la mejor posición si disponían de medios.

No importaba el que pudiesen tener poca base para quejas razonables.

Ulises expuso sus ideas sobre el control de la pólvora. Shegnif sugirió la posibilidad de fábricas secretas, en las que sólo manufacturarían la pólvora los neshgais. Ulises aceptó esto porque era vitalmente necesario conseguir pólvora lo más pronto posible. Además, el supuesto secreto no podría mantenerse. Los neshgais que hiciesen la pólvora dirían algo, y los sensibles oídos de los esclavos lo captarían. O de no ser así Ulises podría propagar la noticia fácilmente. Todo lo que tenían que saber los humanos era que se mezclaban carbón, azufre y nitrato de potasio y sodio en determinadas proporciones. Y una vez descubierto el «secreto», nunca se olvidaría. ¿Nunca? No era la palabra adecuada. Un hombre que había sobrevivido diez millones de años no debía ser tan imprudente con aquella palabra. Transcurriría largo tiempo, relativamente hablando, antes de que los humanos lo olvidasen.

Ulises explicó luego cómo se podían fabricar pequeños dirigibles. Esto exigía mucha más tecnología y muchos más materiales que la pólvora. Shegnif frunció el ceño y dijo que levantaría algunas restricciones. Pero para propia seguridad de Ulises, y por razones de estado, no le permitirían ir a todos los lugares que quisiese.

Se hizo evidente que Shegnif no había entendido ni deseaba entender la idea básica de Ulises. Shegnif quería utilizar primero la flota aérea contra los vignums. De hecho, le gustaría utilizar la flota sólo en la zona periférica del Árbol. Así, la flota no estaría sujeta al ataque de hombres murciélago en gran número, y podría controlar la situación de los enemigos de la frontera.

Ulises se irritó ante tanta miopía y timidez. Sin embargo, los neshgais no eran el único pueblo que sufría falta de visión, se recordó. Lo que debía hacer ahora era tener dispuestas sus armas, su aviación y sus soldados, y preocuparse luego por su uso final.

Antes de que la conferencia concluyese, chocaron con otro obstáculo. A Shegnif no le gustó la idea de que la mayoría de los miembros de la fuerza aérea fuesen humanos. Quería muchos más neshgais a bordo de los dirigibles.

– Se trata de una cuestión de peso -dijo Ulises-. Por cada neshgai que vaya en un dirigible, menos combustible y menos bombas podrán ir. Habrá que reducir la capacidad de desplazamiento y la potencia de fuego.

– Eso dará igual si los dirigibles operan cerca de los límites del Árbol. Estarán cerca de las bases, y podrán realizar más vuelos para compensar. Eso no es problema.

Cuando Ulises vio a Awina al día siguiente, se sintió culpable… y también feliz. No había ninguna razón por la que tuviese que sentirse culpable. Después de todo, Lusha y Thebi eran humanas, no eran criaturas peludas, con ojos de gato, dentadura de carnívoro, rabo y piernas encogidas. Él era libre de hacer lo que más le agradase, y estaba tomándole mucho cariño a Thebi.

Sin embargo, Awina le hizo enrojecer de culpabilidad. Un instante después, mientras hablaba con ella, sintió una alegría que hizo que le latiera más deprisa el corazón y que le doliese el pecho.

No era lo que los humanos de su época llamaban enamorarse. No había amor con un propósito de contacto físico con ella, por supuesto. Pero había llegado a acostumbrarse a ella, a estar tan a gusto en su compañía, a apreciar tanto su forma de hablar y de servirla, que la amaba. La amaba como a una hermana, podía decir con sinceridad. Bueno, no exactamente como una hermana. Había algo más. En realidad, su sentimiento por ella era aún indefinible. O, quizás, se dijo a sí mismo en un ramalazo de franqueza, fuera mejor dejar aquel sentimiento sin definir.

Definiciones aparte, ella le hacía más feliz que ninguna otra persona de las que había conocido desde su despertar. E incluso desde antes de despertar.

Respecto a los sentimientos de ella no había duda. Abría mucho los ojos cuando veía a las dos mujeres, y sus labios negros se alzaban mostrando los agudos dientes. El rabo se le ponía rígido. Disminuía el paso, y luego le miraba a él. Le sonreía, pero no podía mantener la sonrisa. Y cuando llegaba muy cerca de él podía ver la expresión que había por debajo de aquella máscara negra de piel de terciopelo. Estaba irritada.

No lograba entender su reacción, pero no estaba dispuesto a tolerarla mucho tiempo. Ella tendría que adoptar una actitud realista. Si no lo hacía, tendría que irse. El no quería que pasara eso. Sentiría mucho tener que decirle que se fuera. Le causaría un profundo pesar, pero podría soportarlo y el dolor se desvanecería. El más que nadie debía saber lo que podía lograr el paso del tiempo.

Esto no le ayudó en absoluto.

Awina no intentaba ocultar sus intenciones, aunque controlaba la tendencia a la violencia que debía haber estado sintiendo.

– Es bueno estar de nuevo a vuestro lado, mi Señor. Tendrás a tu sierva, una persona libre y una adoradora, a tu lado.

Hablaba en airata, sin duda para asegurarse de que las dos mujeres comprendían.

– Es bueno tenerte otra vez conmigo -contestó él con gravedad.

Pestañeó al pensar qué diría ella cuando le explicase que debía dormir ahora en una habitación separada de la de él. Parecía un dios miserable. Un dios debía ser arrogante, estar por encima de los sentimientos de los simples mortales.

Sabiendo que estaba siendo cobarde, y odiándose a sí mismo por ello, renunció a hablar con ella. Para aplacar los reproches, razonó que tenía cuestiones más importantes que atender en aquel momento. Pero comprendió que lo único que hacía era mentirse a sí mismo.

Ella fue con él a la conferencia y las dos mujeres quedaron atrás. Ella era inteligente y podría explicar más tarde a su gente lo que pasaba. Se mostrarían durante algún tiempo inquietos y resentidos porque no había sitio para ellos en sus planes. Carecían del conocimiento y la habilidad necesarios para la próxima fase de la guerra contra el Árbol y sus servidores. Pero les diría esto y también les explicaría que podía llegar un momento en que fuesen muy necesarios. Una vez lanzado el ataque contra los hombres murciélago, los tres grupos de felinos serían mucho más valiosos en el Árbol que los paquidermos o los humanos. Eran más ágiles y estaban más familiarizados con el Árbol.

Los días y las noches eran ajetreados y productivos, aunque no tanto como él deseaba. Los neshgais parecían muy elefantinos, muy por encima de características humanas como la envidia, la competencia por prestigio, dinero y posición, el zancadilleo y la simple estupidez. Desgraciadamente no estaban por encima de tales cosas. Si bien es verdad que no parecían tan activos en estos asuntos como sus colegas humanos, se debía a que eran más lentos. Y así, los acontecimientos discurrían al paso de una tortuga enferma. O de un elefante anémico. Ulises pasaba la mitad de su tiempo resolviendo problemas administrativos, aplacando egos heridos, escuchando peticiones de ascensos o planes disparatados para utilizar los dirigibles, intentando descubrir lo que había sucedido con los materiales o con los trabajadores que había pedido.

Se quejó a Shegnif, que se limitó a encogerse de hombros y a agitar su trompa.

– Es el sistema -dijo-. Poco puedo hacer yo. Puedo amenazar con cortar unas cuantas trompas e incluso una cabeza. Pero si se descubriesen los culpables, y luego se les llevase a juicio, se perdería aún más tiempo. Tendrías que pasar mucho tiempo declarando ante el tribunal y no podrías atender bien tus proyectos. Nuestros tribunales son muy lentos. Como dice el proverbio: «Una vez cortada una cabeza, no puede volver a colocarse» Nosotros los neshgais no olvidamos que Nesh es, ante todo, el dios de la justicia. Nunca seremos demasiado cuidadosos evitando injusticias.

Ulises intentó ser sutil, y dijo:

– Los exploradores de la frontera informan que están reuniéndose en las ramas próximas al borde del Árbol gran número de vignums y de glassimes. Pronto nos atacarán. ¿Estáis dispuesto a pensar si sería una injusticia atacarles antes de que lo hagan ellos? ¿O vais a dejar que elijan el momento y el lugar?

– ¿Quieres decir -dijo Shegnif sonriendo- que si no emprendemos una acción rápida con las nuevas armas y los dirigibles, podremos sufrir una derrota? Bueno, quizás tengas razón, pero nada puedo hacer para acelerar tus proyectos. Ni tampoco para reducir su costo. Y no discutas conmigo.

No podía apelar a ningún otro. Cualquier apelación al soberano, Zhigbruwzh IV, pasaría por Shegnif, y aun en el caso de que el Visir diese el visto bueno, era poco probable que el soberano ignorase su consejo. Especialmente tratándose de la petición de un extranjero.

Ulises no estaba seguro de que Shegnif no planeara librarse de él en cuanto se completasen y entendiesen plenamente la manufactura de la pólvora y los dirigibles y la técnica de navegación. Después de todo, él era un humano, y no había razón alguna para que fuese leal a los neshgais. Era lógico que Shegnif sospechase que él era un agente del agente del Árbol. Ulises podría haber sido enviado para espiar el territorio, sublevar a los esclavos y conseguir que los neshgais construyesen una flota aérea que se volvería contra ellos mismos.

Ulises admitió para sí que si él fuera Shegnif consideraría estas posibilidades. Y sentiría la tentación de encarcelar a Ulises tan pronto como sus trabajadores básicos concluyeran.

Lo único que Ulises podría hacer era desear que Shegnif comprendiese que le necesitaría durante muchísimo tiempo. Shegnif debía saber, sin duda, que si los neshgais querían estar seguros debían destruir el Árbol.

Entretanto, se había iniciado la producción de pólvora negra, bombas y lanzacohetes. Habla empezado también la fabricación de ácido sulfúrico, y se había obtenido cinc suficiente para formar hidrógeno con el sulfúrico. El hierro, que también podría haber sido utilizado, parecía existir sólo en cantidades vertigiales. No es que faltase por completo, desde luego, pues existía en muchas rocas. Pero los materiales, el trabajo y el tiempo necesarios para extraerlo eran enormes; resultaba prohibitivo, a juicio de Shegnif. Ulises había adiestrado a un grupo para buscar cinc, y al cabo de diez días un hombre lo encontró en forma de escalerita. Este sulfito se cocía para formar el óxido, que se mezclaba con carbón comprimido y se calentaba hasta mil doscientos grados centígrados, o seiscientos grengzhuyns. El vapor de cinc se condensa fuera de la cámara de reacción y se depositaba luego en bloques de cinc. A través de un proceso a baja temperatura, el sulfito se cocía convirtiéndolo en sulfato, extraído más tarde con agua. El metal se obtenía luego por electrólisis, utilizando las baterías vegetales.

La envoltura del dirigible estaba hecha de la cáscara interna de la planta que proporcionaba los motores. Era sumamente ligera, fuerte y flexible; cincuenta, cosidas una a otra, formaban un saco bastante grande para contener el hidrógeno.

El principal problema era el motor. No había hierro bastante para hacer siquiera un motor, ni bauxita disponible para hacer aluminio, ni cualquier otro metal que pudiese sustituirlo.

La única energía propulsora era el motor-músculo vegetal utilizado para impulsar coches, camiones y naves. Ulises probó con el vapor de agua, con un sistema similar al del mecanismo de turbina de los motores terrestres primeros, pero no hacían girar un propulsor lo bastante grande y lo bastante rápido. Experimentó con los motores a reacción de los barcos, que absorbían y expulsaban el agua de forma similar a la del mecanismo de un pulpo. Sin embargo, no eran eficaces cuando expulsaban aire.

Una solución al problema vino de Fabum, un supervisor humano de una plantación de motores. Envió a Ulises una sugerencia oficial. El documento se perdió en la selva administrativa que se había desarrollado alrededor de aquellas, fuerzas aéreas embrionarias. Fabum se cansó de esperar respuesta y obtuvo un permiso de su superior neshgai inmediato para hacer él mismo el experimento. Encerró dos motores de automóvil en una góndola y enlazó las terminaciones musculares de los dos motores. El resultado fue que se triplicó la producción de energía, en vez de sólo duplicarse. Cuatro de estas góndolas, con ocho motores, podían hacer girar los propulsores que condujesen a un dirigible a cuarenta kilómetros por hora a través del aire quieto.

El jefe de Fabum acudió luego directamente a Ulises (acto que le valió varias reprimendas más tarde) y le explicó lo que había hecho Fabum. Fabum tuvo suerte de que su jefe no intentara arrebatarle el mérito, pero había neshgais honrados.

Por supuesto, la adición de más motores, y con ellos de más combustible, significaba más peso. Pero en el viaje a la ciudad-base de los hombres murciélago, calculaba Ulises, disfrutarían de una corriente de viento favorable en toda la ruta. Volver era otra cuestión. Si había que abandonar los dirigibles y regresar a pie, tendrían que hacerlo.

Shegnif, al enterarse de los últimos informes, se mostró muy complacido. Concedió a Fabum la libertad, lo cual significaba que aún era esclavo en la práctica. Pero podía vivir en un barrio mejor y ganar más dinero, si su patrón se cuidaba de pagarle más, y no tenía que pedir permiso para dejar el área inmediata.

El Gran Visir no estaba en absoluto preocupado por el limitado alcance o la escasa velocidad de los dirigibles. No planeaba utilizarlos más que en la periferia del Árbol, junto a las fronteras neshgais.

Tres semanas después, emprendió su primer viaje el primer dirigible. Era un día claro, y el viento soplaba sólo a unos diez kilómetros por hora. El vuelo duró una hora, con varias vueltas sobre el palacio para que el pueblo pudiese verlo. Luego, en el viaje de vuelta al hangar, el dirigible arrojó veinte bombas de quince kilos sobre un objetivo, una vieja casa. Sólo una de las bombas hizo blanco directo, pero fue suficiente para destruir el objetivo. Ulises explicó a Shegnif que la práctica mejorarla la puntería.

Se construyeron otros nueve dirigibles mientras se daba entrenamiento básico a sus tripulaciones. Ulises volvió a quejarse del excesivo número de oficiales neshgais y la consiguiente reducción de alcance y de capacidad de bombardeo. Shegnif replicó que eso no importaba.

Llegaron más informes de la frontera sobre la concentración de gigantes y hombres leopardo, y los choques entre patrullas fronterizas y pequeños grupos enemigos se hicieron más frecuentes. Ulises no comprendía por qué no habían hecho ya una incursión a gran escala. Tenían, sin duda, personal suficiente para penetrar en territorio neshgais si atacaba por sorpresa. Además, el mantener la paz entre aquellos grupos naturalmente hostiles, y alimentarlos, era una tarea que exigía mucha organización. Considerando que ninguno de los grupos parecía capaz del refinamiento necesario para esto, sospechaba de los hombres murciélago. Según los exploradores, había muchos más por la zona, pero no en tal número que resultase alarmante.

Por tres veces apareció sobre el aeropuerto un solitario hombre alado, fuera del alcance de las flechas, y les observó. Por cuatro veces, pasó un hombre murciélago volando junto a un dirigible en vuelo. Aparte de unos cuantos gestos ofensivos, no le causaron ningún daño.

Por entonces, Ulises había trasladado su cuartel general del palacio al aeropuerto (con licencia de Shegnif) El aeropuerto quedaba a unos quince kilómetros de la ciudad, y no podía permitirse muchos viajes de un sitio a otro. Utilizaba las plantas radio para informar a Shegnif dos veces al día.

Lusha se había ido. Aunque destinada a Ulises, había sido prometida en matrimonio a un soldado destacado en la frontera. Se despidió llorando, aunque estaba contenta de casarse con aquel hombre. Incluso Thebi, a la que no se podía acusar de estar celosa de ella, lloró y la besó y dijo que esperaba que volviesen a verse muy pronto. Awina pareció alegrarse de ver marchar a aquella mujer, pero mantuvo su actitud hosca hacia Thebi tan pronto como Lusha desapareció. Thebi, segura ya de su posición, había empezado a tratar a Awina como si fuese una esclava. Awina recibía los insultos indirectos y el tratamiento despectivo sin ninguna réplica. Al parecer no quería amenazar su relación con Ulises desplegando la violencia que normalmente habría utilizado si la insultaran. Pero bullía en su interior. Ulises estaba seguro de ello. Así que riñó a Thebi haciéndola llorar, y logrando con ello que Awina sonriera como un gato que acabara de comerse un salmón robado.

Ulises trabajaba hasta tarde por la noche y se levantaba tan temprano que cuando acababa de trabajar no pensaba más que en tenderse en la cama. No permitía que nadie entrara en su dormitorio, y Awina se alegraba de ello. Thebi no protestó porque se le diesen menos posibilidades de servirle. Era aún una esclava y, además, no estaba tan segura de él. Él era un ser extraño, pese a su similitud con ella y su pueblo, y actuaba y pensaba de forma muy extraña. Pero hizo saber a Ulises de varios modos, algunos sutiles y otros no tanto, que se sentía dolida.

Ulises empezaba a cansarse de aquellos equilibrios entre una mujer y otra. Simplemente no tenía tiempo para relaciones delicadas, y sentía a veces deseos de que ambas le dejasen solo. Aunque podría haberlas despedido a las dos con unas cuantas palabras, no quería herirlas hasta tal punto. Además, ambas le agradaban, aunque de modo diferente. Awina era muy despierta y muy inteligente. Procedía de una sociedad pre-literaria pero aprendía muy deprisa, y era capaz de actuar como una secretaria muy eficiente. Esto quedaba por encima de las posibilidades de Thebi, que era eficaz en las actividades domésticas, pero que no se interesaba por nada que no fuese el cuidado de un hombre o unos niños.

Un día, Ulises sacó los diez dirigibles y los sometió a una serie de difíciles maniobras. Había un viento firme que soplaba desde la costa a unos veinticinco kilómetros por hora, y los grandes sacos de gas se movían perezosamente cuando avanzaban contra el viento. En una ocasión, chocaron dos y rompieron ambas góndolas-motor. Inmediatamente, se separaron arrastrados por el viento. Ulises dio orden por radio de que se dejara salir el gas para que el aparato descendiese al suelo. Los tripulantes hubieron luego de caminar hasta el aeropuerto, unos treinta kilómetros. Ulises envió órdenes por radio para que fuesen a recogerlos con coches.

Los dirigibles volvieron luego, llegando al aeropuerto poro antes del crepúsculo. En el momento en que su nave era arrastrada al interior del hangar, miró por la escotilla posterior de la góndola. Allí, perfilados contra los rojos rayos muy cerca de la línea del horizonte, había una serie de pequeñas figuras. Podrían ser pájaros, pero sus siluetas le hicieron pensar que eran hombres murciélago. Dio orden de alerta y fue a su oficina.

Aquella noche le despertó un chillido que sonó en su cuarto. Saltó de la cama (construida para un humano) y abrió la puerta. Fuera, el centinela intentaba separar a dos formas que chillaban y luchaban. Allí estaban cara a cara y mano a mano Awina, que esgrimía un cuchillo de pedernal, y Thebi, que sujetaba la muñeca que sostenía el cuchillo. Awina era más baja y más liviana, pero también mucho más fuerte, y sólo la desesperación de Thebi y los esfuerzos del centinela habían impedido que el cuchillo se hundiera en el vientre de la mujer.

Ulises le ordenó con un grito que soltase el cuchillo.

Al mismo tiempo se produjo una explosión fuera del edificio y las ventanas volaron.

Ulises y el centinela se arrojaron al suelo.

Thebi soltó su presa y, mirando fijamente, se apartó de Awina.

Awina, ignorando la explosión, y las tres que siguieron, se arrojó contra la mujer.

Pero Thebi había alzado el brazo, y el cuchillo lo tajó, desatando un chorro de sangre sobre la cara de Awina. El cuchillo continuó tajando hacia arriba hasta cortar la mejilla de Thebi. Su fuerza, sin embargo, se había reducido mucho.

Thebi lanzó un grito. Ulises dio un salto y golpeó la muñeca de Awina, haciendo caer el cuchillo al suelo.

Otra explosión, mucho más próxima, voló la puerta del fondo del vestíbulo y produjo una nube de humo que penetró en éste.

Awina había caído de rodillas, pero se levantó de nuevo de un salto en cuanto llegó el humo hasta ella. Ulises cogió el cuchillo, pero ella le gritó:

– ¡No! ¡Devuélvemelo! ¡No lo utilizaré contra Thebi! ¿Es que no comprendes? ¡Están atacándonos! ¡Puedo necesitar ese cuchillo!

Aunque estaba medio ensordecido por la explosión, pudo oírla. Silenciosamente, lo cogió por la ensangrentada hoja y lo alargó hacia ella, que lo tomó por la empuñadura. A través del humo brotó una figura, gritando:

– ¡Señor, son los hombres murciélago!

Era Wulka, el wuagarondite, cubierto de humo de pólvora y sangrando por una herida del hombro.

Sin pararse ante él Ulises corrió hacia el hangar, donde estaba su oficina y su vivienda. Había dos dirigibles anclados al suelo por gruesos cables de plástico. Un pigmeo de grandes alas brotó de la oscuridad en la parte superior y se lanzó hacia Ulises. Este se echó hacia atrás, y por esto, o por mala puntería, la pequeña flecha envenenada se clavó en el suelo unos centímetros por delante de sus pies. Un arquero alkunquibe alzó su arco, apuntó fríamente al hombre alado y soltó una flecha que atravesó la pierna del hombre murciélago y se clavó en su vientre. El hombre murciélago cayó al suelo a unos metros de Ulises.

Había más hombres murciélago volando alrededor de la parte superior del hangar y varios más que se habían situado sobre los dirigibles. Estos lanzaban sus flechas venenosas. Al parecer, todos los que había dentro del hangar habían arrojado sus bombas. Fuera, iluminado intermitentemente por las bombillas eléctricas y las antorchas, se agitaba un enjambre de hombres alados. Se acercaban a las luces y se alejaban de ellas, arrojando pequeños dardos de madera con contrapeso de piedra, disparando pequeños arcos o soltando pequeñas bombas redondas encendidas.

Las explosiones de las bombas añadían su momentánea iluminación a la escena.

Había cuerpos derribados dentro del hangar y fuera, en el campo. La mayoría eran defensores: neshgais, humanos y felinos, pero Ulises pudo ver también por lo menos una docena de alas coriáceas extendidas entre los muertos y los heridos.

Se volvió y gritó a Awina:

– ¡Fuera, por la otra puerta!

Ella pareció sorprenderse y él repitió su orden. Ella corrió hacia la puerta del edificio. Él gritó de nuevo su orden a los felinos que disparaban contra los hombres murciélago que había sobre ellos, y luego añadió:

– ¡Apartaos de los dirigibles antes de que se incendien!

Habían tenido suerte hasta entonces. Ninguna de las bombas explotadas había dispersado el hidrógeno de los grandes sacos. Si lo hubiese hecho, todos los del hangar habrían muerto.

Cuando se volvió, hubo un sonoro estruendo, y brotó luz de un hangar próximo. Un dirigible, dos probablemente, pues había dos en cada hangar, acababan de incendiarse. Lo que significaba que los otros hangares podían incendiarse y destruir los dirigibles que albergaban.

Esperó a que sus hombres cruzasen la puerta o escapasen por el cavernoso fondo del hangar. Algunos no lograron; envenenados, cayeron.

Mandó a los wufeas salir y luego los condujo a través de varias salas hasta la puerta que se abría en el costado del hangar. Ya fuera, los dispuso en orden de batalla, y pasaron entre los dos hangares a la zona despejada del campo. Otro hangar de la derecha explotó en llamas, y, en dos minutos, los seis edificios ardían ferozmente. Toda su flota aérea estaba destruida.

Nada podía hacer más que sacar a los suyos a campo abierto. No podían volver, y tenían que apartarse de la luz hacia la oscuridad. Los hombres murciélago aún no se habían ido, pero volaban muy arriba, al parecer pensando en matar también a todo el personal de las fuerzas aéreas. Las tropas de Ulises le protegían por todas partes, pero él había cogido además un escudo de algún humano muerto y se lo había colocado sobre la cabeza. Unas cuantas flechas resonaron en su disco de madera y piel, y dardos de madera con punta de piedra y flechas caían a su alrededor. No les tiraron bombas, aunque habrían sido el modo más seguro de matar. Supuso que las habrían gastado en el ataque inicial. Era posible, sin embargo, que hubiesen avisado a otros hombres murciélago para que trajesen más bombas.

Luego se vieron al borde de la oscuridad y bajo los árboles. Formaron círculos concéntricos disparando contra los hombres murciélago que descendían lo bastante para poder convertirse en blancos razonables.

Lejos, hacia el oeste, hacia donde estaba la ciudad, las nubes reflejaban brillantes luces, probablemente de edificios ardiendo.

Había otros peligros además de los hombres alados. Un carro blindado apareció, y saltó un humano que corrió hacia él. Ordenó a Ulises que informara a los oficiales neshgai del coche. Ulises lo hizo, y supo que Bleezhmag, el equivalente a un coronel del cuerpo blindado, esperaba allí junto a la puerta abierta. Bleezhmag tenía una profunda herida en la frente, un ligero corte en la trompa y un agujero en el brazo izquierdo. Sus soldados humanos habían salido del coche y tiraban saetas de madera con ballestas del mismo material.

– Tengo órdenes del Gran Visir de sacarle de la zona de peligro, -dijo.

Alzó la vista hacia las figuras de grandes alas que volaban en la oscuridad con el resplandor del gas ardiendo.

– Nos han alcanzado dos veces con bombas, pero aparte de sordera temporal, no hemos sufrido heridas. ¡Vamos, entre!

– ¡No puedo abandonar a mis hombres! -dijo Ulises.

– ¡Oh, sí, claro que puede! -dijo Bleezhmag. Trompeteo con impaciencia (quizás un poco histéricamente) a través de su probóscide erguida en el aire-. ¡No son tan sólo los hombres murciélago! ¡Los otros pueblos del Árbol son atacan también! No son una horda, si nuestra información es correcta, pero son muchos, y han formado una punta de lanza que ha desbordado la mayoría de las defensas de esta zona. Ahora les estamos respondiendo adecuadamente, pero tardaremos muchos en expulsarlos. El Gran Visir dice que probablemente estén intentando capturarle a usted. No pueden esperar apoderarse de la ciudad. Pero podrían cogerle a usted.

Brotó otra sombra de la oscuridad, que resultó ser otro carro blindado. Como el primero, pareció una tortuga con su concha. El techo curvado lo formaban tres capas de una madera muy dura sobre una gruesa capa de plástico. Los lados eran de pared doble con puertas y troneras. Iban en él un conductor, un oficial y seis arqueros. Aunque no se había pensado en su resistencia a los explosivos años antes, al construirlos, había resultado capaz de soportar las pequeñas bombas de los hombres murciélago.

Ulises se acuclilló junto a la puerta mientras los arqueros permanecían cubriéndole. Luego hizo un gesto a Awina de que se acercara a él. Awina se acercó, siendo casi alcanzada por una saeta envenenada. Cayó a unos centímetros de ella. Un arquero tuvo suficiente fortuna para derribar de un flechazo al hombre murciélago que había disparado contra Awina. Su flecha atravesó al hombre murciélago un brazo, clavándose al costado. El hombre murciélago chilló y dejó caer su arco y luego cayó. Otro flechazo le atravesó las costillas cuando sus pies tocaban el suelo.

– ¡Entra! -dijo Ulises a Awina; luego dijo a Bleezhmag-: Iré si hacéis que el resto de mi gente sea transportada también.

– De acuerdo -dijo Bleezhmag.

Ulises hizo cm gesto a sus hombres, que estaban bajo los árboles, y los que aún se sostenían en pie ayudaron a los heridos a llegar a la zona descubierta donde estaban los vehículos. O los hombres murciélago hablan agotado su reserva de proyectiles o les tenían mucho miedo a los arqueros. No intentaron atacar al grupo desprotegido.

La comitiva salió a la carretera y la enfiló a treinta kilómetros por hora. Los faros apenas si daban luz comparados con los de los coches de la época de Ulises; iluminaban la carretera unos siete metros por delante de ellos. Ulises preguntó a Bleezhmag por qué llevaban encendidas las luces. No harían más que atraer a los invasores, y en realidad no eran necesarias, pues los conductores conocían bien aquella carretera.

– No tengo órdenes de apagarlas -dijo el neshgai. Se había derrumbado en su asiento y respiraba trabajosamente por la boca. Aún manaba sangre de sus heridas.

Ulises estaba en el asiento contiguo, que había ocupado otro oficial neshgai, posiblemente dejado atrás por muerto o malherido. A la derecha de Ulises iba un conductor neshgai. Tras él, en el espacio del centro, se amontonaban Awina y siete wufeas. Los arqueros miraban por las troneras la oscuridad semi-iluminada por los focos de los vehículos que le seguían.

– ¿Que no tienen orden? -dijo Ulises-. ¿Es que acaso tienen prohibido apagar los faros si no les dan orden de hacerlo?

Bleezhmag asintió.

– Pues le ordeno -dijo Ulises- que apague los faros. Quizás sea ya demasiado tarde, pero de todos modos hágalo.

– Yo soy oficial de blindados, y usted lo es de las fuerzas aéreas -dijo el neshgai-. No tiene autoridad sobre mí.

– ¡Pero le he sido encomendado! -dijo Ulises-. Está usted encargado de entregarme en la capital. ¡Mi vida está en sus manos! ¡Si no apaga las luces puede ponerla en peligro! ¡No digamos ya la vida de los soldados de que soy responsable!

– No daré la orden -balbució Bleezhmag, y se murió. Ulises habló entonces por la caja transmisora.

– Comandante Singing Bear, hablando en nombre del coronel Bleezhmag, que ha delegado su autoridad en mí por sus heridas. ¡Apaguen los faros!

Y entonces la comitiva siguió carretera adelante en la oscuridad. La carretera brillaba lo bastante para que pudiesen seguirla a una velocidad de unos veinte kilómetros por hora, y Ulises tenía esperanzas de llegar a la capital sin que les atacaran.

Apretó el botón que indicaba Cuartel General en el símbolo de un lado de la caja. Esto significaría una presión en un centro nervioso del organismo vegetal que despertaría una onda de frecuencia adecuada.

No obtuvo respuesta a sus repetidas peticiones de contacto con el Gran Visir o el general del ejército. Aunque se identificó, no consiguió nada. Volvió a la frecuencia utilizada por los vehículos para hablar entre sí y dijo al operador del coche de atrás que llamase también al cuartel general. Luego buscó en todas las frecuencias del transmisor, esperando descubrir cómo se desarrollaba la defensa. Oyó una serie de conversaciones, pero le dejaron tan confuso como lo estaban los que hablaban. Luego intentó comunicar con alguna de estas frecuencias, pero fracasó. El conductor neshgai, mirando por la tronera, dijo:

– ¡Comandante! ¡Veo algo en el campo delante de nosotros!

Ulises dijo que mantuviesen la velocidad y miró por la tronera. Vio una serie de pálidas figuras avanzando con rapidez por los campos, intentando sin duda córtales el paso. Encendió los faros, y las figuras se hicieron algo más claras. Brillaban ojos enrojecidos en el reflejo, y la palidez se convirtió en bípedos con manchas de leopardo y colas. Llevaban lanzas y objetos redondos, que debían ser bombas. ¿Cómo había conseguido pólvora la gente del Árbol?

Ulises habló por el transmisor:

– ¡Enemigo a la derecha! ¡Creo que a unos treinta metros! ¡Continúen a toda velocidad! Pasen por encima de ellos si se interponen. ¡Arqueros, fuego a discreción!

El primero de los apresurados hombres leopardo llegó a la carretera. De pronto apareció un brillo rojo y luego una bocanada de fuego. Había abierto una caja de fuego y la aplicaba a la mecha de una bomba. El fuego describió un arco cuando la bomba voló hacia el primer coche blindado. Restalló un arco, y brotó una saeta por la tronera. El enemigo lanzó un grito y cayó. Hubo un golpe en el techo, y luego una explosión que hizo tambalearse al coche y que los ensordeció a todos. Pero la bomba había rebotado en el techo y estallado en la carretera al lado del coche. Este prosiguió su marcha.

Brotaron más sombras, algunas con lanzas y unas cuantas con bombas y cajas de fuego abiertas. Los lanceros intentaban meter sus armas a través de las troneras y los de las bombas echarlas sobre los vehículos.

Los lanceros caían ensartados por las flechas. Las bombas caían sobre los vehículos y rebotaban de nuevo a la carretera, haciendo más daño al enemigo que a los que iban en los coches.

Luego el primer vehículo blindado les dejó atrás, y los supervivientes pasaron a atacar a los otros. Más de la mitad de los atacantes quedaban muertos o heridos. Un hombre leopardo, corriendo desesperadamente, saltó sobre el resbaladizo techo del último coche. Colocó una bomba en su cúspide, salió fuera y fue alcanzado por una flecha en la espalda. La bomba rompió las dos capas superiores y astilló la tercera. Los ocupantes no pudieron oír en mucho tiempo, pero por lo demás resultaron ilesos.

Cuando los vehículos entraron en la ciudad, descubrieron unos cuantos edificios ardiendo y algunos daños menores. Los hombres murciélago habían arrojado bombas y matado soldados y ciudadanos en las calles. Un grupo suicida había penetrado por las ventanas de la cuarta planta del palacio (que no estaba enrejada, aunque se habían dado órdenes de hacerlo dos semanas antes) Habían matado a muchos con sus flechas envenenadas, pero no habían conseguido matar al soberano ni al Gran Visir. Y todos los miembros del grupo suicida, salvo dos, habían muerto.

Ulises se enteró de esto por Shegnif.

– No mate a sus dos prisioneros, excelencia. Podemos torturarlos y sacarles el secreto del emplazamiento de su ciudad base.

– ¿Y qué? -preguntó Shegnif.

– Podríamos entonces utilizar una flota aérea, mucho mejor que la primera, para atacar y destruir la ciudad base de los hombres murciélago. Y para atacar al Árbol mismo.

Shegnif se quedó sorprendido.

– ¿Pero no te sientes deprimido por lo que pasó esta noche? -preguntó.

– En absoluto -dijo Ulises-. En realidad el enemigo ha conseguido muy poco. Y quizás nos hayan hecho un servicio. Si no hubiesen destruido los dirigibles, me habría costado mucho trabajo conseguir que autorizaseis la construcción de aeronaves mejores. He pensado en unos aparatos mucho mayores. Exigirán mucho más material, más tiempo, y más investigación, pero servirán mucho mejor para la misión que planeo.

Había pensado que el Visir se enfurecería por sus sugerencias, pero Shegnif pareció complacido.

– Esta invasión -dijo-, que en realidad aún prosigue, pero que ya ha sido rechazada, me convence de una cosa. Podemos consumir todos nuestros recursos y nuestro personal en el mero hecho de defender nuestras fronteras. Aunque no veo cómo podemos hacer daño al Árbol, aunque matáramos sus ojos, los hombres murciélagos. ¿Acaso tienes una solución?

Ulises expuso sus planes. Shegnif escuchó, meneando su gran cabeza, palpándose los colmillos, palmeándose la frente con la punta de su trompa. Luego dijo:

– Autorizaré tus planes inmediatamente. Los vignoons y los glassims están retrocediendo, y pronto tendremos más tropas. Y hemos capturado a varios hombres murciélago heridos.

– Algunos de ellos podrán darnos información -dijo Ulises-. Y otros podremos utilizarlos para entrenar a los halcones.

De nuevo pasó a estar ocupado desde el amanecer hasta bien avanzada la noche. Aun así tuvo tiempo para investigar la pelea entre Thebi y Awina. No. había visto a Thebi después de abandonar la oficina hacia el hangar, pero ella fue a verle unos días después. Explicó que había salido tambaleándose afuera inmediatamente después de irse Ulises, y que se había desmayado entre los hangares. Despertó en el campo junto a un grupo de cadáveres. Su herida sangraba mucho pero no era profunda.

Ambas mujeres admitieron que habían estado discutiendo a cuál de las dos quería él más y quien debía ser su ayudante permanente. Thebi había atacado a Awina con las uñas, y Awina había sacado su cuchillo.

Ulises decidió no castigarlas físicamente ni con cárcel. Definió sus deberes y posiciones y cómo deberían comportarse en el futuro. Ellas debían ajustarse a aquellas normas. Si no, las alejaría de sí por mucho tiempo.

Thebi lloró, y Awina sollozó, pero ambas prometieron portarse bien.

Una de las primeras cosas que hizo Ulises fue reunir un buen número de adiestradores de halcones. Eran hombres libres que como único trabajo tenían el de criar y educar a varios tipos de aves de cetrería para sus amos, que cazaban con ellas. En vez de adiestrar a aquellas feroces aves para que persiguiesen patos, palomas y otras presas de pluma, les enseñarían a atacar a los hombres murciélago. Había suficientes hombres murciélago prisioneros para poder utilizarlos adecuadamente en cuanto se repusiesen de sus heridas.

Cinco meses después, Ulises asistió a la primera muestra de los resultados del nuevo adiestramiento. El joven soberano, el Gran Visir y el alto mando militar estuvieron presentes. Un hombre murciélago de expresión hosca que sabía lo que iba a pasar, fue liberado. Corrió a toda prisa por el inclinado campo, aleteando, y despegó lentamente. Había logrado elevarse hasta unos quince metros, contra el viento, cuando se giró y volvió hacia el campo. Llevaba una lanza corta de punta de piedra, y le habían prometido que si era capaz de defenderse con éxito frente a dos halcones, le dejarían en libertad para volver con los suyos.

Probablemente no creyese en la promesa. Sería estúpido que los neshgais le permitiesen llevar la noticia de aquella nueva armas a los suyos. Si mataba a los dos halcones, soltarían otros para que acabaran con él. No tenía ninguna posibilidad de dejarlos atrás volando.

Pero hizo lo que le dijeron y volvió sobre el campo a la altura acordada para que se pudiese presenciar claramente el ataque. Cuando llegó de nuevo al campo, los adiestradores alzaron las caperuzas de los dos halcones y los echaron al aire. Volaron en círculo un momento y luego, chillando roncamente, se lanzaron hacia el hombre murciélago. Este voló alejándose desesperadamente. Los dos halcones avanzaron como emplumados proyectiles y chocaron con él con un ruido que los observadores pudieron oír. Un instante antes de que le alcanzaran, el hombre murciélago había plegado sus alas y se había girado para enfrentarse a ellos. Uno le alcanzó en la cabeza, y murió acuchillado, pero no soltó sus garras. El otro alcanzó al hombre murciélago unos segundos más tarde hundiéndole las garras en el vientre. Chillando, el hombre alado cayó y golpeó el suelo con suficiente fuerza como para romperse los huesos de las piernas y uno de un ala. El halcón superviviente continuaba desgarrándole el vientre.

– No podernos tener un adiestrador para cada ave, por supuesto -dijo Ulises-. Estamos adiestrándolas ahora para que estén en jaulas individuales, cuyas puertas se abrirán por un mecanismo único. Ese mecanismo les quitará también las caperuzas y saldrán a atacar al hombre murciélago más próximo. Y seguirán atacando.

– Esperémoslo -dijo Shegnif-. No tengo mucha fe en la eficacia de los halcones. Nada les impide atacar en masa a un hombre murciélago y dejar a los otros.

– Mis adiestradores están trabajando en esto -dijo Ulises.

Pese a sus objeciones, el Gran Visir parecía complacido.

Hizo sus inclinaciones y toques de trompa al soberano, que fue devuelto a palacio en un adornado vehículo. Shegnif caminó junto a Ulises un rato, hablando, y, en una ocasión, le tocó afectuosamente en la nariz con la punta de la trompa.

– Fue una gran suerte que al dios de piedra le despertase un rayo -dijo-. Aunque sin duda debió ser Nesh quien envió el rayo.

Sonrió. Ulises aún no sabía exactamente si las frecuentes referencias del Visir a su dios eran piedad o ironía.

– Nesh te despetrificó para que pudieses ayudar a tu pueblo. Eso me dijeron los sacerdotes, y yo, aunque sea el Gran Visir de Su Majestad, me inclino cuando el más humilde de los sacerdotes me informa de la más significante verdad.

»Y así, me han encargado que te diga que eres realmente el afortunado. Eres el único extraño, el único no neshgai, que ha sido invitado a leer el Libro de Tiznak. De hecho, muy pocos neshgais tienen ese honor.

Descubrió lo que quería decir Shegnif a primera hora de la mañana siguiente. Un sacerdote, de capuchón y ropajes tan grises como su piel, con un cetro con una X en un circuló roto grabado en la punta, fue a buscarle. Se llamaba Zhishbroom. Era joven, afable y muy cortés. Pero dijo claramente que el sumo sacerdote mandaba, no pedía, que Ulises acudiese al templo.

Ulises salió por el extremo occidental de la ciudad y fue conducido al interior de un edificio de piedra cuadrado y de tres cúpulas. Su pequeñez le sorprendió. Era un cubo de unos veinte metros que contenía tan sólo una estatua de granito de Nesh en el centro. Nesh parecía un neshgai varón, aunque sus colmillos eran algo más largos de lo normal y su trompa más gruesa.

Había tres sacerdotes estacionados como centinelas, formando cada uno de ellos el vértice de un triángulo en cuyo centro estaba la estatua.

Zhishbroom condujo a Ulises ante el primer sacerdote y se detuvo. Presionó un pequeño bloque de piedra, y se hundió ante él un gran bloque de la pared de granito. Condujo a Ulises por una empinada escalera de escalones de granito que descendía iluminada por la fría luz vegetal. El bloque de granito se cerró tras ellos, y quedaron sepultados.

No había sospechado que hubiese otra ciudad subterránea.

Tenía unos seis kilómetros cuadrados de superficie y cuatro niveles. No habla sido construida por los neshgais. No tardó mucho en descubrirlo, aunque los sacerdotes no se lo dijesen. Ulises comprendió que estaba dentro de una especie de museo muy antiguo.

– ¿Quién construyó esta ciudad? -preguntó.

– No lo sabemos -contestó el sacerdote-. Hay pruebas de que estuvo habitada en otros tiempos por gentes que descendían de perros o algún tipo de cánidos. Pero no creemos que ellos construyeran esto. Ellos lo encontraron y se pusieron a vivir aquí, sin alterar los objetos que ves. Y luego desaparecieron. Debieron matarlos o irse por algún motivo. Hay gente de la que vive con el Árbol que se parece a estos pueblos antiguos. Quizás sean descendientes suyos.

»En cualquier caso, nosotros los neshgais éramos una tribu pequeña y primitiva que vagábamos por aquí; según algunos como refugiados, huidos del Árbol. Aquí encontramos muchas cosas que pudimos utilizar. Los circuitos vegetales, las baterías y los motores, por ejemplo, crecieron de semillas que encontramos conservadas en unos recipientes. Había también muchos objetos cuyo fin nunca hemos logrado descubrir. Si pudiésemos hacerlo quizás consiguiésemos destruir el Árbol. Quizás por eso intente el Árbol destruirnos. Quiere matarnos antes de que descubramos cómo matarle.

Hizo una pausa y luego añadió:

– Y allí está el Libro de Tiznak.

– ¿Tiznak? -dijo Ulises.

– Fue el más grande de nuestros sacerdotes, un anciano que descubrió cómo se leía el Libro. Sígueme. Te llevaré al Libro, según me han ordenado. Y a Kuushmurzh, el sumo sacerdote.

Kuushmurzh era un neshgai muy viejo y muy arrugado, de gruesas gafas y manos temblorosas. Bendijo a Ulises sin levantarse de su inmensa y almohadillada silla y dijo que le vería después de que hubiese leído el Libro. Es decir, si sabía leerlo.

Ulises siguió al joven sacerdote pasando ante un anaquel tras otro, todos protegidos por paredes transparentes de un material desconocido. Y luego entró en un cubículo que estaba vacío salvo por una placa de metal fijada en la base de una plataforma de metal. Se detuvo ante ella y dijo:

– Esto es muy extraño. ¿Qué había aquí?

– Creo que estabas tú -contestó Zhishbroom-. Al menos, ésa es la leyenda. La plataforma estaba vacía cuando los neshgais encontraron este lugar.

El corazón de Ulises latió más rápido, y sintió que su piel se convertía en un líquido frío y pegajoso. Se inclinó para contemplar las letras negras que había sobre el metal amarillo. La habitación estaba tan silenciosa que podía oír la sangre zumbar en sus oídos. La luz sin fuente era tan intensa como la cubierta de la Tumba de los Tiempos.

Las letras daban la sensación de poder proceder del alfabeto latino. O del alfabeto fonético internacional, que se basaba en una serie de alfabetos. Estudió las letras mientras el sacerdote permanecía tras él con la misma paciencia que uno de sus parientes elefantinos. Si aceptaba la similitud de las letras con las del alfabeto fonético internacional, podría descifrarlo. Había treinta líneas, y sin duda podría descifrar algunas palabras de vez en cuando, por mucho que hubiese cambiado el idioma.

Por supuesto, se dijo que el idioma podía no ser una forma de inglés. No tenía base para creer que estuviese aún en una porción del continente norteamericano. Podía encontrarse en Eurasia o en África. Y aquel idioma podía proceder de cualquiera del millar que existía en su época.

Aun así, los números arábigos no deberían haber cambiado. Y no aparecían por ninguna parte, salvo por unos símbolos que parecían eles. Quizás los números se deletreasen, por alguna razón.

Cuziz Zine Nea. Estas eran las únicas palabras escritas con mayúscula. ¿Significarían Ulises Singing Bear? El fonema inicial de Ulises se había africado por alguna razón, quizás porque le precediese una palabra final africada… quizás, en algunos casos, el sonido final de palabra inmediatamente anterior al sonido inicial de palabra de la siguiente influyese, al ser de una determinada clase. Lo mismo que Zine podía haber sido Singing antes, y la s hacerse z por ir precedida de un sonido fuerte. El ing se habría convertido en en, y luego la n en una nasalización de la s, pero durante la evolución del lenguaje había influido a todas las palabras que, siguiéndola, comenzaban con una fonema milabial o labiodental. Así pues, aunque la n final de Zine hubiese desaparecido, Bear (primero Ber luego Be fue Ne cuando seguía a cualquier palabra que hubiese tenido alguna vez una m o n final.

Si seguía adelante con esta teoría… silbó y murmuró luego:

– ¡Creo que lo tengo!

Aquellas palabras cobraban sentido. Las letras procedían del alfabeto fonético internacional o de algo parecido. El lenguaje había sido inglés, pero había pasado a tener una estructura análoga a la de las lenguas celtas de su tiempo. Había palabras que no podía traducir o cuyo significado sólo podía sospechar. En realidad, cada idioma admite palabras nuevas constantemente, y algunas de ellas se hacen más o menos permanentes. Y había que tener en cuenta posibles elisiones e intrusiones.

Pero no cabía duda. Aquí… ULISES SINGING BEAR; FAMOSO HOMBRE PETRIFICADO, ACCIDENTALMENTE… ESTASIS MOLECULAR DURANTE EXPERIMENTOS CIENTÍFICOS EN SIRACUSA, NUEVA YORK, LA ANTIGUA NACIÓN DE LOS ESTADOS UNIDOS DE NORTEAMÉRICA. ESTADO «PETRIFICADO» DESDE…

La fecha era ininteligible. No se utilizaban, por alguna razón, los números árabes. Pero la fecha tenía que ser el equivalente al 1985 después de Cristo. La fecha de la erección del monumento era también ilegible.

No importaba que fuese el 6985 después de Cristo o el 50.000 después de Cristo, aunque era más probable que la primera fecha estuviese más cerca de la realidad que la segunda. En cincuenta mil años el idioma se habría hecho totalmente irreconocible.

No importaba. Lo que importaba era que había estado en otro tiempo sentado allí sobre aquella plataforma de metal o plástico con aquella placa y que muchos visitantes, quizás millones, habían desfilado ante él y leído aquellas palabras (en diversas formas según los cambios del lenguaje) y contemplado sus inmóviles rasgos con asombro. Y también divertidos, pues los humanos no podían evitar los pensamientos irónicos ni siquiera en presencia de la muerte. Le contemplarían también con envidia, si hubiesen sabido que volvería a vivir después de que ellos fuesen polvo, muchos siglos después.

Se preguntó qué podría haberle sucedido. ¿Le habrían robado? O, más probable, ¿habrían sido localizados él y la plataforma en otro lugar y luego llevados allí? ¿Le habrían separado de la plataforma en el camino? ¡Quién podía saber lo sucedido!… Había sucedido además hacía tanto tiempo que siempre sería un misterio.

Alzó la cabeza, y Zhishbroom echó a andar delante de él. Bajaron varios pasillos y al final el neshgai se detuvo ante una pared encalada. Pronunció una palabra, y la pared pareció fundirse y luego se hizo borrosa, y luego se convirtió en un paso abierto. Ulises siguió al gigante a una pequeña habitación que parecía el interior de una pelota. Una sustancia reflectora y plateada cubría el interior en cuyo centro colgaba en el aire un inmenso disco plateado. Zhishbroom cogió a Ulises de una mano y le guió frente al disco. El disco colgaba vertical ante él y reflejaba su imagen.

Pero no reflejaba la de Zhishbroom, que estaba de pie detrás de él.

– Yo no soy capaz de leer el Libro -dijo el neshgai con tristeza, y añadió-: Llama cuando termines de leer. La puerta se abrirá. Te conduciré entonces ante Kuushmurzh, y podrás decirle lo que leíste.

Ulises no oyó salir al neshgai. Continuó contemplando su reflejo en el disco, y de pronto el reflejo desapareció. Fue como si se evaporara. Su carne se desvaneció capa a capa; sus huesos se perfilaron frente a él; pero también ellos se hicieron nada; sólo el disco quedó.

Dio un paso hacia adelante, pensando que no podía penetrar en el material sólido (¿pero cómo sabía que era sólido?) y luego estaba dentro. O creía estarlo. Como Alicia atravesando el espejo.

Aparecieron cosas a su alrededor como si hubiesen estado ocultas por una niebla invisible que se fundiera al sol de su presencia.

Continuó caminando y extendió una mano y no pudo tocar nada. Atravesó el gran árbol que había ante él, cruzó la oscuridad y salió por el otro lado. Una mujer, una hermosa mujer morena que sólo llevaba pendientes, un anillo en la nariz, anillos en los dedos, cuentas y dibujos pintados sobre la mitad de su cuerpo, cruzó ante él. Avanzaba con rapidez, como en una película en cámara rápida.

Las cosas corrían a su lado. Alguien incrementaba aún más la velocidad de la película. Luego la velocidad disminuyó, y se encontró ante otro árbol gigante a la luz de la luna. La luna llena era la luna que él había conocido antes de convertirse en piedra. El árbol era tres veces mayor que la mayor secoya de California. Había en su base varias entradas de las que salía una luz suave. Un joven de unos dieciséis años, con cintas y adornos en su enmarañado pelo y alrededor de sus orejas, dedos, pies, y otros apéndices, penetró en el árbol. Ulises le siguió por unas escaleras hacia arriba. No comprendía cómo podía subir por allí y sin embargo no ser capaz de tocar nada. Ni cómo su mano podía penetrar en el joven cuando intentaba tocarle.

El joven vivía dentro del árbol con una docena más. Los apartamentos, o celdas, del árbol tenían unos cuantos elementos decorativos y mobiliario. Había una cama de un material parecido al musgo, algunas mesas que no levantaban más de un metro del suelo, una pequeña cocina, y algunos cacharros y cubertería. Había una caja de madera, pintada por algún aficionado, en un rincón. Contenía alimentos y diversos líquidos. Y eso era todo.

Abandonó el árbol y vagó por el parque, que empezaba a desvanecerse. Tenía una sensación de paso del tiempo. Mucho tiempo. Cuando las cosas se estabilizaron aún era de noche. La luna había cambiado. Evidentemente tenía una atmósfera y mares, pero no el aspecto de planeta completo que tenía la luna del mundo en el que había despertado. Crecían a su alrededor muchos árboles, mucho mayores que los tipos secoya, a través de los cuales pasaba como un espectro. Tenían un gran tronco central e inmensas ramas que iban radiándose con vástagos verticales que servían de apoyo y por último se inclinaban y se hundían en la tierra. Eran versiones mucho más pequeñas de Árbol que él conocía. Formaban pequeños pueblos, y en ellos crecían árboles que proporcionaban todos los alimentos que necesitaban los ciudadanos, salvo la carne.

Había también árboles que contenían laboratorios experimentales. Albergaban éstos gatos y perros con capacidad craneana mucho mayor que la de los animales de su época. Y había allí monos que habían perdido la mayor parte de su pelo y el rabo y caminaban erguidos. Y muchos animales más que evidentemente estaban modificando los ingenieros genéticos.

El mundo comenzó a moverse más deprisa y luego se vio en la luna sin ninguna sensación de transición. La Tierra colgaba, marrón, cerca del horizonte; pese a las masas de nubes pudo reconocer el extremo oriental de Asia.

El paisaje lunar era suave y bello. Había grandes árboles, plantas luminosas, aves y animales pequeños. Hacia el este asomaba la aurora. Luego apareció el sol e iluminó la falda occidental de una montaña, en tiempos pared de un cráter, supuso, suavizada por la erosión del viento y el agua. O quizás alterada por los poderes como de dioses de los seres que habían dado a la luna una atmósfera y océanos y transmutado los pétreos suelos en fértil y oscura tierra.

Los seres como dioses debían haber proporcionado también a la luna una rotación más rápida, porque el sol se alzó rápidamente y, en unas doce horas, se ocultó de nuevo. Por entonces Ulises había cruzado la zona como de parque y visto los árboles que crecían allí, y que albergaban hombres y varios tipos distintos de géneros y especies de seres inteligentes. Todos los pueblos no humanos, salvo uno, parecían descender de animales terrestres.

La excepción era unos bípedos altos y de piel rosada con pelo muy rizado del cuello para arriba, en los sobacos, en las regiones púbicas y en la parte posterior de las piernas. Su cara era bastante humana salvo la excrescencia carnosa, como una especie de lunar, que adornaba la punta de su nariz. Había muchos de éstos, indudablemente visitantes de un planeta de alguna estrella distante. Si tenían naves espaciales, no había ninguna a la vista.

Ulises continuó deslizándose como un fantasma sobre la superficie de la luna y luego penetró, invisible y suave como la brisa, en un árbol que contenía un laboratorio. Y vio allí a humanos y no humanos observando un experimento. Había una figura inmóvil dentro de un cubículo transparente de plástico. Era el objetivo de unos rayos fluctuantes y multicolores que le dirigía un instrumento parecido a un disparador láser. Este derramaba sus rayos, que atravesaban las paredes del cubículo y bañaban a la inmóvil figura.

Reconoció la estatua. Era él mismo.

Al parecer, los científicos intentaban restaurar el movimiento natural de sus átomos.

Sabía muy bien el éxito que tendrían.

Pero, ¿qué hacía él en la luna? ¿Había sido prestado a los científicos de allí por alguna razón que nunca conocería? Si así era, habrían tenido que enviarle de nuevo a la Tierra, aunque tardasen en hacerlo miles de años.

Tan bruscamente como había salido de la Tierra se vio de nuevo en ella. No sólo había atravesado espacio. También mucho tiempo.

La Tierra estaba desolada. Soplaban feroces vientos. Las capas polares se habían fundido y terremotos, volcanes en erupción y desprendimientos de masas costeras habían alterado la superficie de lo que quedaba de la Tierra.

No había explicación para lo sucedido o para lo que había causado el holocausto global. Posiblemente fuesen la causa las inmensas gotas luminosas que cruzaban el humo que cubría la agostada Tierra. Pero nadie había que pudiese explicar. El humo desapareció y el aire volvió a ser claro salvo por las grandes tormentas de polvo. Pequeños grupos de seres inteligentes, y los animales que se habían refugiado bajo tierra con ellos, salieron. Sembraron semillas y cultivaron pequeñas parcelas de tierra. Plantaron también algunos árboles pequeños salvados bajo tierra.

Las gotas aparecieron de nuevo y se situaron sobre las colonias durante un tiempo. Sólo una actuó. Desprendió rayos energéticos que calcinaron el arbolito en que estaban los cuarenta supervivientes del homo sapiens.

Los otros seres inteligentes, hombres gato, hombres perro, hombres leopardo, hombres oso y hombres elefante no fueron atacados. Al parecer, los que manejaban las gotas (si es que no eran entidades vivas) querían exterminar sólo al homo sapiens.

Los hombres murciélago eran una forma modificada del homo sapiens, y también habían sido exterminados.

Pero cuando las gotas desaparecieron, salieron de sus escondites nuevos hombres murciélago.

Los esclavos de los neshgais y los vroomaws no eran humanos. Descendían de monos mutados. Por eso no les habían atacado las gotas.

Continuó caminando por la superficie de la Tierra. El tiempo se deslizaba a su paso y él se deslizaba sobre el tiempo. Ahora cada gran masa de tierra tenía sólo un árbol. Los árboles habían evolucionado y todos los de una masa de tierra se unían y fundían hasta convertirse en uno solo. Todos crecían y crecían. Los seres inteligentes, uno a uno, se fueron a vivir en su superficie. Llegaría un momento en que el Árbol se extendería por todo el continente. Sólo las regiones costeras se verían libres de él, porque el agua salada frenaba su crecimiento. Pero el Árbol podía evolucionar de modo que superase este freno, y lo haría. Y entonces cada Árbol continental se fundiría con el otro rindiendo su individualidad a través de algún mecanismo vegetal que Ulises no comprendía. Tendría un cerebro, una identidad, un cuerpo. Y sería el dueño del planeta. Por los siglos de los siglos. Amén.

A menos que los neshgais y el dios de piedra pudiesen derrotarle.

Ulises tuvo la sensación de volver a salir del disco… una Alicia recelosa, pensó.

Después, hablando con el sumo sacerdote, formuló su propia teoría respecto al Libro de Tiznak. El sumo sacerdote tenía una explicación teológica para las extrañas cosas que les ocurrían a los lectores del Libro. Nesh dictaba la experiencia según lo que consideraba que cada lector debía encontrar en el Libro. Pero el sumo sacerdote admitía que su explicación podía ser un error. No era un dogma.

Ulises pensó que el que había hecho el disco, fuese quien fuese, había puesto en él un registrador del pasado. Este registrador probablemente no existiese cuando sucedieron los acontecimientos que reflejaba. La peculiaridad del Libro (una de ellas) era que contenía lo que Ulises sólo podía describir como «puntos resonantes» Es decir, las demandas individuales de cada lector despertaban en el Libro aquello que interesaba al lector. Era lo mismo que elegir un libro sobre un determinado tema histórico en una biblioteca. El Libro, trabajando por medios mentales, detectaba lo que el lector quería saber y luego proporcionaba la información a su modo.

– Eso puede ser cierto -dijo el sumo sacerdote. Miró a Ulises con sus ojos azul oscuro desde debajo de su tricornio-. Tu explicación puede ajustarse a los hechos sin chocar por ello con la explicación oficial de que Nesh dicta los contenidos. Después de todo, quien hiciese el disco lo hizo porque Nesh le pidió que lo hiciera.

Ulises hizo una inclinación. No tenía sentido discutir aquello.

– ¿Comprendes ahora por qué el Árbol es una entidad inteligente y es nuestro enemigo? -preguntó el sumo sacerdote.

– El Libro me explicó que eso era así.

El sumo sacerdote sonrió y dijo:

– ¿Pero tú no crees necesariamente en el Libro?

Ulises pensó que era mejor no contestar. Estaba seguro, y podría haberlo dicho, de que gran parte de lo que contenía el Libro era cierto, pero que el disco lo habían construido seres inteligentes, y que toda criatura de carne y hueso podía cometer errores o estar equivocada. Pero, si decía eso, el sumo sacerdote le contestaría que el disco no podía equivocarse, puesto que Nesh había dictado su contenido, y Nesh, único dios, no podía cometer error alguno.

Cuando volvió al aeropuerto, había cambiado su actitud hacia Thebi. Ya no era la posible madre de sus hijos. Dudaba mucho que ella o cualquier esclava o vroomaw pudiesen concebir de él. Aunque parecían una forma levemente alterada de homo sapiens, probablemente tuviesen una estructura cromosómica distinta. Thebi probablemente fuese estéril respecto a él. Había pasado tiempo suficiente para demostrarlo.

Por supuesto, cabía la posibilidad de que ella fuese estéril también con los de su especie. Pero Lusha había estado con él suficiente tiempo como para poder concebir también. Aunque también era posible que ella fuese estéril. O que ambas mujeres, sin que él lo supiera, estuviesen utilizando métodos anticonceptivos. Esto no le parecía probable, pues jamás había oído tal cosa entre ninguno de los pueblos con que se había encontrado. La fertilidad se reverenciaba tanto entonces como en la primera era paleolítica de la Tierra.

Durante los meses que siguieron a su primera visita al templo de Nesh, encontró algún tiempo para hacer otras visitas. Aunque no le fue permitido volver a leer el Libro de Tiznak, pudo explorar la ciudad subterránea, el museo, según él. Encontró muchas cosas cuyo fin o utilidad se imaginó, aunque muchas resultaban inútiles porque no sabía cómo ponerlas en marcha. Halló un instrumento que no había evolucionado tanto respecto a los que él conocía de su época como para resultar irreconocible. Arrancó delgadas tiras de su piel y de una serie de esclavas y las colocó en el comparador. Los tejidos de las esclavas se volvieron de color escarlata al colocarlos junto a los suyos. No podía engendrar con ellas.

No cabía duda. Dejó a un lado el instrumento lleno de desilusión. Sin embargo, en algún punto de su interior palpitaba una esperanza.

La desechó. Tenía que apartarla. Si la convertía en algo fuerte, podría sentirse culpable luego.

Pero, ¿por qué?, se dijo. No podía evitar su incapacidad para ser padre de una nueva estirpe humana. No era vital el que en la Tierra hubiese de nuevo Humanidad. El género humano había estado a punto de destruir la Tierra. Las gotas voladoras se habían propuesto exterminar al homo sapiens y habían dejado sólo a los otros seres inteligentes. No es que éstos fuesen menos malos en potencia. Pero basta entonces no habían hecho daño alguno a la Tierra, y por eso seguían viviendo.

¿Por qué habría de engendrar él de nuevo su perniciosa y destructora estirpe?

No había razón alguna. Pero se sentía culpable por ser incapaz de hacerlo.

También se sentía culpable porque le gustaba más Awina que Thebi o cualquiera del género de Thebi.

Esto explicaba que mantuviese a Thebi como su sirvienta personal y añadiese luego otra esclava humana. Aún seguía llamándoles humanos, lo que, en cierto modo, eran. Se trataba de una muchacha de ojos verdes y dorada piel llamada Fanus. Era tan calva como las otras, pero tenía la barbilla menos afilada y rasgos más agradables.

Awina no dijo nada cuando apareció Fanus en la oficina de Ulises. Lanzó a éste una mirada de reojo que le dijo mucho y le hizo sentirse culpable por cómo la trataba. Para compensar, puso a las dos mujeres bajo la supervisión directa de Awina. Podría haberse dado cuenta de que esto convertiría la vida de ellas, sino en un infierno, en algo sumamente desagradable a veces. Pero tan ocupado estaba con su fuerza aérea que no se daba cuenta de nada.

Llegó por fin el momento en que quedó terminado uno de los primeros dirigibles. La gran aeronave plateada tenía doce poderosos motores y podía transportar muchos hombres o muchas bombas o un poco de ambas cosas. Por entonces, tras repetidas peticiones de Ulises, se había solventado el enfrentamiento entre la marina y el ejército. Ambos proclamaban que la aviación y su personal correspondían a su jurisdicción. El resultado fue que Ulises tuvo dificultades para conseguir material y personal y para tomar decisiones. Por último, irrumpió en la oficina, del Gran Visir y le exigió que crease una rama separada. Y que lo hiciese inmediatamente, allí mismo. Si no habría más dilaciones, tantas que el enemigo tendría tiempo de organizar otro ataque. Y éste sería una invasión a gran escala, no una incursión.

Shegnif aceptó lo que Ulises le dijo y nombró a éste almirante de la flota, aunque no jefe de las fuerzas aéreas. Dio este cargo a su sobrino, Graushpaz. Ulises le detestaba, pero nada podía hacer. Luego su investigación sobre el coste de los suministros y la calidad inferior de la mayor parte de ellos desató un verdadero escándalo. Shegnif intentó ocultar los resultados de la investigación de Ulises, pero Ulises pasó su informe al soberano, Zhigbruwzh.

Graushpaz, el sobrino, era quien vendía a las fuerzas aéreas aquellos artículos de inferior calidad.

Además, un oficial humano tuvo el valor de acudir a Ulises y explicarle que los humanos de las fuerzas aéreas estaban a punto de sublevarse por la mala comida que les daban. Graushpaz era quien vendía los alimentos a las fuerzas aéreas.

Ulises prometió interceder por el sobrino si no había más abusos ni dilaciones.

Shegnif aceptó, pero insistió en que Graushpaz siguiese siendo jefe de las fuerzas aéreas. En caso contrario, caería en desgracia y tendría que suicidarse.

– ¡Pero si todo el mundo sabe que es culpable! -exclamó Ulises-. ¿Por qué no ha de caer en desgracia?

– Todo el mundo lo sabe, cierto -convino Shegnif-. Pero a menos que caiga públicamente en desgracia, no tendrá que suicidarse.

– No aceptaré ningún trato más de ese género -dijo Ulises-. ¡E insisto en que no venga con nosotros cuando ataquemos a los hombres murciélago!

– Tiene que ir contigo -replicó Shegnif-. Es el único medio que tiene de redimirse. Debe hacer algo destacado en la guerra para compensar esto.

Ulises cedió en este punto. Más tarde, sonreía maliciosamente al pensar en ello. El pecado era ser descubierto. Los elefantinos neshgais no eran tan distintos de la raza humana.

No sonrió tanto cuando Shegnif continuó su política de sobrecargar los dirigibles de oficiales neshgais. Pese a su influencia con el soberano y el sumo sacerdote, no gozaba Ulises de toda la confianza del Gran Visir. Su actitud era comprensible con la revuelta de diez días atrás en una ciudad fronteriza. Los soldados vroomaws se habían negado a obedecer las órdenes superiores según las cuales debían vivir en la zona de los esclavos. Al parecer, consideraban una desgracia vivir con los esclavos. Cuando los neshgais trasladaron allí a otras tropas para enfrentarse a ellos, las nuevas tropas se habían unido a los rebeldes. Acudieron entonces soldados neshgais y hubo una batalla. Los esclavos habían aprovechado esto para matar a algunos de sus dueños neshgais. Por fin, los neshgais habían concentrado buen número de sus poderosas fuerzas aplastando la revuelta.

Noticias de esto se extendieron por toda la población humana. Había tanta tensión y tantas precauciones tomaron los neshgais en la capital que el trabajo de Ulises se demoraba seriamente.

Luego la situación mejoró para él cuando un ejército de unos trescientos hombres murciélago hizo una incursión en el aeropuerto. Esta vez fueron detectados por los vigías que Ulises había estacionado en el borde del Árbol. Tuvo así posibilidad de sacar cinco de sus dirigibles con su tripulación de arqueros, ballesteros y halcones. Los halcones pasaron su primera prueba de sangre, y las fuerzas aéreas descubrieron que su disciplina y su adiestramiento eran excelentes. Sufrieron algunas bajas, pero todas las naves regresaron. Los hombres murciélago, tras sufrir graves pérdidas, huyeron.

El prestigio de Ulises creció aún más. Pero el primer efecto de la incursión fue que los humanos comprendieron que debían luchar, de momento, del lado de los neshgais, no contra ellos. Los hombres murciélago habían arrojado mensajes comunicando que se proponían exterminar tanto a los neshgais como a sus aliados humanos.

Fue una fresca mañana, al amanecer, con cielo claro y una brisa de unos diez kilómetros por hora que soplaba del mar, cuando el primero de los diez dirigibles se elevó en el aire. La nave insignia, el Veezhgwaph (Espíritu Azul), tenía unos ciento treinta y tres metros de longitud y un diámetro de veinte metros. Su superficie era plateada, y llevaba en su proa, pintado en azul, un horroroso demonio. La barquilla de control estaba suspendida bajo la proa, y las tres cajas de los motores colgaban a ambos lados. Su hueco interior contenía una estructura hecha de cáscaras vegetales prensadas y unidas, de muy poco peso, celdillas de almacenaje, la quilla, un paso de comunicación principal, escalerillas y diez gigantescos globos de gas. En la parte superior había cuatro cabinas con arqueros, catapulteros, lanzadores de cohetes y halconeros. A ambos lados, en la línea del centro, había una especie de banco donde se sentaban los que accionaban las catapultas y lanzaban los cohetes. Otras aberturas daban acceso a flechas, bombas y halcones. Las estructuras de cola incluían varias cabinas, y había aberturas por el suelo del dirigible tras las cuales se emplazaban más flecheros y lanzadores de cohetes y halconeros.

Había también trampillas para lanzar bombas y para soltar anclas y ganchos de agarre.

Ulises estaba en el puente, en la cubierta inferior de la barquilla de control, detrás del timonel. Los operadores de radio, los pilotos, los oficiales responsables de transmitir órdenes desde diversas partes de la nave y varios arqueros estaban también en la góndola. Si no hubiese tantos neshgais, pensó Ulises con amargura, habría más espacio en el puente.

Caminó entre la tripulación hasta la parte trasera de la barquilla y miró afuera. Las otras naves iban detrás de él pero se elevaban rápidamente. La última era sólo un brillo redondo en el azul, pero les alcanzaría al cabo de una hora y pasarían a ser los primeros de la formación.

La belleza de las grandes naves del aire, y la idea de que fuesen creación suya, le emocionaban. Estaba muy orgulloso de ellas, aunque supiese ahora que eran más vulnerables de lo que en principio pensaba. Los hombres murciélago podían volar sobre los dirigibles y arrojarles bombas. No podrían hacerlo, sin embargo, mientras él no descendiese a una altura inferior. Las naves subían ahora y no dejarían de hacerlo hasta llegar a los cuatro mil metros. El aire era demasiado sutil allí para que pudieran volar los hombres murciélago. No podrían acercarse a los dirigibles mientras éstos no descendiesen sobre su objetivo.

Su objetivo era el centro aproximado del Árbol, de ser cierto lo que decían sus informadores. El dolor era un gran destructor de mentiras, y los hombres murciélago prisioneros de la primera y la segunda incursión habían sido sometidos a todo el dolor que habían podido soportar sus frágiles cuerpos. Dos habían aguantado hasta la muerte, pero los otros habían dicho al fin lo que juraban como la verdad. Sus relatos concordaban, lo cual no significaba aún que fuesen ciertos.

Los hombres murciélago que aún podían hablar les acompañaban para poder identificar las señales de los árboles y, por último, la ciudad base.

Abajo, el Árbol era una masa que se extendía por todo el horizonte, una encrucijada de ramas grises y rayos de sol brillando sobre las ramas y vividos colores de árboles y matorrales que crecían sobre el Árbol. De pronto, una pálida nube rosada brotó de una densa selva verde. Era una inmensa bandada de pájaros que dejaban las entrelazadas enredaderas que se extendían entre dos poderosas ramas. La nube rosada pasó entre una serie de troncos y luego se asentó y se ocultó dentro de otro entramada de enredaderas.

Ulises se volvió a tiempo para ver a Awina descender la escalerilla de la cubierta superior de la góndola. Awina era bella cuando sólo descansaba, tan bella como una gata siamesa en reposo. Pero cuando se movía, eran tan agradables a la vista como lo sería el viento si se pudiese ver. Ahora que Thebi y Fanus no estaban con ellos, y ella era la única que atendía las necesidades personales del Señor, era toda alegría y sonrisas. Había pensado pedirle que no fuese en la expedición, pero había decidido no hacerlo. Ella sabía que había muchas posibilidades de que no regresara. Pero si él le pedía que no fuese, se sentiría herida. Y había una firme posibilidad de que se pusiese a cavilar y acabase atacando a las dos mujeres, pues les echaría la culpa.

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