Philip José Farmer
El Dios De Piedra Despierta

Título original: The Stone God Awakens

Traducción de José M. Álvarez Floret


Despertó y no sabía dónde estaba.

Crepitaban las llamas a unos veinte metros de distancia. El humo le picaba en la nariz y le hacia llorar. Se oían gritos y voces de hombres.

Al abrir los ojos, vio que un trozo de plástico caía desde debajo de sus brazos, que tenía extendidos ante él. Algo golpeó levemente sus rodillas, se deslizó piernas abajo y cayó sobre un disco de piedra bajo él.

Estaba sentado en una silla… su silla de despacho. La silla estaba sobre el asiento de un inmenso trono tallado en granito, y el trono sobre una plataforma redonda de piedra. Había sobre la piedra manchas de un color oscuro, entre rojo y marrón. Lo que había caído era una parte de la mesa sobre la que había estado apoyado después de desmayarse.

Se hallaba al fondo de un gran edificio de gigantescas vigas y columnas de madera. Las llamas lamían la pared avanzando en su dirección. El techo del otro extremo había caído en parte y el humo salía por el hueco y se perdía en el viento. Pudo ver el cielo fuera. Era negro, y luego, lejos, flameó un relámpago. A unos cincuenta metros de distancia, había un cerro iluminado por las llamas, en cuya cima distinguió la silueta de los árboles copudos llenos de hojas.

Un instante antes era invierno. La nieve se apilaba profunda alrededor de los edificios del centro dé investigaciones de las afueras de Syracusa, Nueva York.

El humo se amontonaba bloqueando su visión. Las llamas saltaban más arriba y más lejos hacia las largas mesas y los bancos y las gruesas columnas que sustentaban el techo. Parecían éstas como tótems con sus extrañas cabezas grabadas, una sobre otra. Había en las mesas platos, jarras y algunos utensilios simples. Una jarra, volcada, había derramado un líquido oscuro sobre la mesa más próxima.

Se levantó y tosió cuando el humo envolvió su cabeza. Se agachó y salió del asiento del inmenso trono, que, ahora que estaba iluminado por las cercanas llamas, se reveló como una masa de granito salpicada de cuarzo en rojo y negro. Desconcertado, miró a su alrededor. Pudo ver el borde de una puerta parcialmente abierta (era una puerta de dos batientes, muy grande) y fuera había más llamas y cuerpos luchando, debatiéndose, tambaleándose, cayendo, y más gritos y chillidos.

Tendría que abandonar el lugar antes de que el humo o las llamas le alcanzasen, pero tampoco quería salir de allí para entrar en la batalla. Se agachó sobre la plataforma de piedra y luego descendió hasta el duro suelo de tierra de la sala.

Un arma. Necesitaba un arma. Palpó en el bolsillo de su chaqueta y sacó una navaja. Apretó un botón y brotó una hoja de unos quince centímetros. Era ilegal llevar un cuchillo de aquel tamaño en Nueva York en 1985, pero si un hombre quería defenderse en 1985, tenía que hacer algunas cosas ilegales.

Caminó con rapidez a través del humo, aún tosiendo, y llegó hasta la doble puerta. Se puso de rodillas y miró por debajo, pues el borde inferior de la puerta quedaba muy alto.

Las llamas del vestíbulo y de los otros edificios se combinaban para iluminar la escena. Danzaban alrededor peludas piernas y rabos, blancos, negros y marrones. Las piernas eran humanas y sin embargo no lo eran. Se inclinaban extrañamente; parecían patas traseras de cuadrúpedos que hubiesen decidido mantenerse en pie, como los hombres, desarrollando así unas piernas medio humanas medio animales.

Uno de aquellos seres cayó de espaldas, con una lanza clavada en el vientre. El hombre se sintió aún más confuso e impresionado. Aquella criatura parecía un cruce de ser humano y gato siamés, la piel del cuerpo era blanca; la cara, por debajo de la frente, negra; las partes inferiores de los brazos, piernas y rabo, negras. La cara era como la de un ser humano, pero con nariz redonda y negra como de gato, y orejas negras y puntiagudas. La boca, abierta en el gesto de la muerte, revelaba agudos cuentes felinos.

Arrancó la lanza una criatura también de piernas torcidas y largo rabo pero piel de un marrón uniforme. Y luego sonó un grito y las piernas se tambalearon hacia adelante y cayeron sobre la criatura mitad humano mitad gato siamés, y pudo ver más detalles del cuerpo del lancero. No era exactamente un hombre. También él parecía haber evolucionado de cuadrúpedo a bípedo, obteniendo una serie de rasgos humanos en el proceso, como por ejemplo una cara plana, ojos situados hacia adelante, barbilla, manos humanoides y un ancho tórax. Pero si la otra criatura le había parecido un gato siamés, ésta le parecía un mapache. Era marrón en todo su cuerpo salvo una faja sobre los ojos y las mejillas cubiertas de pelo negro.

No pudo ver lo que le había matado.

Nada le inducía a salir mientras las llamas no le obligaran. Siguió allí, acuclillado junto a la puerta y mirando por debajo de ella. Se sentía fuera de la realidad. ¿O era él la realidad, y aquella escena infernal una fantasía que había cobrado vida de algún modo en su mente?

Una llama le lamió la espalda. Parte del techo se derrumbó al otro extremo del edificio. Salió a gatas por debajo de la puerta, procurando pasar inadvertido.

Se pegó al edificio mientras el humo se arremolinaba a su alrededor. Ayudaba a ocultarle, pero también le hacía toser y le llenaba los ojos de lágrimas. Por eso no vio al ser de cara de mapache que se lanzó entre el humo hacia él, con el tomahawk alzado. Ni comprendió hasta que fue demasiado tarde que aquel ser no quería atacarle. Simplemente saltaba y gesticulaba, ciego, porque había perdido un ojo que colgaba de un hilo de nervios, y asfixiado por el humo. Probablemente no advirtiese su presencia hasta casi chocar con su cuerpo.

Él esgrimió el cuchillo y la hoja atravesó el peludo vientre. Brotó la sangre y la criatura se tambaleó hacia atrás saliéndose de la hoja. Su hacha cayó junto a la cabeza del hombre, que observó como su enemigo retrocedía, agarrándose el vientre, y luego daba media vuelta y se ladeaba. Sólo entonces comprendió que el ser de cara de mapache no se proponía atacarle. Cogió el tomahawk en su mano derecha tras cambiar el cuchillo a la izquierda y continuó su marcha a gatas, tosiendo a medida que el humo le rodeaba.

Se sentía paralizado, y sin embargo era capaz de actuar. La mente estaba sólo empezando a despertarse; el cuerpo se desperezaba también poco a poco. Se aproximó a él otro individuo de cara de mapache; éste le vio, sin duda alguna, pero no claramente. Atisbó entre el humo mientras corría hacia él. Llevaba una lanza corta y pesada con punta de piedra cogida con ambas manos y cruzada sobre el vientre, y se agachó como si no estuviese seguro de lo que estaba viendo.

Él se levantó entonces, con el hacha y el cuchillo preparados. Le parecía que no iba a tener muchas posibilidades. Sin embargo el bípedo peludo era de poco más de uno cuarenta de altura y pesaba unos sesenta kilos, mientras que él medía casi uno ochenta y pesaba unos cien kilos, aunque no sabía manejar con eficacia un tomahawk. Y resultaba irónico, pues tenía sangre iroquesa.

El ser de cara de mapache se agachó al aproximarse. Cuando estaba a unos diez metros de distancia se detuvo. Luego sus ojos se hicieron aún mayores, y lanzó un grito. Su grito debería haber pasado inadvertido en la algarabía general, pero otros seis (tres hombres gato, como se le ocurrió denominarlos, y tres individuos de cara de mapache) le vieron también. Detuvieron la lucha para mirar, y varios llamaron a los guerreros próximos. Todos dejaron de acuchillarse y aporrearse, y pronto se hizo el silencio.

El hombre avanzó hacia la escalera. El único que estaba lo bastante próximo para cortarle el camino era el cara de mapache que le había visto primero. Los otros podían arrojarle sus azayas o sus tomahawks, pero podía esquivarlos. Hasta entonces no había visto rastro de arcos y flechas.

El cara de mapache se apartó al aproximarse él, pero hacia la escalera, de modo que aún podía impedirle el paso si quería. Luego volvió a aproximarse y alzó la lanza y él tuvo que defenderse. Le fastidiaba desprenderse del tomahawk, pero si lo conservaba, no sería gran arma contra la lanza. Su única posibilidad era alcanzar a su adversario antes de que se acercara lo bastante para ensartarle. Lanzó el hacha con todas las fuerzas de su cuerpo entumecido. Y, por suerte, no por habilidad, el filo del hacha se clavó en el cuello del cara de mapache. Este cayó hacia atrás y quedó tendido en el suelo.

Sonó un grito entre los espectadores, que eran ya casi todos los guerreros. Incluso le pareció que los hombres gato gritaban en triunfo y los cara de mapache con desesperación. Los cara de mapache corrieron hacia las escaleras en masa, tirando sus lanzas y tomahawks. Unos cuantos consiguieron saltar las empalizadas, pero la mayoría fueron alanceados o macheteados por la espalda antes de que llegaran a las escaleras o cuando subían por ellas. Se hicieron unos cuantos prisioneros.

Sólo entonces comprendió el hombre que aquel cara de mapache tampoco había pretendido utilizar su lanza contra él. Había levantado la lanza sólo para dejarla a un lado, como en ademán de sumisión. Pero el tomahawk estaba ya en camino. La realidad no era una grabadora que pudiese dar marcha atrás para borrar lo sucedido.

Los seres gato se arremolinaron a su alrededor, aunque sin aproximarse lo bastante para tocarle. Puestos de rodillas, hacían gestos sumisos con las manos unidas. Sus armas estaban en el suelo bajo ellos. Sus expresiones resultaban extrañas; el pelo y las húmedas y redondas narices negras, y los dientes largos, agudos y separados, y los ojos, que eran como los de los gatos, hacían indescifrables sus expresiones. Pero sus actitudes expresaban asombro, temor y adoración. Fueran cuales fuesen sus expresiones, evidentemente no significaban ningún peligro para él.

Las llamas se hicieron tras él más brillantes, y vio que los ojos de algunos de aquellos seres resplandecían. Tenían las pupilas contraídas como estrechas fisuras frente a la claridad que tras él había.

Uno de ellos se aproximó más y extendió una mano para tocarle. La mano era, aparte de peluda, humanoide. Tenía cuatro dedos y uñas, no garras. El pulgar era oponible.

Sintió las puntas de aquellos dedos sobre su muslo, y le pareció que aquel roce abría una brecha en sus defensas. El cielo nocturno, los edificios ardiendo, las empalizadas de troncos, los cuerpos de rabudas criaturas de color marrón y blanco y negro, y ahora los ojos resplandecientes y las caritas de los niños y de las mujeres que se asomaban a las cabañas, todo giró, giró y giró. La criatura que estaba arrodillada ante él dio un grito de terror e intentó retroceder de rodillas. Él cayó, golpeándose el hombro, y quedó tendido mientras todo giraba a su alrededor. El único objeto fijo era la punta negra del rabo de la criatura que estaba tendida ante él. Pero comenzó a girar también al poco y se hizo grande y negra, y todo se hizo negro y silencioso.

Volvieron la luz y el sonido. Estaba tendido sobre blandas pieles y bajo ellas había una sustancia mullida y suave. Sobre él había un techo bajo de vigas ennegrecidas por el humo y oscuras figurillas de madera, taraceadas con piel, que colgaban de tiras de cuero fijadas al techo. La estancia, de unos seis metros por diez, estaba llena de criaturas gato. Las más próximas a su lecho eran varones, pero a los pocos instantes una hembra cruzó un pasillo que se abrió entre los machos. Medía uno cuarenta de estatura aproximadamente y tenía pechos redondeados bajo el pelo y pequeñas zonas sin éste alrededor de los pezones. Llevaba un collar de tres vueltas de cuentas formadas por grandes piedras azules y muñequeras de piel de las que colgaban figurillas de piedra. Sus ojos enormes eran de un azul profundo, y al hombre le recordaron los ojos de una hermosa gata siamesa que había tenido su hermana.

Los machos llevaban cuentas y pectorales de hueso, y tobilleras y muñequeras con figurillas o dibujos geométricos, y algunos de ellos tocados de plumas como los de los jefes indios de las películas del oeste. Sólo unos cuantos iban armados, y parecía que más como tocado ceremonial que con fines utilitarios, a juzgar por sus muchos adornos.

La hembra se inclinó hacia él y dijo algo. El no esperaba entenderla, y no la entendió. El lenguaje no era ni siquiera identificable como perteneciente a ninguna de las grandes familias de lenguas. No tenía nada de germánico ni de eslavo ni de semita ni de chino ni de bantú. Si algo le recordaba, era el suave idioma lleno de vocales de los polinesios, pero sin pausas glóticas. Más tarde, cuando su oído se habituó más a los sonidos, distinguió las pausas, pero éstas nada significaban, no significaban lo mismo que en polinesio. Eran tan poco útiles como en el inglés.

Tenían dientes de carnívoros, pero su aliento no era desagradable. La lengua daba la sensación de ser tan áspera como la de un gato. Pese a su apariencia totalmente extraña, se sorprendió pensando que era hermosa. Pero, en realidad, siempre había pensado que aquella gata siamesa era una criatura extraña y hermosa.

Se incorporó sobre un codo y empezó a levantarse. A su lado estaba su cuchillo, cubierto de sangre seca. La hembra retrocedió y los machos que había tras ella se apartaron para dejarle paso. Murmuraban sobrecogidos.

Él se sentó un instante, las manos sujetas a los bordes de la cama. En realidad no se trataba de una cama sino de un montón de pieles dentro de un nicho excavado en la pared del fondo y de varias antorchas que ardían fijadas en las paredes. A la puerta había una multitud de machos y también algunas hembras y niños. Los niños pequeños eran muy hermosos con sus grandes orejas negras y puntiagudas, sus caras redondas y sus grandes ojos. Los rabos no eran tan oscuros como los de los adultos.

Se puso de pie, y durante un segundo sintió mareos, pero luego su cabeza se despejó. En aquel instante, se abrió un nuevo pasillo y otra hembra avanzó por él. Llevaba un gran cuenco de arcilla en el que había símbolos geométricos pintados y una sopa de carne y verduras. Su olor era muy apetitoso, aunque no le resultaba identificable. Aceptó el cuenco y el utensilio de madera, que era cuchara por un extremo y tenedor de dos púas por el otro. La sopa era fuerte y deliciosa, y los trozos de carne sabían a corzo o venado. Durante un segundo tuvo la visión de un hombre mapache como origen de la carne, pero decidió que tenía demasiada hambre para pensar en aquello. Pese al silencio inquietante y a las miradas fijas en él de toda la asamblea, comió toda la sopa. La hembra se llevó luego el cuenco, y todos volvieron a cerrar filas como si esperasen su próximo movimiento.

Caminó hasta la puerta más próxima, que se abrió ante él. El sol acababa de salir por los cerros del este. Había estado desmayado mucho tiempo, especialmente teniendo en cuenta que debía de haber sido justo desde la impresión que había recibido al encontrarse en un medio tan extraño y aterrador.

Ahora que podía pensar con más claridad, se preguntaba: ¿dónde estoy? ¿Dónde demonios estoy?

Los cerros y los árboles que podía distinguir a lo lejos parecían pertenecer a la región donde estaba emplazada Syracusa. Pero ése era el único parecido.

El gran salón estaba sólo medio quemado, y los demás edificios que él suponía convertidos en cenizas estaban también sólo en parte quemados. Alrededor de ellos, el suelo aún estaba mojado por la lluvia que había sofocado las llamas.

A un lado del gran salón de troncos, el interior de la aldea empalizada parecía el de un asentamiento onodaga del siglo diecisiete, con sus grandes casas alargadas. Las escaleras y los cadáveres habían desaparecido. Unas cuantas jaulas de madera que había allí cerca encerraban a una docena de mapaches.

Las puertas de la empalizada estaban abiertas a unos campos de maíz y de otras plantas que había fuera. Trabajaban en ellas las hembras, mientras los niños corrían y jugaban y los jóvenes trabajaban con sus madres. Machos armados montaban guardia entre los campos; había otros en puntos de observación elevados alejados de los campos y dominándolos, y también y había observadores dentro de la empalizada.

El sol y el cielo azul eran los que conocía de toda la vida.

Los hombres gato, evidentemente, esperaban que él hiciese algo. Él esperaba no hacer nada que convirtiese su respeto en hostilidad. Estaba completamente desconcertado, y se hubiese vuelto loco de no ser por la firme base pragmática de su carácter.

La única salida sería aprender el idioma.

Indicó a la hembra a la que había visto primero, la que le recordaba la gata siamesa de su hermana. Se señaló a sí mismo y dijo:

– Ulises Singing Bear.

Ella le miró. Los otros murmuraron y se agitaron inquietos.

– Ulises Singing Bear -repitió.

Ella sonrió, o al menos abrió la boca mucho. Una sonrisa temible. Aquellos dientes podían arrancar un pedazo de carne de un solo mordisco. No es que fuesen proporcionalmente del mismo tamaño que los del gato casero. Eran pequeños en realidad, y los caninos sólo un poco mayores que los otros. Pero eran muy agudos y afilados.

Ella dijo algo, y él repitió su nombre. Era evidente que intentaba repetir las palabras, aunque quizás no supiese que estaba diciendo su nombre.

Al cabo de un rato, ella dijo también:

– Wurisa asiingagna wapiira.

Esto fue lo más que pudo aproximarse a los sonidos del inglés.

El se encogió de hombros. Tendría que adaptarse él. Aprendería su lenguaje.

– Wurisa -dijo, y sonrió.

La mayoría de ellos parecían desconcertados, y sólo mucho después supo por qué. Después de todo, se espera que el dios de uno sepa hablar el idioma de sus adoradores. Pero allí estaba su dios salvador, al que habían estado esperando cientos de años, que no sabía hablar la lengua de los dioses.

Afortunadamente, los wufea eran tan capaces de razonar como los seres humanos. Su sumo sacerdote y la hija de éste, Awina, dieron la explicación de que se hallaba presa de un sortilegio de Wurutana, el Gran Devorador, cuando Wuwiso, el dios de los wufeas, se había convertido en piedra. Wuwiso había olvidado su idioma, pero volvería a aprenderlo rápidamente.

Su principal instructor fue Awina. Ella estaba con él casi siempre, y como le encantaba hablar, aunque fuese con un dios que medio la aterraba, le enseñó enseguida. Ella era inteligente (a veces pensaba si no sería más inteligente que él) e ideó varios medios de acelerar su aprendizaje.

Ella tenía también sentido del humor, y cuando Ulises mostró entender un chiste, ella se dio cuenta de que su alumno avanzaba con rapidez. Él se sintió, por su parte, tan satisfecho de sí mismo y de ella que casi la besó. Pero entonces se cogió a sí mismo, como si dijéramos, por la piel del pescuezo y se empujó hacia atrás. Había llegado a tomar gran cariño a aquella criatura ágil y alegre. Pero no pretendía ir tan lejos. Sin embargo, ella era el punto focal, una isla en un universo desconocido y en un cambiante mar, y era una persona con la que resultaba agradable estar. Cuando ella se iba, sentía agitarse la inquietud en su interior, como lava bajo una puerta de hierro.

Por la época en que reconoció el primer chiste, se había familiarizado con el interior de la aldea y con la zona que la rodeaba en un radio de varios kilómetros. Siempre le acompañaban un sacerdote y una docena de jóvenes guerreros. Caminaban en cualquier dirección durante varios kilómetros, pero pasada cierta distancia se detenían. Él quería seguir, pero por otra parte no se sentía en condiciones de forzar las cosas con los que eran, después de todo, sus guardianes.

Al norte y al oeste la tierra era de cerros altos y redondeados, lagos y pequeños ríos y numerosos arroyos. Era como los alrededores de Syracusa. Al este, tras unos kilómetros de cerros, había un gran bosque de árboles de hoja perenne. Al sur, se extendían unos dos kilómetros de colinas y luego comenzaba de pronto una llanura. Se perdía a lo lejos y ni siquiera desde la cima de un cerro de unos doscientos metros de altura podía ver dónde terminaba la llanura. En el horizonte había una gran masa oscura que pensaba que podría ser una cadena montañosa. Luego, en el segundo viaje, concluyó que se trataba de un banco de nubes. La tercera vez que fue llegó a la conclusión de que no sabía lo que podía ser.

Le preguntó a Awina, y ésta pareció extrañada y dijo: «¡Wurutana!» Parecía como si no entendiese por qué él le preguntaba aquello.

Wurutana, supo entonces, significaba el Gran Devorador. Significaba también algo más, pero no conocía lo bastante bien el idioma para captar ciertas sutilezas.

Según Awina, había otras aldeas Wufeas al norte y al este. Sus enemigos, que se llamaban a sí mismos wuagarondites, vivían al oeste y al norte. En aquella aldea vivían unos doscientos individuos, y había en total unos tres mil wufeas.

Los wuagarondites tenían su propio idioma, que no estaba relacionado con el wufea, pero ambos grupos utilizaban un tercer idioma, un idioma de comercio y comunicación.

Esta lengua se llamaba ayrata.

Los wufeas no tenían tampoco metal propio, ni habían oído hablar de él. El cuchillo de Singing Bear era el primer objeto de acero que veían.

Además, no conocían el arco. El no comprendía cómo era posible tal cosa. Era admisible que no conociesen los metales porque quizás no los hubiese en aquella zona. Pero incluso las gentes de la Edad de Piedra tenían arcos y flechas. Luego recordó que los aborígenes australianos tenían tal retraso tecnológico que no habían descubierto el arco. No había razón alguna por que no lo hubiesen hecho. Eran lo bastante inteligentes. Pero no habían inventado el arco. Y entonces pensó en los indios americanos, algunos de los cuales ponían ruedas a los juguetes de sus hijos y no conocían sin embargo los usos de las ruedas, no habían construido grandes carros ni carretas.

En sus viajes, especialmente hacia el este, buscó madera adecuada y encontró un árbol que le parecía un tejo. Hizo que sus guardias cortasen ramas con sus hachas de piedra, y que llevasen la madera. Luego buscó tripa para la cuerda y plumas, y tras unos cuantos ensayos consiguió fabricar unos cuantos arcos y flechas.

Los wufeas estaban asombrados, pero enseguida captaron la utilidad y aprendieron el manejo, de los nuevos instrumentos. Tras practicar un rato con los blancos que él les construyó, sacaron a un prisionero wugarondite. Lo llevaron hasta pasados los campos y luego le dijeron que siguiese.

Ulises vaciló, porque no sabía hasta dónde podía extenderse su autoridad. Sabía por entonces que él era una especie de dios. Se lo habían dicho y aunque no lo hubieran hecho lo habría sospechado por su actitud. Había tomado parte incluso en varias ceremonias en el templo, aún no reconstruido del todo. Pero no sabía exactamente qué clase de dios era y qué poderes tenía. Parecía un momento adecuado para descubrirlo. No tenía razón alguna para interceder por el prisionero, pero se sintió incapaz de no hacerlo. No podía quedarse allí mientras los jóvenes guerreros probaban su puntería con el hombre mapache.

Al principio, algunos de los wufeas parecían inclinados a discutir. Le miraron con dureza y los hubo que incluso murmuraron algo entre dientes. Pero nadie se le opuso abiertamente, y cuando el sumo sacerdote, el padre de Awina, Aizira, se lanzó hacia ellos, agitando su cetro con sus cabezas de serpientes y de grandes aves y sus guijarros repiqueteantes en una calabaza, logró asustarles. La esencia de su discurso fue que se hallaban bajo un nuevo régimen. Sus ideas de lo que debería hacer un dios no tenían por qué coincidir exactamente con las ideas del propio dios. Si no se sometían rápidamente, podrían verse convertidos en piedra por los rayos lanzados por el dios. Eso invertiría el proceso por el que había despertado el dios de piedra, convirtiéndose en carne y volviéndose a caminar entre ellos.

Fue ésta la primera vez que Singing Bear tuvo una idea de lo que le había sucedido. Preguntó más tarde a Awina sobre el asunto, disfrazando sus preguntas de modo que ella no advirtiese su ignorancia. Awina sonrió tímidamente y le miró por el rabillo de sus inmensos ojos de alargado iris. Quizás se diese cuenta de que él no sabía lo que había sucedido. Pero si era lo bastante inteligente para comprender esto, debía serlo también lo bastante para saber que no debía decirlo.

Él había sido piedra. Y le habían encontrado al fondo de un lago vaciado por un gran terremoto. Estaba unido a una silla de piedra y tenía los codos sobre un trozo de piedra. Estaba sentado en la silla de piedra e inclinado hacia adelante. Pesaba tanto que fue necesaria la ayuda de todos los varones de dos aldeas para levantarle del lodo y arrastrarle sobre rodillos hasta la mayor de las aldeas. Allí le habían asentado en el trono de granito preparado para él desde hacía varias generaciones.

Ulises preguntó a Awina sobre el trono. ¿Quién lo había preparado? No había visto nada que indicara que los wufeas tallasen piedra.

El trono lo habían encontrado entre las ruinas de una poderosa ciudad de los Ancianos, según Awina. Se mostró muy vaga respecto a la identidad de los ancianos o al emplazamiento de la ciudad. Quedaba situada hacia el sur. En aquellos tiempos, veinte generaciones atrás, los wufeas vivían varias jornadas más al sur. Había allí una llanura, y miles de piezas de caza vagando por ella. Luego se había alzado Wurutana en el mismo lugar de las villas y la ciudad de los Ancianos, y los wufeas se habían visto obligados a huir hacia el norte ante la amenaza de Wurutana. Y también habrían tenido que continuar huyendo si Wuwisono no hubiese sido alcanzado por el rayo y dejado de ser piedra para hacerse carne.

El rayo le había alcanzado al parecer durante la tormenta que se produjo cuando atacaron los Wuagarondites. Había incendiado también el templo. Los otros incendios habían sido obra de los atacantes.

Aquella noche Ulises salió de su nueva residencia del templo. Contempló el cielo y se preguntó si estaría en la Tierra. No podía ser otro sitio. Pero, si era la Tierra, ¿en qué año estaba?

Las estrellas formaban constelaciones extrañas y la luna parecía mayor, como si estuviese más cerca de la Tierra. No era además el cuerpo plateado y desnudo que conocía de 1985. Era azul y verde y la recorrían masas blancas. De hecho se parecía mucho a la Tierra vista desde un satélite. De ser la luna, había sido sin duda terriformada. Sus rocas habían sido tratadas de modo que proporcionasen aire, formasen tierra y produjesen agua. Se había especulado sobre la posibilidad de terrificar la luna, pero las posibilidades de iniciar siquiera el proceso no llegarían hasta varios siglos después.

Si había una cosa de la que estuviese seguro, aparte de la certeza de estar vivo, era de que habían pasado mucho más de unos cuantos siglos, o de unos cuantos milenios, desde 1985.

Por una parte, para que un ser humanoide evolucionase a partir de los felinos habrían de pasar millones de años. De hecho, teóricamente, tal evolución era imposible. Los felinos de su época estaban demasiado especializados para, poder convertirse en aquellas criaturas. Constituían un callejón sin salida.

Cabía, sin embargo, la posibilidad de que los wufeas no descendiesen de felinos. La apariencia de gatos siameses podía ser engañosa. Quizás descendiesen de algún otro género. Seres racionales bípedos podían evolucionar de mapaches. Ellos estaban lo bastante generalizados. Pero, ¿podían descender seres racionales bípedos de manos humanas de los gatos de su época?

Quizás los wufeas gatunos y los seres mapaches (pero también gatunos), los wuagarondites, descendiesen de un mapache o quizás un primate, un lémur por ejemplo. No parecía probable, considerando los ojos. De hecho, parecía imposible. ¿Y por qué habían conservado los rabos? Que él supiese no tenían ninguna función útil. La evolución había eliminado los rabos de los grandes monos en los homínidos. ¿Por qué no había hecho igual con aquellas criaturas?

Había, además,, otra vida animal a considerar. Había caballos, una versión más pequeña de los caballos de su época, que recorrían las llanuras hacia el sur. Otra especie, o variedad, vivía en el bosque. Proporcionaban alimento a los wufeas, que no habían pensado aún en cabalgarlos. Los caballos tenían las mismas características que los de su época. Pero había un animal de rostro delicado y cuello jirafesco que se alimentaba de las hojas de los árboles. Él habría jurado que aquel animal había evolucionado del caballo.

Había una ardilla voladora, aunque no existía la especie de su época; ésta tenía alas como un murciélago y volaba como los murciélagos. Pero era un roedor, y debía de haber evolucionado de la especie normal.

Había también un ave, de más de tres metros de altura y patas gruesas, que daba la sensación de descender del pequeño correcaminos.

Y había otros animales cuya existencia significaba varios millones de años de evolución a partir de la forma que él había conocido.

Awina había mostrado curiosidad por saber de su vida antes de convertirse en piedra. Él juzgó oportuno hablar muy poco al respecto hasta descubrir qué suponía ella que había sido su vida. Ella le explicó las escasas leyendas religiosas que había sobre Wuwiso. En esencia él era uno de los antiguos dioses, el único que había sobrevivido a una batalla aterradora entre ellos y Wurutana, El Gran Devorador. Wurutana había triunfado y los otros dioses habían sido destruidos. Todos salvo Wuwiso. Este había logrado escapar, pero para engañar a su enemigo, que le perseguía, se había convertido en piedra. Wurutana no había podido destruir al dios de piedra, pero le había enterrado bajo una montaña para que nadie pudiera encontrarle. Luego Wurutana había empezado a crecer para cubrir la Tierra.

Entre tanto, Wuwiso yacía en el corazón de la montaña, insensible, ignorante, tranquilo. Y Wurutana estaba muy contento de que así fuese. Pero ni siquiera Wurutana era superior al más grande de todos los dioses, Tiempo. Tiempo barrió la montaña y más tarde un río llevó al dios de piedra hasta el fondo de un cañón y le depositó allí en el lecho de un profundo lago, y los wufeas encontraron al dios de piedra, tal como estaba profetizado. Y los wufeas llevaban varias generaciones esperando, esperando el rayo profetizado que había de volverle a la vida. Y, por fin, en la hora de mayor peligro, tal como estaba previsto, la tormenta había cubierto la tierra y el rayo liberado a Wuwiso de las ataduras de la piedra.

Ulises no dudaba que había ciertos elementos de verdad en aquel mito.

En 1985 (¿cuántas eras atrás?) él trabajaba como biofísico en el Proyecto Niobe. Estaba a punto de conseguir su doctorado en la cercana Universidad de Syracusa. El objetivo del proyecto era el desarrollo de un «congelador de materia», como decían los que trabajaban en él. El instrumento podía paralizar todo el movimiento atómico de un fragmento de materia por tiempo indeterminado. Las moléculas, los átomos y las partes que formaban los átomos (protones, neutrones, etc.) dejaban de moverse. Una bacteria sometida al complejo energético que irradiaba el congelador se convertía en una estatua microscópica. Quedaba como si fuese de piedra, pero de una piedra indestructible. Nada, ni ácidos ni explosivos, ni radiaciones atómicas ni grandes temperaturas, podía destruirla.

El instrumento tenía grandes posibilidades como agente preservador y como «rayo de muerte», o como «rayo de vida», si se prefería tal término. Pero hasta el momento resultaba inviable por su corto alcance y porque exigía cantidades enormes de energía. Además, no existía siquiera idea de cómo podía «despetrificarse» la materia «petrificada»

Habían sido petrificados una bacteria, un huevo de erizo marino, una lombriz de tierra y una rata. La mañana que Ulises cayó en su largo sueño, trabajaba en un experimento en el que iba a ser petrificada una cobaya. Si el experimento tenía éxito el paso siguiente sería petrificar un poney.

Todo había ido como antes… hasta cierto punto. Ulises estaba sentado en su mesa, pero se disponía ya casi a levantarse y cruzar hasta el panel de control que supervisaba. La máquina estaba ya encendida y se calentaba. Frente a su mesa pudo ver el panel con los indicadores de toma de energía y otros marcadores y controles.

De pronto la aguja del gran medidor de energía había avanzado hacia el rojo. Los operadores habían gritado y uno se había levantado de un salto. Ulises había alzado la cabeza en el momento en que giraba la aguja. Y era lo único que recordaba. Nada había entre entonces y el momento en que abrió los ojos en el templo en llamas.

Era bastante fácil imaginar, en términos generales, lo que había sucedido. Algo había pasado en aquel complicado aparato; había estallado o había lanzado un rayo fino y concentrado que teóricamente aún no era capaz de producir. Y él, Ulises Singing Bear, había sido atrapado por aquel rayo. «Petrificado» No sabía si los otros habían escapado a aquello o se habían convertido también en «piedra» Quizás no lo supiese nunca.

Y así, habían transcurrido eones, durante los cuales él había sido como una estatua de una de las materias más duras del universo. Podría haber continuado así cuando el sol estallase y destrozase la Tierra y le enviase entre los grandes fragmentos a través del espacio, hacia las estrellas. En realidad bien podría haber sucedido precisamente eso, y él haberse arrastrado durante millones, quizás billones y billones de años, mientras unas galaxias morían y se formaban otras nuevas. O toda la materia del oscilante universo retrocedía para formar un átomo primigenio y estallaba de nuevo y se veía lanzado a velocidades próximas a la de la luz, y luego quedaba atrapado en materia recién formada, para constituir quizás el núcleo de un planeta. Quizás estuviese dentro de una nueva estrella y fuese lanzado durante una erupción de gigantesca inmensidad al espacio y atrapado allí por el campo gravitatorio de un planeta y sorbido incendiando toneladas de aire en su caída y hundiéndose profundamente en la tierra. Y yacer allí mientras las frescas aguas oceánicas de los mares primigenios se convertían en materia salina. Y los continentes se desgajaban y flotaban alejándose unos de otros, sobre la superficie de la tierra. Y él se veía alzado con la formación de nuevas cadenas montañosas y expuesto al aire por los terremotos, lanzado por erupciones volcánicas, destapado por la erosión del viento y del agua muchas, muchas veces. Y tras innumerables enterramientos y desenterramientos, había caído al fin en manos de los wufeas. Y éstos le colocaron en un trono de granito. Y, por último, debido a la acción del rayo, o a ésta y a la descomposición natural del material congelador, había pasado en un microsegundo de la piedra a la carne. Con tanta rapidez que su corazón, que había interrumpido su latir durante Dios sabía cuántos eones, había proseguido con su sístole y diástole, sin advertir siquiera que había estado silencioso y helado durante eras.

Aquella fantasía, pensaba, era muy vívida, y contenía ciertas verdades, pero no creía hallarse en un nuevo Universo. Pensaba que seguía aún en la Tierra, por muy vieja que ésta fuese. Era demasiado coincidencia el que el planeta tuviese una luna tan parecida a la que él conocía y que hubiese en él caballos y conejos y muchos insectos exactamente iguales que los que él había conocido.

Nacer de la piedra era una impresión bastante fuerte. Podría haber desequilibrado la mente de muchos, y Ulises no estaba seguro de hallarse del todo cuerdo. Pero una vez desvanecida la primera impresión, la soledad empezó a herirle.

Resultaba bastante doloroso saber que todos sus contemporáneos y sus descendientes durante cientos de miles de generaciones eran polvo. Pero lo más insoportable era saberse el único ser humano vivo.

No podía estar seguro de ser el único ser humano vivo de la Tierra, y esta inseguridad le impedía hundirse en la desesperación. Siempre había esperanza.

Al menos, no era el único ser racional vivo. Tenía mucha gente con la que hablar, aunque los interlocutores fuesen tan extraños que a veces le repugnaran, y el lenguaje contuviese conceptos que él no podía entender del todo, y aunque sus actitudes le resultasen a veces desconcertantes o irritantes.

Su actitud hacia su supuesta divinidad dificultaba cualquier posible intimidad o calor. La única excepción era Awina. Si bien le miraba con medroso respeto, poseía un calor y una alegría de carácter arrolladores. Ni siquiera un dios podía ser inmune a aquello, ni Awina podía sobreponerse a sus propios impulsos. Estaba constantemente diciendo que no debería haber sido esto y aquello y que si la perdonaba, que no había querido ser tan escandalosa ni tan molesta, etc. Ulises le aseguraba entonces que no había nada en su actitud que hubiese de perdonar.

Awina tenía diecisiete años y debería haberse casado el anterior. Pero había muerto su madre, y su padre, con cuarenta años y sumo sacerdote, no había querido forzar un matrimonio. Su autoridad pasaba por momentos difíciles, porque según la ley no escrita todas las hembras ricas debían casarse como muy tarde a los dieciséis. Aizira era un individuo bastante agradable cuando las cosas iban bien y era estimado como sacerdote, y consiguió mantener a su hija en su casa. Sin embargo, no podía mantener aquella situación mucho tiempo más. Ella tendría que aceptar un compañero y luego trasladarse a su casa. Aunque el sumo sacerdote tenía privilegios, no podía casarse de nuevo. ¿Por qué? Nadie lo sabía. Era la costumbre, y no solía quebrarse la costumbre sin castigo inmediato.

Ahora bien, aunque no podía mantener a su hija junto a él todo el tiempo, Aizira tenía otra excusa para retrasar su matrimonio. Ella era la servidora del dios de piedra, y mientras el dios desease tenerla a su servicio, ella seguiría con él. ¿Alguien se oponía?

Nadie se opuso abiertamente. Así que Awina se quedaba con el dios hasta la hora de dormir, en que regresaba a casa de su padre. Se quejaba a veces de que su padre la tenía despierta hasta muy tarde hablando y que nunca podía dormir lo suficiente. Cuando Ulises dijo que pondría fin a aquello, ella le suplicó que no dijese nada. Después de todo, ¿qué era perder un poco de sueño si con eso hacía feliz a su viejo padre?

Entre tanto, Ulises hablaba ya con más fluidez el idioma wufea. Sus combinaciones de sonidos le resultaban fáciles de dominar, salvo ciertas leves variaciones vocálicas, utilizadas para indicar tiempos y actitudes relacionadas con los tiempos. Tomó también lecciones del idioma wuagarondite con los cautivos. Esta lengua no se relacionaba en nada con el wufea, por lo que pudo determinar, aunque quizás un especialista con pruebas escritas (que no existían, claro) podría haberlas remitido a un ancestro común. Después de todo, ¿quién sospecharía que el hawaiano, el indonesio y el thai descendiesen del mismo origen? Pero el wuagarondite contenía una serie de fonemas que le resultaban difíciles. Su estructura le recordaba la de los idiomas agonquianos, aunque por supuesto sólo era una semejanza superficial.

El lenguaje comercial, el airata, tampoco parecía relacionado con los otros dos. Sus sonidos le resultaban fáciles, y su sintaxis era tan sencilla y regular como la del esperanto. Le preguntó a Awina de dónde procedía, y ésta le dijo que se lo habían enseñado los zululuquis. Gutapa era la pronunciación wulfea de la palabra utilizada por los zululuquis; ella no podía pronunciar esto. El idioma propio de los zululuquis quedaba por encima de sus posibilidades, ellos habían introducido el airata «en todo el mundo» Todo el mundo sabía hablar algo de airata, y todos los consejos comerciales y bélicos y los tratados de paz se realizaban en airata.

Ulises escuchó la descripción que hizo Awina de los zululuquis y concluyó que eran seres procedentes de su mitología. No podían existir cosas así.

Había descubierto también por entonces que los wuagarondites estaban siendo reservados para el gran festival anual de la confederación de los wufeas. Los prisioneros serían entonces torturados y sacrificados por último a él. Por primera vez supo que dónde procedía aquella sangre del disco de piedra que había bajo su trono.

– ¿Cuántos días faltan para el festival del dios de piedra? -preguntó.

– Exactamente una luna -contestó ella. Ulises vaciló y dijo luego:

– ¿Y si prohibiese la tortura y la matanza? ¿Y si dijese que había que poner en libertad a los wuagarondites?

Awina abrió mucho los ojos. Era mediodía, y sus pupilas eran ranuras oscuras contra el azul del iris. Abrió la boca y lamió sus labios negros con su rugosa lengua.

– Perdón, Señor -dijo-. Pero, ¿por qué haríais eso que decís?

Ulises no pensó que ella pudiese comprender si intentaba definir los conceptos de piedad y compasión. Ella tenía aquellas características; era muy tierna y compasiva, en lo relativo a su propia gente. Pero para ella los wuagarondites no eran ni siquiera animales.

Él no podía menospreciarla por aquella actitud. Sus propias gentes, los onondagas y los sénecas, habían pensado del mismo modo. Y lo mismo sus otros antepasados, irlandeses, daneses, franceses y noruegos.

– Dime -preguntó-, ¿no es verdad que los wuagarondites también me proclaman dios suyo? ¿No llevaron a cabo aquel gran ataque intentando llevarme a su templo?

Awina le miraba tímidamente.

– ¿Quién lo sabría mejor que vos, Señor? -preguntó a su vez. Él movió una mano con impaciencia y añadió:

– He dicho más de una vez que algunos de mis pensamientos quedaron también convertidos en piedra. Y aún no recuerdo algunas cosas, aunque sin duda volveré a recodarlo todo. Lo que intento decir es que los wuagarondites son mi pueblo lo mismo que los wufeas.

– ¿Cómo? -exclamó Awina, y luego, en tono más bajo, añadió-: ¿Cómo, Señor?

Awina temblaba.

– Cuando un dios decide hablar, no siempre dice lo que su pueblo espera oír -dijo Ulises-. Si un dios dice sólo lo que todos saben, ¿para qué tener un dios? No, un dios ve mucho más allá y mucho más claramente que los mortales. Él sabe qué es lo mejor para su pueblo, aunque éste esté tan ciego que no sea capaz de ver lo que será bueno para él a la larga.

Hubo un silencio. Zumbó una mosca en la habitación, y Ulises se asombró de que hubiese sobrevivido aquella plaga. Si la Humanidad hubiese sido lo bastante inteligente, él… Y luego pensó que la Humanidad no era lo bastante inteligente. Incluso en 1985 parecía que el hambre y la contaminación, progenie de la humanidad, acabarían con el hombre. Y ahora parecía que toda la humanidad pudiese estar muerta salvo un solo superviviente accidental, él mismo. Sin embargo allí estaba una simple mosca, tan próspera como su prima lejana, la cucaracha, que también infestaba la aldea.

– No comprendo -dijo Awina- lo que mi Señor se propone, ni por qué los viejos sacrificios, que durante tantas generaciones parecieron satisfacer a mi Señor, y contra los que nunca abrió la boca…

– Deberías rezar para poder ver, Awina. Ya sabes que la ceguera puede llevar a la muerte.

Awina cerró la boca y luego se pasó la punta de la lengua por los labios. Él había descubierto que estas nebulosas afirmaciones les sumían en un pánico que les hacía imaginar lo peor.

– Ve y di a los jefes y sacerdotes que quiero celebrar una asamblea -ordenó-. En el tiempo en que un hombre recorrería andando lentamente el círculo de la aldea. Y di a los trabajadores que dejen de martillar en este edificio mientras celebremos la asamblea.

Awina salió corriendo y a los cinco minutos todos los dignatarios que no estaban cazando se habían reunido en el templo, Ulises, sentado sobre el duro y frío trono de granito, les dijo lo que quería. Parecían sorprendidos, pero no se atrevieron a poner objeciones. Aizira dijo:

– Señor, ¿puedo preguntaros qué os proponéis con esta alianza?

– Por una parte, me propongo acabar con esta guerra inútil. Por otra, me propongo reunir a los mejores guerreros de ambos pueblos en una expedición contra Wurutana.

– ¡Wurutana! -murmuraron todos, sobrecogidos y con claro temor.

– ¡Sí, Wurutana! ¿Os sorprende? ¿No esperabais que se cumplieran las viejas profecías?

– Oh, sí, Señor -dijo Aizira-. Es sólo que ahora que llega el momento tiemblan nuestras rodillas y se nos derriten las tripas. (Para los wufeas, el valor se asentaba en las tripas)

– Yo os dirigiré contra Wurutana -dijo Ulises.

Se preguntaba qué sería Wurutana y qué debía hacer para combatirlo. Había intentado reunir la mayor información posible sobre el asunto sin permitirles que supieran de su ignorancia. No creía adecuado utilizar su excusa de los pensamientos «petrificados» en el caso de Wurutana. Esto era admisible con otras cosas menos importantes. Pero Wurutana era tan importante que no debería haber olvidado el menor detalle al respecto. Esta parecía ser al menos la convicción de los wufeas.

– Enviaréis un mensajero a la aldea más próxima de los wuagarondites y les diréis que yo iré allí -dijo, dejándoles determinar el método práctico más conveniente para acercarse a un enemigo mortal-. Les diréis que voy a visitarles y que llevaremos a los prisioneros wuagarondites, salvos aunque no exactamente ilesos, y que los dejaremos en libertad. Y los wuagarondites pondrán en libertad a los wufeas que puedan tener prisioneros. Celebraremos una gran conferencia y luego iremos a las otras aldeas wuagarondites y celebraremos allí reuniones. Luego yo escogeré a los guerreros wuagarondites que quiera que nos acompañen, y cruzaremos las llanuras para atacar a Wurutana.

Había mucha luz dentro del templo. Estaban abiertas las dos puertas y había un gran agujero en un extremo que aún no había sido tapiado. La luz mostraba las expresiones bajo el corto y suave pelo de las caras de los hombres gato, y mostraba también las miradas que de reojo se dirigían. Sus ojos azules, verdes, amarillos, anaranjados, parecían siniestros y gatunos. Sus colas se balanceaban de un lado a otro, traicionando aún más su agitación.

Ellos suponían que les dirigiría a una guerra de exterminio contra los wuagarondites. Ahora les proponía paz, y, aún peor, deberían compartir su dios con sus viejos enemigos.

– Vuestro auténtico enemigo es Wurutana -dijo Ulises-, no los wuagarondites. Ahora id y haced lo que os he ordenado.

Al cabo de una semana salió por las puertas del norte, por el sendero de tierra dura que recorría los campos de maíz y los huertos. Los viejos y los guerreros más jóvenes quedaban atrás guardando la aldea y las mujeres y los niños les seguían, gritando y haciendo gestos de despedida. Tras él iban tres músicos wufeas, un tambor, un flautista y un portaestandarte. El tambor era de madera y cuero. La flauta un hueso ahuecado de un gran animal. El estandarte una larga lanza con plumas que brotaban en ángulos rectos del asta y las cabezas sobrepuestas de un pájaro parecido al águila, de un gran felino similar al lince, de un conejo gigante y de un caballo. Estas cabezas representaban los cuatro clanes, o fatrias, de los wufeas. Los clanes residían uno en cada aldea, y era el sistema de clanes lo que había mantenido, unidas a las diversas tribus wufeas. A su modo de ver, los tratados de paz y la unión no eran entre los clanes de las aldeas, ni entre cada tribu. Así, durante un tiempo, los clanes del conejo de cada aldea no habían combatido entre sí, pero los clanes lince y caballo sí. Luego éstos habían hecho la paz, y los clanes águila, que habían sido neutrales, habían aceptado también unirse a los otros. Sólo entonces habían presentado las aldeas de los wufeas frente unido contra los wuagarondites. Ulises no comprendía el sistema; parecía muy complicado y con pocas posibilidades de sobrevivir, pero los wufeas pensaban que su sistema era el único natural.

Tras el portaestandarte y los músicos, que interpretaban música atonal, iban el sumo sacerdote y sus dos acólitos. Estos llevaban gorros de plumas, grandes cuentas y adornos, y blandían cetros. Tras ellos iba un grupo de veinticinco jóvenes guerreros, todos adornados con plumas, cuentas y dibujos pintados en verde, negro y rojo en la cara y el pecho. Tras ellos iba un grupo de sesenta guerreros más viejos. Todos los guerreros iban armados de cuchillos de piedra, tomahawks y azagayas y llevaban arcos y carcajs de flechas. Estaban deseando probar sus nuevas armas con los wuagarondites. Es decir, lo estaban los guerreros más jóvenes. Los más viejos a duras penas ocultaban su menosprecio por las nuevas armas cuando Ulises llegaba hasta ellos y podía oírlos. Pero oía mejor de lo que pensaban.

A un lado, paralelos a los guerreros más jóvenes, iban la docena de wuagarondites. También llevaban armas, y parecían más tristes de lo que debieran. Les había asegurado Singing Bear que su pueblo no les haría ningún reproche por haber caído prisioneros. Al principio, los prisioneros protestaron. Dijeron que no se les permitiría ir a los Felices Campos de Guerra (interpretación hecha por Ulises de una frase misteriosa)

Ulises les había dicho que no tenían elección. Además, ahora las cosas eran distintas. Él, el dios de piedra, había decretado que podían ir a los Campos de Guerra Celestes después de que murieran. Es decir, si no persistían en sus estúpidas protestas. Se callaron, pero aún no podían aceptar emotivamente el nuevo orden de cosas.

La procesión caminó con presteza cruzando los ondulados cerros, siguiendo un sendero que los grupos de caza y los grupos de guerra habían utilizado durante generaciones. Había muchos árboles inmensos de hoja perenne y abedules y robles, pero no tantos como para formar un bosque. Había pájaros: petirrojos, cuervos, cornejas, gorriones, un colibrí esmeralda y miel; había ardillas voladoras negro oscuro y rojo mate; había una pincelada de gris que era la zorra; la puntiaguda cabeza de ojos brillantes de un animal parecido a la comadreja miraba por el borde del tronco de un árbol a unos quince metros sobre ellos; una rata roja se escurrió debajo de un tronco caído; y en lo alto de una colina, unos cincuenta metros a su derecha, un coloso marrón se incorporó y les miró. Era un oso totalmente vegetariano y no molestaba a nadie si no le molestaban a él. Comía el grano y los productos de sus huertos si no los guardaban, pero podían espantarle bastante fácilmente.

Ulises respiró bajo el fresco cielo azul y el aire suave penetró en sus pulmones. Los grandes y saludables árboles, los amenos pájaros y la vida animal. Verde por todas partes, aire limpio y sin corrupción, sentimiento de tener ca^a-cio bastante, todo esto combinado le hizo feliz por unos instantes. Pudo olvidar el dolor de saber que quizás fuese el único humano vivo. Podía olvidar… y entonces se detuvo. Tras él, el portaestandarte lanzó una orden, cesó el tambor, se extinguió la flauta, los guerreros bajaron sus murmullos.

Le faltaba algo. ¿Qué era?

No qué. ¿Quién? Se volvió y dijo a Aizira:

– Awina, tu hija, ¿dónde está?

Aizira le miró imperturbable.

– ¿Señor? -dijo.

– Quiero que Awina venga conmigo. Ella es mi voz y mis ojos. La necesito.

– Le dije que se quedara, mi Señor, porque las hembras no van en los viajes importantes entre aldeas, ni en expediciones de paz ni de guerra.

– Pues tendrás que acostumbrarte al cambio -dijo Ulises-. Envía a buscarla. Esperaremos.

Aizira le miró con expresión extraña pero obedeció. Aisama, el guerrero más rápido, corrió hasta la aldea, a kilómetro y medio de distancia. Al cabo de un rato volvió trotando con Awina a unos pasos de él. Llevaba una gorra cuadrada con tres plumas y un triple collar de grandes cuentas verdes al cuello. Corría como lo hacen las hembras humanas, y cuando disminuyó el paso a un ritmo de paseo rápido a unos cien metros de distancia, se movía como se mueve una hembra humana. Sus negras orejas, su rostro, su cola, sus antebrazos y piernas se movían al sol bajo una capa de pálido rojo, y su piel blanca brillaba como si fuese nieve bajo un luminoso sol de primavera. Sus grandes ojos azules y oscuros se posaron en él, y sonreía, mostrando sus dientes como estiletes muy separados.

Cuando llegó a él, se puso de rodillas y le besó la mano, diciendo:

– Mi Señor, lloré porque me dejabas atrás.

– Pronto se secaron tus lágrimas -dijo él.

Prefería pensar que ella había llorado, le resultaba más agradable, pero no podía estar seguro de si ella exageraba o le decía lo que creía que más le gustaría oír. Aquellos nobles salvajes eran tan capaces de disimulo como los más civilizados. Además, ¿debería él desear que ella se ligase a él emocionalmente hasta tal punto? Un lazo así podría conducir a un sentimiento más profundo, sobre cuyas consecuencias ya había él fantaseado. Las imágenes de sus fantasías le estimulaban y le repugnaban al mismo tiempo.

Ella ocupó su lugar a la diestra de él y guardó silencio. Luego empezó a hablar, vacilante, y, al cabo de un rato, charlaba ya por los codos tan divertida y comunicativa como siempre. El se sintió mucho más feliz; el sentido de pérdida se evaporó entre el aire claro y el sol brillante.

Caminaron todo el día, deteniéndose de vez en cuando a descansar o comer. Había suficientes arroyos y riachuelos para disponer de toda el agua que necesitasen. Los wufeas, aunque quizás descendiesen de los gatos, se bañaban siempre que podían. También lamían su propio cuerpo, tal como hacen los auténticos gatos. Eran gente limpia en lo que a sus cuerpos respecta, pero indiferentes a las plagas de sus aldeas, cucarachas, moscas y otros insectos. Y, aunque enterraban sus excrementos, no eran tan limpios con los de sus perros y cerdos y otros animales que poseían.

Al oscurecer, Ulises, sudoroso y cansado, decidió que acamparían para hacer noche junto a un arroyo. Tenía el agua bastante fresca y tan clara que podían verse los peces por el fondo a siete metros de profundidad. Se tendió junto a un árbol caído que cruzaba el arroyo y observó largo rato los peces. Luego se quitó la ropa y se puso a nadar mientras wufeas y wuagarondites le observaban detenidamente como siempre hacían cuando estaba desnudo. Se preguntó si sentirían una secreta repugnancia por su falta de pelo y por la distribución de éste. Quizás no. No podía esperarse que fuese como ellos pues, en realidad, era un dios.

Cuando salió, todos los otros, salvo los guardias que permanecían de vigilancia, y Awina, se bañaron. Ella le secó con un pedazo de piel peluda y luego pidió permiso para bañarse también. Cuando todos salieron él miró hacia el agua desde el tronco. Habían espantado a los peces. Pero unos cien metros más arriba los encontró de nuevo. Utilizó una gran vara de una madera que no conocía, pero que era muy liviana, una cordada hecha de tripa y un anzuelo de hueso con un gusano que Awina le consiguió. Era un animal de grueso cuerpo, del largo de su mano, de un rojo sangre y cuatro grandes ojos falsos compuestos de tres círculos concéntricos de blanco, azul y verde.

Echó el anzuelo doce veces sin éxito. A la treceava vez, picó uno. Entonces, tuvo que tirar directamente de la tripa, pues amenazaba con desprenderse. El pez tenía sólo treinta centímetros de largo, pero era muy fuerte y luchaba con denuedo. Tardó por lo menos veinte minutos en cansarlo. Cuando lo sacó y vio el cuerpo plateado con manchas escarlata y verde pálido, mirándole fijamente con amarillos ojos y cortas y cartilaginosas «patillas», se sintió más feliz incluso. Según Awina, que lo llevó a cocinar, el aipawafa estaba delicioso. Lo estaba.

Aquella noche, tendido en su saco de dormir, contemplando en el cielo la inmensa luna verdiazul y blanca entre las ramas de un abeto, pensó que sólo le faltaban dos cosas para sentirse del todo feliz. Una de ellas era un buen trago de una cerveza oscura y fuerte, alemana o danesa, o un buen whisky. La segunda era una mujer que le amase y a la que él pudiera amar.

Antes de que se diese cuenta de lo que había hecho, encontró la mano peluda de Awina en la suya y se la acercó a la boca. Él se había acercado inconscientemente y la había cogido y estaba a punto de besarla.

– ¡Mi Señor! -dijo Awina con voz trémula. El no contestó. Suavemente volvió a posar la mano de ella sobre su saco de dormir y le dio la espalda.

– ¡Cuidado! -dijo ella sin embargo, y él se incorporó y miró a través de las ramas lo que ella señalaba.

Negra y alada, una silueta sólo, cruzó la luna y luego desapareció.

– ¿Qué era eso?

– No sabía que anduviesen por aquí -dijo-. Hacía mucho tiempo ya que… era un opeawufeapauea.

– Una persona pensante alada… y sin pelo -murmuró él, traduciendo al inglés.

– Los zululuquis -añadió ella.

– ¿Son peligrosos?

– ¿No recordáis?

– ¿Preguntaría si no?

– Perdonadme, Señor. No quería irritaros. No, en general no son peligrosos. Ni nosotros ni nuestros enemigos los wuagarondites les matamos. Prestan un gran servicio a todos.

Ulises le hizo algunas preguntas más y luego se echó a dormir. Soñó con murciélagos de rostros humanos.

A los dos días llegaron a la primera aldea wuagarondite. Mucho antes, los tambores habían anunciado que les habían visto. Singing Bear echaba un vistazo de vez en cuando a los exploradores que corrían de árbol en árbol, o atisbaban detrás de los matorrales. Siguieron un ancho y profundo arroyo en el que había muchos peces blancos y negros de alrededor de un metro de longitud. Investigó y llegó a la conclusión de que no eran peces sino mamíferos: marsopas pigmeas. Awina dijo que los wuagarondites los consideraban sagrados y sólo mataban una vez al año a uno de ellos en una ceremonia. Los wufeas no los consideraron sagrados, pero como sólo se encontraban en territorio enemigo nunca se preocupaban de ellos. Si un grupo de incursión wufea mataba a uno, y los wuagarondites daban con el cuerpo, sabrían que había wufeas en la zona.

Unos siete kilómetros después, dejaron el arroyo y subieron un cerro muy empinado. Al otro lado, en un valle que habla sobre una colina baja, estaba la aldea wuagarondite.

Las casas del clan eran redondas. Por lo demás, se parecían mucho a la aldea de los wufeas. Los guerreros que estaban reunidos ante las puertas abiertas de la empalizada, sin embargo, tenían la piel marrón y franjas negras sobre ojos y mejillas. Y llevaban boleadoras y espadas de cierta madera además de las azagayas de piedra, los cuchillos y los tomahawks.

Su estandarte llevaba el cráneo de un correcaminos gigante. Awina le había dicho que aquél era el tótem del superclan, el jefe de todos los clanes de los wuagarondites. Respetaban al correcaminos, el apuakauey, pero iniciaban a sus jóvenes guerreros con una lucha contra un ave gigante. El iniciado iba armado únicamente de unas boleadoras y una lanza, y tenía que derribar a un ave enrollándole las boleadores a las patas y cortarle luego la cabeza. Había por lo menos cuatro jóvenes guerreros iniciados al año en cada aldea que morían en esta peligrosa ceremonia.

Encabezada por Ulises, la procesión comenzó a descender la larga y escarpada colina. Los wuagarondites tocaban los grandes tambores y soplaban cuernos. Un sacerdote, cubierto de plumas, agitó una calabaza hacia ellos, y posiblemente estuviese cantando algo, aunque a aquella distancia Ulises no pudo oír nada por encima del ruido de los instrumentos.

A mitad de la bajada del cerro, Awina dijo:

– ¡Señor! -y señaló hacia el cielo. La criatura de grandes alas y aspecto de murciélago descendía hacia ellos. Ulises la observó bien mientras pasaba ante él. Awina no había mentido ni exagerado. Era un humano o casi humano alado. Su cuerpo era más o menos del tamaño del de un niño de cuatro años. El torso era completamente humano salvo el enorme tórax. La clavícula tenía que ser muy larga para sostener los grandes músculos de las alas. Tenía la espalda chepuda, aunque la joroba parecía de músculo sólido. Tenía los brazos muy delgados, y las manos con dedos muy largos y larguísimas uñas. Las piernas cortas, frágiles y curvadas. Los pies muy anchos y el gran pulgar casi en ángulo recto respecto al resto del pie.

Las alas eran hueso y membrana, y sus extremos estaban ligados al bulto de músculo de la espalda. Tenía seis miembros, el primer mamífero de seis miembros que Ulises Veía. Pero quizás no fuese el último. Aquel planeta (o aquella Tierra) aún guardaba muchos secretos extraños para él.

La cara era triangular. La cabeza abultada, redonda y sin un sólo pelo. Las orejas eran tan grandes que parecían alas auxiliares. Los ojos, al igual que la cara, parecían pálidos desde lejos.

Aquella criatura desnuda no parecía tener un solo pelo.

Ulises sonrió cuando el ser alado descendió y plegó por la mitad sus alas y se apoyó en sus flacas piernas y anchos pies. Caminó bamboleándose hacia ellos, habiendo perdido toda gracia al tocar el suelo. Alzó un delgado brazo y habló con voz aflautada e infantil en airata.

– ¡Saludos, dios de piedra! ¡Ghlij os saluda y os desea una larga vida como dios!

Ulises le entendía bastante bien, pero aún no podía hablar la lengua franca con fluidez.

– ¿Hablas wufea? -preguntó.

– Desde luego. Uno de mis idiomas favoritos -contestó Ghlij-. Nosotros los zululuquis hablamos muchas lenguas, y el wufea es una de las menos difíciles.

– ¿Qué nuevas traes, Ghlij? -preguntó Ulises.

– Muchas noticias para divertir e informar. Pero con vuestro permiso, mi Señor, dejaré eso para más tarde. De momento, los wuagarondites me envían para que hable directamente con vos. Desean que vos, bueno… consideran que si sois también su dios… creen…

El tono del hombre murciélago era ligeramente sarcástico. Ulises le miró con dureza, pero Ghlij sólo sonrió, mostrando sus largos dientes amarillos.

– ¿Qué creen ellos? -preguntó Ulises.

– Bueno -contestó Ghlij-, ellos no pueden entender por qué vos escogisteis el bando de los wufeas cuando ellos no intentaban sino traeros a esta aldea donde podrían honraros adecuadamente, o lo que ellos consideraban tal.

Ulises hubiera querido seguir e ignorar a aquella criatura, que estaba poniéndole nervioso. Pero Awina le había dicho que las gentes murciélago eran los correos, los representantes, los murmuradores y los funcionarios de muchas cosas. Era parte del protocolo el que un hombre murciélago actuara como árbitro entre dos grupos que deseasen llegar a un acuerdo de paz o de comercio o a veces a una guerra limitada. Además, los murciélagos se convertían a veces ellos mismos en comerciantes, volando de un lado a otro con artículos pequeños, de poco peso, pero muy deseados en algún país desconocido, quizás el suyo.

– Diles que fui atacado por dos de los suyos. Y por eso les castigué a todos -respondió Ulises.

– Así se lo diré -dijo Ghlij-. Y, ¿pensáis castigarlos más?

– No si no hacen algo que lo exija.

Ghlij vaciló y tragó saliva ostensiblemente, descendiendo su nuez como un mono por un bastón. Evidentemente no era tan superior como pretendía ser. O quizás sabía que era vulnerable estando en el suelo, por muy gran opinión que tuviese de sí mismo.

– Los wuagarondites dicen que es muy justo que incluso un dios demuestre que es un dios.

Awina, de pie detrás de Ulises, susurró:

– Señor, perdonadme. Pero una palabra de consejo podría ayudar. Estos arrogantes wuagarondites necesitan una lección. Y si les dejas asediarte…

Ulises estaba de acuerdo con ella, pero no quería aconsejar a menos que se lo pidiesen. Alzó la mano para indicar que se estuviese quieta. Y a Ghlij le dijo:

– Nada tengo que probar, pero pueden pedirme cosas.

Ghlij sonrió como si hubiese sabido que Ulises diría aquello. El sol alzó pálidas llamas en sus ojos amarillos.

– Los wuagarondites -dijo- os piden entonces que matéis al Viejo Ser de la Larga Mano. El monstruo ha estado asolando los campos e incluso las aldeas varios años. Ha destruido muchas cosechas y almacenes y a veces deja aldeas enteras al borde de la muerte por hambre. El Viejo Ser ha matado a muchos guerreros que contra él se enviaron, ha mutilado a otros y ha vencido siempre. O ha huido, esquivando las grandes partidas de caza, para reaparecer en cualquier parte y asolar campos enteros de maíz o aplastar casas y derribar empalizadas de grandes troncos.

– Consideraré su petición -dijo Ulises- y contestaré en los próximos días. Entre tanto, a menos que haya algo más de que hablar, sigamos.

– Sólo hay cosas triviales, noticias y rumores que traigo de muchas aldeas de muchas tribus de distintos pueblos -dijo Ghlij-. Algunas pueden resultaros entretenidas e incluso instructivas, mi Señor.

Ulises no sabía sí esto último era una burla a la supuesta omnisciencia de un dios, pero decidió no pararse en ello. Sin embargo, si se hacía necesario, podía agarrar a aquel pequeño y flaco monstruo y retorcerle el cuello como lección. Los hombres murciélagos podían ser sagrados, o al menos privilegiados, pero si aquel tipo se ponía demasiado ofensivo, podía dañar la imagen de Ulises como dios.

Bajaron el cerro y cruzaron el valle, pasando un puente de madera que cruzaba un arroyo de unos cien metros de anchura. Al otro lado, había campos de maíz y otras plantas, y también prados en los que ovejas de lana roja con tres cuernos retorcidos pastaban la larga hierba verde azulada. El gran número de azadas y hoces de piedra y madera abandonados en los campos mostraban que mujeres y niños habían estado trabajando hasta el último momento.

Al compás de los tambores, los wufeas llegaron a las puertas, y allí Ulises se enfrentó a jefes y sacerdotes. El hombre murciélago se había lanzado desde la ladera y había volado sobre ellos mientras cruzaban el valle. Entonces descendió y aterrizó a escasa distancia de Ulises, corriendo un breve trecho después de llegar a tierra. Regresó, balanceándose sobre sus zambas piernas, con sus huesudas y coriáceas alas medio abiertas.

Hubo más conversación, con Ghlij como intermediario. Cuando el jefe supremo, Dchidaumoj, se puso de rodillas y frotó su frente con la mano de Ulises, los otros jefes y sacerdotes le imitaron y Ulises y su cortejo entraron en la aldea.

Hubo varios días de festejos y discursos antes de que Ulises continuase su marcha. Visitó en total diez aldeas wuagarondites. Ulises tenía curiosidad por saber qué pago recibía Ghlij por sus servicios. Ghlij iba ahora con ellos cabalgando a espaldas de un guerrero wuagarondite, sus torcidas piernas alrededor del grueso cuello peludo.

– ¡Mi paga! -dijo, agitando su mano grácilmente-. Oh, me alimentan, me alojan y se cuidan de algunas necesidades más que tengo. Soy persona sencilla. No quiero más que hablar con muchas gentes distintas, conversar, satisfacer mi curiosidad y la suya, ser servicial. De ese servicio es de donde obtengo mi mayor alegría.

– ¿Eso es todo lo que pides?

– Bueno, a veces acepto algunas chucherías, piedras preciosas o figurillas de buena talla, cosas así. Pero mi principal mercancía es la información.

Ulises nada comentó, pero percibió que había más en el negocio del Ghlij de lo que él decía.

En el camino de vuelta a la primera aldea wuagarondite, el jefe, Dchidaumoj, le preguntó qué pensaba nacer con el Viejo Ser de la Mano Larga.

– Las gentes de Nicheimanaj, la tercera aldea que visitamos, han enviado un mensajero diciendo que el Viejo Ser asoló uno de sus campos de nuevo. Mató además a dos guerreros que fueron en su persecución.

Ulises suspiró. No tenía más remedio que actuar.

– Vayamos inmediatamente tras esa criatura -dijo. Llamó a Ghlij a su lado y le preguntó:

– ¿Te han utilizado alguna vez los wuagarondites para localizar al Viejo Ser de la Mano Larga?

– Nunca -contestó Ghlij.

– ¿Por qué no?

– Nunca se les ocurrió, supongo.

– ¿Y tú nunca pensaste decirles lo valioso que podía ser?

– No. Imagino que el Viejo Ser es de más valor para mí vivo que muerto. Si muere, tendré muchas menos noticias interesantes.

– Localiza al Viejo Ser -dijo Ulises.

Ghlij achicó los ojos y sus finos labios se hicieron un hilo. Pero dijo:

– Por supuesto, mi Señor.

Ulises sabía, por conversaciones que había escuchado, que por lo menos cuatro generaciones de wuagarondites habían conocido al Viejo Ser. Pero no siempre estaba en territorio wuagarondite. A veces desaparecía durante años, durante los cuales debía de estar asolando los campos de gentes desconocidas del norte, el oeste, y quizás el gran bosque del este. Era un animal inmenso y tenía un gran territorio que cubrir.

Según la descripción que había ido componiendo entre todo lo que le dijeron, Ulises sabía que el Viejo tenía que ser un elefante de uno u otro género. ¡Pero qué elefante! ¡Debía de tener una altura de siete metros hasta el lomo y cuatro colmillos! Los colmillos superiores curvados hacia arriba y los inferiores hacia abajo y hacia atrás. La Larga Mano era la trompa.

La astucia del Viejo Ser, su habilidad para esquivar las trampas, sus mortíferas emboscadas, su destreza para desaparecer, eran legendarias.

– Es mucho más inteligente de lo que podría esperarse de un ser irracional -dijo Ulises a Ghlij. Awina estaba cerca de ellos.

– ¿Quién dijo que no supiese hablar? -dijo Ghlij.

– ¿Quieres decir que habla? -preguntó Ulises, sorprendido. Ghlij bajó los párpados y dijo:

– No puedo decirlo con seguridad, claro. Quiero indicar sólo que nadie sabe realmente si puede hablar o no.

– ¿Es el único de su género? -dijo Ulises.

– No estoy seguro. Hay quien dice que hay muchos de su género varias jornadas al norte. No sé.

– Deberías saberlo -dijo Ulises-. Andas mucho por ahí, Y vuelas lejos, y aunque tu no vayas al norte, sin duda otros de los tuyos lo hacen.

– No sé -dijo Ghlij, pero Ulises creyó percibir una burla apenas reprimida en su expresión. Contuvo su cólera, sin embargo, y dijo:

– Dime, Ghlij, ¿has visto alguna vez…? -pero se detuvo.

No había palabra en el idioma wufea equivalente a metal. Al menos que él supiera. Pasó a describir el metal. Luego, recordando su cuchillo, lo sacó y lo abrió. Ghlij, los ojos muy abiertos, respirando más apresuradamente de lo que debería, pidió permiso para coger el cuchillo. Ulises le observó mientras pasaba suavemente el borde de su pulgar por el filo, lo probaba con su áspera lengua y lo colocaba liso sobre la velluda mejilla. Por último le entregó de nuevo el cuchillo.

Los nechgais, dijo, contestando a las preguntas de Ulises, eran una raza de gigantes que vivían en una aldea giganta de casas gigantescas hechas de extraño material. Quedaba su ciudad en la costa sur de aquella tierra. Al otro lado de Wurutana. Los nechgais caminaban sobre dos piernas, y sólo tenían dos colmillos, muy pequeños en comparación con los del Viejo Ser. Pero tenían grandes orejas y una nariz tan grande que les llegaba a la cintura. Parecían descender de una criatura parecida al Viejo Ser.

Ulises estaba tan lleno de preguntas que no sabía cuál hacer primero.

– ¿Qué idea tienes tú de Wurutana? -preguntó. Formuló así su pregunta porque no quería que Ghlij supiese de su ignorancia sobre su antiguo enemigo. Ghlij, sorprendido, preguntó a su vez:

– ¿Qué queréis decir? ¿Mi idea?

– ¿Qué es Wurutana para ti?

– ¿Para mí?

– Sí. ¿Cómo le definirías?

– El Gran Devorador. El Todopoderoso. El Que Crece.

– Sí, ya lo sé, pero ¿qué te parece? A ti.

Ghlij debió de suponer que Ulises intentaba obtener una descripción de algo que no conocía. Ghlij sonrió tan sarcásticamente que Ulises sintió deseos de aplastar su pequeño cráneo.

– Wurutana es tan grande que no encuentro palabras para describirlo.

– ¡Tú, chismoso! -dijo Ulises-. ¡Mono con alas! ¿Que no puedes encontrar palabras?

Ghlij le miró hosco pero no dijo nada. Entonces, Ulises añadió:

– Bien, ¿qué esperas? ¡Cuéntame! ¿Hay seres como yo en alguna parte de esta tierra?

– ¡Oh, claro que los hay! -contestó Ghlij.

– Está bien, ¿Dónde?

– Al otro lado de Wurutana. Junto al mar, en la costa, varias jornadas al oeste de los nechgais.

– ¿Por qué no me hablaste de ellos? -gritó Ulises. Ghlij parecía atónito.

– ¿Por qué habría de hacerlo? -dijo-. Vos no me preguntasteis por ellos. Es cierto que se os parecen mucho, pero no son dioses. Son sólo otra raza de seres inteligentes, para mí.

Así pues, tenía la más urgente de las razones para dirigirse al sur. Tendría que enfrentarse a Wurutana, lo quisiese o no. Si los wufeas y Ghlij decían la verdad, Wurutana ocupaba toda la zona salvo las costas norte y sur.

Ghlij trazó un tosco mapa de los límites de la zona sobre el barro de un banco del río.

Al norte había un territorio que se consideraba desconocido. Abajo un tosco triángulo cuya parte norte formaba el lado más largo. Había océano o mar por todas partes salvo el norte desconocido. Ghlij dijo que corrían rumores de que también allí había mar.

Ulises se preguntó si aquella zona era todo lo que quedaba de la parte oriental de los Estados Unidos, Puede que hubiese subido el nivel del mar. Que hubiesen quedado sumergidos el Medio Oeste y la llanura de la costa Atlántica… Aquella tierra podía ser todo lo que quedaba de la antigua Cordillera de los Apalaches. Por supuesto, mientras estaba en estado «petrificado», podía haber sido transferido a otros continentes y aquello ser todo lo que quedaba de terminadas zonas del continente Euroasiático. O podía estar en otro planeta de otra estrella. No lo creía, pero era posible.

Si al menos pudiese encontrar algo que identificase aquel lugar. Pero después de tantos millones de años, todo habría desaparecido. Los huesos de los hombres se habrían descompuesto, salvo unos cuantos esqueletos fosilizados, y ¿cuántos humanos habrían tenido la posibilidad de convertirse en fósiles? El acero se habría oxidado, el plástico deteriorado, el cemento fragmentado, la piedra de las pirámides y de la esfinge, de las estatuas de mármol de los griegos y los americanos, serían polvo hacía mucho. Nada del hombre quedaría, salvo quizás algunas herramientas de pedernal hecha por los hombres de la Edad de Piedra. Estas podrían sobrevivir mucho después de desaparecer la historia del hombre con sus libros, máquinas, ciudades y huesos.

Las cadenas montañosas se habían gastado, habían surgido y habían sido destruidas de nuevo. Se habían extinguido continentes y fragmentado islas. Se habían vaciado los lechos oceánicos, habían brotado nuevas tierras, se habían sumergido otras. Lo que era áspero y elevado se había hecho suave y liso. Lo suave y liso, elevado y accidentado. Grandes masas de piedra chocando entre sí habían barrido y pulverizado los restos del hombre. Billones de toneladas de agua se precipitaron en valles recién abiertos y los barrieron o los enterraron en cieno.

Sólo quedaba la tierra y el mar, agua y tierra en nuevas formas, nuevas vasijas. Sólo la vida continuaba, y la vida había adoptado nuevas formas, aunque aún persistiesen las viejas.

Pero, si Ghlij, no mentía, el género humano aún sobrevivía…

El hombre no era ya el señor de la vida, pero vivía aun.

Ulises iría hacia el sur.

Primero debía matar al Viejo Ser de la Mano Larga para demostrar su divinidad.

Hizo más preguntas al hombre murciélago. Ghlij se ponía inquieto, e irritado incluso, a veces, pero nunca abiertamente enfurecido.

– Entonces -dijo por fin Ulises-, ¿hay volcanes y arroyos calientes al norte que despiden un hedor nauseabundo?

– Sí -contestó Ghlij.

Ghlij sabía más sobre el norte de lo que había querido revelar, pero Ulises no quiso, de momento, desentrañar las razones de su reticencia. Lo único que quería era información.

– ¿A qué distancia?

– Diez días de marcha.

Algo más de trescientos kilómetros, calculó Ulises.

– Nos guiarás hasta allí.

Ghlij abrió la boca como si fuese a protestar, pero no lo hizo.

Ulises convocó a los jefes y sacerdotes de los wufeas y los wuagarondites y les dijo lo que quería que hiciesen mientras él estaba fuera.

Los dignatarios se quedaron desconcertados ante sus instrucciones sobre la recolección y el tratamiento de los excrementos y la fabricación de carbón. Les dijo que ya les revelaría más tarde las razones.

Además, quería un grupo de guerra muy grande y tantos machos jóvenes como pudiesen acompañarle hasta el norte. De paso se ocuparían del Viejo Ser, aunque el grupo no se proponía en principios seguirle. Pero había mucho implicado en la muerte del Viejo Ser.

Sus órdenes no hicieron muy felices a los jefes, pero éstos se sometieron y dispusieron lo necesario para darles cumplimiento. Al cabo de una semana salieron hacia el norte Ulises, Awina, varios sacerdotes, doscientos machos jóvenes y un centenar de guerreros adultos. Iba con ellos Ghlij, aunque no siempre se mantenía a su lado. Volaba delante y exploraba el territorio, y muchas veces les localizó caza y tres exploradores hostiles. Estos exploradores hostiles parecían una variedad de los wuagarondites. Tenían la piel negra y unas franjas de pelo rojizo en ojos y mejillas, pero por otra parte eran iguales a sus primos del sur.

Los alkumquibes organizaron una gran banda guerrera e intentaron tender una emboscada al grupo de Ulises. Ghlij informó de su emplazamiento y los emboscadores resultaron emboscados. La sorpresa, junto con las flechas, que los alkumquibes desconocían por completo, la apariencia del gigantesco Ulises y la historia que los alkumquibes debían haber oído sobre su divinidad, convirtieron la batalla en una carnicería. Ulises no capitaneó ningún ataque, ni los jefes esperaban que lo hiciese. En eso se sentía contento. ¿Podía ser herido un dios? Prefirió no preguntárselo a nadie, por supuesto. Posiblemente esperasen que hasta los dioses sufrieran heridas. Después de todo, los griegos y otros pueblos habían considerado a sus dioses inmortales pero no invulnerables.

Dadas las circunstancias, permaneció a un lado y utilizó su gran arco con mortífera eficacia. Agradeció a su Dios haber dado clases de arco en el instituto y haber seguido practicando luego como afición en su edad adulta. Era un buen arquero, y su arco muchos más potente que los de los wufeas. Aunque eran nervudos y fuertes, pese a su pequeño tamaño, él era demasiado grande en comparación. Sus brazos tensaban el arco (el «poderoso arco de Ulises», aquel otro Ulises, pensó), y las flechas bastaron para matar a doce alkumquibes y herir gravemente a otros cinco.

El enemigo se retiró en desbandada a los seis minutos de iniciarse la lucha, y muchos de ellos fueron alanceados o macheteados por la espalda. Los supervivientes fueron bravos, sin embargo. Al llegar a su aldea, donde mujeres, niños y viejos guerreros aguardaban aterrados, todos los machos capaces de sostener un arma, incluidos niños de seis años, se plantaron ante las puertas, cerradas. Con un grito, los wufeas y los wuagarondites, hermanos de sangre como eran de ellos, se abalanzaron sobre los defensores. Lo hicieron de forma desorganizada, por lo que hubieron que retroceder muy pronto con muchas bajas. Ulises aprovechó el descanso para decirles que debían dejar a los alkumquibes y continuar la marcha.

Tal era su sed de sangre que se atrevieron a discutir con él. Él proclamó que si no hacían lo que decía los destruiría. Afortunadamente, nadie pensó que era un farol, o si alguno lo pensó no osó decirlo.

Ulises, mirando a los alkumquibes, tuvo de pronto una idea. Necesitaba cuantos cargadores pudiesen conseguir para el viaje de vuelta, y allí había por lo menos un centenar de jóvenes más.

Preparó, a través de Ghlij, una conferencia con el caudillo enemigo. Hubo una acalorada pero breve disputa, y luego el jefe, ante la perspectiva de la extinción de su tribu, cedió. Dos días después, los jóvenes alkumquibes marchaban con la partida de guerra como rehenes y posibles porteadores. La aldea, por otra parte, había enviado mensajes a las otras tribus alkumquibes para que dejasen en paz a los viajeros. Dos tribus no hicieron caso y atacaron, pero fueron también emboscadas y diezmadas. Y Ulises acabó con ciento cincuenta rehenes y porteadores más. Quemó las dos aldeas como lección, pero no permitió que se sacrificase a los habitantes.

A Ulises no le emocionaban gran cosa sus conquistas. El derramamiento de sangre le deprimía. Habían transcurrido millones de años de vida inteligente,, quizás cuatrocientas mil generaciones o más, quizás el doble de esto. Sin embargo los seres inteligentes, los que utilizaban el lenguaje, los señores de las bestias, no habían aprendido nada. ¿O sería aquélla su lección, el que aquella lucha y aquella sangre fuesen inevitables y perdurasen mientras la vida perdurase?

El gran grupo iba ahora mucho más despacio. Tanta gente no podía avanzar deprisa, y los diez días calculados de marcha se convirtieron en veinte. Pero no volvió a atacarles ninguna gran fuerza. Algunas tribus se apostaban en las laderas e intentaban apoderarse de algún guerrero. Pero eran sólo pequeñas escaramuzas. El mayor problema era alimentar al ejército. La presencia de tantos hombres espantaba la caza, y había que desplazar a pequeños grupos rodeando y adelantándose varios kilómetros por ambos lados. Y estos grupos se convertían en el objetivo de los indígenas. Pero, un día, Ulises organizó una cacería a sugerencia de Awina y una manada de caballos se despeñó por un precipicio. Comieron bien durante varios días, aunque hubieron de retrasar la marcha para ahumar la carne que quedaba.

Llegaron por fin al objetivo de Ulises: los volcanes y las fuentes cálidas. Allí encontró el azufre que buscaba. Era una forma traslúcida y verdosa que podía excavarse con las herramientas de piedra de sus «hombres» A las dos semanas tenía lo que podía transportar y el grupo inició el regreso.

Ulises explicó en las aldeas alkumquibes que los porteadores jóvenes volverían con regalos, después de dejar su cargamento en la aldea wufea.

Cuando el grupo regresó al punto de partida original, Ulises descubrió que había allí un gran suministro de nitrato de potasio. Los wufeas habían seguido sus instrucciones, entre ellas el tratamiento especial destinado a forzar la descomposición de los excrementos a ritmo rápido. Al cabo de unos días, tras los festejos y ceremonias, Ulises puso a sus guerreros, y a las mujeres que pudo sacar de los campos, a trabajar preparando pólvora negra. El resultado fue una mixtura adecuada de nitrato de potasio, carbón y azufre. La primera demostración aterró y sobrecogió a wufeas, wuagarondites y alkumquibes. Fue una bomba de unos dos kilos y medio que hizo estallar dentro de una cabaña a modo de demostración.

Ulises había instruido a todos de los diversos peligros de la nueva arma, incluido el de la inestabilidad de la pólvora. Les prohibió que la usasen sin su permiso y supervisión. Si no establecía límites, pronto habría desaparecido toda su reserva en puras diversiones.

Al sexto día instaló un cohete con una carga explosiva de un kilo en una caja de madera. Lo lanzó contra una pared rocosa proporcionando a todos un hermoso espectáculo.

Tras esto, Ulises dio instrucciones a Ghlij sobre el transporte y el lanzamiento de una bomba de medio kilo. Ghlij voló sobre un gran objeto hecho de madera y paja y modelado según las descripciones del Viejo Ser. Bajó en picado y después se elevó, e insertó el extremo de su mecha en un agujero en una cajita de yesca. Luego rápidamente soltó la bomba que cayó sobre el blanco, pero rodó de él y explotó a unos tres metros de distancia. A los cuatro intentos, Ghlij logró calcular adecuadamente y la bomba destrozó el maniquí.

– Muy bien -dijo Ulises, cuando Ghlij, riendo como un mono, se posó ante él-. Lo hiciste bien. Ahora, el paso siguiente será localizar al Viejo Ser. Tú deberías ser capaz de eso.

– ¡Puede encontrarse a jornadas al norte de aquí! ¡O al este! -protestó Ghlij.

– Tú lo encontrarás -dijo Ulises.

El hombre murciélago se alejó hosco a comer.

– Me pregunto -dijo Awina- por qué no se nos ocurriría a nosotros utilizarle para localizar al Viejo Ser. Deberíamos haberlo hecho. Pero, claro, nosotros no somos dioses.

– ¿Por qué se mostrará tan reacio a hacer esto por mí? -preguntó Ulises-. No corre gran peligro, salvo que calcule mal el momento de la explosión. Pero ya se mostraba reacio antes de saber de las bombas.

– No lo sé -contestó Awina lentamente, como si no quisiese hacer ninguna acusación… todavía.

Intentó que ella expresase cuantos recelos tuviese, pero ella negó tenerlos. El no insistió; la sabía capaz de esquivarle como un felino cuando quería. Pero decidió vigilar aún más a Ghlij. Sin embargo, si Ghlij no quería delatar al Viejo Ser, podía simplemente alejarse. O podía no buscarle.

Tres semanas después, se encontraban de nuevo en la tierra de los alkumquibes. Una semana antes el Viejo Ser había asolado los campos de la zona más al norte de los wuagarondites. Unos mensajeros le habían traído la noticia a Ulises, que había organizado a sus hombres y emprendido la marcha hacia el norte en una hora. Su fuerza la formaban veinte guerreros, treinta porteadores, Awina y él. Avanzaban a trote de lobo, unos cien pasos corriendo y otros cien andando. Devorando kilómetros desde el amanecer al crepúsculo. Ulises caía todas las noches en el saco de dormir y se hundía inmediatamente en el sueño. Cuando despertaba por la mañana protestaban todos sus músculos. Hasta el cuarto día no despertó sin dolores. Por entonces había perdido ya más peso que en la primera expedición. A diferencia de aquellos seres no humanos, más pequeños y ligeros, no podía correr todo el día sin extenuarse. Era demasiado grande y demasiado musculoso. Pero no podía permitir que viesen á su dios jadeante y cansado, así que mantenía el paso.

Había gastado ya los zapatos que llevaba cuando fue despetrificado y calzaba ahora mocasines. Le dolieron mucho tiempo los pies por ello, pero al final se acostumbró.

Calculó que habría perdido unos diez kilos desde el día que despertó. Pero el ejercicio le sentaba bien. No le quedaba grasa y tenía buen fuelle. Aun así, no había un wufea, incluida Awina, que no pudiese adelantarle a la carrera.

Muy dentro ya del territorio alkumquibe, el grupo se detuvo una mañana cuando apareció frente a ellos Ghlij. Volaba con rapidez, rozando las copas de los árboles e, incluso a lo lejos, su expresión les decía que había dado con el Viejo Ser de la Mano Larga.

Un momento más tarde se deslizó sobre la hierba y aterrizó junto a ellos.

– ¡Ahí delante está! -dijo, jadeando-. ¡Al otro lado de aquel gran cerro!

– ¿Y qué hace? -preguntó Ulises.

– ¡Comiendo! ¡Limpiando un árbol de todas sus hojas!

Ulises no esperaba en realidad que Ghlij localizase a la bestia. Quizás hubiese interpretado erróneamente las reacciones del hombre murciélago. O quizás algo había empujado al hombre murciélago a cambiar de actitud. Si así era, ¿quién o qué le habría hecho cambiar?

Ghlij tenía ciertas dificultades para despegar del suelo. No había bastante espacio abierto para que pudiese emprender carrera aunque no llevase carga. Con la bomba de dos kilos y medio no tenía ninguna posibilidad. Ni había allí posibilidad alguna de utilizar un despeñadero como rampa de lanzamiento. Los árboles cubrían la tierra por todas partes.

Ulises vaciló. Podría haber llevado a Ghlij a un punto a unos dos kilómetros por detrás de ellos, donde había una zona de la que podía despegar. Ghlij podía volver volando a reunirse con ellos. No quería esperar por él, pero tendría que hacerlo para que Ghlij pudiese cumplir su misión. Además, había tiempo de sobra. ¿A qué inquietarse por perderlo si acababa de pasar muchos milenios sin la menor inquietud?

Pidió a dos wuagarondites que llevasen a Ghlij a la zona despejada. Luego ordenó al grupo que avanzase poco a poco y con cuidado. Había diez guerreros preparados con sus arcos y flechas, y los otros diez, con los porteadores, tenían dispuestos sus cohetes y bombas.

Subieron la escarpada ladera del cerro entre los grandes árboles de hoja perenne que crecían ligeramente ladeados, coronaron luego, arrastrándose y de rodillas, la cima. Debajo, al otro lado, había un valle con muchos árboles pero con una serie de espacios abiertos. Aproximadamente la mitad de los árboles parecían como asolados por el invierno. Pero se había tragado sus hojas un animal, no una estación. Un animal tan grande que a Ulises le costaba trabajo admitir lo que le decían sus sentidos. Era más alto que algunos de los árboles jóvenes. Aunque gris como cualquier elefante, tenía uña enorme mancha blanca en el lomo derecho. Sus largos y amarillentos colmillos parecían tan pesados que Ulises se preguntó cómo podría el animal alzar la cabeza. Su trompa, proporcionalmente mayor que la de los elefantes de la época de Ulises, se movía sinuosamente entre los árboles, arrancando ramas enteras. Llevándoselas hasta la enorme boca y escupiéndolas luego después de deshojarlas. Incluso desde tan lejos llegaba a los cazadores los rumores y estruendos de su gigantesco estómago.

Soplaba viento del norte, por lo que el animal no podría ciernes ni oírles si tenían cuidado. Quizás su vista no fuese tan débil como la de otros ejemplares del clan elefantino, por lo que Ulises les advirtió de nuevo que se escondieran lo más posible.

El grupo tardó una hora en bajar la ladera y llegar, entre los árboles, al fondo del valle. Por entonces Ulises comenzaba a preocuparse por Ghlij. Era ya hora de que apareciese. ¿Qué le habría pasado? Quizás algunos renegados alkumquibes o miembros de otras tribus de más al norte andaban al acecho y habían matado a Ghlij y a los que le llevaban. Quizás… ¿Por qué preocuparse tanto? Si Ghlij no aparecía, nada se podía hacer. Atacarían sin él.

Ulises indicó a los otros que se quedasen donde estaban, que era, principalmente, detrás de los árboles. Cogió el bazoka de madera en el que había metido el proyectil también de madera y avanzo. Detrás iba Awina, con una pequeña antorcha que acababa de encender. Otras antorchas se encendían también con cajas de humeante yesca que estallaban en rojo calor en cuanto se echaban en ellas unas ramitas. Luego se aplicaban las antorchas a las cajas para hacer fuego. Este fue el momento crucial para Ulises. El humo, aun con el viento en contra, podía olerlo el animal, o sus ojos, aunque fuesen débiles, podían ver las espesas nubes negras.

El estruendo atronador del vientre, el destrozo de ramas, el rumor de la boca y el deshoje continuaban. Aquélla masa gris y ballenesca se agitaba en una especie de constante danza. La trompa trabajaba afanosamente, y todo parecía en paz en el mundo del Viejo Ser de la Mano Larga.

Una sombra cayó sobre Ulises. Alzó los ojos. La oscura forma alada de Ghlij volaba sobre él. Ulises le hizo señas de que se desplazase hacia la derecha. Si la sombra caía sobre el animal, que probablemente fuese tan excitable como un elefante africano, se asustaría o al menos se alertaría.

Ghlij no le vio o interpretó mal sus gestos. Siguió volando recto hacia adelante, hacia el animal, a una altura de unos quince metros. Llevaba la bomba sujeta al vientre con una mano y la pequeña antorcha en lo otra. El espeso humo que iba dejando tras él le hacía parecer un demonio de fuego.

Ulises lanzó un juramento y corrió hacia el Viejo Ser. A ambos lados suyos guerreros y porteadores, olvidando, en su nerviosismo y su miedo, toda precaución, se lanzaron hacia el animal. Su niñez había estado plagada de historias aterradoras sobre aquel monstruo, y algunos habían llegado incluso a verle a lo lejos o en acción. Los padres de algunos habían perecido aplastados por aquellas enormes patas. Pero no retrocederían para que les tuviesen por cobardes, y era mejor la muerte que la deshonra. Sin embargo, su audacia era excesiva, y además competían entre sí en ella, y estaban así traicionándose a sí mismos.

Y también traicionándome a mí, pensó Ulises.

Era demasiado tarde para hacer algo que no fuese atacar y confiar en la suerte. Si al menos Ghlij calculase bien y no errase el blanco… aunque, ¿cómo se podía errar el blanco con un animal tan grande?

Pero Ghlij erró. Al parecer pasó sobre el animal y luego dio la vuelta intentando avanzar sobre él con el viento en contra y sorprenderle por detrás. No era una maniobra muy inteligente. En, primer lugar, había ido directamente hacia el animal, arrojando así su sombra sobre él. Pero el animal no se había dado cuenta. Ahora, sin embargo, el humo de la antorcha llegaba hasta él aunque Ghlij estuviese a quince metros de altura.

El animal dejó de arrancar ramas, alzó su trompa, olfateó a un lado y a otro y luego comenzó a bramar.

Ghlij tiró la bomba y luego lanzó un chillido de frustración.

El coloso contestó con otro chillido y alteró súbitamente su inmovilidad en una carga que fue adquiriendo una velocidad increíble. El animal aún no había visto nada; sólo estaba asustado y corría a ciegas. Fuese cual fuese su estado o el motivo, se volvió hacia Ulises, y de pronto, el cohete pareció servir de poco.

Pese a lo cual Ulises se echó al hombro el bazoka cargado y gritó a Awina que encendiese la mecha. El no podía verla, pero le dijo con mucha calma lo que tenía que ir haciendo.

En ese momento, estalló la bomba de Ghlij a unos treinta metros por detrás del monstruo gris. El Viejo Ser aumentó la intensidad de sus bramidos y su velocidad. Cambió también de dirección, de modo que ya no se dirigía en línea recta hacia Ulises y Awina. A menos que volviese a cambiar de rumbo, pasaría a unos metros de ellos. Pero podría verles antes y atacarles.

El calor chamuscaba la mejilla de Ulises; el humo llenaba sus ojos; el cohete silbó al salir del tubo junto a su cabeza. Voló en un arco liso hacia el animal, que cargaba ahora contra ellos, tras verles dos segundos antes. Llevaba la trompa encogida y alzada y clavaba en ellos unos ojos rojizos. La masa oscura del cohete le golpeó en la pata izquierda y la explosión ensordeció a Ulises. Brotó tanto humo que no pudo ver siquiera al animal. No esperó a comprobar los efectos de la explosión sino que corrió a un lado con Awina. Un porteador se acercó corriendo a él con otro cohete, y luego volaron sobre él otros proyectiles, uno junto a él, y algo le golpeó en la espalda.

Cayó de bruces mientras el humo se agrupaba como una tienda a su alrededor. Tosió y luego se puso a cuatro patas antes de levantarse. Estuvo atontado varios minutos hasta que advirtió lo que había sucedido. Algún guerrero se había puesto demasiado nervioso y había dirigido el proyectil demasiado bajo. Este proyectil era el que le había golpeado y había destrozado luego un árbol junto a él.

Ulises se levantó. Tenía la ropa destrozada y estaba chamuscado y ahumado. Miró alrededor buscando a Awina, y luego lanzó un grito de alivio. Ella estaba de pie junto a él, desconcertada y enrojecidos los ojos y ennegrecida la piel por el humo. Pero no parecía tener herida alguna.

Se volvió al Viejo Ser. No oía nada; pero en realidad tenía que estar detrás de él.

El animal estaba en el suelo, pateando en el aire mientras brotaban arroyos de sangre de varios agujeros inmensos. Una de las patas, aunque se movía, estaba prácticamente destrozada.

Y luego, cuando guerreros y porteadores, gritando y chillando en triunfo, se acercaron a él, se puso en pie laboriosamente y, tambaleándose, cargó de nuevo. Los bípedos se esparcieron, chillando aterrados, y entonces el animal agarró a uno de ellos con su trompa y lo alzó en el aire y lo arrojó dando vueltas contra las ramas de un árbol.

Tras esto, el Viejo Ser se derrumbó otra vez y murió en un lago de cieno y sangre.

Milagrosamente, el wufea arrojado contra el árbol sobrevivió con sólo unos cuantos cortes y magulladuras.

Ulises tardó mucho en recuperar el oído y la calma. Cuando dejó de temblar, examinó al animal. Era, como decía Awina, una montaña en movimiento. Sólo el cortar los colmillos y transportarlos hasta la aldea de los wufeas sería un gran trabajo. Pero Ulises sabía que cuando wufeas, wuagarondites y alkumquibes peregrinasen hasta la aldea y viesen aquellos descomunales colmillos clavados en el suelo ante el templo, sentirían que su dios de piedra era un auténtico dios. Sentirían también, esperaba, una sensación más fuerte de unión. Los tres enemigos tradicionales habían participado en aquella cacería de su viejo enemigo común. Y los tres podían participar de la gloria.

Había una nota discordante en su triunfo. Era Ghlij.

Ulises preguntó al hombre murciélago qué había pasado.

– ¡Perdonadme, Señor! -dijo-. ¡Estaba sudando de nerviosismo! ¡Se me cayó la bomba de la mano! ¡Lo siento mucho, pero no pude evitarlo!

– ¿Fue también tu nerviosismo lo que te hizo gritar y avisar así al Viejo Ser?

– ¡Exactamente, Señor! Mi única excusa es que ese monstruo gigante despierta el terror y el pánico en el corazón de los mortales… ¡Mirad lo cerca que estuvo ese cohete de alcanzaros!

– No ha pasado nada -dijo Ulises.

– ¿Puedo irme ahora que el Viejo Ser ha muerto? -preguntó Ghlij-. Me gustaría volver a casa.

– ¿Dónde está tu casa? -preguntó Ulises, esperando cazarle desprevenido.

– Como ya he dicho, Señor, en el sur. A muchas, muchas jornadas de aquí.

– Puedes irte -dijo Ulises, preguntándose lo que Ghlij guardaba en su inexistente manga. Le parecía que Ghlij iba a informar sobre él, pero no tenía ni idea de a quién. No tenía sentido intentar retenerle-. ¿Volveré a verte pronto?

– No lo sé. Señor -respondió Ghlij, con aquella mirada oblicua que tanto irritaba a Ulises-. Pero quizás veáis a otros de mi especie.

– Te veré más pronto de lo que crees -dijo Ulises. Ghlij pareció sorprendido.

– ¿Qué queréis decir con eso, mi Señor? -preguntó.

– Adiós -dijo Ulises-. Y gracias por lo que has hecho. Ghlij vaciló y luego dijo:

– Adiós, mi Señor. Ha sido para mí una experiencia provechosísima y la más emocionante de toda mi vida.

Fue a despedirse de los jefes de cada una de las tres tribus y de Awina. Ulises estuvo observándole hasta que aleteó desapareciendo tras un alto cerro.

– Creo -dijo a Awina- que ha ido a informar a alguien de los resultados de su espionaje.

– ¿Corno, Señor? -dijo ella-. ¿Espionaje?

– Sí, estoy seguro de que trabaja para alguien que no es él mismo ni su pueblo. No puedo hablar aún de pruebas concretas. Pero tengo ese presentimiento.

– ¿Creéis que trabaje para Wurutana…? -preguntó ella.

– Quizás -contestó él-. Ya lo descubriremos. Iremos hacia el sur a buscar a Wurutana después de instalar estos colmillos a la entrada del templo.

– ¿Iré yo también? -preguntó ella. Sus grandes ojos azul gato siamés se fijaron en él, y su postura traicionaba tensión.

– Comprendo que será muy peligroso -dijo él-. Pero tú no pareces temer al peligro. Sí, me sentiré muy feliz si vienes conmigo. Pero no ordenaré a nadie que me acompañe. Sólo llevaré voluntarios.

– Me siento muy feliz pudiendo ir con mi Señor -dijo ella, y luego añadió-: Pero, ¿vais a enfrentaros a Wurutana o a buscar a vuestros hijos e hijas?

– ¿Mis qué?

– Esos mortales de los que habló Ghlij. Los seres que se parecen tanto a vos que han de ser hijos vuestros.

– Eres muy inteligente -dijo él, sonriendo- y muy perspicaz, Awina. Iré hacia el sur por ambas cosas, desde luego.

– ¿Y buscaréis una compañera entre los mortales que son hijos vuestros?

– ¡No lo sé! -contestó él, con más aspereza de lo que pretendía. ¿Por qué habría de alterarle aquella pregunta? Por supuesto que buscaría una compañera. ¡Vaya pregunta! Y entonces pensó, bueno, es una mujer, y es natural que haga esa pregunta.

Pero Awina anduvo pensativa y triste varios días. No salía de su tristeza hasta que él no se esforzaba por hacerla hablar y animarla un poco. Aun así, muchas veces la sorprendía mirándole con una expresión extraña.

Llegaron a la aldea wufea tras varios desvíos en su ruta para acercarse a aldeas próximas. Instalaron los colmillos de modo que formasen los vértices de un cuadrado ante las puertas del templo y luego construyeron un techo apoyado en ellos. Hubo festejos y ceremonias hasta que los jefes se quejaron de que los wufeas corrían el peligro de arruinarse. Además, no se estaban atendiendo adecuadamente los cultivos, y la caza necesaria para alimentar a todos los huéspedes había limpiado de animales el territorio en varios kilómetros a la redonda.

Ulises había ordenado que se fabricasen más bombas y unos cuántos cohetes. Mientras se hacía esto, organizó una gran cacería por las llanuras del sur. Quería capturar también algunos caballos salvajes y echar un vistazo desde más cerca a Wurutana.

El cuerpo principal de la partida regresó a las aldeas con gran cantidad de carne ahumada. Llevaba también con ellos caballos capturados con instrucciones de tratarlos suavemente y no sacrificarlos.

Ulises sé dirigió hacia el sur con cuarenta guerreros y Awina. Pasaron ante grandes manadas de elefantes del mismo tamaño, más o menos, que los elefantes africanos, pero con un montículo de grasa sobre las ancas y pelo considerablemente más largo. Vieron también rebaños de antílopes de diversas especies y géneros, algunos parecidos a los antílopes americanos y africanos de su época.

Vieron también manadas de perros salvajes con manchas blancas y rojas en sus cuerpos. Había también unos felinos grandes parecidos a las panteras y otros del tamaño de los leones y semejantes a los jaguares. Vieron también varios de los correcaminos de cuatro metros de altura. En una ocasión, Ulises vio a dos de estas grandes aves espantar a dos jaguares de un caballo que los felinos acababan de matar.

Su gente no parecía tan preocupada por las aves y los animales como por los kurieiaumeas. Eran éstos unos individuos altos de largas piernas, piel rojiza y cara blanca. Gente muy salvaje, según Awina. No se relacionaban con los wufeas, los wuagarondites ni los alkumquibes. Utilizaban boleadoras y atlatles o lanzajabalinas.

Nadie hablaba de dar la vuelta, pero cuanto más se adentraban en el territorio kurieiaumea, más nerviosos se ponían.

Ulises insistió en seguir hacia el sur. Pero a los dos días, y sin encontrarse al parecer más cerca del lugar deseado, decidió dar la vuelta. Sus preguntas indirectas le habían revelado, sin embargo, una información, aunque no estaba seguro de poder creer en ella.

A menos que malinterpretase sus comentarios, Wurutana era un árbol. Un árbol distinto a todos los demás que habían existido desde el nacimiento de los árboles.

Regresaron sin ver señal alguna de los feroces kurieiaumeas, y Ulises inició inmediatamente los preparativos para el gran viaje. Pero empezaban a caer las hojas, el viento a hacerse frío, y decidió esperar a la primavera.

Un mes después, con las primeras nieves, llegaron a la aldea Ghlij y su esposa, Ghuaj. Vestidos con pieles ligeras, parecían pigmeos esquimales alados. Ghuaj era aún más pequeña que Ghlij, pero mucho más escandalosa. Era una hembra quisquillosa, exagerada y parlanchína a la que Ulises detestó inmediatamente. Si hubiese tenido plumas y garras de pájaro, podría realmente habérsela considerado una arpía.

– ¿Te cansaste de esperar por mí? -dijo Ulises sonriendo.

– ¿Yo esperando? No sé lo que queréis decir, mi Señor -dijo Ghlij. Pero él y su esposa hicieron muchas preguntas a los habitantes de la aldea después de transmitir sus noticias y murmuraciones y de informar sobre los movimientos de la caza en el sur. No les fue difícil descubrir que el dios de piedra planeaba marchar sobre Wurutana después del deshielo de primavera. Ulises, por su parte, preguntó a Awina y a otros y descubrió que los hombres murciélago raras veces aparecían en aquella época del año. El sumo sacerdote dijo que ninguna «boca alada» había ido por aquellas fechas en por lo menos veinte años, y quizás más.

Ulises cabeceó al oír eso. Sospechaba que el hombre murciélago y su esposa habían sido enviados para descubrir qué le retenía a él. Y estaba seguro de que ambos se irían mucho antes de lo que solían hacerlo. Se despidió de ellos una fría mañana y decidió que partiría antes aun de lo planeado.

Entre tanto, sacó sus caballos y enseñó a los guerreros a montarlos. Las nieves del invierno no eran tan abundantes como acostumbraban. Aquello podía seguir siendo geográficamente Syracusa, pero el clima se había hecho más suave. Nevaba con frecuencia, pero no con tanta intensidad, y la nieve no solía cuajar. Había espacio de sobra para montar sus caballos, que conservaba dentro del templo. Aquella primavera habían nacido potros, e instruyó a los suyos para que se cuidasen de ellos. Insistió mucho en que tratasen humanamente a los animales.

Por fin la primavera liberó el suelo helado y las llanuras se llenaron de barro. Estaba aplazando la expedición por causa de una enfermedad que había aparecido entre los wufeas. Murieron docenas en unas semanas, y luego Awina cayó en cama con la fiebre. Estuvo a su lado casi constantemente y la alimentó él mismo. Aizira entraba a menudo a ejecutar las ceremonias de purificación. Desconocían la existencia de gérmenes causantes de la enfermedad. Creían en la vieja teoría de la posesión de los malos espíritus enviados por hechiceros. Ulises no discutió este asunto. Sin microscopios, no podía demostrar su explicación, y aunque hubiese podido de nada hubiese valido en la cura de la enfermedad. La fiebre y los forúnculos en la cabeza que la acompañaban solían durar una semana. Unos morían y otros se recobraban; no parecía haber ninguna razón aparente por la que unos sobreviviesen y sucumbiesen otros. Hubo muchos entierros diarios; y luego, por fin, la fiebre desapareció.

Ulises había pensado lo irónico que resultaría el que cayese víctima de una enfermedad después de estar oculto varios millones de años. Pero la enfermedad no le afectó. Lo que fue una ventaja en más de un sentido. De haberle afectado quizás los otros dudaran de su divinidad.

La fiebre se mantuvo en la zona durante un mes. Cuando desapareció, había acabado con casi un octavo de la población. La enfermedad no respetó la edad: murieron niños de pecho, chiquillos, adultos y ancianos.

Él se sentía desalentado, por varias razones. En primer lugar, se sentía más próximo a aquella gente, pese a sus rasgos no humanos, tanto físicos como psicológicos. Algunas de las muertes le dolieron mucho, sobre todo la de Aizira. Quizás el dolor de Awina por su padre le conmoviese más que la muerte del propio viejo, pero lo cierto es que le afectó. En segundo lugar, los wufeas necesitaban todos los brazos posibles para la siembra de primavera y para las cacerías de esa época. No podían prescindir de los guerreros de su expedición.

Sin embargo, el dios de piedra les había dado el arco y la flecha y el caballo como transporte. Cazaban ahora con mucha mayor eficacia que antes de que él hubiese despertado. Y así salieron en grandes cacerías comunales y trajeron grandes cantidades de carne de caballo y antílope. Además, la idea de criar caballos para alimentarse de ellos se les ocurrió sin que su dios se lo indicara. Dividieron los animales en dos grupos con objetivos de selección y cría. Uno de ellos lo formaban los animales de transporte y el otro sería alimentado y engordado para el sacrificio. Conocían los principios de la genética, pues habían criado perros y cerdos con diversos propósitos durante mucho tiempo.

Por entonces era demasiado tarde para salir a las llanuras, o demasiado pronto, según el punto de vista. Tendría que secarse el barro. Así que Ulises esperó y aumentó sus preparativos e imaginó aún más obstáculos contra los que debía prepararse o contra los que no podría hacerlo. A sus guerreros también les resultaba dura la espera. Cuanto más se demoraba la expedición, más sombríos y espantosos eran los relatos que corrían sobre las pérfidas hazañas de Wurutana.

Tres días antes de que partiera la expedición, aparecieron Ghlij y su esposa Ghuaj.

– ¡Mi Señor, creí que podría estar a tu servicio! -dijo Ghlij, y su coriácea cara de grandes dientes se afiló como la de un murciélago. O la de un zorro muy feo, pensó Ulises.

Ulises dijo que podía serle de gran utilidad. Y podía, hasta cierto punto. Pasado éste, no podía confiar en él. Ulises había tenido tiempo de cavilar mucho sobre el incidente del Viejo Ser y sobre los informes que le habían dado acerca de los hombres murciélago.

Ghlij abrió mucho los ojos cuando vio los cuatro carros que Ulises había hecho construir.

– Mi Señor -dijo-, habéis dado a vuestro pueblo muchas cosas nuevas y útiles. Con los arcos y las flechas y con la pólvora y el uso de los caballos, vuestro pueblo podría barrer a todos los pueblos del norte.

– Cierto, pero lo que a mí me interesa es derrotar a un sólo ser -dijo Ulises.

– ¡Ah, sí, a Wurutana!

Ghlij no pareció sorprendido. Si algo pareció fue, en realidad, satisfecho.

A la tercera mañana la caravana inició su marcha. Ulises montaba el caballo mayor que pudo encontrar. A su lado, Awina montaba una yegua, y luego iban Ghlij y Ghuaj a la espalda de dos guerreros. Tras ellos cabalgaban cuarenta guerreros y detrás iban los carros tirados por caballos y sesenta guerreros más. En los flancos, delante y detrás, cabalgaban los explotadores. El grupo estaba compuesto en partes casi iguales de wufeas, wuagarondites y alkumquibes. Ulises habría preferido que todos los combatientes fuesen de una misma raza, porque estaba harto de tener que impedir o resolver disputas o matanzas entre los viejos enemigos. Pero quería preservar la unión y preferir a una raza sobre las otras dos habría ofendido a las excluidas.

Formaban, desde luego, un grupo extraño y pintoresco. Por entonces había llegado a la conclusión de que los tres grupos eran felinos y tenían un ancestro común. El parecido de wuagarondites y alkumquibes con los mapaches era superficial.

El grupo recorrió las llanuras, deteniéndose al oscurecer o al final de la tarde junto a un pozo o un arroyo. Mataban mucha carne y todos comían bien. Día tras día, la inmensa masa del sur se hacía mayor, y luego, de pronto, comenzó a crecer rápidamente. En una ocasión se acercó a ellos una pequeña banda guerrera de los kurieiaumea, pero los invasores les igualaban en número. Además, pareció desconcertarles el que aquella gente montase a caballo. Se mantuvieron a respetable distancia e intentaron seguirles los pasos, pero después del segundo día se quedaron atrás. Luego, dos días más tarde, se enfrentaron con un ejército de casi un millar de emplumados y adornados kurieiaumeas. A Ulises no le sorprendieron. Los dhulhulijes les habían localizado medio día antes.

Ulises hizo parar la caravana y les estudió. Eran casi tan altos como él, pero flacos como galgos. Tenían la piel rojiza y las orejas emplazadas más adelante y más arriba. Aunque sus caras eran tan humanas como las de los wufeas, sus dientes eran también los de los carnívoros. Evidentemente no se trataba de felinos. Tenían un cierto aire perruno. Olían incluso como los perros, y sudaban por la lengua.

Kdamguwing, jefe de los alkumquibes, preguntó:

– ¿Debemos atacarlos, Señor?

Los otros jefes le miraron ceñudos por atreverse a hablar. Ulises alzó una mano para indicarle que esperase y contempló al enemigo con más detenimiento. Sonaban los grandes tambores de guerra, y todos ejecutaban una danza mientras sus jefes les arengaban. Formaban una marea que amenazaba con barrer y cubrir la caravana.

Dio órdenes y el grupo de guerra formó una cuña con él a la cabeza y los carros en el centro de la masa. Era una formación que los indisciplinados salvajes habían tardado mucho en aprender.

Aunque la mayoría de los guerreros iban armados con arcos y flechas, cierto número de ellos llevaban bazokas. Pero éstos, para ser eficaces, tenían que desmontar, pues el que manejaba el bazoka no podía cargarlo solo. Las partes superiores de los carros eran las plataformas en las que se habían montado los cañones lanzacohetes sobre columnas giratorias.

Ulises dio orden de avanzar, y la cuña inició un trote hacia los seres perrunos. El que una fuerza numéricamente inferior se atreviese a atacarles en su propio territorio pareció paralizar a éstos durante unos minutos. Pero por último los jefes les obligaron a avanzar y se lanzaron corriendo contra el grupo de Ulises. Sus filas fueron desorganizándose progresivamente a medida que se acercaban a los jinetes, y cuando los dos grupos estaban ya casi juntos, los hombres perro estaban prácticamente desperdigados y en una situación caótica.

Ulises hizo detenerse a la caballería; desmontaron los hombres de los bazokas y los arqueros lanzaron una andanada. A esta siguieron otras seis, todas ellas a órdenes de los sargentos que estaban pendientes de las señales de Ulises. Fue un excelente ejercicio. El entrenamiento daba frutos, pues unos doscientos kurieiaumeas cayeron atravesados por las flechas.

Luego, cuando salieron huyendo, cayeron sobre ellos dos cohetes con sus explosiones. Aunque iban cargados de fragmentos de piedra como metralla, el efecto principal de los proyectiles era el de sembrar el pánico. Los enemigos tiraban sus armas y huían. La caballería avanzó lentamente y se detuvo luego mientras un grupo recuperaba las flechas y cortaba las orejas a los muertos y a los heridos como trofeo.

Dos horas después, los hombres perro se reorganizaron y, recuperado el valor por las arengas de sus jefes, atacaron. Y de nuevo fueron derrotados y salieron huyendo.

Fue un gran día para los felinos, que solían perder normalmente cuando se enfrentaban a los caninos en territorio de éstos. Querían, por tanto, aprovechar la victoria, quemar las aldeas de los hombres perro y matar a mujeres y niños, pero Ulises se lo prohibió.

Dos días después, la masa negruzca que tenían frente a ellos se hizo de un verde oscuro. Más tarde, vieron flores de muchos colores y tonos. Aparecieron franjas grises en el verde. Estas se convirtieron en inmensos troncos y ramas y raíces.

Wurutana era un árbol, el árbol más poderoso que hubiese existido. Ulises, pensando en el Yggdrasil, el árbol del mundo de la religión noruega, se dijo que aquél era un digno rival. Era un árbol-mundo, si era cierta la descripción que le habían hecho Ghlij y Ghuaj. Era como una higuera de bengala de más de tres mil metros de altura en algunos lugares y que se extendía por miles de kilómetros cuadrados. Extendía ramas que acababan descendiendo a tierra, se hundían en ella y brotaban como nuevos troncos y nuevas ramas. Era una masa sólida, una inmensa continuidad. En algún punto de aquel inmenso pulpo arbóreo aún vivían el tronco y las ramas originales.

Cuando llegaron a la primera rama, que se hundía desde gran distancia en el suelo ante ellos, se detuvieron sobrecogidos. Y luego cabalgaron alrededor de aquella columna gris de arrugada corteza y calcularon que aquella rama tenía por lo menos quinientos metros de diámetro. La corteza era tan gruesa y estaba tan fisurada y rugosa que parecía la pared de un risco muy erosionado.

Nadie hablaba. Wurutana era sobrecogedor, como el mar, como un gran terremoto o una inundación o un huracán o un ciclón o la caída de un inmenso meteorito.

– ¡Mirad! -dijo Awina, señalando-. ¡Hay árboles que crecen en el árbol!

Se había amontonado tierra en algunas de las fisuras profundas de la rama, y el viento o los pájaros habían llevado hasta allí semillas, y en aquella tierra habían enraizado otros árboles. Algunos de ellos tenían una altura de más de treinta metros.

Ulises miró hacia la oscuridad del fondo. Tan espesa era la vegetación arriba que penetraba muy poco sol. Pero Ghlij había dicho que era más fácil viajar por las terrazas superiores que por el fondo. Se desprendía tanta agua del árbol que se formaban abajo grandes ciénagas. Había además arenas movedizas y plantas ponzoñosas que no parecían necesitar del sol, y culebras Venenosas que no necesitaban tampoco la luz. La caravana desaparecería en los pantanos y ciénagas en unos días.

Ulises no confiaba en el hombre murciélago, pero lo que decía parecía razonable. De las raíces llegaba un hedor húmedo y pestilente. Era un olor a corrupción y podredumbre y a cosas pálidas y furtivas y a un suelo empapado que sorbería a cualquiera que fuese lo bastante idiota para aventurarse en él.

Alzó la vista siguiendo la rama más próxima. Caía en un ángulo de cuarenta y cinco grados de alguna parte de aquel oleaje verde y multicolor situado a varios kilómetros de distancia.

– Cabalgaremos hasta la próxima -dijo- y miraremos.

Se hacía evidente que tendrían que dejar atrás los caballos. Era una lástima que no tuviesen cabras domesticadas. Había visto cabras saltando del borde de una extensión de corteza a otra. Eran unos animales de pelo color anaranjado, dos cuernos curvados y pequeñas barbas negras.

Había también otros animales, unos monos de cuerpo negro y cara amarilla con largos rabos anillados. Un mono babuiniforme, el trasero verde y el pelo escarlata. Un pequeño ciervo de nudosos cuernos. Un animal parecido al coatí. Otro parecido al cerdo y que gruñía como él. ¡Y miles de aves!

Cabalgaron durante algo menos de un kilómetro hasta llegar a la rama (o raíz) siguiente que penetraba en la tierra. El agua descendía por un canal, una profunda cavidad de la superficie de la rama, que se convertía en el lecho de un arroyo. Ghlij había dicho que había muchos arroyos, fuentes y riachuelos en los canales de las partes superiores de las, ramas. Ahora Ulises podía creerlo. ¡Qué poderosa bomba era aquel árbol! Podía enviar sus raíces a las profundidades de la tierra, atravesando rocas y piedras, y sorber el agua contenida en los arroyos y ríos subterráneos. Podía incluso acercarse al océano y convertir su agua en fresco líquido, eliminando las sales. Luego exudaba el agua por diversos puntos y creaba fuentes, arroyos y riachuelos.

– Este es un lugar tan bueno como el mejor -dijo-. Descargad los caballos… Y dejadlos en libertad.

– ¡Toda esa magnífica carne! -exclamó Awina.

– Lo sé. Pero no me gusta matarles. Nos han hecho un servicio; tienen derecho a vivir.

– Se los comerán en menos de una semana -masculló Awina, pero transmitió la orden.

Ulises contempló a los dos seres murciélagos mientras se efectuaba la descarga. Estaban sentados bajo la sombra de un saliente de corteza y hablaban en voz baja. Se les había permitido llegar hasta allí porque eran útiles como exploradores, y hablaban tanto que proporcionaban información aunque intentasen ocultarla. Ellos habían prevenido al grupo del ataque de los hombres perro y habían facilitado a Ulises suficientes datos para que éste pudiese componer cuadros parciales de lo que les esperaba.

Pero probablemente estuviesen también espiando a los invasores, y traicionasen al grupo en el momento adecuado. Al menos Ulises tenía que contar con esta eventualidad.

Paseó arriba y abajo varios minutos y luego decidió que les permitiría acompañarles unos cuantos días más. El Árbol era un medio con el que nadie estaba familiarizado salvo los dos seres murciélago. El grupo necesitaba todos los consejos posibles. Y aunque el Árbol no tenía muchas zonas abiertas, había las suficientes para que los dos pudiesen volar a través de él. Podían hacer viajes de exploración adelantándose al grupo. El único problema era que podían también adelantarse para informar a alguien que se acercaban Ulises y los demás.

Correría aquel riesgo durante unos días más.

Volvió a donde estaba el material apilado y seleccionó lo que debían llevar. Subir por aquel árbol sería casi siempre como escalar una montaña; sólo podían llevar consigo lo más esencial. De momento los pesados bazokas y los cohetes no parecían tener mucha utilidad. Vaciló unos minutos y por fin decidió abandonarlos. Llevarían sin embargo cierta cantidad de bombas.

No deseaba que los seres murciélago pudiesen volver allí y apoderarse de los cohetes, por lo que los vació y prendió fuego a la pólvora. Las explosiones resultantes estremecieron el Árbol en varios kilómetros. Pasaron horas antes de que monos y pájaros reanudasen sus gorjeos y gritos.

Tras asegurarse de que todo iba adecuadamente atado y distribuido, dio señal de que le siguieran. Caminaron siguiendo el arroyo, saltando de saliente en saliente de la corteza como si recorriesen un riachuelo sobre piedras. Se alegraba de llevar cuatro pares extra de mocasines. La áspera corteza gastaba en poco tiempo la piel más resistente. Los demás tenían callos duros como el hierro en las plantas de los pies. Sin embargo a los dos seres murciélago había que transportarlos. Sus débiles piernas se agotaban pronto. Cuando oyó que sus porteadores se quejaban, decidió que debía quitar de en medio aquellos estorbos. Les ordenó que volaran delante y fuesen esperándoles. Pero utilizando la excusa de que necesitaba exploradores. Era un medio en el que resultaba terriblemente fácil preparar una emboscada.

Pasaron el resto de la tarde caminando por la orilla del arroyo. El canal que corría por el centro de la rama tenía unos quince metros de anchura y unos tres de profundidad en el centro. Descendiendo en un ángulo de cuarenta y cinco grados, su corriente resultaba demasiado fuerte para poder vadearlo. Pero Ghlij dijo que más arriba, donde la rama era horizontal, la corriente era lo bastante suave para poder bañarse. Había también peces, ranas, insectos y plantas en el arroyo y, por supuesto, las criaturas que se alimentaban de ellos. Y no muy lejos debían andar también las criaturas que devoraban a aquellos predadores.

Llegaron a la zona horizontal una media hora antes de oscurecer. Descansaron mientras Ulises estudiaba la situación. Estaban parcialmente a oscuras allí, y cuando el sol estuviese directamente encima quedaría en completa oscuridad. Había sobre ellos ramas tan largas y gruesas como aquella en la que estaban, cubiertas de vegetación e incluso de grandes árboles. Además, entre las ramas, en planos horizontales y verticales, crecían enredaderas y lianas que se entrecruzaban en una estructura que parecía lo bastante sólida como para sostener a una manada de elefantes.

Había una cortina de robustas lianas y flores que sustentaban extrañas estructuras conchiformes en las que vivían pequeños animales como musarañas. Al parecer hacían sus nidos con saliva que al secarse quedaba tan dura como el cartón. Ghlij les previno que no se acercasen a aquellos animales, porque su mordedura era muy dolorosa y mortífera.

Había otros peligros, que Ghlij describió detalladamente a Ulises. O al menos fingió describirlos todos detalladamente.

Ulises procuró no parecer sorprendido ni asustado. Pero Awina y algunos más que oyeron a Ghlij parecían deprimidos. Hubo una extraña quietud aquella noche mientras asaron su carne en pequeñas hogueras «sin humo» Ulises no intentó animarlos; era preferible el silencio. Pero si continuaban con aquel humor pesimista tendría que hacer algo para levantarles la moral.

Preparó una caña y, utilizando un trozo de carne de ciervo como anzuelo, fue a pescar. Capturó una tortuga sin concha e iba a arrojarla de nuevo al agua cuando decidió que le serviría de desayuno. Pescó luego un pequeño pez que devolvió al agua. Unos cinco minutos después sacó un pez de unos cuarenta centímetros de longitud. Tenía unas aletas duras y pequeñas antenas a lo largo del cuerpo. Descubrió además que podía respirar aire. Parecía gruñir e intentó arañarle con las pequeñas garras que tenía en el extremo de las aletas. Lo metió en un cesto, y allí continuó gruñendo tan escandalosamente que lo echó de nuevo al agua. Volvería a capturarle a él o a un hermano suyo por la mañana para su desayuno.

El problema de dormir se resolvió con bastante facilidad, aunque no a su satisfacción. Había fisuras lo bastante pequeñas como para que todo el grupo pudiera ocultarse, pero, por otra parte, no podían dormir lo bastante juntos. Un enemigo podría aproximarse y eliminarlos uno a uno sin que el centinela le viese siquiera.

Nada podía hacer salvo doblar la guardia normal. Hizo un último recorrido de vigilancia personalmente y luego se tendió en una fisura cerca de Awina. Cerró los ojos pero pronto los abrió otra vez. Los chillidos, gruñidos, gorjeos y gritos hacían imposible el sueño y le destrozaban los nervios. Se incorporó, se tendió otra vez, volvió á incorporarse, dio la vuelta y habló en un murmullo a Awina. Cuando le tocaron en el hombro para que iniciase su turno, no había dormido nada.

La luna estaba alta entonces, pero su luz no penetraba en aquella caverna vegetal. Sus rayos brillaban luminosos a varios kilómetros de distancia en las llanuras, donde Ulises deseó estar en aquel momento.

Por la mañana todos tenían los ojos tan enrojecidos como el sol naciente. Ulises bebió un poco de agua en el riachuelo y luego se fue a pescar. Pescó cinco de los seres anfibios, tres peces parecidos a las truchas, dos ranas y otra tortuga. Se lo dio todo a Awina y ella y varios de los wufeas lo cocinaron.

Ulises habló animadamente, pero sin exageración, y después de comer pescado (les encantaba) todos se sintieron mejor. Sin embargo, cuando se echaron al hombro su carga, aún seguían cansados. Las sombras caían sobre ellos cuando pasaban de los pocos puntos donde el sol llegaba a las largas extensiones situadas bajo el entramado de ramas y lianas, y guardaban silencio. Había lugares donde la vegetación era tan densa que los seres murciélago no podían volar, y entonces tenían que llevarlos dos guerreros a la espalda.

El segundo día, estaban en mejores condiciones. Los ruidos de la noche les resultaban ya familiares, y pudieron dormir algo más. Comían bien. Aún seguían pescando suficientes peces. Un wuagarondite cazó un gran jabalí de color escarlata con una triple serie de colmillos curvados, y lo asaron y se lo comieron. Había además muchos árboles y arbustos con bayas y frutos. Ghlij decía que ninguno era venenoso, por lo que Ulises ordenó que él o su mujer los probasen antes de comerlos los demás. A Ghlij no le gustó la orden, pero obedeció, con una agria sonrisa.

Al tercer día, por recomendación de Ghlij, comenzaron a subir por un tronco. Dijo que si subían a las terrazas superiores, el camino sería más fácil. Ulises pensó que seres con alas, como por ejemplo otros seres murciélagos, podían también vigilarlos más fácilmente, pero decidió hacer caso a Ghlij durante un tiempo.

El grupo, claro está, ya se había visto obligado antes a subir por troncos. Ir de una rama a otra resultaba muy fácil si las ramas estaban ligadas por un complejo de lianas y otras plantas. Normalmente, así era. Pero de vez en cuando tenían que rodear un tronco para llegar a otra rama. Esto era lento, aunque no ofrecía grave peligro, si no se miraba hacia abajo. La corteza era como una pared rocosa muy áspera y accidentada, y escalarla resultaba muy fácil. Ulises se las arreglaba bastante bien para subir, aunque tenía las manos y la espalda arañadas y ensangrentadas. El menor peso, el nervio y la piel peluda de los no humanos constituían una ventaja.

Respirando pesadamente, Ulises superó el último tramo y se asentó en una rama. Habían empezado a ascender a primera hora de aquella mañana y estaba casi anocheciendo. Debajo, era ya de noche; las profundidades parecían lúgubremente oscuras. Se oyó el aullido de un felino parecido al leopardo. Una bandada de monos saltó unos cientos de metros más abajo. Calculó que estarían por lo menos a tres mil metros del suelo. No estaban, sin embargo, en la cima del Árbol. El tronco se elevaba por lo menos otros mil metros, y había una docena de grandes ramas entre aquélla en la que estaban y la cima de aquel tronco.

Después de oscurecer la temperatura descendió. Recogieron ramas y astillas y troncos de árboles secos y los apilaron en las fisuras que no estaban llenas de tierra. Allí el polvo no era tan espeso como abajo y había más corteza desnuda. El sol se ocultó y luego las nieblas les rodearon. Temblando y empapados, se apretujaron alrededor de las hogueras.

Ulises habló a Ghlij, que estaba sentado junto a él al calor de las llamas.

– No estoy tan seguro de que fuese buena idea. Es cierto que aquí hay menos vegetación y que podemos movernos mejor, pero podemos enfermar también con la humedad y el frío.

El hombre murciélago y su esposa eran pálidas imágenes demoníacas bajo la niebla y la vacilante luz de la hoguera. Se envolvían en mantas de las que se proyectaban sus desnudas cabezas y sus coriáceas alas. Ghlij castañeteó los dientes y dijo:

– Mañana, mi Señor, construiremos una balsa y podremos descender en ella por el río. Entonces os convenceréis de que mi consejo es bueno. Recorreremos mucho más territorio con mucha mayor rapidez. Veréis que la incomodidad de las noches quedará compensada sobradamente con la facilidad del viaje durante el día.

– Veremos -dijo Ulises, y se acomodó en su saco de dormir.

La niebla era en su cara como un húmedo aliento que la cubría de gotitas de agua. Pero el resto de su cuerpo estaba caliente. Cerró los ojos, y los abrió luego para mirar a Awina. Estaba en su saco, pero incorporada, la espalda apoyada en la pared de la fisura gris. Sus grandes ojos le miraban. Él cerró los suyos pero siguió viendo los de ella, y cuando se durmió soñó con ellos.

Despertó asustado, el corazón latiendo apresuradamente, jadeante. El grito aún sonaba en sus oídos.

Durante un minuto, pensó que se trataba de un sueño. Luego oyó las exclamaciones de los otros y el ruido que hacían intentando salir de sus sacos. El fuego estaba casi apagado, y las figuras que se movían en la oscuridad parecían monos en el fondo de un pozo.

Se levantó, con su azagaya preparada. ¿Preparada para qué? Todos parecían tan desconcertados como él. Estaban divididos en tres grupos, cada uno de ellos alrededor de una hoguera y al fondo de una fisura en forma de cañón, cuya parte superior quedaba a varios metros por encima incluso de la cabeza de Ulises. Entonces un objeto redondo apareció en la niebla a su lado y una voz dijo:

– ¡Mi Señor! ¡Dos de los nuestros están muertos!

Era Edjauwando, un wuagarondite de otro grupo. Ulises salió de la fisura y otros le siguieron.

– Han matado a dos a lanzadas -dijo Edjauwando.

Ulises examinó a los muertos a la luz de las brasas, incrementadas con un puñado de ramas. Las heridas del cuello podían ser de lanzazos, pero Edjauwando no hacía más que suponer cuales habían sido las armas utilizadas.

Los centinelas dijeron que no habían visto nada. Estaban apostados fuera de la fisura pero sentados y con la mitad de sus cuerpos en los sacos de dormir y el resto envuelto en mantas. Dijeron que los gritos habían partido de allí (y señalaban a la niebla), no del lugar donde estaban las víctimas.

Ulises aumentó la guardia y volvió luego a su fisura.

– Ghlij -dijo-. ¿Qué clase de seres inteligentes hay en esta zona?

Ghlij parpadeó y luego dijo:

– Dos, Señor. Los wuggrud, los gigantes, y los jrauszmiddum, que son parecidos a los wufeas pero más altos y con manchas como los leopardos. Pero nunca viven tan alto. O al menos son muy pocos los que lo hacen.

– Sin embargo, sean quienes sean -dijo Ulises-, no pueden ser muchos. Si no, habrían atacado a todo el grupo.

– Eso es probable -dijo Ghlij-. Pero por otra parte, a los jrauszmiddum les gusta jugar con sus enemigos lo mismo que los leopardos juegan con las cabritillas o el gato con el ratón.

Poco durmieron el resto de la noche. Ulises se quedó adormilado, pero le despertó una mano que agitó su hombro. Un alkumquibe, Wassundi, decía:

– ¡Mi Señor! ¡Despertad! ¡Dos de mis hombres están muertos!

Ulises le siguió hasta la hendidura donde habían dormido los alkumquibes. Esta vez los muertos eran los dos centinelas. Habían sido estrangulados y sus cuerpos arrojados a la hendidura sobre sus compañeros. Los otros tres guardianes, a sólo unos metros de distancia, no habían oído nada hasta que los cuerpos chocaron con el fondo de la hendidura.

– Si el enemigo cuenta con fuerzas suficientes, ha perdido una buena oportunidad de matar a muchos más -murmuró Ulises.

Nadie durmió el resto de la noche. Salió el sol y comenzó a disolver la niebla. Ulises observó la zona buscando huellas de los atacantes, pero nada pudo encontrar. Ordenó que envolvieran a los cadáveres en sus sacos de dormir y que los arrojasen por el borde de la rama. Después de que los sacerdotes ejecutasen sus ritos, por supuesto, habría sido más adecuado, de acuerdo con su religión, enterrar a los muertos. Pero en aquella rama, toda la tierra amontonada en las hendiduras la ocupaba un entramado de raíces de árboles y matorrales. En consecuencia arrojaron a los muertos por el borde de la rama, que era lo más próximo a un enterramiento de que disponían. Giraron y giraron en el aire, pasando a muy poca distancia de una gran rama situada a unos trescientos metros por debajo, y luego desaparecieron en un entramado de lianas.

Tras un silencioso desayuno, Ulises dio la orden de reanudar la marcha. Les condujo a lo largo de la rama durante la mitad del día. Poco después del mediodía, decidió pasar a otra rama un poco más baja que llevaba varios kilómetros corriendo en paralelo a la que seguían. Su vegetación era mucho más espesa; la razón de esto era el riachuelo. Ulises quería construir una balsa siguiendo el consejo de Ghlij.

Se realizó la transferencia a través de un entramado de lianas casi horizontal. Ulises dividió al grupo en tres secciones. Mientras el primero se arrastraba sobre las lianas, el resto permanecía de guardia con arcos y flechas. Era un momento excelente para que sus enemigos intentasen un ataque sorpresa, porque los que cruzaban se hallaban demasiado ocupados agarrándose a las lianas y comprobando dónde pisaban. Los que se quedaban atrás atisbaban entre la maleza por si había peligro de una emboscada. En aquella espesura podían ocultarse, muy cerca de allí, hasta un millar de enemigos sin que los viesen.

Cuando el primer grupo llegó al otro lado, se distribuyeron para proteger al siguiente, mientras un tercer grupo permanecía vigilando en retaguardia. Ulises había ido con el primer grupo. Observaba al grupo siguiente que se arrastraba sobre el entramado de lianas, que se curvaba sólo un poco bajo el peso de los alkumquibes y los suministros y bombas que llevaban. Había explorado ya la zona inmediata y se había asegurado que no había allí enemigos emboscados.

Cuando el primer alkumquibe se hallaba a unos siete metros de la rama, el tercer grupo lanzó un gran grito. Ulises, sorprendido, vio que señalaban hacia arriba. Alzó los ojos a tiempo para ver un gran tronco de unos tres metros de longitud que caía hacia el guerrero alkumquibe. No le alcanzó, pero atravesó el entramado, rompiendo lianas y enredaderas. El guerrero se encontró de pronto colgando del extremo de una liana. Los que iban tras él se habían quedado paralizados al principio y habían retrocedido luego precipitadamente cuando comenzaron a caer sobre ellos otros proyectiles, troncos, ramas y nubes de polvo.

Chillando, el primer alkumquibe perdió apoyo y cayó al abismo. Otro fue alcanzado en la espalda por un tronco de más de un metro de longitud y desapareció. Un tercero dio un salto para escapar a un trozo de corteza del tamaño, de su cabeza y cayó también. Un cuarto se escurrió por una abertura que se cerró tras él. Pero reapareció un momento después y alcanzó la dudosa seguridad de la rama.

Por entonces los troncos caían más cerca del primer grupo, obligándole a retroceder por la rama. Ulises tuvo también que retroceder, pero se había asegurado que los que tiraban aquellos proyectiles estaban en la rama que quedaba directamente encima. A los lados, más bien, pues se habrían visto obligados a descender por los lados de la áspera corteza para lanzar sus andanadas. Estaban a unos doscientos metros de altura respecto a ellos, y en consecuencia al alcance de los arqueros de la otra rama. Eran éstos wuagarondites al mando de Edjauwando, que no perdió el control y dio las órdenes oportunas y volaron andanadas de flechas hacia la rama superior.

Los enemigos eran felinos con la piel manchada como los leopardos y mechones peludos sobre las orejas y perillas caprinas. Seis de ellos, ensartados por las flechas, cayeron atravesando el entramado de lianas. Uno de ellos cayó sobre un alkumquibe y ambos se perdieron en el vacío. El resto de los alkumquibes consiguieron llegar al otro lado y se precipitaron entre los matorrales para situarse bajo la rama donde los jrauszmiddum no podían alcanzarles. Por entonces los wuagarondites hablan dejado de disparar, y Ulises les lanzó un grito a través de aquel vacío de setenta metros. Tras llegar a la conclusión de que los hombres leopardo habían vuelto a subir por los lados huyendo de las flechas, ordenó a los wuagarondites que cruzasen. Estos lo hicieron lo más deprisa posible, pero antes de que el último llegase a lugar seguro, fueron bombardeados desde arriba. Esta vez los troncos y las ramas no alcanzaron a nadie.

Ulises encontró por fin a los dos seres murciélago ocultos bajo un gran matorral de grandes hojas escarlata de seis puntas. Habían sido los primeros en cruzar, pues se habían lanzado desde el tronco superando la distancia de un vuelo. Hubiera deseado enviarles a la rama más alta para vigilar. A partir de entonces lo haría así. De hecho, tenía en aquel momento un trabajo para ellos.

– Quiero que voléis por ahí hasta encontrar el sitio en que viven los jrauszmiddum -dijo. La piel de Ghlij tomó un color aún más gris.

– ¿Por qué? -preguntó-. ¿Qué planeáis hacer?

– Los barreré -dijo-. No podemos permitirles que anden cazándonos de dos en dos o de tres en tres.

Ninguno de los dos quería aventurarse en terreno abierto, pero Ulises dijo que les cortaría las alas y les dejaría atrás si no obedecían sus órdenes. Luego decidió retener a Ghuaj como rehén mientras su marido estuviese fuera. No utilizó la palabra rehén ni dijo por qué quería que sólo uno de ellos explorase, pero ellos le entendieron perfectamente. Ghlij se lanzó a regañadientes desde un saliente de corteza de un lado de las ramas, y se deslizó suavemente hacia abajo, comenzó a aletear y luego ascendió en espiral. El enemigo no le arrojó ningún proyectil.

Mientras esperaba, Ulises hizo que sus hombres utilizaran sus hachas de piedra para construir seis grandes balsas. En una hora aproximadamente regresó el hombre murciélago y aterrizó en otro entramado de lianas. Llegó casi arrastrándose hasta la rama e informó que había visto a muchos hombres leopardo pero ninguna huella de su aldea.

Ulises dijo entonces al hombre murciélago que quería que volase río abajo y explorase. No quería que les tendiesen una emboscada estando en las balsas; serían entonces especialmente vulnerables. Ghuaj se quedaría con él. Ghlij no hizo ningún comentario. Se fue y estuvo fuera una media hora. Nada vio entre la densa vegetación.

La vida vegetal no era la única que florecía esplendorosa allí. Había miles de mariposas de diversos colores, con complicados dibujos en las alas. Una Libélula con una anchura de alas de más de un metro volaba sobre el agua, hundiéndose de cuando en cuando para agarrar grandes arañas acuáticas que patinaban por la superficie. A veces crujía una hoja, y Ulises veía cucarachas tan grandes como su mano. Pasó a su lado un lagarto volador; sus costillas se extendían sobresaliendo por ambos costados y entre ellas crecía una delgada membrana. En una ocasión, en la orilla opuesta, apareció otro que se hundió en el agua. Esta vez no cazaba, sino que huía de un cazador. Tras él iba un ave de como un metro de altura, una variedad más pequeña del correcaminos gigante de las llanuras. Se echó al agua también tras su presa y ninguno de los dos reapareció.

Ulises estuvo sentado un rato, pensando, mientras los otros hacían guardia o descansaban tendidos sobre la musgosa vegetación que cubría gran parte de la rama. El origen del riachuelo era una gran oquedad que había en la juntura del tronco y las ramas. Según Ghlij, el Árbol bombeaba agua y la expulsaba luego por varios puntos como aquél. El agua, o bien corría a través del canal, que se inclinaba imperceptiblemente hasta caer en cascada cuando la rama adquiría una inclinación brusca, o, con mayor frecuencia, cuando la rama se extendía horizontalmente, arroyos adicionales que se le unían de camino mantenían la corriente de agua, haciéndola superar en ocasiones ligeras elevaciones en su curso.

Este riachuelo corría al parecer durante muchos kilómetros, Ghlij calculaba unos cincuenta, aunque no estaba seguro. La rama, como muchas otras, zigzagueaba. Había incluso ramas que se doblaban sobre sí mismas.

Por fin Ulises se levantó. Awina, que había estado tendida junto a él, se levantó también. Dio la orden de marcha y subió a la primera balsa. Algunos wufeas subieron a la balsa con él y empujaron con grandes varas que habían cortado de una planta parecida al bambú.

La corriente avanzaba a sólo unos ocho kilómetros por hora allí. Había unos siete metros de profundidad en el centro del canal, y el agua estaba lo bastante clara para poder ver a través de ella hasta los primeros dos metros de profundidad. Después, se oscurecía. Ghlij dijo que se debía a las plantas del fondo, que desprendían de vez en cuando un líquido marrón. No sabía qué función tenía aquel liquido, pero sin duda cumplía alguna en la ecología del Árbol. No sabía tampoco por qué el líquido no ascendía hasta la superficie ensuciando así todo el río.

Había peces. Los habla de diversas variedades y tamaños, pero los mayores medían cerca de un metro de longitud y eran como peces joya con manchas rojas y negras. Parecían alimentarse de plantas. Un pez más pequeño, y mucho más activo, con la mandíbula inferior muy grande, se alimentaba de arañas acuáticas y perseguía también a las ranas. Pero éstas normalmente lograban escapar o se volvían y presentaban batalla. No tenían dientes, pero se pegaban al costado del pez y le arañaban los ojos. En una ocasión, uno de estos peces consiguió herir a una rana en una de sus patas traseras y entonces los demás se echaron sobre ella y la destrozaron a mordiscos.

Los balseros mantenían las balsas lo bastante cerca de la orilla para poder llegar al fondo e incluso a las orillas y poder impulsarse con las varas. Trabajaban al compás siguiendo las órdenes de los jefes, y empujando con un gruñido cuando los jefes contaban. Otros permanecían alertas con arcos y flechas preparados.

El nivel del agua cubría casi las orillas, y las plantas crecían espesas a lo largo de éstas. A veces la vegetación caía sobre el agua sin separación. Y había árboles que crecían inclinados sobre la corriente. Estaban llenos de pájaros y monos y otras criaturas. Los monos tenían el pelo más tupido que sus cantaradas de zonas menos elevadas.

De no ser por la amenaza de los seres leopardo, Ulises habría disfrutado en aquel viaje. Habría sido agradable sentarse allí y dejarse arrastrar por la corriente como Huck Finn en un río que Mark Twain jamás había imaginado.

Pero no podía ser. Todos tenían que estar alerta, listos para entrar en acción en cualquier momento. Y suponía que todos esperaban que surgiese una lanza de entre la densa vegetación en cualquier instante.

Transcurrieron dos tensas horas y luego las balsas llegaron a un punto donde el río se ensanchaba casi lo bastante para considerarlo un lago. Ulises había visto otras ramas que a veces se ensanchaban, pero nunca había estado en una. El agua alcanzaba también mayor profundidad y el lago tendría unos ciento treinta metros de anchura. Para cruzarlo, las balsas podían o bien ser empujadas por la corriente, que se había hecho muy lenta, o mantenerse cerca de la orilla, donde la profundidad fuese lo bastante pequeña para poder utilizar las varas. Ulises decidió mantenerse en medio donde, por lo menos, podían tranquilizarse unos instantes, pues se encontrarían fuera del alcance de las jabalinas de los jrauszmiddumes.

Un instante después, lamentó su decisión. Una manada de animales que parecían desde lejos hipopótamos surgió de la vegetación de la orilla y se lanzó al agua. Bufando y resoplando, comenzaron a cabriolear en el agua, acercándose a las balsas, aunque al parecer sin proponérselo.

A unos diez metros de distancia, pudieron comprobar que se trataba de roedores gigantes que se habían adaptado, al parecer, a la vida acuática. Tenían los ojos y las narices en la parte superior de la cabeza y una especie de lengüetas de piel por orejas. Habían perdido todo su pelo salvo una pequeña mata como la cola de un caballo que brotaba en la parte posterior de sus grandes cuellos.

En ese instante, en fila como si se tratase de una película de la selva, aparecieron en el lago tres grandes canoas. Dos venían por detrás de ellos y la otra por lo que constituía la salida del lago. Eran todas de madera pintada con cabezas de serpiente proyectándose de la proa y había en cada una de ellas diecinueve hombres leopardo, dieciocho remeros y un capitán al timón.

Unos segundos después, Ulises vio que varias inmensas criaturas brotaban de entre las plantas de la orilla y se lanzaban al agua. Parecían cocodrilos sin patas y de hocico corto.

Ulises abrió un saco de cuero impermeable en el suelo de su balsa y sacó una bomba. Piaumiwu, un guerrero que tenía la obligación de mantener un puro encendido en la boca constantemente, salvo cuando había fuego a mano, le alargó el puro. Ulises dio un par de chupadas hasta que estuvo bien encendido y luego lo acercó a la mecha. Esta chisporroteó y luego comenzó a lanzar un humo espeso y negro que el viento llevó hacia las dos canoas perseguidoras. La sostuvo hasta que la mecha estuvo a puntó, de desaparecer, y la tiró entonces en medio de las ratas acuáticas.

La bomba estalló unos instantes antes de llegar al agua. Los animales se sumergieron, y la mayoría de ellos no volvieron a salir a la superficie inmediatamente, pero uno surgió exactamente al otro lado de la balsa donde iba Ulises. Su cuerpo, brotando del lago, bañó de agua los tobillos de los que iban en la balsa. El animal bufó y volvió a hundirse y esta vez se alzó por debajo de la última balsa, que se inclinó peligrosamente. Gritando, unos cuantos wuagarondites cayeron al agua, y con ellos algunos sacos de suministros y de bombas. Luego el animal se hundió una vez más, y la segunda bomba de Ulises estalló en el aire cuando surgía de nuevo.

Los hombres leopardo habían cesado en sus gritos al oír la primera bomba. Dejaron también de remar y no volvieron a hacerlo inmediatamente, aunque sus jefes les gritaban órdenes. Por entonces, Awina había pasado varias bombas más, y los mejores lanzadores las habían encendido. Las tiraron todas al mismo tiempo, y una de ellas cayó junto a tres grandes ratas. Tres cayeron cerca de las dos canoas de guerra, y aunque la metralla no alcanzó a los jrauszmiddumes, las explosiones les asustaron. Comenzaron a cambiar de rumbo, intentando probablemente ponerse fuera del alcance de las bombas, pero esperando estar lo bastante cerca para arrojar sus lanzas.

Entonces entraron en acción los arqueros, y varios remeros enemigos y uno de los jefes cayeron atravesados por las flechas. Al mismo tiempo cayeron tres arqueros, atravesados por lanzas arrojadas desde la orilla.

Y una rata gigante surgió del agua como catapultada, aferró un lateral de una canoa de guerra con sus dos inmensas garras delanteras y la volcó. Todos sus ocupantes cayeron al agua entre gritos.

Había furiosos chapoteos en el lago. Ulises vio a uno de aquellos cocodrilos sin extremidades dando vueltas y vueltas con la pierna de un hombre leopardo entre sus cortas mandíbulas. Los reptiles estaban también entre sus propios hombres, los que habían caído al agua cuando la rata gigante había hecho inclinarse la balsa.

Pasaban tantas cosas al mismo tiempo que Ulises no podía hacerse cargo de todo. Se concentró en la orilla, donde el peligro era mayor. Los hombres leopardo que estaban allí emboscados sólo se dejaban ver de vez en cuando entre la vegetación cuando arrojaban sus lanzas. Ulises ordenó a los arqueros que disparasen contra la espesura de la orilla. Luego hizo una seña a los jefes de las tras balsas y les dijo también que dispararan contra la espesura de la orilla. Estos transmitieron las órdenes una vez recogidos los hombres que aún seguían en el agua.

La tercera canoa de guerra, la que llegaba de la salida del lago, iba al mando de un jefe valiente hasta la locura. Se mantenía de pie en la proa de la canoa, agitando su lanza y animando a los remeros para que remasen más deprisa. Evidentemente quería partir la primera balsa o lanzar la canoa sobre ella para un abordaje.

Los arqueros wufeas le atravesaron un muslo con una flecha, y otras seis flechas atravesaron a otros tantos remeros de su canoa. Pero él se arrodilló detrás del mascarón y gritó a sus hombres que siguiesen. La canoa continuó, un poco más despacio pero aún lo bastante deprisa para los propósitos de Ulises. Este prendió otra bomba y la tiró en el momento en que unos cuantos remeros abandonaban sus remos y se ponían de pie para arrojar sus lanzas. La canoa avanzaba dispuesta a chocar con la balsa. Al parecer nada podía detenerla.

La bomba de Ulises destrozó la parte delantera de la canoa y con ella al jefe. El agua penetró en la embarcación, que desapareció casi al lado de la balsa.

La bomba había estallado tan cerca que ensordeció y cegó a todos los de la balsa. Pero Ulises pudo ver lo que había sucedido un momento después. La mayor parte de los tripulantes de la hundida embarcación flotaban conmocionados o muertos en el agua, hasta que empezaron a hundirse arrastrados por los cocodrilos.

Los hombres leopardo de la orilla continuaban lanzando sus jabalinas. Ulises prendió otra bomba y la tiró. Cayó en el agua, explotando un momento después de tocarla. Cayó sobre la orilla una gran oleada, pero no podía hacer ningún daño al enemigo. Sin embargo debió de ser suficiente para asustar a los lanceros, porque dejaron de actuar. Ulises ordenó a sus remeros que condujesen las balsas hacia la orilla. Permanecer en el lago era demasiado peligroso. El agua estaba llena de cocodrilos sin patas; no sabia de dónde habían surgido tantos. Y las ratas gigantes atacaban a los hombres que estaban en el agua.

Las otras dos canoas, llenas de hombres leopardo muertos o agonizantes, quedaron a la deriva. Las flechas habían resultado mortíferas. Era un tributo al valor de su gente, y también a su disciplina, el que hubiesen conseguido aquella victoria.

Pasaron entonces a centrar su atención en la espesura de la orilla, y los gritos que oyeron les indicaron blancos alcanzados aunque invisibles. Cuando las balsas tocaron la orilla, Ulises y sus hombres saltaron de ellas, con sus sacos y aljabas, y penetraron unos cuantos metros en la selva. Allí se detuvieron para reorganizarse.

Ulises envió a algunos hombres otra vez a las balsas con orden de descender con ellas bordeando la orilla hasta que llegasen al final del lago. Contó a sus hombres. Habían muerto veinte. Quedaban un centenar, de los que había diez heridos. Y el viaje no había hecho más que empezar.

Continuaron siguiendo la orilla sin sufrir más bajas. Al final del lago se encontraron con las balsas y subieron a ellas reanudando su viaje río abajo. El canal se estrechaba a partir de allí y aumentaba la velocidad de la corriente. Al cabo de un rato se encontraron en un declive mucho más acusado de la rama, porque avanzaban a unos veinticinco kilómetros por hora.

Ulises preguntó a Ghlij si era seguro continuar en las balsas. Ghlij le aseguró que aún era seguro durante otros quince kilómetros. Luego debían desembarcar porque había cataratas durante otros cinco kilómetros.

Ulises le dio las gracias, aunque le molestaba hasta hablar con los dos seres murciélago. Durante la batalla se habían escondido detrás de los arqueros abrazados uno a otro. Ulises admitía que no tenía derecho alguno a esperar que participasen en la lucha. No era su guerra. Pero no podía evitar sospechar que Ghlij había visto a los emboscados. Según la ruta que había seguido en su vuelo tenía que haber visto sin duda una de las canoas de guerra. De todos modos, era posible también que no la hubiese visto. Además, si les llevaba a una trampa, ¿por qué se había quedado con ellos? Había corrido casi tanto peligro como el resto.

Reflexionando, Ulises llegó a la conclusión de que no estaba siendo justo. Estaba permitiendo que su antipatía hacia aquellos seres influyese en su juicio. Y no era que confiase en ellos. Aún creía que estaban trabajando para quien Wurutana fuese realmente, o puede que para su propio pueblo.

Las balsas continuaron aproximadamente a la misma velocidad. Al cabo de un rato oyeron el suave estruendo de las cascadas. Ulises dejó que las balsas siguiesen avanzando durante otros tres minutos y luego dio orden de abandonarlas. Según las órdenes dadas, los que estaban al borde de las balsas saltaron primero a la orilla. Los que estaban tras ellos avanzaron también y saltaron. Dos cayeron al agua cuando las balsas tropezaron con la orilla. Uno quedó atrapado y fue aplastado por la balsa contra la arena; al otro lo arrastró la corriente.

Los que quedaban en las balsas arrojaron todos los suministros salvo las bombas a la orilla. Ulises no confiaba en la estabilidad de la pólvora hasta el punto de correr el riesgo de aquel impacto. Las bombas fueron tiradas a las manos de los que estaban en la orilla.

Él fue el último en desembarcar. Vio cómo la corriente arrastraba las seis balsas y cómo se perdían al curvarse el canal tapadas por el espeso follaje. Unos cuantos kilómetros más abajo el grupo se encontró con las cataratas. La corriente se precipitaba por el estrechamiento del canal y se arqueaba sobre el tronco del Árbol, cayendo al abismo. Ulises calculó que habría unos dos mil metros hasta el suelo, lo que hacía a aquella catarata aproximadamente el doble que la más alta de su época, la catarata del Ángel, en Venezuela.

El grupo pasó a otra rama que sólo tenía un pequeño arroyo, de unos tres metros de anchura y uno de profundidad, en su canal. Siguieron la orilla, aunque hubiesen podido ir más deprisa vadeando. Pero había en el agua serpientes de bellos colores, muy venenosas, y unos cuantos cocodrilos sin patas. Ulises decidió llamar a éstos snoligósteros, según un animal similar de las leyendas de Paul Bunyan.

Antes del anochecer, pasaron a otra rama a través de m entramado de lianas. Siguieron por ella hasta que Ghlij vio un gran agujero en la articulación de un tronco y una rama en un tronco próximo. Dijo que podrían alojarse en aquel agujero, aunque quizás tuviesen que expulsar a los animales que lo utilizasen como albergue.

– Hay muchos agujeros como éste, muy grandes, en el Árbol -dijo-. Normalmente cuando la rama brota del tronco.

– No los he visto hasta ahora -dijo Ulises.

– No supisteis mirar -dijo Ghlij, sonriendo.

Ulises guardó silencio un rato. No podía eliminar la suspicacia que sentía hacia aquella criatura. Sin embargo podía estar cometiendo una injusticia. Y Ghlij quizás estuviese aún más deseoso que él de encontrar un sitio cómodo y fácil de defender. Por otra parte, un lugar bueno para la defensa podía ser bueno también para que un enemigo te rodease en él. ¿Y si los hombres leopardo les habían seguido hasta allí y les rodeaban?

Por fin, tomó una decisión. Su gente necesitaba un sitio donde pudiese relajarse, relativamente hablando. Además, sus heridos necesitaban atención, y a algunos habría que transportarlos si continuaban la marcha sin detenerse.

– Está bien -dijo-. Acamparemos en este agujero esta noche.

No dijo que pensaba quedarse allí unos cuantos días. No quería que Ghlij supiese nada de lo que él planeaba.

No había ningún ocupante al que expulsar, aunque restos de huesos y excrementos frescos indicaban que el propietario, un animal grande, podría volver pronto. Ordenó que se limpiasen los excrementos, y se instalaron allí. La entrada tenía unos siete metros de anchura por dos de altura.

La cueva era un hemisferio de unos doce metros de anchura. Las paredes estaban tan suaves y pulidas que parecían talladas. Ghlij le aseguró que se trataba de un fenómeno natural.

Recogieron madera y la apilaron bloqueando la mayor parte de la entrada y encendieron fuego. El viento empujó parte del humo hacia el interior, pero no lo bastante para que resultase demasiado incómodo.

Ulises se sentó apoyando la espalda en la lisa pared, y, al cabo de unos minutos, Awina vino a sentarse junto a él. Se lamió los brazos y las piernas y el vientre durante un rato y luego aplicó saliva limpiadora a sus manos y las restregó por la cara y las orejas. Era sorprendente lo que podía hacer aquella saliva. Al cabo de algunos minutos su piel, manchada de sudor y de sangre, volvía a ser inodora. Los wufeas pagaban estas prácticas higiénicas con bolas de pelo en el estómago, pero tomaban una medicina compuesta de diversas hierbas para librarse de esas bolas.

A Ulises le agradaban los resultados de la operación de limpieza, pero no le gustaba verlos lamerse. Era algo demasiado animal.

– Los guerreros están descorazonados -dijo ella, después de llevar sentada a su lado varios minutos.

– ¿Dé veras? -dijo él-. Parecen tranquilos. Pero yo creía que este sosiego se debía a que estaban muy cansados.

– Lo están. Pero también están deprimidos. Murmuran entre ellos. Dicen que vos, por supuesto, sois un gran dios, siendo el dios de piedra. Pero aquí estamos en el cuerpo mismo del propio Wurutana. Y vos, comparado con Wurutana, sois un dios pequeño. No habéis sido capaces de mantenernos vivos a todos. Estamos al principio de nuestra expedición y hemos perdido muchos hombres.

– Ya aclaré antes de que partieran que algunos morirían -dijo Ulises.

– Pero no dijisteis que todos morirían.

– No todos han muerto.

– Aún no -dijo ella.

Luego, al verle fruncir el ceño, añadió:

– ¡Yo no digo eso, Señor! ¡Lo dicen ellos! ¡Y no todos! Pero las cosas han llegado a un punto tal que los que han hablado están sopesando las palabras del miedo. Y algunos han hablado de los wuggrudes.

Ella utilizó la palabra Ugorto, su pronunciación de los sonidos y combinaciones de sonidos difíciles para ella.

– ¿Los wuggrudes? Ah, sí, Ghlij me habló de ellos. Se dice que son gigantes que devoran a los extranjeros. Criaturas inmensas y hediondas. Dime, Awina. ¿Has visto tú o algunos de los tuyos alguna vez a un wuggrud?

Awina volvió hacia él sus ojos azul oscuro. Lamió sus labios negros, que. de pronto se habían quedado secos.

– No, Señor. Ninguno de nosotros les hemos visto. Pero hemos oído hablar de ellos. Nuestras madres nos han contado historias sobre ellos. Nuestros antepasados los conocían cuando vivían más cerca de Wurutana. Y Ghlij los ha visto.

– ¿Así que Ghlij ha estado hablando?

Se levantó, se estiró, y luego se sentó otra vez. Tuvo el impulso de cruzar la cueva, pero recordó que era el mortal quién debía ir a ver al dios, y no el dios al mortal.

– ¡Ghlij! Ven acá -gritó.

El hombrecillo se puso torpemente en pie y cruzó la cueva hacia donde estaba Ulises.

– ¿Qué queréis, mi Señor? -preguntó.

– ¿Por qué andas propagando historias sobre los wuggrud? ¿Intentas acaso descorazonar a mis guerreros?

Ghlij le miró imperturbable.

– Jamás haría eso, mi Señor -dijo-. No, no he estado propagando historias. No he hecho más que contestar, verazmente, a las preguntas que tus guerreros me han hecho sobre los wuggrudes.

– ¿Son tan monstruosos como dicen las leyendas?

– Nadie puede ser tan monstruoso, mi Señor -dijo Ghlij sonriendo-. Pero son bastante terribles.

– ¿Estamos en su territorio?

– Si estamos en Wurutana, estamos en su territorio.

– Me gustaría ver a unos cuantos y arrojarles nuestras flechas. Así se les quitaría el miedo a mis hombres.

– Lo bueno de los wuggrudes -dijo Ghlij- es que uno acaba viéndolos, tarde o temprano. Pero por entonces quizás sea demasiado tarde.

– Y ahora estás intentando asustarme a mí.

Ghlij enarcó las cejas.

– ¿Yo, Señor? ¿Intentar asustar a un dios? Es Wurutana -prosiguió-, no los wuggrudes, quien ha desanimado a vuestros valientes guerreros.

– ¡Son valientes y animosos!

Y pensó: Les diré que nada podemos hacer respecto a Wurutana. No es más que un árbol. Un árbol grande y poderoso. Pero es una planta sin mente que nada puede hacerles. Y los otros, los jrauszmiddumes y los wuggrudes, no son más que los piojos de la planta.

Esperaría hasta la mañana para decírselo. Ahora estaban demasiado torpes y cansados. Después del descanso nocturno y un buen desayuno, les diría que podían descansar allí unos días, Y pronunciaría un discurso alentador.

Dio una vuelta por la cueva, asegurándose de que había leña bastante y de que se habían designado centinelas. Luego se sentó de nuevo en su sitio y mientras pensaba en su discurso se quedó dormido.

Al principio pensó que le despertaban para cumplir su turno de centinela que había insistido en cumplir. Luego comprendió que estaban dándole vueltas y que tenía las manos atadas a la espalda.

Una voz dijo algo en una lengua extraña. La voz era el bajo más profundo que había oído en su vida.

Miró hacia arriba. Llameaban antorchas en la cúpula. Las sostenían gigantes. Seres de casi tres metros de altura. Tenían las piernas muy cortas, el tronco muy largo y largos y musculosos brazos. Iban desnudos, y la distribución de su pelo se parecía mucho a la del hombre salvo por la zona peluda del vientre y de la ingle. La piel era tan pálida como la de un rubio sueco y el pelo rojizo o marrón. Tenían caras humanoides pero muy prognatas, con narices oscuras, redondas y húmedas. Las orejas eran puntiagudas y emplazadas muy arriba de la cabeza. Apestaban a sudor, basura y excremento.

Llevaban inmensos garrotes nudosos, grandes mazos de madera y lanzas con las puntas endurecidas al fuego.

El ser que había hablado antes (debía ser un wuggrudes) volvió a hacerlo. Tenía los dientes afilados y muy separados.

Hubo un rumor aflautado. Tardó unos segundos en darse cuenta de que era la voz de Ghlij y de que hablaba al wuggrudes en su idioma.

Ulises sintió tal cólera que se creyó capaz de romper las ligaduras que ataban sus muñecas. Pero éstas aguantaron.

– ¡Sucio y apestoso animal traicionero! -exclamó-. ¡Debería haberte matado!

Ghlij, sonriendo, se volvió hacia él y dijo:

– ¡Sí, deberíais haberlo hecho, mi Señor!

Y dicho esto escupió a Ulises y luego le dio una patada en las costillas. La patada hizo más daño al propio Ghlij, de delicados pies, que a Ulises. El wuggrudes gruñó algo y Ghlij se alejó.

El gigante se inclinó y cogió a Ulises por el cuello con una mano inmensa y le levantó. Aquella mano le asfixiaba. Cuando recuperó sus sentidos, vio que todos estaban atados. Bueno, todos no. Había unos diez muertos, con los cráneos aplastados.

La pared posterior estaba corrida mostrando un túnel. Dentro del túnel ardían antorchas alineadas en la pared..

Así que por allí les habían sorprendido. ¿Pero cómo podían tan pocos dominar a tantos, aunque esos pocos fuesen ogros? ¿Qué había pasado con los centinelas? ¿Cómo no les había despertado el ruido de la lucha?

Ghlij se sentó frente a él.

– Los wuggrudes me dieron unos polvos. Yo los eché en el agua que debían beber todos. Hace efecto de un modo sutil y lento. Pero es muy fuerte.

No había notado sabor alguno en el agua. Ni había tenido dolor de cabeza. Era realmente muy sutil.

Miró a su alrededor. Awina estaba sentada cerca de él, también con las manos atadas a la espalda. La idea de que pudiese sucederle algo a ella le enfureció.

Abandonó su propósito de preguntar a Ghlij por qué habían sido matados aquellos diez cuando un wuggrudes se inclinó y con un solo tirón de sus inmensas manos arrancó la pierna de un alkumquibe. Comenzó a desgarrar la carne a grandes mordiscos y a masticarla.

Ulises pensó que vomitaría. Pero lamentó no poder hacerlo. Awina había apartado la cabeza. Ghlij y Ghuaj permanecían en un rincón contemplando la escena con aire indiferente.

Había diez ogros (era la mejor forma de designarlos) en la cueva y cada uno de ellos devoró un cadáver. Luego arrojaron los huesos y se limpiaron la sangre de la boca y las mejillas con el dorso de la mano. Mantenían las partes no comidas apoyadas en el pecho. Su jefe lanzó un gruñido atronador hacia Ghlij, que señaló a Ulises y dijo algo. El jefe levantó un sucio y ensangrentado índice hacia Ulises y otro gigante se acercó a él y le hizo ponerse de pie, alzándolo por el cuello. Los dedos se hundieron con tal fuerza en su cuello que estaba seguro de que estallaría la sangre en sus venas. El gigante se colocó detrás de él y fue empujándole hacia la entrada del túnel apoyando la punta de su lanza en su espalda.

Ulises intentó mirar a Awina indicándole que no creía que todo estuviese perdido, pero ella aún seguía con la cabeza vuelta. Penetró en el túnel con un rumor de pies inmensos y el chisporroteo de las antorchas como único sonido. El túnel se curvaba suavemente a la derecha, seguía recto luego, volvía a doblar hacia la izquierda, volvía a enderezarse y de pronto se vio en una inmensa sala en el corazón del tronco.

Había antorchas alrededor, sujetas a las paredes. Su humo se elevaba hacia el techo velado por la oscuridad y desaparecía, al parecer a través de respiraderos. Había también una ligera corriente de aire en dirección al techo. El hedor era asfixiante; los olores de basuras y excrementos eran tan fuertes que parecían casi sólidos. Le apretaban la garganta amenazándole con estrangularle.

Ghlij dijo, tras él, «Shau», su equivalente de «¡Puaf!»

Había unas diez hembras adultas y treinta jóvenes y niños esparcidos por la habitación. Las hembras eran casi tan grandes como los machos y mucho más gordas. Pechos, caderas, muslos y estómagos eran inmensos y fofos. Al ver la carne en las manos de los machos, lanzaron un grito. Los machos les arrojaron los restos y mujeres y niños empezaron a comer.

La habitación estaba dividida en dos partes. La más pequeña estaba emplazada en un alto nicho al otro extremo, y había en ella un objeto en forma de disco adosado a la pared. Un tramo de escalones excavados en la madera daban acceso a él. Ulises subió por ellos mientras la dura punta de madera de la lanza le pinchaba la espalda. Ghlij y el jefe le siguieron.

El disco era en realidad una membrana tensada en un anillo de madera; junto a él había dos varas con los extremos ligeramente nudosos. Ghlij las levantó y comenzó a golpear la membrana. Ulises escuchó y contó. Aquello era una especie de código, estaba seguro. Quizás fuese un código Morse primitivo.

Ghlij dejó de tocar. La membrana vibró. Su superficie cambió de forma y brotaron sonidos. Puntos y rayas.

Ghlij permaneció allí con la cabeza ladeada y las inmensas orejas atentas. Cuando la membrana dejó de vibrar, comenzó a tocar de nuevo. Al cabo de un rato se detuvo a escuchar más vibraciones de duración desigual. Ulises podía establecer normas, unidades con punto-punto-raya-punto, raya, raya-punto-raya-punto, y varias más, pero, claro está, no tenían para él ningún sentido.

La membrana parecía un tímpano o el diafragma de un teléfono. Tras ella podía verse el extremo de un largo nervio-cable vegetal, y al otro extremo, sólo Dios sabía dónde, habría una entidad transmisora en otra membrana.

Ulises se preguntaba por qué habían considerado necesario llevarle a él allí. Lo descubrió un minuto después cuando Ghlij comenzó a hacerle preguntas.

– ¿Cómo planeabas conquistar Wurutana?

Ulises no contestó, y Ghlij dijo algo al jefe, que gruñó algo a su vez al gigante que había detrás de Ulises. Ulises dio un salto al sentir en su carne la punta de la lanza, y hubo de apretar los dientes para no gritar.

No tenía ningún sentido, en realidad, no contestar. Y quizás pudiese descubrir algo sobre Wurutana mientras daba información.

– No tenía la menor idea de cómo conquistar Wurutana -contestó-. Vine aquí más que nada por descubrir qué era Wurutana.

Ghlij sonrió y dijo:

– Olvidas decir que pensabas ir también a la costa sur para saber si existían allí miembros de tu especie.

Tamborileó en la membrana y luego escuchó la respuesta.

– Wurutana -dijo- ha decidido que debes trasladarte a la ciudad de mi gente. El wuggrudes te escoltará hasta allí.

Habló al jefe, que parecía protestar. Pero el pequeño Ghlij le habló con firmeza y luego agitó su puño y le chilló.

El gigante aceptó a regañadientes, y Ulises fue conducido escaleras abajo y luego fuera de la cámara. Tan pronto como estaban en el túnel pudo ya respirar más tranquilamente.

– Ghlij -dijo-. ¿Y Awina? ¿Y mis hombres?

– Oh, servirán de alimento a los wuggrudes, por supuesto.

Habló al gigante, que rompió a reír atronadoramente.

– Saldremos al amanecer -dijo Ghlij-. No todos los tuyos serán sacrificados. Quiero decir, inmediatamente. Los guardaran para sacrificarlos cuando lo necesiten.

Ulises vaciló. Quería pedir que Awina fuese con él. La idea de tener que ver cómo aplastaban su cráneo y cuarteaban su cuerpo y la devoraban cruda le estremecía. Le resultaría más fácil el que la dejasen atrás y le ahorrasen aquel espectáculo. Pero, por otra parte, había siempre una posibilidad de huir, aunque de momento pareciese muy remota. Si la dejaban atrás no tendría ninguna oportunidad. Con él podría vivir.

Pero Ghlij le odiaba, y podría hacer exactamente lo contrario de lo que Ulises deseaba. Pedirle que llevase a Awina con ellos podía significar que la dejase atrás irremisiblemente. O, aun peor, Ghlij, conociendo los sentimientos de Ulises hacia ella, podría haber hecho que la matasen ante sus propios ojos.

Tendría que arriesgarse a aquello. No podía, sencillamente, guardar silencio.

– Ghlij -dijo-. Tú pareces tener gran autoridad aquí, como representante de Wurutana, quienquiera que sea. ¿Puedes hacer que Awina venga con nosotros?

Ghlij sonrió y no dijo nada durante largo rato. Luego, antes de llegar al final del túnel, contestó:

– Veremos.

Pretendía torturar a Ulises con la inseguridad. No había duda. Ulises podía esperar. No podía hacer otra cosa.

Cuando entraron en la cueva, Ghlij dio orden de que se colocase a Ulises junto a Awina. Al hacerlo rió entre dientes, y Ulises se dio cuenta de que le agradaba pensar en la angustiosa conversación que sostendrían.

Tan pronto como estuvo junto a ella, Ulises dijo suavemente:

– A la primera oportunidad que tengas, busca en mi bolsillo y saca mi cuchillo.

Vio a Ghlij, al otro lado de la cueva, hablando con su esposa, que les miraba y sonreía aviesamente.

– Me acercaré mucho a ti -dijo Ulises-, como si estuviésemos hablando. Tú mete la mano en mi bolsillo y saca el cuchillo y ábrelo. Ya sabes cómo. Y luego corta las ligaduras.

Logró aproximarse e inclinó su cabeza hacia ella, moviendo la boca como si pareciese cuchichear. Ella olía a sudor y a miedo, y temblaba.

– Aunque no nos vean, y aunque pueda desatarte las manos, ¿qué podremos hacer contra ésos? -dijo, señalando a los gigantes.

– Ya lo veremos -dijo él.

Un gigante caminó hacia ellos, y Ulises se estremeció. Pero el gigante les volvió la espalda y se sentó delante de ellos. Ulises no podía haber deseado mejor pared tras la que ocultarse. La cabeza inmensa del gigante se abatió y sus ronquidos se elevaron como truenos distantes. Los otros se echaron a dormir, con la excepción de uno de ellos que se situó en la entrada. Este, sin embargo, no parecía particularmente interesado en vigilar a los cautivos. ¿Por qué habría de hacerlo? Estaban todos atados, y eran pequeños, y él se encontraba bloqueando la salida.

Pero a Ulises le preocupaban Ghlij y Ghuaj. En cualquier momento uno de ellos podría pensar en el cuchillo y acercarse a quitárselo. Ahora no podía verles, lo que significaba que tampoco ellos podían verle a él. Quizás eso no le gustase a Ghlij; querría disfrutar viendo sufrir a Ulises.

Pero Ghlij no se acercó a ellos. Quizás él y su esposa hubiesen decidido echar un sueño también, antes de la dura jornada que les esperaba. Ulises esperaba fervientemente que así fuese.

Como nadie les observaba ya, Awina pudo actuar con rapidez. Se giró dándole la espalda y luego tanteó en su bolsillo. En aquella situación, su agilidad felina y la pequeñez de sus manos y de su brazo fueron de gran ayuda. Rodeó con sus dedos un extremo del cuchillo y lo sacó lentamente. Lo dejó caer y ambos se quedaron rígidos cuando el cuchillo golpeó el suelo con un leve sonido. El gigante carraspeó sordamente y alzó la cabeza un instante. Cesaron los ronquidos. Ulises creyó que se le pararía el corazón. Pero la cabeza del gigante volvió a caer, y los ronquidos se reanudaron.

Awina apretó el botón y brotó la hoja. Tardó diez minutos en cortar las tiras de piel que sujetaban las manos de Ulises. Este, una vez libre, se frotó las muñecas y movió las manos para facilitar la circulación. Y luego, sin perder de vista al centinela, que les ofrecía su feroz perfil, Ulises cortó las ataduras de Awina.

El paso siguiente era decisivo. Si el centinela les veía, o los dos seres murciélago no estaban dormidos, podrían dar la voz de alarma. En aquella situación, poco podían hacer los dos indefensos cautivos frente a los gigantes.

Murmuró a Awina que avanzase lentamente pegada a la pared. Él la seguiría poco a poco hasta que el gigante dormido frente a ellos bloquease la visión del centinela. Entre tanto, Awina comenzó a cortar las ataduras del wufea próximo a ella. Cuando éste estuvo libre liberó al siguiente. Y así hasta que estuvieron libres diez y el cuchillo volvió a Ulises. Llevaría demasiado tiempo y sería demasiado arriesgado intentar liberarlos a todos.

Awina transmitía además sus instrucciones. Ni él ni ella podían ver a los seres murciélagos, pero el wufea próximo a ella dijo que estaban sentados con la espalda junto a la pared y la cabeza entre las rodillas. Parecían dormir.

Las antorchas estaban casi consumidas, y el fuego de la entrada hacía mucho que se había apagado. Pronto el amanecer iluminaría la entrada y luego la cueva. El centinela podría despertar a otro para que le sustituyese en cualquier momento. O quizás tuviese órdenes de despertarlos a todos al amanecer.

Awina puso el cuchillo en la mano de Ulises y murmuró:

– Dicen que están preparados.

Él miró por un lado de la espalda del gigante. El centinela se rascaba la espalda con el extremo de un palo y miraba hacia la entrada. Arcos, flechas, lanzas, cuchillos, botabas y demás implementos de los cautivos estaban apilados junto a la entrada. Cada gigante tenía sus armas al lado en el suelo.

Ulises se incorporó cautelosamente, asegurándose de que el gigante que tenía a su lado le ocultaría si se volvía el centinela. Con la hoja vuelta hacia dentro, cortó la yugular del gigante dormido. Brotó la sangre, el ronquido se convirtió en un gorgoteo, el gigante separó las rodillas y su cabeza se derrumbó entre sus piernas. Ulises cogió la lanza y con el ensangrentado cuchillo en los dientes, corrió hacia el centinela.

Tras él, esperaba, los otros cogerían las lanzas y mazas de sus captores y las utilizarían con mortífera eficacia.

Uno de los gigantes lanzó un grito al ser alcanzado.

El centinela soltó el palo con que se rascaba y volvió la cabeza.

Ulises le clavó la lanza en el vientre, pero no pudo profundizar gran cosa. La punta endurecida al fuego no era lo bastante aguda, y el vientre del gigante estaba protegido por una buena capa de grasa y de vigorosos músculos. Pesaba probablemente más de doscientos kilos, quizás doscientos cincuenta. El gigante dio un paso hacia atrás y luego se lanzó contra Ulises. Este agarró la lanza y retrocedió corriendo. Nada podía hacer más que huir. Afortunadamente el centinela tenía las manos vacías.

Pero el centinela, dando grandes gritos, se detuvo, agarró la lanza y la arrojó con tal violencia que Ulises perdió el equilibrio y cayó. El centinela, la sangre chorreando de la herida, se inclinó y cogió la lanza y la levantó para atravesar con ella a Ulises. Su enorme fuerza podría haber hecho clavarse la punta dé un poste de teléfono en el cuerpo de un toro hasta atravesarlo.

Ulises avanzó eludiendo la lanza y hundió el cuchillo en la capa de grasa y músculos, y rasgó hacia arriba. Al mismo tiempo, una furia negra y blanca saltó sobre los hombros del gigante desde atrás, y un cuchillo de piedra se clavó en su ojo derecho.

El gigante soltó la lanza y se tambaleó. Ulises sacó el cuchillo de su vientre, pero volvió de nuevo a la carga al ver que el gigante se disponía a coger a Awina. Ulises clavó de nuevo la hoja en la ingle del gigante, la hizo girar y la sacó otra vez. El gigante se palpó la herida, y Ulises atravesó de una cuchillada el dorso de su mano.

Silbó una flecha y el gigante cayó, con ella atravesada en el cuello. Awina saltó para no quedar aplastada por su peso. Había caído cuando el gigante se echó hacia atrás.

Ulises se giró. Los gritos y chillidos habían cesado bruscamente. Todos los gigantes estaban muertos en el suelo. La mayoría habían muerto en pleno sueño. Tres habían despertado a tiempo para luchar y habían matado a tres wufeas.

Se volvió de nuevo hacia la entrada y vio a Ghuaj lanzarse por el borde de la rama y luego a Ghlij tras ella.

Gritando, arrancó un arco y una flecha al wufea que había disparado contra el centinela, y corrió tras ellos. Ghlij había saltado desde un saliente y caía, aleteando. Ulises tensó el arco y, calculando inconscientemente el viento, apuntó y soltó la flecha. Esta atravesó la delgada membrana del ala derecha del hombre murciélago.

Ghlij cayó, chillando, pero luego sus alas comenzaron a moverse otra vez y logró descender, en vuelo controlado, hacia la gran rama de otro tronco. Allí le esperaba Ghuaj. Ulises los observó durante unos minutos mientras Ghuaj inspeccionaba la herida del ala y ambos hablaban furiosamente.

Ulises volvió a la cueva y dio a un guerrero su cuchillo para que liberase a los demás. Cuando todos estuvieron libres y armados, les dijo que debían penetrar hasta la cueva interna. Estaban ansiosos de venganza. Dentro de la gran cueva mataron a todos los wuggrud en unos cuantos segundos. Mataron a flechazos a las mujeres adultas, que podían ser tan peligrosas como los machos, y luego atravesaron con sus lanzas a los jóvenes y a los niños.

Ulises se acercó luego al nicho y tamborileó en la membrana. Esta vez la respuesta fue rápida, comprensible, y casi mortal. Desde un millar de aberturas de las paredes, el techo y el suelo, invisibles hasta entonces, brotaron chorros de agua a gran presión que les derribaron y envolvieron. Lucharon por ponerse en pie, pero en vano, pues el agua volvía a derribarles. Por fin consiguieron llegar hasta el túnel, que estaba medio inundado. Tosiendo y cayendo y chocando con los cuerpos muertos de los gigantes, consiguieron llegar a la caverna exterior y salir. La gran corriente de agua estuvo a punto de arrastrarles fuera de la rama.

Al cabo de un rato la corriente disminuyó y luego cesó por completo. Con mucha cautela, Ulises volvió a la cueva, que había quedado limpia de cuerpos y objetos. La mayoría de los implementos de Ulises y su grupo, afortunadamente, habían quedado fuera y no habían sido alcanzados por la corriente.

La entrada del túnel estaba sellada con una masa sólida y pegajosa muy parecida a los panales de abejas.

Ulises contó a sus hombres e hizo un cálculo de las municiones y demás artículos que aún conservaban. La mitad de sus hombres conservaban sus arcos y aljabas llenas de flechas. Quedaban diez bombas. Y ochenta y cuatro guerreros sin contarse él y sin contar a Awina. Estaban fatigados y doloridos. Las cuerdas de sus arcos y las plumas de las flechas estaban mojadas y resultaban inútiles de momento. También estaban mojadas las mechas de las bombas y posiblemente lo estuviese la pólvora. Tenían poca comida.

Aufaieu, que había pasado a ser el jefe wufea, dijo:

– Señor, estamos preparados.

Luego hizo una pausa.

– Para seguiros de vuelta a nuestras aldeas -añadió. Ulises intentó mirarle a los ojos, pero Aufaieu apartó la vista.

– Yo continúo -dijo Ulises-. Sigo hacia la costa sur y descubriré allí si existen mortales como yo.

Aufaieu no comentó que un dios debería saber esto.

– ¿Y Wurutana, Señor? -preguntó.

– Nada podemos hacer respecto a Wurutana, de momento.

¿Qué podría hacer él o cualquier otro? Wurutana no era más que un árbol, y fuera quien fuese el que estuviese en el poder, el que controlase a los seres murciélago y a los gigantes y posiblemente a los hombres leopardo, no había modo de localizarlo. Al menos de momento. El Árbol era sencillamente demasiado grande; la entidad que lo controlaba podía estar oculta en cualquier parte. Pero Ulises conseguiría algún día capturar a un hombre murciélago y obligarle a que le indicase dónde se encontraba el rey de Wurutana.

O esperaba hacerlo. Ahora que lo pensaba, ¿por qué razón debía buscar a aquel soberano oculto? Mientras permaneciese dentro del Árbol y no molestase a los que vivían en la tierra alrededor, bien podía dejarle en paz. Ulises había ido hasta allí sólo porque no sabía qué o quién era Wurutana y porque los wufeas y los demás parecían pensar que Wurutana era una amenaza para ellos y que el dios de piedra podía resolver el problema.

No había ningún problema que resolver respecto al propio Árbol. Continuaría creciendo hasta que cubriese toda la zona. Los wufeas y los demás podrían adaptarse a él, aprender a vivir en él, o construir barcos y partir hacia otras tierras.

– No hay nada que hacer respecto a Wurutana de momento -repitió-. Lo que haremos, lo que yo haré, será seguir y explorar la tierra siguiendo el mar hacia el sur. Si queréis abandonarme, podéis hacerlo. No quiero cobardes conmigo.

No le gustaba usar aquellas palabras. Ellos no eran cobardes ni mucho menos. No les reprochaba que se sintiesen descorazonados y ansiosos de regresar. También él sentía lo mismo, pero no estaba dispuesto a ceder.

– ¡Eso mismo, cobardes! -dijo Awina-. ¡Volved a vuestras aldeas, a los cianea que habéis deshonrado! ¡Las mujeres y los niños se burlarán de vosotros y os escupirán! ¡Y no seréis enterrados con los hombres valientes! ¡Seréis enterrados en la tierra reservada a los cobardes! ¡Las almas de vuestros antepasados os escupirán desde los Territorios de Caza Celestes!

Aufaieu se encogió como si le hubiesen propinado un latigazo. Miró en silencio a Awina y sus grandes ojos azules resplandecieron furiosos. Era bastante deshonroso que un hombre le hablase de aquel modo. ¡Pero que lo hiciese una mujer! Y sobre todo una mujer que había pasado exactamente por los mismos peligros y batallas que los hombres.

– Yo me voy inmediatamente -dijo Ulises; señaló hacia el sur-. Me voy en esa dirección. No volveré. Podéis seguirme o no. No hablaré más.

Aufaieu parecía dominado por el pánico. La idea de volver sin el dios de piedra que les condujese y confortase resultaba aterradora. Habían llegado hasta allí sólo porque él les había ayudado. Y además, si volvían sin él y llegaban felizmente a la aldea, tendrían que explicar a los suyos por qué habían abandonado a su dios de piedra.

Ulises se echó al hombro un saco que contenía alimentos y dos bombas y dijo:

– Vamos, Awina.

Cruzó la entrada y comenzó a abrirse camino alrededor del tronco. Cuando llegó al otro lado, donde comenzaba otra gran rama, se detuvo. Oyó ruidos tras él y dijo:

– ¡Awina! ¿Vienen?

Ella sonrió y dijo:

– Vienen.

– ¡Bien! ¡Sigamos entonces!

Se detuvo a unos cien metros de distancia, donde brotaba el agua de una cavidad situada en la parte superior de la rama y corría por una profunda canal. Cincuenta metros más abajo, la ranura se convertía en un amplio canal e iniciaba su curso un riachuelo. Esperó a que los otros subiesen bordeando el tronco, apoyándose en las proyecciones de la corteza, y cuando todos llegaron al arroyo, les habló así:

– Gracias por vuestra lealtad. No puedo prometeros más que otras penalidades parecidas a las que habéis padecido. Pero si encontramos cualquier cosa de valor, la compartiremos por igual.

Algunos guardaron silencio, otros murmuraron:

– Gracias, Señor.

– Ahora -dijo Ulises- construiremos de nuevo balsas. Pero con barandas que impidan que los animales nos cacen desde el agua.

Mientras un tercio de los hombres cortaba plantas parecidas al bambú para hacer troncos y remos, y lianas para atar los troncos, Ulises ordenó que otro tercio se mantuviese de guardia. El tercio restante fue a cazar. Cuando las balsas estaban listas para echarlas al agua, habían regresado ya los cazadores con tres cabras, cuatro monos, un snoligóstero y una gran ave parecida al avestruz. Se encendieron hogueras, y asaron la carne. Cuando el olor de la carne asada empapó sus narices, sus corazones se llenaron de alegría. Al poco rato, todos reían y bromeaban. Por entonces Ulises y Awina habían regresado con ocho peces.

Mientras Awina preparaba el pescado, Ulises se puso a cavilar sobre los últimos acontecimientos y sobre lo que haría después. Aunque no había vuelto a ver a los seres murciélago, sabía que le seguirían. Lo único que tenían que hacer era mantenerse fuera del radio de acción de sus flechas. Y cuando encontraran más hombres leopardo o más gigantes, los cuales estaban convencido de que descendían de osos, los empujarían contra Ulises y los suyos.

Además, debía de haber muchas más cuevas con diafragmas o membranas semejantes a la que había visto. Quizás hubiese una red que interconectase la mayor parte del Árbol con algún control central. Y era posible que este control fuese el jefe de los seres murciélago. Después de todo, no tenía más que su propia sospecha de que alguien distinto a la especie de Ghlij era la entidad conocida como Wurutana.

Si llegaba a la costa sur, podía descubrir que Ghlij le había mentido. Este podía haber contado aquella historia de que había allí seres humanos como un cebo adicional para hacerle entrar en el Árbol.

Llegó a la conclusión de que sólo podía hacer una cosa: seguir adelante y confiar en su propia suerte, su habilidad y su valor, y en la suerte, habilidad y valor de su grupo. Pero si por casualidad daba con el pueblo de los seres murciélago, lo invadiría si podía. Aunque los hombres murciélagos no fuesen la fuerza; o entidad controladora, eran los ejecutivos de Wurutana. Dispondrían sin duda de valiosa información.

No podía ver el sol debido a los troncos, ramas y follaje que había sobre él a ambos lados, pero la luz más intensa parecía venir del primer cuadrante de los cielos. Dio orden de embarcar, y subieron todos en las cuatro barcas. Recorrieron sin incidentes unos quince kilómetros, hasta que el sol entró en su último cuadrante. Y entonces vieron a Ghlij volando en paralelo a su curso. Estaba a unos sesenta metros a la izquierda y lo bastante alto como para que pudiesen verle sobre las cimas de los árboles que llenaban el espacio situado entre el riachuelo y el borde de la rama. Aleteó más deprisa al darse cuenta de que le observaban y luego desapareció bajo el muro de follaje. Unos minutos después le vieron sentado en la rama de un árbol gigante que crecía en la rama principal.

Algunos guerreros quisieron dispararle, pero Ulises les dijo que no desperdiciasen sus flechas. Se preguntó dónde estaría Ghuaj, y entonces pensó que quizás se hubiese adelantado para notificar los acontecimientos a los jrauszmiddumes o a los wuggrudes. O quizás hubiese ido a la ciudad de los dhulhulijes para empujarlos contra los invasores.

Las balsas pasaron el árbol en que estaba sentado Ghlij. Él les observó hasta que el riachuelo describió una curva que bloqueó su visión. Un momento después volvieron a verle aleteando en la misma dirección que ellos y luego desapareció. Pero volvió y se acomodó en la rama de otro gran árbol. Esta vez estaba lo bastante cerca para que Ulises pudiese ver el agujero en el ala producido por la flecha.

Ghlij permaneció en la rama hasta que las balsas se perdieron en otra curva. En cuanto la vegetación les ocultó, Ulises saltó de la balsa y se abrió paso a través de la espesura. Esperaba poder llegar junto a Ghlij antes de que éste levantase el vuelo. Después de todo Ghlij no tenía por qué apresurarse. El grupo al que vigilaba no podía alejarse demasiado.

Para llegar a su lado rápidamente, tenía que hacer bastante más ruido del que deseaba. Si hubiese sido un Tarzán, podría haber saltado de rama en rama por los árboles parásitos, y lo habría intentado de haber tenido más tiempo. Pero no lo tenía, y en consecuencia atravesó la espesura de lianas y espinos sin preocuparse de más, a toda prisa. Llevaba el arco alzado, pero al pasar entre unos matorrales las flechas se engancharon en las ramas y cayeron de la aljaba y tuvo que detenerse a recogerlas.

Por último dejó la aljaba en el suelo y cogió dos flechas en la mano. Tras esto pudo caminar mejor. Espantó a dos ciervos del tamaño de un chihuahua y tuvo que dar un salto al aparecer ante él una serpiente de cabeza triangular con dibujos negros, naranja y amarillos en la piel.

Llegó al borde justo cuando Ghlij saltaba de su árbol, extendía las alas y empezaba a volar. Ghlij descendió y luego volvió a elevarse, pasando muy cerca del borde de la rama, a unos ocho metros de donde estaba escondido Ulises tras un matorral. Ulises se levantó y apuntó un poco por delante de Ghlij y disparó la flecha. Esta atravesó la oreja derecha del hombre murciélago, que lanzó un grito y cayó hacia un lado. Ulises avanzó hasta el borde mismo de la rama y colocó otra flecha en el arco. Pero ya Ghlij había dejado de chillar y controlaba su caída. Estaba a unos quince metros por debajo y por delante, y esta vez Ulises lanzó la flecha no tan por delante de su objetivo. La flecha atravesó el ala derecha y el hombro de Ghlij. Sin embargo éste continuó volando. La saeta había atravesado sin duda sólo la carne, sin tocar ningún músculo vital. De todos modos Ghlij estaba herido y caía, sin poder controlar sus alas, en el vacío aterrador. Ulises intentó seguirle con la mirada pero pronto le perdió entre la oscuridad y la espesura del follaje.

A menos que el hombre murciélago chocase con algo, probablemente se recuperaría y conseguiría aterrizar en lugar seguro. Ulises suspiró y volvió a la balsa. Por lo menos le había dado el susto de su vida.

– Parad en la próxima curva -dijo, una vez de vuelta en su balsa.

Les explicó lo que había pasado y aunque les desilusionó el que no hubiese matado a Ghlij, disfrutaron con su descripción del miedo de éste. Salieron tras él, dejando las balsas entre la vegetación, donde cortaron las entremezcladas lianas y ocultaron los remos bajo los matorrales. Tras esto, cruzaron al otro lado y allí comenzó la difícil pero no imposible bajada por el borde. Antes de oscurecer, se encontraban en una de las grandes cavidades que abundaban en los lados de la rama. Solía haber en ellas animales: gorilas, monos, babuinos o felinos cuyo tamaño iba desde el del gato casero al del leopardo. El propietario de aquella cueva no estaba en ella, y cuando volvió, resultó ser un felino parecido al ocelote pero con manchas en la piel como el tigre. No luchó con ellos por su madriguera.

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