LIBRO TERCERO EL PROFETA

CAPÍTULO XXXVIII

Ninguna mujer, ningún hombre, ningún niño consiguió jamás penetrar en la intimidad de mi padre. Si alguien tuvo alguna vez una relación parecida a lo que podría ser una camaradería con el Emperador Padishah, este fue el Conde Hasimir Fenring, un compañero suyo de infancia. La medida de la amistad del Conde Fenring puede ser evaluada por un hecho positivo: él fue quien calmó las sospechas del Landsraad, tras el Asunto Arrakis. Costó más de un billón de solaris en especia, eso al menos es lo que dice mi madre, y también muchas otras concesiones: esclavas, honores reales y títulos nobiliarios. Pero la segunda y más importante evidencia de la amistad del Conde fue negativa. Se negó a matar a un hombre, pese a que entraba dentro de sus capacidades y mi padre se lo había ordenado. Narraré esto más adelante.

«El Conde Fenring: un bosquejo», por la Princesa Irulan.


El Barón Vladimir Harkonnen, lleno de rabia, avanzó por el corredor que conducía a sus apartamentos privados, cruzando rápidamente las manchas de luz que el atardecer hacía derramarse a través de las ventanas. Flotaba y se contorsionaba en sus suspensores con violentos movimientos.

Atravesó como un huracán la cocina privada, pasó la biblioteca, cruzó la pequeña sala de recepción y la antecámara de la servidumbre, donde ya era la hora de la siesta.

El capitán de los guardias, Iakin Nefud, estaba echado en un diván al otro lado de la estancia, con el estupor de la semuta reflejándose en su plano rostro, el lamentoso maullido de la música de semuta flotando a su alrededor. Junto a él estaba su corte personal, presta a servirle.

—¡Nefud! —rugió el Barón.

Los hombres se apartaron estremecidos.

Nefud se puso en pie, el rostro repentinamente blanco por el miedo pese al narcótico. La música de semuta se interrumpió.

—Mi Señor Barón —dijo Nefud. Sólo la droga impedía que su voz temblara.

El Barón examinó los rostros que le rodeaban, viendo las miradas desprovistas de emoción de todos ellos. Volvió su atención a Nefud, hablando en tono melifluo:

—¿Cuánto tiempo hace que eres capitán de mis guardias, Nefud?

Nefud deglutió.

—Desde Arrakis, mi Señor. Casi dos años.

—¿Y siempre has anticipado los peligros que podían amenazar mi persona?

—Ha sido siempre mi único deseo, mi Señor.

—Entonces, ¿dónde está Feyd-Rautha? —retumbó el Barón.

Nefud retrocedió.

—¿Mi Señor?

—¿Acaso no consideras a Feyd-Rautha como un peligro para mi persona? —su voz era de nuevo meliflua.

Nefud se humedeció los labios con la lengua. Los efectos de la semuta se iban diluyendo en sus ojos.

—Feyd-Rautha está en las dependencias de los esclavos, mi Señor.

—De nuevo con mujeres, ¿eh? —el Barón tembló en el esfuerzo por contener su ira.

—Señor, puede que…

—¡Silencio!

El Barón avanzó otro paso en la antecámara, notando cómo los hombres retrocedían, dejando un sutil vacío alrededor de Nefud, distanciándose un poco del objeto de su furor.

—¿Acaso no te he ordenado que sepas en cada instante dónde se encuentra el na-Barón? —preguntó el Barón. Dio otro paso adelante—. ¿Acaso no te he ordenado que sepas exactamente todo lo que dice, y a quién? —otro paso—. ¿Acaso no te he dicho que me mantengas informado de cada una de sus visitas a las dependencias de los esclavos?

Nefud tragó saliva. Gotas de transpiración perlaban su frente.

—¿Acaso no te he dicho todo eso? —concluyó el Barón, con una voz llana y desprovista de énfasis.

Nefud asintió.

—¿Y acaso no te he dicho también que examines a todos los muchachos esclavos que me sean enviados, y que tienes que hacerlo… personalmente?

Nefud asintió de nuevo.

—Entonces, ¿es que no has visto la mancha en el muslo del que me has enviado esta tarde? —preguntó el Barón—. ¿Es posible que tú…?

—Tío.

El Barón se volvió bruscamente, fulminando con la mirada a Feyd-Rautha, inmóvil en el umbral. La presencia de su sobrino allí, en aquel preciso momento —la ansiosa mirada que el muchacho no podía disimular—, todo aquello revelaba muchas cosas. Feyd-Rautha tenía su propio servicio de espionaje centrado en el Barón.

—Hay un cadáver en mis habitaciones que deseo sea retirado —dijo el Barón, y rozó con su mano el arma de proyectiles oculta bajo sus ropas, felicitándose de que su escudo fuera el mejor.

Feyd-Rautha dirigió una mirada a los dos guardias inmóviles junto a la pared de la derecha, y asintió. Los dos se apresuraron hacia la puerta y a lo largo del corredor que llevaba a los apartamentos del Barón.

Esos dos, ¿eh?, pensó el Barón. ¡Ah, ese joven monstruo tiene aún mucho que aprender acerca de conspiraciones!

—Presumo que todo estaba tranquilo en las dependencias de los esclavos cuando las has abandonado, Feyd —dijo el Barón.

—Estaba jugando al cheops con el maestro de esclavos —dijo Feyd-Rautha, y pensó: ¿qué es lo que ha fallado? El muchacho que le hemos mandado está obviamente muerto. Pero era perfecto para su trabajo. Ni el propio Hawat hubiera podido escogerlo mejor. ¡El muchacho era perfecto!

Así que jugabas al ajedrez pirámide —dijo el Barón—. Qué encantador. ¿Quién ha ganado?

—Esto… eh… yo, tío —y Feyd-Rautha se esforzó en contener su inquietud.

El Barón hizo chasquear sus dedos.

—Nefud, ¿quieres estar de nuevo en gracia conmigo?

—Señor, ¿qué es lo que he hecho? —balbuceó Nefud.

—Ya no tiene importancia ahora —dijo el Barón— Feyd ha ganado al maestro de esclavos al cheops. ¿Lo has oído?

—Sí… Señor.

—Quiero que tomes tres hombres y vayas a ver al maestro de esclavos —dijo el Barón—. Estrangula al maestro de esclavos. Luego tráeme su cuerpo para que pueda ver si el trabajo ha sido hecho como correspondía. No podemos tener a nuestro servicio a un jugador de ajedrez tan inepto.

Feyd-Rautha palideció y avanzó un paso.

—Pero tío, yo…

—Más tarde, Feyd —dijo el Barón, agitando una mano—. Más tarde.

Los dos guardias que habían sido enviados a los apartamentos del Barón para retirar el cuerpo del joven esclavo pasaron apresuradamente por la antecámara con su oscilante carga, cuyos brazos se arrastraban por el pavimento. El Barón les siguió con la mirada hasta que hubieron desaparecido.

Nefud se cuadró junto al Barón.

—¿Deseáis que mate ahora mismo al maestro de esclavos, mi Señor?

—Ahora mismo —dijo el Barón—. Y cuando hayas terminado con él, añade a esos dos que acaban de pasar. No me gusta la forma como transportaban el cuerpo. Esas cosas han de hacerse con cuidado. Quiero ver también sus cadáveres.

—Mi Señor, si hay algo que yo… —dijo Nefud.

—Haz lo que tu dueño te ha ordenado —dijo Feyd-Rautha. Y pensó: Todo lo que puedo esperar ahora es salvar mi piel.

¡Bien!, pensó el Barón. Ahora sabe al menos cómo limitar sus pérdidas. Sonrió para sí mismo. También sabe cómo complacerme y evitar que mi ira caiga sobre él. Sabe que debo preservarlo. ¿A qué otro podría pasar las riendas que un día tendré que abandonar? Ningún otro es tan capaz. ¡Pero tiene aún tanto que aprender! Y debo preservarme a mí mismo mientras él aprende.

Nefud designó a los hombres que debían acompañarle y salió de la estancia.

—¿Quieres acompañarme a mis habitaciones, Feyd? — preguntó el Barón.

—Estoy a tu disposición —dijo Feyd-Rautha. Se inclinó, pensando: Me ha cogido.

—Después de ti —dijo el Barón, y señaló la puerta.

Feyd-Rautha traicionó su miedo con un instante de vacilación. ¿He fracasado totalmente?, se dijo. ¿Va a clavarme una hoja envenenada en la espalda… lentamente, a través del escudo? ¿Ha encontrado acaso algún otro sucesor?

Dejémosle saborear este momento de terror, pensó el Barón, avanzando tras su sobrino. Será mi sucesor, pero yo escogeré el momento. ¡No le permitiré destruir todo lo que yo he edificado!

Feyd-Rautha intentaba no avanzar demasiado aprisa. Sintió la piel de su espalda erizarse, como si su propio cuerpo se preguntase cuándo llegaría el golpe. Sus músculos se tensaban y se relajaban alternativamente.

—¿Has oído las últimas noticias de Arrakis? —preguntó el Barón.

—No, tío.

Feyd-Rautha se obligó a no volverse. Penetró en otro corredor, fuera del área de servicio.

—Hay un nuevo profeta o jefe religioso de algún tipo entre los Fremen —dijo el Barón—. Le llaman Muad’Dib. Realmente divertido. Quiere decir «el Ratón». He dicho a Rabban que les deje que tengan su propia religión. Eso les mantendrá ocupados.

—Muy interesante, tío —dijo Feyd-Rautha. Penetró en el corredor privado de las habitaciones de su tío, pensando: ¿Porqué me habla de la religión? ¿Hay en ello alguna sutil alusión que me concierne?

—Sí, ¿verdad? —dijo el Barón.

Entraron en los apartamentos del Barón, atravesando el salón de recepciones hacia el dormitorio. Había allí sutiles signos de lucha: una lámpara a suspensor desplazada, un almohadón en el suelo, una bobina hipnótica completamente abierta en el cabezal.

—Era un plan muy hábil —dijo el Barón. Mantuvo su escudo corporal al máximo, se detuvo e hizo frente a su sobrino—. Pero no lo suficiente. Dime, Feyd, ¿por qué nunca me has golpeado tú mismo? Has tenido suficientes ocasiones.

Feyd-Rautha tomó una silla a suspensor, hizo un esfuerzo mental y se sentó, sin haber sido invitado a ello.

Ahora debo ser audaz, pensó.

—Eres tú quien me ha enseñado a mantener mis manos limpias —dijo.

—Ah, sí —dijo el Barón—. Cuando te halles ante el Emperador, debes poder decirle con toda sinceridad que no has sido tú quien ha cometido el delito. La bruja que vela tras el Emperador escuchará tus palabras y sabrá inmediatamente si son verdaderas o falsas. Sí. Te he advertido acerca de esto.

—¿Por qué tú nunca has comprado una Bene Gesserit, tío? — preguntó Feyd-Rautha—. Con una Decidora de Verdad a tu lado…

—¡Conoces mis gustos! —cortó secamente el Barón.

Feyd-Rautha estudió a su tío.

—Sin embargo —dijo—, una de ellas te permitiría…

—¡No me fío de ellas! —gruñó el Barón—. ¡Y deja de intentar cambiar de tema!

—Como quieras, tío —dijo Feyd-Rautha en tono humilde.

—Recuerdo una ocasión, en la arena, hace algunos años — dijo el Barón—. Aquel día pareció que un esclavo había sido preparado para matarte. ¿Era cierto eso?

—Hace ya mucho tiempo, tío. Después de todo, yo…

—No eludas la pregunta, por favor —dijo el Barón, y su tensa voz dejaba ver que estaba dominando su ira.

Feyd-Rautha miró a su tío, pensando: Lo sabe, de otro modo, no me lo hubiera preguntado.

—Fue una estratagema, tío. Lo preparé para desacreditar a tu maestro de esclavos.

—Muy astuto —dijo el Barón—. Y también valiente. Aquel esclavo gladiador estuvo a punto de matarte, ¿eh?

—Sí.

—Si además de este valor tuvieras algo más de finura y sutileza, serías realmente formidable —el Barón agitó su cabeza de uno a otro lado. Y, como había hecho muchas veces desde aquel terrible día en Arrakis, lamentó la pérdida de Piter, el Mentat. Había sido un hombre de una delicada y diabólica astucia. Aunque esto no había bastado para salvarle. El Barón agitó su cabeza una vez más. El destino, a veces, era inescrutable.

Feyd-Rautha paseó su mirada por el dormitorio, estudiando las señales de la lucha, preguntándose cómo su tío había conseguido vencer a aquel esclavo que tan cuidadosamente habían preparado.

—¿Cómo he conseguido vencerlo? —dijo el Barón—. Ahhh, Feyd… déjame al menos algunas armas para defender mi vejez. Es mejor que aprovechemos esta ocasión para concluir un pacto.

Feyd-Rautha le miró. ¡Un pacto! Entonces sigue pensando en mi como su heredero. De otro modo, ¿por qué un pacto? ¡Sólo se concluye un pacto con iguales o casi iguales!

—¿Qué pacto, tío? —y Feyd-Rautha experimentó un cierto orgullo al oír su propia voz, tranquila y razonable, que no traicionaba su exultación interna.

También el Barón notó su control. Asintió.

—Tú eres una buena materia prima, Feyd. Yo nunca malgasto buena materia prima. Sin embargo, insistes en no querer reconocer el verdadero valor que represento para ti. Eres obstinado. No quieres comprender por qué conviene preservar a alguien de tanto valor para ti. Esto… —hizo un gesto hacia las evidencias de lucha en el dormitorio—. Esto fue una estupidez. Yo no recompenso las estupideces.

¡Ve al grano, viejo idiota!, pensó Feyd-Rautha.

—Tú piensas que soy un viejo idiota —dijo el Barón—. Tengo que disuadirte de eso.

—Has hablado de un pacto.

—Ah, la impaciencia de la juventud —dijo el Barón—. Bien, en sustancia es éste: Tú cesarás en esos estúpidos atentados contra mi vida, y yo, cuando estés preparado, abdicaré a tu favor. Me retiraré a una posición de simple consejero, y te dejaré el poder.

—¿Retirarte, tío?

—Siempre piensas en mí como en un idiota —dijo el Barón —, y esto te lo confirma, ¿eh? ¡Crees que te estoy implorando! Pisa cautelosamente, Feyd. Este viejo idiota ha visto la aguja protegida por un escudo que habías implantado en el muslo del muchacho esclavo. Exactamente en el lugar donde yo pondría mi mano, ¿eh? La menor presión y… ¡clac! ¡Una aguja envenenada en la palma del viejo idiota! Ahhh, Feyd…

El Barón agitó su cabeza, pensando: Y hubiera funcionado, si Hawat no me hubiera advertido. Bien, dejemos al muchacho que crea que he descubierto el complot por mis propios medios. En cierto sentido, es verdad. Fui yo quien salvó a Hawat de las ruinas de Arrakis. Y este muchacho tiene que tener un poco más de respeto hacia mi.

Feyd-Rautha permaneció silencioso, luchando consigo mismo. ¿Ha dicho la verdad? ¿Piensa realmente retirarse? ¿Por qué no? Estoy seguro de poder sucederle un día si me muevo con cautela. No puede vivir siempre. Quizá ha sido una estupidez por mi parte intentar acelerar el proceso.

—Has hablado de un pacto —dijo Feyd-Rautha—. ¿Con qué garantías?

—Cómo podemos confiar el uno en el otro, ¿eh? —dijo el Barón—. Bien, Feyd, en lo que a ti respecta: encargaré a Thufir Hawat que te vigile. Tengo plena confianza en los poderes de Mentat de Hawat para eso, ¿comprendes? En cuanto a mi, tendrás que aceptar mi palabra. Yo no puedo vivir eternamente, ¿no crees, Feyd? Y quizá tú empieces a sospechar ahora que hay cosas que yo conozco y que tú también deberías conocer.

—Si yo te doy mi palabra, ¿qué me ofreces a cambio? — preguntó Feyd-Rautha.

—Te ofrezco continuar viviendo —dijo el Barón.

Feyd-Rautha estudió nuevamente a su tío. ¡Me hará vigilar por Hawat! ¿Qué diría si le revelara que fue Hawat en persona quien ideó el truco con el gladiador que le costó su maestro de esclavos? Probablemente diría que es una mentira para desacreditar a Hawat. No, el buen Thufir es un Mentat, y ha previsto este momento.

—Bien, ¿qué dices al respecto? —preguntó el Barón.

—¿Qué quieres que diga? Acepto, por supuesto.

Y Feyd-Rautha pensó: ¡Hawat! Juega con los dos extremos desde el centro… ¿es realmente así? ¿Se ha pasado al campo de mi tío porque yo no le he pedido su consejo acerca del joven esclavo?

—No has dicho nada respecto a mi encargo de que Hawat te vigile —dijo el Barón.

Feyd-Rautha traicionó su ira a través de la dilatación de las aletas de su nariz. El nombre de Hawat había sido durante muchos años una señal de peligro para la familia de los Harkonnen… y ahora tenía otro significado, pero siempre mortal.

—Hawat es un juguete peligroso —dijo Feyd-Rautha.

—¡Juguete! No seas estúpido. Sé lo que hay en Hawat y cómo controlarlo. Hawat está sujeto a profundas emociones, Feyd. Es al hombre sin emociones al que debemos temer. Pero las emociones… ah, aquél que tiene emociones estará siempre doblado bajo nuestros deseos.

—Tío, no te comprendo.

—Sí, esto es evidente.

Sólo un parpadeo traicionó la oleada de resentimiento que pasó a través de Feyd-Rautha.

—Y tú no comprendes a Hawat —dijo el Barón.

¡Y tú tampoco!, pensó Feyd-Rautha.

—¿Contra quién dirige Hawat su odio por sus presentes circunstancias? —preguntó el Barón—. ¿Contra mí? Por supuesto. Pero era un instrumento de los Atreides y me ha tenido frente a él durante muchos años, hasta que el Imperio se ha puesto a mi lado. Es así como él ve las cosas. Su odio por mí es ahora algo casual. Cree poder vencerme en cualquier momento. Y creyendo esto, el vencido es él. Porque ahora dirige su atención hacia donde yo quiero… hacia el Imperio.

La repentina comprensión formó finas arrugas en la frente de Feyd-Rautha. Frunció los labios.

—¿Contra el Emperador?

Dejemos que mi querido sobrino saboree esto, pensó el Barón. Dejemos que se diga a sí mismo: «¡El Emperador Feyd-Rautha Harkonnen!». Dejemos que se pregunte cuánto puede valer todo esto… ¡Seguramente pensará que la vida de un viejo tío capaz de realizar un tal sueño!

Lentamente, Feyd-Rautha se pasó la lengua por los labios.

¿Era posible que aquel viejo idiota dijera la verdad? Había allí mucho más de lo que parecía a simple vista.

—¿Y cuál es la parte de Hawat en todo esto? —preguntó Feyd-Rautha.

—Cree utilizarnos como instrumentos de su venganza contra el Emperador.

—¿Y cuándo la llevará a cabo?

—Su pensamiento no llega hasta allí. Hawat es uno de esos hombres que deben servir a los otros, aunque él mismo no lo sepa.

—Yo he aprendido mucho de Hawat —admitió Feyd-Rautha, y sintió que sus palabras decían verdad—. Pero cuanto más aprendo de él, más convencido estoy de que deberíamos eliminarle… y pronto.

—¿No te gusta la idea de que te vigile?

—Hawat vigila a todo el mundo.

—Y podría ponerte en el trono. Hawat es astuto. También es peligroso, tortuoso. Pero aún no voy a privarle del antídoto. Una espada es siempre peligrosa, Feyd, de acuerdo. Pero tenemos una funda especial para esta espada en particular. El veneno que hay en él. Bastará suprimirle el antídoto y la muerte le engullirá.

—En cierto sentido, es como en la arena —dijo Feyd-Rautha —. Fintas en las fintas de las fintas. Uno tiene que observar hacia qué lado se inclina el gladiador, en qué dirección mira, cómo empuña su cuchillo.

Asintió para sí mismo, viendo que aquellas palabras complacían a su tío pero pensando: ¡Sí! ¡Como en la arena! ¡Pero aquí es la mente la que hiere!

—Ahora puedes ver cómo me necesitas —dijo el Barón—. Todavía soy útil, Feyd.

Como una espada que se empuña hasta que está completamente mellada, pensó Feyd-Rautha.

—Sí, tío —dijo.

—Y ahora —dijo el Barón—, vamos a ir a las dependencias de los esclavos, los dos. Y yo te observaré mientras tú, con tus propias manos, matas a todas las mujeres en el ala del placer.

—¡Tío!

—Traeremos otras mujeres, Feyd. Pero ya te he dicho que no quiero que cometas ningún error conmigo sin tener que pagarlo.

El rostro de Feyd-Rautha se ensombreció.

—Pero tío, tú…

—Aceptarás tu castigo, y aprenderás algo de él —dijo el Barón.

Feyd-Rautha captó la maligna mirada de los ojos de su tío.

Y yo recordaré esta noche, pensó. Y, junto con ella, muchas otras noches.

—No vas a negarte —dijo el Barón.

¿Y qué harías tú si yo me negara, viejo? se preguntó Feyd- Rautha.

Pero sabía que habría otros castigos, mucho más sutiles que éste, mucho más dolorosos, para doblegarle a su voluntad.

—Te conozco, Feyd —dijo el Barón—. No vas a negarte.

De acuerdo, pensó Feyd-Rautha. De momento, te necesito. Lo he comprendido. El pacto está hecho. Pero no siempre voy a tener necesidad de ti.

Y… algún día…

CAPÍTULO XXXIX

En las profundidades de nuestro inconsciente hay una obsesiva necesidad de un universo lógico y coherente. Pero el universo real se halla siempre un paso más allá de la lógica.

De «Los proverbios de Muad’Dib», por la Princesa Irulan.


He estado sentado frente a muchos jefes de Grandes Casas, pero nunca he visto a un cerdo tan enorme y peligroso como este, se dijo Thufir Hawat.

—Puedes hablar francamente conmigo, Hawat —retumbó el Barón. Se dejó caer en su silla a suspensor, con sus ojos hundidos bajo pliegues de grasa mirando fijamente a Hawat.

El viejo Mentat echó una ojeada a la mesa entre el Barón Vladimir Harkonnen y él, notando la calidad de la madera. Incluso éste era un factor a considerar cuando se enjuiciaba al Barón, así como las paredes rojas del estudio privado y el suave olor dulzón de la hierba flotando en el aire, ocultando el intenso olor del musgo.

—No ha sido por un simple capricho que me has hecho enviar aquella advertencia a Rabban —dijo el Barón.

El apergaminado rostro de Hawat permaneció impasible, sin traicionar en absoluto su disgusto.

—Sospecho muchas cosas, mi Señor —dijo.

—Sí. Bien, quiero saber qué relación existe entre Arrakis y tus sospechas sobre Salusa Secundus. No es suficiente que me hayas dicho que el Emperador se muestra agitado a causa de una cierta relación entre Arrakis y su misterioso planeta prisión. Me he apresurado a enviar esa advertencia a Rabban tan sólo porque el correo partía con esa astronave. Me habías dicho que era algo urgente. Muy bien. Pero ahora quiero una explicación.

Habla demasiado, pensó Hawat. El Duque Leto podía decirme algo con sólo un gesto de la mano, con un alzar de cejas. Y el Viejo Duque expresaba toda una frase con acentuar una sola palabra. ¡Este hombre es un patán! Destruyéndole, prestaré un servicio a la humanidad.

—No te irás de aquí hasta que me hayas dado una explicación completa —dijo el Barón.

—Habláis demasiado a la ligera de Salusa Secundus —dijo Hawat.

—Es una colonia penal —dijo el Barón—. Las peores heces de la galaxia son enviadas a Salusa Secundus. ¿Qué más necesito saber?

—Las condiciones que reinan en el planeta prisión son más opresivas que en cualquier otro lugar —dijo Hawat—. Vos sabéis que la tasa de mortalidad entre los nuevos prisioneros es superior al sesenta por ciento. Habéis oído que el Emperador practica allí todas las formas de opresión. Y vos, que sabéis todo esto, ¿no os habéis hecho nunca ninguna pregunta?

—El Emperador no permite a las Grandes Casas inspeccionar esa prisión —gruñó el Barón—. Por otra parte, él nunca ha inspeccionado tampoco mis calabozos.

—Y cualquier curiosidad acerca de Salusa Secundus es… ah… —Hawat se llevó un huesudo índice a sus labios—… desanimada.

—¡Porque el Emperador no está orgulloso de algunas de las cosas que se ha visto obligado a hacer allí!

Hawat permitió que la sombra de una sonrisa rozara sus manchados labios. Sus ojos brillaron a la luz de los tubos luminosos mientras miraba al Barón.

—¿Y nunca os habéis preguntado dónde encuentra el Emperador sus Sardaukar?

El Barón apretó sus gruesos labios. Su rostro adoptó la expresión de un bebé haciendo muecas. Su voz tenía un tono petulante cuando respondió:

Bueno… él recluta… quiero decir que el servicio de enrolamiento…

—¡Ufff! —cortó Hawat—. Las historias que circulan acerca de los Sardaukar son simples rumores, ¿no? Son relatos de primera mano hechos por los pocos sobrevivientes que los han afrontado, ¿no es así?

—Los Sardaukar son excelentes guerreros, no hay duda de ello —dijo el Barón—. Pero pienso que mis propias legiones…

—¡Un montón de alegres excursionistas en comparación! — restalló Hawat—. ¿Creéis que no sé por qué motivos el Emperador se ha vuelto contra la Casa de los Atreides?

—¡Este no es un argumento abierto para tus especulaciones! —exclamó el Barón.

¿Es posible que ni siquiera él conozca las verdaderas motivaciones del Emperador?, se preguntó Hawat.

—Cualquier argumento está abierto a mis especulaciones si tiene alguna relación, aunque sea mínima, con el encargo que me habéis hecho —dijo Hawat—. Soy un Mentat. No se oculta ninguna información o dato a un Mentat.

Por un largo minuto, el Barón le miró fijamente.

—Di lo que tengas que decir, Mentat —dijo luego.

—El Emperador Padishah se volvió contra la Casa de los Atreides porque los Maestros de Armas del Duque, Gurney Halleck y Duncan Idaho, habían adiestrado una unidad de combate… una pequeña ciudad de combate… que parecía tan buena como los Sardaukar. Algunos de sus hombres eran incluso mejores. Y el Duque estaba en situación de aumentar aquella unidad, haciéndola tan potente como las fuerzas del Emperador.

El Barón sopesó la revelación.

—¿Cuál es el papel de Arrakis en todo esto? —preguntó luego.

—El planeta es una fuente de reclutas condicionados y adiestrados para sobrevivir en las más difíciles condiciones.

El Barón agitó su cabeza.

—¿Te estás refiriendo acaso a los Fremen?

—Me estoy refiriendo a los Fremen.

—¡Ah! Entonces, ¿por qué advertir a Rabban? No puede quedar más que un puñado de Fremen tras el pogrom de los Sardaukar y la represión de Rabban.

Hawat siguió mirándole en silencio.

—¡No más que un puñado! —repitió el Barón—. ¡Rabban mató a seis mil de ellos tan sólo en el último año!

Hawat continuó mirándole.

—Y el otro año fueron nueve mil. Y los Sardaukar, antes de irse, debieron matar al menos veinte mil.

—¿Cuáles han sido las pérdidas entre los hombres de Rabban en los últimos años? —preguntó Hawat.

El Barón se rascó las mejillas.

—Bueno, tiene la mano más bien pesada en el reclutar, a decir verdad. Sus agentes hacen promesas extravagantes y…

—¿Digamos treinta mil en números redondos? —preguntó Hawat.

—Me parece una estimación algo excesiva —dijo el Barón.

—Más bien al contrario —dijo Hawat—. Puedo leer entre líneas tan bien como vos en los informes de Rabban. Y vos habéis comprendido ciertamente lo mismo que han visto mis agentes.

—Arrakis es un planeta duro —dijo el Barón—. Sólo las pérdidas debidas a las tormentas…

—Ambos sabemos cuáles son las pérdidas debidas a las tormentas —dijo Hawat.

—¿Y qué ocurriría si realmente hubiera perdido treinta mil hombres? —preguntó el Barón, mientras la sangre subía a su rostro.

—Según vuestra propia estimación —dijo Hawat—, Rabban ha matado a quince mil Fremen en dos años, perdiendo el doble de sus hombres. Habéis dicho que los Sardaukar mataron a otros veinte mil, probablemente algunos más. Revisto las listas de embarque de las astronaves que los han traído de vuelta de Arrakis. Si realmente han matado a veinte mil, sus pérdidas han sido como mínimo de cinco por uno. ¿Por qué no aceptáis esas cifras, Barón, e intentáis comprender lo que significan?

—Este es tu trabajo, Mentat —respondió el Barón en un tono fríamente medido—. ¿Qué significan?

—Os he referido la estimación hecha por Duncan Idaho acerca del número de habitantes del sietch que había visitado — dijo Hawat—. Todo concuerda. Si hubiera doscientos cincuenta sietch del mismo tamaño que aquél, su población alcanzaría la cifra aproximada de cinco millones. Pero mi propia estimación es de que existe al menos un número doble de estas comunidades. La población está muy dispersa en un planeta de esas características.

—¿Diez millones? —las mejillas del Barón se estremecieron por el estupor.

—Como mínimo.

El Barón se mordió sus carnosos labios. Sus pequeños ojos estaban fijos en Hawat. ¿Es realmente un cálculo de Mentat?, se preguntó. ¿Es posible que nadie haya sospechado nunca nada?

—No hemos alterado en ningún momento su tasa de nacimientos —dijo Hawat—. Como máximo hemos eliminado los especímenes más débiles, dejando que los fuertes se hicieran aún más fuertes, exactamente como en Salusa Secundus.

—¡Salusa Secundus! —ladró el Barón—. ¿Qué relación hay con el planeta prisión del Emperador?

—Un hombre que sobrevive en Salusa Secundus es sin lugar a dudas más resistente que los demás —dijo Hawat—. Y cuando se añade además un buen adiestramiento militar…

—¡Absurdo! Según tu argumento, yo podría reclutar a los Fremen después del modo cómo mi sobrino los ha oprimido.

—¿Acaso vos no oprimís nunca a vuestras tropas? —dijo Hawat en voz muy baja.

—Bien… yo…

—La opresión es algo relativo —dijo Hawat—. Vuestros soldados están mucho mejor que la gente que les rodea. Tienen ante sus ojos otras alternativas mucho menos placenteras para quienes no son soldados del Barón, ¿verdad?

El Barón reflexionó en silencio, con la mirada perdida. Las posibilidades… ¿era posible que Rabban, sin quererlo, hubiera proporcionado a la Casa de los Harkonnen su arma definitiva?

—¿Cómo podría estar seguro de la lealtad de una tal recluta? —dijo luego.

—Yo los dividiría en pequeños grupos, no más grandes que un pelotón de combate —dijo Hawat—. Los sacaría de su opresiva situación y los aislaría junto con un grupo de instructores que comprendieran su ambiente, preferiblemente gente como ellos que recién acabaran de salir del mismo tipo de opresión. Luego los impregnaría de un misticismo según el cual su planeta no es más que el campo secreto de preparación destinado a producir los seres superiores en que se han convertido ellos. Y les mostraría todo aquello que un ser superior tiene derecho a poseer: riquezas, hermosas mujeres, suntuosas moradas… cualquier cosa que deseen.

El Barón empezó a asentir.

—Todo lo que tienen los Sardaukar.

—Con el tiempo, los reclutas se convencerán de que un planeta como Salusa Secundus está perfectamente justificado, puesto que les ha creado a ellos… la élite. Bajo muchos aspectos, incluso el más común de los soldados Sardaukar tiene una existencia tan exaltante como la de un miembro de las Grandes Casas.

—¡Qué idea! —murmuró el Barón.

—Vos empezáis a compartir mis sospechas —dijo Hawat.

—¿Cómo ha podido iniciarse una cosa así? —preguntó el Barón.

—Ah, sí: ¿cómo se inició la Casa de los Corrino? ¿Había alguien en Salusa Secundus antes de que el Emperador enviase su primer contingente de prisioneros? Incluso el Duque Leto, un sobrino de la rama femenina, no llegó a saberlo nunca con certeza. Estas preguntas nunca son bien recibidas.

Los ojos del Barón centellearon mientras reflexionaba.

—Sí, un secreto muy bien guardado. Han usado todos los medios para…

—Además, ¿qué hay allí que deba ser escondido? —preguntó Hawat—. ¿Que el Emperador Padishah posee un planeta prisión? Todo el mundo lo sabe. Que hay…

—¡El Conde Fenring! —eructó el Barón.

Hawat se interrumpió, estudiando al Barón con el ceño fruncido.

—¿Qué ocurre con el Conde Fenring?

—Para el cumpleaños de mi sobrino, hace algunos años — dijo el Barón—, ese lacayo del Emperador, el Conde Fenring, vino como observador oficial y para… esto, para concluir un acuerdo entre el Emperador y yo.

—¿Y?

—Yo… Si, durante una de nuestras conversaciones, creo haber dicho algo acerca de la posibilidad de transformar Arrakis en un planeta prisión. Fenring…

—¿Qué es lo que le dijisteis exactamente? —preguntó Hawat.

—¿Exactamente? Hace ya tanto tiempo que ello, y…

—Mi Señor Barón, si deseáis serviros de mí del mejor modo posible, debéis proporcionarme informes precisos. ¿La conversación no fue registrada?

El rostro del Barón se ensombreció, irritado.

—¡Eres tan pérfido como Piter! No me gustan esos…

—Piter ya no está a vuestro lado, mi Señor —dijo Hawat—. A propósito, ¿qué es lo que le ocurrió a Piter?

—Se volvió demasiado familiar, demasiado exigente para conmigo —dijo el Barón.

—Me habéis asegurado que nunca suprimíais a alguien que os fuera útil —dijo Hawat—. ¿Queréis desperdiciarme con amenazas y engaños? Estábamos hablando de lo que le dijisteis al Conde Fenring.

Lentamente, el Barón recuperó su compostura. Cuando llegue el momento, se dijo, recordaré esos modales para conmigo. Sí, los recordaré.

—Un momento —dijo el Barón, y pensó de nuevo en el encuentro en la gran sala. Intentó visualizar el cono de silencio en el cual se habían hallado—. Dije aproximadamente esto: «El Emperador sabe que en todos los asuntos siempre hay cierto número de muertos.» Me refería a las pérdidas entre nuestras fuerzas. Después dije algo acerca de considerar otra solución al problema de Arrakis, y dije que el planeta prisión del Emperador me había inspirado a emularlo.

—¡Sangre de bruja! —maldijo Hawat—. ¿Qué dijo Fenring?

—En aquel momento empezó a preguntarme acerca de ti.

Hawat se hundió en su silla y cerró los ojos.

—Así que es por eso por lo que han comenzado a interesarse en Arrakis —dijo—. Bien, la cosa ya está hecha. —Abrió los ojos—. A estas alturas debe haber espías por todo Arrakis. ¡Dos años!

—Pero seguro que no ha sido mi inocente sugerencia la que…

—¡Nada es inocente a los ojos del Emperador! ¿Qué instrucciones habéis enviado a Rabban?

—Simplemente, que debía enseñar a Arrakis a tememos.

Hawat agitó la cabeza.

—Ahora tenéis dos alternativas, Barón. Podéis exterminar a los nativos, barrerlos por completo, o…

—¿Eliminar toda la mano de obra?

—¿Preferís que el Emperador y las Grandes Casas de cuyo apoyo goza todavía desembarquen aquí para una limpieza general y devasten Giedi Prime hasta convertirla en una calabaza vacía?

El Barón estudió a su Mentat.

—¡No se atrevería! —dijo.

—¿Lo creéis así?

Los labios del Barón temblaron.

—¿Cuál es la otra alternativa?

—Abandonad a vuestro querido sobrino, Rabban.

—Aband… —el Barón se interrumpió, mirando a Hawat.

—No le mandéis más tropas ni otra ayuda de ningún género. No respondáis a sus mensajes más que para decirle que han llegado a vuestros oídos noticias de la horrible forma en que había tratado los asuntos en Arrakis y que tenéis intención de tomar medidas correctivas lo más pronto posible. Yo haré que algunos de estos mensajes sean interceptados por los espías Imperiales.

—Pero la especia, los beneficios, el…

—Reclamad los beneficios de vuestra Baronía, pero cuidad el modo como formuláis vuestras demandas. Exigidle sumas fijas a Rabban. No podemos…

El Barón levantó sus manos, con las palmas hacia arriba.

—¿Pero cómo puedo estar seguro de que aquella comadreja de mi sobrino no…?

—Tenemos aún a nuestros espías en Arrakis. Decidle a Rabban que debe respetar su cuota de especia, o que será reemplazado.

—Conozco a mi sobrino —dijo el Barón—. Esto sólo conducirá a que oprima a la población un poco más.

—¡Por supuesto que lo hará! —restalló Hawat—. ¡No podéis dejar que se detenga ahora! Vos queréis tan sólo una cosa: las manos limpias. Dejad que sea Rabban quien construya por vos vuestro Salusa Secundus. Ni siquiera es necesario mandarle prisioneros. Tiene a su disposición toda la población que necesita. Si Rabban exprime a su gente para mantener la cuota de especia, el Emperador no tendrá razón alguna para sospechar otros motivos. Esta razón es suficiente para poner el planeta en el potro. Y en cuanto a vos, Barón, ni una palabra, ni una acción que pueda desmentir esta evidencia.

El Barón no consiguió borrar totalmente una nota de admiración en su voz:

—Ah, Hawat, eres realmente tortuoso. ¿Pero cómo podremos penetrar en Arrakis y usar lo que Rabban nos está preparando?

—Es lo más simple de todo, Barón. Si vos aumentáis cada año la cuota con respecto al precedente, las cosas alcanzarán muy pronto su límite. La producción se precipitará en picado. Podréis entonces desautorizar a Rabban y ocupar vos mismo su puesto… para remediar el desastre.

—Parece realizable —dijo el Barón—. Pero estoy cansado de todo esto. Estoy preparando a otro que se ocupará de Arrakis en mi lugar.

Hawat estudió el grasiento rostro redondo que tenía ante él. Suavemente, el viejo soldado espía empezó a asentir con la cabeza.

—Feyd-Rautha —dijo—. Así que este es ahora el verdadero motivo de la opresión. Vos también sois tortuoso, Barón. Quizá podamos mezclar los dos planes. Sí. Vuestro Feyd-Rautha puede presentarse como el salvador de Arrakis. Puede ganarse a la población. Sí.

El Barón sonrió. Y tras su sonrisa, se preguntó: ¿Y hasta qué punto esto coincide con el plan personal de Hawat?

Y Hawat, viendo que la entrevista había terminado, se levantó y abandonó la estancia de paredes rojas. Mientras se alejaba, no conseguía olvidar las inquietantes incógnitas que parecían surgir de todas partes en todas sus especulaciones sobre Arrakis. Su nuevo jefe religioso, que Gurney Halleck había detectado desde su escondrijo entre los contrabandistas, aquel Muad’Dib.

Quizá no tenía que haberle dicho al Barón que dejara florecer esta religión entre las gentes de los pan y de los graben, se dijo. Pero es bien sabido que la represión favorece el florecimiento de las religiones.

Y pensó en los informes de Halleck acerca de las tácticas de combate Fremen. Tácticas que llevaban la marca del propio Halleck… e Idaho… e incluso de Hawat.

¿Habrá sobrevivido Idaho?, se preguntó.

Pero era una pregunta fútil. Ni siquiera se había preguntado si era posible que Paul hubiera sobrevivido. Sabía que el Barón estaba convencido de que todos los Atreides habían muerto. La bruja Bene Gesserit había sido su arma, el Barón lo había admitido. Y esto tan sólo podía significar que todos estaban muertos… incluido el hijo de aquella mujer.

Qué venenoso odio debía sentir hacia los Atreides, pensó. Parecido al odio que yo siento por este Barón. ¿Conseguiré que mi golpe final sea tan definitivo como el suyo?

CAPÍTULO XL

Hay en todas las cosas un ritmo que es parte de nuestro universo. Hay simetría, elegancia y gracia… esas cualidades a las que se acoge el verdadero artista. Uno puede encontrar este ritmo en la sucesión de las estaciones, en la forma en que la arena modela una cresta, en las ramas de un arbusto creosota o en el diseño de sus hojas. Intentamos copiar este ritmo en nuestras vidas y en nuestra sociedad, buscando la medida y la cadencia que reconfortan. Y sin embargo, es posible ver un peligro en el descubrimiento de la perfección última. Está claro que el último esquema contiene en si mismo su propia fijeza. En esta perfección, todo conduce hacia la muerte.

De «Frases escogidas de Muad’Dib», por la Princesa Irulan.


Paul-Muad’Dib recordó una comida cargada con esencia de especia. Se aferró a aquel recuerdo, ya que era su único punto de anclaje seguro, ya partir de ello podía decir que su inmediata experiencia había sido un sueño.

Soy un teatro de los acontecimientos, se dijo. Soy victima de una visión imperfecta, de la consciencia racial y de su terrible finalidad.

Y sin embargo, no podía huir del temor de haber sido superado de algún modo, de haber perdido su posición en el tiempo, pasado, futuro y presente mezclados de forma indistinta. Era una especie de fatiga visual y era debida, lo sabía, a la constante necesidad de mantener su presciencia del futuro como una especie de recuerdo, algo intrínsecamente ligado al pasado.

Chani me ha preparado la comida, se dijo.

Sin embargo, Chani estaba lejos en el sur, en el frío país donde el sol era caliente, oculta en uno de los nuevos sietch fortaleza, a salvo con su hijo, Leto II.

¿O acaso era algo que aún no había ocurrido?

No, se tranquilizó, puesto que Alia-la-Extraña, su hermana, también estaba allí, con su madre y con Chani… un viaje de veinte martilleadores hacia el sur, en un palanquín de la Reverenda Madre fijado al dorso de un hacedor salvaje.

Rechazó el pensamiento de cabalgar los gusanos gigantes y se preguntó: ¿O tal vez Alia aún no ha nacido?

Yo estaba en una razzia, recordó Paul. Habíamos ido a recuperar el agua de nuestros muertos en Arrakeen. Y yo descubrí los restos de mi padre en la pira funeraria. Cobijé el cráneo de mi padre en un túmulo de rocas Fremen que domina el Paso Harg.

¿O acaso aún no había ocurrido?

Mis heridas son reales, se dijo Paul. Mis cicatrices son reales. El túmulo con el cráneo de mi padre es real.

Aún en un sueño, Paul recordó que Harah, la mujer de Jamis, había acudido a decirle que había habido una lucha en el corredor del sietch. Esto había ocurrido en el primer sietch, antes de que las mujeres y los niños fueran enviados al profundo sur. Harah había aparecido en el umbral de la estancia interior, con las alas negras de sus cabellos recogidas hacia atrás y sujetas por una cadena de anillos de agua. Había apartado violentamente los cortinajes de la entrada para decirle que Chani acababa de matar a alguien.

Esto ha ocurrido, se dijo Paul. Esto fue real, no fruto del tiempo y sujeto a cambio.

Paul recordó haberse precipitado fuera y haber encontrado a Chani bajo los amarillos globos del corredor, envuelta en una brillante túnica azul con la capucha echada hacia atrás, su rostro de elfo rojo por el esfuerzo. Estaba metiendo el crys en su funda. Un grupo de hombres se alejaba apresuradamente, arrastrando un bulto por el corredor.

Y Paul recordó haberse dicho: Uno siempre se da cuenta de cuando transportan un cuerpo humano.

Los anillos de agua de Chani, que llevaba sueltos alrededor del cuello dentro del sietch, tintinearon cuando volvió el rostro hacia él.

—¿Qué ha ocurrido, Chani? —preguntó él.

—He despachado a uno que venía a desafiarte a un combate singular, Usul.

—¿Tú le has matado a él?

—Sí. Pero quizá hubiera tenido que dejárselo a Harah.

(Y Paul recordó como la gente que se había reunido a su alrededor mostraban su conformidad a estas palabras. Luego Harah se había echado a reír.)

—¡Pero había venido a desafiarme a mi!

—Tú me has adiestrado en tu extraño arte, Usul.

—¡Ciertamente! Pero tú no deberías…

—He nacido en el desierto, Usul. Sé usar un crys.

Paul dominó su ira, intentando hablar razonablemente.

—Todo esto es cierto, Chani, pero…

—Ya no soy una niña que persigue los escorpiones en el sietch, a la luz de un globo portátil, Usul. Ya no juego.

Paul la miró, impresionado por la extraña ferocidad que se adivinaba bajo su actitud casual.

—No merecía desafiarte, Usul —dijo Chani—. No iba a interrumpir tu meditación por tonterías como esta. —Se le acercó, mirándole con el rabillo del ojo, y su voz se hizo un murmullo—: Además, amor mío, cuando se sepa que alguien que quería desafiarte se ha encontrado frente a mí y ha hallado la muerte en manos de la mujer de Muad’Dib, serán muy pocos los que se atreverán a desafiarte.

Si, pensó Paul, esto ha ocurrido realmente. Es el pasado auténtico. Y el número de aquellos que querían desafiar la nueva hoja de Muad’Dib disminuyó drásticamente.

En alguna parte, en un mundo que no pertenecía al sueño, hubo un movimiento, el grito de un pájaro nocturno.

Estoy soñando, se dijo Paul. Es la comida de especia.

Sin embargo, experimentaba una sensación de abandono. Se preguntó si no era posible que su espíritu-ruh hubiera resbalado de alguna manera hacia aquel mundo donde, según los Fremen, tenía su verdadera existencia… el alam al-mithal, el mundo de las similitudes, aquel lugar metafísico donde todas las limitaciones físicas habían sido anuladas. Y sintió miedo ante la evocación de aquel mundo, porque la ausencia de toda limitación significaba la desaparición de todos los puntos de referencia: «Estoy aquí porque estoy aquí.»

Su madre le había dicho una vez:

—La gente está dividida, algunos de ellos no saben qué pensar de ti.

Debo estar a punto de despertarme, se dijo Paul. Porque aquello había ocurrido: aquellas eran las palabras de su madre, la antigua Dama Jessica que era ahora la Reverenda Madre de los Fremen; aquellas palabras pertenecían a la realidad.

Jessica temía los lazos religiosos que se habían establecido entre él y los Fremen, Paul lo sabía. No le gustaba el hecho de que la gente de aquel sietch y la del graben se refirieran a Muad’Dib como a El. Y no dejaba de interrogar a las tribus, diseminando sus espías sayyadinas, recogiendo sus respuestas y meditando melancólicamente sobre ellas.

Le había hecho notar un proverbio Bene Gesserit: «Cuando religión y política viajan en el mismo carro, los viajeros piensan que nada podrá detenerles en su camino. Su movimiento es acelerado… rápido y más rápido y más rápido. Dejan a un lado todos los obstáculos, y no piensan que un precipicio se descubre siempre demasiado tarde.»

Paul recordó haber estado sentado en los apartamentos de su madre, en la estancia más interior, tapizada con pesadas telas recamadas con dibujos inspirados en la mitología Fremen. Había estado sentado allí, escuchándola, observando como ella le miraba sin cesar, incluso cuando bajaba los ojos. Su rostro ovalado tenía nuevos pliegues en las comisuras de la boca, pero sus cabellos resplandecían aún como el bronce pulido. Sus grandes ojos verdes, sin embargo, estaban velados por la bruma azul de la especia.

—Los Fremen tienen una religión simple y práctica —había dicho él.

—Ninguna religión es simple —había replicado ella.

Pero Paul, viendo el futuro repleto de tempestuosas nubes sobre sus cabezas, se había sentido presa de la ira. Sólo había acertado a decir:

—La religión unifica nuestras fuerzas. Es nuestra mística.

—Tú cultivas deliberadamente esta atmósfera, esta osadía — había cargado ella—. No dejas de indoctrinarlos.

—Esto es lo que me han enseñado —había dicho él.

Pero aquel día ella estaba llena de reproches y de argumentos.

Era el día de la ceremonia de la circuncisión para el pequeño Leto. Paul había comprendido algunas de las razones por las que ella estaba alterada. Nunca había aceptado su unión —aquel «matrimonio de juventud»— con Chani. Pero Chani había engendrado un hijo Atreides, y Jessica había podido renegar del hijo y de la madre.

Bajo su mirada, Jessica había finalmente reaccionado.

—Piensas que soy una madre desnaturalizada —había dicho.

—Por supuesto que no.

—Veo cómo me miras cuando estoy con tu hermana. No comprendes nada acerca de tu hermana.

—Sé por que Alia es distinta —había dicho él—. Aún no había nacido, pero formaba parte de ti cuando cambiaste el Agua de Vida. Ella…

—¡Tú no sabes nada de todo esto!

Y Paul, repentinamente incapaz de expresar el conocimiento que había extraído del tiempo, no había podido decir más que:

—No eres una madre desnaturalizada.

Jessica había captado entonces su angustia.

—Tengo que decirte algo, hijo —había murmurado.

—¿Sí?

—Quiero a tu Chani. La acepto.

Aquello había sido real, se dijo Paul. No era una visión imperfecta que pudiera cambiar en los dolores de su parto del tiempo.

Aquella seguridad le dio una sólida base para agarrarse a su mundo. Fragmentos de realidad aparecieron en su sueño. Supo bruscamente que se encontraba en un hiereg, un campamento en el desierto. Chani había plantado su destiltienda en la harinosa arena a causa de su blandura. Esto tan sólo podía significar que Chani estaba cerca de allí… Chani su alma, Chani su sihaya, dulce como la primavera del desierto. Chani entre los palmerales del profundo sur.

Ahora recordó una canción de la arena que había elegido para la hora del sueño.

«Oh, mi alma,

No quieras el Paraíso esta noche,

Y te juro por Shai-hulud

Que allí irás igualmente,

Obediente a mi amor.»

Y después había entonado el canto de marcha que, en la arena, unía a los enamorados, un ritmo parecido al chirriar de las dunas bajo sus pies:

«Háblame de tus ojos,

Y te hablaré de tu corazón.

Háblame de tus pies,

Y te hablaré de tus manos.

Háblame de tu sueño,

Y te hablaré de tu despertar.

Háblame de tus deseos,

Y te hablaré de tu sed.»

En otra tienda, alguien, había pulsado un baliset. Y entonces había pensado en Gurney Halleck. Recordando aquel instrumento familiar, había pensado en Gurney, cuyo rostro había entrevisto una vez en un grupo de contrabandistas, pero sin que el rostro le hubiera visto a él, o no hubiera querido verle, temeroso de que se iniciara nuevamente la caza por parte de los Harkonnen del hijo del Duque al que habían matado.

Pero el estilo del que tocaba en mitad de la noche, el delicado pulsar de aquellos dedos en las cuerdas del baliset, despertaron el nombre del músico en la memoria de Paul. Era Chatt el Saltador, capitán de los Fedaykin, jefe de los comandos suicidas que velaban por Muad’Dib.

Estamos en el desierto, recordó Paul. Estamos en el erg central, más allá de las patrullas Harkonnen. Estoy aquí para caminar por la arena, atraer al hacedor y cabalgarlo gracias a mi astucia, probando así que soy enteramente un Fremen.

Sintió la pistola maula y el crys en su cintura. Percibió el silencio a su alrededor.

Era aquel silencio particular que precede a la mañana, cuando los pájaros nocturnos ya se han retirado y las criaturas diurnas no han anunciado aún su despertar a su enemigo, el sol.

—Debes cabalgar por la arena a la luz del día, para que Shai- hulud vea y sepa que no tienes miedo —le había dicho Stilgar —. Así que daremos la vuelta a nuestro tiempo y dormiremos esta noche.

Lentamente, Paul se sentó, notando su destiltraje lacio alrededor de su cuerpo, la tienda como una sombra. Se movió silenciosamente, pero Chani le oyó.

Habló desde la oscuridad de la tienda, otra sombra entre las sombras.

—Aún no es totalmente de día, amor mío.

—Sihaya —dijo él, hablando con una sonrisa en su voz.

—Me llamas tu primavera del desierto —dijo ella—, pero hoy seré tu aguijón. Soy la sayyadina, que vela porque los ritos sean cumplidos.

Paul comenzó a ajustarse su destiltraje.

—Una vez me dijiste las palabras del Kitab al-Ibar —dijo—. Me dijiste: «La mujer es tu campo, así que ve a tu campo y cultívalo.»

—Soy la madre de tu primogénito —dijo ella.

La vio en la penumbra gris, imitando sus movimientos, ajustando su destiltraje para el desierto.

—Tendrías que descansar todo lo que pudieras —dijo ella.

Sintió el amor en sus palabras y la regañó bromeando:

—La Sayyadina que Vela no tendría que poner en guardia al candidato.

Ella se acercó hasta su lado y apoyó su palma en la mejilla de él.

—Hoy soy la que vela, pero también soy tu mujer.

—Tendrías que haber dejado esta tarea a otra —dijo Paul.

—La espera es demasiado terrible —dijo ella—. Prefiero estar a tu lado.

Paul besó su palma antes de ajustarse la máscara facial de su traje, y luego se volvió y soltó el sello de la tienda. El aire que penetró era frío y ligeramente húmedo, con rastros del rocío precipitado por el alba en el desierto. Tenía el perfume de la masa de preespecia, la masa que habían descubierto un poco más lejos, hacia el nordeste, y que había revelado la presencia de un hacedor cerca de allí.

Paul salió por la abertura a esfínter, se detuvo ante la tienda y arrojó los últimos restos de sueño de sus músculos. Una leve luminiscencia verde pálida se diseñaba en el horizonte, hacia el este. En la penumbra, las tiendas de su gente eran como otras tantas pequeñas falsas dunas a su alrededor. Percibió un movimiento a su izquierda, el centinela, y supo que le habían visto.

Sabían el peligro que iba a afrontar aquel día. Cada Fremen lo había afrontado. Le concedían aún unos pocos instantes de soledad para que pudiera prepararse mejor.

Debe ser hecho hoy, se dijo.

Pensó en el poder que blandía frente al pogrom… los viejos que ahora le enviaban a sus propios hijos para que les adiestrara en su extraño arte de combatir, los viejos que le escuchaban en consejo y seguían sus planes, los hombres que luego volvían para presentarle el máximo elogio que se podía hacer a un Fremen:

—Tu plan ha resultado, Muad’Dib.

Sin embargo, el más pequeño y mediocre guerrero Fremen era capaz de hacer algo que él nunca había hecho. Y Paul sabía que su autoridad se resentía por el omnipresente conocimiento de aquella distinción entre ellos.

Nunca había cabalgado un hacedor.

Oh, era cierto, había montado en su grupa con los demás en viajes de adiestramiento e incursiones… pero nunca había viajado solo. Hasta que no lo hubiera hecho, su universo se vería limitado por la habilidad de los demás. Esto era algo que ningún verdadero Fremen soportaría. Hasta que lo hiciera, los vastos territorios del sur —un área a unos veinte martilleadores más allá del erg— le estarían vedados a menos que ordenara un palanquín, aceptando viajar como una Reverenda Madre o como un enfermo.

El recuerdo de la larga lucha sostenida con su consciencia interior durante la noche volvió a él. Vio allí un extraño paralelismo: si dominaba al hacedor, poseería un medio de control sobre sí mismo. Pero más allá de aquello había una zona neblinosa, la gran turbulencia que parecía adueñarse de todo el universo.

Las diferentes formas en que percibía el universo le obsesionaban… confuso y nítido al mismo tiempo. Lo vio in situ. Y sin embargo, cuando había nacido, cuando las presiones de la realidad comenzaban a actuar sobre el tiempo, el ahora tenía una vida propia y crecía con sus sutiles diferencias. La terrible finalidad permanecía. La consciencia de la raza permanecía. Y por encima de todo ella el jihad, sangriento y salvaje.

Chani se le unió fuera de la tienda, con los brazos cruzados sobre su pecho, mirándole de reojo como hacía siempre para adivinar su estado de ánimo.

—Háblame de nuevo de las aguas de tu mundo natal, Usul — le dijo.

Paul comprendió que intentaba distraerle, liberar su mente de toda tensión antes de la prueba mortal. El cielo era cada vez más claro, y algunos de sus Fedaykin estaban recogiendo ya sus tiendas.

—Preferiría que tú me hablaras del sietch y de nuestro hijo — dijo Paul—. ¿Nuestro Leto sigue tiranizando a mi madre?

—Y también a Alia —dijo ella—. Y crece muy aprisa. Pronto será un hombrecito.

—¿Cómo es el sur? —preguntó él.

—Cuando hayas cabalgado al hacedor lo verás por ti mismo —dijo ella.

—Pero antes quisiera verlo a través de tus ojos.

—Es terriblemente solitario —dijo ella.

Paul tocó el pañuelo nezhoni que ella llevaba en la frente, bajo el capuchón del destiltraje.

—¿Por qué no quieres hablarme del sietch?

—Ya te he hablado de él. El sietch es un lugar terriblemente solitario sin nuestros hombres. Es un lugar de trabajo. Nos pasamos las horas en las factorías y en los talleres. Hay que fabricar armas, empalar la arena para la previsión del tiempo, recolectar la especia para los tributos. Debemos sembrar las dunas para que la vegetación crezca en ellas y las ancle. Debemos fabricar tejidos y tapices, cargar las células de combustible. Y luego hay que adiestrar a los niños, para que la fuerza de la tribu no decrezca.

—¿No hay nada agradable allí en el sietch? —preguntó él.

—Los niños son agradables. Observamos los ritos. Tenemos suficiente comida. A veces, una de nosotras regresa al norte a dormir con su hombre. La vida debe continuar.

—Mi hermana, Alia… ¿ha sido aceptada por la gente?

Chani se volvió a mirarle a la creciente luz del alba. Sus ojos parecieron taladrarle.

—Discutiremos esto en otra ocasión, amor mío.

—Discutámoslo ahora.

—Tienes que conservar tus energías para la prueba.

Paul se dio cuenta de que había tocado un punto sensible. Había algo ausente, lejano, en su voz.

—Lo desconocido trae sus propios conocimientos —dijo.

Ella asintió con la cabeza. Tras una pausa, dijo:

—Subsiste aún… una cierta incomprensión a causa de lo extraño que hay en Alia. Las mujeres le tienen miedo porque una niña, casi un bebé, habla… de cosas que sólo un adulto tendría que conocer. No comprenden el… cambio en el seno que ha hecho a Alia… diferente.

—¿Hay problemas? —preguntó él. Y pensó: He tenido visiones de problemas cerniéndose sobre Alia.

Chani miró a la resplandeciente línea del amanecer.

—Algunas de las mujeres se han reunido para apelar a la Reverenda Madre. Le piden que exorcice al demonio que hay en su hija. Han citado la escritura: «No se tolerará una bruja entre nosotros.»

—¿Y qué ha dicho mi madre al respecto?

—Ha recitado la ley y ha despedido a las mujeres, confusas. Ha dicho: «Si Alia es fuente de problemas, eso es culpa de la autoridad que no ha sabido prever e impedir estos problemas.» Y ha intentado explicarles cómo el cambio había actuado sobre Alia, en su seno. Pero las mujeres estaban furiosas porque se sentían confusas, y se han ido murmurando.

Tendremos problemas por causa de Alia, pensó Paul.

Un soplo cristalino de arena le rozó el rostro, trayéndole el olor de la masa de preespecia.

—El-Sayal —dijo—, la lluvia de arena que trae el amanecer. Su mirada recorrió la gris luminosidad del desierto, aquel paisaje que superaba toda desolación, aquella arena que era la eterna imagen de una forma recreada en sí misma. Secos relámpagos surgieron de una zona oscura, hacia el sur… la señal de que una tormenta habla alcanzado el límite de su carga estática. El prolongado retumbar del trueno llegó como una secuela poco después.

—La voz que beatifica la tierra —dijo Paul.

Otros de sus hombres estaban saliendo de las tiendas. Los centinelas regresaban de los extremos del campamento. Todos a su alrededor se movían lentamente, siguiendo una antigua rutina que no necesitaba ninguna orden.

—Da el menor número de órdenes posible —le había dicho su padre hacía tiempo… mucho tiempo—. Una vez hayas dado una orden con respecto a algo determinado, siempre tendrás que seguir dando órdenes sobre lo mismo.

Los Fremen conocían esta regla instintivamente.

El maestro de agua del grupo entonó el canto de la mañana, añadiendo las palabras rituales para la iniciación de un nuevo caballero de la arena.

—El mundo es un cadáver —salmodió, y su voz resonó entre las dunas—. ¿Quién puede hacer retroceder el Ángel de la Muerte? Lo que Shai-hulud ha decidido, así será.

Paul escuchó, reconociendo las mismas palabras con las que se iniciaba el canto de la muerte de sus Fedaykin, las palabras que entonaban cuando se lanzaban al combate.

¿Habrá aquí un nuevo túmulo de rocas, hoy, para celebrar la partida de otra alma?, se preguntó. ¿Acaso los Fremen se detendrán aquí en el futuro, añadiendo otra piedra y pensando en Muad’Dib, que murió en este lugar?

Sabía que esta era una de las alternativas posibles, un hecho a lo largo de las líneas que irradiaban hacia el futuro a partir de aquella posición en el espacio-tiempo. La imperfecta visión le atormentaba. Cuanto más se oponía a su terrible finalidad y luchaba contra el advenimiento del jihad, más se aceleraba el torbellino en un río precipitándose en un abismo… un vórtice de violencia donde todo era niebla y nubes.

—Stilgar se acerca —dijo Chani—. Debo separarme de ti, amor mío. Ahora debo ser la Sayyadina y observar el rito para que sea transcrito con toda su verdad en las Crónicas. —Le miró y, por un momento, se sintió débil, antes de obligarse a recuperar su control—. Cuando todo esto haya terminado, te prepararé tu comida con mis propias manos —dijo. Se alejó.

Stilgar avanzó a través de la pulverulenta arena, levantando nubecillas a cada paso. Sus oscuros ojos estaban fijos en Paul, con una indomable mirada. La barba negra que afloraba bajo la máscara de su destiltraje, las rugosas mejillas, todo parecía esculpido en alguna clase de roca por el viento.

Llevaba, sujetándolo por el asta, el estandarte de Paul, el estandarte verde y negro con un tubo de agua en el asta… algo que ya era legendario en el lugar. Paul pensó: No puedo hacer la más simple de las cosas sin que se convierta en una leyenda. Ya habrán notado la forma como he despedido a Chani, como he acogido a Stilgar… cada movimiento que haga en el día de hoy. Tanto si muero como si vivo, será una leyenda. No debo morir. Porque entonces sólo quedaría la leyenda, y nada podría detener el jihad.

Stilgar clavó el asta del estandarte en la arena, al lado de Paul, y dejó caer sus manos a sus costados. Sus ojos totalmente azules siguieron mirándole sin parpadear. Y Paul pensó que también sus propios ojos estaban empezando a asumir aquella máscara de color de la especia.

—Nos han negado el Hajj —dijo Stilgar, con la solemnidad ritual.

Y Paul respondió, tal como le había enseñado Chani:

—¿Quién puede negar a un Fremen el derecho a caminar o cabalgar donde él quiera?

—Yo soy un Naib —dijo Stilgar—, nadie podrá tomarme vivo. Soy un pie del trípode de la muerte que destruirá a nuestros enemigos.

El silencio cayó sobre ellos.

Paul echó una ojeada a los otros Fremen, inmóviles sobre la arena, más allá de Stilgar, inmersos en su personal plegaria. Y pensó que los Fremen eran un pueblo cuya vida consistía en matar, todo un pueblo que había vivido siempre en la rabia y en el dolor, sin pensar nunca que pudiera existir otra cosa… excepto el sueño que les había dado Liet-Kynes antes de morir.

—¿Dónde está el Señor que nos ha conducido a través de los desiertos y de los abismos? —preguntó Stilgar.

—Está siempre con nosotros —entonaron los Fremen.

Stilgar se irguió, avanzó hacia Paul y bajó su voz.

—Ahora, recuerda todo lo que te he dicho. Debes actuar simple y directamente… sin ninguna fantasía. Toda nuestra gente cabalga a los hacedores a la edad de doce años. Tú tienes seis años más, y no has nacido para esta vida. No tienes que impresionar a nadie con tu valor. Sabemos que eres valeroso. Tan sólo debes llamar al hacedor y cabalgarlo.

—Lo recordaré —dijo Paul.

—Cuento con ello. No deseo que la vergüenza caiga sobre tu maestro.

Stilgar extrajo una varilla de plástico de aproximadamente un metro de largo de entre sus ropas. Estaba aguzada por un extremo, y el otro tenía un mecanismo a resorte.

—He preparado yo mismo este martilleador. Es bueno. Tómalo.

Paul sintió en su mano la superficie lisa y elástica del plástico y aceptó el martilleador.

—Shishakli tiene tus garfios de doma —dijo Stilgar—. Te los dará apenas estés en aquella duna, allá —señaló a su derecha—. Llama a un hacedor grande, Usul. Muéstranos el camino.

Paul notó el tono de la voz de Stilgar… ritual y a medias preocupada por la suerte de un amigo.

En aquel instante, el sol pareció saltar sobre el horizonte. El cielo adquirió el tinte gris plateado que anunciaba un día de extremado calor y sequedad incluso para Arrakis.

—He aquí el día ardiente —dijo Stilgar, y ahora su voz era enteramente ritual—. Ve, Usul, y cabalga al hacedor, cruza la arena como un conductor de hombres.

Paul saludó a su estandarte, observando cómo la tela verde y negra colgaba inerte al cesar el viento del alba. Se volvió hacia la duna que había señalado Stilgar… un montículo de arena cuya cresta formaba una S. La mayor parte de los Fremen se alejaban ya en dirección opuesta, cruzando la otra duna que había albergado su campamento.

Una figura embozada permanecía en el sendero de Paul: Shishakli, un jefe de grupo de los Fedaykin, con sólo sus ojos visibles entre la capucha del destiltraje y la máscara.

Al acercarse Paul, le presentó dos delgadas varillas, parecidas a látigos. Tenían casi un metro y medio de largo, y en un extremo iban provistas de relucientes garfios de plastiacero, mientras que el otro presentaba un mango profundamente raspado para facilitar la presa.

Paul las aceptó con la mano izquierda, como requería el ritual.

—Estos son mis garfios —dijo Shishakli con voz ronca—. Nunca han fallado.

Paul asintió, manteniendo el requerido silencio, rebasó al hombre y ascendió la vertiente de la duna. En la cresta, miró hacia atrás y vio al grupo dispersándose como un enjambre de insectos, con sus ropas flotando. Ahora estaba solo en la cima de la duna, con únicamente el horizonte ante él. Era una buena duna la que había elegido Stilgar, lo suficientemente alta como para permitirle dominar a todas sus compañeras.

Deteniéndose, Paul plantó profundamente el martilleador en la cara de la duna vuelta hacia el viento, donde la arena era más compacta y permitía la máxima transmisión del sonido. Después dudó, repasando mentalmente las lecciones y los imperativos de vida y muerte que debía afrontar.

Apenas presionara el pestillo, el martilleador comenzaría a batir su reclamo.

En las profundidades de la arena, un gigantesco gusano —un hacedor— lo oiría y acudiría a la llamada del sonido. Paul sabía que con las varillas con garfios en su extremo podría saltar al curvado lomo del gran hacedor. Mientras mantuviera el borde de un anillo del gusano abierto con los garfios, exponiendo a la abrasión de la arena los sensibles estratos internos, el hacedor no se hundiría de nuevo en el desierto. De hecho, antes al contrario levantaría su gigantesco cuerpo lo más alto posible, arqueándolo en su intento de alejar al máximo de la superficie del desierto el segmento abierto.

Soy un caballero de la arena, se dijo Paul.

Miró los garfios de doma en su mano izquierda, pensando en que sólo tendría que irlos cambiando a lo largo de la curva del inmenso costado del hacedor para que la criatura contrajese el cuerpo y se curvara hacia el lado requerido, guiándolo así hacia donde quisiera. Había visto ya hacerlo. Había realizado cortos trayectos de entrenamiento a lomos de un gusano. El gusano capturado podía ser cabalgado hasta que se detenía exhausto entre las dunas, y entonces era preciso llamar a un nuevo hacedor.

Una vez hubiera superado aquella prueba, Paul sabía que estaría cualificado para realizar el viaje de veinte martilleadores hasta las tierras del sur… para permanecer un tiempo y descansar entre los palmerales y los nuevos sietch donde habían sido conducidos las mujeres y los niños escapando del pogrom.

Levantó la cabeza y miró al sur, recordando que el hacedor que iba a surgir era un factor desconocido, y que igualmente el que lo llamaba era nuevo en aquella prueba.

—Debes calcular con cuidado su aproximación —le había explicado Stilgar—. Debe estar lo suficientemente cerca como para poder saltar a su lomo cuando pase a tu lado, y lo suficientemente lejos como para evitar que te engulla.

Con una brusca decisión, Paul soltó el pestillo del martilleador. El péndulo empezó a girar y a golpear la arena con su reclamo: «Bum… bum… bum…»

Se irguió, escrutando el horizonte, recordando las palabras de Stilgar:

—Examina atentamente su línea de aproximación. Recuérdalo, un gusano muy raramente se acerca a un martilleador sin hacerse ver. De todos modos, escucha. Quizá puedas oírlo antes incluso que verlo.

Y las palabras de Chani, susurradas en el corazón de la noche, recomendándole prudencia en mitad de su miedo, volvieron a su mente:

—Cuando te halles en el sendero de un hacedor, debes permanecer inmóvil y silencioso. Debes ser y pensar como un puñado de arena. Ocúltate en tus ropas y conviértete en una pequeña duna en lo más profundo de ti mismo.

Lentamente, Paul exploró el horizonte, escuchando, buscando los signos que le habían sido indicados.

Surgió del sudeste: un silbido lejano, un susurro de la arena. Luego distinguió el perfil de la criatura que avanzaba contra la luz del alba, y se dio cuenta de que nunca había visto un gusano tan grande, nunca había oído hablar de uno de este tamaño. Tendría casi tres kilómetros de largo, y la ola de arena que levantaba su cabeza parecía como el acercarse de una montaña.

Esto es algo que nunca he visto, ni en mis visiones ni en mi vida, se dijo Paul. Se apresuró hacia adelante, hacia el camino de la cosa que se acercaba, enteramente absorbido por los imperativos de aquel momento.

CAPÍTULO XLI

«Controlad la moneda y las alianzas… dejad que la chusma se quede con el resto.» Esto es lo que os dice el Emperador Padishah. Y añade: «Si queréis beneficios, tenéis que dominar.» Hay verdad en estas palabras, pero yo me pregunto: «¿Dónde está la chusma, y dónde están los dominados?»

Mensaje Secreto de Muad’Dib al Landsraad, de «El despertar de Arrakis», por la Princesa Irulan.


Un pensamiento no solicitado llegó a la mente de Jessica: Paul va a ser sometido a la prueba del caballero de la arena en cualquier momento. Han intentado ocultarme este hecho, pero es evidente.

Y Chani ha partido hacia algún misterioso destino.

Jessica estaba sentada en su sala de reposo, aprovechando un momento de descanso entre las clases nocturnas. Era una estancia agradable, no tan amplia como la que la había acogido en el Sietch Tabr antes de su huida del pogrom. Sin embargo, las alfombras eran mullidas, los almohadones blandos, había una mesita baja de café al alcance de la mano, multicolores tapices en las paredes, y suaves globos de luz amarilla. La estancia estaba impregnada del acre y característico antiguo olor de los sietch Fremen, que había terminado por asociar a un sentimiento de seguridad.

Sin embargo, sabía que nunca conseguiría superar la sensación de encontrarse en un lugar extranjero. Era una diferencia que ninguna alfombra, ningún tapiz conseguirían eliminar.

Un débil tintineo-tamborileo-palmeo penetró en la sala de reposo. Jessica reconoció la celebración de un nacimiento, probablemente Subiay. Ya había cumplido. Y Jessica sabía que muy pronto le traerían al bebé, un querubín de ojos azules, para que la Reverenda Madre lo bendijera. Sabía también que su hija Alia participaría en la celebración y le informaría de todos los detalles.

Aún no era el momento de la plegaria nocturna de la separación. No habrían iniciado la celebración de un nacimiento a tan poca distancia de la ceremonia en la que se lloraban las incursiones en busca de esclavos de Poritrin, Bela Tegeuse, Rossak y Harmonthep.

Jessica suspiró. Sabía que intentaba no pensar en su hijo y en los peligros que debía afrontar… los pozos trampa con sus púas emponzoñadas, las incursiones de los Harkonnen (aunque éstas se habían vuelto más raras gracias a las nuevas armas que Paul había procurado a los Fremen para abatir vehículos aéreos e incursiones), y los peligros naturales del desierto… los hacedores y la sed y los abismos de polvo.

Pensó llamar para el café y al mismo tiempo reflexionó acerca de la paradoja que representaba el modo de vivir de los Fremen: la comodidad de aquellos sietch y cavernas, en comparación con los pyons de los graben; y sin embargo, cómo resistían mucho mejor un harj a través del desierto de lo que resistiría cualquier mercenario Harkonnen.

Una oscura mano apareció entre los cortinajes, a su lado, depositó una taza sobre la mesilla y se retiró. De la taza se elevó el aroma del café de especia.

Una ofrenda por la celebración del nacimiento, pensó Jessica.

Tomó el café y bebió un sorbo, sonriéndose a sí misma. ¿En qué otra sociedad de nuestro universo, se dijo, una persona en mi posición aceptaría una bebida anónima y la bebería sin miedo? Ahora puedo alterar cualquier veneno antes de que empiece a hacerme efecto, pero el donante no lo sabe.

Bebió la taza, saboreando la energía y el vigor de su contenido, caliente y delicioso.

Y se preguntó qué otra sociedad mostraría aquel respeto natural por su intimidad y confort, hasta el punto de que el donante se introducía en su estancia tan sólo el tiempo suficiente para depositar su presente, sin siquiera presentarse a ella. Había respeto y amor en aquel obsequio… con tan sólo una ligerísima huella de miedo.

Otro elemento del incidente la forzó luego a reflexionar: había pensado en café, y este había aparecido. No había nada de telepatía allí, lo sabía. Era el tau, la unidad en la comunidad del sietch, una compensación al sutil veneno de la especia que todos asimilaban. La gran masa de la gente no podía esperar alcanzar nunca la iluminación que le había conferido la semilla de especia; no habían sido entrenados ni preparados para ello. Sus mentes rechazaban aquello que no podían comprender o aceptar. Pero a veces percibían y reaccionaban como un único organismo.

¿Ha superado Paul su prueba en la arena?, se preguntó Jessica. Es capaz de ello, pero incluso los más capaces pueden sufrir un accidente.

La espera.

Es la monotonía, pensó. No se puede esperar así tanto tiempo.

La monotonía de la espera te invade.

La espera impregnaba de muchas maneras su vida.

Estamos aquí desde hace más de dos años, pensó, y tendrá que pasar como mínimo el doble de tiempo para que podamos atrevernos no ya a arrancar Arrakis de las manos del gobernador Harkonnen, el Mudir Nahya, la Bestia Rabban, sino tan sólo a pensar en ello.

—¿Reverenda Madre?

La voz al otro lado de los cortinajes era la de Harah, la otra mujer en la casa de Paul.

—Sí, Harah.

Los cortinajes se abrieron y Harah pareció deslizarse a través de ellos. Llevaba sandalias de sietch y una túnica roja y amarilla que dejaba al descubierto sus brazos hasta casi los hombros. Sus cabellos negros estaban peinados hacia atrás, con la raya en medio, y parecían los élitros de un insecto, planos y brillantes contra su cabeza. Sus rasgos de ave de presa parecían ceñudos.

Tras Harah entró Alia, una niña de unos dos años.

Viendo a su hija, Jessica se sintió impresionada una vez más por la semejanza de la niña con Paul, a su misma edad… la misma solemnidad en la interrogadora mirada de sus grandes ojos, los negros cabellos y la firmeza del trazo de su boca. Pero había sutiles diferencias, y era a causa de ellas que la mayor parte de los adultos encontraban a Alia inquietante. La niña — un poco más que una lactante— se comportaba con una calma y una seguridad insólitas para su edad. Los adultos se sentían impresionados cuando se echaba a reír ante un sutil juego de palabras acerca del sexo. O cuando, prestando oído a su voz infantil, indistinta aún a causa del paladar blando todavía no formado, descubrían en sus palabras observaciones que testimoniaban una experiencia imposible en un bebé de dos años.

Harah se hundió en un montón de almohadones con un exasperado suspiro, y frunció el ceño hacia Alia.

—Alia —Jessica invitó a su hija a que se acercara.

La niña se acercó a su madre, dejándose caer a su vez en un almohadón y aferrándole una mano. El contacto de la carne reactivó aquella mutua consciencia que habían compartido antes del nacimiento de Alia. No era una participación de pensamientos… aunque había algo de ello cuando Jessica transformaba el veneno de la especia durante una ceremonia. Era algo más amplio, una consciencia inmediata de otro destello de vida, una resonancia nerviosa que emocionalmente las convertía en una sola persona.

Con la formalidad requerida para un miembro de la casa de su hijo, Jessica dijo:

—Subakh ul kuhar, Harah. ¿Te hallas en buena salud?

—Subakh un nar —respondió Harah con la misma tradicional formalidad—. Estoy bien.

Las palabras estaban desprovistas de tono. Suspiró de nuevo.

Jessica notó que Alia estaba divertida.

—La ghanima de mi hermano está disgustada conmigo —dijo Alia con su ligero balbuceo.

Jessica observó el término que había usado Alia para referirse a Harah… ghanima. La sutileza del lenguaje Fremen daba a esta palabra el sentido de «algo conquistado en combate», y el modo en que era pronunciada implicaba que esta «algo» no era usado para su función original. Un ornamento, como una punta de lanza usada de contrapeso para una cortina.

Harah miró ceñudamente a Alia.

—No intentes insultarme, niña. Conozco cual es mi lugar.

—¿Qué es lo que has hecho esta vez, Alia? —preguntó Jessica.

—No sólo se ha negado a jugar con los otros niños — respondió Harah—, sino que se ha entrometido en…

—Me he escondido entre los cortinajes y he visto al hijo de Subiay que nacía —dijo Alia—. Es un niño. Lloraba y lloraba. ¡Qué pulmones! Cuando ha llorado bastante…

—Ha salido y lo ha tocado —dijo Harah—, y el niño ha dejado de llorar. Todos saben que un niño Fremen debe llorar cuando nace, en el sietch, porque luego ya no podrá volver a llorar en el curso de un hajr.

—Ya había llorado bastante —dijo Alia—. Sólo quería sentir su destello, su vida. Eso es todo. Y cuando me ha oído, ya no ha vuelto a llorar.

—Todo esto ha provocado nuevos comentarios entre la gente —dijo Harah.

—¿Es sano el chico de Subiay? —preguntó Jessica. Veía que había algo que preocupaba a Harah, y se preguntaba qué sería.

—Tan sano como una madre puede desear —dijo Harah. — Saben que Alia no le ha hecho ningún daño. No les importa que lo haya tocado. Se ha calmado en seguida y estaba contento. Pero… —se alzó de hombros.

—Lo extraño que hay en mi hija, ¿no es eso? —preguntó Jessica—. La forma en que habla de cosas que no deberían preocuparla hasta dentro de muchos años, de cosas que debería ignorar… de cosas del pasado.

—¿Cómo puede saber cuál era el aspecto de un niño en Bela Tegeuse? —preguntó Harah.

—¡Pero es así! —dijo Alia—. El hijo de Subiay era idéntico al hijo de Mitha, que nació antes de la partida.

—¡Alia! —dijo Jessica—. Te lo he advertido.

—Pero madre, lo he visto y era verdad y…

Jessica agitó la cabeza, viendo la inquietud en el rostro de Harah. ¿Qué es lo que he engendrado?, se preguntó. Mi hija, al nacer, sabía ya todo lo que yo sé… y más aún: todo lo que fue revelado en los corredores del pasado por la Reverenda Madre, dentro de mí.

—No son tan sólo las cosas que dice —exclamó Harah—. También son los ejercicios. La forma en que se sienta y mira a una roca, moviendo tan sólo un músculo al lado de su nariz, o un músculo al extremo de un dedo, o…

—Esto forma parte del adiestramiento Bene Gesserit —dijo Jessica—. Tú sabes esto, Harah. ¿Quieres negar a mi hija su herencia?

—Reverenda Madre, tú sabes que estas cosas no tienen importancia para mí. Pero se trata de la gente y de cómo murmura. Presiento el peligro. Dicen que tu hija es un demonio, que los otros niños no quieren jugar con ella, que tu hija es…

—Tiene tan poco en común con los otros niños —dijo Jessica —. No es un demonio, es tan sólo…

—¡Por supuesto que no lo es!

Jessica se sintió sorprendida por la vehemencia del tono de Harah, y miró a Alia. La niña parecía perdida en sus pensamientos, irradiando una impresión de… espera. Jessica volvió de nuevo su vista a Harah.

—Respeto el hecho de que eres un miembro de la casa de mi hijo —dijo Jessica. Alia se agitó contra su mano—. Puedes hablarme abiertamente de todo lo que te atormenta.

—Muy pronto ya no formaré parte de la casa de tu hijo —dijo Harah—. Si he esperado tanto tiempo ha sido tan sólo por el bien de mis hijos, por la educación especial que ellos han recibido en tanto que hijos de Usul. Es lo menos que les podía dar, ya que es bien sabido que no comparto el lecho de tu hijo.

Alia se agitó de nuevo al lado de su madre, medio adormilada.

—Sin embargo, tú has sido una buena compañera para mi hijo —dijo Jessica. Y añadió para sí misma, porque estos pensamientos no la abandonaban nunca: Compañera… no esposa. Luego sus pensamientos se centraron en el tema común de conversación del sietch, la unión de Paul con Chani, que se había transformado en algo permanente, en matrimonio.

Quiero a Chani, pensó Jessica, pero se recordó a sí misma que el amor tendría que haberse anulado ante las necesidades de su condición. En los matrimonios de la nobleza había siempre otras razones distintas a la del amor.

—¿Crees que ignoro lo que planeas para tu hijo? —preguntó Harah.

—¿Qué es lo que quieres decir? —murmuró Jessica.

—Tu plan es unir a las tribus bajo El —dijo Harah.

—¿Y esto es malo?

—Veo un peligro para él… y Alia es parte de este peligro.

Alia se apretó contra su madre, abrió sus ojos y estudió a Harah.

—Os he observado cuando estáis juntas —dijo Harah—, la forma en que os tocáis. Alia es como parte de mi propia carne porque es la hermana de un hombre que es como un hermano para mí. La he velado y custodiado desde que era una recién nacida, desde los días de la razzia, cuando vinimos huyendo hasta aquí. Sé muchas cosas acerca de ella.

Jessica asintió, notando que la agitación de Alia crecía a su lado.

—Sabes lo que quiero decir —dijo Harah—. La forma en que siempre ha sabido lo que íbamos a decir. ¿Se ha visto alguna vez un niño que lo supiera ya todo acerca de la disciplina del agua? ¿Qué otro niño hubiera dicho como primeras palabras: Te quiero, Harah? —Miró a Alia—. ¿Por qué crees que he aceptado sus insultos? Sé que no hay malicia en ellos.

Alia alzó la mirada hacia su madre.

—Sí, tengo poderosas razones, Reverenda Madre —dijo Harah—. Hubiera podido ser una sayyadina. He visto lo que he visto.

—Harah… —Jessica alzó los hombros—. No sé qué decirte — y se sintió sorprendida, porque aquello era literalmente cierto. Alia se levantó, cuadrando sus hombros. Jessica notó que había desaparecido el sentimiento de espera, y que ahora flotaba en ella una emoción hecha de decisión y tristeza.

—Nos hemos equivocado —dijo Alia—. Ahora necesitamos a Harah.

—Fue durante la ceremonia de la semilla —dijo Harah—, cuando tú cambiaste el Agua de Vida, Reverenda Madre, cuando Alia, aún no nacida, estaba dentro de ti.

¿Necesitamos a Harah?, se preguntó Jessica.

—¿Quién más puede hablarle a la gente y hacer que empiecen a comprenderme? —dijo Alia.

—¿Qué es lo que quieres que haga? —preguntó Jessica.

—Ella ya lo sabe —dijo Alia.

—Les diré la verdad —dijo Harah. Su rostro pareció repentinamente viejo y triste, con su piel olivácea surcada de arrugas, su perfil parecido al de una bruja—. Les diré a todos que Alia fingía ser una niña, que nunca ha sido niña.

Alia agitó la cabeza. Las lágrimas corrían por sus mejillas, y Jessica captó la oleada de tristeza que emanaba de su hija con una fuerza extraordinaria.

—Sé que soy un monstruo —susurró Alia. Esta afirmación de adulto surgiendo de la boca de un niño fue como una amarga confirmación.

—¡Tú no eres un monstruo! —cortó secamente Harah—. ¿Quién ha dicho que eres un monstruo?

Jessica se sintió nuevamente maravillada por la nota de salvaje protección en la voz de Harah. Se dio cuenta de que el juicio de su hija era cierto: necesitaban a Harah. La tribu comprendería a Harah, tanto sus palabras como sus emociones, porque era evidente que quería a Alia como si fuera su propia hija.

—¿Quién lo ha dicho? —repitió Harah.

—Nadie.

Alia usó una esquina del aba de Jessica para secar las lágrimas de su rostro. Luego alisó la ropa que había mojado y arrugado.

—Entonces, no lo digas —ordenó Harah.

—Sí, Harah.

—Ahora —dijo Harah—, cuéntame qué pasó para que pueda describírselo a los demás. Dime qué es lo que te ocurrió.

Alia tragó saliva y miró a su madre.

Jessica asintió.

—Un día desperté —dijo Alia—. Tenía la impresión de haber dormido, pero no recordaba nada. Estaba en un lugar cálido y oscuro. Y tenía miedo.

Escuchando la voz balbuceante de su hija, Jessica recordó aquel día en la gran caverna.

—Como tenía miedo —dijo Alia—, quise escapar, pero no había ninguna salida. Entonces vi un destello… pero no lo vi exactamente. El destello estaba allí conmigo, y percibía sus emociones… me confortaba, me calmaba, me decía que todo iría bien. Era mi madre.

Harah se frotó los ojos y sonrió a Alia tranquilizadoramente. Había aún una luz salvaje en los ojos de la Fremen, como si estos escucharan también intensamente las palabras de Alia.

Y Jessica pensó: ¿Cómo podemos saber realmente el pensamiento de los demás… sus experiencias y adiestramiento y antepasados irrepetibles?

—Entonces, cuando me sentí finalmente segura y tranquila — dijo Alia—, hubo otro destello con nosotras… y todo ocurrió en un solo instante. El tercer destello era la vieja Reverenda Madre. Estaba… cambiando su vida con mi madre… completamente… y yo estaba con ellas, viéndolo todo… absolutamente todo. Y después todo terminó, y yo fui ellas y todas las demás y yo misma… pero necesité mucho tiempo para encontrarme a mí misma y ser de nuevo yo entre todas las demás. Había tantas.

—Fue algo cruel —dijo Jessica—. Nadie debería despertar a la consciencia de este modo. Es sorprendente que tú consiguieras aceptar todo lo que te sucedió.

—¡No podía hacer otra cosa! —dijo Alia—. No sabía cómo rechazar todo aquello o esconder mi consciencia… o aislarme… y todo ocurrió así… todo…

—Nosotros no lo sabíamos —murmuró Harah—. Cuando dimos a tu madre el Agua para que la transformase, no sabíamos que tú existieras dentro de ella.

—No te entristezcas por esto, Harah —dijo Alia—. Yo tampoco me entristezco por mí misma. Después de todo, hay razones para sentirme feliz por ello: soy una Reverenda Madre. La tribu tiene dos Rev…

Se interrumpió, inclinando la cabeza para escuchar.

Harah miró sorprendida a Alia, y luego volvió su atención al rostro de Jessica.

—¿No lo habías sospechado? —preguntó Jessica.

—Chissst —dijo Alia.

Un distante canto rítmico llegó hasta ellas a través de los cortinajes que las separaban de los corredores del sietch. Creció de volumen, haciéndose más distinto ahora:

—¡Ya! ¡Ya! ¡Yawm! ¡Ya! ¡Ya! ¡Yawm! ¡Muzein, wallah! ¡Ya! ¡Ya! ¡Yawm! ¡Mu zein, wallah!

Los que cantaban pasaron frente a su entrada, y sus voces resonaron en sus apartamentos. Lentamente, el canto se alejó.

Cuando el sonido decreció lo suficiente, Jessica inició el ritual, con la tristeza resonando en su voz.

—Era Ramadhan y abril en Bela Tegeuse.

—Mi familia estaba sentada en el patio —dijo Harah—, en el aire impregnado por la humedad del surtidor de la fuente. Había un árbol de portyguls, redondo y tupido, allí cerca. Había un frutero con mish mish y baklawa, y copas de liban… todo ello cosas deliciosas. Y la paz reinaba en nuestros jardines y en nuestros animales… paz en toda la tierra.

—La vida estaba llena de alegría hasta que llegaron los incursores —dijo Alia.

—Nuestra sangre se heló ante los gritos de nuestros amigos —dijo Jessica. Y sintió afluir los recuerdos de todos los pasados que había en ella.

—La, la, la, gritaban las mujeres —dijo Harah.

—Los incursores surgieron del mushtamal, blandiendo contra nosotras sus cuchillos rojos por la sangre de nuestros hombres —dijo Jessica.

El silencio cayó sobre ellas y sobre todo el sietch, mientras en todos los apartamentos las mujeres recordaban y renovaban su dolor.

Luego, Harah pronunció las últimas palabras del ritual, con una dureza que Jessica nunca había oído en ella.

—¡Nunca perdonar! ¡Nunca olvidar! —dijo Harah.

En el penoso silencio que siguió a estas palabras, oyeron el rumor de gente y el roce de numerosas ropas. Jessica notó la presencia de alguien tras los cortinajes que cerraba la entrada de su estancia.

—¿Reverenda Madre?

Era una voz de mujer, y Jessica la reconoció: la voz de Tharthar, una de las mujeres de Stilgar.

—¿Qué ocurre, Tharthar?

—Problemas, Reverenda Madre.

Jessica sintió que algo le aferraba el corazón, un repentino miedo por Paul.

—Paul… —jadeó.

Tharthar apartó los cortinajes y penetró en la estancia. Jessica entrevió gente apiñándose en la estancia exterior antes de que las cortinas se cerraran. Miró a Tharthar… una mujer pequeña y de piel oscura envuelta en ropas negras bordadas en rojo, sus ojos enteramente azules fijos en Jessica, las aletas de su nariz dilatadas por el constante uso de los tampones.

—¿Qué ocurre? —preguntó Jessica.

—Han llegado noticias de la arena —dijo Tharthar—. Usul afrontará al hacedor para su prueba… hoy. Los jóvenes dicen que no puede fallar, que al caer la noche será caballero de la arena. Los jóvenes se están agrupando para una razzia. Quieren hacer su incursión al norte, y allí encontrarse con Usul. Dicen que entonces lanzarán el grito. Dicen que obligarán a Usul a que desafíe a Stilgar y asuma el mando de la tribu.

Recoger el agua, sembrar las dunas, transformar el planeta lenta pero seguramente… ya no es suficiente, pensó Jessica. Las pequeñas incursiones, las incursiones seguras… ya no son suficientes ahora que Paul y yo los hemos adiestrado. Sienten su fuerza. Quieren combatir.

Tharthar se apoyaba ahora en un pie, ahora en el otro, carraspeando.

Sabemos que hay que esperar prudentemente, pensó Jessica, pero hay en nosotros ese núcleo de frustración. Sabemos el daño que puede derivarse de una espera demasiado prolongada. Si esperamos demasiado, corremos el riesgo de olvidar nuestra meta.

—Nuestros jóvenes dicen que si Usul no desafía a Stilgar, es que tiene miedo —dijo Tharthar.

Bajó la mirada.

—Entonces, es así —murmuró Jessica. Y pensó: Lo vi venir. También Stilgar.

Tharthar se aclaró una vez más la garganta.

—Incluso mi hermano, Shoab, dice esto —murmuró—. No dejarán a Usul ninguna elección.

Entonces ha llegado el momento, pensó Jessica. Y Paul deberá arreglárselas por sí mismo. La Reverenda Madre no puede verse envuelta en la sucesión.

Alia retiró sus manos de las de su madre y dijo:

—Yo iré con Tharthar y escucharé lo que dicen los jóvenes. Quizá haya un medio.

Los ojos de Jessica se encontraron con los de Tharthar.

—Ve entonces —le dijo a Alia—. E infórmate de todo apenas puedas.

—No quiero que ocurra esto, Reverenda Madre —dijo Tharthar.

—Yo tampoco lo quiero —admitió Jessica—. La tribu necesita todas sus fuerzas —observó a Harah—. ¿Irás con ellos?

Fue Harah quien respondió a la informulada pregunta:

—Tharthar no hará nada contra Alia. Sabe que muy pronto seremos esposas las dos, ella y yo, compartiendo al mismo hombre. Hemos hablado, Tharthar y yo. —Harah miró primero a Tharthar, luego a Jessica—. Hay un acuerdo entre nosotras.

Tharthar tendió una mano a Alia.

—Debemos apresurarnos —dijo—. Los jóvenes están partiendo.

Salieron apresuradamente a través de los cortinajes, la mano de la niña apretada en la pequeña mano de la mujer, pero parecía ser la niña la que guiaba la marcha.

—Si Paul-Muad’Dib vence a Stilgar, esto no ayudará a la tribu —dijo Harah—. Este era el método por el que se sucedían los jefes antes, pero los tiempos han cambiado.

—Los tiempos han cambiado también para ti —dijo Jessica.

—No puedes creer que yo dude acerca del resultado de este combate —dijo Harah—. Usul sólo puede vencer.

—Eso es lo que quería decir —dijo Jessica.

—Y crees que mis sentimientos personales entran en mi juicio —dijo Harah. Agitó la cabeza, haciendo tintinear los anillos de agua en torno a su cuello—. Cómo te equivocas. ¿Acaso piensas que me siento ofendida por no haber sido la escogida de Usul, que estoy celosa de Chani?

—Cada cual hace su propia elección —dijo Jessica.

—Siento piedad por Chani —dijo Harah.

Jessica se envaró.

—¿Qué quieres decir?

—Sé lo que piensas de Chani —dijo Harah—. Piensas que no es la mujer adecuada para tu hijo.

Jessica se relajó, recostándose en los almohadones.

—Quizá.

—Podrías tener razón —dijo Harah—. Y si esto fuera cierto, podrías encontrar un sorprendente aliado… la propia Chani. Ella sólo desea lo mejor para El.

Jessica sintió un repentino nudo en la garganta.

—Chani me es muy querida —dijo—. No podría…

—Tus alfombras están muy sucias —dijo Harah. Paseó su mirada por el suelo, evitando los ojos de Jessica—. Hay tanta gente que viene aquí. Deberías hacerlas limpiar más a menudo.

CAPÍTULO XLII

No se puede evitar la influencia de la política en el seno de una religión ortodoxa. Esta lucha por el poder impregna el adiestramiento, la educación y la disciplina de una comunidad ortodoxa. A causa de esta presión, los jefes de una tal comunidad deben afrontar inevitablemente este último dilema interior: sucumbir al más completo oportunismo como precio para mantener su poder, o arriesgarse al sacrificio de sí mismos en nombre de la ética ortodoxa.

De «Muad’Dib: Las consecuencias religiosas», por la Princesa Irulan.


Inmóvil en la arena, Paul observaba la línea de aproximación del gigantesco hacedor. No debo esperar como un contrabandista… impaciente y tembloroso, se dijo. Debo formar parte del desierto.

El ser estaba ahora a pocos minutos de distancia, llenando la mañana con el ruidoso crepitar de su avance. Sus enormes dientes, en la redonda caverna que era su boca, se destacaban como grandes flores. El olor a especia que emanaba de su cuerpo dominaba el aire.

El destiltraje de Paul se adhería perfectamente a su cuerpo, y apenas era consciente de sus tampones nasales y la máscara para la respiración. Las enseñanzas de Stilgar, las laboriosas horas en la arena, le hacían olvidar cualquier otra cosa.

—¿A qué distancia debes mantenerte del radio de acción del hacedor en la arena gruesa? —le había preguntado Stilgar. Y él había respondido correctamente:

—A medio metro por cada metro de diámetro del hacedor.

—¿Por qué?

—Para evitar el vórtice de su paso, pero tener tiempo de correr y saltar a su lomo.

—Tú ya has cabalgado a los más pequeños, los criados para la semilla y el Agua de Vida —había dicho Stilgar—. Pero el que llames para tu prueba será un hacedor salvaje, un viejo del desierto. Debes mostrarle el respeto que se merece.

Ahora, el profundo ruido del martilleador se mezclaba con el chirrido de la aproximación del gusano. Paul inspiró profundamente, oliendo la amarga acidez mineral de la arena incluso a través de sus filtros. El hacedor salvaje, el viejo del desierto, estaba casi encima de él. Sus segmentos frontales, encrestados, levantaban una ola de arena capaz de sepultarle.

Ven aquí adorable monstruo, pensó. Aquí. Escucha mi llamada. Ven aquí. Ven aquí.

La ola levantó la duna bajo sus pies. Un torbellino de polvo le envolvió. Reafirmó su posición, mientras todo su mundo era dominado por el paso de aquella inmensa pared curva ofuscada por la arena, una roca viviente segmentada.

Paul levantó los garfios, tomó puntería, se inclinó hacia adelante, se lanzó. Los sintió morder y tirar violentamente. Saltó hacia arriba, plantando sus pies en la curvada pared, tirando hacia afuera para que los garfios se clavaran mejor. Aquel era el momento culminante de la prueba: si había plantado correctamente los garfios, en el extremo anterior del segmento anillado, abriendo así el segmento, el gusano no rodaría sobre sí mismo para aplastarle.

El gusano frenó su marcha. Llegó al martilleador, y lo silenció. Lentamente, su cuerpo se curvó hacia arriba… arriba… levantando aquellos irritantes garfios lo más alto posible, lejos de la arena que amenazaba la tierna membrana interior del segmento.

Y Paul se encontró cabalgando erecto a lomos del gusano. Se sintió exultante, como un emperador ante sus dominios. Venció su impulso de dar cabriolas, de hacer girar el gusano a uno u otro lado, de demostrar su pericia y su dominio absoluto sobre la criatura.

Repentinamente comprendió por qué Stilgar le había puesto en guardia, hablándole de aquellos jóvenes locos que bailaban y jugaban con sus monstruos, arrancando sus dos garfios a la vez para clavarlos de nuevo antes de que el gusano pudiera arrojarlos de su lomo.

Arrancando un garfio de su lugar, Paul tiró del otro y clavó de nuevo el primero un poco más abajo en el flanco. Aseguró su presa, y cuando lo tuvo bien seguro repitió la operación con el otro, descendiendo así un poco en su flanco. El hacedor giró un poco sobre sí mismo y, con este movimiento, se desvió hacia la zona de arena fina donde aguardaban los demás.

Paul los vio acercarse, utilizando sus garfios para montar, pero evitando los sensibles bordes de los anillos hasta que no estuvieron todos arriba. Finalmente cabalgaron en una triple hilera tras él, sólidamente sujetos con sus garfios.

Stilgar avanzó entre las hileras, comprobó la posición de los garfios de Paul, y miró al sonriente rostro del muchacho.

—Lo has logrado, ¿eh? —dijo, alzando su voz por encima del crepitar de la arena—. Al menos eso es lo que crees, ¿no? —Se irguió—. Ahora permíteme que te diga que ha sido un pésimo trabajo. Un chico de doce años lo hubiera hecho mejor. Había un tambor de arena a la izquierda del punto donde aguardabas. Si el gusano llega a precipitarse contra ti, no hubieras encontrado lugar para huir por aquel lado.

La sonrisa desapareció del rostro de Paul.

—Había visto el tambor de arena.

—Entonces, ¿por qué no le pediste a alguno de nosotros que se situara en posición secundaria tras de ti? Es algo permitido incluso en la prueba.

Paul tragó saliva, haciendo frente al viento provocado por su marcha.

—Piensas que no está bien que ahora te diga esto —elevó la voz Stilgar—. Pero es mi deber. Pienso en lo valioso que eres para nosotros. Si hubieras caído en el tambor de arena, el hacedor se hubiera precipitado contra ti.

Pese a su repentina rabia, Paul sabía que Stilgar estaba diciendo la verdad. Necesitó un largo minuto y todo el esfuerzo del adiestramiento que había recibido de su madre para recuperar la calma.

—Lo siento —dijo—. No volverá a ocurrir.

—En una posición difícil, hazte siempre ayudar por un secundario, alguien que pueda saltar sobre el hacedor si tú no puedes —dijo Stilgar—. Recuerda que nosotros trabajamos siempre en conjunto. Sólo así estamos seguros. Siempre en conjunto, ¿eh?

Palmeó a Paul en el hombro.

—Siempre en conjunto —aceptó Paul.

—Ahora —dijo Stilgar, y su voz era dura—, muéstrame que sabes cómo maniobrar un hacedor. ¿En qué lado estamos ahora?

Paul miró a la escamosa superficie del anillo, notó la forma y el tamaño de las escamas, el modo como se alargaban a su derecha y se hacían más cortas a su izquierda. Cada gusano, sabía, se movía de una manera característica, ofreciendo casi siempre el mismo lado hacia arriba. Cuando el gusano envejecía, esta forma de moverse se convertía en algo constante. Las escamas inferiores se volvían más densas, largas y lisas. En un gusano grande, bastaba una ojeada a las escamas para identificar el arriba y el abajo.

Desplazando sus garfios, Paul se movió hacia la izquierda. Hizo un gesto a dos hombres a su flanco, que se situaron sobre el segmento abierto para mantener al gusano en línea recta mientras giraba sobre si mismo. Cuando hubo adoptado la posición requerida, invitó a dos timoneros a salir de la línea y situarse delante.

—¡Ach, haiiii-yoh! —exclamó, en el grito tradicional. El timonero de su izquierda abrió allí el borde de un segmento.

En un majestuoso círculo, el hacedor se curvó para proteger su segmento abierto. Dio un amplio giro sobre sí mismo y, cuando estuvo orientado de nuevo al sur, Paul gritó:

—¡Geyrat!

El timonero soltó sus garfios. El hacedor prosiguió avanzando en línea recta.

—Muy bien, Paul-Muad’Dib —dijo Stilgar—. Con la práctica, podrás llegar a ser un caballero de la arena.

Paul frunció el ceño, pensando: ¿Acaso no he sido el primero en montarlo?

Tras él se alzaron risas. El grupo empezó a cantar, lanzando su nombre al cielo:

—¡Muad’Dib! ¡Muad’Dib! ¡Muad’Dib!

Y muy atrás en la superficie del gusano, Paul oyó el golpeteo de los aguijoneadores en los segmentos de cola. El gusano empezó a adquirir velocidad. Sus ropas ondearon al viento. El abrasivo sonido de su paso se incrementó.

Paul miró a sus espaldas a través del grupo, y vio el rostro de Chani muy cerca de él. La miró mientras preguntaba a Stilgar:

—Entonces, ¿soy un caballero de la arena, Stil?

—¡Mal yawm! Eres un caballero de la arena desde hoy.

—Entonces, ¿puedo escoger nuestro destino?

—Esa es la costumbre.

—Y yo soy un Fremen que he nacido aquí, hoy, en el erg Habbanya. Nunca he vivido hasta hoy. Era un niño hasta este día.

—No exactamente un niño —dijo Stilgar. Se apretó una esquina de su capucha que chasqueaba al viento.

—Pero había un corcho bloqueando la salida de mi mundo, y este corcho ha sido quitado.

—Ya no hay ningún corcho.

—Quiero ir al sur, Stilgar… veinte martilleadores. Así veré el país que estamos creando, la tierra que sólo he visto con los ojos de los demás.

Y veré a mi hijo y a mi familia, pensó. Necesito ahora tiempo para examinar este futuro que es un pasado en mi mente. El torbellino se acerca y, sino consigo detenerlo, nos arrastrará con su salvaje violencia.

Stilgar le miró, pensativo. Paul siguió dedicando su atención a Chani, leyendo en su rostro el reflejo de la excitación que sus palabras habían despertado en el grupo.

—Los hombres están impacientes por efectuar una incursión contigo a los sink de los Harkonnen —dijo Stilgar—. Los sink se encuentran tan sólo a un martilleador de aquí.

—Los Fedaykin ya han hecho incursiones conmigo —dijo Paul—. Y seguirán haciéndolas hasta que no queden Harkonnen respirando el aire de Arrakis.

Stilgar le miró largamente, y Paul comprendió que estaba pensando en cómo había asumido el mando del Sietch Tabr y del Consejo de Jefes, tras la muerte de Liet-Kynes.

Ha oído hablar de la agitación que reina entre los jóvenes Fremen, pensó Paul.

—¿Deseas una Asamblea de los jefes? —preguntó Stilgar. Los ojos de los jóvenes relampaguearon tras él, mientras seguían cabalgando al gusano en su loca carrera. Y Paul vio la inquietud en la mirada de Chani, la forma como sus ojos iban desde Stilgar, que era su tío, hasta Paul-Muad’Dib, que era su compañero.

—No puedo saber lo que quiero —dijo Paul.

Y pensó: No puedo retroceder en mi camino. Debo mantener mi control sobre esta gente.

—Tú eres el mudir de la arena hoy —dijo Stilgar. Su voz era sumamente formal—. ¿Cómo vas a usar este poder?

Necesitamos tiempo para relajarnos, tiempo para reflexionar fríamente, pensó Paul.

—Iremos al sur —dijo.

—¿Incluso si yo digo que tendremos que volver hacia el norte apenas haya terminado esta jornada?

—Iremos al sur —repitió Paul.

Un sentido de inevitable dignidad circundó a Stilgar mientras ajustaba estrechamente sus ropas.

—Tendremos Asamblea —dijo—. Enviaré los mensajes.

Piensa que voy a desafiarle, pensó Paul. Y sabe que no puede vencerme.

Hizo frente al sur, sintiendo el viento azotar sus expuestas mejillas, pensando en todas las necesidades que iban a condicionar sus decisiones.

Ignoran cuál es la realidad, pensó.

Sabía que no debía dejarse desviar por ninguna consideración. Debía mantenerse a cualquier precio en el camino de aquel huracán del tiempo que había podido ver en el futuro. En un momento determinado podría dominarlo, pero sólo si podía penetrar hasta el mismo corazón.

No le desafiaré si puedo evitarlo, pensó. Si hay otra manera de impedir el jihad…

—Para la comida de la tarde y la plegaria nos detendremos en la Caverna de los Pájaros, al otro lado de la Cresta Habbanya — dijo Stilgar. Clavó él mismo unos garfios para equilibrar la marcha del hacedor, y señaló una lejana barrera rocosa que surgía en el desierto.

Paul estudió la cordillera, las grandes vetas rocosas que se alzaban como gigantescas olas. Ningún rastro de verdor, ninguna flor ablandaba la rigidez de aquel horizonte. Más allá de las montañas se abría la vía del sur, diez días y diez noches como mínimo, a la máxima velocidad posible de un hacedor.

Veinte martilleadores.

El camino les llevaría mucho más lejos de las patrullas Harkonnen. Sabía cómo era: sus sueños se lo habían mostrado. Un día, mientras seguían avanzando hacia el sur, habría un leve cambio en el color del horizonte… algo casi imperceptible, casi una ilusión debida a la esperanza… y entonces llegarían al nuevo sietch.

—¿Muad’Dib está de acuerdo con mi decisión? —preguntó Stilgar. Había un levísimo toque de sarcasmo en su voz, pero los oídos Fremen a su alrededor, alertas a la menor variación en el grito de un pájaro o al mensaje desgranado por un ciélago, captaron el sarcasmo y miraron a Paul, esperando su reacción.

—Stilgar oyó mi juramento de lealtad cuando consagramos a los Fedaykin —dijo Paul—. Mis comandos de la muerte saben que hablo con honor. ¿Acaso Stilgar duda de ello?

Había un sincero dolor en la voz de Paul. Stilgar lo captó y bajó los ojos.

—Nunca dudaré de Usul, el compañero de mi sietch —dijo—. Pero tú eres Paul-Muad’Dib, el Duque Atreides, y tú eres el Lisan al-Gaib, la Voz del Otro Mundo. A esos hombres no los conozco.

Paul volvió la mirada para fijarla en la Cresta Habbanya, surgiendo del desierto frente a ellos. Bajo sus pies, el hacedor estaba aún lleno de fuerza y voluntad. Podría transportarles a una distancia de casi el doble que cualquier otro gusano. Lo sabía. Ninguno, ni siquiera en las fábulas que se contaban a los niños, podía ser parangonado con aquel viejo del desierto. Paul comprendió que aquel sería el inicio de una nueva leyenda.

Una mano le aferró el hombro.

Paul la miró, siguió el brazo hasta alcanzar el rostro que se hallaba al otro extremo… los oscuros ojos de Stilgar brillando entre la máscara del filtro y la capucha del destiltraje.

—El hombre que guió el Sietch Tabr antes de mí —dijo Stilgar— era mi amigo. Compartimos los mismos peligros. Más de una vez me debió su vida… como yo le debía la mía.

—Yo soy tu amigo, Stilgar —dijo Paul.

—Nadie puede dudarlo —dijo Stilgar. Apartó su mano y se alzó de hombros—. Así tendrá que ser.

Paul comprendió que Stilgar estaba demasiado inmerso en las costumbres Fremen como para considerar siquiera la existencia de alguna otra posibilidad. Allí un jefe tenía que morir para abandonar las riendas del poder a otro. Y Stilgar era un naib a este respecto.

—Debemos dejar este hacedor en arenas profundas —dijo Paul.

—Sí —admitió Stilgar—. Andaremos desde aquí hasta la caverna.

—Lo hemos cabalgado mucho tiempo —dijo Paul—. Ahora va a enterrarse en la arena y dormir durante uno o dos días.

—Tú eres el mudir de la arena —dijo Stilgar—. Di cuando… —se interrumpió, mirando al cielo hacia el este.

Paul siguió su mirada. El azul de la especia en sus ojos hacía el cielo más oscuro, de un intenso azul, en el cual se destacaba en un violento contraste un lejano y rítmico parpadeo.

¡Un ornitóptero!

—Un pequeño tóptero —dijo Stilgar.

—Tal vez un explorador —dijo Paul—. ¿Crees que nos haya visto?

—A esta distancia tan sólo somos un gusano en la superficie —dijo Stilgar. Hizo un rápido gesto con su mano izquierda—. Abajo. Dispersaos por la arena.

Los Fremen se dejaron deslizar por los flancos del gusano, saltando a la arena y confundiéndose con ella bajo sus capas. Paul registró el lugar donde había caído Chani. Poco después, sólo quedaban él y Stilgar a lomos del animal.

—Primero en subir, último en bajar —dijo Paul.

Stilgar asintió, deslizándose con ayuda de sus garfios y saltando a la arena. Paul esperó hasta que el hacedor estuvo a una prudente distancia, y entonces soltó sus garfios. Aquel era el momento más delicado, con un gusano que aún no estaba completamente exhausto.

Liberado de los aguijones y de los garfios, el enorme gusano se hundió en la arena. Paul corrió con paso ligero a lo largo del gigantesco lomo, eligió con precisión el momento y saltó. Cayó sobre la arena y siguió corriendo, precipitándose hacia el lado liso de una duna como le habían enseñado, y escondiéndose bajo una cascada de arena que cubrió sus ropas.

Ahora, esperar…

Paul se volvió cuidadosamente, hasta distinguir una franja de cielo entre los bordes de sus ropas. Imaginó a los demás haciendo exactamente lo mismo a lo largo del camino seguido por el gusano.

Oyó el batir de las alas del tóptero antes incluso de verlo. Luego hubo un silbido de los chorros, y el aparato pasó sobre el sendero trazado en el desierto, giró en un amplio arco y se dirigió hacia las rocas.

Un tóptero sin identificaciones, observó Paul.

Desapareció de su vista, tras la Cresta Habbanya.

El grito de un pájaro resonó sobre el desierto. Luego otro.

Paul se liberó de la arena y escaló hasta el borde de su duna. Otras figuras se levantaron a lo largo de una línea sobre los bordes de las dunas. Reconoció a Chani y a Stilgar entre ellas.

Stilgar señaló hacia la cresta montañosa.

Se reunieron y se pusieron en marcha sobre la arena, con el ritmo desacompasado que no atraía a los hacedores. Stilgar se reunió con Paul en la cresta de una duna endurecida por el viento.

—Era un aparato contrabandista —dijo Stilgar.

—Así parecía —dijo Paul—. Pero estamos demasiado lejos en el desierto para los contrabandistas.

—También ellos tienen sus problemas con las patrullas —dijo Stilgar.

—Si llegan tan lejos en el desierto —dijo Paul—, eso quiere decir que pueden ir más lejos todavía.

—Exacto.

—No sería bueno que pudieran ver lo que estamos haciendo más al sur. Los contrabandistas también venden información.

—¿No crees que estaban cazando especia? —preguntó Stilgar.

—En este caso, tendría que haber un ala de acarreo y un tractor en algún lugar cercano —dijo Paul—. Nosotros tenemos especia. Tendamos una trampa en la arena y capturemos algunos contrabandistas. Deben aprender que esta es nuestra tierra, y nuestros hombres necesitan hacer prácticas con sus nuevas armas.

—Ahora es Usul quien está hablando —dijo Stilgar—. Usul piensa como un Fremen.

Pero Usul debe tomar decisiones que llevan hasta una terrible finalidad, pensó Paul.

Y la tormenta se condensó.

CAPÍTULO XLIII

Cuando la ley y el deber son una sola cosa, unida a la religión, uno pierde algo de su consciencia. Entonces, uno es algo menos que un individuo completo.

De «Muad’Dib: Las noventa y nueve maravillas del universo», por la Princesa Irulan.


La factoría de especia de los contrabandistas, con su ala de acarreo y su anillo de zumbantes ornitópteros, avanzaba sobre las dunas como si fuera una reina rodeada por su cohorte de insectos. Algunas crestas rocosas de escasa altura aparecieron en su camino, parecidas a una imitación en miniatura de la Muralla Escudo. La última tormenta había barrido completamente la arena de las rocas.

En la burbuja de mandos de la factoría, Gurney Halleck se inclinó hacia adelante, ajustó las lentes de aceite de sus binoculares y exploró el paisaje. Más allá de la cresta vio una mancha oscura que podía ser una explosión de especia, e hizo una señal al ornitóptero más cercano para que fuera a investigar.

El tóptero osciló sobre sus alas, indicando que había recibido el mensaje. Se apartó del enjambre, picando hacia la zona más oscura de arena, y dio una vuelta sobre el área lanzando los dardos de sus detectores hacia la superficie.

Casi inmediatamente replegó sus alas y se lanzó en picado, girando en círculo y confirmando así a la factoría que aguardaba, que aquel era un depósito de especia.

Gurney bajó sus binoculares, observando que los demás también habían visto la señal. Le gustaba aquel lugar. La cresta rocosa ofrecía una cierta protección. Estaban en la profundidad del desierto, era un lugar poco adecuado para una emboscada… sin embargo… Gurney indicó a un aparato que sobrevolara las rocas y envió a otros a tomar posiciones en distintos puntos rodeando la zona… no a mucha altitud para evitar ser descubiertos por los detectores Harkonnen de largo alcance.

Pero dudaba que las patrullas Harkonnen se aventurasen tan lejos hacia el sur. Aquel era un territorio Fremen.

Gurney revisó sus armas, maldiciendo el hecho que hacía los escudos inutilizables allí. Cualquier cosa que pudiera atraer a un gusano debía ser evitada a toda costa. Se frotó su cicatriz de estigma a lo largo de su mejilla, estudiando el lugar, y decidió que sería más seguro descender con un grupo de hombres a pie, entre las rocas. La inspección a pie seguía siendo aún la más segura. Uno no era nunca demasiado prudente cuando los Fremen y los Harkonnen se cortaban mutuamente el cuello.

Eran los Fremen sin embargo los que le preocupaban ahora. La especiales importaba poco, pero se mostraban como unos verdaderos demonios si alguien metía un pie en un territorio que consideraban prohibido. Y, desde hacía una temporada, eran diabólicamente astutos.

Gurney consideraba insoportable la astucia y el valor en combate de aquellos nativos. Desplegaban un sofisticado conocimiento del arte de la guerra como nunca había encontrado, él que había sido adiestrado por los mejores combatientes del universo antes de participar en batallas donde tan sólo sobrevivían los más fuertes.

Examinó nuevamente el desierto, preguntándose de dónde provenía su creciente inquietud. Quizá el gusano que habían visto… pero estaba lejos, al otro lado de la cresta.

Una cabeza apareció al lado de Gurney… el comandante de la factoría, un viejo pirata barbudo y tuerto, con un ojo azul y unos dientes de color lechoso a causa de su dieta de especia.

—Parece un yacimiento rico, señor —dijo el comandante de la factoría—. ¿Vamos allá?

—Sitúate en el borde de aquella cresta —ordenó Gurney—. Déjame desembarcar con mis hombres. Podrás avanzar hasta la especia desde ahí. Yo y mis hombres echaremos un vistazo desde esas rocas.

—De acuerdo.

—En caso de problemas —dijo Gurney—, salva la factoría. Nosotros escaparemos en los tópteros.

El comandante de la factoría saludó.

—De acuerdo, señor —desapareció a través de la abertura.

Gurney escrutó de nuevo el horizonte. No podía desechar la posibilidad de que allí hubiera Fremen: estaban cruzando su territorio. Los Fremen le preocupaban, con su imprevisibilidad y dureza. Y había otras cosas que le contrariaban en aquel trabajo, pero los beneficios eran grandes. El hecho de que fuera imposible enviar a los exploradores a mayor altura, por ejemplo. La necesidad de guardar silencio a través de la radio era otra cosa que aumentaba su inquietud.

La factoría giró, iniciando el descenso. Se deslizó suavemente en dirección a la árida playa al pie de las rocas. Sus cadenas tocaron la arena.

Gurney abrió la burbuja y se soltó el cinturón de seguridad. En el instante en que la factoría se detenía estaba ya en pie, saliendo fuera mientras el domo se cerraba a sus espaldas, deslizándose a lo largo de la cadena ayudándose con manos y pies y saltando a la arena más allá de la red de emergencia. Los cinco hombres de su guardia personal salieron con él, emergiendo por la escotilla delantera. Otros soltaron la factoría del ala de acarreo. Esta alzó el vuelo, empezando a trazar círculos sobre la factoría. Inmediatamente las cadenas de la factoría se pusieron en movimiento, apartándola de la cresta rocosa en dirección a la oscura mancha de especia en medio de la arena.

Un tóptero se lanzó en picado y tomó tierra en sus inmediaciones. Otro lo siguió, y luego otro. Vomitaron los pelotones de Gurney, y volvieron a alzar el vuelo.

Gurney probó sus músculos en el destiltraje, tensándolos. Se quitó la máscara y el filtro de la cara, perdiendo humedad para cumplir una necesidad más imperiosa: obtener toda la potencia de su voz para gritar sus órdenes. Empezó a escalar las rocas, tanteando el terreno: guijarros y arena gruesa bajo sus pies, y el característico olor de la especia.

Un buen emplazamiento para una base de emergencia, pensó. Sería provechoso enterrar algunos pertrechos aquí.

Se volvió hacia sus hombres, que le seguían en formación dispersa. Buenos elementos, incluso los nuevos a los que no había tenido tiempo de someter a prueba. Buenos elementos. No necesitaba tener que repetirles constantemente lo que tenían que hacer. No se apreciaba el destello de ningún escudo entre ellos. No había cobardes en su grupo llevando consigo algún escudo que pudiera atraer a un gusano y arruinar todo el trabajo de recogida de la especia.

Desde el lugar donde se encontraba, en una elevación entre las rocas, Gurney veía claramente la oscura mancha de la especia, a medio kilómetro de distancia aproximadamente, y el tractor acercándose a su centro. Alzó la vista hacia la protección aérea, calculando su cota… no demasiado alta. Asintió para sí mismo y reemprendió la ascensión.

En aquel instante, la cresta estalló.

Doce cegadores chorros de llamas rugieron hacia arriba, en dirección a los tópteros y al ala de acarreo. Al mismo tiempo, un horrísono fragor metálico le llegó desde el tractor, y las rocas en torno a Gurney empezaron a vomitar hombres encapuchados.

Gurney tuvo tiempo de pensar: ¡Por los cuernos de la Gran Madre! ¡Cohetes! ¡Están utilizando cohetes!

Luego se encontró frente a frente con una figura encapuchada agazapada sobre sí misma, con un crys en la mano apuntándole. Otros dos hombres saltaron de las rocas, a su izquierda y a su derecha. Sólo los ojos del guerrero frente a él eran visibles para Gurney, entre la capucha y el velo del albornoz color arena, pero su actitud y la tensión en que se mantenía encogido, preparado para saltar, le advirtieron que se trataba de un combatiente hábil y entrenado. Sus ojos tenían el azul de los Fremen del desierto profundo.

Gurney movió una mano hacia el cuchillo, manteniendo los ojos fijos en el crys del otro. Si se atrevían a usar cohetes, esto quería decir que disponían de otras armas a proyectiles. Aquel momento requería una extrema cautela. Por el ruido sabía que la mayor parte de su cobertura aérea había sido abatida. A sus espaldas se oían gruñidos, imprecaciones, un rumor de lucha.

Los ojos de su adversario habían seguido el movimiento de la mano de Gurney hacia su cuchillo, para fijarse luego en sus propios ojos.

—Deja el cuchillo en su funda, Gurney Halleck —dijo el hombre.

Gurney vaciló. Aquella voz tenía un sonido extrañamente familiar, pese a la distorsión producida por el filtro del destiltraje.

—¿Conoces mi nombre? —dijo.

—No necesitas el cuchillo conmigo, Gurney —dijo el hombre. Se irguió, introdujo su crys en la funda bajo sus ropas —. Di a tus hombres que cesen en su inútil resistencia.

El hombre echó hacia atrás la capucha y retiró su filtro.

El shock producido por lo que vio tensó los músculos de Gurney. Por un momento creyó hallarse contemplando el fantasma del Duque Leto Atreides. Luego, la comprensión fue llegando lentamente.

—Paul —jadeó. Y más fuerte—: Paul, ¿eres realmente tú?

—¿No crees en tus propios ojos? —preguntó Paul.

—Se decía que estabas muerto —dijo Gurney con voz ronca. Dio medio paso hacia adelante.

—Di a tus hombres que se rindan —ordenó Paul. Señaló hacia abajo, a las estibaciones inferiores de la cresta.

Gurney se volvió, reluctante, sin acabar de decidirse a apartar sus ojos de Paul. Vio tan sólo algunos combatientes aislados. Los encapuchados hombres del desierto parecían estar en todas partes. El tractor estaba inmóvil y silencioso, con un grupo de Fremen encima de él. No se oía a ningún aparato sobre sus cabezas.

—¡Alto la lucha! —gritó Gurney. Inspiró profundamente, hizo bocina con las manos y repitió—: ¡Aquí Gurney Halleck! ¡Alto la lucha!

Lentamente, las figuras que luchaban se separaron. Ojos interrogantes se volvieron hacia él.

—¡Son amigos! —gritó Gurney.

—¡Vaya amigos! —respondió una voz—. ¡La mitad de nuestra gente ha muerto!

—Ha sido un error —dijo Gurney—. No lo empeoréis.

Se volvió de nuevo hacia Paul, mirando fijamente a sus azules ojos enteramente Fremen.

Una sonrisa afloró a la boca de Paul, pero había una dureza en aquella expresión que a Gurney le recordó al Viejo Duque, el abuelo de Paul. Vio entonces una serie de detalles en Paul que nunca había visto antes en los Atreides: un cuerpo delgado y nervioso, una piel coriácea, una mirada atenta y calculadora.

—Se decía que estabas muerto —repitió Gurney.

—Y me ha parecido que la mejor protección es que sigan creyéndolo —dijo Paul.

Gurney se dio cuenta de que aquella sería la única disculpa que oiría nunca por haber sido abandonado a sus propios recursos, dejándole creer que el joven Duque… su amigo, había muerto. Se preguntó entonces si quedaba aún en él algo del muchacho que había conocido y al que había adiestrado en el arte de la lucha.

Paul avanzó un paso hacia Gurney, sintiendo que algo le escocía en los ojos.

—Gurney…

Pareció que todo ocurriera sin el concurso de sus voluntades: se encontraron el uno en brazos del otro, palmeándose las espaldas, comprobando el reconfortante contacto de la sólida carne.

—¡Condenado muchacho! ¡Condenado muchacho! —repetía una y otra vez Gurney.

Y Paul:

—¡Gurney! ¡Viejo Gurney!

Luego se separaron, mirándose el uno al otro. Gurney inspiró profundamente.

—Así que es gracias a ti que los Fremen son tan hábiles en las tácticas de batalla. Tendría que haberlo comprendido. Hacen cosas que sólo yo podría hacer. Si tan sólo hubiera comprendido… —agitó la cabeza—. Si tan sólo hubieras enviado un mensaje, muchacho. Nada hubiera podido detenerme. Hubiera venido corriendo y…

Una expresión en los ojos de Paul le interrumpió… una expresión dura, calculadora.

Gurney suspiró.

—Y alguien, seguro, se hubiera preguntado por qué Gurney Halleck se había ido tan precipitadamente, y alguien hubiera hecho algo más que formularse simples preguntas. Hubieran iniciado una caza para buscar las respuestas.

Paul asintió, observando a los Fremen que estaban esperando a su alrededor… las curiosas miradas valorativas en los rostros de los Fedaykin. Apartó la vista de sus comandos de la muerte y la volvió a posar en Gurney. El haber encontrado a su viejo maestro de armas le llenaba de alegría. Era como un feliz presagio, la señal de que el curso del futuro le sería propicio.

Con Gurney a mi lado…

Miró más allá de la cresta y de los Fedaykin, estudiando a los contrabandistas que habían venido con Gurney.

—¿De qué lado están tus hombres, Gurney? —preguntó.

—Todos son contrabandistas —dijo Gurney—. Están del lado donde hay beneficios.

—Nuestra aventura promete muy pocos beneficios —dijo Paul, y captó el imperceptible gesto que le había hecho Gurney con su mano derecha… el viejo código manual de otros tiempos. Le estaba diciendo que entre los contrabandistas había hombres en los que uno no podía confiar.

Llevó una mano a sus labios para indicar que había comprendido, y alzó la mirada hacia los hombres que permanecían de guardia entre las rocas. Vio allí a Stilgar. El recuerdo de su problema aún no solucionado con Stilgar enfrió en parte su alegría.

—Stilgar —dijo—, este es Gurney Halleck, del que me has oído hablar. El maestro de armas de mi padre, uno de los que me enseñaron a combatir, un viejo amigo. Puede confiarse en él para cualquier aventura.

—Entiendo —dijo Stilgar—. Tú eres su Duque.

Paul observó el oscuro rostro encima suyo, preguntándose qué razones habían impelido a Stilgar a decir precisamente aquello. Su Duque. Había habido una extraña, sutil entonación en la voz de Stilgar, como si quisiera decir alguna otra cosa. Y esto no era propio de Stilgar, que era un jefe Fremen, un hombre que decía lo que pensaba.

¡Mi Duque!, pensó Gurney. Miró a Paul como si le viera por primera vez. Sí; con Leto muerto, el título recae sobre los hombros de Paul.

El esquema de la guerra de los Fremen en Arrakis adquirió una nueva fisonomía en la mente de Gurney. ¡Mi Duque! Algo que ya estaba muerto en las profundidades de su consciencia empezó de nuevo a vivir. Sólo en parte oyó a Paul ordenando que los contrabandistas fueran desarmados hasta el momento de ser interrogados.

La mente de Gurney volvió a la realidad cuando oyó protestar a algunos de sus hombres. Agitó la cabeza y se volvió.

—¿Estáis sordos? —gritó—. Este es el legitimo Duque de Arrakis. Haced lo que os ordena.

Gruñendo, los contrabandistas se resignaron.

Paul se acercó a Gurney, hablando en voz baja.

—Nunca hubiera esperado que cayeras en esa trampa, Gurney.

—He sido bien castigado —dijo Gurney—. Estoy por apostar que aquella mancha de especia no tiene más espesor que un grano de arena, un cebo para atraernos.

—Ganarías tu apuesta —dijo Paul. Miró a los hombres que iban siendo desarmados—. ¿Hay algunos otros hombres de mi padre entre tu equipo?

—Ninguno. Están todos dispersos. Algunos están entre los comerciantes libres. Muchos han gastado todas sus ganancias en irse de este lugar.

—Pero tú te quedaste.

—Yo me quedé.

—Porque Rabban está aquí —dijo Paul.

—Pensé que no me quedaba nada excepto la venganza —dijo Gurney.

Un grito extrañamente sincopado resonó en la cima de la cresta. Gurney miró hacia arriba y vio a un Fremen agitando un pañuelo.

—Se acerca un hacedor —dijo Paul. Avanzó hacia un espolón rocoso, seguido por Gurney, y miró hacia el sudoeste. La ola de arena levantada por el gusano era visible a mitad de camino entre las rocas y el horizonte, un rastro coronado de polvo que cortaba directamente el desierto en dirección a ellos.

—Es un ejemplar grande —dijo Paul.

Un estrépito metálico procedente de la factoría sonó a sus espaldas. La gran masa estaba girando sobre sí misma como un gigantesco insecto, moviéndose pesadamente hacia las rocas.

—Lástima que no hayamos podido salvar el ala de acarreo — dijo Paul.

Gurney le miró, observando después las manchas de humeantes restos en el desierto, donde el ala y los ornitópteros habían sido abatidos por los cohetes Fremen. Sintió un repentino dolor por los hombres perdidos allí… sus hombres.

—Tu padre hubiera llorado más bien por los hombres que no había podido salvar —dijo.

Paul le dirigió una dura mirada, luego bajó los ojos.

—Eran tus amigos, Gurney —dijo—. Te comprendo. Para nosotros, sin embargo, eran unos intrusos. Podían ver cosas prohibidas. Tú también tendrías que comprenderlo.

—Comprendo perfectamente —dijo Gurney—. Ahora, me siento curioso por ver lo que no tenía que ver.

Paul alzó los ojos y reconoció aquella sonrisa de viejo lobo que tan bien conocía, el surco de la cicatriz de estigma a lo largo de la mejilla del hombre.

Gurney señaló con la cabeza al desierto bajo ellos. Los Fremen continuaban con sus tareas. No parecían estar en absoluto preocupados por la rápida aproximación del gusano.

Les llegó un martilleo sordo procedente de las dunas abiertas más allá de la falsa mancha de especia… un sordo pulsar que hacía vibrar la roca bajo sus pies. Gurney vio a los Fremen dispersarse por la arena, a lo largo del camino del gusano.

Y el gusano estaba ahora ya muy cerca, como un gigantesco pez de arena, abriendo la superficie con su cresta, sus anillos reluciendo y retorciéndose. Desde su privilegiada posición sobre el desierto, Gurney pudo seguir la captura del gusano… el atrevido salto del primer hombre con los garfios, el giro de la criatura, y después todo el grupo de hombres escalando la moviente colina del flanco del gusano.

—Eso es algo de lo que no tendrías que haber visto —dijo Paul.

—Circulan muchas historias y rumores —dijo Gurney—. Pero no es una cosa que se pueda creer sin haberla visto. — Agitó la cabeza—. La criatura que todos los hombres de Arrakis temen, y vosotros la usáis como un animal de monta.

—Oíste a mi padre hablar del poder del desierto —dijo Paul —. Ahí está. La superficie de este planeta es nuestra. No hay tormenta ni criaturas que puedan detenernos.

Nosotros, pensó Gurney. Se refiere a los Fremen. Está hablando de sí mismo como de uno de ellos. Miró nuevamente al azul de especia de los ojos de Paul. Sabía que también sus propios ojos tenían un toque de este color, pero los contrabandistas podían obtener alimentos de otros planetas, y había una sutil implicación de castas entre ellos según el tono y la intensidad de los ojos. Cuando un hombre se convertía en demasiado parecido a los indígenas se decía de él que había tomado «un toque de especia». Y había siempre un cierto desprecio en esta expresión.

—Durante un tiempo no cabalgamos al hacedor a la claridad del día por estas latitudes —dijo Paul—. Pero Rabban ya no dispone de un número suficiente de aparatos para cubrir incluso la más pequeña extensión de arena. —Miró a Gurney—. Tus vehículos nos han pillado por sorpresa.

Nos… nos… Gurney agitó la cabeza para apartar aquellos pensamientos.

—No os hemos sorprendido más de lo que vosotros nos habéis sorprendido a nosotros —dijo.

—¿Qué es lo que se dice de Rabban en los sink y en los poblados? —preguntó Paul.

—Se habla de que han fortificado los poblados del graben hasta tal punto que no conseguiréis nada contra ellos. Dicen que sólo necesitan sentarse tranquilamente tras sus defensas y dejar que vosotros os agotéis en fútiles ataques.

—En otras palabras —dijo Paul—, se han inmovilizado.

—Mientras que vosotros podéis ir a donde os plazca —dijo Gurney.

—Es una táctica que he aprendido de ti —dijo Paul—. Han perdido la iniciativa, y esto quiere decir que han perdido la guerra.

Gurney sonrió con una sonrisa de complicidad.

—Nuestro enemigo se encuentra exactamente donde yo quiero que esté —dijo Paul. Miró a Gurney—. Bien, Gurney, ¿quieres enrolarte conmigo para el final de esta campaña?

—¿Enrolarme? —Gurney le miró sorprendido—. Mi Señor, nunca he dejado tu servicio. Eres todo lo que me queda… y pensar que te consideraba muerto. Estaba solo, y he sobrevivido como he podido únicamente esperando inmolar mi vida por la única causa válida que me quedaba… la muerte de Rabban.

Un embarazado silencio flotó sobre Paul.

Una mujer apareció entre las rocas, por encima de ellos, con sus ojos, entre la capucha del destiltraje y la máscara, mirando alternativamente a Paul y a su compañero. Se detuvo frente a Paul. Gurney notó su aire posesivo, la forma en que miraba a Paul.

—Chani —dijo Paul—, este es Gurney Halleck. Me has oído hablar de él.

—Te he oído hablar.

—¿Dónde han ido los hombres con el hacedor? —preguntó Paul.

—Lo han cabalgado para distraerlo y darles tiempo a salvar la máquina.

—Bien, entonces… —Paul se interrumpió y husmeó el aire.

—El viento se acerca —dijo Chani.

—¡Hey, aquí…! —llamó una voz en la cresta por encima de ellos—. ¡El viento!

Gurney vio que los Fremen se apresuraban ahora… como dominados por un repentino sentido de urgencia. La llegada del viento creaba en ellos un temor que ni siquiera un gusano provocaba. La factoría alcanzó pesadamente las primeras estribaciones rocosas, le fue abierto un camino entre las rocas… y estas mismas rocas fueron colocadas nuevamente luego hasta que toda huella del paso del tractor quedó borrada a sus ojos.

—¿Tenéis muchos escondrijos de este tipo? —preguntó Gurney.

—Muchísimos —dijo Paul. Se volvió hacia Chani—. Búscame a Korba. Dile que Gurney me ha advertido que entre esos contrabandistas hay algunos elementos que no son de fiar.

Ella miró de nuevo a Gurney, luego a Paul, asintió, y se alejó entre las rocas, con la agilidad de una gacela.

—Es tu mujer —dijo Gurney.

—La madre de mi primogénito —dijo Paul—. Hay otro Leto entre los Atreides.

Gurney aceptó aquello con sólo un alzamiento de cejas.

Paul observó con ojo crítico la actividad de sus hombres. Un color ocre dominaba ahora el cielo por el sur, y las primeras ráfagas de viento le embistieron con un torbellino de polvo.

—Ajusta tu traje —dijo Paul. Y se colocó la máscara y la capucha sobre su cabeza.

Gurney obedeció, agradeciendo los filtros.

—¿Quiénes son los hombres en los que no confías, Gurney? —habló Paul, con su voz ahogada por el filtro.

—Hay algunos nuevos reclutas —dijo Gurney—. Extranjeros… —vaciló, sorprendido. Extranjeros. La palabra había acudido tan fácilmente a su boca…

—¿Sí? —dijo Paul.

—No son como los acostumbrados cazadores de fortuna que se unen a nosotros —dijo Gurney—. Son más duros.

—¿Espías Harkonnen? —preguntó Paul.

—Creo, mi Señor, que no tienen relación con los Harkonnen. Sospecho que son hombres del servicio Imperial. Hay en ellos la impronta de Salusa Secundus.

Paul le dirigió una cortante mirada.

—¿Sardaukar?

Gurney alzó los hombros.

—Es posible, pero en este caso saben ocultarlo muy bien.

Paul asintió, pensando en cuán fácilmente había reasumido Gurney sus hábitos de leal defensor de los Atreides… pero con sutiles reservas… diferencias. Arrakis también le había cambiado a él.

Dos encapuchados Fremen emergieron de una abertura entre las rocas bajo ellos, escalando los riscos. Uno de ellos acarreaba un grueso bulto sobre el hombro.

—¿Dónde están ahora mis hombres? —preguntó Gurney.

—Seguros entre las rocas, debajo de nosotros —dijo Paul—. Tenemos una caverna aquí… la Caverna de los Pájaros. Decidiremos qué hacemos con ellos después de la tormenta.

—¡Muad’Dib! —llamó una voz desde abajo.

Paul se volvió al grito, viendo a un guardia Fremen haciéndole señales desde la embocadura de la caverna. Respondió a su gesto.

Gurney le observó con una nueva expresión.

—¿Tú eres Muad’Dib? —preguntó—. ¿Tú eres el azote de la arena?

—Es mi nombre Fremen —dijo Paul.

Gurney desvió su mirada, invadido por un opresivo presentimiento. La mitad de sus hombres yacían muertos en la arena, los otros estaban cautivos. No le importaban los nuevos reclutas, pero entre los otros había hombres de valía, amigos, gente de la que era responsable. «Decidiremos qué hacemos con ellos después de la tormenta» Esto era lo que había dicho Paul, lo que había dicho Muad’Dib. Y Gurney recordó las historias que se contaban acerca de Muad’Dib, el Lisan al-Gaib… cómo había despellejado a un oficial Harkonnen para hacer el cuero de sus tambores, cómo se había rodeado de los comandos de la muerte, de los Fedaykin que se precipitaban a la lucha con himnos de muerte en sus labios.

El.

Los dos hombres que escalaban los riscos saltaron silenciosamente a un saliente rocoso y se inmovilizaron frente a Paul.

—Todo a resguardo, Muad’Dib —dijo uno de ellos, de rostro oscuro—. Será mejor ir abajo.

—De acuerdo.

Gurney notó el tono de voz del hombre… mitad orden, mitad súplica. Era el hombre llamado Stilgar, otra figura en las nuevas leyendas Fremen.

Paul observó el bulto que llevaba el otro hombre.

—Korba, ¿qué es eso? —preguntó.

—Estaba en el tractor —respondió Stilgar—. Lleva las iniciales de este amigo tuyo y contiene un baliset. Te he oído hablar tantas veces de lo bien que toca Gurney Halleck el baliset…

Gurney estudió al Fremen, viendo la punta de su negra barba surgiendo del borde de la máscara, la mirada de halcón, la afilada nariz.

—Tienes un compañero que piensa, mi Señor —dijo Gurney —. Gracias, Stilgar.

Stilgar indicó a su compañero que pasara el bulto a Gurney.

—Da las gracias a tu Señor Duque —dijo—. Su favor te ha ganado la admisión entre nosotros.

Gurney aceptó el bulto, perplejo por el tono duro de aquellas palabras. Había un aire de desafío en el hombre, y Gurney se preguntó sino estaría celoso. El era alguien llamado Gurney Halleck que conocía a Paul desde hacía mucho tiempo, antes de Arrakis, un hombre que compartía una camaradería de la que Stilgar estaría siempre excluido.

—Me gustaría que ambos fuerais amigos —dijo Paul.

—Stilgar el Fremen es un nombre famoso —dijo Gurney—. Me sentiré honrado de contar entre mis amigos a un matador de Harkonnen.

—¿Tocarás las manos con mi amigo Gurney Halleck, Stilgar? —preguntó Paul.

Lentamente, Stilgar extendió su mano, tocando la mano callosa a causa de la espada que le tendía Gurney.

—Pocos son los que no han oído el nombre Gurney Halleck —dijo, y abandonó el contacto. Se volvió hacia Paul—. La tormenta avanza rápida.

—Vamos —dijo Paul.

Stilgar se volvió, guiándoles entre las rocas a lo largo de un serpenteante sendero que les condujo a una estrecha y tenebrosa hendidura y a través de ella a la entrada de una caverna. Un grupo de hombres se apresuró a sellarla apenas hubieron entrado. Los globos revelaron una amplia cavidad excavada en la roca, con un techo en forma de cúpula, una plataforma alta a un lado y la entrada de un corredor abriéndose en ella.

Paul saltó a la plataforma, con Gurney a sus talones, y le abrió camino por el corredor. Los otros se dirigieron hacia otro pasadizo situado frente a la entrada. Paul condujo a Halleck a través de la antecámara hasta una estancia con oscuros tapices color vino en las paredes.

—Aquí podremos estar tranquilos por un momento —dijo Paul—. Los demás respetarán mi…

El gong de una alarma resonó en la otra caverna, seguido por gritos y el restallar de armas. Paul se volvió bruscamente, precipitándose a través de la antecámara y la plataforma hacia la caverna de entrada. Gurney corrió tras él, desenvainando la espada.

Bajo ellos, un grupo tumultuoso de figuras luchaban sobre el suelo de la caverna. Paul analizó brevemente la escena, distinguiendo las ropas y los bourkas Fremen de los atuendos de sus oponentes. Sus sentidos, adiestrados por su madre para captar los más sutiles detalles, detectaron un hecho significativo: los Fremen luchaban contra un grupo de hombres con atuendo de contrabandistas, pero los contrabandistas estaban agrupados de tres en tres, formando un triángulo cuando el enemigo los presionaba.

Esta forma de combate cerrado era la marca de los Sardaukar Imperiales.

Un Fedaykin en el tumulto vio a Paul, y su grito de batalla creó ecos en toda la caverna.

—¡Muad’Dib! ¡Muad’Dib! ¡Muad’Dib!

Otros ojos habían visto también a Paul. Un cuchillo negro silbó hacia él. Paul lo esquivó, y oyó la hoja chasquear contra la piedra tras él, viendo como Gurney se inclinaba para recogerlo.

Los triángulos de los atacantes estaban siendo rechazados ahora.

Gurney alzó el cuchillo frente a los ojos de Paul, señalando la espiral amarilla Imperial, el crestado león dorado de multifacetados ojos en la empuñadura.

Sardaukar, sin la menor duda.

Paul avanzó sobre la plataforma. Sólo tres de los Sardaukar seguían en pie. Cuerpos sangrantes yacían por toda la caverna.

—¡Quietos! —gritó Paul—. ¡El Duque Paul Atreides os ordena que os detengáis!

Los combatientes oscilaron, vacilaron.

—¡Vosotros, Sardaukar! —llamó Paul al grupo que quedaba —. ¿Bajo que órdenes amenazáis la vida de un Duque reinante? —y rápidamente, mientras sus hombres seguían acosando a los Sardaukar—: ¡Quietos he dicho!

Uno de los componentes del acorralado trío se irguió.

—¿Quién dice que somos Sardaukar? —preguntó.

Paul tomó el cuchillo de manos de Gurney y lo levantó.

—Esto dice que sois Sardaukar.

—Entonces, ¿quién dice que tú eres un Duque reinante? — preguntó el hombre.

Paul hizo un gesto hacia sus Fedaykin.

—Estos hombres dicen que yo soy un Duque reinante. Vuestro propio Emperador entregó Arrakis a la Casa de los Atreides. Yo soy la Casa de los Atreides.

El Sardaukar permaneció en silencio, inquieto.

Paul estudió al hombre: alto, de rasgos poco acusados, con una pálida cicatriz cruzándole su mejilla izquierda. Había rabia y confusión en sus ademanes, pero persistía en él aquel orgullo sin el cual un Sardaukar estaba como desnudo… y con el cual llevaba un muy identificable uniforme.

Paul lanzó una mirada a uno de sus lugartenientes Fedaykin.

—Korba, ¿cómo han conseguido sus armas? —dijo.

—Llevaban cuchillos en fundas astutamente disimuladas en sus destiltrajes —dijo el lugarteniente.

Paul examinó los muertos y los heridos en la caverna, dedicando luego su atención al lugarteniente. No había necesidad de palabras. El lugarteniente inclinó la mirada.

—¿Dónde está Chani? —preguntó Paul, y contuvo el aliento en espera de la respuesta.

—Stilgar la ha sacado de aquí —señaló con la cabeza hacia el otro pasadizo, mirando a los muertos y heridos—. Me considero responsable por este error, Muad’Dib.

—¿Cuántos de esos Sardaukar había aquí, Gurney? — preguntó Paul.

—Diez.

Paul saltó al suelo de la caverna, avanzando hasta detenerse a un metro del Sardaukar que había hablado.

Notó que los Fedaykin se tensaban. No les gustaba verle exponerse a un peligro. Esto era lo primero que debían impedir, ya que ningún Fremen quería perder la sabiduría de Muad’Dib.

—¿A cuánto ascienden nuestras pérdidas? —preguntó Paul al lugarteniente, sin volverse.

—Cuatro heridos y dos muertos, Muad’Dib.

Paul captó un movimiento tras los Sardaukar. Chani y Stilgar aparecieron por el otro corredor. Volvió su atención al Sardaukar, observando el blanco de otro mundo en los ojos del hombre que había hablado.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó.

El hombre se envaró, mirando a derecha e izquierda.

—No lo intentes —dijo Paul—. Es obvio que os han ordenado buscar y destruir a Muad’Dib. Estoy seguro de que habéis sido vosotros quienes habéis sugerido que se buscase la especia en el desierto profundo.

Una sofocada exclamación de Gurney, a sus espaldas, provocó una leve sonrisa en los labios de Paul.

La sangre afluyó al rostro del Sardaukar.

—Ese que ves ante ti es más que Muad’Dib —dijo Paul—. Siete de los vuestros muertos contra dos de los nuestros. Tres por uno.

No está mal contra los Sardaukar, ¿eh?

El hombre se alzó sobre la punta de los pies, dejándose caer de nuevo cuando los Fedaykin avanzaron hacia él.

—He preguntado tu nombre —dijo Paul, utilizando la Voz—. ¡Dime tu nombre!

—¡Capitán Aramsham, Sardaukar Imperial! —restalló el hombre. Los músculos de sus mejillas se relajaron. Miró a Paul, confuso. Hasta aquel momento había considerado aquella caverna como una madriguera de bárbaros, pero sus ideas estaban cambiando.

—Bien, capitán Aramsham —dijo Paul—, los Harkonnen pagarían una buena cantidad para saber lo que tú sabes ahora. Y el Emperador… ¿qué estaría dispuesto a pagar por saber que hay un Atreides que aún sigue vivo pese a su traición?

El capitán miró a derecha e izquierda, hacia los dos hombres que le quedaban. Paul casi podía ver los pensamientos que giraban por la mente del hombre. Los Sardaukar no se rendían nunca, pero el Emperador debía conocer aquella amenaza.

—Ríndete, capitán —dijo Paul, usando de nuevo la Voz.

El hombre a la izquierda del capitán saltó de pronto hacia Paul, para tropezar con el relampagueante impacto del cuchillo de su propio capitán contra su pecho. El atacante cayó al suelo, con el cuchillo hundido en su cuerpo.

El capitán hizo frente al único compañero que le quedaba.

—Yo soy quien decide cuál es el mejor modo de servir a Su Majestad —dijo—. ¿Comprendido?

El Otro Sardaukar relajó los hombros.

—Suelta tu arma —dijo el capitán.

El Sardaukar obedeció.

El capitán volvió de nuevo su atención hacia Paul.

—He matado a un amigo por vos —dijo—. Recordémoslo siempre.

—Sois mis prisioneros —dijo Paul—. Os rendís a mí. Que viváis o muráis no tiene ninguna importancia —hizo un gesto a los guardias para que se llevaran a los dos Sardaukar.

Cuando los Sardaukar hubieron desaparecido, Paul se volvió hacia su lugarteniente.

—Muad’Dib —dijo el hombre—. Te he fallado en…

—El fallo ha sido mío, Korba —dijo Paul—. Tenía que haberte advertido. En el futuro, cuando registres a un Sardaukar, recuerda esto. Y recuerda también que todos ellos llevan una o dos uñas de sus pies falsas, que pueden ser combinadas con otros elementos ocultos en su cuerpo para montar un efectivo radiotransmisor. Tienen uno o varios dientes falsos. Llevan espiras de hilo shiga ocultas entre sus cabellos… tan fino que es casi invisible, pero lo bastante fuerte como para estrangular a un hombre e incluso cortarle la cabeza en el proceso. Con los Sardaukar, hay que examinarles centímetro a centímetro, sondearlos con rayos X, cortarles todo el pelo y el vello de su cuerpo. Y cuando hayas terminado, puedes estar seguro de que aún no habrás descubierto todo lo que llevan.

Alzó los ojos hacia Gurney, que se les había acercado.

—Entonces, es mucho mejor matarles —dijo el lugarteniente. Paul agitó la cabeza, sin dejar de mirar a Gurney.

—No. Quiero que consigan escapar.

Gurney desorbitó los ojos.

—Señor… —jadeó.

—¿Sí?

—Tu hombre tiene razón. Hay que matar a esos prisioneros inmediatamente. Destruir todas las evidencias de ellos. ¡Has humillado a los Sardaukar Imperiales! Cuando el Emperador sepa esto, no se detendrá hasta que no te vea asándote a fuego lento.

—Es difícil que el Emperador tenga alguna vez ocasión de hacerlo —dijo Paul. Hablaba lentamente, fríamente. Algo había ocurrido en su interior mientras hacía frente al Sardaukar. Una suma de decisiones se había acumulado en su consciencia—. Gurney —dijo—, ¿hay muchos hombre de la Cofradía en torno a Rabban?

Gurney se envaró, achicando los ojos.

—Tu pregunta no tiene…

—¿Hay muchos? —cortó bruscamente Paul.

—Arrakis hormiguea de agentes de la Cofradía. Están comprando especia como si fuera lo más precioso del universo. ¿Por qué crees que nos hemos aventurado tan lejos en el…?

—Realmente es lo más precioso del universo —dijo Paul—. Para ellos —miró hacia Stilgar y Chani, que se estaban acercando a través de la caverna—. Y nosotros la controlamos, Gurney.

—¡Los Harkonnen la controlan! —protestó Gurney.

—La gente que puede destruir algo es quien realmente lo controla —dijo Paul. Hizo un gesto con la mano para que Gurney guardara silencio, saludando con la cabeza a Stilgar, que se detuvo frente a él, con Chani a su lado.

Paul tomó el cuchillo del Sardaukar en su mano izquierda, tendiéndoselo a Stilgar.

—Tú vives para el bien de la tribu —dijo Paul—. ¿Derramarías mi sangre con este cuchillo?

—Por el bien de la tribu —gruñó Stilgar.

—Entonces usa este cuchillo —dijo Paul.

—¿Me estás desafiando? —preguntó Stilgar.

—Si lo hiciera —dijo Paul—, te desafiaría sin armas y dejaría que me golpearas.

La respiración de Stilgar se hizo entrecortada.

—¡Usul! —dijo Chani, mirando primero a Gurney, luego de nuevo a Paul.

—Tú eres Stilgar, un guerrero —dijo Paul, mientras Stilgar reflexionaba sobre el significado de sus anteriores palabras—. Cuando los Sardaukar iniciaron aquí la lucha, tú no estabas al frente del combate. Tu primer pensamiento fue el de proteger a Chani.

—Es mi sobrina —dijo Stilgar—. Si tus Fedaykin no hubieran conseguido dominar a esos…

—¿Por qué tu primer pensamiento fue para Chani? — pregunto Paul.

—¡Eso no es cierto!

—¿Oh?

—Pensé en ti —admitió Stilgar.

—¿Y sigues creyendo que puedes alzar tu mano contra mí? — preguntó Paul.

Stilgar empezó a temblar.

—Es la costumbre —murmuró.

—También es la costumbre matar a los extranjeros de otro mundo hallados en el desierto y tomar su agua como un regalo de Shai-hulud —dijo Paul—. Sin embargo, tú concediste la vida a dos extranjeros una noche, a mi madre y a mí mismo.

Viendo que Stilgar permanecía silencioso, mirándole fijamente, Paul añadió:

—Las costumbres cambian, Stil. Tú mismo las cambiaste.

Stilgar bajó sus ojos hacia el emblema amarillo del cuchillo que sujetaba.

—Cuando yo sea Duque en Arrakeen con Chani a mi lado, ¿crees que tendré tiempo de preocuparme de todos los detalles de gobierno del Sietch Tabr? —preguntó Paul—. ¿De todos los problemas particulares de cada familia?

Stilgar siguió mirando el cuchillo.

—¿Crees realmente que deseo cortar mi brazo derecho? — preguntó Paul.

Lentamente, Stilgar alzó los ojos hacia él.

—¡Tú! —dijo Paul—. ¿Crees que quiero privar a la tribu y a mí mismo de tu fuerza y de tu sabiduría?

En voz muy baja, Stilgar dijo:

—A ese joven de mi tribu, cuyo nombre ya conoces, a ese joven podría matarle, respondiendo a su desafío y según la voluntad de Shai-hulud. Pero al Lisan al-Gaib no podría tocarle. Tú lo sabías cuando me has dado el cuchillo.

—Lo sabía —admitió Paul.

Stilgar abrió su mano. El cuchillo golpeó contra las piedras del suelo.

—Las costumbres cambian —dijo.

—Chani —dijo Paul—, ve con mi madre, dile que se reúna conmigo para que pueda aconsejarme si…

—¡Pero me dijiste que iríamos al sur! —protestó Chani.

—Estaba equivocado —dijo él—. Los Harkonnen no están allá. La guerra no está allá.

Ella respiró profundamente, aceptando aquello como las mujeres del desierto aceptan las obligaciones de aquella vida tan íntimamente ligada con la muerte.

—Llevarás a mi madre un mensaje que sólo sus oídos deberán oír —dijo Paul—. Le dirás que Stilgar me reconoce como Duque de Arrakis, y que hay que hallar un medio de que los jóvenes lo acepten sin combate.

Chani miró a Stilgar.

—Haz como dice —gruñó Stilgar—. Ambos sabemos que podría vencerme… y que yo no podría alzar mi mano contra él… por el bien de la tribu.

—Volveré con tu madre —dijo Chani.

—Dile que venga sola —dijo Paul—. El instinto de Stilgar no se equivoca. Soy más fuerte cuando tú estás segura. Tú te quedarás en el sietch.

Ella fue a protestar, pero calló.

—Sihaya —dijo Paul, utilizando su nombre íntimo. Después se volvió hacia la derecha, encontrándose con los brillantes ojos de Gurney.

Todo lo que había dicho Paul desde el instante en que mencionó a su madre pasó como en una nube a través de los oídos de Gurney.

—Tu madre —murmuró Gurney.

—Idaho nos salvó la noche de la incursión —dijo Paul, con la mente puesta aún en Chani—. Ahora…

—¿Y Duncan Idaho, mi Señor? —preguntó Gurney.

—Murió… dándonos tiempo para escapar.

¡La bruja está viva!, pensó Gurney. ¡Está viva, aquella sobre la que juré vengarme! Y es obvio que el Duque Paul ignora qué clase de criatura le ha dado a luz. ¡La diablesa! ¡Entregando a su padre a los Harkonnen!

Paul pasó por su lado y subió de nuevo a la plataforma. Miró a su alrededor, viendo que los heridos y los muertos habían sido retirados, y pensando amargamente que aquel iba a ser otro capitulo en la leyenda de Muad’Dib. Ni siquiera he empuñado mi cuchillo, pero se dirá que hoy he matado a veinte Sardaukar con mis propias manos.

Gurney siguió a Stilgar, insensible al suelo de roca, a los globos, invadido por la rabia. La bruja aún está viva, mientras aquellos a los que traicionó son tan sólo huesos en una tumba solitaria. Paul debe saber la verdad sobre ella, antes de que yo la mate.

CAPÍTULO XLIV

¡Cuántas veces el hombre encolerizado niega rabiosamente aquello que le dice su conciencia!

«Frases escogidas de Muad’Dib», por la Princesa Irulan.


La muchedumbre reunida en la caverna de asambleas irradiaba aquella atmósfera tensa y excitada que Jessica había notado el día que Paul había matado a Jamis. Había un nervioso murmullo en las voces. Se iban formando pequeños grupos.

Jessica guardó un cilindro de mensajes bajo sus ropas mientras salía a la plataforma después de dejar los apartamentos privados de Paul. Se sentía descansada tras el largo viaje desde el sur, pero estaba irritada con Paul porque aún no había permitido el uso de los ornitópteros capturados.

—Todavía no poseemos el completo control del aire —había dicho Paul—. Y no debemos depender de un carburante que no podemos conseguir en este mundo. El carburante y los vehículos deben ser reservados para el día de la gran ofensiva.

Paul estaba en pie, cerca de la plataforma, con un grupo de jóvenes. La pálida luz de los globos daba a la escena un toque de irrealidad. Era como una pintura, pero con una dimensión añadida de los olores de la caverna, los murmullos, el rumor de pasos.

Jessica estudió a su hijo, preguntándose por qué aún no le había revelado su sorpresa… Gurney Halleck. Pensar en Gurney la turbaba, recordándole un pasado más feliz… días de amor y belleza con el padre de Paul.

Stilgar esperaba con un pequeño grupo de los suyos al otro lado de la plataforma. Permanecía silencioso, lleno de una ineluctable dignidad.

No debemos perder a este hombre, pensó Jessica. El plan de Paul debe funcionar. Cualquier otra solución sería una terrible tragedia.

Avanzó por la plataforma, pasando junto a Stilgar pero sin mirarle, y penetrando en la multitud. Un camino se abrió ante ella hasta Paul. Lo recorrió entre un repentino silencio.

Sabía el significado de aquel silencio… las inexpresadas preguntas de aquella gente, la emoción hacia la Reverenda Madre.

Los jóvenes se apartaron de Paul mientras ella avanzaba, y por un instante esta deferencia con que la trataban la irritó. «Todos aquellos que están por debajo tuyo codician tu posición», decía un axioma Bene Gesserit. Pero no leyó codicia en ninguno de aquellos rostros. Lo que la separaba de ellos era más bien aquel fermento religioso que se había ido formando alrededor de la jefatura de Paul. Recordó otra frase Bene Gesserit: «Los profetas suelen morir de muerte violenta».

Paul la miró.

—Ya es hora —dijo ella, y le tendió el cilindro de mensajes.

Uno de los compañeros de Paul, más atrevido que los demás, miró a Stilgar.

—¿Vas a desafiarle, Muad’Dib? —dijo—. Ahora es el momento, no hay la menor duda. Te juzgarán un cobarde si…

—¿Quién se atreve a llamarme cobarde? —preguntó Paul. Su mano descendió hasta la empuñadura de su crys.

Un pesado silencio cayó sobre el grupo, transmitiéndose a toda la muchedumbre.

—Hay trabajo que hacer —dijo Paul, mientras el hombre retrocedía unos pasos. Se volvió, abriéndose paso entre la gente hacia la plataforma, saltó a ella e hizo frente a la multitud.

—¡Hazlo! —gritó una voz.

Murmullos y susurros siguieron al grito.

Paul aguardó a que volviera el silencio. Hubo aún algunos golpes de tos y movimientos inquietos. Cuando renació la calma en la caverna, Paul alzó la cabeza, y su voz llegó a todos los rincones de la amplia bóveda.

—Estáis cansados de esperar —dijo.

Dejó que nuevamente se calmaran los gritos que llegaron como respuesta.

Están realmente cansados de esperar, pensó Paul. Blandió el cilindro, pensando en el mensaje que contenía. Su madre se lo había mostrado, explicándole que había sido tomado a un correo de los Harkonnen.

El mensaje era explícito: ¡Rabban había sido abandonado a sus propios recursos en Arrakis! ¡No iba a recibir más ayuda ni refuerzos!

Paul habló de nuevo con voz fuerte.

—¡Creéis que ya es tiempo para que desafíe a Stilgar y cambie la jefatura de todos vosotros! —Antes de que nadie pudiera responder, gritó furiosamente—: ¿Creéis acaso que el Lisan al-Gaib es tan estúpido como eso?

Hubo un atónito silencio.

Está aceptando su título religioso, pensó Jessica. ¡No debe hacerlo!

—¡Es la costumbre! —gritó alguien.

Paul habló secamente, tanteando las reacciones emotivas.

—Las costumbres cambian —dijo.

—¡Somos nosotros quienes decimos qué es lo que hay que cambiar! —se alzó una voz colérica en un rincón de la caverna.

Hubo aquí y allá algunos gritos de aprobación.

—Como queráis —dijo Paul.

Y Jessica captó las sutiles entonaciones que le indicaban que Paul estaba usando la Voz tal como ella le había enseñado.

—Sois vosotros quienes tenéis que decidir —admitió Paul—. Pero antes quiero que me escuchéis.

Stilgar avanzó a lo largo de la plataforma, con el rostro impasible.

—Esta es también la costumbre —dijo—. Cualquier Fremen tiene derecho a exigir que su voz sea escuchada en Consejo. Paul-Muad’Dib es un Fremen.

—El bien de la tribu es lo más importante, ¿no? —preguntó Paul.

—Todas nuestras decisiones van encaminadas a tal fin — respondió Stilgar, conservando en su voz su tranquila dignidad.

—Correcto —dijo Paul—. Entonces, ¿quién gobierna a estos hombres de nuestra tribu… y quién gobierna a todos los hombres y todas las tribus a través de los instructores que hemos adiestrado en el extraño arte del combate?

Paul aguardó, mirando por encima de las innumerables cabezas. No hubo respuesta.

—¿Es acaso Stilgar quien gobierna todo esto? El mismo lo niega. ¿Soy yo, entonces? Incluso Stilgar actúa a veces de acuerdo con mi voluntad, y los sabios, los más sabios entre los sabios, me escuchan y me honran en el Consejo.

Había un tenso silencio en toda la multitud.

—¿O es acaso mi madre? —Paul señaló a Jessica, envuelta en las negras ropas ceremoniales, a su lado—. Stilgar y los otros jefes le piden consejo en cualquier decisión importante. Vosotros lo sabéis. ¿Pero acaso una Reverenda Madre dirige marchas a través del desierto o guía las incursiones contra los Harkonnen?

Paul pudo ver los ceños fruncidos y las expresiones pensativas, pero oyó también algunos coléricos murmullos.

Es una forma peligrosa de afrontar la situación, pensó Jessica, pero recordó el cilindro y lo que implicaba el mensaje que había en él. Y vio lo que pretendía Paul: llegar hasta el fondo de su incertidumbre, erradicarla, y dejar que todo lo demás viniera por sí mismo.

—Ningún hombre reconoce a un jefe sin un desafío y un combate, ¿no? —preguntó Paul.

—¡Es la costumbre! —gritó alguien.

—¿Cuál es nuestro objetivo? —preguntó Paul—. Abatir a Rabban, la bestia Harkonnen, y hacer de este planeta un mundo en el cual podamos vivir nosotros y nuestras familias en la felicidad y en la abundancia del agua. ¿Es este nuestro objetivo?

—Las tareas difíciles exigen métodos difíciles —dijo alguien.

—¿Acaso arrojáis vuestros cuchillos antes de la batalla? — preguntó Paul—. Os digo esto como un hecho, no como una bravata o un desafío: no hay ningún hombre aquí, incluido Stilgar, que pueda vencerme en combate singular. El propio Stilgar admite esto. El lo sabe, y todos vosotros también.

De nuevo se alzaron encolerizados murmullos entre la multitud.

—Muchos de vosotros os habéis batido conmigo en el terreno de prácticas —dijo Paul—. Sabéis que no es ninguna estúpida bravuconería. Digo esto porque es un hecho conocido por todos nosotros, y sería una estupidez si no lo reconociera yo mismo. Comencé a adiestrarme en estas artes mucho antes que vosotros, y aquellos que me enseñaron eran mucho más duros que cualquiera que vosotros hayáis afrontado nunca. ¿Cómo creéis sino que yo haya podido vencer a Jamis a una edad en la cual vuestros hijos aún juegan?

Está usando bien la Voz, pensó Jessica, pero con esta gente no es suficiente. Está bastante bien aislada de todo control verbal. Debe agredirles también con la lógica.

—Así pues —dijo Paul—, volvamos a esto —tomó el cilindro de mensajes, extrajo éste y lo mostró—. Esto fue tomado a un correo Harkonnen. Su autenticidad está fuera de toda duda. Está dirigido a Rabban. Dice que cualquier petición que haga de nuevas tropas será rechazada, que su producción de especia es inferior a la cuota, que debe extraer mucha más especia de Arrakis con la gente que posee.

Stilgar avanzó hasta situarse al lado de Paul.

—¿Cuántos de vosotros habéis comprendido lo que significa esto? —preguntó Paul—. Stilgar lo ha visto inmediatamente.

Paul devolvió el mensaje y el cilindro a su cintura. Tomó de su cuello una cinta de hilo shiga trenzado, sacó un anillo y lo mostró a la multitud.

—Este era el sello ducal de mi padre —dijo—. He jurado no llevarlo nunca hasta el día en que pueda conducir a mis tropas sobre todo Arrakis y reclamar el planeta como mi legítimo feudo —se puso el anillo en un dedo, y cerró el puño.

El silencio en la caverna se hizo aún más profundo.

—¿Quién gobierna aquí? —preguntó Paul. Alzó su puño—. ¡Yo gobierno aquí! ¡Yo gobierno sobre cada centímetro cuadrado de Arrakis! ¡Este es mi feudo ducal, lo quiera o no el Emperador! ¡El se lo concedió a mi padre, y me corresponde a través de mi padre!

Paul se alzó sobre la punta de sus pies y observó la multitud, intentando captar sus emociones.

Casi, pensó.

—Aquí hay hombres que ocuparán posiciones importantes en Arrakis cuando reclame los derechos Imperiales que me pertenecen —dijo Paul—. Stilgar es uno de esos hombres. ¡No porque quiera corromperlo! Tampoco por gratitud, aunque yo sea uno de entre los muchos que hay aquí que le debemos la vida. ¡No! Sino porque es sabio y fuerte. Porque gobierna a su gente con su inteligencia y no sólo con las reglas. ¿Me creéis estúpido? ¿Pensáis que estoy dispuesto a cortarme el brazo derecho y dejarlo sangrando en el suelo de esta caverna sólo para proporcionaros un espectáculo?

Fulminó a la multitud con la mirada.

—¿Hay alguien aquí que se atreva a decir que no soy el legítimo gobernante de Arrakis? —preguntó—. ¿Acaso tengo que probarlo privando a todas las tribus del erg de su jefe?

Junto a Paul, Stilgar le dirigió una interrogadora mirada.

—¿Cómo podría privarme de una parte de nuestra fuerza en el momento en que estamos más necesitados de ella? —preguntó Paul—. Yo soy vuestro jefe, y os digo que debemos dejar de dedicarnos a matar a nuestros mejores hombres. ¡Por el contrario, debemos matar a nuestros verdaderos enemigos, a los Harkonnen!

En un gesto fulminante, Stilgar blandió su crys y lo apuntó hacia la multitud.

—¡Larga vida al Duque Paul-Muad’Dib! —exclamó.

Un rugido ensordecedor invadió la caverna, resonando en las paredes de roca:

—¡Ya hya chouhada! ¡Muad’Dib! ¡Muad’Dib! ¡Muad’Dib! ¡Ya hya chouhada!

¡Larga vida a los guerreros de Muad’Dib!, tradujo Jessica para sí misma. La escena que ella, Paul y Stilgar habían preparado había funcionado correctamente.

El tumulto murió lentamente. Cuando se restableció el silencio, Paul hizo frente a Stilgar.

—Arrodíllate, Stilgar —dijo.

Stilgar dobló su rodilla sobre la plataforma.

—Dame tu crys —dijo Paul.

Stilgar obedeció.

Esto no lo habíamos planeado, pensó Jessica.

—Repite conmigo, Stilgar —dijo Paul, y recitó de memoria las palabras de la investidura tal como las había oído a su padre —: Yo, Stilgar, tomo este cuchillo de manos de mi Duque.

—Yo, Stilgar, tomo este cuchillo de manos de mi Duque — dijo Stilgar, y aceptó la lechosa hoja que le tendía Paul.

—Clavaré esta hoja donde mi Duque me ordene —dijo Paul.

Stilgar repitió las palabras, con voz lenta y solemne.

Recordando las fuentes del ritual, Jessica sintió que las lágrimas acudían a sus ojos. Agitó la cabeza. Conozco las razones de esto, pensó. No tendría que conmoverme así.

—Dedico esta hoja a la causa de mi Duque y a la muerte de sus enemigos por tanto tiempo como la sangre corra por mis venas —dijo Paul.

Stilgar repitió tras él las palabras.

—Besa la hoja —ordenó Paul.

Stilgar obedeció y luego, a la manera Fremen, besó el brazo de Paul que en combate empuñaba el cuchillo. A una seña de Paul, guardó el cuchillo y se puso en pie.

Un susurro de sorpresa recorrió la multitud, y Jessica oyó las palabras:

—La profecía… Una Bene Gesserit nos mostrará el camino y una Reverenda Madre lo verá. —Y luego, más lejos—: ¡Nos lo ha mostrado a través de su hijo!

—Stilgar es el jefe de esta tribu —dijo Paul—. Que nadie se engañe en esto. Stilgar gobierna con mi voz. Aquello que Stilgar os diga, es como si os lo hubiera dicho yo mismo.

Hábil, pensó Jessica. El jefe de la tribu no puede perder prestigio ante aquellos que deberán obedecerle.

Paul bajó la voz para decir:

—Stilgar, quiero mensajeros en el desierto esta noche, y ciélagos que convoquen una Reunión del Consejo. Cuando hayas hecho esto, toma a Chatt, Korba, Otheym y otros dos lugartenientes elegidos por ti. Tráelos a mis apartamentos para preparar los planes de batalla. Tenemos que poder mostrarle una victoria al Consejo de Jefes cuando lleguen.

Paul hizo una seña a su madre para que le acompañara, abandonando la plataforma y abriéndose camino entre la multitud, dirigiéndose hacia el corredor central y a los apartamentos que le habían sido preparados. Mientras Paul avanzaba entre la multitud, muchas manos tocaron sus ropas y algunas voces le invocaron.

—¡Mi cuchillo obedecerá las órdenes de Stilgar, Paul- Muad’Dib! ¡Haznos combatir, Paul-Muad’Dib! ¡Haz que la sangre de los Harkonnen bañe nuestro mundo!

Sintiendo las emociones a su alrededor, Jessica captó los frenéticos deseos de luchar de aquella gente. Nunca habían estado más dispuestos. Les estamos arrastrando hasta las cimas más altas, pensó.

En la estancia interior, Paul indicó una silla a su madre.

—Espera aquí —dijo. Y atravesó las cortinas en dirección al corredor.

Jessica permaneció sola en la silenciosa estancia después de que Paul se hubo ido, sin más sonidos que el débil zumbido de las bombas de viento que hacían circular el aire por el sietch.

Ha ido a buscar a Gurney Halleck para traerlo aquí, pensó. Y se maravilló por la extraña mezcla de emociones que la inundaba. Gurney y su música le evocaban tantos momentos felices en Caladan, antes de su partida hacia Arrakis. Pero parecía como si hubiera sido otra persona la que hubiera estado en Caladan. Habían transcurrido tres años desde entonces, pero realmente se había convertido en otra persona. El enfrentarse nuevamente a Gurney la forzaba a reflexionar en todos aquellos cambios que se habían producido en ella.

El servicio de café de Paul, de plata y jasmium, heredado de Jamis, se hallaba sobre una mesa baja a su derecha. Lo miró, pensando en cuántas manos habían tocado aquel metal. La propia Chani había servido a Paul aquél último mes.

¿Qué otra cosa puede hacer esa mujer del desierto por un Duque excepto servirle el café?, se dijo. No le aporta ningún poder, ninguna familia. Paul tan sólo tiene una gran posibilidad… aliarse con una Gran Casa poderosa, quizá incluso con la familia Imperial. Hay princesas en edad de matrimonio, después de todo, y cada una de ellas es una Bene Gesserit.

Jessica se imaginó así misma abandonando los rigores de Arrakis por la seguridad y el poder que le esperaban como madre de un consorte real. Miró los pesados tapices que cubrían las paredes rocosas de aquella celda, pensando en cómo había llegado hasta allí… cabalgando a lomos de gusanos, en los palanquines y en las plataformas cargadas de útiles y víveres necesarios para la inminente campaña.

Mientras Chani viva, Paul no verá cual es su deber, pensó Jessica. Ella le ha dado un hijo, y esto es suficiente.

Sintió el repentino deseo de ver a su nieto, aquel niño que tanto se parecía a su abuelo, su querido Leto. Jessica apoyó las palmas de sus manos contra sus mejillas y dio a su respiración el ritmo ritual que calmaba las emociones y aclaraba la mente, luego se inclinó hacia adelante para los ejercicios religiosos que preparaban el cuerpo para las exigencias de la mente.

La elección de Paul de aquella Caverna de los Pájaros como su puesto de mando no planteaba objeciones. Era ideal. Al norte estaba el Paso del Viento, que se abría a un poblado bien defendido en un sink rodeado de crestas rocosas. Era un poblado importante, hogar de artesanos y técnicos, un centro de mantenimiento para todo un sector defensivo Harkonnen.

Una tos resonó al otro lado de los cortinajes. Jessica se irguió, inspiró profundamente, expulsó el aire con suavidad.

—Entra —dijo.

Los cortinajes se apartaron violentamente, y Gurney Halleck saltó dentro de la estancia. Jessica apenas vio su rostro contorsionado en una extraña mueca; luego el hombre estuvo tras ella y la sujetó brutalmente, pasando un brazo por su cuello y obligándola a ponerse en pie.

—Gurney, especie de loco, ¿qué estás haciendo? —exclamo.

Entonces sintió el toque del cuchillo contra su espalda. Un estremecimiento de clarividencia se propagó desde la punta del cuchillo. Supo en aquel instante que Gurney quería matarla. ¿Por qué? No consiguió imaginar ninguna razón, porque aquel hombre no era capaz de una traición. Pero no había ninguna duda acerca de sus intenciones. Su mente se agitó ante esta certeza. Gurney no era un hombre que se pudiera anular fácilmente. Estaba preparado en la lucha contra la Voz, conocía todas las estratagemas, sus reacciones era instantáneas ante cualquier amenaza de violencia o muerte. Era un magnífico instrumento de muerte, que ella misma había contribuido a adiestrar con sus consejos y sus sutiles sugerencias.

—Creías haber conseguido escapar, ¿eh, bruja? —gruñó Gurney.

Antes de que aquellas palabras fueran captadas por su mente y pudiera formular una respuesta, los cortinajes se apartaron y Paul entró.

—Aquí está mad… —Paul se interrumpió bruscamente, captando la tensión de la escena.

—Quédate donde estás, mi Señor —dijo Gurney.

—Pero… —Paul agitó su cabeza.

Jessica intentó hablar, pero el brazo apretó la presa en torno a su cuello.

—Hablarás cuando yo lo permita, bruja —dijo Gurney—. Sólo quiero que tu hijo sepa una cosa de ti, y estoy preparado para hundirte este cuchillo en el corazón al mínimo gesto o intento contra mí. Tu voz debe ser átona. No te muevas, no tenses los músculos. Actuarás con la máxima prudencia si quieres ganarte estos pocos instantes de vida. Te aseguro que es todo lo que te queda.

Paul dio un paso hacia adelante.

—Gurney, amigo, ¿qué…?

—¡Quédate donde estás! —gritó Gurney—. Un paso más y ella muere.

La mano de Paul se deslizó hacia la empuñadura de su cuchillo. Habló con una calma mortal.

—Harás bien en explicarte, Gurney.

—He jurado matar a la mujer que traicionó a tu padre —dijo Gurney—. ¿Crees que puedo olvidar al hombre que me salvó del pozo de esclavos de los Harkonnen, el hombre que me concedió la libertad, la vida, el honor… que me ofreció su amistad, algo que valoro por encima de cualquier otra cosa? Tengo a quien le traicionó bajo mi cuchillo. Nadie podrá impedir que…

—No podrías cometer mayor error, Gurney —dijo Paul.

Y Jessica pensó: ¡Así que es eso! ¡Qué ironía!

—¿Un error? —dijo Gurney—. Escuchemos entonces qué puede decirnos esta mujer. Y recuerda que he corrompido, espiado y engañado para confirmar esta acusación. He ofrecido incluso semuta a un capitán de la guardia de los Harkonnen para escuchar toda la historia.

Jessica sintió que el brazo que apretaba su garganta relajaba ligeramente su presa, pero antes de que pudiera hablar fue Paul quien dijo:

—El traidor fue Yueh. Eso es lo que te digo, Gurney. Las pruebas son completas, irrefutables. Fue Yueh. No me interesa saber cómo llegaste a tus sospechas, pero si le haces algún daño a mi madre… —blandió su crys, apuntando su hoja hacia él — …tendré tu sangre.

—Yueh era un médico condicionado para servir a las casas reales —gruño Gurney—. No podía volverse un traidor.

—Conozco un medio para anular este condicionamiento — dijo Paul.

—Las pruebas —insistió Gurney.

—Las pruebas no están aquí —dijo Paul—. Están en el Sietch Tabr, lejos de aquí, pero si…

—Es un truco —gruñó Gurney, y su brazo se apretó en torno al cuello de Jessica.

—No es ningún truco, Gurney —dijo Paul, y había una profunda nota de tristeza en su voz que llegó hasta lo más hondo del corazón de Jessica.

—Vi el mensaje capturado al agente Harkonnen —dijo Gurney—. La nota señalaba directamente a…

—Yo también lo vi —dijo Paul—. Mi padre me lo mostró aquella misma noche, diciéndome que era un truco de los Harkonnen para hacerle sospechar de la mujer a la que amaba.

—¡Ayah! —dijo Gurney—. Tú no…

—Cállate —dijo Paul, y la tranquila firmeza de sus palabras era más imperativa que todas las órdenes que Jessica había oído en cualquier otra voz.

Tiene el Gran Control, pensó.

El brazo de Gurney tembló alrededor de su cuello. La punta del cuchillo se apartó, insegura.

—Lo que tú no has oído —dijo Paul— son los sollozos de mi madre la noche que perdió a su Duque. Lo que tú no has visto es el llamear de sus ojos cuando habla de matar a los Harkonnen.

Así que ha escuchado, pensó ella. Las lágrimas acudieron a sus ojos.

—Lo que has olvidado —prosiguió Paul—, son las lecciones que aprendiste en los pozos de esclavos. ¡Hablas con orgullo de la amistad de mi padre! ¿Y eres incapaz de distinguir entre los Harkonnen y los Atreides hasta el punto de no reconocer un engaño Harkonnen por el hedor que emana? ¿Acaso no sabes que la lealtad a los Atreides se gana con el amor, mientras que la moneda de cambio de los Harkonnen es el odio? ¿Realmente no has reconocido la verdadera naturaleza de esta traición?

—¿Pero, Yueh? —murmuró Gurney.

—La prueba que tenemos es un mensaje de propia mano de Yueh en el que confiesa su traición —dijo Paul—. Te lo juro por el cariño que te profeso, un cariño que conservaré aún después de que te mate en esta misma estancia.

Escuchando a su hijo, Jessica se maravilló de su comprensión, de la penetración de su inteligencia.

—Mi padre tenía un instinto para sus amigos —dijo Paul—. No concedía fácilmente su cariño, pero jamás se equivocó. Su única debilidad fue su incomprensión hacia el odio. Pensaba que cualquiera que odiara a los Harkonnen no podría traicionarle. — Miró a su madre—. Ella lo sabe. Le he transmitido el mensaje de mi padre diciéndole que nunca había dudado de ella.

Jessica sintió que su control se disolvía. Se mordió el labio inferior. Viendo la rígida formalidad de Paul, se dio cuenta de lo que le debían estar costando aquellas palabras. Hubiera querido correr hacia él, estrechar su cabeza contra su pecho como nunca había hecho. Pero el brazo había dejado de temblar contra su garganta, la punta del cuchillo volvía a hacer presión contra su espalda, aguzada e inmóvil.

—Uno de los momentos más terribles en la vida de un muchacho —dijo Paul— es cuando descubre que su padre y su madre son seres humanos que comparten un amor en el cual nunca podrá participar. Es una pérdida, pero también un despertar, la constatación de que el mundo está aquí y allí y que uno ya no está solo. Ese momento lleva consigo su propia verdad, y uno no puede evadirse de ella. He oído a mi padre cuando hablaba de mi madre. Ella no nos traicionó, Gurney.

Jessica encontró finalmente su voz.

—Gurney, suéltame —dijo. No había ningún tono de mando en sus palabras, ningún truco para jugar con su debilidad, pero el brazo de Gurney la soltó y cayó. Avanzó hacia Paul, deteniéndose frente a él, sin tocarle.

—Paul —dijo—, hay otros despertares en este universo. De pronto me he dado cuenta de hasta qué punto te he manipulado, transformado para hacerte seguir el camino que yo había elegido para ti… que yo debía elegir, si esto sirve como justificación, a causa de mi educación. —Tragó saliva, intentando deshacer el nudo que se había formado en su garganta, y miró fijamente a los ojos de su hijo—. Paul… quiero que hagas algo por mí: elige el camino de tu felicidad. Cásate con tu mujer del desierto si este es tu deseo. Desafía a quien sea para ello, no te importe lo que hagas. Pero elige tu propio camino. Yo…

Se interrumpió al oír el débil sonido de un murmullo a sus espaldas.

¡Gurney!

Vio los ojos de Paul mirando directamente tras ella. Se volvió. Gurney permanecía en la misma posición, pero había enfundado su cuchillo y había abierto sus ropas, mostrando su pecho enfundado en el gris destiltraje de reglamento, el tipo que fabricaban los contrabandistas para circular por las madrigueras de sus sietch.

—Clava tu cuchillo aquí en mi pecho —murmuró Gurney—. Mátame, y terminemos así con esto. He mancillado mi nombre. ¡He traicionado a mi propio Duque! El mejor…

—¡Ya basta! —dijo Paul.

Gurney le miró fijamente.

—Cierra esas ropas y deja de actuar como un idiota —dijo Paul—. Ya he oído bastantes estupideces para un solo día.

—¡Mátame te digo! —rugió Gurney.

—Me conoces ya lo suficiente —dijo Paul—. ¿Por qué clase de imbécil me tomas? ¿Deben comportarse así todos los hombres a los que necesito?

Gurney miró a Jessica, y habló con una voz lejana, con un tono de súplica desconocido en él.

—Entonces vos, mi Dama, por favor… matadme vos.

Jessica se le acercó, colocando las manos en sus hombros.

—Gurney, ¿por qué insistes en que los Atreides matemos a aquellos que nos son queridos? —Suavemente, le quitó de las manos los cierres de su ropa y se la cerró sobre su pecho.

—Pero… yo… —Gurney habló sollozante.

—Estabas convencido de que actuabas por Leto —dijo ella—, y te doy las gracias por ello.

—Mi Dama —dijo Gurney. Inclinó la cabeza y cerró sus párpados para retener las lágrimas.

—Consideremos todo esto como un malentendido entre viejos amigos —dijo ella, y Paul oyó los suaves tonos tranquilizadores de su voz—. Ya ha terminado, y demos gracias de que nunca más habrá malentendidos entre nosotros.

Gurney abrió sus ojos, húmedos, y la miró.

—El Gurney Halleck que conocía era un hombre tan hábil al arma blanca como al baliset —dijo Jessica—. Era el hombre cuyo baliset yo admiraba más. ¿Tal vez este Gurney Halleck recuerda aún cómo me gustaba escucharle cuando tocaba para mí? ¿Tienes aún un baliset, Gurney?

—Tengo uno nuevo —dijo Gurney—. Traído de Chusuk, un instrumento muy suave. Suena casi como un Varota genuino aunque no está firmado. Creo que debió ser fabricado por un alumno de Varota que… —se interrumpió—. ¿Pero qué estoy diciendo, mi Dama? Estamos aquí perdiendo el tiempo charlando de…

—No perdemos el tiempo, Gurney —dijo Paul. Avanzó hasta colocarse al lado de su madre, frente a Halleck—. No perdemos el tiempo charlando, sino que estamos hablando de algo que trae la felicidad a un grupo de amigos. Quisiera que tocaras algo para ella, ahora. Los planes de batalla pueden aguardar un poco. En cualquier caso, no vamos a combatir antes de mañana.

—Yo… voy a buscar mi baliset —dijo Gurney—. Está en el corredor —pasó junto a ellos y desapareció tras los cortinajes.

Paul apoyó una mano en el brazo de su madre, y notó que temblaba.

—Ya ha terminado todo, madre —dijo.

Sin volver la cabeza, ella le miró con el rabillo del ojo.

—¿Terminado?

—Por supuesto. Gurney…

—¿Gurney? Oh… sí —bajó los ojos.

Gurney apareció entre un roce de cortinajes con su baliset. Empezó a afinarlo, evitando sus miradas. Los tapices en las paredes y los cortinajes ahogaban los ecos, haciendo que el baliset sonara más suave e íntimo.

Paul condujo a su madre hasta un almohadón, haciéndola sentarse con la espalda vuelta a los tapices de la pared.

Se sintió repentinamente impresionado por la edad que se leía en su rostro, donde el desierto había surcado ya sus primeras resecas arrugas, las primeras líneas en los bordes de los ojos velados de azul.

Está agotada, pensó. Hemos de encontrar algún modo de librarla de parte de sus cargas.

Gurney hizo sonar un acorde.

Paul alzó los ojos hacia él.

—Hay… algunas cosas que reclaman mi atención —dijo—. Espérame aquí.

Gurney asintió. Su mente estaba lejos de allí, quizá en Caladan, bajo los cielos abiertos de un horizonte nuboso que anunciaba próximas lluvias.

Paul se obligó a sí mismo a salir, empujándose hacia el corredor a través de los pesados cortinajes. Oyó a Gurney arrancar un nuevo acorde al baliset, y se detuvo un instante fuera de la estancia para escuchar el ahogado eco de la música.

«Viñas y frutales,

Y huríes de generosos senos,

Y una copa rebosante ante mí.

¿Por qué he de pensar en batallas

Y en montañas a polvo reducidas?

¿Por qué ha de haber lágrimas en mis ojos?

Cielos abiertos sobre mí

Derraman todas sus riquezas;

Mis manos se hunden en tanta abundancia.

¿Por qué he de pensar en una emboscada

Y en veneno escondido en mi copa?

¿Por qué pesan tanto sobre mi los años?

Amorosos brazos me reclaman,

Hacia sus desnudas caricias,

Prometiéndome los éxtasis del Edén.

¿Por qué entonces recordar las cicatrices,

sueño de antiguas transgresiones…

Y no puedo dormir sin pesadillas?»

Un embozado correo Fedaykin apareció por un ángulo del corredor, frente a Paul. El hombre había echado su capucha sobre los hombros, y los cierres de su destiltraje colgaban sueltos en torno a su cuello, revelando que acababa de llegar del desierto.

Paul le hizo una seña para que se detuviera, soltó los cortinajes de la puerta, y avanzó por el corredor hacia el correo.

El hombre se inclinó, las manos juntas frente a él, en la forma en que habría saludado a una Reverenda Madre o a una sayyadina de los ritos.

—Muad’Dib —dijo—, los jefes están empezando a llegar para el Consejo.

—¿Tan pronto?

—Son aquellos a los que convocó Stilgar primero, cuando se creía que… —se alzó de hombros.

—Entiendo —Paul dirigió una ultima mirada hacia el lugar de donde se filtraban los acordes del baliset, pensando en aquella antigua canción favorita de su madre, una extraña mezcla de alegre música y tristes palabras—. Stilgar llegará dentro de poco con los demás. Guíalos hasta mi madre.

—Aguardaré aquí, Muad’Dib —dijo el correo.

—Sí… sí, de acuerdo.

Paul pasó a su lado, dirigiéndose hacia las profundidades de la caverna, hacia aquel lugar que estaba presente en todas las cavernas… un lugar cercano al estanque de agua. Allí había un pequeño shai-hulud, una criatura de no más de nueve metros de largo, atrapado e imposibilitado de crecer por los conductos de agua que lo rodeaban por todas partes. El hacedor, después de haber emergido de su vector de pequeño hacedor, evitaba el agua como si se tratara de un veneno. Y el proceso de ahogar a un hacedor era el mayor secreto de los Fremen, puesto que la unión del agua y del hacedor producía el Agua de Vida, aquel veneno que tan sólo una Reverenda Madre podía transformar.

Paul había tomado la decisión en el instante en que había hecho frente a la tensión del peligro por el que había pasado su madre. Ninguna línea de los futuros que había visto nunca señalaba aquel momento de peligro provinente de Gurney Halleck. El futuro, aquel futuro cargado de nubes, en el cual todo el universo se precipitaba en aquel bullente nexo, era como un mundo fantasmagórico a su alrededor.

Debo verlo, pensó.

Su organismo había adquirido lentamente una cierta tolerancia a la especia que había hecho sus visiones prescientes cada vez más raras… cada vez más confusas. La solución aparecía obvia ante él.

Ahogaré al hacedor. Así veremos si soy el Kwisatz Haderach que puede sobrevivir a la prueba de la que sobreviven las Reverendas Madres.

CAPÍTULO XLV

Y vino a ocurrir en el tercer año de la Guerra del Desierto que Paul se encontró en la Caverna de los Pájaros, bajo los tapices kiswa de un apartamento interior. Y yacía como muerto, absorto en las revelaciones del Agua de Vida, con su ser transportado más allá de las fronteras del tiempo por el veneno que da la vida. Así se hizo realidad la profecía según la cual el Lisan al-Gaib estaría a la vez muerto y vivo.

«Leyendas escogidas de Arrakis», por la Princesa Irulan.


Chani abandonó el erg Habbanya en la penumbra que precede al alba, escuchando el rumor del tóptero que la había transportado desde el sur y que ahora se alejaba en dirección a su escondite en la inmensidad del desierto. A su alrededor, la escolta se mantenía a distancia, dispersándose entre las rocas en busca de posibles peligros… y obedeciendo también a la petición de la compañera de Muad’Dib, la madre de su primogénito, que había pedido estar sola por un momento.

¿Por qué me ha llamado?, se preguntó. Me había dicho tantas veces que debía permanecer en el sur, con el pequeño Leto y Alia.

Se envolvió más en sus ropas, dio un salto por encima de una barrera rocosa y comenzó a ascender por un sendero que tan sólo alguien entrenado en el desierto podía reconocer en las sombras.

Algunos guijarros rodaron bajo sus pies, pero los evitó sin apenas darse cuenta.

La ascensión era reconfortante, librándola de los temores nacidos del silencio de su escolta y del hecho de que hubiera sido enviado uno de los preciosos tópteros en su busca. Sentía ahora aquella excitación que tan bien conocía, al pensar que muy pronto se reuniría con Paul-Muad’Dib, su Usul. Su nombre se había convertido en un grito de batalla que atravesaba el desierto:

«¡Muad’Dib! ¡Muad’Dib! ¡Muad’Dib!» Pero para ella era otro hombre con un nombre distinto… el padre de su hijo, el tierno amante.

Una figura alta se dibujó entre las rocas por encima de ella, haciéndole señas de que se apresurara. Avanzó más aprisa. Los pájaros del alba empezaban a alzarse en el cielo lanzando sus reclamos. Una pálida claridad empezaba a diseñarse en el horizonte, por el este.

La figura sobre ella no era uno de los hombres de su escolta. ¿Otheym?, se preguntó, observando la familiaridad de sus movimientos y ademanes. Se reunió con él, reconociendo a la luz del alba las alargadas y planas facciones del lugarteniente Fedaykin, su capucha abierta y el filtro bucal precariamente asegurado, como se hacia cuando se salía al exterior tan sólo un instante.

—Aprisa —susurró, precediéndola a lo largo de la escarpadura hacia la oculta caverna—. Dentro de poco será de día. —Mantuvo abierto para ella el sello de la puerta—. Los Harkonnen están desesperados y han enviado gran número de patrullas a esta región. No podemos arriesgarnos a ser descubiertos ahora.

Emergieron en el estrecho corredor a lo largo del cual se entraba en la Caverna de los Pájaros. Algunos globos se iluminaron. Otheym apresuró su paso.

—Sígueme. Rápido.

Avanzaron aprisa a lo largo del corredor, traspasaron otra puerta de válvula, después otro corredor, y finalmente cruzaron unos cortinajes para penetrar en la que había sido la alcoba de la Sayyadina en los días en que aquella había sido tan sólo una caverna de etapa. Ahora, alfombras y almohadones cubrían el suelo. Tapices con el emblema del halcón rojo revestían las rocosas paredes. Un escritorio bajo, a un lado, estaba lleno de papeles cuyo olor a especia revelaba su procedencia.

La Reverenda Madre estaba sentada, sola, en la parte directamente opuesta a la entrada. Levantó la mirada, con aquella expresión introspectiva que hacía temblar a los no iniciados.

Otheym juntó las palmas y dijo:

—He traído a Chani. —Se inclinó, desapareciendo a través de los cortinajes.

Y Jessica pensó: ¿Cómo puedo decírselo a Chani?

—¿Cómo está mi nieto? —preguntó Jessica.

Esta es la acogida ritual, pensó Chani, y sus temores regresaron. ¿Dónde está Muad’Dib? ¿Porqué no está aquí para recibirme?

—Está bien y es feliz, madre —dijo Chani—. Lo he dejado al cuidado de Harah, con Alia.

Madre, pensó Jessica. Si tiene derecho a llamarme asi en la acogida ritual. Me ha dado un nieto.

—He oído que el Sietch Coanua ha ofrecido tejido —dijo Jessica.

—Un tejido maravilloso —dijo Chani.

—¿Te ha dado Alia algún mensaje?

—Ningún mensaje. Pero el sietch está más calmado ahora que la gente ha empezado a aceptar el milagro de su condición.

¿Por qué continúa ganando tiempo?, se preguntó Chani. Se trata de algo tan urgente como para enviar un tóptero a buscarme. Entonces, ¿por qué todas estas formalidades?

—Debemos usar algo de este tejido para hacerle algunos vestidos al pequeño Leto —dijo Jessica.

—Como quieras, madre —dijo Chani. Bajó los ojos—. ¿Hay noticias de las batallas? —Mantuvo su rostro desprovisto de expresión para que Jessica no comprendiera sus auténticas razones… el hecho de que había formulado aquella pregunta únicamente para saber algo de Muad’Dib.

—Nuevas victorias —dijo Jessica—. Rabban ha hecho algunas cautelosas tentativas acerca de la posibilidad de una tregua. Sus mensajeros le han sido devueltos sin su agua. Rabban ha disminuido incluso las cargas en algunos de los poblados del sink. Pero ya es demasiado tarde. La gente sabe que lo hace porque nos tiene miedo.

—Entonces todo se desarrolla como había previsto Muad’Dib —dijo Chani. Miró fijamente a Jessica, intentando guardar su temor para ella misma. He pronunciado su nombre, pero ella no ha respondido. No puede leerse ninguna emoción en esa piedra helada que ella llama su rostro… pero está demasiado fría. ¿Por qué permanece tan inmóvil? ¿Qué le ha ocurrido a mi Usul?

—Me gustaría que estuviéramos en el sur —dijo Jessica—. Los oasis estaban tan maravillosos cuando nos fuimos. ¿No estás impaciente por ver el día en que todo el paisaje esté lleno de flores?

—El paisaje es hermoso, cierto —dijo Chani—. Pero también está lleno de tristeza.

—La tristeza es el precio de la victoria —dijo Jessica.

¿Me está preparando para la tristeza?, se preguntó Chani.

—Hay tantas mujeres sin hombre —dijo—. Hubo muchos celos cuando fui llamada al norte.

—Yo te he llamado —dijo Jessica.

Chani sintió que el corazón le martilleaba locamente. Hubiera deseado llevarse las manos a los oídos para no oír aquello que Jessica iba a decir. Sin embargo, consiguió decir con voz tranquila:

—El mensaje estaba firmado Muad’Dib.

—Lo firmé en presencia de sus lugartenientes —dijo Jessica —. Era un subterfugio necesario. —Y Jessica pensó: Es una mujer valiente la de mi Paul. Consigue mantener su compostura incluso cuando el terror la está invadiendo. Sí. Ella es la que necesitamos en estos momentos.

Hubo una imperceptible nota de resignación en la voz de Chani cuando dijo:

—Ahora puedes decirme lo que tiene que ser dicho.

—Tu presencia aquí era necesaria para ayudarme a revivir a Paul —dijo Jessica. Y pensó: ¡Ya está dicho! En la forma exactamente correcta. Revivir. Ella sabe así que Paul está vivo, pero al mismo tiempo sabe que hay peligro.

Chani necesitó tan sólo un instante para recuperar su calma.

—¿Qué es lo que debo hacer? —preguntó. Hubiera querido saltar hacia Jessica, sacudirla y gritar: ¡Llévame hasta él! Pero se mantuvo silenciosa, esperando la respuesta.

—Sospecho —dijo Jessica— que los Harkonnen han conseguido infiltrar un agente entre nosotros para envenenar a Paul. Es la única explicación posible. Es un veneno no usual. He examinado su sangre con los medios más sutiles sin conseguir detectarlo.

Chani se arrojó de rodillas.

—¿Veneno? ¿Acaso está sufriendo? Quizá yo…

—Está inconsciente —dijo Jessica—. Sus procesos vitales son tan lentos que solamente pueden ser detectados con las técnicas más refinadas. Tiemblo al pensar en lo que hubiera ocurrido si yo no hubiera estado aquí para descubrirlo. Para alguien no adiestrado parece muerto.

—Hay otras razones aparte de mi condición para que me hicieras llamar —dijo Chani—. Te conozco, Reverenda Madre. ¿Qué es lo que crees que yo puedo hacer y tú no?

Es valiente, encantadora y, ahhh, tan perspicaz, pensó Jessica. Hubiera podido ser una excelente Bene Gesserit.

—Chani —dijo Jessica—, te parecerá difícil de creer, pero no sé exactamente los motivos por los que te he llamado. Ha sido un instinto… una intuición. El pensamiento me ha venido en una forma clara: «Llama a Chani».

Por primera vez, Chani vio tristeza en la expresión de Jessica, un dolor no velado modificando aquella mirada introvertida.

—He hecho todo lo que podía, todo lo que sabía —dijo Jessica—. Todo… y ni siquiera puedes imaginar lo lejos que está este todo de lo que significa usualmente esta palabra. Sin embargo… he fracasado.

—Halleck, el viejo amigo —preguntó Chani—, ¿es posible que sea el traidor?

—Gurney no —dijo Jessica.

Aquellas dos palabras eran como toda una conversación, y Chani percibió como el eco de largas búsquedas; de pruebas… el recuerdo de antiguos fracasos que se ocultaban tras aquella concisa negación.

Chani se levantó, alisando las arrugas de sus ropas manchadas por el desierto.

—Llévame hasta él —dijo.

Jessica se alzó a su vez, dirigiéndose hacia los cortinajes que ocultaban la pared izquierda.

Chani la siguió, penetrando en algo que debía haber sido antes un almacén, cuyas paredes rocosas estaban cubiertas ahora por pesados tapices. Paul yacía sobre un lecho de campaña, junto a la pared opuesta. Un único globo suspendido sobre él iluminaba su rostro. Una manta negra le cubría hasta el pecho, dejando al descubierto sus brazos apoyados a lo largo de su cuerpo. Debajo parecía estar desnudo. La piel descubierta era como cera, rígida. No se apreciaba en él el menor movimiento.

Chani controló su deseo de precipitarse hacia él, de abrazar convulsivamente aquel cuerpo. Sus pensamientos, en cambio, corrieron hacia su hijo… Leto. Y en aquel instante se dio cuenta de que Jessica había vivido ya en otra ocasión una prueba como aquella… con su compañero amenazado de muerte y forzando a su mente a no pensar más que en la salvación de su joven hijo. Aquella revelación creó un fuerte lazo de unión entre ella y la madre de Paul, y Chani tendió su mano y tomó la de Jessica. El apretón fue casi doloroso en su intensidad.

—Está vivo —dijo Jessica—. Te aseguro que está vivo. Pero el hilo de su vida es tan delgado que es muy fácil que escape a cualquier detección. Algunos de los jefes murmuran ya que es la madre quien habla y no la Reverenda Madre, que mi hijo está realmente muerto y que me niego a entregar su agua a la tribu.

—¿Cuánto tiempo hace que está así? —preguntó Chani. Liberó su mano de la de Jessica y avanzó en la estancia.

—Tres semanas —dijo Jessica—. He pasado cerca de una semana intentando revivirlo. Ha habido reuniones, discusiones… investigaciones. Después te he llamado. Los Fedaykin obedecen mis órdenes, de otro modo no hubiera conseguido retrasar el… —se humedeció los labios y calló, observando a Chani mientras ésta se acercaba a Paul.

Chani se detuvo al lado de Paul, contemplando su rostro, la naciente barba, los párpados cerrados, las altas cejas, la afilada nariz… aquellos rasgos tan tranquilos en su rígido reposo.

—¿Cómo se nutre? —preguntó Chani.

—Las necesidades de su carne son tan reducidas que aún no ha necesitado alimentos —dijo Jessica.

—¿Cuánta gente sabe lo que ha ocurrido? —preguntó Chani.

—Sólo los consejeros personales, algunos jefes, los Fedaykin y, por supuesto, aquél que le haya administrado el veneno.

—¿Hay algún indicio de quién ha sido?

—No, y no es porque no lo hayamos investigado —dijo Jessica.

—¿Qué es lo que dicen los Fedaykin? —preguntó Chani.

—Creen que Paul está sumido en un trance sagrado, reuniendo sus santos poderes para las batallas finales. Es algo que yo misma he cultivado.

Chani se arrodilló al lado del lecho, hasta casi rozar el rostro de Paul. Captó inmediatamente una diferencia en el aire alrededor de su rostro… pero sólo había el olor de la especia, la omnipresente especia cuyo perfume envolvía toda la vida de los Fremen. Sin embargo…

—Vosotros no habéis nacido entre la especia, como nosotros —dijo Chani—. ¿Has pensado que su cuerpo puede haberse revelado contra una excesiva cantidad de especia en su dieta?

—Todas las reacciones alérgicas son negativas —dijo Jessica. Cerró los ojos, tanto para borrar aquella escena de su vista como porque, de pronto, se dio cuenta de lo agotada que estaba. ¿Cuánto tiempo hace que no duermo?, se preguntó. Demasiado.

—Cuando transformas el Agua de Vida —dijo Chani—, lo haces en tu interior, gracias a tu percepción interior. ¿Has usado esa percepción para analizar su sangre?

—Es sangre Fremen normal —dijo Jessica—. Completamente adaptada a la dieta y a la vida de este lugar.

Chani se sentó sobre sus talones, ahogando su miedo en sus pensamientos mientras examinaba el rostro de Paul. Era una técnica que había aprendido observando a las Reverendas Madres. El tiempo podía servir a la mente. Toda la atención podía ser concentrada en un único pensamiento.

—¿Hay un hacedor aquí? —preguntó de pronto.

—Hay varios —dijo Jessica, con un toque de cansancio—. Procuramos que nunca nos falten en esos días. Cada victoria requiere una bendición. Cada ceremonia antes de una incursión…

—Pero Paul-Muad’Dib se ha mantenido siempre alejado de estas ceremonias —dijo Chani.

Jessica asintió para sí misma, recordando los ambivalentes sentimientos de su hijo en sus enfrentamientos con la droga de especia, y la consciencia presciente que esta suscitaba en él.

—¿Cómo sabes tú esto? —preguntó Jessica.

—Es lo que se dice.

—Se dicen demasiadas cosas —dijo Jessica amargamente.

—Tráeme Agua del hacedor sin transformar —dijo Chani.

Jessica se envaró ante el tono imperioso de la voz de Chani; luego, observando la intensa concentración de la joven, se relajó y dijo:

—Ahora mismo —y salió a través de los cortinajes en busca de un maestro de agua.

Chani permanecía sin apartar sus ojos de Paul. Si ha intentado hacer esto, pensó, y es el tipo de cosa que podría intentar…

Jessica regresó junto a Chani, arrodillándose a su lado y entregándole un bocal. El intenso olor del veneno azotó el olfato de Chani. Metió un dedo en el líquido y lo colocó muy cerca de la nariz de Paul.

La piel a lo largo del puente de la nariz se estremeció. Lentamente, sus aletas se dilataron.

Jessica jadeó.

Chani tocó con su dedo húmedo el labio superior de Paul.

Paul inspiró profunda, penosamente.

—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó Jessica.

—Calma —dijo Chani—. Tienes que convertir un poco de agua sagrada. ¡Aprisa!

Sin hacer ninguna pregunta, porque por el tono de voz de Chani había comprendido que ésta sabía ya lo que ocurría, Jessica tomó el bocal y bebió una pequeña cantidad de líquido.

Los ojos de Paul se abrieron. Miró a Chani.

—No es necesario que transforme el Agua —dijo. Su voz era débil pero firme.

Jessica, al mismo tiempo que notaba el contacto del líquido en su lengua, sintió que su cuerpo reaccionaba, convirtiendo el veneno casi automáticamente. Con la sensibilidad acrecentada que suscitaba la ceremonia, percibió el flujo vital que emanaba de Paul… una radiación que registraron todos sus sentidos.

En aquel instante, supo.

—¡Has bebido el agua sagrada! —balbuceó.

—Una gota —dijo Paul—. Muy poco… una gota.

—¿Cómo has podido cometer una locura así? —preguntó ella.

—Es tu hijo —dijo Chani.

Jessica la fulminó con la mirada.

Una extraña sonrisa, mezcla de ternura y comprensión, apareció en los labios de Paul.

—Escucha a mi amada —dijo—. Escúchala, madre. Ella sabe.

—Aquello que los otros pueden hacer, ha de hacerlo también él —dijo Chani.

—Cuando he tenido esta gota en mi boca —dijo Paul—, cuando la he sentido y gustado, cuando he sabido el efecto que causaba en mí, entonces he comprendido que hubiera podido hacer aquello mismo que tú has hecho, madre. Vuestros instructores Bene Gesserit hablan del Kwisatz Haderach, pero ni siquiera pueden imaginar en cuántos lugares he estado. En los pocos minutos que… —se interrumpió, mirando a Chani con un perplejo fruncimiento de cejas—. ¿Chani? ¿Cómo estás aquí? Se supone que tendrías que estar… ¿Por qué estás aquí?

Intentó levantarse sobre sus codos. Chani le empujó suavemente para que se volviera a tender.

—Por favor, Usul —dijo.

—Me siento tan débil —dijo él. Su mirada recorrió la estancia —. ¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí?

—Has permanecido durante tres semanas en un coma tan profundo que la chispa de la vida parecía haberse extinguido en ti —dijo Jessica.

—Pero era… La tomé hace apenas un instante y…

—Un instante para ti, tres semanas de angustia para mí —dijo Jessica.

—Era tan sólo una gota, pero la transformé —dijo Paul—. Transformé el Agua de Vida —y antes de que Chani o Jessica pudieran detenerle, hundió una mano en el bocal que había dejado en el suelo a su lado, y se la llevó chorreante a la boca, bebiendo el líquido recogido en su palma formando cuenco.

—¡Paul! —gritó Jessica.

El le aferró una mano, volvió hacia ella un rostro deformado por un rictus mortal, y la embistió con toda su percepción.

La interpenetración no fue tan tierna, tan completa, tan absoluta como lo había sido con Alia y con la Vieja Reverenda Madre de la caverna… pero fue una interpenetración: un compartir absoluto de todo el ser. Jessica se sintió sacudida, debilitada, y se replegó sobre sí misma en su mente, temerosa de su hijo.

—¿Has hablado de un lugar donde no puedes entrar? —dijo él en voz alta—. Quiero ver este lugar que la Reverenda Madre no puede afrontar.

Ella agitó la cabeza, aterrorizada por el empuje de los pensamientos que la asaltaban.

—¡Muéstramelo!

—¡No!

Pero no podía escapar. Subyugada por su terrible fuerza, cerró los ojos y se concentró en sí misma en la dirección-donde-todo- es-tinieblas.

La consciencia de Paul la envolvió, penetró con ella en la profunda oscuridad. Jessica entrevió vagamente el lugar, antes de que su mente huyera vencida por el terror. Sin saber por qué, todo su cuerpo temblaba por aquello que apenas había entrevisto… una región azotada por el viento, donde danzaban chispas incandescentes, donde pulsaban anillos de luz y largas hileras de tumescentes formas blancas fluían en torno a las luces, empujadas por las tinieblas y por el viento que venía de ninguna parte.

Abrió los ojos, viendo que Paul continuaba mirándola. Seguía estrechando aún su mano, pero la terrible unión había cesado. Dominó su temblor. Paul soltó su mano. Fue como si se hubieran roto los hilos que la sustentaban. Caviló, y hubiera caído si Chani no hubiera corrido a sostenerla.

—¡Reverenda Madre! —dijo Chani—. ¿Qué ocurre?

—Cansada —murmuró Jessica—. Muy… cansada.

—Aquí —dijo Chani—. Siéntate aquí. —Ayudó a Jessica hasta un almohadón junto a la pared.

El contacto de aquellos jóvenes y fuertes brazos hicieron bien a Jessica. Se aferró a Chani.

—¿Ha visto realmente con el Agua de Vida? —preguntó Chani. Se soltó de las manos de Jessica.

—Ha visto —susurró Jessica. Su mente estaba aún alterada por el contacto. Era como si acabara de alcanzar nuevamente la tierra firme después de pasar semanas en un mar tempestuoso. Sintió a la vieja Reverenda Madre dentro de ella… y a todas las demás, que se habían despertado y preguntaban: ¿Qué ha sido? ¿qué ha ocurrido? ¿Dónde estaba ese lugar?

Pero sobre todos los demás la dominaba el pensamiento de que su hijo era el Kwisatz Haderach, aquel que podía estar en muchos lugares al mismo tiempo. Era el sueño Bene Gesserit convertido en realidad. Y aquella realidad no le proporcionaba ninguna paz.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Chani.

Jessica agitó la cabeza.

—Hay en cada uno de nosotros —dijo Paul— una antigua fuerza que toma, y una antigua fuerza que da. Ya le es muy difícil a un hombre afrontar aquel lugar dentro de sí mismo donde reina la fuerza que toma, pero le es casi imposible contemplar la fuerza que da sin transformarse en algo distinto a un hombre. Para una mujer, la situación es exactamente a la inversa.

Jessica alzó los ojos, viendo a Chani que la observaba a ella mientras escuchaba a Paul.

—¿Me comprendes, madre? —preguntó Paul.

Ella pudo tan sólo asentir con la cabeza.

—Estas cosas dentro de nosotros son tan antiguas —dijo Paul — que están difundidas por todas las células de nuestros cuerpos. Somos modelados por estas fuerzas. Uno puede decirse a sí mismo:

«Sí, comprendo como puede ser esta cosa.» Pero cuando uno mira dentro de sí mismo y debe afrontar las fuerzas primordiales de nuestra existencia, entonces es cuando ve el peligro. El mayor peligro del que da, es la fuerza del que toma. El mayor peligro del que toma, es la fuerza que da. Es tan fácil ser arrollado por la fuerza que da, como por la que toma.

—Y tú, hijo mío —preguntó Jessica—, ¿eres uno de los que da o uno de los que toma?

—Soy exactamente el fulcro. No puedo dar sin tomar y no puedo tomar sin… —se interrumpió, mirando hacia la pared a su derecha.

Chani sintió un soplo de aire rozarle su mejilla, y se volvió para ver cerrarse los cortinajes.

—Era Otehym —dijo Paul—. Estaba escuchando.

Aceptando aquellas palabras, Chani se sintió tocada por algo de la presciencia que había en Paul, y supo algo que aún no había ocurrido como si fuera un acontecimiento del pasado. Otheym hablaría de cuanto había visto y oído. Otros difundirían la historia, hasta que se esparciría como una mar de llamas por todo el planeta. Paul-Muad’Dib no es como los demás hombres, dirían. Ya no hay la menor duda. Es un hombre, y sin embargo puede ver a través del Agua de vida como una Reverenda Madre. Es realmente el Lisan al-Gaib.

—Tú has visto el futuro, Paul —dijo Jessica—. ¿Puedes decirnos lo que has visto?

—No el futuro —dijo él—. He visto el Ahora. —Se obligó a sentarse, rechazando la ayuda de Chani que avanzaba hacia él —. El espacio por encima de Arrakis está repleto de naves de la Cofradía.

Jessica tembló ante la firmeza de su voz.

—Incluso el propio Emperador Padishah está aquí —dijo Paul. Miró el techo rocoso de la celda—. Con su Decidora de Verdad favorita y cinco legiones de Sardaukar. El viejo Barón Vladimir Harkonnen está aquí con Thufir Hawat a su lado y siete naves repletas con todos los hombres que ha podido reclutar. Cada Gran Casa tiene sus tropas encima nuestro… esperando.

Chani agitó la cabeza, incapaz de apartar su mirada de Paul. El extraño halo que emanaba de él, la atonía de su voz, la forma en que la miraba, como si lo hiciera a través de ella, la fascinaban.

Jessica intentó tragar saliva, pero su garganta estaba seca.

—¿Qué es lo que están esperando? —dijo.

Paul volvió su mirada hacia ella.

—El permiso de la Cofradía para aterrizar. La Cofradía abandonará en Arrakis a cualquier fuerza que aterrice sin su permiso.

—¿La Cofradía está protegiéndonos? —preguntó Jessica.

—¡Protegiéndonos! Ha sido la Cofradía quien ha creado esta situación, divulgando lo que estamos haciendo en Arrakis y bajando las tarifas del transporte de tropas hasta el punto que incluso las Casas más pobres están ahí arriba, a la espera de poder saquear algo.

Jessica notó la ausencia de amargura en lo que decía, y se preguntó la razón. No había duda en sus palabras… había hablado con la misma fuerza que la noche que le había revelado la vía del futuro que les llevaría hasta los Fremen.

Paul inspiró profundamente.

—Madre, debes cambiar una cantidad del Agua para nosotros. Necesitamos el catalizador. Chani, quiero que se envíe una patrulla de exploradores al desierto… que encuentren una masa de preespecia. Si echamos una cantidad del Agua de Vida sobre una masa de preespecia, ¿sabes lo que ocurrirá?

Jessica sopesó un instante sus palabras, luego comprendió bruscamente.

—¡Paul! —exclamó.

—El Agua de Muerte —dijo él—. Será una reacción en cadena —apuntó un dedo hacia el suelo—. Esparcirá la muerte entre los pequeños hacedores, destruyendo un vector del ciclo vital que comprende la especia y los hacedores. Arrakis se convertirá en una desolación… sin especia ni hacedores.

Chani se llevó una mano a la boca, aterrada e incapaz de hablar ante la blasfemia surgida de labios de Paul.

—Quién puede destruir algo es quien lo controla —dijo Paul —. Nosotros podemos destruir la especia.

—¿Qué es lo que detiene la mano de la Cofradía? —susurró Jessica.

—Están buscándome —dijo Paul—. ¡Piensa en ello! Los mejores navegantes de la Cofradía, hombres que pueden explorar a través del tiempo en busca de las rutas más seguras para los más veloces Cruceros, todos están buscándome… y son incapaces de encontrarme. ¡Cómo tiemblan! ¡Saben que aquí tengo su secreto! —Paul se levantó sus manos, formando una copa—. ¡Sin la especia están ciegos!

Chani encontró su voz.

—¡Has dicho que veías el ahora!

Paul se tendió de nuevo, escrutando las dimensiones del presente, cuyos limites se extendían hacia el futuro y el pasado, luchando para conservar la presciencia mientras comenzaba a desvanecerse en su interior el efecto de la especia.

—Ve y haz lo que te he ordenado —dijo—. El futuro es tan confuso para mi como lo es para la Cofradía. Las líneas de visión se restringen. Todas se concentran aquí donde está la especia… pero ellos nunca se habían atrevido a intervenir antes… por miedo a que su interferencia les hiciera perder aquello que necesitaban absolutamente. Pero ahora están desesperados. Todos los caminos se hunden en las tinieblas.

CAPÍTULO XLVI

Y llegó el día en el cual Arrakis se encontró en el centro del universo, con todo lo demás girando a su alrededor.

De «El despertar de Arrakis», por la Princesa Irulan.


—¡Mira esto! —susurró Stilgar.

Paul estaba tendido a su lado, en una hendidura que se abría en la pared superior de la Muralla Escudo, con los ojos pegados al ocular de un telescopio Fremen. Las lentes de aceite estaban enfocadas sobre un transporte ligero que se destacaba contra las luces del alba, en la depresión bajo ellos. La cara de la espacionave que daba al este brillaba ya a los resplandores de la luz del sol, mientras la otra estaba aún inmersa en las sombras, ofreciendo las hileras de sus lucernas a través de las cuales resplandecía la amarilla luz de los globos encendidos durante la noche. Más allá de la nave, la ciudad de Arrakeen yacía inmóvil, gélida y brillante a la luz del naciente sol.

No era el transporte lo que había excitado a Stilgar, se dijo Paul, sino la construcción de la cual la nave era tan sólo el pilar central. Una única y gigantesca estructura metálica de varios pisos que se extendía alrededor de la nave en un radio de al menos mil metros, una enorme tienda compuesta de planchas metálicas ensambladas… la residencia temporal de cinco legiones de Sardaukar y de su Majestad Imperial, el Emperador Padishah Shaddam IV.

Desde su posición agachada, al lado de Paul, Gurney Halleck dijo:

—He contado nueve pisos. Debe haber un buen número de Sardaukar ahí dentro.

—Cinco legiones —dijo Paul.

—Se está haciendo de día —siseó Stilgar—. No nos gusta que te expongas personalmente, Muad’Dib. Volvamos entre las rocas.

—Estoy completamente seguro aquí —dijo Paul.

—Esta nave está equipada con armas a proyectiles —dijo Gurney.

—Creen que estamos protegidos con escudos —dijo Paul—. Además, aunque nos vieran, no malgastarían sus municiones en un trío no identificado.

Paul alzó el telescopio para examinar la pared opuesta de la depresión, viendo las carcomidas rocas y los desprendimientos que señalaban la tumba de tantos hombres de su padre. Y tuvo la momentánea impresión de que las sombras de aquellos hombres le estaban mirando en aquel instante. Las fortificaciones Harkonnen y las ciudades a todo lo largo de la amurallada zona habían caído en manos de los Fremen o estaban aisladas como ramas cortadas de una planta. Sólo aquella depresión y aquella ciudad seguían en manos del enemigo.

—Podrían intentar una salida con tóptero, si nos vieran —dijo Stilgar.

—Deja que lo hagan —dijo Paul—. Tenemos un montón de tópteros a nuestra disposición, hoy… y sabemos que se está acercando una tormenta.

Apuntó el telescopio hacia el lado opuesto del campo de aterrizaje de Arrakeen, donde estaban alineadas las fragatas de los Harkonnen, con una bandera de la Compañía CHOAM flotando lentamente bajo ella, empujada por una suave brisa. Y pensó que únicamente la desesperación había obligado a la Cofradía a permitir que aquellos dos grupos aterrizaran, mientras los demás eran mantenidos en reserva. La Cofradía se comportaba como un hombre tanteando la arena con la punta de su pie para verificar su temperatura antes de plantar una tienda.

—¿Hay alguna otra cosa que ver? —preguntó Gurney—. Tendríamos que ponernos a cubierto. La tormenta está llegando.

Paul observó de nuevo la gigantesca estructura.

—Han traído incluso a sus mujeres —dijo—. Y lacayos y servidores. Ahhh, mi querido Emperador, qué confiado eres.

—Hay hombres acercándose por el pasaje secreto —dijo Stilgar—. Deben ser Otheym y Korba que regresan.

—De acuerdo, Stil —dijo Paul—. Volvamos.

Pero lanzó una última ojeada a través del telescopio a la enorme planicie con todas sus naves, la gigantesca estructura metálica, la silenciosa ciudad, las fragatas de los mercenarios Harkonnen. Luego retrocedió por la escarpadura rocosa. Un Fedaykin le sustituyó al telescopio.

Paul fue a salir a una pequeña depresión en la superficie de la Muralla Escudo. Era un lugar de unos treinta metros de diámetro y unos tres metros de profundidad, una formación natural de la roca que los Fremen habían disimulado bajo una cobertura de camuflaje translúcida. El equipo de comunicaciones estaba agrupado alrededor de una cavidad en la pared de la derecha. Los Fedaykin, esparcidos por los alrededores, aguardaban la orden de ataque de Muad’Dib.

Dos hombres emergieron de la cavidad junto al equipo de comunicaciones y hablaron con los guardias que estaban allí.

Paul miró a Stilgar y señaló con la cabeza en dirección a los dos hombres.

—Trae su informe, Stil.

Stilgar obedeció.

Paul se acurrucó, la espalda contra la roca, tensando sus músculos, y volvió a levantarse. Vio a Stilgar que despedía a los dos hombres, que desaparecieron en la negra cavidad en la roca, para descender a lo largo del estrecho túnel excavado por manos humanas hasta abajo, hasta el suelo de la depresión.

Stilgar se acercó a Paul.

—¿Qué era tan importante que no han podido enviar un ciélago con el mensaje? —preguntó Paul.

—Guardan sus pájaros para la batalla —dijo Stilgar. Lanzó una ojeada al equipo de comunicaciones, luego volvió a mirar a Paul—. Aún usando una banda de frecuencia muy reducida, no tendríamos que utilizar esto, Muad’Dib. Podrían localizarnos rastreando el origen de nuestras emisiones.

—Dentro de poco estarán demasiado ocupados como para buscarnos —dijo Paul—. ¿Qué dice el informe de esos hombres?

—Nuestros bienamados Sardaukar han sido soltados cerca de la Vieja Hendidura y están regresando hacia su amo. Los lanzacohetes y las demás armas a proyectiles están emplazadas. Nuestra gente se ha desplegado según tus órdenes. Todo simple rutina.

Paul paseó su mirada por los hombres que aguardaban a su alrededor, estudiando sus rostros a la luz que atravesaba la cubierta de camuflaje. El tiempo era como un insecto abriéndose camino a través de la roca.

—Imagino que nuestros dos Sardaukar necesitarán hacer un buen trecho de camino a pie antes de poder enviar una señal a un transporte de tropas —dijo Paul—. ¿Son vigilados?

—Son vigilados —dijo Stilgar.

Junto a Paul, Gurney Halleck carraspeó.

—¿No seria mejor que buscáramos un lugar un poco más seguro? —dijo.

—No hay ningún lugar seguro —dijo Paul—. ¿Los informes sobre el tiempo siguen siendo favorables?

—La tormenta que está llegando es una bisabuela de todas las tormentas —dijo Stilgar—. ¿No la notas llegar, Muad’Dib?

—El aire me dice que se acerca algo distinto —admitió Paul —. Pero considero que el empalar la arena es un método más seguro de predicción.

—La tormenta estará aquí dentro de una hora —dijo Stilgar. Señaló con la cabeza la hendidura que se abría a la estructura del Emperador y las fragatas de los Harkonnen—. Incluso ellos lo saben. No hay ni un tóptero en el cielo. Todo ha sido cubierto y asegurado. Han recibido un informe acerca de las condiciones del tiempo de sus amigos del espacio.

—¿No ha habido más salidas? —preguntó Paul.

—Ninguna desde que aterrizaron la pasada noche —dijo Stilgar—. Saben que estamos aquí. Creo que están esperando elegir su momento.

—Somos nosotros quienes elegiremos el momento —dijo Paul.

Gurney miró hacia el cielo.

—Si ellos nos lo permiten —gruñó.

—Esa flota permanecerá en el espacio —dijo Paul.

Gurney agitó la cabeza.

—No tienen otra elección —dijo Paul—. Nosotros podemos destruir la especia. La Cofradía no correrá ese riesgo.

—La gente desesperada es la más peligrosa —dijo Gurney.

—¿No estamos nosotros desesperados? —preguntó Stilgar.

Gurney le miró, ceñudo.

—Tú no has vivido el sueño de los Fremen —advirtió Paul—. Stilgar piensa en toda el agua que hemos malgastado en corrupción, en todos estos años de espera antes de que Arrakis pueda florecer. No es…

—Arrrgh —gruñó Gurney.

—¿Por qué está tan pesimista? —preguntó Stilgar.

—Siempre está pesimista antes de una batalla —dijo Paul— Es la única forma de humorismo que se permite Gurney.

Lentamente, una sonrisa lobuna se dibujó en el rostro de Gurney, y sus dientes brillaron por encima de la mentonera de su destiltraje.

—Me deprime el pensamiento de tantas pobres almas Harkonnen que vamos a enviar al más allá sin que tengan oportunidad de arrepentirse —dijo.

Stilgar lanzó una risita.

—Habla como un Fedaykin —dijo.

—Gurney nació para ser un comando de la muerte —dijo Paul. Y pensó: Si, que ocupen sus mentes charlando así antes del momento de lanzarnos al ataque contra esa fuerza reunida ahí en la planicie. Lanzó otra ojeada hacia la hendidura en la pared de roca y luego volvió a mirar a Gurney, observando que el trovador-guerrero había reasumido su expresión ceñuda.

—Las preocupaciones minan las fuerzas —murmuró Paul—. Tú mismo me lo dijiste una vez, Gurney.

—Mi Duque —dijo Gurney—, mi mayor preocupación son las atómicas. Si las utilizas para abrir una brecha en la Muralla Escudo…

—Esa gente no utilizará las atómicas contra nosotros —dijo Paul—. No se atreverán… por el mismo motivo que les impide correr el riesgo de que destruyamos la fuente de la especia.

—Pero la prohibición…

—¡La prohibición! —exclamó Paul—. Es el miedo y no la prohibición lo que impide que las Grandes Casas se ataquen mutuamente a golpes de atómicas. El lenguaje de la Gran Convención es lo suficientemente claro: «El uso de atómicas contra seres humanos será penado con la destrucción planetaria». Nosotros vamos a emplearlas contra la Muralla Escudo, no contra seres humanos.

—La diferencia es sutil —dijo Gurney.

—Los leguleyos de ahí abajo se sentirán felices de admitirla —dijo Paul—. No hablemos más de ello.

Se volvió, deseando sentir en su interior la seguridad y la confianza de que había hecho ostentación.

—¿Las gentes de la ciudad? —preguntó al cabo de un momento—. ¿Están también en posición?

—Sí —murmuró Stilgar.

Paul le miró.

—¿Qué es lo que se te está comiendo?

—Nunca he confiado completamente en los hombres de la ciudad —dijo Stilgar.

—Yo también fui en mi tiempo un hombre de la ciudad —dijo Paul.

Stilgar se envaró. La sangre fluyó a su rostro.

—Muad’Dib sabe que yo no quería decir…

—Sé lo que querías decir, Stil. Pero aquí no se trata de lo que tú crees acerca de un hombre, sino de lo que hace realmente este hombre. Esa gente de la ciudad tiene sangre Fremen. Sólo que aún no ha aprendido a romper sus cadenas. Somos nosotros quienes tenemos que enseñárselo.

Stilgar asintió.

—Nuestra vida nos ha acostumbrado a pensar así, Muad’Dib —dijo con voz grave—. En la Llanura Funeral es donde hemos aprendido a despreciar a los hombres de las comunidades.

Paul miró a Gurney, y observó que éste estaba estudiando a Stilgar.

—Gurney, explícale por qué la gente de la ciudad ha sido arrojada de sus casas por los Sardaukar.

—Un viejo truco, mi Duque. Han pensado que llenarnos de refugiados nos acarrearía problemas.

—Las últimas guerrillas están tan lejos en el tiempo que los poderosos han olvidado por completo cómo combatirlas —dijo Paul—. Los Sardaukar han seguido nuestro juego. Han tomado algunas mujeres de la ciudad para divertirse con ellas, y han decorado sus estandartes de batalla con las cabezas de los hombres que se han opuesto. Así han desencadenado un odio febril en gente que de otro modo hubiera considerado la inminente batalla tan sólo como un gran inconveniente… y la posibilidad de cambiar un dueño por otro. Los Sardaukar han reclutado para nosotros, Stil.

—La gente de la ciudad parece ansiosa por combatir —dijo Stilgar.

—Y su odio es fresco y limpio —dijo Paul—. Es por eso que la usaremos como tropas de asalto.

—Sus pérdidas serán tremendas —dijo Gurney.

Stilgar asintió con la cabeza.

—Conocen los riesgos —dijo Paul—. Saben que cada Sardaukar que maten será uno menos para nosotros. ¿Comprendéis? Ahora tienen una razón por la cual morir. Han descubierto que forman un pueblo. Están despertando.

Una sofocada exclamación llegó procedente del hombre que estaba al telescopio. Paul avanzó hacia la escarpadura.

—¿Qué es lo que ocurre ahí fuera? —preguntó.

—Una gran conmoción, Muad’Dib —dijo el observador—. En esa monstruosa tienda de metal. Un vehículo de superficie acaba de llegar del Borde Oeste de la Muralla, y parecía un halcón picando sobre un nido de perdices.

—Nuestros cautivos Sardaukar han llegado —dijo Paul.

—Han emplazado un escudo rodeando el terreno —dijo el observador—. Puedo ver el aire danzando hasta los límites de los almacenes de especia.

—Ahora saben contra quién van a combatir —dijo Gurney—. ¡Ahora las bestias Harkonnen deben estar inquietas y temblando ante el pensamiento de que aún hay un Atreides con vida!

Paul se dirigió al Fedaykin que estaba al telescopio.

—Vigila bien la bandera en el mástil de la nave del Emperador. Si mi estandarte es izado allí…

—No lo será —dijo Gurney.

Paul observó el fruncido ceño de Stilgar.

—Si el Emperador acepta mis reivindicaciones, lo señalará izando el estandarte de los Atreides sobre Arrakis. Entonces usaremos el segundo plan, atacando tan sólo a los Harkonnen. Los Sardaukar permanecerán aparte, dejando que terminemos de arreglar el asunto entre nosotros.

—No tengo experiencia en esas cosas de otros planetas —dijo Stilgar—. He oído hablar de ello, pero me parece improbable que…

—No se necesita experiencia para saber lo que harán —dijo Gurney.

—Están izando una nueva bandera en la nave principal —dijo el observador—. La bandera es amarilla… con un círculo negro y rojo en el centro.

—Una maniobra muy sutil —dijo Paul—. La bandera de la Compañía CHOAM.

—Es la misma bandera de las otras naves —dijo el guardia Fedaykin.

—No comprendo —dijo Stilgar.

—Una maniobra muy sutil, sí —dijo Gurney—. Si hubiesen izado la bandera de los Atreides, hubieran tenido que reconocer más tarde todo lo que esto implicaba. Hay demasiados observadores alrededor. Hubieran podido responder también con los colores de los Harkonnen… lo cual hubiera sido una abierta declaración de que estaban de su parte. Pero no… han izado los colores de la CHOAM. Así les dicen a la gente de ahí… —Gurney apuntó hacia el espacio—… dónde están los beneficios. Les dicen que les importa poco que sea un Atreides o cualquier otro el que esté aquí.

—¿Cuánto falta aún para que la tormenta alcance la Muralla Escudo? —preguntó Paul.

Stilgar se volvió y consultó a uno de los Fedaykin en la hondonada.

—Muy poco, Muad’Dib —dijo luego—. Llegará mucho antes de lo esperado. Es la tatarabuela de una tormenta… quizá mayor de lo que desearíamos.

—Es mi tormenta —dijo Paul, y vio la silenciosa expresión de respetuoso temor en los rostros de los Fedaykin—. Aunque sacudiera todo el planeta, no sería demasiado para mí. ¿Golpeará la Muralla Escudo?

—Lo suficiente como para que no se note la menor diferencia —dijo Stilgar.

Un correo apareció por la cavidad que conducía al pie de la depresión.

—Los Sardaukar y las patrullas Harkonnen se están retirando, Muad’Dib —dijo.

—Suponen que la tormenta arrojará demasiada arena en la depresión como para mantener la visibilidad —dijo Stilgar—. Creen que incluso nosotros nos vamos a ver paralizados.

—Di a nuestros artilleros que tomen bien la puntería antes de que desaparezca la visibilidad —dijo Paul—. Deben partirles la nariz a cada una de aquellas naves apenas la tormenta haya destruido los escudos. —Se acercó a la pared rocosa, alzó una esquina de la cobertura de camuflaje y observó el cielo. Ya se veían las ondeantes colas de caballo de la arena arrastrada por el viento en la creciente oscuridad atmosférica. Paul volvió a colocar la cobertura—. Que nuestros hombres empiecen a descender, Stil —dijo.

—¿Tú no vienes con nosotros? —preguntó Stilgar.

—Me quedaré aún un poco con los Fedaykin —dijo Paul.

Stilgar alzó los hombros, en un gesto de entendimiento hacia Gurney, y avanzó hacia la cavidad, desapareciendo en la negrura.

—Dejo en tus manos el disparador que hará saltar la Muralla Escudo, Gurney —dijo Paul—. ¿Cuento contigo?

—Cuentas conmigo.

Paul hizo una seña a un lugarteniente Fedaykin.

—Otheym, retira las patrullas de control del área de explosión. Deben alejarse antes de que la tormenta llegue allí.

El hombre hizo una inclinación y siguió a Stilgar.

Gurney avanzó hacia la hendidura y se dirigió al hombre del telescopio.

—Vigila atentamente la pared sur. Estará completamente indefensa hasta que la hagamos saltar.

—Envía un ciélago con una señal de tiempo —ordenó Paul.

—Algunos vehículos de superficie se dirigen hacia la pared sur —dijo el hombre del telescopio—. Algunos están usando armas a proyectiles como prueba. Nuestra gente está utilizando escudos corporales como ordenaste. Los vehículos se han detenido.

En el repentino silencio, Paul oyó los demonios del viento aullando en el cielo… el frente de la tormenta. La arena comenzaba a infiltrarse en la cavidad a través de los orificios de la cubierta de camuflaje. Después, un golpe de viento arrancó la cubierta y se la llevó con él.

Paul hizo una seña a sus Fedaykin para que se pusieran a cubierto y se acercó a los hombres del equipo de comunicaciones cerca de la boca del túnel. Gurney le siguió. Paul se inclinó sobre los operadores.

—Una re-tatarabuela de una tormenta, Muad’Dib —dijo uno de ellos.

Paul observó el cielo cada vez más oscurecido.

—Gurney, haz que los observadores de la pared sur se retiren, dijo. Tuvo que repetir su orden para ser oído por encima del creciente ruido de la tormenta.

Gurney se alejó para transmitir su orden.

Paul ajustó el filtro sobre su rostro, asegurando la capucha de su destiltraje.

Gurney regresó.

Paul tocó su hombro y señaló hacia el disparador, a la entrada del túnel, tras el operador. Gurney entró en la cavidad y se detuvo allí, con una mano en el disparador y la mirada fija en Paul.

—Ningún mensaje —dijo el operador junto a Paul—. Mucha estática.

Paul asintió, con sus ojos fijos en el cuadrante graduado en tiempo standard frente al operador. Luego miró a Gurney, alzó una mano, volvió su atención al cuadrante. La aguja inició su último giro.

—¡Ahora! —gritó Paul, y bajó su mano.

Gurney pulsó el disparador.

Pareció pasar todo un segundo antes de que el suelo bajo ellos comenzara a sacudirse y a temblar. El retumbante sonido se añadió al rugido de la tormenta.

El observador Fedaykyn del telescopio apareció junto a Paul, con el telescopio firmemente sujeto bajo el brazo.

—¡La brecha en la Muralla Escudo está abierta, Muad’Dib! — gritó—. ¡La tormenta está sobre ellos y nuestros artilleros han abierto ya el fuego!

Paul tuvo la visión de la tormenta barriendo la depresión, mientras la carga estática de la muralla de arena destruía todos los escudos del campo enemigo a su paso.

—¡La tormenta! —gritó alguien—. ¡Debemos ponernos a cubierto, Muad’Dib!

Paul se arrancó de sus pensamientos, sintiendo los innumerables aguijones de la arena clavándose en la parte al descubierto de sus mejillas. Ya está hecho, pensó. Puso un brazo en el hombro del operador.

—¡Deja el equipo! —dijo—. Tenemos más en el túnel. —Se sintió empujado por los Fedaykin, que le rodeaban para protegerle, haciéndole entrar por la boca del túnel, hundiéndole en un brusco silencio, girando un ángulo para penetrar en una pequeña cámara iluminada por globos, con un nuevo túnel abriéndose al otro lado.

Otro operador estaba sentado ante su equipo.

—Mucha estática —dijo el hombre.

Vórtices de arena llenaban el aire a su alrededor.

—¡Sellad ese túnel! —gritó Paul. Un súbito silencio se adueñó del lugar cuando su orden fue obedecida—. ¿El camino hacia la depresión sigue abierto? —preguntó Paul.

Uno de los Fedaykin se alejó unos segundos, y regresó.

—La explosión ha causado un pequeño desprendimiento, pero los ingenieros dicen que el camino sigue abierto. Están quitando los estorbos con los láser.

—¡Diles que usen sus manos! —gritó Paul—. ¡Hay escudos en acción ahí!

—Van con cuidado, Muad’Dib —dijo el hombre, pero se volvió para obedecer.

El operador de afuera apareció con otros hombres, acarreando su equipo.

—¡Les dije a esos hombres que abandonaran su equipo! — dijo Paul.

—A los Fremen no les gusta abandonar material, Muad’Dib —dijo uno de los Fedaykin.

—Los hombres son ahora más importantes que el material — dijo Paul—. Dentro de poco tendremos más equipo del que podamos usar nunca, o ya no necesitaremos más equipo.

Gurney Halleck se acercó a él.

—He oído que el camino está abierto —dijo—. Estamos muy cerca de la superficie, mi Señor, si los Harkonnen responden a nuestro ataque.

—No están en situación de responder —dijo Paul—. En este momento están dándose cuenta de que ya no tienen escudos y que no pueden abandonar Arrakis.

—El nuevo puesto de mando está preparado de todos modos, mi Señor —dijo Gurney.

—Aún no me necesitan en el puesto de mando —dijo Paul—. El plan se desarrolla a la perfección incluso sin mí. Debemos esperar a que…

—Estoy recibiendo un mensaje, Muad’Dib —dijo el operador en el equipo de comunicaciones. El hombre agitó la cabeza, apretando el auricular contra su oído—. ¡Mucha estática! — Empezó a escribir rápidamente en un bloc ante él, agitando la cabeza, aguardando, escribiendo… aguardando.

Paul avanzó hasta situarse al lado del operador. Los Fedaykin se apartaron para dejarle paso. Miró por encima del hombro del operador lo que este había escrito. Leyó:

«Incursión… en el Sietch Tabr… cautivos… Alia (espacio en blanco) familias de (espacio en blanco) están muertos… ellos (espacio en blanco) hijo de Muad’Dib.»

El operador agitó de nuevo la cabeza.

Paul alzó los ojos, para tropezar con la mirada de Gurney.

—El mensaje está incompleto —dijo Gurney—. La estática. No puedes saber lo que…

—Mi hijo está muerto —dijo Paul, y supo en aquel mismo instante que lo que decía era verdad—. Mi hijo está muerto… y Alia está prisionera… como rehén. —Se sintió vacío, una cáscara sin emociones. Todo aquello que tocaba era muerte y dolor. Era como una enfermedad que podía difundirse por todo el universo.

Experimentaba la sabiduría de un viejo, la acumulación de innumerables experiencias en un número incontable de vidas. Alguien dentro de él pareció lanzar una risita y frotarse las manos.

Y Paul pensó: ¡El universo sabe tan poco acerca de la naturaleza de la verdadera crueldad!

CAPÍTULO XLVII

Y Muad’Dib se enfrentó a él y le dijo: «Aunque creamos que la prisionera está muerta, aún vive. Porque su semilla es mi semilla, y su voz es mi voz. Y ella ve más allá de las más lejanas fronteras de lo posible. Sí, ella ve hasta los más lejanos valles del ignoto debido a mí».

De «El despertar de Arrakis», por la Princesa Irulan.


El Barón Vladimir Harkonnen esperaba de pie, con los ojos bajos, en la sala Imperial de audiencias, la ovalada selamlik del Emperador Padishah en el interior de la gran estructura. Con miradas furtivas, el Barón había estudiado la estancia de paredes metálicas y sus ocupantes… los noukkers, los pajes, los guardias, las tropas Sardaukar de la Casa alineadas a lo largo de las paredes cuya única decoración eran los estandartes desgarrados y sucios de sangre capturados en batalla.

Luego sonaron voces a la derecha de la estancia, haciendo ecos en un alto pasillo:

—¡Abrid paso! ¡Abrid paso a la Real Persona!

El Emperador Padishah Shaddam IV hizo su entrada en la sala de audiencias a la cabeza de su séquito. Permaneció de pie a la entrada, esperando a que el trono fuera instalado, ignorando al Barón, ignorando a todo el mundo en la estancia.

El Barón, por su parte, descubrió que no podía ignorar a la Real Persona, y estudió al Emperador buscando una señal, un mínimo indicio que le permitiera adivinar el porqué de aquella audiencia. El Emperador estaba inmóvil, impasible, esperando… una figura delgada y elegante en el gris uniforme Sardaukar con franjas de oro y plata. Su rostro delgado y sus gélidos ojos le recordaron al Barón el difunto Duque Leto. Tenía la misma mirada de ave de presa. Pero los cabellos del Emperador eran rojos, no negros, y la mayor parte de ellos estaban ocultos por un yelmo de Burseg negro como el ébano, con la cimera Imperial de oro sobre la corona.

Un grupo de pajes apareció con el trono. Era una maciza silla tallada en un único bloque de cuarzo de Hagal, azul verdoso y translúcido, con vetas de fuego amarillo. Fue situado en el estrado, y el Emperador subió a él y se sentó.

Una anciana envuelta en un aba negro con la capucha echada sobre la frente se destacó entonces del cortejo del Emperador y fue a situarse tras el trono, apoyando una descarnada mano en el respaldo de cuarzo. Su rostro, a la sombra de la capucha, era la caricatura del de una bruja: ojos y mejillas hundidos, una protuberante nariz, una piel arrugada y surcada de abultadas venas.

El Barón detuvo su temblor al verla. La presencia allí de la Reverenda Madre Gaius Helen Mohiam, la Decidora de Verdad del Emperador, revelaba la importancia de aquella audiencia. El Barón apartó la mirada de ella y estudió el cortejo, buscando otros indicios. Había dos agentes de la Cofradía, uno alto y grueso, el otro pequeño y aún más grueso, ambos con lánguidos ojos grises. Tras los lacayos había una de las hijas del Emperador, la Princesa Irulan, una mujer de la que se decía había sido adiestrada en la más absoluta Manera Bene Gesserit, destinada a ser una Reverenda Madre. Era alta, rubia, con el rostro de una frágil belleza y unos ojos verdes que miraban traspasándole a uno de parte a parte.

—Mi querido Barón.

El Emperador se había dignado notar su presencia. Su voz era de barítono y exquisitamente controlada. Parecía como si le despidiera al mismo tiempo que le saludaba.

El Barón se inclinó profundamente y avanzó hasta la posición requerida, a diez pasos del estrado.

—He venido a vuestro requerimiento, Majestad.

—¡Requerimiento! —graznó la vieja bruja.

—Vamos, Reverenda Madre —la regañó el Emperador, pero observó con aire divertido la turbación del Barón—. Ante todo, decidme dónde habéis enviado a vuestro favorito, Thufir Hawat.

El Barón lanzó ojeadas a diestro y siniestro, irritándose consigo mismo por no haber traído a sus propias guardias, aunque no le hubieran servido de gran cosa contra los Sardaukar. De todos modos…

—¿Bien? —dijo el Emperador.

—Ha desaparecido desde hace cinco días, Majestad —el Barón dirigió una ojeada a los agentes de la Cofradía, y luego volvió a mirar al Emperador—. Debía tomar tierra en una base de contrabandistas para intentar infiltrar algunos de sus hombres en el campo de ese fanático Fremen, ese Muad’Dib.

—¡Increíble! —dijo el Emperador.

Una de las sarmentosas manos de la bruja palmeó el hombro del Emperador. La mujer se inclinó hacia él y susurró algo a su oído.

El Emperador asintió.

—Cinco días, Barón —dijo—. Explicadme, ¿por qué no os habéis preocupado por su ausencia?

—¡Pero si me he preocupado, Majestad!

El Emperador continuó mirándole, esperando. La Reverenda Madre emitió una cacareante risa.

—Lo que quiero decir, Majestad —dijo el Barón— es que ese Hawat morirá de todos modos dentro de muy pocas horas —y explicó lo del veneno residual y la constante necesidad de un antídoto.

—Muy ingenioso por vuestra parte, Barón —dijo el Emperador—. ¿Y dónde están vuestros sobrinos, Rabban y el joven Feyd-Rautha?

—La tormenta está llegando, Majestad. Les he enviado a inspeccionar nuestro perímetro, previniendo la posibilidad de un ataque Fremen amparado por la arena.

—Perímetro —dijo el Emperador. La palabra surgió como si su boca la hubiera escupido—. La tormenta no alcanzará esta depresión, y esa escoria Fremen no se atreverá a atacar mientras esté yo aquí con cinco legiones de Sardaukar.

—Por supuesto que no, Majestad —dijo el Barón—. Pero un exceso de preocupaciones nunca puede ser censurado.

—Ahhh —dijo el Emperador—. Censurar. Entonces, ¿no debo hablar de todo el tiempo que esta farsa de Arrakis me ha costado? ¿Ni de los beneficios de la Compañía CHOAM engullidos en este nido de ratas? ¿Ni de las ceremonias de la corte y todos los asuntos de estado que he tenido que aplazar, e incluso cancelar, a causa de este estúpido asunto?

El Barón bajó los ojos, aterrado por la cólera Imperial. Lo delicado de su posición allí, solo y dependiendo de la Convención y del dictum familia de las Grandes Casas, le inquietaba. ¿Acaso quiere matarme?, se preguntó el Barón. ¡No puede! No con todas las Grandes Casas esperando ahí arriba para aprovechar cualquier pretexto y arrancar un bocado de beneficios de esta crisis.

—¿Habéis capturado algún rehén? —preguntó el Emperador.

—Es inútil, Majestad —dijo el Barón—. Esos locos Fremen celebran una ceremonia fúnebre por cada prisionero, y actúan como si ya estuviera muerto.

—¿De veras? —dijo el Emperador.

Y el Barón aguardó, lanzando ojeadas a diestra y siniestra a las metálicas paredes del selamlik, pensando en la monstruosa tienda metálica que se erguía a su alrededor. La ilimitada riqueza que aquello representaba provocó el respeto del Barón. Lleva consigo pajes, pensó el Barón, e inútiles lacayos de corte, esas mujeres y sus compañeros… peluqueros, dibujantes, de todo… todos ellos parásitos de la Corte. Todos están aquí… adulándole, conspirando, «pasando apuros» con el Emperador… todos aquí para poner término a este asunto, para escribir epigramas acerca de las batallas e idolatrar a los heridos.

—Quizá no hayáis pensado en ningún momento en los rehenes adecuados —dijo el Emperador.

Sabe algo, pensó el Barón. El miedo pesaba como una piedra en su estómago, densa y fría. Era como el hambre, y durante un tiempo tembló bajo sus suspensores, sintiendo el deseo de pedir que le trajeran comida. Pero allí no había nadie que obedeciera sus órdenes.

—¿Tenéis alguna idea de quién pueda ser ese Muad’Dib? — preguntó el Emperador.

—Seguramente un Umma —dijo el Barón—. Un fanático Fremen, un aventurero religioso. Aparecen regularmente en los bordes de la civilización. Vuestra Majestad lo sabe.

El Emperador miró a su Decidora de Verdad, luego volvió ceñudamente su mirada al Barón.

—¿Y no sabéis nada más acerca de ese Muad’Dib?

—Un loco —dijo el Barón—. Pero todos los Fremen están un poco locos.

—¿Locos?

—Esa gente grita su nombre cuando van al combate. Las mujeres lanzan sus niños y se empalan ellas mismas en nuestros cuchillos para abrir una brecha a sus hombres cuando nos atacan. ¡No tienen… decencia!

—Eso es grave —murmuró el Emperador, y su tono de burla no escapó al Barón—. Contadme, ¿habéis explorado alguna vez las regiones polares al sur de Arrakis?

El Barón miró fijamente al Emperador, sorprendido por aquel brusco cambio de tema.

—Pero… Bien, Vuestra Majestad ya sabe que toda esa región es inhabitable, abierta a los vientos y a los gusanos. No hay la menor especia en aquellas latitudes.

—¿No habéis recibido ningún informe de los cargueros de especia acerca de las manchas verdes que han aparecido allí?

—Siempre ha habido tales informes. Algunos han dado lugar a investigaciones… hace mucho tiempo. Han sido vistas algunas plantas. Muchos tópteros se han perdido. Esto cuesta demasiado caro, Vuestra Majestad. Es un lugar donde uno no puede sobrevivir por mucho tiempo.

—Ciertamente —dijo el Emperador. Hizo chasquear sus dedos, y una puerta se abrió a su izquierda, detrás del trono. Dos Sardaukar aparecieron por la puerta, llevando a una niña que no parecía tener más de cuatro años. Llevaba un aba negro, y la capucha echada hacia atrás revelaba los cierres de un destiltraje que colgaban sueltos en su cuello. Sus ojos tenían el azul de los Fremen, y observaban a su alrededor desde un rostro suave y redondo. No parecía en absoluto asustada, y había algo en su mirada que turbó al Barón sin que pudiera explicar exactamente el por qué.

Incluso la vieja Decidora de Verdad Bene Gesserit dio un paso atrás cuando la niña pasó por su lado, e hizo un gesto en su dirección como para protegerse. La vieja bruja estaba obviamente turbada por la presencia de la niña.

El Emperador carraspeó, pero fue la niña quien habló primero… una voz balbuceante aún por su paladar blando, pero pese a todo clarísima.

—Así que este es —dijo. Avanzó hasta el borde de la plataforma—. No tiene muy buena apariencia, ¿eh?… un viejo gordo y asustado, demasiado blando para soportar su propia grasa sin ayuda de suspensores.

Era una declaración tan inesperada en boca de una niña que el Barón, pese a su rabia, la miró con la boca abierta sin proferir una palabra. ¿Acaso es una enana?, se preguntó.

—Mi querido Barón —dijo el Emperador—, os presento a la hermana de Muad’Dib.

—La her… —el Barón centró su atención en el Emperador—. No comprendo.

—También yo, a veces, soy en exceso prudente —dijo el Emperador—. Se me informó de que en vuestras deshabitadas regiones meridionales se apreciaban huellas de actividad humana.

—¡Pero no es posible! —protestó el Barón—. Los gusanos… No hay más que arena hasta…

—Esa gente parece perfectamente capaz de evitar los gusanos —dijo el Emperador.

La niña se sentó en el estrado al lado del trono, haciendo bascular sus pequeños pies. Había un indudable aire de seguridad en la forma en que observaba la escena.

El Barón observó aquellos pequeños pies oscilantes, las sandalias moviéndose bajo las ropas.

—Desafortunadamente —dijo el Emperador—, tan sólo envié cinco transportes con una reducida fuerza de ataque para capturar prisioneros e interrogarlos. Apenas consiguieron escapar con tan sólo tres prisioneros y un solo transporte. Comprendedlo bien, Barón: mis Sardaukar fueron casi aniquilados por una fuerza defensiva compuesta en gran parte por mujeres, niños y viejos. Esta niña estaba al mando de uno de los grupos que nos atacaron.

—¡Ved, Vuestra Majestad! —dijo el Barón—. ¡Ved como son!

—Yo misma me dejé capturar —dijo la niña—. No quería enfrentarme con mi hermano y tener que decirle que su hijo había sido asesinado.

—Sólo un puñado de hombres consiguió escapar —dijo el Emperador—. ¡Escapar! ¿Los oís bien?

—Los hubiéramos aniquilado también, de no haber sido por las llamas —dijo la niña.

—Mis Sardaukar se sirvieron de los chorros de sus transportes como lanzallamas —dijo el Emperador—. Un movimiento desesperado, y lo único que les permitió escapar con tres prisioneros. Observad bien esto, mi querido Barón: ¡Sardaukar obligados a huir confusamente ante mujeres y niños y viejos!

—Debemos atacarles en masa —chirrió el Barón—. Debemos destruirles hasta el último vestigio de…

—¡Silencio! —rugió el Emperador. Se levantó del trono—. ¡No abuséis por más tiempo de mi indulgencia! Permanecéis aquí, ante mí, con vuestra estúpida inocencia y…

—Majestad —dijo la vieja Decidora de Verdad.

El Emperador la hizo callar imperativamente.

—¡Me decís que no sabéis nada de lo que hemos descubierto, nada de las cualidades guerreras de este soberbio pueblo! —Se dejó caer de nuevo en su trono—. ¿Por quién me estáis tomando, Barón?

El Barón retrocedió dos pasos, pensando: Ha sido Rabban. Me ha hecho esto a mí. Rabban me ha…

—Y esa falsa disputa con el Duque Leto —gruñó el Emperador, hundiéndose en su trono—. Qué maravillosamente la maniobrásteis.

—Majestad —imploró el Barón—. ¿Qué es lo que…?

—¡Silencio!

La vieja Bene Gesserit puso una mano en el hombro del Emperador, inclinándose a susurrar algo a su oído.

La niña sentada en el estrado dejó de balancear sus pies.

—Aterrorízale un poco más, Shaddam —dijo—. No debería alegrarme por ello, pero siento un placer imposible de dominar.

—Cállate, niña —dijo el Emperador. Se inclinó hacia adelante y le puso una mano en la cabeza, mirando al Barón—. ¿Es posible, Barón? ¿Es posible que seáis tan simple de espíritu como me sugiere mi Decidora de Verdad? ¿No reconocéis a esta niña, la hija de vuestro aliado, el Duque Leto?

—Mi padre nunca fue su aliado —dijo la niña—. Mi padre está muerto, y esa vieja bestia Harkonnen no me ha visto nunca antes.

El Barón estaba paralizado por la estupefacción. Cuando recobró su voz sólo pudo jadear:

—¿Quién?

—Soy Alia, hija del Duque Leto y de Dama Jessica, hermana del Duque Paul-Muad’Dib —dijo la niña. Se subió al estrado—. Mi hermano ha prometido empalar tu cabeza en la punta de su estandarte, y creo que lo hará.

—Ya basta, niña —dijo el Emperador, y se recostó en el trono, con la mano en la mejilla, estudiando al Barón.

—Yo no recibo órdenes del Emperador —dijo Alia. Se volvió y miró a la Reverenda Madre—. Ella lo sabe.

El Emperador alzó los ojos hacia su Decidora de Verdad.

—¿Qué quiere decir?

—¡Esta niña es una abominación! —dijo la anciana—. Su madre merece un castigo como nunca se haya impuesto a nadie en la historia. ¡Muerte! ¡Ninguna muerte será bastante rápida para esta niña y para aquella que la ha engendrado! —Apuntó un dedo sarmentoso hacia Alia—. ¡Sal de mi mente!

—¿T-P? —susurró el Emperador. Dirigió su atención a la niña—. ¡Por la Gran Madre!

—No comprendéis, Majestad —dijo la anciana—. No es telepatía. Está en mi mente. Está como todas las demás antes de mí, todas aquellas otras que me han dejado sus recuerdos. ¡Está en mi mente! ¡Sé que es imposible, pero está en ella!

—¿Qué otras? —preguntó el Emperador—. ¿Qué es este desatino?

La anciana se irguió y dejó caer su brazo.

—He hablado demasiado, pero sigue en pie el hecho de que esta niña que no es una niña debe ser destruida. Desde hace mucho tiempo sabemos cómo hay que prevenir un tal nacimiento, pero una de nosotras nos ha traicionado.

—Chocheas, vieja mujer —dijo Alia—. No sabes cómo ocurrió, y sin embargo sigues diciendo tonterías. —Alia cerró los ojos, inspiró profundamente y contuvo la respiración.

La Vieja Reverenda Madre, gimió y se tambaleó.

Alia abrió los ojos.

—Así es cómo pasó —dijo—. Un accidente cósmico… y tú representaste tu papel en él.

La Reverenda Madre alzó ambas manos, con las palmas empujando el aire hacia Alia.

—¿Qué es lo que ocurre aquí? —preguntó el Emperador—. Niña, ¿puedes realmente proyectar tus pensamientos dentro de la mente de otro?

—No es en absoluto así —dijo ella—. Si yo no he nacido como tú, no puedo pensar como tú.

—Matadla —murmuró la vieja mujer, y se aferró al respaldo del trono para sostenerse—. ¡Matadla! —sus viejos ojos profundamente hundidos se clavaron en Alia.

—Silencio —dijo el Emperador, y estudió a Alia—. Niña ¿puedes comunicarte con tu hermano?

—Mi hermano sabe que estoy aquí —dijo Alia.

—¿Puedes decirle que se rinda como precio por tu vida? Alia le sonrió con una limpia inocencia.

—No lo hará —dijo.

El Barón avanzó vacilante hasta el estrado, por el lado de Alia.

—Majestad —suplicó—, yo no sabía nada de…

—Interrumpidme otra vez, Barón —dijo el Emperador—, y os cortaré la posibilidad de volver a interrumpirme… para siempre. —Su atención seguía centrada en Alia, estudiándola a través de sus párpados entrecerrados—. No quieres, ¿eh? ¿Puedes leer en mi mente lo que pienso hacer contigo si no me obedeces?

—Ya te he dicho que no puedo leer en las mentes —dijo ella —, pero uno no necesita telepatía para leer tus intenciones.

El Emperador frunció el ceño.

—Niña, tu causa es desesperada. Basta con que reúna mis fuerzas y reduzca este planeta a…

—No es tan sencillo —dijo Alia. Señaló a los dos hombres de la Cofradía—. Pregúntaselo a ellos.

—No es juicioso oponerse a mis deseos —dijo el Emperador —. Tú no puedes negarme nada.

—Mi hermano está llegando —dijo Alia—. Incluso un Emperador debe temblar ante Muad’Dib, porque su fuerza es la de la rectitud y el cielo sonríe sobre él.

El Emperador saltó en pie.

—Este juego ya ha durado demasiado. Tomaré a tu hermano y a todo este planeta y los reduciré a…

La estancia retumbó y se estremeció a su alrededor. Una repentina cascada de arena cayó tras el trono, en el punto donde la estructura estaba acoplada a la nave del Emperador. La presión del aire aumentó bruscamente y la piel de los presentes se estremeció cuando un escudo de enormes dimensiones fue activado.

—Te lo dije —observó ella—. Mi hermano está llegando.

El Emperador estaba inmóvil frente a su trono, con la mano derecha apretada contra su oído, escuchando su servoreceptor que le transmitía el informe de la situación. El Barón avanzó dos pasos tras Alia. Los Sardaukar tomaron posiciones en las puertas.

—Regresaremos rápidamente al espacio para reorganizarnos —dijo el Emperador—. Barón, mis excusas. Esos locos están atacando protegidos por la tormenta. Van a saber ahora lo que es la cólera del Emperador. —Señaló a Alia—. Arrojad su cuerpo a la tormenta.

A esas palabras, Alia retrocedió fingiendo terror.

—¡Deja que la tormenta tome lo que pueda! —exclamó. Y se arrojó en brazos del Barón.

—¡La tengo, Majestad! —gritó el Barón—. ¡Voy a arrojarla a… aaaaaahhhhhhhh! —la tiró al suelo, apretándose el brazo derecho.

—Lo siento, abuelo —dijo Alia—. Acabas de conocer el gom jabbar de los Atreides. —Se puso de pie, abrió la mano y dejó caer una aguja goteante.

El Barón se derrumbó. Sus ojos se desorbitaron mientras miraba la mancha roja que había aparecido en su palma izquierda.

—Tú… tu… —rodó hacia un lado entre sus suspensores, y no fue más que una enorme masa de fláccida carne suspendida a pocos centímetros del suelo, con la cabeza colgando y la boca muy abierta.

—Esa gente está loca —gruñó el Emperador—. ¡Rápido! A la nave. Vamos a purificar este planeta de todos…

Algo destelló a su izquierda. Un fulgurante relámpago surgió de la pared y crepitó en el suelo metálico. Una acre olor a aislante quemado se extendió por el selamlik.

—¡El escudo! —gritó uno de los oficiales Sardaukar—. ¡El escudo exterior ha sido abatido! Ellos…

Sus palabras fueron ahogadas por un rugido metálico, mientras el casco de la nave, tras el Emperador, vacilaba y se estremecía.

—¡Han hecho saltar la proa de nuestra nave! —gritó alguien. Una nube de polvo penetró en la estancia. Bajo esta cobertura, Alia echó a correr hacia la puerta de entrada.

El Emperador se volvió bruscamente y ordenó a su gente que se dirigiera hacia la salida de emergencia que acababa de abrirse en aquel momento en la pared de la nave, tras el trono. Hizo una rápida señal con la mano a un oficial Sardaukar, a través del polvo que lo invadía todo.

—¡Resistiremos aquí! —ordenó el Emperador.

Otra conmoción sacudió la estructura. Las dobles paredes saltaron violentamente al otro lado de la estancia, dejando entrar un torrente de arena y el sonido de gritos. Una pequeña figura envuelta en ropas negras se destacó momentáneamente contra la luz: Alia, que buscaba un cuchillo para rematar, como requería el adiestramiento Fremen, a todos los Harkonnen y Sardaukar heridos. Los Sardaukar de la Casa se desplegaron en la grisácea bruma, formando un arco para proteger la retirada del Emperador.

—¡Salvaos, Majestad! —gritó un oficial Sardaukar—. ¡En la nave!

Pero el Emperador permanecía inmóvil, de pie junto al trono, solo, señalando con su mano la puerta del selamlik. Una sección de unos cuarenta metros de pared se había abatido, y las puertas del selamlik se abrían sobre la arena agitada por la tormenta. Hasta una distancia infinita, una nube de polvo crepitaba desde las nubes, y los destellos de los escudos cortocircuitados surgían por todas partes. La llanura hervía con figuras luchando… Sardaukar y hombres embozados que continuaban surgiendo de los torbellinos de la tormenta.

Todo esto no era más que el coro a lo que el Emperador señalaba con su mano tendida.

De las nubes de arena estaba surgiendo una compacta hilera de formas resplandecientes… grandes curvas ondulantes con destellos cristalinos que se convirtieron en abiertas bocas de gusanos de arena, una masiva pared de ellos, cada uno con un pelotón de Fremen cabalgando al ataque sobre sus lomos. Llovieron sobre ellos con un silbido y un roce de ropas contra ropas, y hendieron, apartaron, aplastaron el confuso tumulto que reinaba en la planicie.

Avanzaban directamente hacia la estructura del Emperador, mientras los Sardaukar de la Casa, por primera vez en su historia, contemplaban petrificados una carga que sus mentes no conseguían aceptar.

Pero las figuras cabalgando a lomos de los gusanos eran hombres, y el relucir de las hojas que blandían en sus manos a la siniestra luz amarillenta de la tormenta era algo que los Sardaukar habían sido adiestrados a afrontar. Se arrojaron a la lucha. Y en la llanura de Arrakeen se desarrolló un gigantesco combate cuerpo a cuerpo, mientras un escogido grupo de guardias personales Sardaukar empujaban al Emperador al interior de la nave, sellaban la puerta a sus espaldas y se disponían a morir allí.

En el shock del comparativo silencio en el interior de la nave, el Emperador miró a los desorbitados rostros de su séquito, viendo a su hija mayor con las mejillas empurpuradas, la vieja Decidora de Verdad inmóvil como una sombra negra, con la capucha echada sobre su rostro, y finalmente los dos rostros que buscaba… los dos hombres de la Cofradía. Sus uniformes grises, sin ornamentos, concordaban perfectamente con la ostentosa calma que mantenían a pesar de las grandes emociones que les rodeaban. El más alto de los dos, sin embargo, mantenía una mano sobre su ojo izquierdo. Mientras el Emperador le miraba, alguien golpeó inadvertidamente el brazo del hombre de la Cofradía, la mano se movió, y el ojo quedó expuesto. El hombre había perdido una de las lentes de contacto, de enmascaramiento, y el ojo que miraba era totalmente azul, de un azul tan profundo que parecía negro.

El más bajo de los dos avanzó un par de pasos hacia el Emperador.

—No sabemos como terminará todo esto —dijo. Y su compañero más alto, nuevamente con una mano sobre el ojo, añadió con voz gélida:

—Pero ni siquiera Muad’Dib lo sabe.

Aquellas palabras arrancaron al Emperador de su estupor. Se contuvo a duras penas para no expresar su desprecio, porque no necesitaba en absoluto de la visión interior de los navegantes de la Cofradía para adivinar el inmediato futuro. ¿Acaso aquellos dos hombres dependían hasta tal punto de su facultad que habían llegado a perder completamente el uso de sus ojos y de su razón?, se preguntó.

—Reverenda Madre —dijo—, tenemos que trazar un plan.

La anciana echó su capucha hacia atrás y afrontó su mirada con ojos fijos. Una total comprensión se cruzó entre ellos. Ambos sabían que únicamente les quedaba un arma: la traición.

—Decid al Conde Fenring que venga aquí —dijo la Reverenda Madre.

El Emperador Padishah asintió, haciendo una seña a uno de sus ayudantes para que obedeciera aquella orden.

CAPÍTULO XLVIII

Era guerrero y místico, feroz y santo, retorcido e inocente, caballeroso, despiadado, menos que un dios, más que un hombre. No se puede medir a Muad’Dib con los estándares ordinarios. En el momento de su triunfo, adivinó la muerte que le había sido preparada, y no obstante aceptó la traición. ¿Puede uno decir que lo hizo por un sentido de justicia? ¿Cuál justicia, entonces? Porque hay que recordar que ahora estamos hablando del Muad’Dib que ordenó que sus tambores de batalla fueran hechos con las pieles de sus enemigos, el Muad’Dib que negó todas las convenciones de su pasado ducal con un simple gesto de la mano, diciendo sencillamente: «Yo soy el Kwisatz Haderach. Esta es una razón suficiente.»

De «El despertar de Arrakis», por la Princesa Irulan.


La noche de la victoria, Paul-Muad’Dib fue escoltado hacia la Residencia del Gobernador, la antigua morada que habían ocupado los Atreides cuando llegaron a Dune. El edificio estaba tal cual Rabban lo había restaurado, virtualmente intacto de la batalla pero saqueado por la población de la ciudad. Algunos de los muebles del salón principal habían sido volcados y rotos.

Paul franqueó a grandes pasos la entrada principal, seguido por Gurney Halleck y Stilgar. Su escolta se diseminó por el Gran Salón, escrutando el lugar y despejando un área para Muad’Dib.

Un grupo comenzó a controlar que no hubiera sido instalada ninguna trampa.

—Recuerdo el día que vinimos aquí por primera vez con tu padre —dijo Gurney Halleck. Alzó los ojos hacia las columnas y las altas ventanas acristaladas—. Entonces no me gustó el lugar, y ahora aún me gusta menos. Una de nuestras cavernas es mucho más segura.

—Hablas como un verdadero Fremen —dijo Stilgar, y vio la fría sonrisa que estas palabras hicieron aparecer en los labios de Muad’Dib—. ¿No querrías reconsiderar esto, Muad’Dib?

—Este lugar es un símbolo —dijo Paul—. Rabban vivía aquí. Ocupando este lugar, sello mi victoria a los ojos de todos. Manda a tus hombres por todo el edificio. Que no toquen nada. Que se aseguren tan sólo de que no ha quedado ningún Harkonnen o alguno de sus juguetes.

—Como ordenes —dijo Stilgar, y se alejó reluctante para obedecer.

Los hombres de comunicaciones aparecieron en la estancia con su equipo, empezando a montarlo junto a la enorme chimenea. Los Fremen que se habían unido a los Fedaykin supervivientes tomaron posiciones en torno a la estancia. Hubo murmullos entre ellos, entrecruzar de supersticiosas miradas. El enemigo había vivido demasiado tiempo allí como para que se sintieran a gusto en aquel lugar.

—Gurney, envía una escolta a buscar a mi madre y a Chani — dijo Paul—. ¿Sabe ya Chani lo de nuestro hijo?

—El mensaje ha sido enviado, mi Señor.

—¿Los hacedores han sido retirados de la depresión?

—Sí, mi Señor. La tormenta ya casi ha pasado.

—¿Cuál ha sido la extensión de los daños? —preguntó Paul.

—En su camino directo: en el campo de aterrizaje y entre los almacenes de especia de la llanura, los daños han sido considerables —dijo Gurney—. Tanto por la batalla como por la tormenta.

—Nada que el dinero no pueda reparar, supongo —dijo Paul.

—Exceptuando las vidas, mi Señor —dijo Gurney, y hubo un tono de reproche en su voz, como si hubiera dicho: ¿Cuándo un Atreides se ha preocupado primero de las cosas cuando ha habido gente de por medio?

Pero Paul sólo podía concentrar su atención en su ojo interior, y en las brechas aún visibles para él en la pared del tiempo. A través de cada una de aquellas brechas, el Jihad recorría furiosamente los corredores del futuro.

Suspiró, cruzó el salón, viendo una silla junto a la pared. Era una de las que en otro tiempo había estado en el comedor, y quizá fuera la silla de su propio padre. En aquel momento, sin embargo, era tan sólo un objeto sobre el que descargar su cansancio para ocultarlo a los ojos de los hombres. Se sentó, enrollando sus ropas alrededor de sus piernas y soltándose los cierres del cuello de su destiltraje.

—El Emperador sigue aún refugiado entre los restos de su nave —dijo Gurney.

—Que siga allí por ahora —dijo Paul—. ¿Han sido encontrados ya los Harkonnen?

—Están examinando a los muertos.

—¿Cuál es la respuesta de las naves de ahí arriba? —alzó el mentón hacia el techo.

—Ninguna respuesta aún, mi Señor.

Paul suspiró, apoyándose en el respaldo de la silla.

—Tráeme a uno de los prisioneros Sardaukar —dijo al cabo de un momento—. Debemos enviar un mensaje a nuestro Emperador. Es tiempo de discutir condiciones.

—Sí, mi Señor.

Gurney se volvió e hizo un gesto con la mano a uno de los Fedaykin, que se cuadró frente a Paul.

—Gurney —murmuró Paul—. Desde que volvimos a encontrarnos no te he oído pronunciar ninguna cita apropiada a los acontecimientos. —Se volvió, vio que Gurney tragaba saliva, vio el repentino endurecimiento de la mejilla del hombre.

—Como quieras, mi Señor —dijo Gurney. Se aclaró la garganta y dijo con voz rasposa—: «Y la victoria de aquel día se transformó en luto para todo el pueblo, pues todo el pueblo sabía que aquel día el rey lloraba por su hijo».

Paul cerró los ojos, obligándose a rechazar el dolor de su mente, a aguardar a que llegara el tiempo de llorar, como otra vez había aguardado a que llegara el tiempo de llorar por su padre. Ahora dedicó sus pensamientos a los descubrimientos que se habían ido acumulando en aquel día: los futuros entremezclados, y la oculta presencia de Alia dentro de su consciencia.

De todas las particularidades de la visión temporal, esta era la más extraña. «He manipulado el futuro para colocar mis palabras donde sólo tú pudieras oírlas», le había dicho Alia. «Ni siquiera tú puedes hacer esto, hermano. Es un juego interesante. Y… oh, sí: he matado a nuestro abuelo, ese viejo Barón demente. No ha experimentado mucho dolor.»

Silencio. Su percepción temporal le decía que ella se había retirado.

—Muad’Dib.

Paul abrió los ojos, para ver el rostro barbudo de Stilgar ante él, con sus oscuros ojos reluciendo aún con la luz de la batalla.

—Habéis encontrado el cuerpo del viejo Barón —dijo Paul.

Alrededor de Stilgar se hizo el silencio.

—¿Cómo puedes saberlo? —murmuró éste—. Apenas hemos descubierto su cadáver en ese inmenso montón de metal construido por el Emperador.

Paul ignoró la pregunta, observando a Gurney que regresaba con dos Fremen arrastrando a un prisionero Sardaukar.

—Aquí hay uno de ellos, mi Señor —dijo Gurney. Indicó a los guardias que mantuvieran al prisionero a cinco pasos frente a Paul.

Los ojos del Sardaukar, notó Paul, tenían una expresión alucinada. Una azulada contusión atravesaba su rostro desde la base de su nariz hasta un ángulo de su boca. Era rubio y de rasgos delicados, lo cual era una característica que indicaba un alto rango entre los Sardaukar, pero no llevaba ninguna insignia en su destrozado uniforme, excepto los botones dorados con el escudo Imperial y los rotos galones de sus pantalones.

—Creo que es un oficial, mi Señor —dijo Gurney.

Paul asintió.

—Soy el Duque Paul Atreides —dijo—. ¿Lo entiendes, hombre?

El Sardaukar le miró sin moverse.

—Habla —dijo Paul—, o tu Emperador puede morir.

El hombre parpadeó y tragó saliva.

—¿Quién soy yo? —preguntó Paul.

—Sois el Duque Paul Atreides —dijo el hombre con voz ronca. Paul tuvo la impresión de que se sometía con excesiva facilidad, pero por otra parte los Sardaukar nunca se habían preparado para afrontar una jornada como aquella. Hasta ahora sólo habían conocido victorias, y esto, se dijo Paul, podía ser una forma de debilidad. Apartó aquel pensamiento, prometiéndose tomarlo en consideración más tarde.

—Tengo un mensaje para que lo entregues al Emperador — dijo Paul. Y pronunció sus palabras en la antigua fórmula—: Yo, Duque de una Gran Casa, consanguíneo del Emperador, hago juramento solemne bajo la Convención. Si el Emperador y su gente deponen las armas y vienen a mi, garantizaré sus vidas con la mía propia. —Alzó la mano izquierda para que el Sardaukar pudiera ver el sello ducal—. Lo juro por esto.

El Sardaukar se humedeció los labios con la lengua y miró a Gurney.

—Sí —dijo Paul—. ¿Quién, si no un Atreides, podría asegurarse la fidelidad de Gurney Halleck?

—Llevaré el mensaje —dijo el Sardaukar.

—Acompáñale hasta nuestro puesto más avanzado y déjalo ir —dijo Paul.

—Sí, mi Señor. —Gurney hizo un gesto a los guardias para que obedecieran, y salió.

Gurney se volvió hacia Stilgar.

—Chani y tu madre han llegado —dijo Stilgar—. Chani ha pedido estar un tiempo sola con su dolor. La Reverenda Madre ha permanecido un instante en la cámara extraña. No sé por qué.

—Mi madre siente nostalgia de ese planeta que sabe no volverá a ver nunca más —dijo Paul—. Donde el agua cae del cielo y las plantas crecen tan densas que es imposible caminar entre ellas.

—Agua del cielo —susurró Stilgar.

En aquel instante, Paul vio en lo que Stilgar se había transformado, de un naib Fremen en una criatura del Lisan al- Gaib, un receptáculo de estupor y obediencia. Era un hombre disminuido, y Paul vio en él el primer soplo del fantasmal viento del Jihad.

He visto a un amigo convertirse en un adorador, pensó.

Sintiendo una repentina impresión de profunda soledad, Paul paseó su mirada por la estancia, notando cómo los guardias se habían ajustado sus ropas y dispuesto como para revista en su presencia, en una especie de competición entre ellos… con la esperanza de atraer la atención de Muad’Dib.

Muad’Dib, del que nace toda bendición, pensó, y aquel fue el pensamiento más amargo de su vida. Están convencidos de que me apoderaré del trono, pensó. Pero no saben que lo hago únicamente para evitar el Jihad.

Stilgar carraspeó.

—Rabban también está muerto —dijo.

Paul asintió.

Los guardias de su derecha se pusieron repentinamente firmes, dejando paso a Jessica. Iba vestida con un aba negro, y parecía que anduviera aún sobre la arena, pero Paul notó cómo aquella casa le había devuelto un algo de cuando había vivido allí… la concubina de un Duque reinante. Su presencia tenía algo de su antigua energía.

Jessica se detuvo frente a Paul y le miró. Vio fatiga y cómo la ocultaba, pero no sentía ninguna compasión hacia él. Era como incapaz de experimentar ninguna emoción hacia su hijo.

Jessica había entrado en el Gran Salón preguntándose cómo aquel lugar se negaba a encajar en sus recuerdos. Era una estancia extraña, como si nunca hubiera penetrado en ella, como si nunca la hubiera atravesado del brazo de su bienamado Leto, como si nunca hubiera confrontado allí a Duncan Idaho… nunca, nunca, nunca…

Debería existir una palabra-tensión directamente opuesta al adab, la memoria que pide, pensó. Debería existir una palabra para los recuerdos que se rechazan.

—¿Dónde está Alia? —preguntó.

—Afuera, haciendo lo que hace todo buen niño Fremen en tales circunstancias —dijo Paul—. Remata a los enemigos heridos y marca sus cuerpos para el equipo de recuperación de agua.

—¡Paul!

—Has de comprender que hace esto por bondad —dijo él—. ¿No es extraño que no podamos comprender la oculta unidad entre bondad y crueldad?

Jessica miró fijamente a su hijo, asustada por el profundo cambio operado en él. ¿Esto es lo que le ha hecho la muerte de su hijo?, se preguntó.

—Los hombres cuentan extrañas historias de ti, Paul —dijo —. Dicen que tienes todos los poderes de la leyenda… que nada puede serte ocultado, que ves lo que nadie más puede ver.

—¿Una Bene Gesserit haciéndome preguntas acerca de una leyenda? —preguntó Paul.

—Tengo mi parte de responsabilidad en lo que eres —admitió ella—. Pero no esperes que yo…

—¿Te gustaría vivir miles y miles de millones de vidas? — preguntó Paul—. ¡Qué reserva de leyendas para ti! Piensa en todas esas experiencias, en toda la sabiduría que se puede derivar de ellas. Pero la sabiduría atenúa el amor, ¿no es cierto? Y da una nueva dimensión al odio. ¿Cómo puede uno saber lo que es despiadado si uno no ha hurgado antes en los profundos depósitos de la crueldad y de la bondad? Tendrías que tener miedo de mí, madre. Soy el Kwisatz Haderach.

Jessica intentó tragar saliva en su reseca garganta.

—Una vez negaste serlo —dijo.

Paul agitó la cabeza.

—Ahora ya no puedo negarlo. —Miró directamente a sus ojos —. El Emperador y su gente están llegando. Van a ser anunciados en cualquier momento. Quédate a mi lado. Quiero verlos con extrema claridad. Mi futura esposa está entre ellos.

—¡Paul! —restalló Jessica—. ¡No cometas el mismo error que tu padre!

—Es una princesa —dijo Paul—. Me abrirá el camino al trono, y eso es todo lo que hará. ¿Error? ¿Crees que, porque soy tal como tú me has hecho, no puedo sentir el deseo de venganza?

—¿Incluso sobre los inocentes? —preguntó ella, y pensó: No debe cometer mis mismos errores.

—Ya no hay inocentes —dijo Paul.

—Díselo a Chani —respondió Jessica, y señaló el corredor que se abría a la parte trasera de la Residencia.

Chani entró en el Gran Salón, pasando por entre los guardias Fremen como si no los viera. Se había quitado la capucha del destiltraje y soltado la máscara. Avanzó con una frágil inseguridad, atravesó la estancia y se detuvo al lado de Jessica.

Paul vio las huellas de lágrimas en sus mejillas… Da agua a los muertos. Sintió una punzada de dolor, como si la presencia de Chani lo hubiera despertado de nuevo.

—Está muerto, mi amor —dijo Chani—. Nuestro hijo está muerto.

Manteniendo un absoluto control sobre sí mismo, Paul se puso en pie. Tendió una mano, tocó la mejilla de Chani, acariciando la humedad en su piel.

—Nada podrá reemplazarlo —dijo Paul—, pero habrá otros hijos. Es Usul quien te lo promete. —Se apartó suavemente, haciendo una seña a Stilgar.

—Muad’Dib —dijo Stilgar.

—El Emperador y su gente están llegando de la nave —dijo Paul—. Permaneceré aquí. Reúne a todos los prisioneros en el centro de la estancia. Quiero que permanezcan a una distancia de diez metros de mí, a menos que yo ordene otra cosa.

—A tus órdenes, Muad’Dib.

Al tiempo que Stilgar se volvía para obedecer, Paul oyó los murmullos de los guardias Fremen:

—¿Habéis oído? ¡Lo sabe! ¡Nadie se lo ha dicho, pero lo sabe! Y ahora se oía aproximarse la escolta del Emperador, sus Sardaukar entonando una de sus canciones de marcha para mantener altos sus espíritus. Después hubo un murmullo de voces en la entrada, y Gurney Halleck pasó por entre los guardias, se detuvo a decirle algo a Stilgar, luego avanzó hasta el lado de Paul, con una extraña mirada en los ojos.

¿Voy a perder también a Gurney?, se preguntó Paul. ¿Le perderé como he perdido a Stilgar… perderé un amigo para ganar un adorador?

—No llevan armas lanzadoras —dijo Gurney—. Me he asegurado personalmente. —Miró a su alrededor en la estancia, viendo los preparativos de Paul—. Feyd-Rautha Harkonnen está con ellos. ¿Debo aislarle?

—Déjale.

—Hay también alguna gente de la Cofradía, pidiendo privilegios especiales, amenazando desencadenar un embargo contra Arrakis. Les he dicho que te transmitiría su mensaje.

—Déjales que sigan amenazando.

—¡Paul! —exclamó Jessica tras él—. ¡Estás hablando de la Cofradía!

—Voy a arrancarles los colmillos dentro de poco —dijo Paul. Y pensó entonces en la Cofradía… aquella potencia que se había especializado desde hacía tanto tiempo que se había convertido en un parásito, incapaz de existir independientemente de aquella vida de la cual se nutría. Nunca se había atrevido a empuñar la espada… y ahora ya no podía empuñarla. Hubiera debido apoderarse de Arrakis cuando se dio cuenta del error que había supuesto el que sus navegantes dependieran exclusivamente de los poderes narcóticos de consciencia de la melange. Hubieran podido hacerlo, vivir sus días de gloria y morir. En cambio, habían preferido vivir al día, esperando que el océano en que se movían les proporcionara un nuevo anfitrión cuando el viejo hubiera muerto.

Los navegantes de la Cofradía, con su limitada presciencia, habían tomado una fatal decisión: habían elegido el camino más fácil, seguro y cómodo, aquel que conduce siempre al estancamiento.

Que miren atentamente a su nuevo anfitrión, pensó Paul.

—Hay también una Reverenda Madre Bene Gesserit que dice es amiga de tu madre —dijo Gurney.

—Mi madre no tiene amigas Bene Gesserit.

Gurney miró de nuevo hacia el Gran Salón, y luego se inclinó al oído de Paul.

—Thufir Hawat está con ellos, mi Señor. No he tenido posibilidad de verle a solas, pero ha usado nuestros viejos signos con las manos para decirme que ha fingido trabajar para los Harkonnen y que te creía muerto. Dice que debe quedarse con ellos.

—¿Has dejado a Thufir con esos…?

—Es él quien lo ha querido… y creo que es lo mejor. Si… si algo no funcionara, siempre podríamos controlarlo. Si no, siempre es mejor tener un oído al otro lado.

Paul recordó entonces la posibilidad de aquel momento en algunos breves relámpagos de consciencia… y una línea de tiempo en la cual Thufir llevaba una aguja envenenada que el Emperador le había ordenado usara contra «aquel Duque rebelde».

Los guardias de la entrada principal se apartaron, formando un breve pasillo de lanzas. Hubo un confuso susurro de telas, la arena traída por el viento al interior de la residencia chirrió bajo numerosos pies.

El Emperador Padishah Shaddam IV apareció en la sala a la cabeza de su gente. No llevaba el yelmo de Burseg, y sus cabellos rojos estaban alborotados. La manga izquierda de su uniforme mostraba una rasgadura a todo lo largo de su costura interna. Iba sin cinturón y sin armas, pero con su sola presencia parecía crear un escudo a su alrededor.

Una lanza Fremen le cortó el paso, deteniéndole a la distancia ordenada por Paul. Los otros se agolparon a sus espaldas, una mezcolanza de ropas multicolores y rostros confundidos.

Paul alzó los ojos hacia el grupo, viendo a mujeres que intentaban disimular sus lágrimas, viendo a los lacayos que habían venido a Arrakis para asistir en primera fila a una nueva victoria de los Sardaukar y a los que la derrota había vuelto mudos. Paul vio los brillantes ojos de pájaro de la Reverenda Madre Gaius Helen Mohiam que le contemplaban con odio bajo la capucha negra, y al lado de ella la furtiva silueta de Feyd- Rautha Harkonnen.

Ese es un rostro que el tiempo me ha revelado, pensó Paul. Luego su mirada fue atraída por un movimiento tras Feyd- Rautha, y vio un rostro delgado, de comadreja, que nunca antes había visto… ni en el tiempo ni fuera de él. Sin embargo, sintió que tendría que haberlo conocido, y aquella sensación le hizo estremecerse con un repentino miedo.

¿Por qué tendría que temer a ese hombre?, se preguntó.

Se inclinó hacia su madre.

—Ese hombre a la izquierda de la Reverenda Madre, ese de la mirada diabólica… ¿quién es? —susurró.

Jessica miró, y recordó haber visto aquel rostro en los archivos de su Duque.

—El Conde Fenring —dijo—. El que ocupó esta Residencia inmediatamente antes que nosotros. Un eunuco genético… y un asesino.

El recadero del Emperador, pensó Paul. Y experimentó como un shock en lo más profundo de su consciencia, porque había visto al Emperador en incontables asociaciones de sus futuros posibles… pero el Conde Fenring nunca había aparecido en ninguna de sus visiones prescientes.

Paul recordó entonces haber visto su propio cadáver en incontables puntos de la trama del tiempo, pero nunca había asistido al momento de su muerte.

¿La visión de este hombre me ha sido siempre denegada porque es precisamente quien va a matarme? se preguntó.

El pensamiento le trajo una punzada de aprensión. Apartó su atención de Fenring, observando a los hombres y oficiales Sardaukar, la amargura de sus rostros y su desesperación. Algunos de entre ellos, aquí y allá, observó Paul, estudiaban atentamente lo que les rodeaba: oficiales Sardaukar midiendo las defensas de la estancia, planeando la posibilidad de una desesperada tentativa que transformara su fracaso en victoria.

Finalmente, la atención de Paul fue atraída hacia una mujer alta y rubia, de ojos verdes, un rostro de noble belleza, clásico en su altivez, intocado por las lágrimas, completamente invicto. Paul la reconoció inmediatamente: la Princesa Real Bene Gesserit, un rostro que se le había aparecido en innumerables visiones y en muchos aspectos: Irulan.

Esa es mi llave, pensó.

Luego captó otro movimiento entre la gente allí delante, y emergieron un rostro y una figura: Thufir Hawat, el mismo antiguo aspecto de siempre, con sus oscuros labios manchados, los hombros hundidos, su apariencia de frágil edad.

—He aquí a Thufir Hawat —dijo Paul—. Déjale venir libremente, Gurney.

—Mi Señor —dijo Gurney.

—Déjale venir libremente —repitió Paul.

Gurney asintió.

Hawat avanzó vacilante, mientras una lanza Fremen se alzaba ante él y volvía a descender inmediatamente a sus espaldas. Sus acuosos ojos escrutaron a Paul, midiendo, buscando.

Paul dio un paso adelante, notando el tenso, expectante movimiento del Emperador y su gente.

La mirada de Hawat pasó más allá de Paul, y el anciano dijo:

—Dama Jessica, hasta hoy no he sabido lo equivocado que estaba en mis pensamientos. No merezco el perdón.

Paul aguardó, pero su madre permaneció silenciosa.

—Thufir, viejo amigo —dijo Paul—; como puedes ver, mi espalda no está vuelta a ninguna puerta.

—El universo está lleno de puertas —dijo Hawat.

—¿Soy el hijo de mi padre? —preguntó Paul.

—Te pareces más a tu abuelo —dijo Hawat con voz rasposa —. Tienes sus mismos ademanes, e idéntica mirada en tus ojos.

—Sin embargo, soy el hijo de mi padre —dijo Paul—. Por eso te digo, Thufir, que en pago por todos tus años de servicio a mi familia, puedes pedirme ahora cualquier cosa que desees de mi. Cualquier cosa. ¿Es mi vida lo que quieres, Thufir? Es tuya. — Paul dio otro paso hacia adelante, con las manos a los costados, viendo la mirada de comprensión en los ojos de Hawat.

Sabe que conozco la traición, pensó Paul.

Reduciendo su voz a un susurro que tan solo Hawat podía oír, dijo:

—Hablo sinceramente, Thufir. Si has de golpearme, hazlo ahora.

—Tan sólo quería hallarme una vez más ante ti, mi Duque — dijo Hawat. Y Paul vio por primera vez el esfuerzo que hacia el viejo por no caer. Avanzó y sujetó a Hawat por los hombros, sintiendo el temblor de los músculos bajo sus manos.

—¿Es eso dolor, viejo amigo? —preguntó Paul.

—Es dolor, mi Duque —asintió Hawat—, pero el placer es mucho mayor. —Se volvió a medias entre los brazos de Paul y extendió su mano izquierda, la palma abierta hacia el Emperador, mostrando la pequeña aguja clavada entre sus dedos —. ¿Veis, Majestad? —indicó—. ¿Veis la aguja de vuestro traidor? ¿Creíais acaso que yo, que he dedicado toda mi vida al servicio de los Atreides, podía ofrecerles hoy menos que esto?

Paul trastabilló cuando el anciano se derrumbó entre sus brazos, y reconoció la flaccidez de la muerte. Con suavidad, depositó a Hawat en el suelo, se irguió e hizo un gesto a sus guardias para que se llevaran el cuerpo.

El silencio más absoluto reinó en la estancia hasta que su orden fue cumplida.

El rostro del Emperador estaba pálido como el de un muerto. Sus ojos, que nunca habían admitido el miedo, lo estaban mostrando ahora por primera vez.

—Majestad —dijo Paul, y captó el gesto de sorpresa en la Princesa Real. Había pronunciado aquella palabra con la controlada entonación Bene Gesserit, cargándola con todo el desprecio que Paul pudo poner en ella.

Es realmente una Bene Gesserit, pensó Paul.

El Emperador carraspeó.

—Quizá mi respetado consanguíneo crea que todo va a ir ahora según sus deseos— dijo—. Nada más lejos que eso. Ha violado la Convención, ha usado atómicas contra…

—He usado atómicas contra un obstáculo natural del desierto —dijo Paul—. Estaba en mi camino, y tenía prisa por llegar hasta vos, Majestad, para pediros algunas explicaciones acerca de vuestras extrañas actividades.

—Todos los ejércitos de las Grandes Casas están en el espacio ahora, orbitando Arrakis —dijo el Emperador—. Esperan tan sólo una palabra mía y…

—Oh, si —dijo Paul—. Casi los había olvidado. —Buscó entre el séquito del Emperador hasta ver los rostros de los dos elementos de la Cofradía, y miró a Gurney—: ¿están aquí aquellos dos agentes de la Cofradía, aquellos dos hombres gordos vestidos de gris?

—Si, mi Señor.

—Vosotros dos —dijo Paul, señalándoles—, salid inmediatamente y enviad mensajes para que la flota vuelva ahora mismo a casa. Después de esto, aguardad mi autorización antes de…

—¡La Cofradía no acepta tus órdenes! —gritó el más alto de los dos. El y su compañero avanzaron hacia la barrera de lanzas, que fue alzada a un gesto de Paul. Los dos hombres se le acercaron, y el más alto levantó un brazo hacia él—. Más bien vas a conocer lo que es un embargo por tu…

—Si oigo alguna otra estupidez de este tipo por parte de vosotros dos —dijo Paul—, daré orden de que sea destruida toda la producción de especia de Arrakis… para siempre.

—¿Estás loco? —exclamó el más alto de los hombres de la Cofradía. Dio medio paso hacia atrás.

—Entonces, admites que puedo hacerlo, ¿no? —preguntó Paul.

El hombre de la Cofradía pareció boquear por un momento, buscando aire a su alrededor.

—Sí —admitió—, puedes hacerlo, pero no debes.

—Ahhh —dijo Paul, inclinando la cabeza en una afirmación para si mismo—. Así que vosotros sois dos navegantes, ¿eh?

—¡Si!

—Tú mismo te quedarías ciego —dijo el más bajo de los dos —y te condenarías a una muerte lenta. ¿Sabes lo que representa verse privado del licor de especia cuando uno es adicto a él?

—El ojo que busca ante él el camino más seguro queda cerrado para siempre —dijo Paul—. La Cofradía mutilada. Los seres humanos convertidos en pequeños grupos aislados en sus aislados planetas. ¿Sabéis? Podría hacerlo por puro despecho… o por simple aburrimiento.

—Hablemos de ello en privado —dijo el más alto de los hombres de la Cofradía—. Estoy seguro de que podemos llegar a algún compromiso que…

—Enviad ese mensaje a vuestra gente que está sobre Arrakis —dijo Paul— Estoy cansado de esta discusión. Si esa flota no se retira inmediatamente, ya no tendremos ninguna necesidad de hablar. —Señaló a sus hombres de comunicaciones a un lado del vestíbulo—. Podéis usar mi equipo.

—Antes debemos discutir esto —dijo el hombre más alto—. No podemos simplemente…

—¡Mandadlo! —rugió Paul—. Quien tiene el poder de destruir algo es quien posee su absoluto control. Vosotros mismos habéis admitido que tengo este poder. No estamos aquí para discutir o negociar o buscar compromisos. ¡Obedeceréis mis órdenes, o sufriréis inmediatamente las consecuencias!

—Lo hará —dijo el más bajo de los hombres de la Cofradía. Y Paul vio que el miedo le atenazaba.

Lentamente, ambos avanzaron hacia el equipo de comunicaciones de los Fremen.

—¿Obedecerán? —preguntó Gurney.

—Su visión del tiempo restringe —dijo Paul—. Ven ante sí una pared desnuda donde se inscriben las consecuencias de su desobediencia. Cada navegante de la Cofradía, en cada nave, ve ante sí esa misma pared. Obedecerán.

Paul se volvió y miró al Emperador.

—Cuando os permitieron acceder al trono de vuestro padre — dijo—, fue únicamente con la garantía de que los envíos de especia seguirían llegando a ellos. Les habéis fallado, Majestad. ¿Sabéis cuáles son las consecuencias?

—Nadie ha permitido…

—Dejad de hacer el estúpido —gruñó Paul—. La Cofradía es como un pueblo a la orilla de un río. Necesita el agua, pero no puede tomar más que la necesaria. No puede construir un dique para controlar el río, porque esto atraería la atención sobre sus extracciones, y podría conducir a una destrucción final. Este río es la especia, y yo he construido un dique sobre este río. Pero mi dique está construido de tal modo que no se puede destruir sin destruir también el río.

El Emperador se pasó una mano por sus rojos cabellos, mirando las espaldas de los dos hombres de la Cofradía.

—Incluso vuestra Decidora de Verdad Bene Gesserit está temblando —dijo Paul—. Hay otros venenos que la Reverenda Madre puede usar para sus trucos, pero después de haberse servido del licor de especia, los otros venenos quedan sin efecto.

La anciana estrujó sus negras ropas a su alrededor, y avanzo hasta detenerse tras la barrera de lanzas.

—Reverenda Madre Gaius Helen Mohiam —dijo Paul—. Ha pasado mucho tiempo desde Caladan, ¿no es cierto?

Ella fulguró con una mirada a su madre.

—Bien, Jessica —dijo—, veo que tu hijo es aquel a quien buscábamos. Sólo por esto puede serte perdonada esa abominación que es tu hija.

Paul dominó su fría y cortante cólera.

—¡No tienes ningún derecho ni razón para perdonarle nada a mi madre! —dijo.

La anciana cruzó sus ojos con los de él.

—Prueba tus trucos conmigo, vieja bruja —dijo Paul—. ¿Dónde está tu gom jabbar? ¡Intenta mirar a ese lugar donde no te atreves a poner tus ojos! ¡Allí te estaré esperando!

La anciana bajó su mirada.

—¿No tienes nada que decir? —preguntó Paul.

—Te di la bienvenida entre los seres humanos —murmuró ella—. No mancilles esto.

Paul alzó la voz:

—¡Observadla, camaradas! Esa es una Reverenda Madre Bene Gesserit, el más paciente de los seres al servicio de la más paciente de las causas. Ha estado aguardando con sus hermanas por más de noventa generaciones a que se produjera la exacta combinación de genes y medio ambiente necesaria para producir la persona que sus planes exigían. ¡Observadla! Ahora sabe que las noventa generaciones han producido esa persona. Aquí estoy… ¡pero… nunca… obedeceré… sus… órdenes!

—¡Jessica! —aulló la Reverenda Madre—. ¡Hazle callar!

—Hacedle callar vos misma —dijo Jessica.

Paul miró a la anciana.

—Por la parte que has tenido en todo esto, te haría estrangular con gusto —dijo—. ¡Y no podrías impedírmelo! —restalló, mientras ella se erguía furiosa—. Pero pienso que el mejor castigo es dejarte vivir hasta el fin de tus días sin que nunca puedas tocarme o doblegarme a uno solo de tus deseos.

—Jessica, ¿qué has hecho? —exigió la anciana.

—Tan sólo te concederé una cosa —dijo Paul—. Has visto parte de lo que necesita la raza, pero cuán pobre es tu visión. ¡Creéis controlar la evolución humana con algunos pocos acoplamientos dirigidos según vuestros planes! Qué poco comprendéis que…

—¡No debes hablar de esas cosas! —sibiló la anciana.

—¡Silencio! —gruñó Paul. Y la palabra pareció adquirir consistencia mientras se contorsionaba en el aire bajo el control de Paul.

La anciana retrocedió, tambaleándose hasta caer en brazos de los que tenía a sus espaldas, mortalmente pálida ante aquel poder que había golpeado su mente.

—Jessica —susurró—. Jessica.

—Te recuerdo tu gom jabbar —dijo Paul—. Tú recuerda el mío. ¡Puedo matarte con una sola palabra!

Los Fremen alrededor de la estancia se intercambiaron miradas. ¿Acaso la leyenda no decía: «Y sus palabras acarrearán la muerte eterna a quienes se opongan a su justicia»?

Paul dirigió su atención hacia la Princesa Real, inmóvil junto a su padre el Emperador. Dijo, con sus ojos fijos en ella:

—Majestad, ambos conocemos la única salida a nuestras dificultades.

El Emperador miró a su hija, luego a Paul.

—¿Cómo te atreves? ¡Tú! Un aventurero sin familia, un don nadie de…

—Vos mismo habéis admitido quien soy —dijo Paul—. Consanguíneo real, habéis dicho. Terminad con esa comedia.

—Yo soy tu rey —dijo el Emperador.

Paul observó a los hombres de la Cofradía, inmóviles ahora junto al equipo de comunicaciones, mirándole. Uno de ellos asintió.

—Podría obligaros —dijo Paul.

—¡No te atreverías! —rechinó el Emperador.

Paul se limitó a observarle.

La Princesa Real puso una mano en el brazo de su padre.

—Padre —dijo, y su voz era suave y tranquilizadora.

—No emplees tus trucos conmigo —dijo el Emperador. La miró—. No necesitas hacerlo, hija. Tenemos otros recursos que…

—Pero este hombre es digno de ser tu hijo —dijo ella. La vieja Reverenda Madre, recuperaba su compostura, avanzó hacia el Emperador y le susurró algo al oído.

—Está defendiendo tu casa —dijo Jessica.

Paul seguía mirando a la rubia Princesa. Inclinándose hacia su madre, dijo en voz baja:

—Esa es Irulan, la mayor, ¿no?

—Sí.

Chani se situó al otro lado de Paul.

—¿Quiere que me retire, Muad’Dib? —dijo. El la miró.

—¿Retirarte? Tú nunca te apartarás de mi lado.

—No existe nada entre nosotros que nos ate —dijo Chani. Paul la siguió mirando en silencio por un momento.

—Usa tan sólo el lenguaje de la verdad conmigo, mi Sihaya —dijo luego. Chani fue a responder, pero Paul apoyó un dedo en sus labios—. El lazo que nos une nunca podrá ser desatado. Ahora, observa atentamente lo que ocurra aquí, porque luego quiero volver a ver esta sala a los ojos de tu sabiduría.

El Emperador y su Decidora de Verdad estaban discutiendo en voz baja, enérgicamente.

Paul se volvió hacia su madre.

—Ella le está recordando que su parte del acuerdo es situar a una Bene Gesserit en el trono, y que Irulan es la que está preparada para ello.

—¿Ese era su plan? —dijo Jessica.

—¿Acaso no es obvio? —preguntó Paul.

—¡Sé ver los signos! —exclamó Jessica—. Mi pregunta tan sólo quería recordarte que no intentes enseñarme lo que te he inculcado yo misma.

Paul la miró, captando una gélida sonrisa en sus labios.

Gurney Halleck se inclinó entre ellos.

—Te recuerdo, mi Señor —dijo—, que hay un Harkonnen entre ese montón de bastardos —señaló con la cabeza a Feyd- Rautha, apoyado en la barrera de lanzas a su izquierda—. Ese de ojos esquivos, a la izquierda. Tiene el rostro más diabólico que haya visto en mi vida. Me prometiste una vez que…

—Gracias, Gurney —dijo Paul.

—Es el na-Barón… el Barón, ahora que el viejo ha muerto — dijo Gurney—. Irá muy bien para lo que yo in…

—¿Puedes vencerle, Gurney?

—¡Mi Señor bromea!

—Esa discusión entre el Emperador y su bruja ya ha durado demasiado, ¿no crees, madre?

Jessica asintió.

—Realmente.

Paul alzó su voz, dirigiéndose al Emperador.

—Majestad, ¿hay algún Harkonnen con vos?

El modo como el Emperador se volvió a mirar a Paul revelaba un real desdén.

—Creía que mi séquito estaba bajo la protección de tu palabra ducal —dijo.

—Mi pregunta era tan sólo a título informativo —dijo Paul—. Tan sólo quería saber si algún Harkonnen forma parte oficialmente de vuestro séquito, o se ha escondido en él por pura cobardía.

El Emperador sonrió calculadoramente.

—Quien quiera que haya sido aceptado entre quienes me rodean forma parte de mi séquito.

—Vos tenéis la palabra de un Duque —dijo Paul—, pero Muad’Dib es otra cosa. Puede que él no reconozca vuestra definición de lo que constituye un séquito. Mi amigo Gurney Halleck siente deseos de matar a un Harkonnen. Si él…

—¡Kanly! —gritó Feyd-Rautha. Intentó apartar la barrera de lanzas—. Tu padre invocó esta venganza, Atreides. ¡Me llamas cobarde mientras te escondes entre tus mujeres y envías a un lacayo contra mí!

La vieja Decidora de Verdad susurró algo al oído del Emperador, pero este la rechazó.

—Kanly, ¿no? —dijo—. Hay unas reglas muy estrictas para el kanly.

—Paul, pon fin a todo esto —dijo Jessica.

—Mi señor —dijo Gurney—, me prometiste que tendría mi ocasión frente a los Harkonnen.

—Has tenido ya una buena ocasión todo el día de hoy —dijo Paul, y sintió que las emociones fluían de él, dejándole vacío como un muñeco. Se quitó su ropa y su capucha y se los tendió a su madre, junto con su cinturón y su crys, antes de desprenderse de su destiltraje. Sentía ahora que todo el universo estaba concentrado en aquel momento.

—Eso no es necesario —dijo Jessica—. Hay otros caminos más fáciles, Paul.

Paul se quitó el destiltraje y sacó el crys de la funda que tenía su madre entre las manos.

—Lo sé —dijo—. Veneno, un asesino, todos los caminos familiares.

—¡Me prometiste un Harkonnen! —siseó Gurney, y Paul vio la rabia en el rostro del hombre, la cicatriz de estigma oscureciéndose en su rostro—. ¡Me lo debes, mi Señor!

—¿Acaso has sufrido más de su parte de lo que he sufrido yo? —preguntó Paul.

—Mi hermana —dijo Gurney con voz ronca—. Mis años en los pozos de esclavos…

—Mi padre —dijo Paul—. Mis buenos amigos y compañeros, Thufir Hawat y Duncan Idaho, mis años como fugitivo, sin rango ni seguidores… y una cosa más: el kanly, y tú sabes mejor que nadie cuales son las reglas que hay que respetar.

Los hombros de Halleck se relajaron.

—Mi Señor, si ese cerdo… no es más que una bestia asquerosa que puedes aplastar con tu pie y arrojar luego la bota porque estará contaminada. Llama a un verdugo si lo crees necesario, o déjamelo a mí, pero no te ofrezcas tú mismo para…

—Muad’Dib no necesita hacer esto —dijo Chani. Paul la miró, y leyó el miedo en sus ojos.

—Pero el Duque Paul sí debe —dijo.

—¡Es tan sólo una bestia Harkonnen! —jadeó Gurney.

Paul vaciló, a punto de revelar su propia descendencia Harkonnen, pero fue detenido por una cortante mirada de su madre.

—Pero esa cosa tiene forma humana, Gurney —se limitó a decir—, y debe beneficiarse de la duda humana.

—Si tan sólo… —insistió Gurney.

—Te lo ruego, manténte aparte —dijo Paul. Sopesó el crys, y apartó suavemente a Gurney a un lado.

—¡Gurney! —dijo Jessica. Tocó el brazo del hombre—. Es como su abuelo. No le distraigas. Es lo único que puedes hacer por él ahora —y pensó: ¡Gran Madre, qué ironía!

El Emperador estudió a Feyd-Rautha, vio sus abultados hombros, sus gruesos músculos. Se volvió a observar a Paul: un joven delgado como la trenza de un látigo, no tan enjuto como los nativos de Arrakis, pero se podían contar sus costillas, y los huesos de sus costados revelaban claramente el tensarse y contraerse de sus músculos bajo su tirante piel.

Jessica se inclinó hacia Paul y murmuró a su oído, únicamente para él:

—Tan sólo una cosa, hijo. A veces, la gente peligrosa está preparada por las Bene Gesserit, con una palabra implantada en lo más profundo de su mente, según la antigua técnica del placer-dolor. La palabra más frecuentemente usada es Uroshnor. Si ese hombre ha sido preparado, y estoy convencida de que lo ha sido, esa palabra susurrada a su oído aflojará sus músculos y…

—No necesito ninguna ventaja especial —dijo Paul—. Hazte a un lado, por favor.

—¿Por qué hace esto? —preguntó Gurney a Jessica—. ¿Quiere hacerse matar y convertirse en un mártir? ¿Todas esas chácharas religiosas de los Fremen han nublado su razón?

Jessica hundió el rostro entre sus manos, dándose cuenta de que no sabía por qué Paul actuaba así. Podía advertir la presencia de la muerte en la estancia, y sabía que este Paul, tan cambiado y distinto, era capaz de lo que había sugerido Gurney. Concentró todos sus talentos hacia el deseo que experimentaba de defender a su hijo, pero no había nada que pudiera hacer.

—¿Son esas chácharas religiosas? —insistió Gurney.

—¡Calla! —dijo Jessica—. Y reza.

El rostro del Emperador se iluminó con una repentina sonrisa.

—Si Feyd-Rautha Harkonnen… de mi séquito… así lo desea —dijo—, yo le libero de cualquier lazo para que pueda actuar según su deseo. —El Emperador levantó una mano hacia los guardias Fedaykin de Paul—. Uno de los de vuestra escoria tiene mi cinturón y mi puñal. Si Feyd-Rautha los desea, puede enfrentarse contigo con mi propia hoja.

—Lo deseo —dijo Feyd-Rautha, y Paul leyó la excitación en el rostro del hombre.

Es demasiado confiado, pensó Paul. Es una ventaja natural que puedo aceptar.

—Traed la hoja del Emperador —dijo Paul, y esperó a que su orden fuera obedecida—. Dejadla en el suelo, aquí —señaló el lugar con su pie—. Que la escoria Imperial se retire hacia el muro y deje al Harkonnen solo.

Un rumor de ropas, pies arrastrándose, órdenes dichas en voz baja y protestas acompañando la obediencia a las órdenes de Paul. Los hombres de la Cofradía permanecieron inmóviles junto al equipo de comunicaciones. Observaban a Paul con una obvia indecisión.

Están habituados a ver el futuro, pensó Paul. Pero en este lugar y tiempo están ciegos… tan ciegos como yo. E intentó sondear los vientos del tiempo, sintiendo los torbellinos, los nexos de la tormenta concentrados en aquel lugar, en aquel preciso momento. Pero incluso las más sutiles espirales le estaban vedadas ahora. Allí estaba, el aún no nacido jihad, lo sabía. Allí estaba la consciencia racial que había ya experimentado, con su terrible finalidad. Era una razón suficiente para un Kwisatz Haderach o un Lisan al-Gaib, incluso para los titubeantes planes Bene Gesserit. La raza humana había tomado consciencia de su estancamiento, y de su malsano replegarse en sí misma, y había visto la única salida en aquel torbellino que mezclaría los genes y del cual sobrevivirían únicamente las combinaciones más fuertes. En aquel instante, todos los seres humanos formaban un único organismo inconsciente que experimentaba un tipo de necesidad sexual capaz de derribar cualquier barrera.

Y Paul comprendió la futilidad de sus esfuerzos por modificar siquiera el más pequeño fragmento de todo aquello. Había pensado poder oponerse él solo al jihad, pero el jihad seguiría existiendo. Incluso sin él, sus legiones se esparcirían furiosamente fuera de Arrakis. Necesitaban sólo una leyenda, y él se la había dado. Había mostrado el camino, les había permitido dominar incluso a la Cofradía gracias a su necesidad de especia para sobrevivir.

Un sentimiento de fracaso le invadió, y entonces vio que Feyd-Rautha se había despojado de su destrozado uniforme para aparecer vestido tan sólo con una simple malla metálica de combate.

Este es el clímax, pensó Paul. Desde aquí, el futuro se abrirá, las nubes se abrirán para dejar paso a una luz gloriosa. Y si yo muero aquí, dirán que me he sacrificado para que mi espíritu los guíe. Y si vivo, dirán que nada puede oponerse a Muad’Dib.

—¿Está preparado el Atreides? —dijo Feyd-Rautha, utilizando las palabras del antiguo ritual kanly.

Paul eligió responderle según la costumbre Fremen:

—¡Pueda tu cuchillo astillarse y romperse! —señaló la hoja del Emperador en el suelo, indicando que Feyd-Rautha podía avanzar y tomarlo.

Sin apartar su atención de Paul, Feyd-Rautha se inclinó sobre el cuchillo, balanceándolo un momento en su mano para tomar su tacto. La excitación aumentaba en él. Este era el combate que siempre había soñado, de hombre a hombre, habilidad contra habilidad, sin ningún escudo interviniendo. Aquel combate le abriría el camino del poder, puesto que el Emperador premiaría sin la menor duda a quien eliminara a aquel fastidioso Duque. Incluso tal vez concediera como premio a su altanera hija y una parte del trono. Y aquel Duque bandido, aquel aventurero, no podía ser un adversario serio para un Harkonnen adiestrado en todas las astucias y todas las traiciones de mil combates en la arena. Y aquel patán ignoraba que iba a enfrentarse con muchas más armas que un simple cuchillo.

¡Veremos si resistirás al veneno!, pensó Feyd-Rautha. Saludó a Paul con la hoja del Emperador, y dijo:

—Prepárate a morir, loco.

—¿Así que vamos a combatir, primo? —preguntó Paul. Avanzó con paso felino, los ojos fijos en la hoja ante él, su cuerpo encorvado, el lechoso crys apuntando hacia delante como una extensión de su brazo.

Giraron uno en torno del otro, sus pies desnudos haciendo crujir el suelo, esperando la más pequeña abertura.

—Qué bien danzas —dijo Feyd-Rautha.

Es un hablador, pensó Paul. Esa es otra debilidad. El silencio le inquieta.

—¿Te has arrepentido de tus faltas? —preguntó Feyd-Rautha.

Paul seguía girando en silencio.

Y la vieja Reverenda Madre, observando el combate desde la primera fila, al lado del Emperador, empezó a temblar. El Atreides había llamado primo al Harkonnen. Esto significaba que conocía su común ascendencia, y esto era fácil de comprender porque era el Kwisatz Haderach. Pero aquellas palabras la obligaron a concentrarse en lo único que le importaba ahora.

Aquello podía ser la peor catástrofe para los planes selectivos de las Bene Gesserit.

Había entrevisto algo de lo que Paul había comprendido allí, que Feyd-Rautha podía matarle pero sin salir por ello victorioso. Otro pensamiento, sin embargo, abismó casi su mente. Allí, ante ella, los dos productos finales de un largo y costoso programa se enfrentaban en un combate a muerte. Si ambos morían allí, quedaría tan sólo la hija bastarda de Feyd-Rautha, aún una niña, un factor desconocido, y Alia, una abominación.

—Quizá tan sólo tengáis ritos paganos aquí —dijo Feyd- Rautha—. ¿Quieres que la Decidora de Verdad del Emperador prepare tu espíritu para este viaje?

Paul sonrió, girando hacia la derecha, alerta, sus tenebrosos pensamientos anulados por las necesidades de aquel momento.

Feyd-Rautha saltó, fintando con la derecha, pero haciendo saltar el cuchillo a su mano izquierda.

Paul lo esquivó fácilmente, notando en el golpe de Feyd- Rautha la característica vacilación del condicionamiento del escudo. Sin embargo, tan sólo fue una leve vacilación, y Paul se dio cuenta de que Feyd-Rautha había combatido ya otras veces sin escudo, o al menos se había enfrentado con adversarios desprovistos de él.

—¿Acaso un Atreides corre en lugar de combatir? —preguntó Feyd-Rautha.

Paul comenzó a girar silenciosamente. Las palabras de Idaho volvieron a él, las palabras del adiestramiento, hacía tanto tiempo, en el campo de prácticas de Caladan: «Usa los primeros momentos para estudiar al adversario. Así puedes perder la posibilidad de una victoria rápida, pero estos momentos de estudio son una garantía de éxito. Tómate tu tiempo y actúa sobre seguro».

—Tal vez piensas que esa danza prolongará tu vida unos pocos instantes —dijo Feyd-Rautha—. Estupendo —dejó de girar, irguiéndose.

Paul había visto lo suficiente para una primera evaluación. Feyd-Rautha avanzaba por el lado izquierdo, presentando a su adversario el flanco derecho, como si la cota de malla pudiera protegerle todo aquel lado. Era el modo de actuar de un hombre adiestrado en el uso del escudo y que tuviera un puñal en cada una de sus manos.

O… Y Paul vaciló… o tal vez la cota de malla era algo más de lo que parecía.

El Harkonnen parecía demasiado confiado ante un hombre que aquel mismo día había conducido a sus fuerzas a la victoria contra las legiones Sardaukar.

Feyd-Rautha notó aquella vacilación.

—¿Por qué prolongas lo inevitable? —dijo—. No haces más que impedirme ejercitar mis derechos sobre este mundo de basura.

Quizá sea una aguja, pensó Paul, muy bien escondida. No hay la menor huella en la malla.

—¿Por qué no hablas? —preguntó Feyd-Rautha.

Paul reinició sus giros de estudio, permitiéndose que una gélida sonrisa fuera la única respuesta a la inquietud que había captado en la voz de Feyd-Rautha, evidenciando que la presión del silencio estaba haciendo su efecto.

—Sonríes, ¿eh? —dijo Feyd-Rautha. Y saltó a mitad de la frase.

Esperando una ligera vacilación, Paul casi no consiguió evitar el corte de la hoja, sintiendo el roce en su brazo izquierdo. Rechazó de su mente el repentino dolor, y comprendió que la primera vacilación había sido un truco… una contrafinta. Era un adversario muy superior a lo que había esperado. Debía tener fintas en las fintas de sus fintas.

—Tu propio Thufir Hawat me enseñó algunos de mis golpes —dijo Feyd-Rautha—. Me dio mi primera sangre. Tanto peor para él si ese viejo estúpido no ha vivido lo suficiente para ver esto.

Y Paul recordó lo que Idaho le había dicho una vez: «En combate, espera sólo aquello que ocurre. De este modo nunca serás sorprendido».

Giraron de nuevo uno en torno al otro, agazapados, acechando. Paul vio la excitación crecer de nuevo en el rostro de su oponente, y se preguntó el porqué. ¿Acaso una aguja significaba tanto para el hombre? ¡A menos que la hoja estuviera envenenada! ¿Pero cómo era posible? Sus propios hombres habían tenido el arma entre sus manos, la habían controlado antes de dársela. Eran demasiado experimentados como para no reparar en algo tan obvio.

—Esa mujer con la que hablabas antes —dijo Feyd-Rautha—. Esa pequeña. ¿Acaso es algo especial para ti? ¿Quizá tu animalito favorito? ¿Debo reservarle una atención especial?

Paul permaneció silencioso, con sus sentidos interiores examinando la sangre que goteaba de la herida, descubriendo rastros de un soporífero de la hoja del Emperador. Modificó su metabolismo para rechazar la amenaza, alterando las moléculas del soporífero, pero le asaltó una duda. Habían preparado la hoja con un soporífero. Un soporífero. Algo que no descubriría el detector de venenos, pero lo suficientemente fuerte como para paralizar sus músculos si le alcanzaban. Sus enemigos tenían sus propios planes en los planes, sus propias traiciones y estratagemas.

Feyd-Rautha saltó de nuevo, lanzando un golpe.

Paul, con una sonrisa helada en sus labios, fintó con una calculada lentitud, como si estuviera paralizado por la droga, y en el último instante esquivó, golpeando el brazo que atacaba con la punta de su crys.

Feyd-Rautha esquivó parcialmente el golpe saltando de costado y retrocediendo, pasando su cuchillo a la mano izquierda. Sus mejillas palidecieron cuando notó el dolor del ácido en la herida causada por Paul.

Dejémosle un momento de duda, pensó Paul. Dejémosle sospechar que es veneno.

—¡Traición! —gritó Feyd-Rautha—. ¡Me ha envenenado! ¡Noto el veneno en mi brazo!

Paul rompió su silencio por primera vez.

—Sólo un poco de ácido —dijo— para responder al soporífero de la hoja del Emperador.

Feyd-Rautha dirigió a Paul una gélida sonrisa, y levantó la hoja en su mano izquierda en una burla de saludo. Sus ojos brillaban de rabia tras el cuchillo.

Paul pasó también el crys a su mano izquierda, igualándose con su oponente. Inició de nuevo sus giros de estudio.

Feyd-Rautha se le fue acercando lentamente, el cuchillo alto, la rabia leyéndose en sus entrecerrados ojos y en su prominente mandíbula. Fintó hacia la derecha y abajo, y se encontraron uno junto al otro, las hojas entrecruzadas, en un esfuerzo violento.

Paul, desconfiando del lado derecho de Feyd-Rautha, donde sospechaba que estaba la aguja envenenada, obligó a girar hacia la derecha a su adversario. Estuvo a punto de no ver la aguja en el momento en que surgió. Fue avisado por un movimiento de Feyd-Rautha, una distensión repentina de sus músculos, y la aguja falló la carne de Paul por una ínfima fracción de milímetro.

¡En la cadera izquierda!

Traición en la traición de la traición, pensó Paul. Usó el adiestramiento Bene Gesserit de sus músculos para apartarse bruscamente y aprovechar el reflejo instintivo de Feyd-Rautha, pero la necesidad de alejarse de la aguja envenenada en la cadera de su oponente le hizo trastabillar y caer al suelo, con Feyd-Rautha sobre él.

—¿La ves en mi cadera? —susurró Feyd-Rautha—. Vas a morir, estúpido —y empezó a contorsionarse, haciendo que la aguja se acercara más y más—. Paralizará tus músculos, y mi cuchillo acabará contigo. ¡Y no quedará ningún rastro que pueda ser detectado!

Paul luchó con todos sus músculos, oyendo los gritos silenciosos en su mente, las advertencias de sus antepasados exigiendo que pronunciara la palabra secreta para detener a Feyd-Rautha y salvarse a sí mismo.

—¡No la diré! —jadeó Paul.

Feyd-Rautha le miró, con una imperceptible vacilación. Sin embargo, fue suficiente para que Paul captara el punto débil en el equilibrio de su adversario, hiciera palanca en él y le obligara a rodar sobre sí mismo, invirtiendo las posiciones. Ahora Feyd- Rautha estaba bajo él, con su cadera derecha en alto, incapaz de volverse debido a que la aguja, en su cadera izquierda, se había clavado en el suelo bajo él.

Paul liberó su mano izquierda, ayudado por la lubricación de la sangre de su brazo, y golpeó a Feyd-Rautha por debajo de la mandíbula. La punta del crys abrió su camino hasta el cerebro. Feyd-Rautha se estremeció y se combó en el suelo, sujeto parcialmente a él por la aguja clavada en el pavimento.

Inspirando profundamente para recobrar su calma, Paul se impulsó hacia arriba y se puso en pie. Permaneció inmóvil sobre el cuerpo, con el cuchillo en la mano, y alzó los ojos con una deliberada lentitud hacia el Emperador.

—Majestad —dijo—, vuestras fuerzas se han visto reducidas en otra unidad. ¿Vamos a dejar de tergiversar y engañarnos? ¿Vamos a discutir lo que conviene hacer? El matrimonio de vuestra hija conmigo y un camino abierto para que un Atreides se siente en el trono.

El Emperador se volvió y miró al Conde Fenring. El Conde sostuvo su mirada… ojos grises contra ojos verdes. Cualquier palabra era inútil, se conocían desde hacía tanto tiempo que bastaba una simple mirada.

«Mata a este advenedizo por mí», estaba diciendo el Emperador El Atreides es joven y lleno de recursos, si… pero también está cansado por el largo esfuerzo y no resistirá una lucha contigo. Desafíale ahora… tú sabes cómo hacerlo. Mátale.

Lentamente, Fenring movió su cabeza, un prolongado giro hacia el rostro de Paul.

—¡Adelante! —siseó el Emperador.

El Conde miró fijamente a Paul, tal como Dama Margot le había enseñado, a la manera Bene Gesserit, consciente del misterio y la oculta grandeza que había en aquel joven Atreides.

Podría matarle, pensó Fenring… y sabía que aquello era cierto.

Algo en sus más secretas profundidades retuvo sin embargo al Conde, y tuvo una visión breve, inadecuada, de su superioridad frente a Paul… el lado secreto de su persona, la furtiva cualidad de sus motivaciones que ningún ojo podía penetrar.

Paul, a través del rebullente nexo del tiempo, consiguió comprender en parte aquello, y se explicó finalmente por qué nunca había visto a Fenring en las tramas de su presciencia. Fenring era uno de aquellos que hubiera-podido-ser, un potencial Kwisatz Haderach, malogrado por una mancha en su esquema genético… un eunuco, cuyo talento estaba concentrado furtivamente, secretamente. Sintió entonces una profunda compasión por el Conde Fenring, el primer sentimiento de fraternidad que hasta entonces experimentara.

Fenring, leyendo la emoción de Paul, dijo:

—Majestad, rehúso.

El furor inundó a Shaddam IV. Dio dos pasos a través de su cortejo y abofeteó a Fenring con todas sus fuerzas.

El rostro del conde se ensombreció. Alzó los ojos, miró fijamente al Emperador y dijo, con un tranquilo y deliberado énfasis:

—Hemos sido amigos, Majestad. Lo que hago ahora lo hago tan sólo por amistad. Olvidaré vuestro gesto.

Paul carraspeó.

—Estábamos hablando del trono, Majestad —dijo.

El Emperador se volvió bruscamente, mirando a Paul con ojos llameantes.

—¡Yo estoy en el trono! —rugió.

—Tendréis otro en Salusa Secundus —dijo Paul.

—¡He depuesto mis armas y he venido aquí confiando en tu palabra! —gritó el Emperador—. Te atreves a amenazarme…

—Vuestra persona está segura en mi presencia —dijo Paul—. Es un Atreides quien os lo ha prometido. Pero Muad’Dib os sentencia a vuestro planeta prisión. Pero no tengáis miedo, Majestad. Usaré todos los poderes de que dispongo para hacer que aquel lugar sea menos rudo. Lo transformaré en un planeta jardín, lleno de cosas encantadoras.

El oculto sentido de las palabras de Paul llegó hasta la mente del Emperador. Miró a Paul a través de la estancia.

—Ahora comprendo tus verdaderos motivos —gruñó.

—Evidentemente —dijo Paul.

—¿Y Arrakis? —preguntó al Emperador—. ¿Otro mundo jardín lleno de cosas encantadoras?

—Los Fremen tienen la palabra de Muad’Dib —dijo Paul—. Habrá agua corriendo libremente bajo el cielo de este mundo, y oasis verdeantes llenos de cosas hermosas. Pero también debemos pensar en la especia. Así, siempre habrá desierto en Arrakis… y terribles vientos, y pruebas para endurecer al hombre. Nosotros los Fremen tenemos un proverbio: «Dios creó Arrakis para templar a los fieles.» Uno no puede ir contra la palabra de Dios.

La vieja Decidora de Verdad, la Reverenda Madre Gaius Helen Mohiam, había captado otro oculto significado en las palabras de Paul. Había entrevisto el jihad. Dijo:

—¡No puedes desencadenar a esa gente sobre el universo!

—¡Lamentaréis las gentiles maneras de los Sardaukar! — espetó Paul.

—No puedes —susurró ella.

—Tú eres una Decidora de Verdad —dijo Paul—. Mide tus palabras. —Miró a la Princesa Real, luego al Emperador—. Decidid, Majestad.

El Emperador dirigió a su hija una afligida mirada. Ella tocó su brazo y dijo tranquilizadoramente:

—He sido educada para esto, padre.

El inspiró profundamente.

—No podéis impedirlo —murmuró la vieja Decidora de Verdad.

El Emperador se irguió, encontrando algo de su perdida dignidad.

—¿Quién negociará por ti, consanguíneo? —preguntó.

Paul se volvió, miró a su madre, con los ojos casi cerrados por el agotamiento, junto a Chani y un grupo de Fedaykin. Se acercó a ellos y se detuvo ante Chani, observándola.

—Sé tus razones —murmuró Chani—. Si ha de ser así… Usul.

Paul, notando las ocultas lágrimas tras su voz, le acarició la mejilla.

—Mi Sihaya no tendrá nunca nada que temer —susurró. Dejó caer el brazo, hizo frente a su madre—. Tú negociarás por mí, madre, con Chani a tu lado. Tiene sabiduría y mirada penetrante. Y se dice con justicia que nadie es más duro en los negocios que un Fremen. Ella verá a través de los ojos de su amor por mí y con el pensamiento de nuestros futuros hijos que no la abandonarán. Escúchala.

Jessica adivinó los fríos cálculos que se escondían tras las palabras de su hijo y se estremeció.

—¿Cuáles son tus instrucciones? —preguntó.

—Exijo como dote la totalidad de los intereses del Emperador en la Compañía CHOAM —dijo.

—¿La totalidad? —Jessica tuvo dificultad en encontrar las palabras.

—Debe ser enteramente despojado. Quiero un condado y un directorio de la CHOAM para Gurney Halleck, así como el feudo de Caladan. Títulos y poderes para todos los supervivientes de entre los Atreides, hasta el más humilde soldado.

—¿Y para los Fremen? —preguntó Jessica.

—Los Fremen son cosa mía —dijo Paul—. Lo que reciban les será dado por Muad’Dib. Y empezaremos con Stilgar como gobernador en Arrakis, pero esto puede esperar.

—¿Y para mí? —preguntó Jessica.

—¿Hay algo que desees especialmente?

—Quizá Caladan —dijo ella, mirando a Gurney—. No estoy segura. Me he vuelto demasiado parecida a los Fremen… y soy una Reverenda Madre. Necesito un tiempo de paz y tranquilidad para reflexionar.

—Eso lo tendrás —dijo Paul—, y cualquier otra cosa que Gurney o yo podamos darte.

Jessica asintió, sintiéndose repentinamente vieja y cansada. Miró a Chani.

—¿Y para la concubina real?

—Ningún titulo para mí —murmuró Chani—. Ninguno. Por favor.

Paul miró profundamente a sus ojos, recordándola de pronto como la había visto en otras ocasiones, con el pequeño Leto en sus brazos, su hijo que había encontrado la muerte en aquella violencia.

—Te juro —murmuró— que no necesitarás ningún título. Aquella mujer será mi esposa y tú tan sólo una concubina porque esto es un asunto político y debemos sellar la paz y aliarnos con las Grandes Casas del Landsraad. Las formalidades serán respetadas. Pero aquella princesa no obtendrá de mí más que el nombre. Ningún hijo, ninguna caricia, ninguna mirada, ningún instante de deseo.

—Dices eso ahora —murmuró Chani. Miró a la rubia princesa a través de la estancia.

—¿Tan poco conoces a mi hijo? —susurró Jessica—. Mira a esa princesa inmóvil, allí, tan orgullosa y segura de si misma. Dicen que tiene pretensiones literarias. Esperemos que puedan llenar su existencia, porque va a tener muy poca cosa más. —Se le escapó una amarga sonrisa—. Piensa en ello, Chani: esa princesa tendrá el nombre, pero será mucho menos que una concubina… nunca conocerá un momento de ternura por parte del hombre al que estará unida. Mientras que a nosotras, Chani, nosotras que arrastramos el nombre de concubinas… la historia nos llamará esposas.


FIN
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