Es en el momento de empezar cuando hay que cuidar atentamente que los equilibrios queden establecidos de la manera más exacta. Y esto lo sabe bien cada hermana Bene Gesserit. Así, para emprender este estudio acerca de la vida de Muad’Dib, primero hay que situarlo exactamente en su tiempo: nacido en el 57° año del Emperador Padishah, Shaddam IV. Y hay que situar muy especialmente a Muad’Dib en su lugar: el planeta Arrakis. Y no hay que dejarse engañar por el hecho de que nació en Caladan y vivió allí los primeros quince años de su vida. Arrakis, el planeta conocido como Dune, será siempre su lugar.
En la semana que precedió a la partida hacia Arrakis; cuando el frenesí de los últimos preparativos había alcanzado un nivel casi insoportable, una vieja mujer acudió a visitar a la madre del muchacho, Paul.
Era una suave noche en Castel Caladan, y las antiguas piedras que habían sido el hogar de los Atreides durante veintisiete generaciones estaban impregnadas de aquel húmedo frescor que presagiaba un cambio de tiempo.
La vieja mujer fue introducida por una puerta secreta y conducida a través del abovedado pasadizo hasta la habitación de Paul, donde pudo observarlo un instante mientras yacía en su lecho.
A la débil luz de una lámpara a suspensor que flotaba cerca del suelo, Paul, medio dormido, distinguía apenas la voluminosa silueta inmóvil en el umbral, y la de su madre, un paso más atrás. La vieja mujer era como la sombra de una bruja… con sus cabellos como tela de araña enmarañados alrededor de sus oscuras facciones y sus ojos brillando como piedras preciosas.
—¿No es un poco pequeño para su edad, Jessica? —preguntó la vieja mujer. Su voz silbaba y vibraba como la de un baliset mal afinado.
La madre de Paul respondió con su suave voz de contralto:
—Es bien sabido que entre los Atreides el crecimiento es algo tardío, Vuestra Reverencia.
—Se dice, se dice —siseó la vieja mujer—. Pero ya tiene quince años.
—Sí, Vuestra Reverencia.
—Está despierto y nos está escuchando —dijo la vieja mujer —. Astuto pillo —se rió—. Pero la nobleza necesita de la astucia. Y si es realmente el Kwisatz Haderach… bien…
En las sombras de su lecho, Paul entrecerró los ojos hasta reducirlos a dos líneas. Dos óvalos brillantes como los de un pájaro, los ojos de la vieja mujer, parecieron dilatarse y llamear mientras se clavaban en los suyos.
—Duerme bien, astuto pillo —murmuró la vieja mujer—. Mañana necesitarás de todas tus facultades para afrontar mi gom jabbar.
Y desapareció, arrastrando afuera a su madre y cerrando la puerta con un ruido sordo.
Paul permaneció desvelado, preguntándose: ¿Qué será un gom jabbar?
Entre toda la confusión de aquel período de cambio, la vieja mujer era lo más extraño que había podido ver.
Vuestra Reverencia.
Y ella se había dirigido a su madre Jessica como a una sirvienta en lugar de como lo que ella era: una Dama Gesserit, la concubina de un duque y la madre del heredero ducal.
¿Es un gom jabbar algo de Arrakis que debo conocer antes de que vayamos allí?, se preguntó.
Silabeó aquellas extrañas palabras: Gom jabbar… Kwisatz Haderach.
Eran tantas cosas que aprender. Arrakis era un lugar tan distinto a Caladan que la mente de Paul se perdía ante su solo pensamiento. Arrakis… Dune… el Planeta del Desierto.
Thufir Hawat, el Maestro de Asesinos de su padre, le había explicado: sus mortales enemigos, los Harkonnen, habían residido en Arrakis durante ochenta años, gobernando el planeta en un cuasi-feudo bajo un contrato con la Compañía CHOAM para la extracción de la especia geriátrica, la melange. Ahora, los Harkonnen iban a ser reemplazados por la Casa de los Atreides en pleno-feudo… una aparente victoria para el Duque Leto. Pero, había dicho Hawat, esta apariencia contenía un peligro mortal, ya que el Duque Leto era popular entre las Grandes Casas del Landsraad.
—Un hombre demasiado popular provoca los celos de los poderosos —había dicho Hawat.
Arrakis… Dune… el Planeta del Desierto.
Paul se durmió de nuevo y soñó en una caverna arrakena, con seres silenciosos irguiéndose a su alrededor a la pálida claridad de los globos. Todo era solemne, como en el interior de una catedral, y oía un débil sonido, el drip-drip-drip del agua. Aún soñando, Paul sabía sin embargo que al despertar lo recordaría todo. Siempre recordaba sus sueños premonitorios.
El sueño se desvaneció.
Paul se despertó en el tibio lecho y pensó… pensó. Aquel mundo de Castel Caladan, donde no tenía juegos ni compañeros de su edad, quizá no mereciera la menor tristeza. El doctor Yueh, su preceptor, le había dado a entender de forma ocasional que el sistema de castas de los faufreluches no era tan rígido en Arrakis. En el planeta había gente que vivía al borde del desierto sin un caid o un bashar que la gobernase: los llamados Fremen, elusivos como el viento del desierto, que ni siquiera figuraban en los censos de los Registros Imperiales.
Arrakis… Dune… el Planeta del Desierto.
Paul sintió sus propias tensiones y decidió practicar uno de los ejercicios corporales-mentales que le había enseñado su madre. Tres rápidas inspiraciones desencadenaron las respuestas: entró en estado de percepción flotante… ajustó su conciencia… dilatación aórtica… alejamiento de todo mecanismo no focalizado… concienciación deliberada… enriquecimiento de la sangre e irrigación de las regiones sobrecargadas… nadie obtiene alimento-seguridad-libertad sólo con el instinto… La consciencia animal no se extiende más allá de un momento dado, como tampoco admite la posibilidad de la extinción de sus victimas… el animal destruye y no produce… los placeres animales permanecen encerrados en el nivel de las sensaciones sin alcanzar la percepción… el ser humano necesita una escala graduada a través de la cual poder ver el universo… una consciencia selectivamente focalizada, esto forma su escala… La integridad del cuerpo depende del flujo nervioso-sanguíneo, sensible a las necesidades de cada una de las células… todos los seres/células/cosas son no permanentes… todo lucha para mantener el flujo de la permanencia…
La lección pasó y pasó a través de la flotante consciencia de Paul.
Cuando el alba tocó la ventana con su luz amarillenta, Paul la sintió a través de sus cerrados párpados; los abrió, oyendo los ecos de la actividad del castillo, y los fijó en el dibujo del artesonado del techo.
La puerta del vestíbulo se abrió y apareció su madre, con sus cabellos color bronce oscuro sujeto, formando como una corona mediante una cinta negra, su rostro ovalado impasible y sus ojos verdes con una expresión solemne.
—Estás despierto —dijo—. ¿Has dormido bien?
—Sí.
La observó, estudiándola, y notó la tensión en el movimiento de sus hombros mientras escogía su ropa de las perchas en el armario. Cualquier otro no se hubiera dado cuenta de aquella tensión, pero él había sido educado a la Manera Bene Gesserit… a través de la más minuciosa observación. Su madre se volvió, presentándole una casaca de semiceremonia con el halcón rojo, emblema de los Atreides, bordado en el bolsillo.
—Apresúrate y vístete —dijo—. La Reverenda Madre está esperando.
—Una vez soñé con ella —dijo Paul—. ¿Quién es?
—Fue mi preceptora en la escuela Bene Gesserit. Hoy es la Decidora de Verdad del Emperador. Y, Paul… —vaciló—. Tienes que hablarle de tus sueños.
—Lo haré. ¿Es ella la razón de que nos hayan dado Arrakis?
—No nos han dado Arrakis —Jessica sacudió un par de pantalones y los colocó junto a la casaca, al lado del lecho—. No debes hacer esperar a la Reverenda Madre.
Paul se sentó y pasó los brazos alrededor de sus rodillas.
—¿Qué es un gom jabbar?
El adiestramiento que había recibido le hizo percibir de nuevo la invisible excitación de su madre, una motivación nerviosa que reconoció como miedo.
Jessica se acercó a la ventana, corrió las cortinas y durante un instante contempló, al otro lado del río, el monte Syubi.
—Pronto sabrás lo que es el gom jabbar… demasiado pronto —dijo.
Una vez más notó el miedo en su voz, y se sintió intrigado.
Jessica habló sin volverse:
—La Reverenda Madre está esperando en mis salones. Por favor, apresúrate.
La Reverenda Madre Gaius Helen Mohiam estaba sentada en una silla tapizada, observando acercarse a madre e hijo. A uno y otro lado, las ventanas se abrían sobre la curva del río que corría hacia el sur y las tierras de cultivo de los Atreides, pero la Reverenda Madre ignoraba el paisaje. Aquella mañana le pesaban los años, lastrando sus hombros. Hacía responsable de ello a aquel viaje a través del espacio, asociado con aquella abominable Cofradía Espacial y sus oscuros designios. Pero aquella era una misión que requería la atención personal de una Bene Gesserit-con-la-Mirada. Y ni siquiera la propia Decidora de Verdad del Emperador Padishah podía declinar tal responsabilidad cuando el deber la llamaba.
¡Condenada Jessica!, exclamó para sí la Reverenda Madre. ¡Si al menos nos hubiera engendrado una chica como se le había ordenado!
Jessica se detuvo a tres pasos de la silla y esbozó una pequeña reverencia, con un ligero movimiento de su mano izquierda pellizcando apenas su falda. Paul se dobló en una breve inclinación, como le había enseñado su maestro de danza que debía hacerse… para usarlo en las ocasiones «en que no hay ninguna duda acerca del rango de la otra persona».
Los matices de la actitud de Paul no pasaron inadvertidos para la Reverenda Madre.
—Es prudente, Jessica —dijo.
La mano de Jessica apretó el hombro de Paul. Por un latido de corazón, el miedo pulsó a través de su palma. Pero recuperó rápidamente el control.
—Así ha sido educado, Vuestra Reverencia.
¿Qué es lo que teme?, se preguntó Paul.
La vieja mujer estudió a Paul, cada detalle de él, en una sola mirada: el rostro ovalado como el de Jessica, aunque más decidido… Cabellos: muy negros como los del Duque pero con la línea de la frente del abuelo materno, aquel que no puede ser nombrado, así como su nariz, fina y desdeñosa; y los ojos verdes y penetrantes del viejo Duque, su abuelo paterno ya muerto.
Aquél sí que era un hombre que apreciaba el poder de la bravura… incluso en la muerte, pensó la Reverenda Madre.
—La educación es una cosa —dijo—, los ingredientes de base otra. Ya veremos —sus viejos ojos fulminaron a Jessica con una dura mirada—. Déjanos. Te ordeno que practiques la meditación de paz.
Jessica retiró su mano del hombro de Paul.
—Vuestra Reverencia, yo…
—Jessica, sabes que hay que hacerlo.
Paul alzó sus ojos hacia su madre, perplejo.
Jessica se envaró.
—Sí… por supuesto.
Paul volvió a mirar a la Reverenda Madre.
La cortesía, y el obvio poder de la vieja mujer sobre su madre, aconsejaban prudencia. Sin embargo, sintió crecer una rabiosa aprensión ante el miedo que irradiaba de su madre.
—Paul… —Jessica inspiró profundamente— …esta prueba a la que vas a ser sometido… es importante para mí.
—¿Prueba? —la miró.
—Recuerda que eres el hijo de un Duque —dijo Jessica. Dio media vuelta y abandonó el salón a largos pasos, con un seco roce de su vestido. La puerta se cerró sólidamente a sus espaldas.
Paul hizo frente a la vieja mujer, dominando su irritación.
—¿Desde cuándo se echa a Dama Jessica como si fuese una sirvienta?
Por un instante se dibujó una sonrisa en los ángulos de aquella vieja boca.
—Dama Jessica fue mi sirvienta, muchacho, durante catorce años, en la escuela —inclinó la cabeza—. Y una buena sirvienta, debo reconocerlo. ¡Y ahora, tú, acércate!
La orden fue como un latigazo. Paul se dio cuenta de que había obedecido incluso antes de haber pensado en ello. Ha usado la voz contra mí —se dijo. Ella lo detuvo con un gesto, cerca de sus rodillas.
—¿Ves esto? —preguntó. Sacó de entre los pliegues de su ropa un cubo de metal verde que tenía alrededor de quince centímetros de lado. Lo hizo girar, y Paul vio que uno de sus lados estaba abierto… negro y extrañamente aterrador. Ninguna luz penetraba en su abierta oscuridad.
—Mete tu mano derecha en esta caja —dijo ella.
El miedo se apoderó de Paul. Retrocedió, pero la vieja mujer dijo:
—¿Es así como obedeces a tu madre?
Afrontó la mirada de sus brillantes ojos de pájaro.
Lentamente, consciente de las compulsiones que surgían de su interior y no podía rechazar, Paul metió su mano dentro de la caja. Al principio experimentó una sensación de frío a medida que la oscuridad se acercaba en torno a su mano, después sintió el contacto del liso metal en sus dedos y un hormigueo, como si su mano se adormeciera.
Una mirada de rapaz apareció en el rostro de la vieja mujer. Apartó su mano derecha de la caja y la puso, cerrada, al lado de la nuca de Paul. Este vio un destello metálico y quiso volver la cabeza.
—¡Quieto! —dijo ella secamente.
¡Está usando de nuevo la Voz!
Ella observó de nuevo fijamente su rostro.
—Tengo sujeto el gom jabbar cerca de tu cuello —dijo—. El gom jabbar, el peor enemigo. Es una aguja con una gota de veneno en la punta. ¡Quieto! No te muevas, o el veneno te morderá.
Paul intentó deglutir, pero su garganta estaba seca. No conseguía apartar su atención de aquel viejo rostro arrugado, aquellos ojos brillantes, aquellas encías pálidas, aquellos dientes de metal plateado que brillaban a cada palabra.
—El hijo de un Duque debe saber acerca de venenos —dijo —. Es algo de nuestro tiempo, ¿no? El Musky, para envenenar tu bebida. El Aumas, para envenenar tu comida. Los venenos rápidos, los venenos lentos y los intermedios. Este es uno nuevo para ti: el gom jabbar. Sólo mata a los animales.
El orgullo dominó el miedo de Paul.
—¿Pretendéis insinuar que el hijo de un Duque es un animal? —preguntó.
—Digamos que sugiero que puedes ser humano —dijo—. ¡No te muevas! Te lo advierto, no intentes escapar de mi lado. Soy vieja, pero mi mano puede clavar esta aguja en tu cuello antes de que consigas alejarte lo suficiente.
—¿Quién sois? —siseó Paul—. ¿Cómo habéis hecho para engañar a mi madre y conseguir que me dejara a solas con vos? ¿Habéis sido enviada por los Harkonnen?
—¿Los Harkonnen? ¡Cielos, no! Ahora, cállate —un seco dedo tocó su nuca, y tuvo que refrenar su involuntaria urgencia de escapar de allí.
—Muy bien —dijo ella—. Has pasado la primera prueba. Ahora, esto es lo que falta: si retiras tu mano de la caja, morirás. Esta es la única regla. Deja tu mano en la caja, y vivirás. Quítala, y morirás.
Paul inspiró profundamente para evitar un estremecimiento.
—Si llamo, en un momento esto estará lleno de sirvientes que caerán sobre vos, y seréis vos quien morirá.
—Los sirvientes no irán más allá de donde está tu madre, custodiando esta puerta. Puedes estar seguro. Tu madre sobrevivió a esta prueba. Ahora ha llegado tu turno. Siéntete honrado. Es raro que sometamos a los chicos a ella.
La curiosidad redujo el miedo de Paul hasta un nivel controlable. Había detectado la verdad en las palabras de la vieja mujer, no podía negarlo. Si su madre estaba allá fuera de guardia… si realmente se trataba de una prueba… Y fuera como fuese, sabía que no podía sustraerse a ella, atrapado por aquella mano cerca de su nuca: el gom jabbar. Trajo a su mente las palabras de la Letanía contra el Miedo del ritual Bene Gesserit, tal como su madre se las había enseñado:
«No conoceréis al miedo. El miedo mata la mente. El miedo es la pequeña muerte que conduce a la destrucción total. Afrontaré mi miedo. Permitirá que pase sobre mí y a través de mí. Y cuando haya pasado, giraré mi ojo interior para escrutar su camino. Allá donde haya pasado el miedo ya no habrá nada. Sólo estaré yo.»
Sintió que la calma volvía a él y dijo:
—Terminemos ya con esto, vieja mujer.
—¡Vieja mujer! —gritó ella—. Tienes valor, no puede negarse. Bien, vamos a ver esto, señor mío —se inclinó hacia él y su voz se convirtió en un susurro—. Vas a sentir dolor en la mano, y mi gom jabbar tocará tu cuello… y la muerte será tan rápida como el hacha del verdugo. Retira la mano, y el gom jabbar te matará. ¿Has comprendido?
—¿Qué hay en la caja?
—Dolor.
El escozor se hizo más intenso en su mano. Apretó los labios. ¿Cómo es posible que esto sea una prueba?, se preguntó. El escozor se convirtió en comezón.
—¿Has oído hablar de los animales que se devoran una pata para escapar de una trampa? —dijo la vieja mujer—. Esa es la astucia a la que recurriría un animal. Un humano permanecerá cogido en la trampa, soportará el dolor y fingirá estar muerto para coger por sorpresa al cazador y matarlo, y eliminar así un peligro para su especie.
La comezón aumentó en intensidad, hasta llegar a quemar.
—¿Por qué me hacéis esto? —preguntó.
—Para determinar si eres humano. Ahora, silencio.
Paul cerró fuertemente su mano izquierda, mientras la sensación de quemadura aumentaba en la otra mano. Crecía lentamente: calor y más calor… y más calor. Sintió que las uñas de su mano izquierda se clavaban en su palma. Intentó sostener los dedos de su mano que ardía, pero no consiguió moverlos.
—Se está quemando —siseó.
—¡Silencio!
El dolor ascendió por su brazo. El sudor perló su frente. Cada fibra de su cuerpo le gritaba que retirara su mano de aquel pozo ardiendo… pero… el gom jabbar. Sin volver la cabeza, intentó mover sus ojos para ver aquella terrible aguja envenenada acechando a su cuello. Se dio cuenta de que jadeaba e intentó dominarse sin conseguirlo.
¡Dolor!
Su mundo se vació por completo excepto su mano derecha inmersa en aquella agonía y aquel rostro surcado de arrugas que lo miraba fijamente a pocos centímetros del suyo.
Sus labios estaban tan secos que le costó separarlos.
¡Quema! ¡Quema!
Le pareció que la piel de aquella mano agonizante se arrugaba y ennegrecía, se agrietaba, caía, dejando tan sólo huesos carbonizados.
¡Y luego todo cesó!
Como un interruptor que hubiera cortado el flujo de la corriente, el dolor cesó.
Paul sintió que su brazo derecho temblaba, el sudor seguía chorreando por todo su cuerpo.
—Ya basta —murmuró la vieja mujer—. ¡Kull wahad! Ningún hijo de mujer había tenido que soportar nunca tanto. Es como si hubiera querido que fracasaras —se retiró, apartando el gom jabbar de su cuello—. Retira tu mano de la caja, joven, y míratela.
Reprimió un estremecimiento de dolor, y miró fijamente el oscuro hueco donde su mano, como movida por voluntad propia, se obstinaba en permanecer. El recuerdo del dolor le impedía el movimiento. La razón le susurraba que no iba a sacar más que un muñón renegrido de aquella caja.
—¡Retírala! —restalló ella.
Sacó la mano de la caja y la miró, atónito. Ni una señal. Ningún signo de la agonía sufrida por su carne. Alzó la mano, la giró, distendió los dedos.
—Dolor por inducción nerviosa —dijo ella—. No puedo ir por ahí mutilando potenciales seres humanos. De todos modos, habría más de uno que daría su mano por conocer el secreto de esta caja —la tomó y la sumergió entre los pliegues de su ropa.
—Pero el dolor… —dijo Paul.
—El dolor —sorbió ruidosamente—. Un humano puede dominar cualquier nervio del cuerpo.
Paul notó que su mano izquierda le dolía, la abrió, y descubrió cuatro sangrantes marcas allí donde las uñas se habían clavado en su palma. Dejó caer la mano a lo largo de su costado y miró a la vieja mujer.
—¿Hicisteis esto mismo a mi madre?
—¿Has tamizado nunca arena? —respondió ella.
La tangencial agresividad de su pregunta desencadenó en su mente un nivel más alto de consciencia. Tamizar la arena. Asintió.
—Nosotras, las Bene Gesserit, tamizamos a la gente para descubrir a los humanos.
El levantó la mano derecha, intentando hallar el recuerdo de su dolor.
—¿Y eso es todo… el dolor?
—Te he observado en tu dolor, muchacho. El dolor es tan sólo el eje de la prueba. Tu madre te ha enseñado la forma en que observamos. He visto en ti los signos de esta enseñanza. Nuestra prueba consiste en provocar una crisis y observar.
El tono de su voz confirmaba sus palabras. Paul dijo:
—Es cierto.
Ella le miró. ¡Percibe la verdad! ¿Quizá sea el que estamos buscando? ¿Quizá sea realmente el que estamos buscando? Refrenó su excitación, recordándose a sí misma: La esperanza ofusca la observación.
—Sabes cuando la gente cree en lo que dice —indicó.
—Lo sé.
Los armónicos de su voz confirmaban su capacidad experimentada. Ella lo percibió y dijo:
—Quizá tú seas el Kwisatz Haderach. Siéntate, hermanito, aquí a mis pies.
—Prefiero estar de pie.
—Tu madre se sentó a mis pies, una vez.
—Yo no soy mi madre.
—Me detestas un poco ¿eh? —Miró hacia la puerta y llamó —: ¡Jessica!
La puerta se abrió y Jessica apareció en el umbral, mirando la estancia con ojos duros. Se suavizaron al ver a Paul. Consiguió sonreír débilmente.
—Jessica, ¿has dejado alguna vez de odiarme? —preguntó la vieja mujer.
—Os quiero y os odio a la vez —dijo Jessica—. El odio… es a causa del dolor que nunca podré olvidar. El amor… es…
—Sólo los hechos básicos —dijo la vieja mujer, pero su voz era suave—. Puedes entrar ahora, pero guarda silencio. Cierra esa puerta y asegúrate de que nadie nos interrumpa.
Jessica entró en la estancia, cerró la puerta y se inmovilizó, apoyada en ella. Mi hijo vive, pensó. Mi hijo vive y es… humano. Yo lo sabía… pero… vive. Ahora yo también puedo seguir viviendo. El contacto de la puerta era duro y real contra su espalda. Todo en la estancia era inmediato y ejercía presión contra sus sentidos.
Mi hijo vive.
Paul miraba a su madre. Ha dicho la verdad. Hubiera querido irse y estar solo y pensar en aquella experiencia, pero sabía que no podría hacerlo antes de recibir el permiso. La vieja mujer había adquirido una especie de poder sobre él. Han dicho la verdad. Su madre había pasado aquella misma prueba. La finalidad de todo aquello debía ser terrible… el dolor y el miedo habían sido terribles. Y conocía la naturaleza de todo aquello, las finalidades que se persiguen a toda costa, aquellas que traen consigo la propia urgencia de ser llevadas a cabo. Paul sentía que aquella finalidad le había sido inoculada. Pero no sabía aún cuál era exactamente.
—Algún día, muchacho —dijo la vieja mujer—, tú también deberás esperar fuera de una puerta como ella. Se necesita mucha voluntad para hacerlo.
Paul miró su mano a través de la cual había pasado el dolor, luego miró a la Reverenda Madre. El sonido de su voz contenía una diferenciación que la distinguía de todas las otras voces que había oído su experiencia. Las palabras habían sido definidas, brillantes. Sintió que cualquier pregunta que hubiera hecho habría recibido una respuesta que lo hubiera elevado fuera de su mundo carnal hacia algo más grande.
—¿Por qué buscáis a los humanos? —preguntó.
—Para hacerlos libres.
—¿Libres?
—Hubo un tiempo en que los hombres dedicaban su pensamiento a las máquinas, con la esperanza de que ellas les harían libres. Pero esto sólo permitió que otros hombres con máquinas les esclavizaran.
—«No construirás una máquina a semejanza de la mente del hombre» —citó Paul.
—Esto es lo que dicen el Jihad Butleriano y la Biblia Católica Naranja —dijo—. Pero en realidad la Biblia C.N. tendría que haber dicho: «No construirás una máquina que imite la mente humana» ¿Has estudiado al Mentat a tu servicio?
—He estudiado con Thufir Hawat.
—La Gran Revolución nos ha librado de nuestras muletas — dijo la vieja mujer—. Ha forzado a las mentes humanas a desarrollarse. Fueron fundadas escuelas para adiestrar los talentos humanos.
—¿Las escuelas Bene Gesserit?
Ella asintió.
—Han sobrevivido dos de esas antiguas escuelas: la Bene Gesserit y la Cofradía Espacial. La Cofradía, eso es al menos lo que pensamos, concentra todos sus esfuerzos en las matemáticas puras. La Bene Gesserit desarrolla otra función.
—Política —dijo Paul.
—¡Kull wahad! —dijo la vieja mujer. Dirigió a Jessica una dura mirada.
—No le he dicho nada, Vuestra Reverencia —dijo Jessica.
La Reverenda Madre volvió su atención hacia Paul.
—Has necesitado pocos indicios para deducir esto —dijo—. Se trata de Política. La escuela Bene Gesserit original estaba dirigida por aquellos que intuyeron que se necesitaba una continuidad en las relaciones humanas. Vieron que esta continuidad no podía existir sin separar el linaje humano del linaje animal… por razones de selección.
Las palabras de la vieja mujer perdieron bruscamente aquella especial claridad para Paul. Percibía una ofensa hacia aquello que su madre llamaba instinto para la sinceridad. No era que la Reverenda Madre le mintiera. Obviamente, ella creía en lo que le estaba diciendo. Era algo más profundo, algo ligado a aquella terrible finalidad.
—Pero mi madre me ha dicho que muchas Bene Gesserit de las escuelas ignoran su genealogía —dijo.
—Las ascendencias genéticas están todas en nuestros archivos —dijo ella—. Tu madre sabe que es de ascendencia Bene Gesserit, o que fue aceptada como tal.
—Entonces, ¿por qué nunca ha sabido quiénes fueron sus padres?
—Algunas lo saben… otras no. Puede ocurrir, por ejemplo, que deseemos que procree con un consanguíneo a fin de convertir en dominante alguna característica genética. Tenemos multitud de razones.
Paul percibió la ofensa hacia su instinto para la sinceridad. Dijo:
—Decidís muchas cosas por vos misma.
La Reverenda Madre le miró en silencio, pensando: ¿Hay una crítica en su voz?
—Nuestra carga es pesada —dijo.
Paul se dio cuenta de que se estaba recuperando cada vez más del shock de la prueba. La miró tranquilamente y dijo:
—Decís que tal vez yo sea el… Kwisatz Haderach. ¿Qué es esto, un gom jabbar humano?
—¡Paul! —dijo Jessica—. No debes emplear ese tono con…
—No te metas en esto, Jessica —dijo la vieja mujer—. Muchacho, ¿conoces la droga de la Decidora de Verdad?
—La tomáis para incrementar vuestra habilidad de detectar falsedades —dijo él—. Mi madre me lo explicó.
—¿Has asistido alguna vez a un trance de verdad?
Agitó la cabeza.
—No.
—La droga es peligrosa —dijo ella—, pero te confiere la intuición. Cuando una Decidora de Verdad tiene el don de la droga, puede mirar en muchos lugares de su memoria… de la memoria de su cuerpo. Podemos mirar hacia muchas avenidas del pasado… pero únicamente hacia las avenidas femeninas. — Su voz tuvo un asomo de tristeza—. Sin embargo, hay un lugar donde ninguna Decidora de Verdad puede mirar. Nos vemos repelidas por él, aterrorizadas. Pero está dicho que un día vendrá un hombre que, con el don de la droga, podrá ver con su ojo interior. Podrá ver donde ninguna de nosotras podemos… en los dos pasados, masculino y femenino.
—¿Vuestro Kwisatz Haderach?
—Si, aquel que puede estar en muchos lugares a la vez: el Kwisatz Haderach. Muchos hombres han probado la droga… muchos de ellos, y ninguno ha tenido éxito.
—¿Todos ellos lo han intentado y han fallado?
—Oh, no —ella agitó la cabeza—. Lo han intentado y han muerto.
Intentar comprender a Muad’Dib sin comprender a sus mortales enemigos, los Harkonnen, es intentar ver la Verdad sin conocer la Mentira. Es intentar ver la Luz sin conocer las Tinieblas. Es imposible.
Era la esfera de un mundo, parcialmente en las sombras, girando bajo el impulso de una gruesa mano llena de brillantes anillos. La esfera estaba sujeta a un soporte articulado fijo a una pared de una estancia sin ventanas, cuyas otras paredes presentaban un mosaico multicolor de pergaminos, librofilms, cintas y bobinas. La luz, procedente de globos dorados suspendidos en sus campos móviles, iluminaba vagamente la estancia.
Un escritorio elipsoide revestido de madera de elacca petrificada de color rosa jade se hallaba en el centro de la estancia. Algunas sillas a suspensor, monoformes, se hallaban a su alrededor. Dos estaban ocupadas. En una de ellas se sentaba un joven de cabello negro, de unos dieciséis años, de cara redonda y ojos tristes. El otro era un hombre pequeño y delgado de rostro afeminado.
Ambos, el joven y el hombre, contemplaban la esfera que giraba, y al hombre que la hacía girar desde la penumbra.
Una risa ahogada surgió junto a la esfera.
Dejó paso a una voz baja y retumbante:
—Aquí está, Piter. La mayor trampa para hombres de toda la historia. Y el Duque se apresura a colocarse de buen grado entre sus fauces. ¿No es un magnífico plan preparado por mí, el Barón Vladimir Harkonnen?
—Por supuesto, Barón —dijo el hombre. Su voz era de tenor, con una cualidad suave y musical.
La gruesa mano hizo descender la esfera y detuvo su rotación. Ahora, todos los ojos en la estancia podían contemplar la superficie inmóvil y ver que se trataba de una esfera hecha para los más ricos coleccionistas o los gobernadores planetarios del Imperio. Todo en él sugería el sello característico de los artesanos Imperiales. Las líneas de longitud y latitud estaban marcadas con el más fino hilo de platino. Los casquetes polares eran maravillosos diamantes incrustados.
La gruesa mano se movió, recorriendo los detalles de la superficie.
—Os invito a observar —retumbó la voz de bajo—. Observa bien, Piter, y tú también, Feyd-Rautha, querido: desde los sesenta grados norte hasta los sesenta grados sur, esos exquisitos repliegues. Esos colores: ¿no os recuerdan un dulce caramelo? Y en ningún lugar veréis el azul de lagos o ríos o mares. Y esos encantadores casquetes polares… tan pequeños. ¿Puede alguien equivocarse al identificarlo? ¡Arrakis! Realmente único. Un soberbio escenario para una victoria única.
Una sonrisa distendió los labios de Piter.
—Y pensar, Barón, que el Emperador Padishah cree haber ofrecido al Duque vuestro planeta de especia. Qué divertido.
—Esta es una observación absurda —gruñó el Barón—. Lo dices para confundir al joven Feyd-Rautha, pero no es necesario confundir a mi sobrino.
El joven de la mirada triste se agitó en su silla, alisándose una arruga de sus medias negras. Después se enderezó, al oír una discreta llamada en la puerta, a sus espaldas.
Piter se arrancó de su silla, se dirigió a la puerta, y la abrió tan sólo lo suficiente como para tomar el cilindro de mensajes que le tendían. Volvió a cerrarla, desenrolló el cilindro y lo leyó. Rió en voz baja para sí mismo. Volvió a reír.
—¿Y bien? —preguntó el Barón.
—¡El idiota nos responde, Barón!
—¿Desde cuándo un Atreides rechaza la oportunidad de demostrar un gesto? —preguntó el Barón—. Bien, ¿qué es lo que dice?
—Se muestra más bien grosero, Barón. Se dirige a vos como «Harkonnen»… sin el «Sire et cher Cousin», sin ningún título, sin nada.
—Es un buen nombre —gruñó el Barón, y su voz traicionaba su impaciencia—. ¿Y qué es lo que dice mi querido Leto?
—Dice: «Tu oferta de una reunión es rehusada. He tenido que enfrentarme muchas veces con tus traiciones, todo el mundo lo sabe».
—¿Y? —preguntó el Barón.
—Dice: «El arte del kanly tiene aún sus admiradores en el seno del Imperio.» Y firma: «Duque Leto de Arrakis» —Piter se echó a reír—. ¡De Arrakis! ¡Oh, eso sí que es bueno!
—Cállate, Piter —dijo el Barón, y la risa del otro se cortó como si alguien hubiera accionado un conmutador—. ¿Kanly, dice? —preguntó—. Vendetta, ¿eh? Y ha empleado ese antiguo término tan rico en tradiciones para que yo entendiera bien lo que quería decir.
—Habéis hecho el gesto de paz —dijo Piter—. Las formas han sido observadas.
—Para ser un Mentat, Piter, hablas demasiado —dijo el Barón. Y pensó: Voy a tener que desembarazarme de él tan pronto como pueda. Casi ha sobrevivido a su utilidad. Miró a su Mentat asesino, al otro lado de la habitación, observando el detalle que la gente notaba en primer lugar: los ojos, dos hendiduras azules con un azul más intenso en su interior, unos ojos sin el menor blanco.
Una breve sonrisa cruzó el rostro de Piter. Era como la mueca de una máscara bajo aquellos ojos parecidos a dos profundos pozos.
—¡Pero, Barón! Nunca una venganza ha sido más hermosa. El plan constituye la traición más exquisita: hacer que Leto cambie Caladan por Dune… sin la menor alternativa, puesto que se trata de una orden del Emperador. ¡Vaya broma por vuestra parte!
—Hablas demasiado, Piter —dijo el Barón con voz fría.
—Pero es que soy feliz, mi Barón. Mientras que vos… vos habéis sido tocado por la envidia.
—¡Piter!
—¡Ajá, Barón! ¿No es lamentable que vos hayáis sido incapaz de imaginar por vos mismo ese delicado plan?
—Algún día haré que te estrangulen, Piter.
—Por supuesto, Barón. ¡En fin! Pero una buena acción nunca se pierde, ¿eh?
—¿Has masticado verite o semuta, Piter?
—La verdad sin miedo sorprende al Barón —dijo Piter. Su rostro se convirtió en la caricatura de una hilarante máscara—. ¡Ja, ja! Pero ved, Barón, puesto que soy un Mentat, sé el momento en que me mandaréis ejecutar. Evitad hacerlo mientras aún pueda seros útil. Ordenarlo prematuramente sería un despilfarro, puesto que yo aún os soy muy aprovechable. Sé algo que os ha enseñado ese adorable planeta, Dune: no despilfarrar nunca. ¿Es cierto, Barón?
El Barón continuó mirando a Piter.
Feyd-Rautha se estremeció en su silla. ¡Esos locos pendencieros!, pensó. Mi tío no puede hablarle a su Mentat sin discutir. ¿Creen que los demás no tenemos otra cosa que hacer que escuchar sus disputas?
—Feyd —dijo el Barón—. Cuando te invité aquí te dije que escucharas y aprendieras. ¿Estás aprendiendo?
—Sí, tío —la voz era prudente y respetuosa.
—A veces me pregunto acerca de Piter —dijo el Barón—. Yo causo dolor a los demás por necesidad, pero él… Juraría que disfruta positivamente con ello. Por mi parte, siento piedad hacia el pobre Duque Leto. El doctor Yueh actuará contra él muy pronto, y este será el fin de todos los Atreides. Pero seguramente Leto sabrá cuál es la mano que guía a aquel maleable doctor… y saberlo será para él una cosa terrible.
—Entonces, ¿por qué no habéis ordenado al doctor que le clavara un kindjal entre las costillas, serena y eficientemente? —preguntó Piter—. Habláis de piedad, pero…
—El Duque debe saber que soy yo quien le ha condenado — dijo el Barón—. Y las demás Grandes Casas deben saberlo también. Esto las frenará un poco. Así tendré algo más de campo para maniobrar. Es obviamente necesario, pero eso no quiere decir que me guste.
—¡Campo para maniobrar! —se mofó Piter—. Los ojos del Emperador se han posado ya en vos, Barón. Os movéis demasiado audazmente. Un día el Emperador enviará una o dos legiones de sus Sardaukar a desembarcar aquí, en Giedi Prime, y este será el fin del Barón Vladimir Harkonnen.
—Te gustaría verlo, ¿verdad, Piter? —preguntó el Barón—. Cuánto disfrutarías viendo las formaciones Sardaukar arrasando mis ciudades y saqueando este castillo. Estoy seguro de que gozarías enormemente.
—¿Tenéis necesidad de preguntarlo, Barón? —susurró Piter.
—Tendrías que haber sido Bashar de uno de sus Cuerpos — dijo el Barón—. Estás tan interesado en la sangre y el dolor. Quizá me he precipitado demasiado con mi promesa del botín de Arrakis.
Piter se movió a través de la estancia con pasos curiosamente cortos, deteniéndose directamente detrás de Feyd-Rautha. La atmósfera de la habitación era tensa, y el joven alzó los ojos hacia Piter con un fruncimiento de cejas.
—No juguéis con Piter, Barón —dijo Piter—. Me prometísteis a Dama Jessica. Me lo prometísteis.
—¿Para qué, Piter? —preguntó el Barón—. ¿Para el dolor?
Piter le miró, hundiéndose en el silencio.
Feyd-Rautha movió su silla a suspensor hacia un lado.
—Tío, ¿tengo que quedarme? Dijiste que…
—Mi querido Feyd-Rautha se impacienta —dijo el Barón. Se movió entre las sombras tras la esfera—. Paciencia, Feyd —y volvió su atención hacia el Mentat—. ¿Y el Duquecito, querido Piter, el chico Paul?
—La trampa le traerá directamente a nuestras manos, Barón —murmuró Piter.
—Esta no es mi pregunta —dijo el Barón—. Te recuerdo que predijiste que aquella bruja Bene Gesserit le daría una hija al Duque. Te equivocaste, ¿eh, Mentat?
—No suelo equivocarme a menudo, Barón —dijo Piter, y por primera vez hubo miedo en su voz—. Aceptadme esto: no me equivoco a menudo. Y vos sabéis bien que esas Bene Gesserit engendran generalmente hijas. Incluso la consorte del Emperador únicamente ha producido hembras.
—Tío —dijo Feyd-Rautha—, dijiste que aquí habría algo importante para mí y…
—Oíd a mi sobrino —dijo el Barón—. Aspira a controlar mi baronía y ni siquiera sabe controlarse a sí mismo —se movió tras la esfera, una sombra entre las sombras—. Bien, Feyd- Rautha Harkonnen, te he hecho venir aquí con la esperanza de poder enseñarte un poco de sabiduría. ¿Has observado a nuestro buen Mentat? Tendrías que haber extraído algo de nuestra conversación.
—Pero, tío…
—Un Mentat muy eficiente, ese Piter, ¿no crees, Feyd?
—Sí, pero…
—¡Ah! ¡Ahí está: pero…! Consume demasiada especia, la come como si fueran bombones. ¡Mira sus ojos! Se diría que acaba de llegar directamente de una excavación arrakena. Eficiente, ese Piter, pero también emotivo e inclinado a crisis apasionadas. Eficiente, ese Piter, pero también capaz de equivocarse.
—¿Me habéis llamado aquí para deteriorar mi eficiencia con vuestras criticas, Barón? —dijo Piter, con voz baja y grave.
—¿Deteriorar tu eficiencia? Me conoces bien, Piter. Sólo quería que mi sobrino se diera cuenta de las limitaciones de un Mentat.
—¿Acaso estáis adiestrando ya a mi sustituto? —inquirió Piter.
—¿Reemplazarte a ti? Vamos, Piter, ¿Dónde encontraría yo a otro Mentat con tu astucia y tu veneno?
—En el mismo lugar donde me encontrasteis a mí, Barón.
—Quizá tenga que hacerlo —meditó el Barón—. Me has parecido un poco inestable últimamente. ¡Y la especia que comes!
—¿Quizá mis placeres son demasiado caros, Barón? ¿Ponéis objeción a ello?
—Mi querido Piter, tus placeres son lo que te unen a mi. ¿Cómo podría objetar a ello? Sólo deseo que mi sobrino observe algunas de tus características.
—¿Así que estoy en exhibición? —dijo Piter—. ¿Tengo que bailar? ¿Debo mostrarme en mis variadas funciones para el eminente Feyd-Rau…?
—Exactamente —dijo el Barón—. Estás en exhibición. Ahora cállate. —Se volvió hacia Feyd-Rautha, notando los labios del joven, gruesos y sensuales, la marca genética de los Harkonnen, curvados en una sutil mueca divertida—. Eso es un Mentat, Feyd. Ha sido adiestrado y acondicionado para realizar algunas tareas. El hecho de que esté encajado en un cuerpo humano, sin embargo, no puede ser olvidado. Es un serio inconveniente. A veces pienso que los antiguos, con sus máquinas pensantes, habían acertado.
—Eran juguetes comparadas conmigo —gruñó Piter—. Incluso vos, Barón, podríais superar a esas máquinas.
—Quizá —dijo el Barón—. Ah, bueno… —inspiró profundamente y eructó—. Ahora, Piter, describe para mi sobrino las líneas generales de nuestra campaña contra la Casa de los Atreides. Trabaja como un Mentat para nosotros, por favor.
—Barón, ya os advertí que no había que confiar a un hombre tan joven esa información. Mis observaciones acerca de…
—Yo soy el único juez en esto —dijo el Barón—. Te he dado una orden, Mentat. Cumple una de tus varias funciones.
—De acuerdo —dijo Piter. Se envaró, asumiendo una extraña actitud de dignidad… y fue de nuevo como otra máscara, aunque esta vez recubriéndole todo el cuerpo—. Dentro de pocos días standard, toda la familia del Duque Leto embarcará en una nave de la Cofradía Espacial, rumbo a Arrakis. La Cofradía los depositará en la ciudad de Arrakeen, y no en nuestra ciudad de Carthag. El Mentat del Duque, Thufir Hawat, llegará a la acertada conclusión de que Arrakeen es más fácil de defender.
—Escucha atentamente, Feyd —dijo el Barón—. Observa los planes en los planes de los planes.
Feyd-Rautha asintió, pensando: Esto ya me gusta más. El viejo monstruo ha decidido finalmente introducirme en sus secretos. Eso quiere decir que piensa hacerme su heredero.
—Hay varias posibilidades tangenciales —dijo Piter—. He señalado que la Casa de los Atreides irá a Arrakis. Pero no debemos ignorar, de todos modos, la posibilidad de que el Duque haya establecido un contrato con la Cofradía para que ésta le conduzca a algún lugar seguro fuera del Sistema. Otros en parecidas circunstancias han renegado de sus propias Casas, han tomado las atómicas y escudos familiares y han huido lejos del Imperio.
—El Duque es demasiado orgulloso para hacer eso —dijo el Barón.
—Es una posibilidad —dijo Piter—. De todos modos, para nosotros, el efecto final sería el mismo.
—¡No, no sería el mismo! —gruñó el Barón—. Quiero verlo muerto y su línea extinguida.
—Esta es la mayor probabilidad —dijo Piter—. Hay algunos preparativos que indican que una Casa se dispone a renegar. No parece que el Duque se prepare para ello.
—Entonces sigue, Piter —suspiró el Barón.
—En Arrakeen —dijo Piter—, el Duque y su familia ocuparán la Residencia, que antes fue la casa del Conde y su Dama Fenring.
—El Embajador cerca de los Contrabandistas —rió el Barón.
—¿Embajador cerca de quién? —preguntó Feyd-Rautha.
—Tu tío ha hecho un chiste —dijo Piter—. Llama al Conde Fenring Embajador cerca de los Contrabandistas indicando el interés que tiene el Emperador hacia las operaciones de contrabando en Arrakis.
Feyd-Rautha dirigió a su tío una perpleja mirada.
—¿Por qué?
—No seas estúpido, Feyd —restalló el Barón—. Mientras la Cofradía siga de hecho fuera del control Imperial, ¿cómo podría ser de otro modo? ¿Cómo se moverían los espías y asesinos?
La boca de Feyd-Rautha pronunció un inarticulado «Oh-h- hh».
—Hemos dispuesto algunas diversiones en la Residencia — dijo Piter—. Habrá un atentado contra la vida del heredero de los Atreides… un atentado que quizá tenga éxito.
—¡Piter! —rugió el Barón—. Te indiqué…
—He dicho que pueden producirse accidentes —dijo Piter—. Y esta tentativa de asesinato debe parecer auténtica.
—Bien, pero el chico tiene un cuerpo tan joven y tierno — dijo el Barón—. Por supuesto, potencialmente es más peligroso que su padre… con esa bruja de su madre para adiestrarlo. ¡Condenada mujer! Bueno, continúa, Piter, por favor.
—Hawat adivinará que tenemos un agente infiltrado entre ellos —dijo Piter—. El sospechoso más obvio es el doctor Yueh, que es realmente nuestro agente. Pero Hawat le ha investigado y ha sabido que nuestro doctor se ha graduado en la Escuela Suk con Condicionamiento Imperial… lo cual le hace supuestamente seguro como para curar incluso al propio Emperador. Se tiene mucha confianza en el Condicionamiento Imperial. Se asume que este condicionamiento es definitivo y no puede ser retirado sin matar al sujeto. Sin embargo, como alguien observó ya en su tiempo, con una palanca adecuada puede moverse incluso un planeta. Nosotros encontramos la palanca que podía mover al doctor.
—¿Cómo? —preguntó Feyd-Rautha. Se sentía fascinado por el tema—. ¡Todos sabían que era imposible trastornar el Condicionamiento Imperial!
—En otra ocasión —dijo el Barón—. Continúa, Piter.
—En lugar de Yueh —dijo Piter—, vamos a colocar a otro sospechoso más interesante en el camino de Hawat. La propia audacia de la sospecha será lo que llame más la atención de Hawat sobre ella.
—¿Ella? —preguntó Feyd-Rautha.
—La propia Dama Jessica —dijo el Barón.
—¿No es sublime? —preguntó Piter—. La mente de Hawat estará tan alterada con esta posibilidad que sus funciones de Mentat se verán disminuidas. Incluso podría intentar matarla. — Piter frunció el ceño—. Pero no creo que lo lleve a cabo.
—Y tú no deseas que lo haga, ¿eh? —preguntó el Barón.
—No me distraigáis —dijo Piter—. Mientras Hawat estará ocupado con Dama Jessica, distraeremos su atención con rebeliones en algunas ciudades de guarnición y cosas así. Todo ello será sofocado. El Duque creerá que domina la situación. Después, cuando el momento sea propicio, le haremos un signo a Yueh y avanzaremos con el grueso de nuestras fuerzas…
—Adelante, díselo todo —dijo el Barón.
—Los atacaremos apoyados por dos legiones de Sardaukar disfrazados con ropas Harkonnen.
—¡Sardaukar! —exclamó Feyd-Rautha en voz muy baja. Su mente evocó las terribles tropas Imperiales, los despiadados asesinos, los soldados fanáticos del Emperador Padishah.
—Observa hasta qué punto tengo confianza en ti, Feyd —dijo el Barón—. Nada de todo esto debe trascender a ninguna otra Gran Casa, ya que de otro modo el Landsraad podría unirse contra la Casa Imperial, y sería el caos.
—El punto más importante —dijo Piter— es éste: desde el momento en que la Casa de los Harkonnen va a ser usada para realizar el trabajo sucio del Emperador, se beneficiará de una cierta ventaja. Una ventaja peligrosa, seguro, pero que si es usada con prudencia puede convertir a la Casa de los Harkonnen en inmensamente más rica que cualquier otra Casa del Imperio.
—No puedes tener idea de la cantidad de riquezas que se hallan aquí empeñadas, Feyd —dijo el Barón—. Ni siquiera en tus más locos sueños. En primer lugar, nos aseguraremos de forma irrevocable un directorio de la Compañía CHOAM.
Feyd-Rautha asintió. La riqueza era lo único importante. La CHOAM era la llave de la riqueza, cada Casa noble hundía sus manos en los cofres de la compañía siempre que podía y bajo control del directorio. Ese directorio de la CHOAM era la evidencia real del poder político en el Imperio, cambiando de acuerdo con los votos de las inestables fuerzas del Landsraad, que servían de equilibrio frente al Emperador y sus sostenedores.
—El Duque Leto —dijo Piter— puede buscar refugio entre los pocos Fremen que viven al filo del desierto. O quizá prefiera mandar a su familia a esa imaginaria seguridad. Pero este camino está bloqueado por uno de los agentes de Su Majestad… el ecólogo planetario. Seguramente lo recordarás… Kynes.
—Feyd lo recuerda —dijo el Barón—. Continúa.
—No os gustan mucho los detalles, Barón —dijo Piter.
—¡Continúa, te lo ordeno! —rugió el Barón.
Piter se alzó de hombros.
—Si todo marcha como está planeado —dijo—, la Casa de los Harkonnen tendrá un subfeudo en Arrakis dentro de un año standard. Tu tío obtendrá la administración de ese feudo. Su agente personal dominará en Arrakis.
—Más beneficios —dijo Feyd-Rautha.
—Exacto —dijo el Barón. Y pensó: Es lo justo. Nosotros fuimos quienes colonizamos Arrakis… excepto esos pocos mestizos Fremen que se esconden al borde del desierto… y unos pocos e inofensivos contrabandistas ligados más estrechamente al planeta que los propios trabajadores indígenas.
—Y las Grandes Casas sabrán entonces que el Barón ha destruido a los Atreides —dijo Piter—. Todas lo sabrán.
—Y lo más encantador de todo —dijo Piter— es que el Duque también lo sabrá. Ya lo sabe ahora. Ya presiente la trampa.
—Es cierto que el Duque lo sabe —dijo el Barón, y su voz tuvo una nota de tristeza—. Y no puede hacer nada… y esto es lo más triste.
El Barón se alejó de la esfera de Arrakis. Y, al emerger de las sombras, su silueta adquirió otra dimensión… grande e inmensamente gruesa. Y los sutiles movimientos de sus protuberancias bajo los pliegues de su oscura ropa revelaban que sus grasas estaban sostenidas parcialmente por suspensores portátiles anclados a sus carnes. Su peso debía ser realmente de unos doscientos kilos standard, pero sus pies no sostenían más de cincuenta de ellos.
—Tengo hambre —gruñó el Barón, y se frotó con su mano cubierta de anillos los gruesos labios, mirando a Feyd-Rautha con unos ojos enterrados en grasa—. Pide que nos traigan comida, querido. Tomaremos algo antes de retirarnos.
Así habló Santa Alia del Cuchillo: «La Reverenda Madre debe combinar las artes de seducción de una cortesana con la intocable majestad de una diosa virgen, manteniendo estos atributos en tensión tanto tiempo como subsistan los poderes de su juventud. Pues una vez se hayan ido belleza y juventud, descubrirá que el lugar intermedio ocupado antes por la tensión se ha convertido en una fuente de astucia y de recursos infinitos.»
—Bien, Jessica, ¿qué tienes que decirme por ti misma? — preguntó la Reverenda Madre.
Había llegado, en Castel Caladan, el crepúsculo del día en que había sufrido su prueba. Las dos mujeres estaban solas en las habitaciones de Jessica mientras Paul esperaba en la Sala de Meditación, situada al lado.
Jessica estaba de pie ante las ventanas que se abrían al sur. Miraba sin ver las coloreadas nubes vespertinas, más allá del prado y del río. Oía sin escuchar la pregunta de la Reverenda Madre.
Ella también había sufrido la prueba… hacía tantos años de ello. Una jovencita delgada, de cabellos color bronce, con el cuerpo torturado por los vientos de la pubertad, había entrado en el estudio de la Reverenda Madre Gaius Helen Mohiam, Censor Superior de la escuela Bene Gesserit en Wallach IX. Jessica contempló su mano derecha, flexionó los dedos, recordando el dolor, el terror, la rabia.
—Pobre Paul —susurró.
—¡Te he hecho una pregunta, Jessica! —la voz de la vieja mujer era brusca, imperativa.
—¿Qué? Oh… —Jessica extrajo su atención del pasado e hizo frente a la Reverenda Madre, que estaba sentada con la espalda apoyada en la pared de piedra, entre las dos ventanas que miraban al este—. ¿Qué debo deciros?
—¿Qué debes decirme? ¿Qué debes decirme? —la vieja voz tenía un tono de burla cruel.
—¡Sí, he tenido un hijo! —estalló Jessica. Y sabía que la vieja la había llevado deliberadamente hasta la irritación.
—Se te había ordenado que engendrases solamente hijas a los Atreides.
—Significaba tanto para él —se justificó Jessica.
—¡Y, en tu orgullo, pensaste que podías engendrar al Kwisatz Haderach!
Jessica irguió la cabeza.
—Tuve en cuenta la posibilidad.
—Pensaste tan sólo en el deseo de tu Duque de tener un varón —restalló la vieja mujer—. Y sus deseos no tienen nada que ver con esto. Una hija Atreides hubiera podido casarse con un heredero Harkonnen, y la brecha hubiera quedado cerrada. Complicaste las cosas de forma impredecible. Ahora corremos el riesgo de perder ambas líneas genéticas.
—No sois infalible —dijo Jessica. Sostuvo la mirada de aquellos fríos ojos.
—Lo que está hecho, está hecho —dijo finalmente la vieja mujer.
—He formulado votos de que nunca lamentaré mi decisión — dijo Jessica.
—Muy notable por tu parte —se mofó la Reverenda Madre—. Ningún lamento. Ya lo veremos, cuando huyas con tu cabeza puesta a precio y con todas las manos alzadas contra tu vida y la de tu hijo.
Jessica palideció.
—¿No hay otra alternativa?
—¿Alternativa? ¿Cómo puede preguntar esto una Bene Gesserit?
—Sólo quiero saber lo que habéis podido ver en el futuro con vuestros poderes superiores.
—Veo en el futuro lo mismo que he visto en el pasado. Conoces bien nuestros asuntos, Jessica. La raza sabe que es mortal, y teme el estancamiento de su herencia. Es el flujo de la sangre… la urgencia de mezclar las características genéticas sin una planificación. El Imperio, la Compañía CHOAM, todas las Grandes Casas, tan sólo son los restos de naufragios arrastrados por este flujo.
—La CHOAM —murmuró Jessica—. Supongo que ya ha decidido cómo repartirá los despojos de Arrakis.
—¿Qué es la CHOAM sino una veleta moviéndose al soplo de nuestro tiempo? —dijo la vieja mujer—. El Emperador y sus amigos controlan actualmente un cincuenta y nueve coma sesenta y cinco por ciento de los votos del directorio de la CHOAM. Seguramente han visto lo provechoso que es esto, y como otros también verán lo mismo, la potencia de sus votos se verá incrementada. Así se hace la historia, muchacha.
—Eso es exactamente lo que me hace falta ahora —dijo Jessica—. Un repaso de historia.
—¡No seas sarcástica, muchacha! Sabes tan bien como yo cuáles son las fuerzas que nos rodean. Nuestra civilización reposa sobre tres puntos: la Casa Imperial, en equilibrio entre las Grandes Casas Federadas del Landsraad y, entre ellas, la Cofradía y su maldito monopolio de los transportes interestelares. En política, el trípode es la más inestable de todas las estructuras. Y ya sería malo sin las complicaciones de una cultura comercial feudal que da la espalda a cualquier ciencia.
—Restos arrastrados por el flujo… —repitió Jessica amargamente—. Y los restos, aquí, son el Duque Leto, y son también su hijo, y son también…
—Oh, cállate, muchacha. Cuando entraste en este juego sabías muy bien cuál era el avispero que ibas a encontrar en él.
—Soy una Bene Gesserit —citó Jessica—. Existo tan sólo para servir.
—Exacto —dijo la vieja mujer—. Y todo lo que podemos esperar es impedir que todo esto provoque una conflagración general, a fin de preservar todo lo que podamos de las líneas genéticas más importantes.
Jessica cerró los ojos, sintiendo el escozor de sus lágrimas a punto de brotar. Combatió el temblor interno que la sacudía, el temblor externo, la respiración jadeante, el batir desordenado del pulso, el sudor de sus palmas. Entonces dijo:
—Pagaré por mis errores.
—Y tu hijo pagará contigo.
—Le protegeré tanto como pueda.
—¡Protegerle! —chasqueó la vieja mujer—. ¡Sabes bien lo débil que es! Si le proteges demasiado, Jessica, nunca será lo suficientemente fuerte como para alcanzar un destino, cualquier destino.
Jessica se volvió y miró al otro lado de la ventana las sombras cada vez más densas.
—¿Es realmente tan terrible ese planeta, Arrakis?
—Bastante malo, pero no totalmente malo. La Missionaria Protectiva pasó por allá y lo mejoró un poco. —La Reverenda Madre se alzó, alisando un pliegue de su vestido—. Dile al muchacho que venga. Debo irme pronto.
—¿Debéis?
La voz de la vieja mujer se suavizó:
—Jessica, muchacha, me gustaría estar en tu lugar y asumir tus sufrimientos. Pero cada una de nosotras debe seguir su propio camino.
—Lo se.
—Eres para mi tan querida como cualquiera de mis otras hijas, pero no debo dejar que esto interfiera con el deber.
—Comprendo… la necesidad.
—Todo lo que has hecho, Jessica, y el por qué lo has hecho… ambas lo comprendemos. Pero la sinceridad me obliga a decirte que hay pocas esperanzas de que tu hijo sea Totalmente Bene Gesserit. No esperes demasiado.
Jessica se sacudió las lágrimas que se habían formado en el ángulo de sus ojos. Era un gesto de rabia. Dijo:
—Me hacéis sentir de nuevo como una chiquilla recitando mi primera lección. —Obligó a las palabras a que surgieran—: «Los humanos no deben someterse nunca a los animales». —Un brusco sollozo la sacudió. Dijo, en un murmullo—: He estado tan sola.
—Esto forma parte de la prueba —dijo la vieja mujer—. Los humanos están casi siempre solos. Ahora, llama al chico. Ha sido para él un día largo y terrible. Pero ha tenido suficiente tiempo para reflexionar y recordar, y debo hacerle algunas otras preguntas acerca de sus sueños.
Jessica asintió, se dirigió hacia la Sala de Meditación y abrió la puerta.
—Paul, entra, por favor.
Paul obedeció con reluctante lentitud. Miró a su madre como si fuera una extraña. Sus ojos se posaron circunspectos en la Reverenda Madre, pero esta vez sólo inclinó ligeramente la cabeza, Como si se dirigiera a un igual. Oyó a su madre cerrar la puerta detrás de él.
—Joven —dijo la vieja mujer—, volvamos al asunto de tus sueños.
—¿Qué queréis saber? —preguntó él.
—¿Sueñas cada noche?
—No sueños que merezcan la pena de ser recordados. Puedo recordar todos los sueños, pero algunos merecen la pena de ser recordados, y otros no.
—¿Cómo sabes la diferencia?
—Simplemente la sé.
La vieja mujer echó una ojeada a Jessica y luego volvió a Paul.
—¿Qué soñaste esta última noche? ¿Valía la pena que lo recordaras?
—Sí. —Paul cerró sus ojos—. Soñé una caverna… y agua… y había una chica… muy delgada, con grandes ojos. Sus ojos eran totalmente azules, sin blanco. Yo le hablaba de vos, le decía que había visto a la Reverenda Madre en Caladan. —Paul abrió sus ojos.
—¿Y lo que le contabas a esa extraña chica era lo que ha ocurrido hoy?
Paul reflexionó un instante, y luego dijo:
—Sí. Le dije a la chica que vos habíais venido y que me habíais marcado con un sello que me hacía extraño.
—Un sello que te hacía extraño —murmuró la vieja mujer, y lanzó otra ojeada a Jessica antes de volver de nuevo su atención a Paul—. Ahora, dime la verdad, Paul: ¿tienes a menudo esos sueños en los que ocurren cosas que luego se repiten en la realidad exactamente a como las has soñado?
—Si. Y ya había soñado con esa chica antes.
—¿Oh? ¿La conoces?
—La conoceré.
—Háblame de ella.
Paul cerró de nuevo sus ojos.
—Estamos en un pequeño lugar entre rocas, a cubierto. Es casi de noche, pero hace calor y puedo ver manchas de arena fuera, a través de las rocas. Estamos… esperando algo… debo encontrarme con alguien. Y ella está aterrada pero intenta ocultarlo, y yo estoy excitado. Y ella me dice: «Háblame de las aguas de tu mundo natal, Usul». —Paul abrió sus ojos—. ¿No es extraño? Mi mundo natal es Caladan. Nunca he oído hablar de un planeta llamado Usul.
—¿Hay algo más en este sueño? —interrumpió Jessica.
—Sí. Pero pienso que tal vez ella me llamara Usul a mí —dijo Paul—. Acaba de ocurrírseme ahora. —Cerró de nuevo sus ojos —. Me pide que le hable acerca de las aguas. Y yo tomo su mano. Y le digo que voy a recitarle un poema. Y le recito el poema, pero tengo que explicarle algunas de las palabras, como playa y resaca y algas y gaviotas.
—¿Cuál poema? —preguntó la Reverenda Madre.
Paul abrió los ojos.
—Uno de los poemas cantados de Gurney Halleck para tiempos tristes.
Detrás de Paul, Jessica empezó a recitar:
«Recuerdo el humo salado de un fuego en la playa
Y las sombras bajo los pinos…
Sólidas, definidas… concretas…
Las gaviotas encaramadas en el promontorio,
Blanco sobre verde…
Y el viento corriendo entre los pinos
Haciendo ondear las sombras;
Las gaviotas distendiendo las alas,
Volando
Y llenando el cielo con sus gritos.
Y oigo el viento
Soplando a lo largo de la playa,
Y la resaca,
Y veo cómo nuestra hoguera
Ha abrasado las algas.»
—Este es —dijo Paul.
La vieja mujer miró a Paul y dijo:
—Joven, como Censor de la Bene Gesserit, busco el Kwisatz Haderach, el macho que pueda convertirse realmente en una de nosotras. Tu madre ve en ti esta posibilidad, pero la ve con los ojos de una madre. Yo también veo esta posibilidad, pero nada más.
Guardó silencio, y Paul comprendió que estaba deseando que él hablara. Esperó.
—Bien, sea como tú quieras —dijo ella al cabo de un momento—. Hay profundos abismos en ti; esto lo admito.
—¿Puedo irme ahora? —preguntó él.
—¿No deseas oír lo que puede decirte la Reverenda Madre acerca del Kwisatz Haderach? —preguntó Jessica.
—Ha dicho que todos los que lo habían intentado habían muerto.
—Pero puedo darte algunos indicios acerca de sus fracasos — dijo la Reverenda Madre.
Habla de indicios, pensó Paul. Pero en realidad no sabe nada. Y dijo:
—Dádmelos.
—¿E iros al diablo? —Esbozó una sonrisa, y las arrugas se entrecruzaron en su rostro—. Muy bien: «Quien se somete, domina.»
Se sintió atónito; ¿le estaba hablando de algo tan elemental como la tensión dentro de la intencionalidad? ¿Creía que su madre no le había enseñado nada?
—¿Esto es un indicio? —preguntó.
—No estamos aquí para jugar con las palabras o discutir sobre su significado —dijo la vieja mujer—. El sauce se somete al viento y prospera hasta el día en que habrá a su alrededor tantos sauces que formarán una barrera contra el viento. Esta es la finalidad del sauce.
Paul la miró. Ella había dicho finalidad, y sintió como la palabra le golpeaba, infectándolo de nuevo con aquella terrible finalidad. Experimentó una súbita rabia contra ella: fatua vieja bruja con su boca llena de tópicos.
—Creéis que puedo ser ese Kwisatz Haderach —dijo—. Habéis hablado de mi, pero no habéis dicho absolutamente nada acerca de lo que podemos hacer para ayudar a mi padre. Os he oído hablar a mi madre. Habláis como si mi padre estuviera ya muerto. ¡Bien, pues no es así!
—Si fuera posible hacer algo por él, ya lo habríamos hecho — gruñó la vieja mujer—. Quizá consigamos salvarte a ti. Es dudoso, pero posible. En cuanto a tu padre, no. Cuando hayas conseguido aceptar este hecho, habrás aprendido una verdadera lección Bene Gesserit.
Paul se dio cuenta de cómo las palabras habían herido a su madre. Miró irritado a la vieja mujer. ¿Cómo podía decir aquello de su padre? ¿Cómo podía estar tan segura? Su mente ardía con el resentimiento.
La Reverenda Madre miró a Jessica.
—Lo has entrenado bien a la Manera… he observado los signos. Yo hubiera hecho lo mismo en tu lugar, y al diablo las Reglas.
Jessica asintió.
—Ahora quiero advertirte —dijo la vieja mujer—. No olvides el orden regular de su adiestramiento. Su propia seguridad requiere la Voz. Ya tiene alguna idea de ello, pero ambas sabemos que necesita mucho más… y desesperadamente. —Se acercó a Paul, mirándole con fijeza—. Adiós, joven humano. Espero que tengas éxito. Pero, ocurra lo que ocurra… bien, nosotras llegaremos igualmente.
Miró de nuevo a Jessica. Un imperceptible signo de comprensión pasó entre las dos. Entonces la vieja mujer salió de la estancia con suave roce de sus ropas, sin mirar hacia atrás. La estancia y sus ocupantes habían quedado excluidos de sus pensamientos.
Pero Jessica había podido sorprender por un instante el rostro de la Reverenda Madre en el momento en que se volvía. Había lágrimas en aquellas arrugadas mejillas. Lágrimas más intranquilizadoras que cualquier otra palabra o signo que se hubiera intercambiado entre ellos aquel día.
Habéis leído que Muad’Dib no tenía compañeros de juego de su misma edad en Caladan. Los peligros eran demasiado grandes. Pero Muad’Dib tuvo maravillosos compañeros- preceptores. Estaba Gurney Halleck, el trovador-guerrero. Podréis cantar algunas de las canciones de Gurney a medida que vayáis leyendo este libro. Estaba Thufir Hawat, el viejo Mentat Maestro de Asesinos, al que temía el propio Emperador Padishah. Estaba Duncan Idaho, El Maestro de Armas de los Ginaz; el doctor Wellington Yueh, un nombre negro en traición pero brillante en conocimiento; Dama Jessica, que guió a su hijo en la Manera Bene Gesserit, y —por supuesto— el Duque Leto, cuyas cualidades como padre fueron durante mucho tiempo pasadas por alto.
Thufir Hawat se deslizó dentro de la sala de ejercicios de Castel Caladan y cerró suavemente la puerta. Permaneció inmóvil por un momento, sintiéndose viejo y cansado y zarandeado por la tormenta. La pierna izquierda, herida hacía tiempo al servicio del Viejo Duque, le dolía.
Tres generaciones de ellos ya, pensó.
Se detuvo en la gran sala iluminada por la intensa luz del mediodía que penetraba a raudales a través de las cristaleras del techo, y vio al muchacho sentado con la espalda vuelta hacia la puerta, concentrado sobre papeles y mapas esparcidos sobre una mesa en forma de L.
¿Cuántas veces tendré que decirle que nunca debe dar la espalda a una puerta?
Hawat carraspeó.
Paul permaneció sumergido en sus estudios.
La sombra de una nube pasó por delante de las cristaleras. Hawat carraspeó de nuevo.
Paul se enderezó y dijo, sin volverse:
—Ya sé. Estoy sentado dando la espalda a la puerta.
Reprimiendo una sonrisa, Hawat avanzó a través de la estancia. Paul alzó los ojos hacia aquel hombre canoso que se había detenido en el ángulo de la mesa. Los ojos de Hawat eran dos polos de atracción en un rostro oscuro y arrugado.
—Te he oído atravesar el vestíbulo —dijo Paul—. Y también te he oído abrir la puerta.
—Los sonidos que produzco pueden ser imitados.
—Notaría la diferencia.
Es capaz de ello, pensó Hawat. Esa bruja de su madre lo ha adiestrado ciertamente bien. Me pregunto qué debe pensar de eso su preciosa escuela. Quizá ha sido por eso por lo que me han enviado a la vieja Censor aquí… para volver al buen camino a nuestra querida Dama Jessica.
Hawat tomó una silla al otro lado de Paul, y se sentó frente a la puerta. Lo hizo intencionadamente, echándose hacia atrás y estudiando la estancia. Y repentinamente aquel lugar familiar le pareció extraño, un lugar distinto, con la mayor parte de los objetos pesados enviados ya hacia Arrakis. Quedaba tan sólo una mesa de ejercicios, así como un espejo de esgrima, con sus cristales prismáticos inertes, cuyo muñeco de ejercicios tenía el aspecto de un viejo soldado de infantería lacerado y consumido por las guerras.
Exactamente como yo, pensó Hawat.
—¿En qué estás pensando, Thufir? —preguntó Paul.
Hawat miró al muchacho.
—Estaba pensando en que muy pronto estaremos todos muy lejos de aquí, y que probablemente no volveremos nunca más.
—¿Y esto te pone triste?
—¿Triste? ¡Tonterías! Dejar a los amigos resulta triste. Pero un lugar es sólo un lugar —contempló los mapas sobre la mesa —. Y Arrakis es simplemente otro lugar.
—¿Te ha enviado mi padre para sondearme?
Hawat frunció el ceño: el muchacho sabía observarle con tanta perspicacia. Asintió.
—Estás pensando en que hubiera sido mejor que viniera él mismo, pero ya sabes lo ocupado que está. Vendrá más tarde.
—Estaba estudiando las tormentas en Arrakis.
—Las tormentas. Ya veo.
—Parecen más bien malas.
—Es una palabra muy cauta: malas. Esas tormentas se desencadenan a lo largo de seis o siete mil kilómetros de terreno llano, y se alimentan de todo lo que pueda proporcionarles un mayor empuje: la fuerza de coriolis, otras tormentas, cualquier cosa que tenga en ella un gramo de energía. Soplan a setecientos kilómetros por hora, arrastrando consigo cualquier cosa móvil que encuentren en su camino: arena, polvo, cualquier cosa. Arrancan la carne de tus huesos y reducen éstos a astillas.
—¿No hay allí control climático?
—Arrakis plantea problemas especiales, los costes son muy altos, la manutención enorme y todo lo demás. La Cofradía exige un precio prohibitivo por un satélite de control, y la Casa de tu padre no está entre las más ricas, muchacho. Tú lo sabes bien.
—¿Has visto a los Fremen?
Hoy su mente se fija en todo, pensó Hawat.
—No puede decirse que los haya visto, pero los he visto — dijo—. No hay mucho que los distinga de la gente de los graben y sink. Todos llevan ropas flotantes. Y apestan como demonios en cualquier lugar cerrado. Esto es debido a las ropas que llevan (las llaman «destiltrajes»)… cuya misión es recuperar el agua de sus cuerpos.
Paul deglutió, consciente de pronto de la humedad en su boca, recordando un sueño en el que había estado sediento. El hecho de que aquel pueblo necesitase el agua hasta tal punto que tuviera que reciclar la humedad de su propio cuerpo le llenó de un sentimiento de desolación.
—El agua es preciosa allí —dijo.
Hawat asintió, pensando: Quizá haya conseguido hacerle comprender cuán hostil es aquel planeta, y lo importante que es para nosotros considerarlo como un enemigo. Sería enloquecedor ir hasta allá sin tener esta idea bien inculcada en nuestras mentes.
Paul miró a las cristaleras del techo, consciente de que había comenzado a llover. Vio las gotas estrellarse contra la gris superficie de metaglass.
—Agua —dijo.
—Aprenderás a conocer su importancia —dijo Hawat—. Como hijo del Duque nunca te faltará, pero podrás ver la obsesión de la sed a tu alrededor.
Paul humedeció sus labios con la lengua, pensando en aquel día de la semana pasada y la prueba con la Reverenda Madre. Ella también le había dicho algo acerca de la privación del agua.
—Aprenderás a conocer las llanuras funerales —había dicho —, los desiertos absolutamente vacíos, las vastas extensiones donde no vive nada excepto la especia y los gusanos de arena. Ensuciarás de negro tus párpados para atenuar el brillo del sol. Cualquier agujero al abrigo del viento y de la vista será un refugio para ti. Cabalgarás únicamente sobre tus pies, sin tóptero ni vehículo ni montura.
Y Paul se había sentido más impresionado por su tono -ondulante y con una a modo de cantinela- que por sus palabras.
—Cuando vivas en Arrakis —le había dicho ella—, khala, la tierra, estará vacía. Las lunas serán tus amigas, el sol tu enemigo.
Paul había oído a su madre acercarse a él desde la puerta donde estaba de guardia. Había mirado a la Reverenda Madre y preguntado:
—¿No veis ninguna esperanza, Vuestra Reverencia?
—No para el padre —y la vieja mujer había hecho callar a Jessica, mientras miraba a Paul—. Graba esto en tu memoria: un mundo se sostiene por cuatro cosas… —alzó cuatro nudosos dedos—… la erudición de los sabios, la justicia del grande, las plegarias de los justos y el coraje del valeroso. Pero todo esto no es nada… —cerró sus dedos en un puño—… sin un gobernante que conozca el arte de gobernar. ¡Haz de esto tu ciencia!
Había pasado una semana desde aquel día con la Reverenda Madre. Sólo ahora sus palabras adquirían pleno significado. Ahora, sentado en la sala de ejercicios con Thufir Hawat, Paul experimentó la profunda mordedura del miedo. Miró hacia el Mentat, que tenía el ceño fruncido.
—¿En qué estabas pensando en este momento? —preguntó Hawat.
—¿Tú también viste a la Reverenda Madre?
—¿Esa bruja Decidora de Verdad del Imperio? —Hawat parpadeó varias veces con interés—. Sí, la encontré.
—Ella… —Paul vaciló, descubriendo que no podía describir a Hawat la prueba. Las inhibiciones eran demasiado profundas.
—¿Si? ¿Qué hizo?
Paul aspiró profundamente por dos veces.
—Dijo una cosa. —Cerró sus ojos, llamando a las palabras, y cuando habló su voz adquirió inconscientemente algo del tono de la vieja mujer—: «Tú, Paul Atreides, descendiente de reyes, hijo de un duque, debes aprender a gobernar. Esto es algo que no hizo ninguno de tus antecesores.» —Paul abrió sus ojos y dijo—: Esto me irritó y dije que mi padre gobierna un planeta entero. Y ella dijo: «Lo está perdiendo.» Y yo dije: «Padre va a recibir un planeta muy rico.» Y ella dijo: «También va a perderlo.» Y yo quería correr a advertir a mi padre, pero ella me dijo que ya estaba advertido… por ti, por mi madre, por mucha gente.
—Completamente cierto —murmuró Hawat.
—Entonces, ¿por qué vamos allá? —preguntó Paul.
—Porque lo ha ordenado el Emperador. Y porque, pese a lo que dice aquella bruja espía, aún hay esperanzas. ¿Qué otra cosa esputó aquella antigua fuente de sabiduría?
Paul miró hacia su mano derecha, con el puño apretado bajo la mesa. Lentamente, ordenó a sus músculos que se relajaran. Puso alguna clase de poder en mi, pensó. ¿Cuál?
—Me pidió que le dijera qué significaba gobernar —siguió Paul—. Y yo dije que el mando de uno solo. Y ella dijo que debía dejar de aprender algunas cosas.
Aquí hizo blanco, pensó Hawat. Asintió para invitar a Paul a continuar.
—Dijo que un gobernante debe aprender a persuadir y no a obligar. Dijo que debe ofrecer el hogar más confortable y el mejor café del mundo para atraer a los mejores hombres.
—¿Cómo imagina que tu padre ha atraído a hombres como Duncan y Gurney? —preguntó Hawat.
Paul se alzó de hombros.
—Después dijo que un buen gobernante debe aprender la lengua de su mundo, que es distinta para cada mundo. Y yo creí que con esto quería decirme que en Arrakis no hablan galach, pero me dijo que no era eso en absoluto. Hablaba del lenguaje de las rocas y de las cosas que crecen, el lenguaje que uno no puede oír sólo con los oídos. Y yo le dije que eso era lo que el doctor Yueh llama el Misterio de la Vida.
Hawat sonrió.
—¿Y cómo se lo tomó ella?
—Creo que se puso furiosa. Dijo que el Misterio de la Vida no es un problema que hay que resolver, sino una realidad que hay que experimentar. Entonces le cité la Primera Ley del Mentat: «Un proceso no puede ser comprendido más que interrumpiéndolo. La comprensión debe fluir al mismo tiempo que el proceso, debe unirse a él y caminar con él.» Esto pareció dejarla satisfecha.
Parece que se haya recobrado, pensó Hawat, pero aquella vieja bruja lo asustó. ¿Por qué lo hizo?
—Thufir —dijo Paul—, ¿es Arrakis tan malo como dicen?
—Nada podría ser tan malo —dijo Rawat forzando una sonrisa—. Tomemos los Fremen, por ejemplo, el pueblo renegado del desierto. Tras un primer análisis aproximativo, puedo decirte que son numerosos, mucho más numerosos de lo que cree el Imperio. Hay mucha gente viviendo allí, muchacho, mucha gente, y… —Hawat acercó un nudoso dedo a su ojo—… detestan a los Harkonnen con una pasión sangrienta. Pero no debes decir ni una palabra de esto, muchacho. Es el confidente de tu padre quien te habla.
—Mi padre me ha hablado de Salusa Secundus —dijo Paul—. ¿No crees, Thufir, que es muy parecido a Arrakis… quizá no tan malo, pero muy parecido?
—Actualmente no sabemos mucho de Salusa Secundus —dijo Hawat—. Sólo como era hace mucho tiempo… y nada más. Pero en líneas generales tienes razón.
—¿Nos van a ayudar los Fremen?
—Es una posibilidad. —Hawat se levantó—. Hoy salgo para Arrakis. Mientras tanto, cuídate, aunque sólo sea porque te lo pide un viejo que te quiere bien, ¿eh? Date la vuelta y no te sientes ofreciendo la espalda a la puerta. No es que crea que haya ningún peligro en el castillo, es sólo un hábito que me gustaría que adquirieses.
Paul se levantó y dio la vuelta a la mesa.
—¿Así que te vas hoy?
—Sí, hoy. Y tú me seguirás mañana. La próxima vez que nos veamos será en tu nuevo mundo. —Sujetó a Paul por su brazo derecho, a la altura del bíceps— Mantén libre tu brazo del cuchillo, ¿eh? Y tu escudo siempre a plena carga. —Soltó el brazo, palmeó el hombro de Paul, se volvió y avanzó hacia la puerta.
—¡Thufir! —llamó Paul.
Hawat se volvió ante la puerta abierta.
—No des nunca la espalda a una puerta —dijo Paul.
Una amplia sonrisa afloró al viejo rostro.
—No lo haré, muchacho, puedes estar seguro —y se fue, cerrando suavemente la puerta detrás de él.
Paul se sentó donde antes había estado Hawat, ordenando los papeles. Un día más aquí, pensó. Miró la estancia a su alrededor. Estamos a punto de irnos. Repentinamente, la idea de la partida se hizo más real de lo que había sido nunca. Recordó otra vez lo que le había dicho la vieja mujer acerca de que un mundo es la suma de muchas cosas: la gente, la tierra, las cosas que crecen, las lunas, las mareas, los soles… aquella suma desconocida llamada naturaleza, un término vago desprovisto ahora de significado. Y se preguntó: ¿Qué es el ahora?
La puerta frente a Paul se abrió bruscamente, y un hombre feo y macizo penetró en la estancia, precedido por un brazado de armas.
—Bien, Gurney Halleck —dijo Paul—, ¿eres tú el nuevo maestro de armas?
Halleck cerró la puerta de un taconazo.
—Ya sé que preferirías que viniera para jugar contigo —dijo —. Echó una ojeada a la estancia, observando que los hombres de Hawat ya la habían repasado a fondo, dejándola segura para el heredero del Duque. Sus sutiles señales en código estaban por todas partes.
Paul observó como el hombre se ponía en movimiento hacia la mesa de adiestramiento con su carga de armas, y vio el baliset de nueve cuerdas que Gurney llevaba al hombro y el multipic colocado entre las cuerdas, junto a los trastes.
Halleck dejó caer las armas sobre la mesa de ejercicios, las alineó: las espadas, los puñales, los kindjals, los aturdidores de carga lenta, los cinturones-escudo. Se volvió, sonriendo, y la cicatriz de estigma que seguía la línea de su mandíbula se estremeció.
—Así que ni siquiera me das los buenos días, malvado diablillo —dijo Halleck—. ¿Qué clase de dardo has clavado en el corazón del viejo Hawat? Se ha cruzado conmigo en el vestíbulo como si corriera a los funerales de su peor enemigo.
Paul sonrió. Entre todos los hombres de su padre, Gurney era el que más le gustaba: conocía sus cambios de humor, sus debilidades, su carácter. Era para él un amigo más que una espada mercenaria.
Halleck deslizó el baliset de su hombro y empezó a afinarlo.
—Si tú no quieres hablar, yo tampoco —dijo.
Paul se levantó y avanzó a través de la estancia.
—Bien, Gurney —dijo—, ¿vienes a prepararte para la música cuando es tiempo de combatir?
—Así que hoy toca faltar al respeto a tus mayores, ¿eh? — dijo Halleck. Pulsó una cuerda del instrumento, y asintió.
—¿Dónde está Duncan Idaho? —preguntó Paul—. Se supone que es él quien debe enseñarme el uso de las armas.
—Duncan se ha ido en cabeza de la segunda oleada hacia Arrakis —dijo Halleck—. Aquí no queda más que este pobre Gurney, que apenas acaba de terminar un combate y a lo único que aspira es a un poco de música. —Pulsó otra cuerda, escuchó y sonrió—. Y en el último consejo ha sido decidido que, puesto que has resultado un combatiente tan poco capacitado, es mejor enseñarte un poco de música a fin de que no malgastes completamente tu vida.
—En este caso cántame una canción —dijo Paul—. Así sabré al menos como no se debe cantar.
—¡Jaaa, ja! —rió Gurney, y entonó «Las chicas galacianas», mientras su multipic parecía volar entre las cuerdas:
«Oh, oh, las chicas galacianas,
Lo harán por las perlas,
¡Y las de Arrakis por el agua!
Pero si buscas damas
Que se consuman como llamas,
¡Prueba una hija de Caladan!
—No está mal para alguien que no se aclara con los acordes —dijo Paul—. Pero si mi madre te oyera cantar una canción como esta en el castillo, te cortaría las orejas para adornar con ellas las almenas.
Gurney se tiró de la oreja izquierda.
—Una bien pobre decoración, teniendo en cuenta lo que han sufrido escuchando por el ojo de la cerradura a cierto jovencito que intentaba extraer algunas extrañas notas de su baliset.
—Así que ya has olvidado lo que significa encontrarse la cama llena de arena fina —dijo Paul. Tomó de la mesa un cinturón escudo y se lo colocó rápidamente a la cintura—. Entonces, vamos a luchar.
Los ojos de Halleck se abrieron en fingida sorpresa.
—¡Hey! ¡Así que fue tu sacrílega mano la que cumplió tan execrable acción! En guardia pues, joven maestro, en guardia — tomó una espada, azotando el aire—. ¡Soy un demonio infernal en busca de la venganza!
Paul empuñó otra espada, cimbreó la hoja con sus manos, y se colocó en posición de aguile, con un pie delante. Su gesto se hizo solemne, en una cómica imitación del doctor Yueh.
—Vaya idiota me manda mi padre para enseñarme el manejo de las armas —entonó—. Ese pobre Gurney Halleck ha olvidado incluso la primera lección con armas y escudo. —Paul activó el cinturón y sintió la comezón en su frente y espalda y el prurito causado por la acción del campo de fuerza defensivo; los sonidos exteriores menguaron ostensiblemente con el característico efecto de filtro del escudo—. En el combate con escudo, la defensa es rápida y el ataque lento —dijo Paul—. El ataque no tiene más finalidad que obligar al adversario a dar un paso en falso, para poder atacarle por la izquierda. El escudo detiene los golpes rápidos, ¡pero se deja traspasar por el lento kindjal! —Paul alzó la espada, fintó rápidamente y atacó con una lentitud calculada para atravesar las defensas automáticas del escudo.
Halleck siguió su acción, se volvió en el último segundo y dejó que la hoja rozara su pecho.
—Excelente la velocidad —dijo—. Pero te has abierto completamente para ser ensartado con un golpe a fondo.
Paul retrocedió, irritado.
—Debería azotarte el trasero por tu imprudencia —dijo Halleck. Tomó un kindjal desenvainado de encima de la mesa y lo blandió—. ¡Esto, en manos de un enemigo, hubiera podido hacer verter toda tu sangre! Eres un alumno bien dotado, pero nada más, y siempre te he avisado de que ni siquiera jugando dejes que un hombre penetre en tu guardia con la muerte en la mano.
—Creo que hoy no estoy de humor para esto —dijo Paul.
—¿Humor? —la voz de Halleck sonó ultrajada incluso a través del filtro del escudo—. ¿Qué tiene que ver tu humor con esto? Uno combate cuando es necesario… ¡no cuando está de humor! El humor es algo para el ganado, o para hacer el amor, o para tocar el baliset. No para combatir.
—Lo siento, Gurney.
—¡No lo sientes lo suficiente!
Halleck activó su propio escudo, se puso en guardia, con el kindjal bien apretado en su mano izquierda, blandiendo la espada en la derecha.
—Ahora, en guardia, ¡y en serio! —Hizo una finta hacia un lado, luego otra hacia delante, y se lanzó a un furioso ataque. Sintió el crepitar de los campos de fuerza mientras los escudos se tocaban y se repelían, y la comezón eléctrica recorrió de nuevo su piel. ¿Qué es lo que le ocurre a Gurney?, se preguntó. ¡No está fingiendo! Paul movió su mano izquierda, haciendo que el puñal sujeto a su muñeca se deslizara hasta su palma.
—Necesitas otra hoja extra, ¿eh? —gruñó Halleck.
¿Es una traición?, se preguntó Paul. ¡No, Gurney no!
Siguieron combatiendo alrededor de toda la estancia, golpeando y parando, fintando y contrafintando. El aire en el interior de los escudos empezó a hacerse pesado, debido al excesivo consumo y a la lenta renovación a través del campo. A cada nuevo contacto de los escudos, el olor a ozono se hacía más intenso.
Paul continuó retrocediendo, pero ahora dirigiendo su retirada hacia la mesa de ejercicios. Si consigo llevarle hasta allá, le mostraré uno de mis trucos, pensó Paul. Otro paso, Gurney.
Halleck dio el paso.
Paul paró otro golpe bajo, se ladeó, y vio la espada de Halleck estrellarse contra la esquina de la mesa. Fintó hacia un lado, lanzó a su vez un ataque con la espada y al mismo instante avanzó el puñal a la altura del cuello de Halleck. Detuvo la hoja a dos centímetros de la yugular.
—¿Era eso lo que querías? —susurró Paul.
—Mira hacia abajo, muchacho —jadeó Gurney.
Paul obedeció, y vio el kindjal de Halleck bajo el borde de la mesa, apuntando directamente a su vientre.
—Nos reuniríamos ambos en la muerte —dijo Halleck—. Pero debo admitir que combates un poco mejor cuando estás bajo presión. Ahora estás realmente de humor —y sonrió lobunamente, haciendo que la cicatriz de estigma de su mentón se crispara.
—El modo como me has atacado —dijo Paul—. ¿Hubieras derramado realmente mi sangre?
Halleck apartó el kindjal y se irguió.
—Si te hubieras batido un ápice por debajo de tus capacidades, muchacho, te hubiera hecho una buena señal, y siempre te hubieras acordado de esta cicatriz. No quiero que mi alumno favorito sucumba ante el primer vagabundo Harkonnen que acuda a su encuentro.
Paul desactivó su escudo y se apoyó en la mesa para recuperar el aliento.
—Me merecía esto, Gurney. Pero mi padre se hubiera puesto furioso si me hubieses herido. No quiero que seas castigado por mis errores.
—En este caso —dijo Halleck— el error hubiera sido también mío. Y no tienes que preocuparte por una o dos cicatrices de entrenamiento. Eres afortunado por tener tan pocas. En cuanto a tu padre… el Duque me castigaría tan sólo si fallara en hacerte un combatiente de primera clase. Y hubiera fallado si no te hubiera explicado el error que cometías hablando de humor en algo tan serio como esto.
Paul se irguió y devolvió el puñal a su funda de muñeca.
—Esto no es exactamente un juego —dijo Halleck.
Paul asintió. Se maravilló ante la insólita seriedad de la actitud de Halleck, su firme resolución. Miró la violácea cicatriz de estigma que adornaba la mandíbula del hombre, y recordó la historia que le habían contado acerca de que había sido la Bestia Rabban quien se la había causado, en un pozo de esclavos de los Harkonnen en Giede Prime. Y Paul sintió una repentina vergüenza por haber dudado de Halleck aunque fuera por un solo instante. Comprendió entonces que aquella cicatriz significaba a menudo mucho dolor para Halleck… un dolor tan intenso, quizá, como aquel que le había infligido a él la Reverenda Madre. Pero se apresuró a rechazar aquella idea: helaba todo su mundo.
—Creo que hoy tenía ganas de jugar un poco —dijo Paul—. Las cosas se han vuelto tan serias últimamente a mi alrededor…
Halleck volvió el rostro para ocultar su emoción. Algo ardía en sus ojos. Sintió dolor… como una herida interna, la herida de un ayer olvidado que el Tiempo había cicatrizado aunque no completamente.
Cuán pronto ha asumido este muchacho su condición de hombre, pensó Halleck. Cuán pronto ha debido aprender esta brutal necesidad de la prudencia, este hecho que se graba en tu mente y te advierte: «Desconfía incluso de tus allegados.»
Sin girarse, dijo:
—He notado este deseo de jugar en ti, muchacho, y no hubiera querido nada mejor que complacerte. Pero ya no podemos jugar. Mañana partiremos hacia Arrakis. Arrakis es real. Los Harkonnen son reales.
Paul tocó su frente con la hoja vertical de su espada.
Halleck se giró, vio el saludo y respondió con una inclinación de cabeza. Señaló el muñeco de ejercicios.
—Ahora trabajaremos tu rapidez. Muéstrame cómo lo alcanzas con la izquierda. Te controlaré desde aquí, donde puedo seguir mejor la acción. Y te advierto que hoy probaremos de nuevo contraataques. Esta es una advertencia que no te hará ninguno de tus enemigos reales.
Paul se alzó sobre la punta de los pies para distender sus músculos. Adoptó una actitud solemne, con la repentina comprensión de que su vida se deslizaba hacia rápidos cambios. Avanzó hacia el muñeco y apretó con la punta de la espada el interruptor del centro de su pecho; inmediatamente sintió en la hoja la repulsión del recién activado escudo.
—¡En guardia! —gritó Halleck, y el muñeco se lanzó al ataque.
Paul activó su escudo, paró y contraatacó.
Halleck le vigilaba mientras manipulaba los controles. Su mente pareció dividirse en dos: una alerta al desarrollo del entrenamiento, y la otra derivando entre nubes.
Soy un frutal bien cuidado, pensó. Lleno de buenos sentimientos y de habilidades y de todas esas hermosas cosas que crecen en mi… para que algún otro pueda recolectarlas.
Por alguna razón, recordó a su hermana menor, con su rostro de elfo muy definido en su mente. Pero había muerto… en una casa de placer para las tropas Harkonnen. Le gustaban los pensamientos… ¿o quizá las margaritas? No conseguía recordarlo. Y esta incapacidad de recordar le turbaba.
Paul esquivó un golpe lento del muñeco y lanzó un entretisser con la izquierda.
¡Este pequeño astuto demonio!, pensó Halleck, concentrándose en los complejos movimientos de Paul. Ha practicado y estudiado por su cuenta. Este no es el estilo de Duncan, él nunca ha podido enseñarle nada semejante.
Este pensamiento sólo consiguió aumentar la tristeza de Halleck. Me ha contagiado su humor, dijo para sí mismo. Y comenzó a pensar en Paul, y se preguntó si el muchacho, algunas noches, no habría escuchado con terror los ruidos de su propia almohada.
—Si los deseos fueran peces —murmuró— todos arrojaríamos nuestras redes.
Era una frase de su madre que se repetía a si mismo siempre que sentía las tinieblas del mañana cernirse sobre él. Después reflexionó en lo extraño que sería usar esta expresión en un planeta que nunca había conocido ni los mares ni los peces.
YUEH (yue), Wallington (uel ling tun), Stdrd 10082–10191; doctor en medicina de la Escuela Suk (grdStdrd 10112); md; Wanna Marcus, B. G. (Stdrd 10092–10186?); conocido principalmente por haber traicionado al duque Leto Atreides. (Cf.: Bibliografía, Apéndice VII(Condicionamiento Imperial) y Traición, La.)
Aunque oyó al doctor Yueh entrar en la sala con paso deliberadamente sonoro, Paul permaneció boca arriba en la mesa de ejercicios donde le había dejado la masajista. Se sentía deliciosamente relajado después del ejercicio con Gurney Halleck.
—Parecéis en buena forma —dijo Yueh, con su voz tranquila y aguda.
Paul levantó la cabeza y vio la envarada figura del hombre, de pie a algunos pasos de él, y de una sola ojeada observó sus arrugadas ropas negras, el bloque cuadrado de su cabeza de labios empurpurados y bigote caído, el tatuaje diamantino del Condicionamiento Imperial en la frente, el largo cabello negro cayendo sobre su hombro izquierdo, sujeto por el anillo de plata de la Escuela Suk.
—Estaréis contento de saber que hoy no tenemos tiempo para nuestra lección —dijo Yueh—. Vuestro padre estará aquí dentro de un momento.
Paul se sentó.
—De todos modos, he preparado un visor de librofilms y algunas lecciones grabadas para que podáis estudiarlas durante el viaje hacia Arrakis.
—Oh.
Paul comenzó a vestirse. Se sentía excitado por la idea de que su padre iba a venir. Habían pasado muy poco tiempo juntos desde que el Emperador le había ordenado aceptar el feudo de Arrakis.
Yueh se acercó a la mesa en forma de L, pensando: Cómo ha madurado en estos últimos meses. ¡Qué inutilidad! ¡Oh, qué triste inutilidad! Y se recordó a sí mismo: No debo fallar. Lo que hago lo hago con la seguridad de que mi Wanna no sufrirá más a causa de esas bestias Harkonnen.
Paul se le unió al lado de la mesa, abotonándose la chaqueta.
—¿Qué deberé estudiar durante el viaje?
—Ah… las formas de vida terrestres de Arrakis. Parece que algunas se han adaptado estupendamente al planeta. No está claro cómo ha sido. Tendré que consultar al ecólogo planetario cuando lleguemos… al doctor Kynes… y ofrecerle mi ayuda en sus investigaciones.
Y Yueh pensó: ¿Qué es lo que estoy diciendo? Soy hipócrita conmigo mismo.
—¿Habrá algo sobre los Fremen? —preguntó Paul.
—¿Los Fremen? —Yueh tamborileó con los dedos sobre la mesa, después se dio cuenta de que Paul observaba aquel nervioso gesto y retiró la mano.
—Podríais decirme algo acerca de toda la población de Arrakis —dijo Paul.
—Oh, por supuesto —dijo Yueh—. Hay dos grupos principales de gente: los Fremen forman uno de ellos, y el otro está compuesto por los pueblos de los graben, los sink y los pan. Según tengo entendido, algunas veces se casan entre ellos. Las mujeres de los poblados pan y sink prefieren los maridos Fremen; sus hombres prefieren esposas Fremen. Tienen un dicho: «La educación viene de la ciudad, la sabiduría del desierto.»
—¿Tenéis fotos de ellos?
—Buscaré alguna para vos. La característica más importante, desde luego, son sus ojos: totalmente azules, sin el menor blanco en ellos.
—¿Una mutación?
—No, es debido a la saturación de melange en su sangre.
—Los Fremen tienen que ser muy valientes para vivir al borde de ese desierto.
—Todo el mundo lo dice —dijo Yueh—. Componen poemas a sus cuchillos. Sus mujeres son tan salvajes como sus hombres. Incluso los chicos Fremen son violentos y peligrosos. No creo que se te permita mezclarte con ellos.
Paul miró a Yueh; su atención había sido atraída por aquellas breves palabras acerca de los Fremen. ¡Qué pueblo para tenerlo como aliado!
—¿Y los gusanos? —preguntó Paul.
—¿Qué?
—Quisiera estudiar algo acerca de los gusanos de arena.
—Oh… por supuesto. Tengo un librofilm acerca de un espécimen pequeño, de tan sólo ciento diez metros de largo por veintidós de diámetro. Fue registrado en el extremo norte del planeta. Testigos dignos de fe han hablado de gusanos de más de cuatrocientos metros de longitud, y esto hace pensar en que es posible que existan incluso otros mayores.
La mirada de Paul se dirigió hacia un mapa de proyección cónica de las regiones septentrionales de Arrakis que estaba sobre la mesa.
—El cinturón desértico y la región polar sur están calificadas como inhabitables. ¿Es a causa de los gusanos?
—Y las tormentas.
—Pero cualquier lugar puede ser convertido en habitable.
—Si es económicamente realizable —dijo Yueh—. Arrakis posee muchos y costosos peligros. —Se atusó el caído bigote—. Vuestro padre llegará en seguida. Antes de irme, tengo un regalo para vos, una cosa que he encontrado al hacer mis maletas. —Puso un objeto sobre la mesa, entre ellos dos: negro, oblongo, no más largo que la última falange del pulgar de Paul.
Paul lo observó. Yueh notó que el muchacho no hacía el menor gesto para tocarlo y pensó: Es cauteloso.
—Es una viejísima Biblia Católica Naranja hecha para viajeros espaciales. No es un librofilm, sino que está impresa en papel finísimo. Posee su dispositivo de aumento y un sistema de carga electrostática. —Lo tomó para mostrárselo—. La carga la mantiene cerrada, atrayendo entre sí las tapas. Pulsando con el dedo en el lomo… así, las páginas seleccionadas por uno se repelen y el libro se abre.
—Es muy pequeña.
—Pero tiene mil ochocientas páginas. Pulsad con el dedo… así, eso es… y la carga hace girar las páginas a medida que vais leyendo. No toquéis nunca las páginas con los dedos. La trama del papel es muy delicada. —Cerró el libro y se lo tendió a Paul —. Tomad.
Yueh observó a Paul mientras éste ensayaba el accionamiento, y pensó: De este modo salvo mi conciencia. Le ofrezco la ayuda de la religión antes de traicionarle. Así podré decirme que ha ido donde yo no puedo ir.
—Debe haber sido hecha antes de los librofilms —dijo Paul.
—Es muy antigua, sí. Será nuestro secreto, ¿eh? Vuestros padres podrían pensar que es demasiado valiosa para un joven como vos.
Y Yueh pensó: Seguramente su madre se preguntaría por mis motivos.
—Bien… —Paul cerró el libro y lo sostuvo en su mano—. Si es tan valiosa…
—Sed indulgente con el capricho de un viejo —dijo Yueh—. Me la ofrecieron cuando yo era muy joven. —Y pensó: Debo conquistar su mente al mismo tiempo que su codicia—. Abridla por el Kalima cuatrocientos sesenta y siete… donde dice: «El agua es el inicio de toda vida.» Hay una pequeña marca en la tapa que señala el lugar.
Paul recorrió la tapa, encontró dos marcas, una menos profunda que la otra. Oprimió la menos profunda y el libro se abrió en su palma, con el dispositivo de aumento deslizándose hacia su lugar.
—Leed en voz alta —dijo Yueh.
Paul se humedeció los labios y leyó:
—«Pensad en el hecho de que el sordo no pueda oír. ¿Acaso hay alguien que pueda decir que él no está sordo? ¿Acaso no nos falta un sentido para ver y oír el otro mundo que está a nuestro alrededor? Porque hay cosas a nuestro alrededor que no podemos…»
—¡Basta! —gritó Yueh.
Paul se interrumpió, mirándole.
Yueh cerró los ojos, luchando por recuperar su aplomo. ¿Qué perversidad ha hecho que el libro se abra sobre el pasaje favorito de Wanna? Abrió los ojos, y vio a Paul contemplándole desconcertado.
—Lo siento —dijo Yueh—. Era el pasaje favorito de mi… difunta esposa. No era el que quería haceros leer. Despierta en mi recuerdos… dolorosos.
—Hay dos marcas —dijo Paul.
Por supuesto, se dijo Yueh. Wanna señaló este pasaje. Sus dedos son más sensitivos que los míos y han encontrado la marca. Es tan sólo un accidente, nada más.
—Quizá encontréis interesante este libro —dijo Yueh—. Hay mucha verdad histórica, y también mucha filosofía ética.
Paul miró el pequeño libro en su palma… una cosa tan pequeña. Sin embargo, contenía un misterio… algo había ocurrido mientras lo leía. Algo que había despertado en su mente aquella idea de una terrible finalidad.
—Vuestro padre llegará en seguida —dijo Yueh—. Guardad el libro; ya lo leeréis cuando sintáis deseos de ello.
Paul tocó la tapa como Yueh se lo había enseñado. El libro se cerró por sí mismo. Lo deslizó en su túnica. Por un momento, cuando Yueh había gritado, Paul había temido que le pidiera que se lo devolviese.
—Os doy las gracias por el presente, doctor Yueh —dijo Paul, hablando formalmente—. Será nuestro secreto. Si hay un regalo o un favor que deseéis de mí, no dudéis en pedírmelo.
—Yo… no deseo nada —dijo Yueh.
Y pensó: ¿Por qué estoy torturándome? Y torturando a ese pobre chico… aunque él todavía no lo sepa. ¡Oh, malditas sean esas bestias Harkonnen! ¿Por qué me habrán escogido a mí para su abominación?.
¿Cómo afrontar el estudio del padre de Muad’Dib? El Duque Leto Atreides fue un hombre de un corazón a la vez cálido y frío. Algunos hechos de ese hombre, sin embargo, nos ayudarán a abrir el camino: su absoluto amor por su Dama Bene Gesserit; sus sueños por su hijo; la devoción de quienes le servían. Observadlo: un hombre marcado por el Destino, una figura solitaria cuya luz fue oscurecida por la gloria de su hijo. Pero uno puede preguntarse: ¿qué es el hijo, sino la extensión del padre?
Paul observó a su padre entrar en la sala de ejercicios, y vio a los guardias saludar fuera. Uno de ellos cerró la puerta. Como siempre, Paul experimentó una sensación de presencia de su padre, una presencia total.
El Duque era alto, de piel olivácea. Su rostro largo y delgado estaba tallado en ángulos duros, suavizados tan sólo por los profundos ojos grises. Llevaba un negro uniforme de trabajo, con el halcón heráldico rojo bordado en el pecho. Un cinturón escudo de plata, patinada por el uso, ceñía su delgada cintura.
—¿Ha sido duro el trabajo, hijo? —preguntó el Duque.
Se acercó a la mesa en L, echó una ojeada a los papeles que había en ella, la amplió luego a toda la habitación, y terminó fijándola en Paul. Se sentía cansado, haciendo un duro esfuerzo por no mostrar su fatiga. Tendré que aprovechar todas las oportunidades para descansar durante el viaje hasta Arrakis, pensó. En Arrakis no voy a tener tiempo de hacerlo.
—No muy duro —dijo Paul—. Todo es tan… —se alzó de hombros.
—Si. Bien, mañana nos vamos. Será bueno instalarnos en nuestro nuevo hogar y dejar todo este trastorno detrás.
Paul asintió, recordando de pronto las palabras de la Reverenda Madre: «…en cuanto a tu padre, no».
—Padre —dijo Paul—, ¿crees que Arrakis será tan peligrosa como dicen todos?
El Duque se forzó a hacer un gesto casual, se sentó en el borde de la mesa y sonrió. Toda una serie de frases hechas se dibujaron en su mente… el tipo de frases usadas para calmar los temores de sus hombres antes de una batalla. Pero no dejó que ninguna se formara en su boca, enfrentado a un único pensamiento:
Es mi hijo.
—Será peligroso —admitió.
—Hawat me ha dicho que tenemos un plan para los Fremen —dijo Paul. Y pensó: ¿Por qué no le cuento lo que me dijo la vieja mujer? ¿Cómo ha conseguido ella sellar mi lengua?
El Duque observó la desazón de su hijo.
—Como siempre —dijo—, Hawat sabe cuál es nuestra mejor oportunidad. Pero hay mucho más. La Combine Honnete Ober Advancer Mercantiles… la Compañía CHOAM. Dándome Arrakis, Su Majestad se ha visto obligado a concederme uno de los directorios de la CHOAM… una sutil ventaja.
—La CHOAM controla la especia —dijo Paul.
—Y Arrakis con su especia nos abrirá las puertas de la CHOAM —dijo el Duque—. Hay mucho más en la CHOAM que la melange.
—¿Te ha advertido la Reverenda Madre? —preguntó Paul. Cerró los puños, y sintió sus palmas húmedas de transpiración. El esfuerzo necesario para formular aquella pregunta había sido terrible.
—Hawat me ha dicho que ella te había asustado con sus advertencias acerca de Arrakis —dijo el Duque—. No dejes que los temores de una mujer ofusquen tu mente. Ninguna mujer quiere que sus seres queridos se vean expuestos al peligro. Tras esas advertencias había la mano de tu madre. Tómalo como un signo de su amor por ti.
—¿Sabe ella algo acerca de los Fremen?
—Sí, y muchas cosas más.
—¿Cuáles?
Y el Duque pensó: La verdad podría ser peor que todo lo que haya imaginado, pero cada peligro es valioso si uno está preparado para afrontarlo. Y si hay algo de lo que mi hijo nunca se ha mantenido alejado es de la necesidad de enfrentarse al peligro. Pero pese a todo hay que esperar aún; es muy joven.
—Pocos son los productos que escapan al control de la CHOAM —dijo el Duque—. Troncos, mulas, caballos, vacas, maderas, estiércol, escualos, pieles de ballena… lo más prosaico y lo más exótico… incluso nuestro pobre arroz pundi de Caladan. Cualquier cosa que la Cofradía pueda transportar, las obras de arte de Ecaz, las máquinas de Richesse y de Ix. Pero todo esto no es nada al lado de la melange. Un puñado de especia basta para comprar una casa en Tulipe. No puede ser manufacturada, tiene que ser extraída de Arrakis. Es única, y sus propiedades geriátricas son indiscutidas.
—¿Y nosotros la controlaremos ahora?
—Hasta cierto punto. Pero lo importante es considerar que todas las Casas dependen de los beneficios de la CHOAM. Y piensa en que una enorme proporción de estos beneficios dependen de un solo producto: la especia. Imagina lo que ocurriría si algo redujera la producción de especia.
—Aquel que hubiera almacenado melange podría dominar el mercado —dijo Paul—. Y los demás no podrían hacer nada.
El Duque se permitió un momento de amarga satisfacción, mirando a su hijo y pensando cuán penetrante, cuán entrenada había sido aquella observación. Asintió.
—Los Harkonnen han estado almacenándola durante más de veinte años.
—¿Quieren que la producción de especia decrezca y que la culpa recaiga en ti?
—Desean que el nombre de los Atreides se haga impopular — dijo el Duque—. Piensa en las Casas del Landsraad, que en cierto sentido me consideran como su caudillo… su portavoz oficioso. Piensa en cómo reaccionarían si yo fuera responsable de una seria reducción en sus beneficios. A fin de cuentas, los beneficios son lo único que cuenta. ¡Al diablo la Gran Convención! ¡No vas a dejar que nadie te reduzca a la miseria! —Una dura sonrisa apareció en la boca del Duque—. Todos se inclinarán hacia la otra parte, sin apoyar nada de lo que yo haga.
—¿Incluso si nos atacaran con atómicas?
—Nada tan flagrante. No se desafiará tan abiertamente la Convención. Pero aparte esto casi todo estará permitido… quizá incluso el polvo radiactivo o la contaminación del suelo.
—Entonces, ¿por qué precipitarnos a esto?
—¡Paul! —el Duque frunció el ceño—. Sabemos dónde está la trampa… y cuál es el primer paso para evadirla. Esto es como un combate singular, hijo, sólo que a gran escala… fintas en las fintas de las fintas… en un combate sin fin. Nuestra tarea es burlar la intriga. Sabemos que los Harkonnen han almacenado melange, de modo que hagámonos otra pregunta: ¿Quién más ha estado almacenándola? Esta será la lista de nuestros enemigos.
—¿Quiénes?
—Algunas Casas que sabemos que son enemigas, y algunas otras que creíamos amigas. Pero no es necesario tener en cuenta esto por el momento, ya que también hay alguien mucho más importante que todos ellos: nuestro bienamado Emperador Padishah.
Paul notó repentinamente que su boca estaba seca.
—Podrías convocar al Landsraad y exponerle…
—¿Para informar a nuestros enemigos que sabemos de quién es la mano que empuña el cuchillo? Ah, Paul, ahora… ahora vemos el cuchillo. ¿Quién puede saber quién lo empuñará mañana? Si mostramos todo esto al Landsraad, lo único que conseguiremos será crear una enorme confusión. El Emperador lo negará todo. ¿Cómo podremos refutarlo? Quizá ganemos algo de tiempo, pero arriesgando el caos. ¿Y de dónde vendrá entonces el próximo ataque?
—Todas las Casas podrán ponerse a almacenar especia.
—Nuestros enemigos llevan ventaja… demasiada para poder alcanzarles.
—El Emperador —dijo Paul—. Esto significa los Sardaukar.
—Disfrazados con uniformes Harkonnen, sin duda —dijo el Duque—. Pero los mismos soldados fanáticos pese a todo.
—¿Cómo pueden ayudarnos los Fremen contra los Sardaukar?
—¿Te ha hablado Hawat de Salusa Secundus?
—¿El planeta prisión del Emperador? No.
—¿Y si fuera algo más que un planeta prisión, Paul? Hay una pregunta que nunca te has hecho con respecto al Cuerpo Imperial de los Sardaukar: ¿de dónde vienen?
—¿Del planeta prisión?
—Vienen de alguna parte.
—Pero las reclutas que efectúa el Emperador…
—Esto es lo que quieren hacer creer: que los Sardaukar son tan sólo gentes reclutadas por el Emperador y magníficamente entrenadas desde muy jóvenes. Ocasionalmente se oyen murmuraciones acerca de los cuadros de entrenamiento del Emperador, pero el equilibrio de nuestra civilización ha permanecido siempre igual: las fuerzas militares de las Grandes Casas del Landsraad por un lado, los Sardaukar y las fuerzas de recluta por el otro. Y las fuerzas de recluta, Paul. Los Sardaukar siguen siendo siempre los Sardaukar.
—¡Pero todos los informes acerca de Salusa Secundus dicen que S.S. es un mundo infernal!
—Indudablemente. Pero, si tú tuvieras que crear una raza de hombres fuertes, duros y feroces, ¿qué condiciones ambientales les impondrías?
—¿Cómo es posible asegurar la lealtad de unos hombres como esos?
—Existen medios infalibles: jugar con la convicción de su propia superioridad, la mística de la secta secreta, el espíritu de las penalidades sufridas en común. Puede hacerse. Ha funcionado en muchos mundos y en muchas épocas.
Paul asintió, sin dejar de observar el rostro de su padre. Intuía que iba a seguir alguna revelación.
—Considera Arrakis —dijo el Duque—. A excepción de las ciudades y los poblados de guarnición, es un mundo tan terrible como Salusa Secundus.
Los ojos de Paul se desorbitaron.
—¿Los Fremen?
—Disponemos allí de una fuerza potencial tan importante y mortífera como los Sardaukar. Se necesitará mucha paciencia para adiestrarla en secreto y mucho dinero para equiparla eficazmente. Pero los Fremen están ahí… y también la especia, con toda la riqueza que supone. ¿Comprendes ahora por qué vamos a Arrakis, aún sabiendo la trampa que representa?
—¿Acaso los Harkonnen no saben nada acerca de los Fremen?
—Los Harkonnen desprecian a los Fremen, los cazan por deporte, nunca se han preocupado de censarlos. Conocemos bien la política de los Harkonnen con respecto a las poblaciones planetarias: mantenerlas con el mínimo costo posible. —La trama metálica que formaba el símbolo del halcón en su pecho destelló cuando el Duque cambió de posición—. ¿Comprendes?
—Vamos a negociar con los Fremen —dijo Paul.
—He enviado una misión mandada por Duncan Idaho —dijo el Duque—. Duncan es un hombre orgulloso y despiadado, pero respeta la verdad. Los Fremen le admirarán. Si tenemos suerte, nos juzgarán tomándole como modelo: Duncan el honesto.
—Duncan el honesto —dijo Paul—, y Gurney el valeroso.
—Exactamente —dijo el Duque.
Y Paul pensó: Gurney era una de las cosas en que pensaba la Reverenda Madre cuando habló de los puntales de los mundos… el coraje de los valerosos.
—Gurney me ha dicho que hoy te has desenvuelto muy bien con las armas —dijo el Duque.
—Eso no es lo que me ha dicho a mí.
El Duque se echó a reír.
—Imagino que Gurney es más bien parco en sus cumplidos. De todos modos, y son sus propias palabras, me ha asegurado que distingues perfectamente la diferencia entre la punta y el filo de la hoja de una espada.
—Gurney dice que no es artístico matar con la punta; hay que hacerlo con el filo.
—Gurney es un romántico —gruñó el Duque. Las palabras de su hijo sobre el mejor modo de matar le turbaban—. Preferiría que nunca te vieras obligado a matar… pero si te ves enfrentado a ello, mata como puedas… con el filo o con la punta.— Miró a las vidrieras del techo, sobre las que tamborileaba la lluvia.
Siguiendo la dirección de la mirada de su padre, Paul pensó en la humedad del cielo, allá fuera… un espectáculo que nunca iba a poder ver en Arrakis… y en el espacio que separaba ambos mundos.
—¿Las naves de la Cofradía son realmente tan grandes? — preguntó.
El Duque le miró.
—Este será tu primer viaje fuera del planeta —dijo—. Sí, son grandes. Y nosotros viajaremos en uno de los cruceros mayores porque es un largo viaje. Los grandes cruceros son realmente enormes. Todas nuestras fragatas y transportes ocuparían apenas una de sus esquinas… un espacio minúsculo en su lista de embarque.
—¿Y no podríamos usar una de nuestras fragatas?
—Este es parte del precio que pagamos por la Seguridad de la Cofradía. Podrá haber naves Harkonnen a nuestro flanco, y no tendremos nada que temer. Los Harkonnen no se atreverán a comprometer sus privilegios de transporte.
—Vigilaré nuestras pantallas e intentaré ver a uno de los hombres de la Cofradía.
—No lo hagas. Ni siquiera sus agentes ven nunca a un hombre de la Cofradía. La Cofradía es tan celosa de su anonimato como de su monopolio. Nunca hagas nada que pueda comprometer nuestros privilegios, Paul.
—¿Crees que tal vez se ocultan porque han sufrido mutaciones y ya no tienen… aspecto humano?
—¿Quién sabe? —el Duque se alzó de hombros—. Es un misterio que probablemente ninguno de nosotros va a resolver. Tenemos otros problemas más inmediatos… uno de ellos tú.
—¿Yo?
—Tu madre quiere que sea yo quien te lo diga, hijo. Ya sabes que es posible que poseas capacidades de Mentat.
Paul miró a su padre, incapaz por un momento de hablar; luego:
—¿Un Mentat? —dijo—. ¿Yo? Pero…
—Hawat también está de acuerdo, hijo. Es cierto.
—Pero yo creía que el adiestramiento de un Mentat debía iniciarse en la infancia, sin que el sujeto lo supiera, porque esto podría inhibir las primeras… —se interrumpió; todos los últimos acontecimientos se unieron en una única ecuación—. Comprendo —dijo.
—Llega un día —dijo el Duque— en que el potencial Mentat debe ser informado de su condición. Ya no es posible seguir adiestrándole. Es el propio Mentat quien debe elegir entre continuar o abandonar el adiestramiento. Algunos pueden continuar; algunos otros son incapaces de hacerlo. Sólo el potencial Mentat puede decidir por sí mismo lo que quiere hacer.
Paul se frotó la mandíbula. Todo el adiestramiento especial que le habían dado Hawat y su madre —la mnemotecnia, la focalización de la consciencia, el control muscular y la agudización de las sensibilidades, el estudio de las lenguas y las entonaciones de las palabras— todo adquiría para él, ahora, un nuevo significado.
—Algún día serás un Duque, hijo —dijo su padre—. Un Duque Mentat sería algo formidable. ¿Puedes decidir ahora… o necesitas algo de tiempo?
No hubo vacilación en su respuesta:
—Continuaré con el adiestramiento.
—Formidable, de veras —murmuró el Duque, y Paul vio insinuarse en su rostro una sonrisa de orgullo. Aquella sonrisa impresionó a Paul: por un instante creyó ver, en el rostro del Duque, los rasgos de una calavera. Paul cerró los ojos, sintiendo de nuevo la impresión de aquella terrible finalidad. Quizá ser un Mentat sea un terrible destino, pensó.
Pero, al mismo tiempo que formulaba este pensamiento, su nueva consciencia lo rechazó.
Con Dama Jessica y Arrakis, el sistema Bene Gesserit de implantación de leyendas a través de la Missionaria Protectiva dio sus frutos. Ya se había podido apreciar la sabiduría que había impulsado a diseminar por todo el universo conocido la doctrina de un tema profético destinado a proteger el personal Bene Gesserit, pero nunca se había sabido de una combinación tan perfecta entre personas y preparativos. Las leyendas proféticas se habían desarrollado en Arrakis hasta la adopción de etiquetas (incluyendo la Reverenda Madre, canto y respondu, y la mayor parte de la panoplia propheticus Sharia). Y hoy es admitido generalmente que las latentes habilidades de Dama Jessica fueron burdamente subestimadas.
Alrededor de Dama Jessica, apilada en los rincones del gran salón de Arrakeen, amontonada en los espacios abiertos, se encontraba toda su vida, encerrada en cajas, baúles, paquetes, valijas… en su mayor parte aún por abrir. Oyó a los descargadores de la Cofradía que acarreaban otro cargamento desde la nave hasta la entrada.
Jessica estaba de pie en el centro del salón. Se volvió lentamente, recorriendo con su mirada los bajorrelieves que asomaban entre las sombras, las ventanas profundamente entalladas en las gruesas paredes. El gigantesco anacronismo de aquella estancia le recordaba el Salón de las Hermanas en su escuela Bene Gesserit. Pero en la escuela el efecto era cálido y acogedor. Aquí, todo era dura piedra.
Algún arquitecto había tenido que bucear profundamente en la historia para recrear aquellas bóvedas y aquellas oscuras tapicerías, pensó. El arco del techo culminaba dos pisos por encima de ella, con enormes vigas transversales que, estaba segura, habían sido transportadas hasta Arrakis a un coste fabuloso. No existía ningún planeta en el sistema que poseyera árboles capaces de proporcionar tales vigas… a menos que las vigas fueran de imitación de madera.
No lo creía.
Aquella había sido la residencia del gobierno, en los días del Viejo Imperio. Los costes no habían tenido una gran importancia entonces, mucho antes de los Harkonnen y su nueva megalópolis de Carthag… un lugar de mal gusto y miserable a unos doscientos kilómetros al nordeste, más allá de la Tierra Accidentada. Leto había demostrado su buen juicio eligiendo aquel lugar para sede del gobierno. Ya su nombre, Arrakeen, sonaba bien, lleno de tradición. Y era una ciudad pequeña, más fácil de higienizar y defender.
Oyó nuevamente el ruido de las cajas que eran descargadas a la entrada, y suspiró.
Contra una caja de cartón, a su izquierda, se hallaba apoyado el retrato del padre del Duque. El cordón que había sujetado el embalaje colgaba a uno de sus lados como una deshilachada decoración. Jessica sostenía aún uno de sus extremos con la mano izquierda. Al lado de la pintura se hallaba la cabeza de un toro negro, montada sobre una placa de madera pulida. La cabeza era una isla negra en un mar de papeles arrugados. La placa estaba apoyada en el suelo, y el reluciente hocico del toro apuntaba hacia el techo como si el animal se preparara a mugir su desafío a la estancia llena de ecos.
Jessica se preguntaba qué compulsión le había empujado a desembalar aquellos dos objetos en primer lugar… la cabeza y la pintura. Sabía que había algo simbólico en aquella acción. Nunca, desde el día en que los enviados del Duque la habían comprado en la escuela, se había sentido tan asustada e insegura.
La cabeza y el cuadro.
Acentuaban su confusión. Se estremeció, lanzando una mirada a las estrechas ventanas sobre su cabeza. Era primera hora de la tarde, pero en aquella latitud el cielo se veía negro y frío… mucho más oscuro que el cálido azul de Caladan. Sintió una punzada de nostalgia por su mundo perdido.
Está tan lejos Caladan.
—¡Aquí estamos!
Era la voz del Duque Leto.
Se volvió, viéndolo avanzar a largos pasos bajo la inmensa bóveda de la entrada. Su uniforme negro de trabajo con el rojo halcón heráldico en el pecho se veía sucio y arrugado.
—Temía que te hubieses perdido en este horrible lugar —dijo.
—Es una casa fría —dijo ella. Miró su elevada estatura, su piel oscura que le recordaba el verde de los olivos bajo un sol dorado reflejado en un agua azul. Había como humo de leña en el gris de sus ojos, pero su rostro era el de un predador: afilado, todo ángulos y facetas.
Un repentino miedo aferró su pecho. Se había vuelto tan salvaje, tan autoritario desde que había decidido obedecer la orden del Emperador.
—Toda la ciudad parece fría —dijo ella.
—Es una pequeña, sucia y polvorienta ciudad de guarnición —admitió él—. Pero cambiaremos eso. —Miró a su alrededor —. Esta es una sala reservada para actos públicos y ceremonias de estado. Acabo de echar una ojeada a algunos de los apartamentos familiares del ala sur. Son mucho más acogedores. —Se acercó a ella y tocó su brazo, admirando su dignidad.
Y entonces se preguntó una vez más quiénes habrían sido sus desconocidos progenitores… ¿una Casa renegada, quizá? ¿Miembros de la realeza caídos en desgracia? Su majestad sugería sangre Imperial.
Bajo la presión de su mirada, ella se volvió ligeramente, revelando su perfil. Y él observó que no había ningún detalle sobresaliente que se impusiera al conjunto de su belleza. Su rostro era ovalado bajo la cascada de sus cabellos color bronce. Sus ojos, algo distantes, eran verdes y claros como el cielo de Caladan por la mañana. Su nariz era pequeña, su boca grande y generosa. Su figura era agraciada pero discreta: alta, delgada y de pocas pero bien formadas curvas.
Recordó que las hermanas de la escuela la llamaban flaca, así al menos se lo habían comunicado sus emisarios. Pero era una descripción demasiado simplificada. Jessica había aportado a la línea de los Atreides un rasgo de regia belleza. Se sentía feliz de que Paul se hubiera visto favorecido por ello.
—¿Dónde está Paul? —preguntó.
—En algún lugar de la casa, tomando sus lecciones con Yueh.
—Probablemente en el ala sur —dijo él—. Creo haber oído incluso la voz de Yueh, pero no he tenido tiempo de mirar. — Observó a Jessica, dudando—. He venido aquí tan sólo para colgar la llave de Castel Caladan en este salón.
Ella retuvo el aliento… era un acto definitivo de renuncia. Pero no era ni el momento ni el lugar de buscar consuelo.
—He visto nuestro estandarte sobre la casa, cuando hemos llegado —dijo ella.
El miró hacia el retrato de su padre.
—¿Dónde tienes intención de colocarlo?
—En alguna de estas paredes.
—No. —La palabra era clara y definitiva, cortando cualquier intento de persuasión. Pero de todos modos debía intentarlo, aunque sólo sirviera para confirmar que no siempre podría convencerle con astucias femeninas.
—Mi señor —dijo—, si tan sólo…
—Mi respuesta sigue siendo no. Me confieso culpable de una indulgencia hacia ti por gran cantidad de cosas, pero no por esta. Acabo de pasar precisamente por el comedor y he observado que hay…
—¡Mi señor! Os lo ruego.
—La elección es entre tu digestión y mi ancestral dignidad, querida —dijo—. Lo colgaremos en el comedor.
Suspiró.
—Sí, mi señor.
—Tan pronto como sea posible podrás volver a comer como de costumbre en tus habitaciones. Exigiré que ocupes tu puesto únicamente en las ocasiones oficiales.
—Gracias, mi señor.
—¡Y no seas tan fría y formal conmigo! Dame las gracias por no haberme casado nunca contigo, querida. De otro modo, tu deber hubiera sido estar a mi lado en la mesa a cada comida.
Ella asintió, impasible.
—Hawat ha instalado ya tu detector de venenos en la mesa — dijo—. Pero tienes otro portátil en tu habitación.
—Habéis previsto incluso esta… discrepancia —dijo ella.
—Querida, pero pienso también en tu comodidad. He contratado criadas. Son locales, pero Hawat las ha seleccionado… todas ellas son Fremen. Servirán hasta que nuestra propia gente haya terminado las tareas que tienen ahora.
—¿Hay alguien en este lugar que sea realmente de fiar?
—Todos aquellos que odian a los Harkonnen. Quizá incluso quieras quedarte con el ama de llaves: la Shadout Mapes.
—¿Shadout? —dijo Jessica—. ¿Un título Fremen?
—Me han dicho que significa «excavapozos», una palabra llena de importantes implicaciones aquí. Puede que no corresponda a tu idea de la sirvienta ideal, pero Hawat habla muy bien de ella, basándose en un informe de Duncan. Ambos están convencidos de que desea servir… y especialmente servirte a ti.
—¿A mi?
—Los Fremen han sabido que eres Bene Gesserit. Y corren leyendas acerca de las Bene Gesserit.
La Missionaria Protectiva, pensó Jessica. No hay ningún lugar que se les escape.
—¿Esto significa que Duncan ha tenido éxito? —preguntó—. ¿Serán los Fremen nuestros aliados?
—No hay todavía nada concreto —dijo el Duque—. Duncan cree que antes desean observarnos un poco. De todos modos, han prometido no saquear los pueblos limítrofes durante la tregua. Es un logro más importante de lo que puede parecer. Hawat me ha dicho que los Fremen eran una profunda espina en el costado de los Harkonnen, que mantenían en secreto el alcance de sus incursiones. No querían pedirle ayuda al Emperador para que no supiera la ineficacia de las fuerzas militares de los Harkonnen.
—Un ama de llaves Fremen —murmuró Jessica, volviendo al tema de la Shadout Mapes—. Así que tendrá los ojos totalmente azules.
—No te dejes engañar por la apariencia de esa gente —dijo el Duque—. Son muy fuertes y de una profunda vitalidad. Creo que son precisamente lo que necesitamos.
—Es un juego peligroso —dijo Jessica.
—No empecemos de nuevo con esto —dijo él.
Ella forzó una sonrisa.
—Estamos en esto, no hay ninguna duda acerca de ello. —Se concentró en un rápido ejercicio de retorno a la calma: dos inspiraciones, el pensamiento ritual, y luego—: Cuando asigne las habitaciones, ¿hay alguna en especial que deseéis que os reserve para vos?
—Algún día tienes que enseñarme cómo consigues esto — dijo el Duque—, el modo de borrar todas las preocupaciones de tu mente y volver a las cosas prácticas. Debe ser algún truco Bene Gesserit.
—Es un truco femenino —dijo ella.
El sonrió.
—Bien, volvamos a la asignación de habitaciones: búscame una estancia amplia cerca de mi dormitorio. Aquí va a haber mucho más papeleo que en Caladan. Una habitación para la guardia, por supuesto. Esto será suficiente. No te preocupes por la seguridad de la casa. Los hombres de Hawat la han rastreado a fondo.
—Estoy segura de que lo han hecho.
El Duque miró su reloj.
—Y comprueba que todos nuestros relojes queden puestos a la hora local de Arrakeen. He asignado a un técnico para que se ocupe de ello. Estará aquí dentro de poco. —Le apartó un mechón de cabellos que le había caído sobre la frente—. Ahora debo volver al área de desembarco. El segundo cargamento llegará de un momento a otro.
—¿No podría ocuparse de ello Hawat, mi señor? Parecéis tan cansado…
—El buen Thufir está aún más ocupado que yo. Sabes que este planeta está infestado de las intrigas de los Harkonnen. Además, debo convencer a los mejores cazadores de especia para que se queden. Con el cambio de feudo, ya sabes, quedan libres de elegir… y el planetólogo que el Emperador y el Landsraad han designado como Arbitro del Cambio no puede ser comprado. Les ha dado la opción de elegir libremente. Casi ochocientos hombres expertos esperan para irse en el transbordador de la especia, y un cargo de la Cofradía los está aguardando.
—Mi señor… —Jessica se interrumpió, vacilante.
—¿Sí?
Nadie podrá impedirle que haga lo imposible para convertir este mundo en habitable para nosotros, pensó. Y no puedo usar mis trucos en ello.
—¿A qué hora os espero para la cena? —preguntó.
No es esto lo que ibas a decir, pensó él. Ah, mi Jessica, cómo querrías que estuviéramos lejos de aquí, no importa en qué sitio, pero lejos de este terrible lugar… solos nosotros dos, sin ninguna preocupación.
—Comeré en el campo, en la mesa de oficiales —dijo—. No me esperes hasta muy tarde. Y… ah, enviaré un coche con escolta para Paul. Quiero que asista a nuestra conferencia estratégica.
Se aclaró la garganta como si fuera a decir algo más, y luego, en silencio, dio media vuelta y sonrió, mientras Jessica oía el ruido de otra carga que era depositada en el suelo. Su voz sonó aún otra vez, imperativa y desdeñosa, en el tono con el que hablaba a los sirvientes cuando tenía prisa:
—Dama Jessica está en el vestíbulo. Reúnete con ella inmediatamente.
La puerta exterior se cerró con un chasquido.
Jessica se volvió, haciendo frente al retrato del padre de Leto. Había sido realizado por un afamado artista, Albe, cuando el Viejo Duque era de mediana edad. Había sido pintado vestido de matador, con una capa magenta colgando del brazo izquierdo. El rostro se veía joven, casi tanto como el de Leto en la actualidad, y con la misma expresión de halcón, la misma mirada gris. Apretó sus puños contra los costados, mirando el retrato con odio.
—¡Maldito! ¡Maldito! ¡Maldito! —susurró.
—¿Cuáles son vuestras órdenes, Noble Nacida?
Era una voz de mujer, musical como una cuerda tensada.
Jessica se volvió y se encontró frente a una mujer nudosa, de cabellos grises, vestida con las informes ropas de tela de saco de los siervos. La mujer tenía el mismo aspecto rugoso y reseco que todos los demás que la habían recibido aquella mañana, a lo largo del camino desde el campo de aterrizaje. Todos los nativos de aquel planeta, pensó Jessica, tenían aquel mismo aspecto consumido y famélico. Sin embargo, Leto había dicho que eran fuertes y sanos. Y además, por supuesto, estaban los ojos… aquellos lagos de un azul profundo sin el menor blanco, secretos, misteriosos. Jessica se esforzó por no afrontar su mirada.
La mujer inclinó brevemente la cabeza y dijo:
—Me llaman la Shadout Mapes, Noble Nacida. ¿Cuáles son vuestras órdenes?
—Puedes llamarme «mi Dama» —dijo Jessica—. No nací noble. Soy la concubina titular del Duque Leto.
De nuevo aquella extraña inclinación de cabeza, y la mujer alzó los ojos hacia Jessica con una insidiosa pregunta:
—¿Hay entonces una mujer?
—No la hay, ni la ha habido nunca. Soy la única… compañera del Duque, la madre de su heredero designado.
Mientras hablaba, Jessica se reía para sí misma del orgullo que transpiraban sus palabras. ¿Qué es lo que dijo San Agustín?, se preguntó así misma. La mente gobierna al cuerpo, y éste obedece. La mente se ordena a si misma, y encuentra resistencia. Si… últimamente encuentra una mayor resistencia. Debería retirarme calmadamente en mí misma.
Un grito extraño sonó fuera de la casa, allá en el camino. Un grito repetido:
—¡Suu-suu-suuk! ¡Suu-suu-suuk! —y luego—: ¡Ikhut-eigh! —y luego, de nuevo—: ¡Suu-suu-suuk!
—¿Qué es esto? —preguntó Jessica— He oído varias veces este grito por las calles, esta mañana.
—Es sólo un vendedor de agua, mi Dama. Pero no tiene interés para vos. Las cisternas de esta morada contienen cincuenta mil litros, y están siempre llenas. —Inclinó la cabeza y miró sus ropas—. Vedlo, mi Dama, ¡no necesito llevar mi destiltraje aquí! —se rió—. ¡Y no he muerto!
Jessica vaciló, queriendo hacerle algunas preguntas a aquella mujer Fremen, sintiendo la necesidad de que la orientara. Pero la más urgente era poner un poco de orden en la confusión del castillo. De todos modos, la idea de que en aquel lugar el agua fuera un signo de riqueza la desconcertaba.
—Mi esposo me ha dicho tu título, Shadout —dijo Jessica—. Conozco esta palabra. Es una palabra muy antigua.
—¿Así que conocéis las antiguas lenguas? —preguntó Mapes, y la miró con una extraña intensidad.
—Las lenguas son la primera enseñanza Bene Gesserit —dijo Jessica—. Conozco el bhotani-jib y el chakobsa, todas las lenguas de los cazadores.
Mapes asintió.
—Tal como dice la leyenda.
Y Jessica se preguntó: ¿Por qué estoy representando esta comedia? Pero los caminos Bene Gesserit siempre eran sinuosos y compulsivos.
—Conozco las Cosas Oscuras y los caminos de la Gran Madre —dijo Jessica. Leyó, en el aspecto de Mapes, en cada uno de sus gestos, los más obvios signos reveladores—. Miseces prejia —dijo, en lengua chakobsa—. ¡Andal t’re pera! Trada cik buscakri miseces perakri…
Mapes dio un paso atrás, dispuesta a huir.
—Sé muchas cosas —dijo Jessica—. Sé que has engendrado hijos, que has perdido a seres queridos, que te has ocultado por miedo y que has cometido violencia y que volverás a cometer más violencia. Sé muchas cosas.
—No quería ofenderos, mi Dama —dijo Mapes en voz muy baja.
—Hablas de la leyenda y buscas respuestas —dijo Jessica—. Guárdate de las respuestas que puedas encontrar. Sé que has venido aquí preparada para la violencia, con un arma en tu corpiño.
—Mi Dama, yo…
—Existe una remota posibilidad de que consigas derramar la sangre de mi vida —dijo Jessica—, pero si lo hicieras causarías más daño del que te puedas imaginar en tus más locos terrores. Hay cosas peores que la muerte, tú lo sabes… incluso para todo un pueblo.
—¡Mi Dama! —imploró Mapes. Parecía a punto de caer de rodillas—. Esta arma es un regalo para vos si podéis probar que sois Ella.
—Y el instrumento de mi muerte si no puedo probarlo —dijo Jessica. Esperó, en la aparente calma que hacía a las Bene Gesserit tan terribles en el combate.
Ahora veremos hacia dónde se inclina la decisión, pensó.
Lentamente, Mapes metió la mano por el cuello de su vestido y sacó una oscura funda. Una negra empuñadura, profundamente grabada para hacer segura la sujeción, emergía de ella. Tomó la funda con una mano y la empuñadura con la otra, y con un rápido movimiento extrajo una hoja de un color blanco lechoso. La blandió por encima de su cabeza y la hoja pareció brillar con luz propia. Era de doble filo, como un kindjal, y la hoja tendría unos veinte centímetros de largo.
—¿Conocéis esto, mi Dama? —preguntó Mapes.
No podía ser otra cosa, se dijo Jessica, que el fabuloso cuchillo crys de Arrakis, la hoja que nunca había salido de aquel planeta y que en otras partes sólo era un rumor y un misterio.
—Es un crys —dijo.
—No lo pronunciéis con ligereza —dijo Mapes—. ¿Sabéis el significado de este nombre?
Y Jessica pensó: Esta es una pregunta de doble filo. Aquí está la razón por la cual esta Fremen ha querido servir conmigo, tenía que hacerme esta pregunta. Mi respuesta puede precipitar la violencia o… ¿qué? Exige una respuesta de mi parte: el significado de este cuchillo. La llaman la Shadout en lengua chakobsa, el cuchillo es el «hacedor de muerte». Se está impacientando. Tengo que responder ya. Retardar la respuesta es tan peligroso como una respuesta falsa.
—Es un hacedor… —dijo.
—¡Aiiiieeeeeee! —gritó Mapes. Era un sonido de dolor y de alivio. Temblaba tan violentamente que la hoja del cuchillo creaba reflejos por toda la estancia.
Jessica esperaba, inmóvil. Iba a decir que el cuchillo era un hacedor de muerte y a añadir la antigua palabra, pero ahora todos los sentidos la advertían, con la intensidad de su adiestramiento capaz de revelar el significado del menor estremecimiento muscular.
La palabra clave era… hacedor.
¿Hacedor? Hacedor.
Sin embargo, Mapes empuñaba el cuchillo como si estuviera dispuesta a usarlo.
—¿Cómo has podido pensar —dijo Jessica— que yo, conociendo los misterios de la Gran Madre, no iba a conocer el Hacedor?
Mapes bajó el cuchillo.
—Mi Dama, cuando uno ha vivido tanto tiempo con la profecía, el momento de la revelación es un shock.
Jessica pensó en la profecía… el Shari-a y toda la panoplia propheticus; una Bene Gesserit de la Missionaria Protectiva había sido enviada allí muchos siglos antes; había muerto hacía ya mucho, no cabía ninguna duda de ello, pero había cumplido sus propósitos: las leyendas protectoras sólidamente implantadas en aquel pueblo para el día en que una Bene Gesserit tuviera necesidad de ellas.
Bien, el día había llegado.
Mapes volvió el cuchillo a su funda y dijo:
—Esta es una hoja inestable, mi Dama. Llevadla siempre con vos. Si permanece más de una semana lejos de la carne, empezará a desintegrarse. Es un diente de shai-hulud, permanecerá con vos durante todo el tiempo que dure vuestra vida.
Jessica tendió su mano derecha y se arriesgó a decir:
—Mapes, has devuelto la hoja a su funda sin que estuviera marcada por la sangre.
Con una ahogada exclamación, Mapes puso el enfundado cuchillo en la mano de Jessica y desgarró su corpiño, diciendo:
—¡Tomad el agua de mi vida!
Jessica extrajo la hoja de su funda. ¡Cómo relucía! La apuntó directamente hacia Mapes, y vio en sus ojos un pánico más grande que la muerte.
¿Un veneno en la punta?, se preguntó Jessica. Alzó la hoja, trazando un delicado arañazo en el seno izquierdo de Mapes con el lado de la hoja. Surgieron unas pocas gotas de sangre que se detuvieron casi inmediatamente. Coagulación ultrarrápida, pensó Jessica. ¿Una mutación para conservar la humedad del cuerpo?
Metió de nuevo la hoja en su funda y dijo:
—Abotona tu vestido, Mapes.
Mapes obedeció, temblando. Sus ojos sin blanco miraban fijamente a Jessica.
—Vos sois de los nuestros —murmuró—. Vos sois Ella.
En la entrada se oyó de nuevo el ruido de descargar bultos. Mapes tomó el cuchillo envainado y lo deslizó en el corpiño de Jessica.
—¡Cualquiera que vea esa hoja debe ser purificado o muerto! —gruñó—. ¡Vos lo sabéis, mi Dama!
Acabo de saberlo ahora, pensó Jessica.
Los descargadores, allá afuera, se marcharon sin pasar por la Gran Sala.
Mapes recuperó su compostura y dijo:
—Aquel que es impuro y ha visto un crys no puede abandonar vivo Arrakis. No olvidéis esto, mi Dama. Os ha sido confiado un crys —hizo una profunda inspiración—. Ahora las cosas deben seguir su curso. No se puede apresurar nada. —Paseó su mirada por las cajas y paquetes apilados a su alrededor—. Y aquí hay mucho trabajo para dejar pasar el tiempo.
Jessica vaciló. «Las cosas deben seguir su curso». Una frase típica que provenía directamente de las reservas de conjuros de la Missionaria Protectiva… La venida de la Reverenda Madre que os liberará.
Pero yo no soy una Reverenda Madre, pensó Jessica. Y luego: ¡Gran Madre! ¡Este mundo debe ser horrible para que hayamos tenido que implantar esto!
—¿Qué es lo primero que deseáis que haga, mi Dama? —dijo Mapes con voz tranquila.
El instinto empujó a Jessica a responder, con el mismo tono casual.
—La pintura del Viejo Duque, ésta, debe ser colocada en una de las paredes del comedor. La cabeza del toro en la pared opuesta.
Mapes se acercó a la cabeza del toro.
—Debía ser un animal enorme para tener una cabeza tan grande —dijo. Se inclinó sobre ella—. ¿Debo limpiarla primero, mi Dama?
—No.
—Pero la suciedad se ha incrustado en los cuernos.
—No es suciedad, Mapes. Es la sangre del padre de nuestro Duque. Esos cuernos fueron tratados con un fijador transparente pocas horas después de que este animal matara al Viejo Duque.
Mapes se irguió.
—¿Eh? —dijo.
—Es tan sólo sangre —dijo Jessica—. Sangre muy antigua. Busca a alguien que te ayude a colgar esto. Esas malditas cosas son pesadas.
—¿Creéis que un poco de sangre me impresiona? —preguntó Mapes—. Vengo del desierto, y he visto sangre en abundancia.
—Sí… estoy convencida de ello —dijo Jessica.
—Y, a veces, esa sangre era la mía —dijo Mapes—. Mucha más sangre de la que me ha producido vuestra rozadura.
—¿Hubieras preferido que cortara más profundamente?
—¡Oh, no! El agua del cuerpo es ya escasa, y no hay necesidad de malgastarla esparciéndola por el aire. Habéis actuado correctamente.
Y Jessica, a través de las palabras y el modo de decirlas, captó las profundas implicaciones de aquella frase, «el agua del cuerpo». Sintió de nuevo la sensación opresiva de la importancia del agua en Arrakis.
—¿En qué lado del comedor debo colgar estas hermosas cosas, mi Dama? —preguntó Mapes.
Siempre práctica, esta Mapes, pensó Jessica. Dijo:
—Usa tu buen juicio, Mapes. Realmente, no tiene importancia.
—Como deseéis, mi Dama. —Mapes se inclinó y comenzó a liberar la cabeza de los restos del embalaje—. ¿Así que mató a un viejo duque, decís? —murmuró suavemente.
—¿Llamo a alguien para ayudarte? —preguntó Jessica.
—Me las arreglaré yo sola, mi Dama.
Sí, se las arreglará, pensó Jessica. Eso es algo que realmente posee esa Fremen: la voluntad de acabar lo que emprende.
Jessica sintió el frío contacto del crys en su corpiño, y pensó en la larga cadena de intrigas Bene Gesserit, y en el nuevo eslabón que acababa de forjarse allí. Gracias a aquella cadena, había conseguido sobrevivir a una crisis mortal. «No se puede apresurar nada», había dicho Mapes. Y sin embargo, la prisa dominaba aquel lugar, llenando a Jessica de aprensión. Y ni siquiera todos los preparativos de la Missionaria Protectiva, ni siquiera las minuciosas inspecciones hechas por Hawat en aquel enorme cúmulo de piedras que era el castillo, habían conseguido disipar sus oscuros presagios.
—Cuando hayas terminado con esto, empieza a desempaquetar los bultos —dijo Jessica—. Uno de los descargadores está en la entrada principal con todas las llaves, y te dirá dónde hay que meter cada cosa. Haz que te dé las llaves y la lista. Si tienes que hacerme alguna consulta, estaré en el ala sur.
—Como vos deseéis, mi Dama.
Jessica se alejó, pensando: Hawat habrá juzgado esta residencia como segura, pero hay algo amenazador en este lugar. Lo presiento.
Una urgente necesidad de ver a su hijo invadió a Jessica. Se dirigió hacia la gran entrada abovedada que se abría al pasillo que conducía al comedor y a las habitaciones familiares. Andaba más y más aprisa, hasta que finalmente casi corría.
Detrás de ella, Mapes hizo una breve pausa en su tarea de terminar de desembalar la cabeza del toro, y miró la silueta que se alejaba.
—Es Ella, no hay duda —murmuró—. Pobrecilla.
«¡Yueh!¡Yueh!¡Yueh!», dice el refrán. «¡Un millón de muertes no serían bastantes para Yueh!»
La puerta estaba entrecerrada, y Jessica la abrió, penetrando en una estancia de paredes amarillas. A su izquierda había un diván bajo de piel negra y dos librerías vacías; una calabaza para agua pendía, vacía y con sus abombados lados llenos de polvo. A su derecha, flanqueando otra puerta, otras dos librerías vacías, un escritorio traído de Caladan y tres sillas. Junto a la ventana, directamente frente a ella, el doctor Yueh, dándole la espalda, parecía concentrar su atención en el mundo exterior.
Jessica dio otro silencioso paso dentro de la habitación.
Observó que la chaqueta del doctor estaba arrugada, y que tenía marcas blancas a la altura de su codo izquierdo, como si se hubiera apoyado contra tiza. Visto así, de espaldas, parecía un esqueleto desprovisto de carne, envuelto en ropas negras demasiado amplias, una marioneta esperando moverse bajo las órdenes de un invisible marionetista. Sólo la cabeza parecía viva, con los largos cabellos color ébano, sujetos por el anillo de plata de la Escuela Suk, cayéndole sobre los hombros y agitándose ligeramente cuando se inclinaba para seguir mejor algún movimiento del exterior.
Jessica miró nuevamente la estancia sin ver ninguna señal de su hijo, pero sabía que la puerta cerrada de la derecha conducía a otra estancia más pequeña por la cual Paul había mostrado su preferencia.
—Buenas tardes, doctor Yueh —dijo—. ¿Dónde está Paul?
El hombre inclinó la cabeza como respondiendo a alguien allá afuera, y contestó con voz ausente, sin volverse:
—Vuestro hijo estaba cansado, Jessica. Le he enviado a la otra estancia, a descansar.
Se irguió bruscamente y se volvió, con el bigote cayendo sobre sus empurpurados labios.
—¡Perdonadme, mi Dama! Mis pensamientos estaban lejos de aquí… yo… no pretendía hablaros de modo tan familiar.
Ella sonrió, levantando su mano derecha. Por un instante temió que el hombre se arrodillase.
—Wellington, por favor.
—Usar vuestro nombre así… yo…
—Hace seis años que nos conocemos —dijo Jessica—. Tendríamos que haber roto las formalidades hace ya mucho… al menos en privado.
Yueh aventuró una débil sonrisa, pensando: Creo que ha resultado. Ahora pensará que lo poco usual de mi modo de comportarme es debido al azaramiento. No buscará razones más profundas, puesto que ya tiene la respuesta.
—Temo que me hayáis encontrado con la cabeza entre las nubes —dijo—. Cuando… cuando me siento inquieto por vos, temo que pienso en vos como… bien, como en Jessica.
—¿Inquieto por mí? ¿Por qué?
Yueh se alzó de hombros. Desde hacía tiempo se había dado cuenta de que Jessica no tenía el don completo de Decidora de Verdad como había tenido su Wanna. Sin embargo, le decía a Jessica la verdad cada vez que le era posible. Era más seguro.
—Habéis visto este lugar, mi… Jessica —vaciló en el nombre, y siguió rápidamente—: Es todo tan desnudo, después de Caladan. ¡Y la gente! Todas aquellas mujeres, a lo largo de vuestro camino, gimiendo tras sus velos… ¡Y el modo como os miraban!
Jessica apretó el brazo contra su pecho, sintiendo el contacto del crys, de la hoja obtenida del diente de un gusano de arena, si lo que se decía era cierto.
—También nosotros les parecemos extraños a ellos… gente distinta con distintas costumbres. Hasta ahora sólo habían conocido a los Harkonnen —miró a su vez a través de la ventana—. ¿Qué era lo que mirábais fuera?
El hombre miró también por la ventana.
—La gente.
Jessica avanzó hasta situarse a su lado, y siguió la dirección de su mirada, frente a la casa, hacia la izquierda, allá donde estaba centrada la atención de Yueh. Había una hilera de veinte palmeras, y la tierra debajo de ellas estaba limpia y cuidada. Una barrera-pantalla las separaba de la gente que pasaba, envuelta en sus ropas, por la calle. Jessica notó el ligero temblor del aire entre ella y la gente -el escudo que rodeaba la casa-, y estudió a la gente que pasaba, preguntándose qué era lo que absorbía tanto a Yueh.
La comprensión emergió bruscamente, y se llevó una mano al rostro. ¡La gente que pasaba contemplaba las palmeras! Y en sus rostros se leía la envidia, en algunos el odio… y también algo de esperanza. Cada persona que pasaba miraba los árboles con hipnótica fijeza en su expresión.
—¿Sabéis lo que están pensando? —preguntó Yueh.
—¿Pretendéis poder leer los pensamientos? —se sorprendió ella.
—Sus pensamientos —dijo él—. Miran esos árboles y piensan: «Aquí hay un centenar de nosotros». Eso es lo que piensan.
Ella le miró, perpleja y cejijunta.
—¿Por qué?
—Son palmeras datileras —dijo el hombre—. Cada palmera datilera absorbe cuarenta litros de agua al día. Un hombre necesita solamente ocho litros. Una palmera, pues, equivale a cinco hombres. Aquí hay veinte palmeras… o sea cien hombres.
—Pero algunos entre esa gente miran a los árboles con esperanza.
—Esperan que caiga algún dátil, pero no es la estación.
—Miramos este lugar con ojos demasiado críticos —dijo ella —. Hay aquí tanta esperanza como peligro. La especia puede hacernos ricos. Con un tesoro tan grande, podríamos transformar completamente este mundo.
Y se rió silenciosamente para sí misma: ¿A quién intento convencer?
Su risa resonó entre todas sus compulsiones, emergiendo secamente, sin alegría.
—Pero uno no puede comprar la seguridad —dijo.
Yueh giró su rostro para ocultarlo de ella. ¡Si al menos fuera posible odiar a esa gente en vez de amarla! En sus ademanes, en muchos de sus detalles, Jessica se parecía a su Wanna. Pero aquellos pensamientos afirmaron aún más su decisión. La crueldad de los Harkonnen era tortuosa. Quizá Wanna estuviera aún viva. Tenía que estar seguro de ello.
—No os preocupéis por nosotros, Wellington —dijo Jessica —. El problema es nuestro, no vuestro.
¿Cree que me preocupo por ella! Parpadeó para ocultar sus lágrimas. Y es cierto, por supuesto. Pero debo afrontar a ese negro Barón una vez cumplida su voluntad, y aprovechar entonces el momento oportuno para golpearle cuando esté más débil… ¡en el momento de su triunfo!
Suspiró.
—¿Molestaré a Paul si voy a echarle una ojeada? —preguntó Jessica.
—En absoluto. Le he dado un sedante.
—¿Soporta bien el cambio?
—Tan sólo está un poco más cansado que de costumbre. Está excitado, pero, ¿qué muchacho de quince años no lo estaría en tales circunstancias? —Se dirigió hacia la puerta y la abrió—. Aquí está.
Jessica le siguió, aguzando la mirada en la penumbra.
Paul dormía en una estrecha cama, con un brazo metido bajo un ligero cubrecama y el otro sobre su cabeza. La claridad que atravesaba las persianas ponía una trama de luz y sombras en el rostro y el cubrecama.
Jessica miró a su hijo, observando aquel rostro ovalado tan parecido al suyo. Pero los cabellos eran los del Duque… negros como el carbón y enmarañados. Las largas pestañas ocultaban unos ojos verdes. Jessica sonrió, sintiendo que sus temores se desvanecían. De pronto se dio cuenta de cómo iban apareciendo las ascendencias genéticas en los rasgos de su hijo: los ojos eran los suyos, y también las líneas faciales, pero los aguzados rasgos del padre iban mostrándose cada vez más acusados, como la madurez emergiendo de la adolescencia.
Concibió los rasgos del muchacho como la refinada destilación de un proceso casual, una interminable hilera de coincidencias que convergían en un nexo. Sintió deseos de arrodillarse junto a la cama y apretarlo entre sus brazos, pero la presencia de Yueh se lo impidió. Retrocedió, y cerró suavemente la puerta.
Yueh había vuelto a la ventana, incapaz de permanecer junto a Jessica contemplando a su hijo. ¿Por qué Wanna no me dio hijos?, se dijo así mismo. Soy doctor, sé que no había ningún impedimento físico. ¿Acaso existe alguna explicación Bene Gesserit? ¿Es posible que estuviera destinada a algún otro fin? ¿Pero cuál? Ella me amaba, estoy seguro.
Por primera vez se sintió presa del pensamiento de que tal vez él formaba parte de un plan mucho más vasto y complejo de lo que su mente fuera nunca capaz de concebir.
Jessica se detuvo a su lado, y dijo:
—Qué delicioso abandono hay en el sueño de un niño.
—Si los adultos pudieran relajarse también así… —dijo el hombre maquinalmente.
—Sí.
—¿Dónde perdimos eso? —murmuró él.
Ella le miró, captando algo extraño en su tono, pero su mente estaba dirigida a Paul, pensando en los nuevos rigores de su adiestramiento, pensando en lo distinta que sería su vida ahora… tan distinta a la vida que habían planeado para él.
—Sí, perdemos algo —dijo.
Miró afuera, hacia la derecha, viendo el agitarse gris verdoso de los arbustos bajo el soplo del viento… hojas polvorientas y ramas sarmentosas. El oscuro cielo colgaba sobre el declive como una mancha, y la lechosa luz del sol arrakeno inundaba la escena de reflejos plateados, como los del crys que guardaba en su seno.
—El cielo es tan oscuro —murmuro.
—Es debido en parte a la falta de humedad —dijo el hombre.
—¡Agua! —exclamó ella—. ¡Hacia cualquier parte que se gire una, siempre se ve envuelta por esta falta de agua!
—Este es el precioso misterio de Arrakis —dijo él.
—¿Pero por qué hay tan poca? Las rocas aquí son volcánicas. Y podría citar otra docena de fuentes posibles. Hay el hielo de los polos. Dicen que es imposible horadar en el desierto, que las tormentas y las mareas de arena destruyen los equipos antes de que terminen de instalarse, sino son devorados antes por los gusanos. De todos modos, nunca han encontrado agua allí. Pero el misterio, Wellington, el auténtico misterio, son esos pozos excavados aquí en los sink y en las depresiones. ¿Habéis oído hablar de ellos?
—Primero un hilillo de agua, y luego nada —dijo el hombre.
—Pero, Wellington, ese es el misterio. El agua está ahí. Primero surge, luego se para, y ya no hay agua nunca más. Pero otra excavación en sus proximidades produce el mismo resultado: un hilillo de agua, y luego nada. ¿Nadie se ha sentido nunca intrigado por eso?
—Sí, es curioso —dijo Yueh—. ¿Sospecháis la presencia de algo vivo? ¿No creéis que los análisis del terreno lo hubieran revelado?
—¿Qué hubieran revelado? ¿Una planta extraña… o un animal? ¿Cómo identificarlo? —miró de nuevo hacia afuera—. El agua se detiene. Algo la absorbe e impide que fluya. Estoy segura de ello.
—Quizá se conozca ya la razón —dijo el hombre—. Los Harkonnen censuraron muchas fuentes de información sobre Arrakis. Quizá tenían razón para suprimir ésta.
—¿Qué razón? —preguntó ella—. Por otro lado, hay la humedad atmosférica. No mucha, es cierto, pero existe. Es la mayor fuente de agua aquí, gracias a las trampas de viento y a los precipitadores. ¿De dónde proviene?
—¿De los casquetes polares?
—El aire frío arrastra muy poca humedad, Wellington. Hay cosas, tras el velo de los Harkonnen, que merecen investigarse a fondo, y no todas están relacionadas directamente con la especia.
—Ciertamente, estamos envueltos en el velo de los Harkonnen —dijo él—. Quizá… —Se interrumpió, notando la repentina intensidad de la mirada de Jessica—. ¿Ocurre algo?
—El modo en que habéis dicho «Harkonnen» —dijo ella—. Ni siquiera la voz de mi Duque está tan cargada de veneno cuando pronuncia este odiado nombre. No sabía que tuviérais alguna razón personal para odiarlos, Wellington.
¡Gran Madre!, pensó Yueh. ¡He despertado sus sospechas! Ahora debo emplear todos los trucos que me enseñó mi Wanna. Es la única solución: decirle la verdad tanto como pueda.
—¿Ignoráis que mi esposa, mi Wanna…? —dijo. Se interrumpió, sintiendo que las palabras se ahogaban en su garganta. Luego—: Ella… —las palabras se negaron a salir. Se sintió ganado por el pánico, cerró fuertemente los ojos, notando la agonía en su pecho hasta que una mano tocó suavemente su brazo.
—Perdonad —dijo Jessica—. No quería abrir una vieja herida —. Y pensó: ¡Esas bestias! Su esposa era una Bene Gesserit… los signos están por todo él. Y es obvio que los Harkonnen la mataron. No es más que otra víctima, ligada a los Atreides por un odio común.
—Lo siento —dijo Yueh—. Soy incapaz de hablar de ello. — Abrió los ojos, abandonándose a las garras del sufrimiento interno. Este, al menos, era verdadero.
Jessica lo estudió, sus pómulos acusados, los reflejos dorados en sus almendrados ojos, su amarillenta piel y el chocante bigote que caía formando una curva a ambos lados de sus empurpurados labios y el aguzado mentón. Las arrugas en sus mejillas y su frente eran debidas tanto al dolor como a la edad. Sintió un profundo afecto hacia él.
—Wellington, siento que os hayamos traído hasta un lugar tan peligroso —dijo.
—He venido por mi propia voluntad —dijo él. Y esto también era verdad.
—Pero este planeta no es más que una inmensa trampa Harkonnen. Y vos sabéis esto.
—Hace falta mucho más que una trampa para atrapar al Duque Leto —dijo el hombre. Y esto también era verdad.
—Tal vez yo debiera tener más confianza en él —dijo Jessica —. Es un brillante estratega.
—Hemos sido desarraigados —dijo Yueh—. Es por eso por lo que nos sentimos tan incómodos.
—Y es tan fácil matar una planta desarraigada —dijo ella—. Especialmente cuando es plantada en un suelo hostil.
—¿Estamos seguros de que el suelo es hostil?
—Ha habido luchas por el agua cuando se ha sabido la cantidad de gente que añadiría a la población la llegada del Duque —dijo Jessica—. Y sólo han cesado cuando la gente ha visto que instalábamos nuevos condensadores y trampas de viento a fin de absorber esta sobrecarga.
—Hay una cantidad limitada de agua para sustentar la vida humana aquí —dijo él—. La gente sabe muy bien que si vienen otros a beber, el precio del agua subirá y los más pobres morirán. Pero el Duque ha resuelto este problema. Las luchas no significan una permanente hostilidad hacia él.
—Y los guardias —dijo ella—. Guardias por todas partes. Y escudos. Se puede ver el temblor del aire por cualquier lado que uno mire. No vivíamos así en Caladan.
—Dadle a este planeta una oportunidad —dijo él.
Pero Jessica siguió mirando con ojos duros a través de la ventana.
—Siento la muerte en este lugar —dijo—. Hawat ha enviado aquí un batallón de sus agentes como vanguardia. Esos guardias de ahí afuera son sus hombres. Los descargadores son sus hombres. Ha habido importantes e inexplicados desembolsos de dinero del tesoro últimamente. Esas sumas sólo significan una cosa: corrupción en las altas esferas. —Agitó su cabeza—. Allá donde va Thufir Hawat, le acompañan la muerte y la traición.
—Le estáis insultando.
—¿Insultando? Le alabo. Muerte y traición son nuestra única esperanza ahora. Sólo que no me dejo engañar por los métodos de Thufir.
—Deberíais… encontrar alguna ocupación —dijo el hombre —. No pasar todo el tiempo con esos mórbidos…
—¡Alguna ocupación! ¿Qué es lo que ocupa la mayor parte de mi tiempo, Wellington? Soy la secretaria del Duque… tengo tanto trabajo que cada día aprendo nuevas cosas que temer… cosas que él ni siquiera sospecha que yo sepa. —Apretó los labios, hablando muy bajo—: A veces me pregunto cómo influyó mi adiestramiento Bene Gesserit en su elección de mí.
—¿Qué queréis decir? —se sentía impresionado por su tono cínico, por aquella amargura que nunca antes había descubierto en ella.
—¿No habéis pensado nunca, Wellington —dijo Jessica—, que una secretaria atada por el amor es mucho más segura?
—Este es un pensamiento injusto, Jessica.
El reproche había surgido espontáneamente de sus labios. No existía la menor duda acerca de los sentimientos del Duque hacia su concubina. Bastaba observarle cuando la seguía con los ojos.
Ella suspiró.
Y apretó de nuevo los brazos contra su pecho, notando el contacto del crys y su funda contra su carne y pensando en la obra aún no terminada que representaba.
—Muy pronto se derramará sangre —dijo—. Los Harkonnen no se detendrán hasta que sean exterminados o mi Duque destruido. El Barón no puede olvidar que Leto es sobrino de la sangre real (no importa en qué grado) mientras que los títulos de los Harkonnen no provienen más que de sus intereses en la CHOAM. Pero el auténtico veneno, instalado en lo más profundo de sus mentes, es el conocimiento de que fue un Atreides quien desterró a un Harkonnen por cobardía después de la Batalla de Corrin.
—Las viejas rencillas —murmuró Yueh. Y por un instante gustó el ácido sabor del odio. Las viejas rencillas le habían envuelto también a él en su trama, habían matado a su Wanna o —peor aún— la habían entregado a los Harkonnen para que la torturaran hasta que su esposo hubiera cumplido su tarea. Las antiguas rencillas le habían atrapado a él, y toda aquella gente que le rodeaba formaba también parte de aquella venenosa trampa. La ironía era que todo aquel odio mortal fuera a florecer allí, en Arrakis, única fuente en todo el universo de la melange, la prolongadora de vida, la droga de salud.
—¿En qué estáis pensando? —preguntó Jessica.
—Pienso que la especia vale actualmente seiscientos veinte mil solaris el decagramo, en el mercado libre. Es una riqueza que puede comprar tantas cosas.
—¿Os ha tocado la codicia, Wellington?
—La codicia, no.
—¿Qué, entonces?
Se alzó de hombros.
—La futilidad. —La miró—. ¿Recordáis vuestra primera toma de especia?
—Tenía sabor a canela.
—No tiene dos veces el mismo sabor —dijo el hombre—. Es como la vida… cada vez sabe a algo distinto. Algunos piensan que la especia produce una reacción de sabor agradable. El cuerpo, identificando que una cosa es buena para él, interpreta el sabor como agradable… ligeramente eufórico. Y, como la vida, no puede ser sintetizada.
—Creo que hubiera sido más juicioso para nosotros convertirnos en renegados, huir lo más lejos posible del Imperio —dijo ella.
El comprendió que Jessica no le había escuchado, y reflexionó sobre lo que acababa de decir, pensando: Sí… ¿por qué no le ha empujado a hacer esto? Virtualmente, ella puede empujarle a hacer cualquier cosa.
Habló rápidamente, porque aquello era verdad y cambiaba el tema:
—¿Me juzgaríais atrevido… Jessica, si os hiciera una pregunta personal?
Ella se apoyó en el alféizar de la ventana, presa de una inexplicable inquietud.
—Por supuesto que no. Vos sois… mi amigo.
—¿Por qué no habéis hecho que el Duque se casara con vos?
Se volvió bruscamente, la cabeza alta, la mirada llameante.
—¿Hacer que se casara conmigo? Pero…
—No debía haber hecho esta pregunta —dijo él.
—No. —Ella se alzó de hombros—. Hay una buena razón política… — Mientras mi Duque permanezca soltero, algunas de las Grandes Casas pueden esperar una alianza. Y… —suspiró — …motivando a la gente, forzando a alguien a hacer algo, una se crea una actitud cínica hacia la humanidad. Degrada cualquier cosa que toques. Si yo le hubiera empujado a ello… en realidad no hubiera sido él quien lo hubiera hecho.
—Eso es algo que mi Wanna hubiera podido decir — murmuró Yueh. Y esto también era verdad. Llevó una mano a su boca y tragó convulsivamente. Nunca había estado tan cerca de hablar, de confesar su secreto papel.
Jessica habló, rompiendo aquel instante.
—Además, Wellington, el Duque es realmente dos hombres. A uno le amo muchísimo. Es encantador, ingenioso, considerado… tierno… todas las cosas que una mujer puede desear. Pero el otro hombres es… frío, insensible, exigente, egoísta… tan duro y cruel como el viento del invierno. Ese es él hombre que fue formado por su padre —su rostro se contrajo—. ¡Si al menos ese viejo hubiera muerto cuando nació mi Duque!
En el silencio que se hizo entre ellos se oyó el cliqueteo de la persiana bajo la acción de la brisa de un ventilador.
Tras un instante, Jessica inspiró profundamente y dijo:
—Leto tiene razón… esas habitaciones son más acogedoras que las de las otras secciones de la casa. —Se volvió, recorriendo la estancia con la mirada—. Si queréis excusarme, Wellington, me gustaría echar otra ojeada a toda esta ala antes de asignar los apartamentos.
—Por supuesto —asintió Yueh. Y pensó: Si al menos existiera un medio de no tener que cumplir mi tarea.
Jessica dejó caer los brazos, se dirigió hacia la puerta que conducía al vestíbulo y se detuvo un momento, vacilante, en el umbral. Durante todo el tiempo que hemos estado hablando ha estado ocultándome algo, pensó. Sin duda para no herir mis sentimientos. Es un buen hombre. Vaciló de nuevo, dudando si girarse para confrontar a Yueh e intentar extraerle su secreto. Pero esto podría avergonzarle, le asustaría saber lo fácil que es leer en él. Debo confiar un poco más en mis amigos.
Muchos han hecho notar la rapidez con que Muad’Dib aprendió las necesidades de Arrakis. Las Bene Gesserit, por supuesto, conocen los fundamentos de esta rapidez. Para los demás, diremos que Muad’Dib aprendió rápidamente porque la primera enseñanza que recibió fue la certeza básica de que podía aprender. Es horrible pensar cómo tanta gente cree que no puede aprender, y cómo más gente aún cree que el aprender es difícil. Muad’Dib sabía que cada experiencia lleva en sí misma su lección.
Paul, en su cama, fingía dormir. Le había sido fácil ocultar el somnífero del doctor Yueh, haciendo como que se lo tragaba. Paul contuvo una risita. Incluso su madre había creído que dormía. Había sentido deseos de levantarse y pedirle permiso para explorar la casa, pero sabía que no se lo habría concedido. Las cosas estaban aún demasiado inseguras. No. Había otro sistema mejor.
Si salgo de aquí sin haber pedido permiso, no habré desobedecido ninguna orden. Y permaneceré dentro de la casa, donde estoy seguro.
Oyó a su madre y a Yueh hablando en la otra habitación. Sus palabras eran indistintas… algo acerca de la especia… los Harkonnen. La conversación crecía y disminuía en intensidad.
La atención de Paul se dirigió a la tallada cabecera de la cama: una cabecera falsa fijada a la pared y que ocultaba los controles de la estancia. Era un pez volador tallado en madera, con oscuras olas bajo él. Paul sabía que, apretando el único ojo visible del pez, accionaba las lámparas a suspensor de la habitación. Una de las olas, al ser girada, controlaba la ventilación. Otra regulaba la temperatura.
Suavemente, Paul se sentó en la cama. Una alta librería ocupaba la pared de su izquierda. Haciéndola girar sobre uno de sus lados, revelaba un pequeño cuarto trastero con cajones en uno de sus lados. La manija de la puerta que se abría al exterior tenía la forma de la palanca de mandos de un ornitóptero.
La habitación parecía haber sido concebida para seducirle.
La habitación y aquel planeta.
Pensó en el librofilm que le había mostrado Yueh… «Arrakis: la Estación Botánica Experimental del Desierto de Su Majestad Imperial.» Era un viejo librofilm, anterior al descubrimiento de la especia. Un enjambre de nombres revoloteó por la mente de Paul, cada uno de ellos con su fotografía gracias a los impulsos mnemotécnicos del libro: saguaro, arbusto burro, palmera datilera, verbena de arena, prímula del atardecer, cactus barril, arbusto de incienso, árbol de humo, arbusto creosota… zorro mimético, halcón del desierto, ratón canguro…
Nombres e imágenes, nombres e imágenes surgidos del pasado terrestre del hombre… y muchos de los cuales no podían encontrarse en ningún lugar del universo excepto en Arrakis.
Y tantas cosas nuevas que aprender acerca de… la especia.
Y los gusanos de arena.
Una puerta se cerró en la otra habitación. Paul oyó los pasos de su madre alejándose hacia el vestíbulo. Sabía que el doctor Yueh habría encontrado algo para leer y permanecía en la estancia.
Ahora era el momento de explorar.
Paul se deslizó fuera de la cama, dirigiéndose hacia la librería que se abría al cuarto trastero. Se detuvo y se volvió al oír un ruido detrás de él. La tallada cabecera de la cama se inclinó hacia adelante. Paul permaneció inmóvil, y esta inmovilidad le salvó la vida.
Del interior del cabezal se deslizó un pequeño cazador- buscador de no más de cinco centímetros de largo. Paul lo reconoció inmediatamente… era un arma asesina que todo niño de sangre real aprendía a conocer desde su más tierna edad. Era una peligrosa y fina aguja de metal, dirigida por un ojo y una mano que se hallaban en las inmediaciones. Se clavaba en la carne viva y luego se abría camino a lo largo del sistema nervioso hasta el órgano vital más próximo.
El buscador se alzó, giró atravesando la estancia, y regresó a su punto de origen.
Por la mente de Paul pasaron en un relámpago sus conocimientos acerca de las limitaciones del cazador-buscador: el débil campo de suspensión distorsionaba la visión del ojo transmisor. Sin otra fuente luminosa que la luz ambiente, el operador debía confiar en el movimiento y atacar a todo lo que se moviese. El escudo estaba en la cama. Una pistola láser podría abatirlo, pero eran armas caras y delicadas que necesitaban un mantenimiento constante, y si tropezaban con un escudo activado existía el peligro de una explosión pirotécnica. Los Atreides confiaban en sus escudos corporales y en su habilidad.
Ahora Paul se había sumido en una inmovilidad catatónica, sabiendo que disponía tan sólo de su habilidad para afrontar el peligro.
El cazador-buscador se elevó otro medio metro. Continuaba oscilando en la trama de sombras y claridad de la ventana, sondeando la estancia.
Debo apoderarme de él, pensó Paul. Pero el campo suspensor lo hará resbaladizo. Debo sujetarlo muy fuerte.
El objeto volvió a descender medio metro, giró a su izquierda y dio la vuelta a la cama. Producía un débil zumbido.
¿Quién lo está operando?, se dijo Paul. Es alguien que está cerca de aquí. Podría llamar a Yueh, pero sería atacado apenas abriera la puerta.
La puerta exterior, a espaldas de Paul, resonó. Se oyó una ligera llamada. La puerta se abrió.
El cazador-buscador pasó rozando casi su cabeza y avanzó hacia el movimiento.
La mano derecha de Paul saltó instantáneamente, aferrando el mortal objeto. Este zumbó y se retorció en su mano, pero sus músculos estaban contraídos desesperadamente. Con un violento giro, golpeó la punta del objeto contra el metal de la puerta. Notó cómo el ojo se rompía entre sus dedos, y el buscador murió en su mano.
Pero siguió sujetándolo fuertemente.
Paul levantó los ojos y se encontró con la mirada impávida y totalmente azul de la Shadout Mapes.
—Vuestro padre me ha enviado a buscaros —dijo ella—. Hay un grupo de hombres esperando en el vestíbulo para escoltaros.
Paul asintió, con sus ojos y toda su atención centrada en aquella extraña mujer vestida con las informes ropas de los siervos. Estaba mirando el objeto que él apretaba en su mano.
—He oído hablar de ello —dijo—. Me hubiera matado, ¿no es así?
Paul tragó saliva antes de poder hablar.
—Yo… yo era el blanco.
—Pero venía hacia mí.
—Porque te movías —y se preguntó: ¿Quién es esa criatura?
—Entonces, habéis salvado mi vida —dijo ella.
—He salvado nuestras dos vidas.
—Hubiérais podido dejar que me atacase y huir —dijo ella.
—¿Quién eres? —preguntó él.
—La Shadout Mapes, el ama de llaves.
—¿Cómo sabías dónde encontrarme?
—Me lo dijo vuestra madre. La encontré en las escaleras que conducen a la cámara extraña, abajo en el vestíbulo —señaló hacia su derecha—. Los hombres de vuestro padre están esperando.
Deben ser hombres de Hawat, pensó. Tenemos que descubrir al operador de este objeto.
—Ve a reunirte con ellos —dijo—. Infórmales de que he cogido un cazador-buscador en la casa y que deben encontrar al operador. Que registren inmediatamente toda la casa y los terrenos adyacentes. Ellos saben cómo hacerlo. El operador tiene que ser seguramente un extraño entre nosotros.
Y se preguntó: ¿No podría ser esa criatura? Pero sabía que no era posible. El cazador-buscador estaba aún bajo control cuando ella entró.
—Antes de que siga vuestras órdenes, joven señor —dijo Mapes— debo limpiar el camino entre nosotros. Habéis puesto una pesada carga de agua sobre mí, y no estoy segura de que pueda soportarla. Pero nosotros los Fremen pagamos nuestras deudas… sean blancas o negras. Y sabemos que hay un traidor entre los vuestros. No podemos decir quién es, pero estamos seguros de que existe. Quizá haya sido su mano la que ha guiado este cortador de carne.
Paul asimiló aquello en silencio: un traidor. Antes de que pudiera hablar, la extraña mujer había dado media vuelta y se había dirigido de nuevo hacia la entrada.
Fue a llamarla, pero había algo en su actitud que le hizo pensar que no le gustaría. Le había dicho lo que sabía y, ahora, cumplía sus órdenes. La casa sería invadida por los hombres de Hawat en un minuto.
Su mente recordó algunos fragmentos de la conversación: la cámara extraña. Miró hacia su izquierda, en la dirección señalada por ella. Nosotros los Fremen. Así que era Fremen. Hizo una pausa para que su visión mnemotécnica registrara el patrón de su aspecto en su memoria: rostro de tonalidad oscura, arrugado, ojos totalmente azules, sin blanco. Le aplicó la etiqueta: La Shadout Mapes.
Sin soltar el buscador destruido, Paul dio media vuelta y volvió al lado de la cama, tomó con la mano izquierda su cinturón escudo, se lo ciñó y lo activó, mientras corría ya bajando hacia el vestíbulo.
La mujer había dicho que su madre estaba en algún lugar abajo en el vestíbulo… unas escaleras… una cámara extraña…
¿Qué tenía Dama Jessica para sostenerla durante el tiempo de su proceso? Pensad en este proverbio Bene Gesserit y quizá lo comprendáis: «Cualquier camino, si se sigue hasta el fin, no conduce exactamente a ningún lugar. Escalad tan sólo un poco la montaña para comprobar si es una montaña. Desde la cima de la montaña, no podréis ver la montaña.»
Al extremo del ala sur, Jessica descubrió una escalera metálica en espiral que terminaba en una puerta oval. Miró hacia el vestíbulo, y después de nuevo hacia la puerta.
¿Oval?, se preguntó. Qué extraña forma para una puerta en una casa.
Bajo la escalera en espiral se veían ventanas y, tras ellas, el atardecer. Largas sombras se extendían hacia el vestíbulo. Volvió su atención a la escalera. La fuerte luz de tierra seca.
Jessica puso una mano en el pasamanos y empezó a subir. El pasamanos estaba frío bajo su húmeda palma. Se detuvo ante la puerta, observando que no había manija, sino tan sólo una leve depresión en la puerta allí donde tendría que haber estado la manija.
No creo que sea una cerradura a palma, se dijo. Una cerradura a palma debe ajustarse a la forma de una mano determinada y a las líneas de su palma. Sin embargo, parecía una cerradura a palma. Y conocía varios medios de abrir una cerradura a palma… los había aprendido en la escuela.
Jessica miró a sus espaldas para estar segura de que no era observada, apoyó la palma en la depresión de la puerta, volvió la cabeza y vio a Mapes avanzando hacia ella al pie de la escalera.
—Hay unos hombres en el gran salón: dicen que han sido enviados por el Duque para escoltar al joven amo Paul —dijo Mapes—. Llevan el sello ducal y la guardia los ha identificado.
—Miró a la puerta, luego a Jessica.
Es prudente, esa Mapes, pensó Jessica. Es buena señal.
—Está en la quinta estancia de este lado del vestíbulo, un dormitorio pequeño —dijo Jessica—. Si tienes problemas para despertarlo, llama al doctor Yueh que está en la estancia contigua. Tal vez Paul necesite una inyección tónica.
Mapes dirigió otra penetrante mirada a la puerta oval, y Jessica detectó odio en su expresión. Antes de que Jessica pudiera preguntarle acerca de la puerta y lo que ocultaba, Mapes dio media vuelta y se apresuró a través del vestíbulo.
Hawat ha inspeccionado todo este lugar, pensó Jessica. No puede haber nada terrible ahí dentro.
Empujó la puerta. Se abrió hacia dentro, revelando una pequeña habitación con otra puerta oval en el otro lado. La otra puerta tenía un volante como manija.
¡Una compuerta estanca!, pensó Jessica. Bajó la vista y vio una calza caída en el suelo de la pequeña habitación. Llevaba la marca personal de Hawat. Debía mantener la puerta abierta, pensó. Alguien le dio probablemente un golpe y la hizo caer accidentalmente, y la puerta exterior se cerró con la cerradura a palma.
Franqueó el umbral y entró en la pequeña habitación.
¿Por qué una compuerta estanca en la casa?, se preguntó. Y súbitamente pensó en exóticas criaturas aisladas allí en climas especiales.
¡Climas especiales!
Parecía lógico en Arrakis, donde incluso las plantas más secas de otros lugares debían ser regadas.
La puerta a sus espaldas empezó a cerrarse. La detuvo y la bloqueó con la calza dejada por Hawat. Después se volvió hacia la puerta interior con el volante, y entonces vio una minúscula inscripción grabada en el metal sobre la manija. Reconoció las palabras en galach y leyó:
«¡Oh, hombre! He aquí una adorable porción de Creación de Dios; mira, y aprende a amar la perfección de Tu Supremo Amigo»
Jessica empujó el volante con todo su peso. Se ladeó hacia la izquierda y la puerta se abrió. Una ligera brisa rozó su mejilla, acariciando sus cabellos. Notó un cambio en el aire, un olor más intenso. Abrió totalmente la puerta, descubriendo una masa de vegetación iluminada por una luz dorada.
¿Un sol amarillo?, se preguntó. Y luego: ¡Cristal filtrante!
Avanzó, y la puerta se cerró a sus espaldas.
—Un invernadero —susurró.
Estaba rodeada de plantas y arbustos en macetas. Reconoció una mimosa, un membrillo en flor, un sondagi, una pleniscenta de flores aún en capullo, un akarso estriado de verde y blanco… rosas…
¡Incluso rosas!
Se inclinó para respirar la fragancia de un grupo de flores rosadas, después se incorporó y miró a su alrededor.
Un sonido rítmico invadió sus sentidos.
Apartó una muralla de hojas y miró al centro de la habitación. Descubrió allí una fuente baja, con el pilón acanalado. El ruido rítmico era ocasionado por un hilillo de agua que se elevaba formando un arco y luego caía tamborileando sobre el fondo metálico de un pilón.
Jessica se situó en estado de percepción acrecentada, e inició una inspección metódica del perímetro de la habitación. Parecía tener unos diez metros de lado. Por su situación en el extremo del vestíbulo y algunas sutiles diferencias en su construcción, dedujo que había sido añadida a aquella ala del edificio mucho tiempo después de la construcción original.
Se detuvo en el lado sur de la habitación, ante la gran superficie de cristal filtrante, mirando a su alrededor. Cada espacio útil en la habitación estaba ocupado por plantas exóticas típicas de climas húmedos. Algo se movió en el verdor. Se tensó, luego se relajó al ver el sencillo servok automático con una manguera y un brazo de riego. En el brazo de riego llevaba un nebulizador, que proyectó una fina película de agua cerca de su mejilla. El brazo se retiró, y Jessica pudo ver la planta regada: un helecho arborescente.
Había agua por toda la habitación… en un planeta donde el agua era el más precioso jugo de la vida. Tanta agua malgastada hizo que se inmovilizara, aturdida.
Miró hacia afuera, al sol amarillo por el filtro. Colgaba suspendido del cielo, sobre un dentado horizonte de rocas en pico que formaban parte de la inmensa cadena de rocosas montañas conocidas como la Muralla Escudo.
Cristal filtrante, pensó. Transforma un sol blanco en algo más suave y más familiar. ¿Quién ha podido concebir un lugar así? ¿Leto? Seria digno de él el sorprenderme con un regalo así, pero no ha tenido tiempo. Y tiene problemas mucho más importantes en qué pensar.
Recordó el informe acerca de que muchas casas de Arrakeen tenían selladas puertas y ventanas con compuertas estancas a fin de conservar y condensar la humedad interna. Leto había dicho que, como deliberada declaración de poder y riqueza, aquella casa ignoraba tales precauciones. Puertas y ventanas estaban selladas únicamente contra el omnipresente polvo.
Pero aquella habitación implicaba un status mucho más significativo que la ausencia de sellos de agua en las puertas exteriores. Calculó que aquella agradable habitación usaba tanta agua como la necesaria para sustentar a mil personal en Arrakis… posiblemente más.
Jessica se desplazó a lo largo de la pared de cristal, continuando su exploración de la estancia. Se desplazó hasta una superficie metálica que observó cerca de la fuente, una mesa sobre la cual había un bloc de notas y un estilete, parcialmente ocultos por una amplia hoja que colgaba sobre ellos. Se acercó a la mesa, vio los controles dejados por Hawat, y estudió el mensaje escrito en el bloc:
«A DAMA JESSICA:
Que este lugar os dé tanto placer como me ha dado a mi. Permitid que esta habitación os recuerde una lección que hemos aprendido de los mismos maestros: la proximidad de una cosa deseable hace tender a la indulgencia. Ahí acecha el peligro.
Con mis mejores deseos,
Jessica asintió, recordando que Leto se había referido al anterior enviado del Emperador en Arrakis como el Conde Fenring. Pero el mensaje contenido en aquella nota exigía toda su atención, ya que las palabras habían sido elegidas de tal modo que informaran que la autora era otra Bene Gesserit. Un amargo pensamiento tocó por un instante a Jessica: El Conde se casó con su Dama.
Y simultáneamente, mientras pensaba en ello, empezó a buscar el mensaje oculto. Tenía que estar allí. La nota visible contenía una frase clave que cada Bene Gesserit, a menos que estuviera inhibida por un Interdicto de la Escuela, debía transmitir a otra Bene Gesserit cuando las condiciones lo exigieran: «Ahí acecha el peligro.»
Jessica pasó las yemas de sus dedos por encima del bloc, buscando perforaciones en clave. Nada. Inspeccionó el borde con los dedos. Nada. Volvió a dejarlo donde lo había hallado, sintiendo una sensación de urgencia.
¿Algo en la posición del bloc?, se preguntó.
Pero Hawat había inspeccionado la habitación, y sin duda había movido el bloc. Miró la gran hoja encima del bloc. ¡La hoja! Pasó los dedos por la parte inferior de su superficie, siguiendo el borde, a lo largo del pecíolo. ¡Ahí estaba! Sus dedos detectaron los sutiles puntos en clave, leyendo el mensaje a medida que los recorría:
«Vuestro hijo y el Duque corren un peligro inmediato. Un dormitorio ha sido diseñado de modo que atraiga a vuestro hijo. Los H lo han llenado de trampas mortales, de modo que todas sean descubiertas excepto una, que escapará a todas las detecciones.» Jessica luchó contra el impulso de correr hacia Paul: debía leer el mensaje hasta el final. Sus dedos recorrieron rápidamente los puntos: «No conozco la naturaleza exacta de la amenaza, pero tiene algo que ver con un lecho. La amenaza para vuestro Duque es la traición de un compañero fiel o de un lugarteniente. El plan de los H prevé ofreceros el regalo de unos de sus favoritos. Por lo que puedo saber, este jardín botánico es seguro. Perdonad que no pueda deciros más. Mis fuentes son pocas, ya que mi Conde no está a sueldo de los H. Apresuradamente, MF.»
Jessica soltó la hoja y se volvió para correr hacia Paul. En aquel momento, la compuerta se abrió. Paul entró de un salto, llevando algo en su mano derecha, y cerró la puerta tras él de un golpe seco. Vio a su madre, y se abrió camino hacia ella a través de las plantas, echó una mirada a la fuente, alargó la mano y colocó bajo el chorro el objeto que aferraba.
—¡Paul! —Jessica lo cogió por los hombros, mirando su mano—. ¿Qué es esto?
Paul habló casualmente, pero había un asomo de tensión en su tono.
—Un cazador-buscador. Lo cogí en mi dormitorio y le he roto la punta, pero quiero estar bien seguro. El agua tendría que cortocircuitarlo.
—¡Sumérgelo! —ordenó ella.
Obedeció.
—Ahora suéltalo —dijo ella luego—. Déjalo en el agua y retira la mano.
Paul sacó su mano, se sacudió el agua de ella y miró el inerte metal en la fuente. Jessica cortó una hoja y con el tallo movió la aguja asesina.
Estaba muerta.
Dejó caer la hoja en el agua y miró a Paul. Sus ojos estaban examinando la estancia con una penetración que ella conocía bien… la Manera Bene Gesserit.
—Este lugar podría esconder cualquier cosa —dijo él.
—Tengo razones para creer que es seguro —dijo ella.
—Mi habitación fue supuestamente considerada segura, también. Hawat dijo…
—Era un cazador-buscador —le recordó ella—. Había alguien dentro de la casa operándolo. La onda de control del buscador tiene un radio de acción limitado. Es posible que fuera ocultado en el dormitorio después de la investigación de Hawat.
Pero, al mismo tiempo, pensaba también en el mensaje de la hoja: «…la traición de un compañero fiel o de un lugarteniente». No Hawat, seguramente. Oh, seguramente no Hawat.
—Los hombres de Hawat están registrando toda la casa, ahora —dijo Paul—. Ese buscador estuvo a punto de matar a la vieja mujer que acudió a despertarme.
—La Shadout Mapes —dijo Jessica, recordando su encuentro al pie de la escalera—. Tu padre te llamaba para…
—Eso puede esperar —dijo Paul—. ¿Por qué estás convencida de que este lugar es seguro?
Jessica señaló la nota y le explicó su significado.
Paul se relajó ligeramente.
Pero Jessica siguió tensa, pensando: ¡Un cazador-buscador! ¡Madre Misericordiosa! Tuvo que acudir a todo su adiestramiento para reprimir un temblor histérico.
—Son los Harkonnen, por supuesto —dijo Paul tranquilamente—. Hemos de destruirlos.
Alguien llamó a la puerta… usando el código de los hombres de Hawat.
—Adelante —dijo Paul.
La puerta se abrió, y un hombre alto vistiendo el uniforme de los Atreides con la insignia de Hawat en la gorra entró en la estancia.
—Estáis aquí, señor —dijo—. El ama de llaves nos ha dicho que os encontraríamos aquí —su mirada recorrió la estancia—. Hemos encontrado un túmulo en el sótano y a un hombre escondido en él. Tenía consigo el dispositivo de control del buscador.
—Quiero asistir a su interrogatorio —dijo Jessica.
—Lo siento, mi Dama. Hemos tenido que luchar para capturarlo. Ha muerto.
—¿No hay nada que pueda identificarlo? —preguntó.
—Todavía no hemos hallado nada, mi Dama.
—¿Era un nativo de Arrakis? —preguntó Paul.
Jessica inclinó aprobadoramente la cabeza ante lo hábil de la pregunta.
—Tiene el aspecto de un nativo —dijo el hombre—. Lo habían metido en el túmulo hace más de un mes, según parece, para esperar nuestra llegada. Las piedras y el mortero estaban intactos ayer, cuando inspeccionamos el lugar. Pongo mi reputación en ello.
—Nadie pone en duda vuestra meticulosidad —dijo Jessica.
—Nadie, salvo yo mismo, mi Dama. Deberíamos haber usado sondas sónicas.
—Presumo que esto es lo que estáis haciendo ahora —dijo Paul.
—Por supuesto, señor.
—Hacedle saber a mi padre que llegaré con retraso.
—Inmediatamente, señor. —Miró a Jessica—. Las órdenes de Hawat son de que bajo tales circunstancias el joven amo sea mantenido en lugar seguro. —Sus ojos escrutaron de nuevo la estancia—. ¿Lo es este lugar?
—Tengo razones para creer que es seguro —dijo ella—. Tanto Hawat como yo lo inspeccionamos a fondo.
—Entonces montaré guardia en el exterior, mi Dama, hasta que hayamos inspeccionado toda la casa una vez más.
—Se inclinó, tocó su gorra en un saludo a Paul, dio media vuelta y cerró la puerta tras él.
Paul rompió el repentino silencio.
—¿No sería mejor inspeccionar más tarde nosotros mismos la casa? Tus ojos podrían captar cosas que los demás hayan ignorado.
—Esta ala era el único lugar que yo no había examinado aún —dijo ella—. La había dejado para el final porque…
—Porque Hawat se había ocupado personalmente de ella — dijo Paul.
Ella le dirigió una rápida e interrogativa mirada.
—¿Acaso desconfías de Hawat? —preguntó.
—No, pero se está haciendo viejo… y está agobiado de trabajo. Deberíamos descargarlo de algunas de sus obligaciones.
—Esto le avergonzaría y reduciría su eficacia —dijo ella—. Después de lo ocurrido, ni siquiera un insecto podrá insinuarse en esta ala sin que él lo sepa inmediatamente. Sentirá vergüenza de…
—Tenemos que tomar nuestras propias medidas —dijo Paul.
—Hawat ha servido a tres generaciones de Atreides con honor —dijo ella—. Merece todo el respeto y la confianza de nuestra parte… mucho respeto y mucha confianza, y por mucho tiempo.
—Cuando mi padre se enfada contigo por algo —dijo Paul—, exclama: «¡Bene Gesserit!» como si fuera una blasfemia.
—¿Y cuándo se enfada tu padre conmigo?
—Cuando discutes con él.
—Tú no eres tu padre, Paul.
Y Paul pensó: Esto va a lastimarla, pero debo explicarle lo que me dijo la mujer Mapes acerca de un traidor entre nosotros.
—¿Qué es lo que me estás ocultando? —preguntó Jessica—. Esto no es propio de ti, Paul.
El se alzó de hombros, explicándole su conversación con Mapes.
Y Jessica pensó en el mensaje de la hoja. Tomó una repentina decisión, mostró la hoja a Paul, y le tradujo el mensaje.
—Mi padre debe conocer esto inmediatamente —dijo el muchacho—. Voy a radiografiarlo en clave y llevárselo.
—No —dijo ella—. Espera hasta que podamos estar a solas con él. Esto es algo que debe saber el menor número de personas posible.
—¿Quieres decir que no debemos confiar en nadie?
—Hay otra posibilidad —dijo ella—. El mensaje podría haber sido dejado para que lo descubriéramos. La gente que lo ha enviado puede estar convencida de que es cierto, pero es posible que su única finalidad sea la de impresionarnos.
La expresión de Paul se hizo terca y sombría.
—Para hacer que desconfiáramos y sospecháramos de nuestras propias filas, y así debilitarnos —dijo.
—Debes hablar privadamente de ello a tu padre, y ponerle en guardia sobre este aspecto de la cuestión —dijo Jessica.
—Comprendo.
Ella se volvió hacia la gran superficie de cristal filtrante, mirando hacia el sol de Arrakis que se ponía por el sudoeste… una esfera dorada hundiéndose entre las montañas.
Paul se volvió también hacia él, diciendo:
—De todos modos, no creo que sea Hawat. ¿Tal vez Yueh?
—No es ni un lugarteniente ni un compañero —dijo ella—. Y puedo asegurarte que odia a los Harkonnen tan profundamente como nosotros.
Paul dirigió su atención hacia las montañas, pensando: Y no puede ser Gurney… o Duncan. ¿Quizá uno de los subtenientes? Imposible. Todos pertenecen a familias que nos son leales desde hace generaciones… por excelentes motivos.
Jessica se pasó una mano por la frente, sintiendo su propia fatiga. ¡Hay tantos peligros aquí! Miró hacia afuera, hacia el paisaje amarillo a través de los filtros, estudiándolo. Mas allá de los terrenos ducales había una llanura que albergaba un depósito de mercancías, rodeado por una alta barrera: hileras de silos de especia protegidos por numerosas torretas de vigilancia erguidas sobre largos sustentadores que les daban el aspecto de enormes arañas al acecho. Podía ver al menos veinte recintos semejantes, repletos de silos, extendiéndose hasta casi los límites de la Muralla Escudo… silos tras silos, multiplicándose a todo lo ancho de la explanada.
Lentamente, el filtrado sol se hundió tras el horizonte. Las estrellas empezaron a brillar. Una de ellas, muy baja sobre el horizonte, destaca de las demás, parpadeaba con un claro, preciso ritmo: blink-blink-blink-blink-blink-blink…
Paul se movió a su lado, entre las sombras de la estancia.
Pero Jessica se concentró en aquella singular estrella luminosa, observando que estaba demasiado baja, que debía brillar en el mismo borde de la Muralla Escudo.
¡Alguien estaba haciendo señales!
Intentó descifrar el mensaje, pero era emitido en un código que desconocía.
Otras luces se encendieron en la llanura bajo las montañas: pequeñas luces amarillas esparcidas en la azul oscuridad. Y otra luz a su izquierda creció en intensidad y empezó a brillar, encendiéndose y apagándose rápidamente en dirección a las montañas… muy rápidamente: ¡destello largo, parpadeo, destello!
Y se extinguió.
La falsa estrella desapareció también inmediatamente.
Señales… Jessica se sintió invadida por una premonición.
¿Por qué están utilizando luces para hacer señales a lo largo de la llanura?, se preguntó. ¿Por qué no usan la red normal de comunicaciones?
La respuesta era obvia: cualquier comunicación podía ser interceptada por los agentes del Duque Leto. Las señales luminosas significaban que aquellos mensajes habían sido intercambiados entre sus enemigos… entre agentes Harkonnen.
Llamaron a la puerta detrás de ellos, y oyeron la voz del hombre de Hawat.
—Todo está a punto, señor… mi Dama. Es tiempo de conducir al joven amo hasta su padre.
Se dice que el Duque Leto cerró los ojos ante los peligros de Arrakis, dejándose precipitar descuidadamente hacia el abismo. ¿Pero no sería más justo afirmar que había vivido tanto tiempo en estrecho contacto con los más graves peligros hasta el punto de no poder evaluar un cambio en su intensidad? ¿O no sería posible que se hubiera sacrificado deliberadamente a fin de asegurar a su hijo una vida mejor? Todas las evidencias señalan que el Duque no era hombre que se dejara engañar fácilmente.
El Duque Leto Atreides estaba apoyado en un parapeto de la torre de control, al borde del campo de aterrizaje, en las afueras de Arrakeen. La primera luna nocturna, una brillante moneda plateada, colgaba alta sobre el horizonte sur. Bajo ella, los dentados bordes de la Muralla Escudo destellaban como hielo seco entre una bruma de polvo. A su izquierda, las luces de Arrakeen resplandecían a través de esta misma bruma: amarillas… blancas… azules.
Pensó en todos los avisos con su firma colocados en todos los lugares populosos del planeta: «Nuestro Sublime Emperador Padishah me ha encargado que tome posesión de este planeta y ponga fin a toda disputa.»
El ritual formulismo del aviso le infundió una sensación de soledad. «¿Quién se dejará engañar por este pomposo legalismo? No los Fremen, ciertamente. Ni las Casas Menores que controlan el comercio de Arrakis… y que pertenecen todas ellas a los Harkonnen, hasta el último hombre.
¡Ellos han intentado arrebatar la vida de mi hijo!
Le era difícil dominar su rabia.
Distinguió las luces de un vehículo que venía de Arrakeen atravesando el campo. Esperó que fueran Paul y su escolta. El retraso comenzaba a inquietarle, aunque sabía que era producido por las precauciones tomadas por el lugarteniente de Hawat.
¡Ellos han intentado arrebatar la vida de mi hijo!
Agitó su cabeza para rechazar su rabia, y miró nuevamente al campo, en cuyo borde cinco de sus fragatas se erguían como monolíticos centinelas.
Es mejor un prudente retraso que…
El lugarteniente era un buen elemento, se dijo así mismo. Un hombre digno de ser ascendido, completamente leal.
«Nuestro Sublime Emperador Padishah…»
Si la gente de aquella decadente ciudad de guarnición hubiera podido conocer la nota privada enviada por el Emperador a su «Noble Duque», y las despectivas alusiones a los velados hombres y mujeres: «…¿pero qué otra cosa se puede esperar de unos bárbaros cuyo más anhelado deseo es vivir fuera de la ordenada seguridad de las faufreluches?»
El Duque sintió en aquel momento que su más anhelado deseo hubiera sido terminar de una vez por todas con las distinciones de clase y acabar con aquel mortal orden de cosas. Levantó los ojos del polvo y miró a las inmutables estrellas, pensando: Alrededor de una de esas pequeñas lucecitas gira Caladan… pero ya nunca más volveré a ver mi hogar. La nostalgia por Caladan despertó un repentino dolor en su pecho. Sintió que no nacía de él, sino que fluía del propio Caladan. No conseguía hacerse a la idea de que aquel polvoriento desierto de Arrakis era ahora su hogar, y dudaba que lo consiguiera alguna vez.
Debo ocultar mis sentimientos, pensó. Por el bien del muchacho. Si alguna vez posee un hogar, será éste. Yo puedo pensar en Arrakis como en un infierno al cual he sido precipitado antes de morir, pero él debe inspirarse en este mundo. Debe encontrar algo en él.
Una oleada de piedad hacia sí mismo, inmediatamente despreciada y rechazada, acudió a él, y por alguna razón acudieron a su memoria dos versos de un poema de Gurney Halleck que se complacía en repetir a menudo:
«Mis pulmones respiran el aire del Tiempo
Que sopla entre las flotantes arenas…»
Bien, Gurney encontraría enormes cantidades de arena flotando en aquel mundo, pensó el Duque. Las inmensas tierras centrales, más allá de aquellas montanas heladas como la luna, eran tierras desiertas… rocas desnudas, dunas y torbellinos de polvo, un territorio seco, salvaje e inexplorado, con núcleos de Fremen esparcidos por aquí y por allá, en sus bordes y quizá incluso en su interior. Si había alguien que podía garantizar un futuro a la estirpe de los Atreides, este alguien sólo podían ser los Fremen.
A condición de que los Harkonnen no hubieran conseguido contagiar incluso a los Fremen con sus venenosos planes.
¡Ellos han intentado arrebatar la vida de mi hijo!
Un ruido de metal resonó a todo lo largo de la torre, haciendo que el parapeto vibrara bajo sus brazos. Las pantallas de protección descendieron ante él, bloqueando su visión.
Está llegando una nave, pensó. Es tiempo de descender y trabajar. Se volvió hacia la escalera y bajó hasta la gran sala de reuniones, intentando recuperar su calma mientras descendía y componer su expresión para el inminente encuentro.
¡Ellos han intentado arrebatar la vida de mi hijo!
Los hombres venían excitadísimos, procedentes del campo, cuando él entraba en el gran domo amarillo que formaba la habitación. Llevaban sus sacos espaciales sobre sus hombros, cuchicheando y gritando como estudiantes al regreso de sus vacaciones.
—¡Hey! ¿Notas eso bajo tus botas? ¡Chico, es gravedad!
—¿Cuantas G hay aquí? Uno se nota pesado.
—Nueve décimas de una G, según el libro.
El entrecruzarse de las palabras formaba como una trama por toda la gran sala.
—¿Has echado una ojeada a este agujero mientras llegábamos? ¿Dónde están todas las chucherías que se suponía había por aquí?
—¡Los Harkonnen se las deben haber llevado todas!
—¡Para mi una buena ducha caliente y una cama blanda!
—¿Has oído al estúpido? Aquí no hay duchas. ¡Aquí uno se lava el culo con arena!
—¡Hey! ¡Callaos! ¡El Duque!
El Duque bajó el último peldaño y avanzó por la sala repentinamente silenciosa.
Gurney Halleck acudió a su encuentro a grandes pasos, a la cabeza del grupo, con el saco en un hombro, empuñando el baliset de nueve cuerdas con la otra mano. Tenía unas manos con dedos largos y pulgares gruesos, que sabían arrancar delicadas melodías del baliset.
El Duque observó a Halleck, admirando a aquel hombre tosco cuyos ojos brillaban como cristales con una salvaje decisión. Era un hombre que vivía fuera de las faufreluches, sin obedecer al menor de sus preceptos. ¿Cómo lo había llamado Paul? Gurney, el valeroso.
Los rubios cabellos de Halleck cubrían su cráneo a mechones. Su ancha boca tenía un constante rictus de satisfacción, y la cicatriz de estigma en su mandíbula se agitaba como animada por una vida propia. Su aire era casual, pero en él se adivinaba al hombre integro y capaz. Se acercó al Duque y se inclinó.
—Gurney —dijo Leto.
—Mi Señor —señaló con el baliset a los hombres que llenaban la sala—, estos son los últimos. Yo personalmente hubiera preferido llegar con las primeras olas, pero…
—Quedan todavía algunos Harkonnen para ti —dijo el Duque —. Ven conmigo, Gurney, tengo algo que decirte.
—Vos me mandáis, mi Señor.
Se retiraron a un rincón, no lejos de un distribuidor de agua a monedas, mientras los hombres iban de un lado a otro de la gran sala en todas direcciones. Halleck dejó caer su saco a un lado, pero no soltó el baliset.
—¿Cuantos hombres puedes proporcionarle a Hawat? — preguntó el Duque.
—¿Se encuentra Thufir con problemas, Señor?
—Sólo ha perdido dos agentes, pero los hombres que ha enviado como avanzadilla nos han proporcionado informes muy precisos acerca de los dispositivos Harkonnen en este planeta. Si nos movemos rápidamente conseguiremos una mayor seguridad, el respiro que necesitamos. Hawat necesita de cuantos hombres puedas proporcionarle… hombres que no duden en manejar el cuchillo si es necesario.
—Puedo proporcionarle trescientos de los mejores —dijo Halleck—. ¿Dónde debo enviárselos?
—A la puerta principal. Hawat tiene allí un agente esperándolos.
—¿Debo ocuparme de ello inmediatamente, Señor?
—Dentro de un momento. Tenemos otro problema. El comandante del campo bloqueará la partida del trasbordador hasta el alba con algún pretexto. El gran crucero de la Cofradía que nos trajo hasta aquí se ha ido ya, y este transbordador tiene que entrar en contacto con un transporte que espera una carga de especia.
—¿Nuestra especia, mi Señor?
—Nuestra especia. Pero la nave llevará también a algunos de los cazadores de especia del antiguo régimen. Han optado por irse tras el cambio de feudo, y el Arbitro del Cambio lo ha permitido. Son trabajadores valiosos, Gurney, cerca de ochocientos de ellos. Antes de que el transbordador parta, tenemos que persuadir a algunos para que se enrolen con nosotros.
—¿Hasta qué punto debemos presionar la persuasión, Señor?
—Quiero que cooperen voluntariamente, Gurney. Esos hombres tienen la experiencia y la habilidad que necesitamos. El hecho de que quieran irse sugiere que no forman parte de las maquinaciones de los Harkonnen. Hawat piensa que puede haber alguno de ellos infiltrado en el grupo, pero Hawat ve asesinos en cada sombra.
—En su tiempo, Thufir descubrió algunas sombras particularmente pobladas, mi Señor.
—Y hay algunas otras que no ha visto. Pero creo que implantar agentes invisibles en esa multitud que se marcha hubiera sido una prueba insólita de imaginación por parte de los Harkonnen.
—Es posible, Señor. ¿Dónde están esos hombres?
—Abajo, en el nivel inferior, en la sala de espera. Sugiero que desciendas y cantes primero una o dos canciones para ablandar sus mentes, y luego ejerzas un poco de presión. Puedes ofrecer puestos de mando a los más cualificados. Ofrece un veinte por ciento más de lo que recibían de los Harkonnen.
—¿Tan sólo eso, Señor? Conozco lo que pagaban los Harkonnen. Y con hombres que tienen la liquidación de sus pagas en el bolsillo y desean irse a otros horizontes… bien, Señor, un veinte por ciento no me parece un atractivo suficiente para inducirles a quedarse aquí.
—Entonces utiliza tu propia discreción en cada caso particular —dijo Leto impacientemente—. Pero recuerda que el tesoro no es un pozo sin fondo. Manténte dentro del veinte por ciento en la medida de lo posible. Necesitamos especialmente conductores de especia, meteorólogos, hombres de las dunas… cualquiera que tenga una probada experiencia con la arena.
—Comprendo, Señor. «Acudirán a la llamada de la violencia: sus rostros se ofrecerán al viento del este, y recogerán la cautividad de la arena.»
—Una notable observación —dijo el Duque—. Confía el mando de tu grupo a un lugarteniente. Cuida de que todos reciban una lección acerca de la disciplina del agua, y haz que los hombres pasen esta noche en los barracones adjuntos al campo. El personal del campo les guiará. Y no olvides los hombres para Hawat.
—Trescientos de los mejores, Señor. —Tomó de nuevo su saco espacial—. ¿Dónde debo reportarme a vos, una vez cumplido mi trabajo?
—He hecho preparar una sala del consejo arriba. Tendremos una reunión allí. Quiero poner a punto un nuevo orden de dispersión planetaria, con las escuadras blindadas en primer término.
Halleck se detuvo bruscamente y se volvió, observando la mirada de Leto.
—¿Habéis anticipado ese tipo de dificultades, Señor? Creía que se había designado un Arbitro del Cambio.
—Un combate abierto y clandestino —dijo el Duque—. Se verterá mucha sangre aquí antes de que hayamos terminado.
—«Y el agua que bebáis del río se convertirá en sangre sobre la tierra seca» —recitó Halleck.
—Apresúrate, Gurney —suspiró el Duque.
—De acuerdo, mi Señor —la violácea cicatriz se contrajo bajo su sonrisa—. «He aquí al asno salvaje del desierto precipitándose hacia su trabajo». —Se volvió, alcanzó a largos pasos el centro de la sala, hizo una pausa para transmitir sus órdenes, y se alejó luego apresuradamente entre los hombres.
Leto inclinó la cabeza mientras le contemplaba alejarse. Halleck era una sorpresa continua: una cabeza repleta de canciones, citas y frases floridas… y el corazón de un asesino cuando se trataba de algo referente a los Harkonnen.
Se dirigió sin apresurarse hacia el ascensor, atravesando la sala en diagonal, respondiendo a los saludos con un gesto casual de la mano. Reconoció a uno de los hombres del grupo de propaganda, y se detuvo para comunicarle un mensaje que sabía iba a ser difundido por varios canales: aquellos que habían traído a sus mujeres estarían ansiosos por saber que estas estaban a seguro y dónde podrían hallarlas. Para los demás seria interesante saber que la población local contaba al parecer con más mujeres que hombres.
El Duque palmeó al hombre de propaganda en el brazo, una señal que indicaba que el mensaje tenía absoluta prioridad y que debía ser puesto inmediatamente en circulación, y continuó su camino a través de la sala. Respondió a los saludos de los hombres, intercambió una frase divertida con un subalterno.
El que manda debe parecer siempre confiado, pensó. Esta confianza es un peso sobre mis espaldas, pero debo enfrentarme al peligro sin exteriorizarlo.
Suspiró aliviado cuando se metió en el ascensor y se sintió rodeado por las superficies gélidas e impersonales de la cabina y la puerta.
¡Ellos han intentado arrebatar la vida de mi hijo!
A la entrada del campo de aterrizaje de Arrakeen, groseramente grabada, como si hubiera sido hecha con un instrumento rudimentario, se hallaba una inscripción que Muad’Dib se repetiría muy a menudo. La descubrió aquella noche en Arrakis, mientras se dirigía al puesto de mando ducal para asistir a la primera reunión del estado mayor. Las palabras de la inscripción eran una súplica a aquellos que abandonaban Arrakis, pero a los ojos de un muchacho que acababa de escapar a la muerte adquirían un significado mucho más tenebroso. Decía: «Oh tú que sabes lo que sufrimos aquí, no nos olvides en tus plegarias.»
—Toda la teoría del arte de la guerra reposa en el riesgo calculado —dijo el Duque—, pero cuando se llega a arriesgar a la propia familia, el elemento de cálculo se ve sumergido en… otra cosa.
Se daba cuenta de que no conseguía retener su furor tan completamente como hubiera deseado y, volviéndose, empezó a caminar a largas zancadas de un lado a otro.
El Duque y Paul estaban solos en la sala de conferencias del campo de aterrizaje. Era una sala llena de ecos, decorada únicamente con una larga mesa y varias sillas de tres patas de estilo antiguo, un mapa cartográfico y un proyector en un ángulo. Paul se había sentado a un lado de la mesa. Le había contado a su padre la experiencia con el cazador-buscador, y le había informado de la presencia de un traidor entre ellos.
El Duque se detuvo frente a Paul, golpeando la mesa con el puño.
—¡Hawat me dijo que la casa era segura!
—Yo también me puse furioso… al principio —dijo Paul, vacilante—. Y maldije a Hawat. Pero la amenaza venía del exterior de la casa. Era simple, hábil y directa. Y hubiera tenido éxito de no mediar el entrenamiento que me diste tú y tantos otros… incluyendo a Hawat.
—¿Le defiendes? —preguntó el Duque.
—Sí.
—Se está haciendo viejo. Sí, que eso es. Debería…
—Es sabio y tiene mucha experiencia —dijo Paul—. ¿Cuántos errores de Hawat puedes recordar?
—Soy yo quién debería defenderlo, no tú —dijo el Duque.
Paul sonrió.
Leto se sentó a la cabecera de la mesa y puso su mano sobre el hombro de su hijo.
—Has… madurado últimamente, hijo. —Alzó su mano—. Esto me alegra. —Respondió a la sonrisa de su hijo—. Hawat se castigará así mismo. Se enfurecerá consigo mismo mucho más de lo que nosotros dos juntos podríamos enfurecernos contra él.
Paul alzó los ojos hacia las oscuras ventanas, más allá del mapa cartográfico, mirando a la noche. Fuera, las luces de la estancia se reflejaban en la balaustrada. Percibió un movimiento, reconoció la silueta de un guardia con el uniforme de los Atreides. Paul bajó los ojos hacia la pared blanca detrás de su padre, hacia la superficie brillante de la mesa, mirando sus manos cruzadas con los puños apretados.
La puerta opuesta al duque se abrió violentamente. Thufir Hawat apareció en el umbral, con un aspecto mucho más viejo y consumido que nunca. Recorrió la mesa a todo lo largo y se detuvo envaradamente frente a Leto.
—Mi Señor —dijo, mirando a un punto por encima de la cabeza de Leto—, acabo de enterarme de cómo os he fallado. Creo necesario presentaros mi re…
—Oh, siéntate y no hagas el idiota —dijo el Duque. Tendió la mano hacia una silla, al otro lado de Paul—. Si has cometido un error, ha sido sobreestimando a los Harkonnen. Sus mentes simples han concebido una trampa simple. Nosotros no habíamos previsto trampas simples. Y mi hijo ha tenido que hacerme ver que si ha salido de ella sano y salvo ha sido en gran parte gracias a tus lecciones. ¡Así que en eso no has fallado! — Tamborileó sobre la silla—. ¡Siéntate, te he dicho!
Hawat se hundió en la silla.
—Pero…
—No quiero oír hablar más de ello —dijo el Duque—. El incidente ya ha pasado. Tenemos cosas más importantes de que ocuparnos. ¿Dónde están los demás?
—Les he dicho que esperaran fuera mientras yo…
—Llámalos.
Hawat miró a Leto directamente a los ojos.
—Señor, yo…
—Conozco quienes son mis verdaderos amigos, Thufir —dijo el Duque—. Llama a esos hombres.
Hawat deglutió.
—Inmediatamente, mi Señor. —Se volvió en la silla y llamó hacia la puerta abierta—: Gurney, hazlos entrar.
Halleck entró en la estancia, precediendo a los demás: los oficiales de estado mayor, de aspecto tenso, seguidos por sus ayudantes más jóvenes y por los especialistas, con aire impaciente y decidido. El ruido del correr de las sillas llenó la sala por un instante, mientras los hombres ocupaban sus lugares. Un sutil y penetrante aroma de rachag se difundió a lo largo de la mesa.
—Hay café para quienes lo deseen —dijo el Duque.
Paseó la mirada por sus hombres, pensando: Forman un buen equipo. Un hombre suele disponer de muy peores elementos para este tipo de guerra. Esperó, mientras el café era llevado de la habitación contigua y servido, notando el cansancio en algunos de los rostros.
Entonces se colocó su máscara de tranquila eficacia, se levantó, y llamó la atención con un golpe sobre la mesa.
—Bien, señores —dijo—, nuestra civilización parece tan profundamente acostumbrada a las invasiones que no podemos obedecer una simple orden del Imperio sin que surjan de nuevo las antiguas costumbres.
Risas discretas resonaron en torno a la mesa, y Paul se dio cuenta de que su padre había dicho la cosa correcta en el tono correcto para romper el hielo que flotaba en el ambiente. El mismo cansancio que se percibía en su voz tenía la precisa intensidad.
—Pienso que para empezar debemos escuchar a Thufir, que nos dirá si tiene algo que añadir a su informe sobre los Fremen —dijo el Duque— ¿Thufir?
Hawat alzó los ojos.
—Hay algunas cuestiones económicas que habría que examinar como una continuación a mi informe general, Señor, pero puedo decir ya que los Fremen aparecen cada vez más como los aliados que necesitamos. Siguen aguardando aún para ver si pueden confiar en nosotros, pero parecen actuar abiertamente. Nos han enviado un regalo: destiltrajes que han confeccionado por sí mismos… mapas de algunas áreas del desierto que circundan las fortalezas abandonadas por los Harkonnen… —bajó los ojos hacia la mesa—. Sus informaciones se han revelado exactas, y nos han ayudado considerablemente con nuestro Arbitro del Cambio. También nos han enviado otros regalos accidentales: joyas para Dama Jessica, licor de especia, dulces, medicinas. Mis hombres están procesándolo todo, pero no parece que haya ninguna trampa.
—¿Te gusta esa gente, Thufir? —preguntó un hombre en el extremo de la mesa.
Hawat se volvió hacia el que le había interrogado.
—Duncan Idaho dice que merecen admiración.
Paul miró a su padre, luego a Hawat, antes de aventurar una pregunta:
—¿Existe alguna nueva información acerca del número de Fremen que hay en el planeta?
Hawat miró a Paul.
—De acuerdo con los alimentos producidos y otras evidencias, Idaho estima que el complejo subterráneo que visitó albergaba como mínimo a diez mil personas. Su jefe le dijo que mandaba un sietch de dos mil hogares. Tenemos razones para creer que las comunidades sietch son muy numerosas. Todas parecen obedecer a alguien llamado Liet.
—Esto es nuevo —dijo Leto.
—Podría ser un error por mi parte, Señor. Hay algunos indicios que hacen suponer que ese Liet sea una divinidad local.
Otro hombre, al extremo de la mesa, carraspeó y preguntó:
—¿Es cierto que tienen tratos con los contrabandistas?
—Una caravana de contrabandistas abandonó el sietch donde se hallaba Idaho con un pesado cargamento de especia. Usaban bestias de carga y parece que iban a emprender un viaje de dieciocho días.
—Parece —dijo el Duque— que los contrabandistas han redoblado sus operaciones durante este período de desórdenes. Y esto lleva a una reflexión. No conviene ocuparse mucho de las fragatas sin licencia que operan a lo largo del planeta… siempre lo han hecho. Pero hay algunas que escapan por completo a nuestra observación… y esto no es bueno.
—¿Tenéis un plan, Señor? —preguntó Hawat.
El Duque miró a Halleck.
—Gurney, deseo que tomes el mando de una delegación, una embajada si prefieres llamarla así, para contactar a esos románticos hombres de negocios. Diles que ignoraré sus operaciones durante tanto tiempo como me entreguen el diezmo ducal. Hawat ha calculado que los mercenarios que han debido contratar para poder seguir sus operaciones les cuestan cuatro veces esa suma.
—¿Y si el Emperador llega a saber esto? —preguntó Halleck —. Es muy celoso de sus beneficios de la CHOAM, mi Señor.
Leto sonrió.
—Oficialmente pondremos íntegramente este diezmo a nombre de Shaddam IV, y lo deduciremos legalmente de la suma que nos cuestan nuestras fuerzas de apoyo. ¡Dejemos que los Harkonnen respondan a esto! Así conseguiremos arruinar a algunos de los que se han enriquecido con el sistema Harkonnen de tributos. ¡No más ilegalidad!
Una retorcida sonrisa asomó al rostro de Halleck.
—Ah, mi Señor, un hermoso golpe bajo. Me gustaría ver la cara del Barón cuando lo sepa.
El Duque se volvió hacia Hawat.
—Thufir, ¿tienes esos libros de cuentas que me dijiste podías comprar?
—Si, mi Señor. Los estamos examinando detalladamente. Pero ya les he dado una ojeada, y puedo daros una primera aproximación.
—Adelante pues.
—Los Harkonnen realizan un beneficio de diez mil millones de solaris cada trescientos treinta días standard.
Se alzaron sofocadas exclamaciones alrededor de toda la mesa. Incluso los ayudantes más jóvenes, que hasta aquel momento se habían mostrado vagamente aburridos, se irguieron intercambiando estupefactas miradas.
—«Puesto que chuparán la abundancia de los mares y los tesoros escondidos en la arena» —murmuró Halleck.
—Así pues, señores —dijo Leto—, ¿hay alguno entre ustedes que sea tan ingenuo como para creer que los Harkonnen han hecho su equipaje y se han ido simplemente porque el Emperador se lo ha ordenado?
Todas las cabezas se inclinaron en un murmullo general de asentimiento.
—Tendremos que ganar este planeta con la punta de la espada —dijo Leto. Se volvió hacia Hawat—. Este es el momento preciso para hablar del equipamiento. ¿Cuántos tractores de arena, recolectores, factorías de especia y material de equipo nos han dejado?
—La totalidad, como está registrado en el inventario Imperial presentado al Arbitro del Cambio, mi Señor —dijo Hawat. Hizo un gesto, y uno de sus ayudantes más jóvenes le pasó un dossier que abrió sobre la mesa, ante él—. Se han olvidado de precisar que menos de la mitad de los tractores de arena están en condiciones de funcionar, y que tan sólo un tercio disponen de alas de acarreo para ser llevados hasta las arenas de especia… todo lo que nos han dejado los Harkonnen está a punto de desmoronarse y deshacerse en piezas. Podremos llamarnos afortunados si conseguimos que la mitad del equipo funcione, y muy afortunados si una cuarta parte de esta mitad sigue funcionando aún dentro de seis meses.
—Exactamente lo que esperábamos —dijo Leto—. ¿Cuál es la estimación definitiva acerca del equipamiento de base?
Hawat consultó su dossier.
—Alrededor de novecientas factorías recolectoras podrán ser enviadas dentro de pocos días. Alrededor de seis mil doscientos cincuenta ornitópteros para vigilar, explorar y observar… alas de acarreo, un poco menos de mil.
—¿No sería más económico volver a abrir las negociaciones con la Cofradía y obtener el permiso para instalar una fragata en órbita que hiciera las veces de satélite meteorológico? —dijo Halleck.
El Duque miró a Hawat.
—¿Nada nuevo por este lado, Thufir?
—Por ahora debemos buscar otras soluciones —dijo Hawat —. El agente de la Cofradía no tenía intención de negociar con nosotros. Simplemente puso en claro, de Mentat a Mentat, que el precio estaría siempre por encima de nuestras posibilidades fuera cual fuese la cifra que estuviéramos dispuestos a desembolsar. Nuestra tarea ahora es descubrir el porqué antes de intentar un nuevo acercamiento.
Uno de los ayudantes de Halleck, al extremo de la mesa, se removió en su silla y exclamó bruscamente:
—¡Esto es injusto!
—¿Injusto? —el Duque miró al hombre—. ¿Quién habla de justicia? Estamos aquí para hacer nuestra propia justicia. Y lo conseguiremos en Arrakis… vivos o muertos. ¿Lamentáis haberos ligado a nuestra suerte, señor?
El hombre miró a la vez al Duque y dijo:
—No, Señor —respondió—. Vos no podéis dar la espalda a la mayor fuente de riqueza planetaria de todo nuestro universo… y yo no puedo hacer más que seguiros. Perdonad mi intervención, pero… —se alzó de hombros— …a veces todos nos sentimos un poco amargados.
—Comprendo esta amargura —dijo el Duque—. Pero no nos lamentamos por la falta de justicia mientras tengamos brazos y seamos libres para usarlos. ¿Hay alguien más entre ustedes que se sienta amargado? Si es así, que lo diga. Este es un consejo de amigos, donde cada cual puede expresar lo que piensa.
Halleck se agitó.
—Creo que lo más irritante, Señor, es la falta de voluntarios de las demás Grandes Casas. Se dirigen a vos como «Leto el Justo» y os prometen amistad eterna… porque no cuesta nada a nadie.
—Ignoran todavía quién saldrá vencedor de este cambio — dijo el Duque—. La mayor parte de las Casas se han enriquecido asumiendo un mínimo de riesgos. Uno no puede realmente culparlas por ello; tan sólo puede despreciarlas. — Miró a Hawat—. Estábamos discutiendo el equipamiento. ¿Podrás proyectar algunos ejemplos para familiarizar a los hombres con esta maquinaria?
Hawat asintió, haciendo un gesto a un ayudante que estaba al lado del proyector.
Una imagen sólida en tres dimensiones apareció sobre la superficie de la mesa, aproximadamente a un tercio de distancia del Duque. Algunos de los hombres sentados al otro extremo de la mesa se levantaron para ver mejor.
Paul se inclinó hacia adelante, observando atentamente la máquina.
Según la escala con respecto a las figuras humanas proyectadas junto a ella, tendría unos ciento veinte metros de largo por cuarenta de ancho. Básicamente era un largo cuerpo central en forma de insecto, que se movía por medio de varias secciones independientes de orugas.
—Es una factoría recolectora —dijo Hawat—. Hemos elegido una bien reparada para esta proyección. Es un tipo de máquina que llegó aquí con el primer equipo de ecólogos Imperiales, y que aún sigue en funcionamiento… aunque no comprendo cómo… ni por qué.
—Se trata de la que llaman «Vieja María», y es buena para un museo —dijo uno de los ayudantes—. Creo que los Harkonnen la utilizaban como castigo, una amenaza que mantenían sobre la cabeza de sus trabajadores. Portaos bien, o seréis asignados a la Vieja María.
Sonaron risas alrededor de la mesa.
Paul se mantuvo apartado de aquella muestra de humor, con su atención centrada en la proyección y las preguntas que desfilaban por su mente. Señaló la imagen sobre la mesa y dijo:
—Thufir, ¿hay gusanos de arena bastante grandes como para tragarse todo esto?
Un repentino silencio cayó sobre la mesa. El Duque maldijo por lo bajo, y después pensó: No… tienen que afrontar la realidad.
—Hay en el desierto profundo gusanos que podrían tragarse de un solo bocado toda esta factoría —dijo Hawat—. Incluso aquí, en las inmediaciones de la Muralla Escudo, donde se extrae la mayor parte de la especia, existen gusanos que podrían triturar esta factoría y devorarla en sus ratos libres.
—¿Por qué no las rodeamos con escudos? —preguntó Paul.
—Según el informe de Idaho —dijo Hawat—, los escudos son peligrosos en el desierto. Incluso un simple escudo corporal bastaría para atraer a todos los gusanos existentes en centenares de metros a la redonda. Parece ser que los escudos crean en ellos una especie de furia homicida. No tenemos al respecto ninguna razón para dudar de la palabra de los Fremen. Idaho no ha visto ninguna evidencia de equipamiento de escudos en el sietch.
—¡Realmente ninguna? —preguntó Paul.
—Sería más bien difícil esconder ese tipo de material entre un millar de personas —dijo Hawat—. Idaho tenía libre acceso a cualquier parte del sietch. No vio ningún escudo ni la menor señal de su uso.
—Esto es un rompecabezas —dijo el Duque.
—Los Harkonnen, en cambio, utilizaron ciertamente una gran cantidad de escudos aquí —dijo Hawat—. Hay depósitos de reparaciones en todos los poblados de guarnición, y su contabilidad señala fuertes partidas de gasto destinadas a piezas de repuesto para los escudos.
—¿Es posible que los Fremen posean un medio de neutralizar los escudos? —preguntó Paul.
—Parece improbable —dijo Hawat—. Teóricamente es posible, desde luego… una contracarga estática podría supuestamente cortocircuitar un escudo, pero nadie ha sido nunca capaz de hacer realidad un tal dispositivo.
—Hubiéramos oído hablar de él —dijo Halleck—. Los contrabandistas han estado siempre en contacto con los Fremen, y hubieran comprado una panacea así si estuviera disponible. Y no hubieran vacilado en traficar con ella fuera del planeta.
—No me gusta que cuestiones de esta importancia queden sin respuesta —dijo Leto—. Thufir, quiero que dediques prioridad absoluta a la resolución de este problema.
—Estamos trabajando ya en él, mi Señor. —Hawat carraspeó —. Ah, Idaho dijo algo interesante: dijo que uno no podía engañarse sobre la actitud de los Fremen con respecto a los escudos. Dijo que parecían más bien divertidos con ellos.
El Duque frunció las cejas.
—El objeto de esta discusión es el equipamiento para la especia —dijo.
Hawat le hizo un gesto al hombre del proyector.
La imagen sólida de la factoría recolectora fue reemplazada por la proyección de un aparato alado que convertía en minúsculas las imágenes de figuras humanas a su alrededor.
—Esto es un ala de acarreo —dijo Hawat—. Es esencialmente un gran tóptero, cuya única función es transportar una factoría a las arenas ricas en especia, y rescatarla cuando aparece un gusano de arena. Siempre aparece alguno. La recolección de la especia es un proceso de salir corriendo, recolectar corriendo, y regresar corriendo lo antes posible.
—Admirablemente adecuado a la moral de los Harkonnen — dijo el Duque.
Las risas estallaron bruscamente y demasiado fuertes.
Un ornitóptero sustituyó al ala de acarreo en el foco de proyección.
—Esos tópteros son bastantes convencionales —dijo Hawat —. Sus mayores modificaciones estriban en un radio de acción muy ampliado. Blindajes especiales permiten sellar herméticamente las partes esenciales contra la arena y el polvo. Tan sólo uno de cada treinta está protegido por un escudo… probablemente el peso del generador del escudo ha sido eliminado para ampliar el radio de acción.
—No me gusta este quitarle importancia a los escudos — murmuró el Duque. Y pensó: ¿Es este el secreto de los Harkonnen? ¿Significa quizá que ni siquiera podremos huir en nuestras fragatas equipadas con escudos si todo se vuelve contra nosotros? Agitó violentamente su cabeza para alejar aquellos pensamientos y añadió—: Pasemos a la estimación del rendimiento. ¿Cuál debería ser nuestro beneficio?
Hawat volvió dos páginas en su bloc de notas.
—Después de haber evaluado el estado del equipo y el coste de las reparaciones para hacerlo operable, hemos obtenido una primera estimación sobre los costes de explotación. Naturalmente hemos hecho un cálculo por encima de las posibilidades reales a fin de dejar un margen de seguridad. — Cerró los ojos en un semitrance Mentat—. Bajo los Harkonnen, el mantenimiento y los salarios ascendían a un catorce por ciento. Podremos considerarnos afortunados si conseguimos limitarlos, en los primeros tiempos, a un treinta por ciento. Con las reinversiones y los factores de desarrollo, incluyendo el porcentaje de la CHOAM y los costes militares, nuestro margen de beneficio se reducirá a un exiguo seis o siete por ciento, hasta que hayamos reemplazado todo el equipo fuera de uso. Entonces deberemos estar en situación de elevarlo hasta un doce o un quince por ciento, que es lo normal. —Abrió los ojos—. A menos que mi Señor quiera adoptar los métodos de los Harkonnen.
—Estamos trabajando para establecer una base planetaria sólida y permanente —dijo el Duque—. Debemos hacer que una gran parte de la población sea feliz… especialmente los Fremen.
—Muy especialmente los Fremen —asintió Hawat.
—Nuestra supremacía en Caladan —dijo el Duque— dependía de nuestro poder en el mar y en el aire. Aquí, debemos desarrollar algo que yo llamo el poder del desierto. Esto puede incluir el poder en el aire, aunque es probable que no sea así. Quiero llamar su atención sobre la falta de escudos en los tópteros —agitó la cabeza—. Los Harkonnen contaban con una permanente rotación del personal proveniente de otros planetas para algunos de sus puestos clave. Nosotros no podemos permitírnoslo. Cada nuevo grupo de recién llegados tendrá su cuota de provocadores.
—Entonces deberemos contentarnos con menores beneficios y recolecciones más reducidas —dijo Hawat—. Nuestra producción durante las primeras dos estaciones deberá ser inferior en un tercio con respecto a la de los Harkonnen.
—Exactamente como habíamos previsto —dijo el Duque—. Debemos apresurarnos con los Fremen. Querría disponer de cinco batallones de tropas Fremen antes de nuestra primera revisión de cuentas de la CHOAM.
—No es mucho tiempo, Señor —dijo Hawat.
—No tenemos mucho tiempo, como bien sabes. A la primera ocasión estarán aquí con los Sardaukar disfrazados de Harkonnen. ¿Cuántos crees que desembarcarán, Thufir?
—Cuatro o cinco batallones en total, Señor. No más, el transporte de tropas de la Cofradía cuesta caro.
—Entonces, cinco batallones de Fremen más nuestras propias fuerzas serán suficientes. Esperen tan sólo a que llevemos algunos prisioneros Sardaukar ante el Consejo del Landsraad y veremos si no cambian las cosas… con o sin beneficios.
—Haremos lo mejor que podamos, Señor.
Paul miró a su padre, luego a Hawat, consciente repentinamente de la avanzada edad del Mentat y del hecho de que el anciano había servido a tres generaciones de Atreides. Viejo. Podía leerse esto en el apagado brillo de sus ojos castaños, en sus mejillas llenas de surcos y quemadas por exóticos climas, en la redonda curva de los ojos, en la fina línea de los resecos labios coloreados por el agrio jugo de safo.
Demasiadas cosas dependen de un solo hombre viejo, pensó Paul.
—Estamos sumergidos en una guerra de asesinos —dijo el Duque—, pero aún no ha alcanzado toda su amplitud. Thufir, ¿en qué condiciones estamos ahora frente al mecanismo Harkonnen?
—Hemos eliminado doscientos cincuenta y nueve de sus hombres clave, mi Señor. No quedan más de tres células Harkonnen… quizá un centenar de personas en total.
—Esas criaturas Harkonnen que has eliminado —dijo el Duque—, ¿pertenecían a la clase de los muy ricos?
—La mayor parte estaban bien situados, mi Señor… en la clase de los capitalistas.
—Quiero que falsifiques certificados de lealtad con la firma de cada uno de ellos —dijo el Duque—. Envía copias al Arbitro del Cambio. Sostendremos legalmente la posición de que estos hombres permanecían aquí bajo falsa lealtad. Confiscaremos sus propiedades, se lo quitaremos todo, echaremos a sus familias, los desposeeremos absolutamente. Y asegúrate de que la Corona recibe su diez por ciento. Todo debe ser completamente legal.
Thufir sonrió, revelando manchas rojizas bajo los labios color carmín.
—Una maniobra digna de un gran señor, mi Duque. Me avergüenzo de no haberla pensado antes.
Halleck frunció el ceño al otro lado de la mesa, sorprendiendo otra expresión igualmente ceñuda en el rostro de Paul. Los demás sonreían y asentían.
Es un error, pensó Paul. Lo único que conseguirá será hacer combatir a los demás con mayor dureza. Verán que no van a ganar nada rindiéndose.
Conocía la actual convención del kanly de no conocer ninguna regla, pero aquel era el tipo de actuación que podía destruirlos al mismo tiempo que les concedía la victoria.
—«Yo era un extranjero en tierra extraña» —recitó Halleck. Paul le miró, reconociendo la cita de la Biblia Católica Naranja y preguntándose: ¿Acaso también Gurney desea poner fin a esas retorcidas intrigas?
El Duque miró hacia la oscuridad al otro lado de las ventanas, y luego bajó los ojos hasta Halleck.
—Gurney, ¿cuántos de esos trabajadores de la arena has conseguido persuadir para que se queden con nosotros?
—Doscientos ochenta y seis en total, Señor. Creo que debemos aceptarlos y considerarnos dichosos por ello. Pertenecen a las categorías más útiles.
—¿Tan pocos? —el Duque se mordió los labios—. Bien, haz decir a todos…
Un ruido al otro lado de la puerta le interrumpió. Duncan Idaho entró abriéndose camino entre los guardias, se precipitó a lo largo de la mesa y dijo algo al oído del Duque.
Leto le interrumpió con un gesto.
—Habla en voz alta, Duncan. Puedes ver que es una reunión estratégica del estado mayor.
Paul estudió a Idaho, notando sus movimientos felinos, aquella rapidez de reflejos que hacían de él un maestro de armas difícil de emular. El bronceado rostro de Idaho se volvió en aquel momento hacia Paul, con sus ojos habituados a la oscuridad de las profundidades de las cavernas sin dar muestras de haberle visto, pero Paul reconoció aquella máscara de serenidad por encima de la excitación.
Idaho recorrió con la mirada todo lo largo de la mesa y dijo:
—Hemos sorprendido una fuerza de mercenarios Harkonnen disfrazados como Fremen. Han sido los propios Fremen quienes nos han enviado un correo para advertirnos de este engaño. En el ataque, sin embargo, hemos descubierto que los Harkonnen le habían tendido una trampa al correo Fremen, hiriéndolo gravemente. Lo transportamos hacia aquí para que fuera curado por nuestros médicos, pero ha muerto por el camino. Cuando me he dado cuenta de lo mal que estaba me he detenido para intentar salvarle. Le he sorprendido mientras intentaba desembarazarse de algo. —Idaho miró fijamente a Leto—. Un cuchillo, mi Señor, un cuchillo como nunca habéis visto otro.
—¿Un crys? —preguntó alguien.
—Sin la menor duda —dijo Idaho—. De color blanco lechoso y con un brillo propio. —Hundió la mano en su túnica y extrajo una funda de la cual surgía una empuñadura estriada en negro.
—¡Guarda esa hoja en su funda!
La voz procedía de la abierta puerta al fondo de la estancia, una voz vibrante y penetrante que le hizo volverse con un sobresalto.
Una alta y embozada figura estaba de pie en el umbral, tras las cruzadas espadas de los guardias. Sus ligeras ropas eran de color de bronce, y envolvían completamente al hombre excepto una abertura en la capucha, velada de negro, que descubría dos ojos completamente azules… sin el menor blanco en ellos.
—Dejadle entrar —murmuró Idaho.
Los guardias vacilaron, luego bajaron sus espadas.
El hombre avanzó a través de la estancia y se detuvo frente al Duque.
—Stilgar, jefe del sietch que he visitado, líder de los que nos han advertido del engaño —dijo Idaho.
—Bienvenido, señor —dijo Leto—. ¿Por qué no debemos sacar este cuchillo de su funda?
La mirada de Stilgar estaba fija en Idaho.
—Tú has observado, entre nosotros, las costumbres de la honestidad y la pureza —dijo—. Te permitiré ver la hoja del hombre al cual has mostrado tu amistad —sus azules ojos recorrieron a todos los demás reunidos en la habitación—. Pero no conozco a estos otros. ¿Les permitirás mancillar un arma honorable?
—Soy el Duque Leto —dijo el Duque—. ¿Me permitirás ver el arma?
—Os autorizo a ganar el derecho a extraerla de su funda — dijo Stilgar y, al elevarse un murmullo de protestas alrededor de la mesa, levantó una delgada mano cruzada por venas oscuras —. Os recuerdo que esta hoja pertenecía a alguien que os había brindado su amistad.
En el silencio que siguió, Paul estudió al hombre, sintiendo el aura de poder que irradiaba de él. Era un líder… un líder Fremen.
El hombre que estaba cerca del centro de la mesa, al otro lado frente a Paul, murmuró:
—¿Quién es él para decirnos cuáles son los derechos que tenemos sobre Arrakis?
—Se dice que el Duque Leto gobierna con el consenso de sus gobernados —dijo el Fremen—. Así que debo explicaros cual es para nosotros la situación: una cierta responsabilidad recae sobre aquellos que han visto un crys. —Miró sombríamente a Idaho—. Son nuestros. No pueden abandonar Arrakis sin nuestro consentimiento.
Halleck y algunos otros hicieron gesto de alzarse, con expresiones airadas en sus rostros. Halleck dijo:
—Es el Duque Leto quien determina…
—Un momento, por favor —dijo Leto, y la suavidad de su voz lo retuvo. La situación no debe escapárseme de la mano, pensó. Se volvió hacia el Fremen—. Señor, hago honor y respeto la dignidad personal de cualquier hombre que respete mi dignidad. Tengo una deuda con vos. Y yo pago siempre mis deudas. Si es vuestra costumbre que este cuchillo permanezca enfundado aquí, entonces soy yo quien ordena que así sea. Y si hay otro medio de honrar al hombre que ha muerto a nuestro servicio, no tenéis más que nombrarlo.
El Fremen miró al duque y después, lentamente, apartó su velo, revelando una delgada nariz, una boca de gruesos labios y una barba de un negro brillante. Deliberadamente se inclinó sobre la pulida superficie de la mesa y escupió en ella.
—¡Quietos! —gritó Idaho, en el mismo momento en que todos se levantaban de un salto; y, en el tenso silencio que siguió, dijo—: Te agradecemos, Stilgar, el presente que nos haces de la humedad de tu cuerpo. Y lo aceptamos con el mismo espíritu con que ha sido ofrecido —e Idaho escupió en la mesa, ante el Duque. Mirando a este, añadió—: recordad hasta qué punto es preciosa aquí el agua, Señor. Esta es una prueba de respeto.
Leto se relajó en su silla y sorprendió la mirada de Paul, la amarga sonrisa en el rostro de su hijo, sintiendo cómo se relajaba la tensión alrededor de la mesa a medida que sus hombres iban comprendiendo.
El Fremen miró a Idaho y dijo:
—Te has conducido muy bien en mi sietch, Duncan Idaho. ¿Hay acaso un lazo de lealtad entre ti y el Duque?
—Me pide que me ponga a su servicio, Señor —dijo Idaho.
—¿Aceptaría él una doble lealtad? —preguntó Leto.
—¿Deseáis que vaya con él, Señor?
—Deseo que seas tú quien tomes tu decisión al respecto — dijo Leto. Y no consiguió disimular la tensión en su voz.
Idaho estudió al Fremen.
—¿Me aceptarías en estas condiciones, Stilgar? Habrá ocasiones en que tendré que regresar para servir al Duque.
—Has combatido bien, y has hecho todo lo que has podido por nuestro amigo —dijo Stilgar. Miró a Leto—. Que sea así: el hombre Idaho conservará el crys como signo de su lealtad hacia nosotros. Deberá ser purificado, por supuesto, y los ritos tendrán que ser observados, pero esto puede ser hecho. Será al mismo tiempo Fremen y soldado de los Atreides. Hay un precedente para esto: Liet sirve a dos amos.
—¿Duncan? —preguntó Leto.
—Comprendo, señor —dijo Idaho.
—Así pues, estamos de acuerdo —dijo Leto.
—Tu agua es nuestra, Duncan Idaho —dijo Stilgar—. El cuerpo de nuestro amigo sigue con el Duque. Que su agua sea el agua de los Atreides. Este es un lazo entre nosotros.
Leto suspiró; miró a Hawat, escrutando los ojos del viejo Mentat. Hawat asintió con expresión satisfecha.
—Esperaré abajo —dijo Stilgar— mientras Idaho dice adiós a sus amigos. Turok era el nombre de nuestro amigo muerto. Recordadlo cuando llegue el momento de liberar su espíritu. Sois amigos de Turok —se volvió para marcharse.
—¿No queréis quedaros un poco? —preguntó Leto.
El Fremen le miró, colocó su velo en su lugar con un gesto casual, y ajustó algo bajo él. Paul entrevió como un delgado tubo antes de que el velo ocupara su lugar.
—¿Hay alguna razón para que me quede? —preguntó el Fremen.
—Nos sentiríamos honrados —dijo el duque.
—El honor exige que yo esté en otro lugar dentro de poco — dijo el Fremen. Miró de nuevo a Idaho, se volvió y salió a grandes pasos, franqueando la guardia de la puerta.
—Si los otros Fremen son como él, haremos grandes cosas juntos —dijo el Duque.
—Es una simple muestra, Señor —dijo Idaho con voz seca.
—¿Has comprendido lo que debes hacer, Duncan?
—Seré vuestro embajador cerca de los Fremen, Señor.
—Dependerá mucho de ti, Duncan. Vamos a necesitar no menos de cinco batallones de esa gente antes de la llegada de los Sardaukar.
—Esto requerirá un cierto trabajo, Señor. Los Fremen son mas bien independientes. —Idaho vaciló antes de proseguir—: Y, Señor, hay otra cosa. Uno de los mercenarios que hemos abatido intentaba arrebatarle esta hoja a nuestro amigo Fremen muerto. El mercenario dijo que los Harkonnen ofrecen un millón de solaris al primer hombre que les entregue aunque sea un solo crys.
Leto se irguió, en un movimiento de obvia sorpresa.
—¿Por qué desearán hasta tal punto una de estas hojas?
—El cuchillo es un diente de gusano de arena. Es el emblema de los Fremen, Señor. Con él, un hombre de ojos azules podría penetrar en cualquier sietch. Yo sería detenido y duramente interrogado si no fuera conocido. Yo no parezco Fremen. Pero…
—Piter de Vries —dijo el Duque.
—Un hombre de diabólica astucia, mi Señor —dijo Hawat.
Idaho deslizó el arma dentro de su funda bajo su túnica.
—Guarda este cuchillo —dijo el Duque.
—Comprendo, mi Señor. —Palmeó el transmisor incrustado en su cinturón—. Informaré tan pronto como sea posible. Thufir posee mi código de llamada. Usad el lenguaje de batalla. — Saludó, giró en redondo y se apresuró tras el Fremen.
Sus pasos resonaron a lo largo del corredor.
Una mirada de entendimiento se cruzó entre Leto y Hawat. Sonrieron.
—Tenemos mucho que hacer, Señor —dijo Halleck.
—Y yo os distraigo de vuestras tareas —dijo Leto.
—Tengo los informes de las bases de avanzada —dijo Hawat —. ¿Deseáis escucharlos en otra ocasión, Señor?
—¿Son largos?
—No, si os hago un resumen. Entre los Fremen se dice que hay más de doscientas de esas bases de avanzada, construidas en Arrakis durante el período en que el planeta era una Estación Experimental de Botánica del Desierto. Parece que todas están desiertas, pero hay informes de que fueron selladas antes de ser abandonadas.
—¿Hay equipo en ellas? —preguntó el Duque.
—Sí, según los informes que poseo de Duncan.
—¿Dónde están situadas? —preguntó Halleck.
—La respuesta a esta pregunta —dijo Hawat— es invariable: Liet lo sabe.
—Dios lo sabe —murmuró Leto.
—Quizá no, Señor —dijo Hawat—. Habéis oído a Stilgar usar el nombre. ¿No podría tratarse de una persona real?
—Servir a dos amos —dijo Halleck—. Esto suena como una cita religiosa.
—Y tú deberías conocerla —dijo el Duque.
Halleck sonrió.
—Ese Arbitro del Cambio —dijo Leto—, el ecólogo Imperial, Kynes… ¿no tendría que saber dónde se encuentran esas bases?
—Señor —le puso en guardia Hawat—, ese Kynes está al servicio del Emperador.
—Y hay un largo camino hasta el Emperador —dijo Leto—. Quiero esas bases. Deben estar llenas de materiales que podemos recuperar y utilizar para reparar nuestro equipo de trabajo.
—¡Señor! —dijo Hawat—. ¡Esas bases son legalmente un feudo de Su Majestad!
—El clima es aquí lo bastante duro como para destruir cualquier cosa —dijo el Duque—. Podemos echarle la culpa al clima. Buscad a ese Kynes e intentad al menos saber si esas bases existen realmente.
—Podría ser peligroso preguntar eso —dijo Hawat—. Duncan ha sido explícito en una cosa: esas bases, o la idea que representan, tienen un profundo significado para los Fremen. Podríamos ofender a los Fremen si nos apoderamos de ellas.
Paul observó los rostros de los hombres alrededor de la mesa, notando la intensidad con que escuchaban las palabras que se pronunciaban. Parecían profundamente turbados por la actitud de su padre.
—Escúchale, padre —dijo Paul en voz muy baja—. Dice la verdad.
—Señor —dijo Hawat—, esas bases pueden proporcionarnos el material necesario para reparar el equipo que nos ha sido dejado, pero tal vez estén fuera de nuestro alcance por razones estratégicas. Sería arriesgado movernos sin tener mayor información. Ese Kynes arbitra la autoridad del Imperio. No debemos olvidarlo. Y los Fremen le obedecen.
—Usad entonces la prudencia —dijo el Duque—. Sólo quiero saber si esas bases existen.
—Como deseéis, Señor —Hawat volvió a sentarse e inclinó la mirada.
—Muy bien, entonces —dijo el Duque—. Todos sabemos lo que nos espera: trabajo. Estamos preparados para él. Tenemos una cierta experiencia al respecto. Sabemos cuáles son las recompensas, y las alternativas están suficientemente clarificadas. Cada cual tiene asignadas sus misiones —miró a Halleck—. Gurney, ocúpate ante todo de la cuestión de los contrabandistas.
—«Marcharé con los rebeldes que ocupan las tierras áridas» —entonó Halleck.
—Algún día sorprenderé a este hombre sin la menor cita, y será como si estuviera totalmente desnudo —dijo el Duque.
Sonaron risas alrededor de la mesa, pero Paul las notó forzadas.
Su padre se volvió hacia Hawat.
—Establece otro puesto de mando para las comunicaciones y las informaciones en esta misma planta, Thufir. Cuando todo esté preparado, quiero verte.
Hawat se alzó, mirando a su alrededor por toda la estancia como si buscara un apoyo. Después se volvió y se dirigió hacia la salida. Los otros se alzaron apresuradamente, con gran ruido de correr de sillas, y le siguieron con cierta confusión.
Todo termina en la confusión, pensó Paul, mirando a los últimos hombres que salían. Antes, las reuniones terminaban siempre en una atmósfera de decisión. Aquella reunión parecía haberse derrumbado, gastada por sus propias insuficiencias y por falta de un acuerdo.
Por primera vez, Paul se permitió pensar en la posibilidad de un fracaso… no porque tuviera miedo a causa de las advertencias de la Reverenda Madre, sino porque había evaluado personalmente la situación.
Mi padre está desesperado, se dijo. Las cosas no marchan demasiado bien para nosotros.
Y Hawat. Recordó la actitud del viejo Mentat durante la conferencia: sutiles excitaciones, signos de inquietud. Hawat estaba profundamente preocupado por algo.
—Será mejor que te quedes aquí por esta noche, hijo —dijo el Duque—. De todos modos, falta poco para que amanezca. Avisaré a tu madre. —Se puso lentamente en pie, rígido—. ¿Por qué no juntas algunas de esas sillas y te echas para descansar un poco?
—No estoy muy cansado, señor.
—Como quieras.
El Duque cruzó las manos a su espalda y comenzó a pasear arriba y abajo a lo largo de la mesa.
Como un animal enjaulado, pensó Paul.
—¿Discutirás con Hawat la posibilidad de la existencia de un traidor? —preguntó Paul.
El Duque se detuvo ante su hijo y habló con el rostro vuelto hacia las oscuras ventanas.
—Hemos discutido esta posibilidad muchas veces.
—La vieja mujer parecía muy segura de sí —dijo Paul—. Y el mensaje que madre…
—Se han tomado precauciones —dijo el Duque. Miró a su alrededor, y Paul vio en sus ojos la salvaje luz del animal acosado—. Quédate aquí. Hay algunas cuestiones acerca de los puestos de mando que discutir con Thufir —se volvió y salió de la estancia, respondiendo con una rápida inclinación de cabeza al saludo de los guardias de la puerta.
Paul miró al lugar donde había permanecido de pie su padre. El espacio le daba la impresión de haber estado vacío desde mucho antes de que el Duque abandonara la estancia. Y recordó la advertencia de la vieja mujer:
«…en cuanto a tu padre, no».
En aquel primer día en que Muad’Dib recorrió las calles de Arrakeen con su familia, alguna gente a lo largo del camino recordó las leyendas y las profecías y se aventuró a gritar: «¡Mahdi!». Pero su grito era más una pregunta que una afirmación, ya que sólo podían esperar que fuera aquél que les había sido anunciado como el Lisan al-Gaib, la Voz del Otro Mundo. Y su atención era atraída también por la madre, porque habían oído decir que era una Bene Gesserit, y era evidente a sus ojos que era como el otro Lisan al-Gaib.
El Duque encontró a Thufir solo en la estancia de la esquina que le había señalado un guardia. Se oía el ruido de los hombres que estaban instalando el equipo de comunicaciones en la estancia vecina, pero aquel lugar era bastante tranquilo. El Duque miró a su alrededor mientras Hawat se levantaba de detrás de una mesa repleta de papeles. Era una estancia de paredes verdes, y además de la mesa el único mobiliario eran tres sillas a suspensor con la «H» de los Harkonnen disimulada apresuradamente con un toque de pintura.
—Son sillas completamente seguras —dijo Hawat—. ¿Dónde está Paul, Señor?
—Le he dejado en la sala de conferencias. Quiero que descanse un poco sin que nadie le moleste.
Hawat asintió, avanzó hacia la puerta de la otra habitación y la cerró, ahogando así el ruido de la estática y los zumbidos electrónicos.
—Thufir —dijo Leto—, los almacenes de especia Imperiales y de los Harkonnen atraen mi atención.
—¿Mi Señor?
El Duque frunció los labios.
—Los almacenes son susceptibles de destrucción. —Alzó una mano para impedir a Hawat que hablara—. No, ignora las reservas del Emperador. Incluso él se alegraría secretamente si los Harkonnen se vieran en problemas. Y, ¿cómo podría protestar el Barón si resulta destruido algo que oficialmente no puede admitir que posee?
Hawat agitó la cabeza.
—Tenemos pocos hombres, Señor.
—Usa algunos de los hombres de Idaho. Y quizá algunos de los Fremen verían con agrado un viaje fuera de este planeta. Una incursión sobre Giedi Prime… una diversión de este tipo comportaría seguras ventajas tácticas, Thufir.
—Como deseéis, mi Señor. —Hawat se volvió, y el Duque notó el nerviosismo del anciano y pensó: Quizá sospecha que no tengo confianza en él. Debe saber que he recibido informes privados acerca de la presencia de traidores. Bien, será mejor calmar sus inquietudes inmediatamente.
—Thufir —dijo—, puesto que tú eres uno de los pocos hombres en quien puedo confiar plenamente, hay otro asunto que debemos discutir. Ambos sabemos hasta qué punto debemos vigilar constantemente para impedir que los traidores se infiltren entre nuestras fuerzas… pero he recibido nuevos informes.
Hawat se volvió y le miró.
Y Leto le repitió lo que le había contado Paul.
Pero en lugar de producir en él una intensa concentración Mentat, los informes sólo hicieron aumentar la agitación de Hawat.
Leto estudió al anciano y, finalmente, dijo:
—Viejo amigo, tú me has estado ocultando algo. Debí sospecharlo cuando te vi tan nervioso en la reunión. ¿Qué cosa es tan grave que no te has atrevido a mencionarla delante de todos en la conferencia?
Los manchados labios de Hawat se cerraron en una larga y delgada línea de donde irradiaban múltiples arrugas. Mantuvieron su rigidez mientras decía:
—Mi Señor, os juro que no sé cómo referíroslo.
—Hemos compartido un buen número de cicatrices, Thufir — dijo el Duque—. Sabes que puedes plantear cualquier tema conmigo.
Hawat siguió mirándole en silencio, pensando: Es así como lo prefiero. Este es el hombre de honor que invita a servirle con la mayor lealtad. ¿Por qué debo herirle?
—¿Y bien? —inquirió Leto.
Hawat se alzó de hombros.
—Se trata del fragmento de una nota. Lo hemos interceptado a un correo de los Harkonnen. La nota estaba dirigida a un agente llamado Pardee. Tenemos buenas razones para pensar que Pardee era el hombre más importante de la organización clandestina Harkonnen aquí. La nota… es algo que podría tener graves consecuencias… o ninguna. Es susceptible de varias interpretaciones.
—¿Qué hay de tan delicado en el contenido de esa nota?
—Fragmento de una nota, mi Señor. Incompleta. Era un film minimic con la habitual cápsula de destrucción unida a él. Conseguimos detener la acción del ácido justo pocos momentos antes de que acabase de corroerlo, salvando tan sólo un fragmento. El fragmento, de todos modos, es altamente sugestivo.
—¿Sí?
Hawat se humedeció los labios.
—Dice: «…eto nunca lo sospechará, y cuando reciba el golpe de una mano tan querida, su propio origen bastará para destruirlo». La nota llevaba el sello personal del Barón, y yo mismo he autenticado el sello.
—Tu sospecha es obvia —dijo el Duque, y su voz se hizo bruscamente fría.
—Hubiera preferido cortarme un brazo antes que heriros — dijo Hawat—. Mi Señor, pero si…
—Dama Jessica —dijo Leto, y sintió como el furor le consumía por dentro—. ¿No has podido arrancarle la verdad a ese Pardee?
—Desafortunadamente, Pardee ya no estaba entre los vivos cuando logramos interceptar el correo. Y el correo, estoy seguro de ello, no sabía lo que llevaba.
—Comprendo.
Leto agitó la cabeza, pensando: Qué rastrera maniobra. No puede haber nada de verdad en ella. Conozco a mi mujer.
—Mi Señor, si…
—¡No! —gritó el Duque—. Hay un error en todo esto…
—No podemos ignorarlo, mi Señor.
—¡Está conmigo desde hace dieciséis años! Ha tenido innumerables oportunidades para… ¡Tú mismo investigaste la escuela y a ella!
—Hay cosas que pueden escapárseme —dijo Hawat amargamente.
—¡Es imposible, te digo! Los Harkonnen quieren destruir toda la estirpe de los Atreides… incluido Paul. Ya lo han intentado una vez. ¿Puede una mujer conspirar contra su propio hijo?
—Quizá no conspire contra su hijo. Y el atentado de ayer podría haber sido un sutil acto diversivo.
—No era ningún acto diversivo.
—Señor, se supone que ella no conoce nada de su ascendencia, pero, ¿y si alguna vez lo supiera? ¿Y si ella fuera huérfana, digamos, por causa de los Atreides?
—Hubiera actuado hace ya mucho tiempo. Veneno en mi bebida… un puñal en la noche. ¿Quién hubiera tenido mejores oportunidades?
—Los Harkonnen quieren destruiros a vos, mi Señor. Sus intenciones no son solamente matar. Existe toda una gama de sutiles distinciones en el kanly. Esta podría ser una obra de arte entre todas las venganzas.
Los hombros del Duque se curvaron. Cerró los ojos, y se le vio viejo y cansado. No puede ser, pensó. Esa mujer me ha abierto su corazón.
—¿Hay otro modo mejor de destruir que sembrar las sospechas hacia la mujer que uno ama? —preguntó.
—Una interpretación que también he considerado —dijo Hawat—. Sin embargo…
El Duque abrió los ojos, miró a Hawat y pensó: Déjale que sospeche. La sospecha es su trabajo, no el mío. Quizá, si doy la impresión de creer en todo esto, alguien cometa una imprudencia.
—¿Qué es lo que sugieres? —susurró el Duque.
—Por el momento, una vigilancia constante, mi Señor. No hay que perderla de vista ni un solo momento. Me ocuparé personalmente de que se haga con discreción. Idaho sería la persona ideal para este trabajo: quizá en una o dos semanas pueda llamarlo para que vuelva. Hay un joven entre los hombres de Idaho que hemos adiestrado y que podría ser su sustituto ideal entre los Fremen. Está muy dotado para la diplomacia.
—No podemos correr el riesgo de poner en peligro nuestra amistad con los Fremen.
—Por supuesto que no, Señor.
—¿Y acerca de Paul?
—Quizá pudiéramos alertar al doctor Yueh.
El Duque se volvió, dándole la espalda a Hawat.
—Lo dejo en tus manos.
—Usaré la discreción, mi Señor.
Al menos puedo contar con eso, pensó Leto. Y dijo:
—Voy a dar una vuelta. Si me necesitas, estaré en el interior del recinto. La guardia puede…
—Mi Señor, antes de que os marchéis quisiera que leyerais un filmclip que tengo aquí. Es un primer análisis aproximativo de la religión de los Fremen. Recordad que me pedisteis que preparara un informe sobre el tema.
—¿Eso no puede esperar? —dijo el Duque sin volverse.
—Por supuesto, mi Señor. Pero vos me preguntásteis qué era lo que estaban gritando. Era «¡Mahdi»!, y esta palabra iba dirigida al joven amo. Cuando ellos…
—¿A Paul?
—Si, mi Señor. Hay una leyenda aquí, una profecía, acerca de la llegada de un líder, hijo de una Bene Gesserit, que les guiará hacia la verdadera libertad. Se trata del habitual tema del mesías.
—¿Creen que Paul es este… este…?
—Tan sólo lo esperan, mi Señor —Hawat le tendió la cápsula del filmclip.
El Duque la tomó, deslizándola en su bolsillo.
—Lo veré más tarde.
—Ciertamente, mi Señor.
—Por el momento, necesitaré tiempo para… pensar.
—Si, mi Señor.
El Duque hizo una profunda inspiración, y salió de la estancia a grandes pasos. Giró a la derecha hacia el vestíbulo, con las manos cruzadas en la espalda, sin prestar mucha atención a los lugares por donde iba. Había corredores y escaleras y terrazas y salas… gente que le saludaba y se echaba a un lado para dejarle pasar.
Algún tiempo después regresó a la sala de conferencias; las luces estaban apagadas y Paul dormía sobre la mesa, con el capote de un guardia cubriéndolo y un saco de equipaje sirviéndole de almohada. El Duque avanzó sin hacer ruido hacia el fondo de la sala y salió a la terraza que dominaba el campo de aterrizaje. Un guardia, en la esquina de la terraza, reconoció al Duque bajo el débil reflejo de las luces del campo y se cuadró.
—Descanso —murmuró el Duque. Se apoyó en el frío metal de la balaustrada.
El silencio que precedía al alba reinaba sobre la desértica depresión. Alzó la mirada: las estrellas eran como un manto de brillantes lentejuelas sobre el azulado negro del cielo. Baja sobre el horizonte, la segunda luna nocturna brillaba en un halo de polvo… una luna malévola, de siniestra luminosidad espectral.
Mientras el Duque la miraba, la luna penetró en el borde dentado de la Muralla Escudo, cubriéndolo de helada escarcha, y en la oscuridad repentinamente más densa sintió un escalofrío. Se estremeció.
La ira le dominó.
Los Harkonnen me han entorpecido, acosado, perseguido, por última vez, pensó. ¡Son un montón de estiércol con cerebros de dictador! ¡Pero ahora yo estoy aquí! Y pensó, con un toque de amargura: Debo gobernar con el ojo tanto como con las garras… al igual que el halcón sobre los pájaros más débiles. Inconscientemente, su mano acarició el emblema del halcón en su túnica.
Hacia el este, la noche se vio empujada por un halo de gris luminosidad, luego una opalescencia anacarada ofuscó las estrellas. Finalmente, todo el horizonte se vio invadido por la resplandeciente luz del alba.
Era una escena cuya belleza cautivó toda su atención.
Algunas cosas mendigan nuestro amor, pensó.
Jamás hubiera imaginado que pudiera existir algo tan hermoso como aquel horizonte rojo, atormentado por el reflejo ocre y púrpura de las dentadas rocas. Más allá del campo de aterrizaje, allí donde el rocío nocturno había tocado la vida de las presurosas simientes de Arrakis, vio florecer enormes manchas rojas sobre las cuales avanzaba una trama violeta… como pasos de un invisible gigante.
—Es un maravilloso amanecer, Señor —dijo el guardia.
—Sí, lo es.
El Duque inclinó la cabeza, pensando: Quizá este planeta pueda crecer y desarrollarse. Tal vez pueda convertirse en un buen hogar para mi hijo.
Después vio las figuras humanas moviéndose entre los campos de flores, barriéndolos con sus extraños utensilios parecidos a hoces… los recolectores de rocío. El agua era tan preciosa allí que incluso el rocío debía ser recolectado.
Pero puede ser también un mundo odioso, pensó el Duque.
Probablemente no haya en nuestra vida un instante más terrible que aquel en que uno descubre que su padre es un hombre… hecho de carne humana.
—Paul —dijo el Duque—, estoy haciendo una cosa odiosa, pero debo hacerla.
Estaba de pie junto al detector de venenos portátil que había sido traído a la sala de conferencias para su desayuno. Los brazos sensores del aparato pendían inertes sobre la mesa, recordando a Paul un extraño insecto muerto recientemente.
La intención del Duque estaba dirigida fuera de las ventanas, al campo de aterrizaje y a los vértices de polvo girando en el cielo matutino.
Paul estaba ante él, observando por el visor un corto filmclip sobre las prácticas religiosas de los Fremen. El clip había sido compilado por uno de los expertos de Hawat, y Paul se sintió turbado por las referencias a sí mismo que contenían.
«¡Mahdi!»
«¡Lisan al-Gaib!»
Cerró los ojos y oyó de nuevo los gritos de la multitud. Así que es eso lo que esperan, pensó. Y recordó lo que había dicho la Reverenda Madre: Kwisatz Haderach. Los recuerdos despertaron de nuevo en él la sensación de una terrible finalidad, poblando aquel extraño mundo de impresiones que aún no conseguía comprender.
—Algo odioso —dijo el Duque.
—¿Qué quieres decir, señor?
Leto se volvió y miró a su hijo.
—Los Harkonnen piensan engañarme destruyendo mi confianza en tu madre. Ignoran que seria más fácil hacerme perder la confianza en mí mismo.
—No comprendo, señor.
Leto se volvió de nuevo hacia las ventanas. El blanco sol estaba ya alto en el cuadrante matutino. La lechosa claridad hacía resaltar un hervor de nubes polvorientas que amarilleaban sobre los cañones profundamente cortados de la Muralla Escudo.
Lentamente, hablando en voz muy baja para contener su ira, el Duque explicó a Paul todo lo referente a la misteriosa nota.
—También, por la misma razón, podríamos dudar de mí — dijo Paul.
—Deben creer que han tenido éxito —dijo el Duque—. Es preciso que me crean tan loco como para pensar que es posible. Ha de parecer auténtico. Ni siquiera tu madre debe saber nada acerca de todo esto.
—Pero, señor, ¿por qué?
—La respuesta de tu madre no debe ser una acción. Oh, ella es capaz de una acción suprema… pero hay demasiadas cosas en juego aquí. Debo desenmascarar al traidor. Es necesario que le convenza de que he caído completamente en el engaño. Es mejor herirla así que hacerla sufrir luego cien veces más.
—¿Por qué me dices esto, padre? Puedo repetírselo a ella.
—Tú estás fuera de todo esto —dijo el Duque—. Y guardarás el secreto. Es necesario. —Se acercó a la ventana, hablando sin volverse—. De este modo, si me ocurriera algo, tú podrías decirle la verdad… que nunca he dudado de ella, ni siquiera por un instante. Quiero que lo sepa.
Paul captó pensamientos de muerte tras las palabras de su padre, y dijo rápidamente:
—No te ocurrirá nada, señor. Yo…
—Silencio, hijo.
Paul contempló la espalda de su padre, notando la fatiga en la curva de su cuello y hombros y en la lentitud de sus movimientos.
—Tan sólo estás algo cansado, padre.
—Estoy cansado —admitió el Duque—. Estoy moralmente cansado. La melancólica degeneración de las Grandes Casas ha terminado quizá por alcanzarme. Y éramos tan fuertes antes.
—¡Nuestra Casa no ha degenerado! —dijo Paul con rabia.
—¿De veras?
El Duque se volvió haciendo frente a su hijo, revelando círculos negros alrededor de sus duros ojos y una cínica mueca en su boca.
—Hubiera debido casarme con tu madre, hacerla mi Duquesa. Sin embargo… mi condición de soltero hace que algunas Casas esperen aún poder aliarse conmigo casándome con alguna de sus hijas. —Se alzó de hombros—. Así que yo…
—Madre me ha explicado esto.
—No hay nada que consiga tanta lealtad hacia un líder como su aire de bravura —dijo el Duque—. Yo siempre he cultivado en mí un aire de bravura.
—Tú mandas bien —protestó Paul—. Gobiernas bien. Los hombres te siguen por su propia voluntad y te quieren.
—Mis servicios de propaganda están entre los mejores —dijo el Duque. Se volvió de nuevo para estudiar el paisaje, allá fuera —. Hay grandes posibilidades para nosotros, aquí en Arrakis, muchas más de las que nunca haya sospechado el Imperio. Y pese a todo hay veces en que pienso que hubiéramos hecho mejor huyendo, convirtiéndonos en renegados. A veces desearía que fuera posible hundirnos en el anonimato entre la gente, estar menos expuestos a…
—¡Padre!
—Si, estoy cansado —dijo el Duque—. ¿Sabes que estamos usando ya los residuos de la especia como materia prima para fabricar película virgen?
—¿Señor?
—No podemos hacer menos que esto —dijo el Duque—. De otro modo, ¿cómo podríamos inundar los pueblos y las ciudades con nuestras informaciones? La gente debe saber lo bien que la gobierno. ¿Y cómo puede saberlo si nosotros no se lo decimos?
—Deberías descansar un poco —dijo Paul.
El Duque miró de nuevo a su hijo.
—Había olvidado mencionarte otra gran ventaja de Arrakis. La especia está aquí por todos lados. Uno la come y la bebe en cualquier cosa. Y he descubierto que esto confiere cierta inmunidad natural contra algunos de los venenos más comunes del Manual de Asesinos. Y la necesidad de controlar la menor gota de agua hace que toda la producción alimenticia, grasas, hidropónicas, alimentos químicos, todo, sea estrechamente controlado. Nosotros no podemos eliminar una parte de la población valiéndonos del veneno, pero es igualmente imposible atacarnos del mismo modo. Arrakis nos obliga a ser morales y éticos.
Paul fue a hablar, pero el Duque le interrumpió:
—Tengo que decirle todo esto a alguien, hijo. —Suspiró, mirando de nuevo el árido paisaje, donde incluso las flores habían desaparecido, pisoteadas por los recolectores de rocío y quemadas por el sol—. En Caladan, teníamos con nosotros el poder del mar y del cielo —dijo—. Aquí, debemos obtener el poder del desierto. Esta es tu herencia, Paul. ¿Qué será de ti si a mi me ocurre algo? No tendrás una Casa renegada, sino una Casa de guerrilleros… perseguida, cazada.
Paul buscó palabras para responder, pero no encontró ninguna. Jamás había visto a su padre tan abatido.
—Para conservar Arrakis —dijo el Duque—, uno ha de enfrentarse con decisiones que pueden costar el respeto hacia uno mismo. —Señaló fuera de la ventana, hacia el estandarte verde y negro de los Atreides que colgaba fláccidamente de un mástil, al borde del campo de aterrizaje—. Esta honorable bandera puede que algún día simbolice muchas cosas malditas.
Paul tenía la garganta seca. Las palabras de su padre le parecían fútiles, llenas de un fatalismo que causaba en el muchacho una sensación de vacío en el pecho.
El Duque tomó una tableta antifatiga de un bolsillo y la tragó sin ayuda de ningún líquido.
—Poder y miedo —dijo—. Los instrumentos de gobierno. Daré órdenes de que se intensifique tu entrenamiento para la guerrilla. Ese filmclip… te llaman «Mahdi»… «Lisan al-Gaib»… como último recurso, podrías utilizar incluso esto.
Paul miró fijamente a su padre, observando que sus hombros se erguían a medida que la tableta iba haciendo efecto, pero recordando las palabras de duda y temor que acababa de oír.
—¿Qué es lo que retiene al ecólogo? —murmuró el Duque—. Le he dicho a Thufir que quería verle lo más pronto posible.
Mi padre, el Emperador Padishah, me tomó un día por la mano y sentí, gracias a las enseñanzas de mi madre, que estaba turbado. Me condujo a la Sala de Retratos, hasta el egosímil del Duque Leto Atreides. Observé el enorme parecido entre ellos -entre mi padre y aquel hombre del retrato-, ambos con idéntico rostro delgado y elegante, dominado por los mismos gélidos ojos. «Hija-princesa —dijo mi padre—, me hubiera gustado que hubieses tenido más edad cuando llegó para este hombre el momento de elegir una mujer». Mi padre tenía 71 años en aquel tiempo, y no se veía más viejo que el hombre del retrato. Yo tenía tan sólo 14 anos, y aún recuerdo haber deducido en aquel instante que mi padre había deseado en secreto que el Duque fuera su hijo, y que odiaba las necesidades políticas que les convertían en enemigos.
El primer encuentro con la gente a la que se le había ordenado traicionar alteró al doctor Kynes. Se vanagloriaba de ser un científico, para el cual las leyendas eran tan sólo otros tantos interesantes indicios que revelaban las raíces de una cultura. Y sin embargo, aquel muchacho personificaba la antigua profecía con gran precisión. Tenía «los ojos inquisitivos» y el aire de «reservado candor».
De acuerdo, la profecía no precisaba si la Diosa Madre llegaría con el Mesías o Le introduciría en escena cuando llegara el momento. Pero resultaba extraña aquella correspondencia entre las personas y la profecía.
El encuentro tuvo lugar a media mañana, fuera del edificio administrativo del campo de aterrizaje de Arrakeen. Un ornitóptero sin distintivo estaba posado en tierra, cerca de allí, y zumbaba débilmente, listo para iniciar su vuelo como un pájaro soñoliento. Un guardia Atreides estaba a su lado, con la espada desenvainada, circundado por la ligera distorsión del aire producida por su escudo.
Kynes sonrió furtivamente y pensó: ¡Ahí les reserva Arrakis una enorme sorpresa!
El planetólogo levantó una mano, indicando a sus guardias Fremen que se mantuvieran alejados. Siguió avanzando a largos pasos en dirección a la entrada del edificio, un agujero negro en la roca revestida de plástico. Era tan vulnerable aquel edificio monolítico, pensó. Mucho más indefenso que una caverna.
Un movimiento en la entrada atrajo su atención. Se detuvo, aprovechando la ocasión para ajustar su ropa y la fijación en su hombro izquierdo de su destiltraje.
Las puertas de entrada se abrieron de par en par. Unos guardias Atreides surgieron rápidamente, todos ellos bien armados: aturdidores de descarga lenta, espadas y escudos. Tras ellos apareció un hombre alto, similar a un halcón, de piel y cabellos oscuros. Llevaba una capa jubba con el emblema de los Atreides bordado en el pecho, y se le notaba incómodo bajo aquella poco familiar indumentaria. La capa se pegaba a las perneras de su destiltraje por uno de los lados. Se le veía rígido, carente de agilidad y ritmo.
Al lado del hombre caminaba un joven con los mismos cabellos negros pero con el rostro más redondeado. Parecía un poco pequeño para los quince años que Kynes sabía que tenía. Pero el joven cuerpo emanaba un sentido de mando, una seguridad en el porte, como si tuviera el poder de distinguir y reconocer a su alrededor muchas cosas que eran invisibles para los demás. Llevaba el mismo tipo de capa que su padre, aunque con una casual naturalidad que hacía pensar que la había llevado durante mucho tiempo.
«El Mahdi conocerá cosas que los demás no sabrán ver», rezaba la profecía.
Kynes agitó la cabeza, diciéndose a si mismo: Tan sólo son hombres.
Junto a ellos dos, vestido también para el desierto, había alguien más a quien Kynes reconoció: Gurney Halleck. Kynes respiró profundamente para calmar su resentimiento hacia Halleck, que le había instruido acerca de cómo debía comportarse con el Duque y el heredero ducal.
«Deberéis llamar al Duque "Señor" o "mi Señor". "Noble Nacido" también es correcto, pero usualmente está reservado a ocasiones más formales. El hijo debe ser llamado "joven amo" o "mi Señor". El duque es un hombre muy indulgente pero no tolera la menor familiaridad.»
Y Kynes pensó, mientras observaba cómo el grupo se acercaba: Pronto aprenderán quién es el verdadero dueño en Arrakis. ¿Han ordenado a aquel Mentat que me interrogue durante más de la mitad de la noche? ¿Esperan de mí que les guíe a inspeccionar una explotación de especia? ¿Realmente?
La importancia de las preguntas de Hawat no se le había escapado a Kynes. Querían las bases Imperiales. Era obvio que habían sido informados por Idaho acerca de las mismas.
Ordenaré a Stilgar que envíe la cabeza de Idaho a su Duque, se dijo a sí mismo Kynes.
El grupo ducal estaba ya a pocos pasos de él, con sus botas haciendo crujir la arena bajo sus pasos.
Kynes se inclinó.
—Mi Señor, Duque.
Mientras se acercaban a la solitaria figura de pie junto al ornitóptero, Leto no había dejado de estudiarla: alta, delgada, revestida con las amplias ropas del desierto, destiltraje y botas bajas. El hombre había echado hacia atrás la capucha, y su velo colgaba a un lado, revelando unos largos cabellos color arena y una corta barba. Sus ojos eran inescrutables bajo sus espesas cejas, azul sobre azul. Rastros de manchas negras marcaban aún sus párpados.
—Sois el ecólogo —dijo el Duque.
—Aquí preferimos el antiguo titulo, mi Señor —dijo Kynes —. Planetólogo.
—Como prefiráis —dijo el Duque. Miró hacia Paul—. Hijo, este es el Arbitro del Cambio, el juez de las disputas, el hombre que tiene la misión de procurar que sean cumplidas todas las formalidades en nuestra toma de posesión sobre este feudo. — Miró de nuevo a Kynes—. Este es mi hijo.
—Mi Señor —dijo Kynes.
—¿Sois un Fremen? —preguntó Paul.
Kynes sonrió.
—Soy aceptado tanto en el sietch como en el poblado, joven amo. Pero estoy al servicio de Su Majestad: soy el Planetólogo Imperial.
Paul asintió, impresionado por la apariencia de fuerza que emanaba de aquel hombre. Halleck le había señalado a Kynes desde una de las ventanas superiores del edificio administrativo:
—Ese hombre que está parado allá, con la escolta Fremen… el que ahora se dirige hacia el ornitóptero.
Paul había examinado brevemente a Kynes con los binoculares, observando la boca delgada y recta, la frente alta. Halleck le había susurrado al oído:
—Un tipo extraño. Habla de un modo preciso: claramente, sin ambigüedades, como cortando las palabras con una navaja.
Y el Duque, tras ellos, había añadido:
—Un tipo científico.
Ahora, a pocos pasos del hombre, Paul sentía la fuerza que emanaba de Kynes, el impacto de su personalidad, como si fuera un hombre de sangre real, nacido para mandar.
—Creo que debemos daros las gracias por los destiltrajes y las capas jubba —dijo el Duque.
—Espero que os vayan bien, mi Señor —dijo Kynes—. Son obra de los Fremen, y han intentado respetar tanto como han podido las dimensiones facilitadas por vuestro hombre Halleck aquí presente.
—Según tengo entendido, habéis dicho que no podríais llevarnos hasta el desierto si no usábamos esta vestimenta — dijo el Duque—. Nosotros podemos llevar gran cantidad de agua. No tenemos intención de permanecer fuera mucho tiempo, y además tendremos una cobertura aérea… la escolta que estáis viendo en estos momentos encima de nosotros. Es poco probable que nos veamos obligados a aterrizar.
Kynes le miró fijamente, estudiando la carne rica en agua de aquel hombre. Habló fríamente.
—Nunca habléis de probabilidades en Arrakis. Hablad tan sólo de posibilidades.
Halleck se tenso.
—¡Dirigios al Duque como mi Señor!
Leto le hizo su gesto personal indicándole que se callara, y dijo:
—Somos nuevos aquí, Gurney. Debemos hacer concesiones.
—Como deseéis, Señor.
—Os quedamos muy reconocidos, doctor Kynes —dijo Leto —. Esos trajes y vuestra consideración acerca de nuestra seguridad no serán olvidados.
Impulsivamente, Paul citó un párrafo de la Biblia Católica Naranja:
—«El regalo es la bendición de quien lo hace» —dijo.
Las palabras resonaron fuertemente en el quieto aire. Los Fremen que Kynes había dejado a la sombra del edificio administrativo se pusieron de pie y murmuraron excitados. Uno de ellos dijo en voz alta:
—¡Lisan al-Gaib!
Kynes se volvió bruscamente e hizo un gesto imperativo con la mano. Dos guardias retrocedieron, murmurando entre sí, y se cobijaron de nuevo en la sombra del edificio.
—Muy interesante —dijo Leto.
Kynes dejó resbalar su dura mirada del Duque a Paul, y dijo:
—Muchos de los nativos del desierto son supersticiosos. No les prestéis atención. No os quieren ningún mal —pero pensó en las palabras de la leyenda: «Te darán la bienvenida con las Palabras Sagradas y tus regalos serán una bendición.»
El juicio de Leto sobre Kynes, basado en parte en el breve informe verbal de Hawat (precavido y muy suspicaz), cristalizó súbitamente: el hombre era Fremen. Kynes había venido a ellos con una escolta Fremen, lo cual podía significar simplemente que los Fremen estaban sometiendo a prueba su nueva libertad de entrar en las áreas urbanas… aunque la escolta parecía más bien una guardia de honor. Y por sus maneras, Kynes parecía un hombre orgulloso, habituado a la libertad, con su lenguaje y sus modales sujetos tan sólo por su propia suspicacia. La observación de Paul había sido directa y pertinente.
Kynes se había convertido en un nativo.
—¿No deberíamos partir, Señor? —preguntó Halleck.
El Duque asintió.
—Yo pilotaré mi propio tóptero. Kynes puede sentarse delante, junto a mi, para guiarme. Tú y Paul os colocaréis en los asientos de atrás.
—Un momento, por favor —dijo Kynes—. Con vuestro permiso, Señor, debo controlar la seguridad de vuestros trajes.
El Duque fue a decir algo, pero Kynes insistió:
—Me preocupo por mi piel tanto como por la vuestra… mi Señor. Sé perfectamente qué garganta sería cercenada si os ocurriera algo mientras estáis a mi cuidado.
El Duque frunció el ceño, pensando: ¡Vaya momento delicado! Si rehúso, puedo ofenderlo. Y es un hombre que puede representar un inestimable valor para mí. Y sin embargo… dejarle penetrar así mi escudo, tocar mi persona, cuando sé aun tan poco sobre él…
Los pensamientos corrían por su mente, empujados por una decisión que debía ser tomada inmediatamente.
—Estamos en vuestras manos —dijo el Duque. Dio un paso adelante y abrió su ropa, viendo a Halleck alzándose sobre la punta de sus pies, inmóvil y atento, aunque aparentemente tranquilo—. Y, si sois tan amable —prosiguió el Duque—, os agradeceré una explicación acerca de esa ropa de alguien que vive tan íntimamente con ella.
—Ciertamente —dijo Kynes. Metió la mano bajo la ropa para comprobar las fijaciones de los hombros, hablando mientras examinaba el conjunto—. Básicamente es un tejido de varias microcapas… un filtro de alta eficacia y un sistema de intercambio de calor. —Ajustó las fijaciones de los hombros—. La capa en contacto con la piel es porosa. La transpiración pasa a través, refrescando el cuerpo… un proceso normal de evaporación. Las otras dos capas… —Kynes apretó el pectoral —… contienen filamentos de intercambio de calor y precipitaciones de sal. La sal es así recuperada.
Invitó al Duque a alzar los brazos con un gesto, y éste dijo:
—Muy interesante.
—Respirad profundamente —dijo Kynes.
El Duque obedeció.
Kynes estudió las fijaciones de las axilas, ajustando una.
—Los movimientos del cuerpo, especialmente la respiración —dijo— y alguna acción osmótica, proveen al cuerpo de la energía suficiente para el bombeo. —Alargó ligeramente el pectoral—. El agua recuperada circula y termina yendo a parar a los bolsillos de recuperación, de donde uno puede aspirarla a través de este tubo fijado al lado de vuestro cuello.
El Duque ladeó la cabeza para ver la extremidad del tubo.
—Simple y eficiente —dijo— Buena construcción.
Kynes se arrodilló para examinar las fijaciones de la piernas.
—La orina y las heces son procesadas en el revestimiento de los muslos —dijo, alzándose, tendiendo una mano hacia la fijación del cuello y levantando una sección cuadrada—. En pleno desierto, deberéis llevar este filtro sobre el rostro y estos tampones fijados a estos tubos en la nariz. Se inspira a través del filtro, con la boca, y se expira a través de la nariz. Con un traje Fremen en buenas condiciones, no perderéis más de un dedal de humedad al día… aunque os perdierais en el Gran Erg.
—Un dedal por día —dijo el Duque.
Kynes apretó un dedo contra la parte de la ropa que cubría la frente y dijo:
—Aquí es probable que el roce produzca irritación. En este caso, decídmelo y apretaré un poco más.
—Gracias —dijo el Duque. Movió los hombros, mientras Kynes retrocedía, y se sintió mucho más cómodo, notando que el traje estaba mejor ajustado y le irritaba menos.
Kynes se volvió hacia Paul.
—Ahora vamos a por vos, joven.
Un hombre valiente, pensó el Duque. Pero deberá aprender a darnos nuestros títulos.
Paul permaneció impasible mientras Kynes inspeccionaba sus ropas. Colocarse aquel traje de brillante y crujiente superficie le había causado una extraña sensación. En su consciencia sabía absolutamente que nunca antes de ahora se había enfundado un destiltraje. Y sin embargo, cada movimiento mientras se lo ajustaba bajo la torpe dirección de Gurney le había parecido natural e instintivo. Cuando había apretado el pectoral para obtener la máxima acción de bombeo del movimiento respiratorio, había sabido exactamente lo que estaba haciendo y para qué. Cuando había sujetado las correas del cuello y la frente, apretándolas al máximo, había sabido que esto era indispensable para evitar los roces.
Kynes se alzó y retrocedió con una expresión desconcertada.
—¿Habéis llevado ya un destiltraje antes de ahora? — preguntó.
—Esta es la primera vez.
—Entonces, ¿alguien os lo ha ajustado?
—No.
—Vuestras botas de desierto están puestas de modo que dejan libre juego a los tobillos. ¿Quién os lo ha enseñado?
—Esto… me ha parecido que era el modo correcto de ponérmelas.
—Realmente lo es.
Y Kynes se frotó la barbilla, pensando en la leyenda: Conocerá vuestras costumbres como si hubiera nacido entre vosotros.
—Estamos perdiendo el tiempo —dijo el Duque. Hizo un gesto en dirección al tóptero que esperaba y avanzó hacia él, aceptando el saludo del guardia con una inclinación. Subió a bordo, se aplicó el cinturón de seguridad, revisó los controles e instrumentos. El aparato chirrió cuando los otros subieron a bordo.
Kynes ajustó su cinturón, observando el lujoso confort de la cabina: blando tapizado gris verdoso, asientos mullidos, brillantes instrumentos, la sensación de frescor del aire filtrado en el momento en que se cerraban las compuertas y los ventiladores se ponían en marcha.
¡Tanta comodidad!, pensó.
—Todo a punto, Señor —dijo Halleck.
Leto dio paso al flujo de energía, las alas se alzaron y bajaron una, dos veces… A los diez metros de carrera remontaron el vuelo, con las alas estremeciéndose ligeramente y los chorros posteriores elevándolos por el aire con un suave silbido.
—Al sudeste, por encima de la Muralla Escudo —dijo Kynes —. Allí es donde he dicho a vuestro maestro de arena que concentrara su equipo.
—De acuerdo.
El Duque hizo elevarse el aparato hasta que se vio rodeado por todos lados por la cobertura aérea de los otros tópteros, que se colocaron inmediatamente en formación.
—El diseño y manufactura de estos destiltrajes revela un alto grado de sofisticación —dijo el Duque.
—Algún día os haré visitar una factoría sietch —dijo Kynes.
—Me interesará mucho —dijo el Duque—. He observado que estos trajes son confeccionados también en algunas de las ciudades de guarnición.
—Son malas copias —dijo Kynes—. Cualquier hombre de Dune que tenga aprecio por su piel utiliza trajes Fremen.
—¿Y mantiene su pérdida de agua en el límite de un dedal por día?
—Propiamente vestido, con la visera frontal bien apretada, todas las fijaciones en orden, la mayor pérdida de agua se produce a través de las palmas de las manos —dijo Kynes—. Uno puede llevar también guantes cuando no hay que realizar trabajos delicados, pero en el desierto la mayor parte de los Fremen prefieren frotarse las manos con el jugo de las hojas del arbusto creosota. Esto inhibe la transpiración.
El Duque miró hacia abajo, a la izquierda, hacia el quebrado paisaje de la Muralla Escudo: vorágines de rocas torturadas, manchas amarillas y pardas marcadas por negras grietas. Era como si alguien hubiera lanzado desde el espacio aquel inmenso macizo, para dejarlo hundido allá para la eternidad.
Cruzaron una depresión poco profunda, donde se deslizaban largos tentáculos de arena gris provinente de un cañón abierto al sur. Los dedos de arena parecían correr hacia la depresión… como un delta seco que se destacaba sobre el oscuro fondo de la roca.
Kynes, sentado inmóvil, pensaba en toda aquella carne repleta de agua que había sentido bajo los destiltrajes. Llevaban cinturones escudo bajo sus ropas, aturdidores de descarga lenta a la cintura, y colgando del cuello transmisores miniatura de emergencia. Tanto el Duque como su hijo llevaban puñales de muñeca metidos en sus fundas, y las fundas parecían ser de buena calidad. Aquella gente sorprendía a Kynes con su mezcla de delicadeza y de fuerza. Poseían una cualidad elusiva que los hacía completamente distintos de los Harkonnen.
—Cuando presentéis vuestro informe sobre el cambio de gobierno al Emperador, ¿pensáis decirle que hemos observado las reglas? —preguntó Leto. Lanzó una ojeada a Kynes, y después se concentró de nuevo en su rumbo.
—Los Harkonnen se han ido, vos habéis venido —dijo Kynes.
—¿Y todo ha sido hecho como debía haber sido hecho? — preguntó Leto.
Una momentánea tensión se dibujó en un músculo a lo largo de la mandíbula de Kynes.
—Como planetólogo y Arbitro del Cambio dependo directamente del Imperio… mi Señor.
El Duque sonrió sin alegría.
—Pero ambos sabemos la realidad.
—Debo recordaros que Su Majestad financia mi trabajo.
—¿De veras? ¿Y cuál es vuestro trabajo?
En el breve silencio que siguió, Paul pensó: Está empujando a ese Kynes demasiado aprisa. Paul miró a Halleck, pero el juglar guerrero estaba contemplando el desolado paisaje.
—Por supuesto —dijo Kynes en voz muy baja—, os estáis refiriendo a mis trabajos de planetólogo.
—Por supuesto.
—Consisten principalmente en la biología y la botánica de las tierras áridas… un poco de geología, perforaciones de la corteza y algunos experimentos. Uno nunca puede agotar las posibilidades de todo un planeta.
—¿Realizáis también investigaciones acerca de la especia?
Kynes se volvió, y Paul notó la dura línea del perfil del hombre.
—Esta es una curiosa pregunta, mi Señor.
—No olvidéis, Kynes, que este es ahora mi feudo. Mis métodos difieren de aquellos de los Harkonnen. No me importa que estudiéis la especia, siempre que compartáis conmigo los resultados. —Observó fijamente al planetólogo—. Los Harkonnen no estimulaban las investigaciones acerca de la especia, ¿no es cierto?
Kynes le miró a su vez, sin responder.
—Podéis hablar abiertamente —dijo el Duque—, sin ningún temor por vuestra vida.
—La Corte Imperial está ciertamente muy lejos —murmuro Kynes. Y pensó: ¿Qué está esperando este invasor repleto de agua? ¿Me cree tan estúpido como para ponerme a su servicio?
El Duque emitió una risita, dirigiendo toda su atención al rumbo.
—Detecto una nota de amargura en vuestra voz, señor. Nos hemos precipitado sobre este mundo con nuestra pandilla de asesinos domesticados, ¿no es cierto? Y esperamos haceros admitir inmediatamente que somos distintos de los Harkonnen.
—He leído la propaganda con que habéis inundado sietch y poblados —dijo Kynes—. ¡Amad al buen Duque! Vuestros cuerpos de…
—¡Tened cuidado! —aulló Halleck. Había desviado su atención de la ventana, inclinándose hacia adelante.
Paul puso su mano sobre el brazo de Halleck.
—¡Gurney! —dijo el Duque. Se volvió a mirarle—. Este hombre ha servido largo tiempo a los Harkonnen.
Halleck se sentó de nuevo.
—Ya.
—Vuestro hombre Hawat es muy sutil —dijo Kynes—, pero sus intenciones son demasiado evidentes.
—¿Nos abriréis las bases, entonces? —preguntó el Duque.
—Son propiedades de Su Majestad —dijo Kynes secamente.
—Nadie las usa.
—Podrían ser usadas.
—¿Su Majestad es de esa opinión?
Kynes miró duramente al Duque.
—¡Arrakis podría ser un Edén si sus gobernantes se preocuparan de otras cosas además de la especia!
No ha respondido a mi pregunta, se dijo así mismo el Duque. Y preguntó:
—¿Cómo es posible que un planeta pueda convertirse en un Edén sin dinero?
—¿De qué os sirve el dinero —preguntó a su vez Kynes— si no os procura los servicios de quienes necesitáis?
¡Oh, ya basta!, pensó el Duque. Y dijo:
—Discutiremos esto en otra ocasión. Si no me equivoco, nos estamos acercando al borde de la Muralla Escudo. ¿Mantengo el mismo rumbo?
—El mismo rumbo —murmuró Kynes.
Paul miró a través de su ventanilla. Debajo de ellos, la accidentada pared se precipitaba formando terrazas hasta una llanura de roca desnuda rematada por una acerada cornisa. Más allá del borde, las dunas en forma de media luna, parecidas a uñas, se alineaban hasta el horizonte, con manchas oscuras, aquí y allá, en la lejanía, señalando algo que no era arena. Floraciones rocosas tal vez. En aquel aire sofocante, Paul no se hubiera atrevido a asegurarlo.
—¿Hay plantas ahí abajo? —preguntó.
—Algunas —dijo Kynes—. En esta latitud, la vida está representada principalmente por lo que nosotros llamamos pequeños ladrones de agua… plantas que se depredan mutuamente la humedad, absorbiendo incluso el más pequeño rastro de rocío. Algunas zonas del desierto hierven de vida. Pero todas estas criaturas han aprendido a sobrevivir a los rigores del desierto. Si vos os vierais abandonado allá abajo, tendríais que imitar estas formas de vida o morir.
—¿Queréis decir robar el agua de los demás? —preguntó Paul. La idea le parecía ultrajante, y el temblor de su voz traicionó su emoción.
—Así es —dijo Kynes—, pero no era ese precisamente el significado de mis palabras. Ved, mi clima exige una actitud especial hacia el agua. Siempre se piensa en el agua, en cualquier momento. Nadie malgasta nada que contenga un poco de humedad.
Y el Duque pensó: «¡… mi clima!»
—Girad dos grados hacia el sur, mi Señor —dijo Kynes—. Hay una borrasca avanzando por el Oeste.
El Duque asintió. Había visto a lo lejos el torbellino de anaranjada arena. Hizo dar un giro al tóptero, y observó el reflejo naranja del polvo sobre las alas de los aparatos de escolta que imitaban su maniobra.
—Esto debería permitirnos evitar la tormenta —dijo Kynes.
—Volar en medio de esta arena debe ser peligroso —dijo Paul —. ¿Puede atacar realmente los más duros metales?
—A esta altura no es arena, sino tan sólo polvo —dijo Kynes —. Los principales peligros son la falta de visibilidad, la turbulencia y las válvulas de aspiración, que se ven cegadas.
—¿Asistimos a la extracción de la especia hoy? —preguntó Paul.
—Muy probablemente —dijo Kynes.
Paul se echó hacia atrás en su asiento. Se había servido de las preguntas y de su hiperpercepción para realizar lo que su madre llamaba el «registro» de una persona. Ahora tenía a Kynes… el tono de su voz, cada uno de los más pequeños detalles de su rostro y su modo de moverse. Una arruga no natural en la manga izquierda de su vestido revelaba la presencia de un cuchillo en una funda en su brazo. Su talle estaba curiosamente hinchado. Se decía que los hombres del desierto llevaban un saco de cintura donde guardaban pequeños objetos. Quizá la hinchazón era debida a un cinturón escudo. Una aguja de cobre grabada con la imagen de una liebre cerraba el vestido de Kynes a la altura del cuello. Otra aguja más pequeña pero llevando el mismo dibujo era visible en el borde de la capucha echada sobre sus hombros.
Halleck se volvió en su asiento junto a Paul, alcanzó el compartimento de atrás y extrajo su baliset. Kynes le miró un instante mientras afinaba el instrumento, después volvió su atención al rumbo.
—¿Qué os gustaría oír, joven amo? —preguntó Halleck.
—Elige tú, Gurney —dijo Paul.
Halleck acercó su oído a la caja armónica, pulsó una cuerda y cantó suavemente:
«Nuestros padres comen maná en el desierto,
En los lugares ardientes donde aúllan los vientos.
¡Señor, sálvanos de esta horrible tierra!
Sálvanos… ah-h-h-h, sálvanos
De esta seca y sedienta tierra.»
Kynes lanzó una mirada al Duque.
—Viajáis con una escolta de guardias muy reducida, mi Señor. ¿Están todos ellos dotados de tal número de talentos?
—¿Gurney? —el Duque ahogó una risita—. Gurney es un caso especial. Me gusta tenerle junto a mi por sus ojos. Pocas cosas escapan a sus ojos.
El planetólogo frunció el ceño.
Sin perder el ritmo de su tonada, Halleck intercaló:
«¡Porque soy como un búho del desierto, oh-o!
¡Aiyah!, ¡soy como un búho del desier…to!»
El Duque se inclinó bruscamente hacia adelante, tomó un micrófono del panel de instrumentos, lo conectó con un golpe del pulgar y dijo:
—Jefe a Escolta Gamma. Objeto volador a las nueve en punto, sector B. ¿Puedes identificarlo?
—Es tan sólo un pájaro —dijo Kynes, y añadió—: Tenéis una aguda mirada.
El altoparlante chasqueó y dijo:
—Escolta Gamma. Objeto examinado al máximo aumento. Se trata de un pájaro de gran tamaño.
Paul miró en la dirección indicada, distinguiendo una mancha distante: un punto que se movía intermitentemente. Captó la tensión bajo la que estaba su padre, con todos sus sentidos alertas al máximo.
—Ignoraba que existieran pájaros tan grandes tan adentro en el desierto —dijo el Duque.
—Probablemente se trata de un águila —dijo Kynes—. Buen número de criaturas se han adaptado a este lugar.
El ornitóptero sobrevolaba una llanura rocosa completamente desnuda. Paul miró hacia abajo a través de dos mil metros de altitud, viendo deslizarse allá abajo las quebradas sombras de su aparato y los de la escolta. Debajo de ellos, el suelo parecía llano, pero la irregularidad de las sombras revelaba lo contrario.
—¿Hay alguien que haya conseguido salir nunca por sus propios medios del desierto? —preguntó el Duque.
Halleck interrumpió la música. Se inclinó hacia adelante para oír la respuesta.
—Nunca del desierto profundo —dijo Kynes—. Ha habido hombres que han logrado salir de la zona secundaria algunas veces. Han sobrevivido atravesando las áreas rocosas, donde los gusanos no suelen acudir.
El timbre de la voz de Kynes atrajo la atención de Paul. Notó que sus sentidos se alertaban de acuerdo con el adiestramiento que había recibido.
—Ah… los gusanos —dijo el Duque—. Quiero ver uno alguna vez.
—Quizá podáis verlo hoy mismo —dijo Kynes—. Donde hay especia, hay gusanos.
—¿Siempre? —preguntó Halleck.
—Siempre.
—¿Acaso existe una relación entre los gusanos y la especia? —preguntó el Duque.
Kynes se volvió, y Paul observó que fruncía los labios al responder.
—Defienden la arena de la especia. Cada gusano tiene un… territorio. En cuanto a la especia… ¿quién sabe? Los especímenes de gusanos que hemos examinado nos hacen sospechar que existen complicadas reacciones químicas dentro de ellos. Hemos encontrado rastros de ácido clorhídrico en sus conductos, e incluso formas más complicadas de ácidos en otros lugares. Os proporcionaré una monografía mía al respecto.
—¿Y los escudos no constituyen una defensa? —preguntó el Duque.
—¡Los escudos! —se rió Kynes—. Activad un escudo en una zona donde haya gusanos, y vuestro destino estará echado. Los gusanos ignorarán la delimitación de sus territorios, y se precipitarán desde todas partes para atacar al escudo. Ningún hombre provisto de un escudo ha sobrevivido nunca a un tal ataque.
—Entonces, ¿cómo se capturan los gusanos?
—La única forma conocida de matar y conservar un gusano completo consiste en aplicar shocks eléctricos de alto voltaje a cada segmento separadamente —dijo Kynes—. Es posible aturdirlos y despedazarlos mediante explosivos, pero cada segmento conserva vida propia. Exceptuando las atómicas, no conozco ningún explosivo lo suficientemente potente como para destruir por completo un gusano. Su resistencia es increíble.
—¿Por qué no se ha hecho ningún esfuerzo por exterminarlos? —preguntó Paul.
—Sería demasiado caro —dijo Kynes—. Hay mucha área que cubrir.
Paul se echó hacia atrás en su rincón. Su sentido de la verdad, la percepción de la más pequeña variación de tonalidad, le decía que Kynes estaba mintiendo, o al menos decía tan sólo media verdad. Y pensó: Si hay una relación entre la especia y los gusanos, matar los gusanos podría significar destruir la especia.
—Muy pronto, nadie estará expuesto a tener que salvarse por sí mismo en el desierto —dijo el Duque—. Bastará accionar este pequeño transmisor colgado del cuello, y los socorros se precipitarán en su ayuda. En pocos días todos nuestros trabajadores lo llevarán. Organizaremos un servicio especial de salvamento.
—Muy loable —dijo Kynes.
—Vuestro tono indica que no estáis de acuerdo —dijo el Duque.
—¿De acuerdo? Por supuesto que estoy de acuerdo, pero no será de mucha ayuda. La electricidad estática de las tormentas de arena enmascara la mayor parte de las señales. Las transmisiones quedan fuera de uso. Ya ha sido experimentado, ¿sabéis? Arrakis consume mucho equipo. Y si un gusano le está atacando a uno, no dispone de mucho tiempo. Frecuentemente, no más de quince o veinte minutos.
—¿Qué aconsejaríais vos? —preguntó el Duque.
—¿Pedís mi consejo?
—Como planetólogo, si.
—¿Y estaríais dispuesto a seguirlo?
—Si lo considero sensato.
—Muy bien, mi Señor. No viajéis jamás solo.
El Duque distrajo su atención de los mandos.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo. No viajéis jamás solo.
—¿Y qué ocurre si uno se ve separado de los demás por una tormenta y obligado a posarse? —preguntó Halleck—. ¿No hay nada que hacer?
—Nada es un término que cubre mucho territorio.
—¿Pero qué haríais vos? —preguntó Paul.
Kynes se volvió hacia el muchacho, mirándole fríamente, y luego volvió de nuevo su atención al Duque.
—Ante todo, intentaría proteger la integridad de mi destiltraje. Si me encontrase entre las rocas, en una zona no batida por los gusanos, permanecería junto al vehículo. Pero si me encontrara en la arena, en una zona abierta, me alejaría de la nave lo más rápidamente posible. Unos mil metros sería suficiente. Después me escondería bajo mi ropa. El gusano tendría mi aparato, pero no me tendría a mí.
—¿Y después? —preguntó Halleck.
Kynes se alzó de hombros.
—Esperaría a que el gusano se marchara.
—¿Eso es todo? —preguntó Paul.
—Cuando el gusano se ha alejado, uno puede intentar salvarse caminando —dijo Kynes—. Hay que caminar pausadamente, evitando los tambores de arena, las depresiones de marea, y dirigirse directamente hacia la zona rocosa más cercana. Hay muchas de estas zonas. Es posible conseguirlo.
—¿Los tambores de arena? —preguntó Halleck.
—Es un efecto de la compresión de la arena —dijo Kynes—. Incluso los pasos más ligeros la hacen retumbar. Y los gusanos acuden de todas partes.
—¿Y las depresiones de marea? —preguntó el Duque.
—Algunas depresiones del desierto se han ido llenando a través de los siglos hasta quedar completamente repletas de arena. Algunas son tan amplias que en su interior se producen corrientes y mareas. Se tragan a todo aquel que se adentra en ellas.
Halleck se echó hacia atrás, tomó su baliset y lo pulsó. Cantó:
«Bestias salvajes del desierto cazan aquí,
Acechando al inocente a su paso.
Oh-h-h, no tentéis a los dioses del desierto.
No queráis dejar vuestro solitario epitafio.
Los peligros del…»
Se interrumpió y se inclinó hacia adelante:
—Una nube de polvo ante nosotros, Señor.
—La he visto, Gurney.
—Es lo que estamos buscando —dijo Kynes.
Paul se alzó en su asiento, aguzando los ojos, y vio una nube amarillenta que giraba sobre la superficie del desierto, a unos treinta kilómetros delante de ellos.
—Es uno de vuestros tractores factoría —dijo Kynes—. Está en el suelo, lo cual quiere decir que trabaja en la especia. La nube es arena que es expulsada después de ser centrifugada para extraer la especia. No hay ninguna otra nube que se asemeje a ésta.
—Hay algo volando encima de ella —dijo el Duque.
—Veo dos… tres… cuatro rastreadores —dijo Kynes—. Vigilan por si hay señales de gusanos.
—¿Señales de gusanos? —preguntó el Duque.
—Al avanzar hacia el tractor, el gusano crea una ondulación en la arena. Pero en ocasiones se desplaza a bastante profundidad, de modo que la ondulación es invisible, y por eso los rastreadores van provistos también de sondas sísmicas. — Kynes escrutó el cielo—. Tendría que haber un ala de acarreo por ahí cerca, pero no la veo.
—El gusano siempre termina llegando, ¿no? —preguntó Halleck.
—Siempre.
Paul se inclinó, tocando el hombro de Kynes.
—¿Cuánto territorio suele cubrir cada gusano?
Kynes frunció las cejas. El muchacho no dejaba de hacer preguntas de adulto.
—Depende del tamaño del gusano.
—¿En qué proporción? —preguntó el Duque.
—Los más grandes pueden controlar hasta trescientos, cuatrocientos kilómetros cuadrados. Los más pequeños… —se interrumpió, mientras el Duque conectaba bruscamente los chorros de freno. El aparato cabrioleó, los chorros de cola se apagaron, las alas se distendieron al máximo y comenzaron a batir el aire. El aparato se convirtió en un auténtico tóptero mientras el Duque lo inmovilizaba en el aire, manteniendo al mínimo el batir de las alas y señalando un punto con su mano izquierda, más allá del tractor, en dirección este.
—¿Es la señal de un gusano?
Kynes se inclinó delante del Duque para escrutar a lo lejos. Paul y Halleck se juntaron más, mirando en la misma dirección, y Paul notó que su escolta, cogida por sorpresa por la repentina maniobra, había seguido adelante y ahora daba un amplio giro para volver a su lado. El tractor factoría estaba delante de ellos, distante aún unos tres kilómetros.
Allí donde había señalado el Duque, entre las medias lunas de las dunas que se perdían en el horizonte, se movía una especie de montículo que formaba una línea recta que se perdía en lontananza. A Paul le recordó la estela que deja un enorme pez al nadar rozando la superficie del agua.
—Un gusano —dijo Kynes—. Uno de los grandes. —Se volvió, tomó el micrófono del cuadro de mandos, conectó una nueva frecuencia, consultó el mapa deslizable sujeto entre dos rollos sobre sus cabezas, y habló ante el micrófono—: Llamando al tractor en Delta Ajax nueve. Señales de gusano. Tractor en Delta Ajax nueve. Señales de gusano. Respondan, por favor. —Aguardó.
El altoparlante emitió un chasquido, y luego una voz dijo:
—¿Quién llama a Delta Ajax nueve? Cambio.
—Parece que se lo toman con calma —dijo Halleck.
—Vuelo no registrado, al nordeste de ustedes y a una distancia de tres kilómetros —dijo Kynes ante el micrófono—. Señales de gusano en ruta de intersección, contacto estimado en unos veinticinco minutos.
Otra vez resonó en el altoparlante:
—Aquí Control de Rastreo. Observación confirmada. Permanezcan en línea para confirmar el contacto. —Una pausa, y luego—: Contacto en veintiséis minutos. —El cálculo había sido correcto—. ¿Quién se halla a bordo del vuelo no registrado? Cambio.
Halleck se había soltado el cinturón de seguridad y se inclinó hacia adelante, entre el Duque y Kynes.
—¿Esta es la frecuencia regular de trabajo, Kynes?
—Sí. ¿Por qué?
—¿Quién está a la escucha?
—Tan sólo el equipo que trabaja en esta área. Esto limita las interferencias.
El altoparlante chasqueó de nuevo y la voz dijo:
—Aquí Delta Ajax nueve. ¿Quién tiene derecho a la prima por el avistamiento? Cambio.
Halleck miró al Duque.
—Quien da primero la alarma tiene derecho a una prima proporcional a la recolección de especia —dijo Kynes—. Desean saber…
—Decidle quién ha visto primero el gusano —dijo Halleck.
El Duque asintió.
Kynes vaciló, luego tomó el micrófono:
—Prima de avistamiento al Duque Leto Atreides. Duque Leto Atreides. Cambio.
La voz del altoparlante resonó sin entonación y distorsionada en parte por una serie de descargas de estática:
—Recibido y gracias.
—Ahora, decidles que se repartan el premio —ordenó Halleck —. Decidles que este es el deseo del Duque.
Kynes inspiró profundamente.
—El deseo del Duque es que el premio sea repartido entre todo el equipo. ¿Comprendido? Cambio.
—Comprendido y gracias —dijo el altoparlante.
—He olvidado mencionaros —dijo el Duque— que Gurney tiene también un gran talento para las relaciones públicas.
Kynes dirigió a Halleck una perpleja mirada.
—Esto servirá para que los hombres sepan que su Duque se preocupa por su seguridad —dijo Halleck—. Correrá la voz. Era una frecuencia usada tan sólo en la zona de trabajo… no es probable que los agentes Harkonnen hayan podido oírnos. — Alzó los ojos hacia su cobertura aérea—. Y formamos una fuerza considerable. Valía la pena arriesgarse.
El Duque inclinó el aparato hacia la nube de arena escupida por el tractor factoría.
—¿Qué es lo que ocurre ahora?
—Hay un ala de acarreo por algún lugar cerca de aquí —dijo Kynes—. Acudirá y se llevará el tractor.
—¿Y si el ala se averiase? —preguntó Halleck.
—Algún equipo se pierde —dijo Kynes—. Acercaos un poco por encima del tractor, mi Señor; encontraréis el espectáculo interesante.
El Duque frunció el ceño, dominando fuertemente los controles mientras entraban en la zona de turbulencia sobre el tractor.
Paul miró hacia abajo, viendo la arena que seguía siendo expulsada por aquel monstruo de metal y plástico a sus pies. Tenía la apariencia de un enorme coleóptero azul y marrón cuyas múltiples patas se agitaban mecánicamente a su alrededor. Vio una gigantesca trompa en la parte anterior, hundiéndose en la oscura arena.
—Un terreno rico en especia, a juzgar por el color —dijo Kynes—. Van a seguir trabajando hasta el último minuto.
El Duque aumentó el movimiento de las alas, tensándolas para hacer dar un giro al aparato y estabilizarlo a baja altura en círculos concéntricos alrededor del tractor. Observó a derecha e izquierda, viendo que la escolta giraba sobre ellos, manteniendo sus posiciones.
Paul estudió la amarillenta nube que era eructada por los orificios del tractor, y miró hacia el desierto, donde se aproximaban las señales del gusano.
—¿No deberíamos oírles llamar al ala? —preguntó Halleck.
—Normalmente, el ala está en otra frecuencia distinta —dijo Kynes.
—¿No debería haber dos alas a disposición de cada tractor? —preguntó el Duque—. Hay veintiséis hombres en esa máquina, sin contar el coste del equipo.
—Vos no tenéis aún suficiente expe… —dijo Kynes. Se interrumpió al oír una voz enfurecida estallando en el altoparlante:
—¿Ninguno de vosotros ve el ala?. No responde.
Hubo un torrente de chasquidos y de descargas, y luego resonó una señal de emergencia, un instante de silencio, y luego la misma voz de antes:
—¡Informen por orden de número! Cambio.
—Aquí Control de Rastreo. La última vez que vi el ala estaba muy alta y volaba hacia el noroeste. Ya no la veo. Cambio.
—Rastreador uno: negativo. Cambio.
—Rastreador dos: negativo. Cambio.
—Rastreador tres: negativo. Cambio.
Silencio.
El Duque miró hacia abajo. La sombra de su aparato pasaba en aquel momento justo por encima del tractor.
—Sólo hay cuatro rastreadores, ¿es correcto?
—Correcto —dijo Kynes.
—Nosotros disponemos en total de cinco aparatos —dijo el Duque—. Son grandes. Podemos cargar tres personas más en cada uno de ellos. Sus rastreadores deberían poder cargar un par mas cada uno.
Paul hizo un cálculo mental. —Quedan todavía tres —dijo.
—¿Por qué no hay dos alas de acarreo por cada tractor? — gruñó el Duque.
—Sabéis que no disponemos de equipo extra —dijo Kynes.
—¡Razón de más para proteger el que tenemos!
—¿Dónde puede haber ido a parar esa ala? —preguntó Halleck.
—Quizá se ha visto obligada a aterrizar en algún lado fuera de nuestro campo de visión —dijo Kynes.
El Duque tomó el micrófono y vaciló, con el pulgar apoyado en el interruptor.
—¿Cómo es posible que los rastreadores hayan podido perder de vista un ala de acarreo?
—Concentran toda su atención en el terreno, buscando señales de gusano —dijo Kynes.
El Duque pulsó el contacto y habló a través del micrófono.
—Aquí vuestro Duque. Estamos descendiendo para tomar con nosotros el grupo de extracción Delta Ajax nueve. Todos los rastreadores tienen orden de hacer otro tanto. Los rastreadores descenderán en el lado este. Nosotros lo haremos en el oeste. Cambio. —Cambió el micrófono a su frecuencia personal, y repitió la orden para su escolta aérea; luego pasó el micrófono a Kynes.
Kynes volvió a la frecuencia del equipo de trabajo, y una voz atronó en el altoparlante:
—¡…una carga casi completa de especia! ¡Tenemos una carga casi completa! ¡No podemos abandonarla por un maldito gusano! Cambio.
—¡Al diablo la especia! —gruñó el Duque. Tomó nuevamente el micrófono—: Siempre podremos encontrar más especia. Nuestros aparatos pueden llevarles a todos ustedes menos tres. Háganlo a suertes o decidan cómo crean mejor quiénes de ustedes van a venir. Pero deben ser evacuados, ¡es una orden! —Tiró violentamente el micrófono a las manos de Kynes y murmuró—: Lo siento —mientras Kynes se llevaba a la boca un dedo contuso.
—¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó Paul.
—Nueve minutos —dijo Kynes.
—Este aparato es más potente que los otros —dijo el Duque —. Si despegamos con los chorros y las alas a tres cuartos, podríamos meter a otro hombre más.
—La arena es blanda —dijo Kynes.
—Con una sobrecarga de cuatro hombres, corremos el riesgo de romper las alas despegando con los chorros, Señor —dijo Halleck.
—No con este aparato —dijo el Duque. Accionó de nuevo los mandos, mientras la máquina planeaba por encima del tractor. Las alas se alzaron, frenando al aparato que, tras un último planeo, fue a posarse a una veintena de metros del tractor.
Este permanecía silencioso ahora, y la arena no surgía a chorros por sus orificios. Tan sólo se oía un leve zumbido mecánico, que se hizo más intenso cuando el Duque abrió la portezuela.
Inmediatamente, sus olfatos fueron asaltados por el olor a canela, denso y penetrante.
Con un sonoro batir de alas, los rastreadores planearon sobre la arena, al otro lado del tractor. La escolta del Duque descendió a su vez en picado, junto a ellos.
Paul miró a la enorme mole del tractor, junto a la cual los tópteros parecían minúsculos mosquitos al lado de un monstruoso escarabajo.
—Gurney, tú y Paul echad fuera los asientos posteriores — dijo el Duque. Plegó manualmente las alas a tres cuartos, les dio el ángulo preciso, y revisó los controles de los chorros—. ¿Por qué diablos no salen aún de esa máquina?
—Aún esperan que llegue el ala de acarreo —dijo Kynes—. Todavía les quedan unos cuantos minutos. —Miró al desierto, hacia el este.
Todos volvieron la vista en la misma dirección, sin ver ninguna señal del gusano, pero el aire estaba cargado de ansiedad.
El Duque tomó el micrófono y pasó a su frecuencia de órdenes.
—Dos de ustedes despréndanse de sus generadores del escudo. Por orden de número. Así podrán cargar a otro hombre. No vamos a dejar ningún hombre a ese monstruo. —Volvió a la frecuencia de trabajo y gritó—: ¡Bien, ustedes, los de Delta Ajax nueve! ¡Afuera! ¡Rápido! ¡Es una orden de su Duque! ¡Muévanse o cortaré ese tractor con un láser!
Una compuerta se abrió de golpe junto a la nariz del tractor, otra en el extremo posterior, y una tercera en la parte alta. Empezaron a salir hombres, tropezando y resbalando con la arena. Un hombre alto envuelto en unas ropas remendadas fue el último en salir. Saltó primero a una de las orugas, y luego a la arena.
El Duque colocó el micrófono en el panel y salió al exterior. De pie sobre uno de los peldaños del ala, gritó:
—¡Dos hombres en cada uno de los rastreadores!
El hombre de la ropa remendada dividió al personal en grupos de a dos y los envió a los aparatos que esperaban al otro lado.
—¡Cuatro aquí! —gritó el Duque—. ¡Cuatro en aquella máquina! —apuntó un dedo hacia uno de los tópteros de escolta directamente detrás de él. Los guardias acababan en aquel momento de echar fuera el generador del escudo—. ¡Cuatro en aquel otro aparato! —apuntó a otro que ya había descargado su generador—. ¡Y tres en los demás! ¡Corred, especie de perros de arena!
El hombre alto terminó de distribuir a los hombres y se acercó arrastrando los pies por la arena, seguido por tres de sus compañeros.
—Oigo el gusano, pero no puedo verlo —dijo Kynes.
Entonces lo oyeron todos. Era como un frotar rasposo, un crepitar distante que crecía en intensidad.
—Maldita manera de trabajar —gruñó el Duque.
Los aparatos comenzaron a batir las alas sobre la arena a su alrededor. El Duque pensó en las junglas de su planeta natal, el alzar el vuelo de los grandes pájaros carroñeros, sorprendidos en un claro sobre el costillaje desnudo de su presa por un toro salvaje.
Los trabajadores de la especia se apresuraron trabajosamente a lo largo del flanco del tóptero, y comenzaron a subir y a instalarse detrás del Duque. Halleck les ayudó, tirando de ellos y empujándoles hacia el fondo del vehículo.
—¡Arriba, chicos! —exclamó—. ¡Aprisa!
Paul, apretado contra un rincón entre aquellos hombres jadeantes, percibió el olor del miedo, y vio que dos de ellos llevaban el destiltraje parcialmente abierto en el cuello. Tomó mentalmente nota de ello para el futuro. Su padre tendría que imponer una disciplina más rigurosa respecto a los destiltrajes. Los hombres tienden a relajarse si uno descuida ciertas cosas.
El último hombre subió a bordo y jadeó:
—¡El gusano! ¡Está casi sobre nosotros! ¡Despeguemos!
El Duque se deslizó a su asiento, frunciendo el ceño.
—Tenemos aún tres minutos, según el cálculo del primer contacto. ¿No es así, Kynes? —Cerró la portezuela y la comprobó.
—Exactamente, mi Señor —dijo Kynes, y pensó: Ese Duque no pierde nunca los nervios.
—Todo a punto, Señor —dijo Halleck.
El Duque asintió, comprobó que el último de los aparatos de escolta había despegado. Reguló la ascensión, dio una última ojeada a las alas y a los instrumentos, y pulsó el mando de los chorros.
La presión del despegue hundió al Duque y a Kynes contra sus asientos, empujando enérgicamente a la gente de atrás. Kynes observó el modo como el Duque manejaba los controles… delicadamente y con seguridad. El tóptero estaba ya en el aire, y el Duque estudiaba sus instrumentos, sin perder de vista las alas, a la derecha y a la izquierda.
—Vamos muy cargados, Señor —dijo Halleck.
—Dentro de los límites de la tolerancia de este aparato —dijo el Duque—. ¿Crees que me atrevería a arriesgar la vida de mis pasajeros, Gurney?
Halleck sonrió.
—Ni por un instante, Señor —dijo.
El Duque maniobró el aparato a lo largo de una amplia curva ascendente, hasta la vertical del tractor.
Paul, aplastado contra un rincón al lado de la ventanilla, miró hacia abajo, hacia la silenciosa máquina sobre la arena. La señal del gusano se había interrumpido a unos cuatrocientos metros del tractor. Y ahora estaba empezando a aparecer una cierta turbulencia en la arena alrededor de la máquina.
—El gusano está ahora bajo el tractor —dijo Kynes—. Vais a asistir a un espectáculo que pocos hombres han visto.
Manchas de polvo sombrearon ahora la arena alrededor del tractor. La enorme máquina comenzó a hundirse, inclinándose hacia la derecha. Un gigantesco vórtice de arena comenzó a formarse en este lado del tractor. Giró más y más rápidamente. La arena y el polvo se elevaron por el aire a centenares de metros a todo su alrededor.
¡Entonces lo vieron!
Un enorme agujero se formó en la arena. La luz del sol brilló en las paredes blancas y lisas. El orificio, estimó Paul, tenía al menos el doble de diámetro que la longitud del tractor. Miró fascinado la máquina girando en aquella abertura, en el corazón de una auténtica tormenta de polvo y arena. El agujero volvió a cerrarse.
—¡Dios, vaya monstruo! —murmuró un hombre al lado de Paul.
—¡Toda nuestra especia! —gruñó otro.
—Alguien pagará por esto —dijo el Duque—. Os lo prometo.
En la voz desprovista de expresión de su padre, Paul percibió una profunda ira. Tuvo consciencia de compartirla. ¡Era un despilfarro criminal!
En el silencio que siguió oyeron la voz de Kynes.
—Bienaventurado el Hacedor y Su agua —murmuraba Kynes —. Bienaventurada Su llegada y Su partida. Pueda Su paso purificar el mundo. Pueda El conservar el mundo para Su pueblo.
—¿Qué estáis diciendo? —preguntó el Duque.
Pero Kynes permaneció en silencio.
Paul observó a los hombres apretados a su alrededor. Miraban aterrados la nuca de Kynes. Uno de ellos susurró:
—Liet.
Kynes se volvió, ceñudo. El hombre intentó esconderse, confuso.
Otro de los rescatados empezó a toser… una tos seca y áspera. Luego gruñó:
—¡Maldito sea ese agujero infernal!
—Cállate, Coss —dijo el hombre alto, el último en salir del tractor—. No haces más que empeorar tu tos. —Se abrió paso en el grupo hasta que estuvo cerca del Duque y pudo mirarle directamente a su nuca—. Vos sois el Duque Leto, supongo — dijo—. Es a vos a quien debemos dar las gracias por salvar nuestras vidas. Antes de vuestra llegada estábamos perdidos.
—Silencio, hombre, y deja al Duque pilotar su máquina — murmuró Halleck.
Paul observó a Halleck. También él había visto los músculos contraídos en el rostro de su padre. Uno debía actuar con cautela cuando el Duque estaba furioso.
Leto hizo salir al tóptero de su trayectoria circular, deteniéndola sobre la vertical para examinar mejor algo que se movía en la arena. El gusano se había retirado a las profundidades y ahora, cerca del lugar donde hasta hacía unos instantes se había hallado el tractor, podían verse dos figuras moviéndose hacia el norte, alejándose de la depresión arenosa. Parecían deslizarse por la superficie, levantando apenas algunos granos de arena.
—¿Quiénes son esos dos de ahí abajo? —barbotó el Duque.
—Dos tipos que se unieron a nosotros para ver, Señor —dijo el alto hombre de las dunas.
—¿Por qué nadie me dijo nada acerca de ellos?
—Fueron ellos quienes quisieron correr ese riesgo, Señor — dijo el hombre de las dunas.
—Mi Señor —dijo Kynes—, esos hombres saben que puede hacerse bien poco por los hombres atrapados por el desierto en el territorio de un gusano.
—¡Enviaremos un aparato de la base a buscarlos! —cortó el Duque.
—Como queráis, mi Señor —dijo Kynes—. Pero, cuando llegue, probablemente ya no haya nada que salvar.
—Lo enviaremos de todos modos —dijo el Duque.
—Estaban en el mismo lugar donde ha surgido el gusano — dijo Paul—. ¿Cómo han conseguido escapar?
—Las paredes del orificio son curvadas, y eso hace que las distancias sean engañosas —dijo Kynes.
—Estamos malgastando carburante, Señor —aventuró Halleck.
—Me he dado cuenta, Gurney.
El Duque hizo girar el aparato en redondo hacia la Muralla Escudo. La escolta descendió de sus posiciones de observación y formó a sus flancos.
Paul reflexionó acerca de lo que habían dicho el hombre de las dunas y Kynes. Había percibido las verdades a medias, las mentiras completas. Los hombres en la arena, allá abajo, habían huido con una seguridad tal, moviéndose de un modo tan obviamente calculado, que era evidente que conocían el modo de no atraer de nuevo al gusano fuera de sus profundidades.
¡Fremen!, pensó Paul. ¿Quién más podía moverse por la arena con tanta seguridad? ¿Quién más no se hubiera sentido presa de nuestro mismo terror… sabiendo que ellos no estaban en peligro? ¡Ellos saben cómo vivir aquí! ¡Ellos saben cómo escapar al gusano!
—¿Qué hacían esos Fremen en el tractor? —preguntó Paul.
Kynes se volvió bruscamente.
El alto hombre de las dunas dirigió la mirada de sus grandes ojos hacia Paul… azul sobre azul.
—¿Quién es ese muchacho? —preguntó.
Halleck se interpuso entre el hombre y Paul.
—Es Paul Atreides, el heredero ducal —dijo.
—¿Por qué dice que había Fremen en nuestra máquina? — preguntó el hombre.
—Corresponden a la descripción —dijo Paul.
Kynes se relajó.
—¡No se puede identificar a un Fremen con una sola ojeada! —dijo. Miró al hombre de las dunas—. Tú, ¿quiénes eran esos hombres?
—Amigos de uno de los otros —dijo el hombre de las dunas —. Amigos de un poblado que querían ver las arenas de la especia.
Kynes se volvió.
—¡Fremen!
Pero recordó las palabras de la leyenda: «El Lisan al-Gaib sabrá ver a través de cualquier subterfugio.»
—Seguramente ya habrán muerto ahora, joven Señor —dijo el hombre de las dunas—. No tendríamos que hablar mal de ellos.
Pero Paul seguía percibiendo la mentira en sus voces, y la amenaza que había hecho que Halleck se situara a su lado para protegerle.
—Es un lugar terrible para morir —dijo Paul secamente.
—Cuando Dios ordena a una criatura que muera en un lugar determinado —dijo Kynes sin volverse—, hace de modo que Su voluntad conduzca a la criatura hasta ese lugar.
Leto se volvió y dirigió una dura mirada a Kynes.
Y Kynes, devolviéndole la mirada, se sintió de pronto profundamente turbado por algo que no había previsto: Este Duque se sentía mucho más preocupado por los hombres que por la especia. Ha arriesgado su propia vida y la de su hijo para salvarlos. Ha comentado la pérdida del tractor y toda la especia con un simple gesto. Pero la amenaza que pesaba sobre la vida de esos hombres le ha encolerizado. Un líder como él podría asegurarse una fanática lealtad. Sería difícil de abatir.
Contra su voluntad y contra sus anteriores juicios, Kynes tuvo que admitir para sí mismo: Me gusta este Duque.
La grandeza es una experiencia transitoria. Nunca es consistente. Dependen en parte de la imaginación humana creadora de mitos. La persona que experimenta la grandeza debe percibir el mito que la circunda. Debe reflexionar que es proyectado sobre él. Y debe mostrarse fuertemente inclinado a la ironía. Esto le impedirá creer en su propia pretensión. La ironía le permitirá actuar independientemente de ella misma. Sin esta cualidad, incluso una grandeza ocasional puede destruir a un hombre.
En el comedor de la gran casa de Arrakeen, las lámparas a suspensor estaban encendidas para combatir la creciente oscuridad. Su amarillenta claridad iluminaba la negra cabeza de toro de ensangrentados cuernos, y se reflejaba en el oscuro retrato al óleo del Viejo Duque.
Bajo los talismanes parecía brillar con los reflejos de la platería de los Atreides, dispuesta en perfecto orden a lo largo de la enorme mesa… pequeños archipiélagos de vajilla junto a las copas de cristal, ante las sillas de madera tallada. El clásico candelabro central estaba apagado, y su cadena se perdía en las sombras del techo, donde estaba disimulado el mecanismo del detector de venenos.
Haciendo una pausa en el umbral para inspeccionar la disposición de la mesa, el Duque pensó en el detector de venenos y lo que significaba en su sociedad.
Todo según la norma, pensó. Se nos puede definir por nuestro lenguaje… por las precisas y delicadas definiciones que empleamos para los distintos medios de suministrar una traidora muerte. ¿Quizá alguien va a emplear el chaumurky esta noche… el veneno de la bebida? ¿O tal vez el chaumas… el veneno de la comida?
Agitó la cabeza.
Frente a cada silla, a todo lo largo de la mesa, había una jarra llena de agua. Había bastante agua en aquella mesa, estimó el Duque, como para permitir a una familia pobre de Arrakeen vivir más de un año.
Flanqueando la puerta había dos grandes cuencos de esmalte verde. Cada cuenco tenía al lado un perchero con toallas. La costumbre, le había explicado el ama de llaves, quería que cada invitado, al entrar, sumergiera ceremoniosamente sus manos en uno de los cuencos, derramando parte del agua por el suelo, se las secara luego en una de las toallas, y arrojara después ésta al cada vez mayor charco de agua del pavimento. Después de la comida, los mendigos reunidos fuera podían recoger el agua retorciendo las toallas.
Típico de un feudo Harkonnen, pensó el Duque. Todas las degradaciones que la mente pueda concebir. Inspiró profundamente, sintiendo que la ira retorcía su estómago.
—¡Esa costumbre termina aquí! —murmuró.
Vio a una de las sirvientas, una de las viejas y rugosas mujeres que el ama de llaves había recomendado, dirigiéndose hacia la puerta de la cocina ante él. El Duque le hizo una seña con la mano. Ella salió de las sombras y dio la vuelta a la mesa para acercarse, y pudo observar su reseco rostro parecido a cuero y los ojos azules sobre azul.
—¿Desea mi Señor? —mantenía la cabeza baja, con los ojos semicerrados.
Hizo un gesto:
—Haz desaparecer estos cuencos y estas toallas.
—Pero… Noble Nacido… —levantó la cabeza y le miró, con la boca abierta.
—¡Conozco la costumbre! —gritó—. Lleva estos cuencos a la puerta de la entrada. Mientras estemos comiendo y hasta que hayamos terminado cada mendigo que lo desee recibirá una taza llena de agua. ¿Has comprendido?
El curtido rostro reveló toda una serie de emociones: desesperación, rabia…
Con una súbita inspiración, Leto comprendió que ella había planeado vender el agua exprimiendo aquellas toallas, arrancándoles algunas monedas a aquellos miserables que se presentaran a la puerta. Quizá esta era también la costumbre.
Su rostro se ensombreció.
—Dispondré un hombre de guardia para que vigile que mis órdenes sean cumplidas al pie de la letra —gruñó.
Dio media vuelta y recorrió a largos pasos el corredor que conducía al Gran Salón. Los recuerdos se agitaban en su mente como el murmullo de viejas mujeres desdentadas. Recordaba las grandes extensiones de agua y las olas… días de hierba y no días de arena… y todos los esplendorosos veranos que habían sido barridos como hojas por una tormenta.
Todo se había ido.
Me estoy haciendo viejo —pensó—. He sentido la gélida mano de la muerte. ¿Y dónde la he sentido? En la rapacidad de una vieja.
En el Gran Salón, Dama Jessica era el centro de un abigarrado grupo frente a la chimenea. Un gran fuego crepitaba en ella, dando una luminosidad de reflejos anaranjados a los brocados y las ricas telas y las joyas. Reconoció en el grupo a un fabricante de destiltrajes de Carthag, un importador de aparatos electrónicos, un transportista de agua cuya morada estival había sido edificada en las proximidades de la factoría de extracción polar, un representante del Banco de la Cofradía (ascético y ausente, como siempre), un comerciante de piezas de recambio para el equipo de extracción de especia, una mujer delgada y de anguloso rostro cuyo trabajo de guía y acompañante para los visitantes de otros planetas era reputado como encubrimiento a labores de contrabando, espionaje y chantajes.
La mayor parte de las demás mujeres de la sala parecían pertenecer a un tipo muy específico: decorativas, perfectas hasta el mínimo detalle, una extraña mezcla de virtud intocable y de sensualidad.
Incluso sin su posición de anfitriona, Jessica hubiera dominado al grupo, pensó. No llevaba ninguna joya, y se había vestido con colores cálidos: un largo vestido que resplandecía casi con el color del fuego, y una cinta del color de la tierra anudada alrededor de sus cabellos.
Comprendió que ella quería reprocharle así, de aquella sutil manera, la reciente frialdad de su actitud. Sabía que él la prefería vestida así… como un abanico de vivos colores.
Ligeramente aparte, con su brillante uniforme, el rostro impasible, los negros cabellos recogidos y cuidadosamente peinados, estaba Duncan Idaho. Había dejado a los Fremen por orden de Hawat: «Bajo el pretexto de protegerla, tendrás a Dama Jessica bajo constante vigilancia.»
El Duque miró en torno suyo por la gran sala.
Paul estaba en un rincón, rodeado de un grupo de ávidos jóvenes pertenecientes a las más ricas familias de Arrakeen, y a poca distancia de él había tres oficiales de las Tropas de la Casa. El Duque dedicó una particular atención a las chicas. Un rico botín de caza para un heredero ducal. Pero Paul las trataba a todas por igual, con una noble reserva.
Llevará bien el título, pensó el Duque, y se dio cuenta con un estremecimiento de que aquel era también un pensamiento de muerte.
Paul vio a su padre en el umbral, y evitó su mirada. Miró hacia el grupo de los invitados, manos enjoyadas sosteniendo los vasos (y la discreta inspección de los detectores de veneno disimulados en cualquier objeto). Viendo aquellas bocas incansables, Paul sintió un repentino desánimo. No eran más que máscaras baratas aplicadas sobre pensamientos infectos, voces chillonas que se alzaban para intentar dominar el profundo silencio que reinaba en sus pechos.
Estoy de mal humor, pensó Paul, y se preguntó qué hubiera dicho Gurney al respecto.
Conocía el origen de aquel malhumor. No hubiera querido participar en aquella recepción, pero su padre había sido firme: «Tienes un rango, una posición que defender. Eres bastante adulto como para hacerlo. Ya casi eres un hombre.»
Paul vio a su padre avanzar, inspeccionar la sala y dirigirse al grupo que rodeaba a Dama Jessica.
Mientras Leto se acercaba al grupo de Jessica, el transportista de agua estaba diciendo:
—¿Es cierto que el Duque quiere instalar un control climático?
—Mis proyectos no llegan hasta tal punto, señor —dijo el Duque detrás del hombre.
Este se volvió, mostrando su rostro redondo y bronceado.
—Ah, el Duque —dijo—. Habíamos observado vuestra ausencia.
Leto miró a Jessica.
—Había algo que debía ser hecho —dijo. Volvió de nuevo su atención al transportista de agua y explicó lo que había ordenado con respecto a los cuencos, añadiendo—: En lo que a mi respecta, esa vieja costumbre termina aquí.
—¿Es una orden ducal, mi Señor? —preguntó el hombre.
—Dejo esto a vuestra… conciencia —dijo el Duque. Se volvió, viendo a Kynes avanzar hacia el grupo.
—Creo que es un gesto muy generoso por vuestra parte —dijo una de las mujeres—. Ofrecer el agua a… —alguien la hizo callar.
El Duque observó a Kynes, notando que el planetólogo llevaba el uniforme marrón oscuro de antiguo estilo, con las charreteras del Servicio Imperial y una minúscula gota de oro indicando su rango en el cuello.
—¿Debo entender que las palabras del Duque implican una crítica hacia nuestras costumbres? —preguntó el transportista de agua con voz irritada.
—Esa costumbre ha sido cambiada —dijo Leto. Saludó a Kynes con una inclinación de cabeza y observó un fruncimiento de cejas por parte de Jessica. Fruncir las cejas no es cosa de Jessica, pensó, pero alimentará los rumores de fricción entre nosotros.
—Con el permiso del Duque —dijo el transportista de agua —, me gustaría profundizar algo más acerca de las costumbres.
Leto percibió la repentina untuosidad de la voz del hombre, notó el silencio del grupo, observó que todas las cabezas en la sala se volvían hacia ellos.
—¿No es casi la hora de la cena? —preguntó Jessica.
—Pero nuestro huésped ha hecho una pregunta —dijo Leto. Y miró fijamente al transportista de agua, viendo a un hombre de rostro alunado con grandes ojos y gruesos labios y recordando el informe de Hawat: «…y ese transportista de agua es un hombre que debe ser vigilado. Recordad su nombre: Lingar Bewt. Los Harkonnen lo usaron, aunque sin llegar a controlarlo nunca totalmente.»
—Las costumbres relacionadas con el agua son muy interesantes —dijo Bewt, y su rostro se iluminó con una sonrisa —. Tengo curiosidad por saber qué pensáis hacer con el invernadero anexo a esta casa. ¿Continuaréis haciendo ostentación de él ante el pueblo… mi Señor?
Leto dominó su cólera mientras miraba al hombre. Los pensamientos brotaban de su mente. Estaba desafiándole en su propio castillo, especialmente ahora que la firma de Bewt estaba al pie de un contrato de lealtad. Claro que aquel hombre parecía gozar de un cierto poder personal. El agua significaba poder en aquel mundo. Por ejemplo, si todas las fuentes de agua fueran destruidas a una señal… El hombre se veía capaz de hacerlo. La destrucción del agua facilitaría la destrucción de Arrakis. Esta debía ser la amenaza que había usado Bewt con los Harkonnen.
—Mi Señor el Duque y yo tenemos otros planes para nuestro invernadero —dijo Jessica. Sonrió a Leto—. Pensamos conservarlo, es cierto, pero tan sólo en nombre del pueblo de Arrakis. Nuestro sueño es conseguir que un día el clima de Arrakis pueda ser cambiado lo suficiente como para permitir que plantas como esas crezcan por todas partes, a cielo abierto.
¡Bendita sea!, pensó Leto. Veamos como engulle esto nuestro transportista de agua.
—Vuestro interés por el agua y el control climático es obvio —dijo el Duque—. Os aconsejo diversificar vuestros intereses. Llegará un día en que el agua ya no será un bien tan precioso en Arrakis.
Y pensó: Hawat debe redoblar sus esfuerzos para infiltrarse en esa organización de Bewt. Y debemos redoblar inmediatamente la vigilancia sobre las fuentes de agua. ¡Nadie puede sostener una tal amenaza sobre mi cabeza!
Bewt asintió, sin dejar de sonreír.
—Un hermoso sueño, mi Señor —y dio un paso hacia atrás.
Leto vio entonces la expresión del rostro de Kynes. El hombre estaba contemplando a Jessica. Su semblante estaba transfigurado… como un hombre enamorado… o presa de un trance religioso.
Los pensamientos de Kynes estaban ocupados totalmente en aquel momento por las palabras de la profecía: «Y compartirán con vosotros vuestro sueño más precioso ». Habló directamente a Jessica:
—¿Pensáis tomar el camino más corto?
—¡Ah, doctor Kynes! —dijo el transportista de agua—. Habéis venido, abandonado vuestras miserables hordas Fremen. Muy gentil por vuestra parte.
Kynes posó en Bewt una mirada inescrutable.
—En el desierto —replicó— se dice que la posesión de agua en grandes cantidades lleva al hombre a fatales consecuencias.
—Hay muchos dichos extraños en el desierto —dijo Bewt, pero su voz traicionaba su turbación.
Jessica se acercó a Leto, deslizó su mano bajo el brazo del hombre, intentando calmarse por un momento. Kynes había dicho:
«…el camino más corto». En la antigua lengua, estas palabras podían ser traducidas como «Kwisatz Haderach». La extraña pregunta del planetólogo había pasado inadvertida para los demás, y ahora Kynes se inclinaba hacia una de las mujeres del grupo, prestando oídos a alguna coquetería murmurada en voz baja.
Kwisatz Haderach, pensó Jessica. ¿Acaso la Missionaria Protectiva había implantado también aquí la leyenda? Ante este pensamiento sintió avivarse las secretas esperanzas que alimentaba con respecto a Paul. Podría ser el Kwisatz Haderach. Podría serlo.
El representante del Banco de la Cofradía hablaba con el transportista de agua, y la voz de Bewt resonó por un instante sobre el murmullo de las conversaciones:
—Mucha gente ha intentado modificar Arrakis.
El Duque observó hasta qué punto aquellas palabras alteraron a Kynes, que se irguió y abandonó bruscamente a la dama y su frívola conversación.
En el repentino silencio, un soldado de la casa con uniforme de lacayo carraspeó y dijo, mirando a Leto:
—La cena está servida, mi Señor.
El Duque miró interrogativamente a Jessica.
—La costumbre aquí es que los anfitriones sigan a sus invitados hacia la mesa —dijo ella con una sonrisa—. ¿Cambiamos también eso, mi Señor?
—Me parece una buena costumbre —respondió él fríamente —. La dejaremos por el momento.
La ilusión de que sospecho de ella por traición debe ser mantenida, pensó.
Observó como los invitados desfilaban ante él. ¿Quién entre vosotros cree en tal mentira?
Jessica advirtió su distanciamiento y, una vez más, se preguntó la razón, como había hecho tantas veces aquella última semana. Actúa como un hombre en lucha consigo mismo, pensó. ¿Es acaso porque he organizado esta velada demasiado pronto? Sin embargo, sabe muy bien la importancia que tiene el que comencemos a mezclar nuestros oficiales y nuestros hombres con los notables del planeta. Somos en cierto modo el padre y la madre de todos ellos. Nada impresiona más que estas formas de reunión social.
Leto, observando a los huéspedes que pasaban por su lado, recordó las palabras que había pronunciado Thufir Hawat cuando se enteró del asunto: «¡Señor! ¡Lo prohíbo!»
Una amarga sonrisa apareció en el rostro del Duque. Vaya escena había sido. Y cuando el Duque se mostró inamovible con respecto a la celebración de aquella cena, Hawat había agitado largamente la cabeza.
—Tengo un mal presentimiento al respecto, mi Señor —había dicho—. Las cosas se mueven demasiado aprisa en Arrakis. Este no es el modo de actuar de los Harkonnen. No lo es en absoluto.
Paul pasó junto a su padre, escoltando a una joven media cabeza más alta que él. Lanzó una gélida mirada a su padre, asintiendo a algo que la muchacha le había dicho.
—Su padre fabrica destiltrajes —dijo Jessica—. He oído decir que sólo un loco aceptaría aventurarse en el desierto con uno de sus trajes.
—¿Quién es el hombre de la cicatriz en el rostro que está delante de Paul? —preguntó el Duque—. No consigo identificarle.
—Un invitado de última hora —susurró ella—. Gurney arregló la invitación. Es un contrabandista.
—¿Gurney lo arregló?
—A petición mía. Ha sido garantizado por Hawat, aunque creo que Hawat no se siente muy entusiasta a su respecto. Es un contrabandista llamado Tuek, Esmar Tuek. Tiene poder en su ambiente. Todos le conocen. Ha sido huésped en la mayor parte de casas.
—¿Por qué está aquí?
—Todos se harán la misma pregunta —dijo Jessica—. Tuek diseminará con su presencia la duda y la sospecha. Hará creer además que estás decidido a hacer respetar tus órdenes contra la corrupción… con el apoyo de los contrabandistas si es necesario. Esto último le ha gustado a Hawat.
—No estoy seguro de que a mi me guste. —Hizo una inclinación de cabeza a una pareja que pasaba, y observó que ya quedaban muy pocos invitados en la sala—. ¿Por qué no has invitado a algunos Fremen?
—Está Kynes —dijo ella.
—Sí, está Kynes —aceptó él—. ¿Habéis preparado alguna otra pequeña sorpresa para mí? —La condujo hacia el comedor, al final de la procesión.
—Todo lo demás es enteramente convencional —dijo ella.
Y pensó: Querido, ¿No comprendes que estos contrabandistas disponen de naves rápidas y pueden ser sobornados? ¿Que debemos tener abierta una vía de escape, una puerta para huir de Arrakis si todo lo demás nos falla?
Entraron en el comedor, y ella se soltó de su brazo, y Leto la ayudó a sentarse. Después se dirigió hacia su extremo de la mesa. Un lacayo estaba de pie detrás de su silla. Los demás invitados se sentaron con un ruido de roce de tejidos y rumor de seda arrugándose, pero el Duque permaneció de pie. Hizo un gesto con la mano, y los soldados de la casa con uniforme de lacayos alrededor de la mesa dieron un paso atrás y se cuadraron.
La estancia se sumergió en un inquieto silencio.
Jessica, observando desde el otro extremo de la mesa, percibió un ligero temblor de las comisuras de la boca de Leto, y notó la ira que ensombrecía sus mejillas. ¿Qué es lo que le enfurece?, se preguntó. Ciertamente no el que haya invitado al contrabandista.
—Algunos de ustedes han visto con malos ojos el hecho de que haya cambiado la costumbre de los cuencos de agua —dijo Leto—. Es mi forma de decirles que muchas cosas van a cambiar aquí.
Un silencio embarazado reinó alrededor de la mesa.
Creen que ha bebido, pensó Jessica.
Leto tomó su jarra de agua y la levantó, de modo que se reflejara a la luz de las lámparas a suspensor.
—Como Caballero del Imperio —dijo—, quiero proponer un brindis.
Los demás tomaron sus jarras, con sus ojos fijos en el Duque. En la repentina inmovilidad, una lámpara derivó levemente, empujada por una corriente de aire proveniente de las cocinas. Las sombras jugaron con los rasgos de halcón del Duque.
—¡Aquí estoy, y aquí permaneceré! —exclamó Leto.
Hubo un movimiento abortado de llevar las jarras a las bocas… que se interrumpió porque el Duque mantenía aún su brazo en alto.
—Mi brindis será una de las máximas más queridas a vuestros corazones: «¡Los negocios son los que hacen el progreso! ¡La fortuna pasa por todas partes!»
Bebió de su agua.
—¡Gurney! —llamó el Duque.
La voz de Halleck le llegó desde algún hueco a sus espaldas.
—Aquí estoy, mi Señor.
—Cántanos alguna canción, Gurney.
Un acorde en tono menor del baliset flotó surgiendo de alguna parte. A un gesto del Duque, los servidores comenzaron a depositar sobre la mesa las fuentes con la comida: liebre del desierto asada con salsa cepeda, aplomage siriano, chukka helado, café con melange (el intenso olor a canela de la especia invadió la mesa), un auténtico pato a la marmita servido con vino espumoso de Caladan.
Sin embargo, el Duque permaneció de pie.
Mientras los invitados esperaban, con su atención dividida entre las fuentes colocadas ante ellos y el Duque de pie, Leto dijo:
—En los viejos tiempos era deber de un anfitrión distraer a los invitados según su talento. —Sus nudillos estaban blancos por la fuerza con que sostenía su jarra—. No puedo cantar, pero voy a recitaros las palabras de la canción de Gurney. Consideradlo otro brindis… un brindis para todos aquellos que han muerto para conducirnos hasta aquí.
Un movimiento de incomodidad agitó toda la mesa.
Jessica inclinó su mirada y observó a la gente sentada más cerca de ella: el transportista de agua de redonda cara, el pálido y austero representante del Banco de la Cofradía (que parecía un espantapájaros, con los ojos fijos en Leto), el curtido Tuek, con la cicatriz en su cara y sus ojos totalmente azules bajados.
—«En revista, amigos… soldados que hace tanto tiempo no habéis pasado revista» —entonó el Duque—. «Vuestro equipaje está hecho de dolor y de dólares. Sus espíritus pesan sobre vuestros collares de plata. En revista, amigos… soldados que hace tiempo no habéis pasado revista. A cada cual su tiempo, sin injustas pretensiones ni engaños. Con ellos pasa el espejismo de la fortuna. En revista, amigos… soldados que hace tiempo no habéis pasado revista. Cuando vuestro tiempo termine con su última mueca de sonrisa, dejad pasar el espejismo de la fortuna.»
El Duque arrastró su voz hasta apagarla en la última estrofa, y engulló un buen sorbo de su jarra, dejándola después violentamente sobre la mesa. El agua saltó y salpicó el mantel.
Los otros bebieron en un embarazado silencio.
El Duque tomó de nuevo su jarra, y esta vez derramó la mitad de su contenido en el suelo, sabiendo que los demás tendrían que hacer lo mismo.
Jessica fue la primera en seguir su ejemplo.
Hubo un instante de inmovilidad en el tiempo, antes de que los demás comenzaran a vaciar sus jarras. Jessica vio que Paul, sentado al lado de su padre, estaba estudiando las reacciones a su alrededor. Ella misma se sintió fascinada por lo que revelaban las reacciones de los invitados… principalmente las mujeres. Aquello era agua limpia, potable, no ya una toalla empapada. La reluctancia en arrojarla se descubría en el temblor de las manos, en sus tardías reacciones, en las risitas nerviosas… y en la violenta pero necesaria obediencia. Una mujer dejó caer su jarra al suelo, y volvió la vista hacia otro lado cuando su compañero masculino se la recogió.
Kynes, sin embargo, fue quien más atrajo su atención. El planetólogo vaciló, luego vació su jarra en un recipiente disimulado bajo su chaqueta. Sonrió a Jessica al darse cuenta de que ella le estaba mirando, y levantó la jarra vacía hacia ella, en un mudo brindis. No pareció en absoluto azarado por su acción.
La música de Halleck seguía flotando por la sala, pero ya no en clave menor, sino cadenciosa y alegre, como si Gurney intentara levantar los ánimos.
—Que empiece la comida —dijo el Duque, y se sentó.
Está furioso e indeciso, pensó Jessica. La pérdida de aquel tractor le ha afectado más profundamente de lo que debiera. Hay algo más en aquella pérdida. Actúa como un hombre desesperado. Tomó su tenedor, esperando ocultar con aquel gesto su repentina amargura. ¿Y por qué no? Está desesperado.
Lentamente al principio, después con creciente animación, la cena prosiguió. El fabricante de destiltrajes cumplimentó a Jessica por la comida y el vino.
—Ambos son importados de Caladan —dijo ella.
—¡Soberbio! —dijo él, probando el chukka—. ¡Simplemente soberbio! Y ni una gota de melange en él. Uno termina aburriéndose de encontrar especia en todos lados.
El representante del Banco de la Cofradía se dirigió a Kynes.
—Según tengo entendido, doctor Kynes, se perdió otro tractor a causa de un gusano.
—Las noticias viajan aprisa —dijo el Duque.
—¿Así que es cierto? —preguntó el banquero, dirigiendo su atención a Leto.
—¡Por supuesto que es cierto! —replicó bruscamente el Duque—. La maldita ala de acarreo desapareció. ¿Cómo es posible que una cosa tan grande desaparezca sin dejar huella?
—Cuando el gusano apareció, ya no era posible salvar el tractor —dijo Kynes.
—¡Algo así no tendría que pasar! —repitió el Duque.
—Habitualmente, los rastreadores tienen sus ojos puestos en la arena —dijo Kynes—. Lo que les interesa principalmente son las señales del gusano. La tripulación de un ala de acarreo es normalmente de cuatro hombres, dos pilotos y dos técnicos. Si uno… o incluso dos de esos hombres estuvieran al servicio de los enemigos del Duque…
—Ha-h-h, ya veo —dijo el banquero—. Y vos, como Arbitro del Cambio, ¿qué hacéis en un caso así?
—Debo considerar mi posición muy cautelosamente —dijo Kynes—, y ciertamente no voy a discutirla en la mesa. —Y pensó: ¡Este pálido esqueleto de un hombre! Sabe perfectamente que ese es el tipo de infracción que me ha sido ordenado ignorar.
El banquero sonrió, volviendo su atención hacia su comida. Jessica recordó una lección de los días de la escuela Bene Gesserit. El tema era espionaje y contraespionaje. Una Reverenda Madre de rostro rosado y alegre les había instruido, con una cantarina voz que contrastaba curiosamente con el tema tratado.
—Un hecho que hay que tomar en consideración en cualquier escuela de espionaje y/o contraespionaje es la similitud de las reacciones básicas en todos los graduados. Toda disciplina restringida deja su sello, su marca, en los estudiantes. Esta marca es susceptible de análisis y predicción.
»De hecho, los esquemas motivacionales tienden a hacerse idénticos en todos los agentes de espionaje. Esto quiere decir: habrá ciertos tipos de motivaciones que serán similares, incluso en individuos de escuelas distintas y con fines opuestos. Estudiaremos en primer lugar cómo separar estos elementos para su análisis: primero, por los esquemas de interrogatorio que revelan la orientación interna de los interrogadores; segundo, por el examen atento del modo como piensan y se expresan los sujetos bajo análisis. Descubriremos entonces que es muy sencillo determinar las raíces del lenguaje de nuestros sujetos, por supuesto a través de la inflexión de sus voces y su esquema de expresión.
Ahora, sentada en la mesa con su hijo y su Duque y sus invitados, escuchando al representante del Banco de la Cofradía, Jessica se estremeció ante su descubrimiento: el hombre era un agente al esquema de expresión de Giedi Prime… sutilmente disimulado, pero tan claro para su adiestrada percepción como si el hombre se hubiera presentado a sí mismo.
¿Significa esto que la propia Cofradía ha tomado posición frente a la Casa de los Atreides?, se preguntó a sí misma. La idea la trastornó, y disimuló su emoción encargando un nuevo plato, mientras dedicaba toda su atención al hombre, esperando que traicionara sus intenciones. Va a llevar la conversación a temas aparentemente banales, pero con implicaciones amenazadoras, se dijo. Ese es su esquema de acción.
El banquero tragó un bocado, lo regó con vino y sonrió a algo que había dicho la mujer de su derecha. Pareció interesarse por un momento en un hombre sentado al otro extremo de la mesa, que le estaba explicando al Duque que las plantas nativas de Arrakeen no tenían espinas.
—Me gusta estudiar el vuelo de los pájaros en Arrakis —dijo el banquero, dirigiéndose a Jessica—. Todos nuestros pájaros, por supuesto, son carroñeros, y muchos pueden vivir sin agua porque son bebedores de sangre.
La hija del fabricante de destiltrajes, sentada entre Paul y su padre al otro extremo de la mesa, hizo una mueca con su hermosa cara y frunció el ceño.
—Oh, Suu-Suu, decís las cosas más disgustantes —exclamó.
El banquero sonrió.
—Me llaman Suu-Suu porque soy el consejero de finanzas del Sindicato de Vendedores Ambulantes de Agua —y, como Jessica continuara mirándole en silencio, añadió: Porque este es el grito de los vendedores de agua: «¡Suu-Suu-Suuk!» —e imitó la llamada con tanta perfección que muchos alrededor de la mesa se echaron a reír.
Jessica percibió la jactancia en su tono de voz, pero notó también que la joven había intervenido como obedeciendo a una señal, algo convenido para dar pie al banquero a decir lo que había dicho. Miró a Lingar Bewt. El magnate del agua estaba ceñudo, concentrado en su comida. Y Jessica se dio cuenta de que en realidad el banquero había dicho: «Yo también controlo la última fuente de poder en Arrakis… el agua.»
Paul había notado la falsedad en la voz de su compañera de mesa, y observó que su madre seguía la conversación con una intensidad Bene Gesserit.
Impulsivamente, decidió contraatacar, acorralar al adversario. Se dirigió al banquero.
—¿Queréis decir acaso, señor, que todos esos pájaros son caníbales?
—Esa es una extraña pregunta, joven amo —dijo el banquero —. He dicho tan sólo que esos pájaros beben sangre. No es necesario que sea la sangre de los de su propia clase, ¿no es cierto?
—Mi pregunta no era extraña —dijo Paul, y Jessica notó la cortante agudeza de su réplica, fruto de su adiestramiento—. Casi todas las personas instruidas saben que para un organismo joven la máxima competencia procede de los seres de su propia especie —deliberadamente, clavó el tenedor en un bocado del plato de su compañera y lo introdujo en su boca—. Comen del mismo plato. Sus necesidades son idénticas.
El banquero se envaró y miró ceñudamente al Duque.
—No cometáis el error de considerar a mi hijo como un niño —dijo el Duque. Y sonrió.
Jessica recorrió la mesa con la vista, observando que Bewt estaba algo más alegre, y que Kynes y el contrabandista, Tuek, sonreían.
—Hay una ley ecológica —dijo Kynes— que el joven amo parece haber comprendido muy bien. La lucha entre los distintos elementos de la vida y la lucha por la energía libre de un sistema. La sangre es una fuente de energía muy eficiente.
El banquero depositó su tenedor y cuando habló, lo hizo en tono irritado.
—Se dice que la escoria Fremen bebe sangre de sus muertos.
Kynes agitó la cabeza y dijo, en tono doctoral:
—No la sangre, señor. Pero toda el agua de un hombre, en último término, pertenece a su pueblo… a su tribu. Es una necesidad cuando se vive al borde de la Gran Llanura. Allí toda agua es preciosa, y el cuerpo humano está compuesto por un setenta por ciento de su peso en agua. Un hombre muerto, con toda seguridad, ya no la necesita.
El banquero posó sus manos sobre la mesa, a uno y otro lado del plato, y Jessica pensó que iba a echar la silla hacia atrás y levantarse para irse, en un gesto de rabia.
Kynes miró a Jessica.
—Perdonad, mi Dama, por hablar de un tema tan desagradable en la mesa, pero se había dicho una falsedad y era necesario aclarar las cosas.
—Habéis permanecido tanto tiempo con los Fremen que habéis perdido toda sensibilidad —graznó el banquero.
Kynes le observó tranquilamente, estudiando su rostro pálido y tembloroso.
—¿Estáis desafiándome, señor?
El banquero se envaró. Tragó saliva, y dijo apresuradamente:
—Por supuesto que no. Jamás me permitiría insultar así a nuestros anfitriones.
Jessica captó el miedo en la voz del hombre, lo leyó en su rostro, en su respiración, en el latir de una vena en su sien. ¡El hombre se sentía aterrorizado por Kynes!
—Nuestros anfitriones son enteramente capaces de decidir por sí mismos cuándo son insultados —dijo Kynes—. Son gente valerosa que sabe cuándo hay que defender el honor. Todos somos testigos de su valentía por el solo hecho de que están aquí… ahora… en Arrakis.
Jessica vio que Leto estaba saboreando aquel instante. La mayoría de los demás, no. La gente, en torno a la mesa, parecía dispuesta a salir huyendo, con las manos ocultas bajo la mesa. Las únicas notables excepciones eran Bewt, que sonreía abiertamente ante la incómoda posición del banquero, y el contrabandista, Tuek, que parecía estudiar a Kynes en espera de su reacción. Jessica observó que Paul miraba a Kynes con clara admiración.
—¿Bien? —dijo Kynes.
—No quería ofenderos —murmuró el banquero—. Si he dado la impresión de ser ofensivo, os ruego aceptéis mis disculpas.
—Libremente dadas, libremente aceptadas —dijo Kynes. Sonrió a Jessica, y siguió como si no hubiera ocurrido nada.
Jessica observó que también el contrabandista se relajaba. Tomó buena nota de ello: aquel hombre había dado la impresión, durante toda la escena, de estar dispuesto a acudir en ayuda de Kynes si este lo hubiera necesitado. Existía un acuerdo de alguna clase entre Kynes y Tuek.
Leto jugueteaba con su tenedor, mirando especulativamente a Kynes. La actuación del planetólogo indicaba un cambio de actitud hacia la Casa de los Atreides. Kynes se había mostrado mucho más frío durante su viaje por el desierto.
Jessica pidió otra ronda de comida y bebida. Los servidores aparecieron con langues de lapins de garenne, vino tinto y una salsa de setas servida aparte.
Lentamente, las conversaciones de la cena se reanudaron, pero Jessica captó agitación en ellas, una cierta ansiedad, y vio que el banquero comía en un hosco silencio. Kynes le hubiera matado sin vacilar, pensó. Y se dio cuenta de que había una predisposición al homicidio en el comportamiento de Kynes. Podía matar fácilmente, y adivinó que esta era una característica de los Fremen.
Jessica se volvió hacia el fabricante de destiltrajes, a su izquierda, y dijo:
—No dejo de sentirme asombrada por la importancia del agua en Arrakis.
—Es muy importante —admitió el hombre— ¿Qué es ese plato? Es delicioso.
—Lenguas de conejo salvaje con una salsa especial —dijo ella—. Una receta muy antigua.
—Me gustaría tenerla —dijo el hombre.
Ella asintió.
—Os la haré enviar.
—Los recién llegados a Arrakis subestiman con frecuencia la importancia que tiene aquí el agua —dijo Kynes, mirando a Jessica—. Ya sabéis, debemos tener en cuenta la Ley del Mínimo.
Jessica se dio cuenta por el tono de su voz que aquellas palabras encerraban una prueba, y respondió:
—El crecimiento está limitado por la necesidad del elemento que se encuentra presente en menor cantidad. Y, naturalmente, la condición menos favorable es la que controla la tasa del crecimiento.
—Es raro encontrar a miembros de las Grandes Casas que estén al corriente de los problemas planetológicos —dijo Kynes —. En Arrakis, la condición más desfavorable para la vida es el agua. Y recordad que el propio crecimiento puede producir condiciones desfavorables a menos que sea conducido con extrema prudencia.
Jessica captó un mensaje oculto en las palabras de Kynes, pero no consiguió descifrarlo.
—El crecimiento —murmuró—. ¿Queréis decir que Arrakis podría tener un ciclo de agua mejor organizado que sustentara a los hombres bajo unas condiciones de vida más favorables?
—¡Imposible! —gruñó el magnate del agua.
Jessica desvió su atención hacia Bewt.
—¿Imposible?
—Imposible en Arrakis —dijo el hombre—. No escuchéis a ese soñador. Todas las pruebas de laboratorio están contra él.
Kynes miró a Bewt, y Jessica se dio cuenta de que todas las demás conversaciones alrededor de la mesa habían cesado, mientras la gente se concentraba en aquel nuevo enfrentamiento.
—Las pruebas de laboratorio tienden a olvidar un hecho muy simple —dijo Kynes—. El hecho es este: estamos enfrentándonos aquí con un problema que ha tenido su origen y existe fuera de este recinto, donde plantas y animales llevan una existencia normal.
—¡Normal! —resopló Bewt—. ¡Nada es normal en Arrakis!
—Precisamente todo lo contrario —dijo Kynes—. Podríamos desarrollar aquí algunas armonías a lo largo de líneas que fueran autosuficientes. Sólo hay que comprender cuáles son las limitaciones de este planeta y las presiones que se ejercen sobre él.
—Esto nunca se hará —dijo Bewt.
El Duque recordó súbitamente cuándo había cambiado Kynes su actitud hacia ellos: cuando Jessica había dicho que conservarían las plantas de invernadero en nombre del Pueblo de Arrakis.
—¿Cuánto costaría poner a punto un sistema autosuficiente, doctor Kynes? —preguntó Leto.
—Si conseguimos que el tres por ciento de los vegetales de Arrakis produzcan compuestos de carbono nutritivos, entonces habremos iniciado un sistema cíclico —dijo Kynes.
—¿El agua es el único problema? —preguntó el Duque. Notó la excitación de Kynes, y él mismo se sintió presa de ella.
—El del agua hace olvidar los otros problemas —dijo Kynes —. El planeta posee mucho oxígeno, pero no las demás características que usualmente lo acompañan: vida vegetal desarrollada e importantes fuentes de anhídrido carbónico provenientes de fenómenos como los volcanes. Se producen aquí inhabitualmente fenómenos químicos a lo ancho de enormes áreas.
—¿Disponéis de un proyecto piloto? —preguntó el Duque.
—Hemos consagrado mucho tiempo a poner a punto el Efecto Tansley… experimentos a pequeña escala a nivel de aficionado, pero a partir de los cuales mi ciencia podría deducir aplicaciones prácticas —dijo Kynes.
—Pero no hay bastante agua —dijo Bewt—. Todo se resume en que no hay bastante agua.
—El Maestro Bewt es un experto en agua —dijo Kynes. Sonrió, y siguió comiendo.
El Duque hizo un gesto imperativo con la mano derecha.
—¡No! —gritó—. ¡Quiero una respuesta! ¿Hay bastante agua, doctor Kynes?
Kynes no levantó los ojos de su plato.
Jessica estudió el juego de emociones en su rostro. Sabe ocultarlas muy bien, pensó, pero ya lo había registrado y ahora leía en él que lamentaba sus palabras.
—¿Hay bastante agua? —repitió el Duque.
—Es… posible —dijo Kynes.
¡Finge inseguridad!, pensó Jessica.
Con su agudo sentido de la verdad, Paul captó la subyacente motivación, y tuvo que usar todo su adiestramiento para ocultar su excitación. ¡Hay bastante agua! Pero Kynes no quiere que se sepa.
—Nuestro planetólogo tiene también otros sueños muy interesantes —dijo Bewt—. Suena con los Fremen… acerca de profecías y mesías.
Se oyeron risitas en algunos lugares de la mesa. Jessica observó a los que reían: el contrabandista, la hija del fabricante de destiltrajes, Duncan Idaho, la mujer con el misterioso servicio de escolta.
La tensión está sorprendentemente distribuida aquí esta noche, pensó. Están ocurriendo demasiadas cosas que ignoro. Tendré que desarrollar nuevas fuentes de información.
El Duque deslizó su mirada de Kynes a Bewt y luego a Jessica. Se sintió extrañamente aislado, como si se le hubiera escapado algo vital.
—Es posible —murmuró.
—Quizá debiéramos hablar de esto en otra ocasión, mi Señor —dijo Kynes rápidamente—. Hay tanta…
El planetólogo se interrumpió al ver a un guardia con uniforme de los Atreides aparecer precipitadamente por la puerta de servicio, pasar la guardia y acercarse corriendo al Duque. Se inclinó y susurró algo al oído de Leto.
Jessica reconoció la insignia del cuerpo de Hawat en su gorra, e intentó dominar su inquietud. Se dirigió a la compañera del fabricante de destiltrajes, una mujer pequeña de cabello oscuro, rostro de muñeca y ojos ligeramente estrábicos.
—Apenas habéis tocado vuestra comida, querida —dijo—. ¿Deseáis ordenar alguna otra cosa especial?
La mujer miró al fabricante de destiltrajes antes de responder.
—No tengo mucha hambre —dijo.
Bruscamente, el Duque se puso en pie al lado del soldado, y habló con un duro tono de mando:
—Que todo el mundo siga sentado. Ruego disculpas, pero hay algo que requiere mi atención personal. —Se apartó de la mesa —. Paul, toma mi lugar como anfitrión, por favor.
Paul se alzó, deseando preguntarle a su padre por qué razones tenía que ausentarse, pero sabiendo que tenía que actuar de acuerdo con las circunstancias. Se dirigió a la silla de su padre y ocupó su lugar.
El Duque se volvió entonces hacia el lugar donde estaba Halleck.
—Gurney, por favor, ocupa el lugar de Paul en la mesa. Debemos seguir siendo un número par. Cuando la comida haya terminado, es probable que te pida que conduzcas a Paul al puesto de mando. Permanece atento a mi llamada.
Halleck surgió de donde estaba, fuera de la vista de los demás. Iba vestido de uniforme, y destacaba de un modo incongruente con el refinamiento de las ropas de los demás invitados. Apoyó su baliset en la pared, avanzó hacia la silla que había ocupado Paul y se sentó en ella.
—No hay motivo de alarma —dijo el Duque—, pero debo rogar que nadie abandone nuestra casa hasta que mis guardias avisen que no hay peligro. La seguridad es absoluta aquí, y garantizo que este pequeño inconveniente será solucionado de inmediato.
Paul captó las palabras en código del mensaje de su padre: guardias… peligro… seguridad… de inmediato. El problema era seguridad, no violencia. Observó que también su madre había leído el mismo mensaje. Ambos se relajaron.
El Duque hizo una última breve inclinación de cabeza, se volvió y salió por la puerta de servicio seguido por el soldado.
—Por favor, continuemos con la comida —dijo Paul—. Creo que el doctor Kynes estaba hablando de agua.
—¿Podríamos hablar de ello en otra ocasión? —preguntó Kynes.
—Por supuesto —dijo Paul.
Y Jessica notó con orgullo la dignidad de su hijo, su madura seguridad en sí mismo.
El banquero tomó su jarra de agua e hizo un gesto hacia Bewt con ella.
—Ninguno de nosotros puede superar al Maestro Lingar Bewt en la floritura de sus frases. Uno casi podría suponer que aspira al status de las Grandes Casas. Vamos, Maestro Bewt, proponed un brindis.
Quizá tengáis en reserva alguna perla de sabiduría para ese muchacho al que hay que tratar como un hombre.
Jessica apretó bajo la mesa el puño de su mano derecha. Vio a Halleck hacerle una señal con la mano a Idaho, y los soldados de la casa alineados a lo largo de las paredes adoptaron una posición de alerta máxima.
Bewt lanzó al banquero una venenosa mirada.
Paul observó a Halleck, notó las posiciones defensivas de sus guardias, luego miró al banquero hasta que el hombre bajó su jarra de agua. Entonces dijo:
—Una vez, en Caladan, vi el cuerpo de un pescador ahogado que acababan de sacar del agua. Tenía…
—¿Ahogado? —era la hija del fabricante de destiltrajes.
Paul vaciló.
—Sí —dijo—. Inmerso en el agua hasta morir. Ahogado.
—¡Qué interesante forma de morir! —murmuró la joven.
La sonrisa de Paul se endureció. Volvió su atención al banquero.
—Lo interesante acerca de ese hombre eran las heridas en sus hombros… producidas por los clavos de las botas de otro pescador. El pescador formaba parte de la tripulación de un bote (un aparato para viajar sobre el agua) que había naufragado… se había hundido en el agua. Otro pescador que había ayudado a extraer su cuerpo dijo que otras muchas veces había visto las mismas marcas. Significaban que otro pescador que se estaba ahogando había apoyado sus pies en los hombros de aquel desgraciado en un intento de alcanzar la superficie… de respirar aire.
—¿En qué es eso interesante? —preguntó el banquero.
—Porque mi padre, entonces, me hizo una observación. Dijo que es comprensible que un hombre, a punto de ahogarse, se apoye sobre nuestros hombros en un intento de salvarse… excepto cuando uno ve que esto ocurre en un salón. —Paul vaciló lo suficiente como para que el banquero adivinara lo que seguía, y luego terminó—: Y, añadiría yo, excepto cuando uno ve que esto ocurre en la mesa de un banquete.
Un silencio absoluto invadió la estancia.
Eso ha sido temerario, pensó Jessica. Ese banquero puede tener bastante rango como para desafiar a mi hijo. Vio que Idaho estaba preparado para entrar en acción. Las tropas de la casa estaban alerta. Gurney Halleck tenía los ojos fijos en los hombres que tenía enfrente.
—¡Ja-ja-ja-a-a-a! —era el contrabandista, Tuek, con la cabeza echada hacia atrás, riendo salvajemente sin ninguna inhibición.
Unas sonrisas nerviosas brotaron alrededor de la mesa.
Bewt también sonrió.
El banquero había echado su silla hacia atrás y miraba colérico a Paul.
—Quien provoca a un Atreides lo hace bajo su cuenta y riesgo —dijo Kynes.
—¿Es costumbre de los Atreides insultar a sus invitados? — preguntó el banquero.
Antes de que Paul pudiera responder, Jessica se inclinó hacia adelante y dijo:
—¡Señor! —y pensó: Tenemos que conocer el juego de esa criatura de los Harkonnen. ¿Está aquí para provocar a Paul? ¿Dispone de alguna ayuda?—. Mi hijo ha hablado en términos generales. ¿Acaso os reconocéis en ellos? —preguntó—. ¡Una fascinante revelación! —Deslizó su mano hacia el crys que llevaba enfundado en la pantorrilla.
El banquero dirigió a Jessica una feroz mirada. Los ojos estaban centrados en Paul, que a su vez se había echado hacia atrás apartándose ligeramente de la mesa y preparándose para la acción. Su mente estaba enfocada en una palabra clave de su madre: términos. «Preparado para violencia.»
Kynes dirigió una especulativa mirada hacia Jessica e hizo una sutil seña con la mano a Tuek.
El contrabandista saltó en pie, levantando la jarra.
—Quiero proponer un brindis —dijo—. Para el joven Paul Atreides; un muchacho aún por su aspecto, pero un hombre por sus actos.
¿Por qué se inmiscuyen?, se preguntó a sí misma Jessica.
El banquero miraba ahora a Kynes, y Jessica vio el terror volver de nuevo al rostro del agente.
Los demás invitados comenzaron a reaccionar alrededor de la mesa.
Cuando Kynes ordena, la gente obedece, pensó Jessica. Acaba de decirnos que está del lado de Paul. ¿Cuál es el secreto de su poder? No puede ser porque sea el Arbitro del Cambio. Esto es temporal. Y ciertamente tampoco es porque esté al servicio directo del Emperador.
Retiró su mano de la funda del crys y alzó su jarra hacia Kynes, que le devolvió el gesto.
Sólo Paul y el banquero (¡Suu-Suu! ¡Vaya sobrenombre idiota!, pensó Jessica) permanecían con las manos vacías. La atención del banquero estaba fija en Kynes. Paul miraba su plato.
Llevaba las cosas correctamente, pensó Paul. ¿Por qué han interferido? Miró subrepticiamente a los invitados que estaban más cerca de él. ¿Preparado para violencia? ¿Por parte de quién? Ciertamente, no de ese banquero.
Halleck se agitó y habló sin dirigirse a nadie en particular, mirando a un punto por encima de la cabeza de los demás.
—En nuestra sociedad, la gente no debería sentirse ofendida tan pronto. A veces es un suicidio. —Miró a la hija del fabricante de destiltrajes, sentada frente a él—. ¿No lo pensáis vos así, señorita?
—Oh, sí, sí. Por supuesto —dijo ella—. Hay demasiada violencia. Esto me pone enferma. Y muchas veces no hay la menor intención de ofender, pero la gente muere siempre. Es algo que no tiene sentido.
—Realmente, no tiene ningún sentido —afirmó Halleck.
Jessica observó la clara perfección de lo que recitaba la muchacha, y pensó: Esa chica con la cabeza vacía no es en absoluto una chica con la cabeza vacía. Y entonces vio la amenaza y comprendió que ni siquiera Halleck la había detectado. Probablemente su hijo había sido el primero en darse cuenta de ello… su adiestramiento le habría hecho ver inmediatamente aquella obvia trampa.
—¿No sería el momento de disculparnos de nuevo? —dijo Kynes al banquero.
—Mi Dama, temo haber subestimado vuestros vinos. Habéis servido bebidas fuertes, y no estoy acostumbrado a ellas.
Jessica percibió el veneno en sus palabras.
—Cuando unos extranjeros se encuentran —dijo con suavidad —, habría que hacer uso de una gran comprensión para entender sus diferencias de costumbres y de formación.
—Gracias, mi Dama —dijo el hombre.
La compañera de cabello oscuro del fabricante de destiltrajes se inclinó hacia Jessica y observó:
—El Duque nos ha dicho que aquí estaremos seguros. Espero que esto no signifique nuevos combates.
La han instruido para que lleve la conversación a este terreno, pensó Jessica.
—Seguramente no tendrá la menor importancia —dijo—. Pero hay muchos detalles que requieren la atención personal del Duque en estos momentos. Mientras continúe la enemistad entre los Atreides y los Harkonnen, nunca seremos demasiado prudentes. El Duque ha pronunciado el juramento kanly. Por supuesto, no va a dejar que ningún agente Harkonnen permanezca con vida aquí en Arrakis. —Observó al agente bancario de la Cofradía—. Y las Convenciones, naturalmente, le apoyan en eso. —Desvió su atención hacia Kynes— ¿No es así, doctor Kynes?
—Así es, realmente —dijo Kynes.
El fabricante de destiltrajes tiró discretamente de su compañera hacia atrás.
—Creo que voy a comer algo más —dijo ella—. Me gustaría un poco de ese delicioso pájaro que nos han servido antes.
Jessica hizo un gesto a un sirviente y se volvió hacia el banquero.
—Y vos, señor, habláis de pájaros y de sus hábitos. Estoy enormemente interesada en todas las cosas que se refieren a Arrakis. Contadme, ¿dónde se extrae la especia? ¿Deben ir los cazadores muy adentro en el desierto?
—Oh, no, mi Señora —dijo el hombre—. Sabemos muy pocas cosas del desierto profundo. Y casi nada de las regiones meridionales.
—Hay un relato que dice que hay un gran Yacimiento Madre de especia en lo más profundo de esa región meridional —dijo Kynes—, pero sospecho que se trata tan sólo de la invención imaginativa de algún trovador en busca de letra para una canción. Algunos cazadores de especia más osados que otros penetran ocasionalmente en el cinturón central, pero es extremadamente peligroso… la navegación es incierta y las tormentas frecuentes. Las victimas se multiplican dramáticamente a medida que uno se aleja de la Muralla Escudo. Se ha descubierto que no es muy provechoso aventurarse demasiado al sur. Quizá si tuviéramos un satélite climatológico…
Bewt alzó los ojos y habló con la boca llena.
—Se dice que los Fremen viajan hasta allá, que van a cualquier lugar y que han descubierto calas y manantiales de sorbeo incluso en latitudes meridionales.
—¿Calas y manantiales de sorbeo? —preguntó Jessica.
—Puros rumores, mi Dama —intervino Kynes rápidamente —. Son cosas conocidas en otros planetas, no en Arrakis. Una cala es un lugar donde el agua se filtra hasta la superficie o casi, y es posible detectarla por la presencia de ciertas señales. Un manantial de sorbeo es un tipo de cala donde una persona puede sorber el agua a través de una cánula enterrada en la arena… al menos eso es lo que se dice.
Hay engaño en sus palabras, pensó Jessica.
¿Por qué miente?, se preguntó Paul.
—Es muy interesante —dijo Jessica. Y pensó: «Eso es lo que se dice… » Qué curioso amaneramiento el que hay en su forma de expresarse. Si supieran hasta qué punto revela esto su dependencia de las supersticiones…
—He oído en alguna parte que tenéis un dicho —observó Paul —. «La educación viene de las ciudades, la sabiduría del desierto.»
—Hay muchos dichos en Arrakis —se alzó de hombros Kynes.
Antes de que Jessica pudiera formular una nueva pregunta, un sirviente se inclinó junto a ella y le entregó una nota. La abrió, reconoció la escritura del Duque y los signos codificados, la leyó.
—El Duque nos tranquiliza —dijo—. El asunto que le ha alejado de nosotros ha sido solucionado. El ala de acarreo que había desaparecido ha sido hallada. Un agente Harkonnen infiltrado en la tripulación había conseguido eliminar a otros y pilotar la máquina hasta una base de contrabandistas, esperando venderla allí. Tanto el hombre como la máquina han sido restituidos a nuestras fuerzas —hizo una inclinación de cabeza en dirección a Tuek.
El contrabandista respondió con otra inclinación.
Jessica dobló la nota y la metió en una de sus mangas.
—Estoy contento de que esto no se haya convertido en una batalla abierta —dijo el banquero—. La gente tiene tantas esperanzas de que los Atreides traigan consigo paz y prosperidad…
—Especialmente prosperidad —dijo Bewt.
—¿Podemos tomar ya el postre? —preguntó Jessica—. He encargado a nuestro chef que prepare un dulce de Caladan: arroz pundi en salsa dolsa.
—Suena maravilloso —dijo el fabricante de destiltrajes—. ¿Sería posible obtener la receta?
—Todas las recetas que deseéis —dijo Jessica, registrando al hombre para mencionárselo más tarde a Hawat. El fabricante de destiltrajes era un pequeño y atemorizado arribista que podía ser comprado.
A su alrededor, las conversaciones se reanudaban:
—Un tejido realmente adorable…
—Tengo que hacerme un conjunto que le vaya a esta joya…
—Un aumento de producción en el próximo trimestre…
Jessica se enfrascó en su plato, pensando en la parte codificada del mensaje de Leto: «Los Harkonnen han intentado introducir un cargamento de lásers. Los hemos capturado. Pero esto puede significar que otros cargamentos hayan pasado. Y hay que tener en cuenta que no les conceden mucha importancia a los escudos. Toma las precauciones apropiadas.
Jessica pensó en los lásers. Los ardientes rayos de destructiva luz podían perforar cualquier sustancia, a menos que esta sustancia estuviera protegida por un escudo. El hecho de que la interferencia del rayo con un escudo pudiera hacer estallar el láser o el escudo no parecía preocupar a los Harkonnen. ¿Por qué? Una explosión láser-escudo tenía una peligrosa variante, ya que podía revelarse más potente que una explosión atómica o podía matar tan sólo al tirador y a su blanco.
Los factores desconocidos eran los que más la inquietaban.
—Estaba seguro de que recuperaríamos esa ala de acarreo — dijo Paul—. Cuando mi padre ataca un problema, lo resuelve. Es un hecho que los Harkonnen apenas empiezan a descubrir.
Se está vanagloriando, pensó Jessica. No debería hacerlo. Nadie que esta noche se vea obligado a dormir en las profundidades del subsuelo como una precaución contra los láser tiene derecho a vanagloriarse.
«No hay escapatoria… pagamos por la violencia de nuestros antepasados»
Jessica oyó el tumulto en el gran salón, y encendió la luz de la cabecera de su cama. El reloj no estaba aún correctamente ajustado al tiempo local, y tuvo que restar veintiún minutos para determinar que eran alrededor de las dos de la madrugada.
El tumulto era fuerte y confuso.
¿Un ataque de los Harkonnen?, se preguntó.
Se deslizó fuera de la cama y comprobó los monitores para ver dónde se hallaba su familia. La pantalla reveló a Paul durmiendo en una habitación del sótano que habían habilitado apresuradamente para él. Obviamente el ruido no llegaba hasta allí. No había nadie en las habitaciones del Duque, su cama estaba intacta. ¿Se hallaba todavía en el puesto de mando?
No había ninguna pantalla conectada con la parte delantera de la casa.
Jessica se inmovilizó en medio de la estancia, escuchando.
Resonó un grito, una voz incoherente. Alguien llamó al doctor Yueh. Jessica tomó su bata, se la echó por los hombros, deslizó sus pies en las zapatillas y se colocó el crys en su pantorrilla.
De nuevo, una voz llamó al doctor Yueh.
Jessica se ató el cinturón y salió al corredor. Entonces la sacudió un pensamiento: ¿Tal vez Leto está herido?
El corredor pareció hacerse más largo bajo sus apresurados pies. Franqueó la arcada, atravesó corriendo el comedor y recorrió el pasillo que conducía al Gran Salón, que estaba brillantemente iluminado, con todas las lámparas a suspensor encendidas al máximo.
A su derecha, cerca de la entrada frontal, vio a dos guardias de la casa sujetando a Duncan Idaho entre ellos. La cabeza del hombre basculaba hacia adelante. Un silencio, repentino, penoso, se había adueñado de la escena.
—¿Habéis visto lo que habéis hecho? —dijo acusadoramente uno de los guardias de la casa a Idaho—. Habéis despertado a Dama Jessica.
Los grandes cortinajes se agitaban tras ellos, revelando que la puerta seguía abierta. No había el menor signo del Duque ni de Yueh. Mapes se mantenía inmóvil a un lado, mirando heladamente a Idaho. Llevaba un largo vestido marrón con un dibujo serpentino en él. Sus pies estaban calzados con botas del desierto.
—Así que he despertado a Dama Jessica —murmuró Idaho. Levantó su cabeza hacia el techo y gritó—: ¡Mi espada ha bebido por primera vez la sangre de Grumman!
¡Gran Madre! ¡Está borracho!, pensó Jessica.
El rostro oscuro y redondo de Idaho estaba contorsionado por una mueca. Sus cabellos, rizados como el pelaje de un negro macho cabrio, estaban sucios de fango. Los desgarrones de su túnica mostraban la camisa que había llevado en la cena.
Jessica avanzó hacia él.
Uno de los guardias inclinó la cabeza hacia ella, sin soltar a Idaho.
—No sabemos qué hacer con él, mi Dama. Ha ocasionado un disturbio ahí fuera, negándose a entrar. Temíamos que acudieran algunos nativos y le vieran. No hubiera sido bueno para nosotros. Nos hubiera dado mala fama.
—¿Dónde ha estado? —preguntó Jessica.
—Ha escoltado a una de las jóvenes invitadas a la cena, mi Dama. Ordenes de Hawat.
—¿Qué joven invitada?
—Una de las chicas de la escolta. ¿Comprendéis, mi Dama? —miró a Mapes y bajó la voz—. Siempre se llama a Idaho para la vigilancia de esas mujeres.
Y Jessica pensó: ¡Ciertamente! Pero, ¿por qué está bebido?
Frunció el ceño y se volvió hacia Mapes.
—Mapes, tráele un estimulante. Sugiero cafeína. Quizá quede todavía un poco de café de especia.
Mapes se alzó de hombros y se dirigió hacia las cocinas. Los cordones de sus botas del desierto azotaron rítmicamente el suelo.
Idaho volvió penosamente su cabeza hacia Jessica, en un ángulo absurdo.
—He matado más de tres… trescientos hombres po… por el Duque —murmuró—. ¿Queréis sa… saber por qué est… oy aquí? No puedo vi… vivir allá ab… ajo. No puedo vi… vir abajo. ¿Qué condenado lugar es éste, uhhh?
El sonido de una puerta lateral al abrirse atrajo la atención de Jessica. Se volvió, viendo a Yueh avanzar hacia ellos, con su maletín de médico en su mano izquierda. Iba completamente vestido, y se le veía pálido y exhausto. El tatuaje diamantino destellaba en su frente.
—¡El buen doc…tor! —hipó Idaho—. ¿Cómo estáis, doc…? ¿El hombre de las gasas y de las pil… píldoras? —Se volvió trabajosamente hacia Jessica—. Me estoy portando como un id… idiota, ¿eh?
Jessica frunció el ceño y permaneció silenciosa, preguntándose: ¿Por qué tendría que emborracharse Idaho? ¿Acaso le han drogado?
—Demasiada cerveza de especia —dijo Idaho, intentando enderezarse.
Mapes volvió con una humeante taza en sus manos, y se detuvo indecisa detrás de Yueh. Miró a Jessica, que agitó la cabeza.
Yueh depositó su maletín en el suelo, hizo una inclinación a Jessica y dijo:
—Así que cerveza de especia, ¿eh?
—La condenad… amente mejor que he bebido nun… ca —dijo Idaho. Intentó cuadrarse—. ¡Mi espada ha be… bido por primera vez la sangre de Grum… man! He matado a un Harkon… Harkon… lo he matado por el Duque.
Yueh se volvió y miró la taza en las manos de Mapes.
—¿Qué es eso?
—Cafeína —dijo Jessica.
Yueh tomó la taza y se la tendió a Idaho.
—Bebe eso, muchacho.
—No quiero beb… er más.
—¡Bebe, te digo!
La cabeza de Idaho se bamboleó hacia Yueh, y dio un paso adelante, arrastrando a los guardias con él.
—Estoy hasta la coronilla de complacer al Universo Im… perial, doc… Por una vez haré lo… lo que yo quiero.
—Cuando hayas bebido esto —dijo Yueh—. Sólo es cafeína.
—¡… podrida como el resto en este lugar! Mal… dito sol… tan brillante. Nada tiene buen co… color. Todo está deformado y…
—Bueno, ahora es de noche —dijo Yueh. Hablaba en tono convincente—. Bébete esto como un buen chico. Te hará sentir mejor.
—¡No quiero sentirme mejor!
—No podemos pasarnos toda la noche discutiendo con él — dijo Jessica. Y pensó: Necesita un tratamiento de shock.
—No hay ninguna razón para que permanezcáis aquí, mi Dama —dijo Yueh—. Puedo ocuparme yo de ello.
Jessica agitó la cabeza. Dio un paso hacia adelante y abofeteó a Idaho con todas sus fuerzas.
Retrocedió, arrastrando a los guardias, y la miró ferozmente.
—Esa no es forma de comportarse en casa de tu Duque —dijo Jessica. Tomó la taza de manos de Yueh, derramando una parte de su contenido, y la tendió a Idaho—. ¡Y ahora bebe! ¡Es una orden!
Idaho se sobresaltó y se irguió, mirándola amenazadoramente. Habló con lentitud, con una pronunciación clara y precisa.
—No recibo órdenes de una maldita espía Harkonnen —dijo.
Yueh se envaró y se volvió hacia Jessica.
Ella se puso pálida, pero inclinó la cabeza. Ahora todo estaba claro para ella… las alusiones, vagas y fragmentarias, que había captado aquellos últimos días en las palabras y el comportamiento de quienes la rodeaban encajaban por fin. La invadió una cólera tan inmensa que a duras penas pudo contenerla. Tuvo que recurrir a lo más profundo de su adiestramiento Bene Gesserit para calmar su pulso y controlar su respiración. Pero aún así sintió que el fuego interior la abrasaba.
Siempre se llama a Idaho para la vigilancia de esas mujeres.
Miró a Yueh. El doctor bajó los ojos.
—¿Lo sabíais? —exigió.
—Yo… he oído rumores, mi Dama. Pero no quería añadir un nuevo peso a vuestras preocupaciones.
—¡Hawat! —gritó—. ¡Quiero que Thufir Hawat sea conducido a mi presencia inmediatamente!
—Pero, mi Dama…
Tiene que haber sido Hawat, pensó. Una tal sospecha no puede venir de nadie más que de él, o de otro modo hubiera sido descartada.
Idaho inclinó su cabeza.
—Tenía que haber soltado to… toda esa maldita historia — murmuró.
Jessica miró bruscamente por un instante la taza que tenía en su mano, y bruscamente arrojó su contenido al rostro de Idaho.
—Encerradlo en una de las habitaciones de huéspedes del ala este —ordenó—. Haced que duerma la borrachera.
Los dos guardias la miraron con aire poco alegre. Uno de ellos aventuró:
—Quizá debiéramos llevarlo a algún otro lado, mi Dama. Podríamos…
—¡Es aquí donde se supone que debe estar! —cortó Jessica—. Su trabajo está aquí —su voz rezumaba amargura—. Es muy eficiente vigilando a las mujeres.
El guardia tragó saliva.
—¿Sabe alguien dónde está el Duque? —preguntó ella.
—En el puesto de mando, mi Dama.
—¿Está Hawat con él?
—Hawat está en la ciudad, mi Dama.
—Quiero que me traigáis a Hawat inmediatamente —dijo Jessica—. Estaré en mi sala de estar cuando llegue.
—Pero, mi Dama…
—Si es necesario, llamaré al Duque —dijo ella—. Pero espero que no sea necesario. No quiero molestarle por una cosa así.
—Si, mi Dama.
Jessica depositó la taza vacía en manos de Mapes, y su mirada tropezó con los interrogadores ojos totalmente azules.
—Puedes volver a acostarte, Mapes.
—¿Estáis segura de que no me necesitáis.
Jessica sonrió agriamente.
—Estoy segura.
—Quizá todo pudiera esperar hasta mañana —dijo Yueh—. Puedo daros un sedante y…
—Volved a vuestros aposentos y dejadme arreglar esto a mi manera —dijo Jessica. Le palmeó el brazo para atemperar la aspereza de su orden—. Es la única manera.
Bruscamente, con la cabeza erguida, dio media vuelta y se dirigió con paso resuelto hacia sus habitaciones. Frías paredes… corredores… una puerta familiar… Abrió la puerta, entró, y la cerró violentamente a sus espaldas. Jessica permaneció inmóvil en medio de la estancia, mirando furiosamente las ventanas protegidas con escudos de su salón. ¡Hawat! ¿Acaso se halla a sueldo de los Harkonnen? Habrá que verlo.
Jessica se dirigió hacia el antiguo y mullido sillón recubierto de piel de schlag repujada, y lo corrió para que quedara frente a la puerta. Bruscamente fue consciente de la presencia real del crys en la funda sujeta a su pantorrilla. Lo tomó con su funda y lo sujetó a su brazo, comprobando su peso. Una vez más su mirada recorrió toda la estancia, registrando en su mente la posición exacta de cada objeto para un caso de emergencia: la silla en el rincón, los sillones de recto respaldo contra la pared, las dos mesas bajas, la cítara en su pedestal, junto a la puerta del dormitorio.
Las lámparas a suspensor irradiaban una pálida claridad rosada. Disminuyó su intensidad, se sentó en el sillón, acariciando su tapizado, apreciando por primera vez su pesada riqueza.
Ahora, que venga, se dijo. Ocurrirá lo que deba ocurrir. Y se dispuso a esperar a la Manera Bene Gesserit, acumulando paciencia y reservando sus fuerzas.
Mucho antes de lo que esperaba sonó una llamada en la puerta, y Hawat entró a su mandato.
Le miró sin moverse del sillón, percibiendo en sus movimientos la vibrante presencia de una energía debida a la droga, y la fatiga que se escondía tras ella. Los viejos ojos acuosos de Hawat brillaban. Su correosa piel parecía ligeramente amarilla bajo la luz de la estancia, y una amplia y húmeda mancha se destacaba en la manga del brazo donde ocultaba su cuchillo.
Captó olor a sangre.
Señaló con la mano uno de los sillones de respaldo recto y dijo:
—Traed este sillón y sentaos frente a mi.
Hawat se inclinó y obedeció. ¡Ese loco borracho de Idaho!, pensó. Estudió el rostro de Jessica, preguntándose cómo podría salvar la situación.
—Es ya tiempo de aclarar la atmósfera entre nosotros —dijo Jessica.
—¿Qué es lo que turba a mi Dama? —Se sentó, colocando sus manos sobre las rodillas.
—¡No juguéis conmigo! —restalló ella—. Si Yueh no os ha dicho por qué os he hecho llamar, alguno de vuestros espías en mi propia casa lo habrá hecho. ¿Podemos ser honestos el uno con el otro al menos en lo que respecta a esto?
—Como deseéis, mi Dama.
—Primero, responded a una pregunta —dijo ella—. ¿Sois ahora un agente Harkonnen?
Hawat se levantó a medias de su asiento, con su rostro oscurecido por la ira.
—¿Osáis insultarme así? —preguntó.
—Sentaos —dijo ella—. Vos también me habéis insultado.
Lentamente, Hawat volvió a sentarse en el sillón.
Y Jessica, leyendo los signos en aquel rostro que tan bien conocía, sintió un profundo alivio. No es Hawat.
—Ahora sé que aún seguís siendo fiel a mi Duque —dijo—. Ahora estoy dispuesta a perdonaros esa afrenta.
—¿Hay algo que perdonar?
Jessica frunció las cejas, pensando: ¿Debo jugar mis cartas? ¿Debo hablarle de la hija del Duque que llevo en mi seno desde hace unas semanas? No… ni siquiera Leto lo sabe. Esto no haría más que complicarle la vida, distrayéndole en un momento en que debe concentrarse para garantizar nuestra supervivencia. Todavía queda tiempo para usar esto.
—Una Decidora de Verdad resolvería esto —dijo—, pero no disponemos aquí de ninguna Decidora de Verdad cualificada por la Alta Junta.
—Como decís bien, no disponemos de ninguna Decidora de Verdad.
—¿Hay un traidor entre nosotros? —preguntó Jessica—. He estudiado a nuestra gente con el mayor cuidado. ¿Quién puede ser? No Gurney. Ciertamente, tampoco Duncan. Sus lugartenientes no están situados lo bastante estratégicamente como para tomarlos en consideración. Tampoco sois vos, Thufir. No puede ser Paul. Sé que no soy yo. ¿El doctor Yueh, entonces? ¿Tengo que llamarle y someterle a prueba?
—Sabéis que sería una acción inútil —dijo Hawat—. Está condicionado por el Alto Colegio. Estoy seguro de esto.
—Sin mencionar que su esposa era una Bene Gesserit asesinada por los Harkonnen —dijo Jessica.
—Así que era eso lo que le ocurrió —dijo Hawat.
—¿No habéis detectado el odio en su voz cuando pronuncia el nombre de los Harkonnen?
—Sabéis que no poseo el oído —dijo Hawat.
—¿Qué es lo que os ha hecho sospechar de mí? —preguntó ella.
Hawat se removió en su asiento.
—Mi Dama coloca a su servidor en una posición imposible. Mi lealtad va ante todo hacia el Duque.
—Estoy dispuesta a perdonar cosas a causa de esta lealtad — dijo ella.
—Pero vuelvo a preguntaros: ¿hay algo que perdonar?
—El rey está ahogado —preguntó ella—. ¿Tablas?
Hawat se alzó de hombros.
—Ahora discutamos otra cosa por un minuto —dijo Jessica —. Duncan Idaho, el admirable guerrero cuya habilidad como guardián y vigilante es tan estimada. Esta noche se ha excedido con algo llamado cerveza de especia. Me han llegado informes de que otros de entre nuestra gente se han dejado vencer por esa misma mixtura. ¿Es eso cierto?
—Tenéis vuestros informes, mi Dama.
—Precisamente. ¿No creéis que esos excesos son un síntoma, Thufir?
—Mi Dama habla por enigmas.
—¡Usad vuestra habilidad de Mentat en ello! —cortó bruscamente Jessica—. ¿Cuál es el problema con Duncan y los otros? Puedo decíroslo en cuatro palabras: no tienen un hogar.
Hawat señaló el suelo con un dedo.
—Arrakis, este es su hogar.
—¡Arrakis es una incógnita! Caladan era su hogar, pero les hemos desarraigado de allá. No tienen hogar. Y temen que el Duque les falle.
Hawat se envaró.
—Unas palabras como esas pronunciadas por cualquiera de mis hombres sería suficiente para…
—Oh, basta con eso, Thufir. ¿Es derrotismo o traición por parte de un doctor diagnosticar correctamente una enfermedad? Mi única intención es curar esta enfermedad.
—El Duque me ha encargado a mí de estas cosas.
—Pero vos comprendéis que yo experimente cierta preocupación acerca de los progresos de esta enfermedad —dijo ella—. Y quizá me concedáis cierta habilidad en este terreno.
¿Debo administrarle un shock? se dijo. Necesita una sacudida, algo que consiga sacarle de la rutina.
—Vuestras preocupaciones podrían ser interpretadas de muy diversos modos —dijo Hawat. Se alzó de hombros.
—¿Así que ya me habéis condenado?
—Por supuesto que no, mi Dama. Pero no puedo permitirme el correr ningún riesgo, viendo como está la situación.
—Una amenaza contra la vida de mi hijo os ha pasado inadvertida en esta misma casa —dijo ella—. ¿Quién ha corrido el riesgo?
El rostro del hombre se oscureció.
—He presentado mi dimisión al Duque.
—¿Habéis presentado también vuestra dimisión a mí… o a Paul?
Ahora el hombre estaba abiertamente furioso: su respiración agitada, las ventanas de su nariz dilatadas, su fija mirada le traicionaban. Percibió el rápido pulsar de una vena en su sien.
—Soy un hombre del Duque —dijo, mascando las palabras.
—No hay ningún traidor —dijo ella—. La traición viene de fuera. Quizá tenga alguna relación con los láser. Quizá corran el riesgo de introducir en secreto algunos láser con mecanismos de tiempo conectados a los escudos de la casa. Quizá…
—¿Y quién podría probar después de la explosión que no se habían usado atómicas? —preguntó él—. No, mi Dama. No se arriesgarán a hacer algo tan ilegal. Las radiaciones persisten. Las evidencias son difíciles de borrar. No. Ellos observarán casi todas las formas. Ha de haber un traidor.
—Vos sois un hombre del Duque —comentó burlonamente ella—. ¿Le destruiríais en vuestro esfuerzo por salvarle?
Hawat inspiró profundamente.
—Si sois inocente, os presentaré mis más abyectas excusas.
—Hablemos ahora de vos, Thufir —dijo Jessica—. Los seres humanos viven mejor cuando cada uno ocupa su lugar, cuando cada uno sabe cual es su posición en el esquema de las cosas. Destruid este lugar, y destruiréis a la persona. Vos y yo, Thufir, entre todos los que aman al Duque, somos quienes estamos más idealmente situados para destruir el lugar del otro. ¿Creéis que no me sería muy fácil susurrar mis sospechas al oído del Duque alguna de estas noches? ¿En qué momentos imagináis que será más susceptible a ese tipo de susurros, Thufir? ¿Debo ser más explícita?
—¿Me estáis amenazando? —gruñó él.
—En absoluto. Simplemente pongo en evidencia el hecho de que alguien nos está atacando a través de las posiciones básicas de nuestras vidas. Es astuto, diabólico. Os propongo neutralizar este ataque disponiendo de nuestras vidas de tal modo que no exista ninguna fisura por la cual podamos ser alcanzados.
—¿Me acusáis de susurrar sospechas sin fundamento?
—Sin fundamento, sí.
—¿E intentáis combatirlas con vuestros propios susurros?
—Es vuestra vida la que está hecha de sospechas, Thufir, no la mía.
—¿Entonces ponéis en duda mis capacidades?
Jessica suspiró.
—Thufir, quisiera que examinarais hasta qué punto vuestras propias emociones están involucradas en esto. El ser humano natural es un animal de lógica. Vuestra proyección de la lógica en todos los asuntos es innatural pero es tolerada porque es útil. Vos sois la personificación de la lógica… un Mentat. Sin embargo, las soluciones de vuestros problemas son conceptos que, en un sentido muy real, son proyectados fuera de vos mismo, y deben ser observados, estudiados, examinados desde todos los ángulos.
—¿Pretendéis enseñarme mi trabajo? —preguntó el hombre, sin intentar ocultar el desdén en su voz.
—Podéis aplicar vuestra lógica a cualquier cosa que esté fuera de vos —dijo Jessica—. Pero es una característica humana el que cuando nos enfrentamos con nuestros problemas personales, las cosas más profundamente íntimas son las que mejor resisten el examen de nuestra lógica. Tendemos a buscar las causas a nuestro alrededor, acusando a todo y a todos, salvo la cosa bien real y profundamente enraizada en nosotros que es nuestra auténtica finalidad.
—Intentáis deliberadamente hacerme dudar de mis poderes de Mentat —dijo el hombre con voz áspera—. Si descubriera a alguien entre los nuestros intentando sabotear así un arma cualquiera de nuestro arsenal, no vacilaría en absoluto en denunciarlo y destruirlo.
—Los mejores Mentat conservan un saludable respeto hacia los factores de error en sus cálculos —dijo ella.
—¡Yo nunca he dicho lo contrario!
—Entonces, estudiad esos síntomas que ambos hemos observado: la embriaguez entre nuestros hombres, las disputas… cómo intercambian vagos rumores sobre Arrakis, cómo ignoran los más simples…
—Se aburren, eso es todo —dijo él—. No intentéis distraer mi atención presentándome un simple hecho banal como algo misterioso.
Ella le miró, pensando en los hombres del duque que, en sus barracones, rumiaban sus aflicciones hasta tal punto que la tensión llegaba hasta el castillo casi como un aislante quemado. Se están volviendo como los hombres de las leyendas pre- Cofradía, pensó. Como los hombres de aquel perdido explorador estelar, Ampoliros… enfermos a fuerza de sujetar las armas… siempre buscando, siempre preparados y nunca dispuestos.
—¿Por qué nunca habéis querido usar mis habilidades en vuestro servicio al Duque? —preguntó—. ¿Temíais que fuera un rival que pusiera en peligro vuestra posición?
Hawat la miró torvamente, y sus viejos ojos llamearon.
—Conozco algo del adiestramiento que os convierte en… —se interrumpió, frunciendo el ceño.
—Continuad, decidlo —animó ella—. En brujas Bene Gesserit.
—Conozco algo del adiestramiento real que se os ha proporcionado —dijo él—. He podido ver como surgía en Paul. No me dejo engañar por lo que vuestras escuelas declaran en público, que existís tan sólo para servir.
El shock debe ser severo, y ya casi está preparado para recibirlo, pensó ella.
—Siempre me habéis escuchado respetuosamente en el Consejo —dijo—, pero muy raramente habéis tenido en cuenta mis opiniones. ¿Por qué?
—No tengo ninguna confianza en vuestras motivaciones Bene Gesserit —dijo Hawat—. Creéis que podéis leer en el interior de un hombre; tal vez penséis que podéis empujar a un hombre a hacer exactamente lo que vos…
—¡Thufir, pobre imbécil! —murmuró.
El la fulminó con la mirada, hundiéndose en su asiento.
—Sean cuales sean los rumores que os hayan llegado acerca de nuestras escuelas —dijo Jessica—, la verdad es mucho más vasta. Si yo deseara destruir al Duque… o a vos o a cualquier otra persona a mi alcance, vos nos podríais detenerme.
Y pensó: ¿Por qué permito que el orgullo me haga decir tales palabras? Esta no es la manera en que fui adiestrada. No es así como puedo ocasionarle un shock.
Hawat deslizó una mano bajo su túnica, al lugar donde ocultaba un pequeño proyector de dardos envenenados. No lleva escudo, pensó. ¿Acaso es una bravata? Podría matarla ahora… pero, ah… ¿Cuales serían las consecuencias si estoy equivocado?
Jessica vio el gesto de su mano y dijo:
—Roguemos porque la violencia nunca sea necesaria entre nosotros.
—Una loable plegaria —asintió él.
—Pero, mientras tanto, el mal se extiende entre nosotros. Os pregunto de nuevo: ¿acaso no es más razonable suponer que los Harkonnen hayan sembrado sus sospechas a fin de enfrentarnos al uno contra el otro?
—El rey vuelve a estar ahogado —dijo él.
Jessica suspiró y pensó: está casi a punto.
—El Duque y yo somos el padre y la madre tutelares de nuestro pueblo —dijo—. La posición…
—Aún no se ha casado con vos —dijo Hawat.
Jessica se obligó en mantenerse en calma, pensando: esta ha sido una buena respuesta.
—Pero no se casará con ninguna otra —dijo—. No, mientras yo viva. Y somos sus tutores, como os he dicho. Romper este orden natural, disturbarlo, desorganizarlo y confundirlo… ¿qué objetivo puede haber más atractivo para los Harkonnen?
Hawat captó hacia donde se estaba dirigiendo ella y se inclinó hacia adelante, con las cejas fruncidas.
—¿El Duque? —preguntó ella—. Un atractivo blanco, ciertamente, pero a excepción de Paul no hay nadie mejor guardado que él. ¿Yo? Seguramente lo intentan, pero saben que las Bene Gesserit constituyen un blanco difícil. Y existe otro blanco mejor, una persona en la cual sus funciones crean, necesariamente, una monstruosa ceguera. Una persona para la cual sospechar es tan natural como respirar. Que construye toda su vida en la insinuación y el misterio. —Tendió bruscamente su mano derecha hacia él—. ¡Vos!
Hawat se levantó a medias de su silla.
—¡No os he dicho que os retirarais, Thufir! —restalló ella.
El viejo Mentat casi se dejó caer hacia atrás sobre su asiento, sintiendo que de repente sus músculos le traicionaban.
Ella sonrió sin alegría.
—Ahora conocéis algo del verdadero adiestramiento que se nos da —dijo.
Hawat intentó deglutir sin conseguirlo. La intimación de Jessica había sido regia, perentoria, restallando en un tono y una manera completamente irresistibles. Su cuerpo había obedecido aún antes de que pudiera pensar en ello. Nada hubiera podido impedir su reacción de respuesta, ni la lógica, ni el más apasionado furor… nada. Y todo aquello recelaba en ella un conocimiento profundo, sensible, de la persona a la que se había enfrentado, un control tan completo que jamás lo hubiera creído posible.
—Os dije antes que ambos deberíamos comprendernos —dijo ella—. En realidad quería decir que vos deberíais comprenderme a mí. Porque yo ya os comprendo. Y ahora os digo que vuestra fidelidad al Duque es la única garantía que tenéis para mí.
El la miró, humedeciéndose los labios con la lengua.
—Si yo deseara un fantoche, el Duque se casaría inmediatamente conmigo —dijo ella—. Incluso podría hacerle pensar que lo hacía por su propia voluntad.
Hawat inclinó la cabeza, mirándola con ojos entrecerrados. Sólo el más rígido control le retenía de su deseo de llamar a la guardia. Control… y la sospecha de que aquella mujer no se lo permitiría. Se estremeció ante el recuerdo de cómo le había dominado. ¡En aquel instante de vacilación hubiera podido extraer un arma y matarle!
¿Es cierto entonces que cada ser humano es víctima de esta ceguera?, pensó. ¿Es posible que cada uno de nosotros pueda ser manipulado de esta forma sin poder resistirse? Esta idea le asombró. ¿Quién podría detener a una persona dotada de un tal poder?
—Habéis entrevisto el puño bajo el guante Bene Gesserit — dijo ella—. Muy pocos lo han entrevisto y han sobrevivido. Y lo que he hecho es algo relativamente sencillo para nosotras. No habéis visto aún todo mi arsenal. Pensad en ello.
—¿Por qué no lo usáis para destruir a los enemigos del Duque? —preguntó él.
—¿Querríais realmente que los destruyera? —respondió ella con otra pregunta—. ¿Dando así una imagen debilitada de nuestro Duque, forzándole a depender para siempre de mí?
—Pero, con tales poderes…
—Este poder es un arma de doble filo, Thufir —dijo ella—. Vos pensáis: «Qué fácil sería para ella fabricarse un instrumento humano para hundirlo en las entrañas del enemigo.» Es cierto, Thufir; incluso en vuestras propias entrañas. Sin embargo, ¿qué conseguiría con ello? Si algunas de nuestras Bene Gesserit hicieran esto, ¿no harían que todas las Bene Gesserit fueran sospechosas? Nosotras no queremos esto, Thufir. No queremos destruirnos a nosotras mismas. —Asintió con la cabeza—. Sí, realmente, sólo existimos para servir.
—No puedo responderos —dijo él—. Vos sabéis que no puedo responderos.
—No diréis a nadie lo que ha ocurrido aquí —dijo ella—. Os conozco, Thufir.
—Mi Dama… —de nuevo el anciano intentó deglutir, pero su garganta estaba seca.
Y pensó: Tiene grandes poderes, es cierto. ¿Pero esos poderes no la harían un instrumento aún más formidable para los Harkonnen?
—El Duque podría ser destruido tan rápidamente por sus amigos como por sus enemigos —dijo ella—. Espero que ahora examinaréis a fondo las razones de esas sospechas y las anularéis.
—Si se revelan sin fundamento —dijo él.
—Si —musitó ella.
—Si —repitió él.
—Sois tenaz —dijo ella.
—Prudente —observó él—, y consciente de la posibilidad de error.
—Entonces os voy a hacer otra pregunta: ¿qué significa para vos el encontraros ante otro ser humano, y saberos atado y sin posibilidades de defensa, mientras el otro tiene un cuchillo apuntando a vuestra garganta… y este, en vez de mataros, os libera de vuestras ligaduras y os ofrece el cuchillo para que lo uséis contra él?
Jessica se levantó del sillón y se volvió de espaldas a él.
—Podéis iros, Thufir.
El viejo Mentat se alzó, vaciló, sus manos se movieron hacia el arma mortal escondida bajo su túnica. Recordó la arena y el padre del Duque (que había sido un hombre valeroso pese a sus otros defectos), y el día de la corrida hacía tanto tiempo: la feroz bestia negra inmóvil, con la cabeza baja, desconcertada. El viejo Duque había dado la espalda a los cuernos, con la capa llameantemente doblada en su brazo, mientras las aclamaciones resonaban en las tribunas.
Yo soy el toro y ella el matador, se dijo Hawat. Apartó su mano del arma, mirando el sudor que brillaba en su palma.
Y supo entonces que, ocurriera lo que ocurriese, nunca olvidaría aquel instante, y que la suprema admiración que experimentaba por Dama Jessica nunca disminuiría.
Silenciosamente, se volvió y salió de la estancia.
Jessica le observó a través del reflejo de la ventana, y se volvió hacia la puerta cerrada.
—Ahora veamos cual es la acción más adecuada —susurró.
¿Luchar contra los sueños? ¿Batirse contra las sombras? ¿Caminar en las tinieblas de un sueño? El tiempo ya ha pasado.
La vida os ha sido robada. Perdida entre fruslerías, Víctima de vuestra locura.
Leto, en un salón de su casa, estudiaba una nota a la luz de una única lámpara a suspensor. Faltaban aún algunas horas para el alba, y se sentía muy cansado. Un mensajero Fremen había entregado la nota a uno de los guardias del exterior poco antes de que el Duque regresara del puesto de mando.
La nota decía: «Una columna de humo por el día, un pilar de fuego por la noche.»
No llevaba firma.
¿Qué es lo que quiere decir?, se preguntó.
El mensajero se había ido inmediatamente, sin esperar ninguna respuesta y antes de que pudiera ser interrogado. Había desaparecido en la noche como una sombra de humo.
Leto guardó el papel en un bolsillo de su túnica, pensando en mostrárselo más tarde a Hawat. Echó hacia atrás un mechón de cabellos de su frente, y suspiró. El efecto de las píldoras anti fatiga comenzaba a disiparse. Habían pasado dos días desde el banquete, y muchos más desde que había dormido por última vez.
Además de los problemas militares, había aquella penosa discusión con Hawat, el informe de su entrevista con Jessica.
¿Debo despertar a Jessica?, pensó. No hay ninguna razón para jugar a los secretos con ella. ¿O sí?
¡Ese maldito y condenado Duncan Idaho!
Agitó la cabeza. No, Duncan no. Soy yo quien se equivocó no confiándome a Jessica desde el primer momento. Debo hacerlo ahora, antes de que surjan nuevos daños.
Esta decisión le hizo sentirse mejor, y se apresuró desde el salón a través del Gran Vestíbulo y a lo largo de los corredores hacia el ala ocupada por su familia.
Se detuvo donde el corredor se bifurcaba hacia el área de servicio. Un extraño gemido le llegó desde algún lugar del corredor de servicio. Leto apoyó su mano izquierda en el conmutador del cinturón escudo, sujetando su kindjal en su mano derecha. El cuchillo le dio una sensación de seguridad. Aquel extraño sonido le había hecho estremecer.
Silenciosamente, el Duque avanzó hacia el corredor de servicio, maldiciendo la inadecuada iluminación. Pequeñas lámparas a suspensor habían sido espaciadas de ocho en ocho metros y su intensidad regulada al mínimo. Las oscuras paredes absorbían la luz.
En la penumbra, ante él, distinguió una forma confusa sobre el pavimento.
Leto vaciló, a punto de activar su escudo, pero se contuvo porque esto hubiera limitado sus movimientos y ahogado los sonidos… y porque la captura del cargamento de lásers le había llenado de dudas.
Silenciosamente, avanzó hacia el bulto gris, y advirtió que se trataba de una figura humana, un hombre tendido de bruces en el suelo. Leto lo giró empujándolo con el pie, con el cuchillo a punto, y se inclinó para distinguir su rostro a la escasa luz. Era el contrabandista, Tuek, con una húmeda mancha en el pecho. Sus ojos sin vida reflejaban una vacía oscuridad. Leto tocó la mancha… aún estaba caliente.
¿Cómo es posible que este hombre haya muerto aquí?, se preguntó Leto. ¿Quién le ha matado?
El extraño gemido era más fuerte allí. Venía del corredor lateral que conducía a la habitación central donde había sido instalado el generador principal del escudo de la casa.
Con la mano en el conmutador del cinturón, el kindjal empuñado, el Duque contorneó el cuerpo, avanzó por el corredor y escrutó al otro lado de la esquina, en dirección a la habitación del generador del escudo.
Otra forma confusa yacía en el suelo unos pasos más adelante, y aquella era la fuente del sonido. La forma se arrastraba hacia él con una dolorosa lentitud, jadeando y gimiendo.
Leto reprimió un súbito terror, saltó al corredor y se inclinó junto a la reptante figura. Era Mapes, el ama de llaves Fremen, con los cabellos caídos sobre su rostro y sus ropas en desorden. Una mancha oscura y brillante goteaba de su espalda hasta su costado. Leto tocó su hombro y la mujer intentó erguirse, apoyándose en sus codos, levantando su cabeza, con sus ojos llenos de vacías sombras.
—V… vos —gimió—. Matad a… guardia… enviado… buscar… Tuek… huir… mi Dama… vos… vos… aquí… no… —se derrumbó, y su cabeza resonó contra las piedras.
Leto apoyó los dedos en sus sienes. Ningún latido. Miró la mancha: había sido apuñalada por la espalda. ¿Por quién? Su mente era un torbellino. ¿Había querido decir que alguien había matado a la guardia? Y Tuek… ¿había sido Jessica quien la había llamado? ¿Por qué?
Fue a levantarse. Un sexto sentido le advirtió. Llevó una mano al conmutador del escudo… demasiado tarde. Un violento golpe hizo caer su brazo hacia el costado. Sintió el dolor, vio la aguja que surgía en su manga, notó la parálisis difundiéndose a lo largo de su brazo. Hizo un agonizante esfuerzo por levantar la cabeza y mirar hacia el otro extremo del corredor.
Yueh estaba de pie en el vano de la abierta puerta de la habitación del generador. Su rostro era amarillo bajo la luz de la única lámpara a suspensor que flotaba encima de la puerta. La habitación a sus espaldas estaba silenciosa… no se oía el sonido del generador.
¡Yueh!, pensó Leto. ¡Ha saboteado los generadores de la casa! ¡Estamos al descubierto!
Yueh avanzó hacia él, guardando en su bolsillo una pistola de agujas.
Leto descubrió que aún era capaz de hablar y jadeó:
—¡Yueh! ¿Cómo es posible? —entonces la parálisis alcanzó sus piernas y se derrumbó al suelo, con la espalda apoyada contra la pared.
El rostro de Yueh estaba lleno de tristeza cuando se inclinó sobre él y tocó la frente de Leto. El Duque descubrió que aún podía sentir el contacto pero que este era remoto… apagado.
—La droga de esta aguja es selectiva —dijo Yueh—. Podéis hablar, pero os aconsejo que no lo hagáis. —Lanzó una ojeada a lo largo del corredor y luego volvió a inclinarse sobre Leto, arrancó la aguja y la arrojó lejos. El sonido de la aguja sobre el pavimento le pareció a los oídos del Duque lejano, sofocado.
No puede ser Yueh, pensó Leto. Está condicionado.
—¿Cómo es posible? —susurró.
—Lo siento, mi querido Duque, pero hay cosas mucho más fuertes que esto —tocó el tatuaje diamantino de su frente—. Yo mismo lo encuentro muy extraño, una manifestación de mi consciencia pirética, pero quiero matar a un hombre. Sí, lo quiero realmente. Y nada podrá detenerme. —Miró al Duque—. Oh, no a vos, mi querido Duque. El barón Harkonnen. Es el Barón a quien quiero matar.
—Bar… ón Har…
—Calmaos, por favor, mi pobre Duque. No os queda mucho tiempo. Ese diente que os implanté tras vuestra caída en Narcal… debo sustituirlo. Dentro de un momento os adormeceré y os reemplazaré ese diente. —Abrió la mano, contemplando algo que tenía en ella—. Un duplicado exacto, con una exquisita imitación del nervio en el centro. Escapará a todos los detectores habituales, e incluso a un examen profundo. Pero si apretáis violentamente vuestra mandíbula, la capa externa se rompe. Entonces, si expeléis muy fuerte el aliento, difundiréis a vuestro alrededor un gas letal… absolutamente letal.
Leto miró a Yueh y captó la locura en los ojos del hombre, la transpiración goteando a lo largo de su frente hasta su mentón.
—Estáis condenado de todos modos, mi pobre Duque —dijo Yueh—. Pero, antes de morir, debéis acercaros al Barón. El creerá que estáis embrutecido por las drogas y que es imposible cualquier ataque por vuestra parte. Y vos estaréis, efectivamente, drogado e inmovilizado. Pero un ataque puede asumir las formas más extrañas. Y vos recordaréis el diente.
El viejo doctor se inclinó más y más hacia su rostro, y su caído bigote dominó el ofuscado campo de visión de Leto.
—El diente —murmuró Yueh.
—¿Por qué? —jadeó Leto.
Yueh apoyó una rodilla en el suelo, al lado del Duque.
—He concluido un pacto de shaitán con el Barón. Y debo asegurarme de que ha cumplido su parte. Cuando le vea, lo sabré. Cuando mire al Barón, entonces sabré. Pero no puedo presentarme a él sin haber pagado el precio. Vos sois el precio, mi pobre Duque. Y cuando le vea lo sabré. Mi pobre Wanna me ha enseñado muchas cosas, y una de ellas es la certeza de la verdad cuando la tensión es grande. No siempre puedo hacerlo, pero cuando vea al Barón… entonces sabré.
Leto intentó ver el diente en la palma de la mano de Yueh. Todo aquello era una pesadilla… no podía ser real.
—Yo no conseguiré acercarme al Barón, de otro modo lo hubiera hecho yo mismo. No, él permanecerá a prudente distancia. Pero vos… ¡ah, vos, mi adorada arma! Querrá veros muy de cerca… para reírse de vos, para gozar un poco con vos.
Leto estaba casi hipnotizado por un músculo en el lado izquierdo de la mandíbula de Yueh. El músculo se contraía cada vez que el hombre hablaba.
El doctor se acercó aún más.
—Y vos, mi buen Duque, mi precioso Duque, debéis recordar este diente —se lo mostró, sujetándolo entre el índice y el pulgar—. Será todo lo que quedará de vos.
La boca de Leto se movió sin que ningún sonido surgiera de ella.
—Rehúso —dijo al fin.
—¡Oh, no! No podéis rehusar. Porque, a cambio de este pequeño servicio, voy a hacer algo por vos. Voy a salvar a vuestro hijo y a vuestra mujer. Nadie más que yo puede hacerlo. Serán conducidos a un lugar donde ningún Harkonnen podrá alcanzarles.
—¿Cómo… pueden… ser… salvados? —susurró Leto.
—Haciendo creer que han muerto, y llevándoles secretamente con gente que sacan un cuchillo al solo nombre de los Harkonnen, que odian a los Harkonnen hasta el punto que quemarían las sillas donde se ha sentado un Harkonnen o esparcirían la sal por donde ha caminado un Harkonnen. —Tocó la mandíbula de Leto—. ¿Sentís algo en vuestra mandíbula?
El Duque descubrió que no podía contestar. Sintió una lejana sensación de tirón, y vio a Yueh sujetando en su mano el anillo ducal.
—Para Paul —dijo Yueh—. Ahora entraréis en la inconsciencia. Adiós, mi pobre Duque. Cuando nos encontremos la próxima vez no tendremos tiempo para charlar.
Un frío glacial remontó de la mandíbula de Leto hacia sus mejillas. Las sombras del corredor parecieron concentrarse en un punto, con los labios púrpura de Yueh destacando en su centro.
—¡Recordad el diente! —susurró Yueh—. ¡El diente!.
Debería existir una ciencia del descontento. La gente necesita tiempos difíciles y de opresión para desarrollar sus músculos físicos.
Jessica se despertó en la oscuridad, con una vaga premonición en el silencio que la rodeaba. No comprendía por qué su mente y su cuerpo estaban tan entumecidos. Su piel se estremeció ante el miedo que corría a lo largo de sus nervios. Pensó que tenía que sentarse y encender la luz, pero algo frenaba esta decisión. En su boca había un sabor… extraño.
¡Dump-dump-dump-dump!
Había un sonido apagado, procedente de algún lugar en la oscuridad.
Hubo un momento de espera que pareció eterno, con roces y movimientos.
Comenzó a percibir su cuerpo, la presión de unas ligaduras contra sus tobillos y sus muñecas, una mordaza en su boca. Estaba tendida sobre un costado, con las manos a su espalda. Probó las ligaduras, dándose cuenta de que eran fibras de krimskell, que se apretarían cada vez más a medida que intentara tirar de ellas.
Y entonces recordó.
Había habido un movimiento en la oscuridad de su dormitorio, algo húmedo y acre se había aplastado contra su rostro, oprimiéndole la boca, y había intentado apartarlo con las manos. Había jadeado, sintiendo el narcótico a la primera inspiración. Había perdido la consciencia, hundiéndose en un negro abismo de terror.
Ha ocurrido, pensó. Cuán simple ha sido vencer a una Bene Gesserit. Ha bastado la traición. Hawat tenía razón.
Se esforzó en no tirar de sus ligaduras.
Este no es mi dormitorio, pensó. Me han llevado a algún otro lugar.
Lentamente, recobró la calma.
Tomó consciencia del olor de su propio sudor, mezclado con la emanación química del miedo.
¿Dónde está Paul?, se preguntó. Mi hijo… ¿qué le han hecho?
Cálmate.
Se esforzó en calmarse, usando las antiguas enseñanzas.
¿Leto? ¿Dónde estás, Leto?
Observó una disminución en la oscuridad. Primero hubo sombras. Las dimensiones se separaron, aparecieron otras tantas agujas de percepción. Blanco. Una línea bajo la puerta.
Estoy en el suelo.
Gente andando. Sintió sus vibraciones en el suelo.
Jessica apartó de sí el recuerdo del terror. Debo permanecer tranquila, alerta y preparada. Podría presentarse una única oportunidad. Se obligó nuevamente a mantener su calma.
Los latidos de su corazón se hicieron más lentos y regulares, marcando tiempo. Contó hacia atrás. He permanecido inconsciente cerca de una hora. Cerró sus ojos, concentró su atención en los pasos que se acercaban.
Cuatro personas.
Analizó las diferencias de sus pasos.
Debo fingir que sigo inconsciente. Se relajó en el frío suelo, probando las reacciones de su cuerpo. Oyó abrirse una puerta. A través de sus párpados cerrados percibió un aumento en la intensidad luminosa.
Pasos acercándose: alguien inclinándose junto a ella.
—Estáis despierta —dijo una voz de bajo—. No finjáis.
Abrió los ojos.
El Barón Vladimir Harkonnen se erguía junto a ella. A su alrededor, reconoció la habitación del sótano donde había dormido Paul, vio la cama a un lado… vacía. Unos guardias penetraron con lámparas a suspensor y las distribuyeron junto a la abierta puerta. En el corredor, más allá, había una luz tan intensa que le hizo daño a los ojos.
Miró al Barón. Llevaba una capa amarilla deformada por los suspensores portátiles. Sus gruesas mejillas de querubín estaban coronadas por dos ojos negros parecidos a los de una araña.
¿Cómo es posible?, pensó. Tendrían que conocer mi peso exacto, mi metabolismo, mi… ¡Yueh!
—Es una lástima que debáis permanecer inmovilizada —dijo el Barón—. Hubiéramos sostenido una interesante conversación.
Yueh es el único que puede haberlo hecho, pensó. ¿Pero cómo?
El Barón echó una ojeada a su espalda, hacia la puerta.
—Entra, Piter.
Jessica no había visto nunca al hombre que entró en aquel momento y se situó junto al Barón, pero su rostro le era conocido… y su nombre: Piter de Vries, el Mentat-Asesino. Lo estudió: facciones de halcón, ojos azul oscuro que sugerían que era nativo de Arrakis, pero las sutiles diferencias en sus gestos y en sus movimientos lo desmentían. Y carne estaba demasiado llena de agua. Era alto, delgado, y vagamente afeminado.
—Es un pecado que no pueda conversar con vos, mi querida Dama Jessica —dijo el Barón—. De todos modos, estamos al corriente de vuestras habilidades. —Miró al Mentat—. ¿No es así, Piter?
—Exactamente como lo decís, Barón —dijo el hombre.
Su voz era de tenor. Jessica sintió un toque de helor en su espina dorsal. Nunca antes había oído una voz tan fría. Para una Bene Gesserit aquella voz gritaba: ¡Asesino!
—Tengo una sorpresa para Piter —dijo el Barón—. Cree que ha venido aquí a recoger su recompensa… vos, Dama Jessica. Pero quiero demostrarle una cosa: que en realidad no os desea.
—¿Estáis jugando conmigo, Barón? —preguntó Piter, y sonrió.
Viendo aquella sonrisa, Jessica se preguntó cómo el Barón no había saltado en guardia para defenderse contra Piter. Luego rectificó. El Barón no podía leer aquella sonrisa. No poseía el Adiestramiento.
—Bajo muchos aspectos, Piter es un ingenuo —dijo el Barón —. No quiere admitirse así mismo la mortal criatura que sois vos, Dama Jessica. Me gustaría mostrárselo, pero sería correr un riesgo estúpido. —El Barón sonrió a Piter, cuyo rostro se había convertido en una máscara de espera—. Sé lo que Piter quiere realmente. Piter quiere el poder.
—Me prometísteis que la tendría a ella —dijo Piter. La voz de tenor había perdido parte de su fría reserva.
Jessica captó las señales premonitorias en la voz del hombre y sintió un profundo estremecimiento. ¿Cómo ha podido el Barón convertir a un Mentat en ese animal despiadado?
—Te ofrezco una elección, Piter —dijo el Barón.
—¿Qué elección?
El Barón chasqueó sus gruesos dedos.
—Esa mujer y el exilio fuera del Imperio, o el ducado de los Atreides en Arrakis para gobernarlo en mi nombre del modo que creas oportuno.
Jessica observó cómo los ojos de araña del Barón estudiaban a Piter.
—Aquí podrás ser Duque sin necesidad de poseer el título — dijo el Barón.
¿Entonces mi Leto está muerto? se preguntó Jessica. En alguna parte de su mente, muy profundo, se alzó un silencioso lamento.
El Barón tenía toda su atención concentrada en el Mentat.
—Compréndete a ti mismo, Piter. La quieres porque era la mujer de un Duque, el símbolo de su poder… hermosa, útil, exquisitamente adiestrada para su papel. ¡Pero todo un ducado, Piter! Esto es mucho mejor que un símbolo; es una realidad. Con él podrás tener todas las mujeres que quieras… y más aún.
—¿No estáis jugando con Piter?
El Barón se volvió con aquella ligereza de bailarín que le daban los suspensores.
—¿Jugar? ¿Yo? Recuerda… he renunciado al chico. Has oído lo que ha dicho el traidor acerca de su adiestramiento. Ambos son parecidos, madre e hijo… mortalmente peligrosos. —El Barón sonrió—. Ahora debo irme. Te enviaré al guardia que he reservado para este momento. Es completamente sordo. Sus órdenes son acompañarte durante el primer tramo de tu viaje hacia el exilio. Matará a esa mujer si se da cuenta de que te está controlando. No te permitirá quitarle la mordaza hasta que estéis muy lejos de Arrakis. Si eliges no irte… entonces tiene otras órdenes.
—No os vayáis —dijo Piter—. Ya he elegido.
—¡Ajá! —cloqueó el Barón—. Una decisión tan rápida sólo puede significar una cosa.
—Tomaré el ducado —dijo Piter.
Y Jessica pensó: ¿No se da cuenta Piter de que el Barón le está mintiendo? Pero… ¿cómo puede darse cuenta? Es tan sólo un Mentat degenerado.
El Barón fijó su mirada en Jessica.
—¿No es maravilloso que conozca tan bien a Piter? Había apostado con mi Maestro de Armas a que ésta sería la elección de Piter. ¡Ah! Bien, ahora debo irme. Esto es mucho mejor. Sí, mucho mejor. ¿Comprendéis, Dama Jessica? No os guardo ningún rencor. Es una necesidad. Es mucho mejor así. Sí. Y yo no he ordenado realmente que seáis destruida. Cuando alguien me pregunte qué es lo que os ha ocurrido, podré alzarme de hombros con toda sinceridad.
—¿Así que me dejáis a mí esta tarea? —preguntó Piter.
—La guardia que os enviaré cumplirá tus órdenes —dijo el Barón—. Sea lo que sea lo que decidas, la elección es tuya. — Miró a Piter—. Sí. Yo no mancharé mis manos de sangre. Será tu decisión. Sí. No quiero saber nada de ello. Esperarás a que me haya ido para hacer lo que hayas decidido. Si. Bien… ah, sí. Sí. Bien.
Teme las preguntas de una Decidora de Verdad, pensó Jessica. ¿Quién? ¡Oh, la Reverenda Madre Gaius Helen, por supuesto! Si él sabe que deberá responder a sus preguntas, entonces incluso el Emperador está mezclado en todo esto. Oh, mi pobre Leto.
Con una última mirada a Jessica, el Barón se volvió y salió por la puerta. Siguiendo su marcha con los ojos, ella pensó: Es tal como me previno la Reverenda Madre… un adversario demasiado poderoso.
Dos soldados Harkonnen entraron. Otro, cuyo rostro era una máscara de cicatrices, se inmovilizó en el umbral, empuñando una pistola láser.
El sordo, pensó Jessica, estudiando las cicatrices de aquel rostro. El Barón sabe que contra cualquier otro hombre yo podría utilizar la Voz.
Caracortada miró a Piter.
—Tenemos al muchacho en una litera ahí fuera. ¿Cuáles son vuestras órdenes?
Piter se dirigió a Jessica:
—Había pensado ataros a mí con una amenaza sobre vuestro hijo, pero empiezo a ver que no hubiera funcionado. He consentido que las emociones ofusquen la razón. Mala política para un Mentat. —Miró primero a los dos soldados, volviéndose luego hacia el sordo para que pudiera leer en sus labios—: llevadlos al desierto, tal como sugirió el traidor para el muchacho. Su plan es bueno. Los gusanos destruirán toda evidencia. Sus cuerpos nunca serán hallados.
—¿No deseáis liquidarlos vos mismo? —preguntó Caracortada.
Lee los labios, se dijo Jessica.
—Sigo el ejemplo de mi Barón —dijo Piter—. Llevadlos allá donde dijo el traidor.
Jessica captó el severo control Mentat en la voz de Piter. El también teme a la Decidora de Verdad.
Piter se encogió de hombros, se volvió y salió. Se detuvo en la puerta, y Jessica pensó que iba a volverse para mirarla una última vez, pero se fue sin hacerlo.
—No me gustaría hallarme cara a cara con esa Decidora de Verdad después del trabajo de esta noche —dijo Caracortada.
—No tienes ninguna posibilidad de encontrarte con esa vieja bruja —dijo uno de los otros soldados. Avanzó hacia Jessica, haciendo girar su cabeza—. No haremos nuestro trabajo quedándonos charlando aquí. Cógela por los pies y…
—¿Por qué no la matamos aquí? —preguntó Caracortada.
—Demasiado sucio —dijo el primero—. A menos que quieras estrangularla. Yo prefiero las cosas limpias. Los dejaremos en el desierto, como ha dicho el traidor, los golpearemos una o dos veces, y dejaremos la evidencia para los gusanos. Así, luego no tendremos que limpiar nada.
—Ya… sí, creo que tienes razón —dijo Caracortada.
Jessica escuchaba, observando, registrando. Pero la mordaza le impedía usar la Voz, y además había que tener en cuenta al sordo.
Caracortada enfundó su láser y la cogió por los pies. La levantaron como un saco de cereales, maniobrando a través de la puerta, y la dejaron caer en una litera a suspensor donde había otra figura atada. Al girarla para evitar que cayese, pudo ver el rostro de su compañero… ¡Paul! Estaba atado, pero no amordazado. Su rostro estaba a no más de diez centímetros del suyo, con los ojos cerrados y respirando regularmente.
¿Está drogado?, se preguntó.
Los soldados levantaron la litera, y los ojos de Paul se abrieron por una fracción de segundo… dos líneas oscuras que la miraron.
¡No debe utilizar la Voz!, rogó ella. ¡El soldado sordo!
Los ojos de Paul se cerraron.
Había utilizado la respiración controlada para calmar su mente, sin dejar de escuchar a sus captores. El sordo constituía un problema, pero Paul contenía su desesperación. El régimen de apaciguamiento mental Bene Gesserit que su madre le había enseñado le mantenía perfectamente despierto y calmado, dispuesto para aprovechar la menor oportunidad.
Paul entreabrió de nuevo rápidamente sus párpados para inspeccionar el rostro de su madre. No parecía herida. Pero estaba amordazada.
Se preguntó quién la habría capturado. En cuanto a él, la cosa estaba perfectamente clara… se había ido a la cama después de tomar una pastilla prescrita por Yueh, para despertarse atado en aquella litera. ¿Quizá había ocurrido algo parecido con su madre? La lógica le decía que el traidor era Yueh, pero aún no podía pronunciarse definitivamente sobre aquel punto. No podía comprenderlo… un doctor Suk, un traidor.
La litera se inclinó ligeramente mientras los soldados Harkonnen maniobraban para franquear una puerta que conducía a la noche estrellada. Una boya suspensora raspó contra el quicio. Después estuvieron sobre la arena, que chirrió bajo sus pasos. El ala de un tóptero apareció ante ellos, bloqueando las estrellas. La litera fue depositada en el suelo.
Los ojos de Paul se adaptaron a la débil claridad. Reconoció al soldado como al hombre que abría la puerta del tóptero y se inclinaba hacia la débil iluminación verdosa del tablero de sus instrumentos.
—¿Es este el tóptero que se supone debemos utilizar? — preguntó, volviéndose para observar los labios de sus compañeros.
—El traidor ha dicho que era uno de los que estaban preparados para el desierto —dijo Otro.
Caracortada asintió.
—Pero es uno de los utilizados para distancias cortas. No hay espacio más que para dos ahí dentro.
—Dos son suficientes —dijo el que llevaba la litera, acercándose al sordo y poniéndose frente a él para que pudiera leer sus labios—. Nosotros podemos encargarnos de ellos a partir de ahora, Kinet.
—El Barón me dijo que me asegurara de lo que les ocurría a esos dos —dijo Caracortada.
—Ella es una bruja Bene Gesserit —dijo el sordo—. Tiene poderes.
—Ahhh… —el hombre hizo una seña a su compañero, señalándose la oreja—. Una de esas, ¿eh? Ya veo lo que quieres decir.
El otro soldado, tras él, gruñó.
—Muy pronto servirá de comida a los gusanos. No creo que una bruja Bene Gesserit tenga poderes sobre uno de esos gordos gusanos, ¿eh, Czigo? —dio un codazo a su compañero.
—Ajá —dijo éste. Volvió a la litera y cogió a Jessica por los hombros—. Adelante, Kinet. Puedes venir si lo que deseas es ver cómo termina esto.
—Muy gentil por tu parte el invitarme, Czigo —dijo Caracortada.
Jessica se sintió levantar, la sombra del ala giró a un lado, dejando ver las estrellas. Fue izada a la parte trasera del tóptero, sus ligaduras de krimskell fueron examinadas, y luego fijaron su cinturón. Paul fue colocado a su lado, asegurado cuidadosamente, y entonces observó que sus ligaduras eran de cuerda normal.
Caracortada, el sordo que había sido llamado Kinet, ocupó su lugar delante. El que había conducido la litera, que había sido llamado Czigo, dio la vuelta al aparato y ocupó el otro asiento delantero.
Kinet cerró la portezuela y se inclinó sobre los controles. El tóptero levantó el vuelo con las alas replegadas, dirigiéndose al sur por encima de la Muralla Escudo. Czigo palmeó el hombro de su compañero y le dijo:
—¿Por qué no te vuelves y echas una mirada a esos dos?
—¿Sabes hacia dónde tenemos que ir? —Kinet no dejó de mirar los labios de Czigo.
—He oído decírselo al traidor, como tú.
Kinet hizo girar su asiento. Jessica vio las luces de las estrellas reflejarse en el láser que empuñaba. Sus ojos iban acostumbrándose a la pálida luminosidad del interior del ornitóptero, pero el rostro lleno de cicatrices del guardia permanecía en las sombras. Jessica comprobó el cinturón de su asiento, y descubrió que estaba flojo. Notó que estaba deshilachado a la altura de su brazo izquierdo, y se dio cuenta de que había sido casi seccionado allí, y que cedería al primer movimiento brusco.
¿Alguien ha venido antes a este tóptero y lo ha preparado para nosotros?, se preguntó. ¿Quién? Lentamente, apartó sus atados pies de los de Paul.
—Es realmente una lástima desperdiciar a una mujer tan hermosa como ésta —dijo Caracortada—. ¿Nunca has poseído a una de la nobleza? —Se volvió a mirar al piloto.
—Las Bene Gesserit no son siempre nobles —dijo el piloto.
—Pero todas tienen ese aspecto.
Puede verme bien, pensó Jessica. Levantó las atadas piernas y las apoyó en la silla, encogiéndolas y mirando a Caracortada.
—Realmente hermosa, sí, señor —dijo Kinet. Se humedeció los labios con la lengua—. Es realmente una lástima. —Miró a Czigo.
—¿Piensas lo que yo pienso que estás pensando? —preguntó el piloto.
—¿Quién lo sabrá nunca? —preguntó el guardia—. Luego… —se alzó de hombros—. Nunca he poseído a ninguna noble. Quizá nunca más en mi vida tenga una oportunidad como ésta.
—Si te atreves a poner una mano sobre mi madre… —gruñó Paul. Miró furiosamente a Caracortada.
—¡Hey! —el piloto se echó a reír—. El cachorro ladra. Pero de todos modos no puede morder.
Y Jessica pensó: Paul da un tono demasiado agudo a su voz. Pero de todos modos podría funcionar.
Siguieron volando en silencio.
Esos pobres idiotas, pensó Jessica, estudiando a sus guardias y evocando las palabras del Barón. Serán asesinados apenas terminen de informar del éxito de su misión. El Barón no quiere testigos.
El tóptero sobrevoló las crestas de la Muralla Escudo, y Jessica distinguió debajo de ellos una extensión de arena dibujada por las sombras de la luna.
—Debemos estar ya bastante lejos —dijo el piloto—. El traidor dijo que los depositáramos en la arena en cualquier lugar cerca de la Muralla Escudo. —inclinó el aparato en su largo descenso hacia las dunas, y después lo detuvo en su vertical.
Jessica vio que Paul iniciaba sus ejercicios respiratorios para recuperar el dominio de sí mismo. Cerró sus ojos, los volvió a abrir. Jessica le miró, impotente para ayudarle. Todavía no tiene el pleno dominio de la Voz, pensó. Si fracasa…
El tóptero tocó la arena con una blanda vibración, y Jessica, mirando hacia el norte, hacia la Muralla Escudo, vio una sombra alada que se posaba más allá, fuera de su vista.
¡Alguien nos sigue!, pensó. ¿Quién? Y luego: Los que ha enviado el Barón para vigilar a estos dos. Y a su vez habrá otros para vigilar a los que vigilan.
Czigo paró los rotores de las alas. El silencio flotó sobre ellos. Jessica volvió la cabeza. En el exterior, más allá de Caracortada, la débil luz de la luna bañada una cresta rocosa color de hielo clavada en las arenosas dunas.
Paul carraspeó.
—¿Y ahora, Kinet? —preguntó el piloto.
—No sé, Czigo.
—¡Ahhh, mira! —dijo Czigo, volviéndose. Avanzó su mano hacia la falda de Jessica.
—Suéltale la mordaza —ordenó Paul.
Jessica sintió las palabras rodar por el aire. El tono, el excelente timbre… imperativo, cortante. Un poco menos agudo hubiera sido aún mejor, pero de todos modos había alcanzado el espectro auditivo del hombre.
Czigo dirigió su mano hacia la banda alrededor de la boca de Jessica y comenzó a soltarla.
—¡Deja esto! —ordenó Kinet.
—¡Oh, cierra el pico! —dijo Czigo—. Tiene las manos atadas.
—Deshizo el nudo, y la banda cayó al suelo. Sus ojos relucían mientras examinaba a Jessica.
Kinet puso una mano en el brazo del piloto.
—Mira, Czigo, no necesitamos…
Jessica volvió la cabeza y escupió la mordaza. Habló en voz muy baja, en un tono íntimo.
—¡Caballeros! No necesitan pelear por mí —se movió al mismo tiempo, contoneándose sensualmente en beneficio de Kinet.
Vio que la tensión entre ambos aumentaba, y supo que en aquel instante estaban convencidos de la necesidad de pelear para obtenerla. Su desacuerdo no necesitaba otras razones. En sus mentes ya peleaban por obtenerla.
Levantó su cabeza a la luz de los instrumentos para estar segura de que Kinet podría leer sus labios.
—No deben estar en desacuerdo —se apartaron el uno del otro, mirándose suspicazmente—. ¿Vale la pena pelearse por una mujer?
Por el sólo hecho de hablar, de estar allí, era ya la causa viviente de su pelea.
Paul apretó los labios, obligándose a permanecer en silencio. Había utilizado su única oportunidad de servirse de la Voz. Ahora… todo dependía de su madre, cuya experiencia era mucho mayor que la suya.
—Sí —dijo Caracortada—. No hay necesidad de pelear por… Su mano salió disparada al cuello del piloto. El golpe fue detenido por un chasquido metálico que interceptó el brazo y prosiguió su movimiento hasta golpear violentamente el pecho de Kinet.
Caracortada gruñó sofocadamente y se derrumbó contra la portezuela.
—¿Me creías tan estúpido como para no conocer este truco? —dijo Czigo. Levantó la mano, y la hoja de un puñal destelló reflejada por la luna.
—Ahora el cachorro —dijo, y se volvió hacia Paul.
—No es necesario —murmuró Jessica.
Czigo vaciló.
—¿No preferirías verme cooperar? —preguntó Jessica—. Dale una oportunidad al muchacho. —Sus labios se curvaron en una sonrisa—. No tendrá muchas ahí afuera, en la arena. Dale sólo esto y… —sonrió de nuevo—. Descubrirás algo que valdrá la pena.
Czigo miró a izquierda, a derecha, luego volvió su atención a Jessica.
—He oído lo que puede ocurrirle a un hombre en el desierto —dijo—. El chico tal vez prefiera el puñal.
—¿Acaso es demasiado lo que pido? —imploró Jessica.
—¿Estás intentando engañarme? —murmuró Czigo.
—No quiero ver morir a mi hijo —dijo Jessica—. ¿Es eso un engaño?
Czigo se levantó y soltó el seguro de la portezuela. Luego aferró a Paul, lo arrastró hasta su asiento, lo empujó a medias por el hueco de la portezuela y le apuntó con el cuchillo.
—¿Qué harás, cachorro, si corto tus cuerdas?
—Se alejará inmediatamente hacia aquellas rocas —dijo Jessica.
—¿Lo harás, cachorro? —preguntó Czigo.
La voz de Paul era convenientemente hosca.
—Sí.
El cuchillo descendió y cortó las ligaduras de sus piernas. Paul sintió la mano en su espalda que le empujaba afuera hacia la arena, fingió perder el equilibrio y se agarró al montante para recuperarlo, se volvió como para sostenerse, y lanzó su pie derecho bruscamente hacia adelante.
La puntera estaba apuntada con una precisión fruto de largos años de adiestramiento, como si todo aquel entrenamiento se concentrara en aquel preciso instante. Casi cada músculo de su cuerpo cooperó en emplazar el golpe en el lugar exacto. La puntera golpeó la parte blanda del abdomen de Czigo exactamente bajo el esternón, percutió con una terrible fuerza contra el hígado y a través del diafragma, y terminó en el ventrículo derecho del corazón del hombre.
Con un gemido estrangulado, el guardia fue proyectado hacia atrás contra los asientos. Paul, imposibilitado de usar sus manos, siguió su caída hacia la arena, dando una pirueta y volviendo a alzarse al mismo instante. Saltó de nuevo a la cabina, encontró el cuchillo y lo apretó entre sus dientes mientras su madre cortaba sus propias ligaduras. Después Jessica lo cogió a su vez y liberó las manos de su hijo.
—Hubiera podido arreglármelas con él —dijo—. El mismo hubiera soltado mis ligaduras. Ha sido un riesgo estúpido.
—He visto una oportunidad y la he aprovechado —dijo él.
Ella notó el firme control de su voz y dijo:
—Hay el signo de la casa de Yueh grabado en el techo de esta cabina.
El levantó los ojos y miró el ensortijado símbolo.
—Salgamos y examinemos este aparato —dijo Jessica—. Hay un paquete bajo la silla del piloto. Lo he notado cuando hemos entrado.
—¿Una bomba?
—Lo dudo. Hay algo extraño aquí.
Paul saltó a la arena y Jessica le siguió. Se volvió, metió la mano bajo el asiento buscando el extraño bulto. Rozó con su rostro los pies de Czigo, y notó al sacarlo que el paquete estaba húmedo. Se dio cuenta que era sangre del piloto.
Lástima de humedad, pensó, y se dijo que aquel era un pensamiento arrakeno.
Paul miraba a su alrededor, viendo la escarpada roca que despuntaba en el desierto como una playa invadida por el mar, y más adelante las empalizadas esculpidas por el viento. Se volvió, mientras su madre extraía el paquete del tóptero, y siguió su mirada a través de las dunas hacia la Muralla Escudo. Entonces vio lo que había atraído la atención de su madre: vio otro tóptero descendiendo hacia ellos, y comprendió que no tenían tiempo de sacar los dos cuerpos del aparato y huir con él.
—¡Corre, Paul! —gritó Jessica—. ¡Son Harkonnen!.
Arrakis enseña la actitud del cuchillo… cortar lo que es incompleto y decir:
«Ahora ya está completo porque acaba aquí.»
El hombre con uniforme Harkonnen se detuvo al final del corredor y observó a Yueh, abarcando en una sola mirada el cuerpo de Mapes, la forma inmóvil del Duque, y a Yueh de pie a su lado. Había un aire casual de brutalidad en él, una sensación de dureza y arrogancia que hicieron estremecer a Yueh.
Sardaukar, pensó Yueh. Un Bashar, a juzgar por su aspecto. Probablemente uno de los enviados por el Emperador para controlar como van las cosas aquí. No importa el uniforme que lleven, nada puede disimularlos.
—Tú eres Yueh —dijo el hombre. Miró especulativamente el anillo de la Escuela Suk que recogía el cabello del doctor, echó una ojeada al tatuaje diamantino de su frente y luego clavó sus ojos en los de Yueh.
—Soy Yueh —dijo el doctor.
—Puedes relajarte, Yueh —dijo el hombre—. Apenas has anulado los escudos de la casa hemos penetrado inmediatamente. Todo está bajo control. ¿Es este el Duque?
—Es el Duque.
—¿Muerto?
—Sólo inconsciente. Aconsejo que sea atado.
—¿Qué has hecho con los otros? —miró en dirección al cuerpo de Mapes tendido en el corredor.
—Es lamentable —murmuró Yueh.
—¡Lamentable! —se burló el Sardaukar. Avanzó y bajó sus ojos hacia Leto—. Así que este es el gran Duque Rojo.
Si tuvieras dudas acerca de la identidad de este hombre esto bastaría para anularlas, pensó Yueh. Sólo el Emperador llama a los Atreides los Duques Rojos.
El Sardaukar se inclinó y arrancó la insignia del halcón rojo del uniforme de Leto.
—Un pequeño recuerdo —dijo—. ¿Dónde está el anillo ducal?
—No lo lleva puesto —dijo Yueh.
—¡Ya lo veo! —cortó el Sardaukar.
Yueh se envaró y deglutió. Si me presionan, si traen una Decidora de Verdad, descubrirán lo que he hecho con el anillo, lo del tóptero que he preparado… y todo terminará.
—A veces el Duque envía el anillo con un mensajero para probar que la orden viene directamente de él —dijo Yueh.
—Ha de ser un mensajero condenadamente fiel —gruñó el Sardaukar.
—¿No lo atáis? —aventuró Yueh.
—¿Cuánto tiempo permanecerá inconsciente?
—Aproximadamente dos horas. No he sido tan preciso en su dosificación como en las de la mujer y el chico.
El Sardaukar removió al Duque con un pie.
—No hay nada que temer de él, ni siquiera cuando se despierte. ¿Cuándo se despertarán la mujer y el chico?
—Dentro de diez minutos.
—¿Tan pronto?
—Se me dijo que el Barón llegaría inmediatamente detrás de sus hombres.
—Llegará. Espera fuera, Yueh —le miró duramente—. ¡Ya!
Yueh miró a Leto.
—Pero, y…
—Será enviado al Barón propiamente atado, como un asado a punto de ser metido en el horno —el Sardaukar miró de nuevo el tatuaje diamantino de la frente de Yueh—. Eres conocido: estarás seguro en el recinto. Pero no tenemos tiempo para charlar. Oigo que los demás están llegando.
Traidor, pensó Yueh. Bajó los ojos y se apresuró delante del Sardaukar, sabiendo que este era tan sólo el principio y que así le conocería siempre la historia: Yueh, el traidor.
Cruzó por encima de varios cuerpos antes de alcanzar la entrada principal, y los examinó temiendo que alguno de ellos pudiera ser el de Paul o Jessica. Eran todos soldados de la casa o llevaban el uniforme Harkonnen.
Los guardias Harkonnen le apuntaron con sus armas cuando salió por la puerta principal a la noche iluminada por las llamas. Las palmeras a lo largo de la calle habían sido incendiadas para iluminar la casa. El negro humo de las sustancias inflamables usadas para prender los árboles reptaba entre las llamas anaranjadas.
—Es el traidor —dijo alguien.
—El Barón querrá verte muy pronto —dijo otro.
Debo alcanzar el tóptero, pensó Yueh. Debo esconder el sello ducal en un lugar donde Paul pueda encontrarlo. El terror contrajo sus vísceras. Si Idaho sospecha de mí o se impacienta… si no espera y se dirige al sitio exacto que le he indicado… Jessica y Paul no escaparán de la carnicería. Le será negado a mi acto incluso el más pequeño alivio.
Uno de los guardias Harkonnen le sujetó del brazo y dijo:
—Espera ahí, fuera del paso.
Bruscamente, Yueh se sintió perdido en aquel lugar de destrucción, sin que nada le fuera perdonado, sin que le fuera concedida la menor piedad. ¡Idaho no puede fallar!
Otro guardia le empujó y gritó:
—¡Tú, sal del camino!
Aunque se hayan aprovechado de mí me desprecian, pensó Yueh. Se irguió mientras le empujaban, recobrando algo de su dignidad.
—¡Espera a que venga el Barón! —gritó un oficial de la guardia. Yueh asintió y, con una calculada lentitud, recorrió toda la parte anterior de la casa, giró la esquina, hundiéndose en la oscuridad fuera de la luz de las palmeras ardiendo. Rápidamente, con creciente ansia, Yueh se dirigió al patio detrás del invernadero, donde esperaba el tóptero… el aparato preparado para llevar a Paul y su madre hasta el desierto.
Un guardia estaba inmóvil en la abierta puerta trasera de la casa, con su atención dirigida hacia el iluminado corredor y los hombres que iban y venían por todos lados, inspeccionando las habitaciones.
¡Qué seguros estaban de sí mismos!
Yueh se movió en las sombras, rodeó el tóptero y abrió la portezuela contraria donde estaba el guardia. Deslizó la mano bajo el asiento delantero para asegurarse de que la Fremochila que había ocultado antes estaba allí, abrió una solapa y deslizó dentro el anillo ducal. Notó el crujido del papel de especia que había allí, la nota que había escrito, y metió dentro el anillo. Retiró la mano, volvió a dejar el paquete en su sitio.
Suavemente, Yueh cerró la portezuela del tóptero y deshizo su camino hacia la esquina de la casa y hacia la luz de los árboles incendiados.
Ya está hecho, pensó.
Emergió de nuevo a la luz de las palmeras ardiendo. Se embozó en su capa y contempló las llamas. Pronto lo sabré. Pronto veré al Barón y lo sabré. Y el Barón… encontrará un pequeño diente.
Dice una leyenda que, en el instante en que el Duque Leto Atreides murió, un meteoro atravesó el cielo encima del ancestral palacio de Caladan.
El Barón Vladimir Harkonnen estaba de pie junto a una de las lucernas del transporte ligero que había decidido usar como puesto de mando. Afuera podía ver la llameante noche de Arrakeen. Su atención se centró en la lejana Muralla Escudo, donde estaba operando su arma secreta.
La artillería pesada.
Los cañones arrasaban las cavernas donde los hombres del Duque habían encontrado refugio para una última y desesperada resistencia. Lentos y medidos relámpagos de luz anaranjada, lluvia de rocas y polvo entrevistos por breves instantes a la luz de las explosiones… y los hombres del Duque sitiados por siempre allí dentro, destinados a morir de hambre, cazados como animales en sus madrigueras.
El Barón oía el distante retumbar… el martilleo incesante que le llegaba en vibraciones transmitidas por el metal de la nave:
Bruuum… bruuum. Y luego: ¡BRUUUM-bruuum!
¿Quién habría pensado en hacer revivir la artillería en estos días de escudos?, pensó con una risita mental. Pero era predecible que los hombres del Duque se precipitarían hacia aquellas cavernas. Y el Emperador sabrá apreciar mi clarividencia que ha preservado las vidas de nuestras mutuas fuerzas.
Ajustó uno de los pequeños suspensores que protegían su grueso cuerpo de los tirones de la gravedad. Una sonrisa curvó su boca, formando arrugas en sus gruesas mejillas.
Qué pena destruir unos soldados tan valerosos como los del Duque, pensó. Su sonrisa se hizo más amplia. ¡Qué pena tener que ser cruel! Asintió. El fracaso era, por definición, condenable. Todo el universo estaba allí, al alcance de la mano del hombre que supiera tomar las decisiones correctas. Había que hacer correr a los conejos para que se escondieran en sus madrigueras. De otro modo, ¿cómo podrían ser dominados y criados? Imaginó a sus soldados como abejas haciendo correr a los conejos. Y pensó: El día está repleto de un dulce zumbido cuando hay tantas abejas trabajando para ti.
Una puerta se abrió detrás de él. El Barón estudió el reflejo en la oscura lucerna antes de volverse.
Piter de Vries avanzaba a través de la cámara, seguido por Umman Kudu, el capitán de la guardia personal del Barón. Al otro lado de la puerta se movían más hombres, su guardia, cuyos rostros adoptaban prudentemente la expresión de carneros en su presencia.
El Barón se volvió.
Piter rozó con un dedo un mechón de cabellos, en un irónico saludo.
—Buenas noticias, mi Señor. Los Sardaukar han traído hasta aquí al Duque.
—Por supuesto que lo han hecho —gruñó el Barón.
Estudió la sombría máscara de villanía en el afeminado rostro de Piter. Y sus ojos: dos hendiduras de un azul profundo.
Tendré que desembarazarme pronto de él, pensó el Barón. Dentro de poco ya no me será útil, y se convertirá en un peligro positivo hacia mi persona. Pero antes, de todos modos, deberá hacerse odiar por el pueblo de Arrakis. Y entonces… acogerán a mi querido Feyd-Rautha como a un salvador.
El Barón dirigió su atención hacia el capitán de su guardia: Umman Kudu, una mandíbula firme, unos músculos faciales tensos, un mentón como la puntera de una bota… un hombre en el que se podía confiar ya que sus vicios eran bien conocidos.
—Ante todo, ¿dónde está el traidor que me ha entregado al Duque? —preguntó el Barón—. Debo entregarle al traidor su recompensa.
Piter giró sobre la punta de sus pies e hizo un gesto a los guardias del exterior.
Hubo algunos oscuros movimientos, y Yueh avanzó. Sus gestos eran rígidos y tensos. El bigote casi le cubría los empurpurados labios. Sólo sus viejos ojos parecían vivos. Yueh dio tres pasos dentro de la cámara y se detuvo, obedeciendo a un gesto de Piter, y miró fijamente al Barón a través de la vacía distancia.
—Ahhh, doctor Yueh.
—Mi señor Harkonnen.
—Me habéis entregado al Duque, por lo que he oído.
—Era mi parte del trato, mi Señor.
El Barón miró a Piter.
Piter asintió.
El Barón miró de nuevo a Yueh.
—El trato al pie de la letra, ¿eh? Y yo… —escupió las palabras—: ¿Qué debía hacer a cambio?
—Lo recordáis perfectamente, mi Señor Harkonnen.
Y Yueh empezó a pensar de nuevo, escuchando el silencio pesado de los relojes de su mente. Vio la sutil traición en la actitud del Barón. Wanna estaba muerta… se hallaba más allá de su alcance. De otro modo, hubiera buscado aún mantener en su puño al débil doctor. La actitud del Barón revelaba que no había esperanza: todo había terminado.
—¿De veras? —dijo el Barón.
—Prometisteis librar a mi Wanna de su agonía.
El Barón asintió.
—Oh, sí. Ahora lo recuerdo. Eso dije. Esa fue mi promesa. Así es como conseguimos vencer el Condicionamiento Imperial. No podíais soportar ver a vuestra bruja Bene Gesserit retorcerse en los amplificadores de dolor de Piter. Bien, el Barón Vladimir Harkonnen mantiene siempre sus promesas. Os dije que la libraría de su agonía y que permitiría que os reuniérais con ella. Así será. —Levantó una mano hacia Piter.
Los azules ojos de Piter destellaron con una fría mirada. Su movimiento fue fluidamente felino. El cuchillo brilló como una garra en su mano antes de hundirse en la espalda de Yueh.
El anciano se puso rígido, sin dejar de fijar su atención en el Barón.
—¡Ahora reúnete con ella! —restalló el Barón.
Yueh permaneció en pie, vacilante. Sus labios se movieron con lenta precisión, y su voz resonó con una extraña cadencia:
—Vos… creéis… que… me… habéis… destruido. Vos… creéis… que… yo… no… sabía… que… me… había… comprado… por… mi… Wanna.
Cayó. Sin doblarse ni derrumbarse. Cayó como un árbol cortado por su base.
—Reúnete con ella —repitió el Barón. Pero sus palabras parecían un débil eco.
Yueh había suscitado un presentimiento en él. Sus ojos se fijaron en Piter, que limpiaba la hoja con un trapo, y observó una profunda satisfacción en sus azules ojos.
Así es como mata con su propia mano, pensó el Barón. Es bueno saberlo.
—¿Nos ha entregado realmente al Duque? —preguntó el Barón.
—Ciertamente, mi Señor —dijo Piter.
—¡Entonces, tráelo aquí!
Piter miró al capitán de la guardia, que se volvió para obedecer.
El Barón bajó sus ojos hacia Yueh. Por la forma como había caído, uno podía sospechar que todos sus huesos eran de duro roble.
—Nunca confiaré en un traidor —dijo el Barón—. Ni siquiera si el traidor lo he creado yo.
Miró a la noche al otro lado de la lucerna. Aquel gran saco de oscuridad, allá afuera, era suyo, pensó. Ya no se oía el martillear de la artillería contra las cavernas de la Muralla Escudo; las bocas de las madrigueras habían quedado selladas. Bruscamente, el Barón no llegó a concebir nada más hermoso que aquella absoluta oscuridad de allá afuera. A menos que fuera blanco sobre negro. Blanco brillante sobre negro. Blanco porcelana.
Pero había aún aquella sensación de duda.
¿Qué había querido decir aquel imbécil de viejo doctor? Por supuesto, probablemente sospechaba ya lo que iba a ocurrirle al fin. Pero aquella frase: «Creéis que me habéis destruido.»
¿Qué había querido decir?
—El Duque Leto Atreides apareció en el umbral. Sus brazos estaban atados con cadenas, su rostro de águila manchado de polvo. Su uniforme estaba desgarrado allá donde alguien había arrancado su insignia. Otros desgarrones en su cintura indicaban los lugares donde había estado fijado al uniforme su cinturón escudo. Los ojos del Duque eran vidriosos, su mirada la de un loco.
—Y bien… —dijo el Barón. Vaciló, inspiró profundamente. Se dio cuenta de que había hablado con una voz demasiado alta. Aquel momento, tanto tiempo esperado, había perdido algo de su sabor.
¡Maldito sea ese doctor por toda la eternidad!
—Creo que nuestro buen Duque está drogado —dijo Piter—. Así es como Yueh nos lo ha enviado. —Se volvió hacia el Duque—. ¿Estáis drogado, mi querido Duque?
La voz era muy lejana. Leto podía sentir las cadenas, el dolor en los músculos, sus labios cortados, sus ardientes mejillas, el áspero sabor de la sed que resonaba como un desafío en su boca. Pero los sonidos le llegaban blandos, como a través de una espesa capa de algodón. Y sólo podía distinguir formas inciertas a través de esta capa.
—¿Y la mujer y el chico, Piter? —preguntó el Barón—. ¿Todavía no se sabe nada?
La lengua de Piter recorrió sus labios.
—¡Tú sabes algo! —restalló el Barón—. ¿Qué es?
Piter miró al capitán de la guardia, luego al Barón.
—Los hombres que fueron encargados del trabajo, mi Señor… han sido… esto… bueno… encontrados.
—Bien, ¿su informe ha sido enteramente satisfactorio?
—Han muerto, mi Señor.
—¡Por supuesto que han muerto! Lo que quiero saber es…
—Estaban muertos cuando los encontramos, mi Señor.
El rostro del Barón se puso lívido.
—¿Y la mujer y el chico?
—Ningún rastro, mi Señor; pero había un gusano. Llegó en el momento en que estábamos inspeccionando la zona. Quizá todo haya ocurrido como esperábamos… un accidente. Es posible que…
—No podemos confiar en las posibilidades, Piter. ¿Qué ha ocurrido con el tóptero desaparecido? ¿Esto no sugiere nada a mi Mentat?
—Obviamente uno de los hombres del Duque ha escapado con él, mi Señor. Ha matado a nuestro piloto y ha huido.
—¿Cuál de los hombres del Duque?
—Ha sido una muerte limpia y silenciosa, mi Señor. Hawat quizá, o ese Halleck. Posiblemente Idaho. O alguno de los primeros lugartenientes.
—Posibilidades —murmuró el Barón. Miró a la vacilante figura drogada del Duque.
—La situación está en nuestras manos, mi Señor —dijo Piter.
—¡No, no lo está! ¿Dónde se encuentra ese estúpido planetólogo? ¿Dónde está ese hombre Kynes?
—Hemos recibido información acerca de dónde encontrarlo y lo hemos enviado a buscar, mi señor.
—No me gusta la forma en que ese siervo del Emperador nos está ayudando —gruñó el Barón.
Las palabras atravesaban a duras penas la capa de algodón, pero algunas de ellas ardían en la mente de Leto. La mujer y el chico… ningún rastro. Paul y Jessica habían escapado. Y el destino de Hawat, Halleck e Idaho era una incógnita. Aún había esperanza.
—¿Dónde está el anillo ducal? —preguntó el Barón—. No hay nada en su dedo.
—El Sardaukar dice que no lo llevaba cuando fue capturado, mi Señor —dijo el capitán de los guardias.
—Has matado al doctor demasiado pronto —dijo el Barón—. Ha sido un error. Tenías que haberme advertido, Piter. Te has movido demasiado precipitadamente para el bien de nuestra empresa. —Frunció el ceño—. ¡Posibilidades!
El pensamiento se iba abriendo camino en la mente de Leto:
¡Paul y Jessica han escapado! Y había también algo más en su memoria… un pacto. Casi podía recordarlo.
¡El diente!
Ahora recordó parte de él: una cápsula de gas letal dentro de un falso diente.
Alguien le había dicho que recordara el diente. El diente estaba en su boca. Podía sentir su forma con la lengua. Todo lo que debía hacer era morder con fuerza.
¡Todavía no!
Alguien le había dicho que esperara hasta estar cerca del Barón. ¿Quién había sido? No conseguía recordarlo.
—¿Cuánto tiempo seguirá drogado así? —preguntó el Barón.
—Quizá otra hora, mi Señor.
—Quizá —gruñó el Barón. Se volvió de nuevo hacia la noche al otro lado de la lucerna—. Tengo hambre.
Esa forma gris y confusa de allá es el Barón, pensó Leto. La forma parecía danzar arriba y abajo, siguiendo los movimientos de toda la estancia. Y la estancia se expandía y se comprimía. Primero era brillante y luego oscura. Finalmente se sumergió en las tinieblas.
El tiempo se convirtió en una sucesión de niveles para el Duque. Iba atravesándolos uno a uno. Debo esperar.
Había una mesa. Leto la vio muy claramente. Y un hombre gordo y adiposo al otro lado de la mesa, y los restos de un plato de comida ante él. Leto se dio cuenta de que estaba sentado frente al hombre grueso, sintió las cadenas, las ligaduras que le ataban a la silla y un hormigueo por todo su cuerpo. Tuvo consciencia de que había pasado un tiempo, pero, ¿cuánto?
—Creo que vuelve en sí, Barón.
Una voz sedosa. Ese es Piter.
—Ya lo veo, Piter.
Un retumbar de bajo: el Barón.
Leto notó que las cosas se iban haciendo más definidas a su alrededor. La silla debajo de él se volvió más sólida, sus ligaduras más cortantes.
Y ahora vio claramente al Barón. Leto observó los movimientos de las manos del hombre: un toque compulsivo… el borde de un plato, el mango de una cuchara, un dedo siguiendo el pliegue de un mentón.
Leto miró el movimiento de aquella mano, fascinado por él.
—Puedes oírme, Duque Leto —dijo el Barón—. Sé que puedes oírme. Queremos saber de ti dónde están tu concubina y el muchacho que engendraste en ella.
Ningún gesto surgió de Leto, pero aquellas palabras le bañaron en calma. Entonces es cierto: no tienen a Paul ni a Jessica.
—No estamos jugando a ningún juego infantil —tronó el Barón—. Lo sabes muy bien. —Se inclinó hacia Leto, estudiando su rostro. Se sentía irritado al no poder tratar privadamente el asunto, sólo entre ellos dos. Que otros pudieran ver a un noble en tales condiciones… esto creaba un pésimo precedente.
Leto sentía que sus fuerzas volvían a él. Y ahora, el recuerdo de aquel falso diente resonaba en su mente como una campana en medio de una inmensa y plana llanura. La cápsula en forma de nervio en el interior de aquel diente… el gas letal… recordó quién le había implantado aquella mortal arma en su boca.
Yueh.
El recuerdo brumoso de un cuerpo inerte, arrastrado bajo sus ojos fuera de aquella misma estancia, llegó hasta la mente de Leto. Sabía que era el cuerpo de Yueh.
—¿Oyes ese ruido, Duque Leto? —preguntó el Barón.
Leto tuvo consciencia de un sonido como el reclamo nocturno de una rana, el grito ahogado de alguien en agonía.
—Hemos capturado a uno de tus hombres disfrazado de Fremen —dijo el Barón—. Nos ha sido fácil descubrirle: los ojos, naturalmente. Insiste en decir que fue enviado entre los Fremen para espiarlos. Pero, querido primo, yo he vivido durante cierto tiempo en este planeta. Uno no espía a esa escoria del desierto. Dime, ¿acaso has comprado su ayuda? ¿Han mandado a tu mujer y a tu hijo entre ellos?
Leto sintió el miedo aferrarse a su pecho. Si Yueh les ha enviado entre la gente del desierto… la búsqueda no cejará hasta que sean hallados.
—Vamos, vamos —dijo el Barón—. Tenemos poco tiempo, y el dolor es rápido. Por favor, no me obligues a eso, mi querido Duque. —El Barón miró a Piter, inclinado sobre el hombro de Leto—. Piter no ha traído aquí todo su instrumental, pero estoy convencido de que puede improvisar.
—A veces es mejor improvisar, Barón.
¡Aquella sedosa, insinuante voz! Leto la oyó muy cerca de su oído.
—Tú tenías un plan de emergencia —dijo el Barón—. ¿Dónde has enviado a tu mujer y al chico? —Miró la mano de Leto—. Tu anillo no está aquí. ¿Es el chico quien lo tiene?
El Barón clavó su mirada en los ojos de Leto.
—No respondes —dijo—. ¿Vas a obligarme a hacer algo que no deseo? Piter usará métodos simples y directos. Yo también estoy de acuerdo en que a veces son los mejores, pero no está bien que tu te tengas que ver sometido a esas cosas.
—Sebo hirviendo en la espalda, quizá, o en los párpados — dijo Piter—. O tal vez en otras partes del cuerpo. Es especialmente efectivo cuando el sujeto no sabe en qué punto será aplicado el sebo la próxima vez. Es un buen método, y hay una cierta belleza en el diseño de las ampollas que se forman en la piel, ¿no, Barón?
—Exquisito —dijo el Barón, y su voz resonó ácida.
¡El tacto de esos dedos! Leto no podía dejar de mirar las grasientas manos, las brillantes joyas en aquellas hinchadas manos de bebé gordo, su compulsivo movimiento.
Los gritos de agonía provinentes del otro lado de la puerta roían los nervios del Duque. ¿A quién han capturado?, se preguntó. ¿Tal vez Idaho?
Créeme, querido primo —dijo el Barón—. No deseo llegar a esto.
—Pensad en los mensajes corriendo a lo largo de los nervios, a partir de la zona de contacto, en busca de una ayuda que no puede llegar —dijo Piter—. Hay algo artístico en ello.
—Eres un soberbio artista —gruñó el Barón—. Ahora, ten la decencia de permanecer en silencio.
Leto recordó de pronto una cosa que Gurney Halleck había dicho una vez, viendo un retrato del Barón: «E, inmóvil sobre la playa, vi a una monstruosa bestia surgir del mar… y en su cabeza vi estampado el nombre de la blasfemia.»
—Estarnos perdiendo tiempo, Barón —dijo Piter.
—Quizá.
El Barón inclinó las cabeza hacia él.
—Mi querido Leto, sabes que vas a terminar diciéndonos dónde se encuentran. Existe un nivel de dolor que vencerá incluso a tu voluntad.
Probablemente tiene razón, pensó Leto. Si no fuera por el diente… y por el hecho de que en realidad no sé dónde se encuentran.
El Barón pinchó un trozo de carne y lo llevó a su boca, masticándola lentamente, engulléndola. Hay que probar alguna otra cosa, pensó.
—Observa a este prisionero que niega estar en venta —dijo—. Obsérvalo bien, Piter.
Y el Barón pensó: ¡Sí! Míralo, este hombre que cree no poder ser comprado. ¡Míralo detenidamente, mientras un millón de fragmentos de sí mismo están siendo vendidos al detalle cada instante de su vida! Si lo cogieras en este momento y lo sacudieras, todo él sonaría a vacío. ¡Vendido! ¿Qué diferencia hay en que muera de una y otra forma?
Los sonidos de rana tras la puerta se interrumpieron bruscamente.
El Barón vio a Umman Kudu, el capitán de los guardias, aparecer en el umbral y agitar la cabeza. El prisionero no había dado la información solicitada. Otro fracaso. Era ya tiempo de dejar de contemporizar con aquel idiota estúpido del Duque, que no quería darse cuenta de lo cerca de él que estaba el infierno… sólo al espesor de un nervio de distancia.
Este pensamiento calmó al Barón, venciendo su reluctancia a someter a un noble al dolor. Se vio de pronto a sí mismo como a un cirujano preparado para practicar infinitas disecciones… arrancando las máscaras a los idiotas y exponiendo el infierno que había debajo de ellas.
¡Conejos, todos ellos conejos!
¡Y cómo huían temblando apenas veían a un carnívoro!
Leto miró fijamente a través de la mesa, preguntándose qué estaba esperando. El diente pondría fin a todo muy rápidamente. Pero… la vida había sido tan hermosa en su mayor parte. Se descubrió a sí mismo recordando un milano real antenado suspendido sobre el cielo de Caladan, y a Paul riendo de alegría al contemplarlo. Y recordó el sol del alba, aquí en Arrakis… y las estrías de color de la Muralla Escudo difuminadas por la bruma de polvo.
—Tanto peor —murmuró el Barón. Echó su silla hacia atrás, se levantó con ligereza con la ayuda de sus suspensores, y vaciló notando un súbito cambio en la expresión del Duque. Le vio inspirar profundamente, y que su mandíbula se había endurecido. Un músculo se estremeció en el momento en que el Duque cerró con fuerza su boca.
¡Cuánto miedo me tiene!, pensó el Barón.
Aterrado ante el temor de que el Barón pudiera escapársele, Leto mordió salvajemente la cápsula en el diente y la notó romperse. Abrió la boca y expelió el pungente vapor que sentía formarse sobre su lengua. El Barón pareció hacerse más pequeño, una figura vista a través de un túnel que se alejara. Leto oyó un jadeo junto a su oído… la voz sedosa: Piter.
¡También le he cogido a él!
La voz retumbó lejana.
Leto sintió sus recuerdos girar en su mente… parecidos a murmullos de viejas desdentadas. La estancia, la mesa, el Barón, el par de ojos aterrorizados… azul sobre azul… todo se fundió a su alrededor en una simétrica destrucción.
Había un hombre con el mentón parecido a la puntera de una bota, un títere, cayendo. El títere tenía la nariz rota hacia la izquierda: un metrónomo inmovilizado para siempre al inicio de su recorrido. Leto oyó el entrechocar de vajilla… tan lejano… un rumor en sus oídos. Su mente era un pozo sin fondo, recogiéndolo todo. Todo aquello que siempre había existido: cada grito, cada susurro, cada… silencio.
Un único pensamiento quedaba en él. Leto lo percibió como algo informe, unos trazos de luz negra: El día modela la carne y la carne modela el día. El pensamiento le golpeó con un sentimiento de plenitud que supo que nunca podría explicar.
Silencio.
El Barón estaba de pie, con la espalda apoyada contra su puerta privada, en el refugio de seguridad tras su mesa. La había cerrado a una habitación llena de hombres muertos. Sus sentidos le decían que sus guardias corrían por todos lados. ¿Lo he respirado?, se preguntó. Fuera lo que fuese ¿me ha alcanzado también a mi?
Los sonidos volvían a él… y la razón. Oyó a alguien gritando órdenes: máscaras de gas… mantened la puerta cerrada… accionad los extractores.
Los otros han caído muy aprisa, pensó. Yo aún sigo en pie. Todavía respiro. ¡Infiernos! ¡Ha faltado poco!
Ahora podía analizar lo sucedido. Su escudo estaba activado como siempre, regulado al mínimo pero siempre con la potencia suficiente para retardar el intercambio molecular a través de la barrera energética. Y se estaba separando de la mesa… y el jadeo de Piter que había provocado la intervención del capitán de la guardia y su muerte.
La muerte y la advertencia que había leído en los rasgos de un hombre moribundo… esto le había salvado la vida.
El Barón no sintió ninguna gratitud hacia Piter. El idiota se había dejado matar. ¡Y aquel estúpido capitán de los guardias! ¡Había dicho que los había registrado a fondo a todos antes de llevarlos a presencia del Barón! ¿Cómo había sido posible que el Duque…? No había habido ningún aviso. Ni siquiera el detector de venenos sobre la mesa… hasta que había sido demasiado tarde. ¿Cómo era posible?
Ahora ya no tiene ninguna importancia, pensó el Barón, mientras su mente se reafirmaba. El próximo capitán de los guardias empezará a trabajar buscando las respuestas a estas preguntas.
Percibió un aumento de la actividad fuera, al otro lado de la puerta de aquella estancia donde reinaba la muerte. El Barón empujó la otra puerta y salió, estudiando a los lacayos a su alrededor. Todos permanecían inmóviles y silenciosos, esperando la reacción del Barón.
¿Estará el Barón furioso?
Y el Barón se dio cuenta de que habían pasado tan sólo unos segundos desde que había escapado de aquella terrible habitación.
Algunos de los guardias mantenían sus pistolas apuntadas contra la puerta. Otros dirigían su ferocidad hacia el vacío vestíbulo donde se oían ahora los ruidos procedentes de la esquina a su derecha.
Un hombre apareció por esa esquina, con la máscara antigás colgando de su cuello, sus ojos fijos en los detectores de veneno alineados en el corredor. Tenía cabellos rubios, rostro aplanado y ojos verdes. Finas arrugas partían de su boca de gruesos labios. Hacía pensar en alguna criatura acuática perdida por algún extraño motivo entre los animales terrestres.
El Barón observó al hombre que se acercaba, recordando su nombre: Nefud. Iakin Nefud. Cabo de la guardia. Nefud era adicto a la combinación de música y semuta, que actuaba en los más profundos estratos de la consciencia. Este era un precioso dato de información.
El hombre se detuvo frente al Barón y saludó.
—El corredor está limpio, mi Señor. Estaba montando guardia en el exterior y he pensado en seguida que se trataba de un gas letal. Los ventiladores de vuestra estancia aspiraban el aire de este corredor —alzó los ojos hacia el detector encima de la cabeza del Barón—. No ha escapado ni un átomo de gas. Hemos limpiado ya completamente la estancia. ¿Cuáles son vuestras órdenes?
El Barón reconoció la voz del hombre… la misma que había gritado las órdenes. Eficiente este cabo, pensó.
—¿Están todos muertos ahí dentro? —preguntó el Barón.
—Sí, mi Señor.
Bien, habrá que adaptarse a ello; pensó el Barón.
—En primer lugar —dijo—, déjame felicitarte, Nefud. Eres el nuevo capitán de mi guardia. Y espero que aprenderás la lección en la muerte de tu predecesor.
El Barón captó la consciencia de lo que representaba aquel ascenso para el hombre de su guardia: Nefud sabía que ya nunca más le faltaría semuta.
Nefud asintió.
—Mi Señor sabe que me consagraré enteramente a su seguridad.
—Sí. Bien, a lo que íbamos. Sospecho que el Duque llevaba algo en su boca. Descubrirás lo que era, cómo ha sido usado y quién lo puso allí. Toma todas las precauciones…
Se interrumpió, con la cadena de sus pensamientos rota por una perturbación en el corredor, detrás de él: los guardias de la puerta del ascensor que conducía a los niveles inferiores de la fragata intentaban detener a un alto coronel Bashar que acababa de emerger de la cabina.
El Barón no consiguió situar el rostro del coronel Bashar: delgado, con la boca parecida a una hendidura hecha en el cuero y unos ojos como manchas de tinta.
—¡Quitadme vuestras manos de encima, pandilla de carroñeros! —rugió el hombre, y empujó violentamente a los guardias.
Ahhh, uno de los Sardaukar, pensó el Barón.
El coronel Bashar avanzó a grandes pasos hacia el Barón, cuyos ojos se cerraron hasta convertirse en dos sutiles hendiduras de aprensión. Los oficiales Sardaukar le llenaban de inquietud. Tenían un aspecto que les hacía parecer parientes del Duque… del difunto Duque. ¡Y sus modales hacia el Barón!
El coronel Bashar se plantó a un paso del Barón, con las manos en las caderas. Los guardias se inmovilizaron detrás de él, indecisos.
El Barón observó la ausencia de saludo, el desdén en los modales del Sardaukar, y su inquietud aumentó. Había una sola legión de Sardaukar en el planeta, diez brigadas, reforzando las legiones Harkonnen, pero el Barón no se hacia ilusiones. Aquella única legión era perfectamente capaz de revolverse contra los Harkonnen y vencerles.
—Decid a vuestros hombres que no intenten impedirme que os vea, Barón —gruñó el Sardaukar—. En cuanto a los míos, os han traído al Duque Atreides antes de que pudiera discutir con vos su suerte. Vamos a hacerlo ahora.
No debo perder prestigio ante mis hombres, pensó el Barón.
—¿Y? —Su voz era fría y controlada, y el Barón se sintió orgulloso de ella.
—Mi Emperador me ha encargado asegurarme de que su real primo perecerá limpiamente, sin agonía —dijo el coronel Bashar.
—Estas son las órdenes Imperiales que he recibido —mintió el Barón—. ¿Creéis que iba a desobedecerlas?
—Debo informar a mi Emperador de lo que haya visto con mis propios ojos —dijo el Sardaukar.
—El Duque ya ha muerto —cortó el Barón, y levantó una mano para despedir al hombre.
El coronel Bashar permaneció inmóvil frente al Barón. Ni un parpadeo, ni el menor estremecimiento de ninguno de sus músculos indicaron que se había dado cuenta de que había sido despedido.
—¿Cómo? —gruñó.
¡Realmente, esto ya es demasiado!, se dijo el Barón.
—Por su propia mano, si es eso lo que queréis saber —dijo el Barón—. Se ha envenenado.
—Quiero ver el cadáver —dijo el coronel Bashar.
El Barón alzó los ojos al techo, fingiendo exasperación, mientras sus pensamientos galopaban. ¡Maldición! ¡Ese Sardaukar de ojos aguzados va a penetrar en la estancia antes de que podamos cambiar nada!
—Ahora —precisó el Sardaukar—. Quiero verlo con mis propios ojos.
No había forma de impedirlo, se dio cuenta el Barón. El Sardaukar iba a verlo todo. Sabría que el Duque había matado a hombres Harkonnen… y que el Barón había escapado por escaso margen. Los restos de la comida en la mesa eran una evidencia, y el Duque muerto frente a ellos, con la destrucción a su alrededor.
Era imposible evitarlo.
—No quiero oír excusas —dijo ásperamente el coronel Bashar.
—Nadie quiere daros excusas —dijo el Barón, y miró a los ojos de obsidiana del Sardaukar—. No tengo nada que esconder al Emperador. —Inclinó la cabeza hacia Nefud—: El coronel Bashar quiere verlo todo, en seguida. Hazlo entrar por la puerta ante la que te hallas, Nefud.
—Por aquí, señor —dijo Nefud.
Lentamente, insolentemente, el Sardaukar rodeó al Barón y se abrió camino entre los guardias.
Insufrible, pensó el Barón. Ahora el Emperador sabrá cómo le he fallado en esto. Lo considerará un signo de debilidad.
Y experimentó la agonía de pensar que el Emperador y su Sardaukar eran idénticos en su desdén hacia cualquier signo de debilidad. El Barón se mordió el labio inferior, consolándose con la idea de que al menos el Emperador no estaba al corriente de la incursión de los Atreides sobre Giedi Prime, y de la destrucción de los almacenes de especia que los Harkonnen tenían allí.
¡Maldita sea ese pérfido Duque!
El Barón observó las dos espaldas que se alejaban… el arrogante Sardaukar y el robusto y eficiente Nefud.
Tendremos que adaptarnos, pensó el Barón. Deberé poner otra vez a Rabban al frente de este condenado planeta. Sin restricciones. Tendré que derramar incluso mi propia sangre Harkonnen para colocar a Arrakis en condiciones de aceptar a Feyd-Rautha. ¡Maldito sea Piter! ¡No se le ha ocurrido otra cosa que hacerse matar antes de que yo hubiera terminado con él!
El Barón suspiró.
Debo enviar inmediatamente a alguien a Tleilax para buscar un nuevo Mentat. Indudablemente ya tendrán a otro nuevo preparado para mí.
Un guardia tosió cerca de él.
El Barón se volvió hacia el hombre.
—Tengo hambre.
—Sí, mi Señor.
—Y deseo ser divertido mientras vosotros limpiáis esa estancia y estudiáis todos sus secretos para mí —retumbó el Barón.
El guardia bajó los ojos.
—¿Que diversión prefiere mi Señor?
—Estaré en mi dormitorio —dijo el Barón—. Hazme traer aquel joven que compramos en Gamont, el que tiene esos ojos tan adorables. Que lo droguen bien. No tengo el menor deseo de luchar.
—Sí, mi señor.
El Barón se volvió y se dirigió hacia sus habitaciones, dando saltitos por efecto de los suspensores. Sí, pensó. Ese con los ojos tan adorables, ese que se parece tanto al joven Paul Atreides.
Oh Mares de Caladan,
Oh gente del Duque Leto…
Ciudadela de Leto abatida,
Abatida para siempre…
Paul sintió que todo su pasado, toda su vida antes de aquella noche, era como arena deslizándose por una clepsidra. Estaba sentado al lado de su madre, sujetándose las rodillas dentro de la pequeña tienda de tejido y plástico, una destiltienda, que habían encontrado, junto con las ropas Fremen que se habían puesto inmediatamente, en el paquete descubierto en el tóptero.
No había ninguna duda en la mente de Paul respecto a quién había escondido la Fremochila allí, quién había dirigido el rumbo del tóptero que transportaba a los cautivos.
Yueh.
El doctor traidor les había llevado directamente hasta las manos de Duncan Idaho.
Paul miró afuera, a través de la parte transparente de la destiltienda, observando las rocas iluminadas por la luz de la luna que rodeaban el refugio que Idaho había preparado para ellos.
Escondiéndome como un chiquillo ahora que soy el Duque, pensó Paul. Aquel pensamiento le irritaba, pero no podía negar que esconderse era por el momento lo más seguro.
Algo había ocurrido con su percepción aquella noche; veía con absoluta claridad todas las circunstancias y los acontecimientos en torno suyo. Se sintió incapaz de asimilar el flujo de datos, pero con fría precisión, cada nuevo elemento encajaba en sus conocimientos y los cálculos parecían concentrarse en su consciencia. Tenía el poder de un Mentat, y más aún.
Paul pensó en el momento de impotente rabia cuando aquel extraño tóptero surgió de la noche planeando hacia ellos, deteniéndose como un halcón gigantesco sobre el desierto, con el viento silbando bajo sus alas. Algo había pasado entonces en la mente de Paul. El tóptero se había deslizado sobre la arena, directo hacia las dos figuras que corrían… su madre y él. Paul recordó el olor a azufre de la abrasión de los patines del tóptero rozando sobre la arena hacia ellos.
Su madre, lo sabía, se había vuelto, con la certeza de enfrentarse a un láser en manos de un mercenario Harkonnen, reconociendo en cambio a Duncan Idaho que se inclinaba fuera de la portezuela del tóptero gritando:
—¡Aprisa! ¡Hay señales de un gusano al sur!
Pero Paul había sabido, desde el mismo momento en que se había vuelto, quién pilotaba el tóptero. Una acumulación de detalles en la forma en que volaba, el fulmíneo aterrizaje… indicaciones tan imperceptibles que ni su madre hubiera captado… pero que habían proporcionado a Paul el conocimiento exacto de quién estaba en los controles.
Al otro lado de la destiltienda, Jessica se movió y dijo:
—Esa puede ser la única explicación. Los Harkonnen tenían en su poder a la esposa de Yueh. ¡El odiaba a los Harkonnen! No puedo haberme equivocado sobre esto. Has leído su nota. ¿Pero por qué nos ha salvado de la carnicería?
Hasta ahora no empieza a verlo ella, y aún con dificultades, pensó Paul. Este pensamiento fue un shock. El había comprendido los hechos con la máxima claridad tan sólo leyendo la nota que acompañaba al anillo ducal en el paquete.
«No intentéis perdonarme», había escrito Yueh. «No quiero vuestro perdón. Mi carga es ya bastante pesada. He actuado sin maldad y sin esperanzas de ser comprendido. Ha sido mi tahaddi al-burham, mi última prueba. Os dejo el sello ducal de los Atreides como testimonio de que escribo la verdad. Cuando leáis esto, el Duque Leto habrá muerto. Pueda consolaros mi afirmación de que no morirá solo, que aquél al que odiamos todos nosotros más que a nada en el mundo morirá con él.»
No estaba dirigida a nadie ni tenía firma, pero no había ninguna duda acerca de aquella caligrafía familiar… Yueh.
Recordando la misiva, Paul revivió su angustia en aquel momento… algo agudo y extraño que parecía manifestarse en el exterior de su nueva agilidad mental. Había leído que su padre había muerto, reconocido la verdad de aquellas palabras, pero todo ello no era más que otro dato a encasillar en su mente para el momento de ser usado.
Quería a mi padre, pensó Paul, y sabía que era cierto. Tendría que llorar por él. Debería sentir algo.
Pero no sentía nada, excepto: Es un hecho importante.
Al lado de otros muchos hechos.
Y su mente no dejaba de acumular durante todo el tiempo nuevas impresiones sensoriales, extrapolando y calculando.
Las palabras de Halleck volvieron a Paul: «El humor es algo para el ganado, o para hacer el amor. Uno combate cuando es necesario, no cuando está de humor.»
Quizá sea esto, se dijo Paul. Lloraré a mi padre luego… cuando tenga tiempo.
Pero la fría decisión de su ser no mostró ninguna flexión. Intuyó que su nueva percepción era tan sólo un inicio, y que iría en aumento. La impresión de una terrible finalidad, que había experimentado por primera vez durante su confrontación con la Reverenda Madre Gaius Helen Mohiam, le aferró de nuevo. Su mano derecha —la mano que recordaba el dolor— le escocía y pulsaba.
¿Esto es lo que significa ser el Kwisatz Haderach?, se maravilló.
—Por un tiempo he pensado que Hawat había cometido otro error —dijo Jessica—. Pienso que tal vez Yueh no fuera un doctor Suk.
—Era todo lo que pensábamos… y más —dijo Paul. Y pensó:
¿Por qué es tan lenta en ver las cosas? Luego añadió:
—Si Idaho no consigue llegar hasta Kynes, estaremos…
—No es nuestra única esperanza —dijo ella.
—No era esto lo que sugería —dijo él.
Jessica percibió una acerada dureza en su voz, un tono de mando, y le miró en la gris oscuridad de la destiltienda. Paul era una silueta contrastada sobre la blanquecina imagen de las rocas inundadas por la luna a través de la parte transparente de la tienda.
—Otros hombres de tu padre puede que hayan conseguido escapar —dijo ella—. Debemos reagruparlos, hallar…
—Tendremos que depender de nosotros mismos —dijo él—. Nuestra primera preocupación es nuestro arsenal familiar de atómicas. Hemos de alcanzarlo antes de que los Harkonnen lo encuentren.
—Es poco probable que lo encuentren —dijo ella— allá donde lo hemos ocultado.
—No podemos correr ese riesgo.
Y ella pensó: Utilizar las atómicas de la familia para amenazar al planeta y su especia… eso es lo que tiene en mente. Pero entonces todo lo que puede hacer es huir bajo el anonimato de un renegado.
Las palabras de su madre habían provocado un nuevo flujo de pensamientos en la mente de Paul… como Duque, su preocupación era toda la gente que se había perdido en aquella noche. La gente es la verdadera fuerza de una Gran Casa, pensó Paul. Y recordó las palabras de Hawat: «Dejar a los amigos resulta triste. Pero un lugar es sólo un lugar.»
—Están usando a los Sardaukar —dijo Jessica—. Tendremos que esperar a que los Sardaukar se hayan ido.
—Creen habernos atrapado entre el desierto y los Sardaukar —dijo Paul—. Intentan no dejar a un solo Atreides con vida… un exterminio total. No cuentan con que escape ninguno de los nuestros.
—Pero no pueden seguir corriendo indefinidamente el riesgo de demostrar que el Emperador está metido en esto.
—¿Lo crees realmente?
—Algunos de nuestros hombres conseguirán huir.
—¿Estás segura?
Jessica se volvió, estremeciéndose ante la amargura y la dureza de la voz de su hijo, notando su precisa evaluación de las posibilidades. Sintió que la mente del muchacho había rebasado la suya, y que él ahora veía mucho más lejos que ella. Ella misma habría contribuido a adiestrar aquella inteligencia, pero ahora descubrió que le inspiraba miedo. Sus pensamientos giraron, buscando desesperadamente el refugio que para ella había sido siempre el Duque, y las lágrimas inundaron sus ojos.
Tenía que ser así, Leto, pensó. «Un tiempo para el amor y un tiempo para el dolor.» Apoyó la mano en su vientre, consciente del embrión que llevaba en él. Tengo en mí la hija de los Atreides que me fue ordenado engendrar, pero la Reverenda Madre estaba equivocada: una hija no hubiera salvado a mi Leto. Esta hija es sólo una vida que intenta alcanzar el futuro en un presente de muerte. La he concebido por instinto y no por obediencia.
—Prueba de nuevo el comunicador —dijo Paul.
La mente sigue trabajando hagamos lo que hagamos para detenerla, pensó Jessica.
Tomó el pequeño receptor que Idaho les había dejado y lo conectó. Una luz verde se encendió en la parte anterior del instrumento. Del aparato surgieron chasquidos metálicos. Redujo el volumen, variando la frecuencia. Una voz hablando en el lenguaje de batalla de los Atreides resonó en la tienda:
—…retroceder y reagruparse en la cresta. Fedor informa que no hay supervivientes en Carthag y que el Banco de la Cofradía ha sido saqueado.
¡Carthag!, pensó Jessica. Era un feudo Harkonnen.
—Son Sardaukar —dijo la voz—. Cuidado con los Sardaukar vestidos con uniformes Atreides. Son…
Algo restalló en el altoparlante, y luego silencio.
—Prueba las otras frecuencias —dijo Paul.
—¿Comprendes lo que significa esto? —preguntó Jessica.
—Lo esperaba. Quieren que la Cofradía nos considere responsables de la destrucción de su banco. Con la Cofradía contra nosotros, estamos atrapados en Arrakis. Prueba las otras frecuencias.
Ella sopesó las palabras: «Lo esperaba». ¿Qué le había ocurrido a su hijo? Lentamente, Jessica volvió al instrumento. Exploró las otras frecuencias, captando retazos de violencia en las pocas voces que seguían llamando en el lenguaje de batalla de los Atreides:
—…retirada…
—…reagrupamos en…
—…atrapados en una caverna en…
Y no ofrecía ninguna duda la victoriosa exultación de los gritos de los Harkonnen que surgían de las otras frecuencias. Breves órdenes, informes de batalla. No lo suficiente para que Jessica pudiera registrar y decodificar el lenguaje, pero el tono era obvio.
Los Harkonnen habían vencido.
Paul tomó el paquete que había a su lado, notando el gorgoteo de los dos litrojons llenos de agua. Inspiró profundamente y miró al exterior a través del lado transparente de la tienda, hacia las escarpaduras rocosas que se delineaban contra las estrellas. Su mano izquierda se posó en la cerradura a esfínter de entrada de la tienda.
—El alba llegará dentro de poco —dijo—. Podemos esperar durante todo el día a Idaho, pero no otra noche. En el desierto, hay que viajar de noche y descansar a la sombra durante el día.
Las antiguas tradiciones se insinuaron en la mente de Jessica: Sin destiltraje, un hombre sentado a la sombra, en el desierto, necesita cinco litros diarios de agua para mantener el equilibrio corporal. Percibió la superficie lisa y elástica del destiltraje sobre su piel, y pensó que sus vidas dependían por completo de aquella prenda.
—Si nos vamos de aquí, Idaho no nos encontrará nunca — dijo Paul—. Si Idaho no ha vuelto al alba, tendremos que considerar la posibilidad de que haya sido capturado. ¿Cuánto crees que puede resistir?
La pregunta no necesitaba respuesta, y Jessica guardó silencio. Paul abrió el cierre del paquete y sacó un micromanual provisto de su cuadrante luminoso y su lente. Letras verdes y anaranjadas saltaron de las páginas hacia él: «litrojón, destiltienda, cápsulas energéticas, recicladores, snork de arena, binoculares, equipo de destiltraje, pistola marcadora, mapas sink, tampones, paracompás, garfios de coma, martilleadores, Fremochila, columna de fuego…»
Tantas cosas para sobrevivir en el desierto.
Dejó el manual a un lado, en el suelo de la tienda.
—¿A dónde podemos ir? —preguntó Jessica.
—Mi padre hablaba del poder del desierto —dijo Paul—. Los Harkonnen no podrían dominar este planeta sin él. De hecho, nunca han podido dominarlo ni nunca podrán. Ni siquiera con diez mil legiones de Sardaukar.
—Paul, no puedes pensar que…
—Tenemos todas las puertas en nuestras manos —dijo él—. Aquí mismo, en esta tienda… la propia tienda, esta mochila y su contenido, estos destiltrajes. Sabemos que la Cofradía exige un precio prohibitivo por los satélites climáticos. Sabemos que…
—¿Qué tienen que ver los satélites climáticos con todo esto? —preguntó Jessica—. No podrían… —se interrumpió. Paul percibió las hipersensibilidades de su mente, leyendo sus reacciones, calculándolas minuciosamente.
—Ahora puedes darte cuenta de ello —dijo—. Los satélites observan constantemente el suelo. Hay cosas en el desierto profundo que no deben ser observadas.
—¿Sugieres que la Cofradía controla este planeta?
Era tan lenta.
—¡No! —dijo—. ¡Los Fremen! Pagan a la Cofradía su aislamiento, pagan con lo que el poder del desierto pone a su disposición… la especia. No es una respuesta de segunda aproximación, sino la única solución según los cálculos. Piensa en ello.
—Paul —dijo Jessica—, todavía no eres un Mentat; no puedes saber con seguridad…
—Nunca seré un Mentat —dijo él—. Soy algo distinto… un fenómeno.
—¡Paul! ¿Cómo puedes decir…?
—¡Déjame solo!
Se volvió de espaldas a ella, mirando afuera, a la noche. ¿Por qué no puedo llorar?, se maravilló. Sintió cada fibra de su ser anhelando aquel desahogo, pero sabía que le sería negado por siempre.
Jessica nunca había notado una angustia tan profunda en la voz de su hijo. Hubiera querido poder comprenderle, estrecharle entre sus brazos, confortarle, ayudarle… pero sintió que no había nada que pudiera hacer. Tendría que resolver sus problemas por sí mismo.
El brillo del manual de la Fremochila que Paul había dejado en el suelo llamó su atención. Lo tomó y le echó una ojeada, leyendo: «Manual de "El Desierto Amigo", el lugar lleno de vida. Este es el ayat y el burhan de la Vida. Cree, y al-Lat nunca te consumirá.»
Se parece al Libro de Azhar, pensó, recordando sus estudios de los Grandes Secretos. ¿Habrá pasado algún manipulador de Religiones por Arrakis?
Paul tomó el paracompás del paquete, volvió a dejarlo y dijo:
—Piensa en todos estos aparatos Fremen de aplicaciones bien precisas. Muestran una sofisticación incomparable. Admítelo. La cultura que ha creado estos objetos evidencia una profundidad insospechable.
Vacilando, preocupada aún por la dureza de la voz de su hijo, Jessica volvió al libro y estudió la ilustración de una constelación del cielo de Arrakis: «Muad’Dib: El Ratón», y notó que la cola apuntaba al norte.
Paul se volvió de nuevo hacia la oscuridad de la tienda y discernió débilmente los movimientos de su madre revelados por el brillo del manual. Ahora es el momento de cumplir el deseo de mi padre, pensó. Debo transmitirle su mensaje mientras aún hay tiempo para el dolor. El dolor puede ser inoportuno más tarde. Y se sintió impresionado por su propia exacta lógica.
—Madre —dijo.
—¿Sí?
Había captado el cambio en su voz, y un soplo helado se aferró a sus vísceras ante aquel sonido. Nunca antes había captado un control tan férreo.
—Mi padre ha muerto —dijo Paul.
Ella buscó en su interior para acoplar los hechos con los hechos y con los hechos —la manera Bene Gesserit de evaluar datos— y extrajo la respuesta: la sensación de una terrible pérdida. Jessica asintió, incapaz de hablar.
—Mi padre —dijo Paul— me encargó transmitirte un mensaje si le ocurría algo. Temía que pudieras pensar que no tenía confianza en ti.
Qué inútil sospecha, pensó Jessica.
—Quería que supieras que nunca dudó de ti —dijo Paul, y le explicó el engaño, añadiendo—: Quería que supieras que siempre tuviste su absoluta confianza, que siempre te amó y te adoró. Dijo que antes hubiera sospechado de sí mismo que de ti, y que sólo tenía algo de qué lamentarse: no haberte hecho su Duquesa.
Ella se secó las lágrimas que corrían por sus mejillas, pensando: ¡Qué estúpido derroche de agua! Pero sabía lo que significaba aquel pensamiento… una tentativa de anular el dolor con cólera. Leto, mi Leto, pensó. ¡Qué horribles cosas podemos hacer a los que amamos! Con un gesto violento apagó el cuadrante luminoso del manual.
Sollozó.
Paul percibió el dolor de su madre y lo comparó con su propia vaciedad. Yo no siento dolor, pensó. ¿Porqué? ¿Porqué? Aquella incapacidad de experimentar dolor le pareció una horrible tara.
Un tiempo para ganar y un tiempo para perder, pensó Jessica, recitándose a si misma una frase de la Biblia Católica Naranja. Un tiempo para guardar y un tiempo para tirar; un tiempo para amar y un tiempo para odiar; un tiempo de guerra y un tiempo de paz.
La mente de Paul siguió funcionando con gélida precisión. Descubrió nuevas avenidas abiertas para ellos en aquel planeta hostil. Sin ni siquiera la válvula de seguridad de un sueño, enfocó su presciente consciencia, viéndolas como el cálculo de sus más probables futuros, pero con algo más, una franja de misterio… como si su mente se sumergiera en algún estrato intemporal donde soplaban los vientos del futuro.
Bruscamente, como si acabara de encontrar la llave necesaria, la mente de Paul ascendió otro peldaño en su consciencia. Sintió que estaba acercándose a otro nivel, sosteniéndose en aquel precario asidero y mirando a su alrededor. Era como el centro de una esfera a partir del cual las avenidas irradiaban en todas direcciones… pero esto era tan sólo una aproximación a sus sensaciones.
Recordó haber visto, en una ocasión, un pañuelito de gasa flotando al viento, y ahora percibió así el futuro, retorciéndose como aquella ondulante y variable superficie del pañuelo.
Vio gente.
Experimentó el calor y el frío de incontables probabilidades.
Reconocía nombres y lugares, experimentaba emociones sin número, recibía datos de innumerables e inexploradas fuentes. Tenía todo el tiempo para sondear y probar y examinar, pero no tiempo para modelar.
El todo era un espectro de posibilidades desde el más remoto pasado hasta el más remoto futuro… desde lo más probable a lo más improbable. Vio su propia muerte en innumerables versiones. Vio nuevos planetas, nuevas culturas.
Gente.
Gente.
Multitudes innumerables que no podía contar, pero cuya mente podía catalogar.
Y los hombres de la Cofradía.
Pensó: La Cofradía… este podría ser un camino para nosotros; allí mi rareza sería aceptada como algo familiar de gran valor, siempre que pudiera asegurarla suplementariamente con la ahora necesaria especia.
Pero la idea de vivir toda su vida con la mente tanteando aquel amasijo de futuros posibles que guiaba las naves espaciales le aterrorizó. De todos modos, era un camino. Y afrontando aquel futuro posible con los hombres de la Cofradía reconoció su propia rareza.
Tengo otra visión. Veo otro paisaje: todos los senderos abiertos.
Este pensamiento despertó su seguridad y su alarma… demasiados lugares, en aquel otro modo suyo de ver las cosas, desaparecían o giraban fuera de su vista.
Así, tan rápida como había venido, la sensación le abandonó, y comprendió que toda la experiencia había durado tan sólo el tiempo de un latido.
Pero su consciencia había sido sacudida, cegada por una terrible luz. Miró a su alrededor.
La noche envolvía aún la destiltienda rodeada por las rocas. El agudo dolor de su madre llegó de nuevo hasta él.
Y su propia ausencia de dolor… Su mente era como una cavidad profunda separada del resto, continuando implacable su tarea de recibir datos, evaluarlos, calcularlos, rítmicamente, planteándose las preguntas y planteando las respuestas del mismo modo que un Mentat.
Y supo que eran pocas las mentes que habían acumulado nunca una tal abundancia de datos. Pero no por ello la profunda cavidad que era su mente resultaba más soportable. Sintió que algo tenía que romperse. Era como si el mecanismo de relojería de una bomba hubiera empezado a tictaquear dentro de él, más allá de sus propios deseos. Percibió las minúsculas variaciones en torno suyo… un ligero aumento de la humedad, una fracción de descenso de temperatura, el lento avanzar de un insecto sobre el techo de la destiltienda, la solemne progresión del alba en el ángulo de cielo constelado de estrellas visible a través de la parte transparente de la tienda.
El vacío era insoportable. El saber cómo había sido puesto en marcha el mecanismo de relojería no marcaba ninguna diferencia. Podía mirar hacia su propio pasado y ver su inicio: el adiestramiento, la afinación de sus talentos, las refinadas presiones de sofisticadas disciplinas, el descubrimiento de la Biblia Católica Naranja en un momento crítico… y, finalmente, la inclusión de la especia. Y podía mirar también hacia adelante —en las más terribles direcciones— y ver adonde conducía todo esto.
¡Soy un monstruo!, pensó. ¡Un fenómeno!
—¡No! —dijo. Y luego—: ¡No, No! ¡No!
Descubrió que estaba dando puñetazos contra el suelo de la tienda. (La implacable parte de él registró esto como un interesante dato emotivo y lo integró a los otros factores).
—¡Paul!
Su madre estaba a su lado, sujetando sus manos, su rostro una mancha gris escrutándole.
—Paul, ¿qué ocurre?
—¡Tú! —dijo él.
—Estoy aquí, Paul —dijo ella—. Todo está bien.
—¿Qué has hecho conmigo? —exigió.
En un destello de claridad, ella captó alguna de las raíces de la pregunta.
—Te he traído al mundo —dijo.
Sabía, por su instinto y por sus más sutiles conocimientos, que esta era la respuesta correcta para calmarle. El sintió las manos de su madre sujetándole, e intentó ver los rasgos de su rostro. (Algunos rasgos genéticos en la estructura de su rostro fueron examinados bajo el nuevo ángulo de su mente en continua actividad, las informaciones añadidas a los otros datos, y al final del cálculo surgió la respuesta.)
—Déjame —dijo.
Ella notó la acerada dureza de su voz y obedeció.
—¿Quieres decirme qué es lo que te ocurre, Paul?
—¿Sabías lo que hacías cuando me adiestraste? —preguntó él.
No hay ningún rastro de niño en su voz, pensó ella. Y dijo:
—Esperaba lo que esperan todos los padres: que fueras… superior, distinto.
—¿Distinto?
Ella percibió la amargura en su tono.
—Paul, yo… —dijo.
—¡Tú no buscabas un hijo! —dijo él—. ¡Tú buscabas un Kwisatz Haderach! ¡Tú buscabas un macho Bene Gesserit!
Ella retrocedió ante tanta amargura.
—Pero, Paul…
—¿Consultaste alguna vez a mi padre para esto?
Ella respondió en voz muy baja, a causa de su reciente dolor.
—Seas lo que seas, Paul, la herencia te viene compartida de tu padre y mía.
—Pero no mi adiestramiento —dijo él—. No las cosas que… han despertado… al durmiente.
—¿Durmiente?
—Está aquí. —Puso una mano en su cabeza y luego en su pecho—. En mí. Y sigue adelante y adelante y adelante y adelante y…
—¡Paul!
Sentía la histeria surgiendo en su voz.
—Escúchame —dijo él—. ¿No querías que la Reverenda Madre supiese de mis sueños? Ahora escúchame en su lugar. Acabo de tener un sueño despierto. ¿Sabes por qué?
—Tienes que calmarte —dijo ella—. Si hay…
—La especia —dijo él—. Está por todos lados aquí… el aire, el suelo, la comida. La especia geriátrica. Es como la droga de la Decidora de Verdad. ¡Es un veneno!
Ella se envaró.
La voz de Paul descendió hasta un murmullo y repitió:
—Un veneno… tan sutil, tan insidioso… tan irreversible. No mata, a menos que uno deje de tomarlo. Nunca podremos abandonar Arrakis sin llevar una parte de Arrakis con nosotros.
La terrible presencia de su voz no admitía ninguna réplica.
—Tú y la especia —dijo Paul—. La especia transforma a cualquiera que la tome aunque sea a pequeñas dosis, pero gracias a ti, yo he vivido esta transformación en plena consciencia. No puedo relegarla al inconsciente, donde su intromisión podría ser sofocada. Yo puedo verla.
—Paul, tú…
—¡La veo! —repitió él.
Ella percibió la locura en su voz, sin saber qué hacer.
Pero él habló de nuevo, y observó que el férreo control volvía a dominarle:
—Estamos atrapados aquí.
Estamos atrapados aquí, convino ella.
Y aceptó la verdad de sus palabras. Ninguna presión Bene Gesserit, ninguna astucia o artificio podrían liberarlos completamente de Arrakis: la especia era adictiva. Su cuerpo lo había sabido mucho antes de que su mente lo admitiera.
Así que aquí viviremos todo el resto de nuestras vidas, pensó, en este planeta infernal. El lugar está preparado para nosotros, si conseguimos evadirnos de los Harkonnen. Y no hay ninguna duda sobre mi destino: una yegua de cría destinada a preservar una importante línea genética para el Plan Bene Gesserit.
—Debo hablarte de mi sueño despierto —dijo Paul. (Ahora no había furia en su voz)—. Para estar seguro de que aceptaras lo que diga, te diré en primer lugar que darás a luz una hija, mi hermana, aquí en Arrakis.
Jessica apoyó sus manos en el suelo de la tienda y se apretó contra la curvada pared para rechazar la oleada de temor. Sabía que su estado no era aún visible. Sólo su propio adiestramiento Bene Gesserit le había permitido leer los primeros débiles signos en su cuerpo, advertir la presencia de un embrión de apenas unas semanas.
—Sólo para servir —susurró Jessica, ciñéndose a la divisa Bene Gesserit—. Existimos sólo para servir.
—Encontraremos un hogar entre los Fremen —dijo Paul—, donde nuestra Missionaria Protectiva nos ha preparado un refugio.
Han preparado un camino para nosotros en el desierto, se dijo Jessica. ¿Pero cómo puede saber él algo de la Missionaria Protectiva? Cada vez le era más difícil dominar su terror ante la cosa extraña en que se estaba convirtiendo Paul.
Este estudió la confusa sombra que era ella, viendo su miedo en cada reacción, con su nueva consciencia, como si se destacara contra una deslumbrante luz. Experimentó hacia ella un inicio de compasión.
—No puedo decirte aún las cosas que ocurrirán —dijo—. No puedo decírmelo ni a mi mismo, aunque las he visto. Este sentido del futuro… parece como si no tuviera ningún control sobre él. Simplemente se manifiesta. El futuro inmediato, digamos un año, puedo verlo en parte… un camino amplio como nuestra Avenida Central en Caladan. Pero hay cosas que no puedo ver… lugares oscuros… como situados al otro lado de una colina —(y pensó de nuevo en la agitada superficie de un pañuelo)—… y hay ramificaciones.
Permaneció silencioso, como si el recuerdo de aquella visión le perturbara. Ningún sueño presciente, ninguna experiencia de su vida pasada le habían preparado para esto: todos los velos habían caído, el tiempo se le presentaba en su desnudez.
En el revivir de su experiencia reconoció su terrible finalidad:
La irresistible presión de su vida dilatándose como un burbuja siempre en expansión… el tiempo retrayéndose ante aquello…
Jessica buscó el control de la luz y lo activó.
Una débil luz verdosa empujó las sombras, calmando su miedo. Observó el rostro de Paul, sus ojos… su mirada interior. Y supo dónde había visto antes una mirada parecida: las fotos en los informes de desastres… en los rostros de los niños que habían conocido el hambreo las más terribles heridas. Los ojos eran pozos sin fondo, la boca una línea dura, las mejillas profundamente hundidas.
Es la expresión de una terrible consciencia, pensó, de alguien obligado al conocimiento de su propia mortalidad.
No era más que un niño.
El significado oculto de las palabras de Paul empezó a definirse en su mente, barriéndolo todo. Paul había mirado hacia adelante, había visto una vía de escape para ellos.
—Hay un modo de eludir a los Harkonnen —dijo.
—¡Los Harkonnen! —se burló él—. Arroja de tu mente esas caricaturas de seres humanos. —Miraba fijamente a su madre, estudiando las arrugas de su rostro a la luz de la tienda. Las arrugas la traicionaban.
—No deberías hablar de la gente refiriéndote a seres humanos sin… —dijo.
—No estés tan segura acerca de los límites —dijo él—. Arrastramos nuestro pasado con nosotros. Y, madre, hay una cosa que no sabes y que deberías saber… nosotros somos Harkonnen.
La mente de Jessica hizo entonces una cosa terrible: se vació totalmente, como si quisiera arrojar de ella toda sensación. Pero la voz de Paul siguió llegándole implacablemente, arrastrándola consigo:
—La próxima vez que estés ante un espejo, estudia tu rostro… estudia ahora el mío. Mira mis manos, la forma de mis huesos. Y si nada de esto te convence, entonces cree en mi palabra. He recorrido el futuro. He visto un informe, en un lugar, tengo todos los datos. Nosotros somos Harkonnen.
—Una… rama renegada de la familia —dijo ella—. Es esto, ¿verdad? Algún primo Harkonnen que…
—Tú eres la propia hija del Barón —dijo él, viendo como llevaba sus manos contra su boca y apretaba fuertemente—. El Barón se dedicó a gozar de muchos placeres en su juventud, y se permitió incluso ser seducido. Pero fue por las necesidades genéticas de la Bene Gesserit, por una de vosotras.
La forma en que dijo vosotras fue como una bofetada. Pero la mente de ella empezó de nuevo a trabajar, y no pudo negar sus palabras. Detalles dispersos de su pasado se unían ahora formando un todo coherente. La hija que buscaba la Bene Gesserit… no era para poner fin a la vieja enemistad entre los Atreides y los Harkonnen, sino únicamente para fijar un factor genético en sus descendencias. ¿Cuál? Buscó confusamente una respuesta.
Como si leyera en su mente, Paul dijo:
—Creyeron que sería yo. Pero no soy lo que esperaban, y he llegado antes de mi tiempo. Y ellas no lo saben.
Jessica apretaba las manos contra su boca.
¡Gran Madre! ¡Es el Kwisatz Haderach!
Le pareció estar desnuda ante él, porque comprendió que nada, o casi nada, quedaba oculto a sus ojos. Y esto, supo, era el origen de su miedo.
—Estás pensando que soy el Kwisatz Haderach —dijo él—. Aparta eso de tu mente. Soy algo inesperado.
Debo advertir a una de las escuelas, pensó ella. El índice de apareamientos revelará lo que ha ocurrido.
—Cuando sepan de mi existencia será demasiado tarde —dijo él.
Ella intentó desviar su atención, bajó sus manos y dijo:
—¿Encontraremos refugio entre los Fremen?
—Los Fremen tienen un dicho que atribuyen al Shai-hulud, el Viejo Padre Eternidad, según la tradición. Dice: «Tienes que estar preparado para apreciar lo que encuentres.»
Y pensó: Sí, madre… entre los Fremen. Adquirirás ojos azules y una callosidad en tu adorable nariz, donde estará fijado el tubo de tu destiltraje… y darás a luz a mi hermana: Santa Alia del Cuchillo.
—Si tú no eres el Kwisatz Haderach —dijo Jessica—, ¿quién…?
—No puedes comprenderlo —dijo él—. Lo creerás tan sólo cuando lo veas.
Y pensó: Soy una semilla.
De pronto, vio lo fértil que era el terreno en el cual había caído, y dándose cuenta de ello, la terrible finalidad volvió a él, inundándole de aquel espacio vacío en algún lugar de su interior, sofocándole con el dolor.
Había visto una bifurcación en el camino frente a ellos… en una se hallaba un diabólico viejo Barón, y él le decía:
—Hola, abuelo.
Detestó aquella bifurcación, sintiendo que le invadía la náusea. La otra bifurcación estaba llena de manchas de un confuso grisor interrumpidas por cimas de violencia. Tuvo allí una visión de una religión guerrera, un fuego que se extendía por todo el universo con el estandarte verde y negro de los Atreides tremolando a la cabeza de oleadas de fanáticas legiones ebrias de licor de especia. Gurney Halleck y algunos pocos más de los hombres de su padre —muy pocos— estaban entre ellos, enarbolando el símbolo del halcón del santuario del cráneo de su padre.
—No puedo tomar este camino —murmuró—. Este es el que querrían realmente las viejas brujas de tu escuela.
—No te comprendo, Paul —dijo su madre.
Permaneció silencioso, pensando que él era tan sólo una semilla, pensando en aquella consciencia racial que al principio había experimentado bajo la forma de una terrible finalidad. Descubrió que ya no podía odiar a la Bene Gesserit, ni al Emperador, ni siquiera a los propios Harkonnen. Todos ellos estaban ligados a la ineluctable necesidad de la raza de renovar su propia herencia dispersa, cruzando y mezclando y refundiendo sus líneas en un gigantesco rebullir genético. Y la raza conocía tan sólo un camino para esto… el antiguo camino que superaba cualquier obstáculo:
El Jihad.
No puedo escoger en absoluto este camino, pensó.
Pero de nuevo, en las profundidades de su mente, vio el santuario del cráneo de su padre, y la violencia con el estandarte verde y negro ondeando en su centro.
Jessica carraspeó, preocupada por su silencio.
—Entonces… ¿los Fremen nos darán refugio?
Paul alzó los ojos y, a través de la verdosa luminosidad de la tienda, fijó su mirada en los rasgos delicados, patricios, de su rostro.
—Sí —dijo—. Es uno de los caminos. —Asintió—. Sí. Me llamarán… Muad’Dib, «El que señala el camino». Sí… así me llamarán.
Y cerró los ojos, pensando: No, padre mío, no puedo llorarte.
Y sintió las lágrimas resbalar por sus mejillas.