LIBRO SEGUNDO MUAD’DIB

CAPÍTULO XXIII

Cuando mi padre, el Emperador Padishah, supo de la muerte del Duque Leto y de sus circunstancias, se enfureció como nunca lo habíamos visto. Culpó a mi madre y al complot que le había obligado a poner a una Bene Gesserit en el trono. Culpó a todos los que estábamos allí en aquel momento, incluyéndome a mí, porque dijo que yo era una bruja como todas las demás. Y cuando intenté apaciguarlo, diciéndole que todo aquello había ocurrido en base a una vieja ley de autoconservación a la cual obedecían incluso los más antiguos gobernantes, me escarneció preguntándome si yo le juzgaba a él como un débil. Comprendí entonces que su cólera no había sido debida a la muerte del Duque, sino a lo que dicha muerte implicaba para toda la nobleza. Cuando pienso de nuevo en ello, creo que incluso mi padre debía de tener una cierta presciencia, porque está seguro de que su estirpe y la de Muad’Dib tenían antepasados comunes.

«En la casa de mi padre», por la Princesa Irulan.


—Ahora, los Harkonnen van a matar a los Harkonnen — susurró Paul.

Se había despertado al caer la noche, y se había alzado en la oscuridad de la destiltienda. Al hablar, oyó el débil agitarse de su madre en el lado opuesto de la tienda, donde se había tumbado para dormir.

Paul echó una ojeada al detector de proximidad en el suelo, estudiando los diales iluminados en la oscuridad por los tubos fosforescentes.

—Pronto será totalmente de noche —dijo su madre—. ¿Por qué no levantas los enmascaradores de la tienda?

Paul se dio cuenta de que desde hacía algunos minutos la respiración de su madre había variado, mientras ella permanecía tendida en la oscuridad, guardando silencio hasta que estuvo convencida de que él también estaba despierto.

—Levantar los enmascaradores no nos ayudará —dijo él—. Ha habido una tormenta. La tienda está cubierta de arena. Tendré que quitarla.

—¿Ninguna señal de Duncan?

—No.

Paul tocó con un gesto ausente el anillo ducal en su pulgar, y se estremeció ante un súbito acceso de rabia contra la esencia misma de aquel planeta que había contribuido a matar a su padre.

—He oído llegar la tormenta —dijo Jessica.

La inútil vaciedad de aquellas palabras le ayudaron a calmarse un poco. Su mente se concentró en la tormenta y en cómo la había visto precipitarse contra ellos a través de la parte transparente de la destiltienda: frías nubes de arena cruzando la hondonada, luego trombas y cataratas atravesando el cielo. Había mirado a un picacho rocoso, viendo cómo cambiaba de forma bajo los remolinos hasta convertirse en una simple excrescencia color naranja sucio. La arena torbellineaba en la hondonada cubriendo el cielo, que se oscureció como cubierto por una pantalla hasta que la tienda quedó totalmente sepultada.

Los tensores de la tienda habían chasqueado cuando aceptaron la presión suplementaria, y luego el silencio había invadido por completo el interior del refugio, roto solamente por el zumbido del snork de arena que bombeaba el aire hacia la superficie.

—Intenta de nuevo el receptor —dijo Jessica.

—No funciona —dijo él.

Buscó el tubo de agua de su destiltraje, fijado a su cuello, aspiró una bocanada tibia, y pensó que así iniciaba realmente su existencia arrakena… viviendo de la humedad de su cuerpo y de su propia respiración. Era un agua insípida y dulzona, pero calmó la sequedad de su garganta.

Jessica oyó a Paul beber, rozó con sus manos la elástica superficie del destiltraje adherida a su cuerpo, pero se negó a admitir su sed. Admitirla hubiera significado para ella la consciencia plena de las terribles necesidades de Arrakis, donde el más infinitesimal rastro de humedad debía ser recuperado, acumulando cada gota en los bolsillos de recuperación de la tienda, donde era un desperdicio cualquier inspiración hecha al aire libre.

Era mucho mejor intentar dormir de nuevo.

Pero aquel día, mientras dormía, había tenido un sueño cuyo solo recuerdo la hizo estremecer. En el sueño, había escrito un nombre: Duque Leto Atreides. La arena borraba el nombre, y ella intentaba volver a escribirlo, conservarlo, pero la primera letra estaba borrada ya cuando aún no había terminado de escribir la última.

La arena no dejaba de acumularse en ningún momento.

Su sueño se convirtió en un gemido: alto, cada vez más alto. Un gemido ridículo… parte de su mente había comprendido que el sonido era el de su voz cuando aún era niña, casi un bebé. La imagen de una mujer se iba alejando lentamente, sin que su memoria consiguiera aferrarla.

Mi desconocida madre, pensó Jessica. La Bene Gesserit que me engendró y me entregó a las Hermanas porque estas eran las órdenes que había recibido. ¿Sintió alivio al desembarazarse así de una hija Harkonnen?

—Hay que golpearlas a través de la especia —dijo Paul.

¿Cómo puede pensar en atacarles en un momento como éste?, se dijo Jessica.

—Un planeta entero lleno de especia —dijo—. ¿Cómo puedes pensar en golpearles?

Le oyó moverse, el sonido de su equipo arrastrándose por el suelo de la tienda.

En Caladan era el poder del mar y el poder del aire —dijo él —. Aquí es el poder del desierto. Los Fremen son la llave.

Su voz provenía de las inmediaciones del esfínter de la tienda. Su adiestramiento Bene Gesserit captó en su tono una vaga amargura hacia ella.

Durante toda su vida se le ha enseñado a odiar a los Harkonnen, pensó. Ahora, descubre que es un Harkonnen… por mi causa. ¡Qué poco me conoce! Yo era la única mujer de mi Duque. Acepté su vida y sus valores a pesar de que desafiaban mis órdenes Bene Gesserit.

El globo de la tienda se activó al contacto de la mano de Paul, llenando el pequeño espacio del refugio con su luz verdosa. Paul se acuclilló ante el esfínter, con el capuchón de su destiltraje regulado para una salida al desierto… el frontal apretado, el filtro de la boca en su lugar, los tampones ajustados en la nariz. Sólo sus oscuros ojos eran visibles: una estrecha porción de su rostro que se volvió un instante hacia su madre.

—Prepárate para salir —dijo, y su voz sonaba ahogada a través del filtro.

Jessica se colocó el filtro en la boca y ajustó la capucha, mientras observaba a su hijo abrir la entrada de la tienda.

La arena crujió cuando el esfínter se dilató, y una sofocante nube de granos cayó al interior de la tienda antes de que Paul pudiera bloquearlos con el compresor estático. Un agujero apareció en el muro de arena cuando el haz empujó los granos. Paul salió al exterior, y Jessica escuchó su lento avance hacia la superficie.

¿Qué vamos a encontrar ahí afuera?, se dijo. Las tropas Harkonnen y los Sardaukar son peligros que podemos esperar. ¿Pero qué otros peligros puede haber que ignoremos?

Pensó en el compresor estático y en los otros extraños instrumentos de la mochila. Cada uno de ellos fue de pronto, en su mente, un misterioso peligro.

Un soplo cálido procedente de la arena de la superficie azotó sus mejillas allá donde quedaban expuestas, más arriba del filtro.

—Pásame la mochila —era la voz de Paul, baja y prudente.

Obedeció con rapidez, sintiendo el gorgoteo del agua en los litrojons mientras arrastraba la mochila por el suelo. Levantó los ojos y vio la silueta de Paul recortada contra el fondo estrellado.

—Aquí —dijo él, y se inclinó, tirando de la mochila hacia la superficie.

Un instante después solamente había un círculo de estrellas. Eran como otras tantas aceradas puntas de armas dirigidas contra ella. Una lluvia de meteoritos atravesó aquel fragmento de cielo, como si fueran una advertencia, las marcas de las garras de un tigre, heridas luminosas de las que brotase su sangre. Se estremeció ante el pensamiento de sus cabezas puestas a precio.

—Apresúrate —dijo Paul—. Quiero recoger la tienda.

Un aguacero de arena llovió de la superficie sobre su mano izquierda. ¿Cuánta arena puede contener una mano?, se preguntó.

—¿Necesitas que te ayude? —preguntó Paul.

—No.

Su garganta estaba seca mientras se deslizaba por el agujero, sintiendo la comprimida arena raspar contra sus manos. Paul se inclinó y tiró de su brazo. Se irguió a su lado, sobre una llanura desértica iluminada por las estrellas. Miró a su alrededor. La arena había llenado casi por completo la hondonada donde se encontraban, de la que sólo emergía una pequeña cresta rocosa. Miró más lejos, hacia la oscuridad, sondeando la noche con sus adiestrados sentidos.

Ruido de pequeños animales.

Pájaros.

Una catarata de arena desmoronándose y el sonido de unos gemidos ahogados bajo ella.

Paul deshinchó la tienda y tiró de ella, recuperándola.

La luz de las estrellas bastaba apenas para iluminar débilmente el paisaje, cargándolo de sombras amenazadoras. Miró hacia los profundos pozos de oscuridad.

La oscuridades un recuerdo ciego, pensó. Uno aguza los oídos en busca de hordas salvajes, de los gritos de aquellos que han cazado a nuestros antepasados en un tiempo tan lejano que sólo nuestras células más primitivas lo recuerdan. El oído ve, el olfato ve.

Un instante después, Paul se reunió con ella.

—Duncan me dijo que, si era capturado, resistiría… tanto como pudiera —dijo—. Debemos irnos ya. —Echó la mochila a su hombro, atravesó la hondonada recubierta de arena, escaló una arista que dominaba la inmensa extensión del desierto.

Jessica le siguió automáticamente, consciente de vivir a través de las órbitas de su hijo.

Puesto que ahora mi dolor es más pesado que las arenas de los mares, pensó. Este mundo me ha vaciado por completo menos del más antiguo de los destinos: la vida del mañana. Ahora vivo únicamente para mi joven Duque y para la hija que llevo dentro.

Sintió como la arena se hundía bajo sus pies, a medida que avanzaba al lado de Paul.

Su hijo miraba hacia el norte, a través de una barrera rocosa, estudiando unas distantes escarpaduras.

El perfil del farallón rocoso se parecía a una antigua nave de batalla flotando en el mar, delineada contra las estrellas. Su airosa forma parecía ser arrastrada por alguna invisible ola, con sus antenas girando en un zumbido cadencioso, sus chimeneas inclinadas hacia atrás, una torreta en forma de P, elevándose a popa.

Un relámpago naranja estalló sobre aquella silueta, y una línea de brillante púrpura fue a su encuentro, cortando la noche.

¡Otra línea púrpura!

¡Y Otro relámpago naranja elevándose!

Era como una antigua batalla naval, el recuerdo de un duelo de artillería. Se inmovilizaron, fascinados por el espectáculo.

—Columnas de fuego —susurró Paul.

Un anillo de ojos rojizos se elevó por encima de las distantes rocas. Líneas púrpuras se entrecruzaron en el cielo.

—Chorros de rayos y descargas láser —dijo Jessica.

La primera luna de Arrakis, roja a través del polvo, se elevó por encima del horizonte a su izquierda, y a su luz pudieron ver el camino trazado por la tormenta… y el rastro de un movimiento sobre el desierto.

—Son los tópteros de los Harkonnen dándonos cazas —dijo Paul—. El modo como están arrasando el desierto… parece como si quisieran estar seguros de destruir cualquier cosa que encuentren… como cuando uno destruye un nido de insectos.

—O un nido de Atreides —dijo Jessica.

—Tenemos que ponernos a cubierto —dijo Paul—. Avanzaremos hacia el sur, al amparo de las rocas. Si nos sorprendieran al abierto… —se volvió, ajustando la mochila a sus hombros—. Están matando cualquier cosa que se mueva.

Dio un paso a lo largo de la cresta rocosa y, en aquel instante, oyó un leve silbido y vio las negras sombras de los ornitópteros que planeaban encima de ellos.

CAPÍTULO XXIV

Mi padre me dijo en una ocasión que el respeto por la verdad es casi el fundamento de toda moral. «Nada puede surgir de la nada», dijo. Y esto es un profundo pensamiento si uno concibe hasta qué punto puede ser inestable «la verdad».

De «Conversaciones con Muad’Dib», por la Princesa Irulan.


—Siempre me he vanagloriado de ver las cosas como realmente son —dijo Thufir Hawat—. Esta es la maldición del Mentat. Uno no puede impedir analizar los datos.

El viejo y curtido rostro parecía calmado en la penumbra que precedía al alba, mientras hablaba. Sus labios manchados de safo eran una línea recta de la que irradiaban arrugas verticales.

El hombre embozado acuclillado en la arena ante él permaneció silencioso, insensible en apariencia a sus palabras.

Ambos se hallaban bajo una cornisa rocosa que dominaba un vasto sink. La luz del alba se difundía sobre las accidentadas rocas, tiñendo de rosa toda la depresión. Hacía frío bajo la cornisa, un frío seco y penetrante dejado tras de si por la noche. Se habían levantado algunas ráfagas de viento cálido poco antes del amanecer, pero ahora volvía a hacer frío. Los pocos soldados, los últimos residuos de sus fuerzas, castañeteaban los dientes.

El hombre acuclillado ante Hawat era un Fremen que se había reunido con él, atravesando el sink, a las primeras luces del alba, deslizándose literalmente por la arena, ocultándose entre las dunas, apenas visible.

El Fremen tendió un dedo sobre la arena, entre ellos, y dibujó una figura. Parecía un cuenco, con una flecha surgiendo de él.

—Hay muchas patrullas Harkonnen —dijo. Alzó el dedo y señaló hacia lo alto, hacia las rocas de las cuales habían descendido Hawat y sus hombres.

Hawat asintió.

Muchas patrullas. Sí.

Pero no sabía aún lo que quería el Fremen, y esto le irritaba. El adiestramiento Mentat se suponía que proporcionaba a un hombre el poder de leer las motivaciones.

Aquella noche que terminaba era la peor de toda la vida de Hawat. Se encontraba en Tsimpo, un poblado de guarnición, puesto avanzado de la antigua capital, Carthag, cuando habían llegado los primeros informes del ataque. Al principio, había pensado:

No es más que una incursión. Los Harkonnen están poniéndonos a prueba.

Pero los informes se habían ido sucediendo, cada vez más aprisa.

Dos legiones desembarcadas en Carthag.

Cinco legiones -¡cincuenta brigadas!- atacando la base principal del Duque en Arrakeen.

Una legión en Arsunt.

Dos grupos de combate en Roca Astillada.

Después, los informes se hicieron más detallados: había Sardaukar Imperiales entre los atacantes… probablemente dos legiones. Y quedó claro que los invasores sabían con precisión los puntos que debían atacar. ¡Con precisión! Un magnífico servicio de espionaje.

La furia de Hawat creció hasta casi amenazar sus capacidades de Mentat. La magnitud del ataque había golpeado su mente con una violencia casi física.

Ahora, oculto bajo una roca en alguna parte del desierto, inclinó la cabeza y se envolvió en su destrozada túnica para aislarse de las frías sombras.

La magnitud del ataque.

Siempre había esperado que sus enemigos fletarían un transporte de la Cofradía para realizar algunas incursiones de tanteo. Era un proceso muy usual en cualquier guerra entre dos Casas.

Los transportes llegaban y partían regularmente de Arrakis para cargar la especia de la Casa de los Atreides. Hawat había tomado sus precauciones contra las incursiones sorpresa de los falsos transportes de especia. E incluso para un ataque masivo, nunca había esperado más de diez brigadas.

Pero según los últimos cálculos había más dedos mil naves sobre Arrakis… no tan sólo transportes, sino también fragatas, exploradoras, monitoras, cruceros, acorazados, transportes de tropas, cargos…

Más de cien brigadas… ¡diez legiones!

Todos los beneficios de la especia de Arrakis durante cincuenta años apenas bastarían para cubrir los gastos de tal aventura.

Apenas bastarían.

He subestimado lo que el Barón estaba dispuesto a gastar para atacarnos, pensó Hawat. He fallado a mi Duque.

Y además había la traición.

¡Viviré para verla estrangulada!, se dijo. Tenía que haber matado a esa bruja Bene Gesserit cuando tuve la oportunidad. No había duda en su mente acerca de dónde había partido la traición… Dama Jessica. Concordaba con todos los datos en su poder.

—Tu hombre Gurney Halleck y parte de sus fuerzas están a salvo entre nuestros amigos contrabandistas —dijo el Fremen.

—Bien.

Así Gurney podrá escapar de este planeta infernal. No habremos caído todos.

Hawat miró hacia lo que quedaba de sus hombres. Eran trescientos al empezar la noche, de entre los mejores. Ahora quedaban apenas una veintena, la mitad de ellos heridos. Algunos dormían, de pie, apoyados contra la roca o echados en la arena al resguardo de la cornisa. Su último tóptero, que habían usado como vehículo terrestre para transportar a los heridos, había dejado de funcionar poco antes del alba. Lo habían cortado a piezas con los láser, ocultando los más pequeños fragmentos, y continuado su camino hasta aquel refugio, al borde de la depresión.

Hawat tenía tan sólo una vaga idea de suposición… unos doscientos kilómetros al sudeste de Arrakeen. Los caminos más transitados entre las comunidades sietch de la Muralla Escudo pasaban por algún lado más al sur.

El Fremen frente a Hawat se echó a los hombros la capucha y el gorro de su destiltraje, revelando un cabello y una barba del color de la arena. Los cabellos, peinados hacia atrás, revelaban una frente alta y estrecha. Sus insondables ojos tenían el característico color azul debido a la especia. A un lado de la boca, su barba y su bigote estaban aplastados por la depresión del tubo que surgía de los tampones de su nariz.

El hombre se quitó los tampones y los ajustó. Se frotó una cicatriz al lado de su nariz.

—Si atraviesas el sink esta noche —dijo el Fremen— no uses los escudos. Hay una brecha en la pared… —giró sobre sus talones y señaló hacia el sur—… allí, y luego una extensión abierta de arena hasta el erg. Los escudos podrían atraer a un… —vaciló— …gusano. No suelen venir por aquí, pero un escudo los atrae siempre.

Ha dicho gusano, pensó Hawat. Pero iba a decir alguna otra cosa. ¿Y qué es lo que espera de nosotros?

Hawat suspiró.

Nunca se había sentido tan cansado. Experimentaba en todos sus músculos un dolor que ninguna píldora energética podría aplacar.

¡Aquellos condenados Sardaukar!

Lleno de amargura, pensó en aquellos fanáticos soldados y en la traición Imperial que representaban. Pero su evaluación Mentat de los hechos le revelaba las escasas posibilidades que tenía de probar aquella traición ante el Alto Consejo del Landsraad, por lo que nunca se haría justicia.

—¿Deseas reunirte con los contrabandistas? —preguntó el Fremen.

—¿Es posible?

—El camino es largo.

«A los Fremen no les gusta decir que no», había dicho Idaho en una ocasión.

—Todavía no me has dicho si tu pueblo puede ayudar a mis heridos —dijo Hawat.

—Están heridos.

¡Cada vez esta maldita respuesta!

—¡Sé que están heridos! —restalló Hawat—. No es esto lo…

—Paz, amigo —amonestó el Fremen—. ¿Qué es lo que dicen tus heridos? ¿Hay alguno entre ellos que esté en condiciones de comprender la necesidad de agua de tu tribu?

—No hemos hablado de agua —dijo Hawat—. Nosotros…

—Puedo comprender tu reluctancia —dijo el Fremen—. Son tus amigos, los hombres de tu tribu. ¿Tenéis agua?

—No la suficiente.

El Fremen hizo un gesto hacia la túnica de Hawat, bajo la cual se veía su piel desnuda.

—Os han sorprendido en vuestro sietch, sin vuestras ropas. Tenéis que tomar una decisión de agua, amigo.

—¿Podemos alquilar vuestra ayuda?

El Fremen se alzó de hombros.

—No tenéis agua —sus ojos recorrieron el grupo de hombres tras Hawat—. ¿De cuántos de tus heridos podrías desprenderte?

Hawat permaneció silencioso, estudiando al hombre. Como Mentat, se daba cuenta de que aquella conversación estaba desfasada. Los sonidos de las palabras no encajaban normalmente.

—Soy Thufir Hawat —dijo—. Puedo hablar en nombre de mi Duque. Firmaré un compromiso a cambio de vuestra ayuda. No pido más que una ayuda limitada, a fin de conservar mis fuerzas para ajustar las cuentas a una traición que se cree más allá de toda venganza.

—¿Pretendes que nos unamos a ti en una vendetta?

—Yo mismo me encargaré de la vendetta. Quiero tan sólo que se me libere de la responsabilidad de mis heridos.

El Fremen frunció el ceño.

—¿Cómo puedes ser tú responsable de tus heridos? Ellos son sus propios responsables. Es el agua lo que importa, Thufir Hawat. ¿Quieres que sea yo quien decida por ti?

El hombre puso su mano en el arma oculta bajo sus ropas.

Thufir se tensó, pensando: ¿Es esta una nueva traición?

—¿Qué es lo que temes? —preguntó el Fremen.

¡Esa gente y su desconcertante franqueza!

—Hay un precio por mi cabeza —pronunció cautelosamente Hawat.

—Ahhh… —el Fremen retiró la mano de su arma—. Nos creéis tan corruptos como los bizantinos. No nos conocéis. Los Harkonnen no tienen bastante agua para corromper al más pequeño de nuestros niños.

Pero han pagado a la Cofradía el pasaje para más de dos mil naves de combate, pensó Hawat. Y la enormidad de tal precio le anonadó.

—Ambos combatimos a los Harkonnen —dijo Hawat—. ¿No deberíamos compartir los problemas y los medios para triunfar en la batalla?

—Los estamos compartiendo —dijo el Fremen—. Os he visto combatir contra los Harkonnen. Sois buenos. En algunos momentos hubiera apreciado la presencia de vuestros brazos a mi lado.

—Dime tan sólo en qué momento deseas que mi brazo te ayude —dijo Hawat.

—¿Quién sabe? —respondió el Fremen—. Hay fuerzas por todos lados. Pero aún no has tomado tu decisión de agua, ni la has sometido a tus heridos.

Debo ser prudente, se dijo Hawat. Hay algo aquí que no comprendo.

—¿Puedes explicarme tus reglas —dijo—, las reglas arrakenas?

—El modo de pensar de un extranjero —dijo el Fremen, y había desprecio en su tono. Señaló hacia el noroeste, al otro lado de la cresta rocosa—. Os hemos observado esta noche, mientras atravesábais la arena —bajó su brazo—. Has hecho marchar a tus fuerzas por el lado deslizante de las dunas. Malo. No tenéis destiltrajes, no tenéis agua. No duraréis mucho.

—No es fácil habituarse a Arrakis —dijo Hawat.

—Cierto. Pero nosotros hemos matado Harkonnen.

—¿Qué hacéis vosotros con vuestros heridos? —pregunto Hawat.

—¿Acaso un hombre no sabe cuándo vale la pena de ser salvado? —respondió el Fremen—. Tus heridos saben que no tenéis agua. —Inclinó la cabeza y lanzó una oblicua mirada a Hawat—. Está claro que este es el momento de tomar la decisión de agua. Heridos y no heridos deben pensar en el futuro de la tribu.

El futuro de la tribu, pensó Hawat. La tribu de los Atreides.

Hay un sentido en esto. Se obligó a sí mismo a hacer la pregunta que había eludido hasta aquel momento.

—¿Sabes algo de mi Duque o de su hijo?

—¿Saber? —los ojos azules miraron insondables a Hawat.

—¡Su suerte! —restalló Hawat.

—La suerte es la misma para todos —dijo el Fremen—. Tu Duque, por lo que se dice, ha encontrado la suya. En cuanto al Lisan al-Gaib, su hijo, está en las manos de Liet. Y Liet no ha dicho nada.

Conocía la respuesta antes de haber formulado la pregunta, pensó Hawat.

Miró a sus hombres. Ahora todos estaban despiertos. Habían oído. Miraban fijamente a través de la arena, y sus pensamientos podían leerse claramente: nunca regresarían a Caladan, y Arrakis estaba ya perdido.

Hawat se volvió de nuevo hacia el Fremen.

—¿Tienes noticias de Duncan Idaho?

—Estaba en la gran casa cuando cayó el escudo —dijo el Fremen—. Esto es lo que he oído decir… nada más.

Ella fue quien desactivó el escudo y dejó entrar a los Harkonnen, pensó. Soy yo quien esta vez daba la espalda a la puerta. ¿Cómo ha podido hacer esto, actuar contra su propio hijo? Pero… ¿quien sabe lo que piensa una bruja Bene Gesserit… si uno puede llamar a eso pensar?

Hawat intentó tragar saliva en su reseca garganta.

—¿Cuándo sabrás algo acerca del muchacho?

—Sabemos poco de lo que ocurre en Arrakeen —dijo el Fremen. Se alzó de hombros—. ¿Quién sabe?

—¿Tienes algún medio de saberlo?

—Quizá. —El Fremen se rascó la cicatriz al lado de su nariz —. Dime, Thufir Hawat, ¿sabes algo de las armas pesadas que han usado los Harkonnen?

La artillería, pensó amargamente Hawat. ¿Quién hubiera pensado en usar la artillería en estos días de escudos?

—Te refieres a la artillería que han usado para atrapar a nuestros hombres en las cavernas —dijo—. Tengo… un conocimiento teórico de esas armas explosivas.

—Todo hombre que se refugia en una caverna con una sola salida merece la muerte —dijo el Fremen.

—¿Por qué me has preguntado acerca de esas armas?

—Liet quiere saber.

¿Es esto entonces lo que espera de nosotros?, se preguntó Hawat.

—¿Has venido a informarte acerca de esos grandes cañones? —dijo.

—Liet quiere examinar por sí mismo una de esas armas.

—En ese caso, no tenéis más que ir y tomar una —se burló Hawat.

—Si —dijo el Fremen—. Hemos tomado una. La hemos ocultado allá donde Stilgar pueda estudiarla para Liet y donde Liet pueda verla con sus propios ojos si lo desea. Pero dudo que quiera: el arma no es de las mejores. Es mediocre para Arrakis.

—¿Habéis… habéis tomado una? —preguntó Hawat.

—Fue un buen combate —dijo el Fremen—. Sólo perdimos dos hombres, pero derramamos el agua de más de doscientos de ellos.

Había Sardaukars en cada cañón, pensó Hawat. ¡Este loco del desierto dice tranquilamente que sólo han perdido dos hombres contra los Sardaukar!

—No hubiéramos perdido a esos dos de no haber sido por aquellos otros que combatían con los Harkonnen —dijo el Fremen—. Algunos de ellos eran bravos guerreros.

Uno de los hombres de Hawat se acercó cojeando y se inclinó observando al Fremen.

—¿Estás hablando de los Sardaukar?

—Está hablando de los Sardaukar —dijo Hawat.

—¡Sardaukar! —dijo el Fremen, y su voz se llenó de alegría —. ¡Ahhh… eso es lo que eran! Entonces, fue una magnífica noche. Sardaukar. ¿De qué legión? ¿Lo sabes?

—Nosotros… lo ignoramos —dijo Hawat.

—Sardaukar —reflexionó el Fremen—. Pero llevaban uniformes Harkonnen. ¿No es eso extraño?

—El Emperador no quiere que se sepa que combate contra una Gran Casa —dijo Hawat.

—Pero tú sabes que son Sardaukar.

—¿Quién soy yo? —dijo amargamente Hawat.

—Tú eres Thufir Hawat —dijo el hombre flemáticamente—. Bien, de todos modos también hubiéramos terminado sabiéndolo. Hemos enviado tres prisioneros para que sean interrogados por los hombres de Liet.

El ayudante de Hawat habló lentamente, reflejando la incredulidad en cada palabra:

—¿Vosotros… habéis capturado a los Sardaukar?

—Sólo tres —dijo el Fremen—. Luchan bien.

Si al menos hubiésemos tenido tiempo para aliarnos con estos Fremen, pensó Hawat. Fue como un lamento en su interior. Si al menos hubiésemos podido adiestrarlos y armarlos. ¡Gran Madre, qué fuerza hubieran sido!

—Quizá es tu preocupación por el Lisan al-Gaib lo que te hace vacilar —dijo el Fremen—. Si es realmente el Lisan al- Gaib, nada puede tocarle. No pierdas tu tiempo por algo que aún no ha sido probado.

—Yo sirvo a… al Lisan al-Gaib —dijo Hawat—. Su seguridad es mi preocupación. Me he consagrado a mi mismo a ello.

—¿Te has consagrado a su agua?

Hawat miró a su ayudante, que seguía estudiando fijamente al Fremen, y volvió su atención a la figura acuclillada.

—A su agua, sí.

—¿Deseas volver a Arrakeen, al lugar de su agua?

—A… sí, al lugar de su agua.

—¿Por qué no has dicho al principio que era un asunto de agua? —el Fremen se levantó, ajustando firmemente sus tampones en la nariz.

Hawat hizo una seña con la cabeza hacia su ayudante para que volviera con los demás. Con un cansado encogimiento de hombros, el otro obedeció: Hawat le oyó murmurar algo para si mismo.

—Siempre hay un camino que conduce al agua —dijo el Fremen.

Un hombre lanzó un juramento a espaldas de Hawat. Su ayudante llamó:

—¡Thufir! Arkie acaba de morir.

El Fremen se llevó el puño al oído.

—¡El vínculo del agua! ¡Es un signo! —Miró a Hawat—. Hay un lugar aquí cerca para aceptar el agua. ¿Debo llamar a mis hombres?

El ayudante regresó al lado de Hawat.

—Thufir —dijo—, un par de hombres han dejado a sus mujeres en Arrakeen. Ellos… ya podéis imaginar lo que representa en estos momentos.

El Fremen seguía apretando su puño contra su oído.

—¿Es el vínculo del agua, Thufir Hawat? —inquirió.

La mente de Hawat trabajaba furiosamente. Ahora comprendía el sentido de las palabras del Fremen, pero temía la reacción de sus extenuados hombres, bajo el saliente rocoso, cuando lo supieran.

—El vínculo del agua —dijo Hawat.

—Deja que nuestras tribus se unan —dijo el Fremen, y bajó el puño.

Como si esto fuera una señal, cuatro hombres surgieron de las rocas encima de ellos. Saltaron bajo la cornisa, envolvieron al hombre muerto en un amplio lienzo, lo levantaron y se fueron corriendo con él, a lo largo de la pared rocosa a su derecha. Sus pasos alejándose alzaron nubecillas de polvo.

Todo hubo terminado antes de que los exhaustos hombres de Hawat se dieran cuenta de lo que ocurría. El grupo con el muerto que oscilaba como un saco dentro del lienzo había desaparecido tras unas rocas.

Uno de los hombres de Hawat gritó:

—¿Dónde llevan a Arkie? Estaba…

—Se lo llevan para… enterrarlo —dijo Hawat.

—¡Los Fremen no entierran a sus muertos! —barbotó el hombre—. No intentéis engañarnos, Thufir. Sabemos lo que hacen con ellos. Arkie era uno de…

—El Paraíso está asegurado para aquellos hombres que mueren al servicio del Lisan al-Gaib —dijo el Fremen—. Si es cierto que servís al Lisan al-Gaib como habéis dicho, ¿por qué lamentaros? El recuerdo de aquél que ha muerto vivirá para siempre.

Pero los hombres de Hawat avanzaron, con coléricas miradas en sus rostros. Uno de ellos había capturado una pistola láser. La blandió.

—¡Quieto dónde estáis! —restalló Hawat. Luchó contra la dolorosa fatiga que se apoderaba de todos sus músculos—. Esa gente respeta a nuestros muertos. Sus costumbres son distintas de las nuestras, pero tienen el mismo significado.

—Van a extraerle a Arkie toda su agua —gruñó el hombre del láser.

—¿Tal vez tus hombres desean asistir a la ceremonia? — preguntó el Fremen.

No comprende el problema, pensó Hawat. La ingenuidad del Fremen era estremecedora.

—Están alterados por la muerte de un respetado camarada — dijo Hawat.

—Trataremos a vuestro camarada con el mismo respeto que si fuera uno de los nuestros —dijo el Fremen—. Este es el vinculo del agua. Conocemos los ritos. La carne de un hombre le pertenece; el agua pertenece a la tribu.

Hawat habló rápidamente, mientras el hombre de la pistola láser avanzaba otro paso:

—¿Ahora ayudaréis a nuestros heridos?

—No se discute el vínculo —dijo el Fremen—. Haremos por vosotros lo que una tribu hace por sus propios miembros. Ante todo os vestiremos y proveeremos a vuestras necesidades.

El hombre de la pistola láser vaciló.

—¿Estamos comprando vuestra ayuda con… el agua de Arkie? —dijo el ayudante de Hawat.

—No compramos nada —dijo Hawat—. Nos aliamos a esa gente.

—Son otras costumbres —dijo uno de sus hombres.

Hawat empezó a relajarse.

—¿Y nos ayudarán a llegar hasta Arrakeen?

—Mataremos a los Harkonnen —dijo el Fremen. Sonrió—. Y a los Sardaukar —dio un paso atrás, puso sus manos en copa detrás de su oído, volvió la cabeza y escuchó. Después bajó las manos y dijo—: Se acerca una máquina volante. Ocultáos bajo la roca y permaneced inmóviles.

Hawat hizo un gesto imperativo, y sus hombres obedecieron.

El Fremen sujetó a Hawat por el brazo y le empujó con los demás.

—Combatiremos cuando llegue el tiempo de combatir —dijo. Metió su mano bajo sus ropas y extrajo una pequeña jaula, sacando una pequeña criatura de ella.

Hawat reconoció un minúsculo murciélago. El animalillo volvió la cabeza, y Hawat vio que tenía los ojos enteramente azules.

El Fremen acarició al murciélago, calmándolo, susurrándole cosas. Se inclinó hacia la cabeza del animal, dejando que una gota de saliva cayera en la boca abierta del murciélago. El murciélago desplegó sus alas, pero permaneció en la mano abierta del Fremen. El hombre tomó un pequeño tubo, lo apoyó en la cabeza del animal, y habló algo en su otro extremo; luego, elevó la mano y lanzó al aire la criatura.

El murciélago aleteó y desapareció tras las rocas.

El Fremen cerró la caja y la metió bajo sus ropas. Inclinó de nuevo la cabeza hacia atrás, escuchando.

—Están rastreando las tierras altas —dijo—. Habría que preguntarse lo que están buscando allí.

—Saben que nos hemos retirado en esa dirección —dijo Hawat.

—Uno no tiene por qué presumir que es el único objetivo de una caza —dijo el Fremen—. Mira al otro lado de la depresión. Verás algo.

Pasó un tiempo.

Algunos de los hombres de Hawat comenzaron a agitarse, murmurando.

—Permaneced silenciosos como animales asustados — susurró el Fremen.

Hawat discernió un movimiento en las rocas al otro lado… manchas confusas del mismo color que la arena.

—Mi pequeño amigo ha llevado el mensaje —dijo el Fremen —. Es un buen mensajero… tanto de día como de noche. Me dolería perderlo.

El movimiento al otro lado del sink cesó. A lo largo de los cuatro o cinco kilómetros de arena no hubo nada, excepto el calor del día cada vez más sofocante… y el estremecimiento del tórrido aire.

—Permaneced silenciosos ahora —susurró el Fremen.

Una hilera de indistintas figuras emergió de una hendidura en las rocas del lado opuesto, avanzando trabajosamente a través del sink. A Hawat le parecieron Fremen, pero andaban de una forma curiosamente torpe. Contó seis hombres moviéndose con paso incierto entre las dunas.

El batir de las alas de un ornitóptero sonó alto, a la izquierda tras el grupo de Hawat. El aparato surgió de la escarpadura encima de ellos… un tóptero Atreides con los colores de batalla. El tóptero entró en picado en dirección a los hombres que estaban atravesando el sink.

El grupo se detuvo en lo alto de una colina, agitando los brazos. El tóptero describió un círculo por encima de ellos en una cerrada curva, posándose después bruscamente ante los Fremen, envuelto en una nube de polvo. Cinco hombres surgieron del tóptero, y Hawat vio el relucir de los escudos rechazando la arena y, en sus movimientos, la despiadada eficiencia de los Sardaukar.

—¡Aiiihh! Están usando sus estúpidos escudos —silbó el Fremen al lado de Hawat. Miró a través de la abertura hacia el sur del sink.

—Son Sardaukar —murmuró Hawat.

—Bien.

Los Sardaukar se aproximaban al pequeño grupo inmóvil de los Fremen, rodeándoles en un semicírculo. El sol destellaba en las hojas de sus armas. Los Fremen aguardaron en un grupo compacto, aparentemente indiferentes.

Bruscamente, la arena alrededor de los dos grupos vomitó Fremen. Rodearon el ornitóptero, penetraron en su interior. Donde los dos grupos se juntaron, en la cima de la duna, una espesa nube de polvo ocultó lo que estaba ocurriendo.

Poco después, la nube se desvaneció. Sólo los Fremen permanecían en pie.

—Había tan sólo tres hombres en su tóptero —dijo el Fremen detrás de Hawat—. Ha sido una suerte. Lo hemos capturado sin dañarlo.

Detrás de Hawat, uno de sus hombres jadeó:

—¡Eran Sardaukar!

—¿Has observado cómo se batían? —preguntó el Fremen.

Hawat inspiró profundamente. Sintió polvo ardiente a su alrededor, el intenso calor, la sequedad. También había sequedad en su voz cuando dijo:

—Sí, se batían bien, por supuesto.

El tóptero capturado se elevó con un gran batir de alas, giró hacia el sur, tomando altura y velocidad, y replegó sus alas.

Así que esos Fremen también saben conducirlos tópteros, pensó Hawat.

En la distante duna, un Fremen agitó un cuadrado de tela verde: una… dos veces.

—¡Llegan más! —exclamó el Fremen junto a Hawat—. Estad preparados. Esperaba que podríamos irnos sin más inconvenientes.

¡Inconvenientes!, pensó Hawat.

Vio a otros dos tópteros aparecer por el oeste, a gran altura, precipitándose hacia la extensión de arena de donde había desaparecido repentinamente toda huella de los Fremen. Sólo ocho manchas azules —los cuerpos de los Sardaukar con uniformes Harkonnen— permanecían en el lugar del combate.

Otro tóptero sobrevoló la cresta por encima de Hawat, que se sobresaltó al verlo: era un gran transporte de tropas. Se desplazaba lentamente, con las alas desplegadas, revelando lo pesado de la carga que acarreaba… como un gigantesco pájaro que volviera a su nido.

En la distancia, el dedo púrpura de un láser surgió de uno de los ornitópteros en picado. Rastreó el suelo, levantando surtidores de arena.

—¡Los cobardes! —gruñó el Fremen al lado de Hawat.

El transporte de tropas sobrevoló la arena junto a los cuerpos vestidos de azul. Sus alas batieron enérgicamente el aire, frenándolo con brusquedad.

La atención de Hawat fue atraída por un reflejo del sol en una superficie metálica, un tóptero picando con toda la potencia de sus motores, con las alas replegadas a sus costados, sus chorros una dorada llama contra el gris plateado del cielo. Picó como una flecha contra el transporte de tropas, cuyo escudo estaba inactivo a causa de los lásers que operaban a su alrededor. Lo embistió de lleno.

Un llameante trueno sacudió toda la depresión. Bloques de roca cayeron de las paredes a su alrededor. Un geiser rojo anaranjado surgió hacia el cielo del lugar donde estaban aterrizando el transporte y los otros tópteros… todo desapareció en aquel horno.

Los Fremen que estaban a bordo del tóptero capturado, pensó Hawat. Se han sacrificado deliberadamente para destruir ese transporte. ¡Gran Madre! ¿Qué son esos Fremen?

—Un intercambio razonable —dijo el Fremen junto a Hawat —. Debía haber trescientos hombres en ese transporte. Ahora debemos ocuparnos de su agua y hacer planes para procurarnos otro aparato. —Salió del abrigo de entre las rocas.

Una lluvia de uniformes azules cayó sobre ellos desde lo alto de la cornisa, flotando con la lentitud de los suspensores graduados al mínimo. Hawat tuvo tiempo de darse cuenta de que eran Sardaukar, rostros despiadados en el frenesí de la batalla, que no llevaban escudos, y que cada uno de ellos empuñaba un cuchillo en una mano y un aturdidor en la otra.

Uno de ellos lanzó un cuchillo que se enterró en la garganta del Fremen compañero de Hawat, arrojándolo hacia atrás, el rostro distorsionado por una mueca. Hawat tuvo apenas tiempo de sacar su cuchillo antes de que el proyectil de un aturdidor lo sumergiera en las más profundas tinieblas.

CAPÍTULO XXV

Muad’Dib podía realmente ver el Futuro, pero hay que comprender que su poder era limitado. Pensad en la vista. Uno tiene los ojos, pero no puede ver sin luz. Si uno está en el fondo de un valle, no puede ver más allá de este valle. Igualmente, Muad’Dib no podía mirar siempre en el misterioso terreno del futuro. Nos dice que cualquier oscura decisión profética, tal vez la elección de una palabra en lugar de otra, puede cambiar totalmente el aspecto del futuro. Nos dice: «La visión del tiempo se convierte en una puerta muy estrecha.» Y él siempre huía de la tentación de escoger un camino claro y seguro, advirtiendo: «Este sendero conduce inevitablemente al estancamiento».

De «El despertar de Arrakis», por la Princesa Irulan.


Cuando los ornitópteros surgieron en el cielo nocturno sobre ellos, Paul aferró a Jessica por un brazo.

—¡No te muevas! —advirtió.

Cuando pudo ver claramente el aparato que iba en cabeza a la luz de la luna, la forma en que agitaba las alas para tomar tierra le reveló que temerarias manos movían los controles.

—Es Idaho —susurró.

El aparato y sus compañeros se posaron en la hondonada como una bandada de pájaros regresando al nido. Idaho saltó fuera de su tóptero y corrió hacia ellos antes incluso de que la nube de polvo se posara de nuevo. Dos figuras vestidas con ropas Fremen le siguieron. Paul reconoció una: el alto e inconfundible Kynes.

—¡Por aquí! —dijo Kynes, desviándose hacia la izquierda.

Detrás de Kynes, otros Fremen desplegaban lonas por encima de sus ornitópteros. Los aparatos se convirtieron en una hilera de dunas.

Idaho se detuvo ante Paul y saludó:

—Mi señor, los Fremen tienen un refugio temporal cerca de donde nosotros…

—¿Qué está ocurriendo allá?

Paul señaló hacia el combate en la distante barrera rocosa… las llamaradas de los chorros, los rayos púrpura de los láser entrecruzándose en el desierto.

Una extraña sonrisa rozó la redonda y plácida faz de Idaho.

—Mi Señor… les he preparado una pequeña sor…

Un resplandor blanco, cegador, inundó el desierto, tan intenso como el sol, proyectando sus sombras sobre las rocas. En un solo movimiento, Idaho aferró el brazo de Paul con una mano y el hombro de Jessica con la otra, empujándoles hacia el fondo de la hondonada. Rodaron por la arena al tiempo que el trueno de la explosión resonaba encima de sus cabezas. La onda expansiva arrancó los fragmentos de roca de la escarpadura que habían abandonado hacía un momento.

Idaho se sentó, sacudiéndose la arena de encima.

—¡No, las atómicas familiares! —dijo Jessica—. Creía…

—Dejaste un escudo allá —dijo Paul.

—Uno grande, conectado a toda su potencia —dijo Idaho—. El rayo de un láser lo ha tocado… —se alzó de hombros.

—Fusión subatómica —dijo Jessica—. Es un arma peligrosa.

—No es un arma, mi Dama, tan sólo una defensa. Esos canallas se lo pensarán dos veces, a partir de ahora, antes de usar de nuevo un láser.

Los Fremen de los ornitópteros se detuvieron a su alrededor. Uno de ellos dijo en voz baja:

—Debemos ponernos a cubierto, amigos.

Paul se levantó, mientras Idaho ayudaba a Jessica a hacer lo mismo.

—Esta explosión va a atraer considerable atención. Señor — dijo Idaho.

Señor, pensó Paul. La palabra tenía un sonido extraño dirigida a él. Señor había sido siempre su padre.

Se sintió tocado por un breve instante por sus prescientes poderes. Y se vio presa de aquella salvaje consciencia racial que estaba conduciendo al universo humano hacia el caos. La visión le sacudió, y dejó que Idaho le condujera a lo largo del borde de la hondonada hacia una proyección rocosa. Los Fremen estaban abriendo allí un camino en la arena con sus compresores estáticos.

—¿Puedo tomar vuestra mochila, Señor? —preguntó Idaho.

—No pesa, Duncan —dijo Paul.

—No lleváis escudo corporal —dijo Idaho—. ¿Queréis el mío? —echó una ojeada a la distante barrera—. No creo que sigan utilizando los láser, al menos por el momento.

—Guarda tu escudo, Duncan. Tu brazo derecho es un escudo suficiente para mi.

Jessica observó el efecto de la alabanza, cómo Idaho se acercaba más a Paul, y pensó: Mi hijo sabe como tratar a los suyos.

Los Fremen apartaron un bloque rocoso que cerraba un pasaje que se hundía hacia la base misma de la montaña. Una lona de camuflaje había sido preparada para cubrir la abertura.

—Por aquí —dijo uno de los Fremen, y los condujo por una escalera tallada en la roca hacia las tinieblas.

Tras ellos, la lona cayó sobre el claro de luna. Una débil luz verdosa apareció ante ellos, revelando los peldaños y las paredes de roca, un giro hacia la izquierda. Embozados Fremen los rodeaban por todos lados, empujándolos hacia adelante. Giraron el ángulo, enfrentándose a otro pasaje que seguía descendiendo. Finalmente desembocaron en una cámara subterránea de paredes burdamente talladas en la roca.

Kynes estaba de pie frente a ellos, con la capucha de su jubba echada sobre los hombros. El cuello de su destiltraje relucía a la verdosa luz. Sus largos cabellos y su barba estaban despeinados. Sus azules ojos, sin blanco, eran dos oscuros pozos bajo sus espesas cejas.

En el momento del encuentro, Kynes pensó: ¿Por qué estoy ayudando a esa gente? Es lo más peligroso que haya hecho nunca. Podría significar mi pérdida junto con la de ellos.

Después miró directamente a Paul, viendo a un muchacho que acababa de asumir su pesada carga de adulto, escondiendo su dolor, olvidándolo todo excepto la posición que debería asumir en el futuro… el ducado. Y Kynes captó en aquel momento que el ducado existía aún gracias a ese muchacho, y que no era algo que pudiera tomarse a la ligera.

Jessica miró en torno por toda la cámara, registrándola con sus sentidos a la Manera Bene Gesserit… un laboratorio, un lugar civil lleno de ángulos y de aristas cortados al modo antiguo.

—Esta es una de las Estaciones Ecológicas Experimentales Imperiales que quería mi padre como bases de avanzada —dijo Paul.

¡Que quería su padre!, pensó Kynes.

Y se preguntó de nuevo: ¿Soy tan imbécil como para ayudar a esos fugitivos? ¿Por qué lo estoy haciendo? Sería tan fácil capturarlos y comprar con ellos la confianza de los Harkonnen.

Paul imitó el ejemplo de su madre, inspeccionando la cámara con la mirada, viendo el banco de trabajo a un lado, las paredes de piedra bastamente talladas. Había instrumentos alineados en el banco… diales luminosos, separadores electrostáticos de los cuales surgían tubos de vidrio acanalado. El lugar estaba impregnado de un fuerte olor a ozono.

Algunos de los Fremen se movían en torno a un rincón disimulado de la estancia y de allí llegaban algunos sonidos… el pulsar de una máquina, chirridos de correas y de engranajes.

Paul vio al fondo de la cámara algunas jaulas con pequeños animales en su interior, apiladas contra la pared.

—Habéis identificado correctamente este lugar —dijo Kynes —. ¿Para qué lo utilizaríais, Paul Atreides?

—Para hacer este planeta habitable a los seres humanos — dijo Paul.

Quizá es por esto por lo que les ayudo, pensó Kynes.

Los sonidos de la máquina se interrumpieron bruscamente y hubo un silencio. Se oyó el chillido de un animal en las jaulas. Luego cesó de pronto, como avergonzado.

Paul volvió de nuevo su atención a las jaulas, observando que los animales era murciélagos con las alas de color pardo. Un alimentador automático se extendía a través de la pared junto a las jaulas.

Un Fremen emergió del rincón disimulado y le habló a Kynes:

—Liet, el equipo del generador de campo no funciona. No puedo esconder nuestra presencia a los detectores de proximidad.

—¿Puedes repararlo? —preguntó Kynes.

—No inmediatamente. Las piezas de recambio… —El hombre se alzó de hombros.

—Sí —dijo Kynes—. Entonces nos las arreglaremos sin máquinas. Conecta a la superficie una bomba manual para el aire.

—En seguida —el hombre se alejó apresuradamente. Kynes se volvió hacia Paul.

—Me gusta vuestra respuesta —dijo.

Jessica notó el timbre cálido en la voz del hombre. Era una voz noble, acostumbrada a mandar. Y el otro hombre le había llamado Liet. Liet era su alter ego Fremen, el otro rostro del tranquilo planetólogo.

—Os estamos muy reconocidos por vuestra ayuda, doctor Kynes —dijo.

—Hummm… ya veremos —dijo Kynes. Hizo una inclinación de cabeza hacia uno de sus hombres—. Café de especia en mis habitaciones, Shamir.

—Inmediatamente, Liet —dijo el hombre.

Kynes señaló hacia una arcada abierta en la pared de la cámara.

—Por favor.

Jessica asintió dignamente antes de seguirle. Vio a Paul hacerle una seña a Idaho, indicándole que montara guardia.

El pasadizo, de una profundidad de dos pasos, se abría a través de una pesada puerta a una pieza cuadrada iluminada por globos dorados. Jessica pasó su mano por la superficie de la puerta y descubrió con sorpresa que era de plastiacero.

Paul dio tres pasos en la estancia y dejó caer la mochila al suelo. Oyó la puerta tras él, y estudió el lugar: unos ocho metros por lado, paredes de roca natural, color ocre, una serie de archivadores metálicos a su derecha. Un escritorio bajo con superficie de vidrio de color lechoso constelado de burbujas amarillentas ocupaba el centro de la estancia. Cuatro sillas a suspensor rodeaban el escritorio.

Kynes rodeó a Paul y ofreció una silla a Jessica. Ella se sentó, observando la forma en que su hijo examinaba la estancia.

Paul permaneció de pie el tiempo de otro parpadeo. Una leve anomalía en el flujo del aire de la estancia le reveló que había una salida secreta disimulada en los archivadores metálicos.

—¿Os sentáis, Paul Atreides? —preguntó Kynes.

Cómo evita darme mi título, pensó Paul. Pero aceptó la silla, permaneciendo en silencio mientras Kynes se sentaba a su vez.

—Vos intuís que Arrakis podría ser un paraíso —dijo Kynes —. ¡Sin embargo, como podéis ver, el Imperio nos envía únicamente a sus adiestrados espadachines en busca de la especia!

Paul levantó su pulgar con el sello ducal.

—¿Veis este anillo?

—Sí.

—¿Sabéis su significado?

Jessica se volvió a mirar a su hijo.

—Vuestro padre yace muerto en las ruinas de Arrakeen —dijo Kynes—. Técnicamente, vos sois el Duque.

—Soy un soldado del Imperio —dijo Paul—, técnicamente un espadachín.

El rostro de Kynes se ensombreció.

—¿Incluso cuando los Sardaukar del Emperador permanecen sobre el cuerpo de vuestro padre?

—Los Sardaukar son una cosa, la fuente legal de mi autoridad, otra —dijo Paul.

—Arrakis tiene su propia manera de decidir a quién concede la autoridad —dijo Kynes.

Y Jessica, volviéndose a mirarle, pensó: Hay acero en este hombre, pero nadie ha conseguido templarlo aún… y nosotros tenemos necesidad de acero. Paul se está librando a un juego peligroso.

—La presencia de los Sardaukar en Arrakis —dijo Paul— indica hasta qué punto nuestro bienamado Emperador temía a mi padre. Ahora soy yo quién le dará al Emperador Padishah razones para temer el…

—Muchacho —dijo Kynes—, hay cosas que vos…

—Dirigios a mí como Señor o mi Señor —dijo Paul.

Suavemente, pensó Jessica.

Kynes miró a Paul, y Jessica notó un destello de admiración en el rostro del planetólogo, y un rastro de humor.

—Señor —dijo Kynes.

—Soy un molestia para el Emperador —dijo Paul—. Soy una molestia para todos aquellos que quieren repartirse Arrakis para expoliarlo. Mientras viva, quiero continuar siendo una molestia, como un palo clavado en su garganta que termine sofocándolos y matándolos!

—Palabras —dijo Kynes. Paul le miró.

—Tenéis una leyenda aquí acerca del Lisan al-Gaib, la Voz del Otro Mundo, el que conducirá a los Fremen al paraíso. Vuestros hombres tienen…

—¡Superstición! —dijo Kynes.

—Quizá —aceptó Paul—. O quizá no. A veces la superstición tienen extrañas raíces y extrañas ramificaciones.

—Tenéis un plan —dijo Kynes—. Esto es obvio… Señor.

—¿Vuestros Fremen podrían aportarme una prueba positiva de que los Sardaukar están aquí con uniformes Harkonnen?

—Muy probablemente.

—El Emperador pondrá de nuevo a un Harkonnen en el poder, aquí —dijo Paul—. Quizá incluso a la Bestia Rabban. Que lo haga. Cuando se haya involucrado hasta tal punto que no pueda escapar a su culpabilidad, veremos si el Emperador sabrá afrontar la eventualidad de un Acta de Acusación presentada ante el Landsraad. Veremos si sabrá responder cuando…

—¡Paul! —dijo Jessica.

—Admitiendo que el Alto Consejo del Landsraad acepte vuestro caso —dijo Kynes—, esto no conducirá más que a un conflicto generalizado entre el Imperio y las Grandes Casas.

—El caos —dijo Jessica.

—Pero yo someteré mi caso al Emperador —dijo Paul— y le ofreceré una alternativa al caos.

—¿Un chantaje? —dijo Jessica en tono seco.

—Uno de los instrumentos del poder, como tú misma has dicho —dijo Paul, y Jessica captó amargura en su voz—. El Emperador no tiene hijos, sólo hijas.

—¿Estás aspirando al trono? —preguntó Jessica.

—El Emperador no querrá arriesgarse a ver el Imperio derrumbarse en una guerra total —dijo Paul—. Planetas arrasados, desórdenes en todas partes… no se arriesgará a eso.

—Lo que proponéis es una elección desesperada —dijo Kynes.

—¿Qué es lo que más temen las Grandes Casas del Landsraad? —preguntó Paul—. Lo que está ocurriendo en este preciso instante en Arrakis: los Sardaukar destruyéndolas, una a una. Es por esto que hay un Landsraad. Constituye los fundamentos de la Gran Convención. Sólo unidas pueden enfrentarse a las fuerzas Imperiales.

—Pero ellas son…

—Eso temen —dijo Paul—. Arrakis podría ser un grito de unión. Cada una de ellas se sentirá identificada con mi padre… arrancado del rebaño y muerto.

Kynes se dirigió a Jessica.

—¿Un plan así podría funcionar?

—No soy un Mentat —dijo Jessica.

—Pero sois una Bene Gesserit.

Jessica le dirigió una penetrante mirada.

—Este plan —dijo— tiene puntos buenos y puntos malos… como cualquier plan en este estadio. Un plan depende tanto de su ejecución como de su concepción.

—«La ley es la última ciencia» —recitó Paul—. Esto es lo que se halla escrito sobre la puerta del Emperador. Quiero mostrarle cuál es la ley.

—No estoy seguro de poder otorgarle mi confianza a la persona que ha concebido este plan —dijo Kynes—. Arrakis tiene su propio plan, que nosotros…

—Desde el trono —dijo Paul— podría convertir Arrakis en un paraíso con un solo gesto de mi mano. Este es el precio que ofrezco por vuestro apoyo.

Kynes se envaró.

—Mi lealtad no está a la venta, Señor.

Paul miró fijamente al otro lado del escritorio, afrontando la fría mirada de aquellos ojos totalmente azules, estudiando el barbudo rostro, el aspecto autoritario. Una dura sonrisa rozó sus labios.

—Bien hablado —dijo—. Pido disculpas.

Kynes sostuvo la mirada de Paul.

—Ningún Harkonnen ha admitido nunca su error —dijo—. Quizá los Atreides no seáis como ellos.

—Podría ser un fallo de su educación —dijo Paul—. Vos decís que no estáis en venta, pero sigo pensando que puedo ofreceros un precio que debéis aceptar. A cambio de vuestra lealtad os ofrezco mi lealtad… totalmente.

Mi hijo posee la sinceridad de los Atreides, pensó Jessica. Ese tremendo, casi ingenuo honor… la formidable fuerza que representa la verdad.

Vio que las palabras de Paul habían impresionado a Kynes.

—Esto es absurdo —dijo Kynes—. Sois tan sólo un muchacho y…

—Soy el Duque —dijo Paul—. Soy un Atreides. Ningún Atreides ha faltado a su palabra.

Kynes tragó saliva.

—Cuando digo totalmente —dijo Paul—, quiero decir sin reservas. Daría mi vida por vos.

—¡Señor! —dijo Kynes, y la palabra surgió como si le hubiera sido arrancada, pero Jessica vio que ya no le estaba hablando a un muchacho de quince años sino a un hombre, a un superior. Esta vez Kynes había hablado con sinceridad.

En este momento daría su vida por Paul, pensó. ¿Cómo consiguen los Atreides llegar a ello tan rápidamente, tan fácilmente?

—Sé que habláis sinceramente —dijo Kynes—. Pero los Harkonnen…

La puerta se abrió con fuerza detrás de Paul. Se volvió y descubrió una explosión de violencia: gritos, el entrechocar de acero, imágenes cerúleas de rostros contorsionados.

Con su madre a su lado, Paul saltó hacia la puerta, viendo a Idaho bloqueando el paso, sus ojos inyectados en sangre brillando a través del confuso halo del escudo, numerosas manos intentando sujetarle, destellos de acero arqueándose repelidos por el escudo. La descarga anaranjada de un aturdidor fue rechazada por el escudo. Las hojas de Idaho penetraban en la carne a su alrededor, cortando y cercenando, chorreando sangre.

Entonces Kynes estuvo al lado de Paul, y entre ambos empujaron la puerta con todo su peso. Paul tuvo aún una última visión de Idaho de pie ante un racimo de uniformes Harkonnen… sus gestos eran aún firmes y controlados, pero su rizada cabellera negra estaba marcada por una mortal flor escarlata. Después la puerta se cerró, y Kynes la atrancó.

—Creo que mi decisión ya ha sido tomada —dijo Kynes.

—Alguien detectó vuestras máquinas antes de que dejaran de funcionar —dijo Paul. Empujó a su madre fuera de la puerta, leyendo la desesperación en sus ojos.

—Debí sospechar algo al ver que no llegaba el café —dijo Kynes.

—Existe otra salida —dijo Paul—. ¿Podemos usarla?

Kynes inspiró profundamente.

—Esta puerta debería resistir veinte minutos como mínimo, a menos que utilicen los láser —dijo.

—No van a utilizar los láser por miedo a que tengamos escudos aquí —dijo Paul.

—Eran Sardaukar con uniformes Harkonnen —susurró Jessica.

Se oían rítmicos golpes contra la puerta.

Kynes señaló los archivadores de la pared de la derecha.

—Por aquí —dijo. Se acercó al primer archivador, abrió un cajón y manipuló una palanca en su interior. Toda la batería de archivadores se abrió, mostrando la negra boca de un túnel. Esta puerta también es de plastiacero —dijo.

—Estáis bien preparado —dijo Jessica.

—Hemos vivido ochenta años bajo los Harkonnen —dijo Kynes. Les empujó hacia las tinieblas y cerró la puerta a sus espaldas.

En la repentina oscuridad, Jessica vio una flecha luminosa en el suelo.

La voz de Kynes resonó tras ellos:

—Aquí nos separaremos. Esta puerta es mucho más resistente. Aguantará al menos una hora. Seguid las flechas del suelo. Se extinguirán a vuestro paso. Os guiarán a través del laberinto hacia otra salida donde hay oculto un tóptero. Esta noche hay una tormenta en el desierto. Vuestra única esperanza es ir al encuentro de esta tormenta, sumergiros en ella y seguirla. Así es como procede mi pueblo para robar los tópteros. Si os mantenéis altos en la tormenta sobreviviréis.

—¿Pero y vos? —preguntó Paul.

—Intentaré escapar por otro camino. Si soy capturado… bien, sigo siendo el Planetólogo Imperial. Puedo decir que era vuestro prisionero.

Corriendo como cobardes, pensó Paul. ¿Pero cómo podré sobrevivir de otro modo para vengar a mi padre? Se volvió hacia la puerta.

Jessica captó su movimiento.

—Duncan está muerto, Paul —dijo—. Has visto su herida. No puedes hacer nada por él.

—Algún día les haré pagar por todo esto —dijo Paul.

—No, a menos que os apresuréis —dijo Kynes.

Paul sintió la mano del planetólogo en su hombro.

—¿Cuándo volveremos a encontrarnos, Kynes? —preguntó Paul.

—Enviaré a los Fremen a buscaros. Conocen la ruta de la tormenta. Apresuraos, y que la Gran Madre os dé velocidad y suerte.

Oyeron sus pasos alejarse en las tinieblas.

Jessica tomó la mano de Paul y tiró suavemente de él.

—No debemos separarnos —dijo.

—Sí.

La siguió a través de la primera flecha, que se apagó cuando sus pies la tocaron. Otra flecha se iluminó ante ellos.

La cruzaron, se apagó a su vez, y otra se encendió más adelante.

Ahora estaban corriendo.

Planes en los planes en los planes en los planes, pensó Jessica. ¿Estamos acaso participando en los planes de algún otro?

Las flechas les guiaron a través de vueltas y revueltas, rozando bifurcaciones apenas entrevistas en la débil luminiscencia. Su camino descendió durante un tiempo, hasta que empezó a ascender de nuevo. Continuaron subiendo hasta que llegaron a unos peldaños, giraron una última vez y se encontraron ante una pared luminiscente con una manija negra visible en su centro.

Paul pulsó la manija.

La pared se alejó de ellos. Se encendió una luz, revelando una caverna tallada en la roca con un ornitóptero agazapado en su centro. Más allá del vehículo había una pared gris y plana, con una señal indicando una puerta.

—¿Dónde habrá ido Kynes? —preguntó Jessica.

—Ha hecho lo que haría todo buen jefe de guerrilleros —dijo Paul—. Nos ha separado en dos partes y lo ha dispuesto todo de modo que le sea imposible revelar dónde estamos si es capturado. Ya que realmente no lo sabe.

Paul la hizo entrar en la caverna, notando como sus pies levantaban una densa nube de polvo del suelo.

—Nadie ha venido aquí desde hace mucho tiempo —dijo.

—Parecía muy seguro de que los Fremen nos encontrarían — dijo Jessica.

—Confío en su seguridad.

Paul soltó su mano, cruzó hacia la portezuela izquierda del ornitóptero, la abrió, y colocó su mochila en la parte posterior.

—Este aparato lleva enmascaramiento de proximidad —dijo —. El panel de mandos controla a distancia la puerta y las luces. Ochenta años bajo los Harkonnen les han enseñado a ser previsores.

Jessica se apoyó al otro lado del aparato, recobrando su aliento.

—Los Harkonnen habrán dispuesto una fuerza de cobertura sobre esta zona —dijo—. No son estúpidos. —Consultó su sentido de orientación y señaló hacia la izquierda—. La tormenta va por allí.

Paul asintió, luchando contra una repentina repugnancia a moverse. No conocía el origen, pero aquel conocimiento no le hubiera sido de ninguna utilidad. Aquella noche, en un determinado momento, había superado un decisivo nexo hacia el más profundo desconocido. Conocía las regiones temporales que le circundaban, pero el ahora-y-aquí seguía siendo un misterio. Era como si se hubiera visto así mismo, desde lejos, desaparecer a través de un valle. Entre los innumerables caminos que salían del valle, algunos tenían el poder de conducir a Paul Atreides hasta su vista, pero muchos otros, no.

—Cuanto más esperemos, mejor preparados estarán ellos — dijo Jessica.

—Entra y sujeta tu cinturón —dijo él.

Subió al ornitóptero, luchando aún con el pensamiento de que aquella era una zona oscura, no vista en ninguna de sus visiones prescientes. Y con un brusco sentimiento de shock comprendió que había ido confiando una vez más en sus recuerdos prescientes, y que esto le había debilitado en aquel momento de emergencia.

«Si confías tan sólo en tu mirada, tus otros sentidos se debilitarán.» Este era un axioma Bene Gesserit. Lo hizo suyo, jurándose a sí mismo no caer nunca más en aquella trampa… si lograba sobrevivir a este momento.

Se sujetó el cinturón de seguridad, revisó el de su madre e inspeccionó el vehículo. Las alas estaban completamente desplegadas, con sus delicadas nervaduras metálicas extendidas. Tocó la palanca retractora, comprobando que las alas se replegaban para el empuje inicial de los chorros, tal como se lo había enseñado Gurney Halleck. El contacto funcionaba correctamente. Los diales del panel de instrumentos se iluminaron cuando conectó los chorros. Las turbinas dejaron oír un sordo silbido.

—¿Lista? —preguntó.

—Sí.

Tocó el control de las luces.

Las tinieblas les rodearon.

Su mano era tan sólo una sombra entre los diales luminosos cuando pulsó el control de la puerta. Se oyó un estridente gruñido ante ellos. Una cascada de arena se precipitó al interior, luego hubo silencio. Una polvorienta brisa azotó a Paul en las mejillas. Cerró su portezuela, comprobando que la presión interna se restablecía.

Un amplio polígono de estrellas, matizadas por nubes de polvo, había aparecido allá donde antes estaba la puerta. Una cresta rocosa se silueteaba sobre el fondo, entre torbellinos de arena.

Paul pulsó el botón de la secuencia automática de despegue. Las alas comenzaron a batir, sacando al tóptero de su nido. La energía surgió de sus chorros, mientras las alas lo empujaban hacia arriba.

Las manos de Jessica se apresuraban sobre los dobles controles, imitando los precisos gestos de su hijo. Tenía miedo y, sin embargo, se sentía excitada. Ahora, el adiestramiento de Paul es nuestra única esperanza, pensó. Su decisión y su juventud.

Paul dio más energía a los chorros. El tóptero se inclinó hacia un lado, aplastándoles contra sus asientos, mientras una pared oscura se recortaba contra las estrellas ante ellos. Las alas se desplegaron totalmente, la potencia aumentó. otro batir, y sobrevolaron las rocas, aristas heladas bajo el resplandor de las estrellas. La polvorienta segunda luna surgió del horizonte a su derecha, definiendo el curso de la tormenta.

Las manos de Paul danzaron sobre los controles. Las alas se retractaron, convirtiéndose en los élitros de un escarabajo. La aceleración empujó nuevamente su carne, mientras el vehículo se inclinaba en otra curva.

—¡Chorros detrás nuestro! —dijo Jessica.

—Los he visto.

Apretó a fondo la palanca de la energía.

El tóptero saltó hacia adelante como un animal asustado, alzándose hacia el sudoeste, en dirección a la tormenta y a la gran curva del desierto. No muy lejos, Paul descubrió sombras quebradas que revelaban dónde terminaba la línea de las rocas, hundiéndose bajo la arena. Más allá, la luz de la luna formaba sombras como de inmensos dedos… las dunas entrecruzándose unas con otras.

Y sobre el horizonte se elevaba la tormenta, como una inmensa muralla contra las estrellas.

Algo sacudió al tóptero.

—¡Explosiones! —jadeó Jessica—. Están usando algún tipo de armas a proyectiles.

Había una salvaje sonrisa en el rostro de Paul.

—Parece que evitan utilizar los láser —dijo.

—¡Pero no tenemos escudos!

—¿Acaso lo saben ellos?

El tóptero se vio sacudido otra vez.

Paul se volvió a mirar hacia atrás.

—Sólo uno de sus aparatos parece bastante veloz como para seguirnos.

Volvió su atención a los mandos, mientras la tormenta se elevaba ante ellos. Parecía tangiblemente sólida.

—Lanzadores de proyectiles, cohetes, todo el antiguo armamento… eso es lo que daremos a los Fremen —susurró Paul.

—La tormenta —dijo Jessica—. ¿No sería mejor dar media vuelta?

—¿Pero y el aparato que nos sigue?

—Están virando.

—¡Ahora!

Paul retractó las alas y enfiló directamente al lento y engañoso rebullir de la tormenta, sintiendo tensarse sus mejillas bajo la fuerza de la aceleración.

Le pareció que se hundían en una nube de polvo que se hacía más y más densa. El desierto y la luna desaparecieron. El aparato no fue más que un largo y horizontal zumbido de oscuridad iluminado tan sólo por la verdosa luminiscencia del panel de instrumentos.

Por la mente de Jessica pasaron en una ráfaga todas las advertencias que había oído con respecto a esas tormentas: cortaban el metal como si fuera mantequilla, corroían la carne hasta los huesos y pulverizaban luego estos mismos huesos. Densos vórtices de polvo sacudían al vehículo, haciéndolo girar mientras Paul luchaba con los mandos. Cortó la energía, y el aparato se encabritó. El metal a su alrededor gimió y tembló.

—¡Arena! —gritó Jessica.

Percibió el gesto negativo de su cabeza a la débil luz del panel.

—No hay arena a esta altura.

Pero ella sintió que se sumergían cada vez más profundamente en aquel Maëlstrom.

Paul extendió las alas al máximo, oyéndolas gemir bajo el esfuerzo. Sus ojos estaban fijos en los instrumentos, guiando por instinto, luchando por no perder altura.

El ruido empezó a disminuir.

El tóptero derivó hacia la izquierda. Paul se concentró en la esfera luminosa con la curva de altitud, batallando por enderezar el aparato y mantenerlo en su línea de vuelo.

Jessica tuvo la horrible impresión de que se habían detenido, y de que todos los movimientos provenían del exterior. Una constante oleada de polvo al otro lado de las ventanillas, un retumbante silbido, le recordaron las fuerzas desencadenadas a su alrededor.

El viento debe alcanzar los setecientos o los ochocientos kilómetros por hora, pensó. La adrenalina mordió su organismo. No debo tener miedo, se dijo, murmurando para sí las palabras de la letanía Bene Gesserit. El miedo mata la mente.

Lentamente, los largos años de adiestramiento prevalecieron.

La calma volvió a ella.

—Tenemos al tigre por la cola —susurró Paul—. No podemos descender, no podemos aterrizar… y no creo que consiguiera salir de aquí. Tendremos que cabalgar con ella hasta el final.

La calma la abandonó de nuevo. Jessica sintió el castañeteo de sus dientes y los apretó con fuerza. Luego oyó la voz de Paul, baja y controlada, recitando la letanía:

—El miedo mata la mente. El miedo es la pequeña muerte que conduce a la destrucción total. Afrontaré mi miedo. Permitiré que pase sobre mí y a través de mi. Y cuando haya pasado, giraré mi ojo interior para escrutar su camino. Allá donde haya pasado el miedo ya no habrá nada. Sólo estaré yo.

CAPÍTULO XXVI

¿Qué es lo que desprecias? Por ello serás conocido.

Del «Manual de Muad’Dib», por la Princesa Irulan.


—Están muertos, Barón —dijo Jakin Nefud, el capitán de los guardias—. Tanto la mujer como el muchacho están ciertamente muertos.

El Barón Vladimir Harkonnen se levantó arropado por los suspensores de sueño de sus habitaciones privadas. A su alrededor, más allá de estas habitaciones, envolviéndole como un huevo de múltiples cáscaras, se hallaba la fragata espacial que le había traído hasta Arrakis. Allí en sus habitaciones, el duro metal de la nave había sido disimulado con tapices, con paneles decorados y con raros objetos de arte.

—Es una certeza —dijo el capitán de los guardias—. Están muertos.

El Barón encajó su gordo cuerpo en los suspensores, centrando su atención en una estatua de ebalina, representando a un muchacho saltando, situada en una hornacina al otro lado de la estancia. El sueño se alejó de él. Ajustó los suspensores bajo los grasos pliegues de su cuello y miró más allá del único globo del dormitorio, hacia la puerta donde se hallaba el capitán Nefud, inmovilizado de pie por el pentaescudo.

—Están realmente muertos, Barón —repitió el hombre.

El Barón captó en los vacuos ojos de Nefud las huellas de la semuta. Era obvio que el hombre se hallaba sumido en la droga en el momento en que había recibido aquel informe, y había tomado el antídoto antes de precipitarse hacia allí.

—Tengo un informe completo —dijo Nefud.

Hagámosle sudar un poco, pensó el Barón. Los instrumentos del poder deben estar siempre afilados y a punto. Poder y miedo… afilados y a punto.

—¿Has visto sus cadáveres? —retumbó el Barón.

Nefud vaciló.

—¿Bien?

—Mi Señor… se les ha visto hundirse en una tormenta de arena… vientos por encima de los ochocientos kilómetros. Nada sobrevive a una tormenta, mi Señor. ¡Nada! Uno de nuestros propios aparatos ha sido destruido en la persecución.

El Barón observaba fijamente a Nefud, notando el tic nervioso en los músculos de su mandíbula, el modo como se crispaba su mentón cuando intentaba deglutir.

—¿Has visto los cadáveres? —preguntó el Barón.

—Mi Señor…

—¿Con qué propósito has venido hasta aquí haciendo tintinear tu armadura? —gruñó el Barón—. ¿Para decirme que algo es cierto cuando en realidad no lo es? ¿Crees acaso que debo felicitarte por tu estupidez, ascenderte de nuevo?

El rostro de Nefud palideció.

Mira a ese gallina, pensó el Barón. Estoy rodeado de una pandilla de inútiles. Si echara arena ante él y le dijera que es trigo, se pondría a picotearla.

—Entonces, ¿el hombre Idaho te ha conducido hasta ellos? — preguntó el Barón.

—¡Sí, mi Señor!

Mira como escupe sus respuestas, pensó el Barón.

—Así que intentaban unirse a los Fremen, ¿eh? —dijo.

—Sí, mi Señor.

—¿Dice algo más este… informe?

—El Planetólogo Imperial, Kynes, está también involucrado, mi Señor. Idaho contactó a ese Kynes en misteriosas circunstancias… Me atrevería a decir que en sospechosas circunstancias.

—¿Y?

—Ellos… esto, volaron hacia un lugar en el desierto donde al parecer se encontraban el muchacho y su madre. En la excitación de la caza, varios de nuestros grupos han sido víctimas de una explosión láser-escudo.

—¿Cuántos hombres hemos perdido?

—Yo… esto, no conozco aún la cifra exacta, mi Señor.

Está mintiendo, pensó el Barón. Debe ser una cifra considerablemente alta.

—El lacayo Imperial, ese Kynes —dijo el Barón—. Jugaba un doble juego, ¿eh?

—Pongo en ello mi reputación, Señor.

¡Su reputación!

—Haz que maten a ese hombre —dijo el Barón.

—¡Mi Señor! Kynes es el Planetólogo Imperial, el servidor de su Maj…

—¡Entonces haz que parezca un accidente!

—Mi Señor, había un grupo de Sardaukar entre nuestras fuerzas cuando atacamos aquel nido Fremen. Son ellos quienes tienen ahora a Kynes bajo su custodia.

—Haz que te lo entreguen. Di que quiero interrogarle.

—¿Y si se niegan?

—No lo harán si tú actúas correctamente.

Nefud tragó saliva.

—Sí, mi Señor.

—Ese hombre debe morir —retumbó el Barón—. Ha intentado ayudar a nuestros enemigos.

Nefud cambió su peso de uno a otro pie.

—¿Sí?

—Mi Señor, en realidad los Sardaukar tienen… a dos personas bajo su custodia que pueden interesarnos. Han capturado también al Maestro de Asesinos del Duque.

—¿Hawat? ¿Thufir Hawat?

—He visto al prisionero con mis propios ojos, mi Señor. Es Hawat.

—¡Nunca lo hubiera creído posible!

—Dicen que fue puesto fuera de combate con un aturdidor, mi Señor. En el desierto, donde no podía usar el escudo. Está virtualmente ileso. Si pudiéramos poner nuestras manos sobre él, podría proporcionarnos una buena distracción.

—Estás hablando de un Mentat —gruño el Barón—. Uno no malgasta así a un Mentat. ¿Ha hablado? ¿Qué piensa de su captura? ¿Sabe la amplitud de…? Pero, no.

—Sólo me han dicho, mi Señor, que está convencido de haber sido traicionado por Dama Jessica.

—Ahhh.

El Barón se sentó, pensativo. Luego:

—¿Estás seguro? ¿Es Dama Jessica quien atrae su furor?

—Lo ha dicho en mi presencia, mi Señor.

—Entonces, déjale creer que aún está viva.

—Pero, mi Señor…

—Calma. Quiero que Hawat sea tratado con cortesía. No hay que decirle nada sobre el difunto doctor Yueh, el verdadero traidor. Dile que el doctor Yueh encontró la muerte defendiendo a su Duque. En cierto sentido, no deja de ser verdad. Alimentaremos sus sospechas hacia Dama Jessica.

—Mi Señor, yo no…

—El mejor método de controlar y dirigir a un Mentat, Nefud, es alimentar su información. Falsas informaciones… falsos resultados.

—Sí, mi Señor, pero…

—¿Tiene hambre Hawat? ¿Tiene sed?

—¡Mi Señor, Hawat está aún en manos de los Sardaukar!

—Sí. Por supuesto, sí. Pero los Sardaukar estarán tan ansiosos como nosotros de obtener información de Hawat. He observado algo en nuestros aliados, Nefud. No son muy tortuosos… políticamente. Creo que esto es algo deliberado: el Emperador quiere que sea así. Recordarás al jefe Sardaukar mi habilidad en obtener información de los sujetos más reluctantes.

Nefud se mostró incómodo.

—Sí, mi Señor.

—Le dirás al jefe Sardaukar que deseo interrogar a Hawat y a Kynes al mismo tiempo, confrontándolos el uno con el otro. Espero que comprenda al menos esto.

—Sí, mi Señor.

—Y cuando los tengamos en nuestras manos… —el Barón inclinó la cabeza.

—Mi Señor, los Sardaukar querrán tener a uno de sus observadores con vos mientras dure… el interrogatorio.

—Estoy seguro de que podremos producir una situación de emergencia capaz de alejar a los observadores no deseados, Nefud.

—Comprendo, mi Señor. Y entonces será cuando Kynes pueda tener su accidente.

—Kynes y Hawat tendrán su accidente, Nefud. Pero sólo Kynes tendrá un auténtico accidente. Es Hawat a quien quiero. Sí. Ah, si.

Nefud parpadeó, tragando saliva. Pareció a punto de formular una pregunta, pero permaneció silencioso.

—Proporcionaremos a Hawat comida y bebida —dijo el Barón—. Le trataremos con gentileza, con simpatía. En su agua le administrarán un veneno residual puesto a punto por el finado Piter de Vries. Y procurarás que el antídoto esté presente regularmente en la dieta de Hawat a partir de ahora… hasta que yo diga lo contrario.

—El antídoto, sí —Nefud agitó la cabeza—. Pero…

—No seas estúpido, Nefud. El Duque estuvo a punto de matarme con la cápsula de veneno en su diente. El gas que exhaló en mi presencia me privó de mi valioso Mentat, Piter. Necesito un sustituto.

—¿Hawat?

—Hawat.

—Pero…

—Vas a decirme que Hawat es completamente leal a los Atreides. Cierto, pero los Atreides han muerto. Nosotros le seduciremos. Le convenceremos de que no tiene que culparse por la muerte del Duque. Que todo fue culpa de aquella bruja Bene Gesserit. Su dueño era débil, su razón se dejaba ofuscar por las emociones. Los Mentats admiran la habilidad de calcular por encima de las emociones, Nefud. Seduciremos al formidable Thufir Hawat.

—Le seduciremos. Sí, mi Señor.

—Desgraciadamente, Hawat tenía un dueño cuyos recursos eran pobres, uno que no podía elevar al Mentat a las sublimes cotas de razonamiento que son el derecho de un Mentat. Hawat tendrá que reconocer que hay cierto elemento de verdad en esto. El Duque no podía permitirse espías más eficientes para garantizarle a su Mentat las informaciones requeridas —el Barón miró a Nefud—. No intentemos nunca engañarnos entre nosotros, Nefud. La verdad es un arma poderosa. Sabemos cómo hemos triunfado sobre los Atreides, y Hawat lo sabe también. Con nuestra riqueza.

—Con nuestra riqueza. Sí, mi Señor.

—Seduciremos a Hawat —dijo el Barón—. Le pondremos fuera del alcance de los Sardaukar. Y tendremos en reserva… la posibilidad de cortarle el antídoto del veneno residual. No hay ningún modo de extraer un veneno residual. Y, Nefud, Hawat no sospechará nunca. El antídoto no será descubierto por los detectores de venenos. Hawat podrá controlar sus alimentos como le plazca sin detectar el menor rastro de veneno.

Los ojos de Nefud se abrieron considerablemente con la comprensión.

—La ausencia de algo —dijo el Barón— puede ser tan mortal como su presencia. La ausencia de aire, ¿eh? La ausencia de agua. La ausencia de algo a lo que se sea adicto. —El Barón agitó su cabeza—. ¿Me comprendes, Nefud?

Nefud deglutió.

—Sí, mi Señor.

—Ahora, muévete. Encuentra al jefe Sardaukar e inicia las operaciones.

—Inmediatamente, mi Señor. —Nefud se inclinó, se volvió y salió apresuradamente.

¡Hawat a mi lado!, pensó el Barón. Los Sardaukar me lo darán. Si sospechan algo será que quiero destruir al Mentat. ¡Y les confirmaré esta sospecha! ¡Los idiotas! Uno de los más formidables Mentat de toda la historia, un Mentat adiestrado en matar, y me lo dejarán como un juguete inútil para que lo rompa. Pero les mostraré el uso que puede hacerse de un tal juguete.

El Barón deslizó una mano hacia un tapiz al lado de su cama a suspensor y oprimió un botón llamando a su sobrino mayor, Rabban. Esperó, sonriendo.

¡Y todos los Atreides muertos!

El estúpido capitán de los guardias estaba en lo cierto, por supuesto. Sin lugar a dudas, nada sobreviviría en el camino de una tormenta de arena de Arrakis. Ni un ornitóptero… ni sus ocupantes. La mujer y el chico habían muerto. Todas las corrupciones en su justo lugar, los increíbles gastos para transportar aquellas aplastantes fuerzas militares hasta el planeta… todos los astutos informes confeccionados a la medida de los oídos del Emperador, todo el vasto plan cuidadosamente puesto a punto, daba por fin sus frutos.

¡Poder y miedo… miedo y poder!

El Barón veía el camino trazado ante él. Un día, un Harkonnen sería Emperador. No él, ni tampoco ninguno de sus retoños. Pero un Harkonnen. No aquel Rabban al que acababa de llamar, por supuesto, sino el hermano más pequeño de Rabban. El joven Feyd-Rautha. Había en el muchacho una cierta dureza que alegraba al Barón… una ferocidad.

Un muchacho adorable, pensó el Barón. Uno o dos años más… digamos cuando alcance sus diecisiete años, y sabré si es realmente el instrumento que necesita la Casa de los Harkonnen para acceder al trono.

—Mi Señor Barón.

El hombre que estaba de pie en el umbral de la puerta de entrada del dormitorio del Barón, protegida por el campo, era de baja estatura, grueso de rostro y de cuerpo, con los rasgos de la línea paterna de los Harkonnen presentes en los ojos muy juntos y los anchos hombros. Había cierta rigidez en sus gorduras, pero era obvio que dentro de muy poco tiempo tendría que llevar suspensores portátiles para acarrear todo su exceso de grasa.

Una mente musculosa y un cerebro blindado, pensó el Barón. No es un Mentat, mi sobrino… no es un Piter de Vries, pero quizá sea más apto para las tareas inmediatas. Si le dejo plena libertad, estoy seguro de que lo barrerá todo a su paso. ¡Oh, cómo le van a odiar aquí en Arrakis!

—Mi querido Rabban —dijo el Barón. Desactivó el escudo de la puerta, pero conservó intencionalmente su escudo corporal a plena potencia, sabiendo que el resplandor del globo situado junto a su lecho lo pondría en evidencia.

—Me has llamado —dijo Rabban. Penetró en la estancia, echando una ojeada a la turbulencia del aire del escudo corporal, buscando con la mirada una silla a suspensor sin encontrarla.

—Acércate un poco más de modo que pueda verte —dijo el Barón.

Rabban avanzó otro paso, pensando que el maldito viejo había suprimido deliberadamente todas las sillas a fin de obligar a sus visitantes a permanecer de pie.

—Los Atreides han muerto —dijo el Barón—. Hasta el último de ellos. Es por esto por lo que te he hecho venir a Arrakis. Este planeta es tuyo de nuevo.

Rabban parpadeó.

—Pero, creía que habías propuesto a Piter de Vries que…

—Piter también ha muerto.

—¿Piter?

—Piter.

El Barón reactivó el campo de la puerta, protegiéndola contra cualquier penetración de energía.

—Te has cansado finalmente de él, ¿eh? —preguntó Rabban. Su voz resonó hueca y sin vida en la estancia de nuevo aislada.

—Te diré una cosa de una vez por todas —retumbó el Barón —. Insinúas que he suprimido a Piter como uno suprime una bagatela —hizo chasquear los dedos—, así, ¿eh? No soy tan estúpido, sobrino. Y créeme que no voy a ser tan condescendiente contigo la próxima vez que sugieras con tus palabras o con tus actos que soy un estúpido.

El miedo asomó a los porcinos ojos de Rabban. Sabía, dentro de unos ciertos límites, hasta qué punto podía actuar el viejo Barón contra alguien de su familia. No hasta el punto de matarle, a menos que sacara de ello un provecho extraordinario o se tratara de una clara provocación. Pero los castigos familiares podían ser muy dolorosos.

—Perdóname, mi Señor Barón —dijo Rabban. Bajó los ojos, tanto para disimular su rabia como para mostrar su humildad.

—No intentes engañarme, Rabban —dijo el Barón.

Rabban permaneció con los ojos bajos, tragando saliva.

—Te he enseñado algo —dijo el Barón—. No suprimir nunca a un hombre sin reflexionar, como podría hacerlo un feudo a través del proceso automático de la ley. Hazlo siempre con un propósito mayor… ¡y conoce este propósito!

—¡Pero tú hiciste suprimir a ese traidor, Yueh! —había rabia en las palabras de Rabban—. Vi que retiraban su cuerpo cuando llegué la pasada noche.

Rabban se interrumpió y miró a su tío, bruscamente asustado por el sonido de sus propias palabras.

Pero el Barón sonreía.

—Soy muy prudente con las armas peligrosas —dijo—. El doctor Yueh era un traidor. Me entregó al Duque —la voz del Barón se hizo más potente—. ¡Yo corrompí a un doctor de la Escuela Suk! ¡La Escuela Interna! ¿Comprendes, muchacho? Era una clase de arma que no podía dejar suelta. No lo suprimí sin reflexionar.

—¿Sabe el Emperador que has corrompido a un doctor Suk? Esta es una penetrante pregunta, pensó el Barón. ¿Habré juzgado a mi sobrino por debajo de sus posibilidades?

—El Emperador aún no sabe nada —dijo el Barón—. Pero seguramente sus Sardaukar harán un informe sobre ello. Antes de que esto ocurra, de todos modos, ya habré hecho llegar a sus manos mi propio informe, a través de los canales de la Compañía CHOAM. Le explicaré que afortunadamente descubrí a un doctor que pretendía estar condicionado. Un falso doctor, ¿comprendes? Puesto que todos sabemos que no es posible violar el condicionamiento de una Escuela Suk, mi informe será aceptado.

—Ahhh, ya veo —murmuró Rabban.

Y el Barón pensó: Espero que lo veas realmente. Espero que veas la necesidad vital de mantener esto en secreto. De pronto, se preguntó: ¿Por qué he hecho esto? ¿Por qué me he vanagloriado con este estúpido sobrino mío… este sobrino que utilizaré y luego descartaré? El Barón se irritó consigo mismo. Se sintió traicionado.

—Es necesario que quede en secreto —dijo Rabban—. Comprendo.

El Barón suspiró.

—Esta vez, mis instrucciones referentes a Arrakis son distintas, sobrino. Cuando gobernaste este mundo la última vez, te mantuve estrechamente controlado. Esta vez, en cambio, te haré una sola exigencia.

—¿Mi Señor?

—Beneficios.

—¿Beneficios?

—¿Tienes alguna idea, Rabban, de lo mucho que hemos gastado para desencadenar una fuerza militar como ésta contra los Atreides? ¿Has pensado alguna vez en lo que exige la Cofradía para un transporte militar como el que hemos efectuado?

—Costoso, ¿no?

—¡Costoso! —el Barón apuntó un grasoso dedo contra Rabban—. Si tú le exprimes a Arrakis hasta el último céntimo durante los próximos sesenta años, ¡apenas habremos conseguido cubrir los costes!

Rabban abrió la boca, y la cerró sin pronunciar ninguna palabra.

—Costoso —sonrió el Barón—. Ese maldito monopolio espacial de la Cofradía nos hubiera arruinado, si yo no hubiese tenido la precaución de prever este gasto hace ya mucho tiempo. Debes saber, Rabban, que nosotros hemos sostenido todo el coste de la operación. Incluso hemos pagado el transporte de los Sardaukar.

Y, no por primera vez, el Barón se preguntó si llegaría el día en que pudiera prescindir de la Cofradía. Eran insidiosos… extrayendo la sangre hasta que uno no podía hacer objeciones, hasta el momento en que uno se hallaba en su poder y podían obligarle a seguir pagando y pagando y pagando.

Siempre, los costes más exorbitantes recaían en las expediciones militares. «Tarifa de riesgo», explicaban los untuosos agentes de la Cofradía. Y por cada agente que uno conseguía infiltrar en el seno del Banco de la Cofradía, ella conseguía infiltrar dos de sus propios agentes en el sistema de uno.

¡Intolerable!

—Entonces, beneficios —dijo Rabban.

El Barón bajó su brazo y apretó el puño.

—Tienes que estrujarles.

—¿Y podré hacer lo que quiera, con tal de estrujarles?

—Todo lo que quieras.

—Los cañones que trajiste —dijo Rabban—. ¿Podré…?

—Voy a llevármelos de aquí —dijo el Barón.

—Pero tú…

—No vas a necesitar esos juguetes. Eran una innovación muy especial, pero ahora son inútiles. Necesitamos el metal. No pueden ser usados contra un escudo, Rabban. Su principal cualidad es la sorpresa. Era previsible que los hombres del Duque se refugiarían en las cavernas de este abominable planeta. Nuestros cañones sólo han servido para emparedarlos dentro.

—Los Fremen no usan escudos.

—Podrás quedarte algunos láser si lo deseas.

—Sí, mi Señor. Y tendré mano libre.

—Tanto tiempo como sigas estrujando.

La sonrisa de Rabban era radiante.

—Comprendo perfectamente, mi Señor.

—No comprendes nada perfectamente —gruñó el Barón—. Que esto quede bien claro. Lo que debes comprender es cómo ejecutar mis órdenes. ¿Se te ha ocurrido pensar, sobrino, que hay más de cinco millones de personas en este planeta?

—¿Quizá mi Señor ha olvidado que yo era aquí su regente siridar? Y, mi Señor me perdonará, pero tu estimación es más bien baja. Es difícil contar una población esparcida entre tantos sink y pan. Si tienes en cuenta a los Fremen de…

—¡No vale la pena tomar en consideración a los Fremen!

—Perdona, mi Señor, pero los Sardaukar piensan otra cosa.

El Barón vaciló, mirando a su sobrino.

—¿Sabes algo?

—Mi Señor se había retirado ya cuando yo llegué, la noche pasada. Yo… esto, me tomé la libertad de contactar algunos de mis… esto, antiguos lugartenientes. Sirvieron de guías a los Sardaukar. Me informaron que una banda de Fremen tendió una emboscada a una fuerza Sardaukar en algún punto al sudeste de aquí, y la exterminó completamente.

—¿Exterminada una fuerza Sardaukar?

—Sí, mi Señor.

—¡Imposible!

Rabban se alzó de hombros.

—Fremen exterminando Sardaukar —repitió el Barón.

—No hago más qué repetir lo que me informaron —dijo Rabban—. Se dice que las fuerzas Fremen capturaron también al temible Thufir Hawat del Duque.

—Ahhh —el Barón asintió con una sonrisa.

—Creo en este informe —dijo Rabban—. No tienes ni idea del problema que son los Fremen.

—Quizá. Pero esos que vieron tus lugartenientes no eran Fremen. Eran hombres de los Atreides adiestrados por Hawat y vestidos como Fremen. Es la única explicación posible.

Rabban se alzó nuevamente de hombros.

—Bueno, los Sardaukar creen que eran Fremen. Y han desencadenado ya un pogrom para exterminarlos.

—¡Bien!

—Pero…

—Esto mantendrá a los Sardaukar ocupados. Y muy pronto tendremos a Hawat. ¡Lo sé! ¡Lo siento! ¡Ah, que hermosa jornada! ¡Los Sardaukar cazando a una pandilla de desgraciados del desierto, mientras nosotros nos apoderamos del verdadero botín!

—Mi Señor… —Rabban vaciló, ceñudo—. Siempre he tenido la impresión de que subestimábamos a los Fremen, tanto en número como en…

—¡Ignóralos, muchacho! Son escoria. Son las metrópolis, las ciudades y los poblados los que nos interesan. Hay mucha gente allí, ¿no?

—Mucha, mi Señor.

—Me preocupan, Rabban.

—¿Te preocupan?

—Oh… un noventa por ciento de ellos no me preocupan. Pero siempre hay alguien… Casas Menores y gentes así, cuya ambición podría empujarles a algo peligroso. Si alguno de ellos abandonara Arrakis con alguna historia desagradable acerca de lo que ha ocurrido aquí, me sentiría muy disgustado. ¿Tienes idea de lo disgustado que me sentiría?

Rabban deglutió.

—Conviene que tomes inmediatamente medidas para procurarte un rehén de cada Casa Menor —dijo el Barón—. Fuera de Arrakis, todo el mundo debe creer que esto no ha sido más que una lucha de Casa contra Casa. Los Sardaukar no han tomado parte en ello, ¿comprendes? Al Duque se le ofreció la acostumbrada gracia del exilio, pero murió en un desafortunado accidente antes de que pudiera aceptar. Pero hubiera aceptado, seguro. Esta es la historia. Y cualquier rumor acerca de la presencia de los Sardaukar aquí deberá ser motivo de risas.

—Así lo quiere el Emperador —dijo Rabban.

—Así lo quiere el Emperador.

—¿Y los contrabandistas?

—Nadie cree en los contrabandistas, Rabban. Son tolerados, pero no creídos. De todos modos, puedes emplear un poco de corrupción al respecto… y algunas otras medidas que estoy seguro pensarás por ti mismo.

—Sí, mi Señor.

—Espero dos cosas de Arrakis, Rabban: beneficios, y un mando implacable. No ha de haber ninguna clemencia aquí. Piensa en esos lerdos y en lo que son… esclavos envidiosos de sus dueños, esperando la primera ocasión para rebelarse. No debes mostrar el menor vestigio de piedad ni de clemencia hacia ellos.

—¿Puede uno exterminar a todo un planeta? —preguntó Rabban.

—¿Exterminar? —El Barón volvió rápidamente la cabeza, mirando a Rabban con visible asombro—. ¿Quién ha hablado de exterminar?

—Bueno, he creído que tenías intención de traer nuevos contingentes y…

—He dicho estrujarlos, sobrino, no exterminarlos. No disminuyas la población, limítate tan sólo a someterla completamente. Tú has de ser el carnívoro, muchacho. — Sonrió, una expresión de bebé en su gordo rostro—. Un carnívoro no se detiene jamás. No tiene piedad. Nunca se para. La piedad es una quimera. El estómago gruñendo su hambre, la sed secando la garganta, bastan para eliminarla. Siempre has de tener hambre y sed. —El Barón acarició sus adiposidades bajo los suspensores—. Como yo.

—Ya veo, mi Señor.

Rabban lanzaba ojeadas a diestro y siniestro.

—¿Está todo claro ahora, sobrino?

—Excepto una cosa, tío: el planetólogo, Kynes.

—Ah, sí, Kynes.

—Es el hombre del Emperador, mi Señor. Puede ir y venir a su antojo. Y está muy ligado a los Fremen… se ha casado con una de ellos.

—Kynes estará muerto mañana por la noche.

—Es peligroso, tío, matar a un servidor Imperial.

—¿Cómo crees que he llegado tan lejos y tan rápidamente? — preguntó el Barón. Su voz era baja, cargada de innombrables implicaciones—. Además, no temas que Kynes pueda abandonar alguna vez Arrakis. Pareces olvidar que está intoxicado por la especia.

—¡Por supuesto!

—Los que saben lo que es esto se guardarán muy bien de poner en peligro su aprovisionamiento —dijo el Barón—. Kynes lo sabe muy bien.

—Lo había olvidado —dijo Rabban.

Se miraron mutuamente en silencio.

—Incidentalmente —dijo el Barón al cabo de un momento—, una de tus primeras tareas será procurarme un buen aprovisionamiento. Dispongo de un nada despreciable stock en mis almacenes, pero aquella suicida incursión de los hombres del Duque destruyó la mayor parte de la especia almacenada para la venta.

—Sí, mi Señor —asintió Rabban.

—Entonces —sonrió el Barón—, mañana por la mañana reunirás todo lo que quede de la organización de este lugar y les dirás: «Nuestro Sublime Emperador Padishah me ha encargado que tome posesión de este planeta y termine toda disputa.»

—Comprendido, mi Señor.

—Esta vez estoy seguro de ello. Mañana discutiremos los detalles de todo. Ahora, déjame terminar de dormir.

El Barón desactivó el campo de la puerta y siguió a su sobrino con la mirada mientras salía.

Un cerebro blindado, pensó el Barón. Una mente musculosa y un cerebro blindado. Serán una pulpa sanguinolenta cuando él haya terminado con ellos. Entonces, cuando envíe a Feyd- Rautha a descargar este peso de sus hombros, le acogerán como a su salvador. Amadísimo Feyd-Rautha. Feyd-Rautha el Benigno, el compasivo que vendrá a salvarles de la bestia. Feyd-Rautha, el hombre al que seguirán y por el que morirán si es preciso. El muchacho que, cuando llegue el momento, sabrá cómo oprimir con impunidad. Estoy seguro de que es a él a quien necesito. Aprenderá. Y tiene un cuerpo tan adorable… Realmente, es un muchacho adorable.

CAPÍTULO XXVII

A la edad de quince años, había aprendido ya el silencio.

De «Historia de Muad’Dib para niños», por la Princesa Irulan.


Mientras luchaba con los controles del tóptero, Paul se dio cuenta de que estaban escapando de las entrecruzadas fuerzas de la tormenta. Su percepción superior a la de un Mentat le permitía calcular instantáneamente sobre las bases de los indicios más pequeños: las murallas de polvo, las depresiones, las corrientes de turbulencia, un ocasional vórtice.

El interior de la cabina era una caja sacudida furiosamente bajo la verdosa claridad de los diales. Afuera, el polvo era una pantalla continua, densa, de color ocre, pero sus sentidos internos empezaron a ver a través de aquella cortina.

Debo encontrar el vórtice adecuado, pensó.

Desde hacía rato había sentido que la violencia de la tormenta disminuía, aunque siguiera sacudiéndolos ferozmente. Esperó otra turbulencia.

El torbellino apareció, agitando frenéticamente el aparato como una gigantesca ola. Paul desafió el miedo e inclinó el tóptero hacia la izquierda.

Jessica vio la maniobra en la esfera de altitud.

—¡Paul! —exclamó.

El vórtice se apoderó de ellos, girando, empujándoles. El tóptero fue como una nave en un géiser, saltando arriba y abajo… una mota alada en una inmensa nube de polvo ululante iluminada por la luz de la segunda luna.

Paul miró hacia abajo, y vio la columna ascendente de viento cálido saturado de polvo que los había engullido y después regurgitado, vio la moribunda tormenta que proseguía su curso, como un río seco en el desierto… un rastro gris bajo el reflejo lunar que se iba haciendo cada vez más pequeño mientras ellos subían hacia lo alto.

—Hemos salido —jadeó Jessica.

Paul hizo girar su aparato fuera del polvo, acelerando bruscamente mientras escrutaba el cielo nocturno.

—Les hemos burlado —dijo.

Jessica sintió los acelerados latidos de su corazón. Se obligó a calmarse, mirando la tormenta que se perdía a lo lejos. Su sentido del tiempo le decía que habían cabalgado en aquella ciega furia de fuerzas elementales durante casi cuatro horas, pero parte de su mente calculaba que había sido toda una vida. Le pareció que volvían a nacer.

Ha sido como la letanía, pensó. La afrontamos sin ofrecer resistencia, y la tormenta ha pasado a través de nosotros, en torno a nosotros. Ha desaparecido, y nosotros hemos quedado.

—No me gusta el ruido de nuestras alas —dijo Paul—. Deben estar dañadas.

Notó las sacudidas a través de sus manos en los controles. Habían salido de la tormenta, pero aún no habían alcanzado la meta de su visión presciente. De todos modos se habían salvado, y Paul sintió que temblaba, en el umbral de una revelación.

Se estremeció.

La sensación era hipnótica y terrible, y se preguntó el por qué de aquella temblorosa consciencia. Parte de ella, pensó, era debida a la saturación de especia de todos los alimentos de Arrakis. Pero se convenció de que otra parte era debida a la letanía, como si las palabras tuvieran casi un poder propio.

«No conoceré el miedo…»

Causa y efecto: vivía a despecho de las fuerzas malignas, y se dio cuenta de que se acercaba a una nueva percepción que no hubiera podido tener lugar sin la magia de la letanía.

Palabras de la Biblia Católica Naranja resonaron en su memoria: «¿Acaso no nos falta un sentido para ver y oír el otro mundo que está a nuestro alrededor?»

—Hay rocas alrededor nuestro —dijo Jessica.

Paul se concentró en los controles del tóptero, agitando su cabeza para aclararla. Miró hacia donde señalaba su madre, viendo negras rocas que emergían de la arena delante y a su derecha. Sintió el viento en sus tobillos, una ráfaga de polvo en la cabina. Había un orificio en alguna parte, quizá causado por la tormenta.

—Será mejor posarnos en la arena —dijo Jessica—. Las alas pueden romperse en un frenazo brusco.

Paul indicó con la cabeza algunas rocas ante ellos, que surgían entre las dunas a la luz de la luna.

—Tomaremos tierra allí, entre esas rocas. Comprueba tu cinturón.

Ella obedeció, pensando: Tenemos agua y destiltrajes. Si encontramos comida, podremos sobrevivir largo tiempo en este desierto. Los Fremen viven aquí. Lo que puedan hacer ellos podemos hacerlo nosotros.

—Corre hacia las rocas en el mismo momento en que nos detengamos —dijo Paul—. Yo llevaré la mochila.

—Correr hacia… —se calló, asintiendo—. Gusanos.

—Nuestros amigos, los gusanos —corrigió él—. Se comerán este tóptero. No quedará el menor rastro de nuestro aterrizaje.

Qué directa es su lógica, pensó ella.

Se deslizaron lentamente, cada vez más lentamente…

Tuvieron la sensación de que algo se movía a su paso… las confusas sombras de las dunas, las rocas como islas en la arena. El tóptero tocó la cima de una duna con un ruido sedoso y saltó hacia adelante, tocando otra duna.

Está utilizando la arena como freno, pensó Jessica, y se permitió admirar su competencia.

—¡Sujétate bien! —advirtió Paul.

Accionó los mandos de las alas, suavemente al principio, luego más y más fuerte. Sintió cómo bloqueaban el aire, mientras el viento aullaba entre las cubiertas y las nervaduras.

Bruscamente, con un débil chasquido, el ala derecha, debilitada por la tormenta, giró hacia lo alto y cayó hacia atrás, chocando contra el costado del tóptero. El aparato escaló una duna hasta su cima, girando a la izquierda. Cayó por la cara opuesta, picando de nariz contra la siguiente duna en una cascada de arena. Se inmovilizaron inclinados hacia el lado del ala rota, con el ala intacta apuntando hacia las estrellas.

Paul se soltó el cinturón de seguridad, pasó al lado de su madre, ascendiendo, y empujó con violencia la portezuela. La arena cayó dentro de la cabina, llenándola de un olor a yesca quemada. Tomó la mochila de la parte de atrás, controlando que su madre se hubiera soltado el cinturón. Jessica salió, apoyándose en la estructura metálica, y Paul la siguió, arrastrando con él la mochila.

—¡Corre! —ordenó. Señaló una torre rocosa que se levantaba contra el arenoso viento en medio de una duna.

Jessica saltó del tóptero y corrió, tropezando y resbalando en la ladera de la duna. Oyó a Paul que la seguía jadeando. Alcanzaron la cresta arenosa que se curvaba en dirección a las rocas.

—Sigue la cresta —indicó Paul—. Iremos más aprisa.

Siguieron corriendo hacia las rocas. La arena parecía pegarse a sus pies y sorber hacia abajo.

Un nuevo sonido llegó entonces hasta ellos: un silbido mudo, un cuchicheo, un roce abrasivo.

—Un gusano —dijo Paul.

El sonido se hizo más intenso.

—¡Aprisa! —jadeó Paul.

El primer promontorio rocoso, como una playa surgiendo de la arena, no estaba a más de diez metros de ellos cuando oyeron a sus espaldas un horrible crujido de metal despedazado.

Paul pasó la mochila a su brazo derecho, sujetándola por las asas. Golpeó su costado mientras corría. Tomó el brazo de su madre con la otra mano. Escalaron el suelo rocoso, a lo largo de una superficie cubierta de guijarros, en un canal excavado por el viento. Su respiración se hizo seca y resollante en sus gargantas.

—No puedo correr más —jadeó Jessica.

Paul se detuvo, la empujó hacia una hendidura rocosa, se volvió y miró hacia el desierto. Una duna avanzaba paralelamente a su isla de roca… rizos de luz lunar, olas de arena, encrespaduras cuyas crestas, a la altura de los ojos de Paul, se divisaban a un kilómetro de distancia. La unión entre las sucesivas dunas formaba una curva única… un breve arco de circunferencia que intersectaba el punto donde habían abandonado el ornitóptero.

No había el menor signo del aparato.

El cúmulo en movimiento se alejó hacia el desierto, luego dio media vuelta y regresó al lugar primitivo, buscando algo.

—Es más grande que una nave de la Cofradía —murmuro Paul—. Había oído que los gusanos eran enormes en el desierto profundo, pero nunca llegué a pensar que fueran… tan grandes.

—Yo tampoco —jadeó Jessica.

La cosa se alejó nuevamente de las rocas, describiendo una gran curva hacia el horizonte. Permanecieron escuchando hasta que el rumor de su paso se confundió con el leve roce de la arena a su alrededor.

Paul inspiró profundamente, miró hacia la escarpadura iluminada por la luz lunar, y recitó del Kitab al-Ibar:

—«Viaja de noche y permanece en las sombras oscuras durante el día». —Miró a su madre—. Nos quedan aún algunas horas de noche. ¿Puedes seguir?

—Dentro de un momento.

Paul escaló la roca, ajustó la mochila a su hombro. Permaneció un momento inmóvil, con el paracompás en sus manos.

—Cuando estés lista —dijo.

Ella se acercó, caminando sobre las rocas, y sintió que las fuerzas iban volviendo.

—¿En qué dirección?

—Hacia donde conduce esta cresta —señaló.

—Hacia las profundidades del desierto —dijo ella.

—El desierto de los Fremen —susurró Paul.

E hizo una pausa, recordando la precisa imagen que se le había aparecido en una de sus visiones prescientes en Caladan. Había visto aquel desierto. Pero en su conjunto la visión era distinta, como una imagen óptica desaparecida de su consciencia después de haber sido absorbida por la memoria, y que ahora no encajaba perfectamente con la escena real. La visión parecía haber sido cambiada y aproximada a ellos en un ángulo distinto, mientras él permanecía inmóvil.

Idaho estaba con nosotros en la visión, recordó. Pero ahora Idaho está muerto.

—¿Sabes adónde tenemos que ir? —preguntó Jessica, engañándose con su vacilación.

—No —dijo él—, pero pongámonos en marcha.

Aseguró la mochila más fuertemente a sus hombros, y se encaminó con decisión a través de una hendidura excavada por la arena en la roca. La hendidura se abría sobre una meseta de roca bañada por la luna que, hacia el sur, se alzaba en una serie de terrazas.

Paul ascendió el primer escalón rocoso, seguido por Jessica. Notó como a su paso las cosas le revelaban lo que había de inmediato y particularmente… las bolsas de arena entre las rocas que frenaban su marcha, las crestas afiladas por el viento que cortaban sus manos, los obstáculos diseminados ante su camino que obligaban a una elección: ¿escalarlos o rodearlos? El terreno les imponía sus propios ritmos. Hablaban sólo cuando era necesario, y entonces sus voces eran roncas por el esfuerzo.

—Atención aquí… la arena es resbaladiza.

—Cuidado con ese saliente rocoso, no te golpees la cabeza.

—Permanece debajo de la cresta; la luna está a nuestra espalda, y cualquiera de nuestros movimientos podría ser visto.

Paul se detuvo en una oquedad de la roca, apoyando la mochila en un estrecho saliente.

Jessica descansó a su lado, agradecida por aquel momento de respiro. Oyó a Paul aspirar del tubo de su destiltraje, y ella también sorbió algo de su agua regenerada. Era insípida, y recordó las aguas de Caladan… una alta fuente cuyo chorro cerraba toda una curva del cielo, una tal riqueza de agua que sólo podía ser distinguida por sus peculiaridades… sólo por su forma, por sus reflejos, por el sonido cuando uno se detenía a su lado.

Detenerse, pensó. Detenerse… detenerse realmente.

Esta era la verdadera felicidad, la posibilidad de detenerse, aunque sólo fuera por un instante. No había ninguna felicidad si uno no podía detenerse.

Paul avanzó por el saliente rocoso, se volvió, y empezó a escalar una superficie inclinada. Jessica le siguió con un suspiro.

Surgieron a una amplia plataforma que costeaba, rodeándola, una pared rocosa cortada a pico. Siguieron avanzando al ritmo que les imponía aquel accidentado terreno.

Jessica percibía en la noche, bajo sus pies, bajo sus manos, las distintas dimensiones de las sustancias, hasta los más ínfimos grados de pequeñez: rocas o guijarros o cantos agudos o arena aglomerada o incluso arena o polvo o harina de arena.

El polvo obstruía los filtros nasales y era necesario soplar para limpiarlos. La arena aglomerada y los guijarros rodaban bajo sus pies y podían provocar una caída. Los cantos agudos cortaban.

Y las omnipresentes bolsas de arena se pegaban a los pies y succionaban.

Paul se detuvo bruscamente sobre una plataforma rocosa, sujetando a su madre para que no avanzara más.

Señaló algo a su izquierda, y ella miró a lo largo de su brazo y vio que se encontraban al borde de un acantilado que dominaba una porción de desierto parecido a un mar estático unos doscientos metros más abajo. Yacía debajo de ellos, con plateadas olas inmóviles a la luz de la luna… angulosas formas que se difuminaban en curvas y que, en la distancia, se fundían en el grisor confuso y opaco de otra escarpadura.

—El desierto abierto —dijo ella.

—Necesitaremos mucho tiempo para atravesarlo —dijo Paul, y su voz sonó sofocada por el filtro que cubría su rostro.

Jessica miró a derecha e izquierda… nada más que arena.

Paul observó fijamente las dunas, siguiendo el movimiento de las sombras al ritmo del paso de la luna.

—Unos tres o cuatro kilómetros hasta el otro lado —dijo.

—Los gusanos —dijo ella.

—Seguro que habrá.

Jessica se concentró en su cansancio, en sus doloridos músculos que disminuían sus sentidos.

—¿No sería mejor que nos quedáramos aquí y comiéramos algo?

Paul se quitó la mochila, se sentó y se apoyó en ella. Jessica se apoyó en su hombro con una mano para sostenerse y se dejó caer en la roca que había a su lado. Oyó a Paul volverse y buscar algo en la mochila.

—Aquí —dijo él.

Ella sintió que sus resecas manos depositaban dos cápsulas energéticas en su palma.

Las tragó, bebiendo un sorbo de agua que aspiró del tubo de su destiltraje.

—Bebe toda tu agua —dijo Paul—. Axioma: el mejor lugar para conservar tu agua es en tu cuerpo. Mantiene tu energía. Te hace fuerte. Ten confianza en tu destiltraje.

Ella obedeció, vaciando sus bolsillos de recuperación y sintiendo que la energía volvía a su cuerpo. Saboreó aquel momento de calma y descanso, y recordó las palabras que Gurney Halleck, el trovador guerrero, había dicho en una ocasión: «Es mejor una austera comida y un poco de calma que toda una casa llena de luchas y de suspicacias.»

Jessica repitió las palabras a Paul.

—Es propio de Gurney —dijo él.

Ella captó el tono de su voz, como si estuviera hablando de alguien ya muerto, y pensó: Es probable que el pobre Gurney esté ya muerto. Todas las fuerzas de los Atreides estaban muertas o cautivas o perdidas como ellos en aquel mundo reseco.

—Gurney tenía siempre la frase apropiada —dijo Paul—. Es como si le oyera ahora mismo: «Y secaré los ríos, y venderé la tierra a los perversos: y transformaré el lugar, y todo lo que hay en él, en una extensión árida, y todo ello por manos extranjeras.»

Jessica cerró los ojos, conmovida hasta las lágrimas por la tristeza que emanaba de la voz de su hijo.

—¿Cómo te… encuentras? —preguntó Paul poco después.

Ella comprendió que la pregunta se refería a su embarazo.

—Tu hermana no nacerá hasta dentro de varios meses. Me siento… físicamente en forma.

Y pensó: ¡De qué modo tan rígidamente formal le hablo a mi hijo!

Y, puesto que había una Manera Bene Gesserit de descubrir las motivaciones de un extraño comportamiento, buscó en su interior el origen de su frialdad: Tengo miedo de mi hijo: tengo miedo de lo extraño que hay en él; me atemoriza lo que puede ver ante nosotros, en nuestro camino, lo que puede decirme.

Paul bajó su capucha sobre sus ojos, escuchando los sutiles ruidos de la noche. Sus pulmones estaban llenos de su propio silencio. La nariz le picaba. Se la rascó, se quitó el filtro, y percibió el intenso olor a canela en el aire.

—Hay melange cerca de aquí —dijo.

Un viento ligero acarició sus mejillas e hizo agitarse los pliegues de su albornoz. Pero aquel viento no anunciaba ninguna tormenta; podía sentir la diferencia.

—Se acerca el alba —dijo.

Jessica asintió.

—Hay un modo de atravesar sin peligro esa arena abierta — dijo Paul—. Los Fremen lo usan.

—¿Y los gusanos?

—Si plantamos un martilleador de nuestra Fremochila en aquellas rocas de allí —dijo Paul—, tendremos ocupado a un gusano durante un tiempo.

Ella miró al desierto bajo la luz de la luna, entre ellos y la otra escarpadura.

—¿Tanto tiempo como cuatro kilómetros?

—Quizá. Y si consiguiéramos cruzar la extensión produciendo tan sólo ruidos naturales, el tipo de ruidos que no atraen a los gusanos…

Paul estudió el desierto abierto, buscando en su memoria presciente, encontrando las misteriosas alusiones a los martilleadores y a los garfios de doma que había leído en el manual de la Fremochila. Le parecía extraño sentir tan sólo aquel absoluto terror hacia los gusanos. Era como si, justo en el centro de su percepción, residiera la convicción de que los gusanos debían ser respetados y no temidos… si… si…

Agitó la cabeza.

—Tienen que ser ruidos carentes de todo ritmo —dijo Jessica.

—¿Qué? ¡Oh! Sí. Si caminamos irregularmente… la propia arena suele caer de cuando en cuando. Los gusanos no pueden investigar cada pequeño sonido que les llega. Pero debemos estar completamente descansados para esto.

Miró en dirección a la otra pared rocosa, observando el paso del tiempo a través de las sombras verticales creadas por la luz lunar.

—El alba estará aquí dentro de una hora.

—¿Dónde pasaremos el día? —preguntó Jessica. Paul giró a la izquierda y señaló.

—El acantilado se curva allí hacia el norte. Puedes ver que en aquel lugar el viento ha corroído la superficie. Encontraremos grietas.

—¿No sería mejor partir inmediatamente? —preguntó ella. El se levantó, ayudándola a ponerse en pie.

—¿Has descansado bastante para el descenso? Quiero llegar lo más cerca posible del desierto antes de acampar.

—Bastante —asintió ella, invitándole a abrir la marcha.

El vaciló, luego cargó la mochila, la sujetó a sus hombros y echó a andar a lo largo de la roca.

Si al menos tu viéramos suspensores, pensó Jessica. Sería muy sencillo saltar hasta allá. Pero quizá los suspensores son otra de las cosas que no pueden ser usadas en pleno desierto. Tal vez atraigan a los gusanos igual que un escudo.

Llegaron a una serie de terrazas que descendían, y más abajo vieron una fisura, delineada por el claro de luna, que se hundía en la pared.

Paul inició el descenso, moviéndose cautelosamente pero rápido, porque era obvio que la luz lunar no iba a durar mucho. Se sumergieron en un mundo de sombras más y más profundas. Formas rocosas apenas visibles ocultaron las estrellas a su alrededor. La hendidura se estrechó hasta tener sólo diez metros de ancho, al borde de una pendiente de arena gris que se hundía hacia abajo en las tinieblas.

—¿Podemos descender? —murmuró Jessica.

—Creo que si.

Probó la superficie con un pie.

—Podemos deslizarnos —dijo—. Yo iré primero. Espera hasta que me oigas detenerme.

—Sé prudente —dijo ella.

Paul avanzó por la pendiente, deslizándose y resbalando hacia abajo por la blanda superficie hasta encontrar un tramo casi llano de arena endurecida. El lugar quedaba encajado entre murallas rocosas.

Entonces oyó el ruido de la arena deslizándose tras él. Se volvió, intentó mirar hacia arriba de la pendiente en la oscuridad, y fue embestido por una avalancha de arena. Luego, de nuevo el silencio.

—¿Madre? —llamó.

No obtuvo respuesta.

—¿Madre?

Dejó la mochila y trepó por la pendiente, arañando, escarbando, apartando la arena con sus manos como un animal enloquecido.

—¡Madre! —gritó—. Madre, ¿dónde estás?

Otra cascada de arena le embistió, cubriéndole hasta la cintura. Se extrajo violentamente.

Ha quedado atrapada por la avalancha, pensó. Sepultada por ella. Debo calmarme y proceder con precaución. No se asfixiará inmediatamente. Entrará en suspensión bindu para reducir el consumo de oxígeno. Sabe que estoy excavando en su busca.

A la Manera Bene Gesserit que ella le había enseñado, Paul aplacó el furioso latir de su corazón y redujo su mente a un espacio vacío donde podían aparecer de nuevo los últimos momentos del pasado reciente. Cada movimiento parcial, cada contorsión de la avalancha, surgieron de nuevo en su memoria, moviéndose con enorme lentitud, aunque el tiempo real de la evocación fue apenas de una décima de segundo.

Entonces, Paul se movió en diagonal a lo largo de la pendiente, sondeando cautelosamente hasta encontrar una de las paredes de la fisura y una saliente de ésta. Entonces empezó a excavar, moviendo lentamente la arena a fin de no provocar una nueva avalancha. Sus dedos tropezaron con un trozo de tela. Lo siguió, encontró un brazo. Suavemente, tiró de él, descubrió el rostro.

—¿Puedes oírme? —susurró.

Ninguna respuesta.

Excavó más aprisa, liberando los hombros. El cuerpo estaba fláccido bajo sus manos, pero detectó el débil latir del corazón.

Suspensión bindu, se dijo.

La liberó de arena hasta el talle, pasó los brazos bajo sus hombros y tiró de ella hacia la parte baja de la pendiente, lentamente al principio, luego más rápido, sintiendo que la arena se abría y soltaba su presa. Tiró más y más aprisa, jadeando por el esfuerzo, luchando por mantener su equilibrio. Tiró hasta encontrar bajo sus pies el suelo firme de la fisura y entonces, cargando el cuerpo sobre su hombro, echó a correr desesperadamente al tiempo que toda la ladera arenosa se precipitaba a sus espaldas retumbando entre las paredes rocosas.

Se detuvo al final de la fisura, mirando hacia la ininterrumpida extensión de dunas del desierto, unos treinta metros más abajo. Depositó suavemente el cuerpo sobre la arena, murmurando la palabra que la haría salir de la catalepsia.

Ella volvió lentamente en sí, su respiración se hizo más profunda.

—Sabía que me encontrarías —susurró. El se volvió hacia la fisura.

—Quizá hubiera sido mejor que no te hubiera encontrado.

—¡Paul!

—He perdido la mochila —dijo él—. Está sepultada bajo cien toneladas de arena… como mínimo.

—¿Todo?

—El agua de reserva, la destiltienda… todo lo que importaba —tocó uno de sus bolsillos—. Tengo aún el paracompás — palpó la bolsa colgada a su cintura—. También el cuchillo y los binoculares. Al menos, podremos echar una buena mirada al lugar donde vamos a morir.

En aquel instante el sol apareció sobre el horizonte, en algún lugar a su izquierda, más allá de la fisura. Los colores refulgieron en la arena por encima del desierto abierto. Un coro de pájaros entonó sus cantos en los múltiples nidos entre las rocas.

Pero Jessica sólo tenía ojos para la desesperación que se reflejaba en el rostro de Paul. Había un tono despectivo en su voz cuando dijo:

—¿Esto es lo que te ha sido enseñado?

—¿Pero no comprendes? —preguntó él—. Todo lo que necesitábamos para sobrevivir en este lugar está debajo de esta arena.

—Me has encontrado a mi —dijo ella, y su voz era ahora dulce y razonable.

Paul se acuclilló, apoyándose sobre sus talones.

Tras un momento, miró hacia arriba de la fisura, estudiando la nueva pendiente que se había formado, notando la blandura de la arena.

—Si tan sólo pudiéramos inmovilizar una pequeña zona de esta pendiente y perforar un pozo en la arena, quizá pudiéramos llegar hasta la mochila. Pero necesitamos agua para esto, y no tenemos suficiente para… —se interrumpió de golpe—. Espuma —dijo.

Jessica permaneció inmóvil, temiendo interrumpir el hiperfuncionamiento de su mente.

Paul miró hacia las dunas, buscando con su olfato y también con sus ojos, encontrando la dirección y concentrando su atención en una zona de arena más oscura bajo ellos.

—Especia —dijo—. Su esencia es altamente alcalina. Y tengo aún el paracompás. Su pila de energía contiene ácido.

Jessica se apoyó contra la roca.

Paul la ignoró, saltó sobre sus pies y avanzó a través de la superficie endurecida por el viento que penetraba por el fondo de la hendidura en dirección al desierto.

Jessica observó su modo de avanzar, extraño e irregular: un paso… pausa; dos pasos… deslizamiento… pausa…

No había el menor ritmo que pudiera revelar a cualquier gusano al acecho que algo extraño al desierto se movía sobre él.

Paul alcanzó el yacimiento de especia, recogió un montón de ella y la guardó en un pliegue de su ropa, regresando hacia la fisura. Depositó la especia sobre la arena, ante Jessica, se acuclilló y comenzó a desmontar el paracompás, utilizando la punta de su cuchillo. La cara superior del paracompás se abrió. Se quitó la faja, colocó las piezas del compás en ella, sacó la pila de energía. Después sacó el dial del mecanismo, dejando un compartimiento vacío en el instrumento.

—Necesitarás agua —dijo Jessica.

Paul tomó el extremo del tubo de su cuello, aspiró una bocanada y la escupió en el compartimiento vaciado.

Si no lo consigue será agua malgastada, pensó Jessica. Pero de todos modos no tendrá importancia.

Con ayuda de su cuchillo, Paul abrió la pila de energía, esparciendo sus cristales en el agua. Espumearon ligeramente, y luego se aquietaron.

Los ojos de Jessica captaron un movimiento sobre ellos. Miró hacia arriba y vio una hilera de halcones perchados en lo alto de la fisura. Miraban fijamente al agua.

¡Gran Madre!, pensó. ¡Pueden sentir el agua hasta a esa distancia!

Paul había vuelto a colocar la tapa del paracompás, quitando el botón de reglaje para dejar una pequeña salida al líquido. Aferrando con una mano el instrumento así transformado, y con la otra un puñado de especia, Paul ascendió hasta la fisura, estudiando la pendiente. Su ropa, sin el cinturón, flotaba a su alrededor. Avanzó hundiendo sus pies en la pendiente, provocando pequeños riachuelos de arena.

En un determinado momento se detuvo, metió una pizca de especia en el paracompás y sacudió la caja del instrumento.

Una espuma verde rebulló surgiendo por el orificio del botón de reglaje. Paul la hizo caer sobre la pendiente, trazando un pequeño dique que consolidó inmediatamente, añadiéndole arena y derramando después más espuma.

Jessica avanzó desde su posición en la parte baja de la pendiente y preguntó:

—¿Puedo ayudarte?

—Ven aquí y excava —dijo él—. Faltan aún tres metros. No sé si conseguiremos llegar. —Mientras hablaba, la espuma dejó de surgir del instrumento—. Apresúrate —dijo—. No sé por cuánto tiempo aguantará la arena.

Jessica se reunió con él mientras Paul echaba una nueva cantidad de especia en el aparato, agitando el paracompás. La espuma volvió a surgir.

Mientras Paul seguía consolidando la barrera, Jessica excavó con las manos, echando la arena por la pendiente.

—¿Cuánto falta? —jadeó.

—Alrededor de tres metros —dijo él—. Y sólo puedo calcular aproximadamente la posición. Quizá tendremos que ensanchar el pozo. —Dio un paso hacia un lado, resbalando en la blanda arena—. Excava oblicuamente de través, no hacia abajo.

Jessica obedeció.

Lentamente, el pozo se hizo más profundo, alcanzando el nivel de la depresión externa sin que apareciera ningún signo de la mochila.

¿Habré equivocado mis cálculos?, se preguntó Paul. Me he dejado llevar por el pánico y esto ha ocasionado el error. ¿Acaso esto ha disminuido mi habilidad?

Examinó el paracompás. Quedaban sólo unos cincuenta gramos de la infusión ácida.

Jessica se irguió en el pozo, pasando por su mejilla una mano manchada de espuma. Sus ojos encontraron los de Paul.

—A la altura de tu cabeza —dijo Paul—. Lentamente ahora.

—Añadió otra pizca de especia al recipiente, echando la bullente espuma alrededor de las manos de Jessica a medida que esta iba cortando una hendidura vertical a lo largo de la pared del pozo. A la segunda tentativa, sus manos tropezaron con algo duro. Lentamente, liberó un trozo de correa y una anilla de plástico.

—No lo muevas más —dijo Paul, y su voz era ahora un susurro—. No tenemos más espuma.

Jessica sujetó la correa con una mano y miró hacia arriba.

Paul tiró el paracompás vacío al fondo de la depresión.

—Dame tu otra mano —dijo—. Ahora escúchame atentamente. Voy a tirar de ti fuertemente hacia abajo, a lo largo de la pendiente. No sueltes la correa, no va a caer mucha arena de arriba. La pendiente ha quedado estabilizada. Intentaré mantener tu cabeza fuera de la arena. Cuando el pozo se haya llenado, podré sacarte junto con la mochila.

—Comprendo —dijo ella.

—¿Preparada?

—Preparada —tensó sus dedos en torno a la correa.

Con un fuerte tirón, Paul la sacó a medias del pozo, manteniendo su cabeza levantada mientras la barrera de espuma caía hacia el fondo del pozo. Cuando se estabilizó, Jessica estaba fuera hasta el busto, aunque con un brazo y un hombro metidos en la arena, pero con su barbilla protegida por un pliegue de la ropa de Paul. El hombro le dolía por la tensión.

—Sigue sujetando la correa —dijo él.

Lentamente, Paul hundió su mano en la arena junto a la de ella, encontrando la correa.

—Los dos a la vez —dijo—. Tensión constante. No debemos romperla.

Más arena se precipitó mientras tiraban de la mochila. Cuando la correa apareció, Paul se detuvo y liberó completamente a su madre de la arena. Después, juntos, terminaron de extraer la mochila de su prisión arenosa.

Unos minutos más tarde estaban ambos de pie en el suelo de la fisura, con la mochila entre ellos.

Paul miró a su madre. La espuma manchaba su rostro y su ropa. La arena se había encostrado en los lugares donde la espuma se había secado. Parecía que la hubieran tomado como blanco con pegotes de arena verde.

—Se te ve más bien sucia —dijo él.

—Tu tampoco estás muy limpio —dijo ella. Se echaron a reír, luego se calmaron.

—Todo esto no tenía que haber sucedido —dijo Paul—. No presté bastante atención.

Ella se encogió de hombros, y notó cómo la arena caía de sus ropas.

—Plantaré la tienda —dijo Paul—. Es mejor que te quites la ropa y la sacudas. —Se volvió, inclinándose sobre la mochila.

Jessica asintió con la cabeza, repentinamente demasiado cansada para hablar.

—Hay agujeros de anclaje en esta roca —dijo Paul—. Alguien ha plantado su tienda aquí antes.

¿Por qué no?, pensó ella, mientras sacudía sus ropas. Era un lugar muy adecuado: protegido por las paredes rocosas y haciendo frente a otro farallón a cuatro kilómetros de distancia… lo bastante alto sobre el desierto como para evitar los gusanos, y lo bastante cerca como para llegar rápidamente a él e iniciar la travesía.

Se volvió viendo que Paul había levantado ya la tienda, cuyas nervaduras de la cúpula se confundían con las paredes rocosas de la fisura. Paul se adelantó, portando los binoculares. Ajustó su presión interna con un gesto rápido, enfocó las lentes de aceite hacia el otro farallón, que se levantaba frente a ellos a través de la arena como una barrena dorada a la luz matutina.

Jessica observó cómo estudiaba aquel apocalíptico paisaje, explorando los cañones y ríos de arena.

—Hay cosas que crecen allá abajo —dijo.

Jessica fue a tomar los otros binoculares de la mochila junto a la tienda y se situó de pie junto a Paul.

—Allí —dijo Paul, sujetando los binoculares con una mano y señalando con la otra.

Jessica miró hacia la dirección apuntada.

—Saguaro —dijo—. Hierbas secas.

—Puede que haya alguien en las inmediaciones —dijo Paul.

—Tal vez los restos de una estación experimental botánica — observó ella.

—Estamos muy lejos hacia el sur, en pleno desierto —dijo él. Bajó los binoculares, rascándose bajo su filtro, notando sus labios secos y cortados y sintiendo en su boca el gusto del polvo y de la sed—. Parece un lugar Fremen —dijo.

—¿Estamos seguros de que los Fremen se mostrarán amistosos? —preguntó ella.

—Kynes nos prometió su ayuda.

Pero hay desesperación en la gente de este desierto, pensó ella. Yo la he notado en mi misma hoy. Una gente desesperada podría matarnos por nuestra agua.

Cerró los ojos y, sobre aquel vasto desierto, conjuró en su mente una escena de Caladan. Era un viaje de vacaciones en Caladan: ella y el Duque Leto, antes de que naciera Paul. Habían volado sobre las junglas del sur, sobre la tupida hierba salvaje de las sabanas y los arrozales de los deltas. Y en todo aquel verde habían visto largas hileras de hormigas: hombres transportando sus cargas mediante suspensores anclados a las pértigas colocadas sobre sus hombros. Y en el mar, los blancos pétalos de los trimaranes dhows.

Todo aquello había terminado.

Jessica abrió sus ojos al silencio del desierto, al ominoso calor diurno. Los inquietos demonios del calor hacían temblar el aire por encima de las arenas abiertas del desierto. La otra roca frente a ellos parecía envuelta en niebla.

Por un instante, una lluvia de arena formó una impalpable cortina al extremo de la fisura. La arena chirriaba por todas partes, esparcida por la brisa matutina, por los halcones que empezaron a alzar el vuelo en la cima del farallón. Cuando se hubo depositado, le pareció seguir oyendo su silbido. Era cada vez más intenso, un sonido que, una vez oído, ya no se podía olvidar.

—Un gusano —murmuro.

Apareció a su derecha, con una serena majestad que no podía ser ignorada. Un túmulo de arena en movimiento que cortaba la línea de dunas, atravesando su campo de visión. En un momento determinado, frente a ellos, el túmulo se empinó, cortando la arena como la proa de una nave corta el agua. Luego cambió de dirección, desapareciendo a su izquierda.

El sonido disminuyó, murió.

—He visto fragatas espaciales más pequeñas —murmuró Paul.

Jessica asintió, continuando con la mirada fija en el desierto. Allí donde había pasado el gusano quedaba un rastro turbador, un surco sin fin curvándose ante ellos bajo el horizonte, como doblado entre el cielo y la arena.

—Cuando hayamos descansado —dijo Jessica— continuaremos con tus lecciones.

Paul dominó una brusca irritación.

—Madre —dijo—, ¿no crees que podríamos pasarnos sin…?

—Hoy te has dejado arrastrar por el pánico —dijo ella—. Quizá conozcas mejor que yo tu mente y tu sistema nervioso bindu, pero aún tienes mucho que aprender de la musculatura prana. A veces el cuerpo actúa por sí mismo, Paul, y puedo enseñarte algo al respecto. Debes aprender a controlar cada músculo, cada fibra de tu cuerpo. Tus manos, por ejemplo. Comenzaremos con los músculos de los dedos, los tendones de la palma y la sensibilidad de las yemas. —Se volvió—. Entremos en la tienda ahora.

Paul flexionó los dedos de su mano izquierda, mirando a su madre que se introducía a través de la válvula a esfínter, sabiendo que nada podría apartarla de su determinación… que tendría que doblegarse a ella.

Cualquier cosa que me hayan hecho, yo me he prestado siempre a ello, pensó.

¡Examinar su mano!

La miró de nuevo. Parecía tan inadecuada cuando se la comparaba con criaturas tales como aquel gusano…

CAPÍTULO XXVIII

Vinimos de Caladan… un mundo paradisíaco para nuestra forma de vida. No existía en Caladan la necesidad de construir un paraíso físico o un paraíso mental… podíamos verlos en la realidad que nos rodeaba. Y el precio que pagamos era el precio que los hombres han pagado siempre por obtener un paraíso en sus vidas: nos ablandamos, perdimos nuestro temple.

De «Conversaciones con Muad’Dib», por la Princesa Irulan.


—Así que tú eres el gran Gurney Halleck —dijo el hombre.

Halleck estaba de pie en la redonda caverna despacho, con el contrabandista sentado frente a él tras un escritorio metálico. El hombre llevaba ropas Fremen, y el tono azul demasiado claro de sus ojos indicaba que, al menos en parte, su dieta era de alimentos importados. El despacho era una reproducción del centro de control de una fragata espacial: transmisores y pantallas visoras a lo largo de treinta grados de la curvada pared, controles remotos de instrumentos y armas al otro lado, e incluso el escritorio parecía una proyección de la pared… como formando parte de la misma curva.

—Soy Staban Tuek, hijo de Esmar Tuek —dijo el contrabandista.

—Entonces, es a ti a quien debo darle las gracias por la ayuda recibida —dijo Halleck.

—Ahhh, gratitud —dijo el contrabandista—. Siéntate.

Un sillón de tipo astronáutico en forma de copa emergió de la pared junto a las pantallas, y Halleck se dejó caer en él con un suspiro, consciente de su agotamiento. Podía ver su propio reflejo en la oscura superficie junto al contrabandista, y frunció el ceño al observar las señales de la fatiga en su arrugado rostro. La cicatriz de estigma a lo largo de su mandíbula se contorsionó.

Halleck apartó los ojos de su reflejo y miró a Tuek. Ahora descubrió el parecido familiar en su rostro… las gruesas cejas de su padre, el mismo perfil duro y cortante de las mejillas y nariz.

—Tus hombres me han dicho que tu padre había muerto, asesinado por los Harkonnen —dijo Halleck.

—Por los Harkonnen o por el traidor que había entre tu gente —dijo Tuek.

La cólera saltó por encima de la fatiga de Halleck. Se irguió.

—¿Puedes decirme el nombre del traidor?

—No estamos seguros.

—Thufir Hawat sospechaba de Dama Jessica.

—Ahhh, la bruja Bene Gesserit… quizá. Pero Hawat se encuentra ahora prisionero de los Harkonnen.

—Lo sé —Halleck hizo una profunda inspiración—. Me parece que se preparan otras matanzas.

—No haremos nada que llame la atención sobre nosotros — dijo Tuek.

Halleck se envaró.

—Pero…

—Tú y tus hombres sois bienvenidos a este refugio entre nosotros —dijo Tuek—. Hablas de gratitud. Muy bien; trabajad para pagar vuestra deuda. Siempre podremos encontrar un trabajo para un hombre de valor. Pero os destruiremos con nuestras propias manos si intentáis la menor acción abierta contra los Harkonnen.

—¡Pero ellos han matado a tu padre!

—Quizá. Y si es así, te daré la misma respuesta que daba mi padre a aquellos que actuaban sin pensar: «Pesada es la piedra y densa la arena; pero no son nada al lado de la furia de un idiota.»

—¿Quieres decir que no vais a hacer nada al respecto, entonces? —se sorprendió Halleck.

—En ningún momento me has oído decir esto. Simplemente he dicho que quiero proteger nuestro contrato con la Cofradía. La Cofradía exige un juego circunspecto. Hay otros caminos para destruir al enemigo.

—Ahhh…

—Sí, realmente. Si tienes la idea de buscar a la bruja, hazlo. Pero debo advertirte que probablemente ya es demasiado tarde… y dudamos que sea la persona a la que estás buscando.

—Hawat se ha equivocado pocas veces.

—Pero ha caído en manos de los Harkonnen.

—¿Crees que el traidor es él? Tuek se alzó de hombros.

—Eso no tiene importancia. Creemos que la bruja está muerta. Esto al menos es lo que creen los Harkonnen.

—Parece que sabes mucho acerca de los Harkonnen.

—Suposiciones e insinuaciones… rumores y deducciones.

—Nosotros somos setenta y cuatro —dijo Halleck—. si nos propones seriamente que nos enrolemos contigo, es que estás convencido de que nuestro Duque está muerto.

—Su cadáver ha sido visto.

—¿Y también el muchacho… el joven Amo Paul? —Halleck intentó tragar saliva, pero tenía como un nudo en su garganta.

—Según nuestros últimos informes, él y su madre se perdieron en una tormenta, en pleno desierto. Es muy probable que ninguno de los dos sean hallados nunca.

—Así que la bruja está muerta… todos muertos.

Tuek asintió.

—Y la Bestia Rabban, por lo que sé, se sentará en el poder.

—¿El Conde Rabban de Lankiveil?

—Sí.

Halleck necesitó un tiempo para conseguir dominar la oleada de ira que amenazaba sumergirle. Cuando habló, lo hizo con voz jadeante.

—Tengo una cuenta personal que arreglar con Rabban. La vida de los míos… —se frotó la cicatriz de su mandíbula— …y también esto…

—Uno no debe arriesgarlo todo por liquidar prematuramente una cuenta —dijo Tuek. Frunció el ceño al observar el temblor de los músculos en la mejilla de Halleck, la mirada repentinamente ausente de los ojos del hombre.

—Lo sé… lo sé… —Halleck resopló profundamente.

—Tú y tus hombres podéis trabajar para mí a fin de pagaros el viaje de salida de Arrakis. Hay muchos puestos donde…

—Dejo a mis hombres que elijan por sí mismos lo que deseen. Pero con Rabban aquí… yo no me quedo.

—Por tus palabras, no estoy muy seguro de que nosotros queramos que te quedes.

Halleck miró fijamente al contrabandista.

—¿Dudas de mi palabra?

—Nooo…

—Vosotros me habéis salvado de los Harkonnen. Yo he jurado fidelidad al Duque Leto por la misma razón. Me quedaré en Arrakis… con vosotros… o con los Fremen.

—Sea o no expresado, un pensamiento es siempre algo real y potente —dijo Tuek—. Quizá entre los Fremen descubrieras que la línea que separa la vida de la muerte es demasiado frágil e incierta.

Halleck cerró brevemente sus ojos, sintiendo de nuevo el cansancio.

—«¿Dónde está el Señor que nos ha conducido por esta tierra de desiertos y de abismos?» —murmuró.

—Actúa lentamente, y el día de tu venganza llegará —dijo Tuek—. La rapidez es el instrumento de Shaitán. Aplaca tu dolor… tenemos diversiones para esto; hay tres cosas que alegran el corazón: el agua, la hierba verde y la belleza de una mujer.

Halleck abrió los ojos.

—Preferiría la sangre de Rabban Harkonnen corriendo a mis pies. —Miró a Tuek—. ¿Crees que llegará ese día?

—No puedo ayudarte a afrontar el mañana, Gurney Halleck. Tan sólo puedo ayudarte a afrontar el hoy.

—Entonces acepto la ayuda, y me quedaré hasta el día en que tú me digas que vengue a tu padre y a todos los demás que…

—Escúchame, guerrero —dijo Tuek. Se inclinó hacia adelante sobre su escritorio, la cabeza hundida entre sus hombros, la mirada intensa. El rostro del contrabandista pareció súbitamente una máscara de piedra—. El agua de mi padre… la compraré de nuevo yo mismo, con mi propia hoja.

Halleck miró fijamente a Tuek. En aquel momento, el contrabandista le recordó al Duque Leto; un conductor de hombres, valeroso, seguro de su posición y de sus actos. Era como el Duque… antes de Arrakis.

—¿Aceptas mi espada a tu lado? —preguntó Halleck.

Tuek se echó hacia atrás, relajándose, estudiando silenciosamente a Halleck.

—¿Piensas en mí como en un guerrero? insistió Halleck.

—Eres el único de los lugartenientes del Duque que ha conseguido escapar —dijo Tuek—. Vuestros enemigos os aplastaban en número, y sin embargo vosotros os batísteis con ellos… los derrotásteis como nosotros hemos derrotado Arrakis.

—¿Eh?

—Nosotros vivimos aquí por tolerancia, Gurney Halleck — dijo Tuek—. Arrakis es nuestro enemigo.

—Cada enemigo a su tiempo, ¿no es así?

—Así es.

—¿Es así como actúan los Fremen?

—Quizá.

—Me has dicho que encontraría la vida con los Fremen demasiado dura. Ellos viven en el desierto, al abierto. ¿Es por eso?

—¿Quién sabe dónde viven los Fremen? Para nosotros, la Meseta Central es tierra prohibida. Pero me gustaría hablar un poco más de…

—Me han dicho que la Cofradía aventura raramente sus cargos de especia por encima del desierto —dijo Halleck—. Pero hay rumores de que pueden verse zonas verdes aquí y allá, si uno sabe cómo mirar.

—¡Rumores! —se burló Tuek—. Ahora, ¿quieres elegir entre yo y los Fremen? Nosotros tenemos medidas de seguridad, nuestros sietch están excavados en la roca, nuestras depresiones ocultas. Nuestra vida es la de hombre civilizados. Los Fremen son unas cuantas pandillas de andrajosos a las que nosotros utilizamos como cazadores de especia.

—Pero pueden matar Harkonnen.

—¿Y quieres saber los resultados? En este mismo momento están siendo perseguidos, cazados como animales… con láser, porque no tienen escudos. Van a ser exterminados. ¿por qué? Porque han matado Harkonnen.

—¿Eran realmente Harkonnen los que mataron? —preguntó Halleck.

—¿Qué quieres decir?

—¿No has oído hablar de la presencia de Sardaukar con los Harkonnen?

—Más rumores.

—Pero un pogrom… no suena a Harkonnen. Un pogrom es un despilfarro.

—Yo creo lo que ven mis ojos —dijo Tuek—. Haz tu elección, guerrero. Yo o los Fremen. Yo te prometo un refugio y una oportunidad de derramar la sangre que ambos queremos. Puedes estar seguro de ello. Los Fremen sólo te ofrecerán la vida de un animal acosado.

Halleck vaciló, captando la sabiduría y la cordialidad de las palabras de Tuek, pero inquieto sin saber exactamente por qué.

—Confía en tus habilidades —dijo Tuek—. ¿Qué decisiones te han permitido sobrevivir en la batalla? Las tuyas. Decide.

—Así debe ser —dijo Halleck—. ¿El Duque y su hijo han muerto?

—Así lo creen los Harkonnen. En lo que se refiere a estas cosas, yo me inclinaría a creer lo que dicen. —Una torva sonrisa apareció en su rostro—. Pero solamente en estas cosas, por supuesto.

—Entonces, así debe ser —repitió Halleck. Tendió su mano derecha, la palma hacia arriba y el pulgar doblado sobre ella, en el gesto tradicional—. Te entrego mi espada.

—Aceptada.

—¿Quieres que persuada a mis hombres?

—¿Les dejarías elegir por ellos mismos?

—Me han seguido hasta aquí, pero la mayor parte de ellos son nativos de Caladan. Arrakis no es lo que imaginaban. Aquí lo han perdido todo excepto sus vidas. Preferiría que decidieran por ellos mismos.

—Este no es el momento de vacilar —dijo Tuek—. Te han seguido hasta aquí.

—Los necesitas, ¿no es así?

—Siempre necesitamos guerreros experimentados… y en estos tiempos más que nunca.

—Has aceptado mi espada. ¿Quieres que los persuada?

—Pienso que te seguirán, Gurney Halleck.

—Es de esperar.

—Por supuesto.

—Entonces, ¿me toca a mí decidir?

—Te toca a ti.

Halleck se levantó del sillón, notando el esfuerzo que le costaba aquel simple movimiento.

—Por ahora, voy a sus alojamientos para ver si están bien instalados —dijo.

—Consulta a mi intendente —dijo Tuek—. Su nombre es Drisq. Dile que mi mayor interés es que reciban el mejor trato posible. Me reuniré contigo dentro de un rato. Antes debo controlar el envío de varios cargamentos de especia.

—La fortuna pasa por todos lados —dijo Halleck.

—Por todos lados —dijo Tuek—. Los tiempos revueltos son una rara oportunidad para nuestros negocios.

Halleck asintió, oyendo un débil susurro y un leve silbar del aire en el momento en que se abría la compuerta estanca a su lado. Se volvió, bajó la cabeza para franquear el umbral, y salió del despacho.

Se encontró en la sala de asambleas, a la que habían sido conducidos él y sus hombres por los ayudantes de Tuek. Era una cavidad larga y estrecha excavada directamente en la roca, cuyas lisas paredes evidenciaban el uso de cortadores a rayos para el trabajo. El techo era lo suficientemente alto como para mantener el soporte natural de la cúpula de roca y para permitir la circulación interior del aire. Panoplias y armeros se alineaban a lo largo de las paredes.

Halleck notó con un toque de orgullo que la mayor parte de sus hombres aún válidos permanecían en pie… para ellos no existían ni el cansancio ni el desfallecimiento. Las camillas estaban agrupadas a la izquierda, y cada herido tenía a su lado un compañero.

El adiestramiento de los Atreides: «¡Velaremos por nuestros hombres!» era aún un núcleo indestructible en ellos, observó Halleck.

Uno de sus lugartenientes avanzó hacia él, con el baliset de nueve cuerdas fuera de su estuche. El hombre hizo un rápido saludo y dijo:

—Señor, los médicos dicen que no hay esperanzas para Mattai. Aquí no hay banco de órganos ni de huesos… sólo medicina de urgencia. Mattai no sobrevivirá, dicen, y quiere pediros algo.

—¿Qué es ello?

El lugarteniente le tendió el baliset.

—Mattai os pide una canción para endulzar su muerte, señor. Dice que vos sabéis una… la que os ha pedido tantas veces —el lugarteniente tragó saliva—. Es aquella llamada «Mi mujer», señor. Si vos…

—Ya sé —Halleck tomó el baliset, sacó el multipic y lo ajustó a su dedo. Pulsó una cuerda del instrumento, comprobando que alguien lo había afinado por él. Sintió un ardor en los ojos, pero rechazó todo pensamiento mientras avanzaba, probando unos acordes y esforzándose por sonreír de una manera casual.

Varios de sus hombres y un médico de los contrabandistas estaban inclinados sobre una camilla. Uno de los hombres empezó a cantar en voz muy baja mientras Halleck se acercaba, cogiendo inmediatamente el ritmo con la facilidad de una larga costumbre:

«Mi mujer está en su ventana,

Curvas líneas tras los cuadrados cristales.

Se inclina hacia mí, me tiende los brazos

En el crepúsculo rojo y dorado.

Venid a mi…

Venid a mí, dulces brazos de mi amor.

Para mí…

Para mí, dulces brazos de mi amor.»

El cantante se interrumpió, alargó un vendado brazo y cerró los ojos al hombre de la litera.

Halleck arrancó un último acorde del baliset y pensó: Ahora somos setenta y tres.

CAPÍTULO XXIX

Para mucha gente es difícil comprender la vida familiar del Harén Real, pero intentaré dar una visión condensada de ella. Mi padre, creo, sólo tenía un auténtico amigo: el Conde Hasimir Fenrig, el eunuco genético y uno de los más temibles guerreros del Imperio. El Conde, un hombre pequeño, feo y vivaz, trajo un día una nueva esclava-concubina a mi padre, y yo fui enviada por mi madre a espiar cómo se desarrollarían las cosas. Todas nosotras espiábamos a mi padre, a fin de protegernos. Una esclava-concubina concedida a mi padre en base a un acuerdo Bene Gesserit-Cofradía no podía engendrar, por supuesto, un Sucesor Real, pero las intrigas se sucedían constantes y opresivas en su similitud. Mi madre, mis hermanas y yo nos habíamos habituado a evitar los más sutiles instrumentos de muerte. Puede parecer algo horrible de decir, pero no estoy totalmente segura de que mi padre fuera inocente en todos aquellos atentados. Una Familia Real es distinta de las otras familias. Así pues, allí estaba aquella nueva esclava- concubina, con el cabello rubio como mi padre, esbelta y hermosa. Tenía músculos de bailarina, y obviamente su adiestramiento incluía la neuroseducción. Mi padre la contempló largamente, desnuda de pie frente a él. Finalmente dijo: «Es demasiado hermosa. La reservaremos para un regalo.» Uno no puede hacerse una idea de la consternación que esta decisión creó en el Harén Real. La sutileza y el autocontrol, después de todo, ¿no eran acaso una amenaza mortal para todas nosotras?

«En la casa de mi padre», por la Princesa Irulan.


Paul estaba de pie frente a la destiltienda, en el muriente atardecer. La hendidura en la que habían acampado estaba inmersa en las tinieblas. Miró a través de las arenas abiertas hacia el distante macizo, preguntándose si debía despertar ya a su madre que seguía durmiendo en la tienda.

Pliegue tras pliegue de dunas se extendían ante su refugio, diseñando sombras negras y densas como la noche bajo el declinante sol.

Y todo era tan llano…

Su mente buscó algo en aquel paisaje. Pero no había nada, de uno a otro horizonte, que se elevara convincentemente bajo el sobrecalentado aire… ninguna flor, ninguna planta que se agitara por la brisa… tan sólo dunas y aquel macizo lejano bajo un cielo de plata bruñida.

¿Y si aquello no es una de las estaciones experimentales abandonadas?, pensó. ¿Y si no hubiera Fremen allí, si aquellas plantas no fueran más que un accidente?

En la tienda, Jessica se despertó, se volvió y miró a su hijo a través de la parte transparente. Paul le daba la espalda y algo, en su actitud, le recordó al Duque. En algún lugar muy profundo encontró entonces la vorágine negra de su dolor, y desvió la mirada.

Un poco después se ajustó su destiltraje, bebió un poco del agua del bolsillo de recuperación de la tienda y salió al exterior, distendiendo el sueño de sus músculos.

—Me gusta la calma de este lugar —dijo Paul sin volverse.

Como se adapta la mente al entorno, pensó ella. Y recordó un axioma Bene Gesserit: «La mente va en una u otra dirección bajo el efecto de un esfuerzo… positivo o negativo, conectado o desconectado. Pensad en ello como en un espectro cuyos extremos fueran el inconsciente como negativo y el hiperconsciente como positivo. La dirección que tome la mente bajo el efecto de un esfuerzo estará fuertemente influenciada por el adiestramiento.»

—Se podría vivir bien aquí —dijo Paul.

Jessica probó a ver el desierto a través de los ojos de él, intentando captar en un conjunto todos los rigores que aquel planeta aceptaba como normales y preguntándose cuáles podían ser los futuros posibles entrevistos por Paul. Aquí uno podría vivir solo, pensó, sin miedo a tener a alguien a tus espaldas, sin miedo a ser cazado.

Pasó ante Paul, tomó sus binoculares, ajustó las lentes de aceite y estudió la escarpadura delante de ellos. Sí, saguaro en los arroyos y otras hierbas espinosas… y matojos de hierba corta de color amarillo verdoso en las zonas de sombra.

—Voy a levantar el campo —dijo Paul.

Jessica asintió, saliendo de la fisura para tener una visión panorámica del desierto y apuntando sus binoculares hacia la izquierda. Una hoya de sal de cegadora blancura se extendía por aquel lado, con los bordes manchados de ocre: una extensión blanca, en la que el blanco significaba muerte. Pero la hoya significaba otra cosa: agua. Hubo un tiempo en que aquel brillante blanco había estado cubierto de agua. Bajó sus binoculares, ajustó su albornoz, escuchó por un momento el sonido de los movimientos de Paul.

El sol descendió un poco más. Las sombras se alargaron sobre la hoya de sal. Líneas de fulgurantes colores se dibujaron en el horizonte. Después, los colores se fundieron en las tinieblas arenosas, y la repentina llegada de la noche hizo desaparecer el desierto.

¡Las estrellas!

Jessica alzó los ojos hacia ellas, oyendo los movimientos de Paul que se acercaba a su lado. La noche tomó posesión de todo el desierto, y las estrellas parecieron surgir de la arena. La opresión del día retrocediendo: Un breve soplo de brisa acarició su rostro.

—La primera luna se levantará muy pronto —dijo Paul—. La mochila está lista. He plantado el martilleador.

Podríamos perdernos en este lugar infernal, pensó Jessica. Y nadie lo sabría.

El viento nocturno levantó hilillos de arena que azotaron su rostro, llevando consigo el olor a canela: una lluvia de olores en la oscuridad.

—Huele eso —dijo Paul.

—Puedo olerlo incluso a través del filtro —dijo ella—. Riqueza. ¿Pero es suficiente para comprar agua? —Señaló al otro lado de la depresión—. No se ven luces artificiales allí.

—Los Fremen se esconderán en un sietch, tras esas rocas — dijo él.

Un disco de plata surgió del horizonte, a su derecha: la primera luna. Apareció lentamente, con el perfil de una mano distinguiéndose claramente en su superficie. Jessica observó el color blanco plateado que adoptaba la arena expuesta a la luz.

—He plantado el martilleador en la parte más profunda de la hendidura —dijo Paul—. Cuando encienda la mecha tendremos alrededor de treinta minutos.

—¿Treinta minutos?

—Antes de que empiece a atraer… a… un gusano.

—Oh. Estoy lista.

Paul se deslizó hacia un lado y ella le oyó avanzar a lo largo de la fisura.

La noche es un túnel, pensó. Un agujero hacia el mañana… siempre que exista un mañana para nosotros. Agitó la cabeza. ¿Por qué estos morbosos pensamientos? ¡Estoy mejor adiestrada que eso!

Paul regresó, tomó la mochila y abrió camino hacia la primera duna, donde se detuvo para escuchar mientras su madre le alcanzaba. Oyó su suave avanzar y el gélido caer de los granos de arena… el código del desierto marcando la defensa de sus secretos.

—Debemos avanzar sin ningún ritmo —dijo, y reclamó a su memoria la imagen de hombres andando en la arena… a su memoria real y a su memoria presciente—. Observa cómo lo hago —dijo—. Así caminan los Fremen por la arena.

Avanzó por el lado de la duna expuesto al viento, siguiendo su curva, arrastrando los pies.

Jessica estudió su avance durante diez pasos, y le siguió imitándole. Captó el sentido de todo aquello: sus sonidos debían ser iguales que los de la arena en su caída natural… como el viento. Pero los músculos protestaban ante aquel cortado e innatural movimiento: paso… deslizamiento… deslizamiento… paso… paso… pausa… deslizamiento… paso…

El tiempo se dilataba a su alrededor. La roca frente a ellos parecía no acercarse nunca: La que quedaba a sus espaldas seguía viéndose enorme.

¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!

El rítmico pulsar surgió de las rocas, a su espalda.

—El martilleador —susurró Paul.

El batir continuó, y encontraron difícil sustraerse a su ritmo mientras avanzaban.

Bum… bum… bum… bum…

Se movían en una hondonada iluminada por la luna, perseguidos por aquel batir. Arriba y abajo, duna tras duna: paso… deslizamiento… pausa… paso… La arena aglomerada rodaba bajo sus pies: deslizamiento… pausa… pausa… paso… Y no dejaban de escuchar ni un solo instante, esperando oír en cualquier momento aquel silbido especial.

El sonido, cuando llegó, fue tan suave que el ruido de sus pasos lo cubrió. Pero creció en intensidad… más y más… desde el oeste.

Bum… bum… bum… bum… repetía el martilleador.

El silbido se aproximó, extendiéndose en la noche a sus espaldas. Giraron sus cabezas, sin dejar de andar, y vieron la ola del gusano avanzando.

—Sigue moviéndote —murmuró Paul—. No mires hacia atrás. Un ruido terrible, furioso, estalló en las rocas que habían abandonado. Una ensordecedora avalancha de sonido.

—Sigue moviéndote —repitió Paul.

Observó que habían alcanzado el punto teórico desde el cual las dos caras, la de delante y la de atrás, parecían estar a idéntica distancia.

Y, tras ellos, sonó de nuevo el retumbar de rocas despedazadas dominando la noche.

Siguieron avanzando y avanzando… Sus músculos alcanzaron el estado de dolor mecánico que parecía prolongarse hasta el infinito, pero Paul vio que la escarpadura rocosa ante ellos parecía mucho más grande.

Jessica se movía en un vacío de concentración, consciente tan sólo de una voluntad desesperada que la empujaba a seguir caminando. Su boca era una llaga reseca, pero los ruidos a su espalda anulaban cualquier esperanza de poder detenerse, aunque sólo fuera para beber un sorbo de agua de los bolsillos de recuperación de su destiltraje.

Bum… Bum…

Un nuevo paroxismo de furor hizo erupción en la lejana escarpadura, sofocando cualquier martilleo.

¡Silencio!

—¡Aprisa! —susurró Paul.

Asintió, aún sabiendo que él no podía ver su gesto. Pero necesitaba efectuarlo para exigir aún un poco más a sus músculos que habían superado todo límite en aquel movimiento innatural…

La pared rocosa y la seguridad que representaba se erguían ante ellos recortándose contra las estrellas, y Paul vio una llana extensión de arena entre ellos y su base. Penetró en ella, tropezando a causa de la fatiga e irguiéndose en un movimiento instintivo al siguiente paso.

Un ruido resonante se elevó de la arena a todo su alrededor.

Paul dio dos vacilantes pasos.

¡Booom! ¡Booom!

—¡Un tambor de arena! —gimió Jessica.

Paul recuperó su equilibrio. Barrió la arena a su alrededor con una ojeada: la escarpadura no estaría a más de doscientos metros de ellos.

Tras ellos sonó un silbido… como el viento, como la resaca en un lugar donde no había agua.

—¡Corre! —gritó Jessica—. ¡Paul, corre!

Corrieron.

El tambor batía bajo sus pasos. Luego estuvieron fuera de él, y continuaron corriendo sobre arena más gruesa. Por un tiempo, el correr fue un alivio para sus músculos doloridos a causa de la arrítmica y poco familiar marcha. Ahora existía un movimiento al que estaban acostumbrados. Ahora había ritmo. Pero la arena y la grava dificultaban su marcha. Y el silbido del gusano acercándose era como una tempestad a sus espaldas.

Jessica cayó sobre sus rodillas. Consiguió pensar tan sólo en su fatiga y en aquel sonido y en el terror.

Paul la levantó, tirando de ella.

Corrieron juntos, mano contra mano.

Una pequeña estaca surgió de la arena ante ellos. La rebasaron, y vieron otra.

La mente de Jessica no se dio cuenta de ello hasta que la hubieron pasado.

Más adelante había otra… una estaca de roca con la superficie corroída por el viento.

Y otra.

¡Roca!

La sintieron bajo sus pies, el impacto de una superficie dura que no frenaba sus movimientos, y aquello les dio un renovado vigor.

Una profunda hendidura se abría ante ellos, proyectando su sombra vertical en el macizo rocoso. Corrieron hacia ella, sumergiéndose en la reconfortante oscuridad.

A sus espaldas, el sonido del avanzar del gusano se detuvo.

Jessica y Paul se volvieron, oteando el desierto.

Donde se iniciaban las dunas, a una cincuentena de metros de distancia, a los pies de una playa rocosa, una cúpula gris plateada se elevó en el desierto, chorreando ríos y cascadas de arena a su alrededor. Se elevó más y más arriba, hasta definirse en una enorme boca anhelante. Era un agujero redondo y negro, cuyos contornos relucían al claro de luna.

La boca se contorsionó hacia la estrecha fisura donde se habían refugiado Paul y Jessica. El olor a canela inundó su olfato. El reflejo de la luna destelló en los dientes de cristal.

La gran boca osciló, avanzando y retrocediendo.

Paul contuvo la respiración.

Jessica se acuclilló, mirando fascinada.

Necesitó toda la concentración de su adiestramiento Bene Gesserit para dominar su terror primordial, para vencer el miedo atávico que amenazaba con destruir su mente.

Paul experimentaba una especie de embriaguez. En un instante muy reciente, había franqueado alguna barrera temporal, penetrando en un territorio que le era desconocido. Sentía las tinieblas ante él, nada se revelaba a su ojo interior. Era como si sus últimos pasos le hubieran arrastrado hacia un pozo sin fondo…o en el seno de una ola donde el futuro era algo invisible. Todo el paisaje ante él se había visto profundamente sacudido.

Lejos de aterrarle, aquella sensación de tinieblas temporales desencadenó una hiperaceleración en sus otros sentidos. Se descubrió a sí mismo registrando los más ínfimos detalles de la cosa que, ante ellos, surgía de la arena en su busca. Su boca tendría unos ochenta metros de diámetro… los dientes cristalinos con la forma curvilínea del crys brillando a su alrededor… el rugiente aliento a canela y a sutiles aldehídos… ácidos…

El gusano oscureció la luna mientras escrutaba las rocas sobre sus cabezas. Una lluvia de guijarros y arena se abatió en la hendidura.

Paul arrastró a su madre hacia atrás dentro del refugio.

¡Canela!

El olor lo invadía todo.

¿Qué relación hay entre el gusano y la melange?, se preguntó así mismo. Y recordó que Liet-Kynes había hecho una velada insinuación acerca de una asociación entre el gusano y la especia.

¡Barrroooouuuum!

Fue como un violento trueno, en alguna parte a su derecha.

Y luego: ¡Barrroooouuuum!

El gusano se aplastó contra la arena y permaneció unos instantes inmóvil, con la luz destellando en sus dientes cristalinos.

¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!

¡Otro martilleador!, pensó Paul.

El ruido se repitió a su derecha.

Un estremecimiento recorrió el cuerpo del gusano. Se alejó por entre la arena. Sólo su mitad superior surgía de ella, como la cúpula de una campana, la bóveda de un túnel trazando su camino entre las dunas.

La arena crujió. La criatura se hundió más, retrayéndose, girando. Se convirtió tan sólo en una amplia curva entre las dunas, alejándose.

Paul salió de la hendidura y contempló la ola de arena que avanzaba a través del desierto, hacia el reclamo del nuevo martilleador.

Jessica acudió a su lado, escuchando: Bum… bum… bum… bum… bum…

Poco después, el ruido cesó. Paul tomó el tubo de su destiltraje, aspirando una bocanada de agua reciclada. Jessica centró su atención en aquel acto, pero su mente aún inmovilizada por la fatiga y el terror estaba como vacía.

—¿Se ha ido realmente? —jadeó.

—Alguien lo ha llamado —dijo Paul—. Los Fremen.

Ella notó que sus fuerzas iban regresando.

—¡Era tan grande!

—No tan grande como el que devoró nuestro tóptero.

—¿Estás seguro de que eran los Fremen?

—Han usado un martilleador.

—¿Por qué acudirían en nuestra ayuda?

—Quizá no lo han hecho para ayudarnos. Quizá tan sólo han querido llamar al gusano.

—¿Para qué? Había una respuesta en el umbral de su consciencia, pero rehusaba surgir. En su mente hubo la visión de algo que estaba en relación con aquellas barras telescópicas llenas de garfios que había en su mochila… los «garfios de doma».

—¿Por qué llamarían a un gusano? —insistió Jessica. Un estremecimiento de miedo rozó la mente de Paul, y se obligó a apartar los ojos de su madre y fijarlos en el farallón.

—Será mejor encontrar un paso antes del día. —Señaló con el dedo—. Aquellas estacas que hemos pasado… aquí hay más.

Ella miró, siguiendo la dirección de su mano, y vio las estacas, señales rocosas corroídas por el viento, que se destacaban a la sombra de una estrecha cornisa, curvándose después en el interior de una hendidura muy por encima de ellos.

—Han marcado un camino a lo largo del farallón —dijo Paul. Aseguró la mochila en sus hombros, cruzó hasta la cornisa e inició la ascensión.

Jessica aguardó un instante, relajándose, recuperando fuerzas; luego le siguió.

Comenzaron a subir, siguiendo las señales indicadoras hasta que la cornisa se redujo a un estrecho borde rocoso en la embocadura de una tenebrosa grieta.

Paul inclinó la cabeza para sondear la oscuridad. Tenía consciencia de lo precario de su situación sobre el delgado borde rocoso, pero se obligó a sí mismo a ser lento y prudente. Dentro de la hendidura sólo vio tinieblas. Se extendía hacia arriba, abriéndose sobre un cielo estrellado. Tendió el oído, oyendo únicamente los sonidos esperados: el susurro de la arena cayendo, el brrr de un insecto, el ruido de las patas de algún animalillo corriendo. Tanteó la oscuridad de la hendidura con un pie, notando la roca bajo la delgada capa de granulada arena. Lentamente, giró el ángulo, haciendo señas a su madre de que le siguiera. La cogió por un pliegue de su ropa, ayudándola a llegar hasta allí.

Levantaron los ojos hacia la luz de las estrellas enmarcadas por las dos paredes rocosas. Paul distinguió a su madre junto a él como una forma gris y nebulosa.

—Si al menos pudiéramos arriesgarnos a encender una luz — dijo.

Paul avanzó un paso, aseguró su peso y exploró el terreno con el otro pie, encontrando un obstáculo. Alzó el pie, descubriendo un peldaño, y lo subió. Se volvió, tomó el brazo de su madre y la ayudó a avanzar tirando de su ropa.

Otro paso.

—Creo que sube hasta arriba —susurró.

Peldaños bajos y regulares, pensó Jessica. Sin duda tallados por el hombre.

Siguió los imprecisos movimientos del avance de Paul, peldaño a peldaño. Las paredes rocosas se juntaron hasta casi rozarle los hombros. Los peldaños se acabaron en una estrecha garganta de unos veinte metros de ancho y fondo plano, que se abría a su vez sobre una depresión poco profunda bañada por la luz de la luna.

Paul se detuvo al borde de la depresión.

—Qué maravilloso lugar —murmuró.

Jessica, desde su posición detrás de él, sólo pudo asentir en silencio mientras miraba.

Pese a su fatiga, la irritación causada por los tubos y los tampones de la nariz y el confinamiento en el destiltraje, pese al miedo y al deseo casi doloroso de descansar, la belleza de aquella depresión cautivó sus sentidos obligándola a detenerse y admirarlo.

—Parece el país de las hadas —murmuró Paul.

Jessica asintió.

Ante ellos se extendía la vegetación del desierto: arbustos, cactus, matojos de hojas coriáceas… todo ello vibrando a la luz de la luna. Las paredes que circundaban la depresión eran oscuras a su izquierda, pero resplandecían como plata a su derecha.

—Debe ser un lugar Fremen —dijo Paul.

—Tiene que haber hombres aquí para que estas plantas sobrevivan —asintió ella. Abrió el tubo del bolsillo de recuperación de su destiltraje y sorbió. Un líquido caliente y ligeramente ácido penetró en su garganta, pero la refrescó. Colocó nuevamente el obturador del tubo, sintiendo el chirrido de los granos de arena.

Un movimiento atrajo la atención de Paul: a su derecha y al fondo de la depresión, entre los arbustos y la hierba, había una superficie arenosa, parcialmente iluminada por la luna, donde se agitaba algo con un arriba-hop, salta, hey-hop.

—¡Ratones! —exclamó Paul.

¡Hey-hop-hop!, salían y entraban en las sombras.

Algo se abatió fulmínea y silenciosamente sobre los ratones. Se oyó un leve chillido, un batir de alas, y un pájaro gris y fantasmagórico atravesó volando la depresión con una sombra pequeña y oscura entre sus garras.

Tenemos que tener en cuenta esto, pensó Jessica.

Paul seguía observando la depresión. Inhaló, sintiendo el intenso perfume de la salvia por encima de todos los demás olores de la noche. El pájaro… era un componente normal de aquel desierto. Ahora el silencio era tan profundo que casi era posible sentir el fluir de la lechosa luz de la luna sobre los saguaro centinelas y los espinosos matojos. La luz allí era una especie de silencioso murmullo, una armonía más profunda que ninguna otra en todo aquel universo.

—Será mejor que busquemos un lugar donde montar la tienda —dijo Paul—. Mañana buscaremos a los Fremen que…

—¡La mayor parte de los intrusos lamentan encontrar a los Fremen!

Era una voz de hombre, dura e imperiosa, cuyas palabras rompieron el encanto. Venía de su derecha, por encima de ellos.

—Os ruego que no corráis, intrusos —dijo la voz, cuando Paul se volvió hacia la garganta—. Si corréis no haréis más que malgastar el agua de vuestros cuerpos.

¡Esto es lo que quieren, el agua de nuestros cuerpos!, pensó Jessica.

Sus músculos olvidaron toda fatiga, tensándose al máximo, sin traicionar aquel cambio en su actitud externa. Localizó el punto de donde venía la voz, pensando: ¡Tan sigilosos! No les he oído llegar. Y se dio cuenta de que el propietario de aquella voz se había acercado produciendo tan sólo los ruidos naturales del desierto.

Otra voz llamó desde el borde de la depresión, a su izquierda:

—Apresúrate, Stil. Toma su agua y sigamos nuestro camino. Tenemos poco tiempo hasta el alba.

Paul, menos condicionado que su madre a reaccionar, lamentó haberse asustado e intentado escapar, puesto que aquel instante de pánico había ofuscado sus facultades. Se obligó a obedecer sus enseñanzas: relajarse, luego fingir que estaba relajado y tensar todos sus músculos, dispuestos a saltar como un muelle en cualquier dirección.

Sin embargo, se sentía aún al borde del miedo, y reconoció su origen. Aquel era un tiempo ciego, un futuro que no había visto… y estaban a merced de dos Fremen salvajes cuyo único interés era el agua que contenían sus dos cuerpos desprovistos de escudo.

CAPÍTULO XXX

Esta adaptación religiosa de los Fremen es, pues, la fuente de lo que ahora reconocemos como «Los Pilares del Universo», de los cuales los Qizara Tafwid son los representantes entre nosotros, con los signos y las pruebas y las profecías. Ellos nos aportan esta fusión mística arrakena cuya profunda belleza está tipificada por la conmovedora música compuesta sobre antiguas formas, pero marcada por este nuevo despertar. ¿Quién no ha oído, sin sentirse profundamente conmovido, el «Himno al Hombre Viejo»?:

Mis pies han hollado un desierto

Habitado por ondeantes espejismos.

Voraz de gloria, ávido de peligro,

He recorrido los horizontes de al-Kulab,

Viendo al tiempo nivelar las montañas

En su búsqueda y en su hambre de mi.

Y he visto los gorriones acercarse rápidos,

Tan osados como un lobo al ataque.

Se han dispersado por el árbol de mi juventud.

He oído su multitud en mis ramas.

¡Y he conocido sus picos y sus garras!

De «El despertar de Arrakis», por la Princesa Irulan.


El hombre se arrastró sobre la cresta de una duna. Era apenas una mota que se confundía con la arena en el resplandor del sol de mediodía. Iba vestido tan sólo con los restos de una capa jubba, su carne desnuda mordida por las ardientes ráfagas. La capucha había sido arrancada de la capa, pero el hombre se había confeccionado con un jirón de ésta un turbante. Mechones de cabellos color arena surgían por debajo de él, conjuntándose con su enredada barba y sus gruesas cejas. Bajo sus ojos totalmente azules, restos de una mancha oscura ensombrecían sus mejillas. Un aplastamiento en su bigote y su barba revelaban el lugar donde había estado un tubo de destiltraje yendo de su nariz a sus bolsillos de recuperación.

El hombre se detuvo en la cima de la duna, con los brazos extendidos hacia la otra vertiente. La sangre se había coagulado en su espalda, brazos y piernas. Costras de arena amarillo grisácea se habían formado sobre sus heridas. Lentamente, colocó sus manos debajo de él, se empujó hacia arriba, y consiguió ponerse vacilantemente en pie. Aunque extenuado, sus movimientos conservaban todavía una cierta precisión.

—Soy Liet-Kynes —dijo, hablando para sí mismo y dirigiéndose al vacío horizonte, con su voz convertida en una ronca caricatura de su antigua fuerza—, soy el Planetólogo de su Majestad Imperial —jadeó—, el ecólogo planetario de Arrakis. El servidor de este lugar.

Se tambaleó, cayó sobre el lado de la duna expuesto al viento. Sus manos excavaron débilmente la arena.

Soy el servidor de esta arena, pensó.

Se daba cuenta de que estaba en el umbral del delirio, de que tenía que hundirse en la arena, meterse en ella hasta encontrar un estrato profundo relativamente más frío y enterrar su cuerpo. Pero notó el olor dulzón, rancio, de una bolsa de preespecia en algún punto bajo la arena. Conocía el peligro que aquello representaba, lo conocía mejor que cualquier otro Fremen. Si el olor de la bolsa llegaba hasta él, esto significaba que los gases, en las profundidades de la arena, habían alcanzado una presión muy próxima a la explosión. Debía alejarse rápidamente.

Sus manos se engarfiaron en la arena, intentando arrastrarse a lo largo de la superficie de la duna.

Un pensamiento se formó en su mente… claro, preciso: La riqueza real de un planeta está en sus paisajes, en el papel que jugamos nosotros en esta fuente primordial de civilización… la agricultura.

Y pensó en lo extraño que resultaba que la mente, fijada largo tiempo en una única dirección, fuera incapaz de cambiar ésta. Los Harkonnen le habían abandonado allí sin agua ni destiltraje, pensando que un gusano se encargaría de él, sino lo hacía el desierto. Habían encontrado divertido dejarle vivo allí, para que muriera lentamente en las impersonales manos de su planeta.

Los Harkonnen siempre han encontrado difícil matar a los Fremen, pensó. No morimos fácilmente. En este momento yo debería estar muerto… lo estaré muy pronto… pero no puedo impedir ser aún un ecólogo…

—La más alta función de la ecología es la comprensión de las consecuencias.

La voz le hizo estremecer, porque pertenecía a alguien que estaba muerto. Era la voz de su padre, que había sido planetólogo allí antes que él… su padre, muerto hacía mucho, en el hundimiento de la depresión de Yeso.

—Te has metido en un buen lío, hijo —dijo su padre—. Deberías haber comprendido las consecuencias de tu acción cuando ayudaste al hijo de ese Duque.

¡Estoy delirando!, pensó Kynes.

La voz parecía provenir de su derecha. Kynes volvió la cabeza, hundiendo el rostro en la arena para mirar en aquella dirección… pero no había nada excepto la ondulada extensión de las dunas que parecían bailar con el infernal calor del desierto.

—Cuanta más vida hay en un sistema, mayor es la cantidad de nichos que existen para preservar esta vida —dijo su padre. Y la voz surgía ahora de su izquierda, tras él.

¿Por qué continúa moviéndose a mi alrededor?, se preguntó Kynes. ¿No quiere que le vea?

—La vida aumenta la capacidad de un ambiente para sostener la vida —dijo su padre—. La vida aumenta la disponibilidad de sustancias nutritivas. Infunde más energía al sistema gracias a los enormes intercambios químicos que se producen de organismo a organismo.

¿Por qué insiste en repetir siempre el mismo argumento?, se preguntó Kynes. Sabía todo esto antes de tener diez años.

Los halcones del desierto, carroñeros como la mayor parte de los seres de aquel lugar, empezaron a girar por encima de él. Kynes vio una sombra rozar su mano y forzó su cabeza hacia atrás para mirar hacia arriba. Los pájaros eran manchas confusas en un cielo azul plateado, retazos fluctuantes de oscuridad.

—Somos generalistas —dijo su padre—. No es posible trazar netas separaciones entre los problemas planetarios. La planetología es una ciencia de corta-y-mide.

¿Qué está intentando decirme?, pensó Kynes. ¿Hay alguna consecuencia que no he sabido ver?

Su mejilla se posó en la caliente arena, y en el olor de los gases de la preespecia notó mezclado el olor de roca quemada. En algún rincón de su mente controlado aún por la lógica se formó un pensamiento: Hay pájaros carroñeros encima mío. Quizá algunos de mis Fremen los vean y vengan a investigar.

—Para el trabajo planetológico, el ser humano es el instrumento más importante —dijo su padre—. Hay que difundir la cultura ecológica entre la gente. Es por esta razón que he puesto a punto un nuevo método de notación ecológica.

Está repitiendo cosas que me dijo cuando yo era niño, pensó Kynes.

Empezó a sentir frío, pero aquel rincón lógico de su mente le dijo: El sol está en su cenit. No tienes destiltraje y hace calor; el sol está evaporando toda la humedad de tu cuerpo. Sus dedos se engarfiaron débilmente a la arena. ¡Ni siquiera me han dejado un destiltraje!

—La presencia de humedad en el aire evita la evaporación demasiado rápida de la existente en los cuerpos vivos —dijo su padre.

¿Por qué continúa repitiendo lo obvio?, pensó Kynes.

Se esforzó en imaginar un aire saturado de humedad… hierba cubriendo las dunas… una extensión de agua al aire libre tras él, un canal lleno de agua atravesando el desierto, con árboles en sus orillas… Nunca había visto el agua al abierto bajo el cielo excepto en las ilustraciones de los libros. Agua libre, agua al cielo abierto… una irrigación de agua… se necesitaban cinco mil metros cúbicos de agua para irrigar una hectárea de terreno en la época de la germinación, recordó.

—Nuestro primer objetivo en Arrakis —dijo su padre— es crear zonas de hierba. Comenzaremos con una variedad mutante para terrenos áridos. Cuando hayamos acumulado suficiente humedad en las zonas herbosas, plantaremos árboles en los declives, luego algunas extensiones abiertas de agua… pequeñas al principio… y situadas a lo largo de las líneas de vientos dominantes con trampas de viento precipitadoras de humedad a fin de recapturar al viento lo que nos haya robado. Tendremos que crear un verdadero sirocco, un viento húmedo… pero nunca podremos pasarnos sin las trampas de viento.

Siempre la misma lección, pensó Kynes. ¿Por qué no se calla ya? ¿No ve que me estoy muriendo?

—Realmente vas a morir —dijo su padre— si no te apartas de esa burbuja de gas que se está formando debajo de ti. Y esto lo sabes bien. Puedes oler los gases de la preespecia. Sabes que los pequeños hacedores están perdiendo un poco de su agua en la masa.

El pensamiento de aquella agua debajo de él le enloqueció. Se la imaginó… bloqueada en los estratos de roca porosa por aquellos seres coriáceos, mitad plantas, mitad animales, los pequeños hacedores… y la sutil ruptura donde se vertía un líquido claro, puro, refrescante en la…

¡Una masa de preespecia!

Inhaló, respirando aquel olor dulzón. El olor le rodeaba, cada vez más intenso.

Kynes se puso de rodillas, oyendo el graznido de un pájaro, el apresurado batir de alas.

Este es un desierto de especia, pensó. Los Fremen no pueden estar lejos, aunque sea de día. Seguramente han visto los pájaros y vendrán a investigar.

—Moverse a través del territorio es una necesidad para la vida animal —dijo su padre—. Incluso los pueblos nómadas sienten esta necesidad. Líneas de movimiento ajustadas a las necesidades físicas de agua, alimento, minerales. Debemos controlar estos movimientos, alinearlos de acuerdo con nuestros propósitos.

—Cállate, viejo —murmuró Kynes.

—Debemos hacer en Arrakis algo que aún no ha sido intentado en ningún planeta en su conjunto —dijo su padre—. Debemos usar al hombre como una fuerza ecológica constructiva, insertando en este mundo una vida terrestre adaptada: una planta aquí, un animal allá, un hombre en este punto… para transformar el ciclo del agua y crear un nuevo paisaje.

—¡Cállate! —graznó Kynes.

—Las líneas de movimiento son las que nos han proporcionado el primer indicio de la relación entre los gusanos y la especia —dijo su padre.

Un gusano, pensó Kynes con un esperanzado sobresalto. Cuando la burbuja estalle, surgirá un hacedor. Pero no tengo garfios. ¿Cómo podré montar un gran hacedor sin garfios?

La frustración minó los restos de energía que quedaban en él. El agua estaba muy cerca… sólo a unos cien metros debajo; seguramente aparecería un gusano, pero no disponía de ningún medio para atraparlo en la superficie y usarlo.

Kynes cayó de nuevo en la arena, en la depresión formada por su cuerpo. Notó el contacto ardiente de la arena contra su mejilla izquierda, pero la sensación era remota.

—El medio ambiente arrakeno se ha formado dentro del esquema evolucionista de las formas de vida locales —dijo su padre—. Es extraño que tan poca gente haya apartado sus ojos de la especia para interrogarse acerca del origen del equilibrio casi ideal nitrógeno-oxígeno-anhídrido carbónico en un mundo donde hay grandes zonas desprovistas de vegetación. La esfera de energía del problema está aquí para ser vista y comprendida… un proceso lento, pero un proceso que existe pese a todo. ¿Se produce el fallo de un eslabón? Siempre hay algo que ocupa entonces su lugar. La ciencia está formada de muchas cosas que parecen obvias una vez han sido explicadas. Mucho antes de haberlo visto sabía que el pequeño hacedor tenía que estar ahí, enterrado en la arena.

—Por favor, deja ya esas lecciones, padre —murmuró Kynes.

Un halcón se posó en la arena, cerca de su mano abierta. Kynes lo vio replegar sus alas, doblar su cabeza para mirarle. Encontró las fuerzas suficientes para soltar un gruñido. El pájaro retrocedió dos saltos, pero continuó mirándole.

—Hasta ahora, los hombres y sus obras han sido un azote para los planetas —dijo su padre—. La naturaleza tiende a compensar las plagas, rechazándolas o absorbiéndolas para incorporarlas al sistema según sus propias características.

El halcón bajó la cabeza, extendió las alas y volvió a replegarlas. Transfirió su atención a su mano extendida.

Kynes descubrió que ya no tenía fuerzas para gritarle.

—El sistema histórico de mutuo pillaje y extorsión se ha detenido, aquí en Arrakis —dijo su padre—. Uno no puede continuar robando indefinidamente sin preocuparse de los que vendrán tras él. Las peculiaridades físicas de un mundo quedan inscritas en su historia económica y política. Podemos leerlas, y esto esclarece nuestros objetivos.

Nadie ha conseguido hacerte callar nunca, pensó Kynes. Lecciones, lecciones, lecciones… siempre lecciones.

El halcón dio un paso hacia la mano extendida de Kynes. inclinó la cabeza primero a un lado, luego al otro, estudiando aquella carne expuesta.

—Arrakis es un planeta de un solo cultivo —dijo su padre—. Un solo cultivo. Esto mantiene a una clase dominante, que vive como siempre han vivido las clases dominantes, aplastando bajo ellas a una masa semihumana de medio esclavos que sobreviven de lo que ellas desechan. Son esas masas y esos desechos los que ocupan nuestra atención. Tienen mucho más valor del que nunca se ha sospechado.

—No te estoy escuchando, padre —murmuró Kynes—. Vete.

Y pensó: Seguramente hay algunos de mis Fremen cerca de aquí. Es imposible que no vean esos pájaros encima de mí. Vendrán a investigar, aunque sólo sea para ver si hay humedad disponible.

—Las masas de Arrakis sabrán que estamos trabajando para hacer que un día estas tierras rezumen agua —dijo su padre—. La mayor parte de ellas, por supuesto, adquirirán tan sólo una comprensión casi mística de nuestro proyecto. Muchos, sin pensar en la prohibitiva relación de masas en juego, pensarán que vamos a traer el agua de otro planeta rico en ella. Déjalos que crean en lo que quieran, mientras crean en nosotros.

Dentro de un minuto voy a levantarme para decirle lo que pienso de él, se dijo Kynes. Dándome lecciones, cuando lo que debería hacer es ayudarme.

El pájaro dio otro salto hacia la mano de Kynes. Dos halcones más se posaron sobre la arena, cerca de él.

—Religión y ley deben ser una única cosa para las masas — dijo su padre—. Un acto de desobediencia debe constituir un pecado sancionado por castigos religiosos. Esto tendrá el doble beneficio de obtener una mayor obediencia y una mayor valentía. No debemos depender del valor individual, piénsalo bien, sino de la valentía de todo un pueblo.

¿Dónde está mi pueblo, ahora que tengo necesidad de él?, pensó Kynes. Apeló a sus últimas fuerzas, y movió su mano el espacio de la longitud de un dedo hacia el halcón más cercano. Este saltó hacia atrás, reuniéndose con sus compañeros, y los tres le miraron, preparados para alzar el vuelo si era necesario.

—Nuestra tabla de tiempos tendrá los valores de un fenómeno natural —dijo su padre—. La vida de un planeta es como un enorme tejido de apretados hilos. Al principio surgirán mutaciones animales y vegetales determinadas por las fuerzas primordiales de la naturaleza que vamos a manipular. Pero a medida que se vayan estabilizando, todos nuestros cambios ejercerán también sus propias influencias… con las cuales deberemos contar. No olvides nunca, de todos modos, que basta con controlar tan sólo el tres por ciento de la energía existente en la superficie… sólo el tres por ciento, para transformar toda la estructura de un sistema autosuficiente.

¿Por qué no me ayudas?, se preguntó Kynes. Siempre es lo mismo: cuanto más te necesito, me fallas. Intentó volver la cabeza para mirar en la dirección donde sonaba la voz de su padre, observar fijamente al viejo. Sus músculos se negaron a responder a su demanda.

Kynes vio que el halcón se movía. Se acercó a su mano, un paso tras otro, prudentemente, mientras sus compañeros esperaban con una fingida indiferencia. El halcón se detuvo a sólo un paso de su mano.

Una profunda claridad inundó la mente de Kynes. De pronto fue consciente de una posibilidad para Arrakis que su padre no había visto. Las implicaciones de esta posibilidad fueron como una sacudida.

—No podría haber mayor desastre para tu pueblo que el caer en manos de un Héroe —dijo su padre.

¡Está leyendo en mi mente!, pensó Kynes. Bien… que lea.

Los mensajes han partido ya hacia mis poblados sietch, pensó. Nada puede detenerlos. Si el hijo del Duque está vivo, le encontrarán y le protegerán como he ordenado. Quizá rechacen a la mujer, su madre, pero salvarán al muchacho.

El halcón dio otro salto hacia adelante, casi rozando su mano. Inclinó la cabeza para examinar la carne yacente. Luego, de repente, irguió de nuevo el cuello y, lanzando un único grito, salió volando, seguido inmediatamente por sus compañeros.

¡Ya están aquí!, pensó Kynes. ¡Mis Fremen me han encontrado!

Luego oyó el bramido de la arena.

Todos los Fremen conocían aquel sonido, sabían distinguirlo inmediatamente de los sonidos de los gusanos o de cualquier otra vida del desierto. En alguna parte debajo de él, la masa de preespecia había acumulado agua y sustancias orgánicas de los pequeños hacedores, y alcanzado el estadio crítico de su incontrolado crecimiento. Una gigantesca burbuja de anhídrido carbónico se había formado en las profundidades de la arena, alzándose irresistiblemente hacia la superficie y arrastrando un vórtice de arena en su centro. Todo lo que se encontraba en la superficie sería engullido, intercambiado con las sustancias que estaban subiendo desde las profundidades.

Los halcones trazaban círculos sobre su cabeza, graznando su frustración. Sabían lo que estaba ocurriendo. Todas las criaturas del desierto lo sabían.

Y yo soy una criatura del desierto, pensó Kynes. ¿Me ves, padre? Soy una criatura del desierto.

Sintió que la burbuja le levantaba, le arrastraba consigo, estallaba, mientras el torbellino de arena le envolvía y le arrastraba hacia las frías profundidades. Por un momento, la sensación de frialdad y la humedad le fueron agradables. Luego, mientras el planeta le mataba, Kynes pensó que su padre y todos los demás científicos estaban equivocados, y que los principios fundamentales del universo eran el accidente y el error.

Incluso los halcones sabían esto.

CAPÍTULO XXXI

Profecía y presciencia: ¿cómo pueden ser puestas a prueba ante preguntas que no tienen respuesta? Consideremos: ¿en qué medida la «ola» (como llama Muad’Dib su visión- imagen) es auténtica profecía, y en qué medida el profeta contribuye a plasmar el futuro para que se adapte a la profecía? ¿Hay armónicos inherentes en el acto de la profecía? ¿El profeta ve realmente el futuro, o tan sólo una línea de ruptura, una falla, una hendidura que se puede romper con palabras o decisiones como un diamante rompe una gema con un golpe del instrumento?

«Reflexiones personales sobre Muad’Dib», por la Princesa Irulan.


Toma su agua, había dicho el hombre envuelto en la noche. Y Paul rechazó su miedo y miró a su madre. Sus adiestrados ojos vieron que estaba preparada para la lucha, con los músculos tensos, esperando la señal.

—Sería una lástima que tuviéramos que destruiros con nuestras propias manos —dijo la voz encima de ellos.

Este es el que ha hablado primero, pensó Jessica. Hay al menos dos… uno a nuestra derecha y otro a nuestra izquierda.

—¡Cignoro hrobosa sukares hin mange la pchagavas doi me kamavas na beslas lele pal hrobas!

Era el hombre de su derecha llamando a alguien al otro lado de la depresión.

Las palabras eran incomprensibles para Paul, pero Jessica, gracias a su adiestramiento Bene Gesserit, reconoció la lengua. Era chakobsa, una de las antiguas lenguas de los cazadores, y el hombre estaba diciendo que quizá aquellos fueran los extranjeros que estaban buscando.

En el repentino silencio que siguió a aquella llamada, la segunda luna se alzó, un disco azul marfileño que parecía un rostro explorando las rocas, brillante y curiosos.

Después sonaron ruidos furtivos entre las rocas, por encima y por todos lados… sombras moviéndose al claro de la luna. Varias figuras surgieron de la oscuridad.

¡Todo un grupo!, pensó Paul, sintiendo que se le encogía el corazón.

Un hombre alto, con un albornoz manchado, se detuvo ante Jessica. Se había quitado el velo para hablar más claramente, revelando a la pálida luz de la luna una barba muy poblada. Pero el rostro y los ojos quedaban ocultos por la capucha.

—¿Qué sois, djinns o humanos? —preguntó.

Jessica captó un tono burlón en su voz, y albergó una débil esperanza. Aquella era una voz de mando, la voz que se había dejado oír primero, interrumpiéndoles en su intrusión nocturna.

—Humanos, imagino —dijo el hombre.

Jessica percibió sin verlo el cuchillo oculto entre las ropas del hombre. Se permitió un amargo lamento por su falta de escudos.

—¿También habláis? —preguntó el hombre.

Jessica apeló a toda la arrogancia ducal que aún quedaba en su voz y en su actitud. Era urgente responder, pero aún no le había oído lo suficiente como para tener un registro de su cultura y de sus debilidades.

—¿Quién cae sobre nosotros como un criminal en medio de la noche? —preguntó.

La cabeza envuelta en la capucha del albornoz se sobresaltó, revelando tensión, y luego se relajó lentamente. El hombre sabía controlarse.

Paul se alejó de su madre a fin de separar los blancos y disponer de un mayor espacio para actuar.

La encapuchada cabeza siguió el movimiento de Paul, revelando una parte de su rostro a la luz de la luna. Jessica vio una nariz aguileña, un ojo brillante (y sin embargo oscuro, tan oscuro, sin el menor rastro de blanco), una ceja espesa y un bigote hacia arriba.

—Un hábil cachorro —dijo el hombre—. Si huís de los Harkonnen, puede que seáis bienvenidos entre nosotros. ¿Qué dices, muchacho?

Todas las posibilidades cruzaron la mente de Paul: ¿Una trampa? ¿Un hecho?

Había que decidir de inmediato.

—¿Por qué deberíais acoger a unos fugitivos? —preguntó.

—Un niño que piensa y habla como un hombre —dijo el hombre alto—. Bien, ahora, respondiendo a tu pregunta, mi joven wali, soy uno de los que no pagan el fai, el tributo de agua, a los Harkonnen. Por ello puedo dar la bienvenida a los fugitivos.

Sabes quienes somos, pensó Paul. Aunque intente ocultarlo, lo noto en su voz.

—Soy Stilgar, el Fremen —dijo el hombre alto—. ¿Puede esto soltar tu lengua, muchacho?

Es la misma voz, pensó Paul. Y recordó el Consejo, con aquel hombre acudiendo a reclamar el cuerpo de un amigo matado por los Harkonnen.

—Te conozco, Stilgar —dijo Paul—. Yo estaba con mi padre en el Consejo cuando viniste a por el agua de tu amigo. Te llevaste contigo al hombre de mi padre, Duncan Idaho… un intercambio de amigos.

—E Idaho nos abandonó para regresar con su Duque —dijo Stilgar.

Jessica percibió el disgusto en su voz, y se preparó para el ataque.

—Estamos perdiendo el tiempo, Stil —gritó la voz entre las rocas, sobre ellos.

—Es el hijo del Duque —respondió Stilgar—. Es realmente el que nos ordenó Liet que buscáramos.

—Pero… un niño, Stil.

—El Duque era un hombre, y este muchacho se ha servido de un martilleador —dijo Stilgar—. Ha sido valiente atravesando así la senda del shai-hulud.

Y Jessica comprendió que el hombre la había excluido de sus pensamientos. ¿Significa aquello una sentencia?

—No tenemos tiempo para la prueba —protestó la voz encima de ellos.

—Pero podría ser el Lisan al-Gaib —dijo Stilgar.

¡Está buscando un signo!, pensó Jessica.

—Pero la mujer… —dijo la voz encima de ellos.

Jessica se preparó. Aquella voz sonaba a muerte.

—Sí, la mujer —dijo Stilgar—. Y su agua.

—Conoces la ley —dijo la voz de entre las rocas—. Quienes no pueden vivir en el desierto…

—Silencio —dijo Stilgar—. Los tiempos cambian.

—¿Liet ordenó esto? —preguntó la voz de entre las rocas.

—Has oído la voz del ciélago, Jamis —dijo Stilgar—. ¿Por qué insistes?

Y Jessica pensó: ¡Ciélago! El indicio de la lengua abrió extensos caminos de comprensión: aquella era la lengua de Ilm y Fiqh, y ciélago quería decir murciélago, un pequeño mamífero volador. La voz del ciélago: habían recibido un mensaje distrans con órdenes de buscarles a Paul y a ella.

Sólo quería recordarte tus deberes, amigo Stilgar —dijo la voz encima de ellos.

—Mi deber es la fuerza de la tribu —dijo Stilgar—. Este es mi único deber. No necesito que nadie me lo recuerde. El muchacho-hombre me interesa. Su carne está llena. Ha vivido con mucha agua. Ha vivido lejos del padre sol. No tiene los ojos del ibad. Pero no habla ni actúa como los débiles de los pan. Menos que su padre. ¿Cómo es eso posible?

—No podemos quedarnos aquí discutiendo toda la noche — dijo la voz de entre las rocas—. Si una patrulla…

—No te lo volveré a decir más, Jamis: cállate —dijo Stilgar. El hombre encima de ellos permaneció silencioso, pero Jessica oyó sus movimientos cruzando de un salto la garganta y dirigiéndose al fondo de la depresión, a su izquierda.

La voz de ciélago sugería que sería valioso para nosotros salvarlos a los dos —dijo Stilgar—. Puedo ver posibilidades en tu fuerza, muchacho-hombre: eres joven y puedes aprender. Pero ¿y tú, mujer? —miró a Jessica.

Ahora ya tengo registrada su voz y su esquema, pensó Jessica. Podría controlarlo con una palabra, pero es un hombre fuerte… es mucho más precioso para nosotros asi: libre, intacto. Ya veremos.

—Soy la madre de este muchacho —dijo Jessica—. En parte, la fuerza que admiras en él es debida a mi adiestramiento.

—La fuerza de una mujer puede ser limitada —dijo Stilgar—. Así es ciertamente en una Reverenda Madre. ¿Eres tú una Reverenda Madre?

Por el momento, Jessica dejó aparte las implicaciones de la pregunta y contestó:

—No.

—¿Estás adiestrada en los caminos del desierto?

—No, pero muchos consideran valioso mi adiestramiento.

—Nosotros tenemos nuestros propios juicios de valor —dijo Stilgar.

—Cada hombre tiene derecho a sus propios juicios —dijo ella.

—Es bueno que comprendas la razón —dijo Stilgar—. No tenemos tiempo para probarte, mujer ¿Comprendes? No queremos que tu sombra nos aflija. Tomaremos al muchacho- hombre, tu hijo, y tendrá toda mi protección, un refugio en mi tribu. Pero para ti, mujer… ¿comprendes que no hay nada personal en ello? Es la regla, el Istislah, el interés general. ¿No te es suficiente?

Paul dio un paso hacia adelante.

—¿Qué quieres decir con todo esto?

Stilgar lanzó una ojeada hacia Paul, pero sin desviar su atención de Jessica.

—A menos que hayas sido adiestrada desde pequeña a vivir aquí, podrías causar la destrucción de toda una tribu. Es la ley, no podemos aceptar a los inútiles…

El movimiento de Jessica se inició con un resbalón, un paso en falso y una caída. Algo obvio por parte de una extranjera débil y afligida, y lo obvio retarda las reacciones del oponente. Se necesita un instante para interpretar algo conocido cuando es presentado como algo desconocido. Jessica entró en acción cuando vio descender el hombro derecho del hombre mientras éste empuñaba un arma entre los pliegues de sus ropas para blandirla contra ella. Un giro, un golpe contra su brazo con el canto de su mano, un torbellino de ropas, y se encontró con la espalda apoyada contra las rocas y el hombre indefenso ante ella.

Al primer movimiento de su madre, Paul retrocedió dos pasos. Mientras ella atacaba, él se hundió en las sombras. Un hombre barbudo le cortó el camino, con un arma en una mano. Paul golpeó al hombre bajo el esternón con un golpe seco de su mano, arrebatándole el arma mientras caía.

Se mantuvo en la oscuridad, arrimándose a las rocas, guardando el arma en su cintura. La había reconocido pese a su aspecto poco familiar… un arma a proyectiles, y esto decía muchas cosas acerca de aquel lugar, era otro indicio del porqué allí no se usaban escudos.

Van a concentrarse en mi madre y ese Stilgar. Ella puede neutralizarlo. Debo encontrar una posición que me dé la oportunidad de atacarles y darle tiempo para escapar.

Hubo en la depresión un coro múltiple de muelles saltando. Numerosos proyectiles crepitaron contra las rocas en torno suyo. Uno de ellos golpeó sus ropas. Se metió tras una protección rocosa deslizándose en una estrecha hendidura vertical, y comenzó a escalarla, centímetro a centímetro… apoyando la espalda en un lado y apuntalando los pies en el otro, despacio, lo más silenciosamente posible.

El rugido de la voz de Stilgar trajo sus ecos hasta él:

—¡Atrás, piojos de la cabeza de un gusano! ¡Me romperá el cuello si os acercáis más!

—El muchacho ha huido, Stil —dijo otra voz fuera de la depresión—. ¿Qué vamos a…?

—Por supuesto que ha huido, sesos de arena… ¡Aughhh…! ¡Basta ya, mujer!

—Diles que dejen de perseguir a mi hijo —dijo Jessica.

—Ya han dejado de hacerlo, mujer. Ha huido como querías. ¡Grandes dioses de las profundidades! ¿Por qué no me has dicho que eras una extraña mujer y una guerrera?

—Diles a tus hombres que se retiren —dijo Jessica—. Que salgan hacia el centro de la depresión para que yo pueda verlos… y es mejor que sepas que conozco su número.

Y pensó: Este es el momento más delicado, pero si este hombre es tan despierto como pienso, tenemos una oportunidad.

Paul continuó subiendo, centímetro a centímetro, encontró un pequeño saliente donde descansar, y miró hacia abajo, hacia la hondonada. La voz de Stilgar llegó hasta él:

—¿Y si me niego? ¿Cómo puedes…? ¡Aughhh…! ¡Ya basta, mujer! No te haremos ningún daño. ¡Grandes dioses! Si puedes hacerle esto al más fuerte de nosotros, vales diez veces tu peso en agua.

Ahora, la prueba de la razón, pensó Jessica. Dijo:

—Estáis buscando al Lisan al-Gaib.

—Podríais ser los de la leyenda —dijo el hombre—, pero no lo creeré hasta que sea probado. Todo lo que sé es que habéis venido aquí con aquel estúpido Duque que… ¡Aaaay! ¡Mujer! ¡No me importa que me mates! ¡Era honorable y valiente, pero fue un estúpido metiéndose así en manos de los Harkonnen!

Silencio.

—No tenía elección —dijo Jessica al cabo de un momento—, pero no vamos a discutir sobre ello. Ahora dile a ese hombre de los tuyos que está allí tras el matorral que deje de apuntar su arma contra mí, o voy a librar al universo de tu presencia antes de entendérmelas con él.

—¡Tú, el de allí! —rugió Stilgar—. ¡Haz lo que dice!

—Pero Stil…

—¡Haz lo que dice, cara de gusano, reptil, sesos de arena, excremento de lagarto! ¡Hazlo o la ayudaré a desmembrarte! ¿Acaso no ves la valía de esta mujer?

El hombre del matorral se puso en pie tras su parcial refugio y bajó su arma.

—Ha obedecido —dijo Stilgar.

—Ahora —dijo Jessica—, explícale claramente a tu gente lo que esperas de mí. No quiero que ningún joven de cascos calientes cometa una tonta locura.

—Cuando nosotros nos deslizamos en los poblados y en las ciudades, debemos ocultar nuestro origen, mezclándonos con las gentes de los pan y de los graben —dijo Stilgar—. No llevamos armas, porque el crys es sagrado. Pero tú, mujer, tú posees el extraño arte del combate. Sólo hemos oído hablar de él y muchos han dudado de que exista, pero uno no puede dudar de lo que ha visto con sus propios ojos. Has dominado a un Fremen armado. Esta es un arma que ningún registro o inspección puede descubrir.

Hubo un confuso agitarse en la depresión a medida que las palabras de Stilgar iban causando su efecto.

—¿Y si yo consintiera en enseñaros este… arte extraño?

—Tendrías mi apoyo al igual que tu hijo.

—¿Cómo podemos estar seguros de la verdad de tu promesa?

La voz de Stilgar perdió algo de su razonabilidad y rozó los umbrales de la amargura.

—Aquí, mujer, no tenemos papeles ni contratos. Nosotros no hacemos promesas al anochecer para olvidarlas con el alba. Cuando un hombre dice algo, es un contrato. Como jefe de mi pueblo, él está ligado a mi palabra. Enséñanos tu extraño arte, y tendrás refugio entre nosotros tanto tiempo como lo desees. Tu agua se mezclará con nuestra agua.

—¿Puedes hablar por todos los Fremen? —preguntó Jessica.

—Con el tiempo, es posible. Pero sólo mi hermano, Liet, habla por todos los Fremen. Aquí, sólo puedo prometerte el secreto. Mi gente no hablará de vosotros a ningún otro sietch. Los Harkonnen han vuelto a Dune por la fuerza, y vuestro Duque está muerto. Se dice que también vosotros habéis muerto en una Madre tormenta. El cazador ya no persigue a su presa muerta.

Hay una protección en eso, pensó Jessica. Pero esta gente tiene buenas comunicaciones, y siempre puede ser enviado un mensaje.

—Imagino que se ha puesto precio a nuestras cabezas —dijo ella.

Stilgar permaneció silencioso, y ella casi pudo ver los pensamientos que giraban en su cabeza, sintiendo cómo los músculos tironeaban en sus manos.

—Lo repito de nuevo —dijo al cabo de un momento—: os he dado la palabra de la tribu. Mi gente conoce ahora vuestro valor. ¿Qué podrían ofrecernos los Harkonnen? ¿Nuestra libertad? ¡Ja! No, vosotros sois el taqwa, que puede proporcionarnos más cosas que toda la especia que hay en los cofres de los Harkonnen.

—Entonces os enseñaré mi arte de combatir —dijo Jessica, y captó la inconsciente intensidad ritual de sus palabras.

—Ahora, ¿vas a soltarme?

—Así sea —dijo Jessica. Lo liberó y dio un paso hacia un lado, mostrándose a la vista de todo el grupo reunido en la depresión. Esta es la prueba mashad, pensó. Pero Paul debe saber cómo son esa gente, aunque yo tenga que morir para que lo sepa.

En el tenso silencio, Paul se inclinó hacia adelante para ver mejor a su madre. Al moverse, oyó una respiración afanosa, que se cortó bruscamente sobre él, en la vertical de la pared rocosa, y entrevió una sombra que se recortaba contra las estrellas.

—¡Tú, el de ahí arriba! —resonó la voz de Stilgar en la depresión—. Deja de dar caza al muchacho. Va a bajar ahora mismo.

—Pero Stil, no puede estar lejos de… —respondió desde las tinieblas una voz de joven o de muchacha.

—¡He dicho que lo dejes, Chani! ¡Especie de hueva de lagartija!

Hubo una imprecación susurrada sobre Paul, y luego una voz muy baja:

—¡Llamarme a mí hueva de lagartija! —pero la sombra desapareció.

Paul volvió su atención hacia la depresión, donde Stilgar era una sombra gris al lado de su madre.

—Venid todos —llamó Stilgar—. Se volvió hacia Jessica—. Y ahora soy yo quien te pregunta a ti: ¿cómo podemos estar nosotros seguros de que cumplirás tu mitad en nuestro trato? Sois vosotros quienes vivís entre papeles y contratos desprovistos de valor que…

—Nosotras las Bene Gesserit no rompemos tampoco nuestras promesas —dijo Jessica.

Hubo un tenso silencio, lleno de murmullo de voces:

—¡Una bruja Bene Gesserit!

Paul empuñó el arma de la que se había apoderado y la apuntó hacia la oscura silueta de Stilgar, pero el hombre y sus compañeros permanecieron inmóviles, mirando a Jessica.

—Es la leyenda —dijo alguien.

—La Shadout Mapes informó esto de ti —dijo Stilgar—. Pero algo tan importante como lo que dices debe de ser probado. Si tú eres la Bene Gesserit de la leyenda, cuyo hijo nos llevará al paraíso… —se alzó de hombros.

Jessica suspiró, pensando: Así pues, nuestra Missionaria Protectiva ha diseminado sus válvulas religiosas de seguridad incluso en este infierno. Bueno… nos servirán, y esta es precisamente su finalidad.

—La vidente que os ha traído la leyenda —dijo— os la concedió bajo el vínculo del karama y del ijaz, el milagro y la inmutabilidad de la profecía… eso lo sé. ¿Queréis un signo?

Las aletas de la nariz del hombre se dilataron bajo el claro de luna.

—No hay tiempo para ritos —murmuró.

Jessica recordó un mapa que le había mostrado Kynes mientras organizaba la vía de escape de emergencia. Cuánto tiempo parecía haber pasado desde entonces. Había un lugar llamado «Sietch Tabr» en el mapa, y al lado una anotación: «Stilgar».

—Tal vez cuando lleguemos al Sietch Tabr —dijo.

La revelación le impresionó, y Jessica pensó: ¡si tan sólo supiera los trucos que usamos! Debía ser hábil esa Bene Gesserit de la Missionaria Protectiva. Estos Fremen están magníficamente preparados para creernos.

—Stilgar se agitó, inquieto.

—Tenemos que irnos ya.

Ella asintió, a fin de que él comprendiera que se ponían en marcha con su permiso.

El hombre miró hacia arriba en el macizo, casi directamente hacia la cornisa rocosa donde estaba agazapado Paul.

—Puedes bajar ya, muchacho. —Volvió su atención hacia Jessica, hablando con tono de disculpa—: Tu hijo ha hecho un ruido increíble escalando. Tiene mucho que aprender si no quiere ponernos a todos en peligro… pero es joven.

—No hay duda de que tenemos mucho que enseñarnos los unos a los otros —dijo Jessica—. Ahora deberías ocuparte de tu compañero. Mi ruidoso hijo le ha desarmado un tanto brutalmente.

Stilgar se volvió bruscamente, haciendo ondear su capucha.

—¿Dónde?

—Tras esos arbustos —indicó ella.

—Id a ver —Stilgar hizo una seña a dos de sus hombres. Miró a los demás, identificándolos—. Falta Jamis. —Miró a Jessica —. También tu cachorro conoce tu extraño arte.

—Y observarás que tampoco se ha movido de donde está, pese a tus órdenes —dijo Jessica.

Los dos hombres que había enviado Stilgar regresaron llevando a un tercero que se tambaleaba y jadeaba. Stilgar le dirigió una breve mirada y luego volvió su atención a Jessica.

—El hijo sólo obedece tus órdenes, ¿eh? Bueno. Conoce la disciplina.

—Paul, puedes bajar ahora —dijo Jessica.

Paul se irguió, emergiendo al claro de luna y deslizando el arma Fremen en su cintura. Al volverse, otra figura apareció de entre las rocas y le hizo frente.

A la luz de la luna y al gris de la piedra, Paul vio una delgada figura con ropas Fremen, un rostro escondido entre las sombras que le miraba bajo su capucha, y la boca de un arma de proyectiles apuntada hacia él asomando entre las ropas.

—Soy Chani, hija de Liet.

La voz era melodiosa, con una chispa de alegría.

—No te hubiera permitido hacer daño a mis compañeros — dijo.

Paul tragó saliva. La figura ante él se volvió al claro de luna y vio un rostro de elfo, unos ojos negros y profundos. Lo familiar de aquel rostro que había aparecido innumerables veces en sus visiones prescientes sorprendió a Paul, inmovilizándole. Recordó la rabiosa bravata con que en una ocasión había descrito aquel rostro soñado por él a la Reverenda Madre Gaius Helen Mohiam, añadiendo:

—La encontraré.

Y ahora estaba allí, ante él, pero este encuentro no lo había soñado.

—Has sido más ruidoso que un shai-hulud enfurecido —dijo ella—. Y has elegido el camino más difícil para subir. Sígueme: te mostraré el camino para bajar.

Salió de la hendidura ayudándose con manos y pies, y siguió su ondeante ropa entre el paisaje rocoso. Parecía moverse como una gacela, danzando entre las rocas. Paul sintió que la sangre afluía a su rostro y dio las gracias a la oscuridad de la noche.

¡Esa chica! Era como un toque del destino. Se sintió como cogido por una ola, en armonía con un movimiento que parecía exaltar sus pensamientos.

Poco después se encontraba entre los Fremen, al fondo de la depresión.

Jessica dirigió a Paul una pálida sonrisa, pero al hablar lo hizo a Stilgar:

—Creo que será un buen intercambio de enseñanzas. Espero que tú y tu gente no estéis irritados por nuestra violencia. Pareció… necesario. Estábais a punto de… cometer un error.

—Salvar a alguien del error es un regalo del paraíso —dijo Stilgar. Tocó sus labios con su mano izquierda, mientras tomaba el arma de la cintura de Paul con la otra mano y la arrojaba a un compañero—. Tendrás tu propia pistola maula cuando la hayas merecido, muchacho.

Paul estuvo a punto de decir algo, dudó, recordó las enseñanzas de su madre. Los inicios son siempre momentos delicados.

—Mi hijo tiene todas las armas que necesita —dijo Jessica. Miró a Stilgar, forzándole a recordar cómo se había apoderado Paul del arma.

Stilgar miró al hombre desarmado por Paul, Jamis. Estaba de pie a un lado, con la cabeza baja, la respiración jadeante.

—Eres una mujer difícil —dijo. Alzó su mano izquierda hacia un compañero, haciendo chasquear los dedos—. Kushti bakka te.

Más chakobsa, pensó Jessica.

El hombre puso dos cuadrados de tela en la mano de Stilgar. Este los enrolló entre sus dedos y anudó el primero alrededor del cuello de Jessica, bajo la capucha, anudando el otro alrededor del cuello de Paul de la misma forma.

—Ahora lleváis el pañuelo del bakka —dijo—. Si tuviéramos que separarnos, seréis reconocidos como pertenecientes al sietch de Stilgar. Hablaremos de armas en otra ocasión.

Avanzó entre sus hombres, inspeccionándolos, y le entregó a uno de ellos la Fremochila de Paul para que se la llevara.

Bakka, pensó Jessica, reconociendo el término religioso: Bakka… el que llora. Captó como el simbolismo de los pañuelos les unía. ¿Pero por qué ha de unirnos el llanto?, se preguntó.

Stilgar se acercó a la joven que había turbado a Paul y le dijo:

—Chani, toma al muchacho-hombre bajo tus alas. Vela por él.

Chani tocó el brazo de Paul.

—Vamos, muchacho-hombre.

Paul reprimió la cólera en su voz.

—Mi nombre es Paul —dijo—. Será mejor que tú…

—Nosotros te daremos un nombre, pequeño hombre —dijo Stilgar—, en el tiempo del nihma, en la prueba de aqí.

La prueba de la razón, tradujo Jessica. Y de improviso la necesidad de afirmar la superioridad de Paul barrió toda otra consideración.

—¡Mi hijo ha superado la prueba del gom jabbar! —gritó.

En el profundo silencio que siguió, supo que les había alcanzado muy en el fondo de su corazón.

—Hay muchas cosas que ignoramos los unos de los otros — dijo Stilgar—. Pero nos estamos entreteniendo demasiado. El sol del día no debe encontrarnos al abierto. —Se acercó al hombre al que Paul había golpeado y preguntó—: Jamis, ¿puedes andar?

—Me cogió por sorpresa —dijo éste con un gruñido—. Fue un accidente. Puedo andar.

—No fue un accidente —dijo Stilgar—. Te hago responsable con Chani de la seguridad del muchacho, Jamis. Esta gente está bajo mi protección.

Jessica miró al hombre, Jamis. Era la voz que había discutido con Stilgar en las rocas. Era una voz que hablaba de muerte. Y Stilgar había tenido que imponer toda su autoridad con aquel Jamis.

Stilgar pasó nuevamente revista a su grupo, señalando a dos hombres.

—Larus y Farrukh, iréis detrás y borraréis nuestras huellas. Aseguraos de que no quede ninguna. Prestad mayor atención de lo acostumbrado… llevamos con nosotros a dos personas que no han sido adiestradas. —Se volvió, alzó una mano y señaló al lado opuesto de la depresión—. En formación, con guardias a los dos flancos. Debemos llegar a la Caverna de la Cresta antes del alba.

Jessica se situó al paso con Stilgar, contando las cabezas. Eran cuarenta Fremen… con ella y Paul cuarenta y dos. Y pensó: Marchan como una compañía militar… incluso la chica, Chani.

Paul se situó detrás de Chani. La penosa impresión de haberse dejado coger por la espalda se estaba mitigando. En su mente estaba ahora el recuerdo de las palabras gritadas por su madre: ¡«Mi hijo ha superado la prueba del gom jabbar!» La mano empezó a escocerle ante el recuerdo del atroz dolor.

—Fíjate por donde andas —siseó Chani—. No roces ningún arbusto o dejarás una huella de nuestro paso.

Paul tragó saliva, asintiendo.

Jessica prestaba oído al sonido de los pasos, distinguiendo los suyos y los de Paul, maravillándose de la forma como se movían los Fremen. Eran cuarenta atravesando la depresión, pero sólo se oían los sonidos naturales del lugar. Sus ropas, flotando entre las sombras, parecían fantasmales velos. Su destino era el Sietch Tabr… el sietch de Stilgar.

La palabra giró y volvió a girar en su mente: sietch. Era un término chakobsa, inmutable por largos siglos en el antiguo lenguaje de los cazadores. Sietch: un lugar de reunión en los momentos de peligro. Las profundas implicaciones de la palabra y del lenguaje comenzaban apenas a tener un significado para ella después de la tensión de su encuentro.

—Avanzamos aprisa —dijo Stilgar—. Con la ayuda de Shai- hulud, estaremos en la Caverna de la Cresta antes del alba.

Jessica asintió, reservando sus fuerzas, consciente del tremendo cansancio que sólo conseguía superar gracias a su voluntad… y, tuvo que admitirlo, por la especial embriaguez del momento. Su mente se concentró en el valor de aquella gente, recordando todo lo que le había sido revelado de la cultura Fremen.

Todos ellos, pensó, una cultura entera adiestrada en un orden militar. ¡Qué inestimable potencia para un Duque en el exilio!

CAPÍTULO XXXII

Los Fremen eran supremos en aquella cualidad que los antiguos llamaban «spannungsbogen»… que es la demora que se impone uno mismo entre el deseo de algo y el acto de conseguirlo.

De «La sabiduría de Muad’Dib», por la Princesa Irulan.


Al alba se acercaban a la Caverna de la Cresta, avanzando a través de la pared de la depresión por una hendidura tan estrecha que les obligaba a ir de lado. Jessica vio que Stilgar destacaba guardias a la pálida luz del alba, y les siguió por un momento con la mirada mientras iniciaban la escalada del contrafuerte.

Paul volvió la mirada hacia arriba, observando la suave luz gris azul del cielo que la montaña parecía partir en dos.

Chani tiró de sus ropas para que se apresurara.

—No te entretengas —dijo—. Es casi de día.

—¿Dónde han ido los hombres que han escalado por encima nuestro? —murmuró Paul.

—El primer turno de guardia del día —dijo ella—. ¡Y ahora, apresúrate!

Una guardia al exterior, pensó Paul. Inteligente. Pero hubiera sido mejor acercarnos al lugar en grupos separados. Menos riesgos de que nuestras fuerzas puedan ser aniquiladas. Se detuvo un instante en aquel pensamiento, dándose cuenta deque era un pensamiento de guerrilla, y recordó que el temor de su padre había sido precisamente el de que los Atreides se vieran convertidos en esto, una casa de guerrilla.

—Aprisa —susurró Chani.

Paul apresuró el paso, sintiendo el roce de las ropas tras él. Pensó en aquellas palabras del sirat que había leído en la minúscula Biblia Católica Naranja de Yueh:

«El Paraíso a mi derecha, el Infierno a mi izquierda, y el Ángel de la Muerte tras de mí.» Repitió varias veces la cita en su mente.

Franquearon una curva, y el pasaje se hizo más ancho. Stilgar estaba de pie a un lado, indicando una abertura baja de ángulos rectos.

—¡Aprisa! —siseó—. Seremos como conejos en una jaula si una patrulla nos sorprende aquí.

Paul se agachó y siguió a Chani dentro de la caverna, iluminada por una débil luz gris que provenía de algún punto ante ellos.

—Puedes alzarte —dijo ella.

Se irguió, estudiando el lugar: una amplia y profunda cavidad, con un techo abovedado que estaba fuera del alcance de la mano tendida hacia arriba. La gente se dispersó entre las sombras. Paul vio a su madre de pie a un lado, examinando a sus compañeros. Y observó que evitaba mezclarse con los Fremen, pese a que iban vestidos del mismo modo. Su forma de moverse seguía teniendo la misma gracia, la misma fuerza de siempre.

—Encuentra un lugar para descansar y no molestar, muchacho-hombre —dijo Chani—. Aquí hay comida —puso en su mano un par de bocados envueltos en hojas. Olían fuertemente a especia.

Stilgar apareció detrás de Jessica y dio una orden a un grupo a su izquierda.

—Sellad la puerta y ocupaos del control de la humedad. —Se volvió hacia otro Fremen—: Lemil, trae los globos. —Tomó a Jessica por el brazo—: Quiero enseñarte algo, extraña mujer. — La empujó alrededor de una prominencia rocosa hacia la fuente de luz.

Jessica se halló ante otra hendidura de la roca que se abría al exterior, muy alta en la pared cortada a pico, sobre otra depresión de diez o doce kilómetros de ancho. La depresión estaba rodeada por altos farallones. Grupos de plantas estaban diseminados por toda su superficie.

Mientras contemplaba la depresión a la grisácea luz del alba, el sol surgió por encima de la lejana escarpadura, iluminando un paisaje de rocas y arena color terracota. Y notó como el sol de Arrakis surgía tan rápidamente que parecía saltar sobre el horizonte. Esto es debido a que nosotros querríamos retenerlo, pensó. La noche es más segura que el día. Se sorprendió soñando en un arco iris, en aquel lugar que nunca debía haber conocido la lluvia. Debo suprimir esta nostalgia, pensó. Es una debilidad. No puedo permitirme el ser débil.

Stilgar la aferró del brazo y señaló hacia la depresión.

—¡Allá! ¡Observa, los verdaderos drusos!

Ella miró hacia donde él señalaba, viendo algo que se movía: gente en el fondo de la depresión, huyendo de la claridad del día, buscando las sombras de las rocas al pie del otro farallón. A pesar de la distancia, sus movimientos se divisaban claramente en el límpido aire. Sacó sus binoculares de entre sus ropas, y enfocó las lentes de aceite hacia aquellos lejanos hombres. Los pañuelos flotaban como multicolores mariposas.

—Ese es nuestro hogar —dijo Stilgar—. Estaremos allí esta noche. —Contempló la depresión, tirando de su bigote—. Mi gente ha trabajado más que de costumbre. Esto quiere decir que no habrá patrullas por los alrededores. Cuando les haya advertido se prepararán para recibirnos.

—Tu gente tiene una buena disciplina —dijo Jessica. Bajó los binoculares, viendo que Stilgar la estaba observando.

—Obedecen a las leyes de preservación de la tribu —dijo él —. Así es como elegimos a nuestros jefes. El jefe es aquel que es más fuerte, el que procura agua y seguridad —fijó su atención en el rostro de ella.

Jessica sostuvo su mirada, notando sus ojos desprovistos de blanco, los párpados manchados, la barba y el bigote llenos de polvo, el tubo fijado a su nariz y que se hundía en el destiltraje.

—¿He comprometido tu posición de jefe venciéndote, Stilgar? —preguntó ella.

—No me habías desafiado —dijo él.

—Es importante que un jefe conserve el respeto de sus hombres —dijo ella.

—No hay ninguno de esos piojosos de arena que yo no pueda revolcar por el suelo —dijo Stilgar—. Venciéndome a mi, nos has vencido a todos nosotros. Ahora todos esperan de ti… tu extraño arte… y algunos se sienten curiosos por saber si vas a desafiarme.

Ella sopesó las implicaciones.

—¿A un combate formal?

El asintió.

—No te lo aconsejo, porque no te seguirían. Tú no eres de la arena. Lo han podido ver en nuestra marcha nocturna.

—Gente práctica —dijo ella.

—Es cierto. —Miró hacia la depresión—. Conocemos nuestras necesidades. Pero los pensamientos no son tan profundos ahora que estamos tan cerca de casa. Hemos perdido demasiado tiempo en entregar nuestra cuota de especia a los comerciantes libres para esa maldita Cofradía… cuyos rostros se vuelvan negros por siempre.

Jessica se inmovilizó en el acto de volverse hacia otro lado y miró fijamente a su rostro.

—¿La Cofradía? ¿Qué tiene que ver la Cofradía con vuestra especia?

—Es una orden de Liet —dijo Stilgar—. No sabemos la razón, pero es algo que tiene un gusto amargo para nosotros. Pagamos a la Cofradía una cantidad monstruosa en especia para que ningún satélite nos espíe desde el cielo y sepa lo que hacemos en la superficie de Arrakis.

Ella sopesó sus palabras, recordando lo que Paul había dicho para explicar el hecho de que el cielo arrakeno estuviera limpio de satélites.

—¿Y qué hacéis en la superficie de Arrakis que no pueda ser visto?

—La cambiamos… lenta pero seguramente… para adaptarla a la vida humana. Nuestra generación no lo verá, ni tampoco nuestros hijos, ni los hijos de nuestros hijos, ni los hijos de los hijos de nuestros hijos… pero llegará el día. —Su ausente mirada vagó por la depresión—. Agua al cielo abierto, y plantas verdes, y gente caminando libremente sin destiltrajes.

Este es pues el sueño de Liet-Kynes, pensó Jessica. Y dijo:

—La corrupción es peligrosa; su precio tiende a aumentar cada vez más.

—Aumenta —dijo él—, pero la manera más lenta es la más segura.

Jessica se volvió, mirando la depresión, intentando verla tal como la veía Stilgar en su imaginación. Vio tan sólo las manchas ocre y gris de las distantes rocas, y un repentino movimiento en el cielo sobre los farallones.

—Ahhhh… —dijo Stilgar.

Al principio, Jessica pensó en un vehículo de patrulla, pero luego se dio cuenta de que se trataba de un espejismo… otro paisaje suspendido sobre el arenoso desierto, un lejano verde tremolante y, a media distancia, un enorme gusano avanzando por la superficie con algo que parecían ropas Fremen ondeando en su lomo.

El espejismo se desvaneció.

—Sería mejor cabalgar —dijo Stilgar—, pero no podemos permitir un hacedor dentro de esta depresión. Así que tendremos que caminar de nuevo esta noche.

Hacedor… este es el nombre que le dan al gusano, pensó ella.

Midió la importancia de aquella palabra, la afirmación de que no podían permitir un gusano en su depresión. Ahora comprendía lo que había visto en el espejismo… Fremen cabalgando a lomos de un gigantesco gusano. Necesitó todo su control para no traicionar el shock de lo que implicaba aquello.

—Debemos volver con los demás —dijo Stilgar—. De otro modo, mi gente podría sospechar que te estoy seduciendo. Algunos ya se sienten celosos porque mis manos rozaron tu belleza la pasada noche, mientras luchábamos en la Depresión de Tuono.

—¡Ya basta! —cortó Jessica.

—No quería ofenderte —dijo Stilgar, y su voz era gentil—. Entre nosotros nunca tomamos a una mujer contra su voluntad… y contigo… —se alzó de hombros—… ni siquiera esta convención cuenta.

—No olvides que yo era la dama de un duque —dijo ella, pero su voz era más tranquila.

—Como quieras —dijo él—. Ya es tiempo de sellar esta abertura para permitir una relajación de la disciplina de los destiltrajes. Mi gente necesita descansar confortablemente hoy. Sus familias no les concederán un instante de respiro mañana.

El silencio flotó entre ellos.

Jessica miró al paisaje iluminado por el sol. Había algo más en la voz de Stilgar… la inexpresada oferta de algo distinto a protección. ¿Quizá necesitaba una mujer? Comprendió que ella podría cumplir muy bien con aquel papel. Sería una forma de resolver cualquier conflicto sobre la jefatura de la tribu: la hembra alineada junto al macho.

¿Pero qué ocurriría entonces con Paul? ¿Cuáles eran al respecto las reglas de parentesco? ¿Y qué ocurriría con la hija aún no nacida que llevaba en su seno desde hacía unas semanas? ¿Con la hija de un Duque muerto? Hizo frente al verdadero significado de aquella nueva criatura que crecía en ella, el auténtico origen que había permitido aquella concepción. Conocía cual era… había cedido al profundo instinto de todas las criaturas enfrentadas a la muerte: alcanzar la inmortalidad a través de la progenie. El impulso de la fertilidad de las especies siempre había triunfado en ellas.

Jessica miró a Stilgar y vio que estaba estudiándola, esperando. Una hija nacida aquí de una mujer casada con un tal hombre… ¿ cuál sería su destino?, se preguntó. ¿Intentaría obstaculizar las obligaciones a las cuales está sometida una Bene Gesserit?

Stilgar carraspeó, revelando haber intuido la mayor parte de las preguntas que se hacía ella mentalmente.

—Lo más importante en un jefe es lo que ha hecho de él un jefe: Las necesidades de su pueblo. Si me enseñas tus poderes, llegará un día en que uno de los dos tendrá que desafiar al otro. Preferiría otra alternativa.

—¿Acaso existen varias alternativas? —preguntó ella.

—La Sayyadina —dijo él—. Nuestra Reverenda Madre es vieja.

¡Su Reverenda Madre!

Antes de que pudiera replicar; él dijo:

—No me ofrezco necesariamente como compañero. No es nada personal, aunque tú eres hermosa y deseable. Pero si te convirtieras en una de mis mujeres, esto podría conducir a que algunos de mis hombres más jóvenes creyeran que me preocupo más de los placeres de la carne que de las necesidades de la tribu. Incluso ahora están mirándonos y escuchándonos.

Un hombre que medita sus decisiones y las consecuencias, pensó ella.

—Hay algunos, entre los jóvenes de mi tribu, que han alcanzado la edad de los pensamientos salvajes —dijo él—. Han de ser guiados cautelosamente durante este período. No debo darles ninguna razón válida para desafiarme. Porque entonces tendré que matar o herir a algunos de ellos. Esta no es una forma razonable de actuar para un jefe, si puede evitarla honorablemente. Un jefe, comprende, es lo que diferencia a un pueblo de una turba. Mantiene el nivel de individualidad. Demasiada poca individualidad, y el pueblo se convierte en una turba.

Sus palabras, la profundidad de su consciencia, el hecho de que hablara tanto para ella como para los que escuchaban secretamente, obligaron a Jessica a revaluarle.

Tiene valía, pensó. ¿Dónde habrá aprendido este equilibrio interno?

—La ley que establece nuestro modo de elegir un jefe es una ley justa —dijo Stilgar—. Pero a veces ocurre que esta justicia no es lo que el pueblo necesita en un momento determinado. Actualmente, lo que más necesitamos es crecer y prosperar, a fin de extender nuestras fuerzas por un territorio cada vez más amplio.

¿Cuáles son sus antepasados?, se preguntó ella. ¿Cómo se obtiene una tal raza?

—Stilgar —dijo—, te he subestimado.

—Eso sospechaba —dijo él.

—Aparentemente, cada uno de nosotros ha subestimado al otro —dijo ella.

—Quisiera poner fin a todo esto —dijo Stilgar—. Quisiera ser tu amigo… y ofrecerte mi confianza. Me gustaría que naciera entre nosotros ese respeto que crece en el pecho sin exigir la mezcla de sexos.

—Comprendo —dijo ella.

—¿Tienes confianza en mí?

—Siento que eres sincero.

—Entre nosotros —dijo él—, las Sayyadina, cuando no representan la autoridad oficial, tienen derecho a un lugar de honor. Enseñan. Mantienen la potencia de Dios entre nosotros —se tocó el pecho.

Este es el momento de aclarar el misterio de su Reverenda Madre, pensó Jessica. Dijo:

—Has hablado de vuestra Reverenda Madre… y he oído alusiones a leyendas y profecías.

—Se ha dicho que una Bene Gesserit y su hijo detentan la llave de nuestro futuro —dijo él.

—¿Crees que yo sea esa Bene Gesserit?

Observó el rostro del hombre, pensando: El brote joven muere muy fácilmente. Los inicios son siempre tiempos de gran peligro.

—No lo sabemos —dijo él.

Ella asintió, pensando: Es un hombre honrado. Quiere un signo de mí pero no influenciará al destino dándome él este signo.

Jessica volvió la cabeza y miró a través de la hendidura hacia las sombras doradas, las sombras púrpuras, la vibración del polvoriento aire de la depresión. Su mente fue repentinamente invadida por una prudencia felina. Conocía el canto de la Missionaria Protectiva, sabía cómo adaptar las técnicas de la leyenda y del miedo para sus necesidades más inmediatas, pero captó que en aquel lugar se habían producido cambios… como si alguien hubiera venido entre aquellos Fremen y se hubiera servido para sus propias necesidades de la impronta dejada por la Missionaria Protectiva.

Stilgar carraspeo.

Jessica captó su impaciencia, comprendió que el día estaba avanzando y que los hombres querían sellar aquella abertura. Era el tiempo de jugar audazmente, y fue consciente de lo que necesitaba: algún dar al-hikman, alguna escuela de traducción que le permitiera…

—Adab —susurró.

Su mente pareció replegarse de pronto sobre sí misma. Reconoció la sensación, y su pulso se aceleró. Nada en todo el adiestramiento Bene Gesserit iba acompañado de una señal como aquella. Podía ser tan sólo el adab, la memoria que se despertaba por sí misma a la llamada. Se abandonó y dejó que las palabras surgieran de su boca.

—Ibn qirtaiba —dijo—, tan lejos como el lugar donde termina el polvo —alzó un brazo, liberándolo de los pliegues de su ropa, vio a Stilgar desorbitar sus ojos, oyó el roce de muchas ropas a su espalda—, veo un… Fremen con el libro de los ejemplos —entonó—. Lo lee a al-Lat, el sol al que ha desafiado y dominado. Lo lee a los Sadus del Juicio, y esto es lo que lee:

«Mis enemigos son como hojas verdes devoradas

Creciendo en el camino de la tormenta.

¿No habéis visto lo que ha hecho nuestro Señor?

Ha enviado la pestilencia sobre aquellos

Que han tramado contra nosotros.

Ahora son como pájaros dispersados por el cazador.

Sus complots son cebo envenenado que todas las bocas rechazan.»

Se sintió invadida por un temblor. Dejó caer su brazo. Detrás de ella, en las profundas sombras de la caverna, le llegó en respuesta un murmullo de muchas voces:

—Sus obras han sido destruidas.

—El fuego de Dios monta en tu corazón —dijo ella. Y pensó: Ahora la cosa va bien encaminada.

—El fuego de Dios nos ilumina —fue la respuesta.

Ella asintió.

—Tus enemigos caerán.

—Bi-lal kaifa —respondieron.

En el repentino silencio, Stilgar se inclinó ante ella.

—Sayyadina —dijo—. Si Shai-hulud lo acepta, podrás dar el paso interior como Reverenda Madre.

Paso interior, pensó ella. Una extraña manera de expresarse. Pero el resto se corresponde bastante bien con el canto. Y sintió una cínica amargura por lo que acababa de hacer. Nuestra Missionaria Protectiva falla raras veces. Ha preparado un lugar para nosotras en este desolado mundo. Cavado con la ayuda de la plegaria del salat. Ahora… debo llevar adelante el papel de Auliya, la Amiga de Dios… la Sayyadina de ese pueblo vagabundo tan impregnado por las profecías Bene Gesserit que incluso dan el nombre de Reverenda Madre a sus sacerdotisas.

Paul permanecía al lado de Chani en las sombras de la caverna. Conservaba aún el sabor de la comida que ella le había dado: carne de pájaro y cereales amasados con miel de especia y envueltos en una hoja. Comiendo aquello, se había dado cuenta de que nunca antes había absorbido una tal concentración de especia, y por un instante había sentido miedo. Sabía lo que aquella esencia podía hacer con él… el cambio de la especia que empujaría a su mente hacia una mayor consciencia presciente.

—Bi-lal kaifa —susurró Chani.

La miró, y vio la emoción con la cual los Fremen escuchaban las palabras de su madre. Tan sólo el hombre llamado Jamis se mantenía aparte, inmóvil, con los brazos cruzados sobre su pecho.

—Duy yakha hin mange —susurró Chani—. Duy punra hin mange. Tengo dos ojos. Tengo dos pies.

Y miró a Paul con ojos de estupor.

Paul inspiró profundamente, intentando reprimir aquella tormenta que había en su interior. Las palabras de su madre habían desencadenado el efecto de la esencia de especia, y su voz había danzado en él como las sombras de una fogata. Había percibido el cinismo en ella… ¡la conocía tan bien!… pero nada podía detener aquella transformación iniciada con algunos bocados de comida.

¡La terrible finalidad!

La sentía, aquella consciencia racial a la cual no podía escapar. Aquella mente suya tan aguda, aquel flujo de informaciones, la fría precisión de su conocimiento. Se dejó deslizar hasta el suelo, apoyando su espalda en la roca, abandonándose. Su consciencia fluyó hacia aquel estrato intemporal desde el cual podía ver el tiempo, percibir y sentir abiertos ante él los vientos del futuro… los vientos del pasado: pasado, presente y futuro vistos a través de un solo ojo… todos ellos combinados en una visión trinocular que le permitía ver el tiempo como si se hubiera convertido en espacio.

Existía el peligro, lo sentía, de ir demasiado lejos, por lo que tenía que aferrarse desesperadamente al presente, sintiendo la imprecisa distorsión de la experiencia, el fluir del momento, la continua solidificación del lo-que-es en el perpetuo-era.

Aferrándose al presente, percibió por primera vez la monumental regularidad del movimiento del tiempo, complicada por vórtices, olas, flujos y reflujos, como la resaca batiendo contra los arrecifes. Esto le proporcionó una nueva comprensión de su presciencia, y percibió la fuente del ciego fluir del tiempo, la fuente del error en él, con una inmediata sensación de miedo.

La presciencia, comprendió, era una iluminación que incorporaba los limites de lo que revelaba… una combinación de exactitud y de errores significativos. Una especie de indeterminación de Heisenberg intervenía: la propia energía de sus visiones alteraba, en el mismo instante de producirse, lo que veía.

Y lo que veía era el nexo temporal de aquella caverna, un rebullir de posibilidades concentrado allí, en el cual la acción más imperceptible —un parpadeo, una palabra irreflexiva, un grano de arena mal situado— actuaba como una gigantesca palanca, a través de todo el universo conocido. La violencia estaba presente con un número tal de variantes que el más mínimo movimiento desencadenaba inmensas alteraciones en el esquema.

Esta visión le empujó a una absoluta inmovilidad, pero incluso esta inmovilidad era una acción que tendría sus consecuencias.

Innumerables consecuencias… líneas divergentes dimanando de aquella caverna, y a lo largo de gran parte de aquellas líneas de consecuencia pudo ver su propio cadáver, con sangre derramándose de una horrenda herida de cuchillo.

CAPÍTULO XXXIII

Mi padre, el Emperador Padishah, tenía setenta y dos años y no aparentaba más de treinta y cinco cuando decidió la muerte del Duque Leto y la restitución de Arrakis a los Harkonnen. Raramente aparecía en público con otro atuendo que un uniforme Sardaukar y un yelmo de Burseg, negro, con el león Imperial en oro en su cimera. El uniforme era un desafiante recuerdo de cuál era la fuente de su poder. Pero no siempre se mostraba tan agresivo. Cuando quería, sabía irradiar simpatía y sinceridad, pero en estos últimos tiempos, a muchos años de distancia, me pregunto a menudo si todo en él era como parecía. Pienso más bien que era un hombre que luchaba constantemente contra los barrotes de una jaula invisible. No hay que olvidar que era el Emperador, la cabeza de una dinastía cuyos orígenes se perdían en el tiempo. Pero nosotros le negamos un hijo legítimo. ¿No es este el más terrible fracaso que pueda sufrir un jefe? Mi madre obedeció a sus Hermanas Superiores allá donde desobedeció Dama Jessica. ¿Cuál de las dos fue más fuerte? La historia ya ha contestado a esta pregunta.

«En la casa de mi padre», por la Princesa Irulan.


Jessica se despertó en la oscuridad de la caverna, sintiendo el agitarse de los Fremen a su alrededor, el acre olor de los destiltrajes. Su sentido del tiempo le informó que afuera la noche llegaría muy pronto, aislada del desierto por las placas de plástico que capturaban la humedad de sus cuerpos en sus superficies.

Se dio cuenta de que se había permitido abandonarse al sueño relajador después de la gran fatiga, y esto sugería que inconscientemente aceptaba su seguridad personal en el seno de la gente de Stilgar. Se volvió en la hamaca que había formado con sus ropas, se dejó deslizar hasta el suelo rocoso y se calzó sus botas del desierto.

Debo recordar aflojar a medias los cierres de mis botas a fin de facilitar la acción de bombeo de mi destiltraje, pensó. Hay tantas cosas que debo recordar.

Tenían aún en la boca el sabor de su comida de la mañana: la carne de pájaro con cereal amasado con miel de especia —todo ello enrollado en una hoja—, y se dio cuenta de que el tiempo allí estaba invertido: la noche era el día de actividad y el día el tiempo de reposo.

La noche esconde; la noche es más segura.

Soltó sus ropas de los puntos de fijación en el nicho de roca, tanteó hasta encontrar la parte alta del vestido y se lo puso.

¿Cómo enviar un mensaje a las Bene Gesserit?, se preguntó. Tenía que informar de su fuga y del refugio arrakeno que había encontrado.

Al otro lado de la caverna se encendieron algunos globos. Vio gente moviéndose, y entre ella a Paul, ya vestido, con la capucha echada hacia atrás, revelando el aquilino perfil de los Atreides.

Se había comportado de una forma un tanto extraña antes de retirarse, pensó. Ausente. Como si hubiera regresado de entre los muertos, no aún del todo consciente, con los ojos vítreos, semicerrados, vueltos hacia su interior. Esto le recordó lo que le había dicho acerca de la dieta impregnada en especia: adictiva.

¿Tendrá otros efectos colaterales?, se preguntó. Ha dicho que existía alguna relación con sus facultades prescientes, pero ha permanecido extrañamente silencioso respecto a sus visiones.

Stilgar surgió de las sombras a su derecha, avanzando hacia el grupo bajo los globos. Jessica observó su andar prudente, felino, el modo como sus dedos jugueteaban con su barba.

El miedo la aferró de pronto, cuando sus sentidos le revelaron las visibles tensiones en la gente que rodeaba a Paul… los reticentes movimientos, las posiciones rituales.

—¡Tienen mi protección! —tronó Stilgar.

Jessica reconoció al hombre al que se dirigía Stilgar: ¡Jamis! Vio la rabia de Jamis en la rigidez de sus hombros.

¡Jamis, el hombre al que Paul venció!, pensó.

—Conoces la regla, Stilgar —dijo Jamis.

—¿Quién la conoce mejor que yo? —respondió Stilgar, y había un tono apaciguador en su voz, el intento de calmar los ánimos.

—Elijo el combate —gruñó Jamis.

Jessica se apresuró a través de la caverna, sujetando el brazo de Stilgar.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Es la regla del amtal —dijo Stilgar—. Jamis exige la prueba de que vosotros sois los de la leyenda.

—Puede elegir un paladín —dijo Jamis—. Si su paladín vence, entonces hay verdad en ella. Pero está dicho… —miró a la gente que se apretujaba a su alrededor—… que no escogerá paladín entre los Fremen: ¡así que tiene que ser su propio compañero!

¡Quiere un combate mano a mano con Paul!, pensó Jessica.

Soltó el brazo de Stilgar, avanzando un paso.

—Yo soy el paladín de mí misma —dijo—. El sentido es lo bastante simple como para…

—¡Tú no nos dictarás nuestras reglas! —cortó Jamis—. No, sin más pruebas que las que nos has dado. Stilgar puede haberte sugerido esta mañana las palabras que había que decir para engañarnos, y lo único que has tenido que hacer es repetirlas.

Podría vencerte, pensó Jessica, pero esto entraría en conflicto con su interpretación de la leyenda. Y se preguntó de nuevo de qué modo había podido ser alterado el trabajo de la Missionaria Protectiva en aquel planeta.

Stilgar miró a Jessica, y habló en voz baja pero de forma que todos pudieran oírle:

—Jamis es un hombre que conserva el rencor, Sayyadina. Tu hijo le ha vencido y…

—¡Fue un accidente! —rugió Jamis—. Había brujería en la Depresión de Tuono. ¡Y ahora voy a probarlo!

—…y yo mismo le he vencido también —prosiguió Stilgar—. Busca en el desafío tahaddi vengarse también de mí. Hay demasiada violencia en Jamis para que alguna vez sea un buen jefe: demasiada ghafla, demasiada inestabilidad. Tiene su boca llena de reglas pero su corazón vuelto al sarfa, el alejamiento de Dios. No, nunca será un buen jefe. Hasta ahora le he perdonado estas cosas porque es un buen combatiente, pero esta rabia que le corroe le hace peligroso para sí mismo y para su gente.

—¡Stilgaaar! —rugió Jamis.

Y Jessica comprendió lo que intentaba Stilgar, atraer hacia él el furor de Jamis, obligarle a desafiarle a él en vez de a Paul.

Stilgar hizo frente a Jamis, y Jessica oyó de nuevo el deseo de apaciguar en la resonante voz.

—Jamis, es tan sólo un muchacho. El…

—Tú le has llamado hombre —dijo Jamis—. Su madre dice que ha afrontado el gom jabbar. Su carne es firme y rezuma agua. Aquellos que han llevado su mochila dicen que hay litrojons de agua en ella. ¡Litrojons! Y nosotros continuamos sorbiendo nuestros bolsillos de recuperación al primer indicio de rocío.

Stilgar miró a Jessica.

—¿Es eso cierto? ¿Hay agua en vuestra mochila?

—Sí.

—¿Litrojons?

—Dos litrojons.

—¿Qué pensábais hacer con semejante riqueza?

¿Riqueza?, pensó Jessica. Agitó la cabeza, consciente de la repentina frialdad en la voz del hombre.

—Allí donde nací, el agua cae del cielo y corre sobre la tierra formando largos ríos —dijo—. Los océanos son tan vastos que desde una orilla no se puede ver la otra. No he sido educada en vuestra disciplina del agua. Nunca he tenido que pensar así.

Un suspiro se elevó de la gente reunida a su alrededor:

—El agua cae del cielo y corre sobre la tierra…

—¿Sabes que algunos de entre nosotros han perdido el agua de sus bolsillos de recuperación por accidente, y estarán en peligro antes de haber alcanzado Tabr esta noche?

—¿Cómo podía saberlo? —Jessica agitó su cabeza—. Si la necesitan, dales el agua de nuestra mochila.

—¿Esto es lo que pensábais hacer con vuestra riqueza?

—Pensábamos salvar vidas —dijo ella.

—No nos compraréis con vuestra agua —gruñó Jamis—. Y tú tampoco conseguirás que vuelva mi furor hacia ti, Stilgar. Ya veo que quieres que te desafíe a ti antes de haber podido probar mis palabras.

Stilgar hizo frente a Jamis.

—¿Estás decidido a obligar a este muchacho a combatir, Jamis? —su voz era baja, venenosa.

—Ella debe elegir un paladín.

—¿Incluso si tiene mi protección?

—Invoco la regla del amtal —dijo Jamis—. Es mi derecho.

Stilgar asintió.

—En este caso, si el muchacho no te atraviesa, tendrás que enfrentarte con mi cuchillo inmediatamente después. Y esta vez mi hoja no se detendrá.

—No podéis hacer esto —dijo Jessica—. Paul es tan sólo…

—Tú no puedes intervenir, Sayyadina —dijo Stilgar—. Oh, sé que puedes vencerme, y también puedes vencer a cualquiera de nosotros, pero no puedes vencernos a todos juntos. Así debe ser; es la regla del amtal.

Jessica permaneció silenciosa, mirándole a la verde luz de los globos, descubriendo la rigidez demoníaca que se había apoderado de pronto de sus rasgos. Pasó su atención a Jamis, observó su ceñuda expresión y pensó: Hubiera debido ver esto antes. Rumia. Es del tipo silencioso, de los que trabajan en lo más profundo de si mismos. Tendría que haber estado preparada.

—Si hieres a mi hijo —dijo— tendrás que enfrentarte conmigo. Te desafío. Te despedazaré como a un…

—Madre —Paul avanzó, tocando su brazo—. Quizá si me explico con Jamis, entonces…

—¡Explicarte! —se burló Jamis.

Paul calló, mirando al hombre. No sentía miedo de él. Jamis parecía torpe en sus movimientos, y había caído muy pronto en su encuentro nocturno en la arena. Pero Paul percibía aún el rebullir de los nexos de aquella caverna, recordaba su presciente visión de sí mismo muerto por un cuchillo. Había tan pocos caminos de escape para él en aquella visión…

—Sayyadina —dijo Stilgar—, ahora debes retirarte hacia…

—¡Deja de llamarla Sayyadina! —dijo Jamis—. Eso aún tiene que ser probado. ¡Ella conoce la plegaria! ¿Y qué? Cualquier niño entre nosotros la sabe.

Ha hablado suficiente, pensó Jessica. Tengo su registro. Podría inmovilizarlo con una sola palabra. Vaciló. Pero no puedo inmovilizarlos a todos.

—Entonces me responderás —dijo Jessica, y su voz era como un lamento, con una llamada en la última palabra.

Jamis la miró, con un visible temor en su rostro.

—Te enseñaré el dolor —dijo ella en el mismo tono—. Recuerda esto mientras combates. Tu agonía será tan grande que comparado con ella el gom jabbar será un recuerdo agradable. Te retorcerás con todo tu…

—¡Intenta embrujarme! —gritó Jamis. Cerró el puño y lo colocó tras su oreja—. ¡Invoco el silencio sobre ella!

—Que así sea, entonces —dijo Stilgar. Lanzó una mirada imperativa a Jessica—. Si sigues hablando, Sayyadina, sabremos que ha sido tu brujería y tendrás que pagar. —Hizo un signo con la cabeza para que retrocediera.

Jessica sintió algunas manos que la empujaban hacia atrás, pero se dio cuenta que lo hacían sin agresividad. Vio a Paul separado de los demás, y el rostro de elfo de Chani inclinándose hacia él y susurrándole algo al oído, mientras hacía una inclinación con la cabeza hacia Jamis.

Se formó un círculo. Fueron colocados más globos y todos ellos regulados al amarillo.

Jamis penetró en el círculo, se quitó sus ropas y las entregó a alguien del grupo. Permaneció inmóvil, enfundado en su destiltraje gris, remendado y manchado. Por un momento, inclinó la cabeza hacia su hombro y bebió del tubo de un bolsillo de recuperación. Luego se irguió y se quitó también el traje, entregándolo cuidadosamente a los demás. Después esperó, vestido tan sólo con un taparrabos y un trozo de paño enrollado a sus pies, y con un crys en su mano derecha.

Jessica observó a la chica Chani ayudando a Paul, vio que le ponía un crys en su palma, vio a él cogerlo, sopesarlo, comprobar su equilibrio. Y Jessica recordó que Paul había sido adiestrado en el prana y bindu, nervio y fibra… que había aprendido a batirse a muerte con hombres como Duncan Idaho y Gurney Halleck, hombres que ya eran leyenda en vida. El muchacho conocía los tortuosos trucos Bene Gesserit, y se le veía confiado y relajado.

Pero sólo tiene quince años, pensó. Y no tiene escudo. Tengo que detener esto. Debe existir un medio… Levantó la mirada, y vio que Stilgar la observaba.

—No puedes impedirlo —dijo él—. No debes hablar.

Ella se llevó la mano a la boca, pensando: He sembrado el miedo en la mente de Jamis. Esto le hará más lento… quizá. Si pudiera rezar… realmente rezar.

Ahora Paul estaba en el interior del círculo, vestido con sus ropas de combate que había guardado bajo su destiltraje. Sujetaba el crys en su mano derecha; sus pies estaban desnudos sobre la arenosa roca. Idaho le había instruido muchas veces: «Cuando dudes del terreno, permanece descalzo.» Y las palabras de Chani estaban aún vivas en su consciencia: «Jamis se inclina con su cuchillo hacia la derecha después de una parada. Es una costumbre suya que todos conocemos. Y te mirará a los ojos para golpear en el momento en que parpadees. Y combate con las dos manos; vigila en todo momento a qué mano pasa su cuchillo.»

Pero tan intenso había sido en Paul el adiestramiento, que le parecía sentir en todo el cuerpo el mecanismo de las reacciones instintivas que le habían sido inculcadas día a día, hora tras hora.

Las palabras de Gurney Halleck volvieron de nuevo a su mente: «El buen combatiente debe pensar simultáneamente en la punta y en el filo y en la guarda de su cuchillo. La punta puede también cortar; el filo puede también apuñalar; y la guarda puede también atrapar la hoja del adversario.»

Paul examinó el crys. No tenía guarda; sólo un pequeño anillo en la empuñadura, para proteger la mano. Recordó de pronto que ignoraba la resistencia de la hoja. Ni siquiera sabía si podía ser partida.

Jamis comenzó a avanzar a su derecha, a lo largo del círculo, por el lado opuesto al de Paul.

Paul se agazapó, dándose cuenta de que no tenía escudo, mientras que todo su adiestramiento en la lucha se basaba en la presencia de aquella sutil pantalla a su alrededor, que exigía la mayor rapidez en la defensa, pero una lentitud calculada en el ataque para poder penetrar en el escudo del adversario. Pese a las constantes advertencias de sus instructores, se daba cuenta ahora de que el escudo formaba íntimamente parte de sus reacciones.

Jamis lanzó el desafío ritual:

—¡Pueda tu cuchillo astillarse y romperse!

Entonces, el cuchillo puede partirse, pensó Paul.

Se advirtió así mismo que Jamis tampoco llevaba escudo, pero que no había sido adiestrado en su uso y que por lo tanto no estaba sujeto a inhibiciones.

Paul miró a Jamis a través del círculo. El cuerpo del hombre parecía hecho de cuero tensado sobre el esqueleto desecado. Su crys lanzaba reflejos lácteos a la amarilla luz de los globos.

Paul sintió un estremecimiento de miedo. De pronto se sintió solo y desnudo en aquella confusa luminosidad amarillenta, en medio de aquel círculo de gente. La presciencia le había llenado con innumerables experiencias, haciéndole entrever las grandes corrientes del futuro y los resortes de decisión que las guiaban, pero aquello era el ahora real. La muerte estaba presente en un infinito número de posibilidades.

Se dio cuenta de que, en aquel instante, un mínimo gesto podía cambiar el futuro. Algo como un acceso de tos entre los espectadores, un instante de distracción. Una variación en el brillo de un globo, una engañosa sombra.

Tengo miedo, se dijo Paul.

Y avanzó a su vez por el lado opuesto al de Jamis, repitiéndose en silencio la letanía Bene Gesserit contra el miedo: «El miedo mata la mente…» Fue como un chorro de agua fresca sobre él. Sintió distenderse sus músculos, calmarse y alertarse.

—Bañaré mi cuchillo en tu sangre —gruñó Jamis. Y en mitad de su última palabra, atacó.

Jessica captó el movimiento y sofocó un grito.

Pero donde había golpeado el hombre ya no había nadie, y Paul estaba ahora detrás de Jamis, con un blanco perfecto en su indefensa espalda.

¡Ahora, Paul! ¡Ahora!, gritó Jessica en su mente.

Paul golpeó, con una calculada lentitud, con un gesto extraordinariamente fluido, pero tan lento que dio a Jamis la posibilidad de esquivarlo, retroceder y saltar hacia la derecha.

Paul se batió en retirada, agazapándose.

—Primero debes hallar mi sangre —dijo.

Jessica reconoció la influencia del escudo en las maniobras de su hijo, y vio el arma de doble filo que representaba. Las reacciones de Paul tenían el ímpetu y la vivacidad de la juventud, y eran el resultado de un adiestramiento desconocido por aquel pueblo. Pero el ataque era resultado también de este adiestramiento, y estaba condicionado por la necesidad de penetrar la barrera de un escudo. Un escudo repelería un ataque demasiado veloz, admitiendo tan sólo los golpes lentos y solapados. Se necesitaba astucia y un perfecto control para penetrar un escudo.

¿Ha visto Paul esto?, se preguntó. ¡Es preciso!

Jamis atacó de nuevo, sus ojos profundamente oscuros brillando, su cuerpo una confusa mancha amarilla bajo los globos.

Y de nuevo Paul lo esquivó y se situó a su espalda, y atacó demasiado lentamente.

Y otra vez.

Y otra.

En cada ocasión, el contraataque de Paul llegaba un instante demasiado tarde.

Y Jessica vio algo que esperó que Jamis no captara. Las reacciones defensivas de Paul eran de una rapidez fulmínea, pero cada vez se movía en el ángulo exactamente correcto que le permitiría desviar en parte el golpe de Jamis con su escudo.

—¿Está tu hijo jugando con ese pobre idiota? —preguntó Stilgar. Pidió su silencio antes de que ella pudiera responder—. Perdón; no debes hablar.

Ahora, las dos figuras giraban en círculo uno en torno del otro sobre el suelo de roca; Jamis con el brazo extendido hacia adelante y el cuchillo apuntado; Paul replegado sobre sí mismo, con el cuchillo bajo.

Jamis atacó una vez más, y esta vez giró hacia la derecha, donde Paul esquivaba el golpe.

En lugar de retroceder, Paul detuvo el ataque con su propia hoja, golpeando la mano de Jamis que empuñaba el cuchillo. Un segundo después el muchacho estaba ya fuera de alcance, pirueteando hacia la izquierda y dándole mentalmente las gracias a Chani por su advertencia.

Jamis retrocedió hasta el centro del círculo, frotándose su mano que empuñaba el cuchillo. Por un instante brotó sangre de la herida, luego se detuvo. Sus ojos se abrieron enormemente por la sorpresa, dos pozos de profunda y azulada oscuridad, y estudiaron a Paul bajo la luz de los globos con una nueva confianza.

—Ah, le ha hecho daño —murmuró Stilgar.

Paul tensó los músculos preparado para saltar y, después de ver la primera sangre, interpeló:

—¿Abandonas?

—¡Ahhh! —gritó Jamis.

Un murmullo colérico surgió de la concurrencia.

—¡Calma! —exclamó Stilgar—. El muchacho ignora nuestras reglas. —Se dirigió a Paul—: Nadie puede abandonar el tahaddi. La muerte es la única salida.

Jessica vio a Paul tragar saliva trabajosamente. Y pensó: Nunca ha matado así a un hombre… en un combate a cuchillo hasta la última sangre. ¿Podrá hacerlo?

Paul avanzó lentamente siguiendo el círculo hacia su derecha, forzado por el movimiento de Jamis. El conocimiento presciente de las variantes en aquella caverna que había entrevisto en el rebullir del tiempo volvía a perseguirle. Su nueva percepción le decía que eran demasiadas decisiones en aquel combate para que uno de entre los innumerables caminos posibles se distinguiera claramente de los demás.

Las variantes se amontonaban sobre las variantes… era por esto que la caverna parecía un confuso nexo en las corrientes del tiempo. Era como una gigantesca roca en medio de un río, creando torbellinos y corrientes a su alrededor.

—Termina ya, muchacho —murmuró Stilgar—. No juegues con él.

Paul avanzó al interior del círculo, confiando en su rapidez.

Jamis retrocedió, dándose repentinamente cuenta de que ante él no tenía, en el circulo del tahaddi, a un vulnerable extranjero, fácil presa para un crys Fremen.

Jessica vio la sombra de la desesperación en el rostro del hombre. Es ahora cuando es más peligroso, pensó. Ahora está desesperado y puede hacer cualquier cosa. Ha descubierto que Paul no es un niño como los de su raza, sino una máquina de combatir adiestrada desde su infancia. Ahora el miedo que he instilado en él se ha desbocado.

Y en el fondo de sí misma experimentó un sentimiento de piedad por Jamis… una emoción dominada por la consciencia del peligro que corría su hijo.

Jamis puede hacer cualquier cosa… lo más impredecible, se dijo. Se preguntó si Paul había entrevisto este futuro, si estaba reviviendo esta experiencia. Pero observó sus movimientos, el sudor que resbalaba por su rostro y hombros; la profunda concentración que revelaba la tensión de sus músculos. Y por primera vez captó, sin comprenderlo realmente, el factor de incertidumbre que existía en el poder de Paul.

Paul buscaba ahora el combate, moviéndose en círculo pero sin atacar. Había visto el miedo en su oponente. El recuerdo de la voz de Duncan Idaho surgió en su memoria: «Cuando tu adversario tenga miedo de ti, entonces es el momento de dejar sueltas las riendas de su miedo, dándole tiempo suficiente para que actúe sobre él. Deja que se convierta en terror. El hombre aterrorizado lucha contra si mismo. Llega un momento en que su ataque es fruto de la desesperación. Es el momento más peligroso, pero el hombre aterrorizado suele cometer normalmente un error fatal. Tú has sido adiestrado para detectar este error y aprovecharlo.»

El rumor en la caverna empezó a aumentar de intensidad.

Creen que Paul juega con Jamis, pensó Jessica. Creen que Paul es inútilmente cruel.

Pero percibió también la corriente subterránea de la excitación, como si disfrutaran del espectáculo. Y la presión que aumentaba en Jamis. Captó el momento en que aquella tensión se hizo imposible de contener… como lo captó el propio Jamis… o Paul.

Jamis saltó, fintó y golpeó con la derecha, pero su mano estaba vacía. El crys había saltado a su izquierda.

Jessica jadeó.

Pero Paul había sido advertido por Chani: «Jamis combate con las dos manos.» Y su adiestramiento había asimilado ya aquel truco. «Piensa en el cuchillo y no en la mano que lo empuña», le había repetido siempre Gurney Halleck. «El cuchillo es más peligroso que la mano, y tan pronto puede encontrarse en la derecha como en la izquierda».

Y Paul captó el error de Jamis: un instante de vacilación tras aquel salto dirigido a desorientarle, mientras pasaba el cuchillo de una a otra mano.

Excepto por las luces amarillas de los globos y los sombríos ojos de la concurrencia, todo parecía una sesión más en la sala de adiestramiento. Los escudos no contaban cuando el propio movimiento del adversario podía ser usado contra él. Paul, con la misma rapidez, pasó su cuchillo de una a otra mano, saltó a un lado, y golpeó de abajo a arriba el pecho de Jamis que avanzaba hacia él… luego se apartó a un lado y vio al hombre derrumbarse.

Jamis cayó como un fláccido andrajo, el rostro contra el suelo, emitió un gemido y volvió la cabeza hacia Paul, yaciendo inmóvil sobre el suelo de roca. Sus ojos muertos le miraban como dos esferas de oscuro cristal.

«Matar con la punta no es artístico», le había dicho Idaho a Paul en una ocasión, «pero esta consideración no debe frenar tu mano cuando se presenta el momento».

Los espectadores se precipitaron hacia adelante, rompiendo el círculo, empujando a Paul. Rodearon el cuerpo de Jamis en una frenética actividad. Después, un grupo de ellos se apresuró hacia las profundidades de la caverna, transportando un bulto envuelto en ropas.

Y en el suelo rocoso ya no había ningún cuerpo.

Jessica se abrió paso hacia su hijo. En el mar de hediondas espaldas envueltas en ropas, le pareció captar un extraño silencio.

Este es el momento terrible, se dijo. Ha matado a un hombre gracias a la evidente superioridad de sus músculos y de su mente. No debo permitirle que se alegre por esta victoria.

Se forzó un camino entre los últimos hombres, y se encontró en un pequeño espacio donde dos barbudos Fremen ayudaban a Paul a colocarse el destiltraje.

Jessica miró a su hijo. Los ojos de Paul brillaban. Parecía ausente, aceptando con indiferencia la ayuda de los Fremen.

—Se ha batido con Jamis y no tiene ni una marca —murmuró uno de los hombres.

Chani se mantenía de pie a un lado, con los ojos fijos en Paul. Jessica vio la excitación de la muchacha, la admiración reflejada en su rostro de elfo.

Tengo que actuar rápidamente, pensó Jessica.

Se obligó a poner el máximo desprecio en su voz y en su actitud cuando dijo:

—Bien… ¿cómo se siente uno sabiéndose un asesino?

Paul se envaró como si acabasen de golpearle. Afrontó los gélidos ojos de su madre, y la sangre afluyó a su rostro. Involuntariamente, lanzó una ojeada al punto donde había caído Jamis.

Stilgar se abrió camino hasta el lado de Jessica, volviendo de las profundidades de la caverna donde había sido llevado el cuerpo de Jamis. Habló a Paul en tono amargo y controlado.

—Cuando llegue el momento de desafiarme para arrebatarme mi burda, no pienses que vas a poder jugar conmigo como has hecho con Jamis.

Jessica notó que las palabras de Stilgar, tras las suyas, se imprimían profundamente en Paul, completando su obra. El error cometido por aquella gente… era útil ahora. Observó los rostros a su alrededor, tal como había hecho Paul, viendo lo que él veía. Admiración, sí, y miedo… y odio en algunos. Miró a Stilgar, vio su fatalismo, y comprendió sus razones, el modo como él había visto la lucha.

Paul miró a su madre.

—Tú sabes cómo ha ocurrido todo —dijo.

Ella percibió en su voz el retorno a la razón, los remordimientos. Paseó una mirada por la gente a su alrededor y dijo:

—Paul nunca había matado a un hombre con un arma blanca.

Stilgar se enfrentó a ella, con la incredulidad en su rostro.

—No estaba jugando con él —dijo Paul. Se situó frente a su madre, ajustándose sus ropas, y miró la oscura mancha de la sangre de Jamis en el suelo de la caverna—. No quería matarle.

Jessica vio como, lentamente, Stilgar aceptaba la verdad, observó el modo como, con un gesto de alivio, llevaba a su barba una mano de venas prominentes. Se oyeron murmullos de comprensión entre la gente.

—Es por eso que le invitaste a abandonar —dijo Stilgar—. Ya veo. Nuestras costumbres son distintas, pero comprenderás sus razones. Temía haber aceptado un escorpión entre nosotros. — Vaciló, y luego—: Y no te llamaré más muchacho.

—Necesita un nombre, Stil —dijo alguien entre la gente.

Stilgar asintió, tirando de su barba.

—Veo la fuerza en ti… como la fuerza que hay en la base de un pilar. —Hizo de nuevo una pausa antes de proseguir—. Todos nosotros le conoceremos con el nombre de Usul, la base del pilar. Ese será tu nombre secreto, tu nombre de soldado. Sólo los del Sietch Tabr podremos usarlo… Usul.

Un nuevo murmullo surgió de los reunidos:

—Buena elección… fuerza… nos traerá suerte —y Jessica sintió que lo aceptaban, y que con su hijo, su paladín, la aceptaban también a ella. Era realmente la Sayyadina.

—Ahora, ¿qué nombre de adulto escoges tú para que puedas ser llamado delante de todos? —preguntó Stilgar.

Paul miró a su madre, y de nuevo a Stilgar. Fragmentos de aquel instante correspondían a su memoria presciente, pero percibió diferencias que eran casi físicas, una presión que le forzaba a franquear la estrecha puerta del presente.

—¿Cómo llamáis a aquel pequeño ratón, el ratón que salta? —preguntó Paul, recordando el hey-hop en la Depresión de Tuono. Imitó el movimiento con una mano.

Se elevaron risas entre los reunidos.

—Lo llamamos un muad’dib —dijo Stilgar.

Jessica contuvo el aliento. Era el nombre que le había dicho Paul, afirmando que los Fremen lo aceptarían y le llamarían así. De pronto, tuvo miedo de él y por él.

Paul tragó saliva. Estaba representando en aquel momento una parte que ya había representado innumerables veces en su mente… y sin embargo… había diferencias. Se vio así mismo aislado en una vacilante cima, rico en experiencia y poseedor de un profundo almacenamiento de conocimientos, pero a su alrededor solamente había abismos.

Y recordó una vez más la visión de fanáticas legiones siguiendo el estandarte verde y negro de los Atreides, saqueando y quemando a través del universo en nombre de su profeta Muad’Dib.

Esto no debe ocurrir, se dijo.

—¿Ese es el nombre que deseas, Muad’Dib? —preguntó Stilgar.

—Soy un Atreides —susurró Paul, y luego, en voz más alta —: No es justo que renuncie totalmente al nombre que mi padre me dio. ¿Puedo ser conocido entre vosotros con el nombre de Paul-Muad’Dib?

—Eres Paul-Muad’Dib —dijo Stilgar.

Y Paul pensó: No estaba en ninguna de mis visiones. He hecho algo distinto.

Pero a su alrededor seguían abriéndose los abismos.

De nuevo se alzaron murmullos entre los presentes, como respuesta:

—La sabiduría y la fuerza… No se puede pedir más… Es realmente la leyenda… Lisan al-Gaib… Lisan al-Gaib…

—Voy a decirte algo respecto a tu nuevo nombre —dijo Stilgar—. La elección nos gusta, Muad’Dib es sabio a la manera del desierto. Muad’Dib crea su propia agua. Muad’Dib se esconde del sol y viaja en el frescor de la noche. Muad’Dib es prolífico y se multiplica sobre la tierra. Llamamos a Muad’Dib «maestro de niños». Esta es la poderosa base sobre la que edificarás tu vida, Paul-Muad’Dib, Usul entre nosotros. Eres bienvenido.

Stilgar tocó la frente de Paul con la palma de la mano, le abrazó y murmuró:

—Usul.

Cuando Stilgar le soltó, otro Fremen del grupo abrazó a Paul, repitiendo su nombre de soldado. Y Paul pasó de abrazo en abrazo a través de todos ellos, oyendo todas las voces, los cambios de tono: «Usul… Usul… Usul». Paul consiguió situar algunos por sus propios nombres. Y luego fue el turno de Chani, que apretó su mejilla contra la de él y pronunció su nombre.

Después, Paul estuvo de nuevo frente a Stilgar.

—Ahora perteneces al Ichwan Bedwain, nuestro hermano — dijo éste. Su rostro se endureció y su voz se hizo imperativa—. Y ahora, Paul-Muad’Dib, cierra tu destiltraje. —Dirigió a Chani una mirada de reproche—. ¡Chani! ¡Paul-Muad’Dib tiene sus filtros nasales colocados del peor modo posible! ¡Creo haberte ordenado que velaras sobre él!

—No tengo tampones, Stil —dijo ella—. Hay los de Jamis, por supuesto, pero…

—¡Basta con esto!

—Le daré uno de los míos —dijo ella—. Podré arreglármelas con uno solo hasta…

—No —dijo Stilgar—. Sé que tenemos piezas de recambio entre nosotros. ¿Dónde están? ¿Esto es una tropa organizada o una banda de salvajes?

Algunas manos surgieron del grupo ofreciendo objetos duros y fibrosos. Stilgar escogió cuatro de ellos y se los tendió a Chani.

—Ocúpate de Usul y de la Sayyadina.

—¿Y el agua, Stil? —dijo una voz al fondo del grupo—. ¿Los litrojons de su mochila?

—Conozco tus necesidades, Farok —dijo Stilgar. Miró a Jessica. Esta asintió.

—Toma uno de ellos para quienes lo necesiten —dijo Stilgar —. Maestro de agua… ¿dónde está el maestro de agua? Ah, Shimoom, mide la cantidad necesaria. La necesaria y no más. Este agua es propiedad de la Sayyadina, y le será reembolsada en el sietch a la tarifa del desierto, deducidos los gastos de almacenamiento.

—¿Qué es la tarifa del desierto? —preguntó Jessica.

—Diez por uno —dijo Stilgar.

—Pero…

—Es una regla sabia, como ya verás —dijo Stilgar.

Un rozar de ropas marcó el movimiento de los hombres que acudían a tomar el agua.

Stilgar levantó una mano, y el silencio se restableció.

—En cuanto a Jamis —dijo—, ordeno la ceremonia completa. Jamis era nuestro compañero y hermano del Ichwan Bedwine. No nos iremos de aquí sin el respeto debido a quien ha puesto a prueba nuestra fortuna con su desafío tahiddi. Invoco el rito… al crepúsculo, cuando las sombras lo cubran.

Paul, oyendo aquellas palabras, se sintió hundirse de nuevo en el abismo… en el tiempo ciego. En su mente no había ningún pasado para este futuro… excepto… excepto… si, podía distinguir aún el estandarte verde y negro de los Atreides ondeando… en algún punto delante de él… podía distinguir aún las espaldas sangrantes de jihad y las fanáticas legiones.

Esto no ocurrirá, se dijo. No puedo permitirlo.

CAPÍTULO XXXIV

Dios creó Arrakis para probar a los fieles.

De «La Sabiduría de Muad’Dib», por la Princesa Irulan.


En la oscuridad de la caverna, Jessica oyó el chirriar de la arena sobre la roca mientras la gente se movía, la distante llamada de pájaros que Stilgar había dicho eran las señales de sus centinelas.

Los grandes sellos de plástico fueron retirados de las aberturas de la caverna. Jessica vio las sombras del atardecer avanzando por las rocas y después por la depresión abierta bajo ellas. Sintió la retirada del día, la sintió en el seco calor y en las sombras. Sabía que muy pronto su adiestrada consciencia le proporcionaría lo que los Fremen obviamente ya tenían… la habilidad de captar hasta el menor cambio en la humedad del aire.

¡Cómo se habían apresurado a ajustar sus destiltrajes cuando la caverna fue abierta!

En las profundidades de la caverna, alguien empezó a cantar:

«¡Ima trava okolo!

¡I korenja okolo!»

Jessica tradujo silenciosamente: ¡Esas son las cenizas!¡Y esas son las raíces!

La ceremonia funeral por Jamis había comenzado.

Miró hacia el ocaso arrakeno, hacia las franjas de color que se desplegaban en el cielo. La noche empezaba a arrojar sus primeras sombras sobre las lejanas rocas y las dunas.

Pero el calor persistía.

El calor la forzó a pensar en el agua, en todo aquel pueblo entrenado a tener sed tan sólo en los momentos precisos.

Sed.

Recordó las olas al claro de luna en Caladan, y la espuma sobre las rocas como tela bordada… y el viento saturado de humedad. Ahora la brisa que agitaba sus ropas secaba las partes de su piel expuestas de sus mejillas y su mentón. Los nuevos filtros nasales la irritaban, y descubrió que el conocimiento de aquel tubo que iba desde su rostro hasta las profundidades del traje, recuperando la humedad de su respiración, la fastidiaba.

El propio traje era como un baño turco.

«Tu traje te parecerá más confortable cuando tu cuerpo contenga menos agua», le había dicho Stilgar.

Sabía que tenía razón, pero este conocimiento no la hacía sentirse más cómoda en aquel momento. La inconsciente preocupación por el agua era un peso en su mente. No, se corrigió: es la humedad lo que me preocupa.

Y este era un problema más sutil y profundo.

Oyó pasos acercándose, se volvió y vio a Paul salir de las profundidades de la caverna, seguido por Chani y su rostro de elfo.

Hay otra cosa, pensó Jessica. Paul debe ser advertido acerca de sus mujeres. Una de esas mujeres del desierto no será nunca una esposa digna de un Duque. Una concubina, si, pero nunca una esposa.

Después se dijo, maravillándose: ¿Acaso me ha convencido con sus proyectos? Y ella sabía lo bien condicionada que había sido. Puedo pensar en las necesidades matrimoniales de la nobleza sin siquiera recordar mi propio concubinato. Sin embargo… yo era algo más que una concubina.

—Madre.

Paul se detuvo ante ella. Chani se detuvo a su lado.

—Madre, ¿sabes lo que están haciendo allá al fondo?

Jessica observó la sombría mirada de sus ojos bajo la capucha.

—Creo que sí.

—Chani me lo ha mostrado… porque se supone que debo verlo y dar mi… consentimiento acerca de la medida del agua.

Jessica miró a Chani.

—Están recuperando el agua de Jamis —dijo Chani, y su voz tenía un acento nasal a causa de los filtros—. Es la norma. La carne pertenece a la persona, pero el agua pertenece a la tribu… excepto en el combate.

—Dicen que el agua es mía —dijo Paul.

Jessica se preguntó por qué todo aquello despertaba de pronto su desconfianza.

—El agua del combate pertenece al vencedor —dijo Chani—. Es debido a que uno tiene que combatir sin destiltraje. El vencedor tiene derecho a recuperar el agua que ha perdido en la lucha.

—No quiero esa agua —murmuró Paul. Sentía como si formara parte de muchas imágenes distintas que se agitaban simultáneamente de un modo fragmentario que desconcertaba su visión interior. No estaba seguro de lo que haría, pero estaba convencido de algo: no quería el agua destilada de la carne de Jamis.

—Es… agua —dijo Chani.

Jessica se maravilló del modo cómo lo decía. «Agua». Algo más significativo que un simple sonido. Un axioma Bene Gesserit acudió a su mente: «La supervivencia es la habilidad de nadar en aguas extrañas». Y Jessica pensó: Paul y yo tenemos que encontrar las corrientes favorables en estas aguas extrañas… si queremos sobrevivir.

—Aceptarás esta agua —dijo Jessica.

Reconoció el tono de su propia voz. Había usado el mismo tono con Leto, cuando le había dicho al desaparecido Duque que aceptara una gruesa suma ofrecida a cambio de su participación en una arriesgada empresa… simplemente porque el dinero contribuía a la potencia de los Atreides.

En Arrakis, el agua era dinero. Lo había visto con claridad.

Paul permaneció silencioso, sabiendo que haría lo que ella le había ordenado… no porque fuera una orden, sino porque el tono de voz empleado por ella le obligó a reconsiderar las cosas. Rehusar el agua significaría romper con las prácticas Fremen que habían aceptado.

Entonces, Paul recordó las palabras del Kalima 467 de la Biblia Católica Naranja de Yueh.

—El agua es el inicio de toda vida —dijo.

Jessica le miró. ¿Dónde ha aprendido esa cita?, se preguntó. Jamás ha estudiado los misterios.

—Así está dicho —dijo Chani—. Giudichar mantene: está escrito en el Shah-Nama que el agua ha sido el origen de toda cosa creada.

Sin ninguna razón que pudiera explicar (y esto la asustó mucho más que la propia sensación), Jessica se estremeció repentinamente. Se volvió para disimular su turbación, y en aquel mismo momento el sol se puso. Un violento estallido de colores llenó el cielo mientras el sol desaparecía tras el horizonte.

—¡Es el momento!

La voz de Stilgar resonó por toda la caverna:

—El arma de Jamis ha sido muerta, Jamis ha sido llamado por El, por Shai-hulud, el cual ha ordenado las fases de las lunas que se desvanecen cada día un poco más, hasta que sean al final tan sólo ramitas desecadas —la voz de Stilgar bajó de tono—. Así ha ocurrido con Jamis.

El silencio cayó como un palpable velo en la caverna.

Jessica vio la sombra gris de los movimientos de Stilgar como la silueta de un fantasma en las tenebrosas vísceras de la caverna. Miró de nuevo a la depresión, sintiendo el frescor de la noche.

—Que los amigos de Jamis se acerquen —dijo Stilgar.

Algunos hombres se movieron tras Jessica, colocando una cortina en la abertura. Un solo globo fue iluminado muy arriba, al fondo de la caverna. Su amarillo resplandor reveló figuras humanas en movimiento. Jessica escuchó el lento roce de ropas.

Chani avanzó un paso, como atraída por la luz.

Jessica se acercó al oído de Paul, diciéndole en el código familiar:

—Sígueles, muchacho; haz lo que ellos hagan. Será una simple ceremonia para aplacar el alma de Jamis.

Será mucho más que esto, pensó Paul. Experimentó una sensación lacerante en lo profundo de su conciencia, como si intentara inmovilizar algo que estaba en perenne movimiento.

Chani se deslizó al lado de Jessica y tomó su mano.

—Ven, Sayyadina. Nosotras debemos permanecer a un lado. Paul las observó mientras se apartaban entre las sombras, dejándole solo. Se sintió abandonado.

Los hombres que habían colocado la cortina se le acercaron.

—Ven, Usul.

Dejó que le guiaran, que le empujaran hasta el interior de un círculo de gente que se había formado alrededor de Stilgar, el cual permanecía de pie bajo el globo y al lado de un objeto informe y anguloso sobre el suelo de roca, cubierto con unas ropas.

Los asistentes se acuclillaron en el suelo a un gesto de Stilgar, con sus ropas siseando por el movimiento. Paul siguió su ejemplo, observando fijamente a Stilgar, notando que bajo el globo sus ojos parecían dos profundos pozos, mientras la tela verde brillaba en torno a su cuello. Después, Paul dirigió su atención hacia lo que tenía Stilgar a sus pies, cubierto por unas ropas, y reconoció el mango de un baliset surgiendo por un lado de la ropa.

—El espíritu deja el agua del cuerpo cuando se levanta la primera luna —entonó Stilgar—. Así está dicho. Cuando se levante la primera luna, esta noche, ¿a quién llamará?

—Jamis —dijeron los demás a coro.

Stilgar giró sobre uno de sus talones, paseando su mirada por el círculo de rostros.

—Yo era amigo de Jamis —dijo—. Cuando el halcón mecánico planeó sobre nosotros en el Agujero-en-la-Roca, fue Jamis quien me puso al abrigo.

Se inclinó, tomó las ropas que cubrían el bulto.

—Como amigo de Jamis tomo estas ropas… es el derecho del jefe —se echó las ropas al hombro y se irguió.

Entonces, Paul vio el contenido de lo que tapaban las ropas: el gris relucir de un destiltraje, un litrojón abollado, un pañuelo con un pequeño libro en su centro, el mango sin hoja de un crys, una funda vacía, un fragmento de tejido doblado, un paracompás, un distrans, un martilleador, un montón grande como un puño de garfios metálicos, un surtido de pequeñas rocas envueltas en un trozo de tela, un montón de plumas atadas juntas… y el baliset puesto a un lado.

Así que Jamis tocaba el baliset, pensó Paul. El instrumento le recordó a Gurney Halleck y todo aquello que había perdido. Paul sabía, gracias a su memoria del futuro, que algunas líneas de probabilidad podían conducir a un encuentro con Halleck, pero las intersecciones eran pocas y confusas. Esto le inquietó. El factor de incertidumbre le dejaba perplejo. Esto quiere decir que tal vez yo haré algo… que podré hacerlo, que destruirá a Gurney… o le devolverá a la vida… o…

Paul tragó saliva, agitando su cabeza.

Stilgar se inclinó de nuevo sobre el montón.

—Para la mujer de Jamis y para los guardias —dijo. Las pequeñas rocas y el libro desaparecieron entre los pliegues de las ropas.

—El derecho del jefe —entonaron los demás.

—El marcador del servicio de café de Jamis —dijo Stilgar, y tomó un disco plano de metal verde—. Será ofrecido a Usul en la ceremonia que seguirá a nuestra vuelta al sietch.

—El derecho del jefe —entonaron los demás.

Finalmente, tomó el mango del crys y se irguió con él en la mano.

—Para la llanura funeral —dijo.

—Para la llanura funeral —respondieron los demás…

En su lugar en el círculo, frente a Paul, Jessica asintió con la cabeza, reconociendo las antiguas fuentes del rito, y pensó: El encuentro entre ignorancia y conocimiento, entre brutalidad y cultura… todo comienza con la dignidad con la cual tratamos a nuestros muertos. Miró a Paul, preguntándose: ¿Habrá captado esto? ¿Sabrá lo que debe hacer?

—Nosotros somos los amigos de Jamis —dijo Stilgar—. No lloramos a nuestros muertos como una bandada de garvarg.

Un hombre de barba gris a la izquierda de Paul se puso en pie.

—Yo era un amigo de Jamis —dijo. Avanzó hacia el montón, tomó el distrans—. Cuando me faltó el agua en el asedio de los Dos Pájaros, Jamis compartió conmigo la suya —el hombre regresó a su lugar en el círculo.

¿Se supone que yo también debo decir que era un amigo de Jamis?, se preguntó Paul. ¿Están esperando de mí que tome algo de este montón? Vio los rostros que se volvían furtivamente hacia él, desviando después la mirada. ¡Lo están esperando!

Otro hombre en la parte opuesta a Paul se levantó, se acercó al montón y tomó el paracompás.

—Yo era un amigo de Jamis —dijo—. Cuando la patrulla nos sorprendió en el Recodo-de-Risco y fui herido, Jamis atrajo su atención sobre él y consiguió que los demás nos salváramos — volvió a su lugar en el círculo.

Paul vio de nuevo rostros vueltos hacia él, y captó la expectación en ellos. Bajó los ojos. Un codo le tocó, y una voz susurro:

—¿Traerás la destrucción sobre nosotros?

¿Cómo puedo decir que era su amigo?, se preguntó Paul.

Otra silueta se separó del circulo frente a Paul y, cuando el encapuchado rostro llegó bajo la luz, reconoció a su madre. Tomó un pañuelo del montón.

—Yo era una amiga de Jamis —dijo—. Cuando el espíritu de los espíritus que estaba en él vio lo necesaria que era la verdad, aquel espíritu le abandonó y perdonó a mi hijo —regresó a su lugar.

Y Paul recordó el desprecio en la voz de su madre cuando, tras el combate, le dijo: «¿Cómo se siente uno sabiéndose un asesino?»

Una vez más, los rostros se volvieron hacia él, y sintió la rabia y el miedo en el grupo. Un fragmento de un librofilm que su madre le había proyectado una vez sobre «El Culto a los Muertos», vino a la memoria de Paul. Supo lo que tenía que hacer. Lentamente, Paul se puso en pie.

Un suspiro corrió a lo largo del círculo.

Mientras avanzaba hacia el centro del círculo, Paul notó que su yo disminuía progresivamente. Era como si hubiese perdido un fragmento de sí mismo y supiera que iba a encontrarlo allí. Se inclinó sobre el montón de objetos y tomó el baliset. Una cuerda sonó suavemente al tropezar con algo en la pila.

—Yo era un amigo de Jamis —murmuró Paul en voz muy baja. Notó que los ojos le ardían. Se esforzó en hablar más alto —. Jamis me enseñó que… cuando… cuando uno mata… tiene que pagar por ello. Me hubiera gustado poder conocer mejor a Jamis.

Sin ver nada, regresó a su lugar en el círculo y se dejó caer en el suelo de roca.

Una voz siseó:

—¡Ha derramado lágrimas!

Hubo un murmullo a lo largo del circulo:

—¡Usul ha dado humedad al muerto!

Unos dedos rozaron sus mejillas, oyó exclamaciones ahogadas. Jessica, oyendo las voces, percibió el profundo origen de aquellas reacciones, se dio cuenta de las terribles inhibiciones ligadas a las lágrimas vertidas. Se concentró en las palabras: «Ha dado humedad al muerto». Era un presente al mundo de las sombras… lágrimas. Serían sagradas más allá de toda duda. Nada en aquel planeta le había dado hasta tal punto el sentido del valor supremo del agua. Ni los vendedores de agua, ni las desecadas pieles de los nativos, ni los destiltrajes o las férreas leyes de la disciplina del agua. Allí era una sustancia mucho más preciosa que todas las demás… era la vida misma, entremezclada con simbolismos y ritos.

Agua.

—He tocado su mejilla —susurró alguien—. He sentido el presente.

En el primer momento, aquellos dedos explorando su rostro habían alarmado a Paul. Apretó con fuerza el frío mango del baliset, hasta tal punto que las cuerdas se clavaron en sus palmas. Después vio los rostros tras aquellas manos extendidas… ojos muy abiertos y maravillados.

Después, las manos se retiraron. La ceremonia fúnebre prosiguió. Pero ahora había un sutil vacío alrededor de Paul, un retirarse de los demás, honrándole con un respetuoso aislamiento.

La ceremonia terminó con un profundo canto:

«La luna llena te llama…

Verás a Shai-hulud:

Roja la noche, oscuro el cielo,

Sangrienta la muerte que tú has tenido.

Rogamos a la luna: su faz es redonda…

Nos traerá suerte y abundancia,

Y aquello que siempre hemos buscado

En el país de la sólida tierra.»

A los pies de Stilgar sólo quedaba un ventrudo saco. Se acuclilló, apoyó sus manos sobre él. Alguien acudió a su lado y se acuclilló junto a él, y Paul reconoció el rostro de Chani bajo las sombras de su capucha.

—Jamis llevaba treinta y tres litros y siete dracmas y un tercio del agua de la tribu —dijo Chani—. Yo la bendigo ahora en presencia de una Sayyadina. ¡Ekkeri-akairi, esta es el agua, fillissin-follasy de Paul-Muad’Dib! Kivi a-kavi, nunca más, nakalas! ¡Nakalas! lo que debe ser metido y contado, ¡ukair-an! por los latidos del corazón jan-jan-jan de nuestro amigo… Jamis.

En un brusco y profundo silencio, Chani se volvió y miró a Paul. Luego dijo:

—Donde yo soy llama, sé tú carbón. Donde yo soy rocío, sé tú agua.

—Bi-lal kaifa —entonaron los demás.

—A Muad’Dib va esta porción —dijo Chani—. Que él pueda conservarla para la tribu y preservarla de cualquier pérdida. Que él sea generoso en los momentos de necesidad. Que él pueda transmitirla, cuando llegue su tiempo, por el bien de la tribu.

—Bi-lal kaifa —entonaron los demás.

Debo aceptar esta agua, pensó Paul. Se alzó lentamente, situándose al lado de Chani. Stilgar se echó un poco hacia atrás para dejarle sitio, y tomó cuidadosamente el baliset de su mano.

—Arrodíllate —dijo Chani.

Paul se arrodilló.

Ella guió sus manos sobre el saco de agua, manteniéndoselas apoyadas en su elástica superficie.

—Por esta agua, la tribu te acepta —dijo—. Jamis la ha dejado. Tómala en paz. —Se levantó, empujando a Paul para que hiciera lo mismo.

Stilgar le devolvió el baliset, extendiendo en su palma un montoncito de anillos metálicos. Paul los miró, observando que eran de diferentes tamaños y que brillaban bajo la luz del globo.

Chani tomó el más grande y lo sostuvo con un dedo.

—Treinta litros —dijo. Uno a uno fue tomando los otros, mostrándolos a Paul y contándolos—. Dos litros; un litro; siete medidas de agua de una dracma cada una; una medida de agua de un tercio de dracma.

Los mantuvo en alto, colocados en su dedo, para que Paul pudiera verlos.

—¿Los aceptas? —dijo Stilgar.

Paul tragó saliva, asintió.

—Sí.

—Después —dijo Chani— te enseñaré cómo sujetarlos con un pañuelo para que no tintineen y traicionen tu presencia cuando necesites silencio —tendió su mano.

—¿Puedes… guardarlos por mí? —preguntó Paul.

Chani miró desconcertada a Stilgar.

El hombre sonrió.

—Paul-Muad’Dib, que es Usul, no conoce aún nuestras costumbres, Chani —dijo—. Guarda sus medidas de agua sin compromiso por tu parte hasta que llegue el momento en que puedas mostrarle la forma de llevarlas él.

Ella asintió, tomó un pedazo de tela de debajo de su ropa y lo pasó por los anillos, atándolo por debajo y por encima en un complicado nudo, vaciló, y luego lo metió en su cintura.

Hay algo que se me ha escapado, pensó Paul. Notaba una irónica alegría a su alrededor, un cierto aire de burla, y su mente la relacionó con un recuerdo de su memoria presciente: medidas de agua ofrecidas a una mujer… un ritual de noviazgo.

—¡Maestros de agua! —llamó Stilgar.

Los demás se alzaron con un siseo de ropas. Dos hombres se destacaron del grupo y tomaron el saco de agua. Stilgar bajó el globo y lo tomó para guiar el camino a través de las profundidades de la caverna.

Paul se apresuró tras Chani, notando los reflejos del globo en las pétreas paredes, las sombras danzantes, y el hecho de que todos estaban tensos, como si estuvieran esperando algo.

Jessica, empujada entre los cuerpos que se apresuraban, arrastrada por manos firmes, dominó un instante de pánico. Había reconocido fragmentos del ritual, identificado los rastros de chakobsa y de bhotani-jib en las palabras pronunciadas, y sabía la salvaje violencia que podía desencadenarse de pronto en aquellos momentos aparentemente tranquilos.

Jan-jan-jan, pensó. Adelante-adelante-adelante.

Era como un juego de niños, liberado de toda inhibición, en manos de adultos.

Stilgar se detuvo frente a una pared de roca amarilla. Presionó la mano sobre una protuberancia y, silenciosamente, la pared se hundió ante ellos, revelando una abertura irregular. Pasó el primero, guiando al grupo a través de un panel oscuro con alvéolos hexagonales. Cuando Paul pasó por él, sintió un soplo de aire fresco.

Se volvió hacia Chani, preguntándole con la mirada, rozando su brazo.

—Este aire es húmedo —dijo.

—Chisssst —susurró ella.

Pero un hombre tras ellos dijo:

—Hay mucha humedad en la trampa esta noche. Jamis nos hace saber así que está satisfecho.

Jessica pasó a través de la puerta secreta, oyéndola cerrarse a sus espaldas. Observó la forma como los Fremen retenían la marcha cuando pasaban ante los alvéolos hexagonales, y sintió a su vez la corriente de aire húmedo.

¡Una trampa de viento!, pensó. Han escondido una trampa de viento en algún lugar de la superficie, de modo que el aire llega hasta estas regiones más frías donde se precipita la humedad que hay en él. Pasaron a través de otra puerta rocosa con un emparrillado hexagonal sobre ella, y la puerta se cerró a sus espaldas. La sensación de humedad en el aire era ahora claramente perceptible para Jessica y Paul.

A la cabeza del grupo, el globo en las manos de Stilgar descendió y desapareció bajo el nivel de las cabezas frente a Paul. Luego notó peldaños bajo sus pies, que se curvaban hacia la izquierda. La luz se reflejaba en las encapuchadas cabezas y en los movimientos en espiral de la gente descendiendo las escaleras.

Jessica captó el aumento de la tensión a su alrededor, la presión del silencio que agarrotaba sus nervios con su urgencia.

Los peldaños terminaron y el grupo pasó a través de otra puerta. La luz del globo se dispersó en un enorme espacio abierto con un altísimo techo en cúpula.

Paul sintió el contacto de la mano de Chani en su brazo, oyó el ruido de gotas cayendo en el frío aire, la inmovilidad absoluta que se apoderó de los Fremen en aquella atmósfera de catedral creada por la presencia del agua.

He visto este lugar en un sueño, pensó.

Era al mismo tiempo tranquilizador y frustrante. En alguna parte en su futuro estaban siempre las hordas fanáticas arrasándolo todo en su nombre a través del universo. El estandarte verde y negro de los Atreides flotaba como un símbolo de terror. Legiones salvajes cargaban en las batallas lanzando su grito de guerra:

«¡Muad’Dib!»

Esto no ocurrirá, pensó. No puedo permitir que ocurra.

Pero sintió al mismo tiempo dentro de sí la desesperada conciencia racial, su propia terrible finalidad, y supo que sería casi imposible desviar al terrible destructor. Estaba tomando fuerza y empuje. Si él moría en aquel instante, todo continuaría a través de su madre y de su hermana aún no nacida. Nada lo detendría salvo la muerte de todo aquel grupo allí y entonces… incluidos su madre y él.

Paul miró a su alrededor, vio el grupo desplegado en una larga hilera. Le estaban empujando hacia una barrera baja tallada en la misma roca. Más allá de la barrera, a la luz del globo de Stilgar, Paul vio una extensión de agua que se perdía en las sombras. La pared opuesta era apenas visible en la vacía oscuridad, quizá a cien metros de distancia.

Jessica sintió que su reseca piel se distendía en sus mejillas y su frente bajo la humedad del aire. El estanque de agua era profundo; percibió su profundidad, y resistió el deseo de hundir sus manos en ella.

Se oyó un chapoteo a su izquierda. Miró más allá de la sombría línea de Fremen y vio a Stilgar, con Paul a su lado y los maestros de agua que vertían su saco al estanque a través de un medidor de flujo. El medidor era un redondo ojo gris a orillas del estanque. Vio su registro luminoso moverse mientras el agua fluía a través de él, lo vio detenerse en los treinta y tres litros, siete dracmas y un tercio.

Una magnifica precisión en la medida del agua, pensó Jessica. Y notó que las paredes del medidor no retenían el menor rastro de humedad tras el paso del agua. La tensión superficial del liquido era anulada. Aquel simple hecho era un indicio elocuente de la tecnología Fremen: eran perfeccionistas.

Jessica se abrió camino a través de la barrera hacia Stilgar. Su camino fue presidido por una casual amabilidad. Notó la mirada ausente de los ojos de Paul, pero el misterio de aquel gran estanque de agua dominaba sus pensamientos.

Stilgar la miró.

—Algunos de los nuestros tienen urgente necesidad de agua —dijo—, y sin embargo pueden venir hasta aquí y no tocarla. ¿Comprendes esto?

—Lo creo —dijo ella. El miró hacia el estanque.

—Tenemos aquí más de treinta y ocho millones de decalitros —dijo—. Ocultos y bien protegidos de los pequeños hacedores, a buen recaudo.

—Un tesoro —dijo ella.

Stilgar elevó el globo y la miró directamente a los ojos.

—Es mucho más que un tesoro. Tenemos millares de escondrijos como éste. Sólo muy pocos de entre nosotros los conocen todos. —Inclinó la cabeza hacia un lado. El globo acentuó las amarillas sombras en su rostro y barba— ¿Oyes esto?

Escucharon.

El gotear del agua precipitada por la trampa de viento llenaba la vasta sala con su presencia. Jessica vio reflejado el éxtasis en los rostros del inmóvil y fascinado grupo. Sólo Paul parecía estar distante de aquella sensación de maravilla.

Para Paul, el sonido de cada gota era un momento que moría. Sentía el tiempo fluir a su través, en instantes que no podían ser recapturados. Sintió la necesidad de una decisión, pero no tenía la fuerza necesaria para moverse.

—Nuestras necesidades han sido calculadas con precisión — dijo Stilgar—. Cuando hayamos alcanzado la cantidad requerida, podremos cambiar el rostro de Arrakis.

Un murmullo de respuesta surgió de todo el grupo:

—Bi-lal kaifa.

—Atraparemos a las dunas bajo plantaciones de hierba —dijo Stilgar, y su voz sonó más fuerte—. Mantendremos el agua en el suelo con árboles y raíces.

—Bi-lal kaifa —entonaron los demás.

—Cada año, los hielos polares se retraen —dijo Stilgar.

—Bi-lal kaifa —cantaron.

—Convertiremos Arrakis en un hogar… con lentes derretidoras en los polos, con lagos en las zonas templadas, y solamente el alto desierto para el hacedor y su especia.

—Bi-lal kaifa.

—Y ningún hombre tendrá en el futuro necesidad de agua. Podrá tomarla de los pozos, de los lagos y de los canales. Correrá libremente a lo largo de los qanats para alimentar nuestras plantas. Estará allí para que cualquiera pueda tomarla. Será de todo el mundo, bastará que uno tan sólo ponga su mano.

—Bi-lal kaifa.

Jessica captó el ritual religioso en aquellas palabras, notó su propia instintiva respuesta reverencial. Han hecho una alianza con el futuro, pensó. Tienen su montaña que escalar. Es el sueño científico… y ese pueblo sencillo, esos campesinos, se han embebido de él.

Sus pensamientos se dirigieron hacia Liet-Kynes, el ecólogo planetario del Emperador, el hombre que se había transformado en un nativo… y sintió maravilla por él. Era un sueño capaz de capturar el alma de aquellos hombres, y sintió la mano del ecólogo en él. Era un sueño por el cual los hombres estarían dispuestos a morir. Aquel era otro de los ingredientes esenciales que necesitaría su hijo: un pueblo con una finalidad. Sería tan fácil suscitar fervor y fanatismo en un tal pueblo. Podría empuñarlo como una espada para reconquistar su lugar.

—Ahora debemos partir —dijo Stilgar— y esperar a que se levante la primera luna. Cuando Jamis esté en el buen camino, podremos volver a casa.

Murmurando su reluctancia, el grupo le siguió hacia la escalera tallada en la roca, dando su espalda al agua.

Y Paul, caminando tras Chani, sintió que un momento vital acababa de escapársele de las manos, que había dejado pasar una decisión esencial y que ahora ya era prisionero de su propio mito. Sabía que había visto aquel lugar antes, en un fragmento de un sueño presciente en el lejano Caladan, pero había detalles de aquel lugar que nunca antes había visto. Una vez más, los límites de su poder le turbaron. Era como si cabalgase en una ola del tiempo, a veces en su seno, a veces en su cima… y a todo su alrededor otras olas alzándose y cayendo, revelando y luego escondiendo aquello que transportaban en su superficie.

Y por encima de todo ello, el salvaje jihad aparecía siempre ante él, con la violencia y la matanza. Era como un escollo dominando las olas.


El grupo enfiló a través de la última puerta y penetró en la caverna principal. La puerta fue sellada. Las luces fueron apagadas, los orificios de la caverna abiertos de nuevo, revelando la noche y las estrellas brillando sobre el desierto.

Jessica avanzó hacia el reseco borde, más allá del umbral de la caverna, y miró hacia arriba, hacia las estrellas. Eran brillantes y nítidas. Había gente moviéndose a su alrededor, oyó el sonido de un baliset que era afinado a sus espaldas, y la voz de Paul ajustando el tono con la boca cerrada. Había una melancolía en aquella voz que no le gustó.

La voz de Chani resonó en lo hondo de la oscuridad de la caverna.

—Háblame de las aguas de tu mundo natal, Paul-Muad’Dib.

Y Paul:

—En otro momento, Chani. Te lo prometo.

Tanta tristeza.

—Es un buen baliset —dijo Chani.

—Muy bueno —dijo Paul—. ¿Crees que Jamis me odiará si lo uso?

Habla de los muertos en presente, pensó Jessica. Las implicaciones de aquello la turbaron.

—A Jamis le gustaba tocar algo a esta hora —intervino una voz de hombre.

—Entonces, cántame una de tus canciones —pidió Chani.

Hay tanta feminidad en la voz de esa chica, pensó Jessica. Tengo que prevenir a Paul acerca de sus mujeres… y pronto.

—Es una canción que cantaba un amigo mío —dijo Paul—. Creo que ya está muerto ahora… Gurney. La llamaba su canción del anochecer.

Los hombres callaron, mientras la suave voz de tenor de Paul se alzaba a los acordes del baliset:

«En este cielo de cenizas ardientes…

Un sol dorado se pierde en el crepúsculo.

Qué sentidos locos, perfume de desesperación

Son los consortes de nuestros recuerdos.»

Jessica sintió en su pecho la música de las palabras… pagana y cargada de sonidos que de pronto la hicieron sentir intensamente consciente de sí misma, de su cuerpo y de sus necesidades, escuchó en el tenso silencio:

«Perlas de incienso en el réquiem de la noche…

¡Son para nosotros!

Qué alegría, entonces, resplandece…

Luminosa en tus ojos…

Qué amores sembrados de flores

Atraen nuestros corazones…

Qué amores sembrados de flores

Aplacan nuestros deseos.»

Y Jessica oyó el prolongado silencio que siguió a la última sostenida nota que quedó vibrando en el aire. ¿Por qué mi hijo le ha cantado una canción de amor a esa chica?, se preguntó. Sintió un miedo repentino. Notaba la vida deslizarse a su alrededor, y no podía aferrarla. ¿Por qué ha elegido esa canción?, pensó. Los instintos son a veces veraces. ¿Por qué lo ha hecho?

Paul permaneció silencioso en la oscuridad, con un único pensamiento dominando su consciencia: Mi madre es mi enemiga. Ella no lo sabe, pero lo es. Es ella quien lleva el jihad en su sangre. Me ha hecho nacer; me ha adiestrado. Es mi enemiga.

CAPÍTULO XXXV

El concepto de progreso actúa como un mecanismo de protección destinado a defendernos de los terrores del futuro.

De «Frases escogidas de Muad’Dib», por la Princesa Irulan.


En su decimoséptimo aniversario, Feyd-Rautha Harkonnen mató a su centésimo esclavo-gladiador en los juegos familiares. Los visitantes observadores de la Corte Imperial -el Conde y Dama Fenring- se encontraban en el mundo natal de los Harkonnen, Giedi Prime, para el acontecimiento, y fueron invitados a sentarse aquella tarde con la familia inmediata en el palco dorado encima de la arena triangular.

En honor del aniversario del na-Barón, y a fin de recordar a todos los Harkonnen y a sus súbditos que Feyd-Rautha era el heredero designado, aquel día fue declarado festivo en Giedi Prime. El viejo Barón decretó que todo trabajo fuera interrumpido de uno a otro meridiano, y en la ciudad familiar de Harko no se regateó ningún esfuerzo para crear una ilusión de alegría: estandartes ondeando en todos los edificios, una nueva capa de pintura en las paredes a lo largo de toda la Gran Avenida.

Pero, entre una casa y la otra, el Conde Fenring y su Dama vieron montones de inmundicias, y las paredes destilando suciedad que se reflejaban en los charcos de agua sucia entre los cuales la gente andaba furtivamente.

Tras los azules muros de la morada del Barón reinaba una perfección inspirada en el terror, pero el Conde y su Dama vieron el precio pagado: guardias por todos lados, y armas con aquel brillo particular que a un ojo entrenado indicaba un frecuente uso. Había puestos de control en casi todas las calles, incluso en el interior del castillo. Los sirvientes revelaban su adiestramiento militar en su forma de andar, en sus hombros rígidos… en la forma en que sus atentos ojos lo observaban todo, vigilando y vigilando.

—La presión aumenta —murmuró el Conde a su Dama en su lengua secreta—. El Barón apenas empieza a ver el precio que realmente está pagando por desembarazarse del Duque Leto.

—Un día te contaré la leyenda del fénix —dijo ella.

Se encontraban en la sala de recepción del castillo, en espera de acudir a los juegos familiares. No era una sala amplia — quizá cuarenta metros de largo por la mitad de ancho— pero falsos pilares a lo largo de las paredes uniéndose en ángulo agudo con un techo ligeramente arqueado daban la ilusión de un espacio mucho más amplio.

—Ahhh, aquí está el Barón —dijo el Conde.

El Barón avanzaba a lo largo de la sala con aquel peculiar andar flotante motivado por la necesidad de guiar constantemente los suspensores que soportaban su enorme cuerpo. Sus mejillas temblequeaban, y los suspensores se movían cadenciosamente bajo sus ropas color naranja. Los anillos brillaban en sus dedos, y los opafuegos llenaban de iridiscencias su atuendo.

A su lado avanzaba Feyd-Rautha. Sus oscuros cabellos estaban peinados en apretados bucles que parecían incongruentemente alegres en contraste con sus tristes ojos. Llevaba una entallada túnica negra y pantalones ajustados ligeramente abiertos al final. Blandas pantuflas calzaban sus pequeños pies.

Dama Fenring, notando el porte del joven y la firmeza de los músculos bajo su túnica, pensó: He aquí alguien que no se dejará engordar.

El Barón se detuvo frente a ellos, sujetó a Feyd-Rautha con un gesto posesivo y dijo:

—Mi sobrino, el na-Barón, Feyd-Rautha Harkonnen —y, volviendo su rostro de bebé gordo hacia Feyd-Rautha—: El Conde y Dama Fenring, de los que ya te he hablado.

Feyd-Rautha inclinó su cabeza con la requerida cortesía. Miró a Dama Fenring. Su exquisita figura estaba enfundada en un sencillo vestido ondeante de lino, sin ningún adorno. Sus cabellos eran sedosos y dorados. Sus ojos gris verde le devolvieron la mirada. Tenía la serena calma de las Bene Gesserit, y esto turbó profundamente al joven.

—Hummm… ahmmm… —dijo el Conde. Estudió a Feyd- Rautha—. ¿El, hummm, meticuloso joven, ha, hummm… querida? —el Conde miró al Barón—. Mi querido Barón, ¿decís que habéis hablado de nosotros a ese meticuloso joven? ¿Qué le habéis dicho?

—He hablado a mi sobrino de la gran estima en que os tiene el Emperador, Conde Fenring —dijo el Barón. Y pensó: ¡Obsérvalo bien, Feyd! Es un asesino con los modales de un conejo… el tipo más peligroso de hombre.

—¡Por supuesto! —dijo el Conde, y sonrió a su Dama.

Feyd-Rautha consideró casi insultantes las acciones y las palabras de aquel hombre. Se detenían justo en el umbral de la afrenta directa. El joven concentró su atención en el Conde: un hombre delgado, de aspecto frágil. Tenía rostro de comadreja, con ojos oscuros demasiado grandes. Sus sienes eran grises. Y sus movimientos… movía una mano o volvía la cabeza hacia un lado y hablaba hacia el otro. Era difícil seguirle.

—Hummm… ahmmm… raramente se encuentra… uhhh… una tan precisa cualidad —dijo el Conde, dirigiéndose al hombro del Barón—. Yo… ah… os felicito por la… hummm… perfección de vuestro… ahhh… heredero. Lleva en sí… hummm… la experiencia de sus mayores, por decirlo de algún modo.

—Sois demasiado gentil —dijo el Barón. Se inclinó, pero Feyd-Rautha notó que no había la menor cortesía en los ojos de su tío.

—Cuando vos sois… hummm… irónico, esto… ahhh… sugiere que estáis… hummm… meditando algo —dijo el Conde.

Está empezando de nuevo, pensó Feyd-Rautha. Se expresa en forma insultante, pero no hay nada en sus palabras que nos permita exigirle satisfacciones.

Escuchar a aquel hombre le daba a Feyd-Rautha la sensación de que le metían la cabeza en una olla hirviendo… ¡hummm… ahhh…! Feyd-Rautha volvió su atención hacia Dama Fenring.

—Estamos… ahhh… robando demasiado tiempo a este joven —dijo ella—. Tengo entendido que debe aparecer en la arena hoy.

Por las huríes del harén Imperial, ¡es condenadamente adorable! pensó Feyd-Rautha.

—Hoy mataré a alguien por vos, mi Dama —dijo—. Con vuestro permiso, proclamaré mi dedicatoria en la arena.

Ella le miró serenamente, pero su voz fue como un latigazo cuando dijo:

—Vos no tenéis mi permiso.

—¡Feyd! —dijo el Barón. Y pensó: ¡Ese mocoso! ¿A caso quiere hacerse desafiar por ese asesino de Conde?

Pero el Conde se limitó a sonreír, y dijo:

—Hummm… mmm…

—Debes prepararte para la arena, Feyd —dijo el Barón—. Debes estar bien descansado y no correr riesgos estúpidos.

Feyd-Rautha se inclinó, con el resentimiento oscureciendo sus facciones.

—Estoy seguro de que todo será según tus deseos, tío. —Hizo una inclinación de cabeza hacia el Conde Fenring—: Señor —a la Dama—: mi Dama —y se volvió, saliendo a largos pasos del salón, sin dignarse echar una mirada a los miembros de las Familias Menores reunidos cerca de las dobles puertas.

—Es tan joven —suspiró el Barón.

—Hummm… oh, sí… hummm… —dijo el Conde.

Y Dama Fenring pensó: ¿Es ese el joven al cual se refería la Reverenda Madre? ¿Es esa la línea genética que debemos preservar?

—Tenemos aún más de una hora antes de acudir a la arena — dijo el Barón—. Quizá pudiéramos sostener ahora esa pequeña charla, Conde Fenring —inclinó su enorme cabeza hacia la derecha—. Quedan aún muchos puntos por discutir.

Y el Barón pensó: Veamos cómo se las arreglará este lacayo del Emperador para transmitirme el mensaje que trae para mí sin llevar su grosería hasta el punto de decírmelo en voz alta.

El Conde se volvió hacia su Dama.

—Hummm… ahh… ¿nos… hummm… excusarás… ahhh… querida?

—Cada día, y a veces cada hora, lleva sus cambios —dijo ella —. Hummm… —y sonrió al Barón antes de alejarse. Su amplia falda siseó mientras avanzaba, con un paso mesurado y noble, hacia las dobles puertas del fondo del salón.

El Barón observó que las conversaciones entre las Casas Menores cesaban al acercarse ella, que todos los ojos la seguían ¡Bene Gesserit!, pensó el Barón. ¡El universo haría mejor desembarazándose de ellas!

—Hay un cono de silencio entre los dos pilares ahí, a nuestra izquierda —dijo el Barón—. Podremos hablar sin temor a ser escuchados. —Abrió camino con su andar ondulante hasta la zona acústica aislante, notando cómo los ruidos del salón se volvían confusos y distantes.

El Conde avanzó a su lado, y ambos se volvieron hacia la pared para impedir que alguien pudiera leer en sus labios.

—No nos ha satisfecho el modo como habéis echado a los Sardaukar de Arrakis —dijo el Conde.

¡Habla claro!, pensó el Barón.

—Los Sardaukar no podían quedarse allí más tiempo sin correr el riesgo de que otros descubrieran cómo el Emperador me había ayudado —dijo el Barón.

—Pero vuestro sobrino Rabban no parece en absoluto preocupado por resolver el problema de los Fremen.

—¿Qué es lo que quiere el Emperador? —preguntó el Barón —. No queda más que un puñado de Fremen en Arrakis. El desierto meridional es inhabitable. El desierto septentrional es batido regularmente por mis patrullas.

—¿Quién dice que el desierto meridional es inhabitable?

—Vuestro propio planetólogo lo ha dicho, mi querido Conde.

—Pero el doctor Kynes está muerto.

—Ah, si… desgraciadamente.

—Hemos sobrevolado los territorios meridionales —dijo el Conde—. Hay evidencias de vida vegetal.

—¿Entonces la Cofradía ha aceptado explorar Arrakis desde el espacio?

—Vos conocéis bien el asunto, Barón. Sabéis que el Emperador no puede legalmente hacer vigilar Arrakis.

—Y yo tampoco —dijo el Barón—. ¿Quién ha efectuado este vuelo?

—Un… contrabandista.

—Alguien os ha mentido, Conde —dijo el Barón—. Los contrabandistas no pueden volar sobre los territorios meridionales mejor que los hombres de Rabban. Tormentas, torbellinos de arena y todo esto, ya sabéis. Los marcadores de navegación son abatidos antes incluso de que sean instalados.

—Discutiremos los diversos tipos de tormentas en otra ocasión —dijo el Conde.

Ahhh, pensó el Barón.

—¿Acaso he cometido algún error al redactar mis informes? —preguntó.

—Si imagináis ya errores, luego no podréis defenderos —dijo el Conde.

Está intentando deliberadamente hacerme enfurecer, pensó el Barón. Respiró a fondo dos veces para calmarse. Sintió el acre olor de su propia transpiración, y de pronto las correas de sujeción de los suspensores, bajo sus ropas, empezaron a causarle una irritante comezón.

—El Emperador no puede disgustarse por la muerte de la concubina y del muchacho —dijo el Barón—. Huyeron al desierto. Había una tormenta.

—Sí, siempre hay algún accidente oportuno —aceptó el Conde.

—No me gusta vuestro tono, Conde —dijo el Barón.

—La cólera es una cosa, la violencia otra —dijo el Conde—. Permitidme haceros una advertencia: si me ocurriera algún infortunado accidente mientras estoy aquí, todas las Grandes Casas sabrían inmediatamente lo que vos habéis hecho en Arrakis. Hace mucho tiempo que sospechan la forma en que conducís vuestros asuntos.

—El único asunto reciente que puedo recordar —dijo el Barón— es el transporte hasta Arrakis de algunas legiones de Sardaukar.

—¿Creéis realmente que podéis amenazar al Emperador con esto?

—¡Ni siquiera se me ha ocurrido!

El Conde sonrió.

—Siempre encontraríamos algunos oficiales Sardaukar dispuestos a confesar haber actuado por cuenta propia porque deseaban aplastar a vuestra escoria Fremen.

—Muchos dudarían de una tal confesión —dijo el Barón, pero aquella amenaza le había alterado. ¿Son realmente tan disciplinados los Sardaukar?, pensó.

—El Emperador quiere inspeccionar vuestros libros —dijo el Conde.

—En cualquier momento.

—Vos… esto… ¿no ponéis objeción?

—Ninguna. Mi directorio en la Compañía CHOAM puede afrontar el más profundo examen. —Y pensó: Dejemos que me acuse falsamente, que se exponga en público. Y podré decir a todos, como Prometeo: «Miradme, soy víctima de una injusticia.» Entonces, que lance cualquier otra acusación contra mí, aunque sea verdadera. Las Grandes Casas no creerán en un segundo ataque después de haber quedado demostrado que la primera acusación era falsa.

—No hay ninguna duda de que vuestros libros resistirán el más atento escrutinio —murmuró el Conde.

—¿Por qué el Emperador está tan interesado en exterminar a los Fremen? —preguntó el Barón.

—Queréis cambiar el tema de la conversación, ¿eh? —el Conde se alzó de hombros—. Son los Sardaukar quienes lo desean, no el Emperador. Les gusta matar… y odian dejar un trabajo a medio hacer.

¿Intenta asustarme recordándome que tiene a su lado a esos asesinos sedientos de sangre?, se preguntó el Barón.

—Un cierto número de muertos es algo inevitable en todos los asuntos —dijo el Barón—, pero hay que fijar un limite en algún lado. Alguien debe sobrevivir para ocuparse de la especia.

El Conde emitió una corta y seca risa.

—¿Acaso pensáis domesticar a los Fremen?

—Nunca han sido tan numerosos como para esto —dijo el Barón—. Pero la matanza ha creado mucha inquietud en el resto de la población. Nos hallamos en un punto, mi querido Fenring, en el que estoy pensando en otra solución para el problema de Arrakis. Y debo confesar que ha sido el propio Emperador quien me ha inspirado.

—¿Ahhh?

—Ved, Conde, ahí está el planeta-prisión del Emperador, Salusa Secundus, para inspirarme.

El Conde le miró con una brillante intensidad.

—¿Qué relación puede existir entre Salusa Secundus y Arrakis?

El Barón percibió la alarma en los ojos de Fenring.

—Ninguna, todavía —dijo.

—¿Todavía?

—Espero que admitiréis conmigo que el hecho de utilizar Arrakis como planeta-prisión permitiría desarrollar de un modo notable el trabajo.

—¿Anticipáis un aumento en el número de prisioneros?

—Ha habido desórdenes —admitió el Barón—. He debido tomar medidas severas, Fenring. Después de todo, vos sabéis el precio que he tenido que pagar a esa condenada Cofradía por el transporte de nuestras mutuas fuerzas hasta Arrakis. Debo recuperar esta suma de alguna manera.

—Os aconsejo que no uséis Arrakis como planeta-prisión sin el permiso del Emperador, Barón.

—Por supuesto que no —dijo el Barón, y se preguntó por qué se había producido aquella repentina frialdad en la voz de Fenring.

—Otra cosa —dijo el Conde—. Hemos sabido que el Mentat del Duque Leto, Thufir Hawat, no está muerto sino que trabaja para vos.

—No me sentía con ánimos de desperdiciarlo así —dijo el Barón.

—Entonces le mentísteis a nuestro comandante Sardaukar cuando le dijísteis que Hawat había muerto.

—Una mentira de circunstancias, mi querido Conde. No tenía estómago para discutir con aquel hombre.

—¿Era Hawat el verdadero traidor?

—¡Oh, Dios, no! Era el falso doctor. —El Barón se secó la transpiración de su cuello—. Debéis comprenderlo, Fenring. Yo no tenía Mentat. Sabéis esto. Nunca había estado sin Mentat. Me hallaba desorientado.

—¿Cómo conseguisteis que Hawat cambiara de alianza?

—Su Duque estaba muerto —el Barón forzó una sonrisa—. No hay que temer nada de Hawat, mi querido Conde. La carne del Mentat ha sido impregnada con un veneno residual. Le administramos constantemente un antídoto en su alimentación. Sin antídoto, el veneno actuará… y morirá en pocos días.

—Retiradle el antídoto —dijo el Conde.

—¡Pero me es útil!

—Sabe demasiadas cosas que ningún hombre vivo debería saber.

—Habéis dicho que el Emperador no temía ninguna declaración.

—¡No juguéis conmigo, Barón!

—Cuando vea esa orden con el sello Imperial, obedeceré — dijo el Barón—. Pero no pienso someterme a vuestro capricho.

—¿Pensáis que esto es un capricho?

—¿Qué otra cosa puede ser? Incluso el Emperador tiene obligaciones para conmigo, Fenring. Le he librado de ese molesto Duque.

—Con la ayuda de algunos Sardaukar.

—¿Qué otra Casa hubiera encontrado el Emperador para que le proporcionara los uniformes necesarios para ocultar su participación en este asunto?

—El se ha planteado la misma pregunta, Barón, pero de un modo ligeramente distinto.

El Barón estudió a Fenring, notando la tensión de los músculos de su mandíbula, el perfecto control.

—Ahhh, ya —dijo el Barón—. Espero que el Emperador no creerá poder atacarme a mí conservando el secreto absoluto de ello.

—Espera que no sea necesario.

—¡El Emperador no puede creer que le estoy amenazando! — El Barón se permitió que la cólera y la amargura asomaran a su voz, pensando: ¡Dejemos que se equivoque en esto! ¡Podría subir yo mismo al trono sin dejar ni un solo instante de protestar de mi inocencia!

—El Emperador cree lo que le dictan sus sentidos —la voz del Conde le llegó seca y remota.

—¿Se atrevería el Emperador a acusarme de traición ante todo el Consejo del Landsraad? —y el Barón contuvo el aliento, esperando que fuera así.

—El Emperador no necesita atreverse a nada.

El Barón se volvió bruscamente, flotando en sus suspensores, para esconder su expresión. ¡Podría ocurrir mientras yo aún viva!, pensó. ¡Emperador! ¡Dejemos que me acuse entonces! Luego… bastará un poco de coerción, de corrupción entre las Grandes Casas: se unirán bajo mi estandarte como una multitud de campesinos en busca de un refugio. Lo que más temen sobre todas las cosas es a los Sardaukar del Emperador atacándolas Casa tras Casa.

—El Emperador espera sinceramente no tener que acusaros nunca de traición —dijo el Conde.

Al Barón le resultó difícil eliminar toda ironía de su voz y permitirse tan sólo una expresión doliente, pero lo consiguió:

—Siempre he sido un súbdito fiel. Estas palabras me hieren más profundamente de lo que puedo expresar.

—Hummm… ahhh… —dijo el Conde.

El Barón dio la espalda al Conde, inclinando ligeramente la cabeza. Luego dijo:

—Es hora de dirigirse a la arena.

—Es cierto —dijo el Conde.

Abandonaron el cono de silencio y, lado a lado, avanzaron hacia el grupo de las Casas Menores al final de la sala. En algún lugar del castillo una campana dejó oír un lento repique… faltaban veinte minutos para el inicio de los juegos.

—Las Casas Menores esperan que las guiéis —dijo el Conde, señalando con la cabeza la gente a la que se aproximaban.

Doble sentido… doble sentido, pensó el Barón.

Alzó la vista hacia los nuevos talismanes que flanqueaban la salida de aquella sala… la cabeza de toro montada sobre la placa de madera y el retrato al óleo del Viejo Duque Atreides, el padre del difunto Duque Leto. La vista de aquello llenó al Barón de una extraña premonición, y se preguntó qué pensamientos debían haber inspirado al Duque Leto cuando estaban colgados en las salas de Caladan y luego en las de Arrakis… la arrogante valentía del padre y la cabeza del toro que le había matado.

—La humanidad… ahhh… tiene solamente una… hummm… ciencia —dijo el Conde mientras abandonaban el salón, precediendo al grupo que se arremolinaba a su alrededor, y emergían a la sala de espera, un lugar estrecho con altas ventanas y un suelo recubierto de baldosas blancas y púrpuras.

—¿Qué ciencia? —preguntó el Barón.

—Es… hummm… ahhh… la ciencia del… ahhh… descontento —dijo el Conde.

Tras ellos, las Casas Menores, rostros dóciles como corderos, rieron como convenía, pero el sonido de los motores de las puertas exteriores al ser puestos en marcha por los pajes ahogó el chirrido de las risas. Al otro lado de la puerta los vehículos aguardaban, con sus estandartes agitándose en la brisa.

El Barón elevó la voz para dominar el repentino ruido.

—Espero que la actuación de mi sobrino no os decepcionará en absoluto, Conde Fenring —dijo.

—Yo… ahhh… he de reconocer que me siento… hummm… lleno… ahhh… de un sentido de anticipación, sí —dijo el Conde —. En un… ahhh… proceso verbal, uno… hummm… ahhh… debe siempre tener en cuenta… ahhh… el papel de los orígenes.

El Barón tropezó en el primer peldaño, consiguiendo disimular a duras penas la sorpresa. ¡Proceso verbal! ¡El informe de un crimen contra el Imperio!

Pero el Conde se echó a reír, como si se tratara de una broma, palmeando el brazo del Barón.

A lo largo del camino hacia la arena, sin embargo, el Barón permaneció hundido en los blandos cojines de su vehículo blindado, sin dejar de mirar furtivamente al Conde sentado a su lado, preguntándose por qué aquel recadero del Emperador había creído necesario hacer aquel chiste en particular delante de las Casas Menores. Era obvio que Fenring raramente hacía algo inútil, como tampoco empleaba nunca dos palabras cuando con una era suficiente, ni se contentaba con dar un solo sentido a cada frase.

Tuvo la respuesta sólo cuando hubieron ocupado sus lugares en el palco dorado sobre la triangular arena, entre los estandartes y las tribunas y las gradas llenas de gente.

—Mi querido Barón —dijo el Conde, inclinándose hacia él para hablarle al oído—, sabréis ya que el Emperador aún no ha sancionado oficialmente la elección de vuestro heredero.

El Barón tuvo la impresión de que se hundía bruscamente en un cono de silencio producido por el shock. Miró a Fenring, apenas viendo a su Dama que se acercaba atravesando el cordón de guardias para ocupar su lugar en el palco dorado.

—Esta es la verdadera razón por la que estoy aquí —dijo el Conde—. El Emperador quiere que le informe acerca de si habéis escogido a un sucesor válido. Y no hay nada como la arena para exponer a la verdadera persona que hay tras la máscara, ¿no?

—¡El Emperador me prometió libertad absoluta para elegir mi heredero! —gruñó el Barón.

—Veremos —dijo Fenring, y se volvió para recibir a su Dama. Ella se sentó, sonrió al Barón, y luego dirigió su atención a la arena, donde Feyd-Rautha acababa de aparecer, con malla adherente y protector, un guante negro y un cuchillo largo en su mano derecha, un guante blanco y un cuchillo corto en la izquierda.

—Blanco para el veneno, negro para la pureza —dijo Dama Fenring—. Una curiosa costumbre, ¿no es así, mi amor?

—Hummm… —dijo el Conde.

Se alzaron aclamaciones de las tribunas familiares, y Feyd- Rautha se detuvo para responder, alzando los ojos y escrutando aquellos rostros: primos y coprimos, hermanastros, concubinas y parientes no-freyn. Eran una confusión de bocas rosáceas que vociferaban en un múltiple estremecimiento de colores de vestidos y estandartes.

Feyd-Rautha se dio cuenta de que aquellos rostros manifestarían la misma avidez tanto ante su sangre como ante la del esclavo-gladiador. Naturalmente, no había la menor duda acerca del resultado del combate. Era sólo la apariencia del peligro y no su sustancia. Sin embargo…

Feyd-Rautha alzó el cuchillo hacia el sol, saludando a los tres lados de la arena a la antigua manera. El cuchillo corto en la mano con el guante blanco (blanco, el signo del veneno) fue el primero que volvió a su funda. Después fue la hoja larga en la mano con el guante negro… la hoja pura que ahora era impura, su arma secreta para transformar aquel día en una victoria personal: el veneno en la hoja negra.

Necesitó tan sólo un instante para regular su escudo corporal e hizo una breve pausa para sentir la tensión en la piel de su frente que le garantizaba una perfecta defensa.

Era su espectáculo, y Feyd-Rautha comenzó a orquestarlo con mano de maestro de ceremonias, haciendo un signo con la cabeza a sus manipuladores y distractores, verificando con una ojeada su equipo… los hierros de aceradas y brillantes puntas, los garfios y las picas adornadas con banderolas azules.

Feyd-Rautha hizo una seña a los músicos.

La lenta marcha, antigua y solemne, se elevó en la arena, y Feyd-Rautha, a la cabeza de su cuadrilla, avanzó hasta detenerse a los pies del palco de su tío para rendir su homenaje. Tomó la llave ceremonial que le fue lanzada.

La música se interrumpió.

En el repentino silencio, Feyd-Rautha dio dos pasos atrás, alzó la llave y gritó:

—Dedico esta verdad a… —hizo una pausa, sabiendo que su tío estaba pensando: ¡Este joven imbécil va a dedicarla a Dama Fenring y va a provocar un escándalo!— …a mi tío y patrón, el Barón Vladimir Harkonnen —terminó.

Y sonrió, oyendo el suspiro de alivio de su tío.

Los músicos iniciaron una marcha rápida; y Feyd-Rautha condujo nuevamente a sus hombres a través de la arena hacia la puerta de prudencia, a través de la cual solamente pasaban aquellos que mostraban la banda especial de identificación. Feyd-Rautha se felicitó a sí mismo por no haber tenido que utilizar nunca esa puerta, así como no haber necesitado nunca a los distractores. Pero era bueno saber que aquel día los tenía allí a su disposición… a veces los planes especiales comportan también riesgos especiales.

El silencio cayó de nuevo sobre la arena.

Feyd-Rautha se volvió, haciendo frente a la gran puerta roja por la cual tenía que surgir el gladiador.

El gladiador especial.

El plan escogido por Thufir Hawat era admirable: simple y directo, pensó Feyd-Rautha. El esclavo no estaría drogado… y este era el peligro. Pero una palabra clave había sido impresa en el inconsciente del hombre, para bloquearlo en el instante crucial. Feyd-Rautha repitió varias veces la palabra vital en su mente, murmurándola en silencio: «¡Canalla!». A los ojos de los espectadores, todo ocurriría como si alguien hubiera conseguido introducir en la arena un esclavo no drogado para matar al na- Barón. Y las pruebas cuidadosamente preparadas señalarían como único culpable al maestro de esclavos.

Un sordo ronroneo se elevó de los servomotores de la gran puerta roja, que comenzó a abrirse.

Feyd-Rautha concentró toda su atención en la puerta. El primer momento era el más crítico. En el preciso instante en que aparecía el gladiador, un ojo adiestrado podía captar todo lo que necesitaba saber. Se suponía que todos los gladiadores se hallaban bajo la influencia de la elacca, prestos para morir en el combate… pero había que observar la forma en que blandían el cuchillo y montaban su guardia para saber si eran conscientes o no de la multitud. Una simple inclinación de su cabeza podía proporcionar un importante indicio para una finta o un contraataque.

La puerta roja se abrió sonoramente.

Un hombre surgió de ella a paso de carga, alto y musculoso, con el cráneo afeitado y los ojos parecidos a oscuros pozos. Su piel era del color rojo zanahoria que confería la elacca, pero Feyd-Rautha sabía que estaba pintada. El esclavo llevaba unas mallas verdes y el cinturón rojo de un semiescudo: la flecha del cinturón estaba inclinada hacia la izquierda, indicando que sólo el lado izquierdo del esclavo estaba protegido por el escudo. Empuñaba su cuchillo como si fuera una espada, ligeramente apuntado hacia adelante, como un combatiente experimentado. Avanzó lentamente por la arena, presentando su lado protegido por el escudo a Feyd-Rautha y al grupo reunido junto a la puerta de prudencia.

—No me gusta su aspecto —dijo uno de los picadores de Feyd-Rautha—. ¿Estáis seguro de que está drogado, mi Señor?

—Tiene el color —dijo Feyd-Rautha.

—Pero está en posición de combate —dijo otro ayudante.

Feyd-Rautha avanzó un par de pasos en la arena, estudiando a su esclavo.

—¿Qué se ha hecho en el brazo? —dijo uno de los distractores. Feyd-Rautha miró atentamente la sangrienta marca en el antebrazo izquierdo del hombre y luego siguió la dirección de la mano que le señalaba un dibujo que el hombre se había trazado con sangre en el lado izquierdo de sus mallas verdes: el perfil estilizado, todavía húmedo, de un halcón.

¡Un halcón!

Feyd-Rautha miró directamente a sus tenebrosos ojos, captando un brillo de excitación.

¡Es uno de los soldados del Duque Leto que capturamos en Arrakis!, pensó. ¡No es un simple gladiador! Se estremeció de pies a cabeza, preguntándose angustiado si Hawat no tendría en realidad otro plan para la arena… un truco dentro de otro truco. ¡Y aunque fuera así, sólo el maestro de esclavos aparecería como único culpable!

El jefe de manipuladores de Feyd-Rautha se inclinó a su oído.

—No me gusta el aspecto de ese hombre, mi Señor —dijo—. Dejad que le plante una o dos picas en el brazo que sostiene el cuchillo para asegurarnos.

—Plantaré yo mismo las picas —dijo Feyd-Rautha. Tomó un par de largas astas rematadas en garfios y las levantó, sopesándolas, comprobando su equilibrio. Aquellas picas estaban supuestamente drogadas… pero no en aquella ocasión, y aquello podía costar la vida al jefe de manipuladores. Pero todo formaba parte del plan.

«Saldréis de este duelo como un héroe», le había dicho Hawat. «Habréis muerto a vuestro gladiador en un combate de hombre a hombre, a pesar de la traición. El maestro de esclavos será ejecutado, y vuestro hombre tomará su lugar.»

Feyd-Rautha avanzó otros cinco pasos en la arena, representando el momento, estudiando al esclavo. Sabía que los expertos en las tribunas sobre la arena habían visto ya que algo no iba bien. El gladiador tenía la piel del color correcto para un drogado, pero permanecía inmóvil y no temblaba. Los aficionados habrían susurrado ya entre ellos «¿Veis como está en guardia? Tendría que agitarse… atacar o huir. ¿Veis cómo conserva sus fuerzas, cómo espera? No debería esperar.»

Feyd-Rautha sintió crecer su propia excitación. Puede que haya traición en la mente de Hawat, pensó. Pero pese a todo puedo vencer a este esclavo. Y es en mi cuchillo largo donde se encuentra el veneno en esta ocasión, no en el corto. Ni siquiera Hawat sabe esto.

—¡Hai, Harkonnen! —gritó el esclavo—. ¿Estás preparado para morir?

Un silencio mortal se apoderó de la arena. ¡Los esclavos nunca lanzan su desafío!

Ahora, Feyd-Rautha podía ver claramente los ojos del gladiador, la fría ferocidad de la desesperación que se albergaba en ellos.

Notó el modo como el hombre permanecía de pie, relajado y atento, con los músculos preparados para la victoria. El correo secreto de los esclavos había pasado el mensaje de Hawat de uno en uno hasta alcanzar su destino: «Tendrás una auténtica posibilidad de matar al na-Barón.» Hasta ahora, el plan funcionaba a la perfección.

Una furtiva sonrisa cruzó la boca de Feyd-Rautha. Alzó las picas, viendo el éxito de sus planes en la forma en que el gladiador permanecía de pie.

—¡Hai! ¡Hai! —desafió el esclavo, y dio dos pasos hacia adelante.

Ahora ya nadie del público puede equivocarse, pensó Feyd- Rautha.

Su esclavo tenía que haber estado casi paralizado por el terror inducido por la droga. Cada uno de sus movimientos tenía que haber revelado su convicción de que no había ninguna vía de salvación para él… que de ninguna manera podía vencer. Su cerebro tenía que haberse contorsionado por el recuerdo de las historias acerca de los venenos que el na-Barón escogía para el puñal del guante blanco. El na-Barón no concedía nunca una muerte rápida; se deleitaba exhibiendo extraños venenos, podía permanecer en la arena explicando los más interesantes efectos colaterales sobre las victimas que se contorsionaban a su lado. Había miedo en el esclavo, sí… pero no terror.

Feyd-Rautha levantó muy alto las picas e inclinó la cabeza, casi como en una invitación.

El gladiador atacó.

Sus fintas y sus paradas eran las mejores que Feyd-Rautha había visto en su vida. Un golpe lateral estuvo a punto, por fracciones de segundo, de cortar los tendones de la pierna izquierda del na-Barón.

Feyd-Rautha saltó hacia atrás, dejando una pica clavada en el brazo derecho del esclavo, con los garfios completamente hundidos en la carne, de modo que el hombre no podía arrancarlos sin seccionarse los tendones.

Un concierto de sofocados gritos se alzó de los graderíos.

Feyd-Rautha se sintió invadido por la exaltación.

Sabía lo que estaba experimentando su tío en aquel instante, sentado allá con los Fenring, los observadores de la Corte Imperial, a su lado. No podía haber ninguna interferencia en aquel combate. Las formas debían ser conservadas ante tales testigos. Y el Barón sólo podía interpretar de un modo los acontecimientos de la arena: una amenaza contra su persona.

El esclavo retrocedió, manteniendo el cuchillo entre sus dientes y sujetándose la pica a lo largo de su brazo con ayuda de la banderola.

—¡No siento tu aguja! —gritó. Empuñó de nuevo el cuchillo y avanzó, el arma levantada, ofreciendo su lado izquierdo, el cuerpo doblado hacia atrás para aprovechar al máximo la protección del semiescudo.

Esta acción tampoco escapó a las gradas. Se alzaron agudos gritos de las tribunas familiares. Los manipuladores de Feyd- Rautha le llamaron, preguntándole si necesitaba su ayuda.

Les intimó bruscamente a que retrocedieran hacia la puerta de prudencia.

Voy a darles un espectáculo que nunca antes habrán visto, pensó Feyd-Rautha. Nada de una matanza bien organizada cuyo estilo puedan admirar sentados tranquilamente en sus sillones. Será algo que va a agarrar sus tripas y retorcérselas. Cuando sea Barón todos recordarán este día, y a causa de él tendrán miedo de mí.

Feyd-Rautha retrocedió lentamente, mientras el gladiador avanzaba agazapado como un cangrejo. La arena rechinaba bajo sus pies. Oyó la respiración del esclavo, el acre olor de su propia transpiración, y un vago perfume de sangre en el aire.

Continuó retrocediendo, mientras se desviaba hacia la derecha y preparaba su segunda pica. El esclavo se preparó para saltar. Feyd-Rautha pareció tropezar, se oyó un griterío en las gradas.

Una vez más, el esclavo atacó.

¡Dios, qué adversario!, pensó Feyd-Rautha, esquivando el fulmíneo ataque. Tan sólo la rapidez de su juventud le había salvado, pero había dejado la segunda pica plantada en el músculo deltoide derecho del esclavo.

Frenéticos aplausos llovieron de las gradas.

Ahora me aclaman, pensó Feyd-Rautha. Oyó el salvajismo en sus gritos, tal como Hawat había dicho que ocurriría. Nunca habían aplaudido así a un campeón familiar. Recordó con una pizca de orgullo lo que le había dicho Hawat: «Luego les resultará más fácil ser aterrorizados por un enemigo al que admiran.»

Rápidamente, Feyd-Rautha se batió en retirada hacia el centro de la arena, donde todos le podrían ver claramente. Desenvainó el arma larga, se replegó sobre sí mismo y esperó el avance del esclavo.

El hombre se detuvo tan sólo el tiempo de liar su segunda pica al brazo, y cargó.

Que la familia me vea bien, pensó Feyd-Rautha. Yo soy su enemigo: que piensen siempre en mí tal como me ven ahora.

Desenvainó su arma corta.

—No te temo, cerdo Harkonnen —dijo el gladiador—. Tus torturas no pueden alcanzar a un muerto. Puedo matarme con mi propia hoja antes de que tus manipuladores consigan siquiera rozar mi piel. ¡Y tú estarás muerto a mi lado!

Feyd-Rautha sonrió, apuntando con su arma larga, la que tenía el veneno.

—Prueba esto —dijo, y fintó con el arma corta en su otra mano.

El esclavo hizo saltar su cuchillo de mano, se volvió, parando y fintando para apoderarse del arma corta del na-Barón… la del guante blanco que, según la tradición, llevaba el veneno.

—Te mataré, Harkonnen —gruñó el gladiador.

Se precipitaron el uno contra el otro a través de la arena. Cuando el escudo de Feyd-Rautha entró en contacto con el semiescudo del esclavo, un crepitar azul señaló el punto de fricción. El aire a su alrededor se impregnó del ozono de los escudos.

—¡Muere por tu propio veneno! —rugió el esclavo.

Aferró la muñeca enguantada de blanco, girándola violentamente hacia dentro.

¡Que todos vean esto!, pensó Feyd-Rautha. Golpeó hacia abajo con la hoja larga, que se clavó vanamente contra la pica sujeta al brazo del esclavo.

Feyd-Rautha sintió un instante de desesperación. Nunca había pensado que sus picas pudieran representar una defensa para el esclavo. Pero en realidad eran como otro escudo para el hombre. ¡Y aquel gladiador era fuerte! La hoja corta se acercaba inexorablemente, y Feyd-Rautha se dio cuenta de pronto de que un hombre podía morir también a causa de una hoja no envenenada.

—¡Canalla! —jadeó Feyd-Rautha.

A la palabra clave, los músculos del gladiador se relajaron por un breve instante. Fue suficiente para Feyd-Rautha. Abrió entre ellos el espacio suficiente para el arma larga. Su punta envenenada trazó un surco rojo en el pecho del esclavo. La agonía del veneno fue instantánea. El hombre se apartó de él y retrocedió, vacilante.

Ahora, que mi querida familia observe, pensó Feyd-Rautha. Que todos crean que este esclavo ha estado a punto de volver contra mi el arma envenenada. Que se pregunten cómo un gladiador ha podido entrar en la arena preparado y dispuesto para una tal tentativa. Y que nunca sepan con certeza cuál de mis manos lleva el veneno.

Feyd-Rautha se inmovilizó en silencio, observando los torpes movimientos del esclavo. El hombre avanzaba con una consciente vacilación. Todos podían leer claramente en su rostro. La muerte estaba escrita en él. El esclavo sabía lo que le había ocurrido y cómo le había ocurrido. El arma larga era la que llevaba el veneno.

—¡Tú! —gimió el hombre.

Feyd-Rautha retrocedió para dejar espacio a la muerte. La droga paralizante del veneno aún no había hecho todo su efecto, pero los movimientos cada vez más lentos del hombre indicaban su progresión.

El esclavo titubeó hacia adelante, como tirado por un invisible hilo… un trabajoso paso, luego otro. Cada paso era el único paso en su universo particular. No había soltado su cuchillo, pero su punta temblaba.

—Un día… uno de… nosotros… te… despedazará —balbuceó.

Una pequeña mueca triste contorsionó su boca. Cayó sentado al suelo, se derrumbó completamente, se envaró y rodó lejos de Feyd-Rautha, con el rostro contra el suelo.

Feyd-Rautha avanzó en la silenciosa arena, puso un pie bajo el gladiador y lo giró boca arriba para que todos, desde las gradas, pudieran ver las convulsiones de su rostro mientras el veneno iba actuando. Pero el cuchillo del gladiador estaba profundamente enterrado en su pecho.

A despecho de la frustración, Feyd-Rautha tuvo que admirar el esfuerzo que había tenido que hacer el esclavo para vencer su parálisis y hundirse el cuchillo en su propio cuerpo. Y al mismo tiempo comprendió que aquello era verdaderamente lo que tenía que temer.

Es terrible lo que hace de un hombre un superhombre.

Mientras se concentraba en este pensamiento, Feyd-Rautha tomó consciencia del clamor que había estallado en las gradas y en los palcos a su alrededor. Todos aplaudían y gritaban frenéticamente.

Feyd-Rautha se volvió y levantó la vista hacia la concurrencia. Todos le aclamaban, excepto el Barón, que permanecía hundido en su asiento contemplándole pensativamente… y el Conde y su Dama, que le miraban con sus rostros convertidos en unas máscaras de gélida sonrisa.

El Conde Fenring se volvió hacia su Dama y dijo:

—Ahhh… hummm… un joven lleno de… hummm… recursos. ¿Eh… hummm… querida?

—Sus… ahhh… respuestas sinápticas son muy rápidas —dijo ella.

El Barón les miró, primero a ella, luego al Conde, y volvió de nuevo su atención a la arena, pensando: ¡Han conseguido llegar tan cerca de uno de los nuestros! La rabia estaba ocupando el lugar del miedo. Haré morir a fuego lento al maestro de esclavos esta noche… y si el Conde y su Dama tienen algo que ver con esto…

La conversación en el palco del Barón era algo remota, con las voces desapareciendo bajo el rítmico batir de innumerables pies en las gradas y el coro de gritos a su alrededor:

—¡La cabeza! ¡La cabeza! ¡La cabeza! ¡La cabeza!

El Barón frunció el ceño, viendo el modo como Feyd-Rautha le miraba. Lentamente, controlando con dificultad su rabia, el Barón hizo un gesto con la mano, indicando al joven que estaba inmóvil en la arena el cuerpo tendido del esclavo. Dad al muchacho la cabeza. Se la ha ganado denunciando al maestro de esclavos.

Feyd-Rautha vio la señal de asentimiento y pensó: Cree hacerme un honor con ello. ¡Que vea lo que pienso al respecto!

Vio a sus manipuladores acercarse, con el cuchillo-sierra para los honores; les detuvo con un gesto imperativo, repitiendo el gesto al ver que dudaban. ¡Crees honrarme con una cabeza!, pensó.

Se inclinó y cruzó las manos del gladiador en torno a la empuñadura del cuchillo que surgía de su pecho, luego extrajo el cuchillo y lo situó entre las inertes manos.

Le bastó un momento. Entonces se irguió; haciendo un signo a sus manipuladores.

—Sepultad a este esclavo intacto, con su cuchillo entre las manos —dijo—. El hombre se lo ha merecido.

En el palco dorado, el Conde Fenring se inclinó hacia el Barón.

—Un gran gesto —dijo—. De auténtico valor. Vuestro sobrino no sólo es valiente, sino que también tiene estilo.

—Insulta a la gente rehusando la cabeza —murmuró el Barón.

—En absoluto —dijo Dama Fenring. Se volvió, mirando las gradas a su alrededor.

Y el Barón observó la línea de su cuello… un adorable juego de músculos… como un adolescente.

—Aprecian lo que ha hecho vuestro sobrino —dijo ella.

El Barón miró, y vio que, en efecto, los espectadores habían interpretado correctamente el gesto de Feyd-Rautha, y contemplaban fascinados cómo el cuerpo intacto del gladiador era transportado fuera de la arena. La gente se excitaba, gritando, pateando y dándose golpes unos a otros en los hombros.

El Barón dijo en tono desolado:

—Tendré que ordenar una fiesta. Uno no puede enviar a la gente a sus casas así, sin que hayan gastado todas sus energías. Es necesario que vean que yo también participo en su excitación. —Hizo un gesto a su guardia, y un servidor extendió sobre ellos el estandarte naranja de los Harkonnen, agitándolo por encima del palco: una, dos, tres veces… la señal de la fiesta.

Feyd-Rautha atravesó la arena y se detuvo bajo el palco dorado, con sus armas de nuevo en sus fundas, los brazos colgando a sus costados.

—¿Una fiesta, tío? —preguntó por encima del rumor de la gente.

El ruido de innumerables voces descendió a medida que los demás veían la conversación y escuchaban lo que se decía.

—¡En tu honor, Feyd! —gritó el Barón muy alto. Hizo bajar otra vez el estandarte, en otra señal.

Al otro lado de la arena, las barreras de prudencia habían sido bajadas, y numerosos jóvenes estaban saltando a la arena, en dirección a Feyd-Rautha.

—¿Habéis ordenado bajar los escudos de prudencia, Barón? —preguntó el Conde.

—Nadie hará ningún daño al muchacho —dijo el Barón—. Es un héroe.

Los primeros jóvenes alcanzaron a Feyd-Rautha, lo levantaron sobre sus hombros y lo llevaron en triunfo alrededor de la arena.

—Esta noche podría pasear desarmado y sin escudo a través de los barrios más pobres de Harko —dijo el Barón—. Le ofrecerían hasta el último pedazo de su comida y el último sorbo de su vino por el honor de su compañía.

El Barón se levantó trabajosamente de su silla, y ancló su peso en los suspensores.

—Confío en que me disculparéis. Hay algunos asuntos que requieren mi inmediata atención. Los guardias os escoltarán hasta el castillo.

El Conde se levantó a su vez e hizo una inclinación.

—Ciertamente, Barón. Participaremos de buen grado en la fiesta. Nunca… ahhh… hummm… hemos visto una fiesta Harkonnen.

—Si —dijo el Barón—. La fiesta —se volvió, y salió del palco rodeado por sus guardias.

Un capitán de la guardia se inclinó ante el Conde Fenring.

—¿Vuestras órdenes, mi Señor?

—Esperaremos… hummm… a que la gente se haya… ahhh… dispersado —dijo el Conde.

—Sí, mi Señor —el hombre hizo una inclinación y retrocedió tres pasos.

El Conde Fenring se volvió hacia su Dama, hablando en su lenguaje personal codificado en susurros.

—También lo has visto, por supuesto.

—El muchacho sabía que el gladiador no estaba drogado — dijo ella en la misma lengua susurrante—. Ha tenido un momento de miedo, sí, pero no de sorpresa.

—Estaba planeado —dijo él—. Todo el espectáculo.

—Sin la menor duda.

—Esto huele a Hawat.

—Completamente —dijo ella.

—Le he pedido al Barón que elimine a Hawat.

—Ha sido un error, querido.

—Ahora me doy cuenta.

—Los Harkonnen podrían tener un nuevo Barón dentro de muy poco.

—Si ese es el plan de Hawat.

—Esto requiere un atento examen, es cierto —dijo ella.

—El joven será más fácil de controlar.

—Para nosotros… después de esta noche —dijo ella.

—¿No anticipas ninguna dificultad en seducirlo, mi pequeña clueca?

—No, mi amor. ¿Has visto cómo me ha mirado?

—Sí, y ahora comprendo por qué nos es indispensable esa línea genética.

—Exactamente. Y es obvio que necesitamos ejercitar sobre él un control completo. Implantaré en lo más profundo de suyo las frases prana-bindu que le doblegarán a nuestra voluntad.

—Nos iremos lo más pronto posible… apenas estés segura — dijo él.

Ella se estremeció.

—Realmente. No quiero dar a luz a un hijo en este horrible lugar.

—Piensa que todo lo hacemos en nombre de la humanidad — dijo él.

—La tuya es la parte más fácil.

—Pero hay algunos antiguos prejuicios que he tenido que vencer —dijo él—. Son cosas primordiales, ya sabes.

—Mi pobre querido —dijo ella, y palmeó su mejilla—. Sabes que es el único modo seguro de salvar esa línea genética.

—Comprendo perfectamente lo que estamos haciendo —dijo él con voz seca.

—No fracasaremos —dijo ella.

—El sentimiento de culpabilidad empieza con el miedo a fracasar —recordó él.

—No habrá ningún sentimiento de culpa —dijo ella—. Una hipno-ligazón en la psique de Feyd-Rautha y su hijo en mi seno… y podremos irnos.

—Su tío —dijo él—. ¿Has visto nunca a alguien tan retorcido?

—Es terriblemente feroz —dijo ella—, pero el sobrino podría ser peor aún.

—Gracias a su tío. Cuando pienso en ese muchacho y en lo que podría haber sido con otra educación… la de los Atreides, por ejemplo.

—Es triste —dijo ella.

—Hubiéramos podido salvarles a los dos, al Atreides y a éste. Por lo que he oído decir, el joven Paul era un muchacho admirable, una combinación perfecta de herencia genética y educación.

—Agitó la cabeza—. Pero es inútil derramar lágrimas por la aristocracia en desventura.

—Hay una máxima Bene Gesserit al respecto —dijo ella.

—¡Tenéis máximas para cualquier cosa! —protestó él.

—Esta te gustará —interrumpió ella—. Dice: «No consideres muerto a un ser humano hasta que hayas visto su cadáver. Y, aún entonces, piensa que podrías equivocarte.»

CAPÍTULO XXXVI

En un «Tiempo de Reflexión», Muad’Dib nos dice que su verdadera educación se inició con sus primeros tropiezos con las necesidades arrakenas. Aprendió entonces a empalar la arena para conocer el tiempo, aprendió el lenguaje del viento que clavaba mil afiladas agujas en su piel, aprendió que la nariz podía escocer con la picazón de la arena, y cómo mejorar la recolección y conservación de la humedad de su cuerpo. Así, mientras sus ojos asumían el azul del Ibad, aprendió la enseñanza chakobsa.

Prefacio de Stilgar a «Muad’Dib, el hombre», por la Princesa Irulan.


El grupo de Stilgar regresó al sietch con sus dos escapados del desierto, abandonando la depresión bajo la pálida claridad de la primera luna. Las embozadas figuras se apresuraron, con el olor del hogar en sus pituitarias. La línea gris del alba, a sus espaldas, era más brillante, lo cual en su calendario del horizonte significaba que estaban a mediados de otoño, el mes de Caprock.

Al pie de la muralla rocosa, las hojas amontonadas por los niños del sietch revoloteaban en el viento, pero los sonidos del paso del grupo (excepto alguna ocasional distracción de Paul o de su madre) no se distinguían de los rumores casuales de la noche.

Paul se pasó la mano por la fina película de sudor y polvo que se había encostrado en su frente, sintió un contacto en su brazo y oyó la voz silbante de Chani:

—Haz como te he dicho: cálate la capucha hasta tu frente. Deja expuestos tan sólo tus ojos. Estás desperdiciando humedad.

Una orden susurrada pidió silencio a sus espaldas:

—¡El desierto os oye!

Un pájaro gorjeó entre las rocas, muy arriba frente a ellos.

El grupo se detuvo, y Paul notó una repentina tensión.

Hubo un sordo golpe entre las rocas, un sonido no más intenso del que hubiera producido un ratón saltando en la arena.

El pájaro gorjeó de nuevo.

Un estremecimiento recorrió las filas del grupo. El ratón- canguro saltó de nuevo en la arena.

El pájaro gorjeó por tercera vez.

El grupo reanudó su ascensión por el interior de la hendidura entre las rocas, pero había ahora un silencio extraño en el modo de respirar de los Fremen que puso a Paul en estado de alerta, y notó que las numerosas miradas directas que dirigía a Chani no recibían respuesta, como si ella se aislara, se cerrara en si misma.

Ahora había roca bajo sus pies, un rumor débil de roce de ropas grises a su alrededor, y Paul sintió una relajación de la disciplina, pero Chani y los demás seguían extrañamente aislados, remotos. Siguió a una sombra imprecisa de perfil humano: peldaños, un giro, más peldaños, un túnel, a través de dos puertas selladoras de humedad, y por fin un estrecho pasadizo iluminado por un globo, entre dos paredes y un techo de roca amarillenta.

A su alrededor, Paul vio a los Fremen echar hacia atrás sus capuchas, quitarse los tampones y respirar profundamente. Alguien suspiró. Paul buscó a Chani, pero descubrió que ya no estaba a su lado. Estaba circundado por numerosos cuerpos aún embozados que le empujaban para uno y otro lado. Alguien le golpeó accidentalmente con un codo.

—Perdona, Usul —le dijo—. ¡Vaya carrera! Siempre es así. A su izquierda, el rostro delgado y barbudo del hombre llamado Farok estaba vuelto hacia él. Sus órbitas manchadas y sus ojos azules parecían aún más tenebrosos a la luz amarilla de los globos.

—Quítate la capucha, Usul —le dijo Farok—. Estás en casa —y ayudó a Paul, soltándole la capucha mientras con los hombros le hacía un poco de sitio a su alrededor.

Paul se quitó los tampones de la nariz, liberando después su boca. El acre olor del lugar le asaltó: cuerpos no lavados, exhalaciones destiladas de residuos reciclados, por todas partes los efluvios de una humanidad, con la turbulencia de la especia y sus armónicos dominándolo todo.

—¿Qué es lo que estamos esperando, Farok? —preguntó Paul.

—A la Reverenda Madre, creo. ¿No has oído el mensaje?… Pobre Chani.

¿Pobre Chani?, se preguntó Paul. Miró a su alrededor, preguntándose dónde estaría, y dónde estaría su madre en aquella multitud.

Farok inspiró profundamente.

—El aroma del hogar —dijo.

Paul observó que el hombre gozaba realmente de la fetidez del aire, no había ironía en su voz. Oyó toser a su madre, y luego le llegó su voz a través de los cuerpos apelotonados:

—Qué intensos son los olores de tu sietch, Stilgar. Veo que hacéis muchas cosas con la especia… papel… plásticos… ¿y eso no son explosivos químicos?

—¿Sabes reconocer todo esto por el olor? —era otra voz de hombre.

Y Paul comprendió que su madre estaba hablando para él, intentaba conseguir que aceptara rápidamente aquella avalancha en su pituitaria.

Hubo un rumor de actividad a la cabeza del grupo, una inspiración profunda y prolongada que pareció recorrer a los Fremen, y luego Paul oyó voces sofocadas a lo largo de la hilera.

—Entonces, es cierto… Liet ha muerto.

Liet, pensó Paul. Y luego: Chani, hija de Liet. Las piezas parecieron encajar en su mente. Liet era el nombre Fremen del planetólogo.

Paul miró a Farok.

—¿Es este el Liet que nosotros conocemos como Kynes? — preguntó.

—Sólo hay un Liet —dijo Farok.

Paul se volvió, y su mirada recorrió a los Fremen junto a él. Entonces, Liet-Kynes ha muerto, pensó.

—Ha sido la traición de los Harkonnen —exclamó alguien—. Lo han hecho de modo que pareciera un accidente… perdido en el desierto… un tóptero estrellado…

Paul se sintió invadido por una oleada de rabia. El hombre que les había ofrecido su amistad, que les había salvado de la caza de los Harkonnen, el hombre que había enviado a las cohortes Fremen a buscar a dos criaturas perdidas en el desierto… otra víctima de los Harkonnen.

—¿Usul siente ya sed de venganza? —preguntó Farok.

Antes de que Paul pudiera responder, fue dada una orden en voz baja, y todo el grupo avanzó, penetrando en una caverna más amplia y arrastrando a Paul con ellos. En el repentino espacio abierto, se halló frente a Stilgar y a una mujer desconocida envuelta en un vestido flotante de brillantes colores naranja y verde. Sus brazos estaban desnudos hasta los hombros, y vio que no llevaba destiltraje. Su piel era de un color oliva pálido. Sus oscuros cabellos estaban peinados hacia atrás en su frente, haciendo resaltar sus pómulos y su aquilina nariz entre la densa oscuridad de sus ojos.

Se volvió hacia él, y Paul vio que de sus orejas colgaban anillos dorados entremezclados con medidas de agua.

—¿Este es el que ha vencido a mi Jamis? —preguntó.

—Cállate, Harah —dijo Stilgar—. Fue Jamis quien le desafió… fue él quien invocó el tahaddi al-burhan.

—¡Pero es un muchacho! —dijo ella. Agitó bruscamente la cabeza, haciendo tintinear las medidas de agua—. ¿Mis hijos son huérfanos por culpa de otro niño? ¡Seguro, ha sido un accidente!

—Usul, ¿cuántos años tienes? —preguntó Stilgar.

—Quince años standard —dijo Paul.

La mirada de Stilgar recorrió el grupo reunido ante ellos.

—¿Hay alguno entre vosotros que quiera desafiarle?

Silencio.

Stilgar miró a la mujer.

—Y yo, hasta que no haya aprendido su extraño arte de combatir, no le desafiaré.

Ella le devolvió la mirada.

—Pero…

—¿Has visto a la extraña mujer que ha ido con Chani a ver a la Reverenda Madre? —preguntó Stilgar—. Es nuestra no-freyn Sayyadina, la Madre de este muchacho. Madre e hijo son maestros en ese extraño arte de batirse.

—Lisan al-Gaib —susurró la mujer. Sus ojos estaban llenos de estupor cuando miraron otra vez a Paul.

De nuevo la leyenda, pensó Paul.

—Quizá —dijo Stilgar—. Pero aún no ha sido probado. —Su atención regresó a Paul—. Usul, nuestra costumbre es que ahora seas responsable de la mujer de Jamis y de sus dos hijos. Su yali… sus apartamentos, son tuyos. Su servicio de café es tuyo… y esta es tu mujer.

Paul estudió a la mujer, preguntándose: ¿Por qué no llora a su hombre? ¿Por qué no muestra ningún odio hacia mí? Bruscamente, se dio cuenta de que los Fremen le estaban mirando, a la espera.

Alguien murmuró:

—Hay trabajo que hacer. Di de qué modo la aceptas.

—¿Aceptas a Harah como mujer o como sirviente? —dijo Stilgar.

Harak alzó los brazos, girando lentamente sobre sí misma.

—Aún soy joven, Usul. Se dice que parezco tan joven como era cuando estaba con Geoff… antes de que Jamis le venciera.

Jamis mató a otro para tenerla, pensó Paul.

—Si la acepto como sirviente, ¿podré cambiar mi decisión más tarde? —preguntó.

—Tienes un año de tiempo para cambiar tu decisión —dijo Stilgar—. Una vez transcurrido éste, ella será una mujer libre que podrá elegir según sus deseos… a menos que tú la dejes libre antes, en cualquier momento. Pero por un año está bajo tu responsabilidad, ocurra lo que ocurra… y serás siempre responsable en parte de los hijos de Jamis.

—La acepto como sirviente —dijo Paul.

Harah dio una patada en el suelo y alzó enfurecida los hombros.

—¡Pero yo soy joven!

Stilgar miró a Paul.

—La prudencia es una cualidad en un hombre que dirige — dijo.

—¡Pero yo soy joven! —repitió Harah.

—Cállate —ordenó Stilgar—. Si una cosa tiene mérito, lo tendrá. Conduce a Usul a sus apartamentos y cuida de que tenga ropas frescas y un sitio para descansar.

—¡Ohhh! —se lamentó la mujer.

Paul la había registrado lo suficiente como para juzgarla en una primera aproximación. Captó la impaciencia de la gente, la urgencia de muchas cosas que se estaban retrasando. Se preguntó si debía atreverse a inquirir la situación de su madre y de Chani, pero Stilgar estaba nervioso y vio que sería un error.

Se volvió hacia Harah, y acentuó su miedo y su estupor dando a su voz un ligero trémolo.

—¡Muéstrame mis apartamentos, Harah! —dijo—. Discutiremos tu juventud en otra ocasión.

Ella retrocedió dos pasos, dirigiendo una aterrada mirada a Stilgar.

—Tiene la voz extraña —balbuceó.

—Stilgar —dijo Paul—, el padre de Chani puso pesadas obligaciones sobre mí. Si hay algo…

—Será decidido en consejo —dijo Stilgar—. Podrás hablar entonces. —Inclinó la cabeza, despidiéndole, y se volvió, alejándose con el resto de su gente.

Paul tocó el brazo de Harah, sintiendo que su piel era fría, notando como temblaba.

—No te haré ningún daño, Harah —dijo—. Muéstrame nuestros apartamentos —y suavizó su voz con una nota relajante.

—¿No me rechazarás cuando haya transcurrido el año? —dijo ella—. Sé que no soy tan joven como era antes.

—Mientras yo viva, tendrás un lugar conmigo —dijo él. Soltó su brazo—. Ahora, vamos ¿donde están nuestros apartamentos?

Ella se volvió, conduciéndole a lo largo de un corredor, girando a la derecha en un amplio túnel iluminado a intervalos regulares por globos que ponían reflejos amarillos a las rocas. El suelo de piedra era liso, sin el menor rastro de arena.

Paul se adelantó hasta colocarse a su lado, estudiando el aquilino perfil a medida que andaban.

—¿No me odias, Harah?

—¿Por qué tendría que odiarte?

Saludó con una inclinación de cabeza a un grupo de niños que les observaban desde un corredor lateral. Paul entrevió algunos adultos tras los niños, semiocultos por cortinajes de tela poco tupida.

—Yo… vencí a Jamis.

—Stilgar ha dicho que la ceremonia tuvo lugar y que tú eras un amigo de Jamis. —Le dirigió una breve ojeada—. Stilgar ha dicho que le diste humedad al muerto. ¿Es cierto?

—Sí.

—Es más de lo que yo haría… de lo que podría hacer.

—¿No lloras?

—Cuando sea el tiempo de llorar, lloraré.

Pasaron una arcada. Paul vio, en una amplia cámara vivamente iluminada, a hombres y mujeres afanándose alrededor de algunas máquinas montadas sobre plataformas. Había un ritmo febril en ellos.

—¿Qué están haciendo aquí? —preguntó Paul.

Ella miró hacia allá mientras pasaban debajo de la arcada. huyamos. Necesitaremos un gran número de colectores de rocío.

—Se apresuran a terminar su cuota de plásticos antes de que para los cultivos.

—¿Huir?

—Hasta que los carniceros dejen de darnos caza o sean arrojados de nuestras tierras.

Por un momento, a Paul le pareció que el tiempo se detenía, y volvía a él un fragmento, una proyección visual de su presciencia… pero estaba desplazada, como un montaje mal secuenciado. Los fragmentos de su memoria presciente no estaban dispuestos exactamente como los recordaba.

—Los Sardaukar nos dan caza —dijo él.

—No encontrarán mucho, excepto uno o dos sietch vacíos — dijo ella—. Y encontrarán su propia ración de muerte en la arena.

—¿Encontrarán también este lugar?

—Probablemente.

—¿Y mientras estamos perdiendo el tiempo en… —señaló con la cabeza la arcada, ahora ya lejos a sus espaldas— …en fabricar estos… colectores de rocío?

—Las plantaciones continúan.

—¿Qué son los colectores de rocío? —preguntó él.

Ella le miró con una intensa sorpresa en sus ojos.

—¿No te han enseñado nada en el… allí en el lugar de donde vengas?

—Nada sobre los colectores de rocío.

—¡Hai! —dijo ella, y en aquella exclamación había todo un discurso.

—Bien, ¿qué es lo que son?

—Cada matojo, cada hierba que ves allá afuera en el erg — dijo ella—, ¿cómo crees que viven una vez los hemos plantado? Cada uno de ellos es tiernamente plantado en su pequeño pozo. Los pozos son llenados con unos diminutos óvalos de cromoplástico. La luz los hace virar al blanco. Si los miras desde una altura, puedes verlos brillar al alba. Un reflejo blanco. Pero cuando el Viejo Padre Sol parte, el cromoplástico se vuelve transparente en la oscuridad. Se enfría con extrema rapidez. La superficie condensa la humedad del aire. Esta humedad queda retenida y nuestras plantas viven.

—Colectores de rocío —murmuró él, maravillado ante la sencilla belleza de aquel procedimiento.

—Lloraré a Jamis cuando sea el tiempo de hacerlo —dijo ella, como si su mente no hubiera dejado de pensar ni un momento en su otra pregunta—. Jamis era un buen hombre, pero rápido en su cólera. Un buen proveedor de alimentos, y una maravilla con los niños. No hizo ninguna distinción entre el niño de Geoff, el mayor, y su propio hijo. Eran iguales a sus ojos. — Miró interrogadoramente a Paul—. ¿Será igual contigo, Usul?

—Nosotros no tenemos este problema.

—Pero, si…

—¡Harah!

Se calló ante el tono duro de su voz.

Pasaron ante otra estancia brillantemente iluminada, visible tras un arco a su izquierda.

—¿Qué hacen aquí? —preguntó él.

—Reparan las máquinas de tejer —dijo ella—. Pero esta noche todo debe ser desmantelado —señaló el túnel que se bifurcaba a su izquierda—. Más allá, en esa dirección, se procesa la comida y se reparan los destiltrajes —miró a Paul—. Tu traje parece nuevo, pero necesita algunas reparaciones. Soy buena con los trajes. Trabajo en la fábrica durante la estación.

Ahora encontraban cada vez más a menudo grupos de gente, y a ambos lados de la galería las ramificaciones se multiplicaban. Una hilera de hombres y mujeres pasó junto a ellos acarreando sacos gorgoteantes que emanaban un intenso olor a especia.

—No tendrán nuestra agua —dijo Harah—. Ni nuestra especia. Puedes estar seguro de ello.

Paul miraba a través de las aberturas en las paredes del túnel, muchas de ellas cubiertas por pesadas cortinas de tela fijadas a salientes de la roca, entreviendo amplias estancias con muros revestidos de tapices de colores vivos y con almohadones apilados. La gente en las aberturas callaba cuando se aproximaban ellos, siguiendo a Paul con indomables miradas.

—La gente encuentra extraño que hayas vencido a Jamis — dijo Harah—. Probablemente tendrás que dar alguna otra prueba cuando estemos instalados en un nuevo sietch.

—No me gusta matar —dijo él.

—Eso es lo que nos ha dicho Stilgar —dijo ella, pero su voz traicionaba su incredulidad.

Unos cantos estridentes se alzaron ante ellos. Llegaron a una abertura lateral más amplia que todas las demás que Paul había visto. Retuvo su paso y miró a una estancia llena de niños sentados con las piernas cruzadas en el suelo recubierto de una alfombra marrón.

Una mujer envuelta en una túnica amarilla estaba al lado de una pizarra, en un ángulo, con un stiloproyector en una mano. El tablero estaba lleno de dibujos: círculos, ángulos y curvas, cuadrados, líneas onduladas y arcos cortados por líneas paralelas. La mujer señalaba los dibujos, uno tras otro, tan rápido como podía mover el stilo, y los niños cantaban al ritmo del movimiento de su mano.

Alejándose, Paul escuchó las voces que sonaban a sus espaldas mientras avanzaba con Harah a través del sietch.

—Árbol —cantaban los niños—. Árbol, hierba, duna, viento, montaña, colina, fuego, relámpago, roca, rocas, polvo, arena, calor, refugio, calor, lleno, invierno, frío, vacío, erosión, verano, caverna, día, tensión, luna, noche, marea de arena, pendiente, plantación, gavilla.

—¿Seguís las clases en un momento así? —preguntó Paul. El rostro de Harah se ensombreció, y el dolor asomó a su voz.

—Esto es lo que Liet nos ha enseñado, no podemos detenernos ni un solo instante. Liet está muerto, pero no puede ser olvidado. Así lo quiere el chakobsa.

Cruzó el túnel hacia la izquierda, subió a una cornisa en la roca, levantó una cortina naranja y se echó a un lado.

—Tu yali está listo para ti, Usul.

Paul vaciló antes de reunirse con ella en la cornisa. Sintió una repentina reluctancia a encontrarse a solas con aquella mujer. Se daba cuenta de que estaba rodeado por una forma de vivir que sólo podría comprender después de haber asimilado todo un sistema ecológico de ideas y significados. Sentía que aquel mundo Fremen intentaba envolverle, tallarle de acuerdo con sus esquemas. Y sabía lo que prometía aquella trampa a cambio… el salvaje jihad, la guerra religiosa que debía evitar a toda costa.

—Este es tu yali —dijo Harah—. ¿Por qué dudas?

Paul asintió, se reunió con ella en la cornisa. Alzó aún más la cortina, notando fibras metálicas en el tejido, y la siguió a una pequeña entrada y después a una estancia más amplia, un cuadrado de unos seis metros de lado… gruesas alfombras azules en el suelo, tapices azules y verdes ocultando las paredes de piedra, globos de luz amarilla flotando bajo un techo cubierto por telas amarillas.

El efecto era el de una antigua tienda.

Harah se inmovilizó ante él, su mano izquierda en la cadera, sus ojos estudiando el rostro de Paul.

—Los niños están con un amigo —dijo—. Se presentarán a ti más tarde.

Paul disimuló su desazón examinando rápidamente la estancia. A la izquierda, vio algunos cortinajes que ocultaban parcialmente una amplia habitación con almohadones apilados junto a las paredes. Sintió una suave brisa proveniente de un conducto de aire, hábilmente disimulado en el dibujo de los tapices, justo frente a él.

—¿Quieres que te ayude a quitarte el destiltraje? —preguntó Harah.

—No… gracias.

—¿Te traigo algo de comer?

—Si.

—Hay una estancia de reposo tras la otra habitación —señaló —. Para tu comodidad y conveniencia, cuando estés fuera del destiltraje.

—Has dicho que teníamos que abandonar este sietch —dijo Paul—. ¿No tendríamos que comenzar a recoger las cosas o algo así?

—Eso se hará a su tiempo —dijo ella—. Los carniceros aún no han penetrado en nuestro territorio.

Dudó otra vez, mirándole.

—¿Qué ocurre? —preguntó él.

—Tú no tienes los ojos de Ibad —dijo ella—. Es extraño, pero no del todo desprovisto de atractivo.

—Ve a buscar la comida —dijo él—. Tengo hambre.

Ella le sonrió… una sonrisa de mujer maliciosa, que le inquietó.

—Soy tu sirvienta —dijo, y con un suave movimiento se volvió, alejándose con paso ágil e inclinando la cabeza para pasar bajo un pesado cortinaje en la pared, que reveló un estrecho corredor antes de volver a caer a su lugar.

Sintiéndose irritado consigo mismo, Paul apartó el fino cortinaje a su derecha y entró en la estancia más grande. Permaneció un momento inmóvil, indeciso. Y se preguntó dónde estaría Chani… Chani, que acababa de perder a su padre.

En esto somos iguales, pensó.

Un grito ululante resonó fuera, en los corredores, sofocado por los cortinajes. Se repitió, más lejos, y luego otra vez. Paul se dio cuenta de que alguien estaba anunciando la hora. Recordó no haber visto relojes.

El débil olor de un fuego de creosota llegó a su olfato, mezclándose con el omnipresente hedor del sietch. Paul se dio cuenta de que ya había suprimido aquel asalto olfativo de sus sentidos.

Y se preguntó de nuevo acerca de su madre, cuál sería su papel en aquel montaje del futuro que apenas había entrevisto… y el de la hija que llevaba en su seno. El mutable tiempo- consciencia parecía danzar a su alrededor. Agitó violentamente su cabeza, concentrando su atención en las evidencias que le hablaban de la amplitud y profundidad de aquella cultura Fremen que él apenas había empezado a absorber.

Con todas sus sutiles diferencias.

En todas las cavernas, y en aquella habitación, había observado algo que, por si solo, sugería unas diferencias mucho mayores que todas las que había visto hasta entonces.

No había allí ninguna señal de detectores de veneno, ninguna indicación de su uso en aquel hormiguero subterráneo. Y sin embargo, en el omnipresente hedor del sietch, podía sentir los venenos… violentos unos, comunes otros.

Oyó un ruido de cortinajes, pensó que sería Harah de vuelta con la comida, y se volvió. En su lugar, bajo una cortina apartada, vio a dos niños, quizá de nueve y diez años, de pie y mirándole con ojos ávidos. Cada uno de ellos tenía un pequeño crys parecido a un kindjal, y permanecían con la mano apoyada en la empuñadura.

Y Paul recordó aquellas historias relativas a los Fremen… acerca de que sus niños combatían con la misma ferocidad que los adultos.

CAPÍTULO XXXVII

Las manos se mueven, los labios se mueven…

Las ideas brotan de sus palabras,

¡Y sus ojos devoran!

Es una isla de autodominio.

Descripción del «Manual de Muad’Dib», por la Princesa Irulan.


Los tubos a fósforo en las paredes más lejanas de la caverna iluminaban la multitud reunida en la gran cavidad… enorme, pensó Jessica, mayor que la Sala de Asambleas de su escuela Bene Gesserit. Estimó que habría al menos cinco mil personas allá dentro, reunidas bajo la plataforma rocosa donde estaba ella con Stilgar.

E iban llegando más.

El aire estaba lleno del murmullo de la gente.

—Tu hijo ha sido despertado y convocado, Sayyadina —dijo Stilgar—. ¿Quieres que sea partícipe de tu decisión?

—¿Puede él cambiar mi decisión?

—Ciertamente, el aire con el que hablas viene de tus pulmones, pero…

—La decisión permanece —dijo ella.

Pero se sentía indecisa, y se preguntó si hubiera podido usar a Paul como pretexto para echarse atrás en su peligroso camino. Había aún una hija nonata en quien pensar. Lo que ponía en peligro la carne de la madre ponía en peligro la carne de la hija.

Se acercaron hombres trayendo alfombras enrolladas, vacilando bajo su enorme peso, y las depositaron bajo la plataforma levantando una nube de polvo.

Stilgar la tomó por el brazo y la condujo hacia la cavidad acústica formada por la pared del lado posterior a la plataforma. Le indicó un asiento de roca tallado en la misma cavidad.

—La Reverenda Madre se sentará aquí, pero tú puedes sentarte y descansar hasta que ella llegue.

—Prefiero estar de pie —dijo Jessica.

Miró a los hombres desenrollando las alfombras, cubriendo con ellas el suelo de la plataforma, y luego a la multitud cada vez más numerosa. Ahora habría al menos diez mil personas en la caverna.

Y seguían llegando más.

Fuera en el desierto, lo sabía, el rojo anochecer estaba llegando, pero allí en la caverna reinaba un perpetuo crepúsculo, una gris inmensidad donde la gente se había reunido para verla arriesgar su vida.

A su derecha se abrió un camino entre la multitud, y vio a Paul acercándose en compañía de dos niños de aspecto serio y altanero. Sus manos estaban apoyadas en la empuñadura de sus cuchillos, y miraban ceñudos a la gente de ambos lados.

—Los hijos de Jamis que son ahora los hijos de Paul —dijo Stilgar—. Le escoltan con mucha convicción —aventuró una sonrisa hacia Jessica.

Jessica reconoció el esfuerzo de Stilgar para tranquilizarla y se lo agradeció, pero no consiguió apartar su mente del peligro que estaba a punto de afrontar.

No tenía otra elección, pensó. Debemos actuar rápidamente para garantizarnos nuestro lugar entre esos Fremen.

Paul subió a la plataforma, dejando a los niños abajo. Se detuvo frente a su madre, miró brevemente a Stilgar, luego volvió su atención a Jessica.

—¿Qué ocurre? Creía que había sido convocado por el consejo.

Stilgar alzó una mano pidiendo silencio, e hizo un gesto hacia su izquierda, donde se había abierto otro camino en la muchedumbre. Chani se estaba acercando, con su rostro de elfo mostrando su dolor. Se había quitado el destiltraje y llevaba una graciosa túnica azul que dejaba sus brazos al descubierto. Un pañuelo verde estaba anudado a su brazo izquierdo, cerca del hombro.

Verde, el color del luto, pensó Paul.

Era una de las costumbres que los dos hijos de Jamis le habían explicado indirectamente, cuando le dijeron que no se ponían nada verde porque le habían aceptado a él como padre custodio.

—¿Eres tú el Lisan al-Gaib? —le habían preguntado. Y Paul había captado el jihad en sus palabras y desviado la pregunta por el método de hacer otra a su vez… aprendiendo así que Kaleff, el mayor de los dos, tenía diez años y era el hijo natural de Geoff. Orlop, la pequeña, tenía ocho años y era la hija natural de Jamis.

Había pasado un extraño día con aquellos dos niños, a los que había pedido que montaran guardia para alejar a los curiosos, gracias a lo cual había tenido tiempo suficiente para reflexionar con calma y poner un poco de orden en sus recuerdos prescientes, a fin de estudiar un modo de prevenir el jihad.

Ahora, de pie al lado de su madre en la plataforma rocosa de la caverna y mirando a la multitud, se preguntó si habría alguna forma de impedir el salvaje desencadenamiento de las legiones fanáticas.

Chani se acercó a la plataforma, seguida a corta distancia por cuatro mujeres que transportaban a otra mujer en una litera.

Jessica ignoró a Chani, concentrando toda su atención en la mujer de la litera: una vieja, una marchita y arrugada cosa antigua vestida con un traje negro cuya capucha, echada hacia atrás, revelaba una mata de cabellos grises atados apretadamente en un moño, y un cuello descarnado.

Las portadoras depositaron delicadamente su carga en el suelo de la plataforma, y Chani ayudó a la anciana a levantarse.

Así, esta es su Reverenda Madre, pensó Jessica.

La anciana se apoyó pesadamente en Chani y avanzó vacilante hacia Jessica, evocando un montón de bastones envuelto en ropas negras. Se detuvo frente a Jessica, la escrutó de arriba a abajo por un largo momento, y luego habló en un murmullo estridente:

—Así que tú eres ella —la vieja cabeza osciló precariamente sobre el delgado cuello—. La Shadout Mapes tuvo razón al sentir piedad por ti.

—No necesito la piedad de nadie —respondió Jessica, rápidamente, desdeñosamente.

—Esto queda por ver —resopló la anciana. Se volvió con una sorprendente rapidez para hacer frente a la multitud—. Díselo, Stilgar.

—¿Es preciso? —preguntó él.

—Somos el pueblo de Misr —dijo la anciana con voz rasposa —. Desde que nuestros antepasados huyeron de Nilotic al- Ourouba, hemos conocido la huida y la muerte. Los jóvenes viven para que nuestro pueblo no muera.

Stilgar inspiró profundamente y dio dos pasos hacia adelante.

Jessica notó el atento silencio que descendía sobre la enorme caverna… unas veinte mil personas ahora, de pie, silenciosas, sin el menor movimiento. De pronto se sintió pequeña y vulnerable.

—Esta noche deberemos abandonar este sietch que nos ha dado abrigo durante tanto tiempo y andar hacia el sur en el desierto —dijo Stilgar. Su voz resonó sobre la marea de rostros levantados, creando ecos en la cavidad acústica a sus espaldas.

La multitud mantuvo un absoluto silencio.

—La Reverenda Madre me ha dicho que no podrá sobrevivir a otro hajra —dijo Stilgar—. Hemos vivido ya antes sin Reverenda Madre, pero no es bueno para un pueblo en busca de un nuevo hogar en estas condiciones.

Ahora la multitud comenzó a agitarse, estremeciéndose con murmullos y oleadas de inquietud.

—Para que esto no ocurra —dijo Stilgar—, nuestra nueva Sayyadina, Jessica del Extraño Arte, ha consentido someterse a los ritos ahora. Intentará alcanzar el paso interior a fin de que no perdamos la fuerza de nuestra Reverenda Madre.

Jessica del Extraño Arte, pensó Jessica. Vio la mirada de Paul clavada en ella, sus ojos llenos de preguntas, pero su boca permanecía silenciosa a causa de toda la extrañeza que había a su alrededor.

Si muero en la tentativa, ¿qué le ocurrirá a él?, se preguntó Jessica. De nuevo su mente estuvo llena de dudas.

Chani condujo a la Reverenda Madre hasta el sillón en la roca, al fondo de la cavidad acústica, y regresó al lado de Stilgar.

—A fin de que no lo perdamos todo si Jessica del Extraño Arte falla en su prueba —dijo Stilgar—, Chani, hija de Liet, será consagrada Sayyadina en este momento —dio un paso hacia un lado.

Del fondo de la cavidad acústica, la voz de la anciana resonó como un susurro amplificado, áspero y penetrante:

—Chani ha vuelto de su hajra… Chani ha visto las aguas.

Una respuesta susurrante llegó de la multitud:

—Ha visto las aguas.

—Consagro a la hija de Liet como Sayyadina —sibiló la anciana.

—Es aceptada —respondió la multitud.

Paul apenas escuchaba la ceremonia, su atención estaba centrada en lo que había oído decir acerca de su madre.

¿Si fallaba en su prueba?

Se volvió y miró a la que todos llamaban Reverenda Madre, estudiando los enjutos rasgos de la anciana, la fantomática fijeza de sus ojos totalmente azules. Parecía como si la más leve brisa pudiera arrastrarla consigo, pero algo en ella sugería que podía resistir el paso de una tormenta de coriolis. De ella emanaba la misma aura de poder que recordaba de la Reverenda Madre Gaius Helen Mohiam cuando le había sometido a la atroz agonía de la prueba del gom jabbar.

—Yo, la Reverenda Madre Ramallo, cuya voz habla como una multitud, os digo esto —murmuró la anciana—: es justo que Chani sea aceptada como Sayyadina.

—Es justo —respondió la multitud.

La anciana asintió.

—Yo te doy los cielos plateados, el desierto dorado y sus brillantes rocas, los campos verdes que veremos en ellos —dijo —. Yo doy todo esto a la Sayyadina Chani. Y para evitar que olvide que está al servicio de todos nosotros, serán suyas las tareas domésticas en esta Ceremonia de la Semilla. Que todo sea según la voluntad del Shai-hulud —alzó un brazo oscuro y reseco como un bastón, y lo dejó caer de nuevo.

Jessica tuvo de pronto la impresión de que la ceremonia se había cerrado a su alrededor como una corriente impetuosa, arrastrándola con rapidez sin ninguna posibilidad de retorno, y lanzó una última ojeada al rostro perplejo de Paul, preparándose para afrontar la prueba.

—Que se acerquen los maestros de agua —dijo Chani, con una excitación apenas perceptible en su voz de joven-niña.

En aquel momento sintió Jessica que el peligro se condensaba a su alrededor, notando su presencia en el repentino silencio de la multitud, en sus miradas.

El grupo de hombres se abrió camino sinuosamente a través de la gente, avanzando en parejas. Cada pareja llevaba un pequeño saco de piel, cuyo tamaño era tal vez el doble del de una cabeza humana. Los sacos oscilaban pesadamente.

Los dos primeros hombres depositaron su carga a los pies de Chani, en la plataforma, y retrocedieron.

Jessica miró al saco, luego a los hombres. Llevaban sus capuchas echadas hacia atrás, revelando unos largos cabellos anudados en la base del cuello. Los oscuros pozos de sus ojos afrontaron impasibles su mirada.

Un denso aroma a canela se alzó del saco, flotando hasta Jessica. ¿Especia?, pensó.

—¿Hay agua? —preguntó Chani.

El maestro de agua a su izquierda, un hombre con una cicatriz púrpura atravesando el puente de su nariz, asintió con la cabeza.

—Hay agua, Sayyadina —dijo—, pero no podemos beber de ella.

—¿Hay semillas? —preguntó Chani.

—Hay semillas —dijo el hombre.

Entonces Chani se arrodilló y apoyó sus manos en el chapoteante saco.

—Benditos sean el agua y su semilla.

Había algo familiar en el rito, y Jessica miró nuevamente a la Reverenda Madre Ramallo. La anciana había cerrado los ojos y se había acurrucado en su asiento, como si durmiera.

—Sayyadina Jessica —dijo Chani.

Jessica se volvió para ver que la muchacha la estaba mirando directamente.

—¿Has bebido del agua bendita? —preguntó Chani. Antes de que Jessica pudiera responder, continuó—: No es posible que hayas bebido del agua bendita. Tú vienes de otro mundo y no gozas del privilegio.

Un suspiro recorrió la multitud, un susurro de ropas que hicieron erizarse el cabello en la nuca de Jessica.

—La recolección ha sido abundante y el hacedor ha sido destruido —dijo Chani. Comenzó a desligar un tubo que estaba fijado al extremo del saco.

Ahora, Jessica sentía el peligro bullendo a su alrededor. Miró a Paul, pero vio que estaba fascinado por el ritual y sus ojos no se apartaban de Chani.

¿Ha visto ya este momento en el tiempo?, se preguntó. Llevó una mano a su vientre, pensando en su hija aún no nacida que llevaba allí, preguntándose: ¿Tengo derecho a poner en peligro la vida de ambas?

Chani tendió el extremo del tubo a Jessica y dijo:

—He aquí el Agua de Vida, el agua que es más grande que el agua… Kan, el agua que libera el alma. Si tú eres una Reverenda Madre, te abrirá el universo. Que Shai-hulud juzgue ahora.

Jessica se sintió desgarrada entre su deber hacia su hija aún no nacida y su deber hacia Paul. Por Paul, lo sabía, tenía que tomar aquel tubo y beber el líquido contenido en el saco, pero en el mismo instante en que se inclinaba para aceptarlo sus sentidos la advirtieron del peligro.

El contenido del saco exhalaba un olor amargo, sutilmente parecido al de muchos venenos conocidos por ella, pero pese a todo distinto.

—Ahora debes beber —dijo Chani.

No hay salida posible, pensó Jessica. Nada, en todo su adiestramiento Bene Gesserit, le proporcionaba una ayuda en aquel difícil momento.

¿Qué es?, se preguntó. ¿Un licor? ¿Una droga?

Se inclinó aún más sobre el extremo del tubo, percibió olores etéreos distintos al de la canela, y recordó la embriaguez de Duncan Idaho. ¿Un licor de especia?, se preguntó a sí misma. Metió el extremo del tubo en su boca y sorbió una muy pequeña cantidad. Notó el gusto de la especia, con algo acre, en la lengua.

Chani se apoyó entonces en el saco. Un violento chorro de líquido penetró en la boca de Jessica, y no tuvo más remedio que tragarlo, esforzándose en conservar toda su calma y dignidad.

—Aceptar una pequeña muerte es a veces peor que la gran muerte —dijo Chani. Miró fijamente a Jessica, aguardando.

Y Jessica le devolvió su mirada, siempre con el tubo en la boca. El sabor del líquido estaba en su paladar, en su nariz, en sus mejillas, en sus ojos… un sabor dulzón ahora.

Fresco.

Chani oprimió de nuevo el líquido hacia la boca de Jessica.

Delicado.

Jessica estudió el rostro de Chani, sus rasgos de elfo, encontrando las similitudes con el rostro de Liet-Kynes, un rostro que aún no había sido fijado por el tiempo.

Me han dado una droga, se dijo Jessica.

Pero era distinta a cualquier otra droga conocida por ella, y el adiestramiento Bene Gesserit incluía el ensayo de innumerables drogas.

Los rasgos de Chani eran cada vez más claros, como si se destacaran silueteados sobre una violeta luz.

Una droga.

El silencio torbellineaba en torno a Jessica. Cada fibra de su cuerpo había aceptado el hecho de que algo muy profundo estaba ocurriendo en ella. Tenía la impresión de ser tan sólo un ínfimo grano de polvo consciente, más pequeño que cualquier partícula y subatómica, y todavía capaz de moverse y de percibir el mundo a su alrededor. Como en una brusca revelación, como si se descorriera un velo, se vio a sí misma bajo la forma de una gran extensión psicoquinestética. Era un átomo, pero no era un átomo.

La caverna existía aún a su alrededor… y la gente. Los sentía:

Paul, Chani, Stilgar, la Reverenda Madre Ramallo.

¡La Reverenda Madre!

En la escuela corrían rumores de que a veces no se sobrevivía a la prueba de la Reverenda Madre, que la droga la mataba a una.

Jessica concentró su atención en la Reverenda Madre Ramallo, dándose repentinamente cuenta de que todo aquello estaba ocurriendo en un breve instante… en un tiempo que estaba en suspenso sólo para ella.

¿Por qué se ha detenido el tiempo?, se preguntó. Contempló todas aquellas expresiones petrificadas a su alrededor, viendo un grano de polvo suspendido sobre la cabeza de Chani, inmóvil.

Esperando.

La respuesta llegó en aquel instante como una explosión en su consciencia: su tiempo personal estaba suspendido para salvarle la vida.

Se concentró en aquella extensión psicoquinestética de sí misma, mirando en su propio interior, e inmediatamente fue confrontada a un núcleo celular, un pozo de tinieblas que la rechazó.

En el lugar al que no podemos mirar, pensó. Es el lugar que las Reverendas Madres mencionan reluctantemente… el lugar que sólo un Kwisatz Haderach puede ver.

Aquella comprensión le devolvió un poco de su confianza, e intentó de nuevo concentrarse en aquella extensión psicoquinestética, transformándose en un grano de polvo dispuesto a explorarse a si mismo en busca del peligro.

Lo encontró en la droga que había ingerido.

Era como un torbellino de partículas danzantes en su interior, tan rápido que ni siquiera la detención del tiempo conseguía pararlo. Partículas danzantes. Empezó a reconocer estructuras familiares, cadenas atómicas: un átomo de carbono aquí, una formación helicoidal… una molécula de glucosa. Toda una cadena de moléculas frente a ella, en la que reconoció una proteína… una configuración metil-proteina.

¡Ahhh!

Fue como un suspiro mental desprovisto de sonido, surgiendo de lo más profundo de sí misma junto con la identificación de la naturaleza del veneno.

Penetró dentro de si misma con su onda psicoquinestética, separó un átomo de oxígeno, ligó uno de carbono a la cadena, restableció la unión del oxígeno… hidrógeno.

La modificación se desarrolló… más y más aprisa a medida que la reacción catalítica ampliaba su superficie de contacto.

La suspensión del tiempo la abandonó. Percibió movimientos. El extremo del tubo se agitó en su boca… suavemente, recogiendo un poco de su saliva.

Chani está tomando el catalizador de mi cuerpo para transformar el veneno de ese saco, pensó Jessica. ¿Por qué?

Alguien la hizo sentarse. Vio que la Reverenda Madre era transportada hasta su lado, en el extremo de la alfombrada plataforma. Una reseca mano tocó su cuello.

¡Y otra partícula psicoquinestética penetró en su consciencia! Jessica intentó rechazarla, pero la partícula se acercaba cada vez más… cada vez más.

¡Se tocaron!

Fue como una íntima unión, la más completa y definitiva, y fue dos personas al mismo tiempo: no telepatía, sino consciencia recíproca.

¡Con la vieja Reverenda Madre!

Pero Jessica vio que la Reverenda Madre no pensaba en sí misma como en una vieja. Una imagen se desplegó en las dos mentes fusionadas: una mujer joven de espíritu alegre y tierno humor.

Dentro de su mutua consciencia, la joven dijo:

—Si, así es como soy.

Jessica sólo pudo aceptar aquellas palabras, no responder a ellas.

—Muy pronto lo tendrás todo, Jessica —dijo la imagen interior.

Es una alucinación, se dijo Jessica.

—Tú sabes bien que no —dijo la imagen interior—. Debemos apresurarnos ahora, no luches conmigo. No hay mucho tiempo. Nosotras… —Una larga pausa, y luego—: ¿Por qué no nos has dicho que estabas encinta?

Jessica encontró al fin la voz que podía hablar en el seno de su mutua consciencia.

—¿Por qué?

—¡¡Esto nos cambia a ambas!! Santa Madre, ¿qué es lo que hemos hecho?

Jessica percibió un cambio en la mutua consciencia, y una nueva partícula-presencia apareció ante su ojo interior. Se movía rápida e incontroladamente, aquí, allí, trazando círculos. Irradiaba puro terror.

—Tendrás que ser fuerte —dijo la imagen-presencia de la Reverenda Madre—. Eres afortunada de llevar una hija. Un feto masculino hubiera sido muerto. Ahora… suavemente, lentamente… toca a tu hija-presencia. Sé tu hija-presencia. Absorbe su miedo… cálmala… usa tu valor y tu fuerza… suavemente ahora… suavemente.

La partícula torbellineante se acercó, y Jessica se obligó a tocarla.

El terror amenazó con arrollarla.

Lo combatió con el único medio a su alcance que conocía: «No conoceré el miedo. El miedo mata la mente…»

La letanía le devolvió algo de calma. La otra partícula se inmovilizó a su lado.

Las palabras no servirán, se dijo Jessica.

Descendió hasta el nivel de las reacciones emocionales básicas, irradió amor, confort, una cálida protección.

El terror retrocedió.

De nuevo se impuso la presencia de la Reverenda Madre, pero ahora la percepción era triplemente mutua… dos de ellas activas y la tercera absorbiendo inmóvil.

—El tiempo me empuja —dijo la Reverenda Madre con su consciencia—. Tengo mucho que darte. E ignoro si tu hija podrá aceptarlo todo y conservar su salud mental. Pero así debe ser: las necesidades de la tribu están por encima de todo lo demás.

—¿Qué…?

—¡Guarda silencio y acepta!

Ante Jessica empezaron a desfilar experiencias. Eran como la banda de lectura de un proyector de adiestramiento subliminal en la escuela Bene Gesserit… pero mucho más rápido… terriblemente mucho más rápido.

Y pese a todo… claro.

Reconocía cada experiencia en el mismo momento en que se manifestaba: había un amante, viril, barbudo, con los ojos oscuros de los Fremen, y Jessica sintió su fuerza y su ternura, y toda su vida en un instante, a través de los recuerdos de la Reverenda Madre.

No era el tiempo de pensar en el efecto que tendría esto en el feto de su hija, era tan sólo el tiempo de aceptar y registrar. Las experiencias se derramaron sobre Jessica: nacimiento, vida, muerte… cosas importantes e intrascendentes, toda una existencia en un simple relámpago de tiempo.

¿Por qué esta catarata de arena cayendo desde lo alto de un farallón ha permanecido incrustada de esta manera en el recuerdo?, se preguntó.

Más tarde Jessica comprendió lo que estaba ocurriendo: la anciana estaba muriendo y, al morir, vertía todas sus experiencias en la consciencia de Jessica, como el agua se vierte en una taza. La otra partícula se desvaneció lentamente en su propia consciencia prenatal, bajo la mirada interior de su madre. Y, mientras, la vieja Reverenda Madre dejaba su vida en la memoria de Jessica con un último gemido confuso de palabras.

—Te he esperado tanto tiempo —dijo—. Aquí está mi vida.

Y allí estaba realmente, almacenada en su interior, toda ella.

Hasta el instante de su muerte.

Ahora soy una Reverenda Madre, se dio cuenta Jessica.

Y necesitó tan sólo un instante para comprender lo que era ahora, supo realmente lo que significaba ser una Reverenda Madre Bene Gesserit. La droga venenosa la había transformado.

No ocurría exactamente así en la escuela Bene Gesserit, pensó. Ahora lo sabía, aunque nadie la había introducido en aquellos misterios.

Pero el resultado era el mismo.

Jessica sintió la partícula infinitesimal de su hija rozando su consciencia interior, la tocó, pero no obtuvo respuesta.

Un terrible sentimiento de soledad invadió a Jessica junto con la comprensión de lo que le había ocurrido. Vio su propia vida retardarse al tiempo que todas las demás vidas a su alrededor seguían avanzando cada vez a mayor velocidad, hasta que el complejo diseño de las influencias recíprocas se hacía claramente visible.

Su percepción interior se hacía menos intensa a medida que disminuían los efectos de la droga, pero sentía aún la presencia de la otra partícula, y la tocó suavemente, con un sentimiento de culpabilidad por haber permitido que le ocurriese aquello.

Lo he permitido, mi pobre, aún no formada y pequeña querida hija. Te he llevado a este universo y te he expuesto sin la menor defensa a la infinita variedad de sus conocimientos.

Un infinitesimal flujo de amor-confort, como un reflejo del que ella había vertido antes, le llegó de la otra partícula.

Antes de que Jessica pudiera responder, sintió la presencia del adab, el recuerdo que exige. Era algo que tenía que hacer. Intentó liberarse, dándose cuenta de que estaba aún aturdida por las últimas huellas de la droga que impregnaba sus sentidos.

Puedo cambiar, esto, pensó. Puedo cambiar la acción de la droga y hacerla inofensiva. Pero comprendió que sería un error. Estoy participando en una unión ritual.

Supo entonces lo que tenía que hacer.

Jessica abrió los ojos, e hizo un gesto en dirección al saco que Chani mantenía por encima de ella.

—Ha sido bendecido —dijo Jessica—. Mezclad las aguas, dejad que el cambio alcance a todos, que el pueblo pueda participar y contribuir en la bendición.

Dejad que el catalizador haga su trabajo, pensó. Dejad que el pueblo beba de él y cada uno tenga, por un momento, su más intensa percepción de los demás. La droga ya no es peligrosa… ahora que una Reverenda Madre la ha transformado.

Pero el exigente recuerdo seguía presionando en su interior. Se dio cuenta de que había otra cosa que debía hacer, pero la droga le impedía concentrarse.

Ahhh… la vieja Reverenda Madre.

—He encontrado a la Reverenda Madre Ramallo —dijo Jessica—. Ella se ha ido, pero permanece entre nosotros. Que su memoria sea honrada según el ritual.

¿Dónde he encontrado estas palabras?, se preguntó Jessica.

Y comprendió de pronto que venían de otra memoria, la vida que le había sido dada y que ahora formaba parte de si misma. Pero pese a todo aún seguía faltando algo.

«Deja que ellos tengan su orgía», dijo la otra memoria dentro de ella. «Hay tan pocos placeres en la vida. Además, tú y yo necesitamos otro breve instante para conocernos, antes de que yo me disuelva completamente en tus recuerdos. Me siento ya obligada a muchos de ellos. Ahhh… tu mente está llena de cosas interesantes. Muchas más cosas de las que nunca hubieras imaginado.»

Y la memoria encapsulada en su mente se abrió para Jessica, permitiéndole ver, como a lo largo de un inmenso corredor, a otras Reverendas Madres tras otras Reverendas Madres tras otras Reverendas Madres, en una sucesión que parecía no tener fin.

Jessica retrocedió, aterrada ante la idea de sumergirse en aquel océano sin límites. Pero el corredor no desapareció, revelando a Jessica que la cultura Fremen era más increíblemente antigua de lo que nunca hubiera podido suponer.

Vio que había habido Fremen en Poritrin, todo un pueblo que se había reblandecido con el contacto de aquel planeta demasiado fácil, una presa sencilla para las incursiones de los reclutadores Imperiales en busca de elementos para las colonias de Bela Tegueuse y Salusa Secundus.

Oh, el lamento que Jessica percibió en aquella separación.

En las lejanías profundidades del corredor, una imagen-voz exclamó:

—¡Nos han negado el Hajj!

Jessica vio en aquel corredor interior los barracones de esclavos en Bela Tegueuse, Vio cómo habían sido eliminados y seleccionados los hombres para poblar Rossak y Harmonthep. Escenas de brutal ferocidad se abrieron ante ella como los pétalos de una terrible flor. Y vio el hilo del pasado, transmitido de Savyadina en Sayyadina, primero a viva voz, oculto entre los cantos de la arena, después por las Reverendas Madres, gracias al descubrimiento de la droga en Rossak… y el hilo era ahora más sólido que nunca, en Arrakis, con el descubrimiento del Agua de Vida.

Muy lejos, en lo más profundo del corredor, otra voz gritó:

—¡Nunca perdonar! ¡Nunca olvidar!

Pero la atención de Jessica estaba concentrada en la revelación del Agua de Vida, en sus fuentes: la exhalación líquida del gusano de arena moribundo, de un hacedor. Y cuando vio la forma en que era muerto en su nueva memoria, estuvo a punto de gritar.

¡La criatura era ahogada!

—Madre, ¿te encuentras bien?

La voz de Paul penetró en ella, y Jessica luchó por abstraerse de su visión interior, consciente de sus deberes para con su hijo pero irritada por su intromisión.

Soy como una persona cuyas manos han permanecido paralizadas, insensibles, durante toda su vida… hasta que un día vuelve a ellas su habilidad de moverse y percibir sensaciones.

El pensamiento permaneció suspendido en su mente, una consciencia envolvente.

Y yo digo: «¡Mira! ¡Tienes manos!» Pero la gente a mi alrededor me pregunta: «¿Que son las manos?».

—¿Te encuentras bien? —repitió Paul.

—Sí.

—¿Es correcto que beba? —señaló el saco en las manos de Chani—. Ellos quieren que beba.

Jessica percibió el oculto significado en sus palabras, y comprendió que él había detectado el veneno en la sustancia original, antes de ser transformada, y que estaba preocupado por ella. Entonces empezó a preguntarse cuáles eran los límites de la presciencia de Paul. Aquella pregunta le revelaba muchas cosas.

—Puedes beber —dijo—. Ha sido transformada —y miró a Stilgar, inmóvil tras su hijo, que la estudiaba con sombríos ojos.

—Ahora sabemos que no habéis mentido —dijo el Fremen. Ella captó también un significado oculto en aquella frase, pero el efecto de la droga oscurecía aún sus sentidos. Era tan cálida y tan relajante. Los Fremen habían sido tan buenos con ella proporcionándole una tal unión.

Paul se dio cuenta de que la droga se estaba adueñando de su madre.

Buscó entonces en su memoria… el pasado inmutable, las líneas de flujo de los posibles futuros. Con su ojo interior, le parecía estar explorando una sucesión de instantes inmóviles y desconcertantes. Los fragmentos eran difíciles de comprender cuando eran arrancados del flujo.

Aquella droga… podía acumular un gran número de datos sobre ella, comprender lo que le estaba haciendo a su madre, pero era un conocimiento desprovisto de su ritmo natural, de un sistema de reflexión recíproca.

De pronto se dio cuenta de que una cosa era la visión del pasado en el presente, pero que la auténtica prueba de la presciencia era ver el pasado en el futuro.

Las cosas persistían en ser distintas de lo que parecían ser.

—Bebe —dijo Chani. Movió el extremo del tubo bajo su nariz.

Paul se envaró, mirando a Chani. Sintió en el aire la excitación de la fiesta. Sabía lo que ocurriría si bebía aquella especia que era la quintaesencia de la sustancia que había producido el cambio en él. Volvería a aquella visión de tiempo puro, un tiempo convertido en espacio. La droga le llevaría a aquella cima vacilante, desafiándole a comprender.

—Bebe, muchacho —dijo Stilgar, tras Chani—. Estás retrasando el ritual.

Prestó oído a la multitud, y percibió una nota salvaje en innumerables voces.

—Lisan al-Gaib —decían—. ¡Muad’Dib!

Miró a su madre. Parecía dormir pacíficamente en su posición sentada, respirando profunda y regularmente. Una frase surgida de aquel futuro que era su solitario pasado llegó a su mente: «Está durmiendo en el Agua de Vida.»

Chani tiró de su manga.

Paul introdujo el tubo en su boca, oyendo a la gente gritar. Sintió el líquido gorgotear por su garganta cuando Chani presionó el saco, sintió el aturdimiento subsiguiente. Chani retiró el tubo, pasando el saco a las innumerables manos que lo reclamaban desde el suelo de la caverna. Los ojos de Paul se centraron en su brazo, en la verde banda de luto atada allí.

Mientras se levantaban, Chani vio la dirección de su mirada.

—Puedo llorarle en la felicidad de las aguas —dijo—. Esto es algo que nos ha dejado. —Puso sus manos en las de él y le arrastró a lo largo de la plataforma rocosa—. Somos iguales en una cosa, Usul. Ambos hemos perdido un padre a manos de los Harkonnen.

Paul la siguió. Le parecía que su cabeza había sido separada de su cuerpo y luego vuelta a colocar con extrañas conexiones. Sentía sus piernas como lejanas y reblandecidas.

Entraron en un estrecho corredor lateral, cuyas paredes estaban débilmente iluminadas por globos espaciados. Paul sentía que la droga empezaba a producir un único efecto en él, abriendo el tiempo como si fuera una flor. Tuvo que apoyarse en Chani para no caer, cuando ella giró hacia otro túnel oscuro. El contacto de su carne tierna y firme bajo sus ropas excitó su sangre. La sensación se mezcló con el efecto de la droga, replegando el futuro y el pasado dentro del presente, en una triple y casi instantánea focalización.

—Te conozco, Chani —susurró—. Estábamos sentados en una cornisa sobre la arena y yo calmé tu miedo. Nos acariciamos en la oscuridad del sietch. Nosotros… —todo se desenfocó ante sus ojos, agitó la cabeza, vaciló.

Chani le sostuvo, le condujo a través de los pesados cortinajes amarillos hasta el calor de un apartamento privado… mesas bajas, almohadones, un colchón bajo un cobertor naranja.

Paul captó vagamente que se habían detenido, que Chani estaba de pie frente a él, mirándole, y que sus ojos traicionaban un tranquilo terror.

—Debes decírmelo —susurró ella.

—Tú eres Sihaya —dijo Paul—, la primavera del desierto.

—Cuando la tribu comparte el Agua —dijo ella—, somos uno… todos nosotros. Nos… compartimos. Puedo… sentir a los demás conmigo. Pero tengo miedo de compartir contigo.

—¿Por qué?

Intentó concentrarse en ella, pero el pasado y el futuro se confundían con el presente, ofuscando su imagen. La vio en un número incontable de lugares y de situaciones.

—Hay algo aterrador en ti —dijo ella—. Cuando te he apartado de los demás… lo he hecho porque esto era lo que querían. Tú… empujas a la gente. Tú… ¡haces ver cosas!

Paul se obligó a sí mismo a hablar distintamente:

—¿Y qué es lo que ves?

Ella bajó los ojos para mirar sus manos.

—Veo a un niño… en mis brazos. Es nuestro hijo, tuyo y mío —llevó una mano a su boca—. ¿Cómo puedo conocerlo todo de ti?

Tienen algo de talento, le dijo su mente a Paul. Pero lo rechazan porque les aterroriza.

En un momento de lucidez, vio que Chani estaba temblando.

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

—Usul —susurró ella, y seguía temblando.

—No puedes volver al futuro —dijo él.

Lo invadió una profunda compasión hacia ella. La apretó contra sí, acariciando su cabeza.

—Chani, Chani, no tengas miedo.

—Usul, ayúdame —imploró ella.

Mientras ella hablaba, Paul sintió que la droga completaba su trabajo en su interior, rasgando los velos del tiempo para revelar el lejano torbellino gris de su futuro.

—Estás tan tranquilo —dijo Chani.

El se inmovilizó en su consciencia, viendo al tiempo dilatarse en su extraña dimensión, delicadamente estable pero aún tumultuoso, estrecho y a la vez proyectado para recoger mundos y energías innumerables, una cuerda tensa y oscilante sobre la que debía pasar manteniendo el equilibrio.

Por un lado veía el Imperio, a un Harkonnen llamado Feyd- Rautha que le amenazaba como una mortal hoja, los Sardaukar que se lanzaban fuera de su planeta para reemprender el pogrom sobre Arrakis, la Cofradía que complotaba y aprobaba tácitamente, las Bene Gesserit con su esquema de selección genética. Todos se amasaban en el horizonte, retenidos tan sólo por los Fremen y su Muad’Dib, el gigante Fremen aún dormido que sólo esperaba el despertar de la salvaje cruzada que devastaría el universo.

Paul se vio así mismo como el centro, el pivote alrededor del cual giraba toda aquella inmensa estructura, cruzando aquella finísima cuerda, el imperceptible segmento de paz y felicidad, con Chani a su lado. Ante él, un breve paréntesis relativamente tranquilo en un oculto sietch, un instante de paz entre períodos de violencia.

—No hay otro lugar para la paz —dijo.

—Usul, estás llorando —murmuró Chani—. Usul, mi fuerza, ¿estás dando humedad a los muertos? ¿A qué muertos?

—A los que todavía no están muertos —dijo él.

—Entonces deja que vivan el tiempo de sus vidas.

A través de la niebla de la droga, Paul supo que tenía razón, y la apretó aún mas fuerte contra él, salvajemente.

—¡Sihaya! —gritó.

Ella apoyó la palma de su mano en su mejilla.

—Ya no tengo miedo, Usul. Mírame. Cuando me abrazas así, también yo veo lo que tú ves.

—¿Qué es lo que ves? —preguntó él.

—A nosotros dos dándonos mutuamente amor en un momento de calma entre tormentas. Eso es lo que debemos hacer.

La droga se apoderó nuevamente de él, y pensó: En tantas ocasiones me has dado tranquilidad y el olvido. De nuevo le aferró la hiperiluminación, con sus detalladas imágenes del tiempo, y sintió su futuro transformarse en recuerdos: las tiernas agresiones del amor físico, la comunión de identidades, la participación, la dulzura y la violencia.

—Tú eres fuerte, Chani —murmuró—. Quédate conmigo.

—Siempre —dijo ella, y le besó en la mejilla.

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