Elena giró despacio ante el espejo de cuerpo entero del dormitorio de tía Judith. Margaret estaba sentada a los pies de la enorme cama con dosel, con los ojos azules muy abiertos y solemnes en señal de admiración.
– Ojalá tuviera un vestido como ése para ir a pedir caramelos por las casas -dijo.
– Me gustas más vestida de gatita blanca -dijo Elena, depositando un beso entre las orejas de terciopelo blanco sujetas a la cinta que Margaret llevaba en la cabeza.
Luego se volvió hacia su tía, de pie junto a la puerta con aguja e hilo listos.
– Es perfecto -dijo con entusiasmo-. No hay que cambiar absolutamente nada.
La muchacha del espejo podría haber salido de uno de los libros de Elena sobre el Renacimiento italiano. Garganta y hombros quedaban al descubierto, y el ceñido corpiño del vestido azul claro resaltaba su cintura. Las largas mangas abombadas estaban acuchilladas para mostrar por las aberturas la seda blanca de la camisa interior, y la amplia y envolvente falda rozaba apenas el suelo a su alrededor. Era un vestido precioso, y el pálido tono azul parecía realzar el azul más oscuro de los ojos de Elena.
Mientras se daba la vuelta, la mirada de Elena cayó sobre el anticuado reloj de péndulo situado sobre el tocador.
– Ah, no… Son casi las siete. Stefan llegará en cualquier momento.
– Ahí llega su coche -dijo tía Judith, echando un vistazo por la ventana-. Bajaré y le abriré.
– No hace falta -dijo Elena, concisa-. Le abriré yo misma. Adiós, ¡que os lo paséis bien pidiendo golosinas por las casas! -Y corrió escalera abajo.
Ahí vamos, se dijo, y mientras alargaba la mano hacia el pomo de la puerta recordó aquel día, hacía ya casi dos meses, en que se había cruzado en el camino de Stefan en la clase de Historia Europea. Entonces había sentido aquella misma sensación de nerviosismo y tensión.
«Sólo espero que esto salga mejor de lo que salió aquel plan», pensó. Durante la última semana y media, había cifrado sus esperanzas en ese momento, en esa noche. Si lo de Stefan y ella no cuajaba esa noche, jamás lo haría.
La puerta se abrió, y ella dio un paso atrás con los ojos bajos, sintiendo casi timidez, temerosa de contemplar el rostro de Stefan. Pero cuando le oyó inspirar con fuerza, alzó rápidamente la mirada… y se le heló el corazón.
La miraba fijamente con asombro, sí. Pero no era el asombro maravillado que había visto en sus ojos aquella primera noche en su habitación. Lo que veía se parecía más a un sobresalto.
– No te gusta -murmuró, horrorizada ante el escozor que sentía en los ojos.
Él se recuperó con rapidez, como siempre, pestañeando y negando con la cabeza.
– No, no, es precioso. Estás bellísima.
«Entonces ¿por qué te quedas ahí parado como si acabaras de ver un fantasma? -pensó ella-. ¡Por qué no me abrazas, me besas…, haces algo!»
– Tú tienes un aspecto fabuloso -dijo ella en voz baja.
Y era cierto; estaba elegante y apuesto con el esmoquin y la capa que llevaba para representar su papel. A Elena le sorprendió que hubiese aceptado hacerlo, pero cuando se lo había sugerido, él había parecido más divertido que otra cosa. En aquel momento, su aspecto era elegante y cómodo, como si llevar tales prendas fuera algo tan normal para él como llevar los vaqueros.
– Será mejor que nos vayamos -dijo él, con voz igualmente queda y seria.
Elena asintió y fue con él hasta el coche, pero su corazón ya no estaba simplemente helado: era de hielo. Stefan estaba más lejos de ella que nunca, y no tenía ni idea de cómo recuperarle.
Retumbaron truenos en el cielo mientras conducían hacia el instituto, y Elena echó un vistazo por la ventanilla del coche con alicaída consternación. La capa de nubes era espesa y oscura, aunque aún no había empezado a llover. El aire estaba como electrificado, y las masas de cúmulos, de un sombrío tono morado, daban al cielo un aspecto de pesadilla. Era una atmósfera perfecta para Halloween, amenazadora y sobrenatural, pero no despertó más que temor en la muchacha. Desde aquella noche en casa de Bonnie, había perdido el gusto por lo fantasmagórico y misterioso.
Su diario no había vuelto a aparecer, aunque habían registrado la casa de Bonnie de arriba abajo. Seguía sin poder creer que hubiese desaparecido realmente, y la idea de que un desconocido leyera sus pensamientos más íntimos la desesperaba interiormente. Porque, desde luego, lo habían robado; ¿qué otra explicación podía existir? Más de una puerta se había abierto aquella noche en la casa de los McCuUough; alguien sencillamente podría haber entrado. Deseaba matar a quienquiera que lo hubiera hecho.
Una visión de ojos oscuros apareció ante ella. Aquel muchacho, el muchacho al que había estado a punto de entregarse en casa de Bonnie, el muchacho que le había hecho olvidar a Stefan. ¿Era él quien lo había hecho?
Salió de sus meditaciones cuando pararon ante el instituto, y se vio obligada a sonreír mientras avanzaban por los pasillos. El gimnasio era un caos apenas organizado. Había transcurrido sólo una hora desde que Elena había marchado a casa para ponerse el vestido, pero todo había cambiado. Entonces, todo había estado lleno de alumnos de último curso: miembros del consejo de estudiantes, jugadores de rugby, el club Clave, todos ellos dando los últimos toques a utilería y decorado. En estos momentos estaba lleno de desconocidos, la mayoría de ellos ni siquiera humanos.
Varios zombis volvieron la cabeza al entrar Elena, las sonrientes calaveras visibles por entre la carne putrefacta de los rostros. Un jorobado grotescamente deforme cojeó hacia ella, junto con un cadáver de tez lívida y ojos hundidos.
Elena comprendió con un violento sobresalto que no era capaz de reconocer a la mitad de aquellas personas con sus disfraces. En seguida, todos la rodearon, admirando el vestido azul claro, anunciando problemas que ya habían aparecido. Elena les hizo callar con un ademán y giró hacia la bruja, cuyos largos cabellos oscuros caían sobre la espalda de un ceñido vestido negro.
– ¿Qué sucede, Meredith? -preguntó.
– El entrenador Lyman está enfermo -respondió ésta con expresión sombría-, así que alguien consiguió que Tanner lo sustituyera.
– ¿El señor Tanner? -Elena se sintió horrorizada.
– Sí, y ya está dando problemas. La pobre Bonnie ya no puede más. Será mejor que te acerques ahí.
Elena suspiró y asintió, marchando a continuación por la sinuosa ruta del recorrido por la Casa Encantada. Mientras pasaba junto a la truculenta Cámara de Tortura y la espeluznante Habitación del Acuchillador Loco, pensó que casi lo habían construido demasiado bien. El lugar resultaba inquietante incluso iluminado.
La Habitación del Druida estaba cerca de la salida. Allí habían alzado un monumento neolítico, pero la linda y menuda sacerdotisa druida de pie entre los muy realistas monolitos con su túnica blanca y una guirnalda de hojas de roble parecía a punto de echarse a llorar.
– Pero tiene que llevar la sangre -decía en tono suplicante-. Es parte de la escena, usted es un sacrificio.
– Llevar esta túnica ridicula ya es bastante malo -respondió Tanner, tajante-. Nadie me informó de que iba a tener que echarme salsa de tomate encima.
– En realidad no le tocará directamente -explicó Bonnie-. Sólo irá sobre la túnica y el altar. Usted es un sacrificio -repitió, como si de algún modo eso fuera a convencerle.
– En cuanto a eso -replicó el señor Tanner con repugnancia-, la exactitud de todo este montaje es sumamente sospechosa. En contra de la creencia popular, los druidas no construyeron este tipo de monumentos; los construyeron una cultura de la Edad del Bronce que…
– Señor Tanner -interrumpió Elena, adelantándose-, ésa no es realmente la cuestión.
– No, no lo será para ti -repuso él-. Motivo por el que tú y tu neurótica amiga vais a suspender historia las dos.
– Eso está totalmente fuera de lugar -dijo una voz, y Elena vio rápidamente por encima del hombro a Stefan.
– Señor Salvatore -dijo Tanner, pronunciando las palabras como si significaran: «Ya sólo me faltaba esto»-, supongo que tiene algunas sabias palabras que ofrecer. ¿O acaso me pondrá un ojo morado?
Su mirada viajó hacia Stefan, que permanecía allí parado, inconscientemente elegante en su esmoquin perfectamente confeccionado, y Elena sintió un repentino ramalazo de comprensión.
«En realidad, Tanner no es mucho mayor que nosotros -pensó-. Parece mayor debido a que tiene entradas, pero apuesto a que aún no ha cumplido los treinta.» Entonces, por algún motivo, recordó el aspecto que había tenido el profesor en la fiesta de inicio de curso, con su traje barato y gastado que no le sentaba bien.
«Apostaría a que ni siquiera disfrutó de su propio baile de inicio de curso», pensó. Y, por vez primera, sintió algo parecido a lástima por él.
Tal vez Stefan también lo sintió, pues aunque se adelantó hasta estar frente al hombrecillo, colocándose cara a cara con él, su voz sonó pausada.
– No, no voy a hacerlo. Creo que todo esto se está sacando de quicio. Por qué no…
Elena no pudo oír el resto, pero el muchacho hablaba en un tono bajo y tranquilizador, y lo cierto era que el señor Tanner parecía escuchar. La muchacha echó una ojeada al grupo que se había reunido detrás de ella: cuatro o cinco necrófagos, el hombre lobo, un gorila y un jorobado.
– Ya está, todo está bajo control -les dijo, y se dispersaron.
Stefan se estaba ocupando de todo, aunque no estaba segura de cómo lo hacía, ya que sólo le veía la nuca.
La nuca… Por un instante, una imagen de su primer día de clase pasó veloz ante ella. Del modo en que Stefan había estado de pie en la secretaría hablando con la señora Clarke, la secretaria, y la manera tan curiosa en la que había actuado ésta. Efectivamente, al mirar Elena al señor Tanner en ese momento, éste mostraba la misma expresión ligeramente aturdida. La muchacha sintió una lenta oleada de inquietud.
– Vamos -le dijo a Bonnie-. Vayamos a la parte delantera.
Atajaron directamente por la Habitación del Aterrizaje Alienígena y la Habitación de los Muertos Vivientes, deslizándose entre las mamparas, para ir a salir a la primera habitación en la que entrarían los visitantes y donde serían recibidos por el hombre lobo. El hombre lobo se había quitado la cabeza y conversaba con una pareja de momias y una princesa egipcia.
Elena tuvo que admitir que Caroline estaban magnífica como Cleopatra, con las líneas de aquel cuerpo bronceado francamente visibles a través de la transparente tela de hilo del vestido de tubo que llevaba. A Matt, el hombre lobo, no se le podía culpar si sus ojos no dejaban de desviarse del rostro de Caroline para descender por su cuerpo.
– ¿Cómo va todo por aquí? -preguntó Elena con forzada frivolidad.
Matt se sobresaltó ligeramente, luego se volvió hacia ella y Bonnie. Elena apenas le había visto desde la noche del baile, y sabía que él y Stefan también se habían distanciado. Debido a ella. Y aunque no podía culpar a Matt por eso, sabía lo mucho que le dolía a Stefan.
– Todo va estupendamente -respondió Matt, algo incómodo.
– Cuando Stefan acabe con Tanner, me parece que le enviaré aquí -dijo Elena-. Puede ayudar a hacer entrar a la gente.
Matt alzó un hombro con indiferencia, y luego preguntó:
– ¿Acabe qué con Tanner?
Elena le miró sorprendida. Habría podido jurar que él había estado en la Habitación del Druida hacía un minuto. Lo explicó.
Fuera, volvió a retumbar el trueno, y a través de la puerta abierta Elena vio cómo un relámpago iluminaba el cielo nocturno. Se escuchó un nuevo y sonoro trueno al cabo de unos segundos.
– Espero que no llueva -dijo Bonnie.
– Sí -repuso Caroline, que había permanecido en silencio mientras Elena hablaba con Matt-. Sería una auténtica pena que no viniera nadie.
Elena le dirigió una aguda mirada y vio sincero odio en los ojos entrecerrados y felinos de Caroline.
– Caroline -dijo impulsivamente-, oye. ¿No podemos dejarlo de una vez? ¿No podemos olvidar lo sucedido y empezar de nuevo?
Bajo la cobra de su frente, los ojos de Caroline se abrieron y luego volvieron a entrecerrarse. Torció la boca y se acercó más a Elena.
– Jamás olvidaré -declaró, y a continuación se dio la vuelta y se marchó.
Se produjo un silencio, con Bonnie y Matt mirando al suelo. Elena fue hacia la entrada para sentir el aire fresco en las mejillas. En el exterior distinguió el campo de juego y las ramas de los robles que se agitaban más allá, y una vez más se sintió invadida por un mal presentimiento. «Esta noche es la noche -pensó, desconsolada-. Esta noche es la noche en la que todo va a suceder.» Pero no tenía ni idea de qué era «todo».
Una voz sonó a través del transformado gimnasio.
– Vamos ya, están a punto de dejar entrar a la fila que hay en el aparcamiento. ¡Cierra las luces, Ed!
Repentinamente, la oscuridad descendió sobre todos ellos y el aire se llenó de gemidos y risas maníacas, igual que una orquesta afinando. Elena suspiró y se dio la vuelta.
– Será mejor que te prepares para empezar a conducir a la gente por aquí -le dijo a Bonnie en voz baja.
Su amiga asintió y desapareció en la oscuridad. Matt se había colocado la cabeza de hombre lobo y ponía en marcha una grabadora que añadía música fantasmagórica a la algarabía.
Stefan dobló la esquina, con los cabellos y las ropas fusionándose con la oscuridad. Únicamente la blanca pechera destacaba con claridad.
– Todo solucionado con Tanner -anunció-. ¿Hay alguna otra cosa que pueda hacer?
– Bueno, podrías trabajar aquí, con Matt, haciendo pasar a la gente…
La voz de Elena se apagó. Matt estaba inclinado sobre la grabadora, ajustando minuciosamente el volumen, sin alzar la mirada. Elena miró a Stefan y vio que su rostro estaba tenso y sin expresión.
– O podrías ir al vestuario de los chicos y encargarte del café y las cosas para los trabajadores -finalizó en tono cansino.
– Iré al vestuario -respondió él.
Mientras se alejaba, Elena advirtió un leve titubeo en su paso.
– ¿Stefan? ¿Te encuentras bien?
– Estupendamente -dijo él, recuperando el equilibrio-. Un poco cansado, eso es todo.
Contempló cómo se alejaba con una creciente opresión en el pecho.
Se volvió hacia Matt con la intención de decir algo, pero en ese momento la fila de visitantes llegó a la puerta.
– Empieza el espectáculo -anunció él, y se agazapó en las sombras.
Elena pasó de habitación en habitación corrigiendo fallos. En años anteriores había disfrutado sobre todo con aquella parte de la noche, contemplando las truculentas escenas que se escenificaban y el exquisito terror de los visitantes, pero esa noche existía una sensación de temor y tensión implícitos en todos sus pensamientos. «Esta noche es la noche», volvió a pensar, y el hielo de su pecho pareció espesarse.
Una Muerte -o al menos eso era lo que supuso que representaba la figura encapuchada de la túnica negra- pasó junto a ella, y se encontró intentando recordar distraídamente si la había visto en alguna de las otras fiestas de Halloween. Había algo familiar en el modo en que se movía la figura.
Bonnie intercambió una agobiada sonrisa con la alta y delgada bruja que dirigía el tráfico hacia el interior de la Habitación de la Araña. Varios muchachos de primer año de secundaria se dedicaban a dar palmadas a las arañas de goma allí colgadas y a chillar y dar la lata en general. Bonnie los metió a empujones en la Habitación del Druida.
Allí las luces estroboscópicas daban a la escena un carácter irreal. Bonnie sintió una torva sensación de triunfo al ver al señor Tanner tendido sobre el altar de piedra, con la túnica blanca profusamente manchada de sangre y los ojos abiertos y fijos en el techo.
– ¡Fantástico! -chilló uno de los muchachos mientras corría hacia el altar.
Bonnie se mantuvo atrás y sonrió de oreja a oreja, aguardando a que el sangriento sacrificio se alzara y diera un susto de muerte al chico.
Pero el señor Tanner no se movió, ni siquiera cuando el muchacho hundió una mano en el charco de sangre que había junto a la cabeza de la víctima.
Eso no era normal, se dijo Bonnie, acercándose a toda prisa para impedir que el chico agarrara el cuchillo del sacrificio.
– No hagas eso -le espetó, y el chico retiró la mano, que apareció roja bajo cada uno de los potentes destellos luminosos.
Bonnie sintió un repentino e irracional miedo de que el señor Tanner fuera a esperar hasta que ella se inclinara sobre él y asustarla entonces. Pero el hombre siguió mirando fijamente al techo.
– Señor Tanner, ¿está usted bien? ¿Señor Tanner? ¡Señor Tanner!
Ni un movimiento, ni un sonido. Ni un pestañeo de aquellos ojos blancos abiertos de par en par. No le toques, dijo algo en la mente de Bonnie de un modo repentino y apremiante. No le toques, no le toques, no le toques…
Bajo las luces estroboscópicas vio cómo su propia mano se adelantaba, la vio sujetar el hombro del señor Tanner y zarandearlo, vio cómo su cabeza caía sin fuerzas hacia ella. Entonces vio su garganta.
Acto seguido empezó a chillar.
Elena oyó los gritos. Eran agudos y sostenidos y no se parecían a ningún otro sonido en la Casa Encantada, y supo al instante que no eran una broma.
Todo después de eso se convirtió en una pesadilla.
Al llegar a la carrera a la Habitación del Druida, contempló un cuadro viviente, pero no era el destinado a los visitantes. Bonnie chillaba mientras Meredith la sujetaba por los hombros. Tres chicos jóvenes intentaban atravesar la cortina que cerraba la salida, y dos muchachos encargados de controlar a los visitantes miraban al interior, impidiéndoles el paso. El señor Tanner yacía sobre el altar de piedra, despatarrado, y su rostro…
– Está muerto -sollozaba Bonnie, los gritos convirtiéndose en palabras-. Dios mío, la sangre es real y está muerto. Le toqué, Elena, y está muerto, está realmente muerto -Entraba más gente en la habitación. Otra persona empezó a chillar, y los gritos se propagaron, y en seguida todo el mundo intentó salir de allí, empujándose unos a otros llenos de pánico, chocando con las mamparas.
– ¡Encended las luces! -gritó Elena, y oyó su grito repetido por otras voces-. Meredith, rápido, ve al teléfono del gimnasio y llama a una ambulancia, llama a la policía… ¡Encended esas luces de una vez!
Cuando las luces se encendieron bruscamente, Elena miró a su alrededor, pero no vio a ningún adulto, nadie que pudiera hacerse cargo de la situación. Una parte de ella estaba fría como el hielo, con la mente moviéndose vertiginosamente mientras intentaba pensar qué hacer a continuación. Otra parte de ella estaba simplemente paralizada por el terror. El señor Tanner… Jamás le había caído bien, pero en cierto modo eso no hacía más que empeorarlo.
– Saquemos a todos los chicos de aquí. Todo el mundo, excepto el personal, fuera -dijo.
– ¡No! ¡Cerrad las puertas! No dejéis salir a nadie hasta que llegue la policía -gritó un hombre lobo que tenía al lado y se sacaba la máscara.
Elena se dio la vuelta sorprendida al escuchar la voz y vio que no era Matt, era Tyler Smallwood.
Le habían permitido regresar al instituto justo aquella semana, y su rostro aún mostraba los moratones de la paliza recibida a manos de Stefan. Pero su voz tenía el tono de la autoridad, y Elena vio cómo los encargados de la seguridad cerraban las puertas de salida. Oyó cerrarse otra puerta al otro extremo del gimnasio.
De la docena aproximada de personas amontonadas en la zona del monumento, la muchacha reconoció sólo a una como uno de los trabajadores. El resto era gente que conocía vagamente el instituto. Uno de ellos, un muchacho vestido de pirata, le habló a Tyler.
– ¿Quieres decir… que crees que alguien de aquí dentro lo hizo?
– Alguien de aquí dentro lo hizo, ya lo creo -respondió él.
Su voz tenía un tono extraño y excitado, como si casi disfrutara con aquello. Señaló el charco de sangre sobre la roca.
– Eso está aún líquido; no puede haber sucedido hace mucho rato. Y mirad el modo en que le han cortado la garganta. El asesino debe de haberlo hecho con esto. -Señaló el cuchillo del sacrificio.
– Entonces el asesino podría estar justo aquí -musitó una chica vestida con un quimono.
– Y no es difícil adivinar quién es -dijo Tyler-. Alguien que odiaba a Tanner, que siempre estaba discutiendo con él. Alguien que discutía con él a primeras horas de esta noche. Yo lo vi.
«De modo que eras tú el hombre lobo que había en esta habitación -pensó Elena, aturdida-. Pero ¿qué hacías tú aquí, para empezar? No formas parte del personal.»
– Alguien que tiene un historial de violencia -seguía diciendo Tyler, mostrando los dientes-. Alguien que, por lo que sabemos, es un psicópata llegado a Fell's Church para matar.
– Tyler, ¿de qué estás hablando?
La sensación de aturdimiento de Elena había estallado igual que una burbuja. Furiosa, avanzó hacia el alto y fornido muchacho.
– ¡Estás loco!
El la señaló sin siquiera mirarla.
– Eso dice su novia…, pero a lo mejor está algo predispuesta en su favor.
– Y a lo mejor tú también estás algo predispuesto en contra, Tyler -indicó una voz desde detrás de la multitud, y Elena vio a un segundo hombre lobo abriéndose paso hacia el interior de la habitación, Matt.
– ¿Ah, sí? Bien, ¿pues por qué no nos cuentas lo que sabes sobre Salvatore? ¿De dónde viene? ¿Dónde está su familia? ¿De dónde saca el dinero? -Tyler dio la vuelta para dirigirse al resto de los reunidos-. ¿Quién sabe algo sobre él?
La gente empezaba a sacudir la cabeza. Elena pudo ver, en un rostro tras otro, cómo florecía la desconfianza. La desconfianza hacia cualquier cosa desconocida, cualquier cosa diferente. Y Stefan lo era. Era un extraño para ellos y justo en aquel momento necesitaban una cabeza de turco.
La chica del quimono empezó a decir:
– Oí un rumor sobre…
– ¡Eso es todo lo que hemos oído, rumores! -indicó Tyler-. Nadie sabe realmente nada sobre él. Pero hay una cosa que yo sí sé. Los ataques en Fell's Church empezaron la primera semana del curso… que fue la semana en que Stefan Salvatore llegó.
Se escuchó un creciente murmullo ante aquello, y la misma Elena sintió un sobresalto al darse cuenta. Desde luego, era totalmente ridículo, era una simple coincidencia. Pero lo que Tyler decía era cierto. Los ataques habían empezado cuando llegó Stefan.
– Os diré algo más -gritó Tyler, haciéndoles gestos para que callaran-. ¡Escuchadme! ¡Os diré algo más! -Aguardó hasta que todo el mundo le miró y luego dijo despacio, con grandilocuencia-: El estaba en el cementerio la noche que atacaron a Vickie Bennett.
– Desde luego que estaba ahí…, cambiándote la cara -replicó Matt, pero la voz carecía de su acostumbrada energía.
Tyler hizo suyo el comentario y siguió adelante.
– Sí, y casi me mata. Y esta noche alguien ha matado a Tanner. Yo no sé qué pensáis vosotros, pero yo sí creo que lo hizo. ¡Creo que fue él!
– Pero ¿dónde está? -gritó alguien de entre los reunidos.
Tyler miró a su alrededor.
– Si lo hizo, aún debe de estar aquí -gritó-. Busquémosle.
– ¡Stefan no ha hecho nada! Tyler… -chilló Elena, pero el ruido de la multitud tapó su voz.
Habían hecho suyas las palabras de Tyler y las repetían. «Busquémosle… busquémosle… busquémosle.» Elena oyó cómo pasaban de una persona a otra. Y los rostros de la Habitación del Druida estaban llenos de algo más que desconfianza en aquel momento; Elena también vio furia y sed de venganza en ellos.
– ¿Dónde está, Elena? -dijo Tyler, y ella vio una reluciente expresión de triunfo en sus ojos; estaba disfrutando con aquello.
– No lo sé -respondió con ferocidad, deseando pegarle.
– ¡Debe de estar todavía aquí! ¡Busquémosle! -gritó alguien, y a continuación pareció como si todo el mundo se pusiera en movimiento, señalando y empujando a la vez. Empezaron a derribar y apartar mamparas.
El corazón de Elena parecía a punto de estallar. Ya no se trataba de una multitud; era una turba enfurecida. Le aterró lo que podrían hacerle a Stefan si lo encontraban. Pero si intentaba ir a advertirle, conduciría a Tyler directamente a él.
Miró a su alrededor con desesperación. Bonnie seguía con la vista fija en el rostro sin vida del señor Tanner. No obtendría ayuda por esa parte. Dio la vuelta para volver a escudriñar a la multitud y sus ojos se encontraron con los de Matt.
El muchacho tenía un aspecto confuso y enojado, con los cabellos rubios alborotados y las mejillas enrojecidas y sudorosas. Elena puso toda su fuerza de voluntad en una mirada de súplica.
«Por favor, Matt -pensó-. No puedes creer todo esto. Sabes que no es cierto.»
Pero los ojos de su amigo mostraban que no lo sabía. Había un tumulto de desconcierto y agitación en ellos.
«Por favor -siguió pensando Elena, con la mirada puesta en aquellos ojos azules mientras deseaba con todas sus fuerzas que comprendiera-. Por favor, Matt, sólo tú puedes salvarle. Incluso aunque no lo creas, por favor, intenta confiar…, por favor…»
Vio cómo la expresión del rostro del muchacho cambiaba, cómo desaparecía la confusión y dejaba paso a la resolución. La observó fijamente durante otro instante, taladrando sus ojos con la mirada y asintió una vez. Luego dio media vuelta y se introdujo en la arremolinada multitud que iba de caza.
Matt se abrió camino limpiamente a través de la muchedumbre hasta alcanzar el otro extremo del gimnasio. Había algunos novatos de pie cerca de la puerta del vestuario masculino; les ordenó con brusquedad que empezaran a mover las mamparas caídas, y cuando su atención estuvo distraída, abrió la puerta de golpe y se metió dentro.
Miró a su alrededor rápidamente, poco dispuesto a gritar. Bien mirado, se dijo, Stefan tenía que haber oído todo el jaleo del gimnasio. Probablemente ya se habría ido. Pero entonces Matt descubrió la figura vestida de negro caída sobre el suelo de baldosas blancas.
– ¡Stefan! ¿Qué ha sucedido?
Por un terrible instante, Matt pensó que contemplaba un segundo cuerpo sin vida. Pero al arrodillarse junto al chico, vio movimiento.
– Eh, estás bien, incorpórate lentamente…, con calma. ¿Te encuentras bien, Stefan?
– Sí -respondió él.
No parecía estar bien, se dijo Matt. Tenía el rostro pálido como un muerto y las pupilas terriblemente dilatadas. Parecía desorientado y mareado.
– Gracias -dijo Stefan.
– Puede que no me des las gracias dentro de un minuto. Stefan, tienes que salir de aquí. ¿No les oyes? Van tras de ti.
El muchacho volvió la cabeza hacia el gimnasio, como si escuchara. Pero no había comprensión en su rostro.
– ¿Quién va tras de mí? ¿Por qué?
– Todo el mundo. No importa. Lo que importa es que tienes que salir de aquí antes de que entren. -Como Stefan seguía limitándose a mirarle sin comprender, añadió-: Ha habido otro ataque, esta vez en la persona de Tanner, el señor Tanner. Está muerto, Stefan, y ellos creen que lo hiciste tú.
Entonces, por fin, vio que la comprensión aparecía en los ojos del muchacho. Comprensión y horror y una especie de resignada derrota que era más aterradora que nada de lo que Matt había visto esa noche. Agarró con fuerza el hombro de Stefan.
– Sé que no lo hiciste -dijo, y en ese momento era verdad-. También ellos se darán cuenta cuando puedan volver a pensar. Pero, entretanto, será mejor que te vayas.
– Irme…, sí -respondió Stefan.
La expresión desorientada había desaparecido y había una amargura virulenta en el modo en que pronunció las palabras.
– Me… iré.
– Stefan…
– Matt -los ojos verdes se veían oscuros y abrasadores, y Matt descubrió que era incapaz de apartar la mirada de ellos-, ¿está Elena a salvo? Bien. Entonces, cuida de ella. Por favor.
– Stefan, ¿de qué estás hablando? Eres inocente; todo esto se olvidará…
– Tú sólo cuida de ella, Matt.
Matt retrocedió, con la vista fija aún en aquellos irresistibles ojos verdes. Luego, lentamente, asintió.
– Lo haré -dijo en voz baja.
Y contempló cómo Stefan se marchaba.