7 de octubre, alrededor de las 8.00 de la mañana
Querido diario:
Escribo esto durante la clase de matemáticas, y sencillamente espero que la señorita Halpern no me vea.
No tuve tiempo de escribir anoche, a pesar de que deseaba hacerlo. Ayer fue un día de locos, igual que la noche del baile de inicio de curso. Sentada aquí en la escuela esta mañana casi me parece como si todo lo sucedido este fin de semana fuera un sueño. Las cosas malas fueron muy malas, pero las buenas fueron sumamente buenas.
No voy a presentar cargos contra Tyler. Aunque lo han expulsado temporalmente de la escuela y lo han echado del equipo de rugby. Lo mismo le ha sucedido a Dick, por haber bebido durante el baile. Nadie lo dice, pero creo que mucha gente cree que es responsable de lo que le sucedió a Vickie. La hermana de Bonnie vio a Tyler en el dispensario ayer y dijo que tenía los ojos hinchados y todo el rostro amoratado. No puedo evitar preocuparme por lo que pueda suceder cuando él y Dick regresen al instituto. Ahora tienen más motivos que nunca para odiar a Stefan.
Lo que me lleva a él. Cuando desperté esta mañana, me entró el pánico al pensar: «¿Y si nada es real? ¿Y si nunca sucedió? ¿Y si él ha cambiado de idea?». Y tía Judith estaba preocupada a la hora del desayuno porque yo era incapaz de comer otra vez. Pero luego cuando llegué aquí le vi en el pasillo junto a la secretaría, y simplemente nos miramos. Y lo supe. Justo antes de darme la espalda, sonrió, con cierta ironía. Y comprendí también eso, y tenía razón: era mejor no acercarnos el uno al otro en un pasillo público, no a menos que queramos excitar a las secretarias.
Decididamente, estamos juntos. Ahora simplemente debo encontrar un modo de explicarle todo esto a Jean-Claude. Ja, ja.
Lo que no comprendo es por qué Stefan no se siente tan feliz como yo. Cuando estamos juntos percibo lo que siente, y sé lo mucho que me desea, cómo le importo. Hay casi un ansia desesperada en su interior cuando me besa, como si quisiera arrancarme el alma del cuerpo. Como un agujero negro que…
7 de octubre todavía, ahora son aproximadamente las 2.00 de la tarde.
Bueno, ha habido una pequeña pausa porque la señorita Halpern me pescó. Incluso empezó a leer lo que había escrito en voz alta, pero luego creo que el tema empañó los cristales de sus gafas y se detuvo. No lo encontró gracioso, pero yo me siento demasiado feliz para que me importen nimiedades como catear matemáticas.
Stefan y yo almorzamos juntos, o al menos fuimos a un rincón del campo de juego y nos sentamos con mi almuerzo. Él ni siquiera se molestó en traer nada y, por supuesto, al final resultó que yo tampoco podía comer… No nos tocamos demasiado -no lo hicimos-, pero charlamos y nos miramos una barbaridad. Quiero tocarle. Más que a cualquier chico que haya conocido nunca. Y sé que él también lo quiere, pero se contiene.
Eso es lo que no consigo comprender, por qué lucha contra ello, por qué se contiene. Ayer en su habitación encontré una prueba concluyente de que me ha estado vigilando desde el principio. ¿Recordarás que te conté que el segundo día de clase Bonnie, Meredith y yo estuvimos en el cementerio? Bien, pues ayer en la habitación de Stefan encontré la cinta color crema que yo llevaba ese día. Recuerdo que cayó de mi mano mientras corría, y él debió de recogerla y guardarla. No le he dicho que lo sé, porque es evidente que desea mantenerlo en secreto, pero eso demuestra que le importo, ¿no es cierto?
Te diré alguien que no lo encuentra gracioso: Caroline. Al parecer lo ha estado arrastrando al interior del aula de fotografía cada día a la hora del almuerzo, y cuando hoy no apareció fue en su busca hasta que nos encontró. Pobre Stefan, se había olvidado por completo de ella, y se sintió conmocionado por ello. Cuando ella se marchó -luciendo un enfermizo color verde, podría añadir yo-, él me contó cómo se le había pegado la primera semana del curso. Le dijo que había advertido que él no comía a la hora del almuerzo y que ella tampoco lo hacía, ya que estaba a régimen. Así que ¿por qué no iban a algún lugar tranquilo y se relajaban? Lo cierto es que no quiso hablar mal de ella (creo que esto responde también a su idea de lo que son buenos modales: un caballero no hace eso), pero sí dijo que no había nada en absoluto entre ellos. Y para Caroline creo que verse olvidada fue peor que si él le hubiese arrojado piedras.
No obstante, me pregunto por qué Stefan no almuerza. Es raro en un jugador de rugby.
Vaya. El señor Tanner acaba de pasar por mi lado y he dejado caer mi cuaderno encima de este diario justo a tiempo. Bonnie se ríe desde detrás de su libro de historia, veo cómo se agitan sus hombros. Y Stefan, que está delante de mí, parece a punto de saltar de su silla de tan tenso como se le ve. Matt me mira con esa expresión suya de «estás chiflada», y Caroline parece iracunda. Yo me muestro de lo más inocente, escribiendo con los ojos puestos en Tanner parado frente a la clase. Así que si esto resulta un poco irregular y descuidado, ya comprenderás el motivo.
Durante el último mes no he sido realmente yo misma. No he podido pensar con claridad ni concentrarme en nada, aparte de Stefan. Hay tanto que he dejado sin hacer que casi me asusta. Se supone que debo encargarme de los adornos para la Casa Encantada y aún no he hecho absolutamente nada. En estos momentos me quedan exactamente tres semanas y media para organizarlo… y yo sólo quiero estar con Stefan.
Podría abandonar el comité. Pero eso sería cargarle el muerto a Bonnie y a Meredith, y no dejo de recordar lo que Matt dijo cuando le pedí que consiguiera que Stefan fuera al baile: «Quieres que todo el mundo y todo gire en torno a Elena Gilbert».
Eso no es cierto. O, al menos, si lo ha sido en el pasado, no voy a permitir que siga siendo verdad. Quiero…, bueno, esto va a parecer una solemne estupidez, pero quiero ser digna de Stefan. Sé que él no defraudaría a los chicos del equipo sólo por propia conveniencia. Quiero que esté orgulloso de mí.
Quiero que me ame tanto como yo le amo.
– ¡Date prisa! -gritó Bonnie desde la puerta del gimnasio.
Junto a ella aguardaba el conserje del instituto de secundaria, el señor Shelby.
Elena lanzó una última ojeada a las lejanas figuras del campo de rugby y luego, de mala gana, cruzó la pista para reunirse con Bonnie.
– Sólo quería decirle a Stefan adonde iba -dijo.
Tras una semana de estar con él, todavía sentía un estremecimiento de emoción con sólo pronunciar su nombre. Cada noche de aquella semana él había ido a su casa, apareciendo en la puerta cuando empezaba a caer la noche, con las manos en los bolsillos y llevando la americana con el cuello levantado. Por lo general daban un paseo bajo el crepúsculo o se sentaban en el porche a conversar. Aunque no se mencionaba, Elena sabía que era el modo de Stefan de asegurarse de que no estaban solos en la intimidad. Desde la noche del baile, él se había asegurado de ello. Protegiendo su honor, pensaba Elena con ironía y con una punzada de dolor, pues sabía en su corazón que ése no era el único motivo.
– Puede vivir una tarde sin ti -dijo Bonnie, insensible-. Si te pones a hablar con él jamás conseguirás marcharte, y a mí me gustaría llegar a casa a tiempo de poder cenar algo.
– Hola, señor Shelby -saludó Elena al conserje, que seguía aguardando pacientemente.
Ante su sorpresa, éste cerró un ojo, dedicándole un solemne guiño.
– ¿Dónde está Meredith? -añadió Elena.
– Aquí -dijo una voz detrás de ella, y Meredith apareció con una caja de cartón llena de carpetas de anillas y cuadernos de notas en los brazos-. He sacado el material de tu taquilla.
– ¿Ya estáis todas? -preguntó el señor Shelby-. Bien, pues ahora, chicas, dejad la puerta cerrada con llave, ¿me oís? De ese modo nadie puede entrar.
Bonnie se detuvo en seco.
– ¿Está seguro de que no hay nadie dentro ya? -inquirió con recelo.
Elena le asestó un empujón entre lo omóplatos.
– Date prisa -la imitó en un tono nada amable-. Quiero llegar a casa a tiempo para la cena.
– No hay nadie dentro -dijo el señor Shelby, haciendo una mueca por debajo del bigote-. Pero gritad si queréis algo, chicas. Estaré por aquí.
La puerta se cerró detrás de ellas con un curioso sonido inapelable.
– A trabajar -dijo Meredith con resignación, y depositó la caja en el suelo.
Elena asintió, mirando a un lado y a otro de la enorme habitación vacía. Cada año, el consejo de estudiantes organizaba una Casa Encantada para recaudar fondos. Elena había pertenecido al comité de decoración los últimos dos años junto con Bonnie y Meredith, pero era distinto ser presidenta. Tenía que tomar decisiones que afectarían a todo el mundo, y ni siquiera podía contar con lo que se había hecho en años anteriores.
Por lo general, la Casa Encantada se montaba en un almacén de maderas, pero con la creciente inquietud que reinaba en la ciudad se había decidido que el gimnasio de la escuela era más seguro. Para Elena significaba repensar todo el diseño interior, y ya faltaban menos de tres semanas para Halloween.
– Realmente, esto da bastante miedo -dijo Meredith en voz baja.
Sí que provocaba cierta inquietud estar en la enorme sala cerrada, se dijo Elena, que se encontró bajando también ella la voz.
– Vamos a medirlo primero -propuso.
Se movieron por la habitación, con sus pisadas resonando con un fuerte eco.
– De acuerdo -dijo Elena cuando terminaron-. Pongámonos a trabajar.
Intentó sacudirse de encima la sensación de inquietud, diciéndose que era ridículo sentirse nerviosa en el gimnasio del instituto, con Bonnie y Meredith a su lado y todo un equipo de rugby entrenando a menos de doscientos metros.
Las tres se sentaron en las graderías con bolígrafos y cuadernos en la mano. Elena y Meredith consultaron los esbozos de años anteriores mientras Bonnie mordía su bolígrafo y miraba en derredor pensativa.
– Bien, esto es el gimnasio -dijo Meredith, haciendo un rápido bosquejo en su cuaderno-. Y aquí es por donde la gente tendrá que entrar. Bueno, podríamos colocar el Cadáver Ensangrentado justo al final de todo… A propósito, ¿quién será el Cadáver Ensangrentado este año?
– El entrenador Lyman, creo. Hizo un buen trabajo el año pasado, y ayuda a mantener a los chicos del equipo a raya. -Elena señaló el bosquejo que habían hecho-. De acuerdo, dividiremos esto con un tabique para convertirlo en la Cámara de Tortura Medieval. Saldrán de ahí e irán directamente a la Habitación de los Muertos Vivientes…
– Creo que deberíamos tener druidas -dijo Bonnie bruscamente.
– ¿Tener qué? -preguntó Elena, y entonces, cuando Bonnie empezó a chillar «druuidas», agitó una mano para calmarla-. Muy bien, muy bien, lo recuerdo. Pero ¿por qué?
– Porque ellos fueron los que inventaron Halloween. De verdad. Empezó siendo uno de sus días sagrados, en el que encendían hogueras y sacaban nabos con caras talladas en ellos para mantener alejados a los malos espíritus. Creían que era el día en el que la frontera entre los vivos y los muertos era más fina. Y daban miedo, Elena. Realizaban sacrificios humanos. Podríamos sacrificar al entrenador Lyman.
– A decir verdad, ésa no es una mala idea -intervino Meredith-. El Cadáver Ensangrentado podría ser un sacrificio. Ya sabéis, en un altar de piedra, con un cuchillo y charcos de sangre por todas partes. Y entonces, cuando uno realmente está cerca, se incorpora de repente.
– Y te provoca un infarto -dijo Elena, pero tuvo que admitir que realmente era una buena idea, que definitivamente daba miedo.
Sentía ciertas náuseas sólo de pensar en ello. Toda esa sangre…, aunque en realidad sólo era salsa de tomate.
Sus compañeras también se habían quedado calladas. Del vestuario de los chicos, situado al lado, les llegaba el sonido de agua que corría y de taquillas cerrándose de un portazo, y por encima de todo ello voces confusas que gritaban.
– Terminó el entrenamiento -murmuró Bonnie-. Debe de haber oscurecido fuera.
– Sí, y nuestro héroe se está dando un buen baño -dijo Meredith, enarcando una ceja en dirección a Elena-. ¿Quieres echar una miradita?
– Ojalá -respondió ella, sólo medio en broma.
De algún modo, indefiniblemente, la atmósfera de la habitación se había ensombrecido. Justo en ese momento sí deseaba ver a Stefan y estar con él.
– ¿Habéis sabido algo más de Vickie Bennett? -preguntó de repente.
– Bueno -respondió Bonnie tras un instante-, oí que sus padres la iban a llevar a un psiquiatra.
– ¿Un loquero? ¿Por qué?
– Bueno…, imagino que piensan que esas cosas que contó eran alucinaciones de algún tipo. Y oí que sus pesadillas eran terribles.
– Ah -dijo Elena.
Los sonidos procedentes del vestuario masculino empezaban a apagarse, y oyeron cerrarse de golpe una puerta interior. «Alucinaciones -pensó-. Alucinaciones y pesadillas.» Por algún motivo, recordó de improviso aquella noche en el cementerio, aquella noche en la que Bonnie las había hecho correr huyendo de algo que ninguna de ellas podía ver.
– Será mejor que volvamos a la tarea -dijo Meredith.
Elena abandonó sus meditaciones con un estremecimiento y asintió.
– Po… podríamos tener un cementerio -sugirió Bonnie con cierta vacilación, como si hubiese estado leyendo los pensamientos de Elena-. En la Casa Encantada, quiero decir.
– No -dijo Elena con severidad-. No, nos ceñiremos a lo que tenemos -añadió en voz más calmada, y volvió a inclinarse sobre su cuaderno.
Una vez más sólo se escuchó el sonido del suave rascar de bolígrafos y el susurrar del papel.
– Bien -dijo Elena por fin-. Ahora sólo tenemos que medir para las diferentes divisiones. Alguien tendrá que meterse detrás de las graderías… ¿Qué pasa ahora?
Las luces del gimnasio habían parpadeado y descendido a media potencia.
– Vaya, no -profirió Meredith, exasperada.
Las luces volvieron a parpadear, se apagaron y volvieron a encenderse muy tenuemente.
– No puedo leer ni una palabra -dijo Elena, contemplando con fijeza lo que en aquel momento parecía un pedazo de papel blanco sin nada más.
Alzó los ojos hacia Bonnie y Meredith y vio dos rostros blancos borrosos.
– Algo le debe de suceder al generador de emergencia -dijo Meredith-. Iré a buscar al señor Shelby.
– ¿No podemos acabar mañana? -inquirió Bonnie lastimeramente.
– Mañana es sábado -dijo Elena-. Y se suponía que debíamos tener esto hecho la semana pasada.
– Iré en busca de Shelby -volvió a decir Meredith-. Vamos, Bonnie, tú vienes conmigo.
– Podríamos ir todas… -empezó a decir Elena, pero Meredith la interrumpió.
– Si vamos todas y no le encontramos, entonces no podremos volver a entrar. Vamos, Bonnie, es sólo dentro del instituto.
– Pero está oscuro ahí.
– Está oscuro en todas partes, es de noche. Vamos ya, yendo dos no pasará nada. -Arrastró a una reacia Bonnie hasta la puerta-. Elena, no dejes entrar a nadie más.
– Como si tuvieras que decírmelo -respondió ella, abriéndoles la puerta y luego contemplando cómo daban unos pocos pasos pasillo adelante.
En cuanto empezaron a fundirse con la penumbra, volvió a retroceder al interior y cerró la puerta.
Bueno, aquello era un bonito lío, como acostumbraba a decir su madre. Elena fue hacia la caja de cartón que Meredith había traído y empezó a volver a apilar carpetas y cuadernos en su interior. Con aquella luz sólo los veía como formas vagas. No se oía ningún sonido, aparte de su propia respiración y el ruido que ella hacía. Estaba sola en la enorme habitación oscura…
Alguien la observaba.
No sabía cómo lo averiguó, pero estaba segura. Alguien estaba detrás de ella en el gimnasio a oscuras, vigilándola. «Ojos en la oscuridad», había dicho el anciano. Vickie también lo había dicho. Y en aquellos momentos había ojos puestos en ella.
Giró rápidamente de cara a la sala, forzando sus propios ojos para penetrar las sombras, intentando no respirar siquiera. Le aterraba que si hacía ruido lo que había allí la cogería. Pero no vio nada, no oyó nada.
Las graderías eran formas oscuras y amenazadoras que se extendían hasta perderse en la nada. Y en el extremo opuesto de la sala no había más que una neblina gris informe. Neblina oscura, se dijo, y sintió cada músculo terriblemente tenso mientras escuchaba con desesperación. Ah, cielos, ¿qué era aquel apagado sonido susurrante? Sin duda era su imaginación… Por favor, que fuera su imaginación.
De improviso, su mente se despejó. Tenía que salir de aquel lugar ya. Existía un peligro real allí, no era sólo una fantasía. Había algo allí fuera, algo malvado, algo que la quería a ella. Elena no estaba sola.
Algo se movió en las sombras.
El chillido se heló en su garganta. También tenía los músculos paralizados, inmovilizados por el terror… y por alguna fuerza innombrable. Impotente, observó en la oscuridad que la figura salía de las sombras e iba hacia ella. Parecía casi como si la misma oscuridad acabara de cobrar vida y se aglutinara tomando forma…, forma humana, la forma de un joven.
– Lo siento si te asusté.
La voz era agradable, con un leve acento que no consiguió identificar. No sonaba en absoluto como si lo sintiera.
El alivio fue tan repentino y total que resultó doloroso. Se dejó caer y oyó cómo su aliento salía en forma de suspiro.
No era más que un chico, algún antiguo alumno o un ayudante del señor Shelby. Un chico corriente que sonreía levemente, como si le divirtiera verla casi desmayarse.
Bueno…, tal vez no tan corriente. Era extraordinariamente apuesto. El rostro aparecía pálido bajo el artificial crepúsculo, pero pudo ver que las facciones estaban nítidamente definidas y eran casi perfectas bajo una mata de cabello oscuro. Aquellos pómulos eran el sueño de un escultor. Y había resultado casi invisible porque iba vestido de negro: botas blandas negras, vaqueros negros, suéter negro y chaqueta de cuero.
Y seguía sonriendo levemente. El alivio de Elena se transformó en enojo.
– ¿Cómo has entrado? -exigió-. ¿Y qué haces aquí? Se supone que no debe haber nadie más en el gimnasio.
– He entrado por la puerta -respondió él.
La voz era queda, culta, pero ella podía oír aún el dejo divertido y lo encontró desconcertante.
– Todas las puertas están cerradas con llave -dijo categórica y acusadora.
Él enarcó una ceja y sonrió.
– ¿Lo están?
Elena sintió otro estremecimiento de miedo, y los cabellos del cogote se le erizaron.
– Se suponía que debían estarlo -respondió con el tono de voz más frío que consiguió adoptar.
– Estás enfadada -dijo él solemne-. He dicho que lamentaba haberte asustado.
– ¡No estoy asustada! -soltó ella.
De algún modo se sentía estúpida delante de él, igual que una criatura a la que le sigue la corriente alguien mucho mayor y mejor informado. Eso la enfureció más.
– Simplemente me he sobresaltado -prosiguió-. Lo que no es ninguna sorpresa, contigo acechando en la oscuridad de ese modo.
– Cosas interesantes suceden en la oscuridad… a veces.
Seguía riéndose de ella; lo veía en sus ojos. Se había acercado un paso más, y Elena vio que aquellos ojos eran inusuales, casi negros, pero con una luz curiosa en ellos. Como si se pudiera mirar más y más en su interior hasta que uno caía dentro de ellos y seguía cayendo eternamente.
Elena advirtió que la miraba fijamente. ¿Por qué no se encendían las luces? Quería salir de allí. Se apartó, colocando el extremo de una gradería entre ellos, y apiló las últimas carpetas en la caja. Mejor olvidar el resto del trabajo por aquella noche. Todo lo que quería en aquel momento era irse.
Pero el continuo silencio la incomodaba. Él estaba simplemente allí de pie, sin moverse, observándola. ¿Por qué no decía algo?
– ¿Has venido en busca de alguien?
Se sintió molesta consigo misma por ser quien hablaba.
Él seguía contemplándola, aquellos ojos oscuros fijos en ella de un modo que la hacían sentir cada vez más incómoda. Tragó saliva.
– Ah, sí -murmuró él con los ojos puestos en sus labios.
– ¿Qué?
Había olvidado su pregunta y sus mejillas y su garganta se sonrojaban a medida que la sangre se acumulaba en ellas. Se sentía mareada. Si al menos dejara de mirarla…
– Sí, he venido aquí buscando a alguien -repitió él, no más alto que antes.
Luego, de un paso, avanzó hacia ella de modo que quedaron separados únicamente por la esquina de un asiento de la gradería.
Elena no podía respirar. El muchacho estaba muy cerca, lo bastante cerca como para tocarle. Podía oler una leve insinuación de colonia y el cuero de su chaqueta. Y los ojos del desconocido seguían reteniendo los suyos; la muchacha era incapaz de apartar la mirada. No se parecían a otros ojos que hubiese visto nunca: eran negros como la medianoche, con las pupilas dilatadas como las de un gato. Ocuparon su visión mientras él se inclinaba hacia ella, agachando la cabeza en dirección a la de ella. Elena sintió cómo sus propios ojos se medio cerraban, perdiendo enfoque, y también cómo su cabeza se echaba hacia atrás y sus labios se separaban.
¡No! Volvió la cabeza violentamente a un lado justo a tiempo y sintió como si acabara de apartarse del borde de un precipicio. «¿Qué estoy haciendo? -pensó conmocionada-. Estaba a punto de permitir que me besara. Un completo desconocido, alguien que he conocido hace apenas unos minutos.»
Pero eso no era lo peor. Durante aquellos pocos minutos, algo increíble había sucedido. Durante ese tiempo, había olvidado a Stefan.
Pero en aquel momento su imagen ocupaba su mente, y el ansia de tenerlo cerca era como un dolor físico en su cuerpo. Deseaba a Stefan, deseaba sus brazos a su alrededor, deseaba estar a salvo con él.
Tragó saliva, y los orificios nasales se dilataron mientras respiraba con fuerza. Intentó mantener la voz firme y circunspecta.
– Voy a irme ahora -dijo-. Si buscas a alguien, creo que será mejor que lo hagas en otra parte.
El la contemplaba de un modo curioso, con una expresión que ella no conseguía comprender. Era una mezcla de irritación, reticente respeto… y algo más. Algo ardiente y feroz que la asustó de un modo distinto.
El muchacho aguardó para responder hasta que la mano de ella estuvo en el pomo de la puerta, y su voz sonó queda pero seria, sin rastro de diversión.
– A lo mejor ya he encontrado a esa persona…, Elena.
Cuando se dio la vuelta, la muchacha no pudo ver nada en la oscuridad.