EPÍLOGO Con estrellas en el cielo

Yo te quería,

por eso atraje a mis manos estas mareas de hombres,

y escribí con estrellas mi voluntad en el cielo.

T.E. LAWRENCE

El humo se alzaba en una indolente espiral, trazando delicadas líneas negras en el aire diáfano. Jace, solo en la colina que daba sobre el cementerio, estaba sentado con los codos sobre las rodillas y contemplaba cómo el humo flotaba en dirección al cielo. Lo irónico de todo ello no le pasaba por alto: aquellos eran los restos del que le había hecho de padre, después de todo.

Podía ver las andas desde donde estaba sentado, oscurecidas por el humo y las llamas, y al pequeño grupo de pie a su alrededor. Reconoció los brillantes cabellos de Jocelyn desde allí, y a Luke junto a ella, con la mano sobre su espalda. Jocelyn tenía el rostro vuelto, apartado de la ardiente pira.

Jace podía haber sido un miembro del grupo, de haberlo querido. Había pasado los últimos dos días en la enfermería, y no le habían dejado salir hasta esa mañana, en parte para que pudiese asistir al funeral de Valentine. Pero había llegado a mitad de camino de la pira, un montón de leña descortezada, blanca como huesos, y había comprendido que no podía ir más allá; así que había dado media vuelta y había ascendido a la colina, lejos del cortejo fúnebre. Luke lo había llamado, pero Jace no se había vuelto.

Se había sentado y había contemplado cómo se congregaban alrededor de las andas, cómo Patrick Penhallow, con su traje de color blanco pergamino, encendía la leña. Era la segunda vez aquella semana que contemplaba arder un cuerpo, pero el de Max había sido desgarradoramente pequeño, y Valentine era un hombre de gran tamaño… incluso tendido sobre la espalda con los brazos cruzados sobre el pecho, con un cuchillo serafín en el puño. Tenía los ojos vendados con seda blanca, como era la costumbre. Habían hecho lo debido por él, pensó Jace, a pesar de todo.

No habían enterrado a Sebastian. Un grupo de cazadores de sombras había regresado al valle, pero no había encontrado el cuerpo; había sido arrastrado por el río, le habían dicho a Jace, aunque él tenía sus dudas.

Había buscado a Clary entre el grupo que rodeaba las andas, pero no estaba allí. Habían transcurrido ya casi dos días desde que la habían visto por última vez, en el lago, y la echaba en falta con una sensación casi física de añoranza. No era culpa de la muchacha que no se hubiesen visto. A ella le había preocupado que él no tuviese fuerzas suficientes para regresar a Alacante desde el lago a través de un Portal aquella noche, y había tenido razón. Para cuando los primeros cazadores de sombras habían llegado hasta ellos, Jace había ido derivando hacia una aturdida inconsciencia. Había despertado al día siguiente en el hospital de la ciudad con Magnus Bane mirándole fijamente con una expresión curiosa; podría haber sido profunda inquietud o simplemente curiosidad, era difícil saberlo con Magnus. El brujo le contó que aunque el Ángel le había curado físicamente, parecía que su espíritu y su mente se habían agotado hasta el punto de que únicamente el descanso podía sanarlos. En cualquier caso, se sentía mejor ahora. Justo a tiempo para el funeral.

Se había alzado viento y éste se llevaba el humo lejos de él. En la lejanía podía ver las centelleantes torres de Alacante, a las que se había restituido su antigua gloria. Jace no estaba totalmente seguro de lo que esperaba conseguir sentándose allí y contemplando cómo ardía el cuerpo de Valentine, o qué habría dicho si estuviese allí abajo entre el duelo, diciendo sus últimas palabras al difunto. «Jamás fuiste realmente mi padre —podría decir, o tal vez—: Fuiste al único padre que conocí.» Ambas afirmaciones eran igualmente ciertas, sin importar lo contradictorias que eran.

Cuando había abierto los ojos en el lago la primera vez —sabiendo, de algún modo, que volvía de la muerte—, sólo pudo pensar en Clary, que yacía con los ojos cerrados a poca distancia de él, sobre la arena ensangrentada. Había gateado hasta ella casi presa del pánico, pensando que podría estar herida, o incluso muerta… y cuando ella había abierto los ojos, todo en lo que había podido pensar era en que seguía viva. Hasta que no hubo otras personas allí que lo ayudaron a ponerse en pie, prorrumpiendo en sorprendidas exclamaciones ante la escena que contemplaban, no advirtió él la presencia del cuerpo de Valentine caído y hecho un guiñapo cerca de la orilla del lago, y sintió la fuerza de todo ello como un puñetazo en el estómago. Había sabido que Valentine estaba muerto —lo habría matado él mismo—, pero con todo, de algún modo, la visión fue dolorosa. Clary había mirado a Jace con ojos entristecidos, y él había comprendido que aunque ella había odiado a Valentine y jamás había tenido motivo para matarle, sentía la pérdida para Jace.

Entrecerró los ojos y una avalancha de imágenes pasó rauda por el interior de sus párpados: Valentine levantándolo de la hierba en un amplio abrazo, Valentine manteniéndolo en pie en la proa de un bote en un lago, enseñándole cómo mantener el equilibrio. Y otros recuerdos más sombríos: la mano de Valentine golpeándole la mejilla, un halcón muerto, el ángel encadenado en la bodega de los Wayland.

—Jace.

Alzó la vista. Luke estaba de pie junto a él, observándole con atención; era una silueta negra esbozada por el sol. Llevaba vaqueros y una camisa de franela como de costumbre; nada del blanco del luto para él.

—Finalizó —dijo Luke—. La ceremonia. Ha sido breve.

—Breve, claro. —Jace hundió los dedos en la tierra junto a él, agradeciendo el doloroso arañazo del suelo en las yemas de los dedos—. ¿Ha dicho alguien algo?

—Sólo las palabras de costumbre.

Luke se acomodó en el suelo junto a Jace, efectuando una leve mueca de dolor. Jace no le había preguntado cómo había sido la batalla; en realidad no había querido saberlo. Sabía que había terminado mucho más de prisa de lo que nadie había esperado; tras la muerte de Valentine, los demonios a los que éste había invocado habían huido en la noche igual que la neblina consumida por el sol. Pero eso no significaba que no hubiese habido muertes. El de Valentine no había sido el único cuerpo quemado en Alacante aquellos últimos días.

—Y Clary no estaba…, quiero decir, ella no…

—No. Clary no ha querido venir al funeral —respondió el licántropo. Jace pudo percibir cómo Luke le miraba de soslayo—. ¿No la has visto? No desde…

—No, no desde el lago —respondió Jace—. Ésta ha sido la primera vez que me dejaban salir del hospital, y tenía que venir aquí.

—No tenías por qué —dijo Luke.

—Quería venir —admitió el muchacho—. Me da igual lo que piensen de mí.

—Los funerales son para los vivos, Jace, no para los muertos. Valentine era más tu padre de lo que era de Clary, incluso aunque no compartieseis la misma sangre. Eres tú quien tiene que despedirse. Eres tú quien le echará de menos.

—No pensaba que se me permitiera echarle de menos.

—Jamás conociste a Stephen Herondale —dijo Luke—. Y fuiste a vivir con Robert Lightwood cuando ya casi habías dejado de ser un niño. Valentine fue el padre de tu infancia. Deberías echarle en falta.

—No dejo de pensar en Hodge —repuso Jace—. Arriba en el Gard, yo no hacía más que preguntarle por qué jamás me había contado lo que yo era… Yo todavía pensaba entonces que era en parte demonio… Y él no hacía más que decir que era porque no lo sabía. Me limité a pensar que mentía. Pero ahora creo que hablaba de verdad. Era una de las únicas personas que sabían que había un bebé Herondale que había sobrevivido. Cuando yo aparecí en el Instituto, no tenía ni idea de cuál de los hijos de Valentine era yo. El auténtico o el adoptado. Y yo podía haber sido cualquiera de ellos. El demonio o el ángel. Y lo cierto es que no creo que lo supiese nunca, no hasta que vio a Jonathan en el Gard y se dio cuenta. Así que simplemente intentó hacer todo lo que pudo por mí durante todos esos años, de todos modos, hasta que Valentine volvió a aparecer. Eso debió de requerir una especie de fe… ¿no crees?

—Sí —dijo Luke—, eso creo.

—Hodge dijo que pensaba que tal vez la educación podría tener un efecto, sin importar la sangre. Yo no hago más que pensar… de haber permanecido junto a Valentine, si él no me hubiese enviado a los Lightwood, ¿habría sido igual que Jonathan? ¿Es así como sería yo ahora?

—¿Importa? —preguntó Luke—. Eres quien eres ahora por un motivo. Y si me preguntas, creo que Valentine te envió con los Lightwood porque sabía que era tu mejor posibilidad. Tal vez tenía también otras razones. Pero tienes que reconocer que te envió con personas que sabía que te amarían y te criarían con amor. Puede que haya sido una de las pocas cosas que jamás hizo realmente por otra persona. —Dio una palmada a Jace en el hombro, y fue un gesto tan paternal que casi hizo que éste sonriera—. Yo no lo olvidaría, si fuera tú.


Clary, de pie, miraba por la ventana de Isabelle, observaba cómo el humo manchaba el cielo sobre Alacante como una mano tiznada sobre una ventana. Sabía que aquel día quemaban a Valentine, a su padre, en la necrópolis situada justo al otro lado de las puertas.

—Sabes lo de la celebración de esta noche, ¿verdad? —Clary se volvió y vio a Isabelle, detrás de ella, sosteniendo en alto dos vestidos contra el cuerpo, uno azul y otro gris acero—. ¿Qué crees que debería ponerme?

Para Isabelle, se dijo Clary, la ropa siempre sería una terapia.

—El azul.

Isabelle depositó los vestidos sobre la cama.

—¿Qué vas a ponerte tú? Vas a ir, ¿verdad?

Clary pensó en el vestido plateado del fondo del arcón de Amatis, en aquella preciosa seda tan delicada. Pero Amatis probablemente jamás le permitiría llevarlo.

—No lo sé —respondió—. Probablemente vaqueros y mi abrigo verde.

—Aburrido —dijo Isabelle, y echó un vistazo a Aline, que estaba sentada en una silla junto a la cama, leyendo—. ¿No crees que es aburrido?

—Creo que deberías dejar que Clary se ponga lo que quiera —Aline no despegó los ojos del libro—. Además, no es como si fuese a ponerse elegante para nadie.

—Va a ponerse elegante para Jace —repuso Isabelle, como si fuese algo obvio—. Ya lo creo.

Aline alzó la vista, pestañeando con desconcierto; luego sonrió.

—Ah, es cierto. No hago más que olvidarlo. ¿Debe de resultar curioso, verdad, saber que no es tu hermano?

—No —dijo Clary con firmeza—. Pensar que era mi hermano era lo extraño. Esto resulta… lo correcto —Volvió a mirar hacia la ventana—. Aunque no es que le haya visto desde que lo descubrí. No desde que hemos regresado a Alacante.

—Es extraño —repuso Aline.

—No lo es —replicó Isabelle, lanzando a Aline una mirada elocuente, que ésta no pareció advertir—. Ha estado en el hospital. No ha salido hasta hoy.

—¿Y no ha venido a verte en seguida? —preguntó Aline a Clary.

—No podía —respondió ella—. Tenía que asistir al funeral de Valentine. NO podía faltar.

—Quizás —dijo Aline alegremente—. O quizás ya no está tan interesado en ti. Quiero decir, ahora que no es algo prohibido. Algunas personas sólo quieren lo que no pueden tener.

—Jace no —se apresuró a intervenir Isabelle—. Jace no es así.

Aline se levantó, dejando caer el libro sobre la cama.

—Debería ir a arreglarme. ¿Nos vemos esta noche, chicas?

Y con eso, abandonó la habitación tan campante, tarareando para sí.

Isabelle, contemplándola marchar, meneó la cabeza.

—¿Crees que no le caes bien? —dijo—. Quiero decir, ¿está celosa? Como estaba interesada por Jace…

—¡Ja! —Clary se sintió brevemente divertida—. No, no es por Jace. Creo que es simplemente una de esas personas que dice lo que piensa. Y quién saber, a lo mejor tiene razón.

Isabelle se quitó el pasador del pelo, dejando que éste le cayera alrededor de los hombros. Cruzó la habitación y se reunió con Clary en la ventana. El cielo estaba despejado ya más allá de las torres de los demonios; el humo había desaparecido.

—¿Tú crees que tiene razón?

—No lo sé. Tendré que preguntarle a Jace. Imagino que le veré esta noche en la fiesta, o celebración de la victoria o como sea que se le llame. —Alzó los ojos hacia Isabelle—. ¿Sabes cómo será?

—Habrá un desfile —respondió ésta—, y fuegos artificiales, probablemente. Música, baile, juegos, esa clase de cosas. Como una gran feria callejera en Nueva York. —Echó un vistazo por la ventana, con expresión nostálgica—. A Max le habría encantado.

Clary alargó la mano y acarició los cabellos de Isabelle, del modo en que acariciaría los cabellos de su hermana si la tuviera.

—Seguro que sí.


Jace tuvo que llamar dos veces a la puerta de la vieja casa del canal antes de oír rápidas pisadas que se apresuraban a responder; el corazón le dio un vuelco, y luego se tranquilizó cuando la puerta se abrió y Amatis Herondale apareció en el umbral, mirándole con sorpresa. Parecía como si se hubiese estado preparando para la celebración: lucía un vestido de color gris perla y pendientes de pálido metal que resaltaban los mechones plateados de sus cabellos canosos.

—¿Sí?

—Clary —empezó a decir él, y se detuvo, inseguro sobre qué decir exactamente.

¿Adónde había ido a parar su elocuencia? Siempre la había tenido, incluso cuando no había poseído nada más, pero en aquellos momentos se sentía como si lo hubiesen vertido afuera, dejándole vacío.

—Me preguntaba si Clary estaba aquí. Esperaba hablar con ella.

Amatis negó con la cabeza. La perplejidad había abandonado su expresión, y le miraba con suficiente intensidad como para ponerlo nervioso.

—No está. Creo que está con los Lightwood.

—Vaya. —Le sorprendió lo decepcionado que se sintió—. Lamento haberla molestado.

—No es ninguna molestia. Lo cierto es que me alegro de verte —dijo ella con energía—. Hay algo sobre lo que quería hablarte. Pasa al recibidor; regreso en un momento.

Jace entró y ella desapareció pasillo adelante. Se preguntó de qué diablos quería hablarle. A lo mejor Clary había decidido que no quería saber nada más de él y había elegido a Amatis para entregarle el mensaje.

Amatis regresó al cabo de un instante. No sostenía nada que pareciese una nota —para el alivio de Jace—, sino que más bien llevaba una pequeña caja de metal en las manos. Era un objeto primoroso cincelado con un dibujo de pájaros.

—Jace —dijo Amatis—, Luke me contó que eres hijo de Stephen… que Stephen Herondale era tu padre. Me contó todo lo sucedido.

Jace asintió, que era todo lo que sentía que estaba obligado a hacer. La noticia se filtraba lentamente, que era como él quería que sucediese; con suerte estaría de vuelta en Nueva York antes de que todos en Idris lo supieran y se pasaran el tiempo mirándolo como a un bicho raro.

—Ya sabes que estuve casada con Stephen antes de que lo estuviera con tu madre —prosiguió Amatis, con voz tensa, como si le doliera pronunciar las palabras.

Jace se la quedó mirando… ¿se trataba de su madre? ¿Le molestaba su presencia porque sacaba a relucir malos recuerdos de una mujer que había muerto antes de que él naciese siquiera?

—De todas las personas que están vivas en la actualidad, probablemente yo fui quien mejor conoció a tu padre —siguió ella.

—Sí —dijo Jace, deseando estar en otra parte—; estoy seguro de que es así.

—Sé que probablemente tendrás sentimientos muy encontrados respecto a él —repuso ella, y a él le sorprendió sentir que era cierto—. Nunca le conociste, y no fue el hombre que te crió, pero te pareces a él… excepto en los ojos, ésos son de tu madre. Y a lo mejor estoy sintiendo una estúpida, molestándote con esto. A lo mejor en realidad no quieres saber nada sobre Stephen. Pero él fue tu padre, y si te hubiese conocido… —Le tendió bruscamente la caja entonces, casi haciéndole dar un salto atrás—. Éstas son algunas cosas suyas que yo he guardado a lo largo de los años. Cartas que escribió, fotografías, un árbol genealógico. Su piedra de luz mágica. A lo mejor ahora no tienes preguntas, pero algún día las tendrás, y cuando las tengas…, cuando las tengas, podrás recurrir a esto.

Se quedó inmóvil, tendiéndole la caja como su le ofreciera un tesoro valioso. Jace alargó las manos y la tomó sin una palabra; era pesada, y el metal tenía un tacto frío contra su piel.

—Gracias —dijo.

Era lo mejor que podía hacer. Vaciló, y luego dijo.

—Hay una cosa. Algo que me he estado preguntando.

—¿Sí?

—Si Stephen era mi padre, entonces la Inquisidora…, Imogen…, era mi abuela.

—Sí… —Amatis hizo una pausa—. Una mujer muy difícil. Pero, sí, era tu abuela.

—Me salvó la vida —dijo Jace—. Quiero decir, durante mucho tiempo actuó como si no pudiese ni verme. Pero entonces vio esto. —Apartó el cuello de la camiseta a un lado, mostrando a Amatis la blanca cicatriz en forma de estrella del hombro—. Y me salvó la vida. Pero ¿qué podía significar mi cicatriz para ella?

Los ojos de Amatis se habían abierto de par en par.

—No recuerdas haberte hecho esa cicatriz, ¿verdad?

Jace negó con la cabeza.

—Valentine me explicó que era demasiado pequeño para recordar la herida, pero ahora… me parece que no le creo.

—No es una cicatriz. Es una marca de nacimiento. Existe una antigua leyenda familiar sobre ella, que cuenta que uno de los primeros Herondale que se convirtió en cazador de sombras recibió la visita de un ángel en un sueño. El ángel le tocó en el hombro, y cuando despertó, tenía una marca como ésa. Y todos sus descendientes la tienen también. —Se encogió de hombros—. No sé si la historia es cierta, pero todos los Herondale tienen la marca. Tu padre tenía una también, aquí. —Se tocó la parte superior del brazo derecho—. Dicen que significa que has tenido contacto con un ángel. Que has sido bendecido, de algún modo. Imogen debió de haber visto la Marca y adivinado quién eras en realidad.

Jace se quedó mirando a Amatis, pero no la veía a ella. Veía aquella noche en el barco; la cubierta húmeda y negra y a la Inquisidora agonizando a sus pies.

—Me dijo algo mientras se moría. Dijo: «Tu padre estaría orgulloso de ti». Pensé que era cruel. Pensé que se refería a Valentine…

Amatis negó con la cabeza.

—Se refería a Stephen —indicó en voz queda—. Y tenía razón. Lo habría estado.


Clary empujó la puerta principal de Amatis y entró, pensando en la rapidez con que la casa se había vuelto familiar para ella. Ya no tenía que esforzarse para recordar el camino hasta la puerta principal, o el modo en que el pomo se atascaba ligeramente cuando lo empujaba. El reflejo de la luz del sol en el canal le resultaba familiar, como lo era la vista de Alacante a través de la ventana. Casi se podía imaginar viviendo allí, casi podía imaginar cómo sería si Idris fuese su hogar. Se preguntó qué empezaría a echar de menos primero. ¿La comida china para llevar? ¿Las películas? ¿Su librería favorita, Midtown Comincs?

Se encaminaba a la escalera cuando oyó la voz de su madre procedente de la sala de estar: seca y levemente agitada. Pero ¿qué podía haber alterado a Jocelyn? Todo estaba bien ahora, ¿no? Sin pensar, Clary retrocedió hacia la pared cercana a la puerta de la salita y escuchó.

—¿Qué quieres decir con que te quedas? —decía Jocelyn—. ¿Estás diciéndome que no vas a regresar a Nueva York?

—Se me ha pedido que permanezca en Alacante y represente a los seres lobo en el Consejo —respondió Luke—. Les dije que les daría la respuesta esta noche.

—¿No podría encargarse otro de eso? ¿No estuvo uno de los líderes de la manada aquí en Idris?

—Soy el único líder de mana que ha sido cazador de sombras en el pasado. Por eso me quieren a mí. —Suspiró—. Yo inicié todo esto, Jocelyn. Debería quedarme y ocuparme de que funcione.

Hubo un corto silencio.

—Si eso es lo que sientes, entonces desde luego que deberías quedarte —dijo por fin Jocelyn, con voz insegura.

—Tendré que vender la librería. Organizar mis asuntos. —La voz de Luke sonó ronca—. No es como si fuese a mudarme en seguida.

—Yo puedo ocuparme de eso. Después de todo lo que has hecho…

Jocelyn no parecía tener energía para mantener su tono vivaracho. Su voz se fue apagando hasta quedar en silencio, un silencio que se prolongó tanto que Clary pensó en carraspear y entrar en la sala de estar para hacerles saque que estaba allí.

Al cabo de un momento se alegró de no haberlo hecho.

—Mira —dijo Luke—. He querido decirte esto desde hace mucho tiempo… Sabía que jamás importaría, incluso aunque lo dijese, debido a lo que soy. Tú jamás quisiste que eso formase parte de la vida de Clary. Pero ahora ella lo sabe, así que supongo que ya no importa. De modo que por qué no decírtelo: te amo, Jocelyn. Te he amado durante veinte años.

Calló. Clary aguzó el oído para escuchar la respuesta de su madre, pero Jocelyn permaneció en silencio. Por fin Luke volvió a hablar; con voz abatida.

—Tengo que regresar al Consejo y decirles que me quedaré. No tenemos que volver a hablar nunca más sobre esto. Pero me siento mejor habiéndotelo confesado tras todo este tiempo.

Clary se apretó de nuevo contra la pared cuando Luke, con la cabeza gacha, abandonó con paso digno la salita. Pasó rozándola sin parecer verla en absoluto y abrió la puerta de la calle de un tirón. Permaneció allí por un momento, mirando sin ver el sol que se reflejaba en el agua del canal. Luego se fue, cerrando la puerta de un fuerte golpe tras él.

Clary permaneció donde estaba, con la espalda contra la pared. Se sentía terriblemente triste por Luke, y terriblemente triste por su madre, también. Parecía que Jocelyn no amaba realmente a Luke, y quizás jamás podría. Era lo mismo que entre Simon y ella, salvo que ella no veía ningún modo en el que Luke y su madre pudiesen solucionarlo. No si él iba a permanecer en Idris. Las lágrimas afloraron a sus ojos. Estaba a punto de volverse y entrar en la salita cuando oyó el sonido de la puerta de la cocina al abrirse y otra voz, cansada y un poco resignada. Amatis.

—Lamento haber oído vuestra conversación sin querer, pero me alegro de que se quede —dijo la hermana de Luke—. No tan sólo porque estará cerca de mí sino porque le proporcionará una oportunidad de olvidarte.

Jocelyn sonó a la defensiva.

—Amatis…

—Ha pasado mucho tiempo, Jocelyn —dijo Amatis—. Si no le amas, deberías dejarlo ir.

Jocelyn permaneció en silencio. Clary deseó poder ver la expresión de su madre… ¿Parecería triste? ¿Enojada? ¿Resignada?

Amatis profirió una leve exclamación ahogada.

—A menos que… ¿tú sí le amas?

—Amatis, no puedo…

—¡Le amas! ¡Le amas! —Se oyó un sonido seco, como si Amatis hubiese dado una palmada—. ¡Sabía que le querías! ¡Siempre lo supe!

—No importa. —Jocelyn sonaba cansada—. No sería justo para Luke.

—No quiero ni oírlo.

Se oyó una especie de tráfago, y Jocelyn emitió un sonido de protesta. Clary se preguntó si Amatis habría agarrado a su madre de los brazos.

—Si le amas, ve ahora mismo y díselo. Ahora mismo, antes de que vaya al Consejo.

—¡Pero ellos quieren que sea su miembro en el Consejo! Y él quiere…

—Todo lo que Lucian quiere —replicó Amatis con fuerza—es a ti. A ti y a Clary. Esto es todo lo que ha querido siempre. Ahora ve.

Antes de que Clary tuviese oportunidad de moverse, Jocelyn salió disparada al pasillo. Iba hacia la puerta… cuando vio a Clary pegada a la pared. Se detuvo y abrió la boca sorprendida.

—¡Clary! —exclamó, intentando conseguir que su voz pareciese animada y jovial—. No me había dado cuenta de que estabas aquí.

Clary se separó de la pared, agarró el pomo de la puerta, y la abrió de par en par. La radiante luz solar entró a raudales en el vestíbulo. Jocelyn permaneció inmóvil, pestañeando, bajo la potente iluminación, con los ojos puestos en su hija.

—Si no vas tras Luke —dijo Clary, articulando con suma claridad—, yo, personalmente, te mataré.

Por un momento, Jocelyn pareció estupefacta. Luego sonrió.

—Bueno —replicó—, si te pones así.

Al cabo de un momento ya estaba fuera de casa, andando a toda prisa por el sendero del canal en dirección al Salón de los Acuerdos. Clary, cerró la puerta tras ella y se recostó en la madera.

Amatis, emergiendo de la salita, pasó como una exhalación junto a ella para apoyarse en el alféizar de la ventana, mirando con ansiedad por el cristal.

—¿Crees que lo alcanzará antes de que llegue al Salón?

—Mi madre se ha pasado toda la vida persiguiéndome por todas partes —dijo Clary—. Se mueve de prisa.

Amatis le dirigió una ojeada y sonrió.

—Ah, eso me recuerda algo —dijo—. Jace ha venido a verte. Creo que espera encontrarte en la celebración de esta noche.

—¿Sí? —dijo Clary pensativa.

«Podría preguntar. Quién nada arriesga nada gana.»

—Amatis —siguió, y la hermana de Luke se apartó de la ventana, mirándola con curiosidad.

—¿Sí?

—Ese vestido plateado tuyo del baúl —dijo Clary—. ¿Puedo cogerlo prestado?


Las calles ya empezaban a llenarse de gente cuando Clary volvió a cruzar la ciudad en dirección a la casa de los Lightwood. El sol se ponía, y las luces empezaban a encenderse, llenando el aire con un resplandor pálido. Ramilletes de flores blancas de aspecto familiar colgaban de cestos colocados en las paredes, llenando el aire con sus aromáticos olores. Runas de fuego de un dorado oscuro ardían en las puertas de las casas ante las que pasaba; las runas hablaban de victoria y júbilo.

Había cazadores de sombras por las calles, pero ninguno vestido con el equipo de combate: todos lucían sus mejores galas, que iban desde el estilo moderno al que bordeaba el vestuario histórico. Era una noche excepcionalmente cálida, así que pocas personas llevaban abrigo, pero sí había gran número de mujeres que llevaban lo que a Clary le parecían vestidos de fiesta, barriendo las calles con las amplias faldas. Una delgada figura oscura atravesó la calzada por delante de ella cuando dobló por la calle donde vivían los Lightwood, y vio que era Raphael, cogido de la mano de una mujer alta de cabellos oscuros que llevaba un traje de fiesta rojo. Él echó una ojeada por encima del hombro y dedicó una sonrisa a Clary, una sonrisa que provocó en ella un pequeño escalofrío, y le hizo pensar que era cierto que a veces había algo realmente extraño en los subterráneos, algo extraño y aterrador. Quizás sucedía simplemente que todo lo que era aterrador no era necesariamente malo también.

Aunque tenía sus dudas respecto a Raphael.

La puerta principal de la casa de los Lightwood estaba abierta, y varios de los miembros de la familia estaban ya de pie en la acera. Maryse y Robert Lightwood estaban allí, conversando con otros dos adultos; cuando éstos se volvieron. Clary vio con una leve sorpresa que se trataba de los Penhallow, los padres de Aline. Maryse le dedicó una sonrisa; estaba muy elegante con su vestido de seda azul oscuro, el pelo sujeto tras el severo rostro por una gruesa cinta plateada. Se parecía a Isabelle… Tanto que Clary quiso alargar el brazo y posarle la mano sobre el hombro. Maryse todavía parecía muy triste, incluso mientras sonreía, y Clary pensó: «Está recordando a Max, tal y como lo hacía Isabelle, y pensando en lo mucho que le habría gustado todo esto».

—¡Clary!

Isabelle descendió a saltos los peldaños de la entrada, con los oscuros cabellos flotando tras ella. No llevaba puesto ninguno de los conjuntos que le había enseñado a Clary horas antes, sino un increíble vestido de raso dorado que se pegaba a su cuerpo como los pétalos cerrados de una flor. Calzaba unas sandalias con tacón de aguja, y Clary recordó lo que Isabelle le había dicho en una ocasión sobre cómo le gustaban sus zapatos de tacón, y rió para sí.

—Tienes un aspecto fantástico —comentó la joven.

—Gracias —dijo Clary, y tiró con cierta timidez del diáfano material del vestido plateado.

Probablemente era la cosa más femenina que había llevado jamás. Le dejaba los hombros al descubierto, y cada vez que sentía cómo las puntas del cabello le cosquilleaban sobre la piel desnuda, tenía que sofocar el impulso de sir en busca de una rebeca o un suéter con capucha para envolverse en él.

—Tú también.

Isabelle se inclinó hacia ella para susurrarle al oído:

—Jace no está aquí.

Clary se apartó.

—Entonces ¿dónde…?

—Alec dice que podría estar en la plaza, donde va a haber los fuegos artificiales. Lo siento… no tengo ni idea de qué le pasa.

Clary se encogió de hombros, intentando ocultar su desilusión.

—No pasa nada.

Alec y Aline salieron a toda prisa de la casa tras Isabelle; Aline llevaba un vestido en un rojo intenso que hacía que sus cabellos resultaran increíblemente negros. Alec se había vestido como acostumbraba, con un suéter y pantalones oscuros, aunque Clary tuvo que admitir que al menos el suéter no parecía tener agujeros. El chico le sonrió y ella pensó, con sorpresa, que realmente parecía distinto. Menos serio, como si se hubiese quitado un peso de encima.

—Nunca he estado en una celebración en la que participen subterráneos —dijo Aline, mirando nerviosamente calle abajo, donde una muchacha hada que llevaba los largos cabellos trenzados con flores (no, se dijo Clary, los cabellos eran flores, conectadas por delicados zarcillos verdes) arrancaba algunas de las flores blancas de un cesto colgante, las contemplaba pensativa, y se las comía.

—Te encantará —dijo Isabelle—. Saben cómo celebrar una fiesta.

Se despidió con la mano de sus padres y se pusieron en marcha en dirección a la plaza; Clary luchaba aún contra el impulso de cubrirse la mitad superior del cuerpo cruzando los brazos sobre el lecho. El vestido se arremolinaba alrededor de sus pies igual que humo que formara espirales en el viento. Pensó en el humo que se había alzado sobre Alacante a primera hora del día, y tiritó.

—¡Hola! —saludó Isabelle, y, al alzar la vista, Clary vio a Simon y a Maia, que avanzaban hacia ellos por la calle.

No había visto a Simon durante la mayor parte del día; éste había bajado al Salón para observar la reunión preliminar del Consejo por que, dijo, sentía curiosidad sobre a quién elegirían para ocupar el escaño de los vampiros en el Consejo. Clary no podía imaginar a Maia luciendo nada tan femenino como un vestido, y desde luego ésta iba ataviada con unos pantalones de camuflaje de cintura baja y una camiseta negra en la que se leía: «ELIGE TU ARMA» y que tenía el dibujo de unos dados bajo las palabras. Era una camiseta de jugador de rol, pensó Clary, preguntándose si Maia realmente jugaba o llevaba la camiseta para impresionar a Simon. De ser así, era una buena elección.

—¿Vais a volver a bajar a la plaza del Ángel?

Maia y Simon reconocieron que sí, por lo que se dirigieron todos juntos al Salón constituyendo un amigable grupo. Simon se rezagó para colocarse junto a Clary, y anduvieron juntos en silencio. Era agradable simplemente volver a estar cerca de Simon; él había sido la primera persona a la que ella había querido ver una vez que estuvo de vuelta en Alacante. Lo había abrazado muy fuerte, contenta de que estuviese vivo, y había tocado la Marca de su frente.

—¿Te salvó? —preguntó, desesperada por oír que no había hecho lo que había hecho para nada.

—Me salvó —fue todo lo que él había dicho en respuesta.

—Ojalá pudiese quitártela —había dicho ella—. Ojalá supiese qué podría sucederte debido a ella.

Él se había sujetado la muñeca y había vuelto a bajar su mano con suavidad hacia el costado de la joven.

—Aguardaremos —había dicho—. Ya veremos.

Ella le había estado observando con atención, pero tenía que admitir que la Marca no parecía estar afectándole de ningún modo visible. Parecía tal y como había sido siempre. Simon. Únicamente que había adoptado la costumbre de peinarse el pelo de un modo un poco distinto, para cubrir la Marca; si uno no supiese que estaba allí, jamás lo adivinaría.

—¿Cómo ha ido la reunión? —preguntó Clary, echándole un vistazo de reojo para ver si se había engalanado para la celebración.

No era así, pero ella apenas le culpó; los vaqueos y la camiseta que llevaba puestos eran todo lo que tenía para ponerse.

—¿A quién han elegido?

—A Raphael no —respondió Simon, como si ello le complaciera—. A otro vampiro. Tiene un nombre pretencioso. Nightshade o algo parecido.

—¿Sabes?, me ha pedido si quería dibujar el símbolo del Nuevo Consejo —dijo Clary—. Es un honor. He dicho que lo haría. Va a ser la runa del Consejo rodeada por los símbolos de las cuatro familias de subterráneos. Una luna para los hombres lobo, y estaba pensando en un trébol de cuatro hojas para las hagas. Un libro de conjuros para los brujos. Pero no se me ocurre nada para los vampiros.

—¿Qué tal un colmillo? —sugirió Simon—. Tal vez goteando sangre. —Le mostró los dientes.

—Gracias —dijo Clary—. Eso resulta muy útil.

—Me alegro de que te lo pidieran —repuso Simon, en un tono más serio —. Mereces ese honor. Mereces una medalla, en realidad, por lo que hiciste. La runa de la alianza y todo lo demás.

—No sé. —Clary se encogió de hombros—. Quiero decir, la batalla apenas duró diez minutos, después de todo. No sé cuánto ayudé.

—Yo estuve en la batalla, Clary —dijo Simon—. Puede que durara diez minutos, pero fueron los peores diez minutos de mi vida. Y en realidad no quiero hablar sobre ello. Pero te diré que, incluso en aquellos diez minutos, habría habido mucha más muerte de no haber sido por ti. Además, la batalla fue sólo parte de un todo. Si no hubieses hecho lo que hiciste, no habría Nuevo Consejo. Seríamos cazadores de sombras y subterráneos odiándonos unos a otros, en lugar de cazadores de sombras y subterráneos yendo juntos a una fiesta.

Clary sintió que se le hacía un nudo en la garganta y miró directamente al frente, deseando no empezar a llorar.

—Gracias, Simon.

Vaciló, tan brevemente que nadie que no fuese Simon lo habría advertido. Pero él lo hizo.

—¿Qué pasa? —le preguntó.

—Sólo me estaba preguntando qué vamos a hacer cuando regresemos a casa —dijo—. Quiero decir, sé que Magnus se ocupó de tu madre de modo que no le diera ningún ataque pensando que habías desaparecido, pero… la escuela. Nos hemos perdido una tonelada de clases. Y ni siquiera sé…

—Tú no vas a regresar —repuso Simon en voz sosegada—. ¿Crees que no lo sé? Ahora eres una cazadora de sombras. Acabarás tu educación en el Instituto.

—¿Y qué pasa contigo? Eres un vampiro. ¿Regresarás a las clases de secundaria como si nada?

—Sí —dijo Simon, sorprendiéndola—. Quiero una vida normal, tanto como pueda tenerla. Quiero ir al instituto, y a la universidad y todo eso.

Ella le oprimió la mano.

—Entonces hazlo. —Le sonrió—. Desde luego, todo el mundo va a alucinar cuando aparezcas en la escuela.

—¿Alucinar? ¿Por qué?

—Porque eres mucho más atractivo ahora que cuanto te fuiste. —Se encogió de hombros—. Es cierto. Debe de ser algo relacionado con ser vampiro.

Simon pareció desconcertado.

—¿Soy más atractivo?

—¡Ya lo creo! Quiero decir, mira a esas dos. Las tienes totalmente encandiladas.

Señaló a unos pocos pasos por delante de ellos, donde Isabelle y Maia caminaban la una junto a la otra, con las cabezas muy juntas mientras conversaban.

Simon miró a las muchachas. Clary casi habría jurado que se ruborizaba.

—¿Tú crees? A veces se juntas y cuchichean y se me quedan mirando. No tengo ni idea de por qué lo hacen.

—Normal. —Clary sonrió ampliamente—. Pobrecito, tienes a dos chicas guapísimas compitiendo por tu amor. Tu vida es dura.

—Estupendo. Dime tú a quién elijo, entonces.

—Ni hablar. Eso es cosa tuya. —Volvió a bajar la voz—. Mira, puedes salir con quien quieras y yo te apoyaré totalmente. Soy toda apoyo. Apoyo es mi segundo nombre.

—Así que ése es el motivo de que jamás me dijeses tu segundo nombre. Ya imaginaba que sería algo vergonzoso.

Clary hizo como si no le oyera.

—Pero sólo prométeme algo, ¿de acuerdo? Sé cómo pueden llegar a ser las chicas. Sé el modo en que odian que sus novios tengan un gran amigo íntimo que sea una chica. Sólo prométeme que no me eliminarás de tu vida por completo. Que todavía podremos salir por ahí de vez en cuando.

—¿De vez en cuando? —Simon negó con la cabeza—. Clary, estás loca.

A ella se le cayó el alma a los pies.

—Quieres decir que…

—Quiero decir que jamás de los jamases saldría con una chica que insistiese en que te eliminara de mi vida. No es negociable. ¿Quiere un pedazo de toda esta cosa fabulosa? —Se señaló a sí mismo—. Bien, pies mi mejor amiga va incluida. No te eliminaría de mi vida, Clary, del mismo modo que no me cortaría la mano derecha y se la daría a alguien como regalo de San Valentín.

—Repugnante —dijo Clary—. ¿Tienes que ser así?

Él sonrió ampliamente.

—Sabes que sí.


La plaza del Ángel resultaba casi irreconocible. El Salón refulgía blanco en el otro extremo de la plaza, oculto en parte por un elaborado bosque de árboles enormes que había brotado en el centro de ésta. Eran a todas luces producto de la magia… Aunque, pensó Clary, recordando la habilidad de Magnus para escamotear mobiliario y tazas de café a través de todo Manhattan en un abrir y cerrar de ojos, quizás eran reales, aunque trasplantados. Los árboles se alzaban casi hasta la altura de las torres de los demonios, y sus troncos plateados estaban envueltos con cintas y con luces de colores enganchadas en los susurrantes nidos verdes de sus ramas. La plaza olía a flores blancas, humo y hojas. Alrededor de sus extremos se habían dispuesto mesas y bancos largos, y grupos de cazadores de sombras y subterráneos se amontonaban a su alrededor, riendo, bebiendo y conversando. Con todo, no obstante las risas, había algo lóbrego mezclado en la atmósfera festiva: un pesar presente junto al júbilo.

Las tiendas que bordeaban la plaza tenían las puertas abiertas de par en par y la luz se derramaba sobre las aceras. Los asistentes a la fiesta pasaban en tropel junto a ellas, transportando bandejas de comida y copas altas de vino y líquidos de colores intensos. Simon contempló cómo un kelpie pasaba dando saltitos con una copa de un líquido azul, y enarcó una ceja.

—No es como en la fiesta de Magnus —le tranquilizó Isabelle—. Todo aquí debería poderse beber sin peligro.

—¿Debería? —Aline mostró una expresión preocupada.

Alec echó una ojeada en dirección al mini bosque; las luces de colores se reflejaban en el iris azul de sus ojos. Magnus estaba de pie a la sombra de un árbol, charlando con una chica que llevaba un vestido blanco y un halo de cabello castaño claro. La muchacha se dio la vuelta cuando Magnus miró hacia ellos, y Clary cruzó la mirada con ella por un momento a través de la distancia que los separaba. Había algo familiar en ella, aunque Clary no supo distinguir de qué se trataba.

Magnus se separó de la chica y fue hacia ellos, mientras que ella se introdujo en las sombras de los árboles y despareció. Magnus iba vestido como un caballero victoriano, con una larga levita negra sobre un chaleco de seda violeta. Un pañuelo en el bolsillo cuadrado bordado con las iniciales M.B. sobresalía del bolsillo del chaleco.

—Bonito chaleco —dijo Alec con una sonrisa.

—¿Te gustaría uno exactamente igual? —preguntó Magnus—. En el color que prefieras, desde luego.

—En realidad no me preocupa demasiado la ropa —protestó Alec.

—Y yo adoro eso de ti —anunció Magnus—, aunque también te amaría si tuvieras en tu armario, tal vez, un traje de diseño. ¿Qué te parece? ¿Dolce? ¿Zegna? ¿Armani?

Alec empezó a farfullar mientras Isabelle reía, y Magnus aprovechó la oportunidad para inclinarse muy cerca de Clary y musitarle al oído:

—Los escalones del Salón de los Acuerdos. Ve allí.

Ella quiso preguntarle qué quería decir, pero él ya se había vuelto de nuevo hacia Alec y los otros. Además, ella tenía la sensación de que lo sabía. Oprimió la muñeca de Simon al marcharse, y él le dedicó una sonrisa antes de regresar a su conversación con Maia.

Atajó por el linde del bosque ilusorio para cruzar la plaza, zigzagueando por entre las sombras. Los árboles llegaban hasta el pie de la escalinata del Salón. Motivo por el que probablemente los escalones estaban casi desiertos. Aunque no por completo. Echó un vistazo en dirección a las puertas y pudo distinguir un oscuro contorno familiar, sentado a la sombra de una columna. El corazón empezó a latirle con fuerza.

Jace.

Tuvo que recoger y alzar la falda en las manos para subir la escalera, no fuese a pisar y desgarrar el delicado material. Casi deseó haber llevado sus ropas normales mientras se acercaba a Jace, que estaba sentado dándole la espalda a un pilar, contemplando la plaza, vestido con sus ropas más mundanas: vaqueros, una camiseta blanca y una cazadora oscura encima. Y casi por primera vez desde que lo había conocido, se dijo, no parecía llevar encima ninguna arma.

Súbitamente se sintió excesivamente arreglada. Se detuvo a escasa distancia de él, indecisa de pronto sobre qué decir.

Como percibiendo su presencia allí, Jace alzó los ojos. Sostenía algo en equilibrio sobre el regazo, advirtió ella, una caja plateada. Parecía cansado. Había sombras bajo sus ojos, y los pálidos cabellos dorados estaban desaliñados. Abrió los ojos de par en par.

—¿Clary?

—¿Quién más podría ser?

Él no sonrió.

—No pareces tú.

—Es el vestido. —Alisó la tela con las manos tímidamente—. No acostumbro a llevar cosas tan… bonitas.

—Tú siempre estás hermosa —dijo él, y ella recordó la primera vez que le había llamado hermosa, en el invernadero del Instituto.

Él no lo había dicho como si fuese un cumplido, sino simplemente como un hecho aceptado, como el hecho de que ella tuviese el pelo rojo y le gustase dibujar.

—Pero pareces… distante. Como si no pudiese tocarte.

Fue hacia él entonces y se sentó a su lado sobre el amplio escalón superior. La piedra resultaba fría a través de la tela del vestido. Le tendió la mano, temblorosa.

—Tócame —dijo—. Si quieres.

Él le tomó la mano y la apoyó contra su mejilla por un momento. Luego volvió a dejarla sobre el regazo de la muchacha. Clary se estremeció un poco, recordando las palabras de Aline en el dormitorio de Isabelle. «Quizás ya no está interesado, ahora que no es algo prohibido.» Él había dicho que ella parecía distante, pero la expresión en sus ojos era tan remota como una galaxia lejana.

—¿Qué hay en la caja? —preguntó ella.

Él seguía aferrando con fuerza el rectángulo de plata en una mano. Era un objeto de aspecto caro, delicadamente labrado con un dibujo de pájaros.

—He ido a casa de Amatis hace unas horas, a buscarte —dijo—. Pero no estabas, así que he hablado con ella. Me ha dado esto. —Indicó la caja—. Perteneció a mi padre.

Por un momento ella se limitó a mirarle sin comprender. «¿Esto era de Valentine? —pensó, y luego, con una sacudida—. No, no es eso lo que él quiere decir.»

—Claro —dijo—, Amatis estuvo casada con Stephen Herondale.

—La he estado revisando —indicó él—. Leyendo las cartas, las hojas del diario. Pensaba que si lo hacía podría sentir alguna especie de conexión con él. Algo que saltaría de las páginas ante mí, diciendo: «Sí, éste es tu padre». Pero no siendo nada. Son sólo pedazos de papel. Cualquiera podría haber escrito estas cosas.

—Jace —dijo ella con suavidad.

—Ése es otro tema —dijo él—. Ya no tengo un nombre, ¿verdad? No soy Jonathan Christopher… ése es el nombre de otra persona. Pero es el nombre al que estoy acostumbrado.

—¿A quién se le ocurrió el apodo de Jace? ¿Se te ocurrió a ti?

Jace negó con la cabeza.

—No. Valentine siempre me llamó Jonathan. Y así es como me llamaban cuando llegué por primera vez al Instituto. Jamás tendría que haber pensando que mi nombre era Jonathan Christopher, ¿sabes?… Eso fue una casualidad. Saqué el nombre del diario de mi padre, pero no era de mí de quien hablaba. No eran mis progresos los que anotaba. Eran los de Seb… Los de Jonathan. Así que la primera vez que le dije a Maryse que mi segundo nombre era Christpher, ella se dijo así misma que sin duda lo había recordado mal, y que Christopher había sido el segundo nombre del hijo de Michael. Habían transcurrido diez años, después de todo. Pero fue entonces cuando ella empezó a llamarme Jace: era como si quisiera darme un nombre nuevo, algo que le perteneciera a ella, a mi vida en Nueva York. Y me gustó. Nunca me había gustado Jonathan. —Dio la vuelta a la caja que tenía en las manos—. Me pregunto si tal vez Maryse lo sabía, o lo adivinaría pero simplemente no quería saber. Me quería… y no quería creerlo.

—Por eso se alteró tanto cuando pensó que sí eras el hijo de Valentine —dijo Clary—. Porque pensó que tendría que haberlo sabido. En cierto modo, lo sabía. Pero siempre nos negamos a creer cosas como ésa sobre la gente que amamos. Y, Jace, ella tenía razón respecto a ti. Tenía razón sobre quién eres en realidad. Y sí tienes que un nombre. Tu nombre es Jace. Valentine no te dio ese nombre. Maryse lo hizo. La única cosa que hace que un nombre sea importante, y te pertenezca, es que te lo de alguien que te quiere.

—¿Jace qué? —dijo él—. ¿Jace Herondale?

—Ah, por favor —repuso ella—. Tú eres Jace Lightwood. Y lo sabes.

Él alzó los ojos hacia ella. Las pestañas proyectaban una espesa sombra sobre ellos, oscureciendo el dorado. A Clary le dio la impresión de que parecía menos lejano, aunque tal vez lo estaba imaginando.

—A lo mejor eres una persona diferente de la que pensaba que eras —prosiguió ella, deseando con toda esperanza que comprendiera lo que quería decirle—. Pero nadie se convierte en una persona totalmente distinta de la noche a la mañana. El simple hecho de descubrir que Stephen fue tu padre biológico no va a hacer que le ames automáticamente. Y no tienes que hacerlo. Valentine no era tu auténtico padre, pero no porque no tengas su sangre en tus venas. No era tu auténtico padre porque no actuó como un padre. No se ocupó de ti. Siempre han sido los Lightwood los que se han ocupado de ti. Ellos son tu familia, Igual que mi madre y Luke son la mía. —Alargó la mano para tocarle el hombro, luego la retiró—. Lo siento —dijo—. Aquí estoy yo sermoneándote, y tú probablemente has venido aquí arriba para estar solo.

—Tienes razón —dijo él.

Clary sintió que se quedaba sin aliento.

—Muy bien. Entonces me iré.

Se puso en pie, olvidando mantener en alto el vestido, y casi pisó el dobladillo.

—¡Clary! —Depositando la caja en el suelo, Jace se incorporó a toda prisa—. Clary, espera. No quería decir eso. No me refería a que quería estar solo. Me refería a que tenías razón sobre Valentine… sobre los Lightwood…

Ella se volvió y le miró. Jace estaba de pie entre las sombras; las brillantes luces de colores de la fiesta que se celebraba abajo proyectaban extraños dibujos sobre su piel. Recordó la primera vez que le había visto. Había pensando que parecía un león. Hermoso y mortífero. Ahora le parecía distinto. Aquel revestimiento rígido y defensivo que llevaba como armadura había desaparecido, y lucía sus heridas, visibles y con orgullo. Ni siquiera había usado su estela para eliminar las magulladuras del rostro, a lo largo de la línea de la mandíbula, y en la garganta, donde la piel se dejaba ver por encima del cuello de la camiseta. Pero con todo le parecían hermoso, más que antes, porque ahora parecía humano… humano y real.

—¿Sabes? —dijo—, Aline pensaba que tal vez ya no sentirías interés por mí. Ahora que no soy algo prohibido. Ahora que podrías estar conmigo si quisieras. —Tiritó un poco bajo el delgado y fino vestido, agarrándose los codos con las manos—. ¿Es eso cierto? ¿Ya no estás… interesado?

—¿Interesado? ¿Cómo si fueses un libro o una noticia? No, no estoy interesado. Estoy… —Se interrumpió, buscando a tientas la palabra igual que alguien buscaría a tientas un interruptor de la luz en la oscuridad—. ¿Recuerdas lo que te dije en una ocasión sobre mi sensación de que el hecho de que fueras mi hermana fuese una especia de chiste cósmico hecho a mi costa? ¿A costa de ambos?

—Lo recuerdo.

—Jamás lo creí —dijo él—. Quiero decir, lo creí en cierto modo…, dejé que me arrastrara a la desesperación, pero jamás lo sentí. Jamás sentí que fueras mi hermana. Porque no sentía hacia ti un amor fraternal. Pero eso no significaba que no sintiera que eras parte de mí. Siempre lo he sentido. —Al ver su expresión perpleja, se interrumpió emitiendo un ruidito impaciente—. No me estoy explicando bien. Clary, he odiado cada segundo en el que pensabas que eras mi hermana. He odiado cada momento en el que pensaba que lo que sentía por ti significaba que había algo en mí que no estaba bien. Pero…

—Pero ¿qué?

El corazón de Clary latía con tanta fuerza que la estaba haciendo sentir bastante mareada.

—Podía ver cómo gozaba Valentine con lo que yo sentía por ti. Con lo que tú sentías por mí. Lo usó como una arma contra nosotros. Y eso me hizo odiarlo. Más que ninguna otra cosa que me hubiese hecho jamás, eso me hizo odiarlo y consiguió que me volviera en su contra, y quizás eso era lo que necesitaba hacer. Porque había momentos en los que no sabía si quería seguirle o no. Fue una elección ardua…, más ardua de lo que me gusta recordar. —Su voz era tensa.

—En una ocasión te pregunté si yo tenía elección —le recordó Clary—. Y tú dijiste: «Siempre podemos elegir». Tú elegiste en contra de Valentine. Al final fue la elección que hiciste, y no importa lo arduo que fuese tomarla. Lo que importa es que lo hiciste.

—Lo sé —repuso él—. Tan sólo estoy diciendo que creo que elegí como lo hice en parte debido a ti. Desde que te conozco, estás presente en todo lo que hago. No puedo desligarme de ti, Clary… No pueden hacerlo ni mi corazón, ni mi sangre, ni mi mente, ni ninguna parte de mí. Y no quiero hacerlo.

—¿No quieres? —musitó ella.

Él dio un paso hacia Clary. Tenía la mirada clavada en ella, como si no pudiese apartarla.

—Siempre he pensando que el amor te vuelve estúpido. Te hace débil. Un mal cazador de sombras. Amar es destruir. Yo creía eso.

Ella se mordió el labio, pero tampoco podía apartar la mirada de él.

—Pensaba que ser un buen guerrero significaba que no te importaba nada —dijo él—. Nada en absoluto, ni yo mismo especialmente. He corrido todos los riesgos que he podido. Me he arrojado en el camino de demonios. Creo que le provoqué un complejo a Alec sobre la clase de luchador que él era, simplemente porque él quería vivir. —Hizo una mueca—. Y entonces te conocí a ti. Tú eras una mundana. Débil. NO eras una guerrera. Nunca te habían adiestrado. Y entonces vi lo mucho que amabas a tu madre y a Simon y el modo en que eras capaz de penetrar en el infierno para salvarlos. Realmente penetraste en aquel hotel de vampiros. Cazadores de sombras con una década de experiencia no lo habrían intentado. El amor no te volvía débil, te volvía más fuerte que cualquiera que hubiera conocido nunca. Y comprendí que el débil era yo.

—No. —La muchacha estaba horrorizada—. No lo eres.

—Tal vez ya no. —Dio otro paso, estaba lo bastante cerca como para tocarla—. Valentine no podía creer que hubiese matado a Jonathan —dijo—. No podía creerlo porque yo era el débil y Jonathan era el que había recibido más preparación. En toda justicia, probablemente él debería haberme matado. Casi lo consigue. Pero yo pensaba en ti… Te veía allí, claramente, como si estuvieses de pie delante de mí, contemplándome, y sabía que quería vivir, lo deseaba más de lo que nunca había deseado nada, aunque sólo fuese para poder ver tu cara una vez más.

Ella quiso poder moverse, poder alargar la mano y tocarle, pero no podía. Tenía los brazos paralizados a los costados. El rostro de Jace estaba cerca del suyo, tan cerca que veía su propio reflejo en las pupilas de sus ojos.

—Y ahora te estoy mirando —siguió él—, y tú me preguntas si todavía te quiero, como si pudiese dejar d amarte. Como si fuese a renunciar a lo que me hace más fuerte que ninguna otra cosa. Jamás me había atrevido antes a ofrecer mucho de mí mismo por nadie… Había entregado pedacitos de mí a los Lightwood, a Isabelle y a Alec, pero hicieron falta años para hacerlo… Sin embargo, Clary, desde la primera vez que te vi, te he pertenecido completamente. Y todavía te pertenezco. Si tú me quieres.

Durante una fracción de segundo ella permaneció inmóvil. Luego de algún modo, se encontró agarrándolo por la camiseta y atrayéndolo hacia ello. Los brazos de Jace la rodearon, y a continuación la besaba… o ella le besaba a él, no estaba segura, y no importaba. El contacto de su boca con la de ella era electrizante; le sujetó los brazos con las manos, apretándolo contra ella. Sentir su corazón palpitando a través de la camiseta le proporcionó una mareante sensación de júbilo. Ningún otro corazón latía como el de Jace. Ni podría hacerlo jamás.

Él la soltó por fin y ella jadeó; había olvidado respirar. Él le tomó el rostro entre las manos y resiguió la curva de sus pómulos con los dedos. La luz había regresado a sus ojos, tan brillante como lo habían estado junto al lago, aunque ahora había una chispa pícara en ella.

—Bueno —dijo—. Eso no ha estado tan mal, ¿verdad? Incluso aunque ya no esté prohibido.

—Los he tenido peores —replicó ella, con una carcajada temblorosa.

—¿Sabes? —repuso él, inclinándose para rozarle la boca con la suya—, es la falta de «prohibiciones» lo que te preocupa, todavía puedes prohibirme hacer cosas.

—¿Qué clase de cosas?

Lo sintió sonreír contra su boca.

—Cosas como ésta.


Al cabo de un cierto tiempo descendieron los escalones y penetraron en la plaza, en la que se había empezado a congregar una multitud en espera de los fuegos artificiales. Isabelle y los demás habían encontrado una mesa cerca de la esquina de la plaza y estaban apelotonados a su alrededor en bancos y sillas. Mientras se aproximaban al grupo, Clary se preparó para retirar la mano de la de Jace… pero entonces se detuvo. Podían cogerse de la mano si querían. No había nada malo en ello. Ese pensamiento casi la dejó sin aliento.

—¡Aquí estás! —Isabelle danzó hasta ellos jubilosa, sosteniendo una copa de líquido fucsia, que tendió a Clary—. ¡Toma un poco de esto!

Clary lo miró entrecerrando los ojos con suspicacia.

—¿Va a convertirme en un roedor?

—¿Dónde está tu confianza= Creo que es zumo de fresa —dijo Isabelle—En todo caso, está riquísimo. ¿Jace? —Le ofreció la copa.

—Soy un hombre —le dijo él con sorna—, y los hombres no consumen bebidas de color rosa. Anda, mujer, y tráeme algo marrón.

—¿Marrón? —Isabelle torció el gesto.

—El marrón es un color varonil —dijo Jace burlón, y tiró de un mechón suelto del pelo de Isabelle con la mano libre—. De hecho, fíjate… Alec lo lleva puesto.

Éste bajó la mirada, pesaroso, hacia su suéter.

—Era negro —dijo—. Pero luego perdió el color.

—Podrías engalanarlo con una cinta para el pelo con lentejuelas —sugirió Magnus—, ofreciéndole a su novio algo azul y centelleante—. Es sólo una idea.

—Resiste el impulso, Alec. —Simon estaba sentado en el borde de una pared baja con Maia a su lado, aunque ésta estaba en plena conversación con Aline—.Parecerás Olivia Newton-John en Xanadú.

—Hay cosas peores —comentó Magnus.

Simon se separó de la pared y fue hacia donde estaba Clary y Jace. Con las manos en los bolsillos posteriores de los vaqueros, los contempló pensativo durante un largo rato. Por fin habló.

—Pareces feliz —le dijo a Clary, y volvió la mirada hacia Jace—. Y eso es bueno.

Jace enarcó una ceja.

—¿Ésta es la parte en que me dices que si le hago daño me matarás?

—No —replicó Simon—. Si le haces daño a Clary, ella es totalmente capaz de matarte por sí sola. Posiblemente, con gran variedad de armas.

Jace pareció complacido ante la idea.

—Mira —dijo Simon—, sólo quería decirte que no pasa nada si no te gusto. Si haces feliz a Clary, a mí ya me parece perfecto.

Le tendió la mano, y Jace sacó su propia mano de la de Clary y estrechó la de Simon, con una expresión de desconcierto en los ojos.

—No me caes mal —dijo—. De hecho, porque en realidad me gustas, voy a ofrecerte un consejo.

—¿Un consejo? —Simon se mostró cauteloso.

—Veo que estás cultivando esa vertiente vampírica con cierto éxito —dijo Jace, señalando a Isabelle y a Maia con un movimiento de cabeza—. Y gloria. A muchísimas chicas les gusta ese lado delicado de no muerto. Pero yo abandonaría todo el enfoque música si fuera tú. Lo de los vampiros estrellas del rock está caducado, y además tú no puedes ser muy bueno.

Simon suspiró.

—¿Supongo que no hay ninguna posibilidad de que pudieses reconsiderar la parte en la que yo no te gustaba?

—Ya basta, los dos —dijo Clary—. No podéis comportaros como unos completos estúpidos el uno con el otro eternamente, ya lo sabéis.

—Técnicamente —repuso Simon—, yo sí puedo.

Jace emitió un ruidito nada elegante; tras un momento, Clary comprendió que hacía esfuerzos por no reír, y que lo conseguía sólo a medias.

Simon sonrió burlón.


—Ye pillé.

—Bien —dijo Clary—, éste es un momento hermoso.

Paseó la mirada en busca de Isabelle, quien probablemente estaría casi tan complacida como lo estaba ella de ver que Simon y Jace empezaban a llevarse bien, aunque fuera a su manera.

En su lugar vio a otra persona.

De pie en el linde mismo del bosque creado mediante un glamour, donde la oscuridad se fundía con la luz, había una mujer esbelta que lucía un vestido verde del color de las hojas y una larga melena escarlata ceñida atrás con un aro de oro.

La reina seelie. La mujer miraba directamente a Clary, y cuando Clary le devolvió la mirada, alzo una delgada mano y le hizo señas. «Ven.»

No supo con seguridad si fue por deseo propio o debido a la extraña compulsión que ejercía el pueblo mágico, pero murmuró una excusa, se apartó de los demás y fue hacia el linde del bosque, abriéndose camino por entre desenfrenados asistentes a la fiesta. Advirtió, a medida que se acercaba a la reina, la existencia de una preponderancia de hadas de pie muy cerca de ella, en un círculo alrededor de su señora. Incluso aunque quisiera aparecer sola, a la reina no le faltaban sus cortesanos.

La reina alzó una mano con gesto imperioso.

—Ahí —dijo—. Y no más cerca.

Clary, a unos pocos pasos de la reina, se detuvo.

—Mi señora —dijo, recordando el modo ceremonioso en que Jace se había dirigido a la reina dentro de la corte—. ¿Por qué me llamáis a vuestro lado?

—Quisiera un favor de ti —respondió la reina sin preámbulos—. Y, desde luego, te prometería un favor a cambio.

—¿Un favor de mi? —inquirió Clary con curiosidad—. Pero… si ni siquiera os gusto.

La reina se tocó los labios pensativamente con un dedo largo y blanco.

—A los seres mágicos, a diferencia de los humanos, no les interesa en exceso el concepto de «gustar»… —Se encogió de hombros con elegancia—. El Consejo no ha elegido aún quién de nuestro pueblo les gustaría que ocupase el escaño —dijo—. Sé que Lucian Graymark es como un padre para ti. Él escucharía lo que tú le pidieras. Me gustaría que le pidieras que eligiera a mi caballero Meliorn para la tarea.

Clary recordó el Salón de los Acuerdos, y a Meliorn diciendo que no quería pelear en la batalla a menos que los Hijos de la Noche también pelearan.

—No creo que él le guste mucho a Luke.

—Y de nuevo —dijo la reina—hablas sobre gustar.

—Cuando os vi la otra vez, en la corte seelie —indicó Clary—, nos llamasteis a Jace y a mí hermanos. Pero vos sabíais que no éramos realmente hermano. ¿Verdad?

La reina sonrió.

—La misma sangre corre por vuestras venas —repuso—. La sangre del Ángel. Todos aquellos que llevan sangre del Ángel son hermanos bajo la piel.

Clary se estremeció.

—Podríais habernos dicho la verdad, no obstante. Y no lo hicisteis.

—Os dije la verdad tal y como la veía. Todos decimos la verdad tal y como la vemos, ¿no es cierto? ¿Te has detenido a preguntarte alguna vez qué falsedades podría haber habido en el relato que te contó tu madre? ¿Realmente crees que conoces cada uno de los secretos de tu pasado?

Clary vaciló. Sin saber por qué, de repente oyó la voz de madame Dorothea en su cabeza. «Te enamorarás de la persona equivocada», le había dicho la falsa bruja a Jace. Clary había acabado por aceptar que Dorothea sólo se había estado refiriendo a la gran cantidad de problemas que el afecto de Jace por Clary les acarrearía a ambos. Pero, con todo, había espacios en blanco, lo sabía, en su memoria; incluso ahora, cosas, acontecimientos, que no había regresado a ella. Secretos cuyas verdades jamás sabría. Ella los había dado por perdidos y carentes de importancia, pero quizá…

No. Sintió que las manos se le tensaban a los costados. El veneno de la reina era sutil, pero poderoso. ¿Existía alguien en el mundo que pudiese decir realmente que conocía cada secreto de sí mismo? ¿Y no era mejor dejar tranquilos algunos secretos?

Sacudió la cabeza.

—Lo que hicisteis en la corte… —dijo—. Sí, tal vez no mentisteis, pero fuisteis poco amable. —Empezó a darse la vuelta—. Y ya estoy hasta de tanta falta de amabilidad.

—¿Realmente rechazarías un favor de la reina de la corte seelie? —inquirió la reina—. NO a todos los mortales se les concede tal posibilidad.

—No necesito un favor de vos —dijo Clary—. Tengo todo lo que quiero.

Le dio la espalda a la reina y se alejó.


Cuando regresó junto a su grupo de amigos descubrió que se habían unido a ellos Robert y Maryse Lightwood, que estaban —observó con sorpresa—. Estrechando la mano de Magnus Bane, que había guardado la centelleante cinta para el pelo y se mostraba como un modelo de decoro. Maryse rodeaba los hombros de Alec con el brazo. El resto de los amigos de Clary estaban sentados en un grupo a lo largo de la pared; Clary se dirigía a reunirse con ellos, cuando sintió un golpecito en el hombro.

—¡Clary!

Era su madre, que le sonreía… y Luke estaba junto a ella, cogiéndola de la mano. Jocelyn no iba nada engalanada; llevaba vaqueros y una camisa holgada que al menos no estaba manchada de pintura. No obstante, nadie podría haber dicho por el modo en que Luke la miraba que estaba menos que perfecta.

—Me alegro de que finalmente te hayamos encontrado.

Clary sonrió radiante a Luke.

—¿Así que no te vas a mudar a Idris, supongo?

—No —dijo él, y parecía más feliz de lo que le había visto jamás—. La pizza aquí es terrible.

Jocelyn lanzó una carcajada y se apartó para hablar con Amatis, que estaba admirando una burbuja flotante de cristal llena de humo que no dejaba de cambiar de color. Clary miró a Luke.

—¿Estabas dispuesto a dejar Nueva York de verdad, o sólo lo dijiste para conseguir que ella por fin diera el paso?

—Clary —dijo Luke—, me escandaliza que puedas sugerir tal cosa. —Sonrió ampliamente, luego se tornó bruscamente más serio—. A ti no te importa, ¿verdad? Sé que esto significaría un gran cambio en tu vida… Os iba a preguntar si tú y tu madre querríais trasladaros a vivir conmigo, ya que vuestro apartamento es inhabitable en estos momentos…

Clary lanzó un resoplido.

—¿Un gran cambio? Mi vida ya ha cambiado por completo. Varias veces.

Luke echó un vistazo hacia donde estaba Jace, que los observaba desde su asiento sobre la pared. El muchacho los saludó con la cabeza, dedicándoles una sonrisa divertida.

—Supongo que sí —dijo Luke.

—El cambio es positivo —indicó Clary.

Luke alzó la mano; la runa de la alianza se había borrado, como le había sucedido a todo el mundo, pero la piel todavía mostraba su delator rastro blanco, la cicatriz que nunca desaparecería por completo. Se contempló la Marca pensativo.

—Sí, lo es.

—¡Clary! —llamó Isabelle desde la pared—. ¡Los fuegos artificiales!

Clary dio un golpecito a Luke en el hombro y fue a reunirse con sus amigos, que estaban sentados en fila a lo largo de la pared: Jace, Isabelle, Simon, Maia y Aline. Se detuvo junto a Jace.

—No veo fuegos artificiales —dijo, dedicando una fingida mueca de enojo a Isabelle.

—Paciencia, saltamontes —indicó Maia—. Las cosas buenas les llegan a aquellos que sabes esperar.

—Yo siempre había pensando que «las cosas buenas llegan a aquellos que hacen la ola» —dijo Simon—. NO es de extrañar que haya estado tan confundido toda mi vida.

—«Confundido» es una buena manera de decirlo —dijo Jace, aunque estaba más concentrado en otras cosas; alargó los brazos y atrajo a Clary hacia él, casi distraídamente, como su fuese un acto reflejo.

Ella se enroscó en su hombro, alzando los ojos al cielo. Nada iluminaba el firmamento salvo las torres de los demonios, que refulgían con un suave tono blanco plateado en la oscuridad.

—¿Adonde has ido? —preguntó él, lo bastante suave para que sólo ella pudiera oír la pregunta.

—La reina seelie quería que le hiciera un favor —respondió Clary—. Y quería hacerme un favor a cambio. —Sintió cómo Jace se ponía en tensión—. Relájate. Le he dicho que no.

—No mucha gente rechazaría un favor de la reina seelie —dijo Jace.

—Le he dicho que no necesitaba un favor —repuso Clary—. Le he dio que tenía todo lo que quería.

Jace rió ante aquello, con suavidad, e hizo ascender la mano por el brazo de Clary hasta alcanzar el hombro; los dedos juguetearon distraídamente con la cadena que rodeaba el cuello de la joven, y Clary echó una ojeada al destello plateado sobre el vestido. Había llevado el anillo Morgenstern desde que Jace lo había dejando en la habitación para ella, y a veces se preguntaba por qué. ¿Realmente quería recordar a Valentine? Y sin embargo, al mismo tiempo, ¿era correcto olvidar?

Uno no podía borrar todo lo que le causaba dolor cuando lo recordaba. Ella no quería olvidar a Max ni a Madeleine, ni a Hodge, ni a la Inquisidora, ni siquiera a Sebastian. Cada recuerdo era valioso; incluso los malos. Valentine había querido olvidar: olvidar que el mundo tenía que cambiar, y que los cazadores de sombras tenían que cambiar con él… Olvidar que los subterráneos tenían alma, y que todas las almas eran importantes en la estructura del mundo. Había querido pensar únicamente en lo que diferenciaba a los cazadores de sombras de los subterráneos. Pero lo que había sido su perdición había sido el modo en que todos ellos eran iguales.

—Clary —dijo Jace, sacándola de su ensoñación.

Apretó más los brazos alrededor de la muchacha, y ella alzó la cabeza; la multitud vitoreaba a medida que los primeros cohetes ascendían.

—Mira.

Ella miró mientras los fuegos artificiales estallaban en una lluvia de chispas… Chispas que pintaron las nubes sobre sus cabezas a medida que caían, una a una, en veloces líneas de fuego dorado, como ángeles cayendo del cielo.

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