SEGUNDA PARTE Los astros brillan sombríamente

ANTONIO

¿No quieres quedarte más ni quieres que vaya contigo?

SEBASTIÁN

Con tu permiso, no. Mis astros brillan sombríamente sobre mí.

La adversidad de mi destino podría quizás perturbar el tuyo,

así que te suplico que me dejes para que pueda soportar mis males a solas.

Recompensaría mal tu cariño si hiciese recaer cualquiera de ellos sobre ti.

WILLIAM SHAKESPEARE, Noche de Reyes

10 Fuego y espada

—Es tarde —dijo Isabelle. Volviendo a correr con ansiedad la cortina de encaje sobre el alto ventanal de la salita—. Debería estar ya de vuelta.

—Sé razonable, Isabelle —indicó Alec, con aquel tono de superioridad de hermano mayor que parecía dar a entender que mientras que ella, Isabelle, podía ser propensa a la histeria, él, Alec, permanecía siempre totalmente tranquilo.

Incluso la postura de su hermano —estaba repantigado en uno de los rehenchidos sillones situados junto a la chimenea de los Penhallow como si no tuviese ni una sola preocupación en el mundo—parecía diseñada para exhibir su despreocupación.

—Jace responde así cuando está alterado: se va y deambula por ahí. Ha dicho que iba a dar una vuelta. Regresará.

Isabelle suspiró. Casi deseó que sus padres estuvieran allí, pero seguían en el Gard. La reunión del Consejo se estaba prolongando hasta una hora brutalmente tardía.

—Pero él conoce Nueva York. No conoce Alacante…

—Probablemente la conoce mejor que vosotros.

Aline estaba sentada en el sofá leyendo un libro, cuyas páginas estaban encuadernadas en cuero rojo. Llevaba los negros cabellos recogidos tras la cabeza en una trenza francesa, con los ojos clavados en el tomo abierto sobre el regazo. Isabelle, que jamás había sido demasiado amante de la lectura, envidiaba la capacidad de otras personas para abstraerse en un libro. Había gran cantidad de cosas que en otro momento habría envidiado en Aline: ser menuda y delicadamente bonita, para empezar, no grandota como una amazona y tan alta que con tacones se alzaba casi por encima de cualquier chico que conocía. Pero, sin embargo, no hacía mucho, Isabelle había comprendido que las otras chicas no existían simplemente para ser envidiadas, evitadas o para provocar antipatía.

—Vivió aquí hasta los diez años. Vosotros, chicos, sólo habéis venido de visita unas cuantas veces.

Isabelle se llevó la mano a la garganta torciendo el gesto. El colgante sujeto a una cadena que llevaba al cuello había emitido un repentino y agudo latido… aunque normalmente sólo lo hacía en presencia de demonios, y estaba en Alacante. No había modo de pudiera haber demonios cerca. A lo mejor el colgante no funcionaba bien.

—No creo que esté vagando por ahí, de todos modos. Creo que resulta del todo evidente adónde ha ido —respondió Isabelle.

—¿Crees que ha ido a ver a Clary? —inquirió Alec, alzando los ojos.

—¿Aún sigue aquí? Pensaba que iba a regresar a Nueva York —Aline dejó que el libro se cerrara—. ¿Dónde se aloja la hermana de Jace a todo esto?

Isabelle se encogió de hombros.

—Pregúntale a él —dijo, moviendo los ojos hacia Sebastian.

Sebastian estaba despatarrado en el sofá situado frente al de Aline. También él tenía un libro en la mano, y su oscura cabeza estaba inclinada hacia él. Alzó los ojos como si pudiese percibir la mirada de Isabelle sobre sí.

—¿Habláis de mí? —preguntó en tono apacible.

Todo en Sebastian era apacible, se dijo Isabelle con un dejo de fastidio. Se había sentido impresionada por su atractivo al principio —aquellos pómulos nítidamente marcados y aquellos ojos negros insondables—, pero su personalidad afable y comprensiva la crispaba ahora. No le gustaban los chicos que daban la impresión de no enfurecerse nunca por nada. En el mundo de Isabelle, la cólera significaba pasión y diversión.

—¿Qué estás leyendo? —preguntó, con más acritud de la pretendida—. ¿Es uno de los cómics de Max?

—Pues sí. —Sebastian bajó los ojos hacia el cómic manga apoyado sobre el brazo del sofá—. Me gustan las ilustraciones.

Isabelle lanzó un suspiro exasperado. Dirigiéndole una mirada reprobatorio, Alec dijo:

—Sebastian, a primera hora de hoy… ¿Sabe Jace adónde has ido?

—¿Te refieres a que he salido con Clary? —Sebastian pareció divertido—. Oíd, no es un secreto. Se lo habría contado a Jace de haberle visto.

—No veo por qué le iba a importar. —Aline dejó su libro a un lado, y su voz tenía un tono cortante—. No es nada malo. ¿Qué pasa si le ha querido mostrar a Clarissa algo de Idris antes de que ella vuelva a casa? Jace debería sentirse complacido de que su hermana no esté ahí sentada aburrida y enojada.

—Puede ser muy… protector —dijo Alec tras una leve vacilación.

Aline frunció el ceño.

—Debería mantenerse al margen. No puede ser bueno para ella estar tan sobreprotegida. La expresión de su rostro cuando nos cogió por sorpresa fue como si nunca hubiese visto a nadie besarse. Quiero decir, quién sabe, a lo mejor es así.

—Pues no —repuso Isabelle, recordando el modo en que Jace había besado a Clary en la corte seelie.

No era algo en lo que le gustase pensar; a Isabelle no le gustaba regodearse con sus propias penas, y mucho menos con las de los demás.

—No es eso.

—Entonces ¿qué es?

Sebastian se irguió, apartándose un mechón de cabello oscuro de los ojos. Isabelle captó una fugaz visión de algo…, una línea rojo a lo largo de la palma, una especie de cicatriz.

—¿O sólo me odia a mí en particular? Porque no sé qué es lo que yo he…

—Ése es mi libro.

Una vocecita interrumpió el discurso de Sebastian. Era Max, de pie en la entrada de la sala. Llevaba puesto un pijama gris y sus cabellos castaños estaban alborotados como si acabara de despertarse. Miraba con expresión iracunda el libro manga que descansaba junto a Sebastian.

—¿El qué, esto? —Sebastian le alargó el libro—. Aquí tienes, chaval.

Max cruzó la habitación muy digno y recuperó de un tirón el libro. Dirigió una mirada furibunda a Sebastian.

—No me llames chaval.

Sebastian rió y se puso en pie.

—Voy a buscar café —dijo, y salió en dirección a la cocina. Se detuvo y se volvió en el umbral de la puerta—. ¿Alguien quiere algo?

Hubo un coro de negativas. Sebastian se encogió de hombros y desapareció en la cocina, dejando que la puerta se cerrara a su espalda.

—Max —dijo Isabelle en tono seco—, no seas grosero.

—No me gusta que nadie toque mis cosas. —Max abrazó el cómic contra el pecho.

—Crece un poco, Max. Sólo lo había cogido prestado.

La voz de Isabelle surgió más irritada de lo que ella habría querido; seguía preocupada por Jace, lo sabía, y se estaba desquitando con su hermano pequeño.

—Deberías estar en la cama de todos modos. Es tarde.

—Se oían ruidos arriba en la colina. Me despertaron. —Max pestañeó; sin sus gafas, todo era muy parecido a una mancha borrosa para él—. Isabelle…

La nota interrogante en su voz atrajo la atención de la joven. Su hermana dio la espalda a la ventana.

—¿Qué?

—¿Escala alguna vez la gente las torres de los demonios? ¿Por algún motivo?

Aline alzó la cabeza.

—¿Trepar a las torres de los demonios? —Rió—. No, nadie hace eso jamás. Es totalmente ilegal, para empezar, y además, ¿por qué querrían hacerlo?

Aline, pensó Isabelle, no tenía mucha imaginación. Ella misma podía pensar en un montón de razones por las que alguien podría querer escalar las torres de los demonios, aunque sólo fuese para escupir chicle sobre los que pasaban por debajo.

Max parecía contrariado.

—Pero alguien lo ha hecho. Sé que he visto…

—Seguramente lo has soñado —le dijo Isabelle.

El rostro de Max se arrugó. Intuyendo que podía venirse abajo, Alec se puso en pie y le tomó de la mano.

—Vamos, Max —dijo, afectuosamente—. Volvamos a la cama.

—Todos deberíamos irnos a dormir —dijo Aline, poniéndose en pie; fue hasta la ventana donde estaba Isabelle y cerró bien las cortinas—. Ya es casi medianoche; ¿quién sabe cuándo regresarán del Consejo? No sirve de nada esperar…

El colgante de la garganta de Isabelle volvió a latir violentamente… y la ventana ante la que estaba Aline se hizo pedazos hacia dentro. Aline chilló cuando unas manos entraron a través del agujero abierto… En realidad, advirtió Isabelle con claridad, no eran manos, sino enormes zarpas con escamas, que chorreaban sangre y un fluido negruzco. Agarraron a Aline y tiraron de ella a través de la ventana rota antes de que ésta pudiese proferir un segundo grito.

El látigo de Isabelle descansaba sobre la mesa junto a la chimenea. La joven se abalanzó sobre él esquivando a Sebastian, que había salido corriendo de la cocina.

—Consigue armas —le espetó mientras él ojeaba la habitación con asombro—. ¡Vamos! —chilló, y corrió a la ventana.

Junto a la chimenea, Alec sujetaba a Max mientras el muchacho se retorcía y chillaba, intentando escabullirse de las manos de su hermano. Alec lo arrastró hacia la puerta. «Bien —pensó Isabelle—. Saca a Max de aquí.»

Entraba aire frío por la ventana rota. Isabelle se subió la falda y pateó el resto del cristal roto, dando gracias porque sus botas tuviesen unas suelas gruesas. Cuando el cristal desapareció, agachó la cabeza y saltó fuera por el enorme agujero del marco, aterrizando con un fuerte impacto sobre el sendero de piedra situado debajo.

A primera vista el sendero parecía vacío. No había farolas a lo largo del canal; la iluminación principal provenía de las ventanas de las casas cercanas. Isabelle avanzó con cautela, con el látigo de electro enroscado al costado. Poseía el látigo desde hacia tanto tiempo —había sido un regalo de su padre por su decimosegundo cumpleaños—que lo sentía ya como parte de sí misma, como una grácil extensión de su brazo derecho.

Las sombras se intensificaron a medida que se alejaba de la casa y se aproximaba al puente Oldcastle, que trazaba un arco sobre el canal Princewater en un ángulo extraño con el sendero. Las sombras de su base estaban apelotonadas tan densamente como moscas negras… y entonces, mientras Isabelle miraba fijamente, algo se movió dentro de la sombra, algo blanco y veloz como una flecha.

Isabelle corrió, abriéndose paso a través de un seto bajo que delimitaba el jardín de alguien, y se lanzó sobre el estrecho paso elevado de ladrillo que discurría por debajo del puente. El látigo había empezado a resplandecer con una cruda luz plateada, y con su tenue iluminación pudo ver a Aline inerte en el borde del canal. Un enorme demonio recubierto de escamas estaba tumbado sobre ella, presionándola contra el suelo con un grueso cuerpo de lagarto y el rostro enterrado en su cuello…

No podía ser un demonio. Nunca había habido demonios en Alacante. Jamás. Mientras Isabelle lo miraba conmocionada, el ser alzó la cabeza y olisqueó el aire, como si la percibiera allí. Era ciego, advirtió, y una gruesa línea de dientes serrados se dibujaba como una cremallera sobre la frente donde deberían haber estado los ojos. Tenía otra boca en la mitad inferior de la cara, ocupada por colmillos. Los costados de su estrecha cola centellearon mientras la agitaba a un lado y a otro, e Isabelle vio, al acercarse más, que la cola estaba ribeteada de hileras de hueso afilado como cuchillas.

Aline se retorció y emitió un sonido, un gemido jadeante. Una sensación de alivio invadió a Isabelle —había estado medio segura de que la muchacha estaba muerta—, pero duró poco. Al moverse Aline, Isabelle vio que le habían desgarrado la blusa a lo largo de la parte delantera. Tenía marcas de zarpazos en el pecho, y la criatura sujetaba con otra zarpa la cinturilla de los vaqueros.

Una oleada de náuseas invadió a Isabelle. El demonio no intentaba matar a Aline…, aún no. El látigo cobró vida en la mano de Isabelle igual que la espada llameante de un ángel vengador; la joven se abalanzó al frente, asestando un latigazo en la espalda al demonio.

El ser lanzó un chillido agudo y se apartó de Aline. Avanzó hacia Isabelle, con las dos bocas bien abiertas, lanzando zarpazos con las garras hacia su rostro. La muchacha brincó hacia atrás y volvió a azotar el látigo al frente; golpeó al demonio en el rostro, el pecho y las piernas. Una miríada de marcas de látigo entrecruzadas apareció sobre la piel cubierta de escamas del demonio, goteando sangre e icor. Una larga lengua bífida salió disparada de la boca superior en busca del rostro de Isabelle. Había un bulbo en el extremo, una especie de aguijón, como el de un escorpión. Dio una fuerte sacudida lateral a la muñeca y el látigo se enroscó en la lengua del demonio, amarrándola con bandas de flexible electro. El demonio chilló y chilló mientras ella apretaba el nudo y tiraba violentamente. La lengua del demonio cayó con un húmedo y nauseabundo golpe sordo sobre los ladrillos de la calzada.

Isabelle recogió el látigo con una sacudida. El demonio dio media vuelta y huyó, moviéndose a la velocidad de una serpiente. Isabelle corrió tras él. El demonio estaba a medio camino del sendero que ascendía desde la calzada cuando una figura oscura se plantó ante él. Algo centelleó en la oscuridad, y la criatura cayó retorciéndose al suelo.

Isabelle se detuvo bruscamente. Aline estaba de pie observando al demonio caído, con una fina daga en la mano; debía de llevarla en el cinturón. Las runas de la hoja brillaron como relámpagos cuando hundió la daga y la clavó una y otra vez en el cuerpo convulsionado del ser hasta que la criatura dejó de moverse por completo y desapareció.

Aline alzó los ojos. Su rostro permanecía inexpresivo. No hizo el menor gesto para mantener la blusa cerrada, a pesar de los botones arrancados. Rezumaba sangre de las profundas marcas de arañazos de su pecho.

Isabelle soltó un quedo silbido.

—Aline… ¿estás bien?

Aline dejó caer la daga al suelo con un tintineo. Sin decir una palabra se dio la vuelta y corrió, desapareciendo en la oscuridad que había bajo el puente.

Cogida por sorpresa, Isabelle lanzó una imprecación y salió disparada tras ella. Deseó haber llevado puesto algo más práctico que un vestido de terciopelo, aunque al menos llevaba las botas. Dudaba que hubiera podido alcanzar a Aline llevando tacones.

Había escaleras de metal al otro lado de la calzada elevada, que conducían de vuelta a la calle Princewater. Aline era una mancha borrosa en lo alto de la escalera. Se recogió el grueso dobladillo del vestido y la siguió, con las botas taconeando sobre los escalones. Al llegar arriba, miró a su alrededor buscando a la muchacha.

Se quedó atónita. Estaba de pie al final de la amplia calle a la que daba la casa de los Penhallow. Ya no veía a Aline: había desaparecido en la arremolinada multitud que atestaba la calle. Y no se trataba sólo de personas, además. Había «cosas» en la calle —demonios—, docenas de ellos, quizás más, iguales a la criatura con zarpas y aspecto de lagarto a la que Aline había eliminado bajo el puente. Yacían ya dos o tres cadáveres en la calle, uno a sólo unos pocos metros de Isabelle: un hombre, con la mitad de la caja torácica desgarrada. Isabelle pudo advertir por sus cabellos canosos que se trataba de un anciano. «Claro» se dijo; su cerebro funcionaba despacio, pies la velocidad de sus pensamientos estaba embotada por el pánico. «Todos los adultos están en el Gard.» En la ciudad sólo quedaban los niños, los ancianos y los enfermos…

El aire teñido de rojo rezumaba olor a quemado, la noche era hendida por alaridos y chillidos. Las puertas estaban abiertas a lo largo de las hileras de edificios… la gente salía disparada de casa para a continuación detenerse en seco al ver la calle repleta de monstruos.

Era imposible, inimaginable. Nunca en la historia un solo demonio había cruzado las salvaguardas de las torres de los demonios. Y ahora había docenas, cientos o tal vez más inundando las calles como una marea venenosa. Isabelle sintió como si estuviese atrapada tras una pared de cristal, capaz de verlo todo pero incapaz de moverse; observaba, paralizada, cómo un demonio agarraba a un muchacho que huía y lo alzaba en volandas del suelo antes de hundir sus dientes serrados en el hombro.

El muchacho chilló, pero los chillidos se perdieron en el clamor que desgarraba la noche. El estruendo aumentó: el aullar de demonios, personas que llamaban a otras, los sonidos de pies que corrían y de cristal que se rompía. Calle abajo, alguien gritaba palabras que ella apenas consiguió comprender… Algo sobre las torres de los demonios. Isabelle alzó la vista. Las altas agujas montaban guardia sobre la ciudad como siempre habían hecho, pero en lugar de reflejar la luz plateada de las estrellas, o incluso la luz roja de la ciudad en llamas, mostraban un blanco apagado como la piel de un cadáver. Su luminiscencia había desaparecido. La recorrió un escalofrío. No era de extrañar que las calles estuvieran llenas de monstruos; de algún modo, increíblemente, las torres de los demonios habían perdido su magia. Las salvaguardas que habían protegido Alacante durante mil años se habían esfumado.


Samuel se había quedado en silencio hacia horas, pero Simon seguía despierto, con la vista fija, insomne, en la oscuridad, cuando oyó los gritos.

Alzó la cabeza violentamente. Silencio. Miró a su alrededor con inquietud… ¿habría imaginado el ruido? Aguzó los oídos, pero incluso con su recién adquirida capacidad auditiva no oyó nada. Estaba a punto de volverse a tumbar cuando sonaron de nuevo los gritos clavándose en sus oídos igual que agujas. Parecían provenir del exterior del Gard.

Se puso de pie sobre la cama y se asomó a la ventana. Vio el verde césped extendiéndose a lo lejos, y la luz distante de la ciudad convertida en un resplandor tenue en la lejanía. Entrecerró los ojos. Había algo que no era normal en la luz de la ciudad, algo… apagado. Era un poco más tenue de lo que recordaba… y había puntos en movimiento por todas partes en la oscuridad, como agujas de fuego, zigzagueando por las calles. Una nube pálida se alzaba por encima de las torres, y el aire estaba lleno del hedor a humano.

—Samuel. —Simon pudo percibir la alarma en su propia voz—. Algo no va bien.

Oyó puertas que se abrían de golpe y pies que corrían. Unas voces roncas gritaron. Simon apretó la cara contra los barrotes mientras pares de botas pasaban a toda velocidad por el exterior, pateando piedras en su carrera; los cazadores de sombras se llamaban unos a otros mientras se marchaban a toda prisa del Gard y bajaban en dirección a la ciudad.

—¡Las salvaguardas han caído! ¡Las salvaguardas han caído!

—¡No podemos abandonar el Gard!

—¡El Gard no importa! ¡Nuestros hijos están ahí abajo!

Las voces eran ya cada vez más débiles. Simon se apartó violentamente de la ventana, jadeando.

—¡Samuel! Las salvaguardas…

—Lo sé. Lo he oído.

La voz de Samuel llegó con fuerza a través de la pared. No parecía asustado sino resignado, tal vez incluso un tanto triunfante al haberse demostrado que tenía razón.

—Valentine ha atacado mientras la Clave estaba reunida. Inteligente.

—Pero el Gard… está fortificado… ¿Por qué no se quedan aquí arriba?

—Ya lo has oído. Porque todos los niños están en la ciudad. Niños… padres ancianos… No pueden abandonarlos ahí abajo.

«Los Lightwood.» Simon pensó en Jace, y luego, con terrible claridad, en el rostro menudo y pálido de Isabelle bajo su corona de cabellos oscuros, en su determinación en una pelea, en el «Muac» de niña pequeña de la nota que le había escrito.

—Pero tú se lo dijiste… le contaste a la Clave lo que sucedería. ¿Por qué no te creyeron?

—Porque las salvaguardas son su religión. No creer en el poder de las salvaguardas significa dejar de creer que son especiales, elegidos y protegidos por el Ángel. Sería tanto como considerarse simples mundanos corrientes.

Simon se volvió de nuevo para mirar con atención por la ventana otra vez, pero el humo era más espeso e inundaba el aire con una palidez grisácea. Ya no podía oír voces gritando fuera; había gritos a lo lejos, pero eran muy débiles.

—Creo que la ciudad está en llamas.

—No. —La voz de Samuel era muy tranquila—; creo que es el Gard lo que se quema. Probablemente fuego demoníaco. Valentine iría tras el Gard, si pudiera.

—Pero… —Las palabras de Simon salieron atropelladamente unas sobre otras—: Alguien vendrá y nos dejará salir, ¿verdad? El Cónsul, o…, o Aldertree. No pueden limitarse a dejarnos aquí abajo para que muramos.

—Tú eres un subterráneo —dijo Samuel—. Y yo soy un traidor. ¿Realmente crees probable que hagan otra cosa?


—¡Isabelle! ¡Isabelle!

Alec tenía las manos sobre sus hombros y la zarandeaba. Isabelle alzó la cabeza despacio; el rostro blanco de su hermano flotó recortado en la oscuridad que tenía detrás. Una pieza curva de madera sobresalía detrás de su hombro derecho; llevaba su arco sujeto a la espalda, el mismo arco que Simon había usado para matar al Demonio Mayor Abbadon. No podía recordar a Alec acercándose a ella, no podía recordar en absoluto verle en la calle; era como si se hubiese materializado a su lado de improviso, como un fantasma.

—Alec. —Su voz surgió lenta e irregular—. Alec, para. Estoy bien.

Se zafó de él. NO había demonios a la vista; había alguien sentado en los escalones delanteros de la casa situada frente a ellos, y lloraba emitiendo sonoros y chirriantes chillidos. El cuerpo del anciano seguía en la calle, y el olor a demonios lo inundaba todo.

—Aline… Uno de los demonios ha intentado…, ha intentado…

Contuvo el aliento, lo retuvo. Ella era Isabelle Lightwood. Ella no se ponía histérica, no importaba la provocación.

—Lo hemos matado, pero entonces ella ha salido huyendo. He intentado seguirla, pero ha salido demasiado veloz. —Alzó los ojos hacia su hermano—. Demonios en la ciudad —dijo—. ¿Cómo es posible?

—No lo sé. —Alec negó con la cabeza—. Las salvaguardas deben de haber caído. Había cuatro o cinco demonios oni aquí fuera cuando he salido de la casa. He acabado con uno que acechaba junto a los matorrales. Los otros han huido, pero podrían regresar. Vamos. Volvamos a la casa.

La persona de la escalera seguía sollozando. El sonido los siguió mientras regresaban a toda prisa a la casa de los Penhallow. La calle seguía vacía de demonios, pero podían oír explosiones, gritos, y el correr de los pies resonando desde las sombras de otras calles oscurecidas. Mientras ascendían los peldaños de la entrada de los Penhallow, Isabelle echó un vistazo atrás justo a tiempo de ver cómo un largo tentáculo serpenteante salía de repente de entre las dos casas y se llevaba a la mujer que sollozaba en los escalones de la entrada. Los sollozos se convirtieron en chillidos. Isabelle intentó dar media vuelta, pero Alex ya la había agarrado y la empujaba por delante de él al interior de la casa, cerrando de un portazo y corriendo el cerrojo de la puerta principal tras ellos. La casa estaba a oscuras.

—He apagado las luces. No quería atraer a ningún otro —explicó Alec, empujando a Isabelle por delante de él al interior de la sala de estar.

Max estaba sentado en el suelo junto a la escalera, abrazándose las rodillas. Sebastian estaba junto a la ventana, clavando troncos de madera que había cogido de la chimenea sobre el agujero abierto en el cristal.

—Ya está —dijo, apartándose un poco y dejando que el martillo cayera sobre el estante—. Esto debería aguantar un tiempo.

Isabelle se dejó caer junto a Max y le acarició los cabellos.

—¿Estás bien?

—No —tenía los ojos muy abiertos y asustados—; he intentado mirar por la ventana, pero Sebastian me ha dicho que me agachara.

—Sebastian tenía razón —dijo Alec—. Había demonios en la calle.

—¿Todavía están aquí?

—No, pero aún hay algunos en la ciudad. Tenemos que pensar lo que vamos a hacer.

Sebastian se mostraba preocupado.

—¿Dónde está Aline?

—Ha salido corriendo —explicó Isabelle—. Ha sido culpa mía. Debería haber…

—No ha sido culpa tuya. Sin tu intervención ahora estaría muerta. —Alec hablaba en un tono firme—. Mira, no tenemos tiempo para reproches. Voy a ir tras Aline. Quiero que los tres os quedéis aquí. Isabelle, cuida de Max. Sebastian, acaba de asegurar la casa.

—¡No quiero que salgas ahí fuera solo! —Isabelle alzó la voz, indignada—. Llévame contigo.

—Yo soy el mayor. Se hará lo que yo diga. —El tono de Alec era tranquilo—. Existe la posibilidad de que nuestros padres regresen en cualquier momento del Gard. Cuantos más de nosotros estemos aquí, mejor. Sería demasiado fácil que quedásemos separados ahí fuera. No voy a correr ese riesgo, Isabelle. —Dirigió la mirada a Sebastian—. ¿Lo comprendes?

Sebastian ya había sacado su estela.

—Me dedicaré a salvaguardar la casa con Marcas.

—Gracias.

Alec estaba ya a medio camino de la puerta; volvió la cabeza y miró a Isabelle. Ella cruzó la mirada con su hermano durante una fracción de segundo. Luego él desapareció.

—Isabelle. —Era la débil voz de Max—. Te sangra la muñeca.

La muchacha bajó la mirada. No recordaba haberse herido la muñeca, pero Max tenía razón: la sangre ya había manchado la manga de su chaqueta blanca. Se puso en pie.

—Voy a coger mi estela. Regresaré en seguida y te ayudaré con las runas, Sebastian.

—Me iría bien algo de ayuda —asintió él—. Las runas no son mi especialidad.

Isabelle subió a su cuarto sin preguntarle cuál era su especialidad. Se sentía exhausta, necesitaba desesperadamente de una Marca energética. Podía hacer una ella misma si era necesario, aunque Alec y Jace siempre habían sido mejores con aquella clase de runas.

Una vez en su habitación, revolvió sus cosas en busca de la estela y de unas cuantas armas extras. Mientras introducía cuchillos serafín en la parte superior de las botas, pensaba en Alec y en la mirada que habían compartido mientras él salía por la puerta. No era la primera vez que había contemplado cómo su hermano partía sabiendo que quizá no volvería a verle jamás. Era algo que aceptaba, que siempre había aceptado, como parte de su vida; hasta que conoció a Clary y a Simon jamás habría pensado que para la mayoría de las personas, desde luego, no era así. Los demás no vivían con la muerte como constante compañera, como un frío aliento en la nuca incluso en los días más normales. Siempre había sentido desprecio por los mundanos, como los demás cazadores de sombras; siempre había creído que eran blandos, estúpidos, como corderos autocomplacientes. Ahora se preguntó si todo aquel odio no provenía de los celos. Debía de ser agradable no sentir, cada vez que alguien en tu familia se marchaba, la preocupación de que tal vez no regresaría jamás.

Había descendido ya la mitad de la escalera, estela en mano, cuando percibió algo que no estaba en orden. Encontró la sala de estar vacía. A Max y a Sebastian no se los veía por ninguna parte. Había una Marca de protección a medio terminar en uno de los troncos que Sebastian había clavado sobre la ventana rota. El martillo que había usado había desaparecido.

Sintió un nudo en el estómago.

—¡Max! —gritó, girando en un círculo—. ¡Sebastian! ¿Dónde estáis?

La voz de Sebastian le contestó desde la cocina.

—Isabelle… aquí dentro.

El alivio la inundó, dejándola aturdida.

—No tiene gracia, Sebastian —dijo, entrando decidida en la cocina—. Pensaba que estabas…

Dejó que la puerta se cerrara detrás de ella. La cocina estaba oscura, más oscura que la sala de estar. Forzó la vista para ver a Sebastian y a Max, pero no vio nada excepto sombras.

—¿Sebastian? —La incertidumbre se apoderó de su voz—. Sebastian, ¿qué haces aquí dentro? ¿Dónde está Max?

—Isabelle.

Le pareció que algo se movía, una sombra oscura recortada contra sombras más claras. La voz del muchacho era suave, amable, casi encantadora. No había reparado hasta aquel momento en la voz tan hermosa que tenía.

—Isabelle, lo siento.

—Sebastian, estás actuando de un modo raro. Para.

—Siento que seas tú —dijo él—. Verás, de entre todos ellos, tú eras la que mejor me caía.

—Sebastian…

—De entre todos ellos —volvió a decir, con la misma voz queda—, pensaba que tú eras la más parecida a mí.

Entonces, Sebastian dejó caer el puño, en el que sujetaba un martillo.


Alec corrió a toda velocidad por las calles oscuras que ardían, llamando una y otra vez a Aline. Al abandonar el distrito de Princewater y penetrar en el corazón de la ciudad, su pulso se aceleró. Las calles eran como un cuadro del Bosco que hubiese cobrado vida: llenas de criaturas: llena de criaturas macabras y grotescas y escenas de repentina y horrenda violencia. Desconocidos aterrorizados empujaban a Alec a un lado sin mirar y pasaban corriendo por su lado, chillando, sin un destino aparente. El aire apestaba a humo y demonios. Algunas casas estaban en llamas; otras tenían ventanas rotas. Los adoquines centelleaban cubiertos de cristales rotos. Mientras se acercaba a un edificio, comprobó que lo que le había parecido un trozo de pintura descolorida era una enorme franja de sangre fresca que había salpicado el enlucido. Giró en redondo, mirando en todas direcciones, pero no vio nada que lo explicara; con todo, se alejó tan deprisa como pudo.

Sólo Alec, de entre todos los hijos de los Lightwood, recordaba Alacante. Era aún pequeño cuando se marcharon de allí, pero sin embargo todavía conservaba recuerdos de las relucientes torres, de las calles llenas de nieve en invierno, de cadenas de luz mágica engalanando las tiendas y casas, de agua chapoteando en la fuente de la sirena en el Salón. Siempre había sentido una extraña punzada en el corazón al pensar en Alacante, cierta dolorosa esperanza de que su familia regresara un día al lugar al que pertenecían. Ver la ciudad de este modo representaba la muerte de toda dicha. Al doblar hacia una avenida más amplia, una de las calles que discurrían desde el Salón de los Acuerdos, vio una jauría de demonios belial que se escabullían por una entrada en arco, siseando y aullando. Arrastraban algo tras ellos… Algo que se retorcía y se contraía mientras resbalaba por la calle de adoquines. Echó a correr adelante, pero los demonios ya se habían marchado. Encogida contra la base de un pilar había una forma inerte que derramaba un delgado rastro de sangre. Cristales rotos crujieron como guijarros bajo las botas cuando Alec se arrodilló para darle la vuelta al cuerpo. Le bastó una única ojeada al rostro morado y deformado; se estremeció y se alejó de allí, dando gracias porque no fuese nadie que conociera.

Un ruido le hizo ponerse en pie a toda prisa. Olió el hedor antes de verla: la sombra de algo jorobado y enorme se deslizaba hacia él desde el otro extremo de la calle. ¿Un Demonio Mayor? Alec no aguardó para averiguarlo. Cruzó la calle como una flecha en dirección a una de las casas más altas, saltando sobre el alféizar de una ventana cuyo cristal habían hecho pedazos. Unos pocos minutos más tarde se izaba ya sobre el tejado, con las manos doloridas y las rodillas arañadas. Se puso en pie, se sacudió el polvo de las manos y contempló Alacante desde allí.

Las inservibles torres de los demonios proyectaban su apagada luz sin vida al suelo sobre las calles enardecidas de la ciudad, donde «cosas» trotaban, se arrastraban y se escabullían entre las sombras de los edificios, igual que cucarachas que corretean por un apartamento a oscuras. El aire contenía gritos y chillidos, el sonido de alaridos, de nombres pronunciados al viento… y también gritos de demonios, aullidos de caos y satisfacción, chillidos que perforaban el oído humano como una punzada de dolor. El humo se alzaba por encima de las casas de piedra de color miel en forma de neblina, envolviendo las agujas del Salón de los Acuerdos. Alzando la vista hacia el Gard, Alec vio una avalancha de cazadores de sombras que descendían a la carretera el sendero de la colina, iluminados por las luces mágicas que llevaban. La Clave descendía a presentar batalla.

Se acercó al borde del tejado. Los edificios en esa zona estaban muy pegados y los aleros casi se tocaban. Fue fácil saltar del techo en el que estaba al siguiente, y luego al situado más allá. Se encontró corriendo ágilmente por los tejados, saltando las escasas distancias entre casas. Era agradable sentir el aire frío en el rostro, sofocando el hedor a demonios.

Llevaba corriendo unos cuantos minutos cuando advirtió dos cosas: una, que corría en dirección a las agujas blancas del Salón de los Acuerdos. Y dos, que había algo más allí delante, en una plaza entre dos callejones, algo que parecía una lluvia de chispas que se elevaban… Excepto que eran azules, del oscuro azul de una llama de gas. Alec había visto chispas azules como aquéllas antes. Se las quedó mirando fijamente durante un instante antes de empezar a correr.

El tejado más próximo a la plaza tenía una pronunciada inclinación. Alec resbaló por la pendiente y sus botas golpearon algunas tejas planas sueltas. Suspendido precariamente en el borde, miró abajo.

La plaza de la Cisterna estaba a sus pies, y su visión quedaba obstaculizada en parte por un enorme poste de metal que sobresalía de la mitad de la fachada del edificio sobre el que se encontraba. Un letrero de madera de una tienda colgaba de él, balanceándose con la brisa. La plaza que tenía debajo estaba repleta de demonios iblis: tenían figura humana pero estaban formados de una sustancia parecida a humo negro enroscado, cada uno con un par de ardientes ojos amarillos. Habían formado una línea y avanzaban lentamente en dirección a la solitaria figura de un hombre que llevaba un amplio abrigo gris, obligándolo a retroceder contra una pared. Alec no pudo hacer otra cosa que mirar atónito. Todo en aquel hombre le resultaba familiar; la enjuta curva de la espalda, la desgreñada maraña de cabellos oscuros, y el modo en que el fuego azul brotaba de las yemas de sus dedos igual que cianóticas libélulas desenfrenadas.

«Magnus.» El brujo estaba arrojando lanzas de fuego azul a los demonios iblis; una lanza alcanzó en el pecho a un demonio que avanzaba hacia él. La criatura emitió un sonido que fue como un balde de agua arrojado sobre el fuego, se estremeció y desapareció en medio de una explosión de cenizas. Los otros se movieron para ocupar su lugar —los demonios iblis no eran muy listos—y Magnus arrojó otro torrente de lanzas llameantes. Varios iblis cayeron, pero en esta ocasión otro demonio, más astuto que los demás, había flotado alrededor de Magnus y se aglutinaba tras él, listo para atacar…

Alec no se detuvo a pensar. En lugar de eso, saltó, agarrando el borde del tejado mientras caía, y luego se dejó caer, se sujetó al poste de metal y se columpió para reducir la velocidad de caída. Al soltarse cayó con suavidad al suelo. El demonio, sobresaltado, trató de volverse con los ojos amarillos como gemas llameantes; Alec sólo tuvo tiempo para reflexionar que, de ser Jace, se le habría ocurrido algo ingenioso que decir antes de sacar el cuchillo serafín del cinturón y atravesar con él al demonio. Con un alarido confuso el demonio se desvaneció y la violencia de su partida de esta dimensión salpicó a Alec con una fina lluvia de cenizas.

—¿Alec?

Magnus le miraba con asombro. Había despachado al resto de los demonios iblis, y la plaza estaba vacía a excepción de ellos dos.

—¿Acabas de… acabas de salvarme la vida?

Alec sabía que debería encontrar algo que decir como: «Por supuesto, porque soy un cazador de sombras y eso es lo que hacemos», o «Ése es mi trabajo». Jace habría dicho algo parecido. Jace siempre sabía lo que había que decir. Pero las palabras que realmente surgieron de la boca de Alec fueron muy distintas… y sonaron irascibles, incluso a sus propios oídos.

—Jamás me devolviste las llamadas —dijo—. Te llamé muchísimas veces y tú nunca me devolviste las llamadas.

Magnus miró a Alec como si éste se hubiese vuelto loco.

—Tu ciudad está siendo atacada —dijo—. Las salvaguardas no funcionan y las calles están repletas de demonios. ¿Y tú quieres saber por qué no te he llamado?

Alec apretó la mandíbula en una obstinada línea.

—Sí, quiero saber por qué no me devolviste las llamadas.

Magnus levantó las manos en un gesto de exasperación. Alec advirtió con interés que, cuando lo hizo, unas cuantas chispas salieran de las yemas de sus dedos, como libélulas escapando de un tarro.

—Eres un idiota.

—¿Por eso no me has llamado? ¿Por qué soy un idiota?

—No. —Magnus fue hacia él a grandes zancadas—. No te he llamado porque estoy cansado de que sólo me quieras ver cuando necesitas algo. Estoy cansado de verte enamorado de otra persona… de alguien, por cierto, que jamás te devolverá ese amor. No como yo te amo.

—¿Me amas?

—Nefilim estúpido —dijo Magnus en tono paciente—. ¿Por qué otra cosa iba a estar aquí? ¿Por qué otro motivo habría pasado las últimas semanas remendando a todos tus imbéciles amigos cada vez que los hieren y sacándote de cada situación ridícula en la que te metes? Por no mencionar el ayudarte a ganar una batalla contra Valentine. ¡Y todo totalmente gratis!

—No lo había considerado de ese modo —admitió Alec.

—Por supuesto que no. Jamás lo consideraste de ningún modo. —Los ojos de gato de Magnus brillaban de ira—. Tengo setecientos años, Alexander. Sé cuando algo no va a funcionar. Tú ni siquiera quieres admitir que existo ante sus padres.

Alec le miró sorprendido.

—¿Tienes setecientos años?

—Bueno —corrigió Magnus—, ochocientos. Pero no lo parezco. De todos modos creo que no lo has entendido. La cuestión es…

Pero Alec no pudo averiguar cuál era la cuestión porque en aquel momento una docena más de demonios iblis llegaron en tropel a la plaza. Sintió que se le desencajaba la boca.

—Maldición.

Magnus siguió la dirección de su mirada. Los demonios se abrían ya en semicírculo a su alrededor, con los ojos amarillos refulgiendo.

—Es el momento de cambiar de tema, Lightwood.

—Te diré qué —Alec alargó la mano para sacar un segundo cuchillo serafín—. Si salimos con vida de esto, te prometo que te presentaré a toda mi familia.

Magnus alzó las manos; sus dedos brillaban con individuales llamas azules que iluminaron su amplia sonrisa con un ardiente resplandor.

—Trato hecho.

11 Todas las huestes del infierno

—Valentine —musitó Jace, pálido, mientras contemplaba la ciudad.

A través de las capas de humo, a Clary le pareció que casi podía vislumbrar el angosto laberinto que tramaban las calles de la ciudad, atestadas de figuras que corrían, diminutas hormigas negras moviéndose desesperadamente de un lado a otro; pero volvió a mirar y no vio nada, nada salvo las espesas nubes de vapor negro y el hedor de las llamas y el fuego.

—¿Crees que es cosa de Valentine? —El humo amargaba la garganta de Clary—. Parece un incendio. A lo mejor ha empezado espontáneamente.

—La Puerta Norte está abierta. —Jace indicó hacia algo que Clary apenas consiguió discernir, dada la distancia y el humo que lo distorsionaba todo—. Jamás se deja abierta. Y las torres de los demonios han perdido su luz. Las salvaguardas deben de haber caído —Sacó un cuchillo sefarín del cinturón, aferrándolo con tal fuerza que sus nudillos adquirieron el color del marfil—. Tengo que llegar allí.

Un nudo de temor oprimió la garganta de Clary.

—Simon…

—Lo habrán evacuado del Gard. No te preocupes, Clary. Probablemente está mejor que la mayoría de los que hay ahí abajo. No es probable que los demonios los molesten. Acostumbran a dejar en paz a los subterráneos.

—Lo siento —susurró ella—. Los Lightwood… Alec… Isabelle…

Jahoel —dijo Jace, y el cuchillo del ángel llameó, brillante como la luz del día en su mano vendada—. Clary, quiero que permanezcas aquí. Regresaré a por ti.

La ira que albergaban sus ojos desde que habían abandonado la casa solariega se había evaporado. Era todo soldado en aquellos momentos.

Ella negó con la cabeza.

—No. Quiero ir contigo.

—Clary…

Se interrumpió, rígido de pies a cabeza. Al cabo de un momento Clary también lo oyó: un intenso y rítmico martilleo, y, por encima, un sonido parecido al chisporroteo de una hoguera enorme. Clary necesitó unos instantes para desmantelar el sonido en su mente, para descomponerlo como uno podría hacerlo con una pieza musical en las notas que la componían…

—Son…

—Hombres lobo.

Jace miraba detrás de ella. Siguiendo la dirección de su mirada los vio, surgiendo de la colina más próxima como una sombra que se extendía, iluminada aquí y allá por fieros ojos brillantes. Una manada de lobos… Más que una manada; debía de haber cientos de ellos, incluso miles. Sus ladridos y aullidos habían sido el sonido que ella había confundido con el fuego, y se alzaba en la noche crispado y discordante.

A Clary el estómago le dio un vuelco. Conocía a los hombres lobo. Había peleado junto a ellos. Pero éstos no eran los lobos de Luke, no eran lobos con instrucciones de cuidar de ella y no hacerle daño. Pensó en el terrible poder de destrucción de la manada de Luke cuando era liberado, y de repente sintió miedo.

Oyó a Jace maldecir una vez, con ferocidad. No había tiempo de sacar otra arma; el cazador de sombras la apretó con fuerza contra él, rodeándola con el brazo libre y con la otra mano alzó a Jahoel bien alto sobre sus cabezas. La luz del arma era cegadora. Clary apretó los dientes.

Los lobos estaban ya sobre ellos. Fue como una ola estrellándose: un repentino estallido de ruido ensordecedor y una ráfaga de aire cuando los primeros lobos de la manada se abrieron paso al frente y saltaron —había ojos ardientes y fauces abiertas—; Jace hundió los dedos en el costado de Clary…

Y los lobos pasaron majestuosos a ambos la dos de ellos, evitando el espacio en el que ellos se encontraban por un margen de más de medio metro. Clary giró la cabeza a toda velocidad, incrédula, cuando dos lobos —uno de piel brillante y moteada, el otro enorme y de un gris acerado—golpearon el suelo con suavidad detrás de ellos, haciendo una pausa, y siguieron corriendo, sin echar siquiera la vista atrás. Había lobos por todas partes a su alrededor, y ni uno solo los había tocado. Pasaron a la carrera junto a ellos, una avalancha de sombras, con los pelajes reflejando la luz de la luna en forma de destellos plateados de modo que casi parecían constituir un único río en movimiento de formas que avanzaban atronador en dirección a Jace y Clary… y luego se dividía a su alrededor como el agua al topar con una piedra. Los dos cazadores de sombras podrían muy bien haber sido estatuas a juzgar por la poca atención que los licántropos les prestaron mientras pasaban raudos, con las fauces bien abiertas y los ojos fijos en la carretera que tenían delante.

Y a continuación ya no estaban. Jace se volvió para observar cómo el último de los lobos pasaba por su lado y corría para atrapar a sus compañeros. Volvía a reinar el silencio, tan sólo alterado por los sonidos muy quedos de la ciudad situada a lo lejos.

Jace soltó a Clary, bajando a Jahoel mientras lo hacía.

—¿Estás bien?

—¿Qué ha pasado? —musitó ella—. Esos hombres lobo… han pasado sin más por nuestro lado…

—Van a la ciudad. A Alacante. —Sacó un segundo cuchillo serafín del cinturón y se lo tendió—. Necesitaría esto.

—¿No vas a dejarme aquí, entonces?

—No serviría de nada. Ningún lugar es seguro. Pero… —Vaciló—. ¿Tendrás cuidado?

—Lo tendré —dijo Clary—. ¿Qué hacemos ahora?

Jace bajó la mirada hacia Alacante, que ardía a sus pies.

—Corramos.


Nunca era fácil seguir el ritmo de Jace, y ahora que corría a toda velocidad resultaba casi imposible. Clary percibió que de hecho él se estaba conteniendo, que reducía la velocidad para que ella pudiera alcanzarlo, y que lo hacía a regañadientes.

La carretera se allanaba en la base de la colina y describía una curva a través de un grupo de árboles altos y con muchas ramas que creaban la ilusión de un túnel. Cuando Clary salió por el otro lado se encontró ante la Puerta Norte. A través del arco, Clary pudo ver una confusión de humo y llamas. Jace la esperaba de pie en la puerta. Sostenía a Jahoel en una mano y un segundo cuchillo serafín en la otra, pero incluso la luz conjunta de ambos era absorbida por el resplandor de la ciudad que ardía a sus espaldas.

—Los guardas —jadeó ella, corriendo hasta él—. ¿Por qué no están aquí?

—Al menos uno de ellos sigue ahí, en aquel grupo de árboles. —Jace indicó con la barbilla al camino por el que había llegado—. Hecho pedazos. No, no mires. —Bajó la mirada—. Sostienes mal tu cuchillo serafín. Sujétalo así. —Se lo mostró—. Además, necesitas darle un nombre. Cassiel podría ser un buen nombre.

Cassiel —repitió Clary, y la luz del arma llameó.

Jace la miró con serenidad.

—Ojalá hubiese tenido tiempo de entrenarte para esto. Desde luego, en justicia, nadie con tan poco adiestramiento como tú debería ser capaz de usar un cuchillo serafín. Ya me ha sorprendido antes, aunque ahora que sabemos lo que Valentine hizo…

Clary no deseaba de ninguna manea hablar sobre lo que Valentine había hecho.

—A lo mejor sólo te preocupaba que si de verdad me adiestrabas debidamente yo acabaría siendo mejor que tú —replicó ella.

Un amago de sonrisa apareció en la comisura de los labios de Jace.

—Suceda lo que suceda, Clary —dijo él, mirándola a través de la luz de Jahoel—, permanece a mi lado. ¿Entiendes? —La miró fijamente, exigiéndole una promesa.

Por un motivo, el recuerdo de haberle besado en la hierba en la casa de los Wayland volvió a su mente. Parecía como si hubiesen transcurrido un millón de años. Como si le hubiese sucedido a otra persona.

—Permaneceré a tu lado.

—Estupendo. —Desvió la mirada y la soltó—. Vamos.

Cruzaron la puerta despacio, uno al lado del otro. Al penetrar en la ciudad, ella fue consciente del ruido de la batalla por vez primera. Una barrera de sonido conformada por gritos humanos y aullidos inhumanos, por el sonido de cristales haciéndose añicos y por el chisporroteo del fuego. La sangre le zumbo en los oídos.

El patio situado justo al otro lado de la puerta estaba vacío. Había formas apiñadas desperdigadas allí sobre los adoquines. Clary intentó no prestarles demasiada atención. Se preguntó cómo podría uno saber si alguien estaba muerto desde tanta distancia, sin mirar con detenimiento. Los cuerpos muertos no parecían personas inconscientes; era como si se pudiese percibir que algo había huido de ellos, que alguna chispa esencial ya no estaba en ellos.

Jace hizo que cruzaran el patio a toda prisa —Clary se dio cuenta de que a él no le gustaba permanecer en la zonas abiertas y desprotegidas—y que siguieran por una de las calles que salían de él. Encontraron más escombros. Habían destrozado escaparates, habían saqueado el contenido y luego lo habían esparcido por la calle. También había olor en el aire, un rancio y espeso olor a basura. Clary conocía aquel olor. Significaba que había demonios cerca.

—Por aquí —siseó Jace.

Se introdujeron por otra calle más estrecha. Un fuego ardía en el piso superior de una casa, aunque ninguno de los edificios colindantes parecía haber sido afectado. A Clary le recordó de un modo extraño a las fotos que había visto de bombardeo alemán de Londres, que había esparcido la destrucción al azar desde el cielo.

Al levantar la mirada vio que la fortaleza situada en el punto más alto de la ciudad estaba envuelta en el humo negro.

—El Gard.

—Ya te lo dije, lo habrán evacuado…

Jace se interrumpió cuando salieron de la calle estrecha y penetraron en una vía más grande. Había varios cuerpos en mitad de la calle. Algunos eran cuerpos pequeños. Niños. Jace corrió hacia delante, con Clary siguiéndolo más vacilante. Eran tres, como pudo comprobar ésta cuando estuvieron más cerca… ninguno de ellos, se dijo con culpable alivio, lo bastante mayor para ser Max. Junto a ellos se hallaba el cadáver de un hombre de edad avanzada, con los brazos todavía abiertos de par en par como si hubiese estado protegiendo a los pequeños con su propio cuerpo.

La expresión de Jace era dura.

—Clary… Date la vuelta. Despacio.

Clary se volvió. Justo detrás de ella había un escaparate roto donde había habido pasteles expuestos en algún momento… pasteles cubiertos con un brillante glaseado. En aquellos momentos estaban esparcidos por el suelo entre los cristales rotos. Sobre los adoquines, la sangre se mezclaba con el glaseado en largos trazos rosáceos. Pero eso no era lo que había alertado a Jace. Algo se arrastraba fuera del escaparate… algo informe, enorme y viscoso. Algo equipado con una doble hilera de dientes distribuida a lo largo de todo su cuerpo oblongo, embadurnado de glaseado y espolvoreado con cristales rotos como si se tratase de una capa de azúcar centelleante.

El demonio se dejó caer fuera del escaparate sobre los adoquines y empezó a deslizarse hacia ellos. Algo en su movimiento rezumante y carente de huesos hizo que a Clary le entraran ganas de vomitar. Retrocedió, chocando casi con Jace.

—Es un demonio behemot —le explicó él, con la vista clavada en la criatura reptante que tenían ante ellos—. Se lo comen todo.

—¿Comen…?

—¿Gente? Sí —dijo Jace—. Ponte detrás de mí.

Ella retrocedió para situarse tras él, sin dejar de observar al behemot. Había algo en aquella criatura que la repelía aún más que los demonios con los que se había encontrado otras veces. Parecía una babosa ciega con dientes, y supuraba de un modo… Aunque al menos no se movía de prisa. Jace no debería tener muchos problemas para matarla.

Como espoleado por sus pensamientos, Jace corrió hacia el demonio, asestando una cuchillada con el llameante cuchillo serafín, que se hundió en la espalda del behemot emitiendo un sonido parecido al de una fruta demasiado madura cuando la pisan. El demonio pareció contraerse, luego se estremeció y finalmente volvió a formarse de improviso a varios metros del lugar anterior.

Jace miró a Jahoel.

—Me lo temía —masculló—. Es sólo medio corpóreo. Difícil de matar.

—Entonces no lo hagas. —Clary le tiró de la manga—. Al menos no se mueve deprisa. Salgamos de aquí.

Jace dejó de mala gana que le arrastrara tras ella. Se volvieron y corrieron en la dirección por la que habían venido.

Pero el demonio volvía a estar allí, delante de ellos, obstruyendo la calle. Parecía haber crecido, y de él brotaba una especie de enojado chirrido de insecto.

—Creo que no quiere que nos vayamos —dijo Jace.

—Jace…

Pero él ya corría hacia la criatura, blandiendo a Jahoel y trazando un largo arco para decapitarla. Sin embargo, aquella cosa se limitó a estremecerse otra vez y se formó de nuevo, en esta ocasión detrás de él. Se irguió, mostrando una parte inferior acanalada como la de una cucaracha. Jace giró en redondo y descargó a Jahoel, hundiéndola en la sección detrás de la criatura. Un fluido verde, espero, manó sobre el cuchillo.

Jace retrocedió, con el rostro contraído por la repugnancia. El behemot seguía emitiendo el mismo ruido chirriante. Aquel líquido seguía brotando a chorros de él, pero no parecía herido. Avanzaba con determinación.

—¡Jace! —gritó Clary—. Tu cuchillo…

La mucosidad del demonio behemot había recubierto la hoja de Jahoel, volviendo opaca su llama. Mientras él la contemplaba con asombro, el cuchillo serafín chisporroteó y se extinguió como un fuego apagado con arena. Soltó el arma entre improperios antes de que la baba del demonio pudiese tocarle.

El behemot volvió a levantarse, dispuesto a atacar. Jace se echó hacia atrás para esquivarlo… y entonces Clary se interpuso como una exhalación entre él y el demonio, blandiendo su cuchillo serafín. Lo clavó en la criatura justo por debajo de la hilera de dientes, hundiendo la hoja en su masa con un sonido húmedo y desagradable.

Se retiró violentamente, jadeando, mientras el demonio volvía a contraerse. A la criatura parecía costarle una cierta cantidad de energía el formarse cada vez que la herían. Si simplemente pudieran herirla la suficiente cantidad de veces…

Algo se movió en el límite de visión de Clary. Un parpadeo gris y marrón moviéndose veloz. No estaban solos. Jace se volvió y abrió bien los ojos.

—¡Clary! —chilló—. ¡Detrás de ti!

La muchacha giró en redondo, con Cassiel llameando en su mano, al mismo tiempo que el lobo se arrojaba sobre ella, con los labios tensados hacia atrás en un feroz gruñido y las fauces bien abiertas.

Jace gritó algo; Clary no le entendió, pero percibió la enloquecida expresión de sus ojos y se arrojó a un lado, fuera del camino del animal, que voló, con las zarpas extendidas y el cuerpo arqueado… y alcanzó a su blanco, el behemot, derribándolo contra el suelo antes de empezar a desgarrarlo a dentelladas.

El demonio chilló, o emitió lo más parecido a un chillido que pudo: un gimoteo agudo, similar al sonido del aire al escapar de un globo. El lobo estaba encima de él, inmovilizándolo, con el hocico profundamente enterrado en el pellejo viscoso del demonio. El behemot se estremeció y trató desesperadamente de formarse y curar sus heridas, pero el lobo no le concedía la menor oportunidad. Con las zarpas profundamente hundidas en la criatura, el lobo arrancaba con los dientes pedazos de carne gelatinosa del cuerpo del behemot, ignorando los chorros de fluido verde que llovían sobre él. El behemot inició una última y desesperada serie de convulsas contorsiones, con las mandíbulas dentadas chasqueando entre sí mientras se revolvía… y entonces desapareció, dejando sólo un charco viscoso de fluido verde humeando en los adoquines donde había estado.

El lobo emitió una especie de gruñido de satisfacción y se volvió para contemplar a Jace y a Clary con ojos que la luz de la luna volvía plateados. Jace sacó otro cuchillo de su cinturón y lo sostuvo en alto, dibujando una llameante línea en el aire entre ellos y el hombre lobo.

El lobo gruñó y su pelaje se erizó a lo largo del lomo.

Clary le sujetó el brazo.

—No…, no lo hagas.

—Es un hombre lobo, Clary…

—¡Mató al demonio por nosotros! ¡Está de nuestro lado!

Se separó de Jace antes de que éste pudiera retenerla y se acercó al lobo, con las palmas de las manos extendidas. Le habló en voz baja y tranquila.

—Lo siento. Lo sentimos. Sabemos que no quieres hacernos daño. —Se detuvo, con las manos extendidas aún, mientras el lobo la contemplaba con ojos inexpresivos—. ¿Quién… quién eres? —le preguntó, y miró hacia atrás a Jace y frunció el ceño—. ¿Podrías guardar esa cosa?

Jace dio la impresión de querer explicarle que uno no guardaba un cuchillo serafín llameante en presencial del peligro, pero antes de que pudiera decir nada, el lobo profirió otro gruñido quedo y empezó a levantarse. Las patas se alargaron, la columna se enderezó, las fauces se retrajeron. En unos pocos segundos una joven apareció de pie ante ellos; una chica que llevaba un manchado vestido suelto de color blanco, con los rizados cabellos hacia atrás formando múltiples trenzas, y una cicatriz ribeteándola la garganta.

—«¿Quién eres?» —remedó la muchacha con indignación—No puedo creer que no me reconocierais. Como si todos los lobos fuéramos iguales. Humanos…

Clary soltó un grito de alivio.

—¡Maia!

—Ésa soy yo. Salvándoos el trasero, como de costumbre.

Sonrió ampliamente. Estaba salpicada de sangre e icor; sobre el pelaje del lobo no había resultado visible, pero las listas negras y rojas destacaban alarmantemente sobre su piel morena. Se llevó la mano al estómago.

—¡Qué asco! No puedo creer que me haya zampado tanta cantidad de demonio. Espero no ser alérgica.

—Pero ¿qué haces aquí? —exigió Clary—. No es que no nos alegremos de verte, pero…

—¿No lo sabéis? —Maia los miró con perplejidad—. Luke nos trajo aquí.

—¿Luke? —Clary la miró con asombro—. ¿Luke está… aquí?

Maia asintió.

—Se puso en contacto con su manada y con todas las otras que pudo y nos avisó de que teníamos que venir a Idris. Volamos hasta la frontera y viajamos desde allí. Luke nos dijo que los nefilim iban a necesitar nuestra ayuda… —Su voz se fue apagando—. ¿No lo sabíais?

—No —dijo Jace—, y dudo que la Clave lo sepa tampoco. No les entusiasma demasiado aceptar ayuda de los subterráneos.

Maia se irguió en toda su altura; sus ojos centelleaban encolerizados.

—De no haber sido por nosotros, habríais sido masacrados. Nadie protegía la ciudad cuando nosotros llegamos…

—No —terció Clary, dirigiendo una furiosa mirada a Jace—. Te estoy muy agradecida por salvarnos, de verdad, Maia, y también Jace, a pesar de que es tan tozudo que preferiría clavarse un cuchillo serafín antes de admitirlo. Y no esperes que lo haga —añadió en seguida, viendo la expresión del rostro de la muchacha—, porque no serviría de nada. Necesitamos llegar a casa de los Lightwood, y luego tengo que encontrar a Luke…

—¿Los Lightwood? Creo que están en el Salón de los Acuerdos. Hemos llevado allí a todo el mundo. Alec estaba allí, al menos —dijo Maia—, y el brujo también, el del pelo puntiagudo. Magnus.

—Si Alec está allí, los demás también.

La expresión de alivio en el rostro de Jace hizo que Clary deseara posar la mano en su hombro. No lo hizo.

—Ha sido muy inteligente llevar a todo el mundo al Salón; tiene salvaguardas. —Deslizó el refulgente cuchillo serafín dentro del cinturón—. Vamos.


Clary reconoció en el interior del Salón de los Acuerdos en cuanto entró en él. Era el lugar que había soñado, donde había bailado con Simon y luego con Jace.

«Éste es el lugar al que intentaba enviarme cuando atravesé el Portal», pensó, paseando la mirada por las paredes de un blanco pálido y el alto techo con las enormes claraboyas de cristal a través de la cual podía ver el cielo nocturno. La estancia, aunque muy grande, parecía de algún modo más pequeña y deslucida de lo que le había parecido en el sueño. La fuente de la sirena seguía en el centro de la habitación, borboteando agua, pero tenía un aspecto deslustrado, y los peldaños que conducían hasta ella estaban atestados de personas, muchas de las cuales lucían vendajes. El sitio estaba lleno de cazadores de sombras, de personas que corrían de un lado a otro, a veces deteniéndose para mirar con atención los rostros de otros que pasaban esperando hallar a algún amigo o a un pariente. El suelo estaba sucio de tierra, cubierto de barro y sangre.

Lo que impresionó a Clary fue fundamentalmente el silencio. Si aquello hubiesen sido las consecuencias de algún desastre en el mundo mundano, habría habido personas gritando, chillando, llamándose unas a otras. Pero la estancia permanecía casi silente. La gente estaba sentada sin hacer ruido, con la cabeza en las manos; algunos de ellos tenían la mirada perdida. Los niños se apretaban contra sus padres, pero ninguno de ellos lloraba.

También advirtió algo más, mientras se abría paso al interior de la habitación, con Jace y Maia a su lado. Había un grupo de personas de aspecto desaliñado de pie junto a la fuente en un círculo irregular. Se mantenían apartados de la multitud. Cuando Maia los descubrió y sonrió, Clary comprendió el motivo.

—¡Mi manada! —exclamó Maia.

Salió disparada hacia ellos, deteniéndose tan sólo para echar una ojeada por encima del hombro a Clary mientras se marchaba.

—Estoy segura de que Luke anda por ahí en alguna parte —gritó, y desapareció en el interior del grupo, que se cerró a su alrededor.

Clary se preguntó, por un momento, qué sucedería si seguía a la muchacha loba al interior del círculo. ¿Le darían la bienvenida como amiga de Luke, o desconfiarían de ella por ser otra cazadora de sombras?

—No lo hagas —dijo Jace, como si le leyera la mente—. No es una buena…

Pero Clary no pudo acabar de escucharla, porque resonó un grito de «¡Jace!» y Alec apareció jadeante de tanto abrirse paso entre la multitud para llegar hasta ellos. Sus cabellos oscuros estaban hechos un desastre y su ropa estaba manchada de sangre, pero sus ojos brillaban con una mezcla de alivio y cólera. Agarró a Jace por la parte delantera de la cazadora.

—¿Qué te ha sucedido?

Jace pareció ofendido.

—¿A mí?

—¡Has dicho que ibas a dar un paseo! ¿Qué clase de paseo necesita seis horas?

—¿Un paseo largo? —sugirió Jace.

—Podría matarte —dijo Alec, soltando la ropa de su amigo—. Me lo estoy pensando.

—Eso lo echaría todo a perder, ¿no te parece? —dijo Jace, y miró a su alrededor—. ¿Dónde está todo el mundo? Isabelle, y…

—Isabelle y Max están en casa de los Penhallow, con Sebastian —contestó Alec—. Mamá y papá han ido a buscarlos. Y Aline está aquí, con sus padres, pero está muy callada. Ha tenido un desagradable encontronazo con un demonio rahab junto a uno de los canales. Pero Izzy la ha salvado.

—¿Y Simon? —preguntó Clary con ansiedad—. ¿Has visto a Simon? Debería haber bajado junto con los demás desde el Gard.

Alec negó con la cabeza.

—No, no lo he visto… pero tampoco he visto al Inquisidor, o al Cónsul. Probablemente esté con uno de ellos. A lo mejor se han detenido en algún otro lugar, o…

Se interrumpió mientras un murmullo recorría la habitación; Clary vio que el grupo de licántropos alzaba la vista, alerta como un grupo de perros de caza oliendo la presa. Se volvió…

Y vio a Luke, cansado y manchado de sangre, atravesando las puertas dobles del Salón.

Corrió hacia él. Había olvidado ya el disgusto que le había ocasionado su partida, y el enojo de él con ella por llevarlos allí; lo había olvidado todo excepto la alegría de verle. Pareció sorprendido por un momento mientras ella se alzaba sobre él… Luego sonrió, extendió los brazos y la levantó en alto a la vez que la abrazaba, como había hecho cuando era pequeña. Olía a sangre, franela y humo. Por un momento, Clary cerró los ojos, recordando el modo en que Alec se había aferrado a Jace en cuanto lo había visto en el Salón, porque eso era lo que uno hacía con la familia cuando se había preocupado por ellos: abrazarlos y apretarse contra ellos, y decirles lo mucho que te han hecho enfadar, y no pasa nada, porque por muy enojado que llegues a sentirte con ellos, siguen siendo parte de ti. Y lo que había dicho Valentine era cierto. Luke era su familia.

Él la dejó de pie en el suelo, esbozando una leve mueca de dolor al hacerlo.

—Con cuidado —dijo—. Un demonio croucher me ha alcanzado en el hombro allá abajo junto al puente Merryweather. —Puso las manos sobre los hombros de la chica, estudiándole el rostro—Tú estás bien, ¿verdad?

—Vaya, una escena conmovedora —dijo una voz fría—, ¿no es cierto?

Clary se dio la vuelta, con la mano de Luke todavía sobre el hombro. Detrás de ella había un hombre alto con una capa azul que se arremolinaba alrededor de sus pies mientras avanzaba hacia ellos. El rostro bajo la capucha de la capa era el rostro de una estatua tallada: pómulos prominentes con facciones aguileñas y ojos de párpados caídos.

—Lucian —dijo el hombre, sin mirar a Clary—. Debería haber imaginado que eras tú quien estaba tras esta… esta invasión.

—¿Invasión? —repitió Luke, y, de improviso, allí estaba su manada de licántropos, de pie detrás de él. Habían aparecido con la misma rapidez y quietud que si se hubiesen materializado de la nada.

—No somos nosotros los que hemos invadido vuestra ciudad, Cónsul, sino Valentine. Nosotros sólo tratábamos de ayudar.

—La Clave no necesita ayuda —soltó el Cónsul—. NO de los que son como vosotros. Estáis violando la Ley sólo con el hecho de haber entrado en la Ciudad de Cristal, haya o no salvaguardas. Deberías saberlo.

—Está muy claro que la Clave necesita ayuda. De no haber llegado cuando lo hicimos, muchos más de vosotros estaríais muertos ahora.

Luke echó una ojeada por la habitación; varios grupos de cazadores de sombras se habían acercado a ellos, atraídos por lo que sucedía. Algunos de ellos le devolvieron la mirada a Luke; otros bajaron los ojos, como avergonzados. Pero ninguno de ellos, pensó Clary con una repentina oleada de sorpresa, parecía enojado.

—Lo he hecho para demostrar una cosa, Malachi.

La voz de Malachi sonó fría:

—¿Cuál es esa cosa?

—Que nos necesitáis —dijo Luke—. Para derrotar a Valentine necesitáis nuestra ayuda. No sólo la de los licántropos, sino la de todos los subterráneos.

—¿Qué pueden hacer los subterráneos contra Valentine? —inquirió Malachi con desdén—. Lucian, te creía más listo. Fuiste uno de los nuestros. Siempre nos hemos enfrentado solos a todos los peligros y hemos protegido al mundo del mal. Volveremos a enfrentarnos a Valentine ahora con nuestros propios poderes. Los subterráneos harían bien en mantenerse alejados de nosotros. Somos nefilim; libramos nuestras propias batallas.

—Eso no es del todo cierto, ¿verdad? —dijo una voz aterciopelada.

Era Magnus Bane, vestido con un abrigo largo y rutilante, con múltiples aros en las orejas, y una expresión pícara. Clary ignoraba de dónde había salido.

—Vosotros, chicos, habéis usado la ayuda de brujos en más de una ocasión en el pasado, y habéis pagado espléndidamente por ello, además.

Malachi puso mala cara.

—No recuerdo que la Clave te haya invitado a la Ciudad de Cristal, Magnus Bane.

—No lo ha hecho —respondió él—. Vuestras salvaguardas han caído.

—¿De veras? —La voz del Cónsul denotaba sarcasmo—No me había dado cuenta.

Magnus pareció preocupado.

—Pero eso es terrible… Alguien debería habértelo contado. —Echó un vistazo a Luke—. Dile que las salvaguardas han caído.

Luke parecía exasperado.

—Malachi, por el amor de Dios, los subterráneos son fuertes; somos muchos. Te lo he dicho, podemos ayudaros.

El Cónsul elevó la voz.

—Yo también te lo he dicho, ¡ni necesitamos ni queremos vuestra ayuda!

—Magnus —susurró Clary, que se había deslizado en silencio junto al brujo.

Una pequeña multitud se había reunido para observar la discusión de Luke con el Cónsul; la muchacha estaca casi segura de que nadie le prestaba atención.

—Ven conmigo. Todos están demasiado ocupados con la disputa para darse cuenta.

Magnus la miró interrogante, asintió y la condujo a otro lugar abriéndose paso entre la multitud como un abrelatas. Ninguno de los cazadores de sombras u hombres lobo allí reunidos parecía querer impedirle el paso a un brujo de más de metro ochenta con ojos de gato y una sonría de maníaco. La empujó a un rincón más tranquilo.

—¿Qué sucede?

—He conseguido el libro. —Clary lo sacó del bolsillo del desaliñado abrigo, dejando sus huellas marcadas sobre la tapa de color marfil—. He ido a la casa de campo de Valentine. Estaba en la biblioteca como dijiste. Y… —Se interrumpió, pensando en el ángel prisionero—. No importa. —Le ofreció el Libro de lo Blanco—. Toma. Cógelo.

Magnus le arrebató el libro con una mano de dedos largos. Ojeó las páginas, abriendo mucho los ojos.

—Es aún mejor de lo que había oído —anunció jubiloso—. No puedo esperar para empezar a trabajar con estos hechizos.

—¡Magnus! —La voz aguda de Clary lo volvió a bajar a la tierra—. Mi madre primero. Lo prometiste.

—Y cumplo mis promesas.

El brujo asintió con gravedad, aunque había algo en sus ojos, algo en lo que Clary no acabó de confiar.

—Hay algo más —añadió, pensando en Simon—. Antes de que…

—¡Clary!

Una voz habló, sin aliento, a su lado. Se volvió sorprendida se encontró con Sebastian de pie a su lado. Llevaba el equipo de combate puesto, y le sentaba a la perfección, se dijo ella, como si hubiese nacido para llevarlo. Mientras que todo el mundo aparecía manchado de sangre y despeinado, él no tenía ni una marca… salvo una doble hilera de arañazos que discurrían a lo largo de su mejilla izquierda, como si algo le hubiese arañado con una garra.

—Estaba preocupado por ti. He pasado por casa de Amatis de camino hacia aquí, pero no estabas allí, y ella me ha dicho que no te había visto…

—Bueno, pues estoy perfectamente.

Clary miró a Sebastian y a Magnus, que sujetaba el Libro de lo Blanco contra el pecho. Las angulosas cejas de Sebastian estaban enarcadas.

—¿Estás bien? Tu cara…

Alargó la mano para tocarle las heridas. Los arañazos todavía rezumaban un pequeño rastro de sangre.

Sebastian se encogió de hombros, apartándole la mano con suavidad.

—Una diablesas me atacó cerca de la casa de los Penhallow. Estoy perfectamente, no obstante. ¿Qué sucede?

—Nada. Estaba hablando con Ma… Ragnor —se apresuró a decir Clary, advirtiendo con repentino horror que Sebastian no tenía ni idea de quién era Magnus en realidad.

—¿Maragnor? —Sebastian enarcó las cejas—. De acuerdo, entonces.

El muchacho dirigió una ojeada curiosa al Libro de lo Blanco. Clary deseó que Magnus lo guardara; del modo en que lo sostenía, las letras doradas resultaban claramente visibles.

—¿Qué es eso?

Magnus lo estudió por un momento, y sus ojos felinos lo evaluaron.

—Un libro de hechizos —dijo por fin—. Nada que pueda interesar a un cazador de sombras.

—A decir verdad, mi tía colecciona libros de hechizos. ¿Puedo verlo?

Sebastian extendió la mano, pero antes de que Magnus pudiese pronunciarse, Clary oyó que alguien la llamaba y Jace y Alec cayeron sobre ellos, nada complacidos de ver a Sebastian.

—¡Creo haberte dicho que te quedaras con Max e Isabelle! —le espetó Alec—. ¿Los has dejado solos?

Poco a poco, los ojos de Sebastian pasaron de Magnus a Alec.

—Tus padres han venido a casa, tal y como has dicho que harían. —Su voz era fría—. Me han enviado por delante para decirte que están bien, tanto ellos como Izzy y Max. Vienen de camino.

—Bien —dijo Jace con la voz llena de sarcasmo—, gracias por transmitirnos la noticia nada más llegar aquí.

—No os había visto —replicó Sebastian—. Sólo he visto a Clary.

—Porque la buscabas.

—Porque necesitaba hablar con ella. A solas.

Volvió a intercambiar una mirada con Clary, y la intensidad que ésta vio en sus ojos la hizo vacilar. Quiso pedirle que no la mirase de aquel modo cuando Jace estaba delante, pero eso habría sonado irrazonable y estúpido, y además, a lo mejor tenía algo importante que decirle en realidad.

—¿Clary?

—De acuerdo. Sólo un segundo —dijo ella, asintiendo; vio que la expresión de Jace cambiaba: no puso mala cara, pero su rostro se quedó muy quieto—. Regreso en seguida —añadió, aunque Jace no la miró; miraba a Sebastian.

Sebastian la cogió por la muñeca y la apartó de los demás, tirando de ella hacia la zona donde se amontonaba más gente. Ella echó un vistazo por encima del hombro. Todos la observaban, incluso Magnus. Le vio sacudir la cabeza una vez, muy lentamente.

Se detuvo en seco.

—Sebastian. Detente. ¿Qué pasa? ¿Qué tienes que decirme?

Él se volvió de cara a ella, sujetándole aún la muñeca.

—Creía que podríamos ir afuera —dijo—. Hablar en privado…

—No. Quiero permanecer aquí —dijo ella, y oyó cómo su propia voz titubeaba levemente, como si no estuviese segura.

Pero sí lo estaba. Tiró hacia atrás del brazo y liberó su mano.

—¿Qué te sucede?

—Ese libro —dijo él—. El libro que Fell sostenía… el Libro de los Blanco… ¿sabes dónde lo consiguió?

—¿De eso querías hablarme?

—Es un libro de hechizos extraordinariamente poderoso —explicó Sebastian—. Mucha gente lo ha estado buscando durante largo tiempo.

Ella soltó un suspiro exasperado.

—De acuerdo, Sebastian, mira —dijo—. Ése no es Ragnor Fell. Es Magnus Bane.

—¿Ése es Magnus Bane? —Sebastian giró en redondo y se lo quedó mirando atónito antes de volverse de nuevo hacia Clary con una mirada acusadora en los ojos—. Tú lo has sabido todo el tiempo ¿verdad? Conoces a Bane.

—Sí, y lo siento. Pero él no quería que te lo dijese. Y es el único que puede ayudarme a salvar a mi madre. Por eso le he entregado el Libro de lo Blanco. Contiene un hechizo que podría ayudarla.

Algo centelleó tras los ojos de Sebastian, y Clary tuvo la misma sensación que había tenido después de que la besara: una repentina punzada que la avisaba de que algo estaba mal, como si hubiese dado un paso al frente esperando encontrar terreno firme bajo los pies y en su lugar se hubiese precipitado al vacío. La mano de Sebastian se movió velozmente y le agarró la muñeca.

—¿Tú le has dado el libro… el Libro de lo Blanco… a un brujo? ¿A un asqueroso subterráneo?

Clary se quedó muy quieta.

—No puedo creer que hayas dicho eso. —Bajó los ojos al lugar donde la mano de Sebastian le rodeaba la muñeca—. Magnus es mi amigo.

Sebastian aflojó la presión sobre la muñeca, aunque muy ligeramente.

—Lo siento —dijo—. No debería haber dicho eso. Es sólo que… ¿hasta qué punto conoces a Magnus Bane?

—Mejor de lo que te conozco a ti —respondió ella con frialdad.

Echó una ojeada atrás en dirección al lugar donde había dejado a Magnus de pie con Jace y Alec… y se sobresaltó. Magnus no estaba. Jace y Alec estaban solos, observándolos a ella y a Sebastian. Pudo percibir el calor de la desaprobación de Jace como un horno abierto.

Sebastian siguió su mirada y sus ojos se ensombrecieron.

—¿Lo bastante bien como para saber adónde ha ido con tu libro?

—No es mi libro. Se lo entregué —le dijo ella con brusquedad, aunque tenía una sensación helada en el estómago al recordar a mirada oscura en los ojos de Magnus—. Y no veo qué te importa a ti. Mira, agradezco que te ofrecieras para ayudarme a encontrar a Ragnor Fell ayer, pero me estás poniendo de los nervios. Voy a regresar con mis amigos.

Empezó a darse la vuelta, pero él se movió para cerrarle el paso.

—Lo siento. No debería haber dicho lo que he dicho. Es sólo que… hay más en todo esto de lo que sabes.

—Entonces cuéntame.

—Sal afuera conmigo. Te lo contaré todo. —Su tono era ansioso, preocupado—. Clary, por favor.

—Tengo que quedarme aquí —dijo ella, negando con la cabeza—. Tengo que esperar a Simon. —Era en parte cierto, y en parte una excusa—. Alec me dijo que traerían a los prisioneros aquí…

Sebastian negó con la cabeza.

—Clary, ¿no te lo ha dicho nadie? Han abandonado a los prisioneros. Oí que Malachi lo decía. Cuando la ciudad ha sido atacada, han evacuado el Gard, pero no han sacado a los dos prisioneros. Malachi ha dicho que estaban confabulados con Valentine. Que dejarlos salir suponía un riesgo demasiado grande.

La cabeza de Clary parecía nublarse; se sintió mareada y tuvo náuseas.

—No pude ser cierto.

—Lo es —dijo Sebastian—. Te juro que lo es. —Su mano volvió a cerrarse con más fuerza sobre la muñeca de Clary, y ella se tambaleó—. Puedo llevarte allí arriba. Al Gard. Puedo ayudarte a sacarlo. Pero tienes que prometerme que…

—Ella no tiene que prometerte nada —dijo Jace—. Suéltala, Sebastian.

Sebastian, sobresaltado, aflojó la presión sobre la muñeca de Clary, que la liberó violentamente, volviéndose y encontrándose con Jace y Alec, que tenían cara de pocos amigos. La mano de Jace descansaba con suavidad sobre la empuñadura del cuchillo serafín que llevaba a la cintura.

—Clary puede hacer lo que quiera —replicó Sebastian.

El muchacho no mostraba un aspecto amenazador, pero había una curiosa expresión fija en su rostro que resultaba hasta cierto punto peor.

—Y precisamente ahora quiere venir conmigo a salvar a su amigo. El amigo al que conseguiste que metieran en prisión.

Alec palideció ante aquello, pero Jace se limitó a menear la cabeza.

—No me gustas —dijo con aire pensativo—. Sé que a todos los demás les caes bien, Sebastian, pero a mí no. A lo mejor es porque soy un bastardo al que lo le gusta llevar la contraria. Pero no me gustas, y no me gusta el modo en que intentas conseguir que mi hermana te siga. Si ella quiere subir al Gard y buscar a Simon, estupendo. Irá con nosotros. No contigo.

La expresión fija de Sebastian no cambió.

—Creo que eso debería ser elección suya —dijo—. ¿No te parece?

Ambos miraron a Clary. Ella miró detrás de ellos, en dirección a Luke, que seguía discutiendo con Malachi.

—Iré con mi hermano —dijo.

Algo aleteó en la mirada de Sebastian… demasiado de prisa para que Clary lo identificara, aunque sintió un escalofrío en la nuca, como si una mano helada la hubiese acariciado.

—Por supuesto —dijo él, y se hizo a un lado.

Fue Alec quien se movió primero, empujando a Jace por delante de él, haciéndole andar. Estaban a mitad de camino hacia las puertas cuando ella reparó en que la muñeca le dolía… Le escocía como si la hubiesen quemado. Bajó la vista esperando encontrar una señal en la muñeca allí donde Sebastian la había sujetado, pero no vio nada. Tan sólo una mancha de sangre en la manga donde ella había tocado el corte que Sebastian tenía en la cara. Frunciendo el ceño, con la muñeca escociéndole aún, la cubrió con la manga y apresuró el paso para atrapar a los otros.

12 De profundis

Simon tenía las manos negras a causa de la sangre.

Había intentado arrancar los barrotes de la ventana y de la puerta de la celda, pero tocarlos durante mucho tiempo le dejaba unas abrasadoras marcas sangrantes en las palmas. Finalmente se dejó caer, jadeando, al suelo, y contempló aturdido sus manos mientras las heridas cicatrizaban rápidamente, las lesiones se cerraban y la piel ennegrecida se desprendía como cuando en una cinta de vídeo se presionaba el botón de avance rápido.

Al otro lado de la pared de la celda, Samuel rezaba.

—«Si mal viniere sobre nosotros, o cuchillo de juicio, o pestilencia, o hambre, nos presentaremos delante de esta Casa, y delante de ti (porque tu Nombre está en esta Casa), y de nuestras tribulaciones clamaremos a ti, y tú nos oirás y salvarás…»

Simon sabía que él no podía rezar. Lo había intentado antes, pero el nombre de Dios le quemaba la boca y le obstruía la garganta. Se preguntó por qué podía pensar las palabras pero no pronunciarlas. Y por qué podía permanecer bajo la luz del mediodía y no morir pero no podía decir sus últimas oraciones.

El humo había empezado a descender pasillo abajo igual que un espectro resuelto. Olía a quemado y oía el chisporroteo del fuego propagándose, pero se sentía curiosamente indiferente, lejos de todo. Era extraño convertirse en vampiro, que se te obsequiara con lo que sólo podía describirse como la vida eterna, y luego extinguirse a los dieciséis.

—¡Simon!

La voz era débil, pero su oído la captó por encima de los estallidos y los chasquidos de las crecientes llamas. El humo del pasillo había presagiado calor y el calor estaba llegando, presionándolo contra él como una barrera sofocante.

—¡Simon!

Era la voz de Clary. La reconocería en cualquier parte. Se preguntó si su mente la estaba conjurando en aquel momento, como una especie de recuerdo de lo que más había amado durante su vida para poder sobrellevar la muerte.

—¡Simon, estúpido idiota! ¡Estoy aquí, al otro lado! ¡En la ventana!

Simon se puso en pie de un salto. Dudaba que su mente fuese capaz de conjurar aquello. A través del humo cada vez más espeso vio algo blanco que se movía sobre los barrotes de la ventana. Al acercarse más, los objetos blancos se transformaron en manos que aferraban los barrotes. Saltó sobre el camastro, aullando por encima del crepitar del fuego.

—¿Clary?

—Vaya, gracias a Dios. —Clary alargó el brazo y le tocó el hombro—. Vamos a sacarte de ahí.

—¿Cómo? —preguntó Simon, razonablemente, pero se oyó el sonido de una escaramuza y las manos de Clary desaparecieron, reemplazadas al cabo de un momento por otro par de manos más grandes, indudablemente masculinas, con nudillos llenos de cicatrices y finos dedos de pianista.

—Aguanta. —La voz de Jace era tranquila, llena de seguridad, como si estuviese conversando en una fiesta en lugar de a través de los barrotes de una mazmorra que ardía rápidamente—. Tal vez sería mejor que te echases hacia atrás.

Simon obedeció asustado. Las manos de Jace se cerraron con fuerza sobre los barrotes, y sus nudillos se tornaron alarmantemente blancos. Se oyó un crujido quejumbroso, y el cuadro de barrotes se liberó violentamente de la piedra que los sujetaba y cayó con estruendo al suelo junto a la cama. Una lluvia de polvo de piedra cayó en forma de asfixiante nube blanca.

El rosto de Jace apareció en el vacío de la ventana.

—Simon, ¡VAMOS! —Jace alargó los brazos hacia abajo.

El vampiro alzó los suyos y agarró las manos de Jace. Sintió como le izaban, y a continuación pudo sujetarse ya al borde de la ventana para darse impulso a través del angosto cuadrado como una serpiente que se retorciera a través de un túnel. Al cabo de un segundo estaba extendido cuan largo era sobre la hierba húmeda, contemplando atónito un círculo de rostros preocupados que le observaban desde arriba. Jace, Clary y Alec le miraban con inquietud.

—Estás hecho una porquería, vampiro —dijo Jace—. ¿Qué les ha pasado a tus manos?

Simon se sentó en el suelo. Las heridas de las manos habían cicatrizado, pero estaban todavía negras allí donde había agarrado los barrotes de la celda. Antes de que pudiera responder, Clary lo estrujó con un repentino y feroz abrazo.

—Simon —musitó—. No puedo creerlo. Ni siquiera sabía que estabas aquí. Hasta anoche pensaba que estabas en Nueva York…

—Sí, bueno —dijo Simon—. Yo tampoco sabía que tú estabas aquí. —Dirigió una mirada furiosa a Jace por encima del hombro de la muchacha—. De hecho, creo que se me dijo concretamente que no estabas.

—Yo jamás dije eso —indicó Jace—. Simplemente no te corregí cuando tú, como sabes, dijiste lo que no era. De todos modos, acabo de salvarte de quemarte vivo, así que creo que no se te permite enojarte.

Quemado vivo. Simon se apartó de Clary y miró a su alrededor. Se encontraba en un jardín cuadrado, rodeado por dos lados por paredes de la fortaleza y por los otros dos lados por una densa arboleda. Se habían talado tan sólo los árboles necesarios para que un sendero de gravilla descendiera hasta la ciudad; el camino estaba bordeado de antorchas de luz mágica, pero únicamente unas pocas ardían con la luz tenue y errática. Alzó la mirada hacia el Gard. Visto desde aquel ángulo, apenas se percibía la magnitud el incendio; humo negro manchaba el cielo en lo alto, y la luz de unas pocas ventanas parecía anormalmente brillante, pero los muros de piedra ocultaban bien su secreto.

—Samuel —dijo—. Tenemos que sacar a Samuel.

Clary permaneció desconcertada.

—¿Quién?

—Yo no era el único ahí abajo. Samuel…, él estaba en la celda contigua.

—¿El montón de andrajos que vi por la ventana? —recordó Jace.

—Eso. Es un tipo extraño, pero es un buen tipo. No podemos dejarlo ahí abajo. —Simon se incorporó a toda prisa—. ¿Samuel? ¿Samuel?

No obtuvo respuesta. Simon corrió a la ventana baja cerrada con barrotes que había junto a aquella por la que él acababa de arrastrarse. A través de los barrotes sólo pudo ver humo arremolinado.

—¡Samuel! ¿Estás ahí dentro?

Algo se movió dentro del humo… algo encorvado y oscuro. La voz de Samuel, ronca por el humo, se elevó quebrada.

—¡Déjame en paz! ¡Vete!

—¡Samuel! Morirás ahí abajo.

Simon tiró de los barrotes. Nada sucedió.

—¡No! ¡Déjame solo! ¡Quiero quedarme!

Simon miró desesperadamente a su alrededor y se encontró con Jace detrás de él.

—Aparta —le dijo éste, y cuando Simon se inclinó a un lado, él lanzó una patada con su bota.

El golpe alcanzó los barrotes, que se soltaron violentamente de su anclaje y rodaron al interior de la celda de Samuel. Éste lanzó un grito ronco.

—¡Samuel! ¿Estás bien?

Una visión de Samuel con la crisma rota a causa de los barrotes apareció ante los ojos de Simon.

La voz de Samuel se elevó hasta ser un ladrido.

—¡MARCHAOS!

Simon miró a Jace de soslayo.

—Creo que lo dice en serio.

Jace sacudió la rubia cabeza con exasperación.

—Tenías que hacerte amigo de un compañero de celda loco, ¿verdad? ¿No podías limitarte a contar las baldosas del techo o a domesticar un ratón como hacen los prisioneros normales?

Sin aguardar una respuesta, Jace se tumbó en el suelo y se arrastró a través de la ventana.

—¡Jace! —chilló Clary, y ella y Alec se acercaron corriendo, pero Jace había franqueado ya la ventana, dejándose caer al interior de la celda situada debajo—. ¿Cómo has podido dejar que hiciera eso?—Clary lanzó a Simon una mirada furiosa.

—Bueno, no podía dejar a ese tipo ahí abajo para que muriera —dijo Alec inesperadamente, aunque parecía un poco ansioso—. Estamos hablando de Jace…

Se interrumpió cuando dos manos se abrieron paso a través del humo. Alec agarró una y Simon la otra, y juntos izaron a Samuel, como si fuera un flácido saco de patatas, y lo depositaron sobre el césped. Al cabo de un momento, Simon y Clary agarraban las manos de Jace y lo sacaban, aunque él resultaba considerablemente menos flácido y soltó una palabrota cuando le golpearon sin querer la cabeza con la repisa. Se los quitó de encima, gateando hasta la hierba por sí solo y luego dejándose caer sobre la espalda.

—Uf —dijo, con la vista fija en el cielo—. Creo que me he dislocado algo. —Se sentó sobre el suelo y echó una ojeada en dirección a Samuel—. ¿Está bien?

Samuel estaba sentado acurrucado sobre el suelo, con las manos bien abiertas sobre el rostro. Se balanceaba a un lado y a otro sin emitir ningún sonido.

—Creo que le sucede algo —dijo Alec.

Alargó la mano para tocar el hombro de Samuel y éste se apartó con un violento movimiento que casi le hizo perder el equilibrio y caer.

—Dejadme en paz —dijo con voz quebrada—. Por favor. Déjame sólo, Alec.

Alec se quedó totalmente inmóvil.

—¿Qué has dicho?

—Ha pedido que le dejemos solo —dijo Simon, pero Alec no le miraba a él, ni pareció escucharle.

Alec miraba a Jace…, quién, de improviso muy pálido, ya había empezado a ponerse en pie.

—Samuel —dijo Alec, y su voz era extrañamente áspera—, aparta las manos de la cara.

—No. —Samuel bajó la barbilla contra el pecho; sus hombros temblaban—. No, por favor. No.

—¡Alec! —protestó Simon—. ¿No te das cuenta de que no está bien?

Clary agarró la manga de su amigo.

—Simon, aquí pasa algo.

Tenía los ojos puestos en Jace —¿y cuándo no?—mientras éste avanzaba para escrutar atentamente la figura acurrucada de Samuel. Las yemas de los dedos del muchacho sangraban allí donde se las había arañado con el alféizar de la ventana, y al apartarse el pelo de los ojos le dejaron marcas de sangre en la mejilla. No pareció advertirlo. Tenía los ojos muy abiertos, y una línea furiosa y uniforme en la boca.

—Cazador de sombras —dijo, y su voz sonó letalmente nítida—, muéstranos tu cara.

Samuel vaciló, pero luego dejó caer las manos. Simon no había visto su rostro anteriormente, y no se había dado cuenta de lo demacrado que estaba Samuel, o lo anciano que parecía. Su rostro estaba medio cubierto por una mata de espesa barba gris, sus ojos flotaban en oscuros huecos, y sus mejillas estaban surcadas de arrugas. Pero a pesar de todo eso le seguía resultando —en cierto modo—peculiarmente familiar.

Los labios de Alec se movieron, pero no emitió ningún sonido. Fue Jace quien habló.

—Hodge —dijo.


—¿Hodge? —repitió Simon con perplejidad—. Pero no puede ser. Hodge era… y Samuel, no puede ser…

—Bueno, es la especialidad de Hodge, al parecer —dijo Alec con amargura—. Hacerte creer quien no es.

—Pero él dijo… —empezó a decir Simon.

La mano de Clary se cerró con más fuerza sobre la manga de su amigo, y las palabras de éste murieron en sus labios. La expresión del rostro de Hodge era suficiente. No era culpa, en realidad; ni siquiera horror por haber sido descubierto, sino una terrible pesadumbre que resultaba duro contemplar durante mucho tiempo.

—Jace —dijo Hodge con voz muy baja—. Alec…, lo siento mucho.

Jace se movió entonces del modo en que se movía cuando peleaba, igual que la luz del sol sobre el agua, y se colocó ante Hodge con un cuchillo en la mano cuya afilada punta se dirigía a la garganta de su viejo tutor. El reflejo del resplandor del fuego resbaló por la hoja.

—No quiero tus disculpas. Quiero un motivo por el que no debería matarte ahora mismo, justo aquí.

—Jace —Alec pareció alarmado—. Jace, aguarda.

Sonó un rugido repentino cuando parte del tejado del Gard se llenó de lenguas de fuego anaranjadas. El calor titiló en el aire e iluminó la noche. Clary pudo ver cada brizna de hierba del suelo, cada línea del rostro delgado y sucio de Hodge.

—No —dijo Jace, y su rostro carente de expresión mientras miraba a Hodge le recordó a Clary otro rostro que era como una máscara: el de Valentine—. Sabías lo que mi padre me hizo, ¿verdad? Conocías todos sus sucios secretos.

Alec paseaba la mirada con estupor desde Jace hasta su viejo tutor.

—¿De qué estás hablando? ¿Qué sucede?

El rostro de Hodge se arrugó.

—Jonathan…

—Siempre lo has sabido, y jamás me dijiste nada. Todos estos años en el Instituto… y jamás me dijiste nada.

La boca de Hodge se entreabrió flácida.

—No… no estaba seguro —musitó—. Cuando no has visto a un niño desde que era un bebé… No estaba seguro de quién eras, y mucho menos de lo que eras.

—¿Jace?

Alec los miraba alternativamente, con consternación, pero ninguno de ellos le prestaba la menor atención a nada que no fuese el otro. Hodge parecía un hombre atrapado en un torno que se fuese tensando; sus manos daban sacudidas a los costados como atenazadas por el dolor y sus ojos se movían veloces de un lado a otro. Clary pensó en el hombre pulcramente vestido en su biblioteca repleta de libros que le había ofrecido té y bondadosos consejos. Parecía como si hubiesen transcurrido mil años de eso.

—No te creo —dijo Jace—. Cuando los Lightwood me informaron de que iban a hacerse cargo del hijo de Michael Wayland, yo no sabía nada de Valentine desde el Levantamiento. Llegué a pensar que se había olvidado de mí. Incluso recé para que estuviese muerto, pero jamás lo supe. Y entonces, la noche antes de tu llegada, Hugo vino con un mensaje de Valentine para mí. «El chico es mi hijo.» Eso era todo. —Respiró entrecortadamente—. No sabía si creerle. Pensé que lo sabría…, pensé que lo sabría, simplemente mirándote, pero no había nada, nada que me diera esa seguridad. Y pensé que se trataba de una estratagema de Valentine, pero ¿qué estratagema? ¿Qué intentaba hacer? Tú no tenías ni idea, pero lo tuve muy claro, pero en cuanto al propósito de Valentine…

—Deberías haberme contado lo que yo era —replicó Jace, de un solo golpe de voz, como si le extrajesen las palabras a puñetazos—. Podría haber hecho algo al respecto. Matarme, quizá.

Hodge alzó la cabeza, levantando los ojos hacia Jace por entre los cabellos enmarañados y sucios.

—No estaba seguro —volvió a decir, medio para sí—, y en los momentos en que me lo preguntaba… pensaba que, tal vez, la educación podría importar más que la sangre… que se te podía enseñar…

—¿Enseñar qué? ¿A no ser un monstruo? —La voz de Jace tembló, pero el cuchillo que sujetaba se mantenía firme—. No deberías haber sido tan estúpido. Él te convirtió en un cobarde rastrero, ¿verdad? Y tú no eras un indefenso niño pequeño cuando lo hizo. Podrías haberte defendido.

Los ojos de Hodge descendieron.

—Intenté hacer todo lo que pude por ti —dijo, pero incluso a los oídos de Clary sus palabras sonaron pobres.

—Hasta que Valentine regresó —repuso Jace—, y entonces hiciste todo lo que te pidió; me entregaste a él como si fuese un perro que le hubiese pertenecido en una ocasión, un perro que él te hubiese pedido que le cuidases durante unos cuantos años…

—Y luego te fuiste —dijo Alec—. Nos abandonaste a todos. ¿Realmente pensaste que podías ocultarte aquí, en Alacante?

—No vine aquí a ocultarme —dijo Hodge, con voz apagada—. Vine a detener a Valentine.

—No esperarás que te creamos. —Alec volvía a sonar furioso ahora—. Siempre has estado del lado de Valentine. Podrías haber elegido darle la espalda…

—¡Jamás podría haber elegido eso! —La voz de Hodge se elevó—. A vuestros padres se les ofreció la oportunidad de una nueva vida; ¡a mí jamás se me ofreció! Estuve atrapado en el Instituto durante quince años…

—¡El Instituto era nuestro hogar! —dijo Alec—. ¿Realmente era tan terrible vivir con nosotros… ser parte de nuestra familia?

—No era por vosotros. —La voz de Hodge sonaba entrecortada—. Os quería, pequeños. Pero erais niños. Y un lugar que no se te permite abandonar jamás puede ser un hogar. A veces pasaba semanas sin hablar con otro adulto. Ningún otro cazador de sombras quería confiar en mí. Ni siquiera les gustaba realmente que vuestros padres; me toleraban porque no tenían elección. Nunca podría casarme. Nunca podría tener hijos propios. Nunca podría tener una vida. Y con el tiempo, vosotros, chicos, habríais crecido y os habríais ido, y entonces no habría tenido ni siquiera eso. Vivía con miedo, si es que aquello era vida.

—No conseguirás que sintamos lástima por ti —dijo Jace—. No después de lo que hiciste. ¿Y de qué demonios tenías miedo, si pasabas todo el tiempo en la biblioteca? ¿De los ácaros del polvo? ¡Éramos nosotros los que salíamos y peleábamos contra demonios!

—Tenía miedo de Valentine —intervino Simon—. No lo entiendes…

Jace le lanzó una mirada ponzoñosa.

—Cállate, vampiro. Esto no tiene nada que ver contigo.

—No exactamente de Valentine —dijo Hodge, mirando a Simon por primera vez desde que lo habían sacado a rastras de la celda.

Hubo algo en aquella mirada que sorprendió a Clary, una especie de afecto cansado.

—De mi propia debilidad en lo relativo a Valentine. Sabía que algún día regresaría. Sabía que volvería a intentar hacerse con el poder, a intentar gobernar la Clave. Y sabía lo que me ofrecía. Liberarme de mi maldición. Una vida. Un lugar en el mundo. Podría haber vuelto a ser un cazador de sombras. En su mundo. Jamás podría volver a ser un cazador de sombras en éste. —Había un anhelo descarnado en su voz que resultaba doloroso escuchar—. Y sabía que sería demasiado débil para negarme cuando me lo ofreciera.

—Y mira la vida que conseguiste —escupió Jace—. Pudrirte en las celdas del Gard. ¿Valió la pena traicionarnos?

—Conoces la respuesta a eso. —Hodge sonaba agotado—. Valentine me retiró la maldición. Había jurado que lo haría, y lo hizo. Pensé que me llevaría de vuelta al Círculo o a lo que quedase de él. No lo hizo. Ni siquiera él me quiso. Supe que no habría lugar para mí en su nuevo mundo. Y supe que había vendido todo lo que tenía por una mentira. —Bajó los ojos hasta sus cerradas y mugrientas manos—. Sólo me quedaba una cosa: la posibilidad de llevar a cabo algo que permitiese que mi vida no fuese un total desperdicio. Después de enterarme de que Valentine había matado a los Hermanos Silenciosos, que tenía la Espada Mortal, supe que a continuación iría tras el Cristal Mortal. Sabía que necesitaba los tres Instrumentos. Y sabía que el Cristal Mortal estaba aquí en Idris.

—Aguarda. —Alec alzó la mano—. ¿El Cristal Mortal? ¿Quieres decir que sabes dónde está? ¿Y quién lo tiene?

—Nadie lo tiene —respondió Hodge—. Nadie podría poseer el Cristal Mortal. Ningún nefilim, y ningún subterráneo.

—Realmente te has vuelto loco ahí abajo —dijo Jace, moviendo bruscamente la barbilla en dirección a las quemadas ventanas de las mazmorras—, ¿verdad?

—Jace. —Clary miraba con inquietud hacia el Gard, cuyo tejado estaba coronado por una espinosa red de llamas de un rojo dorado—. El fuego se extiende. Deberíamos irnos de aquí. Podemos hablar abajo en la ciudad…

—Estuve encerrado en el Instituto durante quince años —prosiguió Hodge, como si Clary no hubiese hablado—. No podía sacar ni siquiera una mano o un pie al exterior. Pasaba todo el tiempo en la biblioteca, investigando modos de retirar la maldición que la Clave me había impuesto. Averigüe que sólo un Instrumento Mortal podía revocarla. Leí, uno tras otro, los libros donde se relataban la mitología de Ángel, cómo se alzó del lago llevando con él los Instrumentos Mortales y se los entregó a Jonathan Cazador de Sombras, el primer nefilim. Eran tres: Copa, Espada y Espejo…

—Lo sabemos —le interrumpió Jace, exasperado—. Tú nos lo enseñaste.

—Creéis que lo sabéis todo, pero no es así. Mientras repasaba una y otra vez las diferentes versiones de los relato, encontré una y otra vez la misma ilustración, la misma imagen… Todos la hemos visto: el Ángel surgiendo del lago con la Espada en la mano y la Copa en la otra. Jamás conseguí comprender por qué no aparecía el Espejo. Entonces lo entendí. El Espejo es el lago. El lago es el Espejo. Son la misma cosa.

Lentamente, Jace bajó el cuchillo.

—¿El Lago Lyn?

Clary pensó en el lago, como un espejo alzándose a su encuentro, el agua haciéndose añicos con el impacto.

—Caí en el lago al llegar aquí. Descubrí algo respecto a él. Luke me explicó que tiene propiedades extrañas y que los seres mágicos lo llaman el Espejo de los Sueños.

—Exactamente —empezó a decir Hodge con avidez—. Y comprendí que la Clave no lo sabía, que la información se había perdido con el transcurso del tiempo. Ni siquiera Valentine lo sabía….

Le interrumpió un espantoso rugido, el sonido de una torre que se desplomaba en el extremo opuesto del Gard. El derrumbe provocó una exhibición de fuegos artificiales rojos y chispas centelleantes.

—Jace —dijo Alec, alzando la cabeza alarmado—. Jace, tenemos que salir de aquí. Levanta —le ordenó a Hodge, tirándole de un brazo para ponerlo en pie—. Puedes contar a la Clave lo que acabas de contarnos.

Hodge se incorporó vacilante. «¿Cómo debe ser —pensó Clary con una punzada de inoportuna piedad—vivir la propia vida avergonzado no sólo de lo que has hecho sino de lo que estuviste haciendo y de lo que sabías que volverías a hacer?» Hodge había renunciado hacía mucho tiempo a intentar vivir una vida mejor o una vida diferente; todo lo que quería era dejar de sentir miedo, y por lo tanto sentía miedo todo el tiempo.

—Vamos.

Alec, sujetando aún el brazo de Hodge, lo impulsó hacia adelante. Pero Jace se colocó ante ellos, impidiéndoles el paso.

—Si Valentine consigue el Cristal Mortal —dijo—, ¿qué sucederá entonces?

—Jace —dijo Alec, asiendo todavía el brazo de Hodge—, ahora no…

—Si se lo cuenta a la Clave, ellos jamás nos lo contarán a nosotros —replicó Jace—. Para ellos somos simplemente niños. Pero Hodge nos lo debe. —Se volvió hacia su antiguo tutor—. Dijiste que te diste cuenta de que tenías que detener a Valentine. ¿Detenerle para que no hiciese qué? ¿Qué poder le conferiría el Espejo?

Hodge negó con la cabeza.

—No puedo…

—Y sin mentiras. —El cuchillo centelleó en el costado de Jace; la mano asía fuertemente el mango—. Porque quizás, por cada mentira, te cortaré un dedo. O dos.

Hodge se encogió hacia atrás, con auténtico miedo en los ojos. Alex parecía anonadado.

—Jace. No. Así es como lo hace tu padre. Ése no eres tú.

—Alec —dijo Jace sin mirar a su amigo, aunque su tono fue como el contacto de una mano pesarosa—. Tú no sabes cómo soy en realidad.

Los ojos de Alec se encontraron con los de Clary por encima de la hierba. «No puede ni imaginar por qué Jace actúa de este modo —pensó ella—. No lo sabe.» Dio un paso al frente.

—Jace, Alec tiene razón… Podemos llevar a Hodge abajo, al Salón, y puede contar a la Clave lo que nos acaba de explicar…

—De haber estado dispuesto a decírselo a la Clave, lo habría hecho ya —contestó él con brusquedad, sin mirarla—. Que no lo haya hecho todavía demuestra que es un mentiroso.

—¡No se puede confiar en la Clave! —protestó Hodge con desesperación—. Hay espías en ella… hombres de Valentine… no podía contarles donde está el Espejo. Si Valentine encontrara el Espejo, sería…

No pudo acabar la frase. Algo brillante de un color plateado surgió centelleante de la noche, la cabeza de un clavo de luz en la oscuridad. Alex lanzó un grito. Los ojos de Hodge se desorbitaron a la vez que daba un traspié, llevándose las manos al pecho. Mientras caía de espaldas, Clary comprendió el motivo: la empuñadura de una daga larga sobresalía de su caja torácica, como el asta de una flecha muy tiesa clavada en el blanco.

Alec, saltando al frente, atrapó a su viejo tutor mientras éste caía, y lo depositó con suavidad sobre el suelo. Alzó los ojos con impotencia; la sangre de Hodge había salpicado su rostro.

—Jace, ¿por qué…?

—Yo no lo he hecho… —El rostro de Jace estaba blanco, y Clary vio que todavía sujetaba el cuchillo, aferrado con fuerza al costado—. No…

Simon y Clary se volvieron en redondo, clavando la mirada en la oscuridad. El fuego iluminaba la hierba con un infernal resplandor naranja, pero todo permanecía negro entre los árboles de la ladera; y entonces algo emergió de la oscuridad, una figura vaga, con un familiar cabello negro alborotado. Avanzó hacia ellos; la luz le daba en el rostro y se reflejaba en sus oscuros ojos, que parecían arder.

—¿Sebastian? —dijo Clary.

Jace paseó la mirada frenéticamente de Hodge a Sebastian y permaneció de pie con aire vacilante en el borde del jardín; parecía casi aturdido.

—Tú —dijo—. ¿Has sido…?

—Tenía que hacerlo —respondió Sebastian—. Os habría matado.

—¿Con qué? —La voz de Jace se alzó y se quebró—. Ni siquiera tenía un arma…

—Jace —interrumpió Alec los gritos de su amigo—. Ven aquí. Ayúdanos con Hodge.

—Os habría matado —volvió a decir Sebastian—. Os habría…

Pero Jace había acudido a arrodillarse junto a Alec, enfundando el cuchillo en su cinturón. Alec sostenía a Hodge en sus brazos, tenía sangre en la parte delantera de la camiseta.

—Saca la estela de mi bolsillo —le dijo a Jace—. Prueba un iratze

Clary; paralizada por el horror, sintió que Simon se removía junto a ella. Volvió la cabeza para mirarle y se quedó horrorizada; Simon estaba blanco como el papel salvo por un rubor febril en ambos pómulos. Pudo verle las venas serpenteando bajo la piel, como la expansión de un delicado coral bifurcándose.

—La sangre —susurró él, sin mirarla—. Tengo que alejarme.

Clary alargó la mano para sujetarle la manga, pero él se tambaleó hacia atrás, liberando de un tirón el brazo.

—No, Clary, por favor. Déjame marchar. Estaré bien; regresaré.

Ella empezó a seguirlo, pero él era demasiado veloz para que pudiese retenerlo. Desapareció en la oscuridad que había entre los árboles.

—Hodge… —Alec pareció lleno de pánico—. Hodge, quédate quieto…

Pero el tutor forcejeaba débilmente, intentando apartarse de él, de la estela que Jace sostenía.

—No. —El rostro de Hodge tenía el color de la masilla; sus ojos se movieron veloces de Jace a Sebastian, que todavía permanecía en las sombras—. Jonathan…

—Jace —dijo el chico, casi en un susurro—. Llámame Jace…

Los ojos de Hodge se posaron en él. Clary no consiguió descifrar la expresión que había en ellos de temor. Súplica, sí, pero algo más que eso, estaban llenos de temor, o de algo parecido, y de necesidad. Alzó una mano como para protegerse—. Tú no. —musitó, y brotó sangre de su boca junto a las palabras.

Una expresión de dolor atravesó fugazmente el rostro de Jace.

—Alec, haz el iratze… Creo que no quiere que yo le toque.

La mano de Hodge se cerró como una garra; aferró la manda de Jace. Su aliento surgió con un estertor audible.

—Tú nunca… fuiste…

Y murió. Clary se dio cuenta en seguida. No fue algo silencioso e instantáneo, como en una película; la voz se apagó con un gorgoteo, los ojos se le quedaron en blanco y él se quedó flácido y pesado, con el brazo doblado desgarbadamente bajo el cuerpo.

Alec cerró los ojos de Hodge con las yemas de los dedos.

—Adiós, Hodge Starkweather.

—No se lo merece. —La voz de Sebastian era cortante—. No era un cazador de sombras; era un traidor. No merece el último adiós.

Alec alzó la cabeza desafiante. Dejó a Hodge en el suelo y se puso en pie; sus ojos azules eran fríos como el hielo. Tenía las ropas manchadas de sangre.

—¿Y tú que sabes? Has matado a un hombre desarmado, a un nefilim. Eres un asesino.

El labio de Sebastian se crispó.

—¿Crees que no sé quién era? —Señaló a Hodge—. Starkweather estaba en el Círculo. Traicionó a la Clave entonces y lo maldijeron por ello. Debería haber muerto por lo que hizo, pero la Clave fue indulgente… ¿y qué les reportó? Volvió a traicionarnos a todos cuando le vendió la Copa Mortal a Valentine tan sólo para que lo librara de la maldición que merecía. —Hizo una pausa; respirando con dificultad—. No debería haberlo hecho, pero no podéis decir que no se lo merecía.

—¿Cómo sabes tanto sobre Hodge? —quiso saber Clary—. Y ¿qué estás haciendo aquí? Creía que había quedado claro que permanecieras en el Salón.

Sebastian vaciló.

—Tardabais tanto —dijo por fin—que me he preocupado. Pensaba que podríais necesitar mi ayuda.

—¿Así que has decidido ayudarnos matando al tipo con el que estábamos hablando? —inquirió ella—. ¿Porque pensabas que tenía un pasado turbio? ¿Quién… quién actúa así? No tiene sentido.

—Eso es porque miente —dijo Jace, que miraba a Sebastian con una mirada fría y analítica—. Y no lo hace nada bien. Pensaba que serías un poco mejor en eso, Verlac.

Sebastian le devolvió la mirada sin inmutarse.

—Lo que quiere decir —explicó Alec, adelantándose—es que si realmente crees que lo que hiciste estaba justificado, no te importará bajar con nosotros al Salón de los Acuerdos y ofrecer tus explicaciones al Consejo. ¿Lo harás?

Transcurrió un instante antes de que Sebastian sonriera… con la sonrisa que había cautivado a Clary en otro momento, pero que ahora contenía algo de sesgado, como si se tratara de un cuadro que colgara ligeramente torcido en la pared.

—Por supuesto que no me importa.

Avanzó hacia ellos lentamente, casi paseando, como si no tuviera ninguna preocupación en la vida. Como si no acabara de cometer un asesinato.

—Desde luego —dijo—, es un tanto curioso que estéis tan alterados porque haya matado a un hombre cuando Jace planeaba cortarle los dedos uno a uno.

La boca de Alec se tensó.

—No lo habría hecho.

—Tú… —Jace miró a Sebastian con aversión—, tú no tienes ni idea de lo que dices.

—O a lo mejor —dijo Sebastian—realmente están tan sólo enojado porque besé a tu hermana. Porque ella me deseaba.

—No es verdad —dijo Clary, pero ninguno de ellos la miraba—. No te deseaba.

—Tiene esa costumbre, ya sabes… ¿el modo en que lanza esa exclamación ahogada cuando la besas, como si la sorprendiera? —Sebastian se había detenido ahora frente a Jace, y sonreía como un ángel—Resulta de lo más cautivador; debes de haberlo advertido.

Jace parecía estar a punto de vomitar.

—Mi hermana….

—Tu hermana —dijo Sebastian—. ¿Lo es? Porque vosotros dos no actuáis como si lo fuerais. ¿Pensáis que los demás no se dan cuenta del modo en que os miráis? ¿Creéis que ocultáis lo que sentís? ¿Creéis que nadie piensa que es antinatural? Lo es.

—Es suficiente. —La expresión en el rostro de Jace era asesina.

—¿Por qué haces esto? —preguntó Clary—. Sebastian, ¿por qué dices todas esas cosas?

—Porque finalmente puedo —dijo Sebastian—. No tienes ni idea de lo que ha sido estar junto a todos vosotros estos últimos días, teniendo que fingir que os podía soportar. Que veros no me enfermaba. Tú —dijo a Jace—, que dedicas cada segundo en el que no suspirar por tu propia hermana a gimotear sin parar por tu papi que no te quería. Bueno, ¿quién podría culparle? T tú, estúpida zorra —se volvió hacia Clary—, entregando ese libro de un valor incalculable a un brujo mestizo; ¿tienes alguna neurona en esa cabecita tuya? Y tú… —dirigió su siguiente mueca despectiva a Alec—, creo que todos sabemos qué pasa contigo. No deberían permitir que los de tu clase pertenecieran a la Clave. Eres repugnante.

Alec palideció, aunque pareció más estupefacto que otra cosa. Clary no podía culparle; resultaba difícil contemplar a Sebastian, contemplar su sonrisa angelical, e imaginar que pudiese decir tales cosas.

—¿Fingir que podías soportarnos? —repitió—. Pero ¿por qué tendrías que fingir que lo hacías…? A menos que nos estuvieses espiando. —Clary comprendió la verdad al mismo tiempo que lo decía—. A menos que fueses un espía de Valentine.

El apuesto rostro de Sebastian se desfiguró, su boca carnosa se aplastó, sus largos y elegantes ojos se entornaron hasta convertirse en rendijas.

—Y por fin lo entienden —dijo—. Juro que existen dimensiones demoníacas totalmente desprovistas de luz que son menos cortas de luces que todos vosotros.

—Puede que no seamos tan listos —dijo Jace—, pero al menos estamos vivos.

Sebastian le miró con asco.

—Yo también estoy vivo —indicó.

—No por mucho tiempo —replicó Jace.

La luz de la luna restalló en la hoja de su cuchillos mientras se abalanzaba sobre Sebastian con un movimiento tan veloz que pareció una mancha borrosa, más veloz que cualquier movimiento humano que Clary hubiese visto jamás.

Hasta aquel momento.

Sebastian se arrojó a un lado, esquivando el golpe, y atrapó el brazo de Jace que empuñaba el cuchillo mientras éste descendía. El cuchillo tintineó contra el suelo. A continuación, Sebastian sujetó a Jace por la parte posterior de la cazadora, lo alzó y lo arrojó lejos con increíble potencia; Jace voló por los aires, golpeó la pared del Gard con una terrible violencia, y cayó al suelo hecho un ovillo.

—¡Jace!

Clary lo vio todo blanco. Corrió hacia Sebastian para estrangularle. Pero él la esquivó y bajó la mano con indiferencia como si apartara un insecto de un manotazo. El golpe la alcanzó con fuerza en un lado de la cabeza y la envió dando tumbos al suelo. La muchacha rodó sobre sí misma, pestañeando para eliminar una roja neblina de dolor en los ojos.

Alec sostenía el arco que llevaba a la espalda; estaba tensado, con una flecha colocada y totalmente lista. Sus manos no temblaron cuando apuntó a Sebastian.

—Quédate donde estás —le ordenó—. Y por las manos a la espalda.

Sebastian rió.

—No me dispararías —dijo.

Avanzó hacia Alec con paso tranquilo y despreocupado, como si ascendiera los escalones de la puerta principal de su casa.

Alec entrecerró los ojos, y alzó las manos en una serie de movimientos elegantes y uniformes; tiró hacia atrás de la flecha y la disparó. Esta voló hacia Sebastian…

Y falló. Sebastian se había agachado o movido de algún modo, Clary no podía decirlo, y la flecha había pasado por su lado y temblaba en el troco de un árbol. Alec sólo tuvo tiempo para una momentánea expresión de sorpresa antes de que Sebastian cayera sobre él, le arrebatara el arco y lo partiera con las manos; lo rompió por la mitad, y el chasquido de la madera al astillarse hizo estremecerse a Clary como si escuchara huesos astillándose. Ésta intentó arrastrarse a una posición sentada, haciendo caso omiso del punzante dolor de su cabeza. Jace yacía unos metros más allá, totalmente inmóvil. Clary intentó levantarse, pero las piernas no parecían funcionarle como era debido.

Sebastian arrojó a un lado las dos mitades destrozadas del arco y empezó a acercarse a Alec. Alec había sacado ya un cuchillo serafín, que relucía en su mano, pero Sebastian lo apartó a un lado cuando Alex se le lanzó encima; lo apartó a un lado y agarró al muchacho por la garganta, levantándolo casi del suelo. Apretó despiadadamente, con ferocidad, sonriendo burlón mientras Alec se ahogaba y forcejeaba.

—Lightwood —musitó—, ya me he ocupado de uno de vosotros hoy. No esperaba tener la misma suerte por segunda vez.

Retrocedió con una sacudida, como una marioneta a cuyos hilos han dado un tirón. Liberado, Alec se desplomó sobre el suelo, con las manos en la garganta. Clary pudo oír su respiración entrecortada y desesperada… pero tenía los ojos puestos en Sebastian. Una sombra oscura se había adherido a su espalda y se aferraba a él como una sanguijuela. Sebastian asestaba zarpazos a su garganta, dando boqueadas y ahogándose mientras giraba en redondo, tratando de arañar a la cosa aferrada a su cuello. Al girar, la luz de la luna cayó sobre él, y Clary lo vio.

Era Simon. Rodeaba con los brazos el cuello de Sebastian; sus blancos incisivos brillaban como agujas de hueso. Era la primera vez que Clary le veía con el aspecto de un auténtico vampiro desde la noche en que se había levantado de su tumba, y le contempló con horrorizada sorpresa, incapaz de desviar la mirada. La boca del vampiro emitió un gruñido, con los colmillos totalmente extendidos y afilados como dagas. Los hundió en el antebrazo de Sebastian, abriendo un largo y rojo desgarrón en la carne.

Sebastian lanzó un alarido y se arrojó hacia atrás, aterrizando violentamente sobre el suelo. Rodó con Simon medio encima de él, ambos intentando arañarse el uno al otro, desgarrándose y gruñendo como perros en un foso. Sebastian sangraba en distintos lugares cuando por fin se incorporó tambaleante y pudo asestar dos fuertes patadas a la caja torácica de Simon, quien se dobló hacia adelante sujetándose el estómago.

—Garrapata repugnante —gruñó Sebastian, echando el pie atrás para asestar otro golpe.

—Yo de ti no lo haría —dijo una voz sosegada.

La cabeza de Clary se alzó bruscamente, y una nueva punzada de dolor golpeó la parte posterior de sus ojos. Jace estaba a unos pocos pasos de Sebastian. Tenía el rostro ensangrentado, un ojo hinchado y entrecerrado, pero en una mano sostenía un llameante cuchillo serafín, y la mano que lo empuñaba era firme.

—Nunca antes he matado a un ser humano con uno de éstos —dijo Jace—. Pero estoy dispuesto a probar.

El rostro de Sebastian se crispó. Echó un vistazo a Simon y luego alzó la cabeza y escupió. Las palabras que pronunció procedían de un idioma que Clary no reconoció; y a continuación se dio la vuelta con la misma aterradora velocidad con la que se había movido al atacar a Jace y desapareció en la oscuridad.

—¡No! —chilló Clary.

Intentó ponerse en pie, pero el dolor fue como una flecha abriéndose paso abrasadora por su cerebro. Se desplomó sobre la hierba húmeda. Al cabo de un momento Jace estaba inclinado sobre ella, pálido y ansioso. Levantó los ojos hacia él; su visión se tornó borrosa… Por fuerza tenía que estar borrosa, desde luego, o jamás podría haber imaginado aquella blancura a su alrededor, una especie de luz…

Oyó la voz de Simon y luego la de Alex, que le entregaron algo a Jace: una estela. El brazo le ardió, y al cabo de un momento el dolor empezó a desvanecerse, y su cabeza se aclaró. Parpadeó y observó los tres rostros que flotaban sobre el suyo.

—Mi cabeza…

—Tienes una conmoción —dijo Jace—. El iratze debería ayudar, pero tendríamos que llevarte a un médico de la Clave. Las lesiones en la cabeza pueden ser problemáticas. —Le devolvió la estela a Alec—. ¿Crees que puedes ponerte en pie?

Ella asintió. Se equivocaba. El dolor volvió a lacerarla mientras unas manos descendían y la ayudaban a levantarse. Simon. Se recostó en él agradecida, aguardando a recuperar el equilibro. Todavía se sentía como si pudiese caer en cualquier instante.

Jace tenía el rostro enfurruñado.

—No deberías haber atacado a Sebastian de ese modo. Ni siquiera tenías un arma. ¿En qué pensabas?

—En lo mismo que todos —acudió Alex, inesperadamente, en su defensa—. Que él acababa de arrojarte por los aires como una pelota. Jace, nunca he visto a nadie que te superara de ese modo.

—Bue… me cogió por sorpresa —dijo Jace un poco a su pesar—. Desde de haber recibido algún tipo de adiestramiento especial. No lo esperaba.

—Sí, bueno. —Simon se palpó el tórax e hizo una mueca—. Creo que me ha hundido un par de costillas. No pasa nada —añadió al ver la expresión preocupada de Clary—. Se están curando. Pero Sebastian es decididamente fuerte. Realmente fuerte. —Miró a Jace—. ¿Cuánto tiempo crees que llevaba en las sombras?

Jace adoptó una expresión seria. Echó una ojeada entre los árboles en la dirección por la que había marchado Sebastian.

—Bueno, la Clave lo cogerá… y lo maldecirá probablemente. Me gustaría verlos imponiéndoles la misma maldición que le echaron a Hodge. Eso sería justicia poética.

Simon se dio la vuelta y escupió a los matorrales. Se limpió la boca con el dorso de la mano, tenía el rostro crispado en una mueca de asco.

—Su sangre tiene un sabor asqueroso… como veneno.

—Supongo que podemos añadir eso a tu lista de cualidades fascinantes —repuso Jace—. Me pregunto en qué otras cosas estuvo metido esta noche.

—Tenemos que regresar al Salón. —El rostro de Alec tenía una expresión tensa, y Clary recordó que Sebastian le había dicho algo, algo sobre los otros Lightwood…—. ¿Puedes andar, Clary?

—Sí —respondió, apartándose de Simon—. ¿Qué hay de Hodge? No podemos dejarlo así sin más.

—No tenemos alternativa —dijo Alec—. Ya habrá tiempo para regresar por él si todos sobrevivimos a esta noche.

Cuando abandonaron el jardín, Jace se detuvo, se quitó la cazadora, y la colocó sobre el rostro flácido y vuelto hacia arriba de Hodge. Clary quiso acercarse a Jace, posar una mano sobre su hombro incluso, pero algo en su porte le dijo que no lo hiciera. Ni siquiera Alec se acercó a él o le ofreció una runa curativa, a pesar de que Jace cojeaba mientras descendía la colina.

Marcharon juntos por el zigzagueante sendero, con las armas desenvainadas y listas y el cielo iluminado por el Gard ardiendo tras ellos. Pero no vieron demonios. La quietud y la luz fantasmagórica le producían a Clary un dolor punzante en la cabeza; era como si estuviese en un sueño. El agotamiento la atenazaba. El simple hecho de poner un pie delante del otro era como alzar un bloque de cemento y dejarlo caer una y otra vez. Oía a Jace y a Alec hablando más adelante en el sendero, pero las voces se volvían levemente confusas a pesar de su proximidad.

Alec hablaba con voz suave, casi suplicante:

—Jace, el modo en que hablabas ahí arriba, a Hodge. No puedes pensar así. Ser hijo de Valentine no te convierte en un monstruo. Lo que fuera que él te hiciese cuando eras un crío, lo que fuera que te enseñase, tienes que comprender que no es culpa tuya…

—No quiero hablar sobre eso, Alec. No ahora, ni nunca. No vuelvas a mencionarlo.

El tono de Jace era feroz, y Alec calló. Clary casi pudo percibir su aflicción. «Vaya noche», pensó la joven. Una noche muy dolorosa para todo el mundo.

Intentó no pensar en Hodge, en la expresión suplicante y lastimera de un rostro antes de morir. No le había gustado Hodge, pero no había merecido lo que Sebastian le había hecho. Nadie lo merecía. Pensó en Sebastian, en el modo en que se había movido, como chispas volando. Nunca había visto a nadie moverse de aquel modo excepto a Jace. Quiso entenderlo… ¿qué e había sucedido a Sebastian? ¿Cómo era posible que un sobrino de los Penhallow se hubiese descarriado tanto?, y ¿por qué jamás se habían dado cuenta? Había creído que quería ayudarla a salvar a su madre, pero sólo había querido el Libro de los Blanco para Valentine. Magnus se había equivocado; Valentine había averiguado lo de Ragnor Fell a través de los Lightwood. Porque ella se lo había dicho a Sebastian. ¿Cómo había sido tan estúpida?

Consternada, apenas advirtió que el sendero se convertía en una avenida que los conducía al interior de la ciudad. Las calles estaban desiertas, las casas a oscuras, muchas de las farolas de luz mágica permanecían hecha pedazos, con sus vidrios desperdigados sobre los adoquines. Se podían oír voces resonando a lo lejos, y el brillo de antorchas era visible aquí y allá en las sombras entre los edificios, pero…

—Está sumamente silencioso —dijo Alec, mirando a su alrededor con sorpresa—. Y…

—Y no huele a demonios. —Jace frunció el entrecejo—. Es extraño. Vamos. Vayamos al Salón.

Aunque Clary prácticamente estaba preparada para un ataque, no vieron ni un solo demonios mientras recorrían las calles. Ninguno vivo, al menos; aunque cuando pasaron ante un callejón estrecho, la joven vio a un grupo de tres o cuatro cazadores de sombras reunidos en un círculo alrededor de algo que vibraba y se retorcía en el suelo. Se turnaban para acuchillarlo con largas barras afiladas. Estremecida, desvió la mirada.

El Salón de los Acuerdos estaba iluminado como una fogata, con luz mágica derramándose de sus puertas y ventanas. Ascendieron apresuradamente la escalera; Clary recuperaba el equilibrio cada vez que daba un traspié. El mareo empeoraba. El mundo parecía columpiarse a su alrededor, como si estuviese en el interior de un enorme globo giratorio. Sobre su cabeza las estrellas eran trazos blancos pintados en el firmamento.

—Deberías tumbarte —dijo Simon, y añadió, al ver que no respondía—: ¿Clary?

Con un esfuerzo enorme, ella se obligó a sonreírle.

—Estoy bien.

Jace, parado en la entrada del Salón, volvió la cabeza para mirarla en silencio. Bajo el fuerte resplandor de la luces mágicas transportadas por todas partes, le abrasó los ojos y fragmentó su visión; en aquellos momentos sólo podía distinguir formas y colores vagos. Blanco, dorado, y luego el cuelo nocturno arriba, pasando de un azul oscuro a uno más claro. ¿Qué hora sería?

—No los veo. —Alec buscaba ansiosamente a su familia por la habitación, y sonó como si se hallara a kilómetros de distancia, o bajo el agua a gran profundidad—. Deberían haber llegado…

Su voz se desvaneció a medida que el mareo de Clary aumentaba. La muchacha posó una mano sobre un pilar cercano para no caer. Una mano le recorrió con suavidad la espalda: Simon, que le decía algo a Jace en tono preocupado. La voz se desvaneció en el conjunto de docenas de otras, alzándose y descendiendo a su alrededor como olas rompiendo contra la orilla.

—Jamás había visto nada parecido. Los demonios simplemente dieron media vuelta y se marcharon, desaparecieron.

—El amanecer, probablemente. Temían al amanecer, y ya no está muy lejos.

—No, fue algo más.

—Tal vez necesitas creer que regresarán la próxima noche, o la siguiente.

—No digas eso; no hay motivo. Volverás a colocar las salvaguardas.

—Y Valentine se limitará a eliminarlas otra vez.

—A lo mejor es lo que merecemos. A lo mejor Valentine tenía razón… quizás al aliarnos con los subterráneos hemos perdido la bendición del Ángel.

—Calla. Un poco de respeto. Están contando los muertos en la plaza del Ángel.

—Ahí están —dijo Alec—. Allí, junto al estrado. Parece como si…

Su voz se apagó, y a continuación desapareció, abriéndose paso por entre la multitud. Clary entrecerró los ojos, intentando aguzar la visión. Sólo podría ver manchas borrosas…

Oyó que Jace contenía el aliento, y luego, sin decir nada más, pasaba a empellones por entre la gente tras Alec. Clary soltó el pilar, con la intención de seguirlos, pero dio un traspié. Simon la sujetó.

—Necesitas echarte, Clary —dijo.

—No —susurró ella—. Quiero saber qué ha sucedido.

Se interrumpió. Él miraba fijamente más allá de ella, tras Jace, y parecía afligido. Sujetándose al pilar, Clary se alzó sobre las puntas de los pies, esforzándose por ver por encima del gentío…

Allí estaban los Lightwood: Maryse con los brazos alrededor de Isabelle, que sollozaba, y Robert Lightwood sentado en el suelo y sosteniendo algo… no, a alguien, y Clary recordó la primera vez que había visto a Max, en el Instituto, yaciendo flácido y dormido en un sofá, con las gafas torcidas y la mano arrastrando por el suelo. «Puede dormir en cualquier parte», había dicho Jace, y casi parecía que estuviese dormido ahora, en el regazo de su padre, pero Clary sabía que no era así.

Alec estaba de rodillas, sosteniendo una mano de Max, pero Jace se limitaba a permanecer de pie, sin moverse; parecía perdido, como si no supiese dónde estaba o qué hacía allí. Todo lo que Clary deseó fue correr hasta él y rodearlo con los brazos, pero la expresión del rostro de Simon le aconsejó que no lo hiciera; el recuerdo de la casa solariega y de los brazos de Jace rodeándola allí también la detuvieron. Ella era la última persona de la tierra que podía proporcionarle algún consuelo.

—Clary —dijo Simon, pero ella se apartaba ya de él, a pesar del mareo y del dolor de cabeza.

Corrió hacia la puerta del salón y la abrió de par en par, hasta la escalinata, y se quedó allí, engullendo bocanadas de aire frío. A lo lejos, el horizonte estaba surcado por el fuego rojo, las estrellas se desvanecían y perdían color bajo un cielo cada vez más iluminado. La noche había terminado. Llegaba el amanecer.

13 Donde hay pesar

Clary despertó dando boqueadas de un sueño de ángeles que sangraban con las sábanas enroscadas a su alrededor en una tirante espiral. La habitación de invitados de Amatis estaba totalmente a oscuras y resultaba muy bochornosa, igual que estar encerrado en un ataúd. Alargó el brazo y descorrió de un tirón las cortinas. La luz del día entró a borbotones. Frunció el ceño y volvió a cerrarlas.

Los cazadores de sombras quemaban a sus muertos, y, desde el ataque de los demonios, el cielo al oeste de la ciudad había estado teñido de humo. Contemplarlo a través de la ventana hizo que Clary se sintiese mareada, así que mantuvo las cortinas cerradas. En la oscuridad de la habitación cerró los ojos, intentando recordar su sueño. Había habido ángeles en él, y la imagen de la runa que Ithuriel le había mostrado centelleaba uno y otra vez contra la pared interior de sus párpados como la intermitente señal de un semáforo indicando que se podía cruzar. Era una runa sencilla, tan sencilla como un nudo, pero por mucho que se concentraba, no conseguía leerla, no lograba averiguar qué significaba. Todo lo que sabía era que le resultaba de algún modo incompleta, como si quienquiera que hubiese creado el dibujo no lo hubiese terminado del todo.

«Éstos no son los primeros sueños que te he mostrado», había dicho Ithuriel. Pensó en sus otros sueños: Simon con cruces marcadas a fuego en las manos, Jace con alas, lagos de hielo resquebrajándose que brillaban como el cristal de un espejo. ¿Se los había enviado también el ángel?

Se incorporó con un suspiro. Los sueños podían ser malos, pero las imágenes que desfilaban por su cerebro una vez despierta no eran mucho mejores. Isabelle, llorando en el suelo del Salón de los Acuerdos, tirando con tal fuerza del negro pelo entrelazado en sus dedos que a Clary le preocupó que pudiera arrancarlo. Maryse chillándole a Jia Penhallow que el chico que había acogido en su casa, su sobrino, era el causante de aquello, y que si él estaba tan íntimamente aliado con Valentine, ¿qué decía eso de ellos? Alec intentando tranquilizar a su madre, pidiéndole a Jace que lo ayudara, pero Jace se había limitado a permanecer allí quieto mientras el sol se alzaba sobre Alacante y resplandecía a través del techo del Salón.

—Ha amanecido —había dicho Luke, con su aspecto más cansado del que Clary le había visto nunca—. Es hora de traer aquí los cuerpos.

Y había enviado al exterior patrullas para que recogieran a los cazadores de sombras y a los licántropos muertos que yacían en las calles y los llevaran a la plaza situada fuera del Salón, la plaza que Clary había cruzado con Sebastian cuando había comentado que el Salón parecía una iglesia. Le había parecido entonces un lugar bonito, bordeado con jardineras y tiendas pintadas de brillantes colores. Y ahora estaba lleno de cadáveres.

Incluido Max. Pensar en el niño que con tanta seriedad había hablado con ella sobre manga le provocó un nudo en el estómago. Le había prometido que lo llevaría a una librería de cómics, pero eso ya no sucedería. «Le habría comprado libros —pensó—. Todos los libros que hubiera querido.» Aunque eso ya no importaba.

«No pienses en ello.» Volvió a patear las sábanas hacia atrás y se levantó. Tras una rápida ducha se puso los vaqueros y el jersey que había llevado el día de su llegada desde Nueva York. Apretó su rostro contra la tela antes de ponerse el jersey, esperando captar el olor de Brooklyn, o el olor del detergente de la lavandería —algo que le recordara a su hogar—pero lo habían lavado y olía a jabón de limón. Con un nuevo suspiro, marchó escalera abajo.

En la casa sólo estaba Simon, sentado en el sofá de la salita. Las ventanas abiertas detrás de él dejaban entrar la luz del día a raudales. Clary se dijo que su amigo se había convertido en algo parecido a un gato, que siempre buscaba espacios bañados por el sol en los que enroscarse. Sin embargo, no importaba cuánto sol recibiese ya que su piel seguía teniendo el mismo blanco marfileño.

Clary cogió una manzana del cuenco que había sobre la mesa y se dejó caer junto a él, doblando las piernas bajo el cuerpo.

—¿Has podido dormir?

—Un poco. —La miró—. Debería ser yo quien preguntara. Eres tú la que tiene sombras bajo los ojos. ¿Más pesadillas?

Ella se encogió de hombros.

—Otra vez lo mismo. Muerte, destrucción, ángeles perversos.

—O sea: igualito a la vida real, entonces.

—Sí, pero al menos, cuando despierto, finaliza. —Dio un mordisco a la manzana—. Déjame adivinar. Luke y Amatis están en el Salón de los Acuerdos, celebrando otra reunión.

—Sí. Creo que están celebrando la reunión en la que se juntan y deciden qué otras reuniones tienen que llevar a cabo. —Simon se puso a juguetear con el fleco que bordeaba un cojín—. ¿Has recibido noticias de Magnus?

—No.

Clary intentaba no pensar en el hecho de que habían pasado tres días desde que había visto a Magnus, y que éste no había enviado aún ningún mensaje; o que no había nada que le impidiese al brujo coger el Libro de los Blanco y desaparecer en el éter, sin que se volviera a saber nada de él. Se preguntó por qué había creído alguna vez que era una buena idea confiar en alguien que empleaba tanto perfilador de ojos.

Tocó suavemente a Simon en la muñeca.

—¿Y tú? ¿Qué hay de ti? ¿Sigues sintiéndote bien aquí?

Había intentado que Simon se marchara a casa en cuanto finalizó la batalla; a casa, que era un lugar seguro. Pero él había mostrado una curiosa resistencia a ello. Por la razón que fuese, parecía querer quedarse. Ella esperaba que no se debiera a que pensase que tenía que cuidar de ella; había estado a punto de tomar la iniciativa y decirle que no necesitaba su protección, pero no lo había hecho porque en parte no podía soportar verle marchar. Así que se quedó, y Clary se sentía secreta y culpablemente complacida.

—¿Estás consiguiendo… ya sabes… lo que necesitas?

—¿Te refieres a sangre? Claro, Maia me trae botellas cada día. Pero no me preguntes de dónde las saca.

La primera mañana que Simon había pasado en la casa de Amatis, un licántropo sonriente había aparecido en la puerta con un gato vivo para él.

—Sangre —dijo. Con un fuerte acento en la voz—. Para ti. ¡Fresca!

Simon le había dado las gracias al hombre lobo, había esperado a que marchase y luego había dejado marchar al gato, que tenía un color levemente verdoso en el rostro.

—Bueno, pues tendrás que obtener tu sangre de algún modo —comentó Luke, con expresión divertida.

—Tengo un gato en casa —respondió Simon—. Ni hablar.

—Se lo diré a Maia —prometió Luke, y desde entonces la sangre había llegado en discretas botellas de leche.

Clary no tenía ni idea de cómo se las apañaba Maia y, al igual que Simon, tampoco quería preguntar. No había visto a la chica lobo desde la noche de la batalla, pues los licántropos permanecían acampados en alguna parte del cercano bosque y tan sólo Luke seguía en la ciudad.

—¿Qué sucede? —Simon echó la cabeza hacia atrás, mirándola por entre las pestañas—. Parece como si quisieras preguntarme algo.

Había varias cosas que Clary quería preguntarle, pero decidió apostar por una de las opciones más seguras.

—Hodge —dijo, y vaciló—, cuando estabas en la celda…, ¿realmente no sabías que era él?

—No podía verle. Tan sólo oírle a través de la pared. Charlamos una barbaridad.

—¿Y te cayó bien? Quiero decir… ¿era agradable?

—¿Agradable? No lo sé. Torturado, triste, inteligente, compasivo en momentos fugaces… Sí, me caía bien. Creo que yo le recordaba a sí mismo, en cierto modo.

—¡No digas eso! —Clary se sentó muy tiesa, soltando casi la manzana—. Tú no eres en absoluto como era Hodge.

—¿No crees que soy torturado e inteligente?

—Hodge era malvado. Tú no —dijo Clary con decisión—. Eso es todo.

—La gente no nace buena o mala —repuso Simon con un suspiro—. Quizá nace con tendencias hacia un lado u otro, pero es el modo en que vives tu vida lo que importa. Y la gente a la que conoces. Valentine era amigo de Hodge, y no creo que Hodge en realidad tuviese a nadie más en su vida para que le cuestionase o le hiciese ser una persona mejor. Si yo hubiese tenido esa vida, no sé cómo habría acabado siendo. Pero no la tuve. Tengo a mi familia. Y te tengo a ti.

Clary le sonrió, pero sus palabras resonaron dolorosamente en sus oídos. «La gente no nace buena o mala.» Siempre había pensando que eso era cierto, pero en las imágenes que el ángel le había mostrado había oído a su madre llamar a su propio hijo malvado, «monstruo». Deseó poder hablar a Simon sobre aquello, contarle todo lo que el ángel le había mostrado, pero no podía. Habría significado contarle lo que había descubierto sobre Jace y eso no podría hacerlo. Era el secreto de Jace y debía ser él quien lo explicase si quería, no ella. Simon le había preguntado en un ocasión qué había querido decir Jace cuando había hablado con Hodge, por qué se había llamado a sí mismo monstruo, pero ella se había limitado a responder que era difícil comprender lo que Jace quería decir con cualquier cosa de las que decía en el mejor de los casos. No estaba segura de que Simon la hubiese creído, pero él no había vuelto a preguntarle.

Un fuerte golpe en la puerta le ahorró tener que decir nada. Contrariada, Clary dejó el corazón de la manzana que se acababa de comer sobre la mesa.

—Iré yo.

La puerta abierta dejó entrar una oleada de aire frío y limpio. Aline Penhallow estaba en los peldaños de la entrada, vestida con una chaqueta de seda rosa oscuro y casi hacía juego con los círculos que tenía bajo los ojos.

—Necesito hablar contigo —le dijo sin preámbulos.

Sorprendida, Clary sólo pudo asentir y mantener la puerta abierta.

—De acuerdo. Entra.

—Gracias.

Aline pasó junto a ella con brusquedad y entró en la sala. Se quedó paralizada al ver a Simon sentado en el sofá, con la boca entreabierta por el asombro.

—¿No es ese…?

—¿El vampiro? —Simon sonrió ampliamente.

La leve pero inhumana agudeza de sus incisivos resultaba apenas visible sobre el labio inferior cuando sonreía de aquel modo. Clary deseó que no lo hiciera.

Aline se volvió hacia Clary.

—¿Puedo hablar contigo a solas?

—No —dijo Clary, y se sentó en el sofá junto a Simon—. Cualquier cosa que tengas que decir, nos la puedes decir a los dos.

Aline se mordió el labio.

—Bien. Mirad, hay algo que quiero contarles a Alec, Jace e Isabelle, pero no tengo ni idea de dónde encontrarlos precisamente ahora.

Clary suspiró.

—Movieron unos cuantos hilos y se instalaron en una casa vacía. La familia que vivía allí se marchó al campo.

Aline asintió. Gran cantidad de gente había abandonado Idris desde los ataques. La mayoría se había quedado —más de los que Clary habría esperado—, pero bastantes otros había recogido sus cosas y se habían marchado, dejando sus casas vacías.

—Están perfectamente, si es eso lo que quieres saber. Mira, yo tampoco les he visto desde la batalla. Podría enviarles un mensaje a través de Luke si quieres…

—No sé. —Aline se mordisqueaba el labio inferior—. Mis padres tuvieron que contarle a la tía de Sebastian en París lo que él había hecho. Se disgustó mucho.

—Pues como cualquiera si su sobrino resultara ser un cerebro diabólico —comentó Simon.

Aline le lanzó una mirada sombría.

—Contestó que eso no se correspondía en absoluto con su manera de ser, que debía de haber algún error. Así que me envió algunas fotos suyas. —Aline introdujo la mano en el bolsillo y sacó varias fotografías ligeramente dobladas, que le entregó a Clary—. Mira.

Clary miró. Las fotografías mostraban a un muchacho de cabellos oscuros que reía, apuesto en cierto modo, con una sonrisa pícara y una nariz ligeramente demasiado grande. Parecía la clase de chico con el que sería divertido salir por ahí. Además, no se parecía en nada a Sebastian.

—¿Éste es tu primo?

—Ése es Sebastian Verlac. Lo que significa…

—Que le chico que estaba aquí, que decía llamarse Sebastian, es alguien totalmente distinto. —Clary se dedicó a pensar en las fotos con creciente agitación.

—He pensando que… —Aline volvía a mordisquearse el labio—. Pensé que si los Lightwood sabían que Sebastian, o quien quiera que fuese ese chico, no era realmente nuestro primo, a lo mejor me perdonarían. Nos perdonarían.

—Estoy segura de que lo harán. —Clary intentó que su voz sonase todo lo amable que pudo—. Pero esto es muy más importante que eso. La Clave querrá saber que Sebastian no era simplemente un muchacho cazador de sombras mal aconsejado. Valentine lo envió aquí deliberadamente a espiar.

—Lo cierto es que fue muy convincente —dijo Aline—. Conocía cosas que sólo mi familia conoce. Sabía cosas de nuestra infancia…

—Eso hace que uno se pregunte qué le sucedió al auténtico Sebastian —indicó Simon—. A tu primo. Parece que abandonó París, en dirección a Idris, y nunca llegó aquí. Así pues, ¿qué le sucedió durante el camino?

Clary fue quien respondió.

—Lo que le sucedió fue Valentine. Debe de haberlo planeado todo y sabía dónde estaría Sebastian y cómo interceptarlo durante el camino. Y si hizo eso con Sebastian…

—Entonces puede haber otros —dijo Aline—. Deberías decírselo a la Clave. Decídselo a Lucian Graymark —Captó la mirada sorprendida de Clary—. La gente le escucha. Eso dicen mis padres.

—A lo mejor deberías venir al Salón con nosotros —sugirió Simon—Contárselo tú misma.

Aline sacudió la cabeza.

—No puedo enfrentarme a los Lightwood. En especial a Isabelle. Ella me salvó la vida, y yo… yo huí. No pude impedirlo, porque huí.

—Estabas conmocionada. No fue culpa tuya.

Aline no pareció convencida.

—Y ahora su hermano… —Se interrumpió, volviéndose a morder el labio—. De todos modos, Clary, hay algo que quería decirte.

—¿A mí? —Clary se sintió perpleja.

—Sí. —Aline inspiró profundamente—. Mira, cuando nos pescaste a mí y a Jace, no era nada. Yo le besé. Fue… un experimento. Y en realidad no funcionó.

Clary se ruborizó muchísimo. «¿Por qué me cuenta esto?»

—Oye, está bien. Es asunto de Jace, no mío.

—Bueno, en ese momento me pareció que te alterabas. —Una sonrisita apareció en las comisuras de los labios de Aline—. Y creo saber el motivo.

Clary tragó saliva para eliminar el sabor ácido que notaba en la boca.

—¿Lo sabes?

—Mira, tu hermano tiene mucho éxito. Todo el mundo lo sabe; ha salido con una barbaridad de chicas. Te preocupa que si tonteaba conmigo se metiera en problemas. Al fin y al cabo, nuestras familias son… Eran… amigas. No necesitas preocuparte, ¿vale? No es mi tipo.

—No creo que haya oído nunca a una chica decir eso antes —repuso Simon—. Pensaba que Jace era la clase de chico que encaja con el tipo del todo el mundo.

—También yo lo pensaba —dijo Aline despacio—; por eso le besé. Intentaba descubrir si cualquier chico es mi tipo.

«Ella besó a Jace —pensó Clary—. Él no la besó. Ella le besó.» Se encontró con los ojos de Simon por encima de la cabeza de Aline. Simon parecía divertido.

—Bien, ¿qué has decidido?

—Aún no estoy segura. —Aline se encogió de hombros—. Pero, oye, al menos no tienes que preocuparte por Jace.

«Ojalá»

—Siempre tengo que preocuparme por él.


El espacio en el interior del Salón de los Acuerdos había sido reconfigurado rápidamente desde la noche de la batalla. Desaparecido el Gard, servía como sala para el Consejo, lugar de reunión para gente que buscaba miembros desaparecidos de su familia o lugar donde enterarse de las últimas noticias. La fuente central estaba seca, y a ambos lados de ella se habían colocado largos bancos en hileras de cara a un estrado elevado en el extremo de la estancia. Mientras algunos nefilim estaban sentados en los bancos en lo que parecía una sesión del Consejo, en los pasillos y bajo las arcadas que bordeaba la enorme habitación, docenas de otros cazadores de sombras daban vueltas con ansiedad. El Salón ya no parecía un lugar en el que cualquiera querría bailar. Había una atmósfera peculiar en el aire, una mezcla de tensión y anticipación.

Pese a la reunión de la Clave en el centro, por todas partes se sucedían conversaciones susurradas. Clary captó fragmentos de charlas mientras Simon y ella cruzaban la habitación: las torres de los demonios volvían a funcionar. Las salvaguardas volvían a ocupar su lugar, aunque más débiles que antes. Se habían avistado demonios en las colinas al sur de la ciudad. Las casas de campo estaban abandonas, nuevas familiar habían abandonado la ciudad, y algunas habían abandonado la Clave por completo.

En la plataforma elevada, rodeado de mapas de la ciudad colgados, estaba el Cónsul, con el ceño fruncido como un guardaespaldas junto a un hombre bajo y regordete vestido de gris. El hombre regordete gesticulaba furibundo mientras hablaba, pero nadie parecía estar prestándole atención.

—Ah, mierda, ése es el Inquisidor —masculló Simon al oído de Clary, señalándolo—. Aldertree.

—Y ahí está Luke —dijo Clary, distinguiéndolo entre la multitud.

Luke estaba cerca de la fuente seca, absorto en su conversación con un hombre que llevaba un equipo de combate muy dañado y un vendaje cubriéndole la mitad izquierda de la cara. Clary buscó a Amatis con la mirada y la descubrió sentada en silencio en el extremo de un banco, tan lejos de los otros cazadores de sombras como podía colocarse. La mujer descubrió a Clary, mostró una expresión sobresaltada y empezó a ponerse en pie.

Luke vio a Clary, puso mala cara y habló con el hombre del vendaje en voz baja, excusándose. Cruzó la estancia hacia donde estaban ella y Simon de pie junto a uno de los pilares, con el ceño más y más fruncido a medida que se aproximaba.

—¿Qué hacéis aquí? Ya sabéis que la Clave no admite a niños en sus reuniones, y en cuanto a ti… —Miró furibundo a Simon—. Probablemente no sea la mejor idea que te muestres ante el Inquisidor, incluso aunque no haya absolutamente nada que él pueda hace al respecto. —Una sonrisa le crispó la comisura del labio—. Al menos sin hacer peligrar cualquier alianza que la Clave pudiera querer establecer con subterráneos en el futuro.

—Eso es cierto. —Simon agitó los dedos en un saludo al Inquisidor, que Aldertree ignoró.

—Simon, para. Estamos aquí por un motivo. —Clary le tendió las fotografías de Sebastian a Luke—. Éste es Sebastian Verlac. El auténtico Sebastian Verlac.

La expresión de Luke se ensombreció. Pasó las fotos una tras otra sin decir nada mientras Clary le repetía lo que Aline le había contado. Simon, entretanto, permanecía en pie nervioso, mirando de forma fulminante a Aldertree, quien se esforzaba por ignorarlo.

—¿Y se parece mucho el auténtico Sebastian a su impostor? —preguntó por fin Luke.

—En realidad no —respondió Clary—. El falso Sebastian era más alto. Y creo que probablemente era rubio, porque definitivamente se tenía el pelo. Nadie tiene el pelo tan negro.

«Y el tinte manchó mis dedos cuando lo toqué», pensó, aunque se guardó el pensamiento para sí.

—De todos modos, Aline quería que os las mostrásemos a ti y a los Lightwood. Pensó que a lo mejor si sabían que él no era en realidad un pariente de los Penhallow, entonces…

—No le ha hablado de sus padres de esto, ¿verdad? —Luke señaló las fotos.

—Me parece que aún no —dijo Clary—. Creo que vino directamente a mí. Quería que te lo contase. Dijo que la gente te escucha.

—Quizás algunos sí. —Luke volvió a echarle un vistazo al hombre del rostro vendado—. Precisamente estaba hablando con Patrick Penhallow en estos momentos. Valentine fue un buen amigo suyo en el pasado y podría haber mantenido vigilada a la familia de un modo y otro en los años transcurridos desde entonces. —Devolvió las fotos a Clary—. Por desgracia, los Lightwood no van a formar parte del Consejo hoy. Esta mañana fue el funeral de Max. —Al ver la expresión en el rostro de Clary, añadió—: Fue una ceremonia muy íntima, Clary. Sólo la familia.

«Pero yo soy la familia de Jace», dijo una vocecita en tono de protesta dentro de su cabeza. Sin embargo en seguida surgió otra más potente que la sorprendió con su amargura. «Y él te dijo que estar cerca de ti era como desangrarse lentamente hasta morir. ¿Realmente crees que necesita sentir eso en el funeral de Max?»

—Entonces puedes decírselo esta noche, tal vez —dijo Clary—. Quiero decir… que creo que serán buenas noticias. Quienquiera que sea Sebastian en realidad, no está emparentado con sus amigos.

—Serían mejores noticias si supiésemos dónde está —masculló Luke—. O qué otros espías tiene Valentine aquí. Han debido ser varios de ellos los implicados en la desactivación de las salvaguardas. Sólo puso hacerse desde el interior de la ciudad.

—Hodge dijo que Valentine había descubierto cómo hacerlo —indicó Simon—. Dijo que hacía falta sangre de demonios para desactivar las salvaguardas, aunque no existía ningún modo de hacer entrar sangre de demonios en la ciudad. Pero dijo que Valentine había encontrado un modo.

—Alguien pintó una runa con sangre de demonios en la cúspide de una de las torres —dijo Luke con un suspiro—, así que está claro que Hodge tenía razón. Por desgracia, la Clave siempre ha confiado demasiado en sus salvaguardas. Pero incluso el rompecabezas más ingenioso tiene una solución.

—A mí me parece la clase de ingenio que consigue que te pateen el trasero cuando juegas —dijo Simon—. En cuanto proteges tu fortaleza con un Hechizo de invisibilidad Total, alguien aparece y descubre cómo hace trizas el lugar.

—Simon —intervino Clary—, cállate.

—No va tan desencaminado —repuso Luke—. Lo que no sabemos es cómo consiguieron introducir sangre de demonio en la ciudad sin disparar las salvaguardas primero. —Se encogió de hombros—. Aunque es el menor de nuestros problemas en este momento. Las salvaguardas vuelven a funcionar, pero ya sabemos que no son infalibles. Valentine podría regresar en cualquier momento con una fuerza aún mayor, y dudo que pudiésemos rechazarlo. No hay suficientes nefilim, y los que hay aquí están totalmente desmoralizados.

—Pero ¿qué hay de los subterráneos? —preguntó Clary—. Dijiste al Cónsul que la Clave tiene que pelear junto con los subterráneos.

—Puedo decirle eso a Malachi y a Aldertree hasta quedarme sin resuello, pero eso no significa que vayan a escucharme —dijo Luke con voz cansina—. La única razón por la que dejan que me quede es porque la Clave votó mantenerme aquí como consejero. Y únicamente hicieron eso porque a unos cuantos de ellos les salvó la vida mi manada. Pero eso no significa que quieran más subterráneos en Idris…

Alguien chilló.

Amatis estaba de pie, con la mano sobre la boca y la mirada fija en la parte delantera del Salón. Había un hombre de pie en la entrada, enmarcado por el resplandor de la luz del sol del exterior. No era más que una silueta, hasta que dio un paso al frente, al interior del Salón, y Clary pudo ver su rostro.

Valentine.

Por algún motivo, lo primero que la muchacha advirtió fue que no llevaba ni barba ni bigote. Ello lo hacía parecer más joven, más parecido al muchacho enojado de los recuerdos que Ithuriel le había mostrado. En lugar de un traje de combate, vestía un traje oscuro de raya diplomática de elegante corte y una corbata. Iba desarmado. Podría haber pasado por cualquiera de los hombres que recorrían las calles de Manhattan. Podría haber pasado por el padre de cualquiera.

No miró en dirección a Clary, ni dio muestras de advertir su presencia en absoluto. Tenía los ojos puestos en Luke mientras avanzaba por el estrecho pasillo entre los bancos.

«¿Cómo puede entrar aquí de este modo sin armas?», se preguntó Clary, y su pregunta obtuvo respuesta al cabo de un instante: el Inquisidor Aldertree emitió un ruido parecido al de un oso herido; se desasió de Malachi, que intentaba retenerlo, descendió del estrado con pasos tambaleantes y se arrojó sobre Valentine.

Pasó a través de su cuerpo igual que un cuchillo abriéndose paso a través del papel. Valentine se volvió para contemplar a Aldertree con una expresión de anodino interés mientras el Inquisidor se tambaleaba, chocaba con un pilar y caía, desgarbadamente, de bruces contra el suelo. El Cónsul, siguiéndolo, se inclinó para ayudarlo a ponerse en pie; había una expresión de repugnancia apenas disimulada en su rostro mientras lo hacía, y Clary se preguntó si la repugnancia iba dirigida a Valentine o a Aldertree por actuar tan estúpidamente.

Otro tenue murmullo se propagó por la estancia. El Inquisidor chirriaba y forcejeaba como una rata en una trampa; Malachi lo sujetaba firmemente por los brazos mientras Valentine se adentraba en la habitación sin dedicar otra mirada a ninguno de los dos. Los cazadores de sombras que habían estado agrupados alrededor de los bancos retrocedieron, como las aguas del mar Rojo abriéndose para Moisés, dejando una senda despejada hasta el centro de la sala. Clary sintió un escalofrío cuando se aproximó a donde estaba ella con Luke y Simon. «Es sólo una proyección —se dijo—. No está aquí en realidad. No puede hacerte daño.»

A su lado, Simon se estremeció. Clary le cogió la mano justo cuando Valentine se detenía en los peldaños del estrado y se volvía parar mirarla directamente. Sus ojos la escudriñaron una vez, con indiferencia, como para tomarle la medida; pasaron completamente por encima de Simon, y fueron a posarse en Luke.

—Lucian —dijo.

Luke le devolvió la mirada, fija y uniforme, sin decir nada. Era la primera vez que estaban juntos en la misma habitación desde Renwick, se dijo Clary, y entonces Luke estaba medio muerto tras la lucha y cubierto de sangre. Era más fácil ahora advertir tanto las diferencias como las similitudes entre los dos hombres: Luke, con su desastrada camisa de franela y vaqueros, y Valentine, con su hermoso traje de aspecto caro; Luke, con barba de un día y canas en el cabello, y Valentine, con un aspecto muy parecido al que tenía a los veinticinco años… sólo que más frío, en cierto modo, y más duro, como si el paso de los años lo hubieran convertido en piedra poco a poco.

—He oído que la Clave te ha hecho formar parte del Consejo —dijo Valentine—. Sería muy propio de una Clave diluida por la corrupción y la alcahuetería verse infiltrada por mestizos degenerados.

Su voz era plácida, casi jovial; hasta tal punto que era difícil percibir el veneno de sus palabras, o creer realmente que las decía en serio. Su mirada se volvió de nuevo hacia Clary.

—Clarissa —dijo—, aquí con el vampiro, ya veo. Cuando las cosas se hayan arreglado un poco, debemos discutir en serio tu elección de mascotas.

Un gruñido sordo brotó de la garganta de Simon. Clary lo agarró la mano, con fuerza…, tan fuerte que habría habido una época en que él se habría desasido violentamente debido al dolor. Ahora no parecía sentirlo.

—No —susurró ella—. Claro que no.

Valentine ya había apartado la atención de ellos. Ascendió los peldaños al estrado y se dio la vuelta para mirar a todos los allí reunidos.

—Tantos rostros familiares —comentó—. Patrick. Malachi. Amatis.

Amatis permanecía rígida; los ojos le ardían de odio.

El Inquisidor seguía forcejeando sujeto por Malachi. La mirada de Valentine se movió, medio divertida.

—Incluso tú, Aldertree. He oído que fuiste indirectamente responsable de la muerte de mi viejo amigo Hodge Starkweather. Fue una lástima.

Luke consiguió hablar por fin.

—Lo admites, entonces —dijo—. Tú eliminaste las salvaguardas. Tú enviaste a los demonios.

—En efecto —respondió Valentine—Y puedo enviar más. Seguramente la Clave…, incluso la Clave, tan estúpidos como son…, debe de haberlo imaginado. Tú sí lo sospechabas, ¿verdad, Lucian?

Los ojos de Luke tenían un severo tono azul.

—Sí. Pero yo te conozco, Valentine. ¿Has venido a negociar o a refocilarte?

—Ninguna de las dos cosas. —Valentine contempló a la silenciosa muchedumbre—. No tengo necesidad de negociar —dijo, y aunque su tono era tranquilo, la voz se propagó como si estuviera amplificada—. Y no deseo refocilarme. No disfruto causando la muerte de cazadores de sombras; ya quedan demasiado pocos, en un mundo que nos necesita desesperadamente. Pero así es como le gusta a la Clave, ¿verdad? Es otra de sus reglas disparatadas, las reglas que usan para oprimir a los cazadores de sombras corrientes. Hice lo que hice porque tenía que hacerlo. Hice lo que hice porque era el único modo de conseguir que la Clave escuchara. No murieron cazadores de sombra debido a mí; murieron porque la Clave me ignoró. —Trabó la mirada con Aldertree a través de la multitud; el rostro del Inquisidor estaba lívido y se crispaba espasmódicamente—. Muchos de vosotros pertenecisteis una vez a mi Círculo —siguió Valentine lentamente—. Os hablo a vosotros ahora, y a aquellos que conocían el Círculo pero se mantuvieron al margen. ¿Recordáis lo que predije hace quince años? ¿Qué a menos que actuásemos contra los Acuerdos, la ciudad de Alacante, nuestra preciosa capital, sería invadida por multitudes babeantes de mestizos, con las razas degeneradas pisoteando todo lo que nos es tan querido? Escoria medio humana atreviéndose a liderarnos. Así pues, mis amigos, mis enemigos, mis hermanos en el Ángel, os pregunto: ¿me creéis ahora? —Su voz se alzó hasta transformarse en un grito—: ¿ME CREÉIS AHORA?

Barrió la habitación con la mirada como si esperase una respuesta. No hubo ninguna… únicamente una multitud de rostros que le miraban fijamente.

—Valentine. —La voz de Luke, aunque queda, rompió el silencio—. ¿No te das cuenta de lo que has hecho? Los Acuerdos que tanto temías no convirtieron a los subterráneos en iguales a los nefilim. NI aseguraron a los medio humanos un lugar en el Consejo. Los viejos odios seguían allí. Deberías haber confiado en ellos, pero no lo hiciste…, no podías…, y ahora nos has dado la única cosa que podía unirnos a todos. —Sus ojos buscaron los de Valentine—. Un enemigo común.

Un rubor recorrió la palidez del rostro de Valentine.

—Yo no soy un enemigo. No soy enemigo de los nefilim. Tú sí. Eres tú quién intenta engatusarlos para conducirlos a una lucha imposible. ¿Crees que esos demonios que visteis son todos los que tengo? Eran una mínima parte de los que puedo convocar.

—También nosotros somos más —dijo Luke—. Más nefilim y más subterráneos.

—Subterráneos —se burló Valentine—. Saldrán corriendo a la primera señal de auténtico peligro. Los nefilim nacen para ser guerreros, para proteger al mundo, pero el mundo odia a los de tu especie. Existe un motivo por el que la plata pura os quema y la luz del día abrasa a los Hijos de la Noche.

—A mi no me abrasa —dijo Simon con una voz dura y clara, a pesar de la mano de Clary que lo sujetaba—. Aquí estoy, de pie a la luz del sol…

Pero Valentine se limitó a reír.

—Te he visto atragantarte con el nombre de Dios, vampiro —dijo—. En cuanto a por qué puedes permanecer bajo la luz del sol… —Se interrumpió y sonrió burlón—. Eres una anomalía, tal vez. Un fenómeno. Peo sigues siendo un monstruo.

«Un monstruo. —Clary pensó en Valentine en el barco, en lo que había dicho allí—: “Tu madre me dijo que yo había convertido a su primer hijo en un monstruo. Me abandonó antes de que pudiera hacer lo mismo con el segundo”.»

«Jace.» Pensar en él le produjo un dolor agudo. «Después de lo que Valentine hizo, va y se queda ahí parado hablando de monstruos…»

—El único monstruo que hay en este Salón —dijo, muy a su pesar y también a pesar de su decisión de permanecer callada—eres tú. Vi a Ithuriel —siguió cuando él volvió la cabeza para mirarla sorprendido—Lo sé todo…

—Lo dudo —replicó Valentine—; si fuera así, mantendrías la boca cerrada. Por el bien de tu hermano, y por el tuyo.

«¡No menciones a Jace!», quiso gritarle, pero otra voz surgió para interrumpir la suya, una fría e inesperada voz femenina, valiente y llena de amargura.

—¿Y qué hay de mi hermano?

Amatis fue a colocarse a los pies del estrado, alzando los ojos hacia Valentine. Luke dio un respingo de sorpresa y sacudió la cabeza en dirección a ella, pero Amatis le ignoró.

Valentine arrugó la frente.

—¿Qué pasa con Lucian?

Clary percibió que la pregunta de Amatis lo había desconcertado, o tal vez era simplemente que Amatis estaba allí, preguntando, enfrentándose a él. Valentine la había despreciado años atrás por débil, como alguien con pocas probabilidades de desafiarle. A Valentine no le gustaba que la gente le sorprendiese.

—Me dijiste que ya no era mi hermano —dijo Amatis—. Te llevaste a Stephen de mi lado. Destruiste mi familia. Dices que no eres enemigo de los nefilim, pero nos enfrentas a unos contra otros, familia contra familia, destrozando nuestras vidas sin escrúpulos. Dices que odias a la Clave, pero eres tú quién los convirtió en lo que son ahora: mezquinos y paranoicos. Los nefilim acostumbrábamos a confiar los unos en los otros. Fuiste tú quien lo cambió. Jamás te perdonará por ello. —La voz le tembló—. Ni por hacer que tratara a Lucia como si ya no fuese mí hermano. No te perdonaré tampoco por eso. Ni me perdonaré a mi misma por escucharte.

—Amatis…

Luke dio un paso al frente, pero su hermana alzó una mano para detenerlo. Brillaban lágrimas en sus ojos, pero mantenía la espalda erguida y su voz era firme y decidida.

—Hubo un tiempo en el que todos estábamos dispuestos a escucharte, Valentine —dijo—. Y todos tenemos eso clavado en nuestras conciencias. Pero ya no. Ese tiempo acabó. ¿Hay alguien aquí que no esté de acuerdo conmigo?

Clary irguió con energía la cabeza y miró a los cazadores de sombras allí congregados: le parecieron el tosco esbozo de una multitud con manchones blancos por caras. Vio a Patrick Penhallow, con la mandíbula erguida, y al Inquisidor, que temblaba como un frágil árbol ante un fuerte viento. Y a Malachi, cuyo rostro oscuro y refinado resultaba extrañamente ilegible.

Nadie dijo una palabra.

Si Clary había esperado que Valentine se enfureciera ante tal falta de respuesta por parte de los nefilim a los que había esperado liderar, se vio decepcionada. Aparte de una ligera crispación en el músculo de la mandíbula, se mostró inexpresivo. Como si hubiese esperado esa respuesta. Como si hubiese planeado que fuese así.

—Muy bien —dijo—. Si no queréis atender a razones, tendréis que hacerlo por la fuerza. Ya os he mostrado que puedo desactivar las salvaguardas que rodean vuestra ciudad. Veo que las habéis vuelto a colocar, pero eso no tiene importancia; volveré a inutilizarlas sin problemas. O accedéis a mis exigencias u os enfrentaréis a todos los demonios que la Espada Mortal pueda invocar. Les diré que no le perdonen la vida ni a uno solo de vosotros, hombre, mujer o niño. Vosotros elegís.

Un murmullo recorrió la habitación; Luke le miraba atónito.

—¿Destruirías deliberadamente a los tuyos, Valentine?

—En ocasiones hay que sacrificar selectivamente a las plantas enfermas para proteger todo el jardín —dijo Valentine—. Y si todas, sin excepción, están enfermas…—Se volvió para contemplar a la horrorizada multitud—. Vosotros elegís —prosiguió—. Tengo la Copa Mortal. Si debo hacerlo, empezaré desde el principio con un nuevo mundo de cazadores de sombras, creados y adiestrados por mí. Pero os puedo dar esta oportunidad. Si la Clave me cede todos los poderes del Consejo a mí y acepta mi inequívoca soberanía y gobierno, me contendré. Todos los cazadores de sombras efectuarán un juramento de obediencia y aceptarán una runa de lealtad permanente que los ligue a mí. Éstos son mis términos.

Se produjo el silencio. Amatis tenía la mano sobre la boca; el resto de la sala dio vueltas ante los ojos de Clary en una arremolinada masa borrosa. «No pueden rendirse a él —pensó—. No pueden.» Pero, ¿qué elección tenían? ¿Qué elección tuvo nunca ninguno de ellos? «Valentine los tiene atrapados —pensó sin ánimo—, tan indudablemente como Jace y yo estamos atrapados por aquello en lo que nos convirtió. Estamos todos encadenados a él por nuestra propia sangre.»

Transcurrió sólo un momento, aunque a Clary le pareció como una hora, antes de que una voz débil se abriera paso entre el silencio: la voz aguda y trémula del Inquisidor.

—¿Soberanía y Gobierno? —chilló—. ¿Tu gobierno?

—Aldertree…

El Cónsul se movió para detenerlo, pero el Inquisidor fue demasiado rápido. Se liberó con una violenta torsión y corrió en dirección al estrado. Decía algo a gritos, las mismas palabras una y otra vez, como si hubiese perdido totalmente el juicio, con los ojos prácticamente en blanco. Apartó a Amatis de un empujón y ascendió tambaleante los peldaños para colocarse ante Valentine.

—Yo soy el Inquisidor, ¿entiendes?, ¡el Inquisidor! —chilló—. ¡Soy parte de la Clave! ¡El Consejo! ¡Yo hago las normas, no tú! ¡Yo gobierno, no tú! No voy a permitir que te salgas con la tuya, canalla advenedizo, amante de los demonios…

Con una expresión muy parecida al aburrimiento, Valentine alargó una mano, casi como si quisiera tocar al Inquisidor en el hombro. Pero Valentine no podía tocar nada —era simplemente una proyección—y entonces Clary lanzó un grito ahogado cuando la mano de Valentine pasó a través de la piel, huesos y carne del Inquisidor, desapareciendo en su tórax. Hubo un segundo —únicamente un segundo—durante el cual todo el Salón pareció contemplar boquiabierto el brazo izquierdo de Valentine, enterrado en algún modo hasta la muñeca, increíblemente, en el pecho de Aldertree. Entonces Valentine movió violenta y bruscamente la muñeca hacia la izquierda… efectuando una torsión, como si girara un obstinado pomo oxidado.

El Inquisidor profirió un único grito y se desplomó como una piedra.

Valentine retiró la mano. La cara lana del traje que llevaba estaba pegajosa de sangre hasta la mitad del antebrazo. Bajó la mano ensangrentada, contempló a la horrorizada multitud y posó por fin su mirada en Luke.

—Os daré hasta mañana a medianoche para que consideréis mis condiciones. En ese momento traeré a mi ejército, con todos sus efectivos, a la llanura Brocelind. Si para entonces no he recibido aún un mensaje de rendición de la Clave, marcharé con mi ejército hasta Alacante, y esta vez no dejaremos nada con vida. Tenéis ese tiempo para considerar mis condiciones. Usadlo sabiamente.

Y dicho eso, desapareció.

14 En el Bosque Oscuro

—Vaya, ¿qué os parece? —dijo Jace, todavía sin mirar a Clary; en realidad no la había mirado desde que ella y Simon habían llegado a la puerta principal de la casa en la que habitaban ahora los Lightwood.

Estaba recostado contra una de las altas ventanas de la sala de estar, mirando al exterior en dirección al cielo, que se oscurecía rápidamente.

—Uno asiste al funeral de su hermano de nueve años y se pierde toda la diversión.

—Jace —intervino Alec, con una voz que sonaba cansada—. No.

Alec estaba tumbado en uno de los sillones desgastados y rehenchidos que constituían los únicos asientos de la habitación. La vivienda tenía la curiosa y extraña atmósfera de las casas que pertenecen a desconocidos. Estaba decorada con tejidos de estampados florales, recargados y de tonos pastel, y todo en ella estaba ligeramente raído o deshilachado. Había un cuenco de crista lleno de bombones sobre una pequeña mesa auxiliar cerca de Alec; Clary, muerta de hambre, había comido unos cuantos y le habían parecido que estaban secos y se desmigajaban. Se preguntó qué clase de gente había vivido allí. «La clase de gente que sale huyendo cuando las cosas se ponen difíciles», pensó agriamente; merecían que les hubiese requisado la casa.

—¿No qué? —preguntó Jace.

En el exterior estaba lo bastante oscuro ya como para que Clary pudiese ver el rostro de Jace reflejado en el cristal de la ventana. Sus ojos parecían negros. Llevaba ropas de luto de cazador de sombras; ellos no vestían de negro en los funerales, ya que el negro era el color del equipo de combate. El color para la muerte era el blanco, y la chaqueta blanca que Jace llevaba puesta tenía runas escarlata entretejidas en la tela alrededor del cuello y los puños. A diferencia de las runas de combate, que era todas de agresión y protección, éstas hablaban un idioma más benévolo de curación y pesar. Llevaba abrazaderas de metal batido alrededor de las muñecas, también, con runas similares en ellas. Alec iba vestido del mismo modo, todo de blanco excepto las mismas runas en un dorado rojizo trazadas sobre el tejido. Hacía que sus cabellos pareciesen muy negros.

Por otra parte, Jace, todo de blanco, parecía un ángel, pensó Clary. Uno de los ángeles vengadores.

—No estás furioso con Clary. Ni con Simon —dijo Alec—. Al menos —añadió, con una leve crispación preocupada en el rostro—, no creo que estés furioso con Simon.

Clary casi espero que Jace replicara enojado, pero todo lo que éste dijo fue:

—Clary sabe que no estoy enfadado con ella.

Simon apoyó los codos en el respaldo del sofá y puso los ojos en blanco, pero se limitó a decir:

—Lo que no entiendo es cómo Valentine consiguió matar al Inquisidor. Pensaba que las proyecciones no podían afectar a nada.

—En principio, no —respondió Alec—. No son más que ilusiones. Una cierta cantidad de aire coloreado, por así decirlo.

—Bien, pues en este caso, no. Metió la mano dentro del Inquisidor y lo retorció… —Clary se estremeció—. Hubo gran cantidad de sangre.

—Como una bonificación especial para ti —le dijo Jace a Simon.

Simon le ignoró.

—¿Ha existido algún Inquisidor que no haya muerto de un modo horrible? —se maravilló en voz alta—. Es como ser el batería de Spinal Tap.

Alec se frotó el rostro con una mano.

—No puedo creer que mis padres no lo sepan todavía —dijo—. No me entusiasma nada tener que decírselo.

—¿Dónde están tus padres? —preguntó Clary—. Pensaba que estaban arriba.

Alec negó con la cabeza.

—Siguen en la necrópolis. En la tumba de Max. Nos han enviado de vuelta. Querían estar allí solos un rato.

—¿Qué hay de Isabelle? —preguntó Simon—. ¿Dónde está?

El humor, lo que quedaba de él, desapareció del rostro de Jace.

—No quiere salir de su habitación —dijo—. Cree que lo que le sucedió a Max fue culpa suya. Ni siquiera ha querido venir al funeral.

—¿Habéis intentando hablar con ella?

—No —respondió Jace, irónico—. Hemos optado por darle de puñetazos sin parar en la cara. ¿Crees que funcionará?

—Sólo preguntaba. —El tono de Simon era afable.

—Bueno, explícale que Sebastian no era en realidad Sebastian —dijo Alec—. Quizá se sienta mejor. Cree que tendría que haberse dado cuenta de que había algo raro en Sebastian, pero si era un espía… —Se encogió de hombros—. Nadie advirtió nada extraño en él. Ni siquiera los Penhallow.

—Yo pensé que era un imbécil —indicó Jace.

—Sí, pero eso es simplemente porque…

Alec se hundió más en el sillón. Parecía exhausto; su tez mostraba un gris pálido en contraste con el blanco riguroso de las ropas.

—Apenas importa. Una vez que se entere de las amenazas de Valentine, nada la animará.

—¿Creéis que lo hará realmente? —quiso saber Clary—. ¿Enviar un ejército de demonios contra los nefilim; es decir, él todavía es un cazador de sombras, ¿no? No puede destruir a su propia sangre.

—Ni siquiera le importaron lo suficiente sus hijos como para no destruirlos —dijo Jace, trabando la mirada con la de ella a través de la habitación—. ¿Qué te hace pensar que iba a importarle su gente?

Alec los miró a los dos y Clary se dio cuenta por su expresión de que Jace no le había hablado de Ithuriel todavía. Parecía desconcertado, y muy triste.

—Jace…

—De todas maneras, esto explica una cosa —dijo Jace sin mirar a Alec—. Magnus estuvo intentando ver si podía usar una runa de localización en alguna de las cosas que Sebastian había dejado en su dormitorio para ver si podíamos localizarlo de ese modo. Dijo que no conseguía ninguna lectura interesante de nada de lo que le dimos. Simplemente… una señal plana.

—¿Qué significa eso?

—Eran cosas de Sebastian Verlac. El falso Sebastian probablemente las cogió donde lo interceptó. Y Magnus no consigue nada de ellas porque el auténtico Sebastian…

—Probablemente esté muerto —finalizó Alec—. Y el Sebastian que conocemos es demasiado listo para dejar nada tras él que pudiera usarse para rastrearle. Quiero decir que no puedes rastrear a alguien a partir de cualquier cosa. Tiene que ser un objeto que esté en cierto modo muy conectado a esa persona. Una reliquia familiar, o una estela, o un cepillo con un poco de pelo de él, algo así.

—Lo que es una lástima —dijo Jace—, porque si pudiésemos seguirlo, él probablemente podría llevarnos directamente a Valentine. Estoy seguro de que se ha escabullido de vuelta junto a su amo con un informe completo. Probablemente le contó la teoría descabellada de Hodge sobre el lago-espejo.

—Podría no ser descabellada —indicó Alec—. Han apostado guardas en los senderos que llevan al lago, y se han colocado salvaguardas que los avisaran si alguien se transporta allí mediante un Portal.

—Fantástico. Estoy seguro de que todos nos sentimos más a salvo ahora. —Jace se recostó contra la pared.

—Lo que no entiendo —dijo Simon—es por qué razón Sebastian se quedó en la zona. Después de lo que les hizo a Izzy y a Max, iban a cogerle, ya no podía seguir fingiendo. Quiero decir que, incluso aunque pensase que había matado a Izzy en lugar de dejarla sin sentido, ¿cómo iba a explicar que los dos estuviesen muertos y que él estuviese perfectamente? No, él había quedado al descubierto. Así que ¿por qué quedarse por aquí durante la lucha? ¿Por qué subir al Gard a por mí? Estoy más que seguro de que en realidad le era indiferente si yo vivía o moría.

—Ahora estás siendo demasiado duro con él —repuso Jace—. Estoy seguro de que habría preferido que murieras.

—En realidad —intervino Clary—, creo que se quedó por mí.

La mirada de Jace se movió a toda velocidad hacia ella con su destello dorado.

—¿Por ti? ¿Esperaba conseguir otra ardiente cita?

Clary sintió que se ruborizaba.

—No. Y nuestra cita no fue nada ardiente. De hecho, ni siquiera fue una cita. En todo caso, ésa no es la cuestión. Cuando vino al Salón, no dejó de intentar que saliera fuera con él para que pudiésemos hablar. Quería algo de mí. Pero no sé el qué.

—O quizá simplemente te quería a ti —replicó Jace, y al ver la expresión de Clary, añadió—: Quiero decir que tal vez quería llevarte ante Valentine.

—Yo no le importo a Valentine —dijo Clary—. A él únicamente le has importado siempre tú.

Algo aleteó en las profundidades de los ojos de Jace.

—¿Es así como lo llamas? —Su expresión era alarmantemente sombría—. Tras lo sucedido en el barco, está interesado en ti. Lo que significa que debes tener cuidado. Mucho cuidado. De hecho, no estaría mal que pasases los próximos días dentro de casa. Puedes encerrarte en tu habitación, como Isabelle.

—Ni hablar.

—Ni hablar, claro —dijo Jace—, porque vives para torturarme, ¿no es así?

—No Jace, no todo tiene que ver contigo —replicó ella, furiosa.

—Es posible —repuso él—, sin embargo tienes que admitir que casi todo.

Clary resistió el impulso de ponerse a chillar.

Simon carraspeó.

—Hablando de Isabelle… Creo que tal vez debería ir a hablar con ella.

—¿Tú? —dijo Alec, y luego, mostrándose levemente avergonzado por su propia turbación, añadió a toda prisa—: Es sólo que… ni siquiera accede a salir de su habitación por nosotros. ¿Por qué saldría por ti?

—Quizá porque yo no soy de su familia —respondió Simon.

Estaba de pie con las manos en los bolsillos y los hombros hacia atrás. Horas antes, cuando Clary había estado sentada cerca de él, comprobó que todavía tenía una fina línea blanca alrededor del cuello, allí donde Valentine le había cortado la garganta, y cicatrices en las muñecas donde también había recibido cortes. Sus encuentros con el mundo de los cazadores de sombras lo habían cambiado, y no sólo en la superficie, o incluso en su sangre; el cambio era más profundo que eso.

Se mantenía erguido, con la cabeza alta, y aceptaba cualquier cosa que Jace y Alec le lanzaran sin que pareciera importarle. El Simon al que habrían hecho sentir miedo, o que se hubiera sentido incómodo junto a ellos, había desaparecido.

Sintió un repentino dolor en el corazón, y comprendió con un estremecimiento qué sucedía. Le echaba de menos… Echaba de menos a Simon. Al Simon que había sido.

—Creo que probaré a ver si consigo que Isabelle hable conmigo —dijo Simon—. NI puede hacerle daño.

—Pero casi ha oscurecido —dijo Clary—. Les dijimos a Luke y a Amatis que estaríamos de vuelta antes de la puesta de sol.

—Yo te acompañaré a casa —se ofreció Jace—. En cuanto a Simon, puede encontrar por sí mismo el camino de vuelta en la oscuridad… ¿verdad, Simon?

—Por supuesto que puede —dijo Alec, indignado, ansioso por compensar su anterior desaire con Simon—. Es un vampiro y… —añadió—acabo de darme cuenta de que probablemente estabas bromeando. No me hagáis caso.

Simon sonrió. Clary abrió la boca para volver a protestar… y la cerró en seguida. En parte porque se estaba mostrando, y los sabía, poco razonable. Y en parte porque descubrió una expresión en el rostro de Jace mientras miraba más allá de ella, a Simon, una mirada que la sobresaltó y la hizo callar: era diversión, se dijo ella, mezclada con gratitud y tal vez incluso —lo que resultaba aún más sorprendente—un poco de respeto.


Era un corto paseo el que mediaba entre la nueva casa de los Lightwood y la de Amatis; Clary deseó que hubiese sido más largo. No podía quitarse de encima la sensación de que cada momento que pasaba con Jace era de algún modo precioso o limitado, que se estaban acercando a algún invisible plazo límite que los separaría para siempre.

Le miró de reojo. Él tenía la vista fija al frente, casi como si ella no estuviese allí. La línea de su perfil era afilada y de rebordes nítidos bajo la luz mágica que iluminaba las calles. El cabello se le rizaba sobre la mejilla, y no ocultaba del todo la cicatriz blanca en la sien donde había habido una Marca. Pudo ver, centelleando alrededor de la garganta una cadena de metal, de la cual colgaba el anillo de los Morgenstern. Su mano izquierda estaba destapada; los nudillos parecían en carne viva. Así que realmente estaba sanando como un mundano, como Alec le había pedido que hiciese.

Tiritó. Jace le echó una ojeada.

—¿Tienes frío?

—No. Simplemente pensaba… —dijo ella—. Me sorprende que Valentine fuese a por el Inquisidor en lugar de a por Luke. El Inquisidor es un cazador de sombras, y Luke… Luke es un subterráneo. Además, Valentine le odia.

—Pero en cierto modo, le respeta, incuso aunque sea un subterráneo —replicó Jace, y Clary pensó en la mirada que éste había dirigido a Simon un poco antes, y luego intentó no pensar en ello; no soportaba encontrarles parecidos, incluso en algo tan trivial como una mirada—. Luke está intentando conseguir que la Clave cambie, que piense de un modo diferente. Eso es exactamente lo que Valentine hizo, incluso aunque los objetivos de ambos fuesen…, bueno, distintos. Luke es un iconoclasta. Quiere un cambio. Para Valentine, el Inquisidor representa la antigua Clave retrógrada que él tanto odia.

—Y fueron amigos en una ocasión —dijo Clary—. Luke y Valentine.

—Las Marcas de aquello que en una ocasión había sido —repuso Jace, y Clary se dio cuenta de que citaba algo, por el tono medio burlón de su voz—. Por desgracia, uno nunca odia realmente a nadie tanto como a alguien que le importó en el pasado. Imagino que Valentine tiene planeado algo especial para Luke, más adelante, una vez que se haga con el poder.

—Pero no se hará con el poder —dijo Clary, y cuando Jace no dijo nada, su voz se elevó—. No vencerá… no puede. No quiere realmente una guerra, no contra cazadores de sombras y subterráneos…

—¿Qué te hace pensar que los cazadores de sombras pelearán junto a los subterráneos? —quiso saber Jace, y siguió sin mirarla; andaban por la calle del canal y el muchacho tenía la vista puesta en el agua y la mandíbula alzada—. ¿Sólo porque Luke lo dice? Luke es un idealista.

—¿Y eso es malo?

—No. Pero yo no soy uno de ellos —dijo Jace, y Clary sintió una fría punzada en el corazón ante el vacío que había en su voz.

«Desesperación, ira, odio. Ésas son cualidades demoníacas. Actúa del modo en que cree que debería actuar.»

Habían llegado a casa de Amatis; Clary se detuvo al pie de los escalones y se volvió hacia él.

—Tal vez —dijo—. Pero tú no eres como él, tampoco.

Jace se sobresaltó ligeramente ante aquello, o quizá fue tan sólo la firmeza de su tono. Volvió la cabeza para mirarla por primera vez desde que habían salido de casa de los Lightwood.

—Clary… —empezó a decir, y se interrumpió, inhalando con fuerza—. Hay sangre en tu manga. ¿Estás herida?

Se acercó a ella y le tomó la muñeca. Clary comprobó con sorpresa que tenía razón: había una mancha irregular de color escarlata en la manga derecha de su abrigo. Lo curioso era que seguía siendo de un rojo intenso. ¿No debería ser de un color más oscuro la sangre seca? Frunció el ceño.

—Esta sangre no es mía.

Él se relajó ligeramente y aflojó la presión sobre la muñeca.

—¿Es del Inquisidor?

Ella negó con la cabeza.

—Lo cierto es que creo que es de Sebastian.

—¿Sangre de Sebastian?

—Sí; cuando entró en el Salón la otra noche, ¿recuerdas?, tenía sangre en la cara. Creo que Isabelle debió de arañarle, pero sea como sea… le toqué la cara y me manché con su sangre —La miró con más atención—. Pensaba que Amatis había lavado el abrigo.

Esperaba que él la soltara, pero en su lugar la sostuvo la muñeca un largo momento, examinando la sangre, antes de devolverle el brazo, aparentemente satisfecho.

—Gracias.

Ella le miró fijamente un instante antes de sacudir la cabeza.

—No vas a contármelo, ¿verdad?

—Imposible.

Clary alzó los brazos con exasperación.

—Entro. Te veré más tarde.

Se dio la vuelta y ascendió los escalones que conducían a la puerta principal de Amatis. No había forma de que pudiese haber sabido que en cuanto le dio la espalda, la sonrisa desapareció del rosto de Jace, ni que él permaneció un largo rato en la oscuridad una vez que la puerta se cerró tras ella, mirando en la dirección por la que se había marchado y retorciendo un trocito de hilo una y otra vez entre los dedos.


—Isabelle —dijo Simon.

Le había costado encontrar la puerta de la muchacha, pero el grito de «¡Lárgate!» que había emanado de detrás de aquélla lo convenció de que había encontrado al fin la correcta.

—Isabelle, déjame entrar.

Sonó un golpe amortiguado y la puerta retumbó levemente, como si Isabelle hubiese arrojado algo contra ella. Posiblemente un zapato.

—No quiero hablar contigo ni con Clary. No quiero hablar nadie. Déjame sola, Simon.

—Clary no está aquí —dijo Simon—. Y no me voy a air hasta que hables conmigo.

—¡Alec! —aulló Isabelle—. ¡Jace! ¡Haced que se vaya!

Simon aguardó. No llegó ningún sonido procedente de abajo. O bien Alec se había ido o trataba de pasar inadvertido.

—No están aquí, Isabelle. Sólo estoy yo.

Hubo un silencio. Finalmente, Isabelle volvió a hablar. Esta vez su voz sonó mucho más próxima, como si estuviese justo al otro lado de la puerta.

—¿Estás solo?

—Estoy solo —dijo Simon.

La puerta se abrió con un chasquido. Isabelle estaba allí de pie con una combinación negra; los cabellos sueltos y enredados caían sobre sus hombros. Simon no la había visto nunca de aquel modo; descalza, con el pelo sin peinar y sin maquillaje.

—Puedes entrar.

Simon pasó a la habitación. A la luz que entraba por la puerta pudo ver que daba la impresión, como habría dicho su madre, que un tornado hubiese pasado por allí. En el suelo había ropa esparcida en montones y una bolsa de lona abierta como si hubiese estallado. El brillante látigo de plata y oro de Isabelle estaba colgado de un poste de la cama, y un sujetador de encaje blanco colgaba de otro. Simon desvió la mirada. Las cortinas estaban corridas; las lámparas, apagadas.

Isabelle se dejó caer sobre el borde de la cama y le miró con amarga diversión.

—Un vampiro que se ruboriza. Quién lo habría imaginado. —Alzó la barbilla—. Bien, te he permitido entrar. ¿Qué quieres?

A pesar de su iracunda mirada, Simon se dijo que parecía más joven de lo acostumbrado, con aquellos ojos enormes y negros en el blanco rostro crispado. Pudo ver las cicatrices blancas que le recorrían la pálida piel, sobre los brazos desnudos, la espalda y las clavículas, incluso las piernas. «Si Clary continúa siendo cazadora de sombras —pensó—, un día tendrá este aspecto, con cicatrices por todas partes.» La idea no lo alteró como lo hubiera hecho en el pasado. Había algo en el modo en que Isabelle mostraba sus cicatrices, como si estuviera orgullosa de ellas.

La muchacha tenía algo en las manos, algo a lo que daba vueltas y más vueltas entre los dedos. Era algo pequeño que centelleaba de un modo opaco en la penumbra. Por un momento pensó que podría ser una alhaja.

—Lo que le sucedió a Max —dijo Simon—no fue culpa tuya.

Ella no le miró. Tenía la vista fija en el objeto que tenía en las manos.

—¿Sabes qué es esto? —preguntó, y lo sostuvo en algo.

Parecía ser un pequeño soldado de juguete tallado en madera. «Un cazador de sombras de juguete —advirtió Simon—, con el equipo pintado en negro y todo.» El destello plateado que había percibido era la pintura de la pequeña espada que empuñaba; estaca casi totalmente borrada.

—Era de Jace —dijo, sin aguardar a que él contestara—. Era el único juguete que tenía cuando llegó a Idris. No sé, a lo mejor antes había formado parte de un juego con otras figuras. Yo creo que lo hizo él mismo, pero jamás nos explicó gran cosa sobre él. Tenía por costumbre llevarlo a todos lados consigo cuando era pequeño, siempre en un bolsillo o en alguna otra parte. Un día reparé en que Max lo llevaba con él. Jace debía de tener unos trece años por entonces. Se lo dio a Max, imagino, cuando se hizo demasiado mayor para llevarlo. Sea como sea, estaba en la mano de Max cuando lo encontraron. Era como si lo hubiese cogido para aferrarse a él cuando Sebastian… Cuando él… —Se interrumpió.

El esfuerzo que Isabelle había para no llorar era visible; su boca estaba apretada en una mueca, como si se estuviese esforzando.

—Yo debería haber estado allí protegiéndolo. Yo debería haber estado allí para que él se aferrase a mí, no a un estúpido juguete de madera.

Lo arrojó sobre la cama con ojos brillantes.

—Estabas inconsciente —protestó Simon—. Casi mueres, Izzy. No había nada que pudieras hacer.

Isabelle negó con la cabeza y los enmarañados cabellos rebotaron sobre sus hombros. Tenía un aspecto feroz y salvaje.

—¿Qué sabes tú al respecto? —exigió—. ¿Sabías que Max vino a vernos la noche en que murió y nos dijo que había visto a alguien escalando las torres de los demonios, y yo le dije que estaba soñando y lo eché? Y él tenía razón. Apuesto a que fue ese bastardo de Sebastian quién trepó a la torre para poder retirar las salvaguardas. Y Sebastian le mató para que no pudiese decir a nadie lo que había visto. Si hubiera escuchado… si simplemente hubiese dedicado un segundo a escucharlo… no habría sucedido.

—No hay modo de que pudieras haberlo sabido —replicó Simon—. Y en cuanto a Sebastian…, no era en realidad el sobrino de los Penhallow. Engañó a todo el mundo.

Isabelle no pareció sorprendida.

—Lo sé —dijo—, te oí hablando con Alec y Jace. Escuchaba desde lo alto de la escalera.

—¿Escuchabas a escondidas?

Ella se encogió de hombros.

—Hasta la parte en que dijiste que ibas a venir a hablar conmigo. Entonces regresé aquí. No me sentía con ganas de verte. —Le miró de reojo—. Te concederé algo, no obstante: eres persistente.

—Mira, Isabelle.

Simon dio un paso hacia adelante. Se sentía curioso y fue repentinamente consciente de que ella no iba demasiado vestida, así que reprimió el impulso de posar una mano sobre su hombro o de hacer cualquier cosa que fuese abiertamente tranquilizadora.

—Cuando mi padre murió, yo sabía que no era culpa mía, pero con todo seguí pensando una y otra vez en todas las cosas que podría haber hecho, que debería haber dicho, antes de que muriera.

—Sí, bueno, pero esto sí es culpa mía —dijo Isabelle—. Y lo que tendría que haber hecho es escuchar. Y lo que todavía puedo hacer es localizar al bastarde que hizo esto y matarlo.

—No estoy seguro de que eso vaya a ayudar…

—¿Cómo lo sabes? —exigió ella—. ¿Encontraste a la persona responsable de la muerte de tu padre y le mataste?

—Mi padre tuvo un ataque al corazón —dijo Simon—. Así que no lo hice.

—Entonces no sabes de qué estás hablando, ¿verdad? —Isabelle alzó la barbilla y le miró directamente a la cara—. Ven aquí.

—¿Qué?

Ella le hizo señas imperiosas con el índice.

—Ven aquí, Simon.

De mala gana, fue hacia ella. Se encontraba apenas a un paso de distancia cuando ella lo agarró por la pechera de la camisa, tirando de él hacia sí. Los rostros de ambos quedaron a centímetros de distancia; Simon pudo ver que la piel bajo los ojos brillaba con las huellas de lágrimas recientes.

—¿Sabes lo que realmente necesito justo ahora? —dijo ella, enunciando cada palabra con claridad.

—Esto… —respondió él—. No.

—Que me entretengan —dijo, y dándose la vuelta tiró de él y lo arrojó a la fuerza sobre la cama junto a ella.

Simon aterrizó sobre la espalda en medio de un revuelto montón de ropa.

—Isabelle —protestó débilmente—, ¿crees de verdad que esto va a hacerte sentir mejor?

—Confía en mí —dijo ella, posando una mano sobre su pecho, justo encima de aquel corazón suyo que ya no latía—. Ya me siento mejor.


Clary yacía despierta en la cama, con la vista clavada en un único pedazo de luz de luna que se desplazaba poco a poco por el techo. Tenía los nervios todavía demasiado crispados por los acontecimientos del día para poder dormir, y no la ayudaba que Simon no hubiese regresado antes de la cena…ni después. Finalmente le había expresado su preocupación a Luke, quien se había echado un abrigo por encima y se había marchado a casa de los Lightwood. Había regresado con una expresión divertida.

—Simon está perfectamente, Clary —dijo—. Acuéstate.

Y luego había vuelto a salir, con Amatis, a otra de las interminables reuniones en el Salón de los Acuerdos. Ella se preguntó si alguien habría limpiado ya la sangre del Inquisidor.

Sin nada más que hacer, se había acostado, pero había sido incapaz de conciliar el sueño. Clary no podía dejar de ver a Valentine en su mente, alargando la mano hacia el interior del Inquisidor y arrancándole el corazón. Recordaba el modo en que se había vuelto hacia ella y le había dicho: «Mantendrías la boca cerrada. Por el bien de tu hermano, y por el tuyo». Por encima de todo, los secretos que había averiguado de Ithuriel eran como una losa sobre su pecho. Bajo todas aquellas ansiedades se escondía el miedo, constante como un latido, de que su madre muriese. ¿Dónde estaba Magnus?

Sonó un sonido susurrante junto a las cortinas, y un repentino flujo de luz de luna penetró a raudales en la habitación. Clary se irguió de repente, buscando desesperadamente el cuchillo serafín que mantenía sobre la mesilla de noche.

—No pasa nada. —Una mano descendió sobre la suya… una mano delgada, llena de cicatrices, y familiar—. Soy yo.

Clary inhaló profundamente, y él retiró la mano.

—Jace —dijo ella—. ¿Qué haces aquí? ¿Qué sucede?

Durante un momento él no respondió, y ella se retorció para mirarle, alzando las sábanas a su alrededor. Se sintió enrojecer, agudamente consciente de que sólo llevaba un pantalón de pijama y una camisola finísima…, y entonces vio su expresión, y su sensación de bochorno desapareció.

—¿Jace? —musitó.

Él estaba de pie junto a la cabecera de la cama, vestido todavía con las blancas prendas de luto, y no había nada de frívolo, sarcástico o distante en el modo en que la miraba. Estaba muy pálido, y sus ojos parecían angustiados y casi negros por la tensión.

—¿Estás bien?

—No lo sé —dijo él con la actitud aturdida de alguien que acaba de despertar de un sueño—. No pensaba venir aquí. He estado deambulando por ahí toda la noche… No podía dormir… y siempre acabo viniendo a parar aquí. A ti.

Ella se sentó en la cama más erguida, dejando que la ropa de a cama le cayera alrededor de las caderas.

—¿Por qué no puedes dormir? ¿Ha ocurrido algo? —preguntó, e inmediatamente se sintió como una estúpida.

¿Qué no había sucedido?

Jace, no obstante, apenas pareció oír la pregunta.

—Tenía que verte —dijo, principalmente para sí—Sé que no debería. Pero tenía que hacerlo.

—Bien, siéntate, entonces —dijo ella, echando las piernas hacia atrás para hacerle espacio para que se pudiera sentar en el borde de la cama—. Porque me estás poniendo nerviosa. ¿Estás seguro de que no ha pasado nada?

—Yo no he dicho eso.

Se sentó en la cama, frente a ella. Estaba tan cerca que Clary podría haberse inclinado hacia adelante y besarle…

—¿Hay malas noticias? —preguntó, sintiendo una opresión en el pecho—. ¿Está todo… está todo el mundo…?

—No es malo —dijo Jace—, y no es ninguna noticia. Es todo lo contrario. Es algo que siempre he sabido, y tú… Tú probablemente, también lo sabes. Dios sabe que no lo he ocultado demasiado bien. —Le escudriñó el rostro con los ojos, lentamente, como con la intención de memorizarlo—. Lo que ha pasado —dijo, y vaciló—… es que he comprendido algo.

—Jace —susurró ella de improviso, y sin saber por qué, le asustaba lo que él estaba a punto de decir—. Jace, no tienes que…

—Intentaba ir… a alguna parte —dijo él—. Pero no hacía más que verme arrastrado de vuelta aquí. No podía dejar de andar, no podía dejar de pensar. Sobre la primera vez que te vi, y cómo después de eso no podía olvidarte. Quería hacerlo, pero no podía. Obligué a Hodge a que me dejara ser quien fuese en tu busca y te llevara de vuelta al Instituto. E incluso entonces, en aquella estúpida cafetería, cuando te vi sentada en aquel sofá con Simon, incluso entonces aquello me dio la impresión de que no era lo que tenía que ser, que… debería ser yo quien estuviese sentado contigo. Quien te hiciese reír de aquel modo. No podía librarme de aquella sensación. De que debería ser yo. Y cuanto más te conocía, más lo sentía; jamás me había sucedido algo así antes. Cuando había querido a una chica y había conseguido conocerla, a continuación ya no me había interesado saber más de ella, pero contigo el sentimiento simplemente se hizo más y más fuerte hasta esa noche cuando apareciste en Renwick y lo supe.

«Y luego averiguar que el motivo de que sintiera de ese modo… como si fueses una parte de mí que había perdido y que jamás había sabido que me faltaba hasta que volvía verte… que el motivo era que eras mi hermana; pareció una especie de chiste cósmico. Como si Dios me estuviese escupiendo. Ni siquiera sé por qué; por pensar que realmente podía conseguir tenerte, que era merecedor de algo así, de ser tan feliz. No podía imaginar qué era lo que había hecho para recibir ese castigo…

—Si tú estás siendo castigado —dijo Clary—, entonces también se me castiga a mí. Porque todas esas cosas que sentías, las sentí también, pero no podemos… tenemos que dejar de sentir eso, porque es nuestra única posibilidad.

Jace tenía las manos muy apretadas a los costados.

—Nuestra única posibilidad ¿de qué?

—De poder estar juntos. Porque de lo contrario no podremos estar jamás el uno cerca del otro, ni siquiera en la misma habitación. Y no lo podré soportar. Preferiría tenerte en mi vida aunque fuese como un hermano que no tenerte en absoluto…

—¿Y se supone que tengo que quedarme ahí sentado mientras tú sales con chicos, te enamoras de otro, te casas…? —Su voz se crispó—. Y entretanto, yo moriré un poco más cada día, observando.

—No. Para entonces ya no te importará —dijo ella, preguntándose incluso mientras lo decía si podría soportar la idea de un Jace a quien ella no le importara.

Clary no había pensando tan anticipadamente como él, y cuando intentó imaginarlo enamorándose de otra persona, casándose con otra persona, ni siquiera pudo verlo, no pudo ver nada excepto un negro túnel vacío alargándose ante ella, eternamente.

—Por favor. Si no decimos nada, si fingimos…

—No hay modo de fingir —replicó Jace con absoluta claridad—. Te amo, y te amaré hasta que me muera, y si hay una vida después de ésta, te amaré también entonces.

Ella contuvo el aliento. Él lo había dicho… las palabras que no podían decirse. Se esforzó por dar una respuesta, pero no encontró ninguna.

—Y sé que crees que simplemente quiero estar contigo para… para demostrarte el monstruo que soy. Pero sé con certeza que, incluso aunque haya sangre de demonio en mi interior, también alberga sangre humana. Y no podría amarte como lo hago si no fuese al menos un poquito humano. Porque los demonios desea, pero no aman. Y yo…

Él se levantó entonces, con una especie de violenta brusquedad, y cruzó la habitación hacia la ventana. Parecía perdido, tan perdido como lo había estado en el Gran Salón de pie observando el cuerpo de Max.

—¿Jace? —llamó Clary, alarmada, y cuando él no respondió, se puso en pie a toda prisa y fue hasta él, posando la mano en su brazo.

Él siguió mirando por la ventana; los reflejos de ambos en el cristal eran casi transparentes… los contornos fantasmales de un muchacho alto y una chica más menuda que tenía la mano cerrada con ansiedad sobre su manga.

—¿Qué sucede?

—No debería habértelo dicho así —dijo él, sin mirarla—. Lo siento. Probablemente es difícil de asimilar. Parecías tan… anonadada. —La tensión era palpable en su voz.

—Lo estaba —repuso ella—. Me he pasado los últimos días preguntándome si me odiabas. Te he visto esta noche y pensé que era así.

—¿Odiarte? —repitió él con expresión perpleja.

Alargó entonces la mano y le tocó el rostro, levemente, sólo las yemas de los dedos sobre la piel.

—Ya te dije que no podía dormir. Cuando llegue la medianoche de mañana estaremos o bien en guerra o bajo el gobierno de Valentine. Ésta podría ser la última noche de nuestras vidas, nuestra última noche normal y corriente. La última noche en que nos vamos a dormir y despertaremos tal y como hemos hecho siempre. Y en todo lo que podía pensar era en que quería pasarla contigo.

A Clary el corazón le dio un vuelco.

—Jace…

—No me refiero a… —aclaró—. No te tocaré si no quieres que lo haga. Sé que está mal… Dios, está mal… pero sólo quiero tumbarme contigo y despertar a tu lado, sólo una vez, sólo una vez en toda mi vida. —Había desesperación en su voz—. Sólo será esta noche. En el grandioso orden de las cosas, ¿cuánto puede importar una sola noche?

«Pero piensa en cómo nos sentiremos por la mañana. Piensa en lo horrible que será fingir que no significamos nada el uno para el otro delante de todos los demás después de que hayamos pasado la noche juntos, incluso aunque todo lo que hagamos sea dormir. Es como tomar sólo un poquitín de una droga… No consigue más que hacerte desear más.»

Pero ése era el motivo de que le hubiera contado lo que le había contado, comprendió ella. Porque para él no sería así; no había nada que pudiese empeorarlo, del mismo modo que no había nada que pudiera mejorarlo. Lo que él sentía era tan definitivo como una cadena perpetua, ¿y podía ella afirmar que era distinto en ella? E incluso aunque esperase que pudiera serlo, incluso si esperaba que algún día pudiese verse persuadida por el tiempo, la razón o un desgaste natural a dejar de sentir de aquel modo, no importaba. No había nada que hubiese querido en la vida más de lo que quería esa noche con Jace.

—Corre las cortinas, entonces, antes de venir a la cama —dijo—. No puedo dormir con tanta luz en la habitación.

La expresión que recorrió el rostro de Jace fue de pura incredulidad. En realidad no había esperado que ella aceptase, comprendió Clary con sorpresa; al cabo de un instante, ya la había cogido entre sus brazos y la abrazaba contra él, con el rostro sumergido en los cabellos todavía alborotados por el sueño de la muchacha.

—Clary…

—Vamos a la cama —dijo ella con dulzura—. Es tarde.

Se apartó de él y regresó al lecho, trepando a él y estirando las sábanas hasta la altura de su cintura. De algún modo, mirándose así, casi podía imaginar que las cosas eran distintas, que habían transcurrido muchísimos años desde ese momento y que habían estado juntos tanto tiempo que habían hecho esto un centenar de veces, que cada noche les pertenecía, y no sólo ésa. Apoyó la barbilla en las manos y le contempló mientras Jace corría las cortinas y luego se quitaba la cazadora y la colgaba en el respaldo de una silla. Llevaba una camiseta gris pálido debajo, y las Marcas que le rodeaban los brazos desnudos brillaron oscuramente mientras se desabrochaba el cinturón de las armas y lo depositaba en el suelo. Desató las botas y se las quitó mientras se acercaba a la cama, y se tendió con sumo cuidado junto a Clary. Tumbado sobre la espalda, giró la cara para mirarla. Por el borde de las cortinas se filtraba un poquitín de luz, la suficiente para que ella viese el contorno de su rostro y el brillante destello de sus ojos.

—Buenas noches, Clary —dijo él.

Sus manos descansaban extendidas a ambos lados del cuerpo, con los brazos pegados a los costados. Apenas parecía respirar; ella tampoco estaba muy segura de estar respirando. Deslizó la mano a través de la sábana, lo suficiente para que sus dedos se tocaran… tan levemente que probablemente apenas lo habría notado de haber estado tocando a cualquiera que no fuese Jace; pero lo cierto era que las terminaciones nerviosas de las yemas de sus dedos hormigueaban suavemente; como su las mantuviera sobre una llama baja. Percibió cómo él se tensaba junto a ella y luego se relajaba. Había cerrado los ojos, y sus pestañas proyectaban delicadas sombras sobre la curva de los pómulos. En su boca apareció una sonrisa como si percibiera que ella le observaba, y Clary se preguntó qué aspecto tendría él por la mañana, con el pelo despeinado y marcas de sueño bajo los ojos. A pesar de todo, pensarlo le provocó una punzada de felicidad.

Entrelazó los dedos con los de él.

—Buenas noches —susurró.

Con las manos cogidas como niños de un cuento, se durmió junto a él en la oscuridad.

15 Todo se desmorona

Luke había pasado la mayor parte de la noche contemplando el avance de la luz a través del tejado traslúcido del Salón de los Acuerdos igual que una moneda de plata rueda sobre la superficie transparente de una mesa de vidrio. Cuando la luna estaba cerca de ser luna llena, como sucedía en aquellos instantes, sentía una equivalente agudización en la visión y el sentido del olfato, incluso estando bajo forma humana. Ahora, por ejemplo, podía oler el sudor de la duda en la habitación, y el subyacente olor penetrante del miedo. Podía percibir la preocupación impaciente de su manada de lobos allá en el bosque de Brocelind mientras deambulaban en la oscuridad de debajo de los árboles y aguardaba noticias suyas.

—Lucian. —La voz de Amatis en su oído era baja pero penetrante—. ¡Lucian!

Atrancado violentamente en su ensoñación, Luke luchó por enfocar los agotados ojos sobre la escena que tenía delante. Era un pequeño grupo variopinto, el que formaban aquellos que habían estado de acuerdo en al menos escuchar su plan. Menos de los que había esperando. A muchos los conocía de su vida anterior en Idris —los Penhallow, los Lightwood, los Ravenscar—y justo al mismo número de ellos los acababa de conocer, como los Monteverde, que dirigían el Instituto de Lisboa y hablaban una mezcla de portugués e inglés, o Nasreen Chaudhury, la directora de facciones severas del Instituto de Mumbai. Su sari verde oscuro estaba estampado con complejas runas de un plateado tan intenso que Luke instintivamente se encogía cuando ella pasaba demasiado cerca.

—Realmente, Lucian —dijo Maryse Lightwood.

El menudo rostro blanco de la mujer estaba transido de agotamiento y pena. Luke no había esperado que ni ella ni su esposo acudiesen, pero habían aceptado casi en cuanto él se lo había mencionado. Supuso que debía de sentirse agradecido de que estuvieran allí, incluso aunque el dolor tendiera a hacer que Maryse se mostrara más irascible de lo acostumbrado.

—Eres tú quién nos convenció para venir; lo mínimo que puedes hacer es prestar atención.

—Y eso es lo que hace. —Amatis estaba sentada con las piernas recogidas bajo el cuerpo como una jovencita, pero su expresión era firme—. No es culpa de Lucian que hayamos estado dando vueltas en círculos durante la última hora.

—Y seguiremos dando vueltas y vueltas hasta que se nos ocurra una solución —dijo Patrick Penhallow con un tono cortante en la voz.

—Con el debido respeto, Patrick —repuso Nasreen, con su fuerte acento—, puede que no exista una solución para este problema. Tal vez tendríamos que conformarnos con encontrar un plan.

—Un plan que no suponga ni la esclavitud en masa ni… —empezó Jia, la esposa de Patrick, y luego se interrumpió, mordiéndose el labio.

Era una mujer bonita y esbelta que se parecía mucho a su hija, Aline. Luke recordó cuando Patrick había huido al Instituto de Beijing y se había casado con ella. Aquello había significado una especie de escándalo, pues se suponía que debía haberse casado con una joven de Idris que sus padres habían elegido para él. Pero a Patrick nunca le había gustado hacer lo que le decían, una cualidad que Luke agradecía en aquellos momentos.

—¿O aliaros a los subterráneos? —dijo Luke—. Me temo que no hay modo de evitarlo.

—Ése no es el problema, y lo sabes —indicó Maryse—. Es todo el asunto de los escaños en el Consejo. La Clave jamás estará de acuerdo en ese caso. Lo sabes. Cuatro escaños completos…

—Cuatro, no —dijo Luke—. Uno para los seres mágicos, uno para los Hijos de la Luna y uno para los hijos de Lilith.

—Los brujos, las hadas y los licántropos —enumeró el señor Monteverde con su voz suave—. ¿Y qué hay de los vampiros?

—No me han prometido nada —admitió Luke—. Y, por tanto, yo tampoco a ellos. Puede que no les interese formar parte del Consejo, no sienten demasiado cariño por los de mi especie, y tampoco les gustan demasiado las reuniones y las normas. Pero tienen la puerta abierta en el caso de que cambiasen de idea.

—Malachi y sus amigos jamás estarán de acuerdo, y puede que no tengamos suficientes votos en el Consejo sin ellos —masculló Patrick—. Además, sin los vampiros, ¿qué posibilidad tenemos?

—Una inmejorable —replicó Amatis, que parecía confiar en el plan de Luke aún más que éste—. Hay muchos subterráneos que lucharán con nosotros, y son realmente poderosos. Los brujos por sí solos…

La señora Monteverde sacudió la cabeza y se volvió hacia su esposo.

—Este plan es una locura. Jamás funcionará. No se puede confiar en los subterráneos.

—Funcionó durante el Levantamiento —dijo Luke.

La portuguesa hizo una mueca.

—Únicamente porque Valentine contaba con un ejército de idiotas —respondió—. No con demonios. ¿Y cómo podemos saber que los miembros de su antiguo Círculo no regresarán con él en cuanto los llame a su lado.

—Tenga cuidado con lo que dice, señora —gruñó Robert Lightwood.

Era la primera vez que abría la boca en más de una hora; había pasado la mayor parte de la tarde quieto, inmovilizado por la pena. Había arrugas en su rostro que Luke habría jurado que no estaban allí tres días atrás. Su tormento se apreciaba claramente en la tensión de sus hombros y en sus puños apretados; Luke no podía culparlo. Jamás le había gustado mucho Robert, pero había algo en la visión de aquel hombre quebrado por la pena que resultaba doloroso de contemplar.

—¿Cree que me uniría a Valentine después de la muerte de Max…? Él hizo que asesinaran a mi hijo…

—Robert —murmuró Maryse, y le posó la mano en el hombro.

—Si no nos unimos a él —dijo el señor Monteverde—, todos nuestros hijos morirán.

—Si piensa esto, entonces ¿por qué están aquí? —Amatis se puso en pie—. Pensaba que habíamos acordado…

«También yo.» A Luke le dolía la cabeza. Siempre la misma historia, se dijo, dos pasos al frente y uno atrás. Eran tan nocivos como los propios subterráneos cuando se enfrentaban; si al menos pudieran darse cuenta de ello… A lo mejor a todos les iría mejor si solucionaban sus problemas combatiendo, como lo hacía su manada.

Un leve movimiento en la puerta del Salón captó su mirada. Fue un instante, y de no haber faltado tan poco para la luna llena, quizá no lo hubiera visto, ni hubiera reconocido a la figura que pasó veloz ante las puertas. Se preguntó por un momento si estaba imaginando cosas. En ocasiones, cuando estaba muy cansado, creía ver a Jocelyn… en el parpadeo de una sombra, en un juego de luces en una pared.

Pero no se trataba de Jocelyn. Luke se puso en pie.

—Voy a salir cinco minutos a tomar el aire. Regresaré.

Luke notó cómo le observaban mientras se encaminaba a las puertas de entrada; todos ellos, incluso Amatis. El señor Monteverde susurró algo a su esposa en portugués; Luke captó la palabra «lobo» en el torrente de palabras. «Probablemente creen que voy a salir para correr en círculos y aullarle a la luna.»

El aire en el exterior era limpio y frío; el cielo mostraba un acerado gris pizarra. El amanecer enrojecía el cielo en el este y proporcionaba un tinte rosa pálido a los peldaños de mármol blanco que descendían desde las puertas del Salón. Jace lo esperaba en mitad de la escalinata. Las blancas ropas de luto que llevaban golpearon a Luke como una bofetada, un recordatorio de todas las muertes que habían padecido allí y que pronto volverían a padecer.

Luke se detuvo varios peldaños por encima de Jace.

—¿Qué haces aquí, Jonathan?

Jace no dijo nada, y Luke se maldijo mentalmente por su mala memoria; a Jace no le gustaba que lo llamasen Jonathan y por lo general respondía al nombre con una aguda protesta. En esta ocasión, no obstante no pareció importarle. El rostro que alzó hacia Luke estaba tan sombrío como los rostros de cualquiera de los adultos del Salón. Aunque a Jace todavía le faltaba un año para ser considerado adulto según la ley de la Clave, se había enfrentado ya a circunstancias peores en su corta vida de las que la mayoría de los adultos podían imaginar siquiera.

—¿Buscabas a tu padres?

—¿Te refieres a los Lightwood? —Jace negó con la cabeza—. No. No quiero hablar con ellos. Te buscaba a ti.

—¿Se trata de Clary? —Luke descendió varios escalones hasta quedar un peldaño por encima de Jace—. ¿Está bien?

—Está perfectamente.

La mención de Clary pareció hacer que Jace se pusiera en tensión, lo que a su vez disparó los nervios de Luke; de todos modos, Jace jamás diría que Clary estaba bien si no lo estaba.

—Entonces ¿qué sucede?

Jace miró más allá de él, hacia las puertas del Salón.

—¿Qué tal va ahí dentro? ¿Algún progreso?

—En realidad, no —admitió Luke—. A pesar de lo poco que desean rendirse a Valentine, les gusta aún menos la idea de que haya subterráneos en el Consejo. Y sin la promesa de escaños en el Consejo, mi gente no peleará.

Los ojos de Jace centellearon.

—La Clave no aceptará esa propuesta.

—No tiene por qué encantarles. Sólo ha de gustarles más que la idea del suicidio.

—Intentarán ganar tiempo —le informó Jace—. Si yo fuera tú, les daría un plazo límite. La Clave funciona mejor de esta manera.

Luke no pudo evitar sonreír.

—Todos los subterráneos a los que puedo convocar se acercarán a la Puerta Norte al ponerse el sol. Si la Clave ha aceptado pelear junto a ellos, entrarán en la ciudad. Si no, darán media vuelta. No he podido posponerlo más; apenas nos da tiempo suficiente para llegar a Brocelind a medianoche.

Jace silbó.

—Resulta teatral. ¿Esperas que la visión de todos esos subterráneos inspire a la Clave, o que les asuste?

—Probablemente un poco de ambas cosas. Muchos de los miembros de la Clave están asociados a Institutos, como tú; están mucho más acostumbrados a ver subterráneos. Son los nativos de Idris los que me preocupan. La visión de subterráneos ante sus puertas puede provocarles pánico. Por otra parte, no puede perjudicarles que les recuerdes lo vulnerables que son.

Como si aquello hubiese sido una señal, la mirada de Jace se alzó rápidamente hacia las ruinas del Gard, una cicatriz negra en la ladera de la colina sobre la ciudad.

—No estoy seguro de que nadie necesite más recordatorios de eso. —Volvió la mirada hacia Luke, con sus limpios ojos muy serios—. Quiero decirte algo, y no quiero que salga de aquí.

Luke no pudo ocultar la sorpresa.

—¿Por qué decírmelo a mí? ¿Por qué no a los Lightwood?

—Porque eres tú quién está al mando aquí, en realidad. Lo sabes.

Luke vaciló. Algo en el rostro pálido y cansado de Jace provocaba la empatía con su propio cansancio… empatía y un deseo de demostrarle a aquel muchacho, que había sido traicionado y utilizado de un modo tan perverso por los adultos a lo largo de su vida, que no todos los adultos eran así, que había algunos en los que podía confiar.

—De acuerdo.

—Y —dijo Jace—porque confío en que tú sabrás cómo explicárselo a Clary.

—¿Explicarle a Clary qué?

—Por qué tengo que hacerlo. —Los ojos de Jace estaban muy abiertos bajo la luz del sol que salía; le hacía parecer años más joven—. Voy a salir tras Sebastian, Luke. Sé cómo encontrarle, y voy a seguirle hasta que me conduzca a Valentine.

Luke soltó una exclamación de sorpresa.

—¿Sabes cómo encontrarle?

—Magnus me enseñó cómo usar un hechizo de localización mientras me alojaba con él en Brooklyn. Intentábamos usar el anillo de mi padre para encontrarle. No funcionó, pero…

—Tú no eres un brujo. No deberías poder realidad un hechizo de localización.

—Se trata de runas. Como el modo en que la Inquisidora me vigiló cuando fui a ver a Valentine al barco. Tan sólo necesitaba algo de Sebastian.

—Pero ya nos ocupamos de eso con los Penhallow. No dejó nada tras él. La habitación estaba totalmente vacía y ordenada, probablemente justo por ese motivo.

—Encontré algo —dijo Jace—. Un hilo empapado en su sangre. No es mucho, pero es suficiente. Lo probé, y funcionó.

—No puedes salir corriendo tras Valentine tú solo, Jace. No te dejaré.

—No puedes detenerme. A menos que quieras pelear conmigo aquí mismo en la escalinata. Y no vencerás, tampoco. Lo sabes tan bien como yo. —Había una nota curiosa en la voz de Jace, una mezcla de certeza y odio hacia sí mismo.

—Mira, por muy decidido que estés a hacer el papel de héroe solitario…

—No soy un héroe —respondió Jace, y la voz sonó clara y sin inflexión, como si expusiera el más simple de los hechos.

—Piensa en los Lightwood, incluso aunque resultes ileso. Piensa en Clary…

—¿Crees que no he pensado en Clary? ¿Crees que no he pensado en mi familia? ¿Por qué crees que lo hago?

—¿Crees que no recuerdo lo que se siente cuando se tienen diecisiete años? —respondió Luke—. Pensar que tienes el poder de salvar el mundo… y no sólo el poder sino la responsabilidad…

—Mírame —dijo Jace—. Mírame y dime si soy un chico de diecisiete años corriente.

Luke suspiró.

—No hay nada de corriente en ti.

—Ahora dime que es imposible. Dime que lo que sugiero no puede hacerse. —Como Luke no dijo nada, Jace prosiguió—: Mira, tu plan es estupendo tal y como está. Trae a los subterráneos, combatid contra Valentine hasta las puertas mismas de Alacante. Es mejor que simplemente tumbarse y permitirle que pase sobre nosotros. Pero lo esperará. No le cogeréis por sorpresa. Yo… yo podría cogerle por sorpresa. Puede que no sepa que siguen a Sebastian. Es una posibilidad al menos, y tenemos que aprovechar todas las posibilidades que podamos conseguir.

—Tal vez tengas razón —indicó Luke—. Pero eso supone esperar demasiado de una sola persona. Incluso tratándose de ti.

—Pero ¿no te das cuenta…? Sólo puedo ser yo —dijo Jace a la vez que la desesperación se deslizaba a su voz—. Incluso aunque Valentine perciba que le estoy siguiendo, podría dejarme llegar lo bastante cerca…

—¿Lo bastante cerca para qué?

—Para matarle —dijo Jace—. ¿Qué otra cosa?

Luke contempló al muchacho. Deseó de algún modo poder conectar y ver a Jocelyn en su hijo, del modo en que la veía en Clary, pero Jace era únicamente, y siempre, él mismo… contenido, solitario y aparte.

—¿Serías capaz de hacerlo? —preguntó—. ¿Podrías matar a tu propio padre?

—Sí —respondió él, con una voz tan distante como un eco—. ¿Es ahora cuando me dices que no puedo matarle porque él es, al fin y al cabo, mi padre, y el parricidio es un crimen imperdonable?

—No; ahora viene cuando te digo que tienes que estar seguro de ser capaz de hacerlo —dijo Luke, y comprendió, ante su propia sorpresa, que alguna parte de él había aceptado ya que Jace iba a hacer exactamente lo que decía, y que él se lo permitiría—. No puedes hacer todo esto, cortar tus lazos aquí e ir tras Valentine por tu cuenta, para fracasar sin más en el último obstáculo.

—¡Ah! —replicó Jace—. Sí, soy capaz de hacerlo. —Apartó la mirada de Luke, dirigiéndola escalera abajo en dirección a la plaza, que hasta la mañana del día anterior había estado llena de cadáveres—. Mi padre me hizo lo que soy. Y le odio por eso. Puedo matarle. Él se aseguró de eso.

Luke sacudió la cabeza.

—Cualquiera que fuese la educación que recibiste, Jace, te opusiste a ella. No te corrompió…

—No —dijo Jace—. No fue necesario. —Echó una ojeada al cuelo, cubierto de listas azules y grises; los pájaros habían iniciado sus cánticos matinales en los árboles que bordeaban la plaza—. Será mejor que me vaya.

—¿Quieres que les diga algo a los Lightwood?

—No. No les digas nada. Si descubren que lo sabías y me dejaste marchar, te culparán de ello. He dejado notas —añadió—. Se lo imaginarán.

—Entonces por qué…

—¿Por qué te lo cuento? Porque quiero que tú lo sepas. Quiero que lo tengas en mente mientras preparas tus planes para la batalla. Que estoy ahí fuera, buscando a Valentine. Si le encuentro, te lo haré saber. —Le dedicó una fugaz sonrisa—. Piensa en mí como tu plan de refuerzo.

Luke alargó el brazo y le estrechó la mano.

—Si tu padre no fuese quien es —dijo—, estaría orgulloso de ti.

Jace pareció sorprendido durante un momento, y luego con la misma rapidez se sonrojó y retiró la mano.

—Si tú supieras… —empezó, y se mordió el labio—. No importa. Buena suerte, Lucian Graymark. Ave atque vale.

—Esperemos que no sea una auténtica despedida —dijo Luke.

El sol se alzaba de prisa, y mientras Jace levantaba la cabeza, frunciendo el ceño ante la repentina intensificación de la luz, hubo algo en su rostro que impresionó a Luke: algo en aquella mezcla de vulnerabilidad y orgullo obstinado.

—Me recuerdas a alguien —dijo sin pensar—. A alguien que conocí hace años.

—Lo sé —repuso él con una mueca de amargura—, te recuerdo a Valentine.

—NO —contestó Luke, lleno de curiosidad; pero cuando Jace volvió la cabeza, el parecido desapareció, desvaneciendo los fugaces recuerdos—. No…, no pensaba en absoluto en Valentine.


En cuanto despertó, Clary supo que Jace se había ido, incluso antes de abrir los ojos. Su mano, todavía alargada sobre la cama, estaba hueca; no había dedos que respondieran a la presión de los suyos. Se incorporó despacio, con una opresión en el pecho.

Debía de haber descorrido las cortinas antes de irse, porque las ventanas estaban abiertas y brillantes franjas de luz solar caían sobre la cama. Se preguntó por qué la luz no la había despertado. Por la posición del sol, tenía que ser después de mediodía. Sentía la cabeza pesada y espesa, los ojos medio adormilados. Quizás porque, por primera vez en tanto tiempo, no había tenido pesadillas y su cuerpo había aprovechado para recuperar el sueño perdido.

Hasta que no se puso en pie no advirtió el papel doblado sobre la mesilla de noche. Lo recogió con una sonrisa en los labios —así que Jace había dejado una nota—. Cuando algo pesado resbaló de debajo del papel y cayó a sus pies, se sintió tan sorprendida que dio un salto atrás, pensando que estaba vivo.

Era un trozo enrollado de metal reluciente. Supo lo que era antes de inclinarse y recogerlo. La cadena y el anillo de plata que Jace había llevado alrededor del cuello. El anillo de la familia. Raras veces le había visto sin él. Una repentina sensación de temor la inundó.

Abrió la nota y leyó rápidamente las primeras líneas: «A pesar de todo, no puedo soportar la idea de que este anillo se pierda para siempre, como tampoco puedo soportar la idea de dejarte para siempre. Aunque no tengo elección sobre lo uno, al menos puedo elegir sobre lo otro».

El resto de la carta pareció desleírse en un conjunto de letras borrosas sin sentido; tuvo que leerla una y otra vez para entender lo que decía. Cuando finalmente comprendió, se quedó quieta mirándolo fijamente, observando aletear el papel en su mano temblorosa. Comprendió entonces por qué Jace le había contando todo lo que le había contando, y por qué había dicho que una noche no importaba. Se le puede decir todo a alguien a quien se cree que no se verá nunca más.

No recordó, más tarde, haber decidido qué hacer a continuación, ni haber buscado algo que ponerse, pero de alguna manera se encontró corriendo escaleras abajo, vestida con el equipo de cazador de sombras, con la carta en una mano y la cadena con el anillo abrochada apresuradamente alrededor del cuello.

La sala de estar permanecía vacía; el fuego de la chimenea se había reducido a cenizas grises, pero emanaba ruido y luz de la cocina: un parloteo de voces, y el olor de algo cocinándose. «¿Tortitas?», pensó Clary con sorpresa. Jamás se le habría ocurrido que Amatis supiese cómo hacerlas.

Y tenía razón. Al entrar en la cocina, Clary sintió que los ojos se le abrían como platos: Isabelle, con los brillantes cabellos negros recogidos en un nudo en la base del cuello, estaba de pie ante los fogones, con un delantal alrededor de la cintura y una cuchara de metal en la mano. Simon estaba sentado sobre la mesa detrás de ella, con los pies sobre una silla, y Amatis, en lugar de decirle que se bajara de los muebles, estaba recostada contra la encimera con aspecto de estarse divirtiendo enormemente.

Isabelle agitó la cuchara en dirección a Clary.

—Buenos días —saludó—. ¿Quieres desayunar? Aunque, bueno…, supongo que es más bien la hora del almuerzo.

Totalmente muda, Clary miró a Amatis, que se encogió de hombros.

—Aparecieron sin más y se empeñaron en reparar el desayuno —dijo—, y tengo que admitir que yo no soy tan buena cocinera.

Clary pensó en la espantosa sopa de Isabelle en el Instituto y reprimió un escalofrío.

—¿Dónde está Luke?

—En Brocelind, con su manada —respondió Amatis—. ¿Va todo bien, Clary? Pareces un poco…

—Agitada —finalizó Simon por ella—. ¿Va todo bien de verdad?

Por un momento Clary no supo que responder. «Aparecieron», había dicho Amatis. Lo que significa que Simon había pasado la noche en casa de Isabelle. Le miró fijamente. No parecía nada distinto.

—Estoy perfectamente —dijo; aquél no era precisamente el momento de preocuparse por la vida amorosa de Simon—. Necesito hablar con Isabelle.

—Pues habla —repuso ésta, dando golpecitos a un objeto deformado en el fondo de la sartén que era, temió Clary, una tortita—. Estoy escuchando.

—A solas —dijo Clary.

—¿No puede esperar? —preguntó Isabelle, arrugando la frente—. Casi he acabado…

—No —respondió Clary, y hubo algo en su tono que hizo que Simon, al menos, tensara su posición—. No puede esperar.

Simon se deslizó fuera de la mesa.

—Muy bien. Os daremos un poco de intimidad —dijo, y volvió la cabeza hacia Amatis—. Quizás podrías mostrarme esas fotos de Luke cuando era un bebé de las que estábamos hablando.

Amatis lanzó una mirada preocupada a Clary, pero siguió a Simon fuera de la habitación.

—Supongo que sí…

Isabelle meneó la cabeza mientras la puerta se cerraba detrás de ellos. Algo centelleó en su cogote; un brillante y delicadamente fino cuchillo estaba introducido en el moño, manteniéndolo fijo. A pesar del retablo de vida doméstica, seguía siendo una cazadora de sombras.

—Oye —dijo—. Si esto es sobre Simon…

—No se trata de Simon. Se trata de Jace.—Le alargó la nota—Lee esto.

Con un suspiro, Isabelle apagó el fogón, tomó la nota y se sentó a leerla. Clary sacó una manzana del cesto que había sobre la mesa y se sentó mientras Isabelle, frente a ella al otro lado de la mesa, escrutaba la nota en silencio. Clary se dedicó a toquetear la piel de la manzana sin decir nada; no podía imaginarse comiéndosela, ni, de hecho, comiendo nada en absoluto, nunca más.

Isabelle alzó los ojos de la nota con las cejas enarcadas.

—Esto parece más bien… persona. ¿Estás segura de que debo leerlo?

«Probablemente no.» Clary apenas recordaba siquiera las palabras de la carta en aquellos momentos; en cualquier otra situación, jamás se la habría mostrado a Isabelle, pero el pánico respecto a Jace invalidaba cualquier otra preocupación.

—Lee hasta el final.

Isabelle regresó a la nota. Cuando terminó, dejó el papel sobre la mesa.

—Pensaba que podría hacer algo como esto.

—¿Te das cuenta de lo que quiero decir? —dijo Clary a trompicones—. No puede haber salido hace tanto tiempo, o llegado tan lejos. Tenemos que ir tras él y… —Se interrumpió; su cerebro procesaba finalmente lo que Isabelle había dicho y lo hacía llegar a su boca—. ¿Qué quieres decir con que pensabas que podría hacer algo como esto?

—Justo lo que he dicho. —Isabelle empujó un mechón de cabello que colgaba detrás de la oreja—. Desde el momento en que Sebastian desapareció, todo el mundo ha estado buscando el modo de encontrarlo. Yo despedacé su habitación en casa de los Penhallow buscando cualquier cosa que se pudiera usar para localizarlo… pero no había nada. Debería haber sabido que si Jace encontraba algo que pudiese permitirle localizar a Sebastian, saldría disparado tras él —Se mordió el labio—. Aunque habría deseado que se hubiese llevado a Alec con él. A mi hermano le gustará.

—¿Así que piensas que Alec querrá ir tras él, entonces? —preguntó Clary, con renovadas esperanzas.

—Clary. —Isabelle sonó levemente exasperada—. ¿Cómo se supone que vamos a ir tras él? ¿Cómo se supone que vamos a tener la más leve idea de adónde ha ido?

—Debe de existir algún modo…

—Podemos intentar localizarle. Pero Jace es listo. Habrá encontrado algún modo de impedir la localización, igual que hizo Sebastian.

Una cólera fría se agitó en el pecho de Clary.

—¿Estás segura de que quieres encontrarlo? ¿No te importa si quiera que se haya marchado a una misión suicida? No puede enfrentarse a Valentine él solo.

—Probablemente no —repuso Isabelle—. Pero confío en que Jace tiene sus motivos para…

—¿Para qué? ¿Para querer morir?

—Clary. —Los ojos de Isabelle llamearon con una repentina luz colérica—. ¿Crees que el resto de nosotros estamos a salvo? Todos estamos aguardando morir o convertirnos en esclavos. ¿Puedes imaginar a Jace sentándose tan tranquilo y aguardando a que algo horrible suceda? ¿Realmente puedes ver…?

—Lo que veo es que Jace es tu hermano igual como lo era Max —dijo Clary—, y a ti te importó su muerte.

Lo lamentó en cuanto lo dijo; el rostro de Isabelle palideció, como si las palabras de Clary le hubiesen arrebatado el color.

—Max —dijo Isabelle con una furia rigurosamente controlada —era un niño pequeño, no un luchador…, tenía nueve años. Jace es un cazador de sombras, un guerrero. Si peleamos contra Valentine, ¿crees que Alec no estará en la batalla? ¿Crees que todos nosotros no estamos, en todo momento, preparados para morir si debemos hacerlo, si la causa es lo bastante importante? Valentine es el padre de Jace; Jace probablemente tiene la posibilidad de acercarse a él para hacer lo que tiene que hacer…

—Valentine matará a Jace si tiene oportunidad —dijo Clary—. No le perdonará la vida.

—Lo sé.

—Pero ¿todo lo que importa es si él muere gloriosamente? ¿Ni siquiera le echarás en falta?

—Le echaré en falta cada día —dijo Isabelle—, durante el resto de mi vida, la cual, enfrentémonos a ellos, si Jace fracasa, probablemente durará una semana. —Sacudió la cabeza—. Tú no lo entiendes, Clary. Tú no comprendes lo que es vivir siempre en guerra, crecer con batallas y sacrificios. Supongo que no es culpa tuya. Así es como te criaron…

Clary alzó las manos.

—Sí que lo entiendo. Sé que no te gusto, Isabelle. Porque soy una mundana para ti.

—¿Crees que ese es el motivo…? —Isabelle se interrumpió, sus ojos brillaban; no sólo por la ira, advirtió Clary con sorpresa, sino por las lágrimas—. Dios, no entiendes nada ¿verdad? ¿Cuánto hace que conoces a Jace?, ¿un mes? Yo hace siete años que le conozco. Y en todo ese tiempo jamás le he visto enamorarse, jamás he visto siquiera que le gustase nadie. Ligaba con chicas, claro. Las chicas siempre se enamoraban de él, pero a él nunca le importó ninguna realmente. Creo que es por eso que Alec pensó…

Isabelle se detuvo por un momento, quedándose muy quieta. «Está intentando no llorar», pensó Clary con asombro; Isabelle, que daba la impresión de no llorar nunca.

—Siempre me preocupó, y a mi madre también…, quiero decir, ¿qué clase de adolescente no pierde la cabeza por nadie jamás? Era como si siempre estuviese medio despierto en lo referente a otras personas. Pensé que a lo mejor lo que le había sucedido a su padre le había causado alguna especie de trauma que le impedía amar. Si al menos hubiese sabido lo que había sucedido de verdad con su padre…, pero entonces probablemente habría pensado lo mismo, ¿no crees? Quiero decir, ¿a quién no le habría afectado eso?

»Y entonces te conocimos, y fie como si despertara. Tú no podías darte cuenta, porque nunca le habías conocido de otro modo. Pero yo lo vi. Hodge lo vio. Alec lo vio… ¿Por qué crees que él te odiaba tanto? Fue así desde el mismo instante en que te conocimos. Tú pensaste que era asombroso poder vernos, y lo era, pero lo que era asombroso para mí era que Jace pudiera verte realmente. No dejó de hablar de ti en todo el camino de regreso al Instituto; hizo que Hodge le enviase a buscarte; y una vez que te trajo con él, no quería que te fueses. Donde fuera que estuvieses en la habitación, te observaba… Incluso estaba celoso de Simon. No estoy segura de que él fuera consciente, pero lo estaba. Podía darme cuenta. Celoso de un mundano. Y luego, tras lo que le sucedió a Simon en la fiesta, estuvo dispuesto a ir contigo a Dumort, a violar la Ley de la Clave, sólo para salvar a un mundano que ni siquiera le gustaba. Lo hizo por ti. Porque si algo le ocurría a Simon, a ti te habría dolido. Eras la primera persona fuera de nuestra familia cuya felicidad le había visto tener en cuenta jamás. Porque te amaba.

Clary profirió un ruidito desde el fondo de la garganta.

—Pero eso fue antes de…

—Antes de que descubriera que eras su hermana. Lo sé. Y no os culpo por eso. No podíais saberlo. Y supongo que tú no pudiste evitar seguir adelante y salir con Simon después como si no siquiera te importase. Pensé que una vez que Jace supiera que eras su hermana renunciaría y lo superaría, pero no lo hizo, y no pudo. No sé lo que Valentine le hizo cuando era niño. No sé si es así por ese motivo, o si es simplemente su modo de ser, pero no superará lo tuyo, Clary. No puede. Empecé a odiar verte. Odiaba verte por Jace. Es como una herida que te causa el veneno de demonio; tienes que dejarla en paz y permitir que cure. Cada vez que arrancas los vendajes, vuelves a abrir la herida. Cada vez que te ve, es como si se arrancase los vendajes.

—Lo sé —musitó Clary—. ¿Cómo crees que me siento yo?

—No lo sé. Yo no puedo saber lo que tú sientes. No eres mi hermana. No te odio, Clary. Incluso me gustas. Si fuese posible, no existe nadie que me gustase más para Jace. Pero espero que lo puedas comprender cuando te digo que si por algún milagro salimos de ésta, espero que mi familia se traslade a algún lugar tan lejano que no volvamos a verte jamás.

Las lágrimas le escocieron a Clary en el fondo de los ojos. Era extraño, Isabelle y ella sentadas allí ante aquella mesa, llorando por Jace por motivos que eran a la vez muy distintos y extrañamente similares.

—¿Por qué me cuentas todo esto ahora?

—Porque me estás acusando de no querer proteger a Jace. Y no es cierto. ¿Por qué crees que me alteré tanto cuando apareciste de improviso en casa de los Penhallow? Actúas como si no fueses parte de todo esto, de nuestro mundo; permaneces al margen, pero sí que formas parte de ello. Eres una parte fundamental. No puedes limitarte a fingir ser un actor secundario eternamente, Clary, cuando eres la hija de Valentine, porque Jace está haciendo lo que está haciendo en parte debido a ti.

—¿Debido a mí?

—¿Por qué crees que está tan dispuesto a arriesgarse? ¿Por qué crees que no le importa si muere?

Las palabras de Isabelle se clavaban en los oídos de Clary como afiladas agujas. «Sé por qué —pensó ella—. Cree que es un demonio, cree que no es realmente humano, ése es el motivo…, pero yo no puedo decírtelo, no puedo decirte la única cosa que te haría comprender.»

—Él siempre ha pensado que hay algo que no está bien en él, y ahora, debido a ti, piensa que está maldito para siempre. Le oí decírselo a Alec. ¿Por qué no arriesgar la vida, si no quieres vivir de todos modos? ¿Por qué no arriesgar la vida si jamás serás feliz hagas lo que hagas?

—Isabelle, basta, por favor.

La puerta se abrió, casi sin hacer ruido, y Simon apareció en el umbral. Clary casi había olvidado cuánto había mejorado su oído.

—No es culpa de Clary.

El rostro de Isabelle enrojeció.

—Mantente al margen, Simon. No sabes nada.

Simon entró en la cocina, cerrando la puerta tras él.

—He oído la mayor parte de lo que habéis estado diciendo —les dijo con total naturalidad—. Incluso a través de la pared. Has dicho que no sabes lo que Clary siente porque no la has conocido el tiempo suficiente. Bueno, yo sí la conozco bien,. Si crees que Jace es el único que ha sufrido, te equivocas.

Hubo un silencio; la ferocidad en la expresión de Isabelle se desvaneció levemente. A lo lejos, a Clary le pareció oír el sonido de alguien que llamaba a la puerta de la calle: Luke, probablemente, o Maia, con más sangre para Simon.

—No se ha ido por mí —dijo Clary, y su corazón empezó a latir con violencia.

«¿Puedo contarles el secreto de Jace, ahora que él se ha ido? ¿Puedo contarles la auténtica razón por la que se ha marchado, la auténtica razón por la que no le importa morir?» Las palabras empezaron a brotas de ella, casi en contra de su voluntad.

—Cuando Jace y yo fuimos a la casa solariega de los Wayland… cuando fuimos en busca del Libro de lo Blanco…

Se interrumpió al abrirse de par en par la puerta de la cocina. Amatis apareció allí de pie, con la más extraña de las expresiones en la cara. Por un momento Clary pensó que estaba asustada, y el corazón le dio un vuelco. Pero no era miedo lo que había en el rostro de la mujer. Reflejaba la misma expresión que había tenido cuando Clary y Luke habían aparecido de improviso en la puerta de su casa. Parecía como si hubiese visto un fantasma.

—Clary —dijo despacio—. Alguien ha venido a verte…

Antes de que pudiese terminar, alguien se abrió paso a su lado para entrar en la cocina. Amatis se echó hacia atrás, y Clary pudo observar bien al intruso: una mujer esbelta, vestida de negro. En un principio, todo lo que Clary vio fue el equipo de cazador de sombras. Casi no la reconoció, al menos hasta que sus ojos alcanzaron el rostro de la mujer y sintió que el estómago le daba un vuelco tal y como lo había hecho cuando Jace había conducido la motocicleta en la que iban por encima del borde del tejado del Dumort, en una caída de diez pisos.

Era su madre.

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