Ciudad de cristal Cassandra Clare

Extenso y escabroso es el camino

que lleva del Infierno hasta la luz.

JOHN MILTON, El Paraíso perdido

PRIMERA PARTE Las centellas vuelan al cielo

Empero como las centellas vuelan hacia el cielo,

así el hombre nace para la aflicción

JOB 5:7

1 El portal

La ola de frío de la semana anterior había finalizado; el sol brillaba con fuerza mientras Clary cruzaba apresuradamente el polvoriento patio delantero de Luke, con la capucha de la chaqueta subida para impedir que los cabellos se le arremolinaran sobre el rostro. Puede que el clima se hubiese vuelto más cálido, pero el viento que soplaba del East River todavía podía ser brutal. Transportaba con él un tenue olor químico, mezclado con el olor a asfalto y gasolina propio de Brooklyn, y el de azúcar quemado procedente de la fábrica abandonada que se encontraba calle abajo.

Simon la esperaba en el porche delantero, repantingado en su sillón de muelles roto. Sostenía su DS sobre las rodillas y se dedicaba a golpearla rítmicamente con el puntero.

—Gané —dijo mientras ella subía los peldaños—. Soy el mejor jugando al Mario Kart.

Clary se retiró la capucha, se apartó el cabello de los ojos y rebuscó en el bolsillo sus llaves.

—¿Dónde estabas? Te he estado llamando toda la mañana.

Simon se levantó y guardó el parpadeante rectángulo en su bandolera.

—Estaba en casa de Eric. Ensayo de la banda.

Clary dejó de sacudir la llave en la cerradura, donde siempre se encallaba, para mirarle con desaprobación durante un instante.

—¿Ensayo de la banda? Estás diciendo que todavía sigues…

—¿En el grupo? ¿Por qué no tendría que seguir en él? —Alargó la mano por delante de ella— Trae, deja que lo haga yo.

Clary esperó a un lado mientras Simon giraba con pericia la llave aplicando justo la presión adecuada hasta conseguir que la obstinada y vieja cerradura se abriera emitiendo un chasquido. La mano del muchacho rozó levemente la suya; la piel de Simon estaba fría, a la misma temperatura del aire de la calle. Ella se estremeció ligeramente. Habían cortado su relación la semana anterior, y todavía se sentía confusa cada vez que le veía.

—Gracias. —Recuperó la llave sin siquiera mirarle.

Dentro hacía calor. Clary colgó la chaqueta en la percha del recibidor y se dirigió a la habitación de invitados; Simon la seguía. Clary frunció el ceño al ver su maleta abierta como la concha de una almeja sobre la cama y su ropa y sus cuadernos de dibujo desperdigados por todas partes.

—Pensaba que sólo ibas a estar en Idris un par de días —comentó Simon, evaluando el desorden con una mirada de vaga consternación.

—Así es, pero no se me ocurre qué meter en la maleta. Apenas tengo ningún vestido o falda; ¿y si no puedo llevar pantalones allí?

—¿Por qué no ibas a poder llevar pantalones allí? Es otro país, no cambias de siglo.

—Como los cazadores de sombras son tan anticuados e Isabelle siempre lleva vestidos… —Clary se interrumpió y suspiró—. No te preocupes. Tan sólo estoy proyectando la ansiedad por mi madre en mi guardarropa. Hablemos de alguna otra cosa. ¿Cómo ha ido el ensayo? ¿Seguís sin un nombre para la banda?

—Ha sido genial. —Simon se sentó de un salto sobre el escritorio, dejando colgar las piernas—. Estamos considerando un nuevo lema. Algo irónico como: «Hemos visto un millón de rostros y hemos hecho vibrar a un ochenta por ciento de ellos».

—¿Les has contado a Eric y a los demás que…?

—¿Qué soy un vampiro? No. No es la clase de cosa que uno deja caer así como así en una conversación informal.

—Puede que no, pero son tus amigos. Deberían saberlo. Y además, pensarán que eso te convierte en algo más parecido a un dios del rock, como aquel vampiro llamado Lester.

—Lestat —la corrigió Simon—. El vampiro Lestat. Y pertenece a la ficción. De todos modos, o no he visto que tú hayas corrido a contarles a tus amigos que eres una cazadora de sombras.

—¿Qué amigos? Tú eres mi amigo. —Se arrojó sobre la mesa de espaldas y alzó los ojos hacia Simon—. Y te lo conté, ¿no es cierto?

—Porque no tenías elección. —Simon inclinó la cabeza a un lado, estudiándola; la luz de la mesilla de noche se reflejaba en sus ojos, dándoles un tono plateado—. Te echaré de menos mientras estés fuera.

—Yo también te echaré de menos —repuso Clary, aunque sentía un hormigueo de nerviosa expectativa por toda la piel que le dificultaba la concentración.

«¡Me voy a Idris! —canturreó para sí misma—. Veré el país del que proceden los cazadores de sombras, la Ciudad de Cristal. Salvaré a mi madre.

»Y estaré con Jace.»

Los ojos de Simon centellearon como si pudiese oír sus pensamientos, pero su voz sonó sosegada.

—Cuéntamelo otra vez… ¿por qué tienes que ir a Idris? ¿Por qué no pueden Madeleine y Luke ocuparse de esto sin ti?

—Mi madre consiguió el hechizo que la sumió en este estado de manos de un brujo: Ragnor Fell. Madeleine dice que tenemos que dar con él si queremos saber cómo invertir el hechizo. El brujo no la conoce, pero sí que conocía a mi madre, Y Madeleine cree que confiará en mí porque yo me parezco mucho a ella. Y Luke no puede venir conmigo. Podría ir a Iris, pero al parecer no puede entrar en Alacante sin el permiso de la Clave, y ellos no lo darán. Y no les hables de ello, por favor; él querría acompañarme. Si yo no hubiese conocido a Madeleine antes, tampoco creo que me dejasen ir a mí.

—Pero los Lightwood también estarán allí. Y Jace. Ellos te ayudarán. Porque… Jace dijo que te ayudaría, ¿verdad? ¿A él no le importa que vayas?

—Claro, él me ayudará —dijo Clary—Y por supuesto que no le importa. Le parece estupendo.

Sin embargo, ella sabía que eso no era cierto.


Clary había ido directamente al Instituto después de haber hablado con Madeleine en el hospital. Jace había sido el primero a quien le había contado el secreto de su madre, antes incluso que a Luke. Y él se había quedado allí plantado mirándola fijamente, cada vez más pálido, mientras Clary hablaba, como si en lugar de estarle contando cómo podía salvar a su madre ella le estuviera extrayendo la sangre con cruel lentitud.

—Tú no vas a ir —dijo él en cuanto la chica hubo finalizado—. Aunque tenga que atarte y sentarme encima de ti hasta que este demencial capricho tuyo se te pase, no vas a ir a Idris.

Clary se sintió igual que si la hubiesen abofeteado. Había creído que él estaría encantado. Había acudido corriendo desde el hospital a contárselo, y allí estaba él de pie en la entrada, enfadado, mirándola con aquella expresión tétrica.

—Pero vosotros sí que vais.

—Sí, claro. Tenemos que ir. La Clave ha convocado a todos los miembros activos de los que se pueda prescindir de vuelta a Idris para una gran reunión del Consejo. Van a votar qué hacer respecto a Valentine, y puesto que somos las últimas personas que le han visto…

Clary pasó por alto aquello.

—Entonces, si vosotros vais, ¿por qué no puedo ir contigo?

La sencillez de la pregunta pareció enojarle aún más.

—Porque no es seguro para ti ir allí.

—Vaya, ¿y acaso estoy segura aquí? Han intentado asesinarme una docena de veces durante el mes pasado. Y siempre aquí, en Nueva York.

—Eso es porque Valentine ha estado concentrado en los dos Instrumentos Mortales que había aquí —masculló Jace entre dientes—. Ahora va a desviar su atención a Idris, todos lo sabemos…

—No estamos tan seguro de eso —dijo Maryse Lightwood.

La mujer había permanecido de pie en la sombra de la entrada del pasillo, sin que ninguno de ellos la viera; avanzó hasta quedar bajo las fuertes luces de la entrada, que iluminaron las arrugas de agotamiento que parecían alargar su rostro. Su esposo, Robert Lightwood, había resultado herido por veneno de demonio durante la batalla de la semana anterior y había necesitado cuidados constantes desde entonces; Clary podía imagina muy bien lo cansada que debía de estar.

—La Clave quiere conocer a Clarissa y tú lo sabes, Jace.

—La Clave puede irse a la mierda.

—Jace —le reprendió Maryse en su habitual tono maternal—. Ese lenguaje.

—La Clave quiere muchas cosas —rectificó Jace—. ¿Por qué ha de conseguirlas todas?

Maryse le miró como si supiese exactamente a qué se refería y no le hiciese gracia.

—La Clave tiene razón a menudo, Jace. No es irracional que quieran hablar con Clary, después de todo lo que ha pasado. Lo que ella podría contarles.

—Yo les contaré cualquier cosa que quieran saber —dijo Jace.

Maryse suspiró y volvió sus ojos azules hacia Clary.

—¿Debo entender que tú quieres ir a Idris?

—Sólo unos pocos días. No seré ninguna molestia —le imploró Clary, evitando la mirada furibunda de Jace—. Lo juro.

—La cuestión no es si serás una molestia; la cuestión es si estarás dispuesta a reunirte con la Clave mientras estás allí. Ellos quieren hablar contigo. Si te niegas, dudo que obtengamos la autorización para llevarte con nosotros.

—No… —empezó Jace.

—Me reuniré con la Clave —le interrumpió Clary, aunque la sola idea de hacerlo le provocó una oleada de frío a lo largo de la espalda.

El único emisario de la Clave que había conocido hasta el momento era la Inquisidora, quien no había sido exactamente una persona agradable de tener al lado.

Maryse se frotó las sienes con las yemas de los dedos.

—Entonces todo resuelto. —Sin embargo, su voz no sonó convencida, sino tan tensa y frágil como una cuerda de violín excesivamente tensada—. Jace, acompaña a Clary afuera y luego ven a verme a la biblioteca. Necesito hablar contigo.

Desapareció de nuevo en las sombras sin siquiera una palabra de despedida. Clary la siguió con la mirada, sintiéndose como si la acabaran de empapar con agua helada. Alex e Isabelle parecían sentir un cariño genuino por su madre, y estaba segura de que Maryse no era una mala persona en realidad, pero no era exactamente lo que se dice afectuosa.

La boca de Jace dibujaba una dura línea.

—Mira lo que has conseguido.

—Necesito ir a Idris, incluso si tú no puedes comprender el motivo —replicó Clary—. Necesito hacer esto por mi madre.

—Maryse confía demasiado en la Clave —dijo Jace—. Seguramente cree que son perfectos, y yo no puedo decirle que no lo son, porque… —Se detuvo bruscamente.

—Porque eso es lo que Valentine diría.

Clary esperó una explosión, pero «Nadie es perfecto» fue todo lo que él pronunció antes de pulsar el botón del ascensor con el dedo índice.

—Ni siquiera la Clave.

Clary cruzó los brazos sobre el pecho.

—¿Es realmente ése el motivo de que no quieras que vaya? ¿Por qué no es seguro?

Un parpadeo de sorpresa cruzó el rostro del muchacho.

—¿Qué quieres decir? ¿Por qué otro motivo iba a querer que vinieses?

Ella tragó saliva.

—Porque…

«Porque me dijiste que ya no sientes nada por mí, y verás, eso es muy delicado, porque yo todavía siento cosas por ti. Y apuesto a que lo sabes.»

—¿Por qué no quiero a mi hermanita siguiéndome por todas partes? —Hubo una nota cortante en su voz, medio burla, medio algo más.

El ascensor llegó con un traqueteo. Clary empujó la puerta a un lado, entró en él y se volvió hacia Jace.

—No quiero ir porque tú vayas a estar allí. Quiero ir porque me gustaría ayudar a mi madre. Nuestra madre. Tengo que ayudarla, ¿no lo entiendes? Si no hago esto, podría no despertar jamás. Podrías fingir al menos que te importa un poco.

Jace pasó las manos sobre los hombros de ella, rozando con las yemas de los dedos la piel desnuda del cuello y enviando inútiles escalofríos a través de los nervios de la muchacha. Clary advirtió que Jace tenía sombras bajo los ojos y huecos oscuros bajo los pómulos. El suéter negro que llevaba puesto no hacía más que resaltar su piel llena de moratones, al igual que sus oscuras pestañas; constituía todo un estudio de contrastes, digno de ser pintado en tonalidades negras, blancas y grises, con salpicaduras de oro aquí y allá, como sus ojos, para dar un toque de color…

—Déjame hacerlo. —La voz de Jace sonó queda, apremiante—. Puedo ayudarla por ti. Dime adónde ir, a quién preguntar. Conseguiré lo que necesitas.

—Madeleine le dijo al brujo que sería yo quien iría. Estará esperando a la hija de Jocelyn, no al hijo de Jocelyn.

Las manos de Jace se cerraron con más fuerza sobre sus hombros.

—Pues dile a ella que hubo un cambio de planes. Iré yo, no tú. Tú no.

—Jace…

—Haré lo que sea —dijo él—. Cualquier cosa que me pidas, si prometes quedarte aquí.

—No puedo.

La soltó, como si ella le hubiese apartado de un empujón.

—¿Por qué no?

—Porque ella es mi madre, Jace —respondió Clary.

—Y la mía. —La voz sonó fría—. En realidad, ¿por qué no se puso en contacto con Madeleine con los dos respecto a esto? ¿Por qué sólo tú?

—Ya sabes por qué.

—Porque —dijo él, y esta vez su voz sonó aún más fría—para ella eres la hija de Jocelyn. Pero yo siempre seré el hijo de Valentine.

Cerró la puerta violentamente entre ellos. Durante un instante Clary le miró fijamente; la malla de la reja le dividía el rostro en una serie de rombos, bosquejos de metal. Un ojo dorado la contempló a través de uno de los rombos, con una cólera furiosa titilando en sus profundidades.

—Jace… —empezó a decir.

Pero tras una sacudida el ascensor bajaba ya con su traqueteo habitual, transportándola al oscuro silencio de la catedral.


—La Tierra a Clary. —Simon agitó las manos ante ella—. ¿Estás despierta?

—Sí, lo siento.

Se incorporó, sacudiendo la cabeza para eliminar las telarañas. Aquélla había sido la última vez que había visto a Jace. No había cogido el teléfono cuando ella le había llamado más tarde, así que había hecho todos los planes para el viaje a Idris con los Lightwood usando a Alec como reacia y avergonzada persona de contacto. Pobre Alec, atrapado entre Jace y su madre, intentando siempre hacer lo correcto.

—¿Decías algo?

—Simplemente que creo que Luke ha regresado —repuso Simon—, y saltó del escritorio justo cuando se abría la puerta del dormitorio—. Y así es.

—Hola, Simon.

Luke sonó tranquilo, quizá un poco cansado; vestía una estropeada cazadora tejana, una camisa de franela y unos viejos pantalones de pana metidos dentro de unas botas que parecían haber vivido mejores tiempo diez años atrás. Llevaba las gafas subidas sobre su cabello castaño, que parecía ahora más salpicado de canas de lo que Clary recordaba. Sujetaba un paquete cuadrado bajo el brazo, atado con una cinta verde. Se lo tendió a Clary.

—Te conseguí algo para el viaje.

—No tenías por qué hacerlo —protestó ella—. Ya has hecho demasiado…

Recordaba la ropa que le había comprado después de que todo lo que poseía hubiese quedado destruido. Le había dado un teléfono y material de pintar nuevos, sin que se lo hubiera pedido. En realidad, casi todo lo que poseía en ese momento se lo había regalado Luke. «Y ni siquiera te parece bien que vaya.» Ese último pensamiento floró entre ellos sin ser pronunciado.

—Lo sé. Pero lo vi y pensé en ti. —Le pasó la caja.

El objeto que había dentro estaba envuelto en varias capas de papel de seda. Clary se abrió paso entre ellas y agarró algo blando como el pelaje de un gato. Lanzó un gritito ahogado. Era un abrigo de terciopelo verde botella, pasado de moda, con el forro de seda dorada, botones de latón y una amplia capucha. Se lo colocó sobre el regazo, pasando las manos con cariño por el suave tejido.

—Parece algo que Isabelle se pondría —exclamó—. Como un abrigo de viaje de cazador de sombras.

—Exacto. Ahora, cuando estés en Idris, irás vestida de un modo más parecido a uno de ellos —dijo Luke.

Ella le miró.

—¿Quieres que parezca uno de ellos?

—Clary, eres uno de ellos. —Su sonrisa estaba teñida de tristeza—. Además, ya sabes cómo tratan a los forasteros. Cualquier cosa que puedas hacer para encajar…

Simon emitió un ruido extraño, y Clary le miró con aire culpable; casi había olvidado que él estaba allí. El muchacho contemplaba fijamente su reloj.

—Tengo que irme.

—¡Pero si acabas de llegar! —protestó Clary—. Pensaba que podíamos salir a dar una vuelta, ver una película o algo…

—Tienes que hacer la maleta —Simon sonrió, radiante como la luz del sol tras la lluvia; y ella casi pudo creer que no había nada que le preocupara—. Vendré más tarde para despedirme antes de que te vayas.

—Venga, va —protestó Clary—. Quédate…

—No puedo. —Su tono sonó categórico—. He quedado con Maia.

—Ah. Fantástico —replicó ella.

Maia, se dijo, era simpática. Era lista. Era bonita. También era una chica lobo. Una chica lobo que estaba chiflada por Simon. Pero tal vez era así como debía ser. Tal vez su nueva amiga debía ser una subterránea. Al fin y al cabo, él mismo era un subterráneo ahora. Técnicamente, ni siquiera tendría que estar pasando tiempo con cazadores de sombras como Clary.

—Supongo que será mejor que te vayas.

—Creo que será lo mejor.

Los ojos oscuros de Simon eran inescrutables. Era algo nuevo…, ella siempre había sido capaz de adivinarle el pensamiento a Simon. Se preguntó si era un defecto secundario del vampirismo, o alguna otra cosa totalmente distinta.

—Adiós —dijo él, y se inclinó como si fuera a besarla en la mejilla, apartándole el cabello hacia atrás con una mano.

Sin embargo, se detuvo y se echó hacia atrás con una expresión indecisa. Ella le miró con el ceño fruncido por la sorpresa, pero él ya se había ido, rozando a Luke al cruzar la puerta. Clary oyó cómo la puerta delantera se cerraba a lo lejos.

—¡Está actuando de un modo tan raro! —exclamó, abrazando el abrigo de terciopelo en busca de seguridad—. ¿Crees que tiene algo que ver con lo de ser vampiro?

—Probablemente no. —Luke parecía levemente divertido—. Convertirte en un subterráneo no cambia lo que sientes por las cosas. O por la gente. Dale tiempo. Lo cierto es que rompiste con él.

—No. Él rompió conmigo.

—Porque no estabas enamorada de él. Se trata de una situación cierta, y creo que lo está llevando con elegancia. Muchos otros adolescentes se enfurruñarían, o merodearían bajo tu ventana con un radiocasete gigante.

—Ya nadie tiene un radiocasete gigante. Eso pasaba en los ochenta.

Clary abandonó la cama y se puso el abrigo. Lo abotonó hasta el cuello, deleitándose con el suave tacto del terciopelo.

—Simplemente quiero que Simon regrese a la normalidad.

Se echó una ojeada en el espejo y se sintió agradablemente sorprendida: el verde hacia que sus cabellos rojos resaltaran y le iluminaba el color de los ojos. Se volvió hacia Luke.

—¿Qué te parece?

Él estaba recostado en la entrada con las manos en los bolsillos; una sombra le cruzó el rostro cuando la miró.

—Tu madre tenía un abrigo idéntico a ese cuando tenía tu edad —fue todo lo que dijo.

Clary agarró con fuerza los puños del abrigo, clavando los dedos en el suave pelo. La mención de su madre, mezclada con la tristeza en la expresión de Luke, hacía que quisiera echarse a llorar.

—Iremos a verla después, ¿verdad? —preguntó—. Quiero despedirme de ella antes de irnos, y decirle… decirle lo que haré. Que va a ponerse bien.

—Visitaremos el hospital más tarde —respondió Luke, asintiendo—. Y, ¿Clary?

—¿Qué?

Casi no quería mirarle, pero, con gran alivio por su parte, cuando lo hizo, la tristeza había desaparecido de sus ojos.

Él sonrió.

—La normalidad no es tan buena como la pintan.


Simon echó una ojeada al papel que sostenía y luego a la catedral, y entrecerró los ojos bajo el sol de la tarde. El Instituto se alzaba recortado contra el cielo azul, un bloque de granito lleno de ventanas en forma de arcos puntiagudos y rodeado de un alto muro de piedra. Rostros de gárgolas miraban al suelo con expresión lasciva desde las cornisas, como desafiándole a acercarse a la puerta principal. No se parecía en nada a la impresión que tuvo la primera vez que lo vio, disfrazado como una ruina abandonada, pero claro, el glamour no funcionaba con los subterráneos.

«Tú no perteneces a este lugar.» Las palabras eran severas, mordaces, corrosivas; Simon no estaba seguro de si le había hablado la gárgola o si la voz procedía de su propia mente. «Esto es una iglesia, y tú estás condenado.»

—Cállate —masculló sin demasiado entusiasmo—. Además, a mí me traen sin cuidado las iglesias. Soy judío.

Encontró una afiligranada verja de hierro encastrada en la pared de piedra y posó la mano en el pasador, medio esperando un dolor abrasador en la piel, pero nada sucedió. La verja no parecía ser especialmente sagrada. La abrió de un empujón y había recorrido la mitad del agrietado sendero de cantería que conducía a la puerta principal cuando oyó voces —varias voces, y le resultaban familiares—a poca distancia.

O tal vez no tan cerca. Casi había olvidado lo mucho que su oído, igual que su visión, se había agudizado desde que había tenido lugar la Conversión. Parecía como si las voces sonaran justo tras él, pero a medida que seguía el estrecho sendero que rodeaba la pared lateral del Instituto vio que se hallaban de pie a un buen trecho, en el extremo opuesto de los jardines. La hierba crecía sin control allí, medio cubriendo los bifurcados senderos que discurrían por entre lo que probablemente en una ocasión habían sido rosales pulcramente distribuidos. Había incluso un banco de piedra, recubierto con una telaraña de verdes hierbajos; aquello había sido una auténtica iglesia en el pasado, antes de que los cazadores de sombras la ocuparan.

Al primero que vio fue a Magnus, recostado contra una musgosa pared de piedra. Era difícil pasarlo por alto, pues llevaba una camiseta blanca decorada con salpicaduras de color sobre unos pantalones de cuero multicolor. Destacaba igual que una orquídea de invernadero, rodeado por los cazadores de sombras vestidos totalmente de negro: Alec con aspecto pálido y violento; Isabelle, con su larga melena negra retorcida en forma de trenzas atadas con cintas plateadas, de pie junto a un niño que tenía que ser Max, el más pequeño de ellos. A poca distancia estaba su madre, que parecía una versión más alta y huesuda de su hija, con la misma larga melena negra. Junto a ella había una mujer que Simon no conocía. En un principio, Simon pensó que era vieja, ya que tenía los cabellos casi blancos, pero entonces se volvió para hablar con Maryse y vio que probablemente no tendría más de treinta y cinco o cuarenta años.

Y luego esta Jace, manteniéndose a cierta distancia, como si no perteneciera del todo al grupo. Llevaba la vestimenta negra de un cazador de sombras como los demás. Cuando Simon vestía de negro, daba la impresión de que iba a un funeral, pero Jace simplemente tensaba los hombros y se preguntó si algo —el tiempo o el olvido—diluiría alguna vez el resentimiento que experimentaba hacia Jace. No quería sentirlo, pero ahí estaba, una piedra que lastraba aquel corazón suyo que ya no latía.

Había algo de extraño en la reunión; pero entonces Jace se volvió hacia él, como si percibiera su presencia, y Simon vio, incluso desde aquella distancia, la fina cicatriz blanca de su garganta, justo por encima del cuello de la chaqueta. El resentimiento de su pecho se desvaneció convertido en otra cosa. Jace efectuó un leve movimiento de cabeza hacia él.

—Regresó en seguida —le dijo a Maryse, en un tono que Simon jamás habría usado con su propia madre, pues sonó como un adulto dirigiéndose a otro adulto.

Maryse asintió inquieta.

—No entiendo por qué tiene que tardar tanto —le comentó a Magnus—. ¿Te parece normal?

—Lo que no es normal es el descuento que os ofrezco. —Magnus golpeó la pared con el tacón de la bota—. Normalmente cobro el doble.

—Es tan sólo un Portal temporal. Simplemente tiene que llevarnos a Idris. Y luego espero que vuelvas a cerrarlo. Ése es nuestro acuerdo. —Volvió la cabeza hacia la mujer que tenía al lado—. ¿Y tú te quedarás aquí para presenciar cómo lo hace, Madeleine?

Madeleine. Así que aquélla era la amiga de Jocelyn. No tuvo tiempo para quedarse allí mirando, no obstante; Jace ya había agarrado a Simon del brazo y lo arrastraba tras la esquina de la iglesia, fuera de la vista de los otros. Allí atrás había aún más hierbajos y maleza descontrolada. Jace empujó a Simon detrás de un roble enorme y lo soltó, observando alrededor atentamente para asegurarse de que no los habían seguido.

—Está bien. Podemos hablar aquí.

Todo estaba más tranquilo allí atrás, desde luego; el ajetreo del tráfico procedente de York Avenue quedaba ahogado tras la mole del Instituto.

—Tú eres quien me pidió que viniera —señaló Simon—. Encontré tu mensaje en mi ventana cuando desperté esta mañana. ¿Es que nunca usas el teléfono como la gente normal?

—No si puedo evitarlo, vampiro —respondió Jace.

El muchacho estudiaba a Simon detenidamente, como si leyera las páginas de un libro. En su expresión se concentraban dos emociones encontradas: un leve asombro y lo que a Simon le pareció desilusión.

—Así que sigue siendo cierto. Puedes andar bajo la luz del sol. Ni siquiera el sol del mediodía te quema.

—Sí —respondió Simon—. Pero tú ya lo sabías…, estuviste allí.

No hicieron falta más detalles; pudo ver en el rostro del otro joven cómo recordaba el río, la parte trasera de la furgoneta, el sol alzándose por encima del agua, a Clary gritando. Lo recordaba tan bien como Simon.

—Pensé que tal vez podría haber sido transitorio —replicó Jace, aunque su tono no pareció sincero.

—Si siento la necesidad de arder, te lo haré saber. —Simon jamás tenía mucha paciencia con Jace—. Oye, ¿me pediste que recorriera todo el camino hasta la zona residencial simplemente para poder quedarte mirándome como si yo fuese algo en una placa de Petri? La próxima vez te enviaré una foto.

—Y yo la enmarcaré y la colocaré en mi mesilla de noche —dijo Jace, aunque no dio la impresión de que hubiese entusiasmo en su sarcástico comentario—. Oye, te pedí que vinieses por un motivo. A pesar de lo mucho que odio admitirlo, vampiro, tenemos algo en común.

—¿Un cabello absolutamente fantástico? —sugirió Simon, también sin demasiado entusiasmo en sus palabras; algo en la expresión de Jace le había sentirse cada vez más inquieto.

—Clary —dijo Jace.

Simon se vio cogido por sorpresa.

—¿Clary?

—Clary —repitió Jace—. Ya sabes: bajita, pelirroja, mal genio.

—No veo como Clary puede ser algo que tengamos en común —replicó Simon, aunque sí lo veía.

De todos modos, aquélla no era una conversación que quisiera tener con Jace en aquel momento, o, de hecho, jamás. ¿Acaso no existía alguna especie de código masculino que excluyera discusiones así… discusiones sobre sentimientos?

Aparentemente no.

—Ella nos importa a los dos —declaró Jace, dedicándole una mesurada mirada—. Es importante para los dos. ¿Cierto?

—¿Me estás preguntando si ella me importa?

«Importar» parecía una palabra más que insuficiente para ello. Se preguntó si Jace se estaba burlando de él; lo que parecía inusitadamente cruel, incluso para Jace. ¿Le había conducido Jace hasta allí simplemente para burlarse de él porque su relación con Clary no había funcionado? Aunque Simon todavía tenía esperanza, al menos un poco, de que las cosas podrían cambiar, que Jace y Clary empezarían a sentir el uno por el otro lo que suponía que debían sentir, lo que se esperaba que los hermanos sintieran el uno por el otro…

Trabó la mirada con Jace y sintió que aquella pequeña esperanza se marchitaba. La expresión del rostro del muchacho no era la expresión que mostraban los hermanos al hablar de sus hermanas. Por otra parte, era evidente que Jace no lo había hecho ir hasta allí para burlarse de sus sentimientos; los ojos de Jace reflejaban su mismo sufrimiento.

—No creas que me gusta hacerte estas preguntas —le soltó Jace—. Necesito saber lo que harías por Clary. ¿Mentirías por ella?

—¿Mentir sobre qué? ¿Qué es lo que sucede? —Simon reparó entonces en lo que le había inquietado del retablo de cazadores de sombras del jardín —. Aguarda un segundo —dijo—. ¿Os vais a Idris ya? Clary cree que os marcháis esta noche.

—Lo sé —dijo Jace—. Y necesito que les digas a los demás que Clary te envió aquí para decirnos que no venía. Diles que ya no quiere ir a Idris.

Había un tono incisivo en su voz… algo que Simon apenas reconocía, o quizá simplemente le resultaba tan extraño procediendo de Jace que no conseguía procesarlo: Jace le estaba suplicando.

—Te creerán. Saben lo… lo unidos que estáis vosotros dos.

Simon negó con la cabeza.

—No puedo creerte. Actúas como si quisieras que lo hiciese por Clary, pero en realidad simplemente quieres que lo haga por ti. —Empezó a alejarse—. No hay trato.

Jace le agarró del brazo, haciéndole girar de nuevo hacia él.

—Es por Clary. Estoy intentando protegerla. Pensaba que al menos te interesaría ayudarme a hacerlo.

Simon miró significativamente la mano de Jace, cerrada firmemente sobre la parte superior de su brazo.

—¿Cómo puedo protegerla si no me cuentas de qué la estoy protegiendo?

Jace no le soltó.

—¿Es que no puedes confiar en mí cuando digo que esto es importante?

—Tú no comprendes hasta qué punto ella desea ir a Idris —dijo Simon—. Si he de impedir que eso suceda, será mejor que exista una condenada buena razón para ello.

Jace soltó aire levemente, de mala gana… y liberó el brazo de Simon.

—Lo que Clary hizo en el barco de Valentine —dijo con la voz tensa—. Con la runa en la pared…, la runa de apertura…, bueno, tú viste lo que sucedió.

—Ella destruyó el barco —dijo Simon—. Nos salvó la vida.

—Baja la voz. —Jace miró a su alrededor con inquietud.

—No me estarás diciendo que nadie más lo sabe, ¿verdad? —inquirió Simon con incredulidad.

—Yo lo sé. Tú lo sabes. Luke lo sabe y Magnus lo sabe. Nadie más.

—¿Qué creen todos que sucedió? ¿Qué el barco se hizo pedazos sin más muy oportunamente?

—Les conté que el Ritual de Conversión de Valentine debió de salir mal.

—¿Mentiste a la Clave? —Simon no estaba seguro de si sentirse impresionado o consternado.

—Sí, mentí a la Clave. Isabelle y Alec saben que Clary posee cierta habilidad para crear runas nuevas, así que dudo que vaya a poder ocultarle eso a la Clave o al nuevo Inquisidor. Pero si supieran que puede hacer lo que hace… la querrían como luchadora, como arma. Y no está preparada para eso. No la criaron para ello… —Se interrumpió al ver que Simon sacudía la cabeza—. ¿Qué?

—Eres nefilim —dijo Simon despacio—. ¿No deberías querer lo que es mejor para la Clave? Si eso significa usar a Clary…

—¿Quieres que la tengan? ¿Para que la coloquen en primera línea contra Valentine y cualquiera que sea el ejército que esté reuniendo?

—No —dijo Simon—. No quiero eso. Pero no soy uno de vosotros. Yo no tengo que preguntarme a quién priorizar, a Clary o a mi familia.

Jace enrojeció con creciente intensidad.

—NO es eso. Si creyera que ello ayudaría a la Clave…, pero no lo hará. Tan sólo acabará resultando herida…

—Incluso aunque pensases que ayudaría a la Clave —respondió Simon—, jamás les permitirías que la tuviesen.

—¿Qué te hace decir eso, vampiro?

—Que nadie puede tenerla, excepto tú —respondió Simon.

Jace palideció.

—Así que no me ayudarás —dijo con incredulidad—. ¿No la ayudarás?

Simon vaciló… y antes de que pudiera responder, un ruido rompió el silencio entre ellos. Un grito agudo y chirriante, terrible en su desesperación, y aún más por la brusquedad con que había sido emitido.

—¿Qué ha sido eso?

Al solitario alarido se le unieron otros gritos, y un discordante repiqueteo metálico que hirió los tímpanos de Simon.

—Algo ha sucedido…, los otros…

Pero Jace ya no estaba allí, corría por el sendero esquivando la maleza. Tras un momento de indecisión, Simon le siguió. Había olvidado lo deprisa que podía correr ahora; iba pegado a los talones de Jace cuando doblaron la esquina de la iglesia e irrumpieron en el jardín.

Ante ellos reinaba el caos. Una neblina blanca cubría el jardín, y había un fuerte olor en el aire: el sabor intenso a ozono y algo más, dulce y desagradable, por debajo de éste. Había figuras corriendo como flechas de un lado a otro; Simon únicamente podía verlas fragmentadas, mientras aparecían y desaparecían entre la niebla. Vio fugazmente a Isabelle, los cabellos chasqueando a su alrededor en negras ristras mientras blandía el látigo. Éste creaba una mortífera horquilla de rayos dorados a través de las sombras. La muchacha rechazaba el avance de algo enorme que se movía pesadamente —un demonio, pensó Simon—, pero era pleno día; eso era imposible. Mientras corría al frente dando traspiés, vio que la criatura era en cierta forma humanoide aunque jorobada y retorcida, de algún modo con la forma equivocada. Sujetaba una gruesa tabla de madera en una mano e intentaba golpear con ella a Isabelle casi a ciegas.

Apenas un poco más allá, a través de una abertura en la pared de piedra, Simon pudo ver el tráfico de York Avenue siguiendo su camino con normalidad. El cielo más allá del Instituto estaba despejado.

—Repudiados —musitó Jace, y su rostro ardía enfurecido mientras sacaba uno de sus cuchillos serafín del cinturón—. Docenas de ellos. —Empujó a Simon a un lado, casi con brusquedad—. Quédate aquí, ¿lo entiendes? Quédate aquí.

Simon se quedó paralizado por un instante mientras Jace se precipitaba al interior de la neblina. La luz del cuchillo que empuñaba iluminaba la niebla a su alrededor con un tono plateado; figuras oscuras corrían de un lado a otro dentro de ella, y a Simon le dio la impresión de que miraba a través de una hoja de cristal esmerilado, intentando desesperadamente distinguir qué sucedía al otro lado. Isabelle había desaparecido; vio a Alec, cuyo brazo sangraba, acuchillando el pecho de un guerrero repudiado y observó cómo éste se desplomaba hecho un guiñapo. Otro se alzó a su espalda, pero Jace estaba allí, ahora con un cuchillo en cada mano, saltó por el aire y los alzó y bajó con un despiadado movimiento de tijera… y la cabeza del repudiado se desprendió del cuello lanzando un chorro de sangre negra. A Simon se le revolvió el estómago, la sangre olía amarga, venenosa.

Podía oír a los cazadores de sombras llamándose unos a otros fuera de la neblina, aunque los repudiados permanecían en un absoluto silencio. De improviso, la neblina se disipó y Simon vio a Magnus, de pie con mirada enloquecida junto a la pared del Instituto. Tenía las manos alzadas y centelleaban rayos azules entre ellas. Sobre la pared donde él estaba parecía estarse abriendo un agujero cuadrado negro en la piedra. No estaba vacío, ni oscuro precisamente, sino que brillaba como un espejo con fuego arremolinado atrapado dentro del cristal.

—¡El Portal! —gritaba—. ¡Cruzad el Portal!

Varias cosas sucedieron a la vez. Maryse Lightwood surgió de la neblina, llevando al niño, Max, en brazos. Se detuvo para gritar algo por encima del hombro y luego se precipitó hacia el interior del Portal, desapareciendo en la pared. Alec la siguió, tirando de Isabelle que arrastraba el látigo manchado de sangre por el suelo. Mientras tiraba de ella hacia el Portal, algo surgió a toda velocidad de la neblina tras ellos: un guerrero repudiado, blandiendo un cuchillo de doble filo.

Simon se desbloqueó. Se arrojó a su encuentro, gritando el nombre de Isabelle…, antes de tropezar y caer de bruces contra el suelo con fuerza suficiente como para quedarse sin respiración, si hubiera respirado, claro. Se sentó en seguida y volvió la cabeza para ver con qué había tropezado.

Era un cuerpo. El cuerpo de una mujer degollada, los ojos abiertos y azules de muerte. Tenía el pálido pelo manchado de sangre. Era Madeleine.

—¡Simon, muévete!

Era Jace quien le gritaba; Simon vio al muchacho corriendo hacia él fuera de la niebla. Con ensangrentados cuchillos serafín en las manos. Entonces alzó los ojos. El guerrero repudiado que había estado persiguiendo a Isabelle se alzaba sobre él, el rostro lleno de cicatrices crispado en una mueca burlona. Simon se retorció a un lado cuando el cuchillo de doble filo descendió hacia él, pero incluso con sus mejores reflejos no fue lo bastante rápido. Un dolor abrasador le inundó y todo se fue tornando negro.

2 Las torres de los demonios de alacante

No existía magia suficiente, se dijo Clary mientras ella y Luke daban vueltas a la manzana por tercera vez, que pudiese crear nuevos espacios de aparcamientos en una calle de Nueva York. No había ningún sitio donde detener la furgoneta y la mitad de la calle estaba ocupada por coches en doble fila. Finalmente, Luke se detuvo junto a una toma de agua y puso la camioneta en punto muerto con un suspiro.

—Ve —dijo—. Que sepan que ya estás aquí. Te traeré la maleta.

Clary asintió, pero vaciló antes de acercar la mano a la manecilla de la puerta. La ansiedad le producía un nudo en el estómago, y deseó, no por primera vez, que Luke fuese con ella.

—Siempre pensé que la primera vez que fuese al extranjero llevaría al menos un pasaporte.

Luke sonrió.

—Sé que estás nerviosa —dijo—. Pero todo irá bien. Los Lightwood cuidarán de ti.

«Sólo te lo he dio un millón de veces», pensó Clary. Dio una ligera palmada a Luke en el hombro antes de saltar fuera de la furgoneta.

—Te veo dentro de un momento.

Avanzó por el agrietado sendero de piedra, mientras el sonido del tráfico se desvanecía a medida que se acercaba a las puertas de la iglesia. Necesitó unos instantes para desprender el halo de glamour del Instituto en esta ocasión. Parecía como si se hubiese añadido otra capa de disfraz a la vieja catedral, como si tuviese una nueva capa de pintura. Desprenderla mentalmente resultó difícil, incluso doloroso. Finalmente desapareció y pudo ver la iglesia tal y como era. Las altas puertas de madera resplandecían como si las acabaran de dar lustre.

Había un olor extraño en el aire, como a quemado y ozono. Arrugando la nariz, posó la mano en el pomo. «Soy Clary Morgenstern, una de los nefilim, y solicito acceso al Instituto…»

La puerta se abrió de par en par. Clary entró. Miró a su alrededor pestañeando, intentando identificar qué era lo que daba la impresión de ser diferente en el interior de la catedral.

Comprendió qué era cuando la puerta se cerró tras ella, atrapándola en una oscuridad mitigada únicamente por el tenue resplandor del rosetón situado muy arriba por encima de su cabeza. Jamás había estado al otro lado de la entrada del Instituto sin que hubiese habido docenas de llamas encendidas en los ornamentados candelabros que bordeaban el pasillo entre los bancos.

Sacó su luz mágica del bolsillo y la sostuvo en alto. La luz brilló, enviando relucientes rayos luminosos por entre sus dedos, que alumbraron los polvorientos rincones del interior de la catedral mientras se encaminaba hacia el ascensor situado cerca del desnudo altar y oprimía con impaciencia en botón de llamada.

No sucedió nada. Al cabo de medio minuto volvió a apretar el botón… y tampoco. Apoyó la oreja contra la puerta del ascensor y escuchó. Ni un sonido. El Instituto se había vuelto oscuro y silencioso como una muñeca mecánica a la que se le hubiese acabado la cuerda.

Con el corazón desbocado, Clary regresó corriendo por el pasillo y abrió las gruesas puertas de un empujón. Se quedó parada en los peldaños de la entrada a la iglesia, mirando a un lado y a otro frenéticamente. El cielo se oscurecía adoptando un tono cobalto en lo alto y el aire olía a quemado con más fuerza si cabe. ¿Había habido fuego? ¿Se habían marchado los cazadores de sombras? Pero el lugar parecía intacto…

—No ha sido el fuego.

La voz era queda, aterciopelada y familiar. Una figura alta se materializó surgiendo de las sombras, los cabellos sobresaliendo en una corona de desmañadas púas. Llevaba un traje de seda negro sobre una brillante camisa verde esmeralda, y resplandecientes anillos en sus finos dedos. Unas botas extravagantes formaban parte del atuendo, así como una gran cantidad de purpurina.

—¿Magnus? —musitó Clary.

—Sé lo que estabas pensando —dijo Magnus—. Pero no ha habido ningún incendio. El olor es a neblina infernal; es una especie de humo demoníaco encantado. Amortigua los efectos de ciertas clases de magia.

—¿Neblina demoníaca? Entonces hubo…

—Un ataque al Instituto. Sí. A primera hora de esta tarde. Repudiados… probablemente unas cuantas docenas de ellos.

—Jace —musitó Clary—. Los Lightwood.

—El humo infernal amortiguó mi capacidad para combatir eficazmente a los repudiados. También la de ellos. Tuve que enviarlos a través del Portal a Idris.

—Pero ¿ninguno de ellos resultó herido?

—Madeleine —respondió Magnus—. Mataron a Madeleine. Lo siento, Clary.

Clary se dejó caer sobre los peldaños. No la había conocido bien, pero Madeleine había sido una conexión tenue con su madre…, su madre real, la dura y combativa cazadora de sombras a la que Clary jamás había conocido.

—¿Clary? —Luke ascendía por el sendero en la creciente oscuridad, llevando la maleta de la joven en una mano—. ¿Qué sucede?

Clary permaneció sentada abrazándose las rodillas mientras Magnus lo explicaba. Por debajo del dolor por Madeleine se sentía llena de un alivio culpable. Jace estaba bien. Los Lightwood estaban bien. Se lo decía a sí misma una y otra vez, en silencio. Jace estaba bien.

—Los repudiados —dijo Luke—. ¿Acabasteis con todos?

—No. —Magnus negó con la cabeza—. Después de que enviaran a los Lightwood a través del Portal, los repudiados se dispersaron; no parecieron interesados en mí. Para cuando cerré el Portal, todos se habían ido.

Clary alzó la cabeza.

—¿El Portal está cerrado? Pero… todavía puedes enviarme a Idris, ¿verdad? —preguntó—. Quiero decir, puedo ir a través del Portal y reunirme con los Lightwood, ¿no es cierto?

Luke y Magnus intercambiaban una mirada. Luke depositó la maleta a sus pies.

—¿Magnus? —La voz de Clary se elevó, aguda en sus propios oídos —. Tengo que ir.

—El Portal está cerrado, Clary…

—¡Entonces abre otro!

—No es tan fácil —respondió el brujo—. La Clave vigila cualquier entrada mágica a Alacante con sumo cuidado. Su capital es un lugar sagrado para ellos; es como su Vaticano, su Ciudad Prohibida. Ningún subterráneo puede ir allí sin permiso, y no se permite el acceso a mundanos.

—Pero ¡yo soy una cazadora de sombras!

—Sólo apenas —replicó Magnus—. Además, las torres impiden la apertura de portales que lleven directamente a la ciudad. Para abrir un Portal que fuera directo a Alacante tendría que tenerlos a ellos montando guardia al otro lado aguardando tu llegada. Si intentase enviarte por mi cuenta, sería contravenir directamente la Ley, y no estoy dispuesto a arriesgarme a eso por ti, bizcochito, no importa lo bien que me caigas.

Clary pasó la mirada del rostro apenado de Magnus al rostro cauteloso de Luke.

—Pero necesito ir a Idris —dijo—. Tengo que ayudar a mi madre. Tiene que existir algún otro modo de llegar allí, algún modo que no requiera un Portal.

—El aeropuerto más cercano está a un país de distancia —indicó Luke—. Si pudiésemos cruzar la frontera…, y eso supone una gran dificultad…, seguiría un largo y peligroso viaje por tierra, a través de toda clase de territorios de subterráneos. Tardaríamos días en llegar.

A Clary le ardían los ojos. «No lloraré —se dijo—. No lo haré.»

—Clary —la voz de Luke era dulce—. Nos pondremos en contacto con los Lightwood. Nos aseguraremos de que tienen toda la información que necesiten para conseguir el antídoto para Jocelyn. Pueden ponerse en contacto con Fell…

Pero Clary estaba ya de pie, sacudiendo la cabeza.

—Es necesario que sea yo —dijo—. Madeleine me aseguró que Fell no hablaría con nadie más.

—¿Fell? ¿Ragnor Fell? —repitió Magnus—. Puedo intentar hacerle llegar un mensaje. Hacerle saber que Jace irá a verle.

Parte de la preocupación desapareció del rostro de Luke.

—Clary, ¿me has oído? Con la ayuda de Magnus…

Pero Clary no quería oír nada más sobre la ayuda de Magnus. No quería oír nada. Había pensado que iba a salvar a su madre, y ahora no podía hacer otra cosa que sentarse junto a su cama, sostenerle la mano flácida, y esperar que otra persona, en algún otro lugar, pudiera ser capaz de hacer lo que ella no podía llevar a cabo.

Descendió apresuradamente los peldaños, apartando de un empujón a Luke cuando intentó agarrarla.

—Simplemente necesito estar sola un segundo.

—Clary…

Oyó que Luke la llamaba, pero se alejó de él, doblando a toda prisa la esquina de la catedral. Se encontró siguiendo el sendero de piedra en el punto en que se bifurcaba, encaminándose hacia el pequeño jardín del lado este del Instituto, en dirección al olor a brasas y cenizas… y un espeso olor intenso por debajo de aquél, el olor a magia demoníaca. Todavía flotaba neblina en el jardín, pedazos desperdigados de ella, igual que regueros de nubes atrapadas aquí y allá en el borde de un rosal u ocultos bajo una piedra. Pudo ver el lugar donde la tierra había quedado removida horas antes debido a la pelea… Había una oscura mancha roja allí, junto a uno de los bancos de piedra, que no quiso contemplar durante mucho rato.

Desvió la cabeza. Y se detuvo. Allí, sobre la pared de la catedral, estaban las marcas inconfundibles de la magia de las runas, resplandeciendo con un ardiente azul que se desvanecía en la piedra gris. Formaban un contorno de aspecto cuadrado, como el de luz alrededor de una puerta medio abierta…

El Portal.

Algo en su interior pareció retorcerse. Recordó otros símbolos, brillando peligrosamente contra el liso casco de metal de un barco. Recordó la sacudida que había experimentado la nave al desgarrarse, el agua negra del East River entrando a raudales. «Son simplemente runas —pensó—. Símbolos. Puedo dibujarlos. SI mi madre puede atrapar la esencia de la Copa Mortal dentro de un pedazo de papel, entonces yo puedo crear un Portal.»

Sus pies la llevaron hasta la pared de la catedral, y su mano se introdujo en el bolsillo en busca de la estela. Poniendo toda su voluntad en impedir que la mano le temblara colocó la punta de la estela sobre la piedra.

Cerró los ojos con fuerza y, en la oscuridad que había tras ellos, empezó a dibujar con la mente líneas curvas de luz. Líneas que le hablaban de entradas, de ser transportada en aire arremolinado, de viajes y de lugares lejanos. No sabía si era una runa que había existido antes o una que ella acababa de inventar, pero existía ahora como si siempre lo hubiese hecho.

«Portal.»

Empezó a dibujar, las marcas saltando de la punta de la estela en negras líneas de carboncillo. La piedra chisporroteó, inundándole la nariz con el olor ácido de algo que se quema. Una ardiente luz azul fue apareciendo sobre los párpados cerrados. Sintió calor en el rostro, como si estuviese parada ante una hoguera. Con un jadeo bajó la mano y abrió los ojos.

La runa que había dibujado era una flor oscura floreciendo sobre la pared de piedra. Mientras la contemplaba, sus líneas parecieron fundirse y cambiar, discurriendo hacia abajo con suavidad, desplegándose, tomando una forma nueva. En unos momentos la forma de la runa había cambiado. Ahora era el contorno de una entrada refulgente, varios centímetros más alta que la misma Clary.

No podía apartar los ojos de la entrada. Brillaba como la misma luz sombría que el Portal situado tras la cortina de la casa de madame Dorothea. Alargó la mano hacia ella…

Y retrocedió. Para usar un Portal, recordó con desaliento, uno tenía que imaginar a dónde quería ir, adónde quería que el Portal lo llevase. Pero ella no había estado nunca en Idris. Se lo habían descrito, desde luego. Un lugar de valles verdes, de bosques oscuros y aguas brillantes, de lagos y montañas, y Alacante, la ciudad de las torres de cristal. Podía imaginar el aspecto que podría tener, pero la imaginación no era suficiente, no con aquella magia. Si al menos…

Inspiró bruscamente. Pero sí había visto Idris. Lo había visto en un sueño, y sabía, sin saber cómo, que había sido un sueño verídico. Después de todo, ¿qué le había dicho Jace en el sueño sobre Simon? ¿Que él no podía quedarse porque «este lugar es para los vivos»? Y no mucho después de eso, Simon había muerto…

Hizo retroceder la memoria al sueño. Había estado bailando en el salón de baile de Alacante. Las paredes eran doradas y blancas, con un techo transparente y brillante como un diamante en lo alto. Había una fuente —una bandeja de plata con la estatua de una sirena en el centro—y luces colgadas de los árboles fuera de las ventanas, y ella vestía de terciopelo verde, tal y como iba en aquel momento.

Como si estuviera aún en el sueño, alargó la mano hacia el Portal. Una luz brillante se desperdigó al contacto con los dedos, una puerta se abrió a un lugar iluminado situado al otro lado. Se encontró contemplando con fijeza una arremolinada vorágine dorada que poco a poco empezó a fusionarse en formas discernibles: le pareció que podía ver el contorno de montañas, un trozo de cielo…

—¡Clary!

Era Luke, corriendo por el sendero, con una máscara de enojo y consternación en el rostro. Detrás de él, Magnus avanzaba a grandes zancadas, los ojos de felino brillando como metal a la ardiente luz del Portal que bañaba el jardín.

—¡Clary, detente! ¡Las salvaguardas son poderosas! ¡Conseguirás que te maten!

Pero ya no había forma de detenerse. Más allá del Portal, la luz dorada crecía. Pensó en las paredes doradas del salón de su sueño, la luz dorada refractándose en el cristal tallado por todas partes. Luke se equivocaba; no comprendía el don de Clary, el modo en que funcionaba… ¿qué importaban las salvaguardas cuando uno podía crear su propia realidad simplemente dibujándola?

—Tengo que ir —chilló, avanzando, las yemas de los dedos estiradas—. Luke, lo siento…

Dio un paso adelante… Gracias a un ágil salto, se situó a su lado, sujetándola de la muñeca, justo mientras el Portal parecía estallar alrededor de ellos. Igual que un tornado arrancando un árbol de raíz, la fuerza los arrancó del suelo. Clary captó una última visión fugaz de los vehículos de Manhattan alejándose de ella a veloces círculos, para desaparecer cuando una ráfaga de viento fuerte como un trallazo la atrapó, haciéndola volar por los aires, la muñeca todavía atrapada en la férrea mano de Luke, en un remolino de dorado caos.


Simon despertó con el sonido del rítmico chapoteo del agua. Se incorporó, con un repentino terror helándole el pecho; la última vez que había despertado con el sonido de olas, era prisionero en el barco de Valentine, y el suave sonido líquido le trajo a la memoria aquella terrible ocasión con una inmediatez que fue como una rociada de agua helada en la cara.

Pero no…, un vistazo a su alrededor le indicó que estaba en otro lugar totalmente distinto. Para empezar, yacía bajo mantas suaves sobre una cómoda cama en una pequeña habitación limpia que tenía las paredes pintadas de azul pálido. Había cortinas oscuras corridas en la ventana, pero la tenue luz alrededor de los bordes era suficiente para que sus ojos de vampiro vieran con claridad. Había una alfombra pequeña de colores vivos en el suelo y un armario con puerta de espejo en una pared.

También había un sillón junto a la cama. Simon se sentó muy tieso desprendiéndose de las mantas y reparó en dos cosas: una, que todavía llevaba puestos los mismo vaqueros y la camieseta que había llevado al ir hacia el Instituto para reunirse con Jace; y dos, que la persona del sillón dormitaba, la cabeza apoyada en la mano, la larga melena negra derramándose hacia abajo como un chal de flecos.

—¿Isabelle? —dijo Simon.

La cabeza de la muchacha se alzó de golpe como un sobresaltado muñeco de resorte, y sus ojos se abrieron al instante.

—¡Aaah! ¡Estás despierto! —Se sentó muy recta, echándose atrás los cabellos—. ¡Jace se sentirá tan aliviado! Estábamos casi seguros de que ibas a morir.

—¿Morir? —repitió Simon, sintiéndose mareado y con náuseas—. ¿De qué? —Paseó la mirada por la habitación, parpadeando—. ¿Estoy en el Instituto? —preguntó, aunque comprendió en cuanto las palabras salieron de su boca que, por supuesto, eso era imposible—. Quiero decir… ¿dónde estamos?

Una leve inquietud recorrió el rostro de Isabelle.

—Vaya… ¿quieres decir que no recuerdas lo que sucedió en el jardín? —Tiró nerviosamente del ribete de ganchillo que bordeaba el tapizado del sillón—. Los repudiados nos atacaron. Eran muchísimos, y la neblina infernal hacia que fuese difícil luchar contra ellos. Magnus abrió el Portal, y todos corríamos a su interior cuando te vi viniendo hacia nosotros. Tropezaste… con Madeleine. Y había un repudiado justo detrás de ti; tú seguramente no le viste, pero Jace sí. Intentó llegar hasta ti, pero era demasiado tarde. El repudiado te clavó el cuchillo. Sangraste… una barbaridad. Y Jace mató al repudiado, te levantó y te arrastró a través del Portal con él —finalizó, hablando a tal velocidad que las palabras perdieron claridad al mezclarse, por lo que Simon tuvo que esforzarse para captarlas—. Nosotros estábamos ya al otro lado, y déjame decirte que todo el mundo se sorprendió de lo lindo cuando Jace cruzó contigo desangrándote sobre él. El Cónsul no se mostró nada complacido.

Simon tenía la boca seca.

—¿El repudiado me clavó el cuchillo?

Parecía imposible. Pero lo cierto era que ya había sanado así antes, después de que Valentine le degollara. Con todo, al menos debería recordarlo. Sacudiendo la cabeza, bajó la mirada para contemplarse.

—¿Dónde?

—Te lo mostraré.

Con gran sorpresa por su parte, al cabo de un instante Isabelle estaba sentada en la cama a su lado, con las frías manos puestas sobre su estómago. Le subió la camiseta, dejando al descubierto una franja de pálido estómago recorrida por una fina línea roja. Apenas era una cicatriz.

—Aquí —dijo, deslizando los dedos encima—. ¿Sientes algún dolor?

—No… no.

La primera vez que Simon había visto a Isabelle la había encontrado tan atractiva, tan llena de vida, vitalidad y energía, que había pensado que por fin había encontrado a una chica que brillaba con fuerza suficiente como para tapar la imagen de Clary que siempre parecía estar grabada en el interior de sus párpados. Fue justo por la época en que ella había conseguido que acabara convertido en una rata en la fiesta en el loft de Magnus cuando había advertido que tal vez Isabelle brillaba con excesiva intensidad para un chico corriente como él.

—No duele.

—Pero mis ojos sí —dijo una voz con descarada diversión procedente de la puerta.

Jace. Había entrando tan silenciosamente que ni siquiera Simon le había oído; cerró la puerta tras él y sonrió burlón mientras Isabelle le bajaba la camiseta a Simon.

—¿Abusando de un vampiro mientas está demasiado débil para defenderse, Iz? —preguntó—. Estoy segurísimo de que eso viola al menos uno de los Acuerdos.

—Simplemente le estoy mostrando dónde le apuñalaron —protestó ella, pero regresó pitando al sillón con cierta precipitación—. ¿Qué sucede abajo? ¿Siguen todos alucinando?

La sonrisa abandonó el rostro de Jace.

—Maryse ha subido al Gard con Patrick —dijo—. La Clave está reunida y Malachi pensó que sería mejor si ella… lo explicaba… personalmente.

Malachi. Patrick. Gard. Los desconocidos nombres dieron vueltas por la cabeza de Simon.

—¿Explicar qué?

Isabelle y Jace intercambiaron miradas.

—Explicarte a ti —respondió finalmente Jace—. Explicar por qué trajimos a un vampiro con nosotros a Alacante, algo que, por cierto, va explícitamente en contra de la Ley.

—¿A Alacante? ¿Estamos en Alacante?

Una oleada de confuso pánico recorrió a Simon, aunque fue rápidamente reemplazada por un dolor que le recorrió el estómago. Se dobló hacia delante, jadeando.

—¡Simon! —Isabelle alargó la mano, con un destello de alarma brillando en sus ojos oscuros—. ¿Te encuentras bien?

—Vete, Isabelle. —Simon, con las manos cerradas contra el estómago, alzó los ojos hacia Jace, con un tono de súplica en la voz—. Haz que se vaya.

Isabelle se echó hacia atrás, con expresión dolida.

—Muy bien. Me iré. No tendrás que decírmelo dos veces.

Se puso en pie con aire indignado y salió de la habitación, cerrando de un portazo tras ella.

Jace volvió la cabeza hacia Simon, los ojos color ámbar inexpresivos.

—¿Qué sucede? Pensaba que te estabas curando.

Simon alzó una mano para mantener apartado al joven. Un sabor metálico le ardía en la parte posterior de la garganta.

—No es Isabelle —chirrió—. Ni estoy herido; estoy simplemente… hambriento. —Sintió que las mejillas le ardían—. Perdí sangre, así que… necesito reemplazarla.

—Desde luego —repuso Jace, en el tono de alguien a quien acaban de explicar un dato científico interesante, aunque no especialmente necesario.

La leve preocupación abandonó su expresión, para ser reemplazada por algo que a Simon le pareció un divertido desdén. Despertó una sensación de furia en su interior; de no haber estado tan debilitado por el dolor, habría saltado de la cama y se hubiera lanzado sobre el otro joven hecho una furia. Tal y como estaban las cosas, todo lo que pudo hacer fue jadear.

—Vete a la mierda, Wayland.

—Wayland, ¿eh?

La expresión divertida no abandonó el rostro de Jace, pero éste se llevó las manos a la garganta y empezó a bajar la cremallera de la cazadora.

—¡No! —Simon se echó hacia atrás sobre la cama—. No me importa lo hambriento que esté. No voy a… beber tu sangre… otra vez.

Jace hizo una mueca.

—Tampoco pensaba dejarte hacerlo.

Introdujo la mano en el bolsillo interior de la cazadora y extrajo un frasco de cristal. Contenía un líquido de un tenue rojo amarronado.

—Pensé que podrías necesitar esto —indicó—. Escurrí el jugo de unas cuantas libras de carne cruda que había en la cocina. Es lo único que pude hacer.

Simon le cogió el frasco a Jace, aunque sus manos temblaban tanto que el otro muchacho tuvo que desenroscar el tapón por él. El líquido del interior era repugnante… demasiado aguado y salado para ser auténtica sangre, y tenía aquel tenue sabor desagradable que indicaba que la carne tenía algunos días.

—¡Puaj! —dijo tras unos cuantos tragos—. Sangre muerta.

—¿No está muerta toda la sangre? —inquirió Jace, enarcando las cejas.

—Cuanto más tiempo lleve muerto el animal cuya sangre estoy bebiendo, peor sabe la sangre —explicó Simon—. Fresca es mejor.

—Pero tú nunca has bebido sangre fresca. ¿No es cierto?

Simon enarcó las cejas como única respuesta.

—Bueno, aparte de la mía, claro —dijo Jace —. Y estoy seguro de que mi sangre es fantástica.

Simon depositó el frasco vacío sobre el brazo del sillón situado junto a la cama y replicó:

—Hay algo que no chuta contigo. Mentalmente, quiero decir.

Todavía tenía el sabor de la sangre pasada en la boca, pero el dolor había desaparecido. Se sentía mejor, más fuerte, como si la sangre fuese una medicina que funcionaba al instante, una droga que necesitaba tomar para vivir. Se preguntó si aquello era lo que les sucedía a los adictos.

—Así que estoy en Idris.

—En Alacante, para ser precisos —respondió Jace—. La capital. La única ciudad, en realidad. —Fue a la ventana y descorrió las cortinas—. Los Penhallow no nos creyeron —dijo—. Sobre que el sol no te afectaría. Colgaron estas cortinas opacas. Pero deberías mirar.

Simon se levantó de la cama y se reunió con Jace junto a la ventana. Y abrió los ojos de par en par.

Hacía unos cuantos años, su madre los había llevado a él y a su hermana de viaje a la Toscana: una semana de pesados y desconocidos platos de pasta, pan sin sal, un paisaje agreste y marrón… y su madre descendiendo a toda velocidad por carreteras estrechas y sinuosas, evitando por poco estrellar el Fiat en los hermosos edificios antiguos que pretendidamente habían ido a ver. Recordaba que se habían detenido en la ladera de una colina justo frente a una ciudad llamada San Gimignano, una colección de edificios de color óxido salpicados aquí y allá por altas torres cuyos pisos superiores se elevaban vertiginosamente como si quisieran alcanzar el cielo. Si lo que contemplaba ahora le recordaba algo, era eso; aunque le parecía también extraño que resultaba genuinamente distinto de cualquier cosa que hubiera visto antes.

Miraba desde la ventana superior de lo que debía de ser una casa bastante alta. Si echaba un vistazo hacia arriba podía ver aleros de piedra y, más allá, el cuelo. Enfrente había otra casa, no tan alta como ésta, y entre ellas discurría un canal estrecho y oscuro, cruzando aquí y allí por puentes; el origen del agua que había oído antes. La casa estaba construida en mitad de la ladera de una colina, a la falda de la cal se apelotonaban casas de piedra de color miel en estrechas calles que caían en declive hasta el borde de un círculo verde: bosques, rodeados por colinas lejanas; desde donde estaba, parecían largas franjas verdes y marrones salpicadas con estallidos de colores otoñales. Tras las colinas se alzaban montañas escarpadas cubiertas con una capa de nieve.

Pero nada de eso era lo que resultaba extraño; lo extraño era que aquí y allí se alzaban en la ciudad, dispuestas al parecer al azar, torres altísimas coronadas por agujas de un material reflectante de un blanquecino tono plateado. Parecían perforar el cielo como dagas relucientes, y Simon se dio cuenta de que había visto aquel material antes: en las duras armas de aspecto cristalino que llevaban los cazadores de sombras, las que ellos llamaban cuchillos serafín.

—Ésas son las torres de los demonios —le explicó Jace en respuesta a la pregunta no formulada de Simon—. Controlan las salvaguardas que protegen la ciudad. Debido a ellas, ningún demonio puede penetrar en Alacante.

El aire que entraba por la ventana era frío y puro, la clase de aire que uno jamás respiraba en Nueva York: no sabía a nada, ni a mugre, ni a humo, ni a metal, ni tampoco a otra gente. Era simplemente aire. Simon tomó una bocanada profunda e innecesaria antes de volverse para mirar a Jace; algunos hábitos humanos eran muy persistentes.

—Dime que traerme aquí ha sido un accidente —dijo—. Dime que esto no ha sido de algún modo parte de tu intención de impedir a Clary que viniese con vosotros.

Jace no le miró, pero su pecho ascendió y descendió una vez, rápidamente, en una especie de jadeo reprimido.

—Es cierto —respondió—; creé un puñado de guerreros repudiados, hice que atacaran el Instituto y mataran a Madeleine y casi acabaran con el resto de nosotros simplemente para poder mantener a Clary en casa. ¡Y quién lo iba a decir, mi diabólico plan funcionó!

—Bueno, sí ha funcionado —dijo Simon con suavidad—. ¿No es cierto?

—Oye vampiro —replicó Jace—. El plan era mantener a Clary lejos de Idris. Traerte a ti aquí, no. Te traje a través del Portal porque de haberte dejado atrás, sangrando e inconsciente, los repudiados te habrían matado.

—Podrías haberte quedado allí conmigo…

—Nos habrían matado a los dos. Ni siquiera podía saber cuántos de ellos había, no con la neblina infernal. Ni siquiera yo puedo hacer frente a un centenar de repudiados.

—Y sin embargo —observó Simon—, apuesto a que te duele admitirlo.

—Eres un idiota —replicó Jace, sin inflexión—, incluso para ser un subterráneo. Te salvé la vida e infringí la Ley para hacerlo. Y no es la primera vez, debería añadir. Podrías mostrar un poco de gratitud.

—¿Gratitud? —Simon sintió cómo los dedos se le curvaban contra las palmas—. Si no me hubieses arrastrado al Instituto, no estaría aquí. Jamás estuve de acuerdo con esto.

—Lo hiciste —dijo Jace—, cuando afirmaste que harías cualquier cosa por Clary. Esto es cualquier cosa.

Antes de que Simon pudiera replicarle enojado, sonó un golpe en la puerta.

—¿Hola? —llamó Isabelle desde el otro lado—. Simon, ¿ha finalizado tu ataque de divismo? Necesito hablar con Jace.

—Entra, Izzy.

Jace no apartó los ojos de Simon; había una cólera eléctrica en su mirada y una especie de desafío que hizo que Simon ansiase golpearle con algo pesado. Como una camioneta.

Isabelle entró en la habitación en un remolino de cabellos negros y faldas de volantes plateados. El top en forma de corsé color marfil que llevaba le dejaba los brazos y hombros, cubiertos de negras runas, al descubierto. Simon supuso que para ella era un agradable cambio en su rutina poder exhibir sus Marcas en un lugar donde nadie las consideraría fuera de lo normal.

—Alec se va al Gard —dijo Isabelle sin preámbulos—. Quiere hablar contigo sobre Simon antes de irse. ¿Puedes bajar?

—Claro. —Jace fue hacia la puerta; a mitad de camino, reparó en que Simon le seguía y giró la cabeza para mirarle de manera fulminante—. Tú te quedas aquí.

—No —dijo Simon—. Si vais a hablar de mí, quiero estar ahí.

Por un momento pareció como si la gélida calma de Jace estuviera a punto de quebrarse; se sonrojó y abrió la boca; sus ojos centelleaban. La cólera desapareció igual de rápido, aplastada por un evidente acto de voluntad. Apretó los dientes y sonrió.

—Estupendo —respondió—. Ven abajo, vampiro. Podrás conocer a la feliz familia.


La primera vez que Clary cruzó un Portal había existido una sensación de volar, de caer de un modo ingrávido. En esta ocasión fue como verse arrojada al corazón de un tornado. Vientos aullantes la azotaron, le arrancaron la mano de la de Luke y también el alarido que surgió de su boca. Cayó girando sobre sí misma en el centro de una vorágine negra y dorada.

Algo plano, duro y plateado como la superficie de un espejo se alzó frente a ella. Descendió en picado hacia ello, chillando, alzando las manos para cubrirse el rostro. Golpeó la superficie y la atravesó, penetrando en un mundo de frío brutal y jadeante asfixia. Se hundía en una espesa oscuridad azul. Por más que intentaba respirar, no podría llevar aire a los pulmones, nada salvo aquella glacial frialdad…

De improviso la agarraron por la parte posterior del abrigo y tiraron de ella hacia arriba. Pataleó ligeramente pero estaba demasiado débil para librarse de lo que la sujetaba. La izaron, y la oscuridad índigo de su alrededor se convirtió en azul pálido y luego en dorado nada de aire. O intentó hacerlo, pues en su lugar se atragantó y dio boqueadas, mientras puntos negros salpicaban su visión. La arrastraban a través del agua, a toda prisa, con hierbajos enredándose y tirándole de piernas y brazos; se retorció para girar en las garras de lo que la sujetaba y vislumbró una horrible visión de algo, ni del todo lobo ni del todo humano, orejas puntiagudas como dagas y labios tensados hacia atrás para mostrar afilados dientes blancos. Intentó chillar, pero sólo surgió agua.

Al cabo de un momento estaba fuera del agua y la arrojaban sobre tierra dura y húmeda. Había unas manos en sus hombros, empujándola violentamente bocaabajo contra el suelo. Aquellas manos le golpearon la espalda, una y otra vez, hasta que el pecho se contrajo espasmódicamente y ella tosió un amargo chorro de agua.

Seguía dando boqueadas aun cuando las manos la hicieron rodar hasta quedar sobre la espalda, mirando arriba, y se encontró a Luke, una sombra negra recortada contra un alto cielo azul con pinceladas de nubes blancas. La dulzura que estaba acostumbrada a ver en su expresión había desaparecido; ya no tenía aspecto de lobo, pero parecía furioso. Tiró de ella para incorporarla, zarandeándola con violencia, una y otra vez, hasta que Clary gimió y le golpeó débilmente.

—¡Luke! ¡Para! Me haces daño…

Las manos de Luke abandonaron sus hombros. Le agarró la barbilla con una mano, obligándola a alzar la cabeza, escudriñándole el rostro con los ojos.

—El agua —dijo—. ¿Expulsaste toda el agua?

—Eso creo —musitó ella, y la voz surgió débil de su inflamada garganta.

—¿Dónde está tu estela? —exigió él, y cuando ella vaciló, su voz se tornó más imperiosa—. Clary. Tu estela. Encuéntrala.

Ella se desasió de sus manos y rebuscó desesperadamente en los húmedos bolsillos, sin encontrar otra cosa que la tela empapada. Abatida, alzó su rostro hacia Luke.

—Se me debe haber caído en el lago. —Sorbió las lágrimas—. La… estela de mi madre…

—Jesus, Clary.

Luke se puso en pie, entrelazando las manos, angustiado, tras la cabeza. Estaba empapado también; de sus vaqueros y del grueso abrigo de franela manaba el agua a borbotones. Las gafas que acostumbraba a llevar medio caídas sobre la nariz habían desaparecido. Bajó la mirada hacia ella con expresión sombría.

—Estás bien —dijo, y no era en realidad una pregunta—. Quiero decir, justo ahora. ¿Te sientes bien?

Ella asintió.

—Luke, ¿qué sucede? ¿Por qué necesitas mi estela?

Luke no dijo nada. Miraba a su alrededor como si esperara obtener alguna ayuda de lo que le rodeaba. Clary siguió su mirada. Estaban sobre la amplia orilla de tierra de un lago de buen tamaño. El agua era de un azul pálido, moteada aquí y allí por el reflejo de la luz del sol. Se preguntó si era el origen de la luz dorada que había visto a través del entreabierto Portal. No había nada de siniestro en el lago ahora que estaba junto a él en lugar de en su interior. Estaba rodeado de colinas verdes salpicadas de árboles que empezaban a adquirir un tono rojizo y dorado. Más allá de las colinas se alzaban elevadas montañas cuyos picos estaban coronados de nieve.

Clary se estremeció

—Luke, cuando estábamos en el agua… ¿te convertiste en lobo a medias? Me pareció ver…

—Mi yo lobo nada mejor que mi yo humano —respondió él en tono brusco—. U es más fuerte. Tenía que arrastrarte por el agua, y tú no ofrecías demasiada ayuda.

—Lo sé —dijo ella—. Lo siento. No se… no se suponía que tú fueses a venir conmigo.

—Si no lo hubiese hecho, estarías muerta —señaló él—. Magnus te lo dijo, Clary. No puedes usar un Portal para entrar en la Ciudad de Cristal a menos que tengas a alguien esperándote al otro lado.

—Dijo que iba contra la Ley. No dijo que si intentaba llegar aquí rebotaría.

—Te contó que había salvaguardas instaladas alrededor de la ciudad que impedían abrir Portales que condujeran a ella. No es culpa suya que decidieras ponerte a jugar con magia apenas comprendes. Que poseas el poder no significa que sepas cómo usarlo. —Puso cara de pocos amigos.

—Lo siento —replicó Clary con un hilo de voz—. Es sólo… ¿dónde estamos ahora?

—En el lago Lyn —respondió él—. Creo que el Portal nos llevó tan cerca de la ciudad como pudo y luego nos soltó. Estamos en las afueras de Alacante. —Miró a su alrededor, meneando la cabeza medio asombrado y medio fastidiado—. Lo hiciste, Clary. Estamos en Idris.

—¿Idris? —dijo ella, y se levantó mirando tontamente al otro lado del lago, que le devolvió un centelleo, azul y quieto—. Pero… dijiste que estábamos en las afueras de Alacante. No veo la ciudad por ninguna parte.

—Estamos a kilómetros de distancia. —Luke señaló con un dedo —. ¿Ves esas colinas a lo lejos? Tenemos que cruzarlas; la ciudad queda al otro lado. Si tuviéramos un coche, podríamos llegar allí en una hora, pero vamos a tener que andar lo que probablemente nos llevará toda la tarde. —Miró al cielo entornando los ojos—. Será mejor que nos pongamos en marcha.

Clary se miró con consternación. La perspectiva de una caminata de todo un día con las ropas empapadas no resultaba atrayente.

—¿No hay alguna otra cosa…?

—¿Alguna otra cosa que podamos hacer? —dijo Luke, y había un repentino y cortante tono airado en su voz—. ¿Tienes alguna sugerencia, Clary, puesto que fuiste tú quién nos trajo aquí? —Señaló lejos del lago—. En esa dirección hay montañas. Transitables a pie únicamente en pleno verano. Moriríamos congelados en las cumbres. —Se volvió y movió el dedo en otra dirección—. Ahí hay kilómetros de bosques. Hasta la frontera. Están deshabitados, al menos por seres humanos. Más allá de Alacante hay tierras de labranza y casas de campo. Quizás podríamos salir de Idris, pero de todos modos tendríamos que atravesar la ciudad. Una ciudad, puedo añadir, donde los subterráneos como yo no son precisamente bien recibidos.

Clary le miró con la boca abierta.

—Luke, yo no sabía…

—Desde luego que no sabías. Tú no sabes nada sobre Idris. A ti ni siquiera te importa Idris. Simplemente estabas ofendida porque te habían dejado atrás, igual que una criatura, y tuviste una pataleta. Y ahora estamos aquí. Perdidos y helados y… —Se interrumpió; tenía el rostro tenso—. Vamos. Empecemos a andar.

Clary siguió a Luke a lo largo de la orilla del lago Lyn en abatido silencio. Mientras andaban, el sol le secó el cabello y la piel, pero el abrigo de terciopelo retenía agua como una esponja. Colgaba sobre ella como una cortina de plomo mientras andaba a toda prisa, dando traspiés, sobre rocas y barro, tratando de mantenerse a la altura de la larga zancada de Luke. Efectuó unos cuantos intentos más de entablar conversación, pero Luke se mantuvo obstinadamente callado. Ella jamás había hecho nada tan grave como para que una disculpa no hubiese ablandado el enojo de Luke. En esta ocasión, al parecer, era diferente.

Los precipicios se alzaron más altos alrededor del lago a medida que avanzaban, perforados de zonas oscuras, igual que brochazos de pintura negra. Cuando Clary miró con mayor atención, advirtió que se trataba de cuevas en la roca. Algunas daban la impresión de ser muy profundas y hundirse serpenteantes en la oscuridad. Imaginó murciélagos y desagradables criaturas reptantes ocultándose en las tinieblas, y se estremeció.

Por fin una senda estrecha que se abría paso a través de los precipicios los condujo a una calzada amplia revestida de piedras trituradas. El lago describió una curva alejándose de ellos, índigo bajo la luz de las últimas horas de la tarde. La calzada discurría por una llanura cubierta de pastos que se iba elevando hasta convertirse a lo lejos en ondulantes colinas. A Clary se le cayó el alma a los pies, la ciudad no se divisaba por ninguna parte.

Luke miraba fijamente en dirección a las colinas con una expresión de intenso desaliento.

—Estamos más lejos de lo que pensaba. Ha transcurrido tanto tiempo…

—A lo mejor si encontramos una carretera más grande —sugirió Clary—, podríamos hacer autostop, o conseguir que alguien nos llevase a la ciudad, o…

—Clary, no hay coches en Idris. —Al ver su expresión atónita Luke rió sin demasiada alegría—. Las salvaguardas impiden que las máquinas funcionen bien. La mayor parte de la tecnología no sirve aquí: teléfonos móviles, ordenadores, cosas así. La misma Alacante está iluminada… y funciona… en su mayor parte mediante luz mágica.

—Vaya —dijo Clary con un hilo de voz—. Bien… ¿más o menos a qué distancia de la ciudad estamos?

—Bastante lejos. —Sin mirarla, Luke se pasó ambas manos hacia atrás por los cortos cabellos—. Hay algo que será mejor que te diga.

Clary se puso tensa. Todo lo que había querido antes era que Luke le hablara; en aquellos momentos ya no lo deseaba.

—No pasa nada…

—¿Observaste —dijo Luke—que no había ninguna embarcación en el lago Lyn…, ni embarcaderos…, nada que pudiera sugerir que el lago lo utilizan de algún modo las gentes de Idris?

—Simplemente pensé que era porque estaba muy alejado.

—No está tan alejado. A unas pocas horas de Alacante a pie. El hecho es que el lago… —Luke se interrumpió y suspiró—. ¿Reparaste alguna vez en el dibujo del suelo de la biblioteca en el Instituto en Nueva York?

Clary parpadeó.

—Lo hice, pero no conseguí adivinar qué era.

—Era un ángel alzándose del interior de un lago, sosteniendo una copa y una espada. Es un motivo que se repite en las decoraciones de las nefilim. La leyenda cuenta que el ángel Raziel surgió del lago Lyn cuando se apareció por primera vez a Jonathan Cazador de Sombras, el primero de los nefilim, y le entregó los instrumentos Mortales. Desde entonces el lago se ha considerado…

—¿Sagrado? —sugirió Clary.

—Maldito —dijo Luke—. El agua del lago es de algún modo venenosa para los cazadores de sombras. No hace ningún daño a los subterráneos; los seres mágicos lo llaman el Espejo de los Sueños, y beben su agua porque afirman que les proporciona visiones auténticas. Pero para un cazador de sombras beber su agua es muy peligroso. Provoca alucinaciones, fiebre… puede llevar a una persona a la locura.

Clary sintió frío en todo el cuerpo.

—Es por eso que intentaste hacerme escupir toda el agua.

Luke asintió.

—Y el motivo de que quisiera encontrar tu estela. Con una runa de curación podríamos conjurar los efectos del agua. Sin ella, necesitamos que llegues a Alacante lo más rápidamente posible. Hay medicinas, eso ayudará, y conozco a alguien que casi con seguridad las tendrá.

—¿Los Lightwood?

—No, los Lightwood no. —La voz de Luke era firme—. Otra persona. Alguien que conozco.

—¿Quién?

Él negó con la cabeza.

—Sólo recemos para que no se haya ido en los últimos quince años.

—Pero pensaba que dijiste que la Ley prohibía que los subterráneos entraran en Alacante sin permiso.

La sonrisa que le dedicó como respuesta le recordó al Luke que la había atrapado cuando cayó de la estructura de barras para juegos infantiles de pequeña, el Luke que siempre la había protegido.

—Algunas leyes están hechas para ser infringidas.


La casa de los Penhallow le recordó a Simon el Instituto; poseía el mismo aire de pertenecer en cierto modo a otra era. Los vestíbulos y escaleras eran angostos, construidos de piedra y madera oscura, y las ventanas eran altas y estrechas y ofrecían buenas vistas de la ciudad. Había un claro toque asiático en la decoración: un biombo shoji estaba colocado en el descansillo del primer piso, y había altos jarrones chinos esmaltados con flores en los alféizares. También había varias serigrafías en las paredes, mostrando lo que debían de ser escenas de la mitología de los cazadores de sombras, pero en un aire oriental en ellas; aparecían de modo prominente caudillos blandiendo refulgentes cuchillos serafín, junto con criaturas de vivos colores parecidas a dragones y demonios reptantes de ojos saltones.

—La señora Penhallow, Jia, estaba a cargo del Instituto de Beijing. Divide su tiempo entre aquí y la Ciudad Prohibida —dijo Isabelle cuando Simon se detuvo a examinar un grabado—. Y los Penhallow son una familia antigua. Adinerada.

—Me doy cuenta —murmuró Simon, alzando la vista hacia las arañas de luces que goteaban lágrimas de cristal tallado.

Jace, en el peldaño situado detrás de ellos, refunfuñó:

—Moveos. No estamos haciendo una visita de interés turístico.

Simon sopesó efectuar una réplica grosera y decidió que no valía la pena molestarse. Descendió el resto de la escalera a paso rápido; una vez abajo, ésta se abría a una gran habitación que era una curiosa mezcla de lo viejo y lo nuevo: un ventanal de vidrio daba al canal, y surgía música de un equipo de música que Simon no pudo ver. Pero no había televisión, ni columna de DVD o CD, la clase de detritus que Simon asociaba con las salas de estar modernas. En su lugar había una serie de sofás rehenchidos agrupados alrededor de una chimenea enorme, en la que crepitaban llamas.

Alec estaba de pie junto a la chimenea, vestido con el oscuro equipo de cazador de sombras, colocándose un par de guantes. Alzó los ojos cuando Simon entró en la habitación y mostró su habitual expresión de desagrado, pero no dijo nada.

Sentados en los sofás había dos adolescentes que Simon no había visto nunca, un chico y una chica. La chica tenía rasgos asiáticos, con delicados ojos almendrados, brillante cabello oscuro echado hacia atrás y una expresión traviesa. La fina barbilla se estrechaba hasta acabar en punta como la de un gato. No era exactamente bonita, pero resultaba exótica.

El muchacho de cabello negro que tenía al lado era aún más atractivo. Probablemente era de la altura de Jace, pero parecía más alto, incluso sentado; era esbelto y fornido, con un rostro pálido, elegante e inquieto, todo pómulos y ojos oscuros. Había algo extrañamente familiar en él, como si Simon le hubiese conocido antes.

La chica fue la primera en hablar.

—¿Éste es el vampiro? —Miró a Simon de pies a cabeza como si le estuviera tomando las medidas—. En realidad jamás he estado tan cerca de un vampiro; no de uno al que no estuviese planeando matar, al menos. —Ladeó la cabeza—. Es mono, para ser un subterráneo.

—Tendrás que perdonarla; tiene el rostro de un ángel y los modales de un demonio Moloch —dijo el muchacho con una sonrisa, poniéndose en pie. Le tendió la mano a Simon—. Soy Sebastian. Sebastian Verlac. Y esta es mi prima, Aline Penhallow. Aline…

—Yo no les estrecho la mano a los subterráneos —repuso Aline, echándose hacia atrás sobre los cojines del sofá—. No tienen alma, ya sabes. Vampiros.

La sonrisa de Sebastian desapareció.

—Aline…

—Es cierto. Es por eso que no pueden verse en los espejos, o ponerse al sol.

Con toda deliberación, Simon retrocedió para exponerse a la zona iluminada por el sol, frente a la ventana. Sintió el sol caliente en la espalda y los cabellos. Su sombra se proyectó, larga y oscura sobre el suelo, alzando casi los pies de Jace.

Aline respiró con violencia pero no dijo nada. Fue Sebastian quien habló, mirando a Simon con sus curiosos ojos negros.

—Así que es cierto. Los Lightwood nos lo dijeron, pero no pensé…

—¿Qué dijésemos la verdad? —preguntó Jace, hablando por primera vez desde que habían bajado—. No mentiríamos sobre algo así. Simon es… único.

—Yo le besé en una ocasión —dijo Isabelle, sin dirigirse a nadie en particular.

Las cejas de Aline se enarcaron veloces.

—Realmente te dejan hacer lo que deseas en Nueva York, ¿no es cierto? —comentó, entre horrorizada y envidiosa—. La última vez que te vi, Izzy, ni siquiera te habrías planteado…

—La última vez que nos vimos, Izzy tenía ocho años —dijo Alec—. Las cosas cambian. Bien, mamá tuvo que irse a toda prisa, así que alguien tiene que subirle sus notas e informes al Gard. Soy el único que tiene dieciocho años, así que soy el único que puede ir allí mientras la Clave está en sesión.

—Lo sabemos —replicó Isabelle, dejándose caer sobre un sofá—. Ya nos has dicho eso unas cinco veces.

Alec, dándose aires de importancia, hizo caso omiso.

—Jace, tú trajiste al vampiro aquí, así que tú eres responsable de él. No dejes que salga.

«El vampiro», pensó Simon. Como si Alec no supiese su nombre. Le había salvado la vida a Alec en una ocasión. Ahora era «el vampiro». Incluso tratándose de Alec, que era propenso a algún que otro ataque de malhumor, aquello resultaba odioso. Tal vez tenía algo que ver con estar en Idris. Tal vez Alec sentía una necesidad mayor de reafirmar su condición de cazador de sombras allí.

—¿Me has hecho bajar para decirme eso, que no deje que el vampiro salga al exterior? No lo habría hecho de todos modos. —Jace se instaló en el sofá junto a Aline, que pareció complacida—. Será mejor que te des prisa en ir al Gard y regresar. Dios sabe a qué depravación podríamos dedicarnos aquí sin tu guía.

Alec contempló a Jace con tranquila superioridad.

—Intenta comportarte. Regresaré en media hora. —Desapareció a través de una arcada que conducía a un pasillo largo; en algún lugar lejano se escuchó el chasquido de una puerta al cerrarse.

—No deberías provocarle —dijo Isabelle, lanzando a Jace una mirada severa—. En realidad le dejaron a él al cargo.

Aline, Simon no pudo evitar advertirlo, estaba sentada muy pegada a Jace, los hombros de ambos tocándose, incluso a pesar de que había mucho espacio alrededor de ellos en el sofá.

—¿No has pensando alguna vez que en una vida anterior Alec era una anciana con noventa gatos que no hacía más que chillar a los niños del vecindario para que salieran de su césped? Porque yo si lo pienso —dijo él, y Aline lanzó una risita tonta—. Sólo porque él sea el único que pueda ir a Gard…

—¿Qué es Gard? —preguntó Simon, cansado de no entender nada.

Jace le miró. Su expresión era fría, poco amistosa; tenía la mano sobre la de Aline, que descansaba sobre el muslo de la joven.

—Siéntate —dijo, moviendo bruscamente la cabeza en dirección a un sillón—. ¿O planeabas ir a revolotear al rincón como un murciélago?

«Fabuloso. Chistes de murciélagos.» Simon se acomodó, molesto en el sillón.

—Gard es el lugar de reunión de la Clave —explicó Sebastian, al parecer apiadándose de Simon—. Es donde se decreta la Ley, y donde residen el Cónsul y el Inquisidor. Sólo los cazadores de sombras adultos se les permite la entrada en la zona cuando la Clave está reunida.

—¿Reunida? —preguntó Simon, recordando lo que Jace había dicho un poco antes, arriba—. ¿No querrás decir… debido a mí?

—No. —Sebastian lanzó una carcajada—. Debido a Valentine y los Instrumentos Mortales. Es por eso que todo el mundo está allí. Para tratar de averiguar lo que Valentine va a hacer a continuación.

Jace no dijo nada, pero al oír el nombre de Valentine se le tensó el rostro.

—Bueno, irá tras el Espejo —repuso Simon—. El tercero de los Instrumentos Mortales, ¿verdad? ¿Está aquí en Idris? ¿Es por eso que todo el mundo está aquí?

Hubo un corto silencio antes de que Isabelle respondiera:

—Nadie sabe dónde está el espejo. De hecho, nadie sabe qué es.

—Es un espejo —respondió Simon—. Ya sabes… reflectante, cristal. Supongo.

—A lo que Isabelle se refiere —dijo Sebastian en tono amable—es que nadie sabe nada sobre el Espejo. Existen múltiples menciones a él en las historias de los cazadores de sombras, pero ningún detalle específico sobre dónde está qué aspecto tiene, o, lo que es más importante, qué poder posee.

—Suponemos que Valentine lo quiere —indicó Isabelle—, pero eso no ayuda mucho, ya que nadie tiene ni la más remota idea de dónde está. Los Hermano Silenciosos podrían haber sabido algo pero Valentine los mató a todos. No habrá más durante al menos cierto tiempo.

—¿A todos ellos? —inquirió Simon con sorpresa—. Creía que sólo había matado a los de Nueva York.

—La Ciudad de Hueso no está realmente en Nueva York —dijo Isabelle—. Es como…, ¿recuerdas la entrada a la corte seelie, en Central Park? Que la entrada estuviese allí no significa que la corte misma esté bajo el parque. Sucede lo mismo con la Ciudad de Hueso. Existen varias entradas, pero la Ciudad en sí… —Isabelle se interrumpió cuando Aline la hizo callar con un veloz ademán.

Simon paseó la mirada de su rostro al de Jace y luego al de Sebastian. Todos mostraban la misma expresión cauta, como si acabaran de advertir lo que habían estado haciendo: contar secretos nefilim a un subterráneo. A un vampiro. No al enemigo, precisamente, pero desde luego alguien en quien no se podía confiar.

Aline fue la primera en romper el silencio. Clavando la hermosa y negra mirada en Simon, dijo:

—Así pues… ¿cómo es ser un vampiro?

—¡Aline! —Isabelle parecía horrorizada—. No puedes ir por ahí preguntando a la gente cómo es ser un vampiro.

—NO veo el motivo —replicó ella—. No ha sido un vampiro tanto tiempo, ¿verdad? Así que debe de recordar lo que era ser una persona. —Giró la cabeza de nuevo hacia Simon—. ¿La sangre todavía te sabe a sangre? ¿O sabe a otra cosa ahora, como zumo de naranja o algo así? Porque imagino que el sabor de la sangre sería…

—Sabe a pollo —respondió Simon, simplemente para acallarla.

—¿De veras? —Aline pareció atónita.

—Se está burlando de ti, Aline —dijo Sebastian—, como tiene todo el derecho a hacer. Me disculpo por mi prima otra vez, Simon. Aquellos de nosotros que nos criamos fuera de Idris solemos estar un poco más familiarizados con lo subterráneos.

—Pero ¿tú no te criaste en Idris? —inquirió Isabelle—Pensaba que tus padres…

—Isabelle —interrumpió Jace, pero ya era demasiado tarde. La expresión de Sebastian se ensombreció.

—Mis padres están muertos —dijo—. Un nido de demonios cerca de Calais…, no pasa nada, fue hace mucho tiempo —frenó las muestras de condolencia de Isabelle—. Mi tía… la hermana de mi padre… me crió en el Instituto de Paris.

—¿De modo que hablas francés? —Isabelle suspiró—. Ojalá yo hablara otro idioma. Pero Hodge jamás pensó que necesitaríamos aprender nada que no fuese griego y latín clásicos, y nadie habla esas lenguas ya.

—También hablo ruso e italiano. Y un poco de rumano —indicó Sebastian con una sonrisa humilde—. Podría enseñarte algunas frases…

—¿Rumano? Eso es impresionante —dijo Jace—. No muchas personas lo hablan.

—¿Lo hablas tú? —preguntó Sebastian con interés.

—En realidad, no —repuso Jace con una sonrisa tan encantadora que Simon supo que mentía—. Mi rumano se limita a frases útiles como: «¿Son estas serpientes venenosas?» y «Pero usted parece muy joven para ser un oficial de policia».

Sebastian no sonrió. Había algo en su expresión, se dijo Simon. Era afable —todo en él era sosegado—, pero Simon tuvo la sensación de que la afabilidad ocultaba algo debajo que desmentía la tranquilidad externa.

—Me encanta viajar —dijo él, con los ojos puestos en Jace—. Pero es agradable estar de vuelta, ¿verdad?

Jace dejó de jugar con los dedos de Aline.

—¿Qué quieres decir?

—Simplemente que no hay ningún otro sitio como Idris, por mucho que nosotros los nefilim nos creemos hogares en otras partes. ¿No estás de acuerdo?

—¿Por qué me preguntas? —La expresión de Jace era gélida.

Sebastian se encogió de hombros.

—Bueno, tu viviste aquí de niño, ¿no es cierto? Y no has regresado en años. ¿O lo entendí mal?

—No lo entendiste mal —intervino Isabelle con tono impaciente—. A Jace le gusta fingir que nadie habla sobre él, incluso cuando sabe que sí lo hacen.

—Desde luego que lo hacen.

Aunque Jace le miraba con expresión iracunda, Sebastian parecía no inmutarse. Simon sintió una especie de medio renuente simpatía por el joven cazador de sombras de cabellos oscuros. Era raro encontrar a alguien que no reaccionase a las pullas de Jace.

—Estos días es de lo que habla todo el mundo en Idris. De ti, de los Instrumentos Mortales, de tu padre, de tu hermana…

—Se suponía que Clarissa vendría con vosotros, ¿no es cierto? —dijo Aline—. Tenía ganas de conocerla. ¿Qué sucedió?

Si bien la expresión de Jace no cambió, retiro la mano de la de Aline, crispándola en un puño.

—No quiso abandonar Nueva York. Su madre está enferma en el hospital.

«Jamás dice “nuestra madre” —pensó Simon—. Siempre es su madre.»

—Es extraño —comentó Isabelle—; pensaba que realmente quería venir.

—Quería —dijo Simon—. De hecho…

Jace se había puesto en pie a tal velocidad que Simon ni siquiera le había visto moverse.

—Ahora que lo pienso, necesito discutir con Simon en privado. —Movió violentamente la cabeza en dirección a las puertas dobles del otro extremo de la habitación, con una mirada desafiante—. Vamos, vampiro —dijo, en un tono que dejó a Simon con la clara sensación de que una negativa probablemente acabaría en alguna clase de violencia—. Vamos a hablar.

3 Amatis

Entrada la tarde, Luke y Clary habían dejado ya el lago muy atrás y caminaban por lo que parecían interminables extensiones llanas de pastos altos. Aquí y allá se alzaba una suave elevación hasta convertirse en una colina coronada de rocas negras. Clary estaba agotada de tanto subir y bajar colinas, una tras otra, dando traspiés con las botas resbalando en la hierba húmeda como si se tratase de mármol engrasado. Cuando por fin dejaron atrás los campos y llegaron a una estrecha carretera de tierra, las manos le sangraban y estaban completamente manchadas de hierba.

Luke caminaba muy rígido por delante de ella con zancadas decididas. De vez en cuando le señalaba alguna cosa de interés con su voz sombría, como su fuese el guía turístico más deprimido del mundo.

—Acabamos de cruzar la llanura Brocelind —dijo mientras ascendía una colina y veían una enmarañada extensión de árboles oscuros bajo el cielo—. Esto es el bosque. Los bosques acostumbraban a cubrir la mayor parte de las tierras bajas del país. Gran parte de ellas se talaron para dejar espacio a la ciudad… y para echar a las manadas de lobos y los nidos de vampiros que tendían a aparecer por allí. El bosque de Brocelind siempre ha sido un escondite de subterráneos.

Siguieron avanzando penosamente en silencio mientras la carretera describía una curva junto al bosque durante varios kilómetros antes de girar bruscamente. Los árboles parecieron disiparse a medida que una cordillera se alzaba por encima de ellos, y Clary pestañeó cuando doblaron un recodo de una colina alta; a menos que los ojos la engañaran, había casas allí abajo. Pequeñas hileras blancas de casas, ordenadas como si fuese un pueblecito de juguete.

—¡Hemos llegado! —exclamó, y se abalanzó al frente, deteniéndose tan sólo al advertir que Luke ya no iba a su lado.

Se volvió y le vio de pie en mitad de la polvorienta carretera, meneando la cabeza.

—No —dijo, avanzando hasta alcanzarla—. Eso no es la ciudad.

—¿Entonces es un pueblo? Dijiste que no había ninguna ciudad cerca de aquí…

—Es un cementerio. Es la Ciudad de Huesos de Alacante. ¿Creías que la Ciudad de Huesos era la única última morada que teníamos? —Sonó entristecido—. Esto es una necrópolis, el lugar donde enterramos a aquellos que mueren en Idris. Ahora la verás. Tenemos que atravesarla para llegar a Alacante.

Clary no había estado en un cementerio desde la noche en que Simon había muerto, y el recuerdo le produjo un escalofrío que la heló hasta los huesos mientras recorría los estrechos senderos que se abrían paso por entre los mausoleos como una cinta blanca. Alguien cuidaba del lugar: el mármol relucía como si lo acabasen de fregar, y la hierba estaba cortada uniformemente. Había ramos de flores blancas colocados aquí y allá sobre las tumbas; en un principio creyó que era azucenas, pero tenían un perfume aromático y desconocido que le hizo preguntarse si serían autóctonas de Idris. Cada tumba parecía una casa pequeña; algunas incluso tenían verjas de metal o alambre, y sobre las puertas estaban grabados los nombres de familias de cazadores de sombras. CARTWRIGTH, MERRYWEATHER, HIGHTOWER, BLACKWELL, MIDWINTER. Se detuvo ante uno: HERONDALE.

Se volvió para mirar a Luke.

—Ése era el nombre de la Inquisidora.

—Es la tumba de su familia. Mira.

Señaló con el dedo. Junto a la puerta había letras blancas talladas en el mármol gris. Eran nombres. MARCUS HERONDALE, STEPHEN HERONDALE. Ambos habían muerto el mismo año. A pesar de lo mucho que había odiado a la Inquisidora, Clary sintió que algo se retorcía en su interior, una compasión que no podía evitar. Perder al esposo y al hijo, en tan poco tiempo… Había tres palabras en latín bajo el nombre de Stephen: «AVE ATQUE VALE».

—¿Qué significa? —preguntó, volviéndose hacia Luke.

—Significa «Salve y adiós». Es un poema de Catulo, y los nefilim lo dicen durante los funerales, o cuando alguien muere en combate. Ahora vámonos; es mejor no pensar demasiado en estas cosas, Clary. —Luke la sujetó por el hombro y la apartó con suavidad de la tumba.

Quizás él tenía razón, se dijo Clary. Quizás era mejor no pensar demasiado en la muerte y morir justo en aquel momento. Mantuvo apartada la mirada mientras salían de la necrópolis. Habían cruzado casi las puertas de hierro del otro extremo cuando distinguió un mausoleo más pequeño, que se erguía igual que un hongo blanco a sombra de un roble frondoso. El nombre sobre la puerta llamó su atención como si hubiese estado escrito con luces.

FAIRCHILD

—Clary…

Luke alargó la mano para cogerla, pero ella ya había marchado. Con un suspiro la siguió al interior de la sombra del árbol, donde ella se quedo de pie, paralizada, leyendo los nombres de los abuelo y bisabuelos que jamás había sabido que tenía. ALOYSIUS FAIRCHILD. ADELE FAIRCHILD, DE SOLTERA NIGHTSHADE. GRANVILLE FAIRCHILD Y debajo de todos aquellos nombres: «JOCELYN MORGENSTERN, DE SOLTERA FAIRCHILD»

Una oleada de frío recorrió a Clary. Ver el nombre de su madre allí era como regresar a las pesadillas que tenía en ocasiones en las que estaba en el funeral de su madre y nadie quería decirle qué había sucedido o cómo había muerto.

—Pero ella no está muerta —le respondió él con suavidad.

Clary lanzó una exclamación ahogada. Ya no podía oír la voz de Luke o verle de pie frente a ella. Ante ella se alzaba una ladera irregular, con lápidas que sobresalían de la tierra igual que huesos partidos. Una lápida negra se alzaba imponente frente a ella, con letras talladas de modo irregular en la superficie: «CLASISSA MORGENSTERN» y dos fechas. Bajo las palabras había un tosco dibujo infantil de una calavera con enormes cuencas vacías. Clary retrocedió tambaleante con un chillido.

Luke la agarró por los hombros.

—Clary, ¿qué sucede? ¿Qué te pasa?

Ella señaló.

—Ahí… mira…

Pero había desaparecido. La hierba se extendía hacia el horizonte frente a ella, verde y uniforme, y los blancos mausoleos pulcros y sencillos permanecían en sus ordenadas filas. Se dio la vuelta para alzar los ojos hacia él.

—He visto mi propia lápida —dijo—. Anunciaba que voy a morir… ahora… este año. —Se estremeció.

Luke tenía una expresión sombría.

—Es el agua del lago —dijo—. Estás empezando a tener alucinaciones. Vamos…, no nos queda mucho tiempo.


Jace condujo a Simon escaleras arriba y por un corto pasillo flaqueado de puertas; se detuvo sólo para extender el brazo y abrir de un empujón una de ellas, con una expresión de pocos amigos en el rostro.

—Aquí dentro —dijo, medio empujando a Simon a través de la entrada; Simon vio lo que parecía una biblioteca en el interior: hileras de estanterías, largos sofás, y sillones—. Deberíamos tener un poco de intimidad…

Se interrumpió cuando una figura se alzó nerviosamente de uno de los sillones. Era un niño de cabellos castaños y con gafas. Tenía un rostro menudo y serio, y aferraba un libro en las manos. Simon estaba lo bastante familiarizado con los hábitos de lectura de Clary como para reconocerlo como un tomo manga de lejos.

—Lo siento, Max —dijo Jace, frunciendo el entrecejo—. Necesitamos la habitación. Una conversación de adultos.

—Pero Izzy y Alec ya me echaron de la salita para poder tener una charla de adultos —se quejó Max—. ¿Adónde se supone que debo ir?

Jace se encogió de hombros.

—¿Tu habitación? —Agitó un pulgar en dirección a la puerta—. Es hora de que cumplas con tu deber para con tu país, amigo. Lárgate.

Con expresión ofendida, Max pasó junto a ellos muy digno, con el libro apretado contra el pecho. Simon sintió una punzada de lástima; era odioso ser lo bastante mayor como para querer saber lo que sucedía pero tan joven como para que siempre te echasen. El niño le lanzó una mirada al pasar; una mirada asustada y suspicaz. «Este es el vampiro», se leía en sus ojos.

Jace impelió a Simon al interior de la habitación, cerrando la puerta y girando la llave tras ellos. Con la puerta cerrada, la habitación estaba tan poco iluminada que incluso Simon la encontró oscura. Olía a polvo. Jace la atravesó y descorrió las cortinas del extremo opuesto, dejando al descubierto un alto ventanal de una sola hoja que daba a una visa del canal justo al otro lado. El agua chapoteaba contra el costado de la casa apenas unos pocos metros más abajo, bajo barandillas de piedras esculpidas con dibujos de runas y estrellas desgastados por los elementos.

Jace se volvió hacia Simon con expresión severa.

—¿Qué te pasa, vampiro?

—¿Que qué me pasa? Eres tú quien prácticamente me ha arrastrado aquí por los cabellos.

—Porque estabas a punto de decirles que Clary jamás canceló sus planes de venir a Idris. ¿Sabes qué sucedería entonces? Se pondrían en contacto con ella y lo organización para que viniese. Y ya te dije que eso no puede suceder.

Simon sacudió negativamente la cabeza.

—No te comprendo —dijo—. A veces actúas como si todo lo que te importase fuese Clary, y luego actúas como…

Jace le miró fijamente. El aire estaba lleno de danzarinas motas de polvo que formana una cortina reluciente entre los dos muchachos.

—¿Actúo como qué?

—Estabas coqueteando con Aline —dijo Simon—. No parecía que te importase Clary entonces.

—Eso no es asunto tuyo —repuso Jace—. Y además, Clary es mi hermana. Eso sí lo sabes.

—Yo también estaba allí en la corte de las hadas —replicó Simon—. Recuerdo lo que la reina seelie dijo. «El beso que la muchacha más desea, la liberará.»

—Apuesto a que lo recuerdas. Grabado a fuego en tu cerebro, ¿verdad, vampiro?

Simon emitió un ruidito desde el fondo de la garganta que ni siquiera había advertido que fuera capaz de hacer.

—Ah, no lo harás. No voy a discutir sobre esto. No voy a pelear por Clary contigo. Es ridículo.

—Entonces, ¿por qué lo sacaste a relucir?

—Porque —dijo Simon—, si quieres que mienta…, no a Clary, sino a todos tus amigos cazadores de sombras…, si quieres que finja que fue decisión de la propia Clary no venir aquí, y si quieres que finja que no sé nada sobre sus poderes, o lo que en realidad puede hacer, entonces tú tienes que hacer algo por mí.

—Magnífico —respondió Jace—. ¿Qué es lo que quieres?

Simon permaneció en silencio por un momento, mirando más allá de Jace a la hilera de casas de piedra que daban al centelleante canal. Más allá de los almenados tejados podía ver las refulgentes partes superiores de las torres de los demonios.

—Quiero que hagas lo que sea que tengas que hacer para convencer a Clary de que no sientes nada por ella. Y no… no me digas que eres su hermano; eso ya lo sé. Deja de darle falsas esperanzas cuando sabes que lo que sea que los dos tenéis no tiene futuro. Y no estoy diciendo esto porque la quiera para mí. Lo estoy diciendo porque soy su amigo y no quiero que resulte lastimada.

Jace bajó la mirada a sus manos durante un largo rato, sin responder. Eran manos delgadas, y los dedos y nudillos presentaban marcas de viejas callosidades. Los dorsos estaban surcados con las finas líneas blancas de antiguas Marcas. Eran las manos de un soldado, no las de un adolescente.

—Ya lo hice —respondió—. Le dije que sólo estaba interesado en ser su hermano.

—Ah.

Simon había esperado que Jace peleara con él respecto a aquello, que discutiera, no que se limitara a ceder. Un Jace que simplemente cedía era alguno nuevo… y dejó a Simon sintiéndose casi avergonzado de haberlo pedido. «Clary jamás me lo mencionó», quiso decir, pero, de todos modos, ¿por qué tendría ella que haberlo hecho? Bien pensando, se había mostrado insólitamente callada y retraída últimamente cada vez que había surgido el nombre de Jace.

—Bueno, eso soluciona esa parte, supongo. Hay una última cosa.

—¿Sí? —Jace habló sin que pareciera sentir demasiado interés—. ¿Y cuál es?

—¿Qué fue lo que Valentine dijo cuando Clary dibujó aquella runa en el barco? Sonó como un idioma extranjero. ¿Meme algo…?

Mene mene tekel upharsin —dijo Jace con una leve sonrisa—. ¿No lo reconoces? Es de la Biblia, vampiro. La antigua. Ése es tu libro, ¿verdad?

—Que sea judío no significa que me sepa el Antiguo Testamento de memoria.

—Es la Escritura sobre la Pared. «Contó Dios tu reino, y le ha puesto fin; pesado has sido en la balanza y hallado falto.» Es un augurio de fatalidad; significa el fin de un imperio.

—Pero ¿qué tiene que ver eso con Valentine?

—No sólo Valentine —dijo Jace—. Todos nosotros. La Clave y la Ley; lo que Clary puede hacer trastorna todo lo que ellos conocen como verdadero. Ningún ser humano puede crear runas nuevas, o dibujar la clase de runas que Clary puede dibujar. Únicamente los ángeles poseen ese poder. Y puesto que Clary puede hacer eso…, bueno, parece un augurio. Las cosas están cambiando. Las Leyes están cambiando. Puede que las antiguas costumbres no vuelvan a ser las costumbres correctas nunca más. Igual que la rebelión de los ángeles puso fin al mundo tal y como era…, partió el cielo por la mitad y creó el infierno…, eso podría significar el fin de los nefilim tal y como existen en la actualidad. Ésta es nuestra guerra en el cielo, vampiro, y sólo un bando puede vencer. Y mi padre tiene intención de que sea el suyo.


Aunque el aire seguía frío, Clary ardía en sus ropas húmedas. El sudor le corría por el rostro en pequeños riachuelos, humedeciéndole el cuello del abrigo mientras Luke, con la mano sobre su brazo, le hacía recorrer a toda prisa la carretera bajo un cielo que se oscurecía rápidamente. Avistaban ya Alacante. La ciudad estaba en un valle poco profundo, dividido en dos por un río plateado que penetraba por un extremo de la ciudad, parecía desvanecerse, y volvía a salir por el otro. Una confusión de edificios de color miel con tejados de pizarra roja y una maraña de calles oscuras que zigzagueaban vertiginosamente se extendía por la ladera de la colina empinada. En la cima de la colina se alzaba un edificio de piedra oscura, sostenido con pilares, que se elevaba alzándose imponente hacia el cielo, con una torre centelleante en cada punto cardinal: cuatro en total. Desperdigadas entre los otros edificios había las mismas torres altas y delgadas con aspecto cristalino, cada una reluciente como cuarzo. Eran como agujas de cristal perforando el cielo. La luz del sol que se desvanecía arrancaban apagados arcos iris a sus superficies igual que una cerilla provocando chispas. Era un espectáculo hermoso, y muy extraño.

«No has visto nunca una ciudad hasta que has visto Alacante la de las torres de cristal.»

—¿Qué era eso? —inquirió Luke, oyéndola—. ¿Qué has dicho?

Clary no se había dado cuenta de que había hablado en voz alta. Turbada, repitió las palabras, y Luke la miró con sorpresa.

—¿Dónde has oído eso?

—Hodge —respondió ella—. Fue algo que Hodge me dijo.

Luke la miró con más atención.

—Estás colorada —dijo—. ¿Cómo te sientes?

A Clary le dolía el cuello, le ardía todo el cuerpo, tenía la boca seca.

—Estoy perfectamente —respondió—. Pero lleguemos allí, ¿vale?

—De acuerdo.

Luke señaló; en el linde de la ciudad, donde finalizaban los edificios, Clary pudo ver un arco, dos lados curvándose hasta finalizar en punta. Un cazador de sombras con su indumentaria negra montaba guardia bajo la sombra del arco.

—Ésa es la Puerta Norte; es por donde los subterráneos pueden entrar legalmente en la ciudad, siempre y cuando posean la documentación adecuada. Hay guardas apostado allí día y noche. Si estuviésemos aquí por un asunto oficial, o tuviésemos permiso para estar aquí, entraríamos por ella.

—Pero no hay ninguna muralla alrededor de la ciudad —indicó Clary—. No parece gran cosa como puerta.

—Las salvaguardas son invisibles, pero están ahí. Las torres de los demonios las controlan. Lo han hecho durante mil años. Las sentirás cuando las atravieses. —Echó una ojeada una vez más a su rostro enrojecido, preocupado—, ¿Estás lista?

Ella asintió. Se alejaron de la puerta, siguiendo el lado este de la ciudad, donde los edificios estaban más densamente apelotonados. Con un ademán para que no hiciese ruido, Luke la condujo hacia una abertura estrecha entre dos casas. Clary cerró los ojos mientras se acercaban, como si esperase golpearse el rostro contra una pared invisible en cuando penetraran en las calles de Alacante. No fue así. Sintió una presión repentina, como si estuviese en un avión que caía. Los oídos se le destaparon… y a continuación la sensación desapareció, y se encontraba de pie en el callejón entre los edificios.

Exactamente igual que un callejón de Nueva York —como cualquier callejón del mundo, al parecer—, olía a orina de gato.

Clary asomó la cabeza por la esquina de uno de los edificios. Una calle más grande discurría colina arriba, bordeada de tiendas pequeñas y casas.

—No hay nadie por aquí —comentó con cierta sorpresa.

En la luz cada vez más tenue Luke tenía un aspecto gris.

—Debe de haber una reunión arriba en el Gard. Es la única cosa que podría sacar a todo el mundo de las calles a la vez.

—¿Y eso no es bueno? No hay nadie por aquí que pueda vernos.

—Es bueno y malo. Las calles están desiertas en su mayor parte, lo que es bueno. Pero será mucho más probable que cualquiera que ande por ahí advierta nuestra presencia y despierte su atención.

—Pensaba que habías dicho que todo el mundo estaba en el Gard.

Luke sonrió débilmente.

—No seas tan literal, Clary. Me refería a la mayor parte de la ciudad. Los niños, los adolescentes y cualquiera que esté eximido de la reunión no estarán allí.

Adolescentes. Clary pensó en Jace, y muy a su pesar, el pulso se le disparó como un caballo saliendo del cajón de salida de una carrera.

Luke frunció el ceño como si pudiese leerle el pensamiento.

—En estos momentos estoy infringiendo la ley al estar en Alacante sin darme a conoce a la Clave en la puerta. Si alguien me reconoce, podríamos meternos en un auténtico lío. —Echó un vistazo hacia la franja de cielo rojizo visible entre los tejados—. Tenemos que salir de las calles.

—Pensaba que íbamos a la casa de tu amiga.

—Eso hacemos. Y no es una amiga, precisamente.

—Entonces quién…

—Limítate a seguirme.

Luke se introdujo en un pasaje entre dos casas, tan angosto que Clary podía alargar los brazos y tocar las paredes de ambos edificios con los dedos mientras lo recorrían. Salieron a una sinuosa calle adoquinada bordeada de tiendas. Los edificios mismos parecían un cruce entre el paisaje de un sueño gótico y un cuento infantil. Los revestimientos de las fachadas estaban esculpidos con toda clase de criaturas sacadas de mitos y leyendas; destacaban las cabezas de monstruos, intercaladas con caballos alados, algo que parecía una casa sobre patas de gallina, sirenas, y, por supuesto, ángeles. De cada esquina sobresalían gárgolas, con sus gruñones rostros contraídos. Y en todas partes había runas bien visibles sobre puertas, ocultas en el dibujo de un grabado abstracto, oscilando de finas cadenas de metal igual que campanillas de viento que se agitaban en la brisa. Runas de protección, de buena suerte, incluso para la prosperidad en los negocios; contemplándolas fijamente todas ellas, Clary empezó a sentirse un poco mareada.

Anduvieron en silencio, manteniéndose en las sombras. La calle de adoquines estaba desierta, las puertas de las tiendas cerradas y atrancadas. Clary dirigía miradas furtivas al interior de los escaparates mientras pasaban. Resultaba extraño ver una exhibición de caros chocolates decorados en un escaparate y en el siguiente otra igualmente espléndida de armas de aspecto letal: alfanjes, mazas, garrotes tachonados de clavos, y un despliegue de cuchillos serafín en distintos tamaños.

—No hay pistolas —dijo, y su propia voz sonó muy lejana.

—¿Qué? —Luke la miró pestañeando.

—Los cazadores de sombras —dijo ella—. Jamás usan pistolas.

—Las runas impiden que la pólvora estalle —respondió él—. Nadie sabe el motivo. Con todo, se sabe de nefilim que han usado un rifle alguna que otra vez contra licántropos. No hace falta una runa para matarlos…, simplemente balas de plata.

Lo dijo con voz lúgrube. De improviso alzó la cabeza. En la débil luz era fácil imaginar sus orejas alzándose al frente como las de un lobo.

—Voces —dijo—. Deben de haber terminado en el Gard.

Le cogió el brazo y tiró de ella sacándola de la calle principal. Emergieron en una plaza pequeña con un pozo en el centro. Un puente de mampostería describía un arco que se desvanecía, el agua del canal parecía casi negra. Clary pudo entonces oír también las voces, procedentes de calles próximas. Sonaban alto y enojadas. El mareo de Clary aumentó; sintió como si el suelo se ladeara bajo sus pies, amenazando con hacerla caer de bruces. Se recostó en la pared del callejón, respirando con dificultad.

—Clary —dijo Luke—. Clary, ¿te encuentras bien?

La voz de Luke sonaba espesa, extraña. Le miró y se quedó sin aliento. Las orejas se habían vuelto largas y puntiagudas, los dientes afilados como cuchillas, los ojos tenían un feroz color amarillo…

—Luke —musitó—, ¿qué te está sucediendo?

—Clary —alargó los brazos hacia ella, las manos curiosamente alargadas, las uñas afiladas y de color óxido—¿sucede algo?

Ella lanzó un chillido, retorciéndose para apartarse de él. No estaba segura de por qué se sentía tan aterrada; había visto cambiar a Luke, y él jamás le había hecho daño. Pero el terror cobró viveza en su interior, incontrolable. Luke la agarró por los hombros y ella se encogió ante él, apartándose de sus ojos amarillos de animal, incluso mientras la acallaba, suplicándole que no hiciese ruido con su voz humana normal.

—Clary, por favor…

—¡Suéltame! ¡Suéltame!

Pero no lo hizo.

—Es el agua… tienes alucinaciones… Clary, intenta no perder el control. —La llevó hacia el puente, medio arrastrándola, y ella sintió cómo le corrían lágrimas por el rostro, refrescándole las ardientes mejillas—. No es real. Intenta controlarte, por favor —dijo él, ayudándola a subir el puente.

Clary pudo oler el agua bajo él, verde y estancada. Se movían cosas bajo su superficie. Mientras observaba, un tentáculo negro emergió del agua, la punta esponjosa cubierta de dientes como agujas. Se echó hacia atrás, lejos del agua, incapaz de chillar, mientras un quedo gemido se le escapaba de la garganta.

Luke la sujetó cuando las rodillas se le doblaron, tomándola en brazos. No la había llevado en brazos desde que tenía cinco o seis años. «Clary», dijo, pero el resto de sus palabras se desdibujó en un rugido absurdo mientras descendían del puente. Pasaron corriendo ante una serie de altas casas estrechas que le recordaron a Clary las casas adosadas de Brooklyn… ¿O tal vez simplemente tenía una alucinación sobre su propio vecindario? El aire alrededor de ambos pareció combarse a medida que seguían adelante, las luces de las casas llameando a su alrededor como antorchas, el canal titilando con un diabólico resplandor fosforescente. Clary sentía como si los huesos se le estuviesen disolviendo dentro del cuerpo.

—Aquí.

Luke se detuvo bruscamente frente a una casa alta del canal. Pateó con fuerza la puerta, gritando; estaba pintada de un rojo intenso, casi chillón, con una única runa trazada sobre ella en dorado. La runa se disolvió y destiñó mientras Clary la miraba fijamente, adquiriendo la forma de una repugnante calavera sonriente. «No es real», se dijo con fiereza, sofocando el grito con el puño, mordiéndoselo hasta que sintió el sabor de la sangre en la boca.

El dolor le despejó la cabeza momentáneamente. La puerta se abrió de golpe, y apareció una mujer con un vestido oscuro, el rostro crispado con una mezcla de cólera y sorpresa. Su cabello era largo, una enmarañada nube castaña salpicada de gris que escapaba de dos trenzas; los ojos azules resultaban familiares. Una luz mágica brillaba en su mano.

—¿Quién es? —exigió—. ¿Qué quieres?

—Amatis. —Luke fue a colocarse en el circulo luminoso de luz mágica, con Clary en los brazos—. Soy yo.

La mujer palideció y se tambaleó, alargando una mano para apuntalarse contra el umbral.

—¿Lucian?

Luke intentó dar un paso al frente, pero Amatis le cerró el paso. Sacudía la cabeza con tal violencia que las trenzas se movían de un lado a otro.

—¿Cómo puedes venir aquí, Lucian? ¿Cómo te atreves a venir aquí?

—Tenía muy pocas opciones.

Luke sujetó con más fuerza a Clary. Ésta reprimió un grito; sentía como si todo su cuerpo ardiera, como si cada terminación nerviosa ardiera de dolor.

—Tienes que irte, entonces —dijo Amatis—. Si te vas inmediatamente…

—No estoy aquí por mí, sino por la chica. Se está muriendo. —cuando la mujer se lo quedó mirando, añadió—: Amatis, por favor. Es la hija de Jocelyn.

Hubo un largo silencio, durante el cual Amatis se quedó quieta como una estatua, inmóvil, en la entrada. Parecía paralizada, aunque Clary no podía saber si por la sorpresa o el horror. Clary cerró con fuerza el puño —la palma estaba pegajosa de sangre allí donde clavaba las uñas—, pero ni siquiera el dolor ayudaba ya; el mundo se descomponía en colores suaves, como un rompecabezas flotando sobre la superficie del agua. Apenas oyó la voz de Amatis cuando ésta se apartó de la puerta y dijo:

—Muy bien, Lucian. Puedes llevarla dentro.


Cuando Simon y Jace regresaron a la sala de estar, Aline ya había dispuesto comida sobre la mesita baja situada entre los sofás. Había pan y queso, trozos de pastel, manzanas e incluso una botella de vino que a Max no se le permitió tocar. Éste estaba sentado en la esquina con un plato de pastel y el libro abierto sobre el regazo. Simon le compareció. Él se sentía solo como Max en medio del grupo que reía y conversaba.

Contempló como Aline tocaba la muñeca de Jace con los dedos cuando alargó la mano para tomar un trozo de manzana, y sintió que se ponía tenso. «Pero esto es lo que quieres que él haga», se dijo, y sin embargo de algún modo no podía quitarse de encima la sensación de que se le estaba haciendo un menosprecio a Clary.

Jace cruzó la mirada con él por encima de la cabeza de Aline y sonrió. De alguna manera, a pesar de no ser un vampiro, fue capaz de conseguir una sonrisa que parecía constituida toda ella por dientes afilados. Simon desvió los ojos, pasándolos por la habitación. Reparó en que la música que había oído antes no procedía de un equipo de música sino de un artilugio mecánico de aspecto complicado.

Pensó en iniciar una conversación con Isabelle, pero ésta charlaba con Sebastian cuyo rostro elegante estaba inclinado con atención hacia el de ella. Jace se había reído de Simon por mostrarse tan enamorado de Isabelle en una ocasión, pero Sebastian sin duda podía manejarla. A los cazadores de sombras los educaban para poder manejarlo todo, ¿no era cierto? Sin embargo, la expresión en el rostro de Jace cuando había dicho que planeaba ser sólo el hermano de Clary había dado que pensar a Simon.

—Nos hemos quedado sin vino —declaró Isabelle, depositando la botella sobre la mesa con un golpe sordo—. Voy a buscar más. —Con un guiño a Sebastian, desapareció dentro de la cocina.

—Si no te importa que lo diga, pareces un poco callado.

Era Sebastian, inclinándose por encima del respaldo de la silla de Simon con una sonrisa encantadora. Para ser alguien con un pelo tan oscuro, pensó Simon, la piel de Sebastian era muy clara, como si no saliera mucho al sol.

—¿Va todo bien?

Simon se encogió de hombros.

—No hay demasiadas oportunidades para que tome parte en la conversación. Parece tratar bien sobre política de los cazadores de sombras, bien sobre personas de las que jamás he oído hablar, o sobre ambas cosas.

La sonrisa desapareció.

—Los nefilim podemos ser un círculo algo cerrado. Es el modo de ser de aquellos que están excluidos del resto del mundo.

—¿No crees que sois vosotros mismos los que os excluís? Despreciáis a los humanos corrientes…

—«Despreciar» suena un poco excesivo —dijo Sebastian—. ¿Y realmente crees que el mundo de los humanos querría tener algo que ver con nosotros? Somos un recordatorio viviente de que siempre que se consuelan diciéndose que no existen los vampiros auténticos, ni hay demonios ni monstruos reales bajo la cama… se están mintiendo a sí mismos. —Volvió la cabeza para mirar a Jace, quien, como Simon advirtió, los había estado mirando fijamente a ambos en silencio durante varios minutos—. ¿No estás de acuerdo?

Jace sonrió.

—¿De ce crezi că vă ascultam conversatia?

Sebastian le devolvió la mirada con una expresión de agradable interés.

M-ai urmărit de când ai ajuns aici —respondió—. Nu-mi dau seama dacă un mă placi ori dacă eşti atât de bănuitor cu toată humea. —Se puso en pie—. Agradezco la práctica del rumano pero, si no te importa voy a ver qué está demorando tanto a Isabelle en la cocina—. Desapareció por la puerta, mientras Jace lo seguía con la mirada con una expresión perpleja.

—¿Qué es lo que sucede? ¿Es que no habla rumano después de todo? —preguntó Simon.

—No —dijo Jace, y una pequeña arruga apareció en su ceño—. No, claro que lo habla.

Antes de que Simon pudiera preguntarle qué quería decir con aquello, Alec entró en la habitación. Mostraba cara de pocos amigos, igual que cuando se había ido. Su mirada se entretuvo momentáneamente en Simon, con una expresión confundida en sus ojos azules.

Jace alzó los ojos.

—¿De vuelta tan pronto?

—No por mucho rato. —Alec alargó el brazo para tomar una manzana de la mesa con una mano enguantada—. Tan sólo regresé a por… él —dijo, señalando a Simon con la manzana—. Quieren verle en el Gard.

Aline se mostró sorprendida.

—¿De veras? —dijo, pero Jace se levantaba ya del sofá, zafando su mano de la de ella.

—¿Para qué lo quieren ver? —preguntó, con una serenidad peligrosa—. Espero que lo hayas averiguado antes de comprometerte a llevarlo, al menos.

—Pues claro que pregunté —le espetó Alec—. No soy idiota.

—Ah, vamos —dijo Isabelle, que había reaparecido en la entrada con Sebastian, que sostenía una botella—. A veces eres un poco idiota, ya lo sabes. Sólo un poquito —repitió a la vez que Alec le lanzaba una mirada asesina.

—Van a enviar a Simon de vuelta a Nueva York —dijo—. A través del Portal.

—¡Pero si acaba de llegar aquí! —protestó Isabelle con un mohín—. Eso no es divertido.

—No tiene que ser divertido, Izzy. Que Simon viniese aquí fue un accidente, así que la Clave cree que lo mejor es que regrese a casa.

—Fantástico —dijo Simon—. A lo mejor incluso podré regresar antes de que mi madre advierta que me he ido. ¿Qué diferencia horaria hay entre aquí y Manhattan?

—¿Tienes madre? —Aline parecía atónita.

Simon eligió hacer como si no la hubiese oído.

—En serio —dijo, mientras Alec y Jace intercambiaban una repentina mirada—. Es perfecto. Todo lo que quiero es marcharme de este lugar.

—¿Iras con él? —preguntó Jace a Alec—. ¿Te asegurarás de que todo está bien?

Se miraron el uno al otro de un modo que le era familiar a Simon. Era el modo en que Clary y él a veces se miraban, intercambiando rápidas ojeadas en clave cuando no querían que sus padres supiesen lo que planeaban.

—¿Qué? —quiso saber, paseando la mirada de uno al otro—. ¿Qué es lo que sucede?

Ambos dejaron de mirarse; Alec volvió la cabeza, y Jace dedicó una mirada insulsa y sonriente a Simon.

—Nada —dijo—. Todo está bien. Felicitaciones, vampiro…, te vas a casa.

4 Vampiro diurno

La noche había caído sobre Alacante cuando Simon y Alec abandonaron la casa de los Penhallow y marcharon colina arriba en dirección al Gard. Las calles de la ciudad eran estrechas y sinuosas, y ascendían como pálidas cintas de piedra bajo la luz de la luna. El aire era frío, aunque Simon lo notaba vagamente.

Alec andaba en silencio, avanzando a grandes zancadas por delante de Simon como si fingiera estar solo. En su vida anterior Simon habría tenido que apresurar el paso, jadeante, para mantenerse a su altura; ahora descubrió que podía ir al ritmo de Alec simplemente acelerando la zancada.

—Debe de ser un fastidio —dijo Simon por fin, mientras Alec mantenía la vista al frente con aire taciturno—. Tener que cargar con la tarea de escoltarme, quiero decir

Alec se encogió de hombros.

—Tengo dieciocho años. Soy un adulto, así que tengo que ser la persona que se encargue. Soy el único que puede entrar y salir del Gard cuando la Clave está reunida, y además, el Cónsul me conoce.

—¿Qué es un Cónsul?

—Es como un funcionario de muy alto rango de la Clave. Cuenta los votos del Consejo, interpreta la ley para la Clave, y les aconseja a ellos y al Inquisidor. Si diriges un Instituto y tropiezas con un problema que no sabes cómo tratar, llamas al Cónsul.

—¿Aconseja al Inquisidor? Pensaba… ¿no está muerta la Inquisidora?

Alec lanzó un resoplido.

—Eso es como decir «¿No está muerto el presidente?». Sí, la Inquisidora murió; ahora hay uno nuevo. El Inquisidor Aldertree.

Simon echó un vistazo colina abajo en dirección a la oscura agua de canales situados muy por debajo. Habían dejado la ciudad tras ellos y marchaban por una calzada estrecha entre umbríos árboles.

—Te diré una cosa, las inquisiciones no le han ido nada bien a mi gente en el pasado —dijo Simon a Alec, que pareció desconcertado—. No importa. Tan sólo era un chiste mundano sobre la historia. No te interesaría.

—Tú no eres un mundano —señaló Alec—. Por eso a Aline y a Sebastian les emocionaba tanto poder echarte un vistazo. Aunque no es que puedas saberlo con Sebastian; él siempre actúa como si ya lo hubiera visto todo.

Simon habló sin pensar.

—¿Están él e Isabelle…? ¿Hay algo entre ellos?

Aquello arrancó una carcajada a Alec.

—¿Isabelle y Sebastian? Difícilmente. Sebastian es un buen tipo, y a Isabelle sólo le gusta salir con chicos totalmente inapropiados a los que nuestros padres aborrecerían. Mundanos, subterráneos, pillos insignificantes…

—Gracias —dijo Simon—. Me alegro de verme clasificado junto con el elemento criminal.

—Creo que lo hace para llamar la atención —repuso Alec—. Además, es la única chica de la familia, así que tiene que estar siempre demostrando lo dura que es. O al menos eso es lo que piensa.

—A lo mejor está intentando desviar la atención de ti —dijo Simon, casi distraídamente—. Ya sabes, como tus padres no saben que eres gay y todo eso.

Alec se detuvo en medio de la calzada tan inopinadamente que Simon casi chocó contra él.

—No —dijo—, pero, aparentemente, todos los demás lo saben.

—Excepto Jace —replicó Simon—. Él no lo sabe, ¿verdad?

Alec inspiró profundamente. Estaba pálido, se dijo Simon, aunque quizá sólo fuera la luz de la luna, que le desvanecía el color a todo. Los ojos parecieron negros en la oscuridad.

—En realidad no es asunto tuyo. A menos que estés intentando amenazarme.

—¿Intentar amenazarte? —Simon se quedó desconcertado—. No estoy…

—Entonces ¿por qué? —dijo Alec, y de improviso había una repentina y agua vulnerabilidad en su voz que desconcertó a Simon—. ¿Por qué mencionarlo?

—Porque pareces odiarme la mayor parte del tiempo —respondió Simon—. No me lo tomo de un modo tan personal, pero lo cierto es que te salvé la vida. Das la impresión de odiar a todo el mundo. Y además, no tenemos prácticamente nada en común. Pero te veo mirando a Jace, y me veo a mí mirando a Clary, e imagino… que quizá sí tenemos algo en común. Y a lo mejor eso podría hacer que yo te desagradara un poco menos.

—¿Así que no se lo vas a contar a Jace? —dijo Alec—. Quiero decir… le contaste a Clary lo que sentías, y…

—Y no fue la mejor de la ideas —respondió Simon—. Ahora me pregunto todo el tiempo cómo volver atrás después de algo así. Si podremos volver a ser amigos alguna vez, o si lo que teníamos se ha roto en mil pedazos. No por culpa suya, sino mía. A lo mejor si encontrase a otra persona…

—Otra persona —repitió Alec, que había empezado a andar otra vez, muy de prisa, con la vista fija en la calzada ante él.

Simon apresuró el paso para mantenerse a su altura.

—Ya sabes a lo que me refiero. Por ejemplo, creo que a Magnus Bane le gustas de verdad. Y es un tipo fabuloso. Da unas fiestas estupendas, por lo menos. Incluyo aunque yo acabara convertido en rata aquella vez.

—Gracias por el consejo. —La voz de Alec era seca—. Pero no creo que le guste tanto. Apenas me habló cuando vino a abrir el Portal al Instituto.

—Quizás deberías llamarle —sugirió Simon, intentando no pensar demasiado en lo extraño que resultaba aconsejar a un cazador de demonios sobre la posibilidad de salir con un brujo.

—No puedo —dijo Alec—. No hay teléfonos en Idris. Aunque no importa, de todos modos. —Su tono era brusco—. Ya estamos. Esto es el Gard.

Un muro alto se alzaba frente a ellos, con un par de enormes portones. Tallados con los arremolinados dibujos angulosos de runas, y aunque Simon no podía descifrarlos como Clary, había algo deslumbrante en su complejidad y en la sensación de poder que emanaba de ellos. Las puertas estaban custodiadas por estatuas de ángeles a ambos lados, los rostros fieros y hermosos. Cada uno sostenía una espada tallada en la mano, y una criatura que se retorcía —una mezcla de rata, murciélago y lagarto, con repugnantes dientes puntiagudos—yacía agonizante a sus pies. Simon se las quedó mirando durante un buen rato. Demonios, imaginó… aunque podían muy bien ser vampiros.

Alec abrió la puerta de un empujón e hizo una señal a Simon para que la cruzara. Una vez dentro, éste pestañeó mirando a su alrededor desconcertado. Desde que se había convertido en vampiro, su visión nocturna se había agudizado hasta adquirir una claridad parecida al láser, pero las docenas de antorchas que bordeaban el sendero que conducía a las puertas del Gard estaban hechas de luz mágica, y el crudo resplandor blanco parecía eliminarle el detalle a todo. Era vagamente consciente de que Alec le guiaba hacia delante por un estrecho sendero de piedra que brillaba con iluminación reflectante; había alguien de pie en el sendero frente a él, cerrándole el paso con un brazo alzado.

—¿Así que este es el vampiro?

La voz que habló era lo bastante profunda para ser casi un gruñido. Simon alzó la vista pese a que la luz le escocía en los ojos como si le quemase; se habría llenado de lágrimas si todavía hubiese sido capaz de llorar. «La luz mágica —pensó—, luz de ángel, me quema. Supongo que no es ninguna sorpresa.»

El hombre que estaba de pie ante ellos era muy alto, y tenía una piel cetrina tensada sobre unos prominentes pómulos. Bajo un pelo negro muy corto, la frente era amplia, la nariz aguileña y romana. Su expresión mientras bajaba la mirada hacia Simon era la de un usuario del metro que contempla una rata enorme que corre de un lado a otro por las vías, medio esperando que llegue el tren y la aplaste.

—Éste es Simon —dijo Alec, con cierto aire vacilante—. Simon, éste es el Cónsul Malachi Dieudonné. ¿Está listo el Portal, señor?

—Sí —respondió Malachi; su voz era áspera y mostraba un leve acento—. Todo está listo. Vamos, subterráneo. —Hizo una seña a Simon—. Cuanto antes termine esto, mejor.

Simon hizo intención de ir hacia el oficial jefe, pero Alec le detuvo posando una mano sobre su brazo.

—Sólo un momento —dijo, dirigiéndose al Cónsul—. ¿Se le enviará directamente a Manhattan? ¿Y habrá alguien esperándole allí al otro lado?

—Por supuesto —respondió Malachi—. El bujo Magnus Bane. Puesto que imprudentemente fue quien permitió que el vampiro entrara en Idris, se ha hecho responsable de su regreso.

—Si Magnus no le hubiese dejado que cruzara el Portal, Simon habría muerto —replicó Alec, con cierta acritud.

—Quizá —dijo Malachi —.Eso es lo que tus padres dicen, y la Clave ha elegido creerles. En contra de mi consejo, de hecho. Con todo, uno no trae subterráneos a la Ciudad de Cristal a la ligera.

—No fue a propósito. —La ira invadió el pecho de Simon—. Nos atacaban…

Malachi volvió la mirada hacia Simon.

—Hablarás cuando se te hable, subterráneo, no antes.

La mano de Alec se cerró con más fuerza sobre el brazo de Simon. Había una expresión en su rostro… entre vacilante y suspicaz, como si dudara de lo acertado de conducir a Simon allí después de todo.

—¡Pero bueno, Cónsul, por favor!

La voz que sonó a través del patio era aguda, ligeramente entrecortada; Simon comprobó con cierta sorpresa que pertenecía a un hombre… un hombre menudo y regordete que avanzaba apresuradamente por el sendero hacia ellos. Llevaba una holgada capa gris sobre la indumentaria de cazador de sombras, y su cabeza calva relucía bajo la luz mágica.

—No hay necesidad de alarmar a nuestro invitado.

—¿Invitado? —Malachi parecía indignado.

El hombrecillo se detuvo ante Alec y Simon y le sonrió radiante.

—Nos alegramos tanto… nos sentimos complacidos en realidad… de que decidieses cooperar con nuestra petición de que regresaras a Nueva York. Lo hace todo mucho más fácil.

Guiñó un ojo a Simon, que le devolvió la mirada confuso. No creía haber conocido jamás a un cazador de sombras que pareciese complacido de verle; ni cuando era mundano, ni definitivamente ahora que era un vampiro.

—¡Ah, casi lo olvidaba! —El hombrecillo se dio una palmada en la frente, compungido—. Debería haberme presentado. Soy el Inquisidor… el nuevo Inquisidor. Inquisidor Aldertree es mi nombre.

Aldertree le tendió la mano a Simon y, en medio de la confusión, Simon la tomó.

—Y tú. ¿Tu nombre es Simon?

—Sí —dijo Simon, retirado la mano tan pronto como pudo pues el apretón de Aldertree era desagradablemente húmero y sudoroso—. No hay necesidad de agradecerme nada. Todo lo que quiero es ir a casa.

—¡Estoy seguro de ello, estoy seguro de ello!

Aunque el tono de Aldertree era jovial, algo pasó raudo por su rostro mientras hablaba…, una expresión que Simon no consiguió definir. Desapareció al instante, mientras Aldertree sonreía e indicaba en dirección a un sendero estrecho que zigzagueaba junto al Gard.

—Por aquí, Simon, si eres tan amable.

Simon avanzó, y Alec hizo intención de seguirle. El Inquisidor alzó una mano.

—Eso es todo, Alexander. Gracias por tu ayuda.

—Pero Simon… —empezó Alec.

—Estará perfectamente —le aseguró el Inquisidor—. Malachi. Por favor, acompaña a Alexander afuera. Y dale una piedra runa de luz mágica para que le ayude a regresar a casa si no ha traído ninguna. El sendero puede ser traicionero por la noche.

Y con la sonrisa beatífica, se llevó a toda prisa a Simon, mientras Alec los seguía fijamente con la mirada.


El mundo llameó alrededor de Clary en una masa borrosa casi tangible mientras Luke cruzaba con ella el umbral de la casa y recorrían un largo pasillo, precedidos de Amatis, que avanzaba presurosa con su luz mágica. Delirando, la muchacha miró con ojos desorbitados cómo el corredor se desplegaba ante ella, alargándose más y más como un pasillo en una pesadilla.

El mundo se tumbó de lado. De improviso descansaba sobre una superficie fría, y unas manos alisaban una manta sobre ella. Unos ojos azules la contemplaron.

—Parece muy enferma, Lucian —dijo Amatis, en una voz que sonaba deformada y distorsionada como un disco antiguo—. ¿Qué le ha sucedido?

—Se bebió aproximadamente la mitad del lago Lyn.

El sonido de la luz de Luke se desvaneció, y por un momento la visión de Clary se despejó: yacía sobre el frío suelo de baldosas de una cocina, y en algún lugar por encima de su cabeza Luke rebuscaba en un armarito. La cocina tenía paredes amarillas desconchadas y una anticuada cocina negra de hierro colado contra una pared; brincaban llamas tras las rejillas de la cocina que le hirieron los ojos.

—Anis, belladona, eléboro… —Luke se apartó del armarito con los brazos llenos de botes de cristal—. ¿Puedes hervir todo esto junto, Amatis? Voy a acercarla a los fogones. Está tiritando.

Clary intentó hablar, decir que no necesitaba que le diesen calor, que estaba ardiendo, pero los sonidos que brotaron de su boca no fueron los que quería. Se oyó a sí misma gimotear mientras Luke la alzaba, y a continuación sintió calor que derretía su costado izquierdo; ni siquiera se había dado cuenta de que estaba helada. Los dientes la castañetearon violentamente, y notó el sabor de la sangre en la boca. El mundo empezó a temblar a su alrededor como agua agitada en un vaso.

—¿El lago de los Sueños?

La voz de Amatis estaba llena de incredulidad. Clary no podía verla claramente, pero parecía estar de pie cerca de los fogones, con una cuchara de madera de mango largo en la mano.

—¿Qué estabais haciendo allí? ¿Sabe Jocelyn dónde…?

Y el mundo desapareció, o al menos el mundo real, la cocina con las paredes amarillas y el reconfortante fuego tras la rejilla. En su lugar vio las aguas del lago Lyn, con fuego reflejado en ellas como si lo hiciera en la superficie de un trozo de cristal pulido. Andaban ángeles por el cristal…, ángeles con alas blancas que colgaban ensangrentadas y rotas de sus espaldas, y cada uno de ellos tenía un rostro de Jace. Y luego había otros ángeles, con alas de negras sombras, que acercaban las manos al fuego y reían…

—No deja de llamar a su hermano. —La voz de Amatis sonó hueca, como filtrándose hacia abajo desde una altura imposible—. Está con los Lightwood, ¿verdad? Se alojan con los Penhallow en la calle Princewater. Podría…

—No —dijo Luke, tajante—. No. Es mejor que Jace no lo sepa.

«¿He llamado a Jace? ¿Por qué tendría que hacerlo?», se preguntó Clary, pero el pensamiento duró poco; la oscuridad regresó, y las alucinaciones volvieron a apropiarse de ella. En esta ocasión soñó con Alec e Isabelle; ambos parecían haber librado una batalla feroz, y sus rostros estaban surcados de mugre y lágrimas. Entonces desaparecieron, y soñó con un hombre sin rostro con alas negras que le brotaban de la espalda como las de un murciélago. Fluía sangre de su boca cuando sonreía. Rezando para que las visiones desaparecieran, Clary cerró los ojos con fuerza…

Pasó mucho tiempo antes de que emergiera de nuevo el sonido de las voces de su alrededor.

—Bebe esto —le dijo Luke—. Clary, tienes que beber esto. —Y a continuación sintió unas manos en la espalda y le vertieron líquido en la boca desde un trapo empapado.

Sabía amargo y horrible y se atragantó y medio asfixió con él, pero las manos que sujetaban su espalda eran firmes. Tragó, pese al dolor de la inflamada garganta.

—Eso es —dijo Luke—. Eso es, esto debería hacerte sentir mejor.

Clary abrió los ojos despacio. Arrodillados junto a ella estaban Luke y Amatis, cuyos ojos, de un azul casi idéntico a los del hombre lobo mostraban una preocupación equiparable. Echó una ojeada detrás de ellos y no vio nada; ni ángeles ni demonios con alas de murciélago, únicamente paredes amarillas y una tetera de color rosa pálido en precario equilibrio sobre un alféizar.

—¿Voy a morir? —musitó.

Luke sonrió con expresión macilenta.

—No; tardarás un poco en volver a estar en forma, pero… sobrevivirás.

—Vale.

Estaba demasiado agotada para sentir cualquier cosa, aunque fue un alivio. Parecía como si le hubiesen extraído los huesos y le hubiesen dejado sólo un traje flácido de piel. Mirando arriba somnolienta por entre las pestañas, dijo, casi sin pensar.

—Tus ojos son iguales.

Luke pestañeó.

—¿Iguales a qué?

—A los de ella —respondió Clary, dirigiendo la adormilada mirada a Amatis, que parecía perpleja—. El mismo azul.

Una leve sonrisa asomó al rostro de Luke.

—Bueno, no es tan sorprendente, si lo piensas —dijo—. No tuve oportunidad de presentarte adecuadamente antes. Clary, ésta es Amatis Herondale. Mi hermana.


El Inquisidor calló en cuanto Alec y el oficial en jefe ya no pudieron oírlos. Simon les siguió por un estrecho sendero iluminado con luz mágica, intentando no bizquear debido a la luz. Era consciente de la presencia del gard izándose a su alrededor como el costado de un barco alzándose del océano; brillaban luces en las ventanas que teñían el cielo con una luz plateada. También había ventanas bajas, colocadas a nivel del suelo. Algunas tenían barrotes, y no había más que oscuridad dentro.

Por fin llegaron a una puerta de madera colocada en una arcada de un costado del edificio. Aldertree se acercó para soltar el cerrojo, y a Simon se le hizo un nudo en el estómago. La gente, como advertía desde que se había convertido en vampiro, emanaba un aroma que cambiaba según el estado de ánimo. El Inquisidor apestaba a algo amargo y fuerte como café, pero mucho más desagradable. Simon sintió el escozor en la barbilla que indicaba que los colmillos deseaban salir, y retrocedió ante el Inquisidor cuando éste cruzó la puerta.

El pasillo del otro lado era largo y blanco, casi como un túnel, como si hubiese sido excavado en roca blanca. El Inquisidor lo recorrió con paso rápido, su luz mágica rebotando resplandeciente en las paredes. Para ser un hombre de piernas tan cortas se movía con extraordinaria rapidez, girando la cabeza de lado a lado al andar, mientras la nariz se arrugaba como si olfateara el aire. Simon tuvo que acelerar para mantenerse a su altura cuando pasaron ante un conjunto de enormes puertas dobles, abiertas de par en par como alas. En la habitación situada al otro lado, Simon pudo ver un anfiteatro con una hilera tras otra de sillas en él, cada una ocupada por un cazador de sombras vestido de negro. Resonaban voces en las paredes, muchas de ellas elevadas en tono colérico, y Simon captó retazos de la conversación al pasar, aunque las palabras se volvían confusas a medida que los oradores se solapaban unos con otros.

—Pero no tenemos pruebas de lo que Valentine quiere. No le ha comunicado sus deseos a nadie…

—¿Qué importa lo que quiera? Es un renegado y un mentiroso; ¿realmente crees que cualquier intento de apaciguarle nos acabaría beneficiando?

—¿Sabéis que una patrulla encontró el cuerpo sin vida de una cría de hombre lobo en las afueras de Brocelind? Sin una gota de sangre. Parece ser que Valentine completó el Ritual aquí en Idris.

—Con dos Instrumentos Mortales en su posesión, es más poderoso de lo que cualquier nefilim por sí solo tiene derecho a ser. Puede que no tengamos elección…

—¡Mi primo murió en ese barco en Nueva York! ¡Ni hablar de dejar que Valentine se quede tan fresco después de lo que ya ha hecho! ¡Debe haber castigo!

Simon vaciló, curioso por oír más, pero el Inquisidor zumbaba a su alrededor como una abeja gorda e irritante.

—Vamos, vamos —dijo, balanceando la luz mágica ante él—. No tenemos mucho tiempo que perder. Debería regresar a la reunión antes de que finalice.

De mala gana, Simon permitió que el Inquisidor le empujara pasillo adelante, con la palabra «castigo» resonándole en los oídos. El recordatorio de aquella noche en el barco resultaba gélido y desagradable. Cuando llegaron a una puerta tallada con una única y escueta runa negra, el Inquisidor sacó una llave y la abrió, haciendo pasar a Simon al interior con un amplio gesto de bienvenida.

La habitación del otro lado estaba vacía, decorada con un único tapiz que mostraba a un ángel emergiendo de un lago, sujetando una espada en una mano y una copa en la otra. El hecho de haber visto tanto la Copa como la Espada antes distrajo por un momento a Simon. Hasta que no oyó el chasquido de un cerrojo al cerrarse no reparó en que el Inquisidor había echado el pestillo a la puerta tras él, encerrándolos a ambos dentro.

Simon paseó la mirada a su alrededor. No había mobiliario en la habitación aparte de un banco con una mesa baja junto a él. Una decorativa campana de plata descansaba sobre la mesa.

—El Portal… ¿está aquí? —preguntó con aire vacilante.

—Simon, Simon. —Aldertree se frotó las manos como anticipando una fiesta de cumpleaños u otro acontecimiento jubiloso—. ¿Realmente tienes tanta prisa por irte? Hay unas cuantas preguntas que esperaba hacerte primero…

—De acuerdo. —Simon se encogió de hombros, incómodo—. Pregunte lo que quiera, supongo.

—¡Qué cooperador eres! ¡Qué encantador! —Aldertree sonrió radiante—. Veamos, ¿cuánto hace exactamente que eres vampiro?

—Unas dos semanas.

—¿Y cómo sucedió? ¿Te atacaron en la calle, o tal vez en tu cama durante la noche? ¿Sabes quién te convirtió?

—Bueno…, no exactamente.

—Pero ¡muchacho! ¿Cómo no puedes saber algo como eso?

Su mirada fue franca y curiosa. Parecía tan inofensivo, se dijo Simon. Como el abuelo o el tío divertido de alguien. Simon debía de haber estado imaginando aquel olor curioso.

—En realidad no fue tan simple —dijo, y pasó a explicar sus dos viajes al Dumort, uno bajo la forma de una rata y el otro bajo una compulsión tan fuerte que era como si unas tenazas gigantes lo tuvieran aferrado y lo condujeran directamente a donde querían que fuese—. Y entonces —finalizó—, en cuanto entré por la puerta del hotel, me atacaron; no sé cuál de ellos fue el que me convirtió, o si fueron todos ellos de algún modo.

El Inquisidor rió divertido.

—Vaya, vaya. Eso no es nada bueno. Eso es muy perturbador.

—Eso es lo que pensé yo —convino Simon.

—A la Clave no le gustará.

—¿Qué? —Simon se sintió perplejo—. ¿Qué le importa a la Clave el modo en que me convertí en vampiro?

—Bueno, una cosa sería que te hubiesen atacado —dijo Aldertree a modo de excusa—. Pero tú fuiste allí y, bueno, te entregaste a los vampiros, ¿comprendes? Parece que quisieras ser uno de ellos.

—¡Yo no quería ser uno de ellos! ¡No fui al hotel por eso!

—Claro, claro. —La voz de Aldertree era tranquilizadora—. Pasemos a otro tema, ¿te parece? —Sin aguardar una respuesta, prosiguió—: ¿Cómo es que los vampiros te permitieron sobrevivir para volver a alzarte, joven Simon? Considerando que entraste sin autorización en su territorio, su procedimiento normal habría sido alimentarse de ti hasta que murieses, y luego quemar tu cuerpo para impedir que te alzases.

Simon abrió la boca para contestar, para contar al Inquisidor cómo Raphael lo había llevado al Instituto, y cómo Clary, Jace e Isabelle lo habían trasladado al cementerio y habían velado por él mientras se desenterraba de su propia sepultura. Luego vaciló. Tenía sólo una vaga idea sobre el modo en que funcionaba la Ley, pero de algún modo dudaba que fuese un procedimiento reglamentario cuidar de vampiros mientras se alzaban de su tumba, o proporcionarles sangre para su primera comida.

—No lo sé —dijo—. No tengo ni idea de por qué me convirtieron en lugar de matarme.

—Pero uno de ellos tuvo que dejarte beber su sangre, o no serías… bueno, lo que eres hoy. ¿Me estás diciendo que no sabes quién fue tu progenitor vampiro?

«¿Mi progenitor vampiro?» Simon jamás lo había considerado de aquel modo; la sangre de Raphael había ido a parar a su boca casi por accidente. Y era difícil pensar en el joven vampiro como un progenitor de cualquier clase. Raphael parecía más joven que Simon.

—Me temo que no.

—Cielo. —El Inquisidor lanzó un suspiro—. Es de lo más desafortunado.

—¿Qué es desafortunado?

—Que me mientras, muchacho. —Aldertree sacudió la cabeza—. Y yo que esperaba que cooperarías. Esto es terrible, simplemente terrible. ¿No te plantearías contarme la verdad? ¿Cómo un favor?

—¡Estoy diciendo la verdad!

El Inquisidor se encorvó igual que una flor sin agua.

—Es una lástima. —Volvió a suspirar—. Una lástima.

Cruzó la habitación y golpeó vivamente con los nudillos en la puerta, meneando todavía la cabeza.

—¿Qué sucede? —La voz de Simon se tiñó de alarma y confusión—. ¿Qué pasa con el Portal?

—¿El Portal? —Aldertree emitió una risita tonta—. No creerías en serio que iba a dejarte marchar así como así, ¿verdad?

Antes de que Simon pudiera responder, la puerta se abrió de golpe y cazadores de sombras vestidos de negro entraron en tropel en la estancia, agarrándolo. Él forcejeó mientras fuertes manos se cerraban alrededor de sus brazos. Le colocaron una capucha en la cabeza, cegándole, y él pateó en la oscuridad; su pie alcanzó a alguien y escuchó una palabrota.

Tiraron violentamente de él hacia atrás; una voz airada le masculló al oído.

—Vuelve a hacer eso, vampiro, y derramaré agua bendita en tu garganta y contemplaré cómo mueres vomitando sangre.

—¡Es suficiente! —La fina voz preocupada del Inquisidor se elevó como un globo—. ¡No habrá más amenazas! Sólo intento dar una lección a nuestro invitado. —Debía de haberse adelantado, porque Simon volvió a oler aquel aroma extraño y amargo, amortiguado bajo la capucha—. Simon, Simon —dijo Aldertree—. Realmente me ha gustado mucho conocerte. Espero que una noche en las celdas del Gard tenga el efecto deseado y por la mañana te muestres un poco más cooperador. Todavía veo un futuro brillante para nosotros cuando hayamos superado este pequeño tropiezo. —La mano descendió sobre el hombro de Simon—. Llevadle abajo, nefilim.

Simon chilló con todas sus fuerzas, pero los gritos fueron amortiguados por la capucha. Los cazadores de sombras lo arrastraron fuera de la habitación y le hicieron recorrer lo que le pareció una interminable serie de pasillos laberínticos, que serpenteaban y giraban. Finalmente, alcanzaron una escalera y le hicieron bajar por ella a empujones, mientras sus pies resbalaban en los peldaños. Era incapaz de saber dónde estaban… salvo que había un olor bochornoso y siniestro alrededor de ellos, como a piedra húmeda, y que el aire se tornaba más húmedo y frío a medida que descendían.

Por fin se detuvieron. Se oyó un sonido chirriante, como de hierro arrastrado sobre piedra, y Simon fue arrojado adentro y cayó sobre manos y rodillas en el duro suelo. Se oyó un sonoro chasquido metálico, como el de una puerta cerrándose de golpe, y luego se oyó el sonido de pasos que se alejaban, el eco de botas sobre piedra tornándose más débil mientras Simon se incorporaba tambaleante. Se arrancó la capucha de la cabeza y la arrojó al suelo. La sensación pesada, ardiente y sofocante que le rodeaba el rostro desapareció y contuvo el aliento de dar boqueadas… Él no necesitaba respirar. Sabía que no era más que un acto reflejo, pero el pecho le dolía como si realmente le hubiese faltado el aire.

Se encontraba en una desnuda habitación cuadrada de piedra, con tan solo una única ventana con barrotes encastrados en la pared por encima de la pequeña cama de aspecto duro. Al otro lado de una puerta baja Simon pudo ver un diminuto cuarto de baño con un lavabo y un retrete. La pared oeste también tenía barrotes, gruesos barrotes que parecían de hierro y que discurrían del suelo al techo profundamente hundidos en el suelo. Una puerta de hierro sujeta con bisagras, hecha también de barrotes, estaba colocada en la pared; tenía un pomo de latón, sobre cuya superficie había tallada una tupida runa negra. De hecho, había runas talladas en todos los barrotes; incluso los barrotes de la ventana estaban envueltos con delgados trazos de ellas.

Aunque sabía que la puerta de la celda tenía que estar cerrada con llave, Simon no pudo contenerse; cruzó la sala con grandes zancadas y agarró el pomo. Un dolor abrasador le recorrió la mano como un lanzazo. Chilló y la retiró violentamente, mirándola con ojos desorbitados. Finas volutas de humo se alzaban de la palma quemada; un complicado dibujo había quedado socarrado en la carne. Parecía una pequeña Estrella de David dentro de un círculo, con delicadas runas dibujadas en cada uno de los espacios entre las líneas.

El dolor era insoportable. Simon cerró la mano sobre sí misma a la vez que un grito ahogado se elevaba hasta sus labios.

—¿Qué es esto?

—Es el Sello de Salomón —dijo una voz—. Contiene, según afirman ellos, uno de los Auténticos Nombres de Dios. Repele a los demonios… y a los de tu clase también, al ser un objeto de tu fe.

Simon se irguió con una sacudida, casi olvidando el dolor de la mano.

—¿Quién está ahí? ¿Quién ha dicho eso?

Hubo una pausa.

—Estoy en la celda situada junto a la tuya, vampiro diurno —dijo la voz, que era masculina, adulta, ligeramente ronca—. Los guardas se han pasado aquí la mitad del día hablando sobre cómo mantenerte encerrado. Así que yo no me molestaría en intentar abrirla. Será mejor que ahorres fuerzas hasta que descubras qué quiere la Clave de ti.

—No pueden retenerme aquí —protestó Simon—. No pertenezco a este mundo. Mi familia advertirá que he desaparecido… Mis profesores…

—Se han ocupado de eso. Existen hechizos muy simples… incluso un brujo principiante puede utilizarlos… que proporcionarán a tus padres de que existe una razón perfectamente legítima para tu ausencia. Un viaje escolar. Una visita a la familia. Puede hacerse. —No había amenaza en la voz, y tampoco pesar; era realista—. ¿En serio crees que nunca antes han hecho desaparecer a un subterráneo?

—¿Quién eres? —La voz de Simon se resquebrajó—. ¿Eres un subterráneo también? ¿Es aquí donde nos encierran?

En esa ocasión no obtuvo respuesta. Simon volvió a gritar, pero su vecino había decidido que había dicho todo lo que quería decir. Nada respondió a los gritos de Simon salvo el silencio.

El dolor de la mano se había desvanecido. Al bajar la mirada, Simon vio que la piel ya no parecía quemada, pero la marca del sello estaba impresa en la palma como si la hubiesen dibujado con tinta. Volvió a mirar los barrotes de la celda. Reparó entonces en que no todas las runas eran runas: talladas entre ellas había Estrellas de David y frases de la Torá en hebreo. Los grabados parecían nuevos.

«Los guardas se han pasado aquí la mitad del día hablando sobre cómo mantenerte encerrado», había dicho la voz.

No se trataba solamente de que fuera un vampiro, sino también de que era judío. Habían pasado la mitad del día grabando el Sello de Salomón en aquel pomo de puerta para que le quemara cuando la tocara. Habían necesitado todo ese tiempo para volver los artículos de su fe en su contra.

Por algún motivo, comprenderlo arrebató a Simon el resto del aplomo que le quedaba. Se dejó caer sobre la cama y hundió la cabeza entre las manos.


La calle Princewater estaba oscura cuando Alec regresó del Gard; las ventanas de las casas permanecían cerradas con los postigos y apagadas, y únicamente había alguna que otra farola de luz mágica proyectaba un charco de iluminación blanca sobre los adoquines. La casa de os Penhallow era la más iluminada de la manzana; brillaban velas en las ventanas y la puerta principal estaba ligeramente entreabierta y dejaba salir una franja de luz amarilla que se curvaba a lo largo del sendero.

Jace estaba sentado en el muro bajo de piedra que bordeaba el jardín delantero de los Penhallow, con los cabellos muy brillantes bajo la luz de la farola más cercana. Llevaba sólo una cazadora fina, como advirtió Alec, y había refrescado desde la puesta de sol. El olor a rosas tardías flotaba en el aire gélido como un tenue perfume.

Alec se dejó caer sobre la pared junto a Jace.

—¿Has estado aquí fuera esperándome todo este tiempo?

—¿Quién dice que te estoy esperando?

—Todo fue perfectamente, si es lo que te preocupaba. Dejé a Simon con el Inquisidor.

—¿Le dejaste? ¿No te quedaste para asegurarte de que todo fuera bien?

—Todo fue perfectamente —repitió Alec—. El Inquisidor dijo que lo llevaría adentro personalmente y lo enviaría de vuelta…

—«El Inquisidor dijo, el Inquisidor dijo» —interrumpió Jace—. La última Inquisidora que conocimos abusó totalmente de su autoridad… Si no hubiese muerto, la Clave la habría relevado de su puesto, quizás incluso la habría maldecido. ¿Quién puede decir que este inquisidor no sea también un chiflado?

—Parecía digno de confianza —dijo Alec—. Simpático, incluso. Se mostró de lo más educado con Simon. Mira, Jace…, así es como funciona la Clave. No nos es posible controlar todo lo que sucede. Pero tienes que confiar en ellos, porque de lo contrario todo se convierte en un caos.

—Pero ellos han metido la pata una barbaridad recientemente; eso tienes que admitirlo.

—Es posible —repuso Alec—, pero si empiezas a pensar que sabes más que la Clave y que estás por encima de la Ley, ¿qué te hace mejor que un Inquisidor? ¿O mejor que Valentine?

Jace se estremeció. Parecía como si Alec le hubiese golpeado, o algo peor.

A Alec se le cayó el alma a los pies.

—Lo siento. —Alargó una mano—. No quería decir que…

Un haz de brillante luz amarilla atravesó el jardín repentinamente. Alec levantó la vista y se encontró con Isabelle enmarcada en una abierta puerta principal, rodeada de luz. Era sólo una silueta, pero pudo darse cuenta por sus brazos en jarra de que estaba enojada.

—¿Qué estáis haciendo vosotros dos aquí fuera? —llamó—. Todo el mundo se pregunta dónde estáis.

Alec volvió la cabeza de nuevo hacia su amigo.

—Jace…

Pero éste, poniéndose en pie, hizo caso omiso de la mano extendida de Alec.

—Será mejor que tengas razón respecto a la Clave —fue todo lo que dijo.

Alec contempló cómo Jace regresaba con paso majestuoso a la casa. Motu propio, la voz de Simon regresó a su mente. «Ahora me pregunto todo el tiempo cómo volver atrás después de algo así. Si podremos volver a ser amigos alguna vez, o si lo que teníamos se ha roto en mil pedazos. No por culpa suya, sino mía».

La puerta principal se cerró, y Alec se quedó sentado en el tenuemente iluminado jardín, a solas. Cerró los ojos por un momento y la imagen de un rostro flotó tras los párpados. No era el rostro de Jace, por una vez. Los ojos de aquella cara eran verdes, con pupilas rasgadas. Ojos de gato.

Abrió los ojos, introdujo la mano en su bolsa y sacó un bolígrafo y un trozo de papel, arrancado del cuaderno de espiral que usaba como diario. Escribió unas pocas palabras en él y luego, con su estela, trazó la runa que significaba fuego al final de la hoja. Ardió más deprisa de lo que pensaba; soltó el papel mientras se quemaba, y éste flotó en el aire como una libélula. Pronto todo lo que quedó de él fue un fino montón de cenizas en el aire que se esparcían como polvillo blanco por los rosales.

5 Un problema de memoria

La luz de la tarde despertó a Clary cuando un haz de pálida claridad se posó directamente sobre su cara, iluminándole la parte interior de los párpados hasta alcanzar un rosa intenso. Se removió nerviosamente y abrió los ojos con cautela.

La fiebre había desaparecido, y también la sensación de que los huesos se le estaban derritiendo y rompiendo dentro del cuerpo. Se incorporó en la cama y miró alrededor con ojos curiosos. Estaba en lo que debía de ser la habitación de invitados de Amatis; era pequeña, pintada de blanco, y la cama estaba cubierta con una manta de retazos de brillantes colores. Había cortinas de encaje corridas sobre ventanas redondas que dejaban entrar círculos de luz. Se sentó en la cama despacio, esperando verse invadida por una sensación de mareo, pero no sucedió nada, Se sentía perfectamente saludable, incluso muy descansada. Abandonó la cama y se contempló. Alguien le había puesto un almidonado pijama blanco, aunque ahora estaba arrugado y era demasiado grande para ella; las mangas colgaban cómicamente por encima de los dedos.

Se acercó a una de las ventanas circulares y atisbó fuera. Casas apelotonadas de piedra de color oro viejo se elevaban por la ladera de una colina, y los tejados daban la impresión de haber sido cubiertos con guijarros de bronce. Aquel lado de la casa estaba de espaldas al canal, daba a un estrecho jardín lateral que el otoño estaba volviendo marrón y dorado. Un enrejado trepaba por el costado de la casa; una última rosa colgaba de él, dejando caer pétalos marchitos.

El pomo de la puerta vibró, y Clary volvió rápidamente a la cama justo antes de que Amatis entrara sosteniendo una bandeja en las manos. Enarcó las cejas al ver que Clary estaba despierta, pero no dijo nada.

—¿Dónde está Luke? —inquirió Clary, arrebujándose bien en la manta para estar más abrigada.

Amatis depositó la bandeja sobre la mesa junto a la cama. Había un tazón de algo caliente en ella, y algunas rebanadas de pan untado con mantequilla.

—Deberías comer algo —dijo—. Te sentirás mejor.

—Me siento muy bien —respondió Clary—. ¿Dónde está Luke?

Había una silla de respaldo alto junto a la mesa; Amatis se sentó en ella, cruzó las manos sobre el regazo, y contempló a Clary con clama. A la luz del día, la muchacha pudo ver con más claridad las arrugas de su rostro; parecía mayor que la madre de Clary con una diferencia de muchos años, aunque no podían llevarse tanto. Los cabellos castaños estaban salpicados de canas, los ojos bordeados de un rosa oscuro, como si hubiese estado llorando.

—No está aquí.

—¿Acaba de bajar a la bodega de al lado en busca de un paquete de seis latas de cola light y una caja de cereales, o…?

—Se fue esta mañana, sobre el amanecer, tras velarte toda la noche. No ha dicho adónde ha ido. —El tono de Amatis era seco, y si Clary no se hubiese sentido tan desdichada, podría haberle divertido advertir que ello la hacía sonar aún más parecida a Luke—. Cuando vivía aquí antes de abandonar Idris, después de que lo… cambiaran… lideraba una manada de lobos que tenía su hogar en el bosque de Brocelind. Dijo que iba a regresar con ellos, pero no quiso decir por qué o durante cuánto tiempo… únicamente que regresaría en unos cuantos días.

—¿Me ha dejado aquí? ¿Se supone que debo quedarme aquí sentada y esperarle?

—Bueno, desde luego no podía llevarte con él, ¿verdad? —preguntó Amatis—. Y no te será fácil ir a casa. Infringiste la Ley al venir aquí como lo hiciste, y la Clave no pasará eso por alto, ni será generosa respecto a dejarte marchar.

—No quiero ir a casa. —Clary intentó serenarse—. Vine aquí a… a reunirme con alguien. Tengo algo que hacer.

—Luke me lo contó —dijo Amatis—. Deja que te informe de algo: únicamente encontrarás a Ragnor Fell si él quiere que le encuentres.

—Pero…

—Clarissa. —Amatis la contempló especulativamente—. Estamos esperando un ataque de Valentine en cualquier momento. Casi todos los cazadores de sombras de Idris están aquí en la ciudad, dentro de las salvaguardas. Permanecer en Alacante es lo más seguro para ti.

Clary se quedó sentada totalmente inmóvil. Pensando de un modo racional, las palabras de Amatis tenían sentido, pero no hacían gran cosa para acallar la voz de su interior que chillaba que no podía esperar. Tenía que encontrar a Ragnor Fell ya. Reprimió el pánico que sentía e intentó hablar con tranquilidad.

—Luke nunca me contó que tuviese una hermana.

—No —dijo Amatis—; claro. No estamos… unidos.

—Luke dijo que tu apellido era Herondale —siguió Clary—. Pero ése era el apellido de la Inquisidora, ¿verdad?

—Lo era —dijo Amatis, y su rostro se tensó como si las palabras la apenaran—. Era mi suegra.

¿Qué era lo que Luke había contado a Clary sobre la Inquisidora? Que había tenido un hijo que se había casado con una mujer con «conexiones familiares indeseables».

—¿Estuviste casada con Stephen Herondale?

Amatis pareció sorprendida.

—¿Sabes quién era?

—Sí… Luke me lo dijo…, pero yo pensaba que su esposa había muerto. Pensaba que ése era el motivo de que la Inquisidora fuera una persona tan… —«Horrible», quiso decir, pero le pareció cruel hacerlo—. Amargada —dijo por fin.

Amatis alargó el brazo hacia el tazón que había llevado; la mano tembló un poco mientras lo alzaba.

—Sí, murió. Se mató. Ésa fue Céline, la segunda esposa de Stephen. Yo fui la primera.

—¿Os divorciasteis?

—Algo parecido. —Amatis tendió bruscamente el tazón a Clary—. Oye, bebe esto. Tienes que ponerte algo en el estómago.

Trastornada, Clary tomó el tazón y engulló un trago caliente. El líquido del interior era suculento y salado; no era té, como había pensado, sino sopa.

—De acuerdo —dijo—. ¿Qué sucedió, pues?

Amatis miraba a lo lejos.

—Estábamos en el Círculo, Stephen y yo, junto con todos los demás. Cuando Luke fue… Cuando le sucedió lo que le sucedió, Valentine necesitó un nuevo lugarteniente. Eligió a Stephen. Y cuando eligió a Stephen, decidió que tal vez no sería apropiado que la esposa de su amigo más íntimo y consejero fuese alguien cuyo hermano era…

—Un hombre lobo.

—Él usó otra palabra. —Amatis sonó resentida—. Convenció a Stephen para que anulara nuestro matrimonio y se buscara otra esposa, una que Valentine había elegido para él. Céline era tan joven…, tan absolutamente obediente.

—Eso es horrible.

Amatis sacudió la cabeza con una carcajada crispada.

—Fue hace mucho tiempo. Stephen era buena persona, supongo…, me dio esta casa y volvió a instalarse en la casa solariega de los Herondale con sus padres y Céline. Jamás volví a verle después de eso. Abandoné el Círculo, desde luego. Ya no me habrían querido. La única de ellos que seguía visitándome era Jocelyn. Incluso me contó que fue a ver a luke… —Se apartó los canosos cabellos tras las orejas—. Me enteré de la muerte de Stephen días después de que sucediese. Y Céline… La había odiado, pero sentí lástima por ella entonces. Se cortó las muñecas, dicen… Había sangre por todas partes… —Inspiró profundamente—. Vi a Imogen más tarde en el funeral de Stephen, cuando pusieron su cuerpo en el mausoleo de los Herondale. Ni siquiera pareció reconocerme. La hicieron Inquisidora no mucho después de eso. La Clave consideró que nadie habría perseguido a los antiguos miembros del Círculo más despiadadamente de cómo ella lo hizo…, y tenía razón. De haber podido quitarse el recuerdo de Stephen lavándolo con la sangre de aquellas personas, lo habría hecho.

Clary pensó en los ojos fríos de la Inquisidora, la fija mirada dura e intolerante, e intentó sentir lástima por ella.

—Creo que la volvió loca —dijo—. Realmente loca. Fue horrible conmigo, pero principalmente con Jace. Era como si quisiera verle muerto.

—Eso tiene sentido —repuso Amatis—. Tú te pareces a tu madre, y tu madre te crió, pero tu hermano… —Ladeó la cabeza—. ¿Se parece tanto a Valentine como te pareces tú a tu madre?

—No —dijo Clary—; Jace sólo se parece a sí mismo. —Un escalofrío la recorrió al pensar en Jace—. Está aquí en Alacante —dijo pensando en voz alta—. Si pudiera verle…

—No. —Amatis habló con aspereza—. No puedes abandonar la casa. Ni ver a nadie. Y menos a tu hermano.

—¿No puedo abandonar la casa? —Clary estaba horrorizada—. ¿Quieres decir que estoy confinada aquí? ¿Cómo una prisionera?

—Es sólo durante un día o dos —le reprendió Amatis—, y además, no estás bien. Necesitas recuperarte. El agua del lago casi te mató.

—Pero Jace…

—Es uno de los Lightwood. No puedes ir allí. En cuanto te vean contarán a la Clave que estás aquí. Y entonces no serás la única que tenga problemas con la Ley. Luke también los tendrá.

«Pero los Lightwood no me traicionarían a la Clave. Ellos no harían eso…»

Las palabras se ahogaron en sus labios. No había modo de convencer a Amatis de que los Lightwood que ella había conocido hacía quince años ya no existían, que Robert y Maryse ya no eran fanáticos ciegamente leales. Aquella mujer podía ser la hermana de Luke, pero seguía siendo una desconocida para Clary. Era casi una desconocida para Luke. Él no la había visto en dieciséis años; jamás había mencionado siquiera su existencia. Clary se recostó en los almohadones, fingiendo cansancio.

—Tienes razón —dijo—, no me siento bien. Creo que será mejor que duerma.

—Buena idea. —Amatis se inclinó sobre ella y le quitó el tazón vacío de la mano—. Si quieres darte una ducha, el baño está al otro lado del pasillo. Y hay un baúl con mis viejas ropas a los pies de la cama. Parece que tienes aproximadamente la misma talla que yo tenía a tu edad, de modo que podrían irte bien. A diferencia de ese pijama —añadió, y sonrió con una sonrisa débil que Clary no le devolvió, pues estaba demasiado ocupada conteniendo el impulso de golpear el colchón con los puños, llena de contrariedad.

En cuanto la puerta se cerró detrás de Amatis, Clary abandonó precipitadamente la cama y se dirigió al cuarto de baño, esperando que al agua caliente la ayudase a que se le despejara la cabeza. Con gran alivio por su parte, no obstante lo anticuados que eran, los cazadores de sombras parecían creer en las instalaciones de agua modernas y en el agua corriente caliente y fría. Incluso había jabón con un fuerte aroma cítrico que le permitió eliminar el persistente olor del lago Lyn de sus cabellos. Cuando emergió, envuelta en dos toallas, se sentía mucho mejor.

En el dormitorio hurgó en el baúl de Amatis. La ropa estaba guardada pulcramente entre capas de crujiente papel. Encontró lo que parecía ropa escolar; jerséis de lana merina con una insignia que simulaba cuatro «C» espalda contra espalda cosidas sobre el bolsillo superior, faldas plisadas y camisas abotonadas de arriba abajo con puños estrechos. Había un vestido blanco envuelto en capas de papel de seda: un vestido de novia, pensó Clary, y lo depositó a un lado con cuidado. Debajo había otro vestido, éste confeccionado en seda plateada, con finos tirantes adornados con joyas que sostenían el sutil peso. Clary no consiguió imaginarse a Amatis con aquello, pero… «Ésta es la clase de ropa que mi madre podría haber llevado cuando iba a bailar con Valentine», pensó sin poder evitarlo, y dejó que el vestido volviera a resbalar al interior del baúl, acariciando sus dedos con su textura suave y fría.

Por último, encontró el equipo de cazador de sombras, empaquetado justo al fondo.

Clary extrajo aquellas prendas y las extendió llena de curiosidad sobre el regazo. La primera vez que había visto a Jace y a los Lightwood, llevaban puesto su equipo de combate: ajustados cuerpos y pantalones de material resistente y oscuro. Al verlo de cerca advirtió que el material no era elástico sino firme, un cuero fino aplanado al máximo hasta convertirlo en flexible. La parte superior, tipo chaqueta, se cerraba con una cremallera, y los pantalones tenían complicadas presillas de cinturón. Los cinturones de los cazadores de sombras eran grandes y resistentes, pensados para colgar armas en ellos.

Por supuesto, ella debería ponerse uno de los jerséis y tal vez una falda. Eso era lo que Amatis probablemente habría querido que hiciese. Pero algo en el equipo de combate la atrajo; siempre había sentido curiosidad, siempre se había preguntado cómo sería…

Unos minutos más tarde, las toallas colgaban sobre la barra del pie de la cama y Clary se contemplaba en el espejo con sorpresa y no poca diversión. El equipo le quedaba bien; era ajustado pero no demasiado, y se le pegaba a las curvas de las piernas y el pecho. De hecho, parecía como si de verdad tuviese curvas, lo que representaba una especie de novedad. No podía darle un aspecto formidable —dudaba que nada pudiese conseguirlo—, pero al menos parecía más alta, y su pelo, en contraste con el material negro, resultaba extraordinariamente brillante. De hecho… «Me parezco a mi madre», pensó con un sobresalto.

Y así era. Jocelyn siempre había tenido un acerado núcleo de agresividad bajo su aspecto de muñeca. Clary se había preguntado a menudo qué había sucedido en el pasado de su madre para hacer que fuese como era: fuerte e inflexible, obstinada y valerosa. «¿Se parece tu hermano tanto a Valentine como tú te pareces a Jocelyn», había preguntado Amatis, y Clary había querido responder que ella no se parecía en nada a su madre, que su madre era hermosa y ella no lo era. Pero la Jocelyn que Amatis había conocido era la muchacha que había conspirado para derribar a Valentine, que había forjado en secreto una alianza de nefilim y subterráneos que había hecho pedazos al Círculo y salvado los Acuerdos. Aquella Jocelyn jamás había estado de acuerdo en quedarse tranquilamente en aquella casa y aguardar mientras todo en su mundo se hacía añicos.

Sin detenerse a pensar, Clary cruzó la habitación y corrió el cerrojo de la puerta, cerrándola. Luego se acercó a la ventana y la abrió. El enrejado estaba allí, aferrado a la pared de piedra como… «Como una escala de mano —se dijo Clary—. Exactamente como una escalera…, y las escaleras son totalmente seguras.»

Inspiró profundamente y trepó fuera al alféizar.


Los guardas regresaron en busca de Simon a la mañana siguiente, zarandeándolo para sacarlo de un dormitar intermitente plagado de sueños extraños. En esta ocasión no le pusieron una venda en los ojos mientras lo conducían escaleras arriba, y él echó a hurtadillas una rápida mirada a través de la puerta de barrotes de la celda contigua a la suya. Si había esperado poder echarle un vistazo al propietario de la voz ronca que le había hablado la noche anterior, se vio desilusionado. La única cosa visible a través de los barrotes fue lo que parecía un montón de harapos desechados.

Los guardas condujeron a Simon a toda prisa por una serie de pasillos grises, zarandeándolo sin vacilar si miraba demasiado rato en cualquier dirección. Finalmente se detuvieron en una habitación suntuosamente empapelada. En las pareces colgaban retratos de distintos hombres y mujeres vestidos como cazadores de sombras, con los marcos decorados con dibujos de runas. Debajo de uno de los retratos más grandes había un sofá rojo en el que estaba sentado el Inquisidor, sosteniendo en la mano lo que parecía una copa de plata. Se la tendió a Simon.

—¿Sangre? —preguntó—. Debes de tener hambre a estas alturas.

Inclinó la copa en dirección al muchacho, y la visión del rojo líquido que contenía golpeó a éste justo a la vez que lo hacía el olor. Las venas se tensaron en dirección a la sangre, como hilos bajo el control de un titiritero experimentado. La sensación fue desagradable, casi dolorosa.

—¿Es… humana?

Aldertree lanzó una risita.

—¡Muchacho! No seas ridículo. Es sangre de ciervo. Totalmente fresca.

Simon no dijo nada. Sintió una punzada en el labio inferior allí donde los colmillos se habían deslizado fuera de las fundas, y paladeó la propia sangre en su boca. Le produjo náuseas.

El rostro de Aldertree se arrugó como una ciruela pasa.

—Vamos, querido. —Volvió la cabeza hacia los guardas—. Dejadnos ahora, caballeros —dijo, y éstos se dieron la vuelta para irse.

Únicamente el Cónsul se detuvo brevemente en la puerta para echarle una ojeada a Simon con una expresión de inequívoca repugnancia.

—No, gracias —dijo Simon a través de la pastosidad de la boca—. No quiero sangre.

—Tus colmillos dicen lo contrario, joven Simon —respondió Aldertree en tono jovial—. Toma. Cógela.

Alargó la copa, y el olor a sangre pareció flotar a través de la habitación como el aroma a rosas de un jardín.

Los incisivos de Simon descendieron como cuchillos, totalmente extendidos ya, hundiéndosele en los labios. El dolor fue como una bofetada; avanzó, casi sin voluntad propia, y le arrebató la copa de la mano al Inquisidor. La vació en tres largos tragos; luego, advirtiendo lo que había hecho, la depositó sobre el brazo del sofá. La mano le temblaba. «Inquisidor uno —pensó—. Yo cero.»

—Confío en que la noche pasada en las celdas no fuera demasiado desagradable. No están pensadas para ser cámaras de tortura, muchacho, son más bien lugares para la reflexión forzosa. Considero que la reflexión centra por completo la mente, ¿no te parece? Es esencial para pensar con claridad. Realmente espero que dedicaras algún tiempo a pensar. Pareces un muchacho reflexivo. —El Inquisidor ladeó la cabeza—. Bajé aquella manta para ti con mis propias manos, ya sabes. No me habría gustado que sintiese frío.

—Soy un vampiro —dijo Simon—. No sentimos frío.

—Ah. —El Inquisidor pareció decepcionado.

—Aprecié lo de las Estrellas de David y el Sello de Salomón. —añadió Simon en tono seco—. Siempre es agradable ver que alguien muestra interés por mi religión.

—¡Ah sí, desde luego, desde luego! —Aldertree se animó—. Fabuloso, ¿no es cierto, los grabados? Absolutamente preciosos y por supuesto infalibles. ¡Yo diría que cualquier intento de tocar la puerta de la celda te derretiría directamente la piel de la mano! —Lanzó una risita, claramente divertido por la idea—. En cualquier caso, ¿podrías retroceder un paso, amigo mío? Como un favor, un sencillo favor, ya sabes.

Simon dio un paso atrás.

No pasó nada, pero los ojos del Inquisidor se abrieron como platos; la hinchada piel de su alrededor se tornaba tersa y brillante.

—Ya veo —musitó.

—¿El qué?

—Mira dónde estás, joven Simon. Mira a tu alrededor.

Simon echó una ojeada a su alrededor; nada había cambiado en la habitación, y le llevó un momento comprender a qué se refería Aldertree. Estaba de pie en una zona brillante iluminada por el sol que entraba oblicuamente por una ventana situada muy arriba.

Aldertree casi se retorcía de emoción.

—Estás de pie bajo la luz directa del sol y no te afecta en absoluto. Casi no lo habría creído…, quiero decir, me lo contaron, por supuesto, pero nunca antes había visto nada así.

Simon no contestó. No parecía que hubiese nada que decir.

—La cuestión, desde luego —siguió Aldertree—, es si sabes por qué eres así.

—A lo mejor sencillamente soy más bajo que los otros vampiros.

Simon lamentó inmediatamente haber hablado. Los ojos de Aldertree se entrecerraron, y una vena sobresalió en su sien como un gusano gordo. Estaba claro que no le gustaban los chistes a menos que provinieran de él.

—Muy divertido muy divertido —dijo—. Deja que te pregunte algo: ¿has sido un vampiro diurno desde el momento en que te alzaste de la tumba?

—No. —Simon habló con cuidado—. Al principio el sol me quemaba. Incluso un simple trocito de luz solar me quemaba la piel.

—No me digas. —Aldertree asintió con energía, confirmando que ése era el modo en que las cosas tenían que ser—. Así pues, ¿Cuándo advertiste por primera vez que podías andar a la luz del día sin sentir dolor?

—Fue la mañana siguiente a la gran batalla en el barco de Valentine…

—Durante la cual Valentine te capturó, ¿no es correcto? Te había capturado y te tenía prisionero en su barco, con la intención de usar tu sangre para contemplar el Ritual de Conversión Infernal.

—Imagino que ya lo sabe todo —repuso Simon—. No me necesita.

—¡Ah no, nada de eso! —exclamó Aldertree, alzando las manos.

Tenía unas manos muy pequeñas, advirtió Simon, tan pequeñas que parecían fuera de lugar en los extremos de sus rollizos brazos.

—¡Tienes tanto con lo que contribuir, mi querido muchacho! Por ejemplo, no puedo evitar preguntarme si hubo algo que sucediera en el barco, algo que te cambió. ¿Se te ocurre alguna cosa?

«Bebí la sangre de Jace», pensó Simon, ciertamente tentado de repetirle aquello al Inquisidor sólo para ser desagradable… y entonces, con una sacudida, lo comprendió: «Bebí la sangre de Jace». ¿Podría haber sido eso lo que le cambió? ¿Era posible? Y tanto si era posible como si no, ¿podría contar al Inquisidor lo que Jace había hecho? Proteger a Clary era una cosa; proteger a Jace, otra. No le debía nada a Jace.

Salvo que eso era estrictamente cierto. Jace le había ofrecido su sangre para que la bebiera, le había salvado la vida con ella. ¿Habría hecho eso otro cazador de sombras por un vampiro? Aunque sólo lo hubiese hecho por Clary, ¿qué importaba? Pensó en sí mismo diciendo: «Podría haberte matado». Y Jace: «Yo te lo habría permitido». A saber la clase de problemas en que se metería Jace si la Clave se enterara de que había salvado la vida a Simon, y cómo.

—No recuero nada de lo sucedido en el barco —dijo Simon—. Creo que Valentine debió drogarme o algo así.

Aldertree puso cara larga.

—Ésa es una noticia terrible. Terrible. Me apena tanto oírla.

—Yo también lo siento —dijo Simon, aunque no era verdad.

—¿Así que no hay ni una sola cosa que recuerdes? ¿Ningún detalle pintoresco?

—Simplemente recuerdo haberme desmayado cuando Valentine me atacó, y luego desperté más tarde… en la furgoneta de Luke, dirigiéndome a casa. No recuerdo nada más.

—Cielo, cielos. —Aldertree se arrebujó en la capa—. Veo que los Lightwood parecen haberte cogido un cierto cariño, pero los otros miembros de la Clave no son tan… comprensivos. Fuiste capturado por Valentine, emergiste de esta confrontación con un peculiar poder nuevo que no habías poseído antes, y ahora has encontrado el modo de llegar al corazón de Idris. ¿Te das cuenta de lo que parece?

Si el corazón de Simon hubiese sido capaz de latir todavía, se habría acelerado.

—Piensa que soy un espía de Valentine.

Aldertree pareció horrorizado.

—Muchacho, muchacho…, confío en ti, desde luego. ¡Confío en ti ciegamente! Pero la Clave, ah, la Clave… Me temo que ellos pueden ser muy suspicaces. Habíamos tenido tantas esperanzas de que pudieses ayudarnos. Verás… No debería estar contándote esto, pero siento que puedo confiar en ti, querido muchacho: la Clave se encuentra en un apuro espantoso.

—¿La Clave? —Simon se sintió aturdido—. Pero ¿qué tiene eso que ver con…?

—Mira —prosiguió Aldertree—, la Clave está dividida, enfrentada consigo misma, podrías decir. Es tiempo de guerra. Se cometieron errores por parte de la anterior Inquisidora y de otros; tal vez sea mejor no extenderse en ello. Pero, verás, la autoridad misma de la Clave, del Cónsul y del Inquisidor está bajo cuestión. Valentine siempre parece ir un paso por delante de nosotros, como si supiese nuestros planes por adelantado. El Consejo no escuchará mi sugerencia ni la de Malachi, no después de lo sucedido en Nueva York.

—Pensaba que fue la Inquisidora…

—Y Malachi fue quién la nombró. Claro que, por supuesto, él no tenía ni idea de que enloquecería de ese modo…

—Pero —dijo Simon, con cierta acritud—está la cuestión de la apariencia.

La vena volvió a sobresalir en la frente de Aldertree.

—Inteligente —dijo—. Y acertado. Las apariencias son importantes, sobre todo en la política. Siempre puedes influir a la multitud, a condición de que tengas una historia realmente buena. —Se inclinó al frente, con los ojos fijos en Simon—. Ahora deja que te cuente una historia. Los Lightwood pertenecieron e una ocasión al Círculo. En algún momento se retractaron de ello y se les concedió clemencia con la condición de que permaneciesen fuera de Idris, se marcharan a Nueva York y dirigieran el Instituto que hay allí. Su historial sin tacha empezó a granjearles de nuevo la confianza de la Clave. Pero en aquel entonces ellos ya sabían que Valentine seguía vivo. Durante todo ese tiempo fueron sus leales servidores. Se hicieron cargo de su hijo…

—Pero ellos no sabían…

—Cállate —le gruñó el Inquisidor, y Simon cerró la boca—. Lo ayudaron a encontrar los Instrumentos Mortales y lo auxiliaron con el Ritual de Conversión Infernal. Cuando la Inquisidora descubrió lo que tramaban en secreto, ellos lo arreglaron para que muriera durante la batalla en el barco. Y ahora han venido aquí, al corazón de la Clave, para espiar nuestros planes y revelárselos a Valentine a medida que surjan, de modo que pueda derrotarnos y en última instancia doblegar a todos los nefilim a su voluntad. Y te han traído a ti con ellos…, a ti, un vampiro que puede soportar la luz del sol…, para distraernos de sus auténticos planes para devolver al Círculo a su antigua gloria y destruir la Ley. —El Inquisidor se inclinó al frente; sus ojillos de cerdo relucían—. ¿Qué te parece esa historia, vampiro?

—Creo que es descabellada —dijo Simon—. Y tiene más agujeros gigantes que la avenida Kent en Brooklyn… la cual, por cierto, no se ha vuelto a pavimentar en años. No entiendo qué es lo que espera conseguir de esto.

—¿Esperar? —repitió el Inquisidor —. Los grandes políticos tejen relatos para inspirar a la gente.

—No hay nada de inspirador en culpar a los Lightwood de todo…

—Algunos deben ser sacrificados —repuso Aldertree, y su rostro brilló con una luz sudorosa—. Una vez que el Consejo tenga un enemigo común, y una razón para volver a confiar en la Clave, se unirán. ¿Qué vale una familia comparada con todo esto? De hecho, dudo que vaya a sucederles gran cosa a los hijos de los Lightwood. No se los culpará. Bueno, quizá al chico mayor. Pero los otros…

—No puede hacer esto —dijo Simon—. Nadie creerá esa historia.

—La gente cree lo que quiere creer —replicó él—, y la Clave quiere a alguien a quien culpar. Puedo ofrecerles eso. Sólo te necesito a ti.

—¿A mí? ¿Qué tiene esto que ver conmigo?

—Confiesa. —El rostro del Inquisidor estaba colorado por la excitación—. Confiesa que eres un sirviente de los Lightwood, que estáis todos confabulados con Valentine. Confiesa y me mostraré indulgente. Lo juro. Pero necesito tu confesión para conseguir que la Clave me crea.

—Quiere que confiese una mentira —dijo Simon.

Sabía que sencillamente repetía lo que el Inquisidor había dicho, pero la mente le daba vueltas; no parecía capaz de pensar. Las caras de los Lightwood pasaron vertiginosamente por su cabeza: Alec jadeando en el sendero que subía al Gard; los ojos oscuros de Isabelle mirándole; Max inclinado sobre un libro.

Y Jace. Jace era uno de ellos tanto como si compartiese su misma sangre Lightwood. El Inquisidor no había pronunciado su nombre, pero Simon sabía que Jace pagaría junto con el resto de ellos. Y fuera lo que fuera que le aconteciera, Clary sufriría. ¿Cómo había llegado a suceder, se dijo Simon, que estuviese ligado a aquellas personas…, a gente que no lo consideraba más que un subterráneo, medio humano en el mejor de los casos?

Levantó la vista hacia el Inquisidor. Los ojos de Aldertree eran de un curioso negro carbón; mirar en su interior era como contemplar la oscuridad.

—No —dijo Simon—. No, no lo haré.

—Esa sangre que te di —repuso Aldertree—es toda la sangre que verás hasta que cambies de opinión. —No había amabilidad en su voz, ni siquiera una amabilidad fingida—. Te sorprendería hasta qué punto puedes llegar a tener sed.

Simon no dijo nada.

—Otra noche en las celdas, entonces —dijo el Inquisidor, poniéndose en pie y alargando la mano hacia una campanilla para llamar a los guardas—. Se está muy tranquilo ahí abajo, ¿verdad? Realmente considero que una atmósfera tranquila puede ayudar con un pequeño problema de memoria… ¿no crees?


Aunque Clary se había dicho que recordaba el camino por el que había llegado con Luke la noche anterior, eso resultó no ser tan totalmente cierto. Dirigirse hacia el centro de la ciudad parecía lo más acertado para conseguir indicaciones, pero una vez que encontró el patio de piedra con el pozo en desuso no consiguió recordar si debía girar a la izquierda o a la derecha desde él. Giró a la izquierda, lo que la sumió en un laberinto de calles serpenteantes, cada una muy parecida a la siguiente, donde cada giro la desorientaba más.

Finalmente fue a salir a una calle más amplia bordeada de tiendas. La gente transitaba apresuradamente, sin que ninguno de ellos le dedicara ni una mirada. Algunos vestían también prendas de combate, aunque la mayoría no: hacía frío en la calle, y los abrigos largos y anticuados estaban a la orden del día. El viento era fresco, y, con una punzada, Clary pensó en su abrigo de terciopelo verde, colgado en la habitación de invitados de Amatis.

Luke no mentía cuando le había dicho que habían acudido cazadores de sombras de todo el mundo para la cumbre. Clary pasó junto a una india que llevaba un magnífico sari dorado, con un par de cuchillos curvos colgados de una cadena que le rodeaba la cintura. Un hombre alto de piel morena con anguloso rostro azteca contemplaba un escaparate repleto de armamento; sus brazos lucían brazaletes fabricados con el mismo material reluciente y duro que las torres de los demonios. Calle abajo, un hombre con una túnica nómada blanca consultaba lo que parecía un mapa de la ciudad. Su visión le proporcionó a Clary el valor para acercarse a una mujer que pasaba ataviada con un grueso abrigo de brocado y preguntarle el camino hasta la calle Princewater. Si había un momento en que los habitantes de la ciudad no fueran necesariamente a recelar de alguien que no pareciera saber adónde iba, sería aquel.

Su instinto no la engañó; sin el menor indicio de vacilación, la mujer le dio una serie de apresuradas indicaciones.

—Y entonces sigue recto hasta el final del canal Oldcastle, al otro lado del puente de piedra, y allí es donde encontrarás Princewater. —Le dedicó una sonrisa a Clary—. ¿Vas a visitar a alguien en concreto?

—A los Penhallow.

—Ah, viven en la casa azul; tiene un reborde dorado, la parte trasera da al canal. Es un edificio grande…., no puedes equivocarte.

La mujer tenía razón a medias. Era un edificio grande, pero Clary pasó justo por delante de él antes de advertir su error y dar la vuelta bruscamente para volverse a mirarlo. Era en realidad más índigo que azul, se dijo, aunque de todas maneras no todo el mundo veía los colores del mismo modo. La mayoría de personas eran incapaces de distinguir la diferencia entre el amarillo limón y el color azafrán. ¡Como si se parecieran! Y el reborde de la casa no era dorado, sino de color bronce, un lindo bronce oscuro, como si la casa hubiese estado allí durante muchos años, lo que probablemente era cierto. Todo en aquel lugar era tan antiguo…

«Es suficiente», se dijo Clary. Siempre hacía lo mismo cuando estaba nerviosa: dejar que la mente vagara en todas direcciones al azar. Se frotó las manos a lo largo de los costados de los pantalones; sus palmas estaban sudorosas. El tejido tenía un tacto áspero y seco contra la piel, igual que escamas de serpiente.

Subió los peldaños y agarró la pesada aldaba, que tenía la forma de un par de alas de ángel. Cuando la dejó caer, resonó el tañido de una campana enorme. Al cabo de un instante la puerta se abrió de golpe, e Isabelle Lightwood apareció en el umbral con ojos como platos por la sorpresa.

—¿Clary?

Clary sonrió débilmente.

—Hola, Isabelle.

Isabelle se recostó en el marco de la puerta con expresión desconsolada.

—Ah, mierda.


De vuelta en la celda, Simon se desplomó sobre la cama, escuchando cómo las pisadas de los guardas se alejaban de la puerta. Otra noche. Otra noche allí abajo en prisión, mientras el Inquisidor aguardaba a que él «recordase». «Las apariencias.» Ni en sus peores pesadillas se le habría ocurrido a Simon que alguien pudiese pensar que estaba confabulado con Valentine. Valentine era famoso por odiar a los subterráneos. Valentine le había apuñalado, le había extraído toda la sangre y le había abandonado para que muriese. Aunque, había que reconocerlo, el Inquisidor no lo sabía.

Se oyó un crujido al otro lado de la pared de la celda.

—Debo admitir que me preguntaba si regresarías —dijo la voz ronca que Simon recordaba de la noche anterior—. ¿Debo entender pues que no diste al Inquisidor lo que quiere?

—Eso creo —replicó Simon, acercándose a la pared.

Pasó los dedos por la piedra buscando una grieta en ella, algo a través de lo que pudiera mirar, pero no había nada.

—¿Quién eres?

—Aldertree es un hombre obstinado —dijo la voz, como si Simon no hubiese hablado—. Lo seguirá intentando.

Simon se apoyó en la húmeda pared.

—Entonces imagino que seguiré aquí abajo durante algún tiempo.

—Supongo que no estarás dispuesto a contarme qué es lo que quiere de ti.

—¿Por qué quieres saberlo?

La risita que respondió a Simon pareció un metal que rascase la piedra.

—He estado en esta celda más tiempo del que llevas tú, vampiro diurno, y como puedes ver, no hay gran cosa en la que ocupar la mente. Cualquier distracción ayuda.

Simon entrelazó las manos sobre el estómago. La sangre de ciervo había calmado un poco el hambre, pero había sido suficiente. Su cuerpo seguía dolorosamente sediento.

—No haces más que llamarme así —dijo—, vampiro diurno.

—Escuché a los guardas hablar sobre ti. Un vampiro que puede deambular bajo la luz del sol. Nadie ha visto nada parecido antes.

—Y sin embargo tenéis un modo de nombrarme. Conveniente.

—Proviene de los subterráneos, no de la Clave. Ellos tienen leyendas sobre criaturas como tú. Me sorprende que no lo sepas.

—No puede decirse que lleve mucho tiempo siendo subterráneo —repuso Simon—. Y tú pareces saber mucho sobre mí.

—A los guardas les gusta chismorrear —dijo la voz—. Y la aparición de los Lightwood a través del Portal con un vampiro agonizante que se desangraba… ése es un chismorreo muy interesante. Aunque la verdad es que no esperaba que fuese a aparecer por aquí… al menos hasta que empezaron a arreglar la celda para ti. Me sorprende que los Lightwood lo consintieran.

—¿Por qué iban a oponerse? —inquirió Simon con amargura—. No soy nada. Sólo un subterráneo.

—Tal vez para el Cónsul —dijo la voz—. Pero los Lightwood…

—¿Qué pasa con ellos?

Hubo una corta pausa.

—Los cazadores de sombras que viven fuera de Idris… en especial los que dirigen Institutos… tienden a ser más tolerantes. La Clave, por su parte, es mucho más… retrógrada.

—¿Y qué hay de ti? —quiso saber Simon—. ¿Eres un subterráneo?

—¿Un subterráneo? —Simon no podía estar seguro, pero percibió cierta ira en la voz del desconocido, como si le ofendiera la pregunta—. Mi nombre es Samuel. Samuel Blackburn. Soy nefilim. Hace años estuve en el Círculo, con Valentine. Masacré subterráneos durante el Levantamiento. No soy uno de ellos, desde luego.

—Vaya.

Simon tragó saliva. Notó un sabor salado en la boca. La Clave había capturado y castigado a los miembros del Círculo de Valentine, recordó; a excepción de aquellos que, como los Lightwood, habían conseguido llegar a acuerdos o aceptar el exilio a cambio de perdón.

—¿Has estado aquí abajo desde entonces?

—No. Tras el Levantamiento escapé de Idris antes de que me cogieran. He permanecido lejos durante años… hasta que, como un idiota, pensando que se habrían olvidado de mí, volví. Por supuesto, me atraparon cuando regresé. La Clave tiene sistemas para seguir la pista a sus enemigos. Me arrastraron ante el Inquisidor y me interrogaron durante días. Cuando acabaron, me arrojaron aquí. —Samuel suspiró—. En francés esta clase de prisión recibe el nombre de oubliette. «Un lugar para olvidar.» Es donde arrojas la basura que no quieres recordar, para que se descomponga sin molestarte con su hedor.

—Fantástico. Soy un subterráneo, así que soy basura. Pero tú no lo eres. Tú eres nefilim.

—Soy un nefilim que estaba aliado con Valentine. Eso hace que no sea mejor que tú. Peor, incluso. Soy un renegado.

—Pero muchos otros cazadores de sombras fueron miembros del Círculo… los Lightwood y los Penhallow…

—Todos se retractaron. Le dieron la espalda a Valentine. Yo no.

—¿No lo hiciste? ¿Por qué?

—Porque siento más miedo de Valentine que de la Clave —dijo Samuel—, y si tú fueses sensato, vampiro diurno, sentirías lo mismo.


—¡Pero se supone que estás en Nueva York! —exclamó Isabelle—. Jace dijo que habías cambiado de idea sobre lo de venir. ¡Dijo que querías quedarte con tu madre!

—Jace mintió —dijo Clary tajante—. No me quería aquí, así que me mintió sobre el momento de la partida, y luego os mintió a vosotros diciendo que yo había cambiado de idea. ¿Recuerdas cuando me dijiste que él nunca miente? Pues no es verdad.

—Normalmente nunca lo hace —repuso Isabelle, que había palidecido—. Oye, viniste aquí…, quiero decir, ¿tiene esto algo que ver con Simon?

—¿Con Simon? No. Simon está a salvo en Nueva York, gracias a Dios. Aunque va a enfadarse una barbaridad por no haber tenido oportunidad de despedirse de mí. —La expresión desconcertada de Isabelle empezaba a molestar a Clary—. Vamos, Isabelle. Déjame entrar. Necesito ver a Jace.

—O sea que… ¿viniste por tu cuenta, así sin más? ¿Tenías permiso de la Clave? Por favor, dime que tenías permiso de la Clave.

—No exactamente…

—¿Has violado la Ley? —La voz de Isabelle se elevó, y en seguida descendió; siguió hablando, casi en un susurro—. Si Jace lo descubre, le va a dar algo. Clary, tienes que regresar a casa.

—No; debo estar aquí —dijo Clary, aunque desconocía el origen de su testarudez—. Y necesito hablar con Jace.

—Ahora no es un buen momento. —Isabelle miró a su alrededor ansiosamente, como si esperase que hubiera alguien a quien pudiese apelar para que la ayudara a sacar a Clary de allí—. Por favor, regresa a Nueva York. ¿Lo harás?

—Pensaba que te caía bien, Izzy. —Clary recurrió al sentimiento de culpabilidad.

Isabelle se mordió el labio. Llevaba un vestido blanco y tenía los cabellos recogidos en lo alto con horquillas. Parecía mucho más joven de lo habitual. Detrás de ella Clary alcanzó a ver la entrada, de techo muy alto, en la que colgaban óleos de aspecto antiguo.

—Y me caes bien. Es sólo que Jace…, Dios mío, ¿qué llevas puesto? ¿Dónde conseguiste el equipo de combate?

Clary inclinó la cabeza para contemplarse.

—Es una larga historia.

—No puedes entrar aquí de ese modo. Si Jace te ve…

—¿Y qué si me ve? Isabelle, vine aquí por mi madre… Por mi madre. Puede que Jace no me quiera aquí, pero no puede obligarme a que me quede en casa. Se supone que debo estar aquí. Mi madre esperaba que hiciese esto por ella. Tú lo harías por la tuya, ¿verdad?

—Desde luego que lo haría —respondió ella—. Pero Clary, Jace tiene sus razones…

—Entonces me encantaría escucharlas. —Clary se agachó, pasó por debajo del brazo de Isabelle y se introdujo en la casa.

—¡Clary! —aulló Isabelle, y salió disparada tras ella, aunque Clary había recorrido ya la mitad del pasillo.

Ésta observó, con la parte de su mente que no estaba concentrada en esquivar a Isabelle, que la casa estaba construida como la de Amatis, alta y estrecha, aunque era considerablemente mayor y estaba decorada con más lujo. El pasillo finalizaba en una habitación con ventanas altas que daban a un canal amplio. Unos botes blancos surcaban las aguas, sus velas se desplegaban sin rumbo igual que flores de diente de león zarandeadas por el viento. Un muchacho de cabellos oscuros estaba sentado en un sofá junto a una de las ventanas, al parecer leyendo un libro.

—¡Sebastian! —llamó Isabelle—. ¡No la dejes ir arriba!

El muchacho alzó los ojos, sobresaltado, y al cabo de un instante estaba frente a Clary, cerrándole el acceso a la escalera. Clary se detuvo con un brusco patinazo; jamás había visto a nadie moverse a tal velocidad; salvo a Jace. El muchacho ni siquiera estaba sin aliento; de hecho, le sonreía.

—Así que ésta es la famosa Clary.

La sonrisa le iluminó el rostro, y Clary sintió que se quedaba sin respiración por el asombro. Durante años había dibujado su propio relato gráfico progresivo: el relato del hijo de un rey que estaba bajo una maldición según la cual todas las personas a las que amase morirían. Ella había puesto todo su afán en idear a un sombrío, romántico y enigmático príncipe, y allí estaba él, de pie frente a ella; la misma tez pálida, los mismos cabellos despeinados, y ojos tan oscuros que las pupilas parecían fundirse con el iris. Los mismos pómulos prominentes y ojos hundidos y lóbregos bordeados de largas pestañas. Sabía que nunca antes había puesto los ojos sobre aquel chico, y sin embargo…

El muchacho parecía desconcertado

—No creo que… ¿nos hemos visto antes?

Estupefacta, Clary negó con la cabeza.

—¡Sebastian! —Los cabellos de Isabelle se habían soltado de las horquillas y colgaban sobre los hombros, y la joven mostraba una expresión iracunda—. No seas amable con ella. No debe estar aquí. Clary, vete a casa.

Con dificultad, Clary apartó la mirada de Sebastian y miró furiosa a Isabelle.

—¿Qué? ¿De vuelta a Nueva York? ¿Y cómo se supone que regreso allí?

—¿Cómo llegaste hasta aquí? —inquirió Sebastian—Penetrar en Alacante es toda una hazaña.

—Vine a través de un Portal —respondió Clary.

—¿Un Portal? —Isabelle se mostró atónita—. No queda ningún Portal en Nueva York. Valentine los destruyó…

—No te debo ninguna explicación —replicó Clary—. Al menos hasta que tú me des algunas. Para empezar, ¿dónde está Jace?

—No está aquí —respondió Isabelle, justo al mismo tiempo que Sebastian decía:

—Está arriba.

Isabelle se revolvió contra él.

—¡Sebastian! Cállate.

Sebastian se mostró perplejo.

—Pero es su hermana. ¿No querrá verla?

Isabelle abrió la boca y luego la volvió a cerrar. Clary pudo ver que la muchacha sopesaba la conveniencia de explicar su complicada relación con Jace a Sebastian, que era totalmente ajeno a ella, sin darle una desagradable sorpresa a Jace. Finalmente alzó las manos al techo en un gesto de desesperación.

—Fantástico, Clary —dijo con una ira insólita para tratarse de Isabelle—. Sigue adelante y haz lo que quieras, sin que importe a quién lastimas. Siempre lo haces de todos modos, ¿no es cierto?

«¡Ay!» Clary lanzó a Isabelle una mirada de reproche antes de volverse de nuevo hacia Sebastian, que se apartó en silencio. Pasó como una exhalación junto a él y ascendió la escalera, vagamente consciente de los gritos de Isabelle al desventurado Sebastian. Pero ésa era Isabelle; si había un chico por allí y una culpa que adjudicar a alguien, Isabelle se la cargaría a él.

La escalera se ensanchó hasta convertirse en un rellano con un hueco en forma de ventana mirador que daba a la ciudad. Un chico estaba sentado en el hueco, leyendo. Alzó los ojos cuando Clary llegó a lo alto de la escalera, y pestañeó sorprendido.

—Yo te conozco.

—Hola, Max. Soy Clary…, la hermana de Jace, ¿Recuerdas?

Max se animó.

—Me enseñaste a leer Naruto —dijo, tendiéndole el libro—. Mira, conseguí otro. Éste se llama…

—Max, no puedo hablar ahora. Prometo que miraré tu libro más tarde… ¿Sabes dónde está Jace?

Max se mostró alicaído.

—En su habitación —dijo, y señaló la última puerta del pasillo—. Quise entrar, pero me dijo que tenía que hacer cosas de adultos. Todo el mundo se pasa la vida diciéndome lo mismo.

—Lo siento —repuso Clary, pero su mente ya no estaba puesta en la conversación.

Las ideas se agolpaban en su cabeza; ¿qué le diría a Jace cuando le viera, qué le diría él? Mientras avanzaba por el pasillo hasta la puerta, pensó: «Sería mejor mostrarse simpática, no enojada, chillarle no hará más que ponerlo a la defensiva. Tiene que comprender que pertenezco a este lugar, igual que él. No necesito que me protejan como una pieza de delicada porcelana. Soy fuerte también…».

Abrió la puerta de par en par. La habitación parecía ser una especie de biblioteca, con las paredes cubiertas de libros. Estaba brillantemente iluminada, la luz penetraba a raudales por un alto ventanal. En medio de la habitación estaba Jace de pie. No estaba solo, sin embargo… Ni por asomo. Había una chica de cabellos oscuros con él, una chica a la que Clary no había visto nunca, y los dos estaban fundidos en un abrazo apasionado.

6 Animosidad

Un vahído embargó a Clary, como si hubiesen absorbido todo el aire de la habitación. Intentó retroceder, pero tropezó y golpeó la puerta con el hombro. Ésta se cerró con un portazo, Y Jace y la chica se separaron.

Clary se quedó paralizada. Ambos la miraban fijamente. Reparó en que la chica tenía una lisa melena oscura que le llegaba hasta los hombros y que era sumamente bonita. Tenía desabrochados los botones superiores de la blusa, mostrando un trozo de sujetador de encaje. Clary sintió náuseas.

Las manos de la chica abrocharon rápidamente los botones de la blusa. No parecía complacida.

—Perdona —dijo con cara de pocos amigos—, ¿quién eres?

Clary no contestó; miraba a Jace, que la contemplaba fijamente con incredulidad. Se había quedado totalmente lívido, lo que destacaba las oscuras sombras que tenía alrededor de los ojos. Miró a Clary como quien mira fijamente el extremo del cañón de un arma.

—Aline. —La voz del muchacho no tenía calidez ni timbre—. Ésta es mi hermana Clary.

—Ah. —El rostro de Aline se relajó en una sonrisa levemente avergonzada—. ¡Lo siento! Vaya modo de conocerte. Hola, soy Aline.

Avanzó hacia Clary, todavía sonriendo, con la mano extendida. «No creo que pueda tocarla», pensó Clary con horrorizado desaliento. Miró a Jace, que pareció leer la expresión de sus ojos; con gesto adusto, sujetó a Aline por los hombros y le dijo algo al oído. Ella pareció sorprendida, se encogió de hombros, y se marchó sin decir nada más.

Clary se quedó sola con Jace. Sola con alguien que todavía la miraba como si fuese su peor pesadilla hecha realidad.

—Jace —dijo ella, y dio un paso hacia él.

Él se apartó de ella como si estuviese cubierta de algo venenoso.

—¿Qué? —.dijo—. En el nombre del Ángel, Clary, ¿qué estás haciendo tú aquí?

A pesar de todo, la aspereza del tonó le dolió.

—Al menos podrías fingir que te alegras de verme. Aunque fuese un poco.

—No me alegro de verde —dijo él.

Había recuperado algo de color, pero las sombras bajo los ojos seguían siendo manchurrones grises sobre la piel. Clary aguardó a que añadiese algo, pero pareció contentarse con mirarla fijamente, horrorizado. Advirtió con aturdida claridad que llevaba un suéter negro que le venía ancho en las muñecas como si hubiese perdido peso, y que tenía las uñas de las manos en carne viva de tanto mordérselas.

—Ni siquiera un poco.

—Éste no eres tú —dijo ella—. Odio cuando actúas así…

—Vaya, lo odias, ¿no es cierto? Bueno, pues será mejor que deje de hacerlo, entonces, ¿verdad? Quiero decir… que tú haces todo lo que te pido que hagas.

—¡No tenías derecho a hacer lo que hiciste! —le soltó ella, repentinamente enfurecida—. Mentirme de ese modo. No tenías derecho…

—¡Tenía todo el derecho! —gritó él, y ella no recordó que le hubiese chillado nunca antes—Tenía todo el derecho, estúpida. Soy tu hermano y…

—¿Y qué? ¿Te pertenezco? ¡No eres mi dueño, tanto si eres mi hermano como si no!

La puerta detrás de Clary se abrió de golpe. Era Alec, sobriamente vestido con una larga chaqueta azul oscuro y los cabellos negros desordenados. Llevaba unas botas embarradas y mostraba una expresión incrédula en su por lo general tranquilo rostro.

—Por todas las dimensiones posibles, ¿qué sucede aquí? —dijo mirando alternativamente a Jace y a Clary con asombro—. ¿Estáis intentando mataros, vosotros dos?

—En absoluto —respondió Jace.

Como por arte de magia, advirtió Clary, todo había desaparecido: la cólera y el pánico, y le envolvía una calma glacial.

—Clary ya se iba.

—Estupendo —dijo Alec—, porque necesito hablar contigo, Jace.

—¿Es que nadie en esta casa dice alguna vez: «Hola, encantado de verte»? —inquirió Clary sin dirigirse a nadie en particular.

Era muchísimo más fácil hacer sentir culpable a Alec que a Isabelle.

—Me alegro de verte, Clary —dijo éste—, excepto por el hecho de que en realidad no tendrías que estar aquí, claro. Isabelle me ha contado que has llegado aquí por tu cuenta de algún modo, y me siento impresionado…

—¿Podrías dejar de animarla? —inquirió Jace.

—Pero es que realmente…, realmente necesito hablar con Jace sobre algo. ¿Puedes darnos unos minutos?

—Yo también necesito hablar con él —replicó ella—. Sobre nuestra madre…

—Pues yo no tengo ganas de hablar —dijo Jace—, con ninguno de vosotros, si queréis que os diga la verdad.

—Te equivocas —indicó Alec—. Realmente sí quieres hablar conmigo.

—Lo dudo —dijo Jace, que había vuelto la mirada de nuevo hacia Clary—. No viniste sola, ¿verdad? —preguntó lentamente, como dándose cuenta de que la situación era aún peor de lo que había pensado—¿Quién vino contigo?

No parecía tener sentido mentir sobre ello.

—Luke —respondió Clary —. Luke vino conmigo.

Jace palideció.

—Pero Luke es un subterráneo. ¿Sabes lo que la Clave les hace a los subterráneos no registrados que entran en la Ciudad de Cristal, que cruzan las salvaguardas sin permiso? Venir a Idris es una cosa, pero ¡entrar en Alacante! ¡Sin decírselo a nadie!

—No —dijo Clary en un medio susurro—, pero sé lo que vas a decir…

—¿Que si tú y Luke no regresáis a Nueva York inmediatamente lo descubriréis?

Por un momento Jace permaneció en silencio, trabando la mirada con ella. La desesperación de su expresión la impresionó. Era él quién la amenazaba no ella, después de todo, y no al contrario.

—Jace. —Alec interrumpió el silencio, con un dejo de pánico deslizándose en su voz—. ¿No te has preguntado dónde he estado durante todo el día?

—Eso que llevas es un abrigo nuevo —respondió él, sin mirar a su amigo—. Imagino que has ido de compras. Aunque desconozco por qué estás tan ansioso por darme la lata con eso.

—No he ido de compras —replicó Alec, furioso—. He ido…

La puerta volvió a abrirse. Con un revuelo de vestido blanco, Isabelle entró como una flecha, cerrando la puerta tras ella. Miró a Clary y meneó la cabeza.

—Te dije que se pondría hecho una furia —dijo—. ¿No es cierto?

—Ah, el «ya te dije» —dijo Jace—. Siempre es una jugada excelente.

Clary le miró con horror.

—¿Cómo puedes bromear? —musitó—. Acabas de amenazar a Luke. A Luke, alguien a quien le caes bien y que confía en ti. Por ser un subterráneo. ¿Qué te pasa?

Isabelle pareció horrorizada.

—¿Luke está aquí? Vaya, Clary…

—No está aquí —dijo Clary—. Se ha ido esta mañana…, y no sé adónde. Pero me doy perfecta cuenta de sus motivos para irse. —Apenas podía soportar mirar a Jace—. Genial. Tú ganas. Nunca deberíamos haber venido. Jamás debería haber creado ese Portal…

—¿Creado un Portal? —Isabelle parecía perpleja—. Clary, únicamente un brujo puede hacer un Portal. Y no existen muchos. El único Portal que está aquí en Idris está en el Gard.

—Precisamente quería hablarte sobre eso —siseó Alec a Jace, que tenía un aspecto, como advirtió Clary con sorpresa, aún peor del que tenía antes, como si estuviese a punto de desmayarse—. Sobre el recado que llevé acabo anoche… aquello que tuve que entregar en el Gard…

—Alec, para. Stop —dijo Jace, y la acerba desesperación de su voz acalló al otro muchacho; Alec cerró la boca y se quedó mirando a Jace, con el labio apretado entre los dientes.

Pero Jace no parecía verle; miraba a Clary, y sus ojos eran inflexibles como el cristal.

—Tienes razón —dijo con voz entrecortada, como si tuviese que forzar las palabras—Jamás deberías haber venido. Sé que te dije que no es seguro para ti estar aquí, pero eso no es cierto. La verdad es que no te quiero aquí porque eres impetuosa e irreflexiva y lo embrollarás todo. Es simplemente tu forma de ser. No eres cuidadosa, Clary.

—¿Embrollar…lo… todo? —Clary no consiguió introducir aire suficiente en los pulmones para emitir otra cosa que un susurro.

—Oh, Jace —dijo Isabelle con tristeza, como si fuese él quien había resultado herido.

Él no la miró. Tenía los ojos fijos en Clary.

—Tú siempre te limitas a correr hacia adelante sin pensar —dijo—. Lo sabes, Clary. Jamás habríamos acabado en el Dumort de no haber sido por ti.

—¡Y Simon estaría muerto! ¿Eso no te importa? Tal vez fue imprudente, pero…

—¿Tal vez? —inquirió Jace, elevando la voz.

—¡Pero eso no significa que cada decisión que haya tomado fuese equivocada! Dijiste, después de lo que hice en el barco, dijiste que había salvado la vida de todo el mundo…

Todo el color que quedaba en el rostro de Jace desapareció. Habló con repentina y pasmosa brutalidad.

—Cállate, Clary, CÁLLATE…

—¿En el barco? —La mirada de Alec fue de uno a otro, perpleja—. ¿Qué sucedió en el barco? Jace…

—¡Sólo te dije eso para evitar que lloriqueases! —chilló Jace, ignorando a Alec, ignorándolo todo excepto a Clary.

Ésta pudo sentir la fuerza de su repentina cólera igual que una ola que amenazaba con derribarla.

—¡Eres un desastre para nosotros, Clary! Eres una mundana, siempre lo serás, jamás serás una cazadora de sombras. No sabes pensar como lo hacemos nosotros, en lo mejor para el bien de todos… ¡Sólo piensas en ti misma! Pero ahora estamos en guerra, o lo estaremos, ¡y no tengo tiempo ni ganas de andar persiguiéndote por ahí, intentando asegurarme de que no acabes consiguiendo que maten a uno de nosotros!

Ella se limitó a mirarle atónita. No se le ocurría nada que decir; nunca le había hablado de aquel modo. Por muy furioso que hubiese conseguido ponerlo en el pasado, nunca antes le había hablado como si la odiase.

—Vete a casa, Clary —dijo.

Parecía muy cansado, como si el esfuerzo de expresar sus sentimientos lo hubiese dejado sin fuerzas.

—Vete a casa.

Todos los planes de la joven se evaporaron —las esperanzas de ir tras Fell, salvar a su madre, incluso la de encontrar a Luke—, nada importaba, no encontró palabras. Se dirigió hacia la puerta. Alec e Isabelle se apartaron para dejarla pasar. Ninguno de ellos quería mirarla; miraron hacia otro lado, con expresiones horrorizadas y turbadas. Clary sabía que probablemente debería sentirse humillada a la vez que enojada, pero no era así. Se sentía muerta en su interior.

Se volvió al llegar a la puerta y los miró. Jace mantenía los ojos clavados en ella. La luz que penetraba a raudales por la ventana a su espalda ensombrecía su rostro; tan sólo pudo ver los brillantes pedazos de luz solar que le espolvoreaban los rubios cabellos, como fragmentos de cristales rotos.

—Cuando me contaste que Valentine era tu padre, no te creí —dijo ella—. No porque no quisiera que fuera cierto, sino porque no te parecían en nada a él. Jamás he creído que te parecieras en nada a él. Pero te pareces. Te pareces.

Abandonó la habitación, cerrando la puerta tras ella.


—Van a dejarme morir de hambre —dijo Simon.

Estaba tumbado en el suelo de su celda, con la piedra fría bajo la espalda. Desde aquel ángulo, no obstante, podía ver el cielo a través de la ventana. En los días que había seguido a la conversión de Simon en vampiro, cuando pensaba que no volvería a ver la luz del día, se había descubierto pensando incesantemente en el sol y en el cielo. En los modos en que el color del cielo cambiaba durante el día; en el pálido cielo de la mañana, el ardiente azul del mediodía y la oscuridad cobalto del crepúsculo. Había yacido despierto en la oscuridad repasando un desfile de azules en su cerebro. Ahora, tendido de espaldas en la celda situada bajo el Gard, se preguntó si le habían devuelto la luz diurna y todos sus azules simplemente para que pudiera pasar el corto y desagradable resto de su vida en aquel espacio diminuto tan sólo con un trozo de cielo visible a través de la única ventana con barrotes de la pared.

—¿Has escuchado lo que te decía? —Alzó la voz—. El Inquisidor va a matarme de hambre. No más sangre.

Se oyó un susurro. Un suspiro audible. Entonces Samuel habló:

—Sí. Pero no sé qué quieres que haga al respecto. —Hizo una pausa—. Lo siento por ti, vampiro diurno, si eso te sirve de algo.

—En realidad, no —dijo Simon—. El Inquisidor quiere que mienta. Quiere que le diga que los Lightwood están confabulados con Valentine. Entonces me enviará a casa. —Giró sobre su barriga, y las piedras se le fueron clavando en la carne—. No importa. No sé por qué te cuento todo esto. Probablemente no tienes ni idea de sobre qué estoy hablando.

Samuel emitió un sonido a medio camino entre una risa y una tos.

—La verdad es que sí. Lo sé. Conocí a los Lightwood. Estuvimos en el Círculo junto. Los Lightwood, los Wayland, Los Pangborn, los Heraldene, los Penhallow. Todas las distinguidas familias de Alacante.

—Y Hodge Starkweather —dijo Simon, pensaba en el tutor de los Lightwood—. Él también estaba allí, ¿verdad?

—Sí —respondió Samuel—. Pero su familia no era precisamente de las más respetadas. Hodge prometía en un principio, pero me temo que jamás estuvo a la altura. —Calló un momento—. Aldertree siempre odió a los Lightwood, desde luego, desde que éramos niños. Él no era ni rico ni listo ni atractivo, y, bueno, ellos no fueron demasiado amables con él. No creo que lo haya superado jamás.

—¿Rico? —inquirió Simon—. Pensaba que a todos los cazadores de sombras les pagaba la Clave. Como… no sé, el comunismo y esas cosas.

—En teoría se les paga a todos los cazadores de sombras equitativamente —respondió Samuel—. Algunos, como aquellos que ocupan posiciones elevada en la Clave, o los que tienen una gran responsabilidad, como dirigir un Instituto, por ejemplo, reciben un salario más elevado. Luego están los que viven fuera de Idris y eligen ganar dinero en el mundo de los mundanos; no está prohibido, siempre y cuando entreguen el diezmo correspondiente a la Clave. Pero… —Samuel vaciló—. Tú viste la casa de los Penhallow, ¿verdad? ¿Qué te pareció?

Simon trató de recordar.

—Muy lujosa.

—Es una de las casas más magníficas de Alacante —repuso Samuel—. Y tienen otra, una casa solariega en el campo. Casi todas las familias ricas la tienen. Verás, existe otro modo de que los nefilim adquieran riquezas. Lo llaman «botin». Cualquier cosa propiedad de un demonio o un subterráneo que mate un cazador de sombras pasa a ser propiedad del cazador de sombras. Así pues, si un brujo adinerado infringe la Ley y un nefilim lo mata…

Simon se estremeció.

—¿Así que matar subterráneos es un negocio lucrativo?

—Puede serlo —repuso Samuel con amargura—, si no eres demasiado quisquilloso respecto a quién matas. Ya puedes imaginar por qué hay tanta oposición a los Acuerdos. Afecta a las carteras de la gente tener que ser cuidadoso respecto a asesinar subterráneos. A lo mejor me uní al Círculo por ese motivo. Mi familia jamás fue rica, y que te miren por encima del hombro por no aceptar dinero sucio… —Se interrumpió.

—Pero el Círculo también asesinaba subterráneos —dijo Simon.

—Porque consideraba que era su sagrado deber —repuso Samuel—. No por codicia. Aunque no puedo imaginar ahora por qué pensé jamás que eso importaba algo. —Parecía agotado—. Era Valentine. Tenía un modo de ser… Podría convencerte de cualquier cosa. Recuerdo haber estado de pie a su lado con las manos cubiertas de sangre, contemplando el cuerpo de una mujer muerta, y haber pensado únicamente que lo que hacía tenía que ser correcto porque Valentine decía que lo era.

—¿Una subterránea muerta?

Samuel suspiró entrecortadamente al otro lado de la pared. Por fin, dijo:

—Tienes que comprender que habría hecho cualquier cosa que él me pidiera. Cualquiera de nosotros lo habría hecho. Los Lightwood también. El Inquisidor lo sabe, y eso es lo que está intentando explotar. Pero deberías saber que… existe la posibilidad de que si cedes ante él y culpas a los Lightwood, él te mate de todos modos para cerrarte la boca. Depende de si la idea de ser compasivo le hace sentirse poderoso en ese momento.

—No importa —replicó Simon—. No voy a hacerlo. No traicionará a los Lightwood.

—¿De verdad? —Samuel sonó poco convencido—. ¿Existe algún motivo para que lo hagas? ¿Tanto te importan los Lightwood?

—Cualquier cosa que le contase sobre ellos sería mentira.

—Pero podría ser la mentira que quiere escuchar. Tú quieres volver a casa, ¿verdad?

Simon clavó la mirada en la pared como si de algún modo pudiera ver a través de ella al hombre del otro lado.

—¿Es eso lo que tú harías? ¿Mentirle?

Samuel tosió… una especie de tos espasmódica, como si no tuviera muy buena salud. Luego volvió a hacerlo, había humedad y hacía frío allí abajo, algo que no afectaba a Simon, pero que probablemente afectaría en gran medida a un ser humano normal.

—Yo no aceptaría asesoramiento moral de alguien como yo —dijo el hombre—. Pero, sí, probablemente lo haría. Siempre he preferido salvar el pellejo.

—Estoy seguro de que eso no es cierto.

—A decir verdad —repuso Samuel—, lo es. Algo que aprenderás a medida que te hagas mayor, Simon, es que cuando alguien te cuenta algo desagradable de sí mismo, suele ser cierto.

«Pero yo no me haré mayor», pensó Simon. En voz alta dijo:

—Es la primera vez que me llamas Simon. Simon y no vampiro diurno.

—Supongo que sí.

—Y en cuanto a los Lightwood —siguió Simon—, no se trata de que los aprecie tanto. Quiero decir que me cae bien Isabelle, y digamos que también Alec y Jace. Pero está esa chica. Y Jace es su hermano.

Cuando respondió, Samuel sonó, por primera vez, genuinamente divertido.

—¿No hay siempre una chica?


En cuanto la puerta se cerró detrás de Clary, Jace se desplomó contra la pared, como si le hubiesen cortado las piernas. Estaba lívido con una mezcla de horror, conmovió y lo que casi parecía alivio, como si se hubiese evitado una catástrofe por muy poco.

—Jace —dijo Alec, dando un paso hacia su amigo—, ¿realmente crees…?

Jace habló en voz baja, interrumpiéndole.

—Salid —dijo—. Los dos.

—¿Para que puedas hacer qué? —exigió Isabelle—. ¿Destrozar un poco más tu vida? ¿De qué demonios iba todo esto?

Jace negó con la cabeza.

—La he enviado a casa. Era lo mejor para ella.

—Has hecho muchísimo más que enviarla a casa. La has destruido. ¿Has visto su cara?

—Ha valido la pena —dijo Jace—. No lo comprenderías.

—Para ella, quizá —dijo Isabelle—. Espero que acabe mereciendo la pena para ti.

Jace desvió la cabeza.

—Déjame solo, Isabelle. Por favor.

Isabelle lanzó una mirada sobresaltada a su hermano. Jace jamás pedía nada por favor. Alec le puso una mano en el hombro.

—Olvídalo, Jace —dijo, con toda la amabilidad que pudo—. Estoy seguro de que ella estará bien.

Jace alzó la cabeza y miró a Alec sin mirarle en realidad; parecía tener la vista puesta en la nada.

—No, no lo estará —dijo—. Pero ya lo sabía. Por cierto, ¿podrías decirme qué viniste a contarme? Hace un momento parecía muy importante.

Alec retiró la mano del hombro de Isabelle.

—No quise decírtelo delante de Clary…

Los ojos de Jace finalmente se concentraron en Alec.

—¿No quisiste decirme qué?

Alec vaciló. Raras veces había visto a Jace tan trastornado, y sólo podía imaginar qué efecto podría tener en él más sorpresas desagradables. Sin embargo, no había modo de ocultar aquello. Jace tenía que saberlo.

—Ayer —dijo, en voz baja—, cuando llevé a Simon arriba al Gard, Malachi me contó que Magnus Bane esperaría a Simon en el otro extremo del Portal. Recibí noticias suyas esta mañana. No recogió a Simon. De hecho, dice que no ha habido actividad de Portales en Nueva York desde que Clary cruzó.

—A lo mejor Malachi se equivocó —sugirió Isabelle, tras una rápida mirada al rostro ceniciento de Jace—. A lo mejor otra persona recibió a Simon en el otro lado. Y Magnus podría equivocarse sobre lo de la actividad de los Portales…

Alec negó con la cabeza.

—Subí al Gard esta mañana con mamá. Mi intención era preguntarle yo mismo a Malachi sobre ello, pero cuando le vi…, no sé por qué…, me escondí tras una esquina a toda prisa. Entonces le oí hablar a uno de los guardas. Les ordenaba que hicieran subir al vampiro porque el Inquisidor quería volver a hablar con él.

—¿Estás seguro de que se refería a Simon? —preguntó Isabelle sin convicción en voz—. Quizá…

—Hablaban sobre lo estúpido que había sido el subterráneo al creer que lo enviarían así sin más de vuelta a Nueva York sin interrogarlo. Uno de ellos dijo que para empezar no podía creer que nadie hubiese tenido la desfachatez de intentar introducirlo a hurtadillas en Alacante. Y Malachi dijo: «Bueno, ¿qué esperáis del hijo de Valentine?».

—Oh —musitó Isabelle—. Oh, Dios mío. —Echó una ojeada al otro lado de la habitación—Jace…

Las manos de Jace estaban firmemente cerradas a los costados del cuerpo. Los ojos parecían hundidos, como si se estuviesen adentrando en el cráneo. En otras circunstancias, Alec le habría puesto la mano en el hombro, pero no ahora; algo en Jace lo contuvo.

—De no haber sido yo quien lo trajo —dijo Jace en una voz queda y mesurada, como si estuviese recitando algo—, a lo mejor simplemente lo habrían dejado volver a casa. Quizá habrían creído…

—No —repuso Alec—. No, Jace, no es culpa tuya. Le salvaste la vida.

—Lo salvé para que la Clave pudiera torturarlo —respondió él—. Menudo favor le he hecho. Cuando Clary lo averigüe… —Sacudió la cabeza ciegamente—. Pensará que lo traje aquí a propósito, que lo entregué a la Clave sabiendo lo que ellos le harían.

—Ella no pensará eso. No tendrías motivos para hacer algo así.

—Tal vez —dijo él, despacio—, pero después de cómo la acabo de tratar…

—Nadie podría creer jamás que hicieses algo así, Jace —dijo Isabelle—. Nadie que te conozca. Nadie…

Pero Jace no siguió escuchándola. Se dio la vuelta y fue hacia el ventanal que daba al canal. Se quedó allí quieto un momento, con la luz que penetraba por la ventana convirtiendo los bordes de sus cabellos en oro. Luego se movió con tal rapidez que Alec no tuvo tiempo de reaccionar. Para cuando vio lo que iba a suceder y se lanzó al frente para impedirlo, ya era demasiado tarde.

Hubo un estrépito —el sonido de algo que se rompía—y un repentino surtido de cristales rotos sobre una lluvia de estrellas irregulares. Jace contempló su mano izquierda, que tenía los nudillos surcados de escarlata, con interés clínico mientras gruesas gotas de sangre se agrupaban y salpicaban el suelo a sus pies.

Isabelle miró atónita a Jace y luego contempló el agujero que el cristal, alrededor del cual se había formado una telaraña de finas grietas plateadas.

—Jace —dijo, con la voz más queda que Alec le había oído nunca—. ¿Cómo diablos vamos a explicar esto a los Penhallow?


De algún modo, Clary consiguió salir de la casa. No estaba segura de cómo; todo fue un veloz remolino borroso de escaleras y pasillos, y a continuación corría ya a la puerta principal y salía por ella, y sin saber cómo se encontró en los peldaños de la entrada de los Penhallow, intentando decidir si iba a vomitar o no en los rosales.

Estaban colocados de un modo ideal para hacerlo, y sentía el estómago dolorosamente revuelto, aunque el hecho de haber comido tan sólo un poco de sopa era un inconveniente. No creyó que tuviese nada que vomitar en el estómago. En su lugar descendió los peldaños y salió casi como una autómata por la verja de la entrada; ya no recordaba de dónde había llegado o cómo regresar a casa de Amatis, pero no parecía importarle mucho. No tenía ganas de regresar y explicar a Luke que tenían que abandonar Alacante o Jace los entregaría a la Clave.

A lo mejor Jace tenía razón. A lo mejor ella era impetuosa e irreflexiva. A lo mejor jamás pensaba en cómo lo que hacía afectaba a la gente que amaba. El rostro de Simon cruzó como una exhalación ante sus ojos, nítido como una fotografía, y luego el de Luke.

Se detuvo y se apoyó en un farol. El cuadrado artefacto de cristal parecía la clase de farola de gas que coronaba los postes de época que había frente a las casas de piedra rojiza de Park Slope. De algún modo, le resultó reconfortante.

—¡Clary!

Era la voz inquieta de un chico. Inmediatamente, Clary pesó: «Jace». Giró en redondo.

No era Jace. Sebastian, el muchacho de cabellos oscuros de la sala de estar de los Penhallow, estaba ante ella, jadeando un poco, como si la hubiese perseguido calle abajo a la carrera.

Clary sintió un estallido de la misma sensación que la había invadido antes, al verle por primera vez: reconocimiento mezclado con algo que no pudo identificar. No era que le gustase o le desagradase… Era una especie de atracción, como si algo la arrastrara hacia aquel muchacho que no conocía. A lo mejor era simplemente su aspecto. Era apuesto, tan apuesto como Jace, aunque donde este era todo oro, aquel chico era palidez y sombras. Pero ahora que le miraba con más atención, podía ver que el parecido con su príncipe imaginario no era tan exacto como había creído. Incluso el color de la tez y los cabellos de los dos eran diferentes. Eran simplemente algo en la forma de la cara, el porte, el oscuro hermetismo de los ojos…

—¿Estás bien? —dijo él, y su voz era suave—. Saliste corriendo de la casa como…

La voz se apagó mientras la contemplaba. Ella seguía aferrando el poste de la farola como si l necesitase para mantenerse en pie.

—¿Qué ha pasado?

—Tuve una pelea con Jace —respondió ella, intentando mantener la voz ecuánime—. Ya sabes.

—En realidad no. —Sonó casi como si se disculpara—. No tengo hermanas ni hermanos.

—Tienes suerte —dijo ella, y le sobresaltó la amargura de su propia voz.

—No lo dices en serio.

Dio un paso más hacia ella, y al hacerlo, la farola se encendió con un parpadeo, proyectando un haz de blanca luz mágica sobre ambos. Sebastian alzó los ojos hacia la luz y sonrió.

—Es una señal.

—¿Una señal de qué?

—Una señal de que deberías dejar que te acompañase a casa.

—Pero no tengo ni idea de dónde está —dijo ella, dándose cuenta de ello—Me escapé para venir aquí. No recuerdo el camino.

—Bien, ¿con quién te alojas?

Ella vaciló antes de responder.

—No se lo diré a nadie —dijo él—Lo juro por el Ángel.

Ella le miró sorprendida. Era todo un juramento para un cazador de sombras.

—De acuerdo —respondió, antes de poder replantearse su decisión—Me alojo con Amatis Herondale.

—Estupendo. Sé dónde vive. —Le ofreció el brazo—¿Vamos?

Ella se las apañó para sonreír.

—Eres bastante insistente, ¿sabes?

Él se encogió de hombros.

—Siento una especie de atracción por las doncellas en apuros.

—No seas sexista.

—En absoluto. Mis servicios también están a disposición de caballeros en apuros. Es un fetiche con igualdad de oportunidades —dijo, y, con una floritura, volvió a ofrecer el brazo.

En esta ocasión, ella lo aceptó.


Alec cerró la puerta de la pequeña habitación del desván detrás de él y se volvió hacia Jace. Sus ojos por lo general tenían el color del lago Lyn, un azul pálido y apacible, aunque tendía a cambiar con sus estados de ánimo. En aquel momento era del color del East River durante una tormenta eléctrica. Su expresión también era tormentosa.

—Siéntate —le ordenó a Jace, señalando una silla baja cerca de la ventana con gablete—. Traeré vendas.

Jace se sentó. La habitación que compartía con Alec en el último piso de la casa de los Penhallow era pequeña, con dos camas estrechas en ella, una contra cada pared. Las ropas de ambos pendían de una hilera de colgadores en la pared. Había una única ventana, que dejaba entrar una luz tenue; empezaba a oscurecer ya, y el cielo al otro lado del cristal era de un color añil. Jace observó cómo Alec se arrodillaba para agarrar la bolsa de lona de debajo de su cama y la abría de un tirón. Revolvió ruidosamente su contenido hasta ponerse en pie con una caja en las manos. Jace la reconoció como la caja de material de primeros auxilios que usaban cuando las runas no eran una opción: antiséptico, vendas, tijeras y gasa.

—¿No vas a usar una runa de curación? —preguntó Jace, más por curiosidad que por cualquier otro motivo.

—No. Puedes…

Alec se interrumpió, lanzando la caja sobre la mesa con una palabrota inaudible. Fue al pequeño lavamanos que había contra la pared y se lavó las manos con tanta fuerza que el agua salpicó hacia arriba en una fina ducha. Jace le contempló con distante curiosidad. La mano le había empezado a arder con un dolor sordo y abrasador.

Alec recuperó la caja, acercó una silla hasta colocarla frente a la de Jace, y se dejó caer sobre ella.

—Dame la mano.

Jace extendió la mano. Tuvo que admitir que tenía muy mal aspecto. Los cuatro nudillos estaban abiertos igual que rojas estrellas reventadas. Había sangre seca pegada a los dedos; un guante marrón rojizo que se escamaba.

Alec hizo una mueca.

—Eres un idiota.

—Gracias —respondió Jace.

Observó pacientemente como Alec se inclinaba sobre su mano con un par de pinzas y extraía con suavidad un pedazo de cristal incrustado en la carne.

—Así pues, ¿por qué no?

—¿Por qué no qué?

—¿Por qué no usar una runa de curación? Esto no es una herida hecha por un demonio.

—Porque creo que te hará bien sentir el dolor —Alec recuperó la botella azul de antiséptico—. Puedes sanar como un mundano. Despacio y de un modo desagradable. Quizá así aprendas algo. —Echó algo de líquido, que escocía terriblemente, sobre los cortes de Jace—. Aunque lo dudo.

—Siempre puedo ponerme mi propia runa curativa, ya lo sabes.

Alec empezó a envolver con vendas la mano de Jace.

—Únicamente si quieres que cuente a los Penhallow lo que le sucedió realmente a su ventana, en lugar de dejarles creer que fue un accidente. —Apretó con un tirón un nudo hecho en la venda, provocando una mueca de dolor en Jace—. ¿Sabes?, de haber sabido que ibas a hacerte esto, jamás te habría dicho nada.

—Sí, lo habrías hecho. —Jace ladeó profundamente la cabeza—. No me di cuenta de que mi ataque al ventanal te alteraría hasta ese punto.

—Es sólo que…

Acabada la operación de vendarle, Alec observó la mano de Jace, la mano que todavía sostenía en la suya. Era un garrote de vendas blancas, manchado de sangre allí donde los dedos de Alec lo habían tocado.

—¿Por qué te haces esto? No sólo lo que le hiciste a la ventana, sino el modo en que le hablaste a Clary. ¿Por qué te castigas? No puedes luchar contra tus sentimientos.

La voz de Jace sonó tranquila.

—¿Cuáles son mis sentimientos?

—He visto cómo la miras. —Los ojos de Alec eran distantes, observando algo más allá de Jace, algo que no estaba allí—. Y no puedes tenerla. A lo mejor simplemente nunca supiste qué se siente al querer algo que no puedes tener.

Jace le miró con fijeza.

—¿Qué hay entre tú y Magnus Bane?

La cabeza de Alec dio una sacudida hacia atrás.

—No… no hay nada…

—No soy estúpido. Acudiste directamente a Magnus después de hablar con Malachi. Antes de hablar conmigo o con Isabelle o con cualquier otro…

—Él era el único que podía contestar a mi pregunta, ése es el motivo. No existe nada entre nosotros —respondió Alec; y luego, advirtiendo la expresión de su amigo, añadió con gran renuencia—: No existe nada entre nosotros. ¿De acuerdo?

—Espero que eso no sea debido a mi —dijo Jace.

Alec se quedó blanco y se echó hacia atrás, como si se preparara para rechazar un golpe.

—¿A qué te refieres?

—Sé qué crees que sientes algo por mí —respondió Jace—. Pero no es cierto. Simplemente te gusto porque me ves seguro. No existe riesgo. Así nunca tienes que jugártela con una relación auténtica porque puedes usarme como excusa.

Jace sabía que estaba siendo cruel, y apenas le importaba. Herir a la gente que quería era casi tan satisfactorio como hacerse daño a sí mismo cuando estaba en aquel estado de ánimo.

—Lo capto —dijo Alec con voz tensa—. Primero Clary, luego tu mano, ahora yo. Al infierno contigo, Jace.

—¿No me crees? —preguntó Jace—. Estupendo. Anda, vamos. Bésame ahora mismo.

Alec le contempló horrorizado.

—¿Lo ves? A pesar de mi deslumbrante belleza, en realidad no te gusto de ese modo. Y si estás dejándolo pasar con Magnus, no es debido a mí. Es porque estás demasiado asustado para confesarle a nadie a quién amas realmente. El amor nos vuelve mentirosos —dijo Jace—. La reina seelie lo dijo. Así que no me juzgues por mentir sobre mis sentimientos. Tú también lo haces. —Se puso en pie—. Y ahora quiero que vuelvas a hacerlo.

El rostro de Alec reflejaba una rígida expresión dolida.

—Miente por mí —dijo Jace, tomando su chaqueta del colgador de la pared y poniéndosela—. Se pone el sol. Estarán empezando a regresar del Gard. Quiero que le digas a todo el mundo que no me siento bien y que por ese motivo no voy a bajar. Diles que me dio un mareo y tropecé, y que así es como se rompió la ventana.

Alec inclinó la cabeza atrás y miró a Jace directamente a la cara.

—De acuerdo, lo haré —contestó—, si me dices adónde vas en realidad.

—Voy a subir al Gard —declaró Jace—. Voy a sacar a Simon de la cárcel.


La madre de Clary siempre había llamado a la hora del día entre el crepúsculo y el anochecer «la hora azul». Decía que la luz era más fuerte y más especial entonces, y que era la mejor hora para pintar. Clary nunca había comprendido realmente a qué se refería pero en aquellos momentos, recorriendo Alacante al ponerse el sol, lo hizo.

La hora azul en Nueva York no era realmente azul; estaba demasiado desteñida por las farolas y los letreros de neón. Jocelyn debía de haber estado pensando en Idris. Aquí la luz caía en franjas de puro color violeta sobre la mampostería dorada de la ciudad, y las farolas de luz mágica proyectaban charcos circulares de luz blanca tan intensa que Clary esperaba sentir calor cuando los cruzaba. Deseó que su madre estuviera con ella. Jocelyn le habría mostrado partes de Alacante con las que estaba familiarizada, que ocupaban un lugar en sus recuerdos.

«Pero ella no quiso contarte nunca ninguna de esas cosas. Te las ha ocultado a propósito. Y ahora puede que jamás las conozcas.» Un dolor agudo, entre ira y el pesar, se apoderó del corazón de Clary.

—Estás terriblemente callada —dijo Sebastian.

Estaban cruzando un puente sobre el canal, cuyos pretiles de cantería estaban tallados con runas.

—Simplemente me preguntaba en qué lío me veré metida cuando regrese. Tuve que saltar por una ventana para escaparme; Amatis probablemente ya se haya dado cuenta de que no estoy.

Sebastian frunció el ceño.

—¿Por qué salir a escondidas? ¿No te permitían ver a tu hermano?

—Se supone que no debería estar en Alacante —respondió Clary—. Se supone que debo estar en casa, observando sin peligro desde la barrera.

—Ah. Eso explica muchas cosas.

—¿Ah, sí?

Le lanzó de soslayo una mirada curiosa. Tenía sombras azuladas atrapadas en los cabellos oscuros.

—Todo el mundo palideció cuando surgió tu nombre antes. Deduje que había algo de animosidad entre tu hermano y tú.

—¿Animosidad? Bueno, es un modo de expresarlo.

—¿No te cae bien?

—¿Caerme bien Jace?

Aquellas últimas semanas se había dedicado tanto a pensar en si amaba a Jace Wayland que no se había detenido a considerar si le caía bien.

—Lo siento. Es de la familia… no se trata realmente de si te cae bien o no.

—Sí que me cae bien —dijo ella, sorprendiéndose a sí misma—. Me cae bien, es sólo… que me enfurece. Me dice lo que puedo y no puedo hacer…

—No parece que eso funcione demasiado. —comentó Sebastian.

—¿Qué quieres decir?

—Se diría que tú haces lo que quieres de todos modos.

—Supongo. —La conversación la había sobresaltado, por provenir de alguien casi desconocido—. Pero parece que le ha enfurecido mucho más de lo que yo pensaba.

—Lo superará. —El tono de Sebastian era displicente.

Clary le miró con curiosidad.

—¿A ti te cae bien?

—Me gusta. Pero no creo que yo le guste demasiado. —Sebastian sonó pesaroso—Todo lo que digo parece cabrearle.

Abandonaron la calle para entrar en una amplia plaza pavimentada con adoquines rodeada por edificios altos y estrechos. En el centro se elevaba la estatua de bronce de un ángel… El Ángel, el que había dado su sangre parar crear la raza de los cazadores de sombras. En el extremo septentrional de la plaza había una impresionante construcción de piedra blanca. Una cascada de amplios escalones de mármol ascendían hasta una arcada sostenida por pilares, tras la cual había un par de enormes puertas dobles. El efecto general a la luz del atardecer era deslumbrante… y extrañamente familiar. Clary se preguntó si no habría visto un cuadro del lugar con anterioridad.

¿Tal vez su madre habría pintado uno?

—Ésta es la plaza del Ángel —dijo Sebastian—, y eso era el Gran Salón del Ángel. Los Acuerdo se firmaron por primera vez ahí, puesto que a los subterráneos no se les permite el acceso al interior del Gard; ahora recibe el nombre de Salón de los Acuerdos. Es un lugar principal de reunión; se celebran festejos, bodas, bailes, esa clase de cosas. Es el centro de la ciudad. Dicen que todas las calzadas conducen al Salón.

—Tiene un cierto aire de iglesia…, pero vosotros no tenéis iglesias aquí, ¿verdad?

—No hay necesidad —respondió él—. Las torres de los demonios nos mantienen a salvo. No necesitamos nada más. Por eso me gusta venir aquí. Produce una sensación de… tranquilidad.

Clary le miró sorprendida.

—Entonces, ¿tú no vives aquí?

—No; vivo en París. Tan sólo estaba visitando a Aline; es mi prima. Mi madre y su padre, mi tío Patrick, eran hermanos. Los padres de Aline dirigieron el Instituto de Beijing durante años. Regresaron a vivir a Alacante hará unos diez años.

—Estaban… los Penhallow no estaban en el Círculo, ¿verdad?

Una expresión sobresaltada apareció fugazmente en el rostro de Sebastian. Permaneció silencioso mientras daban la vuelta y dejaban la plaza tras ellos, penetraron en el interior de un laberinto de calles oscuras.

—¿Por qué lo preguntas? —dijo por fin.

—Bueno… porque los Lightwood sí lo estuvieron.

Pasaron bajo una farola. Clary dirigió una mirada de reojo a Sebastian. Con el largo abrigo negro y la camisa blanca, bajo el charco de luz blanca, parecía una ilustración en blanco y negro de un caballero sacado de un libro de recortes victoriano. El cabello oscuro se rizaba pegado a las sienes de un modo que le hacía ansiar dibujarlo a pluma y tinta.

—Tienes que comprender —dijo él—que la mitad de los jóvenes cazadores de sombras de Idris formaban parte del Círculo, y muchos de aquellos que no estaban en Idris también. Tío Patrick perteneció a él en los primeros tiempos, pero se salió del Círculo una vez que empezó a darse cuenta de lo en serio que se lo tomaba Valentine. Los padres de Aline no tomaron parte en el Levantamiento; mi tío se marchó a Beijing para alejarse de Valentine y conoció a la madre de Aline en el Instituto que había allí. Cuando a los Lightwood y a otros miembros del Círculo se les juzgó por traición contra la Clave, los Penhallow votaron a favor de la indulgencia. Consiguieron que los enviaran a Nueva York en lugar de ser maldecidos. Así que los Lightwood siempre se han mostrado agradecidos.

—¿Qué hay de tus padres? —preguntó Clary—. ¿Estaban en él?

—En realidad, no. Mi madre era más joven que Patrick… él la envió a París cuando se fue a Beijing. Ella conoció a mi padre allí.

—¿Tu madre era más joven que Patrick?

—Está muerta —dijo Sebastian—. Mi padre también. Mi tía Élodie me crió.

—Ah —dijo Clary, sintiéndose estúpida—. Lo siento.

—No los recuerdo —repuso Sebastian—. En realidad, no. Cuando era más pequeño deseaba tener una hermana o un hermano mayor, alguien que pudiese decirme cómo era tenerlos por padres. —La miró pensativo—. ¿Puedo preguntarte algo, Clary? ¿Por qué viniste a Idris cuando sabías lo mal que se lo tomaría Jace?

Antes de que pudiera contestarle, pasaron del estrecho callejón que habían estado siguiendo a un patio familiar sin iluminación, en cuyo centro un pozo en desuso brillaba a la luz de la luna.

—La plaza de la Cisterna —dijo Sebastian con una inconfundible nota de decepción en la voz—. Hemos llegado más deprisa de lo que pensaba.

Clary echó una ojeada al otro lado del puente de mampostería tendido sobre el cercano canal. Pudo ver la casa de Amatis a lo lejos. Todas las ventanas estaban iluminadas. Suspiró.

—Puedo regresar yo sola desde aquí, gracias.

—¿No quieres que te acompañe hasta…?

—No. No a menos que también tú quieras tener problemas.

—¿Crees que yo tendría problemas? ¿Por ser lo bastante caballeroso como para acompañarte a casa?

—Se supone que nadie debe saber que estoy en Alacante —dijo ella—. Se supone que es un secreto. Y no te ofendas, pero tú eres un desconocido.

—Me gustaría dejar de serlo —repuso él—. Me gustaría llegar a conocerte mejor.

La miraba con una mezcla de diversión y una ciertas timidez, como si no estuviese seguro de cómo sería recibido lo que acaba de decir.

—Sebastian —dijo ella, con una repentina sensación de abrumador cansancio—, me alegro de que quieras llegar a conocerme. Pero es que yo no tengo energía para llegar a conocerte. Lo siento.

—No era mi intención…

Pero ella se alejaba ya de él, en dirección al puente. A mitad de camino giró la cabeza y echó una ojeada a Sebastian. Éste parecía curiosamente desamparado en un retazo de luz de luna, con los oscuros cabellos cayéndole sobre el rostro.

—Ragnor Fell —dijo ella.

Él la miró fijamente.

—¿Qué?

—Me preguntaste por qué vine aquí a pesar de que no debía —respondió Clary—Mi madre está enferma. Muy enferma. Tal vez muera. La única cosa que puede ayudarla, la única persona que puede ayudarla, es un brujo llamado Ragnor Fell. Pero no tengo ni idea de dónde encontrarlo.

—Clary…

Ella volvió a volverse en dirección a la casa.

—Buenas noche, Sebastian.


Resultó más difícil trepar por el enrejado que descender por él. Las botas de Clary resbalaron varias veces en la húmeda pared de piedra, y se sintió aliviada cuando por fin se elevó dentro del dormitorio.

Su euforia duró poco. Aún no había apoyado totalmente las botas en el suelo cuando llameó una luz intensa, un estallido suave que iluminó la habitación con una claridad diurna.

Amatis estaba sentada en el borde de la cama, con la espalda muy tiesa y una luz mágica en la mano que ardía con una luz brillante que no suavizaba la dureza de su rostro ni las líneas en las comisuras de la boca. Miró fijamente a Clary en silencio durante un largo instante. Finalmente dijo:

—Con esas ropas, eres exacta a Jocelyn.

Clary se incorporó a toda prisa.

—Lo… lo siento —dijo—. Salir así de ese…

Amatis cerró la mano alrededor de la luz mágica, apagando su resplandor. Clary pestañeó en la repentina penumbra.

—Quítate esa ropa —indicó Amatis—, y reúnete conmigo abajo en la cocina. Y ni se te ocurra volver a escabullirte por la ventaba —añadió—, o cuando regreses a esta casa la encontrarás sellada para ti.

Tragando saliva con fuerza, Clary asintió.

Amatis se puso en pie y salió sin añadir nada más. Clary se despojó a toda prisa de las prendas y se vistió con sus propias ropas, que colgaban sobre el pilar de la cama, ahora secas; los vaqueros estaban un poco tiesos, pero le resultó agradable la familiaridad de su camiseta. Sacudió los enmarañados caballos y se encaminó abajo.

La única vez que había visto la planta bajo de la casa de Amatis estaba delirando y padecía alucinaciones. Recordaba pasillos que se alargaban hasta el infinito y un enorme reloj de pie cuyo tictac había sonado como los latidos de un corazón moribundo. Ahora se encontró en una salita pequeña y acogedora, con sencillos muebles de madera y una alfombra de retazos en el suelo. Su pequeño tamaño y los colores vivos le recordaban la salita de su propia casa de Brooklyn. La cruzó en silencio y entró en la cocina, donde ardía un fuego en el hogar y la habitación estaba llena de una cálida luz amarilla. Amatis se sentaba ante la mesa. Llevaba un chal azul alrededor de los hombros que hacía que su pelo pareciese más gris.

—Hola.

Clary se detuvo indecisa en la entrada. No sabía si Amatis estaba enojada o no.

—Supongo que no necesito preguntarte adónde fuiste —dijo Amatis, sin levantar la vista de la mesa—. Fuiste a ver a Jonathan ¿verdad? Supongo que era de esperar. Quizá si hubiese tenido hijos propios, habría sabido cuándo una criatura me miente. Pero confiaba, en, al menos esta vez, no decepcionar completamente a mi hermano.

—¿Decepcionar a Luke?

—¿Sabes qué sucedió cuando le mordieron? —Amatis miró hacia adelante—. Cuando a mi hermano le mordió un hombre lobo y desde luego tenía que suceder, porque Valentine siempre corría riesgos estúpidos consigo mismo y con sus seguidores, por lo que no era más que una cuestión de tiempo, vino y me contó lo que había sucedido y el miedo que sentía de que pudiera haber contraído la enfermedad de la licantropía. Y yo le dije…, le dije…

—Amatis, no tienes que contármelo…

—Le dije que saliera de mi casa y no regresara hasta que estuviese seguro de no tenerla. Retrocedí asustada ente él… no pude evitarlo. —La voz le tembló—. Él pudo ver la repugnancia que sentía dibujada en mi cara. Tenía miedo de que si se convertía en una criatura lobo, Valentine fuese a pedirle que me matase, y yo le dije…, le dije que a lo mejor eso sería lo mejor.

Clary emitió una pequeña exclamación ahogada; no pudo evitarlo.

Amatis alzó rápidamente los ojos. Todo su rostro mostraba repugnancia hacia sí misma.

—Luke fue siempre bueno. A veces pensaba que él y Jocelyn eran las únicas personas realmente buenas que conocía… Fuese lo que fuese que Valentine intentaba conseguir que hiciese…, a veces pensaba que él y Jocelyn eran las únicas personas realmente buenas que conocía… yo no podía soportar la idea de que se viese convertido en un monstruo…

—Pero él no es así. No es un monstruo.

—Yo no lo sabía. Después de que cambiara, después de que huyera de aquí, Jocelyn se esforzó mucho en convencerme de que todavía era la misma persona por dentro, que todavía era mi hermano. De no haber sido por ella, jamás habría aceptado volver a verle. Dejé que se quedara aquí cuando vino antes del Levantamiento…, le permití ocultarse en el sótano… Pero notaba que él en realidad no confiaba en mí, no después de que le hubiese dado la espalda. Creo que sigue sin hacerlo.

—Confió lo suficiente como para acudir a ti cuando yo estaba enferma —dijo Clary—. Confió en ti lo suficiente como para dejarme aquí contigo…

—No tenía ningún otro sitio al que ir —replicó Amatis—Y mira lo bien que me ha ido contigo. Ni siquiera pude mantenerte dentro de la casa un solo día.

La muchacha se estremeció. Aquello era peor que recibir una tanda de gritos.

—No es culpa tuya. Te mentí y me fui a hurtadillas. No podías haberlo evitado.

—Clary —dijo Amatis—. ¿Es que no lo ves? Siempre se puede hacer algo. Pero la gente como yo siempre se convencer a sí misma de lo contrario. Me convencí de que no había nada que hacer por Luke. Me convencí de que no había nada que hacer para que Stephen no me abandonase. Y me nuevo incluso a asistir a las reuniones de la Clave porque me digo a mi misma que no hay nada que pueda hacer para influenciar en sus decisiones, incluso cuando aborrezco lo que hacen. Y cuando elijo hacer algo… bueno, ni siquiera puedo hacerlo bien. —Sus ojos refulgieron, duros y brillantes a la luz de las llamas—. Vete a la cama, Clary —finalizó—. A partir de ahora, puedes entrar y salir a tus anchas. No haré nada para detenerte. Al fin y al cabo, como tú dijiste, no hay nada que pueda hacer.

—Amatis…

—No. —Amatis negó con la cabeza. —Sólo vete a la cama. Por favor.

Su voz tenía una nota de finalidad; volvió la cabeza, como si Clary ya se hubiese ido, y se quedó mirando la pared sin pestañear.

Clary giró sobre sus talones y corrió escaleras arriba. Una vez en la habitación de invitados, cerró la puerta de una patada y se arrojó sobre la cama. Había pensando que quería llorar, pero las lágrimas no querían acudir. «Jace me odia —pensó—. Amatis me odia. Ni siquiera llegué a despedirme de Simon. Mi madre se muere. Y Luke me ha abandonado. Estoy sola. Jamás he estado tan sola, y es todo culpa mía.» A lo mejor era por eso que no podía llorar, comprendió, clavando los ojos, totalmente secos, en el techo. Porque ¿de qué servía llorar cuando no había nadie allí para consolarla? Y lo que era peor, ¿Cuándo una no podía siquiera consolarse a sí misma?

7 Donde los ángeles no se aventuran

Saliendo de un sueño de sangre y luz solar, Simon despertó de improviso con el sonido de una voz que pronunciaba su nombre.

—Simon. —La voz era un susurro sibilante—Simon, levanta.

Simon ya estaba en pie —en ocasiones, la rapidez con la que podía moverse ahora le sorprendía incluso a él—y se había dado la vuelta en la oscuridad de la celda.

—¿Samuel? —susurró, clavando la mirada en las sombras—. Samuel, ¿eres tú?

—Date la vuelta, Simon. —Ahora la voz, levemente familiar, tenía un dejo de irritabilidad—. Y acércate a la ventana.

Simon supo inmediatamente de quién se trataba y miró a través de los barrotes de la ventana para encontrar a Jace arrodillado en la hierba del exterior, con una piedra de luz mágica en la mano. Miraba a Simon con una expresión crispada.

—¿Es que pensabas que tenías una pesadilla?

—Quizás aún la tengo.

Simon notó un zumbido en los oídos; de haberle latido el corazón, habría pensando que era la sangre corriéndole por las venas, pero era algo distinto, algo menos corpóreo pero más cercano que la sangre.

La luz mágica proyectaba un mosaico de luz y sombra sobre el rostro pálido de Jace.

—O sea que es aquí donde te metieron. Creía que ya no usaban estas celdas —Echó una mirada de soslayo—. Me he equivocado de ventana la primera vez. Le di a tu amigo de la celda contigua un buen susto. Un tipo atractivo, con la barba y los andrajos. Me recordó un poco a los vagabundos que tenemos allí en casa.

Y Simon se dio cuenta de qué era el zumbido en sus oídos. Cólera. En algún lejano rincón de su mente notó que tenía los labios tensados hacia atrás, como las puntas de los colmillos arañándole el labio inferior.

—Me alegro de que consideres que todo esto es divertido.

—¿No te alegras de verme, entonces? —dijo Jace—. Debo admitir que me sorprende. Siempre me han dicho que mi presencia iluminaba cualquier habitación. Uno pensaría que eso aún sería más evidente cuando se trata de húmedas celdas bajo tierra.

—Sabías lo que sucedería, ¿verdad? «Te enviarán directamente de vuelta a Nueva York», dijiste. «No hay ningún problema.» Pero ellos jamás tuvieron la menor intención de hacerlo.

—No lo sabía. —Jace se encontró con sus ojos a través de los barrotes, y su mirada era clara y firme—. Sé que no me creerás, pero pensaba que te decía la verdad.

—O estás mintiendo o eres estúpido…

—Entonces soy estúpido.

—… o ambas cosas —finalizó Simon—Me siento inclinado a pensar que ambas.

—No tengo motivos para mentirte. No ahora. —La mirada de Jace permaneció firme—. Y deja de enseñarme los colmillos. Me están poniendo nervioso.

—Estupendo —dijo Simon—. Si quieres saber el motivo, es porque hueles a sangre.

—Es mi colonia. Eau de Herida Reciente.

Jace alzó la mano izquierda. Era un guante de vendajes blancos, manchados en los nudillos, donde la sangre se había filtrado.

Simon frunció el entrecejo.

—Pensaba que los de tu clase no podían tener heridas. No de las que duran.

—Atravesé con él una ventana —explicó Jace—, y Alec me está obligando a curarme como un mundano para enseñarme una lección. ¿Ves?, te conté la verdad. ¿Impresionado?

—No —dijo Simon—; tengo otros problemas mayores que tú. El Inquisidor no deja de hacerme preguntas que no puedo responder. No deja de acusarme de obtener mis poderes como vampiro diurno de Valentine. De ser un espía suyo.

La alarma chispeó en los ojos de Jace.

—¿Aldertree dijo eso?

—Aldertree me dio a entender que toda la Clave lo pensaba.

—Eso no es malo. Si deciden que eres un espía, entonces los Acuerdos no son aplicables. No si pueden convencerse de que has violado la Ley. —Jace miró a su alrededor rápidamente antes de devolver la mirada a Simon—. Será mejor que te saquemos de aquí.

—¿Y luego qué?

Simon casi no podía creer lo que estaba diciendo. Quería salir de aquel lugar tan desesperadamente que podía paladearlo, pero no pudo impedir que las palabras brotaran de su boca.

—¿Dónde planeas ocultarme?

—Hay un Portal aquí en el Gard. Si lo encontramos, puedo enviarte de vuelta por él…

—Y todo el mundo sabrá que me ayudaste. Jace, la Clave no sólo anda tras de mí. De hecho, dudo que sientan el menor interés por un subterráneo. Están intentando demostrar algo sobre tu familia…, sobre los Lightwood. Están intentando demostrar que están conectados con Valentine. Que nunca abandonaron realmente el Círculo.

Incluso en la oscuridad, fue posible ver cómo el color afloraba a las mejillas de Jace.

—Pero eso es ridículo. Pelearon contra Valentine en el barco, Robert casi murió…

—El Inquisidor quiere creer que sacrificaron a los otros nefilim que lucharon en el barco para proteger la ilusión de que estaban en contra de Valentine. Pero aún así perdieron la Espada Mortal, y eso es lo que le importa. Mira, tú intentaste advertir a la Clave, y ellos no te hicieron el menor caso. Ahora el Inquisidor busca a alguien a quien cargarle todas las culpas. Si puede tachar a tu familia de traidores, entonces nadie culpará a la Clave por lo que sucedió, y él podrá llevar a cabo cualquier política que desee sin oposición.

Jace hundió la cabeza en las manos; los largos dedos tiraban alocadamente de los cabellos.

—Pero no puedo dejarte aquí. Si Clary lo descubre…

—Debería haber sabido que era eso lo que te preocupaba. —Simon lanzó una áspera carcajada—. Pues no se lo digas. Está en Nueva York, de todos modos, gracias a… —Se interrumpió, incapaz de pronunciar la palabra—. Tenías razón —dijo en su lugar—. Me alegro de que no esté aquí.

Jace alzó el rostro de las manos.

—¿Qué?

—La Clave ha perdido el juicio. Quién sabe lo que harían si supiesen lo que puede hacer. Tenías razón —repitió Simon, y cuando Jace no dijo nada en respuesta, añadió—: Y será mejor que disfrutes lo que acabo de decirte. Probablemente no volveré a decirlo.

Jace le miró fijamente con el rostro inexpresivo, y Simon rememoró con una desagradable sacudida el aspecto que tenía Jace en el barco, ensangrentado y moribundo sobre el suelo de metal. Finalmente, Jace habló.

—¿Así que me estás diciendo que planeas quedarte aquí? ¿En prisión? ¿Hasta cuándo?

—Hasta que se nos ocurra una idea mejor —respondió Simon—. Pero hay una cosa.

—¿Qué? —preguntó Jace, enarcando las cejas.

—Sangre —dijo Simon—. El Inquisidor está intentando matarme de hambre para que hable. Ya me siento muy débil. Cuando llegue mañana estaré…, bueno, no sé cómo estaré. Pero no quiero ceder ante él. No volveré a beber tu sangre, ni la de ningún otro —añadió rápidamente, antes de que Jace pudiera ofrecerse—. Sangre de animal servirá.

—Te puedo conseguir sangre —repuso Jace; luego vaciló—. ¿Le dijiste al Inquisidor que te dejé beber mi sangre? ¿Qué te salvé?

Simon negó con la cabeza.

Los ojos de Jace brillaron con luz reflejada.

—¿Por qué no?

—Supongo que no quería meterte en más problemas.

—Mira, vampiro —dijo Jace—. Protege a los Lightwood si quieres. Pero no me protejas a mí.

—¿Por qué no? —Simon alzó la cabeza.

—Supongo —dijo Jace, y por un momento, mientras miraba abajo a través de los barrotes, Simon pudo casi imaginar que él estaba fuera y era Jace quien estaba dentro de la celda—que no lo merezco.


Clary despertó al oír un sonido como de granizo sobre un tejado de metal. Se sentó en la cama, mirando a su alrededor como atontada. El sonido se repitió, un agudo golpeteo que surgía de la ventana. Echó la manta atrás de mala gana y fue a investigar.

Abrir de par en par la ventana dejó entrar una ráfaga de aire frío que traspasó el pijama como un cuchillo. Tiritó y se inclinó hacia fuera por encima del alféizar.

Había alguien de pie en el jardín situado abajo, y por un momento, con el corazón dándole un brinco, todo lo que vio fue que la figura era esbelta y alta, con despeinados cabellos juveniles. Entonces él alzó la cara y vio que el cabello era oscuro, no rubio, y se dio cuenta de que, por segunda vez, había esperado a Jace y Sebastian había aparecido en su lugar.

El muchacho sostenía un puñado de guijarros en una mano. Sonrió al verla asomar la cabeza, y se señaló así mismo y luego al enrejado del rosa. «Baja.»

Ella negó con la cabeza y señaló en dirección a la parte delantera de la casa. «Reúnete conmigo en la puerta principal.» Cerró la ventana y corrió escaleras abajo. Era entrada la mañana; la luz que penetraba por las ventanas era fuerte y dorada, pero todas las luces estaban apagadas y la casa estaba en silencio. «Amatis debe dormir aún», pensó.

Clary fue a la puerta principal, descorrió el cerrojo, y la abrió. Sebastian estaba allí, de pie en el escalón de la entrada, y una vez más ella tuvo aquella sensación, aquel extraño estallido de reconocimiento, aunque fue más leve en esta ocasión. Le sonrió débilmente.

—Has arrojado piedras a mi ventana —dijo—. Pensaba que la gente sólo hacía eso en las películas.

Él sonrió burlón.

—Bonito pijama. ¿Te he despertado?

—Quizá.

—Lo siento —dijo él, aunque no parecía sentirlo—Pero esto no podía esperar. A propósito, tal vez quieras correr escaleras arriba y vestirte. Pasaremos el día juntos.

—Vaya. Muy seguro de ti mismo, ¿verdad? —dijo ella, aunque probablemente los chicos con el aspecto de Sebastian en realidad no tenían motivos para sentir otra cosa que seguridad en sí mismos. Negó con la cabeza—. Lo siento, pero no puedo. No puedo abandonar la casa. Hoy no.

Una tenue arruga de preocupación apareció entre los ojos del muchacho.

—Ayer saliste.

—Lo sé, pero eso fue antes de… —«Antes de que Amatis me hiciera sentir como una enana de cinco centímetros.» —Simplemente no puedo. Y por favor no intentes persuadirme de que lo haga, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —dijo él—. No discutiré. Pero al menos deja que te diga lo que he venido a decirte. Luego, lo prometo, si todavía quieres que me vaya, me iré.

—¿Qué es?

Él alzó el rostro, y ella se preguntó cómo era posible que unos ojos oscuros pudiesen resplandecer exactamente como los dorados.

—Sé dónde puedes encontrar a Ragnor Fell.


Clary necesitó menos de diez minutos para correr escaleras arriba y vestirse de cualquier manera, garabatear una nota a Amatis y volver a reunirse con Sebastian, que la esperaba junto al canal. El muchacho sonrió de oreja a ojera mientras ella corría a su encuentro, sin aliento, con el abrigo verde echando sobre un brazo.

—Ya estoy aquí —dijo ella, deteniéndose con un patinazo—. ¿Podemos ir ahora?

Sebastian insistió en ayudarla a ponerse el abrigo.

—No creo que nadie me haya ayudado jamás con el abrigo —comentó Clary, liberando los cabellos que habían quedado atrapados bajo el cuello—. Bueno, a lo mejor algún camarero. ¿Has sido camarero alguna vez?

—No, pero me crió una francesa —le recordó Sebastian—. Ello implica un adiestramiento aún más riguroso.

Clary sonrió, pese a su nerviosismo. Sebastian se daba buena maña para hacerla sonreír, advirtió con una leve sensación de sorpresa. Casi demasiado.

—¿Adónde vamos? —preguntó bruscamente—. ¿Está cerca de aquí la casa de Fell?

—Vive fuera de la ciudad en realidad —respondió él, yendo hacia el puente.

Clary se unió a su paso.

—¿Es un largo paseo?

—Demasiado largo para andar. Nos llevarán.

—¿Nos llevarán? ¿Quién? —Se detuvo en seco—. Sebastian, hemos de tener cuidado. No podemos confiar así como así a cualquiera la información sobre lo que hacemos…, lo que hago. Es un secreto.

Sebastian la contempló con pensativos ojos oscuros.

—Juro por el Ángel que el amigo que nos llevará no musitará ni una palabra a nadie sobre lo que estamos haciendo.

—¿Estás seguro?

—Estoy muy seguro.

«Ragnor Fell —pensó Clary mientras se abrían camino por las atestadas calles—. Voy a ver a Ragnor Fell.» Una excitación alocada colisionó con inquietud; Madeleine le había hecho parecer alguien formidable. ¿Y si no tenía paciencia con ella, si no tenía tiempo? ¿Y si no podía hacerle creer que era quién decía ser? ¿Y si él ni siquiera recordaba a su madre?

No ayudaba a sus nervios que cada vez que pasaba junto a un hombre rubio o una chica con una larga melena oscura las tripas se le tensaran porque creía reconocer a Jace o a Isabelle. Pero Isabelle probablemente se limitaría a ignorarla, pensó con desánimo, y Jace habría regresado sin duda a casa de los Penhallow y estaría besuqueándose con su nueva novia.

—¿Te preocupa que te sigan? —le preguntó Sebastian mientras doblaban por una calle lateral que los alejaba del centro de la ciudad, al advertir sus inquietas miradas.

—No dejo de pensar que veo a personas que conozco —admitió ella—. A Jace, o a los Lightwood.

—No creo que Jace haya abandonado la casa de los Penhallow desde que llegaron aquí. Parece pasar la mayor parte del tiempo escondiéndose en su habitación. Se hizo bastante daño en la mano ayer además…

—¿Se ha hecho daño en la mano? ¿Cómo?

Clary, olvidando mirar por dónde iba, tropezó con una piedra. La calzada por la que habían estado andando había pasado de adoquines a gravilla sin que ella lo advirtiera.

—Uy.

—Ya estamos —anunció Sebastian, deteniéndose frente a una valla alta de madera y alambre.

No había casas por allí; habían dejado atrás de un modo súbito el distrito residencial, y tan sólo aquella valla en un lado y una ladera pedregosa que marchaba en dirección al bosque en el otro.

La valla tenía una puerta, pero estaba cerrada con un candado. Sebastian sacó del bolsillo una gruesa llave de acero y abrió el portón.

—Regresaré en seguida con nuestro transporte.

Cerró la puerta detrás de él. Clary acercó el ojo a los listones. Por entre las aberturas pudo vislumbrar lo que parecía una casa baja de tablas rojas. Aunque no parecía tener realmente una puerta… o auténticas ventanas.

El portón se abrió y Sebastian reapareció, sonriendo de oreja a oreja. Sujetaba una correa en una mano: detrás de él avanzaba dócilmente un enorme caballo gris y blanco con una mancha en forma de estrella en la frente.

—¿Un caballo? ¿Tienes un caballo? —Clary le miró fijamente atónita—. ¿Quién tiene un caballo?

Sebastian acarició cariñosamente al caballo en el cuarto delantero.

—Gran cantidad de familias de cazadores de sombras tienen caballos en los establos que hay aquí en Alacante. Si te has fijado, no hay coches en Idris. No funcionan bien con todas las salvaguardas que hay por ahí—. Palmeó el pálido cuero de la silla del caballo, grabado con un emblema que mostraba a una serpiente acuática emergiendo de un lago en una serie de aros. El nombre Verlac estaba escrito debajo con esmerada caligrafía.

—Vamos, sube.

Clary retrocedió.

—Jamás he montado a un caballo antes.

—Yo seré quien montará a Caminante —la tranquilizó Sebastian—. Tú tan sólo iras sentada delante de mí.

El caballo resopló quedamente. Tenía unos dientes enormes, advirtió Clary con inquietud. Imaginó aquellos dientes hundiéndosele en la pierna y pensó en todas las niñas que había conocido en primaria que habían querido tener ponis. Se preguntó si estaban locas.

«Sé valiente —se dijo—. Es lo que tu madre haría.»

Inspiró profundamente.

—De acuerdo. Vamos.


La determinación de Clary de ser valiente duró cuanto tardó Sebastian —después de ayudarla a subir a la silla—en saltar sobre el caballo detrás de ella y hundirle los talones en los flancos. Caminante salió disparado como una bala, golpeando el suelo de grava con una energía que le envió violentas sacudidas que ascendían por su columna vertebral. Se aferró al trozo de silla que sobresalía hacia arriba delante de ella, hundiendo las uñas con fuerza suficiente para dejar marcas en el cuero.

La carretera por la que avanzaban se estrechó a medida que salían de la ciudad, y en aquel momento había terraplenes de gruesos árboles a ambos lados de ellos, muros de vegetación que impedían cualquier visión más amplia. Sebastian tiró de las riendas y el caballo detuvo su frenético galope. Los latidos del corazón de Clary aminoraron juntos el paso del animal. A medida que su pánico se desvanecía, la muchacha empezó, poco a poco, a ser consciente de la presencia de Sebastian a su espalda; el joven sostenía las riendas a ambos lados de ella, creando a su alrededor una especie de jaula con los brazos que le impedían sentir que podía resbalar fuera del caballo. Se sintió repentinamente muy consciente de la presencia del muchacho, no sólo de la fuerte energía de los brazos que la sujetaban, sino de que ella estaba recostada contra su pecho y que él olía, por algún motivo, a pimienta negra. No le resultó molesto; era aromático y agradable, muy diferente al olor de Jace a jabón y luz solar. Aunque no es que la luz del sol tuviera olor, en realidad, pero si lo tuviese…

Apretó los dientes. Estaba con Sebastian, de camino a encontrarse con un poderoso brujo, y divagaba sobre el modo en que olía Jace. Se forzó a mirar en derredor. Los verdes terraplenes de árboles empezaban a ser menos densos y ya podía ver una franja de campiña verde interrumpida aquí y allí por la cicatriz de una carretera de piedra gris o un risco de roca negra alzándose fuera de los pastos. Macizos de delicadas flores blancas, las mismas que había visto en la necrópolis con Luke, adornaban las colinas como una esporádica nevada.

—¿Cómo has averiguado dónde está Ragnus Fell? —preguntó mientras Sebastian conducía con habilidad al caballo alrededor del surco de la carretera.

—Mi tía Élodie. Posee toda una red de informadores. Sabe todo lo que sucede en Idris, incluso a pesar de que ella misma nunca viene aquí. Odia abandonar el Instituto.

—¿Qué hay de ti? ¿Vienes mucho a Idris?

—En realidad, no. La última vez que estuve aquí tenía cinco años. NO había visto a mis tíos desde entonces, así que me alegro de estar aquí ahora. Me ofrece la oportunidad de ponerme al día. Además, echo en falta Idris cuando no estoy aquí. No existe ningún otro sitio como éste. Es algo que está en la tierra del lugar. Empezarás a sentirlo, y entonces lo echarás de menos cuando no estés aquí.

—Sé que Jace lo echaba de menos —dijo ella—. Pero pensaba que era porque vivió aquí durante años. Se crió aquí.

—En la casa solariega de los Wayland —repuso Sebastian—. No está lejos del lugar al que vamos, de hecho.

—Pareces saberlo todo.

—No todo —respondió él con una carcajada que Clary sintió a través de la espalda—. Sí, Idris lleva a cabo su magia sobre todo el mundo… Incluso aquellos que como Jace tienen motivos para odiar el lugar.

—¿Por qué dices eso?

—Bueno, lo crió Valentine, ¿no es cierto? Y eso debe de haber sido de lo más espantoso.

—No lo sé —vaciló Clary—. Lo cierto es que tiene sentimientos encontrados sobre ello. Creo que Valentine fue en cierto modo un padre horrible, pero por otra parte las escasas muestras de amabilidad y amor que le mostró fueron toda la amabilidad y amor que Jace conoció jamás. —Sintió una oleada de tristeza mientras hablaba—. Creo que recordó a Valentine con mucho afecto durante mucho tiempo.

—No puedo creer que Valentine mostrara jamás amabilidad o amor hacia Jace. Valentine es un monstruo.

—Bueno, sí, pero Jace es su hijo. Y no era más que un niño pequeño. Creo que Valentine sí le amaba, a su manera…

—No —la voz de Sebastian sonó cortante—; me temo que eso es imposible.

Clary parpadeó y estuvo a punto de volverse para mirarle la cara, pero lo pensó mejor. Todos los cazadores de sombras se mostraban fanáticos respecto al tema de Valentine —pensó en la Inquisidora y se estremeció interiormente—, y ella no podía culparlos precisamente.

—Probablemente tienes razón.

—Ya hemos llegado —dijo Sebastian con brusquedad, con tanta brusquedad que Clary se preguntó si realmente lo habría ofendido de algún modo, y se deslizó fuera del lomo del caballo.

Pero cuando alzó los ojos hacia ella, sonreía.

—Hemos tardado poco —dijo, atando las riendas a la rama baja de un árbol cercano—. Menos de lo que pensaba.

Le indicó con un ademán que debía desmontar, y, tras un momento de vacilación, Clary se deslizó fuera del caballo hacia sus brazos. Se aferró a él cuando la sujetó; sus piernas flojeaban tras la larga cabalgata.

—Lo siento —dijo tímidamente—, no era mi intención agarrarte tan fuerte.

—Yo no me disculparía por eso.

El aliento del muchacho era cálido sobre su cuello, y ella se estremeció. Las manos de Sebastian se demoraron sólo un instante más sobre la espalda de Clary antes de soltarla con desgana.

Todo ello no ayudaba a que las piernas de Clary se sintieran más firmes.

—Gracias —dijo, sabiendo a la perfección que estaba ruborizada y deseando de todo corazón que su piel clara no mostrara el rubor con tanta facilidad—. Así que… ¿es aquí?

Miró a su alrededor. Estaban en un pequeño valle entre colinas bajas. Había varios árboles de aspecto nudoso alineados alrededor de un claro, cuyas ramas retorcidas poseían una belleza escultural recortadas en aquel cielo azul acero. Pero, aparte de eso…

—Aquí no hay nada —dijo frunciendo el entrecejo.

—Clary. Concéntrate.

—¿Quieres decir… un glamour? Pero por lo general no tengo que…

—Los glamoures en Idris a menudo son más fuertes que en otras partes. Puede que tengas que esforzarte más de lo habitual. —Posó las manos sobre los hombros de ella y la hizo girar con suavidad—. Observa el claro.

Clary efectuó en silencio el truco mental que le permitía desprender la ilusión de la cosa que disfrazaba. Se imaginó frotando trementina sobre una tela, desprendiendo capas de pintura para dela al descubierto la auténtica imagen que había debajo… y allí estaba, una pequeña casa de piedra con un puntiagudo tejado a dos aguas y humo serpenteando desde la chimenea en un elegante arabesco. Un sendero sinuoso flanqueado de piedras conducía hasta la puerta principal. Mientras miraba, el humo que salía a bocanadas de la chimenea dejó de ascender en espiral y empezó a adoptar la forma de un ondulante signo de interrogación.

Sebastian rió.

—Creo que eso significa: «¿Quién está ahí?».

Clary se envolvió más en el abrigo. El viento que soplaba a través de la uniforme hierba no era tan fresco, pero sentía hielo en los huesos de todos modos.

—Parece salido de un cuento de hadas.

—¿Tienes frío?

Sebastian la rodeó con un brazo. Inmediatamente, el humo que ascendía en espiral de la chimenea dejó de formar un interrogante y adoptó la forma de corazones ladeados. Clary se zafó de él, sintiéndose a la vez avergonzada y en cierto modo culpable, como si hubiese hecho algo malo. Marchó a toda prisa hacia el sendero que conducía a la parte delantera de la casa, con Sebastian justo detrás de ella. Llevaban recorridos la mitad del sendero de acceso cuando la puerta se abrió de par en par.

A pesar de haber estado obsesionada con encontrar a Ragnor Fell desde el momento en que Madeleine le había dicho su nombre, Clary jamás se había detenido a imaginar qué aspecto podía tener éste. Un hombretón barbudo, habría pensando, de haber reflexionado sobre ello. Alguien con aspecto de vikingo, con enormes espaldas anchas.,

Pero la persona que salió por la puerta principal era alta y delgada, con cabellos cortos y puntiagudos. Llevaba puesto un chaleco de malla dorada y unos pantalones de pijama de seda. Contempló a Clary con leve interés, dando suaves caladas a una pipa fantásticamente grande mientras lo hacía. Aunque no se parecía en nada a un vikingo, en seguida le resultó totalmente familiar.

Magnus Bane.

—Pero…

Sebastian parecía tan estupefacto como Clary. Miraba fijamente a Magnus con la boca ligeramente abierta y una mirada vaga en el rostro. Finalmente, tartamudeó:

—¿Eres… Ragnor Fell? ¿El brujo?

Magnus se sacó la pipa de la boca.

—Bueno, desde luego no soy Ragnor Fell la bailarina exótica.

—Yo…

Sebastian parecía no saber qué decir. Clary no estaba segura de lo que él esperaba, pero Magnus no resultaba fácil de asimilar.

—Esperaba que pudieras ayudarnos. Soy Sebastian Verlac, y ésta es Clarissa Morgenstern. Su madre es Jocelyn Fairchild…

—No me importa quién sea su madre —dijo Magnus—. No podéis verme sin una cita. Regresad más adelante. El próximo marzo estaría bien.

—¿Marzo? —Sebastian parecía horrorizado.

—Tienes razón —dijo Magnus—. Demasiado lluvioso. ¿Qué tal junio?

Sebastian se irguió en toda su estatura.

—NO creo que comprendas lo importante que es esto…

—Sebastian, no te molestes —dijo Clary con repugnancia—. Te está tomando el pelo. NO puede ayudarnos de todos modos.

Sebastian se mostró aún más confundido.

—Pero no veo por qué no puede…

—De acuerdo, eso es suficiente —dijo Magnus, y chasqueó los dedos una vez.

Sebastian se quedó paralizado donde estaba, la boca todavía abierta, la mano parcialmente extendida.

—¡Sebastian!

Clary alargó el brazo para tocarlo, pero estaba rígido como una estatua. Únicamente el leve movimiento ascendente y descendente del pecho indicaba que seguía vivo.

—¿Sebastian? —repitió ella, pero era inútil: de algún modo, sabía que él no podía verla ni oírla.

Se volvió furiosa hacia Magnus.

—No puedo creer que acabes de hacer eso. ¿Qué demonios te sucede? ¿Es que lo que hay en esa pipa te ha derretido el cerebro? Sebastian pertenece a nuestro bando.

—Yo no tengo un bando, mi querida Clary —dijo Magnus haciendo un ademán con la pipa—. Y, en realidad, es culpa tuya que tuviese que congelarlo durante un corto espacio de tiempo. Estabas terriblemente cerca de contarle que no soy Ragnor Fell.

—Eso es porque tú no eres Ragnor Fell.

Magnus expulsó un chorro de humo por la boca y la contempló pensativo por entre la neblina.

—Ven —dijo—. Deja que te muestre algo.

Sostuvo la puerta de la pequeña casa abierta, indicándole que entrara. Con una última e incrédula mirada a Sebastian, Clary le siguió.

El interior de la casita de campo estaba a oscuras, pero la tenue luz diurna que penetraba por las ventanas fue suficiente para mostrar a Clary que se encontraba dentro de una gran habitación atestada de sombras negras. Había un olor curioso en el aire, como de basura quemándose. Efectuó un leve sonido estrangulado mientras Magnus alzaba la mano y volvía a chasquear los dedos una vez. Una intensa luz azul apareció en las yemas de sus dedos.

Clary lanzó una exclamación de sorpresa. La habitación estaba patas arriba: mobiliario hecho astillas, cajones abiertos y su contenido desperdigado. Páginas arrancadas de libros flotaban en el aire como cenizas. Incluso el cristal de la ventana estaba hecho añicos.

—Recibí un mensaje de Fell anoche —dijo Magnus—, pidiéndome que me reuniera aquí con él. Aparecí… y lo encontré así. Todo destruido, y este hedor a demonios por todas partes.

—¿Demonios? Pero los demonios no pueden entrar en Idris…

—Yo no he dicho que lo hayan hecho. Sólo te estoy contando lo que sucedió. —Magnus hablaba sin inflexión—. El lugar apestaba a algo demoníaco en origen. El cuerpo de Ragnor estaba en el suelo. No estaba muerto cuando lo dejaron, pero sí cuando yo llegué. —Volvió la cabeza hacia ella—. ¿Quién sabía que lo buscabas?

—Madeleine —musitó Clary—. Pero está muerta. Sebastian, Jace y Simon. Los Lightwood…

—Ah —dijo Magnus—. Si los Lightwood lo saben, la Clave puede perfectamente saberlo a estas horas, y Valentine tiene espías en la Clave.

—Debería haberlo mantenido en secreto en lugar de preguntar a todo el mundo por él —repuso Clary, horrorizada—. Es culpa mía. Debería haber advertido a Fell…

—Se me permite señalar —indicó Magnus—que tú no podías encontrarlo, lo que de hecho constituye motivo suficiente para que preguntaras a la gente por él. Mira, Madeleine… y tú… simplemente pensabais en Fell como alguien que podía ayudar a tu madre. No en alguien en quien Valentine podría estar interesado más allá de eso. Pero hay algo más. Valentine tal vez no sabía cómo despertar a tu madre, pero parece saber que lo que ella hizo para ponerse en ese estado guardaba conexión con algo que él deseaba muchísimo. Un libro de hechizos concreto.

—¿Cómo sabes todo eso? —preguntó Clary.

—Porque Ragnor me lo contó.

—Pero…

Magnus la interrumpió con un ademán.

—Los brujos tienen modos de comunicarse entre sí. Tenemos nuestros propios idiomas. —Alzó la mano que sostenía la llama azul—. Logos.

Letras de fuego, al menos de quince centímetros de altura cada una, aparecieron en las paredes como grabadas en la piedra con oro líquido. Las letras corrieron por las paredes, deletreando palabras que Clary no comprendió. Se volvió hacia Magnus.

—¿Qué dice?

—Ragnor lo hizo cuando supo que moría. Cuenta a cualquier brujo que venga en su busca lo sucedido. —Mientras Magnus se volvía, el resplandor de las ardientes letras dio una luz dorada a sus ojos de gato—. Le atacaron aquí sirvientes de Valentine. Le exigieron el Libro de lo Blanco. Aparte del Libro Gris, se encuentra entre los volúmenes más famosos de tema sobrenatural que se hayan escrito nunca. Tanto la receta para la poción que tomó Jocelyn como la receta del antídoto para ella están contenidas en ese libro.

Clary se quedó boquiabierta.

—¿De modo que estaba aquí?

—No. Pertenecía a tu madre. Todo lo que Ragnor hizo fue aconsejarle sobre dónde esconderlo de Valentine

—De modo que está…

—Está en la casa solariega de los Wayland. Los Wayland tenían su hogar muy cerca de donde Jocelyn y Valentine vivían; eran sus vecinos más próximos. Ragnor le sugirió a tu madre que ocultara el libro en su casa, donde Valentine jamás lo buscaría. En la biblioteca, de hecho.

—Pero Valentine vivió en la casa solariega de los Wayland durante muchos años después de eso —protestó Clary—. ¿No lo habrá encontrado?

—Estaba oculto dentro de otro libro. Uno que era improbable que Valentine abriera jamás. —Magnus sonrió malicioso—. Recetas sencillas para amas de casa. Nadie puede decir que tu madre no tuviera sentido del humor.

—Entonces ¿has ido a la casa de los Wayland? ¿Has buscado el libro?

Magnus negó con la cabeza.

—Clary, en esa casa hay salvaguardas que te envían en la dirección equivocada. Y no sólo mantienen alejada a la Clave; mantienen alejado a todo el mundo. Especialmente a los subterráneos. Tal vez si tuviese tiempo para trabajar en ellas, podría descifrarlas, pero…

—Entonces, ¿nadie puede entrar allí? —La desesperación le arañó el pecho—. ¿Es imposible?

—Yo no he dicho eso —repuso Magnus—. Se me ocurre al menos una persona que podría casi con toda seguridad entrar en la casa.

—¿Te refieres a Valentine?

—Me refiero al hijo de Valentine —dijo él.

Clary sacudió la cabeza.

—Jace no me ayudará, Magnus. No me quiere aquí. De hecho, dudo siquiera que quiera hablar conmigo.

Magnus la contempló meditabundo.

—Creo —dijo—que Jace haría cualquier cosa por ti, si tú se lo pidieras.

Clary abrió la boca y luego volvió a cerrarla. Recordó el modo en que Magnus siempre había parecido saber lo que Alec sentía por Jace, lo que Simon sentía por ella. Sus sentimientos hacia Jace debían de estar escritos en su rostro incluso ahora, y Magnus era un lector experto. Miró hacia otro lado.

—Digamos que convenzo a Jace para que venga a la casa conmigo y consiga el libro —dijo—. Entonces ¿qué? No sé cómo lanzar un hechizo, o preparar un antídoto…

Magnus lanzó un bufido.

—¿Es que crees que te estoy ofreciendo todo este asesoramiento gratis? Una vez que tengas en tus manos el Libro de los Blanco, quiero que me lo traigas directamente.

—¿El Libro? ¿Lo quieres?

—Es uno de los libros de hechizos más poderosos del mundo. Claro que lo quiero. Además, pertenece, por derecho, a los hijos de Lilith, no a los Raziel. Es un libro de brujo y debería estar en manos de un brujo.

—Pero yo lo necesito… para curar a mi madre…

—Necesitas una página de él, que te puedes quedar. El resto es mío. Y a cambio, cuando me traigas el libro, prepararé el antídoto para ti y se lo administraré a Jocelyn. No me digas que no es un trato justo. —Extendió una mano—. ¿Cerramos el trato?

Tras un momento de vacilación Clry le estrechó la mano.

—Espero no tener que lamentarlo.

—Eso espero —dijo Magnus, volviéndose alegremente hacia la puerta principal; en las paredes, las letras de fuego se desvanecían ya—. El arrepentimiento es una emoción carente de sentido, ¿no te parece?

El sol en el exterior parecía especialmente brillante tras la oscuridad de la casita. Clary se quedó pestañeando mientras el paisaje se iba aclarando ante sus ojos: las montañas a lo lejos, Caminante masticando hierba con satisfacción y Sebastian inmóvil como una estatua de jardín, con una mano todavía extendida. Se volvió hacia Magnus.

—¿Podrías descongelarlo, por favor?

Magnus pareció divertido.

—Me he sorprendido al recibir el mensaje de Sebastian esta mañana —dijo—, diciendo que te estaba haciendo un favor, nada menos. ¿Cómo lo conociste?

—Es primo de uno amigos de los Lightwood o algo así. Es agradable, te lo prometo.

—Agradable, ¡bah! Es divino. —Magnus miró con los ojos soñadores en su dirección—. Deberías dejarlo aquí. Podría colgar sombreros en él y otras cosas.

—No; no puedes quedártelo.

—¿Por qué no? ¿Te gusta? —Los ojos de Magnus centellearon—. Parece que le gustas. Le vi yendo a por tu mano ahí fuera igual que una ardilla lanzándose sobre un cacahuete.

—¿Por qué no hablamos sobre tu vida amorosa? —contraatacó Clary—. ¿Qué hay de ti y Alec?

—Alec se niega a admitir que tenemos una relación, y por lo tanto yo me niego a hacerle caso. Me envió un mensaje de fuego pidiéndome un favor el otro día. Iba dirigido al «Brujo Bane», como si yo fuese un perfecto desconocido. Sigue colgado de Jace, aunque esa relación nunca irá a ninguna parte. Un problema sobre el que imagino que tú no sabes nada…

—Vamos, cállate. —Clary observó a Magnus con desagrado—. Oye, si no descongelas a Sebastian, no podré irme de aquí y jamás conseguirás el Libro de los Blanco.

—De acuerdo, de acuerdo. Pero ¿puedo pedirte algo? No le cuentes nada de lo que te acabo de explicar, sea amigo de los Lightwood o no. —Magnus chasqueó los dedos malhumorado.

El rostro de Sebastian cobró vida, igual que una cinta de video poniéndose de nuevo en marcha después de haber estado en pausa.

—… ayudarnos —dijo—. Esto no es un problema menor. Es cuestión de vida o muerte.

—Vosotros los nefilim pensáis que todos vuestros problemas son cuestiones de vida o muerte —replicó Magnus—. Ahora marchaos. Habéis empezado a aburrirme.

—Pero…

—Marchaos —dijo Magnus, adoptando un tono de voz peligroso.

Chispas azules centellearon en la punta de sus largos dedos, y de improviso apareció un olor repugnante en el aire, como a quemado. Los ojos felinos de Magnus refulgieron. Incluso a pesar de que sabía que era todo un número, Clary no pudo evitar retroceder.

—Creo que deberíamos irnos, Sebastian —dijo.

El muchacho entrecerró los ojos.

—Pero, Clary…

—Nos vamos —insistió ella, y, agarrándole del brazo, medio lo arrastró en dirección a Caminante.

Sebastian la siguió de mala gana, refunfuñando entre dientes. Con un suspiro de alivio, Clary echó una ojeada atrás por encima del hombro. Magnus estaba de pie en la entrada de la casita, con los brazos cruzados sobre el pecho. Trabando la mirada con ella, le sonrió y dejó caer un párpado en un solitario y centelleante guiño.


—Lo lamento, Clary.

Sebastian tenía una mano sobre el hombro de ella y la otra en su cintura mientras la ayudaba a montar en el amplio lomo de Caminante. Clary reprimió una vocecita dentro de su cabeza que le advertía de que no volviese a subir al caballo —a ningún caballo—y le permitió que la alzara. Pasó una pierna por encima y se acomodó en la silla, diciéndose que se mantenía en equilibrio sobre un enorme sofá en movimiento y no sobre una criatura viva que podría volver la cabeza y morderla en cualquier momento.

—¿Qué es lo que lamentas? —le preguntó mientras él montaba detrás de ella.

Resultaba casi irritante la facilidad con que montaba —como si danzara—, pero era reconfortante contemplarlo. Estaba claro que sabía lo que hacía, se dijo mientras él alargaba los brazos por delante de ella para tomar las riendas. Supuso que era bueno que uno de ellos lo supiese.

—Lo de Ragnor Fell. No esperaba que se mostrase tan reacio a ayudar. Aunque los brujos son caprichosos. Tú ya has conocido a uno, ¿verdad?

—Conocí a Magnus Bane.

Se volvió un momento para mirar más allá de Sebastian, hacia la casita que se perdía en la distancia detrás de ellos. El humo brotaba de la chimenea en forma de pequeñas figuras danzantes. ¿Magnuses danzantes? No pudo saberlo desde allí.

—Es el Gran Brujo de Brooklyn.

—¿Es muy parecido a Fell?

—Increíblemente similar. No te preocupes por Fell. Sabía que existía una posibilidad de que se negase a ayudarnos.

—Pero te prometí ayuda. —Sebastian parecía genuinamente disgustado—. Bueno, al menos hay algo más que puedo mostrarte, así el día no habrá sido una completa pérdida de tiempo.

—¿Qué es?

Volvió a retorcerse para alzar la mirada hacia él. El sol estaba alto en el cielo detrás del muchacho, y encendía los mechones de sus oscuros cabellos con un contorno de fuego.

—Ya lo verás —respondió Sebastian con una amplia sonrisa.


A medida que se alejaban más de Alacante, muros de verde follaje aparecían fugazmente en ambos lados, dejando paso de vez en cuando a panoramas de una belleza inverosímil: lagos de un azul escarcha, valles verdes, montañas grises, plateadas esquirlas de ríos y riachuelos flanqueados por orillas cubiertas de flores. Clary se preguntó cómo sería vivir en un lugar como aquél. No podía evitar sentirse nerviosa, casi desprotegida sin el abrigo de edificios altos cercándola.

Aunque no es que no hubiese ningún edificio. De vez en cuando el tejado de un gran edificio de piedra se alzaba ante la vista por encima de los árboles. Eran las casas solariegas, explicó Sebastian (gritándole al oído): las casas de campo de las familias adineradas de cazadores de sombras. A Clary le recordaban las antiguas mansiones enormes situadas a lo largo del río Hudson, al norte de Manhattan donde los neoyorquinos ricos habían veraneado hacía cientos de años.

La carretera a sus pies había pasado de grava a tierra. Clary fue sacada violentamente de su ensoñación cuando coronaron una colina y Sebastian detuvo en seco a Caminante.

—Aquí está —dijo.

Clary abrió los ojos de par en par. Lo que «estaba» era una derrumbada casa de piedra carbonizada y ennegrecida, reconocible sólo por el contorno como algo que en una ocasión había sido una casa: conservaba la estructura de una chimenea, que todavía señalaba hacia el cielo, y un pedazo de pared con una ventana sin cristal abierta en el centro. Crecía maleza entre los cimientos, verde en medio del negro.

—No entiendo —dijo ella—. ¿Por qué estamos aquí?

—¿No lo sabes? —preguntó Sebastian—. Aquí es donde vivían tu madre y tu padre. Donde nació tu hermano. Esto era la casa de los Fairchild.

No era la primera vez que Clary oía la voz de Hodge en su cabeza: «Valentine encendió una gran hoguera y se quemó así mismo junto con su familia, su esposa y su hijo. Dejó la tierra negra. Nadie quiere construir allí aún. Dicen que el lugar está maldito».

Sin decir nada más la muchacha se deslizó fuera del lomo del caballo. Oyó como Sebastian la llamaba, pero descendía ya, medio corriendo, medio resbalando, la baja colina. El terreno se nivelaba allí donde la casa se había alzado; las piedras ennegrecidas de lo que en una ocasión había sido un sendero yacían secas y agrietadas a sus pies. Por entre las malas hierbas pudo ver unos escalones que finalizaban abruptamente unos pocos centímetros por encima del suelo.

—Clary…

Sebastian la siguió a través de los hierbajos, pero ella apenas era consciente de su presencia. Girando en un lento círculo, lo asimiló todo. Árboles quemados y medio muertos. Lo que seguramente había sido un césped sombreado, extendiéndose a lo lejos por el declive de una colina. Pudo ver el tejado de lo que probablemente era otra casa solariega próxima a lo lejos, justo por encima de la línea de los árboles. El sol centelleaba en los pedazos rotos de cristal de la ventana en la única pared entera que seguía en pie. Penetró en las ruinas sobre una plataforma de piedras ennegrecidas. Pudo distinguir los contornos de habitaciones, algunas entradas; incluso una vitrina chamuscada, casi intacta, caída de costado con pedazos triturados de porcelana derramándose, mezclándose con la tierra negra.

En una ocasión aquello había sido una casa auténtica, habitada por personas vivas. Su madre había vivido allí, se había casado allí, había tenido un hijo allí. Y entonces Valentine había llegado y lo había convertido todo en polvo y cenizas, dejando que Jocelyn pensara que su hijo había muerto, induciéndola a ocultarle la verdad sobre el mundo a su hija…Una sensación de desgarradora tristeza invadió a Clary. Más de una vida había quedado destrozada en aquel lugar. Se llevó la mano al rostro y casi le sorprendió descubrir que estaba húmedo: había estado llorando sin darse cuenta.

—Clary, lo siento. Pensaba que querrías verlo.

Era Sebastian, avanzando entre crujidos hacia ella a través de los escombros, levantando volutas de cenizas con las botas. Parecía preocupado.

Ella se volvió hacia él.

—Así es. Gracias.

El viento había empezado a soplar con fuerza y azotaba el rostro del muchacho con mechones de sus propios cabellos negros. Él le dedicó una sonrisa pesarosa.

—Debe de ser duro pensar en todo lo que sucedió en este lugar, en Valentine, en tu madre… Tuvo un valor increíble.

—Lo sé —dijo Clary—. Lo tuvo. Lo tiene.

Él le tocó levemente el rostro.

—También tú.

—Sebastian, no sabes nada sobre mí.

—Eso no es cierto.

La otra mano se alzó, y ahora le sujetaba la cara con ambas. Su contacto era delicado, casi vacilante.

—Lo he oído todo sobre ti, Clary. Sobre el modo en que peleaste con tu padre por la Copa Mortal, el modo en que entraste en ese hotel infestado de vampiros en busca de tu amigo. Isabelle me contó cosas, y he oído rumores, también. Y ya desde el primero de ellos…, desde la primera vez que oí tu nombre…, he querido conocerte. Sabía que serías extraordinaria.

Ella rió trémulamente.

—Espero que no te sientas demasiado decepcionado.

—No —musitó él, deslizándole las yemas de los dedos bajo la barbilla—. En absoluto.

Le alzó el rostro hacia el suyo y ella se sintió demasiado sorprendida para moverse, incluso cuando se inclinó hacia ella y se dio cuenta, con cierto retraso, de lo que él hacía: de un modo reflejo cerró los ojos mientras los labios del muchacho rozaban con suavidad los suyos, provocándole escalofríos. Un repentino anhelo feroz de ser abrazada y besada de un modo que le hiciera olvidar todo lo demás se apoderó de ella. Alzó los brazos, entrelazándolos alrededor del cuello de Sebastian, en parte para mantenerse en pie y en parte para atraerlo más hacia ella.

Los cabellos del joven le cosquillearon en las yemas de los dedos; no eran sedosos como los de Jace sino finos y suaves, y «No debería estar pensando en Jace». Apartó sus pensamientos sobre él mientras los dedos de Sebastian le recorrían las mejillas y la línea de la mandíbula. El contacto era suave, a pesar de las callosidades de las yemas. Desde luego, Jace tenía las mismas callosidades, producto de los combates; probablemente, todos los cazadores de sombras las tenían…

Trató de no pensar en Jace, pero no sirvió de nada. Podía verle con los ojos cerrados; los pronunciados ángulos y planos de un rostro que jamás podría dibujar como era debido, sin importar hasta qué punto tenía su imagen grabada en la mente; veía los delicados huesos de sus manos, la piel llena de cicatrices de los hombros…

El feroz anhelo que la había invadido se retiró con un violento retroceso como una goma elástica que saltase hacia atrás. Se quedó como aterida, justo cuando los labios de Sebastian presionaban contra los suyos y las manos del muchacho se movían para sostenerle la nuca; tuvo la gélida impresión de que aquello estaba mal. Algo estaba mal, algo era peor que su imposible anhelo por alguien a quien jamás podría tener. Se trataba de otra cosa: una repentina sacudida de horror, como si hubiese estado dando un tranquilo paso al frente y se hubiese precipitado de improviso a un oscuro vacío.

Dio un grito ahogado y se separó violentamente de Sebastian con tal fuerza que casi dio un traspié. De no haberla estado sujetando él, habría caído al suelo.

—Clary. —Sebastian tenía la mirada perdida, las mejillas encendidas con un intenso arrebol—. Clary, ¿qué sucede?

—Nada. —La voz sonó un poco débil en sus propios oídos—. Nada… era sólo, no debería haber… No estoy realmente preparada…

—¿Hemos ido demasiado rápido? Podemos tomarlo con más calma…

Alargó la mano para cogerla, y antes de poderse contener, ella retrocedió asustada. Sebastian pareció afligido.

—No voy a hacerte daño, Clary.

—Lo sé.

—¿Ha pasado algo? —Su mano se alzó, le acarició el cabello echándoselo hacia atrás; ella reprimió el impulso de apartarse violentamente—. Acaso Jace…

—¿Jace?

¿Sabría él que había estado pensando en Jace? ¿Había podido darse cuenta? Y al mismo tiempo…

—Jace es mi hermano. ¿Por qué tienes que sacarlo a colación? ¿Qué quieres decir?

—Simplemente pensé… —Sacudió la cabeza; el dolor y la confusión se perseguían mutuamente por sus facciones—que a lo mejor alguien más te había herido.

Todavía tenía la mano sobre su mejilla; ella alzó su mano y con suavidad pero con firmeza le apartó la suya, devolviéndola a su costado.

—No. Nada de eso. Es sólo que… —Vaciló—. Me parecía mal.

—¿Mal? —La expresión dolida de su rostro desapareció, reemplazada por incredulidad—. Clary, entre nosotros hay una conexión. Lo sabes. Desde el primer momento en que te vi…

—Sebastian, no…

—Sentí como si fueses alguien a quien siempre había estado esperando. Vi que tú también lo sentías. No me digas que no fue así.

Pero eso no había sido lo que ella había sentido. Había sentido como si hubiese doblado una esquina en una ciudad desconocida y de improviso hubiese visto su propia casa de ladrillo rojo alzándose frente a ella. Un reconocimiento sorprendente y no del todo agradable, casi un «¿Cómo es posible que esto esté aquí?».

—Yo no lo sentí —respondió.

La ira que afloró a los ojos del joven —repentina, oscura, incontrolada—la cogió por sorpresa. La sujetó por las muñecas con una dolorosa tenaza.

—Eso no es cierto.

Ella intentó desasirse.

—Sebastian…

—No es cierto.

La negrura de sus ojos parecía haber engullido las pupilas. El rostro era como una máscara blanca, tensa y rígida.

—Sebastian —dijo ella con toda la calma que pudo—, me estás haciendo daño.

La soltó. Tenía la respiración acelerada.

—Lo siento —dijo—. Lo siento. Pensaba…

«Bueno, pues te equivocabas», quiso decirle Clary, pero reprimió las palabras. No quería volver a verle aquella expresión en el rostro.

—Deberíamos regresar —dijo en su lugar—. Pronto oscurecerá.

Él asintió como atontado, al parecer tan escandalizado por su arrebato como lo estaba ella. Se volvió y se dirigió hacia Caminante, que pastaba bajo la larga sombra de un árbol. Clary vaciló un momento, luego le siguió; no parecía tener alternativa. La muchacha echó una subrepticia ojeada a sus muñecas mientras se acercaba a él: conservaba unas marcas rojas allí donde los dedos de él la habían agarrado, y lo que era más extraño, tenía las yemas de los dedos emborronados de negro, como si se las hubiese manchado con tinta.

Sebastian permaneció en silencio mientras la ayudaba a subir al lomo de Caminante.

—Siento si te di a entender algo sobre Jace —dijo por fin mientras ella se instalaba sobre la silla—. Él jamás haría nada para herirte. Sé que es por ti que ha estado visitando a ese vampiro prisionero en el Gard…

Fue como si todo el mundo se detuviera con un gran chirrido de frenos. Clary pudo oír su propia respiración silbando dentro y fuera de sus oídos, y vio sus manos, congeladas como las manos de una estatua, descansando muy quietas sobre el pomo de la silla.

—¿Vampiro prisionero? —susurró.

Sebastian alzó su rostro sorprendido hacia ella.

—Sí —dijo—; Simon, ese vampiro que trajeron con ellos desde Nueva York. Pensaba…, quiero decir, estaba seguro de que lo sabías. ¿No te lo contó Jace?

8 Uno de los vivos

Simon despertó y se encontró con que la luz del sol destellaba en un objeto que habían empujado a través de los barrotes de la ventana. Se puso en pie, con el cuerpo dolorido por el hambre, y vio que era un frasco de metal, aproximadamente del tamaño del termo de una fiambrera. Le habían atado un pedazo enrollado de papel al cuello. Lo arrancó, desenrolló el papel y leyó:

Simon: Esto es sangre de vaca, directamente del carnicero. Espero que sirva. Jace me lo contó todo, y quiero que sepas que creo que eres muy valiente. Aguanta ahí dentro y daremos con un modo de sacarte.

Muac, Isabelle.

Simon sonrió al ver el «muac» garabateado que recorría el final de la página. Era bueno saber que el exuberante cariño de Isabelle no se había visto afectado por las circunstancias actuales. Desenroscó la parte superior del frasco y engulló varios tragos antes de que una aguda sensación hormigueante entre los omóplatos le hiciesen volverse.

Raphael estaba tranquilamente de pie en el centro de la habitación. Tenía las manos cruzadas a la espalda, los menudos hombros rígidos. Llevaba una camisa blanca perfectamente planchada y una cazadora oscura. Una cadena de oro brillaba en su garganta.

Simon casi se atragantó con la sangre que estaba bebiendo. Tragó con dificultad, sin dejar de mirarle con asombro.

—Tú… tú no puedes estar aquí.

La sonrisa de Raphael se las compuso de algún modo para dar la impresión de que le asomaban los colmillos, incluso a pesar de que no era así.

—No te dejes llevar por el pánico, vampiro diurno.

—No me estoy dejando llevar por el pánico.

No era estrictamente cierto. Simon se sentía como si se hubiese tragado algo afilado. No había visto a Raphael desde la noche en que se había desenterrado a sí mismo con las manos, ensangrentado y magullado, fuera de la sepultura cavada a toda prisa en Queens. Todavía recordaba a Raphael arrojándole paquetes de sangre de animal, y el modo en que los había desgarrado con los dientes como si él mismo fuese un animal. No era algo que le gustase recordar. Le habría encantado no volver a ver al joven vampiro nunca más.

—El sol todavía sigue en el cielo. ¿Cómo es que estás aquí?

—No estoy aquí. —La voz de Raphael era suave como la mantequilla—. Soy una proyección. Mira. —Balanceó la mano, pasándola a través de la pared de piedra que tenía al lado—. Soy como humo. No puedo hacerte daño. Desde luego, tampoco tú puedes hacerme daño.

—No quiero hacerte daño. —Simon depositó el frasco sobre el camastro—. Lo que sí quiero saber es qué estás haciendo aquí.

—Abandonaste Nueva York muy repentinamente, vampiro diurno. Sabes que se supone que tienes que informar al vampiro jefe de tu zona cuando abandonas la ciudad, ¿verdad?

—¿Vampiro jefe? ¿Te refieres a ti? Pensaba que el vampiro jefe era otra persona…

—Camille no ha regresado aún junto a nosotros —dijo Raphael sin ninguna emoción aparente—. Yo estoy al frente en su lugar. Sabrías todo esto si te hubieses molestado en familiarizarte con las leyes de los de tu especie.

—Mi partida de Nueva York no fue exactamente planeada de antemano. Y no te ofendas, pero en realidad no pienso en vosotros como los de mi especie.

—Dios. —Raphael bajó los ojos, como ocultando su diversión—. Eres tozudo.

—¿Cómo puedes decir eso?

—Parece evidente, ¿no es así?

—Me refiero… —La garganta de Simon se bloqueó—. Esa palabra. Tú puedes decirla, y yo no puedo…

«Dios.»

Los ojos de Raphael se alzaron veloces hacia el techo; no parecía divertido.

—La edad —respondió—. Y la práctica. Y la ge, o su pérdida… son en cierto sentido la misma cosa. Aprenderás con el tiempo, pequeño polluelo.

—No me llames así.

—Pero es lo que eres. Eres Hijo de la Noche. ¿No es por eso por lo que Valentine te capturó y tomó tu sangre? ¿Debido a lo que eres?

—Pareces muy bien informado —dijo Simon—. Quizás deberías contármelo tú.

Los ojos de Raphael se entornaron.

—También oí un rumor sobre que bebiste la sangre de un cazador de sombras y que eso es lo que te dio tu don, tu capacidad para pasear bajo la luz del sol. ¿Es cierto?

A Simon se le erizaron los cabellos.

—Eso es ridículo. Si la sangre de un cazador de sombras pudiera proporcionar a los vampiros la capacidad de pasear bajo la luz del día, todo el mundo lo sabría a estas alturas. La sangre de nefilim estaría de lo más solicitada. Y jamás existiría paz entre vampiros y cazadores de sombras después de eso. Así que es bueno que no sea cierto.

Una tenue sonrisa curvó las comisuras de los labios de Raphael.

—Sí. Hablando de cosas difíciles de conseguir, ¿te das cuenta, verdad, vampiro diurno, de que eres una mercancía valiosa ahora? No hay un subterráneo en esta tierra que no quiera ponerte las manos encima.

—¿Te incluye eso a ti?

—Por supuesto.

—¿Y qué harías si me pusieses las manos encima?

Raphael se encogió de hombros.

—Quizá sea yo el único que piense que la capacidad para deambular a la luz del día podría no ser el don que otros vampiros creen. Somos Hijos de la Noche por un motivo. Es posible que te considere tan abominable como la humanidad me considera a mí.

—¿Ah, sí?

—Quizá. —La expresión de Raphael era neutral—. Creo que eres un peligro para todos nosotros. Un peligro para la raza de los vampiros, si quieres. Y no puedes permanecer en esta celda eternamente, vampiro diurno. Al final tendrás que salir y volver a enfrentarte al mundo. Enfrentarte a mí de nuevo. Pero te diré algo. Juro no hacerte daño y no intentar encontrarte si tú, por tu parte, juras ocultarte lejos una vez que Aldertree te libere. Si juras marchar tan lejos que nadie pueda encontrarte jamás y no volver a ponerte en contacto con nadie que conocieses en tu vida mortal. No puedo ofrecerte más que eso.

Pero Simon negaba ya con la cabeza.

—No puedo abandonar a mi familia. O a Clary.

Raphael emitió un ruidito irritado.

—Ellos ya no forman parte de lo que eres. Ahora eres un vampiro.

—Pero no quiero serlo —dijo Simon.

—Mírate, quejándote —replicó Raphael—. Jamás enfermarás, jamás morirás, y serás fuerte y joven eternamente. Nunca envejecerás. ¿De qué te quejas?

«Eternamente joven», pensó Simon. Sonaba bien, pero ¿quería alguien realmente tener dieciséis años eternamente? Una cosa habría sido quedar congelado para siempre en los veintiuno, pero ¿dieciséis? ¿Ser siempre tan desgarbado, no convertirse realmente en lo que tenía que ser, ni en el rostro ni en el cuerpo? Por no mencionar que, con aquel aspecto, jamás podría entrar en un bar y pedir una bebida alcohólica. Jamás. En toda la eternidad.

—Y ni siquiera tienes que renunciar al sol —añadió Raphael.

Simon no deseaba volver sobre aquello.

—Oí a los otros hablando sobre ti en el Dumort —dijo—. Sé que te pones una cruz cada domingo y vas a ver a tu familia. Apuesto a que ellos ni siquiera saben que eres un vampiro. Así que no me pidas que deje atrás a toda la gente de mi vida. No lo haré, y no mentiré prometiéndote lo contrario.

Los ojos de Raphael centellearon.

—Lo que mi familia crea no importa. Es lo que yo creo. Lo que yo sé. Un auténtico vampiro sabe que está muerto. Acepta su muerte. Pero tú crees que todavía eres uno de los vivos. Es eso lo que te vuelve peligroso. No eres capaz de reconocer que no estás vivo.


El sol se ponía cuando Clary cerró la puerta de casa de Amatis tras ella y corrió los cerrojos. Se recostó en la puerta durante un largo rato en la entrada en sombras, con los ojos entrecerrados. El agotamiento embargaba cada una de sus extremidades, y las piernas le dolían terriblemente.

—¿Clary? —La voz insistente de Amatis hendió el silencio—. ¿Eres tú?

Clary permaneció donde estaba, a la deriva en la tranquilizante oscuridad tras sus ojos cerrados. Deseaba terriblemente estar en casa, casi podía paladear el aire metálico de las calles de Brooklyn. Podía ver a su madre sentada en su silla junto a la ventana, con la luz polvorienta de un amarillo pálido penetrando por las ventanas abiertas del apartamento., iluminando la tela mientras pintaba. La añoranza del hogar se retorció en sus entrañas como una punzada de dolor.

—Clary.

La voz le llegó desde mucho más cerca esta vez. Los ojos de Clary se abrieron de golpe. Amatis estaba frente a ella, los cabellos canosos recogidos atrás austeramente, los brazos en jarra.

—Tu hermano ha venido a verte. Te espera en la cocina.

—¿Jace está aquí?

Clary luchó por mantener la cólera y la estupefacción fuera del rostro. No serviría de nada mostrar lo enojada que estaba delante de la hermana de Luke.

Amatis la contemplaba con curiosidad.

—¿No debería haberle dejado entrar? Pensé que querrías verle.

—No te preocupes, está bien —dijo Clary, manteniendo el tono ecuánime con cierta dificultad—. Es sólo que estoy cansada.

—Ya. —Amatis dio la impresión de que no la creía—. Bueno, estaré arriba si me necesitas. Debería dormir un poco.

A Clary no se le ocurría para qué podría necesitar a Amatis, pero asintió y renqueó pasillo adelante hasta entrar en la cocina, que estaba inundada de brillante luz. Había un cuenco de fruta sobre la mesa —naranjas, manzanas y peras—, una hogaza de grueso pan junto con mantequilla y queso y una bandeja al lado con lo que parecían… ¿galletitas? ¿Había hecho galletas Amatis?

Jace estaba sentado ante la mesa, inclinado al frente sobre los codos, los cabellos dorados repeinados, la camisa ligeramente abierta en el cuello. Pudo ver los tupidos ribetes de Marcas negras que le recorrían la clavícula. Sostenía una galleta en la mano vendada. Así que Sebastian tenía razón; se había hecho daño. No es que a ella le importara.

—Bueno —dijo él—, estás de vuelta. Empezaba a pensar que te habías caído a un canal.

Clary se limitó a mirarle fijamente, muda. Se preguntó si él podía leer la cólera en sus ojos. Jace se recostó en la silla, echando un brazo informalmente sobre el respaldo. De no haber sido por el veloz latido de la base de la garganta, ella casi podría haberse creído su aire de indiferencia.

—Pareces agotada —añadió él—. ¿Dónde has estado todo el día?

—Estuve por ahí con Sebastian.

—¿Sebastian? —Su expresión de total estupefacción fue momentáneamente gratificante.

—Me acompañó a casa anoche —dijo Clary, y en su mente las palabras «A partir de ahora seré sólo tu hermano, solo tu hermano» redoblaron como el ritmo de un corazón dañado—. Por ahora, es la única persona en esta ciudad que ha sido remotamente amable conmigo. De modo que sí, salí con Sebastian.

—Ya veo. —Jace depositó la galleta de nuevo en la bandeja, con el rostro inexpresivo—. Clary, he venido a disculparme. No debería haberte hablado del modo en que lo hice.

—No —dijo ella—; no deberías haberlo hecho.

—también he venido a preguntarte si reconsiderarías regresar a Nueva York.

—Cielos —replicó Clary—. Otra vez…

—No es seguro para ti permanecer aquí.

—¿Qué te preocupa? —preguntó ella en voz apagada—. ¿Qué me encarcelen como han hecho con Simon?

La expresión de Jace no cambió, pero se balanceó hacia atrás en la silla, las patas delanteras alzándose del suelo, casi como si hubiese sido empujado.

—¿Simon…?

—Sebastian me ha contando lo que le sucedió —prosiguió ella en el mismo tono de voz sin inflexión—. Lo que hiciste. Cómo lo trajiste aquí y permitiste que lo metieran en prisión. ¿Estás intentando conseguir que te odie?

—¿Y tú confías en Sebastian? —preguntó Jace—. Apenas lo conoces, Clary.

Ella le miró fijamente.

—¿No es verdad?

Él le devolvió la mirada, pero su rostro se había quedado inmóvil, como el de Sebastian cuando ella lo había apartado.

—Sí.

Clary agarró un plato de la mesa y se lo arrojó. Él lo esquivó, haciendo que la silla girara sobre sí misma, y el plato golpeó la pared por encima del fregadero y se hizo añicos en un estallido de porcelana rota. Jace salió de la silla cuando ella cogió otro plato y se lo arrojó, sin la menor puntería: éste rebotó en la nevera y golpeó el suelo a los pies de Jace, donde se partió en dos pedazos iguales.

—¿Cómo pudiste? Simon confiaba en ti. ¿Dónde está ahora? ¿Qué le están haciendo?

—Nada —respondió Jace—. Está bien. Le vi anoche…

—¿Antes o después de que yo te viera? ¿Antes o después de que fingieras que todo estaba bien y que tú estabas perfectamente?

—¿Te fuiste pensando que yo estaba perfectamente? —Jace se atragantó con algo que era casi una carcajada—. Debo de ser mejor actor de lo que pensaba.

Una sonrisa retorcida apareció en su cara. Fue como una cerilla para la yesca que era la cólera de Clary. ¿Cómo se atrevía él a reírse de ella en aquellos momentos? Pensó en agarrar el cuenco de fruta, pero de improviso no le pareció suficiente. Pateó la silla con fuerza del paso y se arrojó sobre él, sabiendo que sería lo último que él esperaría que hiciese.

La fuerza del repentino ataque le cogió desprevenido. Se estrelló contra Jace y éste se tambaleó hacia atrás, yendo a parar violentamente contra el borde de la encimera. Ella casi cayó sobre él, le oyó lanzar un grito ahogado y echó el brazo atrás ciegamente, sin siquiera saber qué tenía intención de hacer…

Había olvidado lo rápido que era él. Su puño no le alcanzó el rostro, sino que se estrelló contra su mano alzada; Jace cerró los dedos alrededor de los de ella, obligándola a bajar el brazo de nuevo al costado. Clary reparó de improviso en lo cerca que estaban el uno del otro; ella estaba apoyada contra él, presionándole hacia atrás contra la encimera con el ligero peso de su cuerpo.

—Suéltame la mano.

—¿Vas a pegarme si te suelto? —Su voz era áspera y queda, y sus ojos llameaban.

—¿No crees que te lo mereces?

Percibió como el pecho de Jace ascendía y descendía pegado al suyo mientras él reía sin ganas.

—¿Crees que planee todo esto? ¿Realmente crees que lo haría?

—Bueno, a ti no te gusta Simon, ¿verdad? Quizá nunca te ha gustado.

Jace emitió un sonido discordante e incrédulo y le soltó la mano. Cuando Clary retrocedió, extendió el brazo derecho con la palma hacia arriba. Ella tardó un momento en comprender lo que le estaba mostrando: la irregular cicatriz a lo largo de la muñeca.

—Aquí —dijo con voz tirante como un alambre—. Es donde me corté la muñeca para dejar que tu amigo vampiro bebiera mi sangre. Casi me mató. ¿Y ahora todavía crees que simplemente le abandoné sin más?

Ella miró fijamente la cicatriz de la muñeca de Jace…, una de las muchas que tenía en todo el cuerpo, cicatrices de todas formas y tamaños.

—Sebastian me contó que trajiste a Simon aquí, y luego Alec lo condujo al Gard. Dejó que la Clave se hiciera con él. Debías haber sabido…

—Lo traje aquí por accidente. Le pedí que viniera al Instituto para poder hablar con él. Sobre ti, en realidad. Pensaba que tal vez él podría convencerte de abandonar la idea de venir a Idris. Si te sirve de consuelo, él no quiso ni considerarlo. Mientras estaba allí nos atacaron los repudiados. Tuve que arrastrarlo a través del Portal conmigo. Era eso o dejarlo allí para que muriera.

—Pero ¿por qué llevarle a la Clave? Tenías que haber sabido…

—Le enviamos allí porque el único Portal de Idris está en el Gard. Nos dijeron que iban a enviarlo de vuelta a Nueva York.

—¿Y les creíste? ¿Después de lo sucedido con la Inquisidora?

—Clary, la Inquisidora fue una anomalía. Ésa quizá fue tu primera experiencia con la Clave, pero no en mi caso, la Clave somos nosotros. Los nefilim. Ellos acatan la Ley.

—Excepto que no lo hicieron.

—No —dijo Jace—. No lo hicieron. —Sonó muy cansado—. Y lo peor de todo —añadió—es recordar a Valentine despotricando contra la Clave, sobre lo corrupta que es y cómo necesita que la purifiquen. Y por el Ángel si no estoy de acuerdo con él.

Clary permaneció en silencio, en primer lugar porque no se le ocurría nada que decir, y luego con alarma cuando Jace alargó las manos —casi como sin pensar en lo que hacía—y la atrajo hacia él. Ante su sorpresa, ella le dejó. A través de la tela blanca de la camisa pudo ver los contornos de sus Marcas, negras y enroscadas, acariciándole la piel como lengüetazos de fuego. Deseó recostar la cabeza contra él, deseó sentir sus brazos alrededor del cuerpo del modo en que había deseado aire cuando se estaba ahogando en el lago Lyn.

—Puede que Valentine tenga razón sobre la necesidad de arreglar las cosas —dijo Clary por fin—. Pero no sobre el modo en que se deberían arreglar. Lo ves, ¿verdad?

Él entrecerró los ojos. Había media luna de sombra gris bajo ellos, advirtió Clary, los restos de noches en blanco.

—No estoy tan seguro. Tienes motivos para estar enojada, Clary. No debería haber confiado en la Clave. Quería con tanto ahínco pensar que la Inquisidora fue una anomalía, que actuaba sin su autoridad, que todavía existía alguna parte de ser cazador de sombras en la que podía confiar.

—Jace —susurró ella.

Él abrió los ojos y los bajó hacia ella. Estaban muy cerca el uno del otro; advirtió que estaban tan pegados que incluso sus rodillas se tocaban, y podía sentir los latidos del corazón del muchacho. «Apártate de él», se dijo, pero las piernas no quisieron obedecer.

—¿Qué? —dijo él, con la voz muy queda.

—Quiero ver a Simon —respondió ella—. ¿Puedes llevarme a verle?

Con la misma brusquedad con que la había abrazado, la soltó.

—No; ni siquiera tendrías que estar en Idris. No puedes entrar así como así en el Gard.

—Pero pensará que todo el mundo le ha abandonado. Pensará…

—Fui a verle —dijo Jace—. Iba a sacarlo. Iba a arrancar los barrotes de la ventana con las manos. —Lo dijo con toda naturalidad—. Pero no me dejó.

—¿No te dejó? ¿Quería quedarse en la prisión?

—Dijo que el Inquisidor andaba tras mi familia, tras de mí. Aldertree quiere cargarnos con la culpa de lo sucedido en Nueva York. No puede coger a uno de nosotros y sacarnos la confesión con torturas, la Clave no se lo permitiría, pero está intentando conseguir que Simon le cuente una historia en la que todos estemos conchabados con Valentine. Simon dijo que si lo sacaba de allí, entonces el Inquisidor sabría que yo lo había hecho, y sería aún peor para los Lightwood.

—Eso es muy noble por su parte, pero ¿cuál es su plan a largo plazo? ¿Permanecer en prisión para siempre?

—No lo hemos resuelto exactamente —repuso Jace, encogiéndose de hombros.

Clary soltó una exasperada bocanada de aire.

—Chicos… —dijo—. De acuerdo, mira. Todo lo que necesitáis es una coartada. Nos aseguraremos de que estás en un lugar donde todo el mundo te pueda ver, y que los Lightwood estén allí también, y entonces haremos que Magnus saque a Simon de la prisión y lo lleve de vuelta a Nueva York.

—Odio decirte esto, Clary, pero no hay modo de que Magnus haga eso. No importa lo atraído que se sienta por Alec, no va a enfrentarse a la Clave como un favor hacia nosotros.

—Lo haría —dijo ella—por el Libro de lo Blanco.

Jace pestañeó.

—¿Qué?

Rápidamente, Clary le habló sobre la muerte de Ragnor Fell, sobre cómo Magnus había aparecido en lugar de él, y sobre el libro de hechizos. Jace la escuchó con anonadada atención hasta que acabó.

—¿Demonios? —inquirió—. ¿Magnus te ha dicho que a Fell lo han asesinado demonios?

Clary rememoró la entrevista.

—No… dijo que el lugar apestaba a algo demoníaco en origen. Y que a Fell lo mataron «sirvientes de Valentine». Eso fue todo lo que me dijo.

—Existen magias arcanas que dejan un aura que apesta igual que los demonios —indicó Jace—. Si Magnus no se mostró preciso, probablemente sea porque no le complace en absoluto que haya algún brujo por ahí practicando magia arcana, violando la Ley. Pero no sería la primera vez que Valentine consigue que uno de los hijos de Lilith obedezca sus repugnantes órdenes. ¿Recuerdas al chaval brujo que mató en Nueva York?

—Valentine usó su sangre para el Ritual. Lo recuerdo. —Clary se estremeció—. Jace, ¿quiere Valentine el libro por el mismo motivo que lo quiero yo? ¿Para despertar a mi madre?

—Podría ser. Aunque si es cierto lo que Magnus dice, Valentine podría quererlo simplemente por el poder que conseguiría de él. En cualquier caso, sería mejor que lo encontráramos antes de que lo haga él.

—¿Crees que existe alguna posibilidad de que esté en la casa solariega de los Wayland?

—Sé que está allí —respondió él, ante su sorpresa—. Ese libro de cocina, Recetas para amas de casa o como se llame… Lo he visto. En la biblioteca de la casa. Era el único libro de cocina que había allí.

Clary tuvo una sensación de mareo. Casi no se había permitido creer que podría ser cierto.

—Jace… si me llevas allí y conseguimos el libro, regresaré a casa con Simon. Hazlo por mí y volveré a Nueva York, y no regresaré, lo juro.

—Magnus tenía razón; en la casa hay salvaguardas que te llevan en la dirección equivocada —dijo despacio—. Te llevaré, pero no está cerca. Andando puede llevarnos cinco horas.

Clary alargó la mano y le sacó la estela de la trabilla del cinturón. La sostuvo en alto entre ellos, donde resplandeció con una tenue luz blanca no muy distinta de la luz de las torres de cristal.

—¿Quién dijo nada sobre andar?


—recibes unos visitantes muy curiosos, vampiro diurno —dijo Samuel—. Primero Jonathan Morgenstern, y ahora el vampiro jefe de Nueva York. Estoy impresionado.

«¿Jonathan Morgenstern?» Simon necesitó un instante para comprender que se trataba, por supuesto, de Jace. Estaba sentado en el centro de la habitación, dando vueltas ociosamente, una y otra vez, al frasco vacío que tenía en las manos.

—Imagino que soy más importante de lo que creía.

—E Isabelle Lightwood trayéndote sangre —repuso Samuel—. Eso es un servicio de reparto a domicilio de primera.

Simon alzó la cabeza.

—¿Cómo sabes que Isabelle la trajo? Yo no dije nada…

—La vi por la ventana. Es idéntica a su madre —dijo Samuel—, al menos, a como era su madre hace años. —Hubo una pausa incómoda—. Ya sabes que la sangre es sólo un recurso provisional —añadió—. Muy pronto el Inquisidor empezará a preguntarse si ya estás muerto de hambre. Si te encuentran perfectamente sano, se imaginará que sucede algo y te matará de todos modos.

Simon miró al techo. Las runas talladas en la piedra se solapaban unas a otras como arena compuesta por guijarros en una playa.

—Tendré que confiar en Jace cuando dice que encontrarán un modo de sacarme de aquí —contestó, y como Samuel no dijo nada en respuesta, agregó—: Le pediré que te saque también a ti, lo prometo. No te dejaré aquí abajo.

Samuel emitió un sonido estrangulado, como una carcajada que no consiguió salir del todo de la garganta.

—Bueno, no creo que Jace Morgenstern vaya a querer rescatarme —dijo—. Además, morirte de hambre aquí abajo es el menor de tus problemas, vampiro diurno. Muy pronto Valentine atacará la ciudad, y entonces es probable que acabemos todos muertos.

Simon pestañeó.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Durante un tiempo estuve muy unido a él. Conocía sus planes. Sus objetivos. Tiene intención de destruir las salvaguardas de Alacante y atacar a la Clave desde el corazón mismo de su poder.

—Pero yo pensaba que ningún demonio podía pasar a través de las salvaguardas. Pensaba que eran impenetrables.

—Eso se dice. Hace falta sangre de demonio para desactivas las salvaguardas, ¿sabes?, y sólo se puede hacer desde dentro de Alacante. Pero como ningún demonio puede cruzar las salvaguardas… bueno, es una paradoja perfecta, o debería serlo. Pero Valentine afirmaba que había encontrado un modo de sortear eso, un modo de abrirse paso al interior. Y yo le creo. Encontrará un modo de derribar las salvaguardas, entrará en la ciudad con su ejército de demonios y nos matará a todos.

La categórica certeza en la voz de Samuel provocó en Simon un escalofrío en la espalda.

—Es terrible lo resignado que pareces. ¿No deberías hacer algo? ¿Advertir a la Clave?

—Les advertí. Cuando me interrogaron. Les conté que Valentine pensaba destruir las salvaguardas, pero no me hicieron caso. La Clave cree que las salvaguardas resistirán eternamente porque han resistido durante mil años. Pero lo mismo pasó con Roma, hasta que llegaron los bárbaros. Todo cae algún día. —Rió: era un sonido amargo y enojado—. Considéralo una carrera para ver quién te mata primero, vampiro diurno: Valentine, los subterráneos o la Clave.


En algún punto del camino la mano de Clary fue arrancada de la de Jace. Cuando el huracán la escupió fuera y golpeó contra el suelo, lo golpeó sola, con fuerza, y rodó jadeando hasta detenerse.

Se sentó en el suelo despacio y miró a su alrededor. Estaba en el centro de una alfombra persa extendida sobre el suelo de una enorme habitación de paredes de piedra. Había muebles cubiertos de sábanas blancas que lo convertían en fantasmas jorobados y abultados. Cortinas de terciopelo se combaban sobre ventanales enormes; el terciopelo de un tono gris blanquecino debido al polvo, y las motas de polvo danzaban a la luz de la luna.

—¿Clary? —Jace emergió de detrás de una inmensa forma cubierta con una sábana blanca; podría haber sido un piano de cola—¿Estás bien?

—Perfectamente. —La muchacha se incorporó, haciendo una pequeña mueca. Le dolía el codo—. Aparte de que Amatis probablemente me matará cuando regrese. Si tenemos en cuenta que acabé con todos sus platos y abrí un Portal en su cocina.

Él le alargó la mano.

—Por si sirve de algo —dijo, ayudándola a ponerse en pie—, me has impresionado.

—Gracias. —Clary miró en derredor—. ¿Así que aquí es donde creciste? Parece sacado de un cuento.

—Yo pensaba en una película de terror —dijo Jace—. Cielos, han pasado años desde que vi este lugar por última vez. No acostumbraba a estar tan…

—¿Tan frío?

Clary tiritó un poco. Se abotonó el abrigo, pero el frío de la casa era tan solo un frío físico: el lugar producía una sensación de frío como si nunca hubiese habido calidez ni luz ni risas en su interior.

—NO —respondió Jace—; siempre fue frío. Iba a decir polvoriento.

Sacó una piedra de luz mágica del bolsillo y ésta se encendió entre sus dedos. El resplandor blanco resaltó las sombras bajo sus pómulos, los huecos en las sienes.

—Esto es el estudio, y nosotros necesitamos encontrar la biblioteca. Vamos.

La condujo fuera de la habitación por un largo pasillo cubierto de espejos que les devolvieron su reflejo. Clary no había advertido lo desaliñada que estaba: el abrigo repleto de polvo, el cabello enmarañado por el viento. Intentó alisárselo discretamente y captó la sonrisa burlona de Jace en el siguiente espejo. Por algún motivo, debido sin duda a una misteriosa magia de cazador de sombras que ella no tenía la menos esperanza de llegar a comprender, el pelo del joven permanecía perfecto.

El pasillo estaba bordeado de puertas, algunas de las cuales estaban abiertas; a través de ellas Clary pudo vislumbrar otras habitaciones, de aspecto tan polvoriento y sin usar con el del estudio. Michael Wayland no había tenido parientes, según Valentine, así que supuso que nadie había heredado el lugar tras su «muerte»; había dado por supuesto que Valentine había seguido viviendo allí, pero parecía evidente que no era así. Todo respiraba pesar y desuso. En Renwick, Valentine había llamado «hogar» a este lugar, se lo había mostrado a Jace en el espejo Portal, un recuerdo con marco dorado de campos verdes y piedras acogedoras; pero eso, se dijo Clary, también había sido una mentira. Estaba claro que Valentine no había vivido realmente allí en años… quizás simplemente lo había dejado allí para que se pudriera, o había acudido sólo muy de vez en cuando, para recorrer los débilmente iluminados pasillos como un fantasma.

Llegaron a una puerta en el extremo del pasillo y Jace la abrió con un empujón del hombro; luego dejó pasar primero a Clary al interior de la habitación. Ella se había estado imaginando la biblioteca del Instituto, y esa habitación no era muy diferente: las mismas paredes repletas con una hilera tras otra de libros, las mismas escalas montadas sobre ruedecitas para poder alcanzar los estantes elevados. El techo era plano y con vigas, aunque no cónico, y no había escritorio. Cortinas de terciopelo verde con los pliegues espolvoreados de polvo blanco colgaban sobre ventanas que alternaban vidrios de cristal verde y azul. A la luz de la luna centelleaban como escarcha de colores. Al otro lado del cristal todo estaba negro.

—¿Esto es la biblioteca? —preguntó a Jace en un susurro, aunque no estaba seguro de por qué susurraba.

Aquella enorme casa vacía transmitía una sensación de profunda quietud.

Él miraba más allá de ella, con los ojos oscurecidos por los recuerdos.

—Acostumbraba a sentarme en ese asiento empotrado bajo la ventana y leía lo que mi padre me hubiera asignado ese día. Idiomas diferentes en días diferentes… francés el sábado, inglés el domingo… aunque no consigo recordar ahora qué día era el del latín, si el lunes o el martes…

Clary tuvo una repentina imagen fugaz de Jace de niño, con un libro en equilibrio sobre las rodillas mientras permanecía sentado en el alféizar de la ventana, mirando al exterior a… ¿A qué? ¿Quizá había jardines? ¿Vistas? ¿Un alto muro de espinos como el muro que rodeaba el castillo de la Bella Durmiente? Le vio mientras leía; la luz que penetraba por la ventana proyectaba cuadrados de azul y verde sobre sus cabellos rubios y el menudo rostro se mostraba más serio de lo que debería estar el rostro de cualquier niño de diez años.

—No puedo recordarlo —volvió a decir él, clavando la vista en la oscuridad.

—No importa, Jace —le dijo ella, tocándole el hombro.

—Supongo que no.

Se sacudió, como si despertara de un sueño, y cruzó la habitación, con la luz mágica iluminándole el camino. Se arrodilló para inspeccionar una hilera de libros y se enderezó con uno de ellos en la mano.

Recetas sencillas para amas de casa —dijo—. Aquí está.

Ella cruzó a toda prisa la habitación y lo tomó de sus manos. Era un libro de aspecto corriente con una tapa azul, polvoriento, como todo en la casa. Cuando lo abrió, el polvo se levantó en masa desde las páginas igual que una congregación de polillas.

Habían cortado un agujero grande y cuadrado en el centro del libro y, encajado en el agujero igual que una gema en un engaste, había un volumen más pequeño, del tamaño aproximado de un libro de bolsillo, encuadernado en cuero blanco con el título en latín impreso en letras doradas. Clary reconoció las palabras que significaban «blanco» y «libro», pero cuando lo alzó fuera de allí y lo abrió, descubrió con sorpresa que las páginas estaban cubiertas de una escritura tenue de trazos largos y delgados en un idioma que no consiguió comprender.

—Griego —dijo Jace, mirando por encima de su hombro—. De la variedad antigua.

—¿Puedes leerlo?

—No con facilidad —admitió él—. Han pasado años. Pero Magnus podrá, imagino.

Cerró el libro y lo deslizó dentro del bolsillo del abrigo verde de la joven antes de volverse de nuevo hacia los estantes y rozar apenas con los dedos las hileras de libros, mientras las yemas reseguían los lomos.

—¿Hay alguno que quieras llevarte? —preguntó ella con delicadeza—. Si quieres…

Jace rió y dejó caer la mano.

—Sólo se me permitía leer lo que se me asignaba —dijo—. Algunos de los estantes contenían libros que ni siquiera se me permitía tocar. —Señaló una hilera de libros, más arriba, encuadernados en idéntico cuero marrón—. Leí uno de ellos en una ocasión, cuando tenía unos seis años, simplemente para ver a qué venía tanto alboroto. Resultó ser un diario que mantenía mi padre. Sobre mí. Notas sobre «Mi hijo, Jonathan Christopher». Me azotó con su cinturón cuando descubrió que lo había leído. En realidad, fue la primera vez que supe que tenía un segundo nombre.

Una repentina punzada de odio hacia su padre recorrió a Clary.

—Bueno, Valentine no está aquí ahora.

—Clary… —Empezó a decir Jace, con una nota de advertencia en la voz: pero ella ya había alargado el brazo arriba y sacado de un violento tirón uno de los libros del estante prohibido, arrojándolo al suelo. Chocó contra él con un satisfactorio golpe sordo.

—¡Clary!

—¡Ah, vamos!

Volvió a hacerlo, derribando otro libro, y luego otro. Volutas de polvo se alzaban de las páginas a medida que chocaban contra el suelo.

—Ahora tú.

Jace la contempló durante un instante, y luego una media sonrisa asomó burlona en la comisura de su boca. Alzó el brazo, lo pasó por el estante y arrojó al suelo el resto de libros con un fuerte estrépito. Rió… y luego se interrumpió, alzando la cabeza, como un gato que irguiera las orejas ante un sonido distante.

—¿Oyes eso?

«Oír, ¿qué?», estuvo a punto de preguntar Clary, pero se contuvo. Sí que había un sonido, que aumentaba en intensidad: un runruneo y un chirrido agudos, como el sonido de una maquinaria poniéndose en marcha. El sonido parecía provenir del interior de la pared. Dio un involuntario paso atrás justo en el momento en que las piedras que tenían delante se deslizaban hacia atrás con un chillido quejoso y herrumbroso. Una abertura apareció tras las piedras: una especie de entrada, toscamente abierta en la pared.

Más allá de la entrada había una escalera que descendía a la oscuridad.

9 Esta sangre culpable

—No recordaba que aquí hubiese un sótano —dijo Jace, mirando más allá de Clary al agujero abierto en la pared.

Alzó la luz mágica, y su resplandor rebotó en el túnel que conducía hacia abajo. Las paredes eran negras y resbaladizas, construidas de una piedra lisa y oscura que Clary no reconoció. Los peldaños relucían como si estuviesen húmedos. Un olor extraño emergió a través de la abertura: frío y mohoso, con un raro matiz metálico que le puso los nervios de punta.

—¿Qué crees que podría haber ahí abajo?

—No lo sé.

Jace avanzó en dirección a la escalera; puso un pie sobre el peldaño superior para probarlo, y luego se encogió de hombros como si hubiese tomado una decisión. Empezó a descender los peldaños, moviéndose con cuidado. Descendió unos cuantos, volvió la cabeza y alzó los ojos hacia Clary.

—¿Vienes? Puedes esperarme aquí arriba si lo prefieres.

Ella echó un vistazo a la biblioteca vacía, se estremeció y avanzó presurosa tras él.

La escalera descendía girando sobre sí misma en círculos cada vez más cerrados, como si se estuviesen abriendo paso al interior de una enorme caracola. El olor se intensificó cuando llegaron al pie, y los peldaños se ensancharon finalizando en una gran habitación cuadrada cuyas paredes de piedra estaban surcadas con las marcas dejadas por la humedad… y otras manchas más oscuras. El suelo estaba lleno de marcas garabateadas: un revoltijo de pentagramas y runas con piedras blancas desperdigadas aquí y allá.

Jace dio un paso al frente y los pies aplastaron algo. Él y Clary miraron abajo al mismo tiempo.

—Huesos —susurró Clary.

No se trataba de piedras blancas después de todo, sino de huesos de todas las formas y tamaños desperdigados por el suelo.

—¿Qué debía de hacer él aquí abajo?

La luz mágica brillaba en la mano de Jace, proyectando su fantasmagórico resplandor sobre la habitación.

—Experimentos —contestó Jace en una voz seca y tensa—. La reina seelie dijo…

—¿Qué clase de huesos son éstos? —La voz de Clary se elevó—. ¿Son huesos de animales?

—No —Jace dio una patada a un montón de huesos que tenía a los pies, desperdigándolos—; no todos.

Clary sintió una opresión en el pecho.

—Creo que deberíamos regresar.

En lugar de eso Jace levantó la luz mágica que tenía en la mano. Llameó con fuerza y luego con mayor intensidad aún, iluminando el aire con un crudo fulgor blanco. Las esquinas más alejadas de la habitación quedaron claramente enfocadas. Tres de ellas estaban vacías. La cuarta quedaba tapada por una tela que colgaba. Había algo detrás de la tela, una forma jorobada…

—Jace —musitó Clary—. ¿Qué es eso?

Él no respondió. De pronto tenía un cuchillo serafín en la mano libre; Clary no sabía cuando lo había sacado, pero brillaba en la luz mágica como un cuchillo de hielo.

—Jace, no lo hagas —dijo, pero era demasiado tarde… el joven avanzó con zancadas decididas y dio un brusco tirón lateral a la tela con la punta del arma; luego la agarró y la lanzó al suelo con una violenta sacudida. Cayó en medio de una creciente nube de polvo.

Jace retrocedió tambaleante; la luz mágica se cayó de su mano. Mientras la refulgente luz caía, Clary captó una única visión fugaz de su rostro: era una blanca máscara de horror. La muchacha agarró la luz mágica antes de que pudiese apagarse y la alzó bien arriba, desesperada por ver qué podría haber conmocionado a Jace —al imperturbable Jace—hasta tal extremo.

Al principio todo lo que vio fue la forma de un hombre… un hombre envuelto en un sucio trapo blanco, acurrucado en el suelo. Unos grilletes le rodeaban muñecas y tobillos, sujetos a gruesas argollas clavadas en el suelo de piedra. «¿Cómo puede estar vivo?», pensó Clary, horrorizada, y sintió bilis ascendiéndole por la garganta. La piedra-runa le tembló en la mano, y la luz danzó a retazos sobre el prisionero. Vio unos brazos y piernas demacrados, desfigurados por todas partes con las señales de incontables torturas. Un rostro que era como una calavera se volvió hacia ella, con negras cuencas vacías allí donde deberían haber estado los ojos… y entonces se oyó un crujido seco, y advirtió que lo que había creído que era un trapo blanco en realidad eran unas alas, alas blancas elevándose tras su espalda en dos medias lunas de un blanco inmaculado, lo único inmaculado en aquella habitación inmunda.

Clary lanzó una exclamación.

—Jace. ¿Ves…?

—Lo veo. —Jace, de pie junto a ella, habló en una voz que se resquebrajó igual que cristal roto.

—Dijiste que no había ángeles; que nadie había visto jamás uno…

Jace musitaba algo entre dientes, una retahíla de imprecaciones aterrorizadas. Avanzó tambaleante hacia la criatura que yacía acurrucada en el suelo… y retrocedió, como si hubiese rebotado contra una pared invisible. Al mirar al suelo, Clary vio que el ángel estaba postrado dentro de un pentagrama hecho de runas conectadas talladas profundamente en el suelo; resplandecían con una tenue luz fosforescente.

—Las runas —susurró—. No podemos pasar al otro…

—Pero debe de haber algo… —dijo Jace; su voz casi se le quebraba—, algo que podamos hacer.

El ángel alzó la cabeza. Clary contempló con una piedad terrible y aturdida que tenía ensortijados cabellos rubios como los de Jace., que brillaban débilmente bajo la luz. Unos aros colgaban pegados a los huecos del cráneo. Sus ojos eran hoyos, su rostro estaba acuchillado de cicatrices, como una hermosa pintura destruida por vándalos. Mientras ella le miraba atónita, la boca del ser se abrió y un sonido brotó de su garganta… no fueron palabras sino una desgarradora música dorada, una única nota cantaría, mantenida y mantenida y mantenida tan aguda y dulce que el sonido era como dolor…

Una avalancha de imágenes se alzó ante los ojos de Clary. Ella seguía aferrando la piedra-runa, pero su luz había desaparecido; ella había desaparecido, ya no estaba allí sino en otra parte, donde las imágenes del pasado fluían ante ella en un sueño: fragmentos, colores, sonidos.

Estaba en una bodega, vacía y limpia; había una única runa garabateada en el suelo de piedra. Había un hombre de pie junto a la runa; sostenía un libro abierto en una mano y una llameante antorcha blanca en la otra. Cuando alzó la cabeza, Clary vio que era Valentine: mucho más joven, sin arrugas en el rostro, apuesto, sus oscuros ojos transparentes y brillantes. Mientras salmodiaba, la runa se encendió con una llamarada, y cuando las llamas se retiraron, una figura encogida yacía entre las cenizas: un ángel, con las alas extendidas y ensangrentadas, como una ave derribada del cielo de un disparo…

La escena cambió. Valentine estaba junto a una ventana, y a su lado estaba una joven de brillantes cabellos rojos. Un familiar anillo de plata brillaba en la mano de Valentine cuando lo alargó para rodear a la mujer con los brazos. Con una punzada de dolor, Clary reconoció a su madre; pero ésta era joven, y sus facciones, tersas y vulnerables. Llevaba un camisón blanco y era evidente que estaba embarazada.

—Los Acuerdos no sólo fueron la peor idea que la Clave ha tenido jamás —decía Valentine con voz furiosa—, sino lo peor que les podía suceder a los nefilim. Que nos veamos ligados a los subterráneos, atados a esas criaturas…

—Valentine —le pidió Jocelyn con una sonrisa—, dejemos ya la política, por favor.

Alzó los brazos y los entrelazó alrededor del cuello de Valentine; su expresión estaba llena de amor… y también lo estaba la de él, aunque había algo más en ella, algo que a Clary le provocó un escalofrío en la espalda…

Valentine estaba arrodillado en el centro de un círculo de árboles. En lo alto brillaba una luna refulgente, iluminando el pentagrama negro que había sido garabateado en el suelo despejado del claro. Las copas de los árboles creaban una espesa red en lo alto; donde se extendían sobre el pentagrama, sus hojas se enroscaban y se volvían negras. En el centro de la estrella de cinco puntas estaba sentada una mujer de largos cabellos brillantes; su figura era delgada y exquisita, su rostro permanecía oculto en las sombras, los brazos desnudos y blancos. Tenía la mano derecha extendida al frente, y cuando abrió los dedos, Clary pudo ver que tenía una larga cuchillada en la palma, que un lento riachuelo de sangre goteaba al interior de una copa de plata que descansaba en el borde del pentagrama. La sangre parecía negra a la luz de la luna, o tal vez lo era.

—El niño nacido con esta sangre en su interior —dijo, y su voz era suave y deliciosa—excederá en poder a los Demonios Mayores de los abismos entre los mundos. Será más poderoso que Asmodei, más fuerte que los shedim de las tormentas. Si se le adiestra adecuadamente, no habrá nada que sea incapaz de hacer. Aunque te lo advierto —añadió—, consumirá su humanidad, igual que el veneno le consume la vida a la sangre.

—Mi agradecimiento, dama de Edom —dijo Valentine, y cuando alargó la mano para tomar la copa de sangre, la mujer alzó el rostro, y Clary vio que aunque era hermosa, sus ojos eran huecos agujeros negros de los que serpenteaban ondulantes tentáculos negros, como antenas que sondearan el aire. Clary sofocó un chillido.

La noche, el bosque, desaparecieron. Jocelyn estaba de pie de cara a alguien que Clary no podía ver. Ya no estaba embarazada, y la brillante melena caía desordenadamente alrededor de su rostro acongojado y desesperado.

—No puedo permanecer a tu lado, Ragnor —decía—. Ni un día más. Leí el libro. ¿Sabes qué le hizo a Jonathan? Pensaba que ni siquiera Valentine sería capaz de hacer eso. —Sus hombros se estremecieron—. Usó sangre de demonio… Jonathan ya no es un bebé. No es ni siquiera humano; es un monstruo…

Desapareció. Valentine paseaba nerviosamente alrededor del círculo de runas, con un cuchillo serafín brillando en la mano.

—¿Por qué no quieres hablar? —masculló—. ¿Por qué te niegas a darme lo que quiero? —Hincó el cuchillo, y el ángel se contorsionó mientras un líquido dorado brotaba de la herida como luz solar derramada—. Si no quieres darme respuestas —siseó Valentine—, puedes darme tu sangre. Me hará a mí y a los míos más bien del que te hará a ti.

Ahora estaban en la biblioteca de los Wayland. La luz del sol brillaba a través de las ventanas con cristales romboidales, inundando la habitación de azul y verde. Llegaban voces procedentes de otra habitación: los sonidos de risas y conversaciones, una fiesta en pleno auge. Jocelyn estaba arrodillada junto a la librería, mirando a un lado y a otro. Extrajo un grueso libro de su bolsillo y lo deslizó al interior del estante…

Y desapareció. La escena mostró un sótano, el mismo sótano en el que Clary sabía que se encontraban precisamente en aquel momento. El mismo pentagrama garabateado hería profundamente el suelo, y en el interior de la parte central de la estrella yacía un ángel. Valentine estaba de pie a un lado, de nuevo con un llameante cuchillo serafín en la mano. Parecía años más viejo ahora, ya no era un hombre joven.

—Ithuriel —dijo—. Somos ya viejos amigos, ¿no es cierto? Podría haberte dejado enterrado vivo en aquellas ruinas, pero no, te traje aquí conmigo. Todos estos años te he mantenido cerca de mí, esperando que un día me dijeses lo que quería…, necesitaba… saber. —Se acercó más, alargando el cuchillo, cuyo resplandor iluminó la barrera rúnica hasta darle una luz trémula—. Cuando te invoqué a mi lado, soñaba que me explicarías el porqué. Por qué Raziel nos creó, a su raza de cazadores de sombras, aunque sin embargo no nos dio los poderes que tienen los subterráneos: la velocidad de los lobos, la inmortalidad de los seres mágicos, la magia de los brujos, ni siquiera la resistencia física de los vampiros. Nos dejó desnudos ante las huestes del infierno salvo por estas líneas pintadas en nuestra piel. ¿Por qué deberían ser sus poderes mayores que los nuestros? ¿Por qué no podemos participar de lo que ellos tienen? ¿Cómo puede ser eso justo?

En el interior de la estrella prisión el ángel permaneció sentado en silencio como una estatua de mármol, sin moverse, con las alas plegadas. Los ojos no expresaban nada más allá de un terrible y silencioso pesar. Valentine esbozó una mueca.

—Muy bien. Mantén tu silencio. Tendré mi oportunidad. —Valentine alzó el arma—. Tengo la Copa Mortal, Ithuriel, y pronto tendré la Espada… pero sin el espejo no puedo iniciar la invocación. El Espejo es todo lo que necesito. Dime dónde está. Dime dónde está, Ithuriel, y te dejaré morir.

La escena se desmenuzó en fragmentos, y a medida que su visión se desvanecía, Clary captó vislumbres de imágenes que le resultaban familiares de sus propias pesadillas —ángeles con alas tanto blancas como negras, extensiones de agua que eran como espejos, oro y sangre—y Jace, alejándose de ella, siempre alejándose. Clary alargó la mano hacia él, y por primera vez la voz del ángel le habló a su mente con palabras que pudo comprender.

«Éstos son los primeros sueños que te he mostrado.»

La imagen de una runa estalló tras sus ojos, como fuegos artificiales…, no era una runa que hubiese visto antes; era fuerte, simple y directa como un nudo apretado. Desapareció en un instante también, y al desvanecerse, el canto del ángel cesó. Clary volvía a estar de regreso en su propio cuerpo, tambaleándose en la mugrienta y apestosa habitación. El ángel permanecía callado, totalmente inmóvil, con las alas plegadas, como una efigie acongojada.

Clary soltó aire con un sollozo.

—Ithuriel.

Alargó la mano hacia el ángel, sabiendo que no podría cruzar las runas, con el corazón dolorido. Durante años el ángel había estado allí abajo, sentado en silencio y solo en la oscuridad, encadenado y muriéndose de hambre pero incapaz de morir…

Jace estaba junto a ella. Pudo ver por su rostro afligido que había visto todo lo que ella había visto. El muchacho bajó los ojos hacia el cuchillo serafín que tenía en la mano y luego volvió a mirar al ángel. Su rostro ciego estaba vuelto hacia ellos en silenciosa súplica.

Jace dio un paso al frente, y luego otro. Tenía los ojos fijos en el ángel, y fue como si existiera una silenciosa comunicación entre ellos, se dijo Clary, un lenguaje que ella no podía oír. Los ojos de Jace brillaban como discos de oro, llenos de luz reflejada.

—Ithuriel —musitó.

El cuchillo que sostenía llameó como una antorcha. El resplandor era cegador. El ángel alzó el rostro, como si la luz fuese visible a sus ojos ciegos. Alargó las manos, las cadenas que le sujetaban las muñecas tintinearon como música discordante.

Jace volvió la cabeza hacia ella.

—Clary —dijo—. Las runas.

Las runas. Por un momento le miró fijamente, desconcertada, pero sus ojos la instaron a seguir. Entregó a Jace la luz mágica, sacó la estela del muchacho que tenía en el bolsillo y se arrodilló junto a las runas garabateadas. Parecía como si las hubiesen tallado en la piedra con algo afilado.

Echó un vistazo a Jace. Su expresión la sobresaltó, el fulgor de sus ojos: estaban llenos de esperanza en ella, de seguridad en sus habilidades. Con la punta de la estela grabó varias líneas en el suelo, cambiando las runas de ligazón por runas de liberación, de encierro a apertura. Llamearon mientras las dibujaba, como si estuviese arrastrando la punta de una cerilla sobre azufre.

Una vez acabó, se puso en pie. Las runas titilaron ante ella. Súbitamente, Jace se movió para colocarse junto a ella. La piedra de luz mágica había desaparecido, la única iluminación provenía del cuchillo serafín al que él había dado el nombre del ángel, que llameaba en su mano. Lo alargó al frente, y en esta ocasión la mano pasó a través de la barrera de las runas como si no hubiese nada allí.

El ángel alargó las manos y tomó el arma en las suyas. Cerró los ojos ciegos, y Clary pensó por un momento que sonreía. Hizo girar el arma en las manos hasta que colocó la punta afilada justo debajo del esternón. Clary soltó una leve exclamación de sorpresa y se adelanto, pero Jace la agarró del brazo con mano férrea y tiró de ella hacia atrás… justo en el momento en que el ángel hundía el cuchillo.

La cabeza del ángel cayó hacia atrás y sus manos soltaron la empuñadura del cuchillo, que sobresalía justo del lugar donde debía de estar el corazón… Si es que los ángeles tenían corazón; Clary no lo sabía. Estallaron llamas de la herida, que se propagaron hacia fuera desde la hoja. El cuerpo del ángel titiló convertido en una llama blanca, las cadenas de la muñeca ardían escarlatas, como hierro dejado demasiado tiempo al fuego. Clary recordó pinturas medievales de santos consumidos por la llama del sagrado éxtasis… y las alas del ángel se abrieron de par en par y blancas antes de que, también ellas, prendieran y llamearan, en un entramado de reluciente fuego.

Clary no pudo seguir mirando. Se volvió y enterró la cabeza en el hombro de Jace. El brazo de éste la rodeó, sujetándola de un modo tenso y fuerte.

—Todo va bien —le dijo, hablándole entre el cabello—, todo va bien. —Pero el aire estaba lleno de humo y el suelo daba la impresión de balancearse bajo los pies de la muchacha.

Hasta que Jace no dio un traspié Clary no se dio cuenta de que no era efecto de la conmoción recibida: el suelo se movía. Soltó a Jace y se tambaleó; las piernas rechinaban entre sí bajo sus pies, y una fina lluvia de polvo se desprendía del techo. El ángel era una columna de humo; las runas a su alrededor brillaban con dolorosa intensidad. Clary las contempló con atención, descifrando su significado, y luego miró a Jace con ojos desorbitados.

—La casa… estaba ligada a Ithuriel. Si el ángel muere, la casa…

No terminó la frase. Él ya la había agarrado de la mano y corría en dirección a la escalera, tirando de ella tras de sí. La escalera misma se levantaba y combaba; Clary cayó, golpeándose la rodilla dolorosamente contra un escalón, pero la mano de Jace sobre su brazo no se aflojó. La muchacha siguió corriendo, ignorando el dolor de la pierna, con los pulmones llenos de asfixiante polvo.

Llegaron arriba y salieron disparados a la biblioteca. Detrás de ellos Clary pudo oír el quedo rugido cuando el resto de la escalera se desplomó. La situación arriba no era mucho mejor; la habitación se estremecía, los libros caían de sus estantes. Había una estatua tumbada allí donde se había desplomado, convertida en un montón de fragmentos irregulares. Jace soltó la mano de Clary, agarró una silla, y, antes de que ella pudiese preguntarle qué pensaba hacer, la estrelló contra la ventana emplomada.

La silla pasó a través de una cascada de vidrios rotos. Jace se volvió y le tendió una mano. Detrás de él, a través del marco irregular que quedaba, ella pudo ver una extensión de hierba empapada de luz de luna y una línea de copas de árboles a lo lejos. Parecían estar mucho más abajo. «No pudo saltar esa altura», pensó, y estaba a punto de decirle que no con la cabeza a Jace cuando vio que los ojos de éste se abrían de par en par y su boca formulaba una advertencia. Uno de los pesados bustos de mármol que flanqueaban las estanterías superiores se había desprendido y caía hacia ella; Clary lo esquivó echándose a un lado, y éste golpeó el suelo a centímetros de donde ella había estado, dejando una buena marca en el suelo.

Al cabo de un segundo los brazos de Jace la rodeaban y la alzaban ya del suelo. La joven se sintió demasiado sorprendida para forcejear cuando él la llevó hasta la ventana rota y la arrojó sin miramientos al exterior.

Golpeó una elevación cubierta de hierba justo debajo de la ventana y rodó por la fuerte pendiente, ganando velocidad hasta que fue a detenerse contra un altozano con fuerza suficiente como para quedarse sin aliento. Se sentó en el suelo, sacudiéndose hierba de los cabellos. Al cabo de un segundo Jace se detuvo a su lado; a diferencia de ella, rodó inmediatamente a una posición agazapada, mirando con atención colina arriba hacia la casa solariega.

Clary se volvió para mirar hacia donde él miraba, pero ya la había agarrado y la empujaba contra el suelo en el interior de la depresión entre las dos colinas. Más tarde encontraría oscuros moretones en la parte superior de los brazos, allí donde él la había sujetado; en aquellos momentos se limitó a lanzar una exclamación de sorpresa cuando la derribó y rodó sobre ella, protegiéndola con el cuerpo a la vez que se oía un enorme rugido. Sonó como si la tierra se desgajara, como un volcán en erupción. Un chorro de polvo blanco salió disparado hacia el cielo. Clary oyó un agudo tamborileo a su alrededor y durante un desconcertante momento pensó que había empezado a llover; entonces advirtió que eran cascotes y tierra y cristales rotos: los desechos de la destrozada casa cayendo a su alrededor como mortífero granizo.

Jace la apretó con más fuerza contra el suelo, con su cuerpo estirado sobre el de ella; los latidos de su corazón sonaban casi tan fuertes en los oídos de la muchacha como el sonido de las ruinas de la casa mientras caían.

El rugido del derrumbe se fue apagando poco a poco, como humo que se disipase en el aire. Fue reemplazado por un sonoro piar de pájaros sobresaltados; Clary pudo verlos por encima del hombro de Jace, describiendo círculos, llenos de curiosidad, recortados en el cielo oscuro.

—Jace —dijo en voz queda—, creo que he dejado caer tu estela en alguna parte.

Él se echó hacia atrás ligeramente, sosteniéndose sobre los codos, y bajó los ojos hacia ella. Incluso en la oscuridad pudo verse reflejada en sus ojos; el rostro de Jace estaba surcado de hollín y tierra, y el cuello de su camisa estaba roto.

—No pasa nada. Mientras no estés herida.

—Estoy perfectamente.

Sin pensar, alzó la mano y sus dedos acariciaron levemente sus cabellos. Sintió cómo él se tensaba y sus ojos se oscurecían.

—Tienes hierba en el pelo —dijo.

Clary sentía la boca seca; la adrenalina zumbaba por sus venas. Todo lo que acababa de suceder —el ángel, la casa haciéndose pedazos—parecía menos real de lo que veía en los ojos de Jace.

—No deberías tocarme —dijo él.

La mano de la muchacha se quedó paralizada donde estaba, la palma contra su mejilla.

—¿Por qué no?

—Sabes por qué —dijo él, y se movió para apartarse de ella, rodando sobre la espalda—. Has visto lo mismo que yo, ¿verdad? El pasado, el ángel. Nuestros padres.

Era la primera vez, se dijo ella, que él los había llamado así. «Nuestros padres.» Giró sobre el costado, deseando alargar la mano para tocarlo pero sin estar segura de si debía hacerlo. Él miraba ciegamente arriba, al cielo.

—Sí.

—Sabes lo que soy. —Las palabras fueron musitadas en un susurro angustiado—. Soy en parte demonio, Clary. En parte demonio. Has comprendido eso al menos, ¿verdad? —Los ojos la perforaron como taladros—. Has visto lo que Valentine intentaba hacer. Usó sangre de demonio… la usó en mí antes siquiera que yo naciera. Soy en parte un monstruo. Formo parte de todo aquello que he intentando con tanto ahínco extinguir, destruir.

Clary apartó el recuerdo de la voz de Valentine diciendo: «Me abandonó porque convertí a su primer hijo en un monstruo».

—Pero los brujos son en parte demonios. Como Magnus. Y eso no los convierte en malvados…

—Pero no un Demonio Mayor. Has oído lo que la mujer demonio dijo.

«Consumirá su humanidad, igual que el veneno le consume la vida a la sangre.» La voz de Clary tembló.

—No es cierto. No puede ser. No tiene sentido…

—Sí que lo tiene.

Había una desesperación furiosa en la expresión de Jace. Ella pudo ver el destello de la cadena de plata que rodeaba su garganta desnuda, iluminada en forma de llamarada blanca por la luz de las estrellas.

—Eso explica todo.

—¿Quieres decir que explica por qué eres un cazador de sombras tan asombroso? ¿Por qué eres leal e intrépido y honesto y todo lo que los demonios no son?

—Explica —dijo él, sin perder la calma—por qué siento lo que siento por ti.

—¿Qué quieres decir?

Él permaneció en silencio un largo rato, mirándola fijamente a través del diminuto espacio que los separaba. Pudo sentirlo, incluso a pesar de que no la tocaba, como si todavía estuviese tumbado son el cuerpo contra el suyo.

—Eres mi hermana —dijo por fin—. Mi hermana, mi sangre, mi familia. Debería querer protegerte… —Lanzó una carcajada muda—. Protegerte de la case de chicos que quieren hacer contigo exactamente lo que yo quiero hacer.

Clary se quedó sin aliento.

—Dijiste que querías ser sólo mi hermano a partir de ahora.

—Mentí —dijo él—. Los demonios mienten, Clary. Ya lo sabes, hay algunas clases de heridas que pueden recibir cuando eres un cazador de sombras… Heridas internas producto del veneno de demonio. NI siquiera sabes qué es lo que te sucede, pero te desangras internamente poco a poco hasta morir. Eso es ser sólo tu hermano.

—Pero Aline…

—Tenía que intentarlo. Y lo hice. —La voz carecía de inflexión—. Pero Dios sabe que no quiero a nadie excepto a ti. Ni siquiera quiero querer a nadie que no seas tú. —Alargó la mano, arrastró los dedos ligeramente por sus cabellos, acariciando la mejilla con las yemas—. Ahora al menos conozco el motivo.

La voz de Clary había descendido hasta convertirse en un susurro.

—Yo tampoco quiero a nadie que no seas tú.

Vio cómo se le entrecortaba la respiración. Lentamente, Jace se irguió sobre los codos. La miraba ya desde más arriba, y su expresión había cambiado; nunca le había visto aquella cara; había una luz aletargada, casi mortífera, en sus ojos. Dejó que los dedos se arrastraran por su mejilla hasta los labios, trazando la forma de la boca con la punta de su dedo.

—Probablemente —dijo—deberías decirme que no hiciese esto.

Ella no dijo nada. No quería decirle que parara. Estaba cansada de decirle no a Jace… de no permitirse sentir lo que todo su corazón quería que sintiese. NO le importaba el precio.

Él se inclinó hacia abajo, los labios contra su mejilla, rozándola ligeramente… y con aquel leve contacto le envió escalofríos a través de los nervios, escalofríos que hicieron que le temblara todo el cuerpo.

—Si quieres que pare, dímelo ahora —susurró él.

Ella siguió callada, y entonces le acarició con la boca el hueco de la sien.

—O ahora.

Trazó la línea de su pómulo.

—O ahora.

Tenía los labios posados en los de ella.

—O…

Pero ella ya había alzado las manos y tirado de él hacia sí, y el resto de las palabras se perdieron en su boca. La besó con delicadeza, con cuidado, pero no era delicadeza lo que ella quería, no en aquel momento, no después de todo aquel tiempo, y cerró los puños sobre su camisa, acercándolo más a ella. Él gruñó suavemente, apretándola contra él, y rodaron sobre la hierba, enredados, sin dejar de besarse. A Clary se le clavaban rocas en la espalda y le dolía el hombro allí donde se había golpeado al caer de la ventana, pero no le importaba. Todo lo que existía era Jace; todo lo que sentía, esperaba, respiraba, quería y veía era Jace. Nada más importaba.

A pesar del abrigo, podía sentir su calor ardiendo a través de sus ropas y las de ella. Les despojó de la cazadora, y luego le quitó también la camisa. Le exploró el cuerpo con los dedos mientras su boca exploraba la de ella: piel suave sobre músculo delgado, con cicatrices que eran como alambres finos. Tocó la cicatriz en forma de estrella de su hombro; era suave y plana, como si formara parte de la piel, no en relieve como las otras cicatrices. Supuso que aquellas marcas eran imperfecciones, pero a ella no le daban esa impresión; eran una historia tallada en su cuerpo: el mapa de una vida de guerra incesante.

Él intentó desabrocharle torpemente los botones del abrigo, le temblaban las manos. Ella no creía haber visto jamás temblar las manos de Jace.

—Yo lo haré —dijo, y acercó las manos al último botón; mientras se incorporaba, algo frío y metálico le golpeó la clavícula, y lanzó una exclamación ahogada de sorpresa.

—¿Qué es? —Jace se quedó paralizado—. ¿Te he hecho daño?

—No. Ha sido esto.

Tocó la cadena de plata que rodeaba el cuello del muchacho. En el extremo colgaba un pequeño aro plateado de metal. Había chocado contra ella al inclinarse al frente. Se lo quedó mirando fijamente.

Aquel anillo —el metal desgastado por el tiempo con su dibujo de estrellas—, conocía aquel anillo.

El anillo de los Morgenstern. Era el único anillo que había centelleado en la mano de Valentine en el sueño que el ángel les había mostrado. Le había pertenecido a él, y se lo había entregado a Jace como se había transmitido siempre, de padre a hijo.

—Lo siento —dijo Jace; le recorrió la línea de la mejilla con la yema del dedo, con una soñadora intensidad en la mirada—. Había olvidado que llevaba esta maldita cosa.

Un frío repentino inundó las venas de Clary.

—Jace —dijo en voz baja—. Jace, no.

—No ¿qué? ¿Que no lleve el anillo?

—No, no…, no me toques. Para durante un segundo.

El rostro del joven quedó totalmente inmóvil. Las preguntas habían ahuyentado la ensoñadora confusión de sus ojos, pero no dijo nada, se limitó a retirar la mano.

—Jace —volvió a decir ella—. ¿Por qué? ¿Por qué ahora?

Los labios de Jace se abrieron sorprendidos y ella pudo ver una línea oscura allí donde se había mordido el labio inferior, o a lo mejor había sido ella quien le había mordido.

—¿Por qué ahora qué?

—Dijiste que no había nada entre nosotros. Que si nosotros…, si nosotros nos permitíamos sentir lo que deseábamos sentir, estaríamos haciendo daño a todas las personas que nos importaban.

—Te lo dije. Mentía. —Sus ojos se dulcificaron—. ¿Crees que no quiero…?

—No —dijo ella—. No, no soy estúpida, sé que sí. Pero cuando has dicho que ahora finalmente comprendes por qué sientes de ese modo por mí, ¿qué querías decir?

No era que ella no lo supiese, se dijo, pero tenía que preguntarle, tenía que oírle decirlo.

Jace le agarró las muñecas y le alzó las manos hasta su rostro, entrelazando sus dedos con los de él.

—¿Recuerdas lo que te dije en casa de los Penhallow? —preguntó—. ¿Qué jamás piensas en lo que haces antes de hacerlo, y que es por eso que destrozas todo lo que tocas?

—No, lo había olvidado. Gracias por recordármelo.

Él apenas pareció advertir el sarcasmo en su voz.

—No estaba hablando sobre ti, Clary. Hablaba de mí. Así es como soy yo. —Volvió levemente la cabeza y los dedos de Clary resbalaron por su mejilla—. Al menos ahora sé por qué. Sé qué es lo que me sucede. Y quizá…, quizá por eso te necesito tanto. Porque si Valentine me convirtió en un monstruo, entonces supongo que a ti te convirtió en una especie de ángel. Y Lucifer amaba a Dios, ¿no es cierto? Eso dice Milton, al menos.

Clary inhaló profundamente.

—Yo no soy un ángel. Tú ni siquiera sabes para qué usó Valentine la sangre de Ithuriel; a lo mejor la quería para sí mismo…

—Dijo que la sangre era para «mí y los míos» —dijo Jace en voz baja—. Eso explica por qué tú puedes hacer lo que puedes hacer, Clary. La reina seelie dijo que ambos éramos experimentos. No sólo yo.

—No soy un ángel, Jace —repitió ella—. No devuelvo los libros a la biblioteca. Me bajo música de Internet. Le miento a mi madre. Soy totalmente corriente.

—Para mí no.

Bajó los ojos hacia ella y su rostro flotó contra un telón de fondo de estrellas. No había nada de su acostumbrada arrogancia en su expresión; jamás le había parecido tan indefenso, pero incluso aquella indefensión estaba mezclada con un odio a sí mismo que discurría tan profundo como una herida.

—Clary…

—Aparta de mí —dijo ella.

—¿Qué?

El denso de sus ojos se resquebrajó en un millar de pedazos como los fragmentos del Portal espejo de Renwick, y por un momento su expresión fue de desconcertada sorpresa. Ella apenas podía soportar mirarle y seguir negándose. No podía mirarle… Incluso aunque no hubiese estado enamorada de él, aquella parte de ella que era la hija de su madre, que amaba todas las cosas hermosas simplemente por su belleza, le habría querido de todos modos.

Y era precisamente por ser la hija de su madre que aquello era imposible.

—Ya me has oído —dijo—. Y deja en paz mis manos.

Las retiró violentamente, cerrándolas en crispados puños para impedir que temblaran.

Él no se movió. Sus labios se tensaron, y por un momento ella volvió a ver aquella luz de depredador en sus ojos, aunque ahora estaba mezclada con cólera.

—Supongo que no querrás decirme por qué…

—Crees que sólo me quieres porque eres malvado, no humano. Sólo buscas otro motivo para odiarte. No dejaré que me utilices para demostrar lo despreciable que eres.

—Yo nunca he dicho eso. Jamás he dicho que te estuviese utilizando.

—Estupendo —replicó ella—. Ahora dime que no eres un monstruo. Dime que no hay nada de malo en ti. Y dime que me querrías incluso si no tuvieses sangre de demonio.

«Porque no tengo sangre de demonio. Y sin embargo te quiero.»

Las miradas de ambos se trabaron, la de él ciegamente enfurecida; por un momento ninguno respiró, y entonces él se apartó violentamente de ella, maldiciendo, y se puso en pie a toda prisa. Recogió su camisa de la hierba y se la pasó por la cabeza, con la mirada iracunda aún. Tiró de la prenda hacia abajo sobre los tejanos y le dio la espalda para buscar la cazadora.

Clary se puso en pie, tambaleándose un poco. El cortante aire hizo que se le pusiera en carne de gallina los brazos. Sentía las piernas como si estuviesen hechas de cera medio derretida. Abrochó los botones del abrigo con los dedos entumecidos, reprimiendo el impulso de echarse a llorar. Llorar no ayudaría a nadie en aquel momento.

El aire seguía lleno de polvo y cenizas en movimiento, la hierba a su alrededor estaba cubierta de escombros desperdigados: trozos de muebles destrozados, las hojas de libros volando lastimeramente en el viento, astillas de madera dorada, un pedazo de casi media escalera, misteriosamente intacta. Clary se volvió para mirar a Jace; éste pateaba trozos de desechos con salvaje satisfacción.

—Bueno —dijo—, la hemos fastidiado bien.

No era lo que ella habría esperado. Pestañeó.

—¿Qué?

—¿Recuerdas? Perdiste mi estela. Ahora no hay ninguna posibilidad de que dibujes un Portal. —Pronunció las palabras con amargo placer, como si la situación le satisficiera de algún modo extraño—. No tenemos otro modo de regresar. Vamos a tener que andar.


No habría sido una caminata placentera ni bajo circunstancias normales. Acostumbrada a las luces de la ciudad, Clary no podía creer lo oscuro que estaba Idris por la noche. Las espesas sombras negras que bordeaban la carretera a ambos lados parecían plagadas de elementos apenas visibles, e incluso con la luz mágica de Jace sólo podía ver a unos pocos metros por delante de ellos. Echaba de menos sonidos de la ciudad. Todo lo que podía oír en aquellos momentos era el continuo crujir de las botas de ambos sobre la grava y, de vez en cuando, su propio aliento resoplando sorprendido cuando tropezaba con una roca suelta.

Al cabo de unas pocas horas los pies le empezaron a doler y sintió la boca seca como un pergamino. El aire se había tornado muy frío, y marchaba encogida, tiritando, con las manos bien metidas en los bolsillos. Pero incluso todo aquello habría resultado soportable si al menos Jace le hubiese estado hablando. No le había dicho ni una palabra desde que habían abandonado la casa solariega salvo para darle indicaciones en tono brusco, diciéndole en qué dirección girar en una encrucijada del camino, u ordenándole que rodeara un bache. Incluso entonces dudaba de que a él le hubiese importado mucho que ella se hubiese caído en el bache, excepto porque los habría retrasado.

Finalmente, el cielo empezó a aclarar por el este. Clary, dando traspiés medio dormida, alzó la cabeza sorprendida.

—Es temprano para que amanezca.

Jace la contempló con desabrido desdén.

—Eso es Alacante. El sol no saldrá hasta dentro de tres horas al menos. Ésas son las luces de la ciudad.

Demasiado aliviada ante la idea de que ya estaban casi en casa para que le importase su actitud, Clary apresuró el paso. Doblaron un recodo y se encontraron andando por un amplio sendero de tierra abierto en la ladera de una colina. Serpenteaba siguiendo la curva de la ladera y desparecía tras un recodo a lo lejos. Aunque la ciudad todavía no era visible, el aire se había vuelto más luminoso, y un peculiar resplandor rojizo surcaba el cielo.

—Debemos de estar muy cerca —dijo Clary—. ¿Hay algún atajo colina abajo?

Jace tenía el ceño fruncido.

—Algo no va bien —dijo súbitamente.

Se adelantó, medio corriendo carretera adelante, las botas lanzando volutas de polvo que brillaban ocres bajo la extraña luz. Clary corrió para mantenerse a su altura, haciendo caso omiso de las protestas de los ampollados pies. Doblaron la siguiente curva y Jace se detuvo de golpe. Provocando que Clary chocara contra él. En otras circunstancias podría haber resultado cómico. Pero no en aquel momento.

La luz rojiza era más potente ahora, y proyectaba un resplandor escarlata hacia el cielo nocturno, iluminando la colina en la que se encontraban como si fuese de día. Columnas de humo ascendían en espiral desde el valle situado abajo como las plumas de un pavo real negro desplegándose. Por encima del negro vapor estaban las torres de los demonios de Alacante, sus estructuras cristalinas perforaban igual que flechas de fuego el aire humeante. Por entre el espeso humo, Clary consiguió vislumbrar el saltarín color escarlata de las llamas, desperdigadas por la ciudad como un puñado de refulgentes joyas sobre una tela oscura.

Parecía increíble, pero así era: estaban de pie en la ladera de una colina muy por encima de Alacante, y a sus pies la ciudad ardía.

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