El agua que caía estaba tibia y tenía un sabor asqueroso. La alcachofa de la ducha estaba demasiado alta, no lograba alcanzarla con la mano, y los chorritos anémicos empapaban cualquier cosa menos lo que debían. Como era habitual, el desagüe estaba atascado y había un charco sobre la rejilla. En general, era asqueroso tener que esperar. Andrei escuchó con atención: en el vestidor seguían riéndose y conversando. Al parecer, alguien había mencionado su nombre. Andrei se retorció y se volvió de espaldas, intentando que el chorrito le llegara a la columna vertebral, pero resbaló y tuvo que agarrarse de la rugosa pared de cemento, maldiciendo a media voz. Que el diablo se los lleve a todos, bien que hubieran podido pensar en construir una ducha aparte para los funcionarios del gobierno. Tenía que esperar allí, como si se dispusiera a echar raíces…
En la puerta, delante de su nariz, alguien había arañado unas palabras: mira a la derecha. Maquinalmente, Andrei miró a la derecha. Ahí habían arañado: mira hacia atrás. Andrei sonrió y cayó en la cuenta de que conocía todo aquello desde que estaba en primaria; en su momento él mismo había escrito aquellos letreros. Cerró el grifo. Había silencio en el vestidor. Entonces, abrió con cuidado la puerta y echó un vistazo. Gracias a Dios, se habían largado…
Salió, haciendo eses sobre los mosaicos ennegrecidos, encogiendo los dedos de asco. Fue hacia donde colgaba su ropa. De reojo percibió un movimiento en el rincón, se volvió y vio unas nalgas escuálidas, cubiertas de vello negro. Siempre era lo mismo: alguien, desnudo y de rodillas, miraba por una grieta hacia el vestidor femenino. El tipo estaba tan atento que parecía de piedra.
Andrei cogió su toalla y comenzó a secarse. Era una toalla barata, cuartelaria, que apestaba a fenol, y no absorbía el agua sino más bien la extendía por la piel.
El tipo desnudo seguía fisgoneando. Su pose antinatural recordaba la de un ahorcado: por lo visto, el agujero de la pared lo había hecho un adolescente, era incómodo y quedaba muy abajo. Después, al parecer, perdió el objeto de su atención. Suspiró ruidosamente, se sentó, bajó los pies y fue entonces cuando vio a Andrei.
—Ya se ha vestido —dijo—. Qué mujer más bella.
Andrei se quedó callado. Se puso los pantalones y comenzó a calzarse.
—De nuevo me he vuelto a arrancar la ampolla —dijo el tipo desnudo, que se examinaba la palma de la mano—. Ya ni sé cuántas veces. —Extendió la toalla y la miró por ambos lados con gesto dubitativo—. Lo único que no entiendo —prosiguió, mientras se frotaba la cabeza—, es que no traigan las excavadoras. Una excavadora nos sustituiría a todos. Andamos paleando tierra como esos…
Andrei se encogió de hombros y gruñó algo que ni siquiera él mismo entendió.
—¿Eh? —preguntó el hombre desnudo, asomando la oreja por detrás de la toalla.
—Digo que en toda la ciudad solo hay dos excavadoras —explicó Andrei, con irritación. Se le había roto el cordón del zapato derecho y ya no le quedaría más remedio que seguir la conversación.
—Pues yo creo que si las trajeran para acá… —replicó el tipo desnudo, mientras se frotaba con energía el pecho lleno de vellos, parecido al de un pollo—. Pero a pala… Hay que saber trabajar con la pala, y yo pregunto: ¿cómo vamos a saber eso, si somos de planificación urbana?
—Las excavadoras se necesitan en otro sitio —gruñó Andrei. El maldito cordón no se dejaba atar.
—¿En qué otro sitio podrían hacer falta? —se agarró enseguida el planificador desnudo—. Por lo que sé, nuestra Gran Obra está aquí. ¿Dónde se necesitarían entonces las excavadoras? ¿En la Más Grande? No he oído de la existencia de esa.
«No sé por qué demonios me pongo a discutir contigo —pensó Andrei con maldad—. ¿Y por qué estoy discutiendo con este tipo? Hay que estar de acuerdo con lo que diga y no discutir. Si le hubiera dicho que sí un par de veces, se hubiera callado. No, no se hubiera callado, se habría puesto a contar alguna historia de tías en cueros… De lo útil que le resulta divertirse mirándolas. O de cualquier otra imbecilidad.»
—Pero ¿de qué se queja? —dijo, irguiéndose—. Le piden que trabaje solo una hora al día y se queja como si le estuvieran metiendo una regla por el ano. Qué desgracia, se ha arrancado una ampolla. Un accidente laboral.
El tipo desnudo de planificación urbana lo miró, sorprendido, con la boca entreabierta. Enclenque, peludo, con las rodillas hinchadas, con esa pancita…
—¡Trabajamos para nosotros mismos! —prosiguió Andrei con encarnizamiento mientras se anudaba la corbata—. No es para otros, nos piden que trabajemos para nosotros mismos. Pues no, de nuevo nos molestamos, de nuevo no nos viene bien. Seguro que hasta el Cambio paleaba mierda, ahora trabaja en planificación urbana pero sigue quejándose… —Se puso la chaqueta y se dedicó a doblar el chándal. Y, en ese momento, el tipo de planificación urbana logró articular palabra.
—¡Aguarde, caballero! —gritó, ofendido—. ¡No se trata de eso! Estaba hablando de racionalidad, de eficacia… ¡Qué curioso! Tomé parte en el asalto a la alcaldía. Y le digo que si esta es la Gran Obra, deberíamos traer los equipos para acá. ¡Y no le permito que me grite!
—Qué gran cosa, conversar con usted aquí… —dijo Andrei, mientras envolvía el chandal en un periódico sobre la marcha y salía del vestidor.
Selma lo esperaba ya sentada en un banco no lejos. Fumaba, pensativa, mirando hacia la excavación, con las piernas cruzadas como de costumbre, fresca y rosada tras la ducha. Andrei sintió un pinchazo desagradable al pensar en la posibilidad de que aquel aborto peludo hubiera babeado mientras la miraba precisamente a ella. Se le acercó y le acarició el cuello fresco.
—¿Nos vamos?
La chica levantó los ojos hacia él, sonrió y frotó la mejilla contra su mano.
—Déjame terminar el cigarrillo —le propuso.
—De acuerdo —asintió Andrei, se sentó y también se puso a fumar.
En la excavación trabajaban centenares de personas, la tierra salía volando de las palas, el sol sacaba destellos a los metales. La fila de carretillas llenas de argamasa llegaba hasta el otro lado, y junto a las planchas de hormigón se amontonaban los trabajadores del siguiente turno. El viento hacía arremolinarse el polvo rojizo, difundía fragmentos de marchas militares que salían por los altavoces colocados sobre columnas de cemento, hacía balancearse enormes planchas de contrachapado con consignas descoloridas: «Geiger ha dicho: ¡es necesario! La ciudad responde: ¡lo haremos!». «La Gran Obra es un golpe contra los no humanos», «El Experimento está por encima de los experimentadores».
—Otto prometió que hoy estarían las alfombras —dijo Selma.
—Eso está muy bien —se alegró Andrei—. Coge la más grande. La pondremos en el salón.
—Yo la quería para tu despacho. En la pared. Acuérdate, te lo dije el año pasado cuando nos mudamos.
—¿En mi despacho? —pronunció Andrei, pensativo. Se imaginó su despacho, la alfombra y las armas: sería impresionante—. Correcto. Muy bien, en el despacho.
—Pero llama sin falta a Rumer —dijo Selma—. Que nos mande un obrero.
—Llama tú misma —dijo Andrei—. No creo que tenga tiempo… No, está bien, yo llamo. ¿Adónde hay que mandarlo? ¿A casa?
—No, directamente al almacén. ¿Vendrás a comer?
—Sí, seguramente. A propósito, Izya sigue amenazando con pasar por allí.
—¡Pues muy bien! Invítalo, y que venga hoy por la noche. Hace muchísimo tiempo que no nos reunimos. Y hay que invitar a Van, que venga con Maylin.
—Ajá —dijo Andrei. No había pensado en Van—. Y, además de Izya. ¿tienes intención de invitar a alguno de los nuestros? —preguntó, con precaución.
—¿De los nuestros? Podría llamar al coronel —dijo Selma, indecisa—. Es muy simpático. En general, si vamos a invitar hoy a alguno de los nuestros, que sea en primer lugar a los Dollfuss. Ya hemos estado dos veces en su casa, me resulta violento.
—Si viniera sin la mujer —dijo Andrei.
—Eso es imposible.
—¿Sabes qué? —dijo Andrei—. Por ahora, no los llames. A la noche, decidimos. —Veía con claridad que Van y los Dollfuss no se iban a llevar bien—. ¿No sería mejor invitar a Chachua?
—¡Genial! —dijo Selma—. Se lo echaremos a la mujer de Dollfuss. Todos lo pasarán muy bien. —Tiró la colilla—. ¿Nos vamos?
De la excavación salía una polvorienta multitud de Grandes Constructores en dirección a las duchas. Eran obreros de la fundición, sudorosos y habladores.
—Vámonos —dijo Andrei.
Se dirigieron a la parada de autocares por un caminito de arena entre dos filas de tilos escuálidos, resembrados poco tiempo antes. Allí había dos vehículos descascarados, rebosantes de gente. Andrei miró su reloj: faltaban siete minutos para que salieran. Unas mujeres, con el rostro enrojecido, echaban fuera del primer autocar a un borracho, que daba gritos mientras las mujeres chillaban con voces histéricas.
—¿Vamos con la canalla o a pie? —preguntó Andrei.
—¿Tienes tiempo?
—Sí. Vámonos caminando, junto al precipicio. Allí hace más fresco.
Selma lo tomó del brazo, torcieron a la izquierda, bajo la sombra de un edificio de cinco pisos rodeado por un encofrado de madera, y se encaminaron al precipicio por una callecita adoquinada.
Aquella zona estaba totalmente abandonada. Crecía hierba en las calles y se veían casitas vacías en mal estado, a punto de derrumbarse. Antes del Cambio, y después, en los primeros momentos, no era seguro pasear por estos lugares, no solo de noche, sino también de día; por doquiera había prostíbulos, guaridas de maleantes, destilerías clandestinas; allí vivían peristas, buscadores profesionales de oro, prostitutas que ayudaban a robar a sus clientes y otros miserables por el estilo. Más tarde, se encargaron de ellos; a unos los pescaron y los desterraron a las ciénagas, como mano de obra de los granjeros; a otros, los delincuentes menores, los espantaron simplemente; en la precipitación fusilaron a algunos, y todas las cosas de valor que se encontraron en el lugar fueron confiscadas por la ciudad. Las barracas quedaron vacías. Al principio, las patrullas vigilaban, pero después, cuando ya no fue necesario, las retiraron, y en los últimos tiempos se anunció públicamente que aquellas barracas serían eliminadas. Y en su lugar, a lo largo de todo el precipicio y dentro de los límites de la ciudad, se extendería una franja de parques y un complejo de ocio.
Selma y Andrei dejaron atrás las últimas casas ruinosas y siguieron a lo largo del abismo, entre una hierba jugosa que les llegaba por las rodillas. Allí hacía fresco, del precipicio llegaban oleadas de un aire húmedo y frío. Selma estornudó y Andrei le pasó el brazo por los hombros. El parapeto de granito no había llegado aún hasta aquella zona, y Andrei, instintivamente, trataba de mantenerse a cinco o seis pasos del borde del abismo.
Al borde mismo, las personas se sentían muy raras. Además, al parecer todos percibían igualmente que el mundo, mirado desde allí, se dividía claramente en dos mitades equivalentes. Al oeste, un vacío inabarcable de color verde azulado: no era el mar, ni siquiera el cielo, sino precisamente un vacío de ese color. Una nada verde azulado. Al este, una muralla inabarcable que se elevaba en vertical, con un estrecho escalón a lo largo del cual se extendía la Ciudad. La Pared Amarilla. La Solidez amarilla absoluta.
El Vacío infinito al oeste, y la Solidez infinita al este. No parecía haber la menor posibilidad de entender esos dos infinitos. Solo era posible acostumbrarse a ellos. Los que no podían o no eran capaces de hacerlo, trataban de no caminar junto al abismo, y por eso era raro encontrar a alguien allí. Entonces solo iban parejitas de enamorados, y casi siempre de noche. De noche, algo brillaba en el abismo con una débil luz verdosa, como si allí, en la sima, algo estuviera pudriéndose de siglo en siglo. Sobre el fondo de aquella luminiscencia, se veía nítidamente el borde erizado de plantas del barranco, y allí la hierba era asombrosamente alta y blanda…
—Pero cuando construyamos dirigibles —dijo Selma de repente— ¿entonces nos elevaremos o bajaremos a ese abismo?
—¿Qué dirigibles? —preguntó Andrei, distraído.
—¿Cómo? —se asombró Selma.
—¡Ah, globos aerostáticos! —dijo Andrei cayendo en la cuenta—. Iremos abajo, claro que abajo. Al abismo.
Entre la mayoría de los habitantes de la ciudad que cumplían diariamente su hora en la Gran Obra, la opinión más extendida era que se estaba construyendo una gigantesca fábrica de dirigibles. Geiger suponía que, por el momento, había que apoyar aquella versión de cualquier manera, pero sin aseverar nada de forma definitiva.
—¿Y por qué abajo? —preguntó Selma.
—Pues… Hemos intentado elevar globos, sin tripulantes, por supuesto. Algo les pasa allá arriba, estallan por causas desconocidas. Ninguno ha logrado subir más allá de un kilómetro.
—¿Y qué puede haber allá abajo? ¿Qué piensas?
—No tengo la menor idea —respondió Andrei, encogiéndose de hombros.
—¡Vaya, qué sabio el señor consejero! —Selma recogió de entre la hierba un pedazo de un viejo tablón con un clavo torcido y herrumbroso, y lo lanzó al abismo—. Que le rompa el cráneo a alguien allá abajo —añadió.
—No seas gamberra —dijo Andrei, pacífico.
—Soy gamberra, ¿lo has olvidado?
—No, no lo he olvidado —dijo Andrei tras mirarla de arriba abajo—. ¿Quieres que te haga rodar por la hierba ahora mismo?
—Sí —respondió Selma.
Andrei miró a su alrededor. En la azotea de la ruina más cercana, con los pies colgando por fuera, fumaban dos tipos cubiertos con gorras. A su lado, recostado en un montón de basura, había un trípode rudimentario con un ariete de hierro colado que colgaba de una cadena retorcida.
—Hay mirones —dijo—. Lástima. Te hubiera dado una buena lección, señora consejera.
—Vamos, revuélcala, no pierdas tiempo —gritaron desde la azotea con voz chillona—. ¡No seas tonto, chaval!
—¿Vas directamente a casa? —preguntó Andrei, haciendo como si no los hubiera oído.
Selma miró su reloj.
—Tengo que pasar por la peluquería —respondió.
De súbito, Andrei fue presa de un sentimiento de alarma. De repente se dio cuenta con toda claridad de que era un consejero, un funcionario responsable del despacho personal del presidente, una persona respetada, que tenía una esposa, una bellísima mujer, y una casa bien montada, rica, y que ahora su esposa iba a la peluquería pues por la noche recibirían invitados, no se trataba de una borrachera caótica sino de una auténtica recepción, y los invitados no serían gente sin importancia, sino personas de peso, respetadas, necesarias, las más necesarias de la ciudad. Era una sensación de adultez percibida de repente, de responsabilidad quizá. Era una persona adulta, independiente, que tomaba decisiones propias, un hombre de familia. Era un hombre adulto, que se erguía sólidamente sobre sus piernas. Lo único que le faltaba eran los hijos, todo lo demás era como lo de los adultos auténticos.
—¡Salud, señor consejero! —pronunció una voz respetuosa.
Resulta que ya habían salido de la zona en ruinas. A la izquierda se extendía un parapeto de granito, bajo los pies tenían baldosas de hormigón, a la derecha y delante se levantaba la enorme mole de la Casa de Vidrio, y en el camino, en posición de firmes y llevándose dos dedos a la visera de la gorra del uniforme, estaba un policía negro, de buen porte, con el traje azul del regimiento de escoltas. Andrei lo saludó, distraído.
—Perdona, me decías algo —se volvió hacia Selma—. Estaba pensando en otra cosa.
—Te decía que no te olvides de llamar a Rumer. Ahora necesito que venga alguien, no solo para lo de la alfombra. Hay que traer vino, vodka… Al coronel le gusta el whisky, y a Dollfuss, la cerveza. Compraré una caja entera.
—¡Sí! ¡Y que cambie la bombilla en el aseo! —dijo Andrei—. Prepara boeufbourguigmm. ¿Te mando a Amalia?
Se separaron en el sendero que llevaba a la Casa de Vidrio. Selma siguió adelante y Andrei, con placer, la acompañó con la mirada antes de girar en dirección a la entrada oeste.
La amplia plaza embaldosada que circundaba el edificio estaba desierta, solo de vez en cuando aparecían las guerreras azules de los escoltas. Bajo los espesos árboles que enmarcaban la plaza, asomaban como siempre los mirones que devoraban con mirada ansiosa el asiento del poder, mientras jubilados con bastones les daban explicaciones.
Junto a la entrada estaba el cacharro de Dollfuss: como siempre, la capota estaba levantada, del motor asomaba la parte inferior del chofer, rutilante en sus botas de charol. Y en ese momento atufó el aire un camión asqueroso, de las granjas, procedente de las mismísimas ciénagas. Por los costados asomaban en desorden las extremidades púrpura de una res desollada. Sobre la carne volaba una nube de moscas. El dueño del camión, un granjero, discutía con los escoltas en la puerta. Al parecer llevaban discutiendo bastante rato: allí se encontraba ya el jefe del pelotón de guardia, además de tres policías, y se aproximaban lentamente otros dos más desde la plaza.
A Andrei le pareció conocido el granjero: un campesino largo como un varal, flaco, con las puntas del bigote colgándole hacia abajo. Olía a sudor, gasolina y aguardiente. Andrei enseñó su pase y entró en el vestíbulo, pero tuvo tiempo de oír que el campesino exigía ver personalmente al presidente Geiger, mientras los escoltas intentaban hacerle entender que aquella era una entrada de servicio y que él debía rodear el edificio y probar suerte en la oficina de pases. Las voces se elevaban cada vez más.
Andrei subió al quinto piso en el ascensor y entró por una puerta en la que se veía un letrero dorado sobre fondo negro:
OFICINA PERSONAL DEL PRESIDENTE
PARA TEMAS DE CIENCIA Y TÉCNICA
Los correos, sentados junto a la puerta, se pusieron de pie cuando él entró, y con movimientos idénticos ocultaron sus colillas humeantes tras la espalda. No se veía a ninguna otra persona en el ancho corredor blanco, pero detrás de las puertas, como antes en la redacción, se oían timbres de teléfonos, voces diligentes que dictaban cartas, el traqueteo de las máquinas de escribir… La oficina trabajaba a pleno rendimiento. Andrei abrió la puerta donde decía: «consejero A. Voronin» y entró en la antesala de su despacho.
Allí también se levantaron a saludarlo: el grueso jefe del sector geodésico. Quejada, eternamente sudoroso: Vareikis, jefe del departamento de cuadros, de ojos claros y aspecto luctuoso; una huesuda señora, de edad más que mediana, de la dirección de finanzas; y un jovencito desconocido, de aspecto deportivo, seguramente un novato que esperaba ser presentado.
Y su secretaria personal. Amalia, con una sonrisa se levantó ágilmente de su escritorio junto a la ventana.
—Hola, señores, hola —dijo Andrei en voz alta, poniendo el rostro más bonachón posible—. ¡Les pido mil perdones! Los malditos autocares estaban a reventar, he tenido que venir a pie desde la obra…
Comenzó a estrechar manos: la enorme y sudorosa de Quejada, la aleta blanducha de Vareikis, el haz de huesos resecos de la señora de la dirección de finanzas («¿Qué demonios anda buscando aquí? ¿Qué quiere de mí?») y la tenaza de acero del novato de cara sombría.
—Creo que dejaremos pasar primero a la dama… —dijo, y se dirigió a la señora de finanzas—: Madame, por favor. ¿Hay algo urgente? —preguntó a Amalia a media voz—. Muchas gracias. —Tomó la hoja del telefonograma y abrió la puerta del despacho—. Pase usted, señora, por favor…
Abrió la hoja con el mensaje telefónico, llegó hasta su escritorio, le indicó a la mujer el butacón con un gesto de la mano, se sentó y colocó la hoja frente a sí.
—Soy todo oídos.
La mujer comenzó a hablar como una ametralladora. Andrei, con una sonrisa en la comisura de los labios, la oyó atentamente mientras golpeaba el telefonograma con un lápiz. Desde las primeras palabras lo tuvo todo claro.
—Perdone —la interrumpió minuto y medio después—. Comprendo de qué se trata. En realidad, no tenemos costumbre de emplear aquí a personas recomendadas. Sin embargo, en su caso nos encontramos, sin duda alguna, ante una excepción. Si de veras su hija está tan interesada en la cosmografía que se dedicaba a ella por su cuenta desde que estaba en la escuela… Le ruego que llame a mi jefe de cuadros. Yo mismo hablaré con él. —Se levantó—. Por supuesto, hay que saludar esa vocación en personas jóvenes y alentarla por todos los medios. —La acompañó hasta la puerta—. Eso corresponde al espíritu de los nuevos tiempos. No me lo agradezca, madame, simplemente cumplo con mi deber. Tenga usted muy buenos días.
Volvió a su escritorio y leyó el telefonograma: «El presidente invita al señor consejero Voronin a su despacho, a las 14:00 horas». Nada más. «¿Sobre qué asunto? ¿Con qué objetivo? ¿Qué documentos habrá que llevar? Qué raro… —Lo más probable era que Fritz simplemente tuviera ganas de conversar un rato, que estuviera un poco harto de actividades oficiales—. Las catorce, cero, cero, precisamente a la hora de la comida. Eso significa que comeremos con el presidente…» Levantó el auricular del teléfono interno.
—Amalia, que pase Quejada.
La puerta se abrió y Quejada entró al despacho, acompañado por el joven de aspecto deportivo, a quien llevaba agarrado de la manga.
—Señor consejero —dijo, tan pronto atravesó el umbral—, quiero presentarle a este joven. Douglas Keatcher… Es un novato, llegó hace apenas un mes, y está hastiado de permanecer sentado en el mismo lugar.
—Vaya —dijo Andrei, echándose a reír—, permanecer sentados en el mismo lugar es algo que siempre nos harta. Mucho gusto, Keatcher. ¿De dónde procede? ¿De qué época?
—Soy de Dallas, estado de Texas —pronunció el joven, con inesperada voz de bajo y una sonrisa apenada—. Del año sesenta y tres.
—¿Tiene estudios superiores?
—El curso básico de la universidad. Después, pasé mucho tiempo con los geólogos. Prospección de petróleo.
—Perfecto —dijo Andrei—. Es lo que necesitamos. —Jugueteó un momento con el lápiz—. Esto seguramente no lo sabe. Keatcher, pero aquí se acostumbra a preguntar por qué ha venido. ¿Huyendo? ¿En busca de aventuras? ¿O tenía interés por el Experimento?
Douglas Keatcher se ensombreció, metió el pulgar de su mano izquierda en el puño derecho y miró por la ventana.
—Puede decirse que huía —balbuceó.
—Allí le pegaron un tiro al presidente —aclaró Quejada, mientras se secaba el rostro con un pañuelo—. En su ciudad…
—¡Conque fue eso! —dijo Andrei, comprensivo—. ¿Y por qué razón se convirtió en sospechoso?
El joven negó con la cabeza.
—No se trata de eso —dijo Quejada—. Es una larga historia. Tenían grandes esperanzas con ese presidente, era muy popular… En una palabra, es un problema psicológico.
—Maldito país —pronunció el joven—. Nada los podrá ayudar.
—Vaya, vaya —dijo Andrei, sacudiendo la cabeza con simpatía—. ¿Y sabe usted que ya no reconocemos el Experimento?
—Eso me da igual —dijo el joven encogiendo sus poderosos hombros—. Me gusta este sitio. Pero no me gusta quedarme sentado en el mismo lugar. Me aburro en la ciudad. El señor Quejada me ha propuesto salir en una expedición…
—Para empezar, quisiera mandarlo al grupo de Son —dijo Quejada—. Es fuerte, tiene alguna experiencia, y usted sabe lo difícil que es encontrar personas para trabajar en la selva.
—Pues, bien —dijo Andrei—. Me alegro mucho, Keatcher. Usted me cae bien. Espero que siga siendo así.
Keatcher asintió, con un movimiento torpe, y se puso de pie. Quejada también se levantó, resoplando.
—Una cosa más —dijo Andrei, levantando un dedo—. Quiero advertirle una cosa, Keatcher. La Ciudad y la Casa de Vidrio están interesadas en que usted estudie. No necesitamos simples ejecutores, de esos tenemos bastantes. Necesitamos cuadros con preparación. Estoy seguro de que usted podría ser un magnífico ingeniero en prospección de petróleo. ¿Cuál es su índice. Quejada?
—Ochenta y siete —dijo Quejada, sonriendo.
—Ahí lo tiene… Tengo todas las razones para confiar en usted.
—Lo intentaré —gruñó Douglas Keatcher, y miró a Quejada.
—Por nuestra parte, es todo —dijo Quejada.
—Por la mía, también —dijo Andrei—. Les deseo suerte. Y díganle a Vareikis que pase.
Como era habitual, Vareikis no pasó, sino que se deslizó en el despacho por partes, mirando de vez en cuando hacia atrás, hacia la rendija de la puerta entreabierta. Después, cerró bien la puerta, avanzó en silencio hasta el escritorio y se sentó. En su rostro, la expresión de luto era muy nítida, las comisuras de los labios apuntaban hacia abajo.
—Para que no se me olvide —dijo Andrei—, estuvo aquí esa mujer, de la dirección de finanzas…
—Lo sé —contestó Vareikis en voz baja—. La hija.
—Sí. No tengo nada en contra.
—¿Con Quejada? —dijo Vareikis, medio preguntando, medio mascullando.
—No, creo que sería mejor en el centro de cálculo.
—Muy bien —dijo Vareikis, y sacó una libretita de notas del bolsillo interior de la chaqueta—. La instrucción cero diecisiete —pronunció, muy quedo.
—¿Sí?
—Ha terminado el último concurso —prosiguió Vareikis, sin levantar la voz—. Se han encontrado ocho trabajadores con un índice intelectual inferior al estipulado de setenta y cinco.
—¿Por qué setenta y cinco? Según la instrucción, el índice límite es de sesenta y siete.
—Según la aclaración de la Oficina personal de cuadros del presidente —los labios de Vareikis apenas se movían—, el índice intelectual límite para los trabajadores de la oficina personal del presidente para la ciencia y la técnica es de setenta y cinco.
—Ah, no lo sabía. —Andrei se rascó la sien—. Humm… Pues, sí, es lógico.
—Además —continuó Vareikis—, cinco de esos ocho no llegan a sesenta y siete. Aquí tiene la lista.
Andrei tomó el papel y lo revisó. Dos hombres y seis mujeres, nombres y apellidos que había oído mentar.
—Permítame —dijo, frunciendo el ceño—. Amalia Torn… ¡Es mi Amalia! ¿Qué significa esto?
—Cincuenta y ocho —repuso Vareikis.
—¿Y la vez anterior?
—La vez anterior yo no trabajaba aquí.
—¡Es una secretaria! —dijo Andrei—. Mi secretaria. ¡Mi secretaria personal!
Vareikis callaba, abatido. Andrei revisó la lista una vez más. Rashidov… Al parecer, trabajaba en Geodesia… Alguien lo había alabado. ¿O lo había criticado…? Tatiana Postnik, Mecanógrafa. Ah, era una chica simpática, de pelo rizado y cara hermosa, que había tenido algo con Quejada… aunque, no, se trataba de otra…
—Está bien —dijo—. Aclararé esto y volveremos a hablar de ello. Sería bueno que usted, por sus canales, pida aclaraciones con respecto a cargos tales como el de secretaria, mecanógrafa… digamos, el personal auxiliar. No podemos exigirles lo mismo que a los científicos. A fin de cuentas, tenemos hasta correos en la plantilla…
—A la orden —dijo Vareikis.
—¿Alguna otra cosa? —preguntó Andrei.
—Sí. La instrucción cero cero tres.
—No la recuerdo —dijo Andrei arrugando el rostro.
—Propaganda del Experimento.
—Ah. ¿Y qué?
—Se reciben señales sistemáticas relativas a las siguientes personas.
Vareikis puso otra hoja de papel delante de Andrei. La lista tenía solo tres apellidos. Todos varones. Los tres, jefes de sectores. De los fundamentales. Cosmografía, psicología social y geodesia. Sullivan, Butz y Quejada. Andrei tamborileó con los dedos sobre la nota.
«Qué desgracia —pensó—. De nuevo, las mismas idioteces. Calma, mucha calma. No perdamos los estribos. A este cretino no habrá manera de neutralizarlo, y tendré que seguir trabajando con él.»
—Es desagradable —pronunció—. Muy desagradable. Supongo que la información ha sido contrastada. ¿No hay errores?
—La información ha sido contrastada varias veces y de diversas maneras —explicó Vareikis con voz incolora—. Sullivan asegura que el Experimento sobre la Ciudad continúa. Según sus palabras, la Casa de Vidrio, incluso aunque no lo quiera, sigue materializando la línea del Experimento. Asegura que el Cambio no es más que una de las etapas del Experimento…
«Santas palabras —pensó Andrei—. Izya dice eso mismo, y a Fritz no le gusta en absoluto. Solo le está permitido a Izya, pero al pobre de Sullivan, no.»
—Quejada —prosiguió Vareikis—. Delante de sus subordinados se asombra de la potencia científico-técnica de los hipotéticos experimentadores. Rebaja el valor de la actividad del presidente y del consejo presidencial. En dos ocasiones comparó esa actividad con la de ratones encerrados en una caja de zapatos…
Andrei escuchaba con los ojos bajos. Su rostro seguía siendo de piedra.
—Y, finalmente, Butz. Habla del presidente con desagrado. En estado de embriaguez, declaró que nuestro sistema político actual era la dictadura de la mediocridad sobre los cretinos.
Andrei no pudo contenerse y soltó un graznido. «El mismo diablo les tira de la lengua —pensó con enojo—. Se dicen la élite y escupen hacia arriba…»
—Y usted sabe todo eso —le dijo a Vareikis—, y usted está al tanto de todo eso. —No tenía por qué decir aquello. Era una idiotez. Vareikis, sin pestañear, lo observaba con expresión de luto—. Trabaja muy bien. Vareikis —añadió Andrei—. Detrás de usted, me siento como protegido por una muralla… Supongo que esta información —afirmó, golpeando la hoja con la uña—, ya ha sido enviada por los canales reglamentarios, ¿no?
—La enviaremos hoy —dijo Vareikis—. Tenía la obligación de ponerla antes en su conocimiento.
—Excelente —dijo Andrei, más animado—. Envíela. —Unió las dos hojas con un clip y las metió en una bandeja azul con un letrero que decía: informar al presidente—. Veamos qué decide Rumer sobre todo esto.
—Como no es la primera vez que recibe información de este tipo —dijo Vareikis—, supongo que el señor Rumer recomendará retirar a estas personas de sus cargos dirigentes.
—Ayer estuve en el pase de una nueva película. Desnudos/descalzos. —Andrei miraba a Vareikis, tratando de enfocar los ojos en algún punto más allá de su espalda—. Fue aprobada, así que pronto estará en los cines. Le recomiendo que la vea sin falta. Allí pasa…
Se puso a contarle a Vareikis, en detalle y sin prisa, el contenido de aquella monstruosa vulgaridad, que por cierto le había encantado a Fritz, y no solo a él. Vareikis lo escuchaba en silencio, asintiendo con la cabeza en los momentos más inesperados, como si despertara. Su rostro seguía mostrando únicamente tristeza y luto. Se veía que había perdido el hilo del todo y no entendía absolutamente nada. En el momento culminante, cuando Vareikis cayó en cuenta de que tendría que oír todo aquel relato hasta el final. Andrei calló de repente y bostezó sin cubrirse la boca.
—Y seguía en ese mismo espíritu —dijo, con aire bonachón—. No deje de ir a verla… A propósito, ¿qué impresión le ha causado el joven Keatcher?
—¿Keatcher? —Vareikis se estremeció de manera perceptible—. Por el momento, mi impresión es que todo está en orden con él.
—Yo pienso lo mismo —dijo Andrei y tomó el auricular—. ¿Tiene algún otro asunto que tratar conmigo, Vareikis?
—No —el hombre se levantó—. No tengo nada más —dijo—. ¿Puedo retirarme?
Andrei lo despidió con un movimiento de cabeza.
—Amalia —dijo por el auricular—. ¿Hay alguien más ahí?
—Ellizauer, señor consejero.
—¿Quién es ese Ellizauer? —preguntó Andrei, contemplando cómo salía Vareikis del despacho, con precaución, por partes.
—El vicejefe del departamento de transporte. Es sobre el tema Aguamarina.
—Que espere. Tráigame el correo.
Un minuto después Amalia apareció en el umbral, y durante todo aquel minuto. Andrei estuvo frotándose los bíceps y haciendo giros con la cintura: su cuerpo era presa de un agradable dolor después de una hora de trabajo físico con una pala en las manos y, como siempre, pensaba que aquello era excelente para una persona que realizaba una labor preferentemente sedentaria.
Amalia cerró la puerta a sus espaldas y, taconeando sobre el parqué, se detuvo al lado de Andrei y le colocó delante la carpeta con la correspondencia. Como siempre, abrazó sus muslos, finos y duros, ceñidos por una falda de seda: le acarició una pantorrilla y, con la otra mano, abrió la carpeta.
—¿Qué tenemos aquí? —dijo, con animación.
Amalia se derretía bajo sus manos, había dejado incluso de respirar. Era una chica cómica y fiel como un perro. Además, sabía hacer su trabajo. Andrei la contempló de abajo arriba. Como siempre, en el momento de las caricias, ella le colocó, indecisa, su mano fina y cálida en el cuello, junto a la oreja. Le temblaban los dedos.
—¿Qué hay, pequeña? —pronunció Andrei con ternura—. ¿Hay algo importante en este montón de basura? ¿O cerramos la puerta ahora mismo y adoptamos otra pose?
Aquella era la sencilla clave que utilizaban para hablar de sus diversiones en el butacón o sobre la alfombra. Andrei no hubiera podido decir cómo era Amalia en la cama. Nunca había estado en una cama con ella.
—Aquí está el proyecto de presupuesto… —pronunció Amalia con una vocecita débil—. Varias instancias… Y cartas personales, no las he abierto.
—Has hecho bien —dijo Andrei—. De repente, alguna belleza me escribe… —Él la soltó y ella suspiró con levedad—. Siéntate —le pidió—. No te vayas, termino rápido.
Agarró la primera carta que tenía a mano, rasgó el sobre, la recorrió con la mirada y frunció el ceño. El mecánico Yevseienko informaba sobre Quejada, su jefe inmediato, diciendo que este «se permitía expresiones groseras sobre los dirigentes y, en particular, sobre el señor consejero». Andrei conocía bien al tal Yevseienko. Era un tipo rarísimo, con una mala suerte excepcional, todo lo que emprendía terminaba de manera desgraciada. En su momento había asombrado a Andrei cuando se puso a hablar maravillas de la guerra en los alrededores de Leningrado en 1942.
—Qué bien lo pasábamos entonces —decía, y en su voz se percibía un ensueño nostálgico—. Vivíamos sin pensar en nada, y cuando uno necesitaba algo, le decía a los soldados que lo consiguieran…
Terminó la guerra con el grado de capitán, y durante todo aquel tiempo solo había matado a un hombre, a su comisario político. Aquella vez, trataban de romper el cerco. Yevseienko vio que los alemanes hacían prisionero a su comisario político y le registraban los bolsillos. Entonces les disparó desde los matorrales, mató al comisario y huyó. Estaba muy orgulloso de aquello: los alemanes hubieran torturado al prisionero. ¿Qué hacer con semejante imbécil? Era su sexta delación. Y no se la enviaba a Rumer, ni a Vareikis, sino a él directamente. Un giro psicológico más que divertido.
«Si le hubiera escrito a Vareikis o a Rumer. Quejada resultaría acusado. Pero yo no lo tocaría, lo sé todo sobre él, pero no voy a tocarlo porque lo aprecio y lo perdono, eso lo sabe todo el mundo. Entonces, ese hombre ha cumplido con su deber ciudadano, pero no ha hundido a nadie… ¡Qué monstruo, perdónalo, Dios mío!»
Andrei arrugó la carta, la tiró a la papelera y tomó la siguiente. La letra del sobre le pareció conocida, era muy particular. No aparecía el nombre ni la dirección del remitente. Dentro del sobre había una hojita de papel, con un texto escrito a máquina, una copia y ni siquiera la primera, con una nota a mano al final. Andrei la leyó sin entender nada, volvió a leerla, se quedó de una pieza y miró el reloj. A continuación, agarró el auricular del teléfono blanco y marcó un número.
—¡Urgente, con el consejero Rumer! —gritó, con desesperación.
—El consejero Rumer está ocupado.
—¡Soy el consejero Voronin! ¡He dicho que es urgente!
—Perdone, señor consejero. El consejero Rumer está con el presidente…
Andrei tiró el auricular, apartó a un lado a la perpleja Amalia y corrió hacia la puerta. En el momento en que tocó el picaporte de plástico, se dio cuenta de que ya era tarde, de que ya no tendría tiempo para nada. Si todo aquello era verdad, claro está. Si no se trataba de una estúpida broma…
Caminó lentamente hasta la ventana, se agarró de la baranda cubierta de terciopelo y se puso a escudriñar todo el espacio de la plaza. Como siempre, estaba desierta. Se veía alguna que otra guerrera azul, los vagos se amontonaban a la sombra de los árboles y una anciana avanzaba lentamente, empujando un cochecito de niño. Pasó un auto. Andrei esperaba, agarrado a la baranda.
Amalia se le acercó por la espalda y le rozó levemente el hombro.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó en un susurro.
—Vete —dijo Andrei, sin volverse—. Siéntate en el butacón.
Amalia desapareció. Andrei volvió a mirar el reloj. Había transcurrido un minuto después del plazo.
«Claro —pensó—. No puede ser. Una broma estúpida. O un chantaje…» Y en ese momento, por debajo de los árboles apareció un hombre que comenzó a cruzar lentamente la plaza. Desde arriba parecía pequeñito y Andrei no lo reconoció. Lo recordaba delgado, erguido, pero aquel hombre parecía corpulento, hinchado, y solo en el último segundo Andrei comprendió por qué. Cerró los ojos y se apartó de la ventana.
En la plaza hubo un estallido, corto y retumbante. Los marcos se estremecieron, los cristales temblaron, y al momento se oyó el ruido de vidrios que caían desde los pisos inferiores. Amalia gritó apenas, y abajo, en la plaza, comenzaron a oírse gemidos desesperados.
Apartando con una mano a Amalia, que había corrido hacia él o quizá hacia la ventana. Andrei se obligó a abrir los ojos y mirar. En el sitio donde había estado el hombre había una columna de humo amarillo que no permitía ver nada. Guerreras azules corrían de todas partes hacia aquel lugar, y más lejos, bajo los árboles, iba congregándose una multitud. Todo había terminado.
Andrei, sin sentir las piernas, regresó a la mesa, se sentó y volvió a coger la carta.
A todos los poderosos de este monstruoso mundo:
Odio la mentira, pero vuestra verdad es peor que la mentira. Habéis convertido la ciudad en un cómodo pesebre, y a los ciudadanos de la Ciudad en cerdos bien alimentados. No quiero ser un cerdo bien alimentado, pero tampoco quiero ser porquerizo, en vuestro mundo no hay una tercera posibilidad. Sois autocomplacientes y estériles en vuestra justicia, aunque muchos de vosotros fuisteis alguna vez verdaderas personas. Entre vosotros hay antiguos amigos míos, y me dirijo a ellos en primer lugar. Las palabras no influyen en vosotros, yo las reforzaré con mi muerte. Quizá sintáis vergüenza, quizá terror, o puede ser que solo se vuelva incómodo vuestro pesebre. Esa es mi única esperanza. ¡Que Dios castigue vuestro aburrimiento! No son palabras mías, pero las firmo encantado.
Todo aquello había sido mecanografiado en varias copias, la que tenía era la tercera o la cuarta. Y más abajo, había una nota a mano:
¡Adiós, querido Voronin! Me haré estallar hoy a las trece cero cero, en la plaza delante de la Casa de Vidrio. Si esta carta no se retrasa, podrás ver cómo ocurre todo, pero no tiene sentido intentar impedirlo, solo habría victimas innecesarias. Tu antiguo amigo jefe del departamento de cartas de los lectores de tu antiguo periódico.
—¿Te acuerdas de Dennis? —dijo Andrei, alzando la mirada hacia Amalia—. Dennis Lee, el jefe del departamento de…
Amalia asintió en silencio y un segundo después el terror distorsionó su rostro.
—¡No puede ser! —dijo, con voz ronca—. ¡No es verdad!
—Se ha hecho estallar —dijo Andrei, articulando con dificultad—. Seguramente, se ató cartuchos de dinamita. Bajo la chaqueta.
—¿Con qué objetivo? —dijo Amalia. La chica se mordió el labio, los ojos se le llenaron de lágrimas que corrieron después por su pequeño rostro blanco y quedaron colgando de la barbilla.
—No entiendo —dijo Andrei, indefenso—. No entiendo nada… —Clavó en la carta unos ojos que nada veían—. Nos vimos hace poco. Sí, discutimos, nos peleamos… —Levantó la vista nuevamente hacia Amalia—. ¿Habrá venido a verme y yo me habré negado a recibirlo?
Amalia negó con la cabeza, con el rostro entre las manos.
Y de repente, Andrei comenzó a sentirse furioso. Más que furia, era rabia, la misma que se había apoderado de él ese mismo día, en los vestidores, después de la ducha. ¿Qué demonios quería? ¿Qué más les hacía falta? ¿Qué querían esos canallas? ¡Idiota! ¿Qué había demostrado con todo aquello? No quería ser un cerdo, tampoco quería ser porquerizo… ¡Se aburría! ¡A la mierda con ese aburrimiento!
—¡Deja de chillar! —le gritó a Amalia—. Límpiate los mocos y vuelve a tu sitio.
Apartó de sí los papeles con un gesto, se levantó y caminó de nuevo hacia la ventana.
En la plaza había una enorme multitud. En el centro de aquella multitud había un espacio gris vacío, delimitado por guerreras azules, y allí se afanaban personas que vestían batas blancas. Una ambulancia hacía sonar la sirena, intentando abrirse camino.
«A fin de cuentas, ¿qué has logrado demostrar? ¿Que no quieres vivir con nosotros? ¿Y para qué tenías que demostrarlo? ¿Y a quién? ¿Nos odias? No tiene sentido. Hacemos todo aquello que hay que hacer. No tenemos la culpa de que sean unos cerdos. Lo eran antes de nosotros, y lo seguirán siendo después. Solo podemos alimentarlos, vestirlos y liberarlos de sufrimientos animales, pero no han tenido sufrimientos espirituales desde que nacieron, y no los tendrán. ¿Qué, acaso hemos hecho poco por ellos? Mira cómo está ahora la Ciudad. Limpia, ordenada, no queda nada del burdel que era antes, hay abundancia de comida, de ropa, y pronto habrá diversiones de todo tipo, dentro de muy poco. ¿Qué más necesitan? Y tú, ¿qué has hecho? Ahora los sanitarios rasparán tus tripas del asfalto y ahí acaban todas tus preocupaciones. Pero a nosotros solo nos queda trabajar y trabajar, mantener en marcha toda la maquinaria, porque todo lo que hemos logrado es solo el comienzo, todo esto hay que preservarlo, querido amigo, y una vez preservado, hay que multiplicarlo… Porque en la Tierra puede ser que no haya un dios ni un demonio por encima de la gente, pero aquí sí… Mi apestoso demócrata, mi populista idiota, hermano de mis hermanos…»
Pero ante los ojos seguía teniendo al Dennis que había visto durante su último encuentro, uno o dos meses antes, reseco, agobiado, como enfermo, con un terror secreto escondido en sus ojos tristes y apagados, y lo que dijo al final de aquella discusión desordenada y sin sentido, levantándose y tirando sobre el platillo metálico unos billetes arrugados.
—Dios mío, ¿de qué te jactas delante de mí? De que pones las tripas en el altar… ¿Con qué objetivo? ¡Alimentar a la gente hasta que revienten! ¿Y en eso consiste la misión? En la puñetera Dinamarca hace muchos años que saben cómo hacerlo… Bien, puede ser que, como dices, no tengo derecho a hablar en nombre de todos. Quizá no de todos, pero tú y yo sabemos bien que la gente no necesita eso, que así no se construye un mundo verdaderamente nuevo.
—¿Y cómo, hijo de tu puñetera madre, cómo vamos a construirlo? ¡¿Cómo?! —gritó Andrei en aquella ocasión, pero Dennis se limitó a hacer un ademán desesperado y no quiso seguir conversando.
El teléfono blanco comenzó a sonar. Andrei regresó a su mesa a desgana y levantó el auricular.
—¿Andrei? Aquí, Geiger.
—Hola, Fritz.
—¿Lo conocías?
—Sí.
—¿Y qué piensas de todo esto?
—Un histérico —masculló Andrei—. Un baboso.
—¿Recibiste una carta suya? —preguntó Geiger tras guardar silencio unos momentos.
—Sí.
—Qué hombre más raro —dijo Geiger—. Está bien. Te espero a las dos.
Andrei colgó el teléfono, que al instante volvió a sonar. Esta vez se trataba de Selma. Estaba muy alarmada. Los rumores sobre la explosión habían llegado ya hasta el Cortijo Blanco, y por el camino habían crecido hasta hacerse irreconocibles, y allí reinaba un pánico silencioso.
—Todo está en perfecto estado, todo —dijo Andrei—. Yo estoy bien, y Geiger está bien, y la Casa de Vidrio está bien. ¿Has llamado a Rumer?
—¿Para qué demonios iba a hacerlo? —se indignó Selma—. Vine corriendo de la peluquería. La mujer de Dollfuss llegó allí a la carrera, toda cubierta de polvo blanco, y dijo que habían cometido un atentado contra Geiger y que la mitad del edificio había volado…
—Bueno, está bien —repuso Andrei, con impaciencia—. Ahora no tengo tiempo.
—Pero ¿puedes decirme qué ha pasado?
—Un loco… —Andrei se dio cuenta de lo que estaba diciendo y calló un momento—. Un idiota que transportaba material explosivo por la plaza y seguramente lo dejó caer.
—¿De veras no se trata de un atentado? —insistió Selma.
—¡Pues no tengo la menor idea! Rumer es quien se ocupa de eso, yo no sé nada.
Selma resopló en el auricular.
—Seguro que mientes, señor consejero —dijo, y colgó.
Andrei rodeó la mesa y regresó a la ventana. La multitud se había dispersado casi del todo. No se veía personal médico ni ambulancias. Varios policías regaban con mangueras el espacio que rodeaba una depresión poco profunda en la superficie de hormigón. Y la anciana que antes cruzara, empujando un cochecito con un niño, atravesaba la plaza de vuelta. Nada más.
Fue hasta la puerta y echó una mirada a la antesala. Amalia estaba en su sitio, muy seria, con los labios apretados, totalmente inaccesible, sus dedos recorrían el teclado a velocidad cósmica, sin la menor huella de lágrimas ni de cualquier otra emoción en el rostro. Andrei la miró con ternura.
«Un encanto de mujer —se dijo—. Vete a la mierda, Vareikis —pensó con malévola alegría—. Antes te saco a ti a patadas de aquí…» De repente, alguien se detuvo delante de Amalia. Andrei levantó la mirada. Desde una altura sobrehumana lo miraba, expectante, el rostro largo y aplastado por los lados de Ellizauer, del departamento de transporte.
—Ah —dijo Andrei—. Ellizauer… Perdone, no puedo recibirlo hoy. Mañana por la mañana, cuando quiera.
Sin decir una palabra, Ellizauer hizo una reverencia y desapareció. Amalia estaba ya de pie, con el bloc de notas y el lápiz preparados.
—¿Señor consejero?
—Entre un momento —dijo Andrei. Regresó a la mesa y en ese momento volvió a sonar el teléfono blanco.
—¿Voronin? —se oyó una voz nasal de fumador—. Soy Rumer. ¿Cómo te va por ahí?
—Muy bien —dijo Andrei, haciéndole un gesto a Amalia: no te vayas, ahora estoy contigo.
—¿Tu mujer, qué tal?
—Bien, te manda saludos. A propósito, mándale dos trabajadores del departamento de servicios, necesito que hagan algunas cosas en casa.
—¿Dos? Está bien. ¿Adónde?
—Que la llamen, ella les dirá. Que la llamen ahora mismo.
—Bien. Dalo por hecho. No en este mismo momento, pero dalo por hecho… Estoy muy ocupado con todo ese lío. ¿Conoces la versión oficial?
—¿Cuál es? —dijo Andrei, molesto.
—En pocas palabras, la siguiente: un accidente con material explosivo. Durante el transporte de sustancias explosivas. Se investigan los detalles.
—Entendido.
—Un trabajador transportaba explosivos a una obra… Digamos, estaba borracho.
—Sí, ya lo he entendido —dijo Andrei—. Muy bien. Correcto.
—Ajá —respondió Rumer—. Y tropezó, o… En general, se investigan los detalles. Los culpables serán sancionados. Ahora están haciendo copias de la información y te llevarán una. Pero hay algo más: ¿recibiste una carta, verdad? ¿Quién de tu gente la ha leído?
—Nadie.
—¿Y tu secretaria?
—Te repito que nadie. Las cartas personales las abro yo personalmente.
—Perfecto —dijo Rumer, con aprobación—. Es una medida correcta. Entiéndeme, hay otros que se han hecho un lío fenomenal con la correspondencia. Cualquiera lee sus cartas personales. Entonces, de tu gente nadie ha leído nada. Magnífico. Esconde bien esa carta, según el modelo doble cero. Ahora irá a verte uno de mis funcionarios, dásela, ¿está bien?
—Y eso, ¿con qué fin?
—Pues, cómo decirte… —balbuceó Rumer vacilando—. Quizá sea de utilidad. Tú lo conocías, ¿no?
—¿A quién?
—Pues a ese… —Rumer soltó una risita—. A ese trabajador… al de los explosivos…
—Lo conocía.
—Bueno, no vamos a hablar por teléfono, ese funcionario que irá a verte te hará un par de preguntas, tú respóndelas…
—No tengo tiempo para esperarlo —dijo Andrei, molesto—. Fritz me ha citado a su despacho.
—Espera cinco minutos —insistió Rumer—. Qué te cuesta, por Dios… Ya ni siquiera puedes responder a un par de preguntas…
—Está bien, está bien —repuso Andrei con impaciencia—. ¿Algo más?
—Ya le he ordenado que fuera a verte, estará ahí dentro de un momento. Se apellida Zwirik. Es adjutor mayor.
—Está bien, está bien, lo esperaré.
—Solo dos preguntitas. No te retendrá.
—¿Algo más? —volvió a preguntar Andrei.
—Es todo. Ahora tengo que llamar a otros consejeros.
—No se te olvide mandarle esos hombres a Selma.
—Dalo por hecho. Lo tengo anotado aquí. Hasta luego.
Andrei colgó y se volvió hacia Amalia.
—Tenlo en cuenta: no has visto ni oído nada. —Amalia lo miró, asustada, y sin decir palabra señaló hacia la ventana con el dedo—. Exactamente. No sabes el nombre de nadie, y en general, no tienes idea de qué ha ocurrido.
La puerta se abrió y asomó un rostro pálido lejanamente conocido, con ojillos cáusticos.
—¡Espere fuera! —dijo Andrei con brusquedad—. Ahora lo llamo. —El rostro desapareció—. ¿Me has entendido? —preguntó Andrei—. Hubo un estruendo en la calle, pero no sabes nada más. La versión oficial es la siguiente: un obrero borracho transportaba explosivos desde el almacén a una obra, se está dilucidando quién es responsable de lo ocurrido. —Calló mientras pensaba—. ¿Dónde he visto esa jeta? Y me suena el apellido… Zwirik… Zwirik…
—¿Por qué lo haría? —preguntó Amalia en voz muy baja, y sus ojos volvieron a humedecerse sospechosamente.
—No hablemos ahora de eso. —Andrei frunció el ceño—. Más tarde. Dile a ese lacayo que entre.
Cuando se sentaron a la mesa. Geiger se volvió hacia Izya.
—Come, mi querido judío. Come y disfruta.
—No soy tu querido judío —replicó Izya, mientras se servía ensalada—. Te he dicho cien veces que soy mi propio judío. Tu querido judío es ese —dijo, señalando a Andrei con el tenedor.
—¿Y no hay zumo de tomate? —preguntó Andrei, gruñón, examinando la mesa.
—¿Quieres zumo de tomate? —preguntó Geiger—. ¡Parker! ¡Zumo de tomate para el señor consejero!
En la puerta del comedor apareció un joven corpulento y rozagante, el ayudante personal del presidente, que se aproximó a la mesa haciendo sonar suavemente las espuelas, y con una leve reverencia colocó delante de Andrei una jarra con zumo de tomate frío.
—Gracias, Parker —dijo Andrei—. No te preocupes, yo mismo me sirvo.
Geiger asintió y Parker desapareció.
—¡Bien amaestrado! —masculló Izya con la boca llena.
—Un muchacho excelente —dijo Andrei.
—Manjuro, en la comida, ordena servir vodka —contó Izya.
—¡Chivato! —le dijo Geiger, en tono de reproche.
—¿Por qué? —se asombró Izya.
—Si Manjuro bebe vodka durante la jornada laboral, tengo que sancionarlo.
—No puedes fusilarlos a todos.
—La pena de muerte ha sido abolida —dijo Geiger—. Por cierto, no estoy seguro. Habría que preguntarle a Chachua…
—¿Y qué le ocurrió al antecesor de Chachua? —preguntó Izya con expresión de inocencia.
—Fue pura casualidad —dijo Geiger—. Un tiroteo.
—Por cierto, era un funcionario de primera —señaló Andrei—. Chachua conoce su oficio, pero aquel… era un tipo fenomenal.
—Sí, metimos la pata muchas veces… —Geiger quedó pensativo—. Novatos, inexpertos…
—Todo lo que termina bien, está bien —dijo Andrei.
—¡Todavía no ha terminado nada! —objetó Izya—. ¿De dónde sacan que todo ha terminado?
—Al menos, los tiros han terminado —gruñó Andrei.
—Los tiros de verdad todavía no han empezado —anunció Izya—. Oye, Fritz. ¿hubo un atentado contra ti?
—¿Qué idiotez es esa? —preguntó Geiger con el ceño fruncido—. Claro que no.
—Pues los habrá —prometió Izya.
—Gracias —respondió Geiger fríamente.
—Habrá atentados —prosiguió Izya—, se incrementará el consumo de drogas. Habrá motines de gente con la barriga llena. Ya han aparecido los hippies, de ellos no te digo nada. Habrá quien proteste suicidándose, pegándose fuego, haciéndose estallar. Por cierto, de esos ya tenemos.
Geiger y Andrei intercambiaron miradas.
—Ahí lo tienes —dijo Andrei, molesto—. Ya lo sabe.
—Me encantaría saber cómo te has enterado —masculló Geiger, mirando a Izya con ojos entrecerrados.
—¿Cómo me he enterado? —preguntó Izya con celeridad. Soltó el tenedor—. ¡Aguardad! ¡Ah! Entonces, ¿fue un suicidio de protesta? Ya me decía yo que todo eso era una idiotez. Obreros borrachos que van por ahí con dinamita… ¡Mira lo que era! Sinceramente, yo pensaba que era un atentado frustrado. Está claro. ¿Y quién ha sido?
—Un tal Dennis Lee —dijo Geiger tras un silencio—. Andrei lo conocía.
—Lee… —repitió Izya, pensativo, frotando unas salpicaduras de mayonesa en la solapa de su chaqueta—. Dennis Lee… Espera, ¿era un tipo muy flaco? ¿Periodista?
—Tú también lo conocías —dijo Andrei—. Acuérdate, en mi periódico…
—¡Sí, sí! —exclamó Izya—. ¡Exacto! Lo recuerdo.
—Por Dios, mantén la boca cerrada —dijo Geiger.
En la cara de Izya apareció su pétrea sonrisa característica, y se puso a pellizcarse la verruga.
—Eso quiere decir… —balbuceó—. Está claro… Clarísimo… Se ató explosivos al cuerpo y fue a la plaza… Seguro que mandó cartas a todos los periódicos, qué locura. Claro, claro… ¿Y qué vas a hacer ahora? —se volvió hacia Geiger.
—Ya está hecho —dijo Geiger.
—¡Sí, claro! —intervino Izya con impaciencia—. Todo es secreto, se ha hecho circular una mentira oficial, has azuzado a Rumer, pero no hablo de eso. ¿Qué piensas de todo esto? ¿O lo consideras algo casual?
—No. No considero que sea casual —dijo Geiger lentamente.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Izya.
—Y tú, ¿qué piensas? —le preguntó Andrei.
—¿Y tú? —contraatacó Izya, volviéndose rápidamente hacia él.
—Yo pienso que toda sociedad ordenada tiene sus maníacos. Dennis era un maníaco, eso no deja lugar a dudas. Tenía delirios filosóficos. Y, por supuesto, no era el único en la Ciudad…
—¿Y qué decía? —preguntó Izya, ansioso.
—Decía que se aburría. Decía que no hemos encontrado nuestro verdadero objetivo. Decía que todo el trabajo que hemos hecho para elevar el nivel de vida es una tontería y no resuelve nada. Decía muchas cosas, pero no podía proponer nada de utilidad. Un maníaco. Un histérico.
—Y, de todos modos, ¿qué quería? —preguntó Geiger.
—Los habituales delirios populistas —dijo Andrei con un ademán despectivo.
—No entiendo —repuso Geiger.
—Daba por seguro que la misión de las personas educadas era elevar al pueblo hasta su nivel. Pero, por supuesto, no tenía la menor idea de cómo hacerlo.
—¿Y por eso se suicidó? —dijo Geiger, dudando.
—Te digo que se trataba de un maníaco.
—¿Y cuál es tu opinión? —preguntó Geiger a Izya.
—Si llamamos maníaco —soltó Izya sin meditar la respuesta ni un instante— a una persona que analiza un problema sin solución, entonces sí, era un maníaco. Y tú —Izya señaló a Geiger con un dedo—, no lo entenderás. Tú eres de los que solo se ocupan de problemas solubles.
—Supongamos —intervino Andrei— que Dennis estaba totalmente convencido de que el problema tenía solución.
—Ninguno de los dos entiende un carajo —declaró Izya rechazando la idea con un ademán—. Os consideráis tecnócratas, miembros de la élite. Para vosotros, la palabra demócrata es una injuria. Cada roto que reconozca su descosido correspondiente. Vosotros despreciáis profundamente a las masas y estáis orgullosísimos de este desprecio. Pero, en realidad, sois esclavos por completo de esas masas. Todo lo que hacéis, lo hacéis para las masas. Todo lo que os preocupa es algo que las masas necesitan en primer lugar. Vivís para las masas. Si las masas desaparecen, perderíais el sentido de vuestras vidas. Sois unos pobres albañiles que dais lástima. Y por esa misma razón nunca os convertiréis en maníacos. Todo lo que necesitan las grandes masas se consigue de manera relativamente fácil. Por eso, todas vuestras tareas tienen una solución previsible. Nunca entenderéis a las personas que se suicidan como señal de protesta.
—¿Por qué no las vamos a entender? —replicó Andrei, irritado—. ¿Qué hay que entender? Por supuesto, hacemos lo que quiere la gran mayoría. Y a esa mayoría le damos, o le intentamos dar todo, menos ciertos lujos refinados que, por supuesto, esa mayoría no necesita. Pero siempre hay una minoría ínfima que quiere precisamente eso. Solo tienen un deseo, como una idea fija. ¡Lo que quieren es esos lujos refinados! Simplemente, porque se trata de lo que no se puede conseguir. Así surgen los maníacos sociales. ¿Qué hay que entender? ¿O de veras crees que es posible elevar a todos esos imbéciles al nivel de la élite?
—No se trata de mí —dijo Izya, haciendo una mueca—. Yo no me considero esclavo de la mayoría ni servidor del pueblo. Nunca he trabajado para el pueblo y no considero que le deba nada…
—Bien, bien —dijo Geiger—. Todo el mundo sabe que sigues tu camino. Volviendo a los suicidios: ¿acaso consideras que habrá suicidios de ese tipo, no importa cuál sea la política que llevemos a cabo?
—¡Ocurrirán, precisamente porque lleváis a cabo una política bien definida! —dijo Izya—. Y mientras más tiempo pase, más suicidios habrá, porque le quitáis a la gente la preocupación por el pan nuestro de cada día y no le dais nada a cambio. La gente se asquea y se aburre. Por eso habrá suicidios, drogadicción, revoluciones sexuales y motines estúpidos por cualquier motivo baladí.
—¡Pero qué tonterías dices! —exclamó Andrei, de todo corazón—. Piensa lo que dices, tú, experimentador piojoso. ¡Necesita algo picante en la vida, pobrecito! ¿Es eso, no? ¿Propones crear insuficiencias artificiales? ¡Medita qué saldría de ahí!
—No me sale a mí —dijo Izya, extendiendo la mano dañada por encima de la mesa para coger el cuenco de la salsa—. Te sale a ti. Y que no podéis dar nada a cambio, eso es un hecho. Vuestras grandes obras son absurdas. El Experimento por encima de los experimentadores es un delirio, es algo que a nadie le importa… Y dejad de gruñirme, no os estoy acusando de nada. Simplemente, las cosas son así. Ese es el destino de todos los populistas, y no importa que vista la toga del tecnócrata bienhechor, o que pretenda inculcarle al pueblo ciertos ideales sin los que, en su opinión, el pueblo no podría vivir… Son las dos caras de la misma moneda. Al final, o bien el motín de los hambrientos, o bien el motín de los hartos, elegid a vuestro gusto. Habéis optado por el motín de los hartos, y perfecto, ¿por qué os lanzáis contra mí?
—No manches de salsa el mantel —le dijo Geiger, molesto.
—Perdón… —Distraído, Izya extendió con una servilleta el charco de salsa sobre el mantel—. Eso se demuestra aritméticamente. Supongamos que los insatisfechos son solo el uno por ciento. Si en la Ciudad hay un millón de habitantes, eso quiere decir que los insatisfechos son diez mil. Que sean una décima parte. Mil, entonces. Esos mil comenzarán a gritar bajo vuestras ventanas. Y además, tened en cuenta que no existen personas totalmente satisfechas. Solo existen los totalmente insatisfechos. A cada persona le falta algo. Digamos que está conforme con todo, pero no tiene coche. ¿Por qué? Pues en la Tierra estaba habituado al coche, pero aquí no lo tiene, y lo peor, no está previsto que lo vaya a tener… ¿Os imagináis cuánta gente así hay en la ciudad? —Izya calló y se dedicó a comer macarrones, cubriéndolos con abundante salsa—. Qué comida más sabrosa —añadió—. Con mis ingresos, el único lugar donde se come de veras es en la Casa de Vidrio.
Andrei lo miraba comer. Soltó un gruñido y se sirvió zumo de tomate. Lo bebió y encendió un cigarrillo.
«Siempre es apocalíptico. Las siete plagas… Las bestias, bestias son. Por supuesto, se amotinarán, para eso tenemos a Rumer. Es verdad que el motín de los hartos es algo novedoso, casi una paradoja. Creo que eso nunca ha ocurrido en la Tierra. Al menos, durante mi vida. Y los clásicos no hablan de nada semejante. Pero un motín es un motín. El Experimento es el Experimento, el fútbol es el fútbol… ¡Puaj!»
Se volvió hacia Geiger. Fritz, recostado en su butacón, con aire distraído se hurgaba entre los dientes con un dedo, y una idea de una terrible simplicidad aturdió repentinamente a Andrei: «Dios mío, no es nada más que un suboficial de la Wehrmacht, un soldado sin estudios que no había leído en toda su vida ni diez libros, ¡y él era quien decidía! Por cierto, yo también decido».
—En nuestra situación —le dijo a Izya—, la persona decente no tiene opción. La gente pasó hambre, fue reprimida, padeció terror y tortura física; niños, ancianos, mujeres… Crear condiciones para una vida digna era nuestro deber.
—Correcto, correcto —dijo Izya—. Lo entiendo perfectamente. Habéis actuado movidos por la lástima, la caridad, etcétera. No se trata de eso. No es difícil sentir lástima de mujeres y niños que lloran de hambre, eso está al alcance de cualquiera. Pero ¿podríais sentir lástima de un tío saludable, bien comido, con un órgano sexual —Izya hizo un gesto demostrativo— de este tamaño? ¿De un tío corroído por el hastío? Al parecer, Dennis Lee podía, pero vosotros, ¿seríais capaces de ello? ¿O lo pondríais inmediatamente ante el paredón?
Calló al ver que Parker hacía su entrada acompañado por dos bellas chicas con delantales blancos. Recogieron la mesa, sirvieron el café con nata batida. Izya se embadurnó enseguida y se dedicó a relamerse hasta las orejas, como un gato.
—Y, en general, ¿sabéis qué creo? —comenzó a decir, pensativo—. Tan pronto la sociedad soluciona alguno de sus problemas, al instante surge otro de las mismas dimensiones… no, de dimensiones mayores. —Se animó—. De aquí sale una deducción muy interesante. A fin de cuentas, la sociedad se enfrentará a problemas tan complicados que su solución ya no estará en manos de las personas. Y en ese momento, el progreso se detendrá.
—Tonterías —dijo Andrei—. La humanidad no se planteará problemas que no sea capaz de solucionar.
—Y yo no hablo de los problemas que se planteará la humanidad. Esos problemas aparecerán por sí solos. La humanidad nunca se planteó el problema del hambre. Simplemente, pasaba hambre.
—¡Otra vez! —dijo Geiger—. Basta. Qué ganas de hablar y hablar. Podría pensarse que no tenemos otra cosa que hacer más que darle a la sinhueso.
—¿Y qué otra cosa tenemos que hacer? —se asombró Izya—. Por ejemplo, ahora estoy en mi hora de comida.
—Como quieras —repuso Geiger—. Yo quería hablar de tu expedición. Pero podemos dejarlo para otra ocasión, claro.
—Perdona —dijo, muy serio, Izya; se había quedado inmóvil, con la cafetera en la mano—. ¿Por qué dejarlo para otra ocasión? De eso nada, ya lo hemos hecho unas cuantas veces…
—¿Y por qué habláis tanto? —le respondió Geiger—. De oíros, se le secan las orejas a cualquiera.
—¿Qué expedición es esa? —intervino Andrei—. ¿A buscar los archivos?
—¡La gran expedición al norte! —anunció Izya, pero Geiger lo detuvo con un gesto de su enorme mano blanca.
—Es una conversación preliminar —dijo—, pero ya he aprobado la expedición y he asignado los recursos. El transporte estará listo dentro de tres o cuatro meses. Y ahora habría que esbozar los objetivos generales y el programa de trabajo.
—¿Eso quiere decir que será una expedición compleja? —preguntó Andrei.
—Sí, Izya tendrá sus archivos, y tú podrás llevar a cabo observaciones del sol y todo lo demás que te haga falta.
—¡Gracias a Dios! —dijo Andrei—. ¡Por fin!
—Pero tendréis, al menos, un objetivo adicional —dijo Geiger—. Exploración en profundidad. La expedición debe llegar lo más lejos posible al norte. Lo más lejos posible. Hasta donde alcancen el agua y el combustible. Por eso, hay que seleccionar con especial cuidado, con mucha atención, a las personas que formarán parte del grupo. Solo voluntarios, y los mejores entre los voluntarios. Nadie sabe a ciencia cierta qué puede haber allí, al norte. Es totalmente posible que no solo tengan que buscar papeles y mirar por el telescopio, sino que además haya que disparar, asediar, escapar de un cerco y cosas así. Por eso, habrá militares en el grupo. Quiénes y cuántos serán, lo precisaremos más tarde…
—¡Los menos posible! —dijo Andrei, arrugando el gesto—. Conozco bien a tus militares, será imposible trabajar… —Molesto, apartó la taza—. Y, la verdad, no entiendo. No entiendo con qué objetivo irán los militares. No entiendo qué tiroteos puede haber allí. Se trata del desierto, de ruinas, ¿quién nos va a disparar?
—Hermanito, allí puede haber de todo —dijo Izya, divertido.
—¿Qué significa «de todo»? Pudiera ser que aquello estuviera lleno de demonios, y entonces ¿tendríamos que llevar sacerdotes?
—¿Me dejáis que termine de hablar? —preguntó Geiger.
—Habla —masculló Andrei, molesto.
«Siempre sale así —pensó—. Como cuando lo acarician a uno con la pata de un mono. Si el deseo se cumple, lo hace con una carga adicional tal que hubiera sido mejor que no se cumpliera. De eso, nada. No pondré la expedición en manos de los señores oficiales. El jefe de la expedición es Quejada. Jefe de la parte científica y de todo el grupo. De otra manera, idos a hacer puñetas, no tendréis datos cosmográficos y que los cabos le den órdenes a Izya. La expedición es científica, y por tanto será dirigida por un científico.» En ese momento recordó que Quejada no gozaba de confianza política, y el recuerdo lo enojó tanto que pasó por alto una parte de lo que decía Geiger.
—¿Qué, qué? —preguntó, con una sacudida de alarma.
—Te pregunto: ¿a qué distancia de la Ciudad puede hallarse el fin del mundo?
—Más exactamente, el principio —intervino Izya.
Andrei, molesto, se encogió de hombros.
—¿Lees mis informes? —le preguntó a Geiger.
—Los leo. En ellos se dice que al alejarse hacia el norte, el sol se acerca al horizonte. Es obvio que en un punto lejano del norte, baja a la altura del horizonte y más adelante se pierde de vista. Entonces, te pregunto: ¿puedes decir qué distancia hay hasta ese sitio?
—No lees mis informes —dijo Andrei—. Si los hubieras leído, te habrías dado cuenta de que he organizado esta expedición precisamente para aclarar dónde se encuentra el lugar en el que comienza el mundo.
—Eso lo he entendido —dijo Geiger con paciencia—. Y te pregunto la distancia aproximada. ¿Puedes darme aunque sea una estimación de ese dato? ¿De cuánto estamos hablando, de mil kilómetros? ¿Cien mil? ¿Un millón? Estamos definiendo los objetivos de la expedición, ¿entiendes? Si ese objetivo se encuentra a un millón de kilómetros de distancia, deja de ser un objetivo válido. Pero si…
—Está claro, está claro —dijo Andrei—. Debiste formularlo así. Veamos… La dificultad consiste en que no conocemos la curvatura del mundo ni la distancia hasta el sol. Si contáramos con muchas observaciones a lo largo de toda la Ciudad, no de la actual, sino desde el principio hasta el día de hoy, entonces podríamos calcular esa magnitud. Necesitamos un arco grande, ¿entiendes? Al menos, varios centenares de kilómetros. Pero solo tenemos material para un arco de cincuenta kilómetros. Por eso, la precisión es ínfima.
—Dame el mínimo y el máximo —insistió Geiger.
—El máximo es el infinito, en caso de que el mundo sea plano. Y el mínimo es del orden de mil kilómetros.
—Sois unos vividores —dijo Geiger, con gesto despectivo—. He invertido tanto dinero en vosotros, y como resultado…
—No digas eso —replicó Andrei—. Llevo dos años intentando conseguir que se lleve a cabo la expedición. Si quieres conocer en qué mundo vives, dame dinero, transporte, gente… De otra manera, no tendrás nada. Solo necesitamos un arco de unos quinientos kilómetros. Mediremos la gravitación, la variación de brillo, los cambios según la altura…
—Está bien —lo interrumpió Geiger—, dejemos eso para otro día. Son detallitos. Solo quiero que os quede bien claro que uno de los objetivos de la expedición es llegar hasta el principio del mundo. ¿Lo habéis entendido?
—Lo hemos entendido —dijo Andrei—. Pero no entiendo qué falta te hace eso.
—Quiero saber qué hay allí. Y allí hay algo. Algo de lo que dependen muchísimas cosas.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, la Anticiudad.
—La Anticiudad… —Andrei soltó un bufido—. ¿Aún crees en eso?
Geiger se levantó, cruzó las manos a la espalda y comenzó a pasearse por el comedor.
—Creer, no creer… Debo saber con toda seguridad si existe o no.
—Personalmente —dijo Andrei—, hace mucho tiempo que considero que la Anticiudad no es nada más que un invento de los antiguos dirigentes.
—Como el Edificio Rojo —dijo Izya quedamente, soltando una risita.
—El Edificio Rojo no viene al caso —replicó Andrei frunciendo el ceño—. El propio Geiger ha asegurado que la antigua dirección preparaba una dictadura militar, que les hacía falta una amenaza exterior, y ahí tenéis la Anticiudad.
—¿Y por qué tú te manifiestas en contra de que la expedición llegue hasta el final? —preguntó Geiger, deteniéndose delante de ambos—. ¿Acaso no sientes curiosidad por saber qué puede haber allí? ¡Qué consejeros me ha dado el cielo!
—¡Allí no hay nada! —dijo Andrei, presa de cierta contusión—. Un frío terrible, la noche eterna, un desierto de hielo. El lado oculto de la Luna, ¿entiendes?
—Dispongo de otros datos —dijo Geiger—. La Anticiudad existe. No hay allí ningún desierto helado, y si existe, es posible atravesarlo. Allí hay una ciudad igual que la nuestra, pero no sabemos lo que ocurre en ella ni qué quieren sus habitantes. Y se cuenta, por ejemplo, que allí todo funciona al revés. Cuando nos va bien, a ellos les va mal… —Se interrumpió y volvió a pasearse por el comedor.
—Dios mío. ¿Qué fantasía delirante es esa?
Miro a Izya y calló. Izya estaba sentado cómodamente, con las manos cruzadas tras el espaldar del butacón, la corbata debajo de una oreja, rutilante, con un brillo aceitoso, mirando a Andrei con expresión victoriosa.
—Está claro —dijo Andrei—. ¿Puedes decirme de qué fuente has obtenido esos datos? —le preguntó a Izya.
—Del mismo sitio —respondió Izya—. La historia es una ciencia grandiosa. Y en nuestra ciudad tiene un peso muy, muy especial. Además de lo que conocemos, ¿qué otra cosa hace grande a nuestra ciudad? Por alguna razón, aquí no se destruyen los archivos. No hay guerras, no hay invasiones, no se destruye con la espada lo que se escribe con la pluma…
—Esos archivos tuyos —dijo Andrei con enfado.
—¡Y que lo digas! Fritz no me dejará mentir: ¿quién descubrió el carbón? Trescientas mil toneladas en un almacén subterráneo. ¿Acaso fueron tus geólogos? Pues no, lo descubrió Katzman. Y, fíjate, sin salir de su despacho…
—En dos palabras —dijo Geiger, sentándose otra vez en el butacón—, la ciencia es una cosa, los archivos son otra, y yo quiero saber lo siguiente: en primer lugar, ¿qué tenemos en la retaguardia? ¿Se puede vivir allí? ¿Qué utilidad se puede extraer de allí? Segundo: ¿quién vive allí? A todo lo largo, desde aquí —dijo golpeando la mesa con la uña—, hasta el fin del mundo, o el principio, o el lugar al que lleguéis, sea lo que sea. ¿Qué tipo de gente? ¿Son seres humanos? ¿Por qué están allí? ¿De qué viven? Y, tercero: todo lo que se logre averiguar sobre la Anticiudad. Os estoy planteando un objetivo político. Y ese es el objetivo real de la expedición, Andrei, eso es lo que debes entender. Dirigirás esa expedición, averiguarás todo lo que te he dicho y me informarás de los resultados aquí, en esta habitación.
—¿Cómo, cómo? —dijo Andrei.
—Informarás. Aquí. A mí, personalmente.
—¿Quieres mandarme a mí allí?
—¡Naturalmente! ¿Qué creías?
—Permíteme… —Andrei estaba confuso—. ¿Con motivo de qué? No tenía la intención de ir a ninguna parte. Tengo muchísimo trabajo, ¿a quién se lo dejo? ¡Y no quiero ir a ninguna parte!
—¿Cómo que no quieres ir? ¿Por qué me acosabas entonces? Si tú no vas, ¿a quién mando entonces?
—Dios mío —dijo Andrei—. ¡A quien se te ocurra! Pon al mando a Quejada, es un explorador muy experimentado… O a Butz, por ejemplo. —Calló, al percibir la mirada atenta de Geiger.
—Mejor no hablemos de Quejada ni de Butz —dijo Geiger, en voz baja.
Andrei no supo qué responder y se hizo un silencio incómodo. Geiger se sirvió un poco de café frío.
—En esta ciudad —comenzó a decir, con el mismo tono de voz—, confío únicamente en dos o tres personas, no más. De ellos, solo tú puedes encabezar la expedición. Porque estoy seguro de que si te pido llegar hasta el final, tú llegarás hasta el final. No te echarás atrás a medio camino, y no le permitirás a nadie que lo haga. Y cuando presentes después el informe, podré confiar en él. También podría confiar, por ejemplo, en un informe de Izya, pero por desgracia es un administrador funesto, y como político no sirve para nada. ¿Me entiendes? Por eso, tú decides. O eres tú quien encabeza esa expedición, o no habrá expedición.
Volvió a reinar el silencio.
—Ojojojó —dijo Izya, sintiéndose violento—. ¿No será mejor que salga, administradores?
—Quédate ahí sentado —ordenó Geiger sin volverse—. Diviértete, come pasteles.
Andrei le daba vueltas febrilmente a todo aquello en su cabeza. «Dejarlo todo. A Selma. La casa. La vida tranquila y acomodada. ¿Para qué rayos me hace falta todo eso? Dejar a Amalia. Largarme quién sabe a dónde. Al calor. Al fango. Con comida asquerosa… ¿Me habré hecho viejo, o qué? Hace un par de años, esa propuesta me hubiera encantado. Pero ahora no quiero. De ninguna manera. Soportar diariamente a Izya, en cantidades industriales. A militarotes. Hordas de soldados. Y seguro que habrá que recorrer los mil kilómetros a pie, con una mochila en los hombros, que por supuesto no va a estar vacía… Y con un arma. Madre mía, quizá haya que disparar, quizá me vea obligado a hacerlo. ¿Qué puñetera falta me hace meterme bajo las balas? ¿Qué cono ando buscando ahí? Tendría que llevarme al tío Yura, sin falta, no confío para nada en esos militares. Calor, ampollas, mal olor… Y allá, bien lejos, seguro que habrá un frío asqueroso… Por lo menos tendremos todo el tiempo el sol a la espalda. Y me llevaré a Quejada, no me iré sin él, no me importa que no sea de fiar, con Quejada tendré asegurada la parte científica. Y todo ese tiempo sin mujer, yo ya no puedo, he perdido la costumbre. Pero me las pagarás. Tendrás que aumentarme la plantilla, en primer lugar, en la oficina, y en el departamento de psicología social… y no estaría mal en el de geodesia… En segundo lugar, tendrás que callar a Vareikis. Y, en general, no quiero ninguna de esas limitaciones políticas en la ciencia. En otros departamentos no es asunto mío. ¡Pero si allá lejos no hay agua! Por alguna razón, la Ciudad sigue desplazándose hacia el sur, al norte los manantiales se agotan. ¿Qué pretendes, que lleve el agua a la espalda? ¿Agua para mil kilómetros?»
—Entonces, ¿qué? —preguntó Andrei—. ¿Tengo que llevar el agua a la espalda? ¿El agua para mil kilómetros?
—¿Qué agua? —Sorprendido, Geiger levantó las cejas.
—Está bien —dijo Andrei, dándose cuenta de que no lo entendían—. Yo mismo escogeré a los militares, ya que insistes en que vayan. No sea que me mandes a algunos idiotas. ¡Y que haya un mando único! —exclamó, amenazante, levantando un dedo—. ¡El jefe seré yo!
—Tú, tú —dijo Geiger, tranquilizándolo. Sonrió y se recostó—. En general, tú los escogerás a todos. Te impongo solo a una persona: a Izya. Los demás, los pones tú. Busca buenos mecánicos, elige a un médico.
—Por cierto, ¿tendré transporte?
—Lo tendrás —dijo Geiger—. Y de buena calidad. Del que nunca hemos tenido. No tendrás que cargar con nada, quizá solo con un fusil… No te preocupes, esas son cosas sin importancia. Todo eso lo discutiremos en detalle cuando hayas seleccionado a los jefes de destacamento. Quiero llamarte la atención solo hacia una cosa: ¡la confidencialidad! Chicos, quiero que me la garanticéis. Por supuesto, es imposible ocultar semejante proyecto, habrá que hacer circular cierta desinformación, por ejemplo que habéis salido en busca de petróleo. Al kilómetro doscientos cuarenta. Pero los objetivos políticos de la expedición serán conocidos solo por vosotros. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —respondió Andrei, preocupado.
—Izya, esto se refiere sobre todo a ti. ¿Me oyes?
—Ajá —respondió Izya, con la boca llena.
—¿Y cuál es la razón de tanto secreto? —preguntó Andrei—. ¿Qué es lo que intentamos hacer para que haya que llevarlo a cabo con todo secreto?
—¿No lo entiendes? —preguntó Geiger, torciendo el gesto.
—No lo entiendo —dijo Andrei—. No veo absolutamente nada que sea una amenaza para el sistema.
—¡No es para el sistema, idiota! —dijo Geiger—. ¡Es contra ti! ¡La amenaza es contra ti! ¿Acaso no entiendes que ellos nos temen tanto como nosotros a ellos?
—¿Quiénes son ellos? ¿Esos habitantes de la Anticiudad de que hablas, o qué?
—Ellos mismos. Si por fin se nos ha ocurrido mandar exploradores, ¿por qué no suponer que ellos lo hayan hecho desde hace mucho? ¿O que la Ciudad está llena de espías suyos? ¡No sonrías, no sonrías, idiota! ¡No estoy bromeando! Si caes en una emboscada, os rebanarán la cabeza a todos como si fuerais pollitos.
—Está bien —dijo Andrei—. Me has convencido. Me callo.
Geiger siguió mirándolo atentamente durante unos momentos.
—De acuerdo —dijo a continuación—. Quiere decir que habéis entendido los objetivos. Y lo relativo a la confidencialidad. Entonces, eso es todo. Hoy firmaré el decreto de tu nombramiento como jefe de la operación… digamos…
—Noche y niebla —sugirió Izya, abriendo mucho los ojos con aire de inocencia.
—¿Qué? No… Demasiado largo. Digamos… Zigzag. Operación Zigzag. ¿No suena bien? —Geiger sacó un pequeño bloc de notas del bolsillo de la chaqueta e hizo una anotación—. Andrei, puedes dar comienzo a los preparativos. Quiero decir, por ahora de la parte puramente científica. Elige a la gente, formula las tareas… haz los pedidos de equipamiento y pertrechos. Daré luz verde a tus pedidos. ¿Quién te sustituirá?
—¿En la oficina? Butz.
—Bueno, sí —dijo finalmente Geiger con una mueca de desagrado—. Que sea Butz. Déjalo encargado de los asuntos de la consejería, y tú dedícate a la Operación Zigzag a tiempo completo. ¡Y adviértele a Butz que le dé menos a la lengua! —gritó de repente.
—Una cosa —dijo Andrei—. Vamos a ponernos de acuerdo…
—¡Al diablo, al diablo! —replicó Geiger—. No quiero hablar ahora de esos temas. ¡Ya sé qué me quieres decir! Pero el pez comienza a pudrirse por la cabeza, señor consejero, y lo que has armado en la consejería… ¡rayos!
—Jacobinos —le sugirió Izya.
—¡Tú, judío, cállate! —gritó Geiger—. ¡Marchaos todos al infierno, charlatanes! Me habéis enredado del todo… ¿De qué estaba hablando yo?
—De que no quieres hablar sobre ese tema —dijo Izya. Geiger lo miró, sin entender.
—Te ruego encarecidamente, Fritz —dijo Andrei, con intencionada calma—, que protejas a mis colaboradores de cualquier tipo de estupidez ideológica. Yo los elegí personalmente, confío en ellos y si de verdad quieres que haya ciencia en la Ciudad, déjalos en paz.
—Muy bien, muy bien —gruñó Geiger—. No vamos a hablar hoy de eso…
—Sí, vamos a hablar —repuso Andrei en tono sumiso, enternecido por su propia actitud—. Tú me conoces bien, estoy totalmente de tu lado. Pero entiende una cosa, por favor: es imposible que esa gente no refunfuñe. Son así. El que no refunfuña, no vale nada. ¡Que rezonguen! Yo mismo cuidaré de la pureza ideológica en mi consejería. Puedes estar tranquilo. Y dile, por favor, a nuestro querido Rumer que de una vez por todas…
—¿Puedes hablar sin ese tono de ultimátum? —preguntó Fritz, altivo.
—Claro que sí —dijo Andrei, ya con plena sumisión—. Puedo. Sin tono de ultimátum se puede, sin ciencia se puede, sin expedición se puede…
—¡No quiero hablar ahora de ese tema! —dijo Geiger, respirando ruidosamente por las ventanas de la nariz muy abiertas, y clavándole la mirada.
Y Andrei comprendió que, por ese día, era suficiente. Sobre todo porque es verdad que, para hablar de esos temas, lo mejor es hacerlo sin testigos.
—Pues si no quieres, no hablamos —dijo, conciliador—. Es que lo tenía en la punta de la lengua. Hoy, Vareikis me ha dejado hasta las narices… Escucha, quiero preguntarte una cosa: la cantidad total de carga que podremos llevar. Dime una cifra orientativa aunque sea.
Geiger resopló varias veces por la nariz, después miró de reojo a Izya y se recostó en el asiento.
—Calcula unas cinco o seis toneladas… quizá algo más —explicó—. Llama a Manjuro… Pero ten en cuenta que aunque él sea la cuarta persona en la jerarquía del estado, desconoce los verdaderos objetivos de la expedición. Él responde por el transporte. Te dará todos los detalles.
—Bien —dijo Andrei asintiendo—. ¿Y sabes a quién quiero llevarme de los militares? Al coronel.
—¿Al coronel? —Geiger dio un respingo—. ¡No eres tonto! ¿Y con quién me quedo yo aquí? El coronel es el centro del Estado Mayor general…
—Excelente —dijo Andrei—. Eso quiere decir que, simultáneamente, el coronel llevará a cabo la exploración en profundidad. Estudiará en persona el posible escenario de las acciones. Y tengo muy buenas relaciones con él… A propósito, chicos, esta noche doy una fiestecita. Boeufbourguignon. ¿Qué os parece?
—Humm… —gruñó Geiger, que puso cara de preocupación de inmediato—. ¿Hoy? No sé, amigo, no podría decirte con seguridad… Simplemente, no lo sé. Quizá pase un minuto por allí.
—Como quieras. —Andrei suspiró—. Pero si no puedes venir, te ruego que no mandes a Rumer en representación tuya, como la vez anterior. No estoy invitando al presidente, sino a Fritz Geiger. No necesito sustitutos oficiales.
—Veremos, veremos… —repuso Geiger—. ¿Otro café? Tenemos tiempo. ¡Parker!
En el umbral apareció el rubicundo Parker, que recibió el pedido de café inclinando la cabeza, con el cabello partido por una raya perfecta.
—El consejero Rumer —dijo, con voz delicada— espera en el teléfono al señor presidente.
—Como si nos hubiera oído —gruñó Geiger mientras se ponía de pie—. Perdonadme, ahora regreso.
Salió, y al instante aparecieron las chicas de delantal blanco. Sirvieron la segunda ronda de café rápido y sin hacer ruido, y salieron junto con Parker.
—¿Y tú, vendrás? —le preguntó Andrei a Izya.
—Con mucho gusto —dijo Izya, mientras bebía el café con silbidos y sorbetones—. ¿Quién más va a estar?
—Estará el coronel, los Dollfuss, quizá Chachua… ¿Quién quieres que esté?
—Sinceramente, te diré que la mujer de Dollfuss no me hace ninguna falta.
—No te preocupes, le echaremos a Chachua.
Izya asintió.
—Hace tiempo que no nos reuníamos, ¿no crees? —dijo, de repente.
—Sí, hermanito, el trabajo…
—Mientes, mientes, ¿de qué trabajo me hablas? Te sientas allí a sacarle brillo a tu colección de armas. Ten cuidado, no sea que te pegues un tiro por descuido. ¡Sí! Y, a propósito, he conseguido una pistolita. Una auténtica Smith & Wesson, de la pradera…
—¿De veras?
—Pero está oxidada, toda cubierta de orín.
—¡No se te ocurra limpiarlo! —gritó Andrei, mientras se levantaba de un salto—. Tráelo cómo esté o lo echarás todo a perder con esas manos torcidas tuyas. Y no es una pistolita, sino un revólver. ¿Dónde lo encontraste?
—Lo encontré donde debía —replicó Izya—. Aguarda, en la expedición hallaremos muchísimas cosas, no podremos traerlas todas a casa…
Andrei puso la taza de café sobre la mesa. Aquella faceta de la expedición todavía no le había pasado por la cabeza, y al instante se sintió presa de una animación inusual al imaginarse la irrepetible colección de Colts, Brownings, Mausers, Parabellums, Zauers, Walters… y otras armas, más lejanas en el tiempo: pistolas de duelo Lepage y Rochatte, enormes pistolones de abordaje con bayoneta, maravillosas armas artesanales del Lejano Oeste… todos aquellos tesoros indescriptibles con los que no se atrevía ni a soñar mientras leía una y otra vez el catálogo de la colección personal del millonario Brunner, que por algún milagro alguien había traído a la Ciudad. Fundas, cajas, almacenes de armas… Quizá tenga la suerte de encontrar una Zbrojoska checa con silenciador, o una Astra novecientos, o quizá una Mauser cero-ocho, una rareza, un auténtico sueño, sí…
—¿Y no coleccionas minas antitanque? —preguntó Izya—. O, digamos, culebrinas.
—No —dijo Andrei, sonriendo con alegría—. Solo armas de fuego personales.
—Pues me han propuesto una bazuca de ocasión —dijo Izya—. Y no es muy cara, solo doscientas piastras.
—Si de bazucas se trata, ve a ver a Rumer —dijo Andrei.
—Gracias. Ya he estado con Rumer —dijo Izya, y su sonrisa se congeló.
«Diablos —pensó Andrei—, qué metida de pata.» Pero, para suerte suya.
Geiger regresó en ese momento. Se veía satisfecho.
—A ver, quién le sirve una taza de café al presidente —dijo—. ¿De qué hablabais?
—De arte y literatura —respondió Izya.
—¿De literatura? —Geiger sorbió un poco de café—. ¡Vaya, vaya! ¿Y qué decían mis consejeros sobre literatura?
—Ese loco bromea —dijo Andrei—. Hablábamos de mi colección, no de literatura.
—¿Y por qué, de repente, te interesa la literatura? —preguntó Izya, mirando a Geiger con curiosidad—. Siempre has sido un presidente muy práctico…
—Por eso me interesa, porque soy práctico —dijo Geiger—. Vamos a enumerar —propuso, mientras comenzaba a doblar los dedos—. En la Ciudad se publican dos revistas literarias, cuatro suplementos literarios de los periódicos, al menos una decena de series de novelitas de aventuras… creo que es todo. Y unos quince libros al año. Y, a pesar de todo, no hay nada decente. He hablado con gente entendida. En la Ciudad no ha aparecido ni una obra literaria de importancia ni antes del Cambio, ni después. Puro papel manchado para reciclaje. ¿Cuál es el problema?
Andrei e Izya se miraron entre sí. Sí, Geiger siempre era capaz de sorprenderlos, de eso no había la menor duda.
—De todos modos, hay algo que no entiendo —le dijo Izya a Geiger—. ¿A ti, qué te importa todo eso? ¿Buscas un escritor para encargarle tu biografía?
—Deja de bromear —repuso Geiger con paciencia—. En la Ciudad hay un millón de personas. Más de mil se consideran escritores. Pero todos carecen de talento. Es verdad que yo mismo no leo…
—No tienen talento, es verdad —asintió Izya—. Tu información es correcta. No se ven por aquí personas como Tolstoi o Dostoievski. Ni siquiera sus émulos.
—Y, en realidad, ¿por qué? —intervino Andrei.
—No hay escritores destacados —prosiguió Geiger—. No hay pintores. No hay compositores. No hay… ejem… escultores.
—No hay arquitectos —añadió Andrei—. No hay cineastas…
—No hay nada de eso —dijo Geiger—. ¡En un millón de personas! Al principio, eso solo me asombraba, pero después, sinceramente, comenzó a preocuparme.
—¿Por qué? —preguntó Izya de inmediato.
—Es difícil de explicar —aceptó Geiger, indeciso, mordiéndose el labio—. Personalmente, yo mismo no sé para qué hace falta todo eso, pero he oído que existe en toda sociedad decente. Y si no lo tenemos, eso quiere decir que algo anda mal. Mi razonamiento es el siguiente: antes del Cambio, la vida en la Ciudad era difícil, todo era un desorden, y supongamos que a nadie le interesaban las bellas artes. Pero ahora, la vida va acomodándose poco a poco.
—No —le interrumpió Andrei, pensativo—. Eso no tiene nada que ver. Por lo que sé, los más grandes artistas del mundo trabajaron en situación de desorden total. No hay ninguna regla al respecto. El gran artista podía ser un mendigo, un loco, un borracho, pero también una persona con recursos, rico quizá, como Turgueniev, por ejemplo… No sé…
—En todo caso —intervino Izya, mirando a Geiger—, si tienes la intención de elevar el nivel de vida de tus escritores de manera radical…
—¡Sí! ¡Por ejemplo! —Geiger tomó otro sorbo de café, se lamió los labios y se puso a mirar a Izya con los ojos entrecerrados.
—¡No lograrás ningún resultado! —dijo Izya con cierta satisfacción—. ¡Y no esperes obtener nada!
—Aguardad —dijo Andrei—. ¿Y no será que simplemente a la Ciudad no vienen personas creativas de talento? ¿Que no aceptan venir para acá?
—O no los invitan —dijo Izya.
—Tonterías —dijo Geiger—. El cincuenta por ciento de los habitantes de la ciudad son jóvenes. En la Tierra no eran nadie. ¿Cómo se puede saber si son creativos o no?
—¿Y no será precisamente lo contrario, que es posible saber eso? —propuso Izya.
—Bueno, lo acepto —dijo Geiger—. En la Ciudad hay decenas de miles de personas que nacieron y crecieron aquí. ¿Y ellos, qué? ¿O el talento siempre es hereditario?
—En general, es muy extraño —dijo Andrei—. Hay magníficos ingenieros en la Ciudad. Hay muy buenos científicos. Quizá no lleguen a la altura de un Mendeleiev, pero tienen nivel mundial. Digamos, el propio Butz… Aquí hay muchísima gente con talento: inventores, administradores, artesanos… mucha gente que trabaja aplicando conocimientos.
—Exactamente —exclamó Geiger—. Eso es lo que me asombra.
—Oye, Fritz —dijo Izya—. ¿Por qué razón quieres echarte más preocupaciones encima? Digamos que surgen escritores de talento, y en sus obras geniales se dedicarán a darte caña a ti, a tu sistema, a tus consejeros… Verás las molestias que vas a tener. Al principio, intentarás convencerlos, después tendrás que amenazarlos, y finalmente te verás obligado a detenerlos.
—¿Y por qué me van a dar caña sin falta? —se molestó Geiger—. ¿No podría ser, por el contrario, que me alaben?
—No —afirmó Izya—. No te alabarán. Hoy Andrei te ha explicado claramente cómo son los científicos. Pues resulta que los grandes escritores siempre andan rezongando. Es su estado normal, precisamente porque son la conciencia doliente de la sociedad, que ni siquiera sospecha que la tiene. Y como, en este caso, el símbolo de la sociedad eres tú, en primer lugar te tirarán tomates a ti… —Izya se echó a reír—. Me imagino cómo hablarán de Rumer.
—Es obvio que si Rumer tiene defectos —dijo Geiger, encogiéndose de hombros—, un auténtico escritor tiene la obligación de hacerlos evidentes. Para eso es escritor, para curar las llagas.
—Nunca en su vida los escritores han curado ninguna llaga —repuso Izya—. La conciencia doliente simplemente duele, es todo…
—A fin de cuentas, no se trata de eso —le interrumpió Geiger—. Dime sinceramente: ¿consideras que la situación actual es normal o no?
—¿Y cuál es la norma? —preguntó Izya—. ¿Podemos considerar normal la situación en la Tierra?
—Te enrollas de nuevo —dijo Andrei, torciendo el gesto—. Sencillamente te han preguntado si puede existir una sociedad sin talentos creadores. ¿Te he comprendido correctamente, Fritz?
—Puedo precisar más la pregunta —dijo Geiger—. ¿Es normal que un millón de personas, aquí o en la Tierra, no hayan dado ni un talento creador en decenas de años?
Izya callaba y pellizcaba distraído su verruga.
—Si lo comparamos, digamos, con la Grecia antigua —dijo Andrei—, es totalmente anormal.
—Entonces, ¿cuál es el problema? —volvió a preguntar Geiger.
—El Experimento es el Experimento —dijo Izya—. Pero si lo comparamos, digamos, con los mongoles, aquí todo es normal.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Geiger, suspicaz.
—Nada en particular —se asombró Izya—. Ellos también son un millón, o posiblemente más. Podemos ejemplificar, digamos, con los coreanos, o casi con cualquier país árabe…
—Solo te faltan los gitanos —gruñó Geiger.
—A propósito, muchachos —dijo Andrei, animado—: ¿hay gitanos en la Ciudad?
—¡Idos al infierno! —dijo Geiger con enojo—. Es imposible hablar de algo serio con vosotros…
Quiso añadir algo más, pero en ese momento apareció el rubicundo Parker en el umbral y al instante Geiger miró su reloj.
—Es todo —dijo, poniéndose de pie—. ¡Qué charla! —suspiró y comenzó a abotonarse el chaqué—. ¡A trabajar! ¡A trabajar, consejeros!
Otto Frijat no había mentido: el tapiz era lujoso de veras. Era de un color púrpura casi negro, con matices profundos y nobles: ocupaba toda la pared izquierda del estudio, frente a las ventanas, y el recinto adquiría un aspecto muy especial. Era diabólicamente bello, elegante y distinguido.
Andrei, totalmente fascinado, besó a Selma en la mejilla y ella regresó a la cocina, a dirigir a la servidumbre. Andrei se desplazó por el estudio, examinando el tapiz desde todos los ángulos, mirándolo desde el frente, desde los lados, de reojo; después abrió su armario secreto y sacó de allí una enorme Mauser, un monstruo con cargador de nueve proyectiles, nacida en el departamento especial de la fábrica Mauserwerke, el arma favorita de los comisarios de yelmo polvoriento durante la guerra civil, así como de los oficiales del ejército imperial japonés, que vestían capotes con cuellos de piel de perro.
La Mauser estaba limpia, su brillo pavonado indicaba que estaba lista para el combate, pero por desgracia tenía limado el percutor. Andrei la sostuvo con ambas manos, ponderando su peso, después palpó su culata, rugosa y redondeada, la bajó y a continuación la levantó a la altura de los ojos, apuntando al blanco del manzano al otro lado de la ventana, como Geiger en el campo de tiro.
Después se volvió hacia el tapiz y estuvo un rato escogiendo sitio. Pronto lo encontró. Andrei se quitó los zapatos, se subió al sofá y pegó la pistola a la pared con una mano. Apartó la cabeza lo más posible para ver el efecto. Era maravilloso. Bajó de un salto, corrió al recibidor en calcetines, sacó de un armario empotrado la caja de herramientas y regresó junto al tapiz.
Colgó la Mauser, después una Luger con mira óptica (con aquella Luger, Coxis había matado a dos miembros de las milicias el último día del Cambio) y comenzó a trabajar con un modelo de Browning de 1906, pequeña y casi cuadrada, cuando oyó una voz conocida a sus espaldas.
—Más a la derecha, Andrei, a la derecha. Y un centímetro más abajo.
—¿Así? —preguntó Andrei, sin volverse.
—Así.
Andrei fijó la Browning, se bajó del sofá de espaldas y retrocedió hasta el escritorio, contemplando el resultado de su trabajo manual.
—Hermoso —apreció el Preceptor.
—Hermoso, pero es poco —dijo Andrei con un suspiro.
El Preceptor, pisando sin hacer ruido, se aproximó al armario, se agachó, registró y sacó un revólver Nagant del ejército.
—¿Y este? —preguntó.
—Falta la madera de la culata —dijo Andrei, con lástima—. Siempre me propongo comprarla, pero siempre se me olvida… —Se puso los zapatos, se sentó en el antepecho de la ventana, junto al escritorio, y encendió un cigarrillo—. Arriba, pondré las armas de duelo. Primera mitad del siglo diecinueve. Aparecen ejemplares bellísimos, con incrustaciones de plata, de las formas más asombrosas, desde las más pequeñas hasta las de cañón largo.
—Las Lepage —dijo el Preceptor.
—No, precisamente las Lepage son más pequeñas… Y más abajo, encima del sofá, podré las armas de combate de los siglos diecisiete y dieciocho…
Calló, imaginando cuan bello sería todo aquello. El Preceptor, agachado, seguía registrando en el armario. Tras la ventana, no lejos, zumbaba el cortacésped. Los pájaros gorjeaban y silbaban.
—Ha sido una buena idea colgar un tapiz aquí, ¿verdad? —dijo Andrei.
—Magnífica —dijo el Preceptor, levantándose. Sacó un pañuelo del bolsillo y se secó las manos—. Pero yo pondría la lámpara de pie en aquel rincón, junto al teléfono. Y necesitas un teléfono blanco.
—No me corresponde un aparato blanco —dijo Andrei con un suspiro.
—No importa —respondió el Preceptor—. Cuando regreses de la expedición, tendrás uno blanco.
—Entonces, ¿mi decisión de partir es correcta?
—¿Acaso tenías alguna duda?
—Sí —dijo Andrei, y apagó la colilla en el cenicero—. En primer lugar, no quería hacerlo. Simplemente, no quería. En casa todo va bien, vivo con comodidad, tengo mucho trabajo. En segundo, para ser sincero, me daba miedo.
—Vaya, vaya —dijo el Preceptor.
—De veras. ¿Puede usted decirme qué voy a encontrarme allí? ¡Lo ve! Nadie sabe nada. Las terribles leyendas de Izya, decenas de ellas, y nadie sabe nada. Bueno, están también los encantos de la vida de campaña. ¡Conozco bien esas expediciones! He participado en expediciones arqueológicas y de todo tipo…
Y aquí, como esperaba, el Preceptor intervino, con interés.
—Y en esas expediciones… cómo decirlo… ¿qué es lo más horrible, lo más desagradable?
A Andrei le encantaba aquella pregunta. Había preparado la respuesta desde mucho tiempo atrás, llegó a anotarla en una libreta, y posteriormente la había utilizado repetidas veces en conversaciones con diferentes chicas.
—¿Lo más terrible? —repitió, para ganar tiempo—. Lo más terrible es esto. Imagínese: la tienda de campaña, de madrugada, estamos en un desierto, no hay nadie, aúllan los lobos, hay tormenta y cae granizo… —Hizo una pausa y miró al Preceptor, que lo escuchaba atentamente, inclinado hacia delante—. Granizo, ¿entiende? Del tamaño de un huevo de paloma… Y de repente, hay que salir a hacer una necesidad.
La tensa espera dejó lugar en el rostro del Preceptor a una sonrisa algo confusa, y después se echó a reír.
—Qué cómico —dijo—. ¿Se te ocurrió a ti?
—Sí —dijo Andrei, orgulloso.
—Qué listo, muy cómico —el Preceptor volvió a reírse, moviendo la cabeza a un lado y a otro. Después se sentó en el butacón y se dedicó a contemplar el jardín—. Os lo pasáis bien aquí en el Cortijo Blanco —dijo.
Andrei se volvió y también contempló el jardín. La vegetación iluminada por el sol, una mariposa sobre las flores, los manzanos inmóviles, y a unos doscientos metros tras las lilas, los muros blancos y el techo rojo del chalet vecino. Y Van, enfundado en su larga bata blanca, caminando lentamente, sin prisas, detrás de su cortacésped, mientras su pequeño hijo lo acompaña, agarrado a la pierna de su pantalón y dando pasitos cortos.
—Sí, Van ha conseguido la paz —dijo el Preceptor—. Es posible que sea la persona más feliz de toda la Ciudad.
—Es muy posible —asintió Andrei—. En todo caso, no diría lo mismo sobre el resto de mis conocidos.
—Sí, sobre todo con el círculo de conocidos con que cuentas ahora —objetó el Preceptor—. Van es una excepción entre ellos. Yo me limitaría a decir que, en general, es una persona que pertenece a otro círculo. No al tuyo.
—Sí —pronunció Andrei, pensativo—. Y eso que alguna vez recogimos basura juntos, nos sentábamos a la misma mesa, bebíamos de la misma jarra…
—Cada cual recibe lo que se merece. —El Preceptor se encogió de hombros.
—O aquello que persigue —masculló Andrei.
—Lo puedes enunciar de esa manera. Si quieres, es lo mismo. Van siempre quiso estar en el escalón inferior. Oriente es Oriente. No podemos entenderlo. Y vuestros caminos se separaron para siempre.
—Lo más divertido es que él y yo seguimos llevándonos bien —dijo Andrei—. Tenemos cosas de qué hablar, cosas que recordar. Cuando estoy con él nunca me siento incómodo.
—¿Y él?
—No sé… —Andrei meditó unos momentos—. Pero lo más factible es que él sí se sienta incómodo. A veces me asalta de repente la impresión de que intenta con todas sus fuerzas mantenerse apartado de mí lo más posible.
—¿Y eso es lo más importante? —dijo el Preceptor mientras se estiraba, haciendo crujir los dedos—. Cuando Van está sentado contigo bebiendo vodka, y recordáis cómo era antes, él descansa, reconócelo. Y cuando te sientas con el coronel a beber escocés, ¿alguno de vosotros descansa?
—De descanso, nada —balbuceó Andrei—. Nada… Sencillamente, necesito al coronel. Y él me necesita a mí.
—¿Y cuando comes con Geiger? ¿Y cuando tomas cerveza con Dollfuss? ¿Y cuando Chachua te cuenta nuevos chistes por teléfono?
—Sí —dijo Andrei—. Es así. Exactamente.
—Creo que solo conservas tus anteriores relaciones con Izya, y esporádicas…
—Exacto —respondió Andrei—. Y esporádicas.
—¡No, es imposible hablar de descanso! —pronunció el Preceptor con decisión—. Imagínate: en este lugar está sentado el coronel, vicejefe del Estado Mayor general de vuestro ejército, un viejo aristócrata inglés de una distinguida familia. Y aquí está sentado Dollfuss, consejero de construcciones, que alguna vez fue un famoso ingeniero en Viena. Y su esposa, la baronesa, que procede de una familia de junkers prusianos. Y frente a ellos está Van, el conserje.
—Pues sí. —Andrei se rascó la nuca y soltó una risita—. Resulta una falta de tacto.
—¡No, no! Olvídate de la falta de tacto, al diablo con eso. Imagínate que Van estuviera presente. ¿Cómo se sentiría?
—Entiendo, entiendo —dijo Andrei—. Entiendo… ¡Todo eso no es más que un delirio! Mañana lo llamaré, beberemos juntos. Maylin y Selma nos prepararán algo sabroso, y le regalaré un revólver de cañón corto, tengo uno sin gatillo…
—¡Beberéis! —repitió el Preceptor—. Os contaréis algo de vuestras vidas, él tiene cosas que contarte y tú eres buen narrador, y además él no sabe nada sobre las ruinas de Pendjikent ni de Jarbaz. ¡Lo pasaréis muy bien! Hasta siento un poquito de envidia.
—Pues véngase con nosotros —dijo Andrei y se echó a reír.
—En mis pensamientos estaré con vosotros —respondió el Preceptor, riendo también.
En ese momento sonó el timbre de la puerta principal. Andrei miró el reloj: las ocho en punto.
—Seguro que es el coronel —dijo y se levantó de un salto—. Voy a abrirle.
—Por supuesto —dijo el Preceptor—. Y te ruego que, de aquí en adelante, no te olvides de que en la Ciudad hay cientos de miles de Van, pero solo veinte consejeros.
Se trataba del coronel. Siempre llegaba exactamente a la hora establecida, y por lo tanto era el primero. Andrei lo saludó en el recibidor con un apretón de manos y lo invitó a pasar al estudio. El coronel vestía de civil. El traje gris claro le sentaba maravillosamente, sus cabellos canosos y ralos estaban peinados con cuidado, sus zapatos brillaban, al igual que las mejillas, prolijamente afeitadas. Era más bien bajito, flaco y de buen porte, pero a la vez se le veía relajado, sin esa rigidez tan característica de los oficiales alemanes, de los que había muchísimos en el ejército.
Al entrar en el estudio se detuvo frente al tapiz, y con las manos resecas y delgadas entrelazadas a la espalda estuvo contemplando aquella maravilla púrpura en general, y las armas exhibidas sobre aquel fondo, en particular.
—¡Oh! —dijo y miró a Andrei con aprobación.
—Siéntese, coronel —dijo Andrei—. ¿Un habano? ¿Whisky?
—Muchas gracias —dijo el coronel, tomando asiento—. Unas gotas de estimulante no vendrían mal. —Se sacó la pipa del bolsillo—. Hoy ha sido un día absurdo. ¿Qué ha ocurrido en la plaza? Me dieron la orden de poner el cuartel en situación de alerta.
—Algún idiota que fue a buscar dinamita al almacén —dijo Andrei, mientras buscaba algo en el bar—, y no encontró un lugar mejor para tropezar que debajo de mi ventana.
—Entonces ¿no ha habido ningún atentado?
—¡Dios santo, coronel! —dijo Andrei, sirviendo el licor—. Al fin y al cabo, no estamos en Palestina.
El coronel soltó una risita burlona y tomó el vaso que le ofrecía Andrei.
—Tiene razón. En Palestina, semejantes incidentes no sorprendían a nadie. Por cierto, en Yemen tampoco.
—Entonces, ¿los han puesto en situación de alerta? —preguntó Andrei, sentándose frente al oficial con un vaso en la mano.
—Sí, imagínese. —El coronel bebió un sorbito, meditó un instante levantando las cejas, a continuación dejó el vaso con cuidado sobre la mesita del teléfono y se dedicó a llenar la cazoleta de la pipa. Tenía manos de anciano, de vello plateado, pero no temblaban.
—¿Y cuál era la auténtica disposición combativa de las tropas? —preguntó Andrei, mientras bebía también un sorbito.
El coronel volvió a soltar una risita burlona y Andrei sintió un súbito ataque de envidia: tenía muchas ganas de aprender a reírse de esa manera.
—Eso es secreto militar —dijo el coronel—. Pero a usted, se lo voy a contar. ¡Fue algo horrible! No he visto una cosa así ni siquiera en Yemen. ¡En Yemen! ¡Ni entre los culonegros de Uganda! Faltaba la mitad de los soldados del cuartel. La mitad de los presentes compareció sin armas. Los que llegaron con armas no tenían municiones, porque el jefe del polvorín se llevó las llaves para trabajar su hora correspondiente en la Gran Obra…
—Espero que esté bromeando —dijo Andrei.
El coronel encendió la pipa, y mientras dispersaba el humo con la mano miró a su anfitrión con sus incoloros ojos de anciano. Tenía innumerables arrugas en torno a los ojos, y parecía reír.
—Quizá haya exagerado un poco, pero juzgue usted mismo, consejero. Nuestro ejército ha sido creado sin un objetivo definido, solo porque una persona a la que ambos conocemos no concibe un estado organizado sin fuerzas armadas. Es obvio que, en ausencia de un adversario real, ningún ejército puede funcionar con normalidad. Se necesita por lo menos un adversario potencial. Desde el jefe del Estado Mayor general hasta el último cocinero, todo nuestro ejército está ahora imbuido de la idea de que todo este proyecto no es otra cosa que jugar a los soldaditos de plomo.
—¿Y si suponemos que, de todos modos, existe un adversario potencial?
—¡Entonces, señores políticos —contestó el coronel volviendo a sumirse en una nube de humo—, dígannos de quién se trata!
Andrei tomó otro trago de whisky y meditó unos momentos.
—Dígame, coronel, ¿el Estado Mayor general cuenta con planes operativos en caso de una invasión desde el exterior?
—Bueno, a eso yo no lo llamaría planes operativos. Imagínese, aunque sea, a su Estado Mayor general ruso en la Tierra: ¿cuenta acaso con planes operativos en caso de una invasión, digamos, procedente de Marte?
—Quién sabe —repuso Andrei—, estoy dispuesto a creer que hayan elaborado algo así…
—«Algo así» es lo que nosotros tenemos —explicó el coronel—. No esperamos una invasión desde arriba, y tampoco desde abajo. No consideramos la posibilidad de un ataque serio desde el sur, excluyendo, claro está, la posibilidad de que tuviera éxito una rebelión de los presidiarios que trabajan en los asentamientos, pero estamos preparados para ello… Queda el norte. Sabemos que durante el Cambio y con posterioridad a él, muchos partidarios del régimen anterior huyeron hacia el norte. Consideramos posible, al menos teóricamente, que ellos sean capaces de organizarse y de llevar a cabo algún acto diversivo, o incluso un intento de restaurar el viejo poder… —Inhaló profundamente, sacando un silbido de la pipa—. Pero ¿qué tiene que ver el ejército en eso? Es obvio que, en caso de que alguna de estas amenazas se materialice, solo se necesita la policía especial del señor consejero Rumer, y desde el punto de vista táctico, solo se requiere crear un cordón sanitario.
Andrei quedó en silencio unos momentos.
—Entonces, coronel —dijo después—, ¿quiere decir que el Estado Mayor general no está listo para enfrentarse a una invasión desde el norte?
—¿Habla de una invasión de marcianos? —dijo el coronel, pensativo—. No, no está preparado. Entiendo qué quiere decir usted. Pero no tenemos servicio de inteligencia. Simplemente, carecemos de datos al respecto. No sabemos qué ocurre a cincuenta kilómetros de la Casa de Vidrio. No contamos con mapas de las regiones septentrionales. —Se echó a reír, desnudando unos dientes largos y amarillentos—. El archivero de la Ciudad, el señor Katzman, puso a disposición del Estado Mayor general algo parecido a un mapa de esas regiones. Tengo entendido que fue él mismo quien lo confeccionó. Ese notable documento está guardado en mi caja fuerte. De él se saca la impresión de que el señor Katzman confeccionó esa carta mientras comía, y la manchó varias veces con sus bocadillos y le derramó el café encima.
—Sin embargo, coronel —dijo Andrei en tono de reproche—, mi consejería le entregó mapas bastante buenos.
—Sin duda, sin duda, consejero. Pero se trataba, sobre todo, de mapas de zonas habitadas de la Ciudad y de las regiones meridionales. Según el reglamento, el ejército debe mantener su disposición combativa en caso de desórdenes, y esos desórdenes pueden ocurrir precisamente en las zonas que hemos mencionado. De esa manera, el trabajo realizado por su consejería es indispensable, y gracias a usted, estamos preparados para enfrentarnos a desórdenes. Sin embargo, en lo tocante a una invasión… —El coronel negó con la cabeza.
—Si mal no recuerdo —dijo Andrei, con tono de misterio en la voz—, mi consejería no ha recibido ninguna solicitud del Estado Mayor general relativa a la cartografía de las regiones septentrionales.
El coronel lo miró unos instantes y la pipa se le apagó.
—Hay que decir —pronunció lentamente—, que esas solicitudes las enviamos directamente al presidente. Debo reconocer que las respuestas fueron del todo vagas… —Hizo otro silencio—. Entonces, consejero, ¿considera usted que, en bien de la causa, sería mejor si esas solicitudes se las enviáramos directamente a usted?
Andrei asintió.
—Hoy he comido con el presidente —contó—. Estuvimos hablando largo rato sobre este tema. Se ha tomado una decisión fundamental sobre la confección de mapas de las regiones septentrionales. Sin embargo, es indispensable la participación activa de especialistas militares. De oficiales operativos con experiencia… bueno, seguro que lo entiende.
—Lo entiendo —dijo el coronel—. Por cierto, ¿dónde consiguió esa Mauser, consejero? La última vez que vi semejante monstruo fue, si no me equivoco, en Batumi, en el año dieciocho…
Andrei se puso a contarle dónde y cómo había conseguido aquella Mauser, pero en ese momento se escuchó de nuevo el timbre de la puerta principal. Andrei se excusó y fue a abrir.
Tenía la esperanza de que se tratara de Katzman, pero contra todos sus deseos, el recién llegado era Otto Frijat, a quien Andrei no había invitado. Se le había pasado por alto. Siempre se le olvidaba Otto Frijat, aunque como jefe de administración y servicios de la Casa de Vidrio era una persona de enorme utilidad, quizá insustituible. Por cierto. Selma nunca se olvidaba de ello. Y, en esta ocasión, Otto le entregaba un curioso cestito, cubierto con una finísima servilleta de batista y un ramito de flores. Gentilmente, Selma le ofreció su mano y Otto la besó, chocando los talones y ruborizándose hasta las orejas con cara de total felicidad.
—¡Ah, querido amigo! —lo saludó Andrei—. ¡Qué bien que has venido!
Otto seguía siendo el mismo. Andrei pensó en ese momento que, entre todos los viejos amigos, Otto era el que menos había cambiado. En realidad, no había cambiado en absoluto. Era el mismo cuello de pollito, las mismas orejas enormes, la misma expresión de constante inseguridad en su cara pecosa. Y los mismos talones que chocaban. Vestía el uniforme azul de la policía especial y llevaba la medalla cuadrada al mérito.
—Muchísimas gracias por el tapiz —dijo Andrei, pasándole la mano por encima de los hombros y llevándolo al estudio—. Ahora te enseño cómo ha quedado… Verás qué envidia te da.
Sin embargo, al entrar en el estudio, Otto Frijat no se dedicó a morirse de envidia. Vio al coronel.
Otto Frijat, cabo del Volksturm, sentía por el coronel Saint James algo parecido a la adoración. En presencia del coronel perdía el habla, su cara se convertía en una sonrisa inmóvil y estaba dispuesto a chocar los talones en cualquier momento, continuamente y cada vez con más fuerza.
Le dio la espalda al tan alabado tapiz, se puso firme, sacó el pecho, pegó las palmas de las manos a la costura de los pantalones, sacó los codos e inclinó la cabeza con tal fuerza al saludar que el crujido de sus vértebras cervicales se escuchó en todo el estudio. El coronel se levantó para saludarlo y le tendió la mano con una sonrisa condescendiente. En la otra mano tenía el vaso.
—Me alegro de verlo… —pronunció—. Es un placer saludarlo, señor… humm…
—¡Cabo Otto Frijat, señor coronel! —chilló Otto fascinado, hizo una reverencia y rozó apenas los dedos del coronel—. ¡Es un honor presentarme ante usted!
—¡Otto, Otto! —lo regañó Andrei—. Aquí nadie tiene grados.
Otto soltó una risita lastimera, se sacó el pañuelo del bolsillo y estuvo a punto de enjugarse la frente, pero en ese momento se asustó y comenzó a guardarse el pañuelo, sin encontrar el bolsillo.
—Recuerdo, en El Alamein —dijo el coronel, bonachón—. Trajeron a mi presencia a un cabo alemán…
Se oyó nuevamente el timbre en el recibidor, y Andrei, excusándose otra vez, salió dejando al infeliz Otto en poder de aquel león británico que lo devoraría.
Se trataba de Izya. Besó a Selma en ambas mejillas y mientras a petición de ella se limpiaba los zapatos y se pasaba un cepillo por la ropa, llegaron juntos Chachua y Dollfuss con su esposa. Chachua arrastraba a la mujer por el brazo, y sobre la marcha le contaba chistes, mientras Dollfuss, con una sonrisa pálida, los seguía a cierta distancia. Parecía especialmente gris, incoloro y de poca importancia en comparación con el exuberante jefe de la consejería jurídica. Llevaba en cada brazo un impermeable grueso, por si la noche enfriaba.
—¡A la mesa, a la mesa! —los convocó Selma con su voz suave, dando palmaditas.
—¡Querida! —protestó la señora Dollfuss con su voz de contralto—. Tengo aún que acicalarme un poco.
—¿Para qué? —se asombró Chachua, haciendo girar sus ojos enrojecidos—. Semejante belleza, ¿tiene acaso que acicalarse? Según el artículo doscientos dieciocho del código de procedimiento penal, la ley lo impide…
Todos hablaban a la vez y Andrei no dejaba de sonreír. Junto a su oído izquierdo, Izya cloqueaba y se reía, contando alguna anécdota sobre el desorden universal en los cuarteles durante la alarma de combate ocurrida ese día, y junto al estirado Dollfuss hacía comentarios sobre los baños públicos y la tubería central del alcantarillado, que estaba a punto de atascarse si no se tomaban medidas. A continuación, todos entraron al comedor. Andrei los iba acomodando, y mientras lanzaba una serie continua de cumplidos y agudezas, vio de reojo cómo salía del estudio, sonriendo y guardándose la pipa en el bolsillo, el coronel. Solo. A Andrei se le encogió el corazón, pero al instante apareció el cabo Otto Frijat, que al parecer mantenía la distancia señalada en los reglamentos, cinco metros por detrás del de mayor graduación. Y, por supuesto, se oyó varias veces el choque de talones.
—¡Vamos a beber, a divertirnos! —rugió Chachua con voz gutural.
Cuchillos y tenedores comenzaron a tintinear. Después de meter con cierto trabajo a Otto entre Selma y la esposa de Dollfuss, Andrei ocupó su asiento y recorrió la mesa con la mirada. Todo estaba en perfecto orden.
—¡Imagínese, querida, en la alfombra quedó un agujero de este tamaño! ¡Eso fue en su huerto, señor Frijat, qué chico más guarro!
—Dicen que han fusilado a alguien delante de la formación, coronel.
—Y no olviden lo que les digo: el alcantarillado hundirá la Ciudad, precisamente el alcantarillado.
—¡Tan hermosa, y una copa tan pequeña!
—Otto, querido, no cojas ese hueso… ¡Aquí tienes un buen pedazo!
—No, Katzman, eso es secreto militar. Me basta con los disgustos que me dieron los judíos en Palestina…
—¿Vodka, consejero?
—Muchas gracias, consejero.
Y bajo la mesa, chocaban los talones.
Andrei bebió dos copas de vodka seguidas para coger impulso, comió con gusto y junto con todos los demás se puso a oír un brindis interminable y grosero de Chachua. Cuando finalmente quedó claro que el consejero de justicia levantaba su pequeñísima copa con enorme sentimiento no para regañar a los presentes por las perversiones sexuales enumeradas, sino solo para brindar «por mis más malvados e implacables enemigos, contra los que llevo toda la vida combatiendo y que siempre me han derrotado, precisamente las mujeres», Andrei se rio aliviado junto a todos los demás y se echó al coleto la tercera copa. La esposa de Dollfuss, totalmente exangüe, hipaba y sollozaba, cubriéndose la boca con una servilleta.
Todos se emborracharon enseguida.
—¡Sí, claro que sí! —se oía en el extremo más lejano de la mesa.
Chachua movía su enorme nariz sobre el espectacular escote de la esposa de Dollfuss, y hablaba sin hacer la menor pausa. La mujer suspiraba extenuada, lo apartaba con coquetería y recostaba su anchísima espalda sobre Otto, al que en dos ocasiones se le había caído el tenedor. Al lado de Andrei, Dollfuss había dejado en paz finalmente el alcantarillado y, presa de un entusiasmo inadecuado, contaba secretos de estado sin parar.
—¡Autonomía! —tronaba, con voz amenazadora—. Es la clave para la au… auto… autonomía… ¡La clórela! ¿La Gran Obra? No me hagáis reír. ¿De qué puñeteros dirigibles están hablando? ¡Clórela!
—Consejero, consejero —Andrei intentaba hacerlo entrar en razón—. ¡Por Dios! ¡No hay necesidad de que se enteren todos! Mejor cuénteme cómo anda la construcción del edificio de los laboratorios…
Los criados retiraban la vajilla sucia y traían platos limpios. Los entrantes se terminaron, enseguida servían el boeufbourguignon.
—¡Levanto mi pequeña copa…!
—¡Sí, claro que sí!
—¡Niño guarro! ¡Es imposible no amarlo!
—Izya, deja en paz al coronel. Coronel, ¿quiere que me siente a su lado?
—Catorce metros cúbicos de clórela no significan nada. ¡Autonomía!
—¿Whisky, consejero?
—Se lo agradezco, consejero.
En lo más ruidoso de la diversión, el rubicundo Parker apareció de pronto en el comedor.
—El señor presidente ruega que lo perdonen —comunicó—. Tiene una reunión urgente. Le manda un saludo cordial a la señora Voronin y al señor consejero, así como a todos sus invitados…
Obligaron a Parker a tomar un vaso de vodka, para lo cual hizo falta el más que insistente Chachua. Se brindó por el presidente y por el éxito de todas sus iniciativas. El nivel de voz bajó un poco, ya habían servido café con helado y licores. Otto Frijat, con ojos llorosos, se quejaba de sus fracasos sentimentales, mientras la esposa de Dollfuss le contaba a Chachua algo sobre su querida Konigsberg.
—¡Claro que sí! —respondía este, asintiendo con voz apasionada—. Lo recuerdo… El general Cherniajovski… Cinco días, arrasándolo todo a cañonazos…
Parker desapareció, afuera ya estaba oscuro. Dollfuss bebía una taza de café tras otra, y desplegaba ante Andrei proyectos fantasmagóricos de reconstrucción de los barrios septentrionales. El coronel le contaba un chiste a Izya.
—Lo condenaron a diez días por gamberrismo y a diez años de trabajos forzados por revelar secretos de estado.
—¡Pero es un chiste viejo, Saint James, allá contaban eso de Jruschov! —respondía Izya mientras se reía, rugía y salpicaba de saliva a todos.
—¡Otra vez la política! —se quejaba Selma, ofendida. Había logrado meterse entre Izya y el coronel, y el viejo militar le acariciaba paternalmente la rodilla.
De repente, la tristeza se apoderó de Andrei. Se excusó sin dirigirse a nadie, se levantó y, con las piernas entumecidas, se dirigió al estudio. Entró, se sentó en el antepecho de la ventana, encendió un cigarrillo y se puso a contemplar el jardín.
Fuera reinaba la negra oscuridad, las ventanas del chalet vecino brillaban, iluminadas, más allá de las hojas negras de los arbustos de lilas. La noche era cálida, las luciérnagas se desplazaban por el césped.
«Y mañana, ¿qué? —pensó Andrei—. Me voy en esa expedición, exploro, traigo un montón de armas de allí, las limpio, las cuelgo… ¿y qué más?»
En el comedor seguían gritando.
—¿Conoce este, coronel? —se oía la voz de Izya—. El mando aliado promete veinte mil al que le traiga la cabeza de Chapaiev…
Y Andrei recordó al momento cómo terminaba el chiste.
—¿Chapaiev? —preguntó el coronel—. Ah, el oficial de caballería ruso. Pero creo que más tarde lo fusilaron, ¿no?
—«Y por la mañana a Katia la despertó su mamá… —empezó a cantar Selma de repente con voz chillona—. Levántate ahora, Katia. Que los barcos no se irán…»
—«Yo te he traído flores… —la interrumpió el rugido de Chachua—. Ay, qué flores más bonitas… Pero tú no las has cogido… Dime por qué, por qué, por qué…»
Andrei cerró los ojos y de repente, con un agudo ataque de nostalgia, se acordó del tío Yura. Tampoco estaba allí Van… «¿Qué falta me hace ese idiota de Dollfuss?» Estaba rodeado de fantasmas.
En el sofá estaba Donald, con su sombrero tejano tan trajinado. Cruzaba una pierna sobre la otra y se agarraba la rodilla puntiaguda con los dedos de las manos, fuertemente entrelazadas. «Al marcharte, no te entristezcas, al venir no te alegres…» Y tras el escritorio se encontraba Kensi, en su viejo uniforme de policía, acodado allí, con la quijada reposando sobre el puño. Miraba a Andrei sin condenarlo, pero en aquella mirada tampoco había calidez. Y el tío Yura le palmeaba la espalda a Van, mientras le decía: «No importa, Vania, no te pongas triste, te haremos ministro, te moverás en limusina…». Y sintió un olor conocido, que le causaba una nostalgia insoportable, a tabaco negro, sudor saludable y aguardiente casero. Tomó aliento con dificultad, se frotó las mejillas entumecidas y volvió a contemplar el jardín.
En el jardín se erguía el Edificio.
Estaba entre los árboles, de manera sólida y natural, como si siempre hubiera estado allí y tuviera la intención de seguir estando hasta el final de los tiempos, rojo, de ladrillos, con sus cuatro pisos, y como aquella vez las ventanas del piso de abajo tenían bajadas las persianas y la azotea estaba cubierta por planchas de metal galvanizado, una escalera de cuatro escalones de piedra llevaba a la puerta principal, y junto a la única chimenea se elevaba una extraña antena en forma de cruz. Pero entonces todas las ventanas estaban a oscuras, y en alguna del piso inferior no había persiana, los cristales estaban muy sucios, rajados, sustituidos a veces por torcidas chapas de madera, otros con franjas de papel pegadas en cruz. Y no se oía la música solemne y fúnebre; del Edificio, como una niebla invisible, brotaba un silencio pesado y algodonoso.
Sin meditar ni un segundo. Andrei pasó una pierna al otro lado de la ventana y saltó al jardín, a la hierba blanda y tupida. Se acercó al Edificio espantando las luciérnagas, metiéndose cada vez más profundo en aquel silencio muerto, sin apartar los ojos del conocido picaporte de latón en la puerta de roble, solo que ahora el picaporte no brillaba y estaba cubierto de manchas verdosas.
Subió al descansillo y miró a su alrededor. Por las ventanas bien iluminadas del comedor se veían sombras humanas que daban saltos extraños y se contorsionaban, se oía débilmente música bailable, acompañada aún por el tintineo de cuchillos y tenedores. Rechazó todo aquello con un ademán, se volvió y agarró el picaporte húmedo. El recibidor estaba en semipenumbra, el aire era húmedo y estancado, el colgador sobresalía en un rincón, desnudo como un árbol seco y muerto. En las escaleras de mármol no había alfombra ni varillas metálicas, solo quedaban allí los aros verdosos, antiguas colillas amarillentas y un poco de basura indefinida sobre los peldaños. Pisando con fuerza, sin oír nada que no fuera sus pasos y su respiración, subió lentamente al piso superior.
El hogar, donde no habían encendido fuego desde hacía tiempo, olía a chamusquina rancia y amoníaco; algo se revolvía allí de manera casi inaudible. El enorme salón estaba igual de frío y junto al suelo soplaba una corriente de aire, desde el techo invisible colgaban unos trapos negros y polvorientos, las huellas de humedad brillaban en las paredes de mármol, al lado de unas manchas oscuras, sospechosas y desagradables. El oro y la púrpura habían desaparecido y los bustos de yeso, mármol, bronce y oro lo miraban con sus ojos ciegos y luctuosos a través de jirones de telarañas. El parqué chirriaba bajo los pies y cedía a cada paso, en el suelo sucio se veían cuadrados de luz lunar y un pasillo, en el que Andrei nunca había estado antes, se perdía a lo lejos. Y de repente, una manada de ratas pasó corriendo entre sus pies y desapareció entre chillidos y empujones por el pasillo hasta desaparecer en la oscuridad.
«¿Dónde están todos ellos? —pensó Andrei mientras avanzaba por el pasillo—. ¿Qué les ha ocurrido? —pensó, mientras descendía a las entrañas silenciosas del Edificio por una escalera metálica que retumbaba—. ¿Cuándo habrá ocurrido?», pensó mientras pasaba de una habitación a otra, aplastando bajo los pies trozos de revoque, pedazos de vidrio y fango cubierto por pequeñas colinas de moho. Se percibía el olor dulzón de la descomposición, en algún lugar se oían caer gotas de agua, una tras otra, y en las paredes sin tapizar había enormes cuadros oscuros en los que no se podía distinguir nada.
«Aquí ahora, eso se quedará así para siempre —pensó Andrei—. Qué habré hecho yo, qué habremos hecho para que ahora este lugar se quede así por siempre. No volverá a cambiar de ubicación, permanecerá eternamente en este sitio, se pudrirá y se destruirá como cualquier casa vetusta y, finalmente, lo arrasarán con bolas de hierro, quemarán la basura y los ladrillos calcinados serán llevados al basurero. ¡No queda ni una voz! En general, ni un sonido, solo las ratas desesperadas chillan por los rincones.»
Vio un enorme armario sueco con una puerta de persianas, y recordó que tenía un armario igual en su pequeña habitación, seis metros cuadrados con una ventana que daba a un patio interior, junto a la cocina. El armario estaba lleno de periódicos viejos, de carteles enrollados que su padre coleccionaba antes de la guerra, y de otros papeles inútiles… Y cuando la ratonera le destrozó el hocico a una enorme rata, el animal había logrado esconderse en aquel armario y durante mucho tiempo estuvo allí revolviéndose, y por las noches Andrei temía que le cayera en la cabeza. Una vez cogió unos binoculares, y desde lejos, desde el antepecho de la ventana, vigiló qué ocurría allí entre los papeles. Lo que vio (o lo que le pareció ver) eran unas orejas que asomaban, una cabecita gris y, en lugar del hocico, una burbuja enorme, brillante, como lacada. Fue tan horrible que huyó de un salto de su habitación y estuvo largo rato sentado sobre un cofre en el pasillo, sintiéndose débil y con ganas de vomitar. Estaba solo en el piso, no tenía que avergonzarse ante nadie, pero su terror lo avergonzaba y finalmente se levantó, fue al salón y puso «Río Rita» en el fonógrafo. Y a los pocos días, en su habitación pequeña apareció un olor nauseabundo y dulzón, exactamente igual que aquí.
En un salón abovedado, profundo como un pozo, encontró de modo inesperado un enorme órgano con su fila de tubos metálicos, muerto desde hacía tiempo, frío y mudo como un cementerio abandonado de música. Y junto al órgano, al lado del sillón del organista, yacía hecho un guiñapo un hombrecito, envuelto en una manta harapienta, y junto a su cabeza brillaba una botella vacía de vodka. Andrei se dio cuenta de que todo había terminado definitivamente y se apresuró en busca de la salida.
Al bajar a su jardín vio a Izya, que estaba muy borracho, y particularmente alborotado y desaliñado. Estaba de pie, balanceándose, con una mano apoyada en el tronco de un manzano, mirando el Edificio. Sus dientes, que asomaban en su sonrisa inmóvil, brillaban en la semipenumbra.
—Es todo —dijo Andrei—. El final.
—¡El delirio de la conciencia perturbada! —masculló Izya, confuso.
—Solo hay ratas —dijo Andrei—. Podredumbre.
—El delirio de la conciencia perturbada —repitió Izya y soltó una risita.