SEGUNDA PARTE Juez de instrucción

UNO

De repente, a Andrei comenzó a dolerle horriblemente la cabeza. Asqueado, aplastó la colilla en el cenicero y abrió el cajón central de la mesa para comprobar si tenía algún analgésico. Nada. Sobre varios papeles viejos reposaba una enorme pistola del ejército, por los rincones asomaba material de oficina metido en cajitas de cartón ajadas, restos de lápices, hebras de tabaco y varios cigarrillos partidos. Aquello solo servía para que la jaqueca empeorara. Andrei volvió a cerrar el cajón, apoyó la cabeza en las manos cubriéndose los ojos, y a través del espacio entre los dedos se dedicó a mirar a Peter Block.

Peter Block, conocido también como Coxis, estaba sentado en un taburete a cierta distancia, con las manos rojizas cruzadas sobre las rodillas con aire de resignación, pestañeando con indiferencia y relamiéndose de cuando en cuando. Era obvio que no le dolía la cabeza, pero seguramente quería beber algo. Y también fumar, con toda probabilidad. A Andrei le costó trabajo apartar las manos de la cara. Se sirvió un poco de agua tibia del botellín y se bebió medio vaso sobreponiéndose a un leve espasmo. Peter Block volvió a relamerse. Sus ojos grises seguían vacíos, sin expresión. Lo único que se movía era su enorme nuez, que primero descendía mucho y después subía casi hasta el mentón dentro del pescuezo flaco y algo sucio que asomaba por el cuello abierto de la camisa.

—¿Y entonces? —preguntó Andrei.

—No sé —respondió Coxis con voz ronca—. No recuerdo nada por el estilo.

«Canalla —pensó Andrei—, bestia.»

—¿Cómo que no recuerda? —dijo—. Robó en la tienda del callejón de la Lana: recuerda cuándo se metió allí y con quién. Muy bien. Hizo un trabajito en el Café Dreyfus, y también recuerda cuándo y con quién. Pero lo de la tienda de verduras de Hofstatter se le ha olvidado quién sabe por qué. Y ese fue su último trabajo, Block.

—No lo sé, señor juez de instrucción —objetó Coxis con un tono obsequioso que daba náuseas—. Perdone, pero alguien me está calumniando. Nosotros decidimos dejarlo después de lo del Café Dreyfus escogimos el camino de la rehabilitación plena y el trabajo honesto, y eso quiere decir que no he cometido ningún acto semejante.

—Hofstatter lo ha reconocido.

—Le pido mil perdones, señor juez de instrucción. —Entonces había una definida nota de ironía en la voz de Coxis—. Pero el señor Hofstatter está chiflado, eso lo sabe todo el mundo. Tiene un gran lío en la cabeza. Estuve en su tienda, eso no lo niego, fui a comprar patatas, cebollas quizá… Ya me había dado cuenta de que no le funcionaba bien el coco, y perdóneme, pero si hubiera tenido la menor idea de cómo iba a acabar todo esto no hubiera vuelto por ahí, mire las desgracias que se busca uno…

—La hija de Hofstatter también lo ha identificado. Usted personalmente la amenazó con un cuchillo.

—No ocurrió nada semejante. Lo que pasó fue muy diferente. Ella fue la que me pegó un cuchillo a la garganta, ¡así fue! Una vez me acorraló en la trastienda, y a duras penas pude huir. Es una maníaca sexual, todos los hombres que viven cerca de ella se pasan la vida escondidos. —Coxis volvió a relamerse—. Ella me dijo que fuera a la trastienda, que escogiera yo mismo las lechugas…

—Eso ya lo he oído. Mejor cuénteme de nuevo dónde estuvo la madrugada del veinticuatro al veinticinco. Con todo detalle, empezando por el momento en que desconectaron el sol.

—Fue así —comenzó a narrar Coxis, levantando los ojos al techo—. Cuando el sol se apagó, yo estaba en la cervecería que se encuentra en la esquina de Tricota y la Segunda, jugando a las cartas. Después, Jake Leaver me invitó a otra cervecería, nos fuimos, por el camino decidimos pasar por casa de Jake: queríamos llevar a su parienta, pero nos quedamos allí y nos pusimos a beber. Jake se emborrachó y su parienta se acostó a dormir y me echó. Me iba a casa a dormir, pero había bebido demasiado y por el camino me enzarcé con tres tipos que también estaban borrachos, no conozco a ninguno de ellos, nunca en mi vida los había visto. Me zurraron de tal manera que no recuerdo nada más: por la mañana me desperté junto al precipicio, logré llegar a mi casa a duras penas. Me acosté a dormir y en ese momento vinieron a por mí.

Andrei hojeó el expediente y encontró el certificado médico. El papel estaba manchado de grasa.

—Lo único que certifican aquí es que usted estaba borracho. La revisión médica no indica que usted presentara huellas de golpes. No se detectaron en su cuerpo señales de una paliza.

—Eso quiere decir que los muchachos trabajaron con cuidado —dijo Coxis, en tono de aprobación—. Eso quiere decir que llevaban calcetines llenos de arena… Todavía me duelen las costillas… y se niegan a llevarme al hospital. Si estiro la pata aquí, tendrán que responder por ello.

—Durante tres días no le ha dolido nada, y tan pronto le muestro el certificado le empiezan los dolores.

—¿Cómo que no me dolía nada? Me dolía tanto que no tenía fuerzas, y como se me ha acabado la paciencia he empezado a quejarme.

—No siga mintiendo, Block —pronunció Andrei con cansancio—. Lo oigo y me dan ganas de vomitar.

Aquel tipo inmundo le daba náuseas. Un bandido, un gángster, lo habían atrapado con las pruebas y no quería confesar de ninguna manera… «Lo que pasa es que no tengo experiencia. Los otros hacen confesar a estos tipos en un visto y no visto…» Y, mientras tanto. Coxis suspiró amargamente, hizo una mueca lastimera, puso los ojos en blanco, gimió un par de veces y se deslizó en la silla, al parecer con la intención de escenificar un desmayo convincente para que le dieran un vaso de agua y lo enviaran a dormir a la celda. A través del espacio entre los dedos Andrei contemplaba con odio aquellas manipulaciones repulsivas.

«Atrévete a intentarlo —pensó—. Si se te ocurre vomitar en el piso de mi despacho, te haré limpiarlo todo con el secante, hijo de perra…»

Se abrió la puerta y el juez superior de instrucción Fritz Geiger hizo su entrada con paso seguro. Después de examinar con una mirada indiferente al encorvado Coxis, se acercó a la mesa y se sentó de lado sobre los papeles. Sin pedirlo, sacó varios cigarrillos del paquete de tabaco de Andrei, se metió uno entre los labios y guardó el resto en una fina pitillera de plata. Andrei encendió una cerilla, Fritz pegó la primera calada y le dio las gracias con un movimiento de cabeza. Soltó un chorro de humo hacia el techo.

—El jefe me ha dado la orden de que me ocupe del caso de los Ciempiés Negros —dijo, en voz baja—, si no tienes nada en contra, por supuesto. —Bajó más la voz y arrugó los labios en un gesto significativo—. Parece que el Fiscal General le dio un buen repaso al jefe. Está citando a todo el mundo en su despacho para soltarle una arenga. Pronto te llegará el turno…

Dio otra calada y miró a Coxis. El detenido, que había estirado el pescuezo para saber de qué susurraban los instructores, se encogió al momento y dejó escapar un gemido lastimero.

—Parece que has terminado con este, ¿verdad? —preguntó Fritz. Andrei negó con la cabeza. Le daba vergüenza. En los últimos diez días, era la segunda vez que Fritz acudía a retirarle un caso—. ¿De veras? —se asombró Fritz. Durante varios segundos examinó a Coxis, como valorándolo, y después dijo, a media voz—: ¿Me permites? —Y, sin aguardar respuesta, se apeó de un salto de la mesa—. ¿Todavía te duele? —preguntó, compasivo.

Coxis gimió, asintiendo.

—¿Quieres tomar agua?

Coxis gimió nuevamente y tendió una mano temblorosa.

—Y seguro que también quieres fumar, ¿verdad?

Coxis entreabrió un ojo, desconfiado.

—¡Pobrecillo, todavía le duele! —dijo Fritz en voz alta, sin volverse hacia Andrei—. Si da lástima ver cómo sufre este pobre hombre. Le duele aquí… y también aquí… y aquí…

Mientras repetía estas palabras con diferente entonación, hacía unos movimientos rápidos e incomprensibles con la otra mano, la que quedaba libre del cigarrillo, y los lastimeros gemidos de Coxis se convirtieron de súbito en graznidos y exclamaciones de sorpresa, y su rostro palideció.

—¡De pie, canalla! —gritó Fritz de repente, con toda la fuerza de sus pulmones, y retrocedió un paso.

Coxis se levantó de un salto, y en ese momento Fritz le propinó un violento gancho al estómago. El detenido se dobló, y Fritz le pegó un golpe feroz en la mandíbula, con la mano abierta, de abajo hacia arriba. Coxis se balanceó hacia atrás, hizo caer el taburete y se desplomó de espaldas.

—¡Levántate! —rugió Fritz de nuevo.

Coxis trataba de levantarse del suelo entre jadeos y sollozos. Fritz llegó a su lado de un salto, lo agarró por el cuello de la camisa y de un tirón lo obligó a ponerse de pie. En ese momento, el rostro de Coxis estaba blanco con tonos verdosos, los ojos enloquecidos se le salían de las órbitas y sudaba copiosamente.

Andrei, con un gesto de asco, bajó la vista y se puso a buscar un cigarrillo en el paquete con dedos temblorosos. Tenía que hacer algo, pero no sabía qué. Por una parte, los actos de Fritz eran inhumanos y viles, pero por otra parte aquel bandido cínico, aquel salteador que se burlaba descaradamente de la justicia, aquel forúnculo en el cuerpo de la sociedad no era menos inhumano y vil…

—Me parece que no estás satisfecho con el trato que recibes —decía en ese momento Fritz, con voz obsequiosa—. Creo que hasta tienes intención de quejarte. Pues mi nombre es Friedrich Geiger, el juez superior de instrucción Friedrich Geiger…

Andrei se obligó a sí mismo a levantar los ojos. Coxis estaba de pie, erguido, con el cuerpo algo echado hacia atrás, y Fritz se encontraba a su lado, con las manos en la cintura y levemente inclinado hacia el detenido.

—Puedes quejarte, conoces a mis jefes actuales. ¿Y sabes quién era mi jefe anteriormente? Cierto Reichsfuhrer de las SS, de nombre Heinrich Himmler. ¿Has oído alguna vez ese apellido? ¿Sabes dónde trabajaba yo anteriormente? ¡En una institución llamada Gestapo! ¿Y sabes por qué era yo famoso en esa institución?

Sonó el teléfono. Andrei levantó el auricular.

—Juez de instrucción Voronin al habla —dijo, entre dientes.

—Soy Martinelli —respondió una voz grave con un leve jadeo—. Venga a mi despacho, Voronin. De inmediato.

Andrei colgó el teléfono. Se daba cuenta de que le darían un buen repaso en el despacho del jefe, pero se alegraba de salir de su despacho en ese momento, de irse lo más lejos posible de los ojos dementes de Coxis, de la feroz quijada de Fritz, de la densa atmósfera de la mazmorra. Por qué había tenido que mencionar la Gestapo… a Himmler…

—El jefe me convoca a su despacho —dijo, con una voz extraña y chirriante, abrió maquinalmente el cajón y se guardó la pistola en la cartuchera, según el reglamento.

—Suerte —replicó Fritz, sin volverse—. Yo me quedo aquí.

Andrei caminó hacia la puerta acelerando el paso y salió al pasillo como una bala. Bajo los arcos sombríos había un silencio fresco y perfumado. Sobre un largo banco de madera, custodiados por un alguacil de mirada severa, estaban sentados, inmóviles, varios individuos desastrados de sexo masculino. Andrei pasó por delante de una serie de puertas cerradas que daban a las salas de interrogatorio, dejó atrás el descansillo de la escalera donde varios jueces de instrucción jovencitos, de la última leva, fumaban emboquillados y se contaban mutuamente sus casos, subió al tercer piso y llamó a la puerta del despacho del jefe.

Martinelli tenía una expresión sombría. Sus gruesos cachetes colgaban, sus escasos dientes asomaban amenazantes, respiraba por la boca con dificultad y miraba a Andrei de reojo.

—Siéntese —gruñó.

Andrei se sentó, se puso las manos sobre las rodillas y clavó la vista en la ventana, protegida por una reja. Al otro lado del cristal había una oscuridad impenetrable. Eran alrededor de las once de la noche, pensó. Cuánto tiempo había perdido con ese canalla…

—¿Cuántos casos lleva? —preguntó el jefe.

—Ocho.

—¿Cuántos tiene la intención de cerrar al término del trimestre?

—Uno.

—Muy mal. —Andrei permaneció en silencio—. Trabaja mal, Voronin. ¡Muy mal! —dijo el jefe, jadeando. Sufría debido a la falta de aire.

—Lo sé —dijo Andrei, sumiso—. No acabo de cogerle el tranquillo.

—¡Ya es hora! —el jefe levantó la voz, hasta llegar casi a un ronco silbido—. Con el tiempo que lleva trabajando aquí y únicamente ha cerrado tres tristes casos. No está cumpliendo con su deber ante el Experimento, Voronin. Y eso que tiene de quién aprender, a quién preguntar. Fíjese, por ejemplo, en cómo trabaja ese amigo suyo, le hablo de… eh… quiero decir, Friedrich… eh… Tiene sus defectos, claro está, pero usted no tiene por qué copiar sus defectos. Puede aprender de sus virtudes, Voronin. Ambos llegaron juntos aquí, y él ya ha cerrado once casos.

—Yo no puedo trabajar así —dijo Andrei, con aire lúgubre.

—Aprenda. Hay que aprender. Todos aprendemos. Ese… Friedrich tampoco vino aquí después de terminar los cursos de jurisprudencia, y trabaja, bastante bien, por cierto. Ya es juez superior de instrucción. Existe la opinión de que ha llegado el momento de nombrarlo vicejefe del sector de delitos comunes… Sí. Pero no estamos satisfechos con usted, Voronin. Por ejemplo, ¿cómo avanza el caso del Edificio?

—De ninguna manera —dijo Andrei—. Eso no es un caso, es un absurdo, puro misticismo…

—¿Cómo algo puede ser místico si hay declaraciones de testigos? Hay víctimas. ¡Desaparece gente, Voronin!

—No entiendo cómo se puede instruir un caso que se basa en leyendas y rumores —dijo Andrei con expresión sombría.

El jefe tosió, tenso, con un sonido sibilante.

—Hay que mover las neuronas, Voronin. Rumores, leyendas, es verdad. Un aura de misticismo, es verdad. ¿Y para qué? ¿Quién se beneficia? ¿De dónde parten los rumores? ¿Quién los genera? ¿Quién los difunde? ¿Con qué objetivo? Y, lo fundamental, ¿adónde va a parar la gente? ¿Me ha entendido, Voronin?

—Lo entiendo, jefe —dijo Andrei, haciendo acopio de valor—. Pero no estoy a la altura de ese caso. Prefiero ocuparme solo de delitos comunes. La ciudad está llena de delincuentes…

—¡Y yo prefiero cultivar tomates! —dijo el jefe—. Adoro los tomates, pero aquí no se consiguen a ningún precio. Usted está trabajando, Voronin, y a nadie le importa cuáles son sus preferencias: le han asignado el caso del Edificio: tenga la bondad de investigarlo. Ya veo que no sabe hacerlo. En otras circunstancias, no le hubiera asignado ese caso. Pero en las actuales, se lo asigno. ¿Por qué? Porque usted es uno de los nuestros, Voronin. Porque usted no está aquí de paso, sino en el combate. Porque no vino aquí por egoísmo, sino en aras del Experimento. No hay mucha gente así, Voronin. Y por eso, ahora voy a contarle algo que un funcionario de su nivel no tiene por qué saber.

El jefe se recostó en el asiento y permaneció callado unos momentos, con una mueca en la cara mientras su pecho seguía silbando.

—Combatimos con gángsters, delincuentes y bribones, eso lo sabe todo el mundo, es algo necesario. Pero ellos no constituyen el peligro número uno, Voronin. En primer lugar, aquí existe un fenómeno de la naturaleza llamado Anticiudad. ¿Lo ha oído mentar? No, no lo ha oído. Y eso es correcto. No debía haberlo oído. ¡Y que nadie vaya a oírlo de sus labios! Es un secreto oficial con mayúsculas. Anticiudad. Hay informes de que hacia el norte existen algunos asentamientos, uno, dos, varios, no se sabe. Pero ellos lo saben todo de nosotros. Es probable que se trate de una invasión. Muy peligroso. El fin de nuestra ciudad. El fin del Experimento. Hay espionaje, intentos de sabotaje, maniobras diversivas, difusión de rumores para desmoralizar y crear el pánico. ¿Entiende la situación, Voronin? Veo que sí. Otra cosa. Aquí mismo, en la ciudad, junto a nosotros, entre nosotros, viven personas que no han venido en aras del Experimento, sino por otros motivos más o menos basados en la codicia. Nihilistas, gente que está en un exilio interior, elementos descreídos, anarquistas… Entre ellos hay pocos elementos activos, pero hasta los pasivos son peligrosos. La subversión moral, la negación de los ideales, los intentos de azuzar a un estrato de la población contra otro, el escepticismo destructivo. Un ejemplo: alguien a quien usted conoce, un tal Katzman…

Andrei se estremeció. El jefe lo miró con dureza a través de sus párpados hinchados y quedó callado un instante.

—Iosif Katzman —prosiguió—. Un individuo curioso. Tenemos informes de que viaja al norte con frecuencia, pasa allí cierto tiempo y después regresa. Además, no cumple con su trabajo, pero eso no es asunto nuestro. Qué más hay. Las conversaciones. Usted debe estar al tanto de eso.

Andrei asintió involuntariamente, pero se dio cuenta y puso cara de póker.

—Lo más importante para nosotros: lo han visto cerca del Edificio. En dos ocasiones. Una vez lo vieron salir de allí. Supongo que he tomado un ejemplo valioso y lo he relacionado adecuadamente con el caso del Edificio. Hay que investigar ese caso, Voronin. Ahora no puedo asignarle ese caso a nadie más. Hay gente tan fiel como usted, y mucho más hábiles, pero están ocupados. Es todo. No tengo nada más que decirle. Y vaya con la cabeza bien alta. Investigue el caso del Edificio a marchas forzadas, Voronin. Trataré de quitarle el resto de los casos. Venga a mi despacho mañana, a las dieciséis cero cero, y presénteme su plan de investigación. Está libre.

Andrei se levantó.

—¡Ah! Un consejo. Le recomiendo que preste atención al caso de las Estrellas Fugaces. Estúdielo con cuidado. Quizá haya alguna relación. Quien se ocupa ahora de ese caso es Chachua, vaya a verlo, revise el expediente. Consulte con él.

Andrei se inclinó con torpeza y se dirigió a la salida.

—¡Una cosa más! —dijo el jefe, y Andrei se detuvo junto a la puerta—. Tenga en cuenta que el Fiscal General está especialmente interesado en el caso del Edificio. ¡Especialmente! Así que, además de usted, alguien de la fiscalía se va a ocupar del caso. Trate de no cometer omisiones que tengan que ver con sus inclinaciones personales, y no se exceda. Está libre, Voronin.

Andrei cerró la puerta a sus espaldas y se recostó en la pared. Sentía dentro de sí un vacío poco claro, cierta indefinición. Esperaba una riña, una sacudida de los jefes, el despido quizá o el traslado a la policía. Pero en lugar de eso, era como si lo hubieran elogiado, lo hubieran seleccionado entre sus colegas para confiarle un caso que se consideraba de primordial importancia. Solo un año atrás, cuando todavía era basurero, las llamadas de atención en el trabajo lo hubieran hecho sentirse muy mal, y las misiones importantes lo hubieran elevado a la cima de la alegría y al entusiasmo más febril. Pero entonces sentía por dentro un crepúsculo indefinido, y trataba de entenderse a sí mismo con el mayor cuidado, y de paso, descubrir las complicaciones y molestias inevitables que sin duda surgirían en estas nuevas circunstancias.

«Izya Katzman. Charlatán. Siempre parloteando. Lengua malvada, venenosa. Cínico. Y al mismo tiempo, y eso es imposible negarlo, no tiene nada suyo, es bondadoso, desinteresado hasta el absurdo, y en la vida cotidiana está indefenso… Pero el caso del Edificio. Y la Anticiudad. Demonios… Bien, lo investigaremos.»

Regresó a su despacho y sintió cierta perplejidad al encontrarse allí a Fritz, sentado tras su mesa, fumando un cigarrillo y revisando con atención sus casos, que había sacado de la caja fuerte.

—¿Qué, te han dado un buen repaso? —preguntó, levantando la mirada hacia Andrei.

Este, sin responder, cogió un cigarrillo, lo encendió y le dio varias caladas. Después miró a su alrededor buscando dónde sentarse, y vio el taburete vacío.

—¿Y dónde está ese tipo?

—En el calabozo —respondió Fritz, despectivo—. Lo mandé a pasar la noche en el calabozo y ordené que no le dieran de comer, de beber ni de fumar. Lo confesó todito, hasta el menor detalle, y además dio los nombres de otros dos, de los que no sabíamos nada. Pero es bueno darle una lección a ese llorón. El acta… —Cambió de lugar varias carpetas—. Yo mismo la grapé al expediente, ya la encontrarás. Lo puedes enviar mañana a la fiscalía. Me contó algo curioso, quizá pueda utilizarlo en alguna ocasión…

Andrei fumaba y contemplaba aquella cara larga y bien cuidada, los ojos claros e inquietos. Admiraba involuntariamente los movimientos seguros de aquellas manos grandes, masculinas de verdad. Fritz había crecido en los últimos tiempos. En él no quedaba ya casi nada de aquel suboficial estirado. El descaro brutal había dejado paso a una seguridad en sí mismo bien definida, ya no lo enojaban las bromas, no se quedaba pasmado y no se comportaba como un asno. En una época comenzó a visitar a Selma, pero provocaron un escándalo; Andrei le dijo un par de cosas. Y Fritz se apartó tranquilamente.

—¿Qué me miras? —preguntó Fritz, bonachón—. ¿No te recuperas del enema? Pues no es nada, amigo, un enema puesto por la superioridad es una fiesta del corazón para el subordinado.

—Oye —dijo Andrei—, ¿con qué objetivo armaste toda esa escena? Himmler, la Gestapo… ¿Qué, se trata de algún método nuevo de investigación?

—¿Escena? —Fritz levantó la ceja derecha—. Amigo, eso funciona como un cañón. —Cerró el expediente abierto y salió de detrás de la mesa—. Me asombra que no lo hayas utilizado. Te aseguro que si le hubieras dicho que habías trabajado en la Cheka o en la GPU, y hubieras sacudido delante de su nariz unas tijeras, ese bribón te hubiera dado un beso… Oye, me llevo algunos casos tuyos, tienes aquí una montaña tal que no podrás rebajarla ni en un año. Así que me los llevo y después me lo compensas de alguna manera.

Andrei lo miró agradecido y Fritz le respondió con un guiño amistoso. Era un tipo trabajador ese Fritz. Y un buen camarada. Quién sabe si sería así como habría que trabajar. ¿Por qué hay que ser delicado con esa escoria? Es verdad, en Occidente les han dado un susto de muerte habiéndoles de los sótanos de la Cheka, y con la carroña asquerosa como el tal Coxis cualquier medio es bueno…

—¿Quieres hacerme alguna pregunta? ¿No? Entonces me marcho. —Se metió las carpetas bajo el brazo y salió de detrás de la mesa.

—¡Sí! —Andrei cayó en cuenta—. Oye, ¿no te llevarás el caso del Edificio? ¡Déjamelo!

—¿El caso del Edificio? Querido amigo, mi altruismo no llega tan lejos. Del caso del Edificio ocúpate tú mismo, como…

—Ajá —dijo Andrei, en tono serio y decidido—. Yo mismo… A propósito —recordó—, ¿qué caso es ese, el de las Estrellas Fugaces? El nombre me suena, pero no tengo la menor idea de qué se trata, ni de qué son esas estrellas.

—Hay un caso con ese nombre —dijo Fritz con la frente llena de arrugas, mirando a Andrei con curiosidad—. No me digas que te lo han asignado. Entonces, estás acabado. Lo lleva Chachua. Algo totalmente sin esperanzas.

—No —dijo Andrei, suspirando—. Nadie me lo ha asignado. Sencillamente, el jefe me aconsejó que le echara un vistazo. ¿No se tratará de una serie de asesinatos rituales?

—No, no se trata de eso. Aunque quién sabe. Es un caso que se prolonga hace varios años, amigo. De vez en cuando, aparecen al pie de la Pared cuerpos totalmente destrozados de personas que obviamente han caído desde gran altura, quizá de la Pared…

—¿Cómo que de la Pared? —se asombró Andrei—. ¿Acaso es posible treparse allá arriba? Pero si es totalmente lisa… ¿Y con qué fin? Si no se ve la cima.

—¡Ese es el misterio! Primero se pensó que allá arriba también había una ciudad parecida a la nuestra, y que nos tiraban a la gente desde allí, de la misma manera que aquí los pueden tirar al barranco. Pero en dos ocasiones se logró identificar los cuerpos. Resultó que eran habitantes de la ciudad. Nadie entiende cómo subieron allá arriba. Por el momento, lo único que queda es suponer que se trata de alpinistas desesperados que intentaban escapar de la ciudad escalando… Mas, por otra parte… En general, es un caso muy oscuro. Si quieres conocer mi opinión, es un caso en punto muerto. Bueno, tengo que irme.

—Gracias. Buena suerte —dijo Andrei, y Fritz se marchó.

Andrei fue a sentarse en su sillón, retiró todas las carpetas menos la del caso del Edificio y las guardó en la caja fuerte. Permaneció sentado un rato, con la cabeza apoyada en las manos. Después, tomó el teléfono, marcó el número de su casa y esperó. Como siempre, nadie respondió durante largo rato, después levantaron el auricular.

—¿Aa-ló? —contestó una voz de bajo, obviamente ebria. Andrei no respondió, se limitó a apretar el auricular contra el oído—. ¿Aló, aló? —mugía la voz ebria, después calló y solo se oía una respiración jadeante y la lejana voz de Selma, que cantaba una triste tonada de las que había traído el tío Yura:

Levántate, levántate, Katia,

los navíos han llegado.

Dos de ellos son azules,

el otro es color índigo…

Andrei colgó el teléfono, se estiró y se frotó las mejillas.

—Ramera de mierda —masculló con amargura—, es incorregible. —Abrió la carpeta.

El caso del Edificio había sido incoado aún en los tiempos en que Andrei era basurero y no sabía, ni quería saber nada, de los rincones oscuros de la ciudad. Todo había comenzado cuando en los sectores 16, 18 y 32 comenzó a desaparecer gente de forma sistemática. Desaparecían sin dejar huella, y no se podía descubrir nada sistemático en aquellas desapariciones, ninguna regularidad, ningún sentido. Ole Svensson, cuarenta y tres años, trabajador de la fábrica de papel, salió por la tarde a comprar pan y no regresó, nunca llegó a la panadería. Stefan Ciwulski, veinticinco años, policía, desapareció una madrugada de su puesto en la esquina de la calle Mayor con la calle del Diamante, fue hallado su cinturón, pero nada más, ninguna huella. Monica Lerier, cincuenta y cinco años, modista, sacó a pasear a su perro antes de dormir, el perro regresó sano y salvo, pero la modista desapareció. Y etcétera, etcétera, hasta contar más de cuarenta desapariciones.

Con bastante rapidez aparecieron testigos que aseguraban que las personas desaparecidas habían entrado la víspera en un determinado edificio, que según las descripciones era el mismo en todos los casos, pero lo extraño era que los diferentes testigos ofrecían una localización diferente del edificio. Josif Humboldt, sesenta y tres años, peluquero, en presencia de su conocido Leo Paltus, entró en un edificio de tres plantas, de ladrillo rojo, situado en la esquina de la Segunda Derecha con el callejón Piedra Gris, y desde ese momento nadie volvió a verlo. Cierto Theodor Buch declaró que Semion Zajodko, treinta y dos años, granjero, que desapareció posteriormente, entró en un edificio de las mismas características, pero situado en la Tercera Izquierda, no lejos de la catedral católica. David Mkrtchian narró cómo se tropezó en el callejón del Adobe con su antiguo compañero de trabajo. Ray Dodd, cuarenta y un años, limpiador de letrinas: estuvieron un rato conversando, hablando de la cosecha, de asuntos familiares y otros temas neutrales, y a continuación Dodd había dicho: «Aguarda un momento, tengo que ir a un sitio, salgo enseguida. Si no estoy aquí en cinco minutos, vete, quiere decir que me he liado…». Entró en un edificio de ladrillo rojo con ventanas cubiertas de lechada. Mkrtchian lo esperó quince minutos, y después siguió su camino; Ray Dodd desapareció para siempre, sin dejar huella.

El edificio de ladrillo rojo aparecía en las declaraciones de todos los testigos. Unos aseguraban que tenía tres plantas, otros que cuatro. Unos prestaban atención a ventanas cubiertas de lechada, otros a ventanas tapadas por un enrejado. Y no había dos testigos que coincidieran en la ubicación del edificio.

Por la ciudad corrían rumores. En las colas de la leche, en las peluquerías, en diferentes locales, corría de boca en boca, en un murmullo siniestro, la leyenda nuevecita, recién estrenada, del Edificio Rojo que vagaba por la ciudad, se acomodaba en alguna parte entre los edificios de siempre y, con las horribles fauces abiertas, al acecho, esperaba la llegada de gente que no estuviera al tanto. Aparecieron amigos de parientes de conocidos que habían logrado salvarse, huyendo de las insaciables entrañas de ladrillo. Contaban cosas horrorosas y, como prueba, enseñaban cicatrices y fracturas acontecidas al saltar del segundo, del tercero y hasta del cuarto piso. Según todos aquellos rumores y leyendas, el edificio por dentro estaba vacío, allí no acechaban asaltantes, psicópatas sádicos ni enormes sanguijuelas velludas. Pero las tripas de piedra de los pasillos se cerraban de repente y aplastaban a su presa: bajo los pies surgían negros abismos que lanzaban un gélido hedor a cementerio: fuerzas desconocidas empujaban a las personas por pasos y túneles oscuros, cada vez más estrechos, hasta que quedaban atrapadas, empotradas en la última grieta entre las piedras, mientras en recintos vacíos con paredes descascaradas, entre pedazos de revoque caídos del techo, se pudrían huesos destrozados que asomaban de trapos endurecidos por la sangre seca…

Al principio, el caso llegó a despertar el interés de Andrei. Señaló en el mapa de la ciudad los lugares donde habían visto el Edificio, intentando hallar alguna regularidad en la ubicación de las cruces, revisó los sitios indicados en múltiples ocasiones, y cada vez, en el lugar donde habían visto el Edificio, encontró un jardín abandonado, un solar yermo entre dos edificaciones, o un edificio de vivienda común y corriente que no guardaba relación alguna con misterios ni enigmas.

Preocupaba el hecho de que el Edificio nunca había sido visto a la luz del día: también era preocupante que más de la mitad de los testigos, al ver el Edificio, se encontraban en estado de embriaguez más o menos pronunciado: en cada declaración aparecían contradicciones menores, pero al parecer indispensables: y lo más preocupante de todo era lo absurdo de todo aquello y su total falta de sentido.

Con respecto a esto, Izya Katzman llegó a la conclusión de que una ciudad de un millón de habitantes, carente de una ideología sistemática, debía crear sin falta unos mitos propios. Eso parecía convincente, pero la gente desaparecía de veras. Por supuesto, no era difícil perderse en la ciudad. Bastaba con tirar a una persona por el precipicio y en ese caso nadie volvería a saber de ella. Sin embargo, ¿por qué razón tendría alguien que tirar por el precipicio a peluqueros, modistas y tenderos? Gente sin dinero, sin reputación, prácticamente sin enemigos. En cierta ocasión, Kensi expresó la suposición lógica de que el Edificio Rojo, si existía de veras, sería con toda seguridad un elemento del Experimento, por lo que no tenía sentido buscarle una explicación: el Experimento era el Experimento. A fin de cuentas, Andrei se agarró a ese punto de vista. Había muchísimo trabajo que hacer, el expediente del Edificio tenía ya más de mil cuartillas, y Andrei lo escondió en el fondo de la caja fuerte. Lo sacaba solo de vez en cuando, para graparle una nueva declaración de algún testigo.

La reciente conversación con el jefe abría, sin embargo, perspectivas totalmente nuevas. Si era verdad que en la ciudad había personas que se habían planteado (o alguien les había encomendado) la misión de crear un estado de pánico y terror entre la población, entonces se esclarecían muchas facetas del caso del Edificio. Las faltas de coincidencia entre los presuntos testigos se explicaban con facilidad por la distorsión de los rumores durante su propagación. Las desapariciones de las personas se convertían en asesinatos comunes y corrientes, con el fin de reforzar la atmósfera de terror. Entonces habría que buscar dentro del caos de charlatanería, rumores alarmistas y mentiras, a las fuentes permanentes de esas habladurías, los centros de difusión de aquella neblina venenosa…

Andrei tomó una cuartilla en blanco y comenzó a esbozar, palabra por palabra, punto por punto, un borrador de plan de acción. Al rato, tenía un proyecto bastante sencillo.

Tarea principal: detectar las fuentes de los rumores, arrestar a esas fuentes y descubrir el centro que las dirige. Medios fundamentales: repetir interrogatorios de todos los testigos que hubieran declarado antes estando sobrios: detección, mediante cadena de informantes, de las personas que aseguraban haber estado dentro del Edificio, y su interrogatorio: esclarecimiento de posibles vínculos entre esas personas y los testigos. Tomar en consideración: a) informes de los agentes; b) faltas de coincidencia en las declaraciones…

Andrei mordió el lápiz, miró la lámpara con ojos entornados y recordó otra cosa: ponerse en contacto con Petrov. El tal Petrov le había agotado la paciencia a Andrei en cierto momento. Su mujer había desaparecido, y por alguna razón él había decidido que el Edificio Rojo se la había tragado. Desde aquel momento había abandonado su trabajo y se había dedicado a la búsqueda del Edificio Rojo: había enviado innumerables notas a la fiscalía, que eran remitidas indefectiblemente al departamento de instrucción e iban a parar a manos de Andrei; trotaba de noche por toda la ciudad; había sido detenido en varias ocasiones por sospechas de comportamiento indecoroso; se resistía a la autoridad, por lo que había sido condenado a diez días de arresto, salía y de nuevo se dedicaba a su pesquisa.

Andrei le mandó una citación, así como a otros dos testigos, se las entregó al agente de guardia con la orden de entregarlas de inmediato, y fue en busca de Chachua. Se trataba de un caucasiano enorme y muy gordo, casi sin frente pero con una nariz gigantesca. Estaba en su despacho, durmiendo en un diván, rodeado de gruesas carpetas de casos. Andrei lo despertó empujándolo levemente.

—¡Eh! —dijo Chachua, despertándose—. ¿Qué pasa?

—No pasa nada —dijo Andrei, molesto; ya no soportaba aquel relajamiento de la disciplina—. Dame el caso de las Estrellas Fugaces.

Chachua se sentó, su rostro se iluminó de alegría.

—¿Lo vas a asumir? —preguntó, moviendo su nariz fenomenal como una fiera.

—No te alegres tanto —dijo Andrei—. Solo quiero echarle un vistazo.

—Dime, ¿para qué quieres echarle un vistazo? —comenzó a decir Chachua con ardor—. ¡Hazte cargo totalmente de ese caso! Eres joven, guapo y enérgico, el jefe siempre te pone de ejemplo ante los demás. Seguro que lo esclarecerás enseguida. ¡Trepas a la Pared Amarilla y lo aclaras de inmediato! ¿Qué te cuesta?

Andrei clavó la mirada en aquella nariz: enorme, torcida, con una red de venas púrpura en el puente, con vellos negros y duros que asomaban en mechones por los agujeros. Tenía una vida independiente de Chachua, y era obvio que no quería saber nada de los líos del juez de instrucción. Aquella nariz quería que todos a su alrededor bebieran el suave vino de Kajetia en copas grandes, comieran jugosas brochetas y verduras crujientes, que bailaran a la caucasiana, agarrándose con los dedos los bordes de las mangas y dando gritos de ánimo y aliento. Quería perderse entre cabellos rubios perfumados y planear sobre senos abundantes y desnudos… Quería muchas cosas aquella grandiosa nariz, hedonista y llena de vida, y sus numerosos deseos se reflejaban abiertamente en sus movimientos independientes, en sus cambios de color y en los diversos sonidos que emitían…

—Y cuando cierres este caso —decía Chachua, poniendo los ojos en blanco—, ¡oh, Dios mío! ¡Qué famoso vas a ser! ¡Cuántos honores! ¿Crees que si Chachua pudiera trepar a la Pared Amarilla te propondría que te ocuparas de este caso? ¡Por nada del mundo! ¡Este caso es como una mina de oro! Pero solo te lo propongo a ti. Muchos han venido y me lo han pedido. No, pensé. Ninguno de vosotros podríais con él. Solo Voronin sería capaz, pensé.

—Está bien, está bien —dijo Andrei, con desencanto—. Apaga esa máquina de hablar. Dame la carpeta. No tengo tiempo de cantar a dúo contigo.

Sin dejar de hablar, de quejarse y jactarse, Chachua se levantó con haraganería, se encaminó a la caja fuerte arrastrando los pies por el suelo lleno de basura y se puso a buscar los papeles del caso. Andrei contemplaba sus hombros anchísimos y gruesos, y pensaba que Chachua era, con toda seguridad, uno de los mejores jueces de instrucción en el departamento; sencillamente era un investigador brillante, tenía el mayor índice de casos cerrados, pero no había logrado aclarar nada en el caso de las Estrellas Fugaces: nadie había logrado aclarar nada, ni Chachua, ni su predecesor, ni el predecesor del predecesor…

Chachua sacó un montón de carpetas hinchadas y manoseadas, y leyeron juntos las últimas páginas. Andrei anotó cuidadosamente en una hoja suelta los nombres y direcciones de los dos que habían sido reconocidos, así como los escasos rasgos distintivos de algunas de las víctimas no identificadas que pudieron ser detectados.

—¡Qué caso! —exclamaba Chachua, chasqueando la lengua—. ¡Once cadáveres! Y tú no quieres encargarte. No, Voronin, no tienes idea de dónde está tu futuro. Vosotros, los rusos, siempre fuisteis idiotas, en el otro mundo y en este… ¿Y para qué lo quieres? —preguntó, con repentino interés.

Andrei le explicó sus intenciones de la forma más coherente que fue capaz. Chachua captó enseguida la esencia, pero no manifestó particular entusiasmo.

—Inténtalo, inténtalo —dijo, con desánimo—. Lo dudo. ¿Qué es tu Edificio y qué es mi Pared? El Edificio es un invento, pero ahí tienes la Pared a un kilómetro de aquí. No, Voronin, no podremos esclarecer este caso. —Pero cuando Andrei estaba ya junto a la puerta. Chachua le espetó—: Bueno, pero si hay algo, dímelo enseguida.

—Por supuesto —dijo Andrei.

—Escucha —dijo Chachua, frunciendo la gruesa frente y moviendo la nariz en señal de concentración; Andrei se detuvo un momento y lo miró, expectante—. Hace tiempo que quería preguntarte una cosa… —Su rostro se puso serio—. Oye, en el año diecisiete, vosotros tuvisteis unos motines en Petrogrado. ¿Cómo terminó todo aquello, eh?

Andrei hizo un ademán despectivo y salió tirando la puerta, seguido por las carcajadas retumbantes del caucasiano, que se divertía hasta más no poder. Chachua había vuelto a pescarlo con aquella broma tonta. Daban deseos de no volverle a hablar nunca más.

En el pasillo, frente a su despacho, le aguardaba una sorpresa. Un hombre envuelto en un grueso abrigo, con un miedo de muerte, los pelos de punta y los ojos enrojecidos, estaba sentado en un banco. El agente de guardia se levantó de un salto de detrás de la mesita con el teléfono.

—El testigo Eino Saari ha sido traído a su presencia de acuerdo a su citación, señor juez de instrucción —gritó, con aire marcial.

—¿De qué citación me habla? —Andrei, perplejo, levantó los ojos y lo miró.

—Si usted mismo… —dijo, ofendido, el agente de guardia, también perplejo—. Hace media hora… Me entregó las citaciones, me ordenó que los trajera de inmediato…

—Dios mío —dijo Andrei—. ¡Las citaciones! Le ordené entregar las citaciones de inmediato, demonios. Son para mañana, a las diez. —Miró a Eino Saari, que sonreía débilmente, y las tiritas blancas de sus calzoncillos que asomaban por la cintura de sus pantalones; a continuación, volvió a clavar la mirada en el agente de guardia—. ¿Y ahora traerán a los demás? —le preguntó.

—Exactamente —respondió el agente en tono sombrío—. Hice lo que me ordenaron.

—Haré un informe sobre su comportamiento —dijo Andrei, conteniéndose a duras penas—. Tendrá que patrullar en la calle, levantar a los locos de los bancos al amanecer, y va a llorar lágrimas de sangre. Bueno, qué se le va a hacer —pronunció, mirando a Saari—. Ya que está aquí, pase.

Le señaló el taburete a Eino Saari, se sentó detrás de la mesa y echó un vistazo al reloj. Pasaban de las doce de la noche. La esperanza de dormir unas cuantas horas antes del duro día que le esperaba se habían evaporado.

—Bien, veamos —masculló suspirando, abrió el expediente del Edificio, hojeó un gigantesco montón de declaraciones, informes, órdenes y peritajes, buscó las cuartillas que contenían el testimonio anterior de Saari (cuarenta y tres años, saxofonista del segundo teatro de la ciudad, divorciado) y las leyó rápidamente—. Bien —repitió—. Necesito precisar algo con respecto al testimonio que dio a la policía hace un mes.

—Sí, por favor —dijo Saari, con una inclinación obsequiosa, y mantuvo el abrigo cerrado apretándolo contra el pecho con una mano, en un gesto que tenía algo de femenino.

—Usted declaró que a las veintitrés horas, cuarenta y ocho minutos del ocho de setiembre del presente año vio a su conocida, Ela Stremberg, entrar en el denominado Edificio Rojo, que en aquel momento se encontraba en la calle de los Papagayos, en el espacio entre la tienda de alimentos número ciento quince y la farmacia de Strom. ¿Se ratifica en su declaración?

—Sí, sí, me ratifico. Todo fue exactamente así. Pero, en lo relativo a la fecha… Ya no recuerdo la fecha exacta, ha pasado más de un mes…

—Eso no tiene importancia —dijo Andrei—. En aquel momento usted se acordaba, y coincide con otros testimonios. Ahora, tengo que pedirle algo: vuelva a describirme ese Edificio Rojo con todo detalle…

Saari inclinó la cabeza a un lado y reflexionó durante unos momentos.

—Era así —dijo—: Tres pisos. De ladrillos viejos, color rojo oscuro, como un cuartel. ¿Se da cuenta? Las ventanas eran estrechas y altas. En la planta baja, todas estaban cubiertas con lechada, y como recuerdo ahora, no estaban iluminadas… —Volvió a meditar unos instantes—. ¿Sabe?, según recuerdo allí no había ni una ventana iluminada. Ah, y… la entrada. Escalones de piedra, dos o tres… Una puerta muy pesada, con un picaporte antiguo, de cobre, cincelado. Ela agarró el picaporte y tiró de la puerta hacia sí con mucho esfuerzo. No vi el número de la casa, ni siquiera recuerdo si tenía número… En una palabra, su aspecto era el de un viejo edificio administrativo, como de finales del siglo pasado.

—Ajá —dijo Andrei—. Y, dígame, ¿ha pasado con frecuencia por esa calle de los Papagayos?

—Fue la primera vez. Y la última. Vivo bastante lejos de allí, casi nunca voy por esos sitios, pero en esta ocasión me había ofrecido para acompañar a Ela. Tuvimos una fiestecita, y yo… intentaba conquistarla, así que me decidí a acompañarla. Por el camino tuvimos una conversación muy agradable, y después me dijo, de repente: «Es hora de despedirnos», me besó en la mejilla y antes de que pudiera darme cuenta, ella entró en el edificio. Reconozco que, en aquel momento, pensé que vivía allí…

—Está claro —dijo Andrei—. ¿Bebieron en la fiesta?

—No, señor juez de instrucción —dijo Saari, abatido, dándose una palmada con ambas manos en las rodillas—. Ni una gota. Yo no puedo beber, los médicos no me lo permiten.

Andrei asintió compasivo con la cabeza.

—¿Y no se acuerda usted casualmente si ese edificio tenía chimeneas?

—Sí, me acuerdo, por supuesto. Debo decirle que el aspecto de ese edificio es un reto a la imaginación, de manera que ahora mismo es como si lo tuviera delante de los ojos. Tenía un techo de tejas y tres chimeneas bastante altas. Recuerdo que por una de ellas salía humo. En ese momento pensé que aquí todavía quedan muchas casas con ese tipo de calefacción.

Había llegado el momento. Andrei colocó con cuidado el lápiz sobre las actas, se inclinó levemente hacia delante y con los ojos entrecerrados clavó una mirada fija y atenta en el rostro de Eino Saari, saxofonista.

—En su declaración hay varias incongruencias. En primer lugar, como estableció el peritaje, si usted se encontraba en la calle de los Papagayos, no podía distinguir ni la azotea, ni los tubos de la chimenea de un edificio de tres pisos. —La sorpresa hizo que la quijada de Eino Saari, saxofonista y mentiroso, quedara colgando, mientras los ojos, confusos, saltaban de un sitio a otro—. Hay más —continuó Andrei—. Como se estableció durante la instrucción, la calle de los Papagayos no cuenta con ninguna iluminación, y por eso no se entiende de qué manera, en la más absoluta oscuridad nocturna, a trescientos metros de la farola más cercana, pudo usted distinguir todos esos detalles: el color del edificio, la antigüedad de los ladrillos, el picaporte de cobre en la puerta, la forma de las ventanas y, finalmente, el humo que salía de la chimenea. Quisiera saber cómo explica usted esas incongruencias.

Durante unos momentos. Eino Saari se limitó a abrir y cerrar la boca, sin pronunciar sonido alguno. Después tragó en seco.

—No entiendo nada… —dijo—. Usted me deja perplejo. Eso no me pasó por la cabeza. —Andrei, expectante, se mantuvo en silencio—. Es verdad, cómo no se me ocurrió antes… ¡La calle de los Papagayos está totalmente a oscuras! No se ve ni siquiera la acera que uno pisa. Y la azotea… Yo estaba parado junto al edificio, delante del portal. Pero recuerdo con toda claridad la azotea, los ladrillos y el humo por la chimenea, un humo nocturno, blanco, como iluminado por la luna.

—Sí, es extraño —pronunció Andrei con voz carente de expresión.

—Y el picaporte de la puerta… De cobre, pulido por las manos de muchas personas… con figuras entrelazadas de flores y hojas. Ahora mismo lo podría dibujar, si supiera. Y a la vez, la oscuridad era total, no podía distinguir el rostro de Ela, solo por la voz sabía que sonreía cuando… —En los ojos muy abiertos de Eino Saari apareció una idea nueva. Se llevó las manos al pecho—. ¡Señor juez de instrucción! —dijo, con voz en la que se oían notas de desesperación—. Ahora tengo mucha confusión en la cabeza, pero entiendo perfectamente que mi testimonio va contra mí mismo, que estoy dando lugar a que usted sospeche. Pero soy una persona honrada, mis padres eran gente muy religiosa, honradísima. Todo lo que le estoy diciendo ahora es la pura verdad. Así mismo fue como pasó. Lo que pasa es que antes no se me había ocurrido. Todo estaba oscuro, yo estaba parado junto al edificio, y a la vez recuerdo cada ladrillito, y veo el tejado con tanto detalle como si lo tuviera a mi lado ahora mismo… y las tres chimeneas, y el humo.

—Hum —Andrei golpeó la mesa con los dedos—. ¿Y no será que usted no lo vio personalmente? ¿No podría ser que otra persona se lo hubiera contado? ¿Había oído hablar del Edificio Rojo hasta lo que le ocurrió con la señora Stremberg?

—Nnno… lo recuerdo… —balbuceó Eino Saari, sus ojos comenzaron de nuevo a moverse sin ton ni son—. Después, cuando Ela desapareció, cuando fui a la policía… cuando se inició la búsqueda… después hubo muchas habladurías, pero antes… ¡Señor juez de instrucción! —dijo, con solemnidad—. No puedo jurar que no haya oído hablar del Edificio Rojo antes de la desaparición de Ela, pero sí puedo jurarle que no lo recuerdo.

Andrei tomó la pluma y se dedicó a escribir el acta. A la vez, hablaba con una voz intencionadamente monótona, oficial, que debía inspirar en los sospechosos una angustia sin cuento y un respeto al destino inevitable, movido por la implacable maquinaria de la justicia.

—Usted mismo debe comprender, señor Saari, que la investigación no considera satisfactoria su declaración. Ela Stremberg desapareció sin dejar huella, y la última persona que la vio fue usted, señor Saari. El Edificio Rojo, que ha descrito aquí con tanto detalle, no existe en la calle de los Papagayos. La descripción del Edificio Rojo que usted ofrece es inverosímil, ya que contradice las leyes más elementales de la física. Finalmente, como hemos podido averiguar. Ela Stremberg vivía en una zona muy alejada de la calle de los Papagayos. Por supuesto, este detalle no constituye una prueba en contra suya, pero da lugar a otro tipo de sospechas. Me veo obligado a retenerlo hasta aclarar una serie de circunstancias. Le ruego que lea el acta y la firme.

Eino Saari, sin decir palabra, se aproximó a la mesa y, sin leer nada, firmó cada página del acta. El lápiz le temblaba en las manos, su fina mandíbula colgaba y también temblaba. Después volvió al taburete arrastrando los pies, se sentó sin fuerzas y entrelazó las manos.

—Quiero subrayar de nuevo, señor juez de instrucción, que al declarar… —la voz se le quebró y tragó en seco otra vez—. Que al declarar me daba cuenta de que estaba aportando elementos en mi contra. Hubiera podido inventar algo, mentir. En general, hubiera podido no tomar parte en la búsqueda, nadie sabía que yo había ido a acompañar a Ela.

—Esta declaración suya está de hecho incluida en el acta —dijo Andrei, con voz indiferente—. Si no es culpable, no tiene nada que temer. Ahora lo conducirán a la celda de detención preventiva. Aquí tiene papel y lápiz. Puede colaborar con la investigación y ayudarse a sí mismo si enumera, de la forma más detallada posible, las personas que hablaron con usted sobre el Edificio Rojo, cuándo lo hicieron y en qué circunstancias. Con la mayor cantidad de detalles: nombre, dirección, fecha exacta, hora del día, dónde se encontraba, de qué hablaba, con qué objetivo, en qué tono. ¿Me ha entendido?

Eino Saari asintió y, sin emitir sonido, dijo: «Sí».

—Estoy seguro de que se enteró de todos los detalles relativos al Edificio Rojo en alguna otra parte —prosiguió Andrei, mirándolo fijamente a los ojos—. Es probable que usted mismo no lo haya visto. Y le recomiendo encarecidamente que recuerde quién le contó todos esos detalles, cuándo y en qué circunstancias. Y con qué objetivo.

Apretó el timbre para llamar al agente de guardia, y se llevaron al saxofonista. Andrei se frotó las manos y grapó el acta al expediente, pidió té caliente y llamó al siguiente testigo. Estaba satisfecho de sí mismo. De todos modos, la imaginación y el conocimiento de la geometría elemental le habían sido útiles. El mentiroso de Eino Saari había sido desenmascarado según todas las leyes de la ciencia.

El siguiente testigo, más exactamente, la siguiente. Matilda Husakova (sesenta y dos años, teje en casa, viuda), parecía ser un caso mucho más simple, al menos a primera vista. Era una anciana potente, con una cabecita pequeña, totalmente canosa, mejillas rojas y ojos pícaros. No parecía haber dormido mal, ni estaba asustada, sino por el contrario, al parecer estaba muy contenta con aquella aventura. Había comparecido en la fiscalía con su cestita, madejas de lana de varios colores y un juego de agujas de hacer punto, y cuando entró al despacho se trepó enseguida al taburete, se puso las gafas y comenzó a tejer.

—Señora Husakova, en nuestro departamento se sabe que hace un tiempo, entre sus amistades, usted comentó un suceso que le había ocurrido a un tal Frantisek, que al parecer entró en lo que llaman el Edificio Rojo, tuvo allí dentro diferentes aventuras y logró salir con bastante trabajo. ¿Es verdad eso?

La anciana Matilda soltó una risita burlona, agarró una de las agujas con gesto hábil, acercó la otra y comenzó a hablar, sin apartar los ojos de la labor.

—Sí, no lo niego. Lo he comentado varias veces, pero quisiera saber cómo se han enterado ustedes. Creo que no conozco a ningún juez de instrucción…

—Debo decirle —le comunicó Andrei, en tono de confianza—, que en este momento se lleva a cabo la investigación relacionada con el denominado Edificio Rojo, y estamos muy interesados en establecer contacto con alguna persona que haya estado dentro del edificio.

Matilda Husakova no lo escuchaba. Pensativa, se puso el tejido sobre las rodillas y miró a la pared.

—¿Quién habrá podido informar de eso? —balbuceaba—. ¡No me lo esperaba! —Negaba con la cabeza—. Incluso aquí hay que tener cuidado con lo que uno dice, a quién se lo dice. Con los alemanes no podíamos abrir la boca. Vengo aquí, y es lo mismo.

—Perdóneme, señora Husakova —la interrumpió Andrei—. En mi opinión, está enfocando las cosas incorrectamente. Por lo que sé, usted no ha cometido delito alguno. La consideramos una testigo, una colaboradora nuestra, que…

—¡Ay, jovencito! ¿Colaboradora, yo? La policía es igual en todas partes.

—¡Nada de eso! —Para ser más convincente, Andrei se llevó las manos al pecho—. ¡Buscamos una banda de criminales! Secuestran a las personas y, a juzgar por todo, las asesinan. Una persona que haya estado en poder de esos delincuentes puede prestar una gran ayuda en la investigación del caso.

—Jovencito, ¿me está diciendo que cree en ese Edificio Rojo?

—¿Y usted no? —preguntó Andrei, con cierta perplejidad.

La anciana no tuvo tiempo de responder. La puerta del despacho se entreabrió: del pasillo llegó el ruido de voces airadas, y por la rendija hizo su entrada una figura de cabello negro, bajita y corpulenta.

—¡Sí, es urgente! —gritaba hacia el pasillo—. ¡Lo necesito con toda urgencia!

Andrei frunció el ceño, pero de nuevo alguien tiró del recién llegado hacia el pasillo y la puerta se cerró.

—Perdone, nos han interrumpido —dijo Andrei—. Creo que estaba diciendo que no cree en el Edificio Rojo.

—¿Qué persona adulta puede creer en eso? —preguntó Matilda, encogiendo solo un hombro sin dejar de mover las agujas de hacer punto—. Dicen que el edificio corre de un sitio para otro, que dentro todas las puertas tienen dientes, que uno sube las escaleras y termina en el sótano… Por supuesto, en este sitio puede pasar cualquier cosa. El Experimento es el Experimento, pero eso sería ya demasiado… No, no creo en eso. Claro, en todas las ciudades hay casas que devoran a la gente, seguro, y la nuestra no iba a ser menos que otras, pero no me parece que anden corriendo de un sitio para otro… y me parece que ahí las escaleras son de lo más corriente.

—Permítame, señora Husakova —repuso Andrei—. Entonces, ¿para qué le cuenta esa historia a todo el mundo?

—¿Y por qué no iba a contarla, si a la gente le gusta oírla? Las personas se aburren, sobre todo los viejos como yo.

—¿Así que usted se lo ha inventado todo?

La anciana Matilda abrió la boca para responder, pero en ese momento, el teléfono comenzó a sonar con desesperación junto a su oreja. Andrei soltó un taco y tomó el auricular.

—An-dri-i-u-sha… —se oyó la voz de Selma, completamente ebria—. Los he echado a todos… los he echado. ¿Por qué no vienes?

—Perdona —dijo Andrei, mordiéndose el labio inferior y mirando de reojo a la anciana—. Ahora estoy muy ocupado, y tú…

—¡No quiero! —declaró Selma—. Yo te amo, te estoy esperando. Estoy borracha, desnuda, tengo frío…

—Selma —dijo Andrei, bajando la voz—. Déjate de tonterías, estoy muy ocupado.

—De todos modos no vas a encontrar a otra chica así en esta letrina. Estoy hecha una rosquilla… totalmente desnuda… desnudita…

—Dentro de media hora estaré ahí —balbuceó Andrei, presuroso.

—Ton-tonti-to. Dentro de media hora estaré dormida… ¿A quién se le ocurre llegar dentro de media hora?

—Está bien, Selma, hasta luego —dijo Andrei, maldiciendo el día en que le dio el teléfono de su despacho a aquella chica ligera de cascos.

—¡Pues vete al infierno! —gritó Selma de repente y colgó con violencia.

Seguro que habría hecho pedazos el teléfono. Andrei, ardiendo de rabia, colgó el suyo con mucho cuidado y quedó callado durante varios segundos, sin atreverse a levantar la vista. Mil ideas le rondaban por la cabeza. Tosió un par de veces.

—Muy bien. Sí. O sea, que contaba esas cosas solo porque estaba aburrida. —Por fin recordó su última pregunta—. Por lo tanto, ¿sería correcto entender que usted misma inventó toda esa historia con el tal Frantisek?

La anciana volvió a abrir la boca para responder, pero una vez más no logró hacerlo. La puerta se abrió de par en par, y apareció allí el agente de guardia.

—¡Le pido mil perdones, señor juez de instrucción! —dijo, en tono marcial—. El testigo Petrov, a quien acaban de traer, exige que lo interroguen lo más pronto posible, pues desea comunicar…

A Andrei se le enturbiaron los ojos y golpeó con ambas manos la mesa.

—¿Qué demonios le pasa, agente de guardia? —gritó, con tanta furia que sus propios oídos retumbaron—. ¿No conoce el reglamento? ¿Qué quiere que haga con ese Petrov suyo? ¿Qué se cree, que está en la letrina de un bar? ¡Desaparezca de mi vista!

El agente desapareció como si nunca hubiera existido. Andrei, al darse cuenta de que la ira le hacía temblar los labios, se sirvió un vaso de agua y la bebió. El feroz rugido le había dañado la garganta. Miró a la anciana de reojo. Matilda seguía tejiendo, como si no ocurriera nada.

—Le pido que me perdone —gruñó Andrei.

—No importa, jovencito —lo tranquilizó Matilda—. No estoy molesta con usted. Me ha preguntado si he sido yo la que lo ha inventado todo. No, cariño, no he sido yo sola. ¡Cómo se me iba a ocurrir semejante cosa! Imagínese, la escalera sube y uno termina abajo… No se me hubiera ocurrido ni en sueños. Lo he contado como me lo contaron a mí.

—¿Y quién se lo contó?

—De eso ya no me acuerdo —respondió la anciana con un gesto de negación, sin dejar de tejer—. Una mujer me lo contó en la cola. El tal Frantisek era yerno de una conocida suya. Seguro que también mentía. En la cola se oyen cosas que nunca salen en ningún periódico.

—¿Y cuándo ocurrió todo eso? —pregunto Andrei, que volvía en sí poco a poco, lamentando haberse pasado de rosca.

—Creo que hace un par de meses, quizá tres.

«He tirado por la borda el interrogatorio —pensó Andrei con amargura—. Lo he echado todo a perder a causa de esta arpía y del imbécil del agente de guardia. No pienso dejar esto así, voy a hacer polvo a ese seso hueco. Lo voy a hacer bailar en un ladrillo. Ya lo veré corriendo en pos de los locos a las cinco de la madrugada… Bien, ¿y qué hago con la vieja? Mantiene la boca cerrada, no quiere mencionar nombres.»

—¿Y está usted segura, señora Husakova —volvió a intentarlo—, de que no recuerda el nombre de esa mujer?

—No lo recuerdo, jovencito, no recuerdo nada —respondió Matilda muy animada, sin interrumpir su trabajo con las agujas de tejer.

—¿Y pudiera ser que sus amigas lo recuerden? —El movimiento de las agujas se ralentizó en cierta medida—. Usted debe haberles mencionado ese nombre, ¿no es verdad? —prosiguió Andrei—. Es muy posible que la memoria de ellas sea mejor que la suya. —Matilda encogió un hombro y no respondió nada. Andrei se recostó en el respaldo de su sillón—. Mire a qué situación hemos llegado, señora Husakova. Ha olvidado el nombre de esa mujer, o bien no quiere decirlo. Y sus amigas lo recuerdan. Eso quiere decir que tendremos que retenerla cierto tiempo aquí para que no pueda avisar a sus amigas, y nos veremos obligados a retenerla hasta que usted misma o alguna de sus amigas recuerden el nombre de la persona que le contó semejante historia.

—Como quiera —dijo la señora Husakova, resignada.

—Pues así son las cosas —pronunció Andrei—. Pero mientras usted busca en su memoria, y nosotros nos dedicamos a hablar con sus amigas, la gente seguirá desapareciendo, los bandidos se alegrarán y se frotarán las manos de gusto, y todo eso va a estar motivado por sus extraños prejuicios contra las instituciones judiciales. —La anciana Matilda no respondió. Simplemente volvió a morderse los labios agrietados—. Entienda cuan absurdo resulta todo —continuaba explicando Andrei—. No se trata solamente de que tengamos que combatir día y noche contra bribones, canallas y delincuentes, sino de que cuando viene una persona honrada, no quiere ayudarnos de ninguna manera. ¿Qué es eso? Una locura. Y, perdóneme, pero esa salida infantil suya no tiene sentido. Si usted no se acuerda, sus amigas sí se acordarán, y de todos modos averiguaremos el nombre de esa mujer, llegaremos hasta Frantisek y él nos ayudará a acabar con esa guarida de fieras. Bueno, si antes no lo matan los bandidos por ser un testigo peligroso… Pero si lo matan, usted también será culpable de ello, señora Husakova. No irá ajuicio, por supuesto, no será legalmente culpable, pero sí será moralmente responsable.

Después de concentrar en su pequeña pieza oratoria toda la carga de sus convicciones. Andrei encendió un cigarrillo con cansancio y se puso a esperar, con los ojos clavados en la esfera del reloj. Se impuso una espera de tres minutos, y después, si aquella excéntrica anciana no hablaba, enviaría a la vieja arpía a una celda, aunque no tuviera derecho legal a hacerlo. Pero, a fin de cuentas, había que investigar aquel caso a marchas forzadas. ¿Cuánto tiempo podía perder con aquella maldita vieja? A veces, pasar la noche en una celda hace que la gente recapacite. Y si surgía algún inconveniente por excederse en sus atribuciones, en última instancia el Fiscal General estaba personalmente interesado en aquello y no lo traicionaría. En el peor de los casos, lo amonestarían.

«¿Y yo, qué, acaso trabajo para que me lo agradezcan? Que se mojen. Solo quisiera que este maldito caso avanzara algo, aunque fuera un poquito…»

Fumaba, abanicando el aire para dispersar el humo como gesto de cortesía. La aguja del secundario avanzaba animosa por la esfera, mientras la señora Husakova seguía callada, haciendo entrechocar sus agujas.

—Esas tenemos —dijo Andrei al concluir el cuarto minuto. Con un gesto decidido aplastó la colilla en el cenicero a punto de desbordarse—. Me veo en la obligación de retenerla. Por obstaculizar el proceso de instrucción. Usted lo ha querido, señora Husakova, pero en mi opinión es un gesto infantil. Firme el acta, ahora la llevan a la celda.

Cuando se llevaron a la anciana Matilda (al despedirse, ella le había deseado buenas noches al juez). Andrei se acordó de que no le habían traído el té caliente que había pedido. Asomó la cabeza al pasillo, le recordó bruscamente sus obligaciones al agente de guardia y le ordenó que trajera al testigo Petrov.

El testigo Petrov era un hombre robusto, cuadrado, negro como un cuervo, con aspecto de bandido mañoso de pura cepa: se acomodó en el taburete y, sin decir palabra, se dedicó a mirar de reojo a Andrei, que sorbía el té.

—¿Qué hay, Petrov? —le dijo Andrei con aire bonachón—. Quería entrar apenas llegó, hizo un poco de ruido, no me dejó trabajar, y ahora está tan callado…

—¿Y qué sentido tiene hablar con ustedes, gorrones? —dijo Petrov, con aire malévolo—. Hace un rato, quizá, pero ahora ya es tarde.

—¿Y qué es eso tan urgente que ha ocurrido? —se informó Andrei, sin prestar atención a aquello de «gorrones» y todo lo demás.

—¡Pues lo que ocurrió es que mientras usted parloteaba aquí, según su apestoso reglamento, yo vi el Edificio!

—¿Qué edificio? —preguntó Andrei, colocando la cucharita en el vaso con cuidado.

—¿Qué le pasa? —dijo Petrov, perdiendo momentáneamente los estribos—. ¿Qué, quiere burlarse de mí? Qué edificio… ¡El rojo! ¡Ese mismo! Estaba allí, en la mismísima calle Mayor, la gente estaba entrando en él mientras usted bebía el té y se dedicaba a torturar a una vieja idiota.

—¡Un momento, un momento! —dijo Andrei, sacando de una carpeta un plano de la ciudad—. ¿Dónde lo vio? ¿Cuándo?

—Pues ahora mismo, cuando me traían para acá. Le dije a ese imbécil: «¡Detente!», pero no me hizo caso. Le dije al agente de guardia: llame a la policía para que envíe una patrulla, pero no movió ni un dedo.

—¿Dónde vio el edificio? ¿En qué dirección?

—¿Sabe dónde está la sinagoga?

—Sí —dijo Andrei, buscando la sinagoga en el mapa.

—Pues entre la sinagoga y el cine ese, el que está a punto de venirse abajo.

En el mapa, entre la sinagoga y la sala cinematográfica «Nueva Ilusión», aparecía una plaza con una fuente y un área de juegos infantiles. Andrei mordió el extremo del lápiz.

—¿Y cuándo lo vio?

—A las doce y veinte —respondió Petrov, sombrío—. Ahora es casi la una. ¿Cree que lo va a esperar? En otras ocasiones he vuelto quince, veinte minutos después, y ya no estaba, y ahora… —Hizo un ademán de desesperación.

—Una moto con sidecar y un agente —ordenó Andrei por teléfono—. Ahora mismo.

DOS

La moto volaba por la calle Mayor, saltando sobre el pavimento agujereado. Andrei, encorvado, escondía el rostro tras el parabrisas del sidecar, pero el viento lo atravesaba de todos modos. Tuvo que ponerse el capote.

De vez en cuando los locos, azules de frío, saltaban de las aceras y corrían al encuentro de la moto retorciéndose y dando brincos, y gritaban algo que no se lograba oír por el estruendo del motor. El policía frenaba, soltaba entre dientes un par de tacos, eludía aquellas manos ansiosas y extendidas hacia él, atravesaba la cadena de capuchones peludos y aceleraba de nuevo, de tal manera que Andrei se sentía empujado hacia atrás.

No había nadie en la calle aparte de los locos. Solo se tropezaron una vez con un coche patrulla que se movía lentamente con un farol naranja sobre el techo, y en la plaza frente a la alcaldía vieron a un enorme babuino que corría con torpeza. El mono huía a toda velocidad, seguido por hombres sin afeitar, enfundados en pijamas a rayas, que se reían y lanzaban sonoros gemidos. Andrei volvió la cabeza y vio que habían logrado pillar al babuino. Lo tiraron al suelo, lo agarraron por las patas traseras y delanteras, y se pusieron a mecerlo rítmicamente, mientras cantaban una lúgubre tonada funeraria.

Seguían adelante, dejando atrás las escasas farolas, las manzanas a oscuras, como muertas, sin ninguna luz. Más adelante apareció la mole difusa y amarillenta de la sinagoga, y Andrei vio el Edificio.

Se erguía, firme y seguro, como si ocupara desde siempre, desde muchas décadas atrás, aquel espacio entre la pared de la sinagoga, llena de pintadas de esvásticas, y el cine desvencijado, que la semana anterior había sido multado por mostrar, de madrugada, películas pornográficas. Se erguía en el mismo lugar donde el día anterior crecían árboles raquíticos, y una fuente miserable regaba una enorme y horrible plazoleta de cemento, mientras los niños se balanceaban en los columpios, gritando y levantando las piernas.

Era en realidad rojo, de ladrillo, con cuatro plantas. Las ventanas del piso inferior estaban cubiertas por persianas, y en el segundo y tercer piso, se veía luz en algunas de ellas. La azotea estaba cubierta por planchas de metal galvanizado, y junto a la única chimenea se erguía una extraña antena con varios travesaños. Cuatro escalones de piedra conducían a la puerta principal, donde brillaba un picaporte de cobre, y mientras más miraba Andrei aquel edificio, con más claridad resonaba en sus oídos una melodía solemne y lúgubre, y recordó que muchos de los testigos, en sus declaraciones, habían dicho que en el Edificio tocaban música…

Andrei se colocó bien la visera de la gorra para que no le tapara los ojos, e intercambió una mirada con el policía de la moto. El obeso agente permanecía sobre el vehículo, ceñudo y con la cabeza metida dentro del cuello levantado del capote, y fumaba sin mucho interés, con el cigarrillo entre los dientes.

—¿Lo ves? —preguntó Andrei a media voz.

—¿Qué? —El gordo volvió trabajosamente la cabeza y se desabrochó el cuello.

—Digo que si ves el edificio —preguntó Andrei con irritación.

—No soy ciego —replicó el policía, sombrío.

—¿Lo habías visto antes aquí?

—No —dijo el policía—. Nunca lo he visto aquí. En otros sitios, sí. ¿Y qué tiene de raro? Aquí por la noche se ven cosas peores.

En los oídos de Andrei la música retumbaba con tal fuerza trágica que ni siquiera lograba oír bien al policía. Se celebraba un entierro grandioso, miles de personas lloraban mientras acompañaban a sus familiares y seres queridos, y la música atronadora no les permitía recobrar la calma, resignarse, desconectar…

Entonces, Andrei miró a lo largo de la calle Mayor, primero a la derecha, después a la izquierda, y solo vio una densa niebla; por si acaso, se despidió de todo aquello y puso su mano enguantada sobre el picaporte de cobre cincelado.

Al otro lado de la puerta había un pequeño vestíbulo silencioso, iluminado apenas por una luz amarillenta, y en los colgadores se veían montones de capotes, abrigos e impermeables. El suelo estaba cubierto por una alfombra gastada de la que casi había desaparecido el dibujo, y frente a él había unas amplias escaleras de mármol con una gruesa alfombra central, que se agarraba a los peldaños mediante varillas metálicas muy pulidas. En las paredes había cuadros, y a la derecha, tras una mampara de roble, había algo más.

—Suba, por favor… —susurró alguien que llegó a su lado y le quitó de las manos la carpeta.

Andrei no pudo ver con detalle nada de aquello, se lo impedía la visera de la gorra, que constantemente le caía sobre los ojos, de manera que solo podía distinguir lo que tenía bajo los pies. En las escaleras, a medio camino, pensó que hubiera debido entregar la maldita gorra en el guardarropa al tipo aquel lleno de galones dorados, con patillas que le llegaban hasta el ombligo, pero ya era tarde: todo allí estaba diseñado de manera que las cosas se hicieran en su momento o no se hicieran nunca, y no era posible rehacer ninguno de sus actos, ninguna jugada. Y con un suspiro de alivio subió el último peldaño y se quitó la gorra.

Cuando apareció en la puerta, todos se pusieron de pie, pero él no miró a nadie. Solo veía a su adversario, un hombre anciano de baja estatura que llevaba un traje semimilitar y botas brillantes de charol, un hombre absolutamente desconocido pero que a la vez le recordaba mucho a alguien.

Todos estaban inmóviles, de pie a lo largo de las blancas paredes de mármol con adornos de oro y púrpura, cubiertas por estandartes de variados colores… no, de variados colores no, todo era rojo y dorado, y del techo, infinitamente lejano, colgaban unos enormes tapices púrpura y oro, como si una increíble aurora boreal se hubiera materializado en una franja. Todos permanecían de pie a lo largo de las paredes, donde había altos nichos semicirculares: en la penumbra de esos nichos se escondían bustos orgullosos y modestos a la vez, bustos de mármol, de yeso, de bronce, de oro, de malaquita, de acero inoxidable… desde aquellos nichos se esparcía un frío sepulcral, todos se congelaban, todos se encogían y se frotaban las manos con sigilo, pero continuaban en posición de firmes, mirando hacia delante, y solo el hombre anciano de traje semimilitar, el adversario, se paseaba silenciosamente por el espacio vacío del centro de la sala, con su gran cabeza canosa levemente inclinada, las manos cruzadas a la espalda, la mano izquierda en la muñeca derecha. Y cuando Andrei entró, cuando todos se pusieron de pie y llevaban algunos momentos inmóviles, cuando en aquel recinto enorme con adornos de púrpura y oro se hizo un silencio total tras un suspiro de alivio apenas audible, el hombre siguió dando paseítos. De pronto se detuvo y miró a Andrei con mucha atención, sin sonreír, y Andrei pudo ver el gran cráneo cubierto de cabellos ralos y canosos, la frente estrecha, el bigote, también ralo y cuidado, y el rostro indiferente, amarillento, con la piel llena de cicatrices.

No hacía falta presentarse y tampoco había necesidad de pronunciar discursos de bienvenida. Se sentaron tras una mesa con incrustaciones. Andrei con las piezas negras, y su anciano adversario con las blancas, no tan blancas, más bien amarillentas, y el hombre con la cara llena de cicatrices alargó una mano pequeña, carente de vello, tomo un peón con dos dedos e hizo la primera jugada. Al instante. Andrei le opuso su peón, el callado y fiel Van, que siempre había anhelado solo una cosa, que lo dejaran en paz, y allí tendría cierta paz, más bien dudosa y relativa, allí, en el centro mismo de los acontecimientos inevitables que sin duda iban a tener lugar, y Van las pasaría canutas, pero era allí precisamente donde se lo podría proteger, cubrir, defender durante mucho tiempo, y si era eso lo que quería, durante un tiempo infinito.

Los dos peones estaban frente a frente, uno contra el otro, podían tocarse mutuamente, podían intercambiar palabras carentes de sentido, o podían simplemente estar orgullosos de sí mismos, orgullosos por el hecho de que siendo nada más que peones marcaban el eje principal en torno al cual se desarrollaría toda la partida. Pero no podían hacerse nada el uno al otro, eran mutuamente neutrales, se encontraban en diferentes dimensiones de batalla: el pequeño Van, amarillo e informe, con la cabeza siempre metida entre los hombros; y un hombrecito grueso, patizambo como soldado de caballería, con capa y gorro alto de piel, con unos bigotes asombrosamente poblados, pómulos muy marcados y ojos duros que bizqueaban levemente.

En el tablero había equilibrio de nuevo, y ese equilibrio debería durar bastante tiempo, porque Andrei sabía que su oponente era un hombre genialmente precavido que siempre consideraba que las personas eran lo más importante, lo que significaba que en un futuro inmediato nada amenazaría a Van, y Andrei lo buscó con la mirada entre las filas, le sonrió apenas, pero apartó la mirada al instante al tropezar con los ojos atentos y tristes de Donald.

El adversario meditó, dio sin prisa unos golpecitos con la boquilla de cartón de un largo emboquillado sobre las incrustaciones de nácar de la mesa, y Andrei volvió a mirar de reojo las filas de personas a lo largo de las paredes, pero ahora no miró a los suyos, sino a los que estaban a disposición de su oponente. Allí apenas encontró caras conocidas: había personas con ropa de civil, de inesperado aspecto intelectual, con barbas, gafas, chalecos y corbatas pasadas de moda: varios militares de uniforme desconocido, con muchos rombos en el cuello de la guerrera, con cintas de diferentes condecoraciones…

«De dónde habrá sacado a esa gente», pensó Andrei con cierto asombro, y de nuevo contempló el peón blanco adelantado. Al menos conocía bien a aquel peón, un hombre que había disfrutado de una fama legendaria, y que como susurraban entre sí los adultos, no había justificado las esperanzas puestas en él y había salido de la escena. Era obvio que él mismo lo sabía, pero no parecía molestarle mucho: estaba allí de pie, bien afincado sobre sus piernas torcidas encima del parqué, enrollaba entre los dedos sus gigantescos bigotes, miraba de reojo a los lados y de él salía un fuerte olor a vodka y a sudor de caballo.

El adversario levantó la mano hacia el tablero y movió un segundo peón. Andrei cerró los ojos. No había esperado ese movimiento. ¿Por qué tan de repente? ¿Quién era aquel hombre? El rostro hermoso y pálido, inspirado y repelente a la vez debido a cierta soberbia, los quevedos de lentes azul pálido, la barbita elegante y rizada, el mechón de cabellos negros sobre la frente despejada: Andrei no había visto nunca antes a aquel hombre y no podía decir de quién se trataba, pero con toda seguridad era un personaje importante, porque hablaba con el patizambo de la capa en tono autoritario y con frases cortas, y este se limitaba a mover los bigotes, tensar los pómulos y apartar a un lado sus ojos algo bizcos, como un enorme gato montes en presencia de un domador confiado.

Pero a Andrei no le interesaban las relaciones entre aquellos dos hombres, se decidía el destino de Van, el destino del pequeño y sufrido Van, que ya había metido la cabeza entre los hombros, que ya esperaba lo peor con desesperada sumisión. Aquí había que elegir una de dos variantes: o bien Van, o bien dejarlo todo como estaba, suspender la vida de aquellos dos peones indefinidamente. En el lenguaje de la estrategia ajedrecística; aquello se denominaba gambito forzado de alfil, y Andrei conocía perfectamente la situación, sabía que los manuales la recomendaban, sabía que era algo elemental, pero no podía soportar la idea de que durante las largas horas de la partida, Van permaneciera allí colgando de un cabello, cubierto de un sudor frío propio del horror de la agonía, mientras la presión sobre él crecería continuamente hasta que, al final, la monstruosa tensión sobre ese punto se hiciera del todo insoportable, el gigantesco absceso reventara y no quedara ni huella de Van.

«No soy capaz de soportar eso —pensó Andrei—. Y a fin de cuentas, no conozco al tipo de los quevedos, qué me importa lo que le ocurra, por qué debo tener lástima de él si mi genial adversario lo ha pensado solo unos minutos antes de decidirse a proponer el cambio…» Y Andrei tomó del tablero el peón blanco y en su lugar colocó el suyo, negro, y en ese momento vio cómo el gato montes de la capa miró por primera vez a los ojos de su domador y enseñó en una sonrisa lasciva sus colmillos, amarillentos por el tabaco. Y en ese mismo momento, un hombre de piel olivácea, con un aspecto ni ruso ni europeo, se deslizó entre las filas hasta el hombre de los quevedos, levantó súbitamente una enorme pala oxidada y los quevedos salieron volando como un relámpago azul, y el hombre con el rostro pálido de gran tribuno y dictador fracasado emitió un débil gemido, se le doblaron las piernas y el cuerpo, menudo y elegante, rodó por los vetustos peldaños gastados, caldeados por el sol del trópico, manchándose de polvo blanco y sangre pegajosa de un rojo muy vivo…

Andrei contuvo la respiración, tragó para librarse del nudo que le atenazaba la garganta y miró de nuevo hacia el tablero.

Allí había ya dos peones blancos lado a lado, y el centro estaba bajo el dominio del genio estratégico: además, desde lo profundo, la brillante pupila de la muerte inevitable se clavaba en el pecho de Van, no tenía tiempo para meditar demasiado, el problema no era solo con Van: si perdía un tiempo, la torre blanca saldría al espacio operativo, aquel tipo alto y apuesto, adornado por constelaciones de órdenes y medallas, rombos y galones. Llevaba tiempo intentando hacerlo, aquel hombre de ojos de hielo y labios gruesos como los de un adolescente, orgullo del joven ejército, orgullo del joven país, adversario aventajado de otros hombres igualmente soberbios, llenos de órdenes, medallas, rombos y galones, orgullo de la ciencia militar de Occidente. ¿Qué le importaba Van? Con un movimiento de su mano había acabado con la vida de decenas, de centenares, de miles de personas como Van, sucios, piojosos hambrientos que lo habían seguido ciegamente, que a una palabra suya se lanzaban sin doblar la cabeza, gritando ferozmente, contra tanques y ametralladoras; y aquellos que por un milagro sobrevivían, una vez bañados y alimentados, estaban dispuestos a lanzarse de nuevo al combate, listos a repetirlo todo desde el principio.

No, no podía entregarle a Van, ni tampoco ceder el centro del tablero a aquel hombre: Y Andrei avanzó rápido un peón, dejándolo emboscado, sin mirar de quién se trataba y pensando solo en una cosa: en cubrir a Van, apoyarlo, protegerlo aunque fuera por la retaguardia, mostrarle al gran jefe de tropas blindadas que, por supuesto, Van estaba amenazado por él, pero que no podría ir más allá. Y el gran jefe de tropas blindadas lo entendió, y sus ojos, brillantes hasta ese momento, volvieron a esconderse soñolientos bajo los bellos párpados gruesos. Pero se olvidó (como Andrei por un instante, hasta que una terrible visión interior le hizo darse cuenta), de que allí no eran ellos los que decidían, peones o caballos, ni siquiera alfiles o torres. La pequeña mano sin vello se alzó despacio sobre el tablero.

—Perdón, un momento —musitó de inmediato Andrei, que había comprendido qué iba a ocurrir. Según las nobles reglas del juego, y con tanta celeridad que hasta le temblaron los dedos, cambió de lugar a Van con el que lo apoyaba. Entonces, el que apoyaba era Van, que había sido sustituido por Valka Soifertis, con quien Andrei había compartido pupitre durante seis años y que, de todos modos, había fallecido en 1949, durante una operación de úlcera gástrica.

Las cejas del gran adversario se alzaron lentamente, sus ojos pardos con destellos dorados se cerraron a medias en un gesto de burlona sorpresa.

Por supuesto, le parecía ridículo e incomprensible aquel acto, tanto desde el punto de vista táctico como estratégico. Continuando el movimiento de su mano, pequeña y débil, la detuvo sobre la torre, meditó unos segundos más, y a continuación sus dedos se cerraron con firmeza sobre la cabeza laqueada de la pieza, que avanzó, golpeó en silencio al peón negro, lo apartó y se colocó en su lugar. El genial estratega retiró muy despacio el peón eliminado fuera del campo, y multitud de personas con batas blancas, diligentes y concentradas, rodearon al instante la camilla en la que yacía Valka Soifertis, cuyo perfil oscuro, consumido por la enfermedad, desfiló por última vez por delante de Andrei mientras todo el grupo desaparecía por la puerta del quirófano.

Andrei miró al gran jefe de tropas blindadas y descubrió en sus ojos grises y transparentes el mismo miedo, una agotadora incomprensión idéntica a la que él mismo percibía. El militar parpadeaba constantemente, miraba al genial estratega y no lograba comprender nada. Estaba habituado a pensar en categorías de enormes concentraciones de máquinas y soldados desplazándose en el espacio, y en su ingenuidad y sencillez se había acostumbrado a considerar que todo se resolvería para siempre por sus ejércitos blindados que aplastaban sin contemplaciones tierras ajenas; por las fortalezas volantes, llenas de paracaidistas y bombas, que volaban entre las nubes sobre tierras ajenas; había hecho todo lo posible para que aquel sueño tan nítido pudiera llevarse a cabo en el momento en que fuera menester… Por supuesto, a veces se permitía dudar de que el genial estratega fuera tan genial que pudiera definir ese preciso momento, así como la dirección del avance de los blindados, pero de todos modos no lograba comprender (y no tuvo tiempo de hacerlo) cómo se le podía sacrificar a él, de tanto talento, tan incansable, tan irrepetible; cómo se podía sacrificar todo aquello que había sido creado con tanto esfuerzo, con tanto trabajo…

Andrei lo retiró rápidamente del tablero y puso a Van en su lugar. Unos hombres con gorras azules atravesaron las filas, agarraron con brutalidad al gran jefe de tropas blindadas por los hombros y los brazos, le quitaron el arma, le propinaron sonoras bofetadas en el rostro apuesto y distinguido, y lo arrastraron a una mazmorra pétrea, mientras el gran estratega se recostaba en el respaldo de la silla, entrecerraba los ojos con satisfacción y hacía girar los pulgares con las manos entrecruzadas sobre el vientre. Estaba contento. Había cambiado una torre por un peón y estaba muy contento. Y entonces Andrei comprendió que, a los ojos del estratega, todo aquello tenía un significado muy diferente: con habilidad, repentinamente, se había deshecho de la torre que le molestaba, y había recibido un peón de regalo: era así como lo concebía todo.

El gran estratega era mucho más que un estratega. Los estrategas siempre se mueven dentro de los límites de su estrategia. El gran estratega había rechazado todo límite. La estrategia era solo un elemento infinitesimal de su juego, era algo tan casual para él como podía ser para Andrei un movimiento casual, hecho por capricho. El gran estratega había alcanzado la grandeza precisamente porque había comprendido, quizá desde su nacimiento, que quien vence no es el que juega según las reglas. Vence solo el que, en el momento preciso, es capaz de rechazar todas las reglas, de obligar a los demás a jugar según las suyas, desconocidas para sus adversarios y, cuando sea necesario, de renunciar incluso a sus reglas. Una locura, sus piezas eran mucho más peligrosas que las piezas del adversario. ¿Quién dijo que había que defender al rey y evitar un posible jaque? Una locura, no había reyes que no pudieran ser sustituidos en un momento de necesidad por un caballo o hasta por un peón. ¿Quién dijo que un peón que lograba llegar a la última fila se transformaba obligatoriamente en una pieza? Tonterías, a veces es mucho más útil que siga siendo un peón: que permanezca al borde del abismo, como ejemplo para los demás peones…

La maldita gorra seguía deslizándose y tapándole la vista a Andrei, cada vez se le hacía más difícil seguir qué ocurría a su alrededor. Percibía, sin embargo, que el respetuoso silencio reinante en el salón había desaparecido, se oía ruido de vajilla, el sonido de muchas voces, las notas de una orquesta que afinaba sus instrumentos. Le llegaban olores de comida.

—¡George, tengo mugcha hambgue! —decía alguien con voz chillona—. ¡Pide gue me tgaigan una copa de vino y unos tgozos de piña!

—Con su permiso —pronunció alguien junto a su oído, con cortesía impersonal, metiéndose entre Andrei y el tablero; vio unos faldones negros, unos botines laqueados, y una mano blanca con una bandeja llena pasó por encima de su cabeza. Y otra mano blanca, desconocida, dejó junto a él una copa de champán.

El genial estratega terminó de dar golpecitos con su emboquillado, de ablandarlo entre los dedos hasta el punto en que ya lo podía fumar, y lo encendió. De los agujeros de su nariz salió un humo azulado que se le enredaba en los grandes bigotes ralos.

Y, mientras tanto, la partida continuaba. Andrei se defendía, retrocedía, maniobraba, y hasta el momento había logrado que solo perecieran los que ya estaban muertos. Se llevaron a Donald, con el corazón atravesado por un disparo, y lo colocaron sobre una mesita junto con una copa, su pistola y su nota póstuma: «Al venir, no te alegres: al irte, no te entristezcas. Dadle la pistola a Voronin. Le será útil en alguna ocasión»… Ya se habían llevado a su padre y su hermano por las escaleras cubiertas de hielo, y a la ordenada pila de cadáveres del patio se habían llevado el cuerpo de la abuela. Evguenia Romanovna, amortajado con una sábana vieja. Al padre lo habían enterrado en una tumba común, en algún rincón del cementerio de Piskariovskoie, y un operario de rostro sombrío, que ocultaba el rostro sin afeitar del viento cortante, pasó con su apisonadora una y otra vez sobre los cadáveres congelados, apisonándolos, para que cupieran más en la misma tumba. Mientras, el gran estratega liquidaba a suyos y ajenos con alegría, abundancia y malevolencia, y toda su gente elegante, con barbas cuidadas y pechos cubiertos de medallas, se pegaban tiros en la sien, saltaban por las ventanas, morían tras horribles torturas, pasaban unos por encima de los otros para transformarse en alfiles y seguían siendo peones.

Y Andrei se torturaba, tratando de entender a qué juego estaba jugando, cuál era el objetivo, cuáles eran sus reglas y con qué fin tenía lugar todo aquello. Una pregunta lo taladraba hasta lo más profundo del alma: cómo se había convertido en adversario del gran estratega, él, fiel soldado de su ejército, listo a morir por él en cualquier momento, a matar por él. No conocía otros objetivos que no fueran los de él, no creía en otros medios diferentes a los que él había señalado, no distinguía entre los designios del gran estratega y los designios del universo. Ansioso, sin percibir el sabor, bebía una copa de champán tras otra, y de repente, una visión iluminadora estalló en su cabeza. ¡Claro, él no era adversario del gran estratega! ¡Por supuesto, se trataba de eso! Era su aliado, su fiel colaborador, ¡esa era la regla fundamental de aquel juego! No se trataba de un enfrentamiento entre adversarios, era una partida entre colaboradores, aliados, todo se desarrollaba en un sentido, nadie perdía, todos ganaban… menos aquellos, claro está, que no sobrevivieran hasta la victoria… Alguien le tocó la pierna.

—Tenga la bondad de apartar el pie… —se oyó bajo la mesa. Andrei miró abajo. Había un charco oscuro, y un enano medio calvo se agachaba con un trapo en la mano e intentaba secarlo. Andrei se sintió mareado y fijó de nuevo la vista en el tablero. Ya había sacrificado a todos los muertos, solo le quedaban vivos. El gran estratega lo contemplaba con curiosidad desde el otro lado de la mesa, vigilaba sus movimientos y al parecer asentía, con aire aprobatorio, sonreía cortés, mostrando sus pequeños y escasos dientes, y en ese momento Andrei sintió que no podía más. Una gran partida, la más noble de todas, una partida en aras del objetivo más grandioso que la humanidad se había planteado alguna vez, pero Andrei no podía seguir jugándola.

—Tengo que salir —dijo, con voz ronca—. Un momento.

Lo dijo tan bajito que apenas pudo oírse a sí mismo, pero al momento todos clavaron sus ojos en él. De nuevo se hizo el silencio en el salón, y la visera de la gorra dejó de molestarle, podía ver cara a cara a todos los suyos, a todos los que aún estaban vivos.

El gigantesco tío Yura, con el capote descolorido, abierto de par en par, lo miraba con aire lúgubre, mientras su enorme cigarrillo echaba chispas: Selma sonreía, borracha, tirada en el sillón con las piernas tan levantadas que se le veía el trasero y las bragas rosadas de encaje: Kensi lo miraba serio, con comprensión, y a su lado, con la mirada ausente, despeinado y sin afeitar, estaba Volodia Dmitriev; sobre un taburete alto y extraño, del que acababa de bajarse Sieva Baranov para partir en su última y misteriosa misión, se sentaba ahora Borka Chistiakov con su nariz aristocrática y el rostro fruncido en expresión de asco, como dispuesto a preguntar: «¿Por qué barritas como un enorme elefante?»; allí estaban todos, los más cercanos, los más queridos, y todos lo miraban, cada uno de manera diferente, y a la vez en sus miradas había algo común, un sentimiento común hacia él: ¿simpatía? ¿confianza? ¿lástima? No, no se trataba de aquello, pero no logró entender de que se trataba, porque de repente vio, entre las caras conocidas y habituales, a un hombre totalmente desconocido, a un asiático de rostro amarillo y ojos rasgados. No, no se trataba de Van, era un asiático muy aristocrático, elegante, y además le pareció ver que a espaldas de aquel desconocido se ocultaba una persona de baja estatura, sucia, harapienta, con toda seguridad un niño abandonado.

Y se levantó bruscamente, apartó la silla haciendo ruido y les dio la espalda a todos. Hizo un gesto indefinido en dirección del gran estratega, salió presuroso del salón, echando a un lado hombros y vientres ajenos, apartando a alguien del camino…

—Está bien —gruñó una voz cercana, como queriendo tranquilizarlo—, las reglas lo permiten, que piense, que medite un poco… Solo hay que detener los relojes.

Totalmente exhausto, empapado en sudor, salió al descansillo de la escalera y se sentó en la alfombra, no lejos de un hogar donde ardía con fuerza la leña. De nuevo la visera de la gorra le tapó los ojos, de manera que ni siquiera intentó ver qué había tras el hogar ni quiénes estaban sentados frente al fuego, solo percibía con su cuerpo, empapado y como apaleado, un calor blando y seco, y veía en sus zapatos las manchas coaguladas, pero todavía pegajosas: y a través del agradable chasquido de los leños que ardían oía el lento relato de alguien, que se deleitaba con su voz aterciopelada.

—Imaginaos un tipo apuesto, de anchos hombros, caballero de las tres Órdenes de la Gloria Combativa, y hay que decir que eran muy pocos los que fueron condecorados con esas tres órdenes, eran menos que los Héroes de la Unión Soviética. Pues ese maravilloso camarada era un alumno sobresaliente y todo lo demás. Pero tenía, por así decirlo, una rareza. Digamos que iba a una fiesta en casa de algún hijo de general o de mariscal, pero tan pronto cada cual se apartaba con su pareja, él salía calladamente y desaparecía. Al principio pensaban que tenía una relación estable. Pero no, los chicos lo veían a veces en lugares públicos, por ejemplo en el Parque Gorki, o en algunos clubes, con cada callo que daba grima, pero siempre con una distinta. Una vez me lo encontré. Miro, ¡y qué cosa más fea!, manchada, una cara horrible, con patas flacas y medias torcidas, pintarrajeada que daba miedo, con las cejas quién sabe si embetunadas… en aquella época no había los cosméticos de hoy. En general, un desastre. Pero a él no le importaba. Le agarraba el brazo con delicadeza y le contaba algo al oído, como se supone que debe ser. Y la chica reventaba de orgullo, se derretía, se avergonzaba, estaba que no meaba. Y en una ocasión, en una reunión de solteros, le preguntamos: cuéntanos sobre esos gustos pervertidos que tienes, cómo es posible que esas zorras no te den arcadas cuando las mujeres más bellas se mueren por ti… Y debo deciros que teníamos en la academia una facultad de pedagogía, un sitio privilegiado donde escogían a las hijas de las familias más encopetadas… Pues él, al principio, respondía con bromas, pero después se rindió y nos contó algo muy sorprendente: «Yo sé, camaradas, que tengo todos los atributos: soy apuesto, me han otorgado muchas condecoraciones y estoy soltero. Yo me doy cuenta de ello, y he recibido muchas insinuaciones al respecto. Pero ved qué me ocurrió una vez: comprendí de repente la desgracia de las mujeres. Durante toda la guerra no veían ninguna luz al final del túnel, vivían con hambre, llevaban a cabo los trabajos masculinos más duros, eran pobres, feas, ni siquiera se daban cuenta de qué significaba ser bella y deseada. Y yo —siguió contando—, decidí darles aunque fuera a unas pocas de ellas una emoción tan fuerte que pudieran recordarla toda su vida. Yo —contaba—, me tropiezo con una conductora de trenes, con la obrera de una fábrica o con una infeliz maestrita, que con o sin guerra no iba a tener la oportunidad de ser feliz, mucho menos ahora cuando han muerto tantos hombres y no se ve ni una cabeza flotando sobre las olas. Paso dos o tres veladas con ellas —decía—, y después me despido, por supuesto les digo una mentira, que parto por largo tiempo a una misión, o algo más o menos verosímil, y ellas se quedan con un bello recuerdo… Aunque sea una chispita brillante en su vida —decía—. No sé cómo se califica eso desde el punto de vista de la alta moral, pero tengo la impresión de que de esa manera cumplo aunque sea una pizca de nuestro deber como hombres…». Nos contó todo esto y nos quedamos con la boca abierta. Después, claro está, nos pusimos a discutir, pero nos causó una tremenda impresión. Por cierto, poco tiempo después desapareció. En aquellos tiempos, muchos de nosotros desaparecían de esa manera: una orden del mando, en el ejército no se pregunta dónde ni por qué… No he vuelto a verlo…

»Ni yo tampoco —pensó Andrei—. Tampoco volví a verlo. Hubo dos cartas, una a mamá, la otra a mí. Y la notificación: “Su hijo, Serguei Mijailovich Voronin cayó con honor durante el cumplimiento de una misión encomendada por el mando”. Eso fue en Corea. Bajo el cielo rosáceo de Corea, donde el gran estratega por primera vez probó sus fuerzas combatiendo contra el imperialismo norteamericano. Allí llevó a cabo su grandiosa partida, y allí se quedó Serguei con su colección completa de órdenes de la Gloria…

»No quiero —se dijo Andrei—. No quiero seguir jugando. Quizá deba ser así, quizá no se pueda evitar la partida. Es lo más probable. Pero yo no puedo. No sé. Y ni siquiera quiero aprender. Pues nada —pensó con amargura—. Eso solo quiere decir que soy un mal soldado. O, más exactamente, solo soy un soldado. Nada más que eso. Uno de los que no puede pensar y por eso debe obedecer ciegamente. Y no soy un colaborador, no soy un aliado del gran estratega, sino un tornillo mínimo en su máquina colosal, y mi lugar no está tras el tablero de su partida incomprensible, sino junto a Van, al tío Yura, a Selma. Soy un pequeño astrónomo de mediano talento, y si pudiera probar que existe una relación entre los pares expandidos y los flujos de Schealt, eso significaría muchísimo para mí. Pero con respecto a las grandes decisiones y los grandes logros…»

Y en ese momento se acordó de que ya no era un astrónomo, que era juez de instrucción de la fiscalía, que había logrado un éxito considerable: con ayuda de agentes especialmente preparados y de una metodología de investigación muy particular, había encontrado aquel misterioso Edificio Rojo, había logrado entrar en él y desentrañar sus siniestros secretos, creando los antecedentes que permitirían eliminar con éxito aquel fenómeno maligno…

Se incorporó apoyándose en las manos y bajó al peldaño inferior.

«Si regreso al tablero no lograré salir del Edificio. Me tragará. Eso está claro, ya se ha tragado a muchos, hay declaraciones de los testigos al respecto. Pero el problema no es solo ese. Debo retornar a mi despacho y desentrañar todo esto. Ese es mi deber. Es lo que tengo que hacer ahora. Todo lo demás es solo un espejismo…»

Bajó otros dos peldaños. Había que liberarse del espejismo y volver al trabajo. Allí nada era casual. Allí todo estaba muy bien pensado. Se trataba de una monstruosa ilusión, organizada por provocadores que intentaban destruir la fe en la victoria total, corroer los conceptos de la moral y el deber. Y no era una casualidad que, a un lado del Edificio, estuviera aquel cine asqueroso, llamado «Nueva Ilusión». ¡Nueva! En la pornografía no hay nada nuevo, pero el cine se denominaba nuevo. ¡Todo estaba claro! ¿Y qué había al otro lado? Una sinagoga…

Bajó rápidamente las escaleras y llego a una puerta con el letrero de «Salida». Al poner la mano en el picaporte, al comenzar a empujar la puerta, al vencer la resistencia del muelle que chirriaba, se dio cuenta de repente de lo que había de común en todas aquellas miradas que le dirigieran allá arriba. Un reproche. Sabían que no volvería. Él mismo no se había dado cuenta de ello, pero lo sabían sin sombra de duda…

Salió presuroso a la calle, se llenó ansioso los pulmones de aire húmedo y nebuloso, y con el corazón rebosante de felicidad vio que allí todo seguía igual: la neblina cubría la calle Mayor a la derecha y a la izquierda, y frente a él, al otro lado de la calle, estaba la moto con sidecar y su chofer, el policía, dormido del todo, con la cabeza metida en el cuello del capote.

«El gordo duerme —pensó, con cierta ternura—, está agotado.» Y en ese momento, una voz dentro de él pronunció muy alto: «¡Tiempo!», y Andrei, con un gemido, se echó a llorar de desesperación al recordar entonces la regla más terrible del juego, una regla pensada especialmente contra los llorones intelectuales y bienpensantes: el que interrumpe la partida se rinde; el que se rinde, pierde todas sus piezas.

—¡Nooooo! —gritó mientras se volvía en busca del picaporte de cobre. Pero ya era tarde. El Edificio se retiraba. Retrocedía y se perdía lentamente en la niebla reinante entre las paredes de la sinagoga y el cine Nueva Ilusión. Se retiraba, susurrando, chirriando, haciendo sonar los cristales de las ventanas y crujir las vigas. De la azotea cayó una teja que se rompió al golpear un banco de piedra.

Andrei empujaba con todas sus fuerzas el picaporte, pero parecía haberse soldado con la madera de la puerta: el Edificio se movía cada vez más rápido, y Andrei corría, casi colgado de él como de un tren que se aleja. Empujaba y tiraba del picaporte: de pronto tropezó con algo, cayó y sus dedos engarrotados soltaron la lisa superficie de cobre, algo crujió en su cabeza pero él seguía viendo cómo el Edificio retrocedía, apagando las ventanas sobre la marcha. Dobló tras la pared amarilla de la sinagoga, desapareció, apareció de nuevo como si echara un vistazo con las dos últimas ventanas iluminadas, pero se apagaron y se hizo la oscuridad.

TRES

Estaba sentado en el banco, ante la desabrida fuente de cemento, y apretaba el pañuelo humedecido, tibio ya, contra un enorme chichón sobre el ojo derecho. Había perdido el sentido y le dolía la cabeza con tanta fuerza que temía haberse fracturado el cráneo; le ardían las rodillas despellejadas y se le había dormido el codo herido, que sin embargo daba señales de que se haría sentir en un futuro inmediato. A propósito, quién sabe si todo aquello era lo mejor que podía ocurrir. De esa manera, lo sucedido adquiría los rasgos bien definidos de la más brutal realidad. No había ningún Edificio, no había ningún estratega ni un charco oscuro bajo la mesa, no había ajedrez ni tampoco traición, solamente un hombre vagando en la oscuridad que se había quedado traspuesto, había tropezado y había caído al otro lado de la barrera de cemento para ir a parar a la estúpida fuente, golpeándose con fuerza contra el fondo su cabeza de idiota y el resto del cuerpo.

Andrei entendía perfectamente que, en realidad, nada era tan sencillo, pero le resultaba agradable pensar que quizá fuera solo un delirio, que había tropezado y se había caído; en ese caso todo era divertido y al menos cómodo.

«Qué hago ahora —pensó, con la cabeza llena de brumas—. He encontrado el Edificio, estuve dentro, lo vi todo con mis propios ojos… ¿Y qué más? No me llenéis la cabeza, no llenéis esta cabeza mía tan grande con discursos vacíos sobre rumores, mitos y toda esa propaganda. Eso, en primer lugar. No me llenéis la cabeza… Pero, perdón, creo que era yo el que le llenaba la cabeza a todos. Hay que poner en libertad a ese… cómo se llama… el de la flauta. Me gustaría saber si esa Ela suya también jugaba al ajedrez. Maldita sea, cómo me duele la cabeza…»

El pañuelo estaba totalmente tibio. Andrei caminó con dificultad hacia la fuente, se inclinó sobre la barandilla y metió el pañuelo bajo el chorro helado. Dentro del chichón alguien pugnaba con furia por salir fuera. Eso sí es un mito. Y además, un espejismo… Exprimió el pañuelo, volvió a apretarlo contra el sitio lastimado y miró al otro lado de la calle. El gordo seguía durmiendo.

«Maldita bola de sebo —pensó Andrei con furia—. Está en horario de servicio. ¿Para qué te he traído conmigo? ¿Acaso te he traído aquí para que te pongas a roncar? Hubieran podido matarme cien veces… Claro, y este cerdo, después de dormir a gusto, hubiera ido mañana a la fiscalía y, como si nada, hubiera informado: el señor juez de instrucción entró anoche al Edificio Rojo y no volvió a salir.»

Durante unos momentos, Andrei acarició en su mente la dulce idea de recoger un cubo de agua helada, acercarse al gordinflón y echárselo por el cuello del capote. Seguro que se despertaría. Así se divertían los muchachos en las reuniones: si alguien se quedaba dormido, con el extremo de un cordón le ataban un zapato a salva sea la parte, y después le ponían el zapato asqueroso en la cara. El durmiente se enfurecía, y lanzaba el zapato por el aire con todas sus fuerzas… Era muy cómico.

Andrei volvió al banco y descubrió que tenía un vecino. Era un hombrecito pequeño y enjuto, vestido todo de negro, hasta su camisa era negra. Estaba allí sentado con las piernas cruzadas y un viejo sombrero hongo sobre las rodillas. Seguro que era el custodio de la sinagoga. Andrei se dejó caer a su lado con pesadez, palpándose con cuidado los bordes del chichón a través de la tela.

—Pues, bien —dijo el hombre, con voz cascada—. ¿Y qué va a pasar?

—Nada especial —repuso Andrei—. Los pescaremos a todos. No voy a dejar eso así.

—¿Y después?

—No sé —dijo Andrei, tras pensarlo—. Quizá aparezca otra porquería. El Experimento es el Experimento. Y va para largo.

—Es eterno —apuntó el anciano—. Según cualquier religión, es eterno.

—La religión no tiene nada que ver con esto —objetó Andrei.

—¿Cree eso incluso ahora? —se asombró el anciano.

—Por supuesto. Siempre lo he creído.

—Está bien, dejémoslo. El Experimento es el Experimento, aquí muchos se consuelan con eso. Casi todos. A propósito, ninguna religión ha previsto nada semejante. Pero hablo de otra cosa. ¿Para qué nos han dejado, incluso aquí, el libre albedrío? Se podría pensar que en el reino del mal absoluto, en el reino que tiene escrito a la entrada: «Dejad toda esperanza».

—Tiene usted una idea extraña sobre esto —dijo Andrei, impaciente, sin dejarle terminar—. No estamos en el reino del mal absoluto. Más bien se trata de un caos al que debemos poner orden. ¿Y cómo podremos ponerle orden si carecemos del libre albedrío?

—Una idea interesante —pronunció el anciano, pensativo—. No se me había ocurrido. Entonces, ¿supone usted que nos han dado otra oportunidad? Algo así como el batallón de castigo, lavar con sangre nuestros pecados en la primera línea del eterno combate entre el bien y el mal…

—¿Y a qué viene aquí el mal? —dijo Andrei, cada vez más irritado—. El mal es algo que se subordina a un objetivo determinado…

—¡Usted es un maniqueo! —le interrumpió el anciano.

—¡Soy un joven comunista! —objetó Andrei, más irritado aún, con una fe y una convicción inusitadas—. El mal es siempre un fenómeno de clase. No existe el mal en general. Aquí todo se enreda porque estamos en el Experimento. Nos han entregado el caos. Y entonces, o bien no podemos con la misión y volvemos a lo que teníamos allí, la división en clases y toda aquella basura, o controlamos el caos y lo transformamos en nuevas formas de relación humana, que en conjunto se denominan comunismo…

El anciano, aturdido, se mantuvo callado cierto tiempo.

—No me diga —pronunció finalmente, con enorme sorpresa—. Quién lo hubiera pensado, quién lo hubiera supuesto. ¡Propaganda comunista, aquí! Eso es más que un cisma, es… —calló—. A propósito, la idea del comunismo está emparentada con las ideas del cristianismo primitivo.

—¡Eso es mentira! —exclamó Andrei, airado—. Son inventos de los curas. El cristianismo primitivo era la ideología de la sumisión, la ideología de los esclavos. ¡Y nosotros somos rebeldes! ¡No dejaremos aquí piedra sobre piedra, y después retornaremos allí, a nuestra época, y lo reconstruiremos todo de la misma manera!

—Usted es Lucifer —balbuceó el anciano con terror devoto—. ¡Un espíritu orgulloso! ¿Acaso no se ha resignado?

—¿Lucifer? Muy bien. ¿Y usted quién es?

—Yo no soy nadie —precisó el anciano—. Allá no era nadie, y aquí tampoco soy nadie. —Guardó silencio—. Me ha llenado de esperanza —exclamó, de repente—. ¡Sí, sí, sí! No se imagina qué extraño, qué extraño… ¡qué alegría ha sido oírlo! En verdad, si conservamos el libre albedrío, ¿por qué eso tiene que significar obligatoriamente la sumisión, el sufrimiento paciente? Considero este encuentro el episodio más significativo de toda mi estancia aquí…

Andrei lo examinó atentamente, con desagrado. «El puñetero anciano se está burlando… No, no parece… ¿Será el custodio de la sinagoga? ¡La sinagoga!»

—Le pido mil perdones —preguntó, sigiloso—. ¿Lleva tiempo aquí sentado? Quiero decir, en este banco.

—No, no mucho. Al principio, estaba sentado en un taburete, en aquella entrada, ¿la ve?, ahí hay un taburete… Y cuando el edificio se marchó, vine para el banco.

—Ajá —dijo Andrei—. Eso quiere decir que usted vio el edificio.

—¡Por supuesto! —respondió el anciano con dignidad—. Sería difícil no verlo. Yo estaba sentado aquí, oía la música y lloraba.

—Lloraba… —repitió Andrei, intentando a duras penas entender de qué hablaba—. Dígame, ¿es usted judío?

—¡Claro que no! —El anciano se estremeció—. ¿Qué pregunta es esa? Soy católico, un hijo fiel y por desgracia indigno de la Iglesia católica romana. Por supuesto, no tengo nada en contra del judaísmo, pero… ¿Y por qué me hace esa pregunta?

—Pues… —Andrei eludió responder—. Eso significa que no tiene nada que ver con la sinagoga, ¿verdad?

—Nada —dijo el anciano—. A no ser por el hecho de que me siento con frecuencia en esta plaza, y a veces viene el custodio… —Soltó una risita vergonzosa—. Él y yo discutimos sobre religión…

—¿Y el Edificio Rojo? —preguntó Andrei, cerrando los ojos a causa del dolor de cabeza.

—¿El Edificio? Bueno, cuando llega no podemos sentarnos aquí, como es natural. Entonces nos vemos obligados a esperar a que se marche.

—Entonces ¿no es la primera vez que lo ve?

—Por supuesto que no. Viene casi todas las noches… Es verdad que hoy ha permanecido más de lo habitual.

—Aguarde —dijo Andrei—. ¿Y usted sabe qué edificio es ese?

—Es difícil no reconocerlo —dijo el anciano en voz baja—. Antes, en aquella vida, vi varias veces su imagen y leí su descripción. Está totalmente descrito en las revelaciones de San Antonio. Es verdad que no se trata de un texto canónico, pero ahora… Para nosotros, los católicos… En una palabra, lo he leído. «Y también se me apareció una casa, viva y en movimiento, que hacía gestos obscenos, y dentro, por las ventanas, vi gente que caminaba por sus habitaciones, dormía y tomaba alimentos…» No le aseguro que la cita sea exacta, pero se aproxima mucho al texto. Y, por supuesto, Hieronymus Bosch… Yo lo llamaría San Hieronymus Bosch, le debo mucho, él fue quien me preparó para esto… —Hizo un amplio gesto con la mano, abarcando todo lo que lo rodeaba—. Sus cuadros maravillosos… Sin duda, el Señor le permitió bajar aquí, igual que a Dante. A propósito, existe un manuscrito que se le atribuye a Dante, y ahí se describe ese edificio. Cómo dice… —El anciano cerró los ojos y se llevó la mano, con los dedos muy abiertos, a la frente—. Eeeh… «Y mi acompañante, tras extender una mano, seca y huesuda…» Hum… No… «La maraña de cuerpos desnudos ensangrentados en los recintos en penumbra…» Hum…

—Aguarde —dijo Andrei, relamiéndose los labios secos—. ¿Qué me anda diciendo? ¿Qué pintan en esto san Antonio y Dante? ¿Qué pretende insinuar?

—No pretendo insinuar nada —dijo el anciano sonriendo—. Usted me preguntó por el edificio, y yo… Por supuesto, debo darle gracias a Dios porque él, en su eterna sabiduría e infinita bondad, me ilustró desde mi existencia anterior y me permitió prepararme. Yo me entero aquí de muchas, muchísimas cosas, y se me encoge el corazón cuando pienso en otros que han venido aquí y no entienden, no son capaces de entender dónde se encuentran. La dolorosa incomprensión de lo existente, a lo que se suman los torturantes recuerdos de sus pecados. Es posible que también sea la gran sabiduría del Creador: el reconocimiento eterno de tus pecados sin percibir el castigo por ellos… Usted, por ejemplo, joven, ¿por qué fue lanzado a este abismo?

—No sé de qué me habla —musitó Andrei.

«Lo único que nos faltaba aquí eran fanáticos religiosos», pensó.

—No se corte —dijo el anciano, alentándolo—. Aquí no tiene sentido ocultarlo, pues el juicio ya ha tenido lugar. Yo, por ejemplo, he pecado ante mi pueblo, fui traidor y delator, vi cómo torturaban y asesinaban a las personas que yo entregué a los servidores del demonio. Me ahorcaron en mil novecientos cuarenta y cuatro. —El anciano calló—. ¿Y usted, cuándo murió?

—Yo no he muerto —pronunció Andrei, sintiendo frío de inmediato.

—Sí —asintió el anciano, sonriendo—, hay muchos que piensan eso. Pero no es verdad. La historia conoce casos en que personas vivas ascendieron al cielo, pero nadie ha oído nunca que se los llevaran como castigo a la Gehenna. —Andrei lo escuchaba perplejo, con los ojos clavados en el anciano—. Simplemente, lo ha olvidado —prosiguió el anciano—. Había guerra, caían bombas en las calles, usted corría hacia un refugio y, de repente, un golpe y todo desapareció. Después vio a un ángel que le hablaba con dulzura, en tono metafórico, y se encontró usted aquí… —De nuevo asintió comprensivo, sacando el labio inferior—. Sí, sí, sin dudas, es precisamente así como surge la percepción del libre albedrío. Ahora lo entiendo: es la inercia. Simplemente la inercia, joven. Usted hablaba con tanta convicción que logró confundirme un poco. La organización del caos, el nuevo mundo… No, no, se trata simplemente de inercia. Con el tiempo eso debe desaparecer. No lo olvide, la Gehenna es eterna, no hay regreso, y usted todavía se encuentra en el primer círculo…

—¿Habla en serio? —la voz de Andrei se quebró un instante.

—Usted sabe perfectamente todo eso —dijo el anciano, con cariño—. ¡Usted lo sabe perfectamente! Solo que es usted ateo, joven, y no quiere reconocer que durante toda su vida, por corta que haya sido, se ha equivocado. Sus maestros, obtusos e ignorantes, le enseñaron que lo único que hay por delante es la nada, el vacío, la corrupción; que no tendría que esperar expiación ni gratitud por sus actos. Y usted aceptó esas lastimosas ideas, porque le parecieron tan simples, tan obvias, y sobre todo porque era tan joven, porque tenía una excelente salud física y para usted la muerte era solo una lejana abstracción. Al hacer el mal, siempre tuvo la esperanza de escapar del castigo, porque solo lo podían castigar otras personas como usted. Y si hacía el bien, exigía una recompensa inmediata de otros semejantes a usted. Era ridículo. Ahora, por supuesto, lo entiende, puedo verlo en su rostro… —De repente, se echó a reír—. En la clandestinidad teníamos un ingeniero, materialista, con frecuencia discutíamos con él sobre la vida después de la muerte. ¡Dios, cuánto se burló de mí!

»—Querido amigo —me decía—, usted y yo terminaremos esta absurda discusión en el paraíso…

»Y, sabe usted, lo busco constantemente aquí y no puedo encontrarlo. Quizá al bromear decía la verdad, quizá fue al paraíso, como un mártir. Su muerte fue un auténtico martirio. Y yo estoy aquí.

—¿Debates nocturnos sobre la vida y la muerte? —graznó una voz conocida encima de su oreja, y el banco se sacudió.

Izya Katzman, desarrapado y despeinado como siempre, se dejó caer en el asiento al otro lado de Andrei, y mientras sostenía en la mano izquierda una enorme carpeta de color claro, comenzó a pellizcarse la verruga con la mano derecha. Como le ocurría habitualmente, se encontraba en un estado de fascinada excitación.

—Este anciano señor —dijo Andrei, intentando que sonara lo más casual posible—, supone que todos estamos en el Infierno.

—El anciano señor tiene toda la razón —fue la réplica inmediata de Izya, que soltó una risita—. En todo caso, si esto no es el Infierno, no se distingue de él en sus manifestaciones. Pero reconózcalo, señor Stupalski, en mi recorrido vital no ha encontrado ningún acto por el que mereciera ser enviado aquí. Ni siquiera fui concupiscente, mire hasta qué grado he sido tonto.

—Señor Katzman —declaró el anciano—, puedo considerar que ni siquiera usted sabe nada sobre ese acto suyo fatal.

—Es posible, es posible —aceptó Izya con presteza—. A juzgar por tu aspecto —dirigiéndose a Andrei—, has estado en el Edificio Rojo. ¿Qué tal te fue allí?

En ese momento, Andrei volvió en sí del todo. Como si el envoltorio semitransparente y pegajoso de la pesadilla hubiera estallado y se hubiera derretido, el dolor de cabeza disminuyó y comenzó a percibir con claridad lo que le rodeaba, mientras que la calle Mayor dejó de estar cubierta por la neblina, y el policía de la moto no dormía, sino que daba paseítos por la acera, marcados por el puntúo rojo del cigarrillo, y miraba hacia el banco.

«Dios mío —pensó Andrei, casi con horror—, ¿qué estoy haciendo aquí? Soy juez de instrucción, se me acaba el tiempo y estoy aquí, perdiendo el tiempo con este loco, y también está Katzman… ¿Katzman? ¿Cómo ha llegado hasta aquí?»

—¿Cómo sabías dónde estaba? —preguntó, con voz entrecortada.

—No era difícil adivinarlo —dijo Izya, con una risita—. Deberías mirarte al espejo…

—¡Te lo pregunto en serio! —Andrei alzó la voz.

—Buenas noches, señores —dijo el anciano, levantándose de repente, mientras se ponía el sombrero—. Que tengan buenos sueños.

Andrei no le prestó la menor atención. Miraba a Izya. Pero este continuaba pellizcándose la verruga y dando leves saltitos en el sitio, y miró alejarse al anciano con una sonrisa de oreja a oreja, haciendo ruiditos con la boca y resoplando entrecortadamente.

—¿Y entonces? —preguntó Andrei.

—¡Qué personaje! —masculló Izya con admiración—. ¡Ay, qué personaje! ¡Eres un idiota, Voronin, como siempre no sabes nada de nada! ¿Sabes quién es ese individuo? Es el famoso señor Stupalski. ¡Judas Stupalski! Entregó a la Gestapo de Lodz a doscientas cuarenta y ocho personas, lo descubrieron en dos ocasiones, pero logró salir del paso y que otros pagaran por él. Después de la liberación lo pescaron por fin, lo llevaron a los tribunales y lo condenaron, pero también logró salir del paso. Los señores Preceptores consideraron que era útil quitarle el lazo de la horca del cuello y enviarlo aquí. En aras de la variedad. Vive en un manicomio, se hace el loco y sigue trabajando activamente en su tan querida especialidad… ¿Crees que fue casual que se tropezara contigo aquí, en el banco? ¿Sabes para quién trabaja ahora?

—¡Cállate! —le ordenó Andrei, que hacía un esfuerzo de voluntad para acallar el interés y la habitual curiosidad que se apoderaban de él cuando Izya contaba algo—. No me interesa nada de eso. ¿Por qué has venido aquí? ¿Cómo sabes que yo estuve dentro del Edificio?

—Yo también estuve allí —dijo Izya sin alterarse.

—Ajá —repuso Andrei—. ¿Y qué ocurría allí?

—Tú sabrás mejor qué ocurría allí. ¿Cómo puedo saber lo que ocurría allí desde tu punto de vista?

—¿Y desde el tuyo?

—Pues eso no te incumbe en absoluto —dijo Izya, acomodándose la gruesa carpeta sobre las piernas.

—¿Cogiste la carpeta allí dentro? —preguntó Andrei, tendiendo la mano.

—No, no fue allí.

—¿Y qué hay en ella?

—Oye, ¿qué te importa eso? ¿Por qué me molestas?

Aún no se daba cuenta de qué pasaba. Ni Andrei entendía del todo qué estaba pasando, y pensaba febrilmente qué hacer de ahí en adelante.

—¿Sabes lo que hay en esta carpeta? —dijo Izya—. Estuve haciendo excavaciones en la antigua alcaldía, está a unos quince kilómetros de aquí. Me pasé todo el día trabajando allí, el sol se apagó y todo quedó oscuro como en el culo de un negro. Allí hace unos veinte años que no hay alumbrado público… Estuve dando vueltas de un lado para otro, mucho rato, a duras penas logré llegar a la calle Mayor, no había más que ruinas y unas voces enloquecidas que gritaban…

—Vaya. ¿Acaso no sabes que está prohibido excavar en las antiguas ruinas? —La chispa desapareció de los ojos de Izya. Miró con atención a Andrei. Al parecer, comenzaba a entender—. ¿Qué quieres, difundir la infección por la ciudad? —prosiguió Andrei.

—No me gusta ese tono —repuso Izya, con una sonrisa torcida—. Es como si no estuvieras hablando conmigo.

—¡Tú eres el que no me gusta! —estalló Andrei—. ¿Por qué me llenabas la cabeza de idioteces tales como que el Edificio Rojo es un mito? Tú sabías que no era un mito. Me mentiste. ¿Con qué fin?

—¿Esto qué es, un interrogatorio?

—¿Tú crees?

—Pues creo que te has dado un golpe muy fuerte en la cabeza. Creo que deberías lavarte la cara con agua fría y volver en ti.

—Dame la carpeta —dijo Andrei.

—¡Vete a la mierda! —dijo Izya, levantándose. Se había puesto muy pálido.

—Vienes conmigo —ordenó Andrei poniéndose a su vez en pie.

—No pienso hacerlo —respondió Izya de forma entrecortada—. Enséñame la orden de arresto.

Entonces Andrei se llevó la mano lentamente a la funda y sacó la pistola, sintiendo que un odio frío lo invadía.

—Camine delante —ordenó.

—Imbécil… —masculló Izya—. Te has vuelto totalmente loco.

—¡Silencio! —rugió Andrei—. ¡Andando! —Clavó el cañón del arma en el costado de Izya, y este, obediente, comenzó a cruzar la calle. Cojeaba mucho, seguramente tendría ampollas en los pies.

—Te morirás de la vergüenza —dijo, por encima del hombro—. Cuando vuelvas en ti, te morirás de la vergüenza.

—¡Cállese!

Se acercaron a la moto, el policía retiró la cubierta del sidecar y Andrei señaló hacia allí con el cañón de la pistola.

—Monte.

Izya montó en el sidecar con bastante dificultad. El policía subió al asiento de un salto y Andrei se sentó detrás de él, después de guardar la pistola en la funda. El motor rugió, petardeó un par de veces, la moto giró en redondo y tomó el camino de vuelta a toda velocidad, saltando en los baches. Regresaron a la fiscalía espantando a los locos que vagaban cansados y sin sentido por la calle húmeda de rocío.

Andrei intentaba no mirar a Izya, que estaba encogido en el sidecar. El primer impulso había pasado y se sentía algo violento, todo había ocurrido con demasiada prisa, muy a la carrera, de improviso, como en el cuento del oso que llevaba una liebre en un cesto sin fondo. Bien, todo se aclararía…

En el vestíbulo de la fiscalía, sin mirar a Izya, Andrei le ordenó a un agente que le tomara los datos al detenido y lo llevaran arriba después. A continuación fue a su despacho, subiendo los escalones de tres en tres.

Eran casi las cuatro de la madrugada, la hora de más ajetreo. En los pasillos, de pie junto a la pared o sentados en los bancos pulidos por innumerables traseros, había acusados y testigos, todos con el mismo aspecto desesperado y soñoliento, casi todos bostezaban, se sacudían y, aturdidos, abrían mucho los ojos.

—¡Silencio! ¡Prohibido hablar! —gritaban de vez en cuando los agentes de guardia desde sus mesitas.

Desde los despachos de los jueces de instrucción, a través de las puertas acolchadas, se oía el golpeteo de las máquinas de escribir, voces que tartamudeaban y gemidos llorosos. Todo estaba sucio y oscuro, y el aire no circulaba. Andrei sintió debilidad y el repentino deseo de correr un momento a la cafetería y tomar algo que lo estimulara, una taza de café bien cargado o al menos un chupito de vodka. Y entonces vio a Van.

Su amigo estaba agachado y apoyado la pared, en una pose de espera paciente e interminable. Llevaba su eterna chaqueta enguatada y tenía la cabeza metida entre los hombros, de tal manera que el cuello de la prenda hacía más visibles sus orejas. Su rostro lampiño estaba tranquilo. Parecía medio dormido.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó Andrei, asombrado.

Van abrió los ojos, se levantó con agilidad y sonrió.

—Estoy detenido. Espero a que me llamen.

—¿Cómo que detenido? ¿Por qué?

—Sabotaje —dijo Van muy bajito.

El gamberro corpulento que dormía a su lado, envuelto en un impermeable manchado, abrió también los ojos, mejor dicho solo uno, porque el otro estaba semicerrado bajo unos párpados violáceos.

—¿De qué sabotaje te acusan? —se asombró Andrei.

—Eludir el derecho al trabajo…

—Artículo ciento doce, párrafo seis —aclaró con diligencia el gorila del ojo hinchado—. Seis meses de terapia en las ciénagas, nada más.

—Cállese —le ordenó Andrei.

El gamberro volvió hacia él su ojo negro soltando una risita burlona, que hizo recordar a Andrei que él tenía un chichón en la frente, y al momento se lo palpó.

—Puedo callarme —gruñó el hombre, en tono pacífico—. ¿Por qué no callar cuando no hay que decir nada para que todo quede claro?

—¡Prohibido conversar! —gritó, amenazante, el agente de guardia—. ¡Ese que está recostado en la pared! ¡Sepárate, mantente derecho!

—Espera —le dijo Andrei a Van—. ¿Para dónde te han citado? ¿Para este despacho? —señaló hacia la puerta del número veintidós, tratando de acordarse de quién era.

—Exactamente —dijo el tipo del ojo negro—. Nosotros, al veintidós. Ya llevamos hora y media apuntalando la pared.

—Aguarda —dijo Andrei y empujó la puerta.

Tras la mesa se encontraba Heinrich Rumer, investigador de la fiscalía y guardaespaldas personal de Friedrich Geiger, boxeador de peso medio y antiguo corredor de apuestas en Munich.

—¿Puedo pasar? —preguntó Andrei, pero Rumer no le respondió.

Estaba muy ocupado. Dibujaba algo en una enorme hoja de papel, inclinando su cabeza de fiera, de nariz achatada, hacia un hombro u otro, y hasta gemía por la tensión. Andrei cerró la puerta a sus espaldas y se acercó a la mesa. Rumer copiaba una postal pornográfica. Tanto el papel como la postal habían sido cuadriculados. El trabajo estaba en sus comienzos, por el momento solo había dibujado sobre el papel el contorno general. Tenía por delante una labor titánica.

—¿A qué te dedicas en horas de trabajo, cerdo? —preguntó Andrei, en tono de reproche.

Rumer saltó en el asiento y alzó la mirada.

—Ah, eres tú —dijo, con visible alivio—. ¿Qué quieres?

—¿Así es como trabajas? —dijo Andrei, con amargura—. Hay gente esperando fuera, y tú…

—¿Quién está esperando? —se inquietó Rumer—. ¿Dónde?

—¡Tus imputados te esperan!

—Aah… ¿Y qué?

—Pues nada —dijo Andrei, con rabia.

Seguramente habría que avergonzar a aquel individuo, recordarle a esa bestia que Fritz lo había recomendado, que había comprometido su nombre y su honor por aquel cretino, aquel guarro; pero Andrei se dio cuenta de que, en ese momento, aquello estaba por encima de sus fuerzas.

—¿Quién te dejó ese adorno en la frente? —preguntó Rumer con interés profesional, examinando el chichón de Andrei—. En buen lugar…

—No tiene importancia —replicó Andrei con impaciencia—. Se trata de lo siguiente: ¿tú llevas el caso de Van Li-jun?

—¿Van Li-jun? —Rumer dejó de contemplar el chichón y, pensativo, se introdujo un dedo en la nariz—. ¿Y qué hay con eso? —preguntó, precavido.

—¿El caso es tuyo o no?

—¿Y por qué me lo preguntas?

—¡Porque está sentado delante de tu despacho, esperándote, mientras tú te dedicas aquí a guarradas!

—¿Por qué a guarradas? —Rumer se ofendió—. Mira qué tetitas. ¡Y el vello! ¿Eh?

—Dame el caso —exigió Andrei, asqueado, apartando a un lado la foto.

—¿Qué caso?

—El de Van Li-jun, ¡dámelo!

—¡No llevo ese caso! —dijo Rumer con enojo.

Abrió el cajón central de su mesa y echó un vistazo. Andrei lo imitó. El cajón estaba vacío.

—¿Dónde tienes los expedientes de tus casos? —preguntó Andrei, conteniéndose a duras penas.

—Y a ti ¿qué te importa eso? —replicó Rumer, agresivo—. Tú no eres mi jefe.

Andrei, decidido, levantó el auricular del teléfono. En los ojos porcinos de Rumer apareció una expresión de alarma.

—Espera un momento —dijo, cubriendo presuroso el teléfono con su manaza—. ¿Adónde llamas? ¿Para qué?

—Voy a llamar a Geiger —dijo Andrei, rabioso—. Te sacudirá los sesos, idiota…

—Aguarda —masculló Rumer, mientras trataba de quitarle el auricular de las manos—. ¿Qué te pasa, hombre? ¿Qué necesidad hay de llamar a Geiger? ¿Acaso tú y yo no podemos arreglar todo este asunto? Explícame, por favor, cuál es el problema.

—Quiero ocuparme del caso de Van Li-jun.

—¿Se trata del chino? ¿Del conserje? Vaya, me lo hubieras podido decir desde el principio. No se ha abierto ningún caso. Acaban de traerlo. Quiero hacerle el interrogatorio preliminar.

—¿Por qué lo han detenido?

—No quiere cambiar de profesión —dijo Rumer, llevando hacia sí con delicadeza el teléfono, cuyo auricular estaba aún en manos de Andrei—. Sabotaje. Lleva tres períodos como conserje. ¿Conoces el artículo ciento doce?

—Lo conozco. Pero se trata de un caso especial —explicó Andrei—. Siempre andan enredando las cosas. ¿Dónde está la denuncia?

Sorbiéndose la nariz ruidosamente, Rumer logró quitarle por fin el auricular, lo colocó en su lugar, abrió el cajón derecho de la mesa, buscó algo allí, tapando la vista con sus hombros enormes, sacó un papel y, sudando copiosamente, se lo tendió a Andrei, que lo leyó en un pispas.

—Aquí no dice que tú seas el encargado del caso —explicó.

—¿Y qué?

—Que yo voy a ocuparme de eso —dijo Andrei, y se metió el papel en el bolsillo.

—¡Me lo han asignado a mí! —Rumer se inquietó—. Está en el registro del agente de guardia.

—Entonces, llámalo y dile que Voronin se ocupa ahora del caso de Van Li-jun. Que lo cambie en el registro.

—Mejor llama tú —dijo Rumer, dándose importancia—. ¿Para qué tendría yo que llamarlo? Tú te lo llevas, llámalo tú. Y dame una nota, diciendo que te llevas el caso.

Cinco minutos después habían terminado con todas las formalidades. Rumer escondió la nota en el cajón, miró a Andrei y después clavó los ojos en la foto.

—¡Qué tetas! —exclamó—. ¡Parecen ubres!

—Vas a terminar mal. Rumer —le prometió Andrei mientras salía.

En el pasillo, tomó a Van del brazo sin decir palabra y lo arrastró consigo. Van lo seguía con sumisión, sin preguntarle nada, y Andrei pensó que hubiera ido así mismo, sin quejarse, sin decir nada, al paredón de fusilamiento, a la tortura, a cualquier humillación… Andrei no lo entendía. En aquella resignación había algo animal, algo no humano, pero a la vez algo elevado que generaba un respeto inexplicable, porque bajo aquella resignación se adivinaba la comprensión sobrenatural de la esencia profunda y misteriosa de todo lo que sucedía, la comprensión de la eterna inutilidad y, por consiguiente, de lo indigno de resistirse. Occidente es Occidente, Oriente es Oriente. Qué palabras más falsas, injustas, humillantes, pero en este caso parecían adecuadas quién sabe por qué razón.

En su despacho, Andrei le indicó un asiento a Van, pero no se trataba del rígido taburete para los imputados, sino de la silla del secretario, a un lado de la mesa. Él también se sentó.

—¿Qué lío has tenido con ellos? Cuéntamelo.

—Hace una semana —comenzó a contar Van con el tono medido de quien narra una historia—, el encargado regional de empleo vino a verme a mi despacho y me recordó que estaba infringiendo flagrantemente la ley sobre el derecho al trabajo variado. Tenía razón y es verdad que yo la infringía de la manera más descarada. La bolsa de trabajo me envió tres citaciones, y las tiré todas al cesto. El encargado me dijo que cualquier falta ulterior me traería problemas. Entonces pensé que había casos en los que la máquina dejaba a la gente en su trabajo anterior. Ese mismo día fui a la bolsa y metí mi cartilla laboral en la máquina de distribución. No tuve suerte. Fui designado director de una gran fábrica de calzado. Pero ya había decidido de antemano que no cambiaría de puesto laboral, que seguiría siendo conserje. Hoy por la noche fueron dos policías a buscarme y me trajeron aquí. Eso es todo.

—Está claro —dijo Andrei, que no había entendido nada—. Oye, ¿quieres una taza de té? Aquí podemos pedir té y bocadillos. Gratis.

—Eso sería mucha molestia —se negó Van—. No vale la pena.

—No es ninguna molestia —dijo Andrei, molesto, y llamó por teléfono para pedir dos tazas de té y bocadillos. Después de colgar, miró a Van y comenzó a indagar, con delicadeza—: De todos modos. Van, no logro entender con claridad por qué no has querido ser director de esa fábrica. Es un cargo muy respetable, conocerías una profesión nueva, serías de gran utilidad, tú eres una persona muy trabajadora, muy cumplidora… Yo conozco esa fábrica, allí siempre hay robos, con frecuencia se llevan cajas enteras de zapatos. Si tú fueras el director, eso no ocurriría. Además, allí el salario es mucho más alto, y tú tienes esposa e hijo. ¿Cuál es el problema?

—Creo que te sería difícil entenderlo —dijo Van, meditabundo.

—¿Y qué hay que entender? —repuso Andrei con impaciencia—. Está claro que es mejor ser director de una fábrica que palear basura toda la vida. O que trabajar seis meses en las ciénagas.

—No —repuso Van con un gesto de negación—, no es mejor. Lo mejor es estar donde no puedas caer más bajo. No lo comprenderías, Andrei.

—¿Y por qué hay que caer sin remedio? —preguntó Andrei, confuso.

—No sé por qué. Pero eso es seguro. O para sostenerse ahí hay que hacer tales esfuerzos que lo mejor es caer enseguida. Lo sé, ya he pasado por todo eso.

Un policía con cara de sueño trajo el té, saludó con un balanceo y salió al pasillo de costado. Andrei colocó una taza delante de Van y le acercó el plato con los bocadillos. Van dio las gracias, sorbió un poco de té y cogió el bocadillo más pequeño.

—Simplemente, tienes miedo de la responsabilidad —dijo Andrei con tristeza—. Perdóname, pero eso no es del todo honesto con respecto a los demás.

—Siempre trato de hacer el bien para las demás personas —objetó Van, sin alterarse—. Y si hablamos de responsabilidad, ya tengo una grandísima: mi esposa y mi niño.

—Eso es verdad —contestó Andrei, de nuevo algo confuso—. No lo pongo en duda. Pero debes coincidir conmigo en que el Experimento exige de cada uno de nosotros…

Van lo escuchaba atentamente y asentía.

—Te entiendo —dijo, cuando Andrei concluyó—. Desde tu punto de vista, tienes razón. Pero tú viniste aquí a construir, y yo vine huyendo. Tú buscas el combate y la victoria, y yo busco la tranquilidad. Somos muy diferentes, Andrei.

—¿Qué significa la tranquilidad? ¡Te estás calumniando a ti mismo! Si hubieras buscado la tranquilidad, habrías encontrado un rinconcito caliente y vivirías sin muchos problemas. Aquí hay muchísimos rincones calentitos. Pero elegiste el trabajo más sucio, más impopular, y trabajas honestamente, sin escatimar tiempo ni esfuerzos. ¡Qué tranquilidad es esa!

—¡La espiritual, Andrei, la espiritual! —dijo Van—. En paz conmigo mismo y con el universo.

—¿Y entonces tienes la intención de ser conserje toda la vida? —Los dedos de Andrei tamborileaban sobre la mesa.

—No necesariamente conserje —dijo Van—. Cuando vine aquí, primero fui estibador en un almacén. Después, la máquina me designó secretario del alcalde, me negué y me enviaron a las ciénagas. Trabajé seis meses, regresé, y de acuerdo a la ley, por haber sido sancionado, me dieron el puesto laboral más bajo de todos. Pero después, la máquina comenzó a empujarme nuevamente hacia arriba. Fui a ver al director de la bolsa y se lo expliqué todo, como a ti ahora. El director era un judío, había venido aquí desde un campo de trabajo, y me entendió perfectamente. Mientras fue director, no me volvieron a molestar. —Van calló un momento—. Hace un par de meses desapareció. Dicen que lo hallaron muerto, seguramente conoces el caso. Y todo comenzó de nuevo… No importa, cumpliré mi condena en las ciénagas y volveré a ser conserje. Ahora todo eso me resulta más fácil, mi hijo ya es grande y el tío Yura me ayudará en las ciénagas.

En ese momento, Andrei descubrió que miraba fijamente a Van de una forma totalmente descortés, como si no fuera él quien estuviera sentado frente a él, sino una criatura extraña. Ciertamente, era un poco extraño.

«Dios mío —pensó Andrei—, qué vida habrá tenido para adoptar semejante filosofía. Tengo que ayudarlo. Estoy obligado a hacerlo. ¿Cómo?»

—Está bien —dijo finalmente—. Como quieras. Pero no tienes por qué ir a las ciénagas. ¿No sabrás por casualidad quién es ahora el director de la bolsa?

—Otto Frijat —respondió Van.

—¿Quién? ¿Otto? ¿Y cuál es el problema?

—Pues… yo iría a verlo, claro, pero es todavía pequeño, no entiende nada y le tiene miedo a todo.

Andrei agarró la guía de teléfonos, encontró el número y levantó el auricular. Tuvo que esperar largo rato: al parecer. Otto dormía como un lirón. Finalmente, respondió.

—Aquí el director Otto Frijat —dijo, con voz entrecortada, en un tono mezcla de miedo e irritación.

—Hola, Otto —dijo Andrei—. Te habla Voronin, de la fiscalía.

Se hizo el silencio. Se oyó toser a Otto varias veces.

—¿De la fiscalía? —pronunció después, precavido—. Dígame.

—¿Qué te pasa, aún no te has despertado? —gruñó Andrei, irritado—. ¿Fue Elsa la que te dejó así? ¡Soy Andrei! ¡Voronin!

—¡Ah, Andrei! —la voz de Otto cambió radicalmente—. Estás loco, mira que llamar a esta hora. Dios mío, mira cómo me late el corazón… ¿Qué quieres?

Andrei le explicó la situación. Como esperaba, todo se arregló sin el menor problema, sin la menor traba. Otto estuvo totalmente de acuerdo con todo. Sí, siempre había considerado que Van estaba en su sitio. Claro, coincidía en que Van no lograría ser un buen director de fábrica. Le causaba una admiración obvia y sincera el hecho de que Van quisiera permanecer en un puesto tan poco envidiable («Nos haría falta más gente como él, pues todos aspiran a subir, a llegar bien arriba…»), rechazaba indignado la idea de enviar a Van a las ciénagas, y en lo relativo a la ley, lo embargaba una santa indignación contra los burócratas cretinos que pretendían sustituir el sano espíritu de la ley por su letra muerta. A fin de cuentas, la ley existe para impedir los viles intentos de diversos arribistas de subir, pero no tiene que ver con las personas que desean permanecer abajo. El director de la bolsa de trabajo entendía perfectamente todo aquello.

—¡Sí! —repetía—. ¡Claro que sí, por supuesto!

En realidad, Andrei se quedó con la impresión nebulosa, ridícula y lamentable, de que Otto hubiera aceptado cualquier propuesta que él, Andrei Voronin, le hubiera hecho: nombrar alcalde a Van, por ejemplo, o meterlo en el calabozo. Otto siempre se había sentido dolorosamente agradecido hacia Andrei, seguramente por el hecho de que era la única persona de su grupo (y quizá de toda la ciudad) que lo trataba de forma humana. Pero, a fin de cuentas, lo más importante era dejarlo todo bien atado.

—Daré la orden pertinente —repetía Otto por décima vez—. Puedes estar tranquilo, Andrei. Daré la orden y nunca más volverán a molestar a Van.

Ahí decidieron terminar la conversación. Andrei colgó y se dedicó a escribir un pase para que Van pudiera abandonar el edificio.

—¿Te vas ahora mismo? —preguntó, sin dejar de escribir—. ¿O esperarás a que salga el sol? Ten cuidado, a esta hora las calles son peligrosas.

—Le estoy muy agradecido —balbuceaba Van—. Le estoy muy agradecido…

Andrei, sorprendido, levantó la cabeza. Van estaba de pie frente a él, haciendo profundas reverencias con las manos unidas en el pecho.

—Déjate de ceremoniales chinos —gruñó Andrei avergonzado, sintiéndose violento—. ¿Qué he hecho por ti, un milagro o qué? —Le tendió el pase a Van—. Te pregunto si piensas irte ahora mismo.

—Creo —dijo Van, cogiendo el pase con una nueva reverencia— que lo mejor es que me vaya ahora mismo. Ahora mismo —insistió, como excusándose—. Seguro que los basureros ya han llegado…

—Los basureros —repitió Andrei. Miró el plato con los bocadillos, que eran grandes, estaban recién hechos, con deliciosas lonchas de jamón—. Aguarda —dijo, sacó del cajón un periódico viejo y se puso a envolver los bocadillos—. Llévatelos a casa, para Maylin…

Van se resistió débilmente, musitó algo sobre la excesiva preocupación del señor juez, pero Andrei le puso el paquete en las manos, le pasó el brazo por encima de los hombros y lo condujo hasta la puerta. Se sentía terriblemente incómodo. Todo había estado mal. Tanto Otto como Van habían reaccionado de manera extraña. Solo había querido actuar correctamente, que todo fuera razonable, justo, y quién sabe cómo había salido aquello: caridad, nepotismo, enchufe, tráfico de influencias… Buscaba, desesperado, alguna palabra parca y ejecutiva, que subrayara el carácter oficial y la legalidad de la situación… Y, de repente, le pareció que la había encontrado. Se detuvo y levantó la barbilla.

—Señor Van —dijo con frialdad mirándolo de arriba abajo—, en nombre de la fiscalía quiero darle nuestras más profundas excusas por haberlo hecho comparecer aquí de manera ilegal. Le aseguro que semejante cosa no volverá a repetirse.

Y en ese momento se sintió absolutamente incómodo. Qué idiotez. En primer lugar, no había nada ilegal en la comparecencia. Sin lugar a dudas, era del todo legal. Y, en segundo lugar, el juez de instrucción Voronin no podía asegurarle nada, no tenía esas atribuciones. Y en ese momento vio los ojos de Van, una mirada extraña, pero por eso mismo muy conocida, y de repente lo recordó todo y la cara le ardió de vergüenza.

—Van —masculló, repentinamente ronco—. Quiero preguntarte una cosa. Van. —Calló. Era una tontería preguntar, no tenía sentido. Pero ya le resultaba imposible volverse atrás. Van, expectante, lo miraba desde su escasa estatura—. Van —dijo, tosiendo un par de veces—. ¿Dónde estabas hoy a las dos de la madrugada?

—Vinieron a buscarme exactamente a las dos —respondió Van sin manifestar asombro—. Yo lavaba las escaleras.

—¿Y hasta ese momento?

—Hasta esa hora estuve recogiendo la basura. Maylin me ayudaba, después se fue a dormir y yo me fui a fregar las escaleras.

—Sí, es lo que pensaba —dijo Andrei—. Bien, hasta más ver, Van. Perdona que todo haya salido así… No, aguarda, te acompaño hasta la salida.

CUATRO

Antes de hacer comparecer a Izya. Andrei repasó de nuevo todo lo ocurrido.

En primer lugar, se prohibió a sí mismo tratar a Izya con prejuicio. El hecho de que fuera un cínico, un sabelotodo y un charlatán, que estaba dispuesto a burlarse (y se burlaba) de todo, que era un andrajoso y salpicaba saliva al hablar, que soltaba una risita vil, que vivía con una viuda como un chuloputas y que nadie sabía cómo se ganaba la vida, no tenía la menor importancia, al menos en lo relativo a este caso.

También estaba obligado a erradicar la idea estúpida de que Katzman era un simple difusor de rumores sobre el Edificio Rojo y otros fenómenos místicos. El Edificio Rojo era una realidad. Misteriosa, fantástica, de una finalidad incomprensible, pero una realidad. (En ese momento, Andrei registró el botiquín, y mirándose en un espejito se puso mercromina en el chichón.) Katzman era, ante todo, un testigo. ¿Qué hacía en el Edificio Rojo? ¿Con qué frecuencia lo visitaba? ¿Qué podía contar sobre ese lugar? ¿Qué carpeta era aquella que había sacado de allí? ¿O no la había sacado de allí? ¿En verdad, provenía de la antigua alcaldía?

«¡Detente, detente! —Katzman había hablado de más en varias ocasiones… no, no había hablado de más, simplemente había contado sus excursiones al norte. ¿Qué hacía allí? ¡La Anticiudad también se encontraba al norte, en alguna parte! No se había equivocado, la detención de Katzman había sido correcta, aunque algo precipitada. Pero siempre pasa así: todo comienza por curiosidad, va uno y mete su nariz donde no debe, y después no tiene tiempo de decir ni pío cuando resulta que ya lo han reclutado…—. ¿Por qué se resistía a darme aquella carpeta? Obviamente, proviene de allí. ¡Y el Edificio Rojo también es de allí! Es obvio que el jefe ha pasado algo por alto. Es normal, le faltaba el conocimiento de los hechos. Y no había tenido la oportunidad de estar en ese sitio. Sí, la difusión de rumores es algo temible, pero el Edificio Rojo es más temible que cualquier rumor. Y lo extraño no es que la gente desaparezca allí para siempre, lo terrible es que a veces alguien logra salir de allí. Salen, regresan, viven entre nosotros. Como Katzman…»

Andrei percibía que había llegado a lo fundamental, pero no tenía el valor necesario para llevar el análisis hasta el final. Solo sabía que el Andrei Voronin que había entrado por la puerta con picaporte de cobre cincelado era bien diferente del Andrei Voronin que había salido por esa puerta. Algo se había roto dentro de él, algo se había perdido sin remedio… Apretó los dientes.

«No, señores, aquí os han fallado los cálculos. No debisteis haberme dejado salir. No es tan fácil quebrarnos… no podéis comprarnos… ni rebajarnos…»

Sonrió torcidamente, tomó una hoja de papel en blanco y escribió, con grandes letras: EDIFICIO ROJO - KATZMAN. EDIFICIO ROJO - ANTICIUDAD. ANTICIUDAD - KATZMAN. Eso era lo que tenía.

«No, jefe. No tenemos que buscar a los que difunden rumores. Tenemos que buscar a los que retornan sanos y salvos del Edificio Rojo, hay que encontrarlos, atraparlos, aislarlos… o establecer una estrechísima vigilancia. —Escribió: visitantes del edificio —anticiudad—. Entonces, la señora Husakova va a tener que contar todo lo que sabe del tal Frantisek. —Y seguramente podía dejar en libertad al flautista—. Da igual, no se trata de ellos. ¿Quizá deba llamar al jefe? ¿Pedirle autorización para cambiar el sentido de la investigación? Quizá sea prematuro. Pero si logro que Katzman confiese…» Tomó el auricular.

—¿Agente de guardia? Traiga al detenido Katzman a mi despacho, cubículo treinta y seis.

«Y no se trata de que deba hacerlo confesar, sino de que puedo lograr que lo haga. La carpeta. No se podrá librar de eso.» A Andrei le pasó por la mente la idea de que no era totalmente ético que él se ocupara del caso de Katzman, con quien había bebido en bastantes ocasiones, y además… Pero se reprimió.

La puerta se abrió y el detenido Katzman, con una mueca en la cara y las manos metidas en los bolsillos gastados, entró al despacho a paso ligero.

—Siéntese —dijo Andrei con sequedad, señalando el taburete con la barbilla.

—Gracias —respondió el detenido, enseñando más los dientes—. Veo que aún no ha vuelto usted en sí.

Miserable, todo le resbalaba, como a un pato en un estanque. Se sentó, comenzó a pellizcarse la verruga del cuello y examinó el despacho con curiosidad.

Y en ese momento, Andrei sintió que se le enfriaban las piernas. El detenido no tenía la carpeta.

—¿Dónde está la carpeta? —preguntó, tratando de conservar la serenidad.

—¿Qué carpeta? —preguntó Katzman con descaro.

—¡Agente de guardia! —espetó Andrei por teléfono—. ¿Dónde está la carpeta del detenido Katzman?

—¿Qué carpeta? —preguntó el agente de guardia, sin entender—. Ahora… Katzman… Ajá… Al detenido Katzman se le ha confiscado: dos pañuelos, un monedero vacío y usado…

—¿Hay una carpeta en la lista? —gritó Andrei.

—No hay ninguna carpeta —respondió el agente con voz temerosa.

—Tráigame la lista —dijo Andrei, ronco, y colgó. Después miró a Katzman de reojo. El odio hacía que le zumbaran los oídos—. Trucos de judío… —dijo, tratando de contenerse—. ¿Dónde has metido la carpeta, canalla?

—«Ella lo cogió por el brazo —respondió el detenido al momento— y le preguntó varias veces: “¿dónde has metido la carpeta?”».

—No importa —dijo Andrei, respirando pesadamente por la nariz—. Eso no te servirá de nada, espía asqueroso.

El asombro pasó por el rostro de Izya. Pero un segundo después volvía a sonreír con su repulsiva mueca burlona.

—¡Claro, claro! —dijo—. El presidente de la organización Joint, Iosif Katzman, a su disposición. No me pegue, yo se lo diré todo. Las ametralladoras están escondidas en Berdichev, el punto del aterrizaje fue marcado con hogueras…

Entró el agente de guardia, asustado, con la lista de los bienes del detenido en la mano extendida.

—Aquí no hay ninguna carpeta —balbuceó, poniendo la hoja delante de Andrei, al borde de la mesa, y dando un paso atrás—. He llamado al registro central, allí tampoco…

—Bien, salga —masculló Andrei entre dientes. Tomó un formulario de interrogatorio en blanco y, sin levantar la mirada, preguntó—: ¿Nombre? ¿Apellido? ¿Patronímico?

—Katzman, Iosif Mijáilovich.

—¿Año de nacimiento?

—Mil novecientos treinta y seis.

—¿Nacionalidad?

—Sí —dijo Katzman y soltó una de sus risitas.

—Sí, ¿qué? —preguntó Andrei, levantando la cabeza.

—Oye, Andrei —dijo Izya—. No entiendo qué te ocurre hoy, pero ten en cuenta que conmigo vas a echar por la borda toda tu carrera. Te lo advierto, como viejo amigo tuyo…

—¡Responda a las preguntas! —pronunció Andrei más quedo—. ¿Nacionalidad?

—Mejor recuerda cómo le quitaron la condecoración al médico Timaschuk —dijo Izya.

—¿Nacionalidad? —insistió Andrei, que no sabía quién era el médico Timaschuk.

—Judío —dijo Izya con repugnancia.

—¿Ciudadanía?

—U, erre, ese, ese.

—¿Religión?

—Ninguna.

—¿Pertenece al partido?

—No.

—¿Su nivel educacional?

—Superior. Instituto Pedagógico Hertzen. Leningrado.

—¿Ha sido condenado alguna vez?

—No.

—¿Cuándo partió de la Tierra?

—En mil novecientos sesenta y ocho.

—¿Lugar de partida?

—Leningrado.

—¿Causa de la partida?

—Curiosidad.

—¿Cuánto tiempo lleva en la Ciudad?

—Cuatro años.

—¿Profesión actual?

—Especialista en estadística, de la dirección de servicios comunales.

—Enumere sus profesiones anteriores.

—Trabajador no cualificado, archivero principal de la ciudad, dependiente del matadero urbano, basurero, herrero. Creo que eso es todo.

—¿Estado civil?

—Libidinoso —respondió Izya, con otra risita.

Andrei dejó la pluma, encendió un cigarrillo y durante unos minutos examinó al detenido a través del humo azulado. Izya seguía mostrando los dientes. Era descarado, pero Andrei lo conocía bien y veía que estaba algo nervioso. Al parecer, tenía razón para estarlo, aunque había logrado librarse de la carpeta con habilidad, por qué no decirlo. Al parecer ya comprendía que iban a por él en serio, y por eso sus ojos se entrecerraban con nerviosismo y le temblaban las comisuras de los labios.

—Escúcheme, detenido —dijo Andrei, con una sequedad bien ensayada—, le recomiendo que se comporte correctamente durante el proceso de instrucción, a no ser que quiera empeorar su situación.

—Está bien —dijo Izya dejando de sonreír—. Entonces, exijo que me dé a conocer de qué se me acusa y que mencione el artículo según el cual ha tenido lugar la detención. Además, exijo un abogado. Desde este momento, sin la presencia de un abogado, no diré ni una palabra.

—Ha sido detenido según el artículo doce del código penal —dijo Andrei riéndose para sus adentros—, relativo a la detención preventiva de personas cuya permanencia ulterior en libertad puede constituir un peligro social. Está acusado de relaciones ilegales con elementos hostiles, de ocultamiento o eliminación de materiales incriminatorios en el momento de la detención… así como de infringir el decreto de la municipalidad que prohíbe salir fuera de los límites de la ciudad por consideraciones sanitarias. Usted ha infringido sistemáticamente ese decreto. Y con respecto al abogado, la fiscalía puede proporcionarle uno solo pasados tres días desde el momento de la detención. En correspondencia con ese mismo artículo del código penal… Además, quiero aclararle algo: usted puede formular protestas, presentar quejas y realizar apelaciones solo después de dar respuestas satisfactorias a las preguntas que se le formulen durante la instrucción preliminar. Se trata del mismo artículo doce. ¿Lo ha entendido bien?

Vigilaba atentamente el rostro de Izya y vio que lo había entendido todo. Quedaba totalmente claro que Izya respondería a las preguntas y aguardaría a que pasaran los tres días. Al oír mencionar aquel plazo, Izya contuvo abiertamente la respiración. Magnífico…

—Ahora, después de recibir esa aclaración —dijo Andrei, tomando de nuevo la pluma en las manos—, prosigamos. ¿Estado civil?

—Soltero.

—¿Dirección donde reside?

—¿Qué? —preguntó Izya. Obviamente, estaba pensando en otra cosa.

—Su dirección. ¿Dónde vive?

—Segunda Izquierda, número doce, piso siete.

—¿Qué puede decir sobre el delito del que se le acusa?

—Por favor —dijo Izya—. En lo que respecta a los elementos hostiles, eso no es más que un absurdo, una locura. Es la primera vez que oigo que existen esos elementos, lo considero un invento de la instrucción para provocar. Pruebas incriminatorias… No tenía conmigo ninguna prueba incriminatoria y no podía tenerla porque no he cometido delito alguno. Por eso no pude ocultarlas ni destruirlas. Y en lo relativo al decreto de la municipalidad, soy un viejo colaborador del archivo de la ciudad, sigo trabajando allí de forma voluntaria, tengo acceso a todos los materiales del archivo, incluyendo aquellos que se encuentran fuera de los límites de la ciudad. Es todo.

—¿Qué hacía en el Edificio Rojo?

—Eso pertenece a mi vida privada. Usted no tiene derecho a inmiscuirse en mi vida privada. Tiene primero que demostrar que eso guarda relación con los hechos de que se me acusa. Artículo catorce del código de procedimiento penal.

—¿Ha visitado el Edificio Rojo en más de una ocasión?

—Sí.

—¿Puede darme los nombres de las personas con las que se ha encontrado allí?

—Puedo. —La boca de Izya se expandió en una sonrisa siniestra—. Pero eso no le servirá de nada.

—Deme los nombres.

—Por favor. De la era moderna: Petain, Quisling, Van Tzinwel…

—Le ruego que mencione —intervino Andrei levantando la mano—, en primer lugar, a las personas que son ciudadanos de nuestra ciudad.

—¿Y para qué se necesita eso durante el proceso de instrucción? —preguntó Izya con agresividad.

—No estoy obligado a responderle. Conteste a las preguntas.

—No deseo contestar a preguntas estúpidas. Usted no entiende nada. Usted se imagina que si se encontró a alguien allí, eso quiere decir que en realidad estaba. Y eso no es así.

—No entiendo. Conteste, por favor.

—Yo mismo no lo entiendo. Es como un sueño. El delirio de la conciencia que se rebela.

—Bien. Como un sueño. ¿Estuvo hoy en el Edificio Rojo?

—Pues sí.

—¿Dónde estaba ubicado el Edificio Rojo cuando usted entró en él?

—¿Hoy? Hoy estaba junto a la sinagoga.

—¿Me vio allí?

—Cada vez que entro ahí, lo veo a usted. —Izya volvía a sonreír con aire siniestro.

—¿Y hoy también?

—También.

—¿Y a qué me dedicaba?

—A cosas indignas —respondió Izya con placer.

—En concreto…

—Usted copulaba, señor Voronin. Copulaba a la vez con muchas niñas, y simultáneamente predicaba elevados principios a un grupo de castrados. Les repetía que se dedicaba a aquello no por placer personal, sino por el bien de toda la humanidad.

Andrei apretó los dientes.

—Y usted, ¿a qué se dedicaba?

—Eso no se lo voy a decir. Tengo ese derecho.

—Miente —dijo Andrei—. No me vio allí. Aquí están sus palabras: «A juzgar por tu aspecto, has estado en el Edificio Rojo». Por lo tanto, usted no me vio allí. ¿Con qué objetivo miente?

—De eso nada —repuso Izya con rapidez—. Simplemente, me daba vergüenza por usted y decidí darle a entender que no lo había visto allí. Pero ahora es diferente. Ahora estoy en la obligación de decir la verdad.

—Usted dice que es como un sueño. —Andrei se recostó y llevó una mano al respaldo de su asiento—. Entonces, ¿cuál es la diferencia, me vio en sueños o no me vio? ¿Para qué darme a entender algo?

—Pues se trata de que me daba corte decirle lo que a veces pienso de usted. Y no tenía por qué haberme cortado.

—Está bien. —Andrei, inseguro, hizo un gesto de negación—. ¿Y la carpeta, también la sacó del Edificio Rojo? Por así decirlo, ¿de su sueño?

—¿Qué carpeta? —dijo Izya, nervioso con el rostro inmóvil—. ¿De qué carpeta habla constantemente? Yo no tenía ninguna carpeta…

—Deje eso, Katzman —masculló Andrei, cerrando los ojos de cansancio—. Yo vi la carpeta, el policía que lo trajo vio la carpeta, igual que ese anciano… el señor Stupalski. De todos modos, tendrá que dar explicaciones en el juicio. ¡No lo ponga más difícil!

Izya, con el rostro inmóvil, examinaba atentamente las paredes. Callaba.

—Supongamos que la carpeta no proviene del Edificio Rojo —prosiguió Andrei—. Entonces, eso quiere decir que la obtuvo fuera de los límites de la ciudad, ¿no es verdad? ¿Quién se la dio? ¿Quién le dio esa carpeta, Katzman?

Izya callaba.

—¿Qué había en esa carpeta? —Andrei se levantó y comenzó a pasearse por el despacho con las manos cruzadas a la espalda—. Una persona lleva una carpeta en las manos. Esa persona es detenida. Por el camino a la fiscalía, esa persona se deshace de la carpeta. En secreto. ¿Por qué? Con toda seguridad, en la carpeta hay documentos que comprometen a esa persona. ¿Está siguiendo el hilo de mis razonamientos, Katzman? Ha recibido la carpeta fuera de los límites de la ciudad. ¿Qué documentos recibidos fuera de los límites de la ciudad pueden resultar comprometedores para uno de nuestros ciudadanos? Dígame, Katzman, ¿cuáles?

Izya pellizcaba implacable la verruga y miraba al techo.

—Pero no intente negarlo, Katzman —le previno Andrei—. No intente contarme la fábula de turno. Puedo ver qué tiene en la cabeza. ¿Qué había en la carpeta? ¿Listados? ¿Direcciones? ¿Instrucciones?

—¡Oye, imbécil! —gritó Izya de repente, dándose una fuerte palmada en la rodilla—. ¿Qué idioteces son esas que andas diciendo? ¿Quién te ha liado la cabeza de esa manera, subnormal? ¿Qué listados, qué direcciones? ¡Sabueso de mierda! Me conoces desde hace tres años, sabes que hago excavaciones en las ruinas, que estudio la historia de la ciudad. ¿Por qué demonios andas tratando de colgarme al cuello ese estúpido rótulo de espía? ¿Quién puede dedicarse aquí al espionaje? ¿Con qué fin? ¿A favor de quién?

—¿Qué había en la carpeta? —gritó Andrei con todas sus fuerzas—. Deje de hacerse el listo y responda: ¿qué había en la carpeta?

En ese momento, Izya estalló. Abrió mucho los ojos, muy enrojecidos.

—¡Vete a joder a tu madre con tu carpeta! —gritó, con voz chillona—. No voy a decirte nada más. ¡Imbécil, con esa cara de esbirro!

Chilló, lo salpicó todo de saliva, soltó tacos, hizo gestos obscenos, y entonces Andrei sacó una hoja de papel en blanco, escribió al principio: DECLARACIÓN DEL IMPUTADO I. KATZMAN SOBRE LA CARPETA QUE LLEVABA Y DESPUÉS DESAPARECIÓ SIN DEJAR HUELLAS, y esperó a que Izya se calmara.

—Hagamos una cosa, Izya. Ahora no estoy hablando oficialmente contigo —dijo, en tono bondadoso—. Estás metido en un buen lío. Sé que te has implicado en esta historia a la ligera, a causa de tu estúpida curiosidad. Por si quieres saberlo, hace seis meses que te vigilan. Te doy un consejo: siéntate aquí y escríbelo todo. No puedo prometerte gran cosa, pero haré por ti todo lo que esté a mi alcance. Siéntate y escribe. Volveré dentro de media hora.

Esforzándose por no mirar en dirección a Izya, a quien el estallido de furia había dejado sin palabras, sintiéndose molesto consigo mismo a causa de su hipocresía y diciéndose, para darse aliento, que en este caso el fin justificaba los medios, cerró el cajón de su mesa, se levantó y salió.

En el pasillo, llamó al ayudante del agente de guardia, lo dejó custodiando la puerta y se fue a la cafetería. Se sentía sucio por dentro, tenía la boca seca, con un sabor asqueroso, como si hubiera comido mierda. El interrogatorio había salido torcido, poco convincente. Había echado totalmente a perder la versión del Edificio Rojo, no debía tocar ese punto. De un modo vergonzoso había perdido la carpeta, el único indicio cierto, por una metida de pata así merecía que lo echaran de la fiscalía… Seguro que a Fritz no le hubiera ocurrido eso. Se hubiera dado cuenta al momento de dónde estaba el meollo de la cuestión. Maldito sentimentalismo. Cómo era posible, habían bebido juntos, habían pasado muchas veladas juntos, era un soviético como él… ¡Y tan pronto pasaba algo, los echaba a todos en el mismo saco! El jefe también es otro que bien baila: rumores, chismes… Tiene a una red completa trabajando bajo sus narices, y quiere buscar a los que difunden rumores…

Andrei se aproximó al mostrador, cogió una copa de vodka y se la bebió con gesto de asco. ¿Dónde había metido aquella carpeta? ¿Acaso se había limitado a tirarla al pavimento? Seguramente. No se la habría comido. ¿Debía mandar a alguien a buscarla? Era tarde. Locos, babuinos, conserjes… ¡El trabajo estaba organizado de manera incorrecta!

«¿Por qué una información de tanta importancia como la existencia de la Anticiudad constituye un secreto y ni siquiera los funcionarios de la fiscalía la conocen? ¡Habría que escribir sobre eso todos los días en el diario, habría que colgar carteles por toda la ciudad, que llevar a cabo juicios ejemplares! Yo hubiera cascado a Katzman desde hace mucho tiempo… Por supuesto, tampoco se puede llegar al otro extremo. La existencia de un hecho tan trascendental como el Experimento, en el que están implicadas personas de diferentes clases sociales y credos políticos diversos, implica la aparición de divisiones y contradicciones que contribuirán al movimiento, a la lucha de contrarios si se quiere… Tarde o temprano deben aparecer opositores al Experimento, gente que no está de acuerdo con él por criterios de clase, y otros que serán atraídos a ese bando, elementos desclasados, moralmente inestables, carentes de principios, gente como Katzman… cosmopolitas de toda especie… Es un proceso natural. Yo mismo hubiera podido darme cuenta de cómo se desarrollaría todo…»

Una mano pequeña y fuerte se posó en su hombro, y Andrei se volvió. Se trataba del reportero de sucesos del diario de la ciudad. Kensi Ubukata.

—¿En qué piensas, juez de instrucción? —preguntó—. ¿Desentrañas un caso complejo? Comparte tus ideas con la sociedad. A la sociedad le encantan los casos enredados, ¿no es verdad?

—Saludos, Kensi —dijo Andrei con cansancio—. ¿Quieres vodka?

—Sí, siempre que haya información.

—Lo único que tendrás será vodka.

—Bien, dame vodka sin información.

Bebieron una copa y la taparon con un pepinillo marinado no muy fresco.

—Vengo del despacho de vuestro jefe —dijo Kensi, escupiendo el tallito del pepinillo—. Es un hombre muy flexible. En su gráfico, una curva asciende y la otra desciende, concluye la instalación de inodoros en las celdas individuales, pero no dijo ni una palabra sobre los temas que me interesan.

—¿Y qué te interesa? —preguntó Andrei, distraído.

—Ahora me interesan las desapariciones. En los últimos quince días, en la ciudad han desaparecido sin dejar huella once personas. ¿Sabes algo de eso?

—Sé que han desaparecido —respondió Andrei encogiéndose de hombros—. Sé que no los han encontrado.

—¿Y quién se ocupa del caso?

—No creo que se trate solo de un caso —dijo Andrei—. Es mejor que se lo preguntes al jefe.

Kensi negó con la cabeza.

—En los últimos tiempos los señores jueces de instrucción me mandan a ver al jefe o a Geiger con demasiada frecuencia. En nuestro pequeño colectivo democrático han surgido demasiados secretos. ¿No os habréis convertido casualmente en una policía secreta? —Miró la copa vacía y se quejó—: ¿Qué sentido tiene contar con amigos entre los jueces de instrucción si nunca puedo averiguar nada?

—Una cosa es la amistad, y otra cosa es el trabajo.

Los dos quedaron en silencio.

—A propósito, no sé si sabes que han arrestado a Van —dijo Kensi—. Se lo advertí y el muy terco no quiso escucharme.

—No tiene importancia, ya lo he arreglado todo.

—¿Qué quieres decir?

Andrei narró con placer cómo lo había hecho todo, rápido y sin tropiezos. Había restablecido el orden y la justicia. Le alegraba hablar del único hecho afortunado durante todo aquel desventurado día.

—Humm —dijo Kensi, después de oír todo el relato—. Es curioso… «Cuando llego a un país extraño —citó—, nunca pregunto si las leyes de allí son buenas o malas. Solo pregunto si se cumplen…»

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Andrei, frunciendo el ceño.

—Quiero decir que la ley sobre el derecho al trabajo variado no prevé ningún tipo de excepciones, al menos que yo sepa.

—Entonces ¿consideras que había que enviar a Van a las ciénagas?

—Si es lo que exige la ley, sí.

—¡Pero eso es una tontería! —dijo Andrei, enojándose—. ¿Para qué demonios necesita el Experimento un mal director de fábrica, en lugar de un buen conserje?

—La ley sobre el derecho al trabajo variado…

—Esa ley —lo interrumpió Andrei— se creó en aras del Experimento, y no en contra de él. La ley no puede preverlo todo. Nosotros, los defensores de la ley, debemos pensar con inteligencia.

—Concibo el cumplimiento de la ley de una manera bien diferente —repuso Kensi con sequedad—. Y, de todos modos, esos asuntos se resuelven en los tribunales, no los resuelves tú.

—Los tribunales lo hubieran enviado a las ciénagas —dijo Andrei—. Y él tiene esposa e hijo.

Dura lex, sed lex —respondió Kensi.

—Ese refrán lo inventaron los burócratas.

—Ese refrán —dijo Kensi, con seguridad—, lo inventaron personas que intentaban preservar reglas únicas de convivencia para la variopinta multitud de seres humanos.

—¡Eso mismo, variopinta! —apuntó Andrei—. No hay una ley única para todos, y no puede haberla. No hay una ley única para el explotador y para el explotado. Digamos, que si Van se hubiera negado a pasar de director a conserje…

—La interpretación de la ley no es asunto tuyo —dijo Kensi con frialdad—. Para eso están los tribunales.

—¡Pero los tribunales no conocen a Van como lo conozco yo!

—¡Vaya sabihondos que tenemos en la fiscalía! —Kensi sonrió torcidamente y sacudió la cabeza.

—Muy bien, muy bien —gruñó Andrei—. Puedes escribir un artículo. Sobre un juez de instrucción venal que libera a un conserje criminal.

—Me encantaría escribirlo, pero siento lástima de Van. Por ti, idiota, no siento ninguna lástima.

—¡Y yo también siento lástima de Van! —exclamó Andrei.

—Pero tú eres juez de instrucción —objetó Kensi—. Yo, no. Las leyes no me atan.

—Sabes una cosa: déjame en paz, por Dios. Ya me daba vueltas la cabeza antes de que tú aparecieras.

—Sí, ya te veo. —Kensi levantó la vista y sonrió, burlón—. Lo llevas escrito en la frente. ¿Qué, hubo alguna redada?

—No —respondió Andrei—. Simplemente tropecé. —Miró su reloj—. ¿Otra cepita?

—Gracias, ya he bebido bastante —dijo Kensi, poniéndose de pie—. No puedo beber tanto con cada juez de instrucción. Solo bebo con los que me dan información.

—Pues que te lleve el diablo —dijo Andrei—. Mira, ahí está Chachua. Ve y pregúntale sobre las Estrellas fugaces. Ha tenido mucho éxito con ese caso, hoy andaba jactándose de ello. Pero ten en cuenta una cosa: es muy modesto, va a negarlo todo, pero no te rindas, acósalo todo lo que puedas, te va a dar un material de primera.

Apartando las sillas, Kensi se dirigió hacia Chachua, que miraba con tristeza una hamburguesa anémica. Andrei, con malévola expresión vengativa en el rostro, caminaba hacia la salida.

«Me gustaría esperar a oír los gritos de Chachua —pensó—. Qué lástima, no tengo tiempo… Señor Katzman, me encantaría saber cómo le van las cosas. Y no quiera Dios, señor Katzman, que pretenda seguir enredando las cosas. No se lo voy a permitir, señor Katzman.»

En el cubículo número treinta y seis estaban encendidas todas las luces posibles. El señor Katzman estaba de pie, con el hombro recostado en la caja fuerte, que estaba abierta, y revisaba ansioso un expediente mientras se pellizcaba la verruga y quién sabe por qué razón mostraba los dientes.

—¿Qué demonios…? —masculló Andrei, sin saber qué hacer—. ¿Quién te ha dado permiso? ¡Qué modales, rayos…!

—No se me hubiera ocurrido que armarais tanto escándalo en torno al Edificio Rojo —dijo Izya, levantando hacia él unos ojos llenos de incomprensión y mostrando los dientes todavía más.

Andrei le quitó de un tirón el expediente, cerró con violencia la portezuela metálica, lo agarró por el hombro y lo empujó hacia el taburete.

—Siéntese, Katzman —dijo, haciendo acopio de fuerzas para contenerse, mientras la ira le nublaba la vista—. ¿Lo ha escrito?

—Oye —dijo Izya—. ¡Todos vosotros sois unos idiotas! Aquí hay ciento cincuenta cretinos, que no son capaces de comprender…

Pero Andrei ya no lo miraba. Tenía los ojos clavados en la hoja con el encabezamiento declaración del imputado I. Katzman… donde no había nada escrito. Solamente había un dibujo: un pene de tamaño natural.

—Canalla —dijo Andrei, ahogándose de rabia—. Cerdo. —Agarró violentamente el auricular y marcó un número con dedos temblorosos—. ¿Fritz? Soy Voronin… —Con la mano libre se abrió el cuello de la camisa—. Te necesito con urgencia. Ven ahora mismo a mi despacho.

—¿De qué se trata? —preguntó Geiger, algo molesto—. Me voy a casa.

—¡Te ruego que vengas a mi despacho, por favor! —dijo Andrei, alzando la voz.

Colgó el teléfono y clavó la mirada en Izya. Al momento se dio cuenta de que no podía mirarlo, y dejó que su vista enfocara un punto lejano. Izya gruñía y soltaba risitas en su taburete, se frotaba las manos y hablaba sin parar, explicando algo con su descaro de siempre, repelente y satisfecho. Hablaba del Edificio Rojo, de la conciencia, de los estúpidos testigos. Andrei no lo escuchaba, no le prestaba atención. La decisión que había adoptado lo llenaba de terror y de una indefinida alegría diabólica. La excitación lo sacudía, esperaba con impaciencia que, de un momento a otro, el malvado y siniestro Fritz entrara en la habitación, para ver cómo cambiaría entonces ese rostro repulsivo y engreído donde aparecería una expresión de terror y vergonzoso miedo… Sobre todo si Fritz venía con Rumer. El solo aspecto de Rumer, de su peluda jeta de fiera con la nariz aplastada era suficiente… De repente, Andrei sintió un frío que le recorría la columna vertebral. Estaba cubierto de sudor. A fin de cuentas, todavía podía jugar una carta de triunfo. Aún podía decir: «Todo está en orden, Fritz, ya lo hemos arreglado, perdóname por haberte molestado».

La puerta se abrió de par en par y entró Fritz Geiger, sombrío y con expresión de enojo en el rostro.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntó, y en ese momento vio a Izya—. ¡Ah, hola! —dijo, sonriendo—. ¿Qué hacéis aquí, en plena noche? Es hora de dormir, pronto será de mañana…

—¡Escucha, Fritz! —aulló Izya con alegría—. Tú eres un jefe importante aquí, explícale a este idiota…

—¡Cállese, acusado! —gritó Andrei, y pegó un puñetazo en la mesa.

Izya calló y Fritz se irguió al instante y lo miró de una manera bien distinta.

—Este canalla se burla de la instrucción —dijo Andrei entre dientes, intentando controlar el temblor que le sacudía el cuerpo—, este miserable no quiere confesar. Llévatelo, Fritz, y que él mismo te diga qué le he preguntado.

—¿Y qué le has preguntado? —indagó Fritz, con diligente alegría. Sus transparentes ojos nórdicos se abrieron mucho.

—Eso no tiene importancia —dijo Andrei—. Dale un papel y él mismo lo escribirá. Que cuente qué había en la carpeta.

—Está claro —dijo Fritz y se volvió hacia Izya.

Este aún no se daba cuenta de nada. O no podía creerlo. Se frotaba las manos lentamente y sonreía, inseguro.

—Bueno, mi amigo judío, ¿comenzamos? —dijo Fritz, cariñoso. Su expresión siniestra y preocupada había desaparecido—. ¡Vamos, querido, muévete!

Izya seguía inmóvil, y entonces Fritz lo agarró por el cuello de la camisa, lo hizo girar y lo empujó hacia la puerta. Izya perdió el equilibrio y se agarró del marco con el rostro muy pálido. Había comprendido.

—Muchachos —dijo, con voz ronca—, muchachos, aguardad…

—Si nos necesitas, estaremos en el sótano —ronroneó Fritz, dedicándole una sonrisa a Andrei, y sacó a Izya al pasillo de un empujón.

Era todo, Andrei comenzó a dar paseítos por el cubículo, sintiendo dentro de sí una mezcla de frío y náuseas. Apagó varias luces. Se sentó tras la mesa y permaneció unos momentos allí con la cabeza entre las manos. Tenía la frente cubierta de sudor, como antes de un desmayo. Sentía un zumbido en los oídos, y a través de aquel zumbido oía la voz ronca de Izya, inaudible y ensordecedora, angustiada, diciendo: «Muchachos, aguardad». Y oía también la música estrepitosa, solemne, el ruido de pasos sobre el parqué, un tintineo de platos y el sonido impreciso de gente bebiendo y masticando. Apartó las manos del rostro y miró el pene dibujado en el papel, sin entender. Después, agarró la hoja y se dedicó a rasgarla en tiras largas y estrechas que tiró después a la papelera y volvió a esconder el rostro entre las manos. Era todo. Había que esperar. Que armarse de paciencia y esperar. Entonces, todo se justificaría. Desaparecería el malestar y podría respirar aliviado.

—Sí, Andrei, a veces hay que apelar incluso a eso —escuchó una voz conocida y serena.

Desde el taburete donde hasta pocos minutos atrás estuviera sentado Izya, con las piernas cruzadas y los finos dedos entrelazados sobre la rodilla lo miraba ahora el Preceptor, con una expresión de tristeza y cansancio. Asentía levemente con la cabeza y las comisuras de sus labios apuntaban hacia abajo, en gesto luctuoso.

—¿En aras del Experimento? —preguntó Andrei, ronco.

—También en aras del Experimento —dijo el Preceptor—. Pero, ante todo, en aras de ti mismo. No hay manera de evitarlo. Hay que pasar también por esto. Porque no necesitamos a cualquier tipo de personas. Necesitamos a personas de un tipo muy especial.

—¿De cuál?

—Eso no lo sabemos —dijo el Preceptor, lamentándolo—. Solo sabemos qué gente es la que no necesitamos.

—¿Gente como Katzman?

Con la mirada, el Preceptor respondió: sí.

—¿Y los que son como Rumer?

—Los que son como Rumer no son personas —contestó el Preceptor con una risa burlona—. Son herramientas vivientes, Andrei. Utilizar a los que son como Rumer en aras y por el bienestar de personas como Van, como el tío Yura… ¿entiendes?

—Sí. Estoy de acuerdo. Y no existe otro camino, ¿verdad?

—Verdad. No hay atajos.

—¿Y el Edificio Rojo?

—Tampoco podemos evitarlo. Sin él, cada cual podría, sin darse cuenta, convertirse en alguien como Rumer. ¿Acaso no te has dado cuenta de que el Edificio Rojo es indispensable? ¿Acaso ahora sigues siendo el mismo que eras por la mañana?

—Katzman dijo que el Edificio Rojo era el delirio de la conciencia que se rebela.

—Katzman es inteligente. Espero que no discutas eso.

—Por supuesto —asintió Andrei—. Precisamente por eso es peligroso.

Y de nuevo, el Preceptor le respondió con los ojos: sí.

—Dios mío —masculló Andrei con angustia—. Si uno pudiera conocer con exactitud cuál es el objetivo del Experimento… Todo está revuelto, es tan fácil confundirse. Geiger, Kensi, yo… A veces me parece que tenemos algo en común, otras veces estoy en un callejón sin salida, en un absurdo… Geiger mismo, es un antiguo fascista, incluso ahora… Incluso ahora me resulta muy repulsivo, no como persona, sino como tipo de individuo, como… O Kensi. Es algo así como un socialdemócrata, un pacifista tolstoyano… No, no entiendo.

—El Experimento es el Experimento —dijo el Preceptor—. Lo que se pide de ti no es comprensión, sino algo bien diferente.

—¡¿Qué?!

—Si lo supiera…

—Pero ¿todo eso se hace en nombre de la mayoría? —preguntó Andrei, casi con desesperación.

—Por supuesto —afirmó el Preceptor—. En nombre de la mayoría ignorante, apaleada, oscura y totalmente inocente.

—A la que hay que entender —completó Andrei—, ilustrar, convertir en dueña del planeta. Sí, eso lo entiendo. En aras de eso es posible aceptar muchas cosas… —Calló, tratando de reunir unas ideas que se le escapaban—. Además, está la Anticiudad —añadió, indeciso—. Y eso es peligroso, ¿no es verdad?

—Muy peligroso —dijo el Preceptor.

—Entonces, incluso aunque no esté totalmente seguro con respecto a Katzman, he actuado correctamente. No tenemos derecho a arriesgar nada.

—¡Sin la menor duda! —respondió el Preceptor. Sonreía, estaba satisfecho de Andrei, y este se daba cuenta—. Solo el que no hace nada no se equivoca nunca. Lo peligroso no son los errores, lo peligroso es la pasividad, la falsa pureza, la devoción a los antiguos mandamientos. ¿Adónde pueden llevarnos esos mandamientos? Solo al mundo de antes.

—¡Sí! —dijo Andrei, emocionado—. Eso lo entiendo muy bien. Es precisamente lo que debemos defender. ¿Qué es la persona? Una unidad social. Un cero a la izquierda. No se trata de individuos, sino del bienestar de la sociedad. En nombre del bienestar de la sociedad estamos obligados a cargar lo que sea sobre nuestra conciencia, formada en los antiguos mandamientos, a infringir cualquier ley, escrita o no. Solo tenemos una ley: el bienestar de la sociedad.

—Te haces adulto, Andrei —dijo, casi con solemnidad el Preceptor, levantándose—. Lentamente, pero te haces adulto. —Alzó una mano a guisa de saludo, atravesó sin ruido la habitación y desapareció tras la puerta.

Andrei permaneció un rato sentado allí, con la mente en blanco, reclinado en su silla, fumando y contemplando el humo azul que revoloteaba en torno a la bombilla desnuda junto al techo. Se dio cuenta de que estaba sonriendo. Ya no sentía el cansancio, la somnolencia que lo atormentaba desde el día anterior había desaparecido, tenía deseos de trabajar, de actuar, y le incomodaba pensar que, de todos modos, ahora debía marcharse a dormir unas horas para no andar después atontado.

Con un gesto de impaciencia acercó el teléfono, levantó el auricular y en ese mismo momento recordó que no había manera de llamar al sótano. Entonces se levantó, cerró la caja fuerte, comprobó que los cajones de la mesa tuvieran el cerrojo echado y salió al pasillo.

Allí no había nadie, el agente de guardia dormitaba detrás de su mesita.

—¡No se duerme en el puesto! —le reprochó Andrei al pasar junto a él.

En el edificio reinaba un silencio retumbante, precisamente a esa hora, pocos minutos antes de que conectaran el sol. La mujer de la limpieza, medio dormida, arrastraba sin muchas ganas un trapo húmedo por el suelo de cemento. Las ventanas de los pasillos estaban abiertas de par en par, los vahos hediondos de centenares de cuerpos humanos desaparecían paulatinamente y se perdían en las tinieblas, expulsados por el frío aire matutino.

Haciendo sonar los tacones sobre la resbaladiza escalera de metal, Andrei bajó al sótano, con un gesto descuidado le indicó al agente de guardia que permaneciera sentado, y abrió una puerta metálica bajita.

Fritz Geiger, sin chaqueta y con la camisa arremangada, de pie junto a un lavabo oxidado, silbaba una conocida marcha y se frotaba los musculosos brazos con agua de colonia. No había nadie más en el recinto.

—Ah, eres tú —dijo Fritz—. Qué bien. Precisamente, ahora iba a subir a verte. Dame un cigarrillo, se me ha terminado el tabaco.

Andrei le tendió el paquete, Fritz sacó un cigarrillo, lo ablandó entre los dedos, se lo llevó a los labios y miró a Andrei con expresión burlona.

—¿Qué pasa? —Andrei no se contuvo.

—¿Cómo que qué pasa? —Fritz encendió el cigarrillo e inhaló el humo con placer—. Perdiste el tiempo. No es un espía ni nada parecido.

—¿Cómo es posible? —balbuceó Andrei, paralizado—. ¿Y la carpeta?

Fritz soltó una carcajada con el cigarrillo en la comisura de la boca y se echó un poco más de agua de colonia en la mano.

—Nuestro judío es un mujeriego sin remedio —dijo, en tono académico—. En la carpeta tenía cartas de amor. Venía de casa de una mujer, se pelearon y él recogió sus cartas. Le tiene un miedo mortal a su viuda, y no seas idiota, trataba de deshacerse de la carpeta a la primera oportunidad. Dice que, por el camino, la tiró en una alcantarilla… ¡Qué lástima! —prosiguió Fritz, aún en tono académico—. Debió retirarle esa carpeta, señor juez de instrucción Voronin, desde el primer momento, hubiéramos conseguido un excelente material para comprometerlo, ¡y tendríamos a nuestro judío agarrado por ahí mismo! —Fritz mostró por dónde tendrían agarrado al judío. En los nudillos tenía arañazos recientes—. Por cierto, nos firmó el acta del interrogatorio, así que al menos tenemos del lobo un pelo.

Andrei buscó a tientas una silla y se sentó. Las piernas no lo sostenían. Miró nuevamente en torno suyo.

—Oye, tú… —Fritz se había bajado las mangas y se estaba poniendo los gemelos—. Veo que tienes un chichón en la frente. Ve al médico y que te dé un certificado. Ya le rompí la nariz a Rumer y lo mandé a la consulta. Por si acaso. El imputado Katzman, durante el interrogatorio, agredió al juez de instrucción Voronin y al investigador Rumer, causándoles lesiones. Así que se vieron obligados a defenderse… etcétera. ¿Entiendes?

—Entiendo —masculló Andrei, palpándose maquinalmente el chichón. Volvió a examinar el recinto con la vista—. Y él… ¿él, dónde está? —preguntó, con dificultad.

—Sí, Rumer es un gorila, de nuevo exageró la nota —se lamentó Fritz mientras se abotonaba la chaqueta—. Le partió la mano, por aquí… Hubo que mandarlo al hospital.

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