El palanquín negro llegó a la ciudad de Staughton por la mañana temprano el primer día de primavera, una festividad conocida como Alborada. Los festejos incluían una feria, un banquete y el Baile de la Flor. Siendo una de las festividades del calendario más populares, la celebración de la Alborada atraía multitud de gente a Staughton todos los años. Aunque el día todavía era sólo una franja roja y cálida en el horizonte, las puertas que daban acceso a la ciudad amurallada, situada al norte de Abanasinia, ya se encontraban atascadas de gente.
Las colas avanzaban rápidamente porque los guardias estaban de buen humor, como la mayoría de las personas que formaban las filas. La Alborada señalaba el final del frío y oscuro invierno y el regreso del sol. Era una fiesta ruidosa con la que se celebraba la vida. Habría bebida, baile, risa y jolgorio. Los participantes despertarían al día siguiente con dolor de cabeza, recuerdos borrosos y una vaga sensación de remordimiento, lo que significaba que debían de haberlo pasado en grande. A los bebés que nacían nueve meses después de esa noche se los llamaba «hijos de la primavera» y se los consideraba afortunados. Tras esta festividad siempre había bodas que se celebraban con precipitación.
La propia índole del festejo atraía a todos los zánganos y maleantes que había en kilómetros a la redonda: rateros, cortabolsas, timadores, busconas y jugadores. Los guardias sabían que era inútil tratar de impedirles que entraran en la ciudad; los que fueran rechazados en una de las puertas lo intentarían por otra y al final encontrarían el modo de pasar. El corregidor les había dicho a los guardias que no hacía falta que retuvieran la fila por hacer demasiadas preguntas a la gente, que así se enfadaría, y él quería que se gastara dinero en los puestos del mercado, en posadas y en tabernas. Sí tenían orden de rechazar a todos los kenders, pero eso era más que nada por cubrir el expediente. Tanto los guardias como los kenders sabían que, para el mediodía, estos últimos abarrotarían alegremente la ciudad.
El invierno había sido benigno en esta parte de Abanasinia, así que entre eso y la muerte de la temible Beryl había mucho que celebrar. Algunos sugirieron que también deberían celebrar el retorno de los dioses, pero la mayor parte de los habitantes de la ciudad tenía sentimientos encontrados al respecto. Staughton siempre se había considerado una ciudad virtuosa. La gente echó de menos a los dioses cuando desaparecieron la primera vez, durante el Primer Cataclismo, pero la vida continuó y la gente se acostumbró a que los dioses no estuviesen por allí. Entonces los dioses regresaron y la gente se alegró de verlos de nuevo, y la vida siguió con los dioses igual que había seguido sin ellos. Los dioses volvieron a marcharse durante el Segundo Cataclismo, y en esta ocasión la gente estaba tan ocupada en seguir adelante con la vida que apenas lo notó. Ahora los dioses habían vuelto otra vez y todo el mundo decía que estaba contento, pero en realidad todo era tan aburrido... Que si ahora cerrar los templos; que si ahora abrirlos; que cerrarlos; que volver a abrirlos. Y, mientras tanto, la vida seguía.
Staughton había sido una villa de unos doscientos vecinos en la época del Primer Cataclismo. Había crecido y prosperado en los siglos transcurridos desde entonces. Su población rondaba los seis mil habitantes en la actualidad y había sobrepasado las murallas en dos ocasiones, de forma que se habían derribado, se habían desplazado y se habían vuelto a levantar. Había ahora una parte interior, que se llamaba la Ciudad Antigua, un anillo exterior conocido como la Ciudad Nueva, y otra ampliación que, de momento, no tenía un nombre oficial pero a la que en la localidad se referían a ella como la «más nueva». Todas las partes de la ciudad aparecían limpias para la ocasión y engalanadas con banderitas y flores de primavera. La juventud se despertó temprano, ansiosa de que la diversión empezara. Éste era su día de jolgorio, un día en el que los padres y las madres se quedaban convenientemente ciegos a los besos robados y a la medianoche como hora marcada para volver a casa.
Éste era el día y tal era el talante de la ciudad y de sus gentes cuando el palanquín negro, moviéndose lenta y majestuosamente, apareció en la calzada que llevaba a la población. De inmediato llamó la atención. Los que aguardaban en la fila y lo vieron en primer lugar lo contemplaron con asombro y después tiraron de la manga a los que tenían delante para decirles que se volvieran para mirar. A no tardar, toda la hilera de gente que esperaba para entrar en la ciudad estiraba el cuello y lanzaba exclamaciones maravilladas al verlo.
El palanquín no se sumó a la fila sino que avanzó calzada adelante, hacia las puertas. La gente se apartó a un lado para dejar que pasara. Un silencio asombrado e intranquilo cayó sobre la multitud. Nadie, desde el noble caballero hasta el mendigo itinerante, había visto nada semejante.
Las cortinillas eran de seda negra y se mecían suavemente con el movimiento de los porteadores. La caja era negra e iba orlada con brillantes calaveras doradas. Las porteadoras, porque eran mujeres, eran las que más llamaban la atención: cuatro humanas, de más de metro ochenta de estatura y musculosas como hombres. Se parecían todas y eran muy bellas. Vestían túnicas negras de una tela transparente que se les pegaba al cuerpo, de manera que parecía que casi se podía ver a través del vaporoso tejido, que ondeaba con el movimiento de sus pasos. No miraban ni a izquierda ni a derecha, ni siquiera a unos jóvenes ebrios que les gritaron al pasar por delante. Andaban con gesto frío e impasible, el peso de su carga transportado sobre los hombros con facilidad.
Los que consiguieron apartar la mirada de las porteadoras echaron un vistazo al interior del palanquín para tratar de ver a la persona que viajaba en él. Las cortinillas negras, gruesas y rematadas con una pesada orla de cuentas doradas, obstruían la vista.
Mientras el palanquín pasaba, un hombre —clérigo de Kiri—Jolith— reconoció las calaveras doradas que adornaban los costados.
—Cuidado, pequeños —advirtió mientras corría para agarrar a unos chiquillos bulliciosos que corrían al lado del palanquín—. ¡Esas calaveras son símbolos de Chemosh!
De inmediato se corrió la voz por la fila de la gente de que la persona que viajaba en el palanquín era un clérigo del Señor de la Muerte. Algunos temblaron con un escalofrío y desviaron la mirada, pero la mayoría se sintió intrigada. Del palanquín no irradiaba la sensación de miedo; por el contrario, una dulce fragancia de perfume penetrante emanaba por las cortinillas al mecerse éstas.
El clérigo de Kiri—Jolith, que se llamaba Lleu, vio que la gente sentía curiosidad, no miedo, y ello le causó inquietud al no saber qué hacer. Los clérigos de todos los dioses habían esperado que Chemosh intentara asir las riendas del poder que manejaba Sargonnas. Durante un año, desde el retorno de los dioses, los clérigos habían especulado respecto al audaz paso que daría. Por lo visto, Chemosh ya se había puesto en marcha finalmente. Lleu advirtió que muchos lo observaban con expectación, esperando que montara un número. Guardó silencio mientras las extrañas porteadoras pasaban junto a él, si bien clavó la vista en las cortinillas para tratar de atisbar quién iba dentro.
Una vez que el palanquín hubo pasado, dejó su sitio en la fila para, caminando al margen de la multitud, seguirlo discretamente. Cuando el palanquín llegara a las puertas, la persona que iba dentro tendría que identificarse a los guardias, y Lleu se proponía echarle una ojeada.
No obstante, muchos otros habían tenido la misma idea y la multitud se adelantó en tropel, de forma que se apelotonaron detrás del palanquín mientras se daban codazos para tener mejor vista. Los guardias, al oír que aquello tenía algo que ver con Chemosh, habían enviado a un corredor de la guarnición a pedir instrucciones al corregidor. El corregidor llegó a caballo para encargarse de la situación e interrogar personalmente a esa persona. Se hizo un profundo silencio en la multitud cuando el palanquín llegó a las puertas, y todos esperaron descubrir algo del misterioso ocupante.
El corregidor echó un vistazo al palanquín y a las mujeres que lo transportaban y se rascó la mejilla en un gesto obvio de no saber cómo proceder.
—Mi señor corregidor —saludó en voz baja Lleu—, si puedo servirte de ayuda...
—¡Hermano Lleu, me alegra verte de vuelta! —exclamó el corregidor con alivio. Se inclinó en la silla para mantener un breve intercambio— ¿Crees que es un clérigo de Chemosh?
—Es lo que creo, señor —respondió Lleu—. Clérigo o sacerdotisa. —Echó una ojeada al palanquín—. Las calaveras doradas son las de Chemosh, sin lugar a dudas.
—¿Qué hago? —El corregidor era un fornido hombretón acostumbrado a ocuparse de reyertas tabernarias, no de mujeres de un metro ochenta cuyos ojos no se movían y que cargaban con un palanquín que transportaba a un viajero desconocido—. ¿Les mando largarse con viento fresco?
Lleu estuvo tentado de responder afirmativamente. La llegada de Chemosh no era buena señal para nadie, de eso estaba seguro. El corregidor tenía autoridad para negar la entrada a cualquiera por cualquier razón.
—Chemosh es un dios del Mal. Creo que estaría dentro de tu jurisdicción...
—¿Hacer qué? —inquirió una voz de mujer que temblaba de indignación—. ¿Prohibir al representante de Chemosh el paso a vuestra ciudad? ¡Supongo que eso significa que lo siguiente que haréis será prender fuego a mi santuario y expulsarme a mí!
Lleu suspiró profundamente. La mujer vestía los ropajes verdes y azules propios de una sacerdotisa de Zeboim. La ciudad de Staughton se alzaba a orillas de un río. Zeboim era una de las diosas más populares de la ciudad, sobre todo en la estación de lluvias. Si el corregidor negaba el acceso al representante de uno de los dioses de la oscuridad, se correría el rumor de que Zeboim sería la siguiente en marcharse.
—Deja que pasen —dijo Lleu, que agregó en voz alta para que la muchedumbre lo oyera—: Los dioses de la luz fomentan el libre albedrío. No le decimos a la gente en qué puede creer o en qué no.
—¿Estás seguro? —preguntó el corregidor, ceñudo—. No quiero ningún problema.
—Es lo que te aconsejo, mi señor. La decisión, por supuesto, es tuya.
Los ojos del corregidor pasaron de Lleu a la sacerdotisa de Zeboim, y de ésta, al palanquín. Ninguno de ellos le sirvió de mucha ayuda. La sacerdotisa de Zeboim lo observaba con los ojos entrecerrados. Lleu había dicho todo cuanto tenía que decir. El palanquín seguía parado delante de las puertas, y las porteadoras esperaban pacientemente.
El corregidor se adelantó para dirigirse al ocupante invisible.
—Tu nombre y la naturaleza de los asuntos que te traen a nuestra bella ciudad —inquirió en tono enérgico.
La multitud contuvo la respiración.
Durante un instante no hubo respuesta. Entonces una mano —una mano femenina— apartó las cortinillas. Era una mano bien formada. Gemas rojas como la sangre resplandecían en los dedos esbeltos. Lleu captó el atisbo de una mujer dentro del negro palanquín. Se quedó boquiabierto, con los ojos desorbitados.
Nunca había visto a esa mujer. Era joven, menos de veinte años. Tenía el cabello caoba, del color de las hojas en otoño, y lo llevaba arreglado en un peinado complejo debajo de un tocado negro y dorado. Sus ojos eran de color ámbar, luminosos, radiantes, cálidos, como si todo el mundo estuviera frío y aquellos ojos fueran el último calor que le quedara a un hombre. Se cubría con un vestido negro de un tejido transparente que insinuaba todo sin revelar nada. Se movía con estudiada gracia y en aquellos ojos había una expresión enterada, un conocimiento de secretos que ningún otro mortal poseía.
Resultaba inquietante. Peligrosa. Lleu habría querido girar sobre sus talones y alejarse con indiferencia, pero se quedó mirándola fijamente, fascinado, incapaz de moverse.
—Me llamo Mina —dijo—. Vengo a vuestra ciudad con el mismo propósito que ha traído a toda esta buena gente. —Hizo un ademán para señalar a la muchedumbre—. Para compartir la celebración de la primavera.
—¡Mina! —exclamó Lleu—. Conozco ese nombre.
Kiri—Jolith era un dios belicoso, un dios de honor y guerra, patrón de los Caballeros de Solamnia. Lleu no era caballero ni solámnico, pero había viajado a Solamnia para estudiar con los caballeros cuando decidió consagrarse a Kiri—Jolith. Había oído sus historias sobre la Guerra de los Espíritus y sobre una joven llamada Mina que había conducido a sus ejércitos de la oscuridad de una victoria asombrosa a otra, incluida la destrucción de la Señora Suprema, la dragona Malys.
—He oído hablar de ti. Eres seguidora de Takhisis —dijo Lleu con severidad.
—La diosa que salvó al mundo del terror de los señores supremos. La diosa que fue vilmente traicionada y destruida —contestó Mina. Una sombra oscureció sus ojos ambarinos—. Honro su memoria, pero ahora sigo a otro dios.
—A Chemosh —apuntó Lleu en tono acusador.
—A Chemosh —corroboró Mina al tiempo que agachaba la vista en una actitud respetuosa.
—¡El Señor de la Muerte! —añadió, desafiante, Lleu. —El Señor de la Vida Eterna —replicó ella.
—De modo que así es como se llama ahora —comentó Lleu, sarcástico. —Ven a visitarme y lo descubrirás —ofreció Mina.
Su voz era tan cálida como sus ojos, y Lleu fue consciente de repente de la muchedumbre amontonada a su alrededor con la oreja puesta para no perderse una sola palabra. Ahora lo miraban todos mientras se preguntaban si aceptaría la invitación, y comprendió, con gran disgusto, que lo había llevado a una trampa. Si rehusaba pensarían que tenía miedo de enfrentarse a Chemosh y acto seguido llegarían a la conclusión de que era un dios poderoso, pero lo cierto era que no quería hablar con esa mujer. No quería estar en su presencia.
—Acabo de volver tras una larga ausencia —dijo Lleu tratando de ganar tiempo—. Tengo muchas cosas que hacer. Si consigo encontrar un rato libre tal vez me pase a verte para sostener una conversación teológica contigo. Creo que sería muy interesante.
—También yo lo creo —respondió suavemente Mina, y él tuvo la impresión de que no se refería a la teología.
A Lleu no se le ocurrió nada que contestar. Hizo una cortés reverencia y se abrió paso entre la multitud fingiendo no oír las pullas y las risitas disimuladas. Esperaba fervientemente que el corregidor negara la entrada a esa mujer. Fue derecho a su templo y se detuvo frente a la estatua de Kiri—Jolith; encontró solaz y consuelo en el semblante severo e implacable del dios guerrero. Se tranquilizó y, tras dar las gracias al dios, fue capaz de ponerse con el trabajo que se había amontonado durante su ausencia.
El corregidor, perdido en los ojos ambarinos, dio permiso a Mina para entrar en la ciudad, así como el nombre de la mejor posada.
—Mi agradecimiento, señor —dijo ella—. ¿Tendrías algo que objetar si le hablo a la multitud? No causaré ningún problema, lo prometo. El corregidor sintió curiosidad por lo que la joven diría. —Que sea breve —contestó.
La joven le dio las gracias y pidió a las porteadoras que dejaran el palanquín en el suelo.
Así lo hicieron las mujeres. Mina abrió las cortinillas y bajó.
La muchedumbre, que en su mayoría no había podido ver a Mina hasta ese momento, se maravilló en voz alta ante su aparición. La joven se encontraba frente a ellos con su vestido negro, fino como una tela de araña, y en la ligera brisa primaveral flotó su perfume. Alzó las manos para pedir silencio.
—Soy Mina, Suma Sacerdotisa de Chemosh —clamó con timbre vibrante, el mismo que antaño había resonado en los campos de batalla—. Viene al mundo con un mensaje nuevo, un mensaje de vida eterna. Estoy deseosa de compartir su mensaje con todos vosotros mientras estoy de visita en vuestra bella ciudad.
Mina volvió al palanquín, pagó al corregidor la tarifa requerida a todos los vehículos para entrar en la ciudad, y cerró las cortinillas. Las porteadoras levantaron el palanquín y cruzaron las puertas cargadas con él. La multitud siguió la marcha del negro palanquín en un silencio intimidado hasta que se perdió vista. Después las lenguas empezaron a moverse.
Todos coincidían en una cosa: aquélla prometía ser una Alborada de primavera de lo más interesante.
La Alborada en Staughton resultó ser mucho más interesante de lo que nadie había previsto. Muy pronto se corrió la voz por la ciudad de que había ocurrido un milagro en la hostería. A medida que se propagaba el rumor, la gente empezó a abandonar el recinto ferial y corrió a verlo por sí misma.
Uno de los mozos de cuadra era testigo presencial y se había convertido en el centro de atención al requerírsele a que relatara una y otra vez lo que había visto para que lo escucharan los que iban llegando.
Según el mozo de cuadra, que tenía fama de ser un tipo serio y responsable, volvía de los establos de la hostería cuando el palanquín entró en el patio. Las cuatro porteadoras lo soltaron en el suelo y Mina salió de él. Las porteadoras sacaron del interior un arcón de madera con tallas extravagantes y, a instancias de Mina, lo llevaron a la habitación de ésta. Mina entró en la hostería y ya no se la volvió a ver, aunque el mozo de cuadra remoloneó en el patio a propósito, con la esperanza de poder verla de nuevo. Las cuatro porteadoras regresaron al palanquín, ocuparon su sitio en la parte anterior y posterior y se quedaron allí, sin moverse.
De inmediato, un kender se lanzó sobre ellas y empezó a acribillarlas a preguntas. Las porteadoras rehusaron contestar y mantuvieron un digno silencio. De hecho estaban tan calladas y parecían tan ajenas a la presencia del kender —cuando una persona normal le habría atizado un bofetón— que el hombrecillo dio unos golpecitos con el dedo a una de ellas.
El kender soltó un respingo sorprendido y volvió a darle con el dedo. —¡Es de piedra! —gritó con voz chillona—. ¡La dama se ha vuelto de piedra! El mozo de cuadra dio por sentado que el kender mentía, pero el examen posterior demostró lo contrario. Las cuatro porteadoras eran cuatro estatuas de mármol. El palanquín negro también era de mármol negro. La gente llegó en tropel a la hostería para contemplar semejante maravilla y, de paso, también hizo maravillas en el negocio del posadero con su cerveza y su aguardiente enano.
A pesar de un aguacero torrencial, el patio de la hostería no tardó en estar de bote en bote, así como las calles adyacentes al establecimiento. La gente empezó a entonar «¡Mina, Mina!» y cuando, al cabo de dos horas, la joven apareció en una de las ventanas del piso de arriba, la muchedumbre enloqueció y se puso a lanzar vítores y a pedirle que hablara.
La joven abrió una de las hojas de la ventana y pronunció una corta alocución en la que explicó que Chemosh había retornado al mundo con poderes nuevos y más fuertes que antes. El retumbo de los truenos y el chisporroteo de los relámpagos la interrumpían constantemente, pero ella perseveró y la multitud estuvo pendiente de cada palabra que decía. A Chemosh ya no le interesaba ir a cementerios para levantar a los muertos de sus tumbas, les explicó. Le interesaban la vida y los vivos, y tenía un don especial que ofrecer a cualquiera que lo siguiera. Todos sus fieles recibirían la vida eterna.
—Jamás os haréis más viejos de lo que sois hoy —prometió—. Jamás enfermaréis. No conoceréis el frío ni el cansancio ni el miedo. Seréis inmunes a las dolencias. Nunca saborearéis la amargura de la muerte.
—¡Yo me haré seguidor! ¡Pero sólo si bajas aquí y me enseñas el camino tú! —se burló un joven, uno de los mejores clientes de la taberna con el aguardiente enano.
La multitud se echó a reír. Mina le sonrió.
—Soy la Suma Sacerdotisa de Chemosh y he venido a transmitir el mensaje del dios a su pueblo —dijo en tono agradable—. Si dices en serio que te harás uno de sus seguidores, Chemosh verá dentro de tu corazón y te enviará a alguien en su nombre.
Después cerró la ventana, se retiró y desapareció en la habitación, fuera del alcance de la vista. La muchedumbre esperó un momento para ver si salía otra vez, mientras algunos se acercaban a las estatuas para tocarlas y darles golpecitos o para mirar cómo unos cuantos intentaban sin éxito arrancar esquirlas del mármol armados con cincel y martillo.
Ni que decir tiene que lo primero que hizo la gente fue correr a dar la nueva sobre las estatuas de mármol a Lleu, el clérigo de Kiri—Jolith.
Lleu no lo creyó.
—Eso es un truco de ilusionismo de tercera —dijo con sorna—. Rolf, el mozo de cuadra, es un crédulo donde los haya. No lo creo. —Se levantó del escritorio, donde había estado escribiendo una carta a su superior de Solanthus en la que explicaba su preocupación respecto a Chemosh—. Iré a desenmascarar a esa charlatana.
—No es un truco, Lleu —contestó Marta, sacerdotisa de Zeboim, mientras entraba en el estudio—. Las he visto. Son estatuas de mármol negro. Negro como el corazón de Chemosh.
—¿Estás segura?
Marta asintió con gesto sombrío y Lleu volvió a tomar asiento. La mujer sería sacerdotisa de una diosa cruel y caprichosa, pero era sincera, sensata y nada dada a las fantasías.
—¿Qué hacemos? —preguntó Lleu.
—No lo sé. Mi diosa no está contenta. —Un trueno tremendo que tiró varios libros de los estantes puso de manifiesto lo perturbado del estado de ánimo de Zeboim—. Pero si nos quedamos mirando boquiabiertos esas estatuas como cualquier otra persona de esta ciudad, lo único que conseguiremos será dar crédito a ese milagro. Mi opinión es que no hagamos caso.
—Tienes razón —admitió el clérigo—. Debemos hacer caso omiso. La tal Mina se habrá marchado dentro de uno o dos días y la gente lo olvidará por alguna otra maravilla, como un ternero de dos cabezas o algo semejante.
Se encogió cuando otro trueno aterrador sacudió la tierra.
—Ojalá pudiera convencer a su santidad de eso —murmuró Marta mientras echaba una ojeada al cielo encapotado. Sacudió la cabeza y abandonó el templo para volver al suyo.
Lleu sabía que su consejo era sensato, pero le fue imposible reanudar su trabajo. Empezó a pasear por el templo, confuso y en conflicto consigo mismo. Cada vez que pasaba delante de la estatua del dios, Lleu miraba el semblante severo e implacable y deseaba para sus adentros tener una determinación y una fuerza de voluntad tan firmes. Hubo un tiempo en el que había creído que así era. Se sentía angustiado al descubrir que quizá se había equivocado.
Seguía paseando cuando sonó una llamada en la puerta del templo. El clérigo abrió y se encontró con uno de los recaderos de la hostería. —Traigo un mensaje para el padre Lleu —dijo el muchacho. —Yo soy Lleu.
El muchacho le tendió un pergamino enrollado y atado con una cinta negra y lacrado con un sello en cera del mismo color.
Lleu frunció el entrecejo. Estuvo tentado de cerrar la puerta en las narices del chico, pero luego comprendió que se correría la voz de que estaba asustado. Era joven e inseguro, y llevaba poco tiempo en Staughton. Se había esforzado mucho para instaurar su religión y establecerse él mismo en una ciudad que mostraba bastante indiferencia. Aceptó el rollo de pergamino.
—Puedes marcharte —le dijo al chico.
—Tengo que esperar, padre, por si hay respuesta.
Lleu estuvo a punto de contestar que no la habría, que no tenía nada que decirle a una Suma Sacerdotisa de Chemosh, pero, una vez más, pensó en la impresión que daría hacer tal cosa. Soltó la cinta negra, rompió el sello y leyó la misiva con rapidez.
Estoy deseando sostener esa discusión contigo. Estaré libre para recibirte a la hora de la salida de la luna.
En nombre de Chemosh,
—Dile a la Suma Sacerdotisa Mina que me encantaría ir a hablar de teología con ella, pero que tengo asuntos urgentes que atender en mi propio templo —dijo Lleu—. Dale las gracias por su invitación.
—Yo que vos lo pensaría mejor, padre —dijo el recadero con un guiño—. Es una preciosidad.
—La Suma Sacerdotisa es una eclesiástica y mayor que tú —replicó Lleu con una mirada iracunda—. Igual que yo. Nos debes más respeto a los dos.
—Sí, padre —dijo el chico, antes de escabullirse.
Lleu regresó al altar. Volvió a contemplar el rostro de Kiri—Jolith, esta vez para buscar seguridad en él.
El dios lo miraba con frialdad y Lleu casi pudo escuchar su voz. «No quiero cobardes a mi servicio.»
Lleu no creía que estuviera siendo cobarde, sino sensato. No tenía que intercambiar ideas ni tener una charla con esa mujer, y por supuesto no estaba interesado en Chemosh.
Regresó al estudio para terminar la carta.
La péndola escupió tinta. El joven clérigo derramó la del tintero. Por fin se dio por vencido. Contemplando el aguacero que repicaba en el tejado del templo como un tambor que llamara a la batalla a todos los verdaderos caballeros, Lleu trató de quitarse de la cabeza toda idea sobre unos ojos ambarinos.
A la hora de la salida de la luna, Lleu se encontraba a la puerta de la hostería. Miró las estatuas de mármol, que irradiaban un brillo fantasmagórico a la luz plateada de Solinari. Al parecer Zeboim se había agotado y, enfurruñada, se había ido con su resentimiento a otra parte, ya que la tormenta había amainado y las nubes se habían disipado.
A Lleu las estatuas le resultaron muy inquietantes. Deseaba tocar una, pero le daba miedo que aún quedara gente observando. Tembló, ya que la noche primaveral era fría y húmeda, y echó una ojeada a su alrededor. El sonido de unas risas y de diversión llegaba a sus oídos, procedente del recinto ferial. Había cerveza y cerdo asado gratis en la feria y la mayoría de los vecinos asistían a la celebración. El silencio reinaba en la hostería.
Lleu alargó la mano para tocar una de las estatuas.
La puerta de la posada se abrió y el clérigo retiró bruscamente la mano.
Mina se hallaba en el umbral, su esbelta figura recortada contra la luz que irradiaba la chimenea.
—Entra —dijo—. Me alegra que cambiaras de parecer.
Su aspecto no era el de una gran sacerdotisa. Se había cambiado el tentador vestido suelto y ya no llevaba la cofia dorada y negra. Lucía un ropaje suave del mismo color, abierto por delante y ceñido a la cintura con una trencilla dorada. El cabello de color caoba lo llevaba tejido y enrollado en la cabeza, sujeto con una horquilla enjoyada hecha de ámbar.
—No puedo quedarme —dijo Lleu.
—Claro que no —contestó Mina con tono comprensivo.
Se apartó a un lado para que pudiera entrar.
La sala común se encontraba desierta. Mina se dio media vuelta y echó a andar hacia la escalera.
—¿Adónde vas? —demandó el clérigo, y ella se volvió a mirarlo.
—He encargado una cena ligera y he pedido que se sirva en mi habitación. ¿Has tomado algo? ¿Quieres compartirla?
—No, gracias. —Lleu enrojeció—. Creo que voy a regresar al templo, porque tengo cosas que hacer...
Mina se acercó a él, posó la mano en su antebrazo y le sonrió de una modo amistoso, ingenuo.
—¿Cómo te llamas?
El clérigo vaciló, temeroso de que incluso darle esa información pudiera ser una trampa.
—Lleu Alarife —respondió finalmente.
—Yo, Mina, pero eso ya lo sabes. Viniste para sostener una conversación teológica y la sala común de una posada no es precisamente el sitio más apropiado para debatir asuntos serios, ¿no crees?
Lleu era un hombre joven, de veintitantos años. Tenía el cabello rubio y lo llevaba al estilo de los clérigos de Kiri—Jolith, largo hasta los hombros, con la parte central cortada en un flequillo recto. Los ojos eran castaños y había en ellos una mirada impaciente, indagadora. Era de constitución fornida, con músculos propios de un soldado, no de un estudioso, algo corriente entre los clérigos de Kiri—Jolith —que se entrenaban junto a los caballeros a los que servían—, y entre los eclesiásticos de Ansalon eran notorios por su destreza con la espada larga. Su abuelo había sido alarife, de ahí su apellido.
Miró a Mina, miró la posada a su alrededor, aunque no había mucho que ver. Esbozó una ligera sonrisa.
—No, no es un sitio apropiado. —Respiró hondo—. Subiré contigo a la habitación.
Mina subió la escalera y en esta ocasión él la siguió. El clérigo se comportaba con severa cortesía y se adelantó en el pasillo para abrirle la puerta de la habitación a la mujer. Era un comedor privado con mesa y sillas y una chimenea encendida. La mesa estaba puesta y había un criado que esperaba en segundo plano, con aire obsequioso. Lleu retiró la silla para que Mina se sentara y después ocupó la suya, enfrente de ella.
La comida estaba buena y consistió en carnes asadas y pan, y un dulce para terminar. Hablaron poco mientras comían ya que el criado se hallaba presente. Cuando hubieron terminado, Mina le mandó marcharse. Compartieron una jarra de vino, aunque ninguno de los dos bebió mucho, sólo dieron algún que otro sorbo, y acercaron las sillas a la chimenea.
Hablaron de la familia de Lleu. Su hermano mayor, de treinta y cinco años en la actualidad, se había hecho maestro de obras y trabajaba con el padre en el negocio familiar. Lleu era el menor y no le interesaba la construcción. Soñaba con convertirse en soldado y había viajado a Solamnia con tal propósito. Una vez allí, conoció el culto de Kiri—Jolith y comprendió que su verdadera vocación era el servicio al dios.
—Podría decirse que el servicio a la iglesia está presente en la familia —agregó con una sonrisa—. Mi abuela era sacerdotisa de Paladine y mi hermano mediano es un monje dedicado al culto de Majere.
—¿De veras? —dijo Mina, interesada—. ¿Y qué piensa tu hermano de que te hayas hecho clérigo de Kiri—Jolith?
—No tengo la más mínima idea. Su monasterio se encuentra en algún lugar aislado y los monjes rara vez salen de él. No lo hemos visto ni sabemos nada de él desde hace muchos años.
—Desde hace muchos años. —Mina estaba extrañada—. ¿Cómo es posible? Los dioses, incluido Majere, retornaron al mundo hace sólo poco más de un año.
—Según me han dicho —explicó Lleu mientras se encogía de hombros—, algunos de esos monasterios están tan aislados que los monjes no sabían nada de lo que pasaba en el mundo. Siguieron llevando su estilo de vida, en la meditación y la oración, a despecho de que no hubiera un dios al que dirigir sus preces. Ése es el tipo de vida que encaja con mi hermano. Siempre severo y retraído, dado a vagar por las colinas a solas. Tiene diez años más que yo, así que no llegué a conocerlo bien.
Lleu, olvidando las conveniencias, había acercado la silla a ella. Se había ido relajando a medida que transcurría la cena, desarmado por la actitud cálida de Mina y el interés que demostraba en sus cosas.
—Pero ya basta de hablar sobre mí. Cuéntame cosas de ti, Mina. Hubo un tiempo en el que todo el mundo hablaba de ti.
—Fui en busca de un dios —respondió la joven, prendida la mirada en el fuego—. La encontré. Me mantuve fiel a esa deidad hasta el final. Y no hay mucho más que contar.
—Salvo que ahora sigues a un dios nuevo —comentó Lleu.
—Nuevo no. Es un dios muy antiguo. Tanto como el tiempo.
—Pero... Chemosh. —Lleu torció el gesto. Mientras la contemplaba, la admiración lo consumió—. ¡Eres tan joven y tan hermosa, Mina! Jamás había visto una mujer tan encantadora. Chemosh es un dios de cadáveres putrefactos y viejos huesos mohosos. No sacudas la cabeza. No puedes negarlo.
—Lo niego —manifestó sosegadamente ella. Alargó la mano para tomar la del clérigo y su roce hizo que a Lleu le ardiera la sangre—. ¿Temes la muerte, Lleu?
—Yo... Sí, supongo que sí —contestó. En ese momento no quería pensar en la muerte. Por el contrario, sus ideas estaban llenas de vida.
—Se supone que un clérigo de Kiri—Jolith no debería tenerle miedo a la muerte ¿verdad?
—No, no debe temerla. —Se sentía muy incómodo e intentó retirar la mano.
Mina se la oprimió con gesto comprensivo y él, casi de forma inconsciente, apretó los dedos.
—¿Qué te dice tu dios sobre la muerte y la otra vida?
—Que cuando morimos emprendemos la siguiente etapa del viaje de nuestro espíritu, que la muerte es una puerta que conduce a un conocimiento mayor de nosotros mismos.
—¿Y lo crees?
—Quiero creerlo —respondió. Su mano se crispó—. Quiero creerlo de verdad. Me he debatido con ese tema desde que me hice clérigo. Me dicen que tenga fe, pero...
Sacudió la cabeza y contempló el fuego de la chimenea, meditabundo, sin soltarle la mano. Se volvió bruscamente hacia ella. —Tú no le temes a la muerte.
—No —respondió Mina, sonriente—, porque jamás moriré. Chemosh me ha prometido la vida eterna.
Lleu la miró de hito en hito.
—¿Cómo puede hacer esa promesa? No lo entiendo —manifestó. —Chemosh es un dios, y sus poderes, ilimitados.
—Es el Dios de la Muerte. Va a los campos de batalla, resucita los cadáveres que no están enterrados y los obliga a obedecerlo...
—Eso fue en los viejos tiempos. Las cosas han cambiado. Esta es la Era de los Mortales, una era de los vivos. No quiere saber nada de restos esqueléticos. Desea seguidores que sean como tú y como yo, Lleu. Jóvenes y fuertes y llenos de vida. Vida que nunca acabará. Vida que trae placeres como éste.
Cerró los ojos y se inclinó sobre él. Entreabrió los labios en un gesto invitador. Lleu la besó, tímidamente al principio, y después la pasión se apoderó de él. Su cuerpo era suave y mórbido, y antes de saber qué hacía o cómo lo hacía, se encontró con las manos debajo del vestido, acariciando la cálida y desnuda piel. Emitió un quedo gemido y sus besos se hicieron más intensos.
—Mi cuarto está aquí al lado —susurró ella mientras rozaba los labios del clérigo con los suyos.
—Esto no está bien —dijo Lleu, pero era incapaz de apartarse de ella. Mina lo rodeó con los brazos y apretó su cuerpo contra el de él. —Esto es la vida —le dijo. Lo condujo a su dormitorio.
La pasión duró toda la noche. Se amaban, dormían y despertaban para volver a amarse. Lleu nunca había experimentado una relación sexual así, jamás había vivido tales arrebatos de gozo. Jamás se había sentido tan vivo y quería que esa sensación no acabara nunca. Despertó al alba, a la alborada de la primavera. Encontró a Mina a su lado, apoyada en un codo y mirándolo mientras la mano pasaba suavemente por su cabello o por su pecho.
Lleu se incorporó para besarla, pero ella se echó hacia atrás.
—¿Qué pasa con Chemosh? —preguntó la joven—. ¿Has pensado en todo lo que te he dicho?
—Tienes razón, Mina. Cae por su peso que un dios quiera que sus seguidores vivan para siempre —admitió Lleu—. Pero ¿qué tendría que hacer para conseguir esa bendición? He oído cuentos de sacrificios de sangre y otros ritos que...
Mina sonrió y pasó la mano por su carne desnuda.
—Eso es lo que son, sólo cuentos. Lo único que has de hacer es entregarte al dios. Decir: prometo lealtad a Chemosh. —¿Eso es todo?
—Eso es todo. Incluso puedes volver a la práctica del culto a Kiri—Jolith si lo deseas. Chemosh no es celoso, sino comprensivo.
—¿Y viviré para siempre? ¿Y te amaré para siempre? —Le robó un beso fugaz.
—A partir de hoy no envejecerás —prometió Mina—. Jamás sufrirás dolor ni caerás enfermo. Eso te lo aseguro.
—Entonces no tengo nada que perder. —Lleu le sonrió—. Prometo lealtad a Chemosh.
La rodeó con un brazo y la atrajo hacia sí. Mina presionó los labios contra su pecho, encima del corazón. Lleu se estremeció de placer y entonces su cuerpo se sacudió.
Abrió los ojos de golpe. El dolor abrasador, un dolor terrible, lo atravesó y Lleu la miró con espanto. Se debatió, trató de soltarse, pero ella lo retuvo, aplastado contra el lecho, mientras el beso le absorbía la vida. El corazón le latía a ritmo irregular. Los labios de la mujer parecían alimentarse de él. El dolor lo retorció y lo estrujó. Soltó un grito ahogado y la asió en medio de convulsiones. Le sobrevinieron espasmos agónicos. Sufrió un síncope y todo se paró.
La cabeza de Lleu yacía rígida sobre la almohada. Los ojos miraban al vacío y en el rostro tenía plasmado un gesto de un terror sin nombre.
Chemosh se encontraba junto al lecho.
—Mi señor —dijo Mina—. Te traigo a tu primer servidor.
—Bien hecho, Mina —dijo. Se inclinó por encima del cadáver del joven y la besó en los labios. Le acarició la nuca y le alisó el cabello—. Bien hecho.
Ella se echó hacia atrás y cubrió su desnudez con el vestido.
—¿Qué pasa, Mina? —preguntó el dios—. ¿Qué te ocurre? Yahabías matado antes, en nombre de Takhisis. ¿Es que de repente te has vuelto melindrosa?
Mira dirigió la vista hacia el cadáver del joven.
—Le prometiste la vida, no la muerte. —Alzó los ojos, oscurecidos por una sombra, hacia Chemosh— Me prometiste poder sobre la vida y la muerte, mi señor. Si hubiera querido meramente cometer un asesinato sólo habría tenido que ir a cualquier callejón oscuro y...
—¿No tienes fe en mí, Mina?
La joven guardó silencio un momento mientras hacía acopio de valor. Sabía que el dios podía enfurecerse con ella, pero debía correr ese riesgo.
—Un dios me traicionó ya en una ocasión. Me pediste que te demostrara que era digna de confianza. Ahora te ha llegado el turno de demostrarlo a ti, mi señor.
Esperó en tensión a que Chemosh descargara su ira sobre ella. Él no dijo nada y, al cabo de unos instantes, Mina se atrevió a alzar la vista hacia el dios. Chemosh le sonreía.
—Como te dije, Mina, no serás mi esclava. Te demostraré que no hablo por hablar. Tendrás lo que te prometí. Pon la mano sobre el corazón de este joven.
Mina así lo hizo. Posó la mano sobre la carne que empezaba a enfriarse, sobre el corazón roto", sobre la negra marca de sus labios, que habían quemado la carne.
—El corazón no volverá a latir, pero por su cuerpo fluirá la vida —explicó Chemosh—. Mi vida. La vida eterna. Bésalo, Mina.
La joven puso los labios en la marca quemada de su beso. El corazón del joven siguió sin palpitar, pero él inhaló profundamente el aliento del dios. Al roce de Mina el pecho empezó a subir y bajar.
—Todo será como le prometí, Mina. No puede morir porque ya está muerto. Su vida seguirá y seguirá para siempre. Sólo le pido una cosa a cambio: que me traiga más seguidores. Ahí tienes, amor mío. ¿Te he probado lo que esperabas de mí?
Mina miró a Lleu, que rebullía, se estiraba y empezaba a despertar. De pronto se dio cuenta de que no sólo había tomado una vida, sino que la había devuelto. Tenía poder para dar la vida eterna a cualquiera en el mundo. Su poder... y el del dios.
Le tendió la mano a Chemosh, que la estrechó entre la suya.
—¡Cambiaremos el mundo, mi señor!
Sólo quedaba una pregunta, una duda persistente. Mina posó la mano sobre su propio pecho, donde estaba la marca negra dejada por Chemosh en su blanca piel.
—Mi señor, mi corazón sigue latiendo. La sangre corre caliente por mis venas. No tomaste mi vida...
Chemosh no le dijo que era eso lo que amaba en ella. Su calidez, su corazón palpitante, su sangre caliente y viva. Tampoco le dijo que el don de la vida eterna que ella otorgaría a los mortales no era tan radiante como parecía a primera vista. Podría habérselo dicho, pero entonces la habría perdido y no estaba dispuesto a renunciar a ella. Aún no. Quizá algún día, cuando se hubiera cansado de ella.
—Estoy rodeado de muertos, Mina —explicó a modo de excusa—. Un día sí y otro también. Como ese necio de Krell, que no me deja en paz y está dándome la lata constantemente. Para mí eres «una bocanada de vida», Mina.
Rió su propia broma, dio un beso de despedida a Mina y se marchó. La joven se bajó de la cama. Cogió el peine y se lo pasó por el enmarañado cabello, con cuidado para deshacer los nudos.
Oyó un murmullo a su espalda. Miró hacia atrás por encima del hombro y vio a Lleu sentado entre las sábanas revueltas. Parecía confuso y se llevó la mano al pecho; se encogió, como si reviviera un dolor evocado. Mina lo observaba sin dejar de peinarse.
La expresión de Lleu se relajó. Abrió los ojos de par en par. Volvió a mirar en derredor, como si todo le pareciese nuevo. Se bajó de la cama, se acercó a ella, se agachó y la besó en el cuello.
—Gracias, Mina —dijo fervientemente.
Deseaba hacer el amor con ella otra vez. Intentó besarla. La joven soltó el peine, se volvió hacia él y le retiró las manos anhelantes. —Conmigo no, Lleu —dijo—. Con otras.
Lo miró a los ojos, que ya no mostraban extrañeza, sino que estaban brillantes y alertas. Pasó el índice sobre el beso marcado a fuego sobre la piel del clérigo.
—¿Lo entiendes?
—Lo entiendo. Y te agradezco este regalo.
Lleu le tomó la mano y se la besó. Su piel tenía un tacto frío. No con el helor de la muerte, pero sí más fría de lo habitual, como si hubiese llegado de un lugar frío como una oscura cueva o un bosque umbrío. En todos los demás aspectos parecía normal.
—¿Volveré a verte, Mina? —inquirió con ansiedad mientras se vestía la túnica de clérigo de Kiri—Jolith.
—Quizá. —Se encogió de hombros—. No puedes depender de mí. Tengo un deber que cumplir para con Chemosh, igual que tú.
El joven clérigo frunció el entrecejo, desilusionado.
—Mina...
Ella siguió dándole la espalda. El tamborileo de sus uñas denotó su impaciencia.
—Alabado sea Chemosh —dijo Lleu tras un momento, y se marchó.
Mina oyó el ruido de sus pasos en la escalera, lo oyó saludar ruidosamente al posadero.
Volvió a coger el peine y se puso a desenredar con paciencia los nudos del cabello rojizo. Las palabras de Chemosh perduraban en su memoria; al igual que su beso.
Le había prometido poder sobre la vida y la muerte y había cumplido su promesa. Le había sido leal.
—Alabado sea Chemosh —musitó.
Sentado en la alta hierba, al pie de la colina, Rhys tenía el bastón recostado en los brazos y dejaba vagar los pensamientos, sin rumbo, junto a las blancas nubes que se desplazaban por el cielo azul. Desperdigadas por la colina que se alzaba sobre él, las ovejas pastaban plácidamente. Los grillos zumbaban en la hierba a su alrededor. Las mariposas aleteaban de flor en flor. Rhys permanecía tan inmóvil que de vez en cuando las mariposas se posaban en él, engañadas por el intenso color anaranjado de sus toscas ropas de hilaza.
Rhys estaba pendiente de las ovejas, ya que era su pastor, pero no las vigilaba de forma exagerada. No era necesario. Su perra, Atta, tumbada panza abajo a corta distancia de él con la cabeza sobre las patas, observaba atentamente a las ovejas, sin perderse un solo movimiento. Atta vio que tres empezaban a apartarse del hato y a deambular hacia un rumbo que en seguida las llevaría al otro lado de la cima de la colina, fuera de la vista. Levantó la cabeza, enhiestas las orejas. El cuerpo se le puso en tensión y echó una mirada de soslayo a su amo para ver si Rhys se había dado cuenta del detalle.
El hombre se había fijado en las ovejas errabundas pero fingió lo contrario y siguió sentado tranquilamente, escuchando los píos del gorrión y el canto del jilguero, observando el lento avance de una oruga por un brote de hierba y pensando en su dios.
Atta se estremeció. Emitió un gruñido bajo, de alerta. Las ovejas casi habían llegado a la cima. Rhys cedió.
Se levantó con gran facilidad, sin el menor esfuerzo. Tenía treinta años y la edad se le notaba en el rostro, de piel tostada y curtida, pero no ocurría lo mismo con su cuerpo, al que el ejercicio diario, la rigurosa vida a la intemperie y una sencilla dieta hacían fuerte, delgado, ágil. Llevaba largo el oscuro cabello, tejido en una trenza que le colgaba por la espalda. Extendió el brazo e hizo un gesto amplio. —Ve —ordenó.
Atta corrió colina arriba; su cuerpo blanco y negro era un borrón sobre la verde hierba. No se dirigió directamente a las ovejas y tampoco las miró. Un movimiento así de un animal haría que las ovejas lo identificaran con un lobo y huyeran despavoridas. Abriéndose en ángulo y sin perderlas de vista por el rabillo del ojo, Atta flanqueó a las ovejas por la derecha y las hizo girar a la izquierda, de vuelta con el rebaño.
El hombre se llevó los dedos a la boca y emitió un silbido penetrante. La perra estaba demasiado lejos para oír su voz, pero el silbido le llegaba claramente. Atta se dejó caer sobre la barriga, sin quitar ojo a las ovejas, y esperó la siguiente orden.
Rhys alzó el puño y lo sostuvo entre el sol y la línea del horizonte. Un puño por cada hora entre ese momento y la puesta de sol. Había que pensar en volver y llevar el hato a los corrales para llegar a tiempo de cenar antes de iniciar los ejercicios rituales de entrenamiento. Lanzó otro agudo silbido, dos notas: larga, corta. Eso significaba «marcharse», orden que hizo desplazarse a la perra a su izquierda.
Atta condujo a las ovejas colina abajo, de vuelta a donde se encontraba Rhys con su cayado. Equilibrando sus movimientos con los de Rhys, se mantenía en línea recta con el pastor de forma que las ovejas quedaban entre los dos. Si Rhys se desplazaba a la izquierda, ella lo hacía a la derecha, y viceversa. Su deber era mantener al rebaño en movimiento, en la dirección correcta, y asegurarse de que los animales permanecieran juntos, todo ello sin provocar que se asustaran y salieran corriendo en desbandada.
El hato estaba más o menos a medio camino de la ladera cuando Rhys vio que una oveja se quedaba atrás. Se había desviado hacia una zona de hierba alta y él no se había percatado. Rhys volvió a silbar; era una orden distinta que significaba «échate».
Atta aflojó el paso. No tenía que seguir la orden al pie de la letra, aunque a veces la perra se tumbaba sobre la tripa. En esta ocasión, se detuvo. El rebaño frenó la marcha. Fijando la mirada hipnótica de sus ojos castaños en los animales, Atta los sometió y los inmovilizó.
Rhys silbó una vez más, otra señal diferente. «Vuelve», ordenó.
Segura de que el rebaño continuaría parado donde lo había dejado, Atta dio media vuelta y corrió colina arriba. Localizó a la oveja solitaria y la hizo moverse, de vuelta al rebaño. Después, Atta azuzó al hato hacia Rhys.
Todo iba bien hasta que a un carnero se le metió en su lanuda cabeza desafiar a Atta. El carnero, que era mucho más pesado y varias veces más grande que la pequeña perra, se dio media vuelta, pateó la tierra y se negó a moverse.
Atta, agazapada, se quedó inmóvil. Miró a las ovejas fijamente. Si el carnero se empeñaba en seguir en sus trece, tendría que correr hacia él y propinarle un mordisco en la nariz, pero esto era algo que rara vez ocurría. El carnero agachó la testa y Atta empezó a avanzar arrastrándose, con los ojos fijos en el carnero. Tras un instante de tenso enfrentamiento, de repente el carnero cedió ante la mirada hipnotizadora de la perra y se volvió para reunirse con el rebaño. Atta reanudó el trabajo anterior de conducirlos ladera abajo.
Rhys sintió que se henchía con las bendiciones del dios. La verde colina, el cielo azul, las nubes blancas, las ovejas, la perra negra y blanca que volaba sobre la hierba, las golondrinas que revoloteaban como dardos, un halcón zambulléndose en espiral, saltamontes que brincaban y chocaban contra su túnica; el sol brillante, caliente, que se iba hundiendo hacia el horizonte; la sensación de la hierba bajo sus pies descalzos y encallecidos: todo era Rhys y él era todo. Todo era Majere y el dios era todo.
La cálida sangre que corría por sus venas, su cayado que golpeaba suavemente la tierra, Rhys moviéndose sin prisa. Disfrutaba del día, disfrutaba de las vistas, disfrutaba de ese tiempo a solas en las colinas. Disfrutaba del regreso al hogar cuando caía la tarde. Los muros de granito del monasterio se alzaban en la cumbre de una colina que había enfrente, y dentro de esos muros había hermandad, orden, callada satisfacción.
La rutina de ese día había sido exactamente igual que en los incontables días previos. Si Majere quería, mañana también sería igual. Rhys y los otros monjes de la Orden de Majere se levantaban con la oscuridad, antes de que amaneciera. Pasaban una hora de meditación y oración a Majere, y después salían al patio de piedra a realizar los ejercicios rituales que calentaban y estiraban los músculos del cuerpo. Tras esto, tomaban el desayuno, carne o pescado, servido con pan y queso de leche de cabra, con leche de cabra para beber. El almuerzo —queso y pan— se comía en los campos o donde se estuviera. La cena era sopa de cebolla, caliente y nutritiva, servida con carne o pescado, pan, y una mezcla de hortalizas de jardín y vegetales frescos en verano, y manzanas y frutos secos en invierno.
Después del desayuno los monjes empezaban sus tareas diarias, que variaban según la estación. En verano, trabajaban en los campos, atendían las ovejas, los cerdos y las gallinas, y hacían reparaciones en los edificios. En otoño recogían la cosecha y la almacenaban en graneros, salaban carne para que se conservara durante los largos meses de frío y nieve que se acercaban, y guardaban manzanas en barriles de madera. El invierno era una época para el trabajo bajo techo: cardar y peinar lana, tejer, cortar y coser ropas; trabajar el cuero; preparar pociones para los enfermos. El invierno también era una época para ocuparse de la mente: escritura, enseñanza, aprendizaje, disertaciones, debates, especulaciones. Majere enseñaba que la mente del monje debía tener igual rapidez y flexibilidad que el cuerpo.
Al final de la tarde, fuera la época del año que fuera, se dedicaban a la práctica ritual de un combate sin armas llamado «disciplina benévola». Los monjes de Majere sabían que el mundo era un lugar peligroso y, aunque practicaban y seguían los preceptos de Majere de paz y hermandad con toda la humanidad, comprendían que a veces la paz debía mantenerse mediante la fuerza, y que para proteger sus vidas y las de otros debían estar tan dispuestos a luchar como a orar. Todas las noches —lloviera o nevara o estuviera raso— los monjes se reunían en el patio exterior para entrenarse. Luchaban con la menguante luz del sol en verano, o en la oscuridad o con antorchas en invierno. A todos se les exigía asistir a las prácticas, desde los mayores —el maestro, que ya contaba ochenta años— hasta el más joven. La única disculpa para perderse el entrenamiento nocturno era por estar enfermo.
Desnudos hasta la cintura, con los pies descalzos resbalando en el suelo helado en invierno o sobre el barro en verano, los monjes pasaban largas horas entrenando cuerpo y mente por igual en la disciplina del combate. No podían usar espadas ni flechas ni ninguna otra clase de armas de acero, ya que Majere ordenaba que sus monjes no debían tomar la vida de otros a menos que estuvieran en peligro las de inocentes, y entonces sólo cuando se hubiesen probado todas las demás opciones sin resultado.
El arma preferida de Rhys era el emmide, un palo muy parecido a la vara de combate, sólo que más largo y más estrecho. El término, emmide, era derivado del elfo; los elfos usaban ese tipo de vara para tirar la fruta de los árboles. Rhys se había convertido en un maestro del arte de luchar con el emmide. Tanto era así que actualmente les enseñaba a otros.
Rhys estaba satisfecho con su vida ordenada, muy satisfecho, ahora que Majere había regresado con ellos. Podía verse con ochenta años —la edad del maestro— y un aspecto muy semejante al de él: cabello encanecido, piel curtida por las inclemencias del tiempo y tensa sobre músculos, tendones y huesos, la cara con profundas arrugas, los ojos oscuros y plácidos por la sabiduría del dios. Rhys no planeaba dejar nunca ese lugar donde había llegado a conocerse y hacer las paces consigo mismo. No quería volver nunca al mundo.
El mundo estaba dentro de él.
Rhys llegó al redil de las ovejas. Los animales entraron dócilmente al trote, seguidos de Atta.
—Ya vale —le dijo a la perra.
Era la orden que la liberaba de responsabilidad con los animales. Atta se retorció de gusto y se acercó trotando a él con la lengua colgando y los ojos brillantes. Rhys la premió con una palmadita en la cabeza y una cariñosa rascada de orejas.
Cerró el aprisco para la noche y Atta se reunió con otros perros pastores, hermanos, hermanas, primos, que la recibieron con husmeos y mucho agitar de colas. La perra se acomodó cerca de los corrales para mordisquear unos huesos y dormitar, todo ello sin quitar ojo al rebaño. Dormidos o en descanso, los perros hacían las veces de guardianes a lo largo de la noche. Lobos y gatos monteses no representaban un serio problema en los meses de estío, cuando había comida de sobra en campo abierto. La época invernal era la más peligrosa. A menudo los ladridos furiosos de los perros despertaban a los monjes, que salían de sus lechos precipitadamente para echar a los depredadores con las antorchas encendidas.
Rhys remoloneó un poco por los rediles al tiempo que observaba a una perra que sujetaba firmemente con la pata a un plañidero cachorro mientras lo lamía y lavoteaba bien, y entonces cayó en la cuenta de que había algo diferente. Algo había cambiado. Se había roto la tranquilidad del monasterio. No habría sabido explicar cómo lo sabía, sólo que llevaba viviendo allí tanto tiempo que podía percibir hasta la diferencia más sutil en el entorno. Dejó el redil y rodeó las dependencias —la forja, el gran horno del panadero, los retretes y los cobertizos de almacenaje— y se acercó al monasterio propiamente dicho.
Los monjes de Majere lo habían construido hacía siglos y apenas había cambiado desde entonces. Sencillo de diseño, más parecido a una fortaleza que a un templo, el edificio de dos pisos lo habían levantado los monjes con sus propias manos utilizando la piedra sacada de una cantera próxima. El edificio principal constaba de los dormitorios para los monjes en el piso superior y, en el inferior, de un comedor comunal, una enfermería, un cuarto de entrar en calor y una cocina. Cada monje tenía su celda, en la que sólo había un colchón de paja. Las celdas tenían una ventana o hueco al exterior que permanecía sin tapar a lo largo de todo el año. No había puertas ni en las celdas ni en ninguna de las estancias. Para entrar en el edificio principal sí había una puerta, aunque Rhys se preguntaba a menudo para qué estaba si al fin y al cabo nunca la tenían cerrada.
Los monjes no temían que les robaran. Hasta los kenders pasarían de largo ante el monasterio con un bostezo y un indiferente encogerse de hombros. Todo el mundo sabía que los monjes de Majere no tenían cámaras de tesoro —en realidad, ni una simple moneda de cobre— ya que no se les permitía manejar dinero. Tampoco tenían posesiones, nada que mereciera la pena robar a menos que uno fuera un lobo al que le gustara la carne de oveja.
Rodeó el edificio en dirección a la puerta de entrada y se encontró con un carruaje extraño parado en el exterior. Acababa de llegar, por lo visto, porque dos monjes jóvenes habían soltado el tiro de caballos y en esos momentos se llevaban a los animales para almohazarlos y darles comida y descanso.
Desenganchar el tiro era mala señal, pensó Rhys, porque eso significaba que los intrusos iban a quedarse. Así, giró sobre sus talones para dirigirse hacia las dependencias. No tenía ganas de ver a los visitantes y no sentía la más mínima curiosidad por saber quiénes eran. No tenía motivos para pensar que esa gente tenía nada que ver con él, y por ello se sobresaltó cuando oyó una voz que lo llamaba.
—¡Hermano Rhys! Espera un momento. El maestro te busca.
Rhys se paró y giró la cabeza hacia el carruaje. Los dos novicios que llevaban los caballos al cobertizo pasaron a su lado y le hicieron una reverencia ya que era un maestro de armas, conocido como el Maestro de Disciplina. Les respondió con una ligera inclinación de cabeza y echó a andar. Él y el monje que lo había llamado —el Maestro de la Casa— se saludaron al mismo tiempo con una inclinación de cabeza que reflejaba su igualdad de rango.
—Los visitantes han venido a verte, hermano —dijo el otro monje—. Ahora están con el maestro y esperan que te reúnas con ellos.
Rhys asintió. Le habría gustado hacer unas preguntas, por supuesto, pero los monjes sólo hablaban lo estrictamente necesario y, puesto que sus preguntas tendrían respuesta en seguida, no hacía falta iniciar una conversación. Se saludaron del mismo modo otra vez y Rhys entró en el monasterio mientras el Maestro de la Casa, que tenía a su cargo los asuntos domésticos del monasterio, regresaba a sus quehaceres.
Al superior del monasterio se lo conocía simplemente como el maestro, y tenía un despacho en la zona común. No era un despacho privado, ya que también hacía las veces de biblioteca y de clase. La estancia sin ventanas estaba amueblada con varios escritorios de madera, sencillos y sólidos, así como banquetas. Estanterías llenas de libros y pergaminos revestían las paredes. Olía a cuero y a pergamino, a tinta y al unto con el que los monjes frotaban la madera de los escritorios.
El maestro era el monje de más edad. Tenía ochenta años y había vivido en el monasterio durante más de sesenta, ya que había ingresado a los dieciséis. Aunque debía obediencia al Profeta de Majere, que era el cabeza de todos los monjes del dios en el continente de Ansalon, el maestro sólo había visto al Profeta en una ocasión, hacía veinte años, el día que fue confirmado como maestro.
Dos veces al año, el maestro preparaba un informe por escrito de los asuntos del monasterio, una misiva que se despachaba al Profeta a través de uno de los monjes. El Profeta enviaba otra carta acusando recibo del informe y ése era el único contacto que habría entre los dos hasta el siguiente informe. No había idas y venidas entre los monasterios ni intercambio de noticias. Los monasterios se encontraban tan aislados que los monjes de uno rara vez conocían la ubicación de otro. A los monjes que estaban de viaje se les permitía hacer noche en los monasterios, pero la mayoría prefería no hacerlo porque cuando salían al mundo —por lo general en un periplo espiritual y personal— se les ordenaba que se mezclaran con la gente.
A los monjes de Majere no les interesaban las noticias sobre sus colegas, y tampoco la política de ninguna nación. No tomaban partido en guerras ni conflictos. (Debido a esta circunstancia, a menudo se les pedía que actuaran como negociadores de la paz o que emitieran su juicio en disputas.) Los informes anuales redactados por el maestro casi siempre eran poco más que la anotación de la muerte de algún hermano, o de un nuevo ingreso en la orden, o de aquellos que habían salido al mundo. También incluía una breve descripción del tiempo y de cómo había influido en cultivos y cosecha, y cualquier ampliación o cambio realizado en los edificios del monasterio.
El cambio y la agitación en el mundo del exterior tenían tan poco efecto en un monasterio que una carta escrita por un maestro en el 4000 p.C. tendría una redacción similar a otra escrita por el maestro de ese mismo monasterio varios siglos después.
Rhys entró al despacho y vio a tres personas con el maestro: un hombre y una mujer de mediana edad, que parecían angustiados e incómodos, y un joven que vestía la túnica de clérigo de Kiri—Jolith; éste sonreía, relajado.
El largo cabello canoso del maestro le caía sobre los hombros. Su cara, con los altos pómulos, la firme barbilla y la nariz prominente, estaba arrugada como una manzana en invierno. Sus ojos oscuros eran penetrantes. Era un Maestro de Disciplina y no había un monje en el monasterio, incluido Rhys, que lo superara en combate.
El maestro escuchaba pacientemente al hombre de mediana edad, que hablaba tan de prisa que Rhys no entendía el torrente de palabras. La mujer guardaba silencio y asentía con la cabeza en señal de anuencia; a veces lanzaba ojeadas anhelantes al hombre joven. La voz del hombre mayor y su forma de hablar le resultaban familiares a Rhys. Finalmente, el maestro miró en su dirección y Rhys hizo una reverencia. En respuesta, aquél parpadeó ligeramente y siguió prestando total atención a sus visitantes.
Al cabo, el hombre mayor hizo un alto para coger aire. La mujer se enjugó los ojos. El joven bostezó con expresión aburrida. El maestro se volvió hacia Rhys.
—Reverencia —dijo Rhys mientras hacía una profunda y respetuosa inclinación al maestro. Saludó con otra inclinación a los forasteros—. Hermanos viajeros.
—Éstos son tus padres —dijo el maestro sin preámbulos, en respuesta a una pregunta que Rhys no había hecho—. Y éste es tu hermano menor, Lleu.
Rhys dirigió la mirada hacia ellos, sosegadamente. —Padre, madre —saludó cortés—. Lleu. —Hizo otra reverencia. Su padre se llamaba Petar y su madre, Brandwyn. Su hermano, Lleu, era un niño cuando él se había marchado de casa.
—¿Es eso todo lo que tienes que decir a tus padres después de quince años? —exclamó su padre, con el rostro congestionado por la ira.
—Chist, Petar —intervino su madre mientras posaba la mano en el brazo de su esposo en un gesto tranquilizador—. ¿Qué quieres que diga? Somos extraños para él.
Esbozó una sonrisa dirigida a Rhys. No estaba furiosa, como su padre, sólo agotada por el viaje y angustiada por los problemas —fueran cuales fuesen— que la habían traído desde tan lejos en busca de un hijo que casi no recordaba, un hijo al que nunca había comprendido.
Bran, el primogénito, había sido su predilecto, y el pequeño Lleu, su niño mimado. Rhys era el mediano que nunca había acabado de encajar. Era el niño callado, el niño «diferente». Hasta su aspecto era distinto, con los oscuros ojos, el cabello negro y la constitución esbelta y nervuda en marcado contraste con sus hermanos, rubios y corpulentos.
Su padre lo miró, ceñudo. Rhys le sostuvo la mirada sin perder la serenidad, sosegado, y después bajó los ojos. Petar Alarife ya peinaba canas, pero en su juventud había tenido el cabello del color de la estopa. Nunca se había sentido a gusto con Rhys. Aunque adoraba a su esposa quizá albergaba alguna duda en el fondo de su corazón, seguramente sin reconocerlo siquiera, respecto a que su hijo mediano, tan diferente de los otros dos, fuera realmente de su progenie. Indiscutiblemente, Rhys era hijo de su madre, ya que se parecía a su familia. Sus tíos eran todos hombres morenos, nervudos. Pero no había heredado un solo rasgo de su progenitor. Por todo ello a su madre le había sido difícil amar al niño que rara vez hablaba y jamás reía.
Rhys no sentía animosidad contra sus padres. Lo entendía. Siempre lo había entendido. Esperó en silencio, con paciencia, a que explicaran la razón de su visita. El maestro también esperaba en silencio porque había dicho todo lo que tenía que decir. La madre de Rhys miró con aire de ansiedad a su padre, que estaba nervioso, aturullado. El silencio se tornó incómodo, al menos para los visitantes. A veces los monjes se pasaban días sin pronunciar palabra, por lo que ni el maestro ni Rhys se sintieron molestos. Finalmente fue su hermano pequeño el que lo rompió.
—Quieren hablar de mí, Rhys —dijo Lleu en un tono tranquilo, demasiado despreocupado, que sonaba chillón—. Y no pueden hacerlo estando yo delante. Iré a dar un paseo por las instalaciones. Con vuestro permiso, claro —añadió a la par que esbozaba una sonrisa al maestro—. Aunque no creo que tengáis mucho que esconder. ¿Hay alguna posibilidad de que vuestro dios insecto me proporcione un vaso de aguardiente enano?
—¡Lleu! —exclamó su padre, horrorizado.
—Supongo que no. —Lleu guiñó el ojo a Rhys y salió de la biblioteca con paso tranquilo y silbando la melodía de una canción subida de tono.
Rhys y el maestro intercambiaron una mirada. Algunos llamaban a Majere el dios Mantis porque la mantis religiosa era un animal sagrado para Majere, que lo utilizaba como su símbolo; la mantis parecía estar en actitud de oración siempre, inmóvil y silenciosa, pero con la capacidad de atacar a su presa con una acometida relampagueante. Por su atavío, el joven era clérigo de Kiri—Jolith pero, desde luego, no actuaba como tal, ya que Kiri—Jolith era serio y severo y no aprobaría un sacrilegio como referirse a Majere como el «dios insecto».
—Lo siento, maestro —se disculpó Petar, la rojez del rostro cada vez más intensa, sólo que ahora se debía al azoramiento, no a la ira. Se enjugó la cara con la manga—. A ningún hijo mío se lo educó para que se dirigiera al clero en ese tono. Tú lo sabes, Rhys.
Rhys lo sabía. Su abuela paterna, que había sido sacerdotisa de Paladine, siempre había mostrado un profundo respeto por los dioses y hacia cualquier hombre de dios. Incluso en los años en que los dioses no se encontraban presentes, Petar había enseñado a sus hijos a tenerlos en su corazón.
—Lleu ha cambiado, Rhys —intervino Brandwyn con voz temblorosa—. Por eso hemos venido. Nosotros... ¡Es un desconocido para nosotros! Está a todas horas en las tabernas, bebiendo y corriéndose juergas en compañía de un grupo de jóvenes rufianes y de rameras. Perdonadme, padre, por hablar de esas cosas —añadió, roja como la grana.
En los ojos del maestro hubo un destello divertido.
—Los monjes de Majere hacemos voto de castidad, pero conocemos la vida. Entendemos lo que hay entre un hombre y una mujer y, en la mayoría de los casos, lo aprobamos. De otro modo, pronto nos quedaríamos sin monjes.
Por lo visto, los padres de Rhys no sabían cómo tomarse esa manifestación, pero daba la impresión de que les resultaba ligeramente escandalosa.
—Vuestro hijo, por el atuendo, es un clérigo de Kiri—Jolith —observó el maestro.
—Ya no —repuso Petar—. Los clérigos lo han expulsado. Rompió demasiadas reglas. De hecho no tendría que llevar puesta esa túnica, pero parece complacerle hacer bufonadas.
—No sabemos qué hacer —añadió Brandwyn con la voz algo quebrada—. Pensamos que quizá Rhys podría hablar con él...
—Dudo que ejerza mucha influencia en un hermano que obviamente no se acordaba de mí —apuntó suavemente Rhys.
—Por favor, Rhys —suplicó su madre—. Estamos desesperados. ¡No tenemos a quién recurrir!
—Pues claro que hablaré con él —aclaró Rhys, apacible—. Sólo quería advertiros que no albergaseis demasiadas esperanzas. Sin embargo, haré algo más que hablar. Rezaré por él.
Sus padres parecieron aliviados, esperanzados. El maestro les ofreció un cuarto para que pasaran la noche y los invitó a compartir la sencilla cena monacal. Los padres de Rhys aceptaron, agradecidos, y fueron al cuarto a descansar, agotados por el viaje y la ansiedad.
Rhys se disponía a marcharse en busca de su hermano cuando notó un roce en su alma, tan claro para él como si le hubiesen tocado un brazo.
—¿Sí, maestro? —preguntó.
—Lleu no es más que su propia sombra —dijo el monje mayor. Rhys sufrió un sobresalto y lo miró, turbado. —¿Qué quiere decir eso, reverencia?
—No lo sé —contestó el maestro, fruncido el entrecejo—. No estoy seguro. Nunca había visto nada igual. Tengo que meditar sobre ello. —Dirigió la mirada hacia Rhys, y era seria, penetrante—. Habla con él, hermano, por supuesto. Pero ve con cuidado.
—Es joven y tiene ganas de divertirse, maestro —dijo Rhys—. La vida de un clérigo no es para todo el mundo.
—Hay algo más que eso —advirtió el maestro—. Mucho más. Ten cuidado, Rhys —repitió, y lo más extraño era que no acostumbraba a llamarlo por su nombre—. Estaré dedicado a mis oraciones, si me necesitas.
El maestro tomó asiento en el suelo del despacho, con las piernas cruzadas. Apoyó las manos en las rodillas y cerró los ojos. Una expresión de tranquilo reposo asomó al semblante del anciano. Estaba con el dios.
Majere no tenía lugares específicos de adoración, ni templos llenos de bancos ni altares. El mundo era el templo de Majere; el cielo, la inmensa cúpula que lo cubría; las herbosas colinas, sus bancos; los árboles, sus altares. Uno no buscaba a Majere dentro de un escenario formal, sino que miraba dentro de sí mismo, estuviera donde estuviera.
Rhys dejó al maestro con sus oraciones y salió a buscar a su hermano. No vio señales de él, pero sí oyó los ladridos de los perros y se dirigió en aquella dirección. Al girar en la esquina del cobertizo de almacenaje, apareció a la vista el redil; allí se encontraba su hermano.
Las ovejas estaban todas apiñadas al fondo del redil. Atta se hallaba entre el rebaño y Lleu. La perra tenía las orejas aplastadas contra el cráneo y movía despacio la cola, rígidas las patas y los dientes al aire.
—¡Estúpido animal! —la maldijo Lleu—. ¡Quítate de en medio!
Le lanzó una violenta patada, y Atta dio un ágil salto de lado con el que evitó fácilmente la bota del hombre. Furioso, Lleu descargó la mano sobre el animal.
Atta le lanzó un mordisco y Lleu soltó un aullido. Apartó la mano con brusquedad y contempló, furioso, el arañazo rojo que le cruzaba el envés.
—Atta, túmbate —ordenó Rhys.
Para su sorpresa, la perra siguió de pie con los ojos marrones fijos en Lleu. Soltó un gruñido y tensó el labio superior. —¡Atta, al suelo! —repitió Rhys, severo.
Atta se dejó caer sobre la tripa. Por el tono de Rhys, inusitadamente fuerte, sabía que estaba disgustado. La perra echó una mirada suplicante a su amo como diciendo: «No estarías enfadado si lo entendieras». De nuevo volvió la mirada vigilante hacia Lleu.
—¡Esa maldita perra me atacó! —chilló Lleu con el semblante contraído por la rabia. Se cubrió la mano herida con la otra—. Es una bestia. Habría que cortarle el cuello.
—Su trabajo es proteger las ovejas. No tendrías que haberlas molestado y tampoco haber intentado darle una patada a ella ni pegarle. Ese arañazo sólo es una advertencia, no un ataque.
Lleu dirigió una mirada feroz a la perra; después masculló algo y apartó la vista. Atta seguía observándolo con desconfianza, y los otros perros se habían despertado y estaban alerta, con el pelo del lomo erizado. La perra con cachorros lanzó mordiscos a los pequeños, que querían jugar, para que entendieran que no era el momento. A Rhys le extrañó la reacción de los perros. Habríase dicho que había un lobo merodeando.
Sacudió la cabeza. Aquél no era un comienzo propicio para entablar una conversación íntima entre hermanos.
—Deja que eche un vistazo al mordisco —ofreció Rhys—. El enfermero tiene salvia que podemos ponerte en la herida para evitar que se infecte, aunque por lo general los mordiscos de los perros se curan bien. Son más limpios que los mordiscos humanos.
—No es nada —repuso Lleu en tono malhumorado, y siguió apretándose la mano sobre la otra herida.
—Tiene los dientes afilados. Debe de estar sangrándote.
—No, sólo es un arañazo. Reaccioné de forma exagerada. —Lleu metió las manos en las bocamangas de la túnica que ya no tenía derecho a vestir. Añadió con una mueca—: Supongo que padre te ha mandado para que me eches un sermón por mis pecados.
—Si lo hubiese hecho, se sentiría decepcionado. No me corresponde a mí decirle a otro cómo vivir su vida. Puedo dar un consejo, si me lo piden, pero nada más.
—Bien, hermano, en tal caso, nadie te pide consejo —dijo Lleu.
Aceptando la voluntad de su hermano, Rhys se encogió de hombros.
—¿Qué hacéis por aquí para divertiros? —preguntó Lleu mientras lanzaba una mirada impaciente al recinto—. ¿Dónde está la bodega con los vinos? Vosotros, los monjes, hacéis vuestro propio caldo, o eso tengo entendido. Vayamos a abrir una botella.
—El poco vino que hacemos lo utilizamos con fines terapéuticos —dijo Rhys, que añadió mientras Lleu ponía los ojos en blanco en un gesto de fastidio—: Creo recordar que te gustaba escuchar relatos de batallas y guerreros cuando eras pequeño. Como clérigo de Kiri—Jolith eres un guerrero preparado. A lo mejor te interesa aprender alguno de nuestros métodos de combate, ¿no?
La expresión de Lleu se animó.
—He oído decir que vosotros, los monjes, tenéis un estilo poco ortodoxo. No utilizáis armas, sólo vuestras manos. ¿Es verdad?
—En cierto modo. Acompáñame a los campos. Te lo demostraré.
Hizo un gesto a Atta con el que la relevaba de su tarea y le mandaba volver con el resto de los perros. Lleu se reunió con él y se encaminaron hacia el recinto. Rhys oyó el suave rumor de pasos a su espalda y volvió la cabeza.
Atta lo seguía. De nuevo la perra desobedecía una orden.
Rhys se detuvo. No dijo nada, sólo frunció el entrecejo para que la perra notara por su expresión que se sentía disgustado. Hizo un ademán señalando el aprisco.
Atta se mantuvo en sus trece, fija la mirada en la de él. Sabía que estaba desobedeciendo. Le pedía que confiara en ella.
Rhys recordó un día en el que Atta y él iban buscando una oveja perdida en medio de una densa niebla. Le había ordenado que bajara la colina, convencido de que el animal habría tomado la ruta más fácil. Atta se había negado y había insistido obstinadamente en seguir colina arriba. Rhys había confiado en ella, y resultó que la perra tenía razón. Lleu se echó a reír.
—¿Quién enseña a quién? —preguntó con una mueca astuta.
Rhys miró a su hermano y recordó el comentario del maestro. «Lleu no es más que su propia sombra.» Seguía sin entenderlo, pero tal vez Atta veía con más claridad que él a través de la niebla.
A una seña suya la perra se acercó a él. Se agachó y la tocó ligeramente en la cabeza para que entendiera que todo iba bien.
Atta metió el hocico en la palma de su mano y después se apartó un paso; lo siguió a esa distancia, con un trotecillo silencioso.
—Veo que llevas espada —le dijo Rhys a su hermano—. ¿Eres diestro con ella?
Lleu se lanzó a una explicación entusiasta de su entrenamiento con los Caballeros de Solamnia. Escuchando sólo a medias lo que contaba su hermano, Rhys lo observó mientras hablaba, con atención, en un intento de vislumbrar lo que el maestro y Atta veían. Mientras caminaban cayó en la cuenta de que ya había percibido algo raro en Lleu. En caso contrario no le habría hablado de ir al campo para enseñarle el arte de la disciplina benévola. Lo habría conducido al patio de prácticas, donde los monjes se entrenaban, pero no lo había hecho.
El patio de prácticas no era un lugar sagrado, salvo porque todos los sitios eran sagrados para Majere, y tampoco era un lugar secreto. Sin embargo, Rhys se sentía más tranquilo con su hermano en campo abierto, lejos del monasterio. Ni que fuese una sombra ni que no, Lleu resultaba una influencia inquietante, una que quizá se disipara con la brisa crecientemente fresca, bajo un cielo despejado.
—Es verdad que no usamos armas hechas con acero —explicó Rhys en respuesta a la pregunta que le había hecho su hermano antes—. Sin embargo, utilizamos armas, aquellas que la naturaleza y Majere nos proporcionan.
—¿Como por ejemplo? —inquirió, desafiante, Lleu.
—Ésta. —Rhys señaló su emmide.
—¿Un bastón? —Lleu lanzó una mirada mordaz al esbelto palo—. ¿Contra una espada? ¡No tiene la menor oportunidad!
—Probemos —invitó Rhys, que señaló la espada larga que su hermano llevaba a la cadera—. Saca tu arma y atácame.
—No sería justo... —protestó Lleu mientras hacía un ademán para abarcar a su hermano y a sí mismo—. Somos de la misma estatura, pero peso más que tú. Soy más ancho de hombros, más musculoso. Podría hacerte daño.
—Correré el riesgo —contestó Rhys.
Moreno de tez, esbelto, no le sobraba un gramo de carne. Era hueso, tendón y músculo, mientras que los reveladores indicios de la vida disipada de su hermano saltaban a la vista. Lleu tenía los músculos flojos y la piel con una palidez enfermiza.
—De acuerdo, hermano. —Lleu sonrió—. Pero después no digas que no te lo advertí... Sobre todo cuando te cercene el brazo.
Relajado y seguro de sí mismo, Lleu desenvainó la espada larga y adoptó la postura de combate, con el arma enarbolada en la mano derecha. Atta, que había permanecido tumbada en el suelo a la sombra de un árbol, al ver que el hombre estaba a punto de atacar a su amo gruñó y se puso de pie.
—Atta, siéntate —ordenó Rhys—. No pasa nada —añadió para tranquilizarla.
Atta obedeció, aunque saltaba a la vista que lo hacía de mala gana, ya que no empezó a dormitar, como habría ocurrido si su amo hubiese ido allí a practicar las técnicas de lucha con otro monje. Se mantuvo alerta, despierta, fija la mirada en su amo. Rhys volvió la atención hacia su hermano. Al ver a Lleu con la espada asida, recordó el mordisco de la perra y le miró la mano con preocupación, aunque esperaba que no le estuviese molestando mucho.
Lleu había golpeado a Atta con la mano derecha, la misma con la que sostenía el arma. Rhys distinguía claramente las marcas dejadas por los dientes de Atta. No lo había mordido fuerte, sólo lo suficiente para que lo pensara dos veces antes de agredirla. Aun así, el mordisco parecía profundo, bien que, al parecer, no había sangrado mucho ya que no había manchas de sangre en la piel ni en la manga de la túnica. Rhys no distinguía bien la herida porque su hermano no dejaba de mover la mano, pero reparó en que tenía un aspecto peculiar, con más apariencia de moratón que de incisión debido al extraño color azul purpúreo.
Rhys se quedó tan desconcertado que siguió mirando la herida de hito en hito en lugar de estar atento a su hermano, por lo que lo pilló desprevenido la súbita arremetida de Lleu, que descargó un golpe de arriba abajo, destinado a traspasar el casco o hender el cráneo y poner fin al combate con premura.
Lleu imprimió toda su fuerza al golpe. Rhys, sosteniendo el emmide con las dos manos, levantó el bastón por encima de la cabeza para frenar la acometida. El acero chocó con el emmide. El bastón aguantó, si bien la violencia del impacto repercutió en los brazos del monje y transmitió vibraciones a través de todo su cuerpo, de manera que notó la potencia del golpe hasta en los dientes. Al parecer, Rhys había juzgado mal a su hermano. Esos músculos no estaban tan fofos como aparentaban.
El rostro de Lleu se contrajo con una mueca, casi un gruñido. Los músculos de los brazos se le hincharon, sus ojos brillaron. Había esperado que la cuchilla partiera en astillas la frágil vara y se sentía furioso y frustrado porque le hubiera desbaratado el ataque. Volvió a enarbolar la espada sobre la cabeza, con intención de golpear de nuevo el bastón.
Rhys arremetió con los pies descalzos; primero con uno, y después con el otro, que acertó a dar a Lleu en el plexo solar.
Lleu gimió y se encogió al tiempo que dejaba caer la espada.
Rhys retrocedió y esperó a que su hermano se recuperara.
—¡Me golpeaste con los pies! —dijo jadeante Lleu, que se irguió despacio mientras se daba masajes en el abdomen.
—Sí, lo hice.
—Pero... —balbució Lleu—. ¡Eso no es juego limpio!
—Quizá no lo sea en un torneo de caballeros —convino Rhys de forma cortés—. Pero si lucho por mi vida utilizaré cualquier arma que tenga a mi disposición. Recoge tu espada. Atácame otra vez si quieres.
Lleu tomó la espada y se abalanzó sobre Rhys. La hoja de acero destelló rojiza con la luz del sol poniente. Lleu propinó estocadas y arremetidas con más fuerza que destreza, ya que era un clérigo que había entrado en contacto con la esgrima muy recientemente, no como un caballero, que se entrenaba a lo largo de casi toda su vida.
Rhys no corría ningún peligro. Podría haber puesto fin al combate casi antes de que empezara con un golpe de la vara en el vientre o en la cabeza o con otra patada bien dirigida. No quería hacer daño a su hermano, pero en seguida vio que a Lleu no lo coartaba tal miramiento. Estaba encorajinado, herido tanto en su amor propio como físicamente. Con paciencia, Rhys frenó los golpes de su hermano, que se iban haciendo cada vez más violentos y desesperados, y esperó la ocasión.
Al agacharse para esquivar una de las cuchilladas en arco de Lleu aprovechó para meter el emmide entre las piernas de su hermano, y lo derribó. Lleu cayó pesadamente sobre la espalda. No soltó la espada, pero un giro del emmide lanzó el arma volando por el aire hasta caer en la hierba, cerca de la perra.
Lleu maldijo y se levantó a trompicones.
—Atta, guarda —ordenó Rhys mientras señalaba la espada.
La perra se levantó al instante y se situó delante del arma.
La mano de Lleu fue hacia el cinturón, sacó un cuchillo y apuntó a la perra.
Rhys le asió la mano que aferraba el cuchillo y apretó el antebrazo de manera que hundió los dedos profundamente en las partes blandas de la muñeca.
De pronto, a Lleu se le quedó la mano inerte y el cuchillo cayó al suelo.
Rhys se agachó, recogió el cuchillo y se lo guardó en su cinturón.
—La parálisis es temporal —le advirtió a su hermano, que se miraba la mano con una expresión de total estupefacción—. Dentro de unos minutos volverás a tener sensación en los dedos. Este era un combate amistoso. O eso entendí.
Lleu se puso ceñudo, pero después pareció avergonzado. Se frotó la mano inutilizada y retrocedió, alejándose de la perra.
—Sólo quería asustar a esa chucha pulgosa, nada más. No le habría hecho daño.
—Eso es verdad —dijo Rhys—. No le habrías hecho daño a Atta. De haberlo intentado, ahora yacerías en el suelo con la garganta desgarrada.
—Me dejé llevar por el entusiasmo, nada más —se disculpó Lleu—. Olvidé dónde estaba, creía hallarme en el campo de batalla. ¿Puedes devolverme la espada y el cuchillo? Prometo controlarme.
Rhys le tendió el cuchillo, recogió la espada que la perra vigilaba y se la dio a su hermano, que la tomó con la mano izquierda. Lleu la miró, fruncido el entrecejo.
—Sigo pensando que debería haber hendido esa vara tuya. La condenada hoja debe de tener el filo embotado. Haré que lo afilen cuando vuelva a casa.
—A la cuchilla no le pasa nada —dijo Rhys.
—¡Bah! ¡Pues claro que sí! —repuso Lleu con sorna—. ¡No irás a decirme que esa ramita resistió el golpe de una espada larga!
—Esta «ramita» ha resistido incontables espadas durante quinientos años —contestó Rhys—. ¿Ves estas diminutas muescas? —Alzó la vara para que Lleu la examinara—. Las hicieron espadas, mazas y todo tipo de armas de acero. Ninguna la rompió, ni siquiera la dañó gran cosa.
—Podrías haberme dicho que el maldito palo era mágico. ¡No es de extrañar que perdiera! —Lleu parecía ofendido.
—Ignoraba que se trataba de ganar o de perder —replicó Rhys suavemente—. Creía que te estaba haciendo una demostración de una técnica de combate.
—Como he dicho, me dejé llevar por el entusiasmo —masculló Lleu. Meneó la mano derecha. Ahora podía mover los dedos y envainó la espada—.
Creo que es suficiente demostración por hoy. ¿Cuándo coméis aquí? Me muero de hambre. —Pronto.
—Estupendo. Iré a asearme. Te veré en la cena. —Lleu se dio media vuelta, pero pareció cambiar de opinión y se giró otra vez—. He oído contar que vosotros, los monjes, os sostenéis con hierba y bayas. Espero que tal cosa no sea cierta.
—Tendrás una buena cena —le aseguró Rhys.
—¡Te cojo la palabra! —Lleu le dijo adiós con la mano y se alejó. Al parecer todo quedaba olvidado, perdonado.
Lleu incluso se paró para disculparse con Atta y le rascó la cabeza. La perra aceptó que la tocara pero sólo después de que Rhys hiciera un gesto de asentimiento con la cabeza; después, en cuanto Lleu se hubo marchado, se sacudió como si quisiera librarse de todo rastro del hombre. Trotó hacia Rhys, a quien dio con el hocico en la pierna, y alzó hacia él los expresivos ojos castaños.
—¿Qué pasa, chica? —preguntó Rhys, frustrado. La rascó detrás de las orejas—. ¿Qué tienes contra él, aparte del hecho de que es joven e irreflexivo y tiene una excesiva buena opinión de sí mismo? Ojalá pudieras decirme lo que piensas. Con todo, hay una razón para que los dioses hicieran mudos a los animales. —La mirada preocupada de Rhys siguió la marcha de su hermano, que se alejaba por la pradera.
»No soportaríamos oír las verdades que podríais decirnos.
Rhys no regresó al monasterio de inmediato. Atta y él caminaron hacia el arroyo que suministraba agua tanto para hombres como para animales y se sentaron en la hierba, debajo de los sauces. Atta rodó sobre un costado y se quedó dormida, agotada por los rigores del día, primero protegiendo a las ovejas y después a su amo. Sentado con las piernas cruzadas en la orilla del arroyo, Rhys cerró los ojos y se entregó al dios, Majere. El susurro del viento entre las ramas del sauce y el suave canto vespertino de los pinzones se mezclaron con el murmullo risueño del arroyo para aliviar las conjeturas y la inquietud por el extraño comportamiento de su hermano.
A pesar del hecho de que no lo había sermoneado ni había logrado que cambiase de vida de inmediato, como su padre había esperado que ocurriera, Rhys no tenía la impresión de haber fracasado. Los monjes de Majere no contemplaban la vida bajo el prisma del triunfo o el fracaso. Uno no fallaba en una tarea. Sencillamente, no tenía éxito. Y puesto que uno siempre se esforzaba en lograrlo, mientras siguiera intentándolo entonces no podía fracasar realmente.
Tampoco reprochaba a sus padres que lo cargaran con esa responsabilidad; y eso que seguramente ni siquiera habían pensado en él hacía quince años. Estaban desesperados. Lo que lo hacía sentirse mal era que tendría que decirles que él no podía hacer nada al respecto. Podía hablar con el maestro antes, claro, pero Rhys sabía lo que el monje mayor le contestaría. Lleu era un hombre adulto. Había elegido su camino. Quizá fuera posible persuadirlo mediante buenos consejos y el ejemplo, pero si eso no lo cambiaba nadie tenía derecho a impedirle seguir su camino o apartarlo de él o forzarlo a tomar otro, ni siquiera a pesar de que el suyo fuera un camino de autodestrucción. La decisión de cambiar tenía que tomarla Lleu o en caso contrario no tardaría en volver a las andadas. Eso era lo que enseñaba Majere, y era lo que los monjes creían.
La campana sonó para anunciar la hora de la cena. Rhys no se movió. A los monjes se les exigía estar presentes en el desayuno, cuando se discutía cualquier asunto relacionado con el monasterio. La cena era algo informal, y los que preferían seguir con la meditación o el trabajo tenían permiso para hacerlo. Rhys sabía que debería estar presente, pero detestaba tener que dejar su tranquila soledad.
Su hermano y sus padres estarían allí y esperarían que se sentara con ellos. Sería una reunión incómoda. Querrían hablar con él de su hermano, pero se mostrarían reacios a hacerlo en presencia de los otros monjes. Y, así, la conversación quedaría limitada a asuntos familiares: los negocios de su padre o el nacimiento del último nieto relatado por su madre. Puesto que Rhys no sabía nada sobre esos asuntos y, para ser sincero, tampoco le importaban, no tendría nada que decir para participar en la conversación. A sus padres no les interesaría gran cosa la vida que llevaba. La charla decaería y desembocaría en un silencio incómodo.
—Aprovecharé mejor el tiempo aquí —se dijo.
Rhys permaneció con su dios, unidos los dos. La mente del humano se liberó del cuerpo para entrar en comunión con la mente de la deidad, un contacto que el maestro comparaba con la minúscula e insegura mano de un recién nacido que al encontrar el dedo de la enorme mano de su padre se aferra a él con todas sus fuerzas. Rhys planteó su preocupación sobre Lleu a Majere, permitió que las numerosas preguntas pasaran por su mente y la del dios con la esperanza de hallar respuestas, de encontrar una forma de ayudar.
Se sumió tan profundamente en su estado de meditación que perdió la noción del tiempo. De manera gradual, una punzada persistente, como el comienzo de un dolor de muelas, empezó a resultar lo suficientemente molesta para obligarlo a prestarle atención. Totalmente reacio y entristecido de verse forzado a regresar al mundo de los hombres, se separó del dios. Abrió los ojos con la sensación de que algo iba mal.
Al principio no identificó qué era. Todo parecía estar bien. El sol se había puesto y había caído la noche. Atta dormía tranquilamente en la hierba. Los perros no ladraban; no sonaba ninguna alarma del aprisco ni del granero; no había olor a humo que indicara la existencia de un incendio. Pero algo iba mal.
Se puso de pie de un salto y su movimiento brusco sobresaltó a Atta, que rodó sobre el vientre, tiesas las orejas y los ojos muy abiertos.
Entonces Rhys lo supo. La campana para las prácticas de armas no había sonado.
Dudó un momento de sí mismo. Su reloj interno podía haberse despistado a causa de su estado de meditación profunda. Sin embargo, una ojeada a la posición de la luz de la luna y de las estrellas le confirmó su impresión. En los quince años que llevaba viviendo en el monasterio y en los años que el monasterio llevaba existiendo, la campana de prácticas había repicado todas las noches a la misma hora sin falta.
El miedo se apoderó de Rhys. La rutina era una parte importante de la disciplina practicada por los monjes. Una ruptura en la rutina sería algo banal en cualquier otra parte, pero entre los monjes era algo tremendo, catastrófico. Rhys recogió su emmide, y Atta y él regresaron al monasterio a todo correr. Había desarrollado una buena visión nocturna al tener que practicar con las armas en plena oscuridad durante los meses invernales, y conocía cada palmo del terreno como la palma de su mano. Podría —y en realidad lo había hecho una vez— regresar al monasterio a través de una espesa niebla en la noche más oscura. En ese momento, la plateada luz de Solinari iluminaba el cielo oscuro y las estrellas contribuían con su propio brillo. Veía por dónde iba sin la menor dificultad.
Estuvo a punto de mandar a Atta al aprisco, pero cuando las palabras de la orden ya acudían a sus labios decidió que se quedara con él, al menos hasta descubrir qué iba mal.
Llegó al recinto del monasterio, que estaba silencioso, tranquilo... Mala señal. Los monjes tendrían que haber estado allí, ya fuera escuchando a uno de los maestros mientras hacía una demostración de una técnica o practicando con sus compañeros. Debería oírse el ruido de los golpes de emmides y varas de combate, los gruñidos de los esfuerzos, el ruido sordo cuando alguno derribaba a su compañero. Y en todo momento, las voces de los maestros, ya fuera expresando burla, elogio o corrigiendo errores.
Rhys echó una rápida ojeada en derredor. La luz amarilla salía a raudales por las ventanas del refectorio, donde los monjes tomaban las comidas. A esa hora de la noche las luces tendrían que haber estado apagadas, las mesas y los bancos recogidos, la loza, las cazuelas y las ollas limpias y preparadas para el desayuno del día siguiente. Rhys se dirigió hacia allí con la esperanza de que hubiese una explicación lógica. Se le ocurrió la idea de que quizá el maestro estuviera charlando con su familia y que eso hubiera impedido que los otros monjes hiciesen prácticas porque hubieran necesitado su ayuda. Tal contingencia se saldría completamente de la norma, pero no estaba fuera de lo posible.
La puerta principal daba a la sala común del monasterio. A través de las ventanas, Rhys vio que se hallaba a oscuras, como era lo normal a esa hora de la noche. Abrió la puerta y se disponía a entrar cuando Atta hizo un sonido raro, una especie de lloriqueo asustado. Rhys miró a la perra, preocupado. Los dos habían trabajado juntos durante cinco años y jamás la había oído hacer un ruido así. Con la mirada fija en la estancia en sombras, tembloroso el cuerpo, el animal volvió a soltar un gañido.
Algo terrible aguardaba más allá. Ni forajidos ni merodeadores ni ladrones. Ni un oso moviéndose torpemente por el edificio, como había ocurrido en una ocasión. La perra habría sabido cómo reaccionar a eso. Esto era algo que no entendía y que la aterrorizaba.
Rhys avanzó un paso con cautela y entró.
Todo estaba en silencio. No se oían voces ofreciendo sabios consejos. Ninguna voz. Un olor horrible, a cuarto de enfermos, impregnaba el aire.
El instinto empujaba a Rhys a entrar corriendo para ver qué había pasado, pero la disciplina y el entrenamiento se impusieron, y domeñó ese impulso. Era imposible saber qué había más allá. Hizo a Atta la señal de que caminara a su lado y la perra aflojó el paso, se agazapó y se deslizó junto a él. Rhys aferró el emmide y avanzó sigilosamente por la sala común; al ir descalzo no hizo el menor ruido.
La sala común daba al comedor. Dentro brillaban las luces y, aunque Rhys sólo alcanzaba a ver el extremo de un banco, oyó un sonido débil, extraño, una especie de farfulla mascullada entre dientes. No distinguía palabras, si es que las había.
Avanzó con cautela, atento a cualquier ruido de la otra estancia, sin quitar la vista de la puerta. Atta le avisaría si alguien o algo estaba preparado para saltar sobre él desde la oscuridad, pero no tenía la impresión de que hubiera alguien acechando en la sala. El peligro, al parecer, se encontraba en la luz, no en las sombras. El repulsivo olor se hizo más intenso.
Llegó al comedor. El hedor le provocó una arcada, por lo que se llevó la mano a la boca y la nariz. La voz balbuciente sonaba más fuerte ahora, pero seguía siendo tan baja que aún no entendía lo que decía y tampoco era capaz de identificar a la persona que hablaba. Justo en el umbral, para así poder ver sin ser visto, Rhys se asomó al comedor.
Se quedó horrorizado, paralizado por la impresión.
En el monasterio vivían dieciocho monjes. En el pasado la comunidad había sido más numerosa; había llegado a contar con más de cuarenta miembros en los años posteriores a la Guerra de la Lanza. Después, durante la Quinta Era, el censo de residentes del monasterio había ido menguando hasta reducirse a cinco únicamente, y hacía poco que su número había empezado a recuperarse. Los monjes comían en fraternal compañerismo alrededor de una mesa rectangular hecha con una plancha de madera colocada sobre caballetes, sentados en bancos, nueve a cada lado.
Ese día sólo había diecisiete, ya que Rhys había preferido pasar por alto la cena. Sin embargo habían tenido invitados —los padres y el hermano de Rhys—, que debían de haberse sentado con ellos para compartir su sencillo sustento. En total, veinte personas.
De las veinte, diecinueve yacían muertas.
Rhys contempló conmocionado la terrible escena, su disciplina hecha añicos, todo pensamiento racional esparcido como hojas arrastradas por un vendaval. Miró alrededor, completamente aturdido, incapaz de asimilar el horror, de comprender qué había pasado.
Pese a que, tras una desesperada ojeada, fue consciente de que todos estaban muertos, corrió hacia el maestro y se arrodilló a su lado para posar la mano en el cuello del monje mayor con la loca esperanza de percibir un leve indicio de que aún alentaba un soplo de vida.
Sólo había que mirar el cuerpo contraído del anciano monje, la crispación de los músculos faciales, la lengua hinchada y el vómito del contenido de su estómago para comprender que el maestro había muerto y que había sido una muerte dolorosa.
Todos los monjes habían sufrido la misma muerte horrible. Parecía que algunos se hubieran incorporado al sentir los primeros síntomas y hubiesen intentado ir hacia la puerta. Otros yacían cerca del banco donde habían estado sentados. Todos los cuerpos estaban atrozmente retorcidos. El suelo se hallaba resbaladizo por los vómitos. Eso, así como las lenguas hinchadas, revelaban la causa de la muerte: los habían envenenado.
También los padres de Rhys estaban muertos. Su madre yacía boca arriba, y la expresión petrificada en su semblante era de una repentina y espantosa comprensión. Su padre, tendido boca abajo, tenía un brazo estirado, como si en el último momento hubiera intentado agarrar a alguien.
A su hijo. A su hijo menor.
Lleu se hallaba vivo y, por lo visto, en perfecto estado. Suya era la voz que Rhys había oído mascullar y balbucir.
—¡Lleu! —dijo Rhys, seca la boca, la garganta tan contraída que no reconoció su propia voz.
Al oír su nombre, Lleu dejó de farfullar y se volvió para mirar a su hermano.
—No viniste a cenar —dijo.
Se incorporó del banco y se puso de pie. Hablaba con tranquilidad, como si estuviese en su propia cocina y charlara con un amigo, en lugar de encontrarse en medio de una escena caótica..
«Ha perdido la razón —pensó Rhys—. El horror lo ha vuelto loco.» Con todo, Lleu no tenía aspecto de demente.
—No me apetecía comer —contestó Rhys. Necesitaba mantener la calma, tratar de descubrir qué sucedía.
Lleu alzó un cuenco de sopa de la mesa y se lo tendió a su hermano.
—Debes de estar hambriento. Será mejor que tomes algo.
A Rhys se le puso el corazón en un puño. En ese momento supo lo que había pasado, igual que lo habían sabido sus padres antes de morir. Pero el porqué escapaba a su comprensión, quedaba más allá de su alcance, como el oscuro rostro de Nuitari. A su espalda oyó gruñir a Atta y extendió la mano en un gesto de advertencia con el que le ordenaba quedarse quieta.
No apartó la vista de su hermano. Lleu tenía las ropas desarregladas, y arañazos en la cara y el torso. Tal vez su padre se las había ingeniado para agarrar a su hijo asesino antes de que la muerte se lo llevara.
Lleu tenía el pecho descubierto, dejando a la vista una curiosa marca: la señal de los labios de una mujer grabados a fuego en su piel. Rhys pensó que era algo extraño, pero nada más. El espanto se lo quitó de la mente e hizo que se le olvidara.
—Esto lo has hecho tú —dijo con voz quebrada mientras señalaba a los muertos.
Lleu echó una ojeada a los cadáveres y después volvió la vista hacia su hermano; se encogió de hombros como diciendo: «Sí, ¿y qué?».
—Y ahora quieres envenenarme a mí. —Rhys asía el bastón con los dedos tan prietos que tenía los nudillos blancos y los notó agarrotados. Se obligó a aflojarlos.
Lleu pareció considerar el asunto.
—Más que una cuestión de «querer» es una cuestión de «tener que», hermano.
—Tienes que envenenarme. —Rhys se esforzó para mantener el tono frío y sosegado. Ahora sabía que su hermano no estaba loco, que había algún tipo de terrible razón fundamental tras los asesinatos—. ¿Por qué? ¿Por qué has hecho esto?
—Habría intentado pararme —dijo Lleu, que posó la mirada en el cuerpo del maestro—. Ese viejo de ahí. Sabía la verdad. Lo vi en sus ojos. —Se volvió a mirar a Rhys.
»Lo vi en tus ojos. Todos ibais a intentar impedírmelo.
—¿Impedirte qué, Lleu? —demandó Rhys.
—Conseguir discípulos para mi dios.
—¿Para Kiri—Jolith? —inquirió el monje con incrédula estupefacción.
—Para ese sacamuelas aguafiestas no —se mofó Lleu. Una expresión devota asomó a su semblante, y su voz adquirió un tono reverencial—. Para mi señor Chemosh.
—¿Eres seguidor del Dios de la Muerte?
—Lo soy, hermano. —Dejó el cuenco de sopa en la mesa y se levantó del banco—. Tú también puedes serlo. —Abrió los brazos.
«Abrázame, hermano. Abrázame y abraza la vida eterna, la juventud eterna, el placer eterno.
—Te han engañado, Lleu.
Rhys desplazó los pies, asió el bastón con las dos manos y se colocó en una posición de lucha. Lleu no llevaba la espada; los monjes le habrían prohibido entrar con una arma en el monasterio. Sin embargo, se hallaba en pleno éxtasis religioso y eso lo hacía peligroso.
—Chemosh no quiere que tengas nada de eso. Sólo busca tu destrucción.
—Por el contrario, ya tengo todo lo que me prometió —repuso su hermano con aire indulgente—. Nada puede hacerme daño.
Se volvió hacia la mesa y levantó un cuenco que le mostró a Rhys.
—Éste es el mío. Vacío. Tomé el caldo con la cicuta como el resto de esos pobres necios. Tenía que tomarlo, claro, porque si no podrían haber sospechado. Están muertos, y yo no.
Eso podía tratarse de una fanfarronada, de una mentira, pero Rhys dedujo por el tono y la expresión de su hermano que no lo era. Lleu había dicho la verdad: había ingerido el veneno y estaba ileso. De repente Rhys recordó el mordisco de la perra, la ausencia de sangre. Lleu tiró sobre la mesa el cuenco, con descuido.
—Llevo una vida regalada, de placer. No sé qué es el dolor ni la enfermedad. De eso se encarga Chemosh. No necesito nada. Puedes disfrutar de esta misma vida, hermano.
—No quiero semejante vida, si es que a eso lo llamas «vida».
—Entonces supongo que lo mejot será que mueras —contestó Lleu en tono indiferente—. Sea de un modo u otro, Chemosh te tendrá. Las almas de todos los que mueren de forma violenta van a parar a él.
—No le temo a la muerte. Mi alma irá con mi dios —replicó Rhys.
—¿Majere? —Lleu soltó una risita desdeñosa—. No le importará. Está por ahí, en alguna parte, observando cómo trepa una oruga por una brizna de hierba. —La voz de Lleu cambió, se tornó amenazadora—. Majere tampoco tiene la voluntad ni el poder de frenar a Chemosh. Igual que este viejo carecía de poder para detenerme a mí.
Rhys miró a los muertos, miró el semblante crispado del maestro, y de repente sintió que se despertaba su ira. Lleu tenía razón. Majere podría haber hecho algo. Tendría que haber hecho algo para impedir aquello. Sus monjes le habían dedicado la vida, habían trabajado y se habían sacrificado. El dios los había abandonado cuando más lo necesitaban. Habían clamado su nombre en los estertores de la muerte y él había hecho oídos sordos.
A los monjes de Majere se les ordenaba no tomar partido en ningún conflicto. Quizá el propio dios se negaba a tomar parte en éste. Tal vez las almas de su amado maestro y de sus hermanos se estaban viendo obligadas a luchar solas contra el Dios de la Muerte.
La ira bullía dentro de él, abrasadora, opresiva, amarga. Ira contra su dios, contra sí mismo.
—Tendría que haber estado aquí. Tendría que haber impedido esto.
Había esgrimido como excusa que se encontraba con su dios, pero, para ser sincero, su propio y egoísta deseo de paz y tranquilidad le había impedido hallarse donde hacía falta. Por culpa de Majere y de él, que les habían fallado a quienes tenían puestas sus esperanzas en ellos, ahora había diecinueve personas muertas.
Sostuvo una lucha interna consigo mismo, recriminándose y, al mismo tiempo, luchando contra la rabia que hacía que las manos ansiaran cerrarse en torno al cuello de su hermano asesino y estrangularlo. Estaba tan inmerso en aquella lucha interna que apartó la vista de Lleu.
Su hermano no dudó un momento en aprovechar su descuido. Agarró él pesado cuenco de barro y se lo lanzó con todas sus fuerzas.
El cuenco acertó a darle entre los ojos. El dolor estalló dentro de su cráneo, un dolor abrasador, rojo y llameante como el fuego, tan intenso que no podía pensar. La sangre le corrió por la cara, le entró en los ojos, cegándolo. Se tambaleó y se agarró a la mesa para sostenerse. Tuvo la borrosa sensación de que Lleu se abalanzaba sobre él, y después otra sensación de un cuerpo blanco y negro que pasaba delante de él, en un salto. Rhys saboreó sangre. Se desplomaba y extendió la mano para frenar la caída, tendió la mano hacia el maestro...
Delante de Rhys se erguía un monje de túnica naranja. El semblante del monje le resultaba familiar, aunque nunca lo había visto. Se parecía al maestro y, al mismo tiempo, a todos los hermanos del monasterio. Los ojos del monje denotaban sosiego y calma, una actitud bondadosa.
Rhys supo quién era.
—Majere... —susurró, sobrecogido.
El dios lo miró fijamente, sin responder.
—¡Majere! —Rhys vaciló—. Necesito tu consejo. Dime qué debo hacer.
—Sabes lo que has de hacer, Rhys —contestó el dios, sosegado—. Lo primero es enterrar a los muertos y después has de limpiar esta estancia de muerte para que todo aparezca limpio ante mi vista. Mañana te levantarás con el sol y entonarás tus plegarias, como siempre. Después darás de beber al ganado, y llevarás a las vacas y los caballos a pastar, y apacentarás las ovejas. Las malas hierbas del jardín...
—¿Que te eleve mis preces, maestro? ¿Para qué? ¡Todos han muerto y tú no hiciste nada!
—Rezarás para pedirme lo que siempre me has pedido, Rhys —contestó el dios—. Perfección de cuerpo y de mente. Paz, tranquilidad, serenidad...
—Mientras entierro a mis hermanos y a mis padres, ¡te rezaré para pedirte perfección! —contestó, enfadado.
—Y para aceptar con paciencia y comprensión los caminos de tu dios.
—¡No los acepto! —replicó Rhys, que tenía un nudo de rabia y angustia dentro del pecho—. No los aceptaré. Chemosh ha hecho esto. ¡Hay que detenerlo!
—Otros se encargarán de él —repuso, imperturbable, Majere—. El Señor de la Muerte no te incumbe a ti. Mira en tu interior, Rhys, y busca la oscuridad que hay en tu alma. Sácala a la luz antes de intentar combatir la oscuridad de otros.
—¿Y qué pasa con Lleu? Hay que llevarlo ante la justicia...
—Lleu no mintió al afirmar que Chemosh lo ha hecho invencible. No puedes hacer nada para detenerlo, Rhys. Déjalo ir.
—De modo que me quieres escondido aquí, a salvo entre estas paredes, cuidando ovejas y limpiando estiércol del establo mientras Lleu queda libre de cometer más asesinatos en nombre del Señor de la Muerte. ¿Es eso? —inquirió Rhys, sombrío—. No pienso darme media vuelta y dejar que otros carguen con lo que es responsabilidad mía.
—Has pasado quince años conmigo, Rhys —dijo Majere—. Cada día se han cometido asesinatos y cosas peores en el mundo. ¿Intentaste impedir algo de eso? ¿Buscaste justicia para esas víctimas?
—No. Quizá debí hacerlo.
—Mira en tu corazón, Rhys —aconsejó el dios—. ¿Buscas justicia o buscas venganza?
—¡Busco respuestas tuyas! —gritó el monje—. ¿Por qué no protegiste de mi hermano a tus elegidos? ¿Por qué los abandonaste? ¿Por qué sigo vivo yo y ellos no?
—Tengo mis razones, Rhys, y no tengo por qué compartirlas contigo. La fe en mí significa que aceptas las cosas como son.
—Me es imposible.
—Entonces no puedo ayudarte —dijo el dios.
Rhys guardó silencio mientras la encarnizada batalla que sostenía dentro de él cobraba virulencia.
—Que así sea —dijo Rhys bruscamente, y se dio media vuelta.
Rhys despertó de un sueño profundamente inquietante en el que negaba a su dios para volver a la realidad de un intenso dolor, una luz titilante y una lengua áspera y húmeda que le lamía la frente. Abrió los ojos. Atta estaba de pie junto a él; la perra gimoteaba y le lamía la herida. La apartó con suavidad e intentó sentarse. Se le revolvió el estómago y vomitó, tras lo cual volvió a tumbarse con un gemido. Las rigurosas prácticas de los monjes a menudo tenían como resultado heridas. Aprender cómo tratar esas heridas y cómo aguantar el dolor se consideraba una parte importante del entrenamiento. Rhys reconoció los síntomas de una fisura en el cráneo. El dolor era muy agudo y sintió la necesidad de rendirse a él, de sumirse en la negrura, donde encontraría alivio. De no ser por Atta seguramente no habría vuelto en sí.
Acarició las orejas a la perra mientras mascullaba algo ininteligible, y volvió a marearse y a vomitar. La cabeza se le aclaró un poco y una oleada de amargos recuerdos acudió a su mente, junto con la conciencia del peligro que él mismo corría.
Se sentó con premura mientras apretaba los dientes para aguantar el dolor, y buscó a su hermano con la mirada.
La estancia se hallaba a oscuras, demasiado para ver nada. La mayoría de las gruesas velas se habían consumido. Quedaban sólo dos encendidas, y las llamas titilaban en la cera derretida.
—Llevo horas inconsciente —murmuró, aturdido—. ¿Dónde está Lleu? Parpadeando a pesar del dolor, tratando de enfocar los ojos, echó una rápida ojeada alrededor de la sala, pero no vio la menor señal de su hermano.
Atta lloriqueó y Rhys le dio unas palmaditas. Intentó recordar qué había pasado, pero de lo último que se acordaba era de la acusación de su hermano contra Majere: «No tiene la voluntad ni el poder de frenar a Chemosh».
Una de las velas chisporroteó y se apagó con un siseo. Sólo quedó encendida una minúscula llama. Rhys acarició las sedosas orejas de la perra y no tuvo que preguntar la razón de que Lleu no lo hubiera asesinado mientras yacía inconsciente.
No tenía que buscar muy lejos a su salvadora. Atta estaba tumbada con la cabeza en su regazo y sus oscuros ojos lo miraban con ansiedad.
Rhys la había visto proteger a las ovejas durante el ataque de un puma, interpuesta entre el rebaño y el felino, al que hacía frente sin miedo, los ojos castaños fijos en los amarillos del puma, con firmeza, hasta que le hizo darse media vuelta y escabullirse.
El monje cerró los suyos, somnoliento, mientras acariciaba a Atta y la imaginaba plantada al lado de su amo, la torva mirada en Lleu, el labio superior recogido de manera que dejaba los dientes a la vista, unos dientes afilados que podría clavarle de un momento a otro.
Lleu sería invencible como afirmaba, pero todavía sentía dolor. El chillido que había soltado cuando Atta lo mordió había sonado muy convincente. Y podría imaginar sin dificultad lo que sería sentir esos dientes hincados en la garganta.
Lleu debía de haber retrocedido y se habría escapado. Habría huido... a casa...
Atta ladró y se incorporó de un brinco; Rhys se despertó sobresaltado.
—¿Qué pasa? —preguntó al tiempo que se sentaba, asustado y en tensión.
Atta ladró otra vez, y el monje oyó otro ladrido lejano, procedente del aprisco. Era un ladrido intranquilo, pero no de alerta. Los otros perros notaban que algo marchaba mal. Atta siguió ladrando, y Rhys se preguntó, sombrío, qué les estaría contando, cómo describiría aquel horror perpetrado por el hombre contra el hombre.
Se volvió a despertar y se encontró con la perra, que le ladraba.
—Tienes razón, chica. No puedo hacer esto —rezongó—. No puedo dormir. Tengo que mantenerme despierto.
Se obligó a ponerse de pie, usando el banco para apoyarse. Encontró su emmide tirado en el suelo, junto a él, justo antes de que la llamita de la última vela se ahogara en la cera derretida y se apagara, dejándolo a oscuras con la luz de la luna y rodeado de muertos.
Le resultaba difícil pensar con el palpitante dolor de cabeza. Se centró en el dolor y empezó a moldearlo y a darle forma y a presionarlo hasta comprimirlo en una bola pequeña de dolor que guardó en un aparador, dentro de su mente, y cerró la puerta. Conocida como «Bola de Arcilla», ésta era una de las técnicas desarrolladas por los monjes para controlar el dolor.
—Majere —empezó el ritual, sin pensar—. Elevo mi pensamiento hacia las nubes...
Se interrumpió. Las palabras no significaban nada. Sonaban vacías, carentes de sentido. Miró dentro de su corazón, donde el dios había estado siempre, y no lo encontró. Lo que había ahora era feo y horrible. Rhys se contempló largo rato. La fealdad no desapareció, era una mácula en la perfección.
—Que así sea —aceptó tristemente.
Apoyándose en el bastón se dirigió hacia la puerta con pasos inseguros. Atta caminó a su lado.
Lo primero era descubrir qué había sido de Lleu. No descartaba la idea de que su hermano estuviera escondido, al acecho, en algún sitio del monasterio, listo para tenderle una emboscada y así ofrecer la última víctima a Chemosh. La lógica le dictó a Rhys que registrara el establo para comprobar si faltaban los caballos o el carruaje. Se mantuvo bien alerta mientras se acercaba al cobertizo, escudriñando cada sombra, haciendo altos para ver si captaba el ruido de pasos. A menudo miraba a Atta. La perra estaba tensa porque percibía la tensión en su amo, y se mantenía alerta porque él hacía lo mismo. Sin embargo, nada en su conducta indicaba que algo fuera mal.
Rhys entró primero en el establo donde los monjes tenían unas pocas vacas y los caballos de arar. El carruaje en el que habían llegado sus padres seguía allí, estacionado fuera. Entró en el establo con cautela, enarbolando el bastón, casi convencido de que Lleu saldría de la oscuridad para atacarlo.
No vio nada ni oyó nada. Atta hundió el hocico en la paja que cubría el suelo, pero eso se debía seguramente a que casi nunca se le permitía entrar en el establo y los olores le llamaban la atención. Los caballos de tiro de su padre seguían en las cuadras, pero el caballo que cabalgaba Lleu no estaba allí.
En tal caso, Lleu se había marchado. De vuelta a casa. O a alguna otra ciudad o pueblo o granja solitaria. A crear más conversos para Chemosh.
De pie en el establo, Rhys escuchó la profunda respiración de los animales dormidos, el rumor de los murciélagos en las vigas, el ululato de un buho. Oyó los sonidos de la noche y, mucho más fuertes, los sonidos que jamás volvería a escuchar: el golpeteo de su emmide contra el bastón de un hermano; la animada conversación en el cuarto de calentarse en el invierno; el quedo murmullo de voces al elevar una plegaria; el toque de la campana que dividía el día y marcaba su vida con largos y rectos surcos que, hasta hacía sólo unas horas, se extendían en el futuro hasta que Majere se llevara su alma a la siguiente etapa del viaje.
Ahora los surcos eran irregulares y se entrecruzaban, desordenados, sin llevar a ninguna parte.
Lo había perdido todo. No le quedaba nada salvo un cometido. Un deber para consigo mismo y para con sus padres y hermanos asesinados. Una obligación para con el mundo que había rechazado durante quince años y que ahora descargaba su venganza sobre él.
—Venganza —repitió en un susurro al tiempo que volvía a ver la fealdad en su interior.
Encontrar a Lleu.
Rhys salió del establo y se encaminó de vuelta al monasterio. La cabeza le dolía, estaba mareado y con náuseas, y le costaba trabajo enfocar los ojos. Deseaba tumbarse, pero no se atrevió a hacerlo. Debía permanecer despierto. Así se mantendría ocupado, y tenía trabajo que hacer.
Un trabajo lúgubre. Enterrar a los muertos.
—Necesitas ayuda, hermano —dijo una voz junto a su hombro.
Atta saltó al oír la voz. Giró el cuerpo en el aire y cayó sobre las patas, erizado el lomo, con un gruñido que dejaba los dientes a la vista.
Rhys levantó el emmide y giró rápidamente sobre sí mismo para ver quién había hablado.
Detrás de él había una mujer. Tanto por su aspecto como por su vestimenta resultaba extraordinaria. Tenía el cabello blanco como espuma de mar, y en constante movimiento, al igual que sus ropas de color verde que ondeaban sobre su cuerpo y se mecían alrededor de sus pies. Era hermosa, serena y tranquila como el arroyo del monasterio en pleno verano, pero en sus ojos gris verdosos había algo que evocaba violentas inundaciones y hielo negro.
La envolvía una total oscuridad y, sin embargo, Rhys la veía perfectamente por el resplandor propio que irradiaba y que parecía decir: «No necesito la luz de la luna y de las estrellas. Soy mi propia luz o mi propia oscuridad, a mi antojo».
Se encontraba en presencia de una diosa y, por las sartas de conchas que llevaba en el cabello despeinado, Rhys sabía de quién se trataba.
—No necesito ayuda, gracias, Señora del Mar —dijo mientras pensaba lo extraño que era que estuviera conversando con una diosa con tanta tranquilidad como si hablara con una de las lecheras del pueblo.
Contemplando los fragmentos rotos de su mundo que sostenía en las manos pensó de repente que tampoco era tan extraño, después de todo.
—Puedo enterrar a mis muertos.
—No hablo de eso —replicó Zeboim, irritada—. Me refiero a Chemosh. Rhys comprendió entonces por qué había aparecido. Pero no sabía qué contestar.
—Chemosh tiene a tu hermano sojuzgado —siguió la diosa—. Una de las Sumas Sacerdotisas del Dios de la Muerte, una mujer llamada Mina, lanzó un poderoso hechizo sobre él.
—¿Qué clase de hechizo?
—Yo... —Zeboim hizo una pausa, al parecer con dificultades para continuar—. No lo sé —dijo de pronto. Su admisión sonó como si se la hubiesen arrancado a la fuerza—. No he podido descubrirlo. Sea lo que sea lo que Chemosh está haciendo, lo hace con infinitas precauciones para ocultárselo a los otros dioses. Tú podrías descubrirlo, monje, al ser un mortal.
—¿Y cómo voy a descubrir los secretos de Chemosh si los dioses no son capaces de hacerlo? —demandó Rhys. Se llevó la mano a la cabeza. El dolor empezaba a filtrarse por la puerta del aparador.
—Porque eres una pulga, un mosquito, un insecto entre millones de insectos. Puedes mezclarte con la muchedumbre, ir aquí y allí, hacer preguntas. El dios nunca reparará en ti.
—Parece que eres tú quien me necesita a mí, señora, no al contrario —comentó Rhys, cansado—. Atta, vamos. —Se apartó y siguió caminando. La diosa apareció delante de él.
—Si quieres saberlo, monje, la he perdido. Quiero que me ayudes a encontrarla.
Rhys miró a Zeboim de hito en hito, perplejo. La cabeza le dolía tanto que casi no podía pensar.
—¿A quién? ¿De quién hablas?
—De Mina, por supuesto —replicó la diosa, exasperada—. La sacerdotisa que esclavizó a tu maldito hermano. Te he hablado de ella, así que presta atención a lo que te digo. Encuéntrala y hallarás respuestas.
—Gracias por la información, señora. Y ahora, he de enterrar a mis muertos.
Zeboim ladeó la cabeza y lo miró a través de las espesas pestañas. Una sonrisa asomó a sus labios.
—Ni siquiera sabes quién es Mina, ¿verdad, monje?
Rhys no contestó. Giró sobre sus talones y se alejó.
—¿Y qué sabes de los muertos vivientes? —Zeboim fue tras él, sin dejar de hablar—. ¿Y de Chemosh? Es fuerte, poderoso y peligroso. Y no tienes dios que te guíe, que te proteja. Estás completamente solo. Si accedes a trabajar para mí, puedo ser muy generosa...
Rhys se paró. Atta se encogió y se metió sigilosamente detrás de sus piernas.
—¿Qué quieres, señora?
—Tu lealtad, tu amor, tu servicio —contestó Zeboim en voz queda y cálida—. Y líbrate de ese animal —agregó duramente—. No me gustan los perros.
Rhys tuvo una repentina visión de Majere de pie ante él mirándolo con una expresión que era afligida y comprensiva a la vez. Majere no le dijo nada. El camino tenía que recorrerlo él. La elección tenía que hacerla él. Se agachó y acarició la cabeza a Atta.
—Me quedo con la perra.
Los ojos de la diosa centellearon con un brillo peligroso.
—¿Quién te crees que eres para regatear conmigo, gusano?
—Por lo visto, sabes la respuesta a esa pregunta, señora —repuso, cansado—. Fuiste tú quien acudió a mí. Te serviré —añadió al verla henchida de ira como hirvientes nubarrones negros de una tormenta de verano—, siempre y cuando tus intereses coincidan con los míos.
—Coinciden, te lo aseguro.
Le tomó la cara entre las manos y lo besó en los labios lenta y prolongadamente.
Rhys no se inmutó a pesar de que los labios de la diosa escocían como sal en una herida reciente. Tampoco respondió al beso. Zeboim lo apartó de un empellón.
—Quédate con tu chucho, pues —dijo malhumorada—. Y ahora, lo primero que has de hacer es encontrar a Mina. Quiero... ¿Adónde vas, monje? La calzada es en esa dirección.
Rhys se encaminaba de vuelta al monasterio.
—Te lo dije antes. Primero he de enterrar a mis muertos.
—¡De eso nada! —bramó Zeboim—. No hay tiempo para esas tonterías. ¡Tienes que ponerte en marcha de inmediato!
Rhys siguió caminando.
Un rayo se descargó desde el cielo despejado y cegó al monje; cayó tan cerca que chisporroteó en su sangre y le puso de punta el vello de la cabeza y de los brazos. Un horrendo trueno estalló a su lado y lo dejó sordo. El suelo se sacudió y el monje cayó de rodillas. Una lluvia de fragmentos de piedra y tierra se precipitó sobre los dos, y Atta soltó un gañido y lloriqueó.
Zeboim señaló el inmenso cráter.
—Ahí tienes un agujero, monje. Entierra a tus muertos.
Le dio la espalda en medio de una bocanada de viento y una descarga de lluvia, y desapareció.
—¿Qué he hecho, Atta?. —gimió Rhys mientras se levantaba del suelo.
Por la expresión confusa de los ojos de la perra, por lo visto ella le hacía la misma pregunta.
Rhys enterró a los muertos en la tumba común que le había proporcionado la diosa. Trabajó a lo largo de toda la noche para conseguir que los cadáveres tuvieran cierta apariencia de paz y para trasladarlos uno a uno desde el comedor hasta el lugar de enterramiento, donde los tendió sobre la tierra blanda y húmeda. Cuando los tuvo a todos colocados, tomó la pala y empezó a llenar la tumba de tierra. El dolor de cabeza se había mitigado con el beso de la diosa, una bendición que ni siquiera se había dado cuenta que le había otorgado hasta que Zeboim se hubo marchado.
No obstante, estaba agotado física y psíquicamente, y no había bendición que aliviara aquello. Tal vez el agotamiento respondía a la impresión que tenía de que su cuerpo era uno de los que había en la tumba y que los pegotes de tierra caían sobre él y lo iban enterrando.
La noche casi había llegado a su fin cuando echó la última palada de tierra en la tumba común. No rezó. Había renunciado a Majere y dudaba que a Zeboim le interesaran sus plegarias.
Necesitaba dormir.
Rhys se volvió, llamó a Atta y se dirigió a su celda; allí se dejó caer en el jergón y se quedó dormido.
Despertó de repente, no con el tañido de la campana sino por la dolorosa ausencia de esa llamada.
Una vez que los muertos descansaron en paz, Rhys tuvo que pensar en los vivos. No podía iniciar el viaje abandonando al ganado para que muriera de hambre o presa de las alimañas. Ahora era responsabilidad suya su cuidado. Atta, los otros perros y él condujeron a las ovejas y a las vacas los kilómetros que los separaban del pueblo más cercano; tuvieron que hacer todo el camino bajo un torrencial aguacero que convirtió los caminos en un barrizal. Obviamente, a Zeboim no le complacía el retraso.
La última vez que Rhys había recorrido esa calzada había sido quince años atrás, cuando se dirigía al monasterio. No había vuelto a pisarla, ya que no había abandonado el monasterio en todos esos años. Contempló el mundo al que regresaba y lo halló empapado, gris y apenas cambiado. Los árboles eran más altos. Los setos, más densos. La calzada parecía estar más transitada que años atrás, lo que significaba que el pueblo debía de haber prosperado. Se cruzó con varias personas en el camino, pero iban ensimismadas en sus propios asuntos y no respondieron a su saludo, aunque varias los maldijeron a él y a su ganado por obstruirles el camino y estorbarles. Eso le recordó a Rhys por qué había abandonado el mundo y lamentó regresar a él. Lo lamentó, pero estaba decidido.
Los aldeanos aceptaron agradecidos el regalo del monje, aunque se sintieron un tanto alarmados cuando Rhys les contó que hacía aquello porque los otros monjes habían muerto de una enfermedad y que el único superviviente era él. Les aseguró que no había peligro de contagio. Eso, y el aspecto de las bien alimentadas vacas de leche y las sanas ovejas bastó para persuadir a los aldeanos de que podían aceptar sin peligro aquella riqueza inesperada.
Rhys remoloneó un poco en las afueras del pueblo para ver a los aldeanos que conducían al ganado a los prados. También les había dado los perros pastores. Los hermanos y hermanas de Atta se alinearon detrás para mantener unido el rebaño y guiarlo colina arriba.
Atta se había sentado al lado de Rhys y observaba con tristeza la marcha de la manada en la que había nacido y que la dejaba atrás. Luego miró a Rhys, expectante, a la espera de que le diese la orden de correr a reunirse con los demás. El monje le acarició las orejas y con una señal le dio la orden de «quieta».
En ningún momento había pensado regalarla, ni siquiera ante la orden de la diosa. Atta lo había defendido cuando él no estaba en condiciones de hacerlo por sí mismo. Había arriesgado la vida por salvar la suya. Existía un vínculo entre los dos que Rhys no soportaba romper. Al menos necesitaba una compañera en quien confiar. Quedaba descartado confiar en Zeboim.
Rhys regresó al monasterio y limpió el comedor hasta no dejar traza de los terribles asesinatos. Hecho esto, hizo otro tanto con la cocina. Como no sabía si el veneno desaparecería al fregar, no quiso correr el riesgo y rompió los cacharros de barro. Llevó ollas y cazuelas al arroyo, les puso piedras dentro y las hundió en la zona más profunda. No dejó rastros detrás.
Terminada aquella última y horrible tarea, dio una vuelta final por los edificios, que estaban terriblemente silenciosos. Las posesiones más valiosas de los monjes eran sus libros, que guardó en lugar seguro hasta que hubiera un representante del Profeta de Majere que estuviese en condiciones de ir allí para hacerse cargo. Rhys pararía en el primer templo de Majere que viera para mandar un mensaje al Profeta. Entretanto, confiaba en que el dios cuidaría de lo suyo.
Rhys no tenía posesiones personales aparte de su emmide, que había sido un regalo del maestro siete años atrás. El emmide era un artefacto sagrado, hecho con madera de un árbol que, según se decía, era sagrado para Majere. Puesto que le había dado la espalda al dios, a Rhys no le pareció correcto conservar su regalo, así que dejó el emmide en la biblioteca, con los libros, apoyado contra una pared. Mientras salía de la estancia se sintió como si dejara atrás uno de sus brazos.
Se fue a su catre, pero esa noche el sueño lo rehuía a pesar de su extenuación. No lo acosaron los fantasmas de sus hermanos asesinados. Sin embargo, estaban en su corazón. Veía sus rostros ante sí, oía sus voces. También oía la mano de la impaciente diosa que golpeaba el tejado. No paró de llover en toda la noche.
Había planeado emprender viaje antes de que amaneciera, pero ya que no podía dormir tanto daba ponerse en marcha antes. Guardó pan, carne seca y manzanas para Atta y para él en una bolsa de cuero, se cargó ésta al hombro y llamó a la perra con un silbido.
Al ver que el animal no acudía salió a buscarla, casi seguro de saber dónde se hallaba.
La encontró tendida junto al aprisco vacío, la mirada triste, desconcertada.
—Sé cómo te sientes, pequeña—dijo Rhys.
Volvió a silbar y la perra se levantó y lo siguió, obediente.
Rhys no miró atrás.
La lluvia cesó en el momento en que se pusieron en camino. Una niebla baja tapizaba el valle. El sol naciente era una espeluznante mancha borrosa de color rojizo cuya luz intentaba traspasar la niebla gris como si ésta fuese estopilla. La humedad condensada se escurría de las hojas de los árboles e iba a caer al suelo mojado con un goteo sordo. Todos los sonidos se oían amortiguados.
Rhys tenía mucho en que pensar mientras caminaba. Dejó que Atta se desplazara libremente, un trato excepcional para un perro pastor. El animal podía meterse en los arbustos en busca de conejos, o ladrar a las ardillas, o reconocer el terreno adelantándose a su amo y regresar a la carrera con la lengua colgando y los ojos relucientes. Pero no hizo nada de eso, sino que trotó a su lado, gacha la cabeza y la cola caída. Rhys esperaba que se animara una vez que hubieran dejado atrás el territorio familiar, lejos del olor persistente de las ovejas y de los otros perros.
Cuando había llevado el ganado al pueblo había preguntado a los aldeanos si habían visto pasar a un clérigo de Kiri—Jolith hacía poco. Ninguno de ellos había visto nada. A Rhys no le sorprendió. El pueblo se encontraba al nordeste del monasterio, mientras que la ciudad de Staughton —el hogar de Lleu— se hallaba hacia el sur. No había razón para que Lleu no regresara a Staughton. Siempre podía inventarse un cuento convincente para explicar la desaparición de sus padres. En la actualidad viajar era peligroso, sobre todo en Abanasinia, donde hombres fuera de la ley vagaban por campo abierto. Sólo tenía que discurrir una historia de un ataque de ladrones en el que sus padres habían sido asesinados y él había salido herido, y le creerían.
Rhys iba tan absorto en sus pensamientos que no echó en falta a Atta hasta que una enorme rata se cruzó en su camino y la perra no salió corriendo tras ella. Se paró y silbó, pero Atta no apareció. Se le ocurrió la idea de que quizá el animal había regresado con su manada. Sería lógico. Habría tomado una decisión, al igual que había hecho él. Sin embargo, tenía que asegurarse de que el animal se encontraba bien y a salvo. Giró sobre sus talones, con el ánimo por los suelos, y faltó poco para que topara contra la diosa que, con su característica impetuosidad, apareció sin previo aviso ante él, cerrándole el paso. —¿Adonde vas? —demandó.
—Primero, a buscar a mi perra, señora, y después a Staughton, a buscar a mi hermano.
—Olvídate de la perra. Y olvídate de tu hermano —ordenó Zeboim, autoritaria—. Quiero que busques a Mina. —Señora...
—Majestad para ti, monje —lo interrumpió Zeboim en tono altanero. —Ya no soy monje, majestad.
—Sí que lo eres. Serás mi monje. Si Majere puede tener monjes, ¿por qué no voy a poder tenerlos yo? Claro que tendrás que llevar una tánica de otro color. Mis monjes vestirán de color verde mar. Bien, monje de Zeboim, ¿qué era lo que ibas a decir?
Rhys vio que su ropa cambiaba del sagrado color naranja de Majere a un verde que supuso que recordaba el del océano. Nunca había visto el mar, así que no podía juzgar si lo era o no. Se exhortó a tener paciencia y respiró profundamente antes de hablar.
—Como señalaste ayer, ni siquiera sé quién es esa tal Mina. No sé nada sobre ella, pero sí conozco a mi hermano y...
—Era la cabecilla de los caballeros negros durante la Guerra de los Espíritus. Hasta vosotros, los monjes que vivís aislados, tenéis que haber oído hablar de la Guerra de los Espíritus —dijo Zeboim al reparar en la expresión en blanco del monje.
Rhys sacudió la cabeza. Los monjes habían oído historias que contaban los viajeros sobre una Guerra de los Espíritus, pero casi no habían prestado atención. Las guerras entre los vivos no les concernían, como tampoco las guerras entre vivos y muertos. Zeboim puso los ojos en blanco ante tamaña ignorancia.
—Cuando mi venerada madre, Takhisis, robó el mundo, sacó del agua a una huérfana llamada Mina y la hizo su discípula. Mina fue por el mundo difundiendo la palabra del Unico, realizando ostentosos milagros y dirigiendo un ejército de fantasmas. Así se las arregló para convencer a los necios mortales de que sabía de qué hablaba.
—Así que Mina es discípula de Takhisis —dijo Rhys.
—Era —corrigió Zeboim el tiempo verbal—. Cuando mamá recibió su merecido por su traición, Mina lloró a su diosa y se llevó el cadáver. Según se cuenta, estaba preparada para acabar con su miserable vida, pero Chemosh decidió utilizarla. La sedujo y ahora ha transferido su lealtad a él. Mina es quien convirtió a tu candido hermano en un asesino. Es a ella a quien debes encontrar. Es mortal y, en consecuencia, el eslabón débil en la cadena de mando de Chemosh. Párala, y lo habrás parado a él. Admito que no será fácil —reconoció la diosa, que añadió a regañadientes—: Esa mocosa tiene cierto encanto.
—¿Y dónde encuentro a esa Mina? —preguntó Rhys.
—Si lo supiera, ¿crees que me molestaría contigo? —estalló Zeboim—. Me ocuparía de ella personalmente. Chemosh la encubre en una oscuridad que ni siquiera mis ojos pueden penetrar.
—¿Y qué hay de otros ojos, como los de otros dioses? Tu padre, Sargonnas...
—¡Ese estúpido imbécil! Está demasiado absorto en sus asuntos, como todos los demás. Ninguno de los dioses tiene cabeza para darse cuenta de que Chemosh ha desarrollado una ambición peligrosa. Se propone apoderarse de la corona de mi madre. Planea desestabilizar el equilibrio y sumir a Krynn en otra guerra. Soy la única que se ha dado cuenta —añadió con altanería—. La única con coraje para desafiarlo.
Rhys enarcó una ceja. La idea de contemplar a la cruel y calculadora Zeboim como paladín de los inocentes era chocante. Con inquietud, Rhys comprendió que había algo más. Aquello olía a una lucha personal entre Zeboim y Chemosh. Y lo iban a pillar en medio, entre el yunque de uno y el martillo del otro. Le resultaba difícil aceptar el hecho de que los dioses de la luz estuviesen ciegos a esa maldad. Sin embargo, sabría algo más una vez que estuviera de vuelta en el mundo. Se mantuvo en silencio, pensativo.
—Bien, hermano Rhys, ¿a qué esperas? —demandó Zeboim—. Te he dicho todo lo que necesitas saber. ¡Ponte en marcha!
—No sé dónde está Mina... —empezó Rhys.
—Búscala —espetó la diosa.
—... pero sé dónde está mi hermano —continuó Rhys—. O, al menos, dónde es muy probable que esté.
—Te dije que te olvidaras de tu hermano...
—Cuando encuentre a mi hermano —siguió pacientemente el monje—, le haré preguntas sobre Mina. Con suerte, me conducirá hasta ella o, como mínimo, me dirá dónde encontrarla.
Zeboim había abierto la boca para gritar otra vez, pero cambió de opinión.
—Eso tiene cierta lógica —concedió de mala gana—. Puedes seguir con la búsqueda de tu hermano.
Rhys hizo una reverencia de agradecimiento.
—Pero no debes perder tiempo buscando a tu chucho —añadió la diosa—. Y quiero que hagas un pequeño desvío. Puesto que tienes que vértelas con
Chemosh, necesitarás a alguien que sea un experto en los muertos vivientes. No creo que tú tengas esos conocimientos, ¿verdad?
Rhys tuvo que admitir que no los tenía. Los monjes de Majere se ocupaban de la vida, no de la muerte.
—Hay una ciudad a unos treinta kilómetros al este de aquí. En esa ciudad hay un cementerio, donde encontrarás a la persona que buscas. Acude allí todos los días a medianoche. Es mi regalo para ti —dijo Zeboim, complacida consigo misma por su magnanimidad—. Será tu compañero. Necesitarás su ayuda para ocuparte de tu hermano, así como de otros seguidores de Chemosh que podrías encontrar.
A Rhys no le agradaba la idea de un compañero que no sólo era compinche de Zeboim sino que también, al parecer, se pasaba las noches perdiendo el tiempo en cementerios. Pero no quería discutir sobre ello. Al menos echaría un vistazo a esa persona y, tal vez, le haría algunas preguntas. Cualquiera con conocimientos sobre los muertos vivientes seguramente también estaría versado en Chemosh.
—Gracias, majestad.
—No hay de qué. Quizá tu opinión sobre mí sea más favorable de ahora en adelante.
La diosa empezaba a desaparecer, a difuminarse en la niebla matinal, cuando añadió algo:
—Veo que tu chucho viene por la calzada. Por lo visto te dejaste algo. Tienes permiso para esperar a esa perra.
La niebla se levantó, evaporada por el sol. Atta recorría la calzada en su dirección y llevaba algo en la boca. Rhys la miró de hito en hito, estupefacto.
Atta llevaba su bastón.
La perra soltó el emmide a sus pies y alzó la vista hacia él mientras movía la cola con entusiasmo y la lengua le colgaba en lo que en ella era una sonrisa.
Rhys se arrodilló delante de ella y le acarició las orejas y la espesa capa de pelo del lomo y el pecho.
—Gracias, Atta— dijo, y añadió en voz queda—: Gracias, Majere.
El emmide encajaba perfectamente en su mano, como algo justo y correcto. Majere se lo había devuelto; era un claro mensaje de que, a pesar de no recibir más dones del Dios Mantis, Rhys tenía al menos el perdón y la comprensión del dios.
El monje se puso de pie con el emmide empuñado en la mano y la perra a su costado. Les llevaría un día de caminata llegar a la ciudad.
La noche les presentaría el regalo de Zeboim.
El cementerio era antiguo y se remontaba a la fundación de la ciudad. Separado de la población por una arboleda, el cementerio se hallaba bien conservado, con las estelas funerarias en buenas condiciones y las malas hierbas recortadas. En algunas tumbas se habían plantado flores que estaban rebrotando, y su aroma perfumaba la noche. Otras aparecían decoradas con objetos queridos para quienes habían partido. Una muñeca de trapo yacía en una pequeña tumba.
Rhys se encontraba en la arboleda, al amparo en las sombras, porque quería ver al misterioso personaje antes de hablar con él. Atta se había echado a sus pies y, aunque daba una cabezadita, seguía alerta.
La noche avanzó y se acercó a la mitad de su curso, a la frontera entre un día y el siguiente. Los murciélagos surcaban el aire y se daban un atracón de insectos. Rhys se lo agradeció, ya que los mosquitos se habían dado un festín con él. Un buho ululó para marcar su territorio. En la distancia, le respondió otro. En el cementerio, vacío a excepción de los muertos en su eterno descanso, reinaba la tranquilidad.
Atta se incorporó de repente, tiesas las orejas, el cuerpo tembloroso, tensa y alerta. Rhys le acarició ligeramente la cabeza, y la perra se quedó quieta a su lado.
Una persona entró en el cementerio y caminó entre las estelas, que a veces tocaba con la mano dándoles una breve y familiar palmada.
Rhys estaba desconcertado. No había sabido qué podía esperar: un clérigo de Zeboim, tal vez un nigromante o incluso un hechicero de negra túnica, seguidor del dios oscuro, Nuitari. Ni en sus suposiciones más descabelladas había imaginado aquello.
Un kender.
Lo primero que pensó Rhys fue que ésa era la idea que Zeboim tenía de una chirigota, pero la diosa no le encajaba como alguien que gastara bromas divertidas por gusto, sobre todo cuando estaba tan interesada en encontrar a la tal Mina. Se preguntó si el kender sería realmente la persona con la que tenía que encontrarse o si su aparición era una coincidencia. Rhys lo descartó tras pensarlo un momento. Por lo general la gente no acudía a los cementerios en mitad de la noche. El kender había llegado a la hora señalada y, a juzgar por la forma en que caminaba y charlaba, frecuentaba el cementerio.
—Hola, Simón Labrador —dijo el kender mientras se acuclillaba junto a una tumba—. ¿Qué tal estás hoy? ¿Va todo bien? Te alegrará saber que el trigo mide ya más de quince centímetros. Sin embargo, ese manzano que te preocupaba no tiene muy buen aspecto.
El kender hizo una pausa, como si esperase una respuesta.
Rhys lo observaba, perplejo.
El kender soltó un suspiro triste y se puso de pie. Fue a la siguiente tumba, la que tenía la muñeca de trapo, y se sentó al lado.
—Hola, Flor. ¿Quieres jugar a las pulgas? ¿Mejor una partida de khas? Me he traído el tablero y todas las fichas. Bueno, casi todas. Por lo visto he extraviado una torre.
El kender se palmeó una bolsa grande que llevaba colgada al hombro y miró la tumba con expectación.
—Flor —llamó—, ¿estás ahí?
Suspiró tristemente y sacudió la cabeza.
—No hay nada que hacer —dijo, hablando consigo mismo—. No hay nadie. Todos se han ido.
El kender se mostraba tan triste y angustiado que Rhys sintió lástima por él. Si aquello era un tipo de demencia, entonces se manifestaba de un modo extraño. No obstante, no daba la impresión de que el kender estuviera loco. Parecía hallarse en su sano juicio y, aparte de estar muy delgado y demacrado, como si no hubiese comido casi, su aspecto era bastante saludable.
Llevaba el cabello recogido en el clásico copete de los kenders, que le colgaba por la espalda. Vestía ropa de colores más discretos de lo que era habitual en su raza, con chaleco y calzones oscuros. (En esto Rhys se equivocó cuando, en la oscuridad, creyó que eran negros. Más tarde descubriría, a la luz del día, que eran de un profundo pero brillante tono púrpura.)
El monje sentía curiosidad ahora. Se acercó al cementerio y pisó de forma deliberada en ramitas y removió hojas para que el kender lo oyera llegar.
Atta, que husmeaba el aire ante el desconocido olor a kender, caminó a su lado.
—Hola... —empezó Rhys.
Para su sorpresa, el kender se levantó de un brinco y se metió detrás de una estela alta.
—Vete —dijo—. No queremos aquí a los de tu clase.
—¿Los de mi clase? —repitió Rhys, que se detuvo—. ¿A quién te refieres? —Se preguntó si el kender tendría algo contra los monjes.
—A los vivos —contestó el kender. Agitó las manos como quien espanta gallinas—. Aquí estamos muertos todos. Los vivos no pertenecen a esto. Vete.
—Pero tú estás vivo —arguyó suavemente Rhys.
—Soy diferente —dijo el kender—. Y no, no soy de los aquejados —añadió con aire ofendido—, así que borra esa expresión de lástima de tu cara.
Rhys recordaba haber oído algo sobre kenders aquejados, pero no tenía presente qué los aquejaba, así que lo pasó por alto.
—No te tengo lástima. Siento curiosidad —manifestó mientras avanzaba entre las estelas—. Tampoco es mi intención ser irrespetuoso con los venerables muertos ni quiero perjudicarlos en nada. Te oí hablar con ellos...
—Tampoco estoy loco, si es eso lo que piensas —proclamó el kender desde detrás de la estela.
—En absoluto —se apresuró a negar el monje con afabilidad.
Se sentó cómodamente cerca de la estela de Simón Labrador, abrió la bolsa y sacó una tira de carne seca. Partió un trozo para Atta y empezó a masticar un bocado. Llevaba muchas especias y el fuerte olor impregnó el aire nocturno. La nariz del kender se encogió y sus labios se movieron.
—Extraño lugar para una merienda campestre —comentó el hombrecillo.
—¿Te apetece un poco? —preguntó Rhys al tiempo que le tendía una larga tira de carne.
El kender vaciló y miró al monje con desconfianza.
—¿No te da miedo que me acerque a ti? Podría robarte algo.
—No tengo nada que pueda robarse —contestó Rhys con una sonrisa, todavía tendida la mano con la carne.
—¿Y el perro? —preguntó el kender—. ¿Muerde?
—Atta es una hembra —respondió Rhys—. Y sólo hace daño a los que le hacen daño a ella o a quienes están bajo su protección.
Hizo un gesto ofreciendo otra vez el trozo de carne.
Despacio, cautelosamente, sin apartar la mirada desconfiada de la perra, el kender salió de detrás de la estela. Corrió hacia la carne, se la arrebató a Rhys de la mano y la devoró con avidez.
—Gracias —masculló con la boca llena.
—¿Quieres más? —preguntó Rhys.
—Eh... sí. —El kender se sentó al lado de Rhys y aceptó otra tajada de carne y un trozo de pan.
—No comas tan de prisa —le aconsejó el monje—. Acabarás con dolor de estómago.
—Hace dos días que me duele —comentó el kender—. Está realmente rico esto.
—¿Cuánto hace que no comes como es debido?
—No me acuerdo —contestó el kender al tiempo que se encogía de hombros. Alargó la mano y dio una palmadita a Atta en la cabeza, cosa que el animal admitió de buen grado—. Tienes una bonita perra.
—Perdona si digo esto, y no es con ánimo de ofender, pero por lo general tu raza no tiene dificultad en adquirir comida o cualquier otra cosa que quiera.
—Te refieres a tomar prestado —dijo el kender, cuya expresión se tornó más alegre. Se acomodó al lado de Atta y siguió haciéndole caricias—. A decir verdad no se me da bien eso. Como solía decir mi padre, soy «todo pulgares y dos pies izquierdos». —Señaló con la cabeza hacia las tumbas—. Con ellos es mucho más fácil llevarse bien. Ninguno me ha acusado nunca de quitarles nada.
—¿A quiénes te refieres al decir «ellos»? —preguntó Rhys—. ¿A los que están enterrados aquí?
El kender agitó la mano grasienta.
—A los que están enterrados en cualquier parte. Los vivos son mezquinos. Los muertos son más apacibles. Más amables. Más comprensivos.
Rhys miró fijamente al kender. Puesto que tienes que vértelas con Chemosh, necesitarás a alguien que sea un experto en los muertos vivientes.
—¿Quieres decir que puedes comunicarte con los muertos?
—Soy lo que ellos llaman un «acechador nocturno». —El kender ofreció la mano—. De nombre Beleño. Beleño Higochumbo.
—Yo me llamo Rhys Alarife —se presentó el monje al tiempo que tomaba la pequeña mano y la estrechaba—. Y ésta es Atta.
—Hola, Rhys. Hola, Atta— saludó el kender—. Me gustas, Atta. Y tú también, Rhys. No eres excitable, como la mayoría de los humanos que he conocido. Supongo que no tendrás más de esa carne seca, ¿verdad? —añadió con una mirada melancólica a la bolsa de cuero.
Rhys le tendió la bolsa. Por la mañana se reaprovisionaría de víveres. Alguien de la ciudad necesitaría que le cortaran leña o que le hicieran otras tareas. Beleño se terminó la carne y casi todo el pan, del que compartió troci—tos con Atta.
—¿Qué es un acechador nocturno? —preguntó Rhys. —¡Vaya! creía que todo el mundo nos conocía. —Beleño miraba a Rhys con estupefacción—. ¿Dónde has estado metido? ¿Debajo de una piedra? —Podría decirse que sí. —El monje sonrió—. Pero me interesa. Cuéntame. —¿Sabes lo de la Guerra de los Espíritus? —He oído mencionarla.
—Bien, lo que pasó es que cuando Takhisis robó el mundo cerró todas las salidas, por así decirlo, para que todos los que murieran quedaran atrapados en el mundo. Sus almas no podían seguir adelante. Algunos, en su mayoría místicos y, por lo general, nigromantes, descubrieron que podían comunicarse con esas almas de muertos. Mis padres eran místicos, no nigromantes —agregó apresuradamente Beleño—. Los nigromantes no son buena gente. Quieten controlar a los muertos. Mis padres sólo querían hablar con ellos y ayudarlos. Los muertos se sentían desdichados y perdidos porque no tenían adonde ir.
Rhys miraba fijamente al kender. Beleño hablaba de todo aquello en un tono tan desapasionado que costaba trabajo pensar que el kender mentía, pero la idea de que los vivos sostuviesen conversaciones con los muertos era difícil de asimilar.
—Acompañaba a mis padres cada vez que visitaban un cementerio o una cripta o un mausoleo —seguía diciendo Beleño—. Jugaba con ellos mientras mis padres trabajaban.
—¿Jugabas con los muertos? —lo interrumpió Rhys.
El kender asintió con un enérgico cabeceo.
—Nos divertíamos mucho. Jugábamos a las tres en raya, a la zapatilla por detrás, al pañuelo, al rey de la cripta. Un Caballero de Solamnia muerto me enseñó a jugar al khas. Un ladrón muerto me mostró cómo esconder una judía debajo de tres cascaras de nueces y moverlas muy de prisa para que después la gente adivinara en cuál estaba oculta. ¿Quieres ver eso? —preguntó con ansiedad.
—Quizá más tarde —contestó amablemente Rhys.
Beleño hurgó en la bolsa y, al no encontrar nada más de comer, se la devolvió al monje. Después se recostó cómodamente en la estela. Atta, viendo que no habría más carne de momento, apoyó la cabeza en las patas y se quedó dormida.
—Así que ahora, Beleño, sigues realizando el trabajo de tus padres, ¿no? —¡Ojalá! —El kender soltó un sonoro suspiro. —¿Qué ha pasado?
—Todo cambió. Takhisis murió. Los dioses regresaron. Las almas quedaron libres de proseguir su camino. Y ya no tengo a nadie con quien jugar.
—Todos los muertos se marchan de Krynn.
—Bueno, todos no —rectificó Beleño—. Todavía están otros espíritus, como ánimas, zombis, aparecidos, guerreros esqueletos, espectros, etcétera. Pero actualmente es más difícil dar con ellos. Por lo general los nigromantes y los clérigos de Chemosh les echan el guante antes de que pueda llegar hasta ellos.
—Chemosh —repitió Rhys—. ¿Qué sabes de él? ¿Eres seguidor suyo?
—¡Puaj, no! —exclamó Beleño con un estremecimiento—. Chemosh no es un dios agradable. Hace daño a los espíritus, los convierte en esclavos. No venero a ningún dios. Sin intención de ofenderte.
—¿Y por qué iba a ofenderme?
—Porque eres un monje. Lo sé por la túnica, aunque es un poco extraña. Nunca había visto ese color verde tan raro. ¿Quién es tu dios?
El nombre de Majere acudió a los labios de Rhys fácil y prestamente, pero el monje contuvo la lengua.
—Zeboim —contestó.
—¿La diosa del mar? ¿Eres marinero? Siempre he pensado que me gustaría viajar por el mar. Tiene que haber montones y montones de cuerpos en el fondo del océano, todos los que murieron en naufragios o que las tormentas arrastraron de los barcos.
—No soy marinero —contestó Rhys, que cambió de tema—. Entonces ¿qué has estado haciendo desde la Guerra de los Espíritus?
—He viajado de ciudad en ciudad buscando un muerto con el que hablar —dijo el kender—. Pero la mayoría de las veces sólo he conseguido que me metan en la cárcel. Tampoco es tan malo. Por lo menos me dan de comer.
Estaba delgado y desnutrido, y aunque hablaba con alegría parecía tan desdichado que Rhys tomó una decisión. Aún no había decidido si el kender se encontraba loco o en su sano juicio, si mentía o era sincero (todo lo sincero que podía ser un kender). Sin embargo, supuso que merecía la pena descubrirlo. Además de que prefería no ofender a su temperamental diosa, que le había hecho aquel extraño regalo.
—Lo cierto es, Beleño, que me mandaron aquí a buscarte —dijo Rhys.
El kender se levantó de brinco, y Atta se despertó con un sobresalto.
—¡Lo sabía! ¡Eres un alguacil disfrazado!
—No, no —se apresuró a negar Rhys—. Soy un monje, de verdad. Zeboim es la que me mandó.
—¿Una diosa que me busca? —preguntó el kender, alarmado—. Eso es peor que un alguacil.
—Beleño... —empezó Rhys.
Reaccionó demasiado tarde. Con un ágil brinco, el kender salvó la estela y puso pies en polvorosa. Al haber pasado la vida huyendo de persecuciones, el kender era veloz y ágil. Una buena comida le había dado fuerzas, y conocía bien el entorno. Rhys no podría alcanzarlo, pero no se hallaba solo. —Atta, ¡trae!
La perra estaba de pie y, al oír la orden familiar, empezó a obedecer de forma instintiva, pero se frenó y se volvió a mirar a Rhys con expresión perpleja.
«Haré lo que quieres, amo, pero ¿dónde están las ovejas?», parecía preguntar.
—¡Trae! —repitió firmemente el hombre al tiempo que señalaba al kender que huía.
Atta lo miró durante un par de segundos más para estar segura de que había entendido y después echó a correr por el cementerio en persecución del kender.
El animal utilizó con Beleño las mismas tácticas que habría utilizado con una oveja: se le aproximó por el flanco izquierdo en un amplio círculo, sin mirarlo para no asustarlo, y después giró delante de él para que se volviera y obligarlo a ir hacia Rhys.
Al percibir un manchón blanco y negro por el rabillo del ojo, Beleño torció y corrió en otra dirección. Atta seguía delante de él, y no tuvo más remedio que girar otra vez. Por tercera vez apareció al frente, y por tercera vez el kender se vio obligado a girar.
El animal no lo atacaba. Cuando él aflojaba el paso, la perra hacía otro tanto. Cuando él se paraba, Atta se tumbaba en el suelo y lo miraba con tal fijeza con sus ojos castaños que a Beleño le costaba trabajo apartar la vista. En el momento en el que se ponía en movimiento, ella se levantaba. Beleño probó con todos los virajes y quiebros que conocía, pero siempre la encontraba delante de él, el cuerpo ágil y pequeño de la perra girando una y otra vez para desviarlo. Sólo podía moverse libremente en una dirección, y ésta era de la que había salido.
Al cabo, jadeante, Beleño se encaramó a una estela y se quedó allí, tembloroso.
—¡Aléjate de mí! —chilló.
—Es suficiente, Atta —dijo Rhys, y la perra se relajó y se acercó a él para que le diera unas palmaditas en la cabeza.
El monje se acercó a donde estaba encaramado el kender.
—No estás metido en un lío, Beleño. Todo lo contrario. Voy a realizar una misión y necesito tu ayuda.
Los ojos del kender se abrieron de par en par.
—¿Una misión? ¿Mi ayuda? ¿Estás seguro?
—Sí, por eso me mandó mi diosa en tu busca.
Rhys le contó todo lo que había pasado, desde la llegada de su hermano al monasterio hasta el terrible crimen que había cometido. Beleño escuchó fascinado, aunque interpretó mal el objetivo de la misión. Se bajó de un salto de la estela y cogió la mano de Rhys.
—¡Tenemos que regresar allí inmediatamente! —dijo a la par que intentaba tirar de él—. Donde enterraste a tus amigos.
—No —repuso firmemente el monje—. Hemos de encontrar a mi hermano.
—Pero todos esos espíritus agitados me necesitan —dijo Beleño en tono suplicante.
—Ahora están con su dios —manifestó Rhys. —¿Estás seguro?
—Sí —respondió el monje, y era cierto—. Debemos encontrar a mi hermano y detenerlo antes de que haga daño a alguien más. Tenemos que descubrir lo que Chemosh le hizo para que pasara de ser un clérigo de Kiri—Jolith a ser un seguidor del Señor de la Muerte. Tú te puedes comunicar con los muertos, cosa que podría ser útil, además de que lo puedes hacer sin levantar sospechas. No te puedo pagar nada —añadió—, porque a los monjes se nos prohibe aceptar pago alguno excepto lo que necesitemos para sobrevivir.
—Con más carne como la que acabamos de comer me daría por satisfecho. Y será estupendo tener un amigo —dijo Beleño, entusiasmado—. Un amigo vivo de verdad. —Miró a la perra.
«Supongo que tendrás que llevarla, ¿no?
—Atta es una buena guardiana así como una buena compañera. No te preocupes. —Rhys posó la mano en el hombro del kender con aire tranquilizador—. Le caes bien, por eso te persiguió. No quería que te marcharas.
—¿De veras? —Beleño parecía complacido—. Creía que me arreaba como si fuera una oveja o algo así. Pero si le caigo bien, entonces es distinto. A mí también me cae bien.
La oscuridad ocultó la sonrisa de Rhys.
—Me alojo con un granjero que vive cerca. Pasaremos la noche allí y nos pondremos en marcha de buena mañana.
—Los granjeros no suelen dejarme entrar en sus casas —comentó Beleño, que se puso a andar al lado del monje, dando dos pasos por cada uno de los del hombre a causa de sus cortas piernas.
—Me parece que éste te dejará una vez que le haya explicado lo mucho que Atta te aprecia —predijo Rhys.
La perra estaba tan encariñada con el kender que se tumbó encima de sus piernas toda la noche y no lo perdió de vista un solo momento.
A Rhys no le resultó difícil dar con el rastro de su hermano. La gente recordaba claramente a un clérigo de Kiri—Jolith que se pasaba la noche de juerga en las tabernas y el día coqueteando con sus hijas. Rhys había estado temiendo descubrir que su hermano había vuelto a asesinar y lo sorprendió y lo alivió enterarse de que lo peor que había hecho era marcharse de la ciudad sin pagar la cuenta de la taberna.
Cuando preguntó si su hermano había hablado de Chemosh, todo el mundo pareció divertido y sacudió la cabeza. No les había mencionado una sola palabra de ningún dios, menos aún de uno como Chemosh. Lleu era un joven agradable y apuesto que quería divertirse, y no había nada malo en ser un poco imprudente y alborotador. La mayoría lo tenían por un buen tipo y esperaban que le fuera bien.
A Rhys le extrañó mucho aquello. No le encajaba la imagen que esa gente le daba de un alegre calavera con la del asesino despiadado que había matado brutalmente a diecinueve personas. Habría llegado a dudar que iba tras la pista de su hermano, pero todos reconocían a Lleu por la descripción física y por el hecho de llevar la túnica de Kiri—Jolith. No había muchos clérigos de ese dios en Abanasinia, donde su culto apenas empezaba a divulgarse.
Rhys sólo encontró un hombre que tenía algo malo que decir de Lleu Alarife, y era un molinero que le había dado alojamiento y comida a cambio de unos cuantos días de trabajo en el molino.
—Mi hija no ha vuelto a ser la misma desde entonces —le contó el molinero a Rhys—. Maldigo el día que vino y me maldigo a mí mismo por haberlo conocido. Mi Betsy era una muchacha obediente antes de que ése se fijara en ella. Muy trabajadora. Iba a casarse el mes que viene con el hijo de unos de los tenderos más prósperos de la ciudad. Era un buen matrimonio, pero eso se ha acabado ahora, gracias a tu hermano. Sacudió la cabeza con aire severo.
—¿Dónde está tu hija? —inquirió Rhys mientras miraba en derredor—. Si pudiera hablar con ella...
—Se ha ido —fue la corta respuesta del molinero—. La sorprendí cuando salía de casa a escondidas para encontrarse con él en plena noche. Le propiné la paliza que se merecía y la encerré en su cuarto. —Se encogió de hombros—. Después de unos cuantos días, se las arregló para salir de algún modo y no he vuelto a verle el pelo desde entonces. Pues adiós y hasta nunca.
—¿Se escapó con Lleu?
El molinero no lo sabía. No lo creía, porque Lleu se había marchado antes de que su hija se escapara, aunque era posible, admitió, que se hubiese escapado para ir a buscarlo. Pero, en realidad, no parecía estar enamorada de él. El molinero no lo sabía y era evidente que tampoco le importaba, salvo por el hecho de haber perdido a una buena trabajadora y la oportunidad de que hubiese un matrimonio, a su entender, provechoso.
Rhys creía posible que su hermano hubiera seducido a la chica y la hubiera persuadido de que se escapara con él, pero, en tal caso, ¿por qué no habían huido juntos? Le parecía más probable que la muchacha hubiera abandonado un hogar sin amor y un futuro matrimonio de conveniencia. No había nada de siniestro en eso.
Aun así, el asunto preocupaba a Rhys. Pidió la descripción de la chica y preguntó por ella y por Lleu a lo largo de su viaje. Algunos la habían visto, otros lo habían visto a él, pero nadie los había visto juntos. Lo último que supo sobre la hija del molinero era que se había unido a una caravana que se encaminaba hacia el litoral. Su hermano, por lo visto, había comentado por encima algo sobre viajar a Haven.
Mientras Rhys hablaba con los vivos, Beleño se comunicaba con los muertos. Mientras el monje visitaba posadas y tabernas, el kender visitaba criptas y cementerios. Beleño había prohibido a Rhys que lo acompañara porque, según él, los muertos solían ser tímidos en presencia de los vivos.
—Es decir, la mayoría de los muertos —añadió el kender—. Los hay a quienes les gusta andar por ahí haciendo ruido con las cadenas y los huesos o les da por tirar sillas por las ventanas. He conocido unos cuantos a los que les encanta sacar la mano de la tumba y agarrar a la gente por el tobillo. Sin embargo, son la excepción.
—Gracias a los dioses —comentó secamente Rhys.
—Supongo que sí. —Beleño no parecía convencido—. Esos muertos son los que resultan interesantes. Suelen quedarse enganchados en lugar de salir pitando a otro plano de existencia superior y dejar a un amigo sin nadie con quien hablar.
Por lo visto el «plano superior» era un destino popular, ya que Beleño estaba teniendo problemas para comunicarse con los muertos, o eso decía. Los que encontraba no podían contarle nada de Chemosh. Desde el principio Rhys había sido escéptico en cuanto a la pretensión del kender, y ese escepticismo iba en aumento. Decidió seguirlo una noche, ver con sus propios ojos qué pasaba.
Esa noche Beleño estaba excitado porque se había enterado de que había un campo de batalla cerca. Los campos de batalla eran prometedores, explicó, porque a veces se abandonaba a los muertos allí, sin enterrar, para que se pudrieran bajo el sol o que los buitres dieran buena cuenta de ellos.
—Algunos espíritus son comprensivos y se limitan a marcharse y seguir adelante —explicó el kender—. Pero otros se lo toman como algo personal. Permanecen por el lugar a la espera de descargar su ira sobre los vivos. Seguramente encontraré a alguno que tenga ganas de hablar.
—¿Y eso no puede resultar peligroso? —se interesó el monje.
—Bueno, sí —admitió el kender—. Algunos muertos desarrollan una actitud realmente desagradable y la toman con el primero con que se cruzan. Me he escapado por los pelos unas cuantas veces.
—¿Qué haces si te atacan? ¿Cómo te defiendes? No llevas armas.
—A los espíritus no les gusta ver acero —contestó Beleño—. O quizá sea el olor del metal. Nunca lo he tenido muy claro. Sea como sea, si alguno me ataca pongo pies en polvorosa, simplemente. Soy más rápido que cualquiera de esos sacos de huesos.
Cayó la noche y Beleño se marchó hacia el campo de batalla. Rhys dejó que el kender le sacara un buen trecho de ventaja y después, junto con Atta, fue en pos de él.
Era una noche clara. Solinari estaba menguante y Lunitari en fase llena, y su brillante resplandor teñía las sombras de un tono rojizo. El aire nocturno soplaba suave e iba cargado del perfume de las rosas silvestres. Las criaturas de la espesura se ocupaban de sus asuntos, y con sus susurros entre las hojas, sus ladridos y sus gruñidos causaban un sinfín de preocupaciones a Atta.
En lo que ahora consideraba su vida pasada, Rhys habría disfrutado al pasear en medio de la noche perfumada. En esa vida su espíritu habría estado sosegado y su alma, serena. No creía haber estado ciego a la maldad existente en el mundo, a la fealdad que encerraba la vida. Entendía que un extremo era necesario para equilibrar a su oponente. O, más bien, había creído que lo entendía. Ahora era como si la mano de su hermano hubiese arrancado una cortina para mostrarle una maldad que Rhys jamás había imaginado que existiera. Reconoció que, en cierto modo, había estado ciego porque sólo había visto lo que quería ver. No iba a permitir que eso volviera a pasar nunca.
Tenía mucho en que pensar mientras caminaba. Creía estar a punto de alcanzar a su hermano. Lleu había estado dos días antes en el último pueblo por el que Rhys había pasado. Había tomado la calzada a Haven, un camino por el que no era seguro viajar a causa de bandoleros y goblins. La gente que se atrevía a recorrerlo lo hacía en grandes grupos como medida de protección.
Rhys tenía poco que temer de los bandidos. «Pobre como un monje» era un dicho popular. Un vistazo a la túnica monacal (incluso ésta de un color tan inusitado) y los ladrones se darían media vuelta, contrariados.
El gruñido bajo de Atta hizo que Rhys dejara a un lado sus pensamientos y volviera a poner la atención en la tarea que le aguardaba. Habían llegado al campo de batalla y veía claramente a Beleño merced a la luna roja, que sonreía reluciente allá en lo alto, como si a Lunitari todo aquello le pareciera muy divertido.
Rhys eligió un sitio en sombras debajo de un árbol que, a juzgar por las ramas quebradas, había quedado atrapado en medio del combate. Sintió cierto remordimiento de conciencia por espiar al kender, pero se trataba de un asunto demasiado importante, demasiado urgente para dejar algo al azar.
—Al menos le he concedido el beneficio de la duda a Beleño —le dijo a Atta mientras observaba al hombrecillo, que rondaba alegremente por el campo de batalla—. A cualquier otro lo habría llevaba a rastras a una celda, por demente, al oír semejante historia.
El campo de batalla era una gran extensión de terreno abierto de varios acres de longitud y de anchura. La batalla se había librado hacía sólo unos pocos años, y a pesar de que ahora el terreno estaba cubierto de hierba, todavía se distinguían algunas cicatrices dejadas por el conflicto.
Todas las armaduras y armas en buen estado las habían saqueado los vencedores o los lugareños. Atrás habían quedado picas rotas, piezas de armadura oxidadas, una bota desgastada, un guantelete desgarrado, flechas partidas. Rhys no tenía la menor idea de quién había luchado contra quién. Tampoco es que eso importara mucho.
Beleño seguía rondando de un lado para otro. Una vez se paró para recoger algo del suelo. Tras examinarlo con atención, lo metió en su saquillo.
Miró en derredor, suspiró con tristeza y a continuación llamó en voz alta, como haría un buen vecino:
—¡Hola! ¿Hay alguien en casa?
No contestó nadie. Beleño siguió caminando. Era una noche tranquila, serena, y Rhys notó que empezaba a entrarle sueño. Sacudió la cabeza para librarse del sopor, se frotó los ojos y bebió un poco de agua de la cantimplora. Entonces notó que Atta se ponía en tensión, tiesas las orejas.
—¿Qué...? —empezó, pero la voz se le quedó atascada en la garganta.
Beleño se había agachado para recoger un yelmo abollado. Complacido con su hallazgo, el kender se puso el yelmo. Era demasiado grande para él, pero eso no parecía importarle. Dio unos golpes en lo alto del casco con el puño e intento alzar la visera, que tenía más o menos a la altura de la barbilla.
Al estar hurgando la visera, que se había oxidado, no se percató de la fantasmal aparición que surgía del suelo casi en línea recta frente a él. Rhys sí la vio claramente e incluso entonces habría dudado de sus sentidos de no ser porque supo, por la mirada fija de Atta y los músculos rígidos de la perra, tensos bajo su mano, que ella también la había visto.
El espectro tenía la talla y la corpulencia de un humano, más o menos. Iba vestido con armadura, aunque no una pieza sofisticada como la que llevaría un caballero; simplemente era un conjunto de piezas desechadas y acopladas para encajar unas con otras. No llevaba yelmo y en la cabeza tenía una herida horrenda, un tajo que había hendido el cráneo. Sus rasgos estaban crispados en un gesto ceñudo. El espectro alargó una mano fantasmal hacia el kender, que seguía cubierto con el yelmo, tan tranquilo, sin noción del espanto que tenía ante sí.
Rhys intentó advertirle, pero tenía la garganta y la boca tan secas que le fue imposible emitir sonido alguno. Podría haber mandado a Atta, pero la perra temblaba, aterrada.
—Guau, madre mía, qué frío hace de repente —dijo Beleño, cuya voz resonó dentro del yelmo.
Por fin se las arregló para aflojar la visera y ésta se alzó de golpe.
—¡Oh, vaya, hola! —dijo al espectro, que tenía la mano a unos centímetros de su cara—. Lo siento, no sabía que anduvieses por aquí. ¿Cómo estás?
Al oír la voz del kender, el espectro dejó caer la mano. Se quedó vacilante delante de Beleño, como si intentara decidir sobre algo.
Sobrecogido, Rhys escuchaba y observaba al tiempo que trataba de darle algún sentido a lo que estaba pasando. Nada, ni en su aprendizaje ni en sus plegarias ni en sus meditaciones, lo había preparado para algo así. Acarició a Atta para tranquilizar al animal y a la vez tranquilizarse a sí mismo. Era grato tocar algo cálido y vivo.
Beleño se quitó el yelmo y lo dejó caer al suelo.
—Lo siento. ¿Era tuyo? —Se fijó en que al espectro le faltaba casi la mitad del cráneo—. Oh, vaya, supongo que no. Probablemente te habría venido bien. De modo que las cosas no te han ido muy bien. ¿Te gustaría hablar conmigo de ello?
Por lo visto el espectro se puso a hablar, aunque Rhys no oía su voz. Sí vio que la mano espectral hacía gestos furiosos y la cabeza se giraba para mirar a lo lejos.
El kender escuchaba con tranquila atención, su expresión una mezcla de compasión e interés.
—Aquí no hay nada para ti ya —dijo finalmente—. Tu esposa se ha casado con otro. Tuvo que hacerlo, aunque lloraba por ti y te echaba de menos. Había que criar a los niños y ella sola no podía llevar la granja. Tus compañeros brindaron por ti y dijeron cosas como: «¿Recuerdas esa vez que Charley hizo tal y tal cosa?». Pero ellos también han seguido adelante con sus vidas. Tú necesitas seguir adelante con la tuya. No, no intento ser gracioso. La muerte forma parte de la vida. Una parte, digamos, oscura y callada, pero no por eso deja de ser una parte. No consigues nada quedándote por aquí ni quejándote de lo injusto que fue todo. —Beleño escuchó un momento y luego añadió:
«Puedes enfocarlo así o puedes mirarlo desde el punto de vista de que lo desconocido está lleno de nuevas y atrayentes posibilidades. Cualquier cosa será mejor que esto, ¿verdad? Andar merodeando por aquí, solo y perdido. Al menos piensa en lo que te he dicho, ¿vale? ¿Por casualidad no jugarás al khas? ¿Quieres echar una partida antes de marcharte?
Por lo visto al espectro no le interesaba la proposición. La figura fantasmal empezó a disiparse como niebla bajo la luz de la luna.
—¡Oh, casi lo olvido! —gritó Beleño—. ¿Has visto a Chemosh o has sabido algo sobre él últimamente? Chemosh, el dios de los muertos. ¿Que nunca has oído hablar de él? Bueno, gracias de todos modos. ¡Buena suerte! Que tengas buen viaje.
Rhys intentó recoger los añicos de lo que él había creído que sabía sobre la vida y la muerte, ponerlos en orden y volver a ensamblarlos. Finalmente comprendió que era incapaz y se limitó a tirarlos. Era hora de empezar de nuevo. Se encaminó hacia donde Beleño se encontraba. El kender miraba el yelmo y a continuación miraba el saquillo, como si tratara de resolver si cabría dentro.
Al oír ruido, volvió la cabeza. Una expresión alegre asomó a su rostro. Soltó el yelmo y corrió hacia el monje y la perra.
—¡Rhys! ¿Has visto eso? ¡Un espectro! Era una especie de alma en pena. Casi todos se muestran más animados, por así decirlo. Ah, y no sabía nada sobre Chemosh. Supongo que murió antes de que los dioses regresaran. Espero que se sienta mejor ahora, que ha pasado a la siguiente etapa de su viaje. ¿Qué le pasa a Atta? No estará enferma, ¿verdad?
—Beleño, quiero disculparme —manifestó Rhys, contrito.
La cara del kender se arrugó en una mueca perpleja.
—Si quieres, Rhys, hazlo. A mí no me importa. ¿Con quién quieres disculparte?
—Contigo, Beleño —contestó el monje, sonriente—. Dudaba de ti y te espié. Lo lamento.
—¿Dudabas de...? —El kender hizo una pausa. Miró a Rhys, miró a la perra, miró en torno al campo de batalla—. Entiendo. Me seguiste para estar seguro de que no te mentí al decir que podía hablar con los muertos.
—Sí. Lo siento. Debí confiar en ti.
—No importa —repuso Beleño, aunque soltó un suspiro—. Estoy acostumbrado a que no se fíen de mí. Va incluido en el lote. —¿Querrás perdonarme? —preguntó el monje. —¿Has traído algo de comida?
Rhys busco en la bolsa y sacó un trozo de queso que le tendió al kender. —Te perdono —dijo Beleño, que dio un mordisco enorme, satisfecho, al queso. Echó una ojeada a Rhys—. Qué raro. —Es un queso de cabra corriente...
—No digo el queso. Está muy rico. Me refiero a que es raro que el espectro no conociera a Chemosh. Ni el dios ni sus clérigos visitaron a ninguno de los espectros, fantasmas o aparecidos que he visto. Cierto, Chemosh no andaba por aquí cuando ese espectro en particular estaba vivo, pero creo que si yo fuera el Señor de la Muerte lo primero que haría al regresar sería mandar a mis clérigos a hacer un barrido por los campos de batalla, las mazmorras y los cubiles de dragones para esclavizar a tantos espíritus errantes como pudiera encontrar a fin de que me sirvieran.
—Tal vez a los clérigos se les pasó éste por alto, simplemente —sugirió Rhys.
—No creo. —Beleño masticó el queso con gesto pensativo.
—Entonces ¿qué crees que pasa? —lo acució Rhys, realmente interesado en oír la opinión del kender. En la hora anterior había desarrollado un gran respeto por él.
Beleño contempló el campo oscuro y vacío.
—Creo que Chemosh no necesita esclavos muertos.
—¿Y eso por qué?
—Porque está encontrando esclavos entre los vivos.
—Como mi hermano —dijo Rhys con una repentina sensación de frío en la boca del estómago. Aparte de la primera conversación en el cementerio, cuando Rhys le había contado a Beleño lo de Lleu y los asesinatos, los dos no habían hablado mucho de ello. Era un tema sobre el que a Rhys no le gustaba explayarse. No obstante, Beleño parecía haber reflexionado sobre ello.
El kender asintió. Le devolvió el trozo de queso que no se había comido y Rhys lo guardó de nuevo en la bolsa con gran decepción por parte de Atta.
—¿Y cómo crees que Chemosh lo está haciendo? —preguntó el monje. —Lo ignoro. Pero si tengo razón, da mucho miedo. Rhys estaba de acuerdo con él. Daba mucho miedo.
Haven era una ciudad grande, la más grande que había visto Rhys hasta entonces. Beleño y él se pasaron varios días pateando de aquí para allí, dando la descripción de su hermano, buscando a alguien que hubiese visto a Lleu. Cuando finalmente dieron con el dueño de una taberna que se acordaba de él, Rhys descubrió que su hermano no se había quedado mucho tiempo en Haven, sino que se había marchado casi de inmediato. Lo más probable era que hubiese ido a Solace, considerando que todo el mundo que viajaba por Abanasinia acababa yendo a Solace. Así pues, Rhys, Beleño y Atta continuaron viaje.
De pequeño Rhys había estado en Solace con su padre y recordaba muy bien la ciudad, famosa en leyendas y la tradición popular por el hecho de que sus casas y comercios estaban construidos entre las ramas de los enormes vallenwoods. Su mero nombre conjuraba imágenes de un lugar donde los heridos en cuerpo, mente y alma podían ir para hallar consuelo.
Los recuerdos infantiles de Rhys sobre Solace eran de una ciudad de gran belleza y de gente amistosa. Encontró Solace muy cambiada. La ciudad había crecido para convertirse en una urbe ruidosa y ajetreada donde reinaba la confusión y el alboroto y que rugía con voz estentórea. A decir verdad, Rhys no habría reconocido el lugar de no ser por la legendaria posada El Ultimo Hogar. E incluso la posada había cambiado al crecer y agrandarse, de forma que ahora se extendía sobre las ramas de varios vallenwoods.
Debido a que las viviendas originales se habían construido en las copas de los árboles, los ciudadanos de Solace no habían necesitado levantar murallas para proteger sus hogares y negocios. Eso había funcionado bien en los tiempos en los que Solace fue una villa. Ahora, sin embargo, los viajeros entraban y salían de la ciudad sin restricción, sin guardias que hicieran preguntas. Gente de todo tipo llenaba las calles: elfos, enanos, kenders a montones. Rhys vio más razas diferentes en treinta segundos en Solace que en sus treinta años de vida.
Se quedó estupefacto al ver a dos draconianos, un varón y una hembra, que paseaban por la calle principal con tanta tranquilidad como si el lugar les perteneciera. La gente se apartaba para evitar a los «lagartos», pero nadie parecía alarmado por su presencia, excepto Atta, que gruñó y les ladró. Oyó comentar a alguien que eran de la ciudad draconiana de Teyr y que estaban allí para reunirse con unos Enanos de las Colinas y tratar unos acuerdos comerciales.
Enanos gullys se peleaban y revolvían en la basura, y un rostro de rasgos goblins miró de soslayo a Rhys desde las sombras de un callejón. El goblin desapareció cuando una tropa de guardias, armados con picas y equipados con cotas de malla, pasaron calle adelante acompañados por una caterva de chiquillos que llevaban cacerolas en la cabeza y empuñaban palos.
La humana era la raza predominante. Humanos de piel negra procedentes de Ergoth se mezclaban con bárbaros de las Llanuras toscamente vestidos y con palanthinos ricamente engalanados, todos ellos empujándose y dándose codazos e intercambiando insultos.
También todas las profesiones tenían representación en Solace. Tres hechiceros, dos con Túnica Roja y uno con Túnica Negra, chocaron con Rhys. Iban tan absortos en su discusión que ni siquiera repararon en él ni se disculparon. Un grupo de actores, que se referían a sí mismos como la Compañía Itinerante Gilean, venían danzando calle abajo al toque de un tambor y panderetas, con lo que el nivel de ruido aumentó. Todos tenían algo que vender o buscaban algo que comprar, y todos gritaban a voz en cuello.
Mientras todo esto ocurría al nivel del suelo, Rhys alzó la vista para ver a más gente que se desplazaba por las pasarelas y los puentes de cuerda que iban de un vallenwood a otro como filamentos de seda de una gigantesca telaraña. Al parecer, el acceso al nivel de las copas de los árboles estaba restringido, porque el monje reparó en que había guardias apostados en distintos puntos que hacían preguntas o impedían el paso a aquellos que no conseguían convencerlos de que tenían asuntos que tratar arriba.
Mientras caminaba trabajosamente por el barrizal ocasionado por el continuo tráfago de personas, animales y vehículos, Rhys se maravilló de los cambios habidos en Ansalon durante el tiempo que él había pasado aislado en el mundo invariable del monasterio. Por lo que veía, no se había perdido gran cosa. El ruido, las vistas, los olores —que iban del hedor a basura podrida hasta la peste de gullys sucios, desde el tufo a pescado de un día hasta el aroma a carne a la brasa y a pan recién sacado del horno del panadero— despertaban en Rhys el anhelo por la soledad y la calma de las colinas, la simplicidad de su vida anterior.
A juzgar por su comportamiento, Atta coincidía con él. Alzaba la vista hacia su amo con frecuencia, los ojos marrones rebosantes de confusión pero con plena confianza en que los guiaría para salir de aquella vorágine. Rhys le daba palmaditas en la cabeza para infundirle confianza aunque él mismo se sentía intranquilo. Puede que estuviera desalentado por el tamaño de Solace, por la cantidad ingente de personas, pero eso no cambiaba su resolución de seguir buscando a su hermano. Al menos sabía dónde buscar. Pocas veces había dejado de entrar Lleu en una posada o taberna a lo largo del camino.
Rhys tenía otra opción, o eso esperaba. La idea se le ocurrió al ver un pequeño grupo de clérigos de negra túnica que caminaban abiertamente por la calle. Era muy probable que una ciudad del tamaño y disposición de Solace contara con un templo dedicado a Chemosh.
El monje volvió sobre sus pasos en dirección a la famosa posada El Último Hogar con la idea de empezar allí a buscar información. Tuvo que pararse en una ocasión para sacar a Beleño de un grupo de kenders que se habían agarrado a él como si fuese un primo perdido mucho tiempo atrás (cosa, de hecho, que dos de ellos afirmaban ser).
La famosa posada donde, según la leyenda, los Héroes de la Lanza acostumbraban a reunirse, estaba a tope. La gente hacía cola para poder entrar. Conforme se marchaban unos clientes se admitía la entrada del mismo número de los que esperaban. La cola empezaba al pie de la larga escalera espiral y se extendía calle abajo. Rhys y Beleño se pusieron al final y esperaron pacientemente. El monje observaba a los que subían y bajaban la escalera con la esperanza de que uno de ellos fuese Lleu.
—¡Fíjate cuánta gente! —exclamó Beleño con entusiasmo—. Estoy seguro de poder recaudar unas cuantas monedas de cobre aquí. Ese cabrito asado huele de maravilla, ¿verdad, Atta?
La perra estaba sentada junto a Rhys y su mirada iba y venía de su amo al kender. A Beleño le alegraba pensar que Atta había desarrollado un verdadero afecto por él, porque nunca lo perdía de vista, y Rhys no quería desengañar a su compañero. Atta se había aficionado al «pastoreo de kender» del mismo modo que se había aficionado a pastorear ovejas.
Mientras observaba a los que se iban de la posada, Rhys oía la charla de la gente a su alrededor y pilló algunos chismes locales; confiaba oír algo que lo condujera hasta Lleu. Beleño se afanaba en ofrecer sus servicios e informaba a los que estaban delante en la cola que los pondría en contacto con cualquier familiar que hubiese salido de esta espiral mortal al módico precio de una moneda de acero, pagadera a la comunicación con el mencionado familiar. La vigilante perra, mientras tanto, cuidaba de que el kender no «cogiera prestado» de forma accidental algún saquillo, bolsa, daga, anillo o pañuelo, metiendo el cuerpo entre Beleño y cualquier posible «cliente».
Por lo general la multitud estaba de buen humor a pesar de que había que esperar. Ese buen ambiente se rompió de repente.
—Quizá no me oísteis la primera vez, caballeros —dijo un hombre, que levantó la voz—. No tenéis derecho a colaros delante de mí.
Rhys miró hacia atrás, como todos los que había a su alrededor.
—¿Has oído algo, Gregor? —preguntó uno de los hombres a quien iba dirigida esa observación.
—No, Tak—contestó su amigo—. Pero sí que huelo algo. —Puso énfasis en el verbo—. Deben de haber conducido una piara de cerdos a través de la ciudad hoy.
—Oh, te equivocas, Gregor—dijo su amigo con una seriedad socarrona—. No ha sido una piara lo que han dejado entrar en la ciudad. Los cerdos son animales que huelen bien, a limpio, comparados con esto. ¡Deben de haber dejado pasar a un elfo!
Los dos estallaron en carcajadas. A juzgar por los delantales de cuero, los fuertes brazos y hombros y las manos y caras manchadas de hollín eran algún tipo de trabajadores del metal, ya se trataran de ferreteros o herreros. El hombre objeto de su mofa vestía las ropas verdes de guardabosque. Llevaba la capucha echada de manera que no se le veía la cara, pero el cuerpo esbelto, los movimientos gráciles y el timbre melódico de su voz no dejaban lugar al error.
El elfo no replicó. Salió de la fila, rodeó a los dos humanos y se puso de nuevo en la cola, delante de ellos.
—¡Tú, asqueroso comehierba, quítate de en medio! —El hombre llamado Gregor agarró al elfo por el hombro y lo giró bruscamente.
Hubo un centelleo de acero y Gregor saltó hacia atrás.
El elfo empuñaba un cuchillo.
Los dos humanos intercambiaron una mirada; luego, cerrando los enormes puños, avanzaron hacia el elfo.
Éste estaba listo para arremeter cuando de repente se encontró con el camino obstaculizado al interponerse Rhys entre los adversarios. El monje no levantó la voz ni alzó el bastón.
—Podéis ocupar mi lugar, caballeros —dijo.
Los hombres —los tres— lo miraron de hito en hito, boquiabiertos.
—Estoy el primero de la fila, al pie de la escalera —siguió Rhys en tono apacible—. Allí, donde hay un kender y una perra esperando. Seremos los próximos en subir. Estaré encantado de que ocupéis mi sitio, los tres.
—No necesito tu ayuda, monje. Puedo ocuparme de estos dos yo solo —dijo el elfo con vehemencia detrás de él.
—¿Derramando sangre? —inquirió Rhys, que se volvió a mirarlo—. ¿Qué se conseguirá con ello?
—¿Monje? —repitió uno de los humanos mientras observaba a Rhys con incertidumbre.
—Por su arma es un monje de Mantis —intervino el elfo—. O Majere, como lo llamáis vosotros, los humanos. Aunque nunca había visto uno que llevara ropas verde mar —añadió con desdén.
—Ocupad mi sitio, señores —repitió Rhys al tiempo que gesticulaba hacia la escalera—. Una jarra de cerveza fría aplacará el ánimo alterado, ¿verdad?
Los dos humanos intercambiaron una mirada. Después miraron a Rhys y a su bastón. Aquello no pintaba bien. Si hubiesen tenido el apoyo de la multitud quizá habrían seguido con la discusión. No obstante, saltaba a la vista que la oferta de Rhys le había gustado a la gente. A lo mejor esos dos eran unos conocidos bravucones, ya que muchos sonreían al reparar en su frustración.
Ambos bajaron los puños.
—Vamos, Tak, ya no tengo hambre —dijo mordazmente uno mientras giraba sobre sus talones—. La peste me ha quitado el apetito.
—Sí, puedes beber con los de su clase si quieres, monje —se mofó el otro—. Lo que soy yo, antes tomaría agua estancada.
—Esta pelea era mía, monje —gruñó el elfo detrás de Rhys—. No tenías derecho a entrometerte.
También él se marchó, en dirección contraria.
Rhys volvió a su sitio en la fila. Algunos aplaudieron y una anciana alargó la mano y le tocó la raída túnica para «que le diera suerte». El monje se preguntó qué pensaría si supiera que no era realmente un monje de Majere sino un seguidor juramentado de Zeboim. Con un suspiro para sus adentros comprendió que probablemente habría dado igual. Les había caído bien, a la anciana y a la multitud, del mismo modo que se habrían sentido satisfechos con una función de títeres.
Ocupó su sitio junto a Beleño, que observaba ávidamente, admirado y excitado. Un hombre que regulaba el acceso a la posada interrumpió las anhelantes preguntas del kender.
—Sube, monje —llamó a la par que hacía un gesto para que entraran—, antes de que ahuyentes a los demás clientes.
Todos se echaron a reír y la multitud aplaudió mientras Rhys, Beleño y la perra subían la escalera; el kender saludó con la mano y se inclinó precariamente sobre la barandilla.
—¿Alguno de vosotros querría entrar en contacto con un ser amado que ha pasado a mejor vida? —preguntó a voces—. Puedo hablar con los muertos...
Rhys lo agarró por el hombro y lo condujo suavemente a través de la puerta abierta.
La posada El Ultimo Hogar había alcanzado fama imperecedera durante la Guerra de la Lanza ya que fue allí donde los legendarios Héroes de la Lanza iniciaron una búsqueda que acabaría con la derrota de Takhisis, Reina de la Oscuridad. La posada pertenecía a los descendientes de dos de aquellos héroes, Caramon y Tika Majere. Al prestar atención al chismorreo mientras esperaban en la fila, Rhys se había enterado de muchas cosas sobre la posada, sus propietarios y Solace en general.
Una hija, Laura Majere, dirigía el establecimiento. Palin, su hermano, había sido antaño un afamado hechicero, pero en la actualidad era alcalde mayor de Solace. Había algún tipo de escándalo relacionado con su esposa, pero al parecer estaba resuelto. Laura y Palin tenían una hermana, Dezra. La gente ponía los ojos en blanco cuando se la mencionaba. El alguacil de Solace era un amigo de Palin, un antiguo caballero solámnico llamado Gerard. Por lo visto era un alguacil popular, con reputación de ser duro pero justo. El suyo era un trabajo ingrato, al menos en opinión de los parlanchines, ya que Solace había crecido demasiado, en perjuicio propio. Además, estaba ubicada cerca de la frontera de lo que en tiempos había sido el reino elfo de Qualinesti. La dragona Beryl había expulsado a los elfos de sus hogares y en la actualidad Qualinesti era un territorio salvaje, anárquico e incivilizado, refugio de bandas errantes de forajidos y goblins.
La posada El Ultimo Hogar había experimentado varios cambios con el paso de los años. Aquellos que la recordaban de los tiempos de la Guerra de la Lanza no la habrían reconocido ahora. Los dragones la habían destruido dos veces (quizá más, había una discusión al respecto) y además de reconstruirla se le habían hecho varias ampliaciones y renovaciones. El famoso mostrador hecho con el vallenwood seguía en su sitio. La chimenea, junto a la que antaño se sentaba el tristemente célebre hechicero Raistlin Majere, se había desplazado a otro punto para dejar espacio para más mesas. Se había construido una ala más para acoger al creciente número de viajeros. La cocina ya no estaba en su antigua ubicación, sino en otra completamente diferente. La comida seguía siendo buena —mejor, según algunos— y de la cerveza aún se hablaba en términos casi reverentes por parte de los conocedores de todo Ansalon.
Al entrar Rhys se quedó impresionado con la atmósfera que reinaba en la posada, que era alegre sin resultar bulliciosa o escandalosa. Las atareadas camareras encontraban tiempo para reír e intercambiar amistosas pullas con los clientes habituales. Un gully que manejaba una escoba mantenía el suelo impoluto. Las largas mesas de tablones donde tomaba asiento la clientela estaban limpias.
Beleño se lanzó de inmediato a su discurso. El kender habló muy de prisa, ya que sabía por experiencia que rara vez llegaba lejos antes de que lo hicieran callar de forma expeditiva.
—Puedo hablar con los muertos —anunció en voz alta, que se oyó claramente por encima de las risas, los gritos y el ruido del peltre y la loza—. ¿Hay alguien que tenga seres queridos que hayan muerto recientemente? En tal caso, puedo hablar con ellos en vuestro nombre. ¿Son felices en ese estado? Os lo puedo decir. ¿No se encuentra el testamento de tío Wat? Puedo enterarme dónde lo dejó a través de su espíritu. ¿Olvidaste decirle a tu difunto esposo cuánto lo querías? Puedo transmitirle tus recuerdos...
Algunos clientes no le hicieron el menos caso. Otros miraron al kender con expresiones que iban de la sonrisa divertida a la conmoción e indignación. Unos cuantos empezaron a mostrarse seriamente ofendidos.
—Atta, aparta—ordenó Rhys en voz baja, y la perra se puso en movimiento.
Trotó hasta el kender y le empujó las piernas con el cuerpo de forma que a Beleño no le quedó más opción que retroceder o irse al suelo por encima del animal.
—Atta, buena chica —dijo el kender mientras le daba palmaditas en la cabeza con aire distraído—. Jugaré contigo en otro momento. Ahora tengo que trabajar, ¿sabes...?
Intentó rodearla y trató de pasar por encima. Atta lo esquivaba y zigzagueaba y al mismo tiempo seguía obligando al kender a que retrocediera, hasta que lo tuvo arrinconado limpiamente en una esquina, con una mesa y unas sillas cerrándole la salida por uno y otro lado y ella muy tranquila por delante.
Atta se tumbó. Si Beleño hacía el menor movimiento, volvía a ponerse en pie. No gruñía, no se mostraba amenazadora. Simplemente se aseguraba de que el kender se quedara quieto.
Mientras los parroquianos de la posada observaban la escena con asombro, una camarera se acercó presurosa y se ofreció a conducir a Rhys hasta una mesa.
—No, gracias —dijo él—. He venido por información, nada más. Busco a alguien...
—Sé que los monjes de Majere hacen voto de pobreza —lo interrumpió la camarera—. No importa. Eres invitado de la posada hoy. Hay comida y bebida para ti y esterillas en la sala común para ti y para tu amigo.
Echó una mirada hacia Atta y Beleño, pero si por «amigo» se refería al animal o al kender no quedó claro.
—Te lo agradezco, pero no puedo aceptar tu oferta, que es muy amable pero no aplicable en mi caso. No soy un monje de Majere. Como he dicho, busco a alguien y pensé que quizá hubiese pasado por aquí. Se llama Lleu...
—¿Hay algún problema, Marta?
Un hombre alto y fornido, con una mata de pelo color de paja y un rostro que podría denominarse feo de no ser por la firmeza de los rasgos y por la sonrisa cordial, se acercó a donde Rhys y la camarera hablaban. Iba vestido con jubón de cuero y llevaba una espada a la cintura y una cadena dorada en el cuello, todo de excelente calidad.
—Este monje ha rehusado nuestra hospitalidad, alguacil —dijo la camarera.
—No puedo aceptar su caridad, señor —explicó Rhys—. La recibiría de manera fraudulenta. No soy monje de Majere.
El hombre le tendió la mano.
—Gerard, alguacil de Solace —se presentó, sonriente. Dirigió una mirada de admiración a la perra y al atrapado kender—. Supongo que no buscarás trabajo, hermano, pero si lo quieres estaré encantado de contratarte. He visto la forma en que actuaste ahí abajo, en la fila, hace un rato. Y esa perra «pastora de kenders» tuya vale su peso en acero.
—Me llamo Rhys Alarife. Gracias por la oferta, pero he de rechazarla. —Rhys hizo una pausa y después añadió suavemente—: Si estabas viendo lo que ocurría entre esos dos hombres y el elfo, alguacil, ¿por qué no interviniste?
Gerard esbozó una sonrisa pesarosa.
—Si corriera de aquí para allí tratando de impedir todas las riñas a cuchillo que hay en Solace, hermano, no haría nada más. Empleo el tiempo en asuntos más importantes, como tratar de evitar que la ciudad sea atacada, saqueada y arrasada hasta los cimientos. Gregor y Tak son los bravucones del lugar. Si las cosas se hubieran salido de madre, habría bajado para apaciguar a esos chicos. Tenías la situación controlada, o eso me pareció. En consecuencia, hermano, tú, la perra y el kender seréis mis invitados para la cena. Es lo menos que puedo hacer por ti, ya que tú te ocupaste de hacer mi trabajo por mí hoy.
A Rhys le pareció que debía aceptar la oferta, y así lo hizo.
—Está bien. Atta —llamó, y la perra se levantó de un salto y regresó a su lado.
Beleño se dirigía hacia el monje cuando lo abordó una mujer de mediana edad que llevaba un chai negro por encima de la cabeza y que dijo que quería hablar con él. Los dos se sentaron y en seguida estaban enfrascados en la conversación; el kender tenía una expresión conmiserativa mientras la mujer se enjugaba los ojos con el repulgo del chai.
—Enviudó recientemente —aclaró Gerard, que miraba al kender con el entrecejo fruncido—. No me gustaría que nadie se aprovechara de su dolor, hermano.
—El kender es lo que se llama un «acechador nocturno», alguacil —explicó Rhys—. Es verdad lo que dice. Puede... hablar con los muertos. Gerard se mostraba escéptico.
—¿De veras? Había oído algo sobre gente como él, pero ignoraba que existieran de verdad. Imaginaba que era simplemente otro cuento que esos pequeños granujas se habían inventado para incordiar.
—Respondo por Beleño, alguacil —dijo Rhys, sonriente—. No es el típico kender de dedos ligeros. Es capaz de comunicarse con los muertos. Lo he visto hacerlo. A menos, claro, que el espíritu en cuestión haya seguido su camino, en cuyo caso puede transmitir tal información. Tal vez le sirva de consuelo a la viuda.
—Una vez conocí a un kender. —Gerard miraba a Beleño mientras hablaba en voz baja, más para sí mismo que para Rhys—. Tampoco era el típico kender. Le daré a éste una oportunidad, hermano, sobre todo si tú respondes por él.
Un instante después Beleño se acercaba presuroso.
—La viuda y yo vamos al cementerio para hablar con su marido. Lo echa de menos terriblemente y quiere asegurarse de que él se las apaña bien sin ella. Supongo que estaré fuera gran parte de la tarde. ¿Dónde nos encontramos?
—Puedes reunirte con tu amigo aquí —dijo Gerard, que se adelantó a Rhys—. Tenéis sitio para dormir en la sala común esta noche.
—¡Se acabó dormir en establos! Es maravilloso. Me estoy hartando del olor de los caballos —exclamó Beleño, y, antes de que Rhys pudiera contradecir al alguacil, el kender había salido disparado de la posada.
—Te hago responsable de vaciarle los bolsillos cuando regrese —dijo Gerard, que miraba al monje.
—No tienes que preocuparte por eso. A Beleño no se le da bien «tomar cosas prestadas». Si lo intenta, es tan inepto que casi siempre le pillan con las manos en la masa. Está mucho más interesado en hablar con los muertos.
Gerard resopló y sacudió la cabeza. Sentado enfrente de Rhys a la mesa, el alguacil observó al monje con curiosidad, más interesado en él que en el kender, ya que, los dioses lo sabían, miembros de esa raza había más que de sobra en Solace.
La camarera llevó unos cuencos de sabroso guiso, tan abundante la carne y la verdura que Rhys casi no podía meter la cuchara. La camarera dejó un cuenco con agua y un hueso con mucha carne para Atta, que aceptó la invitación tras echar una ojeada a Rhys y aguantar que la muchacha le diese palmaditas en la cabeza. Atta se metió con el hueso debajo de la mesa, se tumbó a los pies de Rhys, y empezó a morderlo con entusiasmo.
—¿Dijiste que buscabas a alguien? —preguntó Gerard, que se recostó en el respaldo y miró a Rhys con unos ojos de un sorprendente color azul—. No intento siquiera mantener contacto con todo aquel que entra en Solace, pero estoy bastante al tanto. ¿A quién buscas?
Rhys explicó que buscaba a su hermano. Describió a Lleu con la túnica de clérigo de Kiri—Jolith y pasando todo el tiempo en tabernas y cervecerías.
—¿De dónde eres?
—De Staughton —contestó el monje. El alguacil enarcó las cejas.
—Has hecho un largo viaje en pos de ese joven, hermano, y te has tomado muchas molestias. Me da la impresión de que hay algo más en esto que una familia preocupada por un joven vagabundo.
Rhys había decidido callar la verdad sobre su hermano, consciente de que si les decía a todos que Lleu era culpable de asesinato, lo perseguirían y lo matarían como a una bestia salvaje. Rhys descubrió que le caía bien este hombre, Gerard, cuya actitud sosegada armonizaba bien con la suya propia. Si Rhys encontraba a Lleu se vería obligado a entregarlo a las autoridades locales hasta que se lo pudiera llevar ante la justicia del Profeta de Majere. El Profeta sería el que decidiría la suerte de Lleu puesto que su crimen se había perpetrado en uno de los monasterios. Rhys decidió contarle al alguacil parte de la historia al menos.
—Lamento decir que mi hermano se ha convertido hace poco en un seguidor de Chemosh, el Dios de la Muerte —empezó—. Me temo que es víctima de algún hechizo maligno lanzado sobre él por una discípula de Chemosh. Tengo que encontrar a Lleu a fin de que ese encantamiento se rompa, si es que es posible.
—Primero Takhisis y ahora Chemosh —rezongó Gerard mientras se pasaba los dedos por el cabello, con lo que consiguió que se le pusiera de punta—. A veces me pregunto si el retorno de los dioses fue realmente beneficioso. Nos iba bien solos, si excluimos a los grandes señores dragones, por supuesto. Ya tenemos problemas de sobra ahora con los elfos desterrados, los rumores de un ejército goblin agrupándose al sur de Qualinesti, y nuestro barón mangante del lugar, el capitán Samuval. No necesitamos que dioses como Chemosh se dejen caer por aquí para complicar más las cosas. Claro que supongo que debes de haber llegado a esa misma conclusión, Rhys, puesto que has dejado de ser monje de Majere ¿eh? Vistes ropas de monje, sin embargo, de modo que has de ser algún tipo de monje.
—Entiendo el porqué de que se te eligiera para este cargo, alguacil —comentó Rhys, que buscó con los suyos los ojos azules y les sostuvo la mirada—. Tienes la habilidad de sondear a un hombre sin que él tenga la sensación de que lo estás interrogando.
—Sin ánimo de ofender, hermano. —Gerard se encogió de hombros—. Soy un buen alguacil porque me gusta la gente, incluso los granujas. Éste es un trabajo con el que uno nunca se aburre. Eso puedo asegurártelo. —Apoyó los codos en la mesa y observó atentamente a Rhys.
«Aquí estás, un monje que lleva la vida de un monje de Majere y que actúa como un monje de Majere pero que afirma no ser un monje de Majere. ¿A ti no te resultaría interesante eso?
—Para mí todo lo relacionado con la humanidad es interesante, alguacil —respondió Rhys.
Gerard iba a responder cuando interrumpieron su conversación. Uno de sus hombres entró en la posada y se dirigió hacia él con premura. Los dos conferenciaron en voz baja y el alguacil se puso de pie.
—El deber me llama, me temo. No he visto a tu hermano, pero estaré ojo avizor por si aparece. Te encontraré aquí, supongo.
—Sólo si se me da alguna tarea con la que ganarme la estancia —respondió firmemente Rhys.
—¿Ves? ¿Qué te decía? Cuando se ha sido monje, siempre se es monje. —Gerard sonrió, volvió a estrechar la mano a Rhys y se marchó. Sólo había dado unos pasos cuando volvió—. Casi lo olvido. Hay un templo abandonado a unas manzanas de la plaza, en lo que los vecinos llaman Ringlera de Dioses. Al parecer, en tiempos, ese templo estuvo dedicado a Chemosh. Ha permanecido vacío desde que se tiene memoria en el lugar, pero ¿quién sabe? A lo mejor ha vuelto. Ah, y hay una taberna apartada, en las afueras, que se llama el Abrevadero. La frecuentan jóvenes tarambanas. Podrías intentar buscar a tu hermano allí.
—Gracias, alguacil, investigaré las dos cosas —respondió Rhys, agradecido por la información.
—Buena caza —deseó Gerard, que se despidió con un ademán mientras se alejaba.
Rhys se terminó el guisado y llevó el cuenco a la cocina, donde acabó por convencer a la renuente Laura Majere de que le permitiera trabajar
para pagar su hospedaje. Tras ordenar a Atta que se quedara en un rincón donde no estorbaría, Rhys lavó los platos, subió agua y leña por la escalera de la cocina y cortó patatas, destinadas para usarlas en uno de los platos más famosos de la posada.
La tarde se hallaba avanzada ya cuando Rhys concluyó aquellas tareas. Beleño no había regresado todavía, así que Rhys preguntó a la cocinera cómo ir al Abrevadero. Su pregunta fue recibida con una expresión sobresaltada. La cocinera estaba segura de que tenía que estar equivocado, pero Rhys insistió y, finalmente, la cocinera se lo dijo, e incluso llegó a salir al rellano de la escalera para señalar el camino que tenía que tomar.
Antes de marcharse, Rhys llevó a Atta al establo y le dio la orden de esperarlo allí. La perra se tumbó sobre la paja, con la cabeza apoyada en las patas, y lo miró. No le gustaba la orden, pero la obedecería de todos modos.
El monje había considerado la posibilidad de llevarla consigo. Era una perra obediente, una de las mejores que Rhys había entrenado, pero la había tomado con Lleu desde el principio y, después del violento ataque de su hermano contra él, Atta no esperaría la orden de su amo para tirarse a la garganta de Lleu.
Rhys le dio una palmada y unos trocitos de carne a modo de disculpa y para que comprendiera que no la estaba castigando, tras lo cual se marchó en dirección al Abrevadero, que por el nombre era justo el tipo de sitio que su hermano solía frecuentar.
Rhys no fue directamente al Abrevadero como había planeado. Al descubrir que Ringlera de Dioses estaba cerca de la plaza, decidió visitar el templo en ruinas de camino a las afueras. Quizá allí obtendría información que le sería útil para tratar con su hermano si por casualidad lo encontraba.
El final de la Guerra de los Espíritus había significado el retorno de los dioses y de sus clérigos, que realizaban milagros en nombre de sus dioses y así ganaban seguidores. Construyeron nuevos templos dedicados a las distintas deidades y allí en Solace, como en otras ciudades, los templos solían agruparse en la misma zona de la ciudad, igual que los comerciantes de espadas se ubicaban en la calle de Espaderías, los mercaderes de telas en la calle de los Pañeros, y las tiendas de artículos de magia en el callejón de los Magos. Había quienes decían que esto se debía a que los dioses, a los que ya había engañado en una ocasión uno de los suyos, podían vigilarse así unos a otros.
Ringlera de Dioses se hallaba situado cerca de la Tumba de los Últimos Héroes. Rhys paró para echar un vistazo al monumento que —comprobó con alivio— se mantenía fiel a la imagen de sus recuerdos infantiles. Unos caballeros solámnicos montaban guardia de honor delante de la tumba. Los kenders celebraban meriendas campestres en el prado y festejaban a su héroe, el famoso Tasslehoff Burrfoot. La tumba poseía esa solemnidad y reverencia que a Rhys le resultaban relajantes. Tras guardar un momento de respetuoso silencio por los muertos que descansaban en su interior, continuó hacia la calle donde vivían los dioses.
Ringlera de Dioses bullía de actividad, con varios templos en construcción. El de Mishakal era el más grande y magnífico, puesto que fue a Solace adonde había llegado su discípula, Goldmoon de Que—Shu, portando la milagrosa Vara de Cristal Azul. Debido a esto, los vecinos de Solace afirmaban que la diosa sentía un interés especial por ellos. El templo de Kiri—Jolith era casi igual de grande y se alzaba junto al de Mishakal. Rhys vio salir del templo a varios hombres vestidos con tabardos que los identificaban como caballeros solámnicos.
De pronto se quedó perplejo al ver que a continuación de esos dos templos había otro dedicado a Majere. No había esperado encontrarlo, aunque, pensándolo bien, supuso que tendría que haber estado preparado para esa posibilidad. Solace era una población situada en un cruce de caminos de primer orden en la región. Alzar allí un templo proporcionaba a los clérigos de Majere un fácil acceso a la parte más extensa del Ansalon occidental.
El monje cruzó la calle para ir por el lado opuesto del templo y se mantuvo en las sombras. Si los legos corrientes lo confundían con un monje de Majere, los clérigos del dios harían lo mismo y descubrirían en seguida la verdad, puesto que él ni siquiera intentaría mentirles. Podría ocurrir que lo abordaran, lo interrogaran y lo llevaran ante el abad superior para tener una «charla». Cabía la posibilidad incluso de que se hubieran enterado de los asesinatos a través del Profeta de Majere y quisieran discutir el asunto. Los clérigos llevarían buena intención, claro, pero Rhys no quería perder tiempo en responder a sus preguntas y tampoco creía estar a la altura de esa tarea.
Varios clérigos, con sus túnicas anaranjadas y cobrizas, trabajaban en el jardín del templo. Hicieron una pausa en su labor para mirarlo con curiosidad. Él siguió su camino, con la mirada al frente.
Un golpe de aire, el olor a mar y el tacto de un brazo enlazado con el suyo anunciaron la presencia de su diosa.
—Mantente pegado a mí, monje —ordenó Zeboim en tono perentorio—. Los entrometidos de Majere no repararán en ti así.
—No necesito tu protección, señora —dijo Rhys al tiempo que intentaba sin éxito librarse de su brazo—. Y tampoco la he pedido.
—Nunca me pides nada —repuso Zeboim—, y me encantaría complacerte.
Se apretó contra él de manera que el monje sintiera la calidez y suavidad de sus formas.
—Qué cuerpo tan duro y firme tienes —continuó Zeboim con tono admirado—. Será por esas caminatas que das, supongo. Monta un número —añadió con una voz suave como brisa estival con un asomo de tormenta—, y te pasarás el resto de la noche hablando de la bondad de tu alma en lugar de estar hablando con tu hermano.
—¿Sabes dónde está Lleu? —Rhys le asestó una mirada intensa.
—Lo sé, y tú también —contestó ella con una mirada significativa.
—¿En el Abrevadero?
—Ahora está allí, echándose a coleto vaso tras vaso de aguardiente enano. Está bebiendo tanto que cualquiera diría que sus fabricantes están al borde de la extinción. Y lo estarían, si dependiese de mí. Esos pequeños bastardos peludos... enanos.
—Gracias por la información, majestad —dijo Rhys mientras intentaba de nuevo soltarse—. He de ir a reunirme con Lleu...
—Desde luego que has de ir. Y lo harás. Pero no antes de que hagas una visita a mi santuario —lo interrumpió la diosa— Está calle abajo. Allí es adonde te dirigías, presumo.
—A decir verdad, majestad...
—Jamás le digas la verdad a una mujer, monje —advirtió Zeboim.
—Entonces, sí, allí es adonde me dirigía —contestó Rhys, sonriente.
—¿Y traes algún regalito para mí? —preguntó burlonamente la diosa.
—Todas mis pertenencias son esta bolsa y el emmine —dijo Rhys, todavía sonriente—. ¿Cuál os gustaría tener, majestad?
Zeboim contempló con desdén los objetos ofrecidos.
—Una apestosa bolsa de cuero y un palo. No quiero ninguno de los dos, gracias.
Pasaron delante del templo de Majere. Al ver a Rhys en compañía de una mujer, los clérigos comprendieron que no era uno de los suyos y volvieron a sus tareas. Más allá se alzaba el templo de Zeboim, una estructura modesta hecha de madera arrastrada por el mar hasta la playa, transportada allí desde la costa del Nuevo Mar, y adornada con conchas. Antes de llegar a la puerta, Zeboim se paró y se volvió hacia Rhys.
—Tu presente a tu diosa será un beso.
El monje le tomó la mano y se la besó respetuosamente.
Zeboim le cruzó la cara. Fue un bofetón fuerte que le dejó la piel ardiendo y la mandíbula dolorida.
—¿Cómo osas burlarte de mí? —demandó, echando chispas.
—No me burlo, majestad —contestó en voz baja Rhys— Muestro mi respeto por ti, como esperaría que me respetaras a mí y a los votos que he hecho, votos de pobreza y castidad.
—¡Hechos a otro dios! —replicó, desdeñosa.
—Hechos a mí mismo, majestad.
—¿Y a mí qué me importan tus estúpidos votos? ¡Y tampoco quiero tu respeto! —bramó la diosa—. ¡A mí hay que temerme, adorarme!
Rhys no se amilanó ante ella ni se tocó la mejilla, que le ardía. Zeboim se calmó de repente, adoptó una actitud peligrosamente tranquila, igual que los mares se tornan lisos y calmos antes de la tempestad.
—Eres un hombre insolente y obstinado. Te aguanto por una razón, monje. ¡Ay de ti si me fallas!
La diosa se marchó dejando a Rhys con la sensación de estar tan exhausto como si acabara de volver del campo de batalla. Zeboim no quería un seguidor. Quería atraparlo, hacerle su prisionero, obligarlo a trabajar para ella como un esclavo de galeras amarrado a las cadenas. Rhys contaba con una arma que utilizaría para mantenerla a distancia y ésa era la disciplina: disciplina de cuerpo y disciplina de mente. Zeboim no entendía de eso y no sabía cómo luchar contra ello. La ponía furiosa y, al mismo tiempo, la intrigaba. No obstante, Rhys sabía que llegaría el momento en el que la inconstante diosa dejaría de sentirse intrigada y daría rienda suelta a su ira.
Al extremo de la calle Rhys divisó el templo derruido de Chemosh, cuyas ruinas aparecían esparcidas entre parches de malas hierbas. Rhys no tenía necesidad de ir allí ya que sabía dónde encontrar a Lleu, pero decidió acercarse al templo de todos modos. Tenía toda la noche para ir al encuentro de su hermano, que no se marcharía pronto de la taberna. Volvió sobre sus pasos, en dirección al templo del Señor de la Muerte.
Tal vez se debía a la influencia del dios o quizá fue simplemente imaginación de Rhys, pero le dio la impresión de que las sombras de la cercana noche eran más espesas alrededor del templo que en otras zonas de la calle. Necesitaría luz para investigar y no llevaba linterna. Regresó al santuario de Zeboim, donde no vio señales de clérigos ni sacerdotisas. Nadie respondió a sus repetidas llamadas. Varias velas, colocadas en candelabros hechos de manera que semejaban barcas de madera, ardían en el altar, presentes para Zeboim ofrecidos con la esperanza de que cuidara de quienes navegaban por los mares o viajaban por vías fluviales tierra adentro.
—Dijiste que nunca te pedía nada, majestad —le dijo Rhys a la diosa—. Ahora te lo pido. Concédeme el regalo de la luz.
Rhys tomó una de las velas del altar y la sacó fuera del edificio. Un soplo de viento hizo que la llama titilara y por poco la apaga, pero la diosa cedió y, con la vela en la mano, el monje se dirigió a investigar el templo de Chemosh.
En la escalera derruida habían caído grandes cascotes y Rhys tuvo que salvarlos por encima para llegar a la puerta, y entonces descubrió que estaba bloqueada por una columna. Se coló dentro entrando a duras penas por una grieta en la pared. El suelo del templo se hallaba cubierto de polvo y cascotes. Los hierbajos habían crecido entre las grietas. El altar aparecía rajado y cubierto de correhuela. Todos los objetos sagrados para el dios habían desaparecido, ya fuera porque se los hubiesen llevado los clérigos o los saqueadores o ambos. Las huellas de los pies descalzos de Rhys eran las únicas marcadas en el polvo. El monje sostuvo la vela en alto y escudriñó el templo a su alrededor. Nadie había estado allí hacía mucho, mucho tiempo.
Rhys llevó la vela al santuario de Zeboim, la puso en una de las pequeñas barcas de madera y le dio las gracias a la diosa. Volvió sobre sus pasos, de nuevo en la dirección que lo conduciría al Abrevadero.
«Lo que quiera que Chemosh esté haciendo en el mundo, desde luego no es construir monumentos», se dijo Rhys mientras pasaba delante del hermoso templo de Mishakal, todo él de mármol blanco.
Aquel pensamiento le resultó inquietante, más de lo que lo habría alarmado encontrarse con un grupo de clérigos de ropajes negros moviéndose a hurtadillas por el interior del templo y levantando cadáveres a docenas. El Señor de la Muerte ya no se ocultaba en las sombras. Había salido a la luz del sol, caminaba entre los vivos y reclutaba seguidores como el malhadado Lleu.
Mas ¿con qué fin? ¿Con qué propósito?
Rhys no tenía ni idea. Cuando diera con su hermano esperaba obtener respuestas.
—¡Hola, Rhys! —Beleño apareció en la penumbra y se acercó corriendo a él—. Me dijeron en la posada adonde habías ido y se me ocurrió venir a reunirme contigo. ¿Y Atta?
—La dejé en la posada.
—La gente de aquí es agradable —comentó el kender—. No me dejan entrar en un montón de sitios, pero la dama que regenta la posada, ya sabes, la bonita mujer metida en carnes, de cabello pelirrojo... En fin, que me dijo que tiene debilidad por los de mi raza. Uno de los mejores amigos de su padre fue un kender.
—¿Pudiste ayudar a la viuda a comunicarse con su esposo? —preguntó Rhys.
—Lo intenté. —Beleño sacudió la cabeza—. Su alma había pasado a la siguiente etapa del viaje. No lo creerás, pero estaba que trinaba. Creía que se había largado con alguna fulana. Intenté explicarle que no funciona así, que su alma se marchó ensanchando sus horizontes. Dijo que eso se le daría bien, ya que tanto le gustaba callejear. Por lo visto fue siempre muy faldero. Y que se va a casar con el panadero y que así se las pagará. No me dio dinero, pero me llevó a conocer al panadero, que me dio un pastel de carne.
Los dos recorrieron las calles y dejaron atrás las zonas concurridas de Solace para entrar en una barriada oscura y lúgubre. No había comercios y sólo unas casas en ruinas desperdigadas de las que salían luces tenues. Poca gente iba de noche por esa parte de la ciudad. De vez en cuando se cruzaban con un rezagado que recorría a buen paso la calle con la cabeza agachada y sin mirar ni a derecha ni a izquierda, como si le diese miedo lo que podría ver. Rhys acababa de pensar que a lo mejor se habían equivocado de camino, ya que parecía que llegaban al final del mundo civilizado, cuando percibió olor a humo de leña y atisbo el titilante destello de una luz a través de una ventana. Unas voces entonaban una canción obscena. —Creo que lo hemos encontrado —dijo Beleño.
Hacía mucho que el Abrevadero original había desaparecido. Ese y varias réplicas posteriores de la taberna habían ardido hasta los cimientos. La primera vez, se incendió la cocina, y la siguiente fue la chimenea. En una ocasión un grupo de draconianos borrachos había prendido fuego a la taberna cuando les presentaron lo que a ellos les pareció una cuenta exorbitante, y en otra ocasión la había incendiado el propio dueño por razones que nunca quedaron muy claras. Todas las veces se reconstruyó merced al dinero que, según se contaba, facilitaban los Enanos de las Colinas, ya que era uno de los pocos sitios que quedaban en Abanasinia donde se podía comprar el fortísimo licor conocido como aguardiente enano.
La taberna estaba escondida en las densas sombras de una arboleda, cerca del borde de la calzada, y poseía pocas características peculiares. Aun encontrándose cerca ya, Rhys no sacó una clara impresión del edificio, salvo que era bajo y alargado, desvencijado e inestable. Disponía de una única ventana en la fachada, grande. El cristal debía de haber costado más que el resto del edificio, y Rhys se preguntó por qué se habría molestado el propietario. Resultó que la ventana no tenía un propósito estético, sino para que los que estuvieran dentro pudieran ver quién había fuera y, de ser necesario, poner pies en polvorosa por la parte trasera.
El monje posó la mano en el picaporte de hierro y notó que tenía un tacto grasiento. Se agachó para hablar en voz baja al kender.
—No creo que vayas a encontrar mucho trabajo aquí —le dijo—. Sería mejor que no ofrecieses tus servicios para ponerte en contacto con los muertos.
—Estaba pensando lo mismo —convino Beleño.
—Y tampoco creo que sea un buen momento para que tomes prestado nada de nadie.
—Nunca parece ser un buen momento —comentó alegremente el kender—. No te preocupes, tendré las manos metidas en los bolsillos.
—Y—añadió Rhys—, si mi hermano está ahí dentro, deja que sea yo el que hable.
—Que se me vea pero que no se me oiga —dijo Beleño, que parecía un poco alicaído—. Echo de menos a Atta. —Yo también. —Rhys abrió la puerta.
El exiguo fuego que ardía en el agujero del hogar abierto en el suelo, al fondo de la taberna, era la única fuente de luz en el establecimiento, y echaba tanto humo que no cumplía bien con ese cometido. Rhys escudriñó el interior del local a través de la humareda y la escasa luz. La canción se interrumpió de golpe cuando el kender y él entraron, a excepción de un borracho, que de todos modos no entonaba la misma letrilla, y que continuó con su cantinela sin parar.
Rhys vio a Lleu al momento. Su hermano estaba sentado a una mesa, solo, en el centro del establecimiento, y echaba un trago de la jarra de barro cuando Rhys entró. Se limpió la boca y dejó la jarra en la mesa. Echó un vistazo al recién llegado y luego apartó la vista, desinteresado.
El monje cruzó la sala hacia la mesa donde se encontraba Lleu. Tenía miedo de que su hermano intentara huir cuando lo reconociera, así que habló él antes.
—Lleu —dijo en tono sosegado—, no te asustes. He venido a hablar contigo, nada más.
Lleu alzó la vista hacia él.
—Por mí no hay inconveniente, amigo —respondió con una sonrisa que quería ser cordial pero que tenía cierta tensión—. Siéntate y habla.
Rhys se quedó desconcertado. Aquélla no era la reacción que esperaba. Miró de hito en hito a Lleu, que hizo lo propio con él, y el monje comprendió que su hermano no lo reconocía. Dada la atmósfera de la taberna, saturada de humo y con apenas luz, y añadiendo el hecho de que ya no vestía túnica gris, quizá era comprensible. Rhys se sentó a la mesa con su hermano. Beleño lo hizo junto a él. El kender miró a Lleu con los ojos muy abiertos y después miró a Rhys; pareció a punto de decir algo, así que Rhys sacudió la cabeza y Beleño recordó que se suponía que tenía que guardar silencio.
—Lleu, soy yo, Rhys. Tu hermano —manifestó el monje. Lleu le dirigió una mirada aburrida y cogió de nuevo su jarra. —Si tú lo dices.
—¿No me reconoces, Lleu? —insistió el monje—. Deberías. Intentaste matarme.
—Es obvio que fallé —gruñó su hermano. Levantó la jarra, echó un largo trago de licor y volvió a dejar el recipiente—. Así que no tienes razón para protestar, a mi entender. ¿Un trago?
Le tendió la jarra a su hermano y ante la negativa de Rhys se la ofreció al kender.
—¿Y tú, pequeñajo?
—Sí, gra... Eh, no, déjalo —respondió Beleño al reparar en la mirada de Rhys.
—Pues mejor para ti —comentó Lleu mientras apartaba la jarra con gesto de asco—. El condenado aguardiente debe de ser agua más de la mitad. Ésta es la segunda jarra y todavía puedo verte como uno solo, monje, y también veo sólo uno de tu amiguito. Por lo general, después de tres tragos veo todo multiplicado por seis. Y goblins rosa, para colmo. —Giró la cabeza y gritó—: ¡Eh! ¿Dónde está mi cena?
—Ya has cenado —respondió una voz en las cercanías del mostrador, que se perdía en la penumbra y el humo del ambiente.
—No me acuerdo de haber comido nada —dijo Lleu, enfadado.
—Bueno, pues lo hiciste —replicó la voz con sequedad—. Tienes el plato vacío delante de ti.
Frunciendo el entrecejo, Lleu bajó la vista a la mesa y encontró un plato de peltre abollado y un cuchillo doblado.
—Entonces, tengo hambre otra vez. Tráeme más de la bazofia esa.
—Hasta que no pagues lo último que te comiste, no. Y las dos jarras de aguardiente.
—Tengo dinero para pagar —gruñó Lleu—. ¡Soy un clérigo de Kiri—Jolith, por todos los dioses!
Desde el mostrador llegó un resoplido desdeñoso.
—Tengo un trozo de pastel de carne que no pude acabar —ofreció Beleño, que sacó el pastel envuelto en un pañuelo salpicado de grasa.
Lleu le quitó el pastel de las manos y lo devoró con ansia, como si no hubiese comido en varios días.
—¿Queda más de donde salió esto?
—No, lo siento —contestó el kender.
—No sé por qué, pero como y como y nunca me quedo satisfecho —rezongó Lleu—. Debe de ser por la maldita comida de esta comarca. Todo sabe igual. Insípido, como este aguardiente, sin fuerza.
Rhys lo agarró del brazo con firmeza.
—Lleu, deja de hablar de comida y de aguardiente. ¿No sientes remordimientos por lo que has hecho, por el terrible crimen que has cometido? —No, ni pizca —intervino el kender.
—Te dije que estuvieras callado —ordenó Rhys, impaciente. Beleño se acercó a él y posó la mano en su brazo. —No te has dado cuenta de que está muerto, ¿verdad? —Beleño, no tengo tiempo para...
Las palabras se le helaron en la lengua. Miró a su hermano. Despacio, aflojó los dedos y le soltó el brazo.
Inmutable, Lleu se echó hacia atrás y se recostó en el respaldo. Tomó la jarra, echó otro trago y luego la soltó con un golpe sobre la mesa.
—¿Dónde está mi cena? —chilló.
—Como me preguntes otra vez te voy a dar yo cena, vaya que sí. Te la meteré directamente por el culo.
—Beleño, ¿de qué estás hablando? —susurró Rhys, incapaz de apartar la vista de su hermano—. ¿Qué quieres decir con que está muerto?
—Exactamente eso. Que está tan muerto como el clavo de un ataúd. Lo que pasa es que aún no se ha dado cuenta. ¿Quieres que se lo diga? Podría llevarse una impresión...
—Beleño, si esto es una especie de broma...
—Oh, no —protestó el kender, consternado por la mera idea—. Bromeo sobre muchas cosas, pero no con mi trabajo. Me lo tomo muy en serio. Todas esas pobres almas esperando a ser liberadas... —Beleño hizo una pausa y miró a Rhys—. ¿De verdad no ves que está muerto?
Lleu se había olvidado de que estaban allí. Miraba el humo y cada dos por tres le daba un tiento a la jarra, si bien, al parecer, era más por costumbre puesto que no hallaba placer en ello.
—Se comporta de una manera rara —admitió Rhys—. Pero respira. La piel está caliente al tacto. Come y bebe, está sentado y habla conmigo...
—Sí, eso es lo raro —dijo Beleño, que frunció el entrecejo en un gesto desconcertado—. He visto cadáveres de sobra en mi vida, pero todos estaban callados y quietos. Ésta es la primera vez que veo uno sentado en una taberna bebiendo aguardiente enano y zampándose pasteles de carne.
—Esto no es cosa de risa, Beleño —amonestó seriamente Rhys.
—¡Vale, es que me cuesta explicarlo! —El kender se había puesto a la defensiva—. Es como intentar explicarle a un ciego cómo es el cielo. Veo que está muerto porque... Porque no hay luz en su interior.
—No hay luz... —repitió en un susurro Rhys. Recordó las palabras del maestro: Lleu no es más que su propia sombra.
—Cuando te miro a ti o a esos dos hombres que juegan a las tabas en aquella esquina, veo una especie de luz que irradia de vuestro interior. Oh, no es gran cosa. No es nada tan brillante como el fuego, ni siquiera como una vela. Uno no podría leer un libro con ella ni orientarse en la oscuridad ni nada por el estilo. Es simplemente un resplandor trémulo, titilante. Ese tipo de luz. Cuando lo agarraste, ¿percibiste pulso? Podrías comprobar si tiene.
Rhys alargó la mano y asió la muñeca de su hermano. —¿Qué haces? —inquirió Lleu, que miró al monje con el entrecejo fruncido.
—Me temo que no te encuentras bien —contestó Rhys. —Eso es quedarse corto —masculló el kender.
—Estoy bien, te lo aseguro. Jamás me he sentido mejor. Chemosh se ocupa de mí.
—¿Y bien? —preguntó, anhelante, el kender.
Rhys notaba algo que podría ser el pulso pero que no era lo mismo. No se percibía como el torrente de la vida bajo la piel. Más parecía una corriente de agua estancada que se desplazaba lentamente debajo una gruesa capa de hielo.
—¿Y qué me dices de los ojos? —Beleño se inclinó hacia adelante para intentar ver a Lleu a través del humo.
Rhys tenía mejor perspectiva. Miró a los ojos de su hermano y se echó hacia atrás.
Había visto otros así, mirándolo desde la tumba. Unos ojos vacíos. Unos ojos sin alma detrás.
Los ojos de Lleu eran los ojos de un muerto.
Sin embargo no podía admitir eso como prueba, ya que empezaba a dudar de sus propios sentidos. Su hermano parecía estar vivo, hablaba como un ser vivo, su tacto era el de una persona viva. No obstante, había que tener en cuenta la advertencia del maestro, la valoración del kender. Y, ahora que lo pensaba, estaba la reacción de Atta hacia Lleu. Le había demostrado hostilidad desde el principio, le había enseñado los dientes y se le había erizado el pelo del lomo. No había querido que se acercara a las ovejas. Lo había mordido cuando él trató de ponerle la mano encima.
Podría suponer que el maestro había hablado de manera metafórica. Podía desestimar los comentarios del kender como necedades. Pero confiaba en el instinto de la perra. Atta se había dado cuenta de que Lleu tenía algo raro desde el primer momento que lo vio y lo olió.
—Tienes razón —susurró—. Tiene los ojos de un cadáver.
Lleu echó la silla hacia atrás y se levantó.
—He de irme. Tengo que reunirme con alguien. Una damita. —Guiñó un ojo y esbozó una sonrisa lasciva.
—No será Mina, ¿verdad? —preguntó Rhys.
La reacción de Lleu fue asombrosa. Inclinándose por encima de la mesa, agarró a Rhys por el cuello de la túnica y tiró de él para aproximarlo a su cara.
—¿Dónde está? —demandó Lleu, que jadeaba con una ansiedad desagradable—. ¿Anda por aquí cerca? ¡Dime dónde puedo encontrarla! ¡Dímelo!
Rhys bajó la vista a las manos de su hermano, crispadas sobre el tejido burdo. Las apretaba tanto que tenía blancos los nudillos. Y le temblaban.
—No tengo ni idea de dónde está —contestó—. Confiaba en que tú pudieses decírmelo.
Lleu lo observó con suspicacia. Después lo soltó.
—Lo siento —balbució—. Necesito encontrarla, eso es todo. No pasa nada. Seguiré buscándola.
Después abrió bruscamente la puerta y salió, cerrando tras de sí con un portazo. El tabernero bramó que quería su dinero pero, para entonces, Lleu ya estaba lejos.
Rhys se levantó y Beleño hizo otro tanto casi de forma automática.
—¿Adónde vamos?
—Tras él.
—¿Por qué?
—Para ver qué hace, adonde va. —¡Eh! ¿Vas a pagar lo de tu amigo?
—No tengo dinero... —empezó Rhys, pero lo interrumpió el tintineo de las monedas sobre el mostrador.
—Gracias —dijo el tabernero al tiempo que recogía el dinero. Rhys dirigió una mirada acusadora a Beleño. —No he sido yo —se apresuró a aclarar el kender.
—Con ésta son dos las que me debes, monje —dijo la voz sensual de Zeboim desde las sombras de un rincón—. Y ahora ¡ve tras él!
Rhys y Beleño salieron de la taberna y caminaron de prisa aunque en silencio detrás de Lleu, que regresaba a Solace.
Tomaron precauciones para evitar que se diera cuenta de que lo seguían, aunque su cautela estaba de más porque Lleu no miró atrás ni una sola vez. Caminaba por la calzada con aire animoso, echada la cabeza hacia atrás, y entonaba el estribillo de la canción obscena.
—Beleño, he oído decir que existen muertos vivientes a los que se llama zombis. —Plantear semejante pregunta sonaba extraño, irreal, como si estuviera en un horrible sueño—. ¿Es posible que...?
—¿Que sea un zombi? —El kender sacudió la cabeza de manera tajante—. Nunca has visto un zombi, ¿verdad? Son cadáveres a los que han animado después de muertos. Sólo la peste es suficiente para que se te encojan los dedos de los pies. Tienen la carne putrefacta y los globos oculares les cuelgan de las cuencas. Arrastran los pies al andar porque no saben cómo mover los pies ni las piernas. Son como títeres horrendos. Y no cantan, eso te lo aseguro. Tampoco son jóvenes y guapos.
»Te diré algo, hermano Rhys —concluyó de manera solemne Beleño—. Es el muerto con mejor aspecto que he visto en toda mi vida.
Rhys y Beleño siguieron a Lleu a una de las zonas más nuevas de Solace. Con el propósito de acomodar a las personas que se instalaban en la ciudad se estaban construyendo casas a toda prisa al pie de los vallenwoods, no en las copas. Los que vivían en esas casas nuevas eran generalmente refugiados que habían huido de la destrucción ocasionada por Beryl. Cuando llegaron a Solace vivieron en tiendas, pero ahora algunos de ellos habían prosperado y deseaban una morada permanente.
Se podían construir muchas casas alrededor del tronco de los gigantescos árboles. Para ahorrar madera y dinero, el proyectista de las casas había seguido la pauta elfa de utilizar el propio árbol como una de las paredes de la casa, de manera que las construcciones semejaban setas que hubieran salido del barro al pie del tronco. Era tarde y la mayoría de las casas se hallaban a oscuras al haberse ido a acostar sus ocupantes, pero aquí y allí se veía brillar una luz a través de las ventanas e irradiar resplandor hacia la calle.
Lleu aflojó el paso cuando llegó a esa parte de la ciudad y dejó de cantar. Se encaminó hacia una de las casas oscuras y se asomó a una ventana. Después se puso a rondar calle arriba y calle abajo; de vez en cuando echaba una ojeada a la casa. Rhys y Beleño permanecieron al abrigo de las sombras, observaron y esperaron.
La puerta de la casa se abrió apenas y una mujer joven, envuelta en una capa, se deslizó al exterior y cerró a su espalda con suavidad y sin hacer ruido. Le costaba ver algo con la oscuridad y se le notó que escudriñaba la noche con aire atemorizado.
—¿Lleu? —llamó con voz trémula.
—Lucy, paloma mía. —La estrechó entre sus brazos y la besó.
—¡No, aquí no! —protestó ella, falta de respiración, mientras lo apartaba—. ¿Qué pasaría si mi marido se despierta y nos ve?
—Entonces ¿adónde vamos? —preguntó Lleu, que la tomó por la cintura y se puso a besarle el cuello—. No puedo dejar de tocarte.
—Conozco un sitio. Ven conmigo —contestó ella.
Agarrados, soltando risitas ahogadas, los dos se alejaron de prisa calle abajo. Rhys y Beleño los siguieron. El monje estaba preocupado, sin saber bien qué hacer. Aparentemente, aquello no era más que una cita a medianoche con una joven, algo normal en un hombre joven como Lleu salvo por el hecho de que éste distaba mucho de ser normal y de que la joven era una mujer casada.
Probablemente Rhys podría poner fin a aquello, arrastrar a la joven de vuelta a su casa. Habría una escena con el marido: lágrimas y llantos, furia, una pelea. Los vecinos se despertarían. Alguien llamaría a las autoridades.
Decidió que no. Un escándalo no traería nada bueno. Esperaría el momento oportuno, hasta que estuvieran en un sitio tranquilo, y entonces intentaría hablar con su hermano.
La pareja llegó a una zona retirada y despejada en medio de un pinar. Por el aspecto de la hierba pisoteada, aquél era el lugar de encuentro de los amantes de la localidad. No bien dejaron de caminar cuando Lleu ya tenía las manos recorriendo el cuerpo de la mujer. La besó en el cuello, le acarició los senos, le levantó la falda.
—Está muy fogoso para ser un tipo muerto —comentó el kender.
Rhys se sintió incómodo al ver la escena. Tenía la sensación de que debía intervenir, aunque aún estaba por determinar cómo y qué decir. La joven se sentiría avergonzada y molesta. Lleu se enfadaría. También habría lágrimas, recriminaciones.
La joven suspiró, jadeó, y se abrazó a Lleu de manera que apretó la cabeza del hombre contra sus senos mientras pasaba los dedos por su cabello. Lleu se despojó de la capa y la extendió sobre las agujas de pino. Los dos se tumbaron sobre la prenda.
—Deberíamos irnos —dijo el monje, e iba darse media vuelta para marcharse cuando las siguientes palabras de su hermano lo hicieron detenerse.
—¿Has pensado sobre lo que hablamos, querida? —preguntó Lleu—. ¿Respecto a Chemosh?
—¿Chemosh? —repitió Lucy, distraída—. No hablemos de religión ahora. ¡Bésame!
—Pero es que quiero hablar de Chemosh —insistió él mientras le acariciaba los senos.
—¿Ese viejo y mohoso dios? —Lucy suspiró y frunció los labios—. No entiendo por qué quieres hablar de dioses en un momento así.
—Porque es importante para mí —dijo Lleu. Su voz adquirió un timbre suave. La besó en el cuello—. Para nosotros. —Volvió a besarla—. No puedo huir contigo si no juras venerar a Chemosh, igual que yo.
—No veo en qué puede cambiar eso las cosas —respondió Lucy entre beso y beso.
Lleu rozó los labios de la mujer con los suyos.
—Porque, mi cielo, yo viviré para siempre y seré igual que ahora: joven, vigoroso, apuesto...
—¡Qué presumido eres! —dijo ella riendo.
—Mientras que tú envejecerás —siguió Lleu—. Te saldrán canas y arrugas, y los dientes se te caerán.
—Entonces no me amarías —dijo Lucy, vacilante.
—Morirás, Lucy—susurró Lleu al tiempo que le acariciaba la mejilla—. Y yo estaré vivo y sano y necesitaré a alguien con quien compartir mi lecho...
—Y, si venero a Chemosh, ¿me mantendré joven y hermosa? —preguntó Lucy—. ¿Por siempre jamás?
—Por siempre jamás. El mismo tiempo que yo te amaré.
—De acuerdo, entonces —accedió Lucy con una risa—, ¡Entrego mi alma a Chemosh!
—No lo lamentarás, amor mío.
Le bajó el corpiño y dejó sus senos al aire, blancos a la luz de la luna. La mujer suspiró y se estremeció mientras atraía la cabeza de él hacia su pecho para que besara la tersa carne. Lleu apretó los labios sobre el pecho izquierdo y la estrechó con fuerza en sus brazos.
—Lleu —dijo Lucy en un tono distinto—. Lleu, me haces daño... ¡Ay!
Soltó un grito penetrante y forcejeó para soltarse, pero Lleu no aflojó el abrazo. El grito de la mujer creció hasta convertirse en un chillido de angustia. Su cuerpo se sacudía y se retorcía. Rhys se incorporó de un salto y corrió hacia la pareja, con Beleño pisándole los talones.
—¡Se está muriendo! —gritó el kender—. ¡La está matando! La luz de su espíritu se apaga.
La joven se estremeció, se puso rígida y después su cuerpo quedó inerte.
Rhys agarró a Lleu, lo apartó de un tirón de la mujer y lo arrojó a un lado. Se arrodilló en el suelo y alzó a la mujer en sus brazos con la esperanza de percibir una chispa de vida.
—Demasiado tarde —dijo fríamente Lleu. Se incorporó, contempló a la mujer muerta con indiferencia, como quien examina un trabajo bien hecho—. Ahora pertenece a Chemosh.
La mujer no respiraba. En sus ojos había una mirada vacía. Rhys tanteó el cuello para encontrar algo de pulso, pero no lo había. En el seno, como grabado a fuego en la carne, estaba la marca de los labios de su hermano.
—Majere —oró el monje—, esta mujer no sabía lo que decía. Ten piedad de ella. ¡Devuélvela a la vida!
Rhys cambió ligeramente de postura, y la cabeza de la mujer se deslizó hacia un lado. El brazo flaccido, apoyado en su rodilla, resbaló y cayó inerte al suelo. Rhys esperó oír la voz del dios.
—¡No castigues a esta mujer inocente por mi causa, señor! —suplicó el monje—. ¡Su muerte es culpa mía! Podría haberla salvado, igual que habría podido salvar a mis hermanos.
No hubo respuesta. El único sonido fue la risa burlona de Lleu.
—¡Zeboim! —gritó Rhys con voz quebrada—. Concede la vida a esta pobre mujer.
Un eco de la risa desdeñosa de su hermano llegó desde las sombras de los árboles.
Rhys soltó el cuerpo de la mujer en el suelo, con delicadeza.
—Su espíritu se ha ido —dijo Beleño—. Lo siento, Rhys. No se puede hacer nada. Me temo que tu hermano tiene razón. Chemosh la tiene.
Poniéndose de pie, el monje encaró a su hermano.
—No quería hacer esto, Lleu, pero no me dejas alternativa. Eres mi prisionero. Voy a llevarte ante las autoridades y se te acusará de asesinato. Quiero que me acompañes sin resistirte. No quiero hacerte daño, pero si es preciso lo haré.
—Iré contigo de buen grado, hermano. —Lleu se encogió de hombros—. Pero me parece que te va a resultar difícil sostener ese cargo de asesinato.
—¿Y eso por qué? —inquirió el monje en tono adusto.
—Porque no ha habido asesinato —contestó una voz detrás de él, seguida de una risita.
Lucy se levantó y corrió hacia Lleu; lo rodeó con los brazos y se apretó contra él. Estaba despeinada y tenía el corpiño desabrochado. Rhys todavía veía la marca —roja y encendida— de los labios de Lleu en su seno, que subía y bajaba con el aliento de la vida. La joven contempló a Rhys con una expresión burlona en los ojos.
—Estoy viva, monje —dijo—. Más que nunca.
—Habías muerto —contestó Rhys, que tenía un nudo en la garganta—. Moriste en mis brazos.
—Tal vez —replicó ella, maliciosamente—. Pero ¿quién te creerá? Nadie. Nadie en todo el ancho mundo.
—¿Quieres que te acompañe al alguacil, hermano? —preguntó Lleu—. Puedo presentarle a otras dos jóvenes que he conocido durante mi estancia en Solace. Mujeres que ahora conocen y abrazan los designios de Chemosh.
Rhys empezaba a entender, aunque esa comprensión era tan espantosa que no le resultaba fácil aceptarla.
—Estás muerto —dijo.
—No, hermano, soy uno de los Predilectos de Chemosh —declaró Lleu. Los dos, Lucy y él, se echaron a reír.
—Intenté explicártelo una vez, Rhys, pero no quisiste escucharme. Ahora puedes verlo por ti mismo. Mira a Lucy. Es hermosa, está en su plenitud, radiante. ¿Te parece que esté muerta? Demuéstraselo, Lucy.
Contoneándose, con los ojos entornados y los labios entreabiertos en un gesto provocativo, la mujer avanzó hacia Rhys.
—Tu hermano está celoso, Lleu. Me quiere para él.
—Es todo tuyo, paloma mía —contestó Lleu—. Que te diviertas...
Lucy siguió avanzando, echada la cabeza hacia atrás, los párpados entornados, los labios entreabiertos.
—¡Mátala! —gritó de repente Beleño.
Rhys retrocedió un paso. No podía apartar la vista de ella, de la mujer que había muerto en sus brazos y que ahora le dirigía una sonrisa acariciadora, incitante.
—Mátalos a los dos, a ella y también a él —urgió el kender.
—Según Lleu, no se los puede matar —dijo el monje—. Además, ya ha habido demasiadas muertes.
Lucy agarró a Rhys por el cuello de la túnica y deslizó las manos por debajo.
—Nunca has yacido con una mujer, ¿verdad, monje? ¿No te gustaría descubrir lo que te has perdido todos estos años? Rhys le apartó las manos ansiosas y la empujó.
—Tienes que intentar matarlos, o volverán a asesinar —insistió Beleño, implacable.
—Un monje de Majere no mata... —susurró Rhys.
—Pero no eres un monje —replicó brutalmente el kender—. Y, aunque lo fueras, no importaría. ¡Ya están muertos!
—De eso no estoy seguro. —Rhys sacudió la cabeza.
—¡Pues claro que sí! ¡Mira los ojos de esa mujer, Rhys! ¡Mírale los ojos!
Rhys miró los ojos de la joven. No vio el vacío, como le había ocurrido con su hermano, sino algo más terrible. Había visto una expresión así con anterioridad e intentó recordar dónde. Entonces le vino a la cabeza: los ojos de un lobo famélico. Empujado por el hambre, desesperado por alimentarse, el ansia de comer había prevalecido sobre todos sus otros instintos, incluso el miedo. Rhys estaba armado con dos antorchas encendidas, y Atta había asestado un mordisco al flanco del lobo, que se había lanzado directamente a la garganta de Rhys...
Vio la verdad de las palabras del kender en los ojos de Lucy. Volvería a asesinar para satisfacer aquella desesperada necesidad. Y otra vez, y otra, y otra...
Rhys levantó el emmide y arremetió con la punta directamente contra la frente de la joven. La cabeza se echó bruscamente hacia atrás y se oyó con absoluta claridad cómo se quebraba el cuello. Se desplomó en el suelo, la cabeza doblada en un ángulo extraño. Rhys se giró rápidamente para hacer frente a su hermano.
Lleu estaba apoyado en un árbol, cruzado de brazos, y observaba todo con una sonrisa.
Rhys aferró el bastón con fuerza y empezó a avanzar hacia su hermano.
—¡Cuidado! ¡A tu espalda! —sonó la voz estridente de Beleño. Rhys se giró y miró de hito en hito, espantado.
Lucy caminaba hacia él, contoneándose, los labios entreabiertos, las manos extendidas.
—Chemosh tendrá tu alma —dijo la mujer con una risa cantarina. La cabeza se inclinaba en un ángulo extraño, por el punto donde se había roto el cuello. Con una sacudida y un quiebro, volvió a colocarlo recto y continuó adelante—. Lo quieras o no.
El monje oyó a su espalda el raposo sonido de la espada de Lleu al deslizarse fuera de la vaina. Rhys hizo frente a Lucy y la mantuvo a raya con el emmide, sin perderla de vista, al tiempo que aguzaba el oído para seguir la pista a los movimientos de Lleu. Beleño farfullaba algo y agitaba las manos como si estuviese lanzando un hechizo. Rhys habría querido que se callara. Percibió un susurro en la hierba, el crujido de las pinochas y la repentina inhalación de Lleu.
Rhys rotó hacia un lado, con un giro del cuerpo. La espada hendió el aire, allí donde estaba él un momento antes.
El impulso de la violenta acometida llevó a Lleu casi hasta la mitad del claro. Rhys golpeó a Lucy en la cara con el emmide. El impacto le destrozó la nariz, que se desparramó por todo el rostro. Un fino hilillo de sangre resbaló de la herida, pero no el chorro que debería haber salido con semejante herida. Ella chilló, más de rabia que de dolor, y trastabilló hacia atrás.
Rhys se desplazó a fin de afrontar a Lleu, justo a tiempo de ver que su hermano corría hacia él con la espada en una mano y un cuchillo en la otra.
El monje golpeó la espada con el bastón y la partió. Dando vueltas al bastón rápidamente, de forma que parecía las aspas de un molino en medio de un vendaval, lo descargó con fuerza en la muñeca de Lleu y oyó el chasquido de huesos. Lleu dejó caer el cuchillo. Rhys recordó claramente que la última vez que había golpeado a su hermano éste había gritado de dolor, pero ahora no lo hizo, ni siquiera pareció notar que la mano no le funcionaba ya.
Desarmado, Lleu saltó sobre su hermano para agarrarlo por el cuello con la mano sana al tiempo que arremetía con la rota como si fuese un garrote.
Descompuesto por el horror, Rhys hizo un quiebro lateral, y Lleu pasó de largo sin rozarlo. Según pasaba, el monje le puso la zancadilla y Lleu se fue de bruces al suelo.
De pie junto a su hermano caído, Rhys arremetió contra la columna vertebral de Lleu con el extremo del emmide, con todas sus fuerzas; el golpe separó las vértebras y cortó la médula espinal.
Rhys se echó hacia atrás, en una postura defensiva, y observó a su hermano.
—¡Mi hechizo místico no ha funcionado! —dijo Beleño, jadeante, mientras corría hacia él—. He lanzado ese conjuro tropecientas veces y siempre detiene a los muertos vivientes. Por lo general los derriba como bolos, pero tu hermano ni siquiera se ha inmutado.
Lleu hizo un gesto de dolor como si se hubiese golpeado un dedo del pie y luego, lentamente, como quien recompone algo fraccionado, empezó a levantarse. Arqueó la espalda y se la frotó.
—Si quieres que te dé mi opinión, Rhys, no puedes hacer nada para matarlos —añadió el kender, falto de aliento—. ¡Este sería un buen momento para largarse!
El monje no contestó. Estaba mirando fijamente a Lleu.
—¡Ahora! —urgió Beleño mientras le tiraba de la manga.
—Te lo dije antes, Rhys —habló Lleu. Se agarró la mano mutilada por la muñeca y se la colocó en su sitio con un chasquido—. Soy uno de los Predilectos de Chemosh. Tengo su don. Vida eterna...
—También yo soy Predilecta de Chemosh —dijo Lucy, que no parecía darse cuenta de que su nariz era una masa sanguinolenta—. Tengo su don. Vida eterna. Tú puedes tenerlo también, Rhys. Entrégate a Chemosh.
Los dos cadáveres avanzaron hacia él, ardientes los ojos, aunque no de vida sino de una ansia imperiosa de tomar vida.
La bilis le subió a la boca a Rhys y el estómago se le agarrotó. Se dio media vuelta y huyó por el bosque a todo correr, tropezando con las ramas de los árboles, zambulléndose entre la maleza. Se paró para vomitar y después echó a correr otra vez para escapar de la risa burlona que sonaba entre los árboles, del cuerpo de la muchacha en sus brazos, de los cadáveres en la tumba común del monasterio. Corrió sin ver por dónde iba y sin importarle, corrió hasta que se quedó sin fuerzas y se desplomó en el suelo, sacudido por los sollozos y los jadeos. Volvió a vomitar una y otra vez, aun cuando ya no le quedaba nada en el estómago que expulsar, y entonces arrojó sangre. Finalmente, exhausto, rodó sobre sí mismo y se quedó tendido boca arriba, el cuerpo trémulo y agarrotado. Así lo encontró Beleño.
Aunque el kender había recomendado la huida no se esperaba que Rhys siguiera su consejo de una manera tan repentina. Cogido por sorpresa, Beleño reaccionó con lentitud. Los hambrientos ojos de los dos Predilectos de Chemosh, volviéndose hacia él, imprimieron más velocidad al arranque del kender. No veía a Rhys, pero oía cómo se abría paso violentamente por el bosque. Los kenders gozaban de una excelente visión nocturna, mucho mejor que los humanos, y Beleño encontró en seguida a Rhys tirado en el suelo, con los ojos cerrados y fatigosa la respiración.
—No te me vayas a morir ahora —conminó el kender, que se había agachado junto a su amigo.
Puso la mano en la frente del monje y la notó caliente. Su respiración era áspera a causa de tener la garganta en carne viva, pero firme. Beleño se puso a entonar un sonsonete que había aprendido de sus padres, mientras acariciaba el cabello del monje en un gesto tranquilizador, de un modo muy parecido a como habría hecho con Atta.
Rhys suspiró profundamente. Su cuerpo se relajó. Abrió los ojos y, al ver a Beleño inclinado sobre él, esbozó una leve sonrisa.
—¿Cómo te sientes? —preguntó el kender con ansiedad.
—Mucho mejor. —Ya no tenía el estómago revuelto y sentía la lacerada garganta caliente y suave como si hubiese tomado un ponche con miel—. Posees talentos ocultos, al parecer.
—Sólo era un pequeño hechizo de curación que aprendí de mis padres —respondió Beleño con modestia—. A veces viene muy bien, para arreglar huesos rotos y frenar hemorragias y hacer que remita la fiebre. No me permite conseguir nada grandioso, como devolverle la vida a los muertos... —Tragó saliva y se mordió los labios—. Uy, lo siento. No quería decir eso.
—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? —preguntó el monje, que se incorporó con presteza.
—No mucho. Podrías haberme esperado, ¿sabes?
—No sabía lo que hacía —susurró Rhys—. Lo único que pensaba era lo horrible que... —Sacudió la cabeza—. ¿Nos persiguen? Beleño miró hacia atrás.
—No lo sé, supongo que no. No los oigo. ¿Y tú?
—Ojalá —contestó Rhys.
—¿Quieres que nos persigan? ¡Desean matarnos! ¡Entregarnos a Chemosh!
—Sí, lo sé. Pero si nos persiguieran sería porque nos temen. Si no vienen... —Se encogió de hombros—. Es que no les importa lo que pueda ser de nosotros. Eso sí es inquietante.
—Entiendo —contestó Beleño con aire solemne— Saben que no podemos hacer nada para frenarlos. Y tienen razón. Mi magia no les hace ningún efecto, y eso no me había ocurrido nunca. Bueno, no me ocurría desde que era pequeño y empezaba a practicar. Quizá si tuviésemos una arma sagrada...
—El emmide es una arma bendecida por el dios. Majere me la entregó como regalo de despedida. —Rhys apretó los dedos sobre el bastón. Revivió el momento en que había visto a Atta ir hacia él con el emmide en la boca, y sintió una fugaz calidez en medio de la helada oscuridad—. Aun en el caso de que quien lo maneje no sea un elegido de Majere, el arma sí lo es. Y, como viste, no logró matar a mi hermano, ni siquiera frenarlo un poco. Como dijo Lleu, no teme que le contemos a alguien que es un asesino. ¿Quién iba a creernos?
—Supongo que tienes razón —convino Beleño—. No lo había enfocado de ese modo. Bien, pues, ¿qué hacemos?
—No lo sé. Me es imposible pensar de un modo racional. —Rhys miró alrededor—. No tengo ni idea de dónde estamos ni cómo volver a la posada. ¿Y tú?
—No mucha —reconoció alegremente el kender—. Pero distingo luces en aquella dirección. ¿Tú no?
—No, pero yo no tengo la vista penetrante de un kender. —El monje puso la mano en el hombro del kender—. Ve tú delante, y gracias por la ayuda, amigo.
—De nada. —Beleño daba la impresión de estar desanimado, sin embargo. No parecía el mismo kender vivaz de siempre. Echó a andar, pero no miraba por dónde iba y en seguida metió un pie en un agujero.
—¡Ay! —exclamó mientras se frotaba un tobillo.
—¿Estás bien?
—Sí, supongo que sí.
—¿Qué pasa?
—Hay algo que tengo que decirte, Rhys. —¿Y qué es?
—No te va a gustar —advirtió Beleño.
—¿Y no puedes esperar hasta mañana? —preguntó con un suspiro. —Supongo que sí. Sólo que... Bueno, podría ser importante.
—Entonces, adelante, habla.
—He visto más personas como tu hermano y Lucy. Quiero decir como esas cosas que antes fueron tu hermano y Lucy. Las vi hoy, en Solace. El rostro del kender era un fulgor blanco a la luz de Solinari. —¿Cuántas? —preguntó el monje, desesperado.
—Dos. Mujeres jóvenes ambas. Y también guapas. Pero muertas. Del todo. —Beleño sacudió la cabeza con tristeza—. Te lo habría dicho antes, sólo que no sabía qué era lo que veía. Hasta que vi a tu hermano en la taberna. Entonces lo supe. Esas mujeres eran iguales que él, no irradiaban el brillo del espíritu desde su interior y, sin embargo, iban por ahí tan contentas, charlando y riendo...
Rhys recordó a la hija del molinero, que se había encaprichado con Lleu y se había escapado de su casa con él. ¿A cuántas jóvenes más había seducido y asesinado su hermano para luego entregar sus almas a Chemosh? Rhys volvió a ver el hambre espantosa en los ojos de Lucy. ¿A cuántos jóvenes seducirían esas muchachas a su vez? Seducirlos y asesinarlos. Los Predilectos de Chemosh.
«Nadie sabe lo que se traen entre manos porque nadie sabe que están muertos», se dijo para sus adentros al tiempo que la espantosa perfección de la estratagema del dios se abrió paso en su mente.
Rhys sabía la verdad del asunto; pero, como le había dicho al kender, ¿quién iba a creerle? ¿Cómo convencer a nadie? Beleño podía contar lo que veía, pero los de su raza no se distinguían por su rigor a la hora de relatar hechos. Rhys podía detener a Lucy, atarla y llevarla ante los magistrados para que la miraran a los ojos. Podía imaginar su reacción. Lo arrestarían a él y lo encerrarían como a un loco de atar.
La muerte tenía un rostro nuevo y ese rostro era joven y bello; la muerte tenía un cuerpo fuerte e incólume.
Rhys podía gritárselo al mundo.
Nadie le creería.