Mina enterró a su soberana debajo de una montaña. La reina había creado esa montaña, la había moldeado, le había dado forma, la había alzado con sus manos inmortales. Y ahora yacía bajo ella.
La montaña moriría. Roída por los dientes del viento, picoteada por las gotas de lluvia, lentamente, con el tiempo, siglo tras siglo, la magnífica montaña que Takhisis había creado se desmenuzaría en polvo, se mezclaría y se perdería entre las cenizas de su creadora muerta. La última afrenta. La amarga ironía final.
—Lo pagarán —juró Mina, que contemplaba cómo se ponía el sol tras la montaña y cómo las sombras se apoderaban del valle—. Lo pagarán... Todos los que hayan estado involucrados en esto, mortales o inmortales. Se lo haría pagar si no estuviera tan cansada. Tan, tan cansada.
Se despertaba cansada; si es que podía utilizar el término «despertar», ya que nunca dormía realmente. Se pasaba la noche sumida en un inquieto duermevela en el que seguía consciente de cada cambio del viento, de cada gruñido o grito de animal, de cada mengua de luz de luna o parpadeo de estrellas. El sueño le lamía los pies y las ondas le mojaban los dedos. Cada vez que las olas del sueño, silenciosas y sosegadas, relajantes y apacibles, empezaban a arrastrarla con ellas, se despertaba con un sobresalto, como si se estuviera ahogando, y el sueño se retiraba.
Mina pasaba las horas diurnas guardando la sepultura de la Reina Oscura. Nunca se alejaba mucho de esa tumba debajo de la montaña, aunque Galdar no dejaba de atosigarla para que se marchara aunque sólo fuera durante un rato.
—Ve a dar un paseo entre los árboles —le suplicaba el minotauro—. O báñate en el lago. O sube a lo alto de las peñas para contemplar la salida del sol.
Mina no podía marcharse. Sentía el horrible temor de que alguna persona de Ansalon encontrara aquel lugar sagrado y que, una vez descubierto, los curiosos bobalicones acudieran a mirar el cuerpo y a darle golpecitos con el dedo mientras soltaban risitas tontas. Los buscadores de tesoros y los saqueadores irían y arramblarían con las joyas y cargarían con los sagrados artefactos. Los enemigos de Takhisis se presentarían para vanagloriarse ante ella. Sus seguidores afluirían, desesperados por recibir respuesta a sus plegarias, a intentar hacerla volver.
Eso, concluyó Mina, sería lo peor de todo. Takhisis, una reina que había gobernado el cielo y el Abismo, encadenada para siempre a las gemebundas súplicas de quienes no habían hecho nada para salvarla cuando murió, salvo alzar las manos y sollozar: «¿Qué va a ser de mí?».
Un día sí y otro también, Mina paseaba frente a la entrada de la tumba bajo la montaña, donde había puesto el cadáver de su reina. Había trabajado muy duro durante semanas, tal vez durante meses —había perdido la noción del tiempo—, a fin de ocultar la entrada, y para ello había plantado delante árboles, arbustos y flores silvestres y los había guiado de forma que la taparan al crecer.
Galdar la había ayudado en la tarea, y también lo hicieron los dioses aunque ella no fue consciente de ello; de haberlo sabido habría desdeñado esa ayuda.
Las deidades que habían juzgado a la Reina de la Oscuridad, Takhisis, y la habían declarado culpable de quebrantar el juramento inmortal prestado por todos en el comienzo de los tiempos, sabían tan bien como Mina lo que pasaría si los mortales descubrían la ubicación de la tumba de la Reina Oscura. Árboles que sólo eran plantones cuando Mina los metió en tierra habían crecido tres metros en un mes. Arbustos y zarzas crecieron de un día para otro. Un viento silbante que no dejaba de soplar pulió la cara del risco hasta dejar suave la roca, de manera que no quedó ni rastro de la existencia de una entrada.
Ni siquiera Mina fue capaz de dar con ella, al menos mientras estaba despierta. En sus sueños siempre podía verla. Ahora ya no le quedaba nada que hacer salvo protegerla de todos, mortales e inmortales. Había llegado incluso a desconfiar de Galdar, porque el minotauro era uno de los responsables de la caída de su reina. No le gustaba la forma en que el minotauro la instaba constantemente a irse. Sospechaba que Galdar estaba esperando que se marchara para irrumpir en la tumba.
—Mina, no tengo ni idea de dónde está la entrada a la tumba —le juró
Galdar una y otra vez—. ¡Ni siquiera sería capaz de encontrar esta montaña si me fuera, porque el sol jamás sale por el mismo sitio dos veces! —Gesticuló hacia el horizonte—. Los propios dioses la ocultan. El este es el oeste un día y el oeste es el este al siguiente. Por eso no hay peligro de abandonarla, Mina. Una vez que te marches nunca podrás hallar el camino de vuelta aquí. Estarás en condiciones de seguir adelante con tu vida.
En el fondo de su corazón ella sabía que eso era cierto. Lo sabía y lo anhelaba y al mismo tiempo la aterraba.
—Takhisis era mi vida —le respondía a Galdar—. Cuando miraba un espejo era su rostro el que contemplaba. Cuando hablaba, era su voz la que oía. Ahora se ha ido, y cuando miro en el espejo no veo ningún rostro. Cuando hablo, sólo hay silencio. ¿Quién soy, Galdar?
—Eres Mina —respondía él.
—¿Y quién es Mina? —preguntaba la joven.
Galdar no podía hacer otra cosa que mirarla fijamente, con impotencia.
Sostenían esa conversación con frecuencia, casi a diario. Esa mañana la habían tenido de nuevo. Sin embargo, en esta ocasión la respuesta del Galdar fue distinta. Llevaba mucho tiempo pensando en ello y, cuando la muchacha preguntó «¿quién es Mina?», él contestó en voz queda:
—Goldmoon sabía quién eras, Mina. En sus ojos te podías ver a ti misma. No veías a Takhisis.
La joven reflexionó sobre aquello.
Al recordar su vida la veía dividida en tres partes. La primera era la infancia. Esos años se habían convertido en un simple borrón de color, pintura fresca que alguien había corrido al pasar por encima una esponja mojada.
La segunda era Goldmoon y la Ciudadela de la Luz.
Mina no recordaba el naufragio ni haber sido arrastrada de la cubierta del barco al mar o lo que quiera que le hubiese ocurrido. Sus recuerdos —y su vida— comenzaban cuando abrió los ojos y se encontró chorreando agua, tendida en la arena, con un grupo de gente amontonada a su alrededor, gente que le hablaba con amorosa compasión.
Le preguntaron qué le había ocurrido.
No lo sabía.
Le preguntaron su nombre. Tampoco sabía eso.
Al final habían llegado a la conclusión de que era la superviviente de un naufragio, a pesar de que no se había dado aviso de la desaparición de ningún barco. Se suponía que sus padres habían muerto en el mar. Ésa era la teoría más probable, ya que nadie había ido a buscarla.
Dijeron que no era raro que no recordara nada de su pasado ya que había sufrido un fuerte golpe en la cabeza, lo que a menudo ocasionaba la pérdida de memoria.
La llevaron a un lugar llamado Ciudadela de la Luz, un sitio maravilloso de cordialidad, resplandor y serenidad. Al evocar aquel entonces Mina ni siquiera recordaba cielos grises relacionados con la Ciudadela, aunque sabía que tenía que haber habido días de viento y tormenta. Para ella, los años pasados allí, de los nueve a los catorce, estaban iluminados por el sol radiante reflejado en las murallas de cristal de la Ciudadela. Iluminados por la sonrisa de la mujer que llegó a ser tan querida para ella como una madre: la fundadora de la Ciudadela, Goldmoon.
Le dijeron a Mina que Goldmoon era una heroína, una persona famosa en todo Ansalon. Su nombre se pronunciaba con amor y respeto en cualquier rincón del continente. A Mina no le importaba nada de eso. A ella sólo le importaba que cuando Goldmoon le hablaba lo hacía con dulce bondad y con amor. A pesar de ser una persona muy atareada, Goldmoon nunca estaba demasiado ocupada para responder a las preguntas de Mina, y a Mina le encantaba hacer preguntas.
Goldmoon era mayor ya cuando Mina la conoció, tan vieja como una montaña, pensaba la muchachita. Goldmoon tenía el cabello blanco y la cara marcada por arrugas de profunda tristeza y de gozo aún más profundo, arrugas de pesar y dolor, arrugas de esperanza y hallazgo. Sus ojos eran jóvenes como la risa, jóvenes como el llanto... Y Galdar tenía razón. Al evocar aquellos tiempos Mina pudo verse en los ojos de Goldmoon.
Vio una chiquilla que crecía demasiado de prisa, desgarbada, desmañada, de largo cabello pelirrojo y ojos de color ámbar. Todas las noches Goldmoon le cepillaba la abundante melena y respondía a todas las preguntas que a Mina se le habían ocurrido a lo largo del día. Cuando tenía el cabello cepillado y trenzado y estaba lista para acostarse, Goldmoon la sentaba en su regazo y le contaba historias de los dioses perdidos.
Algunas eran lúgubres porque había dioses que gobernaban las malas pasiones que alberga el corazón de cualquier hombre. Había dioses de la luz en oposición a los dioses de la oscuridad. Dioses que dirigían todo lo que había de bueno y noble en la humanidad. Los dioses de la oscuridad luchaban sin tregua para lograr la supremacía sobre la humanidad. Los dioses de la luz trabajaban sin descanso para impedírselo. Los dioses de la neutralidad mantenían el equilibrio en la balanza. Toda la humanidad se encontraba en medio. Cada persona era libre de elegir su destino, porque sin libertad el ser humano moriría como muere un pájaro enjaulado, y el mundo dejaría de existir.
A Goldmoon le encantaba contarle historias a Mina, pero la chiquilla se daba cuenta de que esas historias ponían triste a su madre adoptiva ya que los dioses se habían marchado y la humanidad se había quedado sola para seguir adelante lo mejor posible, con esfuerzo. Goldmoon había empezado una nueva vida sin dioses, pero los echaba de menos y su mayor anhelo era que regresaran.
—Cuando crezca —solía decirle Mina a Goldmoon— recorreré el mundo y encontraré a los dioses y te los traeré.
—Ay, pequeña —respondía Goldmoon con una sonrisa que prestaba brillo a sus ojos—, la búsqueda no te llevaría más lejos que aquí. —Y ponía la mano sobre el corazón de Mina—. Porque, aunque los dioses hayan partido, su recuerdo nace en todos nosotros: recuerdos de amor eterno, paciencia infinita y máximo perdón.
Mina no entendía. No tenía recuerdos de nada ligados al nacimiento. Al mirar atrás no veía nada salvo vacío y negrura. Todas las noches, cuando yacía sola en la oscuridad de su cuarto, rezaba la misma plegaria.
—Sé que estás ahí, en alguna parte. Deja que sea yo quien te encuentre. Seré tu fiel servidora. ¡Lo juro! Deja que sea la que te dé a conocer al mundo.
Una noche, cuando Mina contaba catorce años, elevó la misma plegaria con tanto fervor y anhelo como la primera noche que la había pronunciado. Y esa noche llegó una respuesta.
Una voz le habló desde la oscuridad.
—Estoy aquí, Mina. Si te digo cómo encontrarme, ¿vendrás a mí? Mina se sentó en la cama, ansiosa. —¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?
—Soy Takhisis, pero eso lo olvidarás. Para ti, no tengo nombre. No lo necesito porque como yo no hay otros en el universo, estoy exclusivamente yo, soy el único dios.
—Entonces te llamaré el Único —dijo Mina, que se bajó de la cama de un salto, se vistió con premura y se preparó para viajar—. Iré a decirle a madre adonde me dirijo...
—Madre —repitió Takhisis con desprecio y cólera—. No tienes madre. Tu madre está muerta.
—Lo sé —respondió Mina con voz temblorosa—, pero Goldmoon se ha convertido en mi madre. La quiero más que a nadie y he de decirle que me marcho o cuando descubra que no estoy se preocupará.
El tono de voz de la diosa cambió, dejó de ser enfadado para convertirse en un arrullo dulce.
—No debes decírselo o estropearás la sorpresa. Nuestra sorpresa, tuya y mía. Porque llegará el día en el que regresarás para decirle a Goldmoon que has encontrado al único soberano del mundo.
—Pero ¿por qué no puedo decírselo ahora? —demandó Mina.
—Porque todavía no me has encontrado —respondió Takhisis con voz severa—. Ni siquiera estoy segura de que seas digna de esto. Tienes que demostrar tu merecimiento. Necesito una discípula que sea valiente y fuerte, que no se deje desalentar por los incrédulos ni se deje influenciar por los antagonistas, que afronte dolor y tormentos sin encogerse. Me tienes que demostrar que vales para todo eso. ¿Tienes arrestos, Mina?
La muchacha tembló, aterrada. No creía tener el valor necesario. Quería volver a la cama, y entonces pensó en Goldmoon y en la maravillosa sorpresa que sería para ella. Imaginó el gozo de Goldmoon cuando la viera volver trayendo consigo un dios. Se llevó la mano al corazón.
—Los tengo, dios Único. Haré esto por mi madre adoptiva.
—Es justo lo que yo habría querido —dijo Takhisis, que se echó a reír como si Mina hubiera dicho algo gracioso.
Así comenzó la tercera parte de la vida de Mina, y si la primera era un borrón y la segunda era luz, la tercera fue sombra. Actuando de acuerdo con el mandato del Único, Mira escapó de la Ciudadela de la Luz. Buscó un barco en la bahía y subió a él. Era una nave sin tripulación. Mina era la única persona a bordo, pero el timón daba vueltas, las velas se recogían y se desplegaban; todas las faenas las llevaban a cabo manos invisibles.
El barco navegó en las corrientes del tiempo y la condujo a un lugar que le dio la impresión de que lo conocía desde siempre y, al mismo tiempo, que acababa de descubrirlo. En ese lugar Mina contempló el semblante de la Reina Oscura por primera vez, y la diosa era hermosa y terrible, y Mina se inclinó y la adoró.
Takhisis la sometió a prueba tras prueba, desafío tras desafío. Mina los soportó todos. Conoció un dolor semejante al de la muerte, pero no gritó. Experimentó un dolor semejante al de parir, y no rechistó.
Entonces llegó el día en el que Takhisis le dijo:
—Estoy satisfecha contigo. Eres mi elegida. Ha llegado el momento de que vuelvas al mundo y prepares a la gente para mi regreso.
—Volví al mundo la noche de la gran tormenta —le dijo Mina a Galdar—. Te conocí ese día. Llevé a cabo mi primer milagro contigo, te devolví el brazo.
El minotauro le echó una mirada significativa y la joven enrojeció. —Quiero decir... que el Único te devolvió el brazo. —Refiérete a ella por su verdadero nombre —instó duramente Galdar—. Llámala Takhisis.
Miró involuntariamente el muñón que era todo cuanto le quedaba del brazo con el que había manejado la espada. Cuando descubrió el verdadero nombre de la deidad que le había devuelto el brazo amputado, el minotauro había rezado a su dios, Sargonnas, para que se lo quitara de nuevo.
—No quería ser su esclavo —masculló Galdar, pero Mina no lo oyó.
La muchacha estaba pensando en soberbia, orgullo desmedido y ambición. Estaba pensando en el ansia de poder y quién había sido el verdadero responsable de la caída de la Reina Oscura.
—Fue culpa mía —musitó—. Ahora ya puedo admitirlo. Yo fui la que la destruyó, no los dioses. Ni siquiera ese despreciable dios elfo, Valthonis, o comoquiera que se llame. Yo la destruí. Yo la traicioné.
—¡No, Mina! —exclamó el minotauro, conmocionado—. Eras su esclava tanto como cualquiera de nosotros. Te utilizó, te manipuló...
La joven alzó los ojos de color ámbar y buscó los de él.
—Eso es lo que tú crees. Lo que creen todos. Sólo yo sabía la verdad. La sabía, como la sabía mi soberana. Puse en marcha un ejército de muertos. Luché contra dos poderosos dragones y los maté. Conquisté a los elfos y los sometí. Conquisté a los solámnicos y los vi huir de mí como perros apaleados. Hice de los caballeros negros una fuerza a la que se temiera y se respetara.
—Todo en nombre de Takhisis —dijo Galdar, que se rascó el pelaje del maxilar y se frotó el hocico con aire intranquilo.
—Quería que fuera en mi nombre —confesó Mina—. Ella lo sabía. Lo vio en mi corazón y por eso iba a destruirme.
—Y por eso ibas a dejar que lo hiciera —replicó Galdar.
Mina suspiró y agachó la cabeza. Se sentó en el duro suelo con las piernas dobladas hacia arriba y se abrazó las rodillas. Vestía la misma ropa que aquel fatídico día en el que su reina había muerto, la ropa sencilla que llevaba debajo de la armadura de una dama negra, es decir, camisa y polainas. Estaban harapientas ahora, descoloridas por el sol a un tono gris anodino. El único color fuerte que había en ellas era el rojo de la sangre de la reina, que había muerto en sus brazos.
Galdar sacudió la astada cabeza y se sentó erguido en la piedra que usaba de asiento, una piedra que su roce había pulimentado durante los últimos meses.
—Todo eso ha quedado atrás, Mina. Es hora de que sigas adelante. Todavía queda mucho que hacer en el mundo, y un nuevo mundo en el que hacerlo. Los caballeros negros están desperdigados, desorganizados. Necesitan un dirigente fuerte que los reunifique.
—No me seguirían —adujo la joven.
Galdar abrió la boca para replicar, pero volvió a cerrarla.
Mina alzó los ojos hacia él y comprendió que el minotauro sabía la verdad tan bien como ella. Los caballeros negros no volverían a aceptarla como su comandante. Habían recelado de ella desde el principio al ser una muchacha de diecisiete años que casi no distinguía un extremo de la espada del otro, que jamás había presenciado una batalla, cuanto menos conducir hombres a una.
Los milagros que realizaba habían acabado por convencerlos. Como la propia Mina le dijo una vez a aquel despreciable príncipe elfo, los hombres amaban a la diosa que veían en ella, no a la muchacha en sí, y cuando esa deidad fue derrocada y Mina perdió el poder de realizar milagros, los caballeros negros sufrieron una desastrosa derrota. Y, para colmo, creyeron que había desertado al final y los había abandonado para que afrontaran solos la muerte. Jamás volverían a seguirla, y no los culpaba por ello.
Tampoco quería ser líder de hombres. No quería volver al mundo otra vez. Estaba demasiado cansada. Sólo deseaba dormir. Se recostó en los huesos de la montaña donde su reina dormía el eterno descanso y cerró los ojos.
Debió de quedarse dormida porque al despertar encontró a Galdar acuclillado delante mientras le suplicaba de todo corazón que abandonara aquella prisión.
—Mina, ya te has castigado más que suficiente. Tienes que perdonarte, Mina. Lo que le ocurrió a Takhisis fue culpa de ella, no tuya. No tienes que culparte por eso. ¡Iba a matarte! Lo sabes. ¡Iba a apoderarse de tu cuerpo, a devorar tu alma! Ese elfo te hizo un favor al matarla.
Mina alzó la cabeza y su gesto lo hizo enmudecer, frenó las palabras en su boca y empujó al minotauro hacia atrás como si lo hubiese golpeado.
—Lo siento, Mina. No quería decir eso. Ven conmigo —instó Galdar.
Mina adelantó la mano y le dio unos golpecitos en el brazo que le quedaba.
—Adelante, Galdar. Sé que tu dios te ha estado hostigando, exigiendo que te unas a él en la conquista de Silvanesti.
La joven esbozó una triste sonrisa ante la repentina turbación del minotauro.
—He oído por casualidad tus plegarias a Sargonnas, amigo mío —le dijo—. Ve y lucha por tu dios. Cuando vuelvas, me contarás todo lo que pasa en el mundo.
—Si consigo salir de este condenado valle jamás podré regresar. Lo sabes, Mina —contestó Galdar—. Los dioses se encargarán de que sea así. Se ocuparán de que nadie logre nunca...
Las palabras se le quedaron paralizadas en la lengua, porque mientras las pronunciaba estaban resultando ser inciertas. El minotauro se quedó mirando fijamente el extremo del valle, se frotó los ojos y volvió a mirar.
—Debo de estar viendo visiones. —Estrechó los ojos para protegerlos del sol.
—¿Qué pasa ahora? —inquirió cansinamente Mina, que no estaba mirando.
—Viene alguien caminando por el valle —informó el minotauro—. Pero eso es imposible.
—Es posible, Galdar —dijo la joven, que dirigió la vista hacia donde él miraba—. Viene alguien.
El hombre caminaba con aire resuelto por los huesos pelados del desértico valle barrido por el viento. Era alto y sus movimientos poseían un donaire imperioso. El cabello, largo y oscuro, ondeaba al viento. Su figura rielaba en las ondas de calor que irradiaba la superficie rocosa cubierta de arena.
—Viene a buscarme.
El valle era una depresión cóncava excavada en el mismo lecho rocoso que se había elevado para formar la montaña. Una fina capa de arena, de color amarillo rojizo, cubría la roca. Allí crecían unos pocos arbustos ralos y escuálidos, pero no árboles. En aquella zona no crecía ningún árbol a excepción de los que habían surgido delante de la tumba. Un regato —de una tonalidad azul cobalto en contraste con el rojo— zigzagueaba por el suelo del valle y se abría paso entre la roca.
El interior de la montaña en la que se hallaba enterrada la Reina Oscura era un enjambre de cuevas, y durante el último año Mina y Galdar habían hecho su hogar de dos de ellas. Durante el día, el calor del sol irradiaba del suelo en ondas titilantes. La temperatura descendía vertiginosamente de noche y volvía a subir a niveles insoportables de día.
El valle estaba maldito por los dioses. Ningún mortal podía encontrarlo. Galdar había dado con él sólo porque había rezado noche y día a Sargonnas suplicándole que le dejara hallarlo y, finalmente, el dios consintió. Cuando Mina se llevó el cadáver de su diosa del templo donde Takhisis había muerto, Galdar la había seguido. Sólo él sabía el terrible dolor que debía de estar padeciendo la joven. Esperaba poder ayudarla a enterrar a su reina para siempre. Había seguido a Mina durante un día y una noche, pero parecía imposible alcanzarla, y entonces, una mañana después de despertar de un sueño extenuante, ya no encontró su rastro.
Supuso, naturalmente, que los dioses no querrían que ningún mortal descubriera la tumba de la reina Takhisis y que le ocultaban a Mina por esa razón. Galdar suplicó a Sargonnas que le permitiera reunirse con la joven, y Sargonnas le había concedido su petición... a cambio de un precio. El dios había transportado a Galdar hasta el lugar secreto del enterramiento. Mina
y él habían sepultado a la Reina Oscura debajo de la montaña y después Galdar había pasado el resto del tiempo intentando persuadir a la muchacha de que volviera al mundo. En eso había fracasado, y ahora el dios se disponía a presionarlo para que cumpliera su parte del trato. Barcos minotauros estaban llegando a Silvanesti cargados de tropas y colonos que hacían suyo el antiguo territorio elfo, lo que ponía muy nerviosos a los humanos que vivían en las otras naciones de Ansalon.
Los Caballeros de Solamnia, los caballeros de la Legión de Acero y los formidables guerreros bárbaros de las Praderas de Arena; todos ellos contemplaban con creciente ira la invasión del continente por parte de los minotauros. Sargonnas necesitaba un embajador que tratara con esas naciones. Necesitaba un minotauro que entendiera a los humanos para que se presentara ante ellos y los aplacara, los convenciera de que los minotauros no tenían planes de expansión, que se contentaban con conquistar y apoderarse de las tierras de su antiguo enemigo, y que Solamnia y las demás naciones no corrían peligro.
Galdar había vivido con humanos y había luchado a su lado durante años. Era la elección perfecta como embajador ante los humanos, y el hecho de que éstos se sintieran inclinados a confiar en él y que les cayera bien lo hacía aún más perfecto. Galdar quería servir al dios que lo había salvado de Takhisis al quitarle el brazo y devolverle su amor propio. Sargonnas no era un dios paciente. Dejó claro a Galdar que o acudía en ese momento o que no fuera nunca.
Al reparar en la figura que se acercaba, el minotauro pensó al principio, con gran temor, que quizá Sargonnas se había cansado tanto de esperar que iba a buscarlo.
Una segunda ojeada le quitó esa idea de la cabeza. No distinguía los rasgos del visitante, que todavía se encontraba muy lejos, pero su porte era de humano, no de minotauro.
Sin embargo, a ningún humano se le permitía acceder a este valle. Ningún mortal, a excepción de ellos dos, podía entrar allí.
A Galdar se le puso de punta el vello de la nuca, y se le erizó el pelaje de la espalda y de los brazos con un escalofrío.
—No me gusta esto, Mina. Deberíamos huir. Ahora. Antes de que ese hombre nos vea.
—No es un hombre, Galdar —dijo la joven—. Es un dios. Viene a buscarnos. O, más bien, viene a buscarme a mí.
El minotauro la vio llevarse la mano a la cintura y cerrar los dedos sobre la empuñadura de un cuchillo. Tanteó en busca de su propia arma y descubrió que no la tenía.
—Te cogí el cuchillo, Galdar —le dijo la joven con una sonrisa—. Te lo quité anoche.
Al minotauro no le gustó cómo lo sostenía, como si fuese algo preciado para ella.
—¿Quién es ese hombre, Mina? —demandó con la voz ronca por un miedo que no sabía identificar—. ¿Qué quiere de ti?
—Deberías marcharte, Galdar —contestó en tono quedo, sin apartar la mirada del desconocido, que se iba acercando. Había apretado el paso. Parecía impaciente por llegar a su punto de destino—. Esto no te concierne.
La figura llegó a una distancia desde la que se le distinguían los rasgos. Era un humano de edad indeterminada. Tenía un rostro que los humanos consideraban apuesto, con un hoyuelo en el mentón, mandíbula cuadrada, nariz aquilina, pómulos prominentes, frente plana. Llevaba largo el negro cabello; los mechones lustrosos se rizaban en los hombros y le colgaban por la espalda. La piel era tan pálida que parecía estar sin sangre. Ni los labios ni las mejillas tenían color, mientras que los ojos eran tan oscuros como la primera noche de la creación. Hundidos bajo las espesas cejas, parecían aún más oscuros al quedar en la sombra.
Vestía de negro, con ropas lujosas que denotaban opulencia. La casaca de terciopelo le llegaba a las rodillas. Ajustada a la cintura, la prenda iba ribeteada con plata en las mangas y en el dobladillo del faldón. Las polainas, también negras, le llegaban justo debajo de las rodillas, y las adornaban cintas del mismo color, como lo eran las medias de seda y las botas, éstas con hebillas de plata. La camisa blanca lucía chorreras de puntilla en la pechera, que también asomaban por las bocamangas y caían lánguidamente sobre las manos. Se movía con donaire y seguridad en sí mismo, consciente de su propio poder.
Galdar tuvo un escalofrío. A pesar del fuerte sol, no sentía el calor del astro. Un frío tan arcaico que hacía joven a la montaña se le metió en la médula de los huesos. A lo largo de su vida se había enfrentado a enemigos terribles, incluida la dragona Malys, Señora Suprema, y no había huido de ninguno de ellos. Pero ahora no pudo evitarlo y empezó a retroceder lentamente.
—¡Sargonnas! —clamó Galdar a su dios, aunque la voz se le quebró y tragó saliva para humedecerse la garganta—. Sargonnas, dame fuerza. Ayúdame a combatir a este temible enemigo...
La respuesta del dios fue un resoplido antes de hablar.
—Te he consentido tu lealtad a esta humana hasta ahora, Galdar, pero mi paciencia se ha acabado. Déjala a su suerte. Se la tiene bien merecida.
—No puedo —respondió con incondicional fidelidad a pesar de haber palidecido al ver al extraño hombre—. Estoy comprometido con ella...
—Te prevengo, Galdar. No te interpongas entre Chemosh y su presa —advirtió Sargonnas en tono grave.
—¡Chemosh! —exclamó el minotauro con voz apagada.
Chemosh, Señor de la Muerte. Galdar empezó a temblar, encogidas las entrañas.
Mina levantó el cuchillo del minotauro. Era una arma vieja, con el mango de hueso, un utensilio para distintos propósitos, desde limpiar pescado hasta destripar venados, y el minotauro mantenía aguzado el filo, bien amolado. Vio que Mina enarbolaba el cuchillo, vio la luz del sol reflejarse en el acero de la hoja, pero no en los ojos de la joven, que tenía la mirada fija en el dios.
Mina sostenía el arma con la mano derecha. Le dio la vuelta y presionó la aguzada punta contra su garganta. La luz interna de los ojos ambarinos centelleó fugazmente y después se apagó. Apretó los labios. Los dedos se ciñeron con más fuerza sobre el mango. Cerró los ojos y soltó el aire.
Galdar bramó y se lanzó hacia ella. Había esperado demasiado. No llegaría antes de que se clavara el acero en la garganta. Confiaba en que su grito la distrajera antes de que se inmolara.
Chemosh levantó la mano en un ademán negligente, casi descuidado. Galdar salió lanzado por el aire, sostenido en la mano del dios. El minotauro se debatió y luchó, pero el dios lo tenía sujeto y no había modo de soltarse. Era tan imposible escapar de su garra como de la propia muerte.
Chemosh trasladó al minotauro —que bramaba y sacudía el brazo y las piernas— fuera del valle, lejos de la montaña, lejos de Mina, que iba perdiéndose en la distancia y se hacía más y más pequeña por momentos.
Galdar alargó la mano en un desesperado intento de asirse al tiempo y al mundo mientras ambos pasaban de largo, a fin de agarrarse a ellos... a ella. La joven alzó los ojos ambarinos hacia el minotauro y, durante un fugaz instante, los dos se tocaron.
Después, las rugientes aguas se la arrancaron de la mano. Un bramido de frenética desesperación se alargó y dio paso a un rugido de angustia.
Galdar se hundió bajo la riada del tiempo y todo desapareció.
Unas voces despertaron a Galdar. Eran voces profundas y ásperas, y sonaban cerca de él.
—¡Mina! —gritó mientras se esforzaba por levantarse y tanteaba en busca de la espada que había aprendido a manejar con la mano izquierda.
Dos minotauros que vestían armadura de combate de las legiones de su país retrocedieron con presteza ante el repentino salto con el que se levantó, a la par que llevaban la mano a su propia espada.
—¿Dónde está? —tronó, los labios salpicados de saliva—. ¡Mina! ¿Dónde la tenéis? ¿Qué le habéis hecho?
—¿Mina? —Los dos minotauros lo miraron, desconcertados.
—No conocemos a nadie que se llame así —dijo uno, que tenía desenvainada a medias la espada.
—Suena a nombre humano —gruñó su compañero—. ¿Qué es? ¿Una cautiva tuya? En tal caso, debe de haber huido cuando te caíste por ese risco.
—O quizá te empujó —dijo el otro soldado.
—¿Risco? —Ahora fue Galdar el que se quedó desconcertado. Miró hacia donde señalaba el otro minotauro.
La pronunciada pendiente de un risco se alzaba a gran altura; la rocosa pared apenas se veía con el espejo follaje. Miró en derredor y vio que estaba de pie en la alta hierba que crecía bajo las umbrías ramas de un tilo. Su cuerpo había dejado una huella profunda en el blando y húmedo humus.
Lejos del desierto achicharrado por el sol. Lejos de la montaña.
—Te vimos caer desde una gran altura —dijo uno de los minotauros, que envainó de nuevo la espada—. En verdad, Sargonnas debe de amarte. Creíamos que habrías muerto, porque debiste de precipitarte en el vacío más de treinta metros. Y, sin embargo, aquí estás, sin nada más que un chichón.
Galdar oteó en busca de la montaña, pero la espesura del bosque impedía ver la línea del horizonte. Bajó la vista, gacha la cabeza y los hombros hundidos.
—¿Cómo te llamas, amigo? —preguntó el otro—. ¿Y qué haces deambulando solo por Silvanesti? La escoria elfa por esta zona no osa atacar a descubierto, pero tiende emboscadas a un minotauro que esté solo.
—Me llamo Galdar —respondió en tono descorazonado.
Los dos soldados dieron un respingo e intercambiaron una mirada.
—¡Galdar el Manco! —exclamó uno de ellos, fija la mirada en el muñón.
—¡Vaya, entonces el dios no sólo te salvó la vida, sino que te dejó caer justo a los pies de tus escoltas! —dijo el otro.
—¿Escoltas? —Galdar los observó con suspicacia, desconcertado y receloso—. ¿Qué quieres decir con eso?
—El comandante Faros recibió la noticia de tu llegada, señor, y nos mandó a buscarte para que nos ocupáramos de que llegases sano y salvo al cuartel. En verdad se cumple nuestra misión, alabado sea Sargonnas.
—Es un honor conocerte, señor—añadió el otro soldado, impresionado—. Tus hazañas con los caballeros negros se han convertido en leyenda.
—Ahora que lo pienso, hubo alguien que se llamaba Mina. Sirvió a tu mando, señor, ¿no es así? ¿Una funcionaría de segunda fila?
—La caída debe de haberte aturullado, señor. Por lo que sabemos, la tal
Mina lleva muerta mucho tiempo, desde que Sargonnas derrotó y mató a la reina Takhisis.
—Así los perros royan sus huesos —añadió, sombrío, el otro soldado.
Galdar echó una última ojeada a su alrededor con la esperanza de divisar la montaña, el desierto, alguna señal de Mina. Sabía que era inútil, pero no pudo evitarlo. Entonces volvió la vista a los dos minotauros que esperaban pacientemente y sin dejar de mirarlo —brazo y todo lo demás— con respeto y admiración.
—Alabado sea Sargonnas —musitó Galdar, que cuadró los hombros y dio el primer paso en su nueva vida.
Dispuesta a morir, Mina asestó un seco golpe con el cuchillo. La muerte la miró con regocijo. El acero se convirtió en cera y casi de inmediato empezó a licuarse con el sol abrasador. La cera caliente resbaló entre sus dedos. Mina la miró de hito en hito, estupefacta, sin entenderlo. Alzó los ojos, que se encontraron con los del dios.
Las piernas le temblaban. Le habían fallado las fuerzas. Cayó de rodillas y hundió la cara en las manos. Ya no veía al dios, pero oyó sus pisadas, que se acercaban más y más. La sombra se proyectó sobre ella, ocultando la luz del sol, y Mina tiritó.
—Déjame morir, mi señor Chemosh —masculló sin levantar la vista—. Por favor. Sólo quiero descansar.
Oyó el crujido de las botas de cuero, sintió que se movía cercay se arrodillaba junto a ella. Olió a mirra, aroma que le recordó los óleos perfumados que se vertían en las piras funerarias para enmascarar el hedor a carne quemada. Mezclado con la fragancia almizcleña había un aroma dulzón a lilas y rosas, tenue y delicado como los pétalos de la juventud prensados entre las páginas del libro de la vida. La mano del dios le tocó el cabello, se lo alisó. La mano pasó del pelo a la cara. Tenía un tacto fresco en contraste con la piel quemada por el sol.
—Estás agotada, Mina —le dijo Chemosh; el aliento la rozó en la mejilla, suave y cálido— Lo que necesitas es dormir. Dormir, no morir. Sólo los poetas confunden lo uno con lo otro. Le acarició la cara, el cabello.
—Pero has venido a buscarme, señor —protestó Mina, somnolienta, relajada con sus caricias, derritiéndose como el cuchillo de cera—. Eres la muerte y viniste por mí.
—Cierto. Pero no te quiero muerta. Te necesito viva, Mina. —Sus labios le rozaron el cabello.
La caricia del dios podía ser humana si así lo quería él. El contacto de Chemosh despertó en Mina unos anhelos y unos sentimientos que jamás había experimentado. Virginal en cuerpo y espíritu, Mina había estado protegida por su reina del deseo, ya que la diosa no quería que su discípula elegida se distrajera con las debilidades de la carne.
Ahora Mina conoció el deseo, lo sintió germinar, ardoroso, en su interior.
Chemosh le tomó la cara con la mano, que deslizó lentamente para acariciarle el cuello. Un dedo recorrió el camino que la hoja del cuchillo podría haber tomado, y Mina lo sintió penetrante, frío y abrasador, y se estremeció con un dolor que era acerbo y excitante a la par.
—Siento el latido de tu corazón, Mina —dijo Chemosh—. Siento la calidez de tu carne, el palpito de tu sangre.
La joven no entendía las sensaciones extrañas que el contacto del dios despertaba en ella. El cuerpo le dolía, pero era un dolor placentero, y no quería que ese placer terminara nunca. Se acercó más a él. Sus labios buscaron los del dios, que la besó lenta, suave, prolongadamente.
Después se apartó de la joven, la soltó.
Mina abrió los ojos. Miró los de él, que eran oscuros y vacíos como el mar en el que había despertado un día para encontrarse sola.
—¿Qué me haces, señor? —gritó, asustada de repente.
—Devolverte a la vida, Mina —respondió Chemosh mientras le acariciaba el cabello para retirárselo de la cara. La puntilla blanca rozó la cara de la joven y el aroma picante a mirra le inundó las fosas nasales. Ella se tendió en el suelo, rindiéndose a sus caricias.
—Pero eres la muerte —arguyó, confusa.
Chemosh le besó la frente, las mejillas, el cuello. Sus labios se deslizaron hasta el hueco de la garganta.
—¿Algún otro dios vino aquí hasta ti, Mina? —preguntó y, aunque siguió acariciándola, su voz adquirió un tono áspero.
—Sí, lo hicieron algunos, señor.
—¿Para qué vinieron?
—Unos para salvarme. Otros para reprenderme. Algunos para castigarme.
La muchacha se estremeció. Las manos del dios la asieron con más fuerza y ella se tranquilizó.
—¿Le hiciste promesas a alguno? —inquirió, y la aspereza en la voz se acentuó.
—No. Ninguna, señor. Lo juro. Aquello le complació.
—¿Por qué no, Mina? —preguntó con un atisbo de sonrisa en los labios. Mina le tomó la mano y la puso sobre el pecho, sobre el palpitante corazón.
—Querían mi fe. Querían mi lealtad. Querían mi miedo. —¿Sí?
—Ninguno me quería a mí.
—Yo sí, Mina —dijo Chemosh, que no retiró la mano posada sobre el pecho y sintió acelerarse los latidos del corazón—. Entrégate a mí. Hazme el señor de todas las cosas. Hazme el señor de tu vida.
Mina guardó silencio. Parecía agitada; rebulló, inquieta, bajo sus manos.
—Di lo que sientes, habla con sinceridad —dijo él—. No me ofenderé. —La traicionaste —respondió finalmente en tono acusador. —Fue Takhisis la que nos traicionó, Mina —recriminó Chemosh—. Te traicionó a ti.
—No, mi señor —protestó la joven—. No, ella me dijo la verdad. —Mentiras, Mina. Todo mentira. Y lo sabías.
Mina sacudió la cabeza e intentó liberarse de las manos que la sujetaban.
—Sabes que te mintió —insistió Chemosh, implacable. La mantuvo agarrada, apretándola contra el suelo—. Te diste cuenta al final. Te alegraste de que el elfo la matara.
La joven levantó las manos y sus ojos ambarinos se alzaron hacia el dragón.
—Majestad, siempre os he adorado, os he reverenciado. Puse mi vida a vuestro servicio y estoy dispuesta a cumplir ese compromiso. Por mi culpa perdisteis el cuerpo de Goldmoon, el cuerpo en el que habríais habitado. Os ofrezco el mío. Tomad mi vida. Utilizadme como vuestro receptáculo. ¡Esta es la prueba de mi fe!
La reina Takhisis era bellísima, su hermosura cruel y terrible a la vista. Su semblante era tan gélido como las vastas y heladas tierras yermas del sur, donde un hombre perecía en un instante mientras el aliento se tornaba hielo en sus pulmones. Sus ojos eran las llamas de una pira funeraria. Sus uñas eran garras, y su pelo, el largo y desgreñado cabello de un cadáver. Su armadura, fuego negro. Al costado llevaba una espada perpetuamente teñida de sangre, una espada utilizada para segar las almas de sus cuerpos.
Mina gritó. Fue un grito de dolor y de cólera. Forcejeó entre las garras de la muerte.
Takhisis alargó hacia ella su mano como una terrible garra. La Reina Oscura tendió la mano hacia el corazón de la joven para hacerlo suyo. Tendió la mano hacia su alma, para arrancarla de su cuerpo y arrojarla al olvido eterno. Buscó entrar en el cuerpo de Mina para llenarlo con su propia esencia inmortal.
—Admítelo, Mina. —Chemosh la retuvo firmemente, la obligó a mirarlo a los ojos—. Esperabas que alguien la matara en tu lugar.
El rey elfo sostenía en la mano el fragmento olvidado de la Dragonlance. Arrojó la lanza, la impulsó con toda la fuerza que le daban la angustia y la culpabilidad, con la potencia que le prestaban su miedo y su amor.
El arma alcanzó a Takhisis y se alojó en su pecho.
La Reina Oscura bajó la vista, conmocionada, y vio la lanza sobresaliendo de su carne. Sus dedos se movieron para tocar la brillante y oscura sangre que manaba por la terrible herida. Dio un traspié y empezó a desplomarse.
—Maté al elfo con mis propias manos —gritó Mina—. Mi reina murió en mis brazos. Habría dado...
La joven frenó el raudal de palabras. Bajó los ojos para eludir la intensa mirada de Chemosh y volvió la cabeza hacia un lado.
—¿Habrías dado tu vida por ella? Se la diste, Mina, cuando luchaste con Malys. Takhisis te trajo de vuelta por sus propias y egoístas razones. Te necesitaba. De no ser así te habría dejado caer entre sus dedos como si fueras polvo y ceniza. Y, al final, se atrevió a echarte la culpa de su caída.
Mina se quedó desmadejada en sus manos.
—Tenía razón, mi señor. —Lágrimas de vergüenza le humedecieron las pestañas—. Su muerte fue culpa mía.
Chemosh retiró el revuelto cabello pelirrojo para verle la cara. —Y cuando murió, una parte de ti se alegró.
Mina gimió y volvió la cara. El dios le retiró el pelo húmedo de lágrimas, le limpió el rastro del llanto de la cara.
—La lealtad a tu reina no es lo que te ha mantenido en este valle. Te has quedado a causa de tu sentimiento de culpa. La culpa ha hecho de ti una prisionera. La culpa es tu carcelera. La culpa casi te mató.
Puso las dos manos en la cara de la joven y miró intensamente los ojos ambarinos.
—No hay razón para que te sientas culpable, Mina. Takhisis compró y pagó su propia suerte. —Su voz adquirió un tono quedo, más suave. »Ella ya no está y tampoco está Paladine.
—Paladine... —murmuró la joven—. Mi juramento de vengar la muerte de mi reina... en él, en los elfos...
—Y lo cumplirás —prometió Chemosh—. Pero no aún. No ahora. Antes hay que preparar el camino. Escúchame, Mina, y entiéndelo. Ahora han desaparecido los dos dioses mayores. Sólo queda uno, su hermano Gilean, el dios del libro, el dios de la duda y la indecisión. Sostiene la balanza del equilibrio, con la luz en un platillo y la oscuridad en el otro. Cada segundo de vigilia les pesa para asegurarse de que la balanza no se inclina a uno u otro lado.
Mina lo miraba fijamente, embelesada. Chemosh había dejado de hablarle a ella y ahora lo hacía para sí mismo.
—Un tarea fútil. —Se encogió de hombros—. Los platillos se desequilibrarán. Han de hacerlo ya que el panteón está desnivelado ahora. Gilean sabe que no puede mantener el equilibrio para siempre. Ve su propia caída y tiene miedo. Porque sé lo que él no sabe. Sé lo que hará que la balanza se desequilibre.
»Los mortales —siguió Chemosh, que paladeó el término—. Los mortales son los que inclinarán la balanza. Mortales como tú, Mina. Mortales que acuden a los dioses por voluntad propia. Mortales que cumplen nuestros deseos no por miedo, sino por amor. Esos mortales darán poder a sus dioses, no al contrario, como ha ocurrido en eras pasadas. Por eso no quería que murieras, Mina. Por eso quiero que vivas. —Acercó la boca a los labios de la joven hasta casi rozarlos.
»Sírveme, Mina —susurró en voz tan queda que ella no oyó las palabras, sino que las sintió arder en su piel—. Entrégate a mí. Entrégame tu fe. Tu lealtad. Tu amor.
Mina tembló ante su propio atrevimiento, temerosa de que el dios se enfadara, pero aun así estaba pensando en lo que él había dicho sobre el poder de la humanidad en esta Era de los Mortales. Imaginó la balanza dorada que sostenía Gilean en un equilibrio tan precario que un simple grano de arena podría hacer oscilar los platillos.
—Y, si te entrego mi amor, ¿qué me darás a cambio? —preguntó Mina.
La pregunta no enfureció a Chemosh. Por el contrario, pareció complacerlo.
—Vida eterna, Mina —le contestó—. Juventud eterna. Belleza inmutable. Dentro de quinientos años seguirás siendo tal como eres ahora. —Eso está muy bien, mi señor, pero... —Hizo una pausa. —Pero nada de eso te importa, ¿no es así?
—Lo siento, mi señor. —Mina enrojeció—. Espero que eso no te ofenda...
—No, no. No te disculpes. Esperas que te dé lo que Takhisis no quiso darte. De acuerdo. Te daré lo que deseas: poder. Poder sobre la vida. Poder sobre la muerte.
La joven sonrió y se relajó en sus manos.
—¿Y me amarás?
—Como te amo ahora —prometió él.
—Entonces me entrego a ti, mi señor —dijo la joven, que cerró los ojos y alzó el rostro ofreciendo sus labios al beso del dios.
Sin embargo él no estaba preparado del todo para hacerla suya. Aún no. La besó en los párpados, primero uno y luego otro.
—Duerme ahora, Mina. Duerme profundamente y sin sueños. Cuando despiertes, lo harás a una nueva vida, una vida como jamás has conocido.
—¿Estarás conmigo? —musitó ella.
—Siempre —prometió el dios.
Los elfos, expulsados de sus dos territorios ancestrales, vagaban por el mundo, exiliados. Algunos habían ido a ciudades —Palanthas, Sanction, Flotsam, Solace— donde se apelotonaban en viviendas lúgubres y trabajaban en lo que encontraban a fin de comprar comida para sus hijos, perdidos en sueños de glorias pasadas. Otros vivían en las Praderas de Arena, donde cada día contemplaban cómo se ponía el sol en su patria lejana, casi tanto como el astro, o al menos era lo que les parecía. Los elfos no soñaban con el pasado, sino con sueños salpicados de sangre en un futuro de castigo y venganza.
Los minotauros surcaban los espumosos océanos con sus barcos y libraban sus batallas unos contra otros, pero aun así el sol siempre brillaba en las espadas que vencían al secular enemigo y en la hoja del hacha que talaba el verde bosque.
Los humanos celebraban la muerte de los señores dragones y se preocupaban por los minotauros, que finalmente se habían establecido en AnsaIon. En realidad no se preocupaban demasiado, porque tenían otros problemas más acuciantes como eran las disputas políticas en Solamnia; los forajidos que amenazaban Abanasinia; los goblins, cuyo poder crecía al sur de Qualinesti; los refugiados en todas partes.
Los dragones salieron de sus cuevas a un mundo que antaño había sido suyo, que después habían perdido y que ahora volvía a pertenecerles. Pero actuaban con cautela, vigilantes; hasta los mejores de ellos se mostraban desconfiados y recelosos, y empezaban a darse cuenta de que lo que estaba perdido lo estaba irremediablemente.
Los dioses volvieron a una Era de los Mortales, ahora llamada así justamente porque era la humanidad la que decidiría si los dioses tendrían o no influencia en su creación. Por eso los dioses no podían quedarse tranquilamente en el cielo o en el Abismo o en cualquiera de los planos inmortales, sino que caminaban por el mundo en—busca de fe, amor, plegarias. Y haciendo promesas.
Y, mientras todo eso ocurría, un pastor contemplaba desde lo alto de una colina cómo su perra conducía el rebaño al redil.
Un kender jugaba en un cementerio con el fantasma de un niño muerto.
Un joven clérigo de Kiri—Jolith daba la bienvenida a un nuevo converso.
Un Caballero de la Muerte hervía de rabia en su prisión y buscaba una salida.
Mina despertó de un sueño extraño que era incapaz de recordar, para encontrarse en una oscuridad tan profunda que las llamas de las velas apenas lograban alumbrar, igual que la fría y débil luz de las estrellas no puede alumbrar la noche. Su sueño había sido tan profundo como esa oscuridad. No recordaba cuándo había dormido tan profundamente. Ni alarmas durante la noche, ni subcomandantes despertándola para plantearle preguntas que podrían haber esperado hasta el amanecer, ni heridos transportados en andas para que los curara.
Ni el semblante de una reina muerta.
Mina se quedó tendida boca arriba sobre los blandos almohadones que la rodeaban y contempló la oscuridad. Ignoraba dónde se encontraba; indudablemente aquello no era el duro y frío suelo del desierto en el que había estado durmiendo. Se sentía demasiado cómoda, demasiado resguardada, demasiado aletargada para preocuparse por descubrirlo. La oscuridad era tranquilizadora y estaba impregnada de olor a mirra. La miríada de velas que rodeaban el lecho ardía con llamas que no titilaban. Más allá de la cama no alcanzaba a ver nada, pero, de momento, eso tampoco le importaba. Pensaba en Chemosh, en algo que le había dicho el día anterior.
Y cuando murió, una parte de ti se alegró.
Mina era una guerrera veterana. Desde donde se encontraba aquel día funesto, no habría podido llegar a tiempo hasta el elfo para impedirle que arrojara la lanza contra la diosa cuyo castigo por hurtar el mundo había sido la mortalidad. Mina no se culpaba por la muerte de su reina. Se culpaba —como había dicho Chemosh— por alegrarse de que la reina hubiera muerto.
Había matado al elfo. La mayoría creía que lo había matado en justo castigo, pero Mina sabía que no era así. El elfo se había enamorado de ella. Había visto, con los ojos del amor, que le estaba agradecida por lo que había hecho. Ella advirtió la comprensión en sus ojos, y por ese pecado el elfo había pagado con la vida.
Su gozo por la muerte de su reina se había transformado inmediatamente en pesar y verdadero dolor. No podía perdonarse por aquel primer arranque de alivio, por alegrarse de que la decisión de entregar la vida por su reina le fuera arrebatada de las manos.
—¿Qué habría hecho cuando se hubiera acercado a matarme? ¿Me habría enfrentado a ella o habría dejado que me inmolara?
Todas las noches, acostada delante de la entrada oculta de la tumba de la Reina Oscura en la montaña, Mina se había hecho esa pregunta.
—Habrías luchado por tu vida —respondió Chemosh.
El dios se acercó al lecho. La plata que orlaba su casaca brilló a la luz de las velas. El pálido semblante poseía un brillo propio, al igual que los oscuros ojos. Tomó la mano de Mina, que descansaba en la sábana de batista que le envolvía el cuerpo, y se la llevó a los labios. El beso hizo que a la joven le diera un vuelco el corazón y que la respiración se le cortara.
—Habrías luchado porque eres mortal y tienes un fuerte instinto de supervivencia —añadió él—, una lucha que los dioses desconocemos.
Pareció cavilar sobre aquello, porque la joven notó que dejaba de prestarle atención, absorto en otra cosa, fija la mirada en una oscuridad que era eterna, infinita y terrible. Permaneció así largo rato, como si buscara respuestas, y después sacudió la cabeza, se encogió de hombros y volvió a mirarla con una sonrisa.
—Y así, vosotros, los mortales, podéis afirmar que los omniscientes dioses no son tan omniscientes.
Ella empezó a responder, pero el dios no la dejó. Se inclinó y le dio un rápido beso en los labios, tras lo cual se alejó del lecho sin prisas y dio una vuelta por la estancia iluminada por las velas. La joven observó su paso, firme y autoritario.
—¿Sabes dónde estás, Mina? —preguntó Chemosh a la par que se volvía bruscamente hacia ella.
—No, mi señor —contestó con sosiego—. No lo sé.
—Estás en mi morada. —La miró intensamente—. En el Abismo.
Mina echó un vistazo a su alrededor y después volvió los ojos hacia él. Chemosh la miró con admiración.
—Despiertas y te encuentras sola en el Abismo y, aun así, no tienes miedo.
—He recorrido lugares más oscuros —repuso Mina.
Chemosh la contempló largamente y después asintió con gesto enterado.
—Las pruebas de Takhisis no son para pusilánimes.
Mina apartó a un lado la sábana de batista, bajó de la cama y caminó hasta donde estaba él.
—¿Y qué pasa con las pruebas de Chemosh? —le preguntó con audacia.
—¿Dije que las habría? —El dios sonrió.
—No, mi señor, pero querrás que demuestre mis méritos. Y yo —añadió al tiempo que alzaba la vista hacia los oscuros ojos que reflejaban su imagen— quiero demostrarte mi valía.
La tomó en sus brazos y la besó larga y ardientemente. Ella devolvió el beso, lo estrechó contra sí arrebatada por una pasión que la dejó débil y temblorosa cuando finalmente el dios la soltó.
—De acuerdo, Mina. Me lo demostrarás. Tengo una tarea para ti, una para la que estás excepcionalmente cualificada.
La joven saboreó el beso dejado en sus labios, picante y embriagador como el aroma de la mirra. No tenía miedo, incluso estaba deseosa.
—Encárgame cualquier tarea, mi señor, que yo la emprenderé.
—Destruiste al Caballero de la Muerte, lord Soth... —empezó el dios.
—No, mi señor, no lo destruí... —Mina vaciló, sin saber muy bien cómo continuar.
Chemosh comprendió el dilema de la joven e hizo un ademán desestimándolo.
—Sí, sí, Takhisis lo destruyó, lo entiendo, pero aun así tú fuiste el instrumento de su destrucción. —Lo fui, mi señor.
—Lord Soth era un Caballero de la Muerte, un ser aterrador —siguió Chemosh—, alguien a quien incluso nosotros, los dioses, podríamos temer. ¿No tuviste miedo de enfrentarte a él, Mina?
—Dentro de unos cuantos días, lord Soth, ejércitos tanto de vivos como de muertos atacarán Sanction. La ciudad caerá en mi poder. —Mina no hablaba alardeando: sencillamente exponía un hecho—. En ese momento, el Único realizará un gran milagro. Entrará en el mundo como era su intención desde hace mucho tiempo, uniendo los reinos de los mortales y los inmortales. Cuando exista en ambos reinos, conquistará el mundo, librándolo de indeseables tales como los elfos, y se establecerá como dirigente de Krynn. Se me nombrará capitana del ejército de los vivos, y el Único te ofrece el mando del ejército de los muertos.
—¿Dices que me «ofrece» eso? —inquirió Soth.
—Te lo ofrece, sí, por supuesto.
—Entonces, no se ofenderá si rechazo su oferta —adujo Soth. —No se ofenderá, pero le dolería mucho tu ingratitud, después de todo lo que ha hecho por ti.
—Todo lo que ha hecho por mí. —Soth sonrió—. Así que es por eso por lo que me trajo aquí. Para ser un esclavo que dirige un ejército de esclavos. Mi respuesta a tan generosa oferta es: no.
—No lo tuve, mi señor, porque iba armada con la cólera de mi reina —contestó Mina—. ¿Qué era el poder del Caballero de la Muerte comparado con eso?
—Oh, poca cosa —dijo Chemosh—. Nada salvo la capacidad de matarte con una simple palabra. Se podría haber limitado a decir «muere» y habrías muerto. Dudo que ni siquiera Takhisis hubiera podido salvarte.
—Como te he dicho, mi señor, iba armada con la cólera de mi reina. —Frunció levemente el entrecejo, pensativa—. No puede ser que quieras que me enfrente a lord Soth. La Reina Oscura lo destruyó. ¿Hay otro Caballero de la Muerte? ¿Alguien que te resulta molesto?
—¿Molesto? —Chemosh se echó a reír—. No, no es una molestia para mí ni, realmente, para nadie en Krynn. Al menos no lo es ahora. Hubo un tiempo en que lo fue para mucha gente, de forma relevante para el difunto lord Ariakan. Se llama Ausric Krell. En la historia se lo conoce, creo, como el Traidor.
—El felón que provocó la muerte de lord Ariakan a manos de Caos —comentó acaloradamente Mina—, Conozco la historia, mi señor. Todos los caballeros hablaban de eso. Ninguno sabía qué pasó con Krell.
—A ninguno le gustaría saberlo —repuso Chemosh—. Ariakan era hijo de Zeboim, diosa del mar, y del Señor del Dragón Ariakas. Al padre lo mataron en la Guerra de la Lanza. Zeboim puso el corazón en el niño, que era su único hijo. Cuando murió por las malas artes de Krell durante la Guerra de Caos, las lágrimas de la diosa fluyeron tan copiosamente que el nivel de los mares subió en todo el mundo, o eso dicen.
»No obstante, el fuego de la ira de Zeboim secó pronto sus lágrimas. Sargonnas, dios de la venganza, es su padre, y Zeboim es digna hija de su padre. Persiguió al maldito Krell, lo sacó a rastras del agujero en el que intentaba esconderse, y se puso a castigarlo. Lo torturó día tras día, y cuando Krell no pudo soportar el dolor y el tormento y el corazón le falló, lo trajo de vuelta a la vida, lo torturó hasta matarlo, lo volvió a traer, y así una y otra vez. Cuando por fin se cansó del juego, llevó lo que quedaba de él (sus restos llenaban un pequeño balde, tengo entendido) por el mar de Sirrion septentrional hasta el Alcázar de las Tormentas, la fortaleza construida por los Caballeros de Takhisis en una isla y que le había entregado a su hijo, lord Ariakan. Allí maldijo a Krell, lo transformó en un Caballero de la Muerte, y lo dejó para que consumiera sus días de aflicción en aquella roca abandonada, rodeado por mar y tormenta que nunca le dejarán olvidar lo que había hecho.
»Y allí, durante treinta años, lord Ausric Krell ha permanecido prisionero, obligado a vivir eternamente en la fortaleza donde prometió vida y lealtad a lord Ariakan.
—¿Y aún sigue allí? Durante todos esos años los dioses se encontraron ausentes —manifestó Mina, extrañada—. Zeboim no estaba en el mundo. No habría podido impedirle que se marchara. ¿Por qué no lo hizo?
—Krell no es Soth —repuso secamente Chemosh—. Es solapado y ladino, con la nobleza de una comadreja, el honor de un sapo y el cerebro de una cucaracha. Aislado en su roca, no tenía forma de saber que Zeboim no se encontraba allí para mantenerlo vigilado. Las olas se estrellaban contra los acantilados de su prisión igual de implacables que cuando ella estaba presente. Las tormentas, tan frecuentes en esa parte del mundo, descargaban contra los muros de su prisión. Cuando finalmente descubrió que había tenido una oportunidad y la había perdido, se puso tan furioso que derribó una pequeña torre de un solo golpe.
—Y, ahora que Zeboim ha regresado, ¿sigue vigilándolo?
—Día y noche —contestó Chemosh—. Testimonio del amor de una madre.
—Tampoco a mí me gustan los traidores, mi señor. Emprenderé con gusto cualquier tarea que me encargues relativa a éste.
—Bien. Quiero que lo liberes —dijo el dios.
—¿Liberarlo, mi señor? —repitió Mina, estupefacta.
—Ayúdalo a burlar la vigilancia de Zeboim y tráemelo.
—Pero ¿por qué, mi señor? Si es todo lo que has dicho de él...
—Es eso y más. Es furtivo, astuto y taimado, alguien en quien no se puede confiar. Y nunca pongas en tela de juicio mis decisiones, Mina; no hagas preguntas. Puedes rechazar esta misión. Tú decides, pero no me preguntes por qué. Tengo mis razones y sólo me incumben a mí. —Chemosh alzó la mano y posó los dedos en la mejilla de la joven.
«Liberar a Krell no será tarea fácil. Es muy peligrosa, porque no sólo habrás de enfrentarte al Caballero de la Muerte, sino que antes tendrás que vértelas con la vengativa diosa. Si rehúsas, lo entenderé.
—No rehúso, mi señor—repuso fríamente Mina—. Lo haré por ti. ¿Dónde he de llevarlo?
—Aquí, a mi castillo en el Abismo. De momento es donde resido. —¿De momento, mi señor?
Chemosh le tomó las manos y se las llevó a los labios. —¿Otra pregunta, Mina?
—Lo lamento, mi señor. —La joven se puso colorada—. Me temo que es una de mis faltas.
—Procuraremos poner remedio a eso. En cuanto a tu pregunta, ésta es una que no me importa contestar. No me gusta este alojamiento. Quiero caminar por el mundo, entre los vivos. Tengo planes para el traslado, planes que te incluyen a ti, Mina. —Acarició sus manos con besos suaves, prolongados—. Si no me fallas.
—No te fallaré, mi señor —prometió ella.
—Bien —dijo enérgicamente, y le soltó las manos. Se dio media vuelta—. Si necesitas algo, dímelo.
—¡Mi señor! —llamó Mina, que empezaba a perderlo de vista en la oscuridad—. Hay algo que me hace falta. Un arma o un artefacto bendecidos o un conjuro imbuido de tu sagrado poder.
—Una arma así no te serviría de mucho contra Zeboim —repuso Chemosh—. Es una diosa, como yo, y, en consecuencia, inmortal. He de advertirte, Mina, que si Zeboim sospecha por un instante que has ido a rescatar a Krell te infligirá el mismo tormento que le impuso a él, en cuyo caso, por mucho que lamente tu pérdida, no estará a mi alcance salvarte.
—Lo comprendo, mi señor —dijo sin inmutarse la joven—. Lo del arma era pensando más en el Caballero de la Muerte.
—Te enfrentaste a Soth y has vivido para contarlo —arguyó Chemosh mientras se encogía de hombros—. Cuando Krell descubra que has ido para liberarlo, estará más que dispuesto a ayudarte.
—El problema es seguir con vida el tiempo suficiente para convencerlo de eso, mi señor.
—Cierto —admitió Chemosh, pensativo—. La única diversión que el pobre Krell tiene en su prisión es asesinar a los que el mar y la casualidad arrastran a las orillas de esa roca. Como no es muy listo, es de los que matan antes de preguntar. Podría otorgarte algún amuleto o hechizo, sólo que...
No terminó la frase y la estudió atentamente al tiempo que se ajustaba el puño de puntilla a la muñeca.
—Sólo que hallar el modo de derrotarlo es parte de mi prueba —dijo Mina—. Lo entiendo, mi señor.
—Cualquier otra cosa que quieras no tienes más que pedirla.
Echó una ojeada al lecho del que la joven se había levantado, a las sábanas revueltas, todavía templadas por el calor de su cuerpo.
—Estoy deseando que regreses sana y salva —dijo y, tras hacer una cortés reverencia, se marchó.
Mina se hundió en la cama. Había entendido esa mirada y la promesa que había en sus palabras, y sintió el tacto de sus labios en los de ella. El cuerpo le dolió y le tembló por el deseo y tuvo que emplear unos instantes hasta encontrar la calma para obligarse a centrar su mente en la tarea que le había dado, en apariencia imposible.
—O puede que no lo sea tanto —susurró—. Cualquier cosa que quiera, sólo tengo que pedirla.
Estaba muerta de hambre. No recordaba haber comido mientras había estado en la cárcel que ella misma había levantado. Suponía que lo habría hecho. Tenía el vago recuerdo de Galdar instándola a comer, pero no evocaba sabor ni olor ni de qué se había alimentado.
—Necesito comida —manifestó, y, a modo de experimento, añadió—: Me apetecería filete de venado, guiso de cordero, tarta casera, vino con especias...
Al tiempo que hablaba, los platos aparecían delante de ella, se materializaban sobre una mesa cubierta con mantel. Había vino y cerveza para beber, así como agua fría y clara. Las viandas estaban preparadas maravillosamente bien... Todo cuanto habría podido desear. Mientras comía, se planteó diversos planes, algunos de los cuales descartó de inmediato y a aquellos que le gustaban les dio vueltas y los consideró. Cogió algo de uno, lo unió con una idea de otro y, al final, hizo de ello un todo completo. Lo repasó y se sintió satisfecha.
A un gesto suyo la comida y la mesa, el vino y el mantel, desaparecieron. Mina permaneció sumida en profundas reflexiones unos minutos para asegurarse de que no había pasado nada por alto.
—Quiero mi armadura —dijo finalmente—. La que me dio Takhisis, la que forjó su gloria la noche que proclamó su regreso al mundo.
La luz de las velas refulgió en las profundidades del reluciente metal negro. La armadura que había vestido a lo largo de la Guerra de los Espíritus, la de una dama negra de Neraka en la que la propia reina había dejado su impronta, apareció a sus pies. Recogió el peto, adornado con el símbolo de Takhisis —la calavera traspasada por un rayo—, se sentó al borde de la cama y se puso a dar lustre al metal con la punta de la sábana de batista hasta que la armadura resplandeció con un intenso brillo.
La petición de Mina la condujo a la ciudad de Palanthas, en la que hizo una visita a la Gran Biblioteca. Cuando hubo acabado lo que la había llevado a la biblioteca no se demoró en la ciudad, pero se fijó en que había un gran número de elfos por las calles, elfos harapientos, delgados y empobrecidos. Los miró mientras se cruzaba con ellos en la calle y ellos la miraban como si la conocieran pero no recordaran de dónde. Es una pesadilla tal vez. Abandonó Palanthas y su siguiente deseo fue encontrarse en una aldea de pescadores que había en el litoral septentrional de Abanasinia.
—Estáis chiflada, señora —dijo el pescador sin andarse por las ramas. El hombre estaba en el muelle y observaba cómo cargaba Mina las provisiones en un balandro—. Si las olas no inundan la embarcación y la hacen pedazos, el viento arrancará la vela, la volcará y os atrapará debajo. Jamás lo conseguiréis. Qué forma de destrozar una buena barca de vela. —Te he pagado el doble de lo que vale —repuso la joven. Dejó un pellejo de agua fresca en la popa y, con cierta dificultad por el balanceo que imprimían las olas a la embarcación, se acercó a la escalerilla del muelle y subió. Estaba a punto de bajar el segundo pellejo de agua cuando el pescador la detuvo.
—Tomad, dama oficial —dijo mientras le tendía la bolsa con monedas de acero—. Coged vuestro dinero, no lo quiero. No seré parte de esta temeridad vuestra. Cargaría vuestra muerte en mi conciencia el resto de mi vida.
Mina tomó el odre y se lo echó al hombro. Pasó delante del pescador, bajó al balandro y soltó el segundo odre junto al primero. A continuación regresó por los víveres y vio al hombre que, todavía ceñudo, le tendía la bolsa de monedas. La sacudió en su dirección de forma que las monedas tintinearon.
—¡Eh, tomad!
—Me vendiste la embarcación —respondió Mina al tiempo que le apartaba la mano con suavidad—. Lo que haga con ella no es responsabilidad tuya.
—Ya, pero tal vez ella no lo entienda así —dijo él con aire sombrío, tras lo cual hizo un gesto ominoso con la cabeza en dirección al mar azul grisáceo.
—¿Ella? ¿Quién es «ella»? —preguntó la joven mientras volvía a bajar al balandro.
El pescador echó una ojeada a su alrededor como si temiera que los estuvieran escuchando a escondidas y después se inclinó para musitar en un susurro atemorizado:
—¡Zeboim!
—La diosa del mar. —Mina había envuelto las tiras de salazón de carne en hule para conservarlas secas, y las guardó en una caja de madera, junto con una bolsa impermeable que contenía galletas. No llevaba mucha comida porque, de un modo u otro, el viaje sería corto. Sacó un mapa, envuelto también en hule, y lo guardó con mucho cuidado ya que, al fin y al cabo, era más valioso que la comida—. No temas la ira de Zeboim. Estoy en una misión sagrada y tengo intención de pedirle su bendición.
El pescador no parecía muy convencido.
—Mi sustento depende de su favor, oficial. Tomad vuestro dinero. Si realmente vais a intentar navegar por el mar de Sirrion hasta el Alcázar de las Tormentas, como decís, no os dará su bendición. Os hundirá tan de prisa que la cabeza os dará vueltas, y después vendrá por mí.
Mina sacudió la cabeza, sonriente.
—Si te preocupa tanto lo que Zeboim pueda pensar, lleva el dinero a su santuario y dáselo en ofrenda. Creo que esa suma te proporcionará una cantidad considerable de su buena voluntad.
El pescador caviló y, tras unos segundos de morderse el labio con la mirada prendida en las agitadas aguas, se guardó la bolsa de dinero en los pantalones de hule.
—Puede que tengáis razón, dama oficial. El viejo Ned le entregó a la Señora seis monedas de oro, cada una de ellas marcada con la cabeza de un tipo que se hacía llamar «rey de sacerdotes» o algo así. El viejo Ned encontró esas monedas dentro de un pez cuando lo destripó, y se imaginó que debían de pertenecer a la Señora. A lo mejor las había guardado allí para tenerlas a buen recaudo. Él imaginó que no valdrían mucho, ya que nunca había oído hablar de un rey de sacerdotes, pero sí que debían de tener valor porque ahora sale en su barca de pesca y vuelve con más bacalao del que podáis contar.
Embarcada ya la comida, Mina subió del balandro al muelle para cargar con el último objeto: su armadura.
—Tal vez haga lo mismo por ti —comentó.
—Eso espero —dijo el pescador—. En casa tengo seis bocas hambrientas a las que alimentar, y últimamente la pesca no ha ido muy bien. Ésa es una de las razones de que haya vendido esta barca de vela. —Se frotó la mejilla, a la que asomaba la barba canosa—. A lo mejor divido el dinero con la Señora. La mitad para ella y la mitad para mí. Eso parece justo, ¿no?
—Muy justo —repuso Mina, que desempaquetó la armadura y extendió las piezas sobre el muelle. El pescador la miró y sacudió la cabeza.
—Más vale que la mantengáis seca —dijo—. El agua salada la oxidará con voracidad.
Mina levantó el peto.
—No tengo escudero. ¿Quieres ayudarme a ponérmela? —¿Poneros la armadura? —El pescador la miró de hito en hito—. ¿Para salir a navegar?
Mina le sonrió. El ámbar de sus ojos resplandeció y pareció rodearlo. El pescador bajó la vista.
—Si volcáis, os hundiréis como un enano —le advirtió.
Mina se metió la coraza por la cabeza y levantó los brazos para que el pescador pudiera abrochar las correas de cuero que la cerraban. Acostumbrado a hacer los nudos de sus redes, el hombre realizó la tarea con rapidez y destreza.
—Pareces un buen hombre —comentó Mina.
—Lo soy, señora—repuso sencillamente él— O al menos es lo que intento. —Pero veneras a Zeboim, una diosa que está considerada maligna. ¿Por qué? El pescador parecía sentirse incómodo y echó otro vistazo nervioso al mar.
—Más que maligna es... bueno, temperamental. Es mejor estar a bien con ella. Si se pone en tu contra, a saber qué te puede hacer. Empujarte hacia alta mar y después dejarte allí, sin un soplo de aire, en una calma chicha, para ir a la deriva hasta que te mueras de sed. O quizá levantar una ola tan grande como para tragarse una casa. O azuzar vientos de temporal que sacuden a un hombre como si fuera una ramita. Por aquí somos buena gente. La mayoría venera a Mishakal o a Kiri—Jolith, pero si uno vive del mar no debe olvidarse de presentar sus respetos a Zeboim e incluso hacerle alguna pequeña ofrenda. Sólo para que siga contenta.
—Has dicho que se venera a otros dioses. ¿Alguien sigue a Chemosh? —preguntó la joven.
—¿A quién? —inquirió el pescador, sin dejar su tarea.
—Chemosh, Señor de la Muerte.
El pescador hizo un alto en su trabajo y pensó unos instantes.
—Ah, sí. Un clérigo de Chemosh pasó por aquí hará un mes con intención de ganarnos para ese dios. Menudo aspecto el de ese tipo... Enmohecido. Iba vestido completamente de negro y olía como una cripta al abrirse. Nos contó que la sacerdotisa de Mishakal nos mentía al decir que nuestras almas seguían a la siguiente etapa de la vida. Ese tipo nos contó que el Río de los Espíritus estaba contaminado o algo por el estilo, que nuestras almas se encontraban atrapadas aquí y que sólo Chemosh podía liberarnos.
—¿Y qué pasó con ese clérigo?
—Se corrió la voz de que había erigido un altar en el cementerio y que prometía levantar a los muertos de su tumba para demostrarnos el poder de su dios. Fuimos unos pocos con la idea de ver un buen espectáculo, cuando menos. Pero entonces apareció el alguacil con la sacerdotisa de Mishakal y le dijo al clérigo que se fuera con sus asuntos a otra parte o tendría que arrestarlo por molestar a los muertos. El clérigo no quería jaleo, supongo, porque recogió sus cosas y se marchó.
—Pero ¿y si tenía razón respecto a las almas? —preguntó Mina.
—Señora, ¿no me habéis oído? —contestó el pescador, exasperado—. Tengo seis hijos en casa y todos crecen tan de prisa como los renacuajos y quieren tres comidas completas al día. No es mi alma la que va al mar a pescar peces para venderlos en el mercado y comprar comida para los críos, ¿verdad?
—No, supongo que no.
El pescador asintió tajantemente y dio un último tirón seco a las correas. —Si fuera mi alma la que saliera de pesca me preocuparía por ella. Pero mi alma no captura peces, así que no me preocupa. —Entiendo —repuso pensativamente la joven.
—Dijisteis que ibais en una misión sagrada. ¿A qué dios seguís, pues? —A la reina Takhisis —contestó Mina. —¿No ha muerto? —inquirió el pescador.
Mina no respondió. Le dio las gracias al hombre por su ayuda y bajó por la escalerilla del muelle hasta la embarcación.
—No tiene sentido —comentó el pescador mientras soltaba los cabos que sujetaban el balandro al muelle—. Estáis perdiendo tiempo, dinero y, probablemente, la vida, para emprender una misión por una diosa que ya no existe, o eso es lo que dijo la sacerdotisa de Mishakal.
Mira le dirigió una mirada seria, como su expresión.
—Mi misión sagrada no es tanto por la diosa como por el hombre que fundó la caballería dedicada a su nombre. Me han informado de que el traidor de mi señor y causante de su muerte vive su vida miserable en el Alcázar de las Tormentas. Voy a desafiarlo a un combate para vengar a lord Ariakan.
—¿Ariakan? —El pescador soltó una risita—. Señora, ese señor vuestro murió hace casi cuarenta años. ¿Qué edad tenéis? ¿Dieciocho? ¿Diecinueve? ¡Pero si no lo conocisteis!
—No, no lo conocí, pero no me he olvidado de él. O de lo que le debo. —Se sentó en la popa y agarró la barra del timón—. Pídele la bendición a Zeboim en mi nombre, ¿quieres? Dile que voy a vengar a su hijo.
Dirigió la embarcación hacia el viento. La vela se sacudió un instante y después se hinchó con la brisa. Mina volvió la vista hacia mar abierto, a las olas rompientes y a la fina y oscura línea de nubes tormentosas que colgaban perpetuamente en el horizonte.
—Sí, vale, si hay algo que haría feliz a la Arpía del Mar sería eso —comentó el pescador, que contemplaba cómo el balandro se alzaba para encontrarse con la primera de las encrespadas olas.
Una ola inesperada se estrelló contra el muelle y salpicó por encima del hombre, al que empapó de la cabeza a los pies.
—¡Ya voy, Señora! —gritó al cielo, tras lo cual salió corriendo lo más de prisa posible para donar la mitad del dinero al agradecido clérigo de la diosa marina.
El viaje de Mina fue tranquilo en su primera etapa. Una fuerte brisa empujó la embarcación sobre las olas alejándola más y más de la costa. A Mina no le asustaba el mar, cosa rara considerando que había sobrevivido a una tempestad y a un naufragio, aunque no recordaba ni lo uno ni lo otro. Su único recuerdo —y borroso— era sentirse acunada por las olas, mecida suavemente, arrullada hasta dormirse.
Mina era una experta navegante al igual que lo era la mayoría de quienes vivían en Schallsea, donde se encontraba ubicada la Ciudadela de la Luz. A pesar de que hacía muchos años que Mina no gobernaba una embarcación, recobró los conocimientos que necesitaba. Guió el pequeño velero hacia las olas remontando las crestas —una sensación excitante, como si fuera a volar hacia el cielo— para descender a continuación y deslizarse por el agua hacia el seno de la ola, con la espuma salpicándole la cara. Se lamió los labios y saboreó la sal. Sacudió el cabello para retirarlo de la cara y se echó hacia adelante, ansiosa de llegar a la siguiente ola. Perdió de vista tierra.
El mar se hizo más bravío. Las nubes de tormenta que habían sido una línea oscura en el horizonte eran ahora un creciente cúmulo de color plomizo, surcado de relámpagos. Durante unos preciados instantes, Mina estuvo sola en el mundo, sola con sus pensamientos.
Pensamientos sobre Chemosh.
Intentó comprender la atracción que ejercía en ella, la razón de que se encontrara allí, en aquel frágil balandro, arriesgando la vida para desafiar el poder de la diosa marina y demostrar su amor por el Señor de la Muerte.
Los mortales, como aquel despreciable elfo, la adoraban. Galdar se había hecho su amigo, pero incluso él se sentía intimidado. Chemosh era el primero que había mirado muy dentro de ella para ver sus sueños, sus deseos; unos deseos que nunca supo que estaban allí hasta que su roce los despertó.
Nunca había sentido su propio cuerpo hasta que él lo acarició. Nunca había oído latir su corazón hasta que él puso la mano en su seno. Nunca había experimentado el ansia hasta que miró sus ojos. Nunca había sentido sed hasta probar su beso.
El rayo iluminó el ardiente manto del cielo y la cegó, la sacó bruscamente de sus sueños. Un fuego azul parpadeaba en la punta del mástil. Las olas, más feroces, azotaban la embarcación y casi le arrancaron el timón de las manos. El viento soplaba en violentos remolinos. La vela aleteó y el velero estuvo a punto de irse a pique. Viró a babor con dificultad mientras el viento la zarandeaba violentamente y el balandro cabeceaba y se sacudía de tal forma que Mina tuvo que luchar para mantener el equilibrio.
«Regresa —le advertía el mar—. Da media vuelta ahora y te dejaré vivir.»
La lluvia le azotaba la cara. Mina apretó los dientes, que rechinaron al morder sal. Se las ingenió para arriar la vela, aunque ésta parecía una criatura viva. Regresó a trompicones a la popa, se sentó y, agarrando el timón, enfiló la embarcación hacia las fauces de la tormenta.
—¡Por lord Ariakan! —gritó.
Una ola, moviéndose a contracorriente de todas las demás, golpeó a Mina, la barrió de la cubierta y la arrojó al embravecido mar. La joven inhaló para coger aire y tragó agua, se hundió bajo las olas. Sintiendo los pulmones a punto de estallar, refrenó el impulso de manotear y agitarse en el agua en un intento desesperado de llegar a la superficie. Pateó con fuerza y se propulsó hacia arriba con largos y fuertes impulsos de piernas y brazos. Otra patada, cuando ya chispeaban estrellas en sus globos oculares, y su cabeza emergió en la superficie. Aspiró una bocanada de aire y parpadeó para quitarse el agua de los ojos y ver dónde estaba.
El peso de la armadura volvió a arrastrarla hacia abajo. El velero se encontraba cerca. Se impulsó hacia allí para agarrarse a él antes de que la siguiente ola la hundiera. Se aferró al balandro con todas sus fuerzas; ahora su temor era que el oleaje volcara la embarcación encima de ella.
Llegó otra ola inmensa. Mina pensó que la remataría y haría pedazos el velero. Inhaló profundamente para llenarse los pulmones de aire, decidida a no rendirse sin luchar. La ola la golpeó, la alzó por encima de la regala y la soltó sobre el velero.
Jadeante y conmocionada, Mina yació en la cubierta barrida por el agua del mar y parpadeó para aliviar los ojos que le picaban por la sal. Cuando pudo mirar vio un pie —un pie descalzo— posado en la cubierta, muy cerca de su cabeza. Era un pie bien proporcionado y asomaba por debajo del repulgo de un vestido verde y azul que parecía hecho de tela tejida con espuma de mar.
Vacilante, Mina alzó la cabeza.
Había una mujer sentada en la popa, con la mano en la barra del timón. El mar bramaba alrededor de la embarcación. Las olas se estrellaban sobre la cubierta y empapaban a la joven, pero a la mujer no la tocaban. Tenía el cabello blanco de la sal, los ojos grises de la tormenta, el rostro hermoso como el sueño de un marino, la expresión siempre cambiante, de modo que en cierto momento sonreía a Mina, como si se sintiera complacida hasta lo indecible, y al siguiente la miraba como si fuera a pisarla con aquel pie bien formado y aplastarle el cráneo.
—Eres Mina —dijo Zeboim. Torció la boca—. La consentida de mamá.
—Tuve el honor de servir a Takhisis, tu madre —contestó Mina, que empezó a levantarse.
—Quédate como estás, de rodillas. Lo prefiero así.
Mina siguió sentada de rodillas en el fondo del velero, que cabeceaba y se sacudía. Tuvo que agarrarse con fuerza a la regala para que los zarandeos no la arrojaran de nuevo por la borda. Zeboim estaba sentada, imperturbable; el viento apenas agitaba la larga mata de pelo.
—Serviste a mi madre. —Resopló con desdén—. Esa arpía. —Bajó la vista hacia Mina—. ¿Sabes lo que me hizo? Robarme el mundo. Claro que tú ya lo sabías. Eras confidente de mamá.
—No es cierto —dijo Mina, que intentó explicarse—. Yo nunca...
La diosa hizo caso omiso de ella y siguió hablando, así que la joven guardó silencio.
—Mamá me robó el mundo. Me robó el mar y me robó a los que son como tú —Zeboim dirigió una mirada despectiva a Mina—, mis adoradores. La arpía se los llevó a todos y me dejó en la infinita oscuridad, sola. No imaginas el terrible silencio de un universo vacío —añadió, y su voz adquirió un timbre quebrado por el dolor.
—De verdad no sabía lo que la diosa había hecho —manifestó Mina en tono quedo—. Takhisis no me contó nada de eso. Ni siquiera me dijo su nombre. La conocía como el Único, una deidad que había venido a ocupar el lugar dejado por los dioses, que nos habían abandonado.
—¡Ja! —Zeboim soltó una risa exaltada. Los rayos zigzaguearon arriba y abajo del mástil, crepitaron sobre el agua.
—Era joven —dijo Mina con humildad—. Le creí. Lo lamento y quiero intentar subsanar mis errores.
—¿Con una misión al Alcázar de las Tormentas? —Con el pie, Zeboim agitó ociosamente el agua que salpicaba en el fondo de la embarcación—. ¿Cómo puede subsanar errores eso?
—Al castigar a quien traicionó a lord Ariakan —repuso Mina—. Como verás, soy una verdadera dama de caballería. —Señaló la armadura negra que vestía al tiempo que alzaba la vista para encontrarse, audazmente, con la de la diosa del mar.
Aquél era un momento delicado, cuando Mina tendría que engañar a una deidad. Habría de impedir que Zeboim penetrara en su corazón y descubriera la verdad. Mina nunca se había planteado engañar a Takhisis. Chemosh había descubierto todos los secretos de su alma con una simple mirada. Si Zeboim observaba con atención, si profundizaba, vería sin remedio el engaño.
Mina sostuvo la mirada de la diosa, aquellos ojos que eran de un profundo color verde en un momento y al siguiente de una tonalidad gris tormentosa. Zeboim contempló a la joven; aparentemente, no vio nada de interés, porque desvió la vista.
—Vengar a mi hijo —dijo, desdeñosa—. ¡Era el hijo de una diosa! Tú sólo eres una mortal. Hoy, aquí. Mañana, muerta. No servís para nada, ninguno de vosotros, salvo para admirarme, loarme y darme regalos. Y morir cuando me apetece mataros. Y, a propósito de la muerte, me he enterado de que vas por ahí haciendo preguntas sobre Chemosh.
—Es verdad.
—¿Y qué interés tienes en él? —Zeboim miró ahora a la joven con intensidad y en sus ojos centelleó un fuego azul.
—Es el dios de los muertos vivientes —explicó Mina—. Se me ocurrió que quizá podría ayudarme a derrotar a lord Krell...
Veloz como el restallante viento, Zeboim le cruzó la cara a Mina con un violento bofetón.
—Su nombre no se pronuncia jamás en mi presencia —dijo y, recostándose contra la caña del timón, observó a la joven con una cruel sonrisa.
—Lo siento, señora. Quería decir el Traidor. —Mina se limpió la sangre de la boca.
Tras bullir de rabia unos instantes, Zeboim se tranquilizó. —De acuerdo, entonces, continúa. Me resultas menos aburrida de lo que esperaba.
—El Traidor es un Caballero de la Muerte. Puesto que Chemosh es el dios de los no muertos, pensé que quizá mis plegarias podrían...
—¿Podrían qué? ¿Ayudarte? —Zeboim rió con malévolo placer—. Chemosh está demasiado ocupado recorriendo el cielo con su cazamariposas intentando atrapar todas las almas que mamá le robó. No puede ayudarte. Sólo yo puedo. Tus plegarias deberían ir dirigidas a mí.
—Entonces, elevo mis plegarias a ti, señora...
—Creo que deberías llamarme majestad —la interrumpió Zeboim mientras jugaba lánguidamente con un bucle del largo y enmarañado cabello y contemplaba el baile de los relámpagos en el mástil—. Ya que mamá no está con nosotros, ahora soy la reina. La Reina del Mar y la Tormenta.
—Como deseéis, majestad —dijo Mina a la par que inclinaba la cabeza con reverencia, un gesto que complació a Zeboim y que permitió a Mina ocultar los ojos, guardar sus secretos.
—¿Qué es lo que quieres de mí, Mina? Si es pedirme que te ayude a destruir al Traidor, creo que no lo haré. Disfruto muchísimo viendo a ese bastardo enfurecerse y cocerse en su propia salsa en esa roca.
—Lo único que pido es que me lleves sana y salva al Alcázar de las Tormentas —dijo la joven con actitud humilde—. Será para mí un honor y un privilegio acabar con él.
—Me encanta un buen combate —suspiró Zeboim, que se enroscó el rizo en un dedo mientras contemplaba la tormenta que bramaba a su alrededor sin tocarla en ningún momento.
»De acuerdo —accedió, lánguida—. Si lo destruyes, siempre me queda la opción de traerlo de nuevo a la vida. Y si es él el que te destruye a ti, cosa más que probable —Zeboim lanzó una ojeada fría, azul acerada, a Mina—, entonces me habré vengado de la pequeña mascota mimada de mamá, que es lo más parecido a vengarme de la propia mamá.
—Gracias, majestad.
No hubo respuesta, sólo el silbido del viento en el aparejo, un sonido burlón.
Mina alzó la cabeza con cautela y descubrió que se encontraba sola. La diosa había desaparecido como si nunca hubiese estado allí, y durante un segundo Mina se preguntó si no lo habría soñado. Se llevó la mano a la mejilla dolorida, al labio cortado, y la retiró manchada de sangre.
Como para darle más pruebas, el viento amainó de golpe a su alrededor. Los nubarrones tormentosos se deshilacharon, deshechos por una mano inmortal. Las olas se calmaron y, a no tardar, el balandro se mecía en un oleaje lo bastante suave para arrullar a un niño hasta dormirlo. La brisa marina, soplando del sur, refrescó; una brisa que la transportaría rápidamente a su punto de destino.
—¡Honor y gloria a ti, Zeboim, Reina de los Mares! —gritó Mina.
El sol se abrió paso entre las nubes y brilló, dorado, en el agua. La joven iba a izar la vela, pero no era menester. La embarcación salió lanzada hacia adelante, se deslizó rauda sobre las olas. Mina asió la caña del timón e inhaló el viento salado. Un paso más cerca del deseo de su corazón.
Hubo un tiempo en que la isla del Alcázar de las Tormentas había rebosado de vida. Fortaleza y guarnición de los Caballeros de Takhisis, el Alcázar de las Tormentas había albergado caballeros, soldados, sirvientes, cocineros, escuderos, pajes, instructores, esclavos. También los clérigos consagrados a Takhisis habían vivido en el alcázar. Los hechiceros dedicados a su servicio habían trabajado allí. Los Dragones Azules habían alzado el vuelo desde los acantilados y, sobrevolando el mar, habían transportado jinetes a su espalda. Todos ellos habían tenido una única meta: conquistar Ansalon y, desde allí, el mundo. Casi lo habían conseguido.
Pero entonces apareció Caos. Entonces surgió la traición.
El Alcázar de las Tormentas era ahora la cárcel de los muertos, con un solo prisionero. Disponía de la poderosa fortaleza, de las torres y la plaza de armas, los establos y las cámaras del tesoro, los almacenes y las despensas, todo para él. Lo odiaba. Cada centímetro empapado de agua de mar.
En una gran sala en lo alto de la Torre de la Calavera, la más alta de la fortaleza conocida como el Alcázar de las Tormentas, lord Ausric Krell apoyó sobre la mesa las manos —enfundadas en guanteletes de cuero para ocultar su estado descarnado— y se puso de pie. En vida había sido un tipo bestial, bajo y pesado, y ahora era un cadáver ambulante bestial, bajo y pesado. Iba cubierto con la armadura negra con la que había muerto y que lo había abrasado al quemarse sobre él por la maldición que lo encadenaba a esta existencia.
Ante él, reposando sobre una peana, había una esfera de ópalo negro. Krell escudriñaba su interior; los ojos del ser brillaban rojos tras las rendijas del yelmo. La esfera mostraba en las ardientes profundidades la imagen de un velero, diminuto en el vasto océano. En la embarcación, más pequeño aún, se veía a un caballero con la armadura que Krell había deshonrado.
Abandonando la esfera, Krell caminó hacia la abertura en el muro de piedra que se asomaba al tormentoso mar. La armadura tintineó y resonó con sus pasos. Miró intensamente a través de la ventana y se frotó las manos enguantadas con aire satisfecho.
—Ha pasado mucho tiempo desde que no venía nadie a jugar —murmuró.
Tenía que prepararse.
Krell descendió pesadamente por la escalera de caracol que conducía al cuarto alto de la torre donde solía pasar la mayor parte del tiempo contemplando, colérico y frustrado, el interior de la bola escrutadora de ópalo negro, conocida como Llamas de las Tormentas. La mágica bola era la única ventana de Krell al mundo que había más allá del alcázar, un mundo que estaba convencido de poder gobernar si lograra escapar de aquella maldita roca. Había presenciado gran parte de la historia de la Era de los Mortales en esa bola escrutadora, regalo de Zeboim a su amado hijo, lord Ariakan.
Krell había descubierto el poderoso artefacto poco después de su muerte y encarcelamiento, y se había regodeado al pensar que la diosa se lo había dejado por error. Sin embargo, en seguida comprendió que aquello era parte de la cruel tortura que le infligía. Le había proporcionado medios para que fuera testigo de lo que pasaba en el mundo al tiempo que lo privaba de la posibilidad de formar parte de él. Podía verlo, pero no podía tocarlo.
A veces le resultaba tan atormentador que cogía la bola de ópalo, dispuesto a arrojarla por la ventana contra las rocas que había abajo. No obstante, siempre frenaba su impulso y volvía a colocarla con cuidado en la peana serpentina. Algún día hallaría la forma de escapar, y cuando eso ocurriera necesitaría estar informado.
Krell había presenciado la Guerra de los Espíritus en el interior de la bola de ópalo. Había visto con regocijo la ascensión de Mina al pensar que si había alguien capaz de rescatarlo sería ella o su dios Único. Krell no tenía ni idea de quién era esa deidad pero, con tal que pudiera combatir a Zeboim —de quien sospechaba que seguía al acecho en alguna parte—, le daba igual.
Krell veía claramente dentro de la esfera mágica a las desdichadas almas atrapadas en el Rio de los Espíritus. Incluso intentó comunicarse con ellas con la esperanza de enviar un mensaje a la tal Mina pidiéndole que lo rescatara. Entonces, contemplando el interior de la bola de ópalo, vio lo que la chica le hacía a su homólogo, lord Soth. Después de eso dejó de enviar más mensajes.
Para entonces descubrió la verdadera identidad del Único, y aunque Takhisis no era tan mala como su hija, Krell pensó que probablemente la Reina Oscura albergara el mismo rencor contra él, ya que había apreciado mucho a Ariakan. Desde entonces merodeaba dentro del alcázar, sin atreverse a asomar la nariz fuera.
Entonces acaeció la muerte de Takhisis y —lo más cruel de todo— el descubrimiento de que Zeboim había estado ausente todo ese tiempo y que él habría podido abandonar aquel maldito montón de piedras ruinosas cuando hubiera querido, porque ningún dios habría podido impedírselo. La ira que esa noticia provocó fue tal que derribó una insignificante torre.
Krell no había sido nunca un hombre religioso. No había creído realmente en los dioses hasta el terrorífico instante en que descubrió que los clérigos tenían razón, que, después de todo, los dioses existían y sentían un profundo interés por la vida de los mortales.
Habiendo descubierto la religión en el momento en que Zeboim lo abrió en canal, Krell presenció con sumo interés el regreso de los dioses y la muerte de Takhisis y la desaparición de Paladine. La muerte de un líder creaba un vacío de poder. Krell previo una pugna para llenar ese vacío. Se le ocurrió la idea de que podía ofrecer sus servicios a un rival de Zeboim a cambio de la libertad de su prisión.
Krell jamás había rezado una plegaria, pero la noche que tomó esa decisión se puso de hinojos e invocó el nombre del único dios que podría sentir inclinación por ayudarlo.
—Sálvame de mi tormento y te serviré del modo que me pidas —prometió a Chemosh.
El dios no respondió.
Krell no desesperó. Los dioses estaban muy ocupados escuchando un montón de plegarias. Repitió la suya todos los días, pero siguió sin recibir respuesta, y empezó a perder la esperanza. Sargonnas —padre de Zeboim— iba incrementando su poder. No era probable que otro dios del panteón oscuro acudiera en su auxilio.
—Bien, en cuanto a esa tal Mina, esa aniquiladora de Caballeros de la Muerte, viene de camino para acabar conmigo —gruñó Krell, cuya voz repiqueteó dentro de la armadura hueca con un sonido semejante a grava que rodara en el fondo de una cazuela de hierro—. Quizá debería dejar que lo hiciera —añadió, deprimido.
Jugueteó fugazmente con la idea de poner fin a su tormento merced al olvido de la nada, pero en seguida la rechazó. Su presunción era tal que no soportaba privar al mundo de Ausric Krell, ni siquiera de un Ausric Krell muerto.
Además, la llegada de la tal Mina aliviaría la monotonía de su existencia aunque sólo fuera durante un rato.
Krell salió de la Torre de la Calavera y cruzó la plaza de armas, que estaba húmeda y resbaladiza por el constante embate de las olas y las rociadas de espuma, y entró en la Torre del Lirio. Estaba dedicada a los Caballeros del Lirio, la fuerza armada de los caballeros negros, a cuya honorable orden había pertenecido Krell. En vida había tenido sus aposentos allí y, aunque ya no hallaba descanso en el sueño, a veces regresaba al pequeño cuarto de las estancias altas y se tumbaba en el colchón infectado de bichos para torturarse con el recuerdo de lo agradable que había sido dormir. Este día no volvió a su cuarto, sino que permaneció en el piso bajo, donde Ariakan había instalado una biblioteca en varias estancias llenas de anaqueles con libros que trataban de cualquier tema militar, desde ensayos sobre el arte de montar dragones hasta consejos prácticos para mantener la armadura limpia de herrumbre.
Krell no tenía nada de erudito y jamás había tocado un libro salvo cuando utilizó un volumen de la Medida para mantener abierta una puerta que no dejaba de dar golpes. Él le daba otro uso a la biblioteca. Allí recibía a sus huéspedes. O, más bien, allí se divertía.
Hizo los preparativos para recibir a Mina y arregló todo como le gustaba. Quería dar una bienvenida a lo grande a tan importante invitada, así que arrastró el cadáver mutilado de un enano —su último visitante— y lo puso en la empalizada, con los otros.
Acabado el trabajo en la Torre del Lirio, Krell desafió al viento azotador y a la lluvia torrencial para regresar a la Torre de la Calavera. Escudriñó la bola escrutadora y contempló con anhelante expectación el avance del pequeño velero que navegaba hacia el abrigo de una ensenada donde, en los gloriosos días de antaño, atracaban los barcos que suministraban provisiones al Alcázar de las Tormentas.
Ignorante de que Krell la observaba, Mina miró con interés el Alcázar de las Tormentas.
La fortificación de la isla la había diseñado Ariakan para que resultara inexpugnable desde el mar. Construida de mármol negro, la fortaleza se alzaba en lo alto de los acantilados arriscados de piedra negra que semejaban las puntiagudas protuberancias dorsales de un dragón. Los acantilados eran escarpados, imposibles de escalar. El único modo de entrar o salir del Alcázar de las Tormentas era a lomos de un dragón o por barco. Sólo había un pequeño muelle construido en una ensenada abrigada, en la base de los negros acantilados.
El muelle había servido como acceso portuario de vituallas para hombres y animales, abastecimiento de armamento, esclavos y prisioneros. Posiblemente estos suministros los podrían haber transportado los dragones, prescindiendo de la necesidad de tener un muelle. Sin embargo, los reptiles —sobre todo los orgullosos y temperamentales Azules que los caballeros preferían como montura— se negaban firmemente a servir de bestias de cara. Pedirle a un Dragón Azul que trajera una carga de heno muy probablemente daría pie a que te arrancara la cabeza de un bocado. Resultaba más fácil proveerse de suministros por barco. Como Ariakan era hijo de Zeboim, lo único que tenía que hacer era rezarle a su madre para pedirle un viaje tranquilo, y los nubarrones de tormenta se disipaban y el mar se tornaba calmo.
Mina lo ignoraba todo sobre el arte de la guerra cuando Takhisis la había puesto, con diecisiete años, al frente de sus ejércitos. La joven había aprendido de prisa y Galdar había sido un excelente maestro. Miró la fortaleza y vio la brillantez del diseño y su concepto.
El muelle resultaba fácil de defender. La ensenada era tan pequeña que sólo podía entrar un barco sin correr peligro, aparte de que únicamente podía hacerlo con marea baja. Unos estrechos escalones, tallados en la cara del acantilado, constituían la única vía de acceso a la fortaleza. Esos peldaños estaban resbaladizos y resultaban tan peligrosos que apenas se utilizaban. Casi todos los suministros se subían a la fortaleza mediante un sistema de cuerdas, poleas y tornos.
Mina se preguntó, igual que se preguntaban los historiadores, cuan diferente habría sido el mundo si aquel hombre brillante que había diseñado la fortaleza hubiera sobrevivido a la Guerra de Caos.
El viento se calmó al entrar en la ensenada y la obligó a remar en las tranquilas aguas hasta el muelle. La ensenada, situada en el este, se hallaba a la sombra, pues el sol se hundía ya hacia poniente. Mina bendijo las sombras, pues esperaba coger por sorpresa a Krell. La fortaleza era enorme y el muelle, ubicado a un extremo de la isla, se hallaba lejos del principal cuerpo de la construcción. Era imposible que supiera que Krell observaba todos y cada uno de sus movimientos.
Mina echó la pequeña ancla y aseguró el velero atando el cabo alrededor de un saliente rocoso. En tiempos había habido un muelle de madera, pero hacía mucho que se había convertido en astillas por la ira de Zeboim. Mina bajó del velero y alzó la vista hacia la escalera de roca negra; frunció el entrecejo y sacudió la cabeza.
Estrechos y toscamente tallados, los peldaños ascendían precariamente, sinuosos, por la cara del risco, y estaban resbaladizos por las algas marinas y mojados con las rociadas saladas. Por si fuera poco, daba la impresión de que la vengativa Reina del Mar hubiese arrancado trozos de los escalones con los dientes. Muchos aparecían quebrados y partidos, como si la ira de Zeboim se hubiese extendido para sacudir el suelo bajo los pies de Krell.
«No tengo que preocuparme por el enfrentamiento con Krell —se dijo Mina a sí misma—. Dudo que consiga llegar viva al final de los peldaños.»
Aun así, como le había dicho a Chemosh, había caminado por lugares más oscuros. Y no resbaladizos solamente.
Mina seguía vestida con la coraza de negro acero marcado con la calavera traspasada por el rayo. Colgó el yelmo en el cinturón de cuero y luego, de mala gana, se desabrochó el resto de la armadura. Trepar ya resultaba peligroso sin estar entorpecida por las espinilleras y los brazales. En el cinturón llevaba su arma preferida, la maza o «estrella matutina» que había utilizado durante la Guerra de los Espíritus. La maza no era un artefacto mágico y tampoco estaba encantada. No serviría de nada contra un Caballero de la Muerte. Sin embargo, ningún caballero de verdad entraría en batalla desarmado, y Mina quería que Krell la viera como una verdadera Dama de Takhisis. Confiaba en que la repentina aparición de uno de sus antiguos compañeros, que se presentaba sin previo aviso en el Alcázar de las Tormentas, diera qué pensar al Caballero de la Muerte y se sintiera tentado de conversar con ella en lugar de matarla al instante.
La joven comprobó el cabo para cerciorarse de que el velero había quedado bien asegurado. Se le pasó por la cabeza la idea de que Zeboim podía destrozar la pequeña embarcación sin el menor problema y dejarla varada en el alcázar, prisionera junto a un Caballero de la Muerte. Mina se encogió de hombros y desechó la idea. Nunca había sido de las que rumiaban o se preocupaban por el futuro, quizá por haber estado tan cerca de una diosa, la cual siempre le había asegurado que el futuro lo tenía controlado.
Haber descubierto que los dioses pueden equivocarse no había cambiado la opinión de Mina sobre la vida. La calamitosa caída de Takhisis había fortalecido su creencia de que el futuro se abría ante ella como la peligrosa escalera tallada en la negra roca. Lo mejor era vivir el presente. Sólo podía subir los peldaños de uno en uno.
Tras elevar una plegaria a Chemosh para sus adentros y pronunciar otra en voz alta para Zeboim, la joven inició el ascenso por el acantilado del Alcázar de las Tormentas.
Después de ver que Mina bajaba a tierra en la ensenada, Krell salió del alcázar propiamente dicho y se aventuró por el estrecho y sinuoso sendero que serpenteaba entre un revoltijo de rocas. El sendero conducía a un pico saliente de granito, al que los caballeros que antaño habían morado allí llamaban por el chistoso nombre de Monte Ambición. El pico, punto más alto de la isla, se encontraba aislado, barrido por el viento y salpicado por rociadas de espuma. Lord Ariakan había tenido la costumbre de dar un paseo hasta allí al final de la tarde cuando el tiempo lo permitía. Allí se quedaba, contemplando el mar mientras fraguaba sus planes para regir Ansalon. De ahí el nombre de Monte Ambición.
Ninguno de los caballeros paseaba con su señor a menos que fuera invitado a hacerlo. No había mayor honor que se requiriera a alguien subir al Monte Ambición con lord Ariakan. Krell había acompañado a menudo a su señor, y ése era el sitio que evitaba con mayor empeño durante su encarcelamiento. No habría ido allí de no ser porque el pico le permitía la mejor perspectiva de la ensenada y del muelle; y de la mota humana que intentaba trepar lo que los caballeros habían dado en llamar la Escalera Negra.
Encaramado en las rocas, Krell se asomó al borde del acantilado para ver a Mina. Distinguía el latido vital en ella, la calidez que la iluminaba como la llama de una vela alumbra una linterna. La vista hizo que sintiera con más intensidad el helor de la muerte, y le asestó una mirada feroz, con desprecio y amarga envidia. Podía matarla en ese mismo instante. Sería fácil.
Krell recordó un paseo con su comandante a lo largo de aquel mismo tramo de la pared. Habían estado comentando la posibilidad de un asalto por mar al alcázar y discutían sobre utilizar arqueros o no para liquidar al enemigo que fuera lo bastante osado o lo bastante necio para intentar trepar por la Escalera Negra.
—¿Para qué desperdiciar flechas? —Ariakan había señalado con un gesto los pedruscos amontonados a su alrededor—. Sólo hay que arrojarles piedras.
Eran piedras de buen tamaño, de forma que los hombres más fuertes de la guarnición habrían tenido que trabajar de firme para levantarlas y lanzarlas pared abajo. Habiendo sido uno de esos hombres fuertes asignados a aquel puesto, a Krell siempre le había decepcionado que nadie organizara un asalto contra la fortaleza. A menudo se imaginaba la matanza que aquellos pedruscos lanzados causarían entre el ejército enemigo, soldados golpeados por las piedras que caían de la escalera y se precipitaban, gritando, hacia una muerte sangrienta al chocar contra los peñascos del fondo.
Krell estuvo seriamente tentado de coger una de las piedras y arrojársela a Mina con tal de ver en directo la destrucción que siempre había imaginado con agrado. Se controló, aunque no sin hacer un esfuerzo. Conocer cara a cara a una asesina de Caballeros de la Muerte no era algo que se diera con frecuencia, y había que aprovechar la oportunidad. Esperaba el encuentro con tanta ansiedad que maldijo cuando vio que Mina resbalaba y que estuvo a punto de caerse. Si hubiese habido aliento en su cuerpo, habría soltado un suspiro de alivio cuando la joven consiguió recobrar la estabilidad y continuó la lenta y trabajosa escalada.
El aire era frío ya que el sol conseguía abrirse paso rara vez entre los nubarrones suspendidos sobre el Alcázar de las Tormentas. El agotamiento y la repentina carga de adrenalina cuando Mina estuvo a punto de caerse hicieron que un sudor frío le corriera por el cuello y entre los senos. El viento que azotaba las rocas de forma constante le secó el sudor y la hizo temblar. Había llevado guantes, pero descubrió que no podía ponérselos. En más de una ocasión se había visto obligada a meter los dedos en fisuras y hendiduras para impulsarse de un escalón al siguiente.
Cada paso era inestable. Algunos peldaños tenían grandes grietas de lado a lado y la joven debía tantear uno por uno antes de apoyar el peso en él. Los músculos de las piernas no tardaron en acalambrarse y empezaron a dolerle. Los dedos le sangraban, tenía las manos despellejadas y las rodillas llenas de rasponazos. Hizo un alto para aliviar el dolor de las piernas y miró hacia arriba con la esperanza de encontrarse cerca de la cima.
Un movimiento atrajo su mirada. Captó un atisbo de una cabeza cubierta con yelmo, asomada en lo alto del acantilado. Mina parpadeó para limpiarse los ojos de agua salada, y cuando miró de nuevo la cabeza había desaparecido.
No obstante, no cabía duda de a quién había visto.
La escalera parecía no tener fin, como si llegara al cielo, y arriba esperaba Krell.
Allá abajo el mar bramaba y arremetía contra peñascos brillantes y afilados. La espuma giraba en las aguas hinchadas. Mina cerró los ojos y se tambaleó contra la pared del acantilado. Estaba agotada y sólo había hecho la mitad del camino hacia la cima. Llegaría exhausta arriba, donde tendría que hacer frente al Caballero de la Muerte que, a saber cómo, conocía su llegada.
«Zeboim —maldijo la joven para sus adentros—. Ella lo puso sobre aviso. ¡Qué necia soy! Tan pagada de mí misma para pensar que he engañado a una diosa cuando desde el principio ha sido ella la que me ha engañado a mí. Pero ¿por qué avisarle? Ésa es la cuestión. ¿Por qué?» Tenía que resolver eso.
«¿Miró en mi corazón y descubrió la verdad? ¿Vio que he venido para liberar a Krell? ¿O es sólo uno de sus caprichos? Enfrentarnos el uno al otro para tener un rato de diversión.»
Al rememorar la conversación con la diosa, Mina se inclinó por lo último. Se planteó qué hacer y fue entonces cuando se le ocurrió una idea. Abrió los ojos, miró de nuevo hacia lo alto, al punto donde había visto a Krell plantado.
«Habría podido matarme si hubiese querido —comprendió—. Lanzarme un hechizo o, cuando menos, tirarme una piedra. No lo hizo. Espera para enfrentarse a mí. Quiere jugar conmigo. Mofarse de mí antes de matarme. Krell no es distinto de otros muertos vivientes. Ni siquiera es distinto del propio dios de la muerte.»
El haber comandado una legión de espíritus durante meses le había enseñado a Mina que los muertos tenían una debilidad: hambre de los vivos.
La parte de Krell que recordaba lo que significaba estar vivo anhelaba relacionarse con los que vivían. Necesitaba sentir indirectamente la vida que había perdido. Odiaba a los vivos, y por ello acabaría matándola, pero no le cabía duda de que no acabaría con ella de inmediato, antes de que tuviera oportunidad de hablar, de contarle su plan. Esa certeza le dio esperanza y ánimo, aunque no le sirvió para aliviar los calambres de las piernas ni el frío que le llegaba a la médula. Le quedaba un largo y peligroso camino hacia arriba y tenía que estar preparada, física y mentalmente por igual, para enfrentarse a un mortífero adversario que esperaba al final del trayecto.
El nombre de Chemosh acudió, cálido, a sus labios entumecidos. Sintió la presencia del dios, notó que la observaba.
No rezó para pedir ayuda. Chemosh le había dicho que no podía dársela y no se humillaría a suplicarle. Susurró su nombre, lo retuvo en el corazón para que le diera fuerza, y posó el pie con cuidado en el siguiente peldaño, tanteándolo.
El escalón aguantó, como también el siguiente. Había mantenido la vista en donde ponía los pies al tiempo que tanteaba con las manos la pared del acantilado. Las desplazó despacio y sufrió un sobresalto al no tocar nada con ellas; el susto tan repentino casi le hizo perder el equilibrio. Una estrecha fisura hendía la pared rocosa.
En un precario equilibrio sobre la escalera, Mina puso las manos a ambos lados de la grieta y se asomó a su interior. La luz grisácea del día apenas penetraba en la oscuridad, pero lo que alcanzaba a ver la intrigó: un suelo liso, obra del hombre, a poco menos de un metro por debajo de su posición. No distinguía mucha extensión del suelo, pero tenía la impresión de que era una vasta cámara. Husmeó el aire. Era un olor familiar que le recordaba algo.
Un granero. Acababan de liberar la ciudad de Sanction y sus hombres, atareados en asegurar la ciudad, habían topado con un granero. Ella había entrado para inspeccionarlo y ése, o algo muy parecido, era el olor que había percibido al entrar. En el depósito de Sanction el trigo acababa de almacenarse y el olor era tan intenso que resultaba sofocante. Por el contrario, aquí era tenue y se mezclaba con el del moho, pero Mina estaba convencida de que había dado con el granero del Alcázar de las Tormentas.
La ubicación tenía sentido, pues se encontraba cerca del muelle, donde el grano se descargaría del barco. En algún punto de lo alto del acantilado tenía que haber una abertura, una tolva por la que se echaría el grano. El depósito se encontraría vacío ahora, pues habían pasado cuarenta años desde que se abandonó el alcázar. Cientos de generaciones de ratas se habrían dado un festín con todas las vituallas almacenadas que los caballeros hubieran dejado.
Todo eso daba igual. Lo importante era que había hallado un camino por el que colarse en la fortaleza, un modo de pillar por sorpresa a Krell.
—Chemosh —musitó Mina cuando le llegó una repentina revelación.
Acababa de pronunciar su nombre cuando había encontrado la grieta en la pared. No le había pedido ayuda, pero él se la dio, y el corazón de la joven latió más de prisa al comprender que el dios deseaba que tuviera éxito. Observó la grieta en la pared. Era estrecha, pero ella estaba delgada. Posiblemente podría meterse, encogiéndose, pero no con la coraza puesta. Tendría que quitársela y eso la dejaría sin protección cuando se enfrentara al Caballero de la Muerte.
La joven vaciló. Alzó la mirada a la interminable escalera donde, en lo alto, Krell la esperaba. Miró al granero y su suelo liso, seco, un acceso secreto al cuerpo central del alcázar. Sólo tenía que tirar la coraza marcada con el símbolo de Takhisis. Mina comprendió.
—Es lo que me pides —musitó al atento dios—. Quieres que me desprenda del último vestigio de lealtad a la diosa. Que ponga toda mi fe y mi confianza en ti.
Manteniendo un equilibrio precario en la escalera, temblorosos los dedos helados, Mina tiró de las correas de cuero húmedas que sujetaban el peto.
Krell se maldijo por ser tan idiota de dejarse ver así. También maldijo a Mina mientras se preguntaba qué absurda idea se le había pasado por la cabeza a la mujer para que la hiciera mirar hacia arriba en lugar de hacia abajo y avistarlo.
—Zeboim —masculló, y maldijo a la diosa, algo que hacía casi cada hora de todos sus atormentados días.
Ya no podía contar con pillar a Mina por sorpresa. Estaría preparada y, aunque realmente no creía que la chica pudiera causarle daño alguno, no olvidaba que había sido esa mujer la que había abatido a lord Soth, uno de los muertos vivientes más formidables de toda la historia de Krynn.
«Más vale sobrestimar al enemigo que subestimarlo», había sido una de las máximas de Ariakan.
—La esperaré al final de la Escalera Negra —decidió—. Estará exhausta, demasiado cansada para presentar mucha resistencia.
No quería luchar con ella. La quería capturar viva. Siempre capturaba vivas a sus presas... cuando era posible. Un desventurado ladrón, atraído al Alcázar de las Tormentas por el rumor del tesoro abandonado de los caballeros negros, se sintió tan aterrado a la vista de Krell que se desplomó muerto a los pies del Caballero de la Muerte, hecho que decepcionó muchísimo a Krell.
Sin embargo tenía depositada mucha confianza en Mina. Era joven, fuerte y valerosa. Le proporcionaría una buena competición. Tal vez sobreviviría días.
Krell estaba a punto de marcharse de Monte Ambición para regresar al alcázar cuando oyó un sonido que le habría parado el corazón si hubiese tenido uno.
Desde abajo llegó el grito aterrado de una mujer y el repiqueteo de una armadura metálica cayendo sobre rocas afiladas.
Krell corrió al borde del acantilado y se asomó. Volvió a maldecir y dio una patada a un peñasco, que se partió de arriba abajo.
La Escalera Negra estaba vacía. Al pie del acantilado, casi invisible en el espumoso oleaje, distinguió un peto negro adornado con una calavera traspasada por un rayo.
Su grito resonó en la pared del acantilado mientras Mina observaba cómo se estrellaba la negra armadura contra las rocas y rebotaba hasta caer en el agua. A causa de la mala visibilidad que proporcionaba la tenue luz grisácea de la tormenta, a esa distancia no se distinguía que la armadura estaba vacía cuando cayó escalera abajo y ahora se había perdido de vista en las rompientes olas. Confiaba en que la vista de Krell no fuera más aguda que la suya.
Inhaló profundamente y metió el cuerpo por la grieta de la pared rocosa. Incluso sin la coraza cabía a duras penas y, durante un instante aterrador, se quedó atascada en la fisura. Se retorció y, en uno de sus movimientos desesperados, se desembarazó y rodó por el suelo. Hizo un alto para recobrar el aliento y esperar a que la vista se acostumbrara a la oscuridad mientras pensaba lo bien que se sentía uno al pisar tierra firme, un suelo llano. Y qué estupendo era estar a resguardo del viento helado y de la espuma salada.
La joven se secó las manos lo mejor que pudo en los faldones de la camisa y se las frotó para recuperar el riego sanguíneo y la sensibilidad en ellas. No tenía ni coraza ni armas. No había arrojado al mar sólo la armadura y el yelmo, sino también, tras haberlo dudado un momento, la maza, y con ella a la chiquilla inocente, ávida, que había partido en busca de los dioses y los había encontrado.
Mina había creído en Takhisis, había obedecido sus órdenes, había soportado sus castigos, había cumplido los deseos de la diosa sin rechistar. Había conservado su fe en Takhisis cuando todo empezó a salir mal, había luchado contra la duda que la roía como las ratas el grano. Al final, las dudas habían acabado con toda su fe, de modo que cuando ésta tendría que haber sido más fuerte, cuando tendría que haber estado dispuesta al sacrificio, sólo quedaba cascarilla y paja. Entonces había experimentado un dolor desgarrador, dolor por su pérdida, y al arrojar al mar los últimos vestigios de su fe en el Único volvió a sentir algo de aquel mismo pesar.
La inocencia había muerto. La fe incuestionable había muerto. En consecuencia, se había atrevido a preguntar a Chemosh qué le daría a cambio. Aunque ahora le había dado prueba de que le pertenecía, no sería su marioneta para bailar a su antojo ni su esclava para arrastrarse a sus pies. Sola en la oscuridad del Alcázar de las Tormentas, Mina escuchó. No esperaba escuchar la voz del dios que le dijera qué hacer, sino su propia voz, su propio consejo.
La Era de los Mortales. Tal vez era esto a lo que se referían los sabios, a lo que se refería Chemosh. Una asociación entre los dioses y la humanidad. Una interesante premisa.
La mortecina luz del día gris se colaba por la grieta en la pared y se filtraba asimismo por otras fisuras más pequeñas. Cuando la vista se le acostumbró a la penumbra, Mina pudo ver casi toda la cámara. Como había imaginado era una estancia destinada al almacenaje, no sólo de grano sino de otras vituallas.
Había unas cuantas cajas y jaulas de madera en el suelo, con las tapas apalancadas y el contenido desparramado. Mina se imaginaba a los caballeros que, en su prisa por salir del Alcázar de las Tormentas e ir a la conquista de Ansalon, forzaban las tapas para ver qué contenían y asegurarse de que no dejaban atrás nada de valor. Echó una ojeada a las cajas mientras pasaba por delante en dirección a una puerta reforzada con bandas de hierro que había al otro extremo de la cámara. Reparó en algunas herramientas herrumbrosas y cubiertas de polvo, como las que usaban los herreros, y unos cuantos rollos de paño ahora comido por la polilla y el moho. Durante años había corrido el rumor de que los caballeros habían dejado tras de sí enormes tesoros. Ese rumor tenía sentido, porque los caballeros no habrían volado a la batalla a lomos de dragones cargados con cofres de monedas de acero. Pero, de ser así, el tesoro no se encontraba allí. Al caminar, sus botas crujían al pisar heces secas de rata y granos mordisqueados, lo único que quedaba del poderío de los Caballeros de Takhisis.
Mina asió una palanca. Si la puerta del granero estaba cerrada necesitaría una herramienta para forzar la cerradura. Esperó no tener que recurrir a eso. Krell tenía que creer que había muerto, que se había matado al caer de la escalera, y no quería hacer nada que levantara sus sospechas. Aunque no estaba completamente segura, suponía que el Caballero de la Muerte aún conservaba la capacidad de oír, e incluso por encima de aullido del viento —el lamento doliente y furioso de una diosa— quizá Krell alcanzara a percibir los golpes de la barra de hierro contra una cerradura.
Cuando Mina llegó a la puerta, puso la mano en la manilla y dio un suave empujón. Con gran alivio para la joven, la puerta se abrió. Aunque, pensándolo bien, no era de extrañar. ¿Para qué molestarse en cerrar con llave un almacén vacío?
La puerta daba a un pasillo con el mismo suelo de piedra y paredes talladas toscamente. Estaba mucho más oscuro que el almacén, pues allí no había grietas. La joven no disponía de antorchas ni con qué encender una, de modo que tendría que avanzar a tientas.
Evocó en su memoria el mapa de la fortaleza que había dejado a buen recaudo en el velero. Antes de emprender esta aventura había viajado a Palanthas para visitar la famosa biblioteca de la ciudad. Allí había pedido a uno de los Estetas un mapa del Alcázar de las Tormentas. En la creencia de que era una buscadora de tesoros, el serio y joven Esteta había procurado por todos los medios disuadirla de que arriesgara la vida en una empresa tan descabellada. Ella había insistido y, según las reglas de la biblioteca, que establecían que todo el saber estaba a disposición de quien lo buscara, le había llevado el mapa que había pedido, un mapa trazado por el propio lord Ariakan.
En él no aparecía el granero. Ariakan sólo había incluido las áreas que consideraba importantes, como salas de reuniones, barracones, viviendas, etc. Mina sólo tenía una vaga idea de dónde estaba, y ello derivaba principalmente de saber dónde no estaba.
La ensenada se hallaba al sur de la isla, lo que significaba que había entrado en el granero por el sur y que en ese momento iba en dirección este. Puesto que el granero se había construido adyacente a la escalera del acantilado, no parecía probable que el pasillo se dirigiera hacia el sur, ya que sería un callejón sin salida. Al salir giró al norte y cerró la puerta del granero a su espalda.
No creía que Krell bajara allí; pero, por si acaso, mejor que no encontrara la puerta abierta, una señal de que había alguien fisgoneando por allí. No obstante, al cerrar la puerta dejó al otro lado la luz que entraba en el almacén y se quedó completamente a oscuras. No veía nada, ni delante ni a los lados. Arrastró los pies por el suelo en un esfuerzo de evitar tropezar con algún obstáculo invisible. Confiaba en que no tendría que avanzar a oscuras mucho tiempo.
No había dado muchos pasos cuando notó que el suelo comenzaba a ascender de forma pronunciada.
«Una rampa», se dijo al tiempo que imaginaba a los esclavos empujando carretas llenas de grano.
Siguió rampa arriba y llegó a una puerta que empezó a abrirse cuando le dio con el pie. Con el corazón en un puño, la agarró y la mantuvo cerrada.
Había echado un fugaz vistazo a lo que había al otro lado: un patio despejado. Cabía la posibilidad de que Krell estuviera allí dando un paseo vespertino.
Si es que era por la tarde. Había perdido la noción del tiempo, algo más por lo que preocuparse. No quería que la noche la sorprendiera sola con Krell en el Alcázar de las Tormentas. Abrió la puerta una rendija y atisbo fuera.
El patio, pavimentado con adoquines, se encontraba vacío. Era grande y Mina lo recordó del mapa. Se extendía a la sombra de una alta torre que se llamaba Torre Central, una estructura enorme que albergaba las principales salas de reuniones, los comedores, los alojamientos del servicio. Lord Ariakan tenía sus aposentos en esa torre. También se suponía que había una cámara que conducía directamente al plano en el que Takhisis habitó en otro tiempo. No muy lejos se alzaba la Torre del Lirio, en donde la élite de los Caballeros del Lirio tenían su cuartel, y al otro lado de la fortaleza se erguía la Torre de la Calavera, hogar del ala arcana de los caballeros negros. Dispersos entre las tres había varios edificios accesorios.
El mapa en dos dimensiones que Mina había visto en la biblioteca de Palanthas no le había transmitido la idea de la inmensidad de la fortaleza. Al ponerse en camino no se había dado cuenta de lo enorme que era ni de la gran extensión de terreno que ocupaba. Y no tenía idea de en qué edificio se había instalado Krell. Mientras escudriñaba el amplio espacio abierto de la plaza de armas, Mina se preguntó si su ocurrencia de meterse a hurtadillas en el alcázar habría sido una buena idea.
«Podría pasarme días deambulando por este sitio sin encontrarlo —comprendió—. No tengo comida ni agua. Ni siquiera me atrevería a dormir por miedo a que Krell me matara.»
Al considerar todas esas circunstancias, se dijo que a lo mejor le habría convenido más correr el riesgo y enfrentarse a él al final de la escalera. La joven sacudió la cabeza para desestimar sus dudas.
—Chemosh me trajo aquí. No me abandonaría a mi suerte.
Reforzada la seguridad en sí misma, Mina empujó la puerta para abrirla y se disponía a salir al patio cuando lo vio.
Krell salía por detrás de un muro, procedente de la dirección del acantilado donde lo había visto por última vez.
La joven se quedó completamente inmóvil, sin osar respirar siquiera.
Krell pasó delante de ella a menos de dos metros. Si hubiera salido de su escondrijo un segundo antes habría tropezado con él.
El Caballero de la Muerte era una imagen terrible de contemplar. El tormento abrasador de su vida condenada irradiaba intensamente rojo a través de las rendijas para los ojos del casco de cráneo de carnero. Mina sabía que si se quitaba aquel casco resultaría aún más espantoso ya que debajo no había nada. Nada salvo el agujero abierto en la existencia donde había estado su vida, y ese agujero era más negro que la oscuridad dentro de un sepulcro cerrado y aislado dentro de una cripta olvidada.
La armadura articulada y facetada —decorada con la calavera y el lirio—estaba manchada con la sangre que Zeboim le había hecho derramar durante los incontables días de tortura. Esa sangre relucía rojiza, fresca, como el día que la había vertido en medio de sus gritos de dolor. La intensa lluvia no arrastraba esa sangre. Iba dejando huellas sangrientas a medida que caminaba.
Vestía una espada que tintineaba contra su costado, pero su arma más potente era el miedo. Podía utilizarlo para machacarle el espíritu hasta reducirlo a una pulpa trémula del mismo modo que usaría sus puños para desmenuzarle huesos y carne.
El terror que irradiaba de él en oleadas alcanzó a Mina, que se acobardó y se encogió bajo su azote. Cuando se había enfrentado al otro Caballero de la Muerte, lord Soth, iba armada con el poder del Único y blandía en la mano el arma del Único. Soth no tenía poder sobre ella, y había quedado enterrado bajo los escombros de su fortaleza.
Mina ya no llevaba armadura. Chemosh le había pedido que se desprendiera de ella como prueba de su fe en él. Debía enfrentarse al formidable Caballero de la Muerte con una camisa de paño empapada y pegada al esbelto cuerpo, lo que parecía poner en relieve el hecho de que era de suave y temblorosa carne mientras que él estaba hecho de acero y muerte.
El miedo la paralizó. No podía moverse y se quedó acuclillada en el umbral, con el estómago acalambrado y los músculos de las piernas contraídos por dolorosos espasmos. Krell sólo tenía que girar la cabeza y la vería temblorosa en la puerta, acobardada como un enano gully. Iría hacia ella enfurecido y ella no podría hacer nada más que encogerse ante él, amilanada.
Mina cerró los ojos para no verlo. La tentación de huir era abrumadora y luchó para sobreponerse.
«Caminé sola por el valle maldito de Neraka —se dijo con los dientes apretados—. Soporté las pruebas de la Reina Oscura. Takhisis me tomó en sus brazos y su gloria me abrasó la carne, y sin embargo ahora tiemblo ante ese pedazo de mierda. ¿Es que sólo soy valiente cuando una deidad me lleva de la mano? ¿Así es como espero demostrar mi valía a Chemosh?»
Mina abrió los ojos y se obligó a mirar a Krell, con intensidad, fijamente. Dejó de temblar y los espasmos de los músculos cesaron. Respiró hondo un par de veces y se relajó.
Krell no la había visto ni la había oído. Caminaba en línea recta al tiempo que maldecía en voz alta por haber perdido a su presa y agitaba el puño al aire con rabiosa impotencia. Fuera cual fuese el tormento que le tenía preparado, le decepcionaba mucho haber perdido la ocasión de llevarlo a la práctica.
Mientras cruzaba la plaza de armas, la saña de su propia tortura lo sacudía. El viento de la ira de la diosa lo zarandeaba. Le costaba trabajo avanzar contra el ventarrón a pesar de ser fuerte y recio. Negros nubarrones bullían en lo alto. Los rayos se descargaban a sus pies y lanzaban fragmentos de piedra al aire; hubo una vez que incluso lo hicieron caer de rodillas. El casi constante estampido de los truenos sacudía el suelo.
Tambaleándose, Krell alzó el puño al cielo, si bien no tentó más allá la ira de la diosa, sino que emprendió una carrera al trote hacia la Torre del Lirio en medio del tintineo de la armadura.
Mina esperó a que hubiera recorrido la mitad de camino por la plaza de armas para ir en pos de él. Había albergado la esperanza de que la diosa refrenara su rabia, que la tormenta amainara cuando ella saliera al patio. En seguida se desengañó. En el momento en el que pisó la plaza de armas, una ráfaga de viento la zarandeó y la joven acabó a gatas en el suelo. Una lluvia lacerante la golpeó con fuerza cegadora.
Al parecer, Zeboim no tenía favoritos ni respaldaba a nadie.
Al menos, Krell no se paró en medio del ciclón para mirar atrás por si lo seguían, sino que corrió hacia la torre tan de prisa como se lo permitían sus pesadas zancadas.
Mina se incorporó y avanzó tras él merced a un denodado esfuerzo.
Krell tenía un humor de perros. El Caballero de la Muerte nunca estaba de lo que podría llamarse buen humor, pero para él había unos días mejores que otros. Algunos tenía la suerte de disponer de un ser vivo a su alcance para divertirse. Otros, si Zeboim se hallaba dedicada a otros asuntos, podía recorrer la plaza de armas sin sufrir más que un chaparrón. Y aquel día precisamente la Arpía del Mar debía de haberse plantado justo encima.
Echando chispas y chorreando agua, Krell entró en la biblioteca, donde había preparado todo por anticipado para su visitante, cuyo cuerpo destrozado y sangrante ahora servía de alimento a los tiburones.
Krell se dejó caer pesadamente en un sillón y miró malhumorado el tablero de juego y el sillón vacío que tenía enfrente. Estaba harto de jugar al khas contra sí mismo.
Era un ávido jugador de khas, como casi todos los Caballeros de Takhisis. Steel Brightblade había bromeado en cierta ocasión al comentar que saber jugar al khas era un requisito para convertirse en miembro de la caballería, y no había andado muy descaminado. Ariakan —jugador excelente— creía que el complejo juego enseñaba a la gente a plantearse no sólo sus propias estrategias sino también las de sus oponentes, de manera que les permitía prever los movimientos de sus adversarios con mucho adelanto. Los buenos jugadores de khas resultaban buenos comandantes, o eso era lo que Ariakan pensaba.
Krell y Ariakan habían pasado muchas horas ante el tablero de khas. El recuerdo de aquellas horas había acudido impetuoso a la mente del caballero mientras tramaba el asesinato de su comandante. Ariakan siempre le había ganado al khas.
El tablero redondo del khas, con sus recuadros hexagonales negros, rojos y blancos, se hallaba en su sitio habitual, encima de un pedestal de hierro forjado que había delante de un gran hogar abierto en el suelo. Las piezas de jade azabache y verde, talladas a mano, se enfrentaban unas a otras sobre el campo de batalla cuadriculado en negro, rojo y blanco. Krell se encontraba en mitad de una partida contra sí mismo (juegos en los que ganaba por regla general), pero había retirado las piezas con el propósito de ponerlas en su posición de inicio.
Ahora tendría que empezar otra vez. Enfurruñado, alargó la mano enguantada, agarró un peón y lo movió al cuadrado adyacente. Soltó el peón y estaba a punto de levantarse para ponerse en la silla que había al otro lado del tablero cuando cambió de opinión. Utilizaría otra apertura. Alargó la mano hacia el peón e iba a cambiarlo de posición cuando una voz —la voz de una persona viva— le habló justo encima del hombro.
—No puedes hacer eso —dijo Mina—. Va contra las reglas. Has apartado la mano de la pieza y debe quedarse donde la pusiste.
Ni en la vida ni en la muerte Ausric Krell jamás se había quedado tan estupefacto como en ese momento.
Se giró velozmente para ver quién había hablado. Era una mujer esbelta, con el cabello de un tono rojo ardiente como su ira y los ojos de color ambarino; llevaba la ropa empapada y sostenía una palanca en las manos. La barra de hierro se dirigía hacia su cabeza.
Sobresaltado al verla con vida cuando había dado por hecho que estaba muerta, impresionado por la temeridad de la mujer y por el hecho de que no estuviese postrada de terror ante él, y cogido por sorpresa por la repentina rapidez del ataque, Krell sólo tuvo tiempo de soltar un furioso gruñido antes de que la barra de hierro se descargara sobre su yelmo.
Una ardiente llamarada alumbró la perpetua oscuridad en la que Krell vivía y después se apagó.
La negrura de Krell se hizo aún más negra.
El golpe de Mina, asestado con toda la fuerza que le prestaban el miedo y la decisión, desprendió el yelmo de Krell del cuerpo y lo lanzó rebotando y repicando por el suelo hasta que chocó contra algunos cadáveres que había amontonados en un rincón. La armadura en la que su energía de muerto viviente estaba encerrada permaneció erguida, sentada en el sillón, medio vuelta hacia ella, una mano todavía extendida hacia la pieza de khas y la otra alzada en un gesto inútil de frenar el ataque de Mina.
La joven enarbolaba la barra en alto y observaba tanto el yelmo tirado en el suelo como la armadura sentada en el sillón, lista para descargar otro golpe si cualquiera de las dos cosas hacía el más mínimo movimiento.
El yelmo continuó inmóvil. La armadura tampoco se movió. Podría haber sido una de las que se exhibían en el palacio de un noble palanthino. Mina estaba a punto de soltar un suspiro trémulo y bajar la palanca, cuando la puerta se abrió violentamente a su espalda y golpeó contra la pared de piedra con un batacazo tan fuerte que faltó poco para que se le parara el corazón del susto. Mina enarboló la barra y se giró rápidamente para enfrentarse a su nuevo adversario.
La fuerte ráfaga de viento precedía a la diosa.
Zeboim parecía vestida de tormenta, con las ropas ondeando de forma continua, agitadas por los vientos cambiantes que giraban a su alrededor cuando entró en la estancia. Mina soltó la palanca y cayó de hinojos.
—Diosa del Mar y la Tormenta, he hecho lo que prometí. Lord Ausric Krell, el caballero traidor que asesinó vilmente a tu hijo, ha sido aniquilado.
Gacha la cabeza, Mina atisbo por debajo de las pestañas para ver la reacción de la diosa. Zeboim pasó a su lado sin mirarla, con los ojos verde mar clavados en la armadura manchada de sangre y en el yelmo, tirado en un rincón, lo único que quedaba de Ausric Krell.
Zeboim tocó la armadura con las puntas de los dedos y después le dio un empujón.
La armadura se desmoronó. Los guanteletes cayeron al suelo. La coraza se inclinó en el sillón. Las grebas se desplomaron a derecha e izquierda. Los botas siguieron rectas, sin moverse del sitio. Zeboim se aproximó al yelmo. Asomó un delicado pie por debajo del repulgo y empujó desdeñosamente el yelmo con la puntera. El casco de cráneo de carnero se balanceó un poco y después se quedó quieto. Las cuencas vacías, oscuras como la muerte, miraban al vacío.
Mina siguió de rodillas, inclinada la cabeza, con los brazos cruzados sobre el pecho en un humilde gesto implorante. El viento, escolta de la diosa, era gélido y crudo, y Mina tiritaba de forma incontrolable. Por el rabillo del ojo siguió vigilando a la diosa.
—¿Tú hiciste esto, sabandija? —demandó Zeboim—. ¿Tú sola? —Sí, majestad —contestó Mina con humildad.
—No te creo. —Zeboim echó una rápida ojeada en derredor, como si estuviera segura de que tenía que haber un ejército escondido en los estantes o un guerrero poderoso metido dentro de un armario. Al no encontrar más que ratas, la diosa volvió la vista hacia Mina—. Claro que eras la protegida de mamá. Tiene que haber algo más en ti de lo que se aprecia a simple vista.
La voz de la diosa se suavizó, adquirió la calidez de la primavera, una ondulación de aliento en el agua bañada de sol.
—¿Has elegido una deidad nueva a la que seguir, pequeña?
Antes era «sabandija». Ahora, «pequeña». Mina ocultó una sonrisa.
Había visto venir esa pregunta y tenía preparada la respuesta. Contestó sin alzar la vista.
—Mi lealtad y mi fe están con los muertos.
Zeboim frunció el entrecejo, al parecer contrariada.
—¡Bah! Ahora Takhisis no puede hacer nada por ti. Una fe como la tuya debería ser recompensada.
—No pido que se me recompense —repuso Mina—. Sólo deseo servir.
—Eres una embustera, pequeña, pero una embustera tan divertida que lo pasaré por alto.
Mina alzó los ojos hacia la diosa con una punzada de preocupación. ¿Acaso había penetrado Zeboim en su corazón?
—Los tarados mentales del panteón tal vez se traguen tu fingida piedad, pero yo no —siguió, desdeñosa, Zeboim—. Todos los mortales desean una recompensa a cambio de su fe. Nadie da nada por nada.
Mina respiró más tranquila.
—Vamos, pequeña —añadió la diosa en tono persuasivo—. Arriesgaste la vida para destruir a ese gusano de Krell. ¿Cuál era la verdadera razón? Y no me digas que lo hiciste porque su traición ofendió tu delicado sentido del honor.
Mina alzó los ojos para encontrarse con los de la diosa, de color gris verdoso.
—Sí que querría tener algo, si no es mucho pedir, majestad.
—¡Lo sabía! —exclamó Zeboim, pagada de sí misma—. ¿Qué quieres, pequeña? ¿Un arcón del mar repleto de esmeraldas? ¿Un millar de collares de perlas? ¿Tu propia flota naval? ¿O quizá el legendario tesoro de los caballeros negros escondido abajo, en las criptas? Me siento generosa. Dime qué deseas y te lo concederé.
—El yelmo del Caballero de la Muerte, mi señora —contestó Mina—. Eso es lo que quiero.
—¿Su yelmo? —repitió Zeboim, estupefacta. Hizo un ademán desdeñoso hacia el yelmo tirado en el suelo, cerca de la mano momificada de una de las víctimas de Krell—. Ese montón de chatarra no vale nada. Un circo ambulante quizá te daría unas monedas por él, aunque dudo que siquiera a esa gente les interesara.
—A pesar de todo, es lo que quiero —manifestó la joven—. Ése es mi deseo.
—Entonces, tómalo, por supuesto —contestó la diosa, que agregó entre dientes—: Estúpida mocosa. Podría haberte hecho más rica de lo que imaginas. No sé qué vería mi madre en ti.
Mina se puso de pie. Consciente de que la irritada diosa la seguía con la mirada, pasó delante del tablero de khas, de la armadura desmoronada y de los dos sillones, y se dirigió al rincón del fondo. El yelmo de cráneo de carnero estaba tirado en el suelo. Mina miró de reojo a Zeboim. Los iris siempre cambiantes de la diosa habían adquirido un matiz tan gris como los muros pétreos del alcázar. Los incansables vientos agitaban su cabello y sus ropas.
«Quería atraparme —se dijo Mina mientras se daba la vuelta—. Que estuviera en deuda con ella al prodigarme riquezas. No mentí. Mi lealtad y mi fe están con los muertos, sólo que no con los que ella cree.»
La joven recogió el yelmo y lo examinó con curiosidad. Los cuernos del carnero se retorcían hacia atrás desde el espantoso cráneo que formaba el visor. Cada caballero era libre de elegir su propio símbolo en el diseño de la armadura. A Mina le resultaba fascinante que Krell hubiese escogido un carnero. Debía de haber sentido la necesidad de demostrar algo. Levantó el pesado yelmo y se lo puso torpemente bajo el brazo. Las puntas de los cuernos y los bordes dentados de acero se le hincaron en la carne.
—¿Algo más? —inquirió Zeboim con mordacidad—. A lo mejor te apetece tener una de sus botas como recuerdo.
—Te lo agradezco, señora —respondió Mina, que fingió no percatarse del sarcasmo e hizo una reverencia—. Te honro y te venero.
Zeboim resopló desdeñosamente, sacudió la cabeza y observó a la joven con los ojos entrecerrados.
—Juraría que hay algo más que quieres.
Mina se olió una trampa. Intentó descifrar qué se traía entre manos la diosa.
—¿Un viaje seguro desde esta maldita roca? —sugirió Zeboim.
Mina se mordió los labios. Quizá había llegado demasiado lejos. La diosa de las olas podría ahogarla sin ningún problema.
—Sí, majestad —contestó con el tono más humilde que pudo darle a su voz—. Aunque tal vez sea más de lo que merezco.
—Ahórrate esa actitud rastrera para aquellos a quienes les guste —espetó Zeboim, taciturna —. Empiezo a lamentar haberte otorgado mi favor. Creo que voy a echar de menos atormentar a Krell.
«No me habéis hecho ningún favor, señora», se dijo Mina para sus adentros. Esperó, tensa, el veredicto de la diosa. Ni siquiera Chemosh podría protegerla cuando se hiciera a la mar, que era jurisdicción de Zeboim.
La diosa lanzó a Mina y al yelmo una última mirada que resultó desdeñosa y burlona. Luego giró sobre sus talones y abandonó la biblioteca. El viento de su ira aulló y se descargó sobre Mina, sacudiéndola implacable hasta que a la joven no le quedó más opción que ponerse a gatas para eludir su azote. Se quedó agazapada, gacha la cabeza y ceñido el yelmo entre sus brazos, mientras el viento la flagelaba.
Entonces renació la calma. El viento exhaló un último e irritado siseo ante de amainar por completo.
Mina suspiró profundamente. Ésa era la respuesta de la diosa o, al menos, confiaba en que lo fuera. Se incorporó tan de prisa que se tambaleó y a punto estuvo de caer de nuevo. Los encuentros con el Caballero de la Muerte y con la diosa la habían dejado exhausta, tanto física como psíquicamente. Estaba muerta de sed y, a pesar de los abundantes charcos de lluvia, casi tan grandes y profundos como estanques, el agua tenía un aspecto oleoso y olía a sangre. No la bebería ni por todos los collares de perlas del mundo. Y aún le quedaba regresar a la Escalera Negra, descender por aquellos peldaños rotos y resbaladizos hasta el pequeño velero que esperaba abajo y después realizar la travesía por la mar gruesa, los senos de una deidad furiosa.
Echó a andar cansinamente hacia la puerta. Al menos la tormenta había amainado. La tromba de agua se había convertido en una susurrante llovizna. El viento estaba en calma, aunque de vez en cuando resurgían rachas violentas y cortas.
—Bien hecho, Mina —dijo Chemosh—. Estoy satisfecho.
Mina levantó la cabeza y miró a su alrededor con la esperanza de que el dios estuviese allí con ella, en el Alcázar de las Tormentas. No se lo veía por ningún sitio y la joven comprendió al punto que había sido tonta al pensar que podría haber ido a la isla. Zeboim seguiría vigilándola y la presencia del dios lo desvelaría todo.
—Me alegra haberte complacido, mi señor —musitó Mina, para quien el elogio de Chemosh actuó como una hoguera que le dio calor.
—Zeboim cumplirá su promesa y mantendrá la mar en calma. Te admira. Todavía alberga la esperanza de ganarte para su causa.
—Jamás, mi señor —respondió con firmeza la joven.
—Lo sé, pero ella no lo sabe y, en consecuencia, no pongan a prueba su paciencia mucho tiempo. ¿Tienes el yelmo de Krell? —Sí, señor. Lo llevo conmigo, como ordenaste. —Mantenlo a buen resguardo. —Sí, señor.
—Que los vientos te traigan en seguida a mis brazos, Mina —dijo el Señor de la Muerte.
Ella sintió un roce en la mejilla, un beso depositado en su piel. Se llevó la mano a la cara, cerró los ojos, y se deleitó con la calidez de la caricia. Cuando abrió los ojos, había recuperado las fuerzas como si hubiese comido y bebido.
Pensando en la seguridad del yelmo, despojó a uno de los muchos cadáveres de la capa harapienta y envolvió en ella la pieza de armadura, tras lo cual aseguró el paquete con el cinturón que quitó a otra de las víctimas. Acarreando el yelmo en el envoltorio, salió de la Torre del Lirio y cruzó la plaza de armas, en dirección a la Escalera Negra y a su pequeño velero.
Desde su ventajosa posición en el cielo, Zeboim observó cómo el balandro de Mina se mecía a través de las aguas del mar que resplandecían con el sol y se dirigía hacia una franja de costa desierta y rocosa. Siendo una diosa impaciente y cruel, Zeboim podría haber levantado una ola para que volcara la pequeña embarcación o llamar a un dragón marino para que la devorara o infinidad de cosas más con las que atormentar o matar a la mortal. Eso no habría significado nada para ella, que a veces hundía barcos llenos de almas vivientes y mandaba a pasajeros y tripulantes a una muerte aterradora por ahogamiento o los veía sufrir durante días y días, acurrucados en los minúsculos botes salvavidas hasta que morían de sed y la exposición a condiciones climáticas extremas, o los devoraban los tiburones.
Zeboim disfrutaba con sus súplicas desesperadas. Le encantaba oírlos invocarla. Le prometían cualquier cosa con tal de que les perdonara la vida. A veces no les hacía caso y los dejaba morir. Otras escuchaba sus plegarias y los salvaba. No actuaba simplemente por capricho, como a menudo se la acusaba por parte de los mortales y de los otros dioses. Era una diosa inteligente, calculadora, que sabía cómo actuar ante un público.
Los marineros muertos no dejaban regalos en sus altares ni alzaban al cielo cantos de alabanza para ella. Pero los marineros que escapaban a la muerte por ahogamiento jamás pasaban ante un santuario de la Diosa del Mar sin detenerse para dejar una muestra de su gratitud. Los marineros que temían ahogarse le hacían las mejores ofrendas con la esperanza de ganarse su favor. A fin de conseguir que todos regresaran a ella, Zeboim tenía que ahogar a unos pocos de vez en cuando. Otro tanto ocurría con huracanes y maremotos, inundaciones y ciclones. El hombre que veía a su hijo arrastrado por un torrente clamaba su nombre para bendecirla o para maldecirla, dependiendo de si su mano bajaba y sacaba al chico o lo mantenía bajo las aguas. Bendiciones o maldiciones, ambas cosas eran alimento en su mesa ya que a la siguiente estación de lluvias ese hombre acudiría a su santuario para suplicarle que perdonara la vida de sus otros hijos.
En lo relativo a decidir quién viviría y quién debía morir, Zeboim era un tanto antojadiza en este sentido. Lo mismo era capaz de ahogar al propietario del barco, que había pagado para construir un nuevo santuario, y dejar vivo al grumete, que había dejado de ofrenda un céntimo doblado, y eso porque su madre lo había obligado. Era capaz de ahogar a sus propios clérigos con tal de tener en vilo a todo el mundo.
En cuanto a Mina, la joven intrigaba a la diosa. Cierto, Zeboim la había menospreciado durante la conversación sostenida entre las dos, pero todo había sido un montaje. Nunca otorgaba a un mortal el poder que implicaba dejar ver que gozaba más de su favor que los demás.
Aunque Zeboim había despreciado a Takhisis, tenía que admitir que su madre tenía talento para encontrar buenos servidores, y la tal Mina era osada e inteligente, valerosa y fiel; toda una alhaja entre los mortales. Quería que Mina la adorara, y mientras veía cómo el velero llegaba sin problemas a la costa y la joven bajaba de él, cargada con el envoltorio en el que llevaba el yelmo del Caballero de la Muerte, la diosa barajó distintos planes para intentar ganársela.
Y, por las apariencias, la cosa no podía empezar mejor. El santuario de la Diosa del Mar fue al primer sitio al que acudió la chica después de desembarcar para dar las gracias por el viaje exento de peligros. La oración de Mina fue cortés y adecuadamente respetuosa, y, aunque Zeboim habría preferido más adulación y tal vez incluso unas cuantas lágrimas sinceras, se sintió satisfecha. Se envolvió en nubes de tormenta y, al no tener nada mejor que hacer, regresó al Alcázar de las Tormentas para arrastrar el alma de Krell de vuelta a su prisión, desde fuera cual fuera el plano inmortal en el que se hallara. A lo mejor el desdichado acariciaba la idea de que podía esconderse de ella.
Una ráfaga de viento y un destello de relámpago anunciaron su llegada a la Torre del Lirio. Se cruzó de brazos y contempló fijamente la armadura vacía con una sonrisa malévola.
—Sin duda tu alma miserable corre en círculos intentando encontrar el camino para escabullirse de esta existencia maldita, Krell. Tal vez piensas que escaparás de mí esta vez. No vas a tener esa suerte. Mi brazo es largo y llega lejos.
Zeboim adecuó los actos a las palabras. Extendió el brazo y buscó dentro de la armadura.
—Sólo tengo que agarrarte por el pelo y sacarte a rastras... Esperando ver el alma de Krell, acobardada y gemebunda, retorciéndose entre sus dedos, Zeboim sacó la mano y se la miró. Estaba vacía.
Zeboim miró el plano inmortal en busca del alma de Krell. Estaba vacío.
La diosa golpeó la armadura metálica, que se desintegró en fragmentos pequeños como motas de polvo.
Estaba vacía. Dentro no se escondía nada para intentar escapar de su ira.
Rápida como un viento huracanado, Zeboim recorrió el alcázar y rebuscó en cada grieta y en cada rincón. Estuvo tentada de demoler la fortaleza, piedra a piedra, pero sólo perdería el tiempo. Comprendió la verdad. La supo en el momento que tocó la armadura vacía. Detestaba admitirlo.
Krell se había ido. Se le había escapado.
Zeboim volvió a ver a Mina arrodillada, volvió a escuchar sus palabras.
Mi lealtad y mi fe están con los muertos.
—Ah, qué lista, pequeña zorra. —Zeboim barbotó un juramento—. Maquinadora, ladrona, lista zorrita. «Mi lealtad está con los muertos.» No te referías a mi madre. ¡Te referías a Chemosh!
Pronunció el nombre con un estallido de rabia que hizo que el mar espumajeara, borbotara y se agitara. Los vientos de tormenta aullaron, los ríos se desbordaron. La ira de Zeboim sacudió hasta los cimientos del propio Abismo, donde Chemosh percibió su furia y sonrió.
Chemosh deambuló por el mundo mientras esperaba a que Mina regresara con él. Trató de interesarse en lo que ocurría, pues se estaban desarrollando acontecimientos que afectarían a sus planes y ambiciones. Observó con preocupación el incremento y el despliegue de las fuerzas de minotauros en Silvanesti. Sargonnas se afianzaba para asumir el control del panteón de la Oscuridad y no parecía que en ese momento se pudiera hacer nada para impedírselo. Chemosh tenía algunas ideas respecto a eso, pero aún no estaba preparado para ponerlas en práctica. Paciencia. Ésa era la clave. «Quien mucho corre, pronto para.»
También se dejó caer por allí para echar una ojeada a Mishakal, ya que la había añadido recientemente a su lista de deidades que ponían en peligro su ambición. Nunca lo hubiera creído, pero la diosa a la que antaño se la conocía por su carácter dulce, sin pretensiones, se había mostrado muy belicosa en los últimos tiempos. Empezaba a molestar seriamente a Chemosh, pues sus clérigos no se limitaban a sentarse junto a los lechos de los enfermos, sino que hostigaban a los suyos, echaban abajo sus templos y mataban a sus zombis. Sí, cierto, a él no le gustaban mucho los zombis, pero eran suyos y matarlos se convertía en una afrenta hacia él. También se ocuparía pronto de eso. Plantearía a Mishakal y a sus clérigos «hacedores del bien» un oscuro misterio que se verían obligados a resolver, siempre y cuando Mina resultara ser todo lo que él pensaba y esperaba que fuera.
Los otros dioses no representaban una amenaza digna de tenerse en cuenta. Kiri—Jolith estaba centrado en restablecer su culto entre los Caballeros de Solamnia y otros individuos de mentalidad belicosa. Chislev danzaba con los unicornios en sus bosques, regocijada de haberlos recobrado. Majere observaba a una mariquita que trepaba por el tallo de un diente de león y se maravillaba con la perfección de ambos, el insecto y la flor. Los dioses de la magia se hallaban inmersos en su propia política y en discutir qué hacer con ese azote de la baja hechicería que había asomado su juguetona cabeza en su bien ordenado mundo. Los dioses de la Neutralidad se dedicaban a mostrarse firmemente neutrales y sin comprometerse con nadie por miedo a que incluso un estornudo pudiera desestabilizar el delicado equilibro e inclinarlo a uno u otro lado.
Algo iba a romperlo, y no precisamente un estornudo. Mina era la pesa dorada en la mano del Señor de la Muerte, la pesa dorada que caería en los platillos de la balanza y los desequilibraría por completo.
Chemosh no las había tenido todas consigo respecto a que Mina saliera con éxito de la empresa que le había encomendado. Sabía que era una mortal extraordinaria, pero era mortal y, además, humana, una combinación a menudo insatisfactoria. Se sorprendió agradablemente cuando la joven bajó de la pequeña embarcación llevando en los brazos el envoltorio con el yelmo. Más que sorprendido, estaba admirado. Habían pasado eones desde que un humano había despertado su admiración.
El lugar de encuentro acordado era un antiguo templo dedicado a su culto, en la costa de Solamnia. La había estado esperando allí, con cuidado de no dejarse ver, puesto que Zeboim vigilaría a Mina mientras la joven navegara por el mar y puede que incluso después de que desembarcara. Así pues, había mandado a Mina que hiciera una visita al santuario de la diosa para que ésta no sospechara nada.
El templo en el que se encontraron había sido en tiempos un mausoleo que una afligida noble había mandado construir para su difunto esposo. El nombre familiar, grabado en la parte frontal del mausoleo, aparecía erosionado, al igual que el escudo de armas. La mansión estaba en ruinas y sólo quedaban los cimientos debido a que los residentes locales se habían llevado los materiales utilizados en su construcción para reedificar los hogares dañados durante el Primer Cataclismo. No obstante, el mausoleo permanecía intacto y en unas condiciones relativamente buenas. Nadie había osado tocarlo porque, según la leyenda, todavía se podía oír el quejumbroso lamento de la afligida viuda y se veía su figura fantasmal que sollozaba en la escalera de mármol.
Construido en mármol negro, el mausoleo era casi un pequeño pabellón. Cuatro esbeltas torres adornadas con tallas se alzaban en las cuatro esquinas del tejado de pronunciadas vertientes y acabado en pico, rodeado por una delicada filigrana de hierro fundido. Un pórtico de columnas al final de la escalera de mármol resguardaba una enorme puerta de bronce. Dentro del mausoleo, dos hileras de esbeltas columnas se erguían cual centinelas a ambos lados de la inmensa tumba de mármol, adornada con el escudo de armas familiar y repleta de bajorrelieves que representaban los momentos más destacados de la vida del hombre que reposaba en ella.
La noble dama había construido un altar al fondo del mausoleo y lo había dedicado a Chemosh. Allí había acudido a rezar diariamente al Dios de la Muerte y a jurar que no abandonaría aquel lugar hasta que le devolviera a su esposo. Puesto que el espíritu del marido había seguido su camino, Chemosh no había podido responder a su plegaria, pero sí se ocupó de que la mujer cumpliera su promesa. Al volver al mundo, Chemosh había encontrado a su fantasma todavía allí, llorando en la escalera. Había olvidado lo molesto que le había resultado su lloriqueo y al final la había liberado para que se reuniera con su esposo.
Se preguntó si no se estaría volviendo un poco romántico.
Entró en el templo y miró a su alrededor. El mausoleo estaba bien construido. El agua no se filtraba por el tejado; el interior permanecía seco y no había humedad ni moho. Dentro sólo había un cadáver decentemente inhumado. No había un revoltijo de tibias y calaveras. Los seguidores de Chemosh, sin dejarse intimidar por el fantasma, se habían instalado en el mausoleo durante la Guerra de la Lanza y habían permanecido allí hasta que el robo del mundo los había privado de su dios. Le complació advertir el hecho de que había sido un grupo inusitadamente ordenado que limpiaba después de los ritos, por lo que no había cera derretida en el paño del altar ni manchas de sangre en el suelo ni fragmentos de huesos en el estrado.
Chemosh encontró cierta evidencia de que alguien —ya fuera uno de esos nuevos y equivocados nigromantes o un ladrón de tumbas— había entrado hacía poco. Quienquiera que fuera había intentado correr la tapa del sepulcro mediante una palanca. La tapa de mármol pesaba muchísimo y su intento había sido fallido. También habían saqueado el altar, del que se habían llevado un par de candelabros dorados y un cáliz con rubíes incrustados, objetos que recordaba claramente ya que no perdía la pista de sus objetos sagrados.
—En los viejos tiempos ningún ladrón se habría atrevido a incurrir en mi ira—dijo mientras fruncía el entrecejo con rabia—. Gracias a nuestra difunta y no llorada reina, nadie tiene respeto a los dioses en la actualidad. Pero eso cambiará. Un día no muy lejano, cuando los mortales pronuncien el nombre de Chemosh lo harán con respeto y sobrecogimiento. Lo pronunciarán con temor.
—Mi señor Chemosh. —Mina dijo su nombre, pero no con temor, sino con amor y reverencia.
Chemosh abrió la puerta de bronce y la encontró parada en la escalera de mármol. Estaba empapada, desaliñada, con las manos ensangrentadas y magulladas, agotada hasta el punto de desplomarse. Los ojos ambarinos brillaban con la cálida luz roja de Lunitari. Le hizo una reverencia y le tendió el yelmo del Caballero de la Muerte, Ausric Krell.
—Como lo ordenaste, mi señor —dijo.
—Entra. Ponte a resguardo de miradas indiscretas.
Agarró a la joven y la hizo pasar al mausoleo, tras lo cual cerró las grandes puertas de bronce.
—Qué fría tienes la mano. Helada como la muerte —dijo, y le complació verla sonreír por la pequeña broma—. Estás empapada hasta los huesos. Ven, te haremos entrar en calor.
Estaba ansioso por comprobar si su encantamiento había funcionado y si había conseguido realmente capturar a Krell, pero Mina le preocupaba. La joven casi no podía caminar por los temblores que la sacudían. Chemosh chasqueó los dedos y un fuego se encendió en un brasero del altar. Mina se acercó a él con alivio y alargó las manos hacia la fuente de calor.
La blusa de batista, empapada, se le pegaba al cuerpo y perfilaba la redondez de los pechos, que eran blancos y suaves como el mármol del altar. Él reparó en los senos, temblorosos por la tiritera, que subían y bajaban con la respiración. Sus ojos se desviaron hacia el hueco de la garganta, una tentadora sombra de oscuridad a la luz del fuego, hacia el rostro, a la curva de los labios, a la firme barbilla, a los extraordinarios ojos ambarinos.
Chemosh se sorprendió a sentir que el corazón le latía más de prisa y que se le cortaba la respiración. No era nada nuevo que los dioses se enamoraran de mortales; Zeboim había sido una de ellos e incluso había llegado tan lejos como para dar a luz a un hijo semimortal. Chemosh nunca había entendido cómo se podía sentir uno atraído por un mortal, con sus mentes limitadas y sus vidas fugaces, y tampoco se entendió a sí mismo en ese momento. El propósito de seducir a Mina era un puro asunto de interés, al menos en lo concerniente a sí mismo. Haría el amor a la joven y la cogería en una trampa, la obligaría a depender de él. Ahora se sentía entre divertido y enfadado por experimentar deseo. El deseo era una señal de debilidad por su parte. Tenía que dominarlo, centrarse en la meta de convertirse en rey.
Mina sintió la mirada prendida en ella. Se volvió a mirarlo y debió de ver sus pensamientos reflejados en los ojos porque le sonrió, y el ámbar de sus iris se tornó cálido.
Chemosh apartó bruscamente esos pensamientos y la mirada de la joven. El trabajo estaba antes que el placer. Puso el yelmo sobre el altar y miró con ansia el interior. En las sombras del Abismo distinguió la pequeña y reseca alma de Ausric Krell.
Una violenta ráfaga de viento azotó el mausoleo, sacudió los árboles y arrancó las hojas de las ramas. Los truenos retumbaron con frustración contra el templo. La furia alumbró el cielo nocturno y las lágrimas de cólera ahogaron las estrellas.
Dentro del mausoleo todo era acogedora calidez. Chemosh sostuvo el espíritu entre el pulgar y el índice y observó cómo Krell se retorcía, igual que un ratón apresado por la cola.
—¿Me juras lealtad, Krell? —demandó el dios.
—Sí, mi señor. —La voz del caballero muerto sonó lejana, minúscula y desesperada—. ¡Lo juro!
—¿Harás lo que te pida? ¿Obedecerás mis órdenes sin rechistar?
—Lo que sea, mi señor —aseguró Krell—. Sólo tienes que mantener lejos de mí las garras de la Arpía del Mar.
—Entonces, a partir de este momento, Ausric Krell, me perteneces —entonó Chemosh con solemnidad al tiempo que soltaba el espíritu sobre el altar—. Zeboim no tiene dominio sobre ti. No puede encontrarte porque estás escondido y a salvo en mi oscuridad.
Durante todo el tiempo era consciente de que Mina lo observaba, los ojos ambarinos muy abiertos por el sobrecogimiento y la admiración. Le complació que se impresionara hasta que se le pasó por la cabeza la idea de que estaba comportándose como un colegial que alardeara para que lo viera una niñita tonta.
Hizo un ademán irritado con la mano y Ausric Krell, vestido con la armadura de su maldición, apareció frente al altar. Los rojos ojos, relucientes como ascuas encendidas, recorrieron el entorno con desconfianza en un vistazo de reconocimiento.
—No es ninguna trampa, Krell, como puedes ver —manifestó Chemosh, que añadió en voz rechinante—: Al menos podrías darme las gracias.
El caballero hincó trabajosamente una rodilla en el suelo en medio de tintineos y ruidos metálicos.
—Mi señor, te doy las gracias. Estoy en deuda contigo.
—Lo estás, Krell. Y jamás lo olvidarás.
—¿Tus órdenes, mi señor?
Los pensamientos de Chemosh no dejaban de desviarse hacia Mina, y el Caballero de la Muerte empezaba a resultarle una molestia insoportable.
—Todavía no tengo órdenes para ti —dijo—. Le estoy dando vueltas a un plan en el que tomarás parte, pero aún no es el momento adecuado. Tienes permiso para marcharte.
—Sí, mi señor. —Krell hizo una reverencia y echó a andar hacia la puerta. A mitad de camino se detuvo y giró sobre sus talones, desconcertado—. ¿Marcharme adonde, mi señor?
—A donde quieras, Krell —replicó Chemosh, impaciente. Tenía los ojos puestos en Mina, igual que los de la joven estaban prendidos en los de él.
—¿Puedo ir a cualquier parte? —Krell quería estar completamente seguro—. ¿La diosa no puede alcanzarme?
—No, pero yo sí puedo —dijo Chemosh, que perdía la paciencia por momentos—. Ve a donde quieras, Krell. Lleva a cabo cualquier barbaridad que se te ocurra, pero no aquí.
—¡Así lo haré, mi señor! —Krell hizo otra reverencia—. En ese caso, mi señor, si no me necesitas para nada más...
—Lárgate, Krell.
—Esperaré tu llamada, mi señor. Hasta entonces, me despido. Adiós.
Krell salió del mausoleo acompañado del tintineo metálico de la armadura. Chemosh cerró de golpe la puerta de bronce tras él y la atrancó.
—Creía que habías sido muy hábil al capturar a ese desdichado, Mina, pero ahora veo que podría haber mandado a un enano gully a buscarlo. —Chemosh le sonrió para que comprendiera que estaba bromeando y alargó las manos hacia la joven, que las agarró y se acercó a él.
—¿Y cuál va a ser mi recompensa, mi señor?
Los ojos ambarinos brillaban; su cabello era una llamarada roja y dorada. Las manos apretaban las suyas y el dios sintió la suavidad de la piel recubriendo la dureza de los huesos. Podía percibir la sangre palpitante que circulaba por las venas y ver el latido de la vida en el hueco de la garganta. Estrechándola contra sí, se deleitó con su calidez, la calidez de la vida, la calidez de la mortalidad.
—¿Cómo he de servir a mi señor? —preguntó Mina.
—Así —contestó y la tomó en sus brazos.
Le besó los labios. Le besó el hueco de la garganta. Le quitó la blusa que la cubría y, ciñéndola, oprimió la boca contra el seno, por encima del corazón.
El beso abrasó la carne, que empezó a ennegrecerse con su tacto. Mina gritó. Se puso rígida y se retorció de dolor mientras forcejeaba entre sus brazos. Él la retuvo con firmeza, pegada contra sí. Y entonces, muy despacio, se apartó.
La joven se estremeció, suspiró. Abrió los párpados y lo miró a los ojos. Después, con un gesto de dolor, bajó la vista a su seno.
Tenía una marca, la huella de sus labios, grabada a fuego en la piel. —Eres mía, Mina—dijo Chemosh.
El beso había traspasado carne y hueso y había llegado al corazón. La joven sentía rebullir en su interior el poder que acababa de darle y se inclinó hacia él con los labios entreabiertos, anhelando que la besara una y otra vez.
—Soy tuya, mi señor.
El deseo, doloroso, se adueñó de Chemosh, que ya no se lo cuestionó. La tomaría, la haría suya, pero necesitaba estar seguro de que ella lo entendía.
—No serás una esclava para mí, como lo fuiste de Takhisis.
Le acarició el cuello, pasó los dedos sobre la huella dejada por su beso. La carne estaba chamuscada y empezaba a formarse una ampolla donde sus labios la habían tocado. Recorrió con el dedo el trazo del negro estigma de su beso.
—Serás mi Suma Sacerdotisa, Mina. Saldrás al mundo a ganar seguidores para mí, seguidores que sean jóvenes, fuertes y hermosos como tú. Seré su dios, pero tú serás su señora. Tendrás poder sobre ellos, un poder absoluto, el poder de la vida y la muerte.
—¿Qué aliciente puedo ofrecerles, mi señor? —inquirió Mina—. A los jóvenes no les gusta pensar en la muerte...
—Les darás un regalo mío. Un don de valor excepcional, uno que la humanidad ha deseado desde el principio de los tiempos.
—Haré con gusto lo que me pidas, mi señor —dijo Mina, que respiraba de forma entrecortada.
Chemosh le retiró el rojo cabello con la mano. Los sedosos mechones se enredaron en sus dedos. Los labios de la joven eran cálidos y anhelantes, tan cálidos como su carne, que se rindió a su contacto.
Estrechó fuertemente su cuerpo contra el suyo. Ella se le entregó con apasionado desenfreno, y Chemosh dejó de preguntarse cómo podía un dios hallar placer en los brazos de una mortal. Sólo se preguntó por qué había tardado tanto en descubrirlo.