Prólogo

El templo dedicado a su culto estaba situado debajo de la muralla y las fortificaciones del castillo, debajo de torres y atalayas, incluso debajo de las mazmorras. La familia noble, a quien antaño había pertenecido el castillo, había enterrado a sus honorables muertos en esa cripta para preservar la sagrada inviolabilidad de la muerte, para mantener las sepulturas a salvo de los ladrones de tumbas y cosas peores. Aun así los ladrones aparecieron.

Hace mucho tiempo, la noble y olvidada familia se extinguió en alguna noble guerra largo tiempo olvidada. Con el castillo abandonado, no quedó nadie que protegiera a los muertos. Aunque la cripta era profunda y la escalera que conducía a ella estaba oculta, los que tenían olfato para los tesoros la localizaron. Los ladrones forzaron las losas de mármol de las tumbas, talladas a semejanza del noble caballero o de la noble dama, y las tiraron al suelo, donde se hicieron añicos. Arrebataron los anillos de rubíes de las manos esqueléticas, despojaron las calaveras de diademas de oro, arrancaron colgantes de diamantes y se llevaron las espadas enjoyadas.

Después de los ladrones aparecieron cosas peores.

Vilipendiados en todo Ansalon, los que abrazaban el culto a Chemosh, Señor de la Muerte, no tenían más remedio que celebrar sus rituales sagrados en sitios ocultos. Los templos dedicados al culto de Chemosh se encontraban en cuevas, catacumbas y sótanos, y se rumoreaba que había uno en las alcantarillas de Palanthas. Los mejores escenarios para un templo del dios eran aquellos que ya estaban dedicados a la muerte, porque el poder del dios se experimentaba con mayor intensidad. Los cementerios de la zona eran sitios ideales, pero solían estar a la vista y, en consecuencia, las autoridades locales tenían por costumbre hacer redadas a menudo con el propósito de erradicar a los muertos vivientes, y por ello resultaban lugares de culto peligrosos para los clérigos de Chemosh. El hallazgo de una cripta familiar cuya existencia era desconocida para el resto del mundo resultó un descubrimiento importante.

Vestidos con las negras túnicas ceremoniales, tapados los rostros con blancas máscaras de calaveras —pues los seguidores de Chemosh no confiaban en nadie, ni siquiera los unos en los otros—, los clérigos del Señor de la Muerte celebraban los rituales que hacían que los cadáveres volvieran a lo que ellos consideraban «vida». Cuando morían ellos, el alma de estos clérigos no era libre de unirse al Río de los Espíritus hacia la siguiente etapa del portentoso viaje. Al haber jurado lealtad al dios a cambio de favores concedidos mientras estaban vivos, el dios los obligaba a permanecer en el mundo una vez que habían muerto y a cumplir sus mandatos, y sus restos mortales eran animados para obedecer la orden de proteger el templo o el tesoro y expulsar a los invasores, mientras sus cadáveres morían una y otra vez para ser reanimados una y otra vez.

Cuando llegó la Era de los Mortales y Takhisis robó el mundo a los demás dioses —incluido Chemosh—, los clérigos de éste perdieron su poder. Los cadáveres ya no se levantaban a su orden ni tomaban las armas con las descarnadas manos para protegerlos de sus enemigos. Algunos clérigos quemaron las túnicas y las máscaras blancas para mezclarse con sus vecinos. Otros conservaron la fe, la mantuvieron a salvo y en secreto. Con la esperanza de que algún día su dios regresaría, tapiaron las criptas, las tumbas, las catacumbas, y guardaron el secreto en su corazón. Los leales a Chemosh vivos esperaron el momento oportuno, y otro tanto hicieron los muertos.

Cuando Takhisis, Reina de la Oscuridad, buscó espíritus para impulsar su regreso al mundo, no encontró muchos de aquellos comprometidos con Chemosh. Escondidos en la tenebrosidad de la muerte en vida, guardaron silencio, sin acudir a la llamada, y aguardaron a su señor.

Y ahora, reencontrado el mundo, depuesta y muerta la traicionera reina, el dios había regresado. Chemosh se hallaba allí, pero no estaba contento.

En la cripta familiar que antaño había sido su templo, se erguía en medio del polvo, de los excrementos de ratones y de pedazos de cuerpos desmembrados —una clavícula aquí, una espinilla allí— y miró a sus seguidores, que se acercaban lentamente desde los oscuros rincones y salían trabajosamente de los sarcófagos. Una mueca torció sus labios.

—Sois una fea caterva —les dijo—. Y apestáis. Vuestro hedor llega al firmamento. Me sorprende no haber localizado el mundo guiado por vuestro olor.

Los cadáveres no le entendieron. Volvieron las cuencas vacías hacia él y aguardaron sus órdenes en un silencio que ninguna lengua podía romper.

Allí parados, con un aspecto increíblemente estúpido, a uno se le cayó un dedo. Otro perdió una rótula. A otro se le desprendió un brazo.

Chemosh frunció el entrecejo. Una rata le pasó por encima de las botas. Sumido en el desánimo, el dios no se molestó en matarla y la dejó escapar. El animal se refugió dentro de una calavera y la cola se agitó ridículamente en la boca, que parecía sonreír en una mueca patética.

—Ahí estáis, esperando mis órdenes. ¿Y qué se supone que voy a deciros que hagáis? ¿Salir a reclutar seguidores de mi culto? ¡Aguardad! —ordenó, irritado, ya que algunos de los cuerpos descompuestos habían interpretado mal el comentario y se dirigían a la salida—. No era una orden, revoltijo de huesos descerebrados. Me imagino el tipo de seguidores que a buen seguro me traeríais. Oh, sí, todo el mundo está deseoso de adorar a un dios cuyos devotos fieles se hallan en la última etapa de putrefacción.

Chemosh les asestó una mirada furibunda y les hizo un ademán brusco, impaciente.

—¡Oh, largaos! Fuera de aquí. Me revolvéis el estómago. Id y aterrorizad a algún pueblo. Con suerte, algún clérigo de Mishakal os encontrará y os hará pedacitos —añadió mientras sus seguidores se dirigían a la salida en medio de tintineos y chasquidos de huesos que dejaban un rastro de los fragmentos que iban perdiendo.

El dios se sentó en la losa de un sarcófago y se quitó de un capirotazo un trocito de hueso que se le había quedado enganchado en los calzones de terciopelo negro.

—¿Dónde están los jóvenes, los fuertes, los hermosos? —demandó— ¿Por qué no han acudido a mí? Yo os diré por qué. —Echó una mirada asqueada a los esqueletos que se alejaban—. Los jóvenes no piensan en la muerte, sino en la vida, en vivir, en el gozo y la felicidad, en la juventud y la belleza. Si les hablas de Chemosh, los haces reír. «Vuelve para hablarme de él cuando sea viejo y feo», dicen. Ésos son los seguidores a los que intereso, vejestorios artríticos y desdentados, viejas brujas cotorras que entonan mi nombre y sacuden gatos negros en mi dirección. ¡Gatos! —rezongó—. ¿Para qué quiero yo gatos?

Chemosh propinó una patada al cráneo y lo lanzó rodando. La rata se escabulló del interior y corrió hacia un rincón polvoriento.

—Lo que quiero es juventud, fuerza, poder. Conversos que acudan a mí de buen grado, anhelantes. Conversos que frecuenten mis templos a plena luz del día y proclamen que están orgullosos de servirme. Eso es lo que quiero. Lo que necesito. —Apretó el puño—. Y así ganar el puesto de poder en el cielo que me corresponde. —Se puso de pie y deambuló, agitado, por la cripta.

»Sargonnas tiene su imperio minotauro que crece de día en día. Y la remilgada Mishakal, ¡cómo la adoran! Todos acuden en masa a adorarla mientras gritan «¡Sáname, sáname!». ¿Cómo voy a competir con eso? —Hizo un alto para sacudir las telarañas que se le habían pegado en la chaqueta de terciopelo negro.

«Hasta Zeboim, esa mujerzuela desvergonzada, tiene el corazón de todos los marineros de la flota. ¿Y yo? Yo tengo moho y herrumbre a espuertas. Y arañas. ¿Cómo me voy a convertir en un rey entre los dioses cuando los más inteligentes de mis servidores son los gusanos que se alimentan de ellos?

Chemosh se limpió el polvo de las manos, se quitó la tierra y los fragmentos óseos que manchaban sus botas y salió por la puerta destrozada que conducía a la cripta. Subió por la sinuosa escalera que llevaba a la superficie, de vuelta al aire fresco del exterior.

—Voy a hacer cambios —juró—. La muerte tendrá un nuevo rostro. Un rostro con ojos brillantes y labios rojos como rubíes.

Salió a la noche y se detuvo para alzar la vista hacia las estrellas, a la nueva y recién configurada formación de las constelaciones, a las tres lunas recientemente reaparecidas. Sonrió.

—Labios que la gente se morirá por besar.

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