SEGUNDA PARTE – VIAJE POR TRES MUNDOS

"Nos es muy poco todo el globo terrestre.

Nos es muy poco un tiempo determinado.

Tendré miles de globos terrestres

y todo todo el tiempo"

Walt Whitman

"Canciones de alegría".

Pero mirando hacia la lejanía,

el espejismo gris azulado.

Siento la sublime alegría

de observar por un rabillo del ojo

el comunismo.

Ilia Silvinski, "Soneto".


EL EXPERIMENTO

Olga y yo nos levantamos muy temprano, como cuando salíamos de vacaciones o en comisión de servicio. La singularidad de ese amanecer, nos creaba un sentimiento que oscurecía el cielo y el alma. No hablábamos sobre el inminente experimento, yo trataba inútilmente de encontrar mi cepillo de dientes, mientras Olga, nerviosa e inquieta, esforzábase en obtener la temperatura adecuada en el agua del baño. Y resolví ayudarle.

– Sale o fría o caliente. Dale más vueltas a la llave; -pidió ella.

Le di más vueltas a la llave; pero no conseguía la temperatura templada.

– ¿Estás nervioso?

– No.

– Yo sí.

– Te asustas sin motivo. Te aseguro que, no sucedió nada en el sillón; tan sólo permanecí sentado durante dos horas y fue todo. Me dormí y desperté. Ni me dolió la cabeza.

– Bien sabes que ahora no será por unas horas; sino quizás hasta un día. Este experimento será mucho más largo que el anterior. No comprendo cómo pudieron permitírselo.

– Si se lo permitieron, quiere decir que todo saldrá bien. No debes dudar.

– Pues yo dudo -pronunció en alta voz-. Como médico, dudo. ¿Sabes lo que es estar inconsciente durante un día y sin observación médica…?

– Pero, ¿cómo sin observación médica? -la interrumpí-. Zargarián es médico; y allí todo está bajo control: presión, corazón, respiración, etc., etc. ¿Qué más hace falta?

Sus ojos brillaron como preguntándose algo.

– ¿Y si no regresas…?

– ¿De dónde?

– ¿Acaso sabes de dónde? Tú no sabes nada. Un biocampo que se superpone. Mundos. Conciencia errante. ¡Si pensar eso da miedo!

– Entonces, no pienses. Olga, volar en aviones es también peligroso, sin embargo, la gente vuela y seguirá volando y nadie se intranquiliza por ello.

Su toalla cayó al suelo, mientras sus labios temblaban de emoción. Y empezó a sonar el teléfono. Me alegré, porque evitaba un tema muy desagradable. Era Galia la que llamaba, deseosa de venir a nuestra casa pero con miedo de no llegar a tiempo.

– ¿No ha llegado Zargarián?

– Aún no. Estamos esperándolo.

– ¿Y cómo te sientes?

– No muy bien. Olga está llorando.

– ¡Vaya, qué tontería! Yo me hubiese alegrado en su lugar: ¡un hombre va a hacer una hazaña!

– Vamos, sin énfasis, Galia.

– ¿Y qué? Así lo valorarán después, y no de otro modo. Es un salto al futuro. La cabeza me da vueltas al pensar en esa posibilidad.

– ¿Y por qué precisamente al futuro? -dije riendo. Yo quería hacerla rabiar-. ¿No crees que podría ser un viaje a los períodos antediluvianos, a los tiempos de los pterodáctilos?

– No hables disparates -dijo bruscamente. (Tomás el incrédulo se convirtió en un fanático)-. Nadie supone tal posibilidad.

– El hombre propone y Dios dispone. Bueno, no diremos Dios, sino la casualidad.

– ¿Eso es lo que estudiaste en la facultad de periodismo? ¡Vaya un marxista!

– Querida -le pedí suplicante-, no me obligues a confesar ahora mis errores políticos.

Ella se rió, y, como si mi viaje fuese un paseo al mercado, me dijo:

– ¡Mucha suerte! ¡Tráeme un regalo!

Y colgó el auricular.

– Sería interesante saber qué regalo le podría traer. ¿Las uñas de un pterodáctilo o los dientes de un dinosaurio? -le dije a Kliónov, quien ya había llegado, sentándose en la mesa frente al café matinal.

Al verlo, me conmoví: había venido temprano a despedirme.

– No estaría mal echarle una ojeada a los dinosaurios, -señaló Kliónov filosóficamente-. Organiza allá un safari, dará que hablar.

Suspiré:

– Kliónov, no habrá ni ruido ni safari. De nuevo nos veremos tú y yo en una vida contigua. Iremos al cine a ver "El hijo de Montparnasse". Y beberemos de nuevo palinka.

– No tienes imaginación -replicó furioso-. No creas que te mandan a una vida contigua. ¿Recuerdas lo que te dijo Zargarián? Posiblemente, a mundos de otro tiempo. Quizás uno anterior al nuestro, pero no millones de años, sino unos cincuenta. Te despertarías en octubre del 1917.

– ¿Y si fuesen cien años?

– Tampoco estaría mal. Irías a trabajar al "Contemporáneo". ¿Editarían allá el "Contemporáneo" con la misma tendencia política? Seguramente. Y allí, encontrarías a Chernishvski sentado tras su mesa. ¿No piensas que es interesante? ¿No se te hace agua la boca?

– Sí.

Ambos nos reímos tan fuerte que Olga exclamó:

– ¡Yo quiero llorar, y ellos ríen!

– Nuestras glándulas lagrimales se secaron por la carencia de cloruro sódico en el organismo, -dijo Kliónov-. Olga, no es bello ver aparecer lágrimas en los ojos de la esposa del héroe. Bebamos coñac. Quién sabe si Serguéi despertará en un mundo donde impera la ley seca.

Tuvimos que omitir el coñac, pues Zargarián llamaba ya a la puerta. En sus movimientos, insinuábase cierta solemnidad.

Salimos hacia el instituto. En todo el camino no dejó escapar una sola palabra. Yo también callé.

Estacionó su "Volga" junto a la fila de automóviles y nos lanzamos hacia arriba por la escalera de granito. Y, al fin, Zargarián, llamándome por primera vez familiarmente y sin su peculiar sonrisa y sin el acento con el cual solía bromear, me dijo:

– Seriozha, no creas que tenga miedo o me sienta intranquilo. Sólo Nikodímov considera que existe algún riesgo debido a que el problema no ha sido estudiado profundamente y la experiencia es escasa. Sin embargo, yo considero que el cien por ciento de posibilidades está de nuestro lado. Estoy convencido de que será un éxito. ¡Convencido! -rugió desaforadamente, estremeciendo el bosque cercano-. Y callo, porque ante el combate no se deben hablar cosas superfluas. ¿Todo está claro, Seriozha?

– Sí, Rubén, todo está claro.

Nos dimos la mano y callamos de nuevo, hasta el laboratorio. Aquí no había cambiado nada desde el primer día de mi aparición: el mismo tono claro del material plástico; el centelleo áureo del cobre; la blancura del níquel; la ahumada opacidad de la vidriosa pantalla que hacía recordar a la de los televisores, aunque más grande. Mi sillón estaba en el sitio de siempre, en el enredo de alambres multicolores gruesos y delgados como hilos de araña: la sigilosa araña en espera de su víctima. Sin embargo, el sillón en sí, suave y cómodo e iluminado por la luz rosada de la habitación, no me provocaba inquietud o alarma, más bien me hacía recordar un corazón rodeado de arterias, preocupado por mi ausencia.

Nikodímov me recibió con su sonrisa estereotipada; su blanca bata cubría todo su cuerpo, dura y almidonada, asemejándolo a un fósil.

– Me alegra sobremanera que haya aceptado tomar parte en este riesgoso experimento, -dijo, tras cambiar las palabras de saludo-. Este puede ser el último paso decisivo hacia el objetivo. Le ruego, a pesar de todo, pensar de nuevo en su resolución y pesar el pro y el contra antes de empezar el experimento.

– Todo ha sido pesado -afirmé.

– Espere. Lo pesaremos de nuevo. ¿Qué fue lo que le instigó a dar su aprobación en el experimento? ¿La curiosidad? A decir verdad, ese estímulo no es muy valedero.

– ¿Y el interés científico?

– Usted no lo tiene.

– ¿Entonces, qué es lo que incita a los periodistas a volar, por ejemplo, a la Antártida o a la jungla? -objeté.

– Ah, usted tiene ansias de saber, de conocer. De acuerdo. Y también el deseo de causar sensación, el cual, en una medida u otra, es común a todos los periodistas. Una vez, el periodista Stanley, por causar sensación, viajó al África en busca del desaparecido Livingstone, y en la hazaña de encontrarlo, adquirió una fama similar al buscado. Quizás la fama le haga dar vueltas la cabeza. No sé. Me imagino cómo conversó con usted Rubén, -dijo riéndose, y empezó a hablar con Zargarián-: ¡Sí, ésta es una gran hazaña, aún no vista en la historia de las ciencias! La fama del viajero por los mundos simultáneos es equivalente a la gloria de los primeros conquistadores del cosmos! Tengo la firme convicción de que él le llamó así.

De soslayo, miré a Zargarián. Este escuchaba con atención, sin ofenderse y con una sonrisa en los labios. Nikodímov, al atrapar mi mirada, agregó:

– Lo dijo, naturalmente. Me lo imaginé. Él presentó todo como un barril de miel. Pero yo le agregaré a este barril mi cuchara de hiel. Querido amigo, no le prometo ni la gloria del viajero por los mundos simultáneos, ni un homenaje en la Plaza Roja. Ni apenas un gran reportaje en los periódicos. En el mejor de los casos, regresará a su casa con un bagaje de sensaciones fuertes y con la conciencia de que su participación en el experimento no resultó inútil para la ciencia.

– ¿Acaso esto es poco? -inquirí.

– Depende del individuo. Sólo dos personas saben del gran aporte que usted hace a la ciencia, estas dos personas somos nosotros: Zargarián y yo. Su testimonio oral sobre lo visto, no es en sí una prueba para la ciencia; siempre surgen escépticos negando la veracidad de los experimentos, y más aún en nuestro caso. Y, por desgracia, carecemos de instrumentos capaces de registrar y reproducir en imágenes visibles todo lo que surge en su conciencia.

– Podría haber una prueba convincente de todo lo experimentado -afirmó Zargarián.

Nikodímov quedó pensativo. Yo, impaciente, esperaba la explicación. ¿Qué prueba podría ser ésa, si todas las pruebas materiales de mi presencia en los mundos contiguos allí quedaron; tanto la sonda caída durante la operación, como la nota en la libreta médica y el labio roto de Sichuk? Yo no traje nada, a excepción del recuerdo.

– Le explicaré ahora todo lo que acaba de insinuar Rubén -pronunció Nikodímov lentamente, como si pesara cada una de sus palabras-. Él tiene en cuenta la posibilidad de penetrar en un mundo que nos supere en el tiempo y desarrollo. Si surgiera tal posibilidad y usted pudiera aprovecharla, su conciencia podría grabar no sólo imágenes visuales, sino abstractas, digamos, matemáticas. Por ejemplo, la fórmula de una ley desconocida de la física, o una igualdad representada en signos matemáticos universalmente admitidos capaz de ayudarnos en el conocimiento del mundo circundante. Mas todo esto es una suposición, una hipótesis, no más real que las conjeturas surgidas al "leer" una taza de café. Nos esforzaremos en trasladar su conciencia mucho más lejos de los mundos que colindan con nuestro mundo tridimensional. En cuanto a la expresión "más lejos" le quiero señalar que es convencional, ya que la distancia en esta dimensión no se calcula ni en micrones, ni en kilómetros ni en parsecs. Aquí actúa otro sistema de cálculo hasta ahora desconocido. Lo principal de todo es que no sabemos cuánto arriesga en este experimento. Nosotros, hasta ahora, no hemos perdido su campo energético; pero, ¿acaso podemos asegurarle que no lo perderemos hoy? Le doy mi palabra que no me ofendo si usted nos dice que posterguemos el experimento.

Me sonreí. Nikodímov esperaba mi respuesta: estaba tranquilo como una momia. Qué diferentes eran ellos. He aquí, pues, en verdad: "los versos y la prosa, el hielo y la llama". Y esta llama, Zargarián, echó chispas a mi espalda y, haciendo un gran ruido con la silla, se levantó.

– Bueno, pues, posterguemos… -empecé diciendo lentamente, mirando de reojo a Nikodímov-…posterguemos las conversaciones sobre los riesgos hasta después del experimento.

Todo lo que ocurrió luego transcurrió en algunos minutos, quizás segundos. No recuerdo: sillón, casco, captadores, palabras sueltas de una conversación… y, por fin, el silencio, las sombras y la niebla colorida en un remolino.

UN DÍA EN EL PASADO

El remolino se detuvo. La niebla se hizo transparente, adquiriendo el tono gris opaco de una mañana de primavera. Y surgió ante mis ojos un patio lleno de basura, con charcos cubiertos de una escarcha gris, junto a la empalizada se insinuaba la nieve sucia del desierto y casi a mi lado, un furgón verde oscuro con las puertas posteriores abiertas de par en par.

Un fuerte golpe en la espalda me lanzó al suelo. Caí en un charco, haciendo crujir la escarcha.

Alguien gritó a mi espalda, me levanté a duras penas y otro golpe en la espalda me arrojó contra el furgón, de allí se extendieron unas manos que me atraparon y me subieron. Se cerró la puerta tras de mí y escuché el motor y el chirrido de los neumáticos al arrancar.

Al caer me estrellé la cabeza contra un banco y le dolor fue insoportable. Nuevamente unas manos amigas se extendieron hacia mí, me agarraron y me colocaron en el banco…

En la semioscuridad que me rodeaba no podía ver al dueño de las manos, que estaba sentado enfrente.

– Agárrese al banco -me advirtió-. Estos caminos son horribles.

– ¿Dónde estamos? -le pregunté, con voz sorda y áspera.

– En Kolpinsk, un antiguo centro de distrito. Mire por la ventanilla y lo verá.

Me acerqué a la ventanilla cuadrada y sin vidrios y cerrada por tres barras de hierro. Se veían depósitos de agua, caminos vecinales que se acercaban a la brecha de una pared; casitas bajas de un solo piso; el letrero de estera colgado en una casa de empeño escrito con pintura negra; álamos desnudos en el borde de una sucia calle desierta que se extendía hacia lo lejos carente de atractivo. Caminaban por ella transeúntes meditabundos.

– Usted perdone -le dije a mi acompañante- pero a mi memoria le ha sucedido algo.

– Aquí no sólo inutilizan la memoria, sino hasta el alma -repuso con viveza.

– No recuerdo nada, ni el año en que estamos, ni el mes, ni el día… No se asuste: no estoy loco.

– Ya no me asusto de nada. En realidad mejor es tratar a un loco que a un Judas. Sí, éste es un año difícil: mil novecientos cuarenta y tres; al final de enero o a principio de febrero. No es necesario ni imprescindible recordar el día, ya que de todas maneras no viviremos hasta mañana. ¿En cuál cámara está usted encerrado?

– No sé -respondí.

– Posiblemente en la sexta. Allá llevaron ayer a un piloto derribado, directamente del hospital urbano. Lo curaron y lo metieron en la cámara. ¿No es usted?

No contesté y empecé a recordar cómo había sucedido todo, o más bien, cómo pudo haber sucedido. En enero del cuarenta y tres, cuando volábamos desde el territorio guerrillero en el bosque Skripkin, a nuestra base, nos sorprendieron las baterías alemanas; pero nuestro avión pudo salir ileso y llegamos sin novedad. En esta fase espacio-tiempo, por el contrario, quizás no salimos ilesos. Y al hospital urbano llevaron al pasajero herido y no al piloto. Del hospital lo condujeron a la cámara sexta y de allí… a "confesar", como dijo mi acompañante. Lo que él sobreentendía por esta palabra no necesitaba explicación.

Los dos quedamos en silencio, y, tan sólo cuando el camión se paró y el picaporte de la puerta empezó a rechinar, él me susurró al oído algo que no pude entender y que no tuve tiempo de saber, pues saltó a la calzada y, separándose de la escolta, me ayudó a bajar. Un golpe de culata en su espalda lo lanzó hacia la entrada. Tras él seguí yo.

Los soldados alemanes caminaban deprisa a nuestro lado, gritando con estridencia:

¡Schnell! ¡Schnell!

Nos separaron en el primer piso, donde a mi acompañante no le vi el rostro, lo condujeron por el corredor hacia otro lugar. A mí me arrastraron por la escalera a un entresuelo; exactamente me arrastraron, pues cada puntapié significaba para mí una caída. Así, me llevaron hasta una habitación tapizada de azul donde un rubio obeso, con ojos azules infantiles, estaba sentado solemnemente tras la mesa. Su negra guerrera de S.S. le quedaba como la camisita a un escolar. Su figura misma tenía el aspecto de los chicos gorditos de los anuncios alemanes de artículos de confitería.

– Puede sentarse. Hier -dijo señalando un sillón de felpa situado cerca de la mesa y posiblemente sacado de algún teatro local.

Las piernas se me doblaban y la cabeza me daba vueltas. Me senté sin ocultar la gran satisfacción que experimenté, la que fue notada en el acto.

– Usted haber mejorado. Muy bueno. Ahora, ¡hablar la verdad! ¡Wahrheit! -gritó el de cara de niño, y se calló, a la expectativa.

Yo también callé. La sensación de alejamiento que experimentaba, desconectándome de todo lo que ocurría, me libraba del terror, con razón, porque esto no sucedía en mi vida, ni conmigo, y este cuerpo enclenque y demacrado con un chaquetón sucio y botas de soldado, no era mi cuerpo, sino el de otro Serguéi Grómov que existía en otro tiempo y espacio. Con tales pensamientos me consolaban la física y la lógica; empero la fisiología los refutaba con dolor en cada uno de mis suspiros y en cada uno de mis movimientos. Ahora, éste era mi cuerpo y debía recibir todo lo que le tuvieran preparado. Inquieto, me pregunté: ¿me bastarán fuerza, firmeza, valentía y dignidad para soportarlo?

En los días de la guerra, la cosa era mucho más simple, pues la misma existencia del conflicto bélico y la vida de aquel entonces nos había preparado espiritualmente en un espíritu combativo y severo, capaz de soportar todas las torturas. Así de preparado estaría seguramente el Serguéi Grómov, a quien sustituía. Pero, ¿y yo? ¿Acaso estaba preparado? Por un instante sentí un escalofrío agobiador y…, siento confesarlo: miedo.

– ¿Usted comprender a mí? -inquirió él.

– Sí -respondí, asintiendo con la cabeza.

– Entonces hablar. ¿Wieviel Soldaten er hat, Stólbikov? ¿Cuántos tener en el destacamento? ¿Sóldaten, guerrilleros, cuántos?

– No sé -contesté.

No mentía. En realidad, ignoraba la cantidad de guerrilleros que se encontraba bajo la dirección de Stólbikov. Esa cantidad variaba constantemente: unas veces algunos grupos salían de reconocimiento y no regresaban durante semanas, otras el destacamento crecía con el ingreso de nuevas fuerzas guerrilleras que operaban en regiones vecinas, etc. Además, el Stólbikov de mi mundo tenía una tropa guerrillera con una composición determinada y quién sabe cuál era la del Stólbikov de este espacio-tiempo; quizás diferente a la primera. Es curioso. ¿Si yo le dijese todo lo que sé, coincidiría con la realidad que le interesa saber?

– ¡Hablar la verdad! -repitió, con más severidad-: Así es mejor. Wahrheit ist besser.

– De veras no sé nada.

Sus ojos azules se encendieron.

– ¿Dónde está su documento? ¡Hier! -chilló, lanzando a la mesa mi cartera. Yo no estaba convencido que era la mía, pero me lo suponía. Nosotros saber todo. ¡Alles!

– Si lo sabe, ¿para qué pregunta? -repuse tranquilo.

Antes de que pudiera contestarme, el teléfono empezó a zumbar. El gordo, con una extraña agilidad, tomó el auricular y se puso firme. A medida que escuchaba, su rostro iba adquiriendo paulatinamente el signo de la obediencia y la admiración, mientras aprobaba en alemán, golpeando continuamente los tacos. Cuando terminó, colgó el auricular, tomó "mi" cartera, la colocó en uno de los cajones de la mesa y empezó a marcar un número en el teléfono.

– A usted lo sacarán ahora -me dijo-. Reine Zeit. Tres horas en la cámara -siguió diciendo, señalando hacia abajo con el pulgar. Pensar, recordar y hablar. De otro modo: mal. Sehr schlecht.

Me condujeron a un sótano y, allí, a empellones, me lanzaron a un henil sin ventanas. A oscuras, toqué mi derredor: piedras húmedas y pegajosas de moho cubrían toda la pared, mientras un fango líquido y viscoso extendíase por el suelo, agobiando más aún mi ánima atribulada. Mis piernas no me sostenían y, sin osar acostarme, recliné mi cuerpo en cuclillas a la pared: "Después de todo, así se está más seco".

La prórroga concedida me permitía la esperanza de un resultado feliz: el experimento podría terminar y el afortunado Hide abandonaría al desgraciado Jekyll. Pero, en el acto, me avergoncé de estos pensamientos. Galia y Kliónov, sin contemplaciones, me hubiesen llamado cobarde. Nikodímov y Zargarián no lo hubiesen dicho, pero lo hubiesen pensado, acongojados, al igual que Olga. Por suerte, recapacité, y comprendí que respondía por dos: por él y por mí. Adivinaba, o más bien, sabía cuál hubiese sido su actitud en este caso, porque él era yo; la misma partícula de materia en una de sus formas de existencia tras los límites de nuestras tres dimensiones. Este hecho, esta situación en la que estoy, pudo haber cambiado su sino, pero no su línea de conducta. Todo estaba claro. Y yo no tenía otra alternativa; no tenía derecho a desertar con la ayuda mágica de Nikodímov. Si Nikodímov me llevaba a mi mundo, le rogaría el regreso a este henil.

Quizás me dormí a pesar de la humedad y del frío, pues surgieron sueños en mi mente: el bigotudo Stólbikov con su papuja, una mujer madura con guerrera y el rifle colgando al pecho cortando con un cuchillo una hogaza de pan; niños desnudos sentados en una lenteja de agua a la orilla de un estanque. Reconocí en seguida este estanque y los pinos que cabeceaban en su orilla. Y vi el camino que desembocaba en el estanque, entre desfiladeros arcillosos. He aquí el sueño que veía antes. Ahora sabía su origen.

Los sueños disminuyeron mi prórroga. El gordo agente de la S.S. me llamó de nuevo. Fui conducido ante su presencia. Esta vez no se reía.

– Bueno, ¿y qué? -prorrumpió-. ¿Hablarás?

– No -repuse.

Schade -dijo-. Ponga su mano en la mesa. Los dedos así -señaló, mostrándome su palma regordeta con los dedos abiertos semejantes a salchichas.

Obedecí. No negaré que tenía miedo, pero hasta ir al dentista es horrible y, sin embargo, vamos. El gordo sacó de la mesa un trozo de madera con mango y gritó:

– ¡Ruhig!

La madera me golpeó con saña en el dedo meñique. Mis huesos chasquearon y un dolor bestial rodó hasta el pecho. A duras penas pude reprimir un grito de dolor.

– ¿Te gus… tó? -musitó, prolongando la palabra, y agregó-: ¿Hablas o no?

– No, no hablaré -repuse.

La madera subió de nuevo en el aire; pero involuntariamente retiré mi mano.

El gordo se echó a reír:

– La mano retiras, la cara no retiras -y diciendo esto me golpeó con la madera en el rostro.


Perdí el conocimiento y, de inmediato, volví en mí. En un lugar cercano conversaban Nikodímov y Zargarián.

– No hay campo.

– ¿Nada?

– Nada.

– Prueba la otra pantalla.

– Tampoco.

– ¿Y si aumento?

Siguió un silencio. Después, Zargarián contestó:

– Ya hay. Pero la visión es muy débil. ¿Quizás duerme?

– No, no duerme. Registramos hace media hora la activación de los sistemas hipnógenos y después se despertó.

– ¿Y ahora?

– No. veo.

– Ahora aumento.

Yo, entremeterme en la conversación, no podía. Mi cuerpo flotaba en el vacío ilimitado. ¿Dónde estaba mi ser? ¿En el sillón del laboratorio o en la cámara de torturas? No sé.

– ¡Hay campo! -gritó Zargarián.


Abrí los ojos; más bien los entreabrí, porque hasta el pequeño movimiento de las cejas me provocaba un dolor agudo y penetrante. Una cosa salada y caliente corría por mis labios; mis manos ardían como si estuviesen dentro de un crisol.

La habitación me parecía llena de agua turbia y temblorosa, a través de la cual se insinuaban dos figuras con uniformes negros. Una era la de "mi" gordo, y la otra desconocida, más flaca y simétrica.

Los dos individuos conversaban en alemán, rápido y de manera entrecortada. No los comprendía, por lo tanto en mí no existía ningún deseo de escucharles. Sin embargo, según pude notar, hablaban de mí. Primeramente oí el apellido Stólbikov, después el mío.

– ¿Serguéi Grómov? -le preguntó el flaco al obeso, asombrado, y le dijo algo incomprensible para mí.

El gordo corrió a mis espaldas y, con cuidado, me limpió el rostro con su pañuelo oloroso a perfume y sudor. Ni me moví.

– Grómov… Seriozha -repetía en ruso el otro S.S. inclinándose hacia mí-. ¿No me reconoces?

Miré su rostro, y… cuál no sería mi asombro al ver a mi compañero de clase Genka Müller, aunque un poco más viejo.

– Müller… -musité y, otra vez, perdí el conocimiento.

EL CONDE SAINT-GERMAIN

Desperté en otra habitación, incómoda, amueblada con ostentación pequeño-burguesa. En un rincón había una vitrina panzuda con objetos de cristal; en otro un armario de caoba; en el medio un diván de felpa con rulos redondos; sobre la puerta un frondoso cuerno de reno y a un lado una copia de la Virgen de Murillo en un marco ancho y dorado. Posiblemente todo esto había sido acumulado por una autoridad regional o, quizás, fue traído a este nido para alegrar el descanso de los oficiales de campaña.

El oficial, desabrochándose la chaqueta perezosamente, estaba en el diván, rodeado de revistas ilustradas. Yo lo observaba furtivamente sentado en un sillón de cordobán cerca de una mesa servida para la cena. Mi mano vendada casi no dolía. Sentía un hambre atroz, pero mantuve silencio, tratando de no denunciarme ante mi ex compañero de estudios.

Conocía a Genka Müller desde los siete años. Ingresamos juntos a la escuela en uno de los callejones de Arbat, y durante nueve años compartimos adversidades y alegrías. Su padre, Müller, especialista en máquinas de tricot, llegó a la URSS desde Alemania después del Tratado de Rapallo y trabajó en diferentes fábricas de Moscú. Genka nació en Moscú y nadie lo consideraba un extranjero: hablaba el ruso muy bien, estudiaba como nosotros, leía los libros que leíamos y cantaba las canciones que formaban parte de nuestra vida cotidiana. En la clase no lo querían, por su arrogancia y fanfarronería; hasta yo lo despreciaba, pero como vivíamos en un mismo edificio, nos sentábamos juntos en la clase y nos considerábamos amigos. En el transcurso de los años, esta amistad se marchitó, al ponerse de manifiesto una gran diferencia en nuestros puntos de vista, conceptos e intereses. Y cuando toda la familia Müller partió hacia Alemania después de la ocupación de Polonia por Hitler, Genka no se despidió de mí.

En realidad, este Müller de mis años de infancia no era el Müller del diván. Yo mismo no era el Grómov que estaba sentado en ese sillón rojo de cordobán, con el cuerpo abotagado y lleno de vendas. Pero, como me había enseñado la experiencia, las fases no cambiaban en el hombre su temperamento y su carácter. Siendo así, mi Genka Müller tenía todas las bases para convertirse en este Müller oficial de los ejércitos de la S.S. y jefe de la Gestapo de Kolpinck. En consecuencia, también yo podía conducirme tal como era.

El bajó la revista y nuestros ojos se encontraron.

– ¡Al fin despertaste! -exclamó.

– Mas bien, volví en mí -apunté.

– No simules. Ya hace dos horas que estás durmiendo, después que nuestro doctor Getzke, mago y divino, te amputó el dedo y te arregló la cara. Dormiste como un lirón.

– Pero, ¿para qué? -inquirí asombrado.

– ¿Qué?

– ¿Por qué me arreglaron la cara?

– Kreiman se entusiasmó demasiado con el pelo. Bueno, otra vez eres hermoso.

– Seguramente el señor Müller tiene una novia casadera para mí -le dije con cinismo-. Si es así, llega tarde.

– ¡Basta de señor Müller! ¡Aquí no hay señor Müller! ¡Sólo Genka Müller y Seriozha Grómov! De alguna forma ellos se pondrán de acuerdo.

– ¡Qué interesante! ¿Y en qué?

Müller se levantó del diván, se desperezó y, bostezando, preguntó:

– ¿Por qué preguntas siempre: "¿para qué?", "¿por qué?".

– No, no preguntaré. Sé muy bien que quieres hacer de mí un soplón o un canalla; pero yo no sirvo para eso.

– Tú sirves para la tumba.

– Tú también -prorrumpí con coraje-. Yo tengo tiempo para no llegar tarde a la tumba; pero ahora, quiero comer.

El soltó una carcajada.

– ¡Ja, ja! Dices verdad, no llegarás tarde. -Se sentó a la mesa y sirvió sendas copas de coñac-: El vodka nuestro es pésimo, pero el coñac es excelente. Lo traen de París y se llama Martel. ¿Por qué brindaremos?

– Por el triunfo.

Lanzó otra carcajada con más fuerza.

– Me haces reír, Seriozha. Es un brindis muy razonable. ¡Bebamos!

Bebió su copa y, sirviéndose otra y con sonrisa mordaz, agregó:

– El segundo trago será por nuestra salida inmediata de esta ratonera. En Berlín tengo un pariente con buenas relaciones, quien me prometió un traslado en este verano a París o Atenas, lejos, lejos de los disparos.

– ¿Y qué sucede? ¿Hay alguien que los enfada? -inquirí riendo.

– ¿Y qué crees tú? Siempre se espera de cualquier canalla un atentado con granadas. A mi antecesor lo rompieron en pedacitos. Ahora, soy yo el sentenciado.

– Eso quiere decir, que no vivirás muchos años -afirmé indiferente.

Sin probar bocado, llenó de nuevo la copa. Sus manos temblaban.

– Pues yo estoy impaciente por el traslado. Ojalá que no se retrasen. Allí, en París, la guerra habrá acabado para mí.

– Aún combatiremos -le dije-. Sólo dentro de dos años y medio acabará la guerra.

Su mano, agarrando la copa de coñac, quedó helada sobre la mesa.

– Sí, exactamente dentro de dos años y medio -le aclaré-. Justamente el 8 de mayo de 1945 será firmado el acuerdo de capitulación incondicional. ¿Y sabes quién capitulará? Alemania, amigo, Alemania. ¿Dónde? En Berlín, casi en las mismas ruinas de la cancillería imperial.

Bajó la copa sin beber y la colocó sobre la mesa. Quedó asombrado y, tras unos instantes, en su rostro surgió el miedo. Dirigió su mirada hacia la mesita de noche situada cerca del diván y en la que estaba su pistola Walter. "Seguramente pensó que enloquecí y recordó su pistola". Sonó el teléfono, lo tomó, dio su nombre y pronunció unas palabras en alemán, de las que pude sólo atrapar Stalingrado. Recordé las palabras de mi compañero, en el camión verde-oscuro: "…al final de enero o a principios de febrero…". Sí, así era. Colgó el teléfono y, con el rostro sombrío, se sentó en la mesa.

– ¿Stalingrado? -pregunté.

– ¿Qué? ¿Comprendes alemán?

– No, simplemente adiviné. Paulus fracasó. Kaput.

Él, como amonestándome, golpeó el plato con su cuchillo:

– No hables disparates. Paulus acaba tan sólo de recibir el rango de mariscal de campo. Por lo demás, Manstein ya se acerca a Kotélnikovo.

– Manstein ha sido aplastado. Aplastado y rechazado. Y a Paulus le llegó su fin. ¿A cuánto estamos hoy?

– A 2 de febrero.

Me reí. ¡Qué agradable es conocer el futuro!

– Pues justamente hoy, capitula Paulus en Stalingrado; y el sexto ejército, o más bien lo que quedó de él, loando a su Führer, va hacia el cautiverio.

– ¡Cállate! -gritó, tomando la pistola de la mesita de noche-. Yo no le perdono a nadie tales bromas.

– No estoy bromeando -le dije, dirigiendo a mi boca una lonja de jamón-. ¿Tienes cómo comprobarlo? Entonces llama por teléfono.

Müller, taciturno y meditabundo, jugaba con su Walfer.

– Bien, comprobaré. Llamaré a von Gennert. Él debe saber. Pero ten en cuenta que, si esto es una burla, yo mismo te fusilo. ¡En el acto!

Diciendo esto, se acercó al teléfono. Durante unos minutos estuvo hablando, firme, como si pasaran revista. Cuando acabó, impávido, dejó caer el auricular y, sin mirarme, lanzó su pistola al diván.

– Bueno, ¿y qué? ¿Me equivoqué? -pregunté acercándome a él.

En su rostro reflejábase una perplejidad ilímite y desconcertante. Me miraba, como preguntándose: ¿no será Serguéi un representante del mando supremo?

Por fin, dijo:

– A pesar de que no lo han informado oficialmente, Gennert lo sabe. Le asombró que yo lo supiera. Tuve que zafarme con astucia para no cometer un error.

– ¿Y no te comunicó que ya Hitler declaró el luto en memoria al sexto ejército?

– ¿También eso sabes? -preguntó, parado, sin quitarme los ojos de encima, asombrado y sin comprender nada-. ¿Cómo lo sabes? No pudiste saberlo ayer. Está claro. Y hoy, ¿quién te lo pudo decir? ¿Te trajeron con otra persona?

– Hoy por la mañana… -aclaré- hoy por la mañana tu Paulus todavía lanzaba coces.

Parpadeó de prisa:

– Quizás alguien captó la transmisión moscovita.

– ¿Dónde? ¿En la Gestapo?

– No comprendo -dijo-. De eso nadie sabe en la ciudad. Estoy convencido de ello.

De pronto, en mi mente surgió una idea, la idea de que aún podía salvar al desafortunado Jekyll: "Hasta la mañana, por lo visto, no lo amenaza nada; pero más tarde cuando recupere su conciencia, liberado ya de mi intromisión, su vida correrá gran peligro; por ella no daría ni un kopek. Müller lo liquidará sin ceremonias, y más aún cuando declare que no recuerda nada de lo que sucedió el día anterior. Siendo así, hay que pensar en algo. El juego será muy difícil".

– No te esfuerces en adivinar, Genka -le dije-, de todas maneras no podrás. Sencillamente, no soy una persona corriente.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– ¿No has escuchado o no has leído lo que sucedió en Moscú con un grupo de investigadores en el año 1940? -pregunté improvisando-: En los países capitalistas hicieron mucho ruido con respecto a esto. En síntesis, era un grupo de telépatas.

– No, no he escuchado nada -contestó perplejo.

– A propósito, ¿sabes qué es la telepatía?

– Es algo así como la transmisión de pensamiento a larga distancia.

– Más o menos. Este problema no es nuevo. Hasta Sinclair escribió sobre él, aunque de una manera idealista. Nuestros científicos, por el contrario, hicieron importantes pruebas en este campo con bases científicas. Según ellos, el cerebro es como un receptor de microondas que capta, a cualquier distancia, el pensamiento, que se mueve en forma de ondas de longitud inconcebibles, mucho menor que el micrón. Cualquier individuo posee esta cualidad en estado embrionario. Sin embargo, si encuentra el cerebro-perceptivo, o sea, el receptivo a la inducción, es posible desarrollarla. Nuestros científicos realizaron experimentos con diferentes individuos y muchos pasaron la prueba, entre ellos yo.

Müller se sentó en el diván frotándose los ojos.

– ¿Acaso estoy durmiendo? No comprendo nada.

Por su rostro, comprendí el efecto de mi juego: casi creía. Ahora sólo había que quitar este "casi".

– ¿Has leído alguna vez sobre Cagliostro o sobre Saint-Germain? -inquirí, y su mirada vacía me dijo que no-. La historia no ha podido hasta ahora explicarse los secretos que rodearon su vida; especialmente la de Saint-Germain. Este conde, viviendo en el siglo XVIII, relataba sucesos que acaecieron en los siglos XII, XIII y XIV, como si hubiera estado presente cuando ocurrieron. Lo consideraban brujo, astrólogo, etc., y lo llamaban el nuevo Ahasvero, y lo invitaban los monarcas a sus palacios. Podía augurar el futuro con absoluta exactitud. Nadie sabía quién era este individuo. Los historiadores eludían el problema con los despectivos: "charlatán", "descarado"…; pero sólo había que decir "telépata". Captaba el pensamiento del pasado y del futuro, como yo.

Müller callaba. Yo no podía saber en qué pensaba. ¿Quizás comprendía que yo estaba charlataneando? ¡Qué importa! Yo poseía una carta invencible e irrefutable: Stalingrado.

– ¿El futuro? -preguntó ensimismado-. ¿Quieres decir que tú puedes predecir el futuro?

"No se deben llevar las cosas muy lejos” pensé. “Müller no es un tonto y está acostumbrado a razonar de un modo realista".

– El tuyo no es difícil de predecir -respondí con perfidia a su astuta pregunta-. Tú mismo comprendes cuál es la situación que se presenta. Después de la batalla de Stalingrado, los guerrilleros y los miembros de las organizaciones clandestinas se esparcirán por todas las regiones. No vivirás hasta el verano, Müller, irrevocablemente morirás.

Sonrió maliciosamente torciendo la boca y aseveró:

– A pesar de todo, el dueño de la situación soy yo. También yo puedo predecir tu futuro; y sin telepatía. Un servicio por otro.

– Por lo visto, ésta es una conversación entre hombres -dije riéndome-. Podríamos cambiar el futuro: tú el mío y yo el tuyo.

Él levantó las cejas sin comprender.

– Bueno, abramos las cartas. Si tú me llevas, hoy mismo, adonde los guerrilleros, yo te garantizo la vida hasta el final de este mes. No te tocarán ni las balas, ni las granadas, nada.

Seguía en silencio.

Y continué:

– Sólo pierdes una cosa muy insignificante: mi vida; y ganas un dineral: la tuya.

– Hasta fin de mes -dijo, riéndose sin ganas.

– Yo no soy todopoderoso.

– ¿Cuáles son las garantías?

– Mis palabras y mis pruebas. Las has visto y te has enterado de las cosas que sé.

Empezó a meditar en silencio y paseando su mirada distraídamente por la habitación. Después, sirvió en las dos copas el resto del coñac. Como no había probado bocado, estaba borracho, y sus manos temblaban cada vez más.

Levantó la copa y musitó:

– Bueno, entonces: ¡buena suerte! Brindemos.

– No deseo beber -le dije-. Necesito la cabeza clara y manos seguras. Dame un arma, aunque sea tu "Walter", y amárrame las manos ligeramente para liberarme con facilidad.

– ¿Y de qué modo te envío? Sabes que tengo jefes.

– He ahí. Envíame hacia los jefes de más rango por la selva.

– Tendrás que ir con el chofer y la escolta. ¿Te las arreglarás?

– ¿No lamentas a tu escolta?

– Sólo lamento el auto -respondió ceñudo.

– Te lo devolveré junto con el chofer. ¿Vamos?

– Bien.

Acercóse al teléfono y llamó.

Quedé sorprendido por la rapidez con que resolvió todo. No pasaron treinta minutos, cuando el "Opel Capitán" rodaba ya con nosotros por el camino cubierto de una capa fina de nieve. Sentado a mi lado, con su metralleta sobre las rodillas, estaba el escolta, un alemán flaco, de rostro malvado. Su maldad me inquietaba tanto como la promesa que le hice a Müller, pues el que prometía era yo y no el Grómov que aparecerá en mi sitio. Pero, ¿cuándo sucederá esto? ¿Y dónde? Debía hacer todo lo posible e imposible para mejorar la situación del desafortunado Jekyll en caso de aparecer en el auto.

Tiré de mis brazos amarrados en la espalda, y la cuerda se distendió aunque no del todo. Sólo necesitaba un pequeño tirón para que mi mano derecha, liberada, empuñara el acero pavonado de la pistola. Ahora sólo debía esperar, porque el sexto sentido, o quizás, el décimo sexto, me hizo prever el acercamiento de la extraña ligereza, el vértigo, y la sombra que apagaba todo: la luz, los sonidos y los pensamientos.

Y, efectivamente, así ocurrió. Aparecí frente a Zargarián, quien me quitaba en la oscuridad los captadores.

– ¿Dónde estuviste? -me preguntó, aún invisible.

– En el pasado, Rubén, por desgracia.

Suspiró ruidosamente, con pena. Nikodímov, ya visible, miraba la cinta sacada del container.

– ¿Calculó el tiempo, Serguéi Nikolaevich? -me preguntó. ¿Cuándo entró y salió de la fase?

– Entré por la mañana y salí por la noche.

– Ahora son las once y cuarenta minutos. ¿Coincide?

– Aproximadamente.

– Entonces hay un insignificante retraso en el tiempo.

– ¿Insignificante? -le pregunté riéndome con tristeza-. ¿Acaso veinte años son pocos?

– Cuando calculamos en milenios veinte años no es nada.

No me inquietaban los milenios, sino el destino de Serguéi Grómov, a quien abandoné hace un cuarto de siglo en un camino suburbano de Kolpinsk. Me figuro que él supo aprovechar su tiempo.

VEINTE AÑOS HACIA EL FUTURO.

El nuevo experimento empezó del modo habitual, como la visita a la policlínica. En vísperas del experimento, no me despedí de nadie, no reuní a mis amigos y no llegué al laboratorio acompañado de Zargarián en su auto, sino en el autobús.

Al entrar en la sala, Nikodímov, rápido como un rayo, me sentó en el sillón. No tuve tiempo ni de darle mi aprobación para la prueba. El tan sólo inquirió:

– ¿Cuándo empezaron las contrariedades la vez anterior? ¿A la tarde?

– Quizás. Ya en el camino empezaba a oscurecer.

– Los aparatos grabaron el sueño, después el aumento de la tensión nerviosa y, finalmente, el shock…

– Es exacto todo.

– Pienso que podremos ahora prevenir las complicaciones, si es que surgen -afirmó. En este caso, lo haremos regresar a su mundo psíquico.

– Era esto precisamente lo que no quería -dije-. Ya lo saben.

– Sí, lo sabemos; pero no queremos arriesgarnos.

Zargarián, que había aparecido en la habitación blanco como un fantasma, tronó con voz estentórea:

– ¿Y cuáles son los riesgos? ¿Quién está hablando de riesgos? Por un minuto de tu viaje, doy un año de mi vida. Esto no es ciencia, como cree Nikodímov, sino poesía. ¿Te gusta el poeta Voznesenski?

– Me agradan sólo algunas de sus obras -respondí.

Zargarián empezó a declamar:

"En horas del otoño… a través del bosque salpicado de hojas… furtiva y peligrosamente… vuelan hacia nosotros, como semillas…, destinos y nombres…"

Interrumpió la cita y preguntó:

– ¿Qué recuerdas de estos versos?

– Sólo: "furtiva y peligrosamente" -contesté.

Ya no lo veía. Me hablaba desde las tinieblas:

– Lo principal es: ¡furtivamente! Seamos solemnes. Estás frente al futuro.

– ¿Estás convencido de ello? -llegó hacia mí la voz apenas inteligible de Nikodímov.

– Por completo.

No escuché nada más. Los sonidos se apagaron y, en el silencio sepulcral empezó a oírse un zumbido monótono.

No había niebla ni silencio. Yo estaba en un sillón muelle cerca de una ventana. Junto a mí, y al frente, estaban sentadas personas desconocidas. El sitio parecía la cabina de un avión o el vagón de un tren suburbano, donde se sienta la gente en filas de tres, a ambos lados, con un pasillo por el medio de puerta a puerta. Este pasillo prolongábase unos cuarenta metros aproximadamente.

Mirando de soslayo a los vecinos y sin levantar la vista, me observé. Mis manos grandes, sumamente blancas y con la piel seca y limpia, como aparecen después de un lavado tenso, llamaron mi atención. Eran las manos de un hombre viejo. "¿Cuántos años tengo y cuál es mi profesión? pensé. ¿Soy laboratorista? ¿O doctor? ¿O científico?" Ni mi traje -también viejo, no muy usado, de un material raro y con un dibujo extravagante- podía orientarme sobre mi profesión.

Miré a través de la ventanilla. No, esto no era un avión, porque viajábamos demasiado bajo, mucho más que en vuelo rasante; aunque tampoco un tren, pues volábamos sobre la tierra, las casas y los boscajes casi cortando las copas de las pinos y los abetos. Tanta era la velocidad, que el paisaje se mezclaba con anarquía. Los ojos, sin poder soportar la fuga de los objetos tras la ventana, empezaron a dolerme. Saqué mi pañuelo y me los froté.

– ¿Le duelen? -preguntó uno de los pasajeros de enfrente, flaco, canoso. y con unos lentes áureos sostenidos milagrosamente en el entrecejo-. Algunas veces olvidamos que en estos años no se debe mirar por las ventanillas. Ya no estamos por los años cincuenta, cuando las máquinas andaban lentamente. En estas nuevas máquinas sólo se pueden leer los versos de Pushkin: "Nebuloso cielo, nebulosa noche…"

– ¿No le gustan? -preguntó objetando un joven sentado al borde de la fila.

– ¿Por qué no? ¿A quién no le gustan estas máquinas? Pueden viajar de Leningrado a Moscú en una hora y media. Es algo nuevo.

– ¿Por qué nuevo? -inquirió el joven encogiéndose de hombros-. De las vías de un solo rail hablaban hace veinte años. Esto es sólo una modernización. Y -dijo dirigiéndose a mí- si le fatiga mirar por la ventanilla, por qué no enciende el televisor.

Quedé inmóvil, sin comprender dónde estaba el televisor y cómo encenderlo. El viejo canoso, sin esperar, apretó una palanca lateral y la pantalla conocida del televisor cubrió la ventanilla. La imagen surgía como de muy hondo, permitiendo una clara y cómoda visión para los pasajeros sentados a ambos lados. Era televisión en colores y en relieve. En la pantalla apareció un edificio alto de múltiples pisos, adornado con losetas grises y rojas. Hacia su techo plano, descendía un helicóptero desde el azul inmaculado del cielo. "Transmitimos las noticias del día” dijo un locutor no visible. “Visita de los dirigentes del Partido y del gobierno a la tricentísima casa comunal de la región Kievski, en nuestra capital". Un grupo de personas maduras salió del helicóptero y se ocultó bajo una cúpula de plástico. Y empezaron a refulgir las luces de los veloces ascensores. El objetivo del televisor corrió hacia abajo, hacia las vitrinas del primer piso. "En este piso están instalados los almacenes, comedores y talleres que abastecen a los pobladores del edificio". Los invitados paseaban parsimoniosamente por los pisos y habitaciones, decorados con una incomprensible e insólita elección de formas y colores. "Un solo movimiento y la cama entra en la pared, empujando hacia adelante un armario para libros oculto". "Tirando del marco, esta cama se hace doble". Después aparecieron halls, en los diferentes pisos, con pantallas de cine y televisión. "Este piso está por completo a la disposición de los jóvenes que desean estar a solas" comentó el locutor, aún oculto, abriendo ante nosotros una habitación amueblada de un modo insólito.

– No comprendo, ¿para qué construyen eso? -farfulló con desdén una dama sentada a mi frente, con un tejido en las manos.

Miré al joven sentado al borde de la fila esperando de él la réplica. Y no me equivoqué. ¡Qué similar a los jóvenes que conocía! Él tomaba de ellos la vehemencia, los arrebatos juveniles y la incompatibilidad con lo que no va al ritmo con la época.

– A pesar de que estas casas comunales las empezaron a construir hace tiempo, todavía no comprende para qué…

– ¡No, no comprendo! -exclamó la dama con testarudez. ¡Nos libramos, gracias a Dios, de los apartamentos comunales; pero aquí están de nuevo…!

– ¿De nuevo qué?

– Estas casas comunales. Estamos haciendo resucitar el modo de vida comunal.

– ¡No hable disparates! ¡La gente pasa de los apartamentos aislados y separados a las casas comunales y no a los apartamentos comunales, ni sé lo que es eso! Usted misma, con sus propios ojos, acaba de ver estas casas comunales. ¡Esto ya es un nuevo modo de vida comunal!

La dama calló. Y nadie la defendió.

En la pantalla aparecieron torres petroleras, perforando el cielo plomizo y purpúreo que cubría abetos y alerces. "Estamos en el tercer Bakú” continuó el locutor “en una nueva zona de la región petrolera de Yacutia, en Siberia".

¡El tercer Bakú! En mi época sólo supe de dos. ¿Cuántos años habrán pasado?

Esta pregunta muda se la hice a los cirujanos vestidos de blanco que surgieron en la pantalla realizando una operación sin efusión de sangre, con un haz de rayos de neutrones; y a los inventores de la masa química que cosía la herida; y al propio locutor que apareció, por fin, frente a los televisores: "Para concluir, les quiero hacer recordar las profesiones que más necesita nuestra economía. Nos faltan: ajustadores de talleres automáticos; operadores de minas teledirigidas; mecánicos de centrales eléctricas atómicas, y montadores de computadoras electrónicas universales".

La pantalla se apagó y, de otro lugar, llegó una voz: "Nos acercamos a Moscú. Encendemos las luces de advertencia. Con la luz verde quedará colocado el escalador".

Sobre la puerta delantera centellearon luces rojas; después azules y, luego, verdes. En el pasillo, los pasajeros empezaron a avanzar sobre el piso movible; también yo. Salimos al escalador que, acelerando el movimiento, nos condujo al vestíbulo del subterráneo, y, antes de que tuviese tiempo de echarle una mirada, nos siguió llevando hacia adelante, rápido como un cohete, disminuyendo el movimiento sólo en las escaleras movibles que nos condujeron al andén. "¿Y dónde están las ranuras para depositar las monedas?” me pregunté. “¿Será posible que el subterráneo sea gratis?" La respuesta afirmativa a mi pregunta la dio el tropel de gente entrando en el tren estacionado.

Salí a la plaza de la Revolución, que conocí en el acto, no sólo bajo tierra, cuando vi las esculturas de bronce en la arcada, sino afuera, donde me miraban las columnas del Bolshói a través de la verde cortina del bulevar. La estatua de Marx estaba en su sitio. Empero, en vez del poco atrayente "Gran Hotel", erguíase un gigantesco edificio blanco de acero inoxidable resplandeciente y por el ala lateral del "Metropol" se extendía ahora una calle bulliciosa de varios pisos. El movimiento de la gente me parecía conocido, casi sin ningún cambio: como siempre, las gotas multicolores de los transeúntes, formando un torrente humano, deslizábanse parsimoniosamente por las anchas veredas. Por el asfalto de la plaza, contorneando las casas y jardines, deslizábase la abigarrada corriente de autobuses y automóviles.

Al observar con atención todo lo que me rodeaba, empecé a encontrar cosas que no existían en mi mundo: las ropas de los transeúntes tenían otro corte; y los autos, de otras líneas y formas, desplazábanse en silencio sobre una almohada de aire, en una niebla color lila, como peces. "¿Cuántos años habrán pasado?" me interrogué, incapaz de responder.

Un enrejado de hierro serpenteaba a lo largo de la acera, con aberturas tan sólo en las paradas de los autobuses; esto me impidió cruzar al otro lado. Empecé a caminar hacia el jardín Alexándrovski; al llegar a la esquina del Museo Histórico, le eché una mirada a la Plaza Roja; allí todo estaba como antes: la antigua muralla dentada; el reloj en la torre Spásskaia; el severo y masivo Mausoleo y la catedral de San Basilio, milagro arquitectónico. Mas, no se veía por ningún lado el hotel que habíamos construido en Zariadie. Del otro lado del río, se veían por detrás de la catedral, edificios altos y desconocidos.

Llegué al jardín Alexándrovski y me senté en un banco. Aquí había calma, una calma que miraba con indiferencia el bullicio agitado y pletórico de la ciudad: lo mismo ocurría en nuestro mundo. A decir verdad, estaba un tanto desconcertado: ¿A dónde ir? ¿Dónde se encontraba mi casa? ¿Cuánto tendría que sufrir en esta nueva vida?

En el bolsillo del saco encontré una cartera compacta de plástico suave y transparente. A través de él, sin sacar la tarjeta, leí mi nombre, profesión y dirección. Yo era de nuevo servidor de Hipócrates, director de una clínica, quirúrgica, y, quizás, muy notable, porque encontré en la cartera los saludos enviados al doctor Grómov por tres organizaciones extranjeras, con motivo de sus sesenta años.

¡He aquí, veinte años hacia el futuro! Para mí, la vejez, para la ciencia pasos gigantescos. Me invadieron reflexiones agobiadoras. ¿No sería triste ver a mis amigos envejecidos? ¿Cómo estarían? Me imaginé la visita a la dirección escrita en la tarjeta: Olga, veinte años mayor, abriría la puerta. ¿Y si no era Olga? Sin deseos de complicar la situación, tomé maquinalmente el dinero de la cartera. Seguramente era suficiente para un día en el futuro. Bueno, ¿qué podría hacer? ¿Callejear, cruzar la ciudad y verlo todo, respirar en sentido literal el aire del futuro? ¿Acaso esto es poco? ¿Poco para Zargarián y Nikodímov? ¿Y qué prueba material podría llevarles del futuro? ¿Sería acaso imprescindible ir a la biblioteca "Lenin" -seguramente, aquí también existe- para hurgar en los catálogos e interesarse por la temática de las revistas científicas? Pero, supongamos que logre encontrar algo muy cercano a los trabajos de mis amigos científicos, ¿podría yo comprender los artículos de los hombres de ciencia de los años ochenta si soy incapaz de entender las explicaciones de Zargarián? No, sería inútil. ¿Y si aprendiera de memoria una fórmula? No, la olvidaría en seguida. ¿Y si aparece un símbolo matemático desconocido? ¡No! ¡Es absurdo! ¡No lograré nada!

Ensimismado en mis pensamientos, llegué a la parada de taxis. Delante de mí sólo había una persona, la que por lo visto estaba apurada, mirando intermitentemente su reloj.

– He esperado diez minutos y no ha aparecido una sola máquina -dijo-. Los autobuses son gratis y puntuales, sin embargo, estos autodirigidos son más cómodos.

– ¿Cómo dijo? ¿Autodirigido?

– Usted, seguramente, es forastero -apuntó riéndose-. Llamamos así a los taxis de manejo automático. ¡Son encantadores!

El primer autodirigido apareció por una esquina, acercándose. Temblé. En esta máquina sin ruedas ni chofer, había algo salvaje y antinatural. Venía hacia nosotros en silencio como boyando en un mar de petróleo, y lanzó cuatro patas de araña en la parada. El invisible guía abrió la puerta, la pasajera entró, pronunció unas palabras por un micrófono, el autodirigido recogió las patas y se alejó. Seguí todos estos movimientos, con mirada pueril. Y me inquietaron dos preguntas: ¿Qué dirás por el micrófono? ¿Y qué harás caso de no tener suficiente dinero? Pensé en correr, huir de la parada; pero me detuvo la presencia de otro pasajero que se acercaba. En su señalada delgadez y en sus cabellos canosos con raya, notábase cierta elegancia. Su barba, recortada con escrupulosidad, le daba un aspecto provocador y arrogante:

– Estoy apurado -dijo, mirando la plaza con impaciencia-. Parece que viene uno.

El autodirigido se detuvo.

– Con gusto le cedo mi turno -dije amable, y agregué-: No estoy apurado.

– ¿Por qué? Iremos juntos; si no se opone, primero lo llevaré a su destino, después seguiré solo.

En sus ojos negros, brillaba algo conocido. La fisonomía de su rostro, me hacía recordar a una persona amiga: la frente deprimida y la mirada penetrante y burlesca. La barba, por lo contrario, desfiguraba su cara haciéndola irreconocible. ¿Será posible que sea él?

UN ZARGARIÁN ENVEJECIDO

Con curiosidad, lo miré de nuevo. Sí, era mi Zargarián; pero veinte años más viejo. Fingí no conocerlo.

– ¿Adónde va usted? -me preguntó.

Me encogí de hombros y repuse:

– Me da igual un sitio u otro. Estuve veinte años fuera de Moscú.

– Entonces, vamos. Yo seré su guía. A propósito, ¿Desea almorzar conmigo en el "Sofía"? A decir verdad, no me gusta comer solo.

A pesar de los años, no perdía su ímpetu juvenil: en el acto transformóse en guía.

– No viajaremos por la calle Gorki. Todavía no la han reconstruido. Nos deslizaremos por la calle Pushkin, completamente nueva. Este es el programa.

Se sentó en el autodirigido y repitió por el micrófono lo que me había dicho, agregando dónde doblar y dónde pararse. El taxi cerró las puertas en silencio y, tras contornear el jardín, echó a andar por la calle.

– ¿Y cómo paga? -inquirí curioso.

– Muy fácil. Sólo tengo que depositar el dinero en esta alcancía -repuso señalando una ranura cerca del parabrisas.

– ¿Y si no tiene cambio en los bolsillos?

– Entonces molestaríamos a la máquina de cambio.

El taxi viró hacia la calle Pushkin, tan diferente a la de mi época como el Palacio de los Congresos a un club. Esta calle había sido construida con veredas de dos pisos, como en las galerías comerciales, y se unían a través de la calle por medio de puentes parabólicos. Estos puentes unían, además, las casas entre sí, formando encima de la calle un paseo complementario.

– Este paseo fue hecho para los ciclistas. Arriba hay también piscinas, y plazoletas para los helicópteros.

Hacía el papel de guía concienzudamente, saboreando con fruición mi asombro.

Nuestro coche cruzó el bulevar, atravesó la calle Chéjov, transformada por completo, y nos condujo por la calle Sadóvaia hacia el Sofía. La plaza situada delante del Sofía, era muy diferente a la que yo conocía. En ella, alzábase Maiakovski mucho más alto que la columna de Nelson, brillando al sol. El paralelepípedo del restaurante "Sofía", refulgente, jugueteaba con el destello solar.

La sala del restaurante sorprendía de tan sólo entrar en ella: las habituales mesitas blancas con los manteles almidonados mezclábanse con figuras geométricas parecidas a tiendas tejidas con agua y luz.

– ¿Qué es eso? -pregunté absorto.

Zargarián se sonreía, como un mago que gozara de las reacciones futuras.

– Ahora verá. Sentémonos.

Nos sentamos en una de las habituales mesitas.

– ¿No desea que lo vean o lo escuchen?

Haciendo la pregunta y sin esperar mi respuesta, levantó un ángulo del mantel, tocó allí algo y… la sala desapareció. Nos separaba de ella una tienda de lluvia exenta de humedad donde se entrelazaban hilos luminosos. Nos rodeaba un silencio solemne, como en una iglesia desierta.

– ¿Y se puede salir?

– Claro. Es aire sin transparencia. Se realiza gracias a un protector de luz-sonido. Nosotros utilizamos en el laboratorio un protector negro que crea una absoluta oscuridad.

– Lo sé -apunté.

Ahora fue él quien se sorprendió.

Ya estaba aburrido de seguir jugando a las "escondidas".

– ¿Es usted Zargarián? ¿Rubén Zargarián? -le pregunté, seguro de no equivocarme.

– Me reconoció -afirmó riéndose. ¡Ni la barba me ayuda!

– ¡Lo conocí por los ojos!

– ¡¿Por los ojos?! -preguntó asombrado-. ¡Pero si en las revistas y periódicos mis ojos no se distinguen bien! ¿Dónde me ha visto antes? ¿En los documentos científicos?

– ¿Sigue usted estudiando la física de los biocampos? -le pregunté con cuidado.

– Sí.

– Entonces no se asombre de lo que escuchará. Yo le mentí al decirle que estuve veinte años fuera de Moscú. En verdad, no he estado nunca en este Moscú. ¡Nunca! -Me detuve, esperando ver su reacción: él seguía en silencio, mirándome con creciente interés. Y agregué-: Además, yo no soy esta persona que usted está viendo. Soy un viajero de otro mundo. El fenómeno es, seguramente, muy conocido por usted.

– ¿Ha leído mis libros? -inquirió desconfiado.

– Por supuesto que no. En nuestro mundo todavía no los ha publicado, porque allá estamos veinte años en el pasado.

Zargarián saltó de la silla.

– Un momento. Sólo ahora he comprendido. ¿Quiere decir que usted es de otra fase? ¿Es así?

– Exacto.

Quedó en silencio, absorto, y dio un paso atrás. La mitad de su cuerpo fue cubierta por la cortina luminosa de agua. Al reaparecer, se sentó de nuevo en la mesa, haciendo un gran esfuerzo por ocultar su inquietud. Su rostro empezó a brillar, y en este brillo, se insinuaba el asombro del hombre que ve por primera vez un milagro; la alegría del científico al notar que este milagro se realiza ante sus ojos y la suerte del científico al saber que es capaz de tales milagros.

– ¿Quién es usted? -preguntó al fin-. ¿Cómo se llama y cuál es su profesión?

Me reí y apunté:

– Es extraño hablar en nombre de dos personas, pero no me queda otra alternativa. El nombre es el mismo, aquí y allá. No tengo ningún título, soy una persona corriente. En lo que respecta a la especialidad, aquí soy profesor-cirujano, en tanto que allá soy periodista. Y, como es natural, allá soy veinte años más joven, al igual que usted.

– ¡Qué curioso! -musitó, mirándome con atención inefable. Podía esperarlo todo menos esto. Yo, que he lanzado gente más allá de los límites de nuestro mundo, nunca había soñado encontrar aquí a tal huésped. Pero es natural, porque la materia es idéntica en todas las fases. -Y agregó riéndose-: Y yo estoy aquí y allá, y nos enviamos mutuamente mensajeros. ¿Y quién realizó el experimento?

– Nikodímov y Zargarián -respondí maliciosamente, preparado para otra sorpresa; pero él sólo indagó:

– ¿Cuál Nikodímov?

– Pável Nikítich. ¿Acaso no fue él quien hizo el descubrimiento? ¿No trabaja usted con él?

– Pável murió hace once años sin granjearse fama. De hecho, éste es su descubrimiento. Lamentablemente, los primeros éxitos con los biocampos se lograron mucho más, tarde. Yo llegué al problema por otros caminos, pues soy psicofisiólogo. Su hijo y yo hicimos los experimentos.

Ignoraba que Nikodímov tuviera un hijo. Por lo demás, existía seguramente sólo aquí. Él continuó:

– Pero ustedes son más afortunados que nosotros -apuntó pensativo, pues comenzaron antes. Dentro de veinte años, conseguirán más de lo que conseguimos nosotros. ¿Es este el primer experimento?

– No, el tercero. Primeramente estuve en mundos cercanos y muy semejantes al nuestro; después más lejos, en el pasado; y ahora en el futuro.

– ¿Y qué significa cercanos y lejanos? -inquirió sarcástico-. ¡Qué terminología tan ingenua!

– Supongo -afirmé vacilante- que los mundos, o como usted dijo, las fases, que tienen una diferencia de tiempo mayor en relación a nuestra fase están… más lejos de nosotros que los coincidentes…

Su carcajada me interrumpió.

Luego, apuntó:

– ¡¡¡Más cerca o más lejos!!! ¿Y así lo explican? ¡Qué niños!

Me sentí ofendido al pensar en mis dos amigos. Mi Zargarián, en todos los aspectos, era mejor que éste.

– ¿Acaso la cuarta dimensión no tiene extensión? -balbuceé-. ¿Acaso es errónea la teoría de la multiplicidad ilimitada de sus fases?

– ¿Por qué cuarta? -inquirió colérico. ¿Y si es la quinta o la sexta? Nuestra teoría no determina su orden y dirección en el espacio. ¿Y quién le dijo que la teoría era errónea? Sólo limitada. La expresión "multiplicidad infinita" no se debe interpretar al pie de la letra, así como tampoco "la infinitud del espacio". Esto lo sabían ya sus contemporáneos. Aun en aquellos tiempos, la cosmología relativa excluía la oposición: finito-infinito.

»Comprenda esta cosa simple: el infinito y el finito no se excluyen, sino que se ligan intrínsecamente. ¡Se ligan intrínsecamente! -exclamó desaforadamente, y se rió mirando mis ojos vacíos. Luego, agregó-: ¿Qué? ¿Es muy complicado? Así como esto, es de complicado explicarle qué campo está "más cerca" y cuál está "más lejos". Yo podría trasladar su biocampo a un mundo contiguo que nos haya adelantado en cien años; pero no podría determinar geométricamente, dónde se encuentra, si cerca o lejos. -Se detuvo, como si su pensamiento lo hubiese hecho pensar en otra idea. De pronto, exclamó-: ¡No es una mala idea!

– ¿Cuál?

– ¿Quiere ir más lejos en el futuro?

– No comprendo.

– Ahora comprenderá. En mi laboratorio, podría desconectar su biocampo y trasladarlo a otra fase. ¿Qué me dice?

– Por ahora nada. Estoy meditando.

– ¿Tiene miedo? ¡Pero si el riesgo es el mismo! Además, como en su mundo, Ud. tenía cuarenta años y no sesenta como ahora no tiene por qué preocuparse de su corazón: está en regla, de otro modo no lo hubiesen utilizado en el experimento. Yo, con pasión, hubiera tomado su lugar de haber sido posible; mas no valgo para eso. Usted no sabe lo difícil que es encontrar un cerebro-inductor con una tensión tan fuerte en su campo.

– ¿Y todavía no lo han encontrado?

– Sí. Tres en diez años. Usted es el cuarto. Pero usted ha tenido mucha más suerte. Le prometo una excursión interesante: en ella podría encontrar hasta a sus descendientes. Digamos, un salto de cien años hacia el futuro. Bueno, ¿y qué? ¿Qué es lo que lo desconcierta?

– Mi biocampo. ¿Y si lo pierden?

– ¿Quiénes?

– Mis amigos.

– No lo perderán. Primeramente, lo haré regresar a su mundo, allá estará por unos minutos, después llegará a otro. No se asuste, no habrá explosiones, erupciones, ni irradiaciones. Por lo demás, vuestros aparatos registrarán todo. ¿Volamos?

El se levantó de la mesa.

– ¿Y no almorzaremos?

– Almorzaremos después. Yo aquí, usted en el futuro.

Tras pensar que no tenía nada que perder en el experimento, afirmé levantándome:

– ¡Volemos!

UNA LEJANA ESPERANZA

Repetí la expresión de Zargarián maquinalmente, sin sospechar que justamente íbamos a volar. Primero nos elevamos al techo del edificio en veloz ascensor, allí entramos en un taxi-helicóptero y partimos hacia Yugo-Zapad ojeando los techos de Moscú.

Este panorama de Moscú hacia fin de siglo, no lo olvidaré jamás. Constantemente me decía que no era el Moscú en el que había nacido y crecido, separado de éste por la frontera invisible del espacio-tiempo y por veinte años de construcciones gigantescas. Pero mis ojos me afirmaban lo contrario, porque también en mi Moscú se desarrollaban las construcciones con este mismo ritmo. Esto quería decir, que aún en nuestro mundo se levantaría una ciudad tan bella como ésta, o quizás más bella.

Parecía como si un mago con un proyector de cine reprodujera ante mis ojos cuadros asombrosos del futuro. Escudriñaba cada región, buscando detalles que me recordaran a mi Moscú, alegrándome como un niño al divisar lugares conocidos de mi ciudad, y conmoviéndome al saber que estaban en este nuevo Moscú. Todo lo conocido surgía ante mí: el Palacio de los Congresos; las cúpulas áureas de las iglesias del Kremlin; los puentes a través del río Moscú; el Bolshoi, de juguete desde el aire, la universidad Lomonósov y el estadio Luzhnikí. Otros altos edificios de mi ciudad, se perdían quizás en el alto bosque granítico, o simplemente no existían. La ciudad vertía sus construcciones más allá de la carretera circular que la rodeaba, como en nuestro mundo, y por ella se arrastraban máquinas pequeñas y ágiles, como hormigas.

Me admiraba, ante todo, el gigantesco movimiento urbano: automóviles radiantes que inundaban calles y ríos; bicicletas y motocicletas que corrían por las galerías asfaltadas cruzando la ciudad de techo en techo; vagones que se perseguían por el monoriel y, sobre ellos, helicópteros que volaban de plazoletas a plazoletas, moviéndose como libélulas en el cielo sin límites. En una de estas plazoletas descendimos.

En el techo plano del edificio, orlado por una redecilla metálica, observé una piscina de cincuenta metros de largo. El agua era pura y transparente, iluminada desde el fondo por una luz verdosa y centelleante. A su alrededor había colchonetas de goma, tiendas de campaña y una mesa servida bajo un pabellón tenso de lona.

– Hay un descanso para comer -afirmó Zargarián, buscando a alguien entre el tumulto de hombres y mujeres en trajes de baño-. Ahora lo encontraremos. ¡Igor! -gritó de pronto.

Un atleta tostado por el sol, anteojos oscuros, que jugaba al tenis no lejos de nosotros, acercóse, sosteniendo en su mano la raqueta.

– ¿Hay alguien en el laboratorio? -preguntó Zargarián.

– ¿Para qué? -preguntó a su vez el atleta perezosamente-. Todos están en el sexto sector.

– ¿No está desconectada la instalación?

– No. ¿Por qué?

– Primeramente, te presento al profesor Grómov.

– Mucho gusto. Nikodímov -dijo el atleta quitándose los anteojos.

No se parecía en nada a aquel Fausto de largos cabellos.

– ¿Ha sucedido algo? -dijo intrigado.

– Sí. Algo imprevisible y curioso. Ahora lo sabrás -pronunció Zargarián con solemnidad.

Cualquiera hubiese encontrado algo de común entre esta visita y la que realicé por primera vez al laboratorio de Fausto. Hasta al apretar el botón de la escalera, revivía en el rostro de este Zargarián aquel aire significativo de mi amigo.

En mi primera visita al laboratorio noté que ante él se extendía un largo corredor, que ahora no existía: desde el techo descendía hasta la misma puerta una escalera automática movible, arrastrándose suavemente y chasqueando en las curvas.

– Perdóneme -me dijo Zargarián-. Le explicaré todo a este joven en el argot de los biofísicos. Será más exacto y simple.

Y empezó a hablar. Escuchándolo, yo trataba de comprender algo en el amontonamiento de términos desconocidos, de cifras y letras griegas; pero todo fue en vano. Cuando "mi" Zargarián hablaba, a pesar del éxtasis y ensimismamiento que empleaba al conversar no me abrumaba tanto como ahora, pues en la conversación lograba captar una que otra idea. Nikodímov entendía todo al vuelo mirándome con palpable interés. Después de escucharlo todo, se acercó a la máquina, y con una agilidad inefable, se lanzó sobre la maraña de enchufes, palancas y manivelas. A propósito, este laboratorio era mucho más grande, extenso y complicado que el de Fausto. Si aquél era comparable al gabinete de un médico, éste se igualaba a la sala de dirección de una gran fábrica automática. Sin embargo, los dos tenían detalles que los identificaban. Por ejemplo, las lamparillas de control, las pantallas de televisión y los alambres que se extendían hasta el sillón situado en el centro de la sala.

Al prestar atención a la disposición de las pantallas, observé que se alargaban en forma de parábola a lo largo de los paneles ubicados en la sala, parecidos a los de las calculadoras electrónicas. Por lo visto, el movible cuadro de mando podía deslizarse por las pantallas, si así lo deseaba el observador. Las pantallas provocaban en el espectador un gran interés, porque, a pesar de estar apagadas, resplandecían como si reflejaran una luz inmensa.

– ¿No se parece al otro laboratorio? -quiso saber Zargarián.

– No -respondí.

– ¿En qué no se parece?

– En estas pantallas. En el nuestro están dispuestas de otro modo; además, este sillón carece de casco -le dije, señalándolo.

El sillón no tenía casco, ni captadores.

Me senté en él.

Zargarián señaló:

– Comprendo las inquietudes de los científicos de su mundo. ¡Cuántas veces Igor y yo estuvimos en tales situaciones! ¡Cuántas noches insomnes pasamos! ¡Cuántos cálculos errados! ¡Cuántas esperanzas vanas se apoderaron de nuestra mente! Y al fin, encontramos un cerebro-inductor desarrollado en matemáticas. Este cerebro nos trajo una fórmula tan fantástica, que cuando los académicos la vieron, se quedaron impávidos. Ahora se conoce como la ecuación de Yanovski y se utiliza al calcular las rutas interplanetarias más complejas. Por desgracia, su memoria no le ayudaría a recordar esta ecuación. Y he aquí, que ahora, usted se encuentra conmigo y se vislumbra una lejana esperanza, distante, pero palpable. Bueno, ya es hora de despedirse, Serguéi Nikoláevich. ¡Buen viaje! Quizás ya no nos encontraremos.

Sólo a hora comprendí la idea terrible que rondaba por las mentes de estos científicos. ¡Un salto de cien años al futuro! No a un mundo cercano y vecino; sino a uno con cosas completamente diferentes, con otras máquinas, costumbres y relaciones en la gente. Por unas horas, quizás por un día, Hide se apoderaría del alma de Jekyll. Pero, ¿lograría él engañar a los que lo rodearan en caso de querer pasar de incógnito? Aunque su ropa y rostro lo encubrieran, su lenguaje y su hábito, extraños a ese mundo lo delatarían. ¿No me estaría arriesgando demasiado?

Estos pensamientos se agitaban en mi cerebro, pero sin revelar mis inquietudes, permanecí impertérrito y no temblé al escuchar la voz de Zargarián ordenando enchufar el protector.

La oscuridad y el silencio me rodearon de nuevo; y a través de ellos, se abrieron paso voces apenas inteligibles, pero conocidas, que se fueron olvidando lentamente como si las separara de mí el salto de cien años al futuro.

– No comprendo nada. ¿Qué ves?

– Desapareció. Algo se mueve, pero no hay ninguna imagen.

– Pero en el sexto hay; a pesar de que la luminosidad es muy débil. ¿Comprendes algo?

– Creo que está fuera de la fase, como la otra vez.

– Pero si no hemos registrado el shock.

– Tampoco lo registramos aquella vez.

– Aquella vez los encefalógrafos grabaron el sueño en la fase del sueño paradójico. ¿Recuerdas?

– Creo que ahora existe otra clase de sueño. Fíjate en la cuarta: las curvas fluctúan.

– ¿No puedes aumentar?

– Esperemos, mejor.

– ¿Tienes miedo?

– Por ahora no hay motivo. Comprueba su respiración.

– Ya la comprobé.

– ¿Y su pulso?

– También. Por ahora no ha aumentado la presión. ¿Quizás es debido al cambio de los procesos bioquímicos?

– No hay ninguna indicación. Tengo la impresión de que existe una interferencia. Posiblemente es la oposición del receptor o alguna inhibición artificial.

– ¡Pero eso es fantástico!

– No sé. Esperemos.

– Estoy esperando; aunque…

– ¡Mira! ¡Mira!

– No comprendo. ¿De dónde ha surgido esto?

– No trates de adivinar. ¿Y dónde está la imagen?

– En la misma fase.

– ¿En la misma o en otra?

Y de nuevo me rodeó el silencio al tragarse todos los sonidos. Yo no oía nada, no veía y no sentía.

EL SALTO DE CIEN AÑOS AL FUTURO

El paso de las tinieblas a la luz iba acompañado de un estado de tranquilidad absoluta. Me sentí a extraño, como si estuviera flotando en un espacio blanco. Y… aparecí en una cámara en la que reinaba un silencio infinito.

Miré hacia los lados: la cámara no tenía ni ventanas ni puertas y, sin embargo, estaba inundada de luz pálida, tibia, a semejanza de las nubes cuando las hiere el sol. Esta nube blanca me rodeaba, e iba transformándose lentamente en una espuma nebulosa en forma de pared. La cama donde descansaba se disolvía en la blancura de la habitación. No sentía el roce de la manta ni de la sábana, como si hubieran sido tejidas con aire.

Lentamente, empecé a distinguir las cosas que me rodeaban. A duras penas, vi una caja blanca con una pantalla, después al perfilarse la visión, me pareció muy semejante a una hoja metálica que reflejase la blancura de la habitación, la cama y a mí; la pantalla estaba dirigida hacia el lugar donde me encontraba y parecía escuchar y vigilar cada uno de mis movimientos y de mis propósitos. Esta conjetura fue corroborada posteriormente.

Al lado de la cama, nadaba una almohada plana y blanca, de superficie granulada. Cuando la alcancé con el brazo, resultó ser el asiento de una silla de tres patas hecha de un plástico transparente y duro. Más lejos había una mesa del mismo material y un termómetro, o quizás un barómetro, encerrado en una campana de cristal: de seguro un instrumento que registraba los cambios de la atmósfera.

Esa como nube que me rodeaba, que quizás debía crear una sensación de quietud, me angustiaba.

Lanzando a un lado la imponderable manta, me senté.

Al mirar de nuevo la pantalla, me estremecí: en ella surgió la figura vaga de un hombre sentado en la cama. Era muy diferente a mí; parecía más alto, joven y fuerte.

– ¡Levántese y camine para adelante y para atrás! -me dijo una voz femenina.

Involuntariamente, miré alrededor; aunque sabía que en la habitación no había nadie. "Nil admirari" me dije, y obediente, me dirigí a la pared y regresé.

– ¡Otra vez! -ordenó la voz.

Repetí el ejercicio, sospechando de que alguien me estaba observando.

– Levante los brazos.

Levanté los brazos.

– ¡Déjelos caer! ¡Otra vez! ¡Ahora siéntese! ¡Levántese!

Repetí todo lo que me exigían, sin hacer ninguna protesta.

– Bueno, ahora, ¡acuéstese!

– No quiero. ¿Para qué? -prorrumpí.

– Para comprobar de nuevo el estado de su organismo en completa calma.

Una fuerza invisible me derribó a la cama, haciendo que mis propias manos agarraran la manta y me arroparan.

"Qué interesante. ¿Y cómo mi observador invisible lo ha podido hacer? ¿Mecánicamente o por hipnotismo?"

Protesté tempestuosamente:

– ¿Dónde estoy?

– En su casa.

– ¡Esto es la habitación de un hospital!

– ¡Ja, ja! ¿Ha dicho habitación? -repitió la voz, y agregó-: Es un aposento vitalizador corriente. Nosotros lo acabamos de instalar en su casa.

– ¿Y quiénes son esos "nosotros"?

– El Semc de la región treinta y dos.

– ¿El Semc?

– Sí, el Servicio Médico Central. ¿Hasta esto ha olvidado?

Callé. ¿Qué podía responder?

– Ha sufrido la pérdida parcial de la memoria después del shock -aclaró la voz-. No se esfuerce en recordar, ni se ponga en tensión. Pero pregunte lo que quiera.

– Estoy preguntando -le respondí-: ¿Quién es usted?

– El interno de guardia. Vera-séptima.

– ¿Cómo? -exclamé asombrado-. ¿Por qué Séptima?

– De nuevo empieza a bromear: "¿Por qué séptima?". Simplemente, porque además de mí, en este sector están Vera-primera, Vera-segunda, etc.

– ¿Y el apellido?

– No tengo. Todavía no he hecho nada excepcional o extraordinario.

Pensé que sería mejor no seguir preguntando. Ya empezaba a surgir la curva peligrosa. Pero, imponiéndome al miedo, pregunté:

– ¿Usted no se puede mostrar?

– Eso no es necesario.

"Seguramente es una vieja despreciable, malvada, pedante y criticona" pensé.

Escuché una risa. Y la voz dijo:

– Sí, soy criticona, es verdad, y un poco pedante.

– ¿Puede leer el pensamiento? -farfullé sorprendido.

– No yo, sino el cogitador. Es una instalación especial.

Hice silencio, pensando cómo engañar a esa diabólica instalación.

– No la podrá engañar -dijo la voz.

– ¡Qué deshonesto!

– ¿Qué?

– ¡Qué deshonesto! -exclamé rabioso-. ¡Qué horrible! ¡Qué impúdico! Si es deshonesto mirar y escuchar furtivamente, tanto más canallesco y vil es meterse en el cráneo de las otras personas.

La voz calló; después dijo precipitadamente:

– En lo que llevo trabajando, usted es el primer enfermo que ha protestado contra el cogitador. Es una instalación que se le pone sólo a los enfermos. Gracias a ella podemos mirarlo todo: el neurosistema, las válvulas cardíacas, el aparato respiratorio y todas las funciones del organismo.

– Pero, ¿por qué me la colocaron a mí, si yo estoy más fuerte que un toro?

– Por lo general -siguió diciendo ella, sin responder a mi pregunta-, a los observadores no les dan permiso para presentarse ante los enfermos; sin embargo, a mí me lo permitieron.

Al decir esto, la superficie plana de la pantalla se ensombreció e iluminó. Me miraban ahora los ojos de una muchacha joven, vestida de blanco y con un peinado corto con ondas.

– Si lo desea, puede hacer preguntas. Ya su memoria retornó -dijo ella.

– ¿Qué es lo que tengo?

– A usted le hicieron una operación. Le trasplantaron el corazón, después de la catástrofe. ¿Recuerda?

– Sí, recuerdo -mentí-. ¿Me lo pusieron de plástico o de metal?

– ¿Qué?

– El corazón, pues.

Se rió con la misma sonrisa de la profesora al escuchar la pregunta tonta del alumno.

– Por algo dicen que usted vive en el siglo XX.

Me asusté. ¿Será posible que estén enterados? Bah, qué importa, quizás eso sea lo mejor: ni explicaría nada, ni fingiría. Para aclarar las dudas, pregunté:

– ¿Y por qué dicen eso?

– El corazón artificial se utilizaba hace tiempo. Ahora lo hemos cambiado por el orgánico, cuidado en ambientes especiales. Y, a pesar de eso, usted razona como si fuese del siglo XX, como lo haría un historiador. Según dicen, usted conoce el siglo XX como la palma de sus manos. Hasta sabe qué zapatos se utilizaban.

– Sí, tenían clavos -le dije alegremente.

– ¿Qué tenían?

– Clavos.

– No sé qué son esas cosas.

Suspiré. La palabra más difundida en los tiempos de la física atómica, no existía en los diccionarios del siglo XXI. Sería interesante saber, cuál ha sido el suplente. ¿Quizás la cola?

– Escúcheme, señorita…

Su risa me interrumpió.

– ¿Hablaban así hace un siglo: “señorita"?

– Sí, por supuesto -afirmé severo-. Escuche. Estoy cansado de estar acostado. Quiero vestirme e irme de aquí.

Ella arrugó el entrecejo:

– Podrá vestirse, le traerán la ropa; pero no podrá salir: el proceso de la observación aún no ha concluido. Tanto más después de un shock con pérdida de la memoria. Tenemos que comprobar de nuevo su organismo en las neurofunciones a que está adaptado.

– ¿Aquí?

– Naturalmente. Vendrá su "historiador mecánico". Es uno de los mejores, de último modelo, sin dirección de botones y adaptado a su voz.

– ¿Y usted verá y escuchará furtivamente?

– Por supuesto.

– Entonces no conseguirá nada -le dije-, porque no me vestiré ni trabajaré frente a usted.

Un alegre asombro reflejóse en su rostro, estremeciéndose para no estallar de risa, y preguntó:

– Pero, ¿por qué?

– Porque vivo en el siglo XX -le dije.

– Bueno -acordó-, apagaré el videógrafo; aunque seguiremos observando sus procesos orgánicos internos.

– Bien -le dije-. Aunque eres la séptima eres inteligente.

No comprendió esta última frase y le hice un gesto indiferente con la mano. Por lo visto, no había leído a Chéjov, o quizá lo leyó; pero olvidó esta frase. Desapareció junto con la pared y entró en la habitación algo parecido a un radiador hecho de tubos rectangulares entrelazados Este "algo" resultó ser un guardarropa corriente donde había sido colocada mi supuesta ropa. Elegí unos pantalones estrechos, blancos, fijados en los ruedos como los de nuestros gimnastas, y un suéter similar. En la pantalla cristalina se reflejó una figura parecida a la mía, más respetable y agradable a la vista. ¡Cómo iba a saludar a la gente del siglo XXI en ropa de cama! Me di vuelta al escuchar un ruido a mi espalda como si alguien anduviese en puntillas. Lo que vi, era algo muy diferente a un hombre; era una caja fuerte o una heladera que había entrado misteriosamente en la habitación ocupando el lugar del desaparecido guardarropa. Al entrar, quedó inmóvil, haciendo pestañear su ojo verde indicador.

– Qué interesante -dije en voz alta-, quizás éste sea mi "historiador mecánico".

El ojo verde se puso rojo.

– Sí, soy yo. Abreviado es "Himec-12" -pronunció la caja fuerte con voz privada de entonación-. Le escucho.

EL GLOSARIO "HIMEC"

A pesar de tener la plena convicción de que la muchacha no miraría ni escucharía, mantuve silencio, intrigado y sin saber qué hablar con el cíclope mecánico. "No creo que con esta máquina se pueda entablar una conversación" pensé.

– ¿Cuál es el volumen de tu información? -inquirí con prudencia.

– Enciclopédico -respondió rápido-. Más de un millón de informaciones. Le podría dar la cifra exacta.

– No, no es necesario. ¿Desde cuándo hasta cuándo?

– Desde la antigüedad hasta el límite del glosario: el siglo XX. El carácter de la información es ilimitado.

Quise comprobarlo:

– Dime el nombre del tercer cosmonauta.

– Andrián Nikoláev.

Sí, coincidía. Y pregunté de nuevo:

– ¿Quién recibió el premio Nobel de literatura en el año 1964?

– Sartre. Pero él se negó a recibirlo.

– ¿Quién era Sartre?

– Un escritor y filósofo existencialista francés. Podría explicarle la esencia del existencialismo.

– No, no vale la pena. ¿Cuándo fue acabada de construir la represa de Asuán?

– La primera etapa en el año 1969. La segunda en…

– Basta -lo interrumpí; en nuestro mundo la primera etapa fue acabada de construir cinco años antes. Por lo visto, no todo coincidía con esta fase.

El "Himec" estaba en silencio. Era un erudito.

Yo sentía un deseo inmenso de conversar con él sobre los complejísimos problemas relacionados con nuestro experimento; pero no me decidía.

– ¿Cuál ha sido el descubrimiento científico más eminente a principios del siglo pasado? -pregunté con cuidado.

Él respondió sin titubeos:

– La teoría de la relatividad.

– ¿Y al final de siglo?

– La doctrina de Nikodímov-Yanovski sobre las fases del espacio.

Casi salté de mi sitio para besar a la caja erudita de ojo pestañeante (pestañeaba al responder a las preguntas).

– ¿Por qué Yanovski y no Zargarián?

– Porque hacia los años noventa, el matemático polaco Yanovski hizo correcciones básicas a esa doctrina. Zargarián tomó parte en los experimentos sólo al principio. Pereció en un accidente automovilístico mucho antes de que el éxito del primer viajero por mundos simultáneos le permitiera a Nikodímov publicar el descubrimiento.

A pesar de que comprendía que éste no era mi Zargarián, mi corazón se contrajo de dolor.

– ¿Y quién fue ese primer viajero?

– Serguéi Grómov, su bisabuelo -apuntó el "Himec" con su voz seca y metálica.

No se sorprendió por mi pregunta. Si todos debían saberlo, tanto más el descendiente. Además, en los cristales del cerebro cibernético del "Himec" no había sido programado el asombro.

– ¿Necesita bibliografía informativa?

– No -respondí sentándome en la cama y apretando mis sienes con las manos.

Vera-séptima, la invisible, no me olvidaba.

– El pulso se le aceleró -dijo.

– Es posible.

– Encenderé el videógrafo.

– Espere -la detuve-. Me interesa mucho este "Himec". Es una máquina excepcional. Gracias por haberlo traído.

El "Himec" esperaba. Su ojo rojo se puso verde.

– ¿Existieron o no científicos que se opusieran a la teoría de Nikodímov? -inquirí.

– Hasta Einstein tuvo opositores -respondió el "Himec"-. ¿Quién les hace caso?

– ¿Y cuáles eran sus argumentos?

– Los sacerdotes rechazaban en general toda la teoría. El Congreso Ecuménico de las organizaciones clericales celebrado en Bruselas en el año 1980, la declaró como la más grande herejía de los últimos dos milenios. Tres años antes, una encíclica papal extraordinaria consideró la teoría una tergiversación profana de la doctrina sobre Cristo, el regreso a la doctrina pagana del politeísmo: tantos mundos, tantos Cristos. Esto no lo podían soportar los obispos y los patriarcas. Por otra parte, Pirelli, eminente teórico católico y fisiólogo italiano, llamó a la teoría de fases el descubrimiento científico más eficiente del siglo en su tendencia antirreligiosa, y absolutamente incompatible con la idea de un solo Dios, único e indivisible. Otros se esforzaron en combinar esta teoría con algo. Así, el filósofo norteamericano Hellman, explicaba la "cosa en sí" de Berkeley como producto del movimiento en fases de la materia.

– Estaba más loco que una cabra.

– No comprendo -dijo el "Himec"-. Loco: demente. Cabra: ganado caprino femenino. ¿Cabra loca? Solicito explicación.

– Es simplemente una locución idiomática. El sentido más aproximado sería: absurdo, disparate.

– Apunto -dijo el "Himec"-. Enmienda de Grómov a la idiomática rusa.

– Basta. Cuéntame mejor algo sobre las fases. ¿Son todas semejantes?

– La ciencia marxista asevera que todas son semejantes. Por medio de experimentos se ha podido comprobar la semejanza de muchas de ellas. Teóricamente, se supone que todas son iguales.

– ¿Hubo oposición?

– Naturalmente. Los opositores del marxismo decían que tal similitud no era obligatoria. Ellos se basaban en la casualidad de los procesos en la vida del hombre y de la sociedad. "Si no hubiesen existido las cruzadas -decían ellos-, la historia del medioevo hubiera sido otra. Sin Napoleón, otro hubiese sido el mapa de Europa actual. La ausencia de Hitler no hubiera abocado al mundo a la Segunda Guerra Mundial". Todo esto ha sido refutado hace tiempo. Los procesos históricos y sociales no dependen de las casualidades, capaces sólo de cambiar uno u otro destino individual; sino de las leyes del desarrollo, comunes a todos.

De pronto, recordé mi conversación con Kliónov y repetí la pregunta que él me hizo:

– Supongamos que Hitler, casualmente, no hubiera existido… ¿Qué habría sucedido?

Y el "Himec" repitió las mismas palabras de Kliónov.

– Hubiese surgido otro Führer. Antes o después, pero hubiera existido, pues el factor decisivo para su aparición no fue la personalidad, sino la situación económica imperante en los años treinta. La casualidad objetiva capaz de ayudar al surgimiento de tal personalidad depende de las leyes de la necesidad histórica.

– ¿Quiere decir que en todos los lugares es igual? ¿En todas las fases y en todos los mundos? ¿Existen pues siempre las mismas figuras históricas? ¿Las mismas cruzadas? ¿El mismo cambio de las relaciones sociales?

– Sí, en todas partes es igual. Sólo cambia el tiempo y no el desarrollo. El cambio de las relaciones sociales y económicas es igual en todas las fases, es dictado por el desarrollo de las fuerzas de producción.

– Bueno, así pensaban en el siglo pasado; pero ¿ahora?

– No sé. No me lo han dictado. Sin embargo, soy una máquina analizadora de probabilidades y puedo sacar conclusiones independientemente de lo programado. Según creo, las leyes del materialismo dialéctico son exactas para todos los tiempos.

– Espera, "Himec", te quiero hacer otra pregunta: ¿Es muy larga la fórmula matemática que representa la teoría de las fases?

– En esta fórmula están incluidas las fórmulas generales, los cálculos de Yanovski y el sistema de ecuaciones de Shual. Todo esto llena tres hojas de un libro de texto. Si desea, la podría repetir.

– ¿Sólo hablando?

– Y gráficamente.

– ¿Habrá que esperar mucho?

– Cerca de un minuto.

Se escuchó un zumbido parecido al de una máquina de afeitar. El panel anterior del "Himec" se levantó y, desde dentro, surgieron dos manos metálicas con dos cartones triangulares abigarrados de signos y cifras. Cuando los tomé, la tapa se cerró y quedó tan hermética, que no distinguí su línea divisoria.

Tras de mí, gritó la voz de un niño:

– Papá, estoy aquí. ¿No te enojas?

Me di vuelta. Cerca de la pared había un niño de unos seis años vestido con ropa azul apretada. Parecía un modelo de revista de modas.

LOS DERECHOS DEL PADRE

– ¿Cómo has entrado? -le pregunté intrigado.

El dio un paso atrás y desapareció al cruzar la pared. Después, a través de ella se asomó un rostro picarón, y el niño, como "el hombre atravesador de paredes", entró de nuevo en la habitación.

"Protector luz-sonido" pensé. Aquí utilizan el color blanco, creando paredes ilusorias.

– Entré a escondidas -reconoció el chico-, mamá no me vio y Vera desconectó el ojo.

– ¿Y cómo sabes que lo desconectó?

– Porque el ojo mira hacia acá a través de la sala de gimnasia y a pesar de que corrí hacia allá, no gritó. En caso de verme hubiera gritado: "Vete, Rem, estás en el campo de visión".

– ¿Dónde hubiese gritado?

– Allá lejos. En el hospital -respondió señalando indeterminadamente.

Yo estaba en la luna.

– Y Yulia lloraba -siguió diciendo Rem.

– ¿Por qué lloraba?

– Porque no le permiten tomar parte en el experimento.

– ¿Cuál experimento? -pregunté, sintiendo una gran curiosidad.

– El experimento con el cual la transformarán en una nubécula invisible, como en los cuentos. La nube volará y volará y después regresará, y aparecerá Yulia.

– ¿Ah, sí?

– Y no la dejas. Tienes miedo de que la nube no regrese.

Estaba completamente confundido. Vera me sacó del aprieto haciéndome recordar el pulso.

– Vera -le dije suplicante-, explícame por qué no le permito a Yulia hacerse invisible. ¡Oh, mi maldita memoria!

La risa conocida llegó a mis oídos.

– ¡Qué cómico! "Mal-di-ta". Da risa. Debe resolverlo solo; es un asunto de familia. Justamente para eso, acaba de llegar Aglaya; y desea verlo. No se lo permito, porque tengo miedo de que usted se intranquilice. Pero ella insiste en entrar en la cámara.

– Que venga -le dije-. Trataré de no inquietarme.

Aunque no sabía quién era Aglaya, pensé que de algún modo me ayudaría a salir de este enredo.

Miré por dónde había desaparecido Rem, pero entró por el lado opuesto de la habitación. Entró como si fuera la reina del lugar y se sentó frente a mí: era alta, de unos cuarenta años y estaba vestida con un traje de colores extraños.

– Te ves muy bien -empezó diciendo ella, mirándome con atención-. Hasta mejor que antes de la operación. Con este nuevo corazón vivirás cien años más.

– ¿Y si no sobrevivo? -dije.

– ¿Por qué no? La incompatibilidad biológica sólo era un riesgo en tu siglo amado.

Me encogí de hombros. Ya comenzaba el juego de sorpresas. ¿Quién era ella? ¿Quién era ella para mí? ¿Qué sería yo de ella? ¿Qué era lo que me exigían? Caminar sobre arenas movedizas exigía ingenio e imaginación.

– ¿Quiere decir que estás de acuerdo?

– ¿De acuerdo con qué?

– Preguntas como si no supieras. Acabo de hablar con Ana.

– ¿Sobre qué?

– No finjas. Hablamos de lo mismo. Estás de acuerdo con el experimento. ¿Te convencieron?

– ¿Quién?

– No digas nada, hasta un niño comprende. Después de la operación, seguramente, te dijeron: "¡Apruébalo y se acabó!".

– No hay que exagerar -le dije cautelosamente.

– No exagero. Lo sé bien. Ana defiende esta empresa, no por grandes principios, sino porque no tiene ningún vínculo biológico con Yulia, pero Yulia es tu hija y mi nieta.

Recordé las palabras de Rem y me reí.

– ¿De qué te ríes? -gritó mi interlocutora.

Tuve que contarle el cuento de Rem sobre la nube invisible.

– Eso quiere decir -siguió diciendo ella-, que Ana no le ha dicho nada a ella. En este caso, tú puedes objetar lo acordado.

– ¿Por qué?

– ¿Quieres que tu hija se transforme en una nube? ¿Y si se disipa? ¿Y si su estructura atómica no se restablece? ¡Deja que el profesor Bogomólov pruebe su invento! ¡Que sufra su descubrimiento! Pero, sabes, a él no se lo permiten por su vejez y su débil salud. ¿Entonces nosotros debemos aceptarlo simplemente porque ella es joven y saludable? -balbuceó, caminando por la habitación-. No te reconozco, Serguéi, después que te opusiste con tanto fervor…

– Bueno, pues estoy de acuerdo -farfullé.

– Y no creo en tu consentimiento -gritó furibunda. Luego, tras una pausa, agregó-: Por lo demás, Yulia no está enterada. Vendrá ahora, dile que no lo consentirás. El hombre no es el único dueño de su vida mientras exista el padre o la madre.

Al pensar que quizás el experimento no se realizaría pronto, pregunté:

– ¿Y cuándo harán el experimento?

– Hoy.

Yulia seguramente tenía cerca de veinte años, sería ayudante de algún profesor e iba a participar en un experimento extraordinariamente fantástico para nosotros, tan fantástico que hasta aquí encerraba peligro de muerte. Su padre tenía derecho a permitirlo o no. Ahora, este derecho lo tenía yo. Y no podía negarme a él sin crear una situación aún más crítica. Los ojos de Aglaya me miraban con ira; y no podía contestarle: ¿Tendría que decir "no" y evitar la alarma de las personas que la quieren? Si dijera "no" el sitio vacante sería ocupado por otra persona, y con los mismos riesgos. ¿Debía yo quitarle a Yulia su derecho a la hazaña?

– Entonces -repetí pensativo las palabras de Aglaya-, el hombre no es el único dueño de su vida mientras exista el padre o la madre.

Ella apuntó:

– Tal es la tradición.

– Esta tradición es loable cuando se arriesga la vida de un modo irreflexivo y desatinado; pero ¿y si ocurre lo contrario? ¿Y si el hombre arriesga su vida en aras de intereses mucho más altos que lo que pueda significar la felicidad o la no felicidad de su familia?

– ¿Y cuáles son esos intereses?

– La patria, por ejemplo.

– Nadie la amenaza.

– La ciencia.

– No necesita cadáveres. Si alguien perece en un experimento, no es la ciencia la culpable, sino los científicos.

– ¿Y si no hay culpables, si el riesgo se transforma en hazaña?

Aglaya se levantó majestuosamente de su asiento y afirmó:

– Por lo visto, no te cambiaron sólo el corazón.

Y, sin mirarme, se alejó cruzando la pared.

– Ha actuado bien -apoyó Vera.

Suspiré: "¿Y si no es así?"

– Todavía le falta una entrevista. Cuando la concluya, suspenderemos nuestra observación -agregó ella.

La persona con quien tenía que hablar se encontraba ya en la habitación. Estaba vestida con una ropa cuya moda no se diferenciaba mucho de la nuestra. Involuntariamente, quedé cautivado por los rasgos severos y discretos de su rostro, con el aire de los Grómov.

– Estoy esperando, papá -dijo ella con sequedad-. Y en el instituto también esperan.

– ¿Será posible que aún no te lo hayan dicho?

– ¿Qué?

– Que no me opongo.

Se sentó y, rápida como un rayo, se levantó con los labios temblorosos.

– Papá querido… -dijo sollozando, y hundió su nariz en mi suéter.

Sentí el olor de un perfume delicado y desconocido, parecido al de las flores en la pradera después de la lluvia.

– ¿Tienes tiempo para conversar conmigo? -le pregunté.

– Sí.

– Entonces, cuéntame algo sobre el experimento en que participarás, pues después del shock lo he olvidado todo.

– Lo sé. Pero no te preocupes, eso pasará.

– Naturalmente. Yulia, ¿es tuyo ese descubrimiento?

– ¡Qué pregunta! No, no es mío… -respondió riéndose-, ni de Bogomólov, es un descubrimiento del futuro, de una de las fases vecinas. Gracias a él, es posible transformar objetos en nubes electrónicas enrarecidas. Su velocidad es gigantesca y ningún obstáculo es capaz de detenerlas, pues los atraviesan sin dificultad. Como nos enseñaron las pruebas, es posible trasladar a distancias indeterminadas y al instante, cuadros, estatuas, árboles, edificios, etc. Hace unos días, lanzaron un puente desde Moscú a Bakú a través del Mar Caspio, y allí lo instalaron, entre Bakú y Krasnovodsk. Ahora quieren hacer pruebas con personas, aunque sólo hasta los límites de la ciudad.

– No comprendo, cómo…

– Sí, y no comprenderás, papá, mi topo histórico. En palabras generales esto ocurre por las siguientes razones:

»En cualquier cuerpo sólido, los átomos, con sus capas electrónicas, se adhieren con fuerza. A su vez, debido a la fuerza electrostática de atracción y repulsión, no se dispersan en el espacio, ni penetran unos en otros. Ahora, imagínate que sea posible reconstruir estas relaciones atómicas internas y conducir la estructura atómica del cuerpo sin cambiarla al estado de enrarecimiento en el que se encuentran, por ejemplo, los átomos de los gases. ¿Qué se obtendría? Una nube electrónico-atómica que es posible condensar de nuevo hasta adquirir la estructura cristalino-molecular del cuerpo sólido.

– ¿Y si…?

– ¿Cuáles "si"? La tecnología de este proceso ha sido dominada hace tiempo. -Se levantó y agregó-: Deséame suerte, papá.

– Espera, quiero hacerte la última pregunta -le rogué reteniéndola por una mano-: ¿Conoces las fórmulas de la teoría de las fases?

– Por supuesto. Las estudiamos en las escuelas.

– Bueno, yo no las estudié, pero necesito saberlas, aunque sea mecánicamente.

– No hay nada más simple. Deberías pedírselo a Torik, el hipnólogo de mamá. Lo has olvidado todo, papá. Tenemos un concentrador hipnótico y un dispersador. -Levantó una mano y, por un micrófono diminuto incrustado en su pulsera, dijo-: Sí, sí, ahora, ahora ya estoy preparada. Todo está en orden. No, no es necesario, no envíen nada, llegaré en la calzada móvil. Naturalmente, es mucho más simple y cómodo. En dos minutos estaré con ustedes. -Me abrazó, y al despedirse, agregó-: Desconecté el super. Les informarán con regularidad y a su tiempo. Y diles a Erik y a Dir que no molesten ni conecten la red.

Y desapareció tras la pared.

Me acerqué a lo que parecía pared. Vera no hablaba. Mirando furtivamente como un ladrón hacia todos los lados di un paso hacia adelante y la atravesé. Frente a mí se extendía un pasillo que llegaba hasta el mirador. A través del vidrio de una de las puertas laterales se veía un cielo gris que ennegrecía y, a lo lejos, el contorno de un alto edificio. Me acerqué más a la puerta: no había vidrio. Entré en la habitación. Allí, ante una diminuta mesa, estaban sentados dos hombres y una mujer. Rem saltaba a la pata coja a lo largo del mirador cercado por arbustos pequeños. Sus colores vivos me parecían conocidos porque me recordaban los adornos de los arbolitos de Navidad.

– ¡Llegó papá! -gritó Rem colgándose de mi cuello.

– ¡Deja a tu papá tranquilo! -ordenó con severidad la mujer.

La débil luz que caía desde arriba deslizábase frente a ella, dejándola en las tinieblas.

"Seguramente es Ana" pensé.

– La observación fue suspendida, Serguéi -continuó ella.

– Ya tiene completa libertad para moverse -dijo riéndose el hombre de más edad.

"¿Será éste Erik?" me pregunté.

– No, todavía no es completa -corrigió la mujer-, ya que no puede salir del mirador.

El hombre más joven, por lo visto Dir, saltó de su asiento y, sin mirarme, echó a caminar a lo largo de los arbustos. Parecía un atleta entrenándose, con sus pantalones cortos y sus largas piernas desnudas.

– Yulia acaba de irse -dije.

– No había que permitírselo -dijo Dir, sin mirarme.

– Lo escuchamos todo -me dijo Ana.

"Por lo visto, en esta casa todo se ve y se escucha. ¡Intenta vivir aislado! ¡Es imposible! Aquí se vive como en el teatro, actuando frente a los espectadores" pensé enfadado.

– En verdad, has cambiado mucho -afirmó Ana sonriendo-. Pero no sé bien en qué. Quizá sea mejor este cambio.

Mantuve silencio. Los ojos de Erik me miraban con atención estudiándome.

– Yulia Grómova acaba de entrar en la cámara de pruebas -dijo una voz llegada de no se sabe dónde.

– ¿Escucharon? -inquirió Dir, dándose vuelta hacia nosotros-. Siempre había sido Yulia segunda; ahora es Yulia Grómova.

– La gloria empieza por el apellido -afirmó Erik riéndose.

– Les recuerdo a los invitados que el super está desconectado; además, Yulia rogó no tocar la red -les dije.

– ¿Cómo dijiste? ¿Invitados? -indagó Ana asombrada.

– Aja -dije con cautela.

– Tienes en realidad muchas fallas en la memoria: hace medio siglo que no utilizamos la palabra "invitado" según su antigua significación. Te has encerrado tanto en la historia, que hasta eso has olvidado.

– Ahora llamamos "invitados" a los que llegan de otras fases del espacio-tiempo -aclaró Erik.

Antes de que pudiese contestarles, la voz habló de nuevo:

– La preparación del experimento se realiza conforme a los ciclos. Hasta ahora no hay ninguna desviación.

– No empezarán antes de veinte minutos -afirmó Erik.

Todos callaron. Erik no me quitaba los ojos de encima. En ellos no había rechazo, pero me alarmaban.

– Oí cuando le pidió a Yulia las fórmulas -me dijo, con un tono de voz benevolente-, y con todo placer le ayudaré. Tenemos tiempo, vamos.

Me levanté del asiento mirando de soslayo por encima de la barrera de arbustos. El mirador colgaba a la altura de un rascacielos. Abajo se oscurecían las copas de los árboles. Seguramente era un parque.

– ¡Luz! -ordenó Erik, al entrar en otra habitación y, sin dirigirse a nadie, agregó-: ¡Sólo en el rostro y la mesita!

La luz de la habitación se estrechó en un solo rayo que iluminaba ahora la mesita y nuestras caras.

– ¿Tiene las fórmulas? -inquirió Erik.

Le entregué los cartones con las fórmulas.

– Yo no las necesito -dijo riéndose-, serán su lección. Colóquelas sobre la mesa y mírelas con atención. Fije la vista sólo en las líneas de arriba, en las de abajo no es necesario. Lea las líneas de arriba unas tras otras.

– No las comprendo -aclaré.

– No importa. Solamente mire.

– ¿Cuánto tiempo?

– Hasta que le avise.

– Ustedes tienen un concentrador hipnótico aquí -dije recordando las palabras de Yulia.

– ¿Para qué lo queremos? -repuso riéndose-. Yo trabajo en base al viejo método. Ahora, míreme los ojos.

Le miré: sólo vi sus dos grandes pupilas, enormes como lámparas.

– ¡Duerma! -dijo.

No recuerdo lo que sucedió después. Creo que abrí los ojos y vi la mesita vacía.

– ¿Dónde están las fórmulas? -pregunté.

– Las tiré.

– ¡Pero si no las recuerdo!

– Así le parece. Las recordará cuando esté en su mundo. Usted es un "invitado", ¿verdad?

– Sí, es verdad -repuse.

– ¿De qué tiempo?

– Del siglo pasado. De los años sesenta.

Se sonrió en silencio, satisfecho.

– Lo comprendí al ver los datos de la observación médica. Me pareció bastante sospechosa la pérdida de la memoria. Mientras Yulia conversaba con Bogomólov, yo lo observaba. Tenía una expresión extraña al despertar en cámara, la del hombre que ve un milagro. Cuando Yulia dijo que iría en la calzada móvil, noté que usted nunca la había pisado a pesar de que corremos en ella desde hace medio siglo. Olvidó todo lo que existe en la realidad, hasta la semántica de la palabra "invitado". Así es posible engañar a los médicos; pero no a un parapsicólogo.

– Tanto mejor -dije-, ya que tengo suerte de encontrarlo. Lo más triste de todo es que me voy sin haber visto nada: ni edificios, ni calles, ni la técnica y la estructura social. ¡Aparecí en la cima de la sociedad comunista y no vi nada, a excepción de una habitación de hospital!

– ¿Y por qué dice: "en la cima"? El comunismo no es estable, sino una formación que se desarrolla constantemente. Para llegar a la cima, falta mucho todavía. Cuando se realice el sueño de Yulia, habremos dado un paso gigantesco hacia el futuro. Su siglo también lo dará, cuando haya podido reproducir las fórmulas grabadas en la mente de sus embajadores. Aunque hasta ahora se encuentren tan sólo los pensamientos y no la gente, estos encuentros enriquecerán el pensamiento de la humanidad en su avance impetuoso.

– Yo quisiera dejarle una nota a este mundo y al hombre a quien le usurpé la mente. ¿Es posible? Yo la escribiría…

– ¿Para qué? Simplemente tiene que hablar. Será la voz de él, pero las palabras de nuestro "invitado".

Miré inquieto hacia los lados.

– ¿Está buscando el grabador? No; poseemos aparatos mucho más perfectos que reproducen perfectamente la voz. Si empezara a explicarle, perderíamos mucho tiempo, mejor hable.

– Le pido perdón, Grómov, por haber usurpado su sitio en la vida durante nueve o diez horas -dije inseguro. El consentimiento de Erik me dio nuevos bríos, y agregué-: Yo soy sólo un "invitado". Grómov, y me iré tan inesperadamente como llegué. Pero deseo decirle que fui feliz al experimentar estas horas de su vida. Me entrometí en ella al lanzar a Yulia a la aventura, porque no pude actuar de otra forma. Si me hubiese negado habría actuado cobardemente, y si hubiera tratado de impedirlo habría sido un oscurantista. Sólo lamento no ver el triunfo de su hija, y junto con ella, el de la ciencia. Esta gran suerte le queda a usted.

– ¡Serguéi, Erik! -gritó Dir, entrando en la habitación-. ¡Ya empezó!

– Ya es tarde -dije al sentir acercarse la niebla.

– Ya me voy. ¡Adiós!

EN LUGAR DE EPILOGO

A través de la ventana, la calle, el viento y la lluvia. Un farol eléctrico danza en la niebla tejiendo sombras. Un autobús aparece en la calle y pasa rompiendo la barrera acuática. Es una noche otoñal de Moscú.

Yo escribo las últimas líneas de mi relato, memoria, o quizás, diario íntimo que no osaré publicar; pero que concluiré.

Kliónov llamó por la mañana informándome con exactitud la cantidad de renglones que debo escribir. Especificó que todo dependía de la reacción de la opinión científica mundial.

La sesión de la Academia de Ciencias se abrirá mañana a las diez e ignoro cuándo terminará. El programa consiste en los informes de Nikodímov y Zargarián. Hablaré yo, y luego, los científicos nacionales y extranjeros. Según Kliónov, se reunirán más de doscientas personas, sin contar periodistas e invitados, y entre ellas se encontrarán todas las estrellas eminentes de la galaxia físico-matemática. No escribo sobre el comunicado del Gobierno, por ser de, todos conocido. Las coronas de laurel, no sólo cubrieron las cabezas de Nikodímov y Zargarián, sino también la mía.

Han pasado dos meses desde aquel día en que regresé del futuro, pero me parece que fue ayer. Ese día, desperté en el laboratorio de Fausto. Me sentía cansado y como si hubiese perdido a un ser querido. A las preguntas de Zargarián respondí de mala gana. Mientras, Nikodímov me observaba y miraba lo grabado en el oscilógrafo.

– Empezamos el experimento a las diez y quince -dijo Nikodímov-, y a la una lo perdimos a usted…

– No del todo -corrigió Zargarián.

– Correcto. La visibilidad primeramente llegó hasta cero, después se restableció con debilidad y luego se elevó hasta la cifra crítica, y con una puntería mucho más exacta que la nuestra. Hablando sinceramente, no comprendíamos ni comprendemos por qué sucedió esto.

– A la una -contesté meditabundo y mirando a Zargarián-, estuvimos tú y yo en el "Sofía".

– ¿Estás loco?

– No, no estoy loco, ni delirando. Estuve contigo; aún llevabas una barba larga y tenías veinte años más. En una palabra, nos vimos en Moscú hacia el final de siglo, en el "Sofía". A propósito, aquel "Sofía" era muy diferente de éste, hasta Maiakovski parecía distinto. -Suspiré y agregué-: Y tú me lanzaste a cien años hacia el futuro. En ese momento, ustedes me perdieron… en el segundo disparo.

Ellos me miraban dudando de mis palabras. Y yo, sin fuerzas para levantarme del asiento, continué:

– ¿No lo creen? Naturalmente, es muy difícil creerlo, es demasiado fantástico. A propósito, ellos tienen en el laboratorio una pantalla parabólica con el panel movible; y en el techo una piscina… -Tragué saliva y callé.

– Necesitas un trago de coñac -dijo Zargarián.

Tomó medio vaso de coñac, batió en él dos yemas de huevo y, casi derramándolo por el nerviosismo, me lo dio.

La bebida me ayudó a continuar. Y continué. Y, mientras relataba mis aventuras, me miraban estupefactos, fascinados como si veneraran a un Dios. Luego, llegaron las preguntas y tuve que rememorar de nuevo el monoriel, el paralelepípedo del "Sofía", el sillón sin casco, la habitación vitalizadora, la invisible enfermera Vera-séptima, el "Himec" y su glosario, y la fantástica aventura de Yulia, donde se reflejaba el empuje de aquel siglo: Y cuando empecé a hablar sobre mi encuentro con Erik, una chispa encendió mi mente.

– ¡Denme un papel! -grité ronco-. ¡Rápido! ¡Y un lápiz!

Zargarián me entregó una estilográfica y una libreta. Cerré los ojos. Veía las fórmulas completamente claras, como si estuviesen ante mis ojos: las líneas de cifras y letras que creaban las fórmulas de los cartones del "Himec". Podía reproducirlas una tras otra sin omitir nada y sin confundirme, haciendo surgir con claridad en este mundo lo grabado en otro. Escribía a ciegas, escuchando la voz de Zargarián: "Mira, mira… escribe automáticamente, con los ojos cerrados". En verdad, así escribía, sin abrir los ojos y sin detenerme, con rapidez febril y exactitud. Hasta que al fin estampé en el papel la última ecuación matemática.

Cuando abrí los ojos, el rostro de Nikodímov estaba pálido, mirando con éxtasis lo escrito en el papel.

– Esto es todo -dije, dejando caer la estilográfica.

Nikodímov tomó la libreta.

– Esta matemática es complicadísima -afirmó, dándole la libreta a Zargarián-. Sin la ayuda de la computadora no se logrará nada. Hay que calcular como se debe.

Nikodímov y Zargarián pasaron dos meses sin poder desentrañar los secretos encerrados en las fórmulas. Junto con ellos lo intentaron académicos, estudiantes y graduados. Hasta que al fin, Yuri Priválov, el doctor en ciencias matemáticas más joven del mundo, pudo lograrlo. Ahora, gracias a una base matemática sólida, traída del futuro, la teoría de fases Nikodímov-Zargarián estaba corroborada. Las ecuaciones se llamaron desde este momento de Shual-Priválov.

Olga duerme, iluminada débilmente por el reflejo de mi lámpara. En su rostro se insinúa cierta inquietud. Antes, había expresado su temor a la propaganda. "Complicará nuestra vida" -había dicho-. No dejo de admitir que mi vida va adquiriendo el plumaje idiota de los artistas de Hollywood. Los reporteros extranjeros me persiguen por las calles. Mi teléfono suena de día y de noche. Y una redacción norteamericana me ha ofrecido sumas fabulosas por mis impresiones; pero prefiero entregárselas a las páginas de las revistas soviéticas. Kliónov bromea diciéndome que de todas maneras debo terminar "Viaje por tres mundos".

No estoy de acuerdo. No son tres mundos, son más. Y entre ellos está el mundo que no pude ver, ese mundo”. como un cuento de hadas, el mundo de Yulia y Erik.


***

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