Desde los arcos de Nikitski, regresaba a mi casa por el bulevar de Tverskói. Eran ya cerca de las cinco de la tarde; sin embargo, el bulevar no era recorrido por el tumulto callejero de los sábados; sus avenidas aledañas permanecían desiertas y silenciosas como si todavía fuese amanecer. El cielo de septiembre insólitamente despejado no presagiaba el acercamiento del otoño: ni una sola hoja susurraba bajo los pies y la hierba, sin perder su color de mayo, se extendía como una manta verde, bella, esplendorosa.
Caminaba, sin apuros, por uno de los caminos laterales del bulevar, poniendo la vista indolentemente en cada banco: ¿me siento o no me siento? Finalmente, me senté, estiré las piernas y, en ese mismo instante, sentí que todo flotaba a mi derredor, se empañaba y arremolinaba. A pesar de no haber sufrido nunca vértigos, en ese momento, tuve que agarrarme al respaldo del banco para no caer. El lado opuesto del bulevar -árboles y transeúntes- se disipaba en un vapor color lila, como en las montañas cuando las nubes se arrastran por entre las piernas y todo en derredor se fracciona y esfuma en volutas húmedas y espesas. No llovía, y la niebla, pura y seca, se deslizó por el bulevar, chupó todo su verdor y desapareció.
Desapareció totalmente, pero en un abrir y cerrar de ojos, los árboles y arbustos surgieron de nuevo, como el cuadro repetido de una cinta cinematográfica en color: el banco ancho del lado opuesto regresó a su sitio, y la muchacha con abrigo azul que se había esfumado, estaba sentada otra vez en él, con el libro en las manos. El bulevar era parecido al anterior; pero sólo parecido: alguien, en mí, dudó al instante de esto. Miré a mi alrededor para comprobar la primera impresión, luego, me dije con satisfacción:
"Disparates. Todo está como antes; justamente como antes".
"No, no está como antes" pensó otro en mí. ¿Otro?
Yo discutía conmigo mismo, como si me hubiese dualizado, y la discusión fuera un diálogo de dos "yo" completamente distintos y hasta opuestos. El pensamiento que surgía en mi mente era, en el acto, refutado por otro que se entrometía, o que inculcaba alguien, y que aparecía con agresividad y violencia. "Este es el mismo banco".
"No, no lo es. En el bulevar Pushkin son verdes y no amarillos."
"Estos son los mismos caminos."
"No, éstos son más estrechos. Además, ¿dónde están las orlas de granito?"
"¿Qué orlas?"
"¿Y dónde está el campito?"
"¿Qué campito?"
"El de la cancha. Aquí había una cancha de tenis."
"¿Dónde?"
Y volvía en mí, lleno de inquietud: el desdoblamiento desapareció. Me di cuenta que estaba en un mundo completamente distinto del mío.
Cuando uno camina por una calle donde todo es conocido y familiar, no le prestamos atención a los detalles o a las menudencias; pero basta con que desaparezcan para que se apoderen de uno la perplejidad y alarma.
El paisaje era parecido pero no igual a aquel que había conocido durante mis continuos paseos. Los árboles parecía que habían crecido con otras formas; los arbustos eran muy diferentes a los que había visto antes; y hasta al bulevar lo llamaba yo, sin saber por qué, Pushkin y no Tverskói.
Levanté mi brazo para ver la hora y… demonios… tenía un saco completamente diferente del que me había puesto a la mañana; es más: no era mío. Miré el reloj. También era otro, y por debajo de su pulsera se extendía una cicatriz, que no existía unos minutos antes. Sin embargo, ésta era una cicatriz arraigada, de hace muchos años, huella de una bala o de un casco de metralla. Bajé la vista. Tenía en mis pies unos zapatos extraños con unas ridículas, hebillas en los costados.
"¿Y si mi fisonomía es otra, así como mi edad; y si, en general, yo… no soy yo?" me pregunté.
Pegué un salto y corrí por el sendero hacia el teatro. Este estaba en el mismo sitio; pero era otro, con otra salida y otras carteleras, en cuya lista de espectáculos no veía un solo título conocido. Reconocía tan sólo el rostro que se reflejaba en los vidrios oscuros -por carecer de luz desde adentro- de las puertas. Este era mi rostro. Hasta ahora, lo único que me pertenecía en este mundo.
Me di cuenta que me dolía la cabeza. Me masajeé las sienes, pero el dolor no se atenuó. Recordé la farmacia ubicada en un lugar cercano, posiblemente, en la plaza. Quizás había quedado "intacta". La plaza se divisaba ya, a lo lejos, invadida por el centelleo de los automóviles. Yo caminaba apresuradamente, mirando con inquietud y perplejidad. No recordaba exactamente cómo eran las casas en el bulevar Pushkin; sin embargo, éstas no me parecían diferentes, tan sólo carecían de los habituales faroles sobre las puertas; además, sus números indicadores eran otros.
En la salida de la plaza, adonde afluía el río verde del bulevar, quedé estupefacto: estaba desierta, no se veía la estatua de Pushkin. Por un instante, mi corazón se detuvo. La desnuda calva pétrea, sustituto de la estatua, no inquietaba, sino que aterrorizaba. Cerré los ojos, esperanzado en la desaparición de este espejismo y, en ese instante, alguien que pasaba por mi lado me empujó, quizás sin querer, tan fuerte, que involuntariamente di una vuelta sobre mis tacones. Y… mi alucinación desapareció; allí estaba Pushkin, en lo profundo de la plaza, meditabundo y austero, con su abrigo puesto descuidadamente sobre los hombros: querida imagen de mi infancia. ¡Qué importa que estuviera en otro sitio, lo importante era que estaba allí! Hasta se respiraba con más facilidad; a pesar de que detrás de la estatua se divisaba un edificio desconocido, de construcción nueva con unas letras enormes en la fachada: "Rusia". ¿Será un hotel o un cine? Ayer en su sitio había un edificio de apartamentos de dieciséis pisos, con el restaurante "Cosmos" ubicado en el primero. Todo me parecía semejante y a la vez diferente; conocido hasta en sus más ínfimos detalles; sin embargo, justamente estos detalles modificaban el aspecto exterior de este mundo. Por ejemplo, encontré la farmacia en el mismo sitio de antes, a sus vendedoras tras el mostrador vestidas con las mismas batas blancas, la misma fila apiñada frente a la caja, las mismas monturas cursis e incómodas de las gafas en la sección de óptica; empero, cuando le pregunté a la vendedora, si tenía pirabutano para el dolor de cabeza, arrugó la cara con perplejidad e inquirió:
– ¿Qué?
– Pirabutano.
– No sé qué es eso.
– Para el dolor de cabeza.
– ¡Ah! ¿Piramidón?
– No -repliqué confuso-. Pirabutano.
– Eso no existe.
Mi aspecto abatido, un tanto desconcertado, provocó en ella una sonrisa de compasión.
– Tome esta troichatka -me dijo, poniendo en el mostrador un paquetito desconocido-. Cuesta veinticuatro kopeks.
En el bolsillo del pantalón encontré un puñado de monedas plateadas, casi como las nuestras, y pagué.
Sentado en un banco frente a la estatua de Pushkin, registré minuciosamente todos los bolsillos del traje ajeno que, por capricho, me concedió el destino. Lo que contenían hubiera conducido a cualquier detective a un callejón sin salida: exceptuando las monedas, encontré billetes de uno y tres rublos completamente diferentes a los nuestros; un billete arrugado de tranvía; una buena pluma fuente y un bloc de notas con las hojas exfoliadas. No había ningún documento que certificase la identidad de mi doble.
Ya no tenía miedo, solo sentía una viva e intranquila curiosidad. Me esforzaba en no pensar qué tiempo duraría mi irrupción en este mundo y cuál sería su final; aunque podía suponerme lo más terrible. ¿Qué podría hacer en los límites de mi visita a lo desconocido? En los hoteles, naturalmente, no me dejarían entrar sin documentos. Entonces, ¿dónde voy a dormir si la visita a este mundo se prolonga por mucho tiempo? Quizás en mi casa o en las de mis amigos, porque el dueño de este saco tendrá que vivir indefectiblemente en algún lugar, así como sus amigos. Lo más cómico sería que éstos fueran también mis amigos. ¿No estaré soñando? Golpearé este banco con mi mano: me duele. No, no estoy soñando.
Por un instante me pareció que había visto un rostro conocido. Un forzudo de anchas espaldas pasaba parsimoniosamente sin detenerse a mi lado, con una cámara cinematográfica en el hombro. Recordé ese copete, ese pecho masivo y esa nuca férrea. ¿Será posible que éste sea Evstáfiev, el que vive en el apartamento número cinco? Pero ¿por qué lleva una cámara cinematográfica si él nunca ha tenido en sus manos ni una cámara fotográfica?
Salté de mi asiento y corrí tras él.
– Con su perdón… -le dije, mirando los rasgos conocidos-. ¿Es usted Eugenio? ¿Eugenio Evstáfiev?
– Está equivocado.
Pestañeé asombrado: era él, hasta en el timbre de la voz.
– ¿Qué? ¿Nos parecemos? -inquirió, sonriendo maliciosamente.
– Asombrosamente.
– Eso ocurre -encogióse de hombros y continuó su camino, dejándome en un estado de completa confusión.
A pesar de todo, seguía creyendo que todo era una burla del destino, una mistificación. Ahora Eugenio regresará y nos moriremos de risa. Pero no regresó.
Cuando después de unos años recordaba este día, acudían a mi mente el estado de confusión y asombro que experimenté, y la soledad insoportable que sentí en la ciudad donde cada piedra me era conocida, pero que había cambiado en unos segundos de vértigo.
Yo miraba con ansiedad los rostros de los transeúntes con la vana esperanza de encontrar a uno de mis conocidos. Pero, ¿para qué si no me reconocerá, tal como sucedió con el "gemelo" de Evstáfiev? Y en caso de que alguno de ellos me reconozca, ¿qué le podría contestar?
Esto fue lo que sucedió.
– ¡Serguéi! ¡Serguéi Nikoláevich! -me gritó un individuo pequeño y canoso con una guayabera de gamuza, y a quien jamás había visto. "Sí, efectivamente él me llamó por mi nombre".
– Ven acá un minuto.
Me levanté y me acerqué a él.
– Te tengo una noticia, dijo agarrándome con confianza por el brazo. Te morirás de la sorpresa. Sichuk se quedó. En el último puesto fronterizo, el muy miserable se quedó. No sé si en Alemania o Turquía.
– ¿Cuál Sichuk? -indagué asombrado.
– ¿Y cuál puede ser? Sólo conocemos a un Sichuk. ¡Vaya!
Conocí a Sichuk en el frente de guerra. Ahora trabajaba como fotógrafo o como reportero, no sé exactamente. No manteníamos ninguna amistad y apenas nos veíamos.
No comprendía nada; pero teniendo en cuenta la situación en que me encontraba, fingí una gran sorpresa.
El desconocido liberó mi brazo y me golpeó amistosamente la espalda.
– Estás raro, Serguéi. ¿Acaso te importuno? ¿Por qué? ¿Estás ideando algo… o esperando a alguien? ¿Por qué no estás en la redacción?
Yo no tenía nada que ver con redacciones. La conversación había que terminarla, pues en ella se concentraba mucho carburante.
– Tengo que hacer -le respondí vagamente.
– Estás obrando con astucia, viejo -me dijo guiñando un ojo-. Bueno. ¡Hasta la vista!
Y así, tal como apareció, desapareció de mi vida.
Yo comenzaba a orientarme en lo desconocido, como un hombre que al ser lanzado al agua por primera vez aprende a nadar. La curiosidad reprimía mi terror e inquietud. ¿Qué había averiguado? Que aquí, tanto mi nombre como mi fisonomía, eran los mismos. Que Moscú, a pesar de tener algunos pequeños detalles diferentes, era Moscú. Que existen también Turquía y Alemania. Que tengo relación con una redacción. Y que en este mundo, Sichuk resultó ser también un miserable. Después de todo esto no me sorprendió, al descender por el bulevar hacia el cine "Rusia", encontrar a Lena. Yo debía encontrar a alguien que me conociese allá y aquí.
Lena estaba vestida con elegancia, como siempre, y caminaba abstraída y ensimismada; empero, me reconoció en el acto, turbándose, según pude notar.
– ¿Tú? ¿De dónde sales?
– Del cielo. Bueno, Lena, ¿cómo están tus asuntos allá?
– ¿Dónde? -inquirió.
– En el hospital, por supuesto. ¿Hace mucho que saliste?
Quedó sorprendida.
– No te comprendo, Serguéi. ¿De qué estás hablando? Llegué hace tres días a Moscú.
A ella la había visto hoy por la mañana donde el médico jefe, cuando llamaba al Instituto del Cerebro. Antes de esto, cuando yo solía ir a la sección terapéutica, nos veíamos todos los días o casi todos los días.
Me callé, tratando de buscarle salida a esta situación tan crítica. El camino a lo desconocido estaba repleto de baches.
– Perdóname, Lena. Estoy completamente distraído. Además… este encuentro tan inesperado me ha…
– ¿Cómo te va? -preguntó con una voz casi metálica.
– Bien -respondí animoso-. Uno está vivo, habla…
Ella, mirándome fijamente, mantenía silencio. Y, al fin, dijo con sequedad:
– ¡Qué conversación más absurda!
Comprendí que si ella se alejaba ahora, desaparecería mi única oportunidad de afianzamiento en este mundo, aún por un día. No creía que esta irrupción se prolongase más tiempo. Había que tomar una decisión. Y la tomé.
– Tengo que hablar contigo, Lena. Es imprescindible. Ha ocurrido algo…
– ¿Qué? -preguntó, reduciendo los ojos como en estado de alerta.
– No puedo hablar de eso en la calle… -dije, buscando las palabras que más se acomodasen a la situación-. ¿Dónde vives?
Quedó en silencio, quizás sopesando el pro y el contra:
– Por ahora, estoy viviendo en casa de Galia.
– ¿Dónde?
– ¿Acaso no lo sabes?
Yo no sabía nada, pero no le pregunté ni con cuál Galia vivía. Necesitaba que ella aceptara mi proposición. ¡Esta era mi última oportunidad!
– Por favor, Lena…
– Seriozha, no me es cómodo invitarte a casa.
– ¡Dios mío! ¡Qué tontería! -exclamé, pensando en la Lena que conocía.
Esta Lena que me miraba recelosa y desconfiadamente, era otra Lena.
– Bueno, qué se le va a hacer, vamos -dijo, al fin.
Caminábamos en silencio, conversando de vez en cuando. Ella, por lo visto, estaba intranquila; pero conteniéndose trataba de ocultármelo. Quizás lamentaba su aprobación a mi propuesta. A ratos, sorprendía su mirada dirigida a mí, penetrante y recelosa. ¿Qué la asustaba? ¿Y de qué sospechaba?
Reconocí en el acto la casa hacia la cual nos dirigíamos, ubicada en el callejón Staro Pimenovski. Aquí vivió en cierta ocasión mi esposa, aún antes de conocernos. A propósito, ella se llama también Galia. Mis rodillas empezaron a temblar desagradablemente.
– ¿Por qué miras así? -preguntó ella cuando entramos en la habitación.
Yo continuaba callado, mirando con atención la habitación. Como todo lo de este mundo, era parecida a la otra y, a la vez, diferente. No sé, quizás me olvidé de aquélla.
– ¿De quién es esta habitación, Lena?
– De Galia, pues. ¡Qué preguntas más extrañas haces! ¿Acaso no has estado nunca aquí?
Tragué saliva. "Ahora le haré una pregunta mucho más extraña":
– Pero, ¿ella no se mudó?
Me miró asustada como si yo hubiera pronunciado un monstruoso disparate, y apartóse de mí preguntando:
– ¿Ustedes no se ven?
– ¿Por qué no? -respondí con vaguedad-. Continuamos viéndonos.
– ¿Cuándo la viste por última vez?
Me reí y le respondí sin saber:
– Hoy por la mañana. En el desayuno.
Y lamenté lo dicho.
– No mientas. Si ella desde ayer no ha regresado del instituto.
– ¡Caramba! ¡Ya uno no puede ni bromear! -exclamé estúpidamente, comprendiendo que la tierra cedía cada vez más bajo mis pies.
– ¡Qué bromas más raras haces!
– ¿No crees que estemos hablando de diferentes personas? -le pregunté, tratando de remediar la situación.
Sin enfadarse, frunció el entrecejo como el médico que mira al enfermo sin comprender aún los síntomas de la enfermedad.
– Estoy hablando de Galina Novóseltseva.
– ¿Por qué Novóseltseva? -pregunté sorprendido.
Unos ojos fríos, los ojos expertos del médico, me miraban con atención.
– Seriozha, has perdido la memoria. Te has sorprendido por el apellido que lleva. Ellos se casaron al principio de la guerra. ¿Qué te pasa?
– No, nada -farfullé, limpiándome el sudor de la frente-. Estaba pensando que…
– ¿…Que por qué yo estoy aquí, donde la que nos separó? ¿eh? -dijo, perdiendo por un instante la expresiva curiosidad del médico-. Ni en aquel entonces me enfadé, Seriozha. ¡Qué importa que me hayan quitado el novio! Ahora hasta resulta cómico, después de tanto tiempo. Yo tuve otro después de él. Tú lo sabes bien… -suspiró profundamente y continuó-: No tengo suerte en el amor.
Es muy difícil presagiar cada paso en lo desconocido. Yo, sin pensar nada y olvidando dónde estaba y quién era, inquirí.
– ¿Y quién te impide ahora ver a Oleg?
– ¡Seriozha!
Era tanto el espanto que había en esta exclamación, que involuntariamente cerré los ojos.
– A ti te pasa algo con la memoria, Seriozha. Esas cosas no se olvidan. De su muerte se enteró Galia en el año 1944. No podías ignorarlo.
Pero, ¿qué era lo que sabía y lo que no sabía? ¿Acaso le podía relatar lo que me sucedió?
– Si no estás fingiendo, estás enfermo. Creo que estás enfermo.
– Si crees eso, entonces pregúntame, qué día es hoy, y en qué año estamos, etc., etc.
– Aún no sé qué hay que preguntar.
– Bueno, ¡diagnostica! -le dije desafiante-. ¡Me enloquecí! ¡Y basta!
– Ese no es un término médico. Existen varias clases de anomalías psíquicas… ¿De qué querías hablarme?
Ya no tenía deseos de abrir la boca. Si yo le decía la verdad, me mandaría al hospital psiquiátrico. Tenía que salir del apuro.
– Sabes, sucede que… -empecé diciendo, tratando de improvisar-…ha ocurrido un hecho muy doloroso…
– Ya me lo dijiste. ¿Cuál?
– Me he ido de casa, abandonando a mi esposa. No te aclararé las causas que me impulsaron a realizar este acto. Teniendo en cuenta este hecho, te pido asilo; aunque sea por un día. "Albergus nocturnus."
Callé; también ella, mirándose las puntas de los dedos.
– ¿Es que no tienes amigos?
– Sí, pero es imposible ir adonde unos e incómodo donde otros. Tú sabes bien lo que ocurre a veces… -al hablar trataba de no mirarle el rostro.
– ¿Y si no me hubieses visto?
– Pero te vi.
Ella todavía vacilaba.
– No es cómodo, Seriozha.
– ¿Por qué no?
– Pero, ¿será posible que no comprendas?
– Bueno -propuse con aspereza-, llama al psiquiatra. Por lo menos tendré albergue seguro por una noche.
La miré a los ojos: el médico profesional había desaparecido, sólo quedaba una mujer asustada. Lo incomprensible es siempre horroroso.
– La habitación no es mía -empezó diciendo en voz baja-. Esperemos a Galia.
– ¿Y si de nuevo pasa la noche en el instituto?
– Espera, la llamaré. El teléfono está en la antesala. Siéntate, vuelvo enseguida.
Salió, dejándome solo en la habitación donde todo me era conocido. De esta habitación salí hacia el registro civil. ¿De ésta o de otra? No, no de ésta. En algunas cosas coincidían, en otras no.
Tomé de la mesa un lápiz y escribí en la libreta de apuntes:
"Si me sucede algo, por favor, informe a mi esposa Galina Grómova. Calle Griboédov Nº 43. Informe, además, a los profesores Zargarián y Nikodímov en el Instituto del Cerebro. Muy importante."
Las palabras "muy importante" las subrayé tres veces y tan fuerte, que el lápiz se rompió, imposibilitándome continuar la nota.
Metiendo la libreta de apuntes en el bolsillo, comprendí que había cometido un gran disparate, mis Zargarián y Nikodímov no recibirían jamás esta nota; así como mi esposa Calina Grómova, pues ella tenía aquí otro apellido.
En la antesala sonó el timbre de la puerta y, a través de la puerta semiabierta de la habitación, escuché el chasquido de la cerradura al abrirse y a Lena decir:
– ¡Al fin! Acabo de llamarte por teléfono.
– ¿Qué ha sucedido? -preguntó una voz sumamente conocida.
– Aquí está Serguéi Grómov.
– Bien, bien. Beberemos té.
– Sabes, Galia… él está un poco raro… -musitó Lena, transformando su voz en un murmullo ininteligible.
– ¿Qué le pasa? ¿Se enloqueció?
– No sé. Dice que abandonó a su esposa.
– ¡Dios mío, qué absurdo! Te está tomando el pelo, Lena. Y tú eres todo oídos. Acabo de verla hace media hora.
La puerta se abrió ante mí de par en par. Brinqué de mi asiento y quedé helado: en la puerta estaba mi mujer; el mismo rostro, la misma edad y hasta el mismo peinado. Sólo me eran desconocidos sus pendientes y su vestido, no el que había visto puesto antes. Permanecí parado en silencio frente a ella, esforzándome en contener la emoción.
– ¿Para qué has inventado toda esta historia? -inquirió. Yo seguía encerrado en mi silencio.
– Acabo de ver a Olga. Se fue a su casa. Me dijo que te esperaría hacia la hora de cenar. Según ella, piensan ir a ver el ballet leningradense.
Yo seguía en silencio.
– ¿Qué pasa? Sé que estás bromeando con Lena, ¿pero para qué?
No podía encontrar las palabras adecuadas para responderle. Todas mis esperanzas se habían derrumbado. ¿Qué explicación hubiera podido satisfacerla? ¿La verdad? Pero, ¿quién en mi lugar hubiese osado contarle la verdad?
– Lena dice que estás enfermo -continuó ella, mirándome con ojos escrutadores-. ¿Acaso es verdad?
– Acaso es verdad -repetí.
Yo no conocía mi voz, parecía ajena y venida desde lejos.
– Bueno -agregué-, perdónenme. Quizás me marche ahora.
– ¿Adonde? -quiso saber Galia, abandonando su calma.
– No permitiremos que te vayas solo. Te llevaré a tu casa.
– Allí está todavía mi taxi. Lena, corre, quizás tienes tiempo de retenerlo.
Lena salió, y quedamos a solas.
– ¿Qué significa todo esto, Seriozha? No comprendo nada.
– Yo tampoco -afirmé.
– No obstante, ¿qué sucede?
– Si no me equivoco, eres física, Galia -declaré al azar.
Ella se puso en guardia.
– Bueno, ¿y qué?
– ¿No tienes ideas sobre la multiplicidad de los mundos? ¿De mundos que coexisten? ¿Misteriosamente lejanos y al mismo tiempo asombrosamente cercanos?
– Admitámoslo. Existen tales hipótesis. ¿Y qué?
– Entonces, supongamos que uno de esos mundos contiguos es semejante al nuestro. Que en él existe también Moscú, sólo que un poquito diferente; estas mismas calles, aunque con otras ornamentaciones; estas mismas casas, con otros números indicadores. Que en él existimos tú, yo y Lena, pero en otras relaciones…
Ella aún no comprendía nada. Pero, ¿de qué otra forma podía hablar? Yo ya estaba harto de seguir manteniendo esta máscara mental, por lo que decidí hablar claro.
– Supongamos que en el otro Moscú a ti te llaman Galia Grómova y no Galia Novoséltseva; que desde esta misma habitación salimos hacía el registro civil hace seis años. Y que ahora sucedió un milagro: me cambié la camisa… eché una mirada a vuestro mundo. He aquí un buen enredo para nuestra limitada inteligencia.
Ella me miraba aterrorizada, pensando, quizás, como Lena: "está loco, tiene delirios".
– Bueno, terminemos este espectáculo -farfullé torciendo la boca-. ¡Llévame adonde quieras! Me da igual. Y no te asustes, que no te voy a besar ni ahorcar. ¡Vamos! Allí está Lena llamándonos con la mano.
¿QUIÉN ES JEKILL Y QUIÉN HIDE?
También en este mundo, tenía Galia un carácter firme. Tras unos minutos, se tranquilizó.
– Espero que no nos dediquemos a hablar de ciencia ficción en presencia del chofer, -musitó a mi oído, cuando nos acercábamos al taxi.
– ¿Crees que es una ciencia? -inquirí sin poder contenerme.
– ¡Quién sabe!
En su rostro no había nada que pudiese inquietarme. Se conducía como cualquier mujer inteligente: ojos atentos, interés respetuoso hacia el interlocutor -cuando no aburría-, coquetería inconsciente y jocosidad.
– ¿Por qué tienen ustedes la estatua de Pushkin en el centro de la plaza? -le pregunté, al pasar por delante.
– ¿Y dónde la tienen ustedes? -quiso saber Galia.
– En el bulevar.
– Mientes en todo. También mentiste al hablarme del registro civil. ¿Y por qué salimos precisamente hace seis años para el registro civil?
– El destino, Galia, el destino -respondí con una sonrisa en los labios.
– ¿Dónde estaba yo hace seis años? -se interrogó pensativa-. ¡Ah! Estuve en Odessa, en primavera.
– Y yo también.
– Mientes. Tú no fuiste con nosotros.
– Aquí no fui con ustedes, pero allá sí.
– ¡Qué ex-tra-ño! -profirió silabeando y, mirándome ceñuda, agregó-: Sin embargo, no parece que estés enfermo.
"Qué agradable es escuchar tales palabras" quise decirle, pero no pude pues una ráfaga negra golpeó mi rostro.
Todo se oscureció.
– ¿Qué te pasa? -oí el grito de Galia asustada. Y, con palabras precipitadas e inquietas, prorrumpió:
– Deténgase en cualquier, lugar, ahí en la acera. Él se siente mal…
…Abrí los ojos. En el automóvil flotaba aún la niebla. A través de ella vi el rostro de una mujer.
– ¿Quién eres? -pregunté con voz ronca.
– ¿Te sientes mal, Seriozha?
– ¡Galia! -exclamé asombrado-. ¿Por qué estás aquí?
Ella no contestó.
– ¿Te ha ocurrido algo en el bulevar? -pregunté mirándola.
– Sí -respondió Galia-. Hablaremos luego de eso. ¿Qué quieres ahora? ¿Un médico? ¿O tienes fuerzas para seguir a tu casa?
Me desperecé, y, agitando la cabeza para despejarla, me enderecé en el asiento.
Mientras recorríamos la ciudad, le contaba a Galia de mi caminata por el bulevar Tverskói, de cómo me dio vueltas la cabeza y de cómo luché mentalmente conmigo mismo en aquella niebla color lila.
– ¿Y después? ¿Qué pasó después? -preguntó Galia interesada.
Yo, indeciso, me encogí de hombros.
– ¿No recuerdas?
– No, no recuerdo.
A decir verdad, no recordaba nada. Sólo después, al llegar a casa, supe, por boca de Galia, lo que había ocurrido en su habitación.
– Fue un delirio -le dije.
Galia, amante de los términos precisos, enmendó:
– Fue un delirio muy consecuente y lógico, como en un papel bien ensayado. Así no se delira. Por lo demás, el delirio es síntoma de alguna enfermedad y tú no parecías estar enfermo.
– ¿Y qué crees que fue el desmayo en el bulevar? -objetó Olga, entrometiéndose en la conversación-. ¿Y en el taxi?
Ella, como era doctora, buscaba una explicación medica; pero Galia seguía dudando:
– Bueno, ¿qué tenía él entre estos dos desmayos?
– Una especie de sonambulismo -respondió Olga.
– ¿Qué? ¿Acaso crees que soy un sonámbulo? -dije ofendido.
– Si esto es un sueño, es demasiado real -preciso Galia burlonamente.
– Además el sueño lo vimos nosotras y no él. A propósito de sueños, ¿todavía los ves?
– Pero, ¿qué tienen que ver los sueños con esto? -rezongué-. Yo me desmayé, y no vi ningún sueño.
Sabía muy bien que Galia no trataba de mistificar. En vista de esto, su relato sobre mis aventuras en estado de sonambulismo -así explicaban mi conducta-, me intranquilizó profundamente. Yo no podía encontrar una respuesta lógica a todo lo ocurrido, porque nunca me había desmayado ni paseado por las cornisas de los edificios en noches de luna, y jamás había perdido la memoria.
– ¿Quizás estaba hipnotizado? -dije.
– ¿Y quién te hipnotizó?, -preguntó Olga, ceñuda-. ¿Y dónde? ¿En la redacción? ¿En el bulevar? ¡Es absurdo!
– Sí, es absurdo -acepté confundido.
– ¿Y no escribes tú, por casualidad, aventuras de ciencia ficción? -preguntó Galia inopinadamente-. Lo que dijiste sobre la multiplicidad de los mundos me ha interesado mucho… Sabes, Olga -dijo ella riéndose-. Existen dos mundos contiguos y semejantes, en el espacio. Aquí y allá existe Moscú. Aquí y allá existe Serguéi Grómov. Pero allá, no existes tú; allá él está casado conmigo.
– ¡Ah! Lo esotérico se ha vuelto claro -afirmó Olga riendo. Y, naturalmente, el sonámbulo es el huésped del otro mundo con la fisonomía de Seriozha.
– Él me lo aclaró así: Moscú es como éste, sólo que un poquito diferente. Aquí, la estatua de Pushkin está en la plaza, allá, en el bulevar. Cuando escuché esto, casi me desternillé de risa.
Olga quedó pensativa.
– ¡Ah! ¿Sabes lo que podemos suponer? -dijo animada. Ella trataba de encontrar una explicación lógica, como yo-. Escuchen esto. ¿Sabía Seriozha que la estatua fue trasladada del bulevar a la plaza? Sí, lo sabía. Bueno, entonces, ¿por qué no pensar que este conocimiento grabado en su cerebro determinó el surgimiento del delirio? Vemos aquí la excitación, la señal y, como resultado, el mito sobre los mundos contiguos y semejantes.
Estos razonamientos me provocaban sólo indignación.
– Estoy harto de oírlas. Lo presentan todo como si fuera una variante de la novela de Stevenson: doctor Jekyll y mister Hide. Pero, ¿quién es Jekyll, y quién Hide?
– ¿Quién?
– Está claro, quién es quién -prorrumpió Galia-. Tú mismo, por supuesto, no te vas a acusar.
– ¿De quiénes están hablando? -preguntó Olga, sin comprender aún.
– Olga -le respondí-, agentes desconocidos del imperialismo internacional me lanzaron en avión.
– ¡Bah! Estoy hablando en serio.
– Yo también. Hubo un escritor inglés llamado Stevenson y sus libros han sido leídos por todos los jóvenes… hasta por los médicos. Para los galenos, a propósito, este cuento del cual hablo es casi un manual de psiquiatría, pues Jekyll y Hide son en realidad una misma persona. En ella convergen la bondad elevada a la quintaesencia y la maldad rayana en lo absurdo. Gracias a su elixir, el magnánimo Jekyll se transforma en el canalla Hide. ¿Está claro? -pregunté dirigiéndome a Galia.
– Sin lugar a dudas, Seriozha. Regístrate los bolsillos, posiblemente Hide dejó algo al transformarse.
Hurgué en mis bolsillos, y lancé a la mesa un paquete de tabletas para el dolor de cabeza.
– Posiblemente esto. Yo no he comprado troichatka.
– ¿No se la pusiste tú? -le preguntó Galia a Olga.
– No. Seguramente la compró él.
– Yo no he comprado nada -objeté furioso-. Hace mucho que no he visto una farmacia.
– Quiere decir, que esto lo dejó Hide. ¿Y no dejó otras huellas?
Maquinalmente introduje mi mano en el bolsillo del pecho.
– Un momento. La libreta de apuntes no está en su sitio -saqué mi libreta y la abrí-. Aquí hay algo escrito. ¿Dónde estarán mis anteojos?
– Dámela -pidió Galia, tomando de mis manos la libreta y, tras arrancarle una de las hojas, leyó en voz alta:
– "Si me sucede algo, por favor, informe a mi esposa Galina Grómova. Calle Griboédov Nº 43. Informe, además, a los profesores Zargarián y Nikodímov en el Instituto del Cerebro. Muy importante". Hasta señaló que era muy importante -agregó riendo-. Y yo, naturalmente, tengo el apellido Grómova. Ya les dije que el delirio era muy lógico.
– ¿Y quién es Zargarián? -inquirió Galia con curiosidad-. Yo conozco sólo a Nikodímov, un físico, y, a propósito, bastante eminente. Sin embargo no trabaja en el Instituto del Cerebro sino en el de Nuevos Problemas Físicos.
– ¡Pero si no fue Seriozha quien lo escribió! -exclamó de pronto Olga-. ¡Mira! ¡Mira! A pesar de tener la "ve" el mismo ganchito y la "t" la misma rayita, es una escritura completamente diferente de la de Seriozha.
Me ajusté los anteojos y, después de leer la nota, aseveré:
– Esta escritura se asemeja un poco a la mía. Así escribía cuando era estudiante. Estos papeluchos periodísticos me la dañaron, ya no tengo esa letra.
Repetí en la libreta el apunte: se diferenciaba grandemente del primero.
– Sí, son diferentes. Se nota aun sin expertos grafológicos -afirmó Galia. Y dirigiéndose a Olga preguntó-: ¿Acaso la letra cambia en estado de sonambulismo?
– No sé. Esto es un problema de la psiquiatría. Lo único que sé es que el sonambulismo es un trastorno psíquico violento. No lo puedo explicar de otro modo. Por lo demás a mí no me gusta este asunto.
– Ni a mí tampoco -afirmó Galia, quien leía y releía los dos apuntes de la libreta. En su rostro se reflejaba no sólo el trabajo concentrado de su pensamiento, sino también la inquietud contenida que la atormentaba: su intelecto claro y lógico no quería ceder ante lo inexplicable. Y agregó-: ¡Caramba! No comprendo nada. Si soy incapaz de entenderlo científicamente, ¿por qué no lo logro en base a la lógica? ¡Una persona normal, que de pronto se transforma en sonámbulo!
Los desmayos se comprenden y cualquier doctor encontraría su explicación. Pero el delirio con la multiplicidad de los mundos no es más que una cita de una novela de ficción. ¿Y los ruegos de que lo trajera a mi habitación, a pesar de tener su apartamento propio?
– Mi Hide buscaba asilo -afirmé riendo-, porque no podía alojarse en hotel alguno sin documentos.
– Es esto precisamente lo que no me gusta. La hipótesis sobre Hide lo aclara todo; pero prefiero la ciencia a la fantasía. A pesar de que… aquí sólo hay fantasía. ¿Y por qué le rogaste a Lena que te invitara a mi casa, si no sabías que ella vivía conmigo?
– No lo sé. Hace diez años vi a Lena por última vez. Ni sé cómo es ahora.
Lo que relató Galia de mi conducta con Lena me sorprendió sobremanera, pues, en realidad, no tenía ninguna clase de relaciones con ella desde hacía diez años. Posiblemente, habíamos olvidado mutuamente que existíamos.
– ¿Es ésa la mujer de su pasión? -preguntó Olga.
– Escucha. Antes de la guerra, estudiábamos juntos en la escuela -empezó a relatar Galia-, y nos preparábamos para ingresar en la facultad de medicina; pero no sucedió como queríamos, porque al estallar la guerra, Seriozha y Oleg marcharon al frente, en tanto que yo decidí ingresar en la facultad de física. Tan sólo Lena estudió medicina. Si no me equivoco, estaba enamorada de ti.
– De Oleg, repliqué.
– Todas las muchachas querían atraparlo -afirmó Galia suspirando-; pero no lo lograron. Sólo yo lo conquisté; sin embargo, fui más desdichada que ellas, porque tras conquistarlo lo perdí. -Y levantándose agregó-: ¡Que reine la paz! Me voy. El consejo de detectives levanta la sesión. Sherlock Holmes propone una excursión a los campos de la física.
– De la psiquis, querrás decir.
– No, exactamente de la física. Sería interesante hablar con Nikodímov y Zargarián y saber qué hacen en el Instituto de los Nuevos Problemas Físicos.
– Pero, ¿para qué? -inquirió Olga asombrada-. Sería mejor recurrir a un psiquiatra. Así se aclararía todo.
– No, propongo que veamos a Zargarián -continuó Galia-. ¿Quién es Zargarián? ¿Qué estudia? ¿Tiene relación con Nikodímov? Y si tiene, entonces, ¿en cuáles ramas del conocimiento? -se decía, y dirigiéndose a mí preguntó-: ¿Has oído alguna vez esos apellidos?
– Nunca.
– ¿Y no los leíste en algún lugar y los olvidaste?
– Ni los leí ni los olvidé.
– He ahí lo más interesante de tu historia de sonámbulo. Es física, querido mío, física. Este es el Instituto de los Nuevos Problemas Físicos. -Y subrayó-: nuevos. Olga, llama a Zoia y pregúntale sobre Zargarián. Ella conoce a todos.
Resolvimos llamarla al otro día por la mañana.
Me dormí en el acto, hasta la mañana siguiente.
Mis sueños son el rasgo característico que me diferencia de otros mortales. A aquella pregunta de Galia de si veía los sueños como antes, la podría contestar así: sí, los veo, se repiten impertinentemente, invariables por su contenido y extrañamente parecidos a fragmentos de noticiario.
Como es natural, tengo también sueños corrientes donde todo es confuso y vago, y en los cuales las imágenes aparecen deformadas, desfiguradas como en un espejo oblicuo. Estos sueños nos dan recuerdos inestables y efímeros, difíciles de representar y grabar.
Pero los sueños de los cuales hablo, se recuerdan toda la vida. Los podría describir con tanta precisión como el mobiliario de mi habitación. Son siempre multicolores, con los tintes reales y armónicos de la naturaleza. Así como en la realidad, florece la pradera primaveral que surge entre las sombras de la noche, fulgura el traje de indiana de una muchacha en el soleado sueño, haciendo recordar hasta sus dibujos. En estos sueños, no ocurre nada original; no inquietan ni asustan; pero ocultan algo inefable, como si sus componentes fuesen partículas de una vida ajena mirada por casualidad. Sobre todo, esa esquina en la ciudad desconocida, esa calle que no he visto nunca; pero de la que recuerdo todos sus detalles: balcones, vitrinas, tilos y verjas de hierro, representándomelos claramente como si los hubiese visto ayer; esos transeúntes, siempre los mismos; y esa gata negra de manchas blancas que atraviesa la calle corriendo, siempre por la misma esquina y frente a la misma casa. Algunas veces, veo mi figura parada en la galería de una tienda comercial parecida al GUM. Mas no es el GUM. Esta galería se ramificaba en paseos múltiples, transversales y longitudinales. Por lo general, o estoy esperando a alguien frente al sector donde venden papeles de escribir, o estoy cruzando por delante de la exposición de telas iluminadas estrafalariamente por una luz extraña y cambiante. Yo nunca había visto, en la realidad, esta galería; sin embargo, no sólo recuerdo las vitrinas, sino hasta los tipos de artículos que hay en ella, y las altas bóvedas de cristales, y el mosaico multicolor que cubre el suelo.
Otras veces, el sueño me presentaba el interior de un apartamento en el que no he estado nunca, o un paisaje campesino idílico: ante todo ese camino serpentino entre taludes de tierra adornados pobremente, aquí y allí, por isletas polvorientas de hierba, y que se desliza hacia la franja gris-azul de agua, donde resaltan los nenúfares áureos. Por este camino, se aleja, unas veces, una mujer vestida de blanco, otras veces, un anciano con una caña de pescar al hombro; pero ninguno se vuelve para mirarme, y no los puedo alcanzar. A pesar de que veo tan sólo la franja de agua con los nenúfares, sé inexplicablemente que es un estanque; sé que el camino torcerá a la derecha tras cruzar el estanque y que aquí pasé mi infancia. Sin embargo, en mi vida infantil, real, nunca existieron ni este camino, ni este estanque. Entonces, ¿qué misterio es éste? Justo estos sueños fueron los que hicieron dudar a Olga de mi equilibrio psíquico, instigándola a insistir en que debía dejarme ver por un psiquiatra. Yo, a pesar de todo, declinaba tales proposiciones y prefería aceptar el consejo de Galia.
La desdichada hoja de la libreta con los nombres de Zargarián y Nikodímov, me seguía martillando el cerebro: tenía la plena convicción de que nunca había oído tales apellidos. Jamás he creído que el subconsciente sea capaz de percibir excitaciones ambientales; palabras sueltas en las calles, ruidos desapercibidos, etc. Siempre he considerado que, en un cerebro normal, sólo la conciencia es capaz de ello. Y sólo en esa conciencia se conservan.
– Llamaré a Zoia -dijo Olga.
Zoia trabajaba en el Instituto de Informaciones Científicas y, según sus palabras, conocía a todos los "jefes eminentes". Si Zargarián y Nikodímov pertenecían a esta categoría, podía escuchar en un minuto decenas de anécdotas excelentes sobre su vida cotidiana. Pero yo no necesitaba esto, sino una información fidedigna que me enterara ampliamente de sus especialidades y trabajos. Debía saber si éstos eran "mis" Zargarián y Nikodímov.
Resolví primeramente llamar a Kliónov, director de la sección científica en nuestra redacción. Lo conocí en el frente.
Descolgué el auricular:
– ¿Kliónov? Necesito una información, viejo, las coordenadas exactas de dos mamuts: Zargarián y Nikodímov.
Por el teléfono me llegó una carcajada.
– Ayer creí que estabas un poco chiflado.
– ¿Ayer? ¿A qué hora?
– A las seis. Cuando te pillé frente a la estatua de Pushkin y te relaté lo de Sichuk.
Me relamí los labios.
Así que Kliónov vio a Hide y conversó con él y no notó nada. Muy interesante.
– No recuerdo -farfullé.
– No bromees. ¿Y no recuerdas lo que te informé sobre Sichuk?
– ¿Qué?
– Que se quedó.
– ¿Dónde se quedó?
– En Estambul. Te lo conté. Pidió asilo político en la embajada de los Estados Unidos.
– ¿Qué? ¿Se enloqueció?
– No, el muy reptil estaba en su pleno juicio. Y nosotros estábamos durmiendo. Algunos dicen que cada persona es un barril de doble fondo; pero lo que había que hacer era ilustrarlo a tiempo. Ahora vamos a escribir una carta colectiva para que no lo dejen entrar cuando se arrastre por el suelo con intenciones de volver. Bueno, ¿qué te pasa? ¿En verdad no recuerdas nada?
– En absoluto. Ayer, desde las cinco de la tarde hasta las diez de la noche, tuve un completo vacío en mi cabeza. Me desmayé, y no recuerdo ni lo que hablé ni lo que hice. Volví en mí, después de que me condujeron a casa. Quizás todo fue consecuencia de aquella contusión que tuve en aquella ciudad del Danubio. ¿Recuerdas?
Sólo faltaba que Kliónov se hubiese olvidado de ello, tras haber cruzado el Danubio conmigo y con Oleg. A propósito, Sichuk también estaba allí, sólo que se largó prematuramente a la retaguardia, después de haber obtenido el permiso para trabajar en la redacción del periódico del frente; y allí se quedó.
Nuestro silencio, se prolongó por unos segundos; después Kliónov propuso:
– Será mejor que te hagas ver por un profesor. La consulta te la puedo arreglar sin problemas.
– No vale la pena -dije suspirando-. Dime, mejor, en qué trabajan los profesores Zargarián y Nikodímov.
– Ah. ¿Estás esperanzado en hacer un artículo sobre ellos? ¡Puf! No conseguirás nada. Nikodímov responde a tales intentos con el método Challenger. Al reportero de la revista "Ciencia y Vida" lo tiró al tacho de basura.
– No te inquietes por mi futuro y divide tu omnisciencia. ¿Quién es Nikodímov? Por favor, dímelo sin bromear, pues, en verdad, necesito saberlo.
– Es un físico con gran amplitud de intereses. Tiene un trabajo sobre la física de los campos. Se interesaba por los procesos electromagnéticos en medios complejos. Una vez, junto con Jenlichka, expuso la teoría del generador de neutrinos.
– ¿Junto con quién?
– Con Jenlichka, un biofísico checo.
– ¿Y en cuanto a la idea? ¿Qué me puedes decir?
– Soy un profano, como sabes, y la escuché de otras personas profanas; pero, en general, es algo así como un láser de neutrinos que abre una ventana en el antimundo.
– ¿Hablas en serio?
– ¡Claro! ¿Qué? ¿Te parece un disparate? Así la calificaron.
– ¿Y Zargarián?
– ¿Qué le sucede?
– ¿No trabaja con Nikodímov?
– ¡Ah! ¿Lo sabes? Te felicito.
– ¿Es también físico?
– No. Neurofisiólogo o algo parecido. Es telépata.
– ¿Qué? ¿Qué? -inquirí gritando.
– Te-lé-pa-ta -repitió Kliónov silabeando la palabra. Existe una ciencia que se llama telepatía.
– ¿Qué estás diciendo? ¿Acaso crees que soy del medioevo? Esa ciencia no existe.
– ¿Que no existe? Estás atrasado, Seriozha. Ya existe tal ciencia, así como los aparatos que sirven para desarrollarla: condensadores de la corriente biológica y otras yerbas. ¿Estás satisfecho?
– Casi -repuse suspirando.
– Si vas al ataque, te apoyaré con mi espíritu y mi cuerpo. Además publicaremos todo lo que les puedas sacar. Te aconsejo que comiences con Zargarián. Es más sencillo y accesible que Nikodímov, y un individuo como pocos…
Le di las gracias por la información y colgué el auricular.
Fue una conversación que no sobrepasaba el nivel de la de Zoia: antimundo, telepatía… Había que llamar a Galia para precisar.
Descolgué el auricular:
– ¿Galia? Soy yo, el sonámbulo. ¿Estás levantada?
– Me levanto a las seis de la mañana -contestó bruscamente-. Seriozha, me interesa un detalle de tu odisea. ¿Por qué le dijiste a Lena que habías abandonado a tu esposa?
– Yo no respondo por los actos de Hide. Mi gran anhelo es aclararlos -afirmé-. Galia, escúchame con atención. ¿En qué consiste la idea del generador de neutrinos y cómo se podría eslabonar esa idea con la condensación de la corriente biológica?
– Ah. ¿Eso es Nikodímov y Zargarián? -preguntó riéndose.
– Sí. Como ves, he sabido algo.
– Disparates escuchas y disparates riegas, porque Nikodímov hace tiempo que desistió de la idea del generador de neutrinos tal como la formuló Jenlichka. Ahora, trabaja en la fijación del campo energético provocado por la actividad del cerebro… Fijación de algo así como el complejo único de campos electromagnéticos surgidos en las células del cerebro. Ya ves, también he sabido algo.
– ¿Y qué une a Nikodímov con el fisiólogo Zargarián?
– No sé. Trabajan juntos; pero su trabajo es un secreto. Desconozco su esencia y su perspectiva; sin embargo, según pude averiguar este trabajo está relacionado con cierta codificación del estado neurofisiológico.
– ¿Con qué? -pregunté extrañado.
– Más bien, con el cerebro -aclaró Galia-. Con el cerebro, mi querido. La relación que hizo Hide entre estos nombres y el Instituto del Cerebro no fue casual. Aunque… depende del aspecto en que se mire… Quizás éste es un problema perteneciente sólo a la física.
Quedó pensativa. A través del auricular se oía su agitada respiración.
– Ahí está la llave del problema, Seriozha -aseveró-. Mientras más pienso en ello, más me convence. Encuéntralos y encontrarás la explicación.
Colgué el auricular.
La búsqueda científica había concluido, tan sólo quedaba en adelante la búsqueda cotidiana y simple. La empecé con Zoia.
Ella respondió en el acto a la llamada telefónica de Olga. Sí, conocía a Zargarián y a Nikodímov. A Nikodímov lo conocía tan sólo de vista: parece un pájaro de mal agüero, y no frecuenta las recepciones; empero, con Zargarián hasta había tenido amistad tras bailar con él unas cuantas veces. Según ella, a Zargarián le interesan los sueños.
Al escuchar estas últimas palabras, Olga, a mi lado y tapando el auricular con la mano, repitió:
– Le interesan los sueños. ¿Qué tal?
– ¿Qué? -grité arrancándole el auricular de la mano-. ¡Zoia! Soy yo. Sí, sí, el mismo. Zoia, acabas de hablar sobre los sueños. ¿A quién le interesan? Dímelo. Esto es muy importante para mí.
– A Zargarián. Después de contarle un sueño terrible que tuve, él, con gran interés, me obligó a repetir partes de lo relatado, haciéndome preguntas sobre los detalles más ínfimos e insignificantes. Pero, ¡en qué detalles podía yo pensar tras un sueño tan espantoso! Luego, él me pidió que lo visitara todas las semanas para relatarle mis sueños. Según él, son muy necesarios para su trabajo. Pero yo, ¿comprendes? No soy ninguna tonta, sé qué trabajo es ése.
– Zoia, ruégale que me reciba -le dije suplicante.
– ¡¿Qué dices?! -exclamó-. No soporta a los reporteros.
– No le digas que soy periodista. Dile, simplemente, que quiere verlo un individuo cuyos sueños son rarísimos, que se repiten todos los años como si estuviesen grabados en una cinta. Inténtalo, Zoia. Si no resulta, lo intentaré yo.
Colgué el auricular y esperé. Antes de diez minutos Zoia me llamó, agitada:
– ¡Resultó! Te recibirá hoy, después de las nueve. No te atrases -dijo hablando de prisa como si estuviera en la clase de su instituto-. Le gustó tanto lo que informé sobre tus sueños, que sin esperar ni un segundo, empezó a preguntarme sobre el grado de precisión, retención, etc. Yo le contesté que tú mismo le relatarías todo. Además, le dije que trabajas con nosotros, así que no me hagas quedar mal.
Zargarián vivía en Yugo-Zapad, en un edificio moderno. Entré. El propio Zargarián abrió la puerta invitándome a entrar, y, en silencio, pasamos a su gabinete. Era alto, ágil, moreno y llevaba el pelo corto. Su aspecto tenía cierta similitud con los héroes del neorrealismo italiano. No parecía mayor de treinta años.
– Permítame que le pregunte -empezó diciendo, atravesándome con sus severos ojos-, ¿qué lo trae por acá? Sí, sí, comprendo: sueños extraños, etc., etc… Pero, ¿por qué le era necesaria justamente mi consulta?
– Después que le relate todo, comprenderá que no hace falta responder a su pregunta.
– ¿Sabe usted algo acerca de mí?
– Antes de la tarde de ayer, no tenía idea de su existencia.
– ¿Y qué fue realmente lo que sucedió ayer por la tarde?
– Estoy sinceramente satisfecho de que comencemos por ahí -le dije resueltamente-. No vine porque me inquieten los sueños, ni porque usted sea especialista en sueños, como lo considera Zoia, la que trabaja en el Instituto de Informaciones, sino por otros motivos. A propósito, no trabajo en el instituto, soy periodista -aquí noté una mueca de disgusto en su rostro-. Quiero señalarle que no vine por una interviú, pues no me interesa su trabajo; más bien, no me interesaba. Le repito que, antes de la tarde de ayer, no había oído su nombre; no obstante, lo escribí en mi libreta de apuntes en estado de inconsciencia…
– ¿Qué quiere usted decir con "estado de inconsciencia"? -interrumpió.
– Quizás no lo defino bien. Yo estaba consciente; pero no recuerdo nada de lo que hablé, ni de lo que hice. Yo, sencillamente, no existía, en mi lugar actuaba algún otro; y justamente ese otro fue quien escribió esto en mi libreta.
Abrí la libreta y se la entregué a Zargarián. El leyó lo escrito y, mirándome de soslayo, inquirió:
– ¿Por qué lo escribieron dos veces?
– La segunda vez lo escribí yo, para comparar la letra. Como puede notar, la primera nota no la hice yo, o sea, no es mi letra. Por lo demás, no es la letra ni de un sonámbulo, ni de un lunático, ni de uno que haya perdido la memoria.
– ¿Su esposa vive en la calle Griboédov?
– No. Mi esposa vive conmigo en la avenida Kutúzov. Además, en la Griboédov no hay ninguna casa con ese número, y la mujer que ahí se menciona no es mi esposa; sino una amiga, una compañera de estudio, que a su vez, no vive tampoco en esa calle.
Leyó de nuevo la nota y quedó pensativo. Luego, preguntó:
– ¿Y sobre Nikodímov? ¿Tampoco ha oído nada?
– Tanto como sobre usted. Sólo he averiguado que es un físico con aspecto de pájaro de mal agüero y enemigo de las recepciones. Tenga en cuenta que son los informes del Instituto de Informaciones.
Zargarián lanzó una carcajada. En ese momento, noté que no era un individuo severo, sino bondadoso, y, posiblemente, alegre.
– En rasgos generales, es una descripción exacta -afirmó-. ¡Vamos! ¡Sigamos adelante:
Y empecé mi relato.
A pesar de que poseo la capacidad de contar los hechos de modo pintoresco y humorístico, Zargarián, en todo mi relato, permaneció impávido, mostrando apenas un leve interés. Sólo cuando dije "la multiplicidad de los mundos", levantando sus cejas, preguntó:
– ¿Ha leído algo acerca de eso?
– No recuerdo, quizás…
– ¡Continúe, por favor!
Concluí mi relato haciéndole rememorar a Stevenson y sus Jekyll y Hide. Y agregué:
– Pero lo más extraño es que sólo esta mística fantasmagórica puede explicarlo todo, en tanto que carezco de una aclaración razonable.
– ¿Cree usted que, justamente esto es lo más extraño? -preguntó distraído, leyendo la nota de mi libreta-. Nuestros científicos se negaron a plantear este problema en el Instituto del Cerebro; pero ellos lo aceptaron.
Lo miraba sin comprender nada.
– ¿Está relatándolo todo tal como sucedió? -preguntó de pronto, atravesándome nuevamente con sus ojos.
– Sí.
– ¿Y me ha hablado de dos mundos idénticos, semejantes, en los que existe Moscú con otras ornamentaciones y donde viven usted y sus conocidos? ¿No es así?
– Exacto.
– ¿Y allá usted está casado con otra mujer, vive en otra calle y tiene amistad con Zargarián y Nikodímov, a los que no conoce aquí?
Asentí con la cabeza.
Se levantó y empezó a caminar por la habitación, esforzándose en ocultar su visible emoción:
– Cuénteme ahora sobre sus sueños, porque considero que todo tiene cierta relación.
Le conté mis sueños. Ahora, sus ojos me miraban con evidente interés.
– Quiere decir que una vida ajena, ¿eh? Una calle, un camino que se desliza hacia un río, una galería comercial… Y todo esto surge con precisión, como en una fotografía. -Hablaba lentamente, sopesando cada palabra, como si razonara en voz alta-: ¿Y lo recuerda todo? ¿Claramente? ¿Con todos sus detalles?
– Sí, hasta los mosaicos del suelo.
– ¿Y lo conoce todo, hasta las cosas más menudas?
– Sí.
– ¿Y le parecía que había estado allí cientos de veces y que hasta posiblemente había vivido allí; a pesar de que, en realidad, no ha sucedido tal cosa?
– A pesar de que, en realidad, no ha sucedido tal cosa -repetí.
– ¿Y qué dicen los médicos? Ellos seguramente le habrán aconsejado -dijo, con cierta picardía.
– ¿Y qué es lo que pueden decir? -repuse, eludiendo la respuesta-: Excitación… inhibición. Eso lo sabe cualquiera: de día, la corteza cerebral se encuentra en estado de excitación; de noche, en estado de inhibición: y los sueños nacen del montaje de las impresiones del día…
Fui interrumpido por la carcajada de Zargarián:
– Un montaje de atracciones, igual que en el circo, ¡ja, ja, ja!
– ¡Pero si yo no creo en eso! -exclamé rabioso-. ¡Si yo recuerdo todos los detalles, desde las hojas de los árboles hasta el clavo de una ventana. ¡Y los sueños se repiten como si fuesen una misma película! Cada semana vuelvo a ver algo ya visto. Se dice que en los sueños se ve sólo aquello que se vio en la realidad. Entonces, ¿a mí qué me pasa?
– Sobre lo que acaba de afirmar escribió Séchenov. Él, después de interrogar a un grupo de ciegos, comprobó que soñaban solamente con aquello que vieron en su estado vidente.
– ¡Pero si yo no he visto nunca nada de eso! -exclamé-: ¡Ni en la vida, ni en el cine ni en los cuadros! ¡En ninguna parte! ¿Comprende? ¡En ninguna parte!
– ¿Y si lo ha visto? -preguntó riendo maliciosamente.
– Pero, ¿dónde? -le grité.
No respondió. Tras tomar en silencio un cigarrillo y darle dos chupadas, me dijo en tono de excusa:
– Perdóneme, olvidé invitarlo. ¿No fuma?
– Todavía no me ha respondido -repuse intrigado.
– Responderé a su debido tiempo. Tendremos conversaciones interesantes y extensas. No se imagina qué grandes descubrimientos haremos con este encuentro. Los científicos esperaban este minuto desde hacía años. ¡Soy un hombre feliz, sólo esperé cuatro años! -exclamó, y agregó preguntando-: ¿Está usted libre? ¿Me podría regalar un par de horas más?
– Con mucho gusto -contesté desconcertado, sin comprender nada.
Su brusca transformación, su excitado y palpable interés, me turbaron. ¿Qué tenía de raro mi relato? ¿Tendría Galia razón al decirme que aquí estaba la llave de lo sucedido?
En tanto que estos pensamientos me daban vueltas por el cerebro, Zargarián se esforzaba en comunicarse con alguien por teléfono.
– ¿Pável Nikítich? Soy yo, Zargarián. ¿Te quedarás en el instituto por mucho tiempo? Maravilloso. Ahora mismo te llevaré a un compañero. Sí, está aquí conmigo. ¿Que quién es? Ni te lo imaginarías. Es aquél con quien soñábamos durante todos estos años. Con lo que me contó, se corroboran todas nuestras conjeturas. ¡Todas! Difícil es figurárselo. La cabeza me da vueltas. No, no estoy borracho; pero pronto lo estaré. Por ahora vamos para allá. Espéranos.
Colocó el auricular y se volvió hacia mí:
– ¿Sabe usted lo que representa un refractor para un astrónomo? ¿O un microscopio electrónico para un virólogo? Eso mismo es usted para mí. Más bien, para nosotros, para Nikodímov y para mí. Le haré a Zoia un regalo suntuoso, pues ella me regaló a usted. ¡Vamos!
Me quedé sentado sin comprender nada:
– Espero que usted no me inyecte, ni me opere -balbuceé, como el paciente frente al cirujano-: ¿No me va doler?
Zargarián, con satisfacción, se echó a reír. Luego, con el acento de un comerciante oriental, apunto:
– ¿Por qué le va a doler, querido amigo? Solo se sentará en un sillón, dormirá unas horitas y mirará sus sueños, como en el cine. -Y agregó en otro tono-: Vámonos Serguéi Nikoláevich! ¡Lo llevaré al instituto!
El instituto estaba al lado de la carretera, en un robledal que parecía un bosque de cuento de hadas en la noche oscura y huérfana de estrellas. Los arbustos que parecían gnomos, los árboles copudos, y los tocones negros tras la cuneta, sobresalientes entre la hierba como fierecillas insólitas, formaban una sombra romántica y algo siniestra. Pero en lugar de la isla de las fábulas, al final de la avenida de asfalto se levantaba una torre cilíndrica de diez pisos, cuyas ventanas parpadeaban como si tras ellas alguien estuviese conectando y desconectando proyectores.
– Es Valerka Mlechin -apuntó Zargarián al atrapar la dirección de mi mirada-. Pero no es en nuestro laboratorio. El nuestro se encuentra del otro lado.
Un ascensor veloz nos condujo hasta el décimo piso y, al salir, el piso movible de un corredor circular nos arrastró hacia delante, lenta y silenciosamente, a la velocidad normal de un elevador.
– Se conecta automáticamente, cuando uno sale al corredor -aclaró Zargarián-, y se desconecta al apretar con los pies estos reguladores mates.
Las losetas blanco mate, sobresalientes e iluminadas por dentro, estaban diseminadas cada dos metros a todo lo largo del corredor, encima de una cinta plástica. Pasamos flotando ante puertas blancas de dos hojas con grandes números indicadores. En la puerta número doscientos veinte, Zargarián presionó el regulador, deteniendo el piso movible. Abrimos la puerta y entramos a una habitación grande muy iluminada.
Zargarián, empujándome a un sillón, aconsejó:
– Abúrrase durante diez minutos, mientras hablo con Nikodímov. Así evitará repetirlo todo de nuevo, y, al mismo tiempo, me dará la oportunidad de contárselo a Nikodímov de un modo más profesional.
Se acercó a la pared; ésta se dividió por el medio dejándolo pasar y se cerró. "Células fotoeléctricas" -pensé-. A mi entender, la instalación del instituto llenaba las exigencias actuales relativas al confort científico. Kliónov se extasiaría con sólo la descripción de uno de estos corredores; no en vano me prometió toda clase de ayuda; "pon mi espíritu y mi cuerpo".
En la habitación donde esperaba a Zargarián, no había nada que llamase la atención, a excepción de las paredes corredizas. En ella veíanse una mesa de escribir moderna con patas niqueladas, con tapa de plexiglás; una caja fuerte abierta incrustada en la pared semejante a un horno eléctrico; una luz de origen desconocido; y un diván esponjoso. "Aquí pasan la noche cuando se retrasan" -me dije-. A lo largo de la pared se amontonaban las pilas de cintas amarillas y semitransparentes, en las que se notaban líneas gruesas y dentadas, como en los cardiogramas. El suelo plástico y de color le daba a la habitación una elegancia superflua; y los estantes hechos del mismo plástico, abarrotados de libros y diagramas, le devolvían su seriedad y austeridad perdidas. En un diagrama de la corteza policromada del cerebro salían flechas metálicas terminadas con inscripciones en latín y griego. Otro diagrama mostraba simplemente un haz de líneas metálicas incomprensibles, donde se leía: "Corriente biológica de un cerebro durmiente". Adjunto a él, había una hoja de papel escrita a máquina con el texto: "Duración y profundidad de los sueños. Investigación realizada en el laboratorio de la Universidad de Chicago".
Los libros de los estantes estaban en desorden, amontonados unos sobre otros en anaqueles movibles. "Por lo visto los utilizan mucho" pensé. Tomé uno en mis manos: era una obra de Sorojtin dedicada a la atonía de los centros nerviosos. A su lado se encontraban folletos y libros en diferentes lenguas. Según pude notar, todos informaban sobre la irradiación de la excitación e inhibición. En otro estante mis ojos chocaron con un libro del propio Nikodímov. Había sido editado en Inglaterra y llevaba como título: Los principios de la codificación de los impulsos distribuidos en la cabeza y en la región cortical del cerebro. Y, nunca como ahora, lamenté tanto la insuficiente preparación de los periodistas, incapaces de comprender, aún aproximadamente, los grandes procesos que se desarrollan en las ciencias.
En este instante, la pared se corrió y, a través de la rendija, llegó la voz de Zargarián:
– ¡Serguéi Nikoláevich! ¡Por favor, pase!
La habitación en la cual entré era un laboratorio de fulgurante acero inoxidable y níquel. Cuando mi mirada empezaba a buscar objetos, Zargarián, activo e impaciente, me presentó a un individuo maduro de barbita castaño y plata a lo mosquetero. Los cabellos, del mismo color, excedían del largo normal en nuestros científicos, dándole cierto parecido a un profesor de violín o de piano. Tan sólo por su encorvada nariz podía confundírsele con un pájaro de mal agüero; sin embargo, este rasgo me hizo recordar más bien al Fausto de Goethe, tal como lo vi hace años en un espectáculo de provincia.
– Mucho gusto, soy Nikodímov -me dijo y sonrió al atrapar mi mirada escudriñadora hacia todos los lados-. No mire tanto, de todas maneras no comprenderá nada. Además, aquí no hay nada interesante, sólo condensadores y conmutadores. Esto que ve aquí, es una pantalla para fijar los campos; naturalmente, en sus diferentes fases. Podrá notar que esto es un embrollo de enchufes, palancas y manivelas. Tal como en Maiakovski, ¿no es así?
Miré de soslayo el sillón situado tras la pantalla, sobre el que pendía algo parecido al casco de un cosmonauta y hacia el cual convergían cables multicolores.
– Lo asustó -afirmó Nikodímov, guiñándole un ojo a Zargarián-. ¿Y qué tiene de raro? Es un sillón como otro cualquiera.
– Espera -prorrumpió Zargarián regocijado-. No le expliques nada, déjalo pensar. Se parece al sillón de una barbería; pero no hay espejos alrededor. ¿Y no es el de un dentista? No, porque no está el torno. Pero, ¿dónde puede encontrarse un sillón así? ¿En un teatro? No. ¿En un cine? Tampoco. Entonces, ¿en un avión, en la cabina del piloto? ¿Pero dónde está el timón?
– Se parece a una silla eléctrica -le dije.
– ¡Por supuesto! Es una copia exacta.
– ¿Y el casco? ¿También me lo pondrán?
– ¿Por qué no? La muerte le llegará a los dos minutos -afirmó con malignidad en sus ojos-. La muerte clínica. Luego, lo resucitaremos.
– No lo asustes -le dijo Nikodímov, y se volvió hacia mí-: ¿Es usted periodista?
Afirmé con la cabeza.
– Entonces -agregó-, le ruego que no escriba ningún artículo relacionado con nuestros experimentos. Todo lo que usted aprenderá aquí, todavía no ha madurado para la publicación. Por lo demás, los experimentos pueden resultar un fracaso, en cuyo caso, ni usted vería nada, ni nosotros sabríamos nada. Pero cuando hayamos terminado, le haremos participar de nuestro trabajo. Se lo prometo.
"¡Pobre Kliónov! La información con la que soñaba esfumóse como humo".
– ¿Tiene este experimento una relación íntima con mis relatos? -pregunté con osadía.
– Sí, una relación geométrica directa -aseveró Zargarián lacónicamente-. Sin embargo, Pável Nikítich lo duda. Yo sigo insistiendo en que no puede haber ningún fracaso, pues los indicios existentes son muy claros.
– Sí-í-í-í -afirmó Nikodímov meditabundo-, los indicios son muy claros-. Y, dirigiéndose a mí, preguntó-: ¿Así que a usted le ocurrió la historia de Stevenson? ¿Y usted la explica refiriéndose a Jekyll y Hide, no es así?
– No, de ningún modo. Yo no creo en transmutaciones.
– ¿Y entonces?
– No sé. Estoy buscando una explicación. Por eso los busqué.
– Muy sensato.
– Quiere decir que, ¿hay una explicación?
– Sí.
Al oír la respuesta, brinqué de mi asiento.
– Siéntese -pidió Zargarián-, aquí, en el sillón que le asustó. Le aseguro que es mucho más cómodo que el de Voltaire.
Modestamente hablando, me levanté inseguro de la silla: ese sillón demoníaco me asustaba.
– Las explicaciones vendrán después del experimento -apuntó Zargarián-. Siéntese. ¡Vamos! ¡Vamos! Más rápido, que no le sacaremos los dientes.
Al sentarme en el sillón, me hundí como en un colchón de plumas. En el acto, empecé a notar una sensación de ligereza, casi de imponderabilidad.
– Estire las piernas -me rogó Zargarián.
Por lo visto, él era quien dirigía el experimento.
Las suelas de mis zapatos tocaron unos tornillos de goma. El casco, descendiendo silenciosamente, cubrió mi cabeza con facilidad, como si fuese una gorra blanda.
– ¿Está demasiado libre?
– Sí.
– Permanezca tranquilo, ahora vamos a regular los aparatos.
El casco se ajustó más en mi cabeza, pero yo no sentía nada: su cinta flexible confundíase con mi piel. A pesar de tener mi cabeza cubierta por el casco y la seguridad de que la ventana de la habitación estaba cerrada, un viento vespertino, como si hubiese irrumpido a través de una ventana abierta, enfrió mi frente y removió mis cabellos.
De repente, se apagó la luz, y una tiniebla insondable empezó a flotar en el ámbito, rodeándome.
– ¿Qué sucede? -inquirí.
– Nada anormal, simplemente lo aislamos de la luz.
¿Con qué me aislaron? ¿Una pared? ¿Un gorro? ¿Un capuchón? Toqué mis párpados: el casco no cubría mis ojos. Extendí los brazos pero sólo encontraron el vacío.
– Baje los brazos y no se inquiete. Ahora empezará a dormir.
Me acomodé en el sillón y relajé mis músculos. Y, en realidad, comencé a sentir la llegada del sueño, el acercamiento del nirvana, apagando todos los pensamientos, recuerdos, palabras y estrofas surgidas en mi mente extemporáneamente. Sin saber porqué, recordé un poema: "El sueño es sólo tiniebla, inatención e inconstancia, una alusión a lo animado y, por lo general, no es una mentira malvada". De improviso, surgió en mi mente un pensamiento que se esfumó tan de prisa como su llegada: "¿Cómo me mentirá este sueño que se avecina?" Mis oídos zumbaban, como si en un lugar cercano hubiera un mosquito. Y, en este momento, me llegaron voces claras cuya localización fui incapaz de precisar.
– ¿Cómo está el aparato?
– Algo borroso ha surgido en la pantalla.
– ¿Y así?
– Aún.
– Prueba la segunda graduación.
– Está bien.
– ¿Y la luminosidad?
– Bien.
– Lo conectaré por completo.
Las voces desaparecieron. Me sumergí en la nada silenciosa y sosegada, inundada por la espera de lo extraordinario.
Entreabrí mis ojos y al momento los cerré: todo daba vueltas en una niebla color de rosa. Las luces de unas lucernas extendíanse por el techo en una parábola resplandeciente. Un corro de mujeres en trajes negros y con los rostros imperceptibles, me rodeaba, gritándome con la voz de Olga: ¿Qué te pasa? ¿Te sientes mal? Abrí lo posible mis párpados. La niebla se desvaneció. Las lucernas se hicieron una: ahora era un punto que pendía en el techo. El corro de mujeres, aplastándose, se fundía en una sola mujer con la sonrisa y la voz de Olga.
– ¿Dónde estamos? -le pregunté.
– En la recepción.
– ¿Dónde?
– ¿Será posible que lo hayas olvidado? En la recepción de la embajada de Hungría. En el "Metropol".
– ¿Y para qué?
– ¡Dios mío! ¡Pero si nos mandaron la invitación al banquete hoy por la mañana! Yo tuve tiempo hasta de ir a la modista. Y tú lo has olvidado todo.
Yo tenía la seguridad de que no nos habían mandado por la mañana ninguna invitación. O ¿quizás por la tarde, cuando regresé de donde Nikodímov? ¿Qué me pasa? ¿Me está fallando de nuevo la memoria?
– ¿Y qué pasó?
– Bueno, como en la sala nos sofocábamos, propusiste salir al aire libre. Vinimos acá, al hall, y empezaste a sentirte mal.
– Qué raro.
– No, no tiene nada de raro. En aquella sala no se puede ni respirar y tú tienes un corazón muy débil. ¿Quieres beber algo?
– No sé.
Olga me parecía verdaderamente extraña con este traje nuevo que veía por primera vez. Pero, ¿a qué hora pudo haber salido de casa, si yo estuve allí todo el tiempo y no lo noté?
– Espera un minuto, te traeré narzán.
Se alejó, desapareciendo tras una puerta. Continué mirando confuso el conocido hall del restaurante. Lo conocía, mas esto no aligeraba mi situación. No podía recordar, cuándo los húngaros nos mandaron los billetes. Además, ¿por qué razón; si yo no era un individuo famoso, ni académico, ni un deportista conocido? Sin embargo, a pesar de esto, Olga lo tomó como algo corriente y lógico, que cae por su propio peso.
Cuando Olga apareció con el narzán, yo aún permanecía parado en el hall. Ella tenía la impresión de desear con vehemencia regresar a la reunión.
– ¿Y qué? ¿Viste personas conocidas?
– Están todos los jefes -repuso ella animada-: Fiódor Ivánovitch, Raisa y hasta el viceministro.
Si yo no conocía a Fiódor Ivánovich y a Raisa, tanto menos al viceministro. Pero sin osar hablar de esto pregunté tan sólo:
– ¿Por qué el viceministro está aquí?
– Fue él quien nos envió la invitación, pues nuestra policlínica es del ministerio. Seguramente sobraban invitaciones.
Olga no trabajaba en la Policlínica de un ministerio sino en una de las tantas policlínicas de la región. Esto lo sabía con exactitud, pues en un tiempo la habían invitado a trabajar en la policlínica de un ministerio, a lo que se negó.
– Olga, vuelve allá -le insinué-. Yo pasearé un poro: respiraré aire fresco.
Salí a la calzada y empecé a fumar. En el asfalto nadaban revolcándose las luces amarillas de los faros. Por mi lado cruzó un trolebús de dos pisos, rojo como los de Londres, de un tipo que nunca había visto por nuestras calles: en su costado, arriba y abajo de la línea de ventanas, un letrero anunciaba: Vea la nueva película francesa "El hijo de Montparnasse". No había oído hablar de esa película. ¿Qué es lo que le pasa a mi memoria? Me olvido de todo.
A lo lejos, a la izquierda del teatro Bolshói. brillaba un cuadrado gigantesco de neón, por el que corrían, en el aire, letras luminosas con noticias: "…Terremoto en la India… Un gruño de médicos especialistas vuela a la India…". Era un periódico luminoso. Y, de nuevo, ignoraba cuándo lo habían instalado.
– ¿Estás tomando el fresco? -me preguntó una voz conocida.
Al darme vuelta, vi a Kliónov, quien había salido del restaurante.
– Sí -le contesté.
– Yo me voy -afirmó-. No puedo beber a causa de mi úlcera. Lo saludé, y es suficiente.
– ¿A quién saludaste?
– A Kemenesh, el que nos invitó… El nuevo agregado de prensa.
Tibor Kemenesh, un estudiante húngaro que hablaba ruso, fue nuestro cicerone en Budapest. Recorrí con él la desconocida ciudad, después que me dieron de alta en el hospital donde estaba convaleciente. Pero, ¿cuándo Kemenesh había sido nombrado agregado de prensa de la embajada húngara en Moscú? ¿Y por qué sólo ahora me enteraba de esto?
– La gente progresa y nosotros nos estancamos, viejo -aseveró Kliónov suspirando-. Estamos siempre en un círculo vicioso.
– A propósito de círculo vicioso. No podremos escribir el artículo -le dije.
– ¿Cuál artículo?
– El artículo sobre Nikodímov y Zargarián.
Kliónov lanzó una carcajada tan fuerte, que los transeúntes se volvieron para vernos.
– ¡Pero qué tipo más original! ¡Ya encontró sobre quién escribir! Viejo, pero si Nikodímov encadenó en su casa de campo una pantera en lugar del perro, y en Moscú lanza a los periodistas a la basura.
– Ya me lo dijiste.
– ¿Cuándo?
– Hoy por la mañana.
Kliónov me tomó por los hombros, mirando mis ojos escrutadoramente.
– ¿Qué bebiste hoy? ¿Tokai o palinka?
– No bebí nada.
– Se nota que bebiste, porque desde el sábado he estado en mi casa de campo, en Zhávoronski, y regresé hoy hacia las cinco de la tarde. Seguramente conversaste conmigo en sueños.
Kliónov me dijo adiós con la mano y se alejó. Y quedé impávido, profundamente conmovido por sus últimas palabras: "Seguramente conversaste conmigo en sueños". No, ahora converso con él en sueños, en un nirvana irreal. De repente, recordé la charla en el laboratorio de Fausto, el sillón con los alambres y las palabras de Zargarián desde las tinieblas: "No se inquiete; ahora empezará a dormir". Posiblemente aquel sillón era una máquina para producir artificialmente los sueños.
Todo sucedía como en la realidad, pero como si la vida real estuviese al revés. No había por qué asombrarse: todo era más simple que lo simple.
Regresé al restaurante; sobre sus mesas, mezclándose con las luces eléctricas, colgaban turbias volutas de humo. Alrededor de la fuente bailaban ensimismadas las parejas. Comencé a buscar a Olga, pero, al no hallarla, me dirigí a una sala colateral y entré en ella. Los restos del entremés, en las largas mesas, evidenciaban que unos minutos antes había habido un convite. Seguramente se servirían a lo europeo: parados alrededor de la mesa con sus platos o congregados junto a las ventanas encortinadas. Ahora los retrasados, buscando postres y bebidas sin tocar, se hartaban. Un individuo muy dueño de sí mismo que estaba sentado en el borde solitario de una de las mesas, giró hacia mí y gritó:
– ¡Ven acá, Serguéi! ¡Acércate! ¡La palinka es estupenda, como en Budapest!
Era Sichuk, quien, según las versiones, había huido al extranjero. Quizás en este sueño tuvo tiempo de regresar a través del espacio-cero, o con la ayuda de una alfombra mágica. Traté de no pensar en esto, pues los milagros ya no me inquietaban; simplemente, me serví de la botella de Sichuk palinka de damasco y bebí. Este sueño, respetuoso de las sensaciones deliciosas de la realidad, comenzó a gustarme.
– Por los amigos y compañeros -exclamó, y bebió.
– ¿Y tú, por qué estás aquí? -le pregunté con diplomacia.
– Por la misma razón que tú. Soy héroe de la liberación de Hungría.
– ¿Tú eres héroe?
– Todos somos héroes -afirmó bebiendo el último trago de la copa, y agregó-: La prueba es que sobrevivimos a la guerra.
– ¿Para después traicionar? -inquirí furibundo.
Sichuk, poniendo la copa en la mesa, se puso en guardia.
– ¿De qué hablas?
Yo, por supuesto, reconocía no sólo mi falta de lógica, sino el absurdo de mis acusaciones en esta situación; pero ya no podía detenerme.
– Te fuiste en el "Ucrania"… como todas las personas. Y con un pasaje soviético… ¡canalla!
– ¿Y cómo lo sabes? -indagó musitando.
– ¿Qué? ¿Que te quedaste?
– No, que yo quería salir y había gestionado el pasaje…
– Si hubieran sabido, no te lo hubiesen dado.
– ¡Pero si no me lo han dado!
Como presidente del Comité Sindical, yo mismo le había arreglado a Sichuk el pasaje: pero en este sueño todo ocurría al revés. ¿Y si fui yo quien viajó en lugar de Sichuk? Yo había insistido en conseguir un pasaje; pero no había sitio. ¿Y si había?
El sueño me lanzó hacia la puerta y avancé hacia ella como un tronco a la deriva. Cuando caminaba hacia la gran sala, alguien, agarrándome por el brazo, inquirió:
– ¡Siéntate, Serguéi! ¿Qué te pasa? ¿Me estás huyendo? -Al mirar el rostro del interrogador, quedé helado, sumido en el terror.
– ¡Siéntate! ¡Siéntate! ¡Y bebamos tokai! No hay otro como él en Europa.
Mis piernas se doblaron, y no me senté, sino que caí en la silla. Unos ojos tristes y conocidos me miraban: los había visto -lo había visto: solamente uno- por última vez en el año 1944, en una carretera cercana al Danubio. Oleg estaba tendido en el suelo, boca arriba, con el rostro cubierto por la sangre eme salía del ojo derecho; en el otro evidenciábase paradójicamente la tristeza y el terror.
Ahora me miraban ambos ojos. Desde el ojo derecho, por la sien, se extendía una cicatriz oblicua y rosada.
– ¿Qué miras? ¿Envejecí?
– Yo recordaba el año 1944, cuando te… te…
– ¿Cuándo qué?
– Cuando te mataron, Oleg.
Me miró y sonrió:
– La bala falló por un milímetro. Quedó tan sólo una cicatriz. Si hubiera pegado un poco más a la izquierda, hubiese sido el fin. Me hubiera quedado sin ojo y sin vida -se sonrió y agregó-: Da risa. En aquel entonces no tenía miedo y ahora sí.
– ¿Miedo a qué?
– A la operación. El casco de la metralla se alojó en un lugar del pecho: es el recuerdo de una herida más. Había vivido con este casco de metralla durante todos los años transcurridos desde aquel día; sin embargo, los médicos me dicen ahora que no debe permanecer más tiempo dentro del pecho y que debo operarme.
Los conocidos ojos de Oleg con sus largas pestañas casi femeninas, sonreían. Su frente estaba despejada y parecía más grande. Por sus mejillas corrían profundas arrugas. Sin embargo, en este rostro inconmensurablemente querido había una cosa ajena y extraña: la marca del tiempo. Así hubiera sido Oleg, caso de haber seguido vivo; pero sólo vivía en el mundo artificial de este sueño. Si Fausto creó este modelo de mundo, es un Dios.
Comencé a dudar: ¿y cuál de los dos mundos es el verdadero? De pronto, me hice una pregunta: ¿y si se daña algo en el laboratorio de Fausto y me quedo aquí para siempre? ¿Lo lamentaría? No sé.
Pellizqué mi mano con fuerza.
– ¿Por qué haces eso? -preguntó Oleg asombrado.
– Pensaba que todo era un sueño.
Oleg sonrió y, lentamente, empezó a desaparecer en la niebla color lila. Era una niebla conocida. Tragándoselo todo, ennegreció.
La voz de Zargarián, desde las tinieblas, preguntó:
– ¿Está vivo?
– Sí, estoy vivo -respondí.
– Levante los brazos. ¿Los movimientos son libres?
Agité los brazos, en la oscuridad.
– Arremánguese y desabróchese el cuello.
Sentí objetos fríos en el pecho y la muñeca.
– No se asuste, es para auscultar su corazón. No hable.
Pero, ¿cómo podía ver en esta oscuridad, en la que no brillaba un solo rayo de luz? Y, sin embargo, veía.
– Todo normal -dijo con voz satisfecha-, a excepción del pulso que se ha acelerado un poco.
– ¿No crees que debemos terminar? -preguntó la voz de Nikodímov en las tinieblas.
– ¿Por qué? Serguéi Nikoláevich tiene unos nervios de acero. Lo haremos soñar de nuevo.
– ¡Ah! Entonces era un sueño -dije como liberado de un gran peso.
– Quién sabe -exclamó Zargarián con malicia- ¿Y si no lo es?
Antes de que pudiese contestarle, la oscuridad me devoró como un mar.
Un haz de luz, surgiendo de las tinieblas, cayó sobre la blanca mesa de operaciones, inundándola.
En ella, cubierto hasta la cintura por una blanca sábana, estaba tendido el cuerpo de un hombre. Su tórax abierto tenía al descubierto los sangrantes tejidos internos y la blancura de las costillas. Los ojos estaban cerrados y el rostro inmóvil y exangüe. Este rostro tenía algo de conocido: las profundas arrugas en las mejillas y la cicatriz oblicua que corría por la sien derecha.
La sonda que sostenía en mis manos estaba hundida en la profunda herida. Yo estaba vestido con una bata y un gorro blanco, en tanto que una máscara de gasa cubría mi boca y mi nariz. Los que me rodeaban vestían igual. No conocía a ninguno de ellos, a excepción de la mujer parada a la cabecera del paciente; su mirada estaba clavada en mis manos como una cuerda rígida e invisible mientras la sonda se hundía en la herida.
De pronto, a mi memoria llegaron los recuerdos de lo sucedido antes: el chirrido displicente de los frenos del automóvil al parar frente a la entrada del hospital; los escalones de granito aún húmedos a causa de la lluvia anterior; la calle conocida, en la que había soñado muy frecuentemente; la reverente sonrisa del guardarropa al atrapar mi abrigo en el aire; el despegue lento del ascensor y la fulgurante blancura de la sala de operaciones, donde me vestí con la bata blanca y me lavé las manos lentamente a despecho de mis deseos. Recordé además cómo empecé esta operación, cómo abrí con el escalpelo el tórax, corté y suturé con la destreza de un profesional. Todo esto cruzó por mi mente a la velocidad de la luz, y desapareció. Ahora, lo había olvidado todo. La agilidad habitual de mis manos se había transformado en un temblor. Y, poseído por un terror inefable, llegué a la conclusión de que, carente de conocimientos médicos, mi acción se convertiría en un asesinato.
Saqué la sonda de la herida y la dejé caer al suelo, produciendo un ruido sordo. En los ojos fijos en mí, por encima de las máscaras de gasa, se insinuaba una sola pregunta: "¿qué sucede?".
Con las piernas temblorosas y blandas, me encaminé hacia la puerta; allí me di vuelta y miré cómo una espalda desconocida ocupaba mi lugar y le pedía a la enfermera con voz de bajo:
– ¡La sonda!
"Huye -me decía el pensamiento-, para que no te vea nadie, y para que no leas más de lo que leíste en aquellos ojos enormemente abiertos, asombrados y acusadores". Sin sentir las piernas, me lancé como un bólido a través del quirófano hacia un espacio ubicado en el ángulo de dos corredores. Había un sillón: caí en él.
"Acabo de matar a Oleg con estas manos" me dije, y, apretando mis sienes con las palmas heladas, empecé a gemir.
– ¿Qué le pasa… Serguéi Nikoláevich? ¿Qué le sucede, mi amigo? -indagó una voz asustada.
Frente a mí había un hombre alto, calvo y vestido de blanco.
– ¿Qué pasó? ¿Cómo quedó la operación?
– No sé -le respondí.
– ¿Cómo es posible?
– Dejé todo… me fui -proferí con trabajo-. Me sentía mal.
– Entonces, ¿quién opera? ¿Asáfiev?
– No sé.
– ¿Cómo?
– ¡Yo no sé nada! ¡No lo conozco! ¿Quién es usted? ¿Cómo se llama? ¿Dónde estoy? ¡Demonios! -grité desaforadamente.
Se quedó petrificado en su sitio; sus ojos, sin comprender nada, me miraban absortos, y, tras unos segundos, echó a correr hacia la puerta por la que yo había salido. Lo seguí con la mirada y me levanté. Al tirar de los faldones traseros de mi bata atada en la espalda, los cordones se rompieron; me limpié las manos con ellos y los lancé al suelo, e hice lo mismo con el gorro.
Por el corredor que se extendía al frente, apareció una muchacha vestida de blanco -médico o enfermera- haciendo ruido por el entarimado con los tacos, y desapareció luego por una de las puertas del pasillo. Maquinalmente, me dirigí en esa dirección, pasando por delante de las puertas blancas que conducían a los gabinetes de los médicos y cuyos nombres estaban escritos en tarjetas cuadradas de plástico. "Doctor Grómov S. N." -leí en una de las tapetas. "Este era mi gabinete”. ¡Qué se le va a hacer! ¡Adentro!
Frente a una gran ventana italiana, detrás de "mi" mesa de escribir, estaba sentado Kliónov, leyendo un periódico.
– ¿Ya? -preguntó parco, pero con inquietud y miedo.
Yo no contesté.
– ¿Vive?
– ¿Y por qué estás aquí? -inquirí en vez de responder.
– ¡Si tú mismo me pediste que te esperara aquí! -exclamó colérico-. ¿Cómo está?
– No sé.
– ¿Por qué no sabes? -preguntó saltando de la silla.
– Me sentí mal… Casi perdí el conocimiento.
– ¿Durante la operación?
– Sí.
– ¿Quién opera, entonces?
– No sé -repuse, tratando de no mirarlo.
– ¿Y por qué estás aquí y no en la sala de operaciones? -censuró gritando.
– Porque no soy cirujano, Kliónov.
– Estás loco -exclamó lanzándose sobre mí y tras golpearme con el hombro, como en una batalla de hockey, siguió como un relámpago hacia el corredor. Estúpidamente, me senté en una silla en el medio de la habitación, sin poder siquiera arrastrarme hasta "mi" propia mesa de escribir.
"No soy cirujano" -le dije a Kliónov-. Pero, ¿cómo pude entonces empezar la operación y conducirla hasta su momento crítico sin despertar sospechas? Posiblemente en los sueños es factible. Y si esto es un sueño, ¿por qué estoy aterrado por lo sucedido? ¿No son, acaso, Oleg, la operación, Kliónov y yo, partículas de este mundo ilusorio de sueños? Sí, lo son. ¿Y si esto no es un sueño, como dijo Zargarián?
El teléfono de la mesa empezó a sonar. Le di la espalda. Sonaba y sonaba intermitentemente. Finalmente, cuando su ruido me fastidió, lo descolgué:
– Serguéi, ¿eres tú? -preguntaron por el auricular-. Bueno, ¿qué noticias?
– ¿Quién habla? -pregunté vociferando.
– No grites. ¿Acaso no me conoces?
– No, no la conozco. ¿Quién es usted?
– Soy yo, Galia.
”Galia está intranquila. Es natural -pensé-. Pero, ¿por qué me llama por teléfono? Debía aguardarme en mí gabinete, como hizo Kliónov".
– ¿Por qué callas? -indagó asombrada-. ¿Pasa algo grave?
– Pues… -balbuceé-, Galia, no te puedo decir nada concreto. Me sentí mal durante la operación y continuó el asistente…
– ¿Asáfiev?
"De nuevo este Asáfiev. Pero, ¿acaso sé yo si es él el asistente? Aunque, ¿no da lo mismo si todo es un sueño?"
– Seguramente era Asáfiev. No lo noté. Todos tenían mascarillas de gasa.
– Pero si no le tienes confianza a Asáfiev. Hoy mismo, por la mañana, dijiste que él era un cirujano de dispensarios.
– ¿Cuándo dije eso?
– Cuando desayunábamos. Antes de que llegara por ti el automóvil.
Tenía la plena convicción de que no había desayunado con Galia. Por la mañana estuve en casa y no tengo ningún automóvil. Empero, ¿para qué discutir si todo esto es un sueño?
– ¿Qué fue lo que te sucedió? -inquirió ella.
– Debilidad. Vértigo. Pérdida de la memoria.
– ¿Y ahora?
– ¿Qué ahora? ¿Estás hablando de Oleg?
– ¡No, no de Oleg, de ti!
Su respuesta me sorprendió: ¿cómo había adquirido tal insensibilidad? Preguntar por mi salud cuando Oleg está tendido en la mesa de operaciones.
– Mi memoria está completamente atrofiada -respondí colérico-. Lo olvidé todo: el lugar donde estuve por la mañana y donde estoy ahora, tu existencia y la mía, y el porqué soy cirujano si tiemblo sólo al mirar el bisturí.
El auricular calló.
– ¿Estás escuchando? -indagué.
– Ahora mismo voy al hospital -dijo resuelta y colgó.
¡Qué venga! ¿No es lo mismo el cuándo, el dónde y el por qué? Si todos los sueños son ilógicos, ¿por qué poseo la facultad de razonar en éste?
Mi resolución de huir, que estaba madurando desde el momento en que abandoné la sala de operaciones, se agigantó. "Dejaré aquí, por educación, una nota y me iré" decidí.
En la primera página de la libreta que descansaba en la mesa encima de unos papeles, leí el siguiente texto tipográfico: "Doctor en Medicina, profesor Grómov Serguéi Nikoláevich".
Esto me trajo a la memoria la hoja de mi libreta, donde mi supuesto Hide escribió aquella nota secreta, misteriosa; pero indicadora, y que resultó ser una llave para la solución del problema. Naturalmente, yo todavía no había resuelto el enigma; sin embargo, la llave ya estaba dentro del candado. ¿Y si no es un sueño? -había dicho Zargarián-. ¿Y si soy para el Doctor en Medicina Grómov S. N. exactamente el mismo invisible agresor que fue para mí Hide? ¿No debería seguir su ejemplo y escribir otra nota indicadora?
Y escribí en la libreta del profesor:
"Somos «gemelos», a pesar de vivir en dos mundos diferentes y quizás en diferentes tiempos. Por desgracia, nuestro «encuentro» ocurrió durante la operación. No pude terminarla, pues en mi mundo tengo otra profesión. Busque, en Moscú, a dos científicos: Nikodímov y Zargarián. Ellos, posiblemente, le podrán explicar lo que le sucedió en el hospital".
Sin releer lo escrito, me dirigí a la puerta con un solo deseo: "adonde sea, pero lejos de esta aventura diabólica a lo Hoffmann". Y, antes de que tuviese tiempo de abrir la puerta, entró Lena. Estaba vestida de blanco con el gorro pero sin mascarilla. Di un paso atrás y, con el mismo temblor en la voz que aquellos que me interrogaron, inquirí:
– Bueno, ¿qué ocurrió?
Casi no había envejecido. Era la misma de hace diez años, cuando la vi por última vez. Sin embargo, aquí yo estaba íntimamente relacionado con esta Lena, pues nos unía una misma profesión.
– Le sacaron el casco de metralla -dijo, pegando a duras penas los labios.
– ¿Y él?
– Va a vivir -respondió, y, después de un momento de silencio, agregó-: ¿Acaso esperabas lo contrario?
– ¡Pero, Lena!
– ¿Por qué lo hiciste?
– Porque ocurrió una desgracia. Perdí la memoria. Olvidé de pronto todo lo que sabía; hasta mis costumbres profesionales. En esas circunstancias, no debía, ni tenía derecho a continuar la operación.
– ¡Estás mintiendo! -exclamó ella, mordiéndose los labios con furia.
– ¡No! No miento.
– ¡Estás mintiendo! ¿Improvisas o lo pensaste de antemano? ¿Piensas que habrá una persona que dé crédito a tus palabras? Exigiré expertos especiales en la investigación.
– ¡Exige! -le respondí suspirando.
– Ya hablé con Kliónov. Escribiremos una carta en el periódico.
– No, no la podrán escribir. No estoy engañando a nadie.
– ¿A nadie? Yo sé muy bien por qué lo hiciste: por celos.
– ¿Celos de quién? -pregunté riendo.
– ¡Hasta te ríes, canalla! -exclamó.
Y, antes de que pudiera agarrar su mano, me golpeó en la cara con tal fuerza, que a duras penas me mantuve de pie.
– Canalla -repitió ella, ahogándose en lágrimas; y en el paroxismo de su cólera, empezó a gritar desenfrenada e histérica-: ¡Asesino! ¡Asesino! ¡Si no hubiera sido por Asáfiev, Oleg hubiese estado ahora muerto! ¡Muerto! ¡Muerto! ¡Muer…!
Una oscuridad súbita cortó sus gritos.
Quedé ciego y sordo, mientras mi cuerpo paralizado caía al piso. No podía moverme, ni sentía nada, sólo el frío de la madera pulida en la sien. Ignoro las horas, minutos, quizá segundos, que se prolongó esta sensación. Perdí la noción del tiempo.
De pronto, la oscuridad se aclaró, como la tinta china en papel watman. Se veía un estrecho corredor, iluminado por una débil lámpara eléctrica, que terminaba bruscamente en una escalerilla escarpada conducente a. la luz diurna.
Permanecí parado, apoyando la cabeza en la pared pulida y agarrado al pasamanos que se extendía a todo lo largo del corredor.
Lena, parada ante mí, me miraba de otro modo, con una compasión incomprensible.
– ¿Te mareaste? -inquirió-. ¿Tienes náuseas?
En realidad estaba mareado y sentía el suelo moverse como un columpio.
– Es por el cabeceo -aclaró ella-. Ya estamos entrando al puerto.
– ¿Adonde? -indagué intrigado.
– Al puerto de Estambul, profesor. Despabílese.
– ¿Qué dices?
Rió. Y yo, como antes, no podía atrapar el recuerdo de lo pasado. Esto era otra metamorfosis diabólica. Pasaba de un sueño a otro. ¡Era una función en colores!
– Salgamos a la cubierta. Allí, al viento, te sentirás mejor. -Diciendo esto, me arrastró consigo, agregando-: Además, miraremos cómo es la ciudad, aunque ya empieza a llover.
La lluvia no caía, sino que pendía en el cielo como una niebla. El panorama de la orilla, a través de la red de agua, parecía una mancha abstracta y amorfa donde fulgían, aislados y nebulosos, los minaretes y cúpulas azul y verde. Sobre nosotros se empujaban las nubes.
– Habrá que ponerse el capote -aseveró frunciendo el entrecejo y tapándose los ojos con la mano para evitar las pequeñas gotas de agua-: Espero que no bajes sin abrigo. ¿En qué camarote estás? ¿En el siete? Bueno, entonces espérame en la escala o en tierra. ¿Bien?
Ahora sabía el número de "mi" camarote. ¡Qué se le va a hacer! Buscaré mi capote. Las travesías por mares y países son siempre curiosas; hasta con lluvia y en sueños.
En el camarote, encontré a Sichuk agitado frente a su litera y metiendo apresuradamente en los bolsillos papeles y paquetes. Al verme, se turbó, y preguntó:
– ¿Está lloviendo?
– Sí -respondí maquinalmente, preguntándome por qué los sueños me hacen tropezar con los mismos personajes-: ¿De qué te estás llenando los bolsillos?
Sichuk se desconcertó:
– No es nada… son souvenires para cambiar… ¡Así que está lloviendo! -musitó bajando la vista-. Qué malo. Nos agruparemos en el montón… sosteniéndonos mutuamente. Pero a pesar de esto, nos podríamos perder…
En este momento, recordé lo que Sichuk había hecho en la vida real en Estambul. En la realidad y no en sueños.
– ¿Cómo se llama nuestro barco? -pregunté curioso.
– ¡Qué! ¿Lo olvidaste? -inquirió a su vez, mirándome intrigado.
– No sé por qué no puedo recordarlo.
– Se llama "Ucrania". ¿Por qué? -indagó inquieto.
Todo coincidía. Este sueño tenía un mes de atraso. Mucho mejor, así podré cambiar el desarrollo de los acontecimientos.
Y, bostezando para darle confianza, repuse:
– Por nada. -Y diplomáticamente propuse-: Mejor no vamos: está lloviendo.
– ¿A dónde no vamos?
– A tierra. Si vas, te harán recorrer bajo la lluvia museos, mezquitas y monumentos. Es aburrido. Sentémonos mejor en el bar y bebamos cerveza.
– ¿Qué te ocurre? -exclamó riéndose-. ¡Estamos atracados en el último puerto extranjero y él quiere sentarse en un bar a beber!
– ¿Por qué el último? Todavía faltan Varna y Constanza. Son ciudades muy bonitas.
– Y democráticas -dijo con sorna.
– ¿Y sólo te gustan las de los países capitalistas?
– Yo pagué el pasaje y haré lo que quiera.
– Traicionarás por treinta monedas como Judas -le dije.
En el "Metropol", también en sueños, hablé sin rodeos con este Sichuk. Sin embargo, disparé al vacío, pues él, de todas maneras, no pudo conseguir el pasaje, ni realizó la travesía. Ahora lo sorprendía in fraganti.
– Sé muy bien lo que te traes entre manos -le dije-. En la primera parada del autobús hablarías con un policía y te irías a la embajada de los Estados Unidos. Sí, ¡no te agites, tranquilízate! Y allí, en la embajada, pedirías asilo político.
En el acto, Sichuk se transformó en una estatua de sal, como la mujer de Lot en la Biblia. Pero su inmovilidad fue efímera. El terror de saber que alguien conocía su más recóndita idea, brilló en sus ojos y desapareció. Como actor era excelente.
– Estás bromeando -dijo con aparente indiferencia, y alargó su mano hacia el capote.
– Sichuk, no estoy bromeando -le advertí.
– ¿Qué significa esto?
– Que conozco tu intención y estoy dispuesto a impedirla.
– Qué interesante. ¿Y cómo? -preguntó con descaro.
– Muy simple. Te quedarás en este camarote hasta que zarpe el barco.
– El hipnotismo no influye en mí, así que, ¡largo de aquí! -gritó con insolencia y empezó a vestirse.
Me senté en el borde de la litera, cerca de la puerta, y envolví mi mano izquierda con el pañuelo.
Como soy zurdo, golpeo con el puño izquierdo, con la tensión de todos los músculos del brazo y el pecho. Cada golpe adquiere la carga complementaria de mi cuerpo. Así me había enseñado Sazhin, campeón de peso pesado de la URSS por los años cuarenta. En aquel entonces yo era muy joven y, con satisfacción, escuchaba sus consejos en la sala de entrenamiento adonde llegaba después del trabajo en la redacción. Allí le enmendaba los errores que cometía en las noticias que escribía: él quería ser periodista, y a cambio me enseñaba "algunos golpes". Él me decía: "Tú no serás un boxeador, naturalmente; estás un poco viejo y, además, te faltan muchas dotes… Pero en cualquier pelea te defenderás bien; sólo cuídate las manos". Sichuk, notando mis movimientos, preguntó:
– ¿Para qué te envuelves la mano con el pañuelo?
– Para no golpearme los nudillos.
– ¿Qué…? ¿Estás bromeando?
– Ya te afirmé, que no estoy bromeando.
– Sólo necesito gritar y…
– No gritarás -le interrumpí-. Te iría peor, pues les contaría todo lo que tramas y, adiós.
– ¿Y quién te creerá?
– Creerán. En todo caso, en cuanto aparezca la duda, pensarán el cómo y el porqué… y no te dejarán bajar a la orilla.
– En ese caso yo también podría decir lo mismo de ti.
– Entonces nos quedaríamos los dos y resolveríamos todo en casa.
Sichuk se sentó frente a mí en su litera. Tenía puesto el capote y el quepi.
– Estás loco. Pero, ¿de dónde se te ha metido en la cabeza que quiero quedarme?
– Lo vi en mis sueños.
– Te estoy preguntando en serio.
– ¿Y qué importancia tiene el saber cómo lo supe? Lo fundamental es que no me equivoco. En tus ojos veo que tengo razón.
– ¡Serguéi, soy un ciudadano soviético!
– Tú eres un canalla. Ya lo sabía en el frente de guerra, pero no te pude desenmascarar a tiempo.
En su cuello aparecieron manchas rojas; los dedos jugaban nerviosamente con los botones del capote, abrochando y desabrochándolos, quizás comprendiendo que su plan, tan meticulosamente calculado, podía frustrarse.
– No gritaré, por supuesto; no haré un escándalo -apuntó con tono lloroso-. Pero te doy mi palabra, que todo lo que piensas es absurdo, un absoluto absurdo.
– ¿Qué tienes en los bolsillos?
– Ya te dije que recuerdos, tarjetas postales, etc.
– ¡Enséñalos!
– ¿Y por qué te los debo enseñar?
– Entonces no los enseñes y acuéstate en la litera.
Se levantó y dio unos pasos hacia la puerta, pero yo me apoyé en ella impidiéndole el paso.
– ¡Déjame salir! -gritó entre dientes y me agarró por los hombros. Era mucho más fuerte que yo, aunque era tanto el miedo que tenía, que no reparaba en ello. Pero ahora se lanzó sobre mí sin titubeos.
– ¡Déjame salir! -gritó de nuevo, tirando de mí hacia sí.
Le golpeé con la rodilla y retrocedió, luego, enconado, arremetió contra mí, tratando de pegarme con la cabeza; pero no lo logró, porque al pegarle en la mandíbula con el puño izquierdo, se tambaleó, desplomándose al suelo entre la litera y el lavabo. De su labio roto brotaba un hilillo colorado. El se lo tocó con los dedos y, al ver la sangre, lanzó un aullido lastimero-: ¡Socorro!
Y se paró en seco.
– ¡Grita! -le dije-. ¡Grita más fuerte, si crees que me aterrarás!
Sus ojos se estrecharon destilando odio.
– De todas maneras, ¡huiré! -balbuceó-. La próxima vez, ¡huiré!
– Ten por lo menos el coraje de decirlo oficialmente, en alta voz. Di ante todos que no te gusta nuestro sistema y mendiga la visa en cualquier embajada. ¿Acaso crees que te detendremos? No, no lo haremos. Te dejaremos ir con satisfacción: no necesitamos basuras.
– Si es así, ¿por qué no me dejas salir ahora?
– Porque lo haces subrepticiamente, con engaños. Porque le juegas una mala jugada a los que creyeron en ti.
Sichuk saltó de su sitio y, enseñando los dientes, se precipitó de nuevo sobre mí: se lanzó, no porque intentara salir del camarote de cualquier manera; sino porque un odio ciego, enfermizo, lo había privado de la razón. Y de nuevo lo golpeé con la rodilla. Después de todo, las lecciones de Sazhin me fueron útiles. Esta vez, él cayó en una de las literas, golpeándose fuertemente en la pared del camarote. Creí que había perdido el conocimiento; mas él, tras moverse un poco, empezó a gemir. Tomé una toalla, la mojé en el lavabo y se la puse en el rostro.
En la puerta se oyeron unos toques. Miré de soslayo a Sichuk: permanecía inmóvil. Le quité el seguro a la puerta y bajé el picaporte… Ante mí estaba un hombre desconocido con el capote empapado.
– ¿Irá usted a tierra, Serguéi Nikoláevich? -preguntó.
– No, no iré -respondí-. Mi compañero se siente mal. Quizás esté mareado. Me quedaré aquí con él.
Sichuk seguía inmóvil; ni levantó la cabeza. El hombre se alejó. Esperé un rato y, cuando sus pasos cesaron en el corredor, advertí a Sichuk:
– Me voy al bar y cerraré la puerta. ¡Perdón!
Cerré la puerta y eché a caminar hacia el bar; pero no llegué, porque otra vez la inesperada niebla me hizo regresar al conocido sillón del casco y los captadores.
Lo primero que escuché, fue el final de una conversación: los interlocutores evidentemente ignoraban mi despertar.
– No, "viajero por el tiempo" es anticuado. Yo diría mejor por la quinta dimensión.
– ¿Y si es por la séptima?
– ¿Cómo está ahora?
– Está sin conocimiento.
– No, ya tiene conciencia nuestra "rana viajera".
– ¿Y el encefalograma?
– Está grabado por completo.
– Ya te dije que era un talento genuino.
– Enchufa el aislador.
– Querrás decir: desenchufa. Pon cero-tres, después, cero-diez. Deja que sus ojos se acostumbren.
La oscuridad se aclaró un poco, como si en algún lugar hubiesen hecho una ranura dejando pasar a través de ella un diminuto rayito de luz. Y comenzaron a surgir los objetos invisibles que me rodeaban. Cada segundo, hacíanse más visibles. Y luego, ante mis ojos, apareció el semblante de Zargarián.
– Ave homo, amici te salutant. ¿Hay que traducir?
– No, no es necesario -repuse.
El laboratorio estaba completamente claro. El casco de cosmonauta se desprendió con facilidad de mi cabeza y voló hacia arriba. El respaldo del sillón me empujó, como incitándome a levantarme. Me levanté. Nikodímov estaba sentado en su sitio de siempre invitándome a la mesa.
– ¿Muchas emociones?
– Muchas. ¿Quiere que se las cuente?
– No, de ninguna manera. Está cansado. Cuéntelo mañana. Ahora necesita descansar y dormir como se debe: sin sueños.
– ¿Lo que vi era un sueño?
– La información mutua la postergaremos hasta mañana -afirmó riendo-. Hoy, ni en su casa cuente nada. Lo importante es dormir y dormir.
– ¿Dormiré? -inquirí dudoso.
– ¡Vaya la pregunta! Después de la cena beba estas tabletas y mañana, de nuevo, nos encontraremos aquí, a las dos. Zargarián lo buscará.
– Yo lo acompañaré hoy también. Iremos a la velocidad del rayo -dijo Zargarián.
– Y no piense, ni recuerde nada. No se emocione -siguió diciendo Nikodímov-. Y a urbi et orbi, ni una palabra. ¿Hay que traducir?
– No, no es necesario.
Manteniendo mi palabra, solo en rasgos generales le relaté a Olga lo sucedido. Por lo demás, por mi parte no tenía ningún deseo de experimentar otra vez, aunque de reflejo, todo lo que había sufrido en los sueños artificiales. Así, ni le pregunté a Olga sobre lo que tenía cierta relación con lo ocurrido en mi nirvana. Sólo a la madrugada, sin poder contenerme, pregunté:
– ¿No has recibido una invitación de la embajada de Hungría?
– No -repuso ella con asombro-: ¿Por qué?
No respondí. Y, tras pensar un rato, le pregunté de nuevo:
– ¿Alguno de tus amigos se llama Fiódor Ivánovich? ¿Y quién es una tal Raisa?
– No sé -repuso ella mucho más asombrada-. Yo no tengo tales amigos. Aunque… espera… Ahora recuerdo. ¿Sabes quién es Fiódor Ivánovich? El director de la policlínica. No, no de la nuestra, sino de la del ministerio donde me invitaron a trabajar. Y Raisa es su mujer. Ella fue quien me propuso el trabajo en la policlínica. ¿Los has conocido en algún lugar?
– Mañana te contaré, porque ahora tengo sueño. Perdóname -le dije y me dormí.
Me desperté tarde, cuando ya Olga había salido al trabajo dejándome el desayuno sobre la mesa con el termo lleno de café. Yo, sin deseos de levantarme, permanecía recostado en la cama rememorando tranquilamente los sucesos del día anterior. Los sueños aparecidos en el laboratorio de Fausto se recordaban con facilidad y con una exactitud asombrosa. No eran sueños, sino una realidad concreta, viva, de la que se recordaban todos los detalles: el papel de la libreta en el gabinete del hospital; el color de los botones en el capote de Sichuk; el ruido de la sonda al caer al suelo y el sabor de la palinka de damasco. Recordé este enredo de Hoffmann y, después de pesar estos y otros factores, llegué a la extraña, pero convincente conclusión de que…
El timbre del teléfono interrumpió mis pensamientos y me hizo levantar de la cama. Era Kliónov quien llamaba, después de enterarse por medio de Zoia de mi encuentro con Zargarián. Tuve que cambiar de táctica:
– ¿Sabes lo que es "tabú"?
– Por supuesto. ¿Por qué?
– Pues Zargarián es "tabú", así como Nikodímov y la telepatía. Todo es "tabú".
– ¿Sí? Entonces, haré jirones mi ropa.
– Hazla jirones. A propósito, ¿tienes una casa de campo en Zhávoronki?
– Pero no en Zhávoronki, sino en Kupavna. Antes me habían propuesto uno de estos dos sitios, y yo elegí a Kupavna.
– Pero, ¿hubieras podido elegir a Zhávoronki?
– Naturalmente que hubiera podido. ¿Y por qué te interesa saber sobre esto?
– Me interesan muchas cosas. Por ejemplo: ¿quién es ahora el agregado de prensa de la embajada de Hungría en Moscú? ¿Kemenesh?
– ¿No tienes encefalitis, por casualidad?
– Estoy preguntando en serio.
– Kemenesh es agregado de prensa de la embajada de Hungría en Belgrado. A Moscú no lo han enviado nunca.
– Pero, ¿lo hubieran podido enviar?
– ¡Ah!, comprendo. Estás escribiendo una tesis sobre el modo subjuntivo.
Quedé pensativo. Kliónov casi había adivinado. Yo tropezaba muchas veces con el modo subjuntivo en mis intentos por desentrañar el enigma que me rodeaba: ¿qué hubiera pasado si… si… Oleg no hubiese muerto cerca del Danubio? ¿si yo me hubiese casado con Galia, en su lugar? ¿si, después de la guerra, hubiera ingresado en la facultad de medicina y no en la periodística? ¿Si Olga hubiese aceptado el trabajo en la policlínica del ministerio? ¿Si Tibor Kemenesh hubiera llegado a Moscú como agregado, en vez de a Belgrado? ¿Si, si… si…? Yo hubiese podido estar en la recepción de la embajada de Hungría, hubiera podido viajar alrededor de Europa en el. barco "Ucrania", hubiese podido ser Doctor en Medicina y operado a Oleg vivo y hubiera hecho otras cosas, sí… De este modo subjuntivo provenían todas las diabluras a lo Hoffmann.
Y aún otro "si". Si lo que vi donde Zargarián no fue un sueño, sino el desarrollo hipotético de la vida. Si el periodista Grómov hubiera podido ser en un tiempo determinado el cirujano Grómov, ¿por qué el cirujano Grómov no hubiese podido ser el periodista Grómov? Lo era cuando estaba en el bulevar de Tverskói: en un instante lleno de nieblas color lila.
En aquel momento Hide irrumpió en el cuerpo de Jekyll desde el sillón muelle de algún laboratorio, ya que posiblemente él tenía también sus Nikodímov y Zargarián.
En este caso, Zargarián, Nikodímov y yo, por igual, participábamos en vidas paralelas, sin puntos de intersección, que se desarrollaban simultáneamente. ¿Y cuántas eran? ¿Dos? ¿Cinco? ¿Seis? ¿Cien? ¿Miles? ¿Y dónde transcurrían estas vidas? ¿En cuál espacio y qué tiempo? Aquí recordé la conversación sostenida entre Galia y Hide sobre la multiplicidad de los mundos. ¿Y si ésta no es una hipótesis fantástica, sino un descubrimiento científico, la solución de uno de los secretos de la materia?
Pero, si el intelecto de los genios se niega a aceptar tales explicaciones, tanto más el mío, carente de entrenamiento en las ciencias exactas. Tan sólo debía quejarme de nuestra limitada cultura humanista: me faltaba cabeza hasta para pensar y meditar sobre el problema que se abría ante mis ojos.
Así, pensativo, me encontró Galia al entrar en mi habitación de paso hacia el trabajo. Ella, informada por Olga de mi visita a Zargarián, no pudo soportar la curiosidad de saber si había encontrado la llave del enigma.
– La encontré -le dije-; pero aún no puedo darle vueltas en la cerradura.
Después, le hablé del sillón en el laboratorio de Fausto y de mis tres "sueños". Ella mantuvo un largo silencio y luego preguntó:
– ¿Y envejeció?
– ¿Quién?
– Oleg.
– ¿Y qué quieres? Ya han pasado veinte años.
Quedó meditabunda. Y en mi mente surgió la duda de que lo personal podría en ella imperar sobre la curiosidad científica; mas, me equivoqué.
– Lo interesante es lo otro -afirmó, y calló; luego agregó-: Me dices que lo viste más viejo, con arrugas y una cicatriz que no existía. Pero, ¡eso es imposible!
– ¿Por qué?
– ¿No has leído a Pávlov? Tú no puedes ver en sueños lo que no has visto en la realidad. Los ciegos de nacimiento no ven sueños. ¿A cuál Oleg conoces? Al niño, al joven. Entonces, ¿de dónde han surgido las arrugas de un hombre de cuarenta años y la cicatriz en la sien?
– ¿Y si esto no es un sueño?
– ¿Acaso tienes la explicación? -quiso saber inquieta.
Al verla creí que ella sospechaba la explicación que me parecía más factible y terrorífica.
– Por ahora -repuse-, sólo intento explicarlo. Todos tratan de confrontar mi historia con los "sueños…" si Hide le hace tal broma a Jekyll, entonces, ¿por qué no pueden trocarse los papeles?
– ¡Bah! Mística.
– ¿No recuerdas tu conversación con Hide sobre la multiplicidad de los mundos? ¿De las vidas y mundos paralelos?
– Eso es absurdo -replicó, tratando de eludir la pregunta.
– Tú, simplemente, no quieres pensar en serio -le reproché-. Es mucho más simple decir: "es absurdo". Así también hablaban sobre la hipótesis de Copérnico.
No intenté abrumarla con la hipótesis de Copérnico; pero la obligué a pensar en mi hipótesis.
– ¿Mundos paralelos? -se preguntó-: ¿Y por qué paralelos?
– Porque no tienen puntos de intersección.
Galia se echó a reír franca y desdeñosamente:
– No escribas libros de ciencia ficción. Para eso no tienes dotes. ¿Mundos sin puntos de intersección? ¿Y Zargarián y Nikodímov encontraron el punto de intersección? ¿La ventana al antimundo?
– ¡Quién sabe! -repuse.
De esto supe sólo dos horas más tarde, en el laboratorio de Fausto.
Entré al laboratorio de Fausto, nervioso, asustado, como en los exámenes. Recordaba una y otra vez los "sueños" -por costumbre, así los llamaba, aunque tenía la plena convicción de que no eran sueños-, y sopesaba cada una de sus circunstancias y detalles, y llegaba a conclusiones.
– ¿Ya lo tiene preparado? -preguntó Zargarián alegre al recibirme.
– ¿Qué?
– El relato, por supuesto.
Me miraba de soslayo, con burla. Y, en el acto, mi desconcierto fue reemplazado por la rabia:
– Su tono no me gusta.
Una larga risa fue su respuesta:
– Desembuche todo lo que no le guste. El grabador aún está desconectado.
– ¿Cuál grabador?
– "Yauza-diez". Tiene un sonido maravillosamente limpio.
No me sentía preparado para esto. Una cosa es hablar simplemente y otra hablar frente a un magnetófono. Me turbé.
– Siéntese y comience -me animó Nikodímov-. Deje, pues, un vestigio en la ciencia. Imagínese que frente a usted hay una linda estenógrafa.
– Pero sin relatos inverosímiles -agregó Zargarián con escarnio-: la cinta es supersensitiva y se apagaría en el acto.
Como un niño, le saqué la lengua: mi embarazo había desaparecido como por arte de magia.
Comencé mi narración, y, mientras más la prolongaba, se hacía más pintoresca. No solamente relataba, sino que, mirando el pasado, aclaraba y comparaba, parangonando la realidad con lo visto, y mis emociones con las imágenes posteriores. La afectada ironía de Zargarián se disipó ipso facto: escuchaba apasionadamente, interrumpiéndome sólo para cambiar el carrete del grabador. Yo resucitaba todo lo vivido en el sillón: el odio de Lena en el hospital; el rostro de Sichuk contraído por la rabia; la sonrisa mortecina de Oleg, en la mesa de operaciones; todo lo que recordaba, lo que me había estremecido y me estremece al grabar en la cinta esos recuerdos vivos.
– O sea, que no ha visto todavía la galería -apuntó Zargarián, meditabundo y acongojado. Ni el camino hacia el lago. ¡Qué pena!
– Espera, Rubén -prorrumpió Nikodímov-. El asunto no está ahí precisamente. Observa cómo las fases son casi idénticas: la misma época, las mismas personas.
– No por completo.
– Existen, por supuesto, desviaciones insignificantes.
– Pero existen.
– Matemáticamente, no existen.
– ¿Y la diferencia en los signos?
– ¿Acaso eso cambia al hombre? Sólo el tiempo, quizás. Si se lograra la fase negativa, posiblemente se realizaría un tiempo de encuentro.
– No estoy convencido. Quizás exista sólo otro sistema de referencia.
– De todas maneras exclamarán: ¡Eso es una ficción! Pero, ¿y dónde dejaremos el raciocinio?
– Si no pecas contra la razón, no lograrás nada en el mundo. ¡¿Sabes quién lo dijo?! Einstein.
La conversación seguía siendo incomprensible para mí. Tosí.
– Perdone -dijo Nikodímov turbado-. Nos apasionamos demasiado. Sus sueños no nos dejan tranquilos.
– ¿Son sueños? -indagué dudoso.
– ¡Ah!, ¿duda? Eso quiere decir que ha pensado en ello. ¿No cree que sería mejor empezar a aclararlo con su explicación?
Recordando la carcajada de Galia y sin temor a escucharla de nuevo, repetí obstinado el mito sobre los Jekyll y Hide que se encuentran en los cursos del espacio-tiempo. En mi relato imperaba el antimundo, la multiplicidad de los mundos y la mística; porque no tenía otra explicación. ¿Y en qué otra cosa podría creer?
Nikodímov ni se rió, sólo preguntó:
– ¿Ha estudiado física?
– Sí, pero apenas un curso elemental -repuse mientras pensaba: "ahora empezará lo terrible". Sin embargo, Nikodímov sólo acarició su barbita y afirmó:
– Buena preparación es ésa. Y con la ayuda de esos conocimientos, ¿cómo se imagina la multiplicidad de los mundos? Digamos, por ejemplo, en las coordenadas cartesianas.
Escrutando mi memoria, encontré la utopía de Wells, donde mister Barnstaple recorre un camino sin doblar hacia los lados. Así se lo relaté a Nikodímov.
– Excelente -apuntó Nikodímov-, empezaremos desde ahí. ¿Con qué compara Wells nuestro espacio tridimensional? Con un libro en el cual cada página es un mundo de dos dimensiones. Siendo así, sería posible suponer la existencia en nuestro espacio multidimensional de mundos vecinos tridimensionales que se desarrollasen paralelos, relativamente, en el tiempo. Esto es según Wells. Cuando él escribió su novela, después de la Primera Guerra Mundial, el genial Dirac era aún muy joven. Dirac logró fama en los años treinta, al exponer su brillante teoría. Usted, naturalmente, se imagina lo que es "el vacío de Dirac".
– Más o menos -afirmé con cautela-. En general no es un vacío, sino algo así como una papilla neutrina-anti-neutrina, como el plankton en el mar.
– Muy metafórico; sin embargo, no deja de tener sentido -aceptó Nikodímov-. Así, este plankton formado por partículas elementales y este gas neutrino-antineutrino, forman como si fuera una línea divisoria entre el mundo con el signo de "más" y el mundo con el signo de "menos". Hay científicos que buscan el antimundo en otras galaxias; yo prefiero buscarlo aquí, junto a nosotros. Y no sólo busco la simetría mundo-antimundo, sino lo infinito de esa simetría. Así como en el ajedrez hay una variedad infinita de combinaciones, aquí también hay una variedad infinita de mundos y antimundos coexistentes. ¿Y cómo me imagino tal coexistencia? ¿Cómo una existencia geométricamente aislada, estable? No, de un modo completamente distinto. De una forma simple, pienso en lo ilimitado de la materia, en la eternidad de su movimiento capaz de crear todos estos mundos por una coordenada desconocida, o más bien, por cierta sucesión de fases…
– Entonces, ¿dónde está el movimiento corriente? -interrumpí perplejo-. Yo también soy una partícula de materia; sin embargo, me muevo en el espacio independientemente de vuestro cuasimovimiento.
– ¿Por qué "cuasi"? Simplemente uno no depende del otro. Usted se mueve en el espacio independientemente de su propio movimiento en el tiempo; envejece por igual, ya en su casa, como en la calle. Pues, esto mismo ocurre aquí. Por ejemplo: en un mundo usted puede viajar en barco, y en otro, al mismo tiempo, puede jugar al ajedrez o comer en su casa. Además, en la repetición ilimitada de mundos, usted puede viajar, trabajar, enfermarse; aunque en otra cantidad incontable de mundos semejantes puede no existir, ya sea a causa de un accidente o por el hecho de que no nació. Espero que me haya comprendido.
– Sí, he comprendido.
– Necesita un ejemplo vivo para comprender, afirmó Zargarián. -Y, mirándome fijamente, agregó-: Imagínese un film. En un cuadro usted vuela en un avión, en otro dispara con una pistola, en otro es matado; en uno crece un árbol y en otro fue cortado; en uno la estatua de Pushkin está en el bulevar de Tverskói y en otro en el centro de la plaza. En una palabra, una vida en cuadros moviéndose, digamos, verticalmente, de abajo hacia arriba y al revés. Ahora, imagínese esta vida en cuadros, pero moviéndose horizontalmente desde cada cuadro, ya sea a la derecha o a la izquierda. He ahí un modelo aproximado de la materia en el espacio multidimensional. ¿Y cuál es la diferencia esencial entre el modelo y el objeto modelado?
No respondí. ¿Para qué adivinar?
– En que no hay cuadros idénticos; pero sí mundos.
– ¿Mundos parecidos?
– No sólo parecidos -prorrumpió Nikodímov-. Aún no conocemos la ley por la cual se mueve la materia en esta dimensión. Tomemos como ejemplo la ley sinusoidal, la más simple, una sinusoide corriente: la variación más ínfima de la curva nos da la correspondiente variación de la función; o sea, otro mundo. Pero dentro de un período obtendremos aquel mismo valor del seno y, en consecuencia, aquel mismo mundo; y así sucesivamente hasta lo infinito.
– ¿Quiere decir, que yo hubiera podido caer en un mundo como el nuestro? ¿Exactamente igual?
– Sí, y no hubiese notado la diferencia -respondió Zargarián.
– ¿Y cómo se explica mi caso en el bulevar?
– Como lo explica usted: Jekyll y Hide.
– ¿O sea, que Grómov llegó de otro mundo?
– Justamente. Posiblemente otros Zargarián y Nikodímov le cambiaron la conciencia a su "gemelo". Esto sucedió lentamente, no al instante. Su conciencia se opuso a la de Hide, luchó -aquí surgió ese dualismo de los primeros momentos-, después se sometió al agresor.
En el transcurso de la conversación, expresé la opinión de que mi desdichado episodio en el hospital fue un cambio de visitas. Nikodímov, dudando, dijo:
– Es posible, pero poco probable. Este era un Grómov parecido en muchos aspectos a su agresor: la misma profesión, el mismo grupo de conocidos, la misma situación familiar…; pero, ya le hablé sobre la posibilidad de identidad…
– Metafóricamente hablando -interrumpió Zargarián-, estuvimos en mundos cuyas fronteras tocan la nuestra, la rozan interiormente. Los llamaremos -convencionalmente por supuesto-: mundos cercanos. Pero son más interesantes aquellos mundos que cruzan el nuestro o que no tienen ningún roce con nuestro mundo. Allá, el tiempo o se atrasó o se adelantó. ¡Y quién sabe cuántos años! -Se detuvo; luego agregó como hablando consigo mismo-: "Tras cualquier abedul conocido desde hace tiempo…, en la oscuridad, surge de pronto lo misterioso, lo ignorado, lo raro y desconocido…"
– No calle, continúe -repuse con malicia, recordando esos mismos versos-: Luego, dice: "…qué triste es el viaje a lo desconocido. No todos llegan allá, a lo ignorado…"
En la mesa empezó a sonar el teléfono.
– No todos… -repitió Nikodímov pensativo-: Nuestro jefe no llegará allá.
El teléfono seguía sonando.
– Hablando de Roma… ¡No te acerques!
– De todas maneras nos encontrará.
El viaje a lo desconocido fue postergado hasta el encuentro de la tarde en el restaurante "Sofía", donde estaba asegurada una libertad completa, lejos de los jefes.
No había nadie para conversar sobre lo ocurrido. Olga se retrasaba en la policlínica y Galia todavía no llamaba. A Kliónov, por su insoportable didáctica, lo evitaba cautelosamente. A causa de esto, huí también de las reuniones de la redacción.
Vagaba por la ciudad, para no llegar demasiado temprano al restaurante y esperar tontamente frente a su entrada. Me senté frente a la estatua de Pushkin esforzándome en concentrar mis pensamientos; pero lo oído por la mañana era tan nuevo y asombroso, que no podía meditar. Al fin, mi pensamiento empezó a valorar mi encuentro con los científicos: ¿qué encuentro era éste? ¿un éxito para un periodista o una amenaza para su vida, amenaza que encierra lo incógnito? Creí que era un éxito o, más bien, una suerte para un periodista. Si los conejos de experimentación pudieran razonar, seguramente se enorgullecerían de su contacto con los científicos. Me enorgullecía también yo. Yo había leído que los científicos se dividen en dos clases: románticos y clásicos. Clásicos son aquellos quienes desarrollan lo nuevo en base a lo viejo que ha sido afirmado y corroborado por la ciencia. Los románticos son los soñadores: los que se interesan por las ramas cercanas y lejanas del conocimiento. Desarrollan lo nuevo, no sólo con la ayuda de lo viejo; sino, frecuentemente, con la ayuda de asociaciones completamente inesperadas. Mi admiración por este último tipo de científicos, la expresé en el artículo que publiqué en una revista. Sólo los románticos son capaces de pecar contra la razón así, tan brillante e irrazonablemente. Y confieso que quisiera seguir tomando parte en este pecado.
Tales fueron los pensamientos que me acompañaron hasta la cita, a la que llegué un poco retrasado. En la puerta del restaurante me esperaban ya, el sonriente Zargarián y el modesto Nikodímov, opacado ante él, con un saco severo y pasado de moda. A Nikodímov le hubiese quedado muy bien el cuello alto almidonado que usaban a principios de siglo, pues poseía una severidad antiquísima. Por el contrario, Zargarián era sin lugar a dudas irresistible con su traje de dacron y su corbata juvenil.
Entramos y nos sentamos en una mesa solitaria que ocupaba un ángulo de la sala.
Después de comer, Zargarián, vertiendo coñac en las copas, dijo:
– Mi primer brindis será por los encuentros casuales.
– ¿Por qué casuales? -inquirí.
– Usted no puede imaginarse el papel que juega en mi vida la casualidad. Casualmente conocí a Zoia y, por casualidad, por medio de ella, a usted. Hasta a Pável Nikodímov lo conocí de modo ocasional. Sucedió hace años, cuando leí un día su artículo sobre la concentración de biopolos sub-cuánticos, en el "Boletín de la Academia de Ciencias". Resultó ser, que nos acercábamos al mismo problema por diferentes caminos.
Recordé las palabras de Kliónov, las cuales afirmaban que ambos trabajaban en diferentes ramas de la ciencia. Quise preguntárselo, mas Zargarián, como comprendiendo mi pensamiento, agregó riendo:
– ¡Qué extraña unión de física y neurofisiologia!
– ¿Acaso lee el pensamiento? -pregunté inquieto.
– ¿Y por qué no? Soy telépata. He estudiado profundamente mi especialidad; sin embargo, lo que más me atrae son los sueños. ¿Por qué vemos en los sueños, frecuentemente, aquello que no hemos visto en la realidad? ¿Cómo podríamos vincular este hecho con la doctrina de Pávlov, la que afirma que el sueño es un reflejo de la realidad? ¿Qué excitaciones ejercen influencia, en estos casos, sobre las células del cerebro? ¿Acaso las habituales: táctiles, sonoras, visuales, olorosas y auditivas? Si no es así, entonces debe existir una nueva variedad de excitación, desconocida hasta ahora…
En este momento comprendí, por qué mis sueños le habían llamado la atención: no eran reflejos de la realidad. Tales sueños eran vistos por muchas personas; pero les faltaba estabilidad: se olvidaban, se volatilizaban en la conciencia -como dijo Zargarián-, y, principalmente, no se repetían…
– Razonaba de este modo -continuó él-: según Pávlov. los sueños reflejan la realidad; mas si la persona sometida a prueba no la ha visto, entonces la ha visto otro. ¿Pero quién? ¿Y quién? ¿Y de qué modo lo visto por otro se graba en su conciencia?
Aquí le interrumpí:
– ¿Entonces la galería, la calle y el camino hacia el lago con los que soñé, son sueños ajenos?
– Sin lugar a dudas.
– ¿De quién?
– En aquellos años aún lo desconocía. Tenía la suposición de que era a causa de una transmisión hipnótica. Pero, el hipnotismo no existe de un modo fortuito, mágico, sino que es producto de una relación entre individuos, siempre dirigida del hipnotizador al hipnotizado. Sin embargo, en algunos casos no es así. Hice conjeturas sobre la transmisión telepática -en parapsicología, llamamos inductor al cerebro transmisor de señales y perceptor al que las recibe-, y, no pude encontrar al inductor. Como ejemplo característico están sus sueños estables. ¿Quién se los transmitió? ¿De dónde? Usted se perdía en suposiciones y conjeturas. Asimismo me perdía yo, inclinado a creer en otras existencias del hombre, en otra fase, quizás en otro mundo. Pero como todo esto era mística, me encontré ante una puerta cerrada. Me la abrió Pável Nikítich, o, más bien, su artículo. Cuando lo leí, exclamé: "Sésamo ábrete". ¿No fue así, Pável Nikítich?
– Casi -afirmó Nikodímov bondadosamente-. Es una pena que hayas omitido los detalles más pintorescos. Sésamo no se abrió tan fácilmente. ¡Cuánto sufrí viviendo como un lobo y en desarmonía con la gente! Mi asistente -después huyó cuando empezaron a presionarnos- te tomó por loco. Recuerdo que hasta llamó por teléfono al psiquiatra. Sin embargo, ni esto te detuvo. Así comenzó nuestra colaboración, a partir de un encuentro casual. Por esto apoyo tu brindis.
– ¿Y qué pasó después? -inquirí-: De la idea a la prueba experimental hay un largo trecho.
– Por ese trecho nos deslizamos lentamente. La idea matemática nos condujo a la física de los campos. Y empezamos desde las corrientes biológicas, ya que las corrientes biológicas del cerebro no son más que campos electromagnéticos que surgen en sus células nerviosas. En las radiaciones de estas corrientes biológicas, se forma un campo de energía único: la conciencia y la subconsciencia. Tomaremos ahora su propia analogía. Los campos de Jekyll y Hide son semejantes, pero incompatibles o, como decimos, antipáticos. Mientras usted está en vela, mientras su cerebro está ocupado, la antipatía de los campos permanece constante y sin cambio; pero en cuanto usted se duerme, el cuadro cambia, la antipatía se debilita y los campos de los "gemelos" se encuentran mutuamente y su sueño repite involuntariamente lo visto por la otra persona. Y para que Jekyll pueda transformarse en Hide se necesita una completa unión de los campos, posible sólo en caso de una actividad excepcional del campo inductor. Y he aquí que, esta actividad excepcional, la hemos encontrado en usted.
Aunque mi mente no podía comprender todas las ideas de Nikodímov, las escuchaba embelesado. Algunas veces me perdía en su laberinto diabólico de campos "gemelos", frecuencias y ritmos; pero, haciendo un gran esfuerzo, atrapaba el hilo de la conversación, obteniendo como resultado un discurso roto por puntos suspensivos.
– …por los experimentos, hemos llegado a la conclusión de que cuando existe una transmisión recíproca de campos, se activan las ondas de frecuencias mucho más amplias que el habitual ritmo alfa. Esta nueva clase de frecuencia la llamamos ritmo kappa. Y mientras más grande es la frecuencia de las ondas kappa más claro es el sueño captado por el receptor durmiente. En consecuencia, no era difícil ya deducir cierto desarrollo conforme a una ley: la superposición completa de los campos está relacionada con el aumento brusco de las frecuencias. Así surgió el transformador de corriente biológica. Creando una corriente dirigida de irradiación, nosotros mezclamos su conciencia con la conciencia idéntica a ella encontrada tras los limites de nuestro mundo tridimensional. Como es natural, estamos en la primera etapa del camino. El movimiento del campo por la sucesión de fases, hasta ahora es caótico, y carecemos del poder de dirigirlo, por lo tanto no podemos señalar con exactitud dónde usted volvería en sí: en el presente, el pasado o en el futuro. Son necesarias decenas de pruebas más…
– Estoy a su disposición -lo interrumpí.
Nikodímov no respondió.
La voz ronca e infantil de un cantante, rodaba por el sonoro salón, sobre las cabezas hirsutas o calvas de los clientes, sobre los cristales ennegrecidos de vino; sorprendía por su fuerza y limpieza de sentimiento, en este restaurante lleno de humo.
– Como el tema de la canción -dijo Zargarián, obligándome a prestarle atención a la letra de la melodía.
"Tú eres mi destino -cantaba el joven-, tú eres mi felicidad…"
– Usted es nuestro destino -repitió Zargarián, serio y con solemnidad-, y quizás nuestra felicidad.
Turbado, desvié la vista hacia otro lado. Ser la felicidad o el destino de alguien, es sin lugar a dudas agradable.
Nikodímov, en el acto, atrapó mi movimiento nervioso y el pensamiento vanidoso que se ocultaba detrás de él:
– Pero, posiblemente también nosotros seamos su destino. No debe olvidar que sabrá mucho más aún y, ante todo, de sí mismo, pues usted es sólo una parte de la materia viva que es "usted" en el eterno y complicado espacio-tiempo. En una palabra, repito la sentencia de los antiguos romanos: nosce te ipsum (conócete a ti mismo).
Estaba preparado para conocerme a mí mismo en todo el conjunto de dimensiones, fases y coordenadas; pero no le comuniqué a Olga esta resolución, sino que en pocas palabras la informé sobre la conversación con los científicos, prometiendo relatarle todo con más detalles al día siguiente. Era el día de su cumpleaños. Ese día, por lo general, lo festejábamos a solas; mas esta vez invité a Galia y Kliónov. Quise convidar a Nikodímov y Zargarián, a los culpables de que apareciera en mi vida lo inesperado -si no lo maravilloso-, hasta hice alusión al cumpleaños cuando todavía estábamos sentados en el restaurante; mas Nikodímov se mostró frío al escuchar mis palabras, porque no comprendió o por estar distraído. Zargarián, al notar mis intenciones, musitó: "Déjalo, de todas maneras no irá; es huraño; él mismo lo reconoce. Yo, en cuanto pueda escaparme, iré, pues no hemos terminado nuestra conversación sobre el autoconocimiento, ¿eh? Debo advertirle que posiblemente me retrase, así que no se desespere".
El día del cumpleaños de Olga, y en presencia de Galia y Kliónov, relaté lo vivido durante la prueba en el sillón, así como la conversación posterior sostenida con los científicos. Este relato provocó en ellos un delirio maniático. Kliónov, indeciso, carraspeó.
Galia, ruborizada, y excitada, exclamó:
– ¡Yo no creo eso!
– ¿Qué no crees?
– No creo nada. Eso es un disparate. Te están engañando simplemente.
– Bueno, ¿y para qué lo harían? -prorrumpió Kliónov-. ¿Con qué objeto? Sabemos que Zargarián y Nikodímov son individuos muy serios. No andan detrás de la propaganda. Por lo demás, tampoco son hombres capaces de lanzar ideas cuasicientíficas.
– Todo lo nuevo en las ciencias, todos los descubrimientos, nacen de la experiencia del pasado -afirmó Galia con calor-: ¿Y dónde ves tú aquí la experiencia?
– Lo nuevo frecuentemente refuta lo viejo.
– Existen diferentes clases de refutaciones.
– Exacto, estoy de acuerdo. Pero, ni a Einstein le creían: "¡No faltaba más! ¡Refutar a Newton!"
Olga, obstinada en permanecer callada, no intervenía en la discusión, hasta que Galia le llamó la atención:
– ¿Y tú, por qué callas?
– Por miedo.
– ¿Miedo a qué?
– Ustedes discuten sobre concepciones abstractas; sin embargo, Serguéi tomó parte directa en el experimento. Y, por lo que sé, no se detendrá ahí. Y si es verdad todo lo que cuenta, es poco probable que el cerebro de una persona corriente lo soporte.
– ¿Y tú estás convencida de que soy una persona corriente? -inquirí bromeando.
No contestó. Galia y Kliónov retomaron la conversación. Me vi obligado a responder decenas de preguntas, repitiendo una y otra vez mi relato sobre lo sucedido en el laboratorio de Fausto.
– Si Nikodímov prueba su hipótesis -dijo Galia vencida-, hará una revolución en la física. Si la prueba, naturalmente -agregó con testarudez-, pues el experimento de Serguéi no es aún una prueba convincente.
– A mí me interesa otra cosa -dijo Kliónov, pensativo-. Si a priori tomáramos como verdadera la hipótesis, entonces surgiría la pregunta no menos importante: ¿cómo se desarrolla la vida en cada fase espacial? ¿Por qué estas fases son semejantes? Yo no hablo de su aspecto físico, sino social. ¿Por qué en cada transformación de Serguéi, Moscú es el Moscú actual, o de la postguerra, y no de Rusia zarista? Porque si la hipótesis de Nikodímov resulta verdadera, ustedes comprenderán, que lo primero que preguntarían en el occidente, históricos, políticos, sacerdotes y periodistas, sería: ¿Es o no es obligatoria la semejanza social en todos los mundos? ¿Es o no obligatorio un desarrollo histórico idéntico?
– Nikodímov habló sobre mundos con otros tiempos, y, quizás con tiempos contrarios. Teóricamente, se podría caer en el período de neanderthal o en el del primer cohete terrestre interestelar. No hablo de eso -objetó Kliónov-. Por más genial que sea el descubrimiento hecho por Zargarián y Nikodímov, no puede dejar pasar por alto la importancia del aspecto social de cada mundo. Para la ciencia marxista todo es claro: la semejanza física presupone semejanza social. En todas partes, el desarrollo de las fuerzas productivas determina el carácter de las relaciones de producción. ¿Te imaginas qué dirían los apologistas de las personalidades y casualidades? Siendo así, los bárbaros no hubiesen llegado a Roma, ni los tártaros a Kalka. Washington pudo haber perdido la Guerra de Independencia en EE.UU., y Napoleón ganar la batalla de Waterloo. Lutero pudo no haber sido quien encabezó la Reforma, y Einstein no hubiese descubierto la teoría de la relatividad. Este desarrollo histórico dependiente de la casualidad, ha sido llevado por Bradbury hasta el absurdo. Un viajero en el tiempo, por casualidad, aplasta una mariposa en el período antediluviano y esto es suficiente como para que cambie el cuadro de las elecciones presidenciales en EE.UU.; en vez del progresista y radical, es elegido un fascista y oscurantista. Nosotros sabemos que a Goldwater no lo hubiesen elegido de todas maneras, aun si hubieran aplastado a todos los dinosaurios de la era proterozoica. Y si Napoleón hubiera triunfado en Waterloo, lo hubiesen derrotado en cualquier otro sitio. Y en lugar de Lutero, otro hubiese encabezado la Reforma. Y si no hubiese existido Einstein, otro de todas maneras hubiera descubierto la teoría de la Relatividad. Hace más de cien años, Belinski, aún sin llegar hasta el materialismo histórico, escribió: "En la naturaleza y en la historia, domina una necesidad interna, severa e irrevocable, y no la ciega casualidad".
Kliónov hablaba con el tono sentencioso de un conferenciante, lo cual me enfureció, y, por contradecirle, pregunté:
– Bueno, imagínate que en uno de los mundos vecinos no existió Hitler. No nació. ¿Hubiera habido guerra o no?
– ¿Tú mismo no te puedes contestar? ¿Y Göering, Goebbels, Keitel? A cualquiera de ellos los grandes financistas le hubiesen dado la batuta de director. Ya veo tu gran misión histórica, Serguéi. No te rías; es justamente una gran misión. No sólo demostrar la hipótesis de Nikodímov, sino fortalecer la posición de la concepción marxista de la historia de que la lucha de clases ha determinado y determina siempre el desarrollo de la sociedad, en todos los lugares, ya sea aquí como en todas las fases.
Y cuando la conversación se hubo transformado en una discusión rabiosa y testaruda, llegó Zargarián con un ramo de flores.
Atrapó el hilo de la conversación, contó quiénes posiblemente obtendrían el premio Nobel, habló de su reciente viaje a Londres; cruzó palabras con Galia sobre el futuro de la técnica del láser y con Olga sobre el papel del hipnotismo en pediatría y encomió un artículo de Kliónov en la revista "Ciencia y Vida". En diez minutos, su elocuencia y erudición subyugaron a Galia y Olga, transformando el tono sentencioso de Kliónov en la atención respetuosa del estudiante. Sin embargo, según me pareció, él tenía el propósito deliberado de llevar la conversación por un camino lejano a nuestro experimento, porque no hablaba de él, ni de mi participación. Y cuando el reloj marcó las once de la noche, comprendiendo mi mirada perpleja, me dijo con su sonrisa habitual:
– Sé muy bien, en qué está pensando: "¿por qué Zargarián calla lo del experimento?" ¿Adiviné? Bueno, callé porque no quería irme rápido a casa. Si hubiesen escuchado lo que les diré, no hubiera habido más conversación. ¿Está intrigado? -inquirió riendo-. Todo es muy claro. Mañana deseamos realizar otro experimento y deseamos su participación. "
– Estoy a su disposición -le dije.
– No se apresure -rogó con una voz seria, quizás inquieta-. La nueva prueba es mucho más larga que las anteriores. Quizás se prolongue por unas horas, quizás un día… En segundo lugar, la prueba está calculada para fases más lejanas. Digo "lejanas", para que sea comprensible. No se trata de distancia, pues ésta no podemos determinarla, ni su concepto tiene significación para la actividad de las corrientes biológicas, sino de otra cosa desconocida aún. Como sabemos, la difusión de la radiación, en nuestro caso, es casi instantánea, no dependiendo ni de la situación espacial de las fases, ni del signo del campo. Y le debo advertir, Serguéi Nikolaévich, que ignoramos hasta qué punto arriesga su vida.
Olga quedó en silencio, aterrada.
Galia, inquieta, preguntó:
– ¿Entonces, es peligroso?
– Me es difícil responder con certeza a su pregunta -repuso Zargarián, por lo visto, sin tratar de ocultar nada-: Si la puntería fallara, nuestro convertidor podría perder el control sobre el biocampo superpuesto. Ignoramos cuáles serían las consecuencias para el sujeto de experimentación. Ahora, imagínense otra cosa; en este mundo él está inconsciente, en el otro su conciencia la posee otro, digamos, que vuela en un avión. ¿Qué sucedería con su conciencia en caso de una catástrofe? Esto lo desconocemos. Desconocemos si el convertidor tendría tiempo para reconectar el biocampo, si se apagaría, o si, simplemente, morirían dos personas: en este mundo y en el otro.
A Zargarián le respondió el silencio, un silencio sepulcral.
Se levantó y dijo:
– Ya le había dicho que, después de mi declaración la conversación mundana hubiera desaparecido. Decida libremente, Serguéi Nikoláevich. Vendré por usted mañana y con respeto lo escucharé, aunque se niegue a tomar parte en nuestros trabajos.
Los acompañamos en silencio; y en silencio regresamos a la habitación. Galia, tras el largo silencio que flotaba en el ámbito, me preguntó a la cara:
– ¿Estás esperando mi consejo?
Silenciosamente, me encogí de hombros: "¿qué significación podría tener su «sí» o su «no»?"
Y agregó:
– Ya creo en este delirio. ¡Imagínate! Si yo hubiera servido para esto y me lo hubiesen propuesto, como a ti… no pensaría mucho en la respuesta. En cuanto al consejo… ¡Bah! Que Olga te aconseje.
– Yo no te voy a disuadir, Serguéi -dijo Olga-. Decídelo tú mismo.
Yo seguía en silencio, sin apartar la vista de la copa vacía y esperando las palabras de Kliónov.
– Es interesante -dijo, sin dirigirse a nadie-. ¿Meditó durante mucho tiempo Gagarin cuando le propusieron viajar al cosmos?