La carretera serpenteaba, descendia y se encumbraba a lo largo de las estribaciones de las colinas: una dispersion de luces hacia el noroeste y una alfombra luminosa hacia el sur. Desde ese sitio los tres muelles parecian muy lejanos, delgados lapices de luz apoyados en un cojin de terciopelo negro. Habia niebla en los canones y olia a hierbas silvestres, pero no se veia bruma en el terreno elevado entre las gargantas.
Pase frente a una pequena y oscura gasolinera que por la noche cerraba, descendi por otro canon ancho y subi a lo largo de un kilometro de alambrada que rodeaba una finca invisible.
Las casas dispersas quedaron aun mas espaciadas en las colinas y percibi un penetrante olor a mar. Gire a la izquierda despues de una casa con un blanco torreon redondo y conduje entre las unicas luces que habia en varios kilometros a la redonda hasta un edificio de estuco que colgaba de una punta situada sobre la carretera de la costa. La luz se filtraba desde las ventanas con cortinas, a lo largo de la columnata de estuco con arcos y brillaba debil en un nutrido grupo de coches estacionados en diagonal alrededor del jardin ovalado.
Se trataba del Club Conried. No sabia exactamente que haria alli, pero me parecio que debia visitarlo. El doctor Austrian seguia deambulando por barrios desconocidos y visitaba pacientes anonimos. En el servicio medico de urgencias me informaron que solia llamar alrededor de las once. Eran las diez y cuarto.
Estacione y cruce la columnata. Un negro de metro ochenta, con uniforme de mariscal de campo digno de una opera bufa sudamericana, abrio la mitad de una ancha puerta enrejada y dijo:
– Senor, su tarjeta, por favor.
Deje caer un dolar en la palma de su mano color lila. Enormes nudillos de ebano rodearon el billete como una linea de arrastre sobre un cubo de guijarros. Con la otra mano me quito una pelusa de la hombrera izquierda y coloco una placa de metal detras del panuelo que adornaba el bolsillo de mi chaqueta.
– El nuevo jefe de planta es muy estricto -susurro-. Gracias, senor.
– Querra decir cabron -espete y pase a su lado. El vestibulo, al que llamaban foyer, parecia un decorado de la MGM que representaba un club nocturno de las melodias de Broadway de 1890. Gracias a la iluminacion artificial, parecia haber costado un millon de dolares y ocupaba el mismo espacio que un campo de polo. La alfombra no me hizo cosquillas en los tobillos. En el fondo vi una pasarela de cromo semejante a la de un barco, que subia hasta la entrada del comedor. En lo alto, el jefe de camareros, un italiano gordinflon, estaba en pie con la sonrisa forzada, una tira de raso de cinco centimetros en los pantalones y unas cuantas cartas de restaurante doradas bajo el brazo.
Habia una escalera de arcos caprichosos y con la barandilla como los barrotes de un trineo pintado con esmalte blanco. Sin duda subia hasta las salas de juego de la primera planta. El techo incluia estrellas que centelleaban. Al lado de la entrada al bar, oscuro y ligeramente morado corno una pesadilla apenas recordada, se alzaba un inmenso espejo dorado empotrado en un tunel blanco y coronado por un tocado egipcio. Delante, una mujer vestida de verde acicalaba su cabellera rubia metalizada. El escote de la espalda de su vestido de noche era tan marcado que lucia un lunar negro en los musculos lumbares, aproximadamente tres centimetros por debajo de donde habria tenido la cinturilla de las bragas, si las hubiera llevado.
Una recepcionista con traje de pantalon color melocoton y pequenos dragones negros se acerco a coger mi sombrero y a mirar mi vestimenta con expresion desaprobadora. Tenia los Chandler, Raymond Tristezas de Bay City – 19 – ojos tan negros, brillantes e inexpresivos como las punteras de los zapatos de charol. Le di veinticinco centavos y conserve el sombrero. Una cigarrera cuya bandeja tenia el tamano de una bombonera de tres kilos se contoneo por la pasarela. Llevaba plumas en el pelo, ropa suficiente para esconderse detras de un sello de correos y tenia una larga, hermosa y desnuda pierna pintada en dorada y la otra en plateado. Denotaba la actitud fria y desdenosa de una mujer que tiene tantos compromisos que ha de pensarselo dos veces antes de aceptar un encuentro imprevisto con un maraja que se presenta con una cesta de rubies bajo el brazo.
Ingrese en el suave crepusculo morado del bar. Los vasos tintineaban delicadamente. Se oian voces apagadas, acordes en el piano del rincon y a un tenor de la acera de enfrente que cantaba «My Little Buckeroo» con la misma intimidad con la que un barman prepara un coctel. Gradualmente llegue a ver en medio de esa luz mortecina. El bar estaba bastante concurrido, pero no llegaba a estar apinado. Un hombre rio desafinado y el pianista manifesto su malestar haciendo un recorrido por el teclado con el pulgar, al estilo de Eddie Duchin.
Divise una mesa vacia, me acerque y me sente contra la pared acolchada. Mis ojos se adaptaron aun mas a la luz. Incluso vi al cantante. Tenia el pelo rojo, ondulado y parecia tenido con alhena. La chica situada en la mesa contigua a la mia tambien era pelirroja.
Llevaba los cabellos con raya al medio y peinados para atras, como si los detestara. Sus ojos eran grandes, oscuros y de expresion famelica; tenia rasgos toscos y no iba maquillada, con excepcion del pintalabios que brillaba como un letrero de neon. Su traje de calle era de hombreras demasiado anchas y solapas excesivamente llamativas. El jersey naranja protegia su cuello y lucia una pluma negra y naranja en su sombrero a lo Robin Hood, encajado en la coronilla. Me sonrio y vi que sus dientes eran tan delgados y afilados como los de un Papa Noel pauperrimo. No le devolvi la sonrisa.
La chica vacio el vaso y lo agito sobre la mesa. Un camarero de bonita chaqueta surgio de la nada y se detuvo delante de mi.
– Escoces con soda -espeto la chica. Hablo con tono tajante y seco, con un deje aguardentoso.
El camarero la miro, apenas movio la barbilla y volvio a observarme. Dije:
– Bacardi con granadina.
El camarero se retiro y la chica dijo:
– Chico, esa mezcla te dara nauseas -ni la mire-. Parece que no quieres jugar -anadio sin darle demasiada importancia. Encendi un cigarrillo e hice una «o» en el suave ambiente purpura-. Que te den por saco. Puedo ligarme a una docena de gorilas como tu en cada manzana de Hollywood Boulevard.?Hollywood Boulevard y un cuerno! Hay un monton de jugadores sin trabajo y de rubias con cara de pescado que intentan quitarse la mona de encima. -?Quien dijo algo de Hollywood Boulevard? -pregunte.
– Tu. Solo un tio de Hollywood Boulevard no le habla a una chica que acaba de insultarlo cortesmente.
El hombre y la chica sentados en una mesa cercana se volvieron y nos miraron. El sujeto me dirigio una sonrisa fugaz y solidaria.
– Tambien va por ti -dijo la chica.
– Todavia no me has insultado.
– Porque la naturaleza se me adelanto, guaperas.
El camarero regreso con las bebidas. Me sirvio primero a mi. La chica comento a voz en cuello:
– Parece que no esta acostumbrado a servir a las damas.
El camarero dejo sobre la mesa su escoces con soda y replico con tono gelido:
– Disculpe, senora.
– Perdonado. Venga cuando quiera y le hare la manicura, siempre que alguien me preste una azada. Mi amigo paga esta ronda.
El camarero me miro. Le entregue un billete y levante el hombro derecho. Me dio la Chandler, Raymond Tristezas de Bay City – 20 – vuelta, acepto la propina y se perdio entre las mesas.
La chica cogio el vaso y se reunio conmigo. Apoyo los codos sobre la mesa y la barbilla en las manos.
– Vaya, vaya, un manirroto -comento-. Creia que ya no los fabricaban.?Que tal te caigo?
– Me lo estoy pensando -replique-. Baja la voz o te echaran.
– Lo dudo. No creo que me echen a menos que rompa algun espejo. Ademas, el jefe y yo estamos asi -levanto dos dedos pegados-. Mejor dicho, lo estariamos si lograra dar con el – rio metalicamente y bebio un sorbo-.?Donde te he visto antes?
– Practicamente en cualquier parte. -?Donde me has visto?
– En cientos de locales.
– Si, tienes razon -reconocio-. Ya no es posible mantener la individualidad.
– No se recupera dandole al trago -dije. -?Y un cuerno! Podria hablarte de un monton de capitostes que se van a la cama con una botella en cada mano. Y a los que hay que meterles una endovenosa para que no se despierten aullando. -?De veras? -pregunte-.?Gente del cine?
– Si. Trabajo con un tio que les pincha el brazo…, por diez pavos la endovenosa. A veces pagan veinticinco o cincuenta.
– Parece un buen negocio.
– Si dura.?Crees que durara?
– Cuando te echen de aqui puedes trasladarte a Palms Springs. -?Quien echara a quien de donde? -quiso saber la chica.
– No lo se.?De que hablabamos?
Era pelirroja. Aunque no se trataba de una beldad, curvas no le faltaban. Y trabajaba con un tipo que daba endovenosas. Me humedeci los labios.
Un hombre moreno y corpulento franqueo la entrada, se detuvo al lado de la puerta y espero a que sus ojos se adaptaran a la luz. Sin prisas paseo la mirada por el local. Su vista viajo hasta la mesa en la que me encontraba. Echo hacia adelante su corpachon y avanzo hacia nosotros.
– Vaya, vaya -dijo la chica-. Es el gorila.?Puedes ocuparte de el?
No respondi. La chica acaricio su mejilla con una mano fuerte y palida y me miro de reojo.
El pianista interpreto algunos acordes y se puso a cantar «We Can Still Dream, Can't We?».
El hombre moreno y corpulento se detuvo y poso la mano en la silla situada frente a mi.
Aparto la mirada de la chica y me sonrio. Era ella a quien buscaba. Habia cruzado la sala para estar cerca de ella. A partir de ese momento se dedico a mirarme. Tenia el pelo liso, oscuro y brillante, los ojos friamente grises, cejas que parecian dibujadas, bonita boca de actor y la nariz partida, aunque bien arreglada. Hablo sin mover los labios. -?Lo he visto alguna vez o me falla la memoria?
– No lo se -repuse-.?Que intenta recordar?
– Su nombre, doctor.
– No se esfuerce mas. Jamas nos hemos visto -saque la placa de metal del bolsillo y se la mostre-. Aqui tiene el billete que el tambor mayor me entrego en la entrada -saque una tarjeta de la cartera y la arroje sobre la mesa-. Aqui figuran mi nombre, edad, talla, peso, cicatrices dignas de mencion y las veces que me condenaron. He venido a ver a Conried.
Ignoro la placa, leyo dos veces la tarjeta, le dio la vuelta, miro el reverso, volvio a mirar el anverso, paso el brazo por el respaldo de la silla y sonrio camandulero. En ningun momento, ni antes ni despues, miro a la chica. Paso el borde de la tarjeta por la mesa y provoco un ligero chirrido, como el de una cria de raton. La chica contemplo el techo y aparento que bostezaba.
– Veo que es uno de esos -dijo secamente-. Lo lamento. El senor Conried se fue al norte por negocios. Cogio temprano el avion.
– En ese caso, esta tarde debi de ver a su doble en Sunset and Vine, en un sedan gris Cord – Chandler, Raymond Tristezas de Bay City – 21 – intervino la chica.
El tio moreno y corpulento no la miro, pero esbozo una sonrisa.
– El senor Conried no tiene un sedan gris Cord.
– No te dejes enganar -insistio la chica-. Me juego la cabeza a que en este mismo instante esta arriba, amanando la rueda de una ruleta.
El hombre moreno ni la miro. Su actitud fue mas notoria que si la hubiera abofeteado. Vi que la chica palidecia lentamente y no recobraba el color.
– No esta aqui, no esta aqui -dije-. Le agradezco que me haya escuchado. Otra vez sera.
– Desde luego. De todos modos, aqui no contratamos detectives privados. Lo lamento.
– Si vuelves a decir «lo lamento» me pondre a gritar. Ya esta bien -aseguro la pelirroja.
El hombre de pelo oscuro guardo mi tarjeta en el bolsillo de su esmoquin. Aparto la silla y se irguio.
– Ya sabe como son estas cosas. Lo la…
La chica lanzo una carcajada y le arrojo a la cara el contenido de su vaso.
El hombre moreno retrocedio bruscamente y saco del bolsillo un panuelo blanco almidonado. Se enjugo el rostro deprisa y meneo la cabeza. Cuando aparto el panuelo, vi un manchon humedo en su camisa, por encima del boton semejante a una perla negra. El cuello daba pena.
– Lo lamento -dijo la chica-. Te confundi con una escupidera.
El hombre moreno bajo la mano y mostro nervioso los dientes.
– Saquela de aqui -murmuro-. Saquela deprisa. Se volvio, serpenteo velozmente entre las mesas y mantuvo el panuelo pegado a la boca. Dos camareros de elegantes chaquetas se acercaron y se dedicaron a mirarnos. Todos nos miraban.
– Primer asalto -dijo la chica-. Fue un poco lento. Ambos pugilistas midieron sus fuerzas.
– No me gustaria estar contigo cuando decidas correr un riesgo -afirme.
La pelirroja sacudio la cabeza. Bajo esa extrana luz morada, la profunda palidez de su rostro parecio abalanzarse sobre mi. Hasta sus labios pintados estaban palidos. La chica se llevo la mano a la boca, rigida y como si fuera una garra. Tosio secamente, como una tisica, y cogio mi copa. Se bebio el Bacardi con granadina a tragos burbujeantes. Enseguida se puso a temblar. Cogio su bolso, lo empujo hasta el borde de la mesa y lo arrojo al suelo. Al caer se abrio y se desparramaron varias cosas. Una cigarrera dorada acabo bajo mi silla. Tuve que levantarme y mover la silla para recogerla. Un camarero se detuvo a mis espaldas. -?Puedo ayudarlo? -pregunto amablemente. Estaba agachado cuando el vaso del que la chica habia bebido rodo hasta el borde de la mesa y se estrello en el suelo junto a mi mano.
Cogi la cigarrera, la mire sin demasiado interes y vi que en la tapa tenia la foto pintada a mano de un hombre moreno y de huesos grandes. La meti en el bolso, cogi a la chica del brazo y el camarero que me habia hablado dio la vuelta y la sujeto por el otro lado. La pelirroja nos miro anonadada y movio la cabeza de un lado a otro, como si intentara relajar su cuello agarrotado.
– Mama esta a punto de desmayarse -gimio. La sujetamos y empezamos a cruzar el bar. La chica apoyaba los pies al tuntun y arrojaba el peso de su cuerpo de uno a otro como si pretendiera desquiciamos. El camarero maldijo para sus adentros con voz apenas perceptible.
Salimos de la luz morada al iluminado vestibulo.
– Al lavabo de senoras -mascullo el camarero y senalo con la barbilla una puerta que parecia la entrada de servicio del Taj Mahal-. Ahi dentro hay un peso pesado de color que puede ocuparse de lo que haga falta.
– En el lavabo de senoras hay un loco -dijo la pelirroja con cara de pocos amigos-.
Camarero, suelteme el brazo. Mi amiguito es el unico transporte que necesito.
– Senora, no es su amiguito. Ni siquiera la conoce.
– Aire, bestia. Es usted demasiado amable o muy poco. Esfumese antes de que deje de lado mi educacion y le propine un punetazo.
– No se preocupe -dije al camarero-. La llevare afuera para que tome aire.?Vino sola?
Chandler, Raymond Tristezas de Bay City – 22 – -No creo que haya venido acompanada -replico y se alejo.
El jefe de camareros bajo hasta la mitad de la pasarela y nos miro con expresion de disgusto; el encargado del guardarropa parecia tan aburrido como el arbitro de un partido de octavos de final.
Saque a mi nueva amiga al aire fresco y brumoso, la hice caminar por la columnata y note en mi brazo que controlaba su cuerpo.
– Eres un buen chico -dijo hoscamente-. Manejaste la situacion como si tuvieras la mano llena de tachuelas. Si, senor, eres un buen chico. Me figure que no saldria viva. -?Por que?
– Me equivoque con la idea de querer ganar dinero. Olvidalo. Dejalo estar con todas las ideas equivocadas que he tenido en mi vida.?Me llevaras en coche? Vine en taxi.
– Por supuesto.?Que tal si me dices como te llamas?
– Helen Matson -respondio.
No me sorprendi, pues lo habia sospechado hacia rato.
La pelirroja aun se apoyaba en mi cuando recorrimos el camino empedrado mas alla de los coches estacionados. Al llegar al mio abri la portezuela, la sostuve abierta para que se sentase y la chica se dejo caer en el rincon, con la cabeza sobre el respaldo.
Cerre la puerta, volvi a abrirla y pregunte: -?Puedes responderme a una pregunta??Quien es el tipo de tu cigarrera? Tengo la impresion de que lo conozco.
La mujer abrio los ojos y respondio:
– Un viejo amor que se apago. Es…
La pelirroja abrio desmesuradamente los ojos y la boca y apenas oi un debil sonido cuando algo duro me golpeo la espalda y una voz con sordina susurro:
– Aguanta, companero, esto es un atraco.
Un arma de la marina estallo en mi oreja y mi cabeza se convirtio en un enorme y rosado fuego de artificio que se abrio en la boveda celeste, se disperso y cayo lento, palido y por ultimo oscuro en medio del oleaje. La oscuridad me devoro.
Chandler, Raymond Tristezas de Bay City – 23 -