LOS SOLARISTAS

El pasillo tubular estaba desierto. Permanecí unos instantes tras la puerta cerrada, aguzando el oído. Las paredes debían de ser finas, puesto que se oía el aullido del viento que azotaba del exterior. Sobre la hoja de la puerta alguien había pegado, con descuido, un trozo rectangular de esparadrapo con una inscripción a lápiz: «El humano». Observé la palabra garabateada. Parecía casi ilegible. Por un momento, quise volver con Snaut, pero sabía que eso era imposible.

Su desquiciada advertencia aún retumbaba en mis oídos. Me moví y el insoportable peso de la escafandra me dobló los hombros. Sigilosamente, como si inconscientemente me estuviera escondiendo de un observador invisible, volví a la estancia circular. De las cinco puertas, tres estaban provistas de letreros: Dr. Gibarian, Dr. Snaut, Dr. Sartorius. La cuarta no llevaba ninguno. Dudé, pero accioné ligeramente el picaporte y abrí despacio la puerta. Mientras la empujaba, tuve la certeza casi absoluta de que allí dentro había alguien. Entré.

No había nadie. Una ventana cóncava igual que la de la otra habitación, pero más pequeña, apuntaba al océano que aquí, a contraluz, relucía grasiento, como si un aceite rojizo resbalara por las olas. Un resplandor escarlata llenaba toda la habitación, que parecía el camarote de un barco; uno de los laterales estaba ocupado por estanterías de libros y, entre ellas, una cama anclada verticalmente a la pared con ayuda de cardanes; al otro lado había numerosos armarios pequeños, separados por marcos niquelados con tiras de fotografías aéreas, matraces y probetas sujetas con mandriles metálicos y taponadas con algodón; bajo la ventana había dos filas de blancas cajas esmaltadas, colocadas de forma que apenas se podía pasar entre ellas. Algunas de las tapas estaban entreabiertas y dejaban ver numerosas herramientas y mangueras de plástico; en los rincones se amontonaban grifos, tubos de extracción de humos, congeladores. Finalmente, en el suelo, descansaba un microscopio que ya no debía de haber encontrado acomodo sobre la enorme y atestada mesa que había junto a la ventana. Al darme la vuelta vi, justo al lado de la puerta, un armario entornado que dejaba ver un montón informe de monos de faena, delantales de trabajo y ropa interior; entre las cañas de las botas antirradiactivas, brillaban botellas de aluminio de las utilizadas en los aparatos de oxígeno portátiles. Dos de ellos, con sus respectivas mascarillas, colgaban de la barandilla de la cama elevada. Por doquier reinaba el mismo caos, que alguien se había afanado en disimular ordenándolo todo de cualquier manera. Inspiré el aire para intentar captar algo y pronto noté el débil aroma de los reactivos químicos, así como restos de un olor algo más fuerte, ¿tal vez cloro? Maquinalmente, busqué con la vista las rejillas de las salidas de aire en el techo. Las tiras de papel fijadas a sus marcos ondeaban suavemente, en señal de que los compresores mantenían la habitual circulación de aire. Llevé los libros, los aparatos y las herramientas que ocupaban las dos sillas hasta la otra punta de la habitación, y los coloqué como pude, hasta despejar en cierto modo el espacio en torno a la cama, entre el armario y las estanterías. Arrastré el perchero para colgar la escafandra, agarré con los dedos los tiradores de las cremalleras, pero enseguida los solté. De alguna manera, no podía decidirme a desprenderme de la escafandra, como si por el mero hecho de hacerlo, fuera a quedar indefenso. Una vez más, recorrí la habitación con la mirada. Comprobé que la puerta estuviera bien cerrada y, como no había cerradura, tras un instante de vacilación, arrastré hasta apoyarlas contra ella dos de las cajas más pesadas. Una vez atrincherado de aquel modo provisional, me liberé a tirones de mi pesado caparazón, que crujió. En la parte exterior del armario había colgado un espejo estrecho que reflejaba parte de la estancia. De pronto, con el rabillo del ojo, vi que algo se movía detrás de mí. Me levanté de un salto, hasta que me di cuenta de que no era más que mi propia imagen en el espejo. La camiseta que llevaba por debajo de la escafandra estaba toda sudada. Me la quité y empujé el armario. En el vano de la pared brillaron los tabiques de un cuarto de baño en miniatura. En el suelo, junto a la ducha, reposaba un cofre plano, de un tamaño considerable. No sin dificultad lo arrastré también hasta la habitación. Una vez allí, la tapa saltó como si dispusiera de un muelle. El cofre tenía varios compartimentos llenos de extraños objetos: un buen número de réplicas de herramientas, esbozadas a grandes rasgos en un metal oscuro, muy parecidas a las que había visto guardadas en los pequeños armarios de la habitación. A ninguna se le podía sacar provecho: estaban deformadas, romas, medio fundidas, como si hubieran sido rescatadas de un incendio. Lo más extraño era que incluso los mangos de ceramita, prácticamente infusibles, parecían haber sido destruidos del mismo modo. En ningún horno de laboratorio podría alcanzarse la temperatura suficiente para fundirlos, a no ser que se tratara de un reactor nuclear. Saqué un pequeño medidor de radiación del bolsillo de la escafandra, pero su negra punta permaneció inmóvil cuando la acerqué a los restos.

Tan solo llevaba puestos los slips y una camiseta de rejilla. Arrojé ambas prendas al suelo, como si fueran trapos y, de un salto, me metí desnudo en la ducha. Sentí sobre mi piel la reconfortante presión del agua. Durante unos minutos me retorcí bajo la potente lluvia de duros y calientes chorros, mientras masajeaba mi cuerpo y resoplaba, como si con ello pudiera sacudir, expulsar de mi interior toda aquella turbia inseguridad cargada de sospechas que emanaba la Estación.

Dentro del armario encontré un chándal que, como pronto comprobé, también se podía llevar bajo la escafandra; trasladé al bolsillo mis escasos bienes; noté algo duro entre las páginas del bloc de notas: era la llave de mi piso, abajo en la Tierra, que de alguna manera se había colado en mis bolsillos. Estuve jugueteando con ella durante un rato, sin saber muy bien qué uso darle. Finalmente la arrojé sobre la mesa. Se me ocurrió que podría necesitar un arma. Probablemente una navaja universal no fuera lo más apropiado, pero era lo único que tenía a mano y mis ánimos no estaban como para emprender la búsqueda de un lanzarrayos o algo parecido. Me senté sobre una sillita de metal, en medio de la habitación, lejos de todo lo que me rodeaba. Deseaba estar a solas. Con satisfacción, me di cuenta de que aún disponía de más de media hora; la escrupulosidad con la que cumplo todos los compromisos — sean importantes o insignificantes— forma parte de mi naturaleza. Las agujas del tablero del reloj de veinticuatro horas marcaban las siete. El sol se estaba poniendo. Las siete, hora local, esto es, las veinte horas a bordo de la Prometeo. Solaris había debido de reducirse en las pantallas de Moddard hasta el tamaño de una chispa y no se distinguiría en nada de las estrellas que llenaban el firmamento. ¿Por qué iba a importarme la Prometeo? Cerré los ojos. El silencio era absoluto, excepto por los maullidos de las tuberías que resonaban a intervalos regulares. El agua estridulaba silenciosamente en el baño, goteando sobre la porcelana.

Gibarian estaba muerto. Si había entendido bien las palabras de Snaut, desde su muerte habían pasado algo más de diez horas. ¿Qué habían hecho con el cuerpo? ¿Lo habían enterrado? Aunque eso era imposible. No en este planeta. Durante un buen rato, me dediqué a reflexionar obsesivamente sobre ello, como si no hubiese nada más importante en el mundo que el destino del fallecido. Pero entonces me di cuenta de que esos pensamientos eran absurdos: me levanté y empecé a recorrer la habitación; tropecé con los libros desordenados, así como con un pequeño y vacío morral; me agaché para recogerlo. No estaba vacío, como yo había pensado. Contenía una botella de cristal oscuro, tan ligera que parecía hecha de papel. Contemplé la ventana a través de ella, distinguí la última luz del ocaso: estaba tristemente enrojecido y tamizado con las sucias nieblas. ¿Qué me estaba pasando? ¿Por qué me distraía con necedades, con la primera menudencia que caía en mis manos?

La luz se encendió y yo me estremecí. Por supuesto, se trataba de una célula fotovoltaica. Se activaba cuando anochecía. Estaba tan tenso que me resultaba insoportable el espacio vacío que notaba a mis espaldas. Decidí luchar contra esa sensación. Acerqué la silla a las estanterías. Extraje el segundo tomo de la antigua monografía de Hughes y Eugl sobre el planeta, Historia de Solaris, que conocía casi de memoria, y tras apoyar el grueso lomo sobre el regazo, comencé a hojearlo.

Solaris había sido descubierto casi cien años antes de que yo naciera. El planeta gira alrededor de dos soles gemelos: el rojo y el azul. Durante más de cuarenta años ninguna nave se había acercado a él. En aquella época, se daba por segura la teoría de Gamow-Shapley sobre la imposibilidad de que existiera vida en los planetas de estrellas binarias. Las órbitas de estos planetas varían constantemente a causa del juego de la gravitación alrededor de la pareja de soles. Las perturbaciones que causan encogen y amplían alternativamente la órbita y, si se origina cualquier tipo de vida, esta se ve destruida o bien por la radiación, o bien por el frío helador. Estos cambios se producen a lo largo de millones de años, por tanto, dentro de la escala astronómica o biológica (dado que la evolución requiere varios cientos de millones, si no billones de años), en un periodo muy corto.

Según los cálculos iniciales, se suponía que Solaris se aceraría al cabo de quinientos mil años a la distancia correspondiente a media unidad astronómica de su sol rojo y, transcurrido otro millón de años, caería en su ardiente precipicio.

Pero, diez años después, nuevos descubrimientos revelaron que su trayectoria no presentaba en absoluto los cambios esperados, sino que, más bien, seguía una trayectoria fija, igual a la de los planetas de nuestro propio sistema solar.

Se repitieron las observaciones y los cálculos, ahora ya con mucha más precisión, que solo sirvieron para confirmar lo que ya se sabía: que Solaris poseía una órbita cambiante.

Solaris ascendió al rango de un cuerpo celeste merecedor de una atención particular entre los cientos de planetas que son descubiertos cada año y que, mediante apuntes de varias líneas sobre su movimiento, son incluidos en las grandes estadísticas.

Cuatro años después de aquel descubrimiento, una expedición comandada por Ottenskjold — quien, a bordo del Laokoon, se encontraba investigando el planeta con dos naves de apoyo— dio una vuelta completa al planeta. El carácter de la expedición era provisorio, pretendía apenas un reconocimiento improvisado, ya que no tenía posibilidad de aterrizar. Introdujo en las órbitas ecuatoriales y meridionales un gran número de satélites-observadores automáticos cuyo principal objetivo era llevar a cabo las mediciones de los potenciales gravitatorios. Además, se examinó la superficie del planeta, cubierta casi por completo por el océano, excepto por algunas escasas planicies que se elevaban por encima de él y que, en su totalidad, no superaban la superficie de Europa, pese a que el diámetro de Solaris era un veinte por ciento mayor que el de la Tierra. Estos trozos rocosos y desérticos de suelo, esparcidos de forma irregular, se concentraban en su mayoría en el hemisferio norte. Se averiguó también la composición de la atmósfera, desprovista de oxígeno, y se llevaron a cabo mediciones extremadamente precisas de la densidad del planeta, así como de los albedos y de otros elementos astronómicos. Tal como se esperaba, no se encontraron trazas de vida ni en la tierra emergida ni en el océano que la circundaba.

Durante los siguientes diez años, Solaris, ahora ya convertido en el centro de atención de todos los observatorios de la región, mostró una increíble tendencia a conservar, por encima de cualquier duda, el carácter cambiante de su órbita gravitatoria. Durante un tiempo, el asunto olió a escándalo, ya que (por el bien de la ciencia) se intentó culpar del resultado de la observación a ciertos personajes, o bien a las máquinas de cálculo que habían empleado para las mediciones.

La falta de fondos retrasó durante tres años el lanzamiento de una expedición solarista de envergadura, hasta el momento en que Shannahan, una vez reunida una tripulación, consiguió del Instituto tres unidades de tonelaje C, de clase cosmodrómica. Un año y medio antes de la llegada de la expedición, que había despegado de la región de la estrella Alfa de Acuario, una segunda flota exploradora introdujo, en representación del Instituto, un sateloide automático, Luna 247, en la órbita de Solaris. El sateloide sigue en funcionamiento hoy en día tras haber pasado por tres reconstrucciones sucesivas, separadas entre sí por varias decenas de años. Los datos reunidos por el Luna 247 confirmaron definitivamente las observaciones de la expedición de Ottenskjold referentes al carácter activo de los movimientos del océano.

Una de las naves de Shannahan permaneció en la órbita alta, mientras otras dos, tras la correspondiente preparación, aterrizaron en un pedazo de terreno rocoso que ocupa unos mil kilómetros cuadrados, cerca del polo sur de Solaris. La misión de la expedición finalizó tras dieciocho meses de duro trabajo, y tuvo un desenlace satisfactorio, salvo por un desgraciado incidente acaecido a causa del defectuoso funcionamiento de ciertos aparatos de medición. A consecuencia de ello, en el seno del equipo científico se produjo una escisión entre dos grupos enfrentados. El objeto de la discordia era el océano que cubría el planeta. Basándose en los análisis, el inmenso mar fue considerado por consenso una formación orgánica (en aquel entonces nadie se atrevía a llamarlo «viviente»). Pero, mientras los biólogos lo concebían como una formación primitiva — una especie de sincitio gigantesco, una célula líquida de tamaño monstruoso (la denominaron «formación prebiológica») que había cubierto el globo entero con un abrigo gelatinoso, cuya profundidad alcanzaba en ocasiones varios kilómetros —, los astrónomos y los físicos consideraron que debía de tratarse de una estructura altamente organizada que, quizás, superaba, en cuanto a complejidad a los organismos terrestres a la hora de poder influir de manera activa en la formación de la órbita planetaria. Lo cierto es que no se halló ninguna otra causa que explicara el extraño comportamiento de Solaris; además, los astrofísicos descubrieron la relación entre ciertos procesos del océano plasmático y el potencial gravitatorio, medido localmente, que variaba según el llamado «metabolismo» oceánico.

Por tanto, los físicos, y no los biólogos, formularon la paradójica expresión «máquina plasmática», refiriéndose a una formación desde nuestro punto de vista quizás inanimada, pero capaz, no obstante, de emprender acciones intencionadas a escala — digámoslo desde el principio— astronómica.

A causa de esta disputa en la que, como un remolino, se vieron implicadas durante semanas las autoridades más célebres, la doctrina de Gamow-Shapley se tambaleó por primera vez en ochenta años.

Durante algún tiempo, hubo intentos de defenderla mediante una teoría que alegaba que el océano no tenía nada que ver con la vida, que ni siquiera era una formación «para-», o bien «pre-biológica», sino más bien una formación geológica, seguramente increíble, pero que solo era capaz de fijar la órbita de Solaris mediante cambios en su fuerza gravitatoria; con este motivo, se citó el principio de Le Chatelier.

En contra de dicha postura, de corte conservador, surgieron otras hipótesis; pongamos como ejemplo una de las mejor documentadas: la de Civita-Vitta, según la cual el océano era el resultado de un desarrollo dialéctico: desde su forma primigenia, el preocéano, una solución de cuerpos químicos que reaccionaban perezosamente, logró —bajo la presión de las condiciones (o sea, los cambios en la órbita que amenazaban su existencia), y sin la intermediación de los distintos grados del desarrollo terrestre, saltándose por tanto las fases de creación de los protistas y los metazoos, la eclosión vegetal y animal, así como la aparición del sistema nervioso y el cerebro— evolucionar inmediatamente a la fase de «océano homeostático». En otras palabras, no se fue adaptando durante millones de años a su entorno (como sí hicieron los organismos terrestres) para desembocar, transcurrido ese largo periodo de tiempo, en una especie racional, sino que enseguida controló su entorno, sin apenas fases intermedias.

Era una idea bastante original, pero seguía sin saberse de qué manera una gelatina almibarada era capaz de estabilizar la órbita de un cuerpo celeste. Desde hacía casi un siglo, se conocían aparatos capaces de crear campos de fuerza y por ende gravedad — los llamados gravitadores —, pero nadie conseguía imaginarse cómo una pegajosa sustancia amorfa conseguiría los mismos resultados que los gravitadores, que se fundaban en complicadas reacciones nucleares y que requerían altísimas temperaturas. En los periódicos de la época, extasiados por aquel entonces — e instigados por la curiosidad de sus lectores y por la perplejidad de los científicos— ante las más rebuscadas ideas sobre lo que se conoció como el «misterio de Solaris», tampoco faltaron teorías que aseguraban que el océano intraplanetario era una especie de primo lejano de las anguilas eléctricas terráqueas.

Cuando se consiguió por fin desentrañar el enigma, al menos en parte, resultó que la explicación resultante vino a arrojar — como ocurriría más tarde con todo lo relativo a Solaris— una incógnita quizás más sorprendente todavía que la anterior.

Las investigaciones demostraron que el océano no funcionaba según el mismo principio que nuestros modernos gravitadores (lo cual, de todas formas, resultaría físicamente imposible), sino que era capaz de modelar directamente la métrica del espacio-tiempo, lo cual, entre otras cosas, producía, en el mismo meridiano de Solaris, desviaciones en las mediciones de tiempo. Por lo tanto, el océano no solo conocía de algún modo las consecuencias derivadas de la teoría de Einstein-Boevy, sino que también sabía ponerlas en práctica, al contrario que nosotros.

Estas conclusiones provocaron en el mundo científico una de las tormentas más violentas de nuestro siglo. Las teorías más respetables, consideradas probadas hasta entonces, se vinieron abajo. Una serie de artículos de carácter extremadamente herético fueron publicados en diversas revistas científicas; la opción del «océano genial» o de la «gelatina gravitatoria» excitó las mentes de los ávidos lectores de la época.

Todo aquello había ocurrido más de una década antes de que yo naciera. Cuando iba a la escuela, y a la luz de las revelaciones que se iban haciendo públicas, Solaris se consideraba universalmente un planeta dotado de vida, pero con un solo morador.

El segundo libro de la obra de Hughes y Eugl, que seguí hojeando casi mecánicamente, comenzaba con la sistemática del planeta-organismo, tan original como aguda. La tabla clasificatoria arrojaba los siguientes datos: «Tipo: Polytheria; Orden: Syncytialia; Clase: Metamorpha».

Era como si conociéramos innumerables ejemplares de cada especie, cuando, en realidad, solo existía uno, que pesaba nada más y nada menos que diecisiete billones de toneladas.

Bajo mis dedos desfilaban diagramas de colores, gráficos pintorescos y espectros electromagnéticos que versaban sobre el tipo y la duración de la transformación básica, y sobre sus reacciones químicas. Cuanto más me adentraba en el grueso tomo, más fórmulas matemáticas aparecían en las páginas de papel satinado; era de suponer que nuestros conocimientos sobre aquel insigne representante de la clase Metamorpha, que yacía envuelto en la oscuridad del periodo nocturno de cuatro horas, a una distancia de varios cientos de metros por debajo de la base de acero de la Estación, eran absolutos y determinantes.

En realidad, no todo el mundo estaba de acuerdo en que se tratara de un «ser» como tal, por no hablar de si era posible considerar un océano como un ser inteligente. Introduje con estrépito el tomo en el estante y saqué el siguiente, que constaba asimismo de dos partes. La primera estaba consagrada a los resúmenes de los protocolos de todas aquellas iniciativas experimentales cuyo objetivo último había sido intentar establecer contacto con el océano. Aquel intento llegó a constituir, lo recuerdo muy bien, una fuente de interminables anécdotas, burlas y bromas durante mis estudios; la escolástica medieval en su conjunto parecía un discurso de claridad prístina que brillaba por su obviedad frente a la enorme jungla de especulaciones que aquella cuestión llegó a generar. La segunda sección del tomo, que constaba casi de mil trescientas páginas, apenas alcanzaba a recopilar la bibliografía referida al tema. Sin duda, la literatura original no habría cabido en la habitación en la que me hallaba.

Los primeros intentos de contactar con el planeta se llevaron a cabo mediante unos aparatos electrónicos especiales que transformaban los estímulos enviados en ambas direcciones. Al mismo tiempo, el océano participaba activamente en el proceso de creación de aquellos aparatos. Pero todo aquello sucedía en la más absoluta oscuridad. ¿Cómo se entiende el hecho de que el planeta «participara» en el proceso? Al tiempo que modificaba una parte de los elementos de los aparatos sumergidos en él, los ritmos transcritos de las descargas variaban, con lo que los aparatos registradores grababan un sinfín de señales, una suerte de fragmentos de actividad de análisis superior; pero ¿qué significaba todo aquello? ¿Quizás se trataba de datos acerca de un estado transitorio de estimulación del océano? ¿O por el contrario eran impulsos que incitaban a la creación de sus gigantescas formaciones y que se emitían a mil quinientos kilómetros de donde estaban los investigadores? O quizás fueran el reflejo de las eternas verdades del océano, traducidas bajo la forma de impenetrables constructos electrónicos. ¿Quizás sus obras de arte? ¿Quién podía saberlo, si era imposible obtener dos veces seguidas la misma reacción al estímulo? ¿Cómo interpretar que unas veces se obtuviera, como respuesta, una explosión de impulsos y, otras, un silencio sepulcral? No era posible repetir dos veces el mismo experimento. En todo momento, nos parecía que estábamos a un paso de descifrar la naturaleza de aquel mar de transcripciones en constante crecimiento; especialmente para este fin se construyeron cerebros electrónicos con una capacidad transformadora que ningún problema, por complejo que fuera, había requerido con anterioridad. Ciertamente, se consiguieron resultados. Se descubrió que el océano — fuente de impulsos gravitatorios eléctricos y magnéticos— hablaba una especie de lenguaje matemático; ciertas secuencias de sus descargas eléctricas eran susceptibles de ser clasificadas mediante el empleo de una de las ramas más abstractas del análisis terrestre, la teoría de conjuntos; surgían homólogos de las estructuras conocidas de aquella rama de la física que se ocupa de analizar la interrelación entre la energía y la materia, los conjuntos finitos e infinitos, las partículas y los campos, y todo aquello hacía que los científicos se inclinasen hacia el convencimiento de que lo que tenían delante era un monstruo, una especie de mar-cerebro protoplasmático que se había multiplicado por millones y que envolvía todo el planeta, dedicando su tiempo a reflexiones increíblemente extensas sobre la esencia de la materia universal, y que todo lo captado por nuestros instrumentos no constituía más que un pequeño fragmento de ese tráfico cognitivo, captado por casualidad, de aquel monólogo interminable y complejo que se desarrollaba eternamente en el abismo y que superaba con creces toda nuestra capacidad de comprensión.

Esto, por lo que se refería a los matemáticos. Algunos calificaban semejantes hipótesis como expresión del desprecio hacia las capacidades humanas, algo así como descubrirse ante fenómenos que aún no entendemos, pero que es posible comprender, o como desenterrar la vieja doctrina ignoramus et ignorabimus; otros, en cambio, consideraban que se trataba de una sarta de disparates estériles, y que aquellas hipótesis de los matemáticos eran un mero reflejo de la mitología de nuestros tiempos, que percibía en un cerebro gigante — daba igual que fuera electrónico o plasmático— el máximo sentido de la vida, la suma de la existencia.

En cambio, otros… Había ejércitos enteros de investigadores, que engendraban infinitas teorías. Además, todo aquel marco de intentos por «establecer el Contacto», comparado con otras ramas de la solarística en las que la especialización había avanzado tanto (sobre todo a lo largo del último cuarto de siglo), hacía casi imposible la conversación entre un solarista cibernético y un solarista simetriadólogo. «¿Cómo podéis comunicaros con el océano si no sois siquiera capaces de hacerlo entre vosotros?», bromeaba Veubeke, el director del Instituto en mi época de estudiante; aquella broma contenía mucha verdad.

Lo cierto es que, y no por casualidad, el océano fue catalogado dentro de la clase Metamorpha. Su superficie ondulante era susceptible de dar origen a unas formas totalmente diferentes entre sí, que no se parecían a nada conocido en la Tierra. La finalidad adaptativa, cognitiva o cualquier otra de aquellas erupciones — en ocasiones violentas— de su «creatividad» plasmática constituía un absoluto misterio.

Mientras devolvía el tomo a su lugar en la estantería, tan pesado que me vi obligado a sujetarlo con ambas manos, pensé que nuestros conocimientos sobre Solaris, a pesar de llenar bibliotecas enteras, constituían un lastre inútil, una ciénaga de hechos, y que nos encontrábamos en el mismo punto que hacía setenta y ocho años, cuando estos conocimientos se empezaron a compilar; en realidad, la situación era mucho peor si cabe, dado que el esfuerzo de todos aquellos años había resultado ser en vano.

Lo que sabíamos con precisión tan solo abarcaba los aspectos negativos del problema. El océano no utilizaba máquinas, y tampoco las construía, aunque en determinadas circunstancias pareciera capaz de ello, ya que durante los dos primeros años de exploración al parecer había sido capaz de replicar parte de los artilugios sumergidos en él; a partir de entonces, comenzó a ignorar los diferentes intentos con paciencia benedictina, como si hubiese perdido todo interés hacia nuestras propias máquinas (y, por ende, también hacia nosotros). Carecía — y aquí continúo enumerando los citados «aspectos negativos»— de sistema nervioso, de células, de estructura proteica; no siempre reaccionaba ante los estímulos, ni siquiera ante los más potentes (a modo de ejemplo: dio en «ignorar» por completo la catástrofe del cohete auxiliar perteneciente a la segunda expedición de Giese, que se precipitó desde una altura de trescientos kilómetros sobre la superficie del planeta causando una explosión nuclear de sus reactores que destruyó el plasma en un radio de ochocientos metros).

Poco a poco, el «caso Solaris» empezó a ser considerado un sinónimo, en los círculos científicos, de «caso perdido»; especialmente en el entorno de la administración científica del Instituto donde, en los últimos años, se habían alzado voces exigiendo el recorte de las partidas presupuestarias destinadas a labores de investigación. Hasta entonces, nadie se había atrevido a hablar del cierre definitivo de la Estación, pues habría significado reconocer abiertamente el fracaso de la misión. De todas formas, algunos afirmaban, en privado, que todo lo que necesitábamos era una estrategia que nos permitiera solventar «el escándalo Solaris» de la manera más honorable posible.

En cualquier caso, para muchos, y en particular para los jóvenes, el «escándalo» se convirtió en una especie de piedra de toque de su propio valor: «en realidad — argumentaban —, hablábamos de una apuesta mayor que el mero hecho de profundizar en el conocimiento de la civilización solarista, ya que se trata de nosotros mismos, de los límites del conocimiento humano».

Durante un tiempo, fue muy difundida la opinión (popularizada fervorosamente por la prensa diaria) de que el océano pensante que cubría todo Solaris era un cerebro gigante que superaba a nuestra civilización en millones de años de desarrollo, una especie de «yogui cósmico», un sabio, la omnisciencia personalizada que hacía mucho que había asumido la vanidad de cualquier acción y que, por ese motivo, mantenía ante nosotros un silencio categórico. Pero aquello no era más que otro error, dado que el océano vivo actuaba, ¡y de qué manera! Con la salvedad de que se regía por conceptos diferentes a los del ser humano y, por tanto, no construía ciudades, ni puentes, ni máquinas voladoras; no intentaba conquistar el espacio, ni surcarlo (algunos defensores de la superioridad del ser humano veían en ello una preciosa ventaja del hombre sobre el océano); en cambio, de lo que sí se ocupaba era de implementar miles de transformaciones: era la llamada «auto-metamorfosis ontológica»; ¡como si no tuviéramos ya suficientes términos científicos en las páginas de las obras solaristas! Puesto que el hombre que lee, a fondo y diríase que obstinadamente, todo lo publicado en relación con Solaris alberga la irresistible sensación de estar tratando con fragmentos de constructos intelectuales, quizás geniales, mezclados sin ton ni son con los frutos de una completa estupidez rayana en la locura, acabó surgiendo, como antítesis del concepto de «océano yogui», la idea del «océano autista».

Aquellas hipótesis exhumaron y revivieron uno de los más antiguos problemas filosóficos de la humanidad: la relación entre la materia y el espíritu, la consciencia. Hizo falta una buena dosis de coraje para, como hizo Du Haart por vez primera, dotar al océano de una conciencia. Aquel problema, calificado precipitadamente por los metodólogos como metafísico, latía en el fondo de casi todas las discusiones y disputas sobre el tema. ¿Es posible el pensamiento carente de consciencia? ¿Es posible calificar como pensamiento a los procesos que discurren en el seno de un océano? ¿Es una montaña una piedra de enormes dimensiones? ¿Es el planeta una montaña inmensa? Sin duda, podemos utilizar a nuestro antojo esta terminología, pero la nueva escala de magnitud introduce en escena nuevas regularidades y fenómenos nuevos.

Este problema se convirtió en la moderna cuadratura del círculo. Todo pensador que se preciase demostraba su independencia intentando aportar algo a la tesorería de la solarística; por tanto, se multiplicaban las teorías según las cuales el océano era el resultado de una degeneración, de un retroceso acaecido tras su fase de «esplendor intelectual»; también se decía que el océano era, en realidad, un tumor que, nacido en el seno de los habitantes primigenios del planeta, acabó devorándolos y los absorbió, fundiendo sus restos en un elemento extracelular, autorrejuvenecedor, eterno.

Bajo la blanca luz de los fluorescentes, similar a la luz terrestre, aparté de la mesa los instrumentos y los libros que la atestaban y, tras desplegar sobre el tablero el mapa del planeta Solaris, me dediqué a examinarlo mientras me apoyaba con los brazos sobre los listones de metal que lo bordeaban. El océano vivo poseía sus bajíos y sus simas, sus depresiones y sus islas, cubiertas con una fina capa de minerales erosionados. No en vano, una vez fueron su fondo; ¿o quizás también el océano controlaba la aparición y la ocultación de las formaciones rocosas sumergidas en su seno? Observaba los gigantescos hemisferios trazados sobre el mapa, coloreados en diferentes tonalidades de violeta y celeste, y entonces experimenté un asombro conmovedor, el mismo que me sobrevino de niño, en la escuela, cuando me enteré de la existencia de Solaris.

No sé de qué forma todo lo que me rodeaba, junto con el misterio de la muerte de Gibarian e incluso mi futuro incierto, dejó de tener importancia. Seguí allí, sin pensar en nada, absorto en la contemplación extasiada de aquel mapa capaz de aterrorizar a cualquier ser racional.

Sus diferentes capas llevaban el nombre de los investigadores que habían dedicado su vida entera a explorarlas. Mientras examinaba las aguas del mar de Thexall, que rodean los archipiélagos ecuatoriales, tuve la sensación de que alguien me estaba observando.

Seguí inclinado sobre el mapa, pero ahora ya no lo veía. Estaba totalmente paralizado. Justo enfrente de mí tenía la puerta, bloqueada por las cajas y por el pequeño armario. Es un autómata, pensé, aunque antes no había ninguno en la habitación ni parecía probable que hubiera podido entrar sin que yo me percatara. La piel de la nuca y de la espalda empezó a arderme. La sensación de una mirada pesada e inmóvil me resultaba insoportable. No me di cuenta de que, al esconder la cabeza entre los hombros, me apoyaba cada vez con mayor fuerza contra la mesa que, poco a poco, se deslizaba; ese movimiento, de alguna manera, me liberó. Me giré bruscamente.

La habitación estaba vacía. Ante mí, nada más que la negra y enorme ventana semicircular. Sin embargo, la sensación no cesaba. La noche me observaba, amorfa, gigante, ciega y desprovista de fronteras. Ninguna estrella iluminaba la oscuridad tras los cristales. Corrí las opacas cortinas. No llevaba ni una hora en la Estación y ya empezaba a comprender la naturaleza de los casos de manía persecutoria que, según se me había informado, sufrían los habitantes de la Estación. Sin saber muy bien por qué, lo relacioné maquinalmente con la muerte de Gibarian. Hasta entonces pensaba que nada, por lo que yo sabía de él, podía lograr quebrar su mente. Dejé de estar tan seguro de esa circunstancia.

Me encontraba en medio de la estancia, junto a la mesa. Mi respiración se había ralentizado y notaba cómo el sudor de mi frente se evaporaba. ¿En qué estaba pensando un momento antes? Cierto, en los autómatas. Era muy extraño que no me hubiese cruzado con ninguno por el pasillo, o que no hubiera alguno en servicio en las habitaciones. ¿Dónde se habían metido todos? El único con el que me había topado pertenecía al personal del aeropuerto. ¿Y los demás?

Consulté el reloj. Era la hora de ir a ver a Snaut.

Salí. Las lámparas fluorescentes, colocadas en fila a lo largo del techo, iluminaban débilmente el pasillo. Pasé de largo junto a dos puertas, hasta llegar a la que llevaba el apellido de Gibarian. Durante un largo instante, que se me hizo eterno, permanecí de pie delante de ella. El silencio lo llenaba todo. Agarré el picaporte. En realidad, no tenía ganas en absoluto de entrar. La puerta cedió y se entreabrió, dejando a la vista una ranura de una pulgada de ancho que, durante un instante, se tiñó de negro; después se encendió la luz. Ahora, cualquiera que cruzara el pasillo podía verme atisbando por ella. Atravesé rápidamente el umbral y cerré silenciosamente la puerta. A continuación, me di la vuelta.

Estaba de pie, casi tocando la puerta con la espalda. La habitación en la que había entrado era más grande que la mía; también esta tenía una ventana panorámica, cubierta en sus tres cuartas partes por una cortina de florecillas azules y rojas, sin duda traída desde la Tierra y que no pertenecía al equipamiento de la Estación. Recubriendo las paredes se extendían hileras de estanterías repletas de libros y pequeños armarios esmaltados en verde claro, que arrojaban un brillo plateado. Su contenido, volcado por el suelo, se amontonaba entre las sillas. Justo enfrente de mí, dos mesillas giratorias, parcialmente incrustadas en las pilas de revistas que se escapaban de las carpetas, me impedían el paso. Los libros, abiertos totalmente y con las páginas en abanico, yacían en el suelo manchados con líquidos procedentes de los matraces que salpicaban la mesa y de unas botellas de corchos desgastados, tan gruesas que ni siquiera una caída desde gran altura habría conseguido romperlas. Bajo la ventana había un escritorio volcado, con la lámpara de trabajo de brazo telescópico rota; delante de ella, el taburete se adentraba, con dos patas, en los huecos dejados por los cajones desparramados por el suelo. Una verdadera inundación de papeles y de hojas garabateadas a mano cubría el suelo en su totalidad. Reconocí la letra de Gibarian y me incliné a recoger unos folios sueltos; entonces me di cuenta de que mi mano proyectaba una sombra doble.

Me di la vuelta. La cortina rosa estaba ardiendo, como si la hubieran incendiado desde arriba, con una línea de fuego, brusca y celeste, que se iba ensanchando poco a poco. Abrí la cortina y la potente luz me dañó los ojos. Ocupaba la tercera parte del horizonte. Un espesor de largas sombras, fantasmagóricamente extendidas, corría entre las hendiduras de las olas hacia la Estación. Estaba amaneciendo. Tras una noche que duraba apenas una hora, el segundo sol del planeta, de color celeste, ascendía lentamente por el cielo. Un interruptor automático apagó las luces del techo. Volví junto a los folios esparcidos. Cogí uno de ellos, al azar, y me topé con una concisa descripción de un experimento diseñado al parecer tres semanas atrás: Gibarian pretendía someter el plasma a la acción de unos rayos X particularmente intensos. Por el contenido, deduje que se trataba de un texto destinado a Sartorius, quien se suponía que iba a organizar el experimento; lo que tenía en la mano era una simple copia. La blancura de las hojas empezaba a causarme molestias en los ojos. El día que acababa de comenzar era diferente al anterior. La superficie del océano — color negro azabache, con reflejos rojizos, bajo el cielo anaranjado por el sol que se enfriaba— estaba casi siempre cubierta por una niebla rosa grisáceo, que se fundía con las nubes y las olas: pues bien, todo aquello había desaparecido. Incluso la luz que se filtraba a través del tejido rosa de las cortinas ardía como el quemador de una potente lámpara de cuarzo, dándole al bronceado de mis brazos una tonalidad casi gris. Toda la habitación se había transformado y lo que antes era rojizo se había vuelto ahora de un color marrón pálido, llegando a adquirir una tonalidad semejante a la de un hígado; en cambio, los objetos blancos, verdes y amarillos lucían ahora más vívidos e irradiaban un resplandor que parecía emanar de su interior.

Entorné los ojos y escudriñé a través de la ranura de la cortina: el cielo era un blanco mar de fuego, bajo el cual temblaba trepidante una especie de metal líquido. Cerré los párpados y distinguí ondulantes círculos rojos dentro de mi campo de visión. En la encimera del fregadero, rota por el borde, descubrí unas lentes oscuras y me las puse. Me ocuparon la mitad de la cara. Ahora, la cortina de la ventana ardía como una llama de sodio. Seguí leyendo, al azar, los folios que iba recogiendo del suelo y los fui colocando sobre la única mesilla que había sin volcar. Faltaban partes del texto.

A continuación, leí los informes de los experimentos ya llevados a cabo. Averigüé que habían sometido al océano a radiación durante cuatro días, a más de dos mil kilómetros al noroeste de la ubicación de la Estación. Todo ello me sorprendió, puesto que la convención de la ONU había prohibido terminantemente utilizar rayos X debido a su acción mortífera, y estaba bastante convencido de que nadie había solicitado a la Tierra el permiso para embarcarse en dichos experimentos. De repente, levanté la cabeza y pude contemplar en el espejo del armario el reflejo de mi propia cara, blanca como la nieve, cubierta por las lentes negras. La habitación ardía en blanco y celeste pero, pasados unos minutos, se escuchó un prolongado chirrido y unas planchas herméticas cubrieron por fuera las ventanas; el interior se oscureció súbitamente haciendo que se encendiera la luz artificial, que ahora resultaba extrañamente pálida. Cada vez hacía más calor. Poco a poco el tono rítmico que emanaba de los conductos de climatización se fue asemejando a un intenso aullido. Los aparatos de refrigeración de la Estación trabajaban a toda máquina. Pese a ello, el calor siguió aumentando.

Oí unos pasos. Alguien caminaba por el pasillo. Alcancé la puerta en dos silenciosas zancadas. Los pasos aminoraron hasta detenerse por completo. Alguien se encontraba ahora de pie, detrás de la puerta. El picaporte cedió lentamente; lo sujeté de forma instintiva. La presión no aumentó, pero tampoco se hizo más débil. La persona que había al otro lado de la puerta actuaba con el mismo sigilo que yo, como si estuviera sorprendida de mi presencia. Permanecimos los dos un buen rato sujetando el picaporte, hasta que la presión del otro lado desapareció. Un leve susurro me aclaró que el desconocido se alejaba. Seguí allí, escuchando detrás de la puerta, hasta que se hizo el silencio.

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