4

Arevin estaba sentado sobre un enorme peñasco. El bebé de su prima gorjeaba en un cabestrillo que colgaba de su pecho. El calor y actividad del nuevo ser suponían un alivio para él mientras observaba el desierto en la dirección por la. que se había marchado Serpiente. Stavin estaba bien y el nuevo bebé crecía sano; Arevin sabía que debería estar agradecido y contento por la buena fortuna del clan, y por eso su pena le hacía sentir vagamente culpable. Palpó el lugar de su mejilla donde le había golpeado la cola de la serpiente blanca. Como había prometido la curadora, no había cicatriz. Parecía imposible que hubiera pasado el tiempo suficiente desde su marcha para que el corte se cerrara y sanara, porque la recordaba como si aún se encontrara allí. Con Serpiente no sentía la vaguedad que la distancia y el tiempo imponen a la mayoría de la gente. Al mismo tiempo, Arevin sentía que se había marchado hacía una eternidad.

Uno de los grandes bueyes azmilcleros se separó de la manada y se frotó contra la piedra, rascándose el costado. Mugió a Arevin, mordisqueando su pie y lamiendo su bota con su gran lengua rosa. Cerca, un ternero medio crecido masticaba las ramas secas y sin hojas de un matojo del desierto. Todas las bestias de la manada adelgazaban durante los duros veranos; ahora sus pieles eran deslucidas y ásperas. Sobrevivían bastante bien al calor si se esquilaban a conciencia sus capas aislantes cuando empezaban a mudar en primavera; ya que el clan conservaba los bueyes por su fina lana invernal, el esquilado no se pasaba por alto nunca. Pero los bueyes, como las personas, habían tenido ya demasiado verano, calor y comida seca e insípida. Los animales estaban ansiosos, a su manera, por regresar a la fresca hierba de los pastos invernales. Normalmente, también Arevin estaría alegre de regresar a ellos.

El bebé agitó sus manitas al aire, agarró un dedo de Arevin y lo bajó. Arevin sonrió.

—Eso es algo que no puedo hacer por ti, pequeño —dijo. El bebé chupó la yema de su dedo y la masticó feliz, sin llorar al comprobar que no salía leche. Sus ojos eran azules, como los de Serpiente. Muchos bebés tienen los ojos azules, pensó Arevin. Pero esto era suficiente para sumirle en sueños. Soñaba con Serpiente casi todas las noches, o al menos todas las noches que podía dormir. Nunca se había sentido así con respecto a nadie. Se aferraba a los recuerdos de las pocas ocasiones en que se habían tocado: apoyados uno contra el otro en el desierto; el contacto de sus fuertes dedos sobre su mejilla magullada; en la tienda de Stavin, donde él la había consolado. Era absurdo que el instante más feliz de su vida le pareciera el momento anterior a su marcha, cuando la abrazó y esperó que decidiera quedarse. Y se habría quedado, pensó. Porque necesitamos una curadora, y tal vez en parte por mí. Se habría quedado más tiempo si hubiera podido.

Aquella fue la única vez que había llorado en lo que alcanzaba su memoria. Sin embargo, comprendía que ella no estuviera dispuesta a quedarse con sus habilidades mutiladas, pues ahora mismo también él se sentía mutilado. No servía para nada. Lo sabía, pero no podía hacer nada para evitarlo. Cada día esperaba que Serpiente decidiera regresar, aunque sabía que no lo haría. No tenía idea de cuál sería su destino en las profundidades del desierto. Podría haber viajado desde la estación de los curadores durante una semana, o un mes, o medio año, antes de llegar al desierto y decidir cruzarlo en busca de nueva gente y nuevos lugares.

Debería de haberse marchado con ella. Ahora estaba seguro de ello. En su pena, ella no habría podido aceptarlo pero él tendría que haber visto inmediatamente que ella nunca sería capaz de explicar a sus maestros lo que había sucedido allí. Ni siquiera la capacidad reflexiva de Serpiente la ayuda ría a comprender los terrores que el pueblo de Arevin sentía hacia las víboras. Arevin lo comprendía por propia experiencia, por la pesadilla que aún sufría concerniente a la muerte de su hermana pequeña, por el frío sudor que corrió por su cuerpo cuando Serpiente le pidió que agarrara a Sombra. Y lo sabía por su propio miedo mortal cuando la víbora de arena mordió la mano de Serpiente, pues ya la amaba entonces y creyó que iba a morir.

Serpiente estaba asociada con los dos únicos milagros que Arevin había visto en su vida. El primero era que no había muerto, y el segundo que había salvado la vida de Stavin.

El bebé abrió los ojos y chupó con más fuerza el dedo de Arevin. El muchacho bajó de la piedra y extendió una mano. La enorme vaca lanuda colocó la quijada en su palma y él la rascó.

—¿Quieres dar un poco de leche a este niño? —preguntó Arevin. Le palmeó la espalda, el costado y el estómago y se arrodilló a su lado. La vaca no tenía mucha leche en esta época del año, pero el ternero estaba casi crecido ya. Arevin frotó brevemente la ubre con su manga y luego alzó al bebé de su prima para que la alcanzara. Sin sentir más miedo por la inmensa bestia que Arevin, el bebé mamó hambriento.

Cuando quedó saciado, Arevin rascó de nuevo a la vaca almizclera bajo la quijada y volvió a subir al peñasco. Poco después, el niño se quedó dormido, con sus deditos agarrados a la mano de Arevin.

—¡Primo!

Miró alrededor. La jefa del clan subió al peñasco y se sentó junto a él. Su largo pelo suelto se movía al débil viento. Se inclinó y sonrió al bebé.

—¿Cómo se ha portado?

—Perfectamente.

Se apartó el pelo de la cara.

—Son mucho más fáciles de llevar cuando los puedes cargar a la espalda. Y cuando se los suelta de vez en cuando. —sonrió. No siempre era tan reservada y digna como cuando recibía a los huéspedes del clan.

Arevin consiguió sonreír.

Ella colocó una mano sobre la de él.

—Querido mío, tengo que preguntarte qué te pasa. Arevin se encogió de hombros, cohibido.

—Intentaré hacerlo mejor —dijo—. He sido de poca utilidad últimamente.

—¿Crees que he venido a criticarte?

—Me lo merecería —Arevin no miró a la líder de su clan, su prima, sino que se centró en su hijo. Ella le soltó la mano y le pasó un brazo por encima de los hombros.

—Arevin —dijo, hablándole directamente por su nombre por tercera vez en su vida—. Arevin, eres valioso para mí. Con el tiempo, podrías ser elegido líder del clan, si así lo quisieras. Pero debes poner en paz tu mente. Si ella no te quiso…

—Nos queríamos —contestó Arevin—. Pero no podía continuar su trabajo aquí y dijo que no podía ir con ella. Ahora no puedo seguirla —miró al bebé. Desde la muerte de sus padres, Arevin había sido aceptado como miembro del grupo familiar de su prima. Había seis compañeros adultos, dos niños, ahora tres, y Arevin. Sus responsabilidades no estaban bien definidas, pero se sentía responsable de los chiquillos. Especialmente ahora, con el viaje a los territorios de invierno por delante, el clan necesitaba el trabajo de cada miembro. Desde ahora hasta el final del viaje, los bueyes almizcleros tendrían que ser vigilados día y noche, en caso contrario se dirigirían al este en pequeños grupos, buscando nuevos pastos, y nunca volverían a verlos. Encontrar comida era un problema igualmente difícil para los seres humanos en esa época del año. Pero si se marchaban demasiado pronto, llegarían a los territorios de invierno cuando el forraje estuviera aún recién brotado y fácil de dañar.

—Primo, dime qué quieres.

—Sé que el clan no puede prescindir de nadie ahora mismo. Tengo responsabilidades hacia ti, hacia este niño… Perola curadora… ¿cómo puede ella explicar lo que ha sucedido aquí? ¿Cómo podrá hacerlo comprender a sus maestros cuando ni ella misma puede comprenderlo? Vi cómo la mordía una víbora de la arena. Vi cómo la sangre y el veneno corrían por su brazo. Pero apenas lo notó. Dijo que nunca lo sentiría.

Arevin miró a su amiga, pues no le había hablado a nadie del incidente de la víbora, pensando que no lo creerían. La mujer estaba sorprendida, pero no discutió su palabra.

—¿Cómo puede explicar lo mucho que temíamos lo que ofrecía? Le dirá a sus maestros que cometió un error y que por su culpa murió la serpiente. Ella se considera responsable. Ellos lo pensarán también, y la castigarán.

La líder del clan paseó la mirada por el desierto. Alzó una mano y se colocó un rizo de pelo gris canoso tras la oreja.

—Es una mujer orgullosa —dijo—. Tienes razón. No buscará excusas.

—No volverá si la exilian. No sé adonde irá, pero nunca la volveremos a ver.

—Las tormentas se acercan —dijo la líder bruscamente. Arevin asintió.

—Si fueras tras ella…

—¡No puedo! ¡Ahora no!

—Querido, hacemos las cosas de la forma en que las hacemos para que todos podamos estar libres la mayor parte del tiempo, en vez de que haya sólo algunos pocos libres constantemente. Te estás encadenando a la responsabilidad cuando circunstancias extraordinarias exigen tu libertad. Si fueras mi compañero y tu trabajo fuera cuidar al niño, el problema sería más difícil, pero no necesariamente imposible de resolver. Tal como están las cosas, mi compañero ha tenido mucha más libertad desde el nacimiento del niño delo que esperaba cuando decidimos concebirlo. Y es por tu disposición a hacer más de lo que compartes.

—No es así —dijo Arevin rápidamente—. Quería ayudar con el niño. Lo necesitaba. Necesitaba… —se detuvo, sin saber qué había empezado a decir—. Le estaba agradecido por permitirme ayudar.

—Lo sé. Y no puse ninguna objeción. Pero él no te estaba haciendo ningún favor. Tú le hacías uno a él. Tal vez ahora es el momento de devolverle sus responsabilidades — sonrió amablemente—. Tiende a dedicarse demasiado a su trabajo.

Su compañero era tejedor, el mejor del clan, pero ella tenía razón: a menudo parecía pasar por la vida soñando.

—Nunca debí de haberla dejado marchar —dijo Arevin, bruscamente—. ¿Por qué no lo dije antes? Tendría que haber protegido a mi hermana, y fallé, y ahora he fallado también con la curadora. Debería de haberse quedado con nosotros. Aquí habría estado a salvo.

—Le habría faltado un componente esencial.

—¡Aún podría curar!

—Mi querido amigo, es imposible proteger a alguien completamente sin esclavizarlo. Creo que eso es algo que nunca has comprendido porque siempre has exigido demasiado de ti mismo. Te echas la culpa por la muerte de tu hermana…

—No la vigilé como debía.

—¿Qué podrías haber hecho? Recuerda su vida, no su muerte. Era valiente, feliz y arrogante, como tienen que serlos niños. Sólo podías protegerla más encadenándola a ti por el miedo. No podría haber vivido así y seguir siendo la persona que amabas. Creo que la curadora tampoco hubiese podido.

Arevin miró al niño que tenía en sus brazos y supo que su prima tenía razón. Sin embargo, seguía siendo incapaz de desterrar sus sentimientos de confusión y culpa.

Ella le palmeó el hombro amablemente.

—Conoces mejor que yo a la curadora y dices que no puede explicar nuestro miedo. Creo que tienes razón. Debería de haberme dado cuenta. No quiero que la castiguen por algo que hicimos nosotros, ni quiero que nuestra gente sea malinterpretada. —La hermosa mujer jugueteó con el círculo de metal que colgaba de su cuello, suspendido de una estrecha tira de cuero—. Tienes razón. Alguien tiene que ir al campamento de los curadores. Podría ir yo, porque el honor del clan es responsabilidad mía. El compañero de mi hermano podría ir, porque fue quien mató a la serpiente. O podrías ir tú, porque llamas amiga a la curadora. El clan tendrá que reunirse para decidir cuál. Cualquiera de nosotros podría ser líder, y cualquiera podría haber temido a su pequeña serpiente lo suficiente para matarla, pero sólo tú te hiciste amigo de la curadora.

Dejó de mirar al horizonte y se centró en Arevin, y éste supo que había sido líder tiempo suficiente para razonar como razonaría el clan.

—Gracias —dijo.

Has perdido a demasiadas personas a las que amabas. No pude hacer nada cuando perdimos a tus padres, ni cuando murió tu hermana. Pero esta vez puedo ayudarte, aunque eso te separe de nosotros —le acarició el pelo, que era grisáceo como el suyo propio—. Pero por favor recuerda, querido, que no me gustará perderte de forma permanente.

Descendió rápidamente del peñasco, dejándole solo con el bebé. Su confianza le consoló; ya no necesitaba seguir preguntándose si seguir a la curadora, si seguir a Serpiente era lo adecuado. Lo era, porque era algo que tenía que hacerse. Como mínimo, el clan le debía aquello a Serpiente. Arevin liberó la mano del húmedo abrazo del bebé, se echó el cabestrillo a la espalda y empezó a bajar la roca.


En el horizonte, el oasis parecía tan verde y suave bajo la pálida luz del amanecer que al principio Serpiente pensó que se trataba de un espejismo. No se sentía del todo capaz de distinguir la ilusión de la realidad. Había cabalgado toda la noche para cruzar el río de lava antes de que saliera el sol y el calor se hiciera insoportable. Le ardían los ojos y tenía los labios resecos y agrietados.

La yegua gris, Veloz, alzó la cabeza y adelantó las orejas, ensanchando los ollares ante el olor del agua, ansiosa por alcanzarla después de haber pasado tanto tiempo con raciones escasas. Cuando el caballo empezó a trotar, Serpiente no lo contuvo.

Los delicados árboles de verano se alzaban a su alrededor y acariciaron sus hombros con el suave follaje. El aire bajo ellas era casi frío y denso por el olor de la fruta que maduraba. Serpiente se apartó el turbante de la cara e inspiró profundamente.

Desmontó y condujo a Veloz hacia el oscuro estanque. La yegua sumergió el hocico en el agua y bebió… Serpiente se arrodilló cerca y cogió agua con las manos. Esta salpicó y se deslizó entre sus dedos, creando ondas en la superficie del estanque. Las ondas se ampliaron y se aclararon, y Serpiente pudo verse reflejada en el agua. Su rostro estaba enmascarado por el polvo.

Parezco un bandido, pensó. O un payaso.

Pero la risa que despertaba era de desdén, no de alegría. Las lágrimas abrieron un surco en la suciedad de su cara. Las toco y siguió contemplando su reflejo.

Serpiente deseó olvidar los últimos días, pero este recuerdo nunca la abandonaría. Aún podía sentir la seca fragilidad de la piel de Jesse, y su contacto leve e interrogador; aún podía oír su voz. Y podía sentir el dolor de su muerte que no pudo prevenir, ni facilitar. No quería ver ni sentir aquel dolor de nuevo.

Tras sumergir las manos en el agua fría, Serpiente se frotó la cara para lavar el polvo negro, el sudor y las huellas de sus lágrimas.

Condujo con cuidado a Veloz por la ribera y pasó junto a tiendas y silenciosos campamentos donde todavía dormían los miembros de la caravana. Cuando llegó a la de Gruñí se detuvo, pero las puertas de tela de la tienda estaban cerradas. Serpiente no quería despertar a la anciana ni a sus nietas. Al otro lado de la ribera pudo ver el establo. Ardilla, su pony atigrado, estaba durmiendo junto a los caballos de Grum. Su pelaje negro y oro mostraba los efectos de una semana de enérgica limpieza; estaba gordo y contento, y ya no acusaba molestias en el pie sin herradura. Serpiente decidió dejarlo otro día con Grum, y no molestar al pony atigrado ni a la anciana nómada esa mañana.

Veloz siguió, mordisqueando de vez en cuando su cadera. Serpiente acarició a la yegua tras las orejas, donde el sudor se había secado bajo la brida. El pueblo de Arevin le había dado un saco de heno para Ardilla, pero Grum había estado alimentando al pony, de modo que el forraje aún estaría en el campamento.

—Comida, un buen lavado y un poco de sueño, esto es lo que las dos necesitamos — le dijo al caballo.

Había dispuesto su campamento un poco alejado de los otros, más allá de un macizo de roca, en una zona que los comerciantes no apreciaban mucho. Era más seguro para la gente y para sus animales mantenerse aparte. Serpiente rodeó el risco de piedra.

Todo había cambiado. Había dejado su petate tendido y bien dispuesto, pero todo lo demás estaba empaquetado. Ahora, alguien había doblado sus mantas y las había apilado, almacenado sus otras ropas y dejado sus utensilios de cocina en fila sobre la arena. Frunció el ceño y se acercó. Los curadores eran considerados con deferencia e incluso temor; ni siquiera había pensado en pedirle a Grum que vigilara sus pertenencias así como a su pony. Nunca se le había ocurrido que alguien pudiera hurgar en su equipaje mientras estaba fuera.

Entonces vio que los utensilios estaban mellados: la fuente de metal doblada, la copa aplastada, la cuchara retorcida. Soltó las riendas de Veloz y corrió hacia sus pertenencias. Las mantas dobladas estaban rotas y rasgadas. Recogió su camisa limpia de la pila de ropas, pero ya no estaba limpia. Había sido hundida en el lodo al borde del agua. Su camisa favorita, la más cómoda, vieja y confortable, gastada y debilitada en algunas zonas, estaba ahora rota por la espalda y las mangas estaban hechas jirones; arruinada.

La bolsa con el forraje estaba alineada con el resto de sus cosas, pero el heno estaba aplastado y esparcido en la arena. Veloz mordisqueó los fragmentos, mientras Serpiente contemplaba la desolación que la rodeaba. No podía comprender cómo alguien podía saquear su campamento y luego dejarlo todo en perfecto orden. En realidad, no podía comprender en absoluto cómo nadie podía robar su campamento, pues tenía pocas cosas de valor. Sacudió la cabeza. Tal vez alguien creía que cobraba grandes sumas de oro y joyas. Algunos curadores eran ricamente recompensados por sus servicios. Sin embargo, había mucho honor en el desierto, e incluso la gente cuyas profesiones no despertaban recelo y estaban por tanto desprotegidas no temían dejar sus pertenencias sin vigilancia.

Todavía con la camisa rota en la mano, Serpiente deambuló por los restos de su campamento, sintiéndose demasiado cansada, vacía y confusa para pensar en lo que había sucedido. Vio la silla de Ardilla apoyada en una roca; Serpiente la recogió sin ninguna razón en particular, quizá tan sólo porque parecía ilesa.

Entonces vio que todas las bolsas laterales habían sido abiertas y rasgadas, aunque las solapas estaban aseguradas con cierres. Las bolsas contenían todos sus mapas y registros, y el diario de su año de prueba, que aún no había terminado. Introdujo las manos en los resquicios, esperando encontrar al menos un trozo de papel, pero no había nada. Dejó caer la silla al suelo. Corrió hacia los límites de su campamento, miro tras las rocas y pateó la arena en busca de páginas blancas descartadas o intentando oír el rumor del papel bajo sus pies, pero no encontró nada. No quedaba nada.

Se sintió atacada físicamente. Todas las demás cosas que poseía, las mantas, las ropas y, desde luego, los mapas podían ser útiles a un ladrón, pero el diario era inútil para cualquiera excepto para ella.

—¡Maldición! —gritó llena de furia. La yegua resopló y se retiró, metiendo las patas en el estanque. Poco después, Serpiente se calmó, luego se dio la vuelta, tendió la mano y caminó lentamente hacia Veloz hablándole en voz baja, hasta que la yegua la dejó coger las riendas. Serpiente la acaricio.

—Tranquila —dijo—. Tranquila, no importa —hablaba tanto para sí como para la yegua. Las dos estaban sumergidas hasta las rodillas en el agua clara y fría. Serpiente palmeó al animal, peinando la melena negra con los dedos. Su visión se volvió borrosa de repente y se apoyó contra el cuello de Veloz, temblando.

Al escuchar los fuertes latidos del corazón y la tranquila respiración de la yegua, Serpiente consiguió calmarse. Se enderezó y salió del agua. En la orilla, desató el zurrón de las serpientes, luego desensilló al caballo y empezó a frotarlo con un trozo de manta rota. Trabajó con la determinación del cansancio. La hermosa silla y la brida, ahora manchadas de polvo y sudor, podían esperar, pero Serpiente no dejaría a Veloz sucia y sudorosa mientras ella descansaba.

—Niña-serpiente, niña-curadora, niña querida…

Serpiente se dio la vuelta. Grum cojeó hacia ella, ayudándose con un nudoso bastón. La acompañaba una de sus nietas, una alta muchachita de piel de ébano, pero todas las nietas de Grum sabían hacer más cosas aparte de intentar ayudar a la pequeña anciana doblada por la artritis.

El turbante blanco de Grum aparecía abierto sobre su escasa cabellera.

—Querida niña, ¿cómo he podido dejar que pasaras de largo ante mi tienda? La oiré llegar, pensaba. O su pony la olerá y relinchará —la cara morena y arrugada de Grum mostraba añadidas nuevas líneas de preocupación—. Niña-serpiente, no queríamos que vieras esto tú sola.

—¿Qué ha pasado, Grum?

—Pauli —le dijo la anciana a su nieta—, encárgate del caballo de la curadora.

—Sí, Grum.

Cuando Pauli cogió las riendas, tocó el brazo de Serpiente en un gesto de consuelo. Recogió la silla y condujo a Veloz hacia el campamento de Grum.

Grum asió el hombro de Serpiente (no para apoyarse, sino para consolarla) y la guió hacia un macizo rocoso. Se sentaron y Serpiente volvió a contemplar su campamento, sin dar crédito a sus ojos. Miró a Grum, y ésta suspiró.

—Fue ayer, antes de amanecer. Oímos ruidos y una voz que no era la tuya y, cuando acudimos a mirar, pudimos observar una figura vestida con ropas del desierto. Al principio pensamos que estaba bailando, pero cuando nos acercamos, huyó corriendo. Rompió su linterna en la arena y no pudimos encontrarle. Descubrimos que tu campamento… — Grum se encogió de hombros—. Recogimos todo lo que pudimos encontrar, pero no quedaba nada entero.

Serpiente miró en silencio a su alrededor, sin comprender por qué nadie podía querer saquear su campamento.

—Por la mañana el viento borró todas las huellas —continuó diciendo Grum—. La criatura debe haberse internado en el desierto, pero no era un habitante del desierto. Nosotros no robamos. Nosotros no destruimos.

—Lo sé, Grum.

—Ven conmigo. Desayuna. Duerme. Olvida al loco. Todos tenemos que estar en guardia contra los locos —cogió la mano llena de cicatrices de Serpiente entre sus manos pequeñas y endurecidas por el trabajo—. Pero no deberías haber venido a ver todo esto sola, no. Tendría que haberte prevenido antes, niña-Serpiente.

—No importa, Grum.

—Déjame que te ayude a mudarte a mis tiendas. No querrás quedarte aquí más tiempo.

—No queda nada que trasladar —Serpiente siguió contemplando el revoltijo. La anciana, a su lado, le palmeó gentilmente la mano.

—Lo destrozó todo, Grum. Si se lo hubiera llevado, podría comprenderlo, pero…

—Niña, nadie comprende a los locos. No tienen razones.

Precisamente por eso, Serpiente no podía creer que un loco auténtico destruyera tantas cosas. El daño había sido causado de una forma tan deliberada y, extrañamente, tan racional, que no parecía tanto el resultado de la locura como el de la furia.

Se echó a temblar otra vez.

—Ven conmigo —dijo Grum—. Los locos aparecen y desaparecen, son como, las moscas de la arena. Un verano las oyes cada vez que te das la vuelta, y al siguiente nada.

—Supongo que tienes razón.

—La tengo. Entiendo de estas cosas. No volverá por aquí. Irá a cualquier otra parte, pero muy pronto todos lo buscaremos. Cuando lo encontremos, lo llevaremos a los reparadores y tal vez puedan curarlo.

Serpiente asintió, cansada.

—Eso espero.

Se colgó al hombro la silla de Ardilla y cogió el zurrón de las serpientes. El asa vibró débilmente cuando Susurro se enroscó en su compartimento.

Caminó junto a Grum hacia el campamento de la anciana, demasiado cansada para seguir pensando en lo que había ocurrido, escuchando agradecida sus consoladoras palabras de apoyo y simpatía. Primero la pérdida de Silencio, después la muerte de Jesse, y ahora esto. Serpiente casi deseaba ser supersticiosa, pues así podría creer que le habían echado una maldición. La gente que creía en esas cosas creía también que había medios para deshacerse de las maldiciones. Ahora mismo Serpiente no sabía en qué pensar ni en qué creer, o cómo cambiar el curso de su vida que se había asumido en la desgracia.

—¿Por qué sólo robó mi diario? —dijo bruscamente—. ¿Por qué mis mapas y mi diario?

—¡Mapas! ¿El loco robó mapas? Pensé que te los habías llevado contigo. Fue un loco, entonces.

—Supongo que sí. Tiene que serlo. —Sin embargo, aún no podía convencerse.

—¡Mapas! —exclamó de nuevo Grum.

La furia y la rabia de la anciana parecieron sobrepasar por un momento las de la propia Serpiente. Pero la sorpresa que percibía en la voz de Grum la perturbaba.

Serpiente se volvió violentamente ante el brusco tirón que sintió en la túnica. Igualmente sorprendido, el recolector dio un salto atrás. Serpiente se relajó cuando vio quién era: uno de los basureros que recogía cualquier trozo de metal, lana, tela, cuero, los desechos de otros campamentos y conseguía sacarles partido. Los recolectores vestían con túnicas multicolores formadas de remiendos de tela ingeniosamente cosidos en moldes geométricos.

—Curadora, ¿no dejas coger todo eso? A ti no te sirve…

—¡Márchate, Ao! —exclamó Grum—. No la molestes ahora. Tendrías que tener más tacto.

El recolector miró el suelo pero no se retiró. Como ocurría con todos los de su oficio, resultaba difícil reconocer su sexo.

—Ahora no puede hacer nada con eso. Nosotros sí. Deja que nos lo quedemos, lo recogeremos todo.

—Es un mal momento para pedir.

—No importa, Grum. —Serpiente empezó a decirle al recolector que se lo llevara todo. Tal vez podrían sacar algún uso de las mantas rasgadas y las cucharas rotas; ella no podría hacerlo. Ni siquiera quería volver a verlas; no quería recordar lo sucedido. Pero la petición del recolector apartó a Serpiente de sus preguntas y su confusión, y la hizo regresara la realidad; recordó algo que Grum le había dicho sobre la gente de Ao la primera vez que habló con ella.

—Ao, cuando vacune a los otros, ¿me dejarás que también os vacune?

El recolector pareció dudar.

—Reptadoras viscosas, venenos, brujas… no, no es para nosotros.

—No es nada de eso. Ni siquiera veréis a las serpientes.

—No, para nosotros no.

—Entonces tendré que llevar toda esa basura al estanque y hundirla.

—¡Qué derroche! —chilló el recolector—. ¡No! ¡Ensuciar el agua! Avergüenzas mi profesión y te llenas de vergüenza tú también.

—Yo siento lo mismo cuando no me dejas protegeros contra la enfermedad. Derroche. Derroche de vidas humanas. Muertes innecesarias.

El recolector la miró por debajo de su hirsutas cejas.

—¿Nada de venenos? ¿Nada de magias?

—Nada.

—Sé el último si quieres —dijo Grum—. Verás que no me mata.

—¿Nada de reptadoras viscosas? Serpiente no pudo evitar echarse a reír.

—No.

—¿Y entonces nos darás todo eso? —El recolector hizo un gesto en dirección al campamento arrasado de Serpiente.

—Sí, después.

—¿No habrá enfermedad después?

—Menos. No puedo acabar con todas. No más sarampión. No más fiebre escarlata. No más tétanos.

—¡Tétanos! ¿Acabas con eso?

—Sí. No para siempre, pero sí para una buena temporada.

—Iremos —dijo el recolector. Se dio la vuelta y se marchó.

En el campamento de Grum, Pauli estaba cepillando a Veloz mientras la yegua mordisqueaba briznas de heno. Pauli tenía las manos más hermosas que Serpiente había visto nunca, grandes y delicadas a la vez, de dedos largos y fuertes, intactos a pesar del duro trabajo que realizaba. Aun cuando era alta, sus manos deberían haber parecido demasiado grandes para su tamaño, pero no era así. Eran hermosas y expresivas. Grum y ella eran tan diferentes como pueden serlo dos personas, excepto por el aire de amabilidad compartida por abuela y nieta, y por todos los primos de Pauli que Serpiente conocía. Serpiente no había pasado en el campamento el tiempo suficiente para saber cuántos nietos tenía Grum, ni para saber el nombre de la niñita que permanecía sentada cerca limpiando la silla de Veloz.

—¿Cómo está Ardilla? —preguntó Serpiente.

—Hermoso y feliz, niña. Puedes verlo allí, bajo el árbol, demasiado perezoso para correr. Pero vuelve a estar sano. Lo que tú necesitas ahora es una cama y descanso.

Serpiente observó su pony atigrado, que se encontraba entre los árboles, meneando la cola. Parecía tan cómodo y contento que no lo llamó.

Serpiente se sentía cansada, pero podía sentir la tensión en los músculos del cuello y los hombros. Sería imposible dormir mientras no hubiera aliviado parte de aquella tensión. Quería pensar en su campamento. Tal vez, como había dicho Grum, acabaría por decidir que había sido el acto vandálico de un loco. Si era así tenía que comprenderlo y aceptarlo. Pero no estaba acostumbrada a que sucedieran tantas cosas por casualidad.

—Voy a darme un baño, Grum —dijo—, y luego puedes buscarme un sitio donde no te moleste. No me quedaré mucho tiempo.

—Mientras permanezcamos aquí, siempre serás bienvenida entre nosotros, niña- curadora, todo el tiempo que quieras.

Serpiente la abrazó. Grum le palmeó la espalda.


Cerca del campamento de Grum, las aguas de uno de los manantiales que alimentaban el oasis manaban de la piedra y corrían por las rocas. Serpiente escaló hasta el lugar donde el agua calentada por el sol se apilaba en un suave recodo que hacía las veces de bañera. Podía ver todo el oasis: cinco campamentos junto a la orilla, gente, animales. Las débiles voces de los niños y el agudo ladrido de un perro llegaban hasta ella a través del aire denso y polvoriento. En un anillo alrededor del lago, los árboles se alzaban como plumas, como un manto de pálida seda verde.

A sus pies, el moho suavizaba la roca alrededor del hueco en forma de baño. Serpiente se quitó las botas y dio un paso hacia la fría alfombra viviente.

Se desnudó y se introdujo en el agua. Estaba justo por debajo de la temperatura corporal, agradable pero no sorprendente dado el calor de la mañana. Había una laguna más fría por encima de las rocas, y otra más cálida debajo. Serpiente alzó una piedra de un salidero que permitía que el agua sobrante cayera a la arena. Era mejor que permitir que el agua sucia continuara fluyendo hacia el oasis. Si lo hiciera, varios nómadas furiosos subirían a decirle que se detuviera. Lo harían tan silenciosa y firmemente como si trasladaran a los animales estacionados demasiado cerca de la ribera, o le pidieran a alguien que tenía los malos modales de aliviar sus necesidades al borde del agua que cesara de hacerlo. Las enfermedades transmitidas por el agua sucia no existían en el desierto.

Serpiente se introdujo más en el agua tibia, sintiéndola alzarse a su alrededor como una línea placentera que cruzara sus muslos, sus caderas, sus pechos. Se reclinó contra la cálida piedra y dejó que la tensión se esfumara lentamente. El agua le hacía cosquillas en la nuca.

Repasó los últimos días: de alguna manera, los incidentes parecían extenderse en el tiempo. Estaban embebidos en una niebla de cansancio. Se miró la mano derecha. La fea magulladura había desaparecido, y de la mordedura de la víbora de arena no quedaba más que la cicatriz de dos pequeños pinchacitos rosa. Cerró el puño y alzó la mano: no sentía rigidez ni debilidad.

Tan poco tiempo para tantos cambios. Serpiente nunca había conocido la adversidad anteriormente. Su trabajo y su formación no resultaron fáciles, pero fueron posibles. Ninguna sospecha, ninguna inseguridad ni ningún loco habían alterado el tranquilo fluir de los días. Nunca había fracasado en nada, todo había sido claro como el cristal, el bien y el mal perfectamente definidos.

Serpiente sonrió débilmente: si alguien hubiera intentado decirle a ella o a los otros estudiantes que la realidad era diferente, fragmentaria, contradictoria y sorprendente, no lo habrían creído. Ahora comprendía los cambios que había visto en los estudiantes mayores que ella después de regresar de sus expediciones de prueba. Y, aún más, comprendía por qué unos pocos no llegaron a regresar nunca. No todos habían muerto, quizá ni siquiera la mayoría. Los accidentes y los locos eran los únicos peligros que no guardaban ningún respeto hacia los curadores. No, algunos se habían dado cuenta de que no servían para aquella vida y la habían abandonado por otra cosa.

No obstante, había descubierto que, pasara lo que pasara, con todas sus serpientes o con ninguna siempre sería una curadora. Los días de autocompasión por la pérdida de Silencio habían pasado; los malos tiempos de lamentos por Jesse habían pasado. Serpiente nunca olvidaría la muerte de la muchacha, pero no podía llorarla eternamente. En cambio, sí pretendía cumplir la última voluntad de Jesse.

Se sentó y se frotó todo el cuerpo con arena. La corriente fluía a su alrededor y se deslizaba por el desagüe. Las manos de Serpiente acariciaron su cuerpo. El placer del agua fría, la relajación y el contacto le recordaron con un shock casi físico el tiempo que había pasado desde que la habían acariciado, desde que había actuado siguiendo sus deseos. Tumbada en el estanque, fantaseó pensando en Arevin.


Descalza y desnuda de cintura para arriba, con la túnica sobre los hombros, Serpiente bajó del estanque. A medio camino del campamento de Grum, se detuvo en seco y escuchó de nuevo el débil sonido. Allí estaba otra vez: el suave deslizar de las escamas sobre la roca, el sonido de una serpiente al moverse. Al principio, no vio nada, pero luego, finalmente, una víbora de arena se deslizó por una rendija en la piedra. Alzó su grotesca cabeza y asomó la lengua.

Con un débil escalofrío mental al recordar la picadura de la otra víbora, Serpiente esperó pacientemente y la criatura siguió reptando. No tenía la etérea belleza de Sombra, ni dibujos diamantinos como Susurro. Era simplemente fea, con una cabeza llena de protuberancias y escamas de color marrón oscuro. Pero era una especie que los curadores no conocían y, aún más, suponía una amenaza para el pueblo de Arevin. Tendría que haber capturado una en su campamento, pero no se le había ocurrido en el momento, hecho que había lamentado desde entonces.

No había podido vacunar a su clan porque, sin saber qué enfermedades les eran endémicas, no podía preparar el catalizador adecuado para Susurro. Cuando regresara, si se le permitía hacerlo, se encargaría de aquello. Pero si podía capturar a la víbora que se arrastraba silenciosamente hacia ella, podría hacer también una vacuna contra su veneno, como regalo.

La leve brisa soplaba de la serpiente hacia ella; el animal no podía olería. Si tenía receptores de calor, las cálidas rocas negras la confundirían. No advirtió la presencia de la curadora. Su visión, supuso, no era mejor que la de cualquier otra serpiente. Reptó por delante de ella, casi por encima de su pie desnudo. Ella se agachó muy despacio, extendió una mano hacia su cabeza y colocó la otra por delante. Cuando el movimiento la alertó, la serpiente se echó hacia atrás para golpear y se puso directamente dentro de su palma. La mujer la agarró con firmeza, sin darle oportunidad de morder. La serpiente se enroscó en su brazo, siseó y se debatió, mostrando sus largos colmillos amenazadores.

Serpiente tembló.

—Quieres probarme, ¿no, criatura? —Torpemente, con una mano, dobló el turbante y ató a la serpiente dentro de la bolsa improvisada para que no asustara a nadie cuando regresara al campamento.

Bajó el suave sendero de piedra.

Grum había dispuesto una tienda para ella. Estaba colocada a la sombra, con las puertas de tela abiertas para capturar el débil frescor de la brisa mañanera. También había dejado un cuenco con frutas frescas, las primeras bayas maduras de la temporada. Eran negriazules, redondas, más pequeñas que un huevo de gallina. Serpiente mordió una lentamente, con cautela, pues nunca antes había comido una fresca. El denso jugó chorreó por la piel rota de la cereza. La comió despacio, saboreándola. La semilla que tenía en su interior era grande, casi la mitad del volumen de la fruta. Tenía un grueso envoltorio para protegerla de las tormentas del invierno y los largos meses o años de sequía. Cuando terminó de comer el fruto, guardó la semilla para que la plantaran cerca del oasis, donde tendría la oportunidad de crecer. Al acostarse, Serpiente recordó que tenía que llevarse algunas semillas con ella. Si podían conseguir que crecieran en las montañas, serían una buena ganancia para el huerto. Un momento después se quedó dormida.


Durmió profundamente, sin soñar, y cuando se despertó aquella noche, se sintió mejor de lo que se había sentido durante días. El campamento estaba en silencio. Para Grum y sus nietas, ésta era una parada de descanso planeada para sus animales y para ellas. Eran mercaderes que regresaban a casa después de haber pasado el verano comerciando, comprando y vendiendo. La familia de Grum, como las otras familias acampadas aquí, tenía derechos hereditarios sobre una porción de las bayas de los árboles. Cuando la cosecha terminara y la fruta se secara, la caravana de Grum dejaría el desierto y viajaría de regreso a sus cuarteles de invierno. La cosecha empezaría pronto: en el aire flotaba el fuerte olor de la fruta.

Grum se encontraba cerca del corral, con las manos cruzadas sobre su bastón. Al oír a Serpiente, se dio la vuelta y sonrió.

—¿Has dormido bien, niña-curadora?

—Sí, Grum, gracias.

Ardilla no parecía destacar entre los caballos de Grum; la vieja mercader atesoraba appaloosas, bayos, pintos. Pensaba que hacían la caravana más llamativa, y probablemente tenía razón. Serpiente silbó y Ardilla sacudió la cabeza y trotó hacia ella, completamente sano.

—Te ha echado de menos.

Serpiente rascó las orejas del caballo mientras éste la apretaba con su suave hocico.

—Sí, ya veo que ha engordado. Grum se echó a reír.

—Les alimentamos bien. Nadie me ha acusado jamás de maltratar a un animal.

—Tendré que obligarlo para que se venga conmigo.

—Entonces quédate… ven con nosotros a nuestro poblado y pasa allí el invierno. Nuestra salud no es mejor que la de ningún otro pueblo.

Gracias, Grum. Pero hay algo que tengo que hacer primero.

Por un momento casi había olvidado la muerte de Jesse, pero sabía que aquello nunca sería posible. Serpiente se introdujo bajo las cuerdas del corral y alzó la pata del pony atigrado.

—Intentamos reemplazar la herradura —dijo Grum—. Pero las nuestras son demasiado grandes y aquí, a estas alturas, no hay ningún herrero que le forje la suya o le haga una nueva.

Serpiente cogió los pedazos de la herradura rota. Era casi nueva, pues había mandado herrar a Ardilla poco antes de internarse en el desierto. Los bordes estaban aún afilados y cuadrados. El metal tenía que estar defectuoso. Tendió las piezas a Grum.

—Tal vez Ao pueda usar el metal. Si trato a Ardilla con cuidado, podré llevarlo a Montaña, ¿no?

—Oh, desde luego, ya que puedes montar la hermosa yegua gris.

Serpiente lamentó haber cabalgado a Ardilla. Normalmente no lo hacía. Le bastaba con caminar, y el animal llevaba las serpientes y su carga. Pero después de abandonar el campamento de Arevin, había vuelto a sentir los efectos de la mordedura de la víbora. Su intención era montar a Ardilla solamente hasta que la debilidad la abandonara, pero entonces se había desmayado. El animal la había cargado pacientemente sobre el lomo. Sólo cuando empezó a flaquear, ella volvió en sí, al escuchar el sonido del hierro roto.

Serpiente rascó la testuz del pony.

—Entonces nos iremos mañana, en cuanto mengüe el calor. Eso nos deja todo el día para vacunar a la gente, si es que acuden.

—Muchos acudiremos, querida. ¿Pero por qué nos dejas tan pronto? Ven a casa con nosotros. Hay la misma distancia que a Montaña.

—Voy a continuar hasta la ciudad.

—¿Ahora? Es demasiado tarde. Te cogerán las tormentas.

—No, si no pierdo tiempo.

—Niña-curadora, querida, no sabes cómo son.

—Si lo sé. Crecí en las montañas. Las veía todos los inviernos.

—Observarlas desde lo alto de una montaña no es lo mismo que intentar vivir en ellas —dijo Grum.

Ardilla se dio la vuelta y galopó hacia un grupo de caballos que pastaban en la sombra, al otro lado del corral. Serpiente se echó a reír.

—Cuéntame el chiste, pequeña.

Serpiente miró a la mujer encorvada cuyos ojos eran astutos y brillantes como los de un zorro.

—Acabo de advertir con cuál de tus caballos lo has puesto. Grum se ruborizó incluso por encima de su profundo bronceado.

—Curadora, niña querida, no pretendía que pagaras por su estancia… pensé que no te importaría.

—Grum, no pasa nada. No me importa. Y estoy segura de que a Ardilla tampoco. Pero me temo que vas a llevarte una decepción cuando llegue la época de los partos. Grum sacudió la cabeza sabiamente.

—No, se comporta bien para ser un semental pequeño, pero sabe cuál es su deber. Me gustan los caballos manchados, especialmente si sus manchas se parecen a las de los leopardos. —Grum tenía un appaloosa moteado como un leopardo, su campeón: blanco con manchas negras del tamaño de una moneda por todo el cuerpo—. Y ahora los tendré también rayados.

—Me alegro de que te guste su color. —Inducir un virus para seleccionar los genes adecuados había requerido a Serpiente buena parte de su trabajo—. Pero no creo que te dé muchos potrillos.

—¿Por qué no? Como he dicho…

—Puede que nos sorprenda… Eso espero, por ti. Pero creo que es estéril.

—Ah —dijo Grum—. Ah, lástima. Pero comprendo. Es un cruce de caballo y uno de esos burros a rayas de los que he oído hablar.

Serpiente no insistió más. La explicación de Grum era equivocada; Ardilla no era más híbrido que los caballos de la anciana, excepto por una pequeña complicación genética. Pero Ardilla era resistente al veneno de Sombra y Susurro, y aunque la causa era diferente, el resultado era el mismo que si fuera un mulo. Sus inmunidades eran tan eficientes que probablemente su sistema no reconocía las células haploides, el esperma, como propio, y por eso las destruía.

—Sabes, niña-Serpiente, una vez tuve un mulo que resultó un buen semental. Sucede a veces. Tal vez en esta ocasión…

—Tal vez —dijo Serpiente. La posibilidad de que las inmunidades de su pony le permitieran ser fértil no era más remota que la de conseguir un mulo fértil: Serpiente no sentía que estuviera engañando a Grum con su cautelosa conformidad.

Regresó a su tienda, sacó a Susurro del zurrón y le extrajo su veneno. El ofidio no se resistió al proceso. Sujetándola por la cabeza, Serpiente la apretó gentilmente para que abriera la boca y vertió un frasco de catalizador en su garganta. Era mucho más fácil de drogar que Sombra. Se enroscaba simplemente en su compartimento, de manera muy parecida a la normal, mientras las glándulas productoras de veneno manufacturaban una complicada sopa química de varias proteínas, anticuerpos para varias enfermedades endémicas y estimulantes para los sistemas inmunológicos de los seres humanos. Los curadores llevaban utilizando a los crótalos mucho más tiempo que a las cobras; comparada con Sombra, la cascabel estaba decenas de generaciones y cientos de experimentos genéticos por delante en la adaptación a las drogas catalizadores y a sus cambios.

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