9

El viento que le golpeaba la cara era límpido y frío. Arevin se sentía agradecido por el clima de la montaña, libre de polvo, calor y la omnipresente arena. En la cima de un paso, desmontó y contempló el paisaje ante el cual Serpiente se había criado. La tierra era brillante y muy verde, y podía ver y oír grandes cantidades de agua al fluir. Un río bajaba hacia el centro del valle, y a un tiro de piedra del sendero, un manantial borboteaba sobre roca cubierta de moho. Su respeto por Serpiente aumentó. Su pueblo no emigraba sino que vivían aquí todo el año. Serpiente contaba con poquísima experiencia en temperaturas extremas cuando se internó en el desierto. Este paisaje no suponía ninguna preparación para la inmensa desolación de arena negra, ni siquiera el propio Arevin estaba preparado para la severidad del desierto central. Sus mapas eran viejos; ningún miembro del clan los había usado, pero le habían conducido a salvo al otro lado del desierto, a través de una línea de oasis dignos de confianza. Dado lo avanzado de la estación, no había encontrado a nadie en el camino: no había podido pedir consejo a nadie sobre cuál era la mejor ruta a seguir, ni pudo preguntar tampoco por Serpiente.

Montó su caballo y cabalgó hacia el valle de los curadores.

Antes de encontrar a ningún habitante, llegó a un pequeño huerto. Era extraño: los árboles más lejanos eran maduros, retorcidos, mientras que los más cercanos eran jóvenes, como si se hubieran ido plantando unos pocos árboles cada año. Había un muchacho de unos catorce o quince años tendido en las sombras, comiendo fruta. Cuando Arevin se detuvo, el joven alzó la mirada, se puso en pie y se encaminó hacia él. Arevin espoleó a su caballo para que cruzara el verde prado. Los dos se reunieron en una fila de árboles que parecían tener unos cinco o seis años.

—Hola —dijo el muchacho. Cogió otra fruta y se la tendió a Arevin—. ¿Quieres una pera? Los melocotones y las cerezas se han acabado, y las naranjas todavía no están maduras del todo.

Arevin vio que, de hecho, cada árbol tenía frutas de diferentes formas, pero las hojas eran todas iguales. Tendió la mano, inseguro, para aceptar la pera, preguntándose si el terreno en donde crecían los árboles estaría envenenado.

—No te preocupes —dijo el muchacho—. No es radiactiva. No hay cráteres por aquí.

A pesar de sus palabras Arevin retiró la mano. No había dicho una sola palabra, y sin embargo el joven parecía saber qué estaba pensando.

—Yo mismo hice el árbol, y nunca trabajo con mutágenos peligrosos.

Arevin no tenía idea de lo que decía el muchacho, excepto que parecía estar asegurándole que la fruta era buena. Deseó poder comprender tan bien al chico como éste le comprendía a él. Como no quería ser descortés, aceptó la pera.

—Gracias.

El muchacho le observaba con esperanza y expectación, así que Arevin dio un mordisco a la fruta. Era dulce y agria al mismo tiempo, y muy jugosa. Dio otro bocado.

—Está muy buena —dijo—. Nunca había visto una planta que diera cuatro cosas diferentes.

—Mi primer proyecto —contestó el muchacho. Hizo un gesto hacia los otros árboles más viejos—. Todos hacemos uno. Resulta muy sencillo, pero es la tradición.

—Ya veo —dijo Arevin.

—Me llamo Thad.

—Me siento muy honrado —dijo Arevin—. Estoy buscando a Serpiente.

—¡Serpiente! —Thad frunció el ceño—. Me temo que has hecho un largo viaje para nada. No está aquí. Ni siquiera esperamos que vuelva hasta dentro de varios meses.

—Pero no puedo haberla adelantado.

La expresión agradable y servicial de Thad se trocó en preocupación.

—¿Quieres decir que ya viene de regreso? ¿Qué ha pasado? ¿Está bien?

—Lo estaba la última vez que la vi —contestó Arevin. Estaba claro que Serpiente debería haber llegado a casa si no le hubiera pasado nada.

Pensó en la posibilidad de que hubiera sufrido algún accidente, ante los cuales, al contrario que a las picaduras de las víboras, era vulnerable.

—Eh, ¿te encuentras bien?

Thad estaba a su lado y le cogía el codo para sostenerle.

—Sí —contestó Arevin, pero su voz temblaba.

—¿Estás enfermo? Aún no he terminado mi formación, pero cualquiera de los otros curadores puede ayudarte.

—No, no, no estoy enfermo. Pero no comprendo cómo he podido llegar antes que ella.

—¿Pero por qué regresaba a casa tan pronto?

Arevin miró al joven que ahora tenía una apariencia tan preocupada como él mismo.

—Creo que no debo contar su historia por ella —dijo—. Tal vez debería hablar con sus padres. ¿Quieres mostrarme dónde viven?

—Lo haría si pudiera —contestó Thad—, pero no tiene ninguno. Te lo puedo asegurar sin lugar a dudas porque soy su hermano.

—Lamento causarte esta inquietud. No sabía que vuestros padres estuvieran muertos.

—No lo están. O puede que sí. No lo sé. Quiero decir que no sé quiénes son. Ni quiénes son los de Serpiente.

Arevin se sintió completamente confundido. Nunca había tenido problemas para comprender lo que le decía Serpiente. Pero tenía la impresión de que no entendía la mitad de lo que este joven le había dicho en los últimos minutos.

—Si no sabes quiénes son tus padres ni los de Serpiente, ¿cómo puedes asegurar que eres su hermano?

Thad le miró sarcásticamente.

—No sabes mucho de los curadores, ¿no?

—No —contestó Arevin y se dio cuenta que la conversación había tomado otro rumbo inesperado—. No lo sé. Hemos oído hablar de vosotros, por supuesto, pero Serpiente había sido la única en visitar mi clan.

—La razón de que te preguntara es porque la mayoría dela gente sabe que todos somos adoptados —dijo Triad—. No tenemos familia, exactamente. Todos formamos una.

—Sin embargo, dijiste que eras su hermano, como si no tuviera otro. —A excepción de sus ojos azules, que además tenían otra tonalidad diferente, Thad no se parecía en nada a Serpiente.

—Es así como pensamos el uno del otro. Cuando era niño me metía en muchos problemas, y ella siempre acudía al rescate.

—Ya veo —Arevin desmontó y ajustó la brida de su caballo, considerando lo que el muchacho acababa de decirle—. No tienes lazos de sangre con Serpiente, pero sientes una relación especial con ella. ¿Es correcto?

—Sí —La actitud tranquila de Thad había desaparecido.

—Si te dijera por qué he venido, ¿me aconsejarías pensando primero en Serpiente, aunque tuvieras que ir contra tus propias costumbres?

Arevin se alegró de ver que el joven dudaba, pues no había sido capaz de confiar en una respuesta impulsiva y emocional.

—Ha pasado algo verdaderamente malo, ¿verdad?

—Sí. Y ella se cree responsable.

—También sientes un algo especial hacia ella, ¿no?

—Sí.

—¿Y ella por ti?

—Eso creo.

—Estoy de su parte —dijo Thad—. Siempre.

Arevin desató la brida del caballo para que su montura pudiera pastar. Se sentó bajo el árbol frutal de Thad y el muchacho le acompañó.

—Vengo del otro lado del desierto occidental —dijo Arevin—. No tenemos buenas serpientes, sólo víboras de arena cuya mordedura produce la muerte.

Arevin contó su historia y esperó que Thad respondiera, pero el joven curador se quedó mirándose las manos cubiertas de cicatrices durante largo rato.

—Y dices que la serpiente del sueño murió —dijo finalmente.

La voz de Thad era tensa y desesperanzada; el tono provocó un escalofrío en el controlado y casi impasible Arevin.

—No fue culpa suya —repitió Arevin, aunque había insistido constantemente en ese tema. Thad conocía ahora el miedo de su clan hacia las serpientes e incluso la horrible muerte de su hermana. Pero Arevin no podía ver claramente en qué punto se perdía la comprensión de Thad.

El muchacho le miró.

—No sé qué decirte. Esto es horrible —hizo una pausa y miró alrededor y se pasó la mano por la frente—. Supongo que será mejor hablar con Sándalo. Fue una de las maestras de Serpiente y ahora es la decana.

Arevin dudó.

—¿Crees que es una buena idea? Perdóname, pero si tú, que eres amigo de Serpiente, no puedes comprender cómo sucedió todo esto, ¿podrá hacerlo cualquier otro curador?

—¡Comprendo lo que sucedió!

—Sabes lo que pasó —dijo Arevin—. Pero no lo comprendes. No quiero ofenderte, pero temes que lo que diga sea cierto.

—No importa —repuso Thad—. Aún sigo queriendo ayudarla. Sándalo pensará en algo.


El exquisito valle donde vivían los curadores combinaba zonas de total soledad con lugares de completa civilización. Lo que a Arevin le parecía un bosque virgen, antiguo e imperturbable, se extendía hasta donde alcanzaba su vista y empezaba en el borde norte del valle. Sin embargo, inmediatamente después de los enormes árboles oscuros, un conjunto de molinos de viento giraban alegremente. El bosque de árboles y el bosque de molinos armonizaban juntos.

La estación era un lugar sereno, una ciudad pequeña de casas de madera y piedra. La gente saludaba a Thad o le hacia señas, y asentía a Arevin. La brisa trajo los débiles gritos de unos niños jugando.

Thad dejó al caballo de Arevin en una zona de pastos y luego le condujo a un edificio poco más grande que los otros y algo apartado de los demás. Arevin se sorprendió al notar que en su interior las paredes no eran de madera, sino de losas de cerámica blancas. A pesar de que no había ventanas, la iluminación era brillante como el día, sin tener el extraño brillo azul de la bioluminiscencia ni la suave luz amarilla de las lámparas de gas. El lugar poseía una sensación de actividad completamente distinta de la plácida atmósfera de la ciudad en sí. A través de una puerta medio abierta, Arevin vio a varias personas jóvenes, algunas todavía más que Thad, inclinadas sobre complicados instrumentos, completamente absortas en su trabajo.

Thad señaló a los estudiantes.

—Estos son los laboratorios. Fabrican las lentes para los microscopios aquí mismo, en la estación. También hacemos todos nuestros objetos de cristal.

Casi todas las personas que veía allí (y, ahora que lo pensaba, la mayor parte de las que había en el poblado), eran muy jóvenes o muy mayores. Los jóvenes recibían su formación, pensó, y los viejos la impartían. Serpiente y los demás estaban fuera, practicando su profesión.

Thad subió un tramo de escaleras, recorrió un salón alfombrado y llamó suavemente a una puerta. Esperaron varios minutos, y al parecer el muchacho encontró esto bastante común, pues no se impacientó. Finalmente, una voz aguda anunció:

—Adelante.

La habitación no era tan rígida y severa como el laboratorio. Las paredes estaban recubiertas de paneles de madera, y una gran ventana daba a los molinos. Arevin había oído hablar de libros, pero nunca había visto uno. Aquí había dos paredes alineadas con estanterías llenas de ellos. La vieja curadora que se encontraba sentada en una hamaca tenía uno en el regazo.

—Thad —dijo, asintiendo, con tono de bienvenida aunque también de interrogación.

—Sándalo —el muchacho presentó a Arevin—. Éste es un amigo de Serpiente. Ha recorrido un largo camino para hablar con nosotros.

—Sentaos. —La voz y las manos de la mujer temblaban ligeramente. Era muy anciana, y tenía las articulaciones hinchadas y retorcidas. Su piel era suave y translúcida, profundamente arrugada en las mejillas y la frente. Tenía los ojos azules.

Siguiendo las instrucciones de Thad, Arevin se sentó en una silla. Se sintió incómodo: estaba acostumbrado a hacerlo en el suelo, con las piernas cruzadas.

—¿Qué tienes que decir?

—¿Eres amiga de Serpiente? —preguntó Arevin—. ¿O sólo su maestra?

Pensó que quizás iba a echarse a reír, pero en cambio lo miró sombríamente.

—Su amiga.

—Sándalo propuso su nombre —dijo Thad—. ¿Creías que iba a llevarte a hablar con cualquiera?

No obstante, Arevin se preguntó si debería contar su historia a esta amable anciana, pues recordaba demasiado claramente las palabras de Serpiente: «Mis maestros rara vez dan el nombre que llevo, y se sentirán decepcionados.» Tal vez la decepción de Sándalo sería suficientemente grande para exiliar a Serpiente de su pueblo.

—Dime qué sucede —dijo Sándalo—. Serpiente es mi amiga, y la quiero. No tienes que temerme.

Arevin contó su historia por segunda vez en el día, observando fijamente la cara de Sándalo. La expresión de la anciana no cambió. Seguramente, debido a mucha experiencia, podía comprender lo que había sucedido mucho mejor que el joven Thad.

—Ah —dijo—. Serpiente cruzó el desierto —sacudió la cabeza—. Mi niña valiente e impulsiva.

—Sándalo —preguntó Thad—, ¿qué podemos hacer?

—No lo sé, querido —suspiró—. Ojalá hubiera regresado a casa.

—Pero también las serpientes pequeñas mueren, ¿no? —dijo Arevin—. Seguro que otros curadores las habrán perdido en algún accidente. ¿Qué es lo que se hace en estos casos?

—Las serpientes del sueño viven mucho tiempo —contestó Thad—. A veces sobreviven a sus curadores. No se reproducen bien.

—Cada año formamos a menos gente porque nos faltan serpientes del sueño —dijo Sándalo con su voz leve.

—La habilidad de Serpiente debe titularla para que se le conceda otra —dijo Arevin.

—No se puede dar lo que no se tiene —repuso Sándalo.

—Serpiente pensaba que tal vez hubieran nacido algunas.

—Sólo lo hacen unas pocas —dijo tristemente la anciana. Thad varió la mirada.

—Uno de nosotros podría decidir no terminar su formación…

—Thad —dijo Sándalo—, no tenemos suficientes para todos vosotros. ¿Crees que Serpiente te pediría que le devolvieras la que te dio?

Thad se encogió de hombros, todavía sin mirar a los ojos a Sándalo ni a Arevin.

—No tendría que pedírmela. Yo se la daría.

—No podemos decidir sin Serpiente —dijo Sándalo—. Tiene que regresar a casa.

Arevin se miró las manos y se dio cuenta de que no habría ninguna solución fácil para este dilema, ninguna explicación simple de lo sucedido, ni por tanto perdón para Serpiente.

—No podéis castigarla por el error de mi clan —repitió. Sándalo negó con la cabeza.

—No es cuestión de castigo. Pero no puede ser curadora sin una serpiente del sueño. Y no tengo ninguna para darle.

Permanecieron sentados en silencio. Después de unos minutos, Arevin se preguntó si Sándalo se había quedado dormida. Se sobresaltó cuando la anciana le habló sin apartar la mirada de la ventana.

—¿La seguirás buscando?

—Sí —respondió sin vacilación.

—Cuando la encuentres, dile por favor que regrese a casa. El consejo se reunirá con ella.

Thad se puso en pie, y con una profunda sensación de fracaso y depresión Arevin comprendió que la audiencia había acabado.

Salieron al exterior, abandonando las salas de trabajo y sus extrañas máquinas, su extraña luz, sus raros olores. El sol se ponía, uniendo las largas sombras con la oscuridad.

—¿Por dónde empiezo a buscarla? —dijo Arevin súbitamente.

—¿Qué?

—Vine aquí porque pensaba que Serpiente volvía a casa. Ahora no sé dónde puede estar. Ya casi es invierno. Si las tormentas han empezado…

—Serpiente sabe mejor que nadie que tiene que mantenerse alejada del desierto en invierno —dijo Thad—. No, lo que debe de haber sucedido es que han requerido su ayuda y ha tenido que desviarse de su ruta. Tal vez su paciente se encontraba en las montañas centrales. Puede que esté en algún lugar al sur, en Encrucijada, Nuevo Tíbet o Montaña.

—Muy bien —dijo Arevin, agradeciendo cualquier nueva posibilidad—. Iré hacia el sur. —Pero se preguntó si Thad no estaría hablando con la incuestionable autoconfianza de la extrema juventud.

Thad abrió la puerta de una casita baja. En el interior, las habitaciones conducían a un comedor central. Thad se tendió en un diván. Olvidando sus cuidadosos modales, Arevin se sentó en el suelo.

—Cenaremos dentro de un rato —dijo Thad—. La habitación junto a la mía está ahora libre. Puedes usarla.

—Tal vez debería continuar.

—¿Esta noche? Es una locura cabalgar en la oscuridad por esta zona. Te encontraríamos en el fondo de un precipicio por la mañana. Al menos quédate hasta el amanecer.

—Si ése es tu consejo.

En realidad, sentía un profundo sopor. Siguió a Thad a la habitación vacía.

—Te traeré tu equipaje —dijo el muchacho—. Descansa. Parece que lo necesitas.

Arevin se sentó lentamente en el borde de la cama. Thad se volvió al llegar a la puerta.

—Escucha, me gustaría ayudarte. ¿Hay algo que pueda hacer por ti?

—No —dijo Arevin—. Gracias, estoy muy cómodo. Thad se encogió de hombros.

—Muy bien.

El desierto de arenas negras se extendía en el horizonte, llano y vacío, ningún signo indicaba que hubiera sido cruzado alguna vez antes. Las olas de calor se alzaban como si fueran humo. El viento aún no era fuerte, pero todas las marcas y detritos de la ruta de los mercaderes habían desaparecido ya borrados o cubiertos por las brisas cambiantes que precedían al invierno. En la cima del borde oriental de las montañas centrales, Serpiente y Melissa miraban hacia su invisible destino.

Desmontaron para dejar descansar a los caballos. Melissa ajustó una cincha de la nueva silla de Ardilla, y luego volvió la cabeza para mirar el camino por donde habían venido, el valle que había sido su hogar. La ciudad se aferraba a la inclinada pendiente de la montaña, sobre el fértil valle. Las ventanas y los paneles de cristal negro brillaban bajo el sol de mediodía.

—Nunca había llegado tan lejos —dijo Melissa maravillada—. En toda mi vida. —Se volvió hacia la curadora—. Gracias, Serpiente.

—No hay de qué, Melissa.

La niña bajó la cabeza. Su mejilla derecha, la que no estaba marcada por la cicatriz, se tornó roja.

—Tengo que decirte algo sobre eso.

—¿Sobre qué?

—Mi nombre. Lo que dijo Ras es cierto, no es de verdad…

—No importa. Por lo que a mi respecta, te llamas Melissa. De niña yo también tuve un nombre diferente.

—Pero te dieron un nombre. Es un honor. No lo elegiste, como yo hice con el mío.

Volvieron a montar y emprendieron la marcha por el gastado sendero.

—Podría haberlo rechazado —dijo Serpiente—. De hacerlo así, habría elegido mi propio nombre de adulto como hacen el resto de los curadores.

—¿Podrías haberlo rechazado?

—Sí.

—¡Pero si este nombre apenas lo ponen! Es lo que he oído.

—Es cierto.

—¿Ha dicho alguien alguna vez que no lo quería?

—No que yo sepa. De todas formas, sólo fui la cuarta, pues no han sido muchos los que han tenido la oportunidad. A veces desearía no haberlo aceptado.

—¿Pero por qué?

Por la responsabilidad —su mano descansaba en el zurrón de las serpientes. Desde el ataque del loco había empezado a hacerlo con más frecuencia. La retiró. Los curadores solían morir muy jóvenes o vivir hasta edad muy avanzada. El hombre llamado Serpiente que la había precedido sólo tenía cuarenta y tres años cuando murió, pero los otros dos habían vivido cada uno más de un siglo. Serpiente tenía una enorme cantidad de logros que seguir, y hasta el momento había fracasado.


El sendero transcurría entre los árboles perennes, entre los troncos retorcidos y las oscuras agujas de los árboles que según las leyendas nunca daban semillas y nunca morían. Su resina llenaba el aire de un fuerte olor.

—Serpiente… —dijo Melissa.

—¿Sí?

—¿Eres… eres mi madre?

Tomada por sorpresa, Serpiente vaciló un momento. Su pueblo no formaba grupos familiares como lo hacían los otros. Ella misma no había llamado a nadie «madre» o «padre», aunque todos los curadores mayores tenían exactamente esa relación con ella. Y el tono de Melissa era tan triste…

—Todos los curadores son tu familia ahora —dijo Serpiente—, pero yo te he adoptado, y creo que eso me convierte en tu madre.

—Me alegro.

—Yo también.

Bajo la estrecha banda del denso bosque, en los lados de la montaña, no crecía casi nada excepto liquen. Aunque la altura era aún elevada y el sendero empinado, Serpiente y Melissa podrían haberse encontrado igualmente en el desierto. Bajos los árboles, el calor y la sequedad del aire aumentaban firmemente. Cuando por fin llegaron a la arena, se detuvieron un momento para cambiarse. Serpiente se puso las ropas que le había dado el pueblo de Arevin. Melissa se vistió con las que habían comprado en Montaña.


No vieron a nadie en todo el día. Serpiente miraba de vez en cuando por encima del hombro, y montaba guardia cada vez que los caballos atravesaban las zonas de dunas que ofrecían un emplazamiento ideal para una emboscada. Pero no había ni rastro del loco. Serpiente empezó a preguntarse si los dos ataques no habrían sido una coincidencia, y si sus recuerdos de otros ruidos en torno a su campamento no serían un sueño. Si el loco era en efecto un loco, su ataque contra ella se había distraído ahora por alguna otra preocupación irresistible. No se convenció.

Al atardecer, las montañas quedaron muy por detrás, y adquirieron la apariencia de una abrupta muralla. Los cascos de los caballos resonaron en la arena, pero el silencio subyacente era completo y sepulcral. Serpiente y Melissa continuaron cabalgando y charlando a medida que caía la oscuridad.

Las densas nubes oscurecieron la luna; el constante brillo de las luciérnagas de la linterna de Serpiente, relativamente más brillante ahora, proporcionó iluminación suficiente para que continuaran el viaje. Colgada de la silla, la linterna se mecía al paso de Veloz. La arena negra reflejaba la luz como si fuera agua.

Ardilla y Veloz cabalgaban juntos. Gradualmente, Serpiente y Melissa empezaron a hablar en voz cada vez más baja, y finalmente dejaron de hacerlo.

La brújula de Serpiente, la luna casi invisible, la dirección del viento, las formas de las dunas las ayudaban a seguir en la dirección adecuada, pero Serpiente no podía apartar el miedo a estar cabalgando en círculos. Girándose en la silla, contempló el sendero invisible a sus espaldas durante varios minutos, pero ninguna otra luz las seguía. Estaban solas; no había nada más que oscuridad. Serpiente continuó la marcha.

—Es fantasmal —susurró Melissa.

—Lo sé. Ojalá pudiéramos cabalgar de día.

—Tal vez llueva.

—Eso estaría bien.

El desierto recibía la lluvia sólo una vez cada año, pero cuando lo hacía, era antes del invierno. Entonces las semillas dormidas brotaban y se reproducían, y el árido desierto se suavizaba con tintes verdes y parches de color. En tres días, las delicadas plantas se volvían de color marrón y morían, dejando duras semillas para que soportaran otro año, o dos, o tres, hasta que la lluvia volviera a despertarlas. Pero esta noche el aire era seco y tranquilo, y no dejaba entrever que fuera a producirse ningún cambio.


Una luz titiló en la distancia. Serpiente, adormilada, se despertó bruscamente de un sueño en el que el loco la seguía y vio que la linterna se acercaba más y más. Hasta ahora no había advertido lo segura que se encontraba de que aún la seguía de cerca, propulsado por motivos incomprensibles.

Pero la luz no era una linterna transportada, sino que permanecía firme y estacionaria por delante. El viento arrastró el sonido de hojas secas: se estaban acercando al primer oasis de la ruta a Centro.

Aún no había amanecido siquiera. Serpiente extendió la mano y palmeó el cuello de Veloz.

—No queda mucho —dijo.

—¿Qué? —Melissa se despertó también—. ¿Dónde…?

—Tranquila. Pronto podremos parar.

—Oh —Melissa miró en derredor, parpadeando—. Olvidé dónde estaba.

Llegaron a los árboles que rodeaban el oasis. La linterna de Serpiente iluminó las hojas ya caídas y dispersadas por la arena que arrastraba el viento. No vio ninguna tienda y no pudo oír ningún sonido de gente o animales. Todos los nómadas se habían retirado ya a la seguridad de las montañas.

—¿Dónde está esa luz?

—No lo sé —dijo Serpiente.

Miró a Melissa, pues su voz sonaba extraña: estaba ahogada por el turbante colocado ante su cara. Cuando vio que no aparecía nadie, lo soltó como si no se diera cuenta de que se había estado ocultando.

Serpiente hizo dar la vuelta a Veloz, preocupada por la luz.

—Mira —dijo Melissa.

El cuerpo de Veloz cortó la luz de la linterna en una dirección, y contra la oscuridad se alzó una franja de luminiscencia. Cuando se hubo cerrado, Serpiente pudo ver que era una palmera muerta que, al estar cerca del agua, se había podrido en vez de secarse. Las luciérnagas habían invadido su frágil tronco y lo habían deformado en una señal brillante. Serpiente suspiró aliviada.

Siguieron cabalgando, circundaron la laguna negra y tranquila hasta que encontraron un lugar rodeado de árboles suficientemente gruesos para proporcionarles sombra. En cuanto Serpiente refrenó a Veloz, Melissa saltó del pony y empezó a desensillarlo. Serpiente desmontó más despacio, pues a pesar del clima constante del desierto, la rodilla había vuelto a entumecérsele durante la larga cabalgata. Melissa frotó a Ardilla con un puñado de hojas, hablándole en voz casi inaudible. Pronto estuvieron acostadas, esperando que pasara el día.


Serpiente se acercó al agua descalza, bostezando y desperezándose. Había dormido bien durante todo el día, y ahora quería darse un baño antes de volver a emprender el viaje. Aún era demasiado temprano para dejar el refugio de los gruesos árboles. Rebuscó con la esperanza de encontrar algunas frutas maduras en las ramas, pero la recolección de los habitantes del desierto había sido exhaustiva.

Sólo unos pocos días antes, al otro lado de las montañas, el follaje de los oasis era lujurioso y suave; ahora, las hojas estaban secas y moribundas. Crujieron cuando las pisó. Las hojas se desmoronan en su mano.

Se detuvo al borde del agua. La línea negra tenía sólo unos pocos metros de anchura: un semicírculo de arena en torno a una minúscula laguna que reflejaba un entretejido de las ramas de los árboles. En la orilla, Melissa estaba arrodillada en la arena, medio desnuda. Estaba inclinada sobre el agua, contemplando en silencio su reflejo. Las marcas de los golpes de Ras habían desaparecido, y el incendio no había dejado cicatrices en su espalda. Tenía la piel más blanca de lo que Serpiente había supuesto al ver el profundo bronceado de su cara y sus manos. Mientras Serpiente observaba, Melissa extendió la mano lentamente y tocó la superficie del agua oscura. Sus dedos provocaron ondas en el espejo negro.

Melissa contemplaba, fascinada, cómo Serpiente sacaba a Sombra y Susurro del zurrón. Sombra reptó entre los pies de la curadora, saboreando los olores del oasis. Serpiente la recogió con cuidado. Notó frías entre la manos las suaves escamas blancas.

—Quiero que te huela —dijo Serpiente—. Su reacción instintiva es atacar a cualquier cosa que la moleste. Si reconoce tu olor, será más seguro. ¿De acuerdo?

Melissa asintió despacio, claramente asustada.

—Es muy venenosa, ¿verdad? ¿Más que la otra?

—Sí. En cuanto lleguemos a casa procederé a inmunizarte, pero no quiero empezar a hacerlo aquí. Tengo que hacerte unas pruebas antes y no tengo el equipo adecuado.

—¿Quieres decir que puedes arreglar las cosas de manera que si me muerde no pase nada?

—Nada, lo que se dice nada, no. Pero me ha mordido por error varias veces y sigo aquí.

—Supongo que será mejor que la deje olerme. Serpiente se sentó junto a ella.

—Sé que es difícil no tenerle miedo. Pero respira profundamente y procura relajarte. Cierra los ojos y escucha mi voz.

—Los caballos también notan si una tiene miedo —dijo Melissa e hizo lo que Serpiente le decía.

La lengua bífida de la cobra aleteó sobre las manos de Melissa, y la niña permaneció quieta y en silencio. Serpiente recordó la primera vez que vio las cobras albinas: un momento aterrador y agónico cuando un grupo de ellas, enroscadas juntas y formando nudos infinitos, sintió sus pasos y alzaron la cabeza al unísono, como una bestia de muchas cabezas o una planta alienígena que creciera bruscamente.

Serpiente no soltó a Sombra mientras la cobra se deslizaba por los brazos de Melissa.

—Su contacto es agradable —dijo Melissa. Le temblaba un POCO la voz, y estaba algo asustada, pero su tono era sincero.

Melissa había visto antes a los crótalos; su peligro era conocido y no le causaba tanto miedo. Susurro reptó por su manos y ella le acarició suavemente. Serpiente se sintió complacida: las habilidades de su hija no se limitaban a los caballos.

—Esperaba que te llevaras bien con Sombra y Susurro —dijo—. Es importante para una curadora.

Melissa alzó la cabeza, sorprendida.

—Pero tú no querías decir… —Se detuvo.

—¿Qué?

Melissa inspiró profundamente.

—Lo que le contaste al gobernador —dijo, dubitativa—. Sobre lo que yo podría hacer. No lo decías de verdad. Tuviste que hacerlo para que me dejara marchar.

—Sentía cada una de las palabras que dije.

—Pero yo no podría ser curadora.

—¿Por qué no? —Melissa no respondió, así que Serpiente continuó—. Te he dicho que los curadores adoptamos a nuestros hijos, porque no podemos tenerlos. Déjame que te cuente más cosas. Muchos curadores tienen compañeros con profesiones diferentes. Y no todos nuestros niños se convierten en curadores. No somos una comunidad cerrada. Pero cuando decidimos adoptar a alguien, normalmente es porque pensamos que podría ser uno de nosotros.

—¿Yo?

—Sí. Si así lo deseas. Eso es lo importante: que hagas lo que quieras hacer, no lo que pienses que quiere otra persona o lo que espera que hagas.

—Curadora… —dijo Melissa.

El tono de asombro en la voz de su hija proporcionó a Serpiente otra nueva razón de peso para hacer que la gente de la ciudad la ayudará a encontrar más serpientes del sueño.


La segunda noche, Serpiente y Melissa cabalgaron duro. No había oasis, y por la mañana Serpiente no se detuvo, aunque hacía demasiado calor para viajar. El sudor la empapaba. Las gotas pegajosas corrían por su espalda y sus costados. Recorrían su cara y se secaban en una costra salada. La piel de Veloz se oscurecía y el sudor caía por sus patas. Cada paso desprendía goterones de sus menudillos.

—Señora…

La formalidad sorprendió a Serpiente y miró a Melissa preocupada.

—¿Qué pasa?

—¿Cuánto nos falta para detenernos?

—No lo sé. Tenemos que seguir mientras podamos —Señaló al cielo, donde las nubes flotaban bajas y amenazadoras—. Ése es el aspecto que tienen antes de una tormenta.

—Lo sé. Pero no podemos seguir mucho más, Ardilla y Veloz tienen que descansar. Dijiste que la ciudad está en medio del desierto. Bien, aunque lleguemos también tendremos que regresar, y los caballos tienen que llevarnos.

Serpiente se hundió en su silla.

—Tenemos que continuar. Es demasiado peligroso detenerse.

—Serpiente… Serpiente, tu entiendes de personas y de tormentas, de curaciones, desiertos y ciudades. Yo no. Pero sí entiendo de caballos. Si los dejamos descansar unas cuantas horas, nos llevarán muy lejos esta noche. Si tienen que seguir avanzando, cuando oscurezca tendremos que abandonarlos.

—De acuerdo —dijo Serpiente por fin—. Nos pararemos cuando lleguemos a esas rocas. Al menos allí habrá un poco de sombra.

En casa, en la estación de los curadores, Serpiente se pasaba meses enteros sin pensar en la ciudad. Pero en el desierto y en las montañas donde los nómadas pasaban el invierno, la vida giraba en torno a ella. Serpiente había empezado a sentir que también su vida dependía de ella cuando por fin, al amanecer después de la tercera noche, las montañas truncadas que protegían a Centro aparecieron en la distancia.

El sol se elevaba directamente detrás, iluminándolas de escarlata como un ídolo. Al oler el agua, sintiendo que se acercaba el final de su largo viaje, los caballos alzaron la cabeza y aceleraron su cansado paso. A medida que el sol fue ascendiendo, las nubes bajas y espesas esparcieron la luz en una pincelada roja que cubría el horizonte. Serpiente sentía que la rodilla le dolía con cada paso de Veloz, pero no necesitaba la señal de las articulaciones hinchadas para saber que la tormenta se acercaba. Cerró los puños en torno a las riendas hasta que la correa de cuero se le clavó dolorosamente en las palmas, y luego, lentamente, relajó las manos y acarició el cuello húmedo de su montura. Sin duda Veloz sentía tanto dolor como ella.

Se acercaron a la montaña. Los árboles eran marrones y marchitos, los troncos susurrantes rodeaban un estanque oscuro y varios campamentos desiertos. El viento susurraba entre las hojas secas y sobre la arena, primero venía de una dirección, después de otra, a la manera que tienen los vientos que se acercan a una montaña solitaria. La sombra de la ciudad las envolvía.

—Es mucho más grande de lo que pensaba —dijo Melissa en voz baja—. Tenía un escondite desde donde escuchaba hablar a la gente, pero siempre pensé que estaban exagerando.

—Creo que yo también —contestó Serpiente. Notaba su propia voz perdida y muy distante. Mientras se acercaban a los grandes acantilados de roca, el sudor se borró de su frente, y sus manos se volvieron frías a pesar del calor. La cansada yegua la llevó hacia adelante.

La ciudad había dominado la estación de los curadores cuando Serpiente tenía siete años, y otra vez a los diecisiete. En cada ocasión, un curador veterano emprendía el largo viaje hacia Centro. Cada uno de esos años suponía el principio de una década, y entonces los curadores ofrecían a los habitantes de la ciudad un intercambio de conocimiento y ayuda. Siempre los rechazaban. Tal vez ahora hicieran lo mismo, a pesar del mensaje que Serpiente tenía que darles.

—¿Serpiente?

—¿Qué?

—¿Te encuentras bien? Parecías tan distante, y no sé…

—Creo que «asustada» sería la palabra adecuada.

—Nos dejarán entrar.

Las oscuras nubes parecían hacerse más gruesas y pesadas a cada minuto.

—Eso espero —dijo Serpiente.

La ancha laguna oscura en la base de la montaña de Centro no tenía entrantes ni sumideros. El agua manaba desde abajo, y fluía invisible a la arena. Los árboles estaban muertos, pero el terreno estaba cubierto de hierba y matojos que crecían lujuriosamente. La hierba fresca ya brotaba en las zonas de los campamentos abandonados y los senderos intermedios, pero no en el amplio camino que conducía a la puerta de la ciudad.

Serpiente no tuvo valor para seguir montando a Veloz más allá del agua. Le tendió las riendas a Melissa al borde de la laguna.

—Sígueme cuando hayan terminado de beber. No entraré sin ti, así que no te preocupes. Sin embargo, si se levanta viento, ven corriendo. ¿De acuerdo?

Melissa asintió.

—Pero las tormentas no pueden saltar tan rápidamente, ¿no?

—Me temo que sí.

Bebió rápidamente y se echó agua en la cara. Secándose las gotas con una esquina de su turbante, emprendió el solitario camino. Cerca, bajo la arena negra, se extendía una superficie suave e imperturbable. ¿Una antigua carretera? Había visto restos en otras partes, carne de asfalto desintegrado e incluso los huesos de acero podrido en aquellos lugares que los recolectores no habían trabajado todavía.

Serpiente se detuvo ante la puerta de Centro. Tenía cinco veces su altura. Generaciones de tormentas de arena habían pulido el metal de su superficie. Pero no tenía pomo, ni campana, ni aldaba, ningún medio por el que Serpiente pudiera llamar para que la dejaran entrar.

Se acercó, alzó el puño y golpeó el metal. El sólido bramido no sonó hueco. Palpó la puerta, pensando que tenía que ser muy gruesa. Mientras sus ojos se acostumbraban a la tenue luz del hueco del portal, vio que la parte delantera de la puerta era cóncava, perceptiblemente gastada por la furia de las tormentas.

Le dolía la mano. Dio un paso atrás.

—Ya era hora de que dejaras de hacer ruido. Serpiente saltó ante la voz y se dio la vuelta, pero no había nadie. En cambio, en el lugar del hueco, un panel se introdujo en la roca y apareció una ventana. Un hombre pálido de pelo rojo se asomó.

—¿Qué pretendes llamando a la puerta después del cierre?

—Quiero entrar.

—No vives en la ciudad.

—No. Me llamo Serpiente. Soy curadora.

El hombre no contestó a su nombre, como dictaba la cortesía en el lugar donde Serpiente había sido educada. Ella apenas lo notó, pues empezaba a acostumbrarse a las diferencias que convertían las cortesías de un sitio en ofensas en el siguiente. Pero cuando el hombre echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada, se sorprendió. Frunció el ceño y esperó hasta que parara.

—De modo que han dejado de enviar a viejos chochos para que supliquen, ¿eh? ¡Ahora vienen los jóvenes! —volvió a reírse—. Yo creo que harían mejor en elegir a alguien hermoso.

Por su tono, Serpiente asumió que la había insultado. Se encogió de hombros.

—Abre la puerta.

El hombre dejó de reír.

—No dejamos entrar a los forasteros.

—Traigo un mensaje para la familia de una amiga. El hombre no contestó durante un momento.

—Todos los que salieron este año han regresado ya.

—Ella se marchó hace mucho tiempo.

—Si esperas que salga corriendo y me ponga a buscar ala familia de una loca significa que no sabes nada de esta ciudad.

—No sé nada de tu ciudad. Pero por tu aspecto, eres pariente de mi amiga.

—¿Y qué se supone que significa eso? —por primera vez, el hombre parecía sorprendido.

—Me dijo que su familia era pariente de los guardianes de la puerta. Y también puedo verlo: el pelo, la frente… los ojos son distintos. Los de ella son marrones —los del hombre eran verde claro.

—¿Y no te mencionó, por casualidad, exactamente a qué familia se supone que pertenece? —preguntó el joven, con un intento de sarcasmo.

—A la dirigente.

—Espera un momento —dijo lentamente. Miró hacia abajo y sus manos desaparecieron del alcance de la visión de Serpiente, pero cuando se acercó no pudo ver nada más allá del marco de la «ventana», pues no era tal, sino un panel de cristal con una imagen móvil. Sorprendida, no se permitió reaccionar. Sabía, después de todo, que los habitantes de la ciudad estaban más avanzados tecnológicamente que su pueblo. Ésa era una de las razones por las que se encontraba aquí.

El joven alzó la cara lentamente y enarcó una ceja, atónito.

—Tengo que llamar a alguien para que hable contigo —la imagen del panel de cristal se disolvió en un amasijo de líneas multicolores.

Durante un rato no sucedió nada. Serpiente se asomó al estrecho hueco del portal y miró alrededor.

—¡Melissa!

Ni la niña ni los caballos estaban a la vista. Serpiente podía ver la mayor parte de la orilla del estanque a través de una cortina translúcida de árboles marchitos, pero en algunos sitios había vegetación suficiente para ocultar a los dos caballos y a la chiquilla.

—¡Melissa! —volvió a llamar Serpiente.

Siguió sin recibir respuesta, pero era posible que el viento se hubiera tragado sus palabras. La falsa ventana se había vuelto completamente negra. Serpiente estaba a punto de salir a buscar a su hija cuando volvió a la vida.

—¿Dónde estás? —dijo una nueva voz—. Vuelve aquí. Serpiente miró al exterior una última vez y regresó de mala gana al transportador de imágenes.

—Has perturbado mucho a mi primo —dijo la imagen. Serpiente contempló el panel, muda, pues la persona que hablaba se parecía extraordinariamente a Jesse, mucho más que el hombre de antes. O era hermana gemela de Jesse, o su familia era poderosamente endogámica. Mientras la figura continuaba hablando, Serpiente pensó que la endogamia era una útil manera de concentrar y fijar características deseadas, si el experimentador estaba dispuesto a encontrar unos POCOS fracasos espectaculares entre los resultados. Serpiente no estaba preparada para la aceptación implícita de aquello entre los seres humanos.

—¿Hola? ¿Funciona esto?

La figura pelirroja la observó preocupada, y un extraño sonido siguió a su voz. Su voz: la de Jesse era grave y agradable, pero no tan grave. Serpiente advirtió que estaba hablando a un hombre, no a una mujer, como había pensado por el parecido. Entonces, claramente, no era gemelo de Jesse. Serpiente se preguntó si los habitantes de la ciudad clonaban seres humanos; si lo hacían con tanta frecuencia que incluso podían hacer clones de ambos sexos, tal vez tuvieran métodos que les permitieran cosechar más éxitos que los curadores en la creación de nuevas serpientes del sueño.

—Puedo oírte, si eso es lo que quieres decir —anunció Serpiente.

—Bien. ¿Qué quieres? A juzgar por el aspecto de la cara de Richard, debe ser preocupante.

—Tengo un mensaje para ti, si es que eres pariente de Jesse, la prospectora.

Las mejillas sonrosadas del hombre palidecieron bruscamente.

—Jesse? —sacudió la cabeza. Luego, recuperó la compostura—. ¿Ha cambiado tanto en todos estos años que no parezco su pariente directo?

—No —respondió Serpiente—. Lo pareces.

—Es mi hermana mayor —dijo—. Y supongo que ahora quiere regresar y ser de nuevo la primogénita, mientras que yo tendré que volver a ser un simple segundón.

La amargura de su voz lo traicionaba; Serpiente la sintió como una conmoción. La noticia de la muerte de Jesse no proporcionaría a su hermano sino alegría.

—Va a volver, ¿no? —dijo él—. Sabe que el consejo volverá a ponerla a la cabeza de nuestra familia. ¡Maldita sea! Será como si yo no hubiera existido durante los últimos veinte años.

Serpiente le escuchó, con la garganta tensa por la pena. A pesar del resentimiento de su hermano, si hubiera sido capaz de salvar la vida de Jesse, su pueblo la habría aceptado, le habría dado la bienvenida: si hubiese sido posible, la habría curado.

Serpiente habló con cierta dificultad.

—Ese consejo… tal vez debería entregarles el mensaje a ellos —quería hablar con alguien que se preocupara, alguien que amara a Jesse, que no se riera y le diera las gracias por su fracaso.

—Esto es un asunto de familia, no una cuestión para el consejo. Debes darme el mensaje de Jesse.

Preferiría hablar contigo cara a cara.

—Estoy seguro. Pero eso es imposible. Mis primos siguen la política de no dejar entrar a nadie de fuera.

—Seguramente en este caso…

—Y además, ni siquiera podría aunque quisiera. La puerta está cerrada hasta la primavera.

—No te creo.

—Es la verdad.

—Jesse me habría advertido. El hombre resopló.

—Era una incrédula. Se marchó cuando era una niña, y los niños nunca creen en la verdad. Juegan a quedarse fuera hasta el último minuto, pretendiendo que pueden quedarse en el exterior. Por eso algunas veces perdemos a alguno que se pasa de listo en la comprobación de las reglas.

—Jesse dejó de creer en casi todo lo que decís. —La furia tensaba la voz de Serpiente.

El hermano de Jesse varió la mirada y contempló intensamente algo que quedaba fuera de su visión durante un momento. Luego se volvió de nuevo hacia Serpiente.

—Bien, espero que creas lo que ahora te digo. Se acerca una tormenta, así que te sugiero que me entregues el mensaje y te marches a tiempo de encontrar refugio.

Aunque le estuviera mintiendo, no iba a dejarla entrar. Serpiente ya ni siquiera sentía ninguna esperanza al respecto.

—Su mensaje es éste —dijo—. Fue feliz ahí fuera. Quiere que dejéis de mentir a vuestros niños sobre lo que hay en el exterior de vuestra ciudad.

El hermano de Jesse la miró, esperando. Luego, súbitamente, sonrió y se echó a reír, rápida y bruscamente.

—¿Eso es todo? ¿Quieres decir que no va a regresar?

—No puede regresar —contestó Serpiente—. Está muerta. Una extraña mezcla de alivio y pena se dibujó en aquella cara tan parecida a la de Jesse.

—¿Muerta? —dijo en voz baja.

—No pude salvarla. Se rompió la espalda…

—Nunca deseé su muerte —el hombre inspiró profundamente y luego soltó el aire muy despacio—. Se rompió la espalda… entonces tuvo una muerte rápida. Menos mal.

—No murió en el accidente. Sus compañeros y yo íbamos a traerla a casa, porque pensábamos que podríais curarla.

—Tal vez lo hubiéramos podido hacer. ¿Cómo murió?

—Estaba explorando en los cráteres de la guerra. No creía que fueran realmente peligrosos, por las muchas mentiras que le contasteis. Murió envenenada por la radiación.

El hombre vaciló.

—Yo estaba con ella —continuó Serpiente—. Hice lo que pude, pero no tenía mi serpiente del sueño. No pude ayudarla a morir.

El hombre parecía mirar a través de Serpiente.

—Estamos en deuda contigo, curadora —dijo—. Por haber servido a un miembro de la familia, por traernos la noticia de su muerte —hablaba con tono tenso y distraído, luego alzó la mirada súbitamente para mirarla—. No me gusta que mi familia deba nada. Hay un puesto de pago en la base dela pantalla. El dinero…

—No quiero dinero.

—¡No puedo dejarte entrar! —exclamó él.

—Lo acepto.

—¿Entonces qué quieres? —sacudió la cabeza rápidamente—. Por supuesto. Serpientes del sueño. ¿Por qué no queréis creer que no tenemos ninguna? No puedo pagar nuestra deuda con serpientes del sueño, y no estoy dispuesto a transformar mi deuda contigo en otra deuda con los extraños. Los extraños… —Se detuvo; parecía trastornado.

—Si los extraños pueden ayudarme, déjame hablar con ellos.

—Aunque pudiera, te rechazarían.

—Si son humanos, me escucharán.

—Hay… algunas dudas sobre su humanidad. ¿Quién puede decirlo, sin pruebas? No comprendes, curadora. Nunca los has visto. Son peligrosos e impredecibles.

—Déjame intentarlo. —Serpiente tendió las manos, palmas arriba, en un rápido gesto de súplica en un intento deque él la comprendiera—. Otras personas han muerto como Jesse, en agonía, porque no hay suficientes curadores. No hay suficientes serpientes del sueño. Quiero hablar con los extraños.

—Déjame pagarte ahora, curadora —dijo tristemente el hermano de Jesse, y Serpiente sintió que lo mismo podría estar de vuelta en Montaña—. El poder en Centro se encuentra en un precario equilibrio. El consejo nunca permitiría que una forastera tratara con los extraños. Las tensiones son demasiado grandes, y no quieren correr ningún riesgo con una alteración brusca de las circunstancias. Lamento que mi hermana muriera dolorosamente, pero lo que me pides pondría en peligro muchas más vidas.

—¿Cómo puede ser cierto eso? —dijo Serpiente—. Una simple reunión, una sola pregunta…

—No comprendes. Hay que crecer aquí y tratar con las fuerzas de aquí. Me he pasado la vida aprendiendo.

—Creo que te has pasado la vida aprendiendo a buscar excusas a tus obligaciones — dijo Serpiente, enfadada.

—¡Eso es mentira! —el hermano de Jesse se enfureció—. Te daría todo lo que estuviera en mi mano, pero pides lo imposible. No puedo ayudarte a encontrar más serpientes del sueño.

—Espera —dijo Serpiente súbitamente—. Tal vez puedas ayudarnos de otra manera.

El hermano de Jesse suspiró y desvió la mirada.

—No tengo tiempo para planes y esquemas —dijo—. Ni tú. La tormenta se acerca, curadora.

Serpiente miró por encima del hombro. Melissa seguía sin aparecer. En la distancia, las nubes arañaron el horizonte, y sarros de arena arrastrada por el viento revolotearon entre la tierra y el cielo. Empezaba a hacer frío, pero temblaba por otras razones. Había demasiadas cosas en juego para rendirse ahora. Estaba segura de que si pudiera entrar en la ciudad, encontraría el medio de hablar con los extraños. Le dio la espalda al hermano de Jesse.

—Déjame entrar en primavera. Tenéis técnicas que nuestra ciencia no nos permite descubrir —de repente, Serpiente sonrió. Ya era imposible ayudar a Jesse, pero otras personas podrían recibir ayuda…, como Melissa—. Si pudierais enseñarme a inducir regeneraciones.

Se sorprendió al darse cuenta de que no se le había ocurrido la posibilidad antes. Se había preocupado completa y egoístamente por las serpientes del sueño, por su propio prestigio y honor. Tanta gente se beneficiaría si los curadores aprendieran a regenerar músculos y nervios… pero primero aprendería regenerar la piel para que su hija pudiera vivir sin cicatrices. Serpiente miró al hermano de Jesse y descubrió para su alegría que su expresión mostraba alivio.

—Es posible —dijo—. Lo discutiré con el consejo. Hablaré por ti.

—Gracias —respondió Serpiente. Apenas podía creer que, por fin los habitantes de la ciudad accedieran a la petición de una curadora—. Esto nos ayudará más de lo que crees. Si podemos mejorar nuestras técnicas, no tendremos que preocuparnos por conseguir más serpientes del sueño… conseguiremos clonarlas con éxito.

El hermano de Jesse empezó a fruncir el ceño. Serpiente se detuvo, confundida por aquel brusco cambio.

—Tendréis la gratitud de los curadores —dijo Serpiente rápidamente, sin saber en qué se había equivocado, y por tanto sin saber tampoco cómo arreglarlo—. Y de toda la gente a la que sirvamos.

—¡Clonación! —dijo el hermano de Jesse—. ¿Por qué crees que te ayudaríamos con la clonación?

—Pensé que Jesse y tú… —Se detuvo, pensando que aquello le molestaría aún más—. Simplemente supuse que con vuestras técnicas avanzadas…

—¡Estás hablando de manipulación genética! —el hermano de Jesse parecía enfermo—. ¿Consagrar nuestro conocimiento a la fabricación de monstruos?

—¿Qué? —preguntó Serpiente, anonadada.

—La manipulación genética… ¡Dioses, ya tenemos suficientes problemas con la alteración genética sin inducirla deliberadamente! Tienes suerte de que no pueda dejarte entrar, curadora. Tendría que denunciarte. Pasarías la vida en el exilio con el resto de los monstruos.

Serpiente miró la pantalla mientras él pasaba de comportarse racionalmente a acusarla. Si no era un clon de Jesse, entonces su familia era tan endogámica que las deformidades eran inevitables sin la ayuda de la manipulación genética. Sin embargo, lo que estaba diciendo era que los habitantes de la ciudad se negaban a servirse de ese método.

—No consentiré que mi familia esté en deuda con un monstruo —dijo sin mirarla, haciendo algo con sus manos. Las monedas resonaron en el puesto de pago bajo la pantalla—. ¡Coge tu dinero y vete!

—¡Ahí fuera muere gente por culpa de la información que retenéis! —gritó Serpiente—. ¡Ayudáis a los conductores a esclavizar a la gente con vuestras anillas de cristal, pero no queréis ayudar a las personas que están lisiadas y deformes!

El hermano de Jesse se echó hacia adelante, lleno de furia.

—Curadora… —se detuvo, mirando más allá de Serpiente. Su expresión se trocó en horror—. ¿Cómo te atreves a venir aquí con un cambiado? ¿Es que exilian tanto a la madre como a la criatura ahí fuera? ¡Y tú me das lecciones de humanidad?

—¿De qué estás hablando?

—¡Queréis regeneración y ni siquiera sabéis que no se puede reformar a los mutantes! Dan el mismo resultado —se rió amarga, histéricamente—. Vuélvete por donde viniste, curadora. No puede haber más palabras entre nosotros.

Mientras su imagen empezaba a difuminarse, Serpiente agarró las monedas y se las arrojó. Las monedas chocaron contra la pantalla, y una se introdujo en el panel protector. La maquinaria rechinó, pero el panel no se cerró por completo, y Serpiente sintió una satisfacción perversa.

Se apartó de la pantalla para buscar a Melissa y se encontró cara a cara con su hija. Las mejillas de la niña estaban surcadas de lágrimas. La agarró de la mano y ciegamente la sacó del hueco del portal.

—Melissa, tenemos que intentar buscar un refugio… —intentó replegarse en el hueco. Estaba casi oscuro, aunque aún era de día. Las nubes ya no eran grises, sino negras, y Serpiente pudo ver dos remolinos separados.

—Encontré un sitio —era difícil entender las palabras: Melissa aún lloraba—. Esperaba que te dejaran entrar, pero como temía que no, fui a buscar uno.

Serpiente la siguió, casi cegada por la arena. Ardilla y Veloz las siguieron a regañadientes, con las cabezas bajas y las orejas aplastadas. Melissa las condujo a una fisura en el brusco acantilado del flanco de la montaña. El viento aumentaba por momentos, aullando y ululando, arrojándoles arena a la cara.

—Están asustados —gritó Melissa por encima del viento ensordecedor—. Hay que cegarlos… —se descubrió la cara, parpadeando con fuerza, y cubrió los ojos de Ardilla con su turbante. Serpiente hizo lo mismo con la yegua gris. El viento le impedía respirar. Con los ojos anegados en lágrimas y aguantando el aliento, condujo a Veloz al interior de la cueva, tras el pony.

El viento cesó bruscamente. Serpiente apenas podía abrir los ojos, y sentía como si la arena se le hubiera metido en los pulmones. Los caballos resoplaban mientras Serpiente y Melissa tosían y trataban de sacudirse la arena de encima, del pelo y la ropa, de los ojos, de la boca. Por fin, Serpiente consiguió desembarazarse de las partículas más molestas, y las lágrimas limpiaron sus ojos.

Melissa quitó su turbante de los ojos de Ardilla y luego, con un sollozo, se agarró al cuello del animal.

—Es culpa mía —dijo—. Me vio y te echó.

—La puerta estaba cerrada —repuso Serpiente—. No habría podido dejarnos entrar ni aunque hubiera querido. Sino fuera por ti, estaríamos ahí fuera, en la tormenta.

—Pero no quieren que regreses. Por mí.

—Melissa, ya había decidido no ayudarnos. Créeme. Se asustó de lo que le pedí. No nos comprenden.

—Pero le oí. Vi como me miraba. Le pediste ayuda para… para mí, y él te dijo que te marcharas.

Serpiente deseaba que Melissa no hubiera comprendido esa parte de la conversación, pues no quería que abrigara esperanzas sobre algo que tal vez no sucediera nunca.

—No sabía lo de tus quemaduras —dijo Serpiente—. Y no le importó nada. Estaba buscando excusas para deshacerse de mí.

Sin dejarse convencer, Melissa frotó ausente el cuello de Ardilla, le quitó la brida y la silla.

—Si alguien tiene la culpa, soy yo —dijo Serpiente—. Soy la que se ha empeñado en este viaje… —el impacto de su situación la golpeó tan violentamente como los vientos de la tormenta. El débil brillo de las luciérnagas apenas iluminaba la cueva en la que estaban atrapadas. La voz de Serpiente se llenó de miedo y frustración—. Yo soy la que nos trajo aquí, y ahora estamos atrapadas…

Melissa se apartó de Ardilla y cogió la mano de la curadora.

—Serpiente… Serpiente, sabía lo que podía pasar. No quisiste que te siguiera. Sabía lo rastreros y malvados que pueden ser los habitantes de este lugar. Todo el mundo que comercia con ellos lo dice. —Abrazó a la curadora y la consoló como ésta la había consolado sólo unos días antes.

De repente, se detuvo y los caballos relincharon. Serpiente oyó el furioso rugido de un gran felino. Veloz salió corriendo y la derribó. Mientras pugnaba por ponerse en pie para agarrar la brida, Serpiente vio a la pantera negra que agitaba la cola a la entrada de la cueva. Rugió de nuevo, Veloz retrocedió y la derribó de nuevo. Melissa intentó refrenar a Ardilla mientras los dos se acurrucaban en una esquina. La pantera saltó. Serpiente contuvo la respiración mientras la fiera pasaba a su lado como el viento, y la cola cimbreante le tocó la mano. La pantera dio un salto de cuatro metros y desapareció a través de una estrecha fisura en la pared negra.

Melissa se rió temblorosa, llena de alivio, liberando el terror. Veloz resopló, asustada.

—Santos dioses —dijo Serpiente.

—Oí… oí decir una vez que los animales salvajes están tan asustados de ti como tú de ellos —dijo Melissa—. Pero me parece que ya no lo creo.

Serpiente desató la linterna de la silla de Veloz y la sostuvo en alto, hacia la fisura, preguntándose si podrían seguir a la pantera. Montó en la nerviosa yegua y se puso de pie sobre la silla. Melissa cogió las riendas de Veloz y la calmó.

—¿Qué haces?

Serpiente se apoyó contra la pared de la cueva, estirándose para que la luz de la linterna pudiera iluminar el pasillo.

—No podemos quedarnos aquí —dijo—. Moriremos de sed o de hambre. Tal vez haya un camino que conduzca ala ciudad —no podía ver muy lejos a través de la abertura, estaba demasiado baja. Pero la pantera había desaparecido. Serpiente oyó el eco de su propia voz repitiéndose como si hubiera muchas cámaras más allá de la estrecha rendija—. O un camino a alguna parte —se volvió y se sentó en la silla, desmontó, y desensilló a la yegua gris.

—Serpiente —dijo Melissa en voz baja.

—¿Sí?

—Mira… cubre la linterna.

Melissa señaló la roca sobre la entrada de la cueva. Serpiente tapó la linterna y la forma luminosa se hizo más brillante y se agitó. Sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Alzó la linterna y se aproximó más a la forma.

—Es un dibujo —dijo. Había parecido que se movía, una forma arácnida reptando por la pared, pero era simplemente una pintura. Una inteligente ilusión óptica que ahora parecía reptar hacia ella.

—Me pregunto para qué sirve. —La voz de Melissa se convirtió también en un susurro.

—Tal vez para mantener a la gente alejada… puede que signifique que hay algo más allá.

—¿Pero qué hacemos con Veloz y Ardilla? No podemos dejarlos aquí.

—Si no encontramos comida para ellos, también morirán —dijo Serpiente amablemente.

Melissa alzó la cara hacia el saliente por donde había marchado la pantera. La luz del sol iluminaba espectralmente su cara marcada.

—Melissa —dijo Serpiente de repente—, ¿no oyes algo? Era un cambio, pero no podía decidir de qué se trataba.

¿La pantera negra que rugía en la distancia? ¿El que había pintado el símbolo arácnido en la pared de la cueva? Cerró los dedos en torno al cuchillo que llevaba en el cinturón.

—¡El viento ha parado! —dijo Melissa. Y corrió hacia la entrada de la cueva.

Serpiente la siguió de cerca, dispuesta a arrebatarla de la violencia de la tormenta. Pero su hija tenía razón: lo que había oído no era un sonido, sino el brusco fin de otro sonido al que se había acostumbrado.

No pasó nada. Fuera, el aire estaba absolutamente tranquilo. Las nubes de polvo habían cruzado el desierto y ahora habían desaparecido, sustituidas por los truenos que destellaban con un lujoso tono celeste. Serpiente salió a la extraña luz de la mañana, y la fría brisa agitó su túnica.

De repente, empezó a llover.

Serpiente corrió, alzando los brazos a las gotas como una niña. Ardilla trotó a su lado y rompió al galope. Veloz se le unió, y los dos corretearon como potrillos. Melissa permaneció quieta, mirando hacia arriba, dejando que la lluvia le lavara la cara.

Las nubes, un banco largo y amplio, surcaban lentamente el cielo, ora descargando lluvia, ora rompiendo por un instante la deslumbrante brillantez del sol. Serpiente y Melissa se retiraron finalmente al refugio de las rocas, empapadas, heladas y felices. Un triple arcoiris se dibujó en el cielo. Serpiente suspiró y se sentó sobre sus talones para contemplarlo. Estaba tan absorta observando cómo los colores recorrían todo el espectro, que no se dio cuenta exactamente de cuándo Melissa se sentó a su lado. Pasó un brazo por encima de los hombros de su hija. Esta vez Melissa se relajó contra ella, ya no estaba tan intranquila ni se apartaba de todo contacto humano.

Las nubes pasaron, el arcoiris se desvaneció, y Ardilla regresó trotando junto a Serpiente. Estaba tan mojado que la textura de sus rayas era visible, así como su color. Serpiente le rascó tras las orejas y bajo la mandíbula; entonces, por primera vez en media hora, miró el desierto.

En la dirección que habían tomado las nubes, un tono verde pálido y delicado suavizaba las dunas negras. Las plantas del desierto crecían tan rápidamente que Serpiente imaginó que casi podía ver sus límites deslizándose hacia ella como una ola, siguiendo el avance de la lluvia.

Загрузка...