¿En qué sueña el esclavo?
El esclavo sueña en convertirse en amo.
Libro de Mítnir, 5:15
Todos pudieron sentir el estallido psíquico que sacudió los Nueve Mundos. Incluso a ciento cincuenta kilómetros de su epicentro se levantaron nubes purpúreas, las puertas retemblaron, los perros aullaron, los oídos de los hombres sangraron y los pájaros se desplomaron chillando en pleno vuelo.
Los vanir también lo sintieron y aceleraron su paso. Frey adoptó la forma de un jabalí, Héimdal la de un lobo gris y Bragi la de un zorro pardo. Los tres se lanzaron al galope por los túneles, mientras Njord protestaba, Freya gemía e Idún, sensata, recogía las ropas de todos por si las necesitaban más tarde.
Lizzy la Gorda lo notó y supo que estaban cerca.
Y en la boca del Inframundo, mientras Parson y la Cazadora observaban con asombro la escena que tenía lugar bajo ellos en la llanura, el examinador número 4.421.974oyó la llamada y, exhalando un largo y áspero suspiro de liberación, salió sigilosamente de su anfitrión y tomó el pasadizo que descendía hacia el Hel.
Todo había empezado, tal como predijera el Buen Libro.
Los muertos se habían puesto en marcha. Y eran diez mil.
Hel examinó en silencio a la multitud congregada ante ella en la llanura. ¡Eran tantas almas! Pero ¿por qué no le rendían homenaje? ¿Por qué se habían desplegado como un ejército?
¿Qué significaba este Orden donde los hombres estaban muertos, pero la propia Muerte no tenía autoridad?
Hel volvió hacia los diez mil la mitad aterradora de su rostro.
– ¡Yaced muertos! -les ordenó.
Los hombres no se movieron.
– ¡Os ordeno que os disperséis! -insistió Hel.
Pero nadie la obedeció. Los diez mil hombres esperaban, erguidos como espigas en un trigal, con los ojos vueltos hacia el Averno.
Hel se volvió hacia el Susurrante.
– ¿Esto es cosa tuya?
– Por supuesto que sí -respondió él-. Ahora, date prisa y entrégame a la chica.
– ¿La chica? -En medio de la confusión, casi se había olvidado de ella.
Hel consultó el cronófago. Quedaban treinta segundos. Había quebrantado la promesa que le hiciera a Loki, y el equilibrio entre los mundos se había estremecido hasta sus cimientos. Si faltaba a su palabra de nuevo, no se atrevía ni a imaginar qué consecuencias podía acarrear. Ya podía sentir cómo subía el río, y más allá percibía el Caos, como el latir de un corazón enfermo.
– ¡Rápido! -la urgió el Susurrante-. Cada momento que la chica siga en el Averno es un riesgo innecesario.
– ¿Por qué? -preguntó Hel.
Miró a la muchacha, que seguía dormida, unida a la vida por un hilo de seda. Hasta ese momento apenas se había molestado en pensar en ella. Ocupada con Loki y el Susurrante, no había tenido tiempo para reparar en una joven de catorce años.
Pero ahora la observó con más atención. Reparó en su firma, de un rojo oxidado, y una vez más buceó en su memoria buscando un parecido. Sí, tal vez había un aire familiar, algo que le recordaba a los días en que los æsir gobernaban los mundos…
– ¿Quién es? -preguntó Hel.
– Nadie -respondió el Susurrante.
– Qué curioso. Loki contestó justo lo mismo.
El Susurrante brilló con impaciencia.
– No es nadie -insistió-. Tú entrégamela. Corta el hilo. Vamos, hazlo ahora que aún estás a tiempo.
Con gesto inescrutable, Hel extendió la mano muerta y acarició con suavidad el rostro de Maddy.
– ¡Hazlo de una vez! -la apremió el Susurrante-. Hazlo y conseguiré que Bálder sea tuyo.
Hel sonrió y rozó la hebra que seguía uniendo a Maddy con la vida. Al tocarla, se iluminó con un tenue resplandor. Brillaba como la runiforma que tenía en la mano.
– Esa runa… -dijo Hel.
Dieciocho segundos.
– ¡Por favor! ¡Casi no queda tiempo!
Hel cogió los dedos de la muchacha con su mano viviente. Aesk brillaba allí, con un rojo intenso, casi violento, y en ese momento la diosa comprendió. El Fresno del Mundo. El Árbol Relámpago. La primera runa del Alfabeto Nuevo. Cayó en la cuenta de a quién le recordaba Maddy, no por su aspecto, sino por su firma, y se volvió hacia el Susurrante con la misma sonrisa que había hecho marchitarse a muchos dioses.
– Así que por eso la querías -dijo-. Por eso la has traído a Hel. Y en cuanto a Loki…, ahora comprendo por qué también lo querías a él.
El Susurrante hizo una mueca de desesperación.
– Te construiré un palacio, Hel -le prometió con su voz más meliflua-. Cuando Bálder se levante de entre los muertos, los dos podréis acostaros juntos en la Ciudadela del Cielo.
Hel se llevó los dedos a los labios. Era una sensación peculiar que hizo que su mitad viviente se ruborizara. Ella, que se creía de vuelta de todo aquello, que contaba su edad en eones, tan seca como el polvo. Jamás habría esperado ese raudal de sensaciones, esa oleada de esperanza casi infantil…
Estiró la mano para romper el hilo.
La Serpiente de los Mundos atravesó las puertas al doble de la velocidad del sueño. Maddy y Tor apenas tuvieron tiempo de saltar antes de que Jormungard se abalanzara de cabeza al río, con la Vejez colgada aún de su cola. Olas altas como un muro se levantaron del río y nubes de efémeros estallaron en todas direcciones. Algunos de los soñantes ya habían conseguido pasar y Maddy, que ahora podía ver el hilo de plata que unía su aspecto a su yo físico, intentó seguirlos a través de la grieta que se estrechaba por momentos…
Detrás de ella se acercaba un número incontable de soñantes. Algunos eran humanos, otros mostraban rasgos visiblemente demoníacos. Unos portaban las runas y los colores de los dioses, mientras que otros se movían como máquinas, se tambaleaban como pesadillas viscosas y agusanadas intentando liberarse.
Tor se volvió para detener a aquellas monstruosidades. Tenía trabajo de sobra con aquella multitud de habitantes del Averno: sueños y soñantes, criaturas del Caos, máquinas de destrucción, serpientes y cambiantes, y cualquier otra alimaña deseosa de abrir una grieta para colarse en el Octavo Mundo. Aunque le resultaba imposible mantener a todos apartados de la puerta, sólo los más rápidos y los más hábiles consiguieron seguir a Jormungard y pasar del Averno al Sueño.
Ante él se habían congregado los æsir, encarnados en sus aspectos. Eran lastimosamente pocos -tan sólo tres de ellos- y guardaban un silencio sobrecogido ante lo que estaban viendo.
Frig, la Madre, esposa de Odín, alta y de ojos grises, con la runa Sol en su brazo izquierdo. Sif, esposa de Tor, Reina de la Cosecha, de cabellos dorados y portadora de la runa Ár. Y Tyr el Zurdo, dios de la batalla, flameante como una antorcha con sus fieros colores, con la lanza en la izquierda, mientras la mano derecha se perfilaba en fuego contra la oscuridad de la noche como un fantasma de sí misma.
El Tonante había esperado que fueran más, pero los demás no debían de haber logrado escapar, o bien se habían hundido en el Caos o se habían zambullido en el Sueño, pues no conseguía ver rastro de ninguno de ellos. Contándose a sí mismo, eran cuatro en total.
Cinco, si incluía a Maddy.
Le hizo un gesto a la chica para que cruzara la puerta. Sólo ella podía pasar al Hel. Los demás tendrían que escapar a través del Sueño mientras a su alrededor el Noveno Mundo empezaba a desmoronarse en pedazos.
A cada momento alguna criatura -dios o demonio, Maddy era incapaz de distinguirlo- perdía su asidero en el Averno y era absorbida por la nada entre gritos. El ruido era apocalíptico. De las fauces del abismo brotaba un siniestro sonido de succión, una especie de carcajada que por segundos se hacía más y más ensordecedora.
– ¡Maddy! ¡Vete, ahora! -insistió Tor.
Pero Maddy había visto algo que se movía. Ese algo -él- estaba muy abajo, y se veía borroso por las brumas y los parásitos del Averno, que pululaban en el aire como enjambres de partículas mortíferas, pero la firma mágica, aunque débil, resultaba inconfundible. Era Loki, y estaba cayendo. A su alrededor y por debajo de él se abrían grietas en el tejido del Caos, dejando vislumbrar retazos del piélago de estrellas muertas del Trasmundo.
– ¡Vete, Maddy! -le gritó Tor-. ¡Cruza la abertura! ¡No te queda mucho tiempo!
– ¡Pero es Loki! -dijo ella, señalando a la figura que caía.
Tor sacudió su cabeza melenuda.
– No puedes hacer nada por… -empezó.
Sin embargo, Maddy se lanzó en persecución de Loki antes de que su padre pudiera protestar. En vez de colarse por la abertura que llevaba al Inframundo, la chica se había arrojado a aquel caldero plagado de chispas, sin que parecieran importarle los efémeros ni el hecho de que el mundo en el que se hallaban se estaba devorando a sí mismo como una serpiente que muerde su propia cola hasta convertirse en nada.
Tor fue tras ella; no estaba seguro de por qué Maddy necesitaba a Loki, pero no había tiempo para discutir. Entonces vio lo que había a su espalda, se detuvo en seco y contempló con ojos de estupor las escenas que se estaban produciendo más allá del Sueño.
Era como si, por primera vez en mil años, la tierra de Hel hubiera florecido con algo parecido a la vida. Las nubes se amontonaban en un falso cielo, y soplaba un viento oscuro y abrasador. Pero no fue eso lo que hizo vacilar al Tonante, aunque bajo las nubes y el sol muerto el llano parecía casi gemelo del otro campo de batalla que se extendía más allá de Finismundi.
Eran los muertos quienes habían atraído la atención de Tor. No los del Averno -aquellas almas lastimeras y perdidas, tan numerosas como los granos de arena-, sino una columna de difuntos desplegada como un ejército en una interminable fila al borde del desierto, una fuerza de diez mil hombres que esperaban inmóviles para enfrentarse al poder del Averno.
Diez mil, ni más ni menos: una cifra mágica que aparecía mencionada a menudo en las crónicas de la última batalla. Y era también el número exacto de miembros del Orden, que había sacrificado de forma fría y calculada a todos sus hombres: allí estaban los examinadores, magistrados y profesores, unidos todos en una comunión más poderosa que la muerte.
Tor se dio cuenta ahora de que conocía aquel sonido -esa succión inhumana, como si el propio Caos tomara aliento-, y bajo su barba de fuego su rostro empalideció. Ya había escuchado antes ese ruido, en el Ragnarók. En aquella ocasión los enemigos también los superaban en número, pero no en tal proporción como ahora. Aunque en el Ragnarók él todavía poseía su energía mágica, y también su martillo, incluso entonces aquel ruido le había helado la sangre en las venas.
«Pero si es…», cayó en el preciso momento en que sonaba una terrible explosión entre los mundos y Tor apenas tuvo tiempo de pensar: «Ojojó, aquí viene», y en los últimos segundos de la vida de Maddy las legiones del Orden empezaron su marcha inexorable a través de las llanuras del Hel.
Maddy se vio obligada a descender miles de niveles en el Averno para alcanzar a Loki. El dios caía a toda velocidad, con los ojos cerrados y aferrando aún el cronófago en las manos. Abrió los ojos cuando Maddy se le acercó, pero meneó la cabeza y volvió a cerrarlos.
– Estoy muerto, Maddy. Déjame solo.
– ¿Cómo? -Por un instante, con la cacofonía del Averno atronándole los oídos, no estuvo segura de haber oído «Estoy muerto». Después vio la hora del reloj, y su boca se abrió en un grito silencioso.
Cuarenta y cinco segundos.
– Déjame solo.
Cuarenta y dos segundos.
Cuarenta y uno.
– Tienes que salir -insistió Loki.
– Podemos salir los dos. Cógeme de la mano…
Loki soltó un juramento, mientras la runa Naudr se cerraba sola rodeando su muñeca.
– Créeme, Maddy. Estás malgastando tu tiempo.
Treinta y nueve segundos.
Maddy empezó a tirar de él hacia arriba.
– No pienso dejarte aquí -dijo-. Me equivoqué contigo. Creía que eras el traidor de la puerta…
Volaron de nuevo hacia las alturas. Maddy remolcaba a Loki haciendo acopio de toda su fuerza mágica, mientras él trataba de disuadirla y de hacerse oír por encima del ensordecedor bramido de la destrucción del Noveno Mundo.
– Es que yo era el traidor de la puerta -protestó Loki.
– Ahora estás intentando ser noble -dijo Maddy-. Quieres que yo te abandone para salvarme, así que intentas hacerme creer…
– ¡Por favor! -gritó Loki-. ¡No estoy siendo noble!
Quedaban treinta segundos. Ahora su velocidad rivalizaba con la de la Serpiente de los Mundos en su máxima aceleración, y cruzaban lo que parecían kilómetros en fracciones de segundo, medio ensordecidos por la atronadora succión del Caos.
– Escucha -dijo Loki-. ¿Oyes ese ruido?
Maddy asintió.
– Es Surt, que viene hacia aquí -dijo Loki.
– ¿Lord Surt? ¿El Destructor?
– No, Surt el Amoroso. Pues ¿quién va a ser?
Veintidós segundos. Ya podían ver la puerta. La ranura no parecía más ancha que un bisturí. Tor la mantenía abierta con ambas manos, con la cara enrojecida por el esfuerzo y los hombros abultados como los de un buey, mientras ellos se precipitaban hacia aquel estrecho resquicio.
Veinte segundos.
– No te preocupes, lo conseguiremos.
– Maddy, no…
Pese a que sentía que el corazón le iba a estallar, Maddy se abalanzó hacia la puerta a punto de cerrarse, arrastrando a Loki, que aún se resistía.
– ¡Escúchame! El Susurrante ha mentido. Sé lo que quiere: lo he leído en su mente. Lo he sabido desde que empezó nuestro viaje. No te lo había dicho. Te mentí, pensando que podía utilizarte para salvarme.
Quince segundos.
Maddy dio un tirón de Loki.
Naudr, la Recolectara, cedió, con un chasquido.
Y entonces sucedieron tres cosas a la vez:
La esfera del cronófago de Hel se rompió y el tiempo quedó congelado en trece segundos.
El Averno se cerró con un sonido metálico.
Y Maddy despertó en su propio cuerpo y se encontró cara a cara con el ojo muerto de Hel.
Parson y la Cazadora se detuvieron a la entrada del Inframundo. Habían seguido a su presa hasta la entrada de Hel. Ahora contemplaron la llanura, donde una fina polvareda se levantaba tras la estela de dos figuras, una alta y otra baja, que avanzaban lentamente por el desierto.
Aquello ya era demasiado para el aguante de Adam Scattergood. Ese cielo desolado donde ni siquiera debería existir cielo, los picos sin nombre, los muertos que desfilaban como cúmulos de negros nubarrones… Aunque fuera un sueño, idea a la que se aferraba con todas sus fuerzas, hacía ya mucho que había renunciado a cualquier esperanza de despertar. La muerte sería infinitamente mejor que su situación actual. Sin embargo, siguió caminando con indiferencia hacia donde lo guiaba la Cazadora, escuchando en sus oídos el sonido de los muertos y preguntándose cuándo le tocaría a él.
Nat Parson no se molestó en pensar en Adam. Con una sonrisa lobuna, abrió el Libro de las Palabras por la página correspondiente. Su enemigo estaba a su alcance. Sabía que incluso a través de aquella vasta extensión el ensalmo conseguiría abatirlo, así que se permitió un breve suspiro de satisfacción mientras se disponía a invocar el poder de la Palabra.
Yo te llamo Odín, hijo de Bor…
Pero Parson pensó que algo no iba bien. La primera vez que recurrió a esa invocación había experimentado una intensa sensación de fatalidad, un poder que se acrecentaba con cada palabra hasta convertirse en una muralla móvil que lo aplastaba todo a su paso. Sin embargo ahora, al pronunciar la fórmula, la Palabra se negó a revelarse.
– ¿Qué pasa? -preguntó Skadi, impaciente, cuando vio que Nat titubeaba a mitad de la frase y se interrumpía.
– No funciona -dijo él.
– Debes de haberlo leído mal, estúpido.
– No lo he leído mal -replicó Parson, molesto al oír que le tildaban de estúpido delante de su aprendiz, y que para colmo era una mujer bárbara e iletrada quien lo hacía. Empezó el ensalmo de nuevo con su mejor voz de pulpito, pero una vez más la Palabra sonó plana, como si algo le hubiera extraído su poder.
«¿Qué está pasando?», se preguntó con desánimo, y buscó la tranquilizadora presencia del examinador número 4.421.974 en su mente.
Pero Elías Rede guardaba un extraño silencio. Al igual que la Palabra, el examinador había perdido profundidad, como una pintura descolorida por el sol. También comprobó que las luces y los colores de la firma mágica que lo iluminaban todo habían desaparecido. Un momento antes estaban allí, y después… nada. Era como si alguien las hubiera apagado de un soplido.
«¿Hay alguien ahí?»
Ninguna voz interior le contestó.
«¿Elías? ¿Examinador?»
Silencio de nuevo. Un silencio pesado y gris, como el que se siente al regresar un día a un hogar y descubrir de repente que está vacío y que no hay nadie en casa.
Nat Parson gritó. Cuando Skadi se volvió para mirarle, se dio cuenta de que había sufrido un cambio. La hebra de plata que iluminaba sus colores y convertía su firma parda y vulgar en un manto de poder había desaparecido. Ahora Parson volvía a ser normal, tan sólo un miembro más de la Gente, un tipo anodino y mediocre.
La Cazadora soltó un gruñido.
– Me has engañado -dijo y, cambiando a su forma animal, galopó por la arena a la deriva para perseguir al General.
Nat pensó en seguirla, pero Skadi siguió corriendo por la interminable llanura entre aullidos de furia dirigidos contra su enemigo, y no tardó en distanciarle.
– ¡No puedes dejarme aquí! -clamó el clérigo.
Fue entonces cuando los vanir, atraídos por los gruñidos de la loba blanca, salieron de entre las sombras que había detrás de Nat y le observaron con gesto sombrío desde la entrada del túnel.
Bajo la apariencia de animales habían seguido el rastro de la Cazadora, con Frey, Bragi y Héimdal encabezando la cacería. Cuando el pasadizo se ensanchó, Njord se les unió en su forma de pigargo, volando por debajo del techo. Ahora los cuatro recobraron sus propios aspectos y desde el punto estratégico que ocupaban observaron con atención cómo la loba blanca perseguía a su presa.
A cierta distancia por detrás de ellos llegaron Freya e Idún, que contemplaron con asombro el cielo del Hel y el pequeño drama que se representaba allí abajo en la llanura, a varios kilómetros de ellos.
– Os dije que Skadi estaba de nuestra parte -comentó Njord-. Le ha seguido hasta aquí, y nos ha conducido directamente hacia él.
– ¿Tú crees? -Héimdal miró a Parson, a menos de cinco metros de ellos-. Entonces, que alguien me explique por qué él está aquí. ¿Y qué pasa con el Susurrante? Si estuviera cerca, a estas alturas ya lo habría visto.
– Es obvio -respondió Njord-. Loki lo tiene en su poder.
– No tiene sentido -dijo Héimdal-. Si Odín y Loki estuvieran trabajando juntos…
– Pues entonces es que se han peleado y él ha huido. Eso es lo que debe de haber pasado. ¿Qué más da?
– Necesito cerciorarme.
Héimdal se volvió hacia Parson, que había retrocedido. A sus pies, Adam Scattergood se tapó los ojos.
– Tú, amigo -dijo Héimdal-. ¿Dónde está el Susurrante?
– ¡Por favor, no me mates! -suplicó Nat-.Yo no sé nada de ese Susurrante. Sólo soy un clérigo de campo, y ya ni siquiera tengo la Palabra…
Parson se interrumpió y se quedó con la mirada fija, mientras el Libro de las Palabras se le caía de las manos. Parecía como un hombre que hubiera sufrido un ataque al corazón. Tenía el semblante pálido, los ojos saltones y la boca entreabierta, pero ninguna palabra brotó de sus labios.
Su esposa estaba de pie en la boca del túnel. Llevaba el cabello suelto, le brillaban los ojos y sus vulgares facciones se veían iluminadas por un gesto de paz.
– Ethel -dijo Nat-, pero si te vi morir…
Ella sonrió al ver el gesto de su marido. Había esperado sentir algo cuando por fin se encontrara con él. Tal vez alivio, furia, miedo, quizás incluso resentimiento, pero en su lugar sentía… ¿Qué emoción era aquélla?
– Éste es el país de los muertos, Nat -respondió Ethel con una sonrisa maliciosa. Detrás de ella, Nat pudo ver… Sí, estaba seguro de que aquél era Dorian Scattergood, pero ¿qué era lo otro? ¿Un cerdo?
– Te he hecho una pregunta, amigo -dijo Héimdal-. ¿Dónde está el Susurrante?
Pero fue Ethelberta quien respondió. Parecía extrañamente digna, pese a sus harapos rasgados, la cara llena de polvo y el hecho de estar junto a un hombre que llevaba un cerdito negro bajo el brazo.
– El Susurrante está en la puerta -dijo-. Hablo cuando es mi deber, y no puedo callar.
Héimdal la miró con ojos penetrantes.
– ¿Qué has dicho?
– Este momento ya se predijo -prosiguió Ethel con voz queda-. La Guerra de los Nueve Mundos, cuando Yggdrásil se estremecerá hasta sus raíces y la Fortaleza Negra se abrirá con una simple Palabra. Los muertos se levantarán y resucitarán, y los vivos no tendrán lugar donde refugiarse cuando por fin el Orden y el Caos se fundan en uno solo. El Innombrable recibirá nombre, y el informe tendrá forma, el traidor demostrará su lealtad y un hombre ciego os guiará contra diez mil.
Todas las miradas estaban clavadas en Ethelberta. Dorian pensó que la veía muy hermosa, y también luminosa y serena.
– Discúlpame -dijo Héimdal-. ¿Tú eres…?
– Ya nos conocemos -respondió ella.
Héimdal la examinó más de cerca. Durante un segundo frunció el ceño al ver sus colores, mucho más brillantes que los de la Gente normal.
Después se volvió a Idún con una mirada acusadora.
– ¿Qué le has hecho?
– Se estaba muriendo -respondió Idún-. La traje de vuelta.
Hubo un silencio ominoso.
– A ver si lo entiendo bien -dijo Héimdal-. Has dicho que la trajiste de vuelta.
Idún asintió alegremente.
– ¿Le has dado… a un miembro de la Gente… el alimento de los dioses?
Idún sonrió.
– Y supongo que pensaste que era una buena idea.
– ¿Por qué no? -respondió la Sanadora.
– ¿Que por qué no? -repitió Héimdal-. Atiéndeme, Idún. Ella ha regresado de los muertos. Tú le has otorgado el don de la profecía. -Héimdal le dio una patada a la roca que tenía a su lado-. ¡Dioses! -exclamó-. Justo lo que necesitamos. Otro maldito oráculo.
– Señor, es demasiado tarde -protestó La-Bolsa-o-la-Vida mientras avanzaban a trompicones por la monótona llanura-. La piedra del Capitán se ha vuelto negra, y eso sólo puede significar una cosa.
– Tú te quedas conmigo -ordenó el general-. Para empezar, necesito tus ojos.
– ¿Mis ojos?
– Tú coge mi brazo y sigue caminando.
Odín casi había agradecido la ceguera en la oscuridad del Trasmundo, pero aquí, bajo el falso sol gris del Inframundo, sabía que había perdido esa ventaja. El y el trasgo resaltaban contra la palidez del desierto como dos cucarachas sobre una tarta de nata; eran objetivos fáciles para un enemigo. Aun estando ciego, podía sentir la proximidad de los vanir. El poder de todos ellos juntos era tal que, aunque hubiera podido utilizar los ojos, sus posibilidades contra los siete a la vez habrían sido casi nulas.
Pero los vanir parecían reticentes a atacar. La única que perseguía a Odín y al trasgo era la loba blanca, tan cerca ya que podía oír sus jadeos, pero con el trasgo como guía y una pared de cascotes a apenas unos metros de distancia, Odín estaba prácticamente seguro de que se las arreglaría para pergeñar algún tipo de refugio, un lugar desde el cual, con un poco de suerte, podría golpear primero a la Cazadora mientras ésta volvía a su propio aspecto.
Era una jugada muy arriesgada, pero Odín decidió apostar. Cuando sintió que la punta de su bastón tocaba en la roca, se volvió de repente, apoyó la espalda en la pared y lanzó Hagall con todas sus fuerzas contra las fauces abiertas de la loba blanca.
Si aquel rayo lo hubiese disparado Maddy, todo habría terminado en ese momento, pero no era Maddy, y el relámpago mental que debería haber alcanzado el cuello de la Cazadora le pasó inofensivo por encima del hombro y arrancó de la pared de piedra centellas de firma mágica que estallaron como petardos.
Odín no necesitaba la vista para saber que su disparo había salido desviado. Bolsa dio un chillido de alarma y se arrojó de cabeza a una madriguera de piedras, demasiado pequeña como para cobijar algo más grande que una rata.
El æsir pudo sentir cómo Skadi le rodeaba con colores llameantes como hielo antiguo. De inmediato, echó mano de sus runas, pero éstas no parecían muy dispuestas a colaborar. Había perdido tanta energía mágica durante los tres días de su descenso al Inframundo que apenas le quedaba una chispa para sobrevivir a aquel combate.
Skadi lo sabía y emitió un gruñido de placer mientras se acercaba para matar. En los últimos días había pasado tanto tiempo bajo la piel de lobo que su auténtico aspecto empezaba a parecerle incómodo y lento. Aunque a veces necesitaba recurrir a él para hablar o lanzar runas, siempre se sentía mejor cuando adoptaba forma animal. Volvió a gruñir y se agazapó sobre los cuartos traseros, preparando el salto con el que pensaba desgarrar la garganta de su adversario.
Pero no llegó a saltar. Sintió una mano en su cuello, olió un aroma que no era humano y se vio arrojada hacia atrás por seis pares de manos, mientras Freya y Héimdal lanzaban runas de coacción y Bragi tocaba una farandola mágica que la dejaba indefensa. La lucha fue breve. Sin dejar de gruñir a sus captores, la Cazadora recuperó su forma natural y se encaró a ellos escupiendo de rabia, de nuevo bajo su propio aspecto blanco y rojo.
– ¿Cómo os atrevéis? -Podría haberse enfrentado a ellos uno a uno, pero era imposible vencer a los seis-. Tengo derecho a matar esta presa…
– ¿Derecho? -dijo Freya-. ¿Tienes derecho a poner en peligro nuestras vidas por una absurda venganza? Escucha, Skadi. -Freya le tendió una capa, que Skadi cogió con gesto sombrío-. Sabemos lo que hiciste.
– Entonces, matadme -respondió Skadi-, porque pienso hacerlo de nuevo en cuanto se me presente la mínima oportunidad.
Durante un instante se enfrentaron cara a cara: seis vanir y la Cazadora, con los puños apretados y los ojos azules llameando de ira, mientras Odín se apoyaba en su bastón.
A cierta distancia llegaron los demás: Ethel, Dorian, Adam y Nat, que una vez más apretaba el Buen Libro contra su pecho. Fue un momento tenso. Tan sólo un sonido lejano, como el de una esclusa abierta, rompía el silencio. Y con él se sentía una vibración que producía dentera y presionaba los tímpanos, un sordo rumor que parecía provenir de todas partes, de ninguna o de algún lugar imposible entre ambas opciones.
– Escuchad -dijo Odín-. ¿Conocéis ese sonido?
Todos volvieron sus miradas hacia él.
Héimdal el Centinela lo conocía bien. Lo había oído en el campo de batalla durante el Ragnarók, cuando el cielo se desgarró y una oscuridad que no tenía nada que ver con la ausencia de luz devoró el sol y la luna.
A Frey le resultaba familiar: lo había escuchado al caer al hielo con su espada rota y su energía mágica vuelta contra él.
Freya también lo conocía. Recordaba una sombra como la de un pájaro negro con festones de fuego -tal vez un cuervo, o un ave carroñera-. Donde se posaba, tan sólo quedaba la nada.
Skadi lo conocía y se estremeció.
Njord, que había luchado desde las costas de su propio reino, había escuchado aquel sonido cuando el río Sueño se desbordó de sus orillas y la flota de guerra de los muertos salió del Inframundo.
Idún lo había oído y empezó a sollozar.
Bragi también lo había escuchado, aunque aquel día no se compusieron canciones ni poemas. Fuego y hielo, y la sombra de un pájaro negro. Fuerzas antagónicas tan poderosas que el Árbol del Mundo, sometido a su tensión, empezó a crujir y balancearse. Ásgard, la Ciudadela del Cielo, el Primer Mundo, había caído aplastando continentes enteros. Y del Caos habían surgido demonios que se colaban entre los mundos tras la estela de la sombra del ave. Todo eso había sucedido en las Tierras Medias, donde los poderes del Caos eran más débiles. Y en aquella época ellos tenían ejércitos: guerreros, héroes, el Pueblo del Túnel, hombres…
– Veo un ejército listo para la batalla -empezó a recitar Ethel-. Un general solo a su frente veo. Veo un traidor en la puerta. Un sacrificio también veo.
La voz sonaba sosegada pero clara. Los vanir se quedaron mirando a Ethel Parson. El único que no podía verla era Odín, pero al escuchar el sonido de su voz se enderezó.
– ¿Quién eres?
– Ethel Parson, para servirte, señor. Me han dicho que soy un oráculo.
Odín se quedó paralizado y al cabo de un instante una sonrisa iluminó sus duras facciones.
– Ethel -dijo-. Debería haberlo sabido. -Hubo una larga pausa. Después volvió a hablar con voz suave, tomando la mano de la mujer entre las suyas-. Te encontrabas diferente y no sabías por qué. Podías ver cosas que antes no estaban a tu alcance. Y notabas en tu interior la sensación de que tenías que estar en algún otro lugar, pero no sabías dónde…-Ella asintió en silencio. Odín no pudo verlo, pero notó en sus colores el reflejo del gesto y sonrió-. Notabas una comezón -prosiguió-. Y entonces tomó forma. Enséñamelo, Ethel. Tú sabes a qué me refiero.
Ethel pareció sorprenderse y se ruborizó un poco. Al principio vaciló, pero después, con gesto decidido, se recogió la manga para mostrarles la nueva runiforma que tenía en el brazo y que resplandecía con una brillante luz verde.
Nat se quedó boquiabierto. Dorian tragó saliva. Adam la miró asombrado. E incluso los vanir se quedaron callados, sin saber qué decir.
El único que no parecía sorprendido era Odín, que sonrió mientras dibujaba el trazo de aquel signo brillante.
– Ethel, la Tierra Natal -dijo-. La segunda runa del Alfabeto Nuevo. Nunca me imaginé que la encontraría aquí. El alimento de los dioses combinado con la Palabra. -Movió la cabeza gris a los lados-. Si tuviéramos más tiempo… Tengo que hablar contigo a solas.
Su conversación duró menos de cinco minutos, pero al terminar Ethel tenía los ojos empañados.
– ¿Estás seguro de eso? -le dijo al final.
– Más que seguro -repuso el General, y volviéndose a los vanir añadió-: Todos lo habéis escuchado, ¿verdad? Ese sonido es el Caos que se abre paso. Las líneas del frente están desplegadas y el enemigo tiene un nombre. Nuestra única esperanza se encuentra más allá de esa llanura. Tengo que llegar a ella o todo se derrumbará. No sólo los dioses, ni siquiera los mundos. Me refiero a todas las cosas.
Héimdal frunció el ceño.
– ¿La mujer del clérigo te ha dicho todo eso?
Odín asintió.
– ¿Y tú la crees?
– Tengo buenos motivos.
Skadi le miró con desdén.
– Aun suponiendo que diga la verdad, hay un ejército entero entre nosotros y el río. Ya has visto lo que puede hacer la Palabra…
– Sí, lo he visto.
– ¿E incluso así crees que puedes vencer?
– No -respondió él-, pero creo que podemos luchar.
Hubo un silencio largo y pensativo.
– Somos ocho -dijo Héimdal por fin.
– Siete -le corrigió Skadi-, y un general ciego.
Odín sonrió.
– Somos ocho contra diez mil. ¡Me encanta esa proporción!
– Pues yo apuesto mi dinero por el General -dijo Héimdal, y exhibió sus dientes de oro.
Njord se encogió de hombros.
– Bueno, si lo planteas de esa manera…
– ¡Dioses! -exclamó Freya-. Sois aún peores que él.
– Me encantaría abrirle otro agujero a ese maldito pajarraco negro… -comentó Frey.
Bragi empezó a entonar un cántico de victoria.
Idún abrió su cesta de manzanas. Despedían un aroma capaz de despertar a los muertos…
Y Skadi rechinó los dientes y dijo:
– Muy bien, General, tú ganas, pero eso no significa que estemos en paz. Si sobrevivimos, tú y tu hermano tenéis una deuda de sangre conmigo, y no pienses que esta vez vas a poder engatusarme con promesas…
Odín sonrió.
– Esto sí te lo voy a prometer. Cuando acabe el día de hoy, se habrá derramado tanta sangre que incluso tú quedarás ahíta. Pero si quieres combatir -dijo, señalando con el dedo-, tengo razones para creer que la batalla es por ahí.
«No tienen aspecto de héroes», dijo Ethel para sus adentros, y sin embargo con su visión alterada podía percibir con claridad que había algo rodeándolos en el aire. No era una firma mágica, llevaba observándolas desde hacía varios días y conocía la diferencia, sino una especie de claridad, como la del cielo antes del alba. Una promesa, por decirlo así, de transformación. No necesitaba ser un oráculo para saber que todos podían acabar muertos. Sin embargo, se puso en camino alegremente tras los dioses, tarareando una melodía entre dientes y contemplando la ancha espalda de Dorian mientras éste abría el camino y Lizzy correteaba tras sus talones.
Después pensó que todo el Hel estaba a punto de hacerse pedazos. Y al fin, por primera vez en su vida, Ethel, hija de Owen Goodchild, supo exactamente dónde quería estar.
En el Averno -o lo que quedaba de él- el que no se hallaba precisamente en el lugar donde habría querido estar era Loki. Había sentido la escisión de su aspecto y de su yo físico, y su rápida inteligencia había llegado a las siguientes conclusiones:
La primera, y más importante, que estaba muerto.
Eso no había sido del todo una sorpresa. De hecho, por lo que a él concernía, lo realmente asombroso había sido llegar tan lejos, pero el cronófago de Hel contaba su propia historia: aún quedaban trece segundos en el reloj, lo que significaba que por primera vez en la historia de los mundos, Hel la Nonata había incumplido su palabra.
«Muy bien -pensó-. Busquemos la parte positiva de esto. Aunque mi cuerpo esté muerto, mi aspecto sigue aquí, en el Averno».
Como parte positiva no era una gran cosa. Sin embargo, lo realmente estúpido en aquel momento habría sido tratar de buscar refugio en el Inframundo. Había intentado explicárselo a Maddy mientras ella lo arrastraba a regañadientes a los dominios de Hel. Pero la chica o bien no le había oído o simplemente no le había entendido. Si Maddy hubiera conseguido obligarle a atravesar la puerta, a estas alturas Loki sería un juguete indefenso en manos de Hel y lo seguiría siendo por toda la eternidad, como las innumerables ánimas que plañían y suspiraban en las inmensas y polvorientas llanuras del país de los muertos.
Sin embargo, «y con esto llegamos a la segunda conclusión», quedar atrapado entre una barrera inamovible y un Surt fuera de control y revestido de su pleno aspecto (pues así interpretaba Loki los sonidos que llegaban del Trasmundo) era una posición poco envidiable.
Y en tercer lugar estaban los æsir. Hasta ese momento había conseguido pasar inadvertido ante ellos, pero ahora, al levantar la mirada desde la parte inferior de la puerta, Loki fue consciente, para su inquietud, de los cuatro aspectos que la flanqueaban y que tan familiares le resultaban.
«Afrontemos la realidad -pensó-. No hay parte positiva».
Así que trató de escapar.
Como era de suponer, no llegó muy lejos. Apenas había adoptado su aspecto ígneo cuando se vio inmovilizado por los cuatro costados.
– No tan rápido -dijo Tor-. Nos debes una explicación.
– Nos debe algo más que eso -añadió Tyr.
Loki sabía que el dios manco tenía buenas razones para desconfiar de él, empezando por que Tyr había perdido la mano por culpa suya. Ahora se cernía sobre el Embaucador mientras su firma mágica llameaba con un intenso color naranja. Su mano derecha (regenerada en aquel aspecto) era una maravilla de arsenal mental, un guantelete de encantamientos que duplicaba su fuerza.
– ¡Pégale! -dijo Sif con rabia. En cierta ocasión, Loki le había cortado su larga cabellera para gastarle una broma. Sif no dejaba que nadie lo olvidase-. Vamos, Tor, dale bien fuerte por mí.
– Vamos, amigos, dejadme un respiro -dijo Loki-.Acabo de entregar mi vida por vosotros.
– ¿Cómo? -preguntó Tyr.
Loki se lo explicó.
– Lo que estás diciendo -intervino Tyr- es que en realidad todo lo que ha pasado es por tu culpa. Si no hubieras sido tan imprudente…
– ¿Imprudente yo?
– Bueno, ¿cómo llamarías a alguien que destruye medio Averno, por no decir nada de despertar al Destructor, abrir una grieta en el Caos, soltar a Jormungard de nuevo contra los mundos y, en resumen, provocar el segundo Ragnarók?
– Dejadle en paz.
La que había hablado era Frig, la Madre de los dioses. Incluso el Tonante se lo pensó antes de desafiarla. Era una mujer alta y callada, de cabello sedoso y castaño, y no habría llamado demasiado la atención de no ser por la inteligencia que asomaba a sus ojos grises. Gracias a su capacidad de sufrimiento y a su dignidad era capaz de superar pruebas en las que incluso las armas más poderosas fracasaban. Al ser una de las pocas que habían visitado el país de los muertos para regresar de él, gozaba esporádicamente del don de la clarividencia. Ahora, todos los ojos se posaron en ella cuando dijo:
– Puede que todavía tengamos una escapatoria.
Tor emitió un gruñido desdeñoso.
– ¿Con todo este desastre? ¡Yo digo que luchemos!
Frig miró al otro lado del río, cada vez más crecido. Podía verse con claridad a los ejércitos del Orden, desplegados en la llanura muerta. Su inmovilidad total resultaba sobrecogedora.
– No es ningún desastre -dijo Frig-. Todo esto ha sido cuidadosamente planeado. Nuestra huida de la fortaleza, el cierre de la puerta, la destrucción del Averno e incluso la traición de Hel: nada ha sucedido al azar. Todo indica que se nos ha traído aquí con un propósito determinado, y que el enemigo, sea quien sea, tiene un plan del que la destrucción de los æsir tan sólo es una parte.
Tor volvió a rezongar, pero Tyr parecía interesado.
– ¿Por qué? -dijo.
– Ésa no es la pregunta -respondió Frig-, sino quién.
Todo el mundo se quedó pensando en ello por unos instantes.
– Me imagino que Surt -dijo Tyr, por fin.
Tor asintió.
– ¿Y quién más?
– Hasta ahora, Surt estaba en su perrera, durmiendo la resaca del Ragnarók -les recordó Frig-. Había ganado la batalla. Sus enemigos estaban dormidos o prisioneros en el Averno. ¿Qué intereses podría tener en las Tierras Medias? Y otro argumento a mi favor. -Frig se volvió hacia Loki, señalando con una mano a las silenciosas legiones que formaban al otro lado del río-: ¿Qué intereses puede tener en común con gente como ésa?
– Tienes razón -respondió Loki-. No es Surt. Lo suyo es el Caos, no el Orden. Él no sabría cómo reclutar un ejército así. Será todo lo poderoso que queráis, pero en el fondo no es más que un perro guardián adiestrado para morder cuando se lo mandan. Surt es incapaz de llevar a cabo maniobras sutiles.
Sif sacudió la melena a los lados.
– Parece que sabes mucho sobre él -dijo-.Y tú sí que entiendes de maniobras sutiles.
– Sí. Además, siempre me ha apetecido la idea de destruir los Nueve Mundos y suicidarme de paso.
– No hace falta que seas tan grosero -protestó Sif.
– Loki tiene razón -dijo Frig con voz serena-. Surt, pese a todo su poder, no es más que una herramienta del Caos. Una máquina. Alguien le incitó a actuar. Alguien que sabía que estaríamos allí y que nuestra huida galvanizaría su rabia.
Los dioses parecían perplejos.
– Pero no hay nadie más -protestó Tyr-. No ha quedado nadie más después del Ragnarók. Unos cuantos gigantes, tal vez, y uno o dos demonios. La Gente…
Loki se llevó la mano a la boca y abrió aún más los ojos.
– Él lo sabe -dijo Frig en tono suave.
– ¿De veras? -preguntó Tor.
– La chica quería rescatar a su padre, y sabía que estaba en el Averno. Pero ¿quién se lo contó? ¿Quién la animó? ¿Quién la trajo aquí en el momento preciso y se aseguró de que Loki se encontrara con ella? Sí, Loki, cuya presencia era una garantía de caos seguro en el Averno, y al que también podía utilizar como cebo.
– Así que ha sido culpa suya…
Frig sacudió la cabeza.
– He preguntado quién.
Un silencio siguió a sus palabras.
A su alrededor todo se detuvo: el griterío, el alboroto, el estrépito de las rocas que se desgajaban de las paredes de la fortaleza y chocaban entre sí como planetas.
Después, la risa de Loki rompió el silencio.
Y la sombra de un pájaro negro con una corona de fuego levantó la cabeza por entre los mundos y se dirigió hacia ellos a través de la inmensidad del Caos.
Si el ojo vivo de Hel era inmisericorde, el muerto parecía una fosa funeraria. Maddy aguantó su mirada tan sólo unos segundos antes de apartarla.
– ¿Estoy muerta? -preguntó.
– Maldita sea, está despierta.
Aquella voz áspera era la del Susurrante, pero la figura que había hablado pertenecía a alguien que Maddy no había visto nunca: un anciano encorvado, vestido de luz y con un bastón rúnico que emitía chispas de energía mágica.
– Parece que estás viva, querida. En contra de lo que esperaba, lo has conseguido justo a tiempo. Por supuesto, para mí habría sido un inconveniente que perdieses tu cuerpo a estas alturas. Aunque preferiría haber hecho las cosas de otra manera, estás aquí, y eso es lo que cuenta…
– ¿A qué cosas te refieres? -preguntó Maddy.
– ¿A qué va a ser? A mi venganza.
– ¿Contra quién?
– Contra los æsir. ¿Quiénes si no?
Maddy sacudió su dolorida cabeza. Aún estaba mareada tras su alocado vuelo a través del Averno. Ahora se quedó mirando a la figura luminosa que había brotado de la cabeza, tratando de descifrar el significado de aquellas absurdas palabras.
– ¿Los æsir? -preguntó-. Pero… si tú estás en el mismo bando que ellos.
– ¿En el mismo bando? ¿En el mismo bando? -preguntó el anciano con áspero desdén-. ¿Y qué bando es ése, niña estúpida? ¿El Orden? ¿El Caos? ¿Una mezcla de ambos?
Maddy trató de incorporarse, pero la cabeza le daba vueltas.
– ¿Qué han hecho por mí los æsir? Me arrebataron mis talentos, me hicieron asesinar y, como si eso no fuera suficiente, me condenaron a ser traído y llevado al capricho de cada amo como si fuese un vulgar objeto. -El Susurrante soltó una seca carcajada-. ¿Se supone que tengo que estar agradecido por eso y dejar que lo empiecen todo de nuevo?
– Pero no lo entiendo. Tú me ayudaste…
– Eso es porque eres especial -respondió el Susurrante.
– ¿Y Loki?
El Susurrante sonrió burlón.
– Bueno… El también era un tanto especial.
Maddy miró a su alrededor, esperando a medias descubrir que Loki había desaparecido. Lo había llevado a rastras hasta la puerta, de eso se acordaba. Pero después todo había sido muy confuso. ¿Había conseguido salvarlo al final?
Loki se encontraba tendido a su lado, con los ojos cerrados. Aunque se le veía pálido e inmóvil, tenía mucho mejor aspecto que su magullado equivalente del Averno. Maddy se sintió más tranquila. Si hubiera muerto, se dijo, su cuerpo no seguiría allí, y su sombra ya estaría recorriendo las estancias de Hel junto con los demás espectros de su familia.
Maddy respiró hondo.
– Creí que él era el traidor -confesó.
– Y él también -replicó el Susurrante con una sonrisa-. En realidad, no era más que un peón a mi servicio, como lleva siéndolo la mayor parte de estos últimos quinientos años. El muy iluso pensaba que yo era su prisionero, sin sospechar que era él quien se hallaba en mis manos. Sabía que intentaría engañarme, pero incluso un traidor podía ser útil para mis planes. Ya había sucedido así antes, en el Ragnarók… que, dicho sea de paso, fue obra mía en muchos aspectos.
– ¿Obra tuya? ¿Cómo?
– Yo manipulé a los dioses para que actuaran siguiendo mis planes. Tenté a los débiles, adulé a los fuertes, guié a sus enemigos, hice afirmaciones enigmáticas y alianzas secretas, entré en sus mentes y las sembré de ideas traicioneras. Odín nunca llegó a enterarse de cómo lo había engañado. Incluso cuando su propio hermano se volvió contra él, nunca sospechó del Susurrante que acechaba en la sombra. Y ahora todos ellos han vuelto a ser mis peones. Del mismo modo que lo has sido tú, querida.
Maddy escuchaba cada vez más horrorizada. Frente a ella podía ver a los ejércitos del Orden, que aguardaban silenciosos la Palabra. Le bastó con echar una mirada a su espalda para comprobar que el río Sueño estaba a punto de desbordarse: filamentos de energía mágica en bruto flotaban sobre sus aguas revueltas, y bajo sus profundidades ignotas se movían cosas extrañas. Pronto rebosaría sus orillas y derramaría sus pesadillas por las llanuras del Hel. Pero lo que se atisbaba al otro lado del río era todavía peor. El Averno se estaba despedazando. La ilusión de una fortaleza -o incluso de una isla- se había desvanecido hacía rato en aquel vertiginoso Caos. Las rocas orbitaban unas alrededor de otras flotando en un aire infestado de efémeros y de almas que revoloteaban como polillas alrededor de una lámpara.
– Así que Loki tenía razón -dijo en voz baja-. Has hecho un trato con el Orden, y eres tú quien controla a estos hombres de algún modo.
El Susurrante sonrió.
– ¿Un trato? -dijo con sorna-. Maddy, yo creé el Orden. Lo saqué del Caos después de la guerra. En aquella época yo era libre, pues los dioses estaban cautivos, así que recluté a mis discípulos entre la Gente. Ya sabes que entre ellos se encuentran inteligencias más que notables y perfectamente capaces de competir con los dioses en orgullo y ambición. Les entregué el Buen Libro, una colección de mandamientos, profecías y nombres de poder, y a cambio ellos me entregaron sus mentes. En el momento en que tus amigos lograron escapar del Averno, mi Orden había crecido hasta los quinientos miembros. Eruditos, historiadores, políticos, sacerdotes. Quinientos pares de ojos dispersos por todas partes, vinculados a mí a través de la comunión: los cimientos de un ejército que cambiaría para siempre los mundos. Poco a poco, sí, pero siempre a través de mí, de la serena voz interior del Innombrable.
– ¿El Innombrable? -repitió Maddy sin comprender.
El Susurrante soltó una carcajada seca y desprovista de toda alegría.
– Ya sabes que todo tiene un nombre. Los nombres son los sillares con los que se construye la Creación. Ahora, por fin, mi profecía se ha cumplido. Estoy a punto de convertirme en general de un ejército invasor. Diez mil hombres, todos ellos armados con la Palabra, todos incondicionales míos e incapaces de traicionarme. Con ellos puedo hacer cualquier cosa: resucitar a los muertos, reordenar los mundos. Esta vez ganaremos, no lo dudes. Y no habrá prisioneros.
La muchacha miró una vez más al Susurrante. Bajo este nuevo aspecto parecía insustancial, y sin embargo el poder de sus dedos era inconfundible. Zarcillos de encantamientos brotaban de ellos, y ella sabía que bastaría un solo toque de su bastón para reducirla a un montón de cenizas.
«¿De dónde extrae su poder?», se preguntó.
Comprendió cuál era la respuesta casi antes de terminar la pregunta. Se hallaba ante sus ojos, desplegada en ordenadas columnas sobre la llanura.
Maddy se levantó muy despacio, manteniendo la distancia entre ella y el Innombrable. De cuando en cuando volvía la mirada a la figura de Loki. Seguía tendido con los ojos cerrados y las manos entrelazadas sobre el pecho, que ni subía ni bajaba.
– Olvídalo. Está muerto -dijo el Susurrante.
– No -repuso Maddy-. No puede ser.
– Claro que puede ser. Muerto y acabado. ¡Descanse en paz!
Maddy extendió la mano para tocar el rostro de Loki. Seguía caliente.
– Pero él está aquí. -Su voz se quebró-. Su cuerpo está aquí.
– Sí, ya -dijo el Susurrante-. Pero me temo que ya no le pertenece. Verás, Hel y yo hemos llegado a un acuerdo. Vida por vida. Creo que es una ganga, la verdad.
Maddy se volvió hacia Hel, que le devolvió una mirada impertérrita. Tenía la mano viva sobre la muerta, y ambas posadas en el cronófago de su cuello. Quedaban trece segundos en el reloj.
– Has roto tu promesa -le recriminó Maddy, atónita.
– Por unos pocos segundos -respondió Hel.
– Por eso sigue aquí. Has hecho trampas. Le has robado tiempo…
– No seas infantil -dijo Hel, de mal humor-. Sólo son unos cuantos segundos. Habría muerto de cualquier manera.
– El confiaba en ti. Hablaba de un equilibrio…
Maddy estaba casi segura de que había visto ruborizarse la pálida piel de la parte viviente de Hel.
– No importa -repuso la diosa-. Lo hecho, hecho está. Gracias a tu amigo y a su serpiente, el Caos ya ha abierto una brecha en el Averno. No se puede abrir el Averno sin poner en peligro este mundo, y tal vez todos los mundos. Da igual que esté bien o mal, porque ya no se puede hacer nada. Ahora, Mímir -añadió, dirigiéndose al Susurrante en tono alterado-, te toca cumplir con tu parte del trato.
El Susurrante asintió.
– Bálder.
– ¿Bálder? -preguntó Maddy.
De modo que eso era lo que le había prometido a Hel. El regreso de Bálder… en un cuerpo viviente.
– Tenía que ser Loki -dijo Maddy en voz alta-. No podía ser yo, por ejemplo, ni cualquier otro visitante al azar, ya que de entre todos los æsir, Bálder el Bello es el único que se negaría a participar en la muerte de un inocente…
– Bien razonado, Maddy -dijo el Susurrante en tono seco-, pero por lo que sabemos, Loki no es inocente. Así que todos contentos. Bueno, casi todos, Surt se queda con el Averno y todo lo que hay en él, incluyendo a nuestros desertores, para los que supongo que tendrá planes más que interesantes. Hel logra cumplir el anhelo de su corazón. ¿Y yo? -Sonrió una vez más-. Yo consigo liberarme. Liberarme… de él.
Su viejo rostro se deformó en un gesto de rabia y sus ojos, que siempre habían sido fríos como el hielo, llamearon con una luz de la que había desaparecido la última chispa de cordura.
– Aquí, en carne y hueso -dijo el Susurrante-. Aquí, en la llanura, me enfrentaré con él. Y esta vez le mataré y seré libre.
– Pero ¿por qué? -preguntó Maddy-. Odín era tu amigo.
El Susurrante siseó de rabia.
– ¿Amigo? No lo fue jamás de los jamases. Me utilizaba cuando le convenía, y ya está. Fui su instrumento, su esclavo. Dime, mi niña, ¿en qué sueña el esclavo? ¿Lo sabes? ¿Puedes imaginártelo?
– ¿En la libertad? -aventuró Maddy.
– No -respondió el Susurrante.
– Entonces ¿en qué?
– El esclavo sueña en convertirse en amo.
– Lo primero, Bálder -dijo Hel, que había estado vigilando el río con su ojo muerto.
– Claro, cómo no. No es cuestión de retrasarse más.
El Susurrante levantó la vara. Un rayo rojo brotó de su punta y Maddy sintió cómo el vello de sus brazos y de su cabeza se erizaba en respuesta.
Pero el poder que invocó no iba dirigido contra Maddy. La energía distorsionó el aire como una tormenta encerrada en una botella, lanzó fragmentos de relámpago sobre la llanura y causó tal perturbación en el cielo que sobre su cabeza se amontonaron nubes negras como cuervos. Fue en ese momento cuando el Susurrante levantó su vara y abrió la boca para pronunciar la Palabra.
– ¡Bálder! -dijo, y las bocas de los diez mil muertos repitieron la Palabra como un eco-. Bálder -repitió-. Ven.
Maddy no llegó a oír la Palabra, pero la sintió. De pronto la nariz le empezó a sangrar y le dolieron los dientes. Una bruma pareció interponerse entre Maddy y el resto del mundo, y notó la sensación de que algo tiraba de ella. Una luz rodeó el cuerpo de Loki. Maddy todavía era incapaz de pensar en él como un cadáver, y lentamente aquel aspecto suyo empezó a desvanecerse, a transformarse. Bajo la mirada de Maddy, su cabello cambió de color, las cicatrices desaparecieron, los ángulos de sus facciones se suavizaron y cambiaron de forma, y sus ojos se abrieron, pero ya no eran verdes como antes, sino azules como el cielo soleado de un día de verano, y moteados de chispas doradas.
Si lo intentaba, Maddy aún era capaz de ver a Loki bajo aquel nuevo aspecto. Pero era como contemplar una imagen proyectada por una linterna mágica. Todo parecía confuso, y resultaba imposible decidir dónde acababa Loki y dónde empezaba Bálder.
Maddy no pudo sofocar un lamento.
Hel abrió la boca en un mudo jadeo.
El Susurrante mostró los dientes al esbozar una sonrisa de satisfacción.
Y Bálder el Bello, prisionero de la Muerte durante los últimos quinientos años, se movió, somnoliento al principio, y después abrió sus ojos azules, completa y asombrosamente vivo.
– Bienvenido de vuelta, Lord Bálder -dijo Hel.
Pero Bálder apenas le prestó atención.
– Espera un momento -dijo.
Se tocó el rostro con la mano. Por debajo del brillo de su aspecto, Maddy todavía veía los rasgos de Loki, como una imagen que se vislumbra a través de una gruesa capa de hielo. Cuando los dedos de Bálder palparon su frente, sus mejillas, su barbilla, su gesto de perplejidad se hizo más patente.
– Hay algo extraño en todo esto -dijo.
Volvió a apretarse los labios con los dedos. Bajo la presión, las cicatrices de Loki reaparecieron por un momento y después se desvanecieron. Reaparecer, borrarse, reaparecer…
Su mano buscó la energía mágica de su brazo. Era Kaen invertida, de un blanco incandescente.
– ¡Atiza! -exclamó Bálder-. Que yo sepa, antes no era Loki. ¿O sí?
Parson había escuchado desde lejos en un estado de abotargada indiferencia. Habían derrotado a su Cazadora y readmitido a su enemigo. Su esposa se había convertido en una especie de vidente, pero ¿qué importaba eso ahora? ¿Qué más daba todo, si había perdido la Palabra? La Palabra, eso era verdaderamente lo más duro.
Miró a Ethel, que estaba entre los vanir con Dorian a un lado y ese absurdo cerdo al otro. Incluso el trasgo se encontraba con ellos, pensó, experimentando un repentino arrebato de autocompasión al darse cuenta de que nadie le miraba a él. Podría marcharse e internarse en el desierto; daba igual, porque nadie le echaría de menos ni se daría cuenta de que se había ido. Si fuera por ellos, bien podría morirse. Incluso mostraban más respeto por ese maldito cerdo.
«¡Deja de lloriquear, por todos los dioses!»
Nat dio un respingo, como si le hubieran pinchado con un alfiler.
«¿Qué ha sido eso? ¿Quién ha hablado? ¿Eres tú, examinador?»
Pero Nat sabía que no era la voz de un examinador. Tan sólo se trataba de un susurro en su mente. Y sin embargo lo conocía, lo había oído como a través de un sueño…
La verdad le golpeó como una bofetada.
«Pero si es mi voz», pensó Nat, levantando la cabeza. Al mismo tiempo que se daba cuenta de aquello, se le ocurrió otro pensamiento que iluminó sus ojos con una repentina ilusión y aceleró los latidos de su corazón.
Quizá ya no necesitaba a Elías Rede.
Rede era sólo un hombre más en un ejército de miles. Un ejército así tendría su propio general, alguien cuyos poderes serían inconcebiblemente mayores que los de un simple soldado raso. Un general que mostraría su agradecimiento si alguien con información confidencial lo ayudaba…
Nat examinó el Buen Libro que sostenía en las manos. Despojado de los poderes que el examinador le había otorgado, se dio cuenta de que tan sólo era un lastre inútil, y lo tiró sin pensárselo más. Ahora le importaba más el acero que llevaba en el bolsillo. No era más que una navaja como la que solía llevar cualquier aldeano, pero tenía un filo mortífero.
Sabía dónde golpear. La había utilizado muchas veces de niño, cuando cazaba ciervos con su padre en el bosque del Osezno. Nadie sospecharía de él ahora. Nadie le creería capaz de hacerlo, pero cuando llegara el momento, él sabría cómo actuar…
Nat se levantó y se incorporó al grupo. Siguió a los demás y los vigiló, aguardando su oportunidad, mientras la luz del Caos alumbraba la llanura y dioses y demonios marchaban a la guerra.
– ¡Dioses! -exclamó Héimdal-. ¡Son muchísimos!
Habían llegado al borde de la línea de batalla. Era mucho más vasta de lo que cualquiera de ellos había imaginado. En la falsa perspectiva de los dominios de Hel se veía inmensa: la línea de muertos llegaba de uno a otro extremo del horizonte.
Sin importar lo que hubieran sido en vida, pensó Odín, los miembros del Orden se habían fundido en un solo ser. Una última comunión, un mortífero enjambre armado con una Palabra que, una vez pronunciada, multiplicaría su poder por diez mil.
Ya podía notar cómo empezaba a formarse la Palabra: su poder hacía que se le erizara el vello de la nuca, que el suelo se estremeciese y que las nubes se movieran en círculos sobre sus cabezas. De haber habido aves entre aquellas nubes, se habrían desplomado en pleno vuelo. Incluso los difuntos lo sentían y se arremolinaban alrededor de aquella energía, como polvo arrastrado por un vendaval de electricidad estática.
Odín sintió que los difuntos estaban esperando una orden, alguna nueva instrucción que los galvanizaría para ponerlos en movimiento. Todos ellos estaban callados y con los ojos cerrados, ensimismados en la imperturbable concentración de los muertos. La columna parecía extenderse kilómetros y kilómetros. Y sin embargo, más allá aún, el Centinela con su mirada de halcón parecía ver algo. Pensó que era imposible. Estaba seguro de que no podía ser, pero casi habría jurado que…
En ese momento un ruido sordo recorrió la planicie, una resonancia silenciosa que sin embargo penetraba hasta la médula de quienes lo escuchaban e incluso calaba más adentro.
Bragi lo escuchó como un acorde perdido.
Idún lo oyó como el sollozo quedo de un hombre agonizante.
Freya lo percibió como un espejo rompiéndose.
Para Héimdal era la sombra de un pájaro negro.
Frey lo oyó como un viento mortal.
Para Skadi fue similar al crujido del hielo.
Y Odín lo oyó como un susurro de los Tiempos Antiguos, el rumor de un viejo rencor, y de repente comprendió. No todo, desde luego, pero por lo menos algo sí. Y cuando una vez más los diez mil muertos abrieron los ojos y hablaron con una sola voz, todos pudieron oír la Palabra que pronunciaron: un susurro burlón y seductor, una Palabra que pareció colgar sobre el desierto como una señal de humo remota bajo las nubes putrefactas.
«Odín», susurró la voz.
– Te escucho -respondió él.
«Entonces ven -dijo la voz-.Ven a mí».
Y bajo la mirada de los vanir, las filas y columnas de los diez mil se separaron en un solo movimiento fluido y silencio so, abriendo un estrecho pasillo sobre la arena.
Odín sonrió y avanzó, con el bastón en la mano.
Héimdal hizo ademán de guiarlo.
La hueste de los muertos pareció.trepidar. Diez mil pares de ojos se abrieron una vez más y otras tantas cabezas se volvieron en su dirección. La presión combinada de su concentración hizo que al Centinela le dolieran los dientes.
«Solo -especificó el Susurrante, y todos los examinadores vocalizaron sus palabras con perfecta sincronización-. El General debe venir solo».
Tras una larga pausa, Odín habló.
– Por lo menos deja que lleve al trasgo -dijo-. Necesito sus ojos para orientarme.
«Concedido», respondió el Susurrante, y su voz sonó a través de las bocas de los muertos como el susurro del viento en un trigal.
Odín sonrió.
– Si crees que estoy dispuesto a permitir que vayas solo… -dijo Héimdal.
– Debo hacerlo -respondió Odín-. La profecía…
– ¡Al diablo con la profecía!
Con un esfuerzo, Odín se enderezó en toda la estatura de su pleno aspecto de guerrero. Su figura llameaba con un brillo furioso, y el aire a su alrededor crepitaba de runas.
– Te ordeno que te quedes aquí -le espetó-. Tú y también todos los demás vanir.
– Pero ¿por qué?
– Porque es la única manera. Y porque si pierdo esta batalla, puede que los vanir sean lo único que se interponga entre el Caos y las Tierras Medias.
– Pero no puedes combatir. Si ni siquiera ves…
– No necesito ver. Deja que me vaya.
– Al menos permite que Idún te dé una manzana.
– Escucha, Héimdal. -Odín se volvió hacia él. Su único ojo, ciego y todo, brillaba-. Si mis sospechas son acertadas, incluso en la flor de mi juventud, con todas mis armas, en mi pleno aspecto y con mi energía intacta, no habría sido rival para los poderes que están en liza aquí. ¿De verdad crees que una manzana va a ayudarme?
– Entonces, ¿por qué vas? -preguntó Freya.
Ethel podría habérselo explicado con su nueva clarividencia, pero Odín le había ordenado que guardara silencio. Tenía clavada en la mente la imagen de la nave funeraria y del general muerto con el perro a sus pies, y deseaba ser capaz de decir algo que le hiciera volver.
Pero para entonces el dios ya se había ido acompañado por Bolsa, que le guiaba con sumo cuidado a través del polvoriento terreno. Las filas del Orden se cerraron a su paso, borrándolo de la vista como una frase escrita en la arena.
Nat Parson había presenciado con aparente indiferencia cómo Odín desaparecía entre las filas de aquella hueste. Por dentro, sin embargo, su corazón latía desbocado.
«¡Aquella voz!»
Él la había oído como todos, un susurro que recorrió el campo de batalla, y se había llevado ambas manos al rostro cuando la nariz empezó a sangrarle. Era la Palabra. Podía percibirla del mismo modo que un perro rabioso olfatea el agua, y durante un instante pensó que iba a enloquecer de terror y deseo.
Ahora casi podía tocar la Palabra. Vibraba y temblaba a su alrededor como la llegada de la primavera y lo llamaba con voz de oro.
«¡En nombre de la Ley, qué fuerza!»
La pulsión de la Palabra, diez mil veces más poderosa que ninguna otra cosa que Nat hubiese experimentado antes, no podía ser desobedecida. Cuando por fin se desatara, ¿quién sabía qué recompensa podría otorgar a un sirviente fiel?
«Los mundos, Nathaniel. ¿Qué otra cosa puede ser?»
Nat contempló a los disciplinados guerreros, clavados como estacas en aquel horizonte gris. Diez mil hombres muertos, y a la vez extrañamente vivos. Los sentidos forzados de Nat podían percibir su vigilancia; por debajo de su inmovilidad, estaban alerta. También podía sentir su unidad, y las ondas que los recorrían como viento entre la hierba. Un simple parpadeo se repetía como un eco en diez mil pares de ojos unidos por una terrible comunión.
«Yo podría haber sido uno de ellos», se dijo.
Entre aquellas filas se hallaba su examinador, el hombre al que había conocido como Elías Rede. Estaba seguro de que en algún lugar Rede era consciente de su presencia. Sin duda, eso convertía a Nat en parte de esa comunión y le daba derecho a compartir algo de ese poder.
Dio un paso hacia el ejército de los muertos.
Veinte mil ojos le miraron.
El susurró:
– Soy yo. Nat Parson.
No sucedió nada. Nadie se movió.
Nat dio otro paso.
A su espalda, los vanir estaban enfrascados en su discusión. Sus voces destempladas le llegaban remotas, mientras que los sonidos de los muertos eran ensordecedores, una artillería de roces y crujidos, como millones de insectos reptando y crepitando sobre arenas móviles.
Nat se acercó más.
– ¿Aprendiz? -preguntó con voz queda.
Adam, que fingía dormir tras una roca cercana, levantó la cabeza.
Nat sonrió. Adam pensó que parecía más loco que una cabra, y empezó a albergar la sensación de que tal vez lo más seguro era apartarse lo más lejos posible de su antiguo maestro.
Adam retrocedió.
– Oh, no. Ni se te ocurra. -Nat extendió la mano para agarrar el brazo del muchacho-. Puede que todavía te necesite, Adam Scattergood.
Aunque Parson no mencionó el motivo por el que podría necesitarlo, Adam se agachó al ver la expresión de sus ojos, pensando que ya no quedaba nada de su amo. Nat parecía uno más de los muertos. Sus ojos opacos pero terriblemente perspicaces estaban clavados en algún punto que Adam no alcanzaba a ver, y su sonrisa se asemejaba a la de un lobo rabioso.
– No quiero ir -dijo Adam con voz débil.
– Buen chico -respondió Parson, y cruzó la línea para unirse al ejército de los muertos.
Ninguno de los vanir le vio ir. Nat no había hecho amigos entre los feéricos. Ahora que ya no suponía ninguna amenaza, el desprecio que sentían por él resultaba evidente, pero Ethel no lo había olvidado. Su esposo aún tenía un papel que desempeñar, aunque incluso ella ignoraba cómo iba a terminar aquel juego.
De modo que observó cómo Nat se acercaba a la legión de los muertos, llevando a rastras a Adam, y lo siguió con sigilo a unos pasos de distancia.
A Dorian no se le ocurrió protestar. En el breve tiempo que habían viajado juntos, su respeto hacia Ethel había crecido hasta el infinito. Aunque los muertos que formaban en la llanura le inspiraban un miedo atroz, habría preferido morir antes que dejarla sola. Así que se fue tras ella, con la cerdita pegada a sus pies, pues Lízzy también sabía ser leal.
Aunque los muertos hacían presión por ambos lados, perturbando el aire con su hedor y con sus cánticos, Ethel Parson no perdió la calma y mantuvo la misma mirada valerosa, amable y compasiva en sus ojos grises.
Sabía que alguien estaba a punto de morir. Y el destino de los mundos dependía de quién fuera.
Bálder el Bello, bajo cuyo reluciente aspecto aún se atisbaban vislumbres del de Loki, se contempló a sí mismo con gesto de perplejidad. Se examinó las manos, el pecho, los brazos y las piernas. Después se tiró de un mechón de pelo para ponérselo ante los ojos y lo contempló bizqueando. Por debajo de su color, todavía mostraba un tenue tono rojo.
– ¿Qué está pasando? -preguntó Bálder mirando a Hel.
Pero fue el Susurrante quien le respondió:
– Una vida a cambio de otra, ¡oh, tú, el Más Bello! Eres libre para irte. Tu nuevo aspecto puede llevarte a cualquier parte. Incluso a las Tierras Medias, si eso es lo que deseas.
– ¿A Ásgard? -inquirió Bálder.
– Lo siento, no puede ser. Ásgard cayó. No podías saberlo, no es culpa tuya, pero puedes elegir cualquier otro mundo, el que más te apetezca. Deberías estar contento: piensa que eres la primera persona muerta que abandona el Inframundo de forma legal desde la Era Antigua.
Pero Bálder ya no le estaba escuchando.
– ¿Es cierto que Ásgard cayó? -repitió aturdido.
– Sí, mi señor -respondió Hel-. En el Ragnarók.
– ¿Y Odín?
– También él.
– ¿Y los demás?
– Todos ellos, mi señor. Todo el mundo cayó -contestó Hel en tono algo impaciente. Llevaba un rato esperando alguna señal de gratitud, y aquella forma tan fútil de concentrarse en minucias insignificantes se le antojaba absurda, y además estúpidamente masculina.
Se giró para que él pudiera ver su perfil vivo, manteniendo la mitad muerta fuera de su vista, pero le irritó comprobar que él no reparaba en su gesto. Pensó que era muy duro recibir una respuesta así de Bálder después de todo lo que había sacrificado por él.
– Al menos Loki no cayó -razonó Bálder, totalmente ajeno al tormento de Hel-. De lo contrario, su cuerpo no habría estado aquí. Ahora, quiero saber exactamente qué hago metido bajo el pellejo de Loki, y cómo os las habéis arreglado para sacarlo de él.
Maddy le habló de la promesa de Loki, de la traición de Hel y de la liberación de los æsir.
– ¿Cómo has dicho? -dijo Bálder-. ¿Que los æsir han escapado?
– Bueno, seguramente habrían escapado si Hel no los hubiese detenido.
– Tú no lo entiendes -rebatió Hel-. El Noveno Mundo es muy inestable. Si lo abro ahora, podría penetrar cualquier criatura.
– Incluyendo a los æsir -se apresuró a replicar Maddy.
– Los æsir -retrucó Hel-. ¿Y adonde podrían dirigirse? Al Sueño, o al ejército de los muertos.
– Mientras que yo… -aventuró Bálder.
– Tú tienes un cuerpo, mi señor. Una energía mágica. -Hel vaciló, y su ojo vivo miró hacia el suelo con pudor-. Pensé que tal vez tú y yo…
Bálder la miró atónito, con un gesto que Hel encontró muy poco halagador. Se ruborizó un poco y se volvió hacia el Susurrante.
– Tú me prometiste que… -empezó.
Pero el Susurrante ya no le prestaba atención. Había adoptado un aspecto brumoso, rodeado por remolinos de encantamiento a modo de volutas de humo, mientras contemplaba la figura oscura y lejana que cruzaba la playa hacia ellos. Hubo un silencio en el que Maddy pudo oír cómo la arena caía grano a grano en aquella llanura sin vida.
– El Tuerto -dijo.
El Susurrante sonrió.
Las filas del Orden al paso de Odín se abrían como espigas en un trigal, y a continuación se cerraban tras él como aguzadas lanzas.
– Odín -dijo el Susurrante.
– Mímir, viejo amigo.
Allí estaban, Odín con su propio aspecto, empuñando su espada mental, con el ala del sombrero bajada para ocultar los rasgos y el trasgo Bolsa trotando tras sus talones. El Innombrable, también en aspecto, con capa y capucha, mientras su bastón rúnico escupía encantamientos. Maddy a un lado, Hel a otro y Bálder en el centro.
– He dejado de ser Mímir. Nunca más lo seré.
– Para mí, siempre serás Mímir -repuso Odín.
Ahora el General podía verlos a todos; sus colores, al menos. Su visión verdadera los percibía como figuras de luz. Veía a Maddy, debilitada y casi vacía tras su vuelo por el Averno, con sus colores teñidos por el violeta grisáceo de la pena. Vio a Bálder, cuya figura dejaba traslucir la energía mágica de Loki. Contempló a Hel en sus auténticos colores. Y vio a quien una vez fuera el Susurrante, de pie sobre una columna de luz, mientras la cabeza de piedra en la que había morado durante tanto tiempo yacía abandonada a sus pies.
– Viejo amigo -dijo-. Ha pasado mucho tiempo.
– Quinientos años -respondió Odín, acercándose más.
– Mucho más tiempo que eso -dijo el Innombrable.
Aunque su voz sonaba suave y serena, Odín podía notar una rabia asesina en sus colores intensificados. Supuso que tenía razones justificadas para aborrecerle. Sin embargo, su corazón se apesadumbró. ¡Tantos amigos perdidos o muertos! Era un precio enorme por tan sólo unos años de paz.
«¿Tiene que ser así?»
La respuesta le llegó tan rápida como el pensamiento. «A muerte. Los mundos serán el premio del vencedor». En silencio, los dos enemigos se encararon mientras el río Sueño se agitaba y borboteaba tras ellos. En la otra orilla sólo había oscuridad.