LIBRO CUATRO


La palabra

Son los historiadores, y no los reyes, quienes gobiernan el mundo.

Proverbios, 19


Capítulo 1

Bolsa se había vuelto huraño en cuanto quedó claro que se esperaba de él que recorriera a pie toda la distancia hasta llegar a los Durmientes.

– ¿Cuánto queda aún? -preguntó Maddy.

– Ni idea -contestó el trasgo de forma adusta-. ¿Es que alguna vez me he alejado tanto? ¿eh? Y tú tampoco, o sabrías dónde está eso.

– ¿Y por qué no me lo dices? -repuso Maddy, conteniendo el impulso de lanzar un rayo mental al trasgo que lo aplastara contra la pared más cercana.

– ¿Y cómo podría decírtelo? -intervino el Susurrante-. No tiene más guía que leyendas e historias, los instrumentos que utilizan los ignorantes a beneficio de los imbéciles y de la confusión de los crédulos.

Maddy suspiró.

– Supongo que tampoco tú vas a contármelo.

– ¿Para qué? -replicó-. ¿Para estropear la sorpresa?

Y así fue como continuaron arrastrándose a través de un pasaje en desuso y con el aire viciado, por lo que las leguas del trayecto se les hicieron muy largas, a pesar de que en realidad el recorrido no pasó de seis kilómetros. El martilleo de las máquinas se iba desvaneciendo conforme se alejaban de la colina, aunque todavía escuchaban el peculiar sonido que seguía a cada golpe, similar al de una salva de aplausos, y sentían el seco temblor que se extendía a lo largo de toda la capa de granito que tenían sobre sus cabezas.

Maddy se detuvo.

– Por el Hel, ¿qué ha sido eso?

«Era el sonido de la magia», pensó ella. Esa sacudida resultaba inconfundible, aunque mucho más alta, más fuerte que cualquier otro ensalmo que ella hubiera escuchado antes.

El Susurrante brilló como un ojo.

– Tú lo sabes, ¿a que sí? -inquirió Maddy.

– Oh, sí -contestó el Susurrante.

– Entonces, dime, ¿qué ha sido eso?

El Susurrante relumbró con suficiencia.

– Eso, querida mía -repuso-, era la Palabra.

Capítulo 2

Nat Parson apenas podía contener el entusiasmo. Había oído hablar del tema, claro, como todo el mundo, pero en realidad nunca la había visto en acción, y el resultado era más espléndido y más terrible a la vez de lo que jamás se hubiera atrevido a esperar.

El examinador había necesitado más de una hora de oración antes de estar preparado. Al llegar el momento, toda la colina estaba ya temblando bajo el efecto de una resonancia profunda que parecía taponarle los tímpanos a Nat. Los aldeanos se estremecieron y se echaron a reír sin saber por qué cuando lo percibieron, y también los bueyes mientras se esforzaban y tiraban de los arneses para que las máquinas siguieran perforando. El sudor bañaba el rostro pálido del examinador, que frunció el ceño y alzó la mano al fin, temblando de los pies a la cabeza a causa del esfuerzo, y luego habló.

Lo cierto es que nadie había escuchado lo que había dicho. La Palabra era inaudible, aunque después todos declararon que habían sentido algo. Algunos se echaron a llorar. Otros gritaron. Algunos creyeron haber oído las voces de quienes habían muerto hacía mucho tiempo. Otros experimentaron un éxtasis que les pareció casi indecente y asombroso.

Loki lo percibió desde el bosque del Osezno, pero en su obsesión por buscar a Maddy y al Susurrante, había confundido la vibración y el crujido subsiguiente con el trabajo de las máquinas excavadoras de la colina.

Una repentina oleada de añoranza se apoderó del Tuerto, una nostalgia llena de recuerdos de Bálder, el hijo muerto por una vara de muérdago; de Frig, la fiel esposa; de su hijo Tor, y de todos cuantos había perdido mucho tiempo atrás, y cuyos rostros rara vez habían vuelto a sus pensamientos.

A Nat se le puso el vello de punta cuando la colina sufrió un temblor cada vez más intenso. Inmediatamente después se oyó un retumbar muy similar al del trueno.

¡Dioses, qué poder!

– Por las Leyes -dijo.

El examinador era el único que no parecía impresionado por el proceso. De hecho, Nat pensó que le había parecido casi aburrido, como si fuese una especie de rutina cotidiana, algo de alguna manera fatigoso, pero no más emocionante que cavar para abrir un nido de comadrejas.

Después, se le olvidó todo y como los demás, simplemente se quedó mirando.

A los pies del finismundés se había abierto ahora una grieta desigual en la tierra de medio metro más o menos de largo y quizá de unos diez centímetros de ancho aproximadamente. Su forma tenía un aspecto significativo, aunque de manera vaga, porque era como Yr, los Cimientos, invertida, aunque Nat no reconoció su importancia al no estar familiarizado con el Alfabeto Antiguo.

– He roto la primera de las cerraduras -comentó el examinador con voz inexpresiva-. Las ocho restantes siguen intactas, pero la invertida era la más importante.

– ¿Por qué? -preguntó Adam, lo cual agradó a Nat porque era la pregunta que él quería hacer, pero no la había formulado por no parecer un ignorante.

El examinador exhaló un pequeño suspiro de impaciencia, como si deplorase el desconocimiento de esta clase de aldeanos rústicos.

– Fíjate en esta marca; es una runiforma. Esto señala la entrada al túmulo de los demonios. Habrá que romper las otras ocho cerraduras antes de que las máquinas puedan entrar.

– ¿Y cómo sabéis que no hay otro camino hacia el interior de la colina? -inquirió Dorian Scattergood, que estaba allí al lado, de pie.

– Hay varios -contestó el examinador, muy ufano de sí mismo, aunque su voz permanecía seca y despectiva-. Sin embargo, la primera defensa del enemigo es cerrar la colina contra los intrusos y enterrarse lo más hondo posible, como hacen los conejos cuando huelen al halcón. Así que ahora, como veis, la colina está sellada. Nadie puede escapar de dentro, no hay forma de entrar desde fuera; pero como cualquier cazador sabe, algunas veces es útil rellenar las pequeñas conejeras con tierra, antes de poner la trampa en la principal entrada de la madriguera. -El finismundés exhibió una sonrisa gélida-. Y cuando al fin se abra, párroco, entonces los sacaremos a todos de ahí.

– ¿Queréis… al Pueblo Feliz? -inquirió una voz detrás de él.

Era Nan la Loca, de la Posta de la Fragua, quizá la única persona que habría osado hablar abiertamente de los de Faerie, pensó Nat, y además, nada más y nada menos que delante del examinador.

– Llamadlos por su nombre, señora -replicó el examinador-. ¿Qué bien puede venir de un lugar en sí perverso? Ellos son los ígneos, los Niños del Fuego, y debe entregárseles al fuego, a todos y cada uno de ellos; hasta que el Orden reine por encima de todo y el mundo sea depurado para siempre de su presencia.

Un rumor de aprobación recorrió las filas de los presentes, aunque el párroco se percató de que Nan y algunos otros lugareños no se unían al sentir general, y no era difícil ver el motivo, dijo para sí. Un poder como el del examinador era raro incluso en Finismundi, pues se trataba de un honor conferido sólo al rango más alto y sagrado del clero. Torval Bishop no lo habría aprobado, para un viejales de su calaña ese tipo de cosas se parecía demasiado a la magia, la cual consideraba una abominación, y eso estaba fuera de toda duda; pero para Nat Parson, que había viajado y visto poco del mundo, estaba claro cuál de los dos se equivocaba.

– Espero que a los niños no -insistió Nan-. Me refiero a los trasgos, al Pueblo Feliz. Está muy bien eso que decís, pero no vamos a depurar a ningún niño de verdad, ¿no?

El examinador suspiró.

– Los Niños del Fuego no son niños.

– Oh -Nan la Loca pareció aliviada-, porque he conocido a Maddy Smith desde que era una muchacha y aunque sea un poco rebelde, no…

– Señora, eso tendrá que juzgarlo el Orden.

– Oh, pero seguramente…

– Por favor, señorita Fey -la interrumpió el párroco-. Esto no es tema de vuestra competencia en absoluto. -Hinchó un poco el pecho-. Es un asunto de la Ley y el Orden.

Capítulo 3

– ¿La Palabra? -preguntó Maddy-. ¿Quieres decir que existe?

– Por supuesto que sí -repuso el Susurrante-. ¿Cómo crees si no que cayeron derrotados los æsir?

Maddy nunca había leído el Buen Libro, aunque conocía al dedillo la Tribulación y las Penitencias debido a los sermones dominicales de Nat Parson. Sólo el párroco y un puñado de aprendices, todos chicos, tenían permiso para leer cualquier parte e incluso entonces, su lectura se restringía a los denominados capítulos «abiertos» de la Tribulación, las Penitencias, las Leyes, los Listados, las Meditaciones y los Deberes.

Sin embargo, había otros capítulos del Libro que eran inaccesibles. Unos broches plateados mantenían las páginas cerradas y sólo podían abrirse con la llave que el párroco llevaba en una fina cadena alrededor del cuello. Nunca había preparado ningún sermón con el contenido de estos capítulos reservados, tal como se llamaban, aunque Maddy conocía algunos de sus nombres a través del Tuerto.

Estaba el Libro de los Apotecarios, un tratado de medicina; el Libro de los Inventos, en el cual había historias de la Era Antigua; el Libro del Apocalipsis, que predecía la Depuración final; y el más importante: el Libro de las Palabras, que contenía todos los ensalmos permitidos, o cánticos, como prefería llamarlos el Orden, para que los usara parte de la élite especial cuando llegara el tiempo de la Depuración.

Pero a diferencia del resto de los capítulos reservados, el Libro de las Palabras estaba sellado con un broche dorado, y era el único capítulo que le estaba vedado incluso al párroco. No tenía ninguna llave para la cerradura dorada, y aunque había intentado varias veces abrirlo, siempre había fallado.

Había utilizado un punzón de peletero para forzar la cerradura dorada durante el último intento, pero ésta empezó a brillar de forma alarmante y se calentó de un modo casi insoportable, por lo que a partir de ese momento Nat tuvo buen cuidado de no meterse donde no le llamaban. Sabía identificar una cerradura hechizada en cuanto le ponía la vista encima; de hecho, no era tan diferente del hechizo rúnico que la chica de los Smith había colocado en la puerta de la iglesia, y aunque le disgustaba el hecho de que sus superiores hubieran mostrado tan poca confianza en él, sabía que era mucho mejor no desafiar esa decisión.

Maddy sabía todo esto porque el párroco le había pedido que abriera la cerradura cuando tenía diez años so pretexto de que había perdido la llave y necesitaba consultar el Libro para asuntos de la parroquia.

La muchacha había sentido un placer malicioso al rehusar.

«Yo pensaba que a las chicas no se les permitía tocar el Buen Libro», había contestado ella con tono modesto, fingiendo mirar al suelo mientras le observaba entre las pestañas entornadas. Y era cierto. Hacía menos de una semana que Nat lo había explicado durante el sermón, en el transcurso del cual había denunciado la sangre sucia de las mujeres en general, sus malos hábitos e intelecto débil. Después de eso, el clérigo no volvió a insistir más, por supuesto, y el Libro de las Palabras continuó cerrado…

…aunque esa malicia no había servido precisamente para que Maddy se granjeara el afecto de Nat; de hecho, fue a partir de ese momento cuando el disgusto que el párroco sentía por la joven Smith se transformó en odio y había empezado a vigilarla para encontrar el más mínimo signo que le permitiera justificar una Exanimación oficial de la descarada y lista hija de Jed Smith.

– Pero el párroco no tiene la Palabra -replicó Maddy-. Sólo un examinador podría… -Se detuvo y miró fijamente al Susurrante-. ¿Examinadores? -murmuró, incrédula-. ¿Acaso ha llamado a los examinadores?


«Son los historiadores, y no los reyes, quienes gobiernan el mundo». Ése era un proverbio que solía citar el Tuerto, aunque entonces Maddy no se había dado realmente cuenta de la verdad que encerraba.

El Orden de los Examinadores había sido fundado hacía quinientos años, en el Departamento de Registros de la gran Universidad de Finismundi. Tendría que haber sucedido por aquellas fechas, era lo más probable. Finismundi fue siempre el centro de todos los acontecimientos. Era la capital financiera y la sede del rey, también estaba allí el Parlamento y la gran catedral del Santo Sepulcro y corrían los rumores de que en las bóvedas del Departamento de Registros había más de diez mil libros de poesía, ciencia, historia y grimorios a los cuales únicamente tenían acceso los investigadores serios, como profesores, magistrados y otros cargos pertenecientes al rango superior.

En aquellos días, los examinadores eran meros funcionarios de la universidad, burócratas de naturaleza íntegramente secular, y sus procedimientos para la Examinación no pasaban de ser simples cuestionarios escritos, pero la universidad se había convertido en uno de los símbolos del Orden después de la Tribulación y la época oscura que la siguió. Su influencia había crecido gradualmente. Se escribió la historia, se asentaron las conclusiones y se ocultaron los libros peligrosos. El poder cambió de manos de forma pausada pero estudiada y pasó, no a las de los reyes o los guerreros, sino a las del Departamento de Registros y una pequeña camarilla de historiadores, académicos y teólogos que se habían autoproclamado los únicos cronistas de la Tribulación.

La culminación de ese trabajo había sido el Buen Libro, una historia del mundo y de su casi completa destrucción por culpa de las fuerzas del Caos. El Buen Libro era un catálogo de conocimientos del mundo, ciencia, sabiduría y medicina, y también una lista de mandamientos que garantizaba el triunfo futuro del Orden, sucediera lo que sucediese.

El Orden había comenzado de ese modo. No eran únicamente sacerdotes o eruditos, sino una mezcla de elementos de ambos. Fueron adquiriendo más y más poder con el paso de los años y, en las postrimerías del primer siglo después de la Tribulación, habían conseguido extender su autoridad mucho más lejos de la universidad, hacia el mundo que se encontraba más allá. Controlaban la educación y se aseguraron de que la alfabetización se restringiera al estamento sacerdotal, a sus aprendices y a los miembros del Orden. La palabra universidad se había transformado en Ciudad Universal, y conforme pasaban los años, la Gente olvidó que alguna vez había habido acceso libre a los libros y a la enseñanza y terminó creyendo que las cosas siempre habían sido así.

Desde entonces, el Orden había ido creciendo de modo incesante. El rey figuraba en el reverso de las monedas, pero era el Orden quien decidía cuántas debían acuñarse. Controlaba el Parlamento, y el ejército y la policía estaban bajo su jurisdicción. Además, poseía unas riquezas inmensas, ya que gozaba del poder de expropiar la tierra y las posesiones de cuantos violaran la Ley, y estaba siempre reclutando nuevos miembros que, en su mayor parte, iban destinados al sacerdocio, aunque también tomaba bajo su tutela estudiantes que habían cumplido los trece años. Estos aprendices renunciaban a su nombre y a sus familias, y a menudo se convertían en los más fanáticos de todos, trabajando incansablemente para ascender de rango con la esperanza de que algún día se los encontrara merecedores de recibir la llave del Libro de las Palabras.

Todo el mundo había oído historias sobre ese asunto, de cómo algunos aprendices habían denunciado a sus padres al Orden por no atender a sus oraciones, o bien cómo algunas ancianas habían sido depuradas por adornar un pozo de los deseos o por tener un gato.

Quizás en Finismundi estuvieran acostumbrados a esto, pero si alguien le hubiese sugerido a Maddy que un aldeano de Malbry, incluso uno tan superficial y estúpido como Nat Par-son, atraería la atención de los examinadores de forma deliberada, no le habría creído jamás.


El pasadizo se ensanchó al cabo de dos horas de andadura y un ligero resplandor comenzó a reflejarse en las paredes salpicadas de mica. El olor acre a bodega que había bañado la colina no volvió a preocupar a Maddy en absoluto. De hecho, ahora que lo pensaba, el aire parecía más limpio que antes, aunque se estaba volviendo perceptiblemente más frío.

– Nos estamos acercando a los Durmientes -aventuró Maddy.

– Así es, señorita -repuso Bolsa, cuyo nerviosismo había ido en aumento conforme se aproximaban más y más al objetivo-. Ya no queda casi nada. Bueno, entonces creo que ya he terminado mi trabajo y es el momento de que siga mi camino…

Sin embargo, el punto de luz que había incidido en los ojos de Maddy era demasiado tenue para ser un fuego artificial y demasiado brillante para ser un reflejo sobre la piedra.

– Es la luz del día -anunció ella con el rostro radiante.

Bolsa consideró la idea de corregirla, pero tras pensárselo dos veces, se encogió de hombros.

– Esos son los Durmientes, señorita -repuso en voz baja, y fue en ese preciso momento cuando su valor, que ya había llegado a su límite, al fin le falló. Podía soportar muchas cosas, pero ya era más que suficiente, y hay siempre un momento en la vida de cualquier trasgo en el que muestra lo mejor de sí mismo y huye.

Bolsa se dio la vuelta y echó a correr.

Maddy avanzó a toda prisa hacia el origen de la claridad, demasiado emocionada para pensar en la deserción de Bolsa o en el hecho de que esa luz no se parecía en nada a la luz diurna. Se trataba de un frío fulgor plateado similar al filo pálido del alba de un día de verano. Era tenue, pero penetrante. La muchacha advirtió cómo el resplandor lechoso acariciaba ambos lados del pasaje, arrancando destellos en los fragmentos de mica de la roca e iluminando las vaharadas de vapor que soltaba por la boca a causa del frío reinante.

Podía ver que se trataba de una gruta ahora que el pasadizo se ampliaba hasta adquirir forma de embudo antes de abrirse del todo en el tramo final. La muchacha dio un largo suspiro de admiración a pesar de que se consideraba curtida y más allá del asombro ante nuevas maravillas después del tiempo que había pasado bajo la colina.

La caverna tenía un tamaño desmesurado. Maddy había oído relatos de las grandes catedrales de Finismundi, enormes como ciudades y rematadas con chapiteles de cristal, y en su imaginación pensó que debían de ser algo parecido a esto. Incluso así, no alcanzaba a comprender la pura inmensidad del espacio. Se le puso la carne de gallina al contemplar aquella vastedad de radiante hielo azulado con un techo abovedado rematado con filigranas de forma ovalada y miles de volutas apabullantes que se apoyaban en casi inconcebibles pilares cristalinos de una anchura superior a las puertas de un granero.

La gruta se extendía hacia el infinito, o al menos daba esa impresión, y la luz parecía quedar atrapada dentro del hielo antiguo, una luz que brillaba como si fueran estrellas destiladas.

Maddy se quedó mirando fijamente, sin respiración, durante largo rato. El techo se abría en parte al cielo y contra la mancha de oscuridad se destacaba un delgado fragmento de luna. De las brechas de la bóveda caían los carámbanos de hielo, dando volteretas y quedando suspendidos, cristalinos, a cientos de metros por encima de su cabeza. «Como arroje una piedra -pensó la joven con un repentino escalofrío-, o pegue un grito…»

Pero los carámbanos eran la menor de las maravillas que ocupaban el espacio de la caverna. Había hilos de filigrana no más gruesos que los de una telaraña y flores de cristal con apariencia de hojas de gasa helada. También había zafiros y esmeraldas incrustados en las paredes, y metros y metros de suelo más liso que el mármol, dispuesto para que un millón de princesas danzara sobre él…

…y una fría luz limpia y cegadora refulgía desde todos los rincones. Cuando se le acostumbraron los ojos, la joven vio que estaba conformada por firmas mágicas; parecía que había miles de ellas entrecruzándose en el aire extático. Jamás en su vida había visto Maddy tantas firmas.

El brillo de las mismas la dejó sin palabras. «Por los dioses benditos -pensó-, la del Tuerto brilla, y la de Loki más aún, pero éstas hacen que las suyas parezcan la luz de una vela en comparación con la luz del sol».

Se había estado moviendo con los ojos abiertos de par en par, apabullada, adentrándose más y más en la caverna. Descubría más maravillas a cada paso y el asombro era tal que apenas podía respirar ni pensar. Entonces, frente a ella, vio algo que eclipsó momentáneamente todo lo demás: un bloque de hielo azul de arista viva con finas columnas en sus cuatro esquinas. Maddy se adelantó para mirar más de cerca, y profirió un grito cuando observó, profundamente enquistado en el hielo, algo que únicamente podía ser…

…un rostro.

Capítulo 4

Odín el Tuerto estudió el vuelo de las aves en los campos situados al oeste del bosque del Osezno, y más en concreto el de una en particular: un pequeño halcón de plumaje pardo, que surcaba el cielo en un vuelo bajo, cruzando rápidamente aquellas tierras. No daba la impresión de ir de caza, aunque aquel lugar tenía el aspecto de estar lleno de posibles presas. No, este halcón volaba como si hubiera percibido un predador. Sin embargo, no había duda de que las águilas no llegaban tan lejos desde las montañas y sólo un águila podía abatir a un halcón.

Un halcón, sí, pero ¿de qué clase?

Eso no era un pájaro.

Lo había sentido, más que visto, y lo supo casi de inmediato. Quizá por su forma de moverse; o por la velocidad de su trayectoria, o por los colores garabateados contra el cielo que, aunque estaban algo oscurecidos por el sol poniente, eran tan familiares para el Tuerto como los suyos propios.

Loki.

De modo que el traidor había sobrevivido. La verdad es que no le sorprendía nada, ya que el Embaucador tenía un cierto hábito de salir airoso de circunstancias adversas contra todo pronóstico, y ese halcón había sido siempre uno de sus aspectos favoritos pero, en el nombre del Hel, ¿qué es lo que andaba haciendo por allí?

Loki, de entre todos, debería ser perfectamente consciente de la temeridad que suponía exhibir sus colores en el Supramundo. Y además, allí estaba a plena luz del día, con una prisa tan excesiva que le impedía cubrir las huellas.

En los viejos tiempos, claro, Odín habría derribado al pájaro con una sencilla runa mental. Hoy, y a esa distancia, era consciente de que más le valía no intentarlo. Runas que antaño habían sido para él apenas un juego de niños ahora le costaban un esfuerzo que no se podía permitir, pero Loki era un niño del Caos; llevaba sus armónicos en la sangre.

¿Qué le habría obligado a abandonar el alcor? ¿El examinador y sus invocaciones? Seguramente, no. Un simple examinador no habría expulsado al Embaucador de su fortaleza, y Loki no era uno de esos a los que les entra el pánico. Además, ¿qué sentido tenía abandonar su base? ¿Y por qué, de entre todos los lugares, había optado por dirigirse a los Siete Durmientes?

El Tuerto abandonó los campos por una grieta en la cerca y orillando el borde del bosque del Osezno, entornó los ojos antes de mirar hacia dónde volaba el halcón, apenas visible en el cielo vespertino. El camino del oeste estaba completamente desierto; los rayos del sol brillaban a escasa altura a través de la tierra salpicada de manchas de colores, haciendo que su larga sombra se desparramara a sus espaldas. Habían encendido una hoguera en la colina: el pueblo de Malbry estaba de celebración.

Odín dudó muy poco. No le apetecía abandonar la colina del Caballo Rojo, adonde con toda probabilidad iría a buscarle Maddy, pero la presencia de Loki en el Supramundo era demasiado alarmante como para ignorarla.

Sacó la bolsita de piedras rúnicas y las lanzó para leer su destino rápidamente, allí justo al lado del camino occidental.

Obtuvo la runa Os, los æsir, invertida…

y cruzada por Hagall, la Destructora…

y en oposición a Isa y Kaen…

…y por último, su propia runa, Raedo, invertida, y cruzada por Naudr, la Recolectora, la runa del Inframundo y de la muerte.

Una tirada semejante no le habría parecido una lectura alentadora ni siquiera en la mejor de las circunstancias, pero ahora había un examinador del Orden en la colina del Caballo Rojo, Loki andaba suelto de nuevo por el mundo, el Susurrante se hallaba en manos desconocidas y Maddy seguía perdida en el Trasmundo, por lo cual parecía una burla de las mismas Parcas.

Reunió las piedras rúnicas y se levantó. Le llevaría la mayor parte de la noche llegar a los Durmientes sin que nadie le descubriera. Supuso que su hermano haría el viaje en menos de una hora, pero eso era inevitable. El Tuerto comenzó el largo trayecto hacia las montañas, ayudándose con el cayado en su andadura.

Fue justo en ese momento cuando atacaron los hombres de la partida.

Más tarde se recriminó el no haber anticipado la celada. El bosquecillo se hallaba situado en las lindes de los campos de laboreo de un modo tan conveniente que era el lugar perfecto para una emboscada, pero él estaba ensimismado en sus pensamientos sobre Loki y los Durmientes, y cegado por el sol poniente, y no los había visto llegar.

Un segundo más tarde salían de entre los árboles, corriendo agachados por el suelo; una partida de nueve, armados con bastones.

Odín se movió sorprendentemente rápido. Tyr, el Guerrero, disparó algo parecido a un dardo de acero entre sus dedos, y el primer hombre, uno de los aprendices de Nat, Daniel Hetherset, cayó al suelo con las manos aferradas al rostro.

Hubo algún momento en el pasado en que aquello hubiera sido suficiente, pero no ahora, ya que los ocho miembros restantes de la partida apenas se alteraron, intercambiando rápidas miradas mientras se desplegaban en abanico a través del camino, con los bastones preparados.

– No deseamos que haya lucha -dijo Matt, el agente de policía, un hombre grande, serio, cuya constitución no estaba hecha para la velocidad.

– Eso parece -respondió el Tuerto en voz baja. En las puntas de sus dedos brillaba Tyr, como una hoja de luz, bastante corta para una espada mental, pero más afilada que el acero de Damasco.

– Tranquilízate -pidió Matt, cuyo rostro estaba blanco como la leche debido al miedo-. Te doy mi palabra de que te trataremos bien.

El Tuerto le mostró una sonrisa que hizo que el agente se echara a temblar.

– Si os da igual -comentó-, creo que será mejor que siga mi camino.

Aquí debería haber terminado todo, y de hecho, los hombres de la partida se retiraron un poco. Sin embargo, Matt se mantuvo en su puesto. Era un hombre grueso, pero no de carnes blandas, y bajo la mirada de sus paisanos de Malbry era plenamente consciente de su deber como agente de la ley.

– Has de venir con nosotros -aseveró-, tanto si quieres como si no. Sé razonable, te superamos en número. Te doy mi palabra de que tu caso será tratado con las garantías pertinentes y con toda la…

El Tuerto había estado vigilando a Matt y no vio al hombre que se había ido moviendo despacio, sí, muy despacio, aprovechando el punto muerto de su ojo ciego.

Los otros permanecieron inmóviles y diseminados. Tenían el sol a la espalda, de modo que el Tuerto estaba deslumbrado y no podía verles los rostros, que permanecían ocultos en las sombras.

Dan Hetherset, el que había caído bajo el golpe del Bárbaro, se recobraba. La espada mental no le había herido de gravedad y ahora luchaba por incorporarse, con la sangre fluyendo aún del feo corte que le cruzaba la mejilla.

El Tuerto no podía controlar con la vista el círculo de hombres abierto a su alrededor, hecho que Jan Goodchild, un cabeza de familia con dos hijos, miembro de una de las mejores familias del valle, aprovechó para acercarse a él por su punto ciego. Mientras Matt permanecía plantado delante de él, completamente inmóvil, Goodchild alzó el bastón y atizó la cabeza del Tuerto con todas sus fuerzas.

La lucha habría terminado en ese mismo momento si el leñazo hubiera dado en el lugar apropiado, pero Jan estaba nervioso y el palo se le fue de las manos y se hundió en el hombro del Tuerto, que perdió el equilibrio y cayó dentro del círculo formado por los integrantes del grupo.

A continuación tuvo lugar una confusa escaramuza en la que las armas revolotearon por todas partes de forma vertiginosa. Matt Law intentaba poner orden y el Bárbaro, con Tyr en la mano, golpeaba y fintaba con tanta habilidad como si llevara una espada corta real y no un simple hechizo sustentado por nada más que la fuerza de su voluntad.

El Tuerto, a diferencia de Loki, siempre había tenido un talento natural para las armas. Incluso así, notó pronto que el encantamiento se debilitaba; era necesaria una gran cantidad de poder para usar una espada mental y se le acababa el tiempo. Jan descargó otro golpe sobre él, que impactó en su brazo derecho con una energía escalofriante, de modo que el golpe que iba destinado a Jan salió despedido y alcanzó a Matt Law en su lugar, un duro impacto en el estómago.

El Tuerto lo conectó con otro golpe que esta vez sí llegó a Jan, dándole en las costillas, un corte limpio, y tuvo tiempo sólo para un pensamiento -«Le has matado, so idiota»-, antes de que Tyr empezara a parpadear y se extinguiera en sus manos.

Entonces se abalanzaron sobre él siete hombres cuyos bastones empezaron un rítmico sube y baja similar al de las hoces en la cosecha del maíz.

Odín se dobló al recibir un golpe en el estómago y un porrazo en la cabeza le hizo caer al suelo, donde yació despatarrado en medio del camino occidental. Y conforme los demás porrazos caían, demasiados para llegar a contarlos y demasiados también para que Yr y Naudr pudieran dispersarlos, el Tuerto tuvo tiempo para un único pensamiento más. «Esto es lo que se consigue por intentar ayudar a la Gente».

Inmediatamente después recibió un golpe en la parte posterior de la cabeza, y la pena y el dolor se lo tragaron por entero.

Capítulo 5

Entretanto, el viaje de Loki no estaba resultando tan sencillo como hubiese deseado. Habían pasado muchos años desde la última vez que se había acercado a los Durmientes por esta ruta, y ya había oscurecido cuando alcanzó las montañas. A sus pies, las laderas se veían lactescentes y desfiguradas a la luz de una luna en cuarto menguante que presidía el firmamento. Algunas nubéculas la velaban al pasar de vez en cuando, punteándola de plata.

Sobrevoló un gran saliente rocoso de espato situado encima de una ancha veta de piedra, donde se posó a descansar tras recuperar su aspecto, pues su transformación en pájaro le había consumido más energía mágica de lo esperado.

Por encima de él, majestuosos, los Durmientes se encontraban aislados por el hielo y a sus pies sólo había pedregales y roca desnuda. Más abajo, en las colinas, los angostos senderos zigzagueaban entre los matorrales y la maleza, entre los endrinos y espinos, donde tenían sus guaridas los gatos monteses que, en algunos casos, se alimentaban de las pequeñas cabras de pelambrera parda que corrían libremente por el brezo. Varias cabañas se alzaban en las faldas de aquellas colinas, probablemente construidas por los pastores, pero incluso esos exiguos signos de ocupación desaparecían conforme raleaba la vegetación.

Se levantó y alzó la mirada en dirección a los Durmientes. La entrada debía de estar a unos sesenta metros por encima de su cabeza, en la grieta profunda y estrecha de algún glaciar.

Él había accedido por allí en una ocasión, pero no habría escogido de nuevo la misma ruta de haber habido alguna otra opción…

…sin embargo, no la había, y ahora estaba allí, tiritando sobre el bloque de roca y sopesando con premura su posición. Una de las grandes desventajas de este tipo de cambio de forma era que no podía llevarse con él nada más que su propia piel: ni armas ni comida ni, aún más importante, ropas. El frío agudo había empezado ya a afectarle; si no resolvía la situación, acabaría con él muy rápido.

Pensó en cambiar a su aspecto ígneo, pero desechó la idea en cuanto se le ocurrió. No había nada que pudiera quemar sobre el manto de nieve, y además, un fuego en la montaña atraería con toda seguridad algún tipo de atención indeseada.

Era evidente que siempre le quedaría la solución de sobrevolar la grieta y ahorrarse de ese modo una larga y agotadora ascensión por las zonas heladas. Sin embargo, era consciente de que el disfraz de halcón le convertía en una presa vulnerable, porque un halcón no podía realizar ensalmos con la palabra y el pico de un halcón no sustituía a los dedos a la hora de digitar las runas. A Loki no le hacía ninguna gracia la idea de volar a ciegas, sin hacer mención a la desnudez, sobre los Durmientes y meterse de cabeza en cualquier posible emboscada.

Bueno, fuera lo que fuese a hacer, debería ponerlo en práctica enseguida. Estaba demasiado expuesto allí, en la roca pelada, y sus colores podían percibirse a kilómetros de distancia, lo cual equivalía a haber escrito en las montañas «LOKI ESTUVO AQUÍ».

Volvió a adoptar la forma de ave y voló en dirección a la cabaña de pastor más cercana. Estaba abandonada, pero aun así se las ingenió para improvisar algunas ropas con poco más que harapos, aunque servirían de todos modos, y unas pieles para atárselas en los pies a modo de calzado. Las pieles olían a cabra y eran un pobre sustituto para las botas que había dejado atrás, pero halló una zamarra de borrego, basta pero cálida, que le protegería de lo más crudo del frío.

Comenzó a ascender, una vez ataviado de semejante guisa, con paso lento y seguro, ya que durante las últimas cinco centurias, el as había aprendido a valorar la seguridad por encima de todas las cosas.

Había estado escalando durante casi una hora cuando se topó al gato. En lo alto, la luna segaba los picos helados con su guadaña y destacaba el afilado relieve de los espolones de roca. Sobrepasó la línea de nieves perpetuas. La capa superior de un glaciar crujía a cada una de sus pisadas. El manto de hielo parecía de un blanco intenso visto a cierta distancia, pero observado más de cerca ofrecía el aspecto lúgubre de un rebujo apelmazado de piedras, nieve y hielo envejecido.

El Embaucador estaba extenuado y también dolorido por culpa del frío; las pieles y los harapos cogidos en la cabaña del pastor le habían servido bastante bien en las zonas más bajas de la ladera, pero poco podían hacer contra el frío cortante del glaciar. Se había metido las manos debajo de los brazos en busca de un poco de calidez, pero incluso así, le dolían de forma casi brutal. Tenía el rostro amoratado y los pies, envueltos en los envoltorios de pieles, habían perdido hacía tiempo toda sensación, razón por la cual iba dando tumbos como un borracho por la costra de nieve, donde siguió escondiendo su rastro lo mejor posible.

Una vez más consideró la idea de volver a su aspecto ígneo, pero el frío era ya demasiado intenso. Convertirse a su forma de fuego simplemente consumiría más rápido su energía mágica, dejándole indefenso.

Necesitaba descanso. Y calor. Ya se había caído casi una docena de veces y cada vez le resultaba más difícil luchar para levantarse. Al final volvió a venirse abajo y no fue capaz de ponerse en pie de nuevo, por lo que se dio cuenta de que ya no le quedaban más oportunidades. La posibilidad de morir congelado superaba en mucho al riesgo de ser visto.

Formó Sol, pero con torpeza, e hizo un gesto de dolor al mover los dedos congelados. Ya no tenía posibilidad de convertirse en halcón; había perdido las fuerzas y sólo le quedaban ya sus últimos ensalmos. La runa se encendió, pero le proporcionó poco calor.

Loki maldijo y lo intentó de nuevo. En este momento, el calor estaba más concentrado, una bola brillante del tamaño de una manzana pequeña que brillaba contra la nieve mate. Se acercó la bola cuanto pudo y poco a poco sintió cómo la vida regresaba a sus manos tullidas. También con ella, volvió el dolor. Loki profirió un grito: sentía como si le estuvieran clavando agujas al rojo vivo.

Quizá fue ese alarido el que alertó al felino, quizá fue el resplandor; de cualquier forma vino, y era enorme, quizá cinco veces más grande que el gato montes común, manchado de pintas marrones, similares a la piedra de la montaña. Los ojos relucían amarillos y hambrientos y las garras parecían forradas de suave acero sobre las plantas peludas de sus patas.

Loki hubiera tenido más probabilidades de rehuir el encuentro en la parte inferior de las laderas montañosas, que estaban llenas de otras posibles víctimas, pero las presas escaseaban en el glaciar y un humano como él, indefenso y de rodillas sobre la nieve, parecía casi un regalo para el carnívoro.

El felino se acercó. Loki, que sentía cómo las sensaciones volvían tanto a sus manos como a sus pies, intentó levantarse, pero cayó una vez más. Soltó un montón de maldiciones.

El gato se acercó aún más, con cautela, debido a la bola de fuego que brillaba entre las manos del as, preguntándose a su manera gatuna si sería un arma capaz de hacerle daño cuando saltara sobre él. Loki no lo vio y continuó maldiciendo mientras Sol le acuchillaba los dedos.

El depredador se detuvo a evaluar a la presa. Tal vez fuera grande, pero estaba cansado, lo cual ralentizaba sus movimientos, y lo más importante de todo, se hallaba en el suelo, donde su tamaño no le iba a proporcionar ventaja alguna.

Tenía muchas posibilidades dado este cúmulo de factores favorables.

El felino nunca había atacado antes a un humano. Si lo hubiera hecho, habría saltado a la cara y lo más apropiado habría sido matarle de un solo mordisco, pero en vez de eso, se abalanzó sobre la espalda de Loki y le cogió por el cogote en un intento de hacerle rodar con él.

Loki actuó deprisa, deprisa y de forma bastante sorprendente para un humano, aunque la presa no era precisamente humana, como percibió el felino, y en vez de intentar aferrar al gato montes, se puso de pie, ignorando las garras que se habían clavado en sus costillas y con deliberación se arrojó de espaldas con todas sus fuerzas.

El carnívoro se quedó aturdido unos segundos y aflojó las mandíbulas, coyuntura que Loki aprovechó para liberarse. Se apoyó sobre las rodillas para alejarse del animal y luego se dio la vuelta para enfrentarse a la criatura cara a cara. El felino enseñó los dientes y fulminó a la presa con sus ojos amarillos, que arrancaron destellos en los flameantes ojos verdes del Embaucador.

El animal chilló, un sonido terrible, chirriante, de ira y frustración. Se encaró con él, preparado para saltar si hacía el menor movimiento. Estas batallas de voluntades podían durar horas entre sus congéneres, pero percibió que las fuerzas del humano fallarían antes de que pasara mucho tiempo.

Loki también lo sabía. Estaba demasiado entumecido como para poder evaluar el verdadero daño causado por las garras del felino, pero notaba un chorreo cálido cayéndole por la espalda y era consciente de que iba a desmayarse de un momento a otro. Debía actuar, y además con rapidez.

Con los ojos fijos aún en los del gato, alzó la mano. En ella brillaba Sol, algo descolorida, pero todavía viva. Loki se movió con sumo cuidado para cambiar el punto de apoyo del cuerpo de las rodillas a los talones, de modo que ahora quedó acuclillado, y con la runa del sol extendida. El gato rugió y erizó el pelo, preparado para atacar…

…pero Loki se le adelantó. Con un gran esfuerzo saltó sobre sus pies y al mismo tiempo, reuniendo los restos de su energía mágica, lanzó Sol, que ahora era una antorcha al rojo vivo, a la criatura que le gruñía.

El felino huyó. El Embaucador le vio marcharse. No tardó en convertirse en una mota perdida en la inmensidad del glaciar y oyó su grito de desafío mientras escapaba. Sin embargo, no se retiró tan lejos como le hubiera gustado, sino que se aposentó a una distancia de unos trescientos metros, donde el borde del glaciar pasaba al lado de una cueva de roca.

Y allí permaneció, inmóvil. Podía olisquear la sangre y eso le hizo gruñir suavemente debido al hambre frustrada, pero aún más importante, podía oler la debilidad. La presa estaba herida y bajaría la guardia en algún momento.

Y siguió observándolo; cuando Loki comenzó una vez más a escalar, lenta y laboriosamente, hacia la hendidura de color azul oscuro que había entre los Durmientes, el gato subió con él, manteniéndose a una cierta distancia pero acercándose de forma gradual mientras veía cómo le fallaban los pasos, con los hombros caídos, hasta que al final se desplomó de bruces en la nieve iluminada por la luna.

Capítulo 6

El rostro estaba enterrado en el corazón del hielo, casi oscurecido por las pequeñas rosetas de la gélida escarcha, pero era inconfundiblemente un rostro níveo de mujer lo que había en lo más hondo del carámbano.

– ¿Quién es? -acabó por preguntar la muchacha.

Había intentado limpiar parte de la escarcha con las manos. Debajo, el hielo era a la vez claro y oscuro, como el agua de un lago, y permitía ver a la mujer yaciente, esbelta como una espada, con las manos cruzadas sobre el pecho y con el cabello corto de un rubio muy claro esparcido a su alrededor como cristales de hielo.

– Míralo tú misma -le sugirió el Susurrante.

Maddy digitó Bjarkán con una mano temblorosa. La luz rúnica parecía recoger cada relumbre, cada encantamiento y cada runa tallada en la superficie del bloque de hielo, con un resplandor que le hería los ojos.

A través de la runa pudo ver con claridad a una mujer de rostro tranquilo y de gélida belleza, con los pómulos altos y los labios carnosos tan característicos de la gente del norte. Calzaba botas altas hasta las rodillas y vestía una túnica ceñida a la cadera por un cinturón de donde colgaba un largo cuchillo blanco.

Pero lo más sorprendente era la firma mágica de la beldad confinada. Era muy fría, de un azul tan penetrante como el hielo mismo, y aunque estaba muy ajustada alrededor de su cuerpo en un esquema propio del sueño, se veía indiscutiblemente viva. Su resplandor sólo era menor en proporción a la marca en el tobillo derecho de la mujer.

La runiforma Isa, el Hielo.

Ahora, la muchacha podía ver los hechizos que rodeaban el bloque de hielo, una compleja cadena de runas que se parecía muchísimo a la red en la cual Loki había aprisionado al Susurrante.

– Así que él me contó la verdad -repuso Maddy con suavidad-. Hay más como nosotros por ahí.

Ella se dio cuenta de que había temido creerlo. Ahora, la alegría de saber que no estaba sola le dio ganas de gritar como una posesa.

No lo hizo al recordar a tiempo que la techumbre de hielo podría desplomarse sobre su cabeza, pero cerró los puños con un intenso regocijo. Y entonces vio más bloques de hielo a lo largo de todo el gran salón con sus correspondientes pilares erguidos como centinelas en la caverna resplandeciente. Siete de ellos estaban alineados como los postes de una cama, con las columnas festoneadas de carámbanos colgantes y los cobertores de escarcha.

– ¿Quiénes son? -preguntó Maddy.

– Los Durmientes -repuso el Susurrante-, aunque no lo van a ser por mucho más tiempo.

Una vez más la muchacha se acordó de la caverna de la chimenea.

– ¿Ha sido Loki quien ha hecho esto?

– No -contestó él.

– ¿Lo sabe el Tuerto?

– Oh, sí, claro que lo sabe.

– Entonces, ¿por qué no me lo contó?

– Yo soy un oráculo -replicó él-, no un maldito lector de mentes.

Ella dirigió otra mirada a la mujer de hielo.

– ¿Quién es? -insistió.

– Pregúntale -le sugirió el Susurrante.

– ¿Cómo?

– De la forma habitual.

– ¿Quieres decir… despertándola?

– ¿Por qué no? -comentó-. Lo vas a hacer de todas las maneras.

Maddy estuvo profundamente tentada de intentarlo. Recordaba la profecía del Susurrante: cómo despertarían los Durmientes y cómo Tor sería liberado del Averno. Por otro lado, sabía que él era taimado y no le gustaba ese tonillo de superioridad que se gastaba.

– No voy a hacer nada -señaló ella-, a menos que me reveles la identidad de esta gente.

– Son los vanir -respondió el Susurrante-. Están ocultos aquí desde el Ragnarók. La sombra de Surt ha caído sobre los mundos y los æsir han sucumbido uno tras otro. Los vanir también cayeron derrotados, pero se escondieron. Crearon este lugar, mitad refugio, mitad tumba, con el último de sus encantamientos, pues albergaban la esperanza de que algún día despertarían en un nuevo mundo, en el nuevo Ásgard.

– ¿El nuevo Ásgard? -inquirió Maddy-. ¿Qué ha pasado con él?

– La profecía no es una ciencia exacta -respondió el Susurrante-, si bien lo que dice ocurrirá al final. Aunque quizá no para tu amigo el Tuerto…

Maddy le clavó una mirada aguda.

– «¿Un general solo a su frente veo?»

El Susurrante le dedicó una sonrisa helada.

– Así que estabas prestando atención. Es estupendo sentirse apreciado -admitió-. Ahora sé buena chica y despierta a los Durmientes; luego, pondremos en buen camino el resto de mi profecía…

– Uf, bueno -vaciló-. Necesitaría hablar primero con el Tuerto.

– Pues en ese caso nos aguarda una larga espera -refunfuñó el Susurrante, y sus colores refulgieron del modo que Maddy había terminado por relacionar con la petulancia.

– ¿Por qué? -preguntó-. ¿Qué le ha pasado?

El Susurrante le habló a Maddy del arresto del Tuerto; de la lucha que había tenido lugar con los hombres de la partida y de lo que había sucedido a continuación. No había duda al respecto, aseveró el Oráculo. Estaba en armonía con el General, conocía su mente y sentía cada fragmento de hechizo que lanzaba.

– Luchó contra ellos -le contó-, pero eran demasiados y perdió. Si estuviera muerto, yo lo sabría. Luego, supongo que se lo han llevado a cualquier sitio apropiado para encerrar a alguien que tengáis en el pueblo…

– La cárcel -repuso Maddy.

– Eso es lo más probable -continuó él-.Y allí, debemos asumir, sea quien sea el que esté usando la Palabra contra la colina estará de lo más impaciente por interrogarle.

Los ojos de la muchacha se dilataron y mostraron una expresión de espanto.

– No le harán daño, ¿no?

– ¿Eso es una pregunta?

– ¡Pues claro! -exclamó ella.

El Susurrante soltó una sonrisita de suficiencia.

– Pues entonces, sí. Le harán daño. Le sacarán cualquier pizca de información que posea y le matarán cuando hayan terminado, e irán detrás del resto de vosotros cuando le hayan matado, y no pararán hasta que el último de vosotros haya sido eliminado. Espero que esto responda a tu pregunta.

– Oh -exclamó la muchacha, e hizo una larga pausa. Luego preguntó-: ¿Esto es una… opinión profesional, o una profecía de verdad?

– Ambas cosas -repuso el Susurrante-. A menos, claro, que hagas algo al respecto.

– Pero ¿qué es lo que podemos hacer? -replicó Maddy, desesperada.

El Susurrante se echó a reír, con un sonido seco y desagradable.

– ¿Hacer? -inquirió-. Querida mía, tendrás que despertar a los Durmientes.

Capítulo 7

Según el Libro de la Meditación, los estados elementales de la dicha espiritual eran nueve.

Uno, la oración. Dos, la abstinencia. Tres, la penitencia. Cuatro, la absolución. Cinco, el sacrificio. Seis, la abnegación. Siete, la valoración. Ocho, el arbitraje. Nueve, la investigación.

Según esta definición, Nat Parson había alcanzado el séptimo estado elemental y estaba a punto de entrar en el octavo. Se sentía bien. Tan bien, de hecho, que había empezado a preguntarse si pronto se le permitiría enfrentarse con los estados intermedios -los de la Exanimación y el Juicio-, para los que se sentía más que preparado.

El Bárbaro era culpable, y no cabía duda alguna a ese respecto. Nat Parson le había acusado de más de una docena de cargos de delitos comunes, tales como robo, vagancia, corrupción y bandolería, aunque la sustancia real estaba en los cargos penales: intento de asesinato de un agente, conspiración, conjura, artificio y el más prometedor de todos, herejía.

Herejía. Eso sí que llegaría a alguna parte, había pensado Nat Parson. No había habido ninguna acusación de herejía en Malbry desde hacía más de medio siglo. Finismundi era diferente, más civilizada, más especial. Los ahorcamientos eran comunes en la Ciudad Universal. Los examinadores estaban avezados en descubrir la herejía tan pronto como alzara su horrible faz y no mostraban tolerancia alguna hacia todas las cosas extrañas.

Odín el Tuerto estaba al tanto, claro. Sabía un montón de cosas, de hecho, que hubieran propiciado que se le quedara floja la mandíbula al párroco, aunque para frustración de Nat no había dicho ni una palabra desde su arresto.

Bueno, él iba a conseguir que hablara, se prometió el párroco con fiereza; y de todos modos, la runiforma que atravesaba la órbita llena de cicatrices del ojo ciego del Bárbaro hablaba por sí sola.


Y le había hablado bien claro al examinador. Si todo el asunto de la colina no había llegado a conmoverle, la captura del Bárbaro le puso casi en estado de agitación. Al principio, cuando se le pidió que abandonara su lugar en la colina, se mostró irritado, pero tan pronto como vio aquella runiforma y al hombre que estaba repantigado de manera insolente contra el muro interior de la cárcel, perdió la mayor parte de su anterior actitud distante.

– ¿Quién es este hombre? -preguntó con voz ahogada.

– Un vagabundo -contestó Nat, contento al fin de haber encontrado algo que impresionara al finismundés.

Hasta ese momento nada lo había conseguido, ni siquiera su ágil pensamiento, ni la amenaza de debajo de la colina del Caballo Rojo, ni siquiera la cocina de Ethelberta, que se consideraba excelente hasta en el mismo Hindarfial e incluso más allá.

Sin ir más lejos, la noche anterior, Ethelberta se había preocupado de cocinarle una comida al examinador que Nat hubiera dicho que se encontraba entre las mejores que había hecho: codorniz rellena y champiñones fritos además de pasteles de miel con almendras; pero el visitante había rechazado cualquier alimento que no fuera pan, verduras crudas y agua, recordando a ambos las alegrías de la abstinencia, el tercer estado elemental de la dicha espiritual, de modo que ninguno de los dos había comido demasiado y a Ethelberta le había dado una pequeña pero intensa rabieta en la cocina, y Nat, a pesar de su rotunda admiración por los finismundeses, se había sentido bastante enfadado con el muchacho.

Ahora, en la cárcel, se sentía como si hubiera recuperado un poco su lugar…

…Él se encontraba muy a gusto en la cárcel. No era un edificio grande, ya que apenas tenía el tamaño de la cocina de su casa, pero estaba sólidamente construido con buen granito de las montañas y carecía de ventanas. Si Matt Law se hubiera salido con la suya, no habría habido ninguna cárcel en absoluto; diez años atrás no la había y generaciones de agentes de la Ley habían usado las celdas para encerrar a algún deudor o borracho ocasional.

Nat Parson, que tenía reciente su peregrinación, había puesto fin a esa clase de pereza. Estaba satisfecho de haberlo hecho; el examinador los consideraba ya bastante atrasados tal como iban las cosas hasta ahora. Aun así, estaba impresionado con el prisionero, y el párroco sintió una gran oleada de orgullo por la eficacia con la que habían manejado al Bárbaro.

– ¿Un vagabundo? ¿Qué nombre tiene?

– Va por ahí con el nombre del Tuerto -contestó Nat, que estaba disfrutando el momento.

– No me importa el nombre con el que ande por ahí -aclaró. La voz del examinador se había vuelto aguda-. Dame tu nombre verdadero, villano -increpó al preso, que aún seguía repantigado contra la pared, aunque en realidad era difícil que pudiera estar de otra manera, ya que tenía los pies encadenados al suelo.

– Te diré el mío si tú me dices el tuyo -replicó el Tuerto, mostrándole los dientes.

El examinador apretó los labios exangües hasta formar una línea muy fina en la que la boca apenas era visible.

– Hay que interrogar a este hombre -repuso, toqueteando la llave de oro, su único adorno, que colgaba de una cuerda alrededor del cuello.

– Ya urdiré el modo -repuso Nat-, estoy seguro de que entre Matt y yo nos las arreglaremos para proporcionaros todas las respuestas que…

Pero el finismundés le atajó de plano.

– No lo haréis -zanjó con su voz de erudito-, en vez de ello seguiréis mis instrucciones al pie de la letra. Primero, tendréis a este hombre completamente inmóvil…

– Pero examinador -protestó Nat-, ¿cómo va a poder él…?

– Cuando digo completamente inmovilizado, lugareño, quiero decir exactamente eso. Lo quiero encadenado y amordazado. No quiero que mueva ni la punta de un dedo sin mi permiso, ¿está claro?

– Sí, señor -repuso Nat con rigidez-. ¿Puedo preguntaros por qué?

– Pues no -espetó el examinador-. En segundo lugar, no quiero que nadie mantenga ninguna conversación con el prisionero a menos que yo mismo le dé la orden. No os dirigiréis a él, ni le permitiréis que se dirija a vosotros. Tercero, los guardias se apostarán en la puerta, pero nadie entrará sin mi permiso. Cuarto, hay que enviar recado ahora mismo a la Ciudad Universal, al examinador jefe a cargo de los Registros. Yo redactaré el mensaje que le vamos a despachar con la mayor urgencia. ¿Lo entendéis? -Nat Parson asintió-. Por último, detendréis todo tipo de actividad en la colina. Se dejarán las máquinas en su lugar, se apostarán guardias, pero no se le permitirá acceso a nadie al túmulo ni proseguirán los trabajos en el terreno sin mi permiso expreso. ¿Está claro?

– Sí, señor.

– Ah, Parson… -El examinador se volvió y se dignó a ofrecer a Nat una mirada de disgusto-. Preparadme una habitación en vuestra casa. Necesito un espacio de trabajo, una buena mesa de despacho, instrumentos de escritura, una chimenea que no desprenda humo, una luz adecuada, por cierto, prefiero velas de cera más que de sebo, y completo silencio para ayudarme en mis meditaciones. Me gustaría quedarme aquí durante algunas semanas, hasta que… mis superiores lleguen y se hagan cargo de la situación.

– Ya veo.

El disgusto de Nat por el modo en que se había dirigido a él se había visto sólo ligeramente atemperado por la emoción.

Sus superiores, ¿eh? El párroco sólo tenía una vaga comprensión del complejo sistema de rangos y jefaturas dentro del Cuerpo de los Examinadores, pero ahora parecía que su examinador, aunque era indudablemente un oficial de categoría, tan sólo ostentaba un rango intermedio dentro del Orden. Vendrían más oficiales; oficiales que, si lo había considerado de forma correcta, podrían aprender a valorar los talentos de un hombre como Nat Parson.

Ahora pensó que por fin había comprendido los modales desabridos del examinador. El hombre estaba nervioso, fuera de sí. Nat dedujo que escondía su ineptitud detrás de una fachada arrogante y que pretendía enredarle de modo que pudiera arrogarse el crédito de todo su trabajo. «Bueno, ponte a pensar de nuevo, Señor Abstinencia -se dijo Nat, despiadado-. Un día yo también tendré la llave dorada y ese día haré que te arrepientas de haberme llamado "lugareño"».

El pensamiento era tan atractivo, que le llevó a sonreír realmente al examinador y el finismundés, sorprendido por la fiera brillantez de aquella sonrisa, dio medio paso hacia atrás.

– ¿Y bien? -se dirigió a Nat, en tono agudo-. ¿A qué estáis esperando? Hay algo menos de mil kilómetros hasta Finismundi, en el caso de que os hayáis olvidado, y quiero que el jinete haya salido mucho antes de que caiga el sol.

– Sí, señor -repuso el interpelado y se marchó de la cárcel a paso rápido, mientras el examinador acariciaba la llave del Libro de las Palabras y observaba con ansiedad cómo los guardias encadenaban al Tuerto a la pared de la cárcel por el cuello, los pies y los dedos.

El forastero seguía sorprendido por la sonrisa de Parson. «Ese hombre ha de ser medio tonto para sonreír de esa manera», dijo para sí.

Capítulo 8

El párroco consideró excesivas las precauciones adoptadas por el finismundés, excesivas por no decir cobardes, pero él no gozaba de la experiencia de su superior y apenas sabía nada de los Niños del Fuego. Sin embargo, el examinador -que había dejado de tener nombre, como todos los miembros del Orden, y respondía a un número tatuado en el brazo- se había encontrado con algunos demonios en el pasado.

Habían transcurrido casi treinta años desde que asistió a su primera aparición. En aquellos tiempos él era un mero aprendiz principiante, un estudiante en la Ciudad Universal, y había tenido poca participación en aquellos macabros procesos, pero los recordaba a la perfección. El interrogatorio había durado catorce horas y para entonces, la criatura, un ser débil, con una runiforma rota, casi había enloquecido.

Incluso entonces habían sido necesarios dos examinadores armados con la Palabra y tres aprendices para sujetarle; y cuando al final consiguieron conducirle, aullando, a la pira, los maldijo con tal fuerza que dejó ciegos a tres de ellos.

El joven aprendiz nunca lo había olvidado. Había estudiado duro y se había incorporado a las filas del Orden, interrumpiendo sus estudios con el fin de trabajar más activamente en el campo práctico, hasta que con posterioridad se convirtió en la punta de lanza de un programa de implantación de la nueva fe en Las Caballerizas, y aun más allá, para erradicar la maldad allá donde la encontrara.

Se le había otorgado la Palabra debido a este sacrificio a pesar de que no era habitual que la recibiera alguien entre las filas de los principiantes, especialmente un aprendiz que apenas había terminado su duodécimo año de estudio, pero se podían hacer ciertas excepciones en algunos casos; y además, los agentes de campo del Orden necesitaban la máxima protección posible.

El examinador había visto unas dos docenas de casos sobre los que mereciera la pena informar al Departamento de Registros en su viaje pionero desde Finismundi. La mayoría habían resultado ser verdaderas pifias: estafadores, mestizos, bárbaros y bichos raros sin ningún poder del que mereciera la pena hablar. Había terminado aceptando que la mayor parte de su trabajo cotidiano consistiría en eliminar plagas de trasgos, cegar manantiales sagrados, derribar anillos de menhires y asegurarse de que los viejos problemas siguieran bien muertos y enterrados.

Pero en algunos casos había visto cosas de lo más inquietante, que sin duda alguna justificaban su sacrificio. El hombre tuerto de Malbry era una de ellas, y el finismundés estaba dividido entre la esperanza de haber descubierto finalmente algo que mereciera la atención del examinador jefe y el miedo de verse obligado a lidiar él solo con la criatura.

Habría estado mucho más feliz si el hombre hubiera estado sujeto y atado por el poder de la Palabra, pero había agotado la mayor parte de su autocontrol en la colina del Caballo Rojo. La recuperación del mismo iba a requerirle mucho tiempo de meditación, y además, no se atrevía a emplearlo de nuevo…

… ya que la Palabra no era un instrumento de uso diario. Cualquier utilización de la misma debía estar plenamente justificada, salvo en tiempos de guerra, y debía reflejarse por escrito en un asiento de los libros del Departamento de Registros. Además, el manejo resultaba harto difícil y en ocasiones requería más y más horas de preparación, aunque sus efectos fueran inmediatos y devastadores.

Y también era peligrosa, por descontado. El finismundés la había empleado más que la mayoría de sus correligionarios, ciento cuarenta y seis veces en toda su larga carrera, pero nunca sin un escalofrío interior, ya que la Palabra era el idioma del Innombrable. Invocarla suponía adentrarse en otro mundo, y decirla era entrar en comunión con un poder más terrible que el de los demonios. Además, detrás del miedo yacía un secreto mucho más profundo y peligroso, que era el éxtasis de la Palabra.

Porque la Palabra era una adicción, un placer más intenso que ningún otro, y ése era el motivo por el que únicamente se le otorgaba a aquellos hermanos cuyos hombros hubieran demostrado ser lo suficientemente fuertes como para poder soportarla. El no osaba usarla dos veces en un mismo día, y nunca sin seguir el procedimiento apropiado. Porque a pesar de su abstinencia, él se mostraba insaciable en lo que se refería a la Palabra, y le costaba mucho esfuerzo mantener en secreto y bajo control sus apetitos todo el tiempo. Incluso ahora, la tentación de usarla era casi insoportable. Hablar, ver, saber…

Miró al prisionero, un villano que podría tener cincuenta, sesenta o quizá más años, vestido con las pieles rústicas de un viajero y una capa en la que los parches casi habían ocultado la tela original. Parecía indefenso y tenía un aspecto de lo más humano, pero él sabía que todos los demonios podían adoptar aspectos distintos y no se dejó engañar ni por un instante por lo que podía ser una mera apariencia exterior.

«Por su marca le conoceréis», rezaba el Libro del Apocalipsis.

Pero aun más condenatorio era el Libro de las Palabras, donde estaban recogidas todas las letras conocidas del Alfabeto Antiguo y sus variantes, junto con sus distintas interpretaciones. Usando esa lista había sido como el examinador había podido reconocer rápidamente Raedo, el Viajero, y sus sospechas se habían convertido con celeridad en certezas.

Desde luego, no había escapado a su atención que la runa del viajero, aunque estaba clara y entera, aparecía invertida.

A pesar de ello, el finismundés no bajó la guardia. Incluso un hechizo roto podía resultar letal y una runiforma completa, invertida o no, era sin duda una rareza. De hecho, en treinta años nunca había realizado una captura por sí mismo y suponía que este hombre, aunque parecía zafio, podría resultar ser algo más que un mero soldado de a pie en las filas del enemigo.

– Dime tu nombre, villano -le repitió una vez más. En ausencia del párroco se había atrevido a quitarle la mordaza al Bárbaro, aunque en aras de la seguridad, había mantenido las cadenas en su lugar. A estas alturas, el hombre debía de estar bastante incómodo, pero no dijo nada, y simplemente se limitó a observar al interrogador con su único ojo, relumbrante y antinatural-. ¡Dime tu nombre!-le exigió el finismundés e hizo el gesto de patear al forastero que yacía allí de forma tan insolente.

Sin embargo, no llegó a hacerlo. Él era un examinador, no un inquisidor, y encontraba penoso el recurso a la violencia. También recordaba a aquel demonio con la runiforma rota que había dejado ciegos a tres colegas suyos del Orden y decidió que no era el momento adecuado de emprender una acción precipitada.

El prisionero rompió a reír, como si hubiera leído la mente del clérigo.

– Mi nombre es el Indecible -citó con malicia-, porque tengo muchos.

El finismundés se quedó asombrado.

– ¿Conoces el Buen Libro? -Odín rió de nuevo, pero no contestó-. Si es así -comentó el examinador-, entonces ya debes de saber que estás acabado. ¿Por qué resistirse? Tu tiempo se ha agotado. Dime lo que necesito saber y al menos podrás ahorrarte algo de dolor.

El cautivo no respondió nada, sino que simplemente sonrió de ese modo tan poco natural.

El finismundés apretó los labios.

– Bien -dijo, dándose la vuelta para dirigirse a la puerta-, no me dejas elección. A mi regreso, suplicarás poder decirme todo lo que sepas. -Odín cerró su único ojo y se hizo el dormido-. Así sea -replicó el examinador con sequedad-. Tienes hasta mañana para reflexionar. Puede que te mofes de mí, paleto, pero puedo garantizarte que no te burlarás del poder de laPalabra.

Capítulo 9

– ¿Es que no hay otra forma? -inquirió Maddy al final.

– Confía en mí. Soy un oráculo.

La muchacha lanzó otra nueva mirada hacia el sepulcro de hielo donde yacía la mujer pálida, cuyos colores titilaban tenuemente bajo la fría luz. Los tonos azules del carámbano donde se hallaba conferían a sus facciones un toque cadavérico. El pelo corto era tan claro que casi pasaba desapercibido en su sudario helado, parecía flotar alrededor de su rostro como algas.

Entrecerrando los ojos, Maddy digitó Bjarkán, y los encantamientos que sujetaban a la mujer de hielo se mostraron a la vista. Tal como había observado al principio, eran muy parecidos a aquellos que habían atado al Susurrante, pero mucho más numerosos, constriñendo el ataúd helado de la durmiente en un complejo nudo de hechizos entrelazados.

– Obra con cuidado -le advirtió el Susurrante-. Tal vez hayan dejado trampas al cerrarlo.

Y por supuesto que las había. Maddy pudo apreciarlas en ese momento. Las habían diseñado para que estallaran sobre cualquiera que se atreviese a ponerle las manos encima a la yaciente sin extremar al máximo las cautelas. Eran una medida protectora, pero ¿para protegerla de quién? Tocó las runas suavemente con la yema de sus dedos; a su contacto, brillaron con un helado color azul y Maddy las sintió como una picazón, una resistencia que pugnaba para liberarse.

– Piensa en lo que pueden contarte, Maddy -sugirió el Susurrante con voz sedosa-. Secretos perdidos desde el Fin del Mundo. Respuestas a las preguntas que nunca te has atrevido a hacer, preguntas que seguro que Odín jamás te habría contestado…

Ella se dio cuenta de que la tarea iba a ser fácil. Sentía las runas vivas bajo la punta de sus dedos, despertándose casi por voluntad propia. Todo lo que necesitaban era un poco de ayuda, y a cambio, recibiría las respuestas a las preguntas que habían envenenado toda su vida.

¿Quién era ella realmente?

¿Por qué poseía energía mágica?

¿Y de qué modo encajaba en aquellas historias de dioses y demonios?

Maddy se apresuró a reunir sus runas más vigorosas -Kaen, Tyr, Hagall y finalmente, Úr, el Toro Poderoso-, antes de que cambiara de idea, y las lanzó como si fueran huesos de caña, con rapidez y seguridad. El bloque crepitó con un crujido audible tras el impacto y la superficie azul del carámbano se resquebrajó en un segundo convirtiéndose en una chispeante masa vidriosa.

La honda expansiva de la rotura arrojó hacia atrás a Maddy, que alzó un brazo para protegerse los ojos de las esquirlas de hielo que la acompañaron. Luego, como no pasó nada más, lo bajó y se movió con cuidado hacia el carámbano que ahora había perdido su transparencia.

Nada se alteró. Los temblorosos candeleros de hielo se estremecían con sonidos ligeros sobre su cabeza, justo después de la réplica de la onda expansiva, pero no cayó ningún carámbano y el helado silencio se volvió a extender sobre el gran salón.

– ¿Y ahora qué? -preguntó ella, al tiempo que se volvía hacia el Susurrante…

…Pero se produjo un sonido antes de que éste pudiera contestarle. Al principio, se oyó un chasquido lejano y luego un retumbo, un golpe, una especie de estruendoso deslizamiento y por último, el sonido propio de una avalancha de residuos congelados que cayeron procedentes de alguna chimenea distante en el techo, hasta golpear sordamente contra el suelo cristalino.

Maddy se movió deprisa en dirección a la pared y apretó la espalda contra ella unos segundos antes de que los carámbanos oscilantes comenzaran a caer del techo abovedado de la caverna, un pincho detrás de otro, como si fueran los dientes de una máquina trilladora gigante.

Un trozo de nieve del tamaño de un carro de heno estalló cerca en el suelo. La explosión provocó un chaparrón de pequeños proyectiles al final del cual un único objeto de gran tamaño aterrizó pesadamente en la nieve caída en el suelo.

– Ay -se quejó alguien con voz sofocada.

No era un objeto, sino una persona.

Capítulo 10

Loki tenía la certeza de haber cometido un buen número de errores de cálculo graves y posiblemente fatales cuando terminó cayendo desmayado por el borde del glaciar, exhausto y sangrando.

¿Qué clase de imbécil metía la cabeza en la boca del lobo por simple curiosidad? ¿Qué clase de idiota abandonaba su fortaleza para subir a la superficie, desarmado y desprotegido en pos de un rumor, cuando debería estar preparándose para un asedio? Pero la curiosidad siempre había sido su principal pecado, y ahora veía claro que le había llegado el momento de pagar por ello.

Sin embargo, a él siempre le tocaba más suerte de la que le correspondía. Por pura casualidad, el lugar exacto donde cayó ocultaba una de las claraboyas que se abrían al exterior en las paredes huecas de la montaña. La nieve la cubría, pero era una capa delgada de hielo y el peso del Embaucador bastó para que se rompiera.

Así que, en el momento en que chocó contra el suelo, se abrió una fisura debajo de sus pies, revelando un agujero de forma irregular a través del cual se deslizó, sin poder evitarlo, atravesando el techo de la gran caverna con sus jardines colgantes de hielo, que formaban filigranas de encaje quebradizo, elaboradas a lo largo de miles de años por fases de hielo y deshielo. Por último, voló a través de un escalofriante espacio ocupado sólo por el aire hasta aterrizar, más felizmente de lo que se habría atrevido a soñar, encima de un espeso montón de nieve pulverulenta.

Aun así el impacto le dejó sin aliento. Permaneció durante un rato donde había caído, medio atontado y jadeando. Y cuando miró hacia arriba, sacudiéndose los cristales de hielo del pelo, fue para ver un rostro familiar que le miraba con fijeza, uno tan bello como despiadado, alrededor del cual se arremolinaba el pelo cortado como un volante de espuma marina.

Ella llevaba en una mano un instrumento muy similar a un látigo hecho de runas, como púas de luz azul, larga y flexible, enrollado de forma descuidada alrededor de su cintura. Lo soltó en ese momento, con un siseo y un crujido, y se deslizó hacia el suelo, golpeándolo con la fuerza de su energía mágica. La mujer de hielo se quedó mirando al Embaucador caído y sus labios, todavía ligeramente azulados, se curvaron en una sonrisa que le hizo estremecerse.


Maddy los observaba desde el lado más lejano de la caverna. Había visto caer al as y había reconocido su firma mágica y el color de su pelo al primer golpe de vista. Había visto levantarse a la mujer de hielo y atravesar a zancadas con pasos seguros el gran salón, en apariencia indiferente a los trozos y fragmentos que llovían del techo.

Ahora siguió atentamente la confrontación, con cautela, a través de Bjarkán, manteniéndose pegada al suelo detrás de un bloque de hielo rugoso del tamaño de una mesa.

– Loki -ronroneó la mujer-, qué mal aspecto tienes.

El hechizo que tenía entre los dedos comenzó a desenrollarse, despacio, como una serpiente soñolienta. El interpelado levantó la cabeza, no sin dificultad.

– Todo por complacerte.

Se puso de rodillas con esfuerzo, manteniendo un ojo vigilante en el látigo rúnico.

– Por favor, no te levantes por mí.

– Sin problemas -replicó Loki.

– Yo no diría eso exactamente -repuso a su vez la mujer, empujándole hacia el suelo con el pie cubierto por una bota-. De hecho, más bien me parece que puedo decir con una cierta seguridad que estás metido en ellos hasta el corvejón.

– Ésa es Skadi -le apuntó el Susurrante.

– ¿La Cazadora? -preguntó Maddy, que conocía la historia. O al menos parte de ella. Loki había embaucado a Skadi para que abandonara su venganza contra los æsir y, al final, ella le había hecho pagar por ello-. ¿La misma Skadi que colgó la serpiente y…?

– La misma que viste y calza -corroboró el Susurrante.

«Eso -pensó Maddy- va a complicar las cosas». Ella había contado con el hecho de que la durmiente recién despertada iba a mostrarse tan amable como dispuesta a colaborar, pero ésta era Skadi, la Cazadora del Hielo, convertida en uno de los vanir por su matrimonio con Njord. Le tenía una tirria legendaria al Embaucador y, a juzgar por cómo pintaba la cosa, no parecía que los quinientos años transcurridos hubieran cambiado nada.

– ¿Qué hacemos con Loki? -inquirió Maddy.

– No te preocupes -respondió el Susurrante con bastante indiferencia-. Le matará, o eso espero, y entonces podremos volver a nuestros asuntos de nuevo.

– ¿Matarle?

– Eso creo. ¿Y a ti qué te importa? Si tú estuvieras en su lugar, él no levantaría un dedo para ayudarte, ya lo sabes.

Maddy le fulminó con la mirada.

– Qué claro lo tienes.

– Bueno, pues sí, por supuesto que lo tengo claro -replicó el Susurrante-. ¿Es que alguna vez has visto a Loki mantenerse lejos de cualquier cosa que pueda ser de interés? Y Skadi siempre le ha tenido un rencor especial por encima de todo, ya sabes, desde que los æsir mataron a su padre, Tiazi, del Pueblo del Hielo, un señor de la guerra de la Era Antigua. Fueron los æsir los que le mataron pero fue Loki quien se lo facilitó. Si yo estuviera en tu piel, me mantendría apartada del camino de la Cazadora.

Sin embargo, Maddy ya estaba en movimiento. Usando el bloque de hielo para cubrirse, se deslizó hacia un lado para acercarse a los dos oponentes, con Bjarkán entre los dedos. Skadi descendió su mirada sobre Loki, al otro lado del salón, y le ofreció una sonrisa helada.

– Venga, Skadi -decía Loki, intentando recobrar algo de su energía mágica-, pensé que ya estábamos de vuelta de eso a estas alturas. Ha pasado mucho tiempo, ¿cuánto? ¿quinientos años? ¿No crees que va siendo hora de que…?

– ¿Tanto tiempo? -repuso ella-. Pero si parece que fue ayer cuando estabas encadenado con la serpiente suspendida sobre tu cabeza. Qué época tan buena aquélla, ¿eh, Loki?

– Bueno, tú tampoco has cambiado mucho desde entonces -comentó él, intentando esconder una mano detrás de su espalda-. Todavía continúas siendo tan peligrosamente atractiva como antes -continuó-, y aún conservas ese delicioso sentido del humor.

Y justo en ese instante se puso en movimiento, con la misma asombrosa velocidad que Maddy había visto antes, y mientras se arrojaba fuera del alcance del hechizo de Skadi, le lanzó una runa a la cara.

Maddy tuvo tiempo de reconocer Yr, justo cuando Skadi contraatacó con un golpe de su látigo rúnico. La espiral golpeó una vez, como si fuera un relámpago azul, pulverizando Yr sin esfuerzo, y después la recuperó con un trallazo, con las runas puntiagudas que conformaban toda su extensión mordiendo el suelo congelado.

El Embaucador lo esquivó, pero por muy poco. El látigo rúnico abrió una grieta en el suelo donde él había estado y precipitó la caída de una docena de carámbanos que colgaban de un arbotante a unos siete metros de altura cuando retornaba a través de un aire penetrado por la luz.

Loki intentó formar otra runa, pero antes de que hubiera sido capaz de completar su digitación, un latigazo le arrancó Tyr, el Guerrero, de la mano con una fuerza que le dejó los dedos entumecidos. Entonces, se quedó arrinconado, con la espalda contra la pared y un brazo alzado para cubrirse la cara mientras Skadi le dominaba con el látigo rúnico en ristre. Maddy pudo ver cómo intentaba formar runas contra la Cazadora, pero se le había agotado la energía mágica. No le quedaba ni un destello.

– Ahora, Skadi -dijo-, antes de que hagas algo tan desagradable…

– ¿Desagradable? -replicó ella-. Ni lo sueñes. He estado esperando esto durante cinco siglos.

– Vale, de acuerdo. Es estupendo comprobar que conservas intacta toda tu fuerza -comentó Loki-, pero antes de que me partas en trocitos pequeños…

– Oh, Loki, jamás haría eso. -Ella se echó a reír de un modo que hizo temblar todos los carámbanos que cubrían la bóveda congelada-. Terminaría todo demasiado rápido. Yo quiero verte sufrir.

Justo entonces el as se jugó una última carta, comenzando a mostrar su sonrisa torcida. Era un movimiento desesperado, sin lugar a dudas, pero siempre había sido de lo más imaginativo en momentos de crisis.

– No creo que lo hagas -negó él.

– ¿Y eso por qué? -preguntó Skadi.

Loki sonrió abiertamente. Nunca se había sentido menos seguro de sí mismo, pero era su carta final y pensaba jugarla con estilo.

– Tengo al Susurrante -anunció.

Hubo una pausa muy larga.

El látigo rúnico descendió despacio hacia el suelo.

– ¿Lo tienes? ¿Dónde? -Loki sonrió y sacudió la cabeza-. ¿Dónde?

El látigo chisporroteó de forma amenazadora en la mano de Skadi, con la punta moviéndose hacia él como los colmillos de una serpiente.

Lo apartó con un gesto impaciente.

– Oh, por favor. En el momento en que te lo diga soy hombre muerto.

– Bien razonado -asintió Skadi-. Así que, dime, ¿qué es lo que quieres?

Capítulo 11

Maddy se quedó helada cuando Loki mencionó al Susurrante. Le había embargado tal angustia por la suerte del Tuerto, que no se le habían pasado por la cabeza los muchos peligros asumidos al haberlo traído consigo al Salón de los Durmientes.

Pero ahora sí, de modo que buscó en todas direcciones un lugar donde esconderlo. Por fortuna, constató que la caverna de hielo era quizás el único lugar en el Trasmundo donde era posible una cosa así, ya que las firmas mágicas luminosas que atravesaban el aire eran tan brillantes y numerosas que pasaría desapercibida incluso una energía mágica tan poderosa como la del Susurrante, al menos durante un tiempo.

Se deslizó con cautela detrás del bloque donde había buscado protección en un principio, y tras rayar la base con el filo del cuchillo, Maddy descubrió que podía soltar un trozo suficientemente grande del material helado como para poder introducir al Susurrante en el hueco abierto. Lo selló con Yr y unos cuantos puñados de nieve compacta; luego, inspeccionó el resultado y decidió que podría funcionar.

«Más le vale que funcione de una u otra manera», pensó para sus adentros. Le quedaba muy poco tiempo, el Tuerto estaba prisionero y aunque apenas podía considerar a Loki como un amigo, no iba a quedarse como si tal cosa a observar cómo le asesinaban. Así que Maddy se puso de pie y comenzó a caminar con calma hacia los dos adversarios mortales.

Por el momento, sí, sí había conseguido ganar un poco de tiempo.

Aunque no cabía duda de que haber caído en manos de Skadi era la peor clase de mala suerte, de entre todas los posibles, y ella además estaba en su aspecto completo, enfadada, alerta y más fuerte que nunca, con Isa en la posición correcta, sin invertir. Por si todo eso fuera poco, Loki nunca había valido demasiado como luchador, ni siquiera en los días de antaño, y siempre había dependido más del ingenio que de las armas.

El Embaucador estudió con ánimo sombrío el látigo rúnico de la rival. No cabía duda de que debía de ser algún hechizo rúnico de la Era Antigua, cuando todavía disponía de tiempo y le sobraba poder para desperdiciarlo en un trabajo tan lujoso. No le había alcanzado de lleno o, de lo contrario, lo más probable es que se hubiera quedado sin mano, pero a pesar de no recibir el golpe directamente, había sentido el impacto como si le hubieran aporreado los nudillos. Le dolía todo el brazo y todavía tenía adormecida la mano derecha. La verdad era que sus probabilidades de poder realizar la más simple de las digitaciones a lo largo de la siguiente hora eran bastante escasas.

Sin embargo, estaba vivo contra todo pronóstico y eso era razón suficiente para sentirse contento por el momento. Al menos…

Skadi se hallaba de espaldas y lo primero que percibió de la aproximación de Maddy fue el ramalazo de angustia que atravesó como un rayo los ojos de Loki. Se volvió y vio a una joven de no más de catorce años caminando con garbo hacia ellos.

– Skadi -dijo ella-, encantada de conocerte. Veo que Loki y tú os estáis poniendo al día.

Él tragó saliva. Se veía en el bando perdedor por segunda vez en el día y la sensación resultaba de lo más desagradable. Era completamente consciente de que una sola palabra de la muchacha bastaba para condenarle. ¿Y quién la culparía por ello? No podía decirse que se hubieran separado en los mejores términos.

Sin embargo, pensó que aún había alguna esperanza y su mente ágil ya estaba comenzando a trazar planes y analizar posibilidades.

– Skadi -intervino-, te presento a Maddy Smith.

Ahora bien, estaba perdido sin remedio como la chica aún llevase consigo al Susurrante. Y estaba igualmente perdido si ella se negaba a seguirle el juego. Quizá lo estaban los dos, ya que, después de todo, aunque Maddy era indiscutiblemente un peso pesado de la magia, Skadi era mayor y estaba entrenada en la pelea, además de llevar en la punta de sus dedos aquel letal artefacto mágico. Loki no sabría cómo calibrar las respectivas posibilidades de cada una en caso de lucha.

Curiosamente, Maddy parecía bastante contenta.

– Encantada de conocerte, Skadi -repitió-. Imagino que Loki te ha contado por qué estamos aquí.

– En realidad, no -replicó Loki-. Manteníamos una discusión sobre… los viejos tiempos.

– Bueno, pues las cosas están así -dijo Maddy, acercándose a él para ayudarle a ponerse de pie-. Han atrapado a Odín y están usando la Palabra.

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