Los exploradores ya se habían ido; mañana los Hombres de Askatevar emprenderían la marcha hacia el norte por la ancha y confusa senda que dividía su territorio, mientras que el grupo más pequeño de Landin iría por la vieja carretera de la costa. Al igual que Agat, Umaksuman había juzgado que era mejor mantener separadas a las dos fuerzas hasta la víspera del combate. Se habían aliado sólo porque Wold había impuesto su autoridad. Muchos de los hombres de Umaksuman, aunque veteranos de muchas incursiones y expediciones de saqueo antes de la Paz de Invierno, habían ido con desgana a esta guerra fuera de temporada, y una facción numerosa, que incluso contaba con miembros dentro de su linaje, detestaba tanto esta alianza con los lejosnatos que estaban dispuestos a interponer tantas dificultades como pudieran. Ukwek y otros habían dicho abiertamente que cuando hubieran terminado con los gaales, acabarían con los brujos. Agat no hizo caso de eso, previendo que la victoria modificaría, y la derrota acabaría, sus prejuicios; pero ello preocupaba a Umaksuman, cuyos pensamientos no iban tan lejos.
—Nuestros exploradores los tendrán siempre a la vista a lo largo de todo el camino. Puede que los gaales no nos esperen en la frontera.
—El Valle Largo más abajo de Cragtop sería un buen sitio para entablar batalla —dijo Umaksuman con su abierta sonrisa—. ¡Buena suerte, Alterra!
—¡Buena suerte, Umaksuman!
Se separaron como amigos, allí bajo la entrada de piedra cimentada en barro de la Ciudad de Invierno. Al volverse Agat algo brilló en la empañada atmósfera de la tarde más allá del arco, el movimiento de algo que se agitaba. Él alzó la mirada, sorprendido, y luego se volvió.
—Mira eso.
El nativo salió de las murallas y se quedó al lado de él un minuto, para ver por primera vez aquello de que tanto habían hablado los ancianos. Agat alargó su mano con la palma hacia arriba. Una reluciente partícula blanca tocó su muñeca y desapareció. El largo valle cubierto de rastrojos y pastos consumidos, el arroyo, la oscura mancha del bosque y las lejanas colinas al sur y al oeste parecieron temblar ligeramente, retirarse, mientras los copos caían al azar de un cielo que parecía muy bajo, girando e inclinándose un poco, aunque el viento estaba en calma.
Los niños gritaron excitados tras ellos entre las casas de tejados de madera.
—La nieve es más pequeña de lo que pensé —dijo Umaksuman al final, con voz soñadora.
—Yo pensé que sería más fría. El aire parece más caliente que antes.
Agat se sintió emocionado por la encantadora fascinación de la caída de la nieve.
—Hasta que nos veamos en el norte —añadió, subiéndose el cuello de piel para protegerse del extraño y frío contacto de los diminutos copos, y partiendo por el sendero que llevaba a Landin.
Ya medio kilómetro dentro del bosque, vio el tenue sendero lateral que llevaba al refugio de cazadores, y al pasar por él sintió como si por sus venas pasara fuego líquido. «¡Vamos, vamos!», se dijo a sí mismo, impaciente por sus repetidas faltas de autocontrol. Había estado meditando en los pocos ratos que había tenido para pensar en el día de hoy, y dejar las cosas en su punto. La pasada noche, había sido la pasada noche. Muy bien, había sido eso y nada más. Aparte del hecho de que ella era, al fin y al cabo, una hilfa, y él era un ser humano, no había futuro en aquello, y era un disparate se mirara como se mirase. Desde que él había visto su cara en los negros escalones por encima de la marea, había pensado en ella y deseado verla, como un adolescente haciendo el tonto detrás de su primera chica; y si había algo que él odiara era la estupidez, la obstinada estupidez de una pasión incontrolada. Ello llevaba ciegamente a los hombres a correr riesgos, a jugarse cosas verdaderamente importantes por un momento de lujuria, a perder el control sobre sus actos. Por ello, para conservar el dominio de sí mismo, había ido con ella la pasada noche y había sido lo más sensato que pudo. Y se dijo a sí mismo una vez más, mientras caminaba deprisa con la cabeza alta y la escasa nieve que caía danzaba alrededor de él: esta noche la volveré a ver, por la misma razón. Ante este solo pensamiento, un flujo caliente y un doloroso goce corrieron por todo su cuerpo y mente; pero él no le hizo caso. Mañana tenía que partir hacia el norte, y si regresaba, habría tiempo suficiente para explicar a la chica que no habría más tales noches, no más acostarse juntos sobre su capa de piel en aquel refugio del corazón del bosque, con la luz de las estrellas sobre ellos, y el frío y el gran silencio alrededor… No, no más… La absoluta felicidad que ella le había dado le vino como una marea, ahogó todo pensamiento. Él cesó de decirse cosas. Anduvo deprisa con sus largas zancadas en la oscuridad cada vez más densa del bosque, y, mientras caminaba, canturreó en voz baja, sin saber que lo hacía, una vieja canción de amor de su raza exiliada.
La nieve apenas si podía atravesar las ramas. Ahora oscurecía muy pronto, pensó mientras se aproximaba al sitio donde el sendero se bifurcaba, y ésta fue la última cosa que pensó, cuando algo sujetó su tobillo a mitad de una zancada y le hizo caer hacia adelante. Aterrizó sobre sus manos y ya estaba medio incorporado cuando una sombra a su izquierda se convirtió en un hombre, que en la oscuridad pareció de un blanco plateado, y que le golpeó antes de que pudiera incorporarse del todo. Confuso por el zumbido de sus oídos, Agat forcejeó para librarse de algo que le sujetaba, y de nuevo trató de levantarse. Le pareció haber perdido la orientación y no comprendió que pasaba, aunque tuvo la impresión de que eso había ocurrido antes, y también de que no ocurría realmente. Había varios hombres de aspecto plateado con bandas en sus piernas y brazos, y lo sujetaron por los brazos mientras otro se acercó y le pegó con algo en la boca. Sintió dolor, la oscuridad estaba llena de dolor y rabia. Con un furioso y hábil tirón de todo su cuerpo, se libró de los hombres plateados, dándole a uno un puñetazo bajo la barbilla y haciéndole retroceder; pero eran muchos y no pudo librarse una segunda vez. Lo golpearon, y cuando él ocultó su rostro entre los brazos contra el barro del sendero, ellos le propinaron puntapiés en sus costados. Se apretó contra el bendito barro que no le hacía daño, tratando de esconderse, y oyó que alguien jadeaba de modo muy extraño. A través de aquel ruido oyó también la voz de Umaksuman. Así pues, también él… Pero eso no le importó, con tal de que ellos se fueran, que le dejaran tranquilo. Estaba oscureciendo muy pronto.
Había anochecido; reinaba una oscuridad completa. Trató de moverse arrastrándose. Quería llegar a su casa, ir con los suyos, quienes lo ayudarían. Estaba tan oscuro que ni podía ver sus manos. Silenciosa e invisible en la absoluta negrura, la nieve cayó sobre él y alrededor de él en el barro y el moho de las hojas. Quiso dirigirse a su casa; sentía mucho frío. Trató de levantarse, aunque para él no había este ni oeste, y sintiéndose enfermo de dolor apoyó su cabeza sobre su brazo.
—¡Venid a buscarme! —trató de decir en el lenguaje mental de Alterra; pero era difícil llamar desde tan lejos en la oscuridad. Era más fácil seguir echado aquí. Nada podía ser más fácil.
En una alta casa de piedra, en Landin, junto a un fuego de leños. Alla Pasfal alzó de pronto su cabeza de libro queestaba leyendo. Tuvo la clara impresión de que Jakob Agat le estaba enviando un mensaje; pero no vino ningún mensaje. Era extraño. Había demasiados subproductos y efectos secundarios, extraños e inexplicables, en este lenguaje mental; en Landin había muchas personas que nunca lo habían aprendido, y los que lo hicieron lo empleaban lo menos posible. Allá en la colonia dé Atlantika estaban más acostumbrados a él. Ella misma era una refugiada procedente de Atlantika y recordaba cómo en el terrible Invierno de su infancia estuvo siempre hablando mentalmente con los otros. Y después de que su padre y su madre perecieran de hambre, durante toda una fase lunar, una y otra vez sintió cómo ellos le enviaban, notaba su presencia en su mente; pero no había ningún mensaje, ni una palabra, silencio.
—¡Jakob! —exclamó ella con voz fuerte; pero no vino repuesta.
Al mismo tiempo, en la Armería, comprobando una vez más los pertrechos de la expedición, Huru Pilotson cedió repentinamente a la inquietud que había estado sintiendo todo el día, y ya no se pudo contener:
—Pero ¿qué demonios se cree Agat que está haciendo?
—Va a llegar muy tarde —dijo uno de los hombres de laArmería—. ¿Otra vez ha ido a Tevar?
—A estrechar relaciones con los caras pálidas —repuso Pilotson, soltando una risa sin gracia, para decir luego burlonamente—: Está bien, sigamos, veamos las parkas.
Al mismo tiempo, en una habitación cuyas paredes tenían paneles de una madera parecida a un marfil satinado, Seiko Esmit empezó a llorar en silencio, retorciéndose las manos, y no queriendo enviar a él, no hablarle, ni siquiera susurrar su nombre:
—¡Jakob!
En aquel preciso instante la mente de Rolery permaneció totalmente en blanco durante un momento. Ella se limitó a sentarse en cuclillas, inmóvil, allí donde estaba.
Se encontraba en el refugio de los cazadores. Ella había creído que entre toda la confusión de la mudanza desde las tiendas hasta las madrigueras de sus parientes en la ciudad, su ausencia y su regreso tan tarde no habían sido observados la pasada noche. Pero hoy era diferente; el orden había sido restablecido y su marcha no sería inadvertida. Así que se fue a plena luz del día como hacía a menudo, confiando en que nadie se fijara de modo especial en ello; había dado una gran vuelta hasta llegar al refugio, se acurrucó allí en sus pieles y esperó a que oscureciera y a que viniera él. La nieve había empezado a caer, y el contemplarla la puso soñolienta, se preguntó qué haría ella mañana. Porque él se habría ido. Y todos los de su clan habrían advertido que ella había estado fuera toda la noche. Eso sería mañana y ya sabría cuidar de sí misma. Pero ahora era esta noche, esta noche… Y empezó a dar cabezadas hasta que de repente se despertó con un gran sobresalto, y permaneció allí en cuclillas un rato, con su mente en blanco, vacía de ideas.
De pronto se levantó, y con pedernal y yesca encendió el farol-cesta que había traído consigo. Gracias a su ligero resplandor ella se encaminó colina abajo hasta llegar al sendero, entonces vaciló, y se dirigió hacia el oeste. En una ocasión se detuvo y dijo: «Alterra», en un susurro. El bosque estaba completamente tranquilo en la noche. Ella prosiguió hasta que encontró a él tendido en el sendero.
La nieve, que ahora caía más copiosamente, listaba el débil y pequeño resplandor del farol, y se pegaba al suelo en vez de derretirse, y ya había espolvoreado de blanco su rasgada chaqueta e incluso su cabello. La mano de él, que fue lo primero que ella tocó, estaba fría y ella creyó que él estaba muerto. Se sentó sobre el barro húmedo rodeado de nieve, al lado de Agat, y puso la cabeza de él sobre sus rodillas.
Él se movió y soltó una especie de lloriqueo, y al oírlo Rolery volvió en sí misma. Cesó en su tonto gesto de alisarle la nieve de su cabello, y se quedó muy atenta durante un minuto. Luego volvió a dejar a él en el suelo, se levantó, y automáticamente trató de quitarse la sangre pegajosa de su mano izquierda, y con la ayuda del farol empezó a mirar alrededor del sendero como buscando algo. Halló lo que necesitaba y se puso a trabajar.
Los rayos de un sol suave y débil entraban oblicuamente en la habitación. En aquel ambiente cálido costaba trabajo despertarse, y él siguió sumido en un profundo sueño, como si se hubiera sumergido en un lago profundo. Pero la luz siempre lo despertaba, y finalmente se despertó, viendo las altas y grises paredes que le rodeaban y los sesgados rayos del sol que atravesaban los cristales.
Se estuvo quieto mientras aquel dardo de luz dorada y acuosa se desvanecía y regresaba, resbalaba del suelo y jugaba en la pared opuesta, elevándose y enrojeciéndose. Entró Alla Pasfal, y al ver que él estaba despierto hizo una seña a alguien que estaba tras ella para que se quedara fuera. Ella cerró la puerta, entró y se arrodilló junto a él. Las casas alterranas estaban muy escasamente amuebladas. Sus moradores dormían en jergones o en el suelo alfombrado y utilizaban como sillas un delgado cojín. Alla se arrodilló, y se quedó mirando a Agat, con su cara demacrada y negruzca iluminada por el dardo rojizo del sol. No hubo piedad en su cara mientras lo miraba. Había sufrido demasiado, desde que era muy joven, para sentir compasión o dejar que los escrúpulos surgieran de lo más profundo de su ser, y ahora, ya bastante mayor de edad, era implacable. Movió su cabeza de un lado a otro, mientras decía suavemente:
—Jakob…, ¿qué has hecho?
Él notó que le dolía la cabeza cuando trató de hablar, y como no sabía qué contestar, se estuvo quieto.
—¿Qué has hecho?
—¿Cómo he vuelto a casa? —preguntó al final, costándole tanto formar las palabras con su boca magullada, que ella alzó su mano indicándole que se callara.
—¿Quieres saber cómo has llegado hasta aquí? Ella te trajo. Esa chica hilfa. Hizo una especie de parihuelas con unas ramas y sus prendas de piel, haciéndote rodar te subió a ellas, y luego te subió arrastrando hasta la loma y te bajó hasta llegar a la Puerta de Tierra. De noche y entre la nieve. Ella no traía puestos más que sus calzones, pues hasta hizo tiras su túnica para atarte. Esas hilfas son más duras que el cuero con que se visten. Dijo que la nieve le había facilitado el arrastre… Ya no queda nieve. Eso fue anteanoche. Pensándolo bien, has tenido un buen descanso.
Le llenó un vaso de agua de una jarra que había sobre una bandeja allí al lado, y le ayudó a beber. Tan cerca de él, su rostro parecía más viejo, delicado por la edad. Y le dijo con lenguaje mental, de modo increíble: «¿Cómo pudiste hacer esto? ¡Tu siempre fuiste un hombre orgulloso, Jakob!»
El le replicó del mismo modo, sin palabras: «No puedo pasar sin ella».
La anciana mujer pareció encogerse físicamente ante el sentido que él le daba a su pasión, y como en defensa propia habló en voz alta:
—Pero, ¡vaya momento que has escogido para un asunto amoroso, para un noviazgo! Cuando todo el mundo dependía de ti…
Él repitió lo que le había dicho antes, porque era la verdad y a ella podía decírsela. La anciana le replicó con dureza: «Pero tú no vas a casarte con esa chica, así que es mejor que te resignes a dejar de verla».
Él replicó tan sólo: «No».
Ella se sentó sobre sus talones durante un rato. Cuando su mente se abrió de nuevo a él, fue con mucha amargura. «Bueno, pues sigue adelante, ¿qué más da? Al punto que han llegado los acontecimientos, cualquier cosa que hagamos nosotros, solos o juntos, será una equivocación. No podemos hacer nada acertado o afortunado. Sólo podemos seguir suicidándonos, poco a poco, uno a uno. Hasta que todos hayamos desaparecido, hasta que Alterra deje de existir, y todos los exiliados estén muertos…Lilli…»
—Alla —le interrumpió él en voz alta, conmovido por su desesperación—, los hombres… ¿se fueron…?
—¿Qué hombres? ¿Nuestro ejército? —contestó ella con sarcasmo—. ¿Iban a dirigirse ayer hacia el norte sin ti?
—Pilotson…
—Si Pilotson los hubiera dirigido a alguna parte habría sido para atacar a Tevar. Para vengarte. Ayer estaba furioso —explicó Alla.
—¿Y ellos…?
—¿Los hilfos? Claro que no se han ido. Cuando se supo que la hija de Wold se acostaba con un lejosnato en el bosque, su facción quedó en ridículo y desacreditada, ¿no te das cuenta? Claro que es más fácil ver las cosas después de que han pasado; pero yo había creído…
—¡Por amor de Dios, Alla!
—Está bien, nadie fue al norte. Nos hemos quedado aquí sentados, esperando a que los gaales vengan cuando quieran.
Jakob Agat se quedó muy quieto, tratando de no hundirse en el vacío que había tras él. Era el real y vacío abismo de su propio orgullo, la arrogancia autoengañosa de la cual habían surgido todos sus actos: la mentira. Si él se precipitaba en ella, ¿qué importaba? Pero, ¿qué sería de la gente a la que él había traicionado?
Alla le habló al cabo de un rato: «Jakob, era una ligera esperanza, al fin y al cabo. Has hecho lo que pudiste. Los hombres y los que no son hombres no pueden trabajar juntos. Seiscientos años de los de nuestro planeta originario, llenos de fracasos, deberían decirte eso. Tu locura sólo ha sido para ellos el pretexto. Si no nos hubieran abandonado por esto, habrían encontrado pronto otra excusa para hacerlo. Son tan enemigos nuestros como los gaales o el Invierno. O el resto de este planeta que no nos quiere. No podemos hacer alianzas más que entre nosotros mismos. Estamos reducidos a valernos de nuestros propios medios. Nunca alargues tu mano a una criatura que pertenezca a este mundo».
Él apartó su mente de la de ella, incapaz de soportar su total desesperación. Trató de encerrarse en sí mismo, de apartarse, pero algo le preocupaba con insistencia, se arrastraba en su conciencia, hasta que de repente lo vio claro, y forcejeando para incorporarse balbuceó:
—¿Dónde está ella? ¿No la habréis mandado de nuevo con los suyos…?
Vestida con una blanca túnica alterrana, Rolery se sentó con las piernas cruzadas, un poco más allá de donde Alla había estado. Alla se había marchado; Rolery permaneció sentada allí, ocupada con algún trabajo, al parecer remendando una sandalia. No pareció haberse dado cuenta de que él le había hablado; quizás él había hablado sólo en sueños. Pero ella dijo finalmente con su voz ligera:
—Esa vieja te ha alterado. Pudo haber esperado. ¿Qué puedes hacer tú ahora? Creo que ninguno de ellos sabe dar seis pasos sin ti.
Los últimos reflejos rojos de la luz del sol la rodearon de una vaga aureola en la pared que había tras ella. Rolery estaba sentada con cara tranquila, con los ojos mirando hacia abajo, como siempre, absorta en el remiendo de la sandalia.
En su presencia él notó que se le aliviaban sus sentimientos de culpa y dolor, y tomaban la debida proporción. Con ella, se sentía dueño de sí mismo. Y pronunció su nombre en voz alta.
—¡Oh! ¡Duerme ahora! Te duele al hablar —le dijo con una chispa de su tímida burla.
—¿Te quedarás? —le preguntó él.
—Sí.
—Serás mi esposa —insistió él, reducido por la necesidad y el dolor a decir sólo las palabras esenciales.
Él se imaginaba que su pueblo la mataría si ella volvía a Tevar; pero no estaba seguro de lo que los suyos harían con ella. Él era su única defensa, y quería que esa defensa fuera segura.
Rolery inclinó su cabeza como en señal de aceptación; él no conocía bien sus gestos como para estar seguro. Se preguntó a qué se debería la tranquilidad de ella ahora. Los pocos momentos que había estado con aquella chica hilfa habían sido siempre de mucho movimiento y emoción. Pero habían sido tan cortos… Y mientras seguía sentada allí trabajando, la quietud de ella penetró en él, y entonces sintió que sus fuerzas empezaban a restablecerse.