La alta y estrecha Puerta del Mar se abrió con gran estruendo, los cerrojos cedieron. La batalla entre la tormenta había terminado. Pero los hombres de la ciudad se volvieron y vieron, por encima de la polvareda teñida de sangre en la calle, sombras que corrían a través de la nieve.
Se llevaron deprisa a sus muertos y heridos y regresaron a la Plaza. Con esta ventisca no era posible vigilar para que no se apoyaran escaleras contra los muros; ya que allá no se veía a más de quince pasos de distancia en ambos lados. Un gaal o un grupo de ellos había logrado saltar, justo bajo las narices de los centinelas, y abierto la Puerta del Mar a los asaltantes. Hasta entonces los ataques habían sido rechazados, pero el siguiente podría producirse en cualquier lugar, en cualquier momento, por fuerzas más numerosas.
—Creo que la mayoría de los gaales tomaron hoy rumbo hacia el sur —dijo Umaksuman, quien junto con Agat se dirigía a la barricada que había entre el Thiatr y el Colegio.
Agat asintió.
—Debe de haber sido así. Si no se van, se mueren de hambre. Pero ahora tenemos que enfrentarnos con una fuerza de ocupación que han dejado atrás para acabar con nosotros, y vivir de nuestros aprovisionamientos. ¿Cuántos crees que pueden ser?
—Ante la puerta no había más de mil —repuso el tevarano, dubitativo—; pero puede que haya más. Y todos estarán dentro de las murallas. ¡Mira allí! —Umaksuman señaló a una forma que se ocultaba subrepticiamente, cuando la cortina de nieve reveló por un momento media calle—. Tú por allí —murmuró el nativo, y desapareció velozmente por la izquierda.
Agat rodeó la manzana de casas por la derecha, y se encontró de nuevo con Umaksuman en la calle.
—No ha habido suerte —dijo.
—Yo sí la he tenido —contestó el tevarano, esgrimiendo un hacha gaal incrustada de hueso, que hacía un minuto no tenía.
Por encima de sus cabezas, la campana de la torre de la Sala seguía resonando metódica y lúgubremente entre la nieve: uno, dos…, uno, dos… uno, dos… Retirada a la Plaza, a la Plaza… Todos los que habían luchado en la Puerta del Mar, y los que habían estado patrullando las murallas o vigilando la Puerta de Tierra, o bien dormido en sus casas o habían estado vigilando desde los tejados, ya habían llegado o estaban llegando al corazón de la ciudad, la Plaza entre los cuatro grandes edificios. Uno a uno los dejaron pasar a través de las barricadas. Umaksuman y Agat fueron de los últimos en llegar, sabían que ahora era una locura quedarse fuera en aquellas calles donde las sombras corrían.
—¡Vámonos, Alterra! —le insistió el nativo, y Agat se fue, aunque de mala gana: era duro dejar su ciudad al enemigo.
El viento había amainado ahora. A veces, en el extraño y complejo silencio de la tormenta, la gente de la plaza podía oír el ruido de cristales rotos, los golpes de un hacha contra una puerta que saltaba hecha astillas, allá arriba en una de las calles que desaparecían entre la espesa nevada. Muchas de las casas habían sido abandonadas con las puertas abiertas, como una tentación al botín; encontrarían un poco en ellas aparte de refugio contra la nieve. Hasta la última brizna de aumento había sido llevada a los Comunes de la Sala hacía una semana. Las conducciones de agua y de gas natural de todos los edificios, exceptuando los cuatro que rodeaban la Plaza, habían sido cortadas la pasada noche. Las fuentes de Landin estaban secas, bajo sus anillos de carámbanos y el espesor de la nieve. Todos los almacenes y graneros eran subterráneos, en bóvedas y bodegas excavadas por generaciones anteriores bajo la Sala Vieja y la Sala de la Liga. Vacías, heladas, a oscuras, las casas abandonadas se elevaban sin ofrecer nada a los invasores.
—Pueden vivir de nuestros rebaños durante una fase lunar; incluso sin forraje para ellos, matarán a los hannes y secarán su carne.
Dermat Alterra le había salido al encuentro en la misma puerta de la Sala de la Liga, presa del pánico y formulando reproches.
—Tendrán que capturar a los hannes primero —le replicó Agat, refunfuñando.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que abrimos los establos hace unos minutos, mientras estábamos en la Puerta del Mar, y les dejamos que se fueran. Paol Herdsman estaba conmigo y los puso en estampida. Corrieron como demonios, perdiéndose en la ventisca.
—¿Has dejado que se vayan los hannes…, los rebaños? ¿De qué viviremos el resto del Invierno si se van los gaales?
—¿Es que Paol te habló mentalmente contagiándote el pánico de los hannes, Dermat? —le replicó furioso Agat—. ¿Crees que no seremos capaces de hacer un rodeo de nuestros propios animales? ¿Y qué me dices de las reservas de grano, la caza y la hierba de Invierno? ¿Qué demonios te pasa?
—Jakob —murmuró Seiko Esmit, interponiéndose entre él y aquel hombre mayor.
Jakob Agat se dio cuenta de que había gritado a Dermat, y trató de dominarse. Pero era duro venir de una lucha sangrienta como la defensa de la Puerta del Mar y tener que enfrentarse con un caso de histeria masculina. La cabeza le dolía violentamente; la herida del cuero cabelludo que le habían hecho en una de sus incursiones al campamento gaal le dolía aún, aunque ya debería de habérsele curado; había logrado escapar ileso de la Puerta del Mar, pero estaba sucio y manchado con la sangre de otros. Contra las altas ventanas sin persianas de la biblioteca, la nieve surcaba el aire susurrando. Era mediodía y parecía el anochecer. Bajo las ventanas estaba la Plaza con sus bien defendidas barricadas. Más allá se hallaban las casas abandonadas, las murallas indefensas, la ciudad de nieve y sombras.
Aquel día de su retirada a la Ciudad Interior, el cuarto día de asedio, permanecieron detrás de sus barricadas; pero ya aquella noche, cuando la nevada disminuyó un poco, una partida de reconocimiento logró salir por los tejados del Colegio. La ventisca empeoró de nuevo hacia el amanecer, o quizás era que una segunda tormenta había seguido inmediatamente a la primera; y a cubierto de la nieve y el frío, los hombres y muchachos de Landin se dieron a la guerrilla en sus propias calles. Salieron de dos en dos o de tres en tres, rondando las calles, tejados y habitaciones, sombras entre sombras. Usaron cuchillos, dardos envenenados, bolos y flechas. Irrumpieron en sus propias casas y mataron a los gaales que se habían refugiado en ellas, o fueron asesinados por ellos.
Como no sentía vértigo, Agat era uno de los que mejor saltaba de tejado en tejado. La nieve había vuelto muy resbaladizas aquellas tejas tan inclinadas: pero la posibilidad de liquidar gaales con sus dardos era irresistible, y las posibilidades de resultar asesinados no eran mayores que en la lucha en las esquinas callejeras o la persecución casa por casa.
El sexto día de asedio, cuarto de tormenta, fue uno de nevada fina, escasa, arrastrada por el viento. Los termómetros que había en el sótano de la Sala de Archivos, que ahora era empleada como hospital, señalaban cuatro grados bajo cero en el exterior, y los anemómetros marcaban rachas de viento de más de cien kilómetros por hora. Estar afuera era terrible, ya que el viento azotaba la cara con aquella fina nieve como si fuera grava, arremolinándola a través de los cristales rotos de las ventanas cuyas persianas habían sido arrancadas para hacer con ellas una hoguera, y se colaba a través de las puertas astilladas. Había poco calor y alimento en cualquier parte de la ciudad, excepto en los cuatro edificios que rodeaban la Plaza. Los gaales se acurrucaron en habitaciones vacías, quemando colchones y puertas, persianas y cofres, encendieron hogueras en el centro de las habitaciones, en espera de que cesara la tormenta. No tenían provisiones, pues sus alimentos se los habían llevado los de la Marcha hacia el Sur. Cuando el tiempo cambiara, ellos podrían cazar, y acabar con los habitantes de la ciudad, y luego vivir gracias a las provisiones invernales. Pero mientras la tormenta durase, sus atacantes pasarían hambre.
Ellos tenían en su poder la calzada, si es que eso les servía de algo. Los vigilantes situados en la Torre de la Liga los habían visto hacer una incursión hasta el Rimero, que acabó prontamente tras una lluvia de lanzas y con el levantamiento del puente levadizo. A pocos de ellos se les vio aventurarse en las playas con la marea baja, allá debajo de los acantilados de Landin; probablemente habían visto subir la rugiente marea, y no tenían ni idea de la frecuencia ni de la hora en que subiría otra vez, pues ellos eran gente de tierra adentro. Por lo tanto el Rimero estaba seguro, y algunos de los paraverbalistas más expertos de la ciudad habían estado en contacto con uno u otro de los hombres y mujeres que se hallaban en la isla, lo suficiente para saber que se encontraban bien, y para decir a los padres ansiosos que no había niños enfermos. El Rimero se hallaba en buenas condiciones: pero la ciudad estaba destrozada, invadida, ocupada. Más de cien de sus habitantes habían muerto ya en su defensa, y el resto estaba atrapado en unos pocos edificios. Una ciudad de nieve, sombras y sangre.
Jakob Agat se sentó en cuclillas en la sala de paredes grises. Estaba vacía exceptuando una litera de estera de fieltro desgarrada, y cristales rotos sobre los que se había posado la nieve. La casa estaba en silencio. Allá, bajo la ventana donde había estado el jergón, él y Rolery habían dormido una noche; ella lo había despertado por la mañana. Agachado allí, asaltante de su propia casa, pensó en Rolery con amarga ternura. Una vez (parecía que había pasado tanto tiempo, y hacía doce días, quizás), él había dicho en esta misma habitación que no podía pasar sin ella. «Pues entonces que me dejen pensar en ella ahora, al menos pensar en ella», dijo lleno de rabia al silencio; pero todo lo que pudo pensar fue que tanto él como ella habían nacido en mal momento. En la estación equivocada. No se puede empezar un amor al principio de una estación de muerte.
El viento silbó en las ventanas rotas como un quejido. Agat tiritó. Había estado acalorado todo el día, pero el termómetro seguía bajando, y muchos de los guerrilleros que estaban por los tejados empezaban a tener dificultades con lo que los ancianos llamaban congelaciones por la helada. El se sentía mejor si estaba en movimiento, y pensar no le hacía ningún bien. Ya se disponía a salir por la puerta, un hábito de toda la vida, cuando controlándose se dirigió con precaución hacia la ventana por la cual había entrado. En la habitación de la planta baja de la casa de al lado había acampado un grupo de gaales, y él pudo ver la espalda de uno cerca de la ventana. Eran gente rubia; su cabello había sido oscurecido y atiesado con alguna clase de betún o alquitrán; pero se inclinó, y el musculoso cuello que Agat vio agachado era blanco. Resultaba curioso las pocas posibilidades que él había tenido realmente de ver a sus enemigos. Se disparaba a distancia, o se golpeaba y echaba a correr, o en la Puerta del Mar se luchaba demasiado cerca y con mucha rapidez para mirar. Se preguntó si sus ojos serían amarillentos o ámbar como los de los tevaranos; tenía la impresión de que eran grises. Pero éste no era momento de descubrirlo. Se subió al antepecho, luego trepó por el frontón y salió de su casa por el tejado.
Su camino de siempre para volver a la Plaza estaba bloqueado: los gaales también habían empezando a recorrer los tejados. Se libró de todos sus perseguidores rápidamente, excepto de uno, armado con un lanzadardos, que fue tras él, saltando un foso de casi dos metros y medio entre dos casas y ante el cual se habían detenido los otros. Agat tuvo que dejarse caer en una callejuela, se incorporó y echó a correr.
Un guardián que estaba en la barricada de la calle Esmit, que vigilaba precisamente por si venían escapados, le arrojó una escalerilla de cuerda, y él trepó por ella. Justo cuando llegaba a su parte superior, un dardo se clavó en su mano derecha. Se dejó caer dentro de la barricada, se arrancó el dardo, se chupó la herida y escupió. Los gaales no envenenaban sus dardos o flechas, aunque recogían y empleaban las que los hombres de Landin les arrojaban, y algunas de éstas, por supuesto, estaban envenenadas. Ésta era una clara demostración de una de las razones de la Ley de Embargo. Agat pasó un par de minutos muy malos esperando sentir el primer calambre; pero luego comprendió que había tenido suerte, y pronto empezó a sentir el dolor de aquella pequeña herida en su mano. La mano con la que él disparaba.
La cena se estaba sirviendo en la Sala de la Asamblea, debajo de los relojes dorados. Él no había comido nada desde el amanecer. Tenía un hambre voraz y se sentó ante una de las mesas con su cuenco de bhan caliente y carne salada; luego le fue imposible comer. Tampoco tenía ganas de hablar, pero haciendo un esfuerzo habló con todos los que lo rodeaban, hasta que la campana de la torre, que estaba por encima de ellos, dio la señal de alarma: otro ataque.
Como de costumbre, el asalto fue de barricada en barricada y en conjunto no fue gran cosa. Nadie podía llevar a cabo un ataque prolongado con tan mal tiempo. Lo que ellos buscaban con aquellos ataques variados entre dos luces era tener la oportunidad de hacer pasar a uno o dos de sus hombres a través de una barricada sin proteger, para llegar a la Plaza y para abrir las macizas puertas de hierro de la parte de atrás de la Sala Vieja. Al hacerse de noche, los atacantes se alejaron. Los arqueros que disparaban desde las ventanas superiores de la Sala Vieja y del Colegio cesaron de tirar y finalmente avisaron que las calles estaban limpias de enemigos Como siempre ocurría, algunos defensores habían resultado muertos o heridos: un ballestero alcanzado en la ventana donde estaba, por una flecha disparada desde abajo, un muchacho que, habiendo trepado demasiado alto en la barricada, fue alcanzado en el vientre por una lanza con punta de hierro; y otros varios heridos leves. Cada día eran más los muertos y heridos y menos los que quedaban para proteger y combatir. La sustracción de unos pocos de demasiados pocos…
De nuevo con calor y temblores, Agat regresó de esta escaramuza. La mayoría de los hombres estaban comiendo cuando se dio la alarma, regresaron y terminaron de comer. Agat no tenía apetito y ahora hasta le repugnaba el olor de la comida. Su mano herida le sangraba cada vez que él la empleaba, lo cual le dio una excusa para bajar a la Sala de Archivos, bajo la Sala Vieja, para que el curandero se la vendara.
Era un gran aposento de techo bajo, mantenido siempre a la misma temperatura y luz tenue noche y día, un buen sitio para guardar viejos instrumentos, mapas y documentos, pero también para alojar hombres heridos. Todos yacían sobre jergones en el suelo de fieltro, pequeñas islas de sueño y dolor diseminadas en el silencio de la larga habitación. Entre ellos él vio a su esposa que venia hacia él, tal como él había esperado verla. Y esta visión, la certeza de su presencia, no despertó en él aquella amarga ternura que sentía cuando pensaba en ella; en cambio le proporcionó un intenso placer.
—¡Hola, Rolery! —musitó, y se apartó en seguida de ella para dirigirse a Seiko y al curandero Wattock, preguntándoles cómo estaba Huru Pilotson. Ya no sabía qué hacer con su gozo: le abrumaba.
—Su herida empeora —le murmuró Wattock.
Agat se lo quedó mirando fijamente, y luego se dio cuenta de que estaba hablando de Pilotson.
—¿Empeora? —repitió, sin comprender; y fue a arrodillarse junto a Pilotson.
Pilotson le estaba mirando.
—¿Cómo va eso, Huru?
—Cometiste un gran error —le respondió el herido.
Habían sido amigos durante toda su vida. Agat comprendió en seguida, sin equivocarse, qué era lo que estaba pensando Pilotson: en su matrimonio. Pero no supo qué responder.
—No habría supuesto mucha diferencia —empezó a decir finalmente. Luego se detuvo; no quería justificarse.
Pilotson le dijo:
—No son suficientes, no son suficientes.
Sólo entonces se dio cuenta Agat de que a su amigo se le había ido la cabeza.
—¡Todo va bien, Huru! —contestó de modo tan autoritario que Pilotson, al cabo de un rato, suspiró y cerró los ojos, pareciendo aceptar esta ciega seguridad. Agat se levantó y fue en busca de Wattock—.
¿Quieres vendarme esto para detener la sangría? ¿Qué le pasa a Pilotson?
Rolery trajo venda y esparadrapo. Wattock vendó la mano de Agat con un par de vueltas hechas con mano experta.
—No lo sé, Alterra —le dijo—. Los gaales deben emplear un veneno contra el que no sirven de nada nuestros antídotos. Ya he probado con todos. Y Pilotson Alterra no es el único. Las heridas no se cierran, y se hinchan. Mira a ese muchacho. Le pasa lo mismo.
El muchacho, un guerrillero de la lucha en las calles, de dieciséis años de edad, gemía y forcejeaba como el que sufre una pesadilla. La herida de lanza en su cadera no sangraba, pero bajo la piel se veían como rayas rojas. Toda la herida tenía un aspecto extraño, y al tacto estaba muy caliente.
—¿Has probado todos los antídotos? —preguntó Agat, apartando su mirada del rostro atormentado del muchacho.
—Todos, Alterra. Eso me recuerda la herida que te hiciste a principios de Otoño, cuando te subiste a aquel árbol siguiendo a un klois. ¿Lo recuerdas? Quizás ellos hacen algún veneno de la sangre o las glándulas de klois. Tal vez estas heridas se curen como se curó aquélla. Sí, aquí está la cicatriz. Cuando él era un muchacho como éste —explicó Wattock a Seiko y a Rolery—, subió a un árbol persiguiendo a un klois, y aunque sólo se hizo ligeros arañazos, se le hincharon, se puso caliente y enfermó. Pero en pocos días se curó.
—Éste no se pondrá bien —dijo Rolery a Agat en voz baja.
—¿Por qué dices eso?
—Bueno, yo… Solía mirar a la mujer-medicina de mi clan. Aprendí algunas cosas… Esas rayas de su pierna son lo que ellos llamaban senderos de la muerte.
—¿Conoces pues este veneno, Rolery?
—No creo que sea veneno. Cualquier herida profunda puede hacer eso. Incluso una herida pequeña que no sangre, o que se ponga sucia. Es el demonio del arma…
—Eso es superstición —terció el anciano curandero con orgullo.
—A nosotros no nos afecta el demonio del arma, Rolery —le explicó Agat, apartándola del indignado doctor en un gesto más bien defensivo—. Tenemos…
—¡Pero el muchacho y Pilotson Alterra lo tienen! ¡Mira!
Ella lo llevó a donde uno de los tevaranos heridos estaba sentado, un animoso joven de mediana edad, que de buena gana, mostró a Agat el sitio donde había estado su oreja izquierda antes de que un hacha se la cortara. La herida se estaba curando, pero estaba hinchada, caliente, rezumando…
Inconscientemente, Agat se llevó su mano hacia su propia y punzante herida en el cuero cabelludo, que él había desatendido.
Wattock los había seguido. Mirando furioso a la inocente hilfa, explicó:
—Lo que estos hilfos llaman «demonio del arma» es, por supuesto, la infección bacteriológica. Tú estudiaste eso en la escuela, Alterra. Como los seres humanos no son susceptibles a la infección por ninguna forma de vida bacteriológica o virus local, el único daño que podemos sufrir es el que se cause a los órganos vitales, la pérdida de sangre o el envenenamiento químico, contra el cual tenemos antídotos.
—Pero ese muchacho se está muriendo, Mayor —replicó Rolery con su voz suave aunque inflexible—. La herida no fue lavada antes de ser cosida.
El anciano doctor se puso rígido de furia:
—¡Vuelve con los tuyos y no me digas cómo se han de cuidar los humanos!
—¡Basta ya! —exclamó Agat.
Silencio.
—Rolery —dijo Agat—. Si aquí pueden prescindir de ti por un momento, creo que será mejor que nos vayamos… —y estuvo a punto de decir: a casa—. Por si podernos cenar algo —terminó vagamente…
Ella no había comido; él se sentó al lado de ella en la Sala de Asamblea, y comió un poco. Luego se pusieron sus abrigos para cruzar a oscuras la Plaza azotada por el viento para dirigirse al edificio del Colegio, donde tenían que compartir el espacio de una aula junto con otra pareja. Los dormitorios de la Sala Vieja eran más cómodos; pero la mayoría de los matrimonios cuya mujer no se había ido al Rimero preferían este ambiente semiprivado siempre que se les permitiera disfrutarlo.
Una mujer estaba dormida profundamente tras una fila de pupitres, acurrucada en su abrigo. Las mesas habían sido puestas de pie y amontonadas para obstruir las ventanas rotas contra las piedras, los dardos y el viento.
Agat y su esposa colocaron sus abrigos en el suelo sin alfombrar para que les sirvieran de cama. Antes de dormirse, Rolery tomó nieve limpia de un antepecho y lavó las heridas de la mano y el cuero cabelludo de él. Le dolió, y él protestó, malhumorado por la fatiga; pero ella le dijo:
—Tú eres Alterra, y no te pondrás enfermo. Esto no te hará daño… No te hará daño…