LIBRO TERCERO EL LIBRO DEL HIJO NUEVO

El sol asomó por el horizonte. No estaban en el Viejo Reino, por lo que este sol era una mera bola de gases llameantes. La noche púrpura del desierto se fue evaporando bajo su implacable calor de soplete. Los lagartos se apresuraron a esconderse en las grietas de las rocas. Maldito Bastardo se acomodó en la pequeña sombra proyectada por lo que quedaba del matojo de sifacias, observó el panorama con expresión altiva y empezó a masticar un poco de bolo alimenticio mientras calculaba raíces cuadradas en base siete.

Teppic y Ptraci acabaron encontrando un poco de sombra debajo de un saliente de piedra caliza y se sentaron debajo de él para contemplar con expresión lúgubre las olas de calor que rebotaban en los peñascos.

—No lo entiendo —dijo Ptraci—. ¿Estás seguro de que has mirado en todas partes?

—¡Es un país! ¡No puede caerse por un agujero en el suelo y desaparecer, maldita sea!

—Bueno, ¿pues dónde está entonces? —replicó Ptraci sin perder la calma.

Teppic lanzó un gruñido. El martillo del calor estaba empeñado en aplanar el desierto, pero Teppic decidió salir de la sombra y empezó a moverse por entre las rocas como si fuera posible que novecientos kilómetros cuadrados de tierra estuvieran escondidos detrás de un arbusto o debajo de un guijarro.

Descubrió que el camino bajaba por entre los riscos, pero volvía a subir casi inmediatamente y seguía avanzando por encima de las dunas hasta llevar a lo que estaba claro era Espadarta. Teppic reconoció una esfinge erosionada por los vientos que había sido colocada allí para indicar la posición de la frontera. La leyenda afirmaba que cuando la nación estaba metida en un lío realmente serio la esfinge patrullaba a lo largo de la frontera, aunque no estaba muy segura del porqué lo hacía.

Teppic sabía que el galope del camello les había llevado hasta Efebas. Ahora tendría que estar contemplando toda la extensión del Djel, ese fértil valle salpicado de pirámides que se interponía entre los dos países.

Ya llevaba una hora buscándolo.

Era inexplicable. Era increíble. Y, aparte de eso, también era extremadamente embarazoso.

Teppic se hizo sombra en los ojos con una mano y echó el vistazo número mil al paisaje silencioso que se cocía bajo el sol. Y movió la cabeza. Y vio Djelibeibi.

La tierra en que había nacido ocupó todo su campo visual durante un momento. Teppic movió la cabeza rápidamente y volvió a verla, un fugaz destello de colores nebulosos que se desvaneció apenas empezó a concentrar su atención en él.

Ptraci sacó la cabeza de la sombra unos minutos después y le vio a cuatro patas en el suelo. Teppic empezó a levantar guijarros, y Ptraci decidió que ya llevaba demasiado rato al sol.

Fue hacia él y le puso la mano en el hombro, pero Teppic se la apartó e hizo una mueca de impaciencia.

—¡Lo he encontrado!

Sacó un cuchillo de su bota y empezó a pinchar las piedras con la punta.

—¿Dónde?

—¡Aquí!

Ptraci puso una mano llena de anillos en su frente.

—Oh, sí —dijo—. Comprendo. Claro. Estupendo. Bueno, creo que será mejor que te acuestes un ratito a la sombra y descanses, ¿no te parece?

—¡No, de veras! ¡Está aquí! ¡Mira!

Ptraci decidió seguirle la corriente. Se acuclilló y clavó los ojos en una roca.

—Hay una grieta —dijo pasados unos momentos, no muy segura de lo que podía significar el que hubiera una grieta.

—Fíjate bien en ella, ¿quieres? Tienes que volver la cabeza y… No sé cómo expresarlo. Hay que mirar por el rabillo del ojo, ¿entiendes?

La punta del cuchillo de Teppic entró en la grieta, una hendidura tan pequeña que apenas llegaba a ser una línea casi invisible sobre la roca.

—Vaya, sí que entra… —dijo Ptraci contemplando el suelo ardiente que pisaban.

—Desde la Segunda catarata hasta el Delta —dijo Teppic—. Taparte un ojo ayuda bastante. Por favor, inténtalo… ¡Oh, por favor!

Ptraci alzó una mano vacilante hasta taparse un ojo y contempló obedientemente la roca con el otro.

—No sirve de nada —dijo al cabo de unos instantes—. No puedo… veeeeeeer…

Permaneció totalmente inmóvil durante un momento y se arrojó de lado sobre las rocas. Teppic dejó de intentar meter el cuchillo en la grieta y reptó hacia ella.

—¡Estaba justo al borde! —gimoteó Ptraci.

—¿Lo has visto? —preguntó Teppic en un tono impregnado de esperanza.

Ptraci asintió, se puso en pie con mucha cautela y empezó a retroceder lentamente alejándose de la roca.

—Tus ojos… ¿Tuviste la sensación de que te los estaban volviendo del revés? —preguntó Teppic.

—Sí —replicó Ptraci con voz gélida—. ¿Tendrías la bondad de devolverme mis abalorios?

—¿Qué?

—Mis abalorios. Te los metiste en ese bolsillo tan raro tuyo. Quiero que me los devuelvas.

Teppic se encogió de hombros, metió la mano en su faltriquera y hurgó dentro de ella. La mayor parte de los abalorios eran de cobre con unas cuantas incrustaciones de esmalte. El artesano había intentado conseguir algo interesante combinando trocitos de alambre retorcido con cristales multicolores, pero no había tenido mucho éxito. Ptraci se los quitó de la mano y empezó a ponérselos.

—¿Poseen algún significado esotérico? —preguntó Teppic.

—¿Qué quiere decir «esotérico»? —replicó Ptraci con expresión distraída.

—Oh. Entonces, ¿para qué los necesitas?

—Ya te lo expliqué antes. Si no los llevo encima tengo la sensación de que no estoy lo suficientemente vestida.

Teppic se encogió de hombros, y volvió a concentrar su atención en la tarea de meter el cuchillo dentro de la grieta.

—¿Por qué estás haciendo eso? —le preguntó Ptraci.

Teppic dejó de luchar con la grieta y pensó en por qué estaba haciendo aquello.

—La verdad es que no lo sé —respondió por fin—. Pero tú también viste el valle, ¿no?

—Sí.

—Bueno, ¿y…?

—¿Bueno qué?

Teppic puso los ojos en blanco.

—¿No te pareció que era un poquito… un poquito extraño? Todo un país consigue… digamos que esfumarse… resulta… ¡Maldita sea, creo que eso es algo que no se ve cada maldito día!

—¿Cómo quieres que lo sepa? Nunca había estado fuera del valle. No sé qué aspecto se supone que ha de tener desde el exterior. Y deja de maldecir, ¿quieres?

Teppic meneó la cabeza.

—Creo que voy a tumbarme un ratito a la sombra —dijo—. O a lo que queda de ella —añadió, pues los implacables rayos del sol ya estaban empezando a consumir las sombras.

Teppic fue tambaleándose hacia las rocas y miró a Ptraci en cuanto hubo llegado a ellas.

—No hay forma humana de llegar hasta el valle —logró decir por fin—. Todas esas personas…

—Vi los fuegos de las cocinas —dijo Ptraci dejándose caer junto a él.

—Es algo relacionado con la pirámide —dijo Teppic—. Antes de que saliéramos de allí tenía un aspecto muy extraño. Es cosa de magia o de geometría… una de las dos cosas. ¿Crees que hay alguna forma de volver al reino?

—No quiero volver. ¿Por qué iba a querer volver? Si vuelvo ya sabes lo que me espera, ¿no? Los cocodrilos y se acabó. Francamente, si no me ofrecen algo un poco mejor que los cocodrilos no pienso volver nunca.

—Hum. Quizá podría perdonarte o algo así… —dijo Teppic.

—Oh, claro —replicó Ptraci examinándose las uñas—. Dijiste que eras el faraón, ¿verdad?

—¡Soy el faraón! Eso que hay ahí es mi reino…—Teppic vaciló. No estaba muy seguro de cuál era la dirección que debía señalar con el dedo—. Bueno, eso que hay más o menos por ahí es mi reino. Soy su monarca, ¿entiendes?

—No tienes aspecto de ser faraón —dijo Ptraci.

—¿Por qué no?

—El faraón llevaba una máscara dorada.

—¡Y debajo estaba yo!

—Ya. Así que tú fuiste el que ordenó que me arrojaran a los cocodrilos, ¿eh?

—¡Sí! Quiero decir… ¡No! —Teppic vaciló—. Quiero decir que… Fue el faraón quien lo ordenó, no yo. Bueno, fui yo pero no era yo… Y de todas formas yo te rescaté —añadió valientemente.

—Bueno, pues ahí lo tienes. Además, si fueses el faraón también serías un dios, ¿no? Me parece que no te estás comportando de una forma muy divina.

—¿Sí? Eh… Esto…

Teppic sufrió un nuevo ataque de vacilación. Ptraci tenía una mente espantosamente literal, y eso significaba que las frases más inocentes tenían que ser examinadas muy minuciosamente antes de ser enviadas al mundo.

—Mira, lo que mejor se me da es hacer salir el sol —le explicó—. Pero aún no tengo ni idea de cómo lo consigo, y… Ah, y los ríos, claro. ¿Quieres una buena inundación? Pues en ese caso yo soy tu hombre… Tu dios, quería decir, y…

No llegó a completar la frase. Acababa de tener una idea.

—Me pregunto qué estará ocurriendo ahí dentro ahora que no estoy —dijo por fin.

Ptraci se puso en pie y empezó a caminar hacia la cañada.

—¿Adónde vas?

Ptraci se volvió hacia él.

—Bueno, señor faraón o Dios o asesino o lo que seas, ¿qué me dirías de hacer aparecer un poquito de líquido?

—Eh… Bien, si tienes la bondad de darte la vuelta…

—No estaba pensando en esa clase de líquido. Pensaba en algo de agua. Para beber, ¿entiendes? Puede que haya un río escondido dentro de esa grieta y puede que no, pero no podemos llegar hasta él, ¿verdad? Así pues, tenemos que ir a algún sitio donde haya agua y podamos llegar hasta ella. Es tan sencillo que creía que hasta un faraón podría entenderlo.

Teppic echó a correr detrás de ella y la siguió hasta la cuneta. Maldito Bastardo estaba acostado con la cabeza y el cuello pegados al suelo moviendo lentamente las orejas entre remolinos de calina mientras se distraía aplicando la Teoría de las Integrales Transitorias de Asquerosa Bestia Inmunda a una sucesión de números cisoidales que tenían un aspecto muy prometedor. Ptraci estaba tan irritada que le dio una patada.

—Entonces, ¿sabes dónde hay agua? —preguntó Teppic.

«… e/27. Once kilómetros…»

Un par de ojos ribeteados de kohl se volvieron hacia él y le observaron como si no pudiesen creer en lo que estaban viendo.

—¿Quieres decir que tú no sabes dónde hay agua? ¿Pensabas llevarme al desierto y no tienes ni la más mínima idea de dónde se puede encontrar agua?

—¡Bueno, ya que lo preguntas esperaba que podría llevarme un poco para el trayecto!

—¡Ni tan siquiera habías pensado en el agua!

—¡Oye, no puedes hablarme así! ¡Soy el faraón y…!

Teppic se calló de repente.

—Tienes toda la razón —siguió diciendo pasados unos momentos—. Ni tan siquiera había pensado en el agua. Vengo de un sitio en el que llueve a cántaros casi cada día. Lo siento.

Ptraci enarcó las cejas.

—Un-Sitio-En-El-Que-Llueve-A-Cántaros-Casi-Cada-Día… Un poco largo, ¿verdad? No, creo que no me suena. ¿Dónde queda eso?

—No, yo… Vengo de… En fin, concentrémonos en lo de la lluvia. Ya sabes qué es, ¿no? ¿Gotitas muy pequeñas que caen del cielo? ¿Eh?

—Qué idea tan ridícula. ¿Y de dónde vienes?

Teppic puso cara de sentirse bastante incómodo.

—¿Que de dónde vengo? De Ankh-Morpork. En cuanto a dónde empecé el trayecto… Aquí.

Volvió la cabeza hacia el camino. Si sabías lo que estabas buscando podías ver una grieta muy delgada que se deslizaba sobre las rocas. La grieta subía por los riscos que había a cada lado creando una nueva falla vertical con el grosor de una línea de lápiz que, casualmente, contenía un reino fluvial al completo con sus 7.000 años de historia.

Teppic había odiado cada minuto del tiempo que pasó allí. Y ahora el Djel le había echado. Y ahora el simple hecho de que no pudiera volver allí hacía que quisiera volver.

Fue hacia la piedra y se tapó un ojo. Si movías la cabeza en la dirección adecuada con mucho cuidado…

La imagen pasó velozmente por su campo visual y se esfumó. Teppic hizo unos cuantos intentos más, pero no consiguió volver a verla.

¿Y si hacía pedazos las rocas? «No —pensó—, qué idiotez… Es una línea. No puedes meterte dentro de una línea. Una línea carece de grosor. Es un hecho geométrico ampliamente conocido.»

Oyó los pasos de Ptraci a su espalda y un instante después sintió el contacto de sus manos en el cuello. Durante una fracción de segundo la mente de Teppic estuvo muy ocupada preguntándose cómo era posible que Ptraci conociera el Abrazo de la Muerte Cathártica, y un instante después los dedos empezaron a masajear suavemente sus músculos, y las rigideces se derritieron bajo aquellas expertas caricias tan deprisa como el sebo debajo de un cuchillo caliente. La tensión se fue esfumando y Teppic se estremeció.

—Qué agradable —dijo.

—Para eso nos entrenan. Tienes los tendones tan anudados que parecen una ristra de pelotas de ping-pong ensartadas en un hilo —dijo Ptraci.

Teppic lanzó un suspiro de gratitud, se fue deslizando hasta la base de uno de los peñascos que había junto al risco y dejó que el ritmo de los dedos de Ptraci fuese desenredando el amasijo de problemas de la noche.

—No sé qué hacer —murmuró—. Oh, eso es delicioso…

—Ser una buena doncella exige algo más que saber pelar uvas —dijo Ptraci—. La primera lección que aprendemos es que si tu amo acaba de volver a casa después de un día muy largo y agotador quizá no sea el momento más adecuado para proponerle la Conjunción del Zorro y el Perejil. ¿Y quién dice que tengas que hacer algo?

—Me siento responsable.

Teppic cambió poco a poco de posición moviéndose tan perezosamente como un gato.

—¿Sabes si hay dúlcemeles por aquí? Si hubiera uno cerca podría tocar algo suave que te ayudaría a relajarte —dijo Ptraci—. Todavía no he terminado el Libro I, pero ya he llegado a «La merienda de los duendes».

—Quiero decir que… Bueno, un monarca no debería permitir que su reino se desvaneciera así.

—Las otras chicas dominan los acordes y todas esas cosas —dijo Ptraci en un tono levemente melancólico mientras seguía dándole masajes en los hombros—. Pero el difunto faraón siempre decía que prefería oírme a mí. Decía que le animaba mucho.

—Acabarán llamándolo el Reino Perdido, ¿entiendes? —dijo Teppic con voz soñolienta—. ¿Y cómo crees que me sentiré entonces, eh?

—Decía que también le gustaba oírme cantar. Era el único, ¿sabes? Todo el mundo decía que oírme cantar les recordaba a una bandada de buitres que acabaran de encontrar un asno muerto.

—Rey de un Reino Perdido, imagínatelo… Sería horrible. Tengo que recuperar mi reino.

Maldito Bastardo estaba moviendo lentamente su enorme cabeza para seguir el errático revolotear de un tábano. Columnitas de números rojos parpadeaban en las profundidades de su cerebro detallando los vectores de velocidad y elevación. Las conversaciones de los seres humanos raras veces le interesaban, pero le pasó por la cabeza la idea de que los machos y las hembras siempre se llevaban mejor cuando ninguno de los dos escuchaba con mucha atención lo que estaba diciendo la otra parte. Los camellos no se complicaban tanto la vida.

Teppic clavó los ojos en la línea que recorría las rocas. Geometría. Sí, por supuesto…

—Iremos a Efebas —dijo—. Saben todo lo que hay que saber sobre geometría, y tienen algunas ideas muy poco sólidas. Creo que en estos momentos no me irían mal unas cuantas ideas poco sólidas.

—¿Por qué llevas encima esos cuchillos y todos esos trastos? Quiero decir… ¿Cuál es la auténtica razón de que vayas tan cargado?

—¿Hummm? Perdona, ¿qué has dicho?

—Todos esos cuchillos… ¿Por qué?

Teppic pensó en lo que le acababa de preguntar.

—Supongo que porque cuando no los llevo encima tengo la sensación de que no estoy vestido —dijo por fin.

—Oh.

Ptraci hizo lo que se esperaba de una buena doncella y empezó a buscar un nuevo tema de conversación. Ofrecer Temas de Charla Amena e Interesante también formaba parte de los deberes de una doncella, pero Ptraci nunca había sido muy buena en eso. Las otras chicas eran capaces de presentar un surtido de temas realmente asombroso que parecía abarcarlo prácticamente todo, desde las costumbres de apareamiento de los cocodrilos hasta las especulaciones sobre la vida en el Otro Mundo; pero en el caso de Ptraci una vez agotadas todas las variaciones posibles sobre el clima tenía que hacer un considerable esfuerzo de imaginación para no quedarse callada.

—Bien… —dijo—. Supongo que habrás matado a montones de personas, ¿no?

—¿Mmmm?

—Eres un asesino, ¿no? Te pagan para que mates gente. ¿Has matado a mucha gente? Oye, ¿sabes que tensas mucho los músculos de la espalda?

—Creo que no debería hablar de eso —dijo Teppic.

—Pues yo creo que debería saberlo. Ya que vamos a cruzar el desierto juntos y todo lo demás… ¿Más de cien?

—Cielo santo, no.

—Bueno, ¿menos de cincuenta?

Teppic se dio la vuelta y la miró.

—Oye, ni tan siquiera los asesinos más famosos llegaron a matar más de treinta personas en toda su vida —dijo.

—Entonces… ¿Menos de veinte?

—Sí.

—¿Menos de diez?

—Creo que sería mejor conformarse con un número entre el cero y el diez —dijo Teppic.

—De acuerdo, siempre que yo lo sepa. Estas cosas son muy importantes, ¿entiendes?

Fueron hacia Maldito Bastardo, pero ahora era Teppic quien parecía estar pensando algo.

—Todo eso de la disfunción… —empezó a decir.

—Conjunción —le corrigió Ptraci.

—Tú… Esto… ¿Más de cincuenta personas?

—Hay una palabra para definir a esa clase de mujer, y no es precisamente «doncella» —replicó Ptraci, pero sin demasiado rencor en la voz.

—Perdona. ¿Menos de diez?

—Digamos que… ¿Un número entre el cero y el diez? —propuso Ptraci.

Maldito Bastardo escupió. El tábano que zumbaba a seis metros de su boca fue limpiamente arrancado de su posición aérea y quedó pegado a la roca que había detrás de él.

—Asombroso, ¿verdad? —dijo Teppic—. No sé cómo lo hacen… Supongo que es algo relacionado con el instinto animal.

Maldito Bastardo le lanzó una mirada altiva desde debajo de sus pestañas modelo barre-el-desierto y siguió pensando.

«Supongamos que z = ei0. rumiarumiarumia. Por lo tanto dz = ie[i0]d0 o d0 = dz/iz…»


Ptaclusp vagaba sin rumbo por entre el caos que rodeaba a la pirámide. Aún llevaba puesta la camisa de dormir.

La pirámide estaba zumbando como si fuese una turbina. Ptaclusp no sabía por qué, y no sabía nada sobre el inmenso consumo de energía que había sido necesario para retorcer las dimensiones desplazándolas noventa grados y manteniéndolas en esa nueva posición contra las terribles presiones que intentaban devolverlas a la normalidad, pero al menos los inquietantes cambios temporales parecían haber cesado. Había muchos menos hijos de lo acostumbrado rondando el lugar y, de hecho, Ptaclusp se habría alegrado de encontrar aunque sólo fuese a uno o dos.

Lo primero que encontró fue la punta de la pirámide. El bloque se había roto y el recubrimiento de electro se había desprendido. Después de bajar a lo largo de toda la pirámide la punta había chocado con la estatua de Chist-Hera, el Dios con Cabeza de Buitre, y la había doblado por la mitad proporcionándole una expresión levemente sorprendida.

Un gemido casi inaudible hizo que Ptaclusp fuera corriendo hacia lo que había sido una tienda. Hurgó entre los gruesos pliegues de lona y acabó encontrando a IIb, quien parpadeó y entrecerró los ojos intentando ver algo en aquella penumbra grisácea.

—¡No ha funcionado, papá! —gimió—. ¡Casi habíamos conseguido llevarla hasta arriba del todo y entonces toda la estructura se… se retorció!

El constructor de pirámides apartó el caballete que había caído sobre las piernas de su hijo.

—¿Tienes algo roto? —preguntó en voz baja.

—Creo que sólo son morados.

El joven arquitecto se irguió, torció el gesto y miró a su alrededor.

—¿Dónde está Dos-a? —preguntó—. Estaba más arriba que yo, casi en la punta…

—Le he encontrado —dijo Ptaclusp.

Los arquitectos no se han hecho famosos por su capacidad de prestar atención a las inflexiones y matices más sutiles de la voz, pero aún así IIb captó la presencia del plomo invisible que lastraba la de su padre.

—No estará muerto, ¿verdad? —murmuró.

—No lo creo. No estoy seguro. Está vivo. Pero… Se mueve… se mueve… Bueno, será mejor que lo veas con tus propios ojos. Creo que está atrapado en algo cuántico.


Maldito Bastardo avanzaba a la velocidad de 1,247 metros por segundo haciendo malabarismos mentales con complicadísimas conjugaciones de coordenadas para no aburrirse mientras sus enormes pies en forma de platos hacían crujir la arena.

Otro de los factores que habían impulsado de forma tan considerable el desarrollo del intelecto de los camellos era la falta de dedos. El progreso de las matemáticas entre los seres humanos siempre se había visto retrasado por la tendencia instintiva a contar con los dedos de que dan muestra todos los miembros de la especie cuando se enfrentan con un problema matemático realmente complejo, como por ejemplo un polinomio triforme o un diferencial paramétrico.

Los desiertos también ayudaban muchísimo. Los desiertos son sitios donde no hay muchas distracciones, y en lo que concernía a los camellos el camino que llevaba a un desarrollo intelectual prodigioso había sido el tener muy poco que hacer y no disponer de nada con lo que pudieran hacer ese poco.

Maldito Bastardo llegó a la cima de la duna, contempló con aprobación las arenas ondulantes que se extendían delante de sus ojos y empezó a pensar en logaritmos.

—¿Cómo es Efebas? —preguntó Ptraci.

—Nunca he estado allí. Tengo entendido que está gobernada por un Tirano.

—Bueno, entonces espero que no lleguemos a conocerle.

Teppic meneó la cabeza.

—No se trata de esa clase de Tirano —le explicó—. Cambian de Tirano cada cinco años y antes tienen que hacer algo con él. —Intentó dar con la palabra adecuada—. Creo que le alijan.

—Eso es lo que hacen con los gatos, los toros y otros bichos, ¿verdad?

—Eh…

—Ya sabes a qué me refiero. Sirve para que pierdan las ganas de pelear y se vuelvan más cariñosos.

Teppic torció el gesto.

—Si he de serte sincero la verdad es que no estoy muy seguro —dijo—, pero no creo que se trate de eso. Lo hacen con una especie de herramienta especial o algo así… Creo que se llama mocracia, y eso quiere decir que todas las personas del país pueden decir quién creen que ha de ser el nuevo Tirano. Un hombre, un… —Hizo una pausa. Las clases de historia política a las que había asistido parecían muy lejanas en el tiempo, y aparte de eso le habían expuesto a conceptos que resultaban tan nuevos como inauditos para alguien nacido en Djelibeibi y, pensándolo bien, incluso para alguien nacido en la misma Ankh-Morpork. Aun así Teppic decidió intentarlo—. Un hombre, un veto.

—Y eso sirve para el alijamiento, ¿no?

Teppic se encogió de hombros. Quizá sí, y quizá no. La verdad es que no tenía ni idea.

—Lo importante es que todo el mundo puede hacerlo. Están muy orgullosos de ello. Todo el mundo tiene… —volvió a vacilar. A esas alturas ya estaba bastante seguro de que se había hecho un lío—, tiene el veto. Salvo las mujeres, naturalmente. Y los niños. Y los criminales. Y los esclavos. Y los idiotas de nacimiento. Y los extranjeros. Y la gente que está mal vista por… eh… varias razones. Y montones de personas más. Pero aparte de esa gente todo el mundo tiene su veto. Es una civilización muy ilustrada.

Ptraci pareció meditar en lo que acababa de explicarle.

—Y a eso se le llama mocracia, ¿verdad?

—Bueno, ellos fueron los que la inventaron, ¿sabes? —respondió Teppic con la vaga sensación de que estaba obligado a defenderla.

—Apuesto a que han tenido graves problemas para exportarla —dijo Ptraci con firmeza.


El sol no sólo era una bola de estiércol llameante empujada a través del cielo por un escarabajo pelotero gigante. También era una embarcación. Dependía del ángulo desde el que lo contemplaras.

La luz no parecía luz. Se había vuelto extrañamente apagada y sin brillo, y si fuera agua la única forma de definirla habría sido decir que sabía a lo que sabe el agua después de haber pasado varias semanas dentro de un vaso. La luz había perdido la alegría. Iluminaba, sí, pero sin vida. Recordaba más a la luz de la luna que a la del día.

Pero en aquellos momentos Ptaclusp estaba bastante más preocupado por su hijo que por los problemas que pudiera tener la luz.

—¿Tienes alguna idea de qué le ha pasado? —preguntó.

Su otro hijo estaba mordiendo el punzón y su expresión dejaba bien claro que no le estaba sirviendo de mucho y que habría preferido morderse la mano, pero le dolía demasiado. Había intentado tocar a su hermano y las chispas le habían despellejado los dedos.

—Quizá —se atrevió a decir.

—¿Puedes curarle?

—No lo creo.

—Entonces… ¿Qué le pasa ?

—Bueno, papá… Cuando subimos a la pirámide… bueno, cuando quedó claro que no podía descargar la energía… verás, estoy seguro de que retorció el… el tiempo y de que le dio la vuelta… El tiempo no es más que otra dimensión, ¿entiendes? Hum…

Ptaclusp puso los ojos en blanco.

—No emplees tu jerga de arquitecto conmigo, chico —replicó—. ¿Qué le ocurre a tu hermano?

—Creo que sufre un desajuste dimensional, papá. Se ha hecho un pequeño lío con el tiempo y el espacio. Por eso no para de moverse de lado.

Ptaclusp IIb miró a su padre y le obsequió con un valeroso intento de sonrisa.

—Siempre ha tenido una cierta tendencia a moverse así —dijo Ptaclusp.

Su hijo suspiró.

—Sí, papá —dijo—, pero entonces el que se moviera de esa forma resultaba perfectamente normal. Todos los contables se mueven así porque no les gusta enfrentarse a la realidad. Ahora se mueve de lado porque para él… bueno, ahora es el Tiempo lo que le obliga a moverse así.

Ptaclusp frunció el ceño. Moverse de lado y muy despacio no era el único problema del que estaba aquejado IIa. También había quedado aplanado. No es que se hubiera vuelto como una carta, naturalmente, que tiene anverso, reverso y filo sino que… bueno, se había vuelto plano en todas direcciones a la vez.

—Me recuerda a los tipos de los frescos —dijo Ptaclusp—. ¿Dónde está su profundidad, su perspectiva o como demonios se le llame a eso?

—Creo que está en el Tiempo —dijo IIb poniendo cara de impotencia—. En el nuestro, claro, no en el suyo.

Ptaclusp caminó alrededor de su hijo, se dio cuenta de que la chatez le seguía y se rascó el mentón.

—Así que puede moverse en el Tiempo, ¿eh? —dijo hablando muy despacio.

—Sí, es posible que pueda hacerlo.

—¿Crees que podríamos convencerle para que se diera un paseíto de unos cuantos meses hacia atrás y nos dijese que no construyéramos esa maldita pirámide?

—No puede comunicarse, papá.

—Bueno, al menos en eso no ha cambiado mucho…

Ptaclusp se dejó caer sobre los cascotes y apoyó la cabeza en las manos. Las cosas no podían estar peor. Un hijo normal e imbécil y un hijo más plano que una sombra… ¿Y qué clase de vida iba a tener el pobre chaval ahora? Pasaría el resto de su existencia siendo utilizado para forzar cerraduras o para quitar el hielo de los limpiaparabrisas… Bueno, al menos siempre tendría un sitio en el que dormir. Podría pasar la noche en cualquier prensa-pantalones de la habitación de un motel barato,[22] pero eso y el ser capaz de meterse por debajo de las puertas y leer libros sin necesidad de abrirlos no parecía gran cosa como compensación.

IIa se deslizó unos centímetros hacia un lado. Ptaclusp pensó que parecía un recortable moviéndose sobre el paisaje.

—¿No podemos hacer nada? —preguntó—. No sé… ¿No podemos enrollarle o algo parecido? Quizá estaría más cómodo…

IIb se encogió de hombros.

—Podríamos ponerle algo en el camino. Quizá fuese buena idea. Impediría que le ocurriese algo peor porque entonces… eh… no habría tiempo de que le ocurriese. Creo.

Empujaron la estatua de Chist-Hera el Dios con Cabeza de Buitre hasta colocarla en el camino del hermano plano. Un par de minutos después su lento deslizarse de lado le hizo entrar en contacto con el obstáculo. El chispazo azul que se produjo a continuación derritió la mitad de la estatua, pero el movimiento se detuvo.

—¿Por qué echa chispas? —preguntó Ptaclusp.

—Creo que es un fenómeno parecido al de los resplandores que emiten las pirámides.

Ptaclusp no había llegado a donde estaba hoy… mejor dicho, no había llegado a donde estaba la noche anterior por casualidad. El constructor de pirámides era capaz de encontrar las ventajas implícitas, incluso en las situaciones más improbables.

—Ahorrará mucho en ropa —murmuró—. Quiero decir que… Bueno, ahora puede pasar con una lata de pintura, ¿no?

—Papá, creo que aún no lo has entendido del todo —dijo IIb con voz cansada.

Se sentó junto a su padre y levantó la cabeza para contemplar el río y el palacio que se alzaba al otro lado.

—Parece que ahí está ocurriendo algo —dijo Ptaclusp—. ¿Crees que se han dado cuenta de lo de la pirámide?

—No me sorprendería demasiado. Después de todo ha girado noventa grados, ¿no?

Ptaclusp volvió la cabeza para mirar por encima de su hombro y asintió lentamente.

—Tiene un aspecto muy extraño, ¿verdad? —dijo—. Me parece que hay un poquito de inestabilidad estructural.

—¡Papá, es una pirámide! ¡Tendríamos que haberla descargado! ¡Te lo advertí! Las fuerzas involucradas… Bueno, sencillamente son demasiado…

Una sombra cayó sobre ellos. Padre e hijo miraron a su alrededor, no vieron nada y acabaron levantando la cabeza. Después la levantaron un poquito más.

—Oh, oh —dijo Ptaclusp—. Es Chist-Hera, el Dios con Cabeza de Buitre…


Efebas se extendía delante de ellos, un poema clásico de mármol blanco que se desplegaba perezosamente sobre las rocas curvándose alrededor de una bahía de un azul tan intenso que deslumbraba…

—¿Qué es aquello de ahí? —preguntó Ptraci después de haberlo examinado con mucha atención durante unos momentos.

—Es el mar —dijo Teppic—. Ya te he hablado de él, ¿recuerdas? Las olas y todo lo demás.

—Pero tú dijiste que era verde, y que estaba lleno de bultos y ondulaciones.

—A veces se pone así.

—Hmmm.

El tono de voz sugería que Ptraci no aprobaba el mar, pero antes de que pudiera explicar por qué oyeron el sonido de varias voces irritadas que discutían. Las voces venían de detrás de una duna cercana.

En lo alto de la duna había un cartel.

ESTACIÓN COMPROBADORA DE AXIOMAS, decía en varios idiomas.

Y debajo, en letras un poquito más pequeñas, se leía:

PRECAUCIÓN — POSTULADOS SIN RESOLVER.

Mientras leían el cartel —o, por lo menos, mientras Teppic lo leía y Ptraci no—, detrás de la duna se oyó un tañido musical acompañado casi inmediatamente por un chasquido, el cual fue seguido por la aparición de una flecha que pasó zumbando sobre sus cabezas. Maldito Bastardo alzó la mirada hacia ella durante unos momentos, volvió la cabeza y clavó los ojos en una zona muy concreta y muy pequeña de la arena.

La flecha se clavó en ella un segundo después. Maldito Bastardo evaluó el peso que soportaban sus pies, llevó a cabo un pequeño cálculo y averiguó que las dos personas que había estado transportando sobre su espalda ya no se encontraban allí. Unos cuantos cálculos más le indicaron que su peso había sido añadido al de la duna.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Ptraci escupiendo un chorro de arena.

—¡Alguien ha disparado una flecha contra nosotros!

—No lo creo. Quiero decir que… Bueno, no sabían que estábamos aquí, ¿verdad? No hacía falta que me empujaras de esa manera.

Teppic lo admitió, aunque de bastante mala gana, y fue ascendiendo cautelosamente por la pendiente de la duna con el cuerpo pegado a la arena. Las voces habían reanudado su discusión.

—¿Renunciar?

—No tenemos los datos necesarios. Los parámetros no están lo bastante afinados.

—Yo sé por qué no lo están.

—¿Ah, sí? Bien, te ruego que me digas por qué.

—Porque se nos han acabado las malditas tortugas. Eso es lo que no tenemos, tortugas.

Teppic asomó la cabeza por encima de la duna moviéndose con la máxima precaución posible.

Vio una explanada rodeada por complicadas hileras de señales y banderas. La explanada contenía un par de edificios —que consistían básicamente en jaulas—, y unas cuantas estructuras muy extrañas que no consiguió reconocer. En el centro de la explanada había dos hombres, uno bajito, regordete y sonrosado, y otro alto y bastante flaco envuelto en una indefinible aureola de autoridad. Los dos vestían lo que parecía una sábana. Formando círculo a su alrededor había un grupo de esclavos que apenas llevaban ropa. Uno de ellos sostenía un arco.

Varios esclavos sostenían tortugas atravesadas por palos que tenían un aspecto más bien patético. Teppic pensó que parecían chupa-chups con sabor a tortuga.

—Y de todas formas es cruel —dijo el hombre alto—. Pobres criaturas… Fíjate en todas esas patitas que no paran de moverse. Parecen estarlo pasando muy mal.

—¡Es lógicamente imposible que sean alcanzadas por la flecha! —El hombre bajito y regordete alzó las manos hacia el cielo—. ¡No debería ocurrir! Tiene que ser culpa de las tortugas que me has proporcionado hasta ahora —añadió con voz acusadora—. Deberíamos volver a intentarlo con tortugas más rápidas.

—¿Y por qué no con flechas más lentas?

—Posiblemente, posiblemente.

Teppic se percató de que llevaba unos momentos oyendo una especie de roce ahogado junto a su mentón. Miró hacia abajo y vio una tortuga muy pequeña que intentaba desaparecer lo más deprisa posible. Su caparazón mostraba las señales de rebote dejadas por varias flechas.

—Haremos un último intento —dijo el hombre regordete, y se volvió hacia los esclavos—. Eh, vosotros… Id a buscar la tortuga.

El pequeño reptil volvió la cabeza hacia Teppic y le lanzó una mirada en donde la súplica se mezclaba con la esperanza. Teppic la contempló en silencio durante unos momentos. Después se inclinó sobre ella, la cogió con mucho cuidado y la escondió detrás de una roca.

Se dejó resbalar rápidamente por la pendiente de la duna y se reunió con Ptraci.

—Ahí abajo está ocurriendo algo muy raro —dijo—. Están disparando flechas contra unas tortugas.

—¿Por qué?

—No tengo ni idea. Parecen estar convencidos de que la tortuga debería ser capaz de ir más deprisa.

—¿Más deprisa que una flecha?

—Exactamente. Es realmente muy raro… Quédate aquí. Si me parece que no hay peligro y que puedes venir silbaré.

—¿Y qué harás si te parece que hay peligro?

—Gritaré.

Teppic volvió a trepar por la duna, se quitó toda la arena que pudo de la ropa, se puso en pie y empezó a agitar su gorra para llamar la atención del grupito de abajo. Una flecha le arrancó la gorra de las manos.

—¡Ooops! —dijo el hombrecito regordete—. ¡Lo siento!

Fue corriendo hacia Teppic y clavó la mirada en sus manos, que ya estaban empezando a enrojecer.

—Lo tenía en la mano y no sé qué ha pasado… —jadeó—. Te ruego que me disculpes. No me había dado cuenta de que estaba cargado, ¿sabes? Oh, no sé qué vas a pensar de mí…

Teppic tragó una honda bocanada de aire.

—Me llamo Xeno —siguió diciendo el hombrecillo antes de que Teppic pudiera abrir la boca—. ¿Estás herido? Tendríamos que haber puesto carteles de advertencia. ¿Has venido por el desierto? Supongo que estarás sediento, ¿no? ¿Quieres beber algo? ¿Quién eres? Oye, no habrás visto una tortuga, ¿verdad? Esos bichos son condenadamente rápidos. Se mueven más deprisa que el rayo. Crees que ya las has pillado, y de repente…

Teppic dejó escapar el aire que había aspirado.

—¿Tortugas? —preguntó—. ¿Estamos hablando de esas… ya sabes, de esas piedras con patas?

—Exacto, exacto —dijo Xeno—. Les quitas la vista de encima un momento, y… ¡Vazooooom!

—¿Vazooooom? —repitió Teppic.

Sabía todo lo que hay que saber sobre las tortugas. El Viejo Reino estaba lleno de tortugas. Se las podía llamar montones de cosas —vegetarianas, pacientes, distraídas e incluso maníacas sexuales extremadamente diligentes y tozudas—, pero que Teppic supiera hasta aquel momento a nadie se le había pasado por la cabeza llamarlas veloces. La velocidad era una palabra que casi nunca se asociaba a las tortugas, quizá porque las tortugas eran muy lentas.

—¿Estás seguro? —preguntó.

—Sí, la tortuga común es el animal más rápido que existe en toda la faz del Disco —dijo Xeno, aunque tuvo el detalle de bajar la vista al decirlo—. Lógicamente hablando, claro —añadió.[23]

El hombre alto saludó a Teppic con una inclinación de cabeza.

—No le hagas ningún caso, muchacho —dijo—. Aún nos acordamos del accidente de la semana pasada, y está intentando cubrirse las espaldas.

—La tortuga venció a la liebre —dijo Xeno empezando a enfurruñarse.

—La liebre estaba muerta, Xeno —dijo el hombre alto con extremada paciencia—. Tú disparaste la flecha, ¿recuerdas?

—Pero apuntaba a la tortuga. Ya sabes… Intentaba combinar dos experimentos en uno, quería reducir al máximo el tiempo de investigación para ahorrar gastos, pretendía utilizar todos los recursos disponibles…

Xeno movió el arco y Teppic vio que ya había otra flecha colocada en él.

—Disculpa —dijo Teppic—, ¿podrías dejar eso en el suelo durante unos momentos? Mi amiga y yo venimos de muy lejos y no estaría nada bien que nos volvieran a disparar por error.

«Estos dos tipos parecen bastante inofensivos», pensó, y casi se lo creyó.

Se volvió hacia la duna y silbó. Ptraci apareció unos instantes después tirando de las riendas de Maldito Bastardo. Teppic tenía serias dudas sobre la capacidad de acoger bolsillos de su atuendo, pero Ptraci parecía haber sido capaz de reparar su maquillaje, arreglarse el pelo y volver a pintarse los ojos con kohl. Onduló hacia el grupo moviéndose como una serpiente sobre una pista de patinaje, decidida a que los desconocidos sintieran todo el impacto de su personalidad. Teppic la miró y vio que sostenía algo en la otra mano.

—¡Ha encontrado la tortuga! —exclamó Xeno—. ¡Bien hecho!

El reptil decidió refugiarse dentro de su caparazón. Ptraci fulminó a Xeno con la mirada. No tenía gran cosa en el mundo aparte de ella misma, y ser recibida como una simple portadora de testudinoides no le había hecho ninguna gracia.

El hombre alto dejó escapar un suspiro.

—Xeno, todo este asunto de las tortugas y las flechas… —dijo—. Cada vez que pienso en él tengo la impresión de que lo has enfocado mal. Si intentaras ver las cosas desde el punto de vista de la tortuga…

El hombrecillo le lanzó una mirada furibunda.

—Ídem, tu problema es que crees ser la mayor autoridad en todo lo que existe —dijo.


Los Dioses del Viejo Reino estaban despertando.

La fe es una fuerza. Comparada con la gravedad es una fuerza débil, por supuesto, y cuando se trata de mover montañas la gravedad siempre acaba ganando; pero aun así existe. El Viejo Reino se había cerrado sobre sí mismo y había quedado separado del resto del universo para flotar a la deriva alejándose del consenso general de opinión que suele ser dignificado llamándolo realidad, y el poder de la fe estaba empezando a hacerse notar.

Los habitantes de Djelibeibi llevaban siete mil años creyendo en sus dioses.

Ahora sus dioses existían.

Y los habitantes del Viejo Reino no tardaron en descubrir que, por ejemplo, Vut el Dios con Cabeza de Perro del Anochecer, tiene mucho mejor aspecto pintado sobre una olla de barro que cuando sus veinte metros de altura recorren la calle gruñendo y apestando.

Dios estaba sentado en la sala del trono con la máscara dorada del Faraón encima de las rodillas y los ojos clavados en la nada. El grupo de sacerdotes inferiores apelotonado alrededor de la puerta llevaba bastante rato haciendo acopio de valor para acercarse a él, y cuando hubo acumulado las reservas suficientes se puso en movimiento avanzando hacia Dios. El estado anímico del grupo era bastante parecido al de una persona desarmada cuando se dirige hacia un león que no para de gruñir. La manifestación física de una divinidad es algo que pone nervioso a cualquiera, pero quienes peor se la toman son sus sacerdotes. Es como si estuvieras tan tranquilo en tu despacho y tu secretaria entrara corriendo de repente para anunciarte que los auditores y el inspector de Hacienda acaban de llegar.

Koomi era el único sacerdote que no había buscado el consuelo del número y se mantenía a cierta distancia de los demás. Estaba pensando. Ideas tan extrañas como originales se empujaban las unas a las otras moviéndose a lo largo de senderos neurales raramente hollados por el pensamiento y salían disparadas a toda velocidad en direcciones impensables. Koomi quería averiguar dónde iban a parar.

—Oh Dios… —murmuró el gran sacerdote de Ket, el Dios con Cabeza de Ibis de la Justicia—. ¿Cuáles son las órdenes del faraón? Los dioses caminan sobre la tierra y además se pelean y destrozan casas, oh Dios. ¿Dónde está el faraón? ¿Qué quiere que hagamos?

—Cierto es —dijo el gran sacerdote de Ascorabajo, El que Empuja la Bola del Sol—. Y verdadero —añadió, teniendo la sensación de que se esperaba algo más de él—. Vuestra Reverencia ya se habrá dado cuenta de que el sol no para de oscilar porque los Dioses del Sol están luchando unos con otros para decidir cuál se lo queda, y… —Movió nerviosamente los pies—. El gran Ascorabajo, grande y bendito sea, se ha visto obligado a efectuar una retirada estratégica y… eh… ha hecho un aterrizaje de emergencia en la aldea de Hort. Afortunadamente el impacto de su caída ha sido amortiguada por un grupo de edificios, pero…

—Y así es como debe ser —le interrumpió el gran sacerdote de Thrrp, Auriga del Sol—, pues como todos sabéis mi dios y señor es el verdadero…

No llegó a completar la frase.

Dios estaba temblando y su cuerpo oscilaba lentamente hacia adelante y hacia atrás. Sus ojos seguían clavados en la nada. Sus manos aferraban la máscara con tal fuerza que faltaba poco para que dejaran huellas dactilares sobre el oro, y sus labios se movían articulando las palabras del Ritual de la Segunda Hora —que llevaba miles de años siendo pronunciado en esos momentos del día—, pero no emitían ningún sonido.

—Creo que es el shock —dijo un sacerdote—. Ya sabéis cómo es… Nunca le han gustado mucho los imprevistos.

Los otros sacerdotes se apresuraron a demostrar que había por lo menos un tema sobre el que sí podían dar consejos.

—Traedle un vaso de agua.

—Ponedle una bolsa de papel encima de la cabeza.

—Sacrificad una gallina debajo de su nariz.

Un silbido estridente muy lejano hizo vibrar las paredes de la sala del trono, y fue seguido por el estruendo de una explosión y un siseo ahogado. Unos cuantos zarcillos de humo se infiltraron por el umbral.

Los sacerdotes corrieron hacia el balcón dejando a Dios en su enervante charco de traumas, y descubrieron que las multitudes congregadas alrededor del palacio estaban observando el cielo.

—Parece que Thrrp no lo ha conseguido y que Jeht, Barquero del Orbe Solar, le ha sorprendido con una llave no reglamentaria —dijo el gran sacerdote de Cephut, Dios de la Cubertería, quien no se sentía demasiado involucrado en los problemas actuales y era capaz de contemplarlos con más tranquilidad y una cierta perspectiva.

Hubo un zumbido lejano como si varios billones de tábanos hubieran sucumbido al pánico en el mismo instante y emprendieran el vuelo de repente, y una inmensa silueta oscura pasó a toda velocidad por encima del palacio.

—Pero… —siguió diciendo el sacerdote de Cephut—, Ascorabajo ya se ha recuperado… sí, está ganando altura… Jeht todavía no le ha visto, está avanzando confiadamente hacia el meridiano y… ¡y aquí viene Sessifet, Diosa del Atardecer! ¡Esto es una auténtica sorpresa! ¡Sí, menuda sorpresa! Sessifet es una diosa muy joven que aún no ha conseguido hacerse un hueco en el firmamento pero qué gran promesa, sí, la cosa está que arde, eunucos y caballeros, es realmente asombroso y… Sí… ¡Ascorabajo lo ha conseguido! ¡Lo tiene, lo tiene y avanza…!

Las sombras bailotearon y giraron locamente sobre las piedras del balcón.

—… y… Un momento… ¿Qué es esto? Son los dioses primigenios, no hay otra palabra con la que definirlos, y… ¡Están cooperando contra los recién llegados! Pero Sessifet es una joven llena de recursos y está aguantando, está explotando las debilidades de la defensa y… ¡Ha logrado pasar! Y se aleja, se está alejando, Gil y Ascorabajo parecen estar luchando, Sessifet tiene todo el cielo libre y, sí, sí… ¡Sí! ¡Mediodía! ¡Ha sido mediodía! ¡Ha sido mediodiiiiiiiiiiiía!

Silencio. El sacerdote se dio cuenta de que todos los presentes le estaban mirando fijamente.

—¿Por qué estás gritando? ¿Y qué haces con ese embudo delante de la boca?

—Lo siento. Disculpad. No… no sé qué me ha pasado, no lo entiendo…

La sacerdotisa de Sarduk, Diosa de la Caverna, le lanzó una mirada desdeñosa y soltó un bufido.

—Suponed que se les cae —dijo secamente.

—Pero… Pero… —El sacerdote de Cephut tragó saliva—. Eso no es posible, ¿verdad? Realmente… No es posible, ¿eh? Debemos de haber comido algo que nos ha sentado mal, o quizá hayamos estado demasiado rato al sol con la cabeza descubierta, o algo parecido. Yo… Quiero decir que… Todo el mundo sabe que los dioses no… Oh, vamos, el sol es una bola inmensa de gases llameantes, ¿no?, y se mueve alrededor del mundo cada día y, y, y los dioses… Bueno, ya sabéis que la gente necesita creer en algo y no querría que me malinterpretarais, pero…

Los pérfidos pensamientos que zumbaban dentro de su cabeza no impidieron que Koomi reaccionara una fracción de segundo antes que sus colegas.

—¡A por él, chicos! —gritó.

Cuatro sacerdotes agarraron al infortunado adorador de la cubertería por los brazos y las piernas, le acarrearon a toda velocidad hasta la barandilla del balcón y le impulsaron por encima de ésta enviándole en un arco muy elegante que terminó con un aparatoso chapoteo en las aguas fangosas del Djel.

El sacerdote de Cephut emergió unos instantes después tosiendo y escupiendo agua.

—¿Por qué habéis hecho eso? —preguntó—. Vamos, todos sabéis que tengo razón, ¿no? Ninguno de vosotros…

Las aguas del Djel se movieron perezosamente y abrieron una mandíbula. El sacerdote de Cephut se desvaneció un segundo antes de que la inmensa silueta alada de Ascorabajo zumbara amenazadoramente sobre el palacio y lo dejara atrás poniendo rumbo hacia las montañas.

Koomi se limpió la frente.

—Ha faltado un pelo… —murmuró.

Sus colegas asintieron mientras contemplaban desvanecerse las ondulaciones del agua. El cambio se había producido de una forma muy repentina, pero estaba claro que Djelibeibi ya no era un buen lugar para quienes tenían dudas. Las dudas podían hacer que tuvieras graves problemas con tus miembros, el descuartizamiento incluido entre ellos.

—Esto… —dijo un sacerdote—. Puede que Cephut no se lo tome muy bien, ¿no os parece?

—Te saludamos y te reverenciamos, oh gran Cephut —gritaron a coro todos los sacerdotes, sólo por si acaso.

—No veo por qué —gruñó un sacerdote ya muy mayor que estaba pegado a una columna—. Ese condenado artista del cuchillo y el tenedor nunca ha…

Sus colegas le agarraron sin darle tiempo a que terminara de refunfuñar y le arrojaron al río.

—Te saludamos y te reve…

El coro de sacerdotes enmudeció a mitad del saludo ritual.

—¿De quién era gran sacerdote? —preguntó uno de ellos.

—¿No era…? ¿Bunu, el Dios con Cabeza de Chivo de los Chivos? Era ése, ¿no?

—Te saludamos y te reverenciamos, oh gran Bunu… probablemente —entonaron a coro mientras los cocodrilos sagrados se lanzaban hacia su nuevo objetivo como una flotilla de submarinos escamosos.

Koomi alzó las manos en un gesto implorante. Se ha dicho que cada momento hace aparecer al hombre más adecuado para la situación. Koomi es la clase de hombre que aparece en las horas más desagradables y tortuosas, y el cerebro que había debajo de su calva estaba empezando a desplegar ciertas conclusiones que se movían como cosas que hubieran pasado años atrapadas debajo de las piedras. Koomi aún no estaba muy seguro de qué eran, pero los temas predominantes eran los dioses, la nueva era que se aproximaba, la necesidad de que una mano firme empuñara el timón y, posiblemente, la inserción de Dios en el estómago del cocodrilo más próximo. La mera idea bastó para que se sintiera invadido por el deleite incontenible de lo prohibido.

—¡Hermanos! —exclamó.

—Disculpa, pero… —dijo la sacerdotisa de Sarduk.

—¡Y hermana!

—Muchísimas gracias.

—¡Regocijémonos!

Nadie abrió la boca. El enfoque era tan radical y nuevo que se les había pasado totalmente por alto. Koomi contempló los rostros vueltos hacia él, y sintió una excitación tan intensa que jamás la habría imaginado posible. Sus colegas estaban aterrorizados, y esperaban que él —¡nada menos que él, Koomi!— les dijera lo que tenían que hacer.

—¡Cierto es! —exclamó—. Cierto y verdadero es que la hora de los dioses…

—… y las diosas…

—Sí, y de las diosas, está a punto de sonar. Eh…

¿Qué diría a continuación? Ése era el problema. ¿Qué podía decirles? Y de repente Koomi comprendió que no importaba. Podía decir cualquier cosa siempre que diera la impresión de estar lo bastante seguro de sí mismo. El viejo Dios siempre les había empujado, pero nunca había intentado ponerse al frente de ellos y dirigirles. Sin él los sacerdotes iban dando tumbos de un lado a otro como un rebaño de ovejas que han perdido al pastor.

—Así pues, hermanos… y hermana, naturalmente… hemos de preguntarnos… hemos de preguntarnos… eh… sí… —Ya lo tenía. La nueva confianza en sí mismo que le invadió hizo que su voz perdiera el tono vacilante del comienzo—. Sí, hemos de preguntarnos cuál es la razón de que los dioses y las diosas estén entre nosotros. Y no me cabe duda de que si están aquí es porque no hemos sido lo bastante asiduos y devotos en nuestra adoración y porque… eh… nos hemos dejado dominar por la concupiscencia y nos hemos prosternado ante ídolos litografiados.

Los sacerdotes intercambiaron miradas entre perplejas y preocupadas. ¿Eso habían hecho? Y, pensándolo bien, ¿cómo te las arreglabas para hacer algo así?

—Y… Sí, ¿y qué pasa con los sacrificios? Hubo un tiempo en el que un sacrificio era un sacrificio, no esas tonterías con gallinas y flores de ahora.

La última frase provocó unas cuantas toses entre la audiencia sacerdotal.

—Perdona, pero… ¿Estamos hablando de doncellas? —preguntó un sacerdote con voz vacilante.

—Ejem…

—Y también de jóvenes faltos de experiencia, evidentemente —se apresuró a añadir el sacerdote que había hecho la pregunta.

Sarduk era una de las diosas más antiguas, y sus adoradoras se reunían en bosquecillos sagrados donde hacían cosas francamente desagradables. La mera idea de Sarduk vagabundeando por el país con sangre hasta los codos bastaba para erizar los pelos de cualquiera.

El corazón de Koomi estaba latiendo a toda velocidad.

—Bueno, ¿por qué no? —replicó—. Por aquel entonces todo iba mejor, ¿no?

—Pero… eh… Yo creía que habíamos decidido prescindir de esa clase de ceremonias. Debido al declive de la población y todo lo demás, ya sabes…

Las aguas del río temblaron agitadas por un monstruoso chapoteo. Khal-la, el Dios con Cabeza de Serpiente del Alto Djel, emergió a la superficie y contempló a los sacerdotes con expresión tan solemne como inescrutable. Fhez, el Dios con Cabeza de Cocodrilo del Bajo Djel, emergió a su lado un instante después y trató de arrancarle la cabeza con un enérgico mordisco que estuvo a punto de conseguir su objetivo. Las dos divinidades se sumergieron envueltas en una columna de espuma y una marejada de fuerza tres que se esparció sobre el balcón.

—Ah, pero puede que el declive de la población tuviera como única causa el que dejamos de sacrificar vírgenes… de ambos sexos, naturalmente —se apresuró a añadir Koomi—. ¿Habíais pensado alguna vez en esa posibilidad?

Los sacerdotes pensaron en ella, le dieron unas cuantas vueltas y decidieron pensar en ella un poquito más.

—Creo que el faraón no lo aprobaría… —dijo cautelosamente un sacerdote.

—¿El faraón? —gritó Koomi—. ¿Dónde está el faraón? ¡Venga, traedlo aquí y enseñádmelo! ¡Preguntadle a Dios dónde está el faraón!

Algo cayó junto a sus pies haciendo bastante ruido. Koomi bajó la vista y, horrorizado, contempló cómo la máscara dorada rebotaba y seguía rodando en dirección a los sacerdotes, quienes se apresuraron a dispersarse en todas direcciones como otros tantos bolos hartos de recibir impactos.

Dios entró en la zona iluminada por la cada vez más disputada bola del sol. Estaba tan furioso que tenía la cara de un color grisáceo.

—El faraón ha muerto —anunció.

La presión de su furia era tan palpable que Koomi se tambaleó, pero logró recobrar el control de sí mismo de una forma admirable.

—Entonces su sucesor… —empezó a decir.

—No hay ningún sucesor —dijo Dios. El gran sacerdote alzó la cabeza hacia el cielo. Muy pocas personas pueden mirar directamente al sol, pero el veneno que hervía y burbujeaba en los ojos de Dios era tan letal que el sol decidió no tomárselo en cuenta y desvió la mirada como si no se hubiese enterado. Los ojos de Dios bajaron lentamente, quedaron enfilados hacia aquella nariz temible y se clavaron en la sala. Sus pupilas parecían dos miras telescópicas.

—Presentarse aquí como si fueran los amos… Cualquiera diría que el reino es suyo. ¿Qué se han creído? —dijo Dios como si hablara con el aire.

Koomi sintió que se le aflojaban las mandíbulas. Abrió la boca para protestar, pero una mirada francamente kilovática le impidió hacerlo.

Koomi se volvió hacia el grupo de sacerdotes buscando apoyo, pero sus colegas estaban muy ocupados inspeccionándose las uñas o examinando las motas de polvo que flotaban delante de sus narices. El mensaje no podía estar más claro. Tendría que apañárselas solo, aunque si por algún milagro conseguía salir vencedor de la inminente batalla de voluntades que se iba a producir no tardaría en quedar rodeado de seguidores entusiastas que le asegurarían que siempre habían estado con él.

—Bueno, son los que mandan, ¿no? —farfulló.

—¿Qué?

—Ellos… Eh… Son los que mandan, Dios —repitió Koomi, y no pudo seguir conteniendo por más tiempo la ira que se había acumulado en su interior—. ¡Por todos los Empapes de la historia, son los malditos dioses!

—Son nuestros dioses —siseó Dios—. Pero nosotros no somos su pueblo, ¿entendido? ¡Son mis dioses, y aprenderán a obedecer las instrucciones que se les den!

Koomi decidió renunciar al ataque frontal. Aquella mirada de zafiro ganaría cualquier concurso de resistencia pupilar, esa nariz tan afilada como un hacha de guerra podía abrirse paso a través de cualquier muro de argumentos que se le pusiera delante y, por encima de todo, ningún hombre podía albergar la esperanza de que lograría hacer mella en la aterradora aleación emocional compuesta a partes iguales de tengo-razón y no-meequivoco que protegía al gran sacerdote.

—Pero… —consiguió balbucear.

Dios le hizo callar alzando una mano temblorosa.

—¡No tienen ningún derecho! —gritó—. ¡No he dado ninguna orden al respecto! ¡No tienen derecho!

Las manos de Dios se abrían y se cerraban espasmódicamente. Se sentía más o menos como habría podido sentirse un monárquico de toda la vida, un monárquico devoto que recortaba las fotos de la realeza en los periódicos y las pegaba en un álbum de recortes, un monárquico que no consentía que nadie hablara mal de Sus Majestades en su presencia porque hacían un trabajo magnífico y estaban allí para poder defenderse… si la familia real al completo se hubiera presentado en su sala de estar y hubiese empezado a cambiar de sitio todos los muebles sin tomarse la molestia de pedirle permiso antes. Dios anhelaba la necrópolis, y el frío silencio de que gozaría cuando volviera a estar entre sus viejos amigos, y echar una siestecita después de la que podría pensar con mucha más claridad que ahora…

Koomi sintió que el corazón le daba un vuelco. La visible incomodidad de Dios era una grieta, y si la trabajaba con el cuidado y la atención debidas quizá consiguiera meter una cuña en ella. Habría que ser muy sutil, naturalmente, y métodos tan groseros como los martillazos quedaban descartados desde el principio. El cráneo de Dios era tan duro que ni todos los martillos del mundo podrían hacerle cambiar de opinión.

El anciano sacerdote volvía a temblar.

—Jamás se me ocurriría decirles cómo han de gobernar el Aquí-abajo —murmuró—. ¿Cómo se atreven a decirme cuál es la forma más adecuada de gobernar mi reino?

Koomi echó un poco de sal sobre aquella frase para conservarla con vistas a su estudio posterior —su aparente potencial como delito de alta traición podía resultarle muy útil para el futuro—, la archivó en su mente y le dio una palmadita en la espalda.

—Tienes razón, claro —dijo.

Dios volvió lentamente la cabeza y le miró.

—¿Sí? —preguntó con bastante suspicacia.

—Estoy seguro de que encontrarás una solución —dijo—. Después de todo eres el primer ministro del faraón, ¿no?

Koomi se volvió hacia el grupo de sacerdotes, levantó una mano y éstos respondieron obedientemente con un coro de entusiástico asentimiento. Quizá no pudieras confiar en los monarcas y en las divinidades, pero siempre podías confiar en el viejo Dios. La ira de los dioses podía errar el blanco, pero la de Dios tenía una puntería infalible. No había ni uno solo de ellos que prefiriese la no muy precisa ira divina a la furia del gran sacerdote. Dios les aterrorizaba de una forma muy clara y humana que jamás estaría al alcance de ninguna entidad sobrenatural. Sí, Dios les sacaría de aquel lío.

—Y haremos oídos sordos a todos esos rumores ridículos sobre la desaparición del faraón que corren por ahí —dijo Koomi—. Estamos seguros de que son exageraciones totalmente carentes de base que no tienen ni el más mínimo fundamento.

Los sacerdotes asintieron mientras un rumorcito minúsculo desenroscaba su cola en la mente de cada uno.

—¿Qué rumores? —preguntó Dios por una comisura de los labios.

—Así pues, oh reverenciado gran sacerdote, te pedimos que nos ilumines y nos muestres el camino a seguir —dijo Koomi.

Dios abrió la boca y volvió a cerrarla.

No sabía qué hacer, y para él eso era una experiencia sin precedentes. Estaba ante un claro caso de Cambio.

Su mente se había convertido en un confuso remolino de pensamientos, y lo único que estaba claro de cuanto se agitaba dentro de ella eran las palabras del Ritual de la Tercera Hora que había pronunciado en ese momento del día desde… ¿Cuántos años habían pasado desde la primera vez? ¡Demasiados, demasiados! Dios tendría que haber abandonado sus deberes hacía ya mucho tiempo para gozar del bien merecido descanso que se había ganado, pero nunca encontraba el momento adecuado, nunca había nadie lo suficientemente capacitado, sin él todos habrían estado perdidos, el reino se habría hundido, habría traicionado la confianza de todos los que dependían de él, y… Y Dios había cruzado el río, y cada vez que lo cruzaba se prometía que era la última vez, pero nunca lo era y cuando el frío se iba apoderando de sus miembros volvía a cruzar las aguas y las décadas se habían ido volviendo… ¿Qué? ¿Más largas? Sí, las décadas se habían ido alargando. Y ahora, justo cuando su reino le necesitaba, las palabras del Ritual parecían haberse grabado en los senderos de su cerebro como si tuvieran voluntad propia y estaban frustrando todos sus intentos de pensar.

—Eh… —dijo.


Maldito Bastardo masticaba y era feliz. Teppic le había atado demasiado cerca de un olivo, y el pobre árbol estaba sufriendo el equivalente a una poda terminal. De vez en cuando el camello dejaba de masticar, alzaba la mirada durante unos momentos hacia las gaviotas que revoloteaban sobre la ciudad de Efebas y las sometía a un breve pero letal ametrallamiento con huesos de aceituna.

Su cerebro estaba muy ocupado dando vueltas a un nuevo concepto de física tau-dimensional muy interesante que unificaba el tiempo, el espacio, el magnetismo, la gravedad y, por alguna razón que Maldito Bastardo aún no tenía demasiado clara, la coliflor. De vez en cuando emitía sonidos que recordaban a los de una cantera lejana durante las fases más estrepitosas del trabajo, pero Maldito Bastardo era un camello y por lo tanto los ruidos sólo indicaban que todos los estómagos de que se hallaba provisto estaban funcionando a la perfección.

Ptraci estaba sentada debajo del olivo y se entretenía alimentando a la tortuga con hojas de parra.

El calor rebotaba en las blancas paredes de la taberna con un crujido casi audible, pero Teppic no podía evitar encontrarlo muy distinto al calor del Viejo Reino. Allí incluso el calor era viejo; la atmósfera carecía de vida y olía a moho y te oprimía como una prensa hasta que tenías la sensación de que el aire había sido obtenido hirviendo siglos. Aquí había una brisa marina que ayudaba a soportar el calor. El aire olía a cristales de sal, y llevaba consigo atisbos de vino que te hacían cosquillas en la nariz… más que atisbos, de hecho, ya que Xeno iba por su segunda ánfora. Efebas era la clase de lugar en el que las cosas se arremangaban y empezaban a ocurrir.

—Pero sigo sin entender lo de la tortuga —dijo Teppic con cierta dificultad.

Acababa de probar su primer sorbo del vino de Efebas, y había descubierto que uno de sus efectos más extraños parecía ser el de que te dejaba la garganta recubierta por una capa de barniz.

—Muy sencillo —dijo Xeno—. Mira, supongamos que este hueso de aceituna es la flecha y esto, esto… —Miró a su alrededor—, y esa gaviota medio inconsciente es la tortuga, ¿de acuerdo? Bueno, pues cuando disparas la flecha va desde aquí hasta la gav… la tortuga, ¿tengo razón?

—Supongo que sí, pero…

—Pero a estas alturas la gav… la tortuga se ha movido un poquito, ¿no? ¿Tengo razón o no tengo razón?

—Supongo que sí —tuvo que admitir Teppic.

Xeno le lanzó una mirada triunfal.

—O sea que la flecha tiene que recorrer un poquito más de distancia, ¿no? Para llegar hasta donde está la tortuga ahora, si me vas siguiendo. Mientras tanto la tortuga ha echado a vol… se ha movido, de acuerdo, admito que no mucho, vale, pero no hace falta que sea mucho, ¿eh? ¿Tengo razón? Bueno, así que la flecha tiene un poquito más de distancia que recorrer, pero el problema está en que cuando llega a donde la tortuga está ahora la tortuga ya no se encuentra ahí. O sea, que si la tortuga sigue moviéndose la flecha nunca podrá dar en ella. La flecha se irá acercando más y más, pero nunca llegará a dar en la tortuga. QED.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Teppic automáticamente.

—No se encuentra muy bien y además está equivocado —dijo Ídem con voz tirando a gélida—. Tenemos una docena de kebabs de tortuga que demuestran que está equivocado. El problema con mi amigo aquí presente es que no sabe cuál es la diferencia que hay entre un postulado y una metáfora de la existencia humana. O un agujero en el suelo, si a eso vamos…

—Pues ayer la flecha no le dio —replicó secamente Xeno.

—Oh, sí, claro. Recuerdo que te estaba observando. Hiciste retroceder la cuerda del arco unos cuantos milímetros como mucho. Te vi, ¿sabes? —dijo Ídem.

Los dos filósofos se enzarzaron en una nueva discusión.

Teppic clavó la mirada en su vaso de vino. «Estos hombres son filósofos —pensó. Teppic estaba seguro de que lo eran porque ambos se lo habían repetido varias veces—. Sus cerebros deben de ser tan grandes que les sobra espacio para contener ideas que las personas corrientes no tomarían en consideración durante más de cinco segundos…» Por ejemplo, Xeno había aprovechado el trayecto hasta la taberna para explicarle por qué era lógicamente imposible caerse de un árbol.

Teppic les había hablado del desvanecimiento del reino, pero no había revelado la posición que ocupaba en él. No tenía mucha experiencia en aquella clase de asuntos, pero presentía que los reyes sin reino no tenían muchas probabilidades de ser populares en los países vecinos. Había conocido un par de casos parecidos en Ankh-Morpork, monarcas depuestos que habían huido de sus repentinamente peligrosos reinos para refugiarse en el seno hospitalario de Ankh llevándose tan solo lo puesto y unos cuantos carros repletos de joyas. Naturalmente la ciudad daba la bienvenida con los brazos abiertos a cualquiera sin importarle su raza, color, clase o credo siempre que dispusiera de increíbles cantidades de dinero para gastar, pero aun así la inhumación de monarcas convertidos en excedentes innecesarios era una fuente regular de trabajo e ingresos para el Gremio de Asesinos. En el reino del que había huido siempre había alguien que quería asegurarse de que un monarca depuesto no cambiaría de posición social, y no había artículo más perecedero que un heredero.

—Creo que me he enredado en la geometría —dijo Teppic con la esperanza de que alguno de los dos filósofos podría ayudarle—. Oí comentar que aquí sois muy buenos con la geometría —añadió—, y pensé que quizá podríais decirme qué he de hacer para regresar.

—La geometría no es mi fuerte —dijo Ídem—, como probablemente sabrás.

—¿Eh?

—¿No has leído mis Principios del gobierno ideal?

Me temo que no.

—¿Y mi Discurso sobre la inevitabilidad histórica?

—No.

Ídem puso cara de abatimiento.

—Oh —dijo.

—Ídem es una gran autoridad acerca de todo —dijo Xeno—. Salvo la geometría, claro. Y la decoración de interiores. Y la lógica elemental.

La mirada que le lanzó Ídem iba acompañada por unas cuantas chispas.

—Claro, claro —dijo Teppic—. ¿Y tú?

Xeno apuró su vaso de vino.

—Lo mío es la comprobación destructiva de axiomas —dijo—. Dada la naturaleza de tu problema… Creo que tendrías que hablar con Ptagonal. Es un tipo muy agudo, sabe ver las cosas desde todos los ángulos y…

Xeno fue interrumpido por un ruido de cascos de caballos. Varios jinetes pasaron por delante de la taberna galopando a una velocidad bastante temeraria y se perdieron por las serpenteantes calles adoquinadas de la ciudad. Parecían muy nerviosos.

Ídem extrajo de su vaso de vino a la gaviota muy aturdida que había caído dentro de él, la colocó encima de la mesa y la contempló con expresión pensativa.

—Si es cierto que el Viejo Reino ha desaparecido… —empezó a decir.

—Es cierto —dijo Teppic con firmeza—. Te aseguro que es algo sobre lo que no hay forma de equivocarse.

—Entonces eso significa que ahora nuestra frontera es concurrente con la frontera de Espadarta —dijo Ídem pronunciando muy lentamente cada palabra.

—Disculpa, ¿qué has dicho? —preguntó Teppic.

—Que ya no hay nada entre nosotros —le explicó el filósofo—. Oh, cielos… Eso significa que nos veremos obligados a hacerles la guerra.

—¿Por qué?

Ídem abrió la boca, no dijo nada, la cerró y se volvió lentamente hacia Xeno.

—¿Cuál es la razón por la que nos veremos obligados a hacerles la guerra? —le preguntó.

—Imperativo histórico —replicó Xeno.

—Ah, sí. Sabía que era algo así. Me temo que es inevitable. Es una pena, pero… Ya lo ves, no hay forma de evitarlo.

Otro repiqueteo de cascos de caballos precedió a la aparición de un segundo grupo de jinetes, pero éste galopaba colina abajo. Todos llevaban el casco emplumado típico del soldado de Efebas y gritaban entusiásticamente.

Ídem se removió en el banco hasta encontrar una postura más cómoda y cruzó las manos sobre el estómago.

—Ésos eran los hombres del Tirano —dijo. El grupo de jinetes cruzó las puertas de la ciudad y se alejó al galope por el desierto—. Puedes apostar a que los ha enviado para que comprueben cuál es la situación.

Teppic estaba enterado de la enemistad existente entre Efebas y Espadarta, naturalmente. El Viejo Reino había sacado un considerable provecho de ella haciendo cuanto estaba a su alcance para que los comerciantes de ambos bandos tuvieran a su disposición un lugar discreto en el que intercambiar sus artículos. Teppic bajó la cabeza y empezó a repiquetear con los dedos sobre la mesa.

—Hace miles de años que no lucháis los unos contra los otros —dijo—. En aquellos tiempos erais un par de países minúsculos, y la cosa apenas llegaba a la categoría de una riña callejera. Ahora sois enormes. La gente podría salir bastante malparada. ¿No te preocupa?

—Es una cuestión de orgullo —dijo Ídem, pero la incertidumbre resultaba claramente perceptible en su voz—. No creo que tengamos mucho donde elegir.

—Todo por culpa de esa maldita vaca de madera o lo que fuese —dijo Xeno—. Nunca nos lo han perdonado.

—Si no les atacamos a ellos no cabe duda de que ellos nos atacarán primero —dijo Ídem.

—Exactamente —dijo Xeno—. Así pues, es mejor que tomemos represalias antes de que tengan ocasión de lanzarse a la ofensiva.

Los dos filósofos intercambiaron una mirada de incomodidad.

—Por otra parte, la guerra dificulta muchísimo el pensar con claridad —dijo Ídem.

—Eso también es verdad y no hay que olvidarlo —dijo Xeno—. Sobre todo a los muertos…

Hubo un silencio cargado de una incómoda tensión, roto únicamente por la voz de Ptraci cantándole a la tortuga y los graznidos ocasionales de las gaviotas.

—¿Qué día es? —preguntó Ídem.

—Martes —dijo Teppic.

—Creo que quizá sería buena idea que vinieras al simposio —dijo Ídem—. Celebramos uno cada martes —añadió—. Las mayores mentes de Efebas estarán allí. Este asunto es muy complicado, y hay que pensar en él.

Se volvió hacia Ptraci.

—Pero tu joven no podrá asistir, naturalmente —dijo—. Las mujeres tienen absolutamente prohibida la entrada. Se les recalienta el cerebro, ¿sabes?


Teppicamón XXVII abrió los ojos. «Caray, qué oscuro está esto», pensó.

Y se dio cuenta de que podía oír los latidos de su corazón, pero los latidos sonaban curiosamente ahogados y parecían venir de cierta distancia.

Y entonces lo recordó todo.

Estaba vivo. Volvía a estar vivo. Y además estaba hecho trocitos.

Siempre había dado por supuesto que cuando llegabas al Otro Mundo recobrabas tu integridad corporal y que las piezas sueltas volvían a unirse como en uno de los modelos de Grinjer.

«Ya lo has perdido casi todo, así que no pierdas la calma —pensó—. Ja, ja.»

Como decía su abuelo, había ciertas cosas que un hombre tenía que hacer sin ayuda de nadie. Juntar sus pedazos parecía ser una de ellas.

«De acuerdo —pensó—. Había seis recipientes como mínimo, así que mis ojos están dentro de uno de ellos. Lo primero que he de hacer es desenroscar la tapa para averiguar dónde está cada cosa… Para lo cual necesito utilizar los brazos, las piernas y los dedos.»

Teppicamón XXVII comprendió que aquello iba a ser realmente complicado.

Luchó con sus rígidas articulaciones, extendió un brazo y encontró algo pesado. Lo tocó y obtuvo la impresión de que podía ceder, por lo que colocó el otro brazo en la misma posición —la maniobra requirió muchos esfuerzos y un tiempo considerable—, y empujó.

Oyó un golpe ahogado seguido por la inconfundible sensación de un espacio abierto situado encima de él y se irguió con un estrepitoso acompañamiento de crujidos.

Los lados del sarcófago ceremonial seguían aprisionándole, pero un instante después se llevó la sorpresa de descubrir que un lento barrido del brazo bastaba para apartarlos como si fuesen de papel. «Tiene que ser un efecto secundario del relleno y el maceramiento —pensó—. Te proporcionan un poco de peso extra para que lo utilices en ocasiones apuradas.»

Se movió a tientas hasta encontrar el borde de la losa y bajó sus pesadas piernas hasta colocar los pies en el suelo. Después se quedó inmóvil, jadeó durante unos momentos, más por la fuerza de la costumbre que por otra cosa, y dio el primer paso tambaleante del no muerto novato.

Caminar sobre un par de piernas rellenas de paja mientras el cerebro que les da instrucciones está metido dentro de un recipiente qué se encuentra a tres metros de distancia resulta asombrosamente difícil, pero logró llegar hasta la pared y fue siguiéndola hasta que el ruido le indicó que había llegado al estante de los recipientes ceremoniales. Desenroscó torpemente la tapa del primero y metió las manos dentro con la máxima delicadeza posible.

«Debe de ser el cerebro —se dijo histéricamente—, porque un frasco de sémola no tiene ese tacto viscoso y no hace squish-squish. Acabo de meter mano en mis propios pensamientos, ja, ja.» Probó suerte con un par de recipientes más hasta que una explosión de luz diurna le indicó que acababa de encontrar el que contenía sus ojos. Vio cómo su mano vendada bajaba hacia ellos creciendo a cada centímetro del trayecto hasta adquirir un tamaño gigantesco y los recogía con mucho cuidado.

«Bueno, creo que lo más importante ya está hecho —pensó—. El resto puede esperar hasta más tarde. Ya vendré a recogerlo cuando necesite comer algo y todas esas cosas…»

Giró sobre sí mismo y se dio cuenta de que no se encontraba solo. Dil y Gern le estaban observando. Pegarse más al rincón de la habitación en el que se hallaban habría exigido que sus cuerpos poseyeran columnas vertebrales de forma triangular, pero aun así Dil y Gern no lo estaban haciendo nada mal.

—Ah. Hola, buenas gentes —dijo el faraón, siendo consciente de que su voz sonaba un poco hueca—. Sé tantas cosas sobre vosotros que me gustaría estrechar vuestra mano. —Miró hacia abajo—. Pero… Me temo que dadas las circunstancias actuales no sería muy buena idea —añadió.

—Gkkkk —dijo Gern.

—Esto… ¿Crees que podrías hacerme un pequeño trabajo de compostura? —preguntó el faraón volviéndose hacia Dil—. Por cierto, las costuras están aguantando de maravilla. Te felicito.

El orgullo profesional de Dil logró abrirse paso a través de la barrera del terror.

—¿Estáis vivo? —preguntó.

—Bueno, creo que era justo lo que se pretendía, ¿no? —replicó el faraón.

Dil asintió. Desde luego, y siempre había creído firmemente que ése era el objetivo final de todo su arte. Aun así, Dil jamás había esperado ver cómo ocurría delante de sus ojos, pero… Había ocurrido, y las primeras palabras —bueno, casi podían considerarse las primeras palabras— pronunciadas por el faraón habían sido una alabanza de su pericia como costurero. Dil abombó el pecho. Ningún otro miembro del Gremio podía presumir de que un cliente le hubiera felicitado.

—Ahí tienes —dijo volviéndose hacia Gern. Los omoplatos del aprendiz estaban haciendo todo lo posible para atravesar la pared—. ¿Has oído lo que le acaban de decir a tu maestro?

El faraón estaba pensando. Empezaba a tener la impresión de que algo andaba mal. Naturalmente, el Otro Mundo era como éste sólo que mejor, y siempre había estado convencido de que cuando llegara a él se encontraría con montones de sirvientes y esas cosas, pero… El Otro Mundo se parecía demasiado a este mundo, y el faraón estaba casi seguro de que Dil y Gern aún no deberían estar en él. Aparte de eso siempre había estado convencido de que los súbditos tenían su propio Otro Mundo. Los dioses eran lo suficientemente considerados para querer que se encontraran a gusto, y ese Otro Mundo reservado a ellos les permitía pasar la eternidad en compañía de gente de su clase y les ahorraba la lógica incomodidad que se siente al estar ocupando un lugar social que no te corresponde.

—Yo… —dijo—. Puede que se me haya escapado algo, pero… No estáis muertos, ¿verdad?

Dil tardó un poco en responder. Algunas de las cosas que había visto últimamente habían hecho que albergara ciertas dudas respecto a si estaba vivo o no, pero al final se vio obligado a admitir que probablemente estaba vivo.

—Entonces, ¿qué está ocurriendo? —preguntó el faraón.

—No lo sabemos, oh rey —dijo Dil—. La verdad es que no tenemos ni idea. ¡Todo ha resultado ser verdad, oh fuente de las aguas!

—¿El qué?

—¡Todo!

—¿Todo?

—El sol, oh gran señor. ¡Y los dioses! ¡Oh, los dioses! ¡Están por todas partes, oh amo del cielo!

—Hemos entrado por la puerta de atrás —dijo Gern, quien había caído de rodillas—. Perdónanos, oh señor de la justicia que ha vuelto para impartir su sinpar sabiduría y todo eso. Lamento inmensamente lo mío con Glwenda. Fue un momento de… de… de pasión incontrolable, sí, creo que fue exactamente eso. No pudimos controlarnos. Además fui yo el que…

Dil movió una mano indicándole que se callara. Gern cerró la boca y trató de adoptar la expresión más devota de que era capaz.

—Disculpadme, pero… —dijo Dil volviéndose hacia la momia del faraón—. ¿Podríamos hablar unos momentos sin que nos oyera el chico? Una charla de hombre a…

—¿Cadáver? —dijo el faraón intentando facilitarle un poco las cosas—. Desde luego, desde luego.

—El hecho, oh bondadoso y clemente monarca de… —empezó a decir Dil en un susurro de conspirador.

—Creo que podemos prescindir de todo eso —se apresuró a interrumpirle el faraón—. No quiero malgastar la eternidad en ceremonias. «Rey» será más que suficiente.

—El hecho es… rey… —dijo Dil experimentando una leve punzada de excitación al verse tratado casi como un igual—, es que el joven Gern cree que todo lo que ha ocurrido es culpa suya. Le he dicho ya no sé cuántas veces que los dioses no se habrían tomado tantas molestias por un chico que está creciendo y que tiene los impulsos lógicos de su edad, no sé si me seguís… —Hizo una pausa y puso cara de preocupación—. Eh… Los dioses no se pondrían así por algo tan insignificante, ¿verdad?

—Francamente no lo creo —dijo el faraón—. Si se tomaran tan en serio ese tipo de cosas no nos los quitaríamos de encima ni un momento.

—Es justo el argumento que le di —dijo Dil sintiendo un inmenso alivio—. Es un buen chico, señor, pero su madre es un poco rara y siempre se ha tomado muy en serio todo lo relacionado con la religión. «No nos los quitaríamos de encima ni un momento», ésas fueron mis mismas palabras… Señor, os agradecería muchísimo que hablarais con él. Si pudierais quitarle ese peso de encima…

—Será un placer —dijo el faraón amablemente.

Dil se acercó un poquito más.

—Señor, la verdad es que estos dioses no son como deberían ser. Les hemos estado observando, señor… al menos yo les he observado. Subí al tejado, ¿sabéis? Gern no quiso subir y se escondió debajo del banco. ¡Hay algo raro en ellos!

—¿Como qué?

—¡Pues para empezar el que estén aquí, señor! Eso no está bien, ¿verdad? Quiero decir que… Ya sé que los dioses están en todas partes y es lógico que estén aquí, pero de esta forma no. Y van de un lado a otro y se pelean entre ellos y le gritan a la gente. —Miró hacia ambos lados antes de seguir hablando—. Preferiría que esto quedara entre vos y yo, señor, pero me parece que no son demasiado listos.

El faraón asintió.

—¿Y qué están haciendo los sacerdotes? —preguntó.

—Vi cómo un grupo de ellos arrojaba un sacerdote al río —replicó Dil.

El faraón volvió a asentir.

—Creo que han hecho bien —dijo—. Parece que por fin empiezan a pensar con un poco de sentido común.

—¿Sabéis qué opino yo, señor? —dijo Dil con voz algo nerviosa—. Me parece que todas nuestras creencias se están convirtiendo en realidad. Ah, y me he enterado de otra cosa, señor… Esta mañana (si es que era esta mañana, supongo que ya me entendéis, porque no hay que olvidar que el sol no para de moverse y aparte de eso es un sol bastante raro), pues esta mañana unos cuantos soldados intentaron ir por el camino que lleva a Efebas y… ¿Sabéis qué descubrieron?

—¿Qué descubrieron?

—¡Que el camino de salida del reino lleva adentro! —Dil dio un paso hacia atrás para ilustrar mejor la seriedad de aquellas revelaciones—. Empezaron a subir por las rocas y de repente se encontraron caminando por el camino de Espadarta. Es como si el camino se curvara sobre sí mismo. Estamos encerrados y no podemos salir, señor. Hemos quedado atrapados con nuestros dioses…

«Y yo estoy atrapado dentro de mi cuerpo —pensó el faraón—. Así que todo cuanto creíamos ha resultado ser verdad, ¿eh? Y aquello en lo que creíamos tiene muy poco que ver con lo que creíamos eran nuestras creencias… Un momento, un momento. O sea que… Estábamos convencidos de que creíamos que los dioses eran sabios, justos y poderosos, pero lo que realmente creemos es que son más o menos como nuestros padres después de haber tenido un mal día. Y creíamos que el Otro Mundo era una especie de paraíso, pero en realidad creemos que está aquí mismo y que llegas a él en tu cuerpo y yo estoy en el Otro Mundo y no saldré nunca de él. Nunca, nunca, nunca…»

—¿Qué dice mi hijo de todo esto? —preguntó.

Dil tosió. La tos pertenecía a la variedad ominosa. Algunos idiomas tienen el detalle de utilizar un signo de interrogación al principio de la frase para advertirte de que lo que vas a oír es una pregunta; ésta era la clase de tos que te advierte de que lo que vas a oír es una elegía fúnebre.

—No sé cómo deciros esto, señor… —murmuró Dil.

—Venga, venga, no perdamos más tiempo.

—Señor… dicen que ha muerto, señor. Dicen que se quitó la vida y que huyó.

—¿Que se quitó la vida?

—Lo siento, señor.

—¿Y que huyó después de quitarse la vida?

—En un camello, dicen.

—Parece que nuestra familia lleva una existencia de ultratumba como muy activa, ¿verdad? —observó el faraón en un tono de voz bastante seco.

—Perdonad, señor, me temo que no os he entendido.

—Quiero decir que se puede afirmar que esas dos afirmaciones son mutuamente exclusivas.

El rostro de Dil se convirtió en una masa de inexpresividad impregnada por las mejores intenciones posibles.

—Quiero decir que las dos no pueden ser verdad al mismo tiempo —le explicó el faraón intentando sacarle del atasco mental.

—Ejem… —dijo Dil.

—De acuerdo, pero yo soy un caso especial —dijo el faraón, que podía ser muy tozudo cuando quería—. En este reino creemos que sólo puedes aspirar a gozar de la vida después de la muerte si has sido mommmmmm…

Se calló.

Era demasiado horrible. Era tan horrible que resultaba impensable, pero aun así el faraón estuvo pensando en ello durante unos momentos.

—Tenemos que hacer algo al respecto —dijo por fin.

—¿Os referís a vuestro hijo, señor? —preguntó Dil.

—Olvídate de mi hijo. No está muerto. Si estuviera muerto yo lo sabría —replicó secamente el faraón—. Sabe cuidar de sí mismo. Es mi hijo, ¿no? No, son mis antepasados los que me preocupan.

—Pero si están muertos… —empezó a decir Dil.

Ya se ha dicho que Dil tenía muy poca imaginación. En un trabajo como el suyo tener muy poca imaginación resultaba imprescindible, pero eso no quiere decir que no tuviera un poquito. Los ojos de su mente contemplaron un panorama de pirámides que se extendían a lo largo del río, y los oídos de su mente se lanzaron hacia puertas tan sólidas que ningún ladrón sería capaz de abrir y se pegaron a ellas.

Y oyeron los arañazos.

Y los golpes.

Y los gritos ahogados.

El faraón puso un brazo envuelto en vendajes sobre sus hombros temblorosos.

—Ya sé que puedes hacer maravillas con una aguja, Dil —dijo—. Eh… ¿Qué tal se te da manejar el mazo?

Copolímero, el mayor narrador de toda la historia del mundo, se echó hacia atrás, sonrió y contempló a las mentes más eximias del mundo sentadas a la mesa.

Teppic había añadido otro dato a su almacén de conocimientos. «Simposio» quería decir tomar el té con cuchillo y tenedor.

—Bien… —dijo Copolímero, y empezó a contar la historia de las guerras con Espadarta—. Veréis, lo que ocurrió fue que él se la llevó de vuelta a casa, y su padre. … no me refiero al viejo rey sino al anterior, pero ya no me acuerdo de cómo se llamaba, el que se casó con una chica de Elharib, y recuerdo que era un poquito bizca… ¿Cómo demonios se llamaba? Me parece que su nombre empezaba con una P. ¿O era una L? Bueno, seguro que era una de esas dos letras, y su padre tema una isla en la bahía, Papilos creo que se llamaba… No, estoy contando una mentira, era Crinix. Bien, el rey (el otro rey, ¿eh?) reunió un ejército y ellos… Elenor, justo, así se llamaba. Y era un poquito bizca, no lo olvidemos, pero dicen que a pesar de eso era bastante atractiva, y cuando digo que se casaron pues… en fin, supongo que no hace falta que entre en detalles, ¿verdad? Fue un poquito extraoficial, no sé si me explico… Eh… En fin, el caso es que había un caballo de madera y después de que se metieran dentro de él… ¿Os había hablado del caballo? Era un caballo, sí, estoy prácticamente seguro de que era un caballo. O quizá fuese una gallina… ¡Como me descuide un poco lo próximo que olvidaré será mi nombre, ja, ja! Fue idea de… de… del que cojeaba, sí, de ése. Sí. El de la pierna coja y… ¿Os he hablado de él? Bueno, pues hubo una pelea y… no, creo que el de la pelea fue el otro. Sí. En fin, el caso es que el cerdo de madera (una idea condenadamente astuta, dicho sea de paso), pues el cerdo en cuestión estaba hecho de… de… Lo tengo en la punta de la lengua. Un momento… De madera, claro. Pero eso ocurrió después, ¿sabéis? ¡Ah, sí la pelea! Casi me olvidaba de la pelea, sí. Fue una pelea condenadamente buena. Todo el mundo chillando y golpeando los escudos con la espada, ya os lo podéis imaginar, y la armadura de… de… bueno, la armadura de como se llamara resplandecía como resplandece una armadura resplandeciente de buena calidad. Oh, fue una pelea realmente soberbia, sí, y los que pelearon eran el… el cojo no, el otro, el… ¡El pelirrojo! Sí, ése, ya sabéis a quién me refiero, era un tipo muy alto que ceceaba un poco. Esperad, esperad, me acabo de acordar… Era de otra isla. Ése no, ¿eh?, el otro, el cojo… No quería irse, y él dijo que estaba loco. ¡Pues claro que estaba loco, caramba! En fin, no sé qué opinaréis vosotros, pero… ¡Una vaca de madera, nada menos! Y entonces el rey, no, ese rey no, el otro, vio al chivo y dijo: «Temo a los hombres de Efebas, especialmente cuando están lo bastante chiflados para dejar una res de madera tan condenadamente grande delante de la puerta, menuda cara dura, esos tipos se deben creer que nacimos ayer y que aún nos chupamos el dedo, prendedle fuego y no se hable más del asunto.» Y, naturalmente, el como-se-llame ya había entrado por la puerta de atrás y después pasaron toda la ciudad a cuchillo y se acabó el reírse, claro. ¿Os he dicho que bizqueaba? Decían que era guapa, pero ya se sabe que sobre gustos… Sí, sí. En fin, así es como ocurrió. Bien… Naturalmente como-se-llame (creo que se llamaba Melícano, y cojeaba), pues Melícano quería volver a casa, es comprensible, ¿no?, recordad que llevaban años allí y cada día que pasaba era un día más viejo y, francamente, ya estaba harto, y por eso dijo que había tenido aquel sueño en el que vio al no sé qué de madera. Sí, sí… No, miento. El que tenía el problema con la rodilla era Hermoseus. Oh, sí, fue una pelea de lo mejorcito que se ha visto, podéis creerme.

Copolímero se quedó callado y contempló la mesa. Parecía muy satisfecho de sí mismo.

—Fue una pelea condenadamente buena, sí señor, ya lo creo…—murmuró.

Y se quedó dormido con una leve sonrisa en los labios.

Teppic se percató de que tenía la boca abierta y la cerró. Unos cuantos comensales se estaban limpiando las lágrimas.

—Magia —dijo Xeno—. Pura magia… Cada palabra es como una borla en el dosel del Tiempo.

—Lo más increíble es la forma en que recuerda hasta los detalles más insignificantes —murmuró Ídem—. Qué memoria, qué retentiva, qué precisión…

Teppic volvió la cabeza hacia el otro extremo de la mesa.

—¿Quién es quién? —preguntó dándole un suave codazo a Xeno, que estaba sentado junto a él.

—Bueno, a Ídem ya le conoces. Y a Copolímero, también, claro… Ése de ahí es Iesopo, el fabulista más eximio del mundo, y ése es Antífono, el escritor de comedias más eximio del mundo.

—¿Y dónde está Ptagonal? —preguntó Teppic.

Xeno señaló hacia el final de la mesa. Teppic siguió la dirección indicada por su dedo y vio a un hombre de aspecto sombrío que no paraba de beber y estaba absorto intentando determinar el ángulo formado por dos panecillos.

—Después te lo presentaré —dijo.

Teppic contempló las calvas y las largas barbas blancas que le rodeaban y decidió que debían de ser algo inherente a la profesión. Si poseías una calva y una larga barba blanca lo que se encontraba entre ellas tenía que estar atiborrado de sabiduría. La única excepción a la regla era Antífono, que parecía haber sido construido a base de embutidos.

«Son grandes mentes —se dijo Teppic—. Estos hombres intentan averiguar cómo funciona el mundo no mediante la magia o la religión, sino metiendo su cerebro en la primera grieta que encuentran y usándolo como palanca para separar los bordes…»

Ídem golpeó la mesa con los nudillos pidiendo silencio.

—El Tirano ha decidido que declaremos la guerra a Espadarta —dijo—. Y ahora, consideremos cuál es el lugar de la guerra en la república ideal —añadió—. Necesitaremos…

—Disculpa, ¿podrías pasarme el apio? —le pidió Iesopo—. Muchas gracias.

—… la república ideal, tal y como estaba diciendo, basada en las leyes fundamentales que gobiernan…

—Y la sal. La tienes justo al lado del codo.

—… las leyes fundamentales que… eh… que gobiernan a todos los hombres. Bien, no cabe duda de que la guerra… ¿Te importaría dejar de hacer eso?

—Es apio —dijo Iesopo masticando entusiásticamente—. Ya se sabe lo que pasa con el apio. No lo puede evitar, créeme.

Xeno lanzó una mirada suspicaz a lo que había clavado en la punta de su tenedor.

—Eh, esto es pulpo —dijo—. Yo no he pedido pulpo. ¿Quién ha pedido pulpo?

—… no cabe duda —repitió Ídem alzando el tono de voz—, no cabe duda, os lo aseguro…

—Creo que esto es el cuscús de cordero —dijo Antífono.

—¿Y el pulpo era para ti?

—Yo pedí marida y dolmades.

—Eh, el cuscús lo he pedido yo. ¿Serías tan amable de pasarlo hacia aquí?

—No recuerdo que nadie haya pedido todas esas tostadas con ajo —dijo Xeno.

—Escucha, algunos de nosotros estamos intentando poner a flote un concepto filosófico —dijo Ídem con voz sarcástica—. No nos interrumpas a cada momento, ¿quieres?

Alguien le arrojó un bastoncito.

Teppic inspeccionó lo que había en la punta de su tenedor. La dieta del Viejo Reino no incluía ningún producto procedente del mar, y el número de válvulas y ventosas existente en lo que había pinchado era tan elevado que resultaba vagamente inquietante. Teppic alargó la mano hacia una hoja de parra hervida, la levantó con extremada cautela y vio huir una criatura minúscula que se apresuró a esconderse detrás de una aceituna.

Ah. Otra cosa que debía recordar… Los naturales de Efebas eran capaces de hacer vino con cualquier cosa que pudieran meter dentro de un cubo, y se comían cualquier cosa que no pudiera escapar de un cubo.

Teppic cogió el tenedor y hurgó entre la comida que había en su plato. Una parte de la comida se lo tomó bastante mal.

Y los filósofos no se escuchaban los unos a los otros. Y parecían tener una terrible tendencia a divagar y andarse por las ramas. «Creo que estoy viendo cómo funciona una auténtica mocracia», pensó Teppic.

Un panecillo pasó volando junto a su cabeza. Otro rasgo de los filósofos parecía ser el que se excitaban con muchísima facilidad.

Teppic se fijó en el comensal que estaba sentado delante de él, un hombrecillo bastante flaco que masticaba delicadamente un tentáculo anónimo. Dejando aparte a Ptagonal el geómetra, quien había empezado a calcular el radio de su plato con la misma expresión sombría que había aplicado para la averiguación del ángulo formado por los panecillos, el hombrecillo era la única persona de la mesa que no pregonaba sus opiniones a pleno pulmón. De vez en cuando tomaba notas en un pergamino que guardaba dentro de su toga.

Teppic se inclinó sobre la mesa. Iesopo había empezado a contar una fábula larguísima sobre un zorro, un pavo, un ganso y un lobo que habían hecho una apuesta para averiguar quién podía aguantar más tiempo debajo del agua con pesos atados a las patas. El eximio fabulista estaba tan entusiasmado que apenas si prestaba atención a los ocasionales impactos de los panecillos y huesos de aceituna lanzados en su dirección.

—Disculpa —dijo Teppic subiendo el tono de voz para hacerse oír por encima del tumulto—. ¿Quién eres?

El hombrecillo le lanzó una mirada recelosa e impregnada de timidez. Tenía unas orejas extremadamente grandes, y Teppic pensó que en la luz adecuada se le habría podido confundir con un ánfora muy esbelta.

—Soy Endos —dijo.

—¿Y por qué no estás filosofando?

Endos empezó a diseccionar un molusco de aspecto bastante extraño.

—La verdad es que no soy filósofo —dijo.

—¿No escribes comedias ni nada parecido? —preguntó Teppic.

—Me temo que no. Soy Oyente. Endos el Oyente, así me llaman.

—Fascinante —dijo Teppic automáticamente—. ¿Y qué tienes que hacer?

—Escuchar.

—¿Nada más?

—Me pagan para que escuche —dijo Endos—. A veces asiento con la cabeza. O sonrío, o asiento y sonrío al mismo tiempo. Siempre poniendo cara de estar de acuerdo y animándoles a que sigan hablando, claro… Les gusta.

Teppic tuvo la sensación de que Endos le estaba pidiendo que hiciera algún comentario al respecto.

—Caramba —dijo.

Endos replicó con un asentimiento de cabeza y una sonrisa. La combinación del asentimiento y la sonrisa sugerían que en todo el mundo no había una actividad más fascinante que la de estar sentado allí escuchando a Teppic. Quizá fuera un efecto de sus orejas. Las orejas de Endos eran como un inmenso agujero negro auditivo que suplicaba ser llenado con palabras. Teppic sintió un impulso casi incontenible de contarle hasta el último detalle de su vida, sus esperanzas y sus sueños.

—Apuesto a que te pagan mucho dinero, ¿eh? —preguntó.

Endos sonrió.

—¿Cuántas veces le has oído contar esa historia a Copolímero?

Endos asintió y sonrió, aunque Teppic creyó detectar un dolor sordo y distante agazapado detrás de sus ojos.

—Supongo que cuando llevas algún tiempo en el oficio tus orejas acaban desarrollando unas cuantas callosidades protectoras, ¿no? —añadió Teppic.

Endos asintió.

—Sigue, sigue —murmuró.

Teppic volvió la cabeza hacia Ptagonal, quien estaba dibujando ángulos rectos en su taramasalata.

—Me encantaría quedarme y escuchar cómo me escuchas durante todo el día —dijo—, pero al final de la mesa hay un hombre con el que quiero hablar.

—Eso es asombroso —dijo Endos.

Hizo una anotación en su pergamino y concentró su atención en una conversación que se estaba desarrollando un par de platos más allá.[24] Un filósofo acababa de afirmar que aunque la verdad era belleza, la belleza no era necesariamente verdad, y la discusión empezaba a caldearse. Endos estaba decidido a no perderse ni una palabra.

Teppic se puso en pie y caminó a lo largo de la mesa hasta llegar a Ptagonal. El geómetra parecía sentirse espantosamente triste y miserable, y Teppic le sorprendió levantando la corteza de un pastel y examinando lo que había debajo con expresión suspicaz.

Teppic miró por encima de su hombro.

—Creo que he visto moverse algo ahí dentro —dijo.

—Ah —murmuró el geómetra descorchando un ánfora con los dientes—. Hete aquí al misterioso joven vestido de negro que viene del reino perdido…

—Tenía la esperanza de que quizá podrías ayudarme a encontrarlo —dijo Teppic—. He oído comentar que en Efebas tenéis ideas bastante raras.

—Tenía que ocurrir —dijo Ptagonal. Sacó un compás de entre los pliegues de su toga y midió el pastel con expresión pensativa—. Es una constante, ¿no te parece? Sí, estoy seguro de que es una constante. Qué concepto más deprimente…

—Perdona, pero me temo que no te entiendo —dijo Teppic.

—El diámetro divide a la circunferencia, ¿sabes? Tendría que ser tres veces. Es lo que pensaría cualquiera, ¿no te parece? Pero ¿es así? No. Tres coma uno cuatro uno y montones de números más… No sé de dónde salen, pero los muy malditos no se acaban nunca. ¿Sabes lo mucho que me cabrea el que no se acaben nunca?

—Supongo que te debe de cabrear considerablemente —dijo Teppic en su tono más cortés.

—Exacto. Me indica que el Creador usó la clase de círculos que no debía. ¡Ni tan siquiera es un número presentable! Quiero decir que… Bueno, a tres coma cinco le puedes tener respeto. O a tres coma tres, por ejemplo… Sí, eso sí que tendría buen aspecto.

Clavó los ojos en el pastel y lo contempló con expresión meditabunda.

—Disculpa, pero… Dijiste algo sobre qué tenía que ocurrir, ¿no?

—¿Qué? —murmuró Ptagonal emergiendo de las profundidades de su melancolía—. ¡Maldito pastel! —añadió.

—¿Qué es lo que tenía que ocurrir? —insistió Teppic.

—No se puede tontear con la geometría, amigo mío. Y nada menos que las pirámides, ¿eh? Son muy peligrosas. Trastear con ellas es buscarse problemas. Lo que quiero decir es… —Ptagonal alargó una mano vacilante hacia su vaso de vino—. ¿Cuánto tiempo creían que podían seguir construyendo pirámides más y más grandes? No sé si me sigues, pero… ¿De dónde creían que procedía la energía? Quiero decir que… —Eructó—. Tú has estado en ese sitio, ¿no? Bueno, ¿nunca te habías fijado en lo despacio que parece ir todo allí?

—Oh, sí —respondió Teppic con voz átona.

—Eso es debido a que las pirámides absorben el tiempo, ¿comprendes? Ah, las pirámides… Y, claro, tienen que librarse del tiempo que han ido acumulando, y de ahí las luces y los fuegos artificiales. ¡Y les parece bonito! ¡Lo que están quemando es nada más y nada menos que su tiempo!

—Lo único que sé es que cuando respiras te parece que el aire ha sido hervido dentro de un calcetín —dijo Teppic—. Y nada cambia, aunque no siga siendo lo mismo.

—Exacto —dijo Ptagonal—. ¿Y sabes por qué? Por el pasado, por eso. Lo que hacen es utilizar el pasado una y otra vez. Las pirámides consumen todo el tiempo nuevo. Y si no dejas que las pirámides se desprendan de la energía acumulada ésta irá aumentando hasta que… —Hizo una pausa—. Claro que supongo que acabaría escapando por una como-se-llame… —añadió—. Una fractura. Sí, eso. Una fractura en el espacio…

—Yo estaba allí antes de que el reino se… se fuera —dijo Teppic—, y me pareció que la gran pirámide se movía.

—Ahí lo tienes. Probablemente habrá hecho que las dimensiones girasen noventa grados —dijo Ptagonal con la seguridad en sí mismo que sólo puede poseer un hombre absolutamente borracho.

—¿Quieres decir que la longitud se ha convertido en altura y que la altura se ha convertido en anchura?

—No, no, no —replicó Ptagonal—. Quiero decir que la longitud se ha convertido en altura y la altura ahora es anchura y la anchura es grosor y el grosor es… —Volvió a eructar—. Es tiempo. Otra dimensión, ¿entiendes? Ah, esas cuatro bastardas siempre están acechando por ahí… Y el tiempo es una de ellas. Noventa trastos con respecto a las otras tres. No, trastos no… grados, eso. Sólo que, sólo que ahora no puede existir en este mundo,[25] y el lugar tuvo que hacer pop hacia fuera, ¿comprendes? De lo contrario la gente envejecería caminando de lado… —Clavó los ojos en las profundidades de su vaso y las contempló con una inmensa tristeza—. Y cada cumpleaños envejecerías otro kilómetro —añadió.

Teppic estaba perplejo.

—Bueno, el tiempo y el espacio son así —siguió diciendo Ptagonal—. Si no tienes mucho cuidado puedes acabar con un auténtico lío entre manos. Tres coma uno cuatro uno… ¿Qué clase de nombre crees que se merece semejante número?

—Suena horrible —dijo Teppic.

—Tienes toda la maldita razón. En algún sitio… —Ptagonal estaba empezando a oscilar sobre el banco—. En algún sitio alguien ha construido un cosmos donde pi tiene un valor decente y respetable. —Inclinó la cabeza y contempló la mesa como si no la viera con mucha claridad—. Pero aquí… ¿Pi? ¡Pah! Aquí es un maldito número que no se acaba nunca, y yo te pregunto qué clase de…

—¡No, me refería a eso de que la gente envejeciera caminando de lado!

—Quizá tuviera su lado bueno. Siempre podrías volver al sitio en el que tenías dieciocho años, ¿no? O dar un paseo y averiguar qué aspecto tendrás cuando hayas cumplido los setenta. Pero viajar por la anchura…, eso sí que sería realmente difícil.

Ptagonal le obsequió con una sonrisa vacua y se fue inclinando hacia adelante con gran lentitud hasta acabar derrumbándose sobre su cena. Una parte de la cena consiguió apartarse a tiempo.

Teppic se percató de que el estrépito filosófico que le rodeaba se había calmado un poco. Alzó la cabeza y fue resiguiendo la hilera de comensales con la mirada hasta que localizó a Ídem.

—No funcionará —estaba diciendo Ídem—. El Tirano no nos escuchará. Y la gente tampoco, claro. De todas formas… —Volvió la cabeza hacia Antífono—. Parece que no todos opinamos lo mismo, ¿verdad?

—Esos malditos espadartanos necesitan que alguien les dé una buena lección —replicó Antífono con expresión adusta—. En este continente no hay lugar suficiente para dos grandes potencias. El problema con esos tipos es que no saben perder, ¿entiendes? Todo porque les robamos la reina… La energía y el entusiasmo de la juventud, el amor vence todos los obstáculos, etcétera.

Copolímero se despertó.

—No lo has entendido bien —dijo con voz apacible—. La gran guerra, sí, claro, fue porque ellos nos robaron la reina. No recuerdo cómo se llamaba, pero tenía una cara capaz de hacer correr a mil camellos, y su nombre empezaba por A o por T o por…

—¿Eso hicieron? —gritó Antífono—. ¡Malditos bastardos!

—Estoy razonablemente seguro —dijo Copolímero.

Teppic se dejó caer sobre el banco y miró a Endos el Oyente, quien seguía consumiendo su cena con la expresión impasible de quien está decidido a no permitir que nada ni nadie le arruine la digestión.

—¿Endos?

El Oyente bajó el cuchillo y el tenedor y los colocó flanqueando su plato.

—¿Sí?

—Están locos, ¿verdad? —preguntó Teppic con voz cansada.

—Esto es extremadamente interesante —dijo Endos—. Sigue, sigue, te lo ruego.

Metió tímidamente una mano dentro de su toga, sacó un trocito de pergamino y lo empujó delicadamente hacia Teppic.

—¿Qué es esto?

—Mi factura —dijo Endos—. Cinco minutos de Escucha Atenta. Casi todos los caballeros para los que trabajo me pagan a final de mes, pero tengo entendido que te irás por la mañana, ¿no?

Teppic se rindió. Se puso en pie y salió al jardín que rodeaba la ciudadela de Efebas. Estatuas de mármol blanco que representaban a efebenses de la antigüedad totalmente desnudos que hacían cosas heroicas asomaban por entre el follaje, y aquí y allá se veían estatuas de las deidades de Efebas. Apenas había forma de distinguir las unas de las otras. Teppic sabía que Dios no aguantaba a los efebenses y solía reprocharles que tuvieran deidades cuyo aspecto era idéntico al de la gente. El argumento básico de Dios era que eso impedía que la gente supiera cuándo estaba delante de una deidad y dificultaba mucho el tratarla como era debido.

Teppic no compartía su opinión al respecto y, de hecho, la idea le resultaba bastante agradable. Según la leyenda las deidades de los efebenses eran iguales a los humanos en todo, con la única diferencia de que utilizaban su divinidad para hacer todas aquellas cosas que los humanos no tenían los medios o el atrevimiento de hacer. Teppic recordó que uno de los trucos favoritos de las deidades masculinas de Efebas era convertirse en algún animal para conseguir los favores de las mujeres de la alta sociedad efebense, y se decía que uno de ellos había llegado al extremo de convertirse en lluvia dorada para cortejar a la mujer de la que se había encaprichado. Todo aquello era fascinante, y suscitaba preguntas muy interesantes sobre la vida nocturna de la sofisticada Efebas.

Encontró a Ptraci sentada sobre la hierba debajo de un álamo dando de comer a la tortuga. Teppic la contempló con cierta suspicacia, ya que siempre cabía la posibilidad de que fuese un dios de incógnito. La tortuga no parecía un dios. Si era un dios lo estaba disimulando de maravilla, y su interpretación de tortuga hambrienta era francamente espléndida.

Ptraci estaba dándole de comer una hoja de lechuga.

—Ay la ptortuguita bonita… —dijo, y alzó la mirada hacia Teppic—. Oh, eres ptú —dijo con voz átona.

—No te has perdido gran cosa —dijo Teppic sentándose a su lado—. Son una pandilla de chiflados. Cuando me fui estaban empezando a romper los platos.

—Eso es ptradicional al final de una comida efebense —dijo Ptraci.

Teppic pensó en lo que acababa de oír.

—¿Y por qué no los rompen antes? —preguntó al cabo de unos momentos.

—Y luego probablemente bailarán al son del burzuki —añadió Ptraci—. Creo que es una especie de perro de lanas.

Teppic inclinó la cabeza y la apoyó en las manos.

—Por cierto, hablas muy bien el efebense —dijo.

—Muchas gracias —replicó Ptraci—. Basta con ptener un poco de oído.

—Pero se te nota un poquito el acento.

—Los idiomas son una parte del adiestramiento ptotal —dijo Ptraci—. Y mi abuela siempre decía que un poquito de acento extranjero pte hace más fascinante.

—Aprendimos lo mismo —dijo Teppic—. Venga de donde venga un asesino siempre debe parecer ligeramente extranjero. Eso es algo que se me da muy bien —añadió con amargura.

Ptraci empezó a administrarle masaje en el cuello.

—He estado en el puerto —dijo—. Tienen un montón de esas cosas que parecen balsas grandes. Ya sabes, camellos de mar…

—Barcos —dijo Teppic.

—Y van a ptodas partes. Podríamos ir a donde quisiéramos. Si tú quieres el mundo puede ser nuestro molusco, con perla incluida dentro.

Teppic le habló de la teoría de Ptagonal. Ptraci no pareció muy sorprendida.

—Es como una laguna estancada en la que no entra agua nueva —observó—. Ptodo el mundo se pasa la vida nadando en el mismo charco de siempre… Ptodo el ptiempo que vives ya ha sido vivido. Debe de ser como utilizar el agua del baño de otra persona.

—Voy a volver.

Los dedos de Ptraci interrumpieron el experto amasar de sus músculos que habían iniciado.

—Podríamos ir a donde quisiéramos —repitió—. Los dos ptenemos oficios y podemos ganarnos la vida, podríamos vender ese camello… Podrías enseñarme Ankh-Morpork. Parece una ciudad muy interesante.

Teppic se preguntó qué efecto ejercería Ankh-Morpork sobre Ptraci. Después se preguntó qué efecto ejercería Ptraci sobre la ciudad. No cabía duda de que Ptraci estaba… ¿floreciendo? En el Viejo Reino nunca había dado la impresión de tener alguna idea original dejando aparte el escoger cuál sería la próxima uva a pelar, pero desde que estaban en Efebas parecía haber cambiado considerablemente. Su mandíbula no había cambiado. Seguía siendo más bien pequeña, y Teppic tenía que admitir que bastante bonita. Pero ahora te fijabas más en ella. Antes, cuando hablaba con él, Ptraci solía clavar los ojos en el suelo. Ahora no siempre le miraba, pero si no lo hacía era porque estaba pensando en otra cosa.

Teppic descubrió que sentía el deseo de decirle que era el faraón. Oh, de la forma más cortés posible, claro, y sin ninguna clase de énfasis, pero… bueno, sólo como recordatorio. Pero también tenía la sensación de que si le decía eso Ptraci respondería diciendo que no le había oído y que tuviera la amabilidad de repetir lo que había dicho, y si le miraba a la cara Teppic jamás sería capaz de decirlo dos veces seguidas.

—Podrías marcharte —dijo—. Estoy seguro de que sabrías salir adelante. Puedo proporcionarte unos cuantos nombres y algunas direcciones, ¿sabes?

—¿Y tú? ¿Qué harías?

—Apenas si me atrevo a pensar en lo que estará ocurriendo en casa —dijo Teppic—. Creo que he de hacer algo al respecto.

—No puedes hacer nada. ¿Por qué quieres perder el tiempo intentándolo? Aunque no quieras ejercer de asesino sigue habiendo montones de cosas que podrías hacer. Y dijiste que ese hombre dijo que ahora ya no hay ninguna forma de entrar en el reino. Y odio las pirámides.

—Pero estoy seguro de que ahí dentro hay algunas personas que te importan, ¿no?

Ptraci se encogió de hombros.

—Si están muertas no puedo hacer nada por ellas —-dijo—. Y si están vivas tampoco puedo hacer nada por ellas, ¿no? Así que… Bueno, creo que no haré nada al respecto.

Teppic la contempló con una mezcla de horror y admiración. Las palabras de Ptraci resumían la situación de una forma tan concisa como elegante, pero Teppic no podía resignarse así como así. Su cuerpo había pasado siete años fuera del Viejo Reino, pero su sangre llevaba mil veces ese tiempo dentro de él. Oh, claro que deseaba dejar atrás toda esa etapa de su vida, y ahí estaba el meollo de la cuestión. La habría dejado atrás y allí se habría quedado, y aunque hubiese evitado pensar en ella durante todo el resto de su existencia habría seguido siendo una especie de ancla.

—No consigo hacerme a la idea —dijo—. Lo siento. Es lo que hay y… Quiero volver aunque sólo sea durante cinco minutos para… bueno, para decirles que no pienso volver nunca más. Me conformaría con eso. Probablemente todo es culpa mía.

—¡Pero no hay ninguna forma de volver! Lo único que podrías hacer sería rondar por los alrededores y deprimirte igual que ptodos esos monarcas depuestos de los que me hablaste. Ya sabes, los de las ptúnicas con los bordados deshilachados que se ganan la vida mendigando con mucha elegancia… Tú mismo dijiste que no había nada más inútil que un monarca sin reino. Piensa un poquito en ello, ¿quieres?

Fueron por las calles de la ciudad en dirección al puerto. Todas las calles de la ciudad llevaban al puerto.

Alguien estaba encendiendo el faro con una antorcha. El faro era una de las Más de Siete Maravillas del Mundo, y había sido construido según los planos que Ptagonal había dibujado utilizando la Regla de Oro y los Cinco Principios Estéticos. Desgraciadamente también había sido construido en el lugar equivocado porque ponerlo allí donde habría tenido que estar hubiese estropeado la hermosura natural de la bahía, pero casi todos los marineros estaban de acuerdo en que era un faro muy hermoso y que su contemplación ayudaba mucho a distraerte mientras esperabas a que remolcaran tu barco sacándolo de los arrecifes en los que había encallado.

El puerto que se extendía debajo del faro estaba repleto de embarcaciones. Teppic y Ptraci se fueron abriendo paso por el laberinto de cajas y fardos, y acabaron llegando a la larga curva del muro protector que separaba la calma de la bahía de las olas que se agitaban al otro lado. El faro ardía y echaba chispas por encima de sus cabezas.

Teppic sabía que aquellos barcos irían a lugares de los que ni tan siquiera había oído hablar. Los efebenses eran grandes comerciantes. Podía volver a Ankh para recibir su diploma, y en cuanto lo tuviera en las manos el mundo sería el molusco que más le apetecería y contaría con un amplio surtido de cuchillos para abrirlo.

Ptraci puso su mano en la suya.

Y nada de casarse con los parientes, naturalmente. Los meses que había pasado en Djelibeibi ya empezaban a parecerle un sueño, uno de esos sueños circulares que vuelven una y otra vez sin que haya forma de librarse de ellos y que acaban convirtiendo el insomnio en una perspectiva muy atrayente. Aquí, en cambio, el futuro se extendía delante de él desenrollándose como una alfombra.

Un hombre que se encontrara en su situación actual necesitaba una señal, un manual de instrucciones o algo parecido. El gran defecto de la vida era que nunca tenías ocasión de practicar antes. Lo único que…

—Por todos los cielos… ¡Pero si es Teppic!

La voz que se dirigía a él sonaba más o menos a la altura de su tobillo. Una cabeza asomó por el borde del atracadero y fue seguida rápidamente por su cuerpo. Era un cuerpo extremadamente bien vestido, y su propietario no había escatimado el dinero a la hora de ataviarlo con joyas, pieles, sedas y encajes. Sólo parecía haber una limitación, y era de orden estético. Todo tenía que ser de color negro.

El cuerpo y la cabeza pertenecían a Broncalo.


—¿Qué está haciendo ahora? —preguntó Ptaclusp.

Su hijo asomó cautelosamente la cabeza por encima de los restos de una columna y observó a Chist-Hera, el Dios con Cabeza de Buitre.

—Está olisqueando por ahí —dijo—. Creo que le gusta la estatua. Papá, sé sincero conmigo. ¿Por qué tuviste que comprar un horror semejante?

—Venía con un lote y lo dejaban barato —dijo Ptaclusp—. Además pensé que se pondría de moda. Estaba convencido de que se haría popular y…

—¿Popular? ¿Entre quiénes?

—Bueno, a él le gusta, ¿no?

Ptaclusp IIb se arriesgó a echar otro vistazo a la monstruosidad angulosa que se movía por entre las ruinas dando saltitos.

—Dile que si se va puede quedársela —sugirió—. Dile que se la puedes dejar a precio de coste.

Ptaclusp torció el gesto.

—A precio de coste, no. Con un descuento —dijo—. Una rebaja especial reservada a nuestros clientes sobrenaturales.

Alzó los ojos hacia el cielo. Su escondite en las ruinas del campamento —con la Gran Pirámide que seguía zumbando como una central eléctrica detrás de ellos—, les proporcionaba un punto de observación excelente desde el que contemplar la llegada de los dioses. Al principio Ptaclusp incluso había sido capaz de pensar en la nueva situación sin perder la calma. Los dioses serían buenos clientes. Siempre querían más templos y más estatuas, podría tratar directamente con ellos prescindiendo de los intermediarios…

Y un instante después le pasó por la cabeza una idea horrible. Un dios que no hubiera quedado satisfecho —y Ptaclusp sabía que los clientes siempre encontraban algún motivo de queja. Cuando no era porque faltaban las molduras de yeso prometidas en los planos era porque una esquina del templo se había hundido un poquito debido a una zona de arenas movedizas que nadie sabía que estuviese ahí—, no se limitaría a presentarse en la oficina gritando y exigiendo ver al encargado. Oh, no. Un dios siempre sabía dónde estabas e iba directamente al grano, y tampoco había que olvidar que los dioses tenían fama de pagar muy tarde y muy mal. Los humanos también, naturalmente, pero en el caso de los seres humanos el pago y el cobro de las cuentas pendientes solía tener lugar antes de que te murieras, no después.

Ptaclusp volvió la cabeza hacia su otro hijo, una silueta pintada que se recortaba contra la estatua con la boca congelada en una O de asombro, y el constructor de pirámides tomó una decisión.

—He terminado con las pirámides —dijo—. Recuérdamelo, chico. Si salimos vivos de este lío se acabaron las pirámides. Nos habíamos estancado. Creo que ha llegado el momento de diversificar el negocio.

—¡Papá, llevo siglos diciéndotelo! —exclamó IIb—. No sé cuántas veces he intentado hacerte entender que un par de acueductos decentes nos proporcionarían unos…

—Sí, sí, me acuerdo —dijo Ptaclusp—. Sí. Acueductos… Montones de arcos y no sé qué más, ¿eh? Estupendo, estupendo. Pero no recuerdo dónde dijiste que había que poner el sarcófago.

—¡Papá!

—No me hagas mucho caso, muchacho. Creo que me estoy volviendo loco.

Era imposible. No podía haber visto a una momia y a dos tipos con mazos.


Sí, era Broncalo.Y Broncalo tenía un barco. Teppic sabía que bastantes kilómetros de costa más allá estaba el reino del Cherife de Al-Khali, y que el Cherife vivía en el fabuloso palacio del Ualdhorf, que se decía había sido construido en una sola noche por un genio y cuyo esplendor era tan increíble que había originado montones de mitos y leyendas.[26] El Anónimo era como un Ualdhorf capaz de flotar, pero más lujoso. Su diseñador estaba obsesionado por el color dorado, y había utilizado todos los trucos y combinaciones de purpurina, columnas que se enroscan sobre sí mismas y cortinajes posibles con el fin de conseguir que pareciera no tanto una embarcación como un tocador de señoras que había chocado con un teatro especializado en espectáculos francamente dudosos.

De hecho, había que poseer los ojos adiestrados de un asesino para darse cuenta de la inocencia con que todo ese abigarrado esplendor disimulaba la esbeltez del casco, y algo tan curioso como el que después de haber sumado el espacio ocupado por los camarotes al de las bodegas siguiera habiendo un montón de sitio disponible que no parecía utilizarse para nada. El agua ondulaba de una forma bastante extraña alrededor de lo que Ptraci llamaba el extremo puntiagudo, pero sería totalmente ridículo sospechar que una embarcación tan obviamente dedicada al comercio poseyera un espolón que quedaba oculto debajo del agua, o que cinco minutos de trabajo con un hacha bastarían para convertir aquel alcázar de lujos en algo que podía dejar atrás a casi cualquier embarcación existente y hacer que las pocas capaces de alcanzarla lo lamentaran seriamente después.

—Muy impresionante —dijo Teppic.

—Oh, todo es pura apariencia —dijo Broncalo.

—Sí, ya me doy cuenta.

Quiero decir que en realidad somos unos pobres comerciantes, ya me entiendes.

Teppic asintió.

—La frase habitual es «pobres pero honrados» —dijo.

Broncalo le obsequió con la sonrisa depredadora del comerciante nato.

—Oh, creo que por el momento nos conformaremos con «pobres», ¿de acuerdo? Bueno, ¿y qué infiernos ha sido de tu vida? Lo último que supe de ti es que ibas a ser rey de un sitio del que nadie había oído hablar nunca. Y, por cierto, ¿quién es la hermosa joven que te acompaña?

—Se lla… —empezó a decir Teppic.

—Me llamo Ptraci —dijo Ptraci.

—Es don… —empezó a decir Teppic.

—Oh, estoy seguro de que es una princesa de sangre real —dijo Broncalo con voz alarmantemente untuosa—. Sería un inmenso placer para mí que accediera… que accedierais a cenar conmigo esta noche. Me temo que sólo puedo ofreceros el humilde sustento del marinero, pero ya nos las arreglaremos, ¿eh?

—Espero que no estés pensando en una cena al estilo efebense —dijo Teppic.

—Galletas, buey en salmuera… ese tipo de cosas —dijo Broncalo sin apartar los ojos de Ptraci ni un momento.

De hecho sus ojos no se habían apartado de ella desde que subió a bordo.

Después se echó a reír. Era la vieja risa del Broncalo de siempre, una carcajada a la que no se podía acusar de que le faltara buen humor, pero que dejaba muy claro que ese humor se encontraba sometido al control del cerebro de su propietario.

—Qué asombrosa coincidencia —dijo—. Y tenemos que zarpar al amanecer. ¿Puedo ofreceros ropa limpia? Los dos parecéis… eh… parece que habéis viajado bastante.

—Supongo que serán toscas ropas de marinero, ¿no? —dijo Teppic—. Tal y como conviene a un humilde comerciante, y corrígeme si me equivoco.

Teppic fue conducido a un pequeño camarote tan exquisita y cuidadosamente amueblado que parecía un huevo hecho de oro y piedras preciosas. Sobre la cama del camarote había desplegado un surtido de ropas que no tenía nada que envidiar a cualquiera de los que podían encontrarse en las comarcas que rodeaban el Mar Circular. Todas daban la impresión de ser de segunda mano, cierto, pero habían sido lavadas y remendadas tan expertamente que los desgarrones de espada apenas se notaban. Teppic contempló con expresión pensativa los ganchos de la pared y las sombras casi invisibles indicadoras de que unas cuantas cosas colgadas en ellos habían sido quitadas a toda velocidad.

Salió al angosto pasillo y se encontró con Ptraci. Ptraci había escogido un traje de gala de color rojo con mangas muy holgadas, inmensas armazones de varillas ocultas debajo de la tela y una gorguera tan grande como una piedra de molino, una moda que había hecho furor en Ankh-Morpork diez años atrás.

Nada más verla Teppic aprendió algo nuevo, el que las mujeres atractivas vestidas con unas cuantas tiras de gasa y unos metros de seda pueden resultar mucho más deseables cuando van tapadas desde el cuello hasta el tobillo. Ptraci giró sobre sí misma para enseñarle qué tal le quedaba su nuevo atuendo.

—Hay montones de trajes por el estilo en el armario —dijo—. ¿Es así como se visten las mujeres de Ankh-Morpork? Me siento como si llevara una casa encima… Da bastante calor.

—Oye, respecto a Broncalo… —dijo Teppic con tono apremiante—. No me malinterpretes, es un buen chico y todo eso, pero…

—Es muy amable, ¿verdad? —dijo Ptraci.

—Bueno… Sí. Lo es —admitió Teppic, y se dio por derrotado—. Somos viejos amigos.

—Qué bien.

Un miembro de la tripulación se materializó al final del pasillo, les hizo una reverencia y les llevó hasta el camarote de Broncalo. El marinero tenía la apariencia afable y jovial de un viejo lobo de mar, aunque el tapiz de cicatrices que cubría su cabeza y los tatuajes —a su lado las ilustraciones de El palacio secreto parecían láminas de un manual de bricolaje— estropeaban un poquito el efecto general. Las cosas que podía hacer con sus bíceps habrían mantenido fascinada a una taberna portuaria entera durante horas, y el marinero no era consciente de que el peor momento de toda su existencia llegaría dentro de pocos minutos.

—Estoy muy contento de que nos hayamos encontrado —dijo Broncalo mientras echaba vino en las copas—. Ya puedes servir la sopa, Alfonzo —añadió haciendo una seña con la cabeza al marinero tatuado.

—Bronco, dime que no eres un pirata —exclamó Teppic de repente.

—¿Es eso lo que te ha estado preocupando?

Broncalo le obsequió con su mejor sonrisa perezosa de buen chico.

La posibilidad de que Broncalo se dedicara a la piratería no era lo único que le había estado atormentando, pero ocupaba un lugar bastante alto en su lista de preocupaciones actuales. Teppic asintió.

—No, no somos piratas, pero preferimos evitar el… el papeleo siempre que sea posible. Comprendes a qué me refiero, ¿verdad? No queremos tener nada que ver con esas personas que siempre quieren saberlo todo sobre ti.

—Sí, pero todas esas ropas…

—Ah. Te sorprendería la cantidad de veces que hemos sido atacados por los piratas. Ésa fue la razón de que papá mandara construir el Anónimo. Siempre se llevan una sorpresa, y te aseguro que no hay nada moralmente reprochable en lo que hacemos. Nos quedamos con su nave y con su botín, y si había prisioneros a bordo los rescatamos y les ofrecemos un billete de vuelta a casa a una tarifa inmejorable.

—¿Y qué hacéis con los piratas?

Broncalo volvió la cabeza hacia Alfonzo.

—Eso depende de cómo ande el mercado laboral en esos momentos —replicó—. Papá siempre dice que si ves a un hombre en apuros tienes que echarle una mano… dejando bien claro lo que esperas conseguir a cambio antes, claro. ¿Qué tal te va lo de ser rey?

Teppic se lo explicó. Broncalo le escuchó con mucha atención mientras hacía girar el vino dentro de su copa.

—Conque así están las cosas, ¿eh? —dijo cuando Teppic hubo terminado de hablar—. Nos hemos enterado de que va a haber guerra, y por eso zarparemos en cuanto amanezca.

—No te culpo —dijo Teppic.

—No me has entendido. Tenemos que organizar los futuros intercambios comerciales. Con los dos bandos, naturalmente, ya que somos estrictamente imparciales. Las armas que fabrican en este continente son asombrosas, créeme. De lo más peligroso que he visto… Por cierto, creo que deberíais venir con nosotros. Eres una persona muy valiosa.

—Nunca me he sentido menos valioso que ahora —dijo Teppic con voz abatida. Broncalo puso cara de asombro.

—¡Pero si eres rey! —exclamó.

—Bueno, sí, pero…

—De un país que técnicamente hablando aún existe, pero al que ningún ser humano puede llegar, ¿no?

—Por desgracia así es.

—Y puedes dictar leyes sobre… bueno, sobre la moneda y los impuestos, ¿no?

—Supongo que sí, pero…

—¿Y no te consideras valioso? Cielos, Tep, estoy seguro de que a nuestros contables se les ocurrirán cincuenta métodos distintos de… Bueno, me sudan las manos sólo de pensarlo. Para empezar supongo que papá querrá trasladar nuestra sede a ese sito y luego…

—Broncalo, ya te lo he explicado. Ya sabes cuál es la situación, ¿no? Nadie puede entrar ahí —dijo Teppic.

—Eso no importa.

—¿No importa?

—No, porque utilizaremos Ankh como delegación principal y pagaremos nuestros impuestos donde esté ese sitio. Lo único que necesitamos es una dirección oficial en… no sé, en la Avenida de las Pirámides o algún lugar por el estilo. Oye, hazme caso y no abras la boca hasta que papá te haya ofrecido un puesto en el consejo de administración. Tienes sangre real y eso siempre impresiona bastante, así que…

Broncalo siguió hablando. Teppic empezó a tener la sensación de que sus ropas habían decidido asfixiarle.

Parecía muy sencillo. Perdías tu reino y entonces descubrías que valía más de lo que había valido nunca porque acababa de convertirse en un paraíso fiscal, y te daban un puesto en el consejo de administración, fuera lo que fuese un consejo de administración, y ya no tenías que preocuparte por nada.

Ptraci relajó un poquito la creciente tensión agarrando a Alfonzo del brazo cuando se disponía a servir el faisán.

—¡La Conjunción del Perro Bonachón y las Dos Galletitas! —exclamó examinando el complicado tatuaje—. Ahora ya no se ve casi nunca. Está muy bien hecho, ¿verdad? Fíjate, pero si incluso se puede distinguir el yoghurt…

Alfonzo se quedó totalmente inmóvil y empezó a ruborizarse. Ver cómo el rubor se iba extendiendo por aquella enorme cabeza llena de cicatrices era como contemplar al sol asomando por encima de una cordillera.

—¿Y qué hay en el del otro brazo?

Alfonzo —a juzgar por su aspecto la lista de trabajos anteriores desempeñados por el marinero había incluido el de servir como ariete para derribar puertas— murmuró algo ininteligible y le enseñó su antebrazo con mucha timidez.

—Realmente no es para que lo vea una dama —murmuró.

Ptraci apartó los pelitos parecidos a alambres con el entusiasmo de una exploradora nata mientras Broncalo la contemplaba boquiabierto.

—Oh, ya lo conozco —dijo en un tono levemente despectivo—. Está sacado de los 130 días de Pseudópolis. Es físicamente imposible.

Soltó el brazo de Alfonzo y volvió a concentrar su atención en la comida.

—Perdonad, no quería interrumpiros —dijo jovialmente un instante después alzando la mirada hacia Broncalo y Teppic—. Seguid con lo vuestro.

—Alfonzo, ve a tu camarote y ponte una camisa de manga larga —dijo Broncalo con voz enronquecida. Alfonzo retrocedió muy despacio sin apartar los ojos de su brazo ni un instante.

—Eh… ¿Qué estaba… eh… diciendo? —murmuró Broncalo—. Lo siento, me temo que he perdido el hilo de la conversación. Eh… ¿Quieres un poco más de vino, Tep?

Ptraci no sólo hacía descarrilar el tren de tus pensamientos, sino que arrancaba los rieles, quemaba las estaciones y derretía los puentes para venderlos como chatarra metálica. La cena fue pasando del pastel de buey a los melocotones frescos y los erizos de mar cristalizados, todo ello acompañado por charla intrascendente sobre los buenos y viejos tiempos de la escuela del Gremio de Asesinos. Sólo habían pasado tres meses desde entonces, pero parecía toda una vida quizá porque en el Viejo Reino tres meses eran una vida.

Ptraci no tardó en empezar a bostezar, y decidió retirarse a su camarote dejándoles en compañía de una botella de vino recién descorchada. Broncalo la observó marchar en un silencio claramente impresionado.

—¿Hay muchas chicas así en tu país? —preguntó.

—No lo sé —admitió Teppic—. Quizá. Lo normal es que estén acostadas en un diván pelando uvas o abanicándote.

—Es asombrosa. Ankh caería rendido a sus pies, ¿sabes? Con una figura así y una mente como… como… —Vaciló—. ¿Es…? Quiero decir… Vosotros dos… ¿Estáis…?

—No —dijo Teppic.

—Es muy atractiva.

—Sí —dijo Teppic.

—Parece un cruce entre una bailarina de templo y una sierra para metales.

Cogieron sus copas y salieron a la cubierta. El resplandor de las estrellas hacía palidecer las escasas luces de la ciudad. Las aguas de la bahía se hallaban tan lisas y tranquilas que casi parecían aceite.

Teppic sintió que la cabeza le empezaba a dar vueltas. Los efectos del desierto, el sol, las dos manos de barnizado a base de retsina efebense que recubrían el interior de su estómago y la botella de vino que se había bebido estaban haciéndose notar en sus sinapsis.

—Debo de-decir —consiguió farfullar apoyándose en la barandilla—, que has lo-logrado salir adelante.

—No me va mal —dijo Broncalo—. El comercio es muy interesante. Ganar mercados y todo eso, ya sabes… Las emociones y los riesgos de la competencia en el sector privado son fascinantes. Tendrías que venir con nosotros, chico. Mi padre siempre dice que el futuro está ahí, no en todas esas antiguallas de los hechiceros y los reyes, sino con la gente emprendedora que puede permitirse el lujo de contratarles. No pretendo ofenderte, claro.

—Somos todo lo que queda —dijo Teppic clavando los ojos en su copa de vino—. Todo el reino ha desaparecido, y ahora sólo quedamos yo, ella y un camello que huele igual que una alfombra vieja. Un reino antiquísimo perdido para siempre…

—Es una suerte que no fuese nuevo —dijo Broncalo—. Por lo menos ya lo habíais usado durante algún tiempo, ¿no?

—Tú nunca podrás entenderlo —dijo Teppic—. Es como una inmensa pirámide, pero… Puesta del revés, ¿entiendes? Toda esa historia, todos esos antepasados, todas las personas… todo va pasando por un embudo cada vez más estrecho y termina en mí, justo en el fondo del embudo.

Teppic se dejó caer sobre un rollo de cuerda y Broncalo le pasó la botella.

—Resulta increíble, ¿verdad? —dijo Broncalo—. Todas esas ciudades y reinos perdidos que hay por ahí… Como Ee, en el Gran Nef. Países enteros que desaparecieron de repente y que están en algún lugar lejano nadie sabe muy bien dónde. Puede que sus habitantes también empezaran a tontear con la geometría, ¿no te parece?

Teppic respondió con un ronquido.

Broncalo le contempló durante unos momentos sin decir nada. Después se tambaleó hacia adelante y arrojó la botella vacía por encima de la barandilla. La botella chocó con la superficie del agua, hizo un plunk no muy fuerte y se hundió dejando detrás de sí un reguero de burbujas que turbó la lisa tranquilidad de la bahía unos segundos y que no tardó en desaparecer. Broncalo salió con paso vacilante de la cubierta y se fue a acostar.


Teppic estaba soñando.

Soñaba que se encontraba en un lugar muy alto y que su posición no era muy segura porque estaba haciendo equilibrios sobre los hombros de su padre y de su madre, y debajo de ellos podía distinguir a sus abuelos y debajo de ellos estaban sus antepasados, una hilera de siluetas borrosas que se extendía hasta perderse de vista formando una inmensa pirámide de humanidad cuya base desaparecía entre las nubes.

Podía oír el murmullo de las órdenes y las instrucciones dadas a gritos que subían flotando hasta él.

Si no haces nada nunca habremos existido.

Esto no es más que un sueño —dijo Teppic. Salió de él y se encontró en un palacio. Un hombrecillo de piel oscura vestido con un taparrabos estaba sentado sobre un banco de piedra comiendo higos.

—Pues claro que es un sueño —dijo el hombrecillo—. El mundo es el sueño del Creador. Todo son sueños… distintas clases de sueños, ¿entiendes? Se supone que te revelan cosas, como por ejemplo que no termines la cena comiendo langosta y revelaciones similares. ¿Has tenido el sueño de las siete vacas?

—Sí —dijo Teppic mirando a su alrededor. Había soñado una arquitectura bastante buena—. Una de ellas tocaba un trombón.

—En mis tiempos fumaba un puro. Es un sueño ancestral muy conocido, ¿sabes?

—¿Y cuál es su significado?

El hombrecillo se metió un dedo en la boca y hurgó dentro de ella hasta extraer una semilla de higo.

—Que me registren —dijo—. Te aseguro que daría mi brazo derecho por averiguarlo. Por cierto, creo que no nos habíamos visto antes. Soy Khuft. Yo fundé este reino, por cierto… Oye, sabes soñar unos higos excelentes.

—¿También te estoy soñando a ti?

—Has dado en el blanco, muchacho. Cuando estaba vivo tenía un vocabulario de ochocientas palabras. ¿Realmente crees que podría hablar así si esto no fuera un sueño? Ah, y si esperabas unos cuantos consejos y la ayuda de tus antepasados ya puedes irte olvidando de ello. Esto es un sueño, ¿comprendes? No puedo decirte nada que no sepas de antemano.

—Eres el fundador del reino.

—Ése soy yo.

—Yo… Pensaba que serías distinto —murmuró Teppic.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno… La estatua…

Khuft movió una mano en un gesto cargado de impaciencia.

—Todo eso no son más que relaciones públicas —dijo—. Vamos, mírame bien. ¿Tengo aspecto patriarcal?

Teppic le examinó con mucha atención.

—Con ese taparrabos no, desde luego —admitió por fin—. Está un poquito… un poquito maltrecho.

—Aún puede aguantar unos cuantos años —dijo Khuft.

—Supongo que si estás huyendo de tus perseguidores no tienes tiempo de recoger el vestuario, claro —dijo Teppic, queriendo demostrarle que era un faraón comprensivo y poco exigente.

Khuft cogió otro higo y le miró de soslayo.

—¿Qué has dicho?

—Te estaban persiguiendo —dijo Teppic—. Por eso huiste al desierto, ¿no?

—Oh, sí, claro. Tienes toda la razón. Estaba siendo perseguido a causa de mis creencias.

—Eso es terrible —dijo Teppic.

Khuft escupió una semilla de higo.

—Desde luego que sí. Creí que nadie se daría cuenta de que los camellos que les había vendido tenían los dientes de yeso hasta que estuviera muy lejos del pueblo.

Las palabras de Khuft necesitaron unos momentos para abrirse paso por la mente de Teppic, pero en cuanto lo hubieron conseguido produjeron el mismo efecto que un bloque de granito cuando lo dejas caer encima de una vajilla de porcelana.

—¿Eres un criminal? —balbuceó Teppic.

—Bueno, siempre he opinado que «criminal» es una palabra muy fea, no sé si me entiendes —dijo el pequeño antepasado—. Yo prefiero usar la palabra «empresario». Mi gran problema siempre fue que iba muy por delante de mi época.

—¿Y tuviste que huir a causa de ello? —preguntó Teppic con un hilo de voz.

—Oh, te aseguro que quedarme ahí habría sido una pésima idea —dijo Khuft.

—Y Khuft el camellero se perdió en el Desierto, y entonces se abrió ante él un Valle rebosante de Leche y Miel, y Khuft el camellero pensó que era un Regalo de los Dioses —recitó Teppic con voz tirando a hueca—. Siempre pensé que el valle debía de estar bastante pegajoso —añadió.

—Allí estaba yo. Me moría de sed, los camellos estaban pidiendo agua a grito pelado y de repente… Whooosh, todo un maldito valle fluvial con cañaverales, hipopótamos y lo que quieras. Surgido de la nada, ¿comprendes? Lo cierto es que estuve a punto de morir en la estampida.

—¡No! —gritó Teppic—. ¡No ocurrió así! Los dioses del valle se apiadaron de ti y te mostraron el camino que llevaba hasta ahí, ¿verdad?

El tono de súplica de su voz era tan intenso que le sorprendió incluso a él.

Khuft lanzó un bufido despectivo.

—Oh, ¿sí? Y dio la casualidad de que tropecé con un río de ciento cincuenta kilómetros de largo que atravesaba el centro del desierto y que se le había pasado por alto a todo el mundo hasta que llegué yo, ¿no? Es comprensible. Un río de ciento cincuenta kilómetros de largo en pleno desierto no se ve así como así, ¿verdad? Claro que a camello regalado… Comprenderás que no iba a hacerle ascos, así que fui a recoger a mi familia y al resto de los chicos y regresé lo más deprisa posible. No miré atrás ni una sola vez.

—¿Surgió de la nada? ¿No estaba allí y cuando volviste a mirar sí estaba? —preguntó Teppic.

—Exacto. Resulta difícil de creer, ¿no?

—No —dijo Teppic—. No, la verdad es que no.

Khuft extendió una mano y clavó un dedo lleno de arrugas en las costillas de Teppic.

—Siempre estuve convencido de que fue cosa de los malditos camellos —dijo—. Creo que ellos lo hicieron aparecer. Era como si el valle estuviera allí en potencia, pero no del todo, como si hiciera falta ese poquito de esfuerzo para convertirlo en realidad. Los camellos son unos bichos muy raros, ¿sabes?

—Lo sé.

—Son aún más raros que los dioses. ¿Te ocurre algo?

—Perdona —dijo Teppic—, pero enterarme de todo esto tan de repente… Es una especie de shock. Quiero decir que… Bueno, siempre pensé que éramos realmente reales, que… en fin, que éramos más reales que nadie.

Khuft extrajo otra semilla de higo de entre dos bultos ennegrecidos. Los bultos estaban dentro de su boca, así que probablemente había que llamarlos dientes. Después escupió en el suelo.

—Allá tú con tus problemas —dijo, y se desvaneció.

Teppic paseó por la necrópolis. Las pirámides formaban una cordillera de ángulos que se perfilaba contra la noche. El cielo era el cuerpo arqueado de una mujer, y los dioses se alzaban alrededor del horizonte. No se parecían en nada a los dioses pintados que llevaban miles de años adornando las paredes. Aquellos dioses eran mucho peores. A decir verdad, daban la impresión de ser más viejos que el Tiempo. Después de todo los dioses casi nunca se entrometían en los asuntos de los hombres, pero existían otras criaturas tan aficionadas a intervenir en ellos que incluso circulaban refranes al respecto.

—¿Qué puedo hacer? No soy más que un mísero ser humano —dijo en voz alta.

—En parte —replicó una voz.


Los gritos de las gaviotas despertaron a Teppic.

Alfonzo —el marinero llevaba puesta una camisa de manga larga, y a juzgar por su expresión había decidido no quitársela nunca más ocurriera lo que ocurriese— estaba ayudando al grupo de hombres que desenrollaba una de las velas del Anónimo. Alfonzo bajó la mirada hacia Teppic, quien seguía acostado encima de su lecho de cuerda, y le saludó con una inclinación de cabeza.

Se estaban moviendo. Teppic se irguió sobre el rollo de cuerda y vio cómo los muelles de Efebas desfilaban silenciosamente y se alejaban a gran velocidad bajo la luz grisácea del amanecer.

Teppic logró ponerse en pie, lanzó un gemido, se llevó las manos a la cabeza, echó a correr y saltó por encima de la barandilla.


Pa-Kho Krona, propietario y gerente del establo y las cuadras Lo Mejor Para Su Joroba caminó lentamente alrededor de Maldito Bastardo canturreando en voz baja. Examinó las rodillas del camello y le dio una patadita en un pie. Después se movió con tal rapidez que pilló totalmente desprevenido a Maldito Bastardo, le abrió la boca con las dos manos, examinó sus enormes dientes amarillentos y retrocedió de un salto colocándose fuera de su alcance.

Cogió un tablón de madera del montón que había en un rincón, metió un pincel en un bote de pintura negra y tras pensárselo un momento se concentró en la complicada tarea de pintar las palabras SÓLO UN POPIETARIO.

Cuando hubo terminado contempló el tablón durante unos instantes y añadió ¡VED! KILOMETRAJE.

Estaba terminando de pintar GRAN COREDOR cuando Teppic entró tambaleándose y jadeando y se apoyó en el quicio de la puerta. El agua empezó a escurrirse por sus piernas y se fue acumulando en forma de charco alrededor de sus pies.

—He venido a por mi camello —dijo.

Krona suspiró.

—Anoche dijo que volvería en una hora —refunfuñó—. Tengo que cobrarle un día entero de cuadra, ¿no? Y aparte de eso lo he cepillado y me he ocupado de sus pies…, servicio completo. Serán cinco cercs, ¿de acuerdo, emir?

—Ah… —Teppic se palmeó los bolsillos—. Verá, he salido de casa con un poco de prisa y… me parece que no llevo dinero encima.

—Vale, emir. —Krona se volvió hacia el tablón—. Oiga, ¿sabe cómo se deletrea GUARANTÍA DE AÑOS?

—Le enviaré el dinero —dijo Teppic.

Krona respondió con la sonrisa gélida de quien lo ha visto todo —burros viejísimos maquillados para que pareciesen jóvenes y vigorosos, elefantes con colmillos de yeso, camellos con una joroba de cartón asegurada mediante pegamento— y conoce la profundidad de los abscesos purulentos que pueden formarse en una alma humana realmente decidida a caer lo más bajo posible.

—¿Por qué no prueba a contarme otra historia, rajá? —replicó—. A ser posible una que tenga campanillas, ¿eh? Hace tiempo que no bailo.

Teppic hurgó en su túnica.

—Podría darle este cuchillo como pago —dijo—. Es muy valioso, ¿sabe?

Krona lo miró de soslayo y lanzó un resoplido.

—Lo siento, emir. Imposible. Si no hay dinero no hay camello.

—Podría dárselo con la punta por delante —dijo Teppic.

Estaba desesperado, y sabía que esa amenaza bastaba para que le expulsaran del Gremio. También era consciente de que como amenaza no resultaba muy temible. Amenazar no era una asignatura que figurase en el programa de estudios de la escuela del Gremio de Asesinos.

Además Krona tenía a su favor la presencia de dos hombretones sentados sobre balas de paja al fondo del establo. Los hombretones estaban empezando a interesarse por lo que ocurría, y parecían los hermanos mayores de Alfonzo.

Ningún almacén o depósito de vehículos de cualquier clase del multiverso estaría completo sin ellos. Sus funciones son vagas y nunca se las puede definir con términos tan simples como «mozos de cuadra», «mecánicos», «empleados» o «clientes». La razón de que se encuentren allí nunca queda del todo clara. Mastican una brizna de paja o fuman cigarrillos de forma subrepticia, y si hay cerca algo mínimamente parecido a un periódico lo leen o, por lo menos, se distraen contemplando las fotos y las ilustraciones.

Los dos hombretones alzaron la cabeza y clavaron los ojos en Teppic. Uno de ellos cogió un par de ladrillos y empezó a hacer juegos malabares con ellos.

—Oiga, basta con mirarle para ver lo joven que es —dijo Krona casi con amabilidad—. Su vida apenas acaba de empezar, emir. No se busque problemas innecesarios.

Dio un paso hacia adelante.

La inmensa cabeza peluda de Maldito Bastardo se volvió hacia él. Columnas de números diminutos empezaron a moverse velozmente por las profundidades de su cerebro.

—Lo siento mucho, pero tengo que recuperar mi camello —dijo Teppic—. ¡Es un asunto de vida y muerte!

Krona se volvió hacia los dos hombretones y les hizo una seña.

Maldito Bastardo le atizó una coz. Maldito Bastardo tenía ideas muy firmes y claras sobre lo que hay que hacer con la gente que te mete las manos dentro de la boca y, aparte de eso, se había fijado en los ladrillos y cualquier camello sabe que si sumas un ladrillo con otro ladrillo obtendrás como resultado dos problemas. La coz fue magnífica, potente y engañosamente lenta, y Maldito Bastardo redondeó sus efectos separando los dedos al máximo. Krona remontó el vuelo y acabó cayendo sobre un humeante montón de estiércol de dimensiones y pestilencia francamente augíacas.

Teppic echó a correr, rebotó en la pared dándose impulso, cerró los dedos de una mano sobre el sucio pelaje de Maldito Bastardo y aterrizó pesadamente sobre su cuello.

—Lo siento mucho —dijo dirigiéndose a la pequeña parte de Krona que seguía siendo visible—. Le aseguro que me ocuparé de que reciba su dinero.

Maldito Bastardo había empezado a moverse en círculo como si bailara el vals. Los dos hombretones se mantenían lo más alejados posible, quizá porque el aire se había convertido en un remolino de patas que giraban en todas direcciones.

Teppic se inclinó hacia adelante y pegó la boca a una oreja que se agitaba locamente.

—Nos vamos a casa —dijo.


Habían escogido una pirámide al azar. El faraón examinó el cartucho que había encima de la puerta.

—Bendita sea la Reina Far-re-ptah —leyó Dil obedientemente—. Gobernante de los Cielos, Dueña del Djel, Ama de…

—Ah, sí, la abuela Pooney —dijo el faraón—. Supongo que servirá. —Se volvió hacia Dil y Gern, que le estaban observando con expresión perpleja—. Cuando era pequeño siempre la llamaba así. Nunca conseguí pronunciar su nombre, ¿entendéis? Far-re-ptah… aún me cuesta un poco. Bien, manos a la obra. Dejad de mirarme boquiabiertos y derribad la puerta.

Gern sopesó el mazo como si no supiera qué hacer con él.

—Es una pirámide, maese Dil —dijo por fin apelando a la conciencia profesional del jefe de embalsamadores—. Se supone que no se deben abrir.

—¿Y qué sugieres que hagamos, chico? ¿Que metamos un cortaplumas en la ranura y que lo movamos de un lado a otro a ver si hay suerte? —replicó el faraón.

—Hazlo, Gern —dijo Dil—. No te preocupes, todo irá bien.

Gern se encogió de hombros, escupió en sus manos —aunque el sudor del miedo ya se había encargado de humedecerlas lo suficiente—, e hizo girar el mazo.

—Otra vez —dijo el faraón.

El impacto del mazo hizo que la gigantesca losa retumbara con un tañido casi musical, pero era de granito y aguantó. Unos trocitos de mortero se desprendieron del quicio y cayeron al suelo, y los ecos no tardaron en volver rebotando locamente por las muertas avenidas de la necrópolis.

—Otra vez.

Los bíceps de Gern se movían como tortugas nadando en una sopera de grasa.

El tercer impacto del mazo fue respondido por un retumbar ahogado. El sonido resultaba curiosamente parecido al que podría causar una tapa de sarcófago bastante pesada chocando con el suelo a una gran distancia de la puerta.

—¿Vuelvo a darle, señor? —preguntó Gern. Dil y el faraón le hicieron callar con un gesto de la mano.

Los roces y crujidos se estaban aproximando. Y la piedra se movió. Se atascó un par de veces, pero no cabía duda de que se estaba moviendo y fue girando lentamente a un lado hasta crear una grieta de sombra muy oscura. El interior de la pirámide estaba tan tenebroso que Dil apenas pudo distinguir la silueta más negra que las tinieblas que acababa de aparecer.

—¿Sí? —preguntó la silueta.

—Soy yo, abuela —dijo el faraón.

La sombra no se movió.

—¿Quién, el joven Potle? —preguntó con un inconfundible tonillo de suspicacia.

Dil se volvió hacia el faraón, pero éste esquivó su mirada.

—El mismo, abuela. Hemos venido a sacarte de aquí.

—¿Y quiénes son estos hombres? —preguntó la sombra con voz irritada—. No tengo nada, jovencito —dijo mirando a Gern—. Ahí dentro no hay ni una moneda, y ya puedes soltar esa arma porque te aseguro que no me asusta.

—Son sirvientes, abuela —dijo el faraón.

—¿Pueden identificarse? —murmuró la anciana.

—Abuela, yo respondo de ellos y acabo de identificarles. Hemos venido a sacarte de la pirámide.

—Hay que ver lo largas que pueden resultar las horas cuando no tienes nada que hacer —dijo la difunta reina mientras emergía a la luz del sol. Su aspecto era idéntico al del faraón, pero sus vendajes estaban más polvorientos y mucho más grises—. Me aburría tanto que decidí acostarme un ratito… Cuando estás muerto nadie se preocupa por ti, ¿sabes? ¿Adónde vamos ahora?

—A sacar a los otros de sus pirámides —dijo el faraón.

—Buena idea, jovencito.

La vieja reina le siguió con paso tambaleante.

—Así que éste es el aspecto que tiene el Otro Mundo, ¿eh? —preguntó secamente—. Parece que las cosas no han mejorado mucho… —Se volvió hacia Gern y le hundió el codo en las costillas—. ¿Tú también estás muerto, jovencito?

—No, señora —dijo Gern usando el tono de bravura temblorosa que puede esperarse en alguien que está haciendo equilibrios sobre una cuerda con los abismos de la locura bostezando debajo de sus pies.

—No vale la pena, créeme.

—Sí, señora.

El faraón avanzó sobre las viejísimas losas de la calzada en dirección a la pirámide contigua.

—La conozco —dijo la reina—. Ya estaba aquí en mis tiempos. Eskh-aler-atep, faraón, Tercer Imperio. ¿Qué piensas hacer con ese mazo, jovencito?

—Eh… Tengo que golpear la puerta con él, señora —dijo Gern.

—No hace falta que llames. Siempre está dentro.

—Mi ayudante quiere decir que romperá los sellos con él, señora —dijo Dil intentando congraciarse con la anciana.

—¿Y quién eres tú? —preguntó la reina.

—Me llamo Dil, oh reina, y soy jefe de embalsamadores.

—Ah, conque eres jefe de embalsamadores, ¿eh? Bueno, pues yo tengo unas cuantas costuras a las que no les iría nada mal que les dieran un repaso.

—Será un honor y un privilegio, oh reina —dijo Dil.

—Sí. Lo será —murmuró la reina, y se volvió hacia Gern con un aparatoso acompañamiento de crujidos—. ¡Vamos, jovencito, demuestra que esos músculos no son de adorno!

Sus palabras animaron de tal forma a Gern que el mazo surcó los aires moviéndose en un arco tan veloz que apenas resultaba visible. El mazo pasó por delante de la nariz de Dil haciendo un ruido parecido al de una codorniz en celo y chocó con el sello reduciéndolo a fragmentos diminutos.

Lo que emergió de la pirámide en cuanto el polvo se hubo disipado no parecía estar muy enterado de cuál era la última moda funeraria. Los vendajes estaban marrones y mohosos, y las costuras de los codos ya habían empezado a desintegrarse, lo que hizo que Dil sintiera una punzada de preocupación profesional. Cuando habló todos pensaron en el crujido de un sarcófago muy viejo abriéndose después de llevar milenios cerrado.

—Desperteme et non vi luminaria alguna —dijo—. ¿Hállome por ventura en el Otro Mundo?

—Parece ser que no —dijo la reina.

—¿Et esto es todo?

—No valía la pena morirse, ¿verdad? —gruñó la reina.

El viejo faraón asintió con mucha lentitud y delicadeza, como si temiera que la cabeza se le pudiera desprender del tronco.

—Algo debe facerse al respectamen —dijo. Se volvió hacia la Gran Pirámide y extendió lo que en tiempos había sido un brazo.

—¿Quién dormita acullá? —preguntó.

—Bueno, es mía —dijo Teppicamón dando un paso hacia él—. Creo que no nos hemos visto antes. Aún no he sido enterrado, por cierto. Mi hijo la construyó para mí… en contra de mis deseos, te lo aseguro.

—Es cosa horrible et fementida —dijo el viejo faraón—. Sentí la tarea et la construcción, et incluso entre los vapores et el sopor de la muerte llegó hasta mí. Grande es, et lo bastante para atumular el orbe entero.

—Yo quería que me enterraran en el mar —dijo Teppicamón—. Odio las pirámides.

—Non —dijo secamente Eshk-aler-atep.

—Disculpa, pero te aseguro que las odio —replicó cortésmente el faraón.

—Non et non. Agora sólo sentís un débil et pálido disgustamiento. Cuando llevares un milenio de años en una… —dijo el monarca de la antigüedad—, ah, entonces et sólo entonces comprenderetes realmente qué es odiarla.

Teppicamón se estremeció.

—El mar… —dijo—. Es el mejor sitio posible. Te vas disolviendo poco a poco sin darte cuenta.

Fueron hacia la pirámide siguiente. Gern iba el primero, y su rostro era un auténtico estudio pictórico sobre el tema de las emociones contrapuestas, probablemente uno pintado a altas horas de la noche por un artista cuya inspiración estaba en tratamiento médico. Dil le seguía procurando mantener bien alta la cabeza y el pecho abombado. Siempre había tenido la esperanza de que se abriría camino en el mundo y aquí estaba ahora, caminando junto a los reyes.

Bueno, tambaleándose junto a los reyes…


El desierto estaba disfrutando de otro día precioso. En el desierto los días siempre son preciosos, a condición de que tu concepto de la belleza meteorológica incluya una temperatura del aire superior a la de un horno en funcionamiento y una arena tan caliente que podrías asar castañas encima de ella.

Maldito Bastardo iba al galope, más que nada porque quería mantener los pies alejados del suelo el máximo de tiempo posible. Subieron tambaleándose la pendiente de una colina cercana al oasis de olivos y campos que rodeaba a Efebas y Teppic creyó ver el Anónimo, una manchita minúscula perdida sobre el azul del mar; pero quizá fuese un reflejo del sol al chocar con una ola.

Y un instante después ya estaban en la cima entrando en un mundo de sombras y matices amarillos. Hileras de árboles achaparrados se resistieron al dominio de la arena durante un tiempo, pero la arena acabó ganando y empezó a desfilar triunfalmente hacia adelante dejando detrás suyo un reguero de dunas.

El desierto no sólo era un sitio muy cálido, sino también muy silencioso. No había pájaros, y el susurro de las criaturas orgánicas que se afanan en el negocio del seguir con vida estaba totalmente ausente. De noche quizá se oyera el chirriar de los insectos, pero ahora estaban ocultos debajo de la arena para protegerse del calor calcinante del día, y el cielo amarillo y la arena amarilla se convertían en una cámara desprovista de ecos en la que la respiración de Maldito Bastardo resonaba tan estrepitosamente como si sus pulmones funcionasen a vapor.

Teppic había aprendido muchas cosas desde que salió por primera vez del Viejo Reino, y estaba a punto de aprender una más. Todas las autoridades que se han ocupado del tema están de acuerdo en que si has decidido atravesar un desierto es conveniente haber salido de casa llevando sombrero.

Maldito Bastardo redujo la velocidad y adoptó el trote bamboleante que un buen camello de carreras es capaz de mantener durante horas.

Habían recorrido unos tres kilómetros cuando Teppic vio una columna de polvo alzándose detrás de la duna que tenían delante. Unos minutos después se encontraron con el contingente principal del ejército efebense, una masa de soldados con media docena de elefantes de guerra por centro. La brisa recalentada hacía que las plumas de sus cascos temblaran levemente, y cuando vieron pasar a Teppic los soldados le saludaron con unos cuantos vítores más por principio que porque estuvieran realmente contentos de verle.

¡Elefantes de guerra! Teppic lanzó un gemido. Espadarta también era muy aficionada a los elefantes de guerra y, de hecho, la moda de los elefantes de guerra parecía estar haciendo furor últimamente. El único problema era que cuando sucumbían al pánico —cosa inevitable dada su naturaleza más bien pacífica—, sólo servían para convertir en puré a los soldados del bando que había cometido la imprudencia de emplearlos, y las mentes militares de los dos estados habían reaccionado presionando a los criadores para que produjeran elefantes cada vez más grandes. Los elefantes impresionaban mucho, eso era innegable.

Por alguna razón inexplicable casi todos los elefantes remolcaban gigantescas carretas llenas de troncos y tablones.

Teppic y Maldito Bastardo siguieron avanzando mientras el sol iba subiendo por el cielo. Unos puntitos de color azul y púrpura empezaron a bailotear lentamente por el horizonte, cosa bastante inusual.

Y también estaba ocurriendo otra cosa muy extraña. El camello parecía estar trotando por el cielo. Teppic pensó que aquello quizá guardara alguna relación con el persistente zumbar de sus oídos.

¿Y si tiraba de las riendas para detenerle? Pero entonces el camello podía caerse del cielo…

Maldito Bastardo entró tambaleándose en la zona de sombra proyectada por el risco de caliza que en tiempos había indicado el comienzo del valle y se fue derrumbando muy lentamente sobre la arena. Teppic se inclinó a un lado, cayó de la grupa y fue rodando a lo largo de su flanco. El mediodía ya había quedado bastante atrás.

Cuando volvió a abrir los ojos Teppic se llevó la desagradable sorpresa de encontrarse con varias máscaras de bronce que le observaban. Las bocas de metal estaban congeladas para toda la eternidad en muecas espantosamente despectivas, y las frentes resplandecientes se retorcían en una contorsión iracunda. La patrulla efebense había formado un círculo a su alrededor.

—Está volviendo en sí, sargento —dijo uno de ellos.

Un rostro metálico que hacía pensar en la ira de los elementos se acercó un poco más y ocupó todo el campo visual de Teppic.

—Hemos salido a dar un paseíto y nos hemos olvidado del sombrero, ¿eh, chico? —dijo el sargento en un tono jovial que creó ecos muy extraños dentro de la máscara—. Ardías en deseos de enfrentarte al enemigo, ¿verdad?

El cielo giró locamente alrededor de Teppic, pero un pensamiento logró abrirse paso por el frenético burbujear de la sartén en que se había convertido su mente y asumió el control de sus cuerdas vocales.

—¡El camello! —graznó.

—¿A quién se le ocurre tratarlo de esa manera? Hay quien se ha pasado una larga temporada en el calabozo por mucho menos, ¿sabes? —dijo el sargento agitando un dedo delante de la cara de Teppic—. Nunca había visto un camello que se encontrara en tan mal estado.

—¡No le dejéis beber!

Teppic se irguió de golpe. Una orquesta de gongs empezó a resonar dentro de su cabeza en contrapunto al estallido de los fuegos artificiales. Las máscaras metálicas se volvieron las unas hacia las otras.

—Dioses, debe tenerle un odio realmente terrible a los pobres camellos —dijo una de ellas.

Teppic logró incorporarse y avanzó tambaleándose sobre la arena en dirección a Maldito Bastardo, quien estaba intentando resolver la complicada ecuación que le permitiría ponerse en pie. La lengua le asomaba por entre los labios, y no se encontraba demasiado bien.

Un camello que no se encuentra demasiado bien no es una criatura tímida. No se consuela yendo al bar de la esquina para hacer durar al máximo la copa que ha pedido mientras mata el tiempo en la soledad del mostrador. No telefonea a las viejas amistades para lloriquear y contarles lo mal que le han tratado. No se deprime, y no escribe poemas interminables sobre la Vida y lo horrible que resulta cuando la contemplas desde la ventana de tu cuarto. Un camello no sabría reconocer la melancolía ni aunque le pateara la joroba.

Lo que hace es sacar el máximo provecho posible a esos dos pulmones con la potencia de fuelles de herrero y esa voz capaz de hacer callar a toda una recua de burros que están siendo aserrados por la mitad de que le ha provisto la naturaleza.

Teppic intentó abrirse paso por entre la barrera sonora que rodeaba a Maldito Bastardo. El camello alzó la cabeza y la movió primero hacia un lado y luego hacia otro en una soberbia operación de paralaje y triangulación. Sus ojos rodaron locamente en las órbitas, la primera etapa del viejo truco de contemplarte con las fosas nasales que todos los camellos utilizan de vez en cuando.

Y escupió.

O, mejor dicho, intentó escupir.

Teppic cogió el ronzal y se lo puso.

—Vamos, maldito bastardo —dijo—. Hay agua cerca. Puedes olerla, ¿no? ¡Lo único que debes hacer es llegar hasta ella!

Se volvió hacia la patrulla efebense. Los soldados que se habían quitado la máscara le estaban contemplando con expresiones de asombro y los que seguían con ella puesta le observaban con expresiones de espantosa ferocidad metálica.

Teppic cogió el odre de agua que le alargaba uno de ellos, le quitó el corcho y esparció el contenido del odre delante del tembloroso hocico del camello.

—Mira, esto es un río —siseó—. Sabes dónde está. ¡Lo único que debes hacer es llegar hasta él!

Los soldados efebenses miraron a su alrededor poniendo cara de nerviosismo. La patrulla de soldados espadartanos que se había acercado para averiguar qué estaba ocurriendo les imitó.

Maldito Bastardo se puso en pie con un espantoso temblequeo de rodillas y empezó a girar sobre sí mismo. Teppic se agarró al ronzal y se dejó llevar.

«… supongamos que d es igual a 4 —estaba pensando Maldito Bastardo con creciente desesperación—. Supongamos que el Anno Domini es igual a más menos 90. Supongamos que no-d es igual a 45…»

—¡Necesito un palo! —aulló Teppic cuando la rotación del camello le hizo pasar delante del sargento—. ¡Nunca entienden nada a menos que les atices con un palo! Para ellos es algo parecido a la puntuación…

—¿Crees que podrías arreglártelas con una espada?

—¡No!

El sargento vaciló y acabó alargándole su lanza.

Teppic la agarró por la punta, intentó no perder el equilibrio y la hizo caer sobre el flanco del camello creando una espesa nube de polvo y pelos.

Maldito Bastardo se detuvo de repente. Sus orejas empezaron a girar como si fueran dos platos de radar. Volvió la cabeza hacia la pared de rocas y puso los ojos en blanco. El camello se lanzó hacia adelante una fracción de segundo antes de que Teppic agarrara sendos puñados de pelo y saltara sobre su grupa.

«Pensemos en fractales…»

—Esto… Me temo que vas directo hacia… —empezó a decir el sargento.

El silencio que siguió a esas palabras se prolongó durante mucho, mucho tiempo.

El sargento se removió nerviosamente. Después alzó la mirada hacia los espadartanos y sus ojos se encontraron con los de su líder. El centurión y el sargento fueron el uno hacia el otro guiados por ese entendimiento que no necesita palabras, compartido por los centuriones y los sargentos de todos los tiempos y lugares, y se detuvieron junto a la grieta apenas visible que recorría el risco.

El centurión espadartano deslizó una mano sobre ella.

—Tendría que haber… No sé, pelos de camello o algo así —dijo.

—O sangre —dijo el efebense.

—Supongo que es uno de esos fenómenos inexplicables que ocurren de vez en cuando, ¿no?

—Oh. Sí, claro. Bueno, entonces no hay por qué preocuparse, ¿verdad?

Los dos hombres contemplaron el risco sin decir nada durante unos momentos.

—Como un espejismo —dijo el espadartano.

—Sí, algo así.

—Me pareció oír a una gaviota.

—Ridículo, ¿verdad? Aquí no hay gaviotas.

El centurión espadartano emitió una tosecilla cortés y volvió la cabeza hacia sus hombres. Después se inclinó hacia el sargento efebense.

—Supongo que el resto de tu gente no tardará mucho en llegar, ¿verdad?

El efebense se acercó un poquito más al centurión y cuando habló lo hizo por la comisura de los labios mientras sus ojos parecían seguir absortos en la contemplación de las rocas.

—Exacto —dijo—. Y si me permites preguntarlo, los tuyos tampoco tardarán mucho, ¿no?

—Sí. Si los nuestros llegan primero me temo que tendremos que masacraros.

—Desde luego, desde luego… Y si los nuestros llegan antes no me extrañaría nada que tuviéramos que masacraros a vosotros. No hay forma de evitarlo, ¿verdad?

—Sí, supongo que tendrá que ser una cosa o la otra —dijo el espadartano.

El sargento efebense asintió.

—Qué extraño es el mundo, ¿verdad? Si te paras a pensarlo… No hay quien lo entienda.

—Oh, desde luego. Has puesto el dedo en la llaga.

El centurión se aflojó un poco el peto pensando en lo mucho que le gustaría poder quedarse un rato más a la sombra—. ¿Qué tal están vuestras raciones? —preguntó.

—Oh, así así, ya sabes. Nunca hay que quejarse por nada.

—A nosotros nos pasa igual.

—Porque si te quejas lo único que consigues con eso es pasarlo peor.

—Lo mismo digo. Oye, vuestras raciones… ¿No te sobrará por casualidad algún higo? Creo que un par de higos me sentarían estupendamente.

—Lo siento.

—En fin, por preguntar no se pierde nada, ¿verdad?

—Pero si te apetecen tenemos montones de dátiles.

—Oh, nosotros también, gracias.

—Lo siento.

Los dos hombres siguieron inmóviles delante del risco durante unos momentos más, absortos en sus pensamientos. Después, el sargento efebense volvió a ponerse el casco y el centurión espadartano se ajustó los correajes del peto.

—Bueno, pues nada…

—Bueno, pues… eso.

Cuadraron los hombros, tensaron las mandíbulas y se pusieron en movimiento. Un instante después giraron elegantemente sobre sus talones, intercambiaron una sonrisa de incomodidad apenas perceptible y se encaminaron cada uno hacia su patrulla.

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