LIBRO SEGUNDO EL LIBRO DE LOS MUERTOS

Habían pasado dos semanas. Los rituales y las ceremonias celebradas en el momento adecuado mantenían el mundo debajo del cielo y las estrellas fijas en sus rumbos habituales. Lo que se podía llegar a conseguir con unos cuantos rituales y ceremonias bien aplicadas era realmente asombroso.

El nuevo faraón se examinó en el espejo y frunció el ceño.

—¿De qué está hecho? —preguntó—. Apenas se ve nada.

—Es de bronce, señor. Bronce pulido a mano —le explicó Dios alargándole el Flagelo de la Misericordia.

—En Ankh-Morpork había espejos de cristal con la parte de atrás recubierta de plata. Iban estupendamente.

—Sí, Alteza. Aquí usamos espejos de bronce, Alteza.

—¿Y tengo que llevar esta máscara de oro?

—Es el Rostro del Sol, Alteza, y ha pasado de un faraón a otro desde el comienzo de la dinastía. Sí, Alteza, Tenéis que llevarla siempre que aparezcáis en público, Alteza.

Teppic se puso la máscara delante de la cara y miró por las rendijas de los ojos. No cabía duda de que era soberbia. Un rostro hermoso y de facciones regulares, una leve sonrisa… Teppic aún no había olvidado que en una ocasión su padre se inclinó sobre su cuna sin acordarse de que llevaba puesta la máscara. Teppic era muy pequeño, pero creía recordar que su niñera había tardado horas en conseguir que se calmara lo suficiente para dejar de gritar.

—Pesa bastante.

—Es el peso de los siglos —dijo Dios, y le alargó el Gancho de la Justicia.

—¿Hace mucho que eres sacerdote, Dios? —preguntó Teppic cogiendo el impresionante artefacto de obsidiana.

—Mucho tiempo, Alteza, primero como hombre y luego como eunuco. Y ahora…

—Papá me contó que ya eras gran sacerdote en tiempos del abuelo. Debes de ser muy viejo.

—Me conservo bien, Alteza. Los dioses han sido bondadosos conmigo —dijo Dios. Después de todo, negar lo evidente no habría servido de nada—. Y ahora, Alteza, si tuvieseis la bondad de coger esto y colocarlo…

—¿Qué es?

—Es el Panal de la Multiplicación, Alteza. Es muy importante.

Teppic hizo unos cuantos malabarismos y consiguió dejarlo en la posición correcta.

—Supongo que habrás visto muchos cambios, ¿verdad? —preguntó educadamente.

Una expresión entre apenada y dolorida pasó por los rasgos de Dios y se desvaneció a toda velocidad, como si quisiera alejarse lo más deprisa posible de aquella cara.

—No, Alteza —replicó Dios sin perder la calma—. He sido muy afortunado.

—Oh. ¿Qué es esto?

—Es la Gavilla de la Abundancia, Alteza. Es extremadamente significativa, y muy simbólica.

—Bueno, a ver si puedes ponérmela debajo del brazo… Dios, ¿has oído hablar de la fontanería?

El gran sacerdote chasqueó los dedos mientras lanzaba una rápida mirada a uno de los ayudantes.

—No, Alteza —dijo, y se inclinó hacia adelante—. Esto es el Áspid de la Sabiduría. Voy a ponerlo aquí, ¿os parece bien?

—Verás, la fontanería es algo bastante parecido a los cubos, pero no resulta tan… eh… tan maloliente.

—Suena horrible, Alteza, y además según tengo entendido el mal olor mantiene alejados a los poderes malignos. Bien, Alteza, esto es el Odre de las Aguas de los Cielos. Si pudierais levantar el mentón un poquito…

—Todo esto es necesario, ¿verdad? —preguntó Teppic.

Cada vez se le oía menos.

—Es tradicional, Alteza. Y ahora, Alteza, si consiguiéramos hacer unos pequeños cambios en la colocación creo que… Esto es el Tridente de las Aguas de la Tierra. Me parece que si nos esforzamos podremos curvar este dedo alrededor del astil… Tendremos que ir pensando en nuestro matrimonio, Alteza.

—Lo siento, Dios, pero me temo que no nos llevaríamos demasiado bien.

El gran sacerdote sonrió, pero sólo con la boca.

—Su Alteza tiene un gran sentido del humor, Alteza —replicó con gélida cortesía—. Pero tengo la obligación de recordaros que el matrimonio es esencial.

—Me temo que todas las chicas a las que conozco están en Ankh-Morpork —dijo Teppic despreocupadamente.

Teppic era consciente de que si se le hubiera obligado a ser más preciso habría tenido que confesar que los únicos representantes del sexo opuesto con los que había llegado a intimar un poco durante su estancia en AnkhMorpork eran la señora Collar, la encargada de la ropa de cama de sexto curso, y una moza de cocina que le miraba con buenos ojos y que siempre le ponía una ración extra de salsa en el plato. (Pero —y le bastó con pensar en ello para que se le acelerase el pulso—, no había que olvidar el Baile Anual de los Asesinos, claro… Los jóvenes asesinos eran adiestrados para que supieran cómo comportarse en cualquier tipo de ambiente y se esperaba de ellos que bailaran bien. Un traje de seda negra bien cortado y un par de piernas largas y esbeltas son dos imanes que cierta clase de mujer madura encuentra irresistibles, y Teppic y su pareja habían bailado durante toda la noche dando vueltas y más vueltas al compás de las baubonas, gallardas y pavoninas hasta que la atmósfera quedó saturada por los olores del almizcle y el deseo. La franqueza jovial de sus rasgos y su envidiable don de adaptarse a lo que los demás esperaban de él hacían que Broncalo no tuviera rival en esa clase de eventos sociales, y durante los días siguientes al baile su amigo se acostó muy tarde y mostró una cierta tendencia a quedarse dormido en clase…)

—No resultarían adecuadas, Alteza. Necesitamos una consorte que posea unos conocimientos lo más extensos posible sobre la observancia de los rituales y las ceremonias. Naturalmente, no hay que olvidar que nuestra tía está disponible, Alteza y…

El estrépito del metal y la piedra chocando con el suelo le impidió seguir hablando. Dios suspiró, se volvió hacia los ayudantes y les ordenó que empezaran a recogerlo todo.

—Bien, Alteza, ¿qué os parece si volvemos a empezar? Esto es el Repollo del Incremento Vegetativo…

—Perdona, pero… —murmuró Teppic—. No puedo haberte oído decir que debería casarme con mi tía, ¿verdad?

—Sí, Alteza, es justamente lo que he dicho. El matrimonio interfamiliar es una de las tradiciones de las que nuestro linaje se siente más orgulloso —dijo Dios.

—¡Pero mi tía es mi tía!

Dios puso los ojos en blanco. Había mantenido largas conversaciones con el difunto faraón aconsejándole que tomara medidas respecto a la educación de su hijo, pero el difunto faraón podía llegar a ser tan, tan tozudo cuando quería… Y ahora Dios tendría que hacerlo todo deprisa y corriendo. «Las deidades del reino me están poniendo a prueba», pensó. Se necesitaban décadas para fabricar un monarca, y Dios sólo disponía de unas cuantas semanas.

—Sí, Alteza, por supuesto —dijo pacientemente—. Y también es vuestro tío, vuestro primo y vuestro padre.

—Espera un momento. Mi padre…

El gran sacerdote se apresuró a interrumpirle alzando la mano.

—Es un mero tecnicismo —dijo—. En una ocasión vuestra tatarabuela resolvió un pequeño problema político declarando que es un rey y creo que el edicto no ha sido revocado jamás.

—Pero era una mujer, ¿no?

—Oh, no, Alteza —repuso Dios con cara de sorpresa—. Es un hombre. Ella misma lo dejó perfectamente claro.

—Pero, escucha, si mi tía tuviera… Eh… Bueno, si ella tuviera… En fin, si tuviera lo que hay que tener sería mi tío, ¿no?

—Cierto, Alteza, cierto. Lo entiendo perfectamente.

—Vaya, gracias por ser tan comprensivo —dijo Teppic.

—Es una pena que no tengamos hermanas.

—¡Hermanas!

—La sangre del linaje divino no debe diluirse mezclándose con sangre de calidad inferior, Alteza. El sol podría tomárselo a mal. Y ahora, Alteza, esto es la Escápula de la Higiene. ¿Dónde preferís llevarla?


Teppicamón XXVII estaba viendo cómo le rellenaban. Por suerte últimamente andaba muy desganado, porque si de una cosa estaba seguro era de que nunca volvería a comer pollo.

—Una costura preciosa, maese Dil.

—No hables y mantén quieto el dedo, Gern.

—A mi mamá le encanta coser —dijo Gern en el tono de quien se aburre y quiere trabar conversación—. Tiene un cesto de costura enorme, y siempre está cose que te cose.

—Te he dicho que no hables.

—Es un cesto muy bonito —dijo Gern como si ofreciera una información vital—. Está adornado con patitos y gallinitas pintadas.

Dil intentó concentrarse en lo que estaba haciendo. Oh, era una excelente muestra de artesanía, no le importaba admitirlo. El Gremio de Embalsamadores y Oficios Relacionados le había concedido más de una medalla por trabajos similares.

—Es como para sentirse orgulloso, ¿verdad? —preguntó Gern.

—¿A qué te refieres?

—Bueno, mi mamá dice que después de haberle rellenado y haberle cosido el faraón sigue viviendo como si nada. No lo tengo muy claro, pero mi mamá dice que el faraón vivirá para siempre en el Mundo Subterráneo y eso quiere decir que lucirá vuestras costuras durante toda la eternidad, ¿no?

«Por no hablar de lo que llevaré dentro, claro —pensó melancólicamente la sombra del faraón—. Cinco sacos de paja y un par de cubos de brea, si no me fallan las cuentas…» Y no había que olvidar el papel que había servido para envolver el bocadillo de Gern, aunque el faraón no culpaba al pobre chico. Gern era un poco despistado y se lo había dejado olvidado. Tendría que pasar toda la eternidad con el envoltorio de un almuerzo formando parte de sus órganos vitales, por no mencionar la media salchicha que Gern no se había llegado a comer.

Había acabado encariñándose con Dil y con Gern, y en cuanto a su cuerpo parecía que también seguía teniéndole bastante cariño —por lo menos se sentía incómodo cuando se alejaba más de unos centenares de metros de él—, y durante el curso de los últimos dos días había llegado a conocer bastante bien al embalsamador y a su aprendiz.

Era realmente extraño. Había pasado toda su vida en el reino hablando con unos cuantos sacerdotes y prácticamente con nadie más. El conocimiento objetivo de que había otras personas a su alrededor siempre estuvo allí, desde luego —sirvientes, jardineros, etcétera—, pero el papel que jugaban en su existencia se reducía al de meras manchas borrosas. Él estaba arriba de todo, luego venía su familia y luego los sacerdotes y los nobles, naturalmente, y luego estaban las manchas borrosas. Oh, por supuesto que eran unas manchas borrosas estupendas y algunas de ellas podían contarse entre las manchas borrosas más soberbias del mundo entero. Ningún monarca habría podido desear una colección de manchas borrosas más leal y entusiasta sobre la que gobernar. Pero… eran manchas borrosas, y nada más.

Y sin embargo ahora concentraba toda su atención en las novedades del día y guardaba como un tesoro los últimos detalles sobre las tímidas esperanzas de conseguir un ascenso dentro del gremio que albergaba Dil, por no hablar del último capítulo en la apasionante historia del más bien torpe cortejo de que Gern estaba haciendo objeto a Glwenda, la hija del granjero cultivador de ajos que vivía cerca de su casa. Escuchaba con una mezcla de asombro y fascinación las conversaciones que iban describiendo un mundo lleno de distinciones de grado y posición tan sutiles como las del que había abandonado hacía muy poco tiempo. Pensar que había una posibilidad de que jamás llegara a saber si Gern conseguía vencer las objeciones de su padre y obtener la mano de su amada, o de si la excelente labor que Dil había hecho en su último desafío profesional —es decir, en el cadáver del faraón— le permitiría aspirar al rango de Grandiosa Variación Exaltada de los Noventa Grados de la Logia Natrónica del Gremio de Embalsamadores y Oficios Relacionados, era pura y simplemente terrible.

Era como si la muerte fuese un asombroso artilugio óptico que convertía incluso algo tan insignificante como una gota de agua en una colmena asombrosa llena de vida.

El difunto monarca descubrió que estaba empezando a sentir un impulso incontenible de dar algunos consejos de política elemental a Dil, o de informar a Gern de los indudables beneficios que le reportaría el lavarse y tratar de ofrecer un aspecto lo más respetable posible. Hizo varias intentonas. Dil y Gern podían sentir su presencia, de eso no cabía duda, pero la confundían con una corriente de aire.

Vio cómo Dil iba hacia la mesa de los vendajes y volvía sosteniendo en su mano un grueso trozo de tela que sostuvo con expresión pensativa junto a lo que incluso el faraón estaba empezando a considerar su cadáver.

—Creo que el lino le sentará bien —dijo—. Y no cabe duda de que es su color.

Gern ladeó la cabeza y observó el contraste.

—Pues yo creo que el yute no le quedaría nada mal —dijo—. O quizá el calicó…

—No, el calicó no. Cualquier cosa antes que el calicó, eso está claro. Le viene demasiado grande.

—Quizá acabaría adaptándose. Ya se sabe, con el uso y el desgaste…

Dil lanzó un bufido despectivo.

—¿El desgaste? ¿El desgaste? Oye, guárdate todas esas tonterías del calicó y el desgaste para otro, ¿quieres? Lo que me gustaría saber es qué pasaría si nos decidimos por el calicó y unos ladrones de tumbas rompen los sellos dentro de mil años. ¿Qué pasaría entonces? Oh, sí, conseguiría recorrer medio pasillo y quizá lograra estrangular a uno o dos, de acuerdo, pero luego se le empezaría a descoser todo. Los codos, por ejemplo… No quiero ni pensarlo. Me moriría de vergüenza.

—¡Pero dentro de mil años estaréis muerto de todas formas, maese Dil!

—¿Muerto? ¿Y qué tiene que ver eso con lo que estamos discutiendo? —Dil hurgó entre las muestras—. No, tendrá que ser el yute. El yute tiene mucho aguante, y el coeficiente de tracción tampoco está nada mal. Así podrá ir deprisa y no resbalar por los pasillos. Nunca se sabe cuándo puedes tener necesidad de moverte con rapidez, ¿no te parece?

El faraón suspiró. Personalmente habría preferido algo discreto y alegre que no pesara mucho, a ser posible en tafetán.

—Y haz el favor de cerrar la puerta —dijo Dil—. Cada vez hay más corrientes de aire aquí dentro.


—Y ahora ha llegado el momento de que veamos a nuestro difunto padre —dijo el gran sacerdote, y se permitió el lujo de sonreír—. Estoy seguro de que él ya está un poquito impaciente —añadió.

Teppic pensó en lo que acababa de decir. No tenía muchas ganas de ver a su padre, pero por lo menos la ceremonia serviría para distraer a los sacerdotes y les haría olvidar su obsesión de que se casara con una parienta aunque sólo fuese durante un rato. Teppic se inclinó y alargó un brazo en lo que esperaba resultara un gesto elegante y majestuoso para acariciar a uno de los gatos del palacio. Fue un error. La bestia olisqueó la mano que se le acercaba, hizo tal esfuerzo mental que bizqueó espantosamente y acabó atizándole un buen mordisco.

—Los gatos son sagrados —dijo Dios.

Las palabras que salieron de los labios de Teppic después de que hubiese recibido el mordisco le habían dejado entre sorprendido y escandalizado.

—Los gatos de patas largas, pelaje plateado y expresiones desdeñosas quizá lo sean —replicó Teppic examinando su mano—, pero en cuanto a éstos tengo mis dudas. Estoy seguro de que los gatos sagrados no van dejando ibis muertos debajo de la cama. Ah, Dios, y también estoy seguro de que los gatos sagrados que viven en un palacio rodeado por kilómetros y más kilómetros de arena no hacen sus necesidades dentro del palacio y, concretamente, sobre las sandalias del faraón.

—Todos los gatos son gatos —dijo Dios, lo cual era indiscutible pero también un tanto vago—. Y ahora, si tenéis la bondad de seguirnos…

Extendió una mano señalando hacia un arco distante.

Teppic le siguió lentamente. Llevaba lo que ya le parecían eras en su tierra natal, y seguía teniendo la sensación de que no encajaba. La atmósfera era demasiado seca. La ropa le molestaba. Hacía demasiado calor, e incluso los edificios le parecían indefiniblemente extraños. Las columnas, para empezar. En ca… en la escuela del Gremio de Asesinos las columnas eran unas cosas muy esbeltas con racimos de uvas, hojas de parra y otros adornos vegetales tallados alrededor de la parte de arriba. Aquí las columnas eran unas masas gigantescas con forma de pera, y cada vez que las miraba Teppic tenía la impresión de que la piedra se había escurrido hasta acumularse en la base.

Media docena de sirvientes iban detrás de ellos transportando los diversos objetos que simbolizaban el rango real.

Teppic intentó imitar la forma de caminar de Dios y descubrió que iba recordando los movimientos poco a poco. Tenías que girar el torso así, y luego volvías la cabeza así, y después extendías los brazos formando un ángulo de cuarenta y cinco grados con relación al cuerpo, ponías las palmas hacia abajo e intentabas dar un paso.

El báculo del gran sacerdote creaba ecos cada vez que entraba en contacto con las losas del suelo. Un ciego podría haber recorrido todo el palacio de un extremo a otro sin perderse siempre que fuese descalzo y siguiera las hileras de pequeñas oquedades que había ido creando a lo largo de los años.

—Me temo que descubriremos que nuestro padre ha cambiado un poquito desde la última vez en que le vimos —dijo Dios en un tono tan tranquilo como si quisiera charlar del tiempo.

Estaban ondulando por delante del fresco en el que la Reina Kaphut aceptaba el Tributo de los Reinos del Mundo.

—Sí, claro —dijo Teppic, algo sorprendido ante su tono de voz—. Ha muerto, ¿no?

—Cierto, cierto, ése es otro factor que no debemos olvidar —dijo Dios.

Teppic comprendió que no se había estado refiriendo a algo tan trivial como el estado físico actual del difunto faraón.

Sintió una avasalladora mezcla de horror y admiración. Dios no era especialmente cruel o insensible. Para el gran sacerdote la muerte era una simple transición irritante en el eterno negocio de la existencia, y el hecho de que las personas muriesen era una mera molestia cotidiana más, algo así como el ir de visita y descubrir que no hay nadie en casa.

«Qué mundo tan extraño —pensó Teppic—. No hay más que sombras que van de un lado a otro como si estuviesen muy ocupadas, y nunca cambia. Y yo formo parte de él…»

—¿Quién es? —preguntó.

Extendió una mano señalando un fresco particularmente grande en el que se veía a un hombre muy alto con un sombrero en forma de chimenea y una barba que parecía una soga. El carro de guerra tirado por caballos blancos que conducía estaba pasando sobre un montón de siluetas mucho más pequeñas.

—Su nombre está escrito en el cartucho que hay debajo —replicó Dios en un tono más bien seco.

—¿En el qué?

—En ese óvalo pequeño que hay debajo del fresco, Alteza —dijo Dios.

Teppic se acercó al fresco y examinó la densa masa de jeroglíficos.

—Águila flacucha, ojo, garabato, hombre con un palo, pájaro sentado en el suelo, garabato —leyó. Dios torció el gesto.

—Creo que deberíamos pensar seriamente en estudiar idiomas modernos —dijo, recobrándose un poquito del disgusto que le había producido la ignorancia de Teppic—. Su nombre es Pta-ka-ba. Es rey cuando el Imperio del Djel se extiende desde el Mar Circular hasta el Océano del Borde, cuando casi la mitad del continente nos paga tributo.

Teppic por fin se dio cuenta de qué era lo que tanto le había extrañado en la forma de hablar del gran sacerdote y que no había conseguido localizar hasta entonces. Dios era capaz de retorcer cualquier frase hasta el punto de ruptura sintáctica e incluso más allá de él si eso le permitía evitar el uso del pasado verbal. Señaló otro fresco.

—¿Y ésa? —preguntó.

—Es la Reina Khata-lina-ra-pta —dijo Dios—. Conquista el reino de Hocuantalandia mediante la astucia y los ardides. Esto ocurre en la época del Segundo Imperio.

—Pero está muerta, ¿no? —preguntó Teppic.

—Tengo entendido que sí —replicó el gran sacerdote después de una pausa tan corta que resultó casi imperceptible.

Sí, estaba claro que Dios y algunos tiempos verbales no se llevaban demasiado bien…

—He aprendido siete idiomas —dijo Teppic, envalentonado por la seguridad de que las calificaciones obtenidas en tres de esos siete idiomas estaban a buen recaudo en los archivos del Gremio y allí seguirían.

—¿De veras, Alteza?

—Oh, sí. Morporkiano, vanglemeshto, efébico, laotatiano y… algunos más —dijo Teppic.

—Ah. —Dios asintió, sonrió y siguió avanzando por el pasillo. Cojeaba ligeramente, pero aun así verle caminar te hacía pensar en el tictac del gran reloj de los siglos—. Las tierras bárbaras, ¿eh?


Teppic contempló a su padre. Los embalsamadores habían hecho un buen trabajo, y bastaba con mirarles para comprender que estaban esperando oírselo decir.

«Estoy contemplando un cadáver envuelto en vendas —dijo la parte de su ser que seguía viviendo en AnkhMorpork—, y supongo que no creerán que envolverle en vendas le ayudará en algo, ¿verdad? En Ankh te mueres y te entierran o te queman o te arrojan a los cuervos. Aquí el morirse significa que debes adaptarte a una existencia muy sedentaria y que a partir de ese momento te darán lo mejor que haya en la cocina. Es ridículo… ¿Cómo se puede gobernar un reino semejante? Parecen creer que estar muerto es como estar sordo. Basta con hablar un poco más alto y todo arreglado.»

Pero Teppic también podía oír una segunda voz mucho más vieja que la primera. «Llevamos siete mil años gobernando un reino así —dijo la segunda voz—. Aquí el cultivador de melones más humilde puede enorgullecerse de un linaje tan antiguo que a su lado los reyes de otras tierras parecen efímeros. Tuvimos que acabar vendiéndolo para pagar las pirámides, cierto, pero hubo un tiempo en el que todo el continente era nuestro. Ni tan siquiera pensamos en los países que tienen menos de tres mil años de historia. Todo parece funcionar bien. ¿Para qué cambiar?»

—Hola, padre —dijo Teppic.

La sombra de Teppicamón XXVII le había estado observando con gran atención y se apresuró a cruzar la habitación en cuanto le oyó hablar.

¡Tienes un aspecto magnífico! —exclamó—. ¡Me alegro mucho de verte! Escucha, esto es muy importante. Préstame atención, por favor. Es sobre la muerte y…

Dice que le complace mucho veros —dijo Dios.

—¿Puedes oírle? —preguntó Teppic—. Yo no he oído nada.

—Los muertos hablan a través de los sacerdotes, naturalmente —dijo el gran sacerdote—. Es la costumbre, Alteza.

—Pero él puede oírme, ¿verdad?

—Por supuesto.

He estado pensando en todo eso de la pirámide y… En fin, no estoy muy seguro de si es una buena idea. Teppic se inclinó sobre la cabeza de su padre.

—Muchos recuerdos de la tía —dijo en voz alta. Pensó en lo que acababa de decir, y decidió que quizá no había sido muy claro—. Me refiero a mi tía, no a la tuya…

«Eso espero», añadió mentalmente.

Hijo, ¿puedes oírme?

Vuestro padre os saluda desde el mundo que se encuentra más allá del velo —dijo Dios.

Bueno, sí, supongo que sí, pero ESCUCHA, no quiero que te tomes la molestia de construir una…

Te construiremos una pirámide maravillosa, padre. Te gustará, te lo aseguro… Habrá gente que cuidará de ti y dispondrás de todo lo que te haga falta. —Teppic volvió la cabeza hacia Dios buscando alguna clase de confirmación—. Eso le gustará, ¿verdad?

¡No QUIERO una pirámide! —aulló el faraón—. Hay toda una eternidad de lo más interesante que aún no he visto. ¡Te prohíbo que me encierres en una pirámide!

Dice que así es como tiene que ser y que sois un hijo respetuoso y obediente —dijo Dios.

¿Puedes verme? ¿ Cuántos dedos te estoy enseñando? Supongo que crees que pasar el resto de tu muerte debajo de un millón de toneladas de roca viendo cómo te vas desmoronando resulta divertido, ¿eh? ¿Es ésa tu idea de una época digna de ser recordada?

Me parece que este lugar está lleno de corrientes de aire, Alteza —dijo Dios—. Creo que será mejor que nos vayamos.

¡Y además no puedes permitirte gastar tanto dinero!

Y pondremos tus frescos y tus estatuas favoritas dentro de la pirámide. Te gustará, ¿verdad? —preguntó Teppic en un tono de voz que empezaba a ser francamente desesperado—. Todas tus cositas, tus objetos personales… No te faltará nada, ya lo verás.

Salieron al pasillo y fueron hacia la sala del trono.

—Le gustará, ¿verdad? —preguntó Teppic mirando a Dios—. Es que a veces… No sé, tengo la sensación de que no le hace demasiada gracia.

—Os aseguro que no puede tener ningún otro deseo, Alteza —dijo Dios.

El silencio volvió a adueñarse de la sala de embalsamamiento. Teppicamón XXVII intentó atraer la atención de Gern dándole un golpecito en el hombro y, naturalmente, no lo consiguió. El difunto faraón lanzó un suspiro de cansancio y se sentó junto a sí mismo.

—No lo hagas, chico —dijo con amargura—. Arréglatelas como puedas, pero procura no tener descendencia.


Y allí estaba. Bastaba con verla para darse cuenta de que era la Gran Pirámide.

Teppic caminó alrededor del modelo. Sus pies creaban ecos al moverse sobre las losas de mármol. No estaba muy seguro de lo que se suponía que debía hacer, pero sospechaba que los reyes tenían que pasar con mucha frecuencia por ese tipo de situaciones. Bueno, siempre quedaba el viejo e infalible recurso de mostrar interés.

—Bien, bien… —dijo—. ¿Y cuánto tiempo llevas diseñando pirámides?

Ptaclusp, arquitecto y constructor de pirámides para la nobleza, le hizo una profunda reverencia.

—Toda mi vida, oh luz del mediodía.

—Supongo que es un trabajo fascinante, ¿eh? —dijo Teppic.

Ptaclusp lanzó una rápida mirada de soslayo al gran sacerdote, quien asintió con la cabeza.

—Tiene sus cosas buenas, oh manantial de las aguas —se atrevió a decir.

Ptaclusp no estaba acostumbrado a que un faraón le hablara como si fuese un ser humano, y tenía la vaga sensación de que no era demasiado correcto.

Teppic movió una mano señalando al modelo que había sobre el estrado.

—Sí —dijo con voz algo vacilante—. Bien, perfecto… Cuatro muros y una punta arriba de todo. Estupendo, estupendo… Es de primera calidad, ¿eh? Te das cuenta enseguida.

La cantidad de silencio que había a su alrededor seguía pareciéndole demasiado elevada, y Teppic decidió que la única forma de que no le asfixiara era continuar hablando.

—Magnífica, magnífica —dijo—. Sí, no cabe duda, ¿verdad? Esto sí que es una pirámide. ¡Y menuda pirámide! Sí, sí…

Seguía teniendo la impresión de que se esperaba algo más de él, y empezó a estrujarse los sesos buscando desesperadamente más palabras.

—La gente la contemplará en siglos venideros y quienes la vean dirán… dirán… dirán «¡Vaya maravilla de pirámide!». Sí… Esto… —Tosió—. La pendiente de los muros es preciosa, ¿no? —logró graznar—. Pero…

Dos pares de ojos giraron velozmente hacia él.

—Eh… —dijo Teppic. Dios enarcó una ceja.

—¿Alteza?

—Creo recordar que en una ocasión mi padre dijo que cuando… en fin, ya sabes… que cuando se… cuando se muriera le gustaría que… que… que le enterráramos en el mar.

El bufido de incredulidad ofendida que había estado esperando oír no se produjo.

—Se refería al delta —dijo Ptaclusp—. El suelo de esa zona es muy blando. Haría falta trabajar meses enteros para conseguir unos cimientos mínimamente decentes. Y, claro, luego corres el riesgo de que haya hundimientos, y no hay que olvidar la humedad. La humedad dentro de una pirámide es lo peor que hay.

—No, claro —dijo Teppic sudando bajo la mirada implacable de Dios—. Creo que mi padre pensaba en… bueno, yo… creo que quería ser enterrado no al lado del mar o cerca del mar sino… eh… dentro del mar.

La frente de Ptaclusp se llenó de arrugas.

—Vaya, eso es bastante más complicado —dijo con voz pensativa—. Es una idea muy interesante, desde luego. Sí, supongo que se podría hacer. Habría que construir una pirámide pequeña, un millón de toneladas como mucho, y transportarla sobre pontones o algo así…

—No —dijo Teppic intentando contener la risa—. Creo que mi padre pensaba en ser enterrado sin…

—Teppicamón XXVII sólo quiere una cosa y es que se le entierre sin ninguna dilación y lo más deprisa posible —dijo Dios en un tono de voz algo más untuoso que la seda engrasada—. Y no cabe duda de que necesitará lo mejor que puedas construir, arquitecto.

—No, estoy seguro de que lo has entendido mal —dijo Teppic.

Los rasgos de Dios se quedaron absolutamente inmóviles. Ptaclusp adoptó la expresión entre incómoda y atontada de quien se encuentra repentinamente de más en un lugar, y empezó a contemplar el suelo como si su supervivencia dependiera de que memorizase hasta el más mínimo detalle de las losas.

—¿Mal? —murmuró Dios.

—No te ofendas —dijo Teppic—. Estoy seguro de que ha sido sin querer y de que tus intenciones son buenas, pero… Bueno, cuando lo dijo parecía tenerlo muy claro y…

—¿Mis intenciones son buenas? —repitió Dios saboreando cada palabra como si fuese una uva en mal estado.

Ptaclusp tosió. Ya había terminado de estudiar el suelo, y decidió empezar con el techo.

Dios tragó una honda bocanada de aire.

—Alteza —dijo—, siempre hemos sido constructores de pirámides. Todos nuestros faraones están enterrados en pirámides. Es nuestra forma de hacer las cosas, Alteza. Es la única forma de hacer las cosas que existe.

—Sí, pero…

—No puede ser discutida —dijo Dios—. ¿Quién podría desear cualquier otro destino? Sellado con todos los artificios posibles y protegido contra las profanaciones del Tiempo… —La seda engrasada de su voz se convirtió en una coraza tan dura como el acero y tan burlonamente despectiva como un bosque de lanzas—. Protegido por toda la duración del Tiempo contra los insultos del Cambio…

Teppic bajó la vista hacia los nudillos del gran sacerdote y vio que estaban muy blancos. El hueso presionaba la carne como si quisiera escapar de ella.

Sus ojos fueron subiendo por el brazo cubierto de tela gris y acabaron llegando al rostro del gran sacerdote. «Dioses —pensó—, es realmente cierto. Su aspecto… Es como si se hubieran hartado de esperar a que muriera y hubieran decidido embalsamarle sin pasar por ese pequeño trámite preliminar.» Un instante después sus ojos se encontraron con los del gran sacerdote, y el encuentro de miradas resultó bastante ruidoso.

Teppic sintió como si su carne estuviera separándose lentamente de sus huesos. Tenía la sensación de ser tan insignificante como una efímera. Oh, una efímera necesaria, ciertamente, una efímera a la que se trataría con todo el respeto debido, pero aun así era un insecto y los derechos inherentes a su situación no eran muy impresionantes. La furia de aquella mirada que caía sobre él hacía que su cuota de libre albedrío fuese tan insignificante como la de un trozo de papiro atrapado en un huracán.

—Es voluntad del faraón que sea enterrado dentro de una pirámide —dijo Dios en el tono de voz que el Creador debía de haber utilizado para hacer los primeros esbozos de la luna y las estrellas.

—Esto… —dijo Teppic.

—El faraón tendrá la más hermosa e imponente de todas las pirámides —dijo Dios. Teppic se rindió.

—Oh —dijo—. Bueno, entonces… De acuerdo. Sí. Estupendo. La mejor, claro.

Ptaclusp dejó que el alivio se fuera extendiendo por toda su cara, sacó una tablilla de cera de un bolsillo con una floritura y extrajo un punzón de las profundidades de su peluca. Tenía bastante experiencia en aquel tipo de situaciones, y sabía que lo principal era cerrar el trato lo más pronto posible. Si permitía que las cosas llegaran hasta cierto punto sin tomar medidas al respecto un hombre podía acabar encontrándose con 1.500.000 toneladas de piedra caliza en las manos y nada que hacer con ellas.

—Entonces estamos de acuerdo en que se usará el modelo habitual, ¿verdad, oh agua en el desierto?

Teppic miró a Dios, quien estaba totalmente inmóvil con los ojos clavados en la nada dominando a los bulldogs de la Entropía por pura fuerza de voluntad.

—Yo había pensado en algo más grande —dijo con cierta desesperación.

—Ah, por supuesto, el modelo Ejecutivo —dijo Ptaclusp—. Muy exclusivo y elegante, oh base de la columna eterna. Dura una auténtica perpetuidad, desde luego… Además nuestra oferta especial de este eón consiste en varias medidas de significado paracósmico incorporadas al diseño básico sin ningún coste extra.

Miró a Teppic con expresión expectante.

—Sí, sí —dijo Teppic—. Estupendo.

Dios tragó aire.

—El faraón exige mucho más que eso —dijo.

—¿Sí? —murmuró Teppic poniendo cara de duda—. No, creo que me conformaré con…

—No, Alteza. Es vuestro deseo expreso que vuestro padre repose en el mayor de los monumentos que se han erigido hasta la fecha —dijo Dios sin perder la calma.

Teppic comprendió que aquello era una especie de juego entre él y Dios. El problema era que no conocía las reglas, no tenía ni idea de cómo jugar y sabía que iba a perder.

—¿De veras? Oh. Sí. Sí, claro, supongo que sí. Sí.

—Una pirámide que no tenga igual en todo el Djel —dijo Dios—. Es la orden del faraón. Así es como tiene que ser, ¿no os parece?

—Sí, claro, algo así. Eh… Y que tenga el doble del tamaño normal —dijo Teppic desesperadamente.

Tuvo la breve satisfacción de ver cómo incluso Dios parecía desconcertado aunque sólo fuese durante unos momentos.

—¿Alteza? —exclamó el gran sacerdote.

—Así es como tiene que ser, ¿no te parece? —replicó Teppic.

Dios abrió la boca disponiéndose a protestar, se dio cuenta de cómo le estaba mirando Teppic y volvió a cerrarla.

Ptaclusp movía velozmente el punzón sobre la tablilla mientras la nuez de su garganta subía y bajaba convulsivamente. Era maravilloso, realmente maravilloso… Algo así sólo ocurría una vez a lo largo de una carrera profesional.

—Puedo incluiros un recubrimiento exterior de mármol negro precioso —dijo sin apartar la vista de su tablilla—. Puede que tengamos la cantidad suficiente en la cantera… oh rey de las esferas celestiales —se apresuró a añadir.

—Estupendo —dijo Teppic. Ptaclusp terminó de hacer anotaciones en la primera tablilla de cera y cogió otra.

—En cuanto a la punta, ¿qué os parece si la ponemos de electro? Si dibujas los planos con esa idea en la cabeza desde el principio siempre sale un poquito más barato, y además hay quien primero se conforma con que la punta sea de plata y luego vienen y te dicen «No sé, no me acaba de gustar, ¿y si la cambiáramos por otra de electro?», y entonces…

—Sí, que sea de electro.

—Y supongo que también querréis la distribución del modelo habitual, ¿verdad?

—¿Cómo?

—Una cámara funeraria y una antecámara, naturalmente. Si me lo permitís yo os recomendaría el modelo Memfis. Es muy elegante, y además incluye una sala del tesoro extra que hace juego con la decoración de las demás. Resulta muy útil para guardar todos esos pequeños objetos personales de los que no puedes separarte. —Ptaclusp dio la vuelta a la tableta y empezó a deslizar el punzón por el otro lado—. Y, naturalmente, supongo que también querréis una suite similar para la Reina, oh monarca que vivirá eternamente…

—¿Eh? Oh, sí… Sí, claro, supongo que sí —dijo Teppic mirando a Dios—. Quiero todo lo que sea necesario en estos casos, ya sabéis.

—No hay que olvidar los laberintos, por supuesto —dijo Ptaclusp intentando que no le temblara la voz—. Son muy populares en esta era. Ah, el laberinto es muy importante… Decidir que quieres un laberinto después de que los ladrones hayan entrado en la pirámide es una pérdida de tiempo y de dinero, ya podéis imaginarlo. Puede que yo sea un poquito anticuado, pero soy un firme partidario de los laberintos. Sí, no hay nada como un buen laberinto… Tal y como solemos decir los del oficio, puede que consigan entrar, pero nunca conseguirán salir. Hace aumentar un poquito el coste final, pero… ¿qué es el dinero en un momento como éste, oh señor de las aguas?

«¿Qué es el dinero? ¿Algo de lo que no disponemos, quizá?», dijo una vocecita perdida en las profundidades de la cabeza de Teppic. Teppic la ignoró. «Es el destino —se dijo—, y resistirse al destino nunca ha servido de nada.»

—Sí —dijo, y se irguió—. Laberintos… Una idea excelente. Que sean dos.

El punzón de Ptaclusp atravesó limpiamente la tablilla.

—Claro, oh piedra de las piedras, uno para él y uno para ella —graznó—. Muy bien pensado, y siempre resulta más cómodo. ¿Deseáis la selección de trampas habitual? Nuestra gama ofrece abismos, pozos de arena, pendientes engrasadas, bolas de piedra, lanzas que caen del techo, flechas…

—Sí, sí —dijo Teppic—. Queremos trampas. Que haya muchas trampas, montones de trampas. Las queremos todas. Sí, eso es… Poned una de cada.

El arquitecto tragó una honda bocanada de aire.

—Y, naturalmente, supongo que también desearéis incluir el número habitual de estelas, avenidas, esfinges ceremoniales… —empezó a decir.

—Cuantas más haya mejor —dijo Teppic—. Lo dejamos en vuestras manos.

Ptaclusp se limpió el sudor de la frente.

—Estupendo —dijo—. Maravilloso. —Se sonó la nariz—. Si me permitís que me atreva a decirlo, oh sembrador de la semilla, creo que vuestro padre es extremadamente afortunado al tener un hijo tan respetuoso y considerado. ¿Puedo añadir que…?

—Puedes marcharte —dijo Dios—, y esperamos que los trabajos empiecen de forma inmediata.

—Os aseguro que empezarán enseguida —dijo Ptaclusp—. Yo… Esto…

A juzgar por su expresión Ptaclusp parecía estar debatiéndose con algún problema filosófico de dimensiones más bien colosales. —¿Sí? —preguntó Dios con voz gélida.

—Es que uh. Está el pequeño detalle del uh. No olvidemos el uh. Naturalmente, apreciadísimo y más antiguo de los clientes, pero el hecho es que uh. No es que exista ni la más leve duda sobre vuestra solvencia o capacidad de crédito, pero uh. No, yo no querría dar a entender ni por un solo instante que uh.

Dios le lanzó una mirada que habría hecho parpadear a una esfinge. De hecho una esfinge joven no sólo habría parpadeado, sino que habría acabado volviendo la cabeza en otra dirección.

—¿Deseas decir algo? —preguntó—. El tiempo de Su Majestad es extremadamente limitado y valioso.

Ptaclusp movió las mandíbulas sin emitir ningún sonido, pero no se necesitaban grandes dotes proféticas para predecir cómo terminaría la cosa. Cuando el gran sacerdote miraba de aquella forma incluso un dios podía quedar reducido a un estado de confusión balbuceante y temblorosa. Y lo peor era que las serpientes del báculo también parecían estarle observando…

—Uh. No, no. Lo siento, disculpadme. Estaba… eh… pensaba en voz alta, nada más. Entonces me marcho, ¿verdad? Sí, sí, creo que me marcho… Hay tanto que hacer. Uh.

Ptaclusp se despidió con una reverencia tan pronunciada que su cabeza casi tocó el suelo.

Llevaba recorrida la mitad de la distancia que le separaba del arco cuando Dios volvió a hablar.

—La pirámide tiene que estar terminada dentro de tres meses —añadió—. Ha de estar lista para la Inundación.[11]

—¿Qué?

—Estás hablando con el monarca número 1.398 del linaje real —dijo Dios con voz gélida.

Ptaclusp tragó saliva.

—Lo siento —murmuró—. Lo que quería decir es… ¿Qué, oh, gran rey? Quiero decir que… Sólo el acarreo de los bloques exigirá… Uh. —Los labios del arquitecto temblaron espasmódicamente mientras su imaginación jugueteaba con varios comentarios posibles, los desarrollaba y veía cómo se convenían en cenizas bajo la mirada de Dios—. Bueno, Espadarta no se construyó en un día —farfulló por fin.

—Nos parece que ese trabajo no fue encargado por nosotros —dijo Dios, y obsequió a Ptaclusp con una sonrisa. En ciertos aspectos la sonrisa era aún peor que todo cuanto la había precedido—. Pagaremos una bonificación extra, naturalmente —añadió.

—Pero si nunca pa… —empezó a decir Ptaclusp, y no terminó la frase.

El arquitecto clavó la mirada en el suelo y dejó que sus hombros se fueran encorvando lentamente.

—Las penalizaciones por no terminar el trabajo a tiempo serán terribles, naturalmente —dijo Dios—. La cláusula habitual, ya sabes.

Ptaclusp ya no se sentía con ánimos de seguir discutiendo.

—Naturalmente —dijo admitiendo la derrota—. Es un honor, claro. Y ahora, si sus eminencias tienen la bondad de disculparme… Aún quedan unas cuantas horas de luz.

Teppic asintió.

—Gracias —dijo el arquitecto—. Que vuestras sagradas ingles den el máximo fruto posible. Eh… Con la respetuosa excepción debida a vuestro rango y condición, gran sacerdote.

Dios y Teppic le oyeron bajar corriendo por la escalera.

—Será magnífica. Un poco demasiado grande, pero… Sí, será magnífica —dijo Dios.

Volvió la cabeza hacia la columnata y contempló el panorama necropolitano que se extendía por la otra orilla del Djel.

—Será magnífica… —repitió.

Sintió una nueva punzada de dolor en una pierna y torció el gesto. Ah, sí, tendría que volver a cruzar el río aquella misma noche, no cabía duda… Tendría que haberlo hecho hacía varios días, y lo había estado retrasando con pretextos estúpidos. Pero, naturalmente, no estar en situación de servir adecuadamente al reino sería algo impensable…

—¿Te ocurre algo, Dios? —preguntó Teppic.

—¿Alteza?

—Me pareció que estabas un poco pálido.

Una oleada de pánico inundó los arrugados rasgos de Dios. El gran sacerdote hizo un terrible esfuerzo de voluntad y se irguió en toda su considerable estatura.

—Alteza, os aseguro que mi estado de salud no puede ser mejor. ¡Me encuentro perfectamente, Alteza!

—No te habrás estado excediendo, ¿verdad?

La expresión de terror provocada por las palabras de Teppic fue tan intensa que resultaba imposible confundirla con otra emoción.

—¿Excederme… Alteza?

—Siempre estás tan ocupado. Dios. El primero en levantarse, el último en acostarse… Deberías tomártelo con más calma.

—Sólo existo para servir, Alteza —replicó Dios en el tono de voz más firme de que fue capaz—. Sólo existo para servir.

Teppic se reunió con él en el balcón. El sol de primera hora del anochecer arrancaba reflejos a una cordillera creada por las manos del hombre. Lo que estaban contemplando no era más que el macizo central; las pirámides se extendían sin ninguna interrupción desde el delta hasta la segunda catarata, allí donde el Djel desaparecía en las montañas. Las pirámides ocupaban las mejores tierras, las que estaban más cerca del río. Hasta los labradores habrían considerado imperdonablemente sacrílego sugerir que quizá estarían mejor en otro sitio.

Algunas de ellas eran pequeñas y estaban construidas con bloques sin desbastar que conseguían darles un aspecto mucho más antiguo que el de las montañas que delimitaban el valle separándolo de las arenas del desierto. Después de todo las montañas siempre habían estado allí, y no se les podían aplicar adjetivos como «joven» o «vieja»; pero aquellas primeras pirámides habían sido construidas por seres humanos, esas bolsitas de agua pensante encerrada en frágiles acumulaciones de calcio que impedían su dispersión durante períodos de tiempo generalmente muy cortos. Las bolsitas habían convertido los peñascos en trozos más pequeños y relativamente más manejables que habían vuelto a juntar laboriosamente dándoles una forma más elegante que la original. Oh, sí, las pirámides eran realmente viejas…

Las modas habían ido fluctuando a lo largo de los milenios. Las pirámides más recientes eran de contornos esbeltos y ángulos más pronunciados, o tenían la parte superior plana y recubierta con losetas de mica. Teppic pensó que ni tan siquiera la más empinada de ellas obtendría una puntuación superior al 1 en la escala de cualquier escalador urbano, aunque algunas de las estelas y templos que se amontonaban alrededor de la base de las pirámides como si fuesen remolcadores apelotonados alrededor de los gigantescos acorazados de la eternidad podían ser dignos de que se les tomara en consideración.

«Acorazados de la eternidad que navegan majestuosamente a través de las neblinas del Tiempo —pensó Teppic—, navíos donde todo el mundo viaja en primera clase…»

Unas cuantas estrellas habían obtenido permiso para salir temprano. Teppic alzó los ojos hacia ellas. «Quizá haya vida en otros lugares —pensó—. Puede que en las estrellas… Si es cierto que existen miles de millones de universos colocados el uno al lado del otro y separados por una distancia tan minúscula como el grosor de un pensamiento tiene que haber gente en otros sitios. Pero estén donde estén, por mucho que lo intenten y por muy admirable que sea el esfuerzo que inviertan en ello estoy seguro de que jamás podrán llegar a ser tan increíblemente estúpidos como nosotros. Hay que reconocer que hemos hecho un trabajo magnífico, ¿no? Oh, claro, cuando llegamos los cimientos ya estaban puestos, pero llevamos centenares de millares de años dejándonos la piel en ello y hemos conseguido resultados insuperables.»

Se volvió hacia Dios. Tenía la sensación de que debía tratar de reparar una parte del daño que había causado.

—Puedes sentir cómo el tiempo irradia de ellas, ¿no te parece? —comentó afablemente.

—Disculpad, Alteza, ¿cómo decís?

—Las pirámides, Dios. Son tan antiguas…

Dios las contempló como si acabara de darse cuenta de que estaban allí.

—¿De veras? —preguntó—. Sí, supongo que lo son.

—¿Tendrás la tuya después de que…? —preguntó Teppic.

—¿Una pirámide? —replicó Dios—. Alteza, ya tengo una. Uno de vuestros antepasados tuvo la inmensa amabilidad de pensar en mi futuro.

—Supongo que te sentiste muy honrado —dijo Teppic.

Dios asintió cortésmente. Lo habitual era que los almacenes de la eternidad estuvieran reservados única y exclusivamente a la familia real.

—Es muy pequeña, naturalmente, y muy sencilla. Pero bastará, ya que mis necesidades también son sencillas.

—¿Sí? —preguntó Teppic bostezando—. Qué bien. Y ahora, si no te importa, creo que iré a acostarme. He tenido un día realmente agotador.

Dios se inclinó ante él moviéndose como si tuviera una bisagra en la cintura. Teppic ya se había dado cuenta de que el repertorio de reverencias de Dios incluía un mínimo de cincuenta modalidades distintas y tan sutilmente graduadas que cada una transmitía un mensaje de significado diferente y muy finamente matizado. Aquella reverencia parecía ser la Modelo Número 3, Soy Vuestro Humilde Servidor.

—Y también ha sido un día magnífico, Alteza. Os ha quedado muy bien, si me permitís que os lo diga.

Teppic no supo qué responder.

—¿Eso crees? —dijo por fin.

—Los efectos de nubes al amanecer resultaron particularmente efectivos.

—¿Sí? Oh. ¿También tengo algo que ver con el crepúsculo o eso funciona por sí solo?

—Su Majestad se complace en bromear —dijo Dios—. Los crepúsculos se producen sin necesidad de vuestra divina intervención, Alteza. Ja, ja.

—Ja, ja —repitió Teppic.

Dios hizo crujir los nudillos.

—Pero lo que realmente tiene mérito es el amanecer —dijo.

Los ya casi desintegrados pergaminos de Knudo afirmaban que la gran naranja del sol era devorada cada noche por Khé, la diosa del cielo, quien siempre dejaba una pepita para que hubiera un nuevo sol a la mañana siguiente. Y Dios sabía que los pergaminos no se equivocaban.

El Libro de la Vida en el Abismo afirmaba que el sol era el Ojo de Yay, quien recorría el cielo cada día en Su interminable búsqueda de las uñas de Sus sagrados pies.[12] Y Dios sabía que el Libro de la Vida en el Abismo no se equivocaba.

Los rituales secretos del Espejo Humeante mantenían que el sol era un agujero redondo en la burbuja de jabón azul de la diosa Nesh, que la burbuja no paraba de girar sobre sí misma desplazando el agujero que daba acceso al mundo real de llamas y calor que había más allá y que las estrellas eran los pequeños orificios por los que entraba la lluvia. Y Dios sabía que los rituales secretos del Espejo Humeante no se equivocaban.

El folklore popular afirmaba que el sol era una bola de fuego que se movía alrededor del mundo cada día, y que el mundo se hallaba encima del caparazón de una tortuga colosal que viajaba a través del vacío eterno que no tiene principio ni final. Y Dios también sabía que el folklore popular no se equivocaba, aunque ciertos aspectos teóricos del modelo cósmico que proponía le resultaban un poquito difíciles de entender.

Y el gran sacerdote sabía que Rhed era el Dios Supremo, y que Fon era el Dios Supremo —al igual que Hast, Ponh, Khubo, Thont, Io, Dhek y Esh-Pu-Tho—; que Herpetino Triskelero reinaba sobre el mundo de los muertos sin compartir las tareas de gobierno con ninguna otra deidad, y que lo mismo podía decirse de Síncope, de Siluro el Dios con Cabeza de Pez Gato y de Orexis-Nupt.

Dios era máximo gran sacerdote de una religión nacional que había estado fermentando, hirviendo y burbujeando en un proceso de sedimentación y producción de posos iniciado hacía más de siete mil años y que jamás había echado una divinidad al cubo de la basura porque siempre podía darse el caso de que resultara útil en un momento dado. Sabía que una gran cantidad de cosas que se contradecían las unas a las otras eran ciertas e indudables. Decir que no lo eran equivaldría a afirmar que los rituales y las creencias tenían tan poca importancia como unos cuantos granos de polvo, y en tal caso el mundo no existiría. El resultado básico de esta curiosa forma de pensar era que las cabezas de los sacerdotes del Djel podían albergar una colección de ideas capaz de hacer que incluso una mecánica cuántica palideciese y devolviera su caja de herramientas acompañándola con su dimisión irrevocable.

El báculo de Dios golpeaba las losas arrancándoles ecos mientras el gran sacerdote cojeaba por los tenebrosos y poco frecuentados pasillos que acabaron llevándole hasta un pequeño embarcadero. Desató el cabo del bote que había atracado en él, subió a la embarcación con cierta dificultad, cogió los remos y empezó a impulsarse por las turbias aguas del oscuro Djel.

Tenía la sensación de que sus manos y sus pies estaban demasiado fríos. Qué estúpido había sido, qué estúpido… No tendría que haber esperado tanto tiempo.

El bote avanzaba a sacudidas por el centro de la corriente moviéndose lentamente mientras la noche se desplegaba sobre el valle. Las pirámides de la otra orilla respondieron a las antiguas leyes y empezaron a iluminar el cielo.

Las luces también estaban encendidas en la sede de Ptaclusp y Asociados, Constructores Necropolitanos al servicio de las Dinastías. El padre y sus hijos gemelos estaban encorvados sobre la inmensa bandeja de cera de los diseños y discutían entre sí.

—No pagan nunca —se quejó Ptaclusp IIa—. Quiero decir que… No es un mero caso de que no puedan pagar, sino que ni tan siquiera parecen entender la idea de que hay que pagar. Por lo menos dinastías como la de Espadarta pagaban unos cien años después de haber recibido la factura. ¿Por qué no…?

—Hemos construido pirámides a lo largo del Djel durante los tres mil últimos años —le interrumpió su padre con cierta irritación—, y no nos ha ido tan mal, ¿verdad? No nos ha ido tan mal, creo yo. ¿Y sabéis por qué? Pues porque cuando los otros reinos vuelven la mirada hacia el Djel enseguida se dan cuenta de que allí hay una familia que realmente entiende de pirámides. Saben reconocer a unos conochuars en cuanto los ven, y se guían por lo que ellos hacen. «Sí, póngame lo mismo que a ellos pero añádale unos cuantos adornos más en la punta…» Y, de todas formas, estamos hablando de una realeza auténticamente real —siguió diciendo—, no de los advenedizos con que te encuentras hoy en día, esas dinastías de tres al cuarto que no te duran ni un miserable milenio. Ah, y además son semidioses, no hay que olvidarlo. No esperaréis que la realeza real se acuerde de algo tan insignificante como el que hay que pagar las facturas, ¿verdad? Ésa es precisamente una de las señales por las que se reconoce a los miembros de la realeza real, por si no lo sabíais. Nunca llevan dinero encima.

—Bueno, en tal caso admito que son de lo más real que se puede encontrar. Haría falta una nueva palabra para definirlo —dijo IIa—. En ese caso nosotros podemos considerarnos como casi reales, ¿no os parece?

—No entiendes los verdaderos intríngulis del negocio, hijo mío. Crees que todo se reduce a llevar la contabilidad al día, ¿verdad? Bueno, pues hay algo más que eso.

—Es una cuestión de masa. Y del coeficiente entre el peso y la energía, claro…

Los dos volvieron la cabeza hacia Ptaclusp IIb, quien estaba inmóvil con los ojos clavados en los esbozos preliminares dando vueltas y más vueltas al punzón entre los dedos. Las manos le temblaban a causa de la excitación que apenas conseguía contener.

—La parte inferior de los muros tendrá que ser de granito, evidentemente —dijo Ptaclusp IIb hablando consigo mismo—. No, está claro que la piedra caliza no aguantaría, y menos teniendo en cuenta los flujos de energía que se producirán… Los flujos van a ser realmente grandes, oh, sí. Después de todo no estamos hablando de cuchillas de afeitar, ¿verdad? Este trasto será capaz de sacarle filo incluso a un alfiler.

Ptaclusp puso los ojos en blanco. Su dinastía sólo contaba con dos generaciones y ya empezaba a padecer problemas generacionales francamente serios. Uno de sus hijos había nacido para ser contable, y el otro estaba enamorado de algo tan abstruso e ininteligible como la nueva ingeniería cósmica. Ah, cuando Ptaclusp era joven esas tonterías ni tan siquiera existían… Entonces todo era cuestión de arquitectura. Dibujabas los planos, movilizabas a diez mil tipos repartidos en tres turnos con horas extra los fines de semana si el cliente tenía prisa y ya habías cumplido. Después de todo lo único que debían hacer era amontonar piedras, ¿verdad? Ptaclusp no creía que hiciera falta tomárselo como si el amontonar piedras fuese una grandiosa empresa cósmica.

¡Descendientes! Los dioses habían creído adecuado darle un hijo que era capaz de cobrarte la cantidad de aliento que gastabas al decir «Buenos días», y otro que adoraba la geometría y se pasaba las noches en vela diseñando acueductos. Te pasabas la vida sacrificándote y ahorrando para enviarles a las mejores escuelas, y después los muy ingratos te lo pagaban convirtiéndose en hombres educados.

—¿De qué estás hablando? —preguntó secamente.

—Bueno, meramente la descarga energética… —IIb cogió su ábaco y las cuentas de cerámica empezaron a deslizarse a lo largo de los alambres con un tintineo casi musical—. Supongamos que estamos hablando de unas dos veces la altura del modelo Ejecutivo, lo cual nos proporciona una masa de… más dimensiones codificadas de significados ocultos adicionales tal y como se detalla en el anteproyecto… hace tan sólo cien años esto habría sido imposible, claro. Con las técnicas primitivas de que disponíamos entonces no se habría podido…

Su dedo se convirtió en un manchón borroso.

IIa dejó escapar un bufido despectivo y cogió su ábaco.

—Caliza a dos talentos la tonelada… —murmuró—. Desgaste de las herramientas… costes de albañilería… penalizaciones por retrasos que corran a nuestro cargo… pérdida de materiales… oh, oh… costes financieros… mármol negro a precio de saldo…

Ptaclusp suspiró. Dos ábacos haciendo ruido durante todo el día, uno alterando la forma del mundo y el otro deplorando lo carísimo que salía cambiar el mundo. ¿Qué había sido de los dos trocitos de madera y la plomada?

Las últimas cuentas chocaron con los topes y se quedaron inmóviles con un último chasquido.

—Sería un auténtico salto cuántico en piramidología —dijo IIb echándose hacia atrás con una sonrisa mesiánica en los labios.

—Sería un auténtico salto cá… —empezó a decir IIa.

—Cuántico —dijo IIb saboreando la palabra.

—Sería un auténtico salto cuántico en las quiebras y suspensiones de pagos —dijo IIa—. Tendrían que inventar otra palabra nueva para eso.

—Puede valer la pena en términos de prestigio —dijo IIb—. Sería una estrategia empresarial del tipo «pierde dinero hoy, fórrate mañana». Creo que eso es lo que llaman ser un líder de pérdidas, ¿no?

—Desde luego. En lo que concierne a pérdidas siempre vamos los primeros, te lo aseguro —dijo IIa con amargura.

—¡Pero piensa en los resplandores que desprendería! En los milenios venideros la gente vendría a contemplarla y diría «Vaya, no cabe duda de que ese Ptaclusp entendía de pirámides…».

—¡Querrás decir que la llamarían la Locura de Ptaclusp!

Los hermanos ya se habían puesto en pie y se fulminaban con la mirada después de haber reducido la distancia existente entre sus narices a unos cuantos centímetros.

—¡Mira, hermanito, tu gran problema es que sabes calcular el coste de todo pero no conoces el valor de nada!

—Y tu problema, hermanito… Tu gran problema es que… ¡Que tú no entiendes de costes!

—¡El progreso de la humanidad no puede detenerse!

—¡Sí, pero hay que edificarlo sobre unos cimientos financieros lo mas sólidos posible, por Khuft!

—La búsqueda del conocimiento…

—La búsqueda de la liquidez…

Ptaclusp dejó que siguieran discutiendo y volvió la cabeza hacia el patio iluminado por la luz de las antorchas en el que sus empleados estaban llevando a cabo un frenético inventario de las existencias actuales.

Cuando lo heredó de su padre el negocio no era gran cosa. De hecho, se limitaba a un patio lleno de bloques de piedra y esfinges varias, obeliscos, estelas y otros artículos de catálogo y a un grueso fajo de facturas por cobrar, la mayor parte de ellas ya enviadas varias veces al palacio junto con cartas redactadas en el tono más respetuoso posible explicando que al parecer la factura que presentamos hace novecientos años se ha extraviado de forma inexplicable, y que les quedaríamos muy agradecidos si tuvieran la amabilidad de tramitar el pago lo más rápidamente posible. Pero por lo menos en aquellos tiempos Ptaclusp disfrutaba trabajando. Todo era más íntimo y más manejable. Él, cinco mil trabajadores y la señora Ptaclusp llevando la contabilidad, nadie más.

«Tienes que hacer pirámides», le había repetido su padre una y otra vez. Oh, claro, el dinero se ganaba con las mastabas, las pequeñas tumbas familiares, los obeliscos conmemorativos y las mil y una chapuzas que siempre trae consigo una necrópolis, pero si no hacías pirámides era como si no hicieses nada. Todo el mundo lo sabía, e incluso el cultivador de ajos más miserable —el tipo de cliente que quería «algo mono y duradero, sí, puede que con unos cuantos adornos de mármol verde, de acuerdo, pero procure que no nos salgamos del presupuesto, ¿eh?»—, se lo pensaría dos veces antes de encargar el trabajo a un hombre que jamás había edificado una pirámide, y lo más probable era que después de habérselo pensado dos veces decidiera buscar a otro.

Y, naturalmente, Ptaclusp construyó pirámides, y habían sido unas pirámides excelentes, no como algunas de las que veías hoy en día, esos horrores que ni tan siquiera tenían el número de caras correcto y con unas paredes que se podían atravesar de una patada. Y, sí, la empresa había ido hacia arriba, y un encargo había traído otro más ambicioso e importante…

Construir la mayor pirámide de toda la historia…

En tres meses…

Con penalizaciones terribles si no estaba terminada a tiempo. Dios no había precisado lo terribles que llegarían a ser, pero Ptaclusp le conocía lo bastante bien para saber que había muchas probabilidades de que contaran con la participación de unos cuantos cocodrilos. Sí, no cabía duda de que serían realmente terribles…

Contempló las luces parpadeantes que bailoteaban a lo largo de las avenidas de estatuas, incluida la del maldito Chist-Hera, el Dios con Cabeza de Buitre de los Invitados Inesperados que había comprado hacía unos cuantos años porque los caprichos de la clientela son infinitos. El único cliente que se interesó por ella acabó rechazándola porque el pico no le parecía lo bastante imponente, y desde aquel entonces la estatua había demostrado ser invendible ni aun dejándola a precio de coste.

La mayor pirámide de la historia…

Y después de que te hubieras dejado la piel para que la nobleza del país dispusiera de su billete a la eternidad, ¿acaso se te permitía utilizar tus dotes profesionales en beneficio propio, digamos que construyendo una piramidilla de nada para que un servidor y la señora Ptaclusp tuvieran asegurado el acceso al Otro Mundo? Pues claro que no. Incluso su padre se había tenido que conformar con una mastaba, aunque Ptaclusp tenía que admitir que era una de las mejores mastabas de todo el río. Aquel mármol con vetas rojas traído desde la lejanísima Maravillolandia daba unos resultados magníficos, de eso no cabía duda. Muchos clientes se habían encaprichado con él nada más verlo, y la inversión redundó en beneficio del negocio. Su padre se habría sentido realmente orgulloso de él…

La mayor pirámide de la historia…

Y ni tan siquiera se acordarían de quién estaba debajo de ella… Que la conocieran como la Locura de Ptactusp o la Gloria de Ptaclusp le daba igual. «… DE PTACLUSP.» Eso era lo que realmente importaba.

Ptaclusp emergió de la laguna de sus pensamientos, volvió a prestar atención al mundo exterior y se enteró de que sus hijos seguían discutiendo.

Si ésta era la posteridad que le habían concedido los dioses… Bueno, Ptaclusp casi habría preferido conformarse con que le recordaran por todos los bloques de caliza de seiscientas toneladas que había esparcido a lo largo del Djel. Por lo menos los bloques de piedra caliza no hacían ruido.

—Callaros —dijo—. Los dos.

Los gemelos dejaron de discutir y se sentaron entre gruñidos y murmullos de protesta.

—He tomado una decisión —dijo Ptaclusp. IIb jugueteó pensativamente con su punzón. IIa arrancó un tañido a los alambres de su ábaco.

—La construiremos —dijo Ptaclusp, y salió de la habitación—. Y si algún hijo no está de acuerdo con la idea será arrojado a las tinieblas de los abismos para que pase toda la eternidad entre el llanto y el rechinar de dientes —gritó por encima de su hombro después de haber cruzado el umbral.

Los dos hermanos se quedaron solos y siguieron fulminándose con la mirada durante unos momentos.

—Y de todas formas, ¿qué quiere decir eso de «cuántico»? —preguntó por fin IIa. IIb se encogió de hombros.

—Quiere decir que añades una muesca más —replicó.

—Oh, ¿sólo se trata de eso? —murmuró IIa.


Las pirámides esparcidas a lo largo del valle del Djel ardían en silencio lanzando sus resplandores hacia el cielo nocturno y se iban desprendiendo de la energía acumulada durante el día.

Inmensos surtidores de fuego más frío que el hielo brotaban de sus puntas sin hacer el más mínimo ruido y subían hacia las alturas moviéndose con el veloz zigzagueo de los relámpagos.

Los reflejos de las constelaciones de los muertos y la aurora de la antigüedad se extendían sobre centenares de kilómetros cuadrados de desierto, pero en el valle del Djel las luces se confundían unas con otras hasta formar una cinta de fuego.


Estaba encima del suelo y había una almohada a un extremo. Tenía que ser una cama.

Teppic descubrió que empezaba a dudar de que lo fuese, pero siguió removiéndose y cambiando de postura en un intento de encontrar alguna parte del colchón que estuviese dispuesta a firmar un tratado de no agresión con su cuerpo. «Esto es ridículo —pensó—. Llevo toda la vida durmiendo en camas así, por no hablar de las almohadas de roca tallada… Nací en este palacio. Ésta es mi herencia, y debo estar preparado para aceptarla.»

Volvió a cambiar de postura.

«Lo primero que haré en cuanto me levante por la mañana será ordenar que un barco vaya a Ankh y vuelva lo más deprisa posible trayendo una almohada de plumas y una cama como es debido. Yo, el faraón, así lo he decidido y así se hará.»

Un nuevo cambio de postura y su cabeza chocó contra la almohada con un golpe ahogado.

Y la fontanería, claro… Era una idea magnífica. El provecho que se le podía sacar a algo tan simple como un agujero en el suelo era realmente asombroso.

Sí, fontanería. Y puertas, maldición. Teppic no estaba acostumbrado a que hubiera varias personas inmóviles a su alrededor esperando el momento de adelantarse a sus deseos, y las abluciones de antes de acostarse le habían resultado particularmente embarazosas. Y la gente, claro. Tenía que conocer a sus súbditos. Pasar el resto de su existencia encerrado en un palacio no le parecía una perspectiva muy prometedora.

Teppic comprendió que conciliar el sueño iba a resultarle un poco difícil, quizá porque el cielo estaba tan iluminado como si alguien hubiera decidido celebrar un concurso de fuegos artificiales en el río.

El cansancio acabó arrastrando su cuerpo hasta una zona situada a medio camino entre el sueño y la vigilia, y un cortejo de imágenes que no tenían ni la más mínima lógica empezó a desfilar por detrás de sus globos oculares.

Por ejemplo, lo avergonzados que iban a sentirse sus antepasados cuando los arqueólogos del futuro tradujeran los frescos que los artistas de su reinado aún no habían pintado. «Garabato, águila estreñida, garabato, trasero de hipopótamo, garabato: Y en el año del Ciclo de Cephnet Teppic el Dios Sol hizo instalar la Fontanería y desdeñó las Almohadas de sus Antepasados.»

Soñó con Khuft, una silueta inmensa y barbuda que hablaba con truenos y rayos y que invocaba la ira de los cielos para que cayese sobre aquel miserable descendiente suyo que estaba traicionando un pasado tan noble.

Dios flotó a través de su campo visual y le explicó que como resultado de un edicto promulgado hacía varios miles de años era esencial que se casara con un gato.

Dioses con cabezas de todas las formas y tamaños compitieron por atraer su atención y le explicaron con toda clase de detalles los problemas que traía consigo el ser una divinidad mientras una voz que parecía venir de muy lejos intentaba conseguir que Teppic le hiciera caso y gritaba cosas que no logró entender, aunque en un momento dado le pareció oírle decir que el propietario de la voz no quería ser enterrado bajo un montón de piedras. Pero no tenía tiempo para concentrarse en aquello, pues acababa de ver a siete vacas gordísimas y a siete vacas flaquísimas, y lo más curioso era que una de ellas tocaba el trombón.

Pero ese sueño ya era muy viejo, y se presentaba prácticamente cada noche…

Y después vio a un hombre que disparaba flechas contra una tortuga…

Y después estaba caminando por el desierto y se encontró con una pirámide minúscula que apenas tendría diez centímetros de altura. Un vendaval terrible surgió de la nada y se llevó la arena, pero ahora ya no era un vendaval, era la pirámide que empezaba a brotar del suelo y la arena se escurría por sus caras relucientes…

Y la pirámide se fue haciendo más y más grande, y acabó siendo más grande que el mundo, y al final alcanzó tales dimensiones que el mundo era un puntito perdido en su centro.

Y en el centro de la pirámide ocurrió algo muy extraño.

Y la pirámide se fue haciendo más y más pequeña, y se llevó al mundo con ella, y se esfumó…

Naturalmente si eres faraón tienes derecho a sueños oscuros e indescifrables de primerísima categoría.


Otro día acababa de amanecer por cortesía del faraón, quien estaba hecho un ovillo en la cama con la ropa enrollada debajo de la cabeza sirviéndole de almohada. Los sirvientes del reino que habían pasado la noche durmiendo en el laberinto de piedra del palacio empezaron a despertar.

El bote de Dios se deslizó lentamente sobre las aguas y su proa acabó chocando suavemente con el embarcadero. Dios saltó del bote, corrió hacia el palacio y subió los peldaños de tres en tres frotándose las manos mientras pensaba en el día que se extendía delante de él y barajaba las horas y los rituales haciéndolos encajar en un esquema perfecto. Había tantos detalles de los que ocuparse y tantas cosas que hacer…


El jefe de escultores y fabricante de féretros se guardó el metro en el bolsillo después de doblarlo.

—Habéis hecho un buen trabajo, maese Dil —dijo. Dil asintió. La falsa modestia es algo desconocido entre los artesanos.

El escultor le dio un suave codazo en las costillas.

—Menudo equipo formamos, ¿eh? —dijo—. Vos los ponéis en adobo y yo los empaqueto.

Dil asintió, pero bastante más despacio que antes. El escultor contempló el óvalo de cera que sostenía en las manos.

—Aunque si he de seros franco la máscara mortuoria no me parece gran cosa —dijo.

Gern estaba muy concentrado con la cabeza inclinada sobre una esquina de la losa ocupándose de la última defunción producida entre los felinos de la Reina —Dil le había dejado que se encargara de todo sin su ayuda—, pero alzó los ojos con expresión horrorizada al oír aquellas palabras.

—Pues he procurado esmerarme al máximo con ella —dijo haciendo un mohín.

—Sí, me temo que ahí está el problema —dijo el escultor.

—Ya lo sé —dijo Dil poniendo expresión apesadumbrada—. Se trata de la nariz, ¿verdad?

—Yo pensaba más bien en el mentón.

—Y la nariz.

—Sí.

—Sí.

Los dos se sumieron en un lúgubre silencio y contemplaron el rostro cerúleo del faraón. El faraón les imitó.

¿Qué le pasa a mi mentón? No veo que tenga nada de malo.

Se le podría colocar una barba —dijo Dil por fin rompiendo el silencio—. Una barba lo taparía casi todo, ¿no?

—Sigue estando el problema de la nariz.

—Siempre se podría recortar un poquito… creo que bastaría con un centímetro o dos. Y quizá se podría hacer algo con los pómulos.

—Sí.

—Sí.

Gern estaba horrorizado.

—Pero… pero maeses… ¡Estáis hablando del rostro de nuestro difunto monarca! —protestó—. ¡No podéis hacer eso! Y además la gente se daría cuenta… —Vaciló—. Se darían cuenta, ¿verdad?

Los dos artesanos se contemplaron el uno al otro.

—Gern, Gern… Pues claro que se darían cuenta —dijo Dil pacientemente—. Pero nadie dirá nada. Esperan que nosotros… eh… que mejoremos un poquito las cosas, ¿entiendes?

—Después de todo —dijo el jefe de escultores con voz jovial—, no pensarás que se van a plantar delante del féretro y que van a decir algo así como «No se le parece en nada. El faraón siempre tuvo cara de gallina miope», ¿verdad?

Muchísimas gracias. Oh, sí, muchísimas gracias, de verdad.

El faraón fue a sentarse junto al gato. Al parecer la gente sólo se tomaba la molestia de ser respetuosa con los muertos cuando creía que los muertos podían estar escuchando.

—Supongo que si se lo compara con los frescos resulta un poquito más feo —murmuró el aprendiz de embalsamador con voz vacilante y un poquito temblorosa.

—Has dado justo en el blanco —dijo Dil en un tono cargado de sobreentendidos—. Me parece que ya lo vas entendiendo, ¿eh?

Los rasgos francos, un poco toscos y abundantemente provistos de granos del aprendiz fueron cambiando tan lentamente como un paisaje lleno de cráteres cuando las nubes se deslizan sobre él. Gern estaba empezando a percatarse de que aquella conversación debía incluirse en el apartado «Iniciación a los secretos milenarios del oficio».

—Queréis decir que incluso los pintores cambian la… —empezó a decir.

Dil le miró y frunció el ceño.

—Nunca hablamos de eso —dijo. Gern intentó que sus facciones adoptaran una expresión lo más seria y digna de confianza posible.

—Oh —murmuró—. Sí, claro. Comprendo, maese Dil.

El jefe de escultores le dio una palmadita en la espalda.

—Eres un chico muy inteligente, Gern —dijo—. No se te escapa nada y aprendes deprisa, ¿eh? Después de todo, ser feo en vida ya es bastante malo. Piensa en lo terrible que resultana pasar una eternidad en el Otro Mundo siendo igual de feo.

Teppicamón XXVII meneó la cabeza. «Cuando estamos vivos todos debemos tener el mismo aspecto —pensó—, y encima se aseguran de que seamos idénticos después de muertos… Menudo reino.» Bajó la mirada y se dedicó a observar el alma del felino recién fallecido, la cual estaba muy ocupada aseándose. Cuando estaba vivo siempre había odiado a los gatos, pero el que tenía al lado parecía bastante amistoso y quizá pudiera ser una buena compañía. Alargó cautelosamente una mano hacia su cabeza y la acarició. El gato ronroneó durante unos momentos, cambió bruscamente de parecer e intentó arrancarle una tira de carne de la mano. La muerte quizá cambiara un poco a los seres humanos, pero un gato sagrado no se dejaba afectar por algo tan insignificante.

Volvió a concentrar su atención en el trío y se dio cuenta de que la conversación había empezado a girar alrededor de una pirámide. Su pirámide, para ser exactos… El faraón siguió escuchando con creciente horror, y se enteró de que iba a ser la pirámide más grande de toda la historia del Viejo Reino. Ocuparía una parcela de terreno extremadamente fértil situada en una de las mejores zonas de la necrópolis. Haría que incluso la pirámide más grande existente en la actualidad pareciera el resultado de unos minutos de actividad infantil con una pala y un poco de arena mojada. Estaría rodeada por jardines de mármol y obeliscos de granito. Iba a ser el monumento conmemorativo más gigantesco e imponente que un hijo hubiera construido jamás a su padre. El faraón lanzó un gemido.


Ptaclusp lanzó un gemido.

En los tiempos de su padre todo era más sencillo y agradable. Bastaba con tener grandes cantidades de obreros y de troncos y disponer de veinte años, lo cual resultaba muy útil porque así la gente tenía algo que hacer durante la Inundación cuando todos los campos desaparecían debajo de las aguas. En cambio ahora lo único que necesitabas era un joven espabilado con un trozo de tiza y los encantamientos adecuados.

Oh, había que admitir que resultaba impresionante. Siempre que te gustaran esa clase de cosas, claro…

Ptaclusp IIb estaba caminando alrededor del gigantesco bloque de piedra retocando una ecuación aquí o subrayando una inscripción hermética allá. Cuando hubo terminado alzó la mirada y dirigió una breve inclinación de cabeza a su padre.

Ptaclusp fue corriendo hacia el faraón y su séquito, quienes estaban observando el curso de los trabajos desde el risco que se alzaba junto a la cantera. El sol arrancaba destellos a la máscara. Una visita real, como si no tuviera bastantes problemas…

—Estamos preparados para empezar si tal es vuestro deseo, oh arco del cielo —dijo Ptaclusp—. El sudor ya había empezado a brotar de sus poros. «Por favor, por favor, otra vez no…»

Oh, dioses. El faraón acababa de volverse hacia él, y si no ocurría algún milagro, dentro de unos momentos volvería a Tratarle Como A Un Amigo.

Ptaclusp lanzó una mirada implorante al gran sacerdote. Dios sólo necesitó una casi imperceptible contracción de los rasgos para indicarle que no se proponía hacer absolutamente nada al respecto. Aquello era demasiado, y Ptaclusp no era el único que no estaba de acuerdo con esa nueva forma de tratar a los súbditos. Ayer mismo Dil había pasado por la espantosa experiencia de entretener al faraón durante media hora hablándole de su familia. No estaba bien. Lo que la gente esperaba de un faraón era que se quedase en su palacio, y aquello resultaba demasiado… El faraón fue hacia Ptaclusp con un caminar relajado y tranquilo cuidadosamente calculado cuyo objetivo era conseguir que el constructor de pirámides tuviera la sensación de estar entre amigos. «Oh, no —pensó Ptaclusp—. Va a Acordarse De Cómo Me Llamo…»

—Debo decir que en sólo nueve semanas has conseguido que esto avance de una forma increíble. Un comienzo realmente impresionante, mi buen… eh… Ptaclusp, ¿verdad? —preguntó el faraón.

Ptaclusp tragó saliva. Bien, ya no había forma de escapar.

—Sí, oh mano que se mueve sobre las aguas —dijo—, oh manantial de…

—Creo que bastaría con «Su Majestad» o «Alteza» —dijo Teppic.

Ptaclusp sucumbió al pánico y lanzó una mirada de pavor puro a Dios. El gran sacerdote torció el gesto, pero volvió a asentir.

—El faraón desea que te dirijas a su augusta persona… —Los rasgos de Dios se contorsionaron en una fugaz mueca de dolor—, de una manera informal. Al estilo de los bárba… de los habitantes de otras tierras.

—Debes considerarte muy afortunado por tener unos hijos con tanto talento y con tanta capacidad de trabajo, ¿no? —dijo Teppic contemplando el atareado panorama de la cantera que se extendía debajo de ellos.

—Me… me consideraré muy afortunado… oh… Alteza —consiguió balbucear Ptaclusp, quien había interpretado las palabras de Teppic como una orden.

El constructor de pirámides volvió a preguntarse por qué los faraones no podían conformarse con mandar sin rodeos como en los viejos tiempos. Ah, entonces al menos sabías cuál era tu posición… Los faraones de antes no se presentaban de repente en tu cantera para tratarte como si fueras su igual y ser encantadores. «Como si yo pudiera hacer salir el sol por mucho que me lo propusiera», pensó Ptaclusp.

—Ha de ser un oficio fascinante —siguió diciendo Teppic.

—Como desee Su Majestad, Majestad —dijo Ptaclusp—. Si Su Majestad tuviese la bondad de dar la orden…

—Y, dime, ¿cómo se construye una pirámide?

—¿Alteza? —preguntó Ptaclusp con expresión horrorizada.

—Hacéis que los bloques de piedra vuelen por los aires, ¿verdad?

—Sí, oh Alteza.

—Qué interesante. ¿Y cómo lo conseguís?

Ptaclusp se mordió el labio inferior con tanta fuerza que estuvo a punto de perforárselo. ¿Revelar secretos del Oficio? Le bastó con pensar en esa inimaginable posibilidad para sentir un escalofrío de horror. Y entonces ocurrió lo increíble, y Dios decidió acudir en su ayuda.

—Mediante ciertos signos y talismanes secretos sobre cuya naturaleza exacta no es aconsejable ni prudente hacer preguntas, Alteza —dijo—. Es la sabiduría de… —Dios hizo una breve pausa—, de los modernos.

—Supongo que debe de resultar mucho más rápido y cómodo que acarrear los bloques de un lado a otro manualmente, ¿no? —preguntó Teppic.

—Los métodos antiguos poseían cierta gloria, Alteza —dijo Dios—. Y ahora, ¿me permitís que os sugiera… ?

—Oh. Sí, claro. Adelante, adelante.

Ptaclusp se limpió el sudor de la frente y fue corriendo hacia el borde del risco.

Agitó un pañuelo.


Todas las cosas están definidas por sus nombres. Cambia el nombre y cambiarás la cosa. Naturalmente el proceso es mucho más complicado de lo que suena explicado así, pero visto desde la perspectiva paracósmica se reduce básicamente a eso.

Ptaclusp IIb alzó su báculo y golpeó suavemente el bloque de piedra con la punta.

La atmósfera recalentada empezó a ondular por encima del bloque en una danza de remolinos, y la gigantesca masa de piedra fue subiendo lentamente entre chorritos de polvo hasta dejar tensas las cuerdas que la mantenían unida al suelo y se inmovilizó a un metro y medio de altura.

Y eso fue todo. Teppic había esperado unos cuantos truenos o, por lo menos, una aureola llameante, pero los trabajadores ya estaban agrupándose alrededor de otro bloque y un par de hombres empezaban a remolcar el primer bloque hacia el lugar donde se alzaría la pirámide.

—Muy impresionante —dijo en un tono algo entristecido.

—Ciertamente, Alteza —dijo Dios—. Y ahora debemos volver al palacio. Pronto será el momento de iniciar la Ceremonia de la Tercera Hora.

—Sí, sí, de acuerdo —replicó secamente Teppic—. Te felicito, Ptaclusp. Seguid así, ¿eh? Lo estáis haciendo pero que muy bien.

Ptaclusp estaba tan confuso y emocionado que faltó poco para que se herniara al hacer la reverencia.

—Desde luego, Alteza —dijo, y decidió que había llegado el momento de arriesgarse—. Alteza, ¿puedo mostraros los últimos planos?

—El faraón ya ha aprobado los planos —dijo Dios—. Y discúlpame si me equivoco, pero me parece que el proceso de construcción de la pirámide ya se encuentra considerablemente avanzado, ¿no?

—Sí, sí, pero… —balbuceó Ptaclusp—. Veréis, se nos ha ocurrido que esta avenida desde la que se domina la entrada, pues veréis, pensamos que sería un lugar maravilloso para colocar una estatua de por ejemplo ChistHera, el Dios con Cabeza de Buitre de los Invitados Inesperados, prácticamente a precio de coste, y…

Dios echó un vistazo a los esbozos que le alargaba el constructor de pirámides.

—¿Se supone que eso son alas? —preguntó.

—Ni tan siquiera a precio de coste, ni tan siquiera eso, os diré lo que vamos a hacer… —farfulló Ptaclusp con creciente desesperación.

—¿Y eso de ahí es una nariz? —preguntó Dios.

—Más bien un pico, más bien un pico —dijo Ptaclusp—. Escuchad, oh gran sacerdote, ¿qué os parecería si…?

—Creo que no quedaría bien —dijo Dios—. No, realmente creo que la avenida estará mucho mejor sin esa estatua.

Recorrió la cantera con la mirada buscando a Teppic, lanzó un gemido, arrojó los esbozos sobre las manos que el constructor de pirámides extendía hacia él en un gesto de súplica y echó a correr.

Teppic había bajado por el sendero que llevaba a los carros en que había venido el cortejo, había contemplado con expresión melancólica el hervidero de actividad que se agitaba a su alrededor y se había detenido para observar a un grupo de trabajadores que estaban retocando un bloque de piedra. Los trabajadores sintieron el peso de su mirada, se quedaron paralizados y le observaron con expresiones entre perplejas y asustadas.

—Bien, bien… —dijo Teppic, y empezó a inspeccionar el bloque aunque la suma de sus conocimientos sobre el arte de la construcción se podría haber esculpido a cincel en un grano de arena—. Qué trozo de roca tan espléndido, ¿verdad?

Se volvió hacia el trabajador más cercano, el cual reaccionó quedándose boquiabierto.

—Eres cantero, ¿no? —preguntó Teppic—. Supongo que es un trabajo muy interesante, ¿verdad?

Los ojos del trabajador empezaron a sobresalir de las órbitas. Su mano se aflojó y dejó caer el cincel que sostenía.

—Erk —dijo.

Dios estaba a cien metros de distancia aproximándose a toda velocidad por el sendero con los faldones de su túnica aleteando alrededor de sus piernas. El gran sacerdote se los subió hasta la altura de los muslos y se lanzó al galope. Las sandalias amenazaban con escapar de sus pies.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Teppic.

—Aaaaarghhh —dijo el hombre, cada vez más aterrorizado.

—Ya. Bueno, bueno… —dijo Teppic. Le cogió la mano más próxima y se la estrechó. Los fláccidos dedos del trabajador no ofrecieron ni la más mínima resistencia.

—¡Alteza! —aulló Dios—. ¡No!

Y el trabajador giró sobre sí mismo agarrándose el brazo derecho a la altura de la muñeca, gritó y empezó a luchar con su mano…


Teppic tensó los dedos sobre los brazos del trono y clavó la mirada en el gran sacerdote.

—Pero si es un simple gesto de amistad. No es nada más que eso. En el sitio del que vengo…

—¡Alteza, el sitio del que venís es éste! —tronó Dios.

—Pero… Cortarle la mano… ¡Es demasiado cruel!

Dios dio un paso hacia adelante. Cuando volvió a hablar su voz había recuperado la untuosidad habitual.

—¿Cruel, Alteza? Pero se hará con precisión y con todos los cuidados médicos necesarios, y se utilizarán drogas para eliminar el dolor. Os aseguro que el trabajador sobrevivirá a la amputación.

—Pero ¿por qué?

—Ya os lo he explicado. Alteza. No puede volver a utilizar esa mano sin profanarla. Es un hombre muy devoto y lo sabe. Veréis, Alteza, sois… Sois una divinidad, Alteza.

—Pero tú puedes tocarme. ¡Y los sirvientes también!

—Yo soy un sacerdote, Alteza —dijo Dios con amabilidad—. Y los sirvientes gozan de una dispensa especial.

Teppic se mordió el labio.

—Esto es barbarie pura —dijo.

Los rasgos de Dios permanecieron absolutamente inmóviles.

—No se hará —dijo Teppic—. Soy el faraón. Prohibo que se haga.

Dios se inclinó ante el trono. Teppic reconoció el Modelo Número 49 de reverencia, Desdén Horrorizado.

—Vuestro deseo será obedecido, oh manantial de toda la sabiduría. Aunque, naturalmente, es posible que el trabajador decida… decida poner manos a la obra él mismo, y os ruego que disculpéis la forma de expresarlo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó secamente Teppic.

—Alteza, si sus colegas no se lo hubieran impedido lo habría hecho él mismo. Y con un cincel, según tengo entendido.

«Soy un forastero en una tierra familiar», pensó Teppic mientras le miraba fijamente.

—Comprendo —dijo por fin.

Siguió pensando en silencio durante unos momentos.

—Entonces la… la operación se llevará a cabo con el mayor cuidado posible y cuando haya terminado el trabajador recibirá una pensión vitalicia, ¿entendido?

—Se hará lo que vos digáis, Alteza.

—Una pensión lo bastante generosa para que pueda vivir sin problemas, ¿de acuerdo?

—Desde luego, Alteza. Hay que echarle una mano para que se acostumbre a su nueva situación —dijo Dios, impasible.

—Y quizá podríamos encontrarle algún trabajo en el palacio. Algo que no le exija demasiados esfuerzos…

—¿En calidad de cantero manco de Su Majestad, Alteza?

La ceja izquierda de Dios se curvó un par de milímetros.

—En calidad de lo que sea, Dios.

—Desde luego, Alteza. Vuestros deseos serán obedecidos. Me encargaré de averiguar si andamos escasos de manos cualificadas en algún departamento.

Teppic le fulminó con la mirada.

—Soy el faraón, ¿recuerdas? —dijo secamente.

—Es un hecho del que soy consciente cada hora que paso despierto, Alteza.

—Dios… —dijo Teppic cuando el gran sacerdote se disponía a salir de la sala del trono.

—¿Alteza?

—Hace unas cuantas semanas ordené que me trajeran una cama de Ankh-Morpork. Supongo que no sabrás qué ha sido de ella, ¿verdad?

Dios movió las manos en un gesto altamente expresivo.

—Alteza, tengo entendido que los piratas de la costa khaliana han incrementado notablemente sus actividades delictivas —dijo.

—E indudablemente los piratas también son responsables de que el experto del Gremio de Fontaneros y Zambulleros no se haya presentado todavía, ¿verdad? —preguntó Teppic con cierta amargura.[13]

—Sí, Alteza. Aunque también es posible que hayan sido los bandidos, Alteza.

—Puede que un pájaro gigante de dos cabezas haya bajado del cielo y se lo haya llevado —dijo Teppic.

—Todo es posible, Alteza —replicó el gran sacerdote.

Sus facciones irradiaban cortesía.

—Puedes irte, Dios.

—Alteza… Alteza, ¿puedo recordaros que los emisarios de Espadarta y Efebas os visitarán a la hora quinta?

—Sí. Puedes irte.

Teppic se quedó solo o, por lo menos, todo lo solo que podía aspirar a estar, lo cual quería decir que su soledad incluía la presencia de dos abanicadores, un mayordomo, dos gigantescos guardias nacidos en Maravillolandia estacionados junto a la puerta y un par de doncellas.

Oh, sí, las doncellas… Teppic aún no había conseguido acostumbrarse a su presencia. Suponía que eran escogidas por Dios —después de todo el gran sacerdote parecía supervisar personalmente todo el funcionamiento del palacio—, y le sorprendía que Dios hubiera demostrado tener tan buen gusto en lo tocante a pieles aceitunadas, pechos y piernas. En el caso concreto de aquellas dos la cantidad de tela que llevaban encima apenas habría servido para cubrir un platito de postre, y lo que resultaba más extraño era que el efecto global de su cuasi desnudez se reducía a convertirlas en dos piezas de mobiliario atractivas, capaces de moverse y tan asexuadas como un par de columnas. Teppic suspiró y se acordó de las mujeres de Ankh-Morpork, aquellas criaturas sorprendentes capaces de ir cubiertas de brocados desde el cuello hasta el tobillo y que pese a ello podían conseguir que un aula llena de adolescentes se sonrojara hasta las raíces de los cabellos.

Extendió un brazo hacia el cuenco de la fruta. Una chica se movió con la velocidad del rayo, le cogió la mano apartándosela delicadamente a un lado y cogió una uva.

—Por favor, no la peles —dijo Teppic—. La piel es lo mejor de la fruta, ¿sabes? Está llena de minerales y vitaminas muy nutritivas. Aunque supongo que no tendrás ni idea de esas cosas, ¿verdad? Las han inventado hace poco —añadió, básicamente para sí mismo—. Bueno, dentro de los últimos siete mil años —concluyó con amargura.

«Así que el tiempo fluye implacablemente y no se detiene nunca, ¿eh? —pensó—. Puede que se comporte así, en el resto del Disco, pero no aquí. Aquí se limita a irse amontonando como si fuese nieve. Es como si las pirámides nos frenaran y nos impidieran movernos del sitio, igual que esas cosas que utilizaban en la embarcación, esas como-se-llamen… ah, sí, las anclas marinas. Aquí todos los días son iguales. Mañana será las sobras de hoy recalentadas y puestas en un plato.»

La doncella no le hizo ningún caso y peló la uva.


Los segundos-copos de nieve fueron cayendo sobre las losas.

Los gigantescos bloques de piedra flotaban por los aires y se colocaban en su sitio como si estuvieran tomando parte en una demolición invertida. Fluían de la cantera al solar donde se alzaría la Gran Pirámide deslizándose silenciosamente sobre el paisaje y se movían majestuosamente por encima de las negrísimas sombras rectangulares que proyectaban.

—He de admitir que resulta asombroso —dijo Ptaclusp mirando a su hijo. Estaban inmóviles el uno al lado del otro en lo alto de la torre de observación—. Algún día la gente se preguntará cómo demonios lo hicimos.

—Todo ese jaleo de los troncos y los látigos es cosa del pasado, papá —dijo IIb—. Ya puedes tirarlos al cubo de la basura.

El joven arquitecto sonrió, pero la sonrisa tenía algunos matices inquietantes que la acercaban bastante al rictus de un maníaco.

Era asombroso, desde luego. De hecho, era bastante más asombroso de lo que habría debido ser. Ptaclusp IIb no lograba librarse de la sensación de que la pirámide era…

Agarró a su mente por los hombros y le dio una buena sacudida. Debería avergonzarse de estar pensando esas cosas. Dada la naturaleza de su trabajo si no iba con cuidado podía acabar volviéndose muy supersticioso.

Las cosas tenían una tendencia natural a formar una pirámide… bueno, por lo menos un cono. Lo había comprobado aquella misma mañana haciendo unos cuantos experimentos. Trigo, sal, arena… El agua no, claro. Pensándolo bien lo del agua había sido un error. Pero una pirámide no era más que un cono un poquito más pulcro, ¿verdad? Sí, una pirámide era un cono que había tomado la decisión de ser metódico y esmerado.

Quizá se le hubiese ido la mano en las medidas paracósmicas. No mucho, sólo un poquito, pero…

Su padre le dio una palmada en la espalda.

—Un trabajo magnífico —dijo—. ¿Sabes una cosa? ¡Casi se podría decir que la pirámide se está construyendo a sí misma!

IIb lanzó un chillido y se mordió la muñeca, una manía infantil en la que recaía siempre que estaba nervioso, pero Ptaclusp no se dio cuenta porque un capataz había escogido ese mismo instante para ir corriendo hacia el pie de la torre agitando su vara de medir ceremonial.

Ptaclusp se inclinó sobre la barandilla.

—¿Qué? —preguntó.

—¡He dicho que vengáis enseguida, oh amo!

Cuando estabas cerca de la pirámide y contemplabas la superficie de trabajo actual —hacia la mitad de la altura que tendría la pirámide cuando estuviera terminada—, con el hormigueo de trabajadores que se encargaban de ultimar los detalles de las cámaras interiores la palabra «impresionante» dejaba de resultar adecuada. La única palabra que parecía encajar con la situación era «aterradora».

Los bloques de piedra se amontonaban en el cielo moviéndose en una lenta danza colosal yendo y viniendo de un lado a otro mientras sus conductores intercambiaban gritos entre sí o con los infortunados controladores de vuelo situados en la cima de la pirámide, los cuales estaban muy ocupados intentando hacer oír sus instrucciones por encima del estrépito.

Ptaclusp se abrió paso por entre la multitud de trabajadores hasta llegar a su centro. Allí por lo menos había silencio. De hecho, había un silencio absoluto.

—Bueno, bueno —dijo—. ¿Qué está…? Oh.

Ptaclusp IIb echó un vistazo por encima del hombro de su padre y se metió la mano en la boca hasta la muñeca.

El hallazgo estaba muy arrugado. Era muy antiguo, y estaba claro que hubo un tiempo lejano en el que había sido un ser vivo. Ahora yacía sobre la losa y hacía pensar en una pasa tan grande y arrugada que rayaba en la obscenidad.

—Era mi almuerzo —dijo el jefe de escayoladores—. Era mi maldito almuerzo, lo juro. Con las ganas que tenía de hincarle el diente a esa manzana…

—Pero aún no puede ocurrir —murmuró IIb—. Todavía no puede formar nódulos temporales. Quiero decir que… ¿Cómo sabe que va a ser una pirámide?

—Extendí la mano para cogerlo y sentí como si… bueno, no sé muy bien lo que sentí, pero os aseguro que resultó muy desagradable —se quejó el jefe de escayoladores.

—Y además es un nódulo negativo —añadió IIb—. No debería haberlos.

—¿Sigue ahí? —preguntó Ptaclusp, y añadió—: Dime que sí.

—Si han colocado en posición algún otro bloque ya habrá desaparecido —respondió su hijo volviendo la cabeza en todas direcciones—. Los cambios de posición en el centro de masas hacen que los nódulos se muevan, ¿entiendes?

Ptaclusp le cogió del codo y tiró de él apartándolo de los trabajadores.

—¿Qué demonios me estás diciendo? —preguntó en un susurro de camello.[14]

—Tendríamos que taparla —farfulló IIb—. El tiempo atrapado se disiparía, y dejaríamos de tener problemas…

—¿Cómo quieres que la tapemos? Aún falta bastante para que esté terminada, ¿no? —replicó Ptaclusp—. ¿Qué has hecho? Las pirámides no empiezan a acumular energía hasta estar terminadas. Una pirámide no puede acumular energía mientras no sea una pirámide, ¿verdad? Energía piramidal, ¿comprendes? Se llama así porque se acumula en las pirámides, ¿eh? Por eso se llama energía piramidal, ¿no?

—Debe de ser un efecto colateral imprevisto causado por la masa y por la gran velocidad a la que estamos construyendo —se atrevió a conjeturar el arquitecto—, o algo parecido. El tiempo está quedando atrapado dentro de la estructura. En teoría pueden formarse nódulos de tamaño muy pequeño durante la construcción, pero deberían ser tan débiles que ni te enterarías de que estaban allí. Si te metías en uno envejecerías o rejuvenecerías unas cuantas horas como mucho o…

Su voz se convirtió en un balbuceo ininteligible.

—Me acuerdo de que cuando construimos la tumba de Kharlos XIV el pintor que se encargó de los frescos dijo que necesitó dos horas para hacer el de la Sala de la Reina, y nosotros le dijimos que había tardado tres días y le despedimos —murmuró Ptaclusp hablando muy despacio—. También recuerdo que tuvimos un jaleo considerable con el Gremio…

—Ya lo habías dicho —replicó IIb.

—¿El qué?

—Lo del pintor de frescos. Lo dijiste hace un momento.

—No, no había dicho nada sobre el pintor de frescos, y aunque lo hubiese dicho no podrías haberme oído —dijo Ptaclusp.

—Pues podría haber jurado que lo habías dicho. Bueno, de todas formas esto es bastante más grave que aquello —dijo su hijo—. Y hay muchas probabilidades de que vuelva a ocurrir.

—¿Podemos esperar que sucedan más cosas parecidas?

—Sí —dijo IIb—. No tendría que haber nódulos negativos, pero parece que los hay. Podemos esperar flujos acelerados y flujos invertidos, y probablemente incluso rizos de corta duración. Me temo que podemos esperar que haya toda clase de anomalías temporales. Será mejor que saquemos a los trabajadores de aquí.

—Supongo que no hay forma de conseguir que trabajen a ritmo acelerado cobrando la paga de ritmo lento fijada por el Gremio, ¿verdad? —preguntó Ptaclusp—. Calma, calma, era sólo una idea. Pero estoy seguro de que tu hermano hará alguna sugerencia similar.

—¡No! ¡Hay que mantener alejado a todo el mundo! ¡Colocaremos los bloques que faltan y la taparemos!

—De acuerdo, de acuerdo. Estaba pensando en voz alta, nada más. Como si no tuviéramos bastantes problemas…

Ptaclusp volvió a internarse en el grupo de trabajadores y se abrió paso hasta llegar al centro. Allí por lo menos había silencio. De hecho, había un silencio absoluto.

—Bueno, bueno —dijo—. ¿Qué está…? Oh.

Ptaclusp IIb echó un vistazo por encima del hombro de su padre y se metió la mano en la boca hasta la muñeca.

El hallazgo estaba muy arrugado. Era muy antiguo, y estaba claro que hubo un tiempo lejano en el que había sido un ser vivo. Ahora yacía sobre la losa y hacía pensar en una pasa tan grande y arrugada que rayaba en la obscenidad.

—Era mi almuerzo —dijo el jefe de escayoladores—. Era mi maldito almuerzo, lo juro. Con las ganas que tenía de hincarle el diente a esa manzana…

Ptaclusp vaciló. Todo aquello le parecía muy familiar. Ya había experimentado aquella sensación antes. Era una abrumadora sensación de reja vu.[15]

Su mirada se encontró con los ojos horrorizados de su hijo. Los dos empezaron a girar lentamente sobre sí mismos moviéndose de forma tan sincronizada como si fueran una sola persona temiendo lo que podrían ver en cuanto hubieran completado la rotación.

Se vieron a sí mismos en pie detrás de sí mismos discutiendo sobre algo que IIb juraba que ya había oído.

«Y no se equivoca —comprendió Ptaclusp, horrorizado—. Ése de ahí soy yo. Qué distinto resulto visto desde fuera… Y ese otro de ahí también soy yo. Asimismo. Igualmente. En fin, lo que sea… Es un rizo. Igual que esos remolinos diminutos que se forman en el río, sólo que éste se ha formado en el discurrir del tiempo. Y acabo de recorrerlo dos veces.»

El otro Ptaclusp alzó la vista y le miró.

Hubo un larguísimo y agónico momento de tensión temporal casi insoportable seguido por un ruido como el que podría hacer un ratón hinchando una bola de chicle y el rizo se desintegró. La silueta se desvaneció.

—Sé qué está causando todo esto —murmuró IIb. Su voz sonaba un poco ahogada, probablemente debido a que se había vuelto a meter la mano en la boca—. Ya sé que la pirámide todavía no está terminada, pero se terminará así que los efectos están… Bueno, es una especie de eco que se mueve hacia atrás. Papá, tendríamos que parar ahora mismo, es demasiado grande, estaba equivocado, no…

—Cierra la boca. ¿Puedes calcular dónde se formarán los nódulos? —preguntó Ptaclusp—. Y vamonos de aquí. Todos los chicos nos están mirando. Contrólate, hijo.

IIb reaccionó de forma instintiva. Su mano fue hacia el ábaco que colgaba de su cinturón.

—Bueno, sí, probablemente —dijo—. Es una mera función de la distribución de las masas y…

—Estupendo —dijo el constructor de pirámides con voz firme y tranquilizadora—. Empieza a trabajar en ello. Ah, y reúne a los capataces y diles que vengan a verme.

La llamita que había empezado a arder en los ojos de Ptaclusp hacía que parecieran dos bolitas de mica. Su mandíbula había adquirido los contornos cuadrados de un bloque de granito.

Puede que todo esto sea cosa de la pirámide —dijo—. Estoy pensando muy deprisa, y soy consciente de ello.

Y dile a tu hermano que venga también —añadió.

«Es el efecto piramidal —pensó—. Estoy recordando una idea que voy a tener. Será mejor que no le dé demasiadas vueltas. Hay que ser práctico.»

Contempló la pirámide a medio edificar.

—No podríamos terminarla a tiempo, bien lo saben los dioses —dijo—. Ahora no tendremos que hacerlo. ¡Podemos tardar todo lo que queramos!

—¿Te encuentras bien? —preguntó IIb—. Papá, ¿te ocurre algo?

—¿Qué era eso? ¿Uno de tus rizos temporales? —replicó Ptaclusp con voz adormilada.

¡Menuda idea! Nadie volvería a quitarles un contrato de las manos. ¡Conseguirían las bonificaciones por terminar antes del plazo fijado y no importaría el tiempo que tardaran!

—¡No! Papá, deberíamos…

—Pero tú estás seguro de que puedes calcular dónde se producirán esos rizos, ¿verdad?

—Sí, supongo que sí, pero…

—Perfecto.

Ptaclusp estaba tan excitado que casi temblaba. En cuanto a los trabajadores, quizá habría que subirles el sueldo, pero valdría la pena y aparte de eso IIa acabaría teniendo alguna de sus habituales ideas brillantes para reducir los gastos. La ciencia económica era casi tan eficaz como la magia. Los chicos tendrían que resignarse. Después de todo, en el pasado se habían quejado por cualquier cosa. No querían trabajar con hombres libres, no querían trabajar con inmigrantes de Maravillolandia y, de hecho, no querían trabajar con nadie salvo con miembros del Gremio que cobraran el salario establecido. Bueno, ahora trabajarían consigo mismos, y Ptaclusp estaba seguro de que ni el agremiado más quisquilloso se atrevería a quejarse por ello.

IIb dio un paso hacia atrás y tensó los dedos sobre el ábaco buscando el consuelo tranquilizador de aquel contacto que le resultaba tan familiar.

—Papá, ¿en qué estás pensando? —preguntó con cierto temor.

Ptaclusp le miró.

—Dobles —respondió, con una sonrisa radiante.


La política resultaba más interesante. Teppic tenía la sensación de que por fin había encontrado una actividad en la que podría hacer alguna aportación valiosa.

Djelibeibi era un reino antiquísimo y respetado. Pero también era pequeño y carecía de poder, al menos en el sentido de poder con filos cortantes que era el único que parecía importar actualmente. No siempre había sido así, y Dios se había encargado de explicárselo. Hubo un tiempo en el que Djelibeibi gobernaba el mundo gracias al respeto que siempre inspiran la nobleza y la superioridad natural, y rara era la ocasión en que necesitaba utilizar el ejército permanente de veinticinco mil hombres que poseía en aquella lejana época de esplendor.

Ahora disponía del poder más sutil que le proporcionaba ser un estado muy angosto situado entre los inmensos imperios enfrentados de Espadarta y Efebas, cada uno de los cuales era al mismo tiempo un escudo y una amenaza. Los faraones del Djel llevaban más de mil años manteniendo la paz en todo aquel flanco del continente gracias a una combinación de extremada diplomacia, modales exquisitos y la admirable cautela de movimientos de un ciempiés saturado de adrenalina. Si sabes utilizarlo adecuadamente, el mero hecho de haber existido durante más de siete mil años puede ser un arma formidable.

—¿Quieres decir que somos terreno neutral? —preguntó Teppic.

—Espadarta es una cultura del desierto, como nosotros —replicó Dios formando un puente con las manos—. Hemos ayudado a modelarla a lo largo de los años. En cuanto a Efebas… —El gran asesino sorbió aire por la nariz—. Sus habitantes tienen algunas creencias muy extrañas.

—¿A qué te refieres?

—Creen que el mundo está gobernado por la geometría. Alteza. Todo se reduce a una cuestión de líneas, ángulos y números. Esa clase de teorías… —Dios frunció el ceño— puede acabar llevando a que quienes creen en ellas conciban ideas muy poco sólidas, Alteza.

—Ah —dijo Teppic mientras tomaba la decisión de averiguar más cosas sobre las ideas poco sólidas tan pronto como le fuera posible—. Así que secretamente estamos de parte de Espadarta, ¿no?

—No. Es muy importante que Efebas siga siendo fuerte.

—Pero tenemos más en común con Espadarta, ¿verdad?

—Eso es lo que les inducimos a creer, Alteza.

—Pero Espadarta es una cultura del desierto, ¿no?

Dios sonrió.

—Me temo que los espadartanos no se toman muy en serio las pirámides, Alteza.

Teppic intentó digerir la información que acababa de recibir.

—Bueno, entonces… ¿Del lado de quién estamos realmente?

—Del nuestro, Alteza. Siempre hay un camino. Debéis recordar que vuestra familia ya iba por su tercera dinastía antes de que nuestros vecinos tuvieran ni la más mínima idea de cómo se fabrican los bebés.

La delegación diplomática de Espadarta daba la impresión de haber estudiado la cultura del Djel con un entusiasmo que rozaba el frenesí. Lo primero que saltaba a la vista era que sus integrantes no la habían comprendido. Se habían limitado a tomar prestadas todas las cosas que les habían parecido útiles y las habían unido de una forma sutilmente errónea hasta formar un todo francamente disparatado. Por ejemplo, todos los diplomáticos utilizaban el Caminar de los Tres Giros tal y como es representado en los frisos a pesar de que la corte del Djel sólo lo empleaba en ciertas ocasiones. Las protestas de sus vértebras hacían que torcieran el gesto de vez en cuando.

También lucían las Khrúspides de la Mañana y los abalorios del Segundo Camino, así como el faldellín de Tho-Da-Vhía junto con —y no era de extrañar que las doncellas que se encargaban de manejar los abanicos intentaran ocultar sus sonrisas—, ¡grebas que hacían juego![16]

Incluso Teppic tuvo que toser para mantener la seriedad. «Pobrecitos —pensó—, hacen lo que pueden y no hay que pedirles más. Son como niños…»

Y aquel pensamiento fue rápidamente seguido por otro. «Estos niños podrían barrernos del mapa en una hora», añadió el segundo pensamiento.

Las sinapsis de su cerebro parecían tener ganas de funcionar a toda velocidad, y el cortejo de pensamientos no tardó en aumentar con la incorporación de un tercero. «Son sólo ropas, por el amor del cielo —dijo el tercer pensamiento—. Estás empezando a tomarte todo esto demasiado en serio, Teppic.»

Las togas blancas del grupo llegado de Efebas resultaban mucho más discretas y elegantes. Todos los diplomáticos de Efebas se parecían un poquito los unos a los otros, como si en algún lugar del país hubiera una prensa que producía hombrecillos calvos con rizadas barbas blancas.


Las dos delegaciones se detuvieron delante del trono y se inclinaron al mismo tiempo.

—Hola —dijo Teppic.

—Su Grandeza el Faraón Teppicamón XXVIII, Señor de los Cielos, Auriga del Carro del Sol, Timonel de la Barcaza del Sol, Guardián del Conocimiento Secreto, Monarca del Horizonte, Protector del Camino, el Flagelo de la Misericordia, el Nacido en Noble Cuna, el Rey Que Nunca Muere, os da la bienvenida y os ordena que bebáis vino con él —dijo Dios, y llamó al mayordomo dando una palmada.

—Oh, sí, creo que es una idea excelente —dijo Teppic—. ¿Queréis sentaros?

—Su Grandeza el Faraón Teppicamón XXVIII, Señor de los Cielos, Auriga del Carro del Sol, Timonel de la Barcaza del Sol, Guardián del Conocimiento Secreto, Monarca del Horizonte, Protector del Camino, el Flagelo de la Misericordia, el Nacido en Noble Cuna, el Rey Que Nunca Muere os ordena que toméis asiento —dijo Dios.

Teppic se devanó los sesos intentando dar con un discurso adecuado a la ocasión. Durante su estancia en Ankh-Morpork había oído montones de discursos, y pensó que había muchas probabilidades de que fueran iguales en todo el mundo.

—Estoy seguro de que nos llevaremos estupendamente…

—¡Su Grandeza el Faraón Teppicamón XXVIII, Señor de los Cielos, Auriga del Carro del Sol, Timonel de la Barcaza del Sol, Guardián del Conocimiento Secreto, Monarca del Horizonte, Protector del Camino, el Flagelo de la Misericordia, el Nacido en Noble Cuna, el Rey Que Nunca Muere os ordena que le escuchéis con la máxima atención! —retumbó la voz de Dios.

—… una larga historia de amistad…

—¡Escuchad y recordad las sabias palabras de Su Grandeza el Faraón Teppicamón XXVIII, Señor de los Cielos, Auriga del Carro del Sol, Timonel de la Barcaza del Sol, Guardián del Conocimiento Secreto, Monarca del Horizonte, Protector del Camino, el Flagelo de la Misericordia, el Nacido en Noble Cuna, el Rey Que Nunca Muere!

Los ecos se fueron desvaneciendo en la lejanía.

—Eh… Dios, ¿podría hablar contigo un momentito?

El gran sacerdote se inclinó sobre el trono.

—Oye, ¿no podríamos prescindir de ciertos formalismos? —siseó Teppic.

Los rasgos aquilinos de Dios adoptaron la expresión impasible e indescifrable típica de quien está luchando con un concepto que no le resulta nada familiar.

—Por supuesto que no, Alteza. Son tradicionales —dijo por fin.

—Creía que se suponía que debía hablar con estas personas. Ya sabes… Charlar sobre fronteras, intercambios comerciales y todas esas cosas. He estado pensando mucho en ello y tengo unas cuantas ideas. Quiero decir que… Si no paras de gritar me temo que va a resultarme un poco difícil exponerlas, ¿entiendes?

Dios le obsequió con una sonrisa cortés.

—Oh, no, Alteza. Todo eso ya ha sido discutido y acordado, Alteza. Hablé con ellos esta mañana.

—Entonces, ¿qué se supone que debo hacer?

Dios movió una mano trazando un pequeño círculo en el aire.

—Lo que os plazca, Alteza. Lo normal es sonreír y hacer que se sientan a gusto.

—¿Y eso es todo?

—Su Majestad podría preguntarles si les gusta ser diplomáticos, Alteza —dijo Dios.

Los ojos que devolvieron la mirada furibunda de Teppic eran tan inexpresivos como un par de espejos.

—Soy el faraón —siseó Teppic.

—Ciertamente, Alteza. Pero estos asuntos tan banales no deben empañar el resplandor de vuestra augusta posición, Alteza. Mañana impartiréis la justicia suprema del faraón, Alteza. Ése sí que es un desafío digno de un monarca, Alteza.

—Ah. Sí, claro.


Era bastante complicado. Teppic escuchó atentamente la exposición del caso, una acusación de robo de ganado considerablemente agravada por el hecho de que los matices de las leyes del Djel fuesen lo bastante sutiles como para hacer palidecer de envidia a una cebolla. «Esto es lo que debería hacer todo el tiempo —pensó—. Nadie más puede averiguar quién es el propietario del maldito buey. Ésta es la clase de labor que sólo los monarcas pueden llevar a cabo. Bien, veamos… Hace cinco años él le vendió el buey al otro, pero al parecer después se descubrió que…»

Los ojos de Teppic fueron del preocupado rostro de un granjero al igualmente preocupado rostro del otro. Los dos tenían las manos tensas sosteniendo sus maltrechos gorros de paja delante del pecho, y ambos mostraban la expresión de perplejidad paralizada de los hombres sencillos que se han dejado llevar por el entusiasmo y descubren de repente que el pleito insignificante que les oponía les ha sacado de su aldea y les ha colocado encima de un suelo de mármol con su dios sentado encima de un trono a escasa distancia de sus narices. Teppic estaba seguro de que en aquellos momentos tanto el uno como el otro habrían renunciado rápidamente a los derechos que afirmaban poseer sobre aquella dichosa res a cambio de encontrarse a diez kilómetros de distancia del palacio.

«Es un buey bastante viejo —pensó Teppic—. Pronto llegará la hora de sacrificarlo, y aunque sea suyo ha estado engordando en los pastos del vecino durante todos estos años, y creo que lo más justo sería darle la mitad de la carne a cada uno, sí, estoy seguro de que esta sentencia será recordada durante mucho tiempo…» Teppic alzó la Hoz de la Justicia.

—¡Su Grandeza el Faraón Teppicamón XXVIII, Señor de los Cielos, Auriga del Carro del Sol, Timonel de la Barcaza del Sol, Guardián del Conocimiento Secreto, Monarca del Horizonte, Protector del Camino, el Flagelo de la Misericordia, el Nacido en Noble Cuna, el Rey Que Nunca Muere va a dictar sentencia! Temblad y encogeos ante la justicia de Su Grandeza el Faraón Tep…

Teppic interrumpió a Dios antes de que hubiera podido terminar la frase.

—Después de haber escuchado a ambas partes —dijo con voz firme que la máscara se encargó de amplificar proporcionándole una cierta cualidad de trueno distante—, y dada la impresión que nos han causado los argumentos y contra-argumentos, nos parece justo que la bestia en cuestión sea sacrificada sin más tardanza y que la carne sea repartida con toda equidad entre el acusado y el acusador.

Teppic se echó hacia atrás y apoyó la espalda en el trono. «Me llamarán Teppic el Sabio —pensó—. Ah, sí, los súbditos se pirran por este tipo de cosas…»

Los rostros inexpresivos de los granjeros le contemplaron en silencio durante unos momentos que parecieron hacerse interminables. Después giraron sobre sí mismos como si estuvieran colocados encima de sendas mesas giratorias y se volvieron hacia Dios, quien ocupaba su lugar acostumbrado en los escalones del trono rodeado por un grupo de sacerdotes menores.

Dios se puso en pie, alisó los pliegues oscuros de su sencilla túnica totalmente desprovista de adornos y extendió su báculo.

—Escuchad la interpretación de la sabiduría de Su Grandeza el Faraón Teppicamón XXVIII, Señor de los Cielos, Auriga del Carro del Sol, Timonel de la Barcaza del Sol, Guardián del Conocimiento Secreto, Monarca del Horizonte, Protector del Camino, el Flagelo de la Misericordia, el Nacido en Noble Cuna, el Rey Que Nunca Muere —dijo—. Es nuestra divina sentencia que la res sobre la que se ha planteado esta disputa pertenece a Rhumusphut. Es nuestra divina sentencia que la res en cuestión será sacrificada sobre el altar de la Avenida de los Dioses en agradecimiento a la atención dispensada por Nuestra Divina Persona. Asimismo, es nuestra divina sentencia que tanto Rhumusphut como Ktoffle trabajarán tres días en los campos del Faraón como pago a la justicia que les ha sido impartida.

Dios alzó la cabeza hasta que su temible nariz quedó enfilada hacia la máscara de Teppic y levantó las dos manos.

—¡Grande es la sabiduría de Su Grandeza el Faraón Teppicamón XXVIII, Señor de los Cielos, Auriga del Carro del Sol, Timonel de la Barcaza del Sol, Guardián del Conocimiento Secreto, Monarca del Horizonte, Protector del Camino, el Flagelo de la Misericordia, el Nacido en Noble Cuna, el Rey Que Nunca Muere!

Los granjeros se apresuraron a expresar su aterrorizada gratitud con una espasmódica serie de reverencias y se fueron alejando de la presencia real retrocediendo de espaldas enmarcados por las dos filas de guardias.

—Dios… —dijo Teppic sin alzar la voz.

—¿Alteza?

—¿Tendrías la amabilidad de acercarte un momentito?

—¿Alteza? —repitió Dios materializándose junto al trono.

—Verás, Dios, discúlpame si me equivoco, pero no he podido evitar darme cuenta de que te has permitido unas cuantas florituras a la hora de traducir mis palabras.

El gran sacerdote puso cara de sorpresa. —Os aseguro que no, Alteza. He transmitido vuestra decisión de la forma más precisa posible, y me he limitado a pulir un poco los detalles para ponerlos en concordancia con los precedentes fijados por la tradición.

—Pero ¿cómo has podido…? ¡Ese condenado buey les pertenecía a ambos!

—Pero todo el mundo sabe que Rhumusphut es un hombre muy devoto y puntilloso en cuanto concierne a la observancia religiosa, y que aprovecha todas las oportunidades para alabar y magnificar a los dioses, en tanto que es sabido que Ktoffle ha albergado ideas ridículas, infundadas e imprudentes.

—¿Y qué tiene que ver eso con la justicia?

—Todo, Alteza —dijo Dios sin perder la compostura.

—¡Pero ahora ninguno de los dos tiene el buey!

—Cierto, Alteza. Pero Ktoffle no tiene el buey porque no se lo merece, en tanto que el sacrificio de Rhumusphut le ha asegurado una posición mejor en el Otro Mundo.

—Y supongo que esta noche cenarás buey, ¿no? —replicó Teppic.

Fue como si le hubiera dado un puñetazo. De hecho, el efecto de sus palabras no tuvo nada que envidiar al que se habría producido si Teppic hubiese cogido el trono y hubiera golpeado a Dios en la cabeza con él. Dios dio un paso hacia atrás y le observó con expresión atónita. Durante unos instantes sus ojos se convirtieron en dos lagos gemelos de dolor. Cuando volvió a hablar su voz parecía a punto de quebrarse.

—No como carne, Alteza —dijo—. La carne diluye el alma y la contamina. ¿Podemos pasar al segundo caso del día, Alteza?

Teppic asintió.

—Sí, de acuerdo.

El caso siguiente era una disputa sobre la renta de diez mil metros cuadrados de tierra situada a la orilla del río. Teppic escuchó atentamente la exposición. Los campos fértiles eran un bien de gran valor en Djelibeibi, quizá porque las pirámides ocupaban una parte tan increíblemente grande de la tierra cultivable. El asunto era realmente serio.

Y resultaba especialmente serio porque no cabía duda de que el arrendatario de las tierras era un hombre irreprochable que se deslomaba trabajando, pero tampoco cabía ninguna duda de que el propietario de las tierras era muy rico y de que se le podían reprochar montones de cosas reprochables.[17] Desgraciadamente, si te atenías a los hechos no cabía duda de que la razón estaba de su parte.

—Me parece que… —dijo Teppic. Habló lo más deprisa posible, pero no fue lo bastante rápido.

—¡Escuchad la sentencia de Su Grandeza el Faraón Teppicamón XXVIII, Señor de los Cielos, Auriga del Carro del Sol, Timonel de la Barcaza del Sol, Guardián del Conocimiento Secreto, Monarca del Horizonte, Protector del Camino, el Flagelo de la Misericordia, el Nacido en Noble Cuna, el Rey Que Nunca Muere!

—Me parece… Nos parece —se corrigió Teppic—, que tomando en consideración todo lo expuesto y contemplándolo desde la perspectiva que se encuentra más allá del mero artificio mortal, la decisión justa y verdadera en este caso… —Hizo una pausa y pensó que un auténtico Monarca Divino no hablaba así—. El propietario ha sido pesado en la balanza y ha sido encontrado falto de peso —dijo dejando que su voz retumbara por la rendija bucal de la máscara—. Es nuestra voluntad que el fiel de la balanza se incline hacia el platillo del arrendatario.

Las cabezas de todos los presentes se movieron como una sola volviéndose hacia Dios, quien mantuvo una rápida conversación en susurros con los otros sacerdotes y acabó poniéndose en pie.

—¡Escuchad las palabras interpretadas de Su Grandeza el Faraón Teppicamón XXVIII, Señor de los Cielos, Auriga del Carro del Sol, Timonel de la Barcaza del Sol, Guardián del Conocimiento Secreto, Monarca del Horizonte, Protector del Camino, el Flagelo de la Misericordia, el Nacido en Noble Cuna, el Rey Que Nunca Muere! ¡El granjero Ptorne entregará inmediatamente al Príncipe Imtebos 18 toneleras en concepto de rentas atrasadas! ¡El Príncipe Imtebos entregará inmediatamente 12 toneleras al templo en concepto de ofrendas a los dioses del río! ¡Larga vida al Faraón! ¡Haced pasar al caso siguiente!

Teppic volvió a hacer una seña a Dios.

—Oye, ¿el que esté aquí sirve realmente de algo o me puedo ir a dar un paseo? —preguntó en un susurro un tanto excitado.

—Calmaos, Alteza, os lo ruego. Si no estuvierais aquí el pueblo no podría estar seguro de que se ha hecho justicia, ¿verdad?

—¡Pero tú cambias todo lo que digo!

—No, Alteza, nada de eso. Alteza, vos emitís el juicio del hombre. Yo interpreto el juicio del monarca.

—Comprendo —dijo Teppic frunciendo el ceño—. Bien, pues a partir de ahora…

Una algarabía repentina procedente del otro lado del umbral impidió que terminara la frase. Estaba claro que fuera había por lo menos un acusado que no tenía mucha confianza en la justicia del faraón, y el faraón tuvo que admitir que no le culpaba. Él también estaba empezando a perder la fe en la justicia del faraón.

La causa de los ruidos resultó ser una joven de cabellos oscuros que hizo su entrada en la sala del trono resistiéndose ferozmente a los guardias que la sujetaban mientras movía los puños y los talones asestándoles la clase de golpes que harían ruborizarse a un hombre solo de pensarlo. La joven no llevaba el atuendo adecuado para aquella clase de actividad. De hecho, llevaba tan poca ropa encima que habría tenido serias dificultades para conseguir que le permitieran pelar uvas tumbada en un diván.

En cuanto vio a Teppic la joven le lanzó una mirada impregnada del más puro odio que le encantó. Después de llevar toda una tarde soportando que le trataran como si fuese una estatua afectada por una amplia gama de graves deficiencias mentales descubrir que había alguien dispuesto a interesarse en él aunque sólo fuera para odiarle suponía un placer tan grato como inesperado.

No sabía qué podía haber hecho aquella joven, pero a juzgar por los golpes que estaba propinando a los guardias Teppic estaba dispuesto a apostar que fuera lo que fuese se lo había tomado con mucho entusiasmo y que se había esforzado hasta el límite de sus capacidades.

Dios se inclinó hasta que su boca quedó al nivel de los agujeros de la máscara detrás de los que estaban las orejas de Teppic.

—Se llama Ptraci —dijo—. Es una doncella de vuestro padre. Se ha negado a tomar el veneno.

—¿Qué veneno? —preguntó Teppic.

—La costumbre exige que un faraón muerto se lleve unos cuantos sirvientes al otro mundo, Alteza.

Teppic asintió melancólicamente. Era un privilegio celosamente guardado y, de hecho, la única forma en que un sirviente sin dinero podía asegurarse la inmortalidad. Teppic se acordaba del funeral del abuelo y el discreto clamor que se había producido entre la servidumbre personal del viejo. Su padre había estado terriblemente deprimido durante varios días.

—Ya, pero creo recordar que tomar el veneno no es obligatorio, ¿verdad? —preguntó.

—No, Alteza. No es obligatorio.

—Papá tenía montones de sirvientes.

—Tengo entendido que Ptraci era su favorita, Alteza.

—Bueno, entonces… ¿De qué se la acusa exactamente?

Dios suspiró. Era el tipo de suspiro de quien está harto de explicar lo mismo una y otra vez a un niño extremadamente obtuso.

—Se ha negado a tomar el veneno, Alteza.

—Perdona, Dios, pero hace tan sólo unos momentos creí oírte decir que no era obligatorio.

—Sí, Alteza, y no lo es, Alteza. Es totalmente voluntario. Es un acto del más puro libre albedrío imaginable. Y ella se ha negado a tomar el veneno, Alteza.

—Ah. Así que estamos ante una de esas situaciones un poquito… ¿eh? —murmuró Teppic.

Toda la existencia de Djelibeibi se sostenía sobre esa clase de situaciones. Tratar de entenderlas podía volver loco a cualquiera. Si uno de los antepasados de Teppic hubiese decretado que la noche era el día todo el mundo andaría a tientas tropezando bajo los rayos del sol.

Teppic se inclinó hacia adelante.

—Acércate, jovencita —dijo. Ptraci volvió la cabeza hacia Dios.

—¡Su Grandeza el Faraón Teppicamón XXVIII…!

—Oye, ¿tienes que repetir todo eso cada vez que… ?

—Sí, Alteza… ¡Señor de los Cielos, Auriga del Carro del Sol, Timonel de la Barcaza del Sol, Guardián del Conocimiento Secreto, Monarca del Horizonte, Protector del Camino, el Flagelo de la Misericordia, el Nacido en Noble Cuna, el Rey Que Nunca Muere te ordena que expongas tu culpabilidad!

La joven se liberó de los guardias que la sujetaban y se encaró con Teppic. Estaba temblando de puro terror.

—¡Él me dijo que no quería ser enterrado en una pirámide! —gritó—. Dijo que la mera idea de todos esos millones de toneladas de roca encima de él bastaba para darle pesadillas. ¡No quiero morir todavía!

—¿Te niegas a tomar el veneno de buena gana y con semblante alegre? —preguntó Dios.

—¡Sí!

—Pero niña mía, si lo haces el faraón no tendrá más remedio que condenarte a morir —dijo Dios—. ¿No crees que es mejor abandonar este mundo de una forma honorable y disfrutar dignamente de la vida eterna en el Otro?

—¡No quiero pasarme toda la eternidad siendo sirvienta en el Otro Mundo!

El grupo de sacerdotes dejó escapar un gemido colectivo de horror y perplejidad. Dios asintió.

—Entonces serás pasto del Devorador de Almas —dijo—. Alteza, esperamos oír vuestra sentencia.

Teppic se percató de que estaba mirando a la joven. Había en ella algo vagamente familiar que le torturaba y que no lograba definir con precisión.

—Dejadla en libertad —dijo.

—¡Su Grandeza el Faraón Teppicamón XXVIII, Señor de los Cielos, Auriga del Carro del Sol, Timonel de la Barcaza del Sol, Guardián del Conocimiento Secreto, Monarca del Horizonte, Protector del Camino, el Flagelo de la Misericordia, el Nacido en Noble Cuna, el Rey Que Nunca Muere ha hablado! Mañana al amanecer serás arrojada a los cocodrilos del río. ¡Grande es la sabiduría del rey!

Ptraci se volvió y miró a Teppic. Teppic no dijo nada. El temor a la metamorfosis que la magia traductora de Dios podía producir en sus palabras hizo que no se atreviera a abrir la boca.

La joven se dejó llevar sin hacer ningún ruido, y Teppic pensó que su silencio resultaba mucho más terrible que los sollozos o los alaridos.

—Ése era el último caso, Alteza —dijo Dios.

—Voy a retirarme a mis aposentos —replicó Teppic con voz gélida—. Tengo muchas cosas en las que pensar.

—En ese caso haré que os lleven la cena, Alteza —dijo el sacerdote—. Se os servirá pollo asado.

—Odio el pollo.

Dios sonrió.

—No, Alteza. Los miércoles el faraón siempre cena pollo y le encanta; Alteza.


Las pirámides ardían. La luz que proyectaban sobre el paisaje resultaba curiosamente apagada y granulosa, casi gris, pero la punta de cada tumba desprendía una llama en forma de zigzag que subía chisporroteando hacia el cielo.

Un débil ruido de metal chocando contra la piedra arrancó a Ptraci de un sopor inquieto y tiró de ella hasta llevarla a un estado de plena vigilia. La joven se puso en pie con mucha cautela y se deslizó hacia la ventana.

A diferencia de las ventanas de una celda como es debido —que deberían ser de gran tamaño, dejar pasar una gran cantidad de aire fresco y conformarse con exigir la eliminación de unos cuantos barrotes de hierro para asegurar la evasión de quien tuviera el pequeño contratiempo de ser encerrado dentro de ella—, aquella ventana se limitaba a ser una ranura que tenía quince centímetros de ancho. Siete mil años de historia habían enseñado a los monarcas del Djel que es aconsejable diseñar las celdas con el objetivo de mantener en su interior a los prisioneros. La única forma de escapar a través de aquella rendija exigía la conversión previa en un montón de pedacitos.

Pero había una sombra recortada contra la luz de las pirámides, y la sombra no tardó en quedar acompañada por una voz.

—Pssst —dijo la voz.

Ptraci se pegó a la pared e intentó llegar a la rendija.

—¿Quién eres?

—He venido a ayudarte. Oh, maldición. ¿Y a esto le llaman una ventana? Atención, voy a enviarte una cuerda.

Una resistente cuerda de seda en la que nudos hechos a intervalos regulares apareció por la rendija y fue bajando hasta tocar el hombro de Ptraci. La joven la contempló en silencio durante unos momentos. Después se quitó los zapatos de puntera enroscada sobre sí misma que llevaba con un par de rápidas patadas y empezó a trepar por la cuerda.

El rostro que se encontraba al otro lado de la rendija quedaba medio oculto por una capucha negra, pero Ptraci podía ver lo suficiente de él para darse cuenta de que su propietario parecía estar considerablemente preocupado.

—No te entregues a la desesperación —dijo su visitante.

—No me estaba entregando a nada. Sólo intentaba dormir un ratito porque estoy muy cansada.

—Oh. Te ruego que me disculpes. Bueno… Será mejor que me vaya y te deje dormir, ¿eh?

—Pero despertaré en cuanto amanezca y entonces sí que me entregaré a la desesperación. ¿Encima de qué estás, demonio?

—¿No sabes lo que es un crampón?

—No.

—Bueno, pues estoy encima de dos crampones.

El encapuchado y la joven se contemplaron en silencio durante unos momentos.

—Bueno… —dijo el encapuchado por fin—. Tendré que dar la vuelta y entrar por la puerta. No te vayas, ¿de acuerdo?

Y desapareció hacia arriba después de haber pronunciado esas palabras.

Ptraci se dejó resbalar hasta que sus pies entraron en contacto con las frías piedras del suelo. ¡Entrar por la puerta! Ptraci se preguntó cómo se las arreglaría para conseguirlo. Un ser humano necesitaría abrirla antes.

Se agazapó en el rincón de la celda más alejado de la puerta y clavó los ojos en el pequeño rectángulo de madera.

Los minutos fueron transcurriendo muy despacio haciendo todo lo posible para resultar muy largos. En un momento dado Ptraci creyó oír un ruidito casi imperceptible, como un respingo ahogado.

Un rato después oyó un tintineo metálico tan débil que casi se encontraba más allá de los límites de la audición.

Un poco más de tiempo se enrolló en el carrete de la eternidad y el silencio que había fuera de la celda, que hasta entonces había sido el silencio que produce la ausencia de sonidos, se fue convirtiendo muy lentamente en el silencio causado por la presencia de alguien que no hace ningún ruido.

«Está al otro lado de la puerta», pensó Ptraci.

Después vinieron unos momentos de tenso silencio durante los que Teppic echó aceite sobre todos los pestillos y bisagras a fin de que cuando emprendiese el asalto final la puerta se abriera con una ausencia de ruido lo más espeluznante posible.

—¿Hola? —murmuró una voz en la oscuridad.

Ptraci retrocedió una fracción de milímetro y se pegó un poco más al rincón.

—Oye, te aseguro que he venido a rescatarte.

Ptraci forzó la vista y consiguió distinguir una sombra más negra silueteada contra la luz de las pirámides. La sombra dio un paso hacia adelante mucho más vacilante de lo que Ptraci habría esperado en un demonio.

—¿Vas a salir o no? —preguntó la sombra—. Me he limitado a dejar sin sentido a los guardias porque ellos no tienen la culpa de que te hayan encerrado, así que no disponemos de mucho tiempo.

—Me arrojarán a los cocodrilos en cuanto amanezca —murmuró Ptraci—. El faraón en persona así lo ordenó.

—Probablemente se equivocó.

El horror y la incredulidad se extendieron por el rostro de Ptraci y le dilataron las pupilas.

—¡Seré pasto del Devorador de Almas! —exclamó.

—¿Y te apetece serlo?

Ptraci respondió con un silencio dubitativo.

—Bueno, pues entonces… —dijo la sombra. La cogió de la mano y Ptraci no ofreció resistencia. La sombra la llevó hasta el umbral de la celda, y después de cruzarlo Ptraci estuvo a punto de tropezar con el guardia caído en el suelo.

—¿Quién hay en las otras celdas? —preguntó la sombra señalando hacia la hilera de puertas que se extendía a lo largo del pasadizo.

—No lo sé —dijo Ptraci.

—¿Qué te parece si lo averiguamos?

La sombra deslizó el pitorro de una aceitera sobre las bisagras y pestillos de la puerta contigua a la de la celda de Ptraci y la abrió. El resplandor que entraba por la ventana-rendija iluminó a un hombre de mediana edad sentado en el suelo con las piernas cruzadas delante del cuerpo.

—He venido a rescatarte —dijo el demonio. El hombre alzó la mirada hacia él.

—¿Rescatarme? —preguntó.

—Sí. ¿Por qué estás aquí?

El hombre inclinó la cabeza.

—Estoy aquí porque blasfemé contra el faraón.

—¿De qué manera?

—Llevaba una roca en la mano y se me cayó encima del pie. Van a arrancarme la lengua como castigo.

La sombra asintió con la cabeza dando a entender que ya se imaginaba el resto.

—Y un sacerdote te oyó, ¿verdad? —preguntó.

—No. Yo se lo conté. Palabras como las que pronuncié no pueden quedar sin castigo —dijo el hombre en un tono tan reverente que hasta el mismo Dios lo habría aprobado.

«No cabe duda de que poseemos un auténtico talento natural para esta clase de cosas —pensó Teppic—. Unos simples animales jamás podrían comportarse de esta manera. Ser realmente estúpido es algo que sólo está al alcance de un ser humano.»

—Tengo la impresión de que deberíamos discutir esto fuera de la celda —dijo—. ¿Por qué no vienes conmigo?

El hombre se echó hacia atrás y clavó la mirada en su rostro.

—¿Quieres que me escape? —preguntó.

—Dada tu situación actual me parece que es una buena idea, ¿no crees?

El hombre le miró a los ojos durante unos segundos mientras sus labios se movían sin emitir ningún sonido. Después pareció tomar una decisión.

—¡Guardias! —gritó.

El grito del prisionero creó un sinfín de ecos que resonaron por todo el palacio dormido. Su aspirante a salvador le contempló con incredulidad.

—Locos —dijo Teppic—. Estáis todos locos.

Salió de la celda, cogió a Ptraci de la mano y echó a correr por los pasillos sumidos en las sombras. El prisionero que dejaron atrás había decidido sacar el máximo provecho posible a su lengua mientras la tuviera dentro de la boca y la estaba utilizando para lanzar un chorro de imprecaciones.

—¿Adónde me llevas? —preguntó Ptraci. Acababan de doblar una esquina y estaban en un patio delimitado por columnas.

Teppic vaciló. Apenas había pensado en lo que haría después de que su plan de rescatarla hubiera llegado a cierto punto.

—¿Por qué se molestan en cerrar las puertas? —preguntó mientras contemplaba las columnas—. Es lo que me gustaría saber. Me sorprende que no volvieras a tu celda mientras yo estaba hablando con ese tipo.

—Yo… No quiero morir —murmuró Ptraci.

—No te culpo.

—¡No debes decir eso! ¡No querer morir está muy mal! Teppic alzó los ojos hacia el tejado que corría alrededor del patio y desenrolló la cuerda de seda que terminaba en un garfio.

—Pensándolo bien creo que tendría que volver a mi celda —dijo Ptraci, pero no llegó a hacer ningún movimiento que pudiera llevarla en esa dirección—. Hasta el pensar en desobedecer al faraón está mal, ¿sabes?

—Oh, ¿de veras? ¿Y qué les ocurre a los que piensan en desobedecerle?

—Algo muy malo —respondió Ptraci sin concretar más.

—¿Algo peor que el que te arrojen a los cocodrilos o el que tu alma sea pasto del Devorador de Almas? —replicó Teppic.

Lanzó la cuerda y aseguró el gancho en alguna cornisa invisible del tejado.

—Esa observación es muy interesante —dijo Ptraci, con lo que ganó el Premio Teppic a la agilidad mental.

—Vale la pena pensar en ella, ¿no te parece?

Teppic tiró de la cuerda para averiguar si sería capaz de sostener su peso.

—Lo que estás diciendo es que si de todas formas te va a ocurrir lo peor que te puedas imaginar quizá no valga la pena tomarse tantas molestias —dijo Ptraci—. Si vas a ser pasto del Devorador de Almas hagas lo que hagas quizá valdría la pena saltarse lo de los cocodrilos. ¿Es eso?

—Sube primero —dijo Teppic—. Creo que se acerca alguien.

—¿Quién eres?

Teppic hurgó en su faltriquera. Había vuelto a Djelibeibi hacía un eón con sólo las ropas que llevaba puestas ahora, pero eran las ropas que le habían acompañado durante todo su examen. Alzó la mano sosteniendo en equilibrio un cuchillo del Número Dos y la luz de las pirámides arrancó reflejos a la hoja. Había muchas posibilidades de que aquel cuchillo fuese el único objeto de acero existente en todo el país. El problema no estribaba en que Djelibeibi no hubiese oído hablar del hierro, sino en el convencimiento general de que si tu tatarabuelo había conseguido arreglárselas durante toda su vida usando cobre tú no eras nadie para llevarle la contraria.

No, los guardias no se merecían el que utilizara los cuchillos. No habían hecho nada malo.

Sus dedos se cerraron sobre la bolsita de rejilla que contenía las tachuelas de cuatro puntas. Eran de un modelo pequeño, y cada punta apenas medía dos centímetros de longitud. Las tachuelas nunca han matado a nadie, pero obligan a ir un poco más despacio. Una o dos tachuelas clavadas en la planta del pie provocaban un acceso repentino de cautela y lentitud extremas en cualquier persona, salvo en las que padecían un caso terminal de entusiasmo y devoción al deber.

Teppic esparció unas cuantas tachuelas delante de la boca del pasillo, volvió corriendo hacia la cuerda y subió por ella con unos cuantos tirones y balanceos lo más rápidos posible. Llegó al tejado justo cuando los primeros guardias pasaban corriendo por debajo del dintel. Esperó hasta oír la primera maldición, enrolló la cuerda de seda y fue corriendo hacia la chica.

—Nos cogerán —dijo Ptraci.

—No lo creo.

—Y después de que nos hayan cogido el faraón ordenará que nos arrojen a los cocodrilos.

—Oh, no, no creo que él…

Teppic se calló antes de completar la frase. Era una idea muy intrigante, desde luego.

—Bueno, quizá lo hiciera —dijo por fin—. Hoy en día no hay forma de estar seguro de nada.

—¿Y qué hacemos ahora?

Teppic miró hacia la otra orilla del río. Las pirámides seguían emitiendo su luz. Las llamas silenciosas que brotaban de ellas revelaban que la Gran Pirámide aún no estaba terminada. Un enjambre de bloques empequeñecidos por la distancia flotaba alrededor de su punta. La cantidad de horas-hombre que Ptaclusp estaba invirtiendo en el proyecto resultaba realmente asombrosa.

«Ésa sí que dará luz —pensó Teppic—. Se podrá ver incluso en Ankh.»

—Son horribles, ¿verdad? —preguntó Ptraci a su espalda.

—¿Tú crees?

—Me ponen la piel de gallina. El faraón anterior las odiaba, ¿sabes? Decía que eran como clavos que mantenían unido el Reino al pasado.

—¿Y nunca dijo por qué?

—No. Las odiaba y punto. Era muy agradable. Y muy bueno. No como el nuevo.

Ptraci se sonó la nariz y volvió a colocar el pañuelo en el hueco apenas capaz de contenerlo formado por su sujetador cubierto de lentejuelas.

—Eh… Oye, ¿qué era lo que tenías que hacer exactamente? —preguntó Teppic—. Como doncella, quiero decir… —añadió mientras observaba el panorama de los tejados para ocultar lo incómodo que se sentía.

Ptraci lanzó una risita.

—No eres de por aquí, ¿verdad?

—No, la verdad es que no.

—Bueno, básicamente hablar con él. O escuchar. Cuando quería era capaz de charlar por los codos, pero siempre decía que en realidad nadie le escuchaba.

—Sí —dijo Teppic sintiendo una punzada de pena—. Y supongo que eso era todo, ¿eh?

Ptraci le miró fijamente y soltó una segunda risita.

—Oh, ¿pensabas en… en eso? No, era muy bueno, ya te lo he dicho. No es que me hubiera importado, entiéndeme. Me han enseñado todo lo que una doncella necesita saber, y la verdad es que al principio casi me sentí desilusionada. Las mujeres de mi familia llevan siglos sirviendo a los monarcas, ¿sabes?

—Ah, ¿sí? —logró decir Teppic.

—No sé si has visto alguna vez un libro llamado El palacio…

—… secreto —dijo Teppic reaccionando de forma automática.

—Ya me imaginaba que un caballero como tú lo habría leído —dijo Ptraci dándole un suave codazo en las costillas—. Es una especie de libro de texto. Bueno, pues mi tatarabuela posó para muchas de las ilustraciones. Ya hace algún tiempo de eso, claro… —añadió Ptraci por si se daba el caso de que Teppic no la hubiera entendido bien—. Ya lleva veinticinco años muerta así que hacerla posar ahora habría resultado un poco desagradable y nada estimulante. Cuando era joven mi abuela trabajó de modelo. Todo el mundo dice que me parezco mucho a ella.

—Urk —asintió Teppic.

—Llegó a ser muy famosa. Podía poner los pies detrás de la cabeza, ya sabes… Yo también puedo hacerlo. Me dieron un diploma especial por eso.

—¿Urk?

—Recuerdo que en una ocasión el difunto faraón me dijo que el sentido del humor es una compensación divina a los que renuncian al sexo. Creo que en esos momentos estaba bastante trastornado.

—Urk.

Las pupilas de Teppic se habían escondido debajo de los párpados y sólo se le veía el blanco de los ojos.

—Oye, no eres muy hablador, ¿eh?

La brisa de la noche estaba llevando el perfume de Ptraci hacia él. Ptraci usaba el perfume de la misma forma que un ejército de asedio los arietes.

—Tenemos que encontrar un sitio para que te escondas —dijo concentrándose en cada palabra—. ¿No tienes padres o algo así?

Teppic intentó ignorar el hecho de que la ausencia de sombras creada por los resplandores de las pirámides producía el curioso efecto de hacer que Ptraci pareciera hallarse envuelta en una aureola, pero no tuvo mucho éxito.

—Bueno, mi madre sigue trabajando en algún lugar del palacio —dijo Ptraci—. Pero creo que no le haría mucha gracia que fuese a verla en estas circunstancias.

—Hay que llevarte lejos de aquí —dijo Teppic con fervor—. Si puedes pasar el día escondida en algún sitio robaré unos caballos, un bote o lo que sea. Después podrías ir a Espadarta, a Efebas o a algún lugar.

—¿Te estás refiriendo al extranjero? Creo que no me gustaría —dijo Ptraci.

—¿Ni tan siquiera comparado con el Otro Mundo?

—Bueno, si lo planteas de esa forma… —Ptraci le cogió del brazo—. ¿Por qué me has rescatado?

—Esto… Creo que porque estar vivo es bastante mejor que estar muerto.

—Aún no he terminado mis estudios, pero he llegado hasta el número 46 de la tabla, la Conjunción de las Cinco Hormigas Auspiciosas —dijo Ptraci—. Si tuvieras a mano un poco de yoghurt quizá podríamos…

—¡No! Quiero decir… No. Aquí no. Ahora no. Debe haber gente buscándonos, y ya casi ha amanecido.

—¡No hace falta que te pongas a chillar de esa manera! Sólo estaba intentando ser amable.

—Sí. Ya… Estupendo. Gracias.

Teppic le dio la espalda con algo parecido a la desesperación y se asomó por encima de un parapeto que daba a uno de los numerosos tragaluces del palacio.

—Esto conduce al taller de los embalsamadores —dijo—. Ahí abajo tiene que haber montones de sitios donde esconderse.

Volvió a desenrollar la cuerda.

Al final del pozo había varias salas. Teppic entró en una amueblada con bancos cuyo suelo estaba cubierto de virutas. Un umbral llevaba a otra habitación llena de sarcófagos para momias, cada uno terminado en el mismo rostro dorado de muñeco que tan familiar y aborrecible le resultaba ya. Teppic dio golpecitos con los nudillos en unos cuantos y acabó levantando la tapa del más próximo.

—No hay nadie en casa —dijo—. Ahí estarás muy bien y podrás descansar sin que te molesten. Dejaré la tapa entreabierta para que entre algo de aire.

—No pensarás que soy capaz de correr un riesgo semejante, ¿verdad? ¡Supón que no vuelves!

—Volveré esta noche —dijo Teppic—. Y… y trataré de pasar a verte en algún momento del día para traerte agua y un poco de comida.

Ptraci se puso de puntillas y los aros de sus tobillos tintinearon con un torrente de notas musicales que cayó en cascada hasta terminar posándose sobre la libido de Teppic. Su reacción involuntaria fue bajar la mirada, lo que le permitió ver que cada uña de sus pies estaba pintada. Recordó aquella ocasión detrás de los establos durante la hora del almuerzo en que Pesthilencio les contó que las chicas que se pintaban las uñas de los pies eran… bueno, Teppic ya no se acordaba muy bien de lo que eran, pero fuera lo que fuese estaba seguro de que en aquellos momentos le había parecido francamente increíble.

—Parece muy duro —dijo Ptraci.

—¿Qué?

—Si he de pasar el día acostada aquí dentro necesitaré unos almohadones.

—¡Espera, espera, echaré unas cuantas virutas dentro! —exclamó Teppic en un tono de voz que ya empezaba a resultar algo frenético—. Pero date prisa… ¡Por favor!

—De acuerdo, de acuerdo. Pero… Volverás, ¿verdad? ¿Me lo prometes?

—¡Sí, sí! ¡Te lo prometo!

Teppic incrustó una cuña de madera en un lado del sarcófago para asegurarse de que Ptraci tendría suficiente aire, colocó la tapa en su sitio y echó a correr.

El fantasma del faraón observó cómo se iba.


El sol empezó a subir en el cielo. La luz dorada se esparció sobre el fértil valle del Djel y los resplandores de las pirámides fueron palideciendo y se convirtieron en bailarines fantasmagóricos que se recortaban contra la creciente claridad del cielo. Ahora estaban acompañados por un ruido. El ruido había estado allí todo el tiempo, pero resultaba excesivamente agudo para los oídos mortales y ahora estaba empezando a alejarse de los lejanos confines de lo ultrasónico…

KKKkkkkkhhheee…

El ruido bajó aullando del cielo, una delgadísima monda de sonido como el que podría producir el arco de un violín deslizándose sobre la superficie de un cerebro que había dejado de estar protegido por el cráneo.

kkkhheeeeee…

Aunque algunas personas habrían afirmado que recordaba el de una uña mojada en saliva rozando un nervio puesto al descubierto. Si alguien hubiese sabido qué era habría dicho que podías poner en hora tu reloj guiándote por él.

keeee…

El sonido se fue haciendo más y más grave a medida que los rayos del sol se deslizaban sobre las piedras, pasando de ser el bufido de un gato al gruñido de un perro.

… ee… ee… ee…

Los resplandores de las pirámides se esfumaron.

ops.


Una mañana realmente espléndida, Alteza. Confío en que habréis dormido bien.

Teppic saludó a Dios con un gesto de la mano, pero no dijo nada. El barbero estaba llevando a cabo la Ceremonia del Afeitado de la Segunda Vida.

El barbero estaba temblando. Hasta hacía muy poco tiempo había sido un cantero sin empleo que sólo tenía una mano. Después el terrible gran sacerdote le había hecho acudir a palacio y le había ordenado que se convirtiera en barbero del faraón, pero eso significaba que tenías que tocar al faraón, sólo que ahora no tendría ninguna clase de problemas porque los sacerdotes ya se habían encargado de arreglarlo todo y no habría que cortarle nada más. Su nuevo trabajo no era tan terrible como se había imaginado, y aparte de eso el que tu única mano fuese la única responsable del estado de la barba del faraón era un gran honor.

—Espero que vuestro reposo no fuese alterado por ninguna perturbación, Alteza —dijo el gran sacerdote.

Sus ojos recorrieron la habitación rastrillándola con las púas de la suspicacia. La mirada era tan terrible que resultaba sorprendente no ver hilillos de roca fundida deslizándose por las paredes después de que se hubiera posado en ella.

—En aaaaab…

—Si tuvierais la bondad de estaros lo más quieto posible, oh monarca inmortal —dijo el barbero.

Usó el tono de voz suplicante que acostumbran emplear los barberos a los que se ha prometido que un corte en la oreja será recompensado con una excursión por el conducto digestivo de un cocodrilo.

—¿No habéis oído ningún ruido extraño esta noche, Alteza? —preguntó Dios.

Retrocedió bruscamente para poder echar un vistazo detrás del biombo adornado con pavos reales dorados que había al otro extremo de la habitación.

—Nooooo…

—Vuestra Majestad parece un poco alterada esta mañana, Alteza —dijo Dios.

Tomó asiento en el banco con un guepardo tallado a cada extremo. Sentarse en la presencia real no estaba permitido salvo durante algunas ceremonias, pero sentarse en aquel banco permitió que Dios inspeccionara lo que había debajo de la cama de Teppic.

Dios estaba nervioso. Teppic sintió un extraño júbilo tan intenso que ni los dolores varios ni la falta de sueño lograron empañarlo. Se limpió el mentón.

—Es culpa de la cama —dijo—. Creo que ya te había hablado de ello, ¿no? Colchones, ¿sabes? Están llenos de plumas. Si el concepto te resulta poco familiar habla con los piratas de Khali y ellos te informarán. A estas alturas supongo que la mitad de ellos estarán durmiendo sobre colchones de plumas.

—Vuestra Majestad tiene ganas de bromear —dijo Dios.

Teppic sabía que no era aconsejable ir demasiado lejos, pero no pudo resistir el impulso.

—¿Algún problema, Dios? —preguntó.

—Un incrédulo blasfemo entró en el palacio anoche, Alteza. La joven llamada Ptraci ha desaparecido.

—Eso es muy preocupante.

—Sí, Alteza.

—Probablemente haya sido un pretendiente, un porquerizo o alguien por el estilo.

La expresión del rostro de Dios no podía ser más pétrea.

—Posiblemente, Alteza.

—Bueno, parece que los cocodrilos sagrados van a tener que pasar hambre, ¿eh?

«Pero no por mucho tiempo», pensó Teppic. Bastaba con caminar hasta el final de cualquiera de los pequeños atracaderos que había esparcidos por la orilla y permitir que tu sombra cayera sobre el río para que las aguas color amarillo barro se convirtieran como por arte de magia en cuerpos color amarillo barro. Los cuerpos parecían troncos gigantescos que llevaran mucho tiempo acumulando agua, con la diferencia básica de que los troncos no se abren de repente por un extremo para arrancarte las piernas de un mordisco. Los cocodrilos sagrados del Djel eran el dispositivo eliminador de basuras del reino, su patrulla fluvial y, a veces, su depósito de cadáveres.

Decir que eran enormes no bastaba. Si alguno de esos machos colosales llegaba a tener la idea de colocarse en perpendicular a la corriente taponaría el curso del río tan efectivamente como si fuese una presa.

El barbero salió de la habitación andando de puntillas. Un par de sirvientes entraron en ella andando de puntillas.

—He previsto cuál sería la reacción natural de Vuestra Majestad, Alteza —siguió diciendo Dios.

Su voz hacía pensar en el gotear del agua que rezuma en las más profundas cavernas de piedra caliza.

—Estupendo, estupendo —dijo Teppic mientras inspeccionaba las ropas del día—. ¿Y cuál ha sido mi reacción?

—Ordenar que el palacio fuera registrado de la forma más concienzuda posible habitación por habitación.

—Desde luego. Has dado justo en el clavo. Sigue así, Dios, estás haciendo un gran trabajo.

«La expresión de mi rostro no puede ser más inocente y franca —se dijo Teppic—. No se me ha movido ni un solo músculo. Lo sé. Dios puede leer en mí con tanta claridad como si mi cara fuese una estela funeraria. Sé que puedo engañarle.»

—Gracias, Alteza.

—Supongo que a estas alturas esos quienes sean ya estarán a kilómetros de distancia —dijo Teppic—. La chica no era más que una sirvienta, ¿verdad?

—¡Es impensable que alguien ose desobedecer vuestra sentencia! ¡En todo el reino no hay nadie que pueda atreverse a hacer algo semejante! ¡Perderán sus mismísimas almas! ¡Serán perseguidos implacablemente, Alteza! ¡Serán acosados, encontrados y destruidos!

Los sirvientes se escondieron detrás de Teppic. Aquello no era simple enfado o un ataque de mal genio. Era ira, la auténtica ira de la mejor cosecha de la antigüedad. Los clásicos siempre habían afirmado que se podía distinguir la verdadera ira de las imitaciones baratas porque hervía y burbujeaba, y en aquellos momentos Dios parecía un puchero lleno de agua puesto al fuego.

—Dios, ¿te encuentras bien?

Dios había vuelto la cabeza hacia el río y lo estaba contemplando. La Gran Pirámide ya casi estaba terminada. Verla pareció calmarle o, por lo menos, estabilizar su estado de ánimo colocándolo en una nueva meseta mental.

—Sí, Alteza —dijo—. Gracias. —Tragó una honda bocanada de aire—. Alteza, mañana tendréis el placer de contemplar cómo la punta de la pirámide es colocada en su sitio. Será un momento inolvidable, Alteza. Naturalmente, aún pasará algún tiempo antes de que las cámaras interiores estén terminadas.

—Estupendo, estupendo. Y… Creo que esta mañana me apetece visitar a mi padre.

—Estoy seguro de que el difunto faraón se alegrará mucho de veros, Alteza. Es vuestro deseo que yo os acompañe.

—Oh.


Es un hecho tan inmutable como la Tercera Ley del Empape que la naturaleza jamás ha creado un Gran Visir bueno. La afición a soltar risitas siniestras y urdir conspiraciones parece formar parte de las cualidades imprescindibles para conseguir el puesto.

Los grandes sacerdotes tienden a ser colocados en la misma categoría. Tienen que enfrentarse a la presuposición implícita de que apenas han conseguido ese sombrerito tan gracioso que acompaña al cargo empezarán a dar órdenes extrañas (dos ejemplos típicos son atar a la princesa a una roca para que espere al primer monstruo marino que decida pasar por allí o arrojar bebés al mar).

Se trata de una calumnia de lo más baja y grosera. A lo largo de la historia del Disco la inmensa mayoría de grandes sacerdotes han sido hombres piadosos, serios y concienzudos que han hecho cuanto estaba en sus manos por interpretar los deseos de los dioses, y algunos de ellos han llegado a tomarse la molestia de despellejar en vida o dejar sin entrañas a centenares de personas en un solo día para asegurarse de que interpretaban sin equivocarse dichos deseos divinos.


El sarcófago de Teppicamón XXVII estaba listo para ser contemplado. Bello e impresionante era el sarcófago de Teppicamón XXVII, hecha de fórpido, esmeraldina, skelsa y delfinete su estructura, de jade rosa y empapato sus incrustaciones, con muchos perfumes y resinas exóticas se hallaba perfumado y sahumado…

El sarcófago tenía un aspecto realmente impresionante, pero después de observarlo un rato el difunto faraón había llegado a la conclusión de que no valía la pena morir por él. De hecho estaba tan harto de verlo que decidió ir a dar un paseo por el patio.

Un nuevo actor se había incorporado al drama de su muerte.

Se llamaba Grinjer, y era constructor de modelos.

Los modelos siempre le habían intrigado. Hasta el labrador más humilde esperaba ser enterrado con una selección de animales de granja tallados a mano que se convertirían en animales de verdad en el Otro Mundo. Nadie tenía muy claro cómo se producía dicha transformación, pero nadie dudaba de ella. Muchos se conformaban con una vaca tan flacucha que parecía un soporte para tostadas en este mundo porque eso les permitiría contar con todo un rebaño de raza en el próximo. Los nobles y los faraones disfrutaban del catálogo completo, el cual incluía carruajes, casas, embarcaciones y cualquier otra cosa que fuera lo suficientemente grande o difícil de introducir en una tumba. Cuando llegabas al otro lado de la barrera cada modelo se convertía en lo que representaba.

El faraón frunció el ceño. Cuando estaba vivo siempre había sabido que ésa era la pura y simple verdad. No había dudado de ella ni un instante, pero ahora…

Grinjer sacó la lengua por una comisura de los labios mientras movía con infinita delicadeza las pinzas que unirían un remo minúsculo a una trirreme fluvial a escala 1/80 tan perfecta que no le faltaba ni el más mínimo detalle. Todas las superficies planas de su parte del taller estaban llenas de artefactos y animales enanos; y algunas de sus creaciones más impresionantes colgaban del techo suspendidas mediante alambres.

El faraón ya había asistido como oyente invisible a varias conversaciones gracias a las que sabía que Grinjer tenía veintiséis años, que no había logrado dar con ningún remedio que detuviera el avance inexorable de su acné y que seguía viviendo en casa de su madre consagrando las tardes y buena parte de las noches a la fabricación de modelos. Uno de los bolsillos de la chaqueta de pana que tenía por mente albergaba la esperanza de que algún día conocería a una joven guapa y buena que sabría comprender lo importantísimo que era asegurarse de que un carruaje ceremonial tirado por seis bueyes no careciese de ningún detalle, que le sostendría el pote del pegamento y que siempre estaría allí para ofrecerle un pulgar cuando algún modelo necesitara una presión firme y sostenida hasta que las piezas hubieran quedado unidas entre sí.

Grinjer era consciente del resonar de trompetas y el ajetreo que se estaba produciendo detrás de él, pero los ignoraba. Últimamente siempre parecía haber ruido por una cosa o por otra, y Grinjer había descubierto que la causa siempre era trivial. La gente no sabía escoger sus prioridades. Llevaba dos meses esperando recibir unas cuantas onzas de varnillo pegador y a nadie parecía importarle que no llegara. Grinjer hizo girar su monóculo especial de joyero hasta dejarlo en una posición más cómoda y colocó en su sitio otro remo diminuto.

Alguien estaba de pie junto a él. Bueno, ya que estaba allí quizá pudiera servir de algo…

—¿Podrías poner el dedo ahí? —preguntó sin volverse a mirar—. Sólo será un minuto, hasta que se haya secado el pegamento.

La temperatura pareció bajar de golpe. Grinjer alzó la vista y se encontró contemplando una máscara de oro que le sonreía. Dios estaba mirando por encima del hombro de la máscara, y la piel de su rostro se estaba oscureciendo a toda velocidad en un cambio de colores que un experto como Grinjer no tuvo ninguna dificultad en identificar. «Número 13 (Carne Pálida) al Número 37 (Púrpura Crepuscular, Brillo)», pensó.

—Oh —dijo.

—Es magnífico —dijo Teppic—. ¿Qué es?

Grinjer le contempló en silencio y parpadeó. Después bajó la vista hacia el modelo y volvió a parpadear.

—Es una trirreme fluvial khaliana de veinticinco metros con espolón de abordaje y cubierta trasera cola-depez —respondió de manera automática.

En cuanto hubo terminado de hablar tuvo la impresión de que se esperaba algo más de él, y hurgó en su mente buscando frases más adecuadas a la situación.

—Tiene más de quinientas piezas —añadió—. Cada plancha de la cubierta ha sido cortada y pulida por separado, ¿veis?

—Fascinante —dijo Teppic—. Bien, no quiero entretenerte más. Sigue adelante, lo estás haciendo muy bien.

—Y la vela se puede desplegar y arriar —dijo Grinjer—. Si se tira de este hilo entonces…

La máscara desapareció y fue sustituida por el rostro de Dios. El gran sacerdote le lanzó una breve mirada cuyo significado era inconfundible —«Ya hablaremos de esto después», decía la mirada—, y se apresuró a seguir al faraón. El fantasma de Teppicamón XXVII le imitó.

Los ojos de Teppic se movían locamente detrás de la máscara. Allí estaba… el umbral que daba acceso a la sala de los sarcófagos. Forzó un poco la vista y logró distinguir el que contenía a Ptraci. La cuña de madera seguía en su sitio.

—Me temo que nuestro padre está aquí, Alteza —dijo Dios.

Si quería, el gran sacerdote podía moverse tan silenciosamente como un fantasma.

—Oh, sí.

Teppic vaciló durante unos momentos, acabó yendo hacia el gigantesco sarcófago sostenido por un par de caballetes y lo contempló en silencio. El rostro dorado que coronaba la tapa tenía el mismo aspecto que cualquier otra máscara.

—Un parecido soberbio, Alteza —sugirió Dios.

—S-sí —dijo Teppic—. Sí, supongo que sí. No cabe duda de que parece más contento. Supongo…

Hola, hijo —dijo el faraón.

Sabía que nadie podía oírle, pero se sentía más a gusto hablándoles. Era mejor que hablar consigo mismo, y pronto tendría tiempo más que suficiente para dedicarse a eso.

—Creo que consigue expresar y realzar sus mejores cualidades, oh Comandante de los Cielos —dijo el jefe de escultores.

Parezco un maniquí de cera con estreñimiento crónico.

Teppic inclinó la cabeza a un lado.

—Sí —dijo con cierta vacilación—. Sí. Eh… Estupendo. Buen trabajo.

Dio media vuelta y volvió a clavar la mirada en el umbral.

Dios movió la cabeza en una señal dirigida a los guardias apostados a cada lado del pasillo.

—Si tenéis la bondad de disculparme Alteza… —dijo muy educadamente.

—¿Hmmm?

—Los guardias tienen que seguir con el registro.

—Claro, claro. Oh…

Dios se lanzó a toda velocidad hacia el sarcófago que contenía a Ptraci en un avance imparable flanqueado por dos grupos de guardias. Agarró la tapa con las dos manos y tiró de ella levantándola hacia atrás.

—¡Ved! —gritó—. ¿Qué hemos encontrado?

Dil y Gern fueron hacia él, inclinaron la cabeza y miraron dentro del sarcófago.

—Virutas —dijo Dil.

Gern olisqueó el aire.

—Pero huelen muy bien, ¿no? —dijo.

Los dedos de Dios tamborilearon sobre la tapa del sarcófago. Teppic nunca había visto al gran sacerdote en una situación donde no supiera qué hacer. Dios llegó al extremo de dar unos cuantos golpecitos con los nudillos en los lados del sarcófago, aparentemente buscando algún panel secreto.

Después volvió a colocar la tapa en su sitio manejándola con mucho cuidado y le lanzó una mirada entre vacua y perpleja a Teppic, quien por primera vez se alegró de que la máscara dorada ocultase su expresión.

—No está ahí —dijo su padre—. Salió para atender a una llamada de la naturaleza cuando los hombres hicieron la pausa del desayuno.

«Debe de haber salido del sarcófago —se dijo Teppic—. Bien, ¿y dónde está ahora?»

Dios recorrió la habitación lentamente con la mirada. Sus ojos oscilaron de un lado a otro como si fueran la aguja de una brújula y acabaron posándose en el sarcófago que contenía la momia del faraón. El sarcófago era muy grande. Y muy espacioso. Y parecía envuelto en una vaga aureola de inevitabilidad.

Dios cruzó velozmente la habitación de un par de zancadas y levantó la tapa.

—No hace falta que te tomes la molestia de llamar —gruñó el faraón—. No he de ir a ningún sitio.

Teppic se arriesgó a echar un vistazo. La momia de su padre no podía estar más sola.

—Dios, ¿estás seguro de que te encuentras bien? —preguntó.

—Sí, Alteza. Nunca se es demasiado precavido, Alteza. Está claro que no se encuentran aquí, Alteza.

—Tienes cara de que no te sentaría mal un poquito de aire fresco —dijo Teppic.

Una parte de su mente le reprochaba que estuviera haciendo esto, pero las demás partes estaban decididas a hacerlo y eran mayoría. Dios desorientado y sin saber cómo reaccionar era un espectáculo impresionante y ligeramente desconcertante. Hacía que tus instintos empezaran a temer por la estabilidad de las cosas.

—Sí, Alteza. Gracias, Alteza.

—Siéntate un ratito. Ordenaré que te traigan un vaso de agua y después iremos a inspeccionar la pirámide.

Dios se sentó.

Hubo un ruido de madera astillada tan terrible como débil.

—Se ha sentado encima de la trirreme —dijo el faraón—.Es la primera vez que le veo hacer algo mínimamente gracioso.


La pirámide hacía que la palabra «inmenso» cobrara un nuevo significado. Su masa colosal curvaba el paisaje que se extendía a su alrededor. Teppic tuvo la impresión de que su peso estaba deformando la mismísima forma de las cosas, y pensó que había empezado a tensar el reino como si éste fuese una lámina de goma y la pirámide una bola de plomo colocada sobre ella.

Sabía que era una idea ridícula. Por muy grande que fuese la pirámide resultaba minúscula comparada con… ¿Con qué? Bueno, con una montaña por ejemplo.

Pero comparada con cualquier otra cosa que no fuese una montaña la pirámide resultaba grande… muy grande. Y, de todas formas, las montañas tenían que ser grandes y la textura del universo ya estaba acostumbrada a la idea de que lo fuesen. La pirámide había sido creada por las manos del hombre, y era mucho más grande de lo que habría debido ser cualquier objeto creado por las manos del hombre.

Y también estaba muy fría. El mármol negro de sus flancos estaba cubierto de escarcha que brillaba con destellos blancos bajo los abrasadores rayos del sol de la tarde. Teppic cometió la estupidez de tocarlo y dejó una capa de piel pegada a la superficie.

—¡Está helada!

—Ya ha empezado a almacenar energía, oh Aliento del Río —dijo Ptaclusp, que estaba sudando a chorros—. Es el como-se-llame… eh… el efecto frontera.

—Observo que habéis dejado de trabajar en las cámaras funerarias —dijo Dios.

—Los hombres… la temperatura… los efectos frontera… riesgo un poquitín excesivamente excesivo… —balbuceó Ptaclusp—. Eh… Esto…

Los ojos de Teppic fueron del uno al otro.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Hay problemas?

—Esto… Eh… —dijo Ptaclusp.

—La pirámide se encuentra muy adelantada. Estáis haciendo un trabajo maravilloso —dijo Teppic—. Habéis invertido una tremenda cantidad de esfuerzo en el proyecto, ¿eh?

—Esto… Sí. Sólo que…

Silencio, salvo por los sonidos distantes de los trabajadores y el débil siseo del aire allí donde entraba en contacto con las superficies de la pirámide.

—En cuanto pongamos la punta todo irá bien —consiguió decir el constructor de pirámides por fin—. En cuanto empiece a descargar energía se habrán acabado los problemas. Eh…

Extendió una mano y señaló la punta de electro. Era sorprendentemente pequeña, apenas unos treinta centímetros de lado, y reposaba sobre un par de caballetes.

—Si todo va bien deberíamos ponerla mañana —dijo Ptaclusp—. ¿Seguiremos contando con el honor de la presencia de Vuestra Majestad en la ceremonia? —Ptaclusp estaba tan nervioso que se llevó las manos al dobladillo de la túnica y empezó a estrujarlo frenéticamente con los dedos—. Habrá servicio de bar —añadió—. Y una llana de plata que os podréis llevar a casa cuando haya terminado la ceremonia. Es muy bonito. Todo el mundo grita «Hurra, hurra» y arroja el sombrero al aire.

—Desde luego —dijo Dios—. Será un honor.

—Para nosotros también, Alteza —se apresuró a decir Ptaclusp, siempre leal a la monarquía.

—Me refería a que será un honor para vosotros —dijo el gran sacerdote.

Se volvió hacia el patio que se extendía entre el río y la base de la pirámide, una gran explanada en la que se alineaban filas de estatuas y estelas conmemorativas de las grandes hazañas del faraón Teppicamón XXVII,[18] y extendió un dedo.

—Y ya podéis ir quitando eso —añadió.

Ptaclusp reaccionó con una mirada entre inocente y abatida.

—Esa estatua —dijo Dios—. Me estoy refiriendo a esa estatua de ahí.

—Oh. Ah. Bueno, pensamos que cuando la vierais en su sitio… eh… con la luz adecuada y todo eso, y tampoco hay que olvidar que Chist-Hera el Dios con Cabeza de Buitre es muy…

—Esa. Estatua. Fuera —dijo Dios.

—Como desee Vuestra Reverencia —murmuró Ptaclusp con un hilo de voz.

En aquellos momentos la estatua era el menor de sus problemas, pero había empezado a obsesionarse pensando que nunca conseguiría librarse de ella.

Dios se inclinó sobre él.

—No habréis visto a una joven rondando por aquí, ¿verdad? —preguntó.

—Oh, aquí no hay mujeres, mi señor —dijo Ptaclusp—. Traen muy mala suerte.

—Ésta iba vestida de una forma bastante provocativa —dijo el gran sacerdote.

—Nada de mujeres, nada de mujeres.

—El palacio no está lejos, ¿comprendes? Y aquí debe haber muchos sitios en los que esconderse —insistió Dios.

Ptaclusp tragó saliva. Oh, como si no lo supiera. ¿Que podía haberle impulsado a… ?

—Os aseguro que aquí no hay ninguna mujer, Vuestra Reverencia —dijo.

Dios le observó durante unos momentos más con el ceño fruncido, acabó volviéndose hacia Teppic y descubrió que ya no se encontraba allí.

—¡Por favor, pedidle que no estreche la mano de nadie! —gritó el constructor de pirámides mientras Dios echaba a correr tras los distantes destellos que el sol arrancaba a la máscara dorada. El faraón seguía pareciendo incapaz de comprender que lo último que deseaban sus súbditos era tener un hombre del pueblo como monarca. Los trabajadores que no consiguieron apartarse a tiempo del camino de Teppic se apresuraron a esconder las manos detrás de la espalda.

Ptaclusp se había quedado solo. El constructor de pirámides se abanicó con la mano y fue tambaleándose a refugiarse en la sombra de su tienda.

Donde le estaban esperando Ptaclusp IIa, Ptaclusp IIa, Ptaclusp IIa y Ptaclusp IIa. La presencia de un contable siempre hacía que Ptaclusp se pusiera un poquito nervioso, y cuatro contables juntos suponía una experiencia casi insoportable especialmente cuando los cuatro eran la misma persona. También había tres Ptaclusp IIb; los otros dos —a menos que ya fuesen tres—, estaban supervisando los trabajos de construcción.

Ptaclusp alzó las manos y las movió en un gesto entre cansado y conciliador.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo—. Vamos a ver, ¿cuáles son los problemas de hoy?

Un IIa le alargó un montoncito de tablillas de cera.

—Padre, ¿tienes alguna idea de lo que es el cálculo? —preguntó utilizando el tono de voz estridente y afilado como una navaja que emplean los contables para que sirva de prefacio a la exposición de un acontecimiento inesperado que va a salir carísimo.

—Explícamelo tú —replicó Ptaclusp dejándose caer sobre un taburete.

—Es lo que he tenido que inventar para hacer las hojas de salario y cuadrarlas —dijo otro IIa.

—Creía que eso era el álgebra —dijo Ptaclusp.

—Dejamos atrás el álgebra la semana pasada —dijo el tercer IIa—. Ahora estamos de cálculo hasta las cejas. He tenido que desdoblarme cuatro veces para resolver los problemas que plantea, y hay tres yo trabajando en… —Lanzó una rápida mirada a sus hermanos—, en la contabilidad cuántica.

—¿Y para qué sirve eso de la contabilidad cuántica? —preguntó su padre con voz cansada.

—Ya te lo explicaré la semana que viene. —El líder de los contables clavó los ojos en la primera tablilla de cera—. Por ejemplo… ¿Conoces a Lu-Khas, el pintor de frescos?

—¿Qué pasa con él?

—Él… Es decir, ellos han presentado una factura por dos años de trabajo.

—Oh.

—Dicen que corresponde a lo que hicieron el martes. Afirman que es algo relacionado con la naturaleza fractal del tiempo.

—¿Han dicho eso? —preguntó Ptaclusp.

—Es sorprendente lo que se les llega a pegar oyendo conversaciones por ahí, ¿verdad? —dijo uno de los contables fulminando con la mirada a los arquitectos paracósmicos.

Ptaclusp vaciló.

—¿Cuántos hay?

—¿Cómo quieres que esté seguro? Sabemos que había cincuenta y tres, y a partir de ahí han entrado en fase crítica. Oh, no cabe duda de que se les ve por todas partes… —Dos IIa se sentaron y formaron un puente con los dedos, lo que siempre es mala señal en cualquier persona que tenga cualquier tipo de relación con el dinero—. El problema —siguió diciendo uno de ellos—, es que después del entusiasmo inicial un montón de trabajadores se han desdoblado de forma extraoficial para poder quedarse en casa y enviarse a sí mismos a trabajar.

—Pero eso es ridículo —protestó Ptaclusp con un hilo de voz—. No son dos personas distintas. Todo lo que hagan se lo estarán haciendo a sí mismos, ¿no?

—Eso nunca ha detenido a nadie, padre —dijo IIa —. ¿Cuántos hombres han dejado de emborracharse hasta caer redondos a los veinte años para impedir que un desconocido muriese de complicaciones hepáticas agudas a los cuarenta?

Hubo un lapso de silencio mientras todos los presentes intentaban entender lo que acababa de decir.

—¿Que un desconocido… ? —preguntó por fin Ptaclusp con voz vacilante.

—Me refiero a él mismo con más años —aclaró secamente IIa—. Eso era filosofía —añadió.

—Ayer un cantero se dio una paliza a sí mismo —dijo un IIb con expresión lúgubre—. Empezó a discutir consigo mismo por su mujer. Ahora se está volviendo loco porque no sabe si el que recibió la paliza es una versión anterior de él o alguien que todavía no ha sido. Tiene miedo de que le pille desprevenido y se vengue. Y hay problemas aún peores, papá. Estamos pagando salarios a cuarenta mil personas, y sólo tenemos dos mil empleados.

—Estás a punto de decir que acabaremos en la bancarrota —suspiró Ptaclusp—. Ya lo sé. Todo es culpa mía. Yo sólo… Sólo quería dejaros algo que valiera la pena, ¿entendéis? No esperaba que las cosas se complicaran hasta estos extremos. Al empezar me pareció que todo iba a ser tan sencillo…

Un IIa carraspeó para aclararse la garganta.

—Las cosas… Eh… Las cosas no están tan mal como parece —dijo en voz baja.

—¿Qué quieres decir?

El contable colocó una docena de monedas de cobre sobre la mesa.

—Bueno… Eh… —murmuró—. Veréis… Eh… Se me ha ocurrido que ya que hay tanto movimiento temporal en marcha, pues… No hay ninguna razón para que las personas sean las únicas que se desdoblen. ¿Veis estas monedas?

Una de las monedas de cobre se desvaneció apenas hubo acabado de hablar.

—Todas son la misma moneda, ¿verdad? —preguntó uno de sus hermanos.

—Bueno… Sí —respondió el IIa. Parecía sentirse muy incómodo, quizá porque interferir con el divino flujo del dinero era un concepto totalmente desconocido para su religión personal—. Son la misma moneda con intervalos de cinco minutos.

—¿Y estás usando este truco para pagar a los hombres? —preguntó Ptaclusp con voz átona.

—¡No es un truco! ¡Yo les doy el dinero! —replicó el IIa poniendo cara de ofendido—. Lo que le ocurra después no es responsabilidad mía, ¿verdad?

—Esto no me gusta nada —dijo su padre.

—No te preocupes. Al final todo se compensa —dijo otro IIa—. Todo el mundo recibe lo que se merece.

—Sí. Es justamente lo que me temía —dijo Ptaclusp.

—Es una forma de dejar que tu dinero trabaje para ti, nada más —dijo otro hijo—. Probablemente incluso sea cuántica.

—Oh, estupendo —dijo Ptaclusp con un hilo de voz.

—Pondremos el bloque de la punta en su sitio esta noche —dijo otro IIb—. No te preocupes, ¿de acuerdo? Cuando la energía se haya disipado todos veremos las cosas de otra manera.

—Le dije al faraón que lo haríamos mañana.

Todos los Ptaclusp IIb palidecieron al unísono. Hacía mucho calor, pero la atmósfera del interior de la tienda pareció enfriarse de repente.

—Esta noche, padre —dijo uno de ellos—. Estoy seguro de que te he entendido mal. Has dicho esta noche, ¿verdad?

—Mañana —replicó Ptaclusp con firmeza—. Ya he encargado un toldo a rayas y habrá gente arrojando flores de loto. Ah, y una banda de música. Campanas, trompetas, címbalos tintineantes… Y luego habrá discursos y un té con fiambres. Siempre lo hemos hecho así, ¿no? Atrae nuevos clientes. Les gusta echar un vistazo al proyecto en cuanto está terminado.

—Padre, ya has visto cómo está absorbiendo energía… ya has visto la escarcha…

—Pues que siga absorbiendo energía. Ptaclusp e Hijos no pone la punta de sus pirámides como si fuera el último ladrillo de la pared de un jardín. Oyéndote cualquiera diría que somos igual que esos como-se-llamen que limpian casas de noche en los países bárbaros… No tenemos nada de qué avergonzarnos, y la gente espera una ceremonia.

—Pero…

—No voy a escuchar ni una sola palabra más al respecto. Ya he escuchado demasiadas tonterías modernas. Mañana. La placa de bronce, los cortinajes de terciopelo… Todo está preparado.

Un IIa se encogió de hombros.

—Discutir con él no servirá de nada —dijo—. Vengo de tres horas más adelante y me acuerdo de todo. No conseguimos hacerle cambiar de parecer.

—Yo vengo de dos horas más adelante —dijo uno de sus clones—. Recuerdo que dijiste eso.

Y más allá de las paredes de la tienda la pirámide siseaba y seguía acumulando tiempo.

No hay nada místico en el poder de las pirámides.

Las pirámides son como presas que se alzan en la corriente del tiempo. Si tienen la forma y la orientación correctas y se les han incorporado las medidas paracósmicas adecuadas el potencial temporal de la gran masa de piedra puede ser utilizado para acelerar o invertir el tiempo en un área muy pequeña, de la misma forma que una turbina hidráulica puede ser utilizada para bombear agua en contra del curso de la corriente.

Los primeros constructores de pirámides —que, naturalmente, vivieron en la más lejana antigüedad y por lo tanto eran sapientísimos—, estaban al corriente de todo esto y el objetivo de una pirámide correctamente construida era conseguir una zona de tiempo cero en la cámara central para que un rey agonizante encerrado en ella viviera eternamente… o, por lo menos, para que no llegase a morir nunca. El tiempo que tendría que haber transcurrido en la cámara iba siendo almacenado en la estructura de la pirámide, y se permitía que fuera disipándose en forma de resplandores una vez cada veinticuatro horas.

Pasados unos cuantos eones la gente olvidó todo esto y pensó que podías conseguir el mismo efecto mediante a) los rituales b) poner en salmuera a las personas y c) guardar sus órganos internos más blandos y queridos dentro de recipientes.

Dicho procedimiento rara vez funciona.

Y el arte de construir pirámides cuidadosamente medidas y sintonizadas con las energías paracósmicas se perdió, y todo el conocimiento se convirtió en un puñado de reglas mal entendidas y recuerdos confusos. Los antiguos eran muy sabios, y jamás se les habría ocurrido construir pirámides de gran tamaño. Una pirámide muy grande podía hacer que ocurrieran cosas muy extrañas, cosas tan extrañas que comparadas con ellas las meras fluctuaciones temporales parecerían francamente insignificantes.

Por cierto, y en contra de lo que cree la opinión popular, las pirámides no son capaces de conseguir que una cuchilla de afeitar recobre el filo perdido. Lo único que hacen es transportarla hacia atrás en el tiempo hasta un momento en el que aún estaba afilada. Es muy probable que se trate de algo cuántico.


Teppic yacía sobre los estratos de su cama con los oídos aguzados al máximo.

Había dos guardias al otro lado de la puerta, otros dos apostados en el balcón y —Teppic estaba impresionado ante la capacidad de previsión de Dios—, uno en el tejado. Teppic podía oír claramente cómo intentaban no hacer ningún ruido.

Teppic no había podido protestar, naturalmente. Si se sospechaba que incrédulos blasfemos vestidos de negro tenían intención de entrar en el palacio había que proteger a la sagrada persona real. Era innegable, ¿verdad?

Teppic se deslizó sobre la inflexible solidez del colchón hasta poner los pies en el suelo y avanzó por entre la penumbra hasta llegar al rincón donde se alzaba la estatua de Bast, el Dios con Cabeza de Gato. Hizo girar lentamente la cabeza hasta desenroscarla, metió la mano en el agujero y sacó su traje de asesino. Se vistió rápidamente maldiciendo mentalmente la falta de espejos, cruzó la habitación y se agazapó detrás de una columna.

El único problema que podía detectar era lo difícil que le resultaba contener la risa. Ser soldado en Djelibeibi no era un trabajo muy arriesgado. Jamás se había producido el más mínimo atisbo de rebelión popular, y dado que cada vecino era capaz de aplastar al reino en cuestión de segundos por la fuerza de las armas no parecía haber ninguna razón válida que justificara la pérdida de tiempo que supondría crear un ejército de guerreros belicosos y amantes de su oficio. De hecho lo último que deseaban los sacerdotes era un montón de soldados entusiastas. Los soldados entusiastas sin batallas que les distraigan no tardan en aburrirse y empiezan a concebir ideas muy peligrosas, como por ejemplo que si echaran a los sacerdotes serían capaces de gobernar el país mucho mejor de lo que lo estaban gobernando ellos.

El oficio de soldado atraía a hombres corpulentos y sólidos, la clase de hombres que son capaces de mantenerse inmóviles durante horas seguidas sin aburrirse y que poseen la constitución de un buey y unos procesos mentales acordes con dicha constitución. Aparte de eso, tampoco estaba de más poseer un excelente control de tus esfínteres.

Teppic salió al balcón.

Había aprendido el arte de no moverse sigilosamente. Millones de años de ser devorados por criaturas que saben cómo moverse sigilosamente han servido para que los seres humanos adquieran una soberbia capacidad de detectar cualquier clase de movimientos sigilosos; y tampoco bastaba con no hacer ruido ya que una zona pequeña de silencio en movimiento siempre provoca sospechas. El truco estaba en deslizarse a través de la noche con una tranquila confianza en ti mismo, igual que hace el aire.

Había un guardia con el rostro vuelto hacia la habitación. Teppic flotó junto a él y empezó a trepar por la pared. La pared estaba adornada con un complicado bajorrelieve que describía los triunfos de monarcas ya fallecidos, por lo que en realidad podía decirse que su misma familia le estaba echando una mano y, en ocasiones, un pie o dos.

Teppic deslizó las piernas sobre el parapeto y caminó silenciosamente por el tejado. La brisa del desierto ya había empezado a soplar, pero el tejado aún estaba bastante caliente. El aire tenía el olor de un guiso recién cocinado en el que se hubiese utilizado una considerable cantidad de especias.

Deslizarse por el tejado de su propio palacio intentando evitar a sus propios guardias para llevar a cabo un acto de contravención directa a sus propias órdenes sabiendo que si le sorprendían él mismo se haría arrojar a los cocodrilos sagrados —después de todo, al parecer ya había dado instrucciones de que si era capturado no podía esperar ninguna clase de clemencia—, era una experiencia nueva para Teppic, y hacía que se sintiera bastante extraño.

No estaba muy seguro del porqué, pero también hacía que todo resultara mucho más emocionante.

Estar en las alturas y moverse entre los tejados equivalía a gozar de un poco de libertad, la única clase de libertad que estaba al alcance de un rey del valle. Teppic pensó que los campesinos sin tierras que vivían en el delta tenían más libertad que él, aunque el lado sedicioso y no monárquico de su personalidad replicó diciendo que su libertad se limitaba a atrapar cualquier enfermedad que les apeteciera, pasar todo el hambre que les diera la gana y morir con la variedad de agonía espantosa que les hiciera más gracia. Aun así, no se podía negar que seguía siendo libertad.

Un ruido casi inaudible perdido en el inmenso silencio de la noche le atrajo hasta el lado del tejado que daba al río. Las plácidas y un tanto aceitosas aguas del ancho cauce del Djel se deslizaban bajo los rayos de la luna.

Y en el centro de la corriente había un bote que volvía de la otra orilla y de la necrópolis. La figura que manejaba los remos resultaba inconfundible. Los resplandores de las pirámides se reflejaban en su calva.

«Un día le seguiré —pensó Teppic—, y averiguaré qué va a hacer allí… Siempre que vaya allí cuando todavía no haya anochecido, claro.»

De día la necrópolis era meramente tenebrosa, como si el universo entero hubiera decidido cerrar temprano e irse a casa. Teppic había llegado a explorarla y había vagabundeado por calles y callejones que conseguían permanecer silenciosos y polvorientos fuera cual fuese el clima que hiciera al otro lado del agua, el que estaba vivo. La necrópolis siempre estaba envuelta en una atmósfera indefinible, como si todo cuanto había en ella estuviese dispuesto a contener el aliento hasta el fin de la eternidad (lo cual, pensándolo bien, no tenía nada de extraño en una necrópolis), o quizá fuese que su atmósfera era idéntica a la del resto del reino sólo que mucho más exagerada. Además, era la única ciudad de todo el Mundodisco en la que un asesino no podía encontrar trabajo.

Teppic llegó al tragaluz que terminaba en el patio de los embalsamadores y miró hacia abajo. Un instante después ya había aterrizado ágilmente en el suelo y estaba dentro de la habitación de los sarcófagos.

Hola, muchacho.

Teppic levantó la tapa del sarcófago. El sarcófago seguía estando vacío.

—Está en uno de los de atrás —dijo el rey—. Nunca ha tenido mucho sentido de la orientación.

El palacio era muy grande, y Teppic apenas podía moverse por él de día sin acabar completamente perdido. Las posibilidades de llevar a cabo un registro en las tinieblas de la noche y encontrarla no parecían muy numerosas.

Es cosa de familia, ¿sabes? Tu pobre abuelo se extraviaba con tanta frecuencia que al final hubo que pintar las palabras «Izquierda» y «Derecha» en todos sus pares de sandalias. Tienes suerte de que en eso hayas salido a tu madre.

Era extraño. Ptraci no hablaba, parloteaba. No parecía capaz de mantener una idea dentro de su cabeza durante más de diez segundos. Su cerebro daba la impresión de estar provisto de una conexión directa con la boca, de tal manera que el pensamiento quedaba expresado en voz alta apenas había cobrado forma. Comparada con las damas que había conocido en las veladas sociales de Ankh —esas damas que disfrutaban atendiendo a los jóvenes asesinos, atiborrándoles de golosinas carísimas y conversando sobre temas etéreos y delicados mientras sus ojos brillaban como si fuesen taladros de carbón al diamante y sus labios empezaban a brillar—, Ptraci estaba tan vacía por dentro como… bueno, como algo que estuviera muy vacío. Y, aun así, Teppic descubrió que sentía un deseo desesperado de encontrarla. Ptraci le aceptaba como era y no le exigía nada, y eso resultaba tan irresistible como una droga. Evidentemente el que viera sus pechos cada vez que cerraba los ojos no guardaba ni la más mínima relación con lo que sentía.

Me alegra que hayas vuelto a buscarla —dijo el difunto faraón—. Es tu hermana, ¿sabes? Bueno, tu media hermana… A veces pienso que debería haberme casado con su madre pero… No era de sangre real, ¿entiendes? Ah, sí, su madre era una mujer muy inteligente.

Teppic aguzó el oído. Allí estaba de nuevo. Un ruidito debilísimo que parecía una respiración, tan débil que sólo podía oírse gracias al profundo silencio de la noche. Teppic fue lentamente hacia la parte trasera de la habitación, volvió a detenerse para escuchar y levantó la tapa de un sarcófago.

Ptraci estaba hecha un ovillo en el interior y dormía plácidamente con la cabeza apoyada encima de un brazo.

Teppic apoyó la tapa en la pared con mucho cuidado para que no se cayera y le tocó el pelo con la mano. Ptraci murmuró algo sin llegar a despertar y se removió hasta encontrar una posición un poco más cómoda.

—Eh… Creo que será mejor que despiertes —susurró Teppic.

Ptraci volvió a cambiar de posición y farfulló algo que Teppic no entendió y que sonaba más o menos como «Wstflgl».

Teppic vaciló. Ni sus profesores ni Dios le habían preparado para esto. Conocía un mínimo de setenta formas distintas de matar a una persona dormida, pero ni un solo método para despertarla antes de proceder a la inhumación.

Teppic extendió un dedo y lo clavó en lo que parecía la zona menos embarazosa de las grandes extensiones de piel desnuda que se ofrecían a su mirada. Ptraci abrió los ojos.

—Oh —dijo—. Eres tú.

Y bostezó.

—He venido a sacarte de aquí —dijo Teppic—. Te has pasado el día entero durmiendo.

—Oí hablar a alguien —dijo Ptraci, y se desperezó de tal forma que Teppic se apresuró a apartar la mirada—. Era ese sacerdote, el que tiene cara de águila calva. Es realmente horrible.

—Sí, ¿verdad? —replicó Teppic, muy aliviado al oír que alguien lo decía por fin en voz alta.

—Así que me quedé muy quieta y no hice ningún ruido. Y también estaba el faraón. El nuevo, claro.

—Oh. Así que estuvo por aquí, ¿eh? —dijo Teppic con un hilo de voz.

El tono de amargura que había empleado Ptraci hizo que sintiera como si acabaran de clavarle un cuchillo del Número Cuatro en el centro del corazón.

—Todas las chicas dicen que es realmente rarillo —añadió Ptraci mientras Teppic la ayudaba a salir del sarcófago—. Oye, puedes tocarme, ¿sabes? No soy de porcelana.

Teppic tensó el brazo para impedir que siguiera temblando, y pensó que necesitaba urgentemente un baño frío y un buen rato de correr por los tejados.

—Eres un asesino, ¿verdad? —preguntó Ptraci—. Me acordé después de que te hubieras ido. Eres un asesino llegado de tierras distantes. Todo ese negro… ¿Has venido a matar al faraón?

—Ojalá pudiera —dijo Teppic—. Tengo los nervios destrozados por su culpa, y cada vez me cae más gordo. Oye, ¿te importaría quitarte los abalorios?

—¿Por qué?

—Porque cuando caminas hacen muchísimo ruido.

De hecho incluso los pendientes de Ptraci parecían dar las horas cada vez que movía la cabeza.

—No quiero quitármelos —dijo Ptraci—. Sin ellos me siento como si estuviera desnuda.

—Y con ellos puestos ya casi estás desnuda —siseó Teppic—. ¡Haz el favor de quitártelos!

Sabe tocar el dúlcemele —dijo el fantasma de Teppicamón XXVII. El dato no venía muy a cuento, pero no se le había ocurrido nada mejor y tenía ganas de hablar—. Aunque te advierto que no toca demasiado bien. Ha llegado a la pagina cinco de Piececitas breves para deditos delicados.

Teppic fue hasta el pasadizo que nacía en la sala de embalsamamiento y aguzó el oído. El silencio reinaba sobre el palacio con las excepciones ocasionales de las respiraciones sibilantes de los durmientes y los igualmente ocasionales tintineos a su espalda indicadores de que Ptraci se estaba despojando de sus joyas. Teppic volvió por donde había venido.

—Date prisa, por favor —dijo—. No tenemos mucho…

Ptraci estaba llorando.

—Esto… —dijo Teppic—. Esto…

—Algunos me los regaló mi abuelita —consiguió decir Ptraci entre sollozo y sollozo—. Y el difunto faraón también me regaló unos cuantos. Estos pendientes llevan tanto tiempo siendo propiedad de mi familia… ¿Cómo crees que te lo tomarías tú si tuvieras que hacer algo así?

Verás, las joyas no son meramente algo que lleva encima —dijo el fantasma de Teppicamón XXVII—. Son parte de su personalidad.

«Caramba —añadió para sí mismo—, creo que estoy dando muestras de Intuición y Perspicacia. ¿Por qué resultará mucho más fácil pensar cuando estás muerto?»

—Yo no llevo pendientes ni joyas —dijo Teppic.

—Pero llevas encima cuchillos y todas esas cosas horribles.

—Bueno, es que las necesito para hacer mi trabajo.

—Ya, claro.

—Oye, no hace falta que las dejes aquí. Puedes ponerlas dentro de mi faltriquera —dijo Teppic—. Pero tenemos que marcharnos enseguida. ¡Por favor!

Adiós —dijo el fantasma con voz entristecida.

Vio cómo se alejaban hacia el patio y fue flotando hacia su cadáver, el cual no era una compañía muy entretenida.

Cuando llegaron al tejado la brisa se había vuelto un poco más fuerte. También era más caliente y seca.

Un par de las pirámides más antiguas ya habían empezado a iluminarse, pero los destellos eran bastante débiles y sutilmente distintos a los de costumbre.

—Me pica todo —dijo Ptraci—. ¿Qué ocurre?

—Parece que vamos a tener tormenta —dijo Teppic. Volvió la cabeza hacia el río y observó la Gran Pirámide. Su negrura se había intensificado y ahora era un triángulo de sombra más oscura que la noche. Unas cuantas siluetas corrían alrededor de su base con el frenesí de un grupo de lunáticos que ven arder el manicomio en el que estaban encerrados.

—¿Qué es una tormenta?

—Resulta muy difícil de describir —dijo Teppic con voz preocupada—. ¿Puedes ver lo que están haciendo?

Ptraci entrecerró los ojos y concentró toda su atención en lo que estaba ocurriendo al otro lado del río.

—Parece que están muy ocupados —dijo.

—Pues a mí me parece que están muy aterrorizados.

Unas cuantas pirámides empezaron a emitir sus destellos, pero en vez de subir hacia el cielo las llamas parpadeaban y se movían de un lado a otro como impulsadas por vientos intangibles.

Teppic tuvo que hacer un considerable esfuerzo de voluntad para apartar la mirada de las pirámides.

—Vamos —dijo—. Hay que sacarte de aquí.


—¡Tendríamos que haber puesto la punta esta tarde! —gritó Ptaclusp IIb intentando hacerse oír por encima del estridente zumbido que envolvía a la pirámide—. ¡Ahora ya no hay forma de hacer que flote hasta tan arriba! La turbulencia a esas alturas tiene que ser terrible.

El hielo del día hervía y se evaporaba sobre el mármol negro, que ya estaba caliente al tacto. Ptaclusp IIb contempló la punta como si no supiera qué hacer con ella y acabó volviéndose hacia su hermano, quien no había tenido tiempo de cambiarse y seguía llevando puesta la camisa de dormir.

—¿ Dónde está papá? —preguntó.

—He enviado a uno de nosotros para que le despertara y le trajera aquí —dijo IIa.

—¿A quién?

—A un tú, ya que quieres saberlo.

—Oh. —IIb volvió a clavar los ojos en la punta de la pirámide—. No pesa tanto —dijo—. Dos de nosotros podríamos subirla.

Lanzó una mirada interrogativa a su hermano.

—Debes de estar loco. ¿Por qué no enviamos a algún trabajador?

—Porque han huido todos y…

Una pirámide que se encontraba a cierta distancia río abajo intentó descargar la energía acumulada, emitió un chisporroteo y acabó expulsando un chorro de llamas zigzagueantes que se curvó a través del cielo con un estrépito ensordecedor y chocó con la masa de la Gran Pirámide muy cerca de la cima.

—¡Está interfiriendo la descarga de las otras pirámides! —gritó IIb—. Vamos… ¡Hay que liberar la energía acumulada, es la única solución!

Una línea de fuego azulado recorrió velozmente el perímetro de la pirámide a una tercera parte de su altura desde la cima y acabó estrellándose en una esfinge de piedra. El aire empezó a hervir sobre la esfinge.

Los dos hermanos cogieron la piedra y fueron con paso tambaleante hacia el andamio mientras el polvo se arremolinaba a su alrededor adquiriendo formas muy extrañas.

—¿Puedes oír algo? —preguntó IIb un instante después de que lograran llegar a la primera plataforma.

—¿Como qué? —preguntó IIa—. ¿Como el ruido que haría la mismísima textura del tiempo y el espacio si la estuvieran pasando por un escurridor?

El arquitecto contempló a su hermano con una leve admiración, lógica teniendo en cuenta que muy pocos contables habrían sido capaces de hacer semejante observación. Un instante después sus rasgos ya habían recobrado la expresión entre perpleja y aterrada que tenían antes.

—No, no me refiero a eso —dijo.

—Bueno, entonces… ¿El sonido del aire siendo sometido a torturas horrendas?

—No, tampoco me refiero a eso —dijo IIb, que estaba empezando a irritarse—. Me refiero a los crujidos.

Tres pirámides más emitieron sus descargas, y los chorros de energía chisporrotearon abriéndose paso por entre las nubes que hervían en el cielo y volvieron a caer esparciéndose sobre el mármol negro que había debajo de ellas.

—Pues la verdad es que no he oído ningún crujido —dijo IIa.

—Creo que viene de la pirámide.

—Bueno, si te apetece puedes pegar la oreja a un bloque para averiguar si estás en lo cierto, pero te aseguro que yo no pienso hacerlo.

Subieron por otra escalera con la pesada masa de la punta balanceándose entre ellos. La tormenta ya era lo bastante intensa para hacer oscilar el andamiaje.

—Ya os dije que no debíamos hacerlo —murmuró el contable mientras la piedra resbalaba lenta y majestuosamente hasta posarse sobre los dedos de sus pies—. No tendríamos que haber construido esta maldita pirámide.

—¿Quieres hacer el favor de callar y levantar tu extremo?

Y los hermanos Ptaclusp siguieron discutiendo y ascendiendo por los flancos de la Gran Pirámide deslizándose por una escalera tambaleante detrás de otra, mientras las tumbas grandes y pequeñas esparcidas a lo largo del Djel iban disparando sus descargas una detrás de otra llenando el cielo con líneas de tiempo chisporroteante.

Y más o menos en ese momento el matemático más genial del Disco —que estaba cómodamente acostado en su aprisco debajo del palacio entregándose a los placeres de la flatulencia—, dejó de masticar el bolo alimenticio que había regurgitado y se dio cuenta de que algo muy extraño le estaba ocurriendo a los números. De repente todos los números parecían estar teniendo serios problemas.


La mirada del camello salió de sus ojos, se deslizó a lo largo de su hocico y acabó clavándose en el rostro de Teppic. Su expresión dejaba bien claro que Teppic ocupaba el primer lugar en la lista con los nombres de todos los jinetes del mundo que menos le gustaría llevar a cuestas; pero después de todo los camellos miran así a todo el mundo. Los camellos enfocan sus relaciones con la raza humana de una forma muy democrática. Odian por igual a todos sus miembros sin hacer ninguna distinción de rango o credo.

La perspectiva de entablar relación con el que tenía delante le resultaba tan poco apetecible como la de comer jabón.

Teppic contempló con expresión distraída los establos reales, un recinto muy largo sumido en las sombras que en tiempos había contenido un centenar de camellos. Habría dado el mundo entero a cambio de un caballo, y un continente de tamaño moderado a cambio de un pony. Pero ahora los establos sólo albergaban un puñado de carros de guerra medio podridos, reliquia de glorias pasadas, un elefante ya muy mayor cuya presencia era un gran pequeño misterio y aquel camello. El camello parecía un animal extremadamente poco eficiente y tenía las rodillas bastante desgastadas por el roce.

—Bien, esto es lo que hay —dijo volviéndose hacia Ptraci—. No me atrevo a cruzar el río de noche. Intentaré llevarte hasta el otro lado de la frontera.

—¿Crees que esa silla está bien puesta? —preguntó Ptraci—. Tiene un aspecto francamente extraño.

—Es una criatura francamente rara —dijo Teppic—. ¿Cómo hacemos para subir a ella?

—He visto trabajar a los conductores de camellos —replicó Ptraci—. Creo que se limitan a pegarles muy duro con un palo muy grande.

El camello se apresuró a arrodillarse y la obsequió con una mirada de suficiencia.

Teppic se encogió de hombros, abrió las puertas pensando que le revelarían el mundo exterior y se encontró contemplando los rostros de cinco guardias.

Dio un paso hacia atrás. Los guardias dieron un paso hacia adelante. Tres de ellos iban armados con los potentes arcos del Djel, que eran capaces de lanzar una flecha con la fuerza suficiente para que atravesase una puerta o convirtiera a un hipopótamo lanzado a la carga en tres toneladas de kebab móvil. Los guardias nunca habían tenido que disparar sus arcos contra un congénere, pero sus expresiones parecían indicar que estaban dispuestos a tomar en consideración la idea de hacerlo.

El capitán de los guardias se volvió hacia uno de sus hombres y le dio un golpecito en el hombro.

—Ve a informar al gran sacerdote —dijo. Después se volvió hacia Teppic y clavó los ojos en su rostro.

—Tira al suelo todas tus armas —ordenó.

—¿Qué? ¿Todas?

—Sí. Todas.

—Puede que necesite cierto tiempo —replicó Teppic cautelosamente.

—Y mantén las manos donde pueda verlas —añadió el capitán.

—Si lo hago puede que nos metamos en un auténtico callejón sin salida —se arriesgó a decir Teppic.

Sus ojos fueron de un guardia a otro. Conocía una amplia gama de métodos para el combate sin armas, pero todos ellos partían de la premisa inicial de que el adversario no estaría en condiciones de atravesarte con una flecha apenas hubieses empezado a moverte. Aun así, probablemente podría lanzarse hacia un lado, y en cuanto estuviera protegido por los apriscos de los camellos tendría algo de tiempo para pensar en una forma de salir del lío…

Y eso dejaría a Ptraci sola y totalmente expuesta, claro. Aparte de eso Teppic no podía luchar con sus propios guardias. Ese tipo de conducta no resultaba aceptable ni aunque fueses el faraón.

Hubo un movimiento detrás de los guardias, y Dios apareció ante los ojos de Teppic moviéndose con todo el silencio y la inevitabilidad de un eclipse de luna. El gran sacerdote sostenía una antorcha encendida y las llamas creaban un loco bailotear de reflejos que se movían sobre su calva.

—Ah —dijo—. Los blasfemos incrédulos han sido capturados. Bien hecho. —Hizo una seña de cabeza dirigida al capitán—. Arrojadles a los cocodrilos.

—¿Dios? —exclamó Teppic mientras dos guardias bajaban los arcos y se dirigían hacia él.

—¿Has hablado?

—Venga, hombre, ya sabes quién soy. Pon fin a esta ridiculez.

El gran sacerdote levantó la antorcha.

—Me hallo en desventaja respecto a ti, muchacho —dijo—. Metafóricamente hablando, claro.

—Esto no tiene ninguna gracia —dijo Teppic—. Te ordeno que les digas quién soy.

—Como desees. Este asesino —dijo Dios, y su voz había adquirido la capacidad de corte y penetración de un soplete—, ha matado al faraón.

—Yo soy el faraón, maldita sea —dijo Teppic—. ¿Cómo puedo matarme a mí mismo y seguir con vida?

—No somos idiotas —dijo Dios—. Estos hombres saben que el faraón no vaga de noche por los pasillos del palacio, y que no frecuenta la compañía de criminales condenadas a la máxima pena. Ahora sólo nos falta averiguar qué hiciste con el cadáver.

Los ojos de Dios se clavaron en el rostro de Teppic, y Teppic comprendió que el gran sacerdote estaba total e irremisiblemente loco. La locura que le aquejaba pertenecía a la rara variedad causada por llevar tanto tiempo siendo tú mismo que las costumbres de la cordura han acabado quedando grabadas de forma indeleble en el cerebro. «Me pregunto cuántos años tendrá realmente», pensó Teppic.

—Estos asesinos son criaturas muy astutas —dijo Dios—. Tened mucho cuidado con él.

Hubo un estrépito bastante considerable detrás del gran sacerdote. Ptraci había intentado lanzar un aguijón de camello contra un guardia y había fallado.

Cuando todo el mundo volvió a mirar en su dirección Teppic se había desvanecido. Los guardias que estaban junto a él se hallaban muy ocupados derrumbándose lentamente al suelo entre gemidos.

Dios sonrió.

—Coged a la mujer —ordenó.

El capitán se lanzó hacia adelante y agarró a Ptraci, quien no había hecho ni el más mínimo intento de huir. Dios se inclinó y cogió el aguijón caído en el suelo del establo.

—Hay más guardias fuera —dijo—. Estoy seguro de que eres consciente de ello. Creo que te conviene salir de tu escondite.

—¿Por qué? —preguntó Teppic desde las sombras mientras hurgaba en su bota buscando la cerbatana.

—Porque en cuanto lo hagas serás arrojado a los cocodrilos sagrados por orden del faraón —dijo Dios.

—Una perspectiva como para ponerse a dar saltos de entusiasmo, ¿eh? —dijo Teppic mientras unía febrilmente los diversos segmentos de la cerbatana.

—No cabe duda de que resulta preferible a sus muchas alternativas —replicó Dios.

Teppic deslizó los dedos sobre las diminutas protuberancias codificadas de los dardos. A esas alturas la mayoría de los venenos realmente espectaculares ya se habrían evaporado o se habrían disuelto lo suficiente para volverse inofensivos, pero aún contaba con unos cuantos venenos menores concebidos para que la clientela no experimentara nada más molesto que una noche de profundo y agradable sueño reparador. Un asesino podía verse obligado a llegar hasta el candidato a la inhumación abriéndose paso por entre una considerable cantidad de guardaespaldas pagados para que se mantuvieran alerta y con los ojos lo más abiertos posible, e incluirlos en la inhumación se consideraba una grave falta de cortesía.

—Podrías dejarnos marchar —dijo Teppic—. Sospecho que es lo que realmente te gustaría hacer, ¿verdad? ¿Prefieres que me vaya lo más lejos posible y que no vuelva nunca? Por mí encantado.

Dios vaciló.

—Se supone que debes añadir «Y deja marchar a la chica» —dijo pasados unos momentos.

—Oh, sí. Eso también, claro —replicó Teppic.

—No. Si lo hiciese incumpliría mis sagrados deberes para con el faraón —dijo Dios.

—¡Por el amor del cielo. Dios, tú sabes que soy el faraón!

—No. Tengo una imagen muy clara del faraón. Tú no eres el faraón —dijo el sacerdote.

Teppic asomó la cabeza por encima del borde del aprisco. El camello atisbó por encima de su hombro.

Y entonces el mundo enloqueció.

De acuerdo, ya estaba loco, pero enloqueció un poquito más.


Cuando los hermanos Ptaclusp lograron llegar a la plataforma principal, todas las pirámides estaban envueltas en llamas y habían inundado el cielo con su vacilante claridad.

IIa se derrumbó sobre los tablones jadeando como un fuelle senil. La pendiente de piedra que se extendía a un par de metros de él estaba caliente al tacto, y IIa ya estaba totalmente convencido de que la pirámide crujía de forma tan ruidosa como un navío de vela atrapado en una galerna. Siempre se había concentrado en el coste de la construcción de pirámides y nunca había prestado mucha atención a los detalles meramente mecánicos, pero estaba razonablemente seguro de que aquel ruido era tan anómalo como sumar II y II y obtener V.

Su hermano extendió una mano hacia la piedra, pero se apresuró a apartarla en cuanto ésta desprendió un diluvio de chispas que volaron hacia sus dedos.

—Se puede sentir el calor —dijo—. Es asombroso.

—¿Por qué?

—Calentar una masa semejante… Quiero decir que meramente el tonelaje…

—No me gusta, Dos-Be —dijo IIa con voz temblorosa. Oye, ¿por qué no nos limitamos a dejar la piedra aquí? Estoy seguro de que no le ocurrirá nada. Mañana a primera hora podemos enviar un grupo de trabajadores. Ellos sabrán qué…

Otro chorro de llamas chisporroteó por el cielo ahogando las palabras que pronunció a continuación y acabó chocando con la columna de aire bailoteante que se movía a unos quince metros por encima de sus cabezas. IIa se agarró a la parte del andamiaje más cercana.

—Ya estoy harto de esta maldita pirámide. Así se inunde —dijo—. Yo me largo.

—Espera un momento —dijo IIb—. Lo que no entiendo… ¿Qué es lo que cruje? La piedra no puede crujir.

—¡No seas idiota! ¡Todo el maldito andamiaje se está moviendo! —IIa contempló a su hermano con ojos que parecían platos—. Anda, dime que es el andamiaje —suplicó.

—No, esta vez estoy seguro… Viene de dentro.

Los hermanos intercambiaron una rápida mirada. Sus cabezas se movieron al unísono y sus ojos se posaron en la temblorosa escalera que llevaba hasta la punta de la pirámide o, mejor dicho, al sitio en el que habría debido estar la punta.

—¡Vamos! —dijo IIb—. No puede llamear, y está intentando encontrar alguna forma de descargar…

Hubo un sonido tan ensordecedor como el gemido de unos cuantos continentes con indigestión de lava.


Teppic lo sintió. Primero sintió que su piel se le había quedado varias tallas pequeña. Después sintió que alguien le estaba agarrando por las orejas e intentaba hacer girar su cabeza hasta arrancársela del cuello.

Vio cómo el capitán de los guardias caía de rodillas y trataba de quitarse el casco, y salió del aprisco dando un salto.

Es decir, intentó salir del aprisco dando un salto. Nada era lo que habría debido ser, y Teppic aterrizó pesadamente sobre un suelo que parecía no estar muy seguro de si debía convertirse en una pared. Logró ponerse en pie, osciló hacia un lado y bailoteó torpemente a través de los establos intentando no perder el equilibrio.

Los establos se estiraron y se encogieron como una imagen en un espejo distorsionante. Teppic había visto algunos en Ankh y recordaba que en una ocasión él, Broncalo y Arthur se habían desprendido de media moneda cada uno para visitar las efímeras maravillas del Emporio Ambulante del Doctor Cristaleras, el Hombre que le Dejará sin Aliento. Pero si entrabas en uno de esos pabellones sabías que todo eran trucos realizados mediante cristales de formas extrañas. Tu cabeza no se había convertido en una salchicha y tus piernas no se habían transformado en balones de fútbol. Teppic deseó poder estar tan seguro como entonces de que cuanto estaba ocurriendo a su alrededor permitía que te consolaras con una explicación igualmente inofensiva, pero no era así y de hecho probablemente la única forma de conseguir que las cosas volvieran a parecer normales habría sido utilizar unos cuantos espejos deformantes.

Corrió hacia Ptraci y el gran sacerdote sobre piernas que parecían haberse vuelto de chocolate mientras el mundo se expandía y se contraía a su alrededor, y obtuvo la pequeña gratificación de ver cómo la chica se retorcía entre los brazos de Dios y conseguía atizarle un sonoro puñetazo en la oreja.

Teppic siguió moviéndose como si estuviera en un sueño. Las distancias cambiaban igual que si la realidad se hubiese vuelto elástica. Otro paso hizo que chocara con Ptraci y el gran sacerdote. Agarró a la chica de un brazo y retrocedió tambaleándose hacia el aprisco del camello —el animal seguía masticando su bolo alimenticio y observaba el espectáculo con todo el interés que un camello puede sentir hacia algo (es decir, muy poco)—, y consiguió coger el ronzal de un manotazo.

Teppic y Ptraci se ayudaron a cruzar el umbral y emergieron a la locura en que se había convertido la noche. Nadie parecía muy interesado en detenerles.

—Cerrar los ojos ayuda un poco —dijo Ptraci.

Teppic lo intentó. Funcionaba. El trozo de patio que sus ojos le habían estado asegurando era un rectángulo tembloroso cuyos lados vibraban como cuerdas de violín volvió a ser un trozo de patio normal, suponiendo que pudiera creer a sus pies.

—Caray, qué lista eres —dijo Teppic—. ¿Cómo se te ha ocurrido cerrar los ojos?

—Cuando estoy asustada siempre cierro los ojos —dijo Ptraci.

—Buen plan.

—¿Qué está pasando?

—No lo sé y no quiero averiguarlo. Creo que largarse de aquí sería una idea asombrosamente juiciosa y prudente. ¿Qué dijiste que hay que hacer para conseguir que un camello se arrodille? Llevo encima una gran cantidad de objetos punzantes.

El camello estaba muy familiarizado con todas las amenazas e invectivas del lenguaje humano, y se apresuró a arrodillarse. Teppic y Ptraci treparon a la grupa y en cuanto el camello volvió a erguirse sobre sus cuatro patas el paisaje sufrió un nuevo ataque de oscilaciones.

El camello comprendía perfectamente todo lo que estaba ocurriendo. Tres estómagos y un sistema digestivo que no tiene nada que envidiar a una destilería industrial te proporcionan mucho tiempo para no hacer nada y pensar.

No es casualidad que las matemáticas más avanzadas suelan inventarse en los países cálidos. Eso se debe a la resonancia mórfica de todos los camellos, quienes poseen esa expresión desdeñosa que los ha hecho tan famosos como resultado natural de una increíble habilidad para plantear y resolver ecuaciones cuadráticas.

Casi nadie es consciente de que los camellos tienen una aptitud natural para las matemáticas avanzadas, especialmente en todas las facetas de éstas relacionadas con la balística. La evolución les hizo adquirir esa aptitud porque aumentaba considerablemente las posibilidades de sobrevivir. Otros ejemplos de rasgos útiles para la supervivencia son la coordinación entre la mano y el ojo de los seres humanos, el camuflaje de los camaleones y la famosa habilidad para salvar marineros a punto de ahogarse de que dan muestra los delfines cuando existe el más mínimo riesgo de que otros seres humanos se encuentren lo bastante cerca para ver lo que realmente les gustaría hacer —normalmente partirlos en dos de un mordisco—, con los comentarios desfavorables y la lógica hostilidad posterior que provocaría ese tipo de comportamiento.

La verdad es que los camellos son mucho más inteligentes que los delfines.[19] Su inteligencia es tan superior a la de estos que no tardaron en comprender que lo más prudente que puede hacer un animal si no quiere que sus descendientes pasen mucho tiempo encima de una losa con electrodos metidos en el cerebro, colocando minas en el casco de algún barco o siendo tratados con espantosa condescendencia por manadas de zoólogos es asegurarse de que los malditos humanos no averigüen lo inteligentes que son. Así pues, los camellos decidieron ya hace mucho tiempo adoptar un estilo de vida que les garantizaba alimentación y cuidados adecuados y la posibilidad de escupir en el ojo a un humano y salir bien librados a cambio de que aguantaran llevar cargas de un lado a otro y se dejaran pinchar con objetos punzantes.

Y aquel camello en particular —el resultado de millones de años de evolución selectiva orientada a producir una criatura que pudiese contar los granos de arena sobre los que caminaba, tensar los músculos de sus fosas nasales cerrándolas a voluntad y sobrevivir bajo el sol abrasador sin beber agua durante muchos días—, se llamaba Maldito Bastardo.

Y, de hecho, era el matemático más genial de todo el Mundodisco.

Maldito Bastardo estaba pensando. «Parece que nos encontramos ante una inestabilidad dimensional creciente que a juzgar por su aspecto oscila desde los cero hasta casi los cuarenta y cinco grados. Qué interesante. Me pregunto qué la estará causando… Supongamos que V es igual a 3. Supongamos que Tau es igual a Chi/4. rumiarumiarumia. Supongamos que Kappa/y es un tensor diferencial del dominio Monstruo Maloliente[20] con cuatro coeficientes de giro imaginarios…»

Ptraci le golpeó en la cabeza con una de sus sandalias.

—¡Venga, muévete! —chilló.

Maldito Bastardo siguió pensando. «Por lo tanto H elevada al poder capacitador es igual a V/s. rumiarumiarumia. Así pues, en notación hiperlógica…»

Dios estaba saliendo del palacio e incluso había conseguido encontrar a unos cuantos guardias cuyo temor a la desobediencia superaba al terror que les inspiraba aquel mundo tan repentina y misteriosamente distorsionado.

Maldito Bastardo seguía masticando estoicamente.

«… rumiarumiarumia lo cual nos da una oscilación progresivamente acortada muy interesante. ¿Cuál sería el período de esto? Supongamos que el período es igual a x. rumiarumiarumia. Supongamos que t es igual al tiempo. Supongamos que el período inicial…»

Ptraci empezó a saltar sobre su cuello y a golpearlo salvajemente con los talones, una actividad que habría hecho que cualquier antropoide del sexo masculino aullara y se golpeara la cabeza contra la pared más cercana.

—¡No quiere moverse! ¿Es que no piensas pegarle?

Teppic descargó una mano sobre el flanco de Maldito Bastardo golpeándolo con todas sus fuerzas. El único resultado fue que consiguió crear una nube de polvo y dejarse totalmente insensibles todas las terminaciones nerviosas de los dedos de esa mano. Golpear a Maldito Bastardo era como golpear un saco muy grande lleno de colgadores para la ropa.

—Vamos… —murmuró.

Dios alzó una mano.

—¡Alto en nombre del faraón! —gritó.

Una flecha se incrustó en la joroba de Maldito Bastardo.

«… igual a 6,3 recurrente. Reducir. Eso nos da… ay… 314 segundos…»

Maldito Bastardo hizo girar su largo cuello. Sus enormes cejas peludas formaron un par de curvas acusadoras, y los párpados de sus ojos amarillentos se entrecerraron mientras las pupilas se clavaban en el gran sacerdote. Su mente decidió dejar de lado aquel problema tan interesante durante unos momentos y extraer de sus profundidades aquella vieja rama de las matemáticas que su especie había perfeccionado hacía ya muchísimo tiempo y que tan familiar le resultaba.

«Distancia igual a trece metros. Velocidad del viento igual a 2. Vector uno-ocho. rumia. Glutinosidad igual a 7…»

Teppic desenvainó un cuchillo y se preparó para lanzarlo.

Dios tragó una honda bocanada de aire. «Va a ordenar que disparen sus arcos contra nosotros —pensó Teppic—. Me van a matar en mi propio nombre y en mi propio reino…»

«Ángulo dos-cinco. rumia. Fuego…»

El disparo resultó magnífico. La masa de bolo alimenticio poseía el coeficiente de giro y la velocidad de ascenso adecuadas y dio en el blanco con un sonido como… como el que produciría un cuarto de kilo de hierba a medio digerir haciendo impacto en el rostro de alguien. No había ninguna otra cosa que pudiera sonar igual.

El silencio que siguió al impacto resultó curiosamente parecido a la ovación de una sala con todo el público puesto en pie.

El paisaje empezó a sufrir una nueva oleada de distorsiones. Estaba claro que aquel no era un sitio en el que resultara muy aconsejable quedarse. Maldito Bastardo inclinó la cabeza y se contempló las patas delanteras.

«Supongamos que el total de patas es igual a cuatro…» Emprendió un trote que no tardó en volverse carrera. Los camellos parecen tener más rodillas que cualquier otro ser viviente de la creación, y Maldito Bastardo se movía como una máquina de vapor. Había montones de movimientos que formaban ángulos rectos con la dirección del avance acompañados por un atronador concierto de ruidos digestivos.

—Qué animal tan condenadamente estúpido —murmuró Ptraci mientras se iban alejando del palacio—. Bueno, parece que por fin ha entendido lo que esperábamos de él…

«… índice de repetición 3,5/z fijo en condiciones normales. ¿De qué demonios estará hablando? Condenadamente Estúpido vive en Espadarta…»

Las patas de Maldito Bastardo se movían y giraban por los aires como si las articulaciones consistieran en bandas de goma bastante gastadas, pero cada zancada cubría una gran cantidad de terreno. Unos instantes después ya estaban rebotando por las calles de tierra apisonada de la ciudad.

—Está empezando a ocurrir de nuevo, ¿verdad? —preguntó Ptraci—. Voy a cerrar los ojos.

Teppic asintió. Las casas de ladrillos calientes como hogueras que se extendían a su alrededor estaban volviendo a iniciar su movimiento a cámara lenta estilo cámara de los espejos, y el camino subía y bajaba de una forma que ningún terreno mínimamente sólido tenía derecho a utilizar.

—Es como el mar… —dijo Teppic—. ¡Eh! ¡Oh! —añadió.

Maldito Bastardo acababa de dejar atrás un bache.

—Pues yo no estoy mareada —replicó Ptraci con mucha firmeza.

—No, me refería al mar. El océano. Ya sabes, las olas y todo lo demás.

—He oído hablar de eso. ¿Nos persiguen?

Teppic giró sobre la silla de montar.

—No que yo pueda ver —dijo—. Parece como si…

Su posición actual le permitía ver la larga estructura achatada del palacio, el río y la Gran Pirámide que se alzaba en la otra orilla. La tumba quedaba casi oculta por una masa de nubes oscuras, pero lo que podía ver de ella tenía un aspecto decididamente extraño. Teppic sabía que. la Gran Pirámide sólo tenía cuatro caras, y podía verle las ocho.

La Gran Pirámide parecía haber decidido alternar la nitidez con el volverse borrosa, y los instintos de Teppic le advirtieron de que esa clase de decisiones siempre resultaban muy peligrosas, especialmente cuando eran tomadas por varios millones de toneladas de roca. Sintió un impulso apremiante de estar lo más lejos posible de la pirámide. Incluso una criatura con tan poco cerebro como el camello parecía haber tenido la misma idea que él.

Maldito Bastardo estaba pensando.

«Delta al cuadrado. Así pues la presión dimensional k producirá una transformación de noventa grados en Chi(16/x/pu)t en un fardo K de cualquiera de las tres invariables que se tomen. O cuatro minutos, más menos diez segundos…»

El camello inclinó la cabeza y contempló las cuatro almohadillas peludas en que terminaban sus patas.

«Supongamos que la velocidad es igual a galope…»

—¿Cómo has conseguido que hiciera eso? —preguntó Teppic.

—¡No he sido yo! ¡Lo está haciendo él solo! ¡Agárrate!

No resultaba nada fácil. Teppic había ensillado el camello, pero no le había puesto el arnés. Ptraci tenía a su alcance varios puñados de pelo de camello a los que agarrarse, pero Teppic sólo disponía de unos cuantos puñados de Ptraci. No importaba dónde intentara poner las manos: sólo encontraban carne caliente y perfumada que cedía agradablemente bajo sus dedos. Nada de lo que había aprendido durante sus estudios le había preparado para aquello, pero estaba claro que toda la educación de Ptraci había tenido como objetivo prepararla para situaciones semejantes. Su larga cabellera azotaba el rostro de Teppic y le envolvía en el aura irresistible y fascinadora de su perfume.[21]

—¿Estás bien? —gritó Teppic intentando hacerse oír por encima del viento.

—¡Me agarro con las rodillas!

—¡Eso debe de resultar muy difícil!

—¡Te dan clases especiales!

Los camellos galopan lanzando sus patas lo más lejos posible del cuerpo y corriendo como locos después para atraparlas. Maldito Bastardo ascendió por el camino serpenteante que salía del valle con las articulaciones de las patas haciendo un ruido muy curioso y bastante parecido al que habrían producido unas castañuelas que llevaran un par de días metidas dentro de la nevera, y bajó a toda velocidad por la cañada que terminaba en el desierto. Los riscos de caliza de la cañada iban quedando atrás.

Y detrás de ellos la Gran Pirámide sufría los tormentos inconmensurables de la inexorable marea geométrica que le impedía desprenderse de su carga de Tiempo, y aullaba. La gigantesca estructura fue separando su base del suelo, deslizó su inmensa masa por los aires con un movimiento tan imparable como el de un objeto imparable, giró sobre sí misma noventa grados exactos e hizo algo inconcebiblemente feo con la textura del tiempo y el espacio.

Maldito Bastardo avanzaba por la cañada con el cuello extendido al máximo y las imponentes fosas nasales tan dilatadas como las entradas de aire de un motor a reacción.

—¡Está aterrorizado! —chilló Ptraci—. ¡Los animales siempre presienten cuándo van a ocurrir esta clase de cosas!

—¿A qué clase de cosas te refieres?

—¡A los incendios forestales y cosas así!

—¡Pero si aquí no hay árboles!

—Bueno, las inundaciones y… ¡Esas cosas! ¡Tienen un extraño instinto natural que les advierte!

«… Pi 1700[u/v]. E/v lateral. Igual a una rebanada de entre siete y doce…»

El sonido les alcanzó. Era tan silencioso como el de un reloj hecho de dientes de león dando la medianoche, pero poseía presión. El sonido rodó sobre ellos en una marea tan asfixiante como el terciopelo y tan repugnante como un pastel relleno de carne pasada que hubiera recibido unos cuantos golpes.

Y desapareció.

Maldito Bastardo redujo la velocidad gradualmente hasta ponerse al paso, un procedimiento muy complicado que exigía dar instrucciones increíblemente precisas a cada pata por separado.

Hubo una indefinible sensación de alivio y de tensión que se iba disipando.

Maldito Bastardo se detuvo. La claridad que precede al amanecer le permitió localizar un matojo de sifacias espinosas que crecía en un grupo de rocas junto al camino.

«… ángulo izquierdo. X igual a 37. Y igual a 19. Z igual a 43. Mordisco…»

La paz descendió sobre ellos. El silencio era absoluto, dejando aparte los eructos que viajaban por el conducto digestivo del camello y el ulular distante de un búho del desierto.

Ptraci bajó de la grupa y aterrizó torpemente sobre la arena.

—Mi trasero se ha convertido en una ampolla gigante —anunció dirigiéndose al desierto en general.

Teppic bajó de un salto y medio corrió, medio se tambaleó por la pequeña pendiente que había junto al camino, llegó al final y corrió sobre la meseta de caliza agrietada hasta que pudo echar un buen vistazo al valle.

El valle ya no estaba allí.


Dil el maestro embalsamador despertó. Aún estaba oscuro y su cuerpo vibraba con la sensación cosquilleante de que algo iba mal. Salió de la cama, se vistió apresuradamente y apartó la cortina que cumplía las funciones de puerta.

Y se encontró con una noche tan hermosa y negra como el terciopelo negro. El cántico de los insectos no lograba tapar del todo otro sonido, un débil ruido a fritura o chisporroteo tan débil que casi se hallaba en los límites de la audición.

Quizá era lo que le había despertado. El aire estaba caliente y saturado de humedad. Hilillos de neblina brotaban del río y…

Las pirámides no estaban descargando energía. Dil había crecido en aquella casa. La casa era propiedad de la familia de maestros embalsamadores desde hacía miles de años, y Dil había visto arder a las pirámides con tanta frecuencia que ya no se fijaba en las llamas, de la misma forma que tampoco era consciente de su propia respiración. Pero ahora las pirámides estaban oscuras y silenciosas, y el silencio gritaba, y la oscuridad tenía mil ojos que se clavaban en ti.

Pero eso no era lo peor. Sus aterrorizadas pupilas fueron subiendo hacia el cielo vacío que se extendía por encima de la necrópolis, vieron las estrellas y aquello a lo que estaban pegadas.

Dil estaba aterrado, y cuando tuvo tiempo de pensar en todo aquello con un poco más de calma se avergonzó de sí mismo. «Después de todo —pensó—, es justo lo que siempre nos habían dicho que estaba allí. Todo encaja. Lo único que ocurre es que lo estoy viendo bien por primera vez, nada más…»

Dil se preguntó si aquellos razonamientos le hacían sentirse un poco mejor.

«No», se respondió.

Giró sobre sí mismo y echó a correr por la calle con las sandalias golpeando ruidosamente las plantas de sus pies hasta llegar a la casa que albergaba a Gern y su numerosa familia. Arrancó por la fuerza al aprendiz de embalsamador de la esterilla de dormir comunal sin hacer ningún caso de sus protestas, le llevó a rastras hasta la calle y le hizo levantar el rostro hacia el cielo.

—¡Dime qué ves! —siseó.

Gern entrecerró los ojos para ver mejor.

—Puedo ver las estrellas, maese Dil —dijo.

—¿Y dónde están las estrellas, chico?

Gern se relajó un poquito.

—Oh, es una pregunta muy fácil de responder, maese Dil. Todo el mundo sabe que las estrellas están incrustadas en el cuerpo de la diosa Nept, que se arquea sobre nosotros apoyándose en… Oh, infiernos.

—¿Tú también puedes verla?

—Oh, mami —murmuró Gern, y se fue doblando lentamente sobre sí mismo hasta quedar arrodillado en el suelo.

Dil asintió. El maestro embalsamador siempre había sido un hombre devoto. Saber que los dioses estaban allí te ayudaba a soportar los pequeños problemas cotidianos. Lo terrible era darse cuenta de que ahora estaban aquí.

Porque lo que se arqueaba en el cielo era el cuerpo de una mujer de piel levemente azulada sobre el que la acuosa luz de las estrellas creaba débiles juegos de luces y sombras.

La mujer era enorme. Sus estadísticas entraban en la categoría de lo interestelar. La sombra que se extendía entre sus pechos galácticos era una nebulosa oscura, la curva de su estómago una gigantesca extensión de gas resplandeciente, su ombligo la negra incandescencia burbujeante dentro de la que nacen las estrellas. No estaba sosteniendo el cielo. La mujer era el cielo.

Los ojos de aquel inmenso rostro melancólico suspendido del revés sobre el horizonte se hallaban clavados en Dil, y Dil estaba empezando a comprender que hay muy pocas cosas que puedan hacer tambalear los cimientos de tus creencias de una forma tan rotunda como el ver con toda claridad y precisión el objeto de esas creencias. Contra lo que afirma la sabiduría popular, ver algo no produce el resultado automático de creer en ese algo. Cuando eso ocurre la fe deja de existir porque ya no es necesaria.

—Oh, que el Empape me salve —gimió Gern.

Dil le atizó un puñetazo en el brazo.

—Para ya —dijo—. Y ven conmigo.

—Oh, maese Dil, ¿qué vamos a hacer?

Dil contempló la ciudad dormida que se extendía a su alrededor.

No tenía ni la más mínima idea.

—Iremos al palacio —dijo con voz firme y decidida—. Lo más probable es que todo esto sea un truco de la… de la… de la oscuridad. Y de todas formas no tardará en salir el sol.

Dil echó a caminar pensando lo mucho que le habría gustado poder estar dentro del pellejo de Gern. Ah, si estuviera en su lugar le enseñaría lo que era el auténtico terror balbuceante y tembloroso… El aprendiz de embalsamador le siguió moviéndose con una mezcla de trote y deslizamiento asustado.

—¡Veo sombras entre las estrellas, maese Gern! Maese Gern, ¿podéis verlas? ¡Hay sombras en el borde del mundo, maese Gern!

—No son más que neblinas, chico —dijo Dil.

Estaba concentrando todas sus energías mentales en la tarea de mirar hacia adelante y mantener la postura digna y segura de sí misma que se espera del Guardián de la Puerta Izquierda de la Logia Natrónica y de un artesano cuyo manejo de la aguja ha sido premiado con varias medallas.

—Ahí —dijo—. ¡Mira, Gern, está saliendo el sol! Los dos se quedaron quietos y volvieron la cabeza en esa dirección. Y un instante después Gern empezó a emitir unos gimoteos casi inaudibles.

Una gran bola llameante estaba subiendo lentamente por el cielo. Y la bola era empujada por un escarabajo pelotero tan grande como unos cuantos mundos de buen tamaño.

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