Terry Pratchett Pirómides

LIBRO PRIMERO EL LIBRO DEL GRAN MUNDO

Estrellas y nada más que estrellas esparcidas sobre la negrura como si el Creador hubiera roto de un puñetazo el parabrisas de su coche y no se hubiera tomado la molestia de recoger los trozos.

Esto es el abismo que se extiende entre los universos, las gélidas profundidades del espacio que no contienen nada salvo alguna que otra molécula perdida, unos cuantos cometas extraviados y…

…pero entonces un círculo de negrura cambia ligeramente de posición, el ojo vuelve a evaluar la perspectiva y lo que parecía ser la impresionante distancia de algún como-se-llame interestelar se convierte en un mundo que flota bajo el manto de la oscuridad, y sus estrellas pasan a ser las luces de lo que haciendo un cierto esfuerzo imaginativo puede llamarse civilización.

El mundo se mueve perezosamente y queda revelado como el Mundodisco, ese círculo plano que es transportado a través del espacio por los cuatro elefantes que se mantienen en pie sobre la concha de la Gran A'tuin, la única tortuga que ha tenido el honor de aparecer en el Diagrama Hertzprung-Russell. A'tuin… dieciséis mil kilómetros de tortuga cuya concha está espolvoreada por la escarcha de los cometas muertos y señalada por los impactos de los meteoros y cuyos ojos poseen albedo propio. Nadie sabe cuál es la razón de que A'tuin exista, pero lo más probable es que sea cuántica.

En un mundo situado sobre la concha de una tortuga pueden ocurrir muchas cosas raras.

Y ya están ocurriendo.

Las estrellas que se ven abajo son hogueras de campamentos perdidos en el desierto y las luces de aldeas remotas acurrucadas sobre las montañas tapizadas de bosques. Los pueblos son nebulosas, las ciudades constelaciones inmensas. Por ejemplo, la colosal salpicadura de claridad que es Ankh-Morpork brilla con la intensidad de dos galaxias que acaban de chocar.

Pero lejos de los grandes centros de población, allí donde el Mar Circular se encuentra con el desierto, hay una línea de frío fuego azul. Llamas tan heladas como las laderas del Infierno suben rugiendo hacia el cielo. Una luz fantasmagórica parpadea sobre el desierto.

Las pirámides milenarias del valle del Djel arden en la noche desprendiéndose de la energía acumulada.

Es posible que los chorros de energía que brotan de sus cúspides paracósmicas arrojen luz sobre muchos misterios en los capítulos venideros. Quizá nos revelen la respuesta a preguntas como por qué las tortugas odian la filosofía, por qué un exceso de religión es malo para las cabras y qué es lo que realmente hace la servidumbre femenina de un palacio durante todas las horas que debería invertir en quitar el polvo.

De una cosa no cabe duda, y es que nos revelarán lo que pensarían nuestros antepasados si estuvieran vivos hoy. La gente suele especular sobre ese tema. ¿Aprobarían la sociedad actual, se maravillarían ante los logros de nuestros tiempos? Pero, naturalmente, todas esas especulaciones siempre pasan por alto un punto fundamental. Si vivieran nuestros antepasados no pensarían en ninguna de esas cosas. Estarían demasiado ocupados haciéndose una única pregunta: «¿Por qué está todo tan oscuro?»

El gran sacerdote Dios abrió los ojos. El frescor del amanecer se estaba adueñando del valle, y Dios llevaba bastante tiempo sin dormir. De hecho, no podía recordar cuándo había dormido por última vez. El sueño se parecía demasiado a lo otro y, de todas formas, ya no parecía necesitarlo. Acostarse un rato resultaba más que suficiente… por lo menos el acostarse aquí parecía bastar. Los venenos de la fatiga se iban disipando igual que se disipaba todo lo demás. Durante un tiempo, claro.

El suficiente para cumplir con sus deberes.

Sacó las piernas de la losa situada en el centro de la cámara. Su mano derecha aferró el báculo-serpiente insignia de su rango sin que su cerebro tuviera que ordenárselo. Dios siguió sentado sobre la losa el tiempo suficiente para hacer otra marca en la pared, se ciñó los pliegues de la túnica alrededor del cuerpo y recorrió con paso veloz el pasadizo que hacía pendiente hasta emerger a la luz del día. Las palabras de la Invocación al Nuevo Sol ya estaban desfilando por su mente. La noche había quedado olvidada, el día se extendía delante de él. Había muchos consejos prudentes y sabios que dar, y Dios sólo existía para servir.

No puede afirmarse que Dios poseyera el dormitorio más extraño del mundo, pero sí es cierto que a lo largo de toda la historia nadie ha abierto los ojos, se ha levantado y ha salido de un dormitorio más extraño que el suyo.


Y el sol avanzaba a través del cielo.

Muchas personas se han preguntado por qué. Algunas creen que el sol es empujado por un gigantesco escarabajo pelotero. La explicación es ingeniosa, pero peca de una cierta imprecisión técnica y aparte de eso tiene el inconveniente de que, como quizá acaben revelando ciertas circunstancias futuras, posiblemente sea correcta.

El sol consiguió llegar al punto en que debía iniciar el descenso sin que le ocurriese nada desagradable[1], y el azar quiso que los últimos rayos de su agonía entraran por una ventana de la ciudad de Ankh-Morpork y se reflejaran en un espejo.

Era un espejo de cuerpo entero. Todos los asesinos tienen un espejo de cuerpo entero en su habitación porque matar a alguien yendo mal vestido sería un terrible insulto para la víctima.

Teppic se estaba observando con mucha atención. El traje le había costado hasta su última moneda, y el sastre se había permitido tantos excesos con la seda negra que cada movimiento de Teppic iba acompañado por un susurro. Sí, no estaba nada mal…

Y el dolor de cabeza parecía estarse esfumando. Teppic había pasado un día terrible, y había llegado a temer que tendría que empezar el examen con un montón de manchitas púrpuras bailoteando delante de sus ojos.

Teppic suspiró, abrió la caja negra, cogió sus anillos y se los puso. Al lado había otra caja que contenía un juego de cuchillos de acero klatchiano cuyas hojas habían sido oscurecidas con el hollín de una lámpara. Varios artefactos de diseño tan astuto como complicado fueron extraídos de bolsas de terciopelo y colocados dentro de los bolsillos del traje. Un par de tlingas arrojadizas provistas de la típica hoja larga desaparecieron dentro de las vainas ocultas en el interior de sus botas. Teppic arrolló la delgada pero muy resistente cuerda de seda terminada en un gancho plegable alrededor de su cintura y la tensó sobre la camisa de cota de malla. La cerbatana fue unida a la tira de cuero y quedó oculta a su espalda debajo de la capa. Después cogió una cajita de latón que contenía un surtido de dardos —cada punta estaba protegida con un corcho y el código Braille grabado en los ástiles permitía escoger el más adecuado sin perder ni un momento incluso estando a oscuras—, y se la guardó en un bolsillo.

Torció el gesto, examinó la hoja de su estoque y se colocó la faltriquera sobre el hombro derecho para contrarrestar el peso de la bolsa que contenía las bolas de plomo de la honda. Después repasó su lista mental de preparativos, abrió el cajón de los calcetines y sacó de él una mini-ballesta, un frasco de aceite, un manojo de ganzúas y, después de pensarlo un poco, una daga, una bolsa que contenía tachuelas especiales de varios tamaños para sembrar suelos y unos nudillos de hierro.

Teppic cogió su sombrero y examinó el forro para asegurarse de que el alambre estrangulador seguía en su sitio. Después lo colocó sobre su cabeza en un ángulo lo más elegante posible, lanzó una última mirada de satisfacción a su reflejo, giró sobre sus talones y se fue desplomando muy, muy despacio.


El verano estaba siendo bastante duro con Ankh-Morpork. Hacía mucho, mucho calor. Las ciudades no sudan, pero Ankh-Morpork no es una ciudad cualquiera y apestaba.

El gran río había quedado reducido a un rezumar de algo parecido a la lava que iba desde Ankh, la parte más elegante y con mejor reputación de la ciudad, hasta Morpork, la parte de la ciudad que se encontraba en la orilla opuesta. Morpork no era elegante y no tenía prácticamente ninguna reputación. Morpork parecía un cruce entre una ciudad y un pozo de brea, y no había mucho que se pudiera hacer para empeorarla. Un impacto directo de meteorito, por ejemplo, habría sido considerado como un enérgico y astuto intento de mejora urbana.

La mayor parte del río se había convertido en una corteza de barro agrietado. El sol parecía un gigantesco gong de cobre clavado en el cielo. El calor que había secado el río freía a la ciudad durante el día y la horneaba durante la noche. Los viejos maderos se retorcían, y la red de ciénagas tradicionalmente usada como calles se resecaba dejando escapar nubes asfixiantes de polvo color ocre.

No era el clima más adecuado para Ankh-Morpork, una ciudad de temperamento algo sombrío que se sentía mucho más a gusto rodeada de neblinas, goteras, ráfagas de aire frío y sigilosos deslizamientos en la oscuridad. Ankh-Morpork jadeaba en el centro del tostadero formado por las llanuras consumiéndose como un sapo colocado encima de un ladrillo que llevara horas calentándose al fuego. El calor resultaba asfixiante incluso cuando faltaba poco para la medianoche —como ahora—, y el manto de terciopelo chamuscado del verano flotaba sobre las calles agarrando a la atmósfera por la garganta y estrujándola hasta dejarla sin aliento.

Una ventana se abrió en la fachada norte de la Casa del Gremio de los Asesinos girando sobre sus bisagras con un chasquido casi imperceptible.

Teppic —quien se había librado de algunas de sus armas más pesadas, cosa que hizo con considerable reluctancia— tragó una honda bocanada de aquel aire abrasador y estancado.

Por fin…

Ésta era la gran noche.

Todos decían que tenías una posibilidad entre dos… a menos que te tocara examinarte con Mericet, en cuyo caso sería mejor que te rajaras la garganta antes de empezar.

Teppic tenía clase de Estrategia y Teoría de los Venenos con Mericet cada jueves por la tarde, y no se llevaba demasiado bien con él. Los dormitorios de la Escuela de Asesinos eran un hervidero de rumores que giraban alrededor de Mericet. El número de asesinatos, el asombroso despliegue de técnicas distintas… En su época Mericet había roto todos los records. Decían que incluso había liquidado al Patricio de Ankh-Morpork… no al actual, naturalmente, sino a uno de los que estaban muertos.

Quizá le tocaría examinarse con Nivor, un hombrecillo gordo y jovial al que le encantaba comer y que daba clase de Trampas y Argucias Letales los martes. Teppic tenía un talento natural para tender trampas, y se llevaba muy bien con el profesor. O quizá le tocaría examinarse con le Kompte de Yoyo, quien tenía a su cargo la enseñanza de Idiomas Modernos y Música… A Teppic no se le daban muy bien ninguna de las dos asignaturas, pero le Kompte era un entusiasta de la escalada urbana y tenía debilidad por los chicos que compartían su afición a balancearse muy por encima de las calles de la ciudad sosteniéndose con una sola mano.

Teppic pasó una pierna por encima del alféizar y desenrolló la cuerda de seda. Enganchó el garfio en un desagüe situado dos pisos por encima de su cabeza y saltó por el hueco de la ventana.

Un asesino jamás utiliza la escalera.


Si queremos establecer cierta continuidad con los acontecimientos posteriores, quizá haya llegado el momento de explicar que el matemático más genial de toda la historia del Mundodisco estaba acostado y cenaba apaciblemente.

Resulta interesante observar que debido a la constitución propia de su especie la cena de dicho matemático consistía en su almuerzo.


Teppic dejó atrás el parapeto adornado con multitud de tallas que se alzaba cuatro pisos por encima de la Calle de la Filigrana cuando los gongs empezaban a resonar por toda Ankh-Morpork anunciando la llegada de la medianoche. Su corazón latía a gran velocidad.

Había una silueta delineada contra el telón de fondo de los últimos residuos de claridad dejados por el ocaso. Teppic se quedó inmóvil junto a una gárgola particularmente repulsiva para hacer un rápido examen de sus opciones.

Los rumores más sólidos que circulaban entre los estudiantes afirmaban que inhumar al examinador antes de que empezara el examen equivalía a obtener un aprobado automático. Teppic sacó un cuchillo Número Tres de su vaina y lo sopesó con expresión pensativa. Naturalmente, cualquier intentona o movimiento cuya intención declarada fuese la eliminación del examinador provocaría un suspenso igualmente automático y la pérdida de todos los privilegios docentes.[2]


La silueta no podía estar más inmóvil. Los ojos de Teppic se desplazaron hacia el laberinto de chimeneas, gárgolas, conductos de ventilación, puentes y escaleras que componían el decorado de los tejados de AnkhMorpork.

«Claro —pensó—. Es un muñeco. Se supone que lo atacaré y eso quiere decir que él me está observando desde algún sitio… ¿Podré localizarle? No. Por otra parte, quizá se supone que pensaré que es un muñeco, a menos que él ya haya pensado que yo pensaré que…»

Descubrió que sus dedos habían empezado a tamborilear sobre la gárgola y se apresuró a ordenarles que se estuvieran quietos. ¿Cuál era el curso de acción más prudente en su situación actual?

Un grupo de juerguistas atravesó con paso tambaleante un charco de luz en la calle, cuatro pisos por debajo de donde estaba Teppic.

Teppic guardó el cuchillo en la vaina y se irguió.

—Señor… —dijo—. Estoy aquí.

—Muy bien —murmuró secamente una voz junto a su oreja.

Teppic pensó que la voz sonaba un poco extraña, pero siguió mirando hacia adelante. Mericet surgió de la nada delante de él y se quitó la capa de polvo gris que cubría sus huesudas facciones. Extrajo un trozo de tubería de su boca, lo arrojó a un lado, metió una mano dentro de su jubón y sacó una tablilla de anotaciones. Iba tan abrigado como si estuvieran en pleno invierno. Mericet era de la clase de personas que es capaz de congelarse incluso estando en el interior de un volcán.

—Ah… —dijo, y su voz goteaba desaprobación—. El señor Teppic, ¿eh? Bien, bien.

—Hace una noche excelente, señor —dijo Teppic. El examinador replicó con una mirada gélida que parecía sugerir que cualquier tipo de observación sobre el clima sería recompensada automáticamente sustrayendo un punto de la calificación e hizo una anotación en su tablilla.

—Empezaremos con unas cuantas preguntas —dijo.

—Como desee, señor.

—¿Cuál es la longitud máxima permitida en un cuchillo de lanzamiento? —preguntó Mericet.

Teppic cerró los ojos. Durante la última semana no había leído nada que no fuese el Vertebrato. Podía ver la página ahora mismo flotando delante de la parte interior de sus párpados, pero las líneas borrosas del texto parecían burlarse de él. Los compañeros de clase que se las daban de enterados le habían asegurado que los examinadores jamás hacían preguntas sobre longitudes y pesos. «Suponen que te aprenderás de memoria las longitudes, los pesos y las distancias de lanzamiento, pero nunca…»

El terror le atravesó el cerebro como si fuese un alambre al rojo vivo y pateó despiadadamente su memoria haciendo que se pusiera en funcionamiento. Teppic vio la página con toda claridad.

—La longitud máxima de un cuchillo de lanzamiento puede ser de diez dedos o de doce si está lloviendo —recitó—. La distancia de lanzamiento…

—Nombre tres venenos que puedan ser administrados a través del oído.

Una brisa surgió de la nada, pero no produjo ningún efecto refrescante y se limitó a remover el calor de un lado a otro.

—El agárico de avispa, el acorión púrpura y la mostiza, señor —se apresuró a replicar Teppic.

—¿Y por qué no el espimato? —contraatacó Mericet con la rapidez de la serpiente.

—Se-señor, porque el espimato no es un ve-veneno, señor —logró tartamudear Teppic—. Es un antídoto extremadamente raro contra los venenos de algunas serpientes, y se obtiene… —Teppic sintió que iba cobrando seguridad en sí mismo y empezó a hablar más despacio. Todas aquellas horas de repasar viejos diccionarios parecían haber servido de algo…—, se obtiene del hígado del ganso hinchable, el cual…

—¿Cuál es el significado de este signo? —preguntó Mericet.

—… sólo se encuentra en…

La voz de Teppic se fue debilitando hasta perderse en el silencio. Inclinó la cabeza, entrecerró los ojos para ver mejor la complicada runa que había en la tarjeta sostenida por la mano de Mericet y acabó dejando que su mirada volviera a perderse más allá de una de las orejas del examinador.

—No tengo ni la más mínima idea, señor —dijo. Le pareció que sus oídos acababan de detectar una inhalación de aire tan débil que resultaba casi imperceptible y lo que podía ser la semilla infinitesimal de la que nacería un gruñido de satisfacción—. Pero si estuviera al revés… —siguió diciendo—. Si estuviera al revés sería un signo del Gremio de los Ladrones cuyo significado es «Casa con perros que ladran mucho».

El silencio que siguió a sus palabras fue absoluto, pero sólo duró un momento.

—¿Es cierto que la soga de asesinar está permitida en todas las categorías? —preguntó la voz del viejo asesino desde un lugar situado más o menos junto a su hombro derecho.

—Señor, las reglas indican que se harán tres preguntas —protestó Teppic.

—Ah. Y ésa es tu respuesta, ¿no?

—Eh… No, señor. Sólo era una observación, señor. La respuesta que corresponde a su pregunta es que todas las categorías pueden llevar encima la soga de asesinar, pero sólo los asesinos del tercer grado pueden utilizarla como una de las tres opciones… señor.

—Estás seguro de eso, ¿verdad?

—Señor…

—¿Quieres reconsiderarlo? ¿Deseas cambiar tu respuesta?

La voz del examinador se había vuelto tan untuosa que se habría podido utilizar para engrasar los ejes de una carreta.

—No, señor.

—Muy bien.

Teppic se relajó. La parte trasera de su túnica estaba empapada de un sudor helado y la tela se le había empezado a pegar a la espalda.

—Y ahora quiero que vayas hasta la Calle de los Tenedores de Libros obedeciendo todas las señales, sin apresurarte y etcétera, etcétera —dijo Mericet—. Te veré en la habitación que está debajo de la torre del gong en el cruce con el Callejón de las Auditorías. Y… ah, sí, ten la bondad de coger esto.

Le entregó un sobre no muy grande.

Teppic le entregó un recibo. Mericet se introdujo en el charco de sombras que había junto a una chimenea y desapareció.

El examinador nunca había sido muy amante de las ceremonias y las despedidas espectaculares.

Teppic hizo unas cuantas inspiraciones lo más profundas posible y dejó caer el contenido del sobre en la palma de su mano. El sobre contenía un bono del Gremio extendido al portador por valor de diez mil dólares de Ankh-Morpork. Era un documento de lo más impresionante coronado por el capuchón y la daga del sello gremial.

Bueno, ahora ya no podía echarse atrás… Había aceptado el dinero. O sobrevivía, en cuyo caso naturalmente seguiría la tradición y donaría el dinero al fondo para viudas y huérfanos del Gremio, o éste sería recuperado de su cadáver. El bono tenía las esquinas un poco arrugadas, pero Teppic no logró encontrar ninguna mancha de sangre.

Examinó sus cuchillos, se puso bien el cinturón del estoque, echó una rápida mirada a su espalda y empezó a trotar hacia su destino.

Teppic se consoló pensando que Mericet podría haber escogido un sitio mucho peor. Los rumores que corrían entre los estudiantes afirmaban que sólo había media docena de rutas usadas durante los exámenes, y las noches de verano estaban repletas de estudiantes que se enfrentaban a los tejados, torres, aleros y desagües de la ciudad. La escalada urbana era un deporte por derecho propio que contaba con muchos practicantes en todas las fraternidades estudiantiles; y también era una de las pocas actividades en las que Teppic estaba seguro de poder hacer un buen papel. Había sido capitán del equipo que derrotó a la Casa del Escorpión durante la final de los Juegos de Pared. Y ésta era una de las rutas más sencillas…

Llegó al final del tejado, se dejó caer, aterrizó sobre una cornisa y corrió sin ninguna clase de problemas a lo largo del edificio dormido, saltó la corta distancia que le separaba de las baldosas que cubrían el tejado del gimnasio de la Asociación de Jóvenes Adoradores Reformados de Bel-Shamharoth, Dios de las Viscosidades Purulentas, bajó rápidamente por la pendiente gris, trepó cuatro metros de pared sin reducir la velocidad y se encontró sobre el tejado del Templo de la Ciega Io.

Una luna llena de color anaranjado se cernía sobre el horizonte. Allí arriba soplaba una auténtica brisa, y aunque no tuviera mucha potencia después del calor asfixiante de las calles resultaba tan refrescante como una ducha fría. Teppic apretó el paso disfrutando de la agradable caricia del aire en su cara y saltó del tejado siguiendo una trayectoria calculada con impecable precisión para hacerle caer sobre el tablón que llevaba al otro lado del Callejón de la Tapa de Latón.

Y descubrió que alguien, decidido a desafiar todas las leyes de la probabilidad, se había llevado el tablón.


En momentos así la vida de una persona pasa a toda velocidad por delante de sus ojos…


Su tía había llorado de una forma que Teppic encontró más melodramática que otra cosa, quizá porque la conocía muy bien y sabía que la anciana señora era más dura que el empeine de un hipopótamo. Su padre lucía su expresión más adusta y digna —aunque a veces se olvidaba de que debía mantenerla y parecía simplemente distraído—, e intentaba apartar las tentadoras imágenes de riscos y peces que se obstinaban en invadir su mente. Los sirvientes estaban alineados a lo largo del pasillo formando una doble hilera que empezaba al pie de la escalera principal, doncellas del palacio a un lado y eunucos y mayordomos al otro. Las mujeres le saludaron con una reverencia cuando pasó por delante de ellas, lo cual creó un efecto de ondulación sinoidal francamente hermoso que el matemático más genial de todo el Mundodisco habría apreciado si no fuera porque en aquellos momentos estaba muy ocupado dejando que un hombrecillo vestido con lo que parecía un camisón le golpeara con un palo.

—Pero… —La tía de Teppic se sonó la nariz—. Después de todo es un oficio, ¿no?

El padre de Teppic le dio unas palmaditas en la mano.

—Tonterías, flor del desierto —dijo—. Como mínimo es una profesión.

—¿Y dónde está la diferencia? —sollozó la tía de Teppic.

El padre de Teppic suspiró.

—Tengo entendido que en el dinero. Estoy seguro de que le sentará bien. Verá mundo, hará amigos, se pulirá un poco y estará tan ocupado que no tendrá tiempo de hacer travesuras y meterse en líos.

—Pero… El asesinato… Y es tan joven, y nunca ha mostrado ni la más mínima inclinación a… —La tía de Teppic se limpió los ojos con la esquina del pañuelo—. Eso no ha podido heredarlo de nuestro lado de la familia —añadió en un tono considerablemente acusatorio—. Ese cuñado tuyo…

—El tío Virt —dijo el padre de Teppic.

—¡Ir por el mundo matando gente!

—Creo que no utilizan esa palabra —dijo el padre de Teppic—. Creo que prefieren términos como «concluir» o «anular». O «inhumar», según tengo entendido.

—¿Inhumar?

—Creo que es bastante parecido al exhumar, oh majestuoso fluir de las aguas, sólo que se hace antes de que te entierren.

—Pues yo creo que es horrible —replicó ella sorbiendo aire por la nariz—. Pero Lady Nooni me ha comentado que sólo uno de cada quince muchachos logra pasar el examen final. Quizá deberíamos seguirle la corriente hasta que se dé cuenta de que es una locura…

El faraón Teppicamón XXVII asintió con expresión más bien lúgubre y se dispuso a despedirse de su hijo. Su hermana estaba convencida de que el asesinato era algo muy desagradable, pero él no estaba tan seguro. Llevaba mucho tiempo metido en política aunque fuese de mala gana, y tenía la impresión de que aunque el asesinato probablemente fuese peor que los debates parlamentarios era indudablemente mejor que la guerra, y ello a pesar de que algunas personas opinasen que se trataba de lo mismo sólo que bastante más ruidoso. Además, no se podía negar que el joven Virt siempre parecía disponer de montones de dinero y solía aparecer en palacio luciendo un envidiable bronceado obtenido en algún lugar exótico trayendo consigo regalos carísimos y montones de historias sobre las personas interesantes a las que había conocido en el extranjero. La mayoría de sus relaciones con esas personas duraban muy poco, pero oyéndoselas contar a Virt no cabía duda de que habían sido muy emocionantes.

Ah, si Virt estuviera aquí para aconsejarle… Su Majestad también había oído comentar que sólo un estudiante de cada quince llegaba a convertirse en asesino. No tenía muy claro qué ocurría con los otros catorce, pero estaba casi seguro de que si eras un estudiante pobre matriculado en la Escuela de Asesinos tus condiscípulos te atormentaban arrojándote algo más que tizas y sospechaba que los menús servidos en el comedor escolar debían poseer toda una dimensión extra de sorpresas e incertidumbre.

Pero todo el mundo estaba de acuerdo en que la Escuela de Asesinos ofrecía la mejor educación que se podía encontrar en el mundo. Un asesino cualificado debía sentirse a sus anchas en cualquier ambiente y tenía que ser capaz de tocar por lo menos un instrumento musical. Cualquier persona inhumada por un graduado de la escuela del Gremio podía iniciar su eterno descanso con la satisfacción que proporciona el saber que has sido anulado con todo el buen gusto y la discreción que sólo un profesional está en condiciones de garantizar.

Y, después de todo, si Teppic se quedaba en casa… ¿Qué se le podía ofrecer? Un reino de tres kilómetros y medio de anchura y doscientos cincuenta de longitud que quedaba casi totalmente sumergido durante la estación de las inundaciones, amenazado a un lado y a otro por vecinos mucho más poderosos que toleraban su existencia sólo porque el que estuviera allí les evitaba pasarse la vida guerreando entre ellos.

Oh, sí, hubo un tiempo en el que Djelibeibi[3] había sido grande cuando recién llegadas presuntuosas como Espadarta y Efebas sólo eran pandillas de nómadas con toallas alrededor de la cabeza; pero lo único que quedaba de aquellos días de esplendor era un palacio que devoraba una fortuna cada año sólo en mantenimiento y reparaciones, unas cuantas ruinas polvorientas en el desierto y —el faraón lanzó un suspiro—, las pirámides, claro. No había que olvidar las pirámides…

Sus antecesores habían sido unos fanáticos de las pirámides. El faraón no compartía su entusiasmo por ellas. Las pirámides habían terminado provocando la bancarrota del país y lo habían dejado más seco de lo que jamás podría dejarlo un retraso en los desbordamientos del río. La situación había llegado a tales extremos que actualmente la única maldición que podían permitirse el lujo de poner en una tumba era «Largo de aquí».

Las únicas pirámides que le gustaban eran las mini-miniaturas que había al extremo del jardín, ésas cuyo número iba aumentando con cada defunción producida entre los felinos del palacio.

Y también estaba la promesa que le había hecho a la madre del chico.

Artela… La echaba de menos. Su decisión de tomar una esposa nacida fuera del Reino había provocado una conmoción terrible, y algunas de sus costumbres de extranjera resultaban incomprensibles y fascinantes incluso para él. Quizá fuese ella la que le había hecho adquirir aquella extraña aversión a las pirámides; algo que en Djelibeibi resultaba tan poco corriente como tener aversión al respirar. Pero le había prometido que Pteppic estudiaría fuera del reino. Artela había insistido en ello.

—En este sitio la gente nunca aprende nada —solía decir—. Se limitan a recordar cosas.

Ah, si hubiera recordado que no debía nadar en el río…

El faraón observó cómo dos sirvientes colocaban el baúl de Teppic en la parte trasera del carruaje y puso una mano sobre el hombro de su hijo en un gesto paternal que carecía de precedentes en la memoria de ambos.

La verdad es que no sabía qué decir. «Nunca hemos dispuesto del tiempo necesario para conocernos el uno al otro —pensó—. Podría haberle dado tantas cosas… Unos cuantos escondites a prueba de registros no le habrían ido nada mal.»

—Esto… —dijo—. Bueno, muchacho…

—¿Sí, padre?

—Es la… eh… la primera vez que estarás fuera sin ir acompañado y…

—No, padre. El verano pasado estuve en casa de Lord Ejemta-jem, ¿no te acuerdas?

Oh, ¿de veras?

El faraón recordaba que el verano pasado el palacio le había parecido más silencioso que de costumbre, pero lo había achacado a los nuevos tapices.

—En fin… —dijo—. Ya casi tienes trece años y…

—Doce, padre —dijo Teppic pacientemente.

—¿Estás seguro?

—Mi cumpleaños fue el mes pasado, padre. Me regalaste un calentador de latón para poner en los pies de la cama.

—¿De veras? Qué regalo tan curioso… ¿Y te dije por qué había escogido regalarte precisamente eso?

—No, padre. —Teppic alzó la cabeza y contempló los apacibles y siempre un poco perplejos rasgos de su padre—. Es un calentador excelente y de muy buena calidad —añadió para tranquilizarle—. Me gusta mucho, y es muy útil en invierno.

—Oh. Bien. Esto…

Su Majestad dio unas cuantas palmaditas más sobre el hombro de su hijo tan distraídamente como el hombre que tamborilea con los dedos sobre su escritorio mientras intenta pensar en lo que dirá a continuación. Su rostro se iluminó de repente como si acabara de tener una idea.

Los sirvientes habían acabado de asegurar el baúl sobre el techo del carruaje y el conductor esperaba pacientemente junto a él manteniendo abierta la puerta.

—Cuando un joven se dispone a aventurarse en el mundo hay… —Su Majestad vaciló—. Hay… Eh… Bueno, ese joven debe recordar que… Lo importante es que el mundo es muy grande, y que tiene toda clase de… Y, naturalmente, eso resulta especialmente importante en la ciudad, donde hay muchos… eh… adicionales que…

Se quedó callado y movió una mano de un lado a otro como si hubiese olvidado lo que quería decir.

Teppic cogió la mano que oscilaba delante de él y la apretó suavemente.

—No te preocupes, padre —dijo—. El gran sacerdote… Dios me ha explicado todo lo que he de saber para no quedarme ciego, y también me ha dicho que debo bañarme con regularidad.

Su padre parpadeó y le contempló sin decir nada.

—No te estarás quedando ciego, ¿verdad? —preguntó por fin.

—Parece que no, padre.

—Oh. Bien. Estupendo —dijo el faraón—. Estupendo, realmente estupendo… Eso sí que es una buena noticia.

—Creo que será mejor que suba al carruaje, padre. Si me entretengo un poco más perderé la marea.

Su Majestad asintió y empezó a darse palmaditas en los bolsillos.

—Había algo que… —murmuró.

Logró encontrar lo que buscaba —una bolsita de cuero—, la metió en un bolsillo de Teppic e intentó repetir la rutina de la mano en el hombro.

—No es nada, no es nada, no me lo agradezcas —murmuró—. Y no se lo digas a tu tía… Oh, claro, tampoco podrías. Ha ido a acostarse un rato. Esto ha sido terrible para ella.

Ya sólo quedaba una cosa por hacer, y era que Teppic fuera a sacrificar una gallina ante la estatua de Khuft, el fundador de Djelibeibi, para que la mano de su antepasado guiara sus pasos por el gran mundo. La gallina era bastante pequeña, y cuando Khuft hubo terminado con ella pasó a convertirse en el almuerzo del rey.

La verdad es que Djelibeibi era un reino muy pequeño bastante absorto en sí mismo, e incluso sus plagas dejaban bastante que desear. Todo reino con río que se respete un poco a sí mismo sufre terribles plagas sobrenaturales, pero la más pavorosa que el Viejo Reino había conseguido escenificar durante los últimos cien años fue la Plaga de la Rana.[4]


Teppic se acordó de la bolsita de cuero esa tarde cuando ya habían dejado bastante atrás el delta del Djel y empezaban a cruzar el Mar Circular en dirección a Ankh-Morpork. La sacó del bolsillo, examinó su contenido y acabó pensando que expresaba tanto amor como la actitud ante la vida típica de su padre. La bolsita contenía un corcho, media pastilla de jabón, una minúscula moneda de bronce tan gastada que no había forma de averiguar cuál era su valor y una sardina de extremada ancianidad.

Es un hecho bien sabido que cuando estás a punto de morir tus sentidos adquieren una agudeza increíble, y siempre se ha creído que esa agudización de los sentidos tiene como objetivo permitir que su poseedor detecte cualquier posible salida a su apurada situación actual que no sea la obvia de morirse.

Esa creencia es falsa. El fenómeno es un ejemplo clásico de actividad de desplazamiento. Los sentidos se concentran desesperadamente en cualquier cosa que pueda hacerles olvidar el problema más inmediato —en el caso de Teppic escogieron un adoquinado de considerables dimensiones que estaba a unos nueve metros de él, pero que se aproximaba rápidamente—, con la esperanza de que éste se esfumará si dejan de prestarle atención.

El problema del método, naturalmente, es que eso no tardará en ocurrir.

Fuera por la razón que fuese lo innegable es que de repente Teppic cobró una aguda consciencia de todo cuanto le rodeaba. Los reflejos de la luna en los tejados; el olor de las hogazas recién horneadas que brotaba de una panadería cercana; el zumbido de un tábano que pasó velozmente junto a su oreja alejándose hacia arriba; el llanto distante de un bebé y los ladridos de un perro; la suave caricia del aire y, sobre todo, el que la atmósfera fuese tan sorprendentemente impalpable y no ofreciera ningún tipo de asideros…


El número de estudiantes matriculados aquel año ascendió a setenta. El examen de entrada en la Escuela de Asesinos no era muy difícil. Entrar en la escuela era de lo más sencillo, y salir de ella todavía lo era más (lo difícil era salir de ella por tu propio pie). El patio situado en el centro del conjunto de edificios del Gremio estaba repleto de chicos que tenían dos cosas en común: los gigantescos baúles sobre los que se encontraban y las ropas escogidas con la idea de que les sentarían bien cuando hubieran crecido un poco y dentro de las que estaban más o menos sentados. Algunos optimistas habían traído consigo armas, que fueron confiscadas y enviadas a casa a lo largo de las primeras semanas del curso.

Teppic los observaba con mucha atención. Ser el único hijo de unos padres tan absortos en sus propios asuntos que apenas le prestaban atención y que, de hecho, eran capaces de pasar días enteros sin acordarse de que existía tenía ciertas ventajas indudables.

Por lo poco que recordaba de ella, su madre había sido una mujer agradable y tan centrada en sí misma como un giróscopo. Le gustaban los gatos. Su madre no se limitaba a venerarlos —todos los habitantes del reino veneraban a los gatos—, sino que además le gustaban. Teppic sabía que tener a los gatos en un alto concepto era una tradición de casi todos los reinos fluviales, pero sospechaba que normalmente dichos animales eran criaturas gráciles y majestuosas. Los gatos de su madre eran maníacos de cabeza achatada y ojos amarillos que no paraban de gruñir y bufar.

Su padre pasaba la mayor parte del tiempo preocupándose por el reino y haciendo algún que otro intento de convencer a quienes le rodeaban de que era una gaviota, probablemente más por puro olvido que por estar realmente seguro de serlo. El hecho de que sus padres casi nunca se encontraran dentro del mismo marco de referencia —y no digamos ya el mismo estado anímico—, hizo que Teppic se entregara a frecuentes especulaciones sobre cómo había sido posible que le concibieran.

Pero al parecer su concepción se había producido y Teppic no tuvo más remedio que crecer guiándose por el viejo método de la prueba y el error mientras soportaba las no muy molestas restricciones impuestas por una sucesión de preceptores. Aquella parte de su vida no fue muy divertida, pero también tuvo algunos interludios muy agradables. Los preceptores que más le gustaban eran los contratados por su padre, sobre todo los que contrató cuando estaba volando a la máxima altitud posible, y durante todo un invierno maravilloso Teppic tuvo como preceptor a un viejo cazador furtivo de ibis que se había introducido en los jardines reales siguiendo la trayectoria de una flecha perdida.

Fue una época de carreras frenéticas con pelotones enteros de soldados detrás, vagabundeos bajo la luz de la luna por las calles desiertas de la necrópolis y, lo mejor de todo, de sus primeras experiencias con la barcazapicadora, una invención espantosamente complicada de manejo peligrosísimo que era capaz de convertir un cenagal repleto de inocentes aves acuáticas en una cantidad de paté flotante equivalente al peso de las aves involucradas.

También tuvo a su disposición toda la biblioteca incluidos los estantes cerrados con llave —cuando hacía mal tiempo el furtivo tenía que asegurarse el sustento dedicándose a otras actividades—, y Teppic pasó muchas horas de silencio y recogimiento estudiando lo que contenían. Acabó particularmente encariñado con El palacio secreto, Traducido del Fhranciano por Un Caballero, con Láminas Coloreadas a Mano en una Edición Estrictamente Limitada para Expertos y Eruditos. Las revelaciones del libro le dejaron un poco perplejo, pero su lectura le resultó muy instructiva, y cuando un joven preceptor un tanto rarito contratado por los sacerdotes intentó instruirle en ciertas técnicas atléticas que habían hecho furor en la Pseudópolis de la época clásica, Teppic examinó sus sugerencias durante algún tiempo y acabó dejándole sin conocimiento con un perchero.

Teppic no había sido educado. La educación se había limitado a irse posando sobre él como si fuera una capa de caspa.

El mundo que estaba fuera de su cabeza se hallaba muy mojado. Había empezado a llover, lo cual era otra experiencia nueva. Teppic había oído hablar de aquello, naturalmente, y sabía que el agua puede caer del cielo en trocitos pequeños llamados «gotas». Aun así, no había esperado que hubiese tantos. En Djelibeibi no llovía nunca.

Los profesores se movían entre los chicos como pájaros negros de plumaje húmedo y un poquito desaliñados, pero Teppic no les prestaba atención. Estaba contemplando a un grupo de estudiantes veteranos situado junto a las columnas de la entrada. Los estudiantes también vestían de negro, y sus trajes ofrecían todo un muestrario de los distintos colores del negro.

Era su primera experiencia con los colores terciarios, esos colores que se hallan en el extremo más distante de la negrura y que se obtienen si desintegras la negrura con un prisma de ocho lados. Esos colores resultan prácticamente imposibles de describir en un ambiente no-mágico, pero si alguien decidiera intentarlo probablemente empezaría aconsejándote que examinaras atentamente el ala de un estornino después de haber fumado cualquier sustancia ilegal.

Los veteranos estaban inspeccionando a los recién llegados, y a juzgar por sus expresiones no les gustaban demasiado.

Teppic siguió observándoles. Aparte de los colores, lo primero que saltaba a la vista era que iban vestidos a la última moda, y en aquellos momentos la última moda sentía debilidad por los sombreros anchos, las hombreras, las cinturas estrechas y los zapatos puntiagudos. Los seguidores de aquellas tendencias indumentarias parecían clavos muy bien vestidos.

«Voy a ser como ellos —se dijo Teppic—. Pero intentaré vestir mejor…»

Se acordó de su tío Virt sentado en los peldaños que dominaban el Djel durante una de sus breves y misteriosas visitas.

—El satén, el cuero, las joyas… Olvídate de todo eso. No puedes llevar encima nada que brille, cruja o tintinee. Prescinde de todo lo que no sea terciopelo o seda cruda. Lo importante no es el número de personas que inhumes, sino el que nadie consiga inhumarte a ti.


Se había estado moviendo a una velocidad bastante temeraria, lo cual podía serle de alguna ayuda en aquellos momentos. Teppic se retorció en el aire mientras seguía cayendo hacia el vacío del callejón, extendió los brazos desesperadamente y sintió que las yemas de sus dedos rozaban una cornisa del edificio de enfrente. El contacto bastó para hacerle girar sobre sí mismo. Su cuerpo chocó con los maltrechos ladrillos de la pared con la fuerza suficiente para arrebatarle el poco aliento que le quedaba dentro de los pulmones y empezó a deslizarse por la pared…


—¡Chico!

Teppic alzó la mirada y vio a un asesino inmóvil delante de él, una silueta vestida con una túnica ceñida a la cintura mediante una faja de color púrpura. Era el primer asesino que veía, dejando aparte a Virt. No parecía mala persona. Incluso podías imaginártelo picando carne para hacer salchichas.

—¿Está hablando conmigo? —preguntó Teppic.

—Cuando hables con un profesor te pondrás en pie —dijeron los labios de aquel rostro rosado.

—Ah… ¿Lo haré?

Teppic estaba fascinado. Se preguntó qué habría que hacer para conseguir esa clase de comportamiento reflejo. Hasta aquel entonces la disciplina no había ocupado un lugar muy importante en su vida. Los preceptores intentaron inculcársela, claro, pero ver al rey posado sobre una puerta con cara de estar meditando solía ponerles tan nerviosos que se limitaban a dar la lección lo más deprisa posible y huían a encerrarse en su habitación.

—Lo haré, señor —dijo el profesor, y consultó la lista que llevaba en la mano—. Bien, chico, ¿cómo te llamas? —preguntó.

—Soy el Príncipe Pteppic del Viejo Reino, el Reino del Sol —dijo Teppic de carrerilla—. Comprendo que no estás familiarizado con la etiqueta, pero no deberías llamarme señor y cuando te dirijas a mí deberías tocar el suelo con la frente.

—Patetic, ¿no? —preguntó el profesor.

—No. Pteppic.

—Ah. Teppic… —dijo el profesor, e hizo una cruz junto a uno de los nombres de su lista mientras obsequiaba a Teppic con una gran sonrisa—. Bien, Su Majestad —añadió—, yo soy Grunworth Nivor, el preboste de tu fraternidad. Estás en la Casa de la Víbora. Que yo sepa hay por lo menos once Reinos del Sol en el Disco y antes de que termine la semana me entregarás un breve ensayo en el que se explique detalladamente todo lo referente a su situación geográfica, complexión política y capital o sede principal de gobierno, y el ensayo debe incluir una propuesta de ruta que lleve hasta el dormitorio del jefe de estado o de un alto dignatario, a tu elección. Pero en todo el mundo sólo hay una Casa de la Víbora, ¿entiendes? Buenos días, chico.

El profesor giró sobre sus talones y se dirigió hacia otro recién llegado, el cual empezó a encogerse apenas le vio acercarse.

—No es mal tipo —dijo una voz detrás de Teppic—. Y no te preocupes, en la biblioteca encontrarás todos los datos que necesitas para el trabajo. Si quieres te enseñaré dónde has de buscar. Por cierto, me llamo Broncalo.

Teppic se dio la vuelta. Quien le estaba hablando era un chico que tendría más o menos sus años y su altura, y cuyo traje negro —negro sencillo, el color reservado a los Primeros Años—, daba la impresión de haber sido colocado sobre él por etapas y estar asegurado con chinchetas. El chico le estaba ofreciendo una mano. Teppic la contempló sin mucho interés.

—¿Sí? —exclamó.

—¿Cómo te llamas, chaval?

Teppic se irguió hasta el máximo de su estatura. Estaba empezando a hartarse de aquellos tratamientos tan poco respetuosos.

—¿Chaval? ¡Te hago saber que por mis venas corre la sangre de los faraones!

Broncalo no se dejó impresionar.

—¿Quieres que siga corriendo por ellas? —preguntó mientras inclinaba la cabeza a un lado con una sonrisa casi imperceptible.

La panadería estaba al final del callejón, y algunos empleados habían salido del local para fumar un cigarrillo y escapar del calor desértico de los hornos cambiándolo por lo que casi podía llamarse frescor de las horas que preceden al amanecer. Su charla subía en espirales hacia Teppic, quien estaba oculto entre las sombras agarrándose con los dedos a un alféizar de lo más providencial mientras sus pies se movían frenéticamente intentando hallar un punto de apoyo en los ladrillos.

«No es una situación tan desesperada —se dijo—. Has salido de líos peores, ¿no? Acuérdate de la fachada encarada al cubo del palacio del Patricio el invierno pasado, por ejemplo… Todos los desagües habían reventado y las paredes se convirtieron en láminas de hielo. Esto de ahora debe de ser una magnitud 3, o una 3,2 como mucho… Tú y el viejo Bronco habéis escalado paredes peores sólo porque no os apetecía ir por la calle. Es una cuestión de perspectiva, nada más.»

Perspectiva… Miró hacia abajo y contempló veintiún metros de infinito. Bienvenido a Planilandia, amigo. «No pierdas la cabeza. Claro que si la pierdes pesarías menos y te resultaría más fácil… No, concéntrate en la pared y en seguir agarrado a ella.» Su mano derecha encontró una zona en la que el cemento se había desgastado, y sus dedos se introdujeron en ella impulsados por una orden tan débil que apenas podía considerarse como una instrucción consciente del cerebro. A esas alturas su cerebro se sentía tan frágil y amenazado que apenas conseguía interesarse por lo que estaba ocurriendo.

Teppic tragó una bocanada de aire, tensó el cuerpo y bajó una mano hacia su cinturón. Cogió una daga y la clavó entre dos ladrillos junto a él antes de que la gravedad tuviera tiempo de comprender lo que estaba pasando. Se quedó muy quieto y se entretuvo jadeando mientras esperaba a que la gravedad volviera a dejar de interesarse por él, movió el cuerpo a un lado y repitió la operación.

Un empleado de la panadería acabó de contar un chiste verde y se quitó un trocito de cemento que le había caído en la oreja. Sus compañeros se echaron a reír mientras la silueta de Teppic se recortaba bajo los rayos de la luna haciendo equilibrios sobre dos hojas de acero klatchiano y las palmas de sus manos iban subiendo lentamente hacia la ventana cuyo alféizar le había ofrecido una breve salvación.

La ventana estaba cerrada. Un golpe bastaría para abrirla, pero los postigos girarían hacia dentro más o menos en el mismo instante en que su cuerpo reaccionaría a la fuerza aplicada hacia adelante saliendo despedido hacia atrás para caer por los aires. Teppic dejó escapar un suspiro, sacó el compás con puntas de diamante de su faltriquera moviéndose con la cautelosa delicadeza de un relojero y empezó a dibujar un círculo sobre el cristal polvoriento…


—Tienes que llevarlo tú —dijo Broncalo—. Es la regla, ¿entiendes?

Teppic contempló el baúl. La idea le parecía de lo más intrigante.

—En casa tenemos personas que se encargan de ese tipo de cosas —dijo—. Eunucos y…

—Deberías haber traído uno contigo.

—Los viajes les sientan muy mal —dijo Teppic.

De hecho había rechazado tozudamente todas las sugerencias de que debía ir acompañado por un pequeño séquito, y Dios había estado de muy mal humor durante varios días. El gran sacerdote opinaba que ningún miembro del linaje real debería aventurarse por el mundo de aquella forma, pero Teppic había seguido firme en su decisión. Estaba casi seguro de que los asesinos no iban a trabajar acompañados por criadas y trompeteros, pero ahora… Bueno, quizá no hubiera sido tan mala idea. Teppic empujó el baúl para averiguar lo que pesaba, tiró de él y consiguió colocárselo sobre los hombros.

Broncalo se puso a su lado y empezaron a caminar.

—Así que tus viejos son bastante ricos, ¿eh? —preguntó Broncalo.

Teppic pensó en la pregunta.

—No, la verdad es que no lo son —dijo por fin—. Los que aún pueden moverse cultivan melones, ajos y esa clase de cosas. Ah, sí, y de vez en cuando salen a la calle y gritan «hurra».

—Oye, ¿estamos hablando de tus padres o no? —preguntó Broncalo poniendo cara de perplejidad.

—Oh… ¿Te referías a ellos? No, mi padre es faraón. Mi madre… Creo que era concubina.

—Creía que eso era una variedad de hortaliza.

—No, me parece que no. Bueno, la verdad es que nunca llegamos a hablar del tema. Y… Murió cuando yo era bastante pequeño.

—Qué terrible —dijo Broncalo con voz jovial.

—Fue a bañarse a la luz de la luna en lo que resultó ser un cocodrilo.

Teppic estaba lo suficientemente bien educado para intentar no sentirse herido por la reacción del chico.

—Mi padre tiene un comercio —dijo Broncalo mientras pasaban por debajo del arco que daba acceso al edificio principal.

—Qué interesante —dijo Teppic cumpliendo con lo que se esperaba de él. Tantas experiencias nuevas estaban empezando a afectarle—. Nunca he tenido ninguno, pero me han comentado que son muy fieles y cariñosos.

Durante las dos horas siguientes, Broncalo —quien se movía por la vida con tanta calma y seguridad en sí mismo como si ésta no tuviera secretos para él— se encargó de que Teppic se fuese familiarizando con los misterios de los dormitorios, las aulas y la fontanería. Broncalo dejó la fontanería para el final, una decisión para la que había toda clase de buenas razones.

—Pero ¿nada de nada?

—Tenemos cubos y esas cosas —dijo Teppic. Le habría gustado ser un poco más claro, pero no podía—. Y montones de sirvientes, naturalmente.

—Ese reino tuyo está un poquito anticuado, ¿no?

Teppic asintió.

—Es por las pirámides —dijo—. Nos gastamos todo el dinero en ellas.

—Ya… Supongo que esos trastos deben salir carísimos, ¿no?

—No especialmente. Están hechas de piedra. —Teppic suspiró—. Tenemos toda la piedra que quieras —dijo—, y mucha arena. Oh, sí, estamos muy bien surtidos tanto de una cosa como de la otra. Si alguna vez necesitas arena y unas cuantas piedras te aconsejo que acudas a nosotros. Lo que sale realmente caro es el interior. Aún no hemos terminado de pagar la del abuelo, y no era muy grande. Sólo tenía tres cámaras, ¿sabes?

Teppic giró sobre sí mismo y miró por la ventana. Ya llevaban un rato en el dormitorio.

—Todo el reino está endeudado —dijo en voz baja—. Estamos tan endeudados que… Bueno, hasta tenemos deudas sobre las deudas. Por eso estoy aquí. Alguien de la casa debe ganar un poco de dinero. Un príncipe de sangre real ya no puede pasarse la vida sirviendo de adorno. Tiene que salir al gran mundo y hacer algo útil para la comunidad.

Broncalo apoyó los brazos en el alféizar de la ventana.

—¿Y no podríais sacar algo de todo eso que dices habéis metido dentro de las pirámides? —preguntó.

—No digas bobadas.

—Perdona.

Teppic inclinó la cabeza y contempló con expresión lúgubre las siluetas que se movían por debajo de la ventana.

—Aquí hay montones de personas —dijo para cambiar de tema—. No me había imaginado que esto sería tan grande. —Se estremeció—. Ni tan frío… —añadió.

—Oh, hay abandonos a cada momento —dijo Broncalo—. No pueden aguantar el ritmo y se van. Lo importante es saber qué es qué y quién es quién. ¿Ves a ese chaval de ahí?

Teppic siguió la dirección indicada por su dedo y vio a un grupo de estudiantes veteranos apoyados en las columnas de la entrada.

—¿El corpulento? ¿El que tiene la cara como la puntera de tu bota?

—Es Garrotho. Ten cuidado con él. Si te invita a tomar té con tostadas en su estudio… No aceptes, ¿entendido?

—¿Y quién es el bajito de los rizos? —preguntó Teppic.

Señaló con el dedo a un jovencito que estaba recibiendo las atenciones de una dama bastante anciana que no parecía encontrarse muy bien. La dama no paraba de lamer el pañuelo con la punta de la lengua y lo pasaba por la cara del jovencito como si quisiera quitarle alguna mancha. Cuando hubo terminado con esa operación de limpieza alargó las manos hacia su cuello y le arregló el nudo de la corbata.

Broncalo sacó la cabeza por la ventana para ver a quién se refería.

—Oh, algún nuevo —dijo—. Arthur No Sé Qué… Veo que aún sigue pegado a las faldas de esa momia. No durará mucho.

—Oh, no sé qué decirte —murmuró Teppic—. Nosotros no sabríamos vivir sin nuestras momias, y ya llevamos miles de años así.


Un disco de cristal cayó sobre el suelo del edificio y rompió el silencio con un suave tintineo. Durante varios minutos no hubo ningún otro sonido. Después se oyó el casi imperceptible clonk-clonk de una aceitera al ser apretada. La sombra que llevaba un buen rato yaciendo con la máxima naturalidad posible sobre el alféizar de la ventana —lo cual le había permitido descubrir que era utilizada como cementerio sagrado por las moscas y moscardones de la zona—, resultó ser un brazo que estaba moviéndose con una lentitud casi vegetal hacia el pestillo de la ventana.

Un chirrido metálico y toda la ventana giró hacia adentro con una admirable exhibición de silencio que dejó atónitas a todas las leyes físicas de la fricción y la inercia.

Teppic se deslizó sobre el alféizar y se desvaneció en las sombras que había debajo de él.

Durante uno o dos minutos el espacio polvoriento fue invadido por la intensa ausencia de ruido que acompaña la presencia de alguien que se está moviendo con la máxima cautela posible. El clonk-clonk se repitió y fue seguido por un susurro metálico. El pestillo de la trampilla que daba acceso al tejado acababa de ser empujado a un lado.

Teppic esperó a que sus pulmones hubieran tragado todo el aire que no les había permitido aspirar con normalidad hasta aquel momento… y entonces oyó el sonido. Estaba agazapado entre la masa de estática que hierve junto a las fronteras de la gama auditiva, pero no cabía duda de que existía. Alguien estaba esperando al lado de la trampilla, y el alguien en cuestión acababa de poner una mano sobre un trozo de papel para impedir que la brisa lo moviera.

Teppic apartó la mano del pestillo. Volvió a atravesar el suelo grasiento con un sigilo exquisito y avanzó a tientas a lo largo de una pared de madera llena de agujeros e irregularidades hasta encontrar una puerta. No quería correr ningún riesgo, por lo que sacó el corcho de su aceitera y dejó que una gota cayera silenciosamente sobre las bisagras.

Un instante después ya había cruzado el umbral. La rata que estaba dando un paseo por el pasillo repleto de corrientes de aire que había al otro lado tuvo que hacer un considerable esfuerzo de voluntad para no tragarse la lengua a causa del susto que le produjo verle pasar flotando junto a ella.

Había otra puerta al final del pasillo, y Teppic recorrió un auténtico laberinto de cuartos traseros y almacenes que olían a moho hasta encontrar una escalera de caracol. Debía de estar como a unos treinta metros de la trampilla. No había visto ninguna chimenea o conducto de ventilación, lo cual invitaba a suponer que esa parte del tejado estaba libre de obstáculos.

Teppic se agazapó y sacó de un bolsillo el rollo de tela dentro del que llevaba los cuchillos. La negrura aterciopelada se posó sobre el suelo creando un óvalo más oscuro que las sombras. Escogió un Número Cinco, un modelo de cuchillo que no tenía muchos partidarios pero que daba resultados excelentes si te habías acostumbrado a manejarlo.

Poco después su cabeza asomó cautelosamente por encima del extremo del tejado con un brazo doblado detrás de ella, pero listo para estirarse en un complicado despliegue de fuerzas que se combinarían para conseguir que unos cuantos gramos de acero se deslizaran por los aires hendiendo la noche.

Mericet estaba sentado junto a la trampilla contemplando su tablilla de anotaciones. Los ojos de Teppic se movieron de un lado a otro y acabaron posándose en el tablón que servía de puente para cruzar el callejón. El tablón estaba apoyado en el parapeto a un par de metros de distancia.

El anciano alzó su calva cabeza.

—Bienvenido, señor Teppic —dijo—. Puede seguir.

Teppic sintió cómo la capa de sudor que cubría su cuerpo se enfriaba de repente. Sus ojos se clavaron en el tablón. Alzó la cabeza y contempló primero al examinador y luego al cuchillo que sostenía en la mano.

—Sí, señor —dijo.

Dadas las circunstancias le pareció que no era suficiente, y añadió un «Gracias, señor» casi inaudible.


La primera noche que pasó en el dormitorio comunal no se borraría jamás de su memoria. El dormitorio era lo bastante grande para acoger a los dieciocho chicos de la Casa de la Víbora, y el número de corrientes de aire que se deslizaban por él era tan elevado que si cerrabas los ojos tenías la impresión de estar durmiendo en un descampado. La persona que lo había diseñado quizá hubiera dedicado algún pensamiento fugaz al concepto de la comodidad, pero sólo para poder evitarlo siempre que fuera posible, y había logrado obtener un dormitorio en el que hacía bastante más frío que en la calle.

—Yo creía que cada estudiante tendría su propia habitación —dijo Teppic.

Broncalo le miró y asintió con la cabeza. Su nuevo amigo había conseguido apoderarse de la cama menos expuesta de las dieciocho con que contaba aquella nevera.

—Más adelante —dijo. Se acostó en la cama y torció el gesto—. Estos muelles te destrozan la espalda… ¿Crees que los afilan?

Teppic no dijo nada. De hecho la cama que le había tocado en suerte era bastante más cómoda que la del palacio. Sus padres eran gente de alta cuna, y uno de los resultados naturales de esa condición era el tolerar que sus hijos vivieran en condiciones que incluso una lagartija sin hogar habría encontrado inaguantables.

Teppic desenrolló el delgado colchón y empezó a analizar los acontecimientos del día. Se había matriculado en la Escuela de Asesinos y… sí, de hecho llevaba más de siete horas siendo estudiante de asesino y hasta el momento ni tan siquiera le habían dejado poner la mano sobre un cuchillo. Naturalmente, siempre le quedaba el recurso de consolarse pensando que mañana sería otro día…

Broncalo se inclinó hacia él.

—¿Dónde está Arthur? —preguntó.

Teppic volvió la cabeza hacia la cama de al lado. El centro de la cama estaba adornado por una bolsa de tela patéticamente pequeña, pero no había ni rastro de quien debería haber estado ocupándola.

—¿Crees que se ha escapado? —preguntó Teppic observando las sombras que les rodeaban.

—Podría ser —replicó Broncalo—. Ocurre muy a menudo, ¿sabes? Críos acostumbrados a no separarse de las faldas de sus mamaítas que se encuentran lejos del hogar por primera vez en toda su vida… Algunos no consiguen aguantarlo.

La puerta que había al extremo del dormitorio giró lentamente sobre sus goznes y Arthur entró en la habitación caminando de espaldas y tirando de un chivo muy grande que no parecía tener demasiados deseos de estar allí. El chivo se resistió ferozmente cada metro del pasillo que se extendía entre las dos filas de camas.

Los chicos observaron en silencio a Arthur durante los minutos que tardó en atar el animal a los pies de su cama con una cuerda, meter las manos dentro de la bolsa y sacar de ella varias velas negras, un manojo de hierbas, un collar de cráneos y un trozo de tiza. Arthur cogió el trozo de tiza y sus rosados rasgos adoptaron la expresión entre tozuda y concentrada de quien se dispone a hacer lo que sabe es correcto pase lo que pase. Arthur dibujó un doble círculo alrededor de su cama, puso sus regordetas rodillas sobre el suelo y empezó a llenar el espacio existente entre los dos círculos con la colección de símbolos ocultos más desagradables y repulsivos que Teppic había visto en toda su vida. Les dio los últimos retoques, los examinó hasta convencerse de que no les faltaba ningún detalle, colocó las velas en puntos estratégicos del círculo y procedió a encenderlas. Las velas chisporrotearon y empezaron a desprender un olor que te sugería que dormirías mucho mejor si no sabías de qué estaban hechas.

Después alargó la mano hacia el montón de objetos que había encima de la cama, cogió un cuchillo de hoja corta y mango escarlata, fue hacia el chivo…

Una almohada cruzó los aires y chocó con su nuca.

—¡Vale ya, bastardo santurrón!

Arthur dejó caer el cuchillo y se echó a llorar. Broncalo se irguió en la cama.

—¡Has sido tú, Pesthilencio! —exclamó—. ¡Te he visto!

Pesthilencio —un chico pelirrojo bastante flaco cuya cara parecía una peca gigante—, intentó fulminarle con la mirada.

—Bueno, esto es increíble —dijo—. Quiero dormir y con tanta ceremonia religiosa suelta por aquí no hay forma de pegar ojo. Hoy en día sólo los mocosos rezan antes de acostarse, ¿no? Se supone que vamos a ser asesinos y…

—¡Cierra el pico, Pesthilencio! —gritó Broncalo—. El mundo sería un sitio bastante mejor de lo que es si todo el mundo dijera sus oraciones antes de acostarse, ¿no te parece? En lo que a mí respecta, estoy seguro de que no rezo todo lo…

Una almohada se estrelló contra su rostro impidiéndole terminar la frase. Broncalo se levantó de un salto y se lanzó sobre el chico pelirrojo moviendo los puños como si fueran las aspas de un molino de viento.

El resto del dormitorio no tardó en formar un círculo alrededor de la pareja de combatientes. Teppic aprovechó la confusión para ponerse en pie e ir hacia Arthur, quien se había sentado en el borde de su cama y seguía sollozando.

Teppic le dio unas palmaditas en el hombro. No sabía si servirían de mucho, pero se suponía que consolaban a la gente que tenía problemas.

—Yo no lloraría por eso, jovencito —gruñó.

—Pero… pero… ¡Todas las runas se han borrado! —gimió Arthur—. ¡Es demasiado tarde! ¡Y eso quiere decir que el Gran Orm vendrá a buscarme en la hora más oscura de la noche y enrollará mis entrañas alrededor de un palo!

—¿Estás seguro?

—¡Y mi madre me ha dicho que me sacará los ojos antes!

—¡Caramba! —exclamó Teppic poniendo cara de fascinación—. ¿De veras? —Su cama se hallaba situada justo enfrente de la de Arthur y Teppic pensó que estaba de suerte. Asistiría al espectáculo en primera fila—. Oye, ¿qué religión practicas?

—Somos Ormitas Estrictos Autorizados —dijo Arthur, y se sonó la nariz—. Me he dado cuenta de que no has rezado —siguió diciendo—. ¿No tienes ningún dios?

—Oh, claro que sí —respondió Teppic con voz algo vacilante—. Puedes estar seguro de que lo tengo.

—Pues no pareces querer hablar con él.

Teppic meneó la cabeza.

—No puedo —dijo—. Al menos no aquí… No podría oírme, ¿entiendes?

—Mi dios puede oírme esté donde esté —dijo Arthur con fervor.

—Bueno, pues el mío empieza a tener dificultades de audición en cuanto me voy al otro extremo del cuarto —dijo Teppic—. A veces puede ser realmente molesto.

—No serás offliano, ¿verdad? —preguntó Arthur.

Offler era un Dios Cocodrilo, y no tenía orejas.

—No.

—Bueno, entonces… ¿A qué dios adoras?

—Adorar no es la palabra adecuada —replicó Teppic sintiéndose un poquito incómodo—. No, no creo que se pueda decir que le adoro. Entiéndeme, le tengo afecto y todo eso, claro, pero… Bueno, ya que quieres saberlo… Es mi padre.

Arthur le contempló con los ojos desorbitados.

—¿Eres hijo de un dios? —murmuró.

—En mi país todo eso forma parte del ser rey —se apresuró a replicar Teppic—. No tiene que hacer gran cosa. Los sacerdotes se encargan del gobierno y la administración. La tarea principal de mi padre es asegurarse de que el río se salga de su cauce cada año, ¿entiendes? Ah, sí, y también celebra los ritos de la Gran Vaca del Arco Celeste. Bueno, al menos solía hacerlo…

—La Gran…

—Me refiero a mi madre —le explicó Teppic—. Oye, apenas nos conocemos y todo esto me resulta un poco embarazoso.

—¿Y castiga a los incrédulos fulminándolos con sus rayos?

—No lo creo. Al menos nunca me ha hablado de ello.

Arthur volvió la cabeza hacia los pies de la cama. El chivo había aprovechado la confusión para roer la cuerda con los dientes y estaba trotando hacia la puerta del dormitorio jurándose que en el futuro intentaría evitar hasta el más mínimo contacto con la religión.

—Creo que voy a tener serios problemas —dijo—. Supongo que no podrías pedirle a tu padre que hablara con el Gran Orm y le explicara que no ha sido culpa mía, ¿verdad?

—No sé… —dijo Teppic con expresión dubitativa—. Quizá pueda hacerlo. De todas formas pensaba escribir una carta a casa mañana y…

—El Gran Orm es fácil de encontrar. Normalmente está en uno de los Infiernos Exteriores —dijo Arthur—. Nos vigila y se entera de todo lo que hacemos, ¿sabes? Bueno, al menos se entera de todo lo que hago… Ahora sólo quedamos yo y mi madre, y ella es tan mayor que no creo que le cueste mucho mantenerla vigilada.

—No te preocupes. Le pediré que hable con él.

—¿Crees que el Gran Orm vendrá esta noche?

—No, no lo creo. Le diré a mi padre que se asegure de que ha entendido que no era culpa tuya y que no hace falta que se moleste en venir.

Broncalo acababa de arrodillarse sobre la espalda de Pesthilencio, le había agarrado por el cuello e intentaba agujerear la pared del otro extremo del dormitorio con su cabeza.

—Repítelo —ordenó—. Venga, venga… No hay nada malo en…

—No hay nada malo en que un tipo sea lo bastante hombre… Maldito seas, Broncalo, asqueroso…

—No te oigo, Pesthilencio —dijo Broncalo.

—Lo bastante hombre para decir sus oraciones delante de los demás, bravucón asqueroso.

—Perfecto. Y procura no olvidarlo, ¿de acuerdo?

El dormitorio no tardó en quedar a oscuras. Teppic se acostó en su cama y empezó a pensar en la religión. No cabía duda de que era un tema realmente complicado.

El valle del Djel tenía sus propios dioses y éstos no tenían nada que ver con los dioses del mundo exterior, cosa de la que el valle del Djel siempre se había sentido especialmente orgulloso. Los dioses eran justos y sabios y gobernaban las vidas de los hombres con gran prudencia y mesura, eso estaba clarísimo, pero aún así quedaban algunos puntos oscuros.

Por ejemplo, Teppic sabía que su padre hacía salir el sol, se encargaba de que el río inundara el valle cuando debía hacerlo y ese tipo de cosas. Era algo tan básico que hasta un niño de pecho estaba al corriente de ello. Los faraones habían hecho salir el sol desde los tiempos de Khuft, y había que ser realmente muy idiota para ponerlo en tela de juicio. Pero Teppic no tenía muy claro si su padre hacía salir el sol únicamente en el Valle o en todo el mundo. Que hiciera salir el sol únicamente en el Valle parecía una proposición bastante más razonable —sobre todo teniendo en cuenta que a cada día que pasaba su padre era un día más viejo y no más joven—, pero resultaba bastante difícil imaginar al sol saliendo en todas partes excepto en el Valle, y si seguías esa cadena de razonamientos acababas obteniendo una idea tan inquietante como la de que el sol saldría incluso si su padre sufría un despiste, una eventualidad que parecía bastante probable dado lo distraído que se estaba volviendo últimamente. Y, después de todo, Teppic tenía que admitir que nunca había visto que su padre hiciera nada de particular en lo tocante al sol. Lo mínimo que podías esperar era un gruñido de esfuerzo al amanecer, ¿no? Su padre nunca se levantaba hasta después de la hora de desayunar, y a pesar de eso el sol salía como si tal cosa.

Tardó bastante en conciliar el sueño. Dijera lo que dijese Broncalo la cama era demasiado blanda, el dormitorio estaba demasiado frío y, lo peor de todo, el cielo que se extendía al otro lado de los ventanales estaba demasiado oscuro. En el valle del Djel habría estado iluminado por los resplandores de la necrópolis y el fantasmagórico pero familiar y reconfortante brillo de las llamas silenciosas, como si los antepasados siguieran vigilando su valle para que no le ocurriese nada malo. No, aquella oscuridad no le gustaba nada…

La noche siguiente un chico que había nacido en la costa intentó encerrar al ocupante de la cama contigua en una jaula de mimbre que había hecho en la clase de Manualidades y trató de prenderle fuego, pero no se lo tomó con mucho entusiasmo y el otro chico logró escapar de la jaula; y a la noche siguiente Snoxall —que ocupaba la cama situada junto a la puerta y venía de un país minúsculo perdido en los bosques—, se pintó el cuerpo de verde y pidió voluntarios que se dejaran sacar los intestinos para atarlos a las ramas de un árbol. El martes hubo una pequeña guerra entre los que adoraban a la Diosa Madre en su aspecto lunar y los que la adoraban en su aspecto de mujer increíblemente gorda con un par de nalgas descomunales. Después de aquello los profesores decidieron intervenir y les explicaron que la religión era algo magnífico, pero que no había que llevarla demasiado lejos.


Teppic ya había albergado la sospecha de que la falta de puntualidad no sería perdonada, pero aun así Mericet tenía que llegar a la torre un poco antes que él, ¿no? Y Teppic iba a seguir la ruta directa. El anciano no podía llegar allí antes que él. Naturalmente, no había que olvidar que tampoco podía haber llegado al callejón antes que Teppic, pero el tablón había desaparecido… Teppic se dijo que Mericet debía haber quitado el tablón antes de hacerle el examen oral y que había trepado hasta el tejado mientras él escalaba la pared, pero ni él mismo se creía una sola palabra de sus razonamientos.

Corrió a lo largo de un tejado con los sentidos en estado de alerta máxima para que le avisaran de si había alguna teja suelta o una trampa de alambres. Su imaginación estaba muy atareada equipando cada sombra con un pelotón de siluetas que le observaban.

La torre del gong no tardó en alzarse delante de él. Teppic se quedó inmóvil y la contempló. Ya la había visto en mil ocasiones, y la había escalado muchas veces aunque eso sólo te proporcionaba 1,8 puntos —a pesar de que la cúpula de latón en que terminaba era un obstáculo bastante interesante—, por lo que la torre formaba parte del paisaje cotidiano con el que estaba familiarizado. Esa familiaridad era lo que hacía que enfrentarse a ella ahora resultara tan terrible. La torre se había convertido en una silueta achaparrada y amenazadora que se recortaba contra el cielo grisáceo.

Teppic reanudó el avance moviéndose bastante más despacio que antes y fue hacia la torre siguiendo una trayectoria diagonal a través de la pendiente del tejado. Un instante después le pasó por la cabeza que sus iniciales estaban allí arriba, grabadas en el latón de la cúpula junto a las de Bronco y varios centenares de jóvenes aspirantes a asesinos, y que seguirían allí arriba incluso si no llegaba a ver la luz del nuevo día. Pensar en ello resultaba consolador, pero no mucho.

Desenrolló la cuerda de seda y lanzó el gancho hacia el parapeto que corría por debajo de la cúpula dando la vuelta a la torre. Estaba tan cerca que no podía fallar, y el gancho dio en el blanco. Teppic dio un suave tirón y oyó el tintineo metálico del gancho al quedar asegurado.

Después tiró con todas sus fuerzas apoyando un pie en la chimenea.

Y un trozo de parapeto cayó hacia adelante sin hacer ningún ruido y se precipitó en el vacío.

El trozo de parapeto chocó con el tejado que había debajo haciendo bastante ruido y fue resbalando sobre las tejas hasta volver a caer en el vacío. El nuevo período de silencio que se produjo a continuación terminó con un ruido ahogado cuando el trozo de parapeto se estrelló contra los adoquines de la calle. Un perro ladró a lo lejos.

El silencio y la inmovilidad volvieron a adueñarse de los tejados. Una brisa casi imperceptible removió el aire recalentado en el espacio que había ocupado Teppic.

Varios minutos después Teppic emergió de las sombras proyectadas por una chimenea. Sus labios estaban curvados en una sonrisa extraña y francamente terrible.

El examinador podía hacer cualquier cosa y fuera la que fuese no se consideraría excesiva o injusta. Los clientes de un asesino siempre eran lo bastante ricos para poder permitirse protecciones extremadamente ingeniosas, las cuales podían llegar hasta el extremo de contratar a sus propios asesinos.[5] Mericet no estaba intentando matarle. Se estaba limitando a hacer todo lo posible para que Teppic cometiera un error tan grave que le costara la vida.

Teppic consiguió llegar a la base de la torre y la examinó hasta encontrar un desagüe. Se llevó la sorpresa inicial de ver que la tubería no estaba recubierta de resbalina, pero sus dedos siguieron palpando delicadamente hasta encontrar los dardos envenenados pintados de negro pegados a la parte interior de la tubería. Teppic extrajo uno con sus pinzas y lo olisqueó.

Hinchón destilado… Era una sustancia bastante cara que poseía unos efectos realmente asombrosos. Teppic cogió un frasquito de su cinturón, metió dentro de él todos los dardos que pudo arrancar, se puso los guantes protegidos con escamillas metálicas y empezó a trepar moviéndose un poquito más despacio que una babosa.


—Bien, es muy posible que cuando se desplacen por la ciudad durante el desempeño de una misión acaben encontrándose en una situación de enfrentamiento con algún miembro del gremio, el cual incluso puede ser uno de los caballeros con los que están compartiendo un banco ahora. Eso es perfectamente normal y… ¿Qué demonios está haciendo, señor Broncalo? No, no me lo diga, estoy seguro de que prefiero no saberlo… Pase por mi despacho después de la clase… y legítimo, y en tal caso pueden defenderse lo mejor que sepan. Pero hay otros enemigos que les seguirán los pasos y contra los que ninguno de ustedes podría hacer gran cosa. ¿Quiénes son esos enemigos a los que acabo de referirme, señor Pesthilencio?

Mericet giró sobre sí mismo hasta quedar de espaldas a la pizarra moviéndose con la rapidez del buitre que acaba de oír un estertor agónico y señaló a Pesthilencio con la mano que sostenía la tiza. Pesthilencio tragó saliva haciendo bastante ruido.

—¿El Gremio de los Ladrones, señor? —consiguió decir por fin.

—Venga aquí, muchacho.

Los dormitorios eran un hervidero de rumores sobre lo que Mericet había hecho con alumnos distraídos en el pasado. Los rumores no eran muy precisos, pero tendían a lo horripilante. La clase se relajó. Mericet tenía la costumbre de concentrarse en una sola víctima cada vez, por lo que lo único que debían hacer era poner cara de atención y disfrutar del espectáculo. Pesthilencio se puso en pie y recorrió el pasillo que se extendía entre las dos filas de pupitres. Estaba muy rojo, y sus orejas parecían dos faros carmesíes.

El profesor le observó con expresión pensativa.

—Bien, bien… —dijo—. Hete aquí a Pesthilencio G., deslizándose sigilosamente sobre los tejados que crujen bajo sus pies. Observen la decisión que se percibe incluso en el ángulo de sus orejas. Observen la firmeza de esas rodillas.

La clase emitió la risita colectiva que se esperaba de ella. Pesthilencio respondió a la burla de sus condiscípulos con una sonrisa alarmantemente parecida a una mueca de imbecilidad y puso los ojos en blanco.

—Pero… Eh, ¿qué son esas siluetas siniestras que le siguen? Ya que parece encontrarlo tan divertido, señor Teppic, quizá tenga la bondad de ayudar al señor Pesthilencio revelándole sus identidades.

Teppic sintió cómo los músculos de su rostro quedaban paralizados en plena carcajada.

Los ojos de Mericet se clavaron en su rostro y trataron de taladrar el hueso. «Mira igual que Dios, el gran sacerdote —pensó Teppic—. Incluso papá tiene miedo de Dios…»

Teppic era consciente de lo que debía hacer, y no pensaba hacerlo. Tendría que estar muy asustado, pero…

—Preparación insuficiente —dijo—. Descuido. Falta de concentración. Herramientas descuidadas y en mal estado. Oh, y el exceso de confianza en uno mismo, señor.

Mericet le sostuvo la mirada durante algún tiempo, pero Teppic había practicado con los gatos del palacio.

El profesor acabó permitiéndose una fugaz sonrisa que no tenía absolutamente nada que ver con el humor, arrojó el trozo de tiza al aire y lo pilló al vuelo.

—El señor Teppic tiene toda la razón —dijo por fin—, especialmente en lo referente al exceso de confianza.


Había una cornisa que llevaba hasta una ventana abierta que era toda una invitación. La cornisa estaba cubierta de aceite, y Teppic pasó los minutos siguientes introduciendo los diminutos crampones de escalada en las grietas antes de reanudar el avance.

Llegó a la ventana y sacó las varillas metálicas que llevaba en el cinturón. Los extremos de las varillas estaban unidos mediante un alambre, y unos cuantos segundos de manipulaciones le permitieron obtener una varilla de noventa centímetros de longitud. Teppic sacó uno de los espejitos que llevaba en un bolsillo y lo colocó en el extremo de la varilla.

El espejo no reveló ninguna silueta acechando en la penumbra que había al otro lado de la ventana. Teppic retiró la varilla y probó suerte con otro sistema. Quitó el espejo y colocó su capucha al extremo de la varilla después de haberla rellenado con sus guantes para producir la impresión de una cabeza cuyo propietario había cometido el descuido de revelar su presencia dejando que se silueteara contra la luz del exterior. Teppic estaba casi seguro de que la capucha recibiría el impacto de un dardo o una flecha, pero no hubo ningún ataque.

El que la noche siguiera siendo asfixiante no impedía que Teppic tuviera la impresión de estar convirtiéndose en un bloque de hielo. El terciopelo negro resultaba muy elegante, pero aparte de eso… Bueno, la lista de ventajas de llevar puesto un traje de terciopelo negro empezaba y terminaba con la elegancia. Un poco de ejercicio físico y unas cuantas emociones, y era como si te hubieran tirado encima varios litros de agua helada.

Avanzó.

Un cable negro tan delgado que casi resultaba invisible iba de un extremo a otro del alféizar, y cuando levantó la cabeza Teppic vio una hoja aserrada unida al marco de la ventana. Asegurar el marco con unas cuantas varillas más y cortar el cable sólo requirió unos momentos. El marco de la ventana bajó una fracción de centímetro. Teppic sonrió y escrutó la oscuridad.

Un barrido con una varilla más larga reveló que la habitación tenía suelo y que éste parecía hallarse libre de obstrucciones. También reveló otro cable colocado más o menos a la altura del pecho. Teppic retiró la varilla, sujetó un gancho a su extremo, volvió a meterla por la ventana, enganchó el cable con el garfio y tiró.

Oyó el golpe ahogado de un dardo de ballesta incrustándose en una superficie de yeso reblandecido por el tiempo.

Teppic sustituyó el gancho por una bola de masilla y la deslizó por el suelo. La inspección reveló varias tachuelas de distintos tamaños. Teppic retiró la varilla y las examinó con bastante interés. Eran de cobre. Si hubiera utilizado la técnica del imán —que era el método habitual en aquellos casos—, no habría logrado detectar su presencia.

Se quedó inmóvil durante unos momentos y pensó en cuál debía ser su siguiente paso. Llevaba un par de sacerdotes dentro de su faltriquera. Moverse por una habitación con los sacerdotes puestos era molestísimo, pero Teppic los sacó de la faltriquera y los encajó en sus botas. (Un sacerdote es una especie de chanclo reforzado con láminas metálicas. Te protegían las suelas, y unos pies protegidos son el primer paso en el camino que lleva a la salvación del alma. Es un chiste de asesinos, y todo el mundo sabe que los asesinos no se distinguen por su gran sentido del humor.) No había que olvidar que Mericet era un experto en venenos. ¡Hinchón! Si Mericet había untado la punta de las tachuelas con esa sustancia Teppic acabaría esparcido por las paredes. No haría falta que le enterrasen. Bastaría con que ocultaran sus restos dando una nueva capa de pintura.[6]

Las reglas… Mericet tendría que obedecer las reglas. No podía limitarse a matarle sin ninguna clase de advertencia previa. Lo único que podía hacer era aprovechar el descuido o el exceso de confianza en sí mismo de Teppic y explotarlo para que fuese él mismo quien acabara con su vida.

Teppic se dejó caer ágilmente al suelo dentro de la habitación y esperó a que sus ojos se hubiesen adaptado a la oscuridad. Unos cuantos barridos exploratorios con la varilla no detectaron más cables. Un sacerdote aplastó una tachuela produciendo un leve crujido metálico.

—Ya iba siendo hora, señor Teppic.

Mericet estaba inmóvil en una esquina de la habitación. Teppic oyó el arañar casi imperceptible de su lápiz cuando hizo una anotación en la tablilla. Teppic intentó convencerse de que Mericet no estaba allí. Intentó pensar.

Había una silueta acostada sobre una cama. El cuerpo quedaba totalmente oculto por una manta.

La última etapa del examen… Teppic estaba en la habitación donde se decidiría todo. Los estudiantes que habían logrado aprobar nunca hablaban de aquella parte. Los que habían fracasado ya no estaban en condiciones de ser interrogados al respecto.

La mente de Teppic se llenó de opciones. «En momentos así no iría nada mal un poquito de ayuda divina que te guiara —pensó—. ¿Dónde estás ahora, papá?»

Sintió una aguda envidia hacia aquellos compañeros de estudios que creían en dioses intangibles que vivían en la cima de alguna montaña muy distante. Creer en esos dioses era coser y cantar, pero creer en un dios al que veías desayunar cada día resultaba extremadamente difícil.

Teppic cogió su ballesta y sus dedos se movieron rápidamente uniendo las distintas piezas. No era el arma adecuada para la situación, pero se había quedado sin cuchillos y sus labios estaban demasiado secos para utilizar la cerbatana.

Oyó un chasquido procedente de la esquina. Mericet se estaba golpeando los dientes con el lápiz.

Lo que había debajo de la manta podía ser un muñeco. Teppic no tenía forma de averiguarlo, pero… No, tenía que ser una persona, alguien de carne y hueso. Todos los estudiantes habían oído historias y rumores al respecto. Quizá debiera probar con las varillas…

Meneó la cabeza, alzó la ballesta y apuntó con el mayor cuidado posible.

—Cuando quiera, señor Teppic.

El momento de la verdad.

El momento en el que descubrían si eras capaz de matar.

El momento en el que había estado intentando no pensar desde que empezó el examen.

Teppic sabía que podría hacerlo.


Las tardes de los octiernes tenía clase de Conveniencias Políticas con Lady T'Malia, una de las pocas mujeres que habían logrado alcanzar un puesto de responsabilidad en el Gremio. Lady T'Malia era bastante conocida en las comarcas que bordeaban el Mar Circular, y casi todo el mundo estaba de acuerdo en que si querías vivir hasta una edad avanzada harías bien rechazando sus invitaciones a cenar. Las joyas de una de sus manos contenían el veneno suficiente para inhumar a un pueblo entero. Lady T'Malia era asombrosamente atractiva, pero su belleza era la clase de hermosura calculada resultado de los esfuerzos de un equipo de artistas —manicuras, escayoladores, corseteros y modistas, entre otros—, y tres horas de trabajo cada mañana. Cuando entraba en una habitación si aguzabas el oído podías oír el crujido de las barbas de ballena sometidas a una tensión increíble.

Los chicos estaban aprendiendo. Lady T'Malia hablaba, pero los ojos de la clase no vigilaban su silueta. Vigilaban sus dedos.

—Así pues —dijo Lady T'Malia—, consideremos la situación que existía antes de la creación del Gremio. En esta ciudad y en muchos otros lugares la civilización prospera y avanza gracias a la interrelación dinámica de intereses entre muchos grupos poderosos que pretenden obtener ventaja los unos sobre los otros.

»Antes de la fundación del Gremio la competencia entre estos consorcios daba como resultado invariable lamentables desacuerdos que eran resueltos con graves daños para todas las partes implicadas. Dichos desacuerdos resultaban extremadamente deletéreos para el interés común de la ciudad. No olvidéis que el estandarte del comercio siempre ondea más alto allí donde gobierna la desarmonía.

»Pero, pero… —Lady T'Malia se llevó las manos al pecho. El chirrido producido por el gesto no tenía nada que envidiar al de un galeón abriéndose paso por entre los embates de una galerna—. Estaba claro que era preciso encontrar un medio extremo pero digno de confianza que permitiera poner fin a las diferencias irreconciliables —siguió diciendo—, y esa situación permitió ir poniendo los cimientos del Gremio tal y como lo conocemos ahora. Qué maravilloso… —La subida repentina de su tono de voz hizo que varias docenas de jóvenes fueran arrancados bruscamente a sus ensueños privados y se irguieran poniendo cara de culpabilidad—. Qué maravilloso tuvo que ser el vivir esos últimos días en los que hombres impulsados por los más firmes propósitos morales se dispusieron a forjar la herramienta política más eficiente y temible que existe aparte de la guerra. Qué afortunados sois… Estáis siendo adiestrados para convertiros en miembros de un gremio que exige mucho en términos de modales, buena conducta, elegancia y habilidades esotéricas y que, pese a ello, ofrece un poder tan grande que en tiempos estaba reservado única y exclusivamente a los dioses. Ah, sí, el mundo es vuestro molusco favorito y espera que abráis su concha…

Broncalo se encargó de traducirles el discurso de Lady T'Malia detrás de los establos durante la hora de la cena.

—Ya sé lo que quiere decir Anular con Extrema Saña —dijo Pesthilencio con voz presuntuosa—. Quiere decir inhumar con un hacha.

—No puedes estar más equivocado —replicó Broncalo.

—¿Ah, sí? ¿Cómo lo sabes?

—Porque mi familia tiene un comercio desde hace muchos años —dijo Broncalo.

—Uh… —murmuró Pesthilencio—. Un comercio, ¿eh?

Broncalo nunca daba detalles concretos que permitieran hacerse una idea clara de qué clase de comercio tenía su familia. Parecía tener algo que ver con el trasladar artículos de un lado a otro y atender las necesidades del consumidor, pero nadie sabía con exactitud qué clase de artículos eran trasladados y qué clase de necesidades eran atendidas.

Broncalo inició su explicación golpeando a Pesthilencio en la cara, después de lo cual dejó bien claro que Anular con Extrema Saña era algo muy complicado que exigía no sólo el que la víctima fuese inhumada —preferiblemente de una forma extremadamente concienzuda—, sino que los conocidos y empleados de la víctima también estaban involucrados en el asunto junto con el local comercial, el edificio y una parte considerable del vecindario en el que éste se encontrara; y que lo realmente importante era asegurarse de que todo el mundo llegaba a enterarse de que la víctima en cuestión había sido lo bastante imprudente y estúpida para ganarse la clase de enemigos capaces de enfadarse mucho y descargar su ira de forma lo más indiscriminada posible.

—Caray —dijo Arthur.

—Oh, eso no es nada —dijo Broncalo—. Recuerdo que una Vigilia del Cerdo mi abuelo y su departamento de contabilidad celebraron una reunión de negocios de alto nivel con los tipos del Cubo y el resultado de la reunión ascendió a quince cadáveres que jamás fueron encontrados. Muy, muy mal asunto… Afecta mucho a toda la comunidad comercial.

—¿A toda la comunidad comercial o sólo a esa parte de ella que flota cara abajo en el río? —preguntó Teppic.

—A eso iba —dijo Broncalo meneando la cabeza—. Si hay alguna posibilidad de evitar ese tipo de soluciones drásticas siempre es mejor hacerlo de una forma… de una forma… limpia, ¿entendéis? Por eso mi padre dijo que quería que entrase en el Gremio. Hoy en día siempre tienes que estar lo más pendiente posible del negocio. No puedes perder todo tu tiempo con las relaciones públicas.


El extremo de la ballesta estaba temblando.

Era lo único que no le gustaba de la escuela. Todo lo demás —las escaladas, las clases de música, la amplitud del programa de asignaturas…—, le encantaba, pero no conseguía quitarse de la cabeza el hecho de que al final acababas matando gente. Teppic nunca había matado a nadie.

«De eso se trata, ¿no? —se dijo a sí mismo—. Éste es el momento en que todo el mundo averigua si eres capaz de hacerlo, tú incluido. Y si meto la pata puedo darme por muerto.»

Mericet empezó a canturrear en voz baja sin moverse de su rincón.

El Gremio pagaba un precio por su licencia para operar. El Gremio se aseguraba de que no hubiera asesinos descuidados, poco entusiastas o, por así decirlo, criminalmente faltos de eficiencia. Podrías vivir mil años y nunca conocerías a nadie que hubiera suspendido el examen.

Y, naturalmente, algunos estudiantes no conseguían pasar el examen, pero no les volvías a ver nunca más. El cuerpo que había debajo de la manta quizá fuera uno de ellos. Incluso podía ser Broncalo, o Snoxall, o cualquiera de los chicos… Todos tenían su examen final aquella noche. Si suspendía, el mismo Teppic podía acabar en esa cama…

Teppic clavó los ojos en la silueta que yacía sobre la cama intentando dar con alguna pista que le permitiera identificarla.

—Ejem… —tosió el examinador.

Teppic tenía la garganta muy seca. El pánico salió disparado de su estómago y empezó a trepar por ella moviéndose con la celeridad de la cena de un borracho.

Sus dientes sentían un deseo casi irresistible de castañetear, y cuanto más ruidosamente mejor. Su espina dorsal se había convertido en una masa de hielo y sus ropas se habían transformado en un montón de harapos empapados. Todo parecía estar ocurriendo terriblemente despacio.

No. No lo haría. La decisión surgió de la nada e hizo impacto en su mente dejándole tan aturdido como si estuviera andando por un callejón oscuro y alguien acabara de arrojarle un ladrillo a la cabeza. La sorpresa que sintió tenía muy poco que envidiar a la que le habría producido el recibir un ladrillazo. No se trataba de que odiara al Gremio o a Mericet —el examinador ni tan siquiera le resultaba particularmente desagradable—, sino que no le parecía que aquella fuese la forma más correcta de poner a prueba a un estudiante. Estaba mal, y punto.

Decidió que iba a suspender. En cuanto al viejo… ¿Qué podía hacer? Nada, ¿verdad?

Y además suspendería de la forma más elegante y vistosa posible.

Giró lentamente hasta quedar de cara a Mericet, clavó la mirada en los ojos del examinador, extendió el brazo que sostenía la ballesta apuntando más o menos hacia su derecha y apretó el gatillo.

Hubo un tañido metálico.

El dardo salió disparado hacia el alféizar de la ventana y rebotó en un clavo con un suave chasquido. Mericet se agachó una fracción de segundo antes de que el dardo pasara por encima de su cabeza. El dardo volvió a rebotar en un aro para antorchas que había en la pared y pasó, junto al cada vez más pálido rostro de Teppic, ronroneando como un gato enloquecido.

El dardo se incrustó en la manta con un golpe ahogado al que siguió el silencio más absoluto imaginable.

—Gracias, señor Teppic. Y ahora, si tiene la bondad de esperar un momento…

El viejo asesino inclinó la cabeza sobre su tablilla de anotaciones y empezó a mover los labios sin emitir ningún sonido.

Cogió el lápiz unido a la tablilla mediante un trocito de cordel un poco deshilachado e hizo unas cuantas cruces en una hoja de papel rosa.

—No voy a pedirle que me lo quite de las manos —dijo Mericet—. Dadas las circunstancias no creo que sea lo más adecuado, ¿verdad? Lo dejaré en la mesa que hay junto a la puerta.

No era una sonrisa particularmente agradable. Seca, débil, desnutrida… Aquella sonrisa había sido hervida tan concienzudamente que había perdido todo su calor hacía ya mucho tiempo. La gente que sonreía así normalmente llevaba dos años muerta cociéndose bajo el sol del desierto, pero por lo menos te dabas cuenta de que Mericet estaba haciendo cuanto podía.

Teppic no se había movido.

—¿He aprobado? —preguntó.

—Parece ser que sí.

—Pero…

—Estoy seguro de que ya sabe que no me está permitido comentar el examen con los estudiantes. Sin embargo, lo que sí puedo decirle es que esas técnicas modernas entre aparatosas y exhibicionistas nunca me han gustado demasiado. Que tenga un buen día.

Y Mericet salió de la habitación.

Teppic fue tambaleándose hacia la mesa cubierta de polvo que había junto a la puerta y se inclinó sobre el papel contemplándolo con expresión horrorizada. La fuerza de la costumbre hizo que sacara unas pinzas de la faltriquera para cogerlo.

Parecía auténtico. Estaba adornado con el sello del Gremio y con un garrapateo ininteligible que no cabía duda era la firma de Mericet. Teppic lo había visto con bastante frecuencia, casi siempre al final de una hoja de examen junto a comentarios como 3/10. Pase por mi despacho.

Teppic fue hacia la cama y apartó la manta de un manotazo.


Faltaba poco para la una de la madrugada y los relojes intentaban convencer a Ankh-Morpork de que ya era de noche.

Los tejados que formaban el mundo aéreo de los ladrones y los asesinos estaban muy oscuros, pero debajo de ellos la vida de la ciudad fluía por las calles con el ímpetu de la marea.

Teppic caminaba por entre la muchedumbre sin prestar demasiada atención a lo que le rodeaba. Cualquier otro habitante de la ciudad que sintiera curiosidad por averiguar cuáles eran los resultados de ese tipo de comportamiento no tardaría en descubrir que equivalían a solicitar una visita turística del fondo del río con guía incluido, pero Teppic vestía el traje negro de los asesinos y la multitud se limitaba a abrirse automáticamente delante de él para dejarle paso y volvía a cerrarse a su espalda en cuanto había pasado. Incluso los carteristas se mantenían lejos de él. ¿Meter la mano en el bolsillo de un asesino? No, gracias. ¿Quién sabe lo que podrías encontrar? Teppic cruzó el umbral de la Casa del Gremio, tomó asiento sobre un banco de mármol negro y apoyó el mentón en los nudillos.

La triste e innegable realidad era que su vida parecía haberse detenido tan bruscamente como si acabara de chocar con un muro de ladrillos. Teppic no había pensado en lo que ocurriría después del examen. De hecho, ni tan siquiera se había atrevido a suponer que pudiera haber un después…

Alguien le dio una palmadita en el hombro. Teppic se volvió y vio que Broncalo se dejaba caer junto a él y le alargaba una hoja de papel rosa sin decir ni una palabra.

—Bingo —dijo.

—¿También has aprobado? —le preguntó Teppic. Broncalo sonrió.

—Estuvo chupado —dijo—. Me tocó Nivor, ¿sabes? Estuvo chupado, aunque me hizo sudar un poco con la Caída de Emergencia. ¿Y tú? ¿Qué tal te ha ido?

—¿Humm? Oh. No. —Teppic intentó poner algo de orden en el caos de sus pensamientos—. Estuvo chupado —dijo por fin.

—¿Sabes algo de los demás?

—No.

Broncalo se echó hacia atrás.

—Pesthilencio aprobará —dijo muy seguro de sí mismo—, y el joven Arthur también. Creo que los demás no lo conseguirán. ¿Qué te parece si les damos veinte minutos para que aparezcan?

Teppic se volvió hacia él. Su rostro habría podido figurar como ilustración en un manual universitario sobre problemas emocionales.

—Bronco, yo…

—¿Qué?

—Cuando llegó el momento de hacerlo, yo…

—¿Qué estás intentando explicarme?

Teppic bajó la cabeza y clavó los ojos en los adoquines.

—Nada —dijo.

—Eres un tipo afortunado. Te diste un paseíto por los tejados y pudiste tomar el aire. A mí me tocó ir por las alcantarillas y después el guardarropa en la Torre del Sastre. Tuve que entrar allí y no me ha quedado más remedio que cambiarme al volver.

—El tuyo era un muñeco, ¿verdad? —preguntó Teppic.

—Cielos… ¿Es que el tuyo no lo era?

—¡Pero nos hicieron creer que sería una persona de verdad! —gimoteó Teppic.

—Bueno, todo parecía muy real, ¿no?

—¡Sí!

—Pues entonces… Y has aprobado, así que no hay motivos para preocuparse.

—Pero… ¿No te preguntaste quién podía estar debajo de esa manta, qué clase de vida había llevado y por qué… ?

—Hombre, me preocupaba bastante el no hacerlo bien —admitió Broncalo—. Pero en cuanto a lo que dices… No, pensé que no era asunto mío y lo olvidé.

—Pero yo…

Teppic no siguió hablando. ¿Qué podía hacer? ¿Explicárselo todo? No estaba muy seguro del porqué, pero le pareció que no sería una buena idea.

Su amigo le dio una palmada en la espalda.

—¡No le des más vueltas! —exclamó—. ¡Lo hemos conseguido!

Y Broncalo alzó el pulgar y lo pegó a los dos primeros dedos de su mano derecha en el antiquísimo saludo de los asesinos.

Un pulgar pegado a dos dedos y la flaca silueta del doctor Cruces, el jefe de profesores, se alzó sobre las cabezas de los chicos que le contemplaban con expresión algo atemorizada.

—No asesinamos —dijo.

Tenía una voz suave y agradable. El doctor nunca alzaba la voz, pero sabía alterar los tonos y manipularlos de tal forma que se le habría podido oír incluso durante un huracán.

—No ejecutamos. No masacramos. Ah, y pueden estar totalmente seguros de que nunca torturamos. No tenemos nada que ver con los crímenes motivados por la pasión, el odio o el deseo desordenado de conseguir lucros o ganancias materiales. No hacemos lo que hacemos porque nos guste inhumar a la gente, o para alimentar alguna secreta necesidad interior, o por conseguir algo tan mezquino como mejorar nuestra posición, o por alguna causa o creencia. No, caballeros, yo les digo que todas esas razones son sospechosas en el más alto grado imaginable. Examinen el rostro de un hombre capaz de matarles por una creencia y sus fosas nasales captarán la vaharada pestilente de la abominación. Escuchen el discurso de quien predica una guerra santa y les aseguro que sus oídos no tardarán en captar el tintineo metálico de las escamas del mal y el susurro de su cola monstruosa arrastrándose sobre la pureza del lenguaje.

»No. Lo hacemos por dinero.

»Y como si hay algo que debamos recordar por encima de todo es que la vida humana tiene un valor inmenso, lo hacemos por grandes cantidades de dinero.

»Creo que existen muy pocos motivos más limpios o que estén más libres de falsas excusas y disfraces engañosos.

»Nihil mortifi, sine lucre. Recuérdenlo bien. Si no hay honorarios, no hay cadáver.

Se quedó callado durante unos instantes.

—Y no se olviden nunca de dar el recibo —añadió.


—Así que todo ha salido a pedir de boca —dijo Broncalo.

Teppic asintió con expresión lúgubre. Eso era lo que hacía tan fácil que Broncalo te cayera bien. Poseía la envidiable capacidad de hacer las cosas sin tener que pensar en ellas.

Una silueta entró cautelosamente en la Escuela después de haber cruzado las puertas abiertas que daban a la calle.[7] La luz de la antorcha que ardía dentro de la garita del portero arrancó destellos dorados a los rizados mechones rubios del recién llegado.

—Así que también lo habéis conseguido, ¿eh? —dijo Arthur agitando despreocupadamente la hoja de papel rosa que sostenía entre los dedos de una mano.

Arthur había cambiado mucho en siete años. El fracaso continuado e inexplicable del Gran Orm en llevar a cabo la que para Él debía ser sencillísima tarea de cobrarse la falta de pleitesía con una terrible venganza orgánica había servido para que Arthur acabara librándose de su molesta tendencia a ir de un lado a otro con la cabeza tapada por la chaqueta. Su aptitud innata para la violencia canalizada quedó revelada el día en que Garrotho y unos cuantos secuaces suyos decidieron que mantear a los nuevos podía resultar divertido y escogieron a Arthur como primer candidato al viaje aéreo. Diez segundos después hicieron falta los esfuerzos combinados de todos los chicos del dormitorio para contener a Arthur y arrancarle los restos de la silla de entre los dedos. Poco después sus condiscípulos se enteraron de que era hijo del difunto Johan Ludorum, uno de los asesinos más eminentes de toda la historia del Gremio. Los hijos de los asesinos muertos nunca tenían que pagar la matrícula. Sí, la profesión de asesino no es tan desalmada como parece a veces.

Nadie tenía ni la más mínima duda de que Arthur aprobaría el examen. Le habían dado clases extra y se le había permitido utilizar venenos realmente complicados. Probablemente se quedaría una temporada en la escuela para escribir una tesis y trabajar como posgraduado.

Esperaron a que los gongs de la ciudad dieran las dos. La tecnología relojera de Ankh-Morpork no había alcanzado un grado de precisión muy elevado, y aparte de eso muchas de las numerosísimas comunidades de la ciudad tenían ideas bastante distintas sobre lo que debía considerarse una hora, por lo que las salvas de campanadas rebotaron en los tejados durante casi cinco minutos.

Cuando quedó claro que el consenso de la ciudad estaba a favor de que ya pasaba un buen rato de las dos el trío dejó de contemplarse las punteras de las botas.

—Bueno, se acabó —dijo Broncalo.

—Pobre Pesthilencio… —dijo Arthur—. La verdad es que si lo piensas bien resulta bastante trágico, ¿no os parece?

—Sí —murmuró Broncalo—. Me debía cuatro peniques. Bien, vamos… Os he preparado una pequeña sorpresa.


El faraón Teppicamón XXVII se levantó de la cama y se tapó las orejas con las manos para no oír el rugido del mar. Aquella noche sonaba particularmente fuerte.

El rugido siempre se hacía un poco más intenso cuando estaba nervioso o preocupado por algo. Necesitaba una distracción. Podía ordenar que le trajeran a Ptraci, su sirvienta favorita. Ah, Ptraci era realmente especial… Sus canciones siempre conseguían animarle. Cuando Ptraci dejaba de cantar la vida parecía mucho más hermosa y digna de ser vivida.

También estaba el amanecer. Eso siempre le reconfortaba. Sentarse sobre el tejado más alto del palacio envuelto en una manta viendo cómo las nieblas se iban alejando del río mientras la inundación dorada se derramaba sobre la tierra resultaba muy agradable. Te hacía sentir esa cálida satisfacción que produce otro trabajo bien hecho, y, el que no tuvieras ni idea de cómo te las habías arreglado para hacerlo no disminuía en nada la sensación de bienestar.

Se puso en pie, se calzó las zapatillas, salió de su dormitorio y fue por el pasillo que llevaba hasta la gigantesca escalera de caracol y el tejado. Unos cuantos haces de cañas empapadas de aceite ardían iluminando las estatuas de los otros dioses locales y adornaban las paredes con retratos móviles de criaturas con cabeza de perro, cuerpo de pez o patas de araña en lugar de brazos. El faraón las conocía desde su infancia. Sin ellas sus pesadillas juveniles habrían resultado de lo más aburridas y poco espectaculares.

El mar… Sólo lo había visto una vez cuando era un muchacho. No recordaba muchas cosas acerca de él, dejando aparte el tamaño. Y el ruido. Y las gaviotas, claro.

Las gaviotas se habían convertido en una auténtica obsesión. Ah, las gaviotas parecían habérselo montado mucho mejor… Le habría gustado poder volver en forma de gaviota pero, naturalmente, si eras faraón esa opción quedaba automáticamente descartada. Si eras faraón no volvías nunca. De hecho, incluso podía decirse que nunca llegabas a irte del todo.


—Bueno, ¿qué es? —preguntó Teppic.

—Pruébalo —replicó Broncalo—. Venga, pruébalo. Nunca volverás a tener la oportunidad de hacerlo.

—Es tan bonito que me da pena echarlo a perder —dijo Arthur intentando hablar con el tono de voz admirativo que se esperaba de él mientras contemplaba el complicado mosaico de colores y formas que ocupaba su plato—. ¿Qué son todas esas cositas rojas?

—Oh, no son más que rábanos —dijo Broncalo en un tono de voz algo despectivo—. No tienen mucha importancia. Vamos, adelante.

Teppic cogió el diminuto tenedor de madera, lo llevó hasta el plato y pinchó una rebanada de pescado tan blanca y delgada que parecía un trocito de papel. El chef del restaurante chafashi le estaba observando tan atentamente como si Teppic fuera un bebé en la fiesta de su primer cumpleaños. De hecho, todo el mundo le estaba observando.

Teppic masticó concienzudamente la rebanada de pescado y descubrió que tenía una consistencia gomosa, que era bastante salada y que el olor le recordaba un poco al que sale de los desagües.

—¿Está bueno? —preguntó Broncalo con cierto nerviosismo.

Algunos comensales de las mesas más cercanas empezaron a aplaudir.

—Es… Es distinto —admitió Teppic sin dejar de masticar—. ¿Qué es?

—Pez globo de las profundidades abisales —dijo Broncalo—. Calma, calma… —se apresuró a añadir al ver que Teppic se apresuraba a dejar su tenedor sobre la mesa e intentaba fulminarle con la mirada—. No hay el más mínimo peligro siempre que se haya extraído hasta el último fragmento de estómago, hígado y conducto digestivo y por eso cuesta tantísimo dinero, porque si te dedicas a servir pez globo o eres el mejor o cambias de oficio, y es el alimento más caro del mundo y hay gente que ha escrito poemas sobre él y…

—Una auténtica explosión de nuevos sabores —murmuró Teppic intentando no perder el control de sí mismo.

Aun así el pez globo debía de estar correctamente preparado, visto que Teppic no se había convertido en papel de pared y no estaba formando parte de la decoración del local. Volvió a coger el tenedor y lo usó para examinar las raíces que ocupaban el resto del plato.

—Y esas cosas… ¿Qué efecto producen? —preguntó.

—Bueno, a menos que sean maceradas y preparadas de la forma correcta a lo largo de un período de seis semanas reaccionan de una forma catastrófica apenas entran en contacto con los ácidos de tu estómago —dijo Broncalo—. Lo siento. Pensé que debíamos celebrar el haber aprobado con la cena más cara que nos pudiéramos permitir.

—Comprendo. Pescado y patatas fritas para hombres que los tengan bien puestos, ¿eh? —dijo Teppic.

—Oye, ¿crees que podrían traer un poco de vinagre si lo pido? —preguntó Arthur con la boca llena—. Ah, y unos guisantitos no irían nada mal para acompañar…

Pero el vino era bueno. No es que fuese increíblemente bueno, desde luego. No pertenecía a una de las grandes cosechas, pero explicaba el porqué Teppic había tenido dolor de cabeza todo el día.

Había estado sufriendo los efectos de un remete particularmente fuerte. Su amigo había comprado cuatro botellas de un vino blanco perfectamente normal cuya única particularidad era que no provocaba resaca sino lo que los expertos en magia temporal conocían como remete. ¿Por qué resultaba tan caro? Porque las uvas de las que estaba hecho aún tenían que plantarse.[8]


En el Disco la luz se mueve lenta y perezosamente. No tiene prisa por llegar a ninguna parte. ¿Para qué molestarse? A la velocidad de la luz todos los sitios son más o menos el mismo.

El faraón Teppicamón XXVII estaba observando cómo el disco dorado flotaba sobre el borde del mundo. Una bandada de grullas emergió de las neblinas que cubrían el río y se remontó hacia las alturas.

El rey se estaba diciendo que siempre se había tomado el trabajo lo más seriamente posible. Nadie le había explicado cómo te las arreglabas para que el sol saliera cada mañana, por no hablar de las inundaciones anuales o de que el trigo creciera en los campos. ¿Cómo podían explicárselo? Después de todo él era la deidad, ¿no? Tendría que saberlo. Pero no tenía ni idea, por lo que se había limitado a vivir un día después de otro repitiéndose que todo saldría bien y deseándolo con todas sus fuerzas, y la verdad es que el truco parecía haber funcionado. El problema estaba en que si algún día dejaba de funcionar no sabría por qué. Una de sus pesadillas recurrentes era soñar que el gran sacerdote Dios le despertaba sacudiéndole una mañana… sólo que referirse a esas horribles tinieblas utilizando las palabras «una mañana» sería una considerable exageración, naturalmente. Todas las antorchas y lamparillas del palacio estaban encendidas y podía oír los murmullos irritados de la multitud que aguardaba en la oscuridad puntuada por las estrellas, y todo el mundo le miraba esperando que hiciera algo…

Y él no podría hacer nada salvo decir «Lo siento».

Le aterrorizaba. Qué fácil resultaba imaginar la capa de hielo formándose sobre el río, la escarcha eterna recubriendo los troncos de las palmeras y acumulándose encima de las hojas hasta que su peso las hiciera caer (para quedar hechas añicos cuando chocaran con el suelo congelado), y los cuerpos sin vida de los pájaros lloviendo del cielo…

Las sombras se deslizaron sobre él. Alzó la cabeza y contempló el vacío gris del horizonte con ojos velados por las lágrimas sintiendo cómo el horror le aflojaba las mandíbulas.

Se puso en pie, arrojó la manta a un lado y levantó las dos manos en un gesto de súplica. Pero el sol se había esfumado. Él era el dios, éste era su trabajo, lo único que sus súbditos esperaban de él… y les había fallado.

Era como si su mente tuviera oídos, y le pareció que ya captaban los gritos irritados de la multitud, el rugido retumbante que empezaba a invadirle hasta que el ritmo se volvió tan insistente como familiar, hasta que llegó a ser tan ensordecedor que ya no intentaba entrar en su cabeza sino que tiraba de él llevándole hacia aquel desierto azul que sabía a sal donde el sol nunca dejaba de brillar y esbeltas siluetas blancas se movían lentamente trazando círculos en el cielo.

El faraón se irguió sobre las puntas de los dedos de sus pies, echó la cabeza hacia atrás y desplegó las alas. Y se lanzó al vacío.

Y mientras surcaba las alturas se sorprendió al oír un golpe detrás de él. Y el sol salió de detrás de las nubes que lo habían estado ocultando.

El faraón no tardó en comprender que se había precipitado un poco, y empezó a tener la sensación de que había hecho el ridículo.


Los tres nuevos asesinos avanzaban tambaleándose por la calle corriendo un continuo peligro de caerse de narices que jamás llegaba a materializarse mientras intentaban cantar «Soy un hechicero y mi báculo es el primero» de forma coral o, por lo menos, en el mismo tono.

—Esh grande y esh redondo y pesha tres… —canturreó Broncalo—. Mierda, ¿qué acabo de pishar?

—¿Alguien sabe dónde estamos? —preguntó Arthur.

—Íbamos… íbamos hacia la escuela —replicó Teppic—. Pero creo que debemos haber tomado por el camino equivocado porque tenemos el río delante. Puedo olerlo.

La cautela logró atravesar el blindaje alcohólico de Arthur.

—Podría ser peligroso —murmuró—. A estas horas de la noche puede que haya ind… ind… indeseables rondando por ahí.

—Desde luego —dijo Broncalo poniendo cara de satisfacción—. Estamos nosotros, ¿no? Podemos demostrarlo. Tenemos la calificación, ¿no? Me gustaría que alguien intentara meterse con nosotros.

—Tienes toda la razón —dijo Teppic apoyándose en él. Como apoyo Broncalo no era gran cosa, pero no había nada mejor cerca—. Les abriremos en canal desde el como se llame hasta el no sé qué.

—¡Eso, eso!

El trío siguió avanzando con paso inseguro hacia el Puente de Latón.

De hecho había unas cuantas personas peligrosas acechando en las sombras que preceden al amanecer, y se encontraban unos veinte pasos por detrás de ellos.

El complicado sistema de los Gremios criminales no había servido para que Ankh-Morpork fuese un lugar más seguro. Su único efecto era racionalizar los peligros y volverlos lo suficientemente regulares como para que pudieras contar con ellos, considerándolos un factor más de la existencia cotidiana. Los Gremios desempeñaban su labor secundaria de policía ciudadana mucho más concienzudamente —y no cabe duda de que con mucho más éxito—, de lo que jamás hubiese hecho la vieja Ronda, y cualquier ladrón sin licencia que intentara actuar por libre y fuera detenido por las patrullas del Gremio de Ladrones no tardaba en quedar confinado para propósitos de investigación social, aparte de sufrir la indudable molestia de que le unieran las rodillas con un clavo.[9] Pese a ello, siempre había unos cuantos espíritus aventureros que preferían correr el riesgo de llevar una existencia precaria fuera de los fuera de la ley, y cinco hombres que encajaban con esta descripción se estaban aproximando cautelosamente al trío para exponerles la oferta especial de la semana, garganta rajada más robo y entierro en el barrizal del fondo del río que prefiriesen.

Lo normal era que la gente se mantuviera lo más alejada posible de los asesinos debido al convencimiento instintivo de que el matar personas a cambio de grandes sumas de dinero es una actividad que no goza de la aprobación de los dioses (los dioses prefieren a los asesinos que matan a cambio de pequeñas sumas de dinero o sin cobrar nada) y podía dar como resultado un grave caso de hubris, o juicio de los dioses. Los dioses son unos entusiastas de la justicia —al menos en lo que concierne a los seres humanos—, y se conocen casos en los que dispensaron justicia de forma tan entusiástica que personas que se encontraban a kilómetros de distancia acabaron convertidas en relleno de empanadillas.

Pero el atuendo negro de los asesinos no asusta a todo el mundo, e incluso existen ciertos segmentos de la sociedad en los que se considera que matar a un asesino confiere un innegable prestigio, más o menos como el que confiere en otros ambientes el saber hacer sombras chinescas.

Y aparte de todo eso los tres asesinos que avanzaban tambaleándose sobre los tablones del Puente de Latón estaban espantosamente borrachos, y los hombres que les seguían pensaban sacar el máximo provecho posible de esa circunstancia.

Broncalo tropezó con uno de los hipopótamos[10] de madera en actitudes heráldicas que adornaban el lado del puente que daba al mar, rebotó y se desplomó sobre el parapeto.

—Me encuentro fatal —anunció—. Creo que voy a vomitar.

—Adelante —dijo Arthur—. El río está para eso, ¿no?

Teppic suspiró. Tenía mucho cariño a los ríos, pensaba que un río no estaba bien diseñado a menos que tuviera nenúfares y cocodrilos abajo y el Ankh siempre le deprimía porque si ponías un nenúfar en su cauce lo desintegraría en unos cuantos segundos. El río serpenteaba por las inmensas llanuras aluviales acumulando barro y arenilla durante todo el trayecto hasta las mismísimas Montañas del Carnero, y cuando le llegaba el momento de atravesar Ankh-Morpork, pob. un millón de habitantes, sólo se le podía seguir definiendo como líquido porque se movía más deprisa que la tierra situada a su alrededor. Dada su composición, vomitar en el río probablemente incluso serviría para limpiarlo un poquito.

Teppic contempló el hilillo de sustancia viscosa que rezumaba entre los pilares centrales y acabó alzando la cabeza hacia la línea gris del horizonte.

—Falta poco para que salga el sol —anunció.

—No recuerdo haber comido ningún sol —consiguió farfullar Broncalo.

Teppic dio un paso hacia atrás y un cuchillo pasó zumbando junto a su nariz y acabó enterrándose en las nalgas del hipopótamo que tenía al lado.


Cinco siluetas emergieron de la niebla. La reacción instintiva de los tres asesinos fue pegarse los unos a los otros.

—Si te acercas a mí te aseguro que lo lamentarás —gimió Broncalo sujetándose el estómago con las manos—. La factura de la tintorería será increíble.

—Bien, bien, ¿qué tenemos aquí? —dijo el líder de los ladrones.

Es el tipo de frase estúpida y nada adecuada a la situación que suele decirse en circunstancias semejantes.

—Sois del Gremio de Ladrones, ¿verdad? —preguntó Arthur.

—No —dijo el líder del grupo—, pertenecemos a esa pequeña minoría nada representativa que da tan mala reputación a la inmensa mayoría de la profesión. Os ruego que tengáis la amabilidad de entregarnos vuestras armas y objetos de valor. Naturalmente ya os imaginaréis que eso no cambiará en nada el desenlace, pero robar a un cadáver resulta tan desagradable como degradante y preferimos evitarlo siempre que sea posible.

—Podríamos atacarles por sorpresa —dijo Teppic en un tono de voz algo vacilante.

—Oye, a mí no me mires —replicó Arthur—. Creo que no sería capaz de encontrarme el culo ni con un atlas.

—Os lo advierto por última vez —balbuceó Broncalo—. Voy a vomitar, y cuando lo haga lo lamentaréis.

Teppic era consciente de la presencia de los cuchillos que llevaba en las mangas, y de que las posibilidades de que consiguiera coger alguno y seguir con vida el tiempo suficiente para arrojarlo probablemente fuesen muy escasas.

En momentos así el consuelo religioso es muy importante. Teppic se dio la vuelta y alzó la mirada hacia el sol justo cuando éste emergía de entre los bancos de nubes del amanecer.

Y vio un puntito minúsculo que parecía estar inmóvil en el centro del sol.


El difunto faraón Teppicamón XXVII abrió los ojos.

—Estaba volando —murmuró—. Recuerdo la sensación de tener alas. ¿Qué estoy haciendo aquí?

Trató de levantarse. Experimentó una sensación momentánea de peso y ésta desapareció tan de repente que consiguió ponerse en pie casi sin ningún esfuerzo. El faraón miró hacia abajo para averiguar qué la había causado.

—Oh, oh —dijo.

La cultura del reino del río tenía muchas cosas que decir sobre la muerte y lo que ocurría después. En cuanto a la vida, tenía muy poco que decir sobre ella y se limitaba a considerarla como una especie de preludio bastante incómodo al acontecimiento principal que debía ser soportado sin perder la compostura con la esperanza de que transcurriría lo más deprisa posible, y el faraón no necesitó mucho tiempo para llegar a la conclusión de que había muerto. Naturalmente, la visión de su cuerpo destrozado yaciendo sobre la arena era una pista de primera categoría.

Todo parecía haberse vuelto de color grisáceo. El paisaje poseía una extraña cualidad fantasmagórica, como si fuese tan tenue e inmaterial que se podía caminar a través de él. «Y lo más probable es que pueda hacerlo», pensó.

Se frotó la contraparte espiritual de sus manos. Bien, así que por fin había llegado el gran momento. «Las cosas van a ponerse interesantes —pensó—. Ahora es cuando empezaré a vivir de verdad.»

—BUENOS DÍAS —dijo una voz a su espalda.

El faraón se dio la vuelta.

—Hola —dijo—. Tú debes de ser…

—LA MUERTE —dijo la Muerte.

El faraón puso cara de sorpresa.

—Tenía entendido que la Muerte era un escarabajo pelotero gigante con tres cabezas —dijo.

La Muerte se encogió de hombros.

—BUENO, PUES YA VES QUE TE EQUIVOCABAS.

—¿Qué es esa cosa que llevas en la mano?

—¿ESTO? ES UNA GUADAÑA.

—Tiene un aspecto muy extraño, ¿verdad? —dijo el faraón—. Creía que la Muerte llevaba el Flagelo de la Misericordia y el Gancho de la Justicia.

La Muerte pareció pensar en lo que acababa de decir.

—¿CÓMO SE LAS ARREGLABA? —preguntó por fin.

—Me temo que no te entiendo.

—SEGUIMOS HABLANDO DE UN ESCARABAJO PELOTERO GIGANTE, ¿NO?

—Ah. Sí, claro… Supongo que los sujetaba con las mandíbulas. Pero creo recordar que está representada en uno de los frescos del palacio y que tenía brazos… —El faraón vaciló—. La verdad es que pensándolo bien resulta un poco ridículo, ¿no? Quiero decir que… En fin, un escarabajo pelotero gigante con brazos… Y creo recordar que una de las cabezas era de ibis.

La Muerte suspiró. No era una criatura del tiempo y, por lo tanto, en lo que a ella respectaba el pasado y el futuro eran una sola cosa, pero hubo un período en el que se esforzaba por aparecer con el aspecto que el cliente esperaba ver. Tuvo que acabar dejándolo porque no había ninguna forma de averiguar cuál era ese aspecto hasta después de que cliente hubiera muerto. La Muerte acabó llegando a la conclusión de que dado que en lo más íntimo de su fuero interno todo el mundo estaba convencido de que no moriría jamás no había por qué tomarse tantas molestias. La túnica con capuchón era el atuendo que le resultaba más cómodo y a partir de entonces se había mantenido apegado a él. Después de todo era elegante y limpio, casi nadie lo encontraba extraño y era aceptado en todas partes, al igual que ocurre con las mejores tarjetas de crédito.

—En fin… —dijo el faraón—. Supongo que será mejor que nos vayamos, ¿no?

—¿ADÓNDE?

—¿Es que no lo sabes?

—HE VENIDO PARA ASEGURARME DE QUE MORÍAS EN EL MOMENTO FIJADO. LO QUE OCURRA DESPUÉS ES COSA TUYA.

—Bueno… —El faraón se rascó la barbilla en un gesto puramente automático—. Supongo que tendré que esperar a que hayan hecho todos los preparativos. Tendrán que momificarme, claro. Y habrá que construir otra maldita pirámide… Hum. ¿Y tengo que seguir aquí y esperar a que hayan hecho todo eso?

—SUPONGO QUE SÍ.

La Muerte chasqueó los dedos, y un magnífico corcel blanco dejó de masticar el césped del jardín y trotó hacia la silueta de la guadaña.

—Oh. Bueno… En fin, creo que miraré hacia otro lado mientras lo hacen. Empiezan sacándote todas esas cosas blandas de dentro, ¿sabes?

El faraón no pudo contener una mueca de preocupación. Cosas que le habían parecido perfectamente lógicas y naturales cuando estaba vivo empezaban a resultarle vagamente sospechosas y desagradables después de muerto.

—Lo hacen para preservar el cuerpo con el fin de que éste pueda empezar una nueva vida en el Más Allá —dijo en un tono de voz ligeramente perplejo—. Y después te envuelven en vendajes. Bueno, por lo menos eso parece más lógico…

Se frotó la nariz.

—Pero después llenan la pirámide de comida y bebida. Francamente, lo encuentro un poco extraño.

—Y A ESAS ALTURAS DEL PROCESO, ¿DÓNDE SE SUPONE QUE ESTÁN TUS ÓRGANOS INTERNOS?

—Eso es lo que no acabo de entender. Están dentro de una jarra en la cámara contigua —dijo el faraón, y ahora la duda resultaba claramente perceptible en su tono de voz—. Recuerdo que cuando terminamos la pirámide de papá metimos dentro un carruaje tan grande que costó horrores hacerlo pasar por la entrada…

Las arrugas de su frente inmaterial se hicieron un poco más profundas.

—Madera sólida —dijo medio hablando consigo mismo—. Ah, y estaba recubierta con pan de oro. Y no hay que olvidar a los cuatro novillos para que tirasen de él, claro. Después hubo que colocar una piedra inmensa para que obstruyera la entrada…

Intentó pensar y descubrió que le resultaba sorprendentemente fácil. Las nuevas ideas afluían a su mente como un límpido torrente de aguas frescas y cristalinas. Las ideas tenían que ver con el movimiento de la luz sobre las rocas, el azul del cielo y las múltiples posibilidades del mundo que se esparcían a su alrededor desplegándose en todas direcciones. Ahora que no tenía un cuerpo que le importunara continuamente con sus insistentes demandas el mundo le parecía un lugar lleno de maravillas y prodigios, pero desgraciadamente lo más asombroso era el hecho de que una gran parte de lo que siempre habías creído verdad parecía haberse vuelto tan sólido y digno de confianza como una nube de gas de los pantanos. Aparte de eso, tampoco había que olvidar lo molesto que resultaba el que fueran a encerrarle dentro de una pirámide justo después de descubrir que por fin estaba plenamente equipado para disfrutar del mundo.

Cuando mueres lo primero que pierdes es la vida. Después pierdes tus ilusiones.

—ME PARECE QUE TIENES UN MONTÓN DE COSAS EN QUE PENSAR —dijo la Muerte montando sobre su caballo—. Y AHORA, SI ME DISCULPAS…

—Espera un momento…

—¿SI?

—Cuando me… me caí, casi podría haber jurado que estaba volando.

—LA PARTE DE TU SER QUE ERA DIVINA VOLÓ, NATURALMENTE. AHORA ERES PLENAMENTE MORTAL.

—¿Mortal?

—OH, PUEDES ACEPTAR MI PALABRA AL RESPECTO. YO ENTIENDO MUCHO DE ESTO.

—Escucha, hay unas cuantas preguntas que me gustaría hacerte y…

—SIEMPRE LAS HAY. LO SIENTO.

La Muerte pegó los talones a los flancos del caballo y se desvaneció.

El faraón se quedó inmóvil mientras varios sirvientes venían corriendo a lo largo del muro del palacio. Los sirvientes fueron reduciendo la velocidad a medida que se aproximaban a su cadáver, se detuvieron y acabaron reanudando el avance con bastante cautela.

—¿Estáis bien, oh gran señor enjoyado del sol? —se atrevió a preguntar uno de ellos.

—No, no estoy nada bien —respondió secamente el faraón. Algunas de las ideas básicas sobre el universo que se había ido formando a lo largo de su vida estaban tambaleándose de forma alarmante, y eso es algo que nunca ha puesto de buen humor a nadie—. De hecho tengo la impresión de que estoy muerto. Asombroso, ¿verdad? —añadió en un tono de voz impregnado de amargura.

—¿Puedes oírnos, oh divino acarreador del alba? —preguntó otro sirviente mientras se acercaba un poco más al cadáver del faraón caminando de puntillas.

—¿Que si puedo oíros? Acabo de caer treinta metros y la primera parte de mi cuerpo que ha tocado el suelo ha sido la cabeza. ¿Te parece que estoy en condiciones de oíros, so idiota? —gritó el faraón.

—Creo que no puede oírnos, Jahmet —dijo el primer sirviente.

—¡Escuchadme! —gritó el faraón en un tono de voz muy apremiante que rebotó infructuosamente contra la absoluta incapacidad de oír ni una sola de sus palabras de que estaban dando muestra los sirvientes—. Debéis encontrar a mi hijo y decirle que se olvide de la maldita pirámide, o por lo menos que retrase la construcción hasta que yo haya podido pensar con más calma en todo esto. Hay uno o dos aspectos de los preparativos para la otra vida que me parecen un poquito autocontradictorios, y…

—¿Y si grito? —preguntó Jahmet.

—Creo que nunca podrás gritar lo bastante alto para que te oiga. Me parece que está muerto.

Jahmet bajó la mirada y contempló el cadáver que ya empezaba a ponerse rígido.

—Demonios… —dijo por fin—. Bueno, tengo la impresión de que no hemos podido empezar peor la mañana.

El sol seguía deslizándose majestuosamente sobre el borde del mundo sin ser consciente de que estaba dando su función de despedida. Una gaviota emergió del horizonte moviéndose más deprisa de lo que debería poder volar cualquier ave y se lanzó en picado hacia Ankh-Morpork, hacia el Puente de Latón y las ocho siluetas inmóviles que había sobre él y, en concreto, hacia unos de los ocho rostros…

Las gaviotas eran bastante corrientes en Ankh-Morpork, pero la que venía hacia el grupo lanzó un grito muy prolongado y tan terriblemente gutural que tres ladrones se sobresaltaron lo suficiente para dejar caer sus cuchillos. Nada cubierto de plumas tendría que haber sido capaz de producir semejante sonido. Aquel grito tenía garras.

La gaviota trazó un círculo en el aire, acabó posándose sobre el hipopótamo de madera más cercano y contempló al grupo con un par de ojillos rojizos. Parecía muy, muy irritada.

El líder de los ladrones había estado observando a la gaviota con una expresión que sólo podía definirse como fascinada, pero la voz de Arthur consiguió que apartase la mirada de ella.

—Esto es un cuchillo del Número 2 —dijo Arthur en un tono muy afable y educado—. Saqué un noventa y seis sobre cien en el último examen de lanzamiento de cuchillos. ¿Qué ojo crees que te hace menos falta?

El líder de los ladrones se volvió hacia él. En lo que respectaba a los otros dos jóvenes asesinos uno no apartaba la mirada de la gaviota y el otro se hallaba muy ocupado vomitando ruidosamente sobre el parapeto.

—Estás solo —dijo—. Y nosotros somos cinco.

—Pero pronto sólo seréis cuatro —replicó Arthur.

Teppic alargó una mano hacia la gaviota moviéndose tan lentamente como un sonámbulo. Con cualquier gaviota normal el movimiento habría dado como resultado la pérdida de un dedo, pero la criatura saltó hacia la mano que le ofrecía Teppic y se posó en ella con la expresión entre satisfecha y presuntuosa del terrateniente que regresa a la vieja plantación después de una larga ausencia.

El extraño comportamiento de la gaviota pareció aumentar considerablemente la intranquilidad que había empezado a adueñarse de los ladrones. La sonrisa de Arthur tampoco ayudaba mucho a mantener la calma.

—Qué gaviota tan bonita —dijo el líder de los ladrones en el tono estúpidamente jovial que suelen utilizar las personas cuando están terriblemente preocupadas por algo.

Teppic había empezado a acariciar la cabeza en forma de bala con expresión distraída.

—Creo que sería buena idea que os marcharais —dijo Arthur.

La gaviota había empezado a moverse en dirección a la muñeca de Teppic. Los pies palmeados que se agarraban a la carne y las alas que se desplegaban para conservar el equilibrio tendrían que haberle dado un aspecto bastante risible, pero no sólo no ocurría así sino que la gaviota parecía llena de poder oculto, como si fuese la identidad secreta de un águila. Cuando abrió el pico revelando una ridícula lengua de ave de color púrpura, el gesto impregnó la atmósfera con la sugerencia de que si quería aquella gaviota podía hacer cosas mucho peores que amenazar los restos de un bocadillo caído sobre la arena de la playa.

—¿Es magia? —preguntó uno de los ladrones.

Su expresión indicaba que le habría gustado hacer más preguntas, pero el repentino coro de siseos que salió de las bocas de sus compañeros enseguida le hizo cambiar de opinión.

—Bueno… Pues nada… Nos vamos —dijo el líder de los ladrones—, y disculpad el malentendido, ¿eh?

Teppic replicó con una cálida sonrisa y la expresión aturdida de quien no está viendo nada de cuanto le rodea.

Y entonces todos oyeron un ruidito tan curioso como insistente. Seis pares de ojos se movieron hacia un lado y hacia abajo. Broncalo ya se encontraba en la posición adecuada, y sus ojos no tuvieron que hacer nada de particular.

El Ankh estaba subiendo de nivel, y un torrente oscuro empezaba a empapar el fango deshidratado que se extendía por debajo de ellos.

Dios, Primer Ministro y gran sacerdote entre los grandes sacerdotes, no era un hombre religioso por naturaleza. La religiosidad podía tener efectos tan nocivos como afectar tu capacidad de juicio y volverte un poquito inestable, y no resultaba una cualidad deseable en un gran sacerdote. Bastaba con que empezaras a creer en ese tipo de cosas para que todo el asunto se conviniese en una farsa.

Naturalmente Dios no tenía nada en contra de la fe. La gente necesitaba creer en dioses aunque sólo fuese por lo difícil que resultaba creer en las personas. Los dioses eran necesarios. Dios se limitaba a exigir que no le estorbaran y que le dejaran en paz para que pudiera desempeñar sus funciones sin interferencias.

El que tuviera el aspecto ideal para su oficio era una suerte, claro está. Si tus genes han decidido proporcionarte una estatura imponente, una calva que deslumbra y una nariz tan afilada que podrías tallar rocas con ella probablemente es porque tenían una idea muy concreta en mente para empezar.

Dios sentía una desconfianza instintiva hacia las personas propensas al entusiasmo religioso. Siempre había pensado que quienes sentían una inclinación natural hacia la religiosidad eran personas inestables con una molesta tendencia a los vagabundeos por el desierto y las revelaciones. Como si los dioses pudieran rebajarse hasta tales extremos y perder el tiempo con semejantes tonterías… Ah, y lo peor era que esa clase de personas nunca conseguían resultados tangibles. Empezaban a pensar qué rituales carecían de importancia. Empezaban a pensar que podías hablar con los dioses sin necesidad de intermediarios. Dios sabía que las divinidades de Djelibeibi disfrutaban del ritual tanto como las de cualquier otra tierra, y lo sabía con esa clase de certidumbre tan rígida e inflexible que se la puede utilizar como eje para hacer girar el mundo a su alrededor. Después de todo, ser una divinidad y estar en contra de los rituales venía a resultar el equivalente de ser un pez y estar en contra del agua.

Se sentó en los peldaños del trono con su báculo sobre las rodillas y empezó a transmitir las órdenes del faraón. El hecho de que actualmente no hubiese ningún faraón que pudiera emitirlas no era problema. Dios ocupaba el cargo de gran sacerdote desde… bueno, llevaba tantos años siendo gran sacerdote que ya ni intentaba recordar cuándo empezó a serlo, pero tenía perfectamente claro cuáles eran las órdenes que podían esperarse de un faraón que conociera su oficio y las estaba transmitiendo.

Y de todas formas el Rostro del Sol estaba en el trono y eso era lo que realmente importaba, ¿no? El Rostro del Sol era una máscara de oro sólido que tapaba toda la cabeza y que debía ser llevada por el gobernante actual en todas las ceremonias y actos públicos. Los sacrílegos opinaban que su expresión sugería una mezcla de estreñimiento y afabilidad, pero la máscara llevaba miles de años siendo el símbolo del linaje real de Djelibeibi. Aparte de eso, también había hecho que resultara muy difícil distinguir a un faraón de otro.

Lo cual también tenía un significado extremadamente simbólico, aunque nadie podía recordar en qué consistía.

El Viejo Reino siempre había tenido una gran afición al simbolismo. Por ejemplo, estaba el báculo que descansaba sobre las rodillas de Dios, con sus simboliquísimas serpientes simbólicamente entrelazadas alrededor de la alegoría de un aguijón para camellos. El pueblo creía que la posesión de ese báculo hacía que los grandes sacerdotes tuvieran poder sobre los dioses y los muertos, pero probablemente se trataba de una metáfora (es decir, una mentira).

Dios cambió de postura.

—Supongo que el faraón ya habrá sido llevado a la Sala del Segundo Camino, ¿no? —preguntó.

El círculo de grandes sacerdotes menores asintió.

—Dil el embalsamador le está atendiendo en estos mismos instantes, oh Dios.

—Muy bien. El constructor de pirámides… ¿Ya ha recibido sus instrucciones?

Ptra-hi-dor Koomi, el gran sacerdote de Ath-Aúd, Dios Bifronte de las Puertas, dio un paso hacia adelante.

—Me tomé la libertad de ocuparme yo mismo del asunto, oh Dios —ronroneó.

Los dedos de Dios tamborilearon sobre el báculo.

—Sí —dijo—, no me cabe duda de que te has ocupado de ello.

Casi todos los sacerdotes estaban convencidos de que Koomi sería quien sucediera a Dios en el caso de que éste muriera, aunque hasta el momento moverse sigilosamente entre bastidores esperando que Dios se muriera había resultado ser una forma particularmente aburrida de perder el tiempo. La única opinión discordante era la del mismo Dios, quien de tener amistades probablemente les habría hecho la confidencia de que su fallecimiento exigiría ciertas condiciones previas como por ejemplo el que la luna se volviera azul, que los cerdos nacieran con alas y que Dios decidiese hacer un viajecito turístico por el Infierno. Probablemente habría añadido que la única diferencia existente entre Koomi y un cocodrilo sagrado estribaba en que el cocodrilo no intentaba disimular que disfrutaba comiéndose a la gente.

—Muy bien —dijo.

—Si Su Señoría permite que me tome la libertad de recordárselo… —dijo Koomi.

Dios le fulminó con la mirada y los rostros de los otros sacerdotes adoptaron la expresión entre impasible y distraída de quien no quiere tener problemas.

—¿Sí, Koomi?

—El príncipe, oh Dios… ¿Ha sido convocado?

—No —dijo Dios.

—Entonces, ¿cómo se enterará de lo que ha ocurrido? —preguntó Koomi.

—Lo sabrá —dijo Dios con firmeza.

—¿ Cómo es posible que…?

—Lo sabrá. Y ahora, salid de aquí y dejadme solo. Id. ¡Id a ocuparos de vuestros dioses!

Los sacerdotes salieron a toda prisa dejando a Dios solo sobre los peldaños del trono. Estar sentado en los peldaños del trono era su posición habitual desde hacía tanto tiempo que ya había desgastado la piedra creando un hueco en el que encajaba perfectamente.

El príncipe lo sabría, naturalmente. Era parte del funcionamiento ordenado y correcto de las cosas, ¿no? Pero cuando Dios examinó los profundos surcos que los años de ritual y observancia debida habían producido en su mente detectó una cierta inquietud. La mente de Dios no era el sitio más adecuado para emociones como la inquietud o el nerviosismo. Ponerse nervioso o estar preocupado era algo que le ocurría a otras personas, no a él. Dios no había llegado a su posición actual perdiendo tiempo y espacio mental en algo tan inútil como la duda. Pero… Sí, ahí estaba. Un pensamiento minúsculo, una diminuta certeza de que el nuevo faraón iba a darle problemas.

Bueno, el chico no tardaría en aprender. Todos acababan aprendiendo.

Dios cambió de posición y torció el gesto. Los dolores y pequeñas molestias habían vuelto, y no podía permitir que le distrajeran. Los achaques se interponían entre él y sus deberes, y los deberes de Dios eran sagrados.

Tendría que volver a visitar la necrópolis. Sí, iría allí esta misma noche.


—Oh, vamos, ya puedes ver que no es el de siempre, ¿verdad?

—Bueno, entonces… ¿Quién es? —preguntó Broncalo.

Estaban avanzando por la calle con paso tambaleante acompañados por el ruido de los chapoteos, pero esta vez no se trataba del tambalearse resultado de la embriaguez sino del ir dando tumbos que suele producirse cada vez que dos personas intentan dirigir tres cuerpos. Teppic caminaba, pero su forma de caminar no invitaba a creer que su mente estuviera jugando algún papel en el desplazamiento físico.

Y a su alrededor todo era un abrir de puertas, maldiciones en varias fases del proceso de ser maldecidas y sonidos de muebles trasladados apresuradamente a las habitaciones del segundo piso.

—Esa tormenta en las montañas debe de haber sido realmente terrible —dijo Arthur—. No es normal que el nivel del río suba tanto ni tan siquiera en primavera.

—Quizá deberíamos quemar unas cuantas plumas debajo de su nariz —sugirió Broncalo.

—Voto porque sean de esa maldita gaviota —gruñó Arthur.

—¿Qué gaviota?

—Tú la viste.

—Bien, ¿y qué pasa con ella?

—La viste, ¿verdad?

El parpadeo de la oscura llama de la incertidumbre bailoteó en los ojos de Arthur. La gaviota había desaparecido cuando la confusión estaba en su punto álgido.

—La verdad es que tenía otras cosas a las que prestar atención —dijo Broncalo con voz algo vacilante—. Debieron de ser esos chocolates a la menta que nos trajeron con el café. Me pareció que estaban un poquito pasados.

—No cabe duda de que ese pájaro era francamente raro —dijo Arthur—. Oye, dejémosle en algún sitio mientras vacío mis botas, ¿de acuerdo? Están tan llenas de agua que apenas puedo caminar.

Había una panadería cerca y las puertas estaban abiertas para que las bandejas de hogazas recién horneadas pudieran ser enfriadas por las brisas del amanecer. Broncalo y Arthur apoyaron a Teppic en la pared.

—A juzgar por su aspecto se diría que alguien le ha golpeado en la cabeza —murmuró Broncalo—. Pero nadie le ha golpeado, ¿verdad?

Arthur meneó la cabeza. Los labios de Teppic seguían curvados en una sonrisa casi imperceptible. Fuera lo que fuese lo que estaban viendo sus ojos, no se encontraba en el conjunto de dimensiones habitual.

—Tendríamos que llevarle a la escuela y acompañarle a la enfermería para que…

No llegó a completar la frase. Hubo un ruido muy extraño detrás de él, una mezcla de roce y susurro. Las hogazas empezaron a dar saltitos sobre sus bandejas. Un par de ellas acabaron cayendo al suelo, donde giraron rápidamente sobre sí mismas como si fuesen escarabajos vueltos del revés.

Las cortezas se agrietaron como si fuesen cáscaras de huevo y revelaron centenares de brotes verdes.

Unos segundos después las bandejas se habían convertido en pequeñas parcelas de trigo y las mazorcas empezaron a hincharse inclinándose rápidamente sobre los tallos. Broncalo y Arthur se abrieron paso por el trigal surgido de la nada y decidieron averiguar si podían conseguir un nuevo récord en la carrera de cien metros lisos sosteniendo a Teppic entre ellos mientras procuraban que sus rostros se mantuvieran todo lo impasibles que podían estar en esas circunstancias.

—¿Crees que es él quien está haciendo todo esto?

—Tengo la sensación de que…

Arthur volvió la cabeza para averiguar si algún panadero irritado había salido del local y, de ser así, qué tal se estaba tomando aquella agresiva exhibición de productos totalmente orgánicos, y se detuvo con tanta brusquedad que sus dos compañeros pivotaron sobre él como si fuese un timón.

Arthur y Broncalo contemplaron la calle con expresión pensativa.

—No es algo que se vea cada día, ¿eh? —dijo Broncalo por fin.

—¿Te refieres a los tallos de hierba y esas otras cosas verdes que están creciendo allí donde pone los pies?

—Sí.

Los ojos de Broncalo se encontraron con los de Arthur y los dos pares de pupilas bajaron rápidamente hacia las botas de Teppic. La vegetación ya le llegaba a la altura de los tobillos, y los brotes que emergían de los adoquines parecían tener tanta prisa por crecer que los estaban agrietando. Arthur y Broncalo cogieron a Teppic por los codos sin decir una palabra y le alzaron en vilo.

—La enfermería —dijo Arthur.

—La enfermería —dijo Broncalo.

Pero incluso entonces los dos sabían que la situación iba a exigir algo más que una cataplasma caliente.


El médico se echó hacia atrás.

—Está muy claro —dijo mientras pensaba a toda velocidad—. Es un caso de mortis sardinae antiquissima con complicaciones.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Broncalo.

—Un profano diría que está más muerto que una sardina pasada —replicó el médico acompañando sus palabras con un bufido.

—¿Y cuáles son las complicaciones?

Las facciones del médico ensayaron una rápida serie de expresiones y no se decidieron por ninguna en concreto.

—Aún respira —dijo—. Miren, su corazón late tan deprisa que el pulso parece el zumbido de una abeja y tiene la temperatura tan alta que se podrían freír huevos en su frente, y… —Se quedó callado. No estaba muy seguro de qué más podía decir, y era consciente de que las explicaciones que acababa de dar probablemente resultaban demasiado claras y fáciles de entender. La medicina era un arte bastante nuevo en el Mundodisco, y si la gente conseguía entender sus enigmas a las primeras de cambio nunca llegaría demasiado lejos.

—Sufre de pirocerebrum oeuf culinaria —añadió después de haberse devanado los sesos frenéticamente durante unos momentos.

—Bueno, ¿y puede hacer algo al respecto? —preguntó Arthur.

—No puedo hacer nada. Está muerto. Todos los análisis y pruebas que le he hecho lo confirman. Por lo tanto… Eh… Entiérrenle, manténganle cómodo en un sitio lo más fresco posible y vengan a verme la semana próxima para informarme de cómo va evolucionando la cosa. De día, a ser posible.

—¡Pero si aún respira!

—Oh, no es más que una acción refleja —replicó el médico sin darle importancia—. Los profanos casi siempre se dejan engañar por este tipo de cosas, ¿saben?

Broncalo suspiró. Sospechaba que el Gremio —que, después de todo, poseía una experiencia inigualable en el manejo de cuchillos afilados y complicadas mezclas de sustancias orgánicas—, estaba en condiciones de emitir diagnósticos elementales mucho más fiables que los de los médicos. El Gremio quizá matara a las personas, pero por los menos no esperaba que se lo agradecieran.

Teppic abrió los ojos.

—He de volver a casa —dijo.

—Conque está muerto, ¿eh? —exclamó Broncalo. La reacción del médico dejó bien claro que era un soberbio representante de la profesión médica y que su colegio profesional jamás tendría que avergonzarse de él.

—No es nada raro que un cadáver emita ruidos extraños después de la muerte —replicó valerosamente—. Esos sonidos pueden poner nerviosos a los parientes y…

Teppic se irguió de golpe.

—Y en ciertas circunstancias los espasmos musculares pueden hacer que el cadáver… —empezó a decir el médico, pero incluso él se estaba dando cuenta de que aquello no le llevaría a ninguna parte. Entonces tuvo una idea—. Es una enfermedad muy rara y misteriosa, y en estos momentos se están produciendo un gran número de casos —dijo—. Es causada por un… un… algo tan pequeño que no hay forma alguna de detectarlo —concluyó felicitándose a sí mismo con una sonrisa.

No estaba nada mal, desde luego. Tendría que recordarlo en el futuro.

—Muchísimas gracias —dijo Broncalo abriendo la puerta y empujándole hacia el umbral—. No se preocupe, y tenga la seguridad de que le llamaremos la próxima vez que nos sintamos realmente bien.

—Probablemente sea una morsa —dijo el médico mientras era expulsado de la habitación con amabilidad pero con innegable firmeza—. Ha pillado una morsa. Últimamente se han dado muchos casos y…

La puerta se cerró ruidosamente en sus narices.

Teppic sacó las piernas de la cama y se llevó las manos a la cabeza.

—He de volver a casa.

—¿Por qué? —preguntó Arthur.

—No lo sé. El reino me necesita y quiere que vuelva.

—Oye, no creo que te encuentres en condiciones de… —empezó a decir Arthur.

Teppic le hizo callar con un ademán despectivo.

—Mira, no quiero que nadie haga de portavoz de la razón y me sugiera que debería descansar una temporada —dijo—. Nada de todo eso tiene ni la más mínima importancia, ¿entiendes? Tengo que volver al reino lo más deprisa posible, y quiero que comprendas que no es un caso de «deber». Voy a volver. Y tú puedes ayudarme, Bronco.

—¿Cómo?

—Tu padre posee una embarcación extremadamente rápida que utiliza para hacer contrabando —explicó Teppic con voz átona—. Me la prestará a cambio de que vea con buenos ojos cualquier posibilidad futura de intercambios comerciales. Si partimos antes de que haya pasado una hora llegaré allí con tiempo más que suficiente.

—¡Pero mi padre es un comerciante honrado!

—Al contrario. El setenta por ciento de sus ingresos del año pasado procedían de operaciones comerciales no declaradas durante las que compró o vendió los siguientes artículos… —Los ojos de Teppic se clavaron en la nada—. Transporte ilegal de gullanes y leucares, nueve por ciento. Contrabando nocturno de…

—De acuerdo —admitió Broncalo—, pero un treinta por ciento de sus negocios son honrados y eso es un porcentaje de honradez bastante más elevado de lo que suele darse en la profesión. Oye, será mejor que me expliques cómo te has enterado de eso, y que me lo expliques extremadamente deprisa.

—Yo… No lo sé —murmuró Teppic—. Cuando estaba… dormido era como si… como si lo supiese todo. Lo sabía todo acerca de todo. Creo que mi padre ha muerto.

—Oh —dijo Broncalo—. Caray. Lo siento.

—Oh, no. No es lo que te imaginas. Es lo que él habría querido. De hecho, creo que ya estaba empezando a hartarse de la vida. En nuestra familia la muerte es el momento en el que empiezas a… ¿Cómo te lo explicaría? A disfrutar de la vida, ¿comprendes? Supongo que lo estará pasando en grande.


De hecho el faraón estaba sentado sobre una losa en la cámara de preparación ceremonial viendo cómo sus partes blandas eran cuidadosamente extraídas de su cuerpo y colocadas en las jarras canópicas especiales.

Muy pocas personas han presenciado esa operación, y lo habitual es que quienes asisten a ella no estén en condiciones de prestarle mucha atención.

El faraón estaba bastante preocupado. Oficialmente ya no habitaba dentro de su cuerpo, pero seguía estando unido a él por alguna especie de lazo oculto y ver cómo dos profesionales meten los brazos en tus entrañas hasta los codos basta para poner nervioso a cualquiera.

Los chistes tampoco le parecían especialmente graciosos. Por mucho sentido del humor que tengas ver cómo alguien hace chistes sobre el aspecto o las dimensiones de tus órganos internos resulta desagradable y hace que te sientas un poquito incómodo.

—Mirad, maese Dil —dijo Gern, un joven regordete de rostro enrojecido. El faraón se acababa de enterar de que era el nuevo aprendiz—. Mirad esto… atención, mucha atención… nada por aquí, nada por allá… ¡Y me saco un riñón de la manga! No está mal, ¿verdad? ¡Nada por aquí, nada por allá y me saco un riñón de la manga! ¿Qué os ha parecido?

—Deja de hacer tonterías y ponlo en la jarra, chico —murmuró Dil con voz cansada—. Y ya que has vuelto a sacar el tema, debo decirte que lo de saltar a la comba con los intestinos no me ha hecho ninguna gracia.

—Lo siento, maese Dil.

—Y haz el favor de pasarme un gancho para cerebros del número tres, ¿quieres?

—Viene volando, maese Dil —se apresuró a replicar Gern.

—Y haz el favor de no atosigarme. Esta parte siempre resulta bastante complicada.

—Claro, claro.

El faraón dio un par de pasos hacia su cadáver.

Gern volvió a concentrarse en su trabajo.

—¡Fijaos en esto! Qué color tan raro, ¿no? —exclamó dejando escapar un sonoro y prolongado silbido—. Jamás me habría imaginado que tendría un color semejante. ¿Y vos? Maese Dil, ¿creéis que es por algo que comen o por… ?

Dil volvió a suspirar.

—Ponlo en la jarra, Gern.

—Enseguida, maese Dil. Maese Dil…

—¿Sí, chico?

—¿En qué trocito está el dios?

Dil siguió examinando el interior de una de las fosas nasales del faraón e hizo un esfuerzo desesperado para no perder la concentración.

—Ya se han encargado de separar esa parte antes de bajarle aquí —replicó con infinita paciencia.

—Ah —dijo Gern—. No veo que haya ninguna jarra para meterlo y, claro, me preguntaba si…

—No, claro que no hay ninguna jarra. Tendría que ser una jarra francamente extraña, Gern.

Gern pareció un poquito desilusionado.

—Oh —dijo—. Entonces ahora es… Bueno, es corriente, ¿no?

—En un sentido estrictamente orgánico, sí —dijo Dil.

Su voz sonaba ligeramente ahogada a causa de su postura y de lo que estaba haciendo.

—Mi mamá dijo que había sido un buen faraón —comentó Gern—. ¿Qué opináis vos?

Dil se quedó inmóvil con una jarra en la mano y pareció pensar seriamente en la conversación por primera vez desde que ésta había empezado.

—La verdad es que nunca pienso en eso hasta que bajan aquí —dijo—. Supongo que fue mejor que la mayoría. Un par de pulmones magníficos, riñones limpios… Ah, y unos senos nasales bien desarrollados, que es lo que siempre busco primero en un faraón. —Miró hacia abajo y emitió su dictamen profesional—. Realmente, es un placer trabajar con él.

—Mi mamá afirma que tenía un gran corazón —dijo Gern. El faraón asintió con expresión lúgubre desde el rincón de la cámara ceremonial en el que estaba flotando. «Bueno, Dil ha comentado que los había visto mayores, pero que era un buen ejemplar —pensó—. Y ahora se encuentra en la jarra número tres del estante de arriba…»

Dil se limpió las manos con un trapo y suspiró. Es posible que sus treinta y cinco años como embalsamador le hubieran proporcionado no solamente unas manos firmes y seguras de sí mismas, la tendencia a tomarse las cosas con filosofía y un agudo interés en el vegetarianismo sino también unos poderes de audición mucho más considerables de lo normal, pues estaba casi convencido de que alguien acababa de suspirar junto a su oreja derecha.

El faraón fue hacia el otro extremo de la cámara ceremonial y contempló el líquido oscuro que hervía en la cuba de preparación.

Resultaba bastante extraño. Cuando estaba vivo todo le había parecido tan lógico, tan obvio… Y ahora que estaba muerto le parecía un considerable desperdicio de tiempo y energías.

Estaba empezando a irritarse. Vio cómo Dil y su aprendiz recogían las herramientas, quemaban algunas resinas ceremoniales, le levantaban de la losa, le llevaban respetuosamente a través de la cámara y le introducían con gran delicadeza en el abrazo aceitoso del líquido preservador.

Teppicamón XXVII contempló las oscuras profundidades del líquido y su pobre cuerpo posado en el fondo de la cuba, y pensó que le recordaba al último pepinillo de un frasco de encurtidos. Siempre había pensado que ser el último pepinillo debía resultar bastante triste.

Alzó los ojos hacia los sacos amontonados en un rincón de la cámara. Los sacos estaban llenos de paja. No hacía falta ser ningún genio para comprender lo que iban a hacer con ella.


La embarcación no se deslizaba sobre las olas. Lo que hacía era insinuarse a través del agua y atravesarla bailando sobre las puntas de los doce remos flotando como un pájaro, yendo de un punto a otro con la sigilosa velocidad de una mancha de aceite. Era negra, y tema la forma de un tiburón.

No había ningún forzudo que marcara el ritmo a los remeros golpeando un timbal. La embarcación no quería cargar con más peso del estrictamente necesario y, de todas formas, la velocidad a que avanzaba habría exigido una batería completa.

Teppic estaba sentado entre las dos hileras de remeros silenciosos en el pequeño espacio de la bodega de carga. Unos minutos en la embarcación le habían hecho comprender que no era aconsejable hacer ninguna clase de especulaciones sobre la naturaleza de los cargamentos que transportaba. La embarcación parecía haber sido diseñada para trasladar pequeñas cantidades de cosas muy rápidamente sin que nadie se diera cuenta de que eran llevadas de un sitio a otro, y Teppic tenía la impresión de que ni tan siquiera el Gremio de Contrabandistas conocía su existencia. El comercio parecía ser mucho más interesante de lo que había creído hasta entonces.

La sombra envuelta en murmullos dentro de la que viajaba encontró el delta con una sospechosa facilidad. Teppic se preguntó cuántas veces habría subido sigilosamente por el río, y los perfumes exóticos del último cargamento que había ocupado la bodega fueron rindiéndose ante los olores del hogar. Teppic ya podía detectarlos. Los excrementos de cocodrilo; el polen de los juncos; el aroma de los nenúfares; la ausencia de algo remotamente merecedor de ser llamado sistema de fontanería; el olor acre de los leones y la pestilencia de los hipopótamos…

El jefe de los remeros le dio un golpecito en el hombro, le indicó que se pusiera en pie y le ayudó a no perder el equilibrio mientras Teppic pasaba por encima de la borda para poner los pies en medio metro escaso de agua. Cuando consiguió llegar a la orilla la embarcación ya había girado sobre sí misma y se había convertido en la mera sospecha de una sombra que se alejaba río abajo.

Teppic era curioso por naturaleza y se preguntó dónde se escondería durante el día, más que nada porque la embarcación tenía todo el aspecto de haber sido diseñada para viajar únicamente a cubierto de la oscuridad, y acabó decidiendo que probablemente se ocultaría en alguno de los cañaverales pantanosos del delta.

Y como ahora era faraón, hizo una anotación mental para acordarse de que a partir de ahora los cañaverales deberían ser patrullados periódicamente. Un faraón tiene que estar enterado de cuanto sucede a su alrededor.

Teppic se quedó inmóvil hundido hasta los tobillos en el fondo fangoso del río, y recordó que hacía poco había vivido unos momentos durante los que lo sabía todo.

Arthur le había contado una historia bastante extraña de gaviotas, ríos y hogazas de pan que se llenaban de brotes verdes, lo cual invitaba a pensar que había bebido demasiado. En cuanto a su experiencia, Teppic sólo podía recordar que había despertado con una terrible sensación de pérdida, como si su memoria fuese un recipiente defectuoso incapaz de conservar a buen recaudo los nuevos tesoros que había adquirido. Era algo parecido a esas revelaciones impresionantes que llegan durante los sueños y se desvanecen al despertar. Lo había sabido todo, pero en cuanto intentaba recordar en qué consistía exactamente ese saberlo todo los conocimientos inefables huían de su cabeza como el agua de un cubo agujereado.

Pero la experiencia le había cambiado. Antes su vida era un mero deambular sin rumbo guiado por las circunstancias, ahora parecía avanzar rápidamente moviéndose sobre rieles de metal reluciente. Quizá no tuviese madera de asesino, pero Teppic sabía que podía ser un buen faraón.

Sus pies encontraron tierra firme. La embarcación le había dejado bastante cerca del palacio y las llamas que brotaban de las pirámides de la otra orilla llenaban la noche con ese resplandor tan familiar que la luna volvía de color azul.

Las moradas de los muertos tenían todos los tamaños imaginables aunque, naturalmente, el diseño era prácticamente único y se pegaban las unas a las otras aumentando de número a medida que te acercabas a la ciudad. Era como si a los muertos les gustara estar lo más acompañados posible.

E incluso las más antiguas estaban intactas. Nadie había decidido tomar prestadas unas cuantas piedras para construir casas o hacer caminos, y Teppic se sentía oscuramente orgulloso de que así fuera. Nadie había roto los sellos de las puertas y había vagabundeado por el interior para averiguar si los muertos estaban enterrados con algún tesoro antiguo que ya no necesitaban para nada. La comida era depositada cada día sin falta en las pequeñas antecámaras, y los departamentos de abastecimiento y administración de la necrópolis ocupaban una gran parte del palacio.

A veces la comida desaparecía y a veces no, pero los sacerdotes no podían ser más claros en lo que respectaba a ese punto. Tanto si los alimentos se esfumaban como si no habían sido consumidos por los muertos, y punto. Teppic suponía que los muertos debían estar razonablemente satisfechos con su dieta, ya que nunca se quejaban y jamás habían dejado una nota diciendo que se habían quedado con hambre o solicitando un menú especial.

Cuidad de los muertos y los muertos cuidarán de vosotros, decían los sacerdotes. Después de todo, los muertos eran mayoría, ¿no?

Teppic apartó los juncos que tenía delante. Se alisó la ropa, quitó una pella de barro que se le había pegado a la manga y fue hacia el palacio.

La gran estatua de Khuft se alzaba ante él, una gigantesca silueta oscura que se recortaba contra el resplandor de las pirámides. Hacía siete mil años Khuft sacó a su pueblo de… (Teppic no podía recordar de dónde, pero lo más probable era que se tratara de un sitio que no les gustaba demasiado y que hubiese obrado impulsado por razones muy sólidas. En momentos como aquel Teppic siempre pensaba que le habría gustado saber un poquito más de historia), había rezado en el desierto y los dioses del lugar le habían mostrado el Viejo Reino. Y Khuft holló la tierra sagrada, y tomó posesión de ella a fin de que fuera semillero de su linaje por siempre jamás, y se prosternó ante los dioses, y agradeció el que le hubieran guiado. Teppic estaba casi seguro de que las cosas debieron ocurrir más o menos de aquella forma, aunque probablemente los textos sagrados contenían bastantes «y» más, y también creía recordar algo sobre la leche y la miel. Pero la visión de aquel rostro de patriarca, aquel brazo extendido y aquel mentón con el que habrías podido cascar nueces recortándose imponentes aureolados por el resplandor de las pirámides le dijo lo que ya sabía.

Había regresado a casa, y no volvería a marcharse. El sol empezó a subir en el horizonte.


El mayor matemático vivo de todo el Disco —y, de hecho, el único matemático de todo el Viejo Reino—, se estiró perezosamente, contempló su aprisco y empezó a contar las briznas de paja sobre las que dormiría. Después calculó el número de clavos que había en la pared. Después invirtió unos cuantos minutos en demostrar que un campo de resonancia automórfica posee un número semifinito de ideales primos indeterminables. Cuando hubo terminado decidió que volver a masticar el desayuno sería una buena forma de pasar el tiempo.

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