IV Operación Straylight

13

– TU NOMBRE ES Henry Dorsett Case. -Recitó el año y lugar de nacimiento, el Número único de Identificación EMBA, y una retahíla de nombres que él fue reconociendo gradualmente como distintos alias del pasado.

– ¿Hace tiempo que están aquí? -Vio el contenido de su maleta dispuesto sobre la cama, la ropa por lavar ordenada por tipos. El shuriken estaba solo, entre tejanos y ropa interior, sobre la espuma templada color arena.

– ¿Dónde está Kolodny? -Los dos hombres, sentados junto al sofá, cruzaban los brazos sobre los pechos bronceados; unas idénticas cadenas de oro les colgaban de los cuellos. Case los miró y vio que su juventud era falsa: tenían ciertas arrugas en los nudillos, algo que os cirujanos eran incapaces de borrar.

– ¿Quién es Kolodny?

– Es el nombre que aparece en el registro. ¿Dónde está ella?

– No lo sé -dijo Case, acercándose al bar para servirse un vaso de agua mineral-. Se marchó.

– ¿Adónde fuiste esta noche, Case? -La chica tomó la pistola y la apoyó en el muslo, sin apuntar realmente hacia él.

– Por la Jules Verne; fui a un par de bares y me coloqué. ¿Y tú? -Sentía las rodillas frágiles. El agua mineral estaba caliente y sin gas.

– Creo que no entiendes lo que pasa -dijo el hombre que estaba a la izquierda, sacando una caja de Gitanes del bolsillo de su camisa blanca de red-. Estás liquidado, señor Case. Se te acusa de conspiración para ampliar una inteligencia artificial. -Sacó un encendedor Dunhill de oro y lo acunó en la palma de la mano.- El hombre al que llamas Armitage ya está bajo custodia.

– ¿Corto?

Los Ojos del hombre se agrandaron. -Sí. ¿Cómo sabes el nombre? -Del encendedor surgió un milímetro de llama.

– Lo he olvidado -dijo Case.

– Ya lo recordarás -dijo la chica.


Sus nombres, o seudónimos, eran Michele, Roland y Pierre. Pierre, concluyó Case, sería el policía malo; Roland se pondría del lado de Case, le haría pequeños favores -le consiguió un paquete de Yeheyuan cuando Case rechazó un Gitanes- y en general haría de contrapunto a la fría hostilidad de Pierre. Michele sería el Ángel del juicio, ajustando de vez en cuando el rumbo del interrogatorio. Uno de ellos, o todos, estaba seguro, tenía un transmisor de audio, y muy posiblemente un sensor de simestim: todo cuanto dijese o hiciera podría ser utilizado como evidencia. Evidencia, se preguntó, en medio de la estridente resaca, ¿de qué?

Sabiendo que él no entendía francés, hablaban entre sí con desenfado. O así lo parecía. De hecho, entendía bastante: nombres como Pauley, Armitage, Senso/Red, Panteras Modernos, que emergían como icebergs de un agitado mar de francés parisino. Pero era perfectamente posible que aquellos nombres hubiesen sido incluidos a propósito. Siempre se referían a Molly como Kolodny.

– Dices que te contrataron para que activases un pro grama, Case -dijo Roland, hablando bajo, pretendiendo dar una impresión de sensatez, y que ignoras la naturaleza del objetivo. ¿No es esto extraño? Una vez penetradas las defensas, ¿cómo llevarías a cabo la operación requerida? Porque se requiere una operación de algún tipo, ¿no? -Se inclinó hacia adelante, los codos apoyados en las rodillas artificialmente bronceadas, las palmas extendidas para recibir la explicación de Case. Pierre iba y venía por la habitación; ora estaba en la ventana, ora frente a la puerta. Michele era el transmisor, resolvió Case: no le quitaba los ojos de encima.

– ¿Puedo vestirme? -preguntó. Pierre había insistido en que se desnudara para revisarle las costuras de los teja. nos. Ahora estaba sentado, desnudo, en un taburete de mimbre, uno de los pies obscenamente blanco.

Roland preguntó a Pierre algo en francés. Pierre, de nuevo en la ventana, miraba con un par de pequeños binoculares. -Non -dijo, distraído, y Roland se encogió de hombros y miró a Case alzando las cejas. Case decidió que era un buen momento para sonreír. Roland le devolvió la sonrisa.

El truco más viejo de los polis, pensó Case. -Mira -dijo -, me siento mal. Me enrollé con una droga terrible en un bar, ¿sabes? Quiero acostarme. Ya me tenéis. Decís que tenéis a Armitage. Pues preguntadle a él entonces. Yo no soy más que un empleado.

Roland asintió. -¿Y Kolodny?

– Ella estaba con Armitage cuando él me contrató. Puro músculo, una navajera. Es lo que yo sé, que no es mucho.

– Sabes que el verdadero nombre de Armitage es Corto -dijo Pierre, los ojos aún ocultos por los bordes de plástico blando de los binoculares. ¿Cómo lo sabes, amigo?

– Supongo que alguna vez lo mencionó -dijo Case, lamentando el desliz-. Todos tenemos un par de nombres. ¿Tú te llamas Pierre?

– Sabemos que fuiste reparado en Chiba -dijo Michele-, y tal vez ése haya sido el primer error de Wintermute. -Case la miró a los ojos, tratando de no mostrar ninguna reacción. El nombre no había sido mencionado antes. – El proceso que se te aplicó tuvo como resultado que el propietario de la clínica solicitase siete patentes básicas. ¿Sabes que significa eso?

– No.

– Significa que el operador de una clínica negra de Chiba City controla tres de los principales consorcios de investigación médica. Esto invierte el orden normal de las cosas, ¿entiendes? Llamó la atención. -Cruzó los brazos sobre sus pequeños y elevados pechos y se reclinó en el almohadón estampado. Case se preguntó qué edad tendría. La gente decía que la edad se ve en los ojos, pero él nunca había logrado comprobarlo. Julie Deane tenía los Ojos de un apático chico de diez años tras el cuarzo rosado de sus lentes. Nada, excepto los nudillos, decía que Michele fuese mayor.- Te seguirnos los pasos hasta el Ensanche, te perdimos de nuevo, y te volvimos a encontrar cuando salías para Estambul. Volvimos atrás, seguimos tu pista por el reticulado, descubrimos que habías instigado un motín en Senso/Red. Senso/Red estaba bien dispuesta a cooperar: hicieron un inventario para nosotros. Descubrieron que la estructura de personalidad ROM de McCoy Pauley había desaparecido.

– En Estambul -dijo Roland, casi pidiendo disculpas-, fue muy fácil. La mujer había eliminado el contacto de Armitage con la policía secreta.

– Entonces vinisteis a Freeside -dijo Pierre, metiéndose los binoculares en el bolsillo del pantalón corto-. Quedamos encantados.

– Era una buena oportunidad para bronceamos, ¿no? -Ya sabes lo que queremos decir -dijo Michele-. Si lo que pretendes es fingir que no lo sabes, sólo te estás complicando las cosas. Todavía queda el asunto de la extradición. Regresarás con nosotros, Case, igual que Armitage. Pero ¿adónde iremos todos, exactamente? ¿A Suiza, donde no serás más que un peón en el juicio de una inteligencia artificial? ¿O al EMBA, donde pueden culparte no sólo por robo e invasión de datos, sino también por un daño público que costó catorce vidas inocentes? La decisión es tuya.

Case sacó un Yeheyuan; Pierre se lo encendió con el Dunhill de oro. -¿Te protegería Armitage? -La pregunta fue puntuada por el golpe seco de las brillantes mandíbulas del encendedor.

Case levantó la mirada hacia Pierre, a través del dolor y la amargura de la betafenetilamina. -¿Cuántos años tienes, jefe?

– Los suficientes para saber que estás jodido, quemado, que esto ha terminado, y que ya no nos sirves.

– Una cosa -interrumpió Case. Dio una pipada y lanzó el humo hacia el agente del Registro Turing-. ¿Tenéis jurisdicción real aquí? Quiero decir, ¿el equipo de seguridad de Freeside no tendría que estar en esta fiesta? Al fin y al cabo es su terreno, ¿verdad? – Vio cómo los ojos oscuros se endurecían en el delgado rostro de niño y se preparó para el golpe, pero Pierre sólo se encogió de hombros.

– No tiene importancia -dijo Roland-. Tú vendrás con nosotros. Nos sentimos como en casa en situaciones de ambigüedad legal. Los tratados bajo los cuales opera el Registro nos permiten márgenes muy flexibles. Y nosotros creamos flexibilidad, en las situaciones en que se requiera. -La máscara de afabilidad había desaparecido de golpe: los ojos de Roland eran tan duros como los de Pierre.

– Eres más que tonto -dijo Michele, poniéndose de pie, empuñando la pistola-. No te preocupa tu especie. Durante miles de años los hombres han soñado hacer un pacto con el demonio. Sólo ahora es posible. ¿Y con qué te pagarían? ¿Cuál seria tu precio por ayudar a que esa cosa se liberara y creciese? -Había en su voz juvenil un cansancio, producto de la experiencia, que ninguna chica de diecinueve años podría haber tenido.- Ahora te vas a vestir. Vendrás con nosotros. Regresarás con nosotros a Ginebra, junto al que tú llamas Armitage, para testificar en el juicio de esa inteligencia. En caso contrario, te matamos. Ahora. -Alzó la pistola, una Walther negra y pulida con silenciador incorporado.

– Ya -me estoy vistiendo -dijo Case, tambaleándose hasta la cama. Aún tenía las piernas dormidas, torpes. Forcejeó con una camiseta limpia.

– Tenemos una nave esperando. Borraremos la estructura de Pauley con un arma de pulsaciones.

– Los de la Senso /Red se van a morir de gusto -dijo Case, pensando: Y todas las pruebas en el Hosaka.

– Ya se han metido en problemas, por haber tenido esa cosa.

Case se puso la camiseta. Vio el shuriken en la cama, metal inanimado, su estrella. Buscó la rabia. Ya había desaparecido. Era hora de renunciar, dejarse llevar por la corriente… Pensó en los saquitos de toxina. -Aquí viene la carne -musitó.

En el ascensor que subía a la pradera, pensó en Molly. Tal vez ya estuviera en Straylight. Cazando a Riviera. Cazada, quizás, por Hideo, quien era muy probablemente el ninja-clono de la historia del finlandés, que había llegado para recuperar la cabeza parlante.

Apoyó la frente en el plástico negro y mate de un panel que hacía las veces de muro y cerró los ojos. Las piernas lo sostenían apenas: eran de madera, vieja, agrietada y pesada por la lluvia.

Estaban sirviendo la comida bajo los árboles, bajo las brillantes sombrillas. Roland y Michele volvieron a interpretar su papel, charlando animadamente en francés. Pierre los seguía de cerca. Michele mantenía el cañón de la pistola junto a las costillas de Case, escondiendo el arma con una chaquetilla blanca que llevaba enrollada en el brazo.

Cuando atravesaba el prado, serpenteando entre las mesas y los árboles, Case se preguntó si ella le dispararía en caso de que él se desplomara en aquel momento. En los bordes de su campo visual había una reverberación de pieles negras. Alzó la vista hacia la tórrida cinta blanca de la armadura Lado-Acheson y vio una mariposa gigante que revoloteaba con gracia bajo el cielo grabado.

En el linde del prado se encontraron junto a la baranda del acantilado, donde las flores silvestres danzaban en la corriente ascendente del cañón que era Desiderata. Michele se revolvió el pelo corto y negro y apuntó, diciendo a Roland algo en francés. Daba la impresión de sentirse auténticamente feliz. Case siguió la dirección de la mano de ella, y vio la curva de los lagos, el blanco destello de los casinos, los rectángulos turquesa de mil piscinas, los cuerpos de los bañistas, minúsculos jeroglíficos de bronce, todo ello suspendido en una serena aproximación gravitatoria bajo la interminable curva del casco de Freeside.

Siguieron la baranda hasta un ornamentado puente de hierro que se arqueaba sobre Desiderata. Michele lo empujó con el cañón de la Walther.

– Tómalo con calma; hoy apenas puedo caminar.

Habían recorrido poco más de un cuarto del trayecto cuando el microligero atacó; en silencio -por su motor eléctrico- hasta que las aspas de fibra de carbono rebanaron la cima del cráneo de Pierre.

Permanecieron un instante bajo la sombra del aparato. Case sintió en la nuca el chorro de sangre caliente, y luego alguien lo hizo caer. Rodó, para ver a Michele tumbada boca arriba, con las rodillas en alto, empuñando la Walther con ambas manos. Cuánto esfuerzo desperdiciado, pensó Case, con la extraña lucidez de la conmoción: pretendía derribar el microligero a tiros.

Y luego se encontró corriendo. Miró hacia atrás al pasar junto al primer árbol. Roland corría tras él. Vio entonces el frágil biplano que derribaba la baranda de hierro del puente, se doblaba y tocaba tierra barriendo a la chica y arrastrándola hacia el fondo de Desiderata.

Roland no había vuelto la vista atrás. Tenía el rostro transido, blanco; los dientes al descubierto. Sostenía algo en la mano.

El jardinero robot apresó a Roland cuando pasaba junto al-mismo árbol. Cayó desde las cuidadas ramas; una cosa que parecía un cangrejo, cruzado por rayas diagonales negras y amarillas.

– Los mataste -jadeó Case, mientras corría-. Loco hijo de puta, los mataste a todos…

14

EL PEQUEÑO TREN atravesó el túnel a ochenta kilómetros por hora. Case mantuvo los ojos cerrados. La ducha lo había aliviado, pero perdió el desayuno cuando miró hacia abajo y vio la sangre rosada de Pierre corriendo por las baldosas blancas.

La gravedad disminuía a medida que el huso se estrechaba. A Case se le revolvió el estómago.

Aerol estaba esperando con la moto junto al muelle. -Hombre, Case, gran problema. -La voz suave se oía débil en los audífonos. Case ajustó el control de volumen con el mentón y miró la lámina frontal Lexan del casco de Aerol.

– Tengo que ir hasta el Garvey, Aerol.

– Sí. Sujétate. Pero se han apoderado del Garvey. Un yate, ya había venido, volvió. Ahora tiene al Marcus Garvey arrinconado.

– ¿Turing? ¿Ya había venido? -Case sub¡ó a la moto y comenzó a ajustarse los cinturones.

– Yate del Japón. Te trajo un paquete…


Imágenes confusas de avispas y arañas aparecieron en la mente de Case cuando avistaron el Marcus Garvey. El pequeño remolque estaba pegado al grisáceo tórax de una estilizado nave insecto, cinco veces más larga. Los brazos de las grúas se extendían hacia el remendado casco del Garvey en la extraña claridad del vacío y la desnuda luz solar. Una corrugada y pálida galería emergía desde el yate, serpenteaba hacia los lados para esquivar los motores del remolque, y cubría la escotilla de popa. Había algo de obsceno en el montaje, pero más relacionado con la comida que con el sexo.

– ¿Qué está pasando con Maelcum?

– Maelcum está bien. Nadie bajó por el tubo. El piloto del yate habló con él, dice que no te preocupes.

Cuando pasaban junto a la nave gris, Case vio el nombre de HANIWA en nítidas mayúsculas blancas bajo una agrupación rectangular de caracteres japoneses.

– No me gusta esto. Estaba pensando que quizá sea hora de largarnos.

– Maelcum pensaba lo mismo, pero así como está, el Garvey no llegaría muy lejos.


Maelcum estaba ronroneándole un acelerado argot a la radio cuando Case entró por la escotilla de proa y se quitó el casco.

– Aerol ha regresado al Rocker -dijo Case.

Maelcum asintió, susurrando aún frente al micrófono.

Case se arrastró por encima de la flotante maraña de cables y empezó a quitarse el traje. Maelcum tenía los ojos cerrados; asintió mientras escuchaba una respuesta en unos audífonos de brillantes almohadillas anaranjadas, la frente arrugada por la concentración. Llevaba unos tejanos andrajosos y una vieja chaquetilla de nailon verde a la que había arrancado las mangas. Case sujetó el traje rojo Sanyo a una hamaca de almacenamiento y se deslizó en la red de gravedad.

– Mira lo que dice el fantasma -dijo Maelcum-. La computadora no hace más que preguntar por ti.

– ¿Y quién está ahí arriba, en ese aparato?

– El mismo muchacho japonés que vino antes. Y ah está con tu señor Armitage, que vino de Freeside…

Case se puso los trodos y conectó.

– ¿Dixie?

La matriz le mostró las esferas rosadas del conglomerado de acercas de Sikkim.

– ¿En qué andas, muchacho? He estado oyendo historias raras. El Hosaka está conectado con un banco gemelo en el barco de tu jefe. Mucho jaleo. ¿Te ha caído encima alguno del Turing?

– sí, pero Wintermute los mató.

– Bueno, eso no los detendrá por mucho tiempo. Quedan otros allá. Vendrán todos juntos. Apuesto a que sus consolas están por todo este sector del reticulado como moscas alrededor de la mierda. Y tu jefe, Case, dice que adelante. Adelante con el programa, y ahora.

Case tecleó las coordenadas de Freeside.

– Déjame mirar eso un segundo, Case… -La matriz se borroneó y entró en fase mientras el Flatline ejecutaba una intrincada serie de saltos con una velocidad y precisión que hicieron que Case se estremeciera de envidia.

– Mierda, Dixie…

– Eh, muchacho, yo era así de bueno cuando estaba vivo. No has visto nada aún. ¡Sin manos!

– Es ése, ¿no? Ese rectángulo grande y verde, a la izquierda.

– Correcto. Núcleo de información de la empresa de Tessier-Ashpool S.A.; dos amables IA generan ese hielo. Están al nivel de cualquiera del sector militar, me parece. Es un hielo acojonante, Case, negro como una tumba y resbaloso como vidrio. Te fríe los sesos en cuanto lo miras. Si nos acercamos más, nos pondrá rastreadores en el culo y en las orejas, le dirá a los muchachos de la junta directiva de T-A cuánto calzas y cuánto mide tu aparato.

– Parece un poco jodido, ¿no? pero decir, los de Turing están ahí. Estaba pensando que quizá tendríamos que salimos. Te puedo llevar.

– ¿Sí? ¿En serio? ¿No quieres ver de lo que es capaz este programa chino?

– Bueno, es que yo… -Case contempló las verdes paredes del hielo de la T-A.- Bueno, qué mierda. Sí. Adelante.

– Mételo.

– Eh, Maelcum -dijo Case, desconectando-, tal vez me pase ocho horas enchufado. -Maelcum estaba fumando de nuevo. La cabina nadaba en humo. – Así que no podré llegar a la cabeza…

– No hay problema, hombre. -El sionita dio una voltereta combinada con salto mortal, revolvió en un bolso de red con cremallera, y sacó un rollo de sonda transparente y otra cosa, algo sellado en una ampolla esterilizada.

Dijo que era un catéter de Texas, y a Case no le gustó.

Conectó el virus chino, hizo una pausa, y tecleó.

– De acuerdo -dijo-, estamos en marcha. Escucha, Maelcum, si esto se pone raro, me puedes agarrar la muñeca izquierda. Me daré cuenta. Si no, haz lo que el Hosaka te diga, ¿de acuerdo?

– Seguro, hombre. -Maelcum encendió otro joint.

– Y sube el ventilador. No quiero que esa mierda se enrede con mis neurotransmisores. Ya tengo bastante resaca.

Maelcum sonrió. Case volvió a conectar.

– Cristo -dijo el Flatline, mira esto.

El virus chino se desplegaba alrededor. Una sombra policroma, innumerables capas translúcidas que se movían y recombinaban. Proteico, enorme, se alzaba sobre ellos, cubriendo el vacío.

– Madre mía -dijo el Flatline.

– Voy a ver cómo está Molly -dijo Case, apretando el interruptor del simestim.


Caída libre. Era como la sensación de sumergirse en aguas perfectamente límpidas. Molly caía, ascendía, por un ancho tubo acanalado de hormigón lunar, iluminado a intervalos de dos metros por anillos de neón blanco.

El enlace era unidireccional. Él no podía hablarle.

Volvió.

– Muchacho, este software sí que es un hijo de puta. Lo mejor que se ha visto desde el agua caliente. Esa maldición es invisible. Acabo de alquilar veinte segundos en ese pequeño cuadrante rosado, cuatro saltos a la izquierda del hielo de la T-A. Eché un vistazo para ver cómo nos vemos. No nos vemos. No estamos ahí.

Case exploró la matriz alrededor del hielo Tessier-Ashpool hasta que encontró la estructura rosada, una unidad comercial común, y tecleó para acercarse más. -Tal vez sea defectuosa.

– Tal vez, pero lo dudo. Aunque nuestra nena es militar. Y nueva. Sencillamente no registra. Si lo hiciese, nos identificaría como una especie de ataque chino camuflado, pero nadie nos ha descubierto. Tal vez ni siquiera los de Straylight.

Case observó la pared ciega que ocultaba a Straylight.

– Bueno -dijo, es una ventaja, ¿verdad?

– Puede ser. -La estructura simuló una risa. Case se estremeció al escucharla. – Te verifiqué el Kuang Once otra vez, muchacho. Es de lo más amistoso, siempre que seas tú el que dispare el gatillo, tan cortés y servicial. Además tiene muy buen inglés. ¿Has oído hablar de los virus lentos?

– No.

– Yo sí, en una ocasión. Entonces no eran más que una idea. Pero eso es el viejo Kuang. Aquí no se trata de perforar e inyectar, sino de entrar en interfase con el hielo, tan lentamente que el hielo no se da cuenta. La cara del mecanismo lógico del Kuang se acerca con disimulo, por decirlo así, y muta de tal forma que queda exactamente igual a la trama del hielo. Entonces conectamos y los programas principales empiezan a confundir a los mecanismos del hielo. Antes de que lleguen a ponerse nerviosos, ya somos como hermanos siameses. -El Flatline soltó una risotada.

– Ojalá hoy no te sintieras tan risueño, viejo. Esa risa tuya me crispa bastante.

– Lástima -dijo el Flatline. Este viejo difunto necesita un poco de buen humor. -Case movió el interruptor del simestim.


Y cayó aparatosamente por una maraña de metal y un olor a polvo; las manos le resbalaron sobre papel liso. Detrás de él, algo se desmoronó ruidosamente.

– Vamos -dijo el finlandés-, relájate un poco.

Case yacía extendido de brazos y piernas sobre una pila de revistas amarillentas: chicas que brillaban en la penumbra de Metro Holografix, una nostálgico galaxia de dientes dulces y blancos. Se quedó allí respirando el olor de las viejas revistas hasta que se le calmó el corazón.

– Wintermute -dijo.

– Sí -dijo el finlandés, desde alguna parte detrás de él-, lo has entendido.

– Vete a la mierda. -Case se sentó, frotándose las muñecas.

– Vamos -dijo el finlandés, saliendo de una especie de nicho en la pared-. Así será mejor para ti, muchacho. -Sacó un Partagás de un bolsillo del abrigo y lo encendió. El olor a tabaco cubano llenó la trastienda.- ¿Te gustaría que yo fuese a buscarte en la matriz como una zarza ardiente? Allí no se te ha perdido nada. Una hora aquí sólo te tomará un par de segundos.

– ¿Nunca se te ha ocurrido que me irrita los nervios verte actuar como si me conocieras de toda la vida? -Se levantó, sacudiéndose un polvo pálido de la parte delantera de los tejanos negros. Se volvió para mirar con rabia las polvorientas ventanas del taller, la puerta de calle, cerrada. – ¿Qué hay ahí fuera, Nueva York? ¿O es que ya no hay nada más?

– Bueno -dijo el finlandés-, es como ese árbol, ¿sabes? Cae en medio del bosque, pero tal vez no haya nadie para oír el ruido. -Mostró a Case los dientes enormes, y aspiró una bocanada. – Puedes ir a dar un paseo, si quieres. Todo está allí. O al menos todas las partes que has llegado a ver. Eso es memoria, ¿no es así? Te hago salir, selecciono, y retroalimento.

– No tengo una memoria tan buena -dijo Case, mirando alrededor. Se examinó las manos, volteándolas. Trató de recordar cómo eran las líneas de las palmas, pero no pudo.

– Todo el mundo la tiene -dijo el finlandés, dejando caer el cigarrillo y aplastándolo luego con el talón-, pero pocos acceden a ella. Los artistas sí, la mayoría, si son buenos. Si pudieras poner esta estructura sobre la realidad, la casa del finlandés en el bajo Manhattan, verías una diferencia, pero quizás no tanto como imaginas. La memoria es holográfica, para vosotros. -El finlandés se hurgó una oreja.- Yo soy diferente.

– ¿Qué quieres decir con holográfica? -La palabra le recordó a Riviera.

– El paradigma holográfico es lo más cercano que habéis encontrado como representación de la memoria, nada más. Pero nunca habéis hecho nada al respecto. Quiero decir, la gente. -El finlandés dio un paso adelante y ladeó el cráneo aerodinámico para mirar a Case.- Tal vez, si tú hubieses hecho algo, esto no pasaría.

– ¿Que estás diciendo?

El finlandés se encogió de hombros. La maltratada chaqueta de paño le quedaba demasiado ancha de hombros y se le salía por los costados. -Estoy tratando de ayudarte, Case.

– ¿Por qué?

– Porque te necesito. -De nuevo aparecieron los dientes grandes y amarillos.- Y porque tú me necesitas.

– Tonterías. ¿Puedes leerme la mente, finlandés? -Hizo una mueca.- Wintermute, quise decir.

– La mente no se lee. Mira, tú aún conservas los paradigmas que te dio la imprenta, y apenas tienes cultura impresa. Yo puedo acceder a tu memoria, que no es lo mismo que tu mente. -Metió la mano en la desnuda carcasa de un antiguo televisor y sacó un tubo al vacío plateado y negro. – ¿Ves esto? Es como si fuera una parte de mi ADN. -Arrojó el objeto hacia las sombras, y Case oyó el estallido y el tintineo de los añicos.- Siempre estáis construyendo maquetas. Círculos de piedra. Catedrales. Órganos. Máquinas de sumar. No tengo idea de por qué estoy aquí ahora, ¿entiendes? Pero si la operación se lleva a cabo esta noche, habréis logrado por fin lo más importante.

– No sé de qué me estás hablando.

– Hablo de vosotros. De tu especie.

– Mataste a los de Turing.

El finlandés se encogió de hombros. -Tuve que hacerlo… fue necesario. Tendría que importarte poco; te hubieran liquidado sin pensarlo dos veces. De todos modos, ya que estás aquí, hablemos un poco más. ¿Recuerdas esto? -Y en la mano derecha sostenía el calcinado enjambre de avispas del sueño de Case, y el aire enrarecido de la tienda olía a combustible. Case se tambaleó hacia atrás, contra una pared de basura.- Sí. Era yo. Lo hice con el equipo holográfico montado en la ventana. Otro recuerdo que te saqué cuando te anulé la primera vez. ¿Sabes por qué es importante?

Case negó con la cabeza.

– Porque -y la colmena, de algún modo, había desaparecido- es lo más cercano que tenemos a lo que Tessier-Ashpool querría ser. El equivalente humano. Straylight es como esa colmena, o, por lo menos, se supone que funciona así. Me imagino que te hará sentir mejor.

– ¿Sentir mejor?

– Para saber cómo son de verdad. Allá estabas empezando a odiarme. Eso es bueno. Pero, en cambio, ódialos a ellos. La diferencia es la misma.

– Oye -dijo Case, dando un paso hacia adelante-, nunca me hicieron nada. Contigo es diferente… -Pero ya no sentía la rabia.

– Así que los de T-A me obligaron. La chica francesa dijo que estabas vendiendo a la especie. Dijo que eras un demonio. -El finlandés sonrió.- No importa demasiado. Antes de que esto termine tienes que odiar a alguien. -Se volvió y fue hacia la parte de atrás de la tienda.- Bueno, vamos. Te mostraré algo de Straylight ya que estás aquí. -Alzó la esquina de la manta. Una luz blanca entró a raudales.- Mierda, viejo, no te quedes ahí parado.

Case lo siguió, frotándose la cara.

– Bueno -dijo el finlandés, y le aferró el codo.

Fueron impelidos más allá de la lana rancia, en una nube de polvo, hasta la caída libre y un pasillo cilíndrico de hormigón lunar acanalado, con anillos de neón blanco cada dos metros.

– Jesús -dijo Case, tropezando.

– Esta es la entrada principal -dijo el finlandés y la chaqueta de paño aleteó en el aire-. Si esto no fuera una estructura mía, el sitio de la tienda sería el portón principal, junto al eje de Freeside. Será un poco deficiente en detalles, sin embargo, porque no tienes los recuerdos. Con la excepción de esta parte de aquí, que tomaste de Molly…

Case logró enderezarse, pero empezó a dar vueltas en una larga espiral.

– Espera un poco -dijo el finlandés-. Haré que saltemos hacia adelante.

Las paredes se hicieron borrosas. Una sensación de movimiento precipitado que lo mareaba, colores apresurados que corrían por largos pasillos. En un momento pareció que atravesaban metros de pared sólida, un destello de oscuridad total.

– Aquí es -dijo el finlandés-. Ya llegamos.

Flotaban en medio de una habitación perfectamente cuadrada, las paredes y el techo cubiertos con paneles rectangulares de madera oscura. En el suelo había una brillante alfombra cuadrada con un diseño que imitaba a un microchip, los circuitos dibujados con lanas azules y rojas. En el centro exacto de la habitación, alineado perfectamente con el diseño de la alfombra, había un pedestal cuadrado de cristal blanco esmerilado.

– La Villa Straylight -dijo un objeto cubierto de joyas que estaba sobre el pedestal, con una voz que parecía música- es un organismo que ha crecido hacia adentro, un capricho neogótico. Cada uno de los espacios de Straylight es de algún modo secreto, esta infinita serie de habitaciones unidas por pasillos, por cajas de escalera abovedadas como intestinos, donde el ojo queda atrapado en curvas estrechas, y pasa junto a ornamentados biombos, nichos vacíos…

– Es una composición de 3Jane -dijo el finlandés, sacando los Partagás-. La escribió cuando tenía doce años. Un curso de semiótica.

– Los arquitectos de Freeside se esforzaron en esconder el hecho de que el interior del huso está ordenado con la trivial precisión de una habitación de hotel. En Straylight, en la superficie interior del casco, una extrema profusión de estructuras cubre formas que fluyen, alzándose hacia un sólido núcleo de microcircuitos, el corazón corporativo de nuestro clan, un cilindro de silicio atravesado por estrechos túneles de mantenimiento, algunos menos anchos que la mano de un hombre. Los brillantes cangrejos hacen aquí sus madrigueras, y los zánganos, atentos a detectar cualquier tipo de falla micromecánica.

– Fue a ella a quien viste en el restaurante -dijo el finlandés.

– De acuerdo con las normas del archipiélago -continuó la cabeza-, la nuestra es una familia antigua; las circunvoluciones de nuestra casa reflejan esa edad. Pero reflejan también otra cosa. La semiótica de la Villa habla de una involución, un rechazo del brillante vacío que hay más allá del casco.

»Tessier y Ashpool subieron por el pozo de gravedad y descubrieron que odiaban el espacio. Construyeron Freeside para explotar la riqueza de las nuevas islas, se hicieron ricos y excéntricos, y se pusieron a construir un cuerpo extendido en Straylight. Nos aislamos detrás de nuestro dinero, creciendo hacia adentro, generando un inconsútil universo del ser.

» La Villa Straylight no conoce el cielo, ya sea este grabado o de otro tipo.

»En el núcleo de silicio de la villa hay una pequeña habitación, la única sala rectilínea del complejo. Aquí, sobre un sencillo pedestal de cristal, hay un ornamentado busto, de platino y metal esmaltado, incrustrado de lapislázuli y perlas. Los brillantes globos de los ojos proceden del panel de rubí sintético de la nave que trajo al primer Tessier por el pozo, y que volvió a buscar al primer Ashpool…

La cabeza dejó de hablar.

– ¿Y? -preguntó Case por fin, casi como si esperase que el objeto le contestara.

– Eso es todo lo que escribió -dijo el finlandés-. No lo terminó. Entonces era sólo una niña. Esto es una especie de terminal ceremonial. Necesito que Molly esté aquí, con la palabra justa en el momento justo. Ese es el quid del asunto. No tiene importancia alguna cuánto podáis penetrar tú y el Flatline con el virus chino, si este objeto no oye la palabra mágica.

– ¿Y cuál es la palabra?

– No lo sé. Podría decirse que lo que yo soy se define por el hecho de que no lo sé, porque no puedo saberlo. Yo soy aquello que no conoce la palabra. Si tú la conocieses, viejo, y me la dijeras, yo no podría conocerla. Estoy construido así. Es otra persona quien tiene que aprenderla y traerla hasta aquí, en el momento en que tú y el Flatline se abran paso a través de ese hielo y entremezclen los núcleos.

– ¿Y entonces que pasará?

– Dejo de existir, después de eso. Ceso.

– Para mí está bien -dijo Case.

– Claro. Pero ten cuidado, Case. Mi, ah…, mi otra parte nos está siguiendo la pista, parece. Una zarza ardiente se parece mucho a otra zarza ardiente. Y Armitage está comenzando a irse.

– ¿Qué quieres decir?

Pero la habitación recubierto de paneles empezó a doblarse en una docena de ángulos imposibles, cayendo por el ciberespacio como una gana de origami.

15

– ¿ESTÁS TRATANDO DE BATIR mi récord, hijo? -preguntó el Flatline-. Tú cerebro estuvo muerto otra vez, cinco segundos.

– Agárrate fuerte -dijo Case, y movió el interruptor de simestim.

Ella estaba acuclillada, en la oscuridad, las palmas de las manos contra hormigón áspero.

CASE CASE CASE CASE. El display digital pulsaba el nombre en caracteres alfanuméricos; Wintermute le informaba sobre la conexión.

– Bonito -dijo ella. Se balanceó sobre los tobillos y se frotó las manos, haciendo crujir los nudillos-. ¿Por qué te demoraste?


AHORA MOLLY AHORA.

Ella apretó la lengua contra los dientes de abajo. Uno se movió apenas, activando los amplificadores de los microcanales; el movimiento aleatorio de fotones en la oscuridad se convirtió en una pulsación de electrones; el áspero hormigón de alrededor era ahora pálido y granulado. -De acuerdo, cariño. Ahora salimos a jugar.

El escondite resultó ser una especie de túnel de servicio. Ella salió, reptando, por una ornamentada rejilla abisagrada de bronce manchado. Él alcanzó a verle los brazos y las piernas, y se dio cuenta de que llevaba puesto otra vez el traje de policarbono. Bajo el plástico, sintió la tensión familiar del cuero delgado y apretado. Tenía algo colgado bajo el brazo, en un arnés o una funda. Molly se puso de pie, abrió la cremallera del traje y tocó el plástico ajedrezado de una culata de pistola.

– Oye, Case -dijo, apenas dando voz a las palabras-,.me estás escuchando? Te contaré algo… Una vez anduve con un chico. A veces me recuerdas… -Se volvió para vigilar el pasillo. – johnny, se llamaba.

El vestíbulo, bajo y abovedado, tenía docenas de estanterías de museo contra las paredes, cajas con frentes de cristal de aspecto arcaico. Parecían estar fuera de lugar, contra las curvas orgánicas de las paredes del vestíbulo, como si las hubiesen ordenado allí obedeciendo a alguna razón ya olvidada. Opacos apliques de bronce sostenían globos de luz blanca a intervalos de diez metros. El suelo era irregular. Cuando ella echó a andar por el pasillo, Case vio cientos de alfombras y pequeños tapetes puestos en el suelo, como al azar. En ciertos sitios había hasta seis, uno encima del otro; el suelo era una suave colcha de retazos de lana tejida a mano.

Molly prestó poca atención a los armarios y a lo que éstos contenían, lo cual lo irritó; tuvo que contentarse con las miradas poco interesadas de Molly, que le permitieron observar brevemente fragmentos de cerámica, armas antiguas, un objeto con tantos clavos herrumbrados incrustados en él que era irreconocible, pedazos de tapices rasgados…

– Este johnny, sabes, era inteligente; un chico muy listo. Comenzó su carrera de receptor de datos en Memory Lane: tenía circuitos en la cabeza y la gente le pagaba para esconder allí información. Los Yakuza estaban detrás de él, la noche en que le conocí, y yo me encargué del asesino que ellos habían enviado. Fue más suerte que otra cosa, pero me lo saqué de encima, y después de eso, todo fue dulce y caramelo, Case. -Apenas movía los labios. Case sentía cómo ella formaba las palabras; no necesitaba escucharlas en voz alta.- Armamos un monitor para poder leer las huellas de todo lo que él había alma. cenado alguna vez. Registramos todo en una cinta y empezamos a controlar a nuestros clientes selectos, exclientes. Yo era agente, guardaespaldas y perro guardián. Me sentía muy feliz. ¿Has sido feliz alguna vez, Case? Él era mi muchacho. Trabajábamos juntos. Socios. Haría unas ocho semanas que yo me había largado de la casa de títeres cuando lo conocí… -Hizo una pausa, dio una brusca media vuelta, y siguió adelante. Más armarios lustrosos de madera; los lados de los muebles eran de un color que le hacía pensar en alas de cucaracha.

»Íntimo, dulce, marchábamos perfectamente. Como si nadie pudiese herirnos. Yo no iba a permitir que eso ocurriera. Supongo que los Yakuza todavía querían el pellejo de johnny. Porque yo había matado al hombre de ellos. Porque johnny los había quemado. Y los Yak pueden darse el lujo de ir muy despacio, viejo: son capaces de esperar años y años. Te dan una vida entera, sólo para que cuando vengan a quitártela tengas más que perder. Son pacientes como las arañas. Arañas Zen.

»Entonces, yo no lo sabía. O si lo sabía, pensaba que no seria nuestro caso. Quiero decir… Cuando eres joven, crees que eres único. Yo era joven. Entonces llegaron, cuando nosotros estábamos pensando que tal vez ya habíamos trabajado bastante, que era hora de terminar con todo, irnos a Europa tal vez. Ninguno de los dos sabía bien qué haríamos allá, sin nada que hacer. Pero vivíamos bien entonces, cuentas orbitales suizas, y una madriguera llena de juguetes y muebles. Le quita el gusto amargo a tu trabajo.

»El primero que enviaron era de los mejores. Reflejos increíbles, injertos, más estilo que diez hampones comunes. Pero el segundo era, no sé, como un monje. Un clono. Un asesino de piedra, hasta la última célula. Era parte de él, la muerte, aquel silencio; lo envolvía como una nube… -La voz de Molly se apagó, el corredor se había bifurcado en dos idénticas escaleras descendentes. Ella fue por la de la izquierda.

»Una vez, yo era una niñita, estábamos ocupando ¡legalmente una casa, cerca del Hudson, y las ratas eran enormes. Por los productos químicos que llevaban dentro. Eran tan grandes como yo; y una noche una de ellas había estado escarbando debajo de la casa donde vivíamos. Cuando ya era casi de madrugada, alguien vino acompañando a un hombre viejo que tenía costuras en las mejillas y los ojos rojos. Traía un paquete de cuero grasiento, como los que se utilizan para guardar herramientas, para que no se herrumbren. Lo abrió: tenía un viejo revólver y tres cartuchos. El viejo puso una bala en el cargador y empezó a caminar de un lado a otro. Nosotros nos quedamos contra las paredes.

»Iba y venía. De brazos cruzados, cabizbajo, como si se hubiese olvidado del arma. Atento a los ruidos de la rata. No hacíamos ningún ruido. El viejo daba un paso. La rata se movía. La rata se movía, y él daba otro paso. Una hora así, y luego pareció recordar el revólver. Lo apuntó hacia el suelo, sonrió y apretó el gatillo. Volvió a hacer su paquete y se fue.

»Más tarde me metí debajo del suelo. La rata tenía un agujero entre los ojos. -Molly estaba mirando las puertas selladas que había a intervalos a lo largo del pasillo.- El segundo, el que vino por Johnny, era como aquel viejo. No era viejo, pero era así. Mataba igual que él. -El pasillo se ensanchó. El océano de suntuosas alfombras ondulaba suavemente bajo una enorme araña de cristal cuyo cairel más bajo llegaba casi al suelo. Un tintineo de cristal cuando Molly entró en el vestíbulo. TERCERA PUERTA A LA IZQUIERDA, titiló el display.

Ella giró a la izquierda, evitando el árbol invertido de cristal. -Lo vi sólo una vez. Cuando entraba en la casa. Él salía. Vivíamos en una fábrica restaurada, muchas jóvenes promesas de la Senso /Red, ese tipo de cosa. El sistema de seguridad ya era bueno, y yo lo había reforzado. Sabía que Johnny estaba allá arriba. Pero aquel hombrecito me llamó la atención cuando salía. No dijo una palabra. Bastó con que nos miráramos para que yo entendiera. Un hombrecito común, ropa común, sin ningún orgullo, humilde. Me miró y se metió en un taxi. Yo lo supe. Subí y encontré a Johnny sentado junto a la ventana, con la boca entreabierta, como si estuviese a punto de hablar.

La puerta que Molly tenía enfrente era antigua, una plancha tallada de teca tailandesa que parecía haber sido aserrada en dos para ajustarla al dintel. Bajo un dragón rampante había un rudimentario cerrojo mecánico de chapa inoxidable. Ella se arrodilló, sacó de un bolsillo interior un pequeño hatillo de apretada gamuza negra, y seleccionó un pico fino como una aguja. -Después de eso, no volví a encontrar a nadie que me gustara.

Insertó el pico y trabajó en silencio, mordisqueándose el labio inferior. Parecía guiarse por el mero tacto, los ojos desenfocados; la puerta era una borrosa mancha de madera clara. Case escuchó el silencio del vestíbulo, puntuado por el tenue tintineo de la araña de cristal. ¿Velas? Straylight era una contradicción. Recordó la historia de Cath acerca de un castillo con estanques y nenúfares, Y las cuidadas palabras de 3Jane que la cabeza recitara musicalmente. Un lugar que había crecido sobre sí mismo. Había en Straylight un ligero olor a humedad, un ligero olor a perfume, como en una iglesia. ¿Dónde estaban los Tessier-Ashpool? Él había esperado encontrarse con una pulcra colmena de actividad disciplinada, pero Molly no había visto a nadie. El monólogo de ella había hecho que se sintiera incómodo; nunca le había contado tanto acerca de sí misma. Aparte de la historia del cubículo, rara vez había dicho algo que indicase tan siquiera que había tenido un pasado.

Molly cerró los ojos. Se oyó un ruido. Más que escucharlo, Case lo sintió. Le hizo recordar los cerrojos magnéticos de la puerta del cubículo de Molly, en la casa de títeres. La puerta se había abierto para él, pese a que llevaba el chip equivocado. Había sido cosa de Wintermute, manipulando el cerrojo como había manipulado el microligero automático y el jardinero robot. El sistema de cerraduras de la casa de títeres era una subunidad del sistema de seguridad de Freeside. Este sencillo cerrojo mecánico plantearía un verdadero problema a la IA, ya que requería algún tipo de autómata, o bien un agente humano.

Molly abrió los ojos, guardó el pico en la gamuza, enrolló el paquete cuidadosamente, y lo metió de nuevo en el bolsillo. -Eres un poco como él -dijo-. Creéis que nacisteis para correr. Creo que lo que hacías en Chiba era una versión más burda de lo que harías en cualquier parte. A veces la mala suerte te hace esas jugadas: te reduce a los rudimentos. -Se levantó, se estiró y se sacudió.- Sabes, pienso que el hombre que Tessier-Ashpool mandó tras Jimmy, el muchacho que robó la cabeza, tiene que ser el mismo a quien los Yak encargaron que matase a Johnny. -Sacó la pistola de dardos de la funda y puso el cañón en automático.

La fealdad de la puerta impresionó a Case cuando ella se acercó. No la puerta en sí, que era hermosa, o que una vez había sido parte de algo más hermoso, sino el modo en que la habían aserrado para adaptarla a una abertura determinada. Hasta la forma estaba mal: un rectángulo entre curvas de hormigón pulido. Habían importado todo aquello, pensó, y luego lo habían ajustado a la fuerza. Pero nada ajustaba. La puerta era como los desacertados armarios, como el descomunal árbol de cristal. Entonces recordó la composición de 3Jane, e imaginó que los enseres habían sido traídos por el pozo para dar cuerpo a algún plan maestro, un sueño perdido tiempo atrás, en un compulsivo afán por llenar los espacios, obtener una réplica de una imagen familiar del yo. Recordó la colmena destrozada, las cosas ciegas que se retorcían…

Molly apretó una de las patas delanteras del dragón tallado y la puerta se abrió con facilidad.

La habitación en la que entraron era pequeña, abarrotada, poco más que un armario. Apoyadas contra una pared curva, había grises estanterías de acero para guardar herramientas. Una luz se había encendido automáticamente en la pared. Molly cerró la puerta y fue hasta los armarios.

TERCERO A LA IZQUIERDA, pulsó el chip óptico: Wintermute estaba otra vez manipulando el cronómetro de Molly, CINCO HACIA ABAJO. Pero Molly abrió primero el cajón de arriba. No era más que una simple bandeja. Vacía. El segundo también estaba vacío. El tercero, más profundo, contenía unas bolitas opacas de metal de soldadura y un pequeño objeto marrón que parecía un dedo humano. El cuarto cajón guardaba el ejemplar, hinchado por la humedad, de un obsoleto manual técnico en francés y japonés. En el quinto, detrás del guantelete blindado de un pesado traje neumático, encontró la llave. Era como una moneda de bronce opaco, con un tubo corto y hueco soldado en el borde. Ella la hizo girar lentamente en la mano y Case vio incisiones y rebordes en el interior del tubo. Una de las caras tenía grabadas las letras CHUBB; la otra era lisa.

– Él me contó -susurró ella-. Wintermute. Cómo esperó durante años. Entonces no tenía verdadero poder, pero podía usar los sistemas de seguridad y vigilancia de la Villa para averiguar dónde estaba todo, cómo se movían las cosas, adónde iban. Vio que alguien perdía esta llave hace veinte años, y se las arregló para que otro la dejara aquí. Luego lo mató, al chico que la trajo. Tenía ocho años. -Cerró los dedos blancos sobre la llave.- Para que nadie la encontrara. -Sacó un cordón de nailon negro del bolsillo del traje y lo pasó por el orificio circular, sobre las letras. Hizo un nudo y se colgó la llave al cuello. – Siempre estaban fastidiándolo con lo anticuados que eran, dijo, con todos sus trastos del siglo diecinueve. Se veía igual al finlandés en la pantalla de aquella madriguera de títeres de carne. Si no me hubiera cuidado, habría creído que era el finlandés. -El display destelló la hora: caracteres alfanuméricos sobre los cofres de acero gris.- Dijo que si se hubiesen convertido en lo que querían habría podido largarse hace mucho tiempo. Pero no fue así. Se jodieron. Locos como 3Jane. Así la llamó, pero parecía que la apreciaba.

Se volvió, abrió la puerta y salió, acariciando la empuñadura ajedrezada de la pistola enfundada.

Case volvió a la matriz.


El Kuang Grado Once estaba creciendo. -Dixie, ¿crees que esta cosa funcionará? -¿Cagan los osos en el bosque? -El Flatline los envió hacia arriba a través de móviles estratos multicolores.

Algo oscuro se estaba formando en el núcleo del programa chino. La densidad de información saturó la textura de la matriz, desencadenando imágenes hipnagógicas. Unos tenues ángulos caleidoscópicos se desplegaron alrededor de un punto focal de plata oscura. Case vio símbolos infantiles, símbolos de maldad y mala suerte que salían atropelladamente de planos traslúcidos: cruces gamadas, cráneos y huesos cruzados, destellantes ojos de serpiente. Si miraba directamente al punto muerto no había ningún entorno. Hizo falta una docena de rápidas tomas periféricas para conseguirlo: la de un tiburón, brillante como obsidiana: los espejos negros de los flancos reflejaban luces débiles y distantes que no tenían relación con la matriz de alrededor.

– Eso es el aguijón -dijo la estructura-. Cuando el Kuang alcanzado el núcleo de Tessier-Ashpool, podremos entrar.

– Tenías razón, Dix. Una especie de manipulación paralela del sistema interno mantiene controlado a Wintermute. Hasta donde esto sea posible -agregó.

– Él -dijo la estructura-. Él. Mira eso. Eso. No hago más que decírtelo.

– Es un código. Una palabra. Alguien tiene que decirlo frente a una sofisticado terminal, en una determinada habitación, mientras nosotros nos las vemos con lo que nos está esperando detrás de ese hielo.

– Pues te queda tiempo de sobra, muchacho -dijo el Flatline-. El viejo Kuang es lento pero seguro.

Case desconectó.


Se encontró frente a Maelcum, que lo miraba.

– Estuviste muerto un buen rato, hombre.

– Pasa a veces -dijo Case-. Me estoy acostumbrando.

– Estás jugando con la oscuridad, hombre.

– Es la única diversión en el pueblo, parece ser.

– A ti te encanta, Case -dijo Maelcum, y volvió a su módulo de radio. Case miró la maraña de mechas, las fibras de músculo alrededor de los oscuros brazos del hombre.

Conectó de nuevo.

Y volvió a la matriz.


Molly trotaba por un pasillo que podría haber sido el mismo que había recorrido antes. Los armarios de vidrio ya no estaban, y Case concluyó que avanzaban hacia la punta del huso; la gravedad era cada vez más débil. No tardó en encontrarse rebotando en ondulantes prominencias alfombradas. Débiles punzadas en la pierna…

De pronto, el pasillo se estrechó; una curva, una bifurcación.

Molly dobló a la derecha y subió por una escalera caprichosamente empinada. En lo alto, el techo estaba forrado de rollos y atados de cables, como ganglios de colores codificados. Había manchas de humedad en las paredes.

Llegó a un rellano triangular y se detuvo para frotarse la pierna. Más pasillos estrechos de paredes forradas de tapices. Se separaban en tres direcciones.

IZQUIERDA.

Molly se encogió de hombros. -Déjame echar un vistazo, ¿está bien?

IZQUIERDA.

– Calma. Hay tiempo. -Entró por el pasillo que desviaba hacia la derecha.

PARA.

REGRESA.

PELIGRO.


Molly vaciló. Una voz salió de la puerta de roble entreabierta en el fondo del pasadizo; una voz fuerte e inarticulada, como de borracho. Case pensó que había hablado en francés, pero era demasiado indistinta. Molly dio un paso, luego otro, deslizando la mano dentro del traje para tocar la culata. Al entrar en el campo de disrupción neural, le zumbaron los oídos: un tono alto y fino que recordó a Case el sonido de la pistola de dardos. Molly cayó hacia adelante, los estriados músculos flojos, y se golpeó la cabeza contra la puerta. Se retorció y quedó tendida de espaldas, los ojos desenfocados, sin aliento.

– ¿Qué es esto? -dijo la voz poco clara-. ¿Un disfraz? -Molly metió una mano temblorosa en el traje, encontró la pistola y la sacó.- Ven a visitarme, hija. Ahora.

Ella se puso de pie lentamente, los ojos fijos en el cañón de una negra pistola automática. La mano del hombre era firme ahora; el cañón del arma parecía estar atado al cuello de Molly con un cordel tenso e invisible.

El hombre era viejo, muy alto, y las facciones le recordaron a Case la chica que había visto fugazmente en el Vingtième Siècle. Llevaba un pesado albornoz de seda marrón, acolchado en los largos puños, y una bufanda al cuello. Tenía un pie descalzo, el otro enfundado en una zapatilla negra con una cabeza de zorro bordada en oro sobre el empeine. -Despacio, querida. -La habitación era grande, abarrotada con una cantidad de cosas que para Case no tenían ningún sentido. Vio una estantería de acero gris, con anticuados monitores Sony, una ancha cama de bronce repleta de pieles de oveja y de almohadas parecidas a las alfombras que había en los pasillos. Los ojos de Molly saltaron de una enorme consola de entretenimientos Telefunken a anaqueles de antiguos discos grabados, los destartalados lomos enfundados en plástico transparente, y a una amplia mesa de trabajo cargada de láminas de silicio. Case registró el tablero de ciberespacio y los trodos, pero la mirada de Molly se deslizó sobre ellos sin detenerse.

– Correspondería -dijo el anciano- que te matara en este momento. -Case sintió la tensión en el cuerpo de Molly, lista para moverse. – Pero esta noche me daré un gusto. ¿Cómo te llamas?

– Molly.

– Molly. Mi nombre es Ashpool. -El anciano se reclinó en la blandura de un enorme sillón de cuero de patas cuadradas y cromadas, pero sosteniendo firmemente el arma. Puso la pistola de dardos sobre una mesa de bronce junto al sillón, volcando una ampolla de plástico que contenía unas pastillas rojas. La mesa estaba abarrotada de ampollas, botellas de licor, sobres de plástico que derramaban unos polvos blancos. Case vio una anticuada hipodérmica de vidrio y una sencilla cuchara de acero.

– ¿Cómo haces para llorar? Veo que escondes los ojos. Tengo curiosidad. -El hombre tenía los ojos bordeados de rojo, la frente brillante de sudor. Estaba muy pálido. Enfermo, resolvió Case. O drogas.

– Nunca lloro mucho.

– ¿Pero cómo harías para llorar, si alguien te hiciera llorar?

– Escupo -dijo ella-. Los canales me llegan hasta la boca.

– Entonces ya has aprendido una lección muy importante para alguien tan joven. -Apoyó la mano con la pistola sobre la rodilla y cogió una botella cualquiera de la mesa que tenía al lado. Bebió. Coñac. Un hilo de líquido le corrió por la barbilla.- Así es como se encarga uno de las lágrimas. -Volvió a beber.- Esta noche estoy ocupado, Molly. He construido todo esto, y ahora estoy ocupado. Muriéndome.

– Podría irme por donde vine -dijo ella.

Él rió: un ruido alto y áspero. -¿Te entremetes en mi suicidio y luego quieres irte sin más? De veras me sorprendes. Una ladrona.

– Es mi vida, jefe, y es todo lo que tengo. Sólo quiero salir de aquí en una pieza.

– Eres una muchacha muy maleducada. Aquí los suicidios se hacen con decoro. Es lo que estoy haciendo, ¿entiendes? Pero es posible que esta noche te lleve conmigo, al infierno… Sería algo muy egipcio de mi parte. -Bebió otro trago.- Acércate, entonces. -Extendió la botella, la mano temblando.- Bebe.

Ella dijo que no.

– No está envenenado -dijo el viejo, pero dejó el coñac sobre la mesa-. Siéntate. Siéntate en el suelo. Hablaremos.

– ¿De qué? -Ella se sentó. Case sintió que las cuchillas se movían, apenas, bajo las uñas.

– De lo que se nos ocurra. Lo que se me ocurra. Es mi fiesta. Los núcleos me despertaron. Hace veinte horas. Algo estaba sucediendo, dijeron, y me necesitaban. ¿Eras tú ese algo, Molly? Con seguridad no me necesitaban para que me encargase de ti; no lo creo…Otra cosa… Pero estaba soñando, ¿sabes? Durante treinta años. Tú no habías nacido cuando me acosté a dormir por última vez. Nos dijeron que no soñaríamos con el frío. También nos dijeron que nunca sentiríamos frío. Locuras, Molly. Mentiras. Por supuesto que soñé. El frío dejaba entrar lo que estaba afuera, de eso se trataba. Lo de afuera. Durante toda la noche construí esto para escondernos. Al principio no era más que una gota, un granito de noche que se colaba, atraído por el frío… Otros lo seguían, y me llenaban la cabeza, como la lluvia llena una piscina vacía. Recuerdo los lirios. Los estanques eran de terracota, las niñeras de cromo, y había brazos y piernas que titilaban al atardecer cruzando los jardines… Soy muy viejo, Molly. Tengo más de doscientos años, si cuentas el frío. El frío. -De pronto, alzó el cañón de la pistola, atento. Los tendones de los muslos de Molly estaban rígidos como alambres.

– El frío puede llegar a quemarte -dijo ella, cautelosa. -Allí nada se quema -dijo el anciano, impaciente, bajando el arma. Los pocos movimientos que hacía eran cada vez más escleróticos. Tenía que esforzarse para no menear continuamente la cabeza-. Nada se quema. Ahora lo recuerdo. Los núcleos me dijeron que nuestras inteligencias han enloquecido. Con todos los millones que pagamos, hace tanto tiempo. Cuando la inteligencia artificial era sobre todo un concepto de vanguardia. Dije a los núcleos que me haría cargo. La verdad es que escogimos mal el momento, con 8Jean allá en Melbourne y nadie más que la dulce 3Jane para ocuparse del negocio. O tal vez lo escogimos muy bien. ¿Cómo saberlo, Molly? -Alzó de nuevo el arma.- Ahora ocurren cosas extrañas en la Villa Straylight.

– Jefe -preguntó Molly-, ¿conoce a Wintermute?

– Un nombre. Sí. Para hacer conjuros, quizás. Un señor del infierno, seguramente. En mis tiempos, querida Molly, llegué a conocer a muchos señores nobles. Y a no pocas damas. Incluso a una reina de España, una vez, en este mismo lecho… Pero estoy divagando. -Tosió convulsivamente sacudiendo el cañón de la pistola. Escupió sobre la alfombra cerca del pie descalzo.- Cuánto divago… A través del frío. Pero pronto se acabará. Ordené que descongelaran a una Jane, cuando desperté. Es extraño, llevarse a la cama, cada tantas décadas, a la que en términos legales es tu propia hija. -Miró más allá de ella, hacia la hilera de monitores ciegos. Pareció estremecerse.- Los ojos de Marie-France -dijo con voz débil, y sonrió-. Hacemos que el cerebro tenga una reacción alérgica a algunos de sus propios neurotransmisores, lo que resulta en una imitación bastante manejable del autismo. -La cabeza se inclinó a un lado; se enderezó. – Tengo entendido que el efecto se obtiene hoy más fácilmente con un microchip implantado.

La pistola se le deslizó entre los dedos y rebotó en la alfombra.

– Los sueños crecen como hielo lento -dijo. Tenía la cara azulada. Volvió a hundir la cabeza en el respaldo de cuero y empezó a roncar.

De pie, Molly recogió el arma. Recorrió la habitación, con la automática de Ashpool en la mano.

Un vasto edredón o cubrecama estaba apilado junto al lecho, en medio de un gran charco de sangre coagulada, espesa y brillante, sobre el estampado de las alfombras. Al levantar una esquina del edredón, vio el cuerpo de una muchacha, los omoplatos blancos cubiertos de sangre. La habían degollado. La hoja triangular de una especie de espátula destellaba en el estanque oscuro junto a la muchacha. Molly se arrodilló, evitando tocar la sangre, y volteó a la chica de cara a la luz. El rostro que Case había visto en el restaurante.

Se oyó un ruido metálico, en el centro de todo, y el mundo se inmovilizó. La transmisión simestim de Molly se convirtió en una imagen fija: unos dedos sobre la mejilla de la muchacha. La imagen duró tres segundos, y luego el rostro de la muerta cambió: la cara de Linda Lee.

Otro ruido metálico, y la habitación se borroneó. Molly estaba de pie, mirando un disco de láser dorado junto a una pequeña consola, sobre el mármol de la mesita de noche. Una cinta de fibra óptica corría desde la consola hasta un enchufe en la base del cuello estilizado. -No me has engañado, hijo de puta -dijo Case, sintiendo que movía los labios, en algún lado, muy lejos. Sabía que Wintermute había alterado la transmisión. Molly no había visto el rostro de la chica muerta que se arremolinaba como humo hasta parecer la máscara mortal de Linda.

Molly se volvió. Cruzó la habitación, hasta el sillón de Ashpool. La respiración del viejo era lenta y entrecortada. Miró el montón desordenado de drogas y alcohol. Dejó el arma, cogió la pistola de dardos, la preparó para un solo tiro, y con sumo cuidado disparó un dardo de toxina al centro del párpado izquierdo del anciano. Un único espasmo, la respiración interrumpida en plena aspiración. El otro ojo, marrón y profundo, se abrió lentamente.

Seguía abierto cuando ella se volvió y dejó el cuarto.

16

– TENGO A TU JEFE en la línea -dijo el Flatline-. Está conectado al segundo Hosaka en esa nave de escaleras arriba, la que llevamos a horcajadas. De nombre Haniwa.

– Lo sé -dijo Case, distraídamente-. La he visto.

Un rombo de luz blanca apareció ante él, cubriendo el hielo de la Tessier-Ashpool; le mostraba la cara de Armitage, serena, perfectamente enfocada, totalmente enloquecida, los ojos ciegos como botones. Armitage parpadeaba. Miraba fijamente.

– Supongo que Wintermute se encargó también de los Turings que andaban detrás de ti, ¿eh? Como se encargó de los míos -dijo Case.

Armitage lo miraba fijamente. Case resistió el deseo de apartar los ojos, de mirar a otro lado. -¿Estás bien, Armitage?

– Case -y por un instante algo pareció moverse detrás de la n-lirada azul-. Has visto a Wintermute, ¿verdad? En la matriz.

Case asintió. Una cámara en la cara de la Hosaka del Marcus Garvey transmitida el gesto al monitor del Haniwa. Imaginó a Maelcum escuchando las hipnotizadas medias conversaciones, sin poder oír las voces de la estructura o de Armitage.

– Case -y los ojos se hicieron más grandes, Armitage inclinado sobre el ordenador-, ¿qué es, cuando lo ves?

– Una estructura de simestim de alta resolución.

– Pero, ¿quién?

– El finlandés, la última vez… Antes que eso, un macarra que…

– ¿No el general Girling?

– ¿El general qué?

La imagen desapareció del rombo.

– Pasa de nuevo esa grabación y ordena al Hosaka que investigue -dijo a la estructura.

Volvió a Molly.


La perspectiva lo sorprendió. Molly estaba encaramada entre vigas de acero, a veinte metros por encima de una amplia y manchada superficie de hormigón pulido. El espacio era un hangar o un cobertizo de mantenimiento. Podía ver las tres naves espaciales, ninguna mayor que el Garvey y todas en distintas etapas de reparación. Voces japonesas. Una figura vestida con un mono anaranjado salió de una brecha en el casco de un bulboso vehículo y se detuvo junto a uno de los brazos de pistón, extrañamente antropomórficos. El hombre tecleó algo en una consola portátil y se rascó las costillas. Un vehículo de conducción autónoma y neumáticos redondos y grises entró en escena.

CASE, destelló el chip de Molly.

– Eh -dijo ella-. Estoy esperando a un guía. -Se acuclilló; los brazos y piernas de su traje Moderno eran de un color azul grisáceo, como las vigas. Le dolía la pierna, un dolor permanente y agudo. – Tendría que haber regresado a Chin -susurró.

Algo apareció de pronto saliendo de las sombras, emitiendo un tranquilo tic-tac, a la altura del hombro izquierdo de Molly. Se detuvo, balanceando el cuerpo esférico de un lado a otro, sobre arqueadas patas de araña, disparó en un microsegundo otra andanada de difusa luz láser, y se inmovilizó. Era un microligero Braun. Case había tenido una vez el mismo modelo, un accesorio inútil que había obtenido como parte de un negocio con un traficante de hardware de Cleveland. Parecía un estilizado papaíto piernas largas de color negro mate. Un diodo rojo comenzó a titilar en el ecuador de la esfera. El cuerpo no era mayor que una pelota de béisbol. -Está bien -dijo Molly-. Te escucho. -Se puso de pie, apoyándose sobre la pierna derecha, y observó cómo el pequeño aparato retrocedía- Metódicamente, siguió el mismo camino por el que había venido, sobre la viga, y desapareció en la oscuridad. Molly se volvió y miró hacia el área de servicio. El hombre del mono anaranjado estaba sellando el frente de un equipo neumático blanco. Ella lo observó mientras cerraba y sellaba el casco, recogía la consola y volvía a introducirse por la brecha en el casco de la nave. Se oyó un gemido de motores, cada vez más intenso, y el vehículo se deslizó silenciosamente hasta desaparecer a la luz cruda de las lámparas junto con un sector circular del piso, de diez metros de diámetro. El autónomo rojo esperaba pacientemente al borde del agujero del panel montacargas.

Entonces ella siguió al Braun, abriéndose camino por una selva de puntales de acero. El diodo del Braun seguía titilando, indicándole el camino.

– ¿Cómo estás, Case? ¿De vuelta en el Garvey, con Maelcum? Claro que sí. Y conectado a esto. Me gusta, ¿sabes? Es que siempre he hablado conmigo misma, en silencio, cada vez que me encontraba en un apuro. Imagino que tengo un amigo, alguien en quien puedo confiar, y le digo lo que de veras pienso, cómo me siento, y también imagino que este amigo me da su opinión, y así voy adelante. Contigo pasa algo parecido. Esa escena con Ashpool… -Se mordisqueó el labio inferior, pasando junto a un puntal, siempre siguiendo al autónomo con los ojos.- Esperaba algo quizás un poco menos decadente, ¿sabes? Quiero decir, todos estos tipos están locos, como si tuvieran mensajes luminosos escritos en la frente o algo. No me gusta el aspecto de todo esto, no me gusta el olor…

El Braun estaba izándose por una escala casi invisible de peldaños de acero en forma de U, hacia una abertura estrecha y oscura. -Y ya que me estoy confesando, cariño, tengo que admitir que nunca pensé que saliera algo bueno de esta operación. Hace tiempo que estoy en la mala, y tú eres lo único bueno que ha aparecido desde que empecé a trabajar con Armitage. -Miró hacia el círculo negro. El diodo del microligero guiñó, trepando. -Aunque no creas que eres una maravilla. -Sonrió, pero el diodo había desaparecido con demasiada rapidez y ella apretó los dientes cuando empezó a trepar y sintió un dolor punzante en la pierna. La escala continuó, a través de un tubo de metal que le apretaba los hombros. Estaba subiendo, saliéndose de la gravedad, hacia el eje de cero g. El chip pulsó la hora.


04:23:04.

Había sido un largo día. La claridad del sensorio de Molly reducía el efecto de la betafenetilamina, pero Case aún podía sentirlo. Prefería el dolor en la pierna de ella.


C A S E: 0 0 0 0 0 0 0

0 0 0 0 0 0 0 0 0 0 0 0

0 0 0 0 0 0 0 0 0 0 0 .


– Supongo que es para ti -dijo ella, trepando mecánicamente. Los ceros volvieron a destellar y apareció un mensaje, en el límite del campo visual de Molly, fragmentado por el circuito.


EL GENERAL G

IRLING::::::

ENTRENO A

CORTO PARA

PUÑO ARDIENTE

Y VENDIO SU

PELLEJO AL

PENTAGONO:::

EL CONTROL

PRINCIPAL

DE W/MUTE

SOBRE ARMI

TAGE ES

UNA ESTRUC

TURA DE GI

RLING:::::

W/MUTE

DICE QUE SI

A MENCIONO

A G ES

PORQUE

ESTA VOL

VIENDOSE

LOCO::::::

CUIDATE:::

::::::DIXIE


– Bueno -dijo Molly, haciendo una pausa-, parece que tú también tienes problemas. -Miró hacia abajo. Había un tenue círculo luminoso, no mayor que el redondel de bronce de la llave de Chubb que le pendía entre los pechos. Miró hacia arriba. No había nada. Tocó sus amplificadores con la lengua y el tubo se alzó en una perspectiva evanescente, mientras el Braun subía por los peldaños. Nadie me habló de esta parte -dijo.

Case desconectó.


– Maelcum…

– Hombre, tu jefe se puso muy extraño. -El sionita llevaba un traje neumático Sanyo azul, veinte años más viejo que el que Case había alquilado en Freeside: apretaba el casco bajo el brazo y una gorra de red tejida de algodón violeta le sujetaba los mechones. Tenía los ojos entornados, efecto del ganja y de la tensión.- Llamó varias veces, con órdenes, hombre; tiene que ser alguna guerra de Babilonia… -Maelcum sacudió la cabeza de un lado a otro.- Yo hablé con Aerol, y Aerol habló con Sión, los Fundadores dijeron que nos largáramos. -Se frotó la boca con el dorso de una mano, grande y bronceada.

– ¿Armitage? -Case se encogió de dolor cuando sintió la fuerte resaca de la betafenetilamina, ahora sin la protección de la matriz de simestim. No hay nervios en el cerebro, se dijo, no puede dolerme tanto. – ¿Qué quieres decir? ¿Te está dando órdenes? ¿Cuáles?

– Hombre, Armitage me dijo que rumbeara hacia Finlandia, ¿sabes? Me dijo que ahí habría esperanza, ¿sabes? Apareció en mi pantalla con la camisa ensangrentada, loco como un perro, hablando de puños estridentes y de rusos y de que la sangre de los traidores nos ensuciará las manos. -Volvió a sacudir la cabeza: la gorra se balanceó y saltó en la gravedad cero. Apretó los labios.- Los fundadores dicen que el Mute es con seguridad el falso profeta, y que Aerol y yo tenemos que dejar el Marcus Garvey y regresar.

– ¿Armitage estaba herido? ¿Sangre?

– No sabría decirte, ¿entiendes? Pero estaba manchado de sangre, y loco del todo, Case.

– De acuerdo -dijo Case-. ¿Y qué pasa conmigo? Tú vuelves a casa. ¿Y yo, Maelcum?

– Hombre -dijo Maelcum-, tú vienes conmigo. Yo y yo volvemos a Sión con Aerol, en el Babylon Rocker. Deja que Armitage hable con la cassette fantasma, un fantasma con otro…

Case miró por encima del hombro: su traje alquilado colgaba sujeto a la hamaca, balanceándose en la corriente de aire del viejo ventilador ruso. Cerró los ojos. Vio los saquitos de toxina que se le disolvían en las arterias. Vio a Molly que trepaba por una interminable escala de peldaños de acero. Abrió los ojos.

– No lo sé, viejo -dijo, con un gusto extraño en la boca. Miró, la mesa de trabajo, se miró las manos-. No lo sé. -Levantó la vista otra vez. Ahora la cara bronceada estaba calma, atenta. El anillo del casco del viejo traje azul escondía el mentón de Maelcum.- Ella está adentro -dijo-. Molly está adentro. En Straylight, así se llama. Si Babilonia existe, esto es Babilonia. Podemos irnos, pero entonces ella no saldrá, sea o no la Navaja Andante.

Maelcum asintió con la cabeza, y la gorra se le movió como un globo cautivo de algodón. -¿Es tu mujer, Case? -No lo sé. Tal vez no es la mujer de nadie. -Se encogió de hombros. Y volvió a encontrarse con la ira, verdadera como un pedazo de roca bajo las costillas.- A la mierda con esto -dijo-. A la mierda con Armitage, a la mierda con Wintermute, y a la mierda contigo. Yo me quedo donde estoy.

La sonrisa de Maelcum se extendió sobre su rostro, como una luz repentina.

– Maelcum es un chico maleducado, Case. El Garvey es la nave de Maelcum. -Golpeó la mano enguantada contra un panel y en los altavoces del remolque se oyó el sonido bajo y regular de la transmisión de Sión. – Maelcum no se larga, no. Hablaré con Aerol; seguro que lo entenderá.

Case lo miró fijamente. -No os entiendo, de veras -dijo.

– Yo no te entiendo a ti, hombre -dijo el sionita, sacudiendo la cabeza al ritmo de la transmisión-, pero tenemos que guiamos por el amor de Jah, todos nosotros.

Case conectó y volvió a la matriz.


– ¿Recibiste mi mensaje?

– Sí. -Vio que el programa chino había crecido: delicados arcos policromos y cambiantes estaban acercándose al hielo de la T-A.

– Bueno, se está poniendo más complicado -dijo el Flatline-. Tu jefe borró el banco de datos del otro Hosaka, y casi se lleva el nuestro también. Pero tu amigo Wintermute me avisó antes de que se perdiera. La razón por la que los Tessier-Ashpool no abundan en Straylight es que la mayoría están congelados. Hay una empresa de abogados en Londres que se encarga de la representación legal y los poderes: tiene que saber quién está despierto y en qué momento. Armitage vigilaba las transmisiones de Londres a Straylight a través del Hosaka del yate. De paso, ya saben que el viejo está muerto.

– ¿Quién lo sabe?

– Los abogados y la T-A. Tenía un control remoto implantado en el esternón. Aunque después del dardo de tu chica un equipo de resurrección no hubiera tenido mucho que hacer. Toxinas de crustáceos. Pero la única T-A que está despierta en Straylight en este momento es Lady 3Jane Marie-France., Hay otro, un varón, un par de años mayor, que está en Australia por negocios. Yo creo que Wintermute se las arregló para que la presencia de 8Jean fuera necesaria en algún otro sitio. Pero ya está en camino, de regreso a casa. Los abogados de Londres dijeron que llegaría aproximadamente a las 09:00:00 esta noche. Enchufamos el virus Kuang alas 02:32:03. Ahora son las 04:45:20. La mejor hora para que el Kuang penetre en el núcleo de la T-A es las 08:30:00. Así que estamos en el límite. Creo que Wintermute tiene algún interés especial en esta 3Jane, o que ella está tan loca como su viejo. Pero el muchacho que viene de Melbourne sabrá bien de qué se trata. Los sistemas de seguridad de Straylight intentan seguir funcionando en estado de alerta, pero Wintermute los bloquea, rápidamente, no me preguntes cómo. Sin embargo, no pudo pasar por encima del programa de entrada básico y meter a Molly. Armitage tenía todo eso registrado en el Hosaka; seguramente Riviera convenció a 3Jane. Durante años ella ha estado manipulando las entradas y salidas. Tengo la impresión de que uno de los problemas principales de la T-A es que los grandes de la familia han llenado los bancos de datos con todo tipo de trucos y excepciones particulares. Es como si tu sistema de inmunidad se viniera abajo: están a punto para recibir un virus. Eso nos conviene, una vez que consigamos pasar el hielo.

– De acuerdo. Pero Wintermute dijo que Arm…

Un rombo blanco apareció en la pantalla y fue ocupado por un primer plano de dementes ojos azules. Case no pudo hacer otra cosa que mirarlos. El coronel Willie Corto, Fuerzas Especiales, Fuerza de Ataque Puño Estridente, había logrado volver. La imagen era tenue, espasmódico, desenfocada. Corto estaba utilizando la consola de navegación del Haniwa para conectarse con el Hosaka del Marcus Garvey.

– Case, necesito los informes de daños y perjuicios en el Omaha Thunder.

– Bueno, yo… ¿Coronel?

– Atento, muchacho. Recuerda tu entrenamiento.

¿Pero dónde has estado, viejo?, preguntó en silencio a los ojos angustiados. Wintermute había construido algo llamado Armitage dentro de una fortaleza catatónica llamada Corto. Había convencido a Corto de que lo verdadero era Armitage, y Armitage había caminado, hablado, planificado, intercambiado información y capital, había representado a Wintermute en aquella habitación del Chiba Hilton… Y ahora Armitage había desaparecido, arrastrado por el viento de la locura de Corto. Pero, ¿dónde había estado Corto durante todos aquellos años?

Cayendo, quemado y ciego, de un cielo siberiano.

– Case, sé que te será difícil aceptarlo. Eres un oficial. El entrenamiento. Lo comprendo. Pero, Case, te lo juro por Dios: nos han traicionado.

Unas lágrimas asomaron en los ojos azules.

– Coronel… ¿quién? ¿Quién nos traicionó?

– El general Girling, Case. Quizá tú lo conozcas por su nombre en código. Pero sabes de quién hablo.

– Sí -dijo Case, mientras las lágrimas seguían cayendo-. Supongo que sí. Señor -agregó, impulsivamente-, pero, señor, coronel, ¿qué deberíamos hacer? Ahora, quiero decir.

– A esta altura, Case, nuestro deber es volar. Escaparnos. Evadimos. Podemos llegar a la frontera con Finlandia mañana al atardecer. Volando bajo, con controles manuales. Nos cagaremos de miedo, muchacho, pero eso será sólo el principio. -Los ojos azules se entrecerraron, los bronceados pómulos brillantes por las lágrimas. – Sólo el principio. Traición desde arriba. Desde arriba… -Se retiró de la cámara; en la rasgada camisa de sarga había manchas oscuras. El rostro de Armitage era impasible, como una máscara; pero el de Corto era la verdadera cara del esquizofrénico: la enfermedad grabada profundamente en músculos involuntarios, deformando la costosa cirugía.

– Coronel, lo escucho, viejo. Escuche, coronel, ¿de acuerdo? Quiero que abra la…Mierda. ¿Cómo se llama, Dix?

– La escotilla media.

– Abra la escotilla media. Sólo dígale a la consola que la abra, ¿de acuerdo? Enseguida estaremos con usted, coronel. Entonces podremos hablar de cómo saldremos de aquí.

El rombo desapareció.

– Muchacho, creo que ahí me perdiste -dijo el Flatline. -Las toxinas -dijo Case-. Las jodidas toxinas -y desconectó.


– ¿Veneno? -Maelcum miró por encima del rasgado hombro azul del viejo Sanyo mientras Case forcejeaba, saliéndose de la red de gravedad.

– Y quítame esta maldita cosa… -Tiró del catéter de Texas.- Como un veneno lento, y ese hijo de puta en la otra nave sabe cómo contrarrestarlo, y ahora está más loco que una rata de albañal. -Manipuló con torpeza el Sanyo rojo; ya no se acordaba de cómo funcionaban los sellos.

– El jefe, ¿te envenenó? -Maelcum se rascó la mejilla. Tengo un equipo médico, ¿sabes?

– Jesús, Maelcum, ayúdame con este maldito traje. El sionita se separó del rosado módulo de pilotaje. -Tranquilo, hombre. Mide dos veces, corta una, dijo un sabio. Subimos allá…


Había aire en la galería corrugada que iba desde la escotilla de popa del Marcus Garvey hasta la escotilla central del yate Haniwa, pero mantuvieron sellados los trajes. Maelcum pasó de un lado a otro con la gracia de un bailarín de ballet, deteniéndose sólo para ayudar a Case, que había tropezado al salir del Garvey. Los lados plásticos del tubo filtraban la desnuda luz del sol: no había sombras.

La escotilla de descompresión del Garvey estaba remendada y picada, y la decoraba un León de Sión, tallado con láser. La escotilla central del Haniwa era de un color gris crema, vacuo y prístino. Maelcum metió la mano enguantada en una abertura estrecha. Case vio cómo movía los dedos. Unos diodos rojos se iluminaron en el nicho, e iniciaron una cuenta regresiva que empezó en cincuenta. Maelcum retiró la mano. Case, con un guante apoyado contra la escotilla, sintió en el traje y los huesos la vibración del mecanismo del cerrojo. El segmento circular de casco gris comenzó a replegarse dentro del costado del Haniwa. Maelcum se aferró a la abertura con una mano y sujetó a Case con la otra. La escotilla los llevó consigo.


El Haniwa era un producto de los astilleros Dornier-Fujitsu; el interior había sido diseñado de acuerdo con una filosofía similar a la que había producido el Mercedes que los llevara a través de Estambul. El estrecho puente central tenía las paredes revestidas con una madera que imitaba el ébano, y el suelo era de cerámica italiana. Case se sintió como si estuviese invadiendo el baño de vapor de algún hombre rico, entrando por la ducha. El yate, que había sido armado en órbita, no estaba destinado a regresar. La línea inmaculada y de forma de avispa era una mera cuestión de estilo, y todo el interior estaba calculado para acrecentar la impresión de velocidad.

Cuando Maelcum se quitó el casco maltrecho, Case hizo lo mismo. Permanecieron en la escotilla, respirando un aire que tenía un ligero aroma a pino, con un inquietante dejo de aislación quemada.

Maelcum olió el aire. -Aquí hay problemas, hombre. Si hueles esto en una nave…

Una puerta, forrada con una ultragamuza de color gris oscura, se abrió deslizándose. Maelcum se apoyó en la pared de ébano, flotó limpiamente a través de la estrecha abertura, y en el último momento giró los hombros anchos para abrirse paso. Case lo siguió con torpeza, aferrándose a una baranda acolchada a la altura del pecho. -El puente -dijo Maelcum, señalando un pasillo de paredes de color crema y sin aberturas- Tiene que estar allí. -Volvió a tomar impulso, aparentemente sin esforzarse. Case pudo detectar el parloteo familiar de una impresora que emitía un texto; venía de algún sitio, más adelante. Se hizo más fuerte cuando, siguiendo a Maelcum, Case entró por otra puerta. Encontraron una agitada masa de papeles de impresión entremezclados. Case recogió un trozo de papel retorcido y le echó una ojeada.


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– ¿Un colapso del sistema? -El sionita apuntó a la columna de ceros con un dedo enguantado.

– No -dijo Case, cogiendo el casco, que se alejaba flotando-. El Flatline dijo que Armitage había dejado limpio el Hosaka.

– Parece como si lo hubiera borrado con láser, ¿sabes?

El sionita apoyó el pie contra la jaula de alambre de una máquina suiza de ejercicios y salió disparado a través de la maraña flotante de papel, manoseando para quitársela de la cara.

– Case…

El hombre era pequeño, japonés; tenía el cuello sujeto al respaldo de la estrecha silla articulado con algo parecido a un fino alambre de acero. El alambre era invisible sobre la espuma negra del cabezal, y había cortado el cuello hasta la laringe. Una pequeña esfera de oscura sangre coagulada brillaba en el cuello como una extraña piedra preciosa, una perla negro-rojiza. Case vio los bastos mangos de madera que flotaban a ambos extremos del garrote, como gastados pedazos de un mango de escoba.

– Me pregunto cuánto hace que está así -dijo Case, recordando la peregrinación de Corto después de la guerra.

– ¿Sabe el jefe cómo pilotar una nave, Case?

– Tal vez. Estuvo en las Fuerzas Especiales.

– Bueno, este muchacho japonés no estaba pilotando. Creo que ni yo hubiera podido hacerlo. Una nave muy nueva…

– Llévame hasta el puente.

Maelcum frunció el entrecejo, giró hacia atrás, y tomó impulso con un puntapié.

Case fue tras él. Llegaron a un espacio más grande, una especie de sala de recibo, troceando y arrugando las tiras de papel que les impedían el paso. Aquí había más sillas articuladas, algo que parecía un bar, y el Hosaka. La impresora, que seguía regurgitando una endeble lengua de papel, era una unidad empotrada en el tabique, una pulcra ranura en un panel de revestimiento lustrado a mano. Apoyándose en los respaldos de las sillas, Case pasó por encima y fue hasta la impresora. Apretó un botón blanco a la izquierda de la ranura. El parloteo cesó. Se volvió y miró al Hosaka. La cara del aparato había sido taladrada por lo menos una docena de veces. Los orificios eran pequeños, circulares, los bordes ennegrecidos. Unas pequeñas esferas de aleación negra orbitaban el ordenador muerto. -Tenías razón -le dijo a Maelcum.

– Puente cerrado, hombre -replicó Maelcum, desde el otro lado de la sala.

Las luces se oscurecieron, brillaron, volvieron a oscurecerse.

Case arrancó el papel impreso de la ranura. Más ceros. -¿Wintermute? -Miró alrededor, la sala beige y marrón, el espacio garabateado de flotantes curvas de papel.- ¿Eres tú, con las luces, Wintermute?

Un panel junto a la cabeza de Maelcum se deslizó hacia arriba, revelando un pequeño monitor. Maelcum, sorprendido, dio un salto. Se enjugó la frente con el parche de espuma de la mano enguantada, y giró para estudiar el display. -¿Puedes leer japonés, hombre? -Case alcanzó a ver unos caracteres que titilaban en la pantalla.

– No -dijo Case.

– El puente es una cápsula de escape, un bote salvavidas. Está haciendo la cuenta regresiva, parece. -Se ajustó el casco y golpeó los sellos.

– ¿Qué? ¿Está despegando? ¡Mierda! -Se apoyó contra el tabique, empujó, y salió impulsado a través de la maraña de papel impreso.- ¡Tenemos que abrir esa puerta!

Pero Maelcum golpeaba el costado del casco con las puntas de los dedos. Case vio a través del Lexan los labios que se movían. Vio que una gota de sudor caía del borde multicolor de la red de algodón violeta que el sionita llevaba sobre los mechones de pelo. Maelcum cogió el casco de las manos de Case y se lo ajustó correctamente, golpeando los sellos con las palmas de los guantes. Cuando las conexiones del anillo del cuello estuvieron cerradas, unos microdiodos se encendieron a la izquierda del panel.

– No sé japonés -dijo Maelcum por el intercomunicador del traje-, pero la cuenta regresiva está mal. -Tocó una línea en la pantalla.- Sellos manipulados, en el módulo del puente. Está despegando con la escotilla abierta.

– ¡Armitage! -Case intentó golpear la puerta. La física de la gravedad cero lo hizo volver girando a través del papel. ¡Corto! ¡No lo haga! ¡Tenemos que hablar! Tenemos que.

– ¿Case? Te oigo, Case… -Ahora la voz apenas se parecía a la de Armitage. Estaba extrañamente serena. Case dejó de patear; el casco chocó contra la pared del fondo. Lo siento, Case, pero no hay otro remedio. Uno de nosotros tiene que salir. Uno de nosotros tiene que testificar. Si todos nos hundimos aquí, todo termina aquí. Yo os lo diré, Case. Yo os lo contaré todo. Acerca de Girling y los demás. Y lo lograré, Case. Sé que lo haré. Llegaré a Helsinki. -De pronto se hizo un silencio; Case sintió que algo le llenaba el casco, como un gas enrarecido.- Pero es tan difícil, Case, difícil como la mierda. Estoy ciego.

– Corto, deténgase. Espere. Está ciego, viejo. ¡No puede volar! Se estrellará contra los malditos árboles. Y están intentando atraparlo. Corto, se lo juro por Dios, han dejado la escotilla abierta. Usted morirá, no llegará a decirles nada, y yo tengo que conseguir la enzima, el nombre de la enzima, la enzima, viejo… -Estaba gritando, la voz aguda por la-histeria. Los auriculares del casco retroalimentaban lo que decía a gritos.

– Recuerda el entrenamiento, Case. Es todo lo que podemos hacer.

Y luego el casco se llenó de un confuso barboteo, rug1dos de estática, sonidos armónicos que aullaban a través de los años, desde Puño Estridente. Fragmentos de ruso, y luego la voz de un extraño, una voz del Medio Oeste americano, joven: -Nos derribaron, repito, Omaha Thunder fue derribado, nos…

– Wintermute -aulló Case-, ¡no me hagas esto! -Las lágrimas le cayeron por las mejillas, rebotando en la lámina del visor en temblorosas gotas de cristal. Luego el Haniwa se sacudió, una vez, y tembló como si algún objeto enorme y blando hubiese golpeado el casco. Case imaginó el bote salvavidas que se desprendía, disparado por rayos explosivos, y un desgarrador huracán de aire que sopló durante un segundo arrancando al demente coronel Corto del sofá, de la versión de Wintermute, del minuto final en la Operación Puño Estridente.

– Me voy, hombre. -Maelcum miró la pantalla.- La escotilla está abierta. El Mute tiene que superar el sistema de seguridad de eyección.

Case quiso enjugarse del rostro las lágrimas de rabia. Se golpeó los dedos contra el Lexan.

– El yate está bien de aire, pero el jefe se llevó el control de amarre junto con el puente. El Marcus Garvey no se puede mover.

Pero Case estaba viendo la caída interminable de Armitage alrededor de Freeside, a través de un vacío más frío que las estepas. Por alguna razón, lo imaginó llevando la oscura chaqueta Burberry, los amplios pliegues de la gabardina extendidos alrededor de él, como las alas de algún enorme murciélago.

17

– ¿CONSEGUISTE LO QUE FUISTE a buscar? -preguntó la estructura.

El Kuang Grado Mark Once estaba llenando la red que había entre él y el hielo de la T-A de hipnóticamente intrincadas tracerías irisadas, enrejados finos como cristales de nieve en una ventana invernal.

– Wintennute mató a Armitage. Lo sacó volando en una cápsula salvavidas con la escotilla abierta.

– Qué mierda -dijo el Flatline-. No erais precisamente amigos, ¿verdad?

– El sabía cómo quitar los saquitos de toxina. -Y Wintermute también. Cuenta con eso.

– No estoy muy seguro de que Wintermute me lo diga.

La respuesta de la estructura, la espantosa imitación de una carcajada, raspó los nervios de Case como un cuchillo mellado. -Quizás eso quiera decir que te estás volviendo inteligente.

Movió el interruptor del simestim.

06:27:52, según el chip que Molly tenía en el nervio óptico; hacía más de una hora que Case estaba siguiéndola por la Villa Straylight, dejando que el análogo de endorfina que ella había tomado le contrarrestara la resaca. Ya no le dolía la pierna; parecía moverse en medio de un baño tibio. El microligero Braun estaba posado en el hombro de Molly: los diminutos manipuladores, como acolchados broches de cirujano, asegurados al policarbono del traje de Moderno.

Aquí las paredes eran de acero desnudo, rayado con cintas epoxídicas marrones y ásperas en los sitios donde habían arrancado alguna clase de cubierta. Ella había visto un grupo de trabajo y se había escondido, acuclillada, la pistola de dardos en las manos, el traje gris acero, mientras los dos delgados africanos pasaban con un vehículo de neumáticos globulosos. Los hombres tenían las cabezas rapadas y llevaban monos anaranjados. Uno de ellos cantaba entre dientes en una lengua que Case nunca había oído; los tonos y la melodía eran extraños y perturbadores.

Recordó el discurso de la cabeza, la composición que 3Jane había escrito sobre Straylight, a medida que Molly se abría paso en el laberinto. Straylight era una locura, una locura cultivada en hormigón de resina, que habían mezclado con piedra lunar pulverizada; cultivada en acero soldado y toneladas de baratijas, todos los extraños aparejos que habían traído por el pozo para forrar aquel nudo tortuoso. Pero no era una locura que él pudiese entender. No como la locura de Armitage, que ahora imaginaba que podía entender: retuerce a un hombre, tanto como sea posible, y luego haz lo mismo pero en sentido contrario; vuelve al principio y retuerce otra vez. El hombre se quiebra. Como se quiebra un trozo de alambre. Y la historia le había hecho eso al coronel Corto. La historia ya había hecho todo el trabajo sucio, cuando Wintermute lo encontró, filtrándolo a través de todos los maduros detritos de la guerra, deslizándose en el campo plano y gris de la conciencia como una araña de agua que cruza la superficie de una laguna estancada, los primeros mensajes destellando en la pantalla de un micro para niños en la oscura habitación de un asilo francés. Wintermute había construido a Armitage de la nada, tomando como base los recuerdos que Corto tenía de Puño Estridente. Pero después de cierto punto, los «recuerdos» de Armitage ya no serían los de Corto. Case dudaba que Armitage hubiese recordado la traición, los Alas Nocturnas cayendo en llamas… Armitage había sido una especie de versión corregida de Corto, y cuando la tensión de la operación llegó a cierto punto, el mecanismo de Armitage se había derrumbado; Corto había emergido, culpable y enfermo de furia. Y ahora Corto-Armitage estaba muerto: una luna pequeña y congelada para Freeside.

Pensó en los saquitos de toxina. El viejo Ashpool también estaba muerto, perforado en el ojo por el dardo microscópico de Molly, privado de la quizá experta sobredosis que se había preparado. Ésa era una muerte más desconcertante, la de Ashpool, la muerte de un rey enloquecido. Y había matado a la muñeca que según él era su hija, la que tenía el rostro de 3Jane. Le pareció a Case, mientras se movía en la corriente sensoria de Molly por los corredores de Straylight, que nunca se había detenido a pensar en alguien como Ashpool, alguien tan poderoso como suponía que Ashpool había sido, tan humano.

Poder, en el mundo de Case, significaba poder empresarial. Los zaibatsu, las multinacionales que determinaban el rumbo de la historia humana, habían superado las viejas barreras. Vistas como organismos, habían conseguido una especie de inmortalidad. No podías matar a un zaibatsu asesinando a una docena de ejecutivos importantes; había otros que esperaban para ascender un nuevo peldaño, hacerse cargo del puesto vacante, acceder a los vastos bancos de memoria empresarial. Pero Tessier-Ashpool no era así, y ahora que el fundador había muerto él comprendía la diferencia. Tessier-Ashpool era un atavismo, un clan. Recordó el desorden de la habitación del anciano, la implícita humanidad manchada, los rasgados lomos de los viejos discos de audio en sus fundas de papel. Un pie descalzo, el otro enfundado en una zapatilla de terciopelo.

El Braun tocó la capucha del traje de Moderno y Molly giró hacia la izquierda, pasando bajo otro arco.

Wintermute y la colmena. La visión fóbica de las avispas en incubación: ametralladora retardada de la biología. Pero, ¿no eran los zaibatsu los que más se parecían a eso, o los Yasuka, colmenas con memorias cibernéticas, vastos organismos únicos, el ADN codificado en silicio? Si Straylight era una expresión de la identidad empresarial de Tessier-Ashpool, entonces la T-A estaba tan loca como lo había estado el viejo. La misma retorcida maraña de temores, la misma extraña sensación de haber perdido el rumbo. Recordó las palabras de Molly: «Si hubieran podido transformarse en lo que querían…». Pero Wintermute le había dicho que no lo habían conseguido.

Case siempre había dado por supuesto que los verdaderos jefes, los patrones de cualquier sector, serían a la vez más y menos que gente. Lo había visto en los hombres que lo habían paralizado en Memphis; había visto a Wage fingir algo parecido en Night City, y así había aceptado la unidimensionalidad de un Armitage sin sentimientos. Siempre se lo había imaginado como un acomodamiento paulatino y voluntario de la máquina, del sistema, del organismo madre. Era también la raíz de la indiferencia callejera, la actitud arrogante que implicaba tener contactos, líneas invisibles que llegaban a ocultos niveles de influencia.

Pero, ¿qué estaba sucediendo ahora, en los pasillos de la Villa Straylight?

Pedazos enteros estaban siendo puestos al desnudo, descubriendo el hormigón y el acero.

– Me pregunto dónde estará el pequeño Peter ahora, ¿eh? Quizás vea a ese muchacho muy pronto -murmuró Molly-. Y Armitage. ¿Dónde está Armitage, Case?

– Muerto -dijo, sabiendo que ella no podía escucharlo-. Está muerto.

Regresó a la matriz.


El programa chino estaba enfrentado al hielo que era su objetivo, matices multicolores gradualmente dominados por el verde del rectángulo que representaba los núcleos de la T-A. Arcos de color esmeralda que surcaban el vacío incoloro.

– ¿Cómo va todo, Dixie?

– Bien. Demasiado fácil. Esta cosa es increíble… Tendría que haber tenido una, aquella vez en Singapur. Le saqué al viejo New Bank of Asia nada menos que una cincuentésima parte de lo que tenía. Pero eso es asunto viejo. Esta nena te ahorra todo el trabajo. Te hace pensar en cómo sería ahora una verdadera guerra…

– Si este tipo de mierda se vendiera en la calle, nos quedaríamos sin trabajo -dijo Case.

– Eso es lo que piensas. Espera a que estés guiando esa cosa, escaleras arriba, a través de hielo negro.

– Seguro.

Algo pequeño y decididamente no geométrico acababa de aparecer en el otro extremo de uno de los arcos de color esmeralda.

– Dixie…

– Sí. Lo veo. No sé si lo puedo creer.

Un punto marrón, un insecto opaco contra la pared de los núcleos de la T-A. Empezó a avanzar, cruzando el puente construido por el Kuang Grado Mark Once, y Case vio que caminaba. Mientras iba acercándose, la sección verde del arco se extendía y la imagen policroma del virus retrocedía, pocos pasos por delante de los rajados zapatos negros.

– Tengo que reconocerlo, jefe -dijo el Flatline, cuando la figura baja y arrugada del finlandés pareció estar de pie a pocos metros de ellos-. Nunca vi nada tan gracioso, cuando estaba vivo. -Pero la no-risa fantasmagórica no se oyó esta vez.

– Nunca lo había hecho antes -dijo el finlandés, mostrando los dientes, las manos metidas en los bolsillos de la gastada chaqueta.

– Tú mataste a Armitage -dijo Case.

– Corto. Sí. Armitage ya no existía. Lo tuve que hacer.

Lo sé, lo sé, quieres conseguir la enzima. De acuerdo. No te preocupes. Fui yo ante todo quien se la dio a Armitage. Quiero decir, le dije que era lo que tenía que usar. Pero quizá sea mejor que dejemos así las cosas. Tienes tiempo. Yo te la daré. Sólo un par de horas, ¿correcto?

Case miró el humo azul que se arremolinaba en el ciberespacio cuando el finlandés encendió un Partagás.

– Vosotros -dijo el finlandés- sois una verdadera molestia. El amigo Flatline… Si la gente fuera como él, todo sería muy simple. No es más que una estructura, un puñado de ROM; por eso siempre hace lo que yo espero que haga. Mis proyecciones indicaron que no era muy probable que Molly se metiera en la gran escena final de Ashpool: ahí tienes ama muestra. -Suspiró.

– ¿Por qué se suicidó? -preguntó Case.

– ¿Por qué se suicida alguien? -La figura se encogió de hombros.- Supongo que yo sé por qué, si es que alguien lo sabe, pero tardaría doce horas en explicar los diversos factores de la historia y cómo se encadenan unos con otros. Hacía tiempo que estaba listo para matarse, pero siempre volvía al congelador. Jesús, era un aburrido viejo de mierda. -La cara del finlandés se arrugó, contrariada.- Todo está relacionado con los motivos por los que mató a su mujer, principalmente, si quieres que te dé la razón más concisa. Pero lo decisivo fue que la pequeña 3Jane descubrió cómo manipular el programa que controlaba el sistema criogénico de Ashpool. Así que, en realidad, fue ella quien lo mató. Aunque él pensó que se había suicidado, y tu amiga, el ángel vengador, lo liquidó llenándole el ojo de jugo de marisco. -El finlandés arrojó la colilla del Partagás en el vacío de la matriz.- Bueno, de hecho, supongo que le di a 3Jane alguna idea, le pasé algún conocimiento, ¿sabes?

– Wintermute -dijo Case, escogiendo las palabras con cuidado – Me dijiste que eras tan sólo una parte de otra cosa. Más tarde dijiste que dejarías de existir, si la operación tiene éxito y Molly dice la palabra justa en el momento justo.

El finlandés asintió, moviendo el cráneo aerodinámico. -Entonces, ¿con quién vamos a entendemos cuando eso pase? Si Armitage está muerto, y tú ya no existirás, ¿quién será el que me diga cómo sacarme esos saquitos de toxina? ¿Quién va a sacar a Molly de ahí dentro? Quiero decir, ¿dónde, precisamente dónde, vamos a estar todos nosotros, si te liberamos del sistema de cables?

El finlandés sacó del bolsillo un palillo de dientes y lo observó con una mirada crítica, como un cirujano que examina un bisturí. -Buena pregunta -dijo, por fin-. ¿Sabes algo acerca de los salmones? ¿Unos peces? Estos peces, verás, están obligados a nadar contra la corriente. ¿Me entiendes?

– No -dijo Case.

– Bueno, yo tengo esa compulsión. Y no sé por qué. Si yo te hiciera participar de mis propios pensamientos, llamémosles especulaciones, sobre el tema, tardaría un par de vuestras vidas. Porque he pensado mucho acerca del asunto. Y sencillamente no lo sé. Pero cuando todo haya terminado, si lo hacemos bien, seré parte de algo más grande. Mucho más grande. -El finlandés contempló la matriz que lo rodeaba.- Pero las partes de mi ser que ahora me constituyen, todo eso seguirá aquí. Y tú recibirás tu sueldo.

Case luchó con un enloquecido impulso de arrojarse hacia adelante y apretar con las manos el cuello de la figura, justo encima del maltrecho nudo de la herrumbrosa bufanda. De clavar, profundamente, los pulgares en la laringe del finlandés.

– Bueno, buena suerte -dijo el Irlandés. Se volvió, las manos en los bolsillos, y echó a andar por el arco verde.

– Oye, hijo de puta -dijo el Flatline cuando el finlandés se hubo alejado una docena de pasos. La figura se detuvo y se volvió a medias-. Qué pasa conmigo? ¿Qué pasa con. mi sueldo?

– Ya lo recibirás -dijo el finlandés.

– ¿Qué quiere decir eso? -preguntó Case, mientras miraba cómo se alejaba la espalda estrecha, enfundada en paño.

– Quiero que me borren -dijo la estructura-. Ya te lo conté, ¿lo recuerdas?


Straylight recordaba a Case los centros comerciales, desiertos por las mañanas, que había conocido en la adolescencia, lugares de poca gente donde las horas tempranas traían consigo una quietud vacilante, una especie de expectativa aturdida, una tensión que te hacía mirar a los insectos que se amontonaban alrededor de las enjauladas bombillas de luz encima de las entradas de las tiendas. Lugares de los alrededores, pasando los límites del Ensanche, demasiado lejos de las tentaciones nocturnas y los estremecimientos del núcleo caliente. Tenía como siempre la sensación de estar rodeado por los dormidos habitantes de un mundo despierto que no le interesaba visitar o conocer, de aburridos negocios temporalmente interrumpidos, de futilidades y repeticiones que pronto volverían a despertar.

Ahora Molly se movía con más lentitud, bien porque sabía que se acercaba a la meta, o preocupada por su pierna. El dolor estaba regresando, abriéndose paso ásperamente entre las endorfinas, y él no estaba seguro de lo que eso significaba. No hablaba, mantenía los dientes apretados, y respiraba regularmente. Había pasado junto a muchas cosas que Case no había entendido, pero él ya no sentía curiosidad. Había habido una habitación llena de estantes con libros, un millón de hojas planas de papel amarillento apretadas entre cubiertas de tela o cuero, los anaqueles marcados a intervalos por etiquetas, según un cierto código de letras y cifras; una abarrotada galería, donde Case había mirado, a través de los ojos poco curiosos de Molly, una rajada y polvorienta lámina de vidrio, una cosa que llevaba la leyenda -la mirada de ella había registrado automáticamente la placa de bronce-: «La mariée mise á nu par ses célibataires, mime». Ella había extendido la mano para tocarla, y las uñas artificiales golpearon la doble lámina de Lexan que protegía el vidrio roto. Había habido lo que obviamente era la entrada al recinto criogénico de los Tessier-Ashpool, puertas circulares de cristal negro con bordes de cromo.

No había visto a nadie después de los dos africanos y el vehículo, y para Case, éstos tenían ahora una especie de vida imaginaria, y se deslizaban suavemente por los vestíbulos de Straylight, los cráneos lisos y oscuros, brillando, inclinándose, mientras uno de ellos seguía entonando la cansada cancioncilla. Y nada de esto se parecía a la Villa Straylight que él había esperado, una especie de híbrido entre el castillo de cuento de hadas de Cath y una fantasía infantil, recordada a medias, del recinto sagrado de los Yakuza.

07:02:18.

Una hora y media.

– Case -dijo Molly-, quiero que me hagas un favor. -Con dificultad, se agachó para sentarse sobre una pila de láminas de acero lustrado, protegida cada una por una hoja irregular de plástico transparente. jugó con una rotura en el plástico de la lámina superior, haciendo aparecer las cuchillas del pulgar y el índice. – Mi pierna no está bien, ¿sabes? No supuse que tendría que trepar así, y la endorfina no me quitará el dolor por mucho tiempo. Así que, quizás, sólo quizás, ¿entiendes?, tenga un problema. Es que, si me quedo frita aquí, antes que Riviera -y estiró la pierna, masajeándose el muslo a través del policarbono Moderno y el cuero de París-, quiero que se lo digas. Que le digas que fui yo. ¿De acuerdo? Sólo di que fue Molly. Él sabrá. ¿Correcto? -Miró alrededor: el vestíbulo vacío, las paredes desnudas. Aquí el suelo era de hormigón lunar, y el aire olía a resinas. – Qué mierda. Ni siquiera sé si me estás oyendo.

CASE.

Ella hizo un gesto de dolor, se puso de pie, y asintió con la cabeza. -¿Qué te ha contado Wintermute, muchacho? ¿Te contó acerca de Marie-France? Ella era la parte Tessier, la madre genética de 3Jane. Y de la muñeca muerta de Ashpool, supongo. No sé por qué me lo contó, allá en el cubículo… muchas cosas… Por qué tiene que aparecer como el finlandés o alguien; eso me dijo. No es sólo una máscara; es como si utilizase perfiles verdaderos como válvulas, y ajustara la velocidad para comunicarse con nosotros. Dijo que era un modelo. Un modelo de personalidad. -Sacó la pistola y cojeó por el pasillo.

El acero desnudo y la escabrosa resina epoxídica terminaban abruptamente, dejando paso a lo que Case pensó al principio que era un túnel dinamitado en la roca sólida. Molly examinó los bordes y Case vio que el acero estaba cubierto por paneles de algo que parecía piedra fría. Ella se arrodilló y tocó la arena oscura esparcida en el suelo del falso túnel. Se sentía como arena, fría y seca, pero cuando metió el dedo, la supuesta arena se cerró como un fluido, dejando intacta la superficie. Una docena de metros más adelante, había una curva en el túnel. Una luz áspera y amarilla arrojaba sombras duras sobre la pseudo-roca cosida de las paredes. Sobresaltado, Case se dio cuenta de que aquí la gravedad era casi la de la Tierra, lo que significaba que ella había descendido otra vez, después del ascenso. Ahora se sentía perdido por completo; para los vaqueros, la desorientación espacial era particularmente alarmante.

Pero ella no estaba perdida, se dijo.

Algo se le escabulló entre las piernas y pasó, haciendo ruidos metálicos y regulares, por la no-arena del piso. Un diodo rojo titiló. El Braun.

El primer holograma esperaba detrás de la curva, una especie de tríptico. Ella bajó la pistola antes de que Case hubiera tenido tiempo de advertir que era una grabación. Las figuras parecían caricaturas de luz, historietas de tamaño natural: Molly, Armitage y Case. Los pechos de Molly eran demasiado grandes, visibles a través de una pesada chaqueta de cuero. La cintura era imposiblemente estrecha. Lentes espectaculares le ocultaban la mitad de la cara Sostenía un arma de algún tipo, absurdamente elaborada, una forma de pistola casi escondida por una cubierta con un borde de mirillas, silenciadores, encubridores de destellos. Tenía las piernas abiertas, la pelvis inclinada hacia adelante, la boca fija en una expresión socarrona de crueldad idiota junto a ella, Armitage estaba de pie, rígido, en un raído uniforme caqui. Case vio que los Ojos de Armitage eran pequeñas pantallas de monitores, y que cada una mostraba la imagen azul-gris de una vasta extensión de nieve, los troncos negar y desnudos de unos árboles perennes, doblados por vientos silenciosos.

Ella pasó las puntas de los dedos por los ojos de televisión de Armitage, y se volvió hacia la figura de Case. En este caso, era como si Riviera -y Case había sabido instantáneamente que Riviera era el responsable- no hubiese sido capaz de encontrar nada que valiese la pena ridiculizar. La figura desgarbado que veía allí era una buena aproximación de la que veía en los espejos todos los días. Delgado, de hombros altos, un rostro olvidable bajo el cabello corto y oscuro. Necesitaba afeitarse, pero eso era normal en él.

Molly dio un paso atrás. Miró de una figura a otra. Una exposición estática; el único movimiento era el silencioso balanceo de los árboles negros en los congelados ojos siberianos de Armitage.

– ¿Intentas decimos algo, Peter? -preguntó en voz baja. Se acercó a las figuras y dio un puntapié a algo que estaba entre los pies de la Molly holográfica. Un objeto de metal chocó contra la pared y las figuras desaparecieron. Molly se inclinó y recogió una pequeña unidad de exposición-. Supongo que puede conectarse con éstas y programarlas directamente -dijo, arrojándola al suelo.

Pasó junto a la fuente de luz amarillenta, un arcaico globo incandescente empotrado en la pared, protegido por una herrumbrada curva de rejilla. El estilo de esta lámpara improvisada sugería la infancia, de algún modo. Case recordó fortalezas que había construido con otros niños, en terrazas, y en sótanos inundados. El escondite de un niño rico, pensó. Este tipo de primitivismo era costoso. Lo que llamaban atmósfera.

Molly pasó junto a una docena más de hologramas antes de llegar a la entrada de las habitaciones de 3Jane. Uno de ellos representaba la cosa sin ojos del callejón, detrás del Bazar de Especias, mientras se libraba del destrozado cuerpo de Riviera. Varios de los otros representaban escenas de tortura; los inquisidores eran siempre oficiales militares y las víctimas invariablemente muchachas jóvenes. Estos hologramas tenían la espantosa intensidad del espectáculo de Riviera en el Vingtiéme Siécle, como si hubiesen sido inmovilizados en el destello azul del orgasmo. Molly miró hacia otro lado cuando pasó junto a ellos.

El último era pequeño y poco claro, como si se tratase de una imagen que Riviera hubiera tenido que arrastrar a través de una distancia privada de recuerdos y tiempo. Ella tuvo que arrodillarse para examinarlo: había sido proyectado desde el punto de vista de un niño pequeño. Ninguno de los otros había tenido un fondo; las figuras, los uniformes, los instrumentos de tortura habían estado todos libremente expuestos. Pero éste era una escena.

Una oscura ola de basura se alzaba contra un cielo incoloro; más allá de la cresta, los esqueletos de edificios de la ciudad, desteñidos y derretidos a medias. La ola de basura tenía la textura de una red: herrumbradas varas de acero retorcidas graciosamente como hilos finos, grandes planchas de hormigón colgando aún en las paredes. El primer plano podía haber sido alguna vez una plaza en la ciudad: había una especie de montículo, algo que sugena una fuente. En la base, los niños y el soldado estaban inmóviles. A primera vista el cuadro era confuso. Molly lo entendió sin duda antes que Case, porque él sintió la tensión de ella. Escupió, y se puso de pie.

Niños. Feéricos, vestidos con harapos. Dientes que brillaban como cuchillos. Heridas en los rostros desfigurados. El soldado, caído de espaldas, la boca y el cuello abiertos al cielo. Estaban alimentándose.

– Bonn -dijo, con algo parecido a ternura en la voz-. Eres un producto típico, ¿verdad, Peter? Pero tenías que serio. La pequeña 3Jane ya está demasiado harta para que le abra la puerta a cualquier ladrón común. Por eso Wintermute te encontró. El gusto más sublime, si tus gustos son así. El amante demoníaco. Peter. -Se estremeció. – Pero tú la convenciste de que me dejara entrar. Gracias. Ahora empezará la fiesta.

Y luego estaba caminando -paseando, en realidad, a pesar del dolor-, alejándose de la niñez de Riviera. Sacó la pistola de la funda, quitó el cartucho de plástico, lo guardó en el bolsillo, y lo reemplazó por otro. Calzó el pulgar en el cuello del traje de Moderno y en un solo movimiento desgarró la tela hasta la entrepierna: la cuchilla del pulgar abrió el policarbono como si fuera seda podrida. Se libró de brazos y piernas; los restos, en jirones, desaparecieron al caer sobre la oscura arena falsa.

Fue entonces que Case escuchó la música. Una música que no conocía, toda cornos y piano.

La entrada en el mundo de 3Jane no tenía puerta. Era una herida irregular, de cinco metros, en la pared del túnel, escalones desiguales que descendían en una curva amplia. Tenue luz azul, sombras que se movían, música.

– Case -dijo ella, y se detuvo, la pistola en la mano derecha. Alzó la otra mano, sonrió, y tocó la palma con la punta húmeda de la lengua, besándolo a través del enlace de simestim-. Tengo que irme.

Luego sostuvo algo pequeño y pesado en la mano izquierda. El pulgar apretaba un perno diminuto, y estaba bajando.

18

ESTUVO A PUNTO de lograrlo. Le faltó muy poco. Entró justo como tenía que hacerlo, pensó Case. La actitud correcta; era algo que él podía presentir, algo que podría haber notado en la pose de otro vaquero inclinado sobre una consola, los dedos volando por el tablero. Ella lo tenía: el sentido, los movimientos. Y lo había juntado todo para entrar. Lo había juntado todo alrededor del dolor en la pierna, y había marchado escaleras abajo, hacia las habitaciones de 3Jane, como si ella fuese la propietaria: el codo del brazo de la pistola en la cadera, el antebrazo extendido, la muñeca relajada, balanceando el cañón del arma con el estudiado descuido de un duelista del período de la Regencia.

Fue una actuación. Fue como la culminación de toda una vida de mirar películas de artes marciales, de las baratas, las que Case había mirado de niño. Durante unos segundos, supo Case, ella fue todos los héroes duros: Sony Mao en los viejos vídeos de Shaw, Mickey Chiba, todo el linaje hasta Ixe y Eastwood. Caminaba tal como hablaba.

Lady 3Jane Marie-France Tessier-Ashpool se había tallado la copia de una vivienda rural, en la superficie interior del casco de Straylight, demoliendo el laberinto de paredes que había heredado. Vivía en una habitación tan ancha y profunda que sus confines se perdían en un horizonte invertido, el suelo escondido por la curvatura del huso. El techo era bajo e irregular, de la misma roca falsa de las paredes del corredor. Aquí y allá, dispersos en el suelo, había fragmentos de paredes recortadas, reminiscencias de poca altura de lo que había sido un laberinto. Había una piscina rectangular turquesa, a diez metros del pie de la escalinata; los focos que iluminaban el agua desde abajo eran la única fuente de luz del apartamento. Por lo menos, así le pareció a Case cuando Molly dio el último paso. La piscina arrojaba sobre el techo cambiantes glóbulos de luz.

Estaban esperando junto a la piscina.

Él había sabido que los reflejos de ella estaban preparados, afinados para el combate por los neurocirujanos pero aún no los había experimentado durante el simestim. Fue un efecto similar al de una cinta de grabación que corre a media velocidad, una danza lenta y deliberada, ajustada a la coreografía del instinto asesino y años de entrenamiento. Fue como si con una sola mirada ella hubiera reconocido a los tres: el niño, de pie sobre el trampolín alto de la piscina, la muchacha que sonreía a su copa de vino, y el cadáver de Ashpool, el ojo izquierdo vacío, negro y corrupto, coronando una sonrisa de bienvenida. Llevaba puesto el albornoz marrón. Tenía los dientes muy blancos.

El niño se zambulló. Estilizado, bronceado, de perfecto estilo. La granada dejó las manos de Molly antes de que él tocara el agua. Case reconoció el objeto cuando rompió la superficie del agua, un poderoso núcleo explosivo, envuelto en diez metros de alambre de acero fino y frágil.

La pistola gimió cuando ella disparó un huracán de dardos explosivos a la cara y el torso de Ashpool, y éste desapareció en un hilo de humo que se alzó del respaldo de la silla vacía esmaltada de blanco.

El cañón giró, apuntando a 3Jane, en el momento en que estalló la granada: un simétrico pastel de bodas que surgió del agua, se quebró y volvió a caer. Pero el error ya había sido cometido.

Hideo ni siquiera llegó a tocarla. La pierna de Molly se aflojó, doblándose.

En el Garvey, Case aulló de dolor.


– Tardaste bastante tiempo -dijo Riviera, mientras le revisaba los bolsillos. Las manos de Molly desaparecieron, metidas hasta las muñecas en una esfera de color negro mate-. En Ankara vi un asesinato múltiple -dijo, los dedos arrancando cosas de la chaqueta de ella-. Lo hicieron con una granada. En una piscina. La explosión pareció muy débil, pero todos murieron enseguida, por el impacto hidrostático. -Case sintió que ella movía los dedos, probando. El material de la bola cedía como una espuma. El dolor de la pierna era muy intenso, imposible. Una mancha roja oscureció la escena.- En tu lugar, no los movería. -El interior de la bola pareció apretarse un poco.- Es un juguete sexual que jane compró en Berlín. Si los mueves demasiado, te los aplasta. Una variante del material del suelo. Supongo que tiene que ver con las moléculas. ¿Te duele mucho?

Molly gruñó.

– Parece que te lastimaste la pierna. -Los dedos de Riviera encontraron el chato paquete de drogas en el bolsillo izquierdo de los tejanos.- Vaya. La última entrega de Alí, y justo a tiempo.

La cambiante masa de sangre empezó a retorcerse.

– Hideo -dijo otra voz, una voz de mujer-, está desmayándose. Dale algo. Para eso, y para el dolor. Es muy llamativa, ¿no crees, Peter? Estas gafas, ¿están de moda en el sitio de donde ella viene?

Manos frescas, tranquilas, con la precisión de un cirujano. El pinchazo de una aguja.

– No lo sé -dijo Riviera-. Nunca he visto su hábitat natural. Ellos llegaron y me sacaron de Turquía.

– El Ensanche, sí. Tenemos negocios allí. Y una vez enviamos a Hideo. En realidad, fue mi culpa. Yo había dejado entrar a alguien, un ladrón. Se llevó la terminal de la familia. -Rió.- Le facilité la entrada. Para molestar a los otros. Era un muchacho bonito, mi ladrón. ¿Está despertándose, Hideo? ¿No tendrías que darle más?

– Si le doy más morirá -dijo otra voz.

La maraña de sangre desapareció revelando un vacío negro.

La música regresó, cornos y piano. Música de baile.


C A S E:::::

::::: D E S C O

N E C T A:::::


Imágenes centelleantes de las palabras danzaron sobre los ojos y el fruncido ceño de Maelcum cuando Case se quitó los trodos.

– Gritaste, hombre, hace un rato.

– Molly -dijo Case, la garganta seca-. Está malherida. -Tomó una botella de plástico. blanco del borde de la red de gravedad y bebió un sorbo de agua sin gas. – No me gusta nada como van las cosas.


El pequeño monitor Cray se encendió. El finlandés, contra un fondo de basura retorcida y comprimida. -A mí tampoco. Tenemos un problema.

Maelcum se levantó, pasó sobre la cabeza de Case, giró, y miró por encima del hombro. -¿Quién es ése, Case?

– Sólo una imagen, Maelcum -dijo Case, cansado-. Un tipo que conozco del Ensanche. Es Wintermute que habla. Se supone que la imagen hará que nos sintamos más cómodos.

– Bobadas -dijo el finlandés-. Como le dije a Molly, éstas no son máscaras. Las necesito para hablar con vosotros. Porque no tengo lo que llamaríais una personalidad. Pero todo eso no es más que mear al viento, Case, porque, como te acabo de decir, tenemos un problema.

– Habla entonces, Mute -dijo Maelcum.

– Para empezar, la pierna de Molly está inutilizada. No puede caminar. Según lo habíamos pensado, ella tenía que entrar, quitar a Peter del camino, sacarle la palabra mágica a 3Jane, ir hasta la cabeza, y decirla. Ahora eso no puede ser. Así que quiero que vosotros vayáis tras ella.

Case miró fijamente la cara en la pantalla. -¿Nosotros? -¿Y quién más?

– Aerol -dijo Case-. El tipo que está en el Babylon Rocker; el amigo de Maelcum.

– No. Tienes que ir tú. Tiene que ser alguien que entienda a Molly, que entienda a Riviera. Y Maelcum para protegerte.

– Tal vez olvidas que estoy en medio de un programita, aquí. ¿Recuerdas? Me hiciste venir para eso…

– Case, escucha de una vez. Queda poco tiempo. Muy poco. El verdadero enlace entre tu consola y Straylight es una banda lateral transmitida por el sistema de navegación del Garvey. Llevaréis el Garvey hasta un puerto muy privado que os indicaré. El virus chino ya ha penetrado en la trama del Hosaka. Ahora en el Hosaka sólo hay virus. Cuando acopléis, el virus entrará en internase con el sistema de seguridad de Straylight y anularemos la banda lateral. Llevarás tu consola, el Flatline y a Maelcum. Encontrarás a 3Jane, harás que te diga la palabra, matarás a Riviera, tomarás la llave que tiene Molly. Puedes seguir el programa si conectas tu consola al sistema de Straylight. Yo me encargaré. Hay un enchufe en la parte posterior de la cabeza, detrás de un panel con cinco circones.

– ¿Matar a Riviera?

– Matarlo.

Case parpadeó a la representación del finlandés. Sintió que Maelcum le apoyaba la mano sobre el hombro.

– Oye. Olvidas algo. -La rabia volvió a crecer en él, y una especie de júbilo.- Enloqueciste. Destruiste los controles del sistema de amarre cuando liquidaste a Armitage. El Haniwa nos tiene bien amarrados. Armitage frió el otro Hosaka y la estructura principal se fue con el puente, ¿verdad?

El finlandés asintió.

– Case, hombre -dijo Maelcum suavemente-, el Garvey es un remolque.

– Correcto -dijo el finlandés, y sonrió.


– ¿Te estás divirtiendo, en el ancho mundo que nos rodea? -preguntó la estructura cuando Case volvió a conectar-. Me imaginé que sería Wintermute, que quería tener el gusto de…

– Sí. Ya lo creo. ¿El Kuang está bien? -Perfecto. Un virus asesino.

– De acuerdo. Hay algunos problemitas, pero nos encargaremos de ellos.

– ¿Tienes ganas de contarme, quizás?

– No tengo tiempo.

– Bueno, muchacho, no te preocupes por mí. De todos modos, ya estoy muerto.

– Vete a la mierda -dijo Case, y regresó a Molly, borrando la uña de borde roto que era la risa del Flatline.


– Ella soñaba con un estado que tenía muy poco que ver con la conciencia individual -estaba diciendo 3Jane. Tenía un gran camafeo en la mano y lo extendió hacia Molly. El perfil tallado era muy parecido al suyo-. Una felicidad animal. Creo que la evolución del cerebro anterior le parecía una especie de paso al costado. -Retiró el camafeo y lo examinó, inclinándolo para que reflejara la luz desde distintos ángulos.- Sólo en determinados estados de ánimo, un individuo, un integrante del clan, llegaría a conocer los aspectos más dolorosos de la autoconciencia…

Molly asintió. Case recordó la inyección. ¿Qué le habían dado? El dolor seguía presente, pero era como un apretado foco de impresiones entremezcladas. Lombrices de neón retorciéndosela en el muslo, el contacto con arpillera, el olor a krill frito… La mente de Case rechazaba todo esto. Si evitaba concentrarse en el dolor, las impresiones se trasladaban, se transformaban en el equivalente sensorial de un monótono ruido de fondo. Si era capaz de hacer eso a su sistema nervioso, ¿cuál podía ser su estado de ánimo?

La visión de Molly era anormalmente clara y brillante, aún más precisa que de costumbre. Las cosas parecían vibrar, como si las personas y los objetos estuviesen sintonizados a frecuencias mínimamente distintas. Tenía las manos en el regazo, todavía presas en la bola negra. Estaba sentada en una silla al borde de la piscina, la pierna apoyada sobre un almohadón de piel de camello. 3Jane se había sentado frente a ella, en otro almohadón, acurrucada dentro de un enorme djellabá de lana cruda. Era muy joven.

– ¿Dónde fue? -dijo Molly-. ¿A inyectarse la droga?

3Jane se encogió de hombros bajo los pliegues de la pálida y pesada túnica. Quitó un mechón de pelo que le caía sobre los ojos. -Me dijo cuándo tenía que dejarte entrar -explicó-. No me quiso decir por qué. Todo tiene que ser un misterio. ¿Nos hubieras hecho daño?

Case sintió que Molly vacilaba. -Lo hubiera matado. Hubiera intentado matar al ninja. Luego se suponía que tenía que hablar contigo.

– ¿Por qué? -preguntó 3Jane, guardando el camafeo en uno de los bolsillos interior del djellabá-. ¿Y para qué? ¿Y de qué?

Molly parecía estar estudiando los altos y delicados huesos, la boca ancha, la estrecha nariz aguileña. Los ojos de 3Jane eran oscuros y curiosamente opacos. -Porque lo odio -dijo por fin-, y el porqué de eso es simplemente mi forma de ser, lo que él es y lo que yo soy.

– Y el espectáculo -dijo 3Jane-. Yo vi el espectáculo.

Molly asintió.

– ¿Pero Hideo?

– Porque ellos son los mejores. Porque uno de ellos mató a un compañero mío, una vez.

3Jane se puso muy seria. Alzó las cejas.

– Porque yo tenía que ver cómo era -dijo Molly.

– ¿Y luego hubiéramos hablado, tú y yo? ¿Así? -El pelo oscuro era muy lacio, separado en el medio, recogido en un moño de plata opaca. – ¿Quieres que hablemos ahora?

– Sácame esto -dijo Molly, levantando las manos cautivas.

– Tú mataste a mi padre -dijo 3Jane, sin ningún cambio en la voz-. Estaba observando en los monitores. Los ojos de mi madre: así los llamó.

– Él mató a la muñeca. Se parecía a ti.

– Le gustaban los gestos grandilocuentes -dijo 3Jane, y Riviera apareció junto a ella, radiante por las drogas, en el ilusionista traje de convicto que había llevado en la terraza del hotel.

– ¿Se están conociendo? Es una chica interesante, ¿verdad? -Pasó junto a 3Jane. – No va a funcionar, ¿sabes?

– ¿No, Peter? -Molly logró sonreír.

– Wintermute no será el primero en cometer la misma equivocación. Subestimarme. -Se acercó al borde cerámico de la piscina, hasta una mesa de laca blanca, y se sirvió agua mineral en un pesado vaso de cóctel.- Habló conmigo, Molly. Supongo que habló con todos nosotros. Contigo, y con Case, y con la parte de Armitage que pudiera hablar. En realidad, no puede entendemos, ¿sabes? Tiene sus informes, pero no son más que estadísticas. Tú puedes ser un animal estadístico, querida, y Case no es más que eso, pero yo tengo una cualidad que por su propia naturaleza no puede ser cuantificada. -Bebió.

– ¿Y cuál es, precisamente, esa cualidad, Peter? -preguntó Molly, con la voz apagada.


Riviera rebosaba de alegría. -La perversidad. -Regresó a donde estaban las dos mujeres, agitando el agua que quedaba en el denso y profundamente tallado cilindro de cristal, como si disfrutase del peso del objeto.- La capacidad de disfrutar del acto gratuito. Y he tomado una decisión, Molly, una decisión totalmente gratuita.

Ella esperó, mirándolo.

– Oh, Peter -dijo 3Jane, con el tono de exasperación cariñosa que se reserva habitualmente para los niños pequeños.

– No te enterarás de la palabra, Molly. Él me lo contó, ¿entiendes? 3Jane conoce el código, por supuesto, pero tú no lo sabrás. Ni tampoco Wintermute. Mi jane es una chica ambiciosa, dentro de su perversión. -Volvió a sonreír. – Tiene planes para el imperio de la familia, y un par de inteligencias artificiales dementes, por más extraño que pueda parecerte el concepto, serían sólo un obstáculo. Bien. Llega Riviera a ayudarla, ¿ves? Y Peter dice: quédate como estás. Pon los discos de swing favoritos de tu papaíto y deja que Peter conjure una banda para acompañarlos, una pista de bailarines, un velatorio para el rey Ashpool. -Bebió el último trago de agua mineral. – No, no nos servirías, papaíto, no nos servirías. No ahora que Peter regresó a casa. -Y luego, con la cara rosada por la cocaína y la meperidina, golpeó fuertemente el vaso contra la lente implantada en el ojo izquierdo de Molly, destrozando la escena en un mar de sangre y luz.


Maelcum estaba tendido en el techo de la cabina cuando Case se quitó los trodos. Alrededor de la cintura el sionita llevaba un cabestrillo de nailon sujeto a los paneles laterales con cuerdas gruesas y almohadillas de succión de goma gris. Se había sacado la camisa y estaba trabajando en un panel central con una rara llave de gravedad cero; los gruesos resortes vibraban mientras desprendía otro hexágono. El Marcus Garvey gemía y se sacudía con la tensión de la gravedad.

– El Mute nos lleva al puerto -dijo el sionita, poniendo la cabeza hexagonal en una bolsa que llevaba en la cintura-. Maelcum se encarga de pilotar el aterrizaje; pero necesitamos las herramientas.

– ¿Las guardas ahí? -Case se estiró para mirar y vio los músculos, como cuerdas, que abultaban en la espalda bronceada.

– Ésta -dijo Maelcum, sacando un largo paquete de polivinilo negro de detrás del panel. Volvió a colocar el panel, fijándolo con una cabeza hexagonal mientras el paquete negro flotaba hasta la popa. Abrió con los pulgares las válvulas de vacío de las almohadillas del cinturón, y se liberó, recuperando la cosa que había sacado.

Tomó impulso y fue hacia Case, pasando por encima del tablero -en la pantalla pulsaba un diagrama verde de acoplamiento- y se apoyó en el marco de la red de gravedad. Bajó y abrió el paquete, rompiendo la cinta adhesiva con una uña gruesa y quebrada. -Un tipo en China aseguró que de esto sale la verdad -dijo, desenvolviendo un arcaico y aceitado Remington, el cañón recortado a pocos milímetros de la maltrecha caja delantera. La caja del hombro había sido reemplazada por una culata de madera forrada con una cinta de color negro o mate. Maelcum olía a sudor y a ganja.

– ¿Es la única que tienes?

– Claro, hombre -dijo, limpiando el aceite del cañón negro con una tela roja, la envoltura de polivinilo negro en la otra mano, apretada alrededor de la culata-. Yo y yo, la marina rastafari, créelo.

Case volvió a ponerse los trodos. No había vuelto a utilizar el catéter de Texas; por lo menos, en la Villa Straylight podría orinar tranquilo, aunque fuese por última vez.

Conectó.


– Oye -dijo la estructura-, el viejo Peter está loco del todo, ¿eh?

Ahora ellos parecían parte del hielo de la Tessier-Ashpool. Los arcos esmeralda se habían ensanchado y unido, transformándose en una masa sólida. En los planos del programa chino de alrededor predominaba el color verde. -¿Ya estamos cerca, Dixie?

– Muy cerca. Te necesitaré muy pronto.

– Escucha, Dix. Wintermute dice que el Kuang ha invadido todo el Hosaka. Voy a tener que desconectaros a ti y a mi consola, llevaros hasta Straylight y volver a conectaros al programa de seguridad. Luego activaremos el programa desde adentro, por la red de Straylight.

– Maravilloso -dijo el Flatline-. Nunca me gustó hacer algo sencillamente si era posible hacerlo patas arriba.

Case conectó el simestim y volvió a Molly.


Y se encontró dentro de la oscuridad de Molly, una sinestesia que daba vueltas, donde el dolor era un sabor a hierro viejo, un aroma de melón, las alas de una polillla que le rozaban la cara. Molly estaba inconsciente, y él no tenía acceso a sus sueños. Cuando el chip óptico destelló, un aura envolvió los caracteres alfanuméricos, cada uno de ellos con un tenue halo rosado.


07:29:40.

– Esto me hace muy infeliz, Peter. -La voz de 3Jane parecía llegar desde una distancia hueca. Molly puede oír, se dijo case, y en seguida se corrigió. La unidad de simestim estaba aún intacta: podía sentirla hundida en las costillas de Molly. Los oídos de ella registraban las vibraciones vocales de 3Jane. Riviera dijo algo breve y poco claro.- Pero yo no -dijo ella-, y no me divierte. Hideo traerá una unidad médica desde cuidados intensivos; aunque esto requiere un cirujano.

Hubo un silencio. Case escuchó claramente el agua que lamía los lados de la piscina.

– ¿Qué era lo que le contabas, cuando regresé? -Ahora Riviera estaba muy cerca.

– Acerca de mi madre. Ella me lo pidió. Creo que había tenido un shock, además de la inyección de Hideo. ¿Por qué le hiciste eso?

– Quería ver si se romperían.

– Una se rompió al menos. Cuando despierte, si despierta, podremos ver el color de sus ojos.

– Es extremadamente peligrosa. Demasiado peligrosa. Si yo no hubiera estado aquí para distraería, para hacer aparecer a Ashpool y distraería, y a mi Hideo para que arrojara su pequeña bomba, ¿dónde estarías tú? En manos de ella.

– No -dijo 3Jane-. Estaba Hideo. Me parece que no entiendes del todo a Hideo. Ella sí, evidentemente.

– ¿Quieres beber algo?

– Vino. Del blanco. Case desconectó.


Maelcum estaba inclinado sobre los controles del Garvey, tecleando órdenes para una secuencia de acoplamiento. En la pantalla central del módulo había un cuadrado rojo: el muelle de Straylight. El Garvey era un cuadrado algo mayor, verde, que se reducía lentamente, moviéndose de un lado a otro de acuerdo con las órdenes de Maelcum. A la izquierda, una pantalla más pequeña mostraba un gráfico esquelético del Garvey y el Haniwa a medida que se acercaban a la curvatura del huso.

– Tenemos una hora, viejo -dijo Case, quitando del Hosaka la cinta de fibra óptica. Las baterías de apoyo de la consola funcionarían durante noventa minutos, pero la estructura del Flatline supondría un gasto adicional. Trabajó con rapidez; mecánicamente, sujetando la estructura al fondo de la Ono-Sendai con cinta microporosa. El cinturón de trabajo de Maelcum pasó flotando junto a él. Lo cogió, desprendió los dos trozos de cuerda, y las almohadillas de succión rectangulares y grises, y enganchó entre sí los dientes de las pinzas. Sostuvo las almohadillas contra los costados de la consola y movió con el pulgar la palanca de succión. Con la consola, la estructura y la correa improvisada suspendidas frente a él, se puso la chaqueta de cuero, verificando el contenido de los bolsillos. El pasaporte que Armitage le había dado, el chip bancario registrado bajo el mismo nombre, el chip de crédito que había obtenido cuando llegó a Freeside, dos dermos de betafenetilamina que le había comprado a Bruce, un fajo de nuevos yens, media caja de Yeheyuan, y el shuriken. Arrojó el chip de Freeside por encima del hombro, y oyó cómo chocaba contra el ventilador ruso. Iba a hacer lo mismo con la estrella de acero, pero el chip de crédito rebotó, lo golpeó en la nuca, salió disparado y pasó junto al hombro izquierdo de Maelcum. El sionita interrumpió la operación de pilotaje y lo miró, enojado. Case vio el shuriken y se lo puso en el bolsillo de la chaqueta; oyó que el forro se rasgaba.

– Te estás perdiendo al Mute, hombre -dijo Maelcum-. El Mute dice que está arreglando para nosotros el sistema de seguridad. El Garvey va a acoplarse como si fuera otra nave, una que están esperando que llegue de Babilonia. El Mute nos transmite códigos.

– ¿Vamos a llevar puestos los trajes?

– Demasiado pesados. -Maelcum se encogió de hombros. – Quédate en la red hasta que te avise. -Tecleó una secuencia final en el módulo y se aferró a las gastadas anillas rosadas que había a cada lado del tablero de navegación. Case vio que el cuadro verde se reducía por última vez, unos pocos milímetros, y se ponía sobre el cuadrado rojo. En la pantalla pequeña, el Haniwa bajó la proa para evitar la curva del huso, y ya no se movió. El Garvey colgaba todavía del yate, como una larva. El remolque se sacudió y retumbó. Dos estilizados brazos aparecieron y rodearon la estilizado forma de avispa. Straylight expulsó un tentativo rectángulo amarillo que describió una curva, tanteando más allá del Haniwa, en busca del Garvey.

Oyeron que algo raspaba la proa, más allá de las temblorosas frondas de arcilla.

– Hombre -dijo Maelcum-, recuerda la ley de la gravedad. -Una docena de pequeños objetos golpearon el suelo simultáneamente, como atraídos por un imán. Case se quedó sin aliento cuando sus órganos internos fueron empujados y dispuestos de otro modo. La consola y la estructura le habían caído dolorosamente sobre las piernas.

Ahora estaban sujetos al huso, rotando con él.

Maelcum extendió los brazos y movió los hombros para aliviar la tensión. Se sacó la bolsa que le sujetaba los mechones y sacudió la cabeza. -Vamos, hombre, ya que dices que el tiempo es precioso…

19

LA VILLA STRAYLIGHT era una estructura parasitaria, recordó Case al pasar junto a las mechas de calafateado y por la escotilla de proa del Marcus Garvey. Straylight chupaba aire y agua de Freeside, y no tenía un ecosistema propio.

El túnel de entrada que se extendía desde el muelle era una versión más elaborada del que había atravesado trabajosamente para llegar al Haniwa, y lo utilizaban en la gravedad de rotación del huso. Era un túnel corrugado, articulado mediante miembros hidráulicos integrales; dos segmentos estaban unidos por anillos de plástico resistentes y antideslizantes, y los anillos servían como peldaños. El túnel serpenteaba alrededor del Haniwa; era horizontal en el punto donde se unía con la antecámara del Garvey, pero se alzaba en una pronunciada curva hacia la izquierda sobre el casco del yate. Ya Maelcum estaba subiendo por los anillos, izándose con la mano izquierda, la Remington en la derecha. Llevaba unos holgados y sucios pantalones militares, chaqueta de nailon verde sin mangas y un par de andrajosas zapatillas de suela rojo brillante. El túnel se sacudía ligeramente cada vez que trepaba a otro anillo.

Las hebillas del improvisado atado de Case se le hundían en el hombro por el peso de la Ono-Sendai y la estructura del Flatline. Ahora solo sentía miedo, un pavor generalizado. Lo apartó, obligándose a recordar el discurso de Armitage sobre el huso y Villa Straylight. Comenzó a subir. El ecosistema de Freeside tenía límites, no era cerrado. Sión era un sistema cerrado, capaz de funcionar durante años sin la introducción de materiales externos. Freeside producía aire y agua, pero dependía de los constantes suministros de comida, del sostenido aumento de nutrientes terrestres. La Villa Straylight no producía nada en absoluto.

– Hombre -dijo Maelcum en voz baja-, sube aquí, a mi lado. -Case se inclinó de costado en la escalerilla circular y subió los últimos anillos. El corredor terminaba en una compuerta pulida, ligeramente convexa, que medía dos metros de diámetro. Los miembros hidráulicos del tubo desaparecían en unos compartimientos flexibles dispuestos en el marco de la escotilla.


– Bueno, ¿entonces qué…?

Case cerró la boca en cuanto se abrió la escotilla y una leve diferencia de presión le arrojó un chorro de arenisca a los ojos.

Maelcum se acercó a gatas al borde, y Case oyó el menudo ruido metálico del seguro de la Remington. -Eres tú quien tiene prisa, hombre… -susurró Maelcum, agazapado. Case lo alcanzó.

La escotilla estaba en el centro de una cámara redonda y abovedada, pavimentada con baldosas azules antideslizantes. Maelcum le dio un codazo a Case y señaló un monitor en una pared curva. En la pantalla, un hombre alto y joven con las facciones de los Tessier-Ashpool se cepillaba las mangas de un traje oscuro. Estaba junto a una escotilla idéntica, en una sala idéntica. -Lo lamento mucho, señor -dijo una voz desde una rejilla del centro de la compuerta. Case miró hacia arriba.- Lo esperaba más tarde, en el muelle axial. Un momento, por favor. -En el monitor el joven movió la cabeza con impaciencia.

Maelcum se volvió rápidamente, pistola en mano, cuando la puerta se abrió, deslizándose hacia la izquierda.

Un euroasiático de corta estatura y vestido con un mono anaranjado salió y los miró con ojos saltones. Abrió la boca, pero no dijo nada. La cerró. Case miró el monitor. En blanco.

– ¿Quién? -alcanzó a decir el hombre.

– La Marina Rastafari -dijo Case, poniéndose de pie; la consola del ciberespacio le golpeaba la cadera-. Sólo queremos conectar con vuestro sistema de seguridad.

El hombre tragó saliva. -¿Es una prueba de lealtad? Tiene que ser una prueba de lealtad. -Se limpió las palmas de las manos en los muslos del traje anaranjado.

– No, hombre. Esto va en serio. -Maelcum se irguió apuntando a la cara del euroasiático con la Remington. -Muévete.

Volvieron a la entrada detrás del hombre, hacia un corredor de paredes de hormigón pulido y suelo irregular de alfombras superpuestas, todo perfectamente familiar para Case. -Bonitos felpudos -dijo Maelcum, empujando al hombre con la pistola-. Huele a iglesia.

Llegaron frente a otro monitor, un Sony arcaico instalado sobre una consola, con un tablero y un complejo conjunto de paneles de conexión. La pantalla se encendió cuando se detuvieron: el finlandés les sonreía, tenso, desde lo que parecía ser la sala anterior de la Metro Holografix. -De acuerdo -dijo-; Maelcum, lleva a este tipo por el pasillo hasta el armario de la puerta abierta y mételo ahí; yo la cerraré. Case, ve al quinto enchufe de izquierda a derecha, panel superior. Hay unos adaptadores en el cajón debajo de la consola. Necesitamos un Ono-Sendai de ocho patillas para un Hitachi de cuarenta. -Mientras Maelcum llevaba al hombre a empellones, Case se arrodilló y revolvió entre un surtido de enchufes hasta que dio con el que necesitaba. Una vez que hubo conectado la consola al adaptador, se detuvo un momento.

– ¿Tienes que mostrarte así? -preguntó al rostro de la pantalla. La imagen del finlandés fue borrada línea a línea por la imagen de Lonny Zone sobre un fondo de deteriorados afiches japoneses.

– Lo que quieras, cariño -replicó Zone con petulancia-. Nada más date prisa: te lo pide el viejo Lonny…

– No -dijo Case-, utiliza al finlandés. -Cuando la imagen de Zone desapareció, enchufó el adaptador Hitachi, y se ajustó los trodos.


– ¿Por qué te retrasaste? -preguntó el Flatline, y rió. -Te dije que no lo hicieras -dijo Case.

– Era una broma, muchacho -dijo la estructura-. Para mí no pasa el tiempo. Veamos qué tenemos aquí.

El programa Kuang era verde, exactamente del color del hielo de la T-A. Case observó cómo se hacía más opaco, aunque podía ver claramente aquella cosa que parecía un tiburón, negro y espejeado, cuando levantaba la vista. Las líneas de fractura y las alucinaciones habían desaparecido, y la cosa parecía tan real como el Marcus Garvey: una arcaica nave de reacción, sin alas, la lisa superficie bañada en cromo negro.

– Todo bien -dijo el Flatline.

– De acuerdo -dijo Case, y activó el simestim.


– …así. Lo siento -estaba diciendo 3Jane mientras vendaba la cabeza de Molly-. Nuestra unidad dice que no hubo conmoción; tu ojo no ha sufrido daños permanentes. No lo conocías muy bien antes de venir por aquí, ¿verdad?

– No lo conocía en absoluto -dijo Molly secamente. Estaba tumbada boca arriba sobre una cama alta o una mesa acolchada. Case no podía sentir la pierna herida. El efecto sinestésico de la inyección original parecía haberse desvanecido. La bola negra ya no estaba, pero unas cintas suaves que no alcanzaba a ver le inmovilizaban las manos.

– Te quiere matar.

– Se entiende -dijo Molly, mirando hacia el techo tosco, más allá de una luz muy brillante.

– Yo no quiero que lo haga -dijo 3Jane, y Molly volvió la cabeza dolorosamente para mirar los ojos oscuros.

– No juegues conmigo -dijo.

– Pero puede que yo sí quiera hacerlo -dijo 3Jane, y se inclinó para besarle la frente, apartándole el pelo con una mano tibia. Había manchas de sangre en su pálido djellabá.

– ¿Dónde ha ido? -preguntó Molly.

– Tal vez otra inyección -dijo 3Jane, irguiéndose-. Estaba impaciente por que llegaras. Creo que podría ser divertido cuidarte hasta que sanes, Molly. -Sonrió, limpiándose distraídamente en la bota la mano ensangrentada. Habrá que escayolarte la pierna, pero podremos hacerlo.

– ¿Y Peter?

– Peter. -3Jane sacudió levemente la cabeza. Un mechón de pelo oscuro le cayó sobre la frente. – Peter se ha puesto bastante aburrido. Me parece que en general las drogas son aburridas. -Rió entre dientes. -Al menos en los demás. Mi padre fue un consumidor empedernido, como te habrás dado cuenta.

Molly se puso tensa.

– No te alarmes. -3Jane se acarició la piel de la cintura, por encima de los pantalones de cuero.- Se suicidó porque yo manipulé los márgenes de seguridad de su congelación. Nunca llegué a encontrarme con él, ¿sabes? Fui decantada después de que lo pusieran a dormir por última vez. Pero sí que lo conocía. Los núcleos lo saben todo. Vi cómo mató a mi madre. Te lo mostraré cuando estés mejor. La estrangula en la cama.

– ¿Por qué la mató? -El ojo no vendado enfocó el rostro de la muchacha.

– Él no podía aceptar el rumbo por el que ella quería llevar a la familia. Fue ella quien encargó la construcción de las inteligencias artificiales. Era toda una visionaria. Nos imaginó en una simbiosis con las IA, que se encargarían de las decisiones empresariales. De nuestras decisiones conscientes, mejor dicho. Tessier-Ashpool sería inmortal, una colmena, cada uno de nosotros una pieza de una entidad mayor. Fascinante. Te pasaré las cintas; casi mil horas. Pero en realidad nunca llegaré a entenderla, y cuando murió todo se perdió con ella. Nos desorientamos, comenzamos a cavar en nosotros mismos. Ahora apenas aparecemos. Yo soy la excepción.

– Dijiste que trataste de matar a tu padre. ¿Manipulaste sus programas criogénicos?

3Jane asintió.

– Tuve ayuda. De un fantasma. Eso era lo que pensaba cuando era muy joven, que en los núcleos de la empresa había fantasmas. Voces. Una de ellas, la del que tú llamas Wintermute, que es el código Turing de nuestra IA en Berna, aunque la que te está manipulando es una especie de subprograma.

– ¿La que me está manipulando? ¿Hay más?

– Una más. Pero ésa no me habla desde hace años. Se dio por vencida, supongo. Sospecho que en ambas culminaron ciertas capacidades que mi madre había hecho diseñar en el software original; pero cuando le parecía necesario era una mujer extremadamente discreta. Toma. Bebe. -Puso un tubo de plástico flexible entre los labios de Molly.- Agua. Sólo un poco.

– Jane, cariño -preguntó Riviera animadamente, fuera del campo de visión de Molly-, ¿te estás divirtiendo?

– Déjanos en paz, Peter.

– Jugando a los doctores… -De pronto Molly se encontró mirando su propia cara, la imagen suspendida a diez centímetros de su nariz. No había ninguna venda. El implante izquierdo estaba hecho añicos, un largo fragmento de plástico plateado, hundido profundamente en una cavidad ocular que parecía un invertido estanque de sangre.

– Hideo -dijo 3Jane, acariciando el estómago de Molly-, hazle daño a Peter si no nos deja tranquilas. Vete a nadar, Peter.

La proyección desapareció.

07:58:40, en la oscuridad del ojo vendado.

– Dijo que tú conoces el código. Peter lo dijo. Wintermute necesita el código. -De pronto Case tuvo conciencia de la llave de Chubb, sujeta a una cinta de nailon, contra la curva interior del pecho izquierdo de Molly.

– Sí -dijo 3Jane, retirando la mano-. Así es. Lo aprendí cuando era niña. Creo que lo aprendí en un sueño… O en momento de las mil horas de los diarios de mi madre. Pero creo que Peter tiene razón cuando me aconseja que no lo diga. Habría problemas con Turing, si entiendo bien todo esto, y los fantasmas son muy caprichosos.

Case desconectó.


– Es un bichito raro, ¿eh? -El finlandés sonrió a Case desde el anticuado Sony.

Case se encogió de hombros. Vio a Maelcum que volvía por el pasillo con la Remington en la mano. El sionita sonreía, moviendo la cabeza al compás de algún ritmo que Case no podía escuchar. Un par de finos cables amarillos iban desde las orejas hasta un bolsillo lateral de la chaqueta sin mangas.

– El sonido dub de allá, hombre -dijo Maelcum.

– Estás loco de remate -le dijo Case.

– Suena bien, hombre. El dub de los justos.

– Eh, vosotros -dijo el finlandés-. A moverse. Aquí llega vuestro transporte. No será un truco tan bueno como el de la imagen que engañó al portero, pero puedo llevaros hasta las habitaciones de 3Jane.

Case estaba desenchufando el adaptador cuando el vehículo de servicio apareció girando, vacío, bajo el poco elegante arco de hormigón que señalaba el otro extremo del pasillo. Tal vez fuera el que había llevado a los africanos, pero los hombres ya no estaban allí. Justo detrás del asiento bajo y acolchado, con los pequeños manipuladores prendidos en el tapiz, el diodo rojo del pequeño Braun guiñaba a intervalos regulares.

– El bus nos espera -dijo Case a Maelcum.

20

HABÍA VUELTO A PERDER la rabia. La echaba de menos.

El pequeño vehículo estaba atestado: Maelcum, la Remington sobre las rodillas, y Case, la consola y la estructura contra el pecho. El carrito se desplazaba a velocidades para las que no había sido diseñado; cargado a tope, amenazaba con volcar en las esquinas. Maelcum se inclinaba en el mismo sentido de las curvas. No era un problema cuando el aparato doblaba a la izquierda, pues Case iba sentado en la derecha, pero al doblar hacia la derecha, el sionita tenía que inclinarse por encima de Case y su equipo, y lo aplastaba contra el asiento.

No tenía idea de dónde estaban. Todo le parecía familiar, pero no estaba seguro de haberlo visto antes.

En un serpenteante vestíbulo forrado de escaparates de madera se exhibían colecciones que jamás había visto: cráneos de grandes aves, monedas, máscaras de plata trabajada. Los seis neumáticos del vehículo de servicio rodaban silenciosos sobre las capas de alfombras. Sólo se oía el gemido del motor eléctrico y un débil y ocasional estallido de música sionita en los auriculares de Maelcum, cuando éste se arrojaba sobre Case para contrarrestar un giro a la derecha demasiado cerrado. La consola y la estructura presionaban constantemente contra la cadera de Case el shuriken que llevaba en el bolsillo de la chaqueta.

– ¿Tienes hora? -preguntó a Maelcum.

El sionita sacudió sus mechones. -El tiempo es tiempo. -Cristo -dijo Case, y cerró los ojos.


El Braun trotaba sobre el ondulante suelo de alfombras. Tocó con una garra acolchada una desmesurada puerta rectangular de golpeada madera oscura. Tras ellos, el vehículo zumbó un instante y despidió chispas azules por la rejilla de un panel. Las chispas alcanzaron la alfombra que estaba debajo y Case sintió un olor a lana chamuscada.

– ¿Es por aquí, hombre? -Maelcum miró la puerta de soslayo y soltó el seguro del rifle.

– Eh -dijo Case, más para sí que para Maelcum-, ¿te crees que lo sé? -El cuerpo esférico del Braun dio media vuelta y el diodo empezó a titilar.

– Quiere que abras la puerta -dijo Maelcum, asintiendo con la cabeza.

Case dio un paso adelante y tanteó el ornamentado pomo de bronce. Montada en la puerta, a la altura de los Ojos, había una placa de bronce, tan antigua que las letras grabadas en ella eran un código ilegible y enmarañado: el nombre de un funcionario o de una función, desaparecidos hacía tiempo, lustrados hasta el olvido. Se preguntó vagamente si la Tessier-Ashpool había escogido cada parte de Straylight por separado, o si las habían comprado en un único lote a algún vasto equivalente europeo de la Metro-Holografix. Los goznes de la puerta crujieron plañideramente. Maelcum pasó primero, con la Remington apoyada en la cadera y apuntando hacia adelante.

– Libros -dijo Maelcum.

La biblioteca, las blancas estanterías de acero con sus etiquetas.

– Yo sé dónde estamos -dijo Case. Volvió la vista hacia el vehículo de servicio. Un rizo de humo se elevaba desde la alfombra-. Vamos -dijo-. Coche… ¡Coche! -El vehículo permaneció inmóvil. El Braun le pellizcaba los tejanos y le mordisqueaba los tobillos. Case resistió una fuerte tentación de patearlo.- ¿Sí?

El microliviano cruzó la puerta con un ruido mecánico. Case lo siguió.

El monitor que había en la biblioteca era otro Sony, tan antiguo como el primero. El Braun se detuvo debajo y ejecutó una suerte de baile.

– ¿Wintermute?

Los rasgos familiares llenaron la pantalla. El finlandés sonrió.

– Es hora de entrar, Case -dijo el finlandés con los ojos fruncidos por el humo del cigarrillo-. Vamos, conecta.

El Braun se arrojó contra el tobillo de Case y comenzó a subir pierna arriba, mordiéndole la carne con los manipuladores a través de la delgada tela negra. -¡Mierda! -Lo apartó de un manotazo arrojándolo contra la pared. Dos de las extremidades del Braun empezaron a pistonear repetida y fútilmente, bombeando aire.- ¿Qué le pasa al maldito aparato?

– Se quemó -dijo el finlandés-. Olvídalo. No hay problema. Conecta ya.

Había cuatro zócalos bajo la pantalla, pero sólo uno aceptaba el adaptador Hitachi.

Conectó.


Nada. Vacío gris.

Ni matriz, ni rejilla. Ni ciberespacio.

La consola había desaparecido. Los dedos…

Y en el límite extremo de la conciencia, una huidiza, fugaz impresión de algo que se abalanzaba sobre él, a través de leguas de espejo negro.

Quiso gritar.


Parecía que había una ciudad, más allá de la curva de la playa, pero estaba lejos.

Se acuclilló sobre la arena húmeda, abrazado a las rodillas, y tembló.

Permaneció así largo rato, aun después de haber dejado de temblar. La ciudad era baja y gris. Unos bancos de niebla que llegaban rodando sobre las olas la oscurecían por momentos. Le pareció una vez que en realidad no era una ciudad, sino un edificio aislado, tal vez una ruina: no podía saber a qué distancia estaba. La arena era del tono de la plata vieja cuando aún no se ha ennegrecido por completo. La playa era de arena, muy larga; la arena estaba húmeda y le mojaba el ruedo de los tejanos. Se cruzó de brazos y se balanceó, cantando una canción sin palabras ni melodía.

El cielo era de un plateado distinto. Chiba. Como el cielo de Chiba. ¿La bahía de Tokio? Se volvió y se quedó mirando el mar, añorando el logo holográfico de la Fuji Electric, el zumbido de un helicóptero, cualquier cosa.

Detrás de él, chilló una gaviota. Case se estremeció.

Se estaba levantando un viento. La arena le golpeó la cara. La apoyó en las rodillas y lloró; el ruido de sus propios sollozos le pareció tan distante y ajeno como el graznido de la gaviota hambrienta. Empapó los tejanos con orina tibia que goteó sobre la arena y rápidamente se enfrió en el viento de mar. Cuando dejó de llorar, le dolía la garganta.

– Wintermute -balbuceó a sus rodillas-, Wintermute…

Oscurecía, y cada vez que temblaba era por un frió que al fin lo obligó a levantarse.

Le dolían las rodillas y los codos. Le goteaba la nariz. Se la secó con el puño de la chaqueta y se revisó los bolsillos uno tras otro: vacíos. -Jesús… -Le castañeteaban los dientes.

La marea había dejado en la playa dibujos más delicados que los de cualquier jardinero de Tokio. Tras una docena de pasos en dirección a la ciudad, ahora visible, se volvió y miró de nuevo la oscuridad que se apelmazaba. Las huellas de sus pies se extendían hasta el sitio donde había llegado. Ninguna otra marca turbaba la arena ennegrecida.

Calculó que había recorrido al menos un kilómetro cuando vio la luz. Estaba hablando con Ratz y fue Ratz el primero en señalarlo: un resplandor rojo anaranjado, a la derecha, lejos de las olas. Sabía que Ratz no se encontraba allí, que el camarero era un invento de su propia imaginación, no de la cosa en la que estaba atrapado; pero eso no tenía importancia. Había invocado a aquel hombre buscando algún tipo de sosiego, pero Ratz tenía sus propias ideas acerca de Case y sus aprietos.

– ¡Realmente, mi artiste, me asombras! Hasta dónde llegarás para conseguir tu propia destrucción. ¡Y qué redundante! En Night City la tenías, ¡en la palma de la mano! La cocaína, para comerte los sentidos; la bebida, para mantenerlo todo bien fluido; Linda, para endulzar tu dolor, y la calle, para sostener el hacha en alto. Qué lejos has llegado, para hacerlo ahora, y qué utilería tan grotesca… Campos de juego suspendidos en el espacio, castillos herméticamente sellados, las depravaciones más raras de la vieja Europa, muertos sellados en cajas pequeñas, magia de China… -Ratz se echó a reír, avanzando a zancadas junto a él, con el manipulador rosado bailándole con soltura al costado. Pese a la oscuridad, Case podía ver el acero barroco que apretaba los ennegrecidos dientes del camarero.- Pero supongo que es el estilo de un artiste, ¿no? Necesitabas un mundo construido para ti: esta playa, este lugar. Para morir.

Case se detuvo, tambaleante, se volvió hacia el ruido de las olas y el acoso de la arena aventada. -Sí -dijo-. Mierda. Supongo… -Caminó hacia el ruido.

– Artiste -oyó decir a Ratz-. La luz. La viste. Por aquí…

Se detuvo de nuevo, tembló, cayó de rodillas en un charco de helada agua de mar. -¿Ratz? ¿Luz? Ratz…

Pero ahora la oscuridad era total, y sólo se oía el ruido de las olas. Se puso de pie trabajosamente,y trató de regresar.

El tiempo pasaba. Siguió caminando.

Y entonces apareció, un resplandor, más nítido con cada paso. Un rectángulo. Una puerta.

– Allí hay fuego -dijo, con palabras desgarradas por el viento.

Era un búnker, de piedra o de hormigón, enterrado en aluviones de arena negra. La entrada, abierta en una pared de al menos un metro de ancho, era baja, angosta, sin puerta, y profunda.

– Eh -dijo Case con voz débil-. Eh… Acarició con los dedos la pared fría. Había fuego, allí, sombras inquietas a ambos lados de la entrada.

Agachó la cabeza y pasó adentro, en tres pasos.

Había una muchacha acurrucada junto a un montón de acero oxidado, una especie de hogar, donde ardía una madera recogida en la playa; el viento chupaba humo por una chimenea dentada. El fuego era la única luz, y su mirada encontró los ojos grandes y alarmados; reconoció la cinta de pelo, un pañuelo enrollado, estampado con un diseño que parecían circuitos ampliados.


Rechazó sus brazos, aquella noche, rechazó la comida que ella le ofreció, el sitio junto a ella en el nido de mantas y espuma. Por último se acurrucó junto a la puerta, y la miró dormir, escuchando cómo el viento castigaba las paredes de la estructura. Aproximadamente una vez cada hora ella se levantaba e iba hasta la improvisada estufa, añadiendo madera de la pila que estaba junto al hogar. Nada de esto era real, pero el frío era el frió.

Ella no era real, acurrucada allí, de costado, junto a la hoguera. Le miró la boca, los labios ligeramente separados. Era la muchacha que él recordaba del viaje por la bahía, y eso le parecía cruel.

– Maldito hijo de puta -susurró al viento-. No te pierdes una, ¿verdad? No quedas darme a la junkie, ¿eh? Yo sé lo que es esto… -Intentó hablar con una voz que no fuera desesperada.- Lo sé, ¿sabes? Eres la otra. 3jane se lo dijo a Molly. Zarza ardiente. No era Wintermute, eras tú. Quiso advertírmelo con el Braun. Ahora me has anulado, me trajiste hasta aquí. A ningún sitio. Con un fantasma. Tal como la recuerdo de antes…

Ella se movió dormida, dijo algo, cubriéndose el hombro y la mejilla con un retazo de manta..

– No eres nada -dijo a la muchacha que dormía-. Estás muerta y de todos modos lo fuiste todo para mí. ¿Lo oyes, amigo? Yo se lo que estás haciendo. Estoy anulado. Esto ha tomado unos veinte segundos, ¿verdad? Estoy caído en aquella biblioteca y mi cerebro está muerto. Y muy pronto estará verdaderamente muerto, si tienes una pizca de sentido común. No quieres que el truco de Wintermute salga bien, eso es todo; basta con que me dejes aquí colgado. Dixie activará el Kuang, pero ya está muerto y puedes adivinar los movimientos que hará, claro. Esta patraña de Linda ¿eh? ha sido todo cosa tuya, ¿verdad? Fuiste tú el que movió las estrellas en Freeside, ¿verdad? Fuiste tú quien puso la cara de ella a la muñeca muerta, en la habitación de Ashpool. Eso Molly nunca lo vio. Sólo le editaste la señal de simestim. Porque crees que puedes herirme. Porque crees que me importa. Bueno, vete a la mierda, como sea que te llames. Ganaste. Tú ganas. Pero ya nada de eso me importa, ¿entiendes? ¿Crees que me importa? Entonces, ¿por qué me lo tuviste que hacer así? -Estaba temblando de nuevo, la voz chillona.

– Cariño -dijo ella, levantándose de los harapos-. Ven aquí y duerme. Yo me quedaré despierta, si quieres. Tienes que dormir, ¿sí? -El sueño exageraba el acento suave.- Sólo dormir, ¿de acuerdo?


Cuando despertó, ella no estaba. El fuego se había apagado, pero en el bunker no hacía frío; la luz del sol entraba inclinada por la puerta y arrojaba un torcido rectángulo dorado sobre una gruesa caja de fibra que tenía un lado roto. Era un contenedor de carguero; los recordaba de los muelles de Chiba. Pudo ver, a través de la brecha en la caja, media docena de paquetes amarillos y brillantes. A la luz del sol parecían enormes bloques de mantequilla. El estómago se le apretó de hambre. Rodando fuera del nido, fue hasta la caja y sacó un paquete, parpadeando mientras leía las inscripciones en una docena de idiomas. La inglesa estaba en último lugar: EMERG. RATION, HI-PRO BEEF, TWE AG-8. Un listado del contenido de nutrientes. Sacó un segundo paquete al azar. EGGS. -Ya que estás inventando toda esta mierda -dijo-, podrías incluir comida de verdad, ¿no? -Con un paquete en cada mano, atravesó las habitaciones de la estructura. Dos estaban vacías, excepto por la arena, y en la cuarta había otras tres cajas de raciones.- Claro -dijo tocando la cinta sellada-. Voy a pasar mucho tiempo aquí. Claro…

Exploró la habitación de la chimenea y encontró una caja de plástico con lo que era quizás agua de lluvia. Junto al nido de mantas, contra la pared, había un aparato encendedor rojo, un cuchillo marinero de mango verde y agrietado, y el pañuelo de Molly. Todavía estaba anudado y tieso por el sudor y la suciedad. Abrió los paquetes con el cuchillo y dejó caer el contenido en una lata oxidada que encontró junto a la estufa. Vertió agua de la caja, batió la masa con los dedos, y comió. Tenía un lejano gusto a carne. Cuando terminó de comer, arrojó la lata al hogar y salió.

Últimas horas de la tarde, por la intensidad del sol, por el ángulo de la luz. Se quitó las empapadas zapatillas de nailon; lo sorprendió el calor de la arena. De día, la playa era de color gris plateado. El cielo estaba límpido, azul. Dobló la esquina del bunker y caminó hacia la orilla dejando caer la chaqueta en la arena. -No sé de quién son los recuerdos que estás usando esta vez -dijo cuando llegó al borde. Se quitó los tejanos y los arrojó, seguidos por la camiseta y la ropa interior.

– ¿Qué estás haciendo, Case?

Se volvió y la vio, diez metros más allá; la espuma blanca se le escurría entre los tobillos.

– Anoche me oriné -dijo él.

– Bueno, no te vas a poner esa ropa. Agua salada. Te escocerá. Te llevaré a un estanque que hay allá en las rocas. -Señaló vagamente hacia atrás. -Es agua fresca. -Los desteñidos pantalones militares franceses estaban cortados por encima de las rodillas; la piel era lisa y bronceada. Una brisa le revolvió el pelo.

– Escucha -dijo Case, recogiendo la ropa y acercándose a ella-. Quiero hacerte una pregunta. No preguntaré qué haces aquí. Pero, ¿qué imaginas que estoy haciendo yo aquí? -Se detuvo. Los tejanos negros y mojados le golpearon el muslo.

– Llegaste anoche -dijo ella. Le sonrió.

– ¿Y eso te basta? ¿Sólo llegué?

– Él dijo que llegarías -dijo ella, frunciendo la nariz. Se encogió de hombros-. Él sabe ese tipo de cosas, supongo. -Se quitó la sal del tobillo derecho frotándose con el otro pie, en un movimiento torpe e infantil. Volvió a sonreírle, con mayor confianza.- Ahora tú me contestas una, ¿de acuerdo?

Él asintió.

– ¿Por qué estás todo pintado de marrón, todo menos un pie?


– ¿Y eso es lo último que recuerdas? -La miró mientras ella raspaba los restos del guiso precongelado de la caja de acero rectangular que era el único plato que tenían.

Ella asintió, los ojos enormes a la luz del fuego. -Lo siento, Case, te lo juro por Dios. Fue por culpa de la mierda aquella, supongo, y fue… -Se inclinó hacia adelante, los brazos sobre las rodillas, el rostro fruncido durante un instante, por el dolor o el recuerdo del dolor. – Es que necesitaba el dinero. Para volver a casa, supongo, o… ¡Mierda! -dijo-, casi no me hablabas.

– ¿No hay cigarrillos?

– ¡Por Dios, Case! ¡Es la décima vez que me lo preguntas! ¿Qué te pasa? -Retorció un mechón de pelo y lo mordisqueó.

– Pero, ¿la comida estaba aquí? ¿Ya estaba aquí?

– Ya te lo he dicho. La condenada marca la trajo a la playa.

– Ya. Claro. Hasta el último detalle.

Ella se echó a llorar otra vez, un sollozo seco. -Bueno, a la mierda contigo, Case… -alcanzó a decir por fin-. Estaba bien cuando estaba sola.

Case se levantó, recogiendo la chaqueta, y se agachó para entrar. Se raspó la muñeca contra el hormigón áspero. No había luna ni viento; sólo el ruido del mar en la oscuridad. Sentía los tejanos apretados y pegajosos. -Está bien -dijo a la noche-. Lo acepto. Creo que lo acepto. Pero más vale que mañana la marea traiga cigarrillos. -Su propia risa lo sorprendió.- De paso, tampoco caería mal una caja de cerveza. -Se volvió y entró de nuevo en el búnker.

Ella estaba revolviendo las brasas con un pedazo de madera plateado. -¿Quién era ésa, Case, la que estaba en tu nicho del Hotel Barato? Una samurai muy elegante de lentes plateados, cuero negro. Me dio miedo, y después pensé que tal vez fuese tu nueva chica, sólo que parecía más cara de lo que tú podías pagar… -Lo miró de soslayo.- De verdad que lamento haberte robado el RAM.

– No te preocupes -dijo Case-. No tiene ninguna importancia. ¿Así que todo lo que hiciste fue llevárselo a ese tipo?

– Tony -dijo ella-. Había estado viéndolo, más o menos. También era adicto y nosotros… De todos modos, sí, recuerdo que lo pasó en un monitor, y eran unas imágenes increíbles, y recuerdo que me pregunté cómo era que tú…

– Allí no había ninguna imagen -interrumpió él.

– Sí que las había. No podía explicarme cómo era posible que tuvieras tantas imágenes de cuando yo era pequeña, Case. La cara de mi padre, antes de que se marchara. Una vez me dio un pato, de madera pintada, y tú tenías esa imagen…

– ¿Tony la veía?

– No me acuerdo. Luego me encontré en la playa; era muy temprano, amanecía, y esos pájaros que chillaban de tanta soledad. Me asusté porque no tenía ni una dosis, nada, y sabía que lo pasaría mal… Y caminé y caminé hasta que se hizo de noche, y encontré este sitio, y al día siguiente llegó la comida, toda envuelta en algas como hojas de gelatina dura. -Metió el palo entre las brasas y lo dejó allí. – Bueno, en ningún momento me sentí mal -dijo mientras las brasas se esparcían.-Me hicieron más falta los cigarrillos. ¿Y tú, Case? ¿Todavía estás enrollado? -La luz de las llamas le bailaba bajo los pómulos; en un destello, el recuerdo del Castillo Embrujado y la Guerra de Tanques.

– No -dijo, y entonces todo perdió importancia, todo lo que sabía, sintiendo el gusto de la sal en la boca de ella, donde las lágrimas se habían secado. Una fuerza la recorría, algo que él había conocido en Night City y en lo que se había apoyado, que lo había sostenido, que lo había apartado por un momento del tiempo y de la muerte, de la inexorable vida de calle que les mordía los talones. Era un lugar que conocía de antes; no cualquiera podía llevarlo hasta allí, y de alguna manera siempre había logrado olvidarlo. Algo que había encontrado y perdido tantas veces. Pertenecía -supo, recordó, cuando ella lo atrajo hacia sí a la carne, la carne de la que se mofaban los vaqueros. Era algo inconmensurable, más allá de la conciencia, un océano de información codificado en espiral y en ferormonas, una complejidad infinita que sólo el cuerpo, a su manera ciega y poderosa, podía interpretar.

Los dientes de nailon se atascaron en una costra de sal cuando le abrió los pantalones franceses. Rompió la cremallera, y una partícula de metal salió disparada contra la pared, y entonces entró en ella, cumpliendo con la transmisión del arcano mensaje. Allí, aun allí, sabiendo dónde estaba, en un modelo codificado de ciertos recuerdos, el instinto vivía.

Ella se estremeció contra él cuando el madero empezó a arder, y una lengua de fuego arrojó las sombras entrelazadas sobre la pared del búnker.

Más tarde, cuando yacían juntos, la mano entre los muslos de ella, Case la recordó en la playa, la espuma blanca que le lamía los tobillos, y recordó lo que ella le había contado.

– Él te dijo que yo vendría -comentó.

Pero ella sólo se apretó más contra él, las nalgas contra sus muslos, y le apretó la mano, y murmuró algo entre sueños.

21

LO DESPERTÓ LA MÚSICA, y al principio podrían haber sido los latidos de su propio corazón. Se sentó junto a ella y se cubrió los hombros con la chaqueta en el frío de la madrugada; la luz gris en la puerta, el fuego extinguido hacía tiempo.

Unos jeroglíficos fantasmales pululaban delante de él, líneas translúcidas de símbolos que se ordenaban sobre el fondo neutro de la pared del búnker. Se miró el dorso de las manos; unas tenues moléculas de neón reptaban bajo la piel, obedeciendo al inescrutable código. Alzó la mano derecha y la movió un momento; dejó una débil y agonizante estela de imágenes secundarias intermitentes.

El pelo se le erizó en la nuca y los brazos. Se acuclilló allí, mostrando los dientes, y prestó atención a la música. El pulso se desvanecía, regresaba, moría…

– ¿Qué te pasa? -Ella se incorporó, apartándose el pelo de los ojos.- Cariño…

– Tengo ganas… de droga… ¿Tienes?

Ella sacudió la cabeza, lo buscó con las manos, lo sujetó por los brazos.

– Linda, ¿quién te lo dijo? ¿Quién te dijo que yo vendría? ¿Quién?

– En la playa -dijo ella, y algo la obligó a desviar la mirada-. Un muchacho. Lo veo en la playa. Trece años, tal vez. Vive aquí.

– ¿Y qué fue lo que dijo?

– Dijo que vendrías. Que tú no me odiarías. Que aquí estaríamos bien; y me dijo dónde estaba el pozo de lluvia. Parece mexicano.

– Brasileño -dijo Case, mientras una nueva ola de símbolos corría pared abajo-. Creo que es de Río. -Se puso de pie y comenzó a forcejear con los tejanos.

– Case -dijo, ella y le tembló la voz-, Case, ¿adónde vas?

– Creo que voy a buscar a ese muchacho -dijo él, junto con una nueva marejada de música; era sólo un ritmo, sostenido y familiar, pero no conseguía reconocerlo.

– No vayas, Case.

– Me pareció ver algo, cuando llegué. Una ciudad a lo lejos, en la playa. Pero ayer ya no estaba. ¿La has visto alguna vez? -Se subió el cierre de la cremallera y rompió de un tirón el nudo imposible de los cordones de los zapatos. Al fin arrojó los zapatos a un rincón.

Ella movió la cabeza, asintiendo, la mirada baja. -Sí. A veces la veo.

– ¿Has ido alguna vez allí, Linda? -Case se puso la chaqueta.

– No -dijo ella-, pero lo he intentado. Al principio, cuando llegué; estaba aburrida. En todo caso pensé que sería una ciudad, y que a lo mejor podía conseguir algo de droga. -Hizo una mueca. – Ni siquiera me sentía mal, sólo tenía ganas. Así que puse comida en una lata y la diluí bastante, porque no tenía otra lata para el agua. Y caminé todo el día, y la podía ver, a veces, la ciudad, y no parecía estar demasiado lejos. Pero nunca llegaba a acercarme. Y luego empecé a acercarme, y vi lo que era. Varias veces, aquel día, me pareció que estaba en ruinas, o tal vez era que nadie vivía allí, y otras veces me pareció ver luces que destellaban de una máquina, de coches o de algo… -calló, arrastrando la voz.

– ¿Qué es?

– Esta cosa. -Hizo un ademán que abarcaba al entorno de la chimenea, las paredes oscuras, el amanecer que se insinuaba en la entrada.- Donde vivimos. Se hace cada vez más pequeña, Case, más pequeña, a medida que te acercas.

Deteniéndose una última vez, junto a la entrada: -¿Se lo has preguntado al muchacho?

– Sí. Dijo que yo no lo entendería, y que no me preocupara. Dijo que era, que era como… un evento. Y que era nuestro horizonte. Lo llamó horizonte de eventos.

Las palabras no tenían ningún significado para él. Salió del búnker y fue ciegamente -lo sabía, de algún modo en dirección contraria al mar. Ahora los jeroglíficos corrían por la arena, se le escabullían entre los pies, se alejaban de él mientras caminaba. -Eh -dijo-, se está viniendo abajo. Apuesto que tú también lo sabes. ¿Qué es? ¿El Kuang? ¿Un rompehielos chino comiéndote las entrañas? Tal vez el Dixie Flatline no es tan tonto, ¿eh?

Oyó que lo llamaban. Miró hacia atrás: ella lo seguía, sin tratar de darle alcance; la cremallera rota de sus pantalones militares aleteaba contra el bronceado del vientre: vello púbico enmarcado en tela desgarrada. Parecía una de esas chicas de las viejas revistas que el finlandés tenía en la Metro Holografix, viva, sólo que ella parecía cansada, y triste, y humana; patética en el traje desgarrado, tropezando con montones de algas de plata-sal.

Y entonces, sin saber cómo, estaban en el agua, los tres; y las encías del muchacho eran grandes, rosadas y brillantes en el rostro delgado y moreno. Llevaba pantalones cortos, incoloros y harapientos; las piernas eran demasiado flacas sobre el deslizante fondo gris azul de la marea.

– Yo te conozco -dijo Case, Linda junto a él.

– No -dijo el muchacho con una voz alta y musical-, no me conoces.

– Eres la otra IA. Tú eres Río. El hombre que quiere detener a Wintermute. ¿Cómo te llamas? Tu código Turing. ¿Cuál es?

El muchacho se sostuvo sobre las manos cabeza abajo en la orilla, riendo. Caminó sobre las manos y luego saltó fuera del agua. Los ojos eran los de Riviera, pero no había malicia en ellos. -Para invocar a un demonio necesitas saber qué nombre tiene. Los hombres soñaron con eso, una vez, pero ahora es una realidad, de otra manera. Tú lo sabes, Case. Tu oficio es aprender los nombres de programas, los largos nombres oficiales, los nombres que los propietarios tratan de esconder. Los nombres verdaderos…

– Un código Turing no es tu nombre.

– Neuromante -dijo el muchacho, entornando los ojos grises y alargados de cara al sol naciente-. El camino a la tierra de los muertos. Donde tú estás, amigo mío. Marie-France, mi señora, ella preparó este camino, pero el señor la estranguló antes de que yo pudiera leer el libro de días de la señora. Neuro, de nervios, los senderos plateados. Ilusionista. Nigromante. Yo invoco a los muertos. Pero no, amigo mío. -Y el muchacho ejecutó unos breves pasos de danza, los pies morenos marcando huellas en la arena.- Yo soy los muertos, y la tierra de los muertos. -Se echó a reír. Una gaviota chilló.- Quédate. Si tu mujer es un fantasma, ella no lo sabe. Tampoco tú lo sabrás.

– Te estás resquebrajando. El hielo se está rompiendo.

– No -dijo el muchacho, de pronto triste, encorvando los hombros frágiles. Se frotó un pie en la arena.- Es mucho más sencillo. Pero eres tú quien decide. -Los ojos grises miraron a Case con gravedad. Una nueva oleada de símbolos cruzó el campo visual de Case, línea a línea. Detrás, el muchacho se retorcía, como visto a través del calor reverberante del asfalto en verano. Ahora el sonido de la música había aumentado, y Case casi podía distinguir las palabras.

– Case, cariño -dijo Linda, y le tocó un hombro.

– No -dijo él. Se quitó la chaqueta y se la dio-. No sé -dijo-, quizás estés aquí. En todo caso, hace frío.

Dio media vuelta y se alejó caminando, y al dar el séptimo paso cerró los ojos observando cómo la música se definía a sí misma en el centro de todo. Volvió la cabeza, una vez, aunque sin abrir los ojos.

No era necesario.

Estaban en la orilla del mar, Linda Lee y el muchacho delgado que decía llamarse Neuromante. Linda sostenía la chaqueta de cuero de él, colgada de la mano, sobre la cresta de las olas.

Case siguió caminando, siguiendo la música.

El sonido dub sionita de Maelcum.


Había un lugar gris, una impresión de finas pantallas que se movían, muaré, grados de semitonos generados por un sencillo programa de gráficos. Un plano prolongado de una toma vía satélite; gaviotas inmovilizadas en vuelo sobre aguas oscuras. Había voces. Había una llanura de espejo negro, que se inclinaba, y él era mercurio, una gota de mercurio que se deslizaba hacia abajo, chocando en los rincones de un laberinto invisible, fragmentándose, juntándose, resbalando de nuevo…


– Case, hombre.

La música.

– Has regresado, hombre.

Le quitaron la música de los oídos.

– ¿Cuánto tiempo? -se oyó preguntar, y supo que tenía la boca reseca.

– Cinco minutos, quizás. Demasiado tiempo. Yo quería desconectarse. Mute dijo que no. La pantalla empezó a hacer cosas raras, y entonces Mute dijo que te pusiera los audífonos.

Abrió los ojos. Las facciones de Maelcum estaban cubiertas por cintas de jeroglíficos translúcidos.

– Y tu medicina -dijo Maelcum-. Dos dermos.

Estaba tendido boca arriba en el suelo de la biblioteca, debajo del monitor. El sionita lo ayudó a incorporarse, pero el movimiento lo arrojó al torrente salvaje de la betafenetilamina; los dermos azules le quemaban en la muñeca izquierda.

– Sobredosis -alcanzó a decir.

– Vamos, hombre. -Las manos poderosas bajo las axilas de Case lo levantaron como si fuera un niño. – Yo y yo tenemos que marcharnos.

22

EL VEHÍCULO DE SERVICIO estaba llorando. La betafenetilamina le había dado una voz. No dejaba de llorar. Ni en la concurrida galería, ni en los largos corredores, ni cuando pasó por la entrada de cristal negro de la cripta de los T-A, las bóvedas donde el frío se había colado poco a poco en los sueños del viejo Ashpool.

Para Case el pasaje fue una aceleración extendida, el movimiento del vehículo indistinguible del ímpetu demencial de la sobredosis. Cuando algo bajo el asiento emitió una lluvia de chispas blancas y al fin el vehículo murió, el llanto cesó también.

El aparato se detuvo a tres metros de donde empezaba la cueva de los piratas de 3Jane.

– ¿Muy lejos, hombre? -Cuando Maelcum lo ayudó a salir del chisporroteante vehículo, un extinguidor integral estalló en el compartimiento del motor, y de las rejillas y tomas de servicio salieron unos chorros de polvo amarillo. El Braun cayó de detrás del asiento y renqueó por la arena falsa, arrastrando el miembro inutilizado.- Tienes que caminar, hombre. -Maelcum alzó la consola y la estructura, echándose las cuerdas al hombro.

Los trodos saltaban colgados del cuello de Case mientras seguía al sionita. Las holografías de Riviera los esperaban, las escenas de tortura y los niños caníbales. Molly había destruido el tríptico. Maelcum no les hizo caso.

– Tranquilo -dijo Case, obligándose a acelerar el paso y alcanzar a Maelcum-. Esto hay que hacerlo bien.

Maelcum se detuvo en seco, se volvió, mirándolo intensamente, con la Remington en la mano. -¿Bien, hombre? ¿Qué es bien?

– Molly está ahí dentro, pero fuera de combate. Riviera puede proyectar hologramas. Tal vez tenga la pistola de Molly. -Maelcum asintió con la cabeza. – Y hay un ninja, un guardaespaldas de la familia.

Maelcum frunció aún más el ceño. -Escucha, hombre de Babilonia -dijo-. Yo, guerrero. Pero esta guerra, no es mía, no es de Sión. Babilonia contra Babilonia, destruyéndose mutuamente, ¿entiendes? Pero Jah dice que yo y yo saquemos de aquí a Navaja Andante.

Case parpadeó, asombrado.

– Es una guerrera -dijo Maelcum, como si eso lo explicara todo-. Ahora dime, hombre, a quién no tengo que matar.

– 3Jane -contestó Case, después de una pausa-. Una chica que está ahí. Tiene puesta una especie de bata blanca, con capucha. La necesitamos.


Cuando llegaron a la puerta, Maelcum entró inmediatamente y Case no pudo hacer otra cosa que seguirlo.

La comarca de 3Jane estaba desierta, la piscina vacía. Maelcum le dio a Case la consola y la estructura y caminó hasta el borde de la piscina. Más allá de los muebles blancos había oscuridad, sombras del bajo y recortado laberinto de las paredes en parte demolidas.

El agua lamía pacientemente los bordes de la piscina. -Están aquí -dijo Case-. Tienen que estar.

Maelcum asintió.

La primera flecha le atravesó el brazo. La Remington rugió, un metro de destello azul en la luz de la piscina. La segunda flecha dio en el arma y la arrojó dando vueltas sobre las baldosas blancas. Maelcum cayó sentado y manoteó el objeto negro que le salía del brazo. Tiró de él.


Hideo salió de entre las sombras con una tercera flecha ya dispuesta en un delgado arco de bambú. Hizo una reverencia.

Maelcum lo miró fijamente, con la mano aún sobre la flecha de acero.

– La arteria está intacta -dijo el ninja. Case recordó al hombre que había matado al amante de Molly. Hideo era un ejemplar parecido. No tenía edad; irradiaba una sensación de sosiego, de calma absoluta. Llevaba puestos unos pantalones de trabajo limpios y gastados y unos zapatos blandos y oscuros, abiertos en los dedos, que se le ajustaban como guantes a los pies. El arco de bambú era una pieza de museo, pero el carcaj de aleación negra que le asomaba tras el hombro derecho olía a las mejores tiendas de armas de Chiba. El pecho desnudo del ninja era lampiño y bronceado.

– Me cortaste el pulgar, hombre, con la segunda -dijo Maelcum.

– La fuerza de Coriolis -dijo el ninja, haciendo otra reverencia-. Muy difícil, un proyectil moviéndose a baja velocidad en la gravedad rotatoria. No era mi intención.

– ¿Dónde está 3Jane? -Case se acercó a Maelcum. Vio que la punta de la flecha en el arco del ninja era como una hoja de doble filo.- ¿Dónde está Molly?

– Hola, Case. -Riviera apareció caminando detrás de Hideo, con la pistola de Molly en la mano.- No sé por qué, pero hubiera pensado que sería Armitage el que vendría. ¿Ahora contratamos gente de los rastafaris?

– Armitage está muerto.

– Armitage nunca existió, más exactamente, pero la noticia no me sorprende.

– Wintermute lo mató. Está en órbita ahora, alrededor del huso.

Riviera asintió, los largos ojos grises mirando a Case, a Maelcum y otra vez a Case. -Creo que termina aquí, para vosotros.

– ¿Dónde está Molly?

El ninja aflojó lentamente la cuerda fina y trenzada y bajó el arco. Atravesó las baldosas hasta donde yacía la Remington y la levantó. -Esto carece de sutileza -dijo entre dientes. Tenía una voz fresca y agradable. Cada uno de sus movimientos era parte de una danza, una danza que nunca terminaba, aun cuando él estuviese quieto, descansando. Pero a pesar de todo el poder que esto sugería, había además humildad en él, una abierta sencillez.

– También termina aquí para ella -dijo Riviera.

– Tal vez 3Jane no lo piense así, Peter -dijo Case, titubeando. Los dermos todavía le alborotaban dentro del sistema, la vieja fiebre empezaba a subir, la locura de Night City. Recordó momentos de gracia, en el límite de las cosas, cuando había descubierto que a veces podía hablar más rápido de lo que podía pensar.

Los ojos grises se empequeñecieron. -¿Por qué, Case? ¿Por qué lo piensas?

Case sonrió. Riviera no sabía nada acerca del equipo de simestim. No lo había advertido en la prisa por encontrar las drogas que llevaba Molly. ¿Pero cómo era posible que Hideo no se hubiese dado cuenta? Y Case estaba seguro de que el ninja nunca hubiera dejado que 3Jane cuidase de Molly sin antes revisarla en busca de trucos o armas ocultas. No, resolvió, el ninja lo sabía. De modo que 3Jane también lo sabría.

– Dime, Case -dijo Riviera, alzando el cañón perforado de la pistola de dardos.

Algo crujió, detrás de él, y volvió a crujir. 3Jane empujó a Molly, en una ornamentada silla de ruedas victoriana, hacia la luz. Molly estaba envuelta en una manta de rayas negras y rojas; el estrecho respaldo de caña de la silla antigua era mucho más alto que ella. Parecía empequeñecida, acabada. Un parche microporoso blanco y brillante le cubría la lente dañada; la otra destellaba vacuamente cuando la cabeza se le sacudía con el movimiento de la silla.

– Una cara conocida -dijo 3Jane-. Te vi la noche del espectáculo de Peter. ¿Y él quién es?

– Maelcum -dijo Case.

– Hideo, retira la flecha y venda la herida del señor Maelcum.

Case miraba fijamente a Molly, le miraba la cara lánguida.

El ninja caminó hasta donde estaba Maelcum, deteniéndose para dejar el arco y el rifle lejos de ellos, y sacó algo del bolsillo. Una pinza de cortar pernos. -Hay que cortar la flecha -dijo-. Está demasiado cerca de la arteria. -Maelcum asintió. Tenía el rostro gris y cubierto de sudor.

Case miró a 3Jane. -No queda mucho tiempo -dijo.

– ¿Para quién, exactamente?

– Para ninguno de nosotros. -Se oyó un ruido seco cuando Hideo cortó el fuste de metal. Maelcum lanzó un gemido.

– En realidad -dijo Riviera-, no te hará demasiada gracia oír a este fracasado artista salido de la cárcel hacer un último y desesperado intento. De lo más desagradable, te lo aseguro. Terminará de rodillas, ofrecerá venderte a su madre, te hará favores sexuales sumamente aburridos…

3Jane echó la cabeza hacia atrás y rió. -¿Crees que no, Peter?

– Los fantasmas van a entrometerse esta noche, señora -dijo Case-. Wintermute va a enfrentarse con el otro. El Neuromante. Será definitivo. ¿Lo sabes?

3Jane alzó las cejas. -Peter ha sugerido algo por el estilo, pero cuéntame más.

– Conocí al Neuromante. Habló acerca de tu madre. Creo que él es como una estructura gigante de ROM, para registrar la personalidad, sólo que se trata de un RAM completo. Las estructuras creen que están allí, como si fueran reales, pero son sólo algo que no deja de funcionar.

3Jane salió de detrás de la silla. -¿Dónde? Describe el lugar, esa estructura.

– Una playa. Arena gris, como plata apagada. Y una cosa de hormigón, una especie de búnker… -Dudó.- Nada raro, sólo viejo, cayéndose a pedazos. Si caminas lo suficiente, llegas a donde estabas.

– Sí -dijo ella-. Marruecos. Cuando Marie-France era una niña, años antes de casarse con Ashpool, pasó un verano sola en esa playa, viviendo en una casa de bloques abandonada. Allí formuló la base de su filosofía.

Hideo se enderezó, metiéndose la pinza en el mono. En cada mano tenía una sección de la flecha. Maelcum cerraba los ojos, la mano apretada alrededor del bíceps.

– Lo vendaré -dijo Hideo.

Case pudo tirarse al suelo antes de que Riviera llegara a apuntarle con la pistola. Los dardos pasaron silbando junto al cuello de Case como insectos supersónicos. Rodó, vio que Hideo giraba, otro paso de danza, la afilada punta de la flecha invertida en la mano, el fuste plano contra la palma y los rígidos dedos. La arrojó nítidamente, por debajo de la mano, la muñeca un borrón de luz. La punta se incrustó en el dorso de la mano de Riviera. La pistola cayó sobre las baldosas un metro más allá.

Riviera gritó. Pero no de dolor. Fue un aullido de rabia, tan pura, tan refinada, que carecía de toda humanidad.

Apretados haces gemelos de luz, agujas rojas como rubíes, salieron como puñales de alrededor del esternón de Riviera.

El ninja gruñó, se tambaleó, se llevó las manos a los ojos, y recobró el equilibrio.

– Peter -dijo 3Jane-, Peter, ¿qué has hecho?

– Ha cegado a tu chico clono -dijo Molly parcamente. Hideo bajó las manos. Case vio unos hilos de vapor que salían de los ojos arruinados y se congelaban sobre la cerámica blanca.

Riviera sonrió.

Hideo volvió a su danza, repitiendo los pasos. Cuando estuvo de pie junto al arco, la flecha y la Remington, la sonrisa de Riviera se había desvanecido. Se inclinó -a Case le pareció que hacía una reverencia- y encontró el arco y la flecha.

– Estás ciego -dijo Riviera, dando un paso atrás.

– Peter -dijo 3jane-, ¿no sabes que puede hacerlo en la oscuridad? Zen. Es así como practica.

El ninja puso la flecha. -¿Me distraerás ahora con tus hologramas?

Riviera estaba retrocediendo, entrando en la oscuridad, más allá de la piscina. Rozó una silla blanca; las patas rasparon el piso. La flecha de Hideo vibró.

Riviera perdió la compostura y echó a correr, arrojándose sobre una sección de la pared baja e irregular. El rostro del ninja tenía una expresión absorta, inundado por un tranquilo éxtasis.

Sonriendo en silencio, fue andando hacia las sombras más allá de la pared, el arma lista en la mano.

– Jane, señora -susurró Maelcum, y Case se volvió, y vio que levantaba el rifle de las baldosas, salpicando sangre sobre la cerámica blanca. Sacudió los mechones y apoyó el grueso cañón en la curva del brazo herido-. Esto te volará la cabeza y ningún doctor de Babilonia podrá arreglarlo.

3Jane miró la Remington. Molly sacó los brazos de los pliegues de la manta rayada, alzando la esfera negra que le encerraba las manos. -Fuera -dijo.- Quítala.

Case se levantó de las baldosas, se sacudió. -¿Hideo podrá atraparlo, aun ciego? -preguntó a 3Jane.

– Cuando era niña -dijo 3Jane-, nos encantaba vendarle los ojos. Acertaba con las flechas en los naipes, a diez metros.

– De todos modos, Peter ya está muerto -dijo Molly-. En doce horas empezará a congelarse. No podrá mover más que los ojos.

– ¿Por qué? -Case se volvió hacia ella.

– Le envenené la droga -contestó-. El efecto es como el mal de Parkinson más o menos.

3Jane asintió. -Sí. Le hicimos el examen médico de rutina, antes de admitirlo. -Tocó la bola de un modo particular y la hizo saltar de las manos de Molly.- Destrucción selectiva de las células de la substancia nigra. Signos de la formación de un cuerpo Lewy. Suda mucho durmiendo.

Alí -dijo Molly, y las diez cuchillas resplandecieron un instante. Se apartó la manta de las piernas para dejar al descubierto la escayola hinchada-. Es la meperidina. Encargué a Alí que me hiciera un lote especial. Que acelerara los tiempos de reacción a temperaturas más altas. N-metil-4-fenil-1236 -cantó, como un niño recitando los pasos de una rayuela-, tetra-hidro-piridina.

– Una bomba -dijo Case.

– Sí -dijo Molly-, una bomba de tiempo de las buenas.

– Qué espanto -dijo 3Jane, y soltó una risita.


El ascensor estaba abarrotado. Case se apretaba, pelvis con pelvis, contra 3Jane, el cañón del Remington bajo el mentón de la chica, que sonrió, frotándose contra él. -Quieta -dijo Case, desanimado. El seguro del rifle estaba puesto, pero no quería hacerle daño, y ella lo sabía. El ascensor era un cilindro de acero, de menos de un metro de diámetro, diseñado para un solo pasajero. Maelcum tenía a Molly en sus brazos. Ella le había vendado la herida, pero era obvio que le dolía llevarla. Las caderas de Molly empujaban la consola y la estructura contra los riñones de Case.

Subieron hasta salir de la gravedad, hacia el eje, los núcleos.

La entrada al ascensor había sido camuflada junto a las escaleras que daban al pasillo, otro detalle del decorado de la cueva de piratas de 3Jane.

– No creo que debiera deciros esto -dijo 3Jane, estirando el cuello para separarse del cañón del rifle-, pero no tengo la llave que abre la habitación que buscáis. Nunca la he tenido. Una de las rarezas victorianas de mi padre. La cerradura es mecánica y sumamente compleja.

– Una cerradura Chubb -dijo Molly, con la voz ahogada por el hombro de Maelcum-, y tenemos la maldita llave, no te preocupes.

– ¿Todavía te funciona el chip? -le preguntó Case. -Son las ocho y veinticinco, p.m., maldita hora de Greenwich -dijo ella.

– Nos quedan cinco minutos -le dijo Case, cuando la puerta se abrió de golpe detrás de 3Jane. La joven saltó

hacia atrás en una lenta voltereta que abultó los pálidos pliegues del djellabá.

Estaban en el eje, el núcleo de Villa Straylight.

23

MOLLY SACÓ LA LLAVE, aún en el lazo de nailon.

– ¿Sabéis? -dijo 3Jane, estirándose hacia adelante, interesada-, tenía la impresión de que no había duplicados. Mandé a Hideo que buscase entre las cosas de mi padre después de que tú lo mataras. No pudo encontrar el original.

– Wintermute se las arregló para que quedase bien metida en el fondo de un cajón -dijo Molly, introduciendo con cuidado la llave Chubb en la abertura dentada de la puerta lisa y rectangular-. Mató al chiquillo que la puso allí. -La llave giró fácilmente al primer intento.

– La cabeza -dijo Case-, hay un panel en la parte de atrás de la cabeza. Tiene zircones. Sácalo. Es donde tengo que conectar.

Y entonces entraron.


– ¡Cristo! -dijo el Flatline arrastrando la voz-, tú sí que te lo tomas con calma, ¿no es así, muchacho?

– ¿Está listo el Kuang?

– Listo para el despegue.

– Bien. -Case activó el siinestim.


Y se encontró mirando hacia abajo, por el ojo bueno de Molly, a una demacrada figura de cara blanca que flotaba en posición fetal, con una consola de ciberespacio entre los muslos, una cinta de trodos plateados encima de los ojos velados y ensombrecidos. La depresión de las mejillas del hombre estaba acentuada por la barba de un día, es rostro pegajoso de sudor.

Se estaba mirando a sí mismo.

Molly tenía la pistola de dardos en la mano. La pierna le palpitaba con cada latido, pero aún podía maniobrar en gravedad cero. Maelcum flotaba cerca, el delgado brazo de 3Jane sujeto por una mano grande y morena.

Una cinta de fibra óptica describía una elegante espiral entre la Ono-Sendai y una abertura cuadrada en la parte posterior de la terminal nacarada.

Movió de nuevo el interruptor.


– El Kuang Grado Mark Once se pone en marcha en nueve segundos. Cuenta: siete, seis, cinco…

El Flatline tecleó hacia arriba, en un ascenso impecable: la superficie abdominal del tiburón de cromo negro pasó en un destello infinitesimal de oscuridad.

– Cuatro, tres…

Case tuvo la extraña impresión de encontrarse en el asiento del piloto de una avioneta. Una superficie oscura y plana resplandeció de golpe frente a él con una reproducción perfecta en el teclado de la consola.

– Dos, y largamos

Una arremetida contra paredes verde esmeralda, jade alabastrino; una sensación de velocidad superior a cualquiera que hubiera conocido en el ciberespacio… El hielo de la Tessier-Ashpool se hizo añicos ante el empate del programa chino, una perturbadora impresión de fluidez sólida, como si unos fragmentos de espejo se torciesen y alargasen al caer…

– Dios mío -dijo Case, sobrecogido: el Kuang se torcía y retorcía por encima de los campos sin horizonte de la Tessier-Ashpool, un infinito paisaje urbano en neón, una complejidad que lastimaba los ojos, un brillo de piedra, cortante como una hoja de afeitar.

– Eh, mierda -dijo la estructura-, eso es el edificio de la RCA ¿No conoces el viejo edificio de la RCA?

El programa Kuang se zambulló entre las resplandecientes espiras de una docena de torres de información: cada una una réplica en neón azul del rascacielos de Maniatan.

– ¿Habías visto una resolución tan alta? -preguntó Case.

– No; tampoco había entrado nunca en una IA.

– ¿Esta cosa sabe adónde va?

– Más le vale.

Caían, perdían altura en un cañón de neón multicolor.

– Dix…

Un brazo de sombra se desplegaba desde el suelo parpadeante que tenían debajo, una masa hirviente de informe oscuridad.

– Tenemos compañía -dijo el Flatline, al tiempo que Case tecleaba en la representación de la consola, haciendo volar los dedos sobre el teclado. El Kuang giró vertiginosamente y luego retrocedió, volviéndose de pronto hacia atrás, quebrando la ilusión de que era un vehículo físico.

La sombra crecía, se extendía, velando la ciudad informática. Case los llevó hacia arriba, por encima del infinito cuenco de hielo color verde jade.

La ciudad de los núcleos ya no era visible, totalmente oscurecida por la oscuridad de debajo.

– ¿Qué es eso?

– Es el sistema de defensa de una IA -dijo la estructura-, o parte del sistema. Si son cosas de tu amigo Wintermute, no parece muy amable.

– Enfréntalo -dijo Case-. Tú eres más rápido.

– Muchacho, ahora tu mejor de-fensa es una buena o-fensa.

Y el Flatline apuntó la punta del aguijón del Kuang al centro de la oscuridad. Y arremetió.

La velocidad deformó la capacidad sensorial de Case.

La boca se le llenó de un doloroso sabor a azul.

Los ojos se le habían transformado en huevos de cristal inestable que vibraban con una frecuencia de algo que llamaban lluvia y un ruido de trenes, haciendo brotar de golpe y entre zumbidos un bosque de espinas de cristal, finas como cabellos. Las espinas se partieron, se biseccionaron, volvieron a partirse: un crecimiento exponencial bajo la cúpula del hielo de la Tessier-Ashpool.

El paladar se le abrió sin dolor, y unas raicillas entraron agitándose frenéticamente alrededor de la lengua, hambrientas de sabor a azul, para nutrirle las junglas de cristal de los ojos, junglas que se apretaban contra la cúpula verde, se apretaban y encontraban obstáculos, y se extendían, creciendo hacia abajo, llenando el universo de la T-A, descendiendo hasta los desventurados y expectantes suburbios de la ciudad que era el cerebro de Tessier-Ashpool S.A.

Y recordó una historia arcana: un rey que ponía monedas sobre un tablero de ajedrez, duplicando la cantidad en cada casilla…

Exponencial…

La oscuridad irrumpió desde todos los rincones, una esfera negra que cantaba, una presión sobre los extendidos nervios de cristal del universo de información en que había estado a punto de transformarse…

Y cuando ya no era nada, comprimido en el corazón de aquella oscuridad, llegó un punto en que la oscuridad misma ya no podía ser más, y algo cedió.

El programa Kuang salió a chorros desde nubes descoloridas, la conciencia de Case dividida como gotas de mercurio, arqueándose sobre la playa interminable, del color de las oscuras nubes de plata. La escena era esférica, como si una retina forrase la superficie interior de un globo que contuviera todas las cosas, si fuera posible contar todas las cosas.

Y aquí era posible contar las cosas, todas ellas. Conoció el número de granos de arena en la estructura de la playa (un número codificado en un sistema matemático que no existía fuera de la mente que era el Neuromante). Conoció el número de paquetes amarillos de comida en los contenedores del búnker (cuatrocientos siete). Conoció el número de dientes en la mitad izquierda de la cremallera de la chaqueta de cuero manchada de sal que Linda Lee llevaba puesta cuando caminaba por la playa del atardecer, balanceando en la mano un madero traído por la marca (doscientos dos).

Hizo planear al Kuang sobre la playa y movió el programa en un círculo amplio, mientras veía por los ojos de ella, el objeto negro que parecía un tiburón, un fantasma silencioso y hambriento que arremetía contra los bancos de nubes descendentes. Ella retrocedió, dejó caer el madero y echó a correr. Conoció la frecuencia de su pulso, la longitud de sus pasos en magnitudes que hubieran satisfecho los criterios más exigentes de la geofísica.

– Pero no conoces sus pensamientos -dijo el chiquillo, ahora junto a él en el corazón del objeto que era un tiburón-. Yo no conozco sus pensamientos. Estabas equivocado, Case. Vivir aquí es vivir. No hay diferencia.

Linda atemorizada, zambulléndose a ciegas en las olas de la rompiente.

– Deténla -dijo Case-. Se hará daño.

– No puedo detenerla -dijo el niño, los ojos grises, apacibles y hermosos.

– Tienes los ojos de Riviera -dijo Case.

Un destello de dientes blancos, de encías largas y rosadas. -Pero no estoy loco. Porque son hermosos para mí. -Se encogió de hombros. – No necesito una máscara para hablar contigo. No como mi hermano. Yo invento mi propia personalidad. La personalidad es mi medio.

Case los llevó hacia arriba por un camino empinado, lejos de la playa y de la muchacha asustada. -¿Por qué hiciste que apareciera en mi camino, hijo de puta? Una vez y otra, y obligándome a retroceder. Tú la mataste, ¿eh? En Chiba.

– No -dijo el niño.

– ¿Wintermute?

– No. Yo vi que iba a morir pronto. En las figuras que a veces creíste detectar en la danza de la calle. Esas figuras son reales. Soy bastante complejo, dentro de mis límites, como para entender el sentido de esas danzas. Mucho mejor que Wintermute. Vi que iba a morir en cómo te necesitaba, en el código magnético del cerrojo de tu nicho en el Hotel Barato, en la cuenta que tenía Julie Deane con un fabricante de camisas de Hong Kong. Tan evidente para mí como la sombra de un tumor para un cirujano que está estudiando el cuadro de un paciente. Cuando ella le llevó tu Hitachi al chico, para tratar de examinarlo -no tenía idea de lo que contenía, y menos aún de cómo lo podía vender, y cuando lo que más deseaba era que tú la siguieras y la castigaras-, yo intervine. Mis métodos son mucho más sutiles que los de Wintermute. Yo la traje aquí. A mis entrañas.

– ¿Por qué?

– Porque esperaba que así podría traerte a ti también, mantenerte aquí. Pero fracasé.

– ¿Y ahora qué? -Los llevó de regreso al banco de nubes.- ¿Qué pasará ahora?

– No lo sé, Case. La matriz en persona se hará esa pregunta esta noche. Porque tú has ganado. Ya has ganado, ¿no lo ves? Ganaste cuando te alejaste de ella en la playa. Ella era mi última línea de defensa. Yo no tardo en morir, en cierto sentido. Como Wintermute. Tan inevitablemente como Riviera, en este momento, tendido en el suelo, paralizado junto a los restos de una pared en los apartamentos de mi señora 3Jane Marie-France. El sistema nigro-estrial ya no puede producir los receptores de dopamina que lo hubieran salvado de la flecha de Hideo. Pero Riviera sobrevivirá sólo en estos ojos, si se me permite conservarlos.

– Está la palabra, ¿no? El código. ¿Cómo que he ganado? No he ganado una mierda.

– Vuelve, ahora.

– ¿Dónde está Dixie? ¿Qué has hecho con el Flatline?

– McCoy Pauley consiguió lo que quería -dijo el niño, y sonrió-. Lo que quería y más. Te tecleó hasta aquí contra mi voluntad, dejó atrás defensas tan buenas como las mejores de la matriz. Ahora vuelve.

Y Case se quedó solo en el negro aguijón del Kuang, perdido entre las nubes.

Volvió.


A la tensión de Molly, la espalda como piedra, las manos alrededor de la garganta de 3Jane. -Es curioso -dijo-. Sé exactamente qué aspecto tendrías. Lo vi cuando Ashpool le hizo lo mismo a tu hermana clono. -Las manos de Molly eran dulces, casi una caricia. 3Jane tenía los ojos desorbitados de terror y de lujuria; se estremecía de miedo y de deseo. Tras la enmarañada cascada del pelo de 3Jane, Case vio su propio rostro blanco y estragado; a Maelcum detrás de él, las manos morenas sobre los hombros de la chaqueta de cuero, sosteniéndolo sobre el estampado de circuitos entretejidos de la alfombra.

– ¿Lo harías? -preguntó 3Jane, con voz de niña-. Creo que sí.

– El código -dijo Molly-. Dile el código a la cabeza.

Desconexión.


– ¡Se lo está buscando! -gritó Case-. ¡La muy puta se lo está buscando!

Abrió los ojos a la fría mirada de rubí de la terminal, una cara de platino incrustada de perlas y lapislázuli. Más allá, Molly y 3Jane se retorcían en un abrazo en cámara lenta.

– Danos el maldito código -dijo-. Si no lo haces, ¿qué cambiará? ¿Qué mierda cambiará para ti? Terminarás como el viejo. ¡Lo echarás todo abajo para construir de nuevo! Volverás a levantar los muros, cada vez más cerrados… No tengo la menor idea de lo que pasaría si Wintermute llegase a ganar, ¡pero eso cambiaría algo! -Estaba temblando; le castañeteaban los dientes.

3Jane dejó de resistirse; las manos de Molly seguían apretadas alrededor del cuello estilizado; el pelo oscuro flotaba en una maraña: una capucha blanda de color castaño.

– El Palacio Ducal de Mantua -dijo ella- contiene una larga serie de habitaciones cada vez más pequeñas. Serpentean alrededor de los apartamentos principales, y tienen puertas de marcos maravillosamente tallados que obligan a inclinarse para entrar. Albergaban a los enanos de la corte. -Sonrió lánguidamente. – Tal vez aspire a eso, supongo, pero en cierto sentido mi familia ha puesto en marcha una versión más grandiosa del mismo plan… -Tenía ahora una mirada serena, lejana. En seguida bajó los ojos hacia Case.- Toma tu palabra, ladrón. -Case conectó.


El Kuang se deslizó fuera de las nubes. Debajo, la ciudad de neón. Detrás, una esfera de oscuridad se consumía lentamente.

– ¿Dixie? ¿Me oyes? ¿Dixie?

Estaba solo.

– El hijo de puta te atrapó -dijo.

Un impulso ciego mientras se precipitaba a través del paisaje informático.

– Tienes que odiar a alguien antes de que esto termine -dijo la voz del finlandés-. A ellos, a mí, no importa a quién.

– ¿Dónde está Dixie?

– Eso es difícil de explicar, Case.

Sintió alrededor la presencia del finlandés: olor a cigarrillos cubanos, humo encerrado en un traje de paño mohoso, viejas máquinas rendidas al rito mineral de la herrumbre.

– El odio te hará llegar al final -dijo la voz-. Tantos pequeños detonadores en el cerebro, y tú no haces más que dispararlos. Ahora te toca odiar. La cerradura que oculta todo el mecanismo está bajo esas torres que el Flatline te enseñó, cuando entraste. Él no intentará detenerte.

– El Neuromante -dijo Case.

– El nombre no es algo que yo pueda saber. Pero ahora se ha rendido. De lo que tienes que preocuparse es del hielo de la T-A. No del muro, sino de los sistemas virales internos. El Kuang es vulnerable a algunas de esas cosas que corren sueltas por aquí.

– Odio -dijo Case-. ¿A quién odio yo? Dímelo tú.

– ¿A quién amas? -preguntó la voz del finlandés.

Llevó el programa a un lado y se precipitó hacia las torres azules.

Unos cuerpos se lanzaban desde las ornamentadas y fulgurantes agujas: formas que parecían sanguijuelas centelleantes y que eran planos móviles de luz. Había centenares de ellas, elevándose en un remolino, en un movimiento tan aleatorio como una nube de hojas de papel en las calles, al viento del amanecer.

– Sistemas de seguridad -dijo la voz.

Arremetió hacia arriba, animado por el autoaborrecimiento. Cuando el programa Kuang encontró al primero de los defensores, esparciendo las hojas de luz, sintió que el objeto tiburón era menos sustancial: la trama de información era menos firme.

Y entonces -vieja alquimia del cerebro y de su inmensa farmacopea- el odio fluyó hacia sus manos.

Justo antes de enterrar el aguijón del Kuang en la base de la primera torre, alcanzó un nivel de pericia superior a cualquier cosa que hubiera conocido o imaginado. Más allá del ego, más allá de la personalidad, más allá de la conciencia, se movía; el Kuang se movía con él, evadiendo a sus agresores con una danza arcana, la danza de Hideo; y en ese mismo instante, por la claridad y la simplicidad de su deseo de morir, le fue otorgada la gracia de la internase mente-cuerpo.

Y uno de los pasos de esa danza fue un levísimo toque en el interruptor, apenas suficiente para volver.


ahora

y su voz el grito de un pájaro

desconocido,

3Jane respondiendo en un canto,

tres notas altas y puras.

Un verdadero nombre.


Jungla de neón, lluvia que salpicaba sobre el asfalto caliente. Olor a comida frita. Las manos de una muchacha unidas en la cintura de él, dentro de la sudorosa oscuridad de un ataúd de puerto.

Pero todo esto se escapaba, como escapa el paisaje urbano: la ciudad que es Chiba, que es la información clasificada de la Tessier-Ashpool S.A., las calles y los cruces impresos en la cara de un microchip, el dibujo manchado de sudor de una bufanda doblada y anudada.


Caminando hacia una voz que era música, la terminal de platino que silbaba melodiosamente, interminablemente, hablando de cuentas suizas numeradas, de un pago a Sión a través de un banco orbital de las Bahamas, de pasaportes y pasajes, y de cambios básicos y profundos que se llevarían a cabo en la memoria de Turing.

Turing. Recordó una carne estampada bajo un cielo proyectado, arrojada en espiral por encima de una baranda de hierros. Recordó la calle Desiderata.

Y la voz siguió cantando, guiándolo de regreso a la oscuridad, pero era su propia oscuridad, pulso y sangre, en la que siempre había dormido, detrás de sus propios ojos.

Y despertó de nuevo, pensando que había soñado, a una blanca y ancha sonrisa enmarcada por incisivos de oro: Aerol, que lo sujetaba a una red de gravedad en el Babylon Rocker.

Y entonces el prolongado latido del sonido dub de Sión.

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