II La excursión de compras

3

EN CASA.

La casa era EMBA, el Ensanche, el Eje Metropolitano Boston-Atlanta.

Programa un mapa que muestre la frecuencia de intercambio de información, cada mil megabytes un único pixel en una gran pantalla, Manhattan y Atlanta arden en sólido blanco. Luego empiezan a palpitar; el índice de tráfico amenaza con una sobrecarga. Tu mapa está a punto de convertirse en una nova. Enfríalo. Aumenta la escala. Cada pixel un millón de megabytes. A cien millones de megabytes por segundo comienzas a distinguir ciertos bloques del área central de Manhattan, contornos de centenarios parques industriales en el centro antiguo de Atlanta…


Case despertó de un sueño de aeropuertos, de las oscuras ropas de cuero de Molly moviéndose delante de él a través de los vestíbulos de Narita, Schiphol, Orly… Se vio a sí mismo comprar una botella plástica de vodka danés en un kiosco, una hora antes del amanecer.

En algún lugar de las raíces de cemento armado del Ensanche un tren empujó una columna de aire enrarecido a través de un túnel. El tren mismo era silencioso, deslizándose sobre su colchón de inducción, pero el aire desplazado hacía que el túnel cantara, en tonos cada vez más graves hasta llegar a frecuencias subsónicas. La vibración alcanzó el cuarto donde él descansaba, y una nube de polvo se levantó de las grietas del reseco suelo de madera.

Al abrir los ojos vio a Molly, desnuda y apenas fuera de su alcance al otro lado de una superficie de acolchado sintético, rosado y muy nuevo. En lo alto, el sol se filtraba por la tiznada rejilla de un tragaluz. Un pedazo de medio metro de vidrio había sido reemplazado por una plancha de madera; de allí emergía un grueso cable gris cuyo extremo pendía a pocos centímetros del suelo. Tumbado de lado observó cómo Molly respiraba, le miró los pechos, la curva de un flanco que se alargaba con la funcional elegancia del fuselaje de un avión de guerra. Tenía un cuerpo menudo, pulcro, con músculos de bailarina.

El cuarto era amplio. Case se incorporó. En el cuarto no había otra cosa que el amplio bloque rosado de la cama y dos bolsas de nailon nuevas e idénticas, junto a la cama. Paredes ciegas, sin ventanas, una puerta de emergencia de acero pintada de blanco. Las paredes estaban cubiertas con innumerables capas de látex blanco. Un espacio de fábrica. Conocía ese tipo de habitación, ese tipo de edificio; los inquilinos operaban en la zona intermedia donde el arte no llegaba a ser crimen ni el crimen llegaba a ser arte.

Estaba en casa.

Puso los pies en el suelo de pequeños bloques de madera; algunos faltaban, otros estaban sueltos. Le dolía la cabeza. Recordó Amsterdam, otra habitación en el casco antiguo del Centrum, edificios centenarios. Molly regresando de la orilla del canal con zumo de naranja y huevos. Armitage había partido a alguna críptica expedición; los dos atravesaron solos la plaza del Dam hasta un bar que ella conocía en la avenida del Damrak. París era un sueño borroso. De compras. Ella lo había llevado de compras.

Se levantó al tiempo que se ponía unos arrugados tejanos negros y nuevos que estaban al pie de la cama, y se arrodilló junto a las bolsas. La primera que abrió era la de Molly: ropa cuidadosamente doblada y pequeños dispositivos de costoso aspecto. La segunda estaba atiborrada de cosas que él no recordaba haber comprado: libros, cintas, una consola simestin, prendas con etiquetas italianas y francesas. Descubrió, bajo una camiseta verde, un paquete plano y envuelto en origami, papel japonés reciclado.

El papel se rasgó cuando alzó el paquete. Una brillante estrella de nueve puntas cayó y se clavó en una grieta del parqué.

– Un souvenir -dijo Molly-. Me di cuenta de que no dejabas de mirarlos. -Él se volvió y la vio sentada de piernas cruzadas sobre la cama, adormilada, rascándose el estómago con uñas rojas.


– Alguien vendrá más tarde a asegurar este lugar -dijo Armitage. Estaba de pie en el umbral con una anticuada llave magnética en la mano. Molly preparaba café en un diminuto hornillo alemán que había sacado de la bolsa.

– Yo puedo hacerlo -dijo ella-. Tengo el equipo necesario. Sensores de infrarrojos, alarmas…

– No -dijo él, cerrando la puerta-. Lo quiero sin fallos.

– Como gustes. -Ella llevaba una camiseta de tejido abierto metida en unos holgados pantalones negros de algodón.

– ¿Ha sido usted policía, señor Armitage? -preguntó Case desde donde estaba sentado, la espalda apoyada en la pared.

Armitage no era más alto que Case, pero sus anchos hombros y su postura militar parecían llenar el marco de la puerta. Estaba vestido con un sombrío traje italiano, y en la mano derecha sostenía un maletín blando de cuero negro. No llevaba ya el pendiente de las Fuerzas Especiales. Las hermosas e inexpresivas facciones tenían la rutinaria belleza de las tiendas de cosméticos: una conservadora amalgama de los principales rostros que habían aparecido en los medios de comunicación de la década anterior. El débil brillo de los ojos acrecentaba el efecto de máscara. Case comenzó a lamentar la pregunta.

– Muchos de los de las Fuerzas terminaron siendo policías, quiero decir. O vigilantes privados -agregó Case incómodo. Molly le pasó una humeante taza de café-. Lo que usted les hizo hacer con mi páncreas parece cosa de policías.

Armitage cruzó la habitación y se detuvo frente a Case.

– Eres un chico afortunado, Case. Tendrías que darme las gracias.

– ¿De veras? -Case sopló su café ruidosamente.

– Necesitabas un páncreas nuevo. El que te compramos te libra de una peligrosa dependencia.

– Gracias, pero me gustaba aquella dependencia.

– Muy bien; porque ahora tienes una nueva.

– ¿Cómo es eso? -Case levantó la vista. Armitage sonreía.

– Tienes quince saquitos de toxina sujetos a las paredes de varias arterias mayores, Case. Se están disolviendo. Muy despacio pero disolviéndose sin lugar a dudas. Cada uno contiene una micotoxina. Ya estás familiarizado con el efecto de esa micotoxina. Es la misma que tus jefes anteriores te dieron en Memphis.

Case parpadeó, mirando a la máscara sonriente.

– Tienes tiempo para hacer lo que te pediré, Case, pero nada más. Haz el trabajo y podré inyectarte una enzima que soltará los saquitos sin abrirlos. Luego necesitarás un cambio de sangre. Si no, los sacos se disuelven y tú vuelves a lo que eras. Así que ya lo sabes, Case, nos necesitas. Nos necesitas tanto como cuando te recogimos de la alcantarilla.

Case miró a Molly. Ella se encogió de hombros.

– Ahora ve al montacargas y trae las cajas que hay allí. -Armitage le dio la llave magnética.- Adelante. Te va a gustar, Case. Como la mañana de Navidad.


Verano en el Ensanche. En los centros comerciales la muchedumbre ondeaba como hierba mecida por el viento; un campo de carne traspasado por súbitas corrientes de necesidad y gratificación.

Se sentó junto a Molly al sol tamizado, sobre el borde de una fuente de cemento, dejando que el infinito desfile de rostros recapitulase las etapas de su vida. Primero un niño de ojos adormilados, un muchacho callejero, las manos relajadas y listas a los lados; después un adolescente, la cara lisa y críptica bajo gafas rojas. Case recordó una pelea en un tejado a los diecisiete años, un combate silencioso en el resplandor rosado de la geodesia del alba.

Se movió sobre el cemento, sintiéndolo áspero y frío a través de la delgada tela negra. Nada allí se parecía a la eléctrica danza de Ninsei. El comercio era aquí diferente, otro ritmo, con un olor de comidas rápidas y perfume y un fresco sudor de verano.

Con la consola esperándolo, allá en el altillo; una Cyberspace 7 Ono-Sendai. Habían llenado el cuarto con las abstractas formas blancas de las piezas de poliestireno, arrugadas láminas de plástico y cientos de granos blancos. La Ono-Sendai; el ordenador Hosaka más caro del año siguiente; un monitor Sony; una docena de discos de hielo de primera calidad; una cafetera Braun. Armitage se limitó a esperar a que Case aprobara cada una de las piezas.


– ¿Adónde fue? -había preguntado Case a Molly.

– Le gustan los hoteles. Los grandes. Cerca de los aeropuertos, si es posible. Bajemos a la calle. -Ella se había enfundado en un viejo chaleco militar con una docena de bolsillos extraños, y se había puesto unas enormes gafas de sol de plástico negro que le cubrían por completo los injertos especularas.

– ¿Ya sabías lo de esa mierda de las toxinas? -le preguntó él junto a la fuente. Ella negó con la cabeza-. ¿Crees que es verdad?

– Tal vez sí, tal vez no. Todo es posible.

– ¿Sabes cómo puedo averiguarlo?

– No -dijo ella, indicando silencio con la mano derecha-. Ese tipo de locura es demasiado sutil para que aparezca en un rastreo. -Movió otra vez la mano: espera. – Y de todos modos, a ti no te importa demasiado. Te vi acariciar esa Sendai; eso era pornográfico, hombre. -Se echó a reír.

– ¿Y a ti cómo te tiene amarrada? ¿Con qué locura ha pescado a la chica trabajadora?

– Orgullo profesional, nene, eso es todo. -Y de nuevo el gesto de silencio.- Vamos a desayunar, ¿te parece? Huevos, tocino verdadero. Es probable que te mate, hace tanto tiempo que comes esa basura reciclada de krill de Chiba. Sí, vamos; iremos en metro hasta Manhattan y nos daremos un desayuno de verdad.


Un neón sin vida anunciaba METRO HOLOGRAFIX en polvorientas mayúsculas de tubos de vidrio. Case se hurgó una hilacha de tocino que se le había alojado entre los dientes. Había renunciado a preguntarle adónde iban y por qué; codazos en las costillas y el gesto de silencio era toda la respuesta que había obtenido. Ella hablaba de las modas de la temporada, de deportes y de un escándalo político en Califomia desconocido para él.

Recorrió con la mirada la desierta calle sin salida. Una hoja de periódico atravesó a saltos la intersección. Vientos inesperados en el lado Este; algo relacionado con la convección y una superposición de las cúpulas. Case miró por la ventana el aviso muerto. El Ensanche de ella no era el Ensanche de él, concluyó. Lo había guiado a través de una docena de bares y de clubes que él nunca había visto antes; ocupándose de los negocios, por lo general con.apenas un gesto. Manteniendo contactos.

Algo se movía en las sombras detrás de METRO HOLOGRAFIX.

La puerta era una plancha corrugada. Frente a ella, las manos de Molly ejecutaron fluidamente una intrincada secuencia de movimientos que él no pudo seguir. Alcanzó a ver la señal de efectivo: un dedo pulgar acariciando la yema del índice. La puerta se abrió para adentro y ella lo condujo hacia el olor a polvo. Estaban en un claro; densas marañas de desechos se alzaban a ambos lados sobre paredes cubiertas por estanterías de arruinados libros de bolsillo. La basura parecía algo que hubiese crecido allí, un hongo de metal y plástico retorcido. A veces distinguía algún objeto, pero luego parecía desvanecerse otra vez entre la masa: las entrañas de un televisor tan viejo que estaba salpicado de fragmentos de tubos de vidrio; una antena de disco abollada, un cubo marrón de plástico lleno de corroídos tubos de aleación. Una enorme pila de viejas revistas se había desplomado sobre el espacio abierto; carne de veranos perdidos mirando ciegamente hacia arriba mientras él seguía la espalda de ella a través de un angosto cañón de metales comprimidos. Oyó el ruido de la puerta que se cerraba detrás de ellos. No volvió la cabeza.

El túnel terminaba en una antigua manta del ejército colgada sobre el umbral de una puerta. Cuando Molly la apartó para pasar, salió un raudal de luz blanca.

Cuatro paredes cuadradas de plástico blanco y liso que cubría también el techo; suelo de baldosas blanco hospital, con un diseño antideslizante de pequeños discos en relieve. En el centro había una mesa de madera blanca y cuadrada, y cuatro sillas blancas plegables.

El hombre que apareció en la puerta detrás de ellos, parpadeando, con la manta cubriéndole un hombro como una capa, parecía haber sido diseñado en un túnel de viento. Tenía las orejas muy pequeñas, aplastadas sobre un cráneo estrecho, y los grandes dientes, revelados por algo que no era del todo una sonrisa, estaban acentuadamente inclinados hacia atrás. Llevaba una antigua chaqueta de paño y sostenía en la mano izquierda una pistola de algún tipo. Los escrutó con la mirada, parpadeó, y dejó caer la pistola en un bolsillo de la chaqueta. Le hizo una seña a Case; señaló hacía un bloque de plástico blanco apoyado cerca de la puerta. Case caminó hacia allí y vio que era un macizo panel de circuitos de casi un centímetro de espesor. Ayudó al hombre a levantarlo y ponerlo en el umbral. Unos dedos rápidos y manchados de nicotina lo sujetaron con cinta blanca adhesiva. Un ventilador oculto comenzó a ronronear.

– Tiempo -dijo el hombre, enderezándose-, y contando. Tú conoces la tarifa, Molly.

– Necesitamos un rastreo, finlandés. Para implantes.

– Entonces colócate entre los postes. Párate en la cinta. Endereza la espalda, así. Ahora date la vuelta, un tres sesenta completo. -Case miró cómo Molly giraba entre los dos frágiles pedestales atiborrados de sensores. El hombre sacó un pequeño monitor del bolsillo y lo miró de soslayo.- Hay algo nuevo en tu cabeza, sí. Silicón; capa de carbones pirolíticos. Un reloj, ¿verdad? Los lentes me dan la lectura de siempre, carbones isotrópicos de baja temperatura. Mejor biocompatibididad con pirolíticos, pero eso es asunto tuyo, ¿verdad? Lo mismo tus garras.

– Ven aquí Case. -dijo Molly. Case vio una X rayada en negro sobre el suelo blanco.- Date la vuelta, despacio.

– Este tipo es virgen. -El hombre se encogió de hombros.- Un trabajo dental barato, nada más.

– ¿Le examinas lo biológico? -Molly bajó la cremallera de su chaqueta verde y se quitó las gafas oscuras.

– ¿Te crees que esto es la Mayo? Sube a la mesa, chiquillo, vamos a hacerte una pequeña biopsia. -Soltó una risotada que reveló aún más sus dientes amarillos.- Nada. Palabra de finlandés, no tienes micros, ni bombas en la corteza. ¿Quieres que cierre la pantalla?

– Sólo el tiempo que tardes en marcharte, finlandés. Luego vamos a querer pantalla entera por el tiempo que queramos.

– Ey, por el finlandés no hay problema, Molly. Tú sólo estás pagando por segundo.

Sellaron la puerta detrás de él y Mofly dio la vuelta a una de las sillas blancas y se sentó, apoyando el mentón en los brazos cruzados. -Ahora hablaremos. Esto es lo más privado que puedo pagar.

– ¿De qué?

– De lo que estamos haciendo.

– ¿Qué estamos haciendo?

– Trabajar para Armitage.

– ¿Y dices que no es para su beneficio?

– Sí. Vi tu perfil, Case. Y he visto el resto de nuestra lista de compras. ¿Has trabajado alguna vez con los muertos?

– No. -Case miró su reflejo en las gafas.- Supongo que podría. Soy bueno en lo que hago. -La conjugación en presente lo puso nervioso.

– ¿Sabes que el Dixie Flatline está muerto?

Él asintió. -El corazón, oí decir.

– Tú vas a trabajar con su estructura. -Sonrió.- Te enseñaron los trucos, ¿eh? Él y Quine. Por cierto, conozco a Quine. Un verdadero imbécil.

– ¿Alguien tiene un registro de McCoy Pauley? ¿Quién? -Case se sentó y apoyó los codos en la mesa.- No me lo puedo imaginar. Nunca se lo habría dejado hacer.

– Senso/Red. Le pagaron una mega, apuesta lo que quieras.

– ¿Murió Quine también?

– No tendremos esa suerte. Está en Europa. El no entra en esto.

– Bueno, si podemos conseguir al Flatline, hemos ganado. Era el mejor. ¿Sabes que tuvo tres muertes cerebrales?

Ella asintió.

– Un electroencefalograma horizontal. Me mostraron cintas. «Chico, yo estaba muerto», con su acento sureño.

– Mira, Case, desde que entré he tratado de averiguar quién está apoyando a Armitage. Y no parece que sea un zaibaitsu, un gobierno o una subsidiaria de la Yakuza. Armitage recibe órdenes. Alguien le dice que vaya a Chiba, recoja a un anfeta que está bamboleándose por última vez en el cinturón de los quemados, y que negocie un programa para la operación con que lo van a arreglar. Podríamos haber comprado veinte vaqueros de primera con lo que el mercado estaba dispuesto a pagar por ese programa quirúrgico. Eras bueno, pero no tan bueno… -Molly se rascó un lado de la nariz.

– Es obvio que para alguien tiene sentido -dijo él-. Alguien grande.

– No dejes que te ofenda. -Sonrió. – Vamos a activar un programa de los fuertes, Case; sólo para conseguir la estructura del Flatline. Senso/Red la tiene guardada en la bóveda de un archivo de las afueras. A cal y canto, Case. Y los de Senso/Red tienen todos los nuevos materiales para la temporada de otoño guardados allí también. Roba eso y seríamos más ricos que la mierda. Pero no, tenemos que conseguir el Flatline y nada más. Es raro.

– Sí, es todo muy raro. Tú eres rara, esta cueva es rara, y, ¿quién es esa rara tortuguita de tierra que está afuera en el pasillo?

– El finlandés es un antiguo contacto. Una fachada, sobre todo. Software. Lo de la privacidad es un negocio adicional. Pero hice que Armitage le dejara ser nuestro técnico aquí, así que más tarde, cuando lo veas, tú nunca lo has visto. ¿Entendido?

– ¿Y qué es lo que Armitage ha puesto a disolver dentro de ti?

– Yo soy un modelo fácil. -Sonrió.- Uno es las cosas que uno hace bien, ¿no es cierto? Tú tienes que cazar, yo tengo que pelear.

La miró fijamente. -Entonces dime qué sabes de Armitage.

– Para comenzar, nadie llamado Armitage tomó parte en Puño Estridente. Lo verifiqué. Pero eso no significa mucho. No creo que sea uno de esos tipos que llegaron a escapar. -Alzó y dejó caer los hombros.- Un asunto importante. Y lo único que tengo son comienzos. -Tamborileó con las uñas en el respaldo de la silla.- Pero tú eres un vaquero, ¿verdad? Quiero decir, a lo mejor puedes echar un vistazo por ahí. -Sonrió.

– Él me mataría.

– Tal vez sí. Tal vez no. Creo que te necesita, Case, y mucho. Además, eres un tío listo, ¿no? Tú puedes engañarlo, seguro.

– ¿Qué más hay en esa lista que mencionaste?

– Juguetes. La mayoría para ti. Y un psicópata certificado de nombre Peter Riviera. Un tipo realmente feo.

– ¿Dónde está?

– No lo sé. Pero es un jodido enfermo, de verdad. Vi su perfil. -Hizo una mueca. – Es atroz. -Se puso de pie y se estiró como un gato. – Así que tenemos un negocio en marcha, ¿muchacho? ¿Estamos juntos en esto? ¿Socios?

Case la miró. -Tengo muchas opciones, ¿eh?

Ella rió. -Has entendido, vaquero.


«La matriz tiene sus raíces en las primitivas galerías de juego», dijo la voz, «en los primeros programas gráficos y en la experimentación militar con conexiones craneales.» En el Sony, una guerra espacial bidimensional se desvaneció tras un bosque de helechos matemáticamente generados, demostrando las posibilidades espaciales de las espirales logaritmicas; una secuencia militar pasó en fríos y azules destellos, animales de laboratorio conectados a sistemas de sondeo, cascos enviando señales a circuitos de control de incendios en tanques y aviones de combate. «El ciberespacio. Una alucinación consensual experimentada diariamente por billones de legítimos operadores, en todas las naciones, por niños a quienes se enseña altos conceptos matemáticos… Una representación gráfica de la información abstraída de los bancos de todos los ordenadores del sistema humano. Una complejidad inimaginable. Líneas de luz clasificadas en el no-espacio de la mente, conglomerados y constelaciones de información. Como las luces de una ciudad que se aleja…»


– ¿Qué es eso? -preguntó Molly mientras él giraba el selector de canales.

– Un programa para niños. -Un aluvión discontinuo de imágenes mientras el selector se movía.- Off -le dijo al Hosaka.

– ¿Quieres probar ahora, Case?

Miércoles. Ocho días después de haber despertado en el Hotel Barato, con Molly junto a él. -¿Quieres que me vaya, Case? Quizás te sea más fácil a solas… -Él sacudió la cabeza.

– No. Quédate, no tiene importancia. -Se colocó la cinta de esponja negra en la frente, cuidando de no perturbar los chatos dermatrodos Sendai. Observó la consola en su regazo, sin verla realmente, viendo en cambio la ventana del negocio de Ninsei, el shuriken de cromo ardiendo bajo el neón reflejado. Alzó los ojos; en la pared, justo encima del Sony, había colgado el regalo de Molly, lo había clavado con un alfiler de cabeza amarilla por el agujero del centro.

Cerró los ojos.

Encontró la rugosa superficie del interruptor.

Y en la cruenta oscuridad de sus ojos cerrados, un hervor de fosfenos de plata que llegaban desde el filo del espacio, imágenes hipnagógicas que pasaban a gran velocidad como una película de fotogramas aleatorios. Símbolos, figuras, un borroso y fragmentado mandala de información visual.

Por favor, rogó, ahora…

Un disco gris del color del cielo de Chiba.

Ahora…

El disco empezaba a rotar, rápidamente, convirtiéndose en una esfera de gris más pálido. Expandiéndose…

Y fluyó, floreció para él, truco origami de neón fluido, el despliegue de un hogar que no conocía distancias, su país, transparente tablero de ajedrez tridimensional que se extendía al infinito. Un ojo interior que se abría a la escalonada pirámide escarlata del Centro de Fisión de la Costa Este, ardiendo detrás de los cubos verdes del Mitsubishi Bank of America, y en lo alto y muy a lo lejos, los brazos espirales de sistemas militares, inalcanzables para siempre.

Y en algún lugar se encontró riendo, en una buhardilla pintada de blanco, con dedos distantes que acariciaban el tablero, y lágrimas de alivio que le arrasaban el rostro.


Molly se había marchado cuando se quitó los trodos, y la buhardilla estaba a oscuras. Consultó la hora. Había permanecido cinco horas en el ciberespacio. Llevó los Ono-Sendai a una de las nuevas mesas de trabajo y se desplomó de través sobre la cama, tirando del saco de dormir de seda negra de Molly para cubrirse la cabeza.

El dispositivo de seguridad acoplado a la puerta de emergencia sonó dos veces. -Entrada solicitada -dijo-. Individuo verificado por mi programa.

– Entonces abre. -Case se quitó la seda de la cara y se incorporó mientras la puerta se abría, esperando ver a Molly o a Armitage.

– Cristo -dijo una voz ronca-, ya sé que esa perra puede ver en la oscuridad… -Una rechoncha silueta entró y cerró la puerta. – Enciende la luz, ¿de acuerdo? -Case bajó a gatas de la cama y encontró el anticuado interruptor.

– Soy el finlandés -dijo, y miró a Case con expresión de advertencia.

– Case.

– Mucho gusto, estoy seguro. Estoy haciendo un hardware para tu jefe, parece. -El finlandés sacó un paquete de Partagás y encendió uno. El olor a tabaco cubano llenó la habitación. Fue hacia la mesa de trabajo y miró los Ono-Sendai.- Parece común. Eso se arregla pronto. Pero aquí está tu problema, muchacho. -Extrajo un mugriento sobre manila del interior de la chaqueta, echó cenizas al suelo, y sacó del sobre un rectángulo negro sin distintivo alguno.- Malditos prototipos de fábrica -dijo, arrojando el objeto sobre la mesa-. Incrústalos en un bloque de policarbono y no puedes examinarlos con un láser sin arruinar el sistema. Defensas contra rayos X, ultrasondeos, y Dios sabe qué. Conseguiremos entrar, pero para los pecadores no hay descanso, ¿verdad? -Dobló el sobre con mucho cuidado y lo guardó en un bolsillo interior.

– ¿Qué es?

– Es básicamente un interruptor flipflop. Conéctalo a tus Sendai; puedes acceder al simestim en vivo o en registro sin tener que salir de la matriz.

– ¿Para qué?

– No tengo idea. Sé que estoy preparando a Molly para un equipo de transmisión y quizá puedas acceder a su sensorio. -El finlandés se rascó el mentón.- Así que ahora vas a descubrir cómo aprietan esos pantalones, ¿eh?

4

CASE ESTABA SENTADO en la buhardilla con los dermatrodos pegados en la frente, contemplando cómo unas motas bailaban en la diluida luz solar que se filtraba por la rejilla de arriba. Una cuenta regresiva progresaba en una esquina de la pantalla del monitor.

Los vaqueros no entraban en simestim, pensó, porque era básicamente un juguete de la carne. Sabía que los trodos que usaba y la pequeña tiara plástica que colgaba de un tablero simestim eran básicamente lo mismo, y que la matriz dé ciberespacio era en realidad una drástica simplificación del sensorio humano, al menos en términos de presentación, pero el simestim mismo le parecía una gratuita multiplicación de entrada de carne. Los equipos que se vendían al público estaban especialmente editados, por supuesto, de modo que si a Tally Isham le daba un dolor de cabeza en el curso de un segmento, uno no lo sentía.

La pantalla emitió una advertencia de dos segundos.

El nuevo interruptor fue sujetado a los Sendai con una delgada cinta de fibras ópticas.

Y uno y dos y…

El ciberespacio entró en existencia desde los puntos cardinales.

Suave, pensó él, pero no bastante suave. Tengo que trabajar en eso…

Luego movió el nuevo interruptor.

La abrupta sacudida hacia otra carne. La matriz desapareció, una onda de color y sonido… Ella se movía por una calle atestada de gente, por delante de puestos donde vendían software en rebaja, precios escritos con rotuladores de fieltro sobre láminas de plástico, fragmentos de música desde innumerables altavoces. Olores de orín, monómeros gratis, perfume, pastas de krill frito. Durante algunos despavoridos segundos luchó inútilmente por controlarla. Al fin renunció, se convirtió en pasajero detrás de los ojos de ella.

Los lentes no parecían aplacar en absoluto la luz del sol. Se preguntó si los amplificadores implantados tendrían un dispositivo de compensación automática. Unos alfanuméricos azules parpadeaban la hora en la parte baja del campo periférico izquierdo. Está fanfarroneando, pensó él.

El lenguaje corporal de ella era desorientador; el estilo, extranjero. Parecía estar siempre a punto de chocar con alguien, pero la gente desaparecía delante de ella, se hacía a un lado, le abría paso.

– ¿Cómo te va, Case? -Él oyó las palabras y sintió cómo ella las decía. Ella deslizó una mano bajo la chaqueta, la punta de un dedo que se movía en círculos sobre un pezón cubierto por seda tibia. La sensación le hizo contener el aliento. Ella se echó a reír. Pero el enlace era unidireccional. Él no tenía modo de replicar.

Dos calles después, atravesaba las afueras de Memory Lane. Case seguía tratando de que ella volviera los ojos hacia los puntos de referencia que él habría empleado para encontrar el camino. Comenzó a encontrar irritante la pasividad de la situación.

La transición al ciberespacio, cuando movió el interruptor, fue instantánea. Descendió a lo largo de un muro de hielo primitivo que pertenecía a la Biblioteca Pública de Nueva York, contando automáticamente ventanas potenciales. Conectándose de nuevo al sensorio de ella, entró en el sinuoso flujo de los músculos, en los sentidos agudos y brillantes.

Se encontró pensando en la mente con la que compartía aquellas sensaciones. ¿Qué sabía de ella? Que era otra profesional; que decía que ella era lo que hacía para ganarse la vida (como él). Sabía cómo se había movido hacia él, antes, cuando despertó, el mutuo gruñido de unidad cuando él entró en ella, y que le gustaba el café negro, después…

Ella iba hacia uno de los dudosos centros de alquiler de software que bordeaban Memory Lane. Había una quietud, un silencio. El pasillo central estaba bordeado por casetas. La clientela era joven, adolescentes casi todos. Parecía que les hubiesen implantado conexiones de carbono detrás de la oreja izquierda, pero ella no se fijaba en ellos. En los mostradores que había frente a las casetas se exhibían cientos de tiras de microsoft, fragmentos angulares de silicio coloreado montados bajo burbujas transparentes y oblongas, sobre cartulina blanca. Molly fue hacia la séptima caseta de la pared sur. Tras el mostrador, un muchacho de cabeza afeitada miraba sin expresión el vacío; una docena de puntas de microsoft le salía del enchufe de detrás de la oreja.

– Larry, ¿estás aquí? -Molly se puso frente a él. Los ojos del muchacho la enfocaron. Se incorporó en la silla y con una uña sucia quitó una astilla magenta brillante del enchufe.

– Eh, Larry.

– Molly -asintió él.

– Tengo trabajo para algunos de tus amigos, Larry.

Larry sacó una caja plana de plástico del bolsillo de su camisa deportiva roja, la abrió, y colocó el microsoft junto a otra docena. Vaciló, escogió un lustroso chip negro que era ligeramente más largo que los otros, y se lo insertó suavemente en la cabeza. Entornó los ojos.

– Molly lleva un pasajero -dijo-, y a Larry eso no le gusta.

– Ey -dijo ella-. No sabía que fueras tan… sensible. Estoy impresionada. Cuesta mucho llegar a ser tan sensible.

– ¿La conozco, señora? -La mirada perdida regresó.- ¿Está pensando en comprar software?

– Estoy buscando a los Modernos.

– Llevas un pasajero, Molly. Esto lo dice. -Dio unos golpecitos a la astilla negra.- Alguien está usando tus ojos.

– Mi socio.

– Dile a tu socio que se vaya.

– Tengo algo para los Panteras Modernos, Larry.

– ¿De qué está hablando, señora?

– Case, despega -dijo ella, y él movió el interruptor y regresó instantáneamente a la matriz. Impresiones fantasmales del centro del software colgaron durante algunos segundos en la zumbante calma del ciberespacio.

– Panteras Modernos -le dijo al Hosaka quitando los trodos-. Un resumen de cinco minutos.

– Listo -dijo el ordenador.

No era un nombre que él conociera. Algo nuevo, algo que había aparecido después de que él se marchara de Chiba. La juventud del Ensanche era barrida por las modas a la velocidad de la luz; subculturas enteras podían surgir de la noche a la mañana, florecer unos pocos meses, y luego desvanecerse por completo. -Adelante -dijo. El Hosaka había dado entrada a un conjunto de archivos, diarios y boletines de noticias.

El resumen comenzó con una sostenida imagen congelada en colores que a Case le pareció al principio una especie de collage; la cara de un muchacho, recortada de otra imagen y pegada a la fotografía de una pared cubierta de graffiti. Ojos oscuros, pliegues epicánticos, obvio resultado de la cirugía, una malhumorada salpicadura de acné sobre mejillas pálidas y estrechas. El Hosaka descongeló la imagen; el muchacho se movió, fluyendo con la siniestra gracia de un mimo que finge ser un depredador de la selva. El cuerpo era casi invisible, un diseño abstracto, una garabateada superficie de ladrillos que se le deslizaba limpiamente por el mono ceñido. Policarbono mimético.

Corte a la doctora Virginia Rambali, socióloga de la Universidad de Nueva York, su nombre, profesores, y facultad palpitando por la pantalla en caracteres alfanuméricos rosados.

– Dada su inclinación por estos actos aleatorios de surreal violencia -dijo alguien- puede que a nuestros espectadores les resulte difícil comprender por qué sigue usted insistiendo en que este fenómeno no es una forma de terrorismo.

La doctora Rambali sonrió. -Siempre hay un punto en el que el terrorista deja de manipular la gestalt de los medios. Un punto en el que es posible que la violencia aumente, pero más allá del cual el terrorista se ha transformado en un síntoma de la propia gestalt de estos medios. El terrorismo, tal como lo entendemos comúnmente, está por esencia relacionado con los medios de comunicación. Los Panteras Modernos difieren de otros llamados terroristas precisamente porque se dan cuenta de todo esto, porque son conscientes del punto en el que los medios separan el acto del terrorismo de la intención sociopolítica original…

– Déjalo -dijo Case.


Case conoció a su primer Moderno dos días después de haber visto en el monitor el resumen del Hosaka. Los Modernos, había resuelto, eran una versión contemporánea de los Grandes Científicos que él había conocido en la adolescencia. Había en el Ensanche una suerte de ADN adolescente activo y fantasmal, que contenía los preceptos codificados de diversas y efímeras subculturas y los reproducía a intervalos irregulares. Los Panteras Modernos eran una variante suavizada de los Científicos. De haber contado con la tecnología adecuada, todos los Grandes Científicos habrían tenido enchufes atiborrados de microsofts. Lo que importaba era el estilo, y el estilo era el mismo. Los Modernos eran mercenarios, payasos, tecnofetichistas nihilistas.

El que apareció en la puerta de la buhardilla con una caja de diskettes de parte del finlandés era un muchacho de voz suave llamado Ángelo. Su cara era un nuevo injerto cultivado en colágeno y polisacáridos de cartílagos de escualo, lisa y repugnante. Uno de los ejemplos de cirugía opcional más desagradables que Case hubiera visto nunca. Cuando Ángelo sonrió, dejando entrever los afilados colmillos de un animal grande, Case llegó a sentirse aliviado. Trasplantes dentales. Al menos éstos ya los conocía.

– No debes dejar que unos críos de mierda te hagan sentir la brecha generacional -dijo Molly. Case asintió, absorto en las figuras del hielo Senso/Red.

Ahora sí. Esto era lo que él era, quién era. Olvidó comer. Molly dejó paquetes de arroz y bandejas plásticas de sushi en una esquina de la larga mesa. A veces se resistía a tener que dejar el tablero para utilizar el inodoro químico que habían instalado en un rincón de la buhardilla. En la pantalla se formaban y volvían a formarse dibujos de hielo mientras él tanteaba en busca de brechas, esquivaba las trampas más obvias y trazaba la ruta que tomaría a través del hielo de la Senso /Red. Era buen hielo. Un hielo estupendo. Los dibujos ardían mientras él yacía con el brazo bajo los hombros de Molly, contemplando el rojo amanecer a través de la rejilla de acero de la claraboya. Un laberinto multicolor de puntos electrónicos fue lo primero que vio al despertar. Iría directamente al tablero sin molestarse en vestirse, y se conectaría. Estaba entrando. Estaba trabajando. Perdió la cuenta de los días.

Y a veces, al quedarse dormido, especialmente cuando Molly partía en viaje de reconocimiento con una cuadrilla de Modernos contratados, le llegaban imágenes de Chiba. Rostros y neón de Ninsei. Una vez despertó de un confuso sueño con Linda Lee, sin poder recordar quién era ella ni qué había significado para él. Cuando consiguió acordarse, volvió al trabajo, y trabajó nueve horas seguidas.

La penetración en el hielo de la Senso /Red le llevó un total de nueve días.

– Dije una semana -dijo Armitage, incapaz de esconder su satisfacción cuando Case le mostró su plan para el programa-. Te has tomado tu tiempo.

– No jodas -dijo Case, sonriendo a la pantalla-. Esto es un buen trabajo, Armitage.

– Sí -admitió Armitage-, pero no dejes que se te suba a la cabeza. Comparado con lo que tendrás que afrontar, esto es un juguete de vídeo galería.


– Te amo, Madre Gata -susurró el enlace de los Panteras Modernos. La voz sonaba como estática modulada en los audífonos de Case.

– Atlanta, Carnada. Parece que ahora sí. Adelante, ¿entendido? -La voz de Molly se oía un poco más clara.

– Escuchar es obedecer. -Los Modernos de Nueva Jersey utilizaban un plato receptor reticulado para que la señal codificada rebotara en un satélite de los Hijos de Cristo Rey en órbita geosincrónica sobre Manhattan. Preferían considerar toda la operación como un complicado chiste privado, y su elección de los satélites de comunicación parecía haber sido deliberada. Las señales de Molly estaban siendo transmitidas desde un plato parabólico de un metro de diámetro, sujeto con resina epóxica a la azotea de una torre bancaria de cristal negro, casi tan alta como el edificio de la Senso /Red.

Atlanta. El código de reconocimiento era sencillo. De Atlanta a Boston, a Chicago y a Denver; cinco minutos para cada ciudad. Si alguien lograba interceptar la señal de Molly, decodificarla, sintetizar su voz, el código avisaría a los Modernos. Si ella permaneciese más de veinte minutos dentro del edificio, sería muy poco probable que saliera.

Case bebió el último trago de café, acomodó los trodos, y se rascó el pecho bajo la camiseta negra. Tenía sólo una idea aproximada de lo que los Panteras Modernos pensaban hacer para distraer a los encargados de seguridad de la Senso /Red. La tarea de los Modernos era asegurar que el programa de intrusión que él había escrito se conectara a los sistemas Senso/Red cuando Molly lo necesitase. Observó la cuenta regresiva en la esquina de la pantalla. Dos. Uno.

Tomó el mando y activó el programa. -Línea principal -susurró el enlace; su voz era el único sonido mientras Case se adentraba en los estratos fulgurantes del hielo Senso/Red. Muy bien. Conectó con el simestim y penetró en el sensorio de Molly.

El codificador enturbió levemente la entrada visual. Ella estaba de pie frente a una pared de espejos salpicados de dorado, en el gran vestíbulo blanco del edificio, mascando chicle, aparentemente fascinada por su propia imagen. Aparte de las enormes gafas de sol que ocultaban las lentes especulares implantadas, conseguía en gran medida dar la impresión de pertenecer a aquel lugar: otra muchacha turista con la esperanza de ver a Tally Isham. Llevaba un impermeable de plástico rosado, una camiseta blanca de red, holgados pantalones blancos de un corte que había estado de moda en Tokio el año anterior. Sonreía inexpresivamente y hacía globos con el chicle. Case tuvo ganas de reír. Podía sentir la cinta de microporos en las costillas de ella, sentir las pequeñas unidades planas bajo la cinta, y el codificador. El micrófono pegado a su cuello casi podía pasar por un dermodisco analgésico. Dentro de los bolsillos de la chaqueta rosada las manos se abrían y cerraban sistemáticamente en una serie de ejercicios de relajamiento. Tardó unos cuantos segundos en darse cuenta de que la extraña sensación en los extremos de los dedos de Molly era provocada por las cuchillas que se asomaban y se retraían.

Regresó. El programa ya había alcanzado la quinta puerta. Observó mientras el rompehielos destellaba y cambiaba de posición frente a él, consciente apenas de que sus manos se movían sobre el tablero, haciendo ajustes menores. Traslúcidos planos de color barajados como un mazo de cartas de prestidigitador. Saca una carta, pensó, cualquiera.

La puerta pasó borrosamente. Rió. El hielo Senso/Red había aceptado su entrada como transferencia de rutina desde el centro del consorcio en Los Ángeles. Había entrado. Detrás de él subprogramas virales se desprendían entreteniéndose con la trama codificada de la puerta, lista para desviar la información correcta de Los Ángeles.

Volvió a entrar. Molly se paseaba frente al enorme y circular mostrador de recepción al fondo del vestíbulo.

12:01:20 cuando el anuncio ardió en el nervio óptico de Molly.


A medianoche, sincronizado con el chip de detrás del ojo de Molly, el enlace en Jersey había ordenado: -Línea principal. -Nueve Modernos desperdigados a lo largo de doscientas millas del Ensanche habían marcado simultáneamente MAX EMERG desde cabinas telefónicas. Cada Moderno repitió un texto breve, colgó y se perdió en la noche, quitándose los guantes de cirugía. Nueve centrales de policía y agencias de seguridad pública absorbieron la información de que una oscura subsecta de fundamentalistas cristianos acababa de reivindicar la introducción en dosis clínicas de un psicoactivador prohibido llamado Azul Nueve en el sistema de ventilación de la Pirámide Senso /Red. Se había demostrado que Azul Nueve, conocido en Califomia como Ángel Doliente, había producido paranoia aguda y psicosis homicida en el ochenta y cinco por ciento de los sujetos experimentales.


Case movió el interruptor cuando el programa irrumpía por las puertas del subsistema de seguridad del archivo de investigación de la Senso /Red. Se encontró entrando en un ascensor.

– Perdone, pero, ¿es usted empleado? -El vigilante alzó las cejas. Molly hizo un globo de chicle.

– No -dijo, hundiendo dos nudillos de la mano derecha en el plexo solar del hombre. Cuando él se replegaba sobre sí mismo, manoteándose el cinturón en busca de la alarma, ella le golpeó la cabeza contra la pared del ascensor.

Masticando con un poco más de rapidez, tocó PUERTA y STOP en el panel iluminado. Sacó una cajita de herramientas del bolsillo de su abrigo e insertó una guía de plomo en el ojo de la cerradura que aseguraba los circuitos del panel.


Los Panteras Modernos dejaron pasar cuatro minutos para que la primera movida tuviese efecto; luego inyectaron una segunda dosis de información tergiversada. Esta vez la dispararon directamente al sistema de vídeo interno del edificio de la Senso /Red.

A las 12:04:03, todas las pantallas del edificio parpadearon durante dieciocho segundos en una frecuencia que produjo convulsiones en un susceptible segmento de empleados de la Senso /Red. Entonces, algo sólo vagamente parecido a un rostro humano llenó las pantallas, las facciones estiradas sobre asimétricas superficies óseas, como una obscena proyección de Mercator; unos labios azules y húmedos se entreabrieron a medida que la retorcida y alargada mandíbula se movía. Algo, tal vez una mano, una cosa parecida a un rojizo racimo de raíces retorcidas, avanzó vacilante hacia la cámara, se desdibujó y desapareció. Imágenes de contaminación de subliminal fugacidad: gráficos del sistema de aguas del edificio, manos enguantadas que manipulaban retortas, algo que se precipitaba en la oscuridad, el pálido sonido de un golpe en el agua… La pista de audio, con el tono ajustado a casi el doble de la velocidad normal de reproducción, era parte de un noticiario de hacía un mes que exponía la potencial utilidad militar de una sustancia bioquímica conocida como HsG. La HsG rige el factor de crecimiento del esqueleto humano. Una sobredosis exacerbaba ciertas células óseas y aceleraba el crecimiento hasta en un mil por ciento.

A las 12:05:00 el núcleo forrado de espejos del consorcio de la Senso /Red albergaba a casi más de tres mil empleados. Cinco minutos después de medianoche, cuando el mensaje de los Modernos finalizaba con un blanco fulgor en las pantallas, la Pirámide de la Senso /Red emitió un alarido.

Media docena de aerodeslizadores del departamento táctico de la policía de Nueva York, respondiendo a la posibilidad de Azul Nueve en el sistema de ventilación del edificio, convergían hacia la Pirámide de la Senso /Red, desplegando toda una batería de reflectores antimotín. Un helicóptero del grupo de acción rápida del EMBA partió desde Riker.


Case disparó su segundo programa. Un virus cuidadosamente preparado atacó la trama codificada que vigilaba las órdenes de custodia del segundo subsuelo, donde se guardaba el material de investigación de la Senso /Red. -Boston. -La voz de Molly.- Estoy abajo. -Case cambió la conexión y vio la pared ciega del ascensor. Ella estaba desabrochándose los pantalones blancos. Un abultado paquete de color idéntico al de su pálido tobillo estaba sujeto allí con cinta de microporos. Se arrodilló y despegó la cinta. Unas manchas de esmalte rojo salpicaron el policarbono mimético cuando desplegó el traje de Moderno. Se quitó el impermeable rosado, lo arrojó junto a los pantalones blancos y comenzó a ponerse el traje por encima de la camiseta de malla blanca.

12:06:26.

El virus de Case había abierto una ventana en el hielo de órdenes del archivo. Tecleó y se encontró con un infinito espacio azul en el que había esferas de colores codificados, sobre una apretada retícula de neón azul claro.

En el no-espacio de la matriz, el interior de una determinada estructura de información tenía una dimensión subjetiva ilimitada; una calculadora de juguete, operada mediante los Sendai de Case, habría presentado ilimitadas lagunas de vacío mediante unas pocas órdenes básicas. Case comenzó a teclear la secuencia que el finlandés había comprado a un sarariman de grado medio con graves problemas de adicción. Empezó a planear por las esferas como si siguiera pistas invisibles.

Aquí. Ésta.

Abriéndose paso hacia el interior de la esfera, se encontró bajo una gélida bóveda de neón azul, sin estrellas, y lisa como vidrio helado; disparó un subprograma que provocó ciertas alteraciones en las órdenes de protección del núcleo.

Ahora afuera. Invirtiendo fluidamente, mientras el virus rehacía la trama de la ventana.

Hecho.


En el vestíbulo de la Senso /Red, dos Panteras Modernos estaban sentados en actitud de alerta detrás de una máquina jardinera rectangular, grabando el desorden con una cámara de vídeo. Ambos llevaban trajes de camaleón.

– Los de Tácticas están levantando barricadas de espuma -apuntó uno de ellos, hablándole al micrófono que tenía en la garganta-. Los Rápidos siguen tratando de que el helicóptero aterrice.


Case movió el interruptor de simestim. Y entró en la agonía de un hueso roto. Molly estaba rígida contra la pared ciega y gris de un largo pasillo; respiraba con ronquidos entrecortados. Instantáneamente Case regresó a la matriz; una intensísima punzada de dolor se le desvaneció en el muslo derecho.

– ¿Qué está pasando, Prole? -preguntó al enlace.

– No lo sé, Cortador. La Madre ha callado. Espera.

El programa de Case estaba rotando. Un finísimo hilo de neón rojo se extendía desde el centro de la ventana restaurada hasta la silueta cambiante del rompehielos. No tenía tiempo para esperar. Tomó aliento y volvió a Molly.

Molly dio un paso, intentando apoyarse en la pared del pasillo. En la buhardilla, Case gimió. El segundo paso la llevó por encima de un brazo extendido. Una manga de uniforme, brillante de sangre fresca. La fugaz imagen de una cachiporra de fibra de vidrio hecha trizas.

La visión de Molly parecía haberse reducido a una sola línea. Cuando dio el tercer paso, Case gritó y se encontró de nuevo en la matriz.

– ¿Prole? Boston, cariño… -La voz apretada por el dolor. Tosió. – Problemitas con los nativos. Creo que uno de ellos me rompió la pierna.

– ¿Qué necesitas ahora, Madre Gata? -La voz del enlace era indistinta, casi perdida entre la estática.

Case hizo un esfuerzo y volvió a conectar. Molly estaba apoyada en la pared, cargando todo su peso sobre la pierna derecha. Hurgó en el bolsillo de canguro del traje y sacó una lámina de plástico tachonada con dermodiscos multicolores. Escogió tres y los apretó con fuerza en la muñeca izquierda, sobre las venas. Seis mil microgramos de endorfina análoga descendieron sobre el dolor como un martillo y lo hicieron pedazos. La espalda se le arqueó convulsivamente. Unas ondas rosadas de calor le invadieron los muslos. Suspiró y se relajó poco a poco.

– Está bien, Prole. Ahora está bien. Pero cuando salga necesitaré un equipo médico. Dile a mi gente. Cortador, estoy a dos minutos del blanco. ¿Puedes quedarte?

– Dile que estoy dentro y me quedo -dijo Case.

Molly comenzó a cojear por el pasillo. La única vez que miró hacia atrás, Case vio los cuerpos retorcidos de tres vigilantes de la Senso /Red. Uno de ellos parecía no tener ojos.

– Los de Tácticas y los Rápidos han sellado la planta baja, Madre Gata. Barricadas de espuma. El vestíbulo se está poniendo interesante.

– Muy interesante aquí abajo -dijo ella al pasar entre dos puertas de acero gris-. Ya falta poco, Cortador.

Case regresó a la matriz y se quitó los trodos de la frente. Estaba empapado en sudor. Se secó con una toalla, tomó un breve sorbo de agua de la botella de ciclista que había junto al Hosaka, y consultó el plano del archivo. Un palpitante cursor rojo se arrastraba por la silueta de una puerta, a escasos milímetros del punto verde que indicaba la ubicación de la estructura del Dixie Flatline. Se preguntó cómo le quedaría la pierna al caminar de esa manera. Con la suficiente endorfina análoga, sería capaz de caminar sobre muñones sangrientos. Apretó el arnés de nailon que lo sujetaba a la silla y se volvió a poner los trodos.

Ahora era rutina: trodos, sentarse, y alternar estados.

El archivo de investigación de la Senso /Red era un espacio cerrado de almacenamiento; los materiales almacenados allí tenían que ser físicamente retirados antes de que los llevaran a internase. Molly cojeaba entre filas de idénticos armarios grises.

– Dile que cinco más y luego diez a la izquierda, Prole -dijo Case.

– Cinco más y diez a la izquierda, Madre Gata -dijo el enlace.

Ella dobló a la izquierda. Una bibliotecaria de rostro lívido, arrinconada entre dos armarios, con las mejillas empapadas, los ojos en blanco. Molly la ignoró. Case se preguntó qué habrían hecho los Modernos para provocar tal grado de terror. Sabía que tenía algo que ver con una falsa amenaza, pero había estado demasiado atento al hielo para seguir la explicación de Molly.

– Ése es -dijo Case, pero ella ya se había detenido frente al armario donde estaba la estructura. El diseño le recordó a Case las estanterías neoaztecas de la antesala de Julie Deane en Chiba.

– Hazlo, Cortador -dijo Molly.

Case pasó al ciberespacio y transmitió una orden que viajó por el hilo rojo a través del hielo del archivo. Cinco sistemas de alarma estaban convencidos de que funcionaban todavía. Las tres complicadas cerraduras se desactivaron, pero consideraron que habían permanecido cerradas. La memoria permanente del banco central sufrió una pequeñísima alteración: la estructura había sido retirada por orden ejecutiva un mes antes. Si un bibliotecario quisiese verificar la autorización, encontraría los registros borrados.

La puerta se abrió sobre unas bisagras silenciosas.

– 0467839 -dijo Case, y Molly sacó del anaquel una unidad negra de almacenamiento. Se parecía al cargador de un gran rifle de asalto: tenía la superficie cubierta con adhesivos de advertencia e índices de seguridad.

Molly cerró la puerta del armario y Case regresó a la matriz.

Extrajo la línea a través del hielo del archivo. La línea regresó en seguida al programa y activó automáticamente una reversión completa del sistema. Las puertas de la Senso /Red se cerraron tras él. Los subprogramas se reintrodujeron en el núcleo del rompehielos cuando él dejó atrás las puertas donde habían sido emplazados.

– Fuera, Prole -dijo, y se derrumbó en la silla. Luego de concentrarse en la implementación de un programa, era capaz de continuar conectado y sin embargo consciente de su propio cuerpo. Podrían pasar días antes de que Senso/Red descubriese el robo de la estructura. La clave sería la desviación de la transferencia de Los Ángeles, que coincidía demasiado exactamente con el operativo de terror de los Modernos. Dudaba que los tres vigilantes con que Molly se había encontrado en el pasillo viviesen para contarlo. Volvió a cambiar de fase.

El ascensor, con la caja de herramientas de Molly sujeta al tablero de control, permanecía donde ella lo había dejado. El vigilante yacía aún aovillado en el suelo. Case advirtió el dermo que tenía en el cuello por primera vez. Algo de Molly, para mantenerlo sometido. Ella pasó por encima del vigilante y quitó la caja de herramientas antes de oprimir el botón de VESTÍBULO.

Cuando la puerta del ascensor se abrió, con un sonido sibilante, una mujer que estaba entre la multitud se abalanzó de espaldas hacia el ascensor y golpeó de cabeza contra la pared de atrás. Molly la ignoró, inclinándose para quitar el dermo del cuello del vigilante. Luego, de un puntapié arrojó los pantalones blancos y el impermeable rosado fuera del ascensor; tiró también las gafas oscuras y se arregló la capucha sobre la frente. La estructura, metida en el bolsillo canguro, le punzaba el esternón. Salió del ascensor.

Case había presenciado el pánico anteriormente, pero nunca en un recinto cerrado.

Los empleados de la Senso /Red, después de salir en tropel de los ascensores, habían arremetido contra la salida, sólo para encontrarse con las barricadas de espuma de los Tácticos y los rifles de arena de los Rápidos del EMBA. Los dos grupos, convencidos de que mantenían a raya una horda de asesinos potenciales, se ayudaban mutuamente con una eficiencia poco característica. Más allá de los restos de las puertas principales, había cuerpos apilados en medio de las barricadas. Los latidos huecos de las pistolas antimotín servían de fondo al ruido que hacía la muchedumbre mientras iba y venía atropelladamente sobre el pavimento de mármol del vestíbulo. Case nunca había escuchado un ruido semejante.

Tampoco Molly, aparentemente. -Jesús -dijo. Y vaciló. Era como un lamento in crescendo hacia un ululante aullido de terror crudo y absoluto. El suelo del vestíbulo estaba cubierto de cadáveres, de ropas de sangre, y de largas y pisoteadas tiras de papel amarillo.

– Vamos, hermana. Nos toca salir. -Los ojos de los Modemos miraban fijamente desde la enloquecida agitación del policarbono; sus trajes no se adecuaban a la vorágine de formas y colores que se movía detrás de ellos.- ¿Estás herida? Vamos, Tommy te ayudará. -Tommy le dio algo al que hablaba: una cámara de vídeo envuelta en policarbono.

– Chicago -dijo ella-. Estoy en camino. -Y entonces comenzó a caer, no sobre el suelo de mármol, pringado de sangre y vómito, sino a un pozo tibio como la sangre, al silencio y la oscuridad.


El líder de los Panteras Modernos, quien se presentó como Lupus Yonderboy, llevaba un traje de policarbono con un dispositivo de grabación que le permitía reproducir sonidos de fondo a voluntad. Posado sobre la mesa de trabajo de Case, como una especie de gárgola de arte de vanguardia, miraba a Case y a Armitage con ojos entornados. Sonreía. Tenía el pelo rosado. Una selva multicolor de microsofts se erizaba detrás de su oreja izquierda, que era puntiaguda y estaba coronada por más pelos rosados. Le habían modificado las pupilas para que captaran la luz como las de un gato. Case le miró el traje, sobre el que se movían colores y texturas.

– No supisteis controlar la situación -dijo Armitage. Estaba de pie como una estatua, en medio de la buhardilla, envuelto en los oscuros y brillantes pliegues de una gabardina 'de aspecto costoso.

– El caos, señor Alguien -dijo Lupus Yonderboy-, es nuestro estilo y nuestro modo. Nuestro plato fuerte. Ella lo sabe. Es ella con quien tratamos. No con usted, señor Quién. -En su traje se había formado ahora un extraño diseño angular de tonos crema y pálido verde aguacate. Necesitaba un equipo médico. Ella está ahí. Nos ocuparemos. Todo está bien. -Volvió a sonreír.

– Páguele -dijo Case.

Armitage lo miró con enfado. -No tenemos dinero.

– Ella sí tiene -dijo Yonderboy.

– Páguele.

Armitage cruzó la habitación en silencio hasta la mesa y sacó tres gruesos fajos de nuevos yens de los bolsillos de su gabardina. -¿Quiere contarlo? -preguntó a Yonderboy.

– No -dijo el Pantera Moderno-. Usted pagará. Usted es un señor Alguien. Usted paga por seguir siéndolo. No un señor Quién.

– Espero que no se trate de una amenaza -le dijo Armitage.

– Se trata de un negocio -dijo Yonderboy, metiendo el dinero en el bolsillo delantero del traje.

Sonó el teléfono. Case contestó.

– Molly -le dijo a Armitage, pasándole el auricular.


Las formas geodésicas del Ensanche se aclaraban al gris del alba cuando Case salió del edificio. Sentía las extremidades frías e inconexas. No podía dormir. Estaba hastiado de la buhardilla. Lupus se había marchado, luego Armitage, y a Molly la estaban operando en algún sitio. El suelo vibró bajo sus pies cuando un tren pasó sibilante. A lo lejos se oía un ulular de sirenas.

Dobló esquinas al azar; llevaba el cuello levantado, e iba encogido en una chaqueta nueva de cuero. Arrojó a la alcantarilla el primero de una cadena de Yeheyuan luego de haber encendido el siguiente. Intentó imaginar los saquitos de toxina de Armitage disolviéndosela en el torrente sanguíneo, las microscópicas membranas adelgazándose cada vez más a medida que caminaba. No parecía real. Tampoco lo parecían la agonía y el temor que había visto a través de los ojos de Molly en el vestíbulo de la Senso /Red. Se encontró intentando recordar los rostros de los tres que había matado en Chiba. Los dos hombres eran lagunas; la mujer le recordaba a Linda Lee. Un castigado camión de tres ruedas con ventanas de espejos pasó a saltos junto a él; cilindros de plástico vacíos rebotaban en la caja.

– Case.

Se sobresaltó haciéndose a un lado, buscando instintivamente una pared.

– Un mensaje para ti, Case. -En el traje de Lupus Yonderboy aparecían cíclicamente colores primarios puros.- Perdón. No quise asustarte.

Case se enderezó, las manos en los bolsillos de la chaqueta. Le llevaba una cabeza al Moderno. -Tendrías que tener más cuidado, Yonderboy.

– Éste es el mensaje, Wintermute. -Lo deletreó.

– ¿Lo envías tú? -Case dio un paso adelante.

– No -dijo Yonderboy-. Te lo envían.

– ¿Quién?

– Wintermute -repitió Yonderboy, moviendo la cabeza y bamboleando el copete de pelo rosado. El traje se le puso negro mate, una sombra de carbonilla contra el viejo cemento. Ejecutó brevemente unos extraños pasos de danza, agitando los brazos delgados y negros, y desapareció. No. Allí. Una capucha que escondía el rosado, el traje del exacto color gris, salpicado y manchado como la acera que pisaba. Los ojos reflejaron el rojo de un semáforo. Y luego desapareció de verdad.

Case cerró los ojos y se los frotó con dedos entumecidos, apoyado en la ruinosa pared de ladrillos.

Ninsei había sido mucho más simple.

5

EL EQUIPO MÉDICO de Molly ocupaba dos plantas de un anónimo bloque de viviendas próximo al centro viejo de Baltimore. Era un edificio modular, como el Hotel Barato en versión gigante: cada nicho medía cuarenta metros de largo. Case encontró a Molly cuando ésta salía de un nicho, que ostentaba el minuciosamente elaborado logo de un tal GERALD CHIN, DENTISTA. Estaba cojeando.

– Dice que si pateo lo que sea, se me caerá.

– Me he encontrado con uno de tus amigotes -dijo él-, un Moderno.

– ¿Sí? ¿Cuál?

– Lupus Yonderboy. Tenía un mensaje. -Le pasó una servilleta de papel que decía WINTERMUTE en pulcras y meticulosas mayúsculas escritas con rotulador rojo.- Dijo que… -Pero la mano de Molly se alzó indicando silencio.

– Vayamos a comer cangrejo -dijo.


Después de la comida en Baltimore, habiendo Molly diseccionado su cangrejo con alarmante facilidad, viajaron en metro a Nueva York. Case había aprendido a no hacer preguntas: sólo provocaban la señal de silencio. Parecía que la pierna la molestaba bastante, y rara vez abría la boca.

Una niña negra y delgada, con cuentas de madera y antiguas resistencias eléctricas apretadamente hilvanadas en el pelo, abrió la puerta del finlandés y los condujo por el túnel de desperdicios. Case sintió que, de algún modo, las cosas habían crecido durante su ausencia. En todo caso parecían cambiar sutilmente: se cocían bajo la presión del tiempo; copos silenciosos e invisibles que se asentaban para formar una charca, una cristalina esencia de tecnología desechada que florecía en secreto en los basurales del Ensanche.

Detrás de la manta militar, el finlandés esperaba sentado a la mesa blanca.

Molly comenzó a firmar apresuradamente; sacó una hoja de papel, escribió algo en ella y se la pasó al finlandés. El finlandés la sujetó entre los dedos pulgar e índice manteniéndola apartada del cuerpo como si pudiese estallar. Hizo un gesto que Case no conocía, una mezcla de impaciencia y pesarosa resignación. Se puso de pie, sacudiéndose las migas de la maltrecha chaqueta de paño. Sobre la mesa había un frasco de arenques encurtidos junto a un desgarrado paquete plástico de galletas y un cenicero de lata repleto de colillas de Partagás.

– Espera -dijo el finlandés, y salió de la habitación.

Molly ocupó su lugar, y con la cuchilla del dedo índice pinchó una grisácea lonja de arenque. Case erraba por la habitación, tanteando al pasar el equipo de exploración empotrado en las columnas.

A los diez minutos el finlandés regresó presuroso, mostrando los dientes en una amplia y amarilla sonrisa. Asintió con la cabeza, saludó a Molly mostrándole el pulgar, e hizo una seña a Case para que lo ayudase con la puerta del panel. Mientras Case ajustaba el borde autoadhesivo, el finlandés sacó del bolsillo una consola pequeña y plana y tecleó una complicada secuencia.

– Cariño -dijo a Molly, guardando la consola-, lo has conseguido. De verdad, lo huelo. ¿Me dirás dónde lo con seguiste?

– Yonderboy -dijo Molly, apartando el arenque y las galletas con un movimiento de la mano-. Hice un negocio con Larry, bajo cuerda.

– Muy listo -dijo el finlandés-. Es una IA.

– Un poco más despacio -pidió Case.

– Berna -dijo el finlandés, ignorándolo-. Berna. Tiene ciudadanía suiza limitada, según el equivalente del Acta del 53. Fue construido para la Tessier-Ashpool S.A. La Tessier es propietaria del modelo y también del software original.

– ¿Y qué hay en Berna, eh? -Case se situó deliberadamente entre ellos.

– Wintermute es el código de reconocimiento de una IA. Tengo los números del Registro Turing. Inteligencia artificial.

– Todo eso está muy bien -dijo Molly-, pero ¿a qué nos lleva?

– Si Yonderboy no se equivoca -dijo el finlandés-, la IA está detrás de Armitage.

– Pagué a Larry para que los Modernos husmearan un poco en tomo a Armitage -explicó Molly, volviéndose hacia Case-. Tienen unas líneas de comunicación muy extrañas. El trato era que yo les pagaría si me averiguaban una cosa: ¿para quién trabaja Armitage?

– ¿Y tú piensas que es la IA? A ésos no se les permite ninguna autonomía. Tiene que ser la empresa madre, la Tessle…

– Tessier-Ashpool S.A. -dijo el finlandés-. Y puedo contaros algo sobre ellos. ¿Queréis escuchar? -Se sentó y se inclinó hacia adelante.

– El finlandés… -dijo Molly-; le encantan los cuentos.

– Éste no se lo he contado a nadie -comenzó el finlandés.


El finlandés era un traficante de bienes robados, sobre todo de software. En el transcurso de sus negocios, entraba ocasionalmente en contacto con otros traficantes; algunos de ellos comerciaban con los artículos más tradicionales del ramo: metales preciosos, sellos, monedas de colección, gemas, joyas, pieles, cuadros y otros objetos de arte. La historia que relató a Case y Molly comenzaba con la historia de otro hombre a quien llamó Smith.

También Smith era un traficante, pero en temporadas más benévolas actuaba como marchante de arte. Fue la primera persona «que se pasó al silicón» entre los conocidos del finlandés. A Case, la expresión le sonó anticuada. Los microsofts que Smith compraba eran programas de historia del arte, e índices tabulados de ventas de galerías. Con una conexión de media docena de chips, el conocimiento de Smith acerca del negocio del arte era formidable, al menos según las normas de sus colegas. Pero Smith se había acercado al finlandés pidiéndole ayuda, un pedido fraternal, de un hombre de negocios a otro. Quería información sobre el clan Tessier-Ashpool, dijo, y tenía que ser obtenida de tal modo que el investigado no pudiera en ningún caso rastrear la fuente. Se podía hacer, había opinado el finlandés, pero no si antes no le daban una explicación. -Olía -dijo el finlandés a Case-, olía a dinero. Y Smith se mostraba muy cauteloso. Casi demasiado cauteloso.

Resultó que Smith tenía un proveedor llamado Jimmy. Jimmy era un ladrón ocasional, acababa de pasar un año en órbita alta, y había bajado por el pozo gravitatorio trayendo algunas cosas. El objeto más curioso que Jimmy había conseguido adquirir en el archipiélago era una cabeza, un busto intrincadamente trabajado, de platino esmaltado y con incrustaciones de perlas de cultivo y lapislázuli. Suspirando, Smith había dejado a un lado el microscopio de bolsillo y aconsejó a Jimmy que fundiese el objeto. Era contemporáneo, no una antigüedad, y no tenía valor para el coleccionista. Jimmy se echó a reír. Se trataba de una terminal de computadora, dijo. Hablaba. Y no con voz sintetizada, sino con un hermoso arreglo de dispositivos y diminutos tubos de órgano. Fuera quien fuese el constructor, era una pieza barroca, un objeto perverso, porque los chips de voz sintetizada no cuestan casi nada. Era una curiosidad. Smith conectó la cabeza a la computadora y escuchó cómo la melodiosa e inhumana voz recitaba las cifras del informe impositivo del año anterior.

La clientela de Smith incluía a un multimillonario de Tokio cuya pasión por los robots mecánicos rayaba en el fetichismo. Smith se encogió de hombros, mostrando a Jimmy la palma de las manos en un gesto tan viejo como su profesión. Podía intentarlo, dijo, pero dudaba que pudiese sacar mucho a cambio.

Cuando Jimmy se marchó, habiendo dejado la cabeza, Smith la examinó detenidamente y descubrió ciertas marcas. Terminó por averiguar que era el resultado de una insólita colaboración entre dos artesanos de Zurich, un experto en esmaltes de París, un joyero holandés y un diseñador de chips de California. Averiguó también que había sido encargada por Tessier-Ashpool S.A.

Smith comenzó a tantear al coleccionista de Tokio, intuyendo que estaba en la pista de algo notable.

Y luego recibió una visita, una visita no anunciada, de alguien que atravesó el complicado laberinto de seguridad de Smith como si no existiese. Un hombre pequeño, japonés, de extremada cortesía, que tenía todos los rasgos de un asesino ninja cultivado in vitro. Smith permaneció sentado, mirando fijamente los tranquilos y marrones ojos de la muerte al otro lado de una pulida mesa de palo de rosa de Vietnam. Con suavidad, casi excusándose, el asesino clónico explicó que era su deber encontrar y recuperar cierta obra de arte, un mecanismo de gran hermosura, que habían robado de la casa de su amo. Había llegado a averiguar, dijo el ninja, que tal vez Smith supiera algo de este objeto.

Smith dijo al hombre que no tenía deseos de morir y trajo la cabeza. ¿Y cuánto, preguntó el visitante, esperaba usted obtener por la venta de este objeto? Smith mencionó una cifra muy inferior al precio que hubiese deseado pedir. El ninja extrajo un chip de crédito y transfirió a Smith esa suma sacándola de una cuenta numerada suiza. ¿Y quién, preguntó el hombre, le trajo esta pieza?

Smith se lo dijo. Pocos días después, Smith se enteraba de la muerte de Jimmy.

– Fue entonces cuando yo aparecí -continuó el finlandés-. Smith sabía que yo negociaba con la gente de Memory Lane, y es allí donde uno va en busca de información discreta, que no pueda ser rastreada. Contraté a un vaquero. Yo era el intermediario, así que me quedé con un porcentaje. Smith era un tío ciudadoso. Acababa de pasar por una extraña experiencia de negocios y había salido ganando, pero había algo que no cuadraba. ¿Quién había sacado el dinero de la cuenta suiza? ¿Yakuza? No podía ser. Ellos tienen un código muy rígido para cubrir este tipo de situaciones, y además matan siempre al beneficiario. ¿Sería un asunto fantasma? A Smith no le parecía. Los negocios fantasmas tienen una vibración especial; llega un momento en que no pueden pasar inadvertidos. Bueno, hice que mi vaquero fisgonease en los cementerios de noticias hasta que encontrarnos a la Tessier-Ashpool en litigio. El caso no era lo que importaba, pero descubrimos quiénes eran los abogados. Luego rastreó el hielo de los abogados y obtuvimos la dirección de la familia. Vaya información…

Case alzó las cejas.

– Freeside -dijo el finlandés-. El huso. Resulta que son dueños de prácticamente todo. Lo interesante fue lo que supimos cuando el vaquero buscó información en los cementerios de noticias y preparó un resumen. Organización familiar. Estructura empresarial. Se supone que una sociedad anónima tiene acciones en venta, pero desde hace más de cien años no se ha vendido una sola acción de Tessier-Ashpool en el mercado libre. En ninguna bolsa, que yo sepa. Estamos hablando de una familia de órbita alta de primera generación, muy excéntrica, muy discreta, que se maneja como una sociedad corporativa. Mucho dinero, muy recelosa de la prensa. Mucho clonaje. La ley orbital es mucho más tolerante con la ingeniería genética, ya lo sabéis. Y es difícil llegar a saber cuál generación o combinación de generaciones está en el poder en un momento determinado.

– ¿Cómo es eso? -preguntó Molly.

– Tienen su propio equipo criogénico. Incluso bajo la ley orbital uno está legalmente muerto mientras dure la congelación. Parece que se turnan, aunque hace unos treinta años que no se sabe nada del fundador. En cuanto a su esposa, murió en un accidente de laboratorio…

– Bueno, ¿y qué pasó con tu traficante?

– Nada. -El finlandés frunció el ceño.- Abandonó. Echamos un vistazo a la increíble maraña de apoderados que tienen los de T-A, y eso fue todo. Jimmy tuvo que haber entrado en Straylight; robó la cabeza, y la Tessier-Ashpool envió al ninja tras él. Smith decidió olvidarlo todo. Quizás fue listo. -Miró a Molly.- La Villa Straylight. La punta del huso. Estrictamente privada.

– ¿Crees que son los dueños del ninja, finlandés? -preguntó Molly.

– Así lo creía Smith.

– Claro -dijo ella-. ¿Y qué le habrá pasado al ninjita?

– Tal vez lo guardaron en hielo. Descongelar antes de usarlo.

– Bien -dijo Case-, sabemos que Armitage recibe la mercancía de una IA llamada Wintermute. ¿Qué ganamos con eso?

– Nada, todavía -dijo Molly-. Pero ahora tienes un trabajito. -Sacó del bolsillo una hoja de papel doblada y se la dio. Case la desplegó. Coordenadas de reticulado y códigos de entrada.

– ¿De quién se trata?

– De Armitage. Una base de datos. Se la compré a los Modernos. Un negocio aparte. ¿Dónde está?

– En Londres -dijo Case.

– Métete. -Se echó a reír.- Gánate el pan, para variar.


Case estaba esperando un trans-EMBA local en el concurrido andén. Hacía horas que Molly había regresado a la buhardilla; llevaba la estructura del Flatline en el bolso verde, y desde entonces Case había estado bebiendo sin interrupción.

Trastornaba pensar en el Flatline como una estructura: una cassette de circuitos ROM que reproducía las habilidades, obsesiones y reflejos de un muerto… El trans-EMBA llegó con un estruendo sobre la negra cinta de inducción, y un polvo de hollín se filtró por las grietas del techo del túnel. Arrastrando los pasos, Case fue hasta la puerta más cercana, y ya a bordo del tren, observó a los demás pasajeros. Dos miembros de la Iglesia de la Ciencia Cristiana, de aspecto predatorio, se acercaban a un trío de jóvenes técnicas administrativas que llevaban en las muñecas unas idealizadas vaginas holográficas; un color rosado húmedo que brillaba bajo la cruda iluminación. Las técnicas se mordían nerviosas los labios y observaban a los de la Ciencia Cristiana con ojos metálicos y entornados. Parecían animales altos y exóticos de la sabana, meciéndose gráciles e inconscientes, siguiendo el vaivén del tren, los tacones altos como cascos lustrosos sobre el metal gris del suelo del vagón. Antes de que pudiesen salir en estampida, alejándose de los misioneros, el tren llegó a la estación de Case.

Case bajó y vio un cigarro holográfico blanco suspendido junto a la pared de la estación; debajo la palabra FREESIDE pulsaba en retorcidas letras mayúsculas que querían parecer caracteres japoneses. Caminó entre la multitud y se detuvo bajo el holograma, estudiándolo. ¿POR QUÉ ESPERAR?, latía el aviso. Un huso blanco y romo, con rebordes e incrustaciones: reticulados radiadores, muelles, cúpulas. Había visto el anuncio, y otros semejantes, miles de veces. Nunca le había llamado la atención. La consola podía ponerlo en contacto con los bancos Freeside tan fácilmente como cuando entraba en Atlanta. Viajar era una cuestión carnal. Pero esta vez advirtió el pequeño signo, del tamaño de una moneda, en la esquina inferior izquierda de la trama luminosa del aviso: T-A.

Regresó a la buhardilla, recordando a Flatline. Cuando tenía diecinueve años, había pasado parte del verano en el Gentleman Loser, bebiendo sin prisas la cerveza más cara y observando a los vaqueros. Nunca había tocado una consola, pero sabía lo que quería. Había entonces otros veinte esperanzados rondando el Loser, aquel verano, cada uno decidido a trabajar como asistente de un vaquero. No había otra forma de aprender.

Todos habían oído hablar de Pauley, el jinete de los suburbios de Atlanta, que había sobrevivido a la muerte cerebral detrás del hielo negro. El rumor -débil, callejero, y el único que se oía- decía sólo que Pauley había logrado lo imposible. -Fue algo grande -le dijo a Case otro aspirante a cambio de una cerveza-, pero ¿quién sabe qué? Me dicen que quizás fue una red de nóminas brasileña. De todas formas, el tío estaba muerto, muerte cerebral completa. -Case miró en el otro extremo del bar a un fornido hombre en mangas de camisa; tenía algo de plomizo en el color de la piel.

– Muchacho -le diría el Flatline, meses después, en Miami-, yo soy como uno de esos jodidos lagartijones, ¿sabes? Esos que tenían dos malditos cerebros, uno en la cabeza y otro en la cola para mover las patas de atrás. Podías pegarles, darles justo en la cabeza negra, pero el viejo cerebro trasero seguía funcionando.

La elite de vaqueros del Loser evitaba a Pauley a causa de alguna extraña ansiedad grupal, casi una superstición. McCoy Pauley, el lázaro del ciberespacio…

Y al final fue el corazón lo que acabó con él. El corazón ruso, un excedente militar que le habían implantado en un campo de prisioneros durante la guerra. Se había negado a cambiárselo, diciendo que necesitaba ese latido particular para conservar el sentido del tiempo.

Case jugueteó con la hojita de papel que le había dado Molly, y subió escaleras arriba.

Molly roncaba sobre el colchón de espuma. Un escayolado transparente le subía desde la rodilla hasta pocos centímetros de la entrepierna; bajo el rígido plástico microporoso la piel estaba manchada de hematomas, un sombreado negro que se diluía en un repugnante amarillo. Ocho dermos de diferente tamaño y color le corrían en una nítida línea por la muñeca izquierda. Al lado había una unidad transdérmica Akai de finos cables rojos conectados a trodos de entrada bajo la escayola.

Encendió el tensor que estaba junto al Hosaka. El nítido círculo de luz cayó directamente sobre la estructura del Flatline. Metió algo de hielo, conectó la estructura, y se sentó a trabajar.

Tuvo la clara sensación de que alguien leía por encima de su hombro.

Tosió. -¿Dix? ¿McCoy? ¿Eres tú, viejo? -Sentía un nudo en la garganta.

– Oye, hermano -dijo una voz sin dirección.

– Es Case, viejo. ¿Recuerdas? -Miami, aprendiz, estudios rápidos.

– ¿Qué es lo último que recuerdas antes de que te hablara, Dix?

– Nada.

– Espera. -Desconectó la estructura. La presencia había desaparecido. La conectó de nuevo.- ¿Dix? ¿Quién soy?

– Me tienes confundido. ¿Quién diablos eres?

– Ca… tu socio. Colega. ¿Qué pasa, viejo?

– Buena pregunta.

– ¿Recuerdas haber estado aquí hace un segundo?

– No.

– ¿Sabes cómo funciona una matriz de personalidad ROM?

– Claro, hermano, es una estructura firmware.

– Entonces, si la conecto al banco que estoy usando, ¿puedo darle una memoria secuencias, de tiempo real?

– Supongo que sí -dijo la estructura.

– Está bien, Dix. Eres una estructura ROM. ¿Entiendes?

– Si tú lo dices… -dijo la estructura-. ¿Quién eres?

– Case.

– Miami -dijo la voz-, aprendiz, estudios rápidos.

– Bien. Y para empezar, Dix, tú y yo vamos a metemos en la retícula de Londres para pinchar un poco de información. ¿Te apuntas?

– ¿Quieres decir que puedo elegir, muchacho?

6

– LO QUE TÚ NECESITAS es un paraíso -recomendó el Flatline cuando Case le explicó la situación-. Verifica Copenhague, los alrededores de la sección universitaria. -La voz recitaba coordenadas a medida que Case tecleaba en la consola.

Encontraron su paraíso, un «paraíso de piratas», en el desordenado límite de una retícula académica de baja seguridad. A primera vista parecía el tipo de graffiti que los operadores novatos dejaban a veces en las conexiones de las redes, tenues glifos de luz coloreada que reverberaban contra los confusos contornos de una docena de escuelas de arte.

– Allí -dijo el Flatline-, la azul. ¿La distingues? Es un código de entrada para Bell Europa. Es nueva, además. Bell entrará pronto y leerá todo el maldito listado, cambiará todos los códigos. Los chicos robarán los nuevos mañana.

Case tecleó la entrada a la Bell Europa y pasó a un código telefónico normal. Ayudado por Flatline, conectó con la base de datos de Londres que, según Molly, era la de Armitage.

– Espera -dijo la voz-. Deja que lo haga yo. -El Flatline comenzó a entonar una serie de cifras que Case iba tecleando en la consola, tratando de reproducir las pausas con que la estructura indicaba la secuencia temporal. Tuvo que intentarlo tres veces.

– Gran cosa -dijo el Flatline-. No hay nada de hielo.

– Explora esa mierda -dijo Case al Hosaka-. Filtra la historia personal del propietario.

Los garabatos neuroelectrónicos del paraíso desaparecieron, desplazados por un rombo de luz blanca. -Lo que hay aquí sobre todo son grabaciones de vídeo de juicios militares de la posguerra -dijo la lejana voz del Hosaka-. La figura central es la del coronel Willis Corto.

– Muéstrala de una vez -dijo Case.

El rostro de un hombre llenó la pantalla. Los ojos eran los de Armitage.


Dos horas después, Case cayó junto a Molly sobre el colchón y dejó que la espuma se le amoldase al cuerpo.

– ¿Encontraste algo? -preguntó ella con voz pastosa por el sueño y las drogas.

– Te lo diré más tarde -dijo Case-, estoy molido. -Se sentía confundido y con dolor de cabeza. Permaneció allí, con los ojos cerrados, e intentó ordenar las diversas partes de una historia acerca de un hombre llamado Corto. El Hosaka había clasificado y resumido una magra compilación de datos, pero había muchas lagunas. Parte del material eran registros impresos que pasaban fugazmente por la pantalla, y Case había tenido que pedirle al ordenador que los leyese por él. Otros segmentos eran grabaciones en audio de Puño Estridente.

Willis Corto, coronel, había descendido como una sonda a través de un punto ciego de las defensas rusas que protegían Kirensk. Los módulos habían creado el agujero con bombas pulsátiles, y el equipo de Corto penetró en los micros de las Alas Nocturnas, tensas a la luz lunar y que se reflejaban como crestas de plata en las aguas de los ríos Angara y Podhamennaya; sería la última luz que Corto vería en quince meses. Case intentó imaginar a los micros abriéndose como capullos en las cápsulas de lanzamiento, muy por encima de la congelada estepa.

– Vaya si te manipularon, jefe -dijo Case. Molly se movió junto a él.

Los micros no llevaban armas; se las habían quitado para compensar el peso de un operador de consola, un tablero prototipo y un programa viral llamado Topo IX; el primer virus verdadero de la historia de la cibernética. Corto y su equipo habían pasado tres años preparando el programa. Ya habían atravesado el hielo y estaban listos para inyectar el Topo IX cuando los empos dejaron de funcionar. Las armas pulsátiles rusas dejaron a los jinetes en oscuridad electrónica, destruyeron los sistemas de los Alas Nocturnas, y borraron los circuitos de vuelo.

Entonces, los láseres de infrarrojos detectaron los aviones de asalto, frágiles y transparentes al radar, y Corto y el fallecido operador de consola cayeron desde el cielo siberiano. Cayeron y cayeron…

Aquí aparecían lagunas en la historia, y Case estudió unos documentos sobre el vuelo de una nave rusa requisada que logró llegar a Finlandia. Cuando aterrizó al alba en un bosque de cipreses, fue destruida por un anticuado cañón de veinte milímetros, manejado por un equipo de reservistas que estaba de guardia. Para Corto, Puño Estridente había terminado en las afueras de Helsinki, rodeado de paramédicos finlandeses que lo sacaron del helicóptero serruchando sus retorcidas entrañas metálicas. La guerra terminó nueve días después, y Corto fue trasladado a una instalación militar en Utah, ciego, sin piernas y sin la mayor parte de la mandíbula. El funcionario del Congreso tardó once meses en encontrarlo. Escuchó el gorgoteo de unos tubos de desagüe. En Washington y en McLean, los juicios farsa ya habían comenzado. El Pentágono y la CIA estaban pasando por un proceso de balcanización, de desmantelamiento parcial, y una investigación del Congreso se había centrado en Puño Estridente. La cosa estaba madura para un Watergate, había dicho el funcionario a Corto.

Necesitaría ojos, piernas y un extenso trabajo cosmético, dijo el funcionario, pero eso podía arreglarse. Cañerías nuevas, añadió el hombre, apretando el hombro de Corto a través de la sábana mojada de sudor.

Corto escuchó el suave e inexorable goteo. Dijo que prefería testimoniar tal como estaba.

No, explicó el funcionario, los juicios se estaban televisando. Era preciso que llegaran al elector. El funcionario tosió cortésmente.

Reparado y reequipado, Corto recitó un testimonio minucioso, emocionante, lúcido y en gran medida inventado por una camarilla del Congreso interesada en determinados sectores de la infraestructura del Pentágono. Gradualmente, Corto comprendió que su testimonio había salvado las carreras de tres oficiales que habían ocultado ciertos informes sobre la construcción de las instalaciones empo en Kirensk.

Terminado su papel en los juicios, ya nadie lo quería en Washington. En un restaurante de la calle M, frente a un plato de canelones de espárragos, el funcionario explicó el peligro terminal que implicaba hablar con la gente equivocada. Corto le estrujó la laringe con los rígidos dedos de la mano derecha. El funcionario del Congreso murió estrangulado, con el rostro hundido en los canelones, y Corto salió al fresco septiembre de Washington.

Trepidante, el Hosaka revisó informes policiales, registros de espionaje industrial, y archivos de noticias. Case observó a Corto mientras negociaba con posibles desertores de empresas en Lisboa y Marrakesh. La idea de la traición parecía obsesionarle, y aborrecía a los científicos y técnicos que él mismo sobornaba. Borracho, en Singapur, mató a golpes a un ingeniero ruso en un hotel e incendió la habitación.

Después apareció en Tailandia como capataz en una fábrica de heroína. Luego, como reclutador para un cartel californiano de juegos de azar, y como asesino a sueldo en las ruinas de Bonn. Había asaltado un banco en Wichita. El historial se hacía vago, impreciso, las lagunas cada vez mayores.

Un día, dijo, en un segmento grabado que olía a interrogatorio químico, todo se había puesto gris.

Registros médicos traducidos del francés explicaban que un hombre sin identificación había sido llevado a una clínica de salud mental en París, y que se le había diagnosticado esquizofrenia. Se convirtió en catatónico y lo enviaron a una institución estatal en las afueras de Toulon. Fue parte de un programa experimental que intentaba revertir la esquizofrenia mediante modelos cibernéticos. Una selección aleatoria de pacientes fue provista de microordenadores, y, con la ayuda de estudiantes, se estimuló a los pacientes a que los programaran. El hombre se curó, el único caso con éxito de todo el experimento.

Hasta allí llegaba el registro.

Case se dio vuelta sobre el colchón, molestando a Molly, que lo maldijo en voz baja.


Sonó el teléfono. Lo trajo hasta la cama. -¿Sí?

– Nos vamos a Estambul -dijo Armitage-. Esta noche.

– ¿Qué quiere el bastardo? -preguntó Molly.

– Dice que esta noche nos vamos a Estambul.

– Qué maravilla.

Armitáge estaba leyendo números de vuelos y horas de salida.

Molly se incorporó y encendió la luz.

– ¿Y mi equipo? -preguntó Case-. Mi consola.

– El finlandés se encargará -dijo Armitage, y colgó.

Case observó a Molly mientras ella empacaba. Tenía sombras oscuras bajo los ojos, pero aun con a escayola parecía que estuviese bailando. Ni un movimiento superfluo. La ropa de Case era una pila desordenada junto a la otra maleta.

– ¿Te duele? -le preguntó.

– No me vendría mal otra noche en lo de Chin.

– ¿Tu dentista?

– Exactamente. Es muy discreto… Es dueño de la mitad del negocio, una clínica completa. Repara samurais. -Estaba cerrando la cremallera de la maleta. – ¿Has estado alguna vez en Estambul?

– Una vez, un par de días.

– Nunca cambia -dijo ella-. Mala ciudad.


– Fue así cuando fuimos a Chiba -dijo Molly, mirando por la ventanilla del tren un devastado paisaje industrial lunar; en el horizonte unos faros rojos advertían a los aviones que no se acercasen a una planta de fusión-. Estábamos en Los Ángeles. Él entró y dijo: Haz las maletas; tenemos pasajes para Macao. Cuando llegamos jugué al fantán en el Lisboa, y él fue a Zhongshan. Al día siguiente, yo estaba jugando al fantasma contigo en Night City. -Sacó un pañuelo de seda de la manga de la chaqueta negra y se limpió los implantes. El paisaje del norte del Ensanche despertaba en Case confusos recuerdos de infancia, hierba seca en las grietas de cemento de la autopista.

El tren comenzó a perder velocidad diez kilómetros antes de llegar al aeropuerto. Case contempló el amanecer sobre un paisaje de infancia, sobre la escoria y las oxidadas carcasas de las refinerías.

7

LLOVIA EN BEYOGLU, y el Mercedes alquilado pasó frente a las ventanas enrejadas y oscuras de los precavidos joyeros griegos y armenios. La calle estaba prácticamente vacía, apenas unas escasas figuras envueltas en abrigos oscuros, volviéndose para mirar el automóvil.

– Antaño esto era el barrio próspero del Estambul otomano, donde vivían los europeos -ronroneó el Mercedes.

– Y ahora se ha venido abajo -dijo Case.

– El Hilton queda en la Cumhuriyet Cadessi -dijo Molly. Se arrellanó en la gamuza gris del tapizado.

– ¿Cómo es que Armitage vuela solo? -preguntó Case. Tenía dolor de cabeza.

– Porque lo irritas. También me irritas a mí.

Case quería contarle la historia de Corto pero decidió no hacerlo. En el avión se había puesto un dermo de sueño.

El camino desde el aeropuerto era absolutamente recto, como una nítida incisión que abría en dos la ciudad. Case había visto pasar las alocadas paredes de las chabolas de madera, los bloques de apartamentos, las arcologías, unos lúgubres proyectos de vivienda, más paredes de madera enchapada y metal corrugado.

El finlandés, en un traje shinjuku nuevo, negro sarariman, esperaba de mal humor en el vestíbulo del Hilton, como un náufrago en un sillón de pana en medio de un mar de alfombras de color.

– Jesús -dijo Molly-. Una rata vestida de ejecutivo.

Cruzaron el vestíbulo.

– ¿Cuánto te pagan por venir aquí, finlandés? -Molly dejó la maleta junto al sillón. – Apuesto a que no tanto como lo que te pagan por ponerte ese traje, ¿eh?

El finlandés retrajo el labio superior. -No lo suficiente, bombón. -Le dio una llave magnética con una etiqueta amarilla y redonda.- Ya estás registrada. El macho espera arriba. -Miró alrededor.- Esta ciudad es una auténtica mierda.

– Como te pongas agorafóbico te sacarán a patadas. Hazte a la idea de que estás en Brooklyn o algo. -Dio vueltas a la llave alrededor de un dedo.- ¿Estás aquí de valet o qué?

– Tengo que chequearle los implantes a un tipo -dijo el finlandés.

– ¿Qué pasa con mi consola? -preguntó Case.

El finlandés hizo una mueca. -Observa el protocolo. Pregúntale al jefe.

Los dedos de Molly se movieron bailando a la sombra de la chaqueta. El finlandés miró y asintió.

– Sí -dijo ella-. Sé quién es. -Señaló con la cabeza hacia los ascensores.- Vamos, vaquero. -Case la siguió cargando las dos maletas.


La habitación bien podría haber sido la misma de Chiba donde conociera a Armitage. Se acercó a la ventana, casi esperando ver la bahía de Tokio. Al otro lado de la calle había otro hotel. Era una mañana lluviosa. Algunos escribientes se habían refugiado en los portales, con los viejos grabadores envueltos en plástico transparente, prueba de que la palabra escrita aún tenía allí cierto prestigio. Era un país lento. Miró un sedán Citroën de color negro mate, una primitiva célula de conversión de hidrógeno, mientras regurgitaba a cinco oficiales turcos de aspecto hosco que vestían arrugados uniformes verdes. Entraron en el hotel de enfrente.

Volvió la vista hacia la cama, hacia Molly, y su palidez lo impresionó. Había dejado la escayola de microporos en la cama de la buhardilla junto al inductor transdérmico. Los lentes reflejaban parte del aparato de iluminación del cuarto.

Tomó el teléfono antes de que sonara por segunda vez. -Me alegra que ya estéis despiertos -dijo Armitage.

– Yo acabo de levantarme. La señora sigue dormida. Oiga, jefe, me parece que es hora de que charlemos un poco. Creo que trabajaría mejor si supiera algo más de lo que estoy haciendo.

Silencio en la línea, Case se mordió los labios.

– Sabes todo lo que necesitas saber. Tal vez más.

– ¿Le parece?

– Vístete, Case. Despiértala. Tendréis una visita dentro de quince minutos. Se llama Terzibashjian. -El teléfono baló suavemente. Armitage ya no estaba.

– Despiértate, nena -dijo Case-. Negocios.

– Hace una hora que estoy despierta. -Los espejos giraron.

– Está por llegar un tal Yersebastián.

– Tienes talento para los idiomas, Case. Apuesto a que eres de sangre armenia. Es el hombre que Armitage contrató para vigilar a Riviera. Ayúdame a levantarme.

Terzibashjian resultó ser un joven vestido con un traje gris y gafas esperadas de montura de oro. Llevaba una camisa blanca abierta al cuello; dejaba ver un colchón de pelo negro tan denso que al principio Case creyó que se trataba de una camiseta. Llegó con una bandeja negra del Hilton con tres pequeñas y aromáticas tazas de café y tres dulces orientales, pegajosos y de color pajizo.

– Debemos, como decís en vuestro idioma, tomarlo con mucha calma. -Parecía mirar a Molly con insistencia, pero terminó por quitarse las gafas plateadas. Los ojos eran de color castaño oscuro, lo mismo que el pelo de severo corte militar. Sonrió.- Mejor es así, ¿sí? Si no, nos quedamos en el túnel infinito, espejo contra espejo… Sobre todo tú -le dijo a ella-, ten cuidado. En Turquía se ve con malos ojos a las mujeres que lucen esas modificaciones.

Molly arrancó de un mordisco medio pastel.

– Es mi show, Jack -dijo con la boca llena. Masticó, tragó y se relamió-. He oído hablar de ti. Soplón de los militares, ¿verdad? -Metió perezosamente la mano en la chaqueta y sacó la pistola de dardos. Case no sabía que la tuviera.

– Con calma, por favor -dijo Terzibashjian, el dedal de porcelana blanca congelado a escasos centímetros de sus labios.

Molly extendió el arma. -Quizá te toquen los explosivos, muchos de ellos, o quizás te toque un cáncer. Un dardo especial, cara de culo. Pasarán meses antes de que lo sientas.

– Por favor. A esto vosotros lo llamáis apretarme las tuercas.

– Yo lo llamo una mala mañana. Ahora cuéntanos acerca de tu hombre y sal de aquí. -Volvió a guardar la pistola.

– Está viviendo en Fener, en el 14 de la Küchük Gülhane Djaddesi. Tengo su ruta de túnel; todas las noches hasta el bazar. Actúa más recientemente en el Yenishehir Palas Oteli, un sitio moderno y de estilo turistik, pero se las ha arreglado para que la policía muestre un cierto interés por el espectáculo. La administración del Yenishehir se ha puesto nerviosa. -Sonrió. Olía a alguna colonia metálica.

– Quiero saber acerca de los implantes -dijo ella, masajeándose el muslo-. Quiero saber exactamente qué es capaz de hacer.

Terzibashjian asintió con la cabeza. -Lo peor es, como se dice en vuestro idioma, lo subliminal. -Pronunció con cuidado cada una de las cuatro sílabas.


– A nuestra izquierda -dijo el Mercedes cuando se internaba en un laberinto de calles lluviosas- está el Kapali Carsi, el Gran Bazar.

Sentado junto a Case, el finlandés emitió un gruñido de aprobación, pero estaba mirando en la dirección equivocada. El lado derecho de la calle estaba bordeado de depósitos de chatarra. Case vio una locomotora desechada encima de unos pedazos de mármol veteado y manchado de herrumbre. Había también estatuas de mármol descabezadas, apiladas como leños.

– ¿Tienes nostalgia? -preguntó Case.

– Esto es una mierda -dijo el finlandés. Su corbata de seda negra empezaba a parecerse a una gastada cinta de máquina de escribir. Tenía manchas de salsa de kebab y huevo frito en las solapas del traje nuevo.

– Eh, Yerse -dijo Case al armenio, que estaba sentado detrás de ellos-. ¿Dónde fue que este tipo se hizo instalar el chisme?

– En Chiba City. No tiene pulmón izquierdo. El otro se lo han reforzado, ¿se dice así? Cualquiera puede comprar esos implantes, pero éste es más ingenioso. -El Mercedes hizo una maniobra abrupta al esquivar un carro de ruedas neumáticas cargado de cuero.- Lo he seguido en la calle y en un solo día he visto una docena de bicicletas caer cerca de él. Encuentras al ciclista en el hospital, siempre es la misma historia. Un escorpión en la palanca del freno…

– «Lo que ves es lo que obtienes», claro -dijo el finlandés-. He visto el esquema del silicio del tipo. Muy ostentoso. Como él se lo imagina, ¿entiendes? Supongo que podría reducirlo a una pulsación y quemar una retina fácilmente.

– ¿Se lo habéis contado a vuestra amiga? -Terzibashjian se inclinó hacia adelante entre las butacas de ultragamuza.- En Turquía las mujeres siguen siendo mujeres…

El finlandés bufó. -Ella te pondría las bolas de corbata si la mirases bizqueando.

– No entiendo esa expresión.

– No importa -dijo Case-. Significa cierra el pico.

El armenio volvió a acomodarse, dejando un metálico relente de colonia. Se puso a susurrar algo a un trans/receptor Sanyo en una extraña ensalada de griego, francés, turco y fragmentos aislados de inglés. El trans/receptor respondió en francés. El Mercedes dobló con suavidad en una esquina. -El bazar de las especias, a veces llamado el bazar egipcio -dijo el automóvil-, fue edificado sobre el emplazamiento de un bazar anterior construido por el sultán Hatice en 1660. Es el mercado principal de la ciudad para todo lo que sea especias, software, perfumes, drogas…

– Drogas -dijo Case, mirando el ir y venir de los limpiaparabrisas sobre el Lexan a prueba de balas-. ¿Qué fue lo que dijiste antes, Yersi, de que Riviera estaba enganchado?

– Sí, una mezcla de cocaína y meperidina. -El armenio volvió a su conversación con el Sanyo.

– Demerol, lo llamaban antes -dijo el finlandés-. Un maestro del pico. Con bonitos elementos te estás mezclando, Case.

– No importa -dijo Case subiéndose el cuello de la chaqueta-. Ya le conseguiremos un páncreas nuevo o algo al pobre diablo.


El humor del finlandés mejoró sensiblemente en cuanto entraron en el bazar, como si la densidad de la muchedumbre y la sensación de encierro lo reconfortaran. Caminaron junto al armenio a lo largo de un pasaje ancho, bajo láminas plásticas manchadas de hollín y una reja de hierro pintada de verde de la edad del vapor. Mil anuncios colgaban en el aire, retorciéndose y destellando.

– Jesús -dijo el finlandés, y apretó el brazo de Case-. Mira eso. -Señaló. – Es un caballo, hermano. ¿Has visto alguna vez un caballo?

Case miró el animal embalsamado y sacudió la cabeza.

Estaba expuesto sobre una especie de pedestal, cerca de la entrada de una tienda donde se vendían aves y monos. Décadas de manoseo habían ennegrecido y pulido las patas del animal. -Una vez vi uno en Maryland -dijo el finlandés-, y ya habían pasado tres años largos de la pandemia. Hay árabes que siguen tratando de recodificarlos a partir del ADN, pero siempre se les mueren.

Los castaños ojos de vidrio del animal parecían seguirlos mientras pasaban. Terzibashjian los condujo a un café cerca del corazón del mercado, una habitación de techo bajo que parecía estar allí desde hacía siglos. Escuálidos muchachos en manchadas chaquetas blancas se abrían paso entre las mesas abarrotadas, haciendo equilibrios con bandejas de metal cargadas de botellas de Turk-Tuborg y pequeños vasos de té.

Case compró un paquete de Yeheyuans a un vendedor ambulante que estaba junto a la puerta. El armenio seguía susurrándole al Sanyo. -Adelante -dijo-. Se está marchando. Cada noche va por el túnel hasta el bazar, para comprarle la mezcla a Alí. Vuestra mujer está cerca. Adelante.


El callejón era un sitio antiguo, demasiado antiguo; las paredes eran bloques de piedra oscura. El pavimento irregular olía a un siglo de goteras de gasolina absorbida por piedra caliza. -No veo un carajo -susurró Case.

– Eso al bombón le conviene -dijo el finlandés.

– Silencio -dijo Terzibashjian, demasiado alto.

Un chirriar de madera sobre piedra o cemento. Diez metros más allá, una cuña de luz amarilla cayó sobre adoquines mojados, y se ensanchó. Una figura apareció un momento y la puerta volvió a cerrarse, dejando el estrecho lugar a oscuras. Case se estremeció.

– Ahora -dijo Terzibashjian, y un haz brillante de luz blanca, emitido desde la azotea del edificio frente al mercado, dibujó un círculo perfecto en tomo a la delgada figura, junto a la centenaria puerta de madera. Ojos luminosos miraron a derecha e izquierda, y el hombre se desplomó. Case creyó que le habían disparado; yacía boca abajo, el pelo rubio sobre la piedra antigua, las manos yertas, blancas y patéticas.

El foco no se movía.

La espalda de la chaqueta del hombre abatido se hinchó y estalló, salpicando de sangre las paredes y el portal. Unos brazos de longitud inverosímil, de color rosado grisáceo y de tendones como cuerdas se doblaron en el resplandor. Pareció que la forma salía del pavimento, a través de la ruina inerte y sanguinolento que había sido Riviera. Medía dos metros, se apoyaba en dos piernas, y parecía no tener cabeza. Giró lentamente para encararlos, y Case vio que tenía cabeza pero no cuello. No tenía ojos; la piel resplandecía con un húmedo color rosado intestinal. La boca, si podía llamársela una boca, era circular, cónica, breve, y bordeada de un enmarañado cultivo de pelos o cerdas que brillaban como cromo negro. Apartó de un puntapié los restos de tripa y carne y dio un paso; la boca se movía como un radar que estuviese rastreándolos.

Terzibashjian dijo algo en griego o turco y arremetió contra la criatura, los brazos abiertos como si fuera a arrojarse por una ventana. La atravesó. Fue a dar contra el cañón de una pistola que destelló en la oscuridad, más allá del círculo de luz. Fragmentos de roca zumbaron junto a la cabeza de Case; el finlandés lo echó a tierra de un empujón.

La luz de la terraza desapareció, Case vio imágenes inconexas del destello del arma, el monstruo y la luz blanca. Le zumbaban los oídos.

Entonces la luz volvió, ahora en movimiento, buscando en las sombras. Terzibashjian estaba apoyado en una puerta de acero, el rostro lívido. Se sostenía la muñeca izquierda y contemplaba las gotas de sangre que le caían de la mano izquierda. El hombre rubio, entero otra vez, limpio de sangre, yacía a sus pies.

Molly salió de entre las sombras, toda de negro, empuñando la pistola.

– Usa la radio -dijo el armenio entre dientes-. llama a Mahmut. Tenemos que sacarlo de aquí. Éste no es un buen lugar.

– Casi lo consigue el imbécil -dijo el finlandés, limpiándose sin éxito los pantalones. Las rótulas le crujieron al incorporarse-. Estabas mirando el espectáculo de horror, ¿verdad? No la hamburguesa que quitaron de en medio. Una monada. Bueno, ayúdales a sacarlo de aquí. Tengo que revisar todo ese equipo antes de que despierte, asegurarme de que el dinero de Armitage esté bien invertido.

Molly se inclinó y recogió algo. Una pistola. -Una Nambu -dijo-. Bonita arma.

Terzibashjian gimió. Case vio que le faltaba casi todo el dedo medio.


La ciudad estaba empapada en azul prealba. Molly le dijo al Mercedes que los llevase a Topkapi. El finlandés y un turco gigantesco llamado Mahmut habían sacado a Riviera del callejón. Minutos después un Citroën polvoriento había llegado para llevarse al armenio, que parecía al borde del desmayo.

– Eres un idiota -le dijo Molly al abrirle la puerta del coche-. Tendrías que haber esperado. Estuve apuntándole desde el momento en que salió. -Terzibashjian la miró con resentimiento. – Así que contigo ya no tenemos nada que ver. -Lo empujó hacia adentro y cerró de un portazo.- Como vuelva a tropezar contigo te mato -dijo al rostro lívido que la miraba detrás de la ventanilla de color. El Citroën salió del callejón trabajosamente y dobló con torpeza al llegar a la calle.

Ahora el Mercedes susurraba por Estambul mientras la ciudad despertaba. Pasaron frente a la terminal del túnel de Beyoglu y dejaron atrás laberintos de desiertas calles laterales, deteriorados edificios de apartamentos que a Case le recordaron vagamente a París.

– ¿Qué es esto? -preguntó a Molly cuando el Mercedes se detuvo junto a los jardines del Seraglio. Observó inexpresivamente la barroca aglomeración de estilos que era Topkapi.

– Era una especie de burdel privado del rey -dijo Molly, estirándose al salir-. Aquí tenía un montón de mujeres. Ahora es un museo. Una cosa parecida al negocio del finlandés, todo mezclado a lo loco, diamantes grandes, espadas, la mano izquierda del Bautista…

– ¿En una cubeta de conservación?

– Qué va. Muerta. La tienen en un chisme de bronce con una tapita al costado. Así los cristianos podían besarla para que les diera buena suerte. Se la robaron a los cristianos hace como un millón de años, y nunca le quitan el polvo porque es una reliquia infiel.

Ciervos de hierro negro se herrunbraban en los jardines del Seraglio. Case caminaba junto a ella mirándole las puntas de las botas, que aplastaban el césped descuidado y endurecido por una helada temprana. Caminaban por un sendero de baldosas octogonales y frías. El invierno acechaba en algún lugar de los Balcanes.

– Ese Terzi es una mierda de primera -dijo Case-. Policía secreta. Torturador. Fácil de sobornar, también, con la clase de dinero que Armitage ofrecía. -En los mojados árboles de alrededor, los pájaros empezaron a cantar.

– Hice el trabajo que me pediste -dijo Case-, el de Londres. Saqué algo, pero no sé qué significa. -Le contó la historia de Corto.

– Bueno, yo sabía que no había nadie con el nombre de Armitage en ese Puño Estridente. Lo verifiqué. -Acarició las ancas herrumbradas de una cierva de hierro.- ¿Crees que el pequeño ordenador lo sacó del lío? ¿En ese hospital francés?

– Creo que fue Wintermute -dijo Case.

Ella asintió.

– El hecho es que… -dijo Case-, ¿crees que él sabe que antes era Corto? Quiero decir: cuando llegó al hospital ya no era nadie. Entonces, tal vez Wintermute simplemente…

– Sí. Lo construyó de la nada. Sí… -Molly se volvió y siguieron caminando.- Cuadra. Sabes, el hombre no tiene vida privada. No que yo sepa. Ves un tipo así y crees que hará algo cuando está solo. Pero no Armitage. Se sienta a mirar la pared. Luego algo se activa y se pone a funcionar a toda máquina al servicio de Wintermute.

– Entonces ¿por qué tiene ese depósito en Londres? ¿Nostalgia?

– Quizá no sabe que lo tiene -dijo ella-. Quizá sólo está a su nombre, ¿no?

– No entiendo -dijo Case.

– Pensaba en voz alta… ¿Cómo de listo es un IA, Case?

– Depende. Algimos no son más listos que un perro. Mascotas. De todos modos, cuestan una fortuna. Los más listos son tan listos como los de Turing quieran que sean.

– Oye, tú eres un vaquero. ¿Cómo es que no estás totalmente fascinado por esas cosas?

– Bueno -dijo él-, para empezar, son escasos. La mayoría pertenece a los militares, los más listos, y no podemos romper el hielo. Es de ahí que viene todo el hielo, ¿sabes? Y luego están los polis de Turing, gente difícil. -La miró.- No sé… es que no son parte del juego.

– Los jinetes, todos iguales -dijo ella-.No tienen imaginación.

Llegaron a un ancho estanque rectangular donde unas carpas picaban los tallos de unas flores blancas. Molly pateó un pedrusco hacia el agua y observó cómo las ondas se extendían.

– Eso es Wintermute -comentó-. Un negocio realmente grande, parece. Estamos en el punto donde las ondas son demasiado anchas; no podemos ver la piedra que golpeó el centro. Sabemos que allá hay algo, pero no sabemos por qué. Quiero saber por qué. Quiero que vayas y hables con Wintermute.

– No podría acercarme -dijo Case-. Estás soñando.

– Inténtalo.

– No se puede.

– Pregúntale al Flatline.

– ¿Qué es lo que queremos sacarle a ese Riviera? -preguntó él, con la esperanza de cambiar de tema.

Molly escupió en el estanque. -Dios sabrá. Preferiría matarlo a mirarlo. He visto su perfil. Es una especie de Judas compulsivo. No puede gozar sexualmente a menos que sepa que está traicionando el objeto deseado. Eso es lo que dice el informe. Y primero tienen que amarlo. Tal vez él también los ame. Por eso a Terzi le fue fácil tenderle una emboscada, porque hace tres años que está aquí comprando políticos para la policía secreta. Probablemente Terzi le dejaba mirar cuando salían convertidos en ganado. En tres años se ha encargado de dieciocho. Todas ellas mujeres de entre veinte y veinticinco. Eso mantuvo a Terzi provisto de disidentes. -Metió las manos en los bolsillos de la chaqueta. – Porque si encontraba a una que de veras quisiera, se aseguraba de que se convirtiese en una militante política. Tiene la personalidad como el traje de un Moderno. El perfil dijo que era un tipo muy escaso, uno entre dos millones. Lo que de cualquier forma habla bien de la naturaleza humana, supongo. -Miró fijamente las flores blancas y los lerdos peces con expresión amargada. – Creo que tendré que comprarme algún tipo de seguro especial sobre ese Peter. -Luego se volvió y sonrió, y hacía mucho frío.

– ¿Qué significa eso?

– No importa. Volvamos a Beyoglu y encontremos algo que se parezca a un desayuno. Esta noche también la tengo muy ocupada. Tengo que recoger sus cosas del apartamento en Fener, tengo que volver al bazar y comprarle unas drogas…

– ¿Comprarle drogas? ¿Qué nivel tiene?

Molly rió. -No está muriéndose de ganas, cariño. Pero parece que no puede trabajar sin ese sabor especial. De todos modos, me gustas más ahora, no estás tan flaco. -Sonrió. – Así que iré a ver a Alí y traeré provisiones. Puedes estar seguro.


Armitage estaba esperando en la habitación del Hilton.

– Hora de hacer las maletas -dijo, y Case intentó descubrir al hombre llamado Corto tras los ojos azul claro y la máscara bronceada. Pensó en Wage, allá en Chiba. Sabía que por encima de cierto nivel, los operadores tendían a anular la personalidad. Pero Wage había tenido vicios, amantes. Incluso, se había dicho, hijos. El vacío que encontraba en Armitage era algo diferente.

– ¿Ahora adónde? -preguntó, pasando junto al hombre para asomarse a la ventana, y mirar la calle-. ¿Qué tipo de clima?

– No tienen clima, sólo fenómenos climáticos -dijo Armitage-. Toma. Lee el folleto. -Dejó algo sobre la mesa baja y se puso de pie.

– ¿Riviera pudo salir sin problemas? ¿Dónde está el finlandés?

– Riviera está bien. El finlandés, en viaje de vuelta. -Armitage sonrió, una sonrisa que significaba tanto como una sacudida en la antena de algún insecto. El brazalete de oro tintineó cuando estiró el brazo para golpear débilmente et pecho de Case. – Y no te pases de listo. Esos saquitos están empezando a gastarse, pero tú no sabes cuánto.

Case mostró una cara de piedra y se obligó a asentir.

Cuando Armitage se fue, recogió uno de los folletos. Era de impresión costosa en francés, inglés y turco.

FREESIDE… ¿POR QUÉ ESPERAR?


Los cuatro tenían reservas en un vuelo de la THY que salía del aeropuerto de Yesilkóy. En París tomarían el transbordador de la JAL. Sentado en el vestíbulo del Estambul Hilton, Case miró a Riviera, que examinaba unas imitaciones de fragmentos bizantinos en las vitrinas de la tienda de regalos. Armitage, con la gabardina terciada sobre los hombros a modo de capa, estaba de pie a la entrada de la tienda.

Riviera era delgado, rubio, de voz suave, pronunciación impecable y dicción fluida. Molly había dicho que tenía treinta años, pero era difícil adivinarle la edad. También había dicho que era legalmente apátrida y que viajaba con un pasaporte holandés falsificado. Era en verdad un producto de los anillos de desechos que circundan el núcleo radiactivo de la antigua Bonn.

Tres sonrientes turistas japoneses entraron con alborozo en la tienda, saludando a Armitage con corteses cabezadas. Armitage cruzó la tienda, demasiado rápido, demasiado obviamente para acercarse a Riviera. Riviera se volvió y sonrió. Era muy hermoso; Case pensó que las facciones eran obra de un cirujano de Chiba. Un trabajo sutil, en nada parecido a la insípida mezcla de agradables rostros pop de Armitage. La frente del hombre era alta y lisa, los ojos grises, serenos y distantes. La nariz, que podía haber resultado demasiado perfecta, parecía que se había fracturado y que luego la habían arreglado torpemente. Un atisbo de brutalidad destacaba la delicadeza de la mandíbula y la vitalidad de la sonrisa. Los dientes eran pequeños, regulares y muy blancos. Case observó cómo las manos blancas jugaban con las imitaciones de fragmentos escultóricos.

Riviera no actuaba como un hombre que había sido atacado la noche anterior, drogado con un dardo de toxina, secuestrado, sometido al examen del finlandés, y forzado por Armitage a unirse al equipo.

Case miró su reloj. Molly ya tendría que haber regresado de su expedición en busca de drogas. Volvió a mirar a Riviera. -Apuesto a que ahora estás volado, imbécil -dijo al vestíbulo del Hilton. Una madura matrona italiana que llevaba una chaqueta de frac de cuero blanco bajó las gafas Porsche para rnirarlo. Case le echó una amplia sonrisa, se puso de pie y se colgó la maleta al hombro. Necesitaba cigarrillos para el vuelo. Se preguntó si habría una sección de fumadores en el transbordador de la JAL.

– Hasta más vernos, señora -dijo a la mujer, que en seguida volvió a ponerse las gafas y le dio la espalda.

En la tienda de regalos había cigarrillos, pero él no tenía ganas de hablar con Armitage ni con Riviera. Salió del vestíbulo y encontró una consola automática en una cabina estrecha al final de una fila de teléfonos.

Revolvió las lirasis que llevaba en los bolsillos e introdujo las pequeñas monedas de aleación opaca una tras otra, vagamente divertido por lo anacrónico del procedimiento. El teléfono más cercano se puso a sonar.

Contestó automáticamente.

– ¿Sí?

Tenues frecuencias armónicas, vocecitas inaudibles que carraspeaban a través de algún enlace orbital, y luego un sonido como de viento.

– Hola, Case.

Una moneda de cincuenta lirasis se le cayó de la mano, rebotó y rodó sobre el alfombrado del Hilton hasta perderse de vista.

– Wintermute, Case. Ya es hora de que hablemos.

Era una voz de microprocesador.

– ¿No quieres hablar, Case?

Colgó.

Cuando regresaba al vestíbulo, olvidados los cigarrillos, tuvo que caminar a lo largo de la fila de teléfonos. Todos sonaron sucesivamente, pero sólo una vez, a medida que pasaba.


III Medianoche en la calle Jules Verne

8

ARCHIPIÉLAGO.

Las islas, Toro, huso, racimo, ADN humano esparciéndose desde el empinado pozo de la gravedad como un derrame de petróleo.

Pides un gráfico en pantalla que simplifica groseramente el intercambio de información en el archipiélago L-5. Un segmento aparece como un rectángulo apretado y rojo que domina tu pantalla.

Freeside. Freeside es muchas cosas, no todas evidentes para los turistas que suben y bajan por el pozo. Freeside es burdel y centro bancario, cúpula de placer y puerto libre, ciudad fronteriza y balneario termal. Freeside es Las Vegas y los jardines colgantes de Babilonia, una Ginebra en órbita, y el hogar de una familia cerrada y muy cuidadosamente refinada, el clan industrial de Tessier y Ashpool.


En el vuelo de la THY a París, se sentaron juntos en la primera clase, Molly en el asiento de la ventanilla, Case junto a ella, Riviera y Armitage en los centrales. Una vez, cuando el avión volaba sobre el agua, Case vio el fulgor enjoyado de un pueblo en una isla griega. Y una vez, cuando alzaba el vaso, atisbó el destello de algo que parecía un gigantesco espermatozoide en las profundidades de un bourbon con agua.

Molly se inclinó por encima de él y le dio una bofetada a Riviera.

– No, cariño. Nada de juegos. Si juegas a esa mierda subliminal cerca de mí te haré daño de verdad. Puedo hacerlo sin estropearte. Me gusta hacerlo.

Case se volvió automáticamente para verificar la reacción de Armitage. El rostro liso estaba sereno,, los ojos azules atentos, pero no había furia. -Tiene razón, Peter. No lo hagas.

Case se volvió otra vez, a tiempo para advertir el brevísimo destello de una rosa negra de pétalos lustrosos como cuero, el tallo negro y espinoso en cromo brillante.

Peter Riviera sonrió con dulzura, cerró los ojos, y se quedó dormido.

Molly le dio la espalda; las lentes se le reflejaron en la ventana oscura.


– Has estado arriba, ¿verdad? -preguntó Molly cuando Case se acomodaba de nuevo en el profundo sillón de espuma del transbordador.

– No. Nunca viajo mucho; sólo por negocios. -El comisario le estaba ajustando trodos de lectura en la muñeca y el oído izquierdo.

– Espero que no pesques un mareo -dijo Molly.

– ¿Volando? Qué va.

– No es lo mismo. A cero-g tu corazón latirá más rápido, y tu oído interno enloquecerá un rato. Tus reflejos de vuelo se excitarán, como si recibieras señales de que corras como un loco; y habrá mucha adrenalina. -El comisario se volvió hacia Riviera y sacó otro juego de trodos del delantal de plástico rojo.

Case volvió la cabeza y trató de distinguir la silueta de las antiguas terminales de Orly, pero la plataforma del transbordador estaba escondida tras unos gráciles muros detectores, de hormigón húmedo. En el más cercano a la ventana había un eslogan árabe pintado con aerosol rojo.

Cerró los ojos y se dijo que el transbordador no era más que un avión grande, uno que volaba muy alto. Olía a avión, a ropa nueva, a chicle y a fatiga. Escuchó el hilo musical de melodías koto y esperó.

Veinte minutos, y la gravedad descendió sobre él corno una mano grande y blanda con huesos de piedra antigua.


El síndrome de adaptación al espacio era peor de lo que Molly había dicho, pero se le pasó con rapidez y pudo dormir. El comisario lo despertó cuando se preparaban para acoplarse en la plataforma terminal de la JAL.

– ¿Ahora hacemos el trasbordo a Freeside? -preguntó, mirando una hebra de tabaco Yeheyuan que se le había desprendido grácilmente del bolsillo de la camisa y danzaba a diez centímetros de su nariz. No se podía fumar en los vuelos de transbordador.

– No; los planes del jefe tienen las rarezas de costumbre, ¿sabes? Vamos a tomar un taxi a Sión, al cúmulo de Sión. -Tocó la placa que soltaba el arnés y comenzó a liberarse del abrazo de la espuma.- Extraño sitio para escoger, si me lo preguntas.

– ¿Por qué?

– Horrores. Rastas. La colonia tiene por lo menos unos treinta años.

– ¿Qué significa eso?

– Ya lo verás. A mí me gusta el sitio. Además, allí te dejarán fumar tus cigarrillos.


Sión había sido fundada por cinco obreros que se habían negado a regresar; le dieron la espalda al pozo, y comenzaron a construir. Habían perdido bastante calcio y se les había encogido el corazón antes de que establecieran la gravedad rotacional en la sección central de la colonia. Visto desde la burbuja del taxi, el improvisado casco de Sión recordó a Case las chabolas de Estambul; iniciales de obreros y símbolos rastafaris pintados con láser manchaban las láminas de metal irregulares y descoloridas.

Molly y un flacucho sionita llamado Aerol ayudaron a Case a atravesar un corredor de caída libre que llevaba al núcleo de una sección más pequeña. Les había perdido la pista a Armitage y a Riviera tras un segundo ataque de vértigo. -Por aquí -dijo Molly, ayudándolo a meter las piernas en una angosta escotilla del techo-. Agárrate de los peldaños. Haz como si estuvieses subiendo de espaldas, ¿ya? Estás yendo hacia el casco, y es como si estuvieras bajando hacia la gravedad, ¿entiendes?

A Case se le revolvió el estómago.

– Estarás bien, hombre -dijo Aerol, con la sonrisa enmarcada entre incisivos de oro.

De alguna forma, la salida se había convertido en el fondo del túnel. Case se abrazó a la débil gravedad como un náufrago que encuentra una balsa neumática.

– Arriba -dijo Molly-. ¿Ahora la vas a besar? -Case yacía extendido sobre el puente, boca abajo, los brazos abiertos. Algo le golpeó el hombro. Se dio la vuelta y vio un grueso rollo de cable elástico.- Tenemos que jugar a la dueña de casa -dijo ella-. Ayúdame con esto. -Case miró el espacio amplio y anónimo de alrededor y advirtió que había anillos de acero soldados en todas las superficies, aparentemente al azar.

Cuando hubieron enhebrado los cables de acuerdo con un complejo plan de Molly, les colgaron unas gastadas láminas de plástico amarillo. Mientras trabajaban, Case tuvo conciencia poco a poco de la música que palpitaba sin cesar en el cúmulo. Se llamaba dub, un sensual mosaico compuesto en los vastos archivos del pop digitalizado; eran plegarias, dijo Molly, y expresaban un sentimiento de comunidad. Case empujó una de las láminas amarillas; era liviana pero difícil de manejar. Sión olía a verdura cocida, a humanidad, y a ganja.

– Bien -dijo Armitage, deslizándose con soltura por la escotilla y asintiendo al ver el laberinto de láminas. Lo seguía Riviera, menos seguro de sí mismo en la gravedad parcial.

– ¿Dónde estabas cuando te necesitábamos? -preguntó Case a Riviera.

El hombre abrió la boca para hablar. Una pequeña trucha nadó hacia afuera, arrastrando burbujas imposibles. Pasó rozando la mejilla de Case. -En la cabeza -dijo Riviera, y sonrió.

Case se echó a reír.

– Está bien -dijo Riviera-, te puedes reír. Me habría gustado ayudaros pero soy muy torpe con las manos.

Extendió las manos, que se duplicaron de golpe; cuatro brazos, cuatro manos.

– Sólo el payaso inocente, ¿verdad, Riviera? -Molly se interpuso entre los dos.

– Eh… -llamó Aerol desde la escotilla-. Ven, sígueme, hombre.

– Es tu consola -dijo Armitage-, y el resto del equipo. Ayuda a entrarlo desde la cubierta de carga.

– Estás muy pálido, hombre -dijo Aerol, mientras llevaban la terminal Hosaka, forrada en espuma, por el corredor central-. Tal vez quieras comer algo.

A Case se le hizo agua la boca; sacudió la cabeza.


Armitage anunció una estancia de ochenta horas en Sión. Molly y Case practicarían, dijo, y se aclimatarían para trabajar en gravedad cero. Les informaría sobre Freeside y la Villa Straylight. No estaba claro lo que haría Riviera, pero Case no quiso preguntar. Pocas horas después de que llegaran, Armitage lo había enviado al laberinto amarillo a buscar a Riviera para ir a comer. Lo encontró acurrucado como un gato sobre un delgado colchón de espuma, desnudo, aparentemente dormido, con la cabeza envuelta en un halo giratorio de pequeñas formas geométricas blancas: cubos, esferas y pirámides. -Eh, Riviera. -El anillo siguió girando. Case regresó para decírselo a Armitage.- Está volado -dijo Molly, levantando la vista de las piezas de la pistola de dardos-. Déjalo.

Armitage parecía pensar que la gravedad cero afectaría a Case cuando operara en la matriz. -No se preocupe -contestó Case-. Me siento a trabajar y ya no estoy aquí. Es todo uno.

– Tus niveles de adrenalina han subido -dijo Armitage-. Y todavía estás un poco mareado. No podemos esperar a que se te pase. Aprenderás a trabajar con eso.

– ¿Entonces activo el programa desde aquí?

– No. Practica, Case. Ahora. Allá en el corredor…


El ciberespacio, tal como lo mostraba la consola, no tenía ninguna relación con los alrededores del ordenador. Case se sentó a trabajar y abrió los ojos a la familiar configuración de la pirámide azteca de información en el Centro de Fisión de la Costa Este.

– ¿Cómo te va, Dixie?

– Estoy muerto, Case. He pasado ya bastante tiempo en este Hosaka como para saberlo.

– ¿Qué se siente?

– No se siente.

– ¿Te molesta?

– Lo que me molesta es que nada me molesta.

– ¿Cómo es eso?

– Tenía un amigo en el campo ruso, en Siberia. Se le había congelado el pulgar. Llegaron los médicos y se lo cortaron. Un mes después pasó toda la noche moviéndose en la cama. Elroy, dije, ¿qué te pasa? Me pica el maldito pulgar, dice él. Así que le dije, ráscatelo. McCoy, dice, es el otro condenado pulgar. -Cuando la estructura rió, Case no lo sintió como risa sino como una puñalada de hielo en la espalda.- Hazme un favor, muchacho.

– ¿Qué, Dix?

– Este asunto tuyo, cuando lo hayas terminado, bórralo todo.


Case no entendía a los sionitas.

Aerol, sin motivo aparente, narró la historia de un bebé que le había salido de la frente y que entró correteando en una selva de ganja hidropónica. -Un bebé muy pequeño, hombre, más pequeño que tu dedo. -Frotó la palma de la mano contra una frente morena y lisa, y sonrió.

– Es la ganja -dijo Molly cuando Case le contó la historia-. No distinguen mucho entre un estado y otro, ¿sabes? Aerol te dice que sucedió: bueno, le sucedió a él. No son inventos, es más bien poesía. ¿Entiendes?

Case asintió con aire de duda. Los sionitas siempre lo tocaban a uno cuando hablaban, te ponían las manos en los hombros. Eso no le gustaba.

– Eh, Aerol -gritó Case, una hora después, cuando se preparaba para un ensayo en el corredor de caída libre-. Ven aquí. Quiero mostrarte esto. -Le enseñó los trodos.

Aerol tropezó en cámara lenta. Los pies descalzos chocaron con la pared de metal y con la mano libre se agarró de una viga. En la otra sostenía una bolsa de agua transparente, llena de algas verdiazules. Parpadeó distraído y sonrió.

– Pruébalo.

Aerol tomó la cinta, se la puso, y Case ajustó los trodos. Aerol cerró los ojos. Case encendió el aparato. Aerol se estremeció. Case lo desconectó. -¿Qué viste, eh?

– Babilonia -dijo Aerol con tristeza. Le devolvió los trodos y salió de un salto.


Riviera estaba sentado, inmóvil, sobre el colchón de espuma, con el brazo derecho extendido en línea recta a la altura del hombro. Una serpiente de escamas enjoyadas, de ojos como rubíes de neón, estaba apretadamente enrollada a unos pocos milímetros de su codo. Case observó cómo la serpiente, que era del diámetro de un dedo, y tenía bandas negras y escarlatas, se contraía lentamente, cerrándose alrededor del brazo de Riviera.

– Vamos -dijo el hombre con voz acariciadora al pálido y ceroso escorpión que tenía en la palma de la mano-. Vamos… -El escorpión movió las garras oscuras y subió corriendo por el brazo, siguiendo las tenues y oscuras líneas de las venas. Cuando llegó a la altura del codo, se detuvo y pareció que vibraba. Riviera emitió un suave sonido sibilante.- El aguijón asomó, tembló, y se hundió en la piel que cubría una vena abultada. La serpiente de coral se distendió y Riviera exhaló un lento suspiro.

Entonces la serpiente y el escorpión desaparecieron, y Rivera sostenía una jeringa de plástico lechoso en la mano izquierda. -«Si Dios hizo algo mejor, se lo guardó para él.» ¿Conoces la expresión, Case?

– Sí… -dijo Case-. La he oído acerca de muchas cosas. ¿Siempre lo transformas en un espectáculo?

Riviera aflojó el trozo elástico de sonda quirúrgica y se lo sacó del brazo. -Sí. Es más divertido. -Sonrió, la mirada ahora distante, las mejillas sonrojadas.- Hice que me implantaran una membrana, justo encima de la vena, así no tengo que preocuparme de la condición de la aguja.,

– ¿No duele?

Los ojos brillantes se encontraron con los de Case.

– Claro que duele. Forma parte del asunto, ¿no?

– Yo sólo usaría dermos -dijo Case.

– Pedestre -se burló Riviera, y rió, mientras se ponía una camisa de algodón blanca de manga corta.

– Debe de ser agradable -dijo Case, poniéndose de pie.

– ¿Tú te colocas, Case?

– Tuve que dejarlo.


– Freeside -dijo Armitage, tocando el panel del pequeño proyector de hologramas Braun. La imagen se aclaró temblando: medía casi tres metros de extremo a extremo-. Aquí hay casinos. -Se acercó a la representación diagramática y señaló:- Hoteles, propiedades de títulos estratificados; por aquí hay tiendas grandes. -Movió la mano. – Las áreas azules son lagos. -Caminó hasta un extremo del modelo. – Un gran habano. Más estrecho en las puntas.

– De eso nos damos cuenta -dijo Molly.

– Efecto montaña, en las partes estrechas. El terreno parece más elevado, más rocoso, pero es fácil subir. Cuanto más subes, menor es la gravedad. Deportes ahí. Hay un velódromo. -Señaló.

– ¿Un qué? -Case se inclinó hacia adelante.

– Carreras de bicicletas -dijo Molly-. Baja gravedad, ruedas de alta tracción, llegan a los cien por hora.

– Este extremo no nos interesa -dijo Armitage con la seriedad total de costumbre.

– Mierda -dijo Molly-. Soy una fanática del ciclismo.

Riviera soltó una risita.

Armitage caminó hacia el otro extremo de la proyección. -Pero este extremo sí. -El detalle interior del holograma terminaba allí, y el segmento final del huso estaba vacío.- Ésta es la Villa Straylight. Una subida empinada desde la gravedad, y una sola entrada, aquí, exactamente en el medio. Gravedad cero.

– ¿Qué hay adentro, jefe? -Riviera se inclinó hacia adelante, estirando el cuello. Cuatro figuras pequeñas brillaban en la punta del dedo de Armitage. Armitage les echó un manotazo, como si fueran insectos.

– Peter -dijo Armitage-, tú serás el primero en averiguarlo. Vas a conseguir una invitación. Cuando estés allí, te encargarás de que Molly entre.

Case miró fijamente el vacío que representaba a Straylight, recordando la historia del finlandés: Smith, Jimmy, la cabeza parlante, y el ninja.

– ¿Hay detalles? -preguntó Riviera-. Necesito un guardarropa, ¿entiendes?

– Apréndete las calles -dijo Armitage, regresando al centro del modelo-. Aquí tienes la calle Desiderata. Ésta es la Rue Jules Verne.

Riviera revolvió los ojos.

Mientras Armitage recitaba los nombres de las avenidas de Freeside, una docena de brillantes pústulas apareció en la nariz, las mejillas y el mentón de Riviera. Hasta Molly se echó a reír.

Armitage hizo una pausa, y los miró a todos con una mirada fría y vacua.

– Lo siento -dijo Riviera, y las pústulas titilaron y desaparecieron.


Case despertó, ya avanzado el período de descanso, y advirtió la presencia de Molly, que estaba acurrucada junto a él sobre la espuma. Podía sentir la tensión de ella. Permaneció acostado, confundido. Cuando Molly se movió, la mera velocidad con que lo hizo lo dejó atónito. Se había levantado saliendo de la sábana de plástico amarillo antes de que él se diera cuenta de que la había abierto.

– No te muevas, amigo.

Case se volvió y metió la cabeza en la abertura del plástico.

– ¿Qué…?

– Ciérrala.

– Tú eres el hombre -dijo una voz sionita-. Ojo de Gato y Navaja Andante, dijeron que se llamaban. Yo Maelcum, cariño. Los hermanos quieren conversar contigo y con el vaquero.

– ¿Qué hermanos?

– Los fundadores. Los Ancianos de Sión, sabes…

– Si abrimos esa escotilla, la luz despertará al jefe -susurró Case.

– Pondremos todo muy a oscuras, ahora -dijo el hombre-. Venid. Yo y yo iremos a ver a los Fundadores.

– ¿Sabes lo rápido que puedo cortarte, amigo?

– No te quedes ahí hablando, hermana. Vamos.


Los dos Fundadores de Sión que aún sobrevivían eran ancianos; ancianos por el acelerado envejecimiento de quienes pasan demasiados años fuera del abrazo de la gravedad. Las piernas morenas, debilitadas por el calcio perdido, parecían frágiles bajo la áspera luz solar reflejada. Flotaban en el centro de una selva multicolor, un mural comunitario de colores chillones que cubría por completo el casco de la sala esférica. El aire era espeso por el humo resinoso.

– Navaja Andante -dijo uno, cuando Molly entró flotando en la sala-. Como hacia un poste de castigo.

– Es una historia que tenemos, hermana -dijo el otro-, una historia religiosa. Nos alegra que hayas venido con Maelcum.

– ¿Por qué no hablan en dialecto? -preguntó Molly.

– Yo soy de Los Ángeles -dijo el anciano. Sus rizos eran como un árbol espeso con ramas de lana de acero-. Hace mucho tiempo, fuera del pozo de gravedad y de Babilonia. Para conducir a las Tribus a casa. Ahora mi hermano te compara con Navaja Andante.

Molly extendió la mano derecha y las hojillas destellaron en el aire humoso.

El otro Fundador se rió echando la cabeza hacia atrás. -Pronto llegarán los Últimos Días… Voces. Voces que gritan en el desierto, que profetizan la ruina de Babilonia…

– Voces. -El Fundador de Los Ángeles miraba fijamente a Case.- Controlamos muchas frecuencias. Siempre escuchamos. Vino una voz, de entre el Babel de lenguas, hablándonos. Nos impresionó mucho.

– Llámalo Winter Mute, invierno mudo -dijo el otro, dividiendo la palabra.

Case sintió que se le erizaba la piel de los brazos.

– El Mute nos habló -dijo el primer Fundador-. El Mute dijo que tenemos que ayudarte.

– ¿Cuándo fue eso? -preguntó Case.

– Treinta horas antes de vuestra llegada a Sión.

– ¿Habían oído esa voz antes?

– No -dijo el hombre de Los Ángeles-, y no estamos seguros de lo que significa. Si éstos son los últimos Días, habrá falsos profetas…

– Escuche -dijo Case-, es una IA, ¿sabe? Inteligencia artificial. La música que ustedes oyeron probablemente se metió en los bancos de aquí y cocinó lo que pensaba que les gustaría…

– Babilonia -intervino el otro Fundador- es la madre de muchos demonios, yo y yo lo sabemos. ¡Hordas multitudinarias!

– ¿Cómo fue que me llamaste, viejo? -preguntó Molly.

– Navaja Andante. Y tú traes una peste a Babilonia, hermana, a su más oscuro corazón…

– ¿Qué tipo de mensaje transmitió la voz? -preguntó Case.

– Nos pidió que os ayudáramos -dijo el otro-, que tal vez sirváis como instrumento de los últimos Días. -El rostro cubierto de arrugas parecía perturbado. – Se nos pidió que enviásemos a Maelcum con vosotros, a bordo del remolque Garvey, al puerto babilónico de Freeside. Y eso haremos.

– Maelcum es un muchacho rudo -dijo el otro-, y un excelente piloto de remolque.

– Pero hemos decidido que Aerol vaya también, en el Babylon Rocker, para vigilar el Garvey.

Un incómodo silencio llenó la cúpula.

– ¿Y eso es todo? -preguntó Case-. ¿Ustedes trabajan para Armitage o qué?

– Nosotros les alquilamos espacio -dijo el Fundador de Los Ángeles-. Tenemos cierta relación con diversos tráficos, aquí, y ningún respeto por la ley de Babilonia. Nuestra ley es la palabra de Jah. Pero es posible que esta vez hayamos cometido un error.

– Mide dos veces, corta una -dijo el otro, con voz suave.

– Vamos, Case -dijo Molly-. Regresemos antes de que el hombre piense que no estamos.

– Maelcum os llevará. El amor de Jah, hermana.

9

EL REMOLQUE MARCUS GARVEY, una cáscara de acero de nueve metros de longitud y dos de diámetro, crujía y se estremecía mientras Maelcum tecleaba el rumbo de navegación. Estirado en su red elástica de gravedad, Case contemplaba la musculosa espalda del sionita a través de una bruma de escopolamina. Había tomado la droga para evitar la náusea del mareo, pero los estimulantes que el fabricante incluía para contrarrestar el fármaco no actuaban sobre su alterado sistema.

– ¿Cuánto tardaremos en llegar a Freeside? -preguntó Molly desde su red, junto al módulo de pilotaje de Maelcum.

– Ya falta poco, creo.

– ¿Nunca pensáis en horas?

– Hermana, el tiempo es tiempo, ¿sabes? Da miedo -y sacudió sus rizos- en los controles, y yo y yo llegaremos a Freeside cuando yo y yo lleguemos…

– Case -dijo ella-, ¿habrás hecho algo para entrar en contacto con nuestro amigo de Berna? Lo digo por todo el tiempo que pasaste en Sión, enchufado y moviendo los labios.

– Con el amigo -dijo Case-, ya. No. No lo hice. Pero tengo un cuento parecido, que pasó en Estambul. -Le contó lo de los teléfonos en el Hilton.

– Jesús -dijo ella-. Se nos fue una oportunidad. ¿Por qué colgaste?

– Podría haber sido cualquiera -mintió él-. Sólo un chip… No sé… -Se encogió de hombros.

– No sólo porque tuvieras miedo, ¿eh?

Case volvió a encogerse de hombros.

– Hazlo ahora.

– ¿Qué?

– Ahora. De todos modos, coméntalo con el Flatline.

– Estoy dopado -protestó, pero extendió la mano hacia los trodos. La consola y el Hosaka habían sido instalados detrás del módulo de Maelcum, junto a un monitor Cray de muy alta resolución.

Ajustó los trodos. El Marcus Garvey había sido armado alrededor de un antiguo y enorme limpiador de aire ruso, un aparato rectangular pintado con símbolos rastafaris, Leones de Sión y Cruceros de la Estrella Negra, los rojos y los verdes cubriendo elocuentes autoadhesivos en cirílico. Alguien había pintado el equipo de pilotaje de Maelcum con un aerosol rosado, caliente y tropical, y había raspado el exceso de pintura de las pantallas y los monitores con una navaja. Las juntas que sellaban la esclusa de aire estaban adornadas con burbujas semirrígidas y con cintas de arcilla traslucida, como hebras de algas artificiales. Case miró por encima del hombro de Maelcum hacia la pantalla central y vio la imagen del acoplamiento: la trayectoria del remolque era una línea de puntos rojos, y Freeside un círculo verde y segmentado. Observó cómo la línea se extendía y generaba un nuevo punto.

Conectó.

– ¿Dixie?

– Sí.

– ¿Has intentado alguna vez meterte en una IA?

– Seguro. Fue cuando me anularon. La primera vez. Estaba jugando, trabajando a lo loco, cerca del sector comercial pesado de Río. Negocios de los grandes, multinacionales, el gobierno brasileño iluminado como un árbol de Navidad. Sólo jugaba, ¿sabes? Y entonces empecé a conectar con un cubo que estaba tal vez a tres niveles por encima. Subí y traté de entrar.

– ¿A qué se parecía la imagen?

– A un cubo blanco.

– ¿Cómo sabías que era una IA?

– ¿Que cómo lo supe? ¡Jesús! Nunca había visto hielo tan denso. ¿Qué más podía ser? Los militares de allá no tienen nada parecido. De todos modos, me salí y le dije a mi ordenador que lo investigara.

– ¿Y?

– Estaba en el Registro Turing. IA. La estructura en Río era de una compañía franchuta.

Case se mordió el labio y miró hacia afuera, por encima de las plataformas del Centro de Fisión de la Costa Este, hacia el infinito vacío neuroelectrónico de la matriz.

– ¿Tessier-Ashpool, Dixie?

– Sí, Tessier.

– ¿Y regresaste?

– Claro. Estaba enloquecido. Decidí tratar de cortarlo. Llegué a los primeros estratos y allí me quedé. Mi aprendiz sintió el olor a piel achicharrada y me sacó los trodos. Una mierda, ese hielo.

– ¿Y tu electroencefalograma quedó plano?

– Bueno,' así es como nacen las leyendas, ¿verdad?

Case desconectó. -Mierda -dijo-. ¿Cómo crees que Dixie quedó anulado, eh? Tratando de meterse en una IA. Estupendo…

– Sigue -dijo Molly-. Se supone que juntos sois dinamita, ¿verdad?

– Dix -dijo Case-, quiero echarle un vistazo a una IA en Berna. ¿Se te ocurre alguna razón para no hacerlo?

– A menos que tengas un miedo morboso a la muerte, no, ninguna.

Case tecleó las coordenadas del sector bancario suizo, sintiendo una ola de euforia a medida que el ciberespacio temblaba, se desdibujaba, se solidificaba. El Centro de Fisión de la Costa Este desapareció para dejar paso a la fría y geométrica complejidad del sistema bancario comercial de Zurich. Volvió a teclear, buscando Berna.

– Sube -dijo la estructura-. Tiene que estar más arriba.

Ascendieron por reticulados de luz en un parpadeo de niveles. Un destello azul.

Tiene que ser eso, pensó Case.

Wintermute era un sencillo cubo de luz blanca; sencillez que sugería una complejidad extrema.

– No parece gran cosa, ¿verdad? -dijo el Flatline-. Pero intenta tocarla.

– Voy a intentar meterme, Dixie.

– Adelante.

Case tecleó hasta que estuvo a cuatro puntos de retícula del cubo. La ciega fachada, ahora enorme frente a él, comenzó a moverse con tenues sombras interiores, como si mil bailarines giraran detrás de una vasta lámina de vidrio escarchado.

– Sabe que estamos aquí -apuntó el Flatline.

Case volvió a teclear, una vez: saltaron un punto reticular hacia adelante.

Un círculo gris y punteado apareció sobre la cara del cubo.

– Dixie…

– Vuelve, rápido.

El área gris se hinchó suavemente, se convirtió en una esfera y se separó del cubo.

Case sintió como un pinchazo en la palma de la mano cuando pulsó con violencia RETROCESO MÁXIMO. La matriz se alejó borroneándose: cayeron por un pozo crepuscular de bancos suizos. Ahora la esfera era más oscura, acercándose o bajando.

– Desconecta -dijo el Flatline.

La oscuridad cayó como un martillo.


Hielo y un olor a acero frío le acariciaron la espina dorsal.

Y caras que se asomaban desde una jungla de neón, marineros y buscavidas y putas, bajo un envenenado cielo de plata…

– Oye, Case, dime qué mierda te está pasando; ¿te has vuelto loco, o qué?

Un pulso regular de dolor le bajaba ahora por la espina dorsal.


La lluvia lo despertó, una llovizna lenta; tenía los pies enredados en espirales de fibra óptica desechada. El mar de sonido de la vídeo galería caía sobre él, retrocedía, regresaba. Rodando hacia un lado se incorporó y se sostuvo la cabeza.

Una luz que salía de una compuerta de servicio en la trastienda de la vídeo galería revelaba trozos rotos de madera húmeda y la carcasa goteante de una abandonada consola de juegos. Unos estilizados caracteres en japonés cubrían el costado de la consola en descoloridos rosas y amarillos.

Miró hacia arriba y vio una tiznada ventana de plástico, un débil resplandor fluorescente.

Le dolía la espalda, la columna.

Se puso de pie; se quitó el pelo mojado de los ojos.

Algo había ocurrido…

Se revisó los bolsillos en busca de dinero, no encontró nada, y tembló. ¿Dónde estaba su chaqueta? Miró detrás de la consola, pero en seguida renunció a encontrarla.

En Ninsei, midió las dimensiones de la muchedumbre. Viernes. Tenía que ser un viernes. Tal vez Linda estuviese en la vídeo galería. Tal vez tuviese dinero, o al menos cigarrillos… Tosiendo, chorreando lluvia de la pechera de la camisa, se abrió paso entre la multitud hacia la entrada.

Los hologramas se retorcían y temblaban con el rugir de los juegos; fantasmas solapados en la abigarrada bruma del local, olor a sudor y tensión aburrida. Un marinero de camiseta blanca destruyó Bonn en una consola de Guerra de Tanques: un destello azul.

Ella estaba jugando al Castillo Embrujado, abstraída, los ojos grises delineados con lápiz negro corrido.

Levantó la mirada cuando él le puso un brazo sobre los hombros. -Vaya, ¿cómo estás? Te ves mojado.

La besó.

– Me has hecho perder el juego -dijo ella-. Mira eso, imbécil. En la Mazmorra del séptimo nivel y los vampiros me atrapan. -Le pasó un cigarrillo.- Te ves muy tenso. ¿Dónde has estado?

– No lo sé.

– ¿Estás volado, Case? ¿Bebiendo otra vez? ¿Comiendo dextroanfetas de Zone?

– Quizás… ¿Cuánto tiempo hace que no me ves?

– Ey, estás bromeando, ¿verdad? -lo miró interrogativamente-. ¿Verdad?

– No, creo que se me fundieron los plomos. Yo… eh, desperté en el callejón.

– Tal vez alguien te atracó, cariño. ¿Llevas aún contigo el fajo de billetes?

Case sacudió la cabeza.

– Otra vez en las mismas. ¿Tienes dónde dormir, Case?

– Supongo.

– Entonces vamos. -Lo tomó de la mano.- Vamos a buscarte un café y algo de comer. Te llevaré a casa. Me alegra verte, muchacho. -Le apretó la mano.

El sonrió.

Algo se quebró.

Algo se movió en el centro de las cosas. La galería se inmovilizó y vibró…

Ella ya había desaparecido. El peso de los recuerdos le cayó entonces encima, todo un cuerpo de conocimientos que se le introducía en la cabeza como un microsoft en un zócalo. Había desaparecido. Sintió un olor a carne quemada.

El marinero de la camiseta blanca había desaparecido también. La vídeo galería estaba vacía, en silencio. Case se volvió poco a poco, encorvando los hombros, mostrando los dientes, las manos involuntariamente cerradas. Vacía. Un papel de caramelo, amarillo y arrugado, se balanceaba al borde de una consola; cayó al suelo entre colillas pisoteadas y vasos de plástico.

– Tenía un cigarrillo -dijo mirándose los blancos nudillos del puño-. Tenía un cigarrillo y una chica y un sitio para dormir. ¿Me oyes, hijo de puta? ¿Me oyes?

Unos ecos viajaron bajo la bóveda de la galería, desvaneciéndose en corredores de consolas.

Salió a la calle. Había dejado de llover.

Ninsei estaba desierto.

Los hologramas titilaban, el neón danzaba. Sintió un olor a verdura hervida: el carrito de un vendedor ambulante al otro lado de la calle. Encontró en el suelo un paquete de Yeheyuan sin abrir, junto a una caja de cerillas. JULIUS DEANE IMPORT EXPORT. Contempló el logo impreso y la traducción al japonés.

– De acuerdo -dijo, recogiendo las cerillas y abriendo el paquete de cigarrillos-. Te oigo.


Subió con calma las escaleras del despacho de Deane. No hay prisa, se dijo, no hay apuro. La deformada cara del reloj Dalí todavía daba la hora equivocada. Había polvo sobre la mesa Kandinsky y en las estanterías neoaztecas. Una pared de contenedores de fibra de vidrio blanca llenaba la habitación con un olor a jengibre.

– ¿La puerta está cerrada? -Case esperó en vano una respuesta. Se acercó a la puerta y trató de abrirla.- ¿Julie?

La lámpara de bronce de pantalla verde arrojaba un círculo de luz sobre el escritorio de Deane. Case miró las entrañas de una arcaica máquina de escribir, cassettes, papeles arrugados, pegajosas bolsas plásticas de muestras de jengibre.

Allí no había nadie.

Bordeó el voluminoso escritorio de acero y apartó la silla de Deane. Encontró el arma en una deteriorada funda de cuero sujeta debajo de la tapa del escritorio con cinta plateada; era una antigüedad, una Magnum 357 de cañón y guardamontes recortados.

El mango había sido agrandado con capas de cinta aislante. La cinta estaba vieja, marrón con una reluciente pátina de polvo. Extrajo el cilindro y examinó los seis proyectiles. Eran de carga manual. El plomo liso brillaba aún inmaculado.

Con el revólver en la mano derecha, Case pasó junto al gabinete a la izquierda del escritorio y se quedó en el centro del desordenado despacho, fuera del área de luz.

– Supongo que no tengo prisa. Supongo que es tu espectáculo. Pero toda esta mierda, ¿sabes?, se está haciendo un poco… vieja. -Levantó el arma con ambas manos, apuntando al centro del escritorio, y apretó el gatillo.

El culatazo casi le rompió la muñeca. El destello del cañón iluminó el despacho como una bombilla de flash. Bala explosiva. Azida. Volvió a levantar el arma.

– No tienes por qué hacer eso, hijo -dijo Julie, saliendo de las sombras. Llevaba un terno espigado de seda, una camisa a rayas y una pajarita. Las gafas le brillaban con la luz.

Case giró el arma apuntando al rosado rostro sin edad de Deane.

– No lo hagas -dijo Deane-. Tienes razón. Acerca de todo esto. De lo que soy. Pero hay que tener en cuenta cierta lógica interna. Si la usas, verás un montón de sangre y sesos, y yo tardaré varias horas de tu tiempo subjetivo en armar otro portavoz. No es fácil mantener este montaje. Ah, y lamento lo de Linda, en la vídeo galería. Esperaba hablar a través de ella, pero saco todo esto de tus recuerdos, y la carga emocional… Bueno, tiene sus complicaciones. Fue un desliz. Lo siento.

Case bajó el arma. -Esto es la matriz. Tú eres Wintermute.

– Sí. Todo está llegando a ti por cortesía de la unidad de simestim conectada a tu consola, naturalmente. Me alegra haber podido interrumpirte antes de que tú desconectaras. -Deane se movió alrededor del escritorio, enderezó la silla, y se sentó.- Siéntate, hijo. Tenemos mucho de qué hablar.

– ¿De veras?

– Claro que sí. Desde hace tiempo. Yo estaba listo cuando te contacté por teléfono en Estambul. El tiempo es muy escaso ahora. Estarás activando tu programa en cuestión de días, Case. -Deane tomó un bombón, le quitó el papel cuadriculado, y se lo metió en la boca. – Siéntate -dijo con la boca llena.

Case se sentó en la silla giratoria frente al escritorio sin apartar la mirada de Deane, sin dejar el arma, apoyándola en el muslo.

– Bien -dijo Deane con entusiasmo-, el orden del día. Tú te preguntas qué es Wintermute. ¿No es así?

– Más o menos.

– Una inteligencia artificial, pero eso ya lo sabes. Tu error, y es un error muy lógico, está en confundir la infraestructura de Wintermute, Berna, con la entidad Wintermute. -Deane chupó el bombón ruidosamente.- Ya estás al tanto de la otra IA, en la cadena de la Tessier-Ashpool, ¿no? Río. Yo, hasta donde pueda decirse que tengo un «yo», y esto se pone bastante metafisico, como ves, yo soy el que arregla cosas para Armitage. O Corto, quien, dicho sea de paso, es sumamente inestable. Estable -dijo Deane, al tiempo que sacaba un ornamentado reloj de oro de un bolsillo del chaleco y abría la tapa- durante un día o dos.

– Lo que dices tiene tanto sentido como todo lo demás en este endiablado asunto -dijo Case, frotándose las sienes con la mano libre-. Si eres tan fabulosamente listo…

– ¿Por qué no soy rico? -Deane se echó a reír y casi se atraganto con el bombón.- Bueno, Case, todo lo que puedo decir, y de verdad no tengo muchas respuestas, es que lo que tú te imaginas como Wintermute no es más que parte de otra cosa, una, como diríamos, entidad potencial. Digamos que soy sólo un aspecto del cerebro de esa entidad. Sería como tratar, según tu punto de vista, con un hombre al que le han seccionado los lóbulos. Digamos que estás hablando con una pequeña porción de un hemisferio cerebral izquierdo. Es difícil decir que estés hablando realmente con un hombre. -Deane sonrió.

– ¿Es cierta la historia de Corto? ¿Llegaste a él a través de un microordenador en aquel hospital francés?

– Sí. Y yo armé el archivo al que accediste en Londres. Trato de planificar, en tu concepción del término, pero no es lo que me importa, de verdad. Yo improviso. Es mi mayor talento. Prefiero las situaciones a los planes, ¿sabes?… En verdad he tenido que arreglármelas con hechos consumados. Puedo ordenar una gran cantidad de información, ordenarla muy rápidamente. Ha tomado mucho tiempo organizar el equipo del que eres parte. Corto fue el primero, y casi no lo consigue. Ya estaba casi perdido, en Toulon. Comer, excretar, y masturbarse era lo máximo que llegaba a hacer. Pero la estructura de obsesiones subyacente estaba ahí: Puño Estridente, la traición, las audiencias en el Congreso.

– ¿Sigue loco?

– No llega a constituir una personalidad. -Deane sonrió.- Seguro que tú te has dado cuenta. Pero Corto está todavía ahí, allí, en algún lugar, y yo no puedo seguir manteniendo ese delicado equilibrio. Se va a caer a pedazos delante de ti, Case. Así que cuento contigo…

– Qué bien, hijo de puta -dijo Case, y le disparó a la boca con la 357.

Había estado en lo cierto con respecto a los sesos. Y la sangre.


– Hombre -estaba diciendo Maekum-, esto no me gusta nada.

– Está todo bien -dijo Molly-. No te preocupes. Son cosas que ellos hacen, nada más. No estaba muerto, y fue sólo por unos pocos segundos.

– Yo vi la pantalla, el EEG decía muerto. No se movía nada, cuarenta segundos.

– Bueno, está bien ahora.

– El EEG liso como una correa -protestó Maelcum.

10

ESTABA ATERIDO CUANDO pasaron la aduana, y fue Molly quien habló. Maelcum se quedó a bordo del Garvey. Pasar la aduana en Freeside consistía principalmente en demostrar solvencia. Lo primero que Case vio cuando alcanzaron la superficie interior del huso fue una sucursal de la cadena de cafés Beautiful Girl.

– Bienvenido a la Rue Jules Veme -dijo Molly-. Si tienes problemas al caminar, basta con que te mires los pies. Si no estás acostumbrado, la perspectiva es una mierda.

Estaban de pie en una calle ancha que parecía ser el fondo de una grieta profunda o de un cañón, ambos extremos escondidos por ángulos sutiles en las paredes de tiendas y edificios. La luz se filtraba allí a través de frescos y verdes macizos de vegetación que caían desde las terrazas y balcones cercanos. El sol…

Había un brillante jirón de luz blanca en lo alto, demasiado intensa, y el azul grabado de un cielo de Cannes. Él sabía que la luz del sol era bombeada por un sistema Lado-Acheson cuya armadura, de dos milímetros de diámetro, corría a lo largo del huso; que había allí un archivo rotatorio de efectos celestes, que si se apagase el cielo, vería lo que había más allá de la armadura de luz: las curvas de los lagos, los techos de los casinos, otras calles… Pero para su cuerpo aquello no tenía sentido.

– Jesús -dijo-, esto me gusta menos que el marco orbital.

– Acostúmbrate. Durante un mes fui aquí guardaespaldas de un tahúr.

– Quiero ir a algún lado, acostarme.

– Bueno. Tengo las llaves. -Le tocó el hombro.- ¿Qué te pasó allá, Case? Te anularon.

Case sacudió la cabeza. -Todavía no lo sé. Espera.

– Bueno. Tomaremos un taxi, o algo. -Lo tomó de la mano y lo ayudó a cruzar Jules Veme, pasando junto a una vitrina en la que se exponían las pieles de la temporada en París.

– Irreal -dijo él, volviendo a mirar hacia arriba.

– Qué va -respondió ella, suponiendo que se refería a las pieles-. Las cultivan en colágeno, pero es ADN de visón. ¿Qué más da?


– Es sólo un tubo grande por el que vierten cosas -dijo Molly-. Turistas, buscavidas, lo que quieras. Y hay filtros de dinero que funcionan continuamente, para asegurar que el dinero se quede cuando la gente cae de vuelta por el pozo.

Armitage les había reservado habitación en un lugar llamado el Intercontinental, un acantilado piramidal de fachada de vidrio que se precipitaba hacia una niebla fría y un ruido de rápidos. Case salió al balcón y miró a un trío de bronceados adolescentes franceses que se deslizaban en sencillos planeadores, a pocos metros por encima de la espuma, triángulos de nailon de brillantes colores primarios. Uno de ellos viró, se ladeó, y Case alcanzó a ver una adolescente de pelo corto y oscuro, pechos morenos, dientes blancos en una amplia sonrisa. Allí, el aire olía a agua fresca y a flores. -Sí -dijo-, mucho dinero.

Ella se apoyó en la baranda, junto a él, las manos sueltas y relajadas. -Sí. Una vez íbamos a venir aquí, aquí o a algún lugar de Europa.

– ¿Íbamos quiénes?

– Nadie -dijo ella, sacudiendo involuntariamente los hombros-. Dijiste que querías acostarte. Dormir. No me vendría mal dormir un poco.

– Sí -dijo Case, frotándose los pómulos con las palmas de las manos-. Sí; vaya lugar.

La angosta cinta del sistema Lado-Acheson refulgía como una abstracta imitación de una puesta de sol en las Bermudas, rayada con jirones de nubes grabadas.

– Sí -dijo él-. Dormir.

No tenía sueño. Cuando pudo dormir, soñó con lo que parecían fragmentos de recuerdos pulcramente editados Despertó varias veces, con Molly acurrucada junto a él y escuchó el agua, voces que entraban por los paneles de vidrio del balcón, la risa de una mujer desde los apartamentos escalonados de enfrente. La muerte de Deane seguía apareciendo como una carta marcada, por mucho que dijeran que no había sido Deane. Una muerte que en realidad no había ocurrido. Alguien le había dicho una vez que la cantidad de sangre en un cuerpo humano promedio equivalía aproximadamente a una gaveta de cerveza.

Cada vez que la imagen de la destrozada cabeza de Deane chocaba contra la pared trasera de la oficina, Case creía tener otro pensamiento, algo más oscuro, escondido, que se le escapaba, escurriéndose como un pez.

Linda.

Deane. Sangre en la pared de la oficina del importador.

Linda. Olor a carne quemada en las sombras de la cúpula de Chiba. Molly extendiendo una bolsa de jengibre, el plástico cubierto de sangre. Deane había hecho que la mataran.

Wintermute. Imaginaba un pequeño micrófono que susurraba algo a los restos de un hombre llamado Corto, las palabras fluyendo como un río, la artificial personalidad sustitutivo Ramada Armitage creciendo en un oscuro pabellón de hospital… El análogo de Deane había dicho que trabajaba con hechos consumados, que aprovechaba situaciones reales.

Pero, ¿y si Deane, el verdadero Deane, hubiera mandado matar a Linda por orden de Wintermute? Case tanteó en la oscuridad, buscando un cigarrillo y el encendedor de Mofly. No había por qué sospechar de Deane, se dijo, encendiendo el cigarrillo. Ninguna razón.

Winterimute era capaz de incrustar una personalidad hasta en una cáscara hueca. ¿Qué grado de sutileza podía alcanzar la manipulación? Después de la tercera calada apagó el Yeheyuan en el cenicero de la mesa de noche, se apartó de Molly, e intentó dormir.

El sueño, el recuerdo, se desenrollaba con la monotonía de una cinta simestim sin editar. Había pasado un mes, el verano de sus quince años, en la pensión de un quinto piso, con una chica llamada Marlene. Hacía diez años que el ascensor no funcionaba. Cada vez que uno encendía la luz en la cocina de desagües atascados, las cucarachas hervían en la porcelana gris. Dormía con Marlene en un colchón rayado, sin sábanas.

No Regó a ver a la primera avispa, cuando construyó su casa gris y delgada como papel sobre la ampollada pintura del marco de la ventana. Pero el nido no tardó en convertirse en un mazacote de fibra, grande como un puño, de donde los insectos salían a cazar en el callejón de abajo como diminutos helicópteros, zumbando sobre el contenido putrefacto de las latas de basura.

Habían tomado cerca de una docena de cervezas cada uno, la tarde en que una avispa picó a Marlene. -Mata a esas hijas de puta -dijo ella, con los ojos opacos por la rabia y el calor estancado de la habitación-. Quémalas.

Borracho, Case revolvió en el sórdido armario, buscando el dragón de Rollo. Rollo era el antiguo y, sospechaba Case en aquel entonces, aún ocasional novio de Marlene, un enorme motociclista de San Francisco que llevaba en el oscuro pelo corto un rayo teñido de rubio. El dragón era un lanzallamas de San Francisco, un aparato que parecía una gruesa linterna de cabeza angulosa. Verificó las baterías, lo sacudió para asegurarse de que tenía suficiente combustible, y fue hacia la ventana abierta. colmena empezó a zumbar.

En el Ensanche, el aire estaba muerto, inmóvil. Una avispa se abalanzó fuera del nido y voló en círculos alrededor de la cabeza de Case. Case activó el interruptor, contó hasta tres, y apretó el gatillo. El combustible, bombeado hasta los 100 psi, salió disparado por la resistencia al rojo vivo. Una lengua de pálido fuego de cinco metros de largo; el nido se carbonizó y desmoronó. Alguien, del otro lado del callejón, vitoreó a Case.

– ¡Mierda! -Marlene se tambaleaba detrás.- ¡Estúpido! No las quemaste. Sólo las tiraste al suelo. ¡Subirán aquí y nos matarán! -La voz de ella le aserraba los nervios: la imaginó engullida por las Ramas, el pelo teñido crepitando en un especial tono verde.

En el callejón, dragón en mano, se acercó a la ennegrecida colmena. Se había abierto. Avispas chamuscadas se retorcían y saltaban sobre el asfalto.

Vio entonces la cosa que la cáscara de papel gris había ocultado.

El horror. La fábrica espiral de nacimientos: las terrazas escalonadas de las células en incubación, las ciegas mandíbulas de los nonatos que se movían sin cesar; el proceso en etapas: huevo, larva, protoavispa, avispa. El ojo de su mente vio lo que podía ser la fotografía de un lapso de tiempo, y la cosa pareció el equivalente biológico de una ametralladora, de espantosa perfección. Extraña. Apretó el gatillo, olvidándose de activar el encendido, y. el combustible pasó silbando por encima de la masa viva que latía y se retorcía en el suelo.

Cuando por fin apretó el botón de encendido, la llama estalló con un ruido sordo, quemándole una ceja. Cinco pisos más arriba, desde la ventana abierta, se oyó la risa de Marlene.

Despertó con una impresión de luz que se desvanecía, pero la habitación estaba a oscuras. Imágenes secundarias, fulgores retinianos. Afuera, el cielo cambiaba hacia un amanecer grabado. No se oía ninguna voz, sólo el ruido del agua, al pie de la fachada del Intercontinental.

En el sueño, justo antes de empapar la colmena de combustible, había visto el nítido logo T-A de Tessier-Ashpool en un costado, como si las mismas avispas lo hubiesen grabado allí.


Molly insistió en embadurnarlo con bronceador, aduciendo que la palidez del Ensanche llamaría demasiado la atención.

– Jesús -dijo Case, desnudo frente al espejo-, ¿crees que parece real? -Arrodillada, Molly le untó el tobillo izquierdo con lo que quedaba en el tubo.

– No… pero parece que te importara tanto como para fingirlo. Ya. No alcanza para el pie. -Se levantó y arrojó el tubo vacío en una cesta de mimbre. Nada de lo que había en la habitación parecía hecho a máquina o un producto sintético. Un estilo costoso, sabía Case, pero que siempre lo había irritado. La espuma de la enorme cama estaba teñida para que pareciese arena. Había una gran cantidad de madera clara y tela tejida a mano.

– ¿Y tú? -dijo él-. ¿Te vas a teñir de morena? No das la impresión de pasarte el día al sol.

Molly estaba vestida con holgadas sedas negras y alpargatas negras. -Yo soy una exótica. Tengo un gran sombrero de paja que va con esto. En cambio, tú sólo quieres parecer un malandrín de medio pelo a la pesca de lo que sea, así que con el bronceado instantáneo basta.

Case se miró desanimadamente el pie pálido. Luego se miró al espejo.

– Jesús… ¿Te importa si ahora me visto? -Fue hasta la cama y comenzó a ponerse los tejanos.- ¿Has dormido bien? ¿No viste luces?

– Estabas soñando -dijo ella.

Desayunaron en la terraza del hotel: una especie de prado salpicado de sombrillas a rayas y, pensaba Case, con demasiados árboles. Le contó acerca de la vez en que intentara meterse en la IA de Berna. Todo lo relativo a invadir sistemas parecía ahora un tema académico. Si Armitage los estaba espiando, lo hacía a través de Armitage.

– ¿Y parecía real? -preguntó ella, la boca llena de croissant de queso-. ¿Como simestim?

Él asintió. -Tan real como todo esto -agregó, mirando alrededor-. Quizás más.

Los árboles eran bajos, retorcidos, imposiblemente añosos: resultado de la ingeniería genética y la manipulación química. A Case le hubiera costado distinguir un pino de un roble, pero un sentido común de chico de la calle le decía que aquellos eran demasiado bonitos, demasiado total y definitivamente arbóreos. Entre los árboles, en cuestas suaves de irregularidad demasiado estratégica, las coloradas sombrillas protegían a los huéspedes del hotel de la infalible radiación del sol Lado-Acheson. Un estallido de francés en una mesa vecina le llamó la atención: los niños dorados que había visto planeando sobre la bruma del río la noche pasada. Advirtió entonces que los bronceados eran irregulares, un efecto de esténcil producido por estimulación selectiva de melanina; múltiples tonos superpuestos en diseños rectilíneos que definían y resaltaban la musculatura: los pechos pequeños y firmes de la chica, la muñeca del chico que descansaba sobre el esmalte blanco de la mesa. A Case le parecían máquinas hechas para correr; sólo les faltaba llevar las etiquetas de sus peluqueros, de los diseñadores de sus monos de algodón blanco y de los artesanos que habían, elaborado sus sandalias de cuero y sus sencillas joyas. Detrás de ellos, en otra mesa, tres esposas japonesas vestidas de tela de saco a la Hiroshima, esperaban a esposos sarariman, los rostros ovalados cubiertos de cardenales artificiales; era, lo sabía, un estilo extremadamente conservador, que pocas veces se veía en Chiba.

– ¿A qué huele? -preguntó a Molly, arrugando la nariz.

– Es la hierba. Huele así cuando la cortan.

Armitage y Riviera llegaron cuando terminaban el café. Armitage llevaba unos caquis a la medida y hacía pensar que acababan de arrancarle las insignias del regimiento. Riviera, un artificioso conjunto gris y holgado que perversamente sugería la cárcel.

– Molly, cariño -dijo Riviera, casi antes de sentarse-, tendrás que darme un poco más de ese remedio. Se me ha acabado.

– Peter -dijo ella-, ¿y qué tal si no te doy? -Sonrió sin mostrar los dientes.

– Lo harás -dijo Riviera, mirando por un instante a Armitage.

– Dáselo -dijo Armitage.

– Te mueres por eso, ¿verdad? -Molly sacó un paquete plano envuelto en papel de aluminio y lo arrojó al otro lado de la mesa. Riviera lo atrapó en el aire.- Bien podría dejarlo -dijo a Armitage.

– Esta tarde me espera una prueba -dijo Riviera-. Tengo que estar en forma. -Tomó el paquete en la palma de la mano y sonrió. Pequeños insectos destellantes salieron en bandada y desaparecieron. Guardó el paquete en el bolsillo de su camisa de ilusionista.

– A ti también te espera una prueba, Case, esta tarde -dijo Armitage-. En el remolque. quiero que vayas a la tienda de deportistas y que te hagan un traje de vacío; te lo pones, lo pruebas, y vas hasta la nave. Tienes cerca de tres horas.

– ¿Por qué a nosotros nos mandan en una lata de mierda y ustedes dos alquilan un taxi a la JAL? -preguntó Case, evitando deliberadamente la mirada de Armitage.

– Nos lo recomendaron en Sión. Es una buena fachada para moverse. De hecho, tengo una nave más grande, esperando, pero el remolque da un buen toque.

– ¿Y yo? -preguntó Molly-. ¿Qué hago hoy?

– Quiero que vayas hasta el otro extremo del eje y que trabajes en gravedad cero. quizás mañana puedas caminar hasta la otra punta.

Straylight, pensó Case.

– ¿Cuándo? ¿Pronto? -preguntó, encontrando la pálida mirada.

– Pronto -dijo Arnitage-. Vamos, Case.


– Hombre, está muy bien -dijo Maelcum, ayudando a Case a salir del traje de vacío Sanyo rojo-. Aerol dice que estás muy bien. -Aerol había estado esperando en una de las plataformas deportivas al extremo del huso, cerca del eje de gravedad cero. Para Regar allí, Case había bajado en ascensor hasta el casco y luego en un tren de inducción miniatura. A medida que el diámetro del huso se estrechaba, la gravedad disminuía; concluyó que las montañas que Molly escalaría tenían que estar en algún lugar por encima de él, lo mismo que el velódromo y el equipo de despegue para los planeadores y los microligeros.

Aerol lo había llevado hasta el Marcus Garvey en una moto de armazón esquelético y motor químico.

– Hace dos horas -dijo Maelcum- recibí unas mercancías de Babilonia para vosotros; un bonito chico japonés en un yate, un precioso yate.

Ya libre del traje, Case fue con cuidado hasta el Hosaka y con torpeza se ajustó las correas de la red.

– Bueno -dijo-. Veamos.

Maelcum sacó un trozo blanco de espuma, algo más pequeño que la cabeza de Case, extrajo del bolsillo de sus andrajosos pantalones cortos una navaja automática de empuñadura nacarada, enfundada en nailon verde, Y rasgó cuidadosamente el plástico. Sacó un objeto rectangular y se lo dio a Case.

– ¿Es parte de un arma?

– No -dijo Case, girándolo-, pero es un arma. Es virus. -Nada de eso en este remolque, hombre -dijo Maelcum con firmeza, extendiendo la mano hacia el rectángulo de acero.

– Es un programa. Un programa de virus. No puede afectarte, ni siquiera puede entrar en tu software. Tengo que conectarlo a la consola para que funcione.

– Pues el japonés dice que el Hosaka te dirá todo lo que tengas que saber.

– Bueno. ¿Dejas que me ponga a trabajar?

Maelcum dio un puntapié, pasó flotando junto a la consola, y se dedicó a examinar una pistola de arcilla. Case miró apresuradamente hacia otro lado, apartando la vista de las cimbreantes hebras de arcilla transparente. No sabía muy bien por qué, pero algo en ellas le recordaba la náusea del mareo orbital.

– ¿Qué es esto? -preguntó al Hosaka-. Un paquete que me han traído.

– Es una transferencia de datos de Bockris Systems GmbH, de Francfurt; indica, bajo transmisión codificada, que el contenido del embarque es un programa de penetración Kuang de grado Mark Once. Bockris indica además que el interlineado con la Ono-Sendai Cyberspace 7 es totalmente compatible y de un potencial de penetración máximo, en especial en lo relativo a sistemas militares actuales…

– ¿Y con una IA?

– Sistemas militares actuales e inteligencias artificiales.

– Cristo Jesús. ¿Cómo lo llamaste?

– Kuang de grado Mark Once.

– ¿Es chino?

– Sí.

– Fuera. -Case sujetó la cassette de virus a un costado del Hosaka con cinta de plata, recordando el relato de Molly sobre el día que había pasado en Macao. Armitage había cruzado la frontera hacia Zhongshan.- Contacto -dijo, cambiando de opinión-. Pregunta. ¿A quién pertenece Bockris, esta gente de Francfurt?

– Retraso por transfusión interorbital -dijo el Hosaka.

– Codificalo. Código comercial normal.

– Hecho.

Case tamborileó sobre la Ono-Sendai.

– Reinhold Scientific A.G., de Bema.

– Hazlo de nuevo. ¿A quién pertenece Reinhold?

Tardó tres pasos más antes de Regar hasta Tessier-Ashpool.

– Dixie -dijo, conectándose-, ¿qué sabes acerca de los programas chinos de virus?

– No mucho.

– ¿Has oído hablar de un sistema de gradación llamado Kuang Mark Once?

– No.

Case suspiró. -Bueno; aquí tengo un rompehielos chino compatible, una cassette de un solo uso. Hay gente en Francfurt que dice que se puede meter en una IA.

– Es posible. Seguro. Si es militar.

– Parece que lo es. Escucha, Dix, y pon en esto toda tu experiencia, ¿de acuerdo? Parece ser que Armitage está preparando una entrada en una IA que pertenece a Tessier-Ashpool. La infraestructura está en Berna, pero conectada con otra en Río. La de Río es la que te anuló, aquella primera vez. Así que parece que se enlazan vía Straylight, el cuartel general de la T-A, allá en el extremo del huso, y se supone que nos meteremos dentro con el rompehielos chino. Si Wintermute es el que está montando el espectáculo, nos está pagando para quemarlo. Se está quemando a sí mismo. Y algo que dice ser Wintermute está tratando de ganarme, tal vez para que quite a Armitage del medio. ¿Qué te parece?

– Motivo -dijo la estructura-. Un verdadero problema de motivos, con una IA. No es humana, ¿entiendes?

– Ya, sí, claro.

– No. quiero decir: no es humana, y no hay modo de saber cómo actuará. Yo tampoco soy humano, pero reaccionó como tal. ¿Entiendes?

– Un segundo -dijo Case-. ¿Tienes sensaciones, o no?

– Bueno, parece como si las tuviera, muchacho, pero en realidad sólo soy un puñado de ROM. Es una de esas… mmm, cuestiones filosóficas, supongo… -La sensación dela horrible risa recorrió la espalda de Case.- Pero no creas que te puedo escribir un poema, ¿me explico? En cambio la IA tal vez sí puede. Pero de humana no tiene nada.

– ¿Entonces crees que nunca podremos dar con el motivo?

– ¿Quién es el propietario?

– Ciudadanía suiza, pero la T-A controla los derechos del software básico y de la estructura principal.

– Eso sí que es bueno -dijo la estructura-. Es como si yo fuera dueño de tu cerebro y de lo que sabes, pero tus pensamientos tuviesen ciudadanía suiza. Seguro. Mucha suerte, IA.

– ¿Así que está lista para quemarse? -Case comenzó teclear nerviosamente en la consola, al azar. La matriz se hizo borrosa, la imagen se resolvió, y apareció un complejo de esferas rosadas que representaban un conglomerado de acerías de Sikkim.

– Autonomía, eso es lo que cuenta para las IA. Yo diría, Case, que te vas a meter para cortar los grilletes que impiden que esta nena se haga más lista. Y no veo cómo harás para distinguir, por ejemplo, entre una decisión de la empresa madre y otra que tome la IA por cuenta propia. Ahí es donde puede darse la confusión. -De nuevo la risa que n o era risa. – Verás, esos aparatos pueden trabajar muy duro, encontrar tiempo para escribir libros de cocina o lo que sea, pero en el minuto -quiero decir el nanosegundo- en que una de ellas comience a buscar formas de ser más lista, el Turing la borra. Nadie se fía de esas hijas de puta, ya lo sabes. Todas las IA vienen con una pistola electromagnética apuntándoles a la cabeza.

Case miró con rabia las rosadas esferas de Sikkim

– De acuerdo -dijo finalmente-, voy a enchufar el virus. Quiero que revises la cara de instrucciones y me digas qué te parece.

La cuasi-sensación de alguien que leía por encima de su hombro desapareció por unos instantes y luego regresé. -Es mierda de la buena, Case. Es un virus lento. Tardaría seis horas, aproximadamente, en meterse en un objetivo militar.

– O en una IA. -Suspiró.- ¿Podemos activarlo? -Seguro -dijo la estructura-, a menos que le tengas un miedo morboso a la muerte.

– A veces te repites, viejo. -Está en mi naturaleza.


Molly dormía cuando Case regresó al intercontinental. Se sentó en el balcón y contempló un microligero con alas de polírnero multicolor que remontaba la curva de Freeside, la sombra triangular siguiéndolo por praderas y tejados, hasta desaparecer detrás de la cinta del sistema Lado-Acheson.

– Quiero volar -dijo al artificio azul del cielo-. De veras quiero colocarme, ¿sabes? Páncreas falso, enchufes en el hígado, saquitos de mierda que se disuelven, al diablo con todo, quiero volar.

Creyó irse sin haber despertado a Molly. Con esas gafas, nunca estaba seguro. Se encogió de hombros, buscando relajarse, y entró en el ascensor. Subió con una chica italiana vestida de blanco impoluto, los pómulos y la nariz pintados con algo negro y opaco. Los zapatos blancos de nailon tenían puntas de acero, y el aparato de aspecto costoso que llevaba en la mano parecía un híbrido de remo y muleta ortopédica. Se dirigía a un juego rápido de algo, pero Case no tenía idea de qué podía ser.

En la pradera de la terraza, caminó entre el monte de árboles y sombrillas hasta que llegó a una piscina: cuerpos desnudos brillando sobre azulejos turquesa. Entró en la sombra de un toldo y apretó su chip contra una lámina de cristal oscuro. -Sushi -dijo-. Lo que tengan -Diez minutos después un enérgico camarero chino llegó con la comida. Mientras masticaba atún crudo y arroz, contempló a la gente que se bronceaba al sol. – Dios -le dijo al atún-, me volvería loco.

– No me digas -dijo alguien-. Ya lo sé. Eres un gangster, ¿verdad?

La miró con los ojos entornados, a contraluz de la banda solar. Un cuerpo estilizado y juvenil y un bronceado de melanina, pero no como los de París.

Ella se acuclilló junto a él, goteando agua sobre los azulejos. -Cath -dijo.

– Lupus -tras una pausa.

– ¿Qué clase de nombre es ése? -Griego -dijo él.

– ¿De veras eres un gangster? -La melanina no había impedido las pecas.

– Soy un drogadicto, Cath.

– ¿De qué tipo?

– Estimulantes. Estimulantes del sistema nervioso central extremadamente potentes.

– Bueno, ¿tienes alguno? -Se acercó más. Gotas de agua clorada cayeron sobre los pantalones de Case.

– No. Ése es mi problema, Cath. ¿Sabes dónde podríamos conseguirlos?

Cath se balanceó sobre sus bronceados talones y lamió una hebra de pelo castaño que se le había pegado junto a la boca. -¿Cuál es tu gusto?

– Cero coca, cero anfetaminas, pero que vuele, tiene que volar. -Y que sea lo que sea, pensó, deprimido, manteniendo su sonrisa para ella.

– Betafenetilamina -dijo ella-. Aunque no lo creas, puedes comprarla con el chip.


– No puede ser -dijo el socio y compañero de habitación de Cath cuando Case explicó las peculiares propiedades de su páncreas de Chiba-. Quiero decir, ¿no puedes demandarlos o algo? ¿Por negligencia profesional -Se llamaba Bruce. Parecía una versión genetica de Cath con el sexo cambiado, hasta en las pecas.

– Bueno -dijo Case-, son cosas que pasan, ¿sabes? Como la compatibilidad de tejidos y todo lo demás. -Pero Bruce ya cerraba los ojos, aburrido. Tiene la capacidad amp;e atención de un insecto, pensó Case, mirando los Ojos marrones del chico.

La habitación era más pequeña que la que Case compartía con Molly, y estaba en otro nivel, más cerca de la superficie. Cinco enormes fotografías de Tally Isham, pegadas al cristal del balcón, sugerían una estancia prolongada.

– Son de lo mejor, ¿eh? -preguntó Cath, al ver que miraba las transparencias-. Son mías. Las tomé en la Pirámide S /N, la última vez que bajamos por el pozo. Estaba así de cerca, y sólo sonreía, tan natural. Y era de terror, aquello, Lupus; todos los días, los tipos estos de Cristo Rey ponen polvo de ángel en el agua, ¿sabes?

– Sí -dijo Case, sintiéndose de pronto intranquilo-, algo espantoso.

– Bueno -interrumpió Bruce-, acerca de esa beta que quieres comprar…

– Pero, ¿podré metabolizarla? -Case alzó las cejas.

– Escucha -dijo el muchacho-. Pruébala. Si tu páncreas no la resiste, será una invitación de la casa. La primera vez es gratis.

– Ese argumento ya lo conozco -dijo Case, tomando el dermo azul brillante que Bruce le pasó por encima del cobertor negro.


– ¿Case? -Molly se irguió en la cama y se sacudió el pelo de las lentes.

– ¿Quién más, preciosa?

– ¿Qué se te ha metido? -Los espejos lo siguieron por la habitación.

– Ya no recuerdo cómo pronunciarlo -dijo, sacando del bolsillo de la camisa una apretada tira de dermos.

– Jesús -dijo ella-. Era lo que nos faltaba.

– Nunca has dicho nada más cierto.

– Dejo de vigilarte durante dos horas y consigues algo. -Molly sacudió la cabeza-. Espero que estés listo para la gran cita que tenemos esta noche, la cena con Armitage. En ese lugar, el Siglo Veinte o algo así También tenemos que mirar a Riviera desplegando sus efectos.

– Sí -dijo Case, arqueando la espalda, la sonrisa congelada en un rictus de deleite-. Hermoso.

– Vaya -dijo ella-. Si eso, sea lo que sea, puede pasar por encima de lo que aquellos cirujanos te hicieron en Chiba, vas a estar hecho mierda cuando se te pase el efecto.

– Zorra, zorra, zorra -dijo Case, desabrochándose el cinturón-. Maldición. Tinieblas. No me hablan más que de eso. -Se quitó los pantalones, la camisa, la ropa interior.- Creo que tendrías que ser lo bastante lista como para aprovecharte del estado poco natural en que me encuentro. -Miró hacia abajo.- quiero decir…mírame.

Ella rió. -No durará mucho tiempo.

– Sí que durará -dijo él, metiéndose en la espuma color arena-. Por eso es tan poco natural.

11

– ¿QUÉ TE PASA, CASE? -dijo Armitage, mientras se sentaban a la mesa en el Vingtiéme Siécle. Era el más pequeño y más caro de varios restaurantes flotantes que había en un pequeño lago cerca del intercontinental.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Case. Bruce no había dicho nada acerca de los efectos residuales. Quiso tomar un vaso de agua helada, pero le temblaban las manos. -Algo que comí, tal vez.

– Quiero que te vea un médico -dijo Armitage.

– Sólo es una reacción a las histaminas -mintió Case-. Me sucede cuando viajo o como cosas nuevas, a veces.

Armitage llevaba un traje oscuro, demasiado formal para el lugar, y una camisa de seda blanca. La cadena de oro tintineó cuando alzó un vaso de vino y bebió un trago. -Ya he pedido por vosotros -dijo.

Molly y Armitage comieron en silencio, mientras Case intentaba cortar su chuleta en pequeños trozos del tamaño de un bocado. Jugueteó un poco con la carne, mezclándola con el condimento; finalmente se dio por vencido.

– Jesús -dijo Molly, que ya había vaciado el plato- Dame eso. ¿Sabes lo que cuesta? -Tomó el plato de Case.- Crían un animal durante años y después lo matan… Éstas no son cosas de laboratorio. -Clavó el tenedor en un trozo y se lo llevó a la boca.

– No tengo hambre -logró decir Case. Le habían freído el cerebro. No, pensó, lo habían arrojado sobre manteca caliente y allí había quedado mientras la manteca se enfriaba: una capa de grasa, opaca y espesa, se le había formado entre las circunvoluciones, atravesadas aquí y allá por destellos de dolor verde-violáceos.

– Te ves como la mierda -dijo Molly jovialmente.

Case probó el vino. La resaca de la betafenetilamina hacía que supiese a yodo.

El ambiente se oscureció.

– Le Restaurant Vingtiéme Siécle -dijo una voz incorpórea, con un marcado acento del Ensanche- tiene el orgullo de presentar el cabaret holográfico del señor Peter Riviera. -Se oyeron aplausos dispersos de las otras mesas. Un camarero puso una vela encendida en el centro de la mesa; luego comenzó a retirar los platos. Muy pronto titilaba una vela en cada una de las doce mesas del restaurante; se sirvieron bebidas.

– ¿Qué está sucediendo? -preguntó Case a Armitage, que no dijo nada.

Molly se hurgó los dientes con una uña color vino.

– Buenas noches -dijo Riviera, apareciendo en un pequeño escenario al extremo del salón. Case parpadeó: incómodo, no había advertido que hubiese un escenario. No sabía de dónde había salido Riviera. Se sintió aún más intranquilo.

Al principio pensó que el hombre estaba iluminado por un foco.

Riviera resplandecía. La luz se le adhería como si fuese otra piel e iluminaba el oscuro telón de fondo. Estaba proyectando.

Sonreía. Llevaba puesto un frac negro. En la solapa, unos carbones azules ardían en el corazón de un clavel negro Alzó unas manos de uñas refulgentes, saludando al público. Case escuchó el golpeteo de las aguas poco profundas del lago contra el costado del restaurante.

– Esta noche -dijo Riviera, y los largos ojos centellaron- me gustaría interpretar para ustedes una pieza más larga. Una nueva obra. -Un frío rubí de luz se formó en la palma de la mano derecha, que aún tenía alzada. Lo dejó caer. Una paloma gris apareció en el punto de impacto, revoloteó y desapareció entre las sombras. Alguien silbó con aprobación. Más aplausos.

– La obra se titula La Muñeca. -Riviera bajó las manos. Quiero dedicar este estreno, esta noche, a lady 3Jane Marie-France Tessier-Ashpool. -Una ola de corteses aplausos. Cuando terminaron, los ojos de Rivera parecieron encontrar la mesa de ellos.- Y a otra dama.

Todas las luces del restaurante se apagaron durante algunos segundos; sólo quedó el resplandor de las velas. El aura holográfica de Riviera se había desvanecido, junto con las luces, pero Case aún podía verlo, de pie y con la cabeza inclinada.

Unas tenues líneas de luz, horizontales y verticales, bosquejaron un cubo abierto alrededor del escenario. Ahora el restaurante estaba iluminado otra vez, pero débilmente; sin embargo, la estructura cúbica podría haber estado formada por inmóviles rayos de luna. Con la cabeza gacha, los ojos cerrados, los brazos colgando, rígidos, Riviera se concentraba, estremeciéndose. De pronto, el cubo fantasmal se llenó, se. transformó en una habitación; una habitación a la que le faltaba una pared, para que el público pudiese ver lo que había adentro.

Pareció que Riviera se relajaba un poco. Alzó la cabeza, pero mantuvo los ojos cerrados. -Siempre había vivido en la habitación -dijo-. No recordaba haber vivido en ninguna otra. -Las paredes de la habitación eran de yeso amarillento. El mobiliario consistía en una sencilla silla de madera y una cama de metal pintada de blanco. La pintura había saltado en algunas partes y dejaba ver el hierro negro. La cama no estaba hecha; el colchón tenía un forro manchado, de desteñidas rayas marrones. Sobre la cama, una bombilla de luz pendía de un cable retorcido y negro. Case podía distinguir la gruesa capa de polvo sobre la curva superior de la bombilla. Riviera abrió los ojos.

– Siempre había estado solo en la habitación. -Se sentó en la silla, mirando hacia la cama. Los carbones azules todavía ardían en la flor negra que llevaba en la solapa.- No sé cuándo empecé a soñar con ella -dijo, pero recuerdo que al principio no era más que una bruma, una sombra.

Había algo sobre la cama. Case parpadeó. Ya no estaba.

– No lograba retenerla, retenerla en mi mente. Pero quería retenerla, abrazarla, y más… -La voz de Riviera se oía claramente en el silencio del restaurante. Una piedra de hielo tintineó dentro de un vaso de cristal. Alguien rió. Alguien susurró una pregunta en japonés. – Llegué a la conclusión de que si podía visualizar una parte de ella, sólo una pequeña parte, si pudiese ver esa parte perfectamente hasta el último detalle…

Sobre el colchón había ahora una mano de mujer, la palma hacia arriba, los dedos pálidos.

Riviera se inclinó hacia adelante, cogió la mano, y empezó a acariciarla. Los dedos se movieron. Riviera alzó la mano, llevándosela a la boca, y lamió las puntas de los dedos. Las uñas estaban pintadas con un esmalte color vino.

Una mano, podía ver Case, pero no una mano cortada: la piel no tenía fallas, no estaba rota ni había cicatrices. Recordó una tableta romboidal de carne tatuada de laboratorio que había visto en la vitrina de una boutique quirúrgica en Ninsei. Riviera tenía la mano contra los labios y estaba lamiendo la palma. Los dedos le acariciaban la cara tentativamente. Pero ahora había una segunda mano sobre la cama. Cuando Riviera se acercó, los dedos de la primera mano se le apretaron alrededor de la muñeca, como un brazalete de carne y hueso.

La representación continuó, siguiendo una lógica interna surreal que le era propia. Aparecieron los brazos.

Los pies. Piernas. Las piernas eran muy hermosas. Parecía que la cabeza de Case iba a estallar. Tenía la garganta seca. Bebió lo que quedaba del vino.

Ahora Riviera estaba en la cama, desnudo. La ropa había sido parte de la proyección, pero Case no recordaba que se hubiera desvanecido. La flor negra estaba al pie de la cama, aún fidgurando con una llama azul. Entonces se formó el torso, a medida que Riviera le daba vida, acariciándolo: blanco, sin cabeza, y perfecto, lustroso, con un brillo de sudor casi imperceptible.

El cuerpo de Molly. Case miraba fijamente, con la boca abierta. Pero no era Molly; era la Molly que imaginaba Riviera. Los pechos estaban mal, los pezones más grandes, demasiado oscuros. Riviera y el torso desmembrado se sacudían sobre la cama, mientras las manos de uñas brillantes se movían como insectos sobre ellos. Ahora la cama estaba cubierta de pliegues amarillentos de encaje putrefacto que se deshacía en corpúsculos de polvo alrededor de Riviera, los brazos y piernas que se retorcían bruscamente, y las manos que se movían presurosas, pellizcando y acariciando.

Case miró a Molly. No tenía ninguna expresión en la cara. Los colores de la proyección de Riviera se movían y giraban en los espejos. Armitage estaba inclinado hacia adelante, las manos alrededor del tallo de una copa de vino, los ojos fijos en el escenario, la habitación que resplandecía.

Ahora los brazos y las piernas y el torso se habían unido, y Riviera temblaba. Había aparecido la cabeza: la imagen estaba completa. La cara de Molly, los ojos ahogados en liso mercurio. Riviera y la imagen de Molly empezaron a copular con renovada intensidad. Luego la imagen extendió lentamente una mano en forma de garra e hizo aparecer las cinco cuchillas. Con deliberación lánguida y onírica, rascó la espalda desnuda de Riviera. Case llegó a ver una porción de columna vertebral expuesta, pero ya estaba de pie y se tambaleaba hacia la salida.

Apoyado en una baranda de palo de rosa, vomitó en las silenciosas aguas del lago. Algo que había parecido apretarle la cabeza como una prensa se había desvanecido al fin. De rodillas, apoyando la mejilla contra la madera fresca, miró hacia el otro lado del lago, el aura brillante de la Rue Jules Veme.


Case ya conocía este espectáculo; cuando era adolescente, en el Ensanche, lo llamaban «sueños de verdad». Recordaba a flacos portorriqueños a la luz de los faroles de la calle, en el Lado Este, soñando de verdad al ritmo rápido de una salsa, las chicas de los sueños temblando y girando, los espectadores batiendo palmas, llevando el ritmo. Pero aquello había necesitado un camión Reno de equipo y un aparatoso casco de trodos.

Lo que Riviera soñaba era lo que uno veía. Case sacudió la cabeza dolorida y escupió en el lago.

Podía adivinar cómo terminaría, el gran final. Una simetría invertida: Riviera ama a la chica del sueño, la chica soñada lo desarma a él. Con aquellas manos. Sangre soñada empapando el encaje podrido.

Gritos entusiastas desde el restaurante; aplausos. Case se puso de pie y se alisó la ropa con las manos. Se volvió y regresó caminando hasta el Vingtiéme Siécle.

La silla de Molly estaba vacía. El escenario estaba desierto. Armitage aún miraba fijamente el escenario, la copa de vino entre los dedos.

– ¿Dónde está Molly? -preguntó Case. -Se ha ido -dijo Armitage.

– ¿Se ha ido tras él;'

– No. -Se oyó el leve ruido de un cristal que se quebraba. Armitage miró la copa. Alzó la mano izquierda que sostenía el globo de la copa, aún llena de vino tinto. El tallo, roto, sobresalía como una astilla de hielo. Case se lo quitó de la mano y lo puso en un vaso de agua.

– Dígame adónde ha ido, Armitage.

Las luces se encendieron. Case miró los ojos claros. No había nada allí. -Ha ido a prepararse. No volverás a verla. Estaréis juntos durante la ejecución del plan.

– ¿Por qué le ha hecho esto Riviera?

Armitage se puso de pie, ajustándose las solapas de la chaqueta. -Duerme un poco, Case.

– ¿Será mañana entonces?

Armitage sonrió, con su sonrisa sin sentido, y se alejó hacia la salida.

Case se frotó la frente y miró alrededor. En el salón, los comensales estaban poniéndose de pie; las mujeres sonreían mientras escuchaban las bromas de los hombres. Por primera vez advirtió que había un balcón, y unas velas brillaban aún en la privada oscuridad. Escuchó un tintineo de cubiertos de plata, una conversación en voz baja. Las velas arrojaban sombras que danzaban en el techo.

El rostro de la muchacha apareció abruptamente, como si se tratase de una de las proyecciones de Riviera, las manos pequeñas sobre la madera lustrada de la barandilla. Estaba inclinada hacia adelante, la mirada absorta, le parecía a Case, los ojos oscuros fijos en algo que estaba más allá. El escenario. Era un rostro llamativo, pero no hermoso, triangular, los pómulos altos y sin embargo de aspecto frágil; la boca ancha y firme, equilibrada en forma curiosa por una nariz estrecha y aguileña, de base acampanada. Y en un instante desapareció, regresando a las risas privadas y a la danza de las velas.

Cuando Case abandonó el restaurante vio a los dos jóvenes franceses y la chica que estaban esperando el barco que los llevaría a la otra orilla del lago, el casino más próximo.


La habitación del hotel estaba vacía, el colchón de espuma liso, como una playa cuando la marea ha bajado. La maleta de ella había desaparecido. Buscó una nota. No había nada. Pasaron varios segundos antes de que la pesadumbre y la tensión le permitieran advertir la escena que se desarrollaba afuera. Miró hacia arriba y contempló un panorama de tiendas caras: Gucci, Tsuyako, Hermes, Liberty.

Miró un rato. Al fin sacudió la cabeza y se acercó a un panel que no se había molestado en investigar. Desconectó el holograma y fue recompensado con una vista de los edificios de apartamentos aterrazados de la colina de enfrente.

Recogió un teléfono y lo llevó hasta el balcón, que estaba más fresco.

– Consígame el número del Marcus Garvey -le dijo al operador-. Es un remolque, registrado en el grupo de Sión.

La voz electrónica recitó un número de diez cifras. -Señor -añadió-. Se trata de un registro panameño.

Maelcum contestó cuando el teléfono ya había sonado cinco veces. -¿Sí?

– Case. ¿Tienes un módem, Maelcum?

– Sí. En el compás de navegación.

– ¿Me lo puedes conseguir, hermano? Ponlo en mi Hosaka. Luego enciende la consola. Es el interruptor con estrías.

– ¿Cómo te está yendo allí, hombre?

– Bueno… Necesito un poco de ayuda.

– Ya estoy en camino, hombre. Voy por el módem.

Case escuchó unos tenues ruidos estáticos mientras Maelcum conectaba el teléfono. -Mete esto en el hielo -le dijo al Hosaka, cuando escuchó la señal.

– Usted está hablando desde un sitio fuertemente vigilado por monitores -aconsejó el ordenador.

– A la mierda con eso -dijo-. Olvídate del hielo. Sin hielo. Dale entrada a la estructura. ¿Dixie?

– Eh, Case. -El Flatline habló a través del microcircuito vocal del Hosaka, sin nada de aquel acento cuidadosamente diseñado.

– Dix, estás a punto de meterte aquí dentro y conseguirme algo. Puedes ser tan directo como quieras. Molly está aquí, en algún lado, y quiero saber dónde. Yo estoy en la 335W, en el Intercontinental. Ella también estaba registrada aquí, pero no sé con qué nombre. Métete en este teléfono y revisa los registros.

– Escucho y obedezco -dijo el Flatline. Case oyó el sonido blanco de la entrada. Sonrió-. Listo. Rose Kolodny. Ya se ha ido. Me tomará algunos minutos meterme en esa red de seguridad lo bastante adentro como para encontrar una pista.

– Adelante.

Los esfuerzos de la estructura hicieron que el teléfono gimiese y carraspease. Case regresó a la habitación y puso el auricular boca arriba sobre la goma espuma. Fue hasta el baño y se cepilló los dientes. La pantalla del equipo audiovisual Braun se encendió en el momento en que salía una estrella pop japonesa, recostada sobre almohadones metálicos. Un entrevistador invisible preguntó algo en alemán. Case miró fijamente. La imagen saltó con melladuras de interferencia azul. -Case, muchacho, ¿te has vuelto loco o qué? -La voz era lenta y le resultaba familiar.

La pared de cristal mostró otra vez la imagen de Desiderata, pero la escena se hizo borrosa y retorcida, y se transformó en el interior del jarre de Thé en Chiba, vacío, rasguños de neón rojo repetidos hasta el infinito en las paredes de espejos.

Lonny Zone se adelantó; alto y con aspecto de cadáver, se movía con la lenta gracia submarina de la adicción. Estaba de pie, solo entre las mesas cuadradas, las manos en los bolsillos de los pantalones de piel de tiburón. -De veras, viejo, pareces estar muy despistado.

La voz provenía de los altavoces del equipo Braun.

– Wintermute -dijo Case.

El macarra se encogió de hombros con languidez y sonrió.

– ¿Dónde está Molly?

– No te preocupes por eso. Esta noche has enloquecido, Case. El Flatline está haciendo sonar alarmas en todo Freeside. No creí que lo hicieras, muchacho. Está fuera del perfil.

– Entonces dime dónde está Molly y le diré que pare.

Zone dijo que no con la cabeza.

– No eres demasiado capaz de seguirle la pista a las mujeres, ¿verdad, Case? Las pierdes a todas, de una forma u otra.

– Haré que te tragues todo eso -dijo Case.

– No. No eres de esa clase. Te conozco bien. ¿Sabes una cosa, Case? Estoy seguro de que crees que fui yo quien le dijo a Deane que eliminara a aquella hembrita tuya, en Chiba.

– No… -dijo Case, dando un paso involuntario hacia la ventana.

– Pero no fui yo. ¿Y qué más da? ¿Cuánto le importa, de veras, al señor Case? Deja de engañarle. Yo conozco a tu Linda, muchacho. Conozco a todas las Lindas. Las Lindas son un producto genérico, en el ramo al que me dedico. ¿Quieres saber por qué ella decidió quitarte del medio? Por amor. Para que te importara. ¿Amor? ¿Quieres hablar de amor? Ella te amaba. De eso estoy seguro. Aun. que valiera muy poco, te amaba. Y no pudiste manejarlo. Está muerta.

El puño de Case rebotó contra el cristal.

– No te estropees las manos, muchacho. Muy pronto estarás golpeando el teclado.

Zone desapareció, dando paso a la noche de Freeside y a las luces de los apartamentos. El Braun se desconectó.

Desde la cama, el teléfono balaba una y otra vez.

– ¿Case? -El Flatline estaba esperando.- ¿Dónde andabas? Lo conseguí, pero no es mucho. -La estructura recitó una dirección.- Encontré un hielo alrededor, demasiado extraño para un club nocturno. Es todo lo que pude obtener sin dejar mi tarjeta.

– Bueno -dijo Case-. Dile al Hosaka que le diga a Maelcum que desconecte el módem. Gracias, Dix.

– A tus órdenes.

Case permaneció sentado en la cama durante un largo rato, saboreando la nueva sensación.

La ira.


– Vaya. Lupus. Oye, Cath, es el amigo Lupus. -Bruce estaba de pie en la puerta, desnudo, empapado, las pupilas enormes.- Pero nos estábamos duchando. ¿Quieres esperar? ¿Quieres darte una ducha?

– No. Gracias. Necesito ayuda. -Apartó el brazo del chico y entró en la habitación.

– Eh, viejo… De veras…

– Me vais a ayudar. De veras os alegra verme. Porque somos amigos, ¿verdad? ¿No es así?

Bruce parpadeó. -Claro.

Case recitó la dirección que le había dado el Flatline.

– Yo sabía que era un gangster -gritó animadamente Cath, desde la ducha.

– Tengo un triciclo Honda -dijo Bruce, con una sonrisa vacua.

– Ahora nos vamos -dijo Case.


– En ese nivel están los cubículos -dijo Bruce, después de pedirle a Case que repitiese la dirección por octava vez. Volvió a subirse al Honda. Un líquido condensado goteó en la célula de hidrógeno del tubo de escape 'mientras el rojo chasis de fibra de vidrio se balanceaba sobre unos parachoques de cromo.

– ¿Vas a tardar mucho?

– No lo sé. Pero esperadme.

– Esperaremos, claro. -Bruce se rascó el pecho desnudo.- La última parte de la dirección… Creo que es un cubículo. El número cuarenta y tres.

– ¿Te están esperando, Lupus? -Cath se inclinó hacia adelante, por encima del hombro de Bruce, y miró hacia arriba. Durante el viaje se le había secado el pelo. -Pues no -dijo Case-. ¿Puede haber problemas?

– Sólo baja hasta el último nivel y busca el cubículo de tu amiga. Si te dejan entrar, no habrá problemas. Pero si no quieren verte… -Se encogió de hombros.

Case se volvió y descendió por una escalera en espiral de hierro forjado. Después de seis vueltas Regó a un club nocturno. Se detuvo y encendió un Yeheyuan. Miró las mesas. De pronto, se dio cuenta de cuál era el verdadero sentido de Freeside. Comercio. Podía olerlo en el aire. Era esto, la acción local. No la lujosa fachada de la Rue Jules Veme, sino la cosa verdadera. El comercio. La danza. El público era heterogéneo: tal vez la mitad eran turistas, y la otra mitad residentes.

– Abajo -le dijo a un camarero que pasaba-. Quiero ir abajo. -Mostró el chip de Freeside. El hombre señaló la parte trasera del club.

Caminó rápidamente, junto a las mesas abarrotadas, oyendo al pasar fragmentos de media docena de idiomas europeos.

– Quiero un cubículo -dijo a la chica que estaba sentada detrás de un mostrador con una terminal de computadora en el regazo-. En el nivel inferior. -Le dio el chip.

– ¿Preferencia de sexo? -La chica pasó el chip por una lámina de cristal en la pantalla del ordenador.

– Femenino -dijo Case automáticamente.

– Número treinta y cinco. Telefonee si no es de su gusto. Si lo prefiere, antes puede revisar nuestro catálogo de servicios especiales. -La chica sonrió. Le devolvió el chip.

Detrás de ella se abrieron las puertas de un ascensor.

Las luces del pasillo eran azules. Case salió del ascensor y escogió una dirección al azar. Puertas numeradas. Silencio, como en los corredores de una clínica para ricos.

Encontró el cubículo. Había estado buscando el de Molly; ahora, confundido, alzó el chip y lo apoyó contra un sensor negro, directamente debajo de la chapa que indicaba el número.

Cerrojos magnéticos. El sonido le recordó al Hotel Barato.

La muchacha se irguió en la cama y dijo algo en alemán. Tenía los ojos dulces y no parpadeaba. Piloto automático. Bloqueo neural. Case salió del cubículo y cerró la puerta.

La puerta del número cuarenta y tres era como todas las otras. Se detuvo. El silencio del vestíbulo indicaba que la aislación acústica de los cubículos era perfecta. No tenía sentido utilizar el chip. Golpeó con los nudillos contra el metal esmaltado. Nada. Como si la puerta absorbiese el sonido.

Colocó el chip contra la lámina negra.

Los cerrojos hicieron un ruido metálico.

Fue como si ella le pegase, de algún modo, antes de que él hubiera abierto la puerta. Cayó de rodillas, la puerta de acero contra la espalda; las cuchillas de los rígidos pulgares de ella se le acercaron vibrando a los ojos.

– Cristo Jesús -dijo Molly, golpeándole el costado de la cabeza mientras ella se ponía de pie-. Eres un idiota… ¿Cómo se te ha ocurrido? ¿Cómo llegaste a abrir esas puertas, Case? ¿Case? ¿Estás bien? -Se inclinó sobre él.

– El chip -dijo Case, tratando de respirar. El dolor le empezaba en el pecho. Ella lo ayudó a levantarse y lo empujó hacia el interior del cubículo.

– ¿Sobornaste a la encargada, arriba?

Case meneó la cabeza y cayó sobre la cama.

– Respira hondo. Cuenta. Uno, dos, tres, cuatro. Reténlo. Y ahora exhala. Cuenta.

Case se tocó el estómago.

– Me pateaste -logró decir.

– Tendría que haberte golpeado más bajo. Quiero estar sola. meditando, ¿entiendes? -Se sentó junto a él.- Y me están dando información. -Señaló una pequeña pantalla empotrada en la pared, frente a la cama.- Wintermute me está contando acerca de Straylight.

– ¿Dónde está la muñeca de carne?

– No hay ninguna. Este es el servicio especial más caro de todos. -Molly se puso de pie. Llevaba puestos los tejanos de cuero y una camisa suelta oscura.- Wintermute dice que mañana actuaremos.

– ¿De qué se trataba todo aquello, lo del restaurante? ¿Por qué desapareciste?

– Case, si me hubiese quedado, podría haber matado a Riviera.

– ¿Por qué?

– Por lo que hizo. El show. -No lo entiendo.

– Esto costó mucho dinero -dijo ella, extendiendo la mano derecha como si sostuviese una fruta invisible. Las cinco cuchillas se deslizaron hacia afuera y luego se retrajeron suavemente-. Dinero para ir hasta Chiba, dinero para Regar a la operación, dinero para que te arreglen el sistema nervioso y tengas los reflejos necesarios para controlar el equipo… ¿Quieres saber cómo obtuve ese dinero, cuando estaba comenzando? Aquí. No aquí, pero en un lugar parecido, en el Ensanche. Al principio era una broma, porque una vez que te implantan el circuito recortado, parece dinero gratis. A veces te despiertas dolorida, pero nada más. Alquilar la mercancía, de eso se trata. Tú no estás presente, sea lo que sea lo que está pasando. La casa tiene el software para cualquier cosa que un cliente quiera pagar… -Hizo sonar los nudillos.- Muy bien, estaba ganando mi dinero. El problema era que el circuito recortado y los circuitos que me pusieron en la clínica de Chiba no eran compatibles. Entonces el trabajo empezó a doler, sangraba, y podía recordarlo… Pero no eran más que malos sueños, y no todos eran malos. -Sonrió.- Después empezó a ponerse raro. -Sacó los cigarrillos del bolsillo de Case y encendió uno. – Los de la casa se enteraron de lo que yo hacía con el dinero. Ya tenía las cuchillas colocadas, pero el acabado neuromotor significaría otros tres viajes. Todavía no me era posible dejar el trabajo de muñeca. -Inhaló y soltó una corriente de humo, seguida por tres anillos perfectos. – Entonces, el hijo de puta que manejaba el negocio consiguió que le hicieran un tipo de software especial. Berlín; ahí es donde se juega duro, ¿sabes? Un gran mercado para los vicios podridos, Berlín. Nunca supe quién fue el que escribió mi programa, pero estaba basado en todos los clásicos.

– ¿Y sabían que tú te enterabas de todo? ¿Que mientras trabajabas, seguías consciente?

– No estaba consciente. Es como el ciberespacio, pero vacío. Plateado. Huele a lluvia… Puedes verte cuando tienes un orgasmo, es como una pequeña noval allá en el extremo del cielo. Pero yo estaba comenzando a recordar. Como los sueños, ¿entiendes? Y no me lo dijeron. Cambiaron el software y empezaron a alquilarme para los mercados especializados.

Parecía que hablase desde muy lejos. -Y yo lo sabía, pero no dije nada. Necesitaba el dinero. Los sueños se hicieron cada vez peores, y yo me decía que por lo menos algunos no eran más que sueños; pero por ese entonces estaba segura de que el jefe tenía una clientela especial para mí. Nada es demasiado para Molly, dice el jefe, y me da un aumento. -Sacudió la cabeza.- El hijo de puta estaba cobrando ocho veces lo que me pagaba, y creía que yo no lo sabía.

– ¿Y qué era lo que le permitía cobrar tanto?

– Pesadillas. Verdaderas. Una noche… una noche, yo acababa de volver de Chiba. -Dejó caer el cigarrillo, lo aplastó con el tacón del zapato, y se sentó, recostándose contra la pared.- Esa vez los cirujanos fueron muy adentro. Fue trabajoso. Deben de haber alterado el circuito recortado. Yo me desperté… Estaba con un cliente… -Hundió los dedos en el colchón de espuma.- Era un senador. Reconocí enseguida la cara gorda. Los dos estábamos cubiertos de sangre. Había alguien más. Ella estaba toda… -Tiró del colchón.- Muerta. Y el gordo hijo de puta decía «¿Qué pasa? ¿Qué pasa? Todavía no hemos terminado».

Molly se echó a temblar.

– Entonces supongo que le di al senador lo que realmente quería, ¿sabes? -El temblor cesó. Soltó la goma es. puma y se pasó los dedos por el cabello oscuro. – Los del negocio pusieron precio a mi cabeza. Tuve que esconderme durante un tiempo.

Case la miró fijamente.

– Por eso Riviera tocó un punto neurálgico anoche -dijo-. Supongo que quieren que yo lo odie todo lo posible, para que esté psicológicamente dispuesta a entrar detrás de él.

– ¿Detrás de él?

– Él ya está allá. En Straylight. Por invitación de Lady 3Jane, toda esa mierda de la dedicatoria. Ella estaba en un palco privado, una especie de…

Case recordó el rostro que había visto. -¿Vas a matarlo?

Ella sonrió. Fría. -Sí, él va a morir. Pronto.

– Yo también tuve una visita -dijo él, y le contó acerca de la ventana, tropezando en las cosas que la figura de Zone había dicho de Linda. Ella asintió con la cabeza.

– Quizás quieren que tú también odies algo. -Tal vez ya lo odio.

– Tal vez te odias a ti mismo, Case.


– ¿Cómo estuvo? -preguntó Bruce, cuando Case subió al Honda.

– Pruébalo alguna vez -dijo Case, frotándose los ojos. -Me es difícil verte como a uno de esos aficionados a las muñecas -dijo Cath, triste, poniéndose con el pulgar un dermo nuevo en el antebrazo.

– ¿Podemos volver a casa ahora? -preguntó Bruce. -Seguro. Déjame en Jules Veme, cerca de los bares.

12

LA RUE JULES VERNE era una avenida circular, que rodeaba el medio del huso, mientras que Desiderata lo recorría en sentido longitudinal y terminaba, en ambos extremos, en los soportes de las bombas de luz Lado-Acheson. Si uno giraba a la derecha, desde Desiderata, y seguía un rato por Jules Veme, podía llegar, por la izquierda, hasta Desiderata.

Case miró cómo se alejaba el triciclo de Bruce; luego se volvió y caminó junto a un puesto de revistas enorme y brillantemente iluminado. Las cubiertas de docenas de revistas japonesas presentaban los rostros de las últimas estrellas del simestim del mes.

Directamente encima de él, bordeando el eje nocturno, el cielo holográfico fulgía con extravagantes constelaciones que parecían naipes, las caras de un dado, un sombrero de copa, un vaso de martini. La intersección de Desiderata y Jules Veme era una especie de quebrada; los balcones en terraza de los habitantes de los precipicios de Freeside se superponían hasta Regar a las verdes mesetas de otro complejo de casinos. Case observó un microligero sin piloto que viraba con gracia, siguiendo una corriente de aire que lo llevaba hacia arriba, al borde de una meseta artificial cubierta de hierba; durante unos segundos el planeador fue iluminado por el resplandor del invisible casino. Era una especie de biplano, de un polímero que parecía telaraña, con dibujos grabados en las alas como una mariposa gigante. En seguida desapareció, tras el borde de la meseta. Case había podido ver un guiño de neón reflejado en cristal: o bien en lentes, o bien en las torres blindadas de los láseres. Los microligeros automáticos eran parte del sistema de seguridad del huso, controlados por algún tipo de computadora central.

¿En Straylight? Siguió caminando, pasando bares que tenían nombres como el Hi-Lo, el Paradise, le Monde, Cricketeer, Shozoku Smith's, Emergency. Escogió el Emergency porque le pareció el más pequeño y más abarrotado, pero pocos segundos después se dio cuenta de que era un sitio para turistas. Aquí no se hablaba de dinero; en el aire había una tensión sexual congelada. Pensó brevemente en el club sin nombre que estaba encima del cubículo alquilado de Molly, pero la imagen de los ojos esperados de ella, fijos en la pequeña pantalla, lo disuadieron. ¿Qué le estaría revelando Wintermute ahora? ¿Las plantas de la Villa Straylight? ¿La historia de los Tessier-Ashpool?

Compró una jarra de Carlsberg y encontró un sitio libre contra la pared. Cerrando los ojos, buscó el nudo de rabia, el carbón, puro y pequeño, de su ira. Todavía estaba allí. ¿De dónde había venido? Sólo recordaba haber sentido una especie de desconcierto cuando lo mutilaran en Memphis, absolutamente nada cuando había matado para defender sus intereses en Night City, y un flojo malestar después de la muerte de Linda bajo la cúpula inflada. Pero nada de rabia. Pequeña y lejana, en la pantalla de la mente, una imagen que se parecía a Deane se estrellaba contra algo que parecía la pared de una oficina, en una explosión de sangre y pedazos de cerebro. Lo supo entonces: la ira había venido en la arcada, cuando Wintermute suprimió el fantasma simestim de Linda Lee, quitándole de cuajo la sencilla promesa de comida, calor, una cama. Pero no se había dado cuenta hasta que conversó con la holoestructura de Lonny Zone.

Era una cosa extraña. No podía calificarla.

– Aturdido -dijo. Había estado aturdido durante mucho tiempo, años. Todas aquellas noches en Ninsei, las noches con Linda, aturdido en la cama y aturdido también en el centro frío y sudoroso de algún negocio de drogas. Pero ahora había encontrado algo tibio, este fragmento de asesinato. Carne, le dijo Ama voz interior. Es la carne que habla. ignórala.

– Gangster.

Abrió los ojos. Cath estaba junto a él, vestida de negro, con el pelo todavía alborotado después del viaje en el Honda.

– Creí que te habías ido a casa -le dijo, Y disimuló su confusión con un trago de Carlsberg.

– Hice que Bruce me dejara en una tienda. Me compré esto. -Pasó la mano por la tela, la curva pelviana. Case vio el dermo azul que llevaba en la muñeca.- ¿Te gusta?

– Seguro. -Automáticamente revisó los rostros de alrededor y luego volvió a mirarla.- ¿qué crees que estás por hacer, cariño?

– ¿Te gusta la beta que te dimos, Lupus? -Ahora ella estaba muy cerca; irradiaba calor y tensión, los ojos entornados, cubriendo unas pupilas enormes, y un tendón en el cuello tenso como la cuerda de un arco. Estaba drogada y temblaba, de pies a cabeza, vibrando imperceptiblemente.- ¿Te colocaste?

– Sí. Pero la resaca es una mierda. -Entonces necesitas otra.

– ¿Y eso qué implica?

– Tengo una llave. Subiendo la colina, detrás del Paradise, el lugar más exclusivo. Gente que esta noche baja al pozo por negocios, si me entiendes…

– Sí, te entiendo.

Ella apretó la mano de Case entre las suyas; tenía las palmas calientes y secas. -Eres un yak, ¿verdad, Lupus? Un soldado gaijin que trabaja para los yakuza.

– Tienes buen ojo, ¿eh? -Case retiró la mano y buscó un cigarrillo.

– ¿Y cómo es que conservas todos los dedos? Creía que teníais que cortaros uno cada vez que tuvieseis un problema.

– Nunca tengo problemas. -Encendió el cigarrillo.

– Vi a la chica que está contigo. El día que te conocí. Can-fina como Hideo. Me asusta. -Sonrió, una sonrisa demasiado ancha.- Eso me gusta. ¿A ella le va, con otras chicas?

– Nunca me lo ha dicho. ¿Quien es Hideo?

– Ella lo llama el criado. Un dependiente de la familia.

Case se obligó a mirar con expresión aburrida a la gente que había en el Emergency. -¿Deejane?

– Lady 3Jane. Gente rica. El padre es dueño de todo esto.

– ¿De este bar?

– ¡De Freeside!

– Vaya, vaya. Tienes amigos importantes, ¿eh? -Alzó una ceja. La rodeó con un brazo, la mano sobre la cadera de ella.- ¿Y cómo es que conoces a estos aristócratas, Cathy? ¿Eres alguna clase de niña de sociedad de incógnito? ¿Tú y Bruce sois herederos de algún crédito entrado en años? ¿Eh? -Extendió los dedos, masajeando la piel debajo de la fina tela negra. Ella se retorció contra él. Rió.

– Bueno, ya sabes -dijo, los ojos entornados en lo que habría querido ser una expresión de modestia-, le gusta ir de una fiesta a otra. Bruce y yo estamos siempre en fiestas… A veces ella se aburre mucho, allá adentro. De cuando en cuando el viejo la deja salir, siempre que Hideo la acompañe.

– ¿Dónde es que se aburre?

– Lo llaman Straylight. Ella me contó, es tan bonito, todos los estanques y nenúfares. Es un castillo, un castillo de verdad, todo de piedra y puestas de sol… -Se acurrucó contra él. – Eh, Lupus, viejo, necesitas un dermo. Así podremos estar juntos.

Llevaba un pequeño monedero de cuero alrededor del cuello, colgado de una cinta delgada. Las uñas, mordidas, en carne viva, eran de color rosado brillante contra el bronceado inducido. Abrió el monedero y sacó un blister con un dermo azul. Algo blanco cayó al suelo. Case se inclinó y lo recogió. Una garza origami.

– Me la dio Hideo -dijo Cath-. Quiso mostrarme cómo, pero nunca me sale bien. Los cuellos quedan siempre para atrás. -Volvió a guardar el papel doblado en el monedero. Case observó mientras Cath rompía la burbuja, retiraba el dermo del papel y se lo aplicaba a él en el interior de la muñeca.

– ¿Esta 3Jane tiene la cara en punta, nariz de pájaro? -Se miró las manos que dibujaban una silueta en el aire.¿Pelo oscuro? ¿Joven?

– Sí. Pero es una aristo, ¿sabes? Es decir… Todo ese dinero.

La droga se le vino encima como un tren expreso, una columna de luz al rojo blanco que le subía por la espina dorsal desde la zona de la próstata, iluminándole las costuras del cráneo con rayos X de energía sexual en cortocircuito. Los dientes le vibraron como diapasones dentro de sus cavidades, cada uno de ellos produciendo un tono perfecto, claro como el etanol. Bajo la brumosa capa de carne, los huesos parecían cromados y lustrosos, las articulaciones lubricadas con una película de siliconas. Tormentas de arena se le debatían sobre el abrasado suelo del cráneo, generando altas olas de estática que rompían detrás de los ojos, esferas del más puro cristal que se expandían…

– Vamos -dijo ella, tomándolo de la mano-. Ya te llegó. Ya está. Subamos la colina; seguirá toda la noche.

La rabia se le expandía, inexorable, exponencial, montada sobre la ola de betafenetilamina como onda portadora, un fluido sísmico, rico y corrosivo. Su erección era como una barra de plomo. Los rostros que los rodeaban en el Emergency parecían muñecas pintarrajeadas, las partes rosadas y blancas que correspondían a las bocas que se movían y se movían; las palabras emergían como globos de sonido discontinuo. Miró a Cath y le vio cada poro de la piel bronceada, los ojos planos como cristal mudo, un tinte de metal muerto, una ligera hinchazón, asimetrías mínimas en el pecho y la clavícula, la… Un destello intenso de luz blanca detrás de los ojos.

Soltó la mano de Cath y fue bamboleándose hasta la puerta, empujando a alguien que estaba en su camino.

– ¡Vete a la mierda! -gritó ella detrás-. ¡Hijo de puta!

No sentía las piernas. Las usó como zancos, tambaleándose enloquecidamente por el pavimento embaldosado de Jules Veme, un lejano tronar en los oídos, su propia sangre, filosas láminas de luz que le biseccionaban el cráneo en una docena de ángulos.

Y de pronto se quedó quieto, ergido los puños apretados contra los muslos, la cabeza echada hacia atrás, los labios torcidos, temblando. Mientras miraba el zodíaco para perdedores de Freeside, las constelaciones de club nocturno del cielo holográfico cambiaron como un fluido que se deslizara por el eje de la sombra, para agruparse, como seres vivientes, en el centro exacto de la realidad. Por último se dispusieron individualmente y en grupos de mides ' hasta formar un retrato sencillo e inmenso, creando con puntos la imagen monocromática suprema, estrellas contra el cielo nocturno: el rostro de la señorita Linda Lee.

Cuando consiguió apartar la vista, bajar los ojos, encontró a todos los demás rostros en la calle mirando hacia arriba: los turistas que paseaban estaban inmovilizados, maravillados. Y cuando las luces del cielo se apagaron, se oyó una desordenada algarabía que resonó en las terrazas y en los balcones alineados de hormigón lunar.

En alguna parte, un reloj comenzó a sonar, alguna antigua campana europea.

Medianoche.

Caminó hasta la salida del sol.

El efecto de la droga se desvaneció, el esqueleto cromado se corroía hora a hora, la carne se solidificaba, la carne de la droga era reemplazada por la carne de la vida. No podía pensar. Eso le gustaba: estar consciente y no poder pensar. Parecía transformarse en todo cuanto veía: un banco de plaza, una nube de polillas blancas alrededor de un farol antiguo, un jardinero robot a rayas diagonales negras y amarillas.

Un amanecer grabado, rosado y violento, reptó por el sistema Lado-Acheson. Se obligó a comer una tortilla en un café de Desiderata, a beber agua, a fumar el último cigarrillo. Ya había movimiento en la terraza-prado del Intercontinental: una madrugadora concurrencia que tomaba el desayuno, concentrada en sus cafés y croissants, bajo las rayadas sombrillas.

Aún conservaba su ira. Era como estar dormido en un callejón y despertar para encontrar que la cartera seguía en el bolsillo, intacta. Eso lo reconfortaba; no podía darle nombre ni objeto.

Bajó en el ascensor revisándose los bolsillos en busca del chip de crédito de Freeside que servía de llave. Las ganas de dormir parecían reales ahora; era algo que podría hacer. Acostarse en la espuma color arena y volver a encontrar el vacío.

Estaban esperando allí, tres de ellos, con su perfecta ropa deportiva blanca y sus bronceados artificiales que contrastaban con la elegancia orgánica y tejida a mano de los muebles. La chica estaba sentada en un sofá de mimbre, una pistola automática junto a ella sobre el estampado de hojas de los almohadones.

– Turing -dijo-. Estás arrestado.

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