III

La carretera se extendía a lo largo de la orilla de un estrecho riachuelo. Las altas paredes de la garganta cruzaban en lontananza sus pendientes caídas a plomo sobre el lecho del río, a derecha e izquierda. La pendiente más cercana se recortaba con su negro perfil en una faja de sombra a la izquierda; abetos apuntados como flechas se alineaban a lo largo del dentado crestón rocoso. Los más lejanos, rodeados por una bruma perlácea, parecían velos etéreos. En el fondo de una imponente serie de crestas se erguía un diente rocoso cubierto de nieve. La nieve descendía en largas cintas blancas a lo largo de las grises pendientes rocosas y, en lo alto, donde el cegador abrigo blanco nivelaba las rocas, una nube más espesa, semejante a una enorme barca blanca, se apoyaba sobre su gran quilla en la blanca cima.

La carretera bordeaba un escarpado barranco y empezaba a subir hacia el paso. El motor, recalentado, silbaba. El aire frío y puro embestía al coche, penetrando a través de los respiraderos de las ventanillas semicerradas.

Davydov advirtió que estaba en el paso por el ruido del motor. El coche descendía ahora hacia un amplio valle plano como una mesa, rodeado por un triple anillo de contrafuertes montañosos.

Hacia abajo, surcadas por extrañas grietas o salientes de estrellas torres y cúpulas circulares, se extendían rasadas areniscas y arcillas. El segundo contrafuerte rocoso estaba veteado por hirsutas líneas de abetos, que parecían casi negras sobre el fondo gris-violeta de las pendientes. Y en lo alto, como muralla de un castillo gigantesco emplazado para la defensa del valle, dominaba radiando triunfalmente su incandescente blancor una serie de agudas cimas nevadas.

Hacia abajo se veía claramente el surco abierto en la lisa estepa, el terraplén de un enorme dique, montones de tierra, fosas profundas, las casitas del pueblo y una fila de largas tiendas blancas.

Aunque acostumbrado al espectáculo de una gran obra, Davydov admitió con emoción el bordado de las armaduras, esqueleto de las construcciones de cemento. Era evidente que en aquella localidad estaba surgiendo una central eléctrica.

Durante las excavaciones se habían descubierto esqueletos de dinosaurios, se había descubierto un cementerio de una época en la que no habían surgido aun aquellas altas montañas. Aquellas montañas se habían levantado más tarde, gracias a la fuerza liberada por las reacciones atómicas producidas en las profundidades de la corteza terrestre. Y las radiaciones, sin duda, atrajeron a los seres celestes en busca de reservas de energía atómica…

El coche se detuvo junto a una larga casa blanca.

— Camarada Davydov, hemos llegado dijo el chofer, abriendo la puerta —. ¿Ha echado un sueñecito? La carretera era bueno y se podía…

Davydov se sacudió y, viendo a Starozilov que se apresuraba a salir a su encuentro, bajó del automóvil. El rostro cigomático de su colaborador estaba cubierto hasta los ojos por una barba híspida, vestía mono gris de operario, impregnado de polvo amarillo. Los ojos azules de Starozilov brillaban de entusiasmo.

— Jefe — algún tiempo atrás, aún estudiante, Starozilov había viajado mucho con Davydov y seguía llamándole testarudamente así, como para defender su propio derecho a una amistad hecha durante las expediciones —, voy a darle una alegría. ¡Le he esperado tanto tiempo que no veía la hora! Descanse y coma; luego iremos a la cantera del extremo sur…



— No estoy cansado. Iremos ahora — le interrumpió Davydov. La sonrisa de Starozilov se hizo aún más amplia.

— ¡Magnífico, jefe! — exclamó, metiéndose en el coche. Procuró ignorar la mirada de desaprobación del chofer, claramente escéptico con respecto al estado de limpieza del mono.

— Descubrimos los restos de los dinosaurios cuando las máquinas empezaron a excavar en un grueso estrato de arena eólica orientado hacia el Sur — se apresuró a explicar Starozilov —. Al principio encontramos algunos huesos sueltos; luego, un enorme esqueleto de monoclón muy bien conservado. ¡Su cráneo está agujereado de parte a parte! Ilya Andreevich, ¿qué piensa usted?… Un estrecho agujero oval…

Davydov palideció.

— ¿Y qué más? consiguió decir.

— En la excavación principal no hemos hallado nada más. Pero anteayer, justo en el límite de la excavación, aparecieron muchos otros huesos, pero no dispersos. Dan la impresión de varios esqueletos amontonados. Me ha extrañado que estuvieran carnívoros y herbívoros juntos. Por una pata posterior he reconocido a un gran carnosauro; en el mismo montón vi también las uñas de un querátopo. Algunos huesos están rotos, como si hubiesen recibido un golpe muy fuerte. No me he atrevido a tocar estos fósiles hasta que llegase usted… A la derecha, al fondo… — añadió Starozilov, dirigiéndose al chofer.

Unos minutos después, Davydov estaba inclinado sobre un gran esqueleto, cuyos blancos huesos resaltaban sobre la arena amarilla. Starozilov lo había limpiado cuidadosamente y cubierto de barniz para conservarlo hasta la llegada del profesor.

Davydov pasó junto a la larga cola y a las garras contraídas por el espasmo. Se arrodilló sobre la enorme cabeza deforme con su largo cuerno, semejante a un puñal, que coronaba el morro en pico.

Los anillos óseos de protección de los ojos, conservados en las vacías órbitas del cráneo, daban al monstruo una inmóvil expresión de ferocidad.

El profesor no tardó en hallar, debajo del ojo izquierdo, una perforación oval idéntica a la encontrada en el fósil de Tao Li. Traspasaba el cráneo de parte a parte; el agujero de salida estaba situado en el parietal, detrás de la órbita derecha, todavía cubierta de suciedad.

¡Sin duda, «ellos» también estuvieron allí! La decisión de buscar en las regiones de la Unión había sido acertada. ¿Pero qué otras huellas de los seres celestes podían ser descubiertas, admitiendo que existiesen?

Davydov examinó los esqueletos más cercanos. Sobre los huesos ya limpios no existían señales de heridas. Las fracturas mencionadas por Starozilov eran atribuibles a hechos sucedidos después de la muerte de los animales. Los huesos se habían roto tras haber sido sepultados por las arenas a causa de la acción de elementos naturales, como suele ocurrir.

Davydov dispuso que se empezase el examen desde arriba, separando los fósiles de las incrustaciones de roca.

Habría que excavar una zona más basta a fin de aislar todo este yacimiento — dijo, con voz dubitativa —, pero carecemos de medios. Habrá unos cinco mil metros cúbicos…

— No se preocupe, jefe — le animó Starozilov con una amplia sonrisa —. Los operarios se sienten tan interesados en la búsqueda de los «cocodrilos cornudos», como ellos les llaman, que espontáneamente se han ofrecido para ayudarnos. Así me lo ha asegurado uno de los jefes del grupo. Pasado mañana es domingo y novecientos hombres nos ayudarán.

— Novecientos, ¡demonios! — exclamó Davydov.

Starozilov continuó con orgullo:

— La administración pone a nuestra disposición catorce excavadoras, medios de transporte, camiones; en una palabra, todo lo necesario. ¡Haremos una excavación como nunca pudo soñar ningún geólogo!

El profesor exultaba de entusiasmo. El trabajo corría en ayuda de la ciencia con desinterés y fuerza. Davydov sintió una desacostumbrada fe en el éxito de las investigaciones. Aquellas decenas de miles de toneladas que escondían en su seno un secreto científico ya no le parecían tan terribles. Olvidando todas las dudas, las dificultades y las adversidades, Davydov se sintió increíblemente seguro de sí mismo. Con semejantes medios obligaría a aquellas inertes masas de arena a que le rebelasen el secreto que desde hacía setenta millones de años custodiaban celosamente… Davydov no pensaba ni por asomo que las excavaciones pudiesen fracasar. Ya no le cabía en la cabeza una cosa semejante, cuando a sólo ciento cincuenta metros de distancia reposaba el esqueleto de un monstruo muerto por una arma humana…



— Indique el área de las excavaciones, jefe — resonó la voz de Starozilov —. Tenga presente que el límite de las arenas eólicas desciende oblicuamente, se extiende desde el Noroeste al Sudeste. Más a la izquierda se acuna una faja de arenas de origen fluvial.

El profesor se levantó sobre el borde de la fosa para observar durante largo rato, sumido en consideraciones y cálculos, el terreno estepario que llegaba hasta los pies de la montaña.

— ¿Y si empezásemos por el cuadrado comprendido entre aquel árbol a la derecha y aquí?

— En este caso, el ángulo de la izquierda tocará con las arenas fluviales — replicó Starozilov.

— ¡Magnífico! Me interesa que se pueda seguir la orilla del antiguo lecho del río. En las cercanías del lugar donde en un tiempo estuvo el agua… Venga, midamos el terreno y pongamos los piquetes. ¿Tiene la cinta?

— ¿Para qué? Se puede hacer con pasos. El levantamiento ya lo haremos después de la excavación.

— Muy bien, de acuerdo contestó el profesor, sonriendo ante el entusiasmo de su colaborador —. Vamos a empezar por aquella altura… Quisiera telegrafiar hoy mismo al profesor Shatrov.



…Sobre el lugar donde doce días antes Davydov y su colaborador habían medido la estopa ondulada, se abría una enorme excavación de nueve metros de profundidad. El viento levantaba remolinos de polvo sobre la lisa y árida superficie de las compactas arenas cretáceas. A lo largo del borde oriental de la excavación, el color amarillo de las rocas se difuminaba en un color gris como el acero. Starozilov iba arriba y abajo dando órdenes a un grupo de ayudantes, que sacaban la arena y limpiaban los esqueletos encontrados. Davydov había hecho venir desde Moscú a todos los alumnos dcl Instituto y a sus cuatro licenciados; había llamado de la obra número 2 al colaborador científico allí destacado. Treinta obreros, bajo la vigilancia de los diez colaboradores, rastrillaban la espesa capa de arena, acercándose cada vez más al límite de las rocas grises, donde sólo quedaban algunos restos óseos y grandes troncos de coníferas fosilizadas.

El tórrido sol ardía, la arena estaba candente, pero esto no impresionaba a los hombres, fascinados por la búsqueda.

Davydov descendió a la excavación y se detuvo frente a un gran amontonamiento de fósiles, en el que se hablan contado seis esqueletos de dinosaurios. Sesenta metros al este fue descubierto el esqueleto de un gigantesco carnívoro aislado, no lejos del límite de las arenas fluviales. Cerca de éste habían aparecido otros tres esqueletos de carnívoros más pequeños, del tamaño de un perro. En la excavación no se había encontrado nada más, ni tampoco huesos atravesados por el arma misteriosa. Davydov miraba con preocupación los trabajos, como calculando las probabilidades que quedaban.

— ¡Ilya Andreevich! ¡Venga aquí! — Era la voz de Zhenia —. ¡Hemos hallado una tortuga!

Davydov se dirigió lentamente hacia la muchacha. Desde dos días antes, Zhenia y Michail limpiaban la enorme cabeza de un dinosaurio con las fauces abiertas llenas de terribles dientes curvos. Zhenia salió de la trinchera al encuentro del profesor; con una mueca de dolor, venció el anquilosamiento de las piernas, y en seguida sonrió, feliz.

El blanco pañuelo resaltaba su bronceado rostro, húmedo de sudor.

— ¡Ahí está! — indicó Zhenia, con el instrumento, el fondo de la trinchera —. Está bajo el cráneo. ¡Descienda!

— La muchacha saltó al interior con ligereza —. He limpiado la superficie de la concha… — continuó. Es muy extraña. Tiene muchos reflejos de nácar y el dibujo no es corriente.

Davydov dobló fatigosamente su macizo cuerpo en la estrecha trinchera, para atisbar bajo el gigantesco cráneo del dinosaurio. En la roca gris, más oscura, sobresalía un pequeño casquete de unos veinte centímetros de diámetro. Su superficie presentaba unas hendiduras pequeñas y estrías de una disposición radial. El color del hueso no era normal: violeta oscuro, casi negro, y se distinguía netamente de los huesos blancos del cráneo del dinosaurio. Tampoco era común el reflejo nacarado del extraño objeto liso, casi bruñido, que relucía vagamente en la sombra de la trinchera.

Davydov no veía nada más. Jadeante, acercó los ojos al extraño descubrimiento, quitando cuidadosamente los granitos de arena con las yemas de los dedos. Notó en el centro de la cazoleta una sutura, y otra perpendicular que se cruzaba con la anterior.

— ¡Llamen a Starozilov inmediatamente! — Davydov levantó el rostro, congestionado. ¡Y que vengan los obreros!

Zhenia se contagió con la emoción del científico. Su voz sonora se elevó de la trinchera. Starozilov vino como un rayo; por lo menos así le pareció a Davydov, sumido en el examen del extraño fósil.

Paciente, lentamente, con gran cuidado, el profesor y su colaborador se pusieron a sacar la roca alrededor de la pequeña cazoleta violeta oscuro. En los bordes, el hueso no se extendía en profundidad. Al mostrarse la cazoleta en posición vertical, el objeto apareció como una semiesfera irregular ligeramente achatada. Limpiándola por el otro extremo, Davydov sintió de improviso que la aguja se hundía en la arena, como sí el hueso se hubiese acabado. Durante un tiempo, el profesor sondeó cautamente el borde. Por fin decidió descalzar rápida-mente la roca con un movimiento rotativo. Luego hizo caer la arena con un ligero golpe de la mano. El limite inferior del hueso resultó redondeado y más grueso; estaba encastrado en la parte semiesférica con dos amplios arcos.

El grito que salió del amplio pecho de Davydov hizo temblar a los colaboradores que se apretujaban a su alrededor.

— ¡Un cráneo, un cráneo! — gritaba el profesor, quitando la roca con mano experta.

Efectivamente, liberados de la roca, los grandes ojos vacíos aparecieron con toda evidencia. Apareció claramente también la frente amplia y recta. La misteriosa cazoleta no era otra cosa que la parte superior de un cráneo, parecido al del hombre, un poco mayor que el de un hombre mediano.

— ¡Ya lo tenemos! ¡Un animal o un hombre celeste! — exclamó el profesor, con infinita satisfacción, limpiándose enérgicamente las sienes.

Le daba vueltas la cabeza y tuvo que apoyarse en la pared de la trinchera. Starozilov se apresuró a cogerlo por el codo, pero el profesor se soltó con impaciencia.

— ¡Rápido! ¡Prepare una caja grande, ovalada, cola! Hay que sacarlo cuanto antes. Tiene aspecto de ser sólido, pero debemos actuar con cautela porque más abajo tienen que estar los huesos del esqueleto. Mientras, que los obreros saquen a estratos toda la roca de alrededor. El esqueleto del dinosaurio debe ser inmediatamente levantado y quitado de ahí. Regístrenlo todo, cada centímetro de este sector, y que también la arena…

Shatrov se precipitó por el largo corredor del Instituto sin contestar al saludo de los colegas con los que se cruzaba. Se detuvo ante la misma puerta por la que había entrado con la caja de Tao-Li hacía dos años y medio. Pero ahora ya no mostraba la maliciosa sonrisa de quien saborea la sorpresa que va a provocar en un amigo la inesperada llegada. Con expresión seria y pensativa, entró casi corriendo en el estudio.

Davydov separó lentamente una hoja de papel sobre la que estaba haciendo algunos cálculos.

— ¡Aleksey Petrovich, es usted un verdadero correo diplomático! — Su voz retumbó como un trueno —. Una velocidad semejante es casi indecente.. — ¿Cuándo ha recibido mi carta?

— Ayer por la mañana. He salido a las cinco. Pero me ha ofendido. ¿No me lo podía haber dicho antes? ¿Por qué me ha escrito sólo post factum? ¡Después de obligarme a pensar en el posible aspecto del hombre celeste, lo encuentra usted y permanece callado hasta el final de las excavaciones!

Airado, Shatrov se encogió de hombros y se puso a caminar arriba y abajo por la habitación.

— No se enfade, Aleksey Petrovich. Yo también quise darle una sorpresa. ¿De qué hubiera servido que usted lo supiese dos semanas antes? Únicamente, para emocionarle y hacerle temblar de impaciencia en Leningrado.

— ¡Es que hubiera ido allí! — gritó, picado, Shatrov.

— ¿Habría venido? — se maravilló Davydov —. ¿A las excavaciones? ¡Está usted desconocido! Pero yo no sabía…

Shatrov no pudo ocultar una sonrisa.

— Así está mejor, mí querido amigo. Ahora mismo le enseñaré la bestia celeste. — Davydov se dirigió hacia el armario, cogió la manilla de la puerta con aire jocosamente solemne —. Haré como usted. ¡Oh!

Y abrió la puerta de par en par…

— ¡Quieto, Ilya Andreevich! — gritó Shatrov —. ¡Espere! ¡Cierre!

Sorprendido, Davydov obedeció.

— No tuve tiempo de enviarle mis suposiciones — explicó Shatrov —. Tenga ahora paciencia durante unos minutos: se las leeré antes de ver el cráneo del ser extraterrestre. Será un experimento muy interesante. Comprobaremos si nuestro cerebro puede efectivamente prever si el proceso de las analogías es válido para otros mundos.

— Excelente idea. ¡Adelante!

Como para asegurarse, Davydov cerró el armario con llave y volvió a la mesa. Shatrov tomó algunas hojas de papel cubiertas por sus grandes caracteres regulares y sorprendentemente claros.

— No se lo leeré todo, no lo soportaría — admitió. — Me limitaré a las conclusiones generales. ¿Recuerda? Estábamos de acuerdo en que el esquema de la vida animal, fundado sobre la molécula de albúmina y la energía del oxígeno, debe ser común en todo el Universo. Estábamos de acuerdo en que las sustancias componentes del organismo son aprovechadas no casualmente, sino en virtud de su difusión y de sus propiedades químicas. Estábamos también de acuerdo en que el planeta más apto para la vida en cualquier sistema planetario debe ser semejante a nuestra Tierra. En primer lugar, en lo que respecta a la energía calorífica recibida de su propio sol: si éste es más luminoso y mayor que el nuestro, el planeta debe estar mas alejado; si el sol es más pequeño y más frío, se podrían obtener condiciones de calor semejantes a las de la Tierra en un planeta más cercano.

«En segundo lugar, el planeta debe ser lo suficientemente grande para que la fuerza de la atracción de su masa retenga a su alrededor una atmósfera lo bastante densa como para defenderlo del frío del espacio y de los rayos cósmicos. Pero no demasiado grande, porque en este caso, en un estadio remoto de la propia existencia, cuando aún se hallaba en estado incandescente, hubiese podido perder una considerable parte de gas y alrededor del planeta se tendría una atmósfera demasiado densa, impenetrable a los rayos del sol y saturada de gases venenosos.

«En tercer lugar, la velocidad de rotación alrededor de su propio eje debería ser también aproximada a la de la Tierra. En efecto, si la rotación fuese demasiado lenta, se tendría por una parte un sobrecalentamiento fatal para la vida; por otra, un fuerte enfriamiento. Sí la rotación fuese demasiado rápida, faltarían las condiciones de equilibrio en un planeta de tal magnitud, este perdería la atmósfera, se achataría y por fin se disgregaría.

«Ergo, la fuerza de gravedad, la temperatura y la presión atmosférica sobre la superficie de nuestro planeta deben ser, en suma, semejantes a las que existen sobre nuestra Tierra.

«Tales son las premisas fundamentales. En consecuencia, el problema reside en las vías evolutivas fundamentales que llevan al nacimiento del ser racional. ¿Cómo será este ser? ¿Qué se requiere para el desarrollo de un gran cerebro capaz de un trabajo independiente, capaz de pensar? Ante todo, debe tener los órganos de los sentidos desarrollados, sobre todo, los de la vista, una vista de dos ojos, estereoscópica, capaz de valorar el espacio, de establecer con precisión la naturaleza de los objetos en el ambiente, de dar una precisa representación de la forma y la disposición de tales objetos. Es inútil decir que la cabeza deberá estar en la parte anterior del cuerpo, tener órganos sensoriales lo más cercanos posible al cerebro, para una economía en la transmisión de las sensaciones. El ser racional debe, además, saberse mover bien, tener extremidades diferenciadas, capaces de realizar un trabajo, dado que sólo a través del trabajo, a través de las experiencias del trabajo, se puede comprender el mundo que nos rodea. La estatura del ser racional no puede ser pequeña, porque en un organismo pequeño faltan las condiciones para el desarrollo de un fuerte cerebro, faltan las necesarias reservas de energía.

«Un animal pequeño depende demasiado, por otra parte, de los accidentes más insignificantes que se produzcan sobre la superficie del planeta, como el viento, la lluvia, etc., que para él se convertirían en verdaderas catástrofes. Y para poder comprender el mundo, es necesario ser hasta cierto punto independiente de las fuerzas de la naturaleza. Por eso el animal racional debe estar dotado de movimiento, de dimensiones y fuerzas suficientes, ergo poseer un esqueleto interno semejante al de nuestros vertebrados. No puede ser tampoco demasiado grande, porque en este caso faltarían las condiciones adecuadas de estabilidad y de armonía del organismo, necesarias para sostener una sobrecarga colosal: el cerebro.

«Me he extendido demasiado… En resumen, el animal debe ser vertebrado, tener una cabeza y una estatura casi igual a la nuestra. Todas estas características del hombre no son casuales. En efecto, el cerebro puede desarrollarse cuando la cabeza no es un instrumento, no está sobrecargada por cuernos, dientes; fuertes mandíbulas, no roe la tierra, no aferra la presa. Esto es posible si la naturaleza ofrece una nutrición vegetal suficiente; por ejemplo, para nuestro hombre tiene gran importancia la aparición de plantas frutícolas. Esto libera su organismo de la interminable digestión de la masa vegetal, a la que están condenados los herbívoros, así como del destino de los carnívoros: la caza y la búsqueda de la presa viva. El animal carnívoro, precisamente porque come carne, debe poseer instrumentos para agredir y matar, que impiden el desarrollo del cerebro. Sin embargo, sí existen los frutos, las mandíbulas pueden ser relativamente más débiles, puede desarrollarse la gran caja craneana que aplana el morro. También se podría decir otra cosa: por ejemplo, cómo deberían ser las extremidades, pero la cosa ya está bastante clara: libertad de movimientos y capacidad para tener, usar y preparar un instrumento. Sin instrumento ni es ni puede existir el hombre. De ahí una última consideración. La finalidad de las extremidades debe estar diferenciada: unas deben permitir el movimiento, y son las piernas; otras deben ser órganos de presa, las manos. Todo esto viene unido al hecho de que la cabeza debe estar elevada del suelo, pues de otra forma disminuyen las posibilidades de percibir el mundo circunstante.

«Conclusión: la forma del hombre, su aspecto de animal racional no es una casualidad; es una forma correspondiente de un organismo que posee un gran cerebro. Entre las fuerzas hostiles del cosmos existen sólo zonas restringidas que la vida aprovecha, y estas zonas determinan su aspecto. Por eso, cualquier otro ser racional que no sea el hombre debe poseer muchas características estructurales semejantes a las humanas, en particular en lo que al cráneo se refiere. Sí, el cráneo debe ser absolutamente semejante al del hombre. Tales son, en resumen, mis conclusiones. — Shatrov calló. Luego, su impaciencia largo rato contenida estalló —: Y ahora, ¡veamos la bestia celeste!

— ¡Inmediatamente! — Delante del armario, Davydov se detuvo. Debo decirle, Aleksey Petrovich, que tiene toda la razón. Es sorprendente. En estos momentos se siente cuán poderosa es la ciencia, qué milagro es el pensamiento del hombre…

— Está bien. ¡Veamos ese cráneo!

Davydov sacó del armario una gran caja.

Ante los ojos de Shatrov apareció un cráneo de extraño color violeta oscuro, recubierto de huecos y profundas grietas. La sólida caja ósea, habitáculo del cerebro, era muy semejante a la del hombre, así como las enormes ojeras salientes desde el estrecho puente óseo de la raíz nasal. Enteramente humanas eran también la nuca, redonda y rígida, y la breve, casi perpendicular, parte facial, coronada por la enorme frente inclinada hacia delante. Pero en lugar de los huesos nasales, el cráneo presentaba una base triangular, de la que surgía la mandíbula superior en forma de pico, ligeramente doblada hacia abajo por su extremidad anterior. La mandíbula inferior se correspondía con la superior, y tampoco ésta tenía la menor traza de dientes. Las extremidades articuladas se apoyaban casi verticalmente en la cavidad sobre amplias apófisis replegadas sobre grandes orificios redondos situados a los lados, bajo las sienes.



— ¿Es sólido? — preguntó Shatrov en voz baja, y ante el signo afirmativo de Davydov, tomó el cráneo en las manos —. ¿En vez de dientes tenia una extremidad córnea en la mandíbula, cortante, como la de la tortuga? — preguntó, y sin esperar la contestación, continuó —: La estructura de las mandíbulas, de la nariz, del aparato auditivo es bastante primitiva… Estos huecos, toda la osamenta, demuestran que la piel debía adherirse directamente sobre el hueso, sin el estrato subcutáneo de los músculos. Una piel de tal clase difícilmente podría tener pelos. Y los huesos aislados…, naturalmente, hay que estudiarlos. La mandíbula está formada por dos huesos, también más primitivo que en el hombre…

«En su planeta existía, quizá, un ambiente natural algo diferente, y se ha producido un curso distinto de los procesos geológicos. Se han dado otras condiciones de selección natural. Interesante. ¿Ha estudiado la composición de este hueso?

— Detenidamente, no. Aunque sé que no es de fosfato de cal, como los huesos del hombre terrestre, sino…

— ¿De silicio? — le cortó Shatrov.

— Exacto. El motivo es comprensible. Las propiedades químicas del silicio son análogas a las del carbono, y puede ser enteramente utilizado en los procesos biológicos.

— Pero, ¿y el esqueleto? ¿Y los huesos? ¿No ha encontrado nada?

— Absolutamente nada, excepto… — Davydov cogió del armario una segunda caja —. Aquí está…

Shatrov vio dos pequeños fragmentos metálicos y un disco redondo de casi doce centímetros de diámetro. Los fragmentos metálicos tenían caras de iguales dimensiones; parecían pequeños heptaedros.

Por su peso, el metal se asemejaba al plomo, pero se distinguía de este último por su gran compacidad y su color amarillo claro.

— ¿Adivina qué es? — preguntó Davydov, haciendo saltar los dos pesados objetos en la palma de la mano.

— ¿Qué son? ¿Alguna aleación? — inquirió Shatrov —. Ya que me lo pregunta, no debe tratarse de nada excepcional.



— En efecto. Es afnio, un metal raro, semejante por sus propiedades físicas al cobre, pero más pesado e incomparablemente más refractario. Sólo tiene una propiedad interesante: la de emitir electrones a alta temperatura. Y esto tiene un significado…, en especial si se examina este extraño espejo.

Shatrov tomó el disco metálico, también muy pesado. El borde estaba redondeado y presentaba once profundas hendiduras, dispuestas a igual distancia. Por un lado, la superficie del disco era ligeramente cóncava, lisa y muy dura. Bajo un estrato transparente como el cristal se adivinaba un metal puro, blancoplateado, corroído en un punto que aparecía cubierto de una pátina gris. El estrato transparente se hallaba comprimido dentro de un anillo de metal duro grisazulado, que recubría toda la parte opuesta. En el centro de éste se abría un pequeño círculo de materia transparente igual a la de la otra cara, completamente cubierta por una pátina opaca, y de superficie convexa. El diámetro del círculo no superaba los seis centímetros. A su alrededor habían numerosas estrellitas grabadas con diverso número de puntas: desde dos hasta once. Las estrellitas estaban dispuestas sin orden aparente, aunque quedaban comprendidas dentro de dos líneas en espiral dibujadas una en la otra.

— El disco está hecho de tantalio, un metal duro, extraordinariamente estable — explicó Davydov —. La película transparente es de un compuesto desconocido. El simple análisis cualitativo no ha dado resultados y aun no he conseguido efectuar una investigación más completa. Pero el metal que hay bajo la película es indio, un metal extraordinario.

— ¿Por qué? — no dudó en preguntar Shatrov.

— Este metal, que también se emplea en nuestros instrumentos, es el mejor indicador de la presencia de radiaciones neutrónicas. Y sé con precisión que es indio porque me he decidido a practicar un agujero, aquí, para su análisis…

— ¿Las estrellitas son una escritura o algo por el estilo? — preguntó Shatrov, emocionado.

— Quizá… caracteres, o acaso cifras. También es posible que representen el esquema del instrumento. Pero me temo que no lo sabremos nunca.

— ¿Eso es todo?

— Todo. ¿Le parece poco, hombre insatisfecho? Tiene en sus manos algo que pondrá en conmoción a toda la humanidad.

— ¿Han buscado bien? — insistió Shatrov —. ¿Por qué el cráneo, sin el esqueleto? Tenía que estar…

— Claro que estaría, pero un ser sin huesos no ha podido tener cráneo. Hemos excavado por todas partes, hasta hemos tamizado la arena. Pero es poco probable que se haya conservado nada más…

— ¿Por qué está tan seguro de ello, Ilya Andreevich? ¿Qué derecho…?

— Un simple razonamiento. Hemos descubierto los restos de una catástrofe sucedida hace setenta millones de años. Sin esa catástrofe, nunca habríamos encontrado el cráneo ni ningún otro resto, a excepción de dinosaurios muertos. No dudo de que hallaremos nuevos vestigios. Estoy seguro de que «ellos» — Davydov señaló el cráneo que, inmóvil, miraba a ambos amigos con sus órbitas vacías- se quedaron en la Tierra muy poco tiempo, algunos años nada mas, y luego reemprendieron el vuelo para volver a su planeta. Ya le diré luego cómo he llegado a esta conclusión.

Davydov desplegó una gran hoja de papel milimetrado.

— Mire aquí, este es un plano de las excavaciones. El — el profesor indicó el cráneo — estaba cerca de aquí, junto a la orilla del río, con aquella arma o instrumento que evidentemente aprovechaba la energía atómica. «Ellos» la conocían y la utilizaban, esto es indudable, como lo demuestra sin más su presencia en la Tierra. Gracias a su arma el ser celeste mató al monoclón desde gran distancia. Con toda evidencia «él» había irritado a los dinosaurios. Luego se puso a hacer algo y fue agredido por otro gigantesco monstruo. Si, fue lento en usar de su arma o si ésta se estropeó, no lo, sabremos jamás. Una sola cosa está clara: el monstruo fue fulminado a pocos pasos del ser celeste y, al morir, se derrumbó sobre «él». El arma se rompió o explotó. La rotura del arma liberó la carga de energía contenida en ella, creando un pequeño campo de radiaciones mortales. Por esta razón murieron también los demás dinosaurios, lo que explica el montón de esqueletos. Por otra parte, aquí, al sur, la radiación no existió, o fue más débil. Por aquí se acercaron pequeños carnívoros que se llevaron los huesos del ser celeste. El cráneo quedó en su lugar, porque era demasiado grande o porque quedaba aprisionado por el peso de la cabeza del dinosaurio. En esta otra parte, algunos de estos pequeños carnívoros murieron, y aquí están tres pequeños esqueletos. Todo esto ocurrió en las dunas arenosas de la orilla y el viento muy pronto enterró toda huella de la tragedia.

— ¿Y los instrumentos, las armas? — Shatrov plegó con escepticismo las comisuras de la boca.

— Escuche. Han quedado trozos y partes hechas de metales extremadamente estables. Todo lo demás ha desaparecido sin dejar rastro, se ha oxidado, disgregado, pulverizado a lo largo de diez millones de años. Los metales no son como los huesos, no pueden fosilizarse, impregnarse de sustancias minerales, cementar la roca a su alrededor. El instrumento quizá ha estallado incluso y sus fragmentos se han dispersado durante la explosión o la rotura del arma, cosa que muy bien puede haber contribuido a la desaparición de las partes metálicas.

— Debo admitir que sus suposiciones parecen exactas — aprobó Shatrov —. Ahora tiene usted que estudiar en seguida el cráneo, analizar la vía evolutiva reflejada en la estructura de los elementos óseos y… publicar los resultados. ¡Será un artículo que caerá como una bomba!

Los ojos claros y salientes de Shatrov no podían separarse del oscuro cráneo del ser celeste.

Davydov tomó a su amigo por los hombros y lo sacudió ligeramente.

— No pienso publicar la descripción de este cráneo.

Shatrov le miró maravillado, pero antes de que pudiese hablar, Davydov continuó:

— ¡Estúdielo, descríbalo! Esta parte le pertenece por derecho… ¡Y no me replique! ¿O ha olvidado mi testarudez?

— Pero, pero… Shatrov no encontraba las palabras.

— No hay pero que valga. El informe geológico sobre las excavaciones y las conclusiones sobre la catástrofe, con mención de todos mis colaboradores, y en particular de la muchacha que ha descubierto el cráneo, está listo. Aquí lo tiene. Publíquelo con mi nombre, junto con su descripción del cráneo. Esto será lo justo. ¿De acuerdo, Aleksey Petrovich? — La voz de Davydov adoptó un tono dulce, intimo. Tengo otra gran idea. ¿Recuerda? Me dijo y con razón, que cuando un fenómeno increíble se encadena con otro, nos encontramos frente a la realidad. Muy bien, ahora la realidad está aquí: el cráneo de una bestia celeste. Pero esta realidad determina a su vez otro hecho increíble, se encadena con él. En suma, la cadena continúa y yo quiero continuar siguiendo sus anillos.

— Admitamos que así sea, aunque no consiga seguirla. Pero su proposición huele mal, a sacrificio. No puedo aceptar…

— No, Aleksey Petrovich. Crea a un viejo amigo: soy absolutamente sincero. ¿Acaso no compartió conmigo materiales interesantes cuando trabajábamos juntos? Más tarde comprenderá que también ahora hemos hecho lo mismo. Nosotros miramos la ciencia de igual manera, y para ambos lo que importa es el progreso…

Shatrov inclinó la cabeza conmovido. No sabía expresar los propios sentimientos, las sensaciones particularmente profundas, y se quedó silencioso frente al amigo que le miraba con ojos sonrientes. Involuntariamente tocó con la mano el cráneo del pasajero de la «nave de las estrellas», que tanta fascinación ejercía sobre él. Su nave se había perdido ya en la inconmensurable profundidad del espacio, quedando inaccesible para cualquier fuerza o máquina. A pesar de todo, dejó una huella, indudable, indiscutible, la prueba de que la vida atraviesa una inevitable evolución, sigue un irreversible perfeccionamiento, aunque sea por caminos largos y difíciles. Es la ley, la condición indispensable para la existencia de la vida. Si por algún accidente del cosmos la vida no se interrumpe, el resultado inevitable es el nacimiento del pensamiento, la aparición del hombre, luego de la sociedad, la técnica, la lucha con las pavorosas fuerzas del universo, una lucha que puede llevarse muy lejos, como atestiguaba aquel ser llegado de otro mundo. Si «ellos» hubiesen venido a la Tierra no entonces, sino hoy…

Shatrov se volvió hacia su amigo y dijo con voz tranquila y firme:

— Acepto su… proposición. Hagámoslo así. Tendré que ir a Leningrado, preparar mis cosas y volver cuanto antes. Como es natural, hay que trabajar aquí. Transportar un objeto tan precioso sería inadmisible… Ilya Andreevich, ¿por qué lo llama bestia celeste? No suena bien. Me parece ofensivo.

— Simplemente porque no consigo hallar una definición mejor. En efecto, no podemos llamarle hombre si queremos respetar la terminología científica. Es un hombre desde el punto de vista del pensamiento, del nivel técnico alcanzado, del carácter social, pero su organismo tiene una estructura anatómica diferente. Es claramente distinto del organismo humano. Es otro animal. Por eso le llamo animal celeste, bestia celestis en latín. También se podría recurrir al griego y llamarle terion celestis. Quizá suena mejor. De todas formas, el nombre se lo pondrá usted.

— Pero entonces, Ilya Andreevich — dijo Shatrov tras un momento de silencio —, ¿qué le quedara a usted?

— Mi querido amigo, ya le he dicho que tengo la intención de seguir nuestra famosa cadena. Hace tiempo que estoy pensando en la influencia de las reacciones atómicas en los procesos geológicos. Ahora que nuestro extraordinario descubrimiento me ha hecho salir de la órbita de lo común, me ha empujado a un más alto nivel de pensamiento, me siento con valor para sacar conclusiones y ampliar el horizonte de la imaginación. Ahora intentaré demostrar la posibilidad de aprovechar las potentes fuentes de energía atómica que se esconden en las profundidades para convertirle en una ciencia de ejercicio práctico… Pero usted deberá estudiar la evolución de la vida y el porvenir del pensamiento, no ya dentro de los limites de nuestra Tierra, sino en todo el universo. Deberá demostrar este proceso, dar a los hombres una idea de las grandes posibilidades que se abren ante ellos. Con una clarísima victoria del pensamiento deberá derrotar a los escépticos pusilánimes y a los mezquinos fanáticos que aún pululan por las disciplinas científicas.

Davydov se calló. Shatrov miró a su amigo como si lo viese por primera vez.

— ¿Por qué estamos de pie? — preguntó por fin Davydov —. Sentémonos y descansemos. Estoy fatigado.

Ambos se sentaron en silencio, empezaron a fumar y, como obedeciendo a una orden, fijaron sus ojos pensativos sobre el cráneo, sobre las vacías órbitas del extraño ser.

Davydov observaba la frente saliente surcada por las pequeñas fositas e imaginaba cómo en tiempo inconmensurablemente lejano, tras aquella pared ósea trabajaba un gran cerebro humano. ¿Qué concepto del mundo, qué sentimientos, qué nociones contenía aquella extraña cabeza? ¿Qué cosas había imaginado la memoria del habitante de otro mundo, qué cosas de su planeta nativo trajo a nuestra Tierra? ¿Conocía la nostalgia de la patria? ¿Estaba ávido de grandes verdades, amaba lo bello? ¿Cuáles eran sus relaciones humanas, cuál el régimen social? ¿Habían alcanzado la fase más elevada? Había convertido su planeta en una única familia de trabajadores sin opresión ni explotación, sin el triste absurdo de la guerra que desperdician las fuerzas y las reservas de energía de la humanidad? ¿Cuál era el sexo de aquel pasajero de la «nave astral», que quedó para siempre en la Tierra extraña para él?

El cráneo miraba a Davydov, sin respuesta, como un símbolo del misterio y del silencio.

— Nunca sabremos nada de todo esto — se dijo el profesor —, pero nosotros, los hombres de la Tierra, también tenemos un gran cerebro y podemos formular muchas hipótesis. Cuando llegasteis, nuestra Tierra estaba poblada por terribles monstruos, encarnación de una fuerza sin pensamiento. En la obtusa maldad, en el inútil coraje del monstruo habéis visto un grave peligro y vosotros erais pocos. Un puñado de seres celestes errantes en un mundo desconocido a la búsqueda de una fuente de energía, tal vez de seres semejantes a vosotros…

Shatrov se movió, intentando de no estorbar a su amigo. Su naturaleza nerviosa protestaba contra la prolongada inacción. Lanzó una ojeada a Davydov, aun sumergido en sus pensamientos, tomó cuidadosamente de la mesa el pesado disco y empezó a examinarlo con el agudo espíritu de observación de un experto investigador. Colocando el disco en el luminoso cerco de luz de una especial lámpara microscópica, el profesor estudió los restos del desconocido instrumento desde todos los ángulos, intentando conectar detalles constructivos aún no conocidos. De repente, Shatrov notó en el interior del círculo sobre la parte convexa del disco, algo que se traslucía bajo la película opaca. Conteniendo la respiración, el científico examinó más atentamente aquel punto, disponiendo el disco bajo la luz con distintas inclinaciones. Entonces a través del velo opaco depositado por el tiempo sobre la sustancia transparente del círculo, le pareció ver dos ojos que le miraban. Con un grito sofocado, el profesor dejó caer el pesado disco, que golpeó sobre la mesa con estrépito. Davydov se sobresaltó como empujado por un muelle, pero Shatrov no se preocupó de él. Acababa de comprender, y el descubrimiento le dejó sin aliento.

— Ilya Andreevich — gritó —, ¿tiene algo que sirva para sacar brillo, piedra pómez y una gamuza?

— Naturalmente. Pero, ¿qué le ha agitado de esa manera, demonios?

— Démelo en seguida, Ilya Andreevich, en seguida… ¿Dónde están…?

La agitación de Shatrov se contagió también a Davydov. Se levantó y tras tropezar con la alfombra, a la que pegó una furiosa patada, desapareció por una puerta. Shatrov se cogió el disco e intentó raspar con la una la superficie convexa del pequeño círculo…

Davydov colocó sobre la mesa un vasito lleno de polvo, una taza con agua, una botellita de alcohol y una gamuza.

Rápida y hábilmente, Shatrov preparó una pasta, la extendió sobre la gamuza y empezó a frotar la superficie del círculo con medidos movimientos giratorios. Davydov seguía con interés el trabajo de su amigo.

— Este compuesto transparente desconocido para nosotros es extraordinariamente estable — explicó Shatrov sin interrumpir su trabajo —. Y sin duda debe ser transparente como el cristal y en consecuencia tener una superficie pulida. Aquí, vea, la superficie se ha hecho opaca, ha sido corroída por la arena durante los millones de años de permanencia entre las rocas. Hasta esta sustancia durísima ha cedido… Pero si conseguimos pulirla, se hará de nuevo transparente…

— ¿Transparente? ¿Y luego? — preguntó Davydov con una nota de duda en su voz —. Al otro lado del disco la transparencia se ha mantenido. Sólo se ve una capa de indio…

— ¡Pero aquí hay una imagen! — exclamó Shatrov, excitado —. ¡He visto unos ojos! Estoy seguro de que aquí está escondido el retrato del ser celeste. Quizá sea el mismo propietario del cráneo. ¿Por qué estará aquí? Tal vez sea un signo distintivo del arma, tal vez esta era su costumbre. Además, ¿qué importa? ¡Hemos logrado tener la imagen de un ser celeste!… Observe la forma de la superficie: es una lente… Y se pule bien — añadió palpando el círculo con los dedos.

Davydov, inclinado sobre el hombro de Shatrov, miraba con impaciencia el disco, cuyo círculo central iba adquiriendo un esplendor vítreo cada vez mas marcado.

Al fin, Shatrov lanzó un suspiro de satisfacción, quitó el detergente, lavó el disquito con alcohol y lo secó con la gamuza.

— ¡Ya está! — levantó el disco hasta la luz, dándole la posición adecuada para que el reflejo incidiese directamente sobre el observador.

Involuntariamente ambos profesores se estremecieron. Bajo la capa ahora completamente transparente, amplificado por un desconocido efecto óptico hasta su tamaño natural, un rostro extraño, pero sin duda humano, fijaba los ojos sobre ellos. La imagen aparecía en relieve, pero lo mas sorprendente era su extraordinaria, increíble naturalidad. Era un rostro vivo, parecía que un ser viviente estuviese mirando a los dos profesores, separado de ellos sólo por la lente transparente. Y los enormes ojos salientes eran capaces por si solos de borrar cualquier otra impresión. Eran como dos lagos que encerrasen el eterno misterio del sistema del universo, espejos de una mente y de una voluntad férrea, eran dos poderosos rayos que surgían a través de la barrera de cristal lanzados a las infinitas lejanías del espacio. Sí, el hecho mismo de la existencia de la vida es garantía del desarrollo en diversos puntos del espacio universal del gran proceso de la evolución, de la aparición de la forma más elevada de la materia, del trabajo creador, del conocimiento…

Superando la primera impresión producida por los ojos del ser celeste, los dos científicos empezaron a examinar el rostro. La cabeza redonda recubierta por una piel espesa, lisa, sin pelos, no aparecía monstruosa ni repugnante. La fuerte, la amplia frente saliente tenía un aspecto tan intelectual y humano como los extraños ojos, y atenuaba los insólitos trazos de la parte inferior de la cara. La falta de orejas y de nariz, la boca en forma de pico y sin labios, eran en sí desagradables, pero no podían hacer olvidar que el desconocido ser estuviese cercano al hombre, fuese comprensible y no extraño. Todo en el aspecto del antiguo huésped de nuestro planeta denotaba afinidad de espíritu y de pensamiento con los hombres de la Tierra. Esto pareció a Shatrov y a Davydov una garantía de que los habitantes de las diversas «naves de estrellas» se comprenderían una vez vencido el espacio que los separaba, una vez verificado el encuentro del pensamiento dispersado sobre las lejanas islas planetarias del universo. A los científicos les hubiese gustado pensar que esto se hacía realidad en un próximo futuro, pero la razón les decía que aún serían necesarios millones de años de conocimiento para la gran conquista del universo.

Y antes de proceder con seguridad a la unión de los distintos mundos, sería necesario unir a los pueblos de nuestro planeta en una sola familia fraterna, destruir la desigualdad, la opresión y los prejuicios de raza En caso contrario, la humanidad nunca tendría fuerzas para llevar a cabo la empresa sublime de sojuzgar los terribles espacios interestelares, no lograría afrontar las mortales fuerzas del cosmos que amenazan la vida cuando ésta ya no es defendida por la atmósfera. Y para alcanzar esta primera fase era preciso trabajar aún prodigando todas las fuerzas del espíritu y del cuerpo, hasta alcanzar la condición necesaria al gran futuro de los hombres de la Tierra…

FIN

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