II

Shatrov se detuvo delante de una puerta, sobre la cual una plancha de cristal anunciaba: profesor I. A. Davydov — jefe de sección; pasó una gran caja desde la mano derecha a la izquierda y, sonriendo bajo los bigotes, llamó. Una voz de bajo contestó con marcada indiferencia:

— ¡Adelante!

Shatrov entró con su acostumbrado paso ligero, un poco inclinado y con los ojos brillantes.

— ¡Mira quién tenemos aquí! — exclamó Davydov, que se levantó para salir presurosamente a su encuentro —. Esta si que no me la esperaba. ¡Cuantos años, querido amigo!

Shatrov dejó la caja sobre la mesa y abrazó afectuosamente a su amigo. Delgado, de media estatura, Shatrov resultaba minúsculo al lado de la maciza figura de Davydov. Los dos amigos eran opuestos por muchos conceptos. De imponente estatura y formación atlética, Davydov tenía un aspecto más modesto y bonachón que su nervioso y tímido amigo. La cara de Davydov con su nariz marcada y su irregular frente redonda bajo la espesa cabellera, era completamente opuesta a la de Shatrov. Sólo los ojos luminosos, claros y penetrantes, se parecían en algo que no se lograba adivinar en seguida; quizá era la misma expresión, reflejo de una idéntica tensión de pensamiento y de voluntad.

Davydov hizo sentar a su amigo; ambos encendieron un cigarrillo y empezaron animadamente a intercambiarse las impresiones acumuladas durante tantos años y que no habían encontrado un hueco en su correspondencia. Por fin, Davydov se pasó una mano tras la oreja, se levantó y sacó del bolsillo del abrigo colgado en un rincón un grueso paquete. Lo abrió y lo puso delante de Shatrov.

— Hágame el favor, Aleksey Petrov… Venga, no haga cumplidos — añadió Davydov ante el signo de protesta de Shatrov. Y ambos se rieron.

— Igual que en los años cuarenta — dijo Shatrov, con una nota de alegría en la voz —. ¿Aún se olvida de comer? ¡Tendrá un lavado de cerebro!

Davydov soltó una carcajada.

— Se lo llevaré a casa. Venga, adelante, acéptelo como en el cuarenta.

— ¡Muy bien! — Shatrov alargó una mano —. ¡Oh!

— Tampoco su «¡oh!» ha cambiado. Me alegra volverle a escuchar… Oiga, Aleksey Petrovich, vamos al museo. Le enseñaré novedades interesantes… Hay también trabajo para usted…, tenemos algunos fósiles…

— No, Ilya Andreevich. He venido para una cosa muy importante. Es preciso que le hable de ello. Necesito su cerebro, que sabe trabajar bien y no se equivoca…

— ¡Interesante! — Davydov pasó el índice sobre la última línea del manuscrito y apartó los folios cubiertos de escritura. A propósito, he recibido su carta hace una semana, y aún no le he contestado. No apruebo…

— ¿No aprueba mis jeremiadas? Este es un momento difícil — insistió Shatrov algo turbado —. He adoptado también su filosofía, y muchas veces me ayuda. Aunque para ponerla en práctica hace falta cierta fuerza de espíritu. A veces no consigo…

— ¿Qué filosofía? — preguntó Davydov con curiosidad.

— Sus dos palabras mágicas: «No importa». Pero ni siquiera durante la guerra esta expresión me bastaba…

Davydov estalló en una gran carcajada. Al recobrar la respiración consiguió responder:

— Ah, claro… Ciertamente, continuaremos trabajando. Pero es difícil. Hay muchas dificultades. Excavaciones, enormes colecciones, el estudio de los hallazgos, de los datos y el personal es muy escaso. Y luego el tiempo que se malgasta en ir detrás de tonterías… Pero quería usted hablarme de cosas importantes y le he distraído…

— Sí, cosas extraordinarias. Aquí, en la mano, tengo algo increíble, tan increíble que no me he atrevido a hablar con nadie antes de hacerlo con usted.

Le tocó a Davydov el turno de mostrarse impaciente. Tras abrir el paquete, Shatrov sacó de su interior una gran caja cúbica de cartón amarillo recubierta de ideogramas chinos y sellos de correos.

— Ilya Andreevich, ¿se acuerda de Tao Li?

— ¡Cómo no! Aquel joven paleontólogo chino, tan preparado, le asesinaron los fascistas el año cuarenta, cuando volvía de una expedición. Ha caído por la China libre.

— Precisamente. He inventariado algunos de los materiales recogidos por él. Mantuvimos correspondencia. Tenía intención de venir a vernos…, pero la ocasión no se presentó nunca — suspiró Shatrov —. En resumen, de la que fue su última expedición me envió un paquete con algo extraordinariamente curioso. Aquí esta. Venía acompañada por una nota, en la cual Tao Li me anunciaba una larga carta, que evidentemente nunca pudo escribir. Le mataron en el Szechuan, en la ruta de Chungking.

— ¿Localidad de la expedición? — preguntó Davydov.

— El Sikang.

— Un momento… Está… Es un nudo montañoso en la extremidad oriental del arco del Himalaya, exactamente entre la cadena del Himalaya y los montes de Szechuan… Quizá el famoso Kam, el objetivo de Przevalskij…, ¡naturalmente!

Shatrov miró a su amigo con admiración.

— ¡Caramba, en geografía no le gana nadie! Yo sólo consigo orientarme con el mapa. El Kam es la parte noroeste del Sikang, y Tao Li hizo sus investigaciones allí, exactamente en la zona oriental, en la región de En-ta.

— Comprendo. Venga, enséñeme su mercancía. ¡Se puede esperar todo de ese país!

Shatrov sacó de la caja un objeto envuelto en algunas hojas de papel fino. Tras librarlo de su envoltura, entregó a Davydov un resto fósil irreconocible a primera vista.

Davydov lo miró un par de veces y dijo:

— Es un fragmento del occipital de un gran dinosaurio. ¿Qué tiene de extraño?



Shatrov no contestó. Davydov examinó otra vez el fósil y de pronto lanzó una sorda exclamación. Colocando el resto sobre la mesa, extrajo una lente binocular de una caja barnizada de amarillo, sacó los brazos del trípode y fijó el tubo. La ancha espalda del profesor se curvó sobre el instrumento; sus ojos se apoyaron sobre el doble ocular, mientras sus grandes manos ajustaban bajo la lente el hueso del dinosaurio. Durante un instante reinó el silencio en el estudio, roto sólo por el chasquido de una cerilla que Shatrov había encendido. Por fin, Davydov separó del instrumento dos ojos asombrados.

— ¡Increíble! Desde luego no sabría explicarlo. El cráneo está atravesado de parte a parte en el punto más grueso del hueso. El agujero es tan estrecho que no puede haber sido producido por el cuerno o el diente de un animal. Si se tratase de una enfermedad, necrosis o caries óseas, se deberían hallar en los márgenes trazas de las mutaciones patológicas. No, este agujero ha sido producido por causas externas y cuando el animal aún estaba con vida… No hay duda. Ambas paredes…, atravesadas como por una bala… Sí, diría que se trata de una bala, si no fuese una locura… Pero no, el agujero no es redondo, es una estrecha fisura oval, con los bordes limpios, tanto que durante el proceso de fosilización se ha llenado de materia porosa — Davydov guardó el trípode del binocular —. Como nunca me ha gustado fantasear, y me siento ahora perfectamente lúcido, sólo puedo decir que se trata de un caso extraño e inexplicable…

Miró fríamente a Shatrov. Este extrajo de la caja otra envoltura.

— Es inútil discutir, porque podría tratarse de una casualidad; pensándolo bien, hasta se encontrarían distintas explicaciones. Ahora bien, si encontrásemos otro caso del mismo género, tendríamos que abandonar las dudas… Aquí está el segundo caso…

Sobre la mesa, frente a Davydov, colocó otro hueso plano y con los bordes quebrados.

Davydov debió aspirar el cigarrillo demasiado profundamente, porque se puso a toser con la cara congestionada.

— Un fragmento de la pata izquierda de un dinosaurio — murmuró Shatrov, inclinándose sobre el hombro de su amigo —. Pero no del mismo animal al que pertenece el cráneo. Este es un ejemplar más viejo y mayor…

Davydov bajó la cabeza para fijar la mirada en la pequeña fisura oval que presentaba también el segundo fósil.

— ¡Igual! ¡Exactamente igual! — exclamó emocionado, pasando un dedo por el borde del misterioso agujero.

— Y ahora la nota de Tao Li — prosiguió metódicamente Shatrov, escondiendo una sonrisa de triunfo.

Habiendo gustado ya de la emoción del descubrimiento, le era más fácil mantener su calma.

La armoniosa lengua rusa cedió paso por un breve lapso a los discontinuos sones de la lengua inglesa. Shatrov leyó lentamente la breve comunicación del científico muerto:

«Cuarenta millas al sur de En-Da, en la cuenca de los afluentes de la izquierda del Mekong, he descubierto una vasta depresión, ocupada actualmente por el río Zhu-Zhechu. Se trata de un hundimiento montañoso recubierto por una capa de lava terciaria.

«En el punto donde el lecho del río ha erosionado la capa de lava, ésta presenta un espesor máximo de unos diez metros. Debajo se encuentran areniscas porosas, que contienen numerosos restos de dinosaurios, entre los cuales he descubierto algunos que presentan curiosas lesiones. Le envío dos de ellas, porque mi descubrimiento me ha sorprendido tanto que siento la necesidad de estar seguro de no equivocarme. No todas las lesiones son del mismo tipo. A veces parece como si el hueso hubiese sido cortado con un inmenso cuchillo, sin duda mientras el animal estaba aún con vida, o bien en el momento mismo de su muerte. Llevaré a Chungking más de treinta fósiles con estas lesiones, que he recogido en puntos distintos del valle, donde he descubierto una gran cantidad de restos de dinosaurio y hasta algunos esqueletos completos. En cada pieza que le envío, he puesto rótulos con la indicación precisa de la localidad.

La prisa con la que debo enviar el paquete, no me permite escribirle una carta más detallada. Lo haré a mi regreso a Szechuan, en cuanto tenga mas tiempo.»

Shatrov calló.

— ¿Eso es todo? — preguntó Davydov con impaciencia.

— Todo. Tan breve como grande es la importancia del descubrimiento.

— Un momento, Aleksey Petrovich. Deme tiempo a recuperarme… ¡Parece un sueño! Sentémonos y hablemos de ello con calma, porque siento como si me hubiera vuelto idiota…

— Si, lo comprendo, Ilya Andreevich. Hay que tener un gran valor para deducir conclusiones de este hecho. Implica derribar conceptos bien arraigados… No tengo su audacia, pero veo que usted también…

— Bien. Razonemos con valor. Por fortuna estamos solos. Así nadie pensará que dos lumbreras de la paleontología han perdido la cabeza… Estos dinosaurios fueron muertos por alguna arma potente. Evidentemente la fuerza de penetración de esta arma era superior a la de los poderosos fusiles modernos. Por otra parte, sólo un ser racional, llegado además a un alto grado de civilización, podría construir un arma semejante, ¿correcto?

— Absolutamente. Ergo, ¡un hombre! — dedujo Shatrov.

— Ahora bien, los dinosaurios vivieron en el periodo Cretáceo, digamos hace setenta millones de años. Todos los datos a nuestra disposición afirman, por otra parte, sin sombra de duda, que la aparición del hombre sobre la Tierra, uno de los últimos anillos de la cadena de la evolución del mundo animal, se verificó hace unos sesenta y nueve millones de años y que durante muchos centenares de miles de años el hombre permaneció en estado animal, hasta que su última especie no aprendió a pensar y a trabajar. La aparición del hombre no pudo suceder antes, mucho menos la de un hombre capaz de construir instrumentos técnicos. Absolutamente excluido. En consecuencia, sólo puede haber una conclusión: los que mataron a los dinosaurios no eran terrestres, venían de otro mundo…

— Sí, de algún otro mundo — confirmó Shatrov —. Y yo…

— Un momento. Hasta aquí todo entra aún en los límites de la razón. Es después cuando la cosa se hace increíble. Las recientes conquistas de la astronomía y de la astrofísica han trastornado los viejos conceptos. Se han escrito muchas novelas sobre los habitantes de otros mundos. La tesis compartida hasta ahora por la mayoría de los científicos, esto es, que nuestro planeta sea una excepción, ha sido del todo superada. Hoy no tenemos ninguna razón para creer que muchas estrellas posean un sistema planetario propio, y dado que el número de las estrellas en el universo es infinitamente grande, también lo será el número de los sistemas planetarios. Por lo tanto, seguir pensando que la vida sea una prerrogativa exclusiva de la Tierra es absurdo. Se puede ya afirmar que en el universo existen otros mundos habitados. Hasta aquí todo va bien. Pero al mismo tiempo hemos descubierto que la distancia que nos separa de las estrelles más próximas dotadas de sistemas planetarios es pavorosamente grande. Tan grande que para cubrirla hacen falta decenas de años a la velocidad de la luz, es decir, a trescientos mil kilómetros por segundo. Esta velocidad es, por una ley física, inalcanzable, y un viaje a velocidades inferiores requeriría miles de años…

— Recientemente se han descubierto estrellas oscuras, visibles sólo gracias a las radiaciones que emiten. En la periferia de nuestro sistema solar existen muchas, pero, en primer lugar, su distancia es demasiado grande para que se puedan alcanzar con cohetes y, en segundo lugar, es poco probable que éstas tengan planetas habitados, a causa de la debilidad de sus radiaciones, insuficiente para calentar de forma adecuada un planeta En cuanto a nuestro sistema planetario, fuera de la Tierra sólo Marte y Venus podrían estar habitados. Pero las probabilidades son pocas. Venus es demasiado caliente, gira alrededor del Sol con lentitud y su atmósfera es densa y sin oxígeno en estado libre. Aunque se pudiesen desarrollar formas de vida, está excluida en Venus la presencia de seres racionales con un alto nivel de civilización. Y también en Marte. Su atmósfera está demasiado enrarecida, el planeta es frío y si existe vida, sólo sería en formas inferiores. No hay duda de que Marte carece de la impetuosa energía vital que posee nuestra Tierra. Es inútil hablar de los planetas más lejanos. Saturno, Júpiter, Urano y Neptuno son mundos horrendos, fríos, oscuros, como los círculos inferiores del infierno dantesco. Saturno, por ejemplo, está formado por un núcleo rocoso recubierto por un estrato de hielo de un espesor de diez mil kilómetros y el conjunto está rodeado por una densa atmósfera de veinticinco mil kilómetros de altura, impenetrable a los rayos del sol y rica en gases venenosos: amoníaco y metano. Esto significa que bajo aquella atmósfera sólo hay tinieblas y hielo a ciento cuarenta grados bajo cero y con una presión de un millón de atmósferas… Da miedo pensar en ello…

— También creo — le interrumpió Shatrov —, que en nuestro sistema planetario no existen mundos semejantes al nuestro. Y yo…

— Por lo tanto, excluyamos a nuestros planetas. Llegar a la Tierra desde los sistemas estelares más lejanos es imposible. ¿De dónde entonces venían aquellos seres? ¡Este es el problema!

— No me deja hablar, Ilya Andreevich. Aunque no tengo su erudición, hubiese pensado más o menos en las mismas posibilidades. Las estrellas, sin embargo, no son inmóviles. Se desplazan en el interior de nuestra galaxia; la misma galaxia gira alrededor de su propio eje y se mueve en el espacio hacia un punto indefinido, como hacen todas las innumerables galaxias. Durante el curso de millones de años las estrellas pueden, por lo tanto, alejarse y acercarse sensiblemente…

— Bien, no veo de qué nos servirán… El espacio ocupado por la galaxia es muy grande y no creo que el acercamiento de nuestro sistema solar a otro pueda tener una importancia práctica. Y además, ¿cómo establecer las trayectorias de las estrellas?

— Eso es cierto, pero sólo si el movimiento de las estrellas no está sometido a leyes, si las estrellas no siguen órbitas determinadas. Pero, ¿y si fuese así? Si se pudiera calcular.

— ¡Hum! — gruñó escéptico Davydov.

— Está bien. Descubriré mis cartas. Un ex alumno mío, que abandonó el curso en el tercer año para dedicarse a las matemáticas y a la astronomía, se ha ocupado del movimiento de nuestro sistema solar dentro de la galaxia, y ha conseguido enunciar una interesante teoría apoyada en bases sólidas. Seré breve. Nuestro sistema solar describe, en el interior de la galaxia, una enorme órbita elíptica con un periodo de revolución de doscientos veinte millones de años. Esta órbita está ligeramente inclinada con respecto a la superficie horizontal que pasa por el ecuador de la «rueda de estrellas» de nuestra galaxia. Por eso el Sol, con sus planetas, corta en un determinado momento la colcha de materia oscura, polvo y fragmento de materia enfriada, que se extiende a lo largo de la superficie ecuatorial de la «rueda galáctica». Durante este periodo se aprecian a los sistemas estelares acumulados en algunas zonas. Es por tanto posible, que nuestro sistema solar se acerque a otros sistemas desconocidos, tanto como para hacer posible un vuelo interplanetario…

Davydov escuchó a su amigo, inmóvil, con una mano contraída sobre la varilla del binocular.

— Esta es la teoría — continuó Shatrov —. Acabo de regresar del lugar donde murió mi ex alumno y donde hallé su manuscrito.

Shatrov se detuvo y encendió un cigarrillo.

— Esta teoría nos indica sólo una hipótesis, pero aún no nos permite considerar como realidad un hecho increíble. Sin embargo, al ver que dos observaciones de naturaleza diferente se concatenan, tenemos razones para creer que estamos en el camino justo.

Shatrov levantó el mentón y continuó con aire solemne:

— Basándose en su teoría, ml alumno afirmaba que el acercamiento del sistema solar a los cúmulos centrales de la rama espiral interior de la galaxia, se ha producido hace unos setenta millones de años…

— ¡Demonios! — explotó Davydov; era su imprecación favorita.

Shatrov no abandonó su aire solemne:

— Un fenómeno increíble que se relaciona con otro se convierte en real. Creo tener el derecho de afirmar que, durante el período Cretáceo, nuestro sistema planetario se aproximó a otro sistema poblado por seres racionales, por hombres desde el punto de vista intelectual, y que estos seres han llegado por sus propios medios a nuestro planeta. Con el transcurso de otro largo periodo de tiempo los dos sistemas planetarios se han alejado nuevamente. Aquellos seres han permanecido poco tiempo sobre la Tierra y por eso no han dejado huellas perceptibles. Pero han estado aquí, han sido capaces de superar el espacio interestelar setenta millones de años antes de que nosotros intentásemos hacer lo mismo… ¿Está de acuerdo?

Davydov se levantó, miró a su amigo en silencio y le tendió la mano:

— Me ha convencido, Aleksey Petrovich, pero aún no lo veo todo claro. Por ejemplo, ¿por qué vinieron precisamente aquí, a nuestra Tierra, mosca minúscula entre tantas otras estrellas y planetas? Podría hacer también otras preguntas, pero, en líneas generales, me parece usted bastante convincente. Es inaudito, increíble, pero real. ¿Cree que esto se podrá publicar?

Shatrov sacudió la cabeza:

— ¡De ninguna manera! Las prisas lo estropean todo y en un descubrimiento como éste la prisa es inadmisible.

— Justo, justo, amigo. Es siempre mas prudente esperar que precipitarse. Pero hay que estar preparado para todo. Necesitamos argumentos sólidos, tanto como aquel nuestro de Leningrado…

Shatrov se acordó del «argumento» que Davydov guardaba en una esquina del estudio en la época en la que trabajaban juntos. Era un gran montante de hierro, en un tiempo apoyo de un esqueleto, con el que Davydov pretendía persuadir a su testarudo amigo durante sus interminables discusiones. Shatrov dejó escapar una sonrisa.

— ¡Lo recuerdo! Pero precisamente ahora empieza la segunda parte de mi razonamiento. No soy geólogo, no estoy acostumbrado a trabajar al aire libre, soy ante todo una rata de biblioteca. Esta empresa la podrá emprender sólo usted y nadie más. Su autoridad…

— ¡Ah! En una palabra, habría que excavar en el lugar de la batalla de los extraterrestres con los dinosaurios… ¡Muy bien!

Tras una pausa, Davydov continuó:

— El Sikang es un lugar interesante, sobre todo para paleontólogos como nosotros. ¡Quién sabe lo que podríamos encontrar! Aleksey Petrovich, al final de la era Terciaria coexistían allí formas viejas y nuevas de mamíferos hoy extinguidos. Una desordenada mezcolanza de lo que, en otros puntos de la Tierra había ya desaparecido con lo aparecido más recientemente. ¡Y qué lugar! — añadió animadamente —. Altas montañas cubiertas de nieve, heladas mesetas áridas y desiertas separadas por profundos valles cubiertos de una lujuriante vegetación tropical. Barrancos insuperables separan los pueblos. Entre un pueblo y otro hay, por ejemplo, una distancia de dos kilómetros, pero el valle que los separa es tan profundo e impracticable, que los habitantes de los dos pueblos nunca se encuentran, aunque se vean desde lejos. Extraños animales, aun desconocidos por la ciencia, viven en lo profundo de los bosques, sobre el fondo de los valles, mientras en lo alto se desencadenan glaciales tormentas. Allí tienen su origen los mayores ríos de la India, de la China y del Siam: el Bramaputra, el Yang-Tze, el Mekong.

Davydov sacó un grueso reloj de tipo antiguo.

— Aún no son las dos. Pero la emoción ha sido tan grande…, ¡me parece como si hubiese pasado ya todo el día! — se levantó para entregar un aro con unas llaves. Esconda la caja en aquel armario, a la izquierda… Pase lo que pase, debemos hacer lo imposible. Vamos a ver si Tusilov nos recibe… ¿Se quedara en Moscú, Aleksey Petrovich, hasta que sepamos algo? Alrededor de una semana, es difícil que se tome antes alguna decisión. ¿Será mi huésped, no es verdad? Ahora llamo a mi secretario y luego a casa. ¡Llegaremos tarde!

En el amplio apartamento de Davydov, modestamente amueblado, reinaba el silencio. Por las grandes ventanas entraba la azulada penumbra del crepúsculo estival. Shatrov caminaba en silencio arriba y abajo por la habitación. Davydov, hundido en una butaca frente a su gran escritorio, estaba sumergido en sus pensamientos.

Los dos amigos pensaban cada uno en sus propios problemas. No habían querido encender la luz, como si la oscuridad que iba cayendo lentamente atenuase su amargura.

Me iré mañana — dijo al fin Shatrov —. No puedo perder más tiempo. La negativa ha sido irrevocable… Había pocas probabilidades de conseguirlo… Ya se preocuparán nuestros descendientes de aclarar este asunto, cuando esas malditas fronteras no existan.

Davydov, sin contestar, miró por la ventana donde, sobre los techos de la casa cercana, brillaban tímidamente las pequeñas y pálidas estrellas en el cielo de la ciudad.

— Es triste quedarse a la puerta de un gran descubrimiento, como un mendigo y no tener la posibilidad de entrar — continuó Shatrov —. Ya no volveré a tener paz hasta que muera…

Davydov agitó de improviso por encima de su cabeza los punes cerrados.

— ¡No podemos renunciar! ¡Nos ayudarán! ¡Al diablo el Kam! A fin de cuentas, ¿qué seguridad tenemos de volver a encontrar las huellas de «ellos» en el lugar donde se han conservado los restos de los dinosaurios muertos? Ninguna. Si, por alguna razón, «ellos» vinieron a la Tierra, no tenían por qué haberse quedado siempre en el mismo sitio. ¿Por qué no buscarlos entre los sedimentos del período Cretáceo, aquí mismo? Podría afirmar, sin más, que si tales restos existen, sólo podrán encontrarse en las regiones donde surjan sistemas montañosos elevados y de reciente formación. El descubrimiento se ha reducido al Kam. ¿Por qué? Porque sólo donde la corteza terrestre se halla fracturada en numerosos fragmentos pequeños, de los que unos se hayan elevado y otros humedecido, puede darse el caso que incluso los modestos sedimentos escapen a la acción de las inevitables inundaciones y erosiones. Si una pequeña depresión cualquiera se hundió en el periodo Cretáceo y quedó luego encerrada entre las montañas, gracias a la continua sedimentación podría salvarse lo que en otras localidades, en una llanura, por ejemplo, sería barrido y destruido por la acción de los agentes naturales. Tenemos puntos que responden a tales requisitos en las montañas del Kazachstan, de los Kirghises, del Uzbekistán, casi en toda Asia Central. Estas montañas se remontan exactamente a la gran época de formación alpina, que tuvo su inicio al final del periodo Cretáceo. Tenemos donde buscar, con la condición de saber hacerlo, de otra forma…

— ¡Caramba! No le comprendo, Ilya Andreevich — le interrumpió Shatrov.

— ¿No cree que lo único seguro sea a quién buscar?

— Bueno, no tanto. Hay que descubrir el aspecto de estos extraterrestres, quizá eran una especie de protoplasma incapaz de conservarse… Esto en primer lugar. En segundo, ¿qué hacían aquí? La contestación a la primera pregunta nos dirá la clase de restos que podríamos encontrar excavando, la segunda nos indicará dónde Podremos encontrarlos con más facilidad, si tales restos existen efectivamente. ¿En qué punto de nuestro planeta se han estacionado? Desde este punto de vista, nuestra empresa parece desesperada… ¡Pero esto no significa que tengamos que renunciar a ella! Vamos a dividirnos el trabajo como en los viejos tiempos, cuando escribíamos juntos. Usted se ocupará del primer problema, la parte biológica. Yo me encargaré del segundo, la parte geológica, la dirección y el desarrollo de las investigaciones. Tengo algunas ideas, porque ya me ocupé en una ocasión de los grandes yacimientos de dinosaurios del Asia central.

— ¡Vaya trabajo fácil! — exclamó Shatrov —. ¡Nada menos que establecer las formas de vida que puedan existir en otros mundos! En este campo nadie podría decir nunca nada exacto…

— ¡Vamos, intelectual de pacotilla! — estalló Davydov —. El trabajo es difícil porque no existen datos y hay que proceder sólo con el razonamiento. Pero cada esperanza nuestra reposa precisamente en la fuerza del cerebro. Hay que romperse la cabeza y si usted no consigue descubrir nada válido, ¿quién de entre nosotros podría conseguirlo? Veamos; ante todo, las formas de vida fantásticas, los seres metálicos o de piedra, se los dejaremos a los novelistas, no nos conciernen. Recuerde la energética de la vida: la vida no se ha formado por casualidad, sino que se basa en leyes bien precisas. A mi entender, el principio fundamental es éste y hay que partir de él para desarrollar un método científico hasta el final. La estructura de los seres vivos no es una obra del azar. Primero, la unidad de la materia que compone el universo ha sido demostrada: la materia esta compuesta en todas partes por los noventa y dos elementos fundamentales, al igual que en nuestra Tierra. Se ha demostrado la existencia de iguales leyes químicas y físicas en todo el espacio. Y si es así — Davydov dio un puñetazo sobre la mesa —, la sustancia viviente, compuesta por las moléculas más complejas, debe tener como base el carbono, el elemento capaz de producir compuestos complejos. Segundo, la base de la vida es el aprovechamiento de la energía solar, el disfrute de las más difusas reacciones químicas del oxígeno, ¿no es verdad?

— Sí — admitió Shatrov —, pero…

— Un momento. Cuanto más compleja sea la estructura de la molécula, tanto más fácilmente esta se descompone en presencia de un aumento de temperatura. La materia de las estrellas incandescentes no contiene, en general, compuestos químicos. En las estrellas menos calientes como, por ejemplo, en los espectros de las estrellas rojas, en las manchas solares, sólo descubrimos los compuestos químicos más simples. Se puede afirmar por tanto que la vida, en cualquier forma, aún en las formas más desacostumbradas, puede existir sólo en presencia de una temperatura relativamente baja. Pero no demasiado, porque de otra forma el movimiento de las moléculas se hace demasiado lento, cesan de producirse las reacciones químicas y la energía necesaria para la vida. En consecuencia, se puede afirmar, sin más, que los organismos vivos pueden existir dentro de límites de temperatura bastante restringidos. No quiero aburrirle con largos razonamientos: comprenderá fácilmente que estos límites de temperatura se pueden definir con mayor precisión aún, como los mismos limites dentro de los cuales el agua se encuentra en estado líquido. El agua es el elemento de las principales soluciones, por medio de las cuales se ejerce la actividad vital del organismo.

— Para formarse y desarrollarse gradualmente, la vida necesita un largo período de evolución. En consecuencia, las condiciones necesarias para la vida deben ser estables, prolongadas en el tiempo, comprendidas entre estrechos límites de temperatura, presión, radiaciones y todo lo que entendemos como condiciones físicas sobre la superficie de la Tierra.

— Pero el pensamiento sólo puede producirse en un organismo muy complejo, con energía elevada, un organismo en cierto modo independiente del ambiente que le rodea. Esto significa que la aparición de seres racionales se rige por límites aún más restringidos, por decirlo así, un estrecho corredor a través del tiempo y del espacio.

— Tomemos, por ejemplo, las plantas con sus síntesis del carbono por medio de la luz. Es una energética de orden inferior a la de los animales que queman oxígeno. Por eso, aunque alcancen dimensiones colosales las plantas, están obligadas a la inmovilidad. Las grandes plantas no pueden estar dotadas con un movimiento ágil y rápido como los animales, no son su propia máquina, dicho en términos vulgares.

— Por lo tanto, la vida, en la forma general y en las condiciones en que existe sobre la Tierra, no es obra de la casualidad, sino que se debe a leyes precisas. Sólo una vida de esta clase puede recorrer el largo camino del perfeccionamiento histórico, de la evolución.

— Exacto, Ilya Andreevich. Le prometo que reflexionaré sobre el problema y que le haré saber todo cuanto se me ocurra…

— Ilya Andreevich, al teléfono. Le han llamado varias veces estos días durante su ausencia.

— Davydov bufó encolerizado, levantando los ojos de las notas. Sobre la mesa había un paquete enorme con un rótulo que decía: «Al profesor Davydov. Urgente». Bajo las notas yacían dos artículos que le habían remitido para su examen. En los pocos días empleados en solicitar el permiso para una expedición al Kam, se acumuló gran cantidad de trabajo, esa clase de trabajo que suele asediar a un científico y que no tiene ninguna relación directa con sus estudios. En casa de Davydov, un estudiante esperaba hacia mucho tiempo su opinión acerca de una larga tesis de doctorado. Dentro de tres horas tendría que tomar parte en una larga reunión.

Y además, Davydov debía escribir algunas cartas en relación con el extraordinario asunto de Shatrov.

Vuelto al trabajo, tras haber hablado por teléfono, el profesor se enfrascó otra vez en la lectura de las notas. De vez en cuando escribía algo sobre el papel, tachando encolerizado una palabra o lanzando una imprecación dedicada al corrector. Por fin, las líneas empezaron a bailarle delante de los ojos, y Davydov comprendió que debía descansar.

Se restregó los ojos, se estiró y de pronto empezó a cantar en voz alta e increíblemente desentonada un melancólico motivo:

¡Oh, tú; padre Volga,

río ruso,

ahorra, prodigio,

las fuerzas del barquero!

Llamaron a la puerta entreabierta. Entró el profesor Kolcov, vicedirector del instituto en donde trabajaba Davydov. Sobre su rostro enmarcado por una corta barba, vagaba una sonrisa hastiada, y los ojos, oscuros miraban tristes bajo las largas pestañas curvadas como las de una mujer.

— Una triste canción — comentó Kolcov.

— ¡Ya lo creo! Las pequeñeces no me permiten ocuparme de mi verdadero trabajo. Cuanto más envejezco, más me asaltaban tonterías de toda clase, y ya no tengo las fuerzas de antes, me es difícil trabajar de noche… ¡Maldita sea — tronó Davydov.

— ¡Calma! — Kolcov hizo una mueca —. No dudo que podrá solucionarlo. Un temperamento como el suyo, un capitán como usted… — se rió. Tengo para usted una carta de Korpacenko desde Alma-Ata. Creo que le interesará.

Sobre los techos el cielo empezaba a clarear. Cerca de la ventana abierta el precoz estival luchaba con la luz amarilla de la lámpara. Davydov volvió a fumar, pero el cigarrillo ya no le producía satisfacción, estaba cansado. Pero había llevado a cabo el programa establecido: once cartas a los geólogos destacados en la región de los sedimentos cretáceos de Asia central descansaban sobre la mesa llena de papeles y libros. Sólo faltaban por hacer los sobres, y las cartas saldrían con el correo de la mañana. Davydov empezó a escribir las direcciones, frotándose los ojos adormecidos, sin darse cuenta de que su mujer había entrado en la habitación.

— ¡No te da vergüenza! — exclamó indignada la mujer —. ¡Está amaneciendo! ¿Y tus promesas de no trabajar de noche? Y luego te quejas y dices que estás cansado, que ya no puedes… ¡Ah, así no pueden continuar las cosas!

— Ya he terminado… Mira, sólo faltan cinco sobres y ya he terminado — se justificó Davydov con un sentimiento de culpa —. Te prometo que no lo haré más. Esta vez era urgente y tenía…, a cualquier precio… Vete a dormir, pequeña, en seguida vengo.

Cerrada ya la última carta, Davydov apagó la lámpara. La habitación fue invadida por el aire fresco y la tenue luz matinal.

Davydov miró al cielo y se restregó la frente. De improviso, la misión de buscar las huellas de los seres extraterrestres en los valles montañosos del Asia central se le apareció en toda su desesperada dificultad.

En efecto, si se encontraban con frecuencia restos fósiles de animales era porque habían existido miles de millones de ejemplares en la superficie de la Tierra y muchos de sus despojos se habían hallado en condiciones que favorecían su conservación y fosilización. Pero los seres extraterrestres no podían ser muchos. Pero en algún lugar se conservarían huellas suyas; descubrirlas entre las grandes masas de depósitos sedimentarios, entre miles de kilómetros cúbicos de roca, sólo resultaría posible al precio de excavaciones colosales. Se precisaban miles de hombres para examinar millones de metros cúbicos de roca, centenares de potentes excavadoras para remover los estratos de tierras superficiales. ¡Una quimera! Ningún país del mundo, por rico que fuese, invertiría miles de millones de rublos en excavaciones de semejante magnitud. Una excavación normal, aunque fuera importante, aunque hubiese dejado al desnudo un área de trescientos o cuatrocientos metros cuadrados, sólo sería una gota de agua en el mar, una bagatela comparada con la misión impuesta. ¿Y las probabilidades? ¡Cero!

La verdad desnuda y despiadada le obligó a inclinar la cabeza. Sus tentativas le parecieron ridículas; sus proyectos, desesperados.

Shatrov tenía razón, toda la razón al considerar, con su límpida mente, absolutamente inadecuados los medios a su disposición.

— ¡Qué pena! — se dijo amargamente Davydov —. Será imposible conseguirlo… ¿Pero qué otra cosa se podía hacer? A propósito…, la carta de Korpacenko. Aún no la he leído.

El profesor sacó de su cartera la carta del conocido geólogo de la Academia de Ciencias del Kazachstan. Este informaba al Instituto que, durante el año en curso, se iniciarían grandiosos trabajos en distintos valles montañosos del Tiang-shang para la construcción de una red de grandes canales y centrales eléctricas. Entre las localidades escogidas, dos presentaban mayor interés: la cantera numero dos, situada a lo largo del curso inferior del río Chu, y la número cinco, lugar de reunión de la cuenca del Korkarin. En ambas se descubrirían sedimentos que se remontaban al cretáceo superior, entre los cuales se hallaban grandes acumulaciones de dinosaurios. Era necesario, por lo tanto, organizar un continuo servicio de observación paleontológico durante toda la duración de los trabajos. Con esta finalidad deseaba establecer contactos con la Comisión del plan y luego coordinar las operaciones directamente con los jefes de canteras…

A medida que iba leyendo, Davydov sentía renacer sus esperanzas. Había tenido una suerte inesperada. El interés de la ciencia coincidía con el interés de la industria, e iban a realizarse excavaciones de volumen tal, como nunca se habría permitido imaginar cualquier científico del mundo. Ahora se abrían nuevas perspectivas a las esperanzas de confirmar el increíble descubrimiento de Tao Li y, en caso de éxito, de dar a la Humanidad una prueba evidente de que no está sola en el Universo.

Sobre la ciudad se levantaba un sol nuevo, claro. En el cielo, las nubes parecían lenguas de espuma azul sobre un agua dorada transparente, y desde la ciudad que se estaba despertando llegaban los primeros rumores.

Davydov se levantó, respiró ávidamente el aire fresco, corrió la cortina y empezó a desnudarse.


Shatrov rasgó y tiró a la papelera una hoja sobre la que había dibujado un cráneo. Luego, de un montón de libros colocados sobre la mesa, escogió un opúsculo y se sumió nuevamente en sus reflexiones.



¡Difícil camino el de la investigación! Los escasos vuelos del pensamiento son como saltos fabulosamente ligeros sobre abismos de groseros errores. Y te arrastras continuamente a lo largo de la fuerte pendiente de una lenta ascensión bajo el grave peso de los hechos, que te frenan, que te empujan hacia atrás… ¡No importa! El trabajo es grande y útil. ¡Piensa en los que estuvieron aquí hace setenta millones de años! Ni siquiera los pavorosos espacios interestelares asustaron a la indómita voluntad y a la mente del hombre. Aquellos seres desconocidos supieron pasar de una nave a otra mientras se aproximaban a enormes velocidades. No les asustó el hecho de que cada segundo les alejara en centenares de kilómetros de su planeta nativo. Y tras haber llevado a término su misión, supieron volver, o murieron poco después, para que aquellos grandes cambios que el trabajo racional produce sobre la naturaleza no quedasen desconocidos para nosotros, que estudiamos setenta millones de años después nuestro planeta.

El hecho de que hasta hoy no hayamos encontrado traza de estos cambios significa que ellos estuvieron en la Tierra durante un período muy breve. ¡Huéspedes desconocidos de un mundo desconocido!

Seguiría desempeñando su parte en la misión, intentando configurar el posible aspecto de los habitantes de otros mundos. Y hablaría de ello con Davydov… Pero Davydov le escribía regularmente y le hablaba de muchas cosas, a excepción de la más interesante: la marcha de las investigaciones. Había transcurrido un año y medio desde el día en que, en Moscú, sostuvieron su famoso coloquio sobre los restos de los monstruos prehistóricos. Era evidente que su gran amigo no había logrado resolver nada…

En aquel mismo momento, el coche de Davydov corría velozmente a lo largo de una carretera polvorienta y accidentada. El polvo blanquecino bailaba vertiginosamente bajo la luz de los faros y detrás del coche formaba una gran nube que tapaba las estrellas sobre el bajo horizonte.

Delante, a través del parabrisas, se veía en la noche un gran resplandor rosado. A lo lejos se oía un sordo rumor, claramente audible a pesar del ruido del motor.

Media hora después, acompañado por el jefe de la obra y por su colaborador, enviado anteriormente al lugar, Davydov se dirigía hacia la extremidad septentrional del sector, ensordecido por la gigantesca masa de trabajos.



Sobre altos postes, mil lamparitas parecían rodeadas por una ligera niebla, mientras una gran nube de polvo se levantaba por el lado izquierdo. El estrépito de las potentes excavadoras superaba el fragor de centenares de carretillas en movimiento sobre la colina revuelta.

El espesor de los sedimentos había sido profundamente atacado por el hecho del futuro canal. A los lados se levantaban taludes de veinte metros; en el espesor de la tierra, que parecía seccionada limpiamente por un gigantesco cuchicheo, se apreciaban estratos de cascajo, montones de piedras, con los que se alternaban estratos de arena amarilla esparcida con millones de brillantes cristales de mica y yeso.

La noche que antes ocultaba la desierta estepa, ya no existía, como tampoco existía la estepa misma. La cantera era un mundo en sí, un mundo de trabajo gigantesco y febril que cambiaba a su gusto el aspecto del viejo desierto cosaco.

Davydov pasó junto a los hombres quemados por el sol, cubiertos de sudor y de polvo, que ni siquiera le dirigieron una mirada. Los martillos neumáticos temblaban en las manos expertas, mordiendo las vetas de dura roca. Pesadas, semejantes a enormes esqueletos de hierro, las máquinas se movían lentamente entre el polvo. Filas de automotores se amontonaban junto a las cintas transportadoras, que incesantemente los llenaban de tierra removida.

— ¡Esto sí que son excavaciones, Ilya Andreevich! — exclamó el colaborador de Davydov.

El profesor sonrió. Estuvo a punto de decir algo, pero en aquel instante, en el cielo, cubierto por el polvo, brilló un relámpago que se difundió por el aire en un amplio arco. Un fuerte trueno sacudió la tierra.

— Las minas — explicó el jefe de cantera —. Hemos hecho saltar de una sola vez trescientos mil metros cúbicos. Allí, en el octavo sector. Están preparando una trinchera para las excavadoras.

Davydov observó la «trinchera» donde se encontraba. Se extendía hasta perderse de vista, punteada por una fila de luces, cortando la estepa en línea recta. Al norte se abría un depósito de casi medio kilómetro de diámetro. Allí se había descubierto el cementerio de los dinosaurios, un colosal yacimiento de enormes huesos fósiles. La masa de huesos ocupaba toda la cuenca y, desde lejos, parecía rebosar. Los restos fósiles estaban amontonados en desorden, mezclados con una gran cantidad de gruesas piedras; la masa tenia un espesor de ocho metros. Allí no había esqueletos de valor; sólo fragmentos de huesos de varias dimensiones y de diferentes especies de monstruos. Las excavadoras hundían sus cucharas en la masa, rastrillando el fondo de la cuenca. Negros montones de huesos mezclados se perfilaban a lo largo de los bordes de la cuenca con la pálida luz del alba… El sol se alzaba poco a poco. Los fósiles negros enrojecían como brasas en una estufa.

— La inspección puede darse por terminada — dijo Davydov, que se secaba continuamente la cara, llena de sudor —. Por aquí tampoco hay nada nuevo, igual que en el segundo sector. Otro montón de huesos. Hace veinte años, más al norte, cerca de las fuentes del Bozaba, en la orilla derecha del Chu, inspeccioné una cantidad aún mayor: treinta kilómetros de longitud. Estos enormes cementerios existen también en el valle del río Ili, en el Kara-Tau y cerca de Taskent. Pero todos son iguales. Entre millones de fragmentos óseos de variada naturaleza, no hay ni un solo esqueleto o un cráneo completo. Es material poco útil. Se trata de cementerios de dinosaurios cuya grandiosidad supera toda imaginación, destruidos en épocas remotas por las fuerzas de la naturaleza.

— ¿Tendrá nuevas consideraciones que hacer sobre estos «campos de la muerte», Ilya Andreevich? — preguntó su colaborador —. En las obras que ha publicado…

— ¿He sido poco claro? — le interrumpió Davydov —. Sí, poco claro y, además, erróneo. Entonces no tenía una idea precisa de las proporciones del fenómeno.

— ¿Y ahora qué piensa de ello, Ilya Andreevich?

— No sé… ¡No sé! — contestó, con tono brusco, Davydov —. Debo irme dentro de tres horas, si quiero estar por la tarde en Lugovaja. El tren de Moscú sale a la una de la madrugada.

— ¿Debo continuar la vigilancia?

— Por supuesto. Búsquese ayudantes. Es posible que entre tanto material salga algo bueno. Quizá se pueda descubrir algo también en los otros sectores, pero confieso que ya no tengo más esperanzas en esta cantera. Espero mas de la número cinco. En ella, los sedimentos tienen un carácter distinto: se trata de depósitos de cursos de agua pequeños y tranquilos, en parte, debidos también al viento. Pero Starozilov está allí desde hace seis meses y aún no me ha comunicado nada interesante. Parece como si estuviera perdiendo el tiempo. El pobre se estará aburriendo…

En la gran sala de ejercicios para los doctorados había tres jóvenes. Uno, agachado sobre una mesa, conversaba animadamente con una muchacha sentada en una esquina.

— Un descubrimiento verdaderamente histórico — decía el joven, sentado sobre la mesa, mesándose nerviosamente los espesos cabellos rojizos —, que tiene un efecto determinante sobre la futura suerte de la Humanidad. La energía atómica en manos de los agresores amenaza el fin de la civilización, de todas las conquistas de la cultura. La geología, la paleontología, no son hoy las disciplinas más importantes: temo haberme equivocado en la elección. Me siento como si estuviese fuera de la verdadera vida. Quisiera formar parte de aquellos que crean la energía atómica. ¿No es verdad, Zhenia?



— Sí — contestó la muchacha —, pero sí no valemos para las matemáticas… ¿Por qué sacudes la cabeza?

Y se volvió hacia el otro licenciado, que seguía en silencio la conversación.

— Sin embargo, ¡qué interesante es la paleontología! — suspiró la muchacha —. Es cierto que la física será más importante, pero me parece que también nuestra especialidad puede prestar muchos servicios… El saber…

La puerta se abrió con estrépito, dejando paso a una muchacha bien formada, esbelta, con un rollo de papel milimetrado en las manos.

— ¡Muchachos, ha llegado Ilya Andreevich! Le he visto en el despacho. Ha dicho que viene en seguida con nosotros. Hay que prepararse, y vosotros perdiendo el tiempo con Miska…

Zhenia volvió la vista hacia la recién llegada.

— Con Michail hablábamos de cosas serias.

— Ya sé cuáles son vuestras cosas serias. Abandonar la paleontología por la energía atómica. ¡Ya te descubrirán, genio incomprendido! Vamos, preguntemos a Ilya Andreevich su opinión sobré el particular. ¡Dicen que cuando se enfada las suelta más gordas que nadie!

— ¡Estás loca, Tam! — protestó el inquieto Michail —. Nunca se le puede decir a un científico: «Su ciencia nos parece poco importante». ¡Somos sus alumnos!

— ¡Pues verás cómo se lo digo! — insistió, testaruda, Tamara —. Ya es hora de acabar con tus charlas. No haces otra cosa que fastidiar a Benja, y ya estoy harta.

Se oyeron fuertes golpes en la puerta. Michail saltó inmediatamente de la mesa. Con un gesto espontáneo, Zhenia se arregló el cabello. Entró Davydov con una amplia sonrisa, vivaz y alegre. Tras saludar, refirió con pocas palabras su viaje.

— Bien. ¿Habéis hecho progresos? ¿Tenéis preguntas que hacerme? Empecemos por ti, Tamara Nikolaevna.

Tamara sonrió, un poco emocionada.

— ¿Podemos hacerle antes una pregunta de carácter general, Ilya Andreevich? — empezó —. ¿No tiene prisa?

Tras la espalda de Davydov, Michail giró los ojos con cómico terror.

— No tengo ninguna prisa, y sabéis que me asustan vuestras preguntas — contestó Davydov.

— Ilya Andreevich, Michail…, todos nosotros hemos discutido sobre nuestra vocación. Queremos estar seguros… Hoy, los fósiles… En resumen, Michail dice que deberíamos estudiar física… Hemos estudiado el informe de Petrov, no lo hemos entendido, pero es extremadamente interesante. — Tamara había hablado con precipitación, confundiéndose. Con la garganta tensa, se apresuró a terminar —. Me gustaría conocer su opinión. ¿Qué nos aconseja?

Davydov se puso serio, frunció el ceño, pero, en contra de lo que esperaba Tamara, no se enfadó. Lentamente, sacó la petaca del bolsillo.

— La ventana está abierta, podemos fumar.. La pregunta es seria. Os comprendo. En una época de grandes revoluciones técnicas, las disciplinas no directamente implicadas deben parecer de escasa importancia. Y vosotros, los jóvenes, estáis indecisos, a pesar de la especialización ya adquirida. Yo también haría lo mismo…

Davydov encendió el cigarrillo y quedó mirando, pensativo, la nubecilla de humo.

— Para ciertas personas — empezó, lentamente —, elegir una profesión no plantea particulares problemas. Se ocupan indiferentemente de cualquier cosa, muchas veces con éxito, con buenos resultados. Pero no creo que lleguen a ser nunca buenos científicos. La elección de una rama científica, digan lo que digan, viene determinada por las aficiones, por la capacidad, por los gustos personales. Sólo cuando vuestro cerebro necesite el saber y lo busque como lo hace una persona en trance de ahogarse, sólo entonces seréis verdaderos artífices de la ciencia, que no escatiman sus fuerzas con tal de progresar, que identifican su propia persona con la ciencia. Yo mismo, al principio, tuve mis dudas. Soy ingeniero, me apasiona la técnica, pero mis inclinaciones fundamentales son de carácter histórico. Porque me ocupo también de la historia más antigua de la Tierra y de la vida. Para bien o para mal, esto colma por completo toda mi existencia. Es una pena, quizá, que no sea físico, que no haga las cosas más importantes del momento, pero aquí se trata de combinar mis capacidades con mis intereses, y mis capacidades producirán el máximo fruto si se hallan en armonía con mi elección. No hay que disminuir la importancia de nuestra ciencia.

«Su «ayer» está más lejano que el de otras. Tal vez se halle por detrás de otras ciencias, pero resultará indudablemente necesaria, en cuando sea posible ponernos a estudiar al hombre. Nuestro organismo es una combinación compleja que se ha formado históricamente en fases evolutivas, que van desde el pez hasta el mamífero superior. Comprender a fondo la biología del hombre sin estudiar toda la escala de la evolución no es posible. Y de esto depende enteramente la medicina del futuro, la conservación del hombre como especie, además de otras muchas cosas. Tales problemas aún están lejanos, pero se van acercando cada vez más; para cuando lleguen, habremos preparado una base precisa de conocimientos. Por otra parte, el hombre que construirá el futuro deberá tener un notable bagaje de cultura general, de nociones y un vasto horizonte. La ciencia tiene leyes propias de desarrollo que no siempre coinciden con las exigencias prácticas del momento. El científico no puede ser un enemigo de la modernidad, pero tampoco puede vivir únicamente de ella. Debe situarse en vanguardia; de otra forma se convertiría en un funcionario. Si el científico huye de su tiempo, será un soñador, pero si desprecia el futuro, será un tonto. Esto lo comprendió hasta Pedro el Grande. Recordad su decreto sobre la recogida de fósiles, dictado en una época difícil de pobreza y retraso.

Davydov apagó el cigarrillo y lo tiró distraídamente al suelo, pero los alumnos no lo notaron. Zhenia, apoyada en la mesa, miraba atentamente al profesor. Tamara mantenía la cabeza alta, con aire triunfante, mientras Michail bajaba los ojos con la frente arrugada.

— Ahora vamos con el otro aspecto de vuestra pregunta continuó el profesor —. Aquí tampoco hay que exagerar. No debemos hablar del fin de la civilización y quedarnos tranquilamente con las manos en los bolsillos como muchos intelectuales, que así intentan justificar su pereza. Los hombres van adquiriendo un poder siempre mayor sobre la naturaleza, pero olvidan la necesidad de educar y de transformar al hombre mismo, con frecuencia no muy alejado de sus progenitores en lo que se refiere a nivel de conciencia social. Pero vosotros, los jóvenes, queréis luchar por la cultura, por la futura felicidad del hombre. ¡Tened fe y seguid sin dudas la vía escogida! Es posible que muy pronto estalle una nueva y terrible guerra, que se realice la batalla decisiva de lo viejo contra lo nuevo. Cumpliendo con nuestro deber, lucharemos por nuestra civilización. Es una misión noble defenderla de la barbarie armada con los últimos descubrimientos de la técnica. Además, ¿tenéis ideas claras de lo que es hoy la energía atómica? La mayor parte de los elementos de la serie de los 92 tiene núcleos muy, pero que muy estables. Para desintegrarlos se precisa una energía superior a la que se obtendría de su escisión. Y esto no es una casualidad. Durante los miles de millones de años en que se ha formado nuestro planeta, así como los otros planetas, se ha producido una especie de selección en los procesos de mutación de la materia: todos los elementos inestables se han escindido, pasando a formar parte de fuerzas estables.

«Hasta ahora, nuestro conocimiento de la energía atómica se reduce al aprovechamiento de las reacciones en cadena de los isótopos del uranio y del torio, y de las reacciones provocadas por la transformación del tritio isótopo del hidrógeno, en helio, con el sistema extremadamente complejo de la bomba de hidrógeno. Es posible, como sabéis, elevar el peso atómico del uranio y obtener elementos artificiales que ya se salen de los límites de la tabla de Mendeleev; como el neptunio y el plutonio, 93° y 94° elementos artificiales. El uranio se puede transformar también en los elementos 95° y 96°, y así sucesivamente, hasta el 100° y sucesivos.

«Todos estos elementos artificiales son inestables y de posible escisión. La energía suministrada por la escisión del plutonio, así como la proporcionada por las formas inestables del uranio, isótopos 235 y 236, sirve, o bien de fuerza motriz para las maquinas atómicas destinadas a usos pacíficos, o bien como fuerza destructora en las bombas. Sin duda, durante los procesos de transformación de la materia existían en el pasado elementos parecidos al neptunio, más pesados que el uranio y que se han transformado sucesivamente en las formas estables registradas en la tabla mencionada. Podemos, por lo tanto, considerar el uranio como un resto de estos elementos superpesados, conservados gracias al estado de dispersión en que se encuentra en los estratos superiores de la corteza terrestre, donde está en condiciones de temperatura y de presión relativamente pequeñas y estables. El uranio, y es probable que el otro elemento pesado adyacente, el torio, seguirán siendo durante mucho tiempo los elementos base de la energía atómica, porque entre el aprovechamiento de las propiedades de escisión del uranio y el aprovechamiento de la energía de la materia en otros elementos, existe un abismo técnico que difícilmente podremos salvar en poco tiempo. Pero el uranio y el torio son elementos extremadamente raros, así como insignificantes sus reservas en el mundo. Por consiguiente, hasta hoy las reservas de energía atómica son muy limitadas…

— Al teléfono, Ilya Andreevich, conferencia internacional — se oyó una voz, procedente de la puerta.

— Voy, voy… — Davydov frunció el ceño con expresión de disgusto. Quisiera seguiros hablando de la energía atómica… El uranio es escaso y las reservas existentes pueden ser consumidas en muy poco tiempo. Por eso, de cara al futuro, debemos buscar grandes yacimientos de este precioso elemento. Y nosotros… — el profesor calló de improviso y se alisó las sienes, manteniendo fija la mirada sobre las cabezas de sus discípulos. Grandes yacimientos de uranio…, las cenizas del fuego que ha formado el planeta — murmuró, en voz baja —. Así..

El profesor se interrumpió, como si hubiese visto un fantasma, y salió precipitadamente de la habitación.

— ¿Qué le habrá pasado a Ilya Andreevich? — exclamó Tamara, rompiendo el silencio. ¡Juraría que estaba a punto de soltar un taco!

— ¡Qué cosas tienes, Tamara! — replicó Zhenia, molesta —. Sencillamente, le han interrumpido con ese maldito teléfono. Lo han estropeado todo… Era tan interesante…

— Te aseguro que le ha pasado algo. No lo viste bien. Cambió por completo de expresión…

— Es verdad, Tam — insistió Michail —. También lo he notado. ¿Se le habrá ocurrido alguna idea interesante?

Michail había dado en el blanco. Davydov, en efecto, recorría el corredor completamente concentrado en la conjetura que de improviso deslumbró su cerebro. Recordó cómo, dos años antes, bajo la reciente impresión de las gigantescas olas que habían asolado la isla hawaiana, miraba desde la barandilla del barco el agua del océano, mientras en su mente tomaba forma una aún vaga idea de las fuerzas que conmovían la corteza terrestre. Desde entonces había recogido datos constantemente, meditando, pasando gradualmente desde estos fenómenos modernos a los más antiguos procesos de formación de las montañas, mucho más alejados en el tiempo y en el espacio. ¿No era el destino quien ponía ahora en sus manos una prueba de la exactitud de sus suposiciones?

Davydov tomó el teléfono. Nadie contestaba, pero mantuvo mecánicamente el auricular contra su oreja, mientras seguía absorto en su idea. Durante veinte años, el misterio de los «campos de la muerte» de los dinosaurios encontrados en el Asia central le había torturado. A los pies del Tian-shan se acumulaban enormes cantidades de huesos de los grandes monstruos. Huesos de millones de individuos de las edades más dispares. Y en el pasado debió haber muchos más; en efecto, los yacimientos encontrados eran sólo restos escapados de la obra de destrucción de las fuerzas naturales. ¿Cuál fue la causa de aquella muerte en masa, justamente en aquellas localidades? ¿Causas desconocidas, imprevistas? ¡No! ¡La matanza de los dinosaurios se remontaba al inicio de la gran época alpina, a la época de formación de las cadenas de Tian-shan, del Himalaya, del Cáucaso y de los Alpes. Y había una coincidencia territorial. Hace setenta millones de años, al final del periodo cretáceo, la corteza terrestre se arrugó lentamente en aquellas localidades, formando una serie de pliegues, tal como sucede hoy en el océano Pacífico. La diferencia estriba únicamente en el hecho de que en el Tian-san no se formaron en el mar, sino en tierra firme, en una región poblada por animales terrestres. Además, el arrugamiento de la corteza terrestre en la época cretácea tuvo proporciones mucho mayores que hoy. Y los procesos de formación de las montañas, entonces como hoy, son debidos a la fuerza liberada por la escisión de elementos superpesados yacentes en el seno de la corteza terrestre. Si esta suposición es justa, no es improbable que en algunas regiones y en ciertos momentos la energía de las reacciones atómicas se haya liberado en la superficie, aunque haya sido sólo en forma de una fuerte radiación. Esta radiación habría podido difundirse en una vasta zona, matando a todo ser viviente, incluyendo a los anímales allí emigrados de otras regiones. ¡Había que controlar la radiactividad de los huesos de los dinosaurios!

Nada pudo advertir a los monstruos sin cerebro su inevitable fin. Los restos más pequeños no se han salvado de la erosión y los otros, los grandes huesos de los dinosaurios, nos maravillan aun hoy por su gran abundancia. No era una coincidencia casual…

¿Y si tampoco fuese casual la otra coincidencia? ¿Por qué hemos encontrado huellas de seres extraterrestres precisamente en la zona de los levantamientos montañosos de aquella época? Las fuertes radiaciones, fatales para los monstruos, pero sin duda detectadles por un instrumento, se habían iniciado miles de años antes. Entonces, si «ellos» se encontraban en los lugares en los que más tarde perecieron masivamente los dinosaurios, quiere decir que «ellos» buscaban las fuentes de la energía atómica… Y si era así, se deducen dos importantes consecuencias: primera, que nosotros debemos buscar las huellas de los seres extraterrestres en el Tian-shan y en el Himalaya, las formaciones montañesas más jóvenes de la Tierra. Segunda, si los procesos de formación de las montañas y los procesos volcánicos son debidos a concentraciones de elementos superpesados que entran en una reacción en cadena, es de esperar que se encuentren restos de estas concentraciones en las profundidades accesibles para nosotros de la corteza terrestre y en las correspondientes zonas geográficas… Y si se encuentran nuevamente huellas de los huéspedes celestes en las zonas de formación de las montañas, entonces tendría ya la seguridad de que…

— ¿Oiga? — resonó, de improviso, una voz en el auricular —. ¡Hable con Alma-Ata!

Davydov fue sacudido por mi temblor. El curso de sus pensamientos se detuvo de golpe. Quizá desde Alma-Ata le iban a comunicar novedades importantes.

Una voz lejana pero clara, le llamó por su nombre. Davydov reconoció al secretario científico del Instituto de Geología.

— ¿Ilya Andreevich? Esta mañana me ha telefoneado Starozilov desde la cantera número cinco. Se han descubierto esqueletos de dinosaurios, ignoro si dañados o intactos; no lo he entendido bien porque la línea estaba interferida. Starozilov me ha dicho que le llame; que es necesaria su presencia allí. ¿Qué le tengo que contestar?

— Dígale que tomaré el avión de mañana contestó Davydov, sin vacilaciones.

— Tengo todavía un par de cosillas que decirle continuó el secretario, pero como mañana estará usted aquí, ya hablaremos de ellas. Hasta la vista.

— ¡Muchas gracias! — gritó Davydov, lleno de alegría —. ¡Saludos a todos! ¡Hasta la vista!

Tras encargar al conserje un billete para el avión, el profesor salió a toda prisa en busca de Kolcov.

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