15 — TIERRAS ALTAS

El cambio de ánimo que había embargado a la tripulación del Bree no era temporal. El irracional temor a las alturas que acompañaba a los mesklinitas desde su nacimiento había desaparecido por completo. Sin embargo, aún tenían capacidad para razonar normalmente, y en esa parte del planeta una caída de medio cuerpo de longitud podía resultar fatal incluso para ellos.

Los terrícolas, observando en silencio, trataban inútilmente de pensar en un modo de superar aquel escollo. Ningún cohete que poseyera la expedición se podría haber elevado ni siquiera en una fracción de la gravedad polar de Mesklin; el único que habían construido con esa capacidad se encontraba varado en el planeta. Aunque la tripulación hubiera estado cualificada para manejarlo, ningún piloto humano o no humano habría podido sobrevivir en esos parajes; los únicos seres que podían vivir allí eran tan capaces de aprender a pilotar un cohete como un bosquimano recién salido de la selva.

— El viaje no ha terminado, como creíamos. — Rosten, en la sala de pantallas, analizo rápidamente la situación —. Tendría que haber un camino hasta la meseta o hacia una ladera de ese risco. Admito que no parece haber modo de que Barlennan y su gente suban, pero nada les impide rodearlo.

Lackland comunico esta sugerencia al capitán.

— Es verdad — respondió el mesklinita —. Sin embargo, hay varias dificultades. Cada vez resulta más engorroso obtener alimentos en el río, y nos encontramos muy lejos del mar.

Además, ignoramos cuanto tiempo tendremos que viajar, y eso dificulta los planes en relación con la comida y otros pormenores. ¿Habéis preparado, o podéis preparar, mapas detallados que nos permitan planear nuestro curso con inteligencia?

— Bien pensado. Veré que se puede hacer. — Lackland se aparto del micrófono para encontrarse con rostros ceñudos —. ¿Que ocurre? ¿No podemos trazar un mapa fotográfico, como hicimos con las regiones ecuatoriales?

— Por supuesto — respondió Rosten —. Podemos hacerlo, e incluso muy detallado, pero será difícil. En el ecuador, un cohete puede mantenerse por encima de un punto dado, en una órbita circular, a sólo mil kilometres de la superficie, justo en el borde interior del anillo. Aquí la órbita circular no basta, ni siquiera en el caso de que pudiéramos establecerla de forma adecuada. Se requeriría una órbita hiperbólica para obtener imágenes de corto alcance sin un consumo imposible de combustible; y eso significa velocidades de varios cientos de kilómetros por segundo respecto de la superficie. Como comprenderás, las fotografías no serían muy nítidas. En resumen, deberemos tomarlas con lentes de foco largo y a muchísima distancia; sólo nos cabe esperar que los detalles sean suficientes para las necesidades de Barlennan.

Lackland comunicó la esencia de esta conversación a Barlennan, quien contestó que permanecería donde estaba hasta recibir la información necesaria.

— Podría seguir río arriba, bordeando el risco hacia la derecha, o abandonar la nave y el río y continuar a la izquierda. Como no sé que opción es mejor en cuanto a la distancia, aguardaremos. Yo preferiría ir río arriba, desde luego; de lo contrario, acarrear los alimentos y las radios no será cosa de broma.

— De acuerdo. ¿Cómo andan tus provisiones? Dijiste que es difícil obtener alimentos a tanta distancia del océano.

— Escasean, pero el lugar no es un desierto. Podremos arreglárnoslas durante un tiempo. Si tenemos que viajar por tierra, tal vez os echemos de menos a ti y tu cañón.

Esta ballesta no ha sido mas que una pieza de museo durante nueve décimas partes del viaje.

— ¿Por que conservas la ballesta?

— Precisamente por eso, porque es una buena pieza de museo y los museos pagan bien. En mi patria nadie ha visto, ni siquiera imaginado, un arma que funcione arrojando proyectiles. Por cierto, ¿no podrías darnos uno de tus cañones? Ni siquiera es necesario que funcione.

Lackland rió.

— Me temo que no; sólo tenemos uno. Creo que no lo necesitaremos, pero no se que explicación dar para entregártelo.

Barlennan ofreció el equivalente de un cabeceo de asentimiento y continuo con sus labores. Tenía que actualizar muchos datos en el cuenco, que era su equivalente de un globo terráqueo; los terrícolas, durante la travesía, le habían dado la orientación y distancia a tierra en todas las direcciones, así que él pudo registrar en el mapa cóncavo la mayoría de las costas de los dos mares que había surcado.

También era necesario resolver el problema de los alimentos. No era urgente, tal como le había dicho a Lackland, pero a partir de ahora tendrían que trabajar más con las redes.

El río, que ahora tenía doscientos metros de anchura, parecía contener peces suficientes para satisfacer sus necesidades actuales, pero la tierra era mucho menos prometedora.

Pedregosa y yerma, abarcaba una angosta franja que, en una orilla, terminaba abruptamente al pie del risco; en la otra, una serie de colinas bajas se sucedían kilómetro tras kilómetro, quizás hasta más allá del lejano horizonte. La roca de la pared de la escarpa semejaba vidrio pulido, como ocurre a veces en la Tierra con las rocas de los bordes de una grieta. Para escalarla, aún en la Tierra, se habría necesitado el equipo y el peso corporal de una mosca (en Mesklin la mosca habría pesado demasiado). Había vegetación, pero era escasa, y en los primeros cincuenta días de su estancia ningún tripulante del Bree vió rastros de fauna terrestre.

Para los terrícolas fue un período más activo. Cuatro miembros de la expedición, entre ellos Lackland, montaron en el cohete y descendieron al planeta desde la rápida luna.

Desde su punto de partida, el mundo presentaba el aspecto de un pastel plano con un abultamiento en el centro; el anillo era simplemente una línea de luz, pero destacaba en la negrura tachonada de estrellas y exageraba la planura de ese mundo gigantesco.

Cuando aplicaron potencia para contrarrestar la velocidad orbital de la luna y dirigirse hacia el plano ecuatorial de Mesklin, la figura cambió. El anillo se veía tal como era, pero el sistema, con dos divisiones, no se parecía al de Saturno. El achatamiento de Mesklin era demasiado grande para que se pareciera a otro mundo: un diámetro polar de menos de treinta mil kilómetros, y un diámetro ecuatorial de setenta mil, es algo que hay que ver para apreciar. Todos los miembros de la expedición lo habían visto a menudo, pero aún lo hallaban fascinante.

Al bajar de la órbita del satélite, el cohete iba a gran velocidad; pero, como había dicho Rosten, no era suficiente. Hubo que añadirle potencia; y aunque el paso por el polo se realizó a miles de kilómetros de la superficie, el fotógrafo tuvo que actuar con celeridad.

Sobrevolaron la zona tres veces, y en cada oportunidad necesitaron dos o tres minutos para las fotografías y muchos más para viajar alrededor del planeta. Se cercioraron de que el mundo presentara una faz diferente cada vez, para que la medición de las sombras permitiera calcular la altura del risco.

Los resultados, como era habitual en Mesklin, fueron tan interesantes como asombrosos. En este caso, lo asombroso era el tamaño de aquel fragmento de corteza planetaria que parecía haber surgido en bloque, tenía la forma de Groenlandia, con cinco mil kilómetros de longitud y la punta en dirección al mar de donde había venido el Bree. El río que conducía hacia allí, sin embargo, daba amplias vueltas y casi rozaba el borde en el extremo opuesto, en medio de la parte ancha de esa cuña. La altura de los bordes era increíblemente uniforme; las mediciones de sombras sugerían que quizá fuera un poco mas alto en la punta que en la actual posición del Bree, pero apenas. Ninguna sombra dentada indicaba fisuras en esa pared.

Excepto en un sitio. Una fotografía, y solo una, mostraba un borrón en la sombra que quizá fuera una ladera menos empinada. Estaba también en la punta ancha de la cuña, a mil doscientos kilómetros de donde se hallaba la nave. Mejor aún, estaba corriente arriba, y el río continuaba fluyendo al pie del risco. Viraba hacia afuera en el punto donde se encontraba la presunta fisura, como si sorteara la pila de escombros de la ladera derrumbada, lo cual era muy prometedor. Significaba que Barlennan tenía más de dos mil kilómetros de travesía en vez de setenta, y la mitad por tierra; sin embargo, ni siquiera la parte terrestre resultaría exageradamente difícil. Lackland así lo señaló, y le respondieron que realizara un análisis más cuidadoso de la superficie por donde tendría que viajar su pequeño amigo. Pero Lackland postergo esta labor hasta el regreso a Toorey, pues en la base había mejores instalaciones.

Una vez allí, los microscopios y densitómetros de los cartógrafos profesionales fueron menos alentadores, pues la meseta parecía bastante escabrosa. No había indicios de ríos ni de otras causas especificas que explicaran la fisura que Lackland había detectado; pero la fisura misma quedó ampliamente confirmada. El densitómetro indicaba que el centro de la región era más bajo que el borde, de modo que configuraba un cuenco gigantesco de escasa hondura; sin embargo, la hondura no se podía determinar con precisión, pues no había sombras claras en la zona interior. Pese a ello, los analistas estaban seguros de que la parte más profunda se encontraba situada por encima del terreno que se extendía allende el risco.

Rosten examinó los resultados finales del trabajo y carraspeó.

— Me temo que no podemos hacer más — dijo al fin —. Personalmente, no quisiera ganar esa comarca en una apuesta, aunque pudiera vivir allí. Charles, quizá debas pensar en un modo de brindarles apoyo moral, pues no se me ocurre la manera de brindarles apoyo físico.

— He hecho todo lo posible hasta ahora. Ha sido un fastidio toparnos con este problema cuando estábamos a punto de llegar a nuestra meta. Espero que no suframos una decepción a estas alturas; Barlennan aún no cree todo lo que decimos. Ojalá alguien pudiera explicar esa ilusión del horizonte alto, para satisfacción de el… y mía. Eso podría disuadirlo de la idea de que su mundo es un cuenco, y de que nuestra afirmación de que venimos de otro mundo es en parte una superstición nuestra.

— ¿Quieres decir que no entiendes por que se ve más alto? — exclamó asombrado uno de los meteorólogos.

— No del todo, aunque comprendo que la densidad del aire tiene algo que ver…

— Pero si es muy sencillo.

— No para mí.

— Es sencillo para cualquiera. Tú sabes que la capa de aire caliente que hay encima de una carretera en un día soleado, curva la luz del cielo hacia arriba y en cierto ángulo, debido a que el aire caliente es menos denso y la luz viaja más rápida en él; en consecuencia, cuando ves el reflejo del cielo, te parece que es agua. En la Tierra a veces tienes espejismos más vastos, pero todos se basan en el mismo principio: una «lente» o «prisma» de aire mas frío o más caliente refracta la luz. En este caso, el fenómeno es el mismo, pero la causa es la gravedad; incluso el hidrógeno pierde densidad rápidamente cuando te elevas desde la superficie de Mesklin. La baja temperatura ayuda, por supuesto.

— Si tú lo dices, debe de ser verdad. Yo no soy… — Lackland no pudo redondear la frase.

Rosten interrumpió con voz huraña.

— ¿Cuánto baja esa densidad con la altitud?

El meteorólogo extrajo una regla de calculo del bolsillo y la manipuló en silencio unos instantes.

— Aproximadamente, suponiendo una temperatura media de ciento sesenta bajo cero, bajaría al uno por ciento de la densidad de superficie a los quinientos o quinientos cincuenta metros de altura.

Un asombrado silencio acogió aquellas palabras.

— ¿Y cuanto bajaría a cien metros? — pregunto Rosten con esfuerzo. La respuesta llego al cabo de un silencioso movimiento de labios.

— De nuevo aproximadamente, un setenta u ochenta por ciento…, tal vez más.

Rosten tamborileó en la mesa con los dedos, mientras los demás seguían sus movimientos; luego se volvió en silencio hacia las otras caras. Todos le miraban atentamente.

— Supongo que nadie tiene una solución brillante. ¿O alguien espera que la gente de Barlennan pueda vivir y trabajar bajo una presión de aire que para nosotros equivaldría a la de más de mil metros de altura?

— No sé. — Lackland frunció el ceño, concentrándose, y Rosten se animó un poco —. Hace un tiempo hubo una referencia a su permanencia bajo el agua… mejor dicho, bajo el metano. Podía resistir mucho tiempo, y nadar grandes distancias. Recordareis que los moradores del río desplazaron el Bree mediante ese método. Si es el equivalente a contener el aliento, o a un sistema de almacenaje como el de nuestras ballenas, no nos sirve de nada; pero si puede extraer hidrógeno de lo que hay disuelto en los ríos y mares de Mesklin, quizá tengamos esperanzas.

Rosten caviló.

— De acuerdo. Llama a tu amiguito y averigua qué sabe sobre su capacidad. Rick, busca o averigua algo sobre la solubilidad del hidrógeno en metano a una presión de ocho atmósferas y temperaturas entre unos ciento cuarenta y cinco y ciento ochenta y cinco grados centígrados bajo cero. Dave, guarda esa regla de cálculo y utiliza el calculador; obtén un valor preciso de la densidad del hidrógeno en ese risco, tan preciso como lo permitan la física, la química, la matemática y los dioses del buen tiempo. Por cierto, ¿dijiste que había una caída de tres atmósferas en el centro de algunos de esos huracanes tropicales? Charles, pregunta a Barlennan cómo afecto eso a sus hombres. En marcha.

La asamblea se disolvió, y todos se pusieron manos a la obra. Rosten permaneció en la sala de pantallas con Lackland, escuchando su diálogo con el mesklinita.

Barlennan confirmó que podía nadar bajo la superficie durante largos períodos sin inconvenientes, pero ignoraba cómo lo hacía. En todo caso, ni respiraba ni experimentaba sensaciones comparables a la sofocación de los humanos cuando se sumergía.

— Y en las peores tormentas jamás experimenté incomodidades como las que sugieres — continuo el capitán —. Todos, aguantaron la que nos arrojó a la isla de los planeadores…

aunque debo admitir que estuvimos en el centro sólo dos o tres minutos. ¿Cuál es el problema? No entiendo a donde apuntan estas preguntas.

Lackland miró a su jefe pidiendo autorización y recibió un silencioso cabeceo de aprobación.

— Hemos descubierto que el aire de la cima del risco, donde se halla nuestro cohete, es mucho más tenue que en el fondo. Dudamos que tenga densidad suficiente para vosotros.

— ¡Pero si está sólo a cien metros! ¿Por que iba a cambiar tanto en tan corto trecho?

— Se relaciona con la gravedad. Me temo que sería demasiado largo de explicar, pero en cualquier mundo el aire pierde densidad a medida que asciende, y cuanta más gravedad hay, más rápido es el cambio. En tu mundo, las condiciones son un poco extremas.

— Pero ¿en qué parte de este mundo el aire sería lo que consideráis normal?

— En el nivel del mar, suponemos. Todas nuestras mediciones parten de esa referencia.

Barlennan caviló un rato.

— Me parece una tontería. Sería mejor utilizar un nivel estable como referencia de las mediciones. Nuestros mares suben y bajan muchísimos metros cada año… y nunca note cambios específicos en el aire.

— Supongo que no los notas por diversas razones; la principal es que estas en el nivel del mar mientras te encuentras a bordo del Bree, y por lo tanto en el fondo de la atmósfera. Quizá lo entiendas mejor si piensas en cuánto peso de aire tienes encima y cuánto tienes debajo.

— Sigue habiendo un problema — replico el capitán —. Nuestras ciudades no siguen a los mares cuando estos descienden; habitualmente están en la orilla en primavera y de trescientos a tres mil kilometres tierra adentro en otoño. La pendiente es muy suave, desde luego, pero sin duda se hallan cien metros sobre el nivel del mar en ese período.

Lackland y Rosten se miraron a los ojos un instante; luego el segundo habló.

— Si, pero en tu país estas mucho más lejos del polo… aunque eso no importa. Aun cuando la gravedad fuera de sólo un tercio, experimentarías tremendos cambios de presión. Tal vez hayamos tomado precauciones dignas de una nova cuando estábamos ante una mera enana roja. — Calló un momento, pero el mesklinita no respondió.

Barlennan, ¿estarías dispuesto a intentar el ascenso a la meseta? No insistiremos en ello si resulta demasiado dificultoso para tu constitución física, pero ya sabes cuán importante es para nosotros.

— Claro que iré. Hemos llegado hasta aquí, y no tengo razones para suponer que nos espera algo peor de lo que ya hemos pasado. Además, quiero… — Hizo una pausa, y luego cambió de tono —. ¿Habéis encontrado un modo de subir allí, o la pregunta es todavía hipotética?

Fue Lackland quien respondió.

— Hemos descubierto un camino posible, mil doscientos kilómetros río arriba. No sabemos si podrás escalarlo; parece un desmoronamiento de rocas de pendiente muy moderada, pero desde esa altura no podemos calcular el tamaño de las rocas. Sin embargo, si no puedes subir por allí, me temo que no podrás hacerlo por otro sitio. El risco parece vertical en todo el contorno de la meseta, excepto en ese punto.

— Muy bien, iremos río arriba. No me gusta la idea de escalar aquí, pero haremos lo posible. Quizá podáis sugerirnos algo cuando veáis el camino por los visores.

— Me temo que tardaras mucho en llegar allá.

— No demasiado; por alguna razón, a lo largo del risco el viento sopla en la dirección hacia donde queremos ir. No ha cambiado de rumbo ni de intensidad desde que llegamos, hace veinte días. No es tan fuerte como un viento marino, pero empujara el Bree corriente arriba… si el río no cobra demasiado ímpetu.

— Al menos no se vuelve mucho más angosto en el trayecto que recorrerás. Si aumenta la velocidad, será porque pierde hondura. Solo podemos asegurarte que las fotografías no presentan indicios de rápidos.

— Muy bien, Charles. Zarparemos en cuanto lleguen las partidas de cazadores.

Una a una, las partidas regresaron a la nave, todas con algunos alimentos pero sin ningún informe interesante. Aquella campiña ondulante se extendía en todas direcciones; los animales eran pequeños, los arroyos escasos, y la vegetación rala, excepto alrededor de los pocos manantiales. La moral estaba un poco baja, pero mejoró con la noticia de que el Bree reanudaría el viaje. Los pocos objetos que habían sido desembarcados volvieron a ser cargados rápidamente en las balsas, y la nave se internó en la corriente.

Por un momento bogó a la deriva hacia el mar, mientras izaban las velas; luego aquel viento extrañamente uniforme las hinchó, y la nave avanzó contra la corriente, internándose despacio en zonas desconocidas del mayor planeta que el hombre había intentado explorar.

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