10 — BOTES HUECOS

Lejos de la gran catarata, el río era ancho y fluía con lentitud. Al principio, el aire atrapado por el «agua» en descenso arrojaba una brisa hacia el mar, y Barlennan ordeno izar las velas para aprovecharla; pero la brisa cesó enseguida y el barco quedo a merced de la corriente. Sin embargo, esta iba en dirección favorable, y nadie se quejaba. La aventura terrestre había sido interesante y fructífera, pues varios de los productos vegetales obtenidos podrían venderlos a buen precio cuando regresaran; con todo, nadie lamentaba estar de nuevo a flote. Algunos contemplaron la catarata mientras estuvo a la vista y luego todos clavaron la mirada en el oeste para ver el cohete cuando oyeron su sofocado estruendo; pero, en general, había una sensación de expectativa.

Las orillas del río les llamaban cada vez mas la atención. Durante el viaje terrestre se habían habituado a ver algunas plantas erguidas — el Volador las llamaba «árboles»— cada varios días. Al principio habían resultado objetos fascinantes, y constituían una fuente de esos alimentos que planeaban vender en casa. Ahora los árboles abundaban y amenazaban con reemplazar por completo esas plantas rastreras cuyas ramas semejaban cuerdas. Barlennan se pregunto si una colonia instalada allí podría mantenerse comerciando con lo que el Volador denominaba «piñas».

Durante unos ochenta kilómetros no avistaron vida inteligente, aunque había gran cantidad de animales en las orillas. Por el río pululaban multitud de peces, aunque ninguno de tamaño suficiente para hacer peligrar el Bree. Eventualmente, ambas márgenes se cubrieron de árboles que se extendían tierra adentro; Barlennan, espoleado por la curiosidad, ordenó acercar la nave a la orilla para observar de cerca el aspecto de un bosque.

Era muy brillante, aún en plena espesura, pues los árboles no formaban una techumbre, como en la Tierra; pero, así y todo, resultaba bastante extraño. Navegando a la sombra de aquellas extrañas plantas, muchos tripulantes volvieron a sentir el antiguo terror de tener objetos sólidos encima; y se produjo un alivio general cuando el capitán ordeno al timonel que se alejara de la orilla.

Si alguien vivía allí, sería bienvenido a bordo. Dondragmer manifestó en voz alta esta opinión, que fue recibida con un murmullo general de aprobación. Lamentablemente, aquellas palabras no fueron oídas o comprendidas en la orilla. Tal vez no temieran que los tripulantes del Bree quisieran arrebatarles el bosque, pero decidieron no correr riesgos; y, una vez mas, los viajeros tuvieron una experiencia con proyectiles.

En esta ocasión, el arsenal consistía en lanzas. Seis de ellas volaron silenciosamente desde la orilla y se clavaron temblando en la cubierta del Bree; otras dos rozaron el caparazón protector de unos marineros y repiquetearon en las balsas antes de detenerse.

Los marineros que habían recibido el impacto brincaron convulsivamente por reflejo, y ambos cayeron a varios metros de distancia en el río. Regresaron a nado y se encaramaron a bordo sin asistencia, pues todos los ojos dirigían la mirada hacia el lugar donde se había originado el ataque. Sin necesidad de una orden, el timonel enfiló hacia el centro del río.

— Me pregunto quien las arrojó y si utilizaron para hacerlo una máquina como la del Volador. El ruido no fue el mismo — dijo Barlennan en voz alta, sin preocuparse de esperar respuesta.

Terblannen arranco una lanza de la cubierta, examinó su punta de madera y luego la arrojo hacia la costa. Como el arte de arrojar le resultaba totalmente nuevo, excepto por los experimentos que había hecho al echar objetos hacia el tanque en la ciudad de los arrojadores de piedras, la lanzó como un niño lanza un palo, y el proyectil fue girando en el aire hasta llegar al bosque. La pregunta de Barlennan quedo parcialmente respondida; aunque los brazos del tripulante eran cortos, el arma llego hasta la orilla. Los atacantes invisibles no necesitaban nada parecido al cañón de Lackland siempre que se parecieran a la gente común. Sin embargo, ni había modo de averiguar desde allí que aspecto físico tenían, ni el capitán tenía intenciones de descubrirlo mediante el examen directo. Así pues, el Bree continuó su rumbo, mientras un relato del episodio llegaba por radio a Lackland, en la distante Toorey.

Durante mas de cien kilómetros, el bosque continuó mientras el río se ensanchaba gradualmente. El Bree siguió un tiempo por el centro del río, después de aquel único encuentro con los habitantes del bosque, pero aun así no estuvo totalmente a salvo de problemas. Pocos días después del ataque con lanzas, avistaron un pequeño claro en la orilla izquierda. Su baja altura impedía a Barlennan ver tanto como habría deseado, pero en el claro podía distinguir objetos dignos de examen. Al cabo de ciertos titubeos, ordeno que la nave se acercara a esa margen. Los objetos semejaban árboles, pero eran más bajos y gruesos. Si Barlennan hubiera sido mas alto, habría visto pequeñas y reveladoras aberturas; Lackland, observando por uno de los visores, recordó de inmediato fotos de chozas de nativos africanos, pero de momento no dijo nada. En realidad le interesaban más otros objetos que estaban parte en la orilla y parte en el río, frente a lo que en su opinión era una aldea. Podrían haber sido troncos o cocodrilos, pues a esa distancia no eran claramente visibles, pero Lackland sospechaba que eran canoas. Sería interesante ver como reaccionaba Barlennan ante una embarcación tan diferente de la suya.

Paso un rato, sin embargo, hasta que los tripulantes del Bree comprendieron que los «troncos» eran canoas, y los otros objetos, habitáculos. De hecho, Lackland llego a temer que continuaran viaje sin darse cuenta, pues la experiencia reciente había vuelto muy cauto a Barlennan. Además, los colegas de Lackland no deseaban que la nave continuara sin detenerse. Por fin, cuando el Bree paso frente a la aldea, la marea de cuerpos rojos y negros que inundo la orilla demostró que la conjetura del terrícola era correcta. Los objetos semejantes a troncos fueron empujados hacia el río, cada cual con varias criaturas que aparentemente pertenecían a la misma especie que los tripulantes del Bree.

Eran iguales en forma, tamaño y coloración; y, cuando se acercaron al barco, emitieron ensordecedores ronquidos iguales a los que Lackland había oído a sus pequeños amigos.

Las canoas parecían fabricadas con troncos, convenientemente ahuecados para que solo asomaran las cabezas de los tripulantes; por la distribución, Lackland dedujo que iban tendidos dentro y que manejaban los remos con brazos provistos de pinzas.

Los artilleros acudieron a los lanzallamas de sotavento del Bree, aunque Barlennan dudaba que fueran de utilidad.

Toda oportunidad de hacer un uso efectivo del polvo flamígero desapareció cuando la flota de canoas se desperdigó para rodear el Bree. A una distancia de dos o tres metros se detuvieron, y se produjo un silencio que se prolongo durante un par de minutos. Para gran fastidio de Lackland, el sol se puso y no pudo ver lo que sucedía a continuación.

Pasó varios minutos tratando de descifrar el sentido de los extraños sonidos que le llegaban a través del equipo, pero el esfuerzo resultó infructuoso, pues ninguno de ellos articulaba palabras en un idioma que él conociera. Nada indicaba una actividad violenta; al parecer, ambas tripulaciones parloteaban tratando de comunicarse. Sin embargo, Lackland dedujo que no hablaban un idioma común, pues no parecía haber una conversación sostenida.

Al amanecer, Lackland descubrió que durante la noche se habían producido algunas novedades. El Bree, que debería haberse alejado corriente abajo, aún permanecía frente a la aldea. Y ya no flotaba en medio del río, sino a pocos metros de la orilla. El terrícola se disponía a preguntar a Barlennan por que corría semejante riesgo y como había logrado maniobrar, cuando se tornó evidente que el capitán estaba tan sorprendido como él ante el giro de los acontecimientos.

Con expresión de fastidio, Lackland se volvió hacia uno de los hombres que tenía al lado.

— Barlennan se ha metido en problemas. Se que es un tío listo, pero debe recorrer más de cincuenta mil kilómetros y no me gusta verlo en un atolladero en los primeros cien.

— ¿No vas a ayudarle? Hay dos mil millones de dólares en juego, por no mencionar la reputación de muchos.

— ¿Que quieres que haga? Solo podría darle consejos, y, dadas las circunstancias, está mas capacitado que yo para evaluar la situación. Es evidente que puede verla mejor, por no mencionar que esta tratando con gentes como él.

— Por lo que veo, son tan similares a el como los isleños de los mares del Sur al capitán Cook. Admito que parecen de la misma especie, pero ¿qué pasara si son caníbales, por ejemplo? Tu amigo puede estar en un brete.

— Aún suponiendo que así sea, no puedo ayudarlo. ¿Cómo disuades a un caníbal de engullir un apetitoso manjar cuando no conoces su idioma y ni siquiera lo tienes adelante?

¿Que atención prestara a una cajita cuadrada que le habla en un idioma extraño?

El otro enarco las cejas.

— No soy adivino para predecirlo pero, en tal caso, creo que estaría demasiado asustado para hacer nada. Como etnólogo, te aseguro que hay razas primitivas de muchos planetas, nuestra Tierra incluida, que se inclinarían, bailarían y ofrecerían sacrificios ante una caja parlante.

Lackland digirió aquella observación en silencio, cabeceo pensativamente y se volvió hacia las pantallas.

Varios marineros habían cogido pértigas para tratar de regresar al centro del río, pero en vano. Dondragmer, tras echar una ojeada a las balsas externas informó que estaban en una jaula formada por estacas clavadas en el lecho del río y que sólo podrían salir remontando la corriente. Quizá no fuera coincidencia que la jaula tuviera el tamaño suficiente para acoger al Bree. Mientras Dondragmer enviaba su informe, las canoas se alejaron de los tres lados cerrados y se reunieron en el cuarto; los marineros, que habían oído el comentario del piloto y se disponían a usar las pértigas para avanzar corriente arriba, miraron a Barlennan esperando ordenes. Tras unos instantes de reflexión, Barlennan ordenó a los tripulantes que se dirigieran al otro extremo de la nave y reptó hacia el lado que quedaba frente a las canoas. Ya había deducido como habían movido el barco; aprovechando la oscuridad algunos remeros habían bajado de las canoas, habían nadado hasta situarse debajo del Bree y lo habían empujado hasta donde querían.

Aquello no le pareció sorprendente; él también podía sobrevivir un tiempo debajo de la superficie de un río o un océano, pues solían contener una buena dosis de hidrógeno disuelto. Lo que ignoraba era por que aquellas gentes querían el barco.

Mientras pasaba frente a uno de los depósitos de provisiones, alzó la tapa y cogió un trozo de carne. Lo llevo hasta el borde de la nave y lo ofreció a la multitud de silenciosos captores Oyó un chachareo ininteligible cuando éste cesó; una de las canoas se acercó y el nativo de la proa se estiro hacia la ofrenda. Barlennan dejó que se la llevara. Los nativos la observaron y comentaron; luego, el que parecía ser el jefe arranco un buen pedazo, pasó el resto a sus compañeros y consumió pensativamente la que se había quedado. Barlennan se sintió de mejor ánimo; el hecho de que la hubiera compartido sugería que aquellas gentes tenían un grado de desarrollo social. El capitán cogió otro trozo y lo ofreció como antes; pero, en esta ocasión, no dejo que se lo llevaran. Lo puso detrás de si, reptó hasta una de las estacas que aprisionaban la nave, la señaló, señaló el Bree y señaló el río. Estaba seguro de que se expresaba con claridad; sin duda los observadores humanos lo comprendían, a pesar de que no había utilizado ninguna palabra terrícola, Sin embargo el jefe no reaccionó. Barlennan repitió los gestos y terminó extendiendo de nuevo el trozo de carne.

Toda conciencia social que tuviera el jefe debía de estar limitada estrictamente a su propia comunidad, pues cuando el capitán extendió la carne por segunda vez, una lanza surgió como la lengua de un camaleón, ensarto la comida, la arrancó de la pinza de Barlennan y desapareció sin que ninguno de los atónitos marineros pudiera hacer nada por evitarlo. Luego, el jefe ladró una orden, y la mitad de los tripulantes de cada canoa brincaron hacia delante.

Los marineros no estaban acostumbrados al ataque aéreo y, además, se habían distendido cuando el capitán inició las negociaciones; en consecuencia, no hubo nada parecido a una pelea. El Bree fue capturado en menos, de tres segundos. Un comité encabezado por el jefe se puso a investigar los depósitos de alimentos y su satisfacción era evidente a pesar de la barrera idiomática. Barlennan observó consternado mientras sacaban la carne a cubierta, evidentemente dispuestos a trasladarla a una canoa, y por primera vez pensó que quizá pudiera pedir consejo a alguien más.

— ¡Charles! — exclamó, hablando inglés por primera desde el inicio del episodio —. ¿Has estado observando?

Lackland, entre angustiado y divertido, respondió de inmediato.

— Si, Barlennan. Sé lo que ocurre.

Estudio la reacción de los captores del Bree y no tuvo motivos para sentirse defraudado. El jefe, que miraba hacia el lado contrario de donde estaban las radios, se volvió como una serpiente de cascabel sobresaltado y comenzó a buscar el origen de aquella voz con un aire de desconcierto increíblemente humano. Un miembro de la tribu que estaba frente a las radios le indico aquella por donde Lackland había transmitido su mensaje; pero, después de tantear la caja impenetrable con el cuchillo y la lanza, el jefe rechazó aquella sugerencia. El terrícola escogió ese momento para hablar de nuevo.

— ¿Crees que será posible hacer que se asusten de las radios, Barlennan?

Antes de que Barlennan tuviera oportunidad de responder, Dondragmer se acerco a la pila de carne, escogió un trozo y lo puso frente a la radio, simulando humildad. Había corrido el riesgo de que lo apuñalaran, y lo sabía; pero sus captores estaban demasiado desconcertados por la nueva situación como para ofenderse por ese movimiento.

Lackland, comprendiendo que el piloto había sabido interpretar su plan, continuó; redujo el volumen para que su próximo discurso pareciera menos furibundo ante los nativos, y aprobó con entusiasmo el acto del piloto.

— Buen trabajo, Dondragmer. Cada vez que uno de vosotros haga algo así, intentaré demostrar aprobación; y ladraré ante cualquier acto que me desagrade. Tu sabes que hacer mejor que yo, así que procura convencerlos de que estas radios son seres poderosos que lanzaran un rayo si los fastidian.

— Comprendo. Nos encargaremos de ello — respondió el piloto —. Imaginaba que era eso lo que tenías en mente.

El jefe, armándose de coraje, asestó un lanzazo a la radio más próxima. Lackland guardo silencio, pensando que el resultado natural en la punta de madera ya sería bastante impresionante; los marineros entraron de buena gana en el juego descrito por el Volador. Con lo que Lackland como por el equivalente de jadeos reverentes, se apartaron de la escena y se taparon los ojos con las pinzas. Al cabo de un momento, viendo que no ocurría nada mas, Barlennan ofreció otro trozo de carne, gesticulando para dar la impresión de que rogaba por la vida de aquel extranjero ignorante. Las gentes del río estaban obviamente impresionadas, y el jefe, retrocediendo, reunió a su comité y comenzó a deliberar. Al final, uno de sus consejeros recogió un trozo de carne y lo ofreció a la radio más próxima. Lackland se disponía a expresar un dulce agradecimiento cuando Dondragmer exclamo:

— ¡Recházalo!

Sin saber por que, pero confiando en el juicio del piloto, Lackland aumento el volumen y lanzo un rugido leonino. El donante retrocedió aterrorizado; a una brusca orden del jefe, reptó hacia delante, recobró la ofrenda ofensiva, escogió otro trozo y lo entregó.

— Esta bien — dijo el piloto, y el terrícola bajó el volumen de la radio.

— ¿Que tenía de malo el anterior? — pregunto en voz baja.

— Yo no habría ofrecido ese trozo ni a mi peor enemigo — replicó Dondragmer.

— Encuentro semejanzas entre vuestra gente y la mía en las más increíbles situaciones — señalo Lackland —. Espero que haya una pausa durante la noche; en la oscuridad no veo lo que ocurre. Si pasa algo ante lo cual deba reaccionar, por favor, avísame.

Hacía este comentario porque nuevamente se ponía el sol, y Barlennan le aseguro que lo mantendría informado. El capitán había recobrado el aplomo y volvía a dominar la situación, tanto como podía dominarla un prisionero.

Pasó la noche deliberando con el jefe, cuya voz, interrumpida en ocasiones por otras que debían pertenecer a sus asesores, llegaba nítidamente al terrícola. Al alba adoptaron una decisión. El jefe se aparto de sus consejeros y depuso las armas; ahora, mientras la luz del sol bañaba nuevamente la cubierta, se acerco a Barlennan, haciendo retroceder a los guardias. El capitán, sabiendo de antemano que quería el otro, aguardaba con calma.

El jefe se detuvo a poca distancia de Barlennan, hizo una pausa teatral y comenzó a hablar.

Sus palabras continuaban siendo ininteligibles para los marineros, pero sus gestos indicaban claramente el sentido del discurso, incluso para los distantes observadores humanos.

Obviamente, quería una radio. Lackland se pregunto que poderes sobrenaturales atribuiría a aquel artilugio. Quizá la quisiera para proteger a su aldea de los enemigos, o para traer suerte a sus cazadores. Pero ese interrogante no tenía importancia; lo importante era saber como reaccionaría cuando rechazaran su solicitud. Tal vez la negativa resultase un tanto antisocial. Lackland empezó a preocuparse.

Barlennan, demostrando — a juicio de su amigo humano— mas valor que sensatez, respondió con brevedad: una sola palabra y un gesto que Lackland conocía de sobra.

«No» fue la primera palabra mesklinita que el terrícola aprendió mas allá de toda duda, y la aprendió en esta ocasión. Barlennan se mostró muy tajante.

El jefe, para alivio de por lo menos un testigo, no adoptó una actitud beligerante. En lugar de eso, impartió una lacónica orden a su gente. Varios de sus hombres dejaron las armas y comenzaron a devolver el botín a los depósitos de donde lo habían arrebatado. Si la libertad no era suficiente a cambio de una de las cajas mágicas, estaba dispuesto a pagar más. Tanto Barlennan como Lackland sospechaban que el sujeto ahora temía usar la fuerza, a pesar de su codicia.

Tras devolver la mitad de las vituallas, el jefe repitió su solicitud; ante la nueva negativa, hizo un gesto asombrosamente humano de resignación y ordeno a su gente que devolviera el resto. Lackland se estaba poniendo nervioso.

— ¿Que crees que hará cuando le digas que no de nuevo, Barl? — pregunto en voz baja.

El jefe miro esperanzadamente la caja; tal vez estaba deliberando con su dueño, ordenándole que diera a su captor lo que este pedía.

— No aventuraría una predicción — replico el mesklinita —. Con suerte, nos traerá mas cosas de la aldea para aumentar el pago, pero no se si la suerte llegara a tanto. Si la radio fuera menos importante, se la entregaría ahora.

— ¡Por el amor de Dios! — El etnólogo, que estaba sentado al lado de Lackland, estalló.

¿Has hecho esta payasada y arriesgado tu vida y la de tu gente para aferrarte a esa radio barata?

— No es barata— murmuro Lackland —. Están diseñadas para resistir en los polos de Mesklin, bajo la atmósfera mesklinita, y a la manipulación de los nativos mesklinitas.

— ¡No discutas! — exclamo el estudioso de otras culturas —. ¿Acaso esos equipos no están allí para proporcionarnos información? ¡Dale uno a ese salvaje! ¿Que mejor sitio para colocarlo? ¿Y que mejor modo de estudiar la vida cotidiana de una raza totalmente extraña? Charles, a veces me asombras.

— Con eso quedarán tres en manos de Barlennan, y una que llegar por fuerza al polo sur. Entiendo tu argumentación, pero creo que será mejor obtener la aprobación de Rosten antes de dejar una tan pronto.

— ¿Por que? ¿Que tiene que ver Rosten? El no esta arriesgando el pellejo como Barlennan, ni le interesa observar esa sociedad como a algunos de nosotros. Yo opino que debes dejarla; estoy seguro de que Barlennan ansía dejarla, y me parece que Barlennan tiene la ultima palabra.

El capitán, quien por supuesto había oído esta conversación, decidió intervenir.

— Olvidas, amigo de Charles, que las radios no son de mi propiedad. Charles me permitió llevarlas, como medida de seguridad, por sugerencia mía, para que al menos una llegara a destino aunque contratiempos inevitables me privaran de las demás. Yo creo que él, no yo, tiene la última palabra.

Lackland respondió de inmediato.

— Haz lo que consideres mejor, Barl. Tu estas allí y conoces tu mundo y sus gentes mejor que cualquiera de nosotros; y, aunque decidas dejar una radio allí, será beneficioso para mis amigos, como ya has oído.

— Gracias, Charles.

El capitán tomo una decisión en cuanto el Volador termino de hablar. Afortunadamente, el jefe había escuchado embelesado aquella conversación, sin tratar de aprovechar la circunstancia en su propio interés. Barlennan, manteniendo la farsa hasta el final, llamo a algunos tripulantes e impartió rápidas ordenes.

Moviéndose con circunspección y sin tocar nunca una radio, los marineros prepararon una hamaca de cuerdas. Luego desplazaron el equipo desde una distancia «prudente», con pértigas, y maniobraron hasta que la hamaca estuvo en posición, debajo y alrededor del equipo. Cuando terminaron, entregaron respetuosamente a Barlennan uno de los asideros de la hamaca. A su vez, él llamo al jefe y, con aire de encomendarle algo precioso y frágil, le entrego la cuerda. Luego señaló a los consejeros y dio a entender que debían sujetar los otros asideros. Varios de ellos se acercaron con cierta timidez; el jefe designó a tres para compartir ese honor, y los demás retrocedieron.

Despacio y con cuidado, los porteadores llevaron la radio hasta el borde de la balsa más externa del Bree. La canoa del jefe se acercó, una embarcación larga y angosta que evidentemente era un árbol ahuecado. Barlennan la miró con desconfianza. El siempre había navegado en balsa, y las embarcaciones huecas le resultaban extrañas. Estaba seguro de que la canoa era demasiado pequeña para soportar el peso de la radio; por eso, cuando el jefe ordenó a la mayoría de los tripulantes bajar de la canoa, apenas pudo reprimir el equivalente a un meneo de cabeza. Pensaba que aquel aligeramiento sería insuficiente. Quedó mas que sorprendido cuando la canoa, al recibir la carga, apenas osciló un poco. Observó varios segundos, esperando que la embarcación y la carga se hundieran de golpe; pero nada de eso ocurrió, y era manifiesto que no ocurriría.

Barlennan era un oportunista, como lo había demostrado meses antes con su firme decisión de asociarse con el visitante terrícola y aprender su idioma. Esto era algo nuevo, y obviamente valía la pena aprenderlo. Si se podían construir naves que soportaran tanto peso en relación con su tamaño, aprender a construirlas era muy importante para una nación marítima. Lo lógico era adquirir una canoa.

Con cuidado y respeto, toco la radio, inclinándose para ello sobre la superficie del río.

Luego habló.

— Charles, voy a conseguir esta pequeña embarcación aunque tenga que regresar para robarla. Cuando termine mi discurso, por favor, responde… No importa lo que digas.

Convenceré a esta gente de que el bote que transporto la radio esta demasiado alterado para un uso normal, y de que debe ocupar el lugar de la radio en mi cubierta. ¿Vale?

— Mi educación me impulsa a desdeñar a los embaucadores (alguna vez te traduciré esa palabra), pero admiro tus agallas. Espero que te salgas con la tuya, Barl, pero no te arriesgues mas de la cuenta.

Guardo silencio y observo mientras el mesklinita aprovechaba esas pocas frases.

Aunque apenas recurría al idioma hablado, sus gestos eran razonablemente inteligibles para los seres humanos, y claros como el cristal para sus ex captores. Primero inspeccionó atentamente la canoa, y a regañadientes, dio a entender que era valiosa.

Luego desdeñó otra canoa que se había acercado, e indico a varios miembros de la tribu que aún se encontraban en la cubierta del Bree que se alejaran. Cogió una lanza que uno de los consejeros había dejado al ocupar su nueva posición, y dejo en claro que nadie debía acercarse a dicha distancia de la canoa.

Luego midió la canoa por longitudes de lanza, llevo el arma hasta donde antes estuviera la radio y, ostentosamente, despejo una zona de tamaño suficiente para albergar la embarcación; a una orden suya, varios tripulantes reordenaron las radios restantes a fin de dejar espacio para la nueva propiedad. Pudo haber intentado nuevas formas de persuasión, pero el ocaso interrumpió repentinamente esa actividad. Los moradores del río no pasaron la noche allí; cuando despunto el sol, la canoa con la radio estaba a metros de distancia, ya encallada en la costa.

Barlennan la miro con ansiedad. Casi todas las demás canoas también estaban en tierra y solo algunas continuaban rodeando el Bree. Habían acudido más nativos a la orilla, pero, para gran satisfacción de Barlennan, se limitaban a mirar y ninguno se acerco a la canoa cargada. Al parecer, les había causado bastante impresión.

El jefe y sus ayudantes descargaron su adquisición, mientras la tribu se mantenía a una distancia incluso mayor de la aconsejada por Barlennan. Llevaron la radio cuesta arriba; la multitud se apartó a uno y otro lado para dejarlos pasar y los siguió; durante largos minutos no hubo mas actividad. El Bree ya podría haber salido de su jaula, pues los tripulantes de las pocas canoas que quedaban en el río demostraban poco interés en la nave, pero el capitán no desistía fácilmente. Con la mirada fija en la costa, aguardó hasta que un numeroso grupo de largos cuerpos negros y rojos apareció en la orilla. Uno de ellos enfiló hacia la canoa; pero Barlennan notó que no era el jefe y emitió un ronquido de advertencia. El nativo se detuvo, y entonces se produjo un breve altercado que culminó en una serie de alaridos, los más estentóreos que Lackland le había oído a Barlennan. Poco después, el jefe apareció y se dirigió hacia la canoa; dos de los consejeros que habían ayudado a acarrear la radio la abordaron y bogaron hacia el Bree. Otra canoa los siguió a respetuosa distancia.

El jefe llegó hasta las balsas externas, en el punto donde habían cargado la radio, y desembarcó de inmediato. Barlennan había impartido sus ordenes en cuanto la canoa dejara la orilla; ahora, los marineros subieron la pequeña embarcación a bordo y la arrastraron hasta el espacio que le habían reservado, demostrando todavía gran reverencia. El jefe no aguardó a que culminara esa operación; se embarco en la otra canoa y regresó a la costa, mirando hacia atrás de vez en cuando. La oscuridad engulló la escena cuando él llegaba a la orilla.

— Tú ganas, Barl. Ojalá yo tuviera esa habilidad; sería mucho más rico de lo que soy, siempre y cuando lograra sobrevivir. ¿Esperarás hasta mañana para sacarles algo mas?

— ¡Nos marchamos ahora mismo! — replicó el capitán sin titubeos.

Lackland se alejó de la oscura pantalla y se dirigió a sus aposentos para dormir por primera vez en muchas horas. Habían transcurrido sesenta y cinco minutos — menos de cuatro días de Mesklin— desde que avistaran la aldea.

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