Tercera parte TURBULENCIA

Dieciocho

En cierta ocasión, Sue Chopra me dijo que el tiempo tenía una saeta que señalaba en una dirección. Cuando combinas el fuego y la leña, obtienes cenizas; sin embargo, cuando combinas el fuego y las cenizas, no obtienes leña.

La moralidad también tiene una saeta. Por ejemplo, si proyectas en sentido inverso un largometraje sobre la Segunda Guerra Mundial, estás invirtiendo también su lógica moral: los Aliados firman un tratado de paz con Japón y, acto seguido, bombardean Hiroshima y Kagasaki. Los Nazis extraen las balas de las cabezas de los demacrados judíos y los cuidan hasta que recuperan la salud.

Sue me explicó que el problema que presentaban las turbulencias tau era que mezclaban estas paradojas con la experiencia real.

Ante la proximidad de un Cronolito, un santo podía convertirse en un hombre peligroso. Probablemente, resultaba más útil tener cerca a un pecador.

Siete años después de la llegada de Portillo, cuando el ejército monopolizaba las industrias de comunicación e informática, un procesador de segunda mano de una calidad decente podía costar hasta doscientos veinte euros en el mercado, y una placa base de tecnología de capas de Marquis Instruments fabricada en el año 2025 (que tenía mejor rendimiento que sus equivalentes modernos, tanto en velocidad como en fiabilidad) tema más valor que un lingote de oro. Y yo tenía cinco en el maletero de mi coche.

Conduje mi vehículo, con las placas base y mi colección de conectores, pantallas, discos, codems y accesorios exteriores hasta el mercado del Paseo Nicollet. Era una brillante y agradable mañana de verano, e incluso las ventanas vacías de la Torre Halprin (que no se había acabado de construir porque quebró su avalista financiero el pasado enero) parecían alegres entre aquel aire relativamente puro.

Un hombre sin hogar había desenrollado su manta junto a la fuente, justo en el lugar en el que yo solía montar mi puesto. Cuando le pedí quise cambiara de sitio no puso ninguna objeción: sabía que los puestos de mercado se protegían con gran celo y que la antigüedad de los vendedores se respetaba a rajatabla. Muchos de mis colegas estaban en el Nicollet desde que comenzó la recesión económica, desde la época en la que la venia ambulante estaba prohibida y la policía local hacía cumplir la ley a punta de pistola. La adversidad había cultivado una gran solidaridad entre ellos y ahora, a pesar de que las discusiones eran frecuentes, los vendedores tenían la norma de respetar y proteger el espacio de sus compañeros. Los más veteranos disfrutaban de los mejores puestos, mientras que los recién llegados tenían que quedarse con las migajas… y normalmente, debían esperar meses o años a que quedara un lugar vacante.

Yo me encontraba en algún punto entre los veteranos y los recién llegados. Aunque el puesto de la fuente estaba lejos de los pasillos principales, era bastante espacioso y podía aparcar el coche y descargar la mesa plegable y la mercancía sin tener que usar una carretilla… siempre y cuando llegara temprano y tuviera listo el puesto antes de que empezara a congregarse la muchedumbre.

Esta mañana había llegado un poco tarde. El vendedor de al lado, u hombre llamado Duplessy que vendía y confeccionaba ropa usada, ya tenía preparado el tenderete. Se acercó a mí mientras descargaba el coche y echó un vistazo a la nueva mercancía.

—¡Jo! ¡Placas base de tecnología de capas! —exclamó—. ¿Son auténticas?

—Sí.

—Parecen buenas. ¿Te has asociado con un proveedor?

—No, ha sido cuestión de suerte —de hecho, le había comprado las placas a un liquidador amateur de mobiliario de oficina e instalaciones eléctricas que no tenía ni idea de su valor de reventa. Por desgracia, era uno de esos negocios que sólo se consiguen una vez en la vida.

—¿Te apetece intercambiar algo por una de ellos? Puedo hacerte un elegante traje de etiqueta.

—¿Para qué voy a querer un traje de etiqueta, Dupe? Se encogió de hombros.

—Sólo preguntaba. Espero que hoy vengan clientes, a pesar de la manifestación.

Fruncí el ceño.

—¿Otra manifestación?

Tendría que haber prestado atención a las noticias. —Sí, otra manifestación de A amp;P. Llena de banderas y gilipollas, pero sin confeti ni payasos… en el sentido literal de la palabra, por supuesto. A pesar de su ocasional retórica conciliadora, Adaptación y Prosperidad era una facción kuinista radical. Cada vez que ondeaba su estandarte azul y rojo por las Ciudades Gemelas, se producían contramanifestaciones y alguna que otra pelea fotogénica. Los días que había una manifestación, las personas pacíficas preferían mantenerse alejadas de las calles. Suponía que los Copperhead tenían derecho a expresar su opinión, puesto que nadie había abolido aún la Constitución; sin embargo, era una lástima que hubieran escogido un día como éste, con un cielo tan azul y una brisa tan refrescante, un día perfecto para ir de compras.

Vigilé el puesto de mi compañero mientras él iba a buscar el desayuno a un carromato. Cuando regresó, ya lo había vendido una de mis placas a otro vendedor y, a la hora de la comida, aunque no había demasiada gente en el mercado, había conseguido deshacerme de dos más, todas a un precio bastante elevado. Como ya había conseguido unos beneficios decentes y las calles se habían empezado a vaciar a la una de la tarde, decidí retirarme.

—¿Te dan miedo las peleas callejeras? —preguntó Dupe a gritos desde sus montones apilados de algodón y tela vaquera. —No. Lo que me da miedo es el tráfico.

Estaba seguro de que habría controles de policía por todo el centro urbano. Además, cuando la muchedumbre había empezado a dispersarse, había advertido que diversos jóvenes ceñudos con brazaletes de A amp;P o tatuajes K + estaban congregándose en las aceras.

Sin embargo, no era el tráfico ni la amenaza de violencia lo que me preocupaba, sino un hombre barbudo y descarnado que había pasado por delante de mi mesa un par de veces y seguía merodeando por los puestos cercanos, apartando la mirada con fingida indiferencia cada vez que yo miraba en su dirección. Me había encontrado en varias ocasiones con clientes tímidos o indecisos, pero ese tipo sólo había echado un vistazo rápido y superficial a mi mercancía y parecía estar más interesado en consultar con insistencia su reloj. Lo más probable es que sólo se tratara de un tic inocente, pero me estaba poniendo muy nervioso.

Y había aprendido a confiar en mis instintos.

Conseguí salir del centro de la ciudad antes de que empezaran los problemas. Las peleas entre las facciones pro-K y anti-K eran casi rutinarias y la policía había aprendido a controlarlas, pero los residuos del gas tranquilizante (que huele como a una mezcla de excrementos de gato húmedos y ajo fermentado) tardaban días en desaparecer y a la ciudad le costaba una pequeña fortuna eliminar de las calles los oxidados restos de la barrera de espuma.

Habían sucedido muchas cosas durante los siete años transcurridos desde la llegada del Cronolito de Portillo.

Habían sido siete angustiosos años de preguerra y pesimismo. Años en los que parecía que nada iba bien en el país, ni siquiera cuando te olvidabas por un momento de la crisis económica, el movimiento de las juventudes kuinistas y las malas noticias que llegaban del extranjero. El desastre del Misisipí-Atchafalaya continuaba: el río había establecido su nuevo rumbo hacia el mar más allá de Baton Rouge, causando estragos en la industria y la navegación e inundando y dejando sin agua potable a ciudades enteras. En este acontecimiento no había nada siniestro. Lo único que había sucedido era que la naturaleza había ganado un asalto al Cuerpo de Ingenieros; la sedimentación había cambiado los gradientes del río y la gravedad se había encargado del resto. De todas formas, en aquellos días parecía algo simbólico: Kuin era capaz de controlar el tiempo, mientras que nosotros habíamos sido derrotados por el agua.

Siete años atrás hubiera sido incapaz de imaginar que me convertiría en un honrado vendedor de artículos de segunda mano, pero ahora me sentía afortunado. Cada mes ganaba el dinero suficiente para pagar el alquiler y tener comida en la mesa. Sin embargo, no todo el mundo había tenido tanta suerte. Muchos se habían visto obligados a inscribirse en las listas del paro y a comer en los comedores públicos, por lo que normalmente acababan siendo reclutados por los ejércitos callejeros de los movimientos P-K y A-K.

Intenté llamar a Janice desde el coche. Tras unos intentos fallidos, conseguí establecer conexión a una velocidad de transferencia ridículamente disminuida que hacía que su voz sonara como si estuviera gritando a través del rollo de papel higiénico. Le dije que quería invitar a Kait y a David a cenar esa noche.

—Es la última noche de David —respondió Janice. —Lo sé. Y por eso quiero verlos. Sé que les estoy avisando con poco tiempo, pero no sabía si lograría salir a tiempo del centro de la ciudad. (Tampoco sabía si tendría el dinero necesario para pagar una cena casera para cuatro personas, pero eso no se lo conté a Janice. Las placas Marquis habían financiado ese pequeño lujo.)

—De acuerdo —respondió—, pero no los traigas de vuelta demasiado tarde. David tiene que madrugar muebo mañana.

En junio, David había sido llamado a filas y tenía que realizar una instrucción básica en el campamento de las Unifuerzas de Arkansas. Al comité de reclutamiento no le importaba en absoluto que él y Kaitlin sólo llevaran seis meses casados, porque la intervención china estaba acabando con las tropas terrestres.

—Dile a Kait que estaré allí a las cinco —dije, instantes antes de que la conexión telefónica crujiera y se evaporara. Acto seguido llamé a Ashlee y le dije que vendrían invitados a cenar. Me ofrecí a hacer la compra.

—Ojalá pudiéramos permitirnos algo de carne —comentó con melancolía.

—Y nos lo podemos permitir.

—Bromeas. ¿Qué… las placas base?

—Sí.

Hizo una pausa.

—Hay un montón de agujeros que podríamos rellenar con ese dinero, Scott.

Por supuesto que los había, pero preferí depositarlo en la caja registradora de la carnicería a cambio de cuatro solomillos pequeños. A continuación me dirigí al colmado para comprar arroz basmati, espárragos frescos y mantequilla de verdad. No tiene ningún sentido vivir si no puedes disfrutar de vez en cuando.

Kait y David habían construido su hogar en el trastero que había sobre el garaje de Janice y Whit. A pesar de lo terrible que suena, debo decir que habían convertido aquel frío ático de tejado puntiagudo en un nidito relativamente acogedor y confortable, amueblándolo con un sofá del que se había desembarazado Whit y una gran cama de hierro forjado que David había heredado de sus padres.

A pesar de que su situación les impedía rechazar la caridad, el ático les permitía mantenerse a cierta distancia de Whit. El marido de Janice era un honorable Copperhead que desaprobaba las peleas callejeras, aunque se tomaba con seriedad la política de su asociación y, siempre que podía, pronunciaba algún discurso aleccionador.

Recogí a Kait y David y los llevé hasta el pequeño apartamento que compartía con Ashlee. Kaitlin estuvo callada durante todo el trayecto. Aunque intentaba ocultar sus sentimientos, era obvio que estaba preocupada por su marido— David compensó su silencio comentando las noticias (la expulsión del Partido Federal, la guerra en San Salvador), pero su voz y sus gestos revelaban su nerviosismo. Ninguno de nosotros mencionó China ni siquiera de pasada.

Kait me había presentado a David Courtney el año anterior. Aunque en un principio no me había impresionado, con el tiempo le había cogido un enorme cariño. Sólo tenía veinte años y mostraba esa suavidad emocional (los psicólogos lo llamaban “falta de afecto”) tan característica de la generación que había crecido a la sombra de Kuin. Sin embargo, debajo de aquella capa, David era un hombre afectuoso y atento que estaba profundamente enamorado de mi hija.

No era especialmente guapo (los incendios de Lowertown del año 2028 le habían dejado una gran cicatriz en el rostro), no era rico ni estaba bien relacionado. Sin embargo, trabajaba (o lo había hecho hasta que le llamaron a filas) como conductor de vehículos de carga en el aeropuerto; además, era un joven brillante y adaptable… y esas cualidades eran vitales en estos oscuros días de un siglo oscuro.

Su boda había sido íntima. La había financiado Whit y se había celebrado en una iglesia de su parroquia en la que, probablemente, la mitad de los diáconos pertenecían a los círculos Copperhead. Kait llevó el viejo vestido de novia de Janice, hecho que despertó en mi mente unos inoportunos recuerdos. Sin embargo, fue un gran acontecimiento para los estándares modernos y tanto Janice como Ashlee soltaron alguna lagrimita durante la ceremonia.

Kaitlin subió hasta el quinto piso, donde se encontraba nuestro apartamento, mientras David y yo conectábamos las alarmas del coche y los protocolos de seguridad. Le pregunté qué tal se había tomado Kaitlin su inminente marcha.

—En ocasiones llora. No le gusta. Sin embargo, creo que estará bien.

—¿Y cómo lo llevas tú?

Se apartó el cabello de los ojos, dejando a la vista durante unos instantes el tejido cicatrizado que estropeaba su frente. Se encogió de hombros.

—De momento, bien —respondió.

Me ofrecí a asar los filetes, pero Ashlee no me dejó. Como no habíamos probado la carne durante la mayor parte del año, no estaba dispuesta a dejarla en mis manos. Me sugirió que cortara las cebollas, o mejor aún, que hiciera compañía a Kait y David y me mantuviera bien lejos de la cocina.

Puede que los filetes fueran mala idea: eran comida de celebración, pero esta noche no había nada que celebrar. Kaity David intercambiaban tristes miradas y era evidente que estaban haciendo grandes esfuerzos por ocultar su ansiedad, aunque no lo estaban consiguiendo. Cuando Ash apareció con la cena, los tres estábamos jugando a un juego de negación recíproca.

Ashlee y yo habíamos alquilado este apartamento poco después de casarnos, en el mes de julio de hacía seis años. El alquiler estaba controlado por el Acta de Stoppard, pero el mantenimiento del edificio era tan eventual que rozaba la negligencia. Las cañerías de agua del vecino de arriba habían estado goteando sobre los armarios de nuestra cocina hasta que Ash y yo decidimos subir con PVC y las herramientas de fontanería necesarias para solucionar el problema con nuestras manos. Las ventanas de nuestra sala de estar daban al suroeste, a las casas bajas del extrarradio (tejados de tablilla, células solares, copas de árbol), y esta noche la luna llena brillaba en el horizonte. Era una luna tan reluciente que casi se podía leer con su luz.

—Resulta difícil creer que antes vivía gente allí arriba —dijo Kait, extasiada por la Luna.

Había muchas cosas del pasado que resultaban difíciles de creer en la actualidad. Hacía tan sólo un año que había visto, desde esta misma ventana, cómo ardía la abandonada fábrica orbital Corning-Gentell al entrar en la atmósfera, vertiendo tanto metal fundido que parecían los fuegos artificiales del Cuatro de Julio. Durante la pasada década habían vivido setenta y cinco seres humanos en la órbita terrestre o más allá. En la actualidad, no había ninguno.

Cuando me levanté para abrir las cortinas un poco más, descubrí que había un viejo utilitario aparcado delante de la puerta enrejada de la Tienda de Saldos Mukerjee Dollar. También alcancé a ver un rostro barbudo en la ventanilla del automóvil, iluminado por el destello de las farolas de sulfuro.

Desde esta distancia me resultaba imposible afirmar que se trataba del mismo tipo que había estado rondando por mi puesto de la Avenida Nicollet durante toda la mañana, pero estaba bastante seguro de que era él.

Preferí no decir nada a mi familia, de modo que me senté de nuevo a la mesa y me obligué a sonreír {esta noche, todas nuestras sonrisas eran forzadas). Durante la sobremesa, David estuvo comentando que, a no ser que tuviera la suerte de ocupar un cargo administrativo o técnico en las Unifuerzas, lo más probable era que lo enviaran a China como soldado de infantería… pero que no pasaba nada, porque la guerra no podía durar mucho más, añadió para tranquilizar a Kaitlin. Todos fingimos creer su absurda mentira.

A David le habrían concedido una prórroga si Kaitlin hubiese estado embarazada, pero de momento, eso era imposible. La infección que había contraído en Portillo había dañado su útero y la había dejado estéril. Aunque podrían tener hijos, tendrían que concebirlos in vitro… y ninguno de nosotros podía pagar ese procedimiento. Por lo que sabía, David nunca había hablado con mi hija sobre este tema (es decir, sobre la imposibilidad de conseguir una prórroga por paternidad). En la actualidad, eran muchos los jóvenes que se casaban sólo para librarse del ejército, pero estoy seguro de que ése no era el motivo por el que Kait y David habían decidido unir sus vidas. Ambos se amaban con locura.

Ashlee sirvió el café y habló animadamente mientras yo intentaba no pensar en el hombre que había en la calle. Advertí que Kaitlin estaba mirando en silencio a David y me sentí muy orgulloso de ella. A pesar de que mi hija no había tenido una vida fácil (ninguno de nosotros la había tenido desde que se inició la Era de los Cronolitos), poseía una dignidad personal inmensa que, en ocasiones, parecía resplandecer por toda su piel. Era un milagro que Janice y yo hubiéramos creado, durante el breve tiempo que estuvimos ¡untos, a una persona con un corazón tan grande. A pesar de todos nuestros defectos, habíamos engendrado la bondad.

Kait y David necesitaban pasar juntos las últimas horas, así que le pedí a Ashlee que los llevara a casa. Sorprendida por mi petición, me dedicó una mirada inquisitiva, pero accedió.

Estreché la mano de David con afecto, deseándole lo mejor, y me despedí de Kait con un largo abrazo. En cuanto los tres salieron de casa, fui a mi habitación, cogí la pistola que escondía en el estante superior del armario de la ropa blanca y quité el seguro del gatillo.

Creo que ya he mencionado que durante las primeras décadas de este siglo (que está a punto de llegar a su último cuarto mientras escribo estas palabras, pero no deseo adelantar los acontecimientos) existió un fuerte rechazo contra las armas.

Durante estos días de penuria, las pistolas de mano habían vuelto a ponerse de moda. Aunque no me gustaba tener armas en casa (porque, entre otras cosas, me sentía hipócrita), me había convencido a mí mismo de que era lo más prudente, así que me había comprado una pistola de mano de bajo calibre que reconocía mis huellas dactilares (y sólo las mías), había realizado los cursos necesarios, había rellenado todos los formularios pertinentes y había registrado el arma y mi genoma. Durante los tres años que habían transcurrido desde que la compré, sólo la había disparado en las prácticas de tiro.

Guardé la pistola en el bolsillo y bajé los cuatro tramos de escaleras que separaban mi apartamento del portal del edificio. A continuación, crucé la calle y avancé hacia el coche estacionado.

El hombre barbudo que había al volante no mostró ninguna señal de alarma; es más, sonrió (de hecho, con satisfacción) al ver que me aproximaba.

—Tendrá que explicarme qué está haciendo aquí —dije, cuando consideré que estaba lo bastante cerca como para que me oyera.

Su sonrisa se hizo más amplia.

—¿De verdad que no me conoces? ¿No tienes ni idea de quién soy?

Esa no era la reacción que había esperado. La voz me sonaba familiar, pero era incapaz de situarla.

Sacó la mano por la ventanilla del coche.

—Soy yo, Scott… Ray Mosely. Solía pesar veinte kilos más y la barba es nueva.

Ray Mosely. El cortesano suplente y desesperado de Sue Chopra.

No le había visto desde antes de la aventura de Kaitlin en Portillo… desde que decidí retirarme para iniciar una nueva vida con Ashlce.

—¡Joder! —fue lo único que pude decir.

—No has cambiado nada —comentó—. Y eso me ha ayudado a encontrarte.

Sin la grasa corporal, parecía casi demacrado… incluso con la barba. Era una especie de fantasma de sí mismo.

—No era necesario que me espiaras, Ray. Podrías haberte acercado a la mesa y saludar.

—Bueno, la gente cambia, así que estos momentos podrías ser un fervoroso Copperhead.

—Que te den…

—Es importante. Necesitamos tu ayuda.

—¿Quiénes?

—Por una parte, Sue. Necesita un lugar donde alojarse durante algún tiempo.

Aún estaba intentando asimilar esa información cuando la ventanilla trasera se abrió y Sue asomó su enorme cabeza en forma de cacahuete desde la penumbra y esbozó una enorme sonrisa.

—¿Qué tal, Scotty? Volvemos a vernos.

Diecinueve

Durante los últimos siete años, le había contado a Ashlee muchas cosas sobre Sue Chopra y sus amigos, pero eso no significaba que le hiciera gracia regresar a casa y encontrarse a dos de esas personas sentadas en el sofá de su sala de estar.

Después de Portillo me había dado cuenta de que tenía escoger entre mi vida con Ashlee y mi trabajo. Sue seguía creyendo que podríamos invertir el avance de los Cronolitos en cuanto consiguiéramos la tecnología apropiada o el nivel adecuado de conocimientos, pero la verdad es que yo lo dudaba. El desagradable término “Cronolito” (formado por dos palabras ya existentes y acuñado por algún periodista ingenioso poco después de la llegada de Chumphon) nunca me había gustado, pero había empezado a apreciarlo por lo acertado que era: cronos, tiempo y lithos, piedra. El tiempo se había solidificado como la roca. Era una zona de determinación absoluta que estaba rodeada por una capa de objetos efímeros (como, por ejemplo, las vidas humanas) que se deformaban para adaptarse a su contorno.

Pero yo no deseaba ser deformado. Quería vivir con Ashlee la vida que me habían robado los Cronolitos. Ash y yo habíamos regresado de Tucson para lamernos nuestras heridas y coger, el uno del otro, toda la fuerza que necesitáramos… y no le podría haber dado demasiada si hubiera seguido trabajando para Sulamith Chopra, si hubiera seguido sumergiéndome en la turbulencia tau, si hubiera seguido insistiendo en hacer de mí mismo un instrumento del destino.

De todos modos, no habíamos perdido el contacto por completo. Sue todavía me llamaba de vez en cuando para hacerme alguna consulta, aunque la verdad es que, al no tener acceso a la incubadoras de códigos, era poca la ayuda que podía ofrecerle. También telefoneaba, con más frecuencia, para mantenerme informado, para compartir su optimismo o su pesimismo, para charlar. Creo que, de alguna forma, le atraía la vida que había decido llevar (como si le pareciera exótica, como si ignorara que había millones de familias como la mía que se las apañaban como podían en estos tiempos tan duros). Para ser sincero, debo decir que no esperaba que se presentara en la puerta de mi casa de esta forma.

Ashlee había intercambiado algunas palabras con Sue por teléfono, pero nunca habían sido presentadas formalmente, y Ray era un extraño para ella. Hice las presentaciones con un entusiasmo que, quizá, resultó demasiado insincero. Ashlee asintió y, tras estrecharles la mano, se retiró a la cocina para “hacer café” (es decir, para pensar por qué le inquietaba tanto su presencia).

Ray insistió en que sólo estaban de visita. Sue seguía manteniendo su red de contactos con el resto de las personas que investigaban los Cronolitos y había establecido nuevas relaciones durante este viaje al oeste. El flujo y el reflujo vascular de la financiación estatal había vuelto a ponerse a su favor, a pesar de que aún tenía detractores en el Congreso. Sue me explicó que, en la actualidad, las agencias gubernamentales se ocultaban entre sí los resultados de sus trabajos, pues estaban enzarzadas en rivalidades burocráticas que ella apenas comprendía. Había venido a Miniápolis por trabajo, pero lo único que deseaba era pasar un par de días en casa de un buen amigo.

—Podrías haber llamado antes —comenté.

—Supongo que sí, Scotty, pero resulta imposible saber quién puede estar escuchando. Entre los Copperhead que se esconden en el Congreso y los trastornados que rondan por las calles… —se encogió de hombros—. Si hay algún inconveniente, alquilaremos una habitación en algún hotel.

—Os quedaréis aquí —dije—. Sólo sentía curiosidad.

Era obvio que querían algo más que un encuentro de viejos amigos, pero ni ella ni Ray iban a entrar en detalles, y supuse que tampoco debía hacerlo yo… por lo menos esta noche. Todo el furor y la obsesión de Sue parecían haber desaparecido hacía largo tiempo. Desde la llegada de Portillo, habían cambiado muchas cosas.

Yo seguía viendo las noticias sobre el avance de Kuin siempre que lo permitía el ancho de banda, y de vez en cuando me preguntaba qué podía significar “turbulencia tau” y cómo podía haberme afectado. Sin embargo, eso no eran más que temores nocturnos, el tipo de cosas en las que sólo piensas cuando eres incapaz de conciliar el sueño y la lluvia golpea los cristales como un visitante inoportuno. Ya no intentaba comprender todo esto según los términos de Sue, puesto que las conversaciones que mantenía con Ray viraban con demasiada rapidez hacia la geometría C-Y, los oscuros quarks y otros asuntos esotéricos. Respecto a los Cronolitos… ¿debería sentirme avergonzando por admitir que había alcanzado cierta paz personal, que había asumido mi incapacidad de ejercer influencia sobre esos acontecimientos inmensos y misterios? Puede que se tratara de una pequeña traición, pero a mi me había ayudado a mantener la cordura.

Me resultaba inquietante encontrarme de nuevo ante la presencia de Sue, puesto que sus obsesiones seguían ardiendo con fuerza. Aunque se mostró cordial mientras hablábamos sobre los viejos tiempos o los colegas, en cuanto la conversación se desvió hacia la reciente llegada del Cronolito de Freetown o el avance de las tropas en Nigeria, sus ojos brillaron y su voz subió un decibelio.

La observé mientras hablaba. Su gloriosa e incontrolable corona de cabello rizado había empezado a volverse gris y cuando sonreía, la piel del contorno de sus ojos se arrugaba de forma compleja. Estaba muy delgada y, cada vez que el brillo de su fervor se apagaba un poco, parecía agotada.

Por increíble que parezca, Ray Mosely soguío estando enamorado de ella. No me lo dijo, por supuesto. Supongo que consideraba que su amor por Sulamith Chopra era una especie de humillación privada c invisible para los extraños, pero no lo era en absoluto. Quizá, había decidido hacer un pacto con sus sentimientos porque consideraba que era mejor amar sin ser correspondido que no amar en absoluto. A pesar de la barba, de estar tan delgado que parecía anoréxico y de que su cabello hubiera empezado a retroceder como los recuerdos de la infancia, Ray todavía miraba a Sue con deferencia, sonreía cuando ella sonreía, reía cuando ella reía y salía en su defensa al menor indicio de crítica.

Y cuando Sue señaló la cocina, donde estaba Ashlee, y dijo: “Te envidio, Scotty. Siempre he deseado encontrar una buena mujer con la que fundar un hogar”, Ray rió entre dientes con docilidad… y con una mueca de dolor.

Antes de acostarme, abrí el sofá-cama y dejé un juego de sábanas. Supongo que para Ray tuvo que ser una verdadera tortura tener que dormir junto a Sue en absoluta e indiscutible castidad, escuchando el sonido de su respiración. Pero aparte del suelo, ése ora el único alojamiento que podía ofrecerles.

Antes de acostarme, me llevé a Sue a un lado.

—Me alegro de verte —dije—. De verdad. Pero si quieres algo más de mí que un par de noches en una cama plegable, me gustaría saberlo.

—Hablaremos de eso más adelante —respondió con tranquilidad—. Buenas noches, Scotty.

Ashlee, que ya se había acostado y estaba más tranquila, me dijo que se alegraba de haber conocido a esas personas que, antaño, habían significado tanto para mí, porque eso había permitido que todas las historias que yo le había contado cobraran vida. De todas formas, añadió que le daban miedo. —¿Miedo?

—Sí, del mismo modo a Kait le da miedo el reclutamiento de David. Por la misma razón. Sé que quieren algo de ti, Scott.

—No te preocupes por eso.

—Pero tengo que hacerlo. Esas personas son muy inteligentes. No estarían aquí si no estuvieran seguras de que lograrán persuadirte…

—No es tan fácil convencerme, Ash.

Se volvió hacía su lado de la cama, suspirando.

En estos siete años, Kuin no había plantado ningún Cronolito en suciu norteamericano (el avance se había detenido en la frontera mexicana). Nosotros, junto con el norte de Europa, Suráfrica, Brasil, Canadá, las islas del Caribe y otros puntos aislados, formábamos un archipiélago de cordura en un mundo asediado por la locura. El impacto de Kuin un América no había sido político, sino económico: el caos global había interrumpido la demanda de bienes manufacturados, sobre todo en Asia, y el dinero había sido retirado de las industrias de bienes de consumo para dirigirlo a la defensa. A pesar de que la tasa de desempleo era relativamente baja (excepto para los refugiados de Luisiana), eran varios los lugares en los que había un déficit de existenciasy se tenía que recurrir al racionamiento. Los Copperhead afirmaban que se estaba produciendo una sovietización gradual de la economía (y en este punto, al menos, tenían parte de razón). Ni en el Congreso ni en la Casa Blanca existía ningún sentimiento pro-Kuin real, así que nuestros kuinistas (y sus homólogos anti-kuínistas) no eran activistas, sino simples combatientes callejeros… al menos, de momento. Pero no sucedía lo mismo con los círculos Copperhead respetables, como e! de Whit Delahunt: estaban por todas partes, pero se movían muy despacio.

Yo había leído algo de literatura Copperhead, tanto de escritores académicos (Daudier, Pressinger, e! Grupo de París) como de autores populares (Vistiendo al Emperador, de Forrestall, cuando entró en las listas de bestsellers), e incluso había saboreado ¡as obras de músicos y novelistas que se habían convertido en la imagen pública de este movimiento. Aunque algunas eran impresionantes, tenía la sensación de que sólo intentaban transmitir un deseo o congraciar a la nación o al autor con alguna autarquía kuinista inevitable.

Todavía no había pruebas directas de la existencia de Kuin. Era obvio que ya existía, quizá en algún lugar del sur del continente chino, pero Asia había sido cerrada a la prensa y a las comunicaciones, su infraestructura se encontraba en una situación de colapso radical y habían muerto millones de personas por el hambre y el desasosiego. El caos que había ayudado a crear a Kuin también lo estaba protegiendo de una exposición prematura.

¿Kuin tendría ya en sus manos la tecnología necesaria para crear un Cronolito?

Probablemente, me dijo Sue.

Eso sucedió el domingo por la mañana. Ashlee, que seguía inquieta, había ido a Saint Paul a visitar a su prima (Alathea se ganaba a duras penas la vida vendiendo cazuelas de cobre decorativas de puerta en puerta. Ashlee iba a visitarla cada domingo, como una expresión de compasión familiar, pues Alathea era una mujer desagradable con creencias religiosas excéntricas y ningún talento para las tareas domésticas). Me senté con Sue en la mesa de la cocina a tomar el desayuno y disfrutar de mi día libre, mientras Ray salía a buscar algo de café, porque habíamos agotado las reservas de casa.

Me contó que sólo había un puñado de personas en el mundo que comprendieran la teoría contemporánea de los Cronolitos lo bastante bien como para conceptuar los medios necesarios para crear uno… y por casualidad, Sue era una de ellas. Esa era la razón por la que el gobierno federal había mostrado un interés tan ambivalente por ella, ayudando u obstaculizando su trabajo de forma alternativa. Sin embargo, ése no era el tema más importante en estos momentos. Según me explicó, el problema principal era que el gobierno chino, cada vez más desesperado, llevaba años desarrollando programas de investigación intensiva sobre la factibilidad de la tecnología tau, pero había privado de estos conocimientos a la comunidad internacional.

¿Y por qué era eso un problema?

Porque el fragmentado gobierno chino se había colapsado bajo el peso de su propia insolvencia, así que era posible que esos conocimientos científicos estuvieran ahora bajo el control directo de kuinistas insurgentes.

—De modo que todo encaja en su sitio —comentó—. En algún lugar de Asia existe un Kuinque tiene esta tecnología en sus manos. Aunque sólo falta un par de años para la conquista de Chumphon, parece que ese acontecimiento será completamente plausible… y no podemos hacer nada por evitarlo. Como el Sudeste Asiático está en manos de diversos movimientos rebeldes, para proteger las colinas de Chumphon se necesitaría un ejército enorme… y eso significaría reconsignar las tropas y el abastecimiento de China, y nadie desea hacer eso. Así que la llegada de Chumphon será… como tú dirías, inevitable.

—Pero eso son las sombras de lo que será.

—Sí.

—Y no podemos hacer nada por evitarlo.

—Bueno, no lo sé, Scotty. Creo que podría hacer algo —su sonrisa era traviesa y melancólica a la vez.

Como todo aquel asunto me inquietaba, intenté desviar el tema preguntándole si había sabido algo de Hitch Paley últimamente, puesto que yo no había vuelto a saber nada de él desde Portillo.

—Seguimos en contacto —respondió—. Vendrá a la ciudad en un par de días.

El día siguiente, por la tarde, tuve ante mis ojos la prueba evidente de la simpatía innata (aunque extraña) de Sue: Ashlee es taba sentada junto a ella en el sofá, escuchando extasiada su interpretación de la Era de los Cronolitos.

Cuando me uní a ellas, Ash estaba diciendo:

—No comprendo por qué consideras que es tan importante destruir uno.

Sue meditó su respuesta con la misma intensidad que un fanático religioso.

Y puede que lo fuera, por lo menos a su modo. En los seminarios de física de Comell, solía comparar las partículas subatómicas (hadrones, fermiones y todas las variedades formadas por quarks) con las deidades de un panteón hindú, que a pesar de ser diferentes, todas son aspectos de una única divinidad aglutinante. Sue, que no seguía la religión de una forma convencional ni había visitado Madras, la ciudad natal de sus padres, utilizaba estas metáforas de forma relajada y, a menudo, cómica. Sin embargo, todavía recuerdo su descripción de las dos caras de Shiva, el destructor y el portador de la vida, el joven asceta y el fecundador que empuña un fingía. Sue había detectado la presencia de Shiva en cada dualidad, en cada simetría cuántica. Unió las yemas de sus dedos.

—Ashlee, dime cómo definirías la palabra “monumento”. —Bueno —respondió Ash con indecisión—. Es una cosa, una estructura, como un edificio. Es, ya sabes, arquitectura. —¿Y entonces, por qué es tan diferente de una casa o un templo? —Supongo que se debe a que los monumentos no se utilizan y, en cambio, las casas y las iglesias sí que se utilizan. El monumento sólo se alza para anunciarse.

—Sin embargo, un monumento tiene algún propósito, ¿verdad? Del mismo modo que una casa sirve para algo.

—No creo que sea útil… pero sí, supongo que tiene algún propósito. Pero la verdad es que no es demasiado práctico.

—Exacto. Se trata de una estructura que tiene un propósito, pero éste propósito no es práctico, sino espiritual… o por lo menos, simbólico. Anuncia el poder y el predominio o conmemora algún acontecimiento público. Aunque es una estructura física, dirige todo su significado, toda su utilidad, a la mente humana. —¿También los Cronolitos?

—Eso es lo que pretenden. Como arma destructiva, son relativamente inofensivos. Por sí solo, un Cronolito no consigue nada concreto, pues no es más que un objeto inerte. Pero todo su significado reside en el reino del sentido y la interpretación… y allí es donde se desarrolla la batalla, Ashlee —se dio unos golpecitos en la frente—. Se trata del tipo más insólito de arquitectura, porque en el mundo físico no hay nada que pueda compararse con los monumentos y las catedrales que erigimos en el interior de nuestras cabezas. Una parte de esa arquitectura es sencilla y verdadera, otra es barroca, otra es bella… y otra es fea y peligrosamente defectuosa. Sin embargo, los monumentos tienen más relevancia que cualquier otro tipo de arquitectura, porque imaginamos el futuro a través de ellos. La historia no es más que un antiguo registro de todo aquello que han construido los hombres y las mujeres a partir de sus ideas. ¿Comprendes? La genialidad de Kuin no tiene nada que ver con los Cronolitos, porque éstos no son más que tecnología, personas que consiguen que la naturaleza salte a través de un aro. La genialidad de Kuin radica en que los está utilizando para colonizar el mundo de la mente, para construir su propia arquitectura en el interior de nuestras cabezas.

—Ha conseguido que la gente crea en él.

—En él, en su poder, en su gloria, en su benevolencia… pero sobre todo, en que su victoria es inevitable. Y eso es lo que deseo cambiar, porque en Kuin no hay nada inevitable, absolutamente nada. Somos nosotros quienes estamos construyendo a Kuin cada día, a partir de nuestras esperanzas y nuestros miedos. Kuin nos pertenece. Es una sombra que todos nosotros estamos proyectando.

Estas palabras no eran nuevas para mí, puesto que la prensa ya había hablado sobre la política de las expectativas. Sin embargo, hubo algo en su discurso que hizo que se me erizara el vello de los brazos. Puede que se debiera a su nivel de convicción, a su elocuencia casual… o a algo más. Creo que entendí, por primera vez, que Sue había declarado una guerra privada y muy personal contra Kuin. Es más, creo que pensaba que se encontraba en el mismo centro del conflicto… ungida por la turbulencia tau, ascendida directamente hacia la Divinidad.

El domingo salí a cenar con Kaitlin a un restaurante de comida rápida, acabando así con el dinero que había ganado el fin de semana.

Cuando Kait bajó del apartamento que tenía encima del garaje de Whit, tenía un aspecto valeroso pero inconsolable. Saltaba a la vista que había pasado dos noches sin David, porque tenía los ojos enrojecidos y la tez pálida por la falta de sueño. Me dedicó una sonrisa casi furtiva, como si no tuviera ningún derecho a mostrarse alegre mientras David estaba en la guerra.

Tomamos unos bocadillos de pasta de judías en People’s Kitchen, un restaurante que antes tenía brillantes colores pero ahora resultaba escabroso. Kait, que sabía que Sue Chopra y Ray Mosley se encontraban en la ciudad, me hizo algunas preguntas sobre su visita, aunque era evidente que no sentía demasiado interés por lo que ella consideraba “los viejos días”. Me comentó que últimamente tenía pesadillas: se encontraba en Portillo con David; él estaba en peligro mortal y ella no podía hacer nada por ayudarle. En el sueño, le habían enterrado las piernas en la arena y el Kuin de Portillo se alzaba sobre ella… y parecía vivo, deforme y malvado.

Escuché en silencio su relato. No era un sueño demasiado difícil de interpretar.

—¿Has tenido noticias de David?

—Me llamó cuando el autobús llegó a Little Rock, pero desde entonces no he vuelto a saber nada de él. De todas formas, supongo que se han encargado de mantenerlo bien ocupado en el campamento.

Yo también lo suponía. Entonces, le pregunté qué tal llevaban el tema Janice y Whit.

—Mamá es de gran ayuda. Y Whit… —movió la mano—. Bueno, ya sabes como es. No aprueba la guerra y en ocasiones se comporta como si David fuera el único responsable de ella. ¡Como si hubiera tenido alguna otra opción cuando lo llamaron a filas! Para Whit todo es un gran negocio… y las únicas personas implicadas son obstáculos o malos ejemplos.

—Yo tampoco estoy seguro de que esta guerra esté sirviendo de algo, Kait. Si David hubiera deseado eludir el ejército, yo le habría ayudado a excavar un hoyo.

Kait sonrió con tristeza.

—Lo sé, papá. Y David también lo sabe. Sin embargo, por extraño que resulte, Whit jamás hubiera aceptado esa opción. No le gusta la guerra, pero tampoco está dispuesto a quebrantar la ley, a tener problemas legales ni nada de eso. La verdad es que David suponía que si intentaba eludir su reclutamiento, Whit informaría de ello a la policía.

—¿Y tú le crees capaz de eso?

Vaciló.

—No odio a Whit…

—Lo sé.

—Pero sí, creo que lo haría.

Quizá no resultaba tan sorprendente que tuviera pesadillas.

—Supongo que Janice estará más por casa ahora que se ha quedado sin trabajo —comenté.

—Sí. Y resulta de gran ayuda. Sé que echa de menos a David, pero nunca habla de la guerra, ni de Kuin ni de lo que piensa Whit. Ese territorio está estrictamente prohibido.

La lealtad que mostraba Janice hacia su segundo marido era notable y, probablemente, admirable, aunque a mí me costaba creerlo. ¿En qué momento la lealtad pasa a convertirse en un martirio? ¿Hasta qué punto era peligroso Whirman Delahunt? Sabía que no podía formularle esas preguntas a mi hija.

Además, Kait tampoco sabría qué responder.

Cuando llegué a casa, Ashlee ya se había acostado. Sus? y Ray estaban despiertos, sentados en la mesa de la cocina y hablando en voz baja mientras examinaban un mapa de los estados occidentales. Ray guardó silencio cuando pasé por delante, pero Sue me invitó a unirme a ellos. Para gran alivio de Ray, decliné la oferta con educación y me fui a hacer compañía a Ashlee, que estaba acurrucada sobre su costado izquierdo, con las sábanas enredadas entre los pies y la piel de los muslos erizada debido a la ligera brisa nocturna que se colaba en la habitación.

¿Debería sentirme culpable por no haber buscado ni alcanzado un martirio personal, como Janice, que estaba atada a Whit por su sentido del deber; o como David, que tendría que ir a China y era probable que nunca regresara; o como mi padre, que había justificado su vida comí? un martirio? (Estuve con ella, Scotty.)

Cuando me metí en la cama, Ashlee se movió, masculló y se apretujó contra mí cuerpo para resguardarse del frío de la noche.

Intenté imaginar el martirio invirtiéndolo en el tiempo, como las agujas de un reloj estropeado: ¡qué dulce era renunciar a la divinidad, bajarse de la cruz y pasar de la transfiguración al simple conocimiento para alcanzar, por fin, la inocencia!

Veinte

Cuando Hitch llegó a la ciudad, estaba cojo y le faltaban dos dedos de la mano izquierda. Me dio la impresión de que ya no sonreía con la misma facilidad que antaño, aunque saludó a Sue con una sonrisa y me dedicó una mirada bastante cordial. Por supuesto, su presencia no dibujó en el rostro de Ashlee ninguna expresión de alegría.

Ashlee trabajaba en la planta de tratamiento de aguas de la ciudad, administrando las cuentas del director financiero y redactando los informes exigidos por las leyes estatales y federales. Llegó a casa agotada y estuvo a punto de desmayarse al ver a Hitch Paley, a pesar de que llevaba un traje respetable e incluso se había puesto corbata. Para Ashlee, Hitch era un recuerdo negativo, porque había estado con ella cuando perdió a su hijo Adam.

Morris Torrance, que ahora estaba más calvo que Ray Mosely, había llegado con Hitch en la gran furgoneta que estaba aparcada delante de nuestro apartamento. Como mi mujer y él no se conocían, intenté presentarlos; sin embargo, antes de que pudiera hacerlo, Ashlee dijo con un hilo de voz:

—No tenemos sitio para tantas personas, Scott. Ni siquiera una noche.

El tono de su voz reflejaba un poco de miedo y un enfado enorme.

—No será necesario —respondió Hitch con rapidez—. Hemos alquilado un par de habitaciones en el Marriott. Me alegro de verte, Ashlee.

—Supongo que yo también —respondió.

—Gracias por habernos dado alojamiento durante estos días — añadió Sue Chopra—. Sé que hemos causado muchas molestias.

Ashlee asintió. Supongo que se había calmado al ver que Sue había empaquetado su muletón.

—¿Al Marriott?

—Nuestra suerte ha cambiado —explicó Sue.

Acompañé a Hitch a la furgoneta mientras Sue y Ray acababan de hacer las maletas. En cuanto Hitch guardó el muletón de Sue en el maletero, apoyó una mano sobre mi hombro.

—Puede que mañana necesite un poco de ayuda, Scotty. ¿Podrás dedicarme algo de tiempo?

—¿Para ayudarte a qué?

—A gastar dinero en maquinaria pesada. Generadores diesel y cosas similares.

—No sé gran cosa de maquinaria, Hitch. —La verdad es que me gustaría que me acompañaras. —Mañana es un día laborable.

—¿Vas a montar ese diminuto puesto de mercado? ¿Por qué no te tomas el día libre?

—Porque no me lo puedo permitir. —Sí que puedes. Te lo pagaremos.

Me habló del salario que recibiría por ocho horas de trabajo. Por el simple hecho de acompañarle me iban a pagar una cantidad digna de un príncipe (a pesar de que sus amigos habían estado mendigando mi sofá hacía tan sólo unos días). Era obvio que Hitch había venido a la ciudad con dinero. La oferta resultaba tentadora,pero yo me mostraba reacio a aceptarla.

—Piénsalo bien —dijo—. Nuestros gastos corren a cargo del Departamento de Defensa, por lo menos, de momento. Sé que no puedes tomarte el día libre, pero tenemos dinero para compensarte por el tiempo que nos dediques. Y la verdad es que tenemos que hablar de ciertos temas.

—Hitch…

—¿Qué” daño puede hacerte? Ésa era la pregunta adecuada.

—Bueno, tengo la impresión de que hay algo más…

—Bueno, sí. Lo hay. Pero hablaremos de eso mañana. Te llamaré desde el hotel para quedar.

—¿Por qué yo? —pregunté.

—Porque hay una saeta que te señala, amigo mío —se dejó caer sobre el asiento del conductor e hizo una mueca de dolor mientras tiraba de su pierna herida para colocarla en su sitio—. Por lo menos, eso es lo que cree Sue.

De modo que, bajo la luz del sol de la mañana, acompañé a Hitch Paley hasta uno de los deslucidos parques industriales que se alzaban a la orilla oeste del río— El aire acondicionado de la furgoneta estaba estropeado (la verdad es que no era sorprenden te, puesto que las piezas de repuesto había alcanzado un precio desorbitado y, en su mayoría, se destinaban al ejército). A pesar de que el seco aire del exterior fue aumentado de temperatura hasta alcanzar la de un homo, Hitch y yo realizamos el trayecto con las ventanillas cerradas y los respiraderos bien abiertos. Cuando llegamos a nuestro destino, el interior del vehículo apestaba a vinilo caliente, aceite de motor y sudor.

Hitch tenía una cita con el jefe de ventas de una distribuidora de maquinaria y componentes llamada Tyson Brothers. Seguí a mi amigo hasta recepción y me senté en el despacho de aquel tipo, donde me dediqué a observar su ficus marchito y su pared repleta de obras de arte genéricas, mientras Hitch negociaba el precio de dos excavadoras pequeñas y una cantidad de generadores portátiles suficiente para suministrar energía a una pequeña ciudad, además de diversas piezas de repuesto. Era evidente que el vendedor sentía curiosidad por saber qué pensábamos hacer con todo eso, puesto que preguntó en un par de ocasiones si éramos contratistas independientes y pareció molesto cuando Hitch ignoró su pregunta. De todas formas, rellenó la hoja del pedido con una sonrisa que le iba de oreja a oreja. Probablemente, Hitch había salvado de la quiebra a Tyson Brothers… o, por lo menos, había aplazado su inevitable llegada.

En cualquier caso, había gastado más dinero en esas dos horas del que yo había ganado en el transcurso del año anterior. Después de darle un número de contacto y decirle que alguien se pondría en contacto con él para hablar de la entrega, Hitch le tendió la mano buena al recepcionista y salimos del edificio, donde fuimos recibidos por la oleada de calor.

—¿Qué es exactamente lo que queréis hacer? —pregunté, en cuanto estuvimos dentro de la furgoneta—.¿Excavar un agujero y alumbrarlo?

—Somos un poco más ambiciosos, Scotty. Vamos a derribar una de esas piedras de Kuin.

—¿Con un par de excavadoras?

—Nos faltaban para completar el equipo. La verdad es que contamos con un batallón de ingenieros militares y maquinaria pesada que están preparados para ponerse manos a la obra en cuanto Sue dé la orden.

—¿En serio vais a demoler un Cronolito?

—Sue dice que podemos hacerlo. Cree que es posible.

—¿Y cuál de todos pretendéis derribar?

—El de Wyoming.

—No hay ningún Cronolito en Wyoming.

—No, todavía no.

Hitch me explicó todo esto tal y como él lo entendía. Más tarde, cuando Sulamith Chopra me contó los detalles, descubrí que había estado muy atareada durante todos estos años.

—Tú te desentendiste, Scotty —dijo Hitch—. Preferías vivir tu vida con Ashlee y tener más libertad, pero el hecho de que dejaras de crear nuestro código no significa que los demás nos quedáramos de brazos cruzados.

Durante toda mi vida, sólo había comprendido la física de los Cronolitos de forma general. Por ejemplo, sabía que su tecnología implicaba la manipulación de espacios Calabi-Yau (que son los constituyentes más pequeños de la materia y la energía), y que para hacerlo a niveles energéticos prácticos se utilizaba una técnica llamada decohesión fermiónica lenta. Respecto a lo que sucedía realmente en el intrincado origami del espacio-tiempo, mis conocimientos equivalían a los de un recién nacido. Sue solía decir que la geometría en nueve dimensiones era un lenguaje en sí mismo, pero daba la casualidad de que yo no sabía hablarlo.

Pero Sue sí que sabía, aunque creo que nadie había apreciado la profundidad de sus conocimientos. El gobierno federal le había ayudado como aliada y le había perseguido como enemiga, pero siempre había infravalorado su talento. Sue conocía tan bien la geometría Calabi-Yau que yo había empezado a creer que una parte de ella vivía en ese mundo, que habitaba en esas abstracciones del mismo modo que un astronauta puede vivir en una planeta extraño y remoto. En cierta ocasión, me explicó que las paradojas no existían, que una paradoja no era más que una ilusión que creas cuando analizas un problema de n dimensiones a través de una ventana tridimensional.

—Todas las partes se conectan entre sí, Scotty, aunque no podamos ver los lazos y los nudos. El pasado y el futuro, el bien y el mal, el aquí y el allá. Todo es una misma cosa.

Sus colaboradores ya habían conseguido producir turbulencias tau a pequeña escala. Aunque no eran más que diminutos granos de arena frente a los Cronolitos de Kuin, seguían el mismo principio… y, ahora, Sue creía que podría desestabilizar la llegada de un Cronolito llevando a cabo esta misma manipulación en el espacio físico en el que se iba a manifestar.

Llevaba más de un año esperando, pero los sistemas globales que controlaban y predecían las llegadas eran confidenciales, confusos o ambas cosas a ¡a vez, y la burocracia militar había tardado bastante en examinar sus propuestas y aprobarlas. Hitch me explicó que Wyoming era la primera oportunidad real… y puede que ¡a última. A pesar de que tendrían que enfrentarse a diversos peligros, pues Wyoming se había convertido en una Meca para las milicias Copperhead de diversas (e incompatibles) tendencias políticas, la buena noticia era que disponían de tres generosas semanas para hacer los preparativos y contarían con el apoyo del ejército. Además, los medios de comunicación no darían a conocer su trabajo para no atraer a más kuinistas. Trabajarían en secreto, pero con todo su entusiasmo.

Le dije a Hitch que todo eso me parecía muy bien, pero que seguía sin entender por qué estaba sentado en su furgoneta escuchando lo que cada vez me parecía más una subasta.

Hitch se puso serio.

—Scotty —dijo—. Esto no es ninguna subasta. Al menos, para mí no lo es. Aunque te aprecio como persona, no estoy seguro de que tu presencia sea beneficiosa para esta expedición. Respeto todo lo que has conseguido en esta ciudad, y Dios sabe lo difícil que es mantener unida a una familia en estos tiempos que corren. Sin embargo, nosotros necesitamos técnicos, ingenieros y personas que puedan manejar maquinaria pesada, no a un tipo que vende porquerías de segunda mano en un mercadillo.

—¡Oh! Gracias.

—Espero que no te ofendas. ¿Crees que me equivoco?

—No.

—Sue es quien desea que te unas a nosotros, por razones que sólo es capaz de insinuar.

—Antes me has hablado de una saeta.

—Bueno, se trata más bien de un juego de unir lo puntos. ¿Me dejas que te cuente una historia?

—Siempre y cuando mantengas los ojos en la carretera…

Los controladores de tráfico de la mitad de las calles de Miniápolis habían dejado de funcionar, de modo que no había nada que impidiera una colisión aparte de los detectores del vehículo. Hitch se había acercado tanto al carromato de un vendedor ambulante que se habían disparado las alarmas de proximidad.

—Odio el tráfico —refunfuñó.

Hitch había estado en El Paso seis meses atrás, rastreando las amenazas de muerte que había recibido Sue en la terminal de su casa. No había hablado con nadie, excepto con los pocos socios que tenía en ese lugar.

En teoría, Morris Torrance se encargaba de la seguridad de Sue, aunque siempre era Hitch quien realizaba el trabajo físico, porque estaba bien relacionado con los círculos kuinistas y poseía la credibilidad callejera necesaria para impresionar a diversos secuaces. Era bueno peleando y, sin duda alguna, un experto en el manejo de armas de todo tipo… aunque preferí no preguntárselo.

Morris había descubierto que esas amenazas procedían de uno de los grupos kuinistas más importantes que operaban a las afueras de Texas, así que Hitch había viajado hasta El Paso para congraciarse con las milicias locales.

—Pero cometí un error evidente: hice demasiadas preguntas demasiado rápido. Si los ánimos están calmados no suele pasar nada… pero esos téjanos eran unos jodidos paranoicos. Así que alguien decidió que yo era un problema.

Me explicó que cinco cuadrillas de ataque kuinistas lo llevaron a rastras hasta el solar trasero de un taller de reparaciones y le interrogaron con la ayuda de un machete tan dentado como una sierra.

Hitch levantó la mano izquierda y me mostró los muñones de sus dedos índice y corazón. Ambos habían sido seccionados por debajo de los nudillos y, a pesar de que se los habían suturado con sumo cuidado, resultaba obvio que el corte no había sido limpio. Pensé en eso. Pensé en el dolor.

—No te preocupes —dijo—. Podría haber sido peor. Conseguí escapar.

—¿Y eso sucedió el mismo día que te quedaste cojo?

—Mientras escapaba, una bala de bajo calibre se hundió en el tejido muscular. Tenían una pistola antigua, un trozo de chatarra del siglo XX con la empuñadura medio oxidada. Pero lo importante del tema, Scotty, es que reconocí al tipo que me disparó.

—¿Lo conocías?

—Sí, y creo que él también me reconoció… o, por lo menos, sé que mi rostro le resultaba familiar. Si no se hubiera sorprendido al verme, estoy seguro de que el disparo habría sido mortal. Aquel tipo era Adam Mills.

Me aparté de él de forma instintiva y me apoyé en la puerta de mi lado, sintiendo frío a pesar del calor estival.

—¡No puede ser! —exclamé.

—Te juro que era él. No murió en Portillo… supongo que logró escapar con los refugiados.

—¿Y tropezaste con él en El Paso? ¿Así de sencillo?

—Sue dice que no es ninguna coincidencia, sino una turbulencia tau. Se trata de un sincronismo significativo que se conecta con nosotros a través de ti. Adam Mills es la saeta, Scotty, y te está apuntando.

—No me lo creo.

—Y por lo que sé, no es necesario que lo hagas. Yo tampoco quería creerme que tenía una bala clavada en la pierna. Tuve que matar a un par de personas para conseguir esta información y dársela a Sue. Lo que Sue haga con ella o lo que tú hagas con ella no es asunto mío.

—¿Has matado a un par de personas?

—¿En qué crees que consiste mi trabajo, Scotty? ¿En viajar por todo el país recurriendo a la persuasión moral? Por supuesto que he matado a diversas personas —movió la cabeza—. ¿Sabes? Esto es exactamente lo que me saca de quicio. Cuando me miras, ves a aquel tipo tan animado con el que solías holgazanear en Chumphon; sin embargo, debo decirte que antes de conocerte ya había matado a un hombre, Scotty. Sue lo sabe. Ya sabes que en aquella época no vendía bañadores, sino que traficaba con drogas. Son situaciones en las que te encuentras cuando te mueves en ese mundo. Yo no poseo tu sentido de la ética. Sé que te consideras una especie de leproso moral porque la jodiste con Janice y Kait, pero en lo más profundo de tu alma sabes que eres un padre de familia. Eso es todo.

—¿Y por qué quiere Sue que os acompañe?

—Ojalá lo supiera.

Veintiuno

En estos días de crisis, el Marriott no atraía a demasiados huéspedes. Sue estaba sola en la sala de la piscina y la sauna, aunque Morris Torrance montaba guardia al otro lado de la puerta.

Me miró desde las agitadas aguas del jacuzzi. Llevaba un bañador de color rojo bombero y un gorro de plástico amarillo; ninguna de las dos prendas le sentaba bien, pero Sue nunca había prestado demasiada atención a la moda. Incluso en el jacuzzi llevaba puestas sus enormes gafas arcaicas, con su arañada montura de lo que parecía bakelita negra.

—Tendrías que probar esto, Scotty —me dijo—, es muy relajante.

—No estoy de humor.

—¿Debo asumir que Hitch ha estado hablando contigo?

—Sí.

Suspiró.

—De acuerdo. Dame un minuto.

Levantó su cuerpo en forma de pera para salir del jacuzzi y, en cuanto se quitó el gorro, su cabello saltó como un animal enjaulado.

—Me apetece sentarme en las tumbonas que hay junto a la ventana — dijo—, pero no sé si tendrás demasiado calor con esa ropa.

—Estoy bien —respondí, aunque el aire era tropical y apestaba a cloro. Además, aquella incomodidad me parecía adecuada.

Extendió una toalla de baño y se sentó con solemnidad.

—¿Hitch te ha hablado de Adam Mills?

—Sí, pero todavía no se lo he contado a Ashlee.

—No lo hagas, Scotty.

—¿Que no se lo diga? ¿Acaso prefieres contárselo tú?

—Por supuesto que no, pero tampoco quiero que lo hagas.

—Ella cree que podría estar muerto. Tiene derecho a saber la verdad.

—Sí, es evidente que Adam está vivo. Sin embargo, antes de decirle nada, pregúntate a ti mismo lo siguiente: ¿De qué serviría contárselo a Ashlee? ¿Realmente vale la pena que sepa que su hijo está vivo y es un asesino?

—¿Un asesino? ¿En serio?

—Sí. Lo sabemos con certeza. Adam Mills es un fervoroso kuinista de línea dura y un asesino múltiple… un secuaz de una de las bandas P-K más depravadas del país. ¿Crees que Ashlee necesita saber eso? ¿De verdad quieres decirle que su hijo está llevando un tipo de vida que, probablemente, lo conducirá a la muerte o a la cárcel en un futuro próximo? Y cuando esa suceda, ¿deseas ver cómo se hunde de nuevo en la tristeza?

Vacilé. Intentaba ponerme a mí mismo en el lugar de Ashlee: si llevara años preguntándome si Kaitiin habría sobrevivido al Cronolito de Portillo, agradecería cualquier tipo de información.

Pero Adam no era Kaitiin.

—Fíjate en todo lo que ha ganado desde Portillo: un trabajo, una familia, una vida real… y también equilibrio, Scotty, en un mundo en el que todas estas cosas se han convertido en un bien escaso. Soy consciente de que la conoces mucho mejor que yo… pero en tu lugar, yo me lo pensaría dos veces antes de volver a arrebatarle todo eso.

Decidí dejar el tema apartado, de momento. Había venido a ver a Sue por otras razones.

—También le estaría arrebatando todo eso si os acompañara al oeste… pues Hitch me ha dicho que eso es lo que quieres.

—Sí, pero el viaje no será largo, Scotty. ¿Te importaría sentarte, por favor? No me gusta nada hablar de pie. Me pone muy nerviosa.

Coloque una segunda tumbona enfrente de ella. Al otro lado de la ventana, que estaba cubierta por una capa de vaho, la ciudad se cocía bajo el sol de la tarde. Los rayos centelleaban en las ventanas, en las antenas de los tejados, en las aceras.

—Préstame atención —dijo—. Se trata de algo importante, así que quiero que lo escuches con una mente abierta… por difícil que resulte en estas circunstancias. Sé que hay muchas cosas que no te hemos contado, pero intenta comprendernos, por favor. Teníamos que ser precavidos, teníamos que asegurarnos de que tu opinión sobre Kuin no había cambiado… no, no te hagas el ofendido, pues hemos visto cosas mucho más extrañas que esa. Teníamos que estar seguros de que no habías quedado atrapado en los círculos Copperhead, como el marido de Janice… ¿Cómo se llamaba? ¿Whitman? Morris insiste en que no debemos fiarnos de nadie, aunque le he dicho una y mil veces que tú seguías siendo el mismo. Te conozco bien, Scotty. Has estado en la turbulencia tau casi desde el principio. Ambos lo hemos hecho.

—Sí, ya sé que nos une un vínculo sagrado, Sue. Pero a mí me parece una estupidez.

—No es ninguna estupidez ni ninguna hipótesis descabellada. Aunque reconozco que se trata de una interpretación, los cálculos sugieren…

—La verdad es que no me importa en absoluto lo que sugieren los cálculos.

—Entonces, limítate a escuchar. Voy acontarte la verdad que yo creo.

Apartó la mirada y sus ojos observaron algún punto muy distante. No me gustó la expresión de su rostro: era vehemente y esquiva, casi inhumana.

—Scotty, yo no creo en el destino. Es un concepto arcaico. Las vidas de las personas son increíblemente complejas, mucho menos predecibles que las de las estrellas. Sin embargo, sé que la turbulencia tau mueve la causalidad a lo largo y ancho de la línea temporal. ¿Realmente crees que se trata de una coincidencia que tú y Hitch acabaseis trabajando para mí, o que Adam Mills compartiera con nosotros la turbulencia de Portillo? En estos dos casos, resulta posible construir una secuencia lógica de los acontecimientos que podría considerarse una explicación, pero no sería satisfactoria. Yo conocí a Hitch Paley a través de los acontecimientos de Chumphon, de una forma que no podría considerarse aleatoria, y tú conociste a Ashlee porque vuestros hijos realizaron juntos un peregrinaje. Sin embargo, Scotty, si retrocedes un paso y observas de nuevo todo esto con más detenimiento, te darás cuenta de que todos estos hechos se unen entre sí con demasiada pulcritud. Las causas anteriores son insuficientes, de modo que tiene que existir una causa posterior.

Es decir, que Hitch tropezara con Adam. Eso era algo más que una coincidencia, pero resultaba imposible interpretarla.

—Sólo se trata de un acto de fe —respondí con suavidad.

—¡Entonces, mírame bien, Scotty! ¡Observa el poder que sostengo entre estas dos manos! —me mostró sus pálidas palmas—. ¡Aquí está¡ e! poder necesario para derrumbar un puto Cronolito! Eso me hace importante. Me convierte en un instrumento decisivo para la resolución de los acontecimientos. Scotty, soy una causa posterior.

—Existe una cosa que se llama megalomanía —señalé.

—¡Pero yo no me he inventado todo esto! No es ninguna fantasía que haya comprendido mejor que cualquiera de los habitantes de este, planeta la física de los Cronolitos… y no estoy siendo engreída. No es ninguna fantasía que tú y Hitch estuvierais en Chumphon y Portillo, ni que tú y yo estuviésemos en Jerusalén. Son hechos, Scotty, y exigen una interpretación que va más allá del azar y la casualidad.

—¿Por qué quieres que os acompañe a Wyoming?

Parpadeó.

—Pero yo no quiero eso. Probablemente estarás más seguro en Miniápolis. Sin embargo, no puedo ignorar los hechos. Creo… y sí, ahora se trata de una simple intuición, carente por completo de fundamentos científicos, pero no me importa… creo que tienes un papel que desempeñar en la partida final de los Cronolitos. No sé si será para bien o para mal, pero estoy segura de que no harás nada que me perjudique ni ayudarás a los intereses de Kuin. No se trata de que yo quiera que vengas con nosotros, sino de que considero que sería mejor que lo hicieras porque hay algo especial en ti. El asunto de Adam Mills es como una valla publicitaria. Chumphon, Jerusalén, Portillo, Wyoming. Tú. Puede que no te guste, Scotty, pero tú importas —se encogió de hombros—. Eso es lo que creo, y lo creo con todas mis fuerzas. De todas formas, no voy a intentar convencerte para que nos acompañes, puesto que si no lo haces, consideraré que ése era nuestro destino… es decir, que estábamos unidos por tu rechazo.

—No puedes hacerme cargar con ese peso.

—No, Scotty. No puedo —parpadeó con tristeza—. Pero tampoco puedo liberarte de él.

Todas sus palabras me parecían una locura. Supongo que la enfermedad de mi madre había hecho que desarrollara un oído sensible para lo irracional. Desde pequeño, sabía al instante si mi madre estaba virando hacia la demencia. Reconocía sus grandiosas afirmaciones, su ego exagerado, los indicios de amenaza inminente. Y siempre reaccionaba del mismo modo: me encerraba en mí mismo y experimentaba un rápido congelamiento emocional.

—¿Recuerdas Jerusalén, Scotty? —preguntó Sue—. ¿Te acuerdas de aquellos jóvenes, los que fueron asesinados? Yo pienso en ellos con frecuencia, sobre todo en aquella muchacha que se acercó a hablar conmigo durante la llegada del Cronolito, cuando la turbulencia tau estaba en su apogeo. Se llamaba Cassie. ¿Recuerdas lo que me dijo Cassie?

—Te dio las gracias.

—Sí, me dio las gracias por algo que no había hecho, e instantes después, murió. Creo que es posible que estuviera tan sumergida en la turbulencia tau que la realidad de su muerte se extendió por los últimos minutos de su vida. No sé por qué me dio las gracias, Scotty, ni creo que ella lo supiera. Sin embargo, estoy segura de que sintió algo… momentáneo.

Sue apartó los ojos de mi rostro casi con timidez, y esa expresión hizo que regresáramos a la escala de lo simplemente humano.

—Necesito conseguirlo —añadió—. Por lo menos, necesito intentarlo.

Todas las parejas que se han enamorado tienen un lugar especial: una playa, un jardín, el banco de un parque junto a una biblioteca. Para Ashlee y para mí, ese lugar era un parque ajardinado situado a unas manzanas al este de nuestro apartamento. Se trataba de un parque del extrarradio normal y corriente, con un estanque con patos bordeado de cemento, una zona de recreo y un campo de softball con el césped segado. Habíamos venido con frecuencia a este lugar cuando regresamos de Portillo, mientras Ash intentaba recuperarse de la pérdida de Adam y después de que yo hubiera decidido dejar de trabajar para Sue.

Aquí era donde le había pedido que se casara conmigo. Habíamos traído comida para hacer un picnic, pero las nubes de tormenta se empezaron a acercar por el horizonte y, de pronto, empezó a llover a raudales. Corrimos hasta el campo de softball y nos cobijamos bajo las gradas cubiertas. Como el aire cada vez era más frío, Ashlee se recostó sobre mi hombro. Mientras la tormenta azotaba los grandes olmos del parque y sus ramas se entrelazaban entre sí como dedos, le pregunté a Ashlec si aceptaría ser mi esposa, y ella me besó y me dijo que sí. Fue así de sencillo y perfecto.

Volví a lievarla a este lugar.

A principios de siglo, era tal la obsesión que existía por mejorar las zonas urbanas que, quizá, se crearon demasiados parques como éste. Muchos de ellos habían desaparecido para dar paso a albergues de indigencia, o estaban tan deteriorados que no tenían ninguna utilidad. Éste era una excepción, puesto que seguía siendo reivindicado por diversas familias del barrio, defendido por una horda de decretos locales y vigilado después del anochecer por diversos voluntarios de la comunidad. Llegamos a última hora de la tarde de un día más fresco que el anterior (que fue abrasador), un día de verano tan agradable que te gustaría doblarlo y guardarlo en el bolsillo. Había familias merendando junto al estanque y niños jugando en los columpios y toboganes recién pintados.

Nos sentamos en las vacías gradas de softball. De camino al parque habíamos comprado comida preparada, trozos diminutos de pollo rebozado. Ashlee empezó a comer con indiferencia, aunque cada uno de sus gestos ponía de manifiesto su inquietud. Supongo que a mí me sucedía lo mismo.

En un principio, había decidido que hoy le hablaría sobre Adam, pero me había dado cuenta de que no podía hacerlo. No se trataba de que me faltara valor, sino de una decisión que había tomado por defecto. Seguía creyendo que Ash merecía saber que Adam estaba vivo, pero Sue tenía razón: la noticia no le curaría las heridas, sino que las haría más profundas.

Por mucho que protestara mi contienda, me sentía incapaz de contarle algo que iba a causarle tanto dolor.

Supongo que el destino se construye con decisiones como ésta, a base de madera y clavos, como la horca.

—¿Te acuerdas de aquel niño? —preguntó Ashlee, pasándose una servilleta por los labios—. ¿Aquel que estaba jugando a softball?

Poco después de casarnos, habíamos pasado un sábado en este parque. Se estaba disputando un partido de la Liga Infantil, así que había dos entrenadores y algunos padres compartiendo las gradas con nosotros. El bateador era un niño que parecía haberse criado a base de filetes y esteroides, el tipo de chaval de once años que tiene que afeitarse antes de ir al colegio. En cambio, el pitcher era un niño rubio desnutrido pero con un enorme talento para lanzar la pelota, por desgracia, una de ellas fue directa a la base del bateador y, tras golpear el bate, regresó al montículo del lanzador antes de que el pitcher pudiera levantar el guante (se había distraído con algo que había en la primera base). Mientras giraba la cabeza, el pequeño recibió un fuerte golpe en la sien.

Se hizo el silencio; después, se oyeron jadeos y algunos gritos. El pitcher miró hacia el suelo y, tras caerse de bruces (pues fue incapaz de mover los brazos para atenuar el golpe), se quedó tendido y completamente inmóvil sobre el polvo de su montículo.

Lo extraño de esta historia viene ahora: nosotros no éramos padres ni participantes, sino simples observadores fortuitos que habían ido al parque para disfrutar de su día Ubre. Sin embargo, yo ya había llamado a los Servicios de Emergencia antes de que a cualquier persona de las gradas se le hubiera ocurrido llevarse la mano al bolsillo, mientras que Ashlee, que tenía conocimientos de primeros auxilios, llegó al montículo antes que el entrenador.

La lesión no era grave, así que Ash mantuvo estable al muchacho e intentó tranquilizar a su aterrada madre hasta que llegó la ambulancia. Lo único insólito que hubo en aquel incidente fue la rapidez con la que reaccionamos Ashlee y yo.

—Lo recuerdo —respondí.

—Aquel día aprendí algo. Aprendí que los dos estamos preparados para lo peor. Siempre. En cierto modo, puede que incluso lo estemos esperando. Supongo que, en mi caso, se debe a mi padre.

Su padre era alcohólico, circunstancia que suele obligar a un niño a madurar de forma prematura, y había muerto de cáncer de hígado cuando Ashlee tenía quince años.

—Y tú, por tu madre —continuó.

Siempre esperábamos lo peor… bueno, sí, por supuesto. (En aquel instante, la voz de mi madre sonó brevemente en mi cabeza: ¡Scotty, deja de mirarme de esa forma.)

—Y eso me dice —añadió, sin mirarme a los ojos y escogiendo sus palabras con cuidado— que somos dos personas bastante fuertes. Hemos tenido que enfrentamos a ciertas cosas muy difíciles.

¿Tan difícil como un hijo asesino, resucitado de la muerte?

—Así que no te preocupes, Scott. Confío en ti. Tienes que hacer lo que consideres correcto. No es necesario que intentes decírmelo con suavidad. ¿Vas a irte con ellos, verdad?

—Sólo durante una breve temporada —respondí.

Veintidós

Cruzamos la frontera del estado de Wyoming el día que el gobernador dimitió.

Una de las supuestas milicias Omega había ocupado el parlamento durante casi una semana, tomando como rehenes a sesenta personas, entre las que se incluía el gobernador Atherton. La Guardia Nacional había despejado el edificio y Atherton había renunciado a su cargo en el mismo instante en que fue liberado, aludiendo a razones de salud (y el motivo era bueno: había recibido un disparo en la ingle y la herida se había infectado).

En otras palabras, las emociones estaban a flor de piel en este país montañoso; sin embargo, toda esta agitación política era invisible desde la carretera. Avanzamos por una autopista llena de baches, flanqueada por inmensos ranchos que habían quedado desérticos debido a la crisis del Acuífero de Oglalla. Pudimos ver diversas bandadas de estorninos descansando sobre las oxidadas varillas de los sistemas de irrigación.

—Parte del problema —estaba diciendo Sue— es que la gente considera que un Cronolito es algo mágico, pero eso no es cierto. Es tecnología y, por lo tanto, se comporta como la tecnología.

Sue, que llevaba cinco horas habiéndonos sobre los Cronolitos, había insistido en conducir la última furgoneta del convoy (que contenía nuestros efectos personales y sus proyectos), así que Hitch, Eay y yo nos íbamos turnando en el asiento del pasajero. Sue había añadido una especie de locuacidad nerviosa a su acostumbrada conducta obsesiva. Incluso teníamos que recordarle que comiera.

—La magia es ilimitada —explicó—, o, por lo menos, sólo está limitada por el talento de quien la practica o los caprichos del mundo sobrenatural. Sin embargo, los límites de los Cronolitos están impuestos por la naturaleza, de modo que son muy estrictos y perfectamente calculables. Kuin envía sus monumentos veinte años al pasado porque ése es el punto en el que las barreras prácticas se hacen infranqueables. Si retrocediera más, los requisitos de energía pasarían a ser logarítmicos… incluso para una masa minúscula se dispararían hasta el infinito.

Nuestro convoy estaba formado por ocho camiones de carga militares y el doble de furgonetas y vehículos para transporte de personal. Durante todos estos años, Sue había ido reuniendo un pequeño ejército de personas con una forma de pensar similar, entre las que se incluían los académicos y licenciados que habían creado el equipo de intervención tau. Como esta expedición contaba con la protección de las fuerzas armadas, todos nuestros vehículos habían sido pintados del color azul de Unifuerzas para que pareciera un convoy militar normal y corriente, como los que solían verse incluso por estas carreteras occidentales despobladas.

Tras recorrer algunos kilómetros, nos detuvimos en el arcén de la carretera formando una línea recta desde el camión que nos dirigía y esperamos a que nos llegara el turno de rellenar nuestro depósito de gasolina en la solitaria estación de servicio de Sunshine Volátiles. Sue desconectó el aire acondicionado y yo bajé la ventanilla. El cielo era inmensurablemente azul, aunque había alguna nube alta, y el sol estaba a punto de alcanzar su cénit. Había más gorriones revoloteando sobre una antigua torre de perforación de petróleo oxidada que se alzaba en un árido campo. El aire olía a calor y a polvo.

—Existe todo tipo de límites en los Cronolitos —la voz de Sue era un canturreo adormecido—. Por ejemplo, su masa… o, para ser más concreta, su equivalencia de masa, puesto que la sustancia con la que han sido creados no es convencional. ¿Sabéis que ninguno de los Cronolitos ha tenido una equivalencia de masa mayor a doscientas toneladas métricas? Y seguro que no se debe a una falta de ambición por parte de Kuin, puesto que si fuera, posible, haría que llegaran hasta la luna. Como os iba diciendo, la energía necesaria se dispara de forma exponencial cuando se rebasa cierto punto. Además, la estabilidad se resiente y los efectos secundarios se hacen más notables. Scotty, ¿sabes qué le ocurriría a un Cronolito si rebasara mínimamente el límite teórico de masa?

Le dije que lo ignoraba.

—Se haría inestable y se destruiría… probablemente, de forma espectacular. Su geometría Calabi-Yau se desdoblaría. En términos prácticos, las consecuencias serían catastróficas.

Sin embargo, Kuin no había sido tan necio como para dejar que eso sucediera. Entonces me di cuenta de lo astuto que era… y de que eso no presagiaba nada bueno para nuestra quijotesca expedición a estas tierras occidentales devastadas por el sol.

—Me apetece una coca-cola —dijo de repente Sue—. Estoy tan seca como un hueso. ¿Puedes ir a la gasolinera y traerme una… si hay?

Asentí y, tras abandonar la furgoneta, avancé por el pedregoso margen de la carretera hasta que dejé atrás la larga hilera de camiones. La estación de servicio era un lugar solitario, una vieja cúpula geodésica que daba sombra a la tienda y a una hilera de depósitos moteados de óxido. En la puerta había un anciano que contemplaba la larga cola de vehículos protegiéndose los ojos con la mano. Aunque, en conjunto, debíamos ser más clientes que los que habían pasado por allí durante las últimas dos semanas, aquel tipo no parecía estar demasiado contento.

Observé que los módulos automatizados de servicio se movían bajo el primer camión del convoy, rellenando su depósito y limpiándolo. Los litros y el precio se mostraban en el gran panel superior, cuya pantalla había dejado de ser transparente debido al sol y ¡a arena.

—Hola. Parece que no ha llovido mucho por aquí últimamente.

El encargado de la estación de servicio apartó la mano de sus ojos y me miró de soslayo.

—No llueve desde mayo —respondió.

—¿Tiene bebidas frías?

Se encogió de hombros.

—Refrescos. Algunos.

—¿Puedo echar un vistazo?

Se movió hacía un lado de la puerta.

—Es su dinero.

Después do haber caminado bajo aquel sol abrasador, sentí frío en el oscuro interior de la tienda. En las estanterías no había demasiados productos y en el refrigerador sólo había coca-cola, cerveza y refrescos de naranja. Cogí tres latas al azar.

El encargado tecleó el importe de la venta mirándome la frente con tanta intensidad que empecé a pensar que llevaba algo escrito.

—¿Sucede algo? —pregunté.

—Sólo estaba buscando el Número.

—¿Qué número?

—El de la Bestia —respondió, señalando una pegatina que tenía pegada delante del mostrador: ¡ESTOY LISTO PARA ENTRAR EN ÉXTASIS! ¿Y TÚ?

—Supongo que estoy listo para tomar una bebida bien fría — respondí.

—Lo suponía.

Me siguió hasta el exterior de la tienda y miró hacia la hilera de camiones.

—Es como si el circo hubiera venido a la ciudad —escupió distraído al suelo.

—¿Me podría dejar la llave del servicio?

—Está colgada de un gancho al otro lado de la esquina —señaló con el pulgar hacía la izquierda—. Sea piadoso y tire de la cadena cuando termine.

El emplazamiento de la llegada (que había sido identificado por los satélites de vigilancia y concretado a partir de la radiación ambiental de la zona) era tan enigmático y tan poco esclarecedor como la mayoría de los lugares en los que habían aterrizado los Cronolitos.

Los monumentos que llegaban a zonas rurales o pueblos y, por lo tanto, no provocaban daños devastadores, solían etiquetarse como “estratégicos”, mientras que los que asolaban ciudades enteras, como los de Jerusalén o Bangkok, se consideraban “tácticos”. De todas i formas, el hecho de que esta distinción fuera significativa o fortuita estaba abierto al debate.

Era obvio que la piedra de Wyoming podía incluirse en la categoría de Cronoiitos “estratégicos”. Wyoming es, en esencia, una meseta elevada y árida interrumpida por montañas, “la tierra de las altitudes elevadas y las multitudes bajas”, según las palabras de un gobernador del siglo XX. La piedra de Kuin no afectaría demasiado a su economía, basada en las reservas de petróleo y la ganadería; además, la zona en la que estaba prevista ¡a llegada no había ninguno de estos recursos (de hecho, no había nada de nada, excepto perros de ladera y algunas granjas abandonadas). La localidad más cercana, situada a veinticinco kilómetros de distancia, era un pueblo provisto de oficina postal llamado Modesty Creek al que se llegaba por una carretera asfaltada de dos carriles que discurría entre pastos, lechos de basalto y tramos dispersos de álamos americanos. Mientras recorríamos esta carretera secundaria a una velocidad prudente y nos aproximábamos a nuestro destino, Sue se olvidó de su monólogo durante un rato para admirar las ondas que formaba el viento en las praderas de salvia y ortigas.

Le pregunté por qué motivo iba a aterrizar un Cronolito en un lugar como éste.

—No lo sé —respondió—, pero es una buena pregunta. Y razonable. Estoy segura de que tiene que significar algo. Es como cuando juegas al ajedrez y tu contrincante mueve el alfil hacia un lado sin razón aparente. Puede que se trate de un error estúpido… o de una estrategia.

Una estrategia, es decir, una distracción, una falsa amenaza, una provocación, un señuelo. De todas formas, Sue insistió en que eso no importaba, porque fuera cual fuera el propósito de ese Cronolito, nosotros íbamos a evitar su llegada.

—Sin embargo, la causalidad es demasiado confusa —admitió—. Se une y se enreda con fuerza. Kuin juega con la ventaja de la retrospectiva. Puede moverse en nuestra contra de formas que nos resulta imposible prever. No sabemos gran cosa de él, pero estoy segura de que él nos conoce perfectamente.

Al atardecer, nuestros vehículos ya habían abandonado la carretera. Días antes había llegado un grupo que se había encargado de hacer un reconocimiento del terreno y marcar el perímetro de la zona del aterrizaje con palos y cinta amarilla. Como el sol aún proyectaba suficiente luz, Sue nos condujo a unos cuantos hasta la cima de una loma, desde donde pudimos contemplar una pradera tan prosaica como un terreno en el que se han realizado las mediciones pertinentes para construir un centro comercial.

Nos encontrábamos en un terreno agreste que antaño había formado parte de una parcela privada que nunca había sido cultivada. Bajo la penumbra era un lugar solemne, una pradera ondulante cuyo lado oriental estaba bordeado por un escarpado risco. Su suelo pedregoso estaba cubierto de salvia, que empezaba a volverse gris después del árido verano. Si el personal de ingeniería no hubiera estado bombeando aire comprimido en los armazones de una docena de cabañas inflables, nos habría envuelto el más absoluto silencio.

Advertí que en la cima del risco se perfilaba la silueta de un antílope contra ci descolorido azul del cielo. El animal levantó su cabeza, nos olfateó y se alejó trotando hasta desaparecer de la vista.

Ray Mosely se acercó a Sue por la espalda y la cogió del brazo.

—Casi puede sentirse, ¿verdad? —dijo.

Supongo que se refería a la turbulencia tau,peroyo debía ser inmune a ella. Aunque puede que hubiera un ligero olor a ozono en el aire, lo único que sentía con certeza era la refrescante brisa que soplaba en mi nuca.

—Es un lugar hermoso pero sombrío —comentó Sue.

Por la mañana, lo llenamos de excavadoras y niveladores y eliminamos toda su belleza.

La red de telecomunicaciones civil estaba en pésimas condiciones, al igual que muchas otras obras públicas: los satélites se habían desviado de sus órbitas y no habían sido reemplazados, la fibra óptica había envejecido hasta agrietarse y los viejos hilos de cobre se habían deteriorado debido a las condiciones atmosféricas. A pesar de todo, la noche siguiente tuve la suerte de conseguir una línea de voz para hablar con Ashlee.

Nuestro primer día en la excavación había sido sumamente ajetreado pero asombrosamente productivo. En cuanto los técnicos triangularon la zona de la llegada, los ingenieros militares nivelaron el terreno y aplicaron una espesa capa da hormigón que serviría de base para la unidad tau-variable, que llamábamos “el núcleo” para abreviar. Aunque en realidad no se trataba de un verdadero núcleo, había sido diseñado para realizar una fragmentación de materia exótica que requería una protección similar, tanto térmica como magnética.

A continuación, los ingenieros prepararon diversas bases más pequeñas para los generadores diesel de repetición, que suministrarían energía a la unidad, y para otros generadores más pequeños que nos abastecerían de luz y alimentarían los mecanismos electrónicos. Cuando llegó la segunda puesta.de sol, ya habíamos convertido aquella tierra montañosa en un erial industrial en el que reinaba una desolación casi victoriana y ya habíamos visto escapar a una cantidad asombrosa de liebres, perros de pradera y serpientes. Nuestras lámparas brillaban en la oscuridad comí) las antiguas fogatas de los indios Crow o los Pies Negros, los Siux o los Cheyene, y el aire apestaba a humo y plástico.

Sue me había asignado la labor de centinela, pero había preferido cambiarla por otra menos seductora pero mucho más útil: excavar hoyos para las letrinas y rellenarlos de cal. Poco antes del crepúsculo, a pesar de que tenía las extremidades entorpecidas por el esfuerzo físico, me dirigí hacia el terreno ascendente que había debajo del risco y conecté mi terminal para llamar a Ashlee. El ancho de banda sólo permitía establecer conexiones de sonido, sin imagen, pero para mí era suficiente, puesto que lo único que necesitaba era oír su voz.

Ashlee me contó que todo iba bien y que había utilizado parte del dinero que le había adelantado Hitch para pagar algunas facturas atrasadas. Ademas, había invitado a Kaitlin al cine en un par de ocasiones. También me dijo que no entendía por qué habíamos dejado a Morris Torrance en la ciudad para que cuidara de ella. En esos momentos estaba sentado en su coche, delante del apartamento y, aunque no era un incordio, se sentía como si la estuvieran vigilando.

Y era cierto. Cuando Sue me comentó que le preocupaba que ciertos elementos kuinistas la hubieran seguido hasta Miníápolis, me negué a dejar a Sue sin protección si existía el menor indicio de amenaza hacia su persona. Había insistido tanto que, al final, el venerable y experto Morris Torrance se había quedado en la ciudad, a regañadientes, para convertirse en su guardián.

—Es un tipo bastante agradable —dijo Ash—, pero me pone de los nervios que me siga a todas partes.

—Sólo será hasta que yo regrese —expliqué.

—Eso es demasiado tiempo.

—Considéralo un modo de preservar mi paz mental.

—Pues tú considéralo una razón para regresar pronto.

—Tan pronto como pueda, Ash.

—Bueno, ¿qué tal… Wyoming?

Perdí un par de sílabas, pero entendí la pregunta.

—Ojalá pudieras verlo. El sol acaba de ponerse. El aire huele a salvia —la verdad era que olía a creosota, cal viva y metal caliente, pero preferí mentirle:—. El cielo es casi tan hermoso como tú.

—…tonterías.

—He pasado el día entero cavando una letrina.

—Eso me parece más probable.

—Te echo de menos, Ash.

—Yo también —hizo una pausa y oí un sonido que podría haber sido el timbre de seguridad de casa—. Creo que hay alguien en la puerta.

—Te llamaré mañana.

—…mañana —repitió ella y, al instante, cortó la comunicación.

Pero al día siguiente no conseguí hablar con ella. No había ningún lugar al este de las Dakotas en donde fuera posible establecer conexión, a pesar de que los sistemas no estaban al límite de su capacidad. Ray Mosely me dijo que lo más probable era que se hubiese caído un grupo de servidores de nodos, seguramente por un nuevo acto de sabotaje de las facciones kuinistas.

Debido a este contratiempo, el especialista de medios de comunicación del departamento de defensa decidió avisar a la prensa un día antes de lo planeado. Había varios periodistas informando de los altercados que se estaban produciendo en Cheyenne, pero como mínimo tardarían veinticuatro horas en llegar a Modesty Creek.

La noche siguiente, los ingenieros erigieron un círculo de lámparas de azufre dolorosamente brillantes. Mientras el aire era fresco y la lunaiucía en lo alto, estuvimos enterrando cables y excavando un bunker en aquel árido terreno, a un kilómetro y medio del lugar del impacto. Por precaución, también levantamos un gran cerco de protección que mantendría alejados a los turistas y a los kuinistas. Hitch opinaba que, sin vigilancia armada, sólo conseguiríamos mantener alejados a los antílopes… pero también teníamos al ejército con nosotros.

Al amanecer, me arrastré hasta mi catre con las manos ensangrentadas.

El asedio estaba a punto de comenzar.

Veintitrés

Hasta ahora habíamos estado solos en este lugar, pero pronto el mundo entero nos acompañaría.

Con todas las cosas que eso implicaba: no sólo vendrían los de la prensa, sino también todo tipo de kuinistas… aunque como nos encontrábamos en un lugar tan apartado y habíamos informado con tan poca antelación de la noticia, teníamos la esperanza de poder evitar un haj masivo (“Éste es nuestro haj”, nos había dicho Sue en más de una ocasión. “Éste nos pertenece”).

Las tropas de las Unifuerzas ya se habían desplegado alrededor del perímetro cercado y a lo largo del risco cuando informamos de la noticia a la Patrulla de Carreteras y a los funcionarios estatales, que se sintieron profundamente molestos al saber que habíamos dado a conocer a la prensa nuestro trabajo, pero que carecían de autoridad para detenerlo. Ray Mosely suponía que los primeros extraños empezarían a llegar en doce horas y, aunque ya habíamos levantado sobre la base del núcleo tau una superestructura similar a una grúa y habíamos acabado de montar y revisar el equipo auxiliar, todavía faltaban cosas por hacer.

Sue estuvo interrogando a los ingenieros y revoloteando alrededor del enorme camión en el que se encontraba el núcleo hasta que Ray y yo le pedimos que nos acompañara durante la comida. Mientras ingeríamos los alimentos en la tienda de lona, efectuamos una lista de comprobación que nos reveló que el trabajo estaba muy adelantado y ayudó a que Sue se calmara un poco.

Por lo menos, durante un rato. Tal y como diría un médico, Sue estaba “agitada”. De hecho, parecía estar a punto de sufrir un colapso nervioso. Se movía con impaciencia y.sin rumbo fijo, golpeaba la mesa con los dedos, parpadeaba sin cesar y nos confesó que no había pegado ojo en toda la noche. Además, era incapaz de apartar la mirada del lugar que ocuparía el núcleo y de los brillantes tubos de acero de la estructura de soporte.

Siguió hablando sin parar sobre el proyecto. Sus miedos más inmediatos eran que la prensa se retrasara o que el Cronolito llegara antes de lo previsto.

—No se trata tanto de lo que vamos a hacer —dijo—, como de que nos vean hacerlo. Sólo tendremos éxito si el mundo ve que tenemos éxito. (En aquel momento me di cuenta de lo fina que era la caña a la que nos estábamos sujetando. Sue considera que el hecho de destruir el Cronolito en el momento de su llegada significaría que habíamos ganado una batalla en esta guerra fantasma, puesto que habríamos desestabilízado el bucle de retroalimentación del que supuestamente dependía Kuin, pero… ¿en qué punto acababan los cálculos y empezaban las teorías carentes de fundamento? Sue nos había arrastrado con ella valiéndose de la posición que le había brindado su enorme conocimiento de las matemáticas y su profunda comprensión de la turbulencia tau. Sin embargo, eso no significaba que tuviera razón. De hecho, ni siquiera significaba que estuviera cuerda.)

Después de comer, observamos cómo un grupo de estibadores y un operador de grúa levantaban el núcleo tau del camión y lo transportaban hasta el lugar que debía ocupar, manipulándolo con la misma delicadeza que si fuera dinamita comprimida. El núcleo era una esfera de tres metros de diámetro, anodizada denegro y tachonada de puertos electrónicos y enchufes. Según lo que Sue me había explicado, era una especie de botella magnética en cuyo interior había una forma exótica de plasma frío. Cuando el núcleo se activara, una serie de dispositivos internos de alta energía iniciarían una decohesión fermióníca que crearía partículas de materia tau-inde terminada prácticamente carentes de masa.

Sue afirmaba que, cuando el Cronolito intentara ocupar su lugar, esas partículas lo desestabilizarían… aunque el significado de eso no estaba nada claro, al menos para mí. Sue había dicho que la interacción que se produciría entre los espacios tau rivales sería violenta pero no “excesivamente energética”,es decir, queera poco probable que Modesty County y nosotros fuéramos borrados del mapa. Sólo poco probable.

Al anochecer, el núcleo ya se encontraba en su lugar y había sido conectado a los sistemas electrónicos a través de un manojo de cables de fibra óptica y tubos conductores revestidos de nitrógeno líquido. Aunque todavía nos quedaba mucho por hacer, el trabajo de las excavadoras y las grúas había finalizado, así que los civiles decidieron celebrarlo con filetes asados y generosas raciones de cerveza embotellada. Después de cenar, los ingenieros de mayor edad se reunieron junto a la carretera, donde estuvieron hablando de los viejos tiempos y cantando canciones de Lux Ebone (para gran disgusto de los jóvenes reclutas de las Unifuerzas). Debo confesar que me uní a ellos en los estribillos.

Aquella noche sufrimos nuestra primera baja.

Nos encontrábamos en un lugar aislado, pero de vez en cuando pasaban vehículos por la carretera secundaría que conducía hasta aquí. Teníamos soldados en ambas direcciones, ataviados con chalecos naranjas, como el personal de mantenimiento de la autopista, y provistos de antorchas incandescentes con las que hacían señas a todo aquel que parecía sentir algo más que curiosidad por nuestros camiones y nuestro equipo. De momento, la estrategia había funcionado razonablemente bien.

Sin embargo, poco después de que asomara la luna, un hombre apagó el motor y las luces de su landó gris verdoso en la cima del montículo más septentrional; a continuación, avanzó sigilosamente entre las sombras hasta quedarse a quince metros del primer camión, donde no llegaba el destello de las luces del campamento.

Avanzó por el arcén de gravilla dando la espalda a los dos miembros del personal de seguridad que estaban aproximándose hacia él y, al girarse, dejó a la vista una forma indeterminada y pesada que resultó ser una escopeta de antigua procedencia con la que disparó a los soldados de las Unifuerzas, matando a uno y dejando ciego para siempre al otro.

Por suerte, el jefe de seguridad de aquella noche era una mujer brillante y bien preparada llamada Marybeth Pearlsteín, que presenció el ataque desde una base de control situada a quince metros del lugar de los hechos. Apenas unos segundos más tarde, su rifle asomó por un lado del parachoques del camión más cercano y derribó al agresor con un disparo certero.

Al parecer, el agresor era un fervoroso Copperhead bien conocido por la policía local. Un par de horas después llegó el funcionario del condado encargado de investigar las muertes violentas para levantar los cadáveres, y una ambulancia transportó al superviviente al centro médico de Modesty County. Si los acontecimientos se hubieran desarrollado de otro modo, supongo que habrían abierto una investigación.

Lo que no sabía…

Es decir, lo que supe más tarde…

Disculpadme por estas estúpidas palabras que sólo reflejan mi impotencia.

Lo que no sabía era que varios miembros de las milicias PK de Texas (las personas de las que me había hablado Hitch, las personas que le habían cortado dos dedos) habían seguido un rastro de conexiones clandestinas hasta el hogar de Whitman Delahunt.

Al parecer, Whit había mantenido a sus colegas informados sobre mis idas y venidas desde que viajé hasta Portillo en busca de Kaitlin. En aquel entonces, las élites PK y Copperhead ya sentían un gran interés por Sue Chopra, ya fuera como poderosa enemiga o, lo que era peor, como un activo… un posible recurso.

Supongo que Whit no había pensado en las posibles consecuencias de sus acciones porque, al fin y al cabo, sólo estaba compartiendo cierta información interesante con sus colegas de su universo Copperhead suburbano (que a su vez la habían compartido con sus amigos y éstos habían ido repitiendo el proceso hasta que había llegado a oídos de los grupos de resistencia militantes). En el mundo de Whit Delahunt, las consecuencias siempre eran remotas y las recompensas inmediatas, porque si no, no eran recompensas. Para él, el movimiento Copperhead no tenía ningún trasfondo político, no era más que una especie de organización en la que las deudas se pagaban con la moneda de la información. Dudo que creyera en un Kuin físico y sustancial; es más, estoy seguro de que si se hubiera aparecido ante él, Whit se habría quedado tan perplejo como un cristiano de domingo que tuviera delante de sus ojos al Carpintero de Galilea.

Pero me apresuraré a añadir que eso no le disculpa.

De todas formas, estoy seguro de que nunca imaginó que las milicias de Texas llamarían a su puerta después de la medianoche, entrarían en su casa como si fuera la de ellos (porque él era uno de los suyos) y le sacarían, a punta de pistola, la dirección del apartamento en el que vivíamos Ashlee y yo.

Jardee, que estuvo presente durante la invasión, le suplicó que no respondiera a las preguntas de los agresores y, cuando Whit la ignoró, intentó llamar a la policía. Debido a este fallido intento, recibió un golpe de pistola que le rompió la mandíbula y le fracturó la clavícula. Estoy seguro de que ambos habrían muerto si Whit no les hubiera prometido que su mujer no hablaría con nadie (supongo que imaginó que no ganaría nada informando de esto a la policía) y que seguiría cooperando con el movimiento.

Lo que no podían saber ni Whit ni Janice era que uno de los hombres de la milicia hacía tiempo que sentía un interés especial por las actividades de Sue Chopra y Hitch Paley. Por supuesto, este tipo era Adam Mills. Adam había regresado a su ciudad natal con un ataque de antinostalgia, satisfecho de que los hilos de su vida se hubieran unido sobre sí mismos de una forma tan extraña y conveniente. Supongo que eso le hacía sentirse profundamente importante.

Supongo que, si hubiese conocido la frase, él mismo habría dicho que estaba “sumergido en la turbulencia tau”. En Portillo, Adam había perdido las yemas de dos dedos por congelación (y no se trataba de ninguna casualidad que fueran los mismos que más tarde le había cortado a Hitch con un machete) y esto le hacía sentirse señalado, como si hubiera sido ungido por el propio Kuin.

Gracias a Dios, Kait estaba durmiendo en su apartamento del ga raje mientras sucedían estos acontecimientos. Hubo ruidos, pero no les suficientes para que despertara. No estuvo involucrada en todo esto.

Al menos, de momento.

Como me sentía incapaz de dormir después del tiroteo de la carretera, estuve paseando con Ray Mosely por el confuso terreno que se extendía entre la torre de! núcleo y las cabañas hinchables.

Los trabajos del campamento ya habían finalizado y sólo se oía el enmudecido zumbido de los generadores. Por fin era posible sentir el silencio, advertir que había un profundo y potente silencio más allá de la pretensión de la luz.

Ray y yo nunca habíamos intimado demasiado, pero durante este viaje nos habíamos acercado un poco más. Cuando lo conocí, era una de esas personas extremadamente competentes pero con baja autoestima a quien le aterraba su propia vulnerabilidad, y eso le había convertido en un tipo irritable que siempre estaba a la defensiva. Aunque seguía siendo así, también era el resultado de todos esos años de contradicción, un hombre de mediana edad un poco más consciente de sus propios defectos.

—Estás preocupado por Sue —me dijo.

Me pregunté si debería hablar o no sobre ese tema, pero estábamos solos, así que nadie podía oírnos. No había nadie más que nosotros y las liebres.

—Es evidente que está sometida a un fuerte estrés —respondí—. Y no lo está llevando demasiado bien.

—¿Tú lo llevarías mejor, en su posición?

—Lo dudo. Pero es su forma de hablar… ya sabes a qué me refiero. Cada vez resulta más avasalladora, y empiezo a preguntarme…

—¿Sí está cuerda?

—SÍ la lógica que nos ha traído hasta aquí es tan hermética como ella.

Tuve la impresión de que Ray reflexionaba sobre mis palabras. Se metió las manos en los bolsillos y esbozó una triste sonrisa.

—Puedes confiar en las matemáticas.

—No me preocupan los cálculos, Ray. No son las matemáticas las que nos han traído hasta aquí, sino los diez o quince saltos de fe que hemos dado.

—¿Estás diciendo que no confías en ella?

—¿Que significa eso? ¿Si creo que es honesta? Sí. ¿Si sus intenciones son buenas? Por supuesto que sí. ¿Si confío en su criterio? Bueno, en este punto no estoy seguro.

—Accediste a venir con nosotros.

—Sue puede ser muy convincente.

Ray se detuvo y miró hacia la oscuridad, más allá del núcleo tau en su armazón de acero, hacia los arbustos y los hierbajos iluminados por la luna y las estrellas.

—Piensa en todas las cosas a las que ha renunciado, Scott. Piensa en la vida que habría podido vivir. Podría haber sido amada —sonrió con tristeza—. Sé que mis sentimientos hacia ella son obvios… y ridículos. Soy un payaso, un estúpido. ¡Si ni siquiera es heterosexual! De todas formas, aunque no hubiera sido conmigo, podría haber compartido el amor con otra persona… con alguna de esas mujeres con las que sale y después ignora, cortando y empalmando su vida como si fuera una película de repuesto. Sin embargo, Sue apartó de su vida a esas personas porque su trabajo era importante, y cuánto más duro trabajaba, más importante se hacía…y ahora se ha entregado a él por completo, ha consagrado su vida al trabajo. Cada paso que ha dado durante su vida le acercaba un poco más a este lugar. En estos momentos, creo que incluso Sue se pregunta si ha estado engañándose a sí misma.

—¿Así que le debemos el beneficio de la duda?

—No —respondió Ray—. Le debemos mucho más que eso. Le debemos nuestra lealtad.

Orgulloso como siempre de haber dicho la última palabra, Ray decidió que era el momento perfecto para dar media vuelta y regresar al campamento.

Yo me quedé de pie, en silencio, éntrela Luna y los reflectores. Desde aquí, el núcleo tau parecía muy pequeño. Era un objeto minúsculo con el que teníamos que conseguir grandes resultados.

Cuando conseguí conciliar el sueño, dormí larga y profundamente. Me desperté a mediodía bajo el tejado traslúcido de la cabaña hinchable, donde ahora descansaban algunos miembros del personal de seguridad y el agotado equipo nocturno.

Nadie se había acordado de despertarme. Todos estaban demasiado ocupados.

Salí de la penumbra del cobertizo para enfrentarme a un sol abrasador. El cielo era depravadamente brillante, una fina capa azul entre la pradera y el Sol. Lo primero que me llamó la atención fue el ruido. Si alguna vez habéis estado cerca de un estadio mientras se está disputando un partido, sabréis a qué tipo de sonido me refiero: al fragor de una gran concentración de voces humanas.

Encontré a Hitch Paley cerca de la tienda de la comida.

—Han venido más periodistas de los que esperábamos, Scotty — dijo—. Hay toda una multitud bloqueando la carretera y la Patrulla de Carreteras está intentando despejarla. ¿Sabes que ya nos han denunciado en el Congreso? Se están cubriendo las espaldas por si no lo logramos.

—¿Crees que tenemos alguna posibilidad?

—Quizá. Si nos dan un poco de tiempo.

Pero nadie quería darnos un poco de tiempo. Estaban llegando tantos militantes kuinistas que, a la mañana siguiente, los disparos empezaron en serio.

Veinticuatro

Sé cómo huele el futuro.

Es decir, el futuro que se impone sobre el pasado; el pasado y el futuro que se entremezclan entre sí como dos sustancias inocuas que, al combinarse, producen una toxina. El futuro huele como el polvo alcalino y el aire ionizado, como el metal canden te y el hielo glaciar. Y como la cordita.

A pesar de que la noche había sido relativamente tranquila, hoy, el día de la llegada, el sonido de unos disparos esporádicos me había despertado de un sueño agotador. No sonaban tan cerca como para que sintiera un pánico inmediato, pero sí para que decidiera vestirme sin perder ni un segundo.

Hítch había regresado a la tienda de provisiones y estaba comiendo con gran satisfacción un cuenco de papel repleto de judías cocidas frías.

—Siéntate —dijo—. Todo está bajo control.

—Pues no lo parece.

Se estiró dando un gran bostezo.

—Lo que oyes es un grupo de kuinistas que hay al sur, en la carretera, intercambiando opiniones con el personal de seguridad. Algunos de ellos van armados, pero lo máximo que hacen es disparar al aire y mover los puños. Sólo son simples espectadores. También hay una cantidad similar de periodistas que pretenden acercarse más de lo que permite el cerco de seguridad, pero los soldados de las Unifuerzas ya lo están solucionando. Sue quiere que estén cerca del punto de llegada… pero ya sabes, no demasiado cerca.

—¿Y cuánto es demasiado cerca?

—Es una pregunta interesante, ¿verdad? Los ingenieros y trabajadores nos apiñaremos en el bunker. Los de la prensa se situarán un poco más al este.

El denominado bunker era un puesto atrincherado, con tejado de madera, situado a un kilómetro y medio del núcleo. Sue había dispuesto en su interior el equipo necesario para controlar e iniciar el acontecimiento tau, además de diversas estufas para protegernos un poco del choque térmico. En el peor de los casos, el bunker también nos protegería de las armas de fuego.

La verdad es que el núcleo era ilógicamente vulnerable, pero las tropas de las Unifuerzas se habían comprometido a protegerlo, siempre y cuando el perímetro cercado permaneciera intacto. Hitch me dijo que la buena noticia era que la chusma de kuinistas que había en la carretera no representaba una fuerza superior a la nuestra.

—Lo conseguiremos, Scotty —dijo—. Con un poco de suerte lo lograremos.

—¿Cómo está Sue?

—No la he visto desde el amanecer, pero… yo diría que está nerviosa, muy nerviosa. Es más, no me sorprendería que le reventara una artería —me miró de un modo extraño—. ¿La conoces bien?

—Desde que estudiaba en la universidad.

—Sí, eso ya lo sé… ¿pero cuánto la conoces? Yo llevo varios años trabajando con ella, pero para ser honesto, no puedo decir que la conozca. Suele hablar de trabajo… al menos, conmigo, eso es de lo único que habla. ¿Sabes si alguna vez se ha sentido sola, asustada, enfadada?

Con el sonido de los disparos que llegaban desde la carretera, tenía la impresión de que esa conversación era totalmente incongruente.

—¿Adonde quieres ir a parar?

—No sabemos nada sobre ella y, sin embargo, aquí estamos, haciendo lo que ella nos dice. Es algo que me sorprende cada vez que lo pienso.

A mí también me sorprendía, por lo menos ahora. ¿Qué estaba haciendo aquí? La verdad es que nada, aparte de poner en peligro mi vida. De todas formas, estaba seguro de que Sue no diría eso. Estás esperando tu momento, me diría ella. Esperando la turbulencia.

Entonces pensé en la conversación que tuve en Miniápolis con Hitch, cuando me dijo que tenía las manos manchadas de sangre.

—¿Y cuánto nos conocemos nosotros?

—Esta mañana hace más frío —comentó Hitch, ignorando la pregunta—. Incluso al sol. ¿Te has dado cuenta?

Unos días antes, Adam Mills había llegado a casa de su madre, acompañado por cinco compinches y un surtido de armas encubiertas.

No entraré en detalles.

Por supuesto, Adam era un psicópata, en el sentido literal de la palabra. Tenía todos los síntomas: era antisocial, bravucón y, en cierto modo, perverso; un líder natural. Su universo mental era un ático desordenado de ideologías de segunda mano y fantasías, todas ellas centradas en Kuin o en la imagen que se había formado de él. Además, nunca había desarrollado unos vínculos naturales hacia la familia o los amigos. En todos los aspectos, era una persona carente de conciencia moral.

Ashlee, cuando su estado de ánimo era sombrío, solía culparse de que su hijo fuera así… pero Adam era un producto de su química cerebral, no de su educación. Con el perfil de su genoma y algunos análisis de sangre podrían haber detectado el problema durante su infancia. Quizá, incluso podrían haberlo tratado; sin embargo, Ash nunca tuvo el dinero suficiente para una intervención médica de ese tipo.

No me imagino, ni deseo hacerlo, todo lo que tuvo que soportar Ashlee durante aquellas horas que pasó con su hijo. Lo único que sé es que acabó revelándole dónde se suponía que aterrizaría el monumento de Wyoming y también le dio la información clave: que yo estaba allí con Hitch Paley y Sue Chopra porque teníamos la esperanza de neutralizar el Cronolito.

Pero no puedo culparla.

Por lo tanto, cuarenta y ocho horas antes de que la noticia fuera difundida por la prensa, Adam tenía información fidedigna sobre la piedra de Kuin y nuestros esfuerzos por destruirla.

Se puso en marcha de inmediato, pero decidió dejar en casa de su madre a dos de sus compañeros para evitar que hiciera alguna llamada inconveniente. Podría haberse limitado a matarla, pero prefirió dejarla en reserva, probablemente como rehén.

A pesar de lo malo que era esto, lo peor estaba por llegar.

Lo peor fue que Kaitlin llegó al apartamento poco después de que se hubiera ido Adam, sin saber aún qué le había sucedido a Jardee y con la idea de comer con Ashlee y, quizá, ir a ver una película por la tarde.

Con el paso de los años, los cálculos estadísticos de radiación ambiental de bajo nivel se habían ido perfeccionando y, ahora, el equipo de Sue era capaz de establecer una cuenta atrás mucho más precisa para el aterrizaje. Sin embargo, no necesitábamos ningún instrumento para sentir en el aire que ese momento estaba a punto de llegar.

Así estaban las cosas cuando salí del bunker para respirar por ultima vez aire fresco, unos veinte minutos antes de que el núcleo estuviera listo para ser activado.

Se habían producido nuevos disparos al sur, a lo largo de la carretera y en diversos puntos del cerco de protección. De momento, la policía local y estatal había logrado contener a los kuinistas (desde que el Parlamento fue asaltado, existía un fuerte sentimiento antikuinista en Wyoming, y no sólo entre los funcionarios y la policía). Un miembro de las milicias Omega había herido a un soldado de las Unífuerzas mientras intentaba derribar el cerco con un vehículo todo terreno y, a primera hora de la tarde, cuatro kuinistas de afiliación desconocida habían sido disparados y derribados cuando intentaban asaltar el punto de control septentrional. Desde entonces, sólo se habían producido movimientos aislados y algún arresto… aunque la multitud seguía creciendo.

Sue había accedido a que un grupo de periodistas instalara sus equipos de grabación un poco más allá del bunker. Desde el lugar en el que me encontraba, podía ver la hilera de camiones y trípodes que se encontraban al este, a una distancia aproximada al tamaño de un campo de fútbol. Allí había docenas de periodistas, en su mayoría procedentes de Cheyenne, que trabajaban para las principales agencias de información y para los servicios informativos independientes más respetables. Tal y como estaban situados, parecían perdidos en la polvorienta inmensidad del terreno. Un segundo contingente de periodistas independientes había instalado su equipo en el risco que se alzaba sobre el emplazamiento, un poco más cerca de lo que le hubiera gustado a Sue. Nuestro coordinador de prensa no había podido hacer nada por evitarlo porque, según dijo, esos tipos “eran muy entregados e insistentes” (es decir, tercos y estúpidos). Podía ver sus cámaras, asomando sobre el borde de roca.

Muchos de nuestros peones y operarios de maquinaria habían abandonado la zona. Los científicos e ingenieros civiles que permanecían en el área se habían apiñado en el bunker o se habían retirado más allá de la línea de periodistas para observar los acontecimientos.

El núcleo tau, suspendido en su armazón de acero sobre la base de hormigón, parecía un enorme huevo negro. La mancha de polvo que había cerca de éste era Hitch Paley, que estaba llevando la última furgoneta de nuestro convoy hacia la carretera de acceso para aparcarla cerca del bunker. Todos nuestros vehículos estaban preparados para someterse al choque térmico de la ¡legada.

Ya se sentía el frío tau, el enfriamiento premonitorio que había experimentado el aire… y no sólo el aire, sino todo: la tierra y la carne, la sangre y los huesos. En estos momentos, la temperatura sólo había descendido una fracción de grado centígrado; el choque térmico sólo estaba empezando, pero ya podíamos percibirlo, como un suave picor en la piel.

Cogí el teléfono e intenté llamar a Ashlee una vez más, pero tal y como me había sucedido durante casi toda la semana, tampoco conseguí establecer conexión. En ocasiones, el sistema emitía un mensaje de fallo general, pero en otras (como ahora) sólo conseguía ver una pantalla en negro y oír un sonido distorsionado. Guardé el teléfono.

Me sorprendí al ver que Sue Chopra abría la puerta de acero del bunker y se acercaba a mí. Tenía el rostro demacrado y estaba temblando. Se cubrió los ojos para protegerlos del sol.

—¿No deberías estar allí abajo? —pregunté.

—Ahora ya todo es automático —respondió—. Como el mecanismo de un reloj.

Tropezó con una roca y la cogí del brazo para que no cayera al suelo. Su brazo estaba helado.

—Scotty —parecía que acababa de reconocerme.

—Respira hondo. ¿Te encuentras bien?

—Estoy cansada. Y no he comido —sacudió la cabeza desconcertada—. Hay una pregunta que soy incapaz de quitarme de la cabeza: ¿He venido hasta aquí por mí misma o hay algo que me haya traído? Esto es lo más extraño de la turbulencia tau. Nos proporciona un destino, pero es un destino en el que no hay ningún dios; un destino donde no hay nadie al mando.

—A no ser que sea Kuin.

Frunció el ceño.

—Oh, no, Scotty. No digas eso.

—Ya no falta mucho. ¿Qué tal va todo por allí abajo?

—Como ya te he dicho, todo es automático. Bueno, los números son consistentes. Tienes razón. Tengo que regresar pero… ¿podrías acompañarme?

—¿Por qué?

—Porque aquí fuera hay unos niveles muy elevados de radiación iónica. Es como si te estuvieran haciendo una radiografía de tórax cada veinte minutos —entonces sonrió—. Pero sobre todo, porque tu presencia me reconforta.

Era una razón suficientemente buena y la habría acompañado si, en aquel mismo instante, no hubiéramos percibido el temblor de una explosión lejana. Segundos después se reanudaron los disparos… pero en esta ocasión sonaron demasiado cerca.

Por instinto, Sue cayó sobre sus rodillas, pero yo me quedé de pie, como un estúpido. El ritmo de los disparos fue incrementándose hasta convertirse en un tiroteo continuo. El cerco de protección (y la enorme entrada) se encontraba a varios metros de nosotros. Miré hacía allí y vi que los soldados de las Unifuerzas se ponían a cubierto y levantaban sus armas, pero no pude descubrir de dónde procedía el ataque.

Sue tenía los ojos fijos en el risco. Seguí su mirada.

Salía humo del puesto de observación que tenía el ejército en la cima.

—Los periodistas —susurró.

Por supuesto, no habían sido los periodistas, sino los kuinistas: un grupo de militantes bastante astutos que habían secuestrado un camión de los servicios informativos en las afueras de Modesty Creek para poder acceder al risco (más tarde, a treinta y cinco kilómetros de distancia, se encontraron los cadáveres, apaleados y estrangulados, de las cinco personas que viajaban en ese camión). Otros doce radicales, que se habían hecho pasar por técnicos, habían accedido a la zona ocultando sus armas entre las lentes, aparatos de transmisión y equipos similares que transportaban en sus vehículos.

Todas estas personas se habían instalado en el risco que se alzaba sobre el núcleo tau, cerca del puesto de observación de los soldados de las Unifuerzas. Cuando vieron que Hitch llevaba el último camión hacia el bunker, consideraron que la llegada del Cronolito era inminente y decidieron pasar a la acción. Destruyeron el puesto del ejército con un artefacto explosivo, mataron a los pocos supervivientes y, a continuación, centraron sus esfuerzos en el núcleo tau.

Podía ver cómo el humo de sus rifles se desvanecía contra el cielo azul. Se encontraban demasiado lejos del núcleo para poder disparar con precisión, pero saltaban chispas allí donde sus balas alcanzaban el armazón de acero. Detrás de nosotros, los soldados que protegían la entrada empezaron a devolver los disparos y pidieron refuerzos por radio. Por desgracia, el contingente más importante de reclutas se había concentrado en la entrada sur, donde los kuinistas habían iniciado un furioso ataque.

Me acuclillé en el suelo junto a Sue.

—El núcleo está bien protegido…

—El núcleo sí, pero los cables y conectares son vulnerables… ¡Los instrumentos, Scotty!

Se levantóy corrió hacia el bunker. No tenía más opción que seguirla, pero antes llamé por señas a Hitch, que acababa de llegar y había confundido el tiroteo del risco con la escaramuza que se estaba desarrollando en el sur… aunque cuando vio la torpe y apresurada carrera de Sue, se dio cuenta de lo que estaba pasando.

De repente, el aire era mucho más frío. Desde la pradera llegaban fuertes ráfagas de viento, remolinos de polvo que desfilaban como peregrinos hacia el corazón del acontecimiento tau.

El choque térmico estaba siendo tan severo que, incluso en este bunker revestido de hormigón y repleto de estufas, hacía más frío del que Sue había previsto. Aquel frío nos entumecía las extremidades, nos helaba la sangre e imponía una extraña y lánguida lentitud a una secuencia de eventos aterradores. Todos nos apresuramos a ponernos las chaquetas y los gorros termo-adaptables mientras Hitch sellaba la puerta tras él.

El núcleo tau se activó con la precisión de un reloj. Los técnicos, que ya no podían intervenir en el proceso, se sentaron delante de sus monitores con los puños cerrados. Ahora, no podían hacer nada más que rezar para que ninguna bala interrumpiera el flujo de datos.

A pesar de los temores de Sue, a mí me parecía bastante improbable que unas balas que estaban siendo disparadas desde tanta distancia representaran algún peligro para los conectores y los cables del núcleo, pues éstos llevaban una capa aislante de Teflón, estaban revestidos de Kevlar y eran tan gruesos como las mangueras de bomberos.

Sin embargo, los kuinistas habían traído algo más que rifles.

Cuando el reloj de la cuenta atrás ya había rebasado el punto de los cinco minutos, sentimos el temblor de una detonación distante. Al instante, las luces del bunker se apaga ron y empezó a caer polvo sobre el tejado de madera.

—Conectad un generador —oí que decía Hitch.

—¡Estamos jodidos! —gritó alguien.

No podía ver a Sue… la verdad es que no podía ver nada de nada. La oscuridad era absoluta. En aquel bunker estábamos encerradas casi cuarenta personas.

El generador de reserva estaba estropeado. Aunque las baterías auxiliares activaron los pilotos del equipo electrónico, la luz que emitían era mínima. Había cuarenta personas atrapadas en un lugar oscuro y cerrado. Imaginé en mi mente la entrada, la puerta de acero que se abría sobre un escalón de hormigón a un metro del lugar en el que me encontraba.

Y entonces… la llegada.

El Cronolito se hundió en lo más profundo del lecho de roca.

Durante su llegada, un Cronolito absorbe la materia pero no la desplaza; sin embargo, el choque térmico resquebraja las vetas causadas por la humedad, creando una ola expansiva que viaja por la tierra. El suelo que pisábamos pareció alzarse y desplomarse de nuevo. Aquellos que no nos habíamos sujetado a ningún asidero caímos de bruces al suelo. Creo que todos gritamos. Fue un sonido terrible, mucho peor que los daños físicos que se produjeron.

El frío se intensificó. Sentí que las yemas de mis dedos perdían sensibilidad.

Uno de nuestros ingenieros sufrió un ataque de pánico y se precipitó a la escotilla de salida. Supongo que lo único que quería era ver la luz del día… deseaba tanto verla que la necesidad se impuso a la razón. Yo me encontraba bastante cerca de él y pude verle bajo la tenue luz de los paneles de control. Buscó a tientas los escalones, los subió a gatas y tocó el pomo de la puerta. La palanca debía de estar terriblemente fría, porque gritó mientras impulsaba su cuerpo contra ella. El mango se rompió en pedazos y la puerta se abrió hacia fuera.

El cielo azul había desaparecido y había sido reemplazado por estridentes cortinas de polvo.

El ingeniero salió tambaleándose mientras el viento, la arena y los granulos de hielo se abrían paso por el bunker. ¿Sue habría anticipado una llegada tan violenta como esta? Puede que no. Estaba seguro de que en estos momentos, la zona del este en la que se habían instalado los periodistas debía de estar repleta de cadáveres… y dudaba que en el risco quedara alguien capaz de seguir gritando.

Aunque el choque térmico ya había alcanzado su apogeo, nuestra temperatura corporal continuaba descendiendo. Era una sensación extraña. El frío era indescriptible, pero además me sentía apático, engañado, narcotizado. A pesar de la ropa de protección que llevaba, me di cuenta de que estaba tiritando… y aquel temblor era como una invitación al sueño.

—¡Permaneced en el bunker! —gritó Sue desde algún lugar situado al fondo de la trinchera—. ¡Estaréis más seguros en el bunker! ¡Scotty, cierra esa puerta!

Haciendo caso omiso de su consejo, algunos ingenieros y técnicos se abalanzaron hacia la salida, hacia el chirriante viento, y se alejaron corriendo (en la medida que el frío lo permitía, pues parecían bailar con torpeza una especie de vals) hacia el lugar en el que estaban aparcados nuestros vehículos.

Algunos de ellos incluso consiguieron montarse y poner en marcha los motores. A pesar de que los camiones estaban preparados para e) choque térmico, rugieron como animales heridos y sus pistones rechinaron contra los cilindros. Aprovechando que los vientos provocados por la llegada habían derribado el cerco de protección, el grupo civil de nuestro convoy empezó a desvanecerse entre los dientes de la tormenta.

Al oeste, allí donde debería haber estado el Cronolito, no podía ver nada más que un muro de niebla y polvo.

Me precipité hacia los escalones y cerré la trampilla. El ingeniero había dejado algo de piel en la frígida palanca. Yo también dejé un poco.

Sue buscó algunas linternas y empezó a encenderlas. En cuanto volvimos a tener luz, advertí que en el bunker apenas quedábamos una docena de personas.

Al ver que Sue se dejaba caer sobre uno de los inertes aparatos de telemetría, crucé la sala para hacerle compañía. Mi cuerpo temblaba tanto que estuve a punto de caerme encima de ella. Cuando nuestros brazos se tocaron, advertí que su piel estaba sorprendentemente fría (supongo que también lo estaba lamía). Ray ocupaba una silla cercana, pero había cerrado los ojos y sólo parecía estar parcialmente consciente. Hitch se había acuclillado junto a la puerta para montar guardia.

—No ha funcionado, Scotty —susurró Sue, apoyando su cabeza contra mi hombro.

—Ya pensaremos en eso más adelante.

—Pero no ha funcionado. Y si no ha funcionado…

—Silencio.

El Cronolito había aterrizado. Era la primera piedra de Kuin que pisaba el suelo norteamericano… y, a juzgar por sus efectos secundarios, no era uno de los más pequeños. Sue tenía razón. Habíamos fracasado.

—Pero, Scotty —dijo, con una voz infinitamente cansada y consternada—. Si no ha funcionado… ¿qué estoy haciendo aquí? ¿Para qué estoy aquí?

Creí que se trataba de una pregunta retórica. Sin embargo, Sue nunca había hablado tan en serio.

Veinticinco

Supongo que cuando la historia proporcione cierto nivel de objetividad, alguien escribirá elogios estéticos sobre los Cronolitos.

Por inmoral que pueda parecer esta idea, los monumentos son muestras de arte individuales, puesto que no hay dos que guarden demasiado parecido.

Algunos son toscos y parecen la obra de un principiante, como el Kuin de Chumphon, que es relativamente pequeño y carece de detalles, como una joya hecha con arena mojada. Otros han sido esculpidos con más precisión (aunque son tan genéricos corno las tristes obras del Realismo Soviético) y analizados con más cautela, como, por ejemplo, los monumentos de Islamabad o Ciudad del Cabo, que representan a Kuin como un gigante bondadoso y masculino.

Pero los Cronolitos que se reconocen con mayor facilidad son los monstruos, los demoledores de ciudades: el Kuin de Bangkok, sentado a horcajadas sobre las aguas marrones del Chao Phraya; el Kuin con túnica de Bombay; el Kuin patriarca de Jerusalén, que parece abrazar las diversas creencias del mundo a pesar de las reliquias religiosas se extienden a sus pies.

Sin embargo, el Kuin de Wyoming los superó a todos. Sue no se había equivocado respecto a la importancia de este monumento. Era el primer CronoHto que pisaba suelo norteamericano y había proclamado su victoria justo en el centro de la mayor potencia occidental. Ignorábamos si se había manifestado en esta desértica zona rural como un acto de deferencia hacia las grandes ciudades norteamericanas, pero su simbolismo era evidente e inconfundible.

El choque térmico por fin remitió. Lentamente, empezamos a salir de nuestro letargo y a ser conscientes de lo que había sucedido y de nuestro fracaso.

Hitch, como era habitual en él, fue el primero en pensar en nuestra seguridad.

—Levantaos —dijo con voz ronca—. Tenemos que salir de aquí antes de que vengan a buscarnos los kuinistas… y seguramente no tardarán demasiado. Es importante que evitemos la carretera principal.

Sue vaciló, observando el equipo alimentado con baterías que se alineaba en la pared delbúnker. El panel de instrumentos parpadeaba de forma incoherente, alimentándose de los datos que estaban entrando.

—Tú también —dijo Hitch.

—Esto puede ser importante —respondió ella—. Algunos de estos números son terriblemente elevados.

—Que se vayan a tomar por culo —espetó, mientras nos guiaba tambaleante hacia la puerta.

Sue gimió al ver el Cronolito que se alzaba hacia el cielo.

Ray subió tras ella y yo salí después de Hitch. Uno de los pocos ingenieros que quedaban, un hombre de cabello gris llamado MacGruder, subió los escalones y, al instante, cayó sobre sus rodillas es un acto de pura aunque involuntaria adoración.

El Kuin de Wyoming era… bueno, indescriptible.

Era inmenso y francamente hermoso. Se alzaba sobre el accidente físico más grande que había en las proximidades: el risco de piedra en el que se habían situado los saboteadores. No quedaba ni rastro del núcleo tau ni de las otras estructuras. Como ¡a capa de hielo que lo cubría ya había empezado a desprenderse (puesto que no había demasiada humedad ambiental), los detalles del monumento podían verse con claridad, excepto por la niebla que sublimaba de su superficie. Envuelto en su propia nube, Kuin era majestuoso, inmenso y tan alto como una montaña. Desde este ángulo, la expresión de su rostro estaba sesgada, pero sugería una satisfacción pretenciosa, la serena confianza de un conquistador.

Los cristales de hielo se fundían y caían a nuestro alrededor como una fina y gélida niebla. El viento variaba de forma errática: primero era cálido y, al instante siguiente, frío.

El grupo principal de kuinistas se había congregado al sur del emplazamiento. Muchos de sus miembros debían de haberse desvanecido debido al choque térmico, pero en aquella zona, el cerco de protección se encontraba a unos tres kilómetros del lugar en donde había aterrizado el Cronolito y, a juzgar por el renovado sonido de disparos, seguían estando lo bastante vivos como para mantener ocupadas a las tropas del ejército. Los soldados que estaban más cerca de nosotros habían sobrevivido gracias a su equipo térmico, pero parecían desorientados e indecisos. Sus transmisores se habían estropeado y estaban dirigiéndose a las ruinas de la entrada oriental.

No había ni rastro de los militantes que habían neutralizado el núcleo tau.

En cuanto todos los ingenieros y técnicos salieron delbúnker, Ray les dijo que se reunieran con los soldados. Mientras tanto, los periodistas que habían observado el acontecimiento desde detrás decidieron cruzar el cerco derribado con sus furgonetas a prueba de balas. Sus cámaras habían grabado (y, sin duda alguna, seguían emitiendo) la asombrosa imagen del nuevo e inmenso Kuin de Wyoming. Nuestro fracaso ya era público.

—Ayúdame a llevar a Sue a la furgoneta —me pidió Ray.

Sue había dejado de gemir pero seguía mirando fijamente al Cronolito. Ray estaba a su lado, sujetándola.

—Esto no está bien… —susurró Sue.

—Por supuesto que no está bien. Vamos, Sue. Tenemos que salir de aquí.

Ella se liberó de sus manos.

—No, me refiero al Cronolito. Los números son demasiado elevados. Necesito un sextante. Y un mapa. Hay un mapa topográfico en la furgoneta, pero… ¡Hitch!

Hitch se giró.

—¡Necesito un sextante! ¡Pídeselo a uno de los ingenieros!

—¿Qué cojones…? —murmuró Hitch.

—¡Un sextante!

Hitch le dijo a Ray que pusiera en marcha el automóvil mientras nosotros corríamos hacia el vehículo de vigilancia para coger un sextante digital y un trípode. A pesar de las fuertes ráfagas de viento, Sue consiguió fijar el instrumento y garabateó unos números en su cuaderno.

—Creo que eso ya no tiene ninguna importancia —comentó Ray, con amabilidad y firmeza.

—¿Qué?

—Tomar medidas.

—No lo estoy haciendo por diversión —respondió Sue con voz enérgica. Cuando intentó plegar el trípode, se desvaneció en brazos de Ray y la llevamos a la furgoneta.

Recogí su libreta del gélido barro.

Hitch cogió el volante mientras Ray y yo tapábamos a Sue con una manta y poníamos un cojín bajo su cabeza. Cuando los soldados de las Unifuerzas nos obligaron a detenernos, un guardia armado con un rifle se acercó a la ventanilla y observó a Hitch con una expresión nerviosa.

—Señor, no puedo garantizar su seguridad…

—Lo sé —respondió. Nos pusimos en marcha de nuevo.

Estaríamos más seguros (sobre todo, Sue), bien lejos de este lugar. Para evitar la carretera, Hitch se dirigió hacia uno de los caminos locales… que en su mayoría eran senderos polvorientos que conducían hasta un rancho desolado o un depósito de agua seco y allí morían. Como ruta de escape, no resultaba demasiado prometedora, pero Hitch siempre había preferido los caminos secundarios.

A pesar de las precauciones, el motor había sufrido daños durante el choque térmico. Al anochecer, cuando la furgoneta ya estaba avanzando a trompicones, vimos un edificio de cemento cubierto por un tosco tejado de estaño y decidimos detenernos… no porque el edificio fuera en modo alguno acogedor (pues diversas estaciones de lluvia habían entrado por sus ventanas vacías y generaciones enteras de ratones habían construido y abandonado sus nidos en el interior), sino porque era un buen lugar donde esconder la furgoneta. Además, nos separaban algunos kilómetros del lugar de la llegada.

Como no teníamos nada que hacer y el sol se estaba poniendo más allá de la ahora distante pero aún imponente figura de Kuin, mientras un enérgico viento peinaba la hierba, nos amontonamos en el vehículo e intentamos dormir. No nos costó demasiado, pues todos estábamos exhaustos. Incluso Sue, que no había tardado demasiado en recuperarse de su desvanecimiento y se había mostrado vigilante durante todo el trayecto hacia el este, logró conciliar el sueño.

Durmió durante toda la noche y despertó al amanecer.

Cuando llegó la mañana, Hitch abrió el compartimiento del motor de la furgoneta y activó los diagnósticos residentes. Ray Mosely parpadeó ante el ruido, pero al instante se volvió a quedar dormido.

Me desperté muerto de hambre, seguí hambriento después de desayunar (sólo teníamos raciones de emergencia) y abandoné las descoloridas paredes del refugio para dirigirme a la zona de la pradera en la que Sue había vuelto a desplegar el trípode y el sextante.

El instrumento topográfico apuntaba hacia el lejano Cronolito. Sue había abierto un mapa y lo había dejado a sus pies, sujetándolo por las esquinas con rocas. Un fuerte viento desordenaba su cabello rizado. Llevaba la ropa sucia y sus enormes gafas embadurnadas de polvo pero, por increíble que parezca, esbozó una sonrisa al verme.

—Buenos días, Scotty —saludó.

El Cronolito era un pilar de hielo cuya silueta se perfilaba contra la neblina azulada del horizonte. Llamaba la atención como cualquier otro objeto incongruente o sobrecogedor, pero además, el Kuin de Wyoming, que miraba hacia el este desde su pedestal, parecía estar observándonos.

Está apuntando hacia nosotros, pensé, como una saeta.

—¿Has descubierto algo? —intenté que mi pregunta no pareciera irónica.

—Mucho —Sue me miró. Su sonrisa era peculiar, feliz y triste a la vez. Tenía los ojos húmedos y abiertos de par en par—. Demasiado. Creo que demasiado.

—Sue…

—No, no digas nada. ¿Puedo hacerte una pregunta?

Me encogí de hombros.

—Si estuvieras haciendo la maleta para viajar al futuro, Scotty, ¿qué llevarías en ella?

—¿Qué llevaría? No sé… ¿Y tú?

—Yo me llevaría… un secreto. ¿Puedes guardar un secreto?

Esa pregunta me inquietó, pues era la que solía hacerme mi madre cuando empezaba a ser arrastrada hacia la locura. Revoloteaba a mi alrededor como una sombra maligna y me decía: “¿Puedes guardarme un secreto, Scotty?”.

Sus secretos siempre eran afirmaciones paranoicas: que los gatos podían leer en su mente; que mi padre era un impostor; que el gobierno intentaba envenenarla.

—Vamos, Scotty —dijo Sue—, no me mires así.

—Si me lo cuentas, dejará de ser un secreto —respondí.

—Bueno, eso es cierto, pero es necesario que lo comparta con alguien. No puedo contárselo a Ray porque está enamorado de mí. Y tampoco puedo compartirlo con Hitch porque él no quiere a nadie.

—Eso es críptico.

—Lo sé, pero no puedo evitarlo —miró hacia el lejano pilar azul—. Puede que no nos quede demasiado tiempo.

—¿Tiempo para qué?

—El Cronolito. No va a durar demasiado porque no es estable. Es demasiado grande. Míralo, Scotty. ¿Puedes ver cómo tiembla?

—No tiembla. Es una ilusión óptica creada por el calor de la pradera.

—En parte sí, pero no todo. He realizado los cálculos una y mil veces, con esas cifras tan elevadas del bunker. Esos números —cogió su cuaderno—. He triangulado su peso y su radio, al menos a grandes rasgos… y por muy tacaña que sea con las estimaciones, siempre rebasa con creces el límite.

—¿El límite?

—¿No lo recuerdas? Si un Cronolito es demasiado grande, se hace inestable. Supongo que si me hubieran dejado publicar el artículo, lo habrían llamado “el límite Chopra” —su extraña sonrisa se desvaneció y apartó la mirada—. Puede que sea demasiado arrogante para el trabajo que tengo que hacer, pero no debo dejar que eso suceda. Tengo que ser humilde, Scotty, porque Dios sabe que seré humillada.

—¿Estás diciendo que, en tu opinión, el Cronolito se derrumbará?

—Sí, durante el día de hoy.

—Pero eso no será ningún secreto.

—No, por supuesto que no, pero la causa sí que lo será. El Límite Chopra es mi trabajo. No lo he compartido con nadie y dudo que haya alguien más realizando triangulaciones. Además, ese Kuin no durará demasiado para poder hacer cálculos precisos.

Todo esto me estaba poniendo muy nervioso.

—Sue, aunque todo esto sea cierto, la gente sabrá…

—¿Qué va a saber la gente? Lo único que sabrá el mundo entero es que el Cronolito fue destruido y que nosotros estábamos aquí con ese propósito. Entonces, llegarán a la conclusión más obvia: que tuvimos éxito, aunque con un poco de retraso. Nuestro secreto será la verdad.

—¿Y por qué tiene que ser un secreto?

—Porque no debo contarlo, y tú tampoco. Es necesario que lo guardemos durante veinte años y tres meses. Si no, no funcionará.

—Joder, Sue… ¿Qué es lo que no funcionará?

Parpadeó.

—Pobre Scotty. Estás confundido. Deja que te lo explique.

Fui incapaz de comprender todos los detalles de su explicación, pero lo que entendí fue lo siguiente:

No habíamos sido derrotados.

Sin duda alguna, en el lugar de la llegada seguía habiendo montones de periodistas que presenciarían (en cuestión de horas o minutos), el espectacular derrumbamiento del Cronolito. Según Sue, cuando esa imagen hiera retransmitida al mundo entero, el bucle de retroalimentación se interrumpiría y el aura de invulnerabilidad de Kuin se rompería en pedazos. Ganara o perdiera, Kuin dejaría de ser el destino y se convertiría en nuestro enemigo.

Sin embargo, el mundo debía creer que habíamos tenido éxito y, por lo tanto, debíamos guardar bien el secreto del Límite Chopra…

Porque Sue consideraba que no se trataba de ninguna coincidencia que este Cronolito hubiera superado el límite físico de la estabilidad.

Según ella, era obvio que se trataba de un acto de sabotaje.

De un acto de sabotaje deliberado contra un Cronolito. ¿Quién pod la realizar un acto así? Evidentemente, una persona de confianza; alguien que no sólo comprendiera la física de los Cronolitos, sino también todos y cada uno de sus detalles. Alguien que conociera los límites físicos y supiera cómo forzarlos.

—Esa saeta —dijo Sue, casi con timidez, turbada por la temeridad de sus palabras y bastante asustada—. Esa saeta está apuntando hacia mí.

Por supuesto, era locura.

Era megalomanía, auto-engrandecimiento y auto-negación, todo al mismo tiempo. Sue se había elevado hasta el rango de Shiva, el creador y el destructor.

Sin embargo, una parte de mí quería que fuera cierto.

Supongo que deseaba que el largo y destructivo drama de los Cronolitos tuviera un final… por el bien de Ashlee, por el de Kaitlin, por el mío.

Y quería confiar en Sue. Después de toda una vida de dudas, creo que necesitaba confiar en ella.

Necesitaba que su locura fuera milagrosamente divina.

Hitch seguía trabajando en la furgoneta cuando aparecieron doce motoristas en el camino, envueltos en una oleada de polvo gris.

Sue y yo corrimos hacia el cobertizo nada más verlos. Cuando llegamos, Hitch, que había sido alertado por Ray, había salido de debajo del motor y estaba cargando cuatro pistolas de mano.

Cogí una con gratitud, pero en cuanto la tuve en mis manos me repugnó su contacto: era fría y ligeramente grasienta. Me intimidaba más el contacto de aquella pistola que los extraños que se estaban aproximando, a pesar de que tenía la certeza de que eran kuinistas. En teoría, un arma ayuda a reforzar la confianza, pero a mí sólo me ayudó a ser consciente de nuestra vulnerabilidad, de lo desesperadamente solos que estábamos.

Ray Mosely se guardó su arma debajo del cinturón y empezó a pulsar frenéticamente las teclas de su teléfono de bolsillo. Hacía días que éramos incapaces de conseguir línea y tampoco ahora estaba teniendo suerte. Sus intentos parecían casi instintivos y, de alguna forma, lamentables.

Hitch le tendió un arma a Sue, pero se negó a cogerla.

—No, gracias —dijo.

—No seas estúpida.

Ahora ya oíamos el sonido de las motocicletas que se aproximaban, el canto de las cigarras, la plaga que se cernía sobre nosotros.

—Quédatela tú —dijo Sue—. Yo no sabría qué hacer con ella. Probablemente, dispararía a la persona equivocada.

Mientras decía esto me miró y, sin saber por qué, pensé en la joven de Jerusalén que le había dado las gracias poco antes de morir. Supongo que tanto sus ojos como su voz transmitían aquel mismo apremio críptico.

—No tenemos tiempo para discusiones.

Hitch se había puesto al mando. Estaba alerta y centrado, frunciendo el ceño como un jugador de ajedrez que se enfrenta aun duro contrincante. El refugio de hormigón sólo tenía una puerta y tres ventanas estrechas. Era un lugar relativamente sencillo de defender, pero una trampa mortal si nos vencían… pero estábamos más seguros que en la furgoneta.

—Puede que no sepan que estamos aquí —comentó Ray—. Puede que pasen de largo.

—Quizá —respondió Hitch—, pero yo no me haría demasiadas ilusiones.

Ray acercó la mano a la culata de su pistola. Sus ojos iban de la puerta a Hitch y de nuevo a la puerta, como si estuviera intentando resolver alguna cuestión matemática compleja.

—Scotty —dijo Sue—, dependo de ti.

No supe a qué se refería.

—Están reduciendo la velocidad —dijo Hitch.

—Puede que no sean kuinistas —comentó Ray.

—Sí, puede que sean monjas que están haciendo una excursión por la zona, pero yo no me confiaría demasiado.

La desventaja de los motoristas era que no tenían dónde ponerse a cubierto.

El terreno en el que nos encontrábamos era llano y en él sólo crecían hierbajos. Al darse cuenta de su vulnerabilidad, las motos se detuvieron a cierta distancia del refugio, lejos del alcance de nuestras armas.

Mientras observaba a través del agujero que había en el lado oeste de la pared, que hacía las veces de ventana, me sorprendió la incongruencia de la situación. El día era fresco y agradable, y cielo estaba tan despejado que parecía de cristal. El suave canto de los gorriones y los grillos se demoraba en el aire, e incluso el Cronolito, supuestamente inestable, parecía alzarse firme y plácido en el horizonte. Sin embargo, había una docena de hombres armados en medio del camino, sentados a horcajadas sobre sus motos, y no había nadie que pudiera ayudarnos en varios kilómetros a la redonda.

Uno de aquellos tipos se quitó el casco, sacudió su mata de sucio cabello rubio y empezó a avanzar lentamente por el camino, dirigiéndose hacia nosotros.

Y:

—¡Que me jodan si ése no es Adam Mills! —exclamó Hitch.

Supongo que Sue habría dicho que estábamos sumergidos en la turbulencia tau, justo en el punto en el que la saeta del tiempo gira sobre sí misma y vuelve a girar de nuevo… justo en el punto en el que no existen las coincidencias.

—Sólo queremos a la mujer —gritó Adam Mills desde el camino.

Su voz era áspera y chillona. En cierto modo, era casi una parodia de la voz de Ashlee, aunque carecía de toda su calidez y sutileza.

(“Ambos tenemos una historia extraña a nuestras espaldas”, me dijo una vez Ash. “Tú, una madre trastornada y yo, un hijo trastornado”.)

—¿De que mujer estás hablando? —preguntó Hitch.

—De Sulamith Chopra.

—No hay nadie conmigo.

—Creo que reconozco esa voz. Usted es el señor Paley, ¿verdad? He oído antes esa voz. Creo que la última vez estaba chillando.

Hitch se negó a responder, pero vi que apretaba con fuerza los dedos (los que le quedaban) de su mano izquierda.

—Sólo tiene que decirle que salga y nos iremos de aquí. ¿Puede oírme, señora Chopra? No tenemos intenciones de hacerle daño.

—Dispárale —susurró Ray—. Dispara a ese cabrón.

—Ray, si le disparo, lanzarán una granada por la ventana. Aunque puede que lo hagan de todas formas.

—Está bien —dijo Sue de repente, con voz calmada—. Nada de esto es necesario. Iré.

Sus palabras sorprendieron a Hitch y a Ray, pero no a mí. Había empezado a entender sus intenciones.

—Esto es ridículo. No tienes ni idea, Sue —dijo Hitch—. Esos tipos son mercenarios. Peor aún, tienen una tubería que conecta directamente con Asia. Seguro que te dejarán en manos de un posible Kuin. Para ellos, no eres más que mercancía.

—Lo sé, Hitch.

—Una mercancía muy valiosa, y por una buena razón. ¿De verdad quieres entregar todos tus conocimientos a un jefe militar chino? Te dispararé yo mismo si es eso lo que pretendes hacer.

Sue transmitía la misma placidez (al menos, de forma superficial) que un mártir de un cuadro medieval.

—Pero eso es exactamente lo que tengo que hacer.

El contorno de la cabeza de Hitch se perfilaba contra la ventana. Si Adam Mills hubiese querido, podría haberse desecho de él de un simple disparo.

—Sue, no… —dijo Hitch horrorizado.

La escena quedó congelada durante unos instantes: Hitch boquiabierto y Ray a punto de sufrir un ataque de pánico. Sue me dedicó una mirada muy rápida y significativa.

Nuestro secreto, Scotty. Guarda nuestro secreto.

—¿Lo dices en serio? —preguntó Hitch.

—Sí.

Apartó el arma de la ventana.

El edificio en el que estábamos atrapados debía de haberse construido durante alguno de los periodos cíclicos de auge petrolífero del estado, probablemente para proteger el equipo de la lluvia (aunque en esta zona no parecía llover demasiado). El suelo de hormigón estaba cubierto por todo aquello que había ido entrando por el marco de la puerta a lo largo de cincuenta o setenta y cinco años: polvo, arena, materia vegetal y restos resecos de serpientes y pájaros.

Hitch se había situado en la pared del oeste, cuyos ladrillos estaban erosionados y repletos de manchas de humedad. Sue y Ray se encontraban en el rincón del noroeste y yo estaba enfrente de Hitch, en el muro oriental.

A pesar de lo brillante que era el día, nos envolvía una luz tenue y un aire un poco más fresco que el que soplaba en la pradera, aunque esto cambiaría en cuanto el sol empezara a cocer el tejado de estaño. Las ráfagas cruzadas removían la tierra y traían consigo el aroma de antigua decadencia.

Recuerdo todo esto con claridad. Y también las combadas vigas de madera del techo, y la luz del sol que entraba en ángulo por la ventana vacía, y los hierbajos secos que se agrupaban justo debajo del umbral, y los destellos de sudor de la frente de Hitch Paley cuando apuntó, con indecisión, a Sue con su arma.

Sue estaba pálida. Una vena palpitaba en su garganta, pero prefirió guardar silencio.

—Aparta tu maldita pistola de ella —dijo Ray.

Ray, con su enredada barba y una camiseta manchada de sudor, parecía un académico de mediana edad trastornado. Sus ojos miraban con fiereza, pero había algo admirable en su tensa declaración de desafío, una feroz aunque frágil valentía.

—Hablo en serio —dijo Hitch—. No va a salir por esa puerta.

—Tengo que hacerlo —respondió Sue—. Lo siento, Ray, pero…

Sólo había dado un paso cuando Ray la empujó de nuevo hacia la esquina y cubrió con su cuerpo para impedir que se moviera.

—¡Nadie va a ir a ninguna parte!

—¿Acaso vas a esconderla hasta el día del juicio final? —preguntó Hitch.

—¡Baja el arma!

—No puedo hacerlo, Ray. Sabes que no puedo hacerlo.

Pero entonces, fue Ray quien levantó su arma.

—Deja de amenazarla o te…

Pero a Hitch Paley se le había terminado la paciencia.

Permitidme decir, en defensa de Hitch, que él conocía perfectamente a Adam Mills y sabía qué nos aguardaba bajo la despiadada luz del sol. No tenía intenciones de entregar a Sue… y creo que habría preferido la muerte antes que rendirse.

Disparó a Ray en el hombro derecho… pero desde aquella distancia, el tiro resultó mortal.

Creo que oí cómo la bala atravesaba el cuerpo de Ray y chocaba contra la pared de piedra que tenía detrás. Fue como un golpe seco de martillo sobre granito. O quizá, lo que oí sólo fue la reverberación del disparo, ensordeciéndonos en este espacio enclaustrado. A nuestro alrededor se levantó una nube de polvo. Me quedé paralizado por la incredulidad.

Sonaron disparos de respuesta en el exterior y una bala se hundió en los ladrillos que había en la pared que daba al oeste. Sue, atrapada bajo el peso del cuerpo de Ray, jadeó e intentó quitárselo de encima.

—Oh, Ray! —dijo con un hilo de voz—. ¡Lo siento! ¡Lo siento!

Sus ojos se inundaron de lágrimas. Su harapienta blusa amarilla estaba manchada de sangre, a! igual que la pared que tenía detrás.

Ray no respiraba. La bala o la conmoción habían detenido los latidos de su corazón. Segundos después apareció una burbuja de sangre en sus labios y su cuerpo quedó inerte.

Durante años, Ray había estado desinteresada y perdid a mente enamorado de ella. Sin embargo, en cuanto se liberó de su cuerpo, Sue se alejó de él sin mirar hacia atrás.

Mientras se dirigía hacia la puerta, tropezó, pero no cayó al suelo.

El aire apestaba a sangre y cordita. En el exterior, Adam Mills estaba gritando algo, pero no pude comprender sus palabras debido al pitido de mis oídos.

El Kuin de Wyoming observaba todo esto desde el horizonte de occidente. Veía su silueta enmarcada en la ventana que se abría detrás de Hitch, azul sobre azul, adormecida bajo el intenso calor.

—Deténte —dijo Hitch con aspereza.

Sue se estremeció ante el sonido de su voz, pero dio un paso más.

—No te lo voy a repetir. Sabes que no lo haré.

—Hitch. Deja que se vaya —me oí decir a mí mismo.

Nuestro secreto, había dicho Sue.

Y: Si se lo cuentas a alguien dejará de ser un secreto.

¿Por qué lo había compartido conmigo?

Entonces, creí entenderlo.

Y aquel conocimiento fue amargo y terrible.

Sue dio un paso más hacia la puerta.

Una golondrina alzó el vuelo sobre los hierbajos secos que se crecían más allá de la puerta, y quedó suspendida en el aire como la nota de un piano.

—No te metas en esto —me dijo Hitch.

Pero estaba más familiarizado con las armas que cuando viajé hasta Portillo.

—¡Esto es de locos! —exclamó Hitch, al ver que le estaba apuntando con mi pistola.

—Sue necesita hacerlo.

Hitch siguió apuntándola con su arma, pero Sue me miró y siguió acercándose a la puerta. Parecía que cada paso que daba consumía un poco más sus agotadas reservas de fuerza y valor.

—Gracias, Scotty —susurró.

—Te dispararé si no te quedas donde estás —dijo Hitch.

—No —respondí—. No lo harás.

Hitch lanzó un gruñido similar al de un animal acorralado.

—jScotty! ¡Eres un cobarde! Si tengo que hacerlo, también te dispararé. Baja el arma. Y tú, Sue, quédate quieta donde estás.

Sue encorvó los hombros como si quisiera protegerse del impacto de una bala, pero yahabfa llegado al umbral de la puerta. Dio un paso más.

Por un instante, el arma de Hitch vaciló, sin saber a quién de los dos debía disparar. Pero entonces se decidió y apuntó hacia la espalda de Sue, hacia el arco de su columna vertebral, hacía su gran cabeza inclinada.

Empezó a explicarnos (y sé lo absurdo que parece) que ya había presenciado todo esto; sin embargo, en el silencio sobrecogedor del momento, en la sombra de aquella tarde brillante y benevolente, mientras todos intentábamos conservar el equilibrio en el punto de apoyo del tiempo, juro que vi cómo se acercaba su carnoso y oscuro dedo al gatillo de la pistola.

Pero yo fui más rápido.

El retroceso hizo que mi mano saliera disparada hacia atrás.

¿Maté a Hitch Paley?

No soy un testigo objetivo, pues estoy testificando en mi propia defensa. De todas formas, ahora que estoy llegando al final de mi vida, voy a ser honesto. No tengo más secretos que guardar.

El arma retrocedió. La bala estaba en el aire. Y entonces…

Y entonces, todo empezó a volar por los aires.

Ladrillos, argamasa, madera, estaño, el polvo de años y años. Incluso mi propio cuerpo saltó por los aires como un proyectil. Ahora había dos cadáveres: el de Hitch y el de Ray Mosely. Ray, que había amado tanto a Sue que nunca habría permitido que hiciera lo que tenía que hacer; y Hitch, que nunca había amado a nadie.

Muchas personas me han preguntado si vi la destrucción del Cronolito. ¿Presencié el feroz colapso del Kuin de Wyoming? ¿Vi el brillante día y sentí el calor?

No. Pero cuando abrí los ojos de nuevo, el monumento se estaba desmoronando. A mi alrededor llovían trozos del tamaño de guijarros que, fundidos por el calor de su extinción, se habían convertido en lágrimas de cristal azul.

Veintiséis

La enorme cantidad de energía liberada durante el derrumbamiento del Cronolito produjo una onda expansiva que sacudió toda la zona. Aunque fue más intenso el viento que el calor, hizo un calor terrible; aunque fue más intenso el calor que la luz, ésta fue tan brillante que cegaba.

El refugio de ladrillos perdió su tejado y las paredes que daban al norte y al oeste. Yo salí despedido y desperté a unos metros de los muros que habían conseguido mantenerse en pie.

No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que recuperé por completo la conciencia y volví a tener uso de la razón. Mi primer pensamiento fue para Sue, pero no había ni rastro de ella. También había desaparecido Adam Mills, al igual que sus compinches y sus motos, aunque más tarde encontré entre la maleza una Daimler abandonada con el depósito de gasolina agrietado. Junto a ella había un casco y una copia destrozada de El Quinto jinete.

Sí, creo que Sue se entregó a los kuinistas después de la explosión. Es poco probable que la onda expansiva fuera mortal para alguien que se encontrara al aire libre. Yo me desvanecí y me disloqué el hombro porque el cobertizo se desplomó sobre mí cabeza, no por la onda expansiva. Sin embargo, Sue se encontraba en el umbral cuando esto sucedió, y éste seguía en pie.

Encontré a Hitch y a Ray parcialmente enterrados entre los escombros. Era obvio que estaban muertos.

Pasé algunas horas intentando desenterrarlos, trabajando con la mano que no tenía herida, hasta que me vi obligado a reconocer que n esfuerzos eran inútiles, además de agotadores. Entonces decidí rescatar algunas raciones secas de la furgoneta volcada y comí un poco; aunque me atraganté infinitas veces, conseguí ingerir parte de la comida.

Cuando intenté usar el teléfono, sólo oí un extraño sonido y apareció un distorsionado mensaje de “sin señal” que se movió por la pantalla como si lo meciera una oscura marca.

El Sol empezó a esconderse. El cielo se volvió de color añil y después negro. En el horizonte occidental, allí donde antes había estado el Cronolito, los incendios que se extendían por la maleza ardían con intensidad.

Di media vuelta y avancé en dirección contraria.

Veintisiete

Últimamente he visitado dos lugares significativos: el Cráter de Wyoming y la Base Aeronaval de Boca Ratón. El primero es un lago contaminado de recuerdos; el segundo, una vía de acceso a un océano mayor.

Y pensé…

No, ya hablaré de eso más adelante.

Cuando conseguí regresar a Miniápolis, Ashlee ya había sido dada de alta del hospital.

Yo también había estado hospitalizado o, al menos, había tenido que pasar una noche entera en la unidad de urgencias de la clínica de Pine Rídge. Después de vagar durante tres días por las tierras del interior de Wyoming estaba hambriento, deshidratado, tenía quemaduras solares y me sentía demasiado débil para subir escaleras a cualquier ritmo. Salí de la clínica con el brazo izquierdo en cabestrillo.

Sin embargo, Ashlee había sido menos afortunada.

Aunque me había avisado, no estaba preparado para ver lo que vi cuando entré en nuestro apartamento y ella me llamó desde la habitación.

Las lesiones de su cuerpo (las quemaduras, las contusiones) eran invisibles bajo el inmaculado lino de las sábanas, pero me estremecí al ver su rostro.

No deseo entrar en detalles. Sólo diré que intenté recordarme a mí mismo que se curaría, que la sangre que había debajo de todos aquellos cardenales desaparecería, que su piel desgarrada volvería a unirse alrededor de los puntos de sutura y que algún día, pronto, Ashlee volvería a ser capaz de abrir los ojos por completo.

Me miró a través de sus comisuras púrpuras.

—¿Tan mal estoy? —preguntó.

Le faltaban algunos dientes.

—Ashlee —susurré—. Lo siento tanto…

Me besó, herida como estaba, y yo la abracé con suavidad, ignorando el dolor de mi brazo herido.

Ella también me pidió perdón. Le inquietaba que no fuera capaz de perdonarla por haberse rendido y haberle dicho a Adam Mills dónde podía encontrarme. Dios sabe que yo sólo deseaba pedirle disculpas por haberle hecho pasar por todo eso.

Sin embargo, acerqué mi dedo, con sumo cuidado, a sus labios hinchados. ¿Acaso tenía algún sentido dignificar el horror con recriminaciones? Habíamos sobrevivido. Estábamos juntos. Eso era suficiente.

Lo que no sabía (lo que supe cuando por fin conseguí ponerme en contacto con Ashlee) era que Morris Torrance no había abandonado su puesto de vigilancia en el exterior del apartamento.

Adam Mills se había dado cuenta de que estaba vigilando la casa y, para no alertarle, había conducido a sus hombres hasta el interior del edificio por una entrada situada en la parte posterior. Poco antes de que llegara Adam, Morris había llamado a Ash para asegurarse de que estaba en casa y, como hasta poco después de la medianoche no advirtió ninguna actividad sospechosa, decidió regresar al hotel Marriott para dormir unas horas. Tenía un sistema de alarma que Ashlee podía activar si le necesitaba durante ese intervalo, pero no recibió ningún aviso. Por la mañana, volvió a llamar a Ash, pero no consiguió acceder a su pantalla rutinaria. Se dirigió a toda prisa hasta el apartamento, no mucho después de que Kaitlin hubiera llegado, e intentó volver a llamarla sin recibir respuesta. Sumamente preocupado, Morris llamó al telefonillo de Ashlee desde el portal.

Ella respondió con cierta demora, arrastrando las palabras al hablar. Morris le dijo que era del servicio de entrega de paquetes y que necesitaba que le firmara el albarán.

Ash, que debió de reconocer su voz, le dijo que en aquellos momentos no podía abrirle la puerta y que si le importaría pasarse en otro momento.

Morris le explicó que, aunque podía pasar otro día, el paquete estaba etiquetado como “perecedero”.

Y Ashlee respondió que no importaba.

Morris se alejó del alcance de la cámara y, después de llamar a la policía local para informarles de la agresión, abrió el portal con la llave que yo le había dado. Entonces, se identificó (de forma incorrecta e ilegal) como agente federal y el administrador del edificio le entregó la llave maestra para que pudiera entrar en el apartamento.

Sabiendo cuánto tardaría en llegar la policía, prefirió no esperar para pasar a la acción. Subió en ascensor hasta nuestra planta, realizó una nueva llamada al apartamento para que el sonido del teléfono amortiguara el sonido de la llave en la cerradura y entró en el piso empuñando su pistola. Tal y como me había dicho en diversas ocasiones, sólo era un agente retirado sin experiencia en el campo; sin embargo, había recibido la instrucción pertinente y no la había olvidado.

En esos momentos, Kaitlin estaba encerrada en un armario del dormitorio y Ashlee, tirada sobre el sofá, donde la habían dejado después de darle una paliza.

Sin dudar ni un instante, Morris disparó al tipo que se encontraba junto a Ash y, a continuación, apuntó con su arma a un segundo kuinista que acababa de salir de la cocina.

Al oír el disparo, el segundo hombre dejó caer una botella de cerveza y sacó su arma. Derribó a Morris de un tiro, pero mi compañero pudo devolvérselo antes de caer. Aprovechando la protección que le proporcionaba la mesa del comedor, logró hundir dos balas en la cabeza y el cuello de su agresor.

A pesar de tener la pierna herida (la bala había excavado un agujero en su muslo, al igual que el disparo que Sue Chopra había recibido en Jerusalén), Morris fue capaz de tranquilizar a Ashlee y liberar a Kaitlin del armario antes de desvanecerse.

Kait (que podía moverse, a pesar de que había recibido una paliza tremenda y la habían violado) le puso un vendaje de compresión sobre la herida antes de que llegara la policía. Ashlee se levantó del sofá y corrió hacia el baño.

Empapó una toalla de agua y limpió la sangre del rostro de Morris, después el de Kaitiin y finalmente, el suyo.

—Fui un imprudente —dijo Morris cuando fui a visitarle al hospital para darle las gracias.

—Hiciste lo correcto.

Se encogió de hombros.

—Bueno, sí… Yo también lo creo —estaba sentado en una silla de ruedas; su pierna herida, enyesada y envuelta en geles regeneradores, quedaba suspendida delante de él—. Tendrían que colgarme una bandera roja aquí.

—Te debo mucho más de lo que nunca podré pagarte.

—No te pongas sentimental, Scotty —a pesar de sus palabras, tenía los ojos llenos de lágrimas—. ¿Ashlee está bien?

—Mejorando —respondí.

—¿Y Kaitiin?

—Resulta difícil decirlo. Van a traer a David a casa desde Little Rock.

Morris asintió. Nos sentamos en silencio durante un rato.

—Lo vi en las noticias —dijo después de unos minutos—. La piedra de Wyoming se derrumbó. Tardó un poco, pero Sue consiguió lo que quería, ¿verdad?

—Sí, lo consiguió.

—Lamento lo de Hitch y Ray.

Asentí.

—Y Sue… —me dedicó una mirada llena de significado—. Resulta difícil creer que se haya ido.

—Pues tienes que creerlo —respondí.

Porque un secreto deja de serlo si lo compartes.

—Sabes que soy un cristiano a la antigua usanza, Scotty. No sé con certeza en qué creía Sue… a no ser que fuera en aquel estúpido Shiva hindú. De todas formas, era una buena persona, ¿verdad?

—La mejor.

—No consigo entender por qué me pidió que me quedara en la ciudad, ni por qué te llevó a Wyoming. No te ofendas, pero la verdad es que me molesta. Sin embargo, supongo que sirvió de algo que me quedara.

—Por supuesto, amigo mío.

—¿Crees que ya se lo imaginaba? Es decir, ¿crees que era capaz de ver el futuro?

Me eligió a mí, pensé, porque Morris no le habría ayud ado a cumplir con su propósito. Morris nunca habría permitido que metiera la cabeza en las fauces del lobo… y seguro que tampoco habría matado a Hitch Paley.

Morris era un buen hombre.

Veintiocho

Últimamente he visitado dos lugares significativos.

Viajar no me resulta sencillo en estos días. Aunque la medicación mantiene a raya mis diversos achaques geriátricos (estoy más sano a los setenta años que mi padre a los cincuenta), la edad multiplica su propio cansancio. Con frecuencia tengo la impresión de que las personas somos cubos de sufrimiento que, a la larga, se llenan hasta rebosar.

Fui solo a Wyoming.

Hoy en día, el Cráter de Wyoming es un monumento menor, pero único, que conmemora la guerra. Para la mayoría de los americanos, Wyoming marcó el principio de la Guerra de los Cronolitos, que duró veinte años. Para esa generación (la de Kait y David), las batallas más memorables fueron las del Golfo Pérsico, Canberra, Pekín y la Provincia de Cantón. Al fin y al cabo… en Wyoming apenas hubo muertos.

Apenas.

Ahora, el cráter está cercado y administrado como monumento nacional. Los turistas pueden subir hasta la plataforma que hay en la cima del risco y contemplar las ruinas desde cierta distancia. Pero yo deseaba acercarme más, sentía que tenía derecho a hacerlo.

El guardia del Servicio de Parques que vigilaba la entrada principal me dijo que eso sería imposible, pero le expliqué que había estado en este lugar en el año 2039 y le mostré la cicatriz (que discurre desde la oreja izquierda hasta la línea del cabello, que sigue retrocediendo). El guardia, que era un veterano de guerra (caballería acorazada, Cantón, el sangriento invierno de 2050), me dijo que me quedara en los alrededores hasta que cerrara el centro de visitantes, a las cinco, y que ya veríamos qué podía hacer.

Y lo que hizo fue permitir que le acompañara durante la inspección de seguridad. Cogimos un vehículo del tamaño de un coche de golf y recorrimos un sendero pronunciado que nos llevó hasta el borde del cráter. Bajé del automóvil y paseé durante unos minutos bajo las largas sombras; mientras tanto, el guardia abrió un periódico y fingió leerlo con atención… aunque estoy seguro de que no me quitó los ojos de encima.

Este mes de mayo habían caído un par de centímetros de lluvia. El cráter era poco profundo y tenía un diminuto estanque marrón al fondo; la maleza crecía a lo largo de sus húmedas y erosionadas paredes.

Algunos fragmentos de la piedra de Kuin permanecían intactos.

Pero también mostraban señales de erosión. La inestabilidad tau, los complejos nudos Calabi-Yau que habían sido desenredados, habían convertido la materia del Cronolito en un simple silicato fundido: cristal azul arenoso, casi tan frágil como la piedra arenisca.

Durante la Secesión Oriental se produjeron diversos ataques aéreos en esta zona, que estuvo controlada por los kuinistas americanos. Las milicias que reivindicaron el estado de Wyoming durante las horas más oscuras de la Guerra intentaron (en teoría, puesto que ninguno de los testigos sobrevivió) cambiar la historia reconstruyendo el enorme Kuin de Wyoming y emitiendo su imagen al mundo entero. Sin embargo, alguien les aconsejó mal. Alguien les convenció para que rebasaran el límite de la estabilidad.

Pero la historia no registra el nombre de este benefactor.

Un secreto es un secreto.

Sin embargo, tal y como siempre le gustó decir a Sue, las coincidencias no existen.

Durante unos instantes, permanecí junto a un fragmento de la cabeza de Kuin, un trozo erosionado de ceja y un ojo intacto. La pupila del ojo era una depresión cóncava, tan ancha como el neumático de un camión, en la que se habían ido acumulando el polvo y la lluvia. En ella había brotado un cardo salvaje.

Los Cronolitos habían sido tan desconcertantes para la historia como para la lógica. Para crear estos monumentos se necesitan unos conocimientos tan profundos sobre la turbulencia tau y las paradojas absolutas (causa y efecto entremezclados) que nunca se ha publicado ningún artículo sobre el tema. El pasado es inmutable, pero de acuerdo con la teoría del “Hielo de Minkowski” de Ray, su estructura se había quebrado levemente, sus capas se habían compactado y descolocado, y ahora, ciertas zonas eran caóticas e imposibles de interpretar.

La piedra era fría al tacto.

Para ser sincero, no puedo decir que recé, pues no sé como se hace. Sin embargo, pronuncié algunos nombres en la intimidad de mi mente, algunas palabras que iban dirigidas a la turbulencia tau… si es que quedaba algo de ella. Entre otros, dije el nombre de Sue. Y le di las gracias.

Entonces, supliqué a los muertos que me perdonaran.

El guardia del parque, que empezaba a impacientarse, me escoltó hasta el coche mientras el sol se acercaba al horizonte.

—Supongo que tiene algunas historias que contar —dijo.

Algunas. Y algunas que no he contado. Hasta ahora.

¿Hubo alguna vez un Kuin real? Es decir, ¿un Kuin humano?

Si es así, sigue siendo una figura esquiva, eclipsada por los ejércitos que lucharon en su nombre e inventaron su ideología. Seguramente hubo un Kuin original, pero sospecho que fue destronado por una serie de sucesores. Puede que, tal y como había conjeturado Sue, cada Cronolito requería a su propio Kuin, de modo que acabó convirtiéndose en un nombre con el que rellenar el vacío del centro del remolino. El rey no ha nacido; larga vida al rey.

Cuando Ashlee murió a finales del año pasado, me vi obligado a poner en orden sus pertenencias. Encontré el certificado de nacimiento de Adam Mills en lo más profundo de una caja repleta de viejos papeles (cupones de racionamiento caducados, impresos fiscales, facturas antiguas de empresas de servicios).

Me sorprendió saber que el segundo nombre de Adam era Quinn… y que Ashlee nunca lo había mencionado.

De todas formas, creo que esto fue una verdadera coincidencia. Al menos, eso es lo que quiero creer. Ya soy lo bastante mayor como para creer en lo que me dé la gana, para creer sólo aquellas cosas que soy capaz de soportar.

Aquel verano, Kait dejó a David en casa y me acompañó a Boca Ratón. No nos habíamos visto desde el funeral de Ashlee, en diciembre. Había decidido pasar las vacaciones en Boca Ratón de forma repentina, por puro antojo: quería ver la Base Aeronaval cuando aún tenía fuerzas para viajar.

Hoy en día, todo el mundo habla de la recuperación de la posguerra. Somos como pacientes terminales a los que nos ha sido concedida una cura milagrosa. Ahora, la luz del sol nos parece más alegre, el mundo (tal y como es) es nuestro refugio y el futuro es infinitamente brillante. Supongo que llegara un día en que todos nos sentiremos decepcionados… pero espero que este desengaño no sea demasiado grande.

Además, existen ciertas cosas de las que estamos razonablemente orgullosos, como por ejemplo, de la Base Aeronaval Nacional.

Aproximadamente en la época de la llegada de Porrillo, recuerdo que Sue Chopra insistía en que la tecnología de la manipulación Calabi-Yau produciría maravillas más duraderas que los Cronolitos (“Podremos viajar a las estrellas, Scotty. ¡Será una posibilidad real!”)— Y como siempre, tenía razón. Sue poseía una aguda percepción del futuro.

Kait y yo recorrimos lentamente la larga pasarela que conducía al nivel de observación, desde donde se podía contemplar la inmensa estructura en forma de medialuna, cubierta de vidrio reforzado, en la que se encontraban las plataformas de lanzamiento.

Kait me había cogido del brazo porque yo necesitaba un poco de ayuda durante las largas caminatas. Hablamos un poco, pero no sobre los aspectos más importantes de nuestras vidas. Estábamos de vacaciones.

¡Habían cambiado tantas cosas! La principal, por supuesto, era que había perdido a Ashlee. Había muerto de un aneurisma el pasado año y yo me había quedado viudo. A pesar de la privación de la guerra y la crisis financiera, Ashlee y yo habíamos pasado juntos muchos años felices. La echo de menos en todo momento, pero preferí no hablar con Kaitlin de eso; tampoco hablamos de su madre, que se había jubilado y llevaba una vida relativamente confortable en Washington; ni de VVhit Delahunt, que estaba pasando sus años de vejez en un programa federal en las afueras de Saint Paul, cumpliendo una condena de veinte años de arresto domiciliario y realizando servicios para la comunidad por sedición. Todo esto pertenecía al pasado.

Hoy en día creíamos en la posibilidad de un futuro.

La cubierta de observación estaba abarrotada de niños que habían venido con el colegio para presenciar el último lanzamiento no tripulado— La sonda se encontraba en su plataforma de lanzamiento, a algo menos de un kilómetro. Era como una joya azul, un glaciar esculpido.

—El tiempo es el espacio —estaba diciendo el guía de la excursión—. Si podemos controlar uno, podemos controlar el otro.

Sue habría objetado al oír la palabra “control”, pero a los niños no les importó. Habían venido a presenciar un espectáculo, no a oír una conferencia. Hablaban y se movían sin parar; presionaban sus manos (y algunos, también sus narices) contra el cristal.

—No tienen miedo —comentó Kaitlin, maravillada.

Ni tampoco se sorprendieron (por lo menos, no demasiado), cuando, como por arte de magia, la sonda Tau Ceti empezó a elevarse, muy despacio y sin hacer ningún ruido, de su plataforma. Supongo que les impresionó que un objeto tan grande pudiera alzarse como un globo hacia el despejado cielo de Florida… y puede que algunos de ellos, los más perceptivos, sintieran respeto. Sin embargo, ninguno de ellos tuvo miedo.

¡Sabían tan poco del pasado!

Yo no quiero que lo olviden… supongo que eso es lo que deseamos todas las personas de más edad. Sin embargo, soy consciente de que esos niños lo olvidarán y de que sus hijos sabrán menos sobre nosotros que ellos y de que a los hijos de sus hijos les resultará prácticamente imposible imaginar que alguna vez existimos.

Y así es como debe ser. Sue me enseñó que es imposible detener el tiempo… y también Ashlee, a su propio modo. Puedes rendirte al tiempo… o ser arrastrado por él.

De todos modos, esta verdad no es tan dura como parece… por lo menos, en un día tan brillante como éste.

—¿Estás bien? —preguntó Kaitlin.

—Sí —respondí—. Pero estoy un poco cansado.

Habíamos dado un largo paseo y el día era caluroso.


FIN
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