Ahora, después de releer lo he escrito, me he dado cuenta de lo extraño que debió de ser el fenómeno de los Cronolitos para la generación que alcanzó la mayoría de edad después de la caída de la Unión Soviética. Es decir, para la generación de mi padre… a pesar de que él murió antes de que llegara lo peor.
Era una generación que había observado las dictaduras del tercer mundo sintiéndose más impaciente que ofendida, una generación que consideraba que los palacios y los grandes monumentos eran los abochornantes iconos de una edad anterior… unas casas encantadas que estaban a punto de derrumbarse debido a los fuertes vientos que soplaban desde el Nikkei y el NASDAQ.
La llegada de Kuin cogió a los miembros de esa generación completamente desprevenidos: se tomaron en serio su amenaza pero hicieron oídos sordos a su llamada. Suponían que era posible que un millón de asiáticos desnutridos mostraran su lealtad al nombre de Kuin, pero cuando vieron que sus hijos y nietos también lo aclamaban, perdieron todas las esperanzas.
Los monumentos de Kuin podían parecer mágicos, pero era obvio que predecían y derivaban de las conquistas militares… y una nación bien defendida no podía ser invadida. Entonces, decidieron refugiarse en las armas. La llegada del Kuin de Jerusalén provocó una segunda oleada de inversiones federales para la investigación: se crearon nuevos instrumentos de detección vía satélite, aviones teledirigidos de última generación para el rastreo de misiles, minas inteligentes y robots de guerra y abastecimiento. En el año 2029 se restableció el servid militar y el ejército permanente se incrementó en medio millón de reclutas (hecho que ayudó a disfrazar la crisis económica provocada por el Acuífero de Oglalla, la situación del comercio asiático y el inicio del desastre de la Cuenca de Atchafalaya, que duró diversos años).
Podríamos haber bombardeado a Kuin durante su infancia si alguien hubiera sido capaz de encontrarlo, pero en China meridional y e Sudeste Asiático se vivía una situación de barbarie descontrolada en la que jefes militares, provistos de vehículos todo terreno blindados, se dedicaban a aterrorizar a los famélicos campesinos. Kuin podría haber sido cualquiera de esos tiranos. Muchos de ellos afirmaban serlo, pero probablemente todos mentían. Ni siquiera sabíamos sí Kuin era chino, así que podía encontrarse en cualquier lugar del mundo.
Aunque ahora resulte evidente, en aquel entonces ignorábamos que Kuin era peligroso justamente porque no se había manifestado. No tenía más estrado que sus conquistas y su única ideología era la victoria final. Sin haber prometido nada, lo había prometido todo. Los desposeídos, los privados de derechos y los infelices se sentían identificados con aquel ser que demolería las montañas y elevaría los valles. Y como no había dado la cara, Kuin hablaba con la voz de sus seguidores.
Para la generación que seguía a la mía, Kuin representaba todo aquello que era radicalmente nuevo, la destrucción de anticuadas jerarquías de autoridad y la ascensión de poderes tan fríos y despiadadamente modernos como los Cronolitos.
Es decir: Kuin nos arrebató a nuestros hijos.
Cuando recibí la llamada de Janice (que me contó lo de Kaitlin con la vídeo pantalla en blanco para ocultar las lágrimas), comprendí que tenía que dejar Baltimore… y que debía hacerlo de forma que evitara que Morris Torrance me persiguiese por siete estados.
Y eso no sería fácil, aunque resultaría más sencillo que antes. Antes de la llegada del Cronolito de Jerusalén, Sue Chopra había supervisado la investigación de estos monumentos con la ayuda de una generosa administración federal. Sin embargo, su trabajo se había visto comprometido debido a su devoción por los aspectos puramente teóricos de la teoría de los Cronolitos (la obsesión que sentía por los cálculos de la turbulencia tau difería en gran medida de las cuestiones prácticas de detección y defensa que ansiaba conocer el gobierno) y a su desastrosa aparición en el congreso en junio del año 2028, cuando se negó públicamente a aceptar la teoría del Senador Lazar, que afirmaba que el Cronolito de Jerusalén podía ser una señal del Fin del Mundo (dijo que el Senador no había recibido una formación adecuada y que el concepto de un Apocalipsis inminente era “un mito absurdo que fomentaba el proceso que estábamos intentando contener”. Lazar, un exrrepublicano que con el tiempo se había convertido en sicario del Partido Federal, comentó ofendido que Sue era “una atea refugiada en una torre de marfil, que debía ser destetada del pecho público”).
Aunque Sue era demasiado importante para que prescindieran por completo de ella, dejó de ser la figura central de las investigaciones sobre los Cronolitos. Continuó siendo la principal experta de la nación sobre la turbulencia tau, pero ya no era la imagen que aparecía en los carteles publicitarios.
La parte positiva de todo esto fue que el FBI dejó de interesarse por los peces pequeños como yo, aunque mi expediente permanecía en las catacumbas digitales del Edificio Hoover.
Morris Torrance decidió dimitir de su cargo antes de aceptar una reasignación. Era un verdadero creyente: creía en la divinidad de Jesucristo, en la deidad de Sulamith Chopra y en la veracidad de sus propios sueños… pues la era de los Cronolitos había permitido que este tipo de conversiones fueran posibles. Creo que también estaba un poco enamorado de Sue, aunque (a diferencia de Ray Mosely) nunca se había hecho ilusiones sobre su sexualidad. Continuó siendo su guardaespaldas y jefe de seguridad, aunque ahora recibía un salario mucho menor.
Tanto Sue como Morris querían tenerme cerca de ellos; Sue, porque afirmaba que yo formaba parte del patrón evolutivo de la coincidencia significativa, y Morris, porque creía que yo era importante para Sue. Aunque Morris ya no trabajaba para el gobierno (y, por lo tanto, era discutible que pudiera recurrir a la influencia legal para retenerme), estaba seguro de me seguiría si anunciaba mi marcha… y puede que incluso moviera algunos hilos para impedírmelo. Sabía que Morris me apreciaba, pero también sabía que toda su lealtad era para Sue.
En aquella época, Sue intentaba reconstruir su fragmentado proyecto a través de Internet, compartiendo con un círculo de investigadores todos y cada uno de los datos que el Departamento de Defensa dejaba sin clasificar y profundizando y expandiendo sus conocimientos sobre la turbulencia tau. En febrero del año 2031 perdió la beca del Departamento de Energía y volvieron a reducir los fondos destinados a su investigación; mientras tanto, el dinero fluía copiosamente hacia otros proyectos más atractivos., como el colisionador láser de rayos gamma que se estaba desarrollando en Stanford o los estudios de Materia Exótica que se estaban realizando en Chicago.
Durante toda la mañana estuve despejando un código que había creado para ella; no era más que un trabajo rutinario que se utilizaría en los nodos de búsqueda para realizar sincronizaciones relevantes y que se basaba en un algoritmo de clasificación de nombres que Sue había inventado. Morris entró y salió de la oficina en un par de ocasiones. Estaba más delgado que antes y había envejecido, pero aún conservaba su alegría.
Sue estaba en su despacho. Me detuve junto a su puerta para decirle que me iba. Que me iba a comer. Supongo que notó algo extraño en mi voz.
—¿Va a ser una comida muy larga? ¿Hasta dónde vas a ir, Scotty?
—No muy lejos.
—Todavía no hemos acabado, ya lo sabes.
Puede que se estuviera refiriendo al código que estábamos desarrollando, pero lo dudaba.
La herida de su pierna se había curado hacía años, pero la experiencia de Jerusalén le había dejado otras cicatrices. En una ocasión, Sue me dijo que Jerusalén le había ayudado a darse cuenta de lo peligroso que era su trabajo… que al haberse acercado tanto al centro de la turbulencia tau no sólo había puesto en peligro su vida, sino también la de las personas que le rodeaban.
—Pero supongo que es inevitable —había añadido con tristeza—. Eso es lo peor. Si avanzas por una vía durante demasiado tiempo, lo más seguro es que, tarde o temprano, te acabe atropellando un tren.
Le dije que por la tarde acabaría de pulir el programa. Sue me dedicó una mirada larga y escéptica. —¿Hay algo más que quieras decirme? —De momento, no. —Ya hablaremos. Y como la mayoría de sus profecías, también ésta se haría realidad.
Morris se ofreció a acompañarme durante la comida, pero le dije que tenía que hacer unos recados y que probablemente compraría un bocadillo durante el camino. No sé si sospechó algo, pero no dijo nada.
Cancelé mi cuenta en el banco Zurich American, transferí la mayor parte de mis fondos a una tarjeta de tránsito y me llevé el resto en anticuados billetes. A continuación, di unas vueltas con el coche para asegurarme de que Morris no me estaba siguiendo. Como era mucho más probable que intentara interceptar el localizador del automóvil, cambié mi Chrysler en un concesionario que había en el centro de la ciudad, le dije al vendedor que en el solar no había nada que me gustara y que si le importaría que comprara otro vehículo en alguna de las franquicias. Me dijo que no y que le complacería mostrarme el catálogo virtual. Escogí con indecisión un Volks Edison de polvoriento color azul (posiblemente el automóvil de aspecto más anónimo que se haya fabricado nunca), dejé mi Chrysler en el solar y acepté un viaje de cortesía hasta el otro lado de la ciudad. De cerca, el Volks parecía estar un poco más deteriorado que en la imagen virtual, pero su motor eléctrico era recio y estaba limpio… al menos, a mi entender.
Por supuesto, toda esta estupidez del espionaje amateur dejó un rastro electrónico tan ancho como el Missouri. De todas formas, aunque estaba seguro de que Morris podría seguir los hilos y encontrarme, no lograría hacerlo antes de que hubiera abandonado Baltimore. Al anochecer de aquella cálida tarde de junio me encontraba a más de trescientos kilómetros al oeste, conduciendo con las ventanillas abiertas e ingiriendo antiácidos para aliviar la agitación de mi estómago.
En el punto en el que la autopista cruzaba el río Ohio había un enorme campamento de racionamiento; cientos de tiendas de campaña raídas aleteaban bajo la brisa primaveral y docenas de barriles ardían con furia. La mayoría de las personas que vivían allí oran refugiados de los territorios pobres de Luisiana, trabajadores desempleados de las refinerías y ¡as petroquímicas y campesinos que se habían visto obligados a abandonar sus tierras. A pesar de todos los esfuerzos realizados por d Cuerpo de Ingenieros del Ejército de los Estados Unidos, el barro acumulado en la Cuenca de Atchafalaya había desviado el curso del río Misisipí. Miles de familias habían perdido sus hogares durante las inundaciones de esa primavera que, además, habían provocado el derrumbe de diversos puentes, habían impedido la navegación y habían dejado las carreteras sofocadas de barro. La gente se alineaba a los lados de la carretera para pedir que le llevaran a donde fuera. El autostop se había prohibido hacia más de cincuenta años, así que eran pocos los conductores que se detenían pero a estas personas (en su mayoría hombres) no les importaba estar haciendo algo ilegal. Se alzaban rígidos como espantapájaros, parpadeando ante la luz de los faros.
Deseé que Kait hubiera encontrado un lugar seguro en donde dormir esa noche.
Al llegar a las afueras de Miniápolis— me registré en un motel. El recepcionista, un hombre anciano, abrió los ojos de par en par cuando saqué el dinero de la cartera.
—Si me da eso tendré que ir al banco —refunfuñó.
De modo que le entregué cincuenta dólares más por los inconvenientes y él tuvo la amabilidad de no introducir en el ordenador mi carné de identidad. La habitación que me dio era un cubículo que contenía una cama y una terminal de cortesía, además de una ventana que daba al aparcamiento.
Necesitaba dormir, pero —antes tenía que habla r con Janice.
Fue Whit quien contestó al teléfono.
—Scott —dijo, con cordialidad pero sin alegría. Parecía que él también necesitaba dormir—. Supongo que llamas por Kaitlin. Lamento decirte que no hemos tenido más noticias. La policía cree que todavía se encuentra en la ciudad, así que aún conservamos alguna esperanza. Obviamente, estamos haciendo todo lo que podemos.
—Gracias, Whit, pero necesito hablar con Janice ahora.
—Es tarde. No me gustaría molestarla.
—Será rápido.
—Bueno —Whit se alejó de la terminal. Momentos después apareció Janice. Llevaba puesto el camisón, pero era evidente que estaba bien despierta.
—Scotty. Te he estado llamando, pero no había nadie en casa.
—Cierto. Estoy en la ciudad. ¿Podemos reunimos mañana para hablar de todo esto?
—¿Estás en la ciudad? No era necesario que hicieras un viaje tan largo.
—Yo creo que sí. ¿Janice? ¿Puedes dedicarme algo de tiempo? —puedo acercarme a tu casa, o…?
—No —respondió—. Me reuniré contigo. ¿Dónde estás?
—Prefiero que nos encontremos en otro sitio. ¿Qué tal en aquel pequeño asador de Dukane? ¿Sabes a cuál me refiero?
—Sí, creo que sigue abierto.
—¿Nos vemos a mediodía?
—Mejor a la una.
—Intenta dormir un poco.
—Tú también —vaciló—. Hace ya cuatro días, Scotty. Cuatro noches. Pienso en ella en todo momento.
—Hablaremos mañana.
No es lo mismo ver a una persona por la pantalla del teléfono que verla en carne y hueso. Aunque había hablado con Janice más de media docena de veces durante los dos últimos meses, me costó reconocerla cuando entró por la puerta del asador.
Creo que el cambio se debía a la combinación de prosperidad y temor que transmitía.
A pesar de la crisis económica, a Whit le iban bien las cosas. Janice vestía un traje azul de tweed y una chaqueta visiblemente caros, pero daba la impresión de que había abierto el armario y se había puesto lo primero que había visto, porque llevaba el cuello torcido y los bolsillos desabrochados. Además, tenía los ojos muy rojos y las ojeras muy marcadas.
Tras darnos un abrazo, cordial pero neutral, Janice ocupó la silla que estaba enfrente de la mía.
—No hay noticias —señaló con un dedo su bolso, donde, sin duda alguna, llevaba el teléfono—. La policía dijo que nos llamaría si había alguna novedad.
Pidió una ensalada que ni siquiera tocó y un Margarita que bebió con demasiada impaciencia. Habría sido agradable poder hablar de cualquier otra cosa, pero ambos sabíamos cuál era el motivo de aquel encuentro.
Voy a tener que hacerte pasar por todo esto una vez más. ¿Podrás soportarlo?
—Sí —respondió—. Creo que podré, pero Scott, tienes que decirme qué pretendes hacer.
—¿A qué te refieres?
—A tus intenciones… porque todo esto está en manos de la policía y puedes complicar las cosas si te implicas demasiado.
—Soy su padre. Creo que tengo derecho a saber.
—Por supuesto que tienes derecho a saber, pero no a interferir.
—No tengo ninguna intención de interferir.
Janice esbozó una macilenta sonrisa.
—¿Por qué tengo la impresión de que tus palabras no son en absoluto convincentes?
Empecé a responder, pero me interrumpió.
—No, espera un momento. Quiero darte una cosa.
Cogió un sobre de papel manila de su bolso y me lo entregó. Al abrirlo, encontré una fotografía reciente de Kaítlin, una imagen clara y definida que Janice había impreso en papel brillante.
A los dieciséis años, Kait era una muchacha bastante alta para su edad e indiscutiblemente guapa. El destino la había librado de la maldición del acné juvenil y, a juzgar por la serenidad de su expresión, también de las dificultades de la adolescencia. Su aspecto era sombrío pero saludable.
Durante unos instantes fui incapaz de descubrir qué era lo que me resultaba tan extraño de aquella imagen. Entonces me di cuenta: era su cabello. Kait había recogido su larga melena rubia en una trenza, dejando a la vista sus orejas.
Las dos.
—Esto es lo que le diste, Scott. Quería darte las gracias.
La prótesis del oído interno era invisible, y la cirugía estética, impecable. Genéticamente la oreja no era falsa, sino de Kaitlin, pues se había desarrollado a partir de un cultivo de células. Aunque no había más cicatrices que la pálida línea de sutura, mi hija continuó sintiéndose acomplejada durante los años posteriores a la operación.
—Cuando le sacaron las vendas, la oreja tenía un tono rosado, ¿sabes?, pero era perfecta. Como un capullo de rosa que empieza a abrirse.
Estuve con ella durante la operación, pero no cuando le retiraron los vendajes: coincidió con la crisis de la llegada de Damasco y había tenido que viajar hasta Siria con Sue.
Janice continuó.
—Allí mismo, en el hospital, delante de los doctores y las enfermeras, le dije que era hermosa. Kait levantó la cabeza, como si no estuviera segura de dónde procedía mi voz… ya sabes que lleva cierto tiempo adaptarse. Sin embargo, ¿sabes qué me dijo?
—¿Qué?
Una lágrima se deslizó por la mejilla de Janice.
—Me dijo: “No es necesario que grites”.
Según me contó Janice, los problemas empezaron cuando Kaitlin no regresó a casa después de haber asistido a una reunión de su asociación juvenil.
—¿De qué tipo de asociación se trata?
—No es más que… bueno… —Janice titubeó.
—Si no vamos a ser honestos, esto no tiene ningún sentido — refunfuñé.
—Se trata de la división juvenil de esa organización a la que se ha afiliado Whit. Tienes que comprenderlo, Scott. No están a favor de Kuin; sólo son personas que desean encontrar una alternativa distinta al conflicto armado.
—¡Por el amor de Dios, Janice! —exclamé—, ¿Whit es un Copperhead*? Recientemente, la prensa había recuperado este término ofensivo de la Guerra Civil para referirse a los diversos movimientos kuinistas.
—Nosotros no usamos ese término —replicó Janice bajando la mirada. Por su gesto, entendí que a su marido no le gustaba—. Ya sabes que no estoy metida en política. Ni siquiera Whit… sólo se afilió porque algunos de los miembros del equipo de dirección lo hicieron. Él siempre dice que no tiene ningún sentido prepararse para una guerra que lo más probable es que nunca tengamos que librar.
Ése era el típico razonamiento Copperhead… y resultaba inquietante oírlo en labios de Janice. A pesar de que estas palabras encerraban alguna verdad, también dejaban entrever el desprecio que sentían los kuinisras por la democracia, porque estaban convencidos de que Kuin lograría restablecer el orden en un planeta dividido por demasiadas diferencias económicas, religiosas y ecológicas.
Había seguido los pasos del movimiento Copperhead en la red porque Sue opinaba que era importante y Morris lo consideraba una amenaza potencial. Y lo que había visto no me había gustado nada.
—¿Y arrastró a Kaitlin con él?
—A ella le apetecía ir. AI principio la llevó a las reuniones de los adultos, pero más tarde, Kaitlin empezó a interesarse por la división juvenil.
—¿Así que le dejaste afiliarse… sin más?
Me miró suplicante.
—La verdad es que no vi ninguna razón por la que no pudiera hacerlo. ¡Por el amor de Dios! ¡No se dedicaban a fabricar cócteles molotov ni nada de eso! Sólo hacían cosas sociales: jugaban a béisbol y hacían obras de teatro. Son adolescentes, Scott. Kaitiin estaba conociendo a todas esas personas de su misma edad. Por primera vez en su vida empezaba a tener amigos de verdad. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? ¿Encerrarla en casa?
—No he venido a juzgarte.
—De acuerdo.
—Pero quiero que me cuentes la verdad.
Janice suspiró.
—Bueno, supongo que había algunos radicales en el grupo. Ya sabes lo complicado que es evitar ese tipo de cosas. Siempre están hablando de eso en las noticias y en la red… y los jóvenes son especialmente vulnerables. Kait también comentaba cosas de vez en cuando —bajó la voz—. Cuando hablaba de Kuin, nos decía que no debíamos condenar lo que no comprendíamos y cosas similares. Sin embargo, no tenía ni idea de que se lo había tomado con tanta seriedad.
—Fue a una reunión y no regresó.
—No, ni tampoco lo hicieron diez de sus compañeros… casi todos mayores que ella. Al parecer, llevaban varias semanas hablando sobre hacer un peregrinaje… creo que ellos lo llaman haj.
Cerré los ojos.
—Pero la policía nos ha dicho que lo más probable es que todavía se encuentren en la ciudad —se apresuró a añadir—. Suponen que se han reunido con otros radicales en algún edificio abandonado mientras hacen los preparativos y reúnen las provisiones para el viaje. Espero que sea cierto…, pero es terrible.
—¿Has intentando buscarla?
—La policía nos dijo que no lo hiciéramos.
—¿Y Whit?
—Dice que debemos colaborar con la policía. Y eso también va por ti, Scott. —¿Puedes darme el nombre de algún agente de policía con el que pueda hablar?
Sacó su agenda y anotó, a regañadientes y dedicándome amargas miradas, un nombre y un número de teléfono en una servilleta de papel. —También quiero saber el nombre de ese club Copperhead al que pertenece Whit —dije.
Al oir estas palabras dio un respingo. —No quiero que causes problemas. —No es esa mi intención.
—¡Veté a la mierda! ¿Sólo has venido a la ciudad para mostrarme tu… tu desprecio moral?
—Mí hija ha desaparecido. Esa es la única razón por la que estoy aquí. ¿Qué es lo que te da tanto miedo? Ella titubeó antes de responder.
—Kait lleva fuera menos de una semana. Puede que mañana mismo decida regresar a casa. Lo único que quiero creer es que la policía está haciendo todo lo que puede, pero puedo ver esa mirada en tus ojos… y no me gusta nada.
—¿Qué mirada?
—Es como si te estuvieras preparando para llorar su muerte. —Janice…
Golpeó la mesa con la palma de la mano.
—No, Scott. Lo siento. Te agradezco todo lo que has hecho por Kait y sé lo mucho que te has esforzado. Sin embargo, no puedo decirte a qué organización pertenece Whit. Eso pertenece a su vida privada. Ya hornos hablado de todo esto con la policía y, de momento, las cosas se van a quedar así. Así que no me mires con esos… con esos jodidos ojos de funeral.
Me sentía dolido, pero no podía culpar a Janice. Ni siquiera cuando se levantó y avanzó con majestuosidad hacía la soleada calle. Sabía cómo se sentía. Kaitlin estaba en peligro y ella se estaba preguntando qué podría haber hecho mejor, cómo había permitido que sucediera todo esto, cómo era posible que las cosas se hubieran puesto tan negras con tanta rapidez.
Yo llevaba diez años haciéndome esas mismas preguntas pero, para Janice, se trataba de una experiencia nueva.
Después de comer fui hasta Clarion Pharmaceuticals, un gran complejo industrial situado a las afueras de la ciudad, donde empezaban los campos de maíz. Le dije al vigilante que deseaba ver al señor Delahunt y éste pegó una tarjeta bajo el limpiaparabrisas izquierdo de mi coche mientras me explicaba que tenía que recoger un pase de visitante en la entrada principal. Sin embargo, como la seguridad de Clarion era bastante flexible, decidí aparcar y dirigirme hacia una puerta abierta que había cerca de las plataformas de carga. Allí cogí un ascensor que me llevó hasta donde, según el directorio, se encontraba el despacho de Whit.
Pasé por delante de su secretaria como si fuera un empleado más y, entonces, accedí a una madriguera de salas sin puerta en las que diversos hombres y mujeres vestidos con trajes crujientes mantenían conversaciones telefónicas. Encontré a Whitman Delahunt llenando un vaso de agua en el dispensador del estrecho pasillo. Cuando me vio, sus ojos se abrieron de par en par.
Whit estaba tan impecable como siempre. Tenía las sienes un poco más grises y la cintura un poco más ancha, pero lo llevaba bien, incluso le había visto sonreír ligeramente, aunque su sonrisa se había desvanecido en el mismo instante en que me vio. Tiró el vaso de papel a la basura.
—¡Dios mío, Scott! —exclamó—. Podrías haber llamado.
—Pensé que debíamos hablar en persona.
—Por supuesto. Sé por lo que estás pasando pero, aunque no quiero parecer insensible, ahora no es un buen momento.
—Preferiría no tener que esperar.
—Scott, sé razonable. Puede que esta noche…
—Estoy siendo razonable. Mi hija lleva cinco días desaparecida, probablemente durmiendo en la calle. Lamento profundamente que esto interfiera tanto en tu trabajo, Whit, pero es necesario que hablemos ahora.
Dejó escapar un largo suspiro.
—No me gustaría tener que llamar a Seguridad.
—Mientras te lo piensas, ¿por qué no me hablas de ese club Copperhead al que te has afiliado? Sus ojos se abrieron de par en par.
—Cuidado con lo que dices.
—Podríamos discutirlo en privado.
—¡Joder, Scotty! De acuerdo. Sigúeme.
Me llevó al restaurante de dirección. Como el servicio ya se había retirado hasta el día siguiente, la sala estaba desierta y las mesas, relucientes. Nos sentamos en una mesa de madera lacada para hablar como personas civilizadas. Whit se aflojó la corbata.
—Janice me lo advirtió. Dijo que vendrías a la ciudad para complicar las cosas. Creo que deberías ir a hablar con la policía, Scott. Estoy seguro de que les gustará saber qué es lo que te propones.
—Has mencionado ese club Copperhead.
—No, lo has mencionado tú… y por cierto, ¿podrías dejar de utilizar esa palabra tan ofensiva? No es nada de eso. ¡Por el amor de Dios! No es más que un comité de ciudadanos. Sí, puede que hablemos del desarme de vez en cuando, pero también hablamos de la defensa civil. Somos personas normales y corrientes que vamos a misa. No tenemos nada que ver con esos elementos radicales de los que tanto hablan los periódicos. —¿Entonces cómo debería llamarlo?
—Somos… somos el Comité de las Ciudades Gemelas por una Paz con Honor —parecía avergonzado—. Tienes que comprender que hay demasiadas cosas en juego. Los muchachos tienen razón, Scott: la propaganda militar está distorsionando la economía; además, asumiendo que Kuin constituya realmente una amenaza para los Estados Unidos… algo que aún se tendría que demostrar, no existe ninguna prueba de que las pistolas y las bombas nos ayuden a vencerlo. Nosotros rebatimos la creencia generalizada de que…
—No necesito que me recites vuestro manifiesto, Whit. ¿Qué tipo de personas forman parte de ese comité?
—Personas prominentes.
—¿Cuántas?
Volvió a sonrojarse.
—Aproximadamente treinta.
—¿Y fuiste tú quien iniciaste a Kait en el grupo juvenil?
—En absoluto. Los jóvenes se toman estos temas con mucha más seriedad que nosotros… es decir, que la gente de nuestra generación, porque ellos no son cínicos. Kaitlin es el ejemplo perfecto: tras asistir a una reunión, llegó a casa hablando de todas las cosas que podría hacer un líder como Kuin si no estuviéramos enfrentándonos a él en todo momento. Dijo que en vez de obcecarnos en luchar contra un hombre que es capaz de controlar el tiempo, deberíamos intentar convertir el futuro en un lugar funcional.
—¿Hablaste con ella de todo esto?
—No la adoctriné, si es eso lo que estás insinuando, pero respeté sus ideas.
—Y si no me equivoco, ella estaba de acuerdo con los radicales, ¿verdad?
Whit se revolvió sobre su asiento.
—No considero que sean radicales. Conozco a alguno de esos chavales. Puede que rebasen un poco el límite, pero se trata de entusiasmo, no de fanatismo.
—No se les ha vuelto a ver desde el sábado.
—Mis sentimientos me dicen que están bien. En ocasiones suceden este tipo de cosas. Los muchachos tiran sus tarjetas GPS, cogen un coche y se van a algún lugar durante unos días. Aunque eso no está bien, tampoco sería la primera vez que sucede. Lamento que Kaitlin se haya dejado tentar por una serie de manzanas agrias, Scott, pero la adolescencia siempre ha sido una etapa difícil.
—¿Sabes si teman planeado hacer un haj?
—¿Disculpa?
—Un haj. Janice utilizó esta palabra.
—No tendría que haberlo hecho. También lo desaprobamos— Un haj es un peregrinaje a La Meca, pero cuando los jóvenes utilizan esa palabra, se refieren a hacer un viaje para ver una piedra de Kuin o ir hasta algún lugar en donde se supone que va a aterrizar.
—¿Crees que es eso lo que tenían en mente?
—No tengo ni idea, pero lo dudo. Es imposible ir en coche hasta Madras o Tokio.
—Así que no estás preocupado.
Giró la cabeza y, por un instante, pensé que iba a escupir.
—Estás siendo cruel. Por supuesto que estoy preocupado. El mundo se ha convertido en un lugar peligroso… demasiado peligroso. Me aterroriza pensaren lo que podría sucederle a Kaitlin… y esa es la razón por la que no deseo interferir en el trabajo de la policía. Y, por cierto, te sugiero que hagas lo mismo.
—Gracias, Whit —respondí.
—No pongas peor las cosas de lo que están.
—No veo cómo podría hacerlo.
—Habla con la policía. En serio. O deja que hable yo con ella en tu nombre.
Whit había recuperado la compostura. Me levanté; no me apetecía seguir escuchando más sermones sobre mi hija, al menos de este hombre. Mientras abandonaba la sala, Whit se quedó sentado en la silla como un principito ofendido.
Llamé a Janice desde el coche. Quería hablar con ella una vez más antes de que lo hiciera su marido.
Los duros tiempos que vivíamos habían cambiado la ciudad. Las ventanas y los escaparates estaban enrejados o tapiados, las boutiques se habían convertido en tiendas de saldos y en las fachadas de iglesias podían leerse nombres oscuros. Además, debido a la huelga de basureros, en las aceras se acumulaban las bolsas de la basura.
Por teléfono, le dije a Janice que había hablado con Whit.
—¿Tenías que hacerlo, verdad? Justo cuando pensaba que las cosas no podían ir peor.
En su voz había un tono que no me gustó.
—Janice… ¿Te da miedo Whit?
—Por supuesto que no, por lo menos físicamente. ¿Pero qué haremos si se queda sin trabajo? ¿Qué sería de nosotros? No entiendes nada, Scotty. Gran parte de lo que hace es sólo… Para poder seguir adelante, tiene que cooperar. Ya sabes a qué me refiero.
—En estos momentos, Kaittin es lo único que me importa.
—Tampoco estoy segura de que le estés haciendo ningún bien a ella — suspiró—. La policía me habló de una asociación de padres. Podrías ir a echar un vistazo.
—¿Una asociación de padres?
—Padres cuyos hijos han huido. Suelen ser chavales con ideales kuinistas. Padres haj, por decirlo de alguna forma.
—Lo último que estoy buscando es un grupo de apoyo.
—Podrías comparar notas, ver lo que están haciendo otras personas.
Lo dudaba. De todas formas, copié en la agenda la dirección que me dio Janice.
—Mientras tanto —añadió—, me disculparé con Whit de tu parte.
—¿Acaso él ha pedido disculpas por haber metido a Kait en ese club?
—Eso no es asunto tuyo, Scott.
Aproximadamente un mes después de la llegada del Cronolito de Jerusalén, acudí a la consulta de un doctor y mantuve una larga charla con él sobre genética y locura.
Había empezado a pensar que podía haber una parte personal en la lógica de correlación de Sue. Ella consideraba que nuestras expectativas moldeaban el futuro y que aquellos que habíamos sido expuestos a una turbulencia tau extrema podíamos ejercer más influencia que la mayoría de personas.
Después de asumir que el mundo entero estaba sufriendo un ataque de locura, empecé a preguntarme si yo mismo habría contribuido desde lo más profundo de mi psique familiar. ¿Acaso había heredado de mi madre una secuencia genética defectuosa? ¿Había sido mi propia demencia latente la que había llenado de balas y cristales la suite de aquel hotel del Monte Scopus?
El médico me sacó muestras de sangre y accedió a buscar en mis genes cualquier marca que pudiera sugerir el inicio de una esquizofrenia tardía, aunque me advirtió que no sería sencillo porque, aunque genéticamente era susceptible a padecerla, la esquizofrenia no era un trastorno estrictamente heredable. No realizaban parches genéticos para evitarla porque, al parecer, eran ciertos efectos ambientales complejos los que desencadenaban la enfermedad. Por todas estas razones, lo máximo que podría decirme era si podía haber heredado una tendencia a la esquizofrenia tardía (es decir, que sólo podía darme una información prácticamente irrelevante y carente de valor de predicción).
Volví a pensar en todo eso cuando le pedí a la terminal del motel que me mostrara un mapa del mundo en el que estuvieran marcados todos los lugares en los que había algún Cronolito. Si el mundo sufría locura, estos eran sus síntomas: Asia, repleta depuntos rojos, se estaba disolviendo en una febril anarquía, aunque el frágil gobierno de Japón seguía resistiendo en aquellos lugares en los que la coalición gobernante había sobrevivido a un plebiscito. Lo mismo sucedía en Pekín, pero no en las zonas rurales de China ni en las que se encontraban alejadas de la costa. El subcontinente indio estaba repleto de marcas de aterrizajes, al igual que Oriente Medio, donde no sólo estaban los Cronolitos de Damasco y Jerusalén, sino también los de Bagdad, Teherán y Estambul. Aunque Europa estaba libre de las manifestaciones físicas del kuinismo (que de momento se habían quedado encalladas en Bósforo), no había sucedido lo mismo en la política: tanto en París como en Bruselas se sucedían las revueltas callejeras masivas promovidas por facciones “kuinistas” rivales. El norte de África había soportado cinco llegadas desastrosas; el mes pasado, por ejemplo, un pequeño Cronolito había eliminado del mapa la ciudad ecuatorial de Kinshasa. El planeta estaba enfermo, agonizaba.
Borré el mapa de la pantalla y marqué uno de los números de teléfono que Janice me había dado: el de un teniente de policía llamado Ramone Dudley. Su interfaz me dijo que no podía atenderme en esos momentos, pero que mi llamada había quedado registrada y que me respondería con la mayor brevedad posible.
Mientras esperaba, decidí marcar el teléfono del “grupo de apoyo”, que resultó ser la terminal del hogar de una mujer de mediana edad llamada Regina Lee. Al verla en albornoz y con el cabello empapado, le pedí disculpas por haberla sacado de la ducha.
—No pasa nada… a no ser que me esté llamado de aquella puta agencia del cobrador del frac —respondió. Su voz tenía un contralto sureño tan sombrío como su semblante—. Disculpe mi francés.
Le expliqué que Kaitlin había desaparecido.
—Sí —dijo—. De hecho, conozco la historia. Un par de padres acaban de unirse a nosotros debido a ese incidente… bueno, la verdad es que son madres. Los padres suelen resistirse al tipo de ayuda que ofrecemos, aunque desconozco la razón. De todas formas, usted no parece formar parte de ese clan de tozudos.
—No estaba aquí cuando Kaitlin desapareció. Le hablé de Janice y Whit. —Así que usted es un padre ausente.
—pero no por elección, señora Sadler. ¿Podría responderme con franqueza a una pregunta?
—Me gusta ser sincera. Y por cierto, todo el mundo me llama Regina.
—Tengo algo que ganar reuniéndome con esas personas? ¿Con eso conseguiré que mi hija regrese a casa?
—No, no puedo prometérselo. Nuestro grupo se creó con otro propósito. Sólo intentamos salvarnos a nosotros mismos. Muchos padres que se encuentran en esta situación se desesperan, pero el hecho de poder compartir sus sentimientos con otras personas que están pasando por lo mismo les ayuda a seguir adelante. Supongo que ahora mismo se estará diciendo para sus adentros que no necesita toda esta mierda sensiblera. Puede que usted no, pero algunos de nosotros la necesitamos… y no nos avergonzamos de ello.
—Ya veo.
—Puedo decirle que varios miembros del grupo han contratado detectives privados, rastreadores, desprogramadores y todo eso, y que comparan sus notas y comparten la información. Sin embargo, para ser franca con usted, debo decirle que tengo muy poca fe en dichas actividades… y los resultados que he visto de momento sólo demuestran que tengo razón.
Le dije que me gustaría hablar con esas personas, aunque sólo fuera para aprender de sus errores.
—Bueno, podría asistir a la reunión que celebraremos esta noche…— me dio la dirección de un salón parroquial—. Si aparece por aquí, podrá conversar con ellos. De todas formas, ¿podría pedirle algo a cambio? No venga aquí como un escéptico; hágalo con la mente bien abierta. Usted parece estar demasiado calmado y sereno, pero sé perfectamente por lo que está pasando. Por experiencia sé lo sencillo que resulta aferrarse a una pajita cuando un ser querido está en peligro. Y no se equivoque, señor: su hija Kaitlin está en peligro.
—Lo sé, señora Sadler.
—Una cosa es saberlo y otra asumirlo —miró por encima de su hombro, quizá a un reloj—.Tengo que arreglarme, pero me alegraría verle esta tarde.
—Gracias.
—Rezaré para que su historia tenga un buen final, señor Warden.
Volví a darle las gracias.
La reunión se celebró en el salón parroquial de la iglesia presbiteriana de un barrio que, antes de sumirse en la más absoluta pobreza, había sido obrero. Regina Lee Sadler, que llevaba un vestido de flores, se movía con elegancia por la tarima con un anticuado micrófono que se balanceaba delante de sus labios. Al natural, parecía más fuerte y unos diez kilos más pesada que en la pantalla de vídeo. Me pregunte si sería lo bastante presumida como para haber instalado un dispositivo de adelgazamiento en su interfaz.
No me presenté, sino que me deslicé silenciosamente hasta el fondo de la sala. Aunque no se trataba exactamente de una reunión de un grupo de terapia, lo parecía. Los cinco miembros nuevos se presentaron y contaron sus problemas. Cuatro de ellos llevaban un mes sin ver a sus hijos, que se habían unido a facciones kuinistas o habían realizado un haj. La última en hablar fue una mujer que nos explicó que su hija llevaba más de un año desaparecida y que lo único que deseaba era un lugar donde poder compartir su dolor. Repitió varias veces que no había perdido ¡a esperanza, pero que estaba muy, muy cansada y que sólo quería desahogarse para ser capaz de dormir, aunque sólo fuera por una noche. Hubo un enmudecido aplauso cargado de compasión. Entonces, Regina Lee se levantó y leyó una página impresa de noticias y actualizaciones: muchachos que habían sido rescatados, rumores sobre nuevos movimientos kuinistas en el sudoeste, un camión repleto de peregrinos menores de edad que había sido interceptado en la frontera mejicana. Tomé nota.
A continuación, los asistentes se dividieron en “grupos de trabajo” para debatir diferentes estrategias con las que hacer frente a la situación. Yo opté por deslízarme silenciosamente hacia la puerta.
Habría regresado al motel si no hubiera visto a la mujer que estaba sentada en los escalones de la iglesia, fumando un cigarrillo.
Por su aspecto, supuse que ambos teníamos la misma edad. Su expresión, aunque fatigada, parecía juiciosa y centrada, y su corto cabello brillaba bajo la luz de las farolas. Cuando me miró, vi que tenía los ojos Henos de lágrimas.
—Lo siento —dijo, apagando al instante el cigarrillo.
Le dije que no era necesario. Según un decreto reciente, estaba prohibido comprar productos de tabaco sin un certificado de adicción y una receta, pero yo me consideraba una persona liberal, porque había crecido en la época en la que el tabaco era legal.
—¿Ya ha tenido suficiente? —me preguntó, señalando con una mano la puerta de la iglesia.
—De momento —respondí.
Ella asintió.
—Regina Lee hace mucho bien a esas personas, y Dios sabe que su trabajo es importante. Sin embargo, yo no necesito lo que me está ofreciendo… por lo menos, no lo creo.
Nos presentamos. Se llamaba Ashlee Mills y su hijo era Adam, un muchacho de dieciocho años que estaba profundamente involucrado en la red kulnista local. Llevaba seis días desaparecido, los mismos que Kaitlin, así que comparamos nuestras notas. Adam se había afiliado a la rama juvenil de la asociación de Whit Delahunt y era miembro de una serie de organizaciones radicales. Era muy probable que ambos se conocieran.
—Es una coincidencia —dijo Ashlee.
Le dije que no, que no existían las coincidencias.
Seguíamos hablando cuando la reunión de Regina Lee finalizó y la gente empezó a amontonarse a nuestro alrededor, en las escaleras de la iglesia. Le propuse que fuéramos a tomar un café a algún lugar cercano… puesto que ella vivía en aquel barrio.
Me dedicó una mirada reflexiva, franca aunque algo intimidante. Tuve la impresión de que se sentía defraudada con los hombres.
—De acuerdo —respondió instantes después—. Cerca de la farmacia, justo a la vuelta de la esquina, hay una cafetería que está toda la noche abierta.
Fuimos hasta allí.
Era obvio que Ashlee no tenía mucho dinero. La falda y la blusa que llevaba parecían haber sido compradas en tiendas benéficas y, aunque estaban bien cuidadas, hacía tiempo que habían dejado de ser nuevas. De todas formas, lucía su ropa con una dignidad innata. En cuanto llegamos al restaurante, se puso a contar las monedas de dólar que llevaba encima para pagar el café, pero le dije que la idea había sido mía y que, por lo tanto, me tocaba pagar a mí. Cuando dejé mi tarjeta sobre el mostrador me dedicó otra larga mirada pero asintió. Encontramos una mesa en una esquina tranquila, lejos de los ruidosos paneles del vídeo.
—Supongo que querrá que le hable de mi hijo.
Asentí.
—Pero ahora no estamos en uno de los grupos de trabajo de Regina Lee. Lo único que quiero saber es cómo puedo ayudar a mi hija.
—No puedo prometerle nada, señor Warden.
—Todo el mundo me dice lo mismo.
—Y lamento decirle que tienen razón. Al menos, según mi experiencia.
Ashlee había nacido y crecido al sur de California, pero se había trasladado a Miniápoiis para trabajar como recepcionista médica en la consulta de su tío, un podólogo que había muerto de un aneurisma hacía algunos años. Un día apareció en la consulta Tucker Kellog, un programador informático con el que se casó a los veinte años. Tucker se había ido de casa cuando Adam tenía cinco años y, desde entonces, no había vuelto a verlo. Ashlee pidió el divorcio y, aunque podría haber reclamado la manutención de su hijo, prefirió no hacerlo. Según me dijo, se sentía mucho mejor teniendo a Tucker alejado de su vida. Hacía diez años que había recuperado su nombre de soltera.
Ashlee amaba a su hijo Adam, pero reconoció que criarlo había sido una dura experiencia.
—La verdad, señor Warden, es que en ocasiones me desesperaba. Incluso cuando era pequeño me costaba sudores conseguir que fuera al colegio. Supongo que a ningún niño le gusta ir a la escuela, pero así como los demás se sienten obligados a hacerlo, ya sea por su sentido del deber o por temor a las represalias, con Adam era imposible. No le importaba que le castigaran ni le avergonzaba que sus compañeros supieran más cosas que él.
Adam había acudido a la consulta de diversos psicólogos, había participado en varios programas de aprendizaje, había asistido a centros de enseñanza especial y había tenido que presentarse, en alguna ocasión, ante el Tribunal de Menores. Sin embargo, era un chico inteligente.
—Adam lee constantemente… y no sólo cuentos. Además, para sobrevivir en la calle se necesita cierta inteligencia. La verdad es que Adam es un muchacho muy listo.
Cuando Ashlee hablaba de su hijo, su expresión reflejaba una mezcla de orgullo, culpabilidad y aprensión… y en ocasiones, las tres cosas a la vez. Sus grandes ojos miraban de un lado a otro sin cesar, como si temiera que alguien escuchara nuestra conversación. Estuvo jugueteando con su servilleta, doblándola y desdoblándola una y otra vez hasta que la rompió en alargadas tiras que dejó sobre la mesa como si fueran malogradas obras de origami.
—Se escapó de casa cuando tenía doce años, pero eso no tuvo nada que ver con el tema de los Copperhead. No tengo ni idea de lo que piensa Adam sobre Kuin. Supongo que es consciente de que está destruyendo ciudades y arruinando nuestras vidas; sin embargo, se que le fascina. Cuando hablan de Kuin en las noticias, su mirada me espeluzna —inclinó la cabeza—. Me cuesta decir esto, pero creo que Adam está deslumbrado por su poder destructor. Creo que le encantaría ser él… poder levantar el pie y destruir todo aquello que odia. En mi opinión, todas eso que dicen sobre una nueva forma de gobierno mundial no son más que simples adornos.
—¿Adam le habló en alguna ocasión sobre Kaitlin o el grupo? Ashlee sonrió con tristeza.
—Eso es una pregunta y media. ¿Alguna vez Kaitlin le habló a usted sobre este tema?
—Solíamos conversar, pero nunca me habló de política.
—Pues considérese afortunado. Adam nunca me hizo ninguna confidencia. De ningún tipo. He tenido que aprender todo lo que sé de mi hijo observándolo. Discúlpeme, creo que necesito otro café.
Supuse que lo único que necesitaba era otro cigarro. Se detuvo en el mostrador, le pidió al dependiente un café doble y, a continuación, se retiró al baño. Cuando salió, parecía estar más tranquila. Creo que el camarero notó el olor de tabaco cuando Ashlee se acercó a él para recoger el café porque, después de mirarla con dureza, puso los ojos en blanco.
Volvió a sentarse, dejando escapar un largo suspiro.
—No, Adam nunca me ha hablado de sus reuniones. Tiene diecisiete años, pero como ya le he dicho antes, es muy astuto y maneja sus asuntos con sumo cuidado. Sin embargo, de vez en cuando conseguía enterarme de algo. Sé que se unió a uno de los clubes Copperhead de las afueras y, durante un tiempo, pensé que sería bueno para él. Frecuentaba a personas que tenían cierta formación, perspectivas… ya sabe. Supongo que abrigaba la esperanza de que haría amigos y que, quizá, llegaría a ser algo, que podría disfrutar de ciertas oportunidades cuando acabara todo este jodido viaje en el tiempo. Disculpe mi lenguaje. Imaginaba que conocería a alguna chica o que el padre de alguien le ofrecería trabajo.
Recordé las quejas de Janice: ¿Qué se supone que tenía que hacer? ¿Encerrarla en casa?
Era obvio que nunca había imaginado que su hija podía estar acompañada por algún muchacho como Adam Mills.
—Sin embargo, cambié de opinión cuando oí una de sus conversaciones telefónicas. Estaba hablando sobre esas personas… y lamento decirle que entre ellas debía de estar su hija Kait. Sus palabras eran crueles, despectivas. Dijo que el grupo estaba lleno de… —agachó la cabeza, avergonzada—. Lleno de “vírgenes inmaculadas”.
Supongo que advirtió mi reacción, porque levantó la barbilla y se puso a la defensiva.
—Quiero a mi hijo, señor Warden. No me hago ilusiones de ningún tipo sobre la clase de persona que es… o que será, si no cambia radicalmente. Adam tiene problemas serios, muy serios. Pero es mi hijo y le quiero.
—Y lo respeto —le dije.
—Eso espero.
—Ambos han desaparecido. Eso es lo único que debería importarnos en estos momentos.
Ashlee frunció el ceño. Puede que no estuviera dispuesta a incluirse en el pronombre, pues estaba acostumbrada a solucionar sus problemas a su modo. Esa era la razón por la que había decidido abandonar la reunión de Regina Lee.
Pero yo también me había ido.
—Espero que no haya hablado conmigo sólo para sonsacarme, señor Warden. Me sentiría muy molesta.
—No se trata de eso.
—Porque me gustaría pedirle su número de teléfono para que pudiéramos mantenernos en contacto si tenemos noticias de Adam y Kait. Aunque no lo sé con certeza, tengo la impresión de que están realizármelo un estúpido peregrinaje, aunque sólo Dios sabe adonde habrán ido. Lo más probable es que estén juntos, y por eso creo que deberíamos mantenernos en contacto. Pero no quiero que me malinterprete.
Le di el número de mi terminal portátil y ella el de su casa.
—Supongo que sólo le he dado malas noticias —dijo en cuanto terminó su café.
—En absoluto —respondí.
Se levantó.
—Bueno, me alegro de haberle conocido —dio medía vuelta y se dirigió hacia la puerta. Seguí mirándola por la ventana. Ashlee recorrió media manzana bajo la luz de las farolas, se detuvo en un portal junto al que había un restaurante chino y sacó una llave de su bolsillo. Un apartamento sobre un restaurante. Imaginé que tendría un sofá raído y, quizá, un gato. Una rosa en una botella de vino o un póster enmarcado en la pared. Un hogar en el que reverberaba la ausencia de su hijo.
Ramone Dudley, el teniente de policía que estaba al mando de departamento local de personas desaparecidas, accedió a recibirme en su oficina al día siguiente. La reunión fue breve.
Dudley era un policía saturado de trabajo de oficina que había tenido que dar las mismas malas noticias en demasiadas ocasiones.
—Esos chicos —era evidente que en su mente no eran más que una masa homogénea— no tienen ningún futuro y lo saben. Y lo peor de todo es que es cierto. Todo el mundo sabe que la economía se está desplomando. No tenemos nada que ofrecerles. Lo único que oyen sobre el futuro es Kuin, Kuin y sólo Kuin. El maldito Kuin. Según los fundamentalistas, Kuin es el Anticristo, así que lo único que podemos hacer es rezar; Washington está reclutando muchachos para una guerra que puede que nunca tengamos que librar y los Copperhead opinan que Kuin no nos hará tanto daño sí nos inclinamos ante él con educación. La verdad es que nuestros hijos no tienen demasiadas opciones. Y también está toda esa mierda que escuchan en las canciones o aprenden en esos chats encriptados.
El Teniente Dudley culpaba a mi generación de todo esto. Debido M su trabajo, debía de haber conocido a cientos de padres inadecuados y por su forma de mirarme deduje que estaba convencido de que yo era uno más.
—Respecto a Kaitlin… —comenté.
Cogió un expediente de su escritorio y me leyó el contenido. No hubo sorpresas. Ocho jóvenes, todos ellos afiliados a la rama juvenil del club de Whitman, no habían regresado a casa después de una reunión. Los amigos y los padres de los desaparecidos habían sido sometidos a un intenso interrogatorio.
—Con la única excepción de usted, señor Warden. Estaba esperando su visita.
—Supongo que Whit Delahunt le habló de mí.
—Le mencionó de pasada cuando le entrevistamos, pero la verdad es que no fue él. Recibí la llamada de un colega retirado. Morris Torrance.
Había sido rápido… pero Morris siempre había sido muy diligente en su trabajo.
—¿Qué le dijo?
—Que cooperara con usted en la medida de lo posible. Eso es todo, en lo que a mí respecta. No tengo muchas más cosas que contarle, a no ser que quiera hacerme alguna pregunta. Ah, también me pidió otra cosa.
—¿Qué?
—Que le dijera que se ponga en contacto con él. Me dijo que lamentaba lo de Kaitlin y que, quizá, él podría ayudarle.
Quizá debería haber aprovechado la terapia de grupo de Regina Lee para reconocer el miedo que sentía por Kaitlin… el miedo y la sensación de pesar que se sedimentaba en mi conciencia cada vez que cerraba los ojos. Pero no era mi estilo. De pequeño había aprendido a parecer calmado ante el desastre, a mantener la ansiedad encerrada en mi interior, como si fuera un sucio secreto.
Pensaba constantemente en mi hija. En mi mente seguía siendo la Kaitlin de Chumphon, una niñita de cinco años tan intrépida como curiosa. Los niños muestran su naturaleza como si de ropa de brillantes colores se tratara, y por eso sus mentiras son tan transparentes. Los humanos aprendemos el arte de la hipocresía durante la edad adulta. Yo había vivido con Kaitlin sus años de infancia y nunca había olvidado la vulnerabilidad de su corazón; esa era la razón por laque me resultaba tan doloroso imaginar dónde podía haber ido, y con quién. La necesidad más fundamental de un padre es la de alimentar y proteger… y cuando un padre se lamenta por un hijo, está reconociendo su impotencia. Es imposible proteger a un ser que descansa bajo tierra. No puedes envolver su tumba con una manta.
Pasé gran parte de aquellas noches despierto, mirando por la ventana del motel y bebiendo cerveza y coca-cola light (y orinando cada media hora), hasta que el sueño me invadía como una ola densa y pegajosa. Tenía pesadillas caóticas e inútiles y cuando al fin me despertaba ante la brutal ironía de la primavera, bajo la luz del sol en un infinito cielo azul, era como despertar de un sueño dentro de otro.
Suponía que no volvería a hablar con Aslilee Mills, pero diez días después de la desaparición de Kai tlin, me llamó por teléfono. Su voz era seria y fue directa al grano.
—Voy a reunirme con un hombre que podría saber algo sobre Adam y Kaitlin… pero no quiero ir sola.
—Esta tarde estoy libre —comenté.
—Trabaja por las noches… aunque no sé si se puede llamar “trabajo” a lo que hace. Puede que no sea agradable.
—¿Qué es? ¿Un chulo?
—No —respondió—. Una especie de camello.
Había pasado gran parte de la semana anterior navegando por la red, buscando información sobre el movimiento kuinísta y el fenómeno de las “juventudes haj” e infiltrándome en sus salas de chat ocultas.
Descubrí que no existía ningún movimiento kuinista unificado. Al carecer de un Kuinde carne y hueso, el “movimiento” en sino era más que un conjunto de ideologías utópicas y cultos casi religiosos que competían entre sí por el título. El único punto que tenían en común era que todos ellos veneraban y adoraban a los Cronolitos. Los jóvenes hajistas consideraban que los Cronolitos eran objetos sagrados y afirmaban que la proximidad física a una piedra de Kuin confería poderes de todo tipo: iluminación, curación, transformación psicológica, grandes y pequeñas epifanías. Sin embargo, a diferencia de las personas que, por ejemplo, realizaban peregrinajes a Lourdes, la inmensa mayoría de los hajistas eran jóvenes. Utilizando el término del siglo XX, se trataba de un “movimiento juvenil” y, como la mayor parte de dichos movimientos, los jóvenes los seguían por moda, no por ideología. Se podía contar con los dedos de la mano el número de americanos que habían realizado algún peregrinaje físico hasta el emplazamiento de un Cronolito; sin embargo, eran muchos los adolescentes que lucían logotipos kuinistas en la gorra o en la camiseta (normalmente, solían llevar la omnipresente “K +” en un círculo rojo o naranja, u otros símbolos más sutiles y supuestamente secretos: pezones o lóbulos repletos de cicatrices, tobilleras de plata o bandanas blancas).
El símbolo “K +” abundaba en el barrio de Ashlee, escrito con tiza o pintado en las paredes y las aceras. A la hora convenida, detuve el coche delante del restaurante chino. Instantes después, Ashlee salió corriendo de su portal y se sentó en el asiento contiguo.
—Está bien que tengas un coche barato —dijo—. Así no llamaremos la atención.
—¿Adonde vamos?
La dirección que me dio se encontraba a cinco manzanas de distancia, hacia el centro de la ciudad. En esa zona, los únicos negocios que sobrevivían eran las tiendas de alimentación, los servicios de comida rápida y las tiendas de licores.
—Ese tipo se llama Cheever Cox —dijo Ashlee sin ningún preámbulo—, y realiza todo tipo de trabajos de esos que no puedes mencionar en la declaración de la renta. Le conozco porque solía comprarle tabaco.
Dijo esto con un tono cuidadosamente neutral, pero me miró en busca de alguna señal de desaprobación.
—Antes de que consiguiera mi licencia de adicción, por supuesto.
—¿Y qué sabe sobre Kait y Adam?
—Puede que nada, pero cuando le llamé ayer me dijo que había oído nuevos rumores sobre Kuin y un haj que salía bastante económico, pero que no quería hablar de eso por una línea descodificada. Cheever es bastante paranoico para esas cosas.
—¿Crees que su información es fidedigna?
—Si te soy sincera, la verdad es que no lo sé.
Bajó la ventanilla y encendió un cigarrillo con una actitud casi desafiante, esperando a ver mi reacción. Minnesota tenía algunas de las leyes más duras antitabaco de todo el país. Sin embargo, yo venía de otro estado y era lo bastante mayor como para no escandalizarme.
—Ashlee. ¿Has pensado alguna vez en dejarlo? —pregunté.
—Por favor, no empieces.
—No te estoy juzgando; sólo te estoy dando conversación.
—La verdad es que no me apetece hablar de eso —exhaló el humo ruidosamente—. La vida no me ha sonreído demasiado durante los últimos años, señor Warden.
—Scott.
—Bueno, Scott. No es que yo sea una persona débil pero… ¿alguna vez has fumado?
—No.
Como nunca me había gustado fumar, me había librado de las. vacunas que inyectaban a tantos jóvenes en la actualidad para quitarles los vicios… a pesar de que conllevaban el riesgo de sufrir trastornos en los anticuerpos durante su vida adulta.
—Supongo que me está matando, pero no tengo mucho más — pareció forcejear con un pensamiento, pero decidió omitirlo—. Me relaja.
—No te estoy condenando. Para serte sincero, la verdad es que siempre me ha gustado el olor del tabaco. Al menos, de lejos.
En su rostro se dibujó una retorcida sonrisa.
—Hum… Lo único que puedo decirte es que eres un auténtico degenerado.
—¿Echas de menos California?
—¿Qué tipo de pregunta es esa? —puso los ojos en blanco—. ¿Estás intentando darme conversación o estás nervioso porque vamos a reunimos con Cheever? No tienes de qué preocuparte. Es un tipo un poco sombrío, pero no es mala persona.
—Resulta reconfortante —dije.
—Ya verás.
La dirección era una casa semi-adosada de madera. En el porche no había luz y los escalones estaban combados. Ashlee abrió la oxidada mosquitera y llamó a la puerta.
Cheever Cox abrió después de que Ashlee se hubiera identificado. Era un tipo calvo de unos treinta y cinco años. Llevaba unos Levis y una camisa de color azul pálido, y advertí que por su cuello se estaba escurriendo lo que parecía salsa vinagreta.
—Hola Ashlee —le dio un abrazo a la vez que me dedicaba una breve mirada.
Ashlee nos presentó.
—Estamos aquí por lo que te conté ayer por teléfono.
En la habitación en la que nos encontrábamos había un sofá descolorido, dos sillas plegables de madera y una mesa de café con un cenicero. Al final del oscuro pasillo pude ver un rincón de la cocina. Si Cox ganaba mucho dinero con el negocio de las drogas ilegales, era obvio que no lo invertía en decoración… aunque puede que tuviese una casa de campo.
—¡Joder, Ashlee! —dijo al ver el paquete de cigarrillos que asomaba por el bolsillo de su camisa—. ¿También estás con receta? Con esas jodidas prescripciones, el puto gobierno me está dejando sin trabajo.
—Si el año que viene no estoy en un programa o he reducido la cantidad de cigarrillos, perderé la receta —dijo Ashlee—. Y lo que es peor, perderé la seguridad social.
—¿Entonces te veré más a menudo? —dijo sonriendo.
—No lo creo —me miró de reojo—. Tengo intenciones de blanquearme los dientes y buscar un buen trabajo.
—Para ser una buena ciudadana —se burló Cox.
—Exacto.
__¿Y también te casarás con tu novio?
—No es mi novio.
—De acuerdo, Ash. Lo siento, no me hagas caso. ¿Quieres algo? ¿Un poco más de lo que el farmacéutico te deja comprar?
—Quería hacerte unas preguntas sobre Adam.
—Sí, pero tienes que querer algo más.
Cox dejó claro que no nos contaría nada a no ser que Ashlee le comprara algo. El negocio es el negocio, dijo.
—Se trata de mi hijo, Cheever.
—Lo sé, y os quiero mucho a los dos…pero necesito dinero para vivir.
Así que decidió comprarle un cartón de “tabaco suelto” que Cox fue a buscar al sótano. Durante la reunión, Ashlee tuvo aquel apestoso paquete sobre su regazo.
—Verás, Ashlee —dijo Cox, tras recostarse en su asiento—. Suelo dejarme caer por los edificios de los ocupas, sobre todo los de Franklin, Lowertown o los viejos almacenes de Cargill, así que veo con frecuencia a esos chavales. Y ya sabes que Adam suele ir con ellos. La verdad es que no hago mucho negocio porque no tienen ni un duro. Incluso para comer tienen que robar. De todas formas, de vez en cuando se acerca uno de ellos con algunas monedas y me pide un cartón, dos cartones, tabaco, alcohol, pastillas y todo eso. Suele ser Adam el que se acerca, porque nos conocemos de cuando venías a verme con regularidad.
Ashlee bajó la mirada pero no hizo ningún comentario.
—Además, Adam tiene algo más en la cabeza que la mayoría de esos chavales. Aunque se consideran hajistas o kuinistas, puedo decirte que saben tanto de política como los ladrillos. ¿Sabes quiénes hacen realmente los haj? Los hijos de los ricos y famosos. Sólo ellos pueden ir a Israel o Egipto para quemar sus velas aromáticas y todo eso. Los chicos del centro de la ciudad son diferentes; la mayoría de ellos no movería ni un dedo por ir ver a Kuin, ni siquiera aunque éste estuviera celebrando un baile de coronación en el jardín de sus casas. Bueno, eso era lo que opinaba Adam, y por eso empezó a moverse por los clubes Copperhcad de Wayzata, Edina… Sólo estaba buscando chicos de su edad que pensaran como él, pero que fueran más crédulos y ricos que los chavales del centro.
—Cheever —dijo Ashlee—. ¿Podrías decirme si aún se encuentra en la ciudad?
—No lo sé con certeza, pero lo dudo. Si está por aquí, no lo he visto. Ya sabes que suelo hablar con la gente y que intento mantener la oreja bien pegada al suelo. Siempre hay rumores. ¿Recuerdas el de Kirkwell?
El verano anterior, un carnicero retirado y clínicamente paranoico de Kirkwell, Nuevo México, anunció que, durante la primavera, había detectado un incremento de la radiación ambiental en los límites de la ciudad… en unos terrenos que, casualmente, le pertenecían. Supongo que lo único que deseaba era convertir aquel lugar en una atracción turística, y lo consiguió. En septiembre, ya habían acampado en la zona diez mil jóvenes hajistas. La Guardia Nacional tuvo que intervenir, pidiendo a los peregrinos que regresaran a sus casas y repartiendo comida y agua, pero los terrenos sólo fueron despejados después de que se produjera una epidemia de cólera. El carnicero retirado pronto desapareció del mapa, dejando a sus espaldas una serie de demandas y acciones populares por alteración del orden público.
—Aunque estos rumores vienen y van —dijo Cox—, el principal que hay en estos momentos es el de México. Ciudad Portillo. Hace tres semanas, Adam estuvo en esta habitación hablando de eso… aunque la verdad es que nadie le prestó mucha atención. Supongo que fue entonces cuando decidió unirse a los Copperhead de las afueras: quería ir a México y pensó que esos jóvenes le proporcionarían transporte y algo de dinero.
—¿Se ha ido a México? —preguntó Ashlee.
Cox levantó las manos.
—No te lo puedo asegurar, pero si se admiten apuestas, yo diría que debe encontrarse cerca de la frontera… si no la ha cruzado ya.
Ashleeno dijonada. Es taba pálida y ensimismada. Parecía consternada.
—El problema está en que las personas estúpidas hacen cosas estúpidas —añadió Cox—. Sin embargo, Adam es lo bastante listo como para hacer algo realmente estúpido.
Estuvimos hablando un rato más, pero ya nos había dicho todo lo que tenía que decirnos. Ashlee se levantó y se dirigió hacia la puerta. Cox volvió a abrazarla.
—Ven a verme cuando te quedes sin receta —dijo.
Durante el camino de regreso, le pregunté a Ashlee cómo había descubierto que su hijo había huido.
—¿A qué te refieres?
—Me ha parecido entender que Adam frecuentaba los círculos ocupas. Si no vivía en casa, ¿cómo supiste que había desaparecido?
Nos detuvimos junto a la acera, delante de su portal.
—Ven. Te lo enseñaré —dijo Ashlee.
Abrió la puerta y me condujo por unas estrechas escaleras hasta su apartamento, que tenía la misma distribución que la mayoría de los pisos de la zona: una gran habitación principal que daba a la calle, dos diminutas habitaciones a las que se accedía por un pasillo y una cocina cuadrada con una ventana que daba al callejón de detrás. Estaba mal ventilado porque, según me dijo Ashlee, prefería mantener las ventanas bien cerradas durante la huelga de basureros. Sin embargo, estaba muy limpio y había sido amueblado con sensatez. Era la casa de una persona con sentido común y buen gusto, aunque con escasos ingresos.
—Esta es la habitación de Adam —dijo Ashlee, señalando una puerta—. No le gusta que entre nadie… pero como no está, no puede quejarse.
En cierto sentido, mi primer contacto real con Adam se produjo al entrar en su habitación. Supongo que esperaba lo peor: pornografía, graffiti y puede que incluso una escopeta escondida en el cesto de la ropa.
Pero en aquella habitación no había nada parecido. Más que ordenada, estaba gélidamente impecable. Había hecho la cama antes de irse. La puerta del armario estaba abierta y la enorme cantidad de perchas vacías sugería que se había preparado para un largo viaje; sin embargo, las escasas prendas que quedaban en su interior estaban pulcramente ordenadas. Aunque las estanterías era improvisados conjuntos de ladrillos y madera, todos los libros estaban derechos y ordenados alfabéticamente… no por autor, sino por título.
Los libros dicen mucho de las personas que los eligen y los leen. Era obvio que Adam sentía predilección por las obras de no ficción de carácter técnico: manuales de electrónica, libros de texto (entre los que se incluían varios de química orgánica e historia americana), Fundamentos de la Informática, además de diversas biografías (Picasso, Lincoln, Mao Tze Tung), Juicios famosos de! siglo XX, Cómo reparar prácticamente todo. Diez pasos hacia un motor de combustión más eficiente. También tenía un libro de astronomía para niños y una guía de órbitas de satélites. Hielo y fuego: La historia inédita de la tragedia de la Base Lunar. Y, por supuesto, diversos libros sobre Kuin. Algunos de ellos eran obras principales, como Asia asediada, de McNeil y Cassel, pero en su mayoría eran publicaciones mediocres con títulos llamativos, como El fin de los días o El Quinto Jinete.
No tenía fotografías de ningún ser humano, pero advertí que había empapelado las paredes con las imágenes de varios Cronolitos que habían sido publicadas en las revistas (en resumen, aquella habitación me recordó al despacho de Sue Chopra de Baltimore).
—¿Sigues pensando que no viene nunca por casa? —preguntó Ashlee—. Éste es el cuartel general de Adam. Puede que no duerma aquí todas las noches, pero de las veinticuatro horas que tiene el día, siempre pasa ocho o diez encerrado en este lugar. Siempre.
Cerró la puerta.
—Resulta irónico —continuó—. Pensaba que estaba construyendo un hogar para Adam, pero no fue así. Él creó su propio hogar… y, sólo por casualidad, lo hizo dentro del mío.
Preparó café y estuvimos hablando un rato más, sentados en su largo sofá. El cristal de las ventanas era tan fino que, a pesar de que estaban cerradas, podíamos oír el sonido del tráfico. Fue un momento mágico. Al verla moviéndose por la cocina y peinándose su hirsuto cabello con las manos, recordé la vida hogareña, aquella sensación de domesticidad que no había vivido desde hacía más de una década. Me sentía reconfortado y muy agradecido.
Pero el momento no podía durar. Ashlee me preguntó sobre Kaitlin y yo le hablé de Chumphon y de lo que había hecho durante los últimos diez años (aunque no le conté todo). Le impresionó saber que había presenciado la llegada de Jerusalén, pero no porque sintiera veneración alguna por Kuin, sino porque eso significaba queme había movido con el tipo de personas que ella consideraba relativamente ricas y remotamente famosas.
—Por lo menos has estado haciendo algo —dijo—. No te has quedado de brazos cruzados.
Le dije que suponía que tampoco ella se había quedado de brazos cruzados, porque no debía de haber sido sencillo criar sola a un hijo durante la crisis económica.
—Pero también te quedas con los brazos cruzados cuando eres incapaz de hacer nada, y eso es lo que ha sucedido con Adam: intenté ayudarle, pero no pude —hizo una pausa y se giró para mirarme, esta vez con una expresión menos cautelosa—. Supongamos que se han ido a México… Adam y Kaitlin y todo el grupo. ¿Podríamos hacer algo? —No lo sé —respondí—. Tendría que hablar con ciertas personas. —¿Seguirías a Kaitlin hasta Portillo? —Sí, si pensara que puedo ayudarla o hacerle algún bien. —Pero no estás seguro. —No, no lo estoy.
Mi teléfono de bolsillo empezó a sonar. Aunque lo había programado para recibir mensajes, miré la pantalla para saber quién me estaba llamando. Puede que fuera Janice, diciéndome que Kait había regresado y que todo esto no había sido más que un estúpido malentendido… o quizá Ramone Dudley, para informarme de que la policía había encontrado el cadáver de mi hija.
No era ninguno de los dos. Según el texto de la pantalla, la llamada era de Sue Chopra, que había rastreado la dirección de mi terminal privada (a pesar de que la había cambiado cuando me fui de Baltimore) y quería que le devolviera la llamada lo antes posible.
—Tengo que hacer una llamada privada —le expliqué a Ashlee. Me acompañó hasta el portal y me siguió hasta el coche. Le cogí de la mano. Era tarde y la calle estaba desierta. Las anticuadas farolas de mercurio gaseoso proyectaban un reflejo ámbar sobre el cabello rubio y corto de Ashlee. Su mano era cálida.
—Si descubres algo, tienes que contármelo. Prométemelo. Se lo prometí. —Llámame, Scott.
Me dio la impresión de que realmente quería que la llamara. Y creo que tenía la certeza de que nunca lo haría.
—En primer lugar —dijo Sue, acercándose tanto al objetivo que su rostro llenó por completo la pantalla telefónica de la terminal del motel, como si fuera una luna marrón y miope—, quiero que sepas que no estoy molesta por cómo te fuiste de la ciudad. Entiendo que hicieras lo que hiciste, y supongo que es culpa mía que no tuvieras la confianza necesaria para contármelo. No sé a qué se debe, Scotty, pero siempre esperas lo peor de los demás. ¿No se te ocurrió pensar que podía querer ayudarte?
—Te has enterado de lo de Kait —dije.
—Sí. Tuvimos que echar un vistazo a la situación.
—Has hablado con la policía.
—Sé que vas a hacer lo que tengas que hacer, pero quiero asegurarme de que no te sientes como un fugitivo. De todas formas —añadió con pesar—, me gustaría seguir charlando contigo de vez en cuando. Por lo que a mí respecta, sigues trabajando aquí. Ray es bueno para el trabajo matemático y Morris se esfuerza todo lo que puede en intentar comprender lo que hacemos, pero necesito a alguien que sea bastante brillante para prestar atención y que no tenga ideas preconcebidas.
Bajó la mirada antes de continuar.
—O puede que no sea más que una excusa y que lo único que necesite sea alguien con quien hablar.
Entre otras cosas, ésta era su forma de disculparse por todo lo que había sucedido durante los últimos años. Sin embargo, yo nunca la había culpado. Puede que sus ideas sobre la turbulencia tau me hubiesen situado en una posición vulnerable, pero Sue había tenido la precaución de erigir un muro para separarme de la destructora fuerza federal. Hacía algún tiempo que esa fuerza destructora había desviado su atención hacia otro lado; ella todavía quería ser mi amiga.
—Lamento tanto lo de Kaitlin —añadió.
—Lo único que puedo decirte es que todavía no ha regresado a casa… Pero de momento prefiero no hablar del tema. Cuéntame algo que me distraiga. Cotilleos. ¿Ray ha encontrado novia? ¿Y tú?
—¿Estás bebiendo, Scotty?
—Sí, pero no lo suficiente como para que esa pregunta esté justificada.
Sue sonrió con tristeza.
—De acuerdo. Ray continúa vagando por la selva y yo sigo viéndome con aquella mujer que conocí en un bar. Es pelirroja, muy dulce y colecciona porcelana de Dresde y peces tropicales. De todas formas, no vamos en serio.
Por supuesto que no. Sue llevaba sus relaciones amorosas de forma respetuosa pero distante, anticipándose a los desengaños.
Sin embargo, mantenía una verdadera historia de amor con su trabajo… que era su tema de conversación preferido.
—Scotty, la verdad es que hemos conseguido realizar algunos progresos. Ahora, todo el mundo está obsesionado con este asunto. Se trata de información confidencial, pero como han surgido rumores por toda la red, puedo contarte algunas cosas.
Supongo que me contó más de lo que debía, pero me fue imposible recordar la mayoría. El asunto principal era que alguien del Instituto de Tecnología de Massachussets había conseguido separar las partículas tau-negativas del vacío (que es una olla hirviendo de algo que los físicos llaman partículas “virtuales”) y estabilizarlas el tiempo suficiente para demostrar los efectos. Al parecer, estos hadrones tenían una longitud de tiempo negativa… es decir, que abrían agujeros en el pasado de, aproximadamente, un milisegundo. Aunque esta cantidad de tiempo distara mucho de los veinte años y tres meses de Kuin, en principio se trataba del mismo fenómeno.
—Estamos a punto de comprender qué está haciendo Kuin —explicó Sue—, y puede que ni siquiera él conozca todas las posibilidades. Con el tiempo, seremos capaces de crear tecnologías completamente nuevas. ¡Podremos viajar a las estrellas, Scotty! —¿Y eso es importante?
—¡Por supuesto que es importante! Estamos hablando del inicio de una nueva era para la historia de las jodidas especies… ¡Claro que es importante!
—Kuin ya ha dejado su huella sobre medio mundo, Sue. No me gustaría ver cómo extiende su poder más allá de la superficie del planeta.
—Pero si logramos descubrir cómo funciona un Cronolito, podremos interferir. Con las aplicaciones correctas, podríamos hacer que las piedras de Kuin desaparecieran.
—¿Y qué conseguiríamos con eso? —durante los últimos días, mi cinismo había ido en aumento—. Es un poco tarde para eso, ¿no crees?
—No, no lo creo —respondió—. Recuerda que no es a Kuin a quien debemos temer, ni siquiera a los Cronolitos. La clave está en la retro limentación, Scotty. El problema real es que las personas consideran que Kuin es invencible porque sus monumentos son invencibles, cuanto destruyamos uno, destruiremos el mito. Kuin dejará de ser u poder divino para convertirse en otro Hitler o Stalin.
Sugerí de nuevo que ya era un poco tarde para eso.
—No, si podemos demostrar su debilidad.
—¿Eso es posible?
Reflexionó unos instantes. Su sonrisa vaciló.
—Bueno, quizá. Puede que pronto.
Pero para Kaitlin sería demasiado tarde. Probablemente ya se encontraba en México, imbuida de sus propias nociones sobre la invulnerabilidad y las promesas de Kuin. Le recordé a Sue que tenía cosas que hacer.
—Lamento insistir, Scotty —dijo ella—, pero realmente creo que es importante que nos mantengamos en contacto.
Sue seguía creyendo en su absurda teoría jungiana de que nuestros futuros estaban entrelazados…de que Kuin, entre otras cosas, nos había impuesto un destino.
—El verdadero motivo de mi llamada es que le he comentado a cierta persona el tema de Kaitlin —continuó—. Me ha dicho que quiere ayudarte.
—No será Morris —respondí—. A pesar de lo mucho que le aprecio, incluso él te dirá que no tiene experiencia en este campo.
—No, no se trata de Morris, aunque a él también le encantaría poder ayudarte. No, se trata de una persona con un tipo de experiencia completamente distinto.
Tendría que haberlo visto venir pues, al fin y al cabo, Sue era la persona que más había indagado en mi pasado, sobre todo en la época que pasé en Chumphon. Sin embargo, me quedé sin aliento.
—Puede que te acuerdes de él —dijo—. Se llama Hitch Paley.
En algún momento de aquella semana (antes de que llegara Hitch y de que los acontecimientos empezaran a escapar de mi control), Ashiee me preguntó durante una conversación telefónica: “¿Conoces el cuento de Charles Dickens, Un cuento de Navidad?”
—Sí, ¿por qué?
—Estaba pensando en Kuin, los Cronolitos y todo eso. Cuando Scrooge va al futuro y ve su propio funeral, le pregunta al fantasma: “¿Son éstas las sombras de lo que será o las de lo que podría ser?”, o algo así, ¿verdad?
—Correcto —dije.
—Me preguntaba, Scott, si los Cronolitos son “lo que será” o “lo que podría ser”.
Le dije que nadie lo sabía, pero que si había entendido bien las explicaciones de Sue, aquellos acontecimientos que ya habían sido marcados por los Cronolitos tendrían lugar en el futuro y que, por lo tanto, no podríamos detener a Kuin antes de que se produjeran esas conquistas ni convertir esos Cronolitos en meras paradojas inofensivas. En el futuro, Kuin conquistaría Chumphon, Tailandia, Vietnam y el Sudeste Asiático. El tiempo podía ser inestable, pero los monumentos eran inmutables y primordiales.
Entonces, ¿por qué no habíamos perdido la esperanza? Supongo que Sue respondería a esta pregunta diciendo que la guerra todavía no había terminado. Gran parte del mundo civilizado seguía estando libre de los Cronolitos, y eso sugería que las conquistas de Kuin eran un proceso por etapas en el que había victorias y reveses. Los Cronolitos aún no habían pisado suelo americano y quizá, si hacíamos lo correcto, no lo harían nunca. El problema era que nadie sabía qué debíamos hacer.
Sue me había comentado la teoría de la “retroalimentadón negativa”. Los Cronolitos de Kuin representaban una especie de retroalimentación positiva (una señal reforzada y amplificada a través del tiempo y las expectativas humanas), de modo que podíamos combatirlos haciendo justo lo contrario: si un Cronolito se desmoronaba poco después de aparecer, surgirían las dudas. La gente dejaría de creer que Kuin era invencible.
Puede que hubiera conquistado medio mundo, pero no nuestra mitad.
Sue Chopra lo creía posible, y yo deseaba que tuviera razón.
Sin embargo, para ser sincero, no puedo decir que lo creyera posible.
Hitch Paley salió de un maltratado Sony compacto (que por el tamaño, bien podría haber sido una moto) que acababa de detenerse en el aparcamiento del motel. Habíamos acordado reunimos a las nueve de la mañana. Llegó quince minutos tarde… aunque en cierto sentido, con diez años de retraso.
No había cambiado demasiado. Lo reconocí al instante, incluso a diez metros de distancia y bajo la sombra del toldo de la cafetería. Estaba contento, pero también tenía miedo.
Llevaba una espesa barba y una cazadora de cuero de color verde estiércol. Había ganado un poco de peso, algo que no había hecho más que enfatizar su ancha nariz, sus elevados pómulos y su frente de hombre del neandertal. Al verme, cruzó el soleado espacio que nos separaba con las piernas arqueadas y me tendió su enorme mano derecha.
—¡ Eh, muchacho! —dijo—. ¿Recogiste aquel paquete que te pedí que fueras a buscar?
Murmuré algo sobre el paquete, pero él sonrió y medio una palmadita en la espalda.
—Sólo estaba tomándote el pelo, Scotty. Ya hablaremos de eso luego. Entramos en la cafetería y ocupamos un reservado. A pesar de todos mis esfuerzos por evitarlo (por ejemplo, durante la prueba del polígrafo), era obvio que Sue Chopra siempre había sabido que Hitch estuvo conmigo en Chumphon. Hitch se había sumergido tanto como yo en la turbulencia tau. Como era una de las personas que Sue denominaba “observadores primarios”, había formado parte de su proyecto de “une los puntos” desde el primer día.
Yo tenía la certeza de que nunca lograrían encontrarlo, pero supongo que se demoró en Chumphon algo más de lo que habría hecho si hubiera sabido con qué minuciosidad estaban siendo investigados los testigos. Y ese tiempo había sido suficiente para que el FBI localizara su firma de internet… o incluso para que le instalara un localizador.
Y como lo habían encontrado, Sue le había ofrecido dos alternativas: el arresto inmediato o un trabajo. Y Hitch había tomado la decisión más inteligente.
—No es exactamente un trabajo de oficina —me explicó—. Está bien pagado, viajo mucho y no tengo ataduras. Me dijeron que mi expediente criminal quedará limpio cuando todo esto termine, pero al parecer, aún va para largo. Lo primero que hicieron fue enviarme a los países de la costa del Pacífico en busca de rumores sobre Kuin, aunque no encontramos nada importante. De todas formas, he estado muy ocupado explorando todos los lugares en los que hay Cronolitos: Anqara, Estambul… ya sabes. Mi trabajo consiste en ocuparme de pequeños asuntos extraoficiales, hablar con los kuinistas… y últimamente con las facciones nacionales, es decir, los Copperhead y los hajistas.
—¿Eres un espía?
Me dedicó una amarga mirada.
—Exacto. Soy un espía. Me paso el día bebiendo martinis y jugando al bacará.
—Pero conoces el movimiento haj.
—Conozco más cosas del “movimiento haj” que la mayoría. He estado dentro… y haré todo lo que pueda para ayudarte a encontrar a Kait.
Me recosté sobre mi asiento, preguntándome si era eso lo que quería. Si sería prudente.
—¿Sabes? —dijo Hitch—. Cada vez que pienso en Kaitlin, la imagino en Chumphon corriendo por la línea de la marea con aquel bañador rosa que Janice solía ponerle y dejando aquellas huellas en la arena que parecían las de un pajarito. Tendríamos que haber cuidado mejor de ella, Scotty.
Dijo “tendríamos” para ser amable, pero sólo estaba refiriéndose a mí.
Hitch no habló demasiado del pasado ni se dedicó a perder el tiempo. Ramone Dudley le había puesto al corriente de la situación, así que me limité a añadir lo poco que había descubierto mientras echábamos un vistazo al menú de la cafetería.
—Yo apuesto por México —dijo—, pero como no lo sabemos con certeza, es necesario que hagamos ciertas averiguaciones.
Sugirió que mantuviéramos otra charla con Whit Delahunt. Yo accedí, con la condición de que no alarmáramos demasiado a Janice.
—Y también deberíamos hablar con Ashlee Mills. Si está en casa, podríamos pasar a recogerla cuando vayamos a casa de Whit.
—No es buena idea que se involucren demasiadas personas en este asunto —comentó Hitch.
—Ashlee está tan implicada como yo. Además, ha sido de más ayuda que la policía.
—¿Responderás por ella, Scotty?
—Sí.
—De acuerdo —me miró con seriedad—. Parece que no has comido ni dormido demasiado últimamente.
—¿Lo parece?
—Creo que deberías probar el filete y los huevos.
—No tengo hambre.
—Come algo, Scotty. Hazlo por Kait.
Aunque no tenía apetito, la comida que trajo la camarera tenía tan buena pinta que no me costó demasiado vaciar el plato.
—¿Te sientes mejor? —preguntó Hitch.
—Lo que siento es que mis arterias se están endureciendo.
—Tonterías. Necesitas comer proteínas. Tenemos trabajo por delante, y no sólo hoy.
—¿Realmente crees que lograremos traerla de vuelta? —oí preguntar a mi boca.
—La traeremos. Te lo aseguro.
Ashlee tardó en reaccionar al ver a Hitch Paley. Después me lanzó una larga mirada, como preguntándome: ¿Tienes amigos así?
De todas formas, no estaba siendo injusta. Hitch seguía pareciendo un delincuente menor; es más, podría haber pasado perfectamente por traficante de drogas o estafador. Le hablé un poco sobre nuestro pasado y le repetí parte de lo que Hitch me había contado. Aunque asintió, era evidente que seguía sospechando que Hitch era algo más que las orejas de Sue Chopra en los bajos fondos.
—¿Puede ayudarnos a encontrar a Kait y Adam? —me preguntó, llevándome a un lado—. Eso es lo único que necesito saber.
—Creo que así.
—Entonces, vayamos a ver a este tal Whitman Delahunt.
Fuimos en mi coche. El aire de la tarde llevaba consigo una agradable brisa y el cielo estaba veteado de nubes altas. Hitch estuvo callado durante todo el trayecto. Ashlee canturreaba una triste melodía: una vieja canción de Lux Ebone, de aquella época en la que las canciones todavía importaban y todo el mundo conocía las mismas. Las canciones más populares de los últimos años sonaban a música marcial: eran tambores, címbalos y trompetas ahogándose en sus propios ecos… pero supongo que cada década tiene la música que se merece.
Hitch advirtió las manchas de nicotina de los dedos de Ashlee.
—Si quieres puedes fumar —le dijo—. No me importa.
La casa donde vivían Whit y Janice no había envejecido airosamente, ni tampoco el vecindario en el que se encontraba. De todas formas, aquel barrio seguía estando muy por encima de la media nacional: sus residentes podían permitirse que pasaran a recoger la basura, incluso durante la huelga de basureros. El césped de los jardines era verde y, aquí y allá, había robots jardineros salpicados de óxido que se movían entre los setos como torpes armadillos. Si entrecerrabas un poco los ojos, parecía que los últimos diez años nunca habían existido.
Whitman abrió la puerta y retrocedió al verme. Tampoco le hizo gracia ver a Hitch ni a Ashlee. Su rostro palideció.
—Janice está arriba, Scott. ¿Quieres que la llame?
—Sólo queremos hacerte un par de preguntas —respondí—. No es necesario que esté presente.
Era obvio que no deseaba invitarnos a entrar, pero como tampoco estaba dispuesto a hablar sobre la política de los Copperhead delante de sus vecinos, nos permitió acceder a la fresca penumbra de su casa. Le presenté a Hitch y Ashlee sin especificar por qué estaban conmigo.
—Scotty me ha hablado de la asociación a la que pertenece, señor Delahunt —dijo Hitch, tomando la iniciativa—. Necesitamos una lista de los miembros adultos.
—Ya se la he dado a la policía.
—Sí, pero nosotros también la necesitamos.
—No tienen ningún derecho a pedirme eso.
—No —dijo Hitch—, ni tampoco usted está obligado a dárnosla, pero eso nos ayudaría a encontrar a Kaitlin.
—Lo dudo —Whit me miró—. Tendría que haberle hablado a la policía de ti, Scott. Ojalá lo hubiera hecho.
—No te preocupes —respondí—. Yo mismo lo hice.
—Pues tendrás que volver a hacerlo si insistes en…
—¿En qué? —interrumpió Hitch—. ¿En intentar salvar a su hija de este lío en el que se ha metido?
Parecía que Whit quería romperle la cara.
—¡Ni siquiera le conozco! ¿Qué tiene que ver usted con Kaitlin?
Hitch esbozó una débil sonrisa.
—Kaitlin tenía una cicatriz debajo de la rodilla izquierda, de cuando se cayó sobre una botella rota en Haat Thai. ¿Todavía tiene esa cicatriz, señor Delahunt?
Whit abrió la boca para contestar, pero alguien le interrumpió.
—Sí.
Era la voz de Janice. Procedía de las escaleras. Nos había estado escuchando. A pesar de su tristeza, acabó de bajarlas con suntuosidad.
—Todavía la tiene, pero apenas se le ve. Hola, Hitch.
En esta ocasión, la sonrisa de Hitch fue genuina.
—Janice —dijo.
—¿Estás ayudando a Scott a buscar a Kaitlin?
—Sí.
—Me alegro. Whit, ¿vas a darles la información que necesitan?
—Eso es absurdo. ¿Cómo se atreven a venir a casa con exigencias?
—A mí no me ha parecido una exigencia, sino una petición. Puede ayudarles a encontrar a Kait… y eso es lo único que importa, ¿verdad?
Whit reprimió una protesta. En la voz de Janice había ferocidad, una vieja y fuerte ira contenida. Puede que Hitchy Ashlee no lo advirtieran, pero yo sí. Y también Whit.
Aunque nos costó convencerlo, al final nos dio una lista manuscrita v bastante legible de nombres, direcciones y números de terminal.
—Pero no quiero que salga mi nombre —murmuró.
Hitch le dio a Janice un fuerte abrazo y Janice se lo devolvió. Nunca le había importado demasiado Hitch Paley (probablemente, con razón), pero el hecho de que estuviera aquí buscando a Kaitlin lo había redimido. Cuando nos íbamos, me cogió de la mano.
__Gracias, Scott. Te lo digo de todo corazón. Lamento lo que te dije hace unos días.
—No te preocupes.
—La policía sigue diciendo que Kaitlin se encuentra en la ciudad, pero no es cierto, ¿verdad?
—Probablemente no.
—¡Dios mío, Scott! Todo esto es tan… —fue incapaz de encontrar una palabra para definirlo. Llevándose la mano a la boca, añadió—: Ten cuidado. Es decir, encuéntrala, pero… ten mucho cuidado.
Le prometí que lo haría.
—¿Janice sabe que está casada con un gilipollas? —preguntó Hitch en cuanto abandonamos la casa.
—Creo que empieza a sospecharlo —respondí.
Fuimos a casa de Ashlee a cenar y a planear una estrategia.
Le ayudé en la cocina mientras Hitch utilizaba su terminal de bolsillo para efectuar algunas llamadas. Ashlee, que estaba cortando pollo en cuadraditos con un cuchillo de acero barato para preparar lo que ella llamaba “pilaf de pobres”, me preguntó cuánto tiempo había estado casado con Janice.
—Unos cinco años —respondí—. Ambos éramos muy jóvenes.
—Así que os divorciasteis hace mucho tiempo.
—En ocasiones no parece tanto.
—Me ha dado la impresión de que es una mujer muy entera.
—Pero no siempre es flexible. Todo esto ha sido muy duro para ella.
—Tiene mucha suerte de poder vivir como vive. Tendría que darse cuenta de eso.
—En estos momentos no creo que se sienta muy afortunada.
—No quería decir…
—Te he entendido, Ashlec.
—Ya he vuelto a meter la pata hasta el fondo —se apartó el cabello de los ojos.
—¿Puedo cortar esas zanahorias?
Ashlee sazonó el pilaf y nos reunimos con Hitch mientras se horneaba.
Hitch se había sentado en el sofá y había apoyado sus enormes pies sobre la mesa de café.
—Esto es lo que tenemos —anunció—. Es la información que nos han dado Whitman y otras fuentes distintas, como Ramone Dudley. En la asociación esa de Whit hay veintiocho miembros que pagan sus cuotas de forma regular; diez de ellos son altos directivos de la empresa en la que trabaja, así que puede que sea cierto que se unió por motivos profesionales… Los veintiocho son mayores de edad; dieciocho de ellos son solteros o no tienen hijos y los otros diez tienen retoños de diversas edades, aunque sólo nueve decidieron introducirlos en el Grupo Juvenil. Incluyendo a dos hermanos, había diez muchachos, más seis extraños como Adam que se afiliaron de forma independiente. Al parecer, ocho de los miembros más involucrados, entre los que se incluyen Adam y Kait, habían formado una especie de subgrupo. Éstos son los muchachos que han desaparecido.
—De acuerdo —dije.
—Así que vamos a asumir que han abandonado la ciudad. Al viajar juntos, habrían llamado demasiado la atención si lo hubiesen hecho en autobús o en avión. Teniendo en cuenta el número de adultos trastornados que hay en la carretera, dudo que el contingente del extrarradio accediera a hacer autostop, así que su única opción era el transporte privado. Lo más probable es que se trate de un vehículo bastante grande, porque aunque es posible meter a ocho personas en un Landau, atraerían demasiadas miradas y todos irían refunfuñando.
—Pero todo esto no son más que conjeturas —señalé. —Es cierto, pero si han ido conduciendo, ¿en qué están montados? —Supongo que algunos de esos chavales tienen coche propio — comentó Ashlee.
—Exacto. Ramone Dudley estuvo investigando. Cuatro de ellos tienen vehículos registrados a su nombre, pero todos se encuentran en la ciudad y ninguno de los padres ha denunciado ningún robo. De hecho, casi todos los coches que fueron robados en el momento que desaparecieron los muchachos cayeron en manos de profesionales o de gamberros que, después de dar una vuelta, los destrozaron o los quema ron. Por mucho que consigas abrir los cierres personalizados, robar un coche ya no es tan sencillo como antes: todos los que han sido fabricados o importados durante los últimos diez años transmiten, de forma rutinaria, el número de serie y sus coordenadas GPS. Por lo común, la gente sólo lo utiliza para localizar su vehículo en un aparcamiento, pero la verdad es que este mecanismo ha complicado en gran medida el robo de coches. Un ladrón moderno es un técnico con un montón de conocimientos de craqueo, no un chaval que acaba de salir del instituto.
—Así que no utilizaron sus vehículos ni tampoco robaron ninguno — dijo Ashlee—. Genial. Eso significa que siguen en la ciudad.
—Eso es lo que cree Ramone Dudley, pero no tiene ningún sentido. Resulta bastante obvio que esos chicos están haciendo un haj, así que le pedí a Dudley que volviera a comprobar los cuatros coches que poseen.
Y lo hizo.
—Ah… ¿Y descubrió algo?
—No, todo sigue igual. Tres de esos vehículos están en el mismo sitio en el que fueron aparcados la semana pasada, mientras que el cuarto se ha movido, pero sólo para realizar pequeños trayectos hasta la tienda de alimentación local. El cuentakilómetros indica que sólo se han realizado treinta kilómetros desde que desaparecieron los chavales. Al parecer, el chico le dejó un juego de llaves a su madre.
—De modo que seguimos sin tener nada.
—No, tenemos una madre que conduce el coche de su hijo para ir al supermercado. Según la lista de Whit, se trata de Eleanor Helvig. Ella y su marido Jeffrey son miembros de buena posición de ese club Copperhead. Él es el vicepresidente de Clarion Pharmaceuticals, así que se encuentra un par de escalones por encima de Whit. En la actualidad, Jeff está ganando bastante dinero y hay tres vehículos registrados a nombre de su familia: el de él, el de su mujer y el de su hijo.
Y todos los coches son buenos: un par de Daimlers y el Edison de segunda mano para Jeff júnior.
—¿Y?
—¿Por qué estará conduciendo su mujer el Edison para ir a la compra, si su Daimler es un vehículo mucho más grande y su maletero tiene mayor capacidad?
—Podría ser por diversas razones.
—Podría ser… pero yo creo que deberíamos preguntárselo. ¿Vosotros no?
La cena estaba buenísima (y se lo dije a Ashlee), pero no pudimos entretenernos saboreándola. Hitch y yo nos desplazamos hasta el hogar de los Helving y Ashlee accedió a quedarse en casa con la única condición de que la llamásemos en cuanto supiéramos algo.
—Sobre aquel paquete… —le dije a Hitch en cuanto estuvimos a solas en el coche.
—Sí… el paquete. Olvídate de eso, Scotty.
—No pienso olvidar una vieja deuda. Me prestaste el dinero para que pudiera salir de Tailandia y lo único que te debía era un favor… pero no pude hacerlo.
—Bueno, pero lo intentaste, ¿no?
—Fui al lugar que me dijiste.
—¿Al Easy? —Hitch estaba sonriendo. Se trataba de aquella sonrisa que antaño me hacía sentir tan incómodo (y de nuevo lo estaba consiguiendo).
—Fui al Easy, pero… —empecé a explicar.
—¿Le mencionaste mi nombre al tipo que había allí?
—Sí…
—¿A un tipo viejo, con el cabello gris, bastante alto y con ¡a piel de color café?
—Apenas lo recuerdo, pero creo que sí. Sin embargo, no había ningún paquete.
—¿Te dijo él eso?
—Bueno…
—¿Te dijo eso con amabilidad?
—Ni mucho menos.
—¿Se enfadó un poco?
—Estuvo a punto de sacar una pistola.
Hitch estaba asintiendo.
—Bien.
—¿Cómo que bien? ¿El paquete llegó con retraso o qué?
—No, Scotty. Nunca hubo ningún paquete.
—¿Y el que me pediste que recogiera…?
—No existía. Lo siento.
—Pero el dinero que me prestaste…
—Espero que no te lo tomes a mal, pero pensé que estarías más seguro si regresabas a Miniápolis. Te habías quedado atrapado en la playa, Janice y Kaitlin se habían ido… y estabas empezando a beber demasiado. Chumphon no era un lugar idóneo para un americano borracho, y menos aún con todos los periodistas que aparecían por allí con regularidad. Sentí lástima de ti y decidí darte el dinero. El negocio iba bien, así que tenía de sobra. Sabía que no lo aceptarías como regalo, pero no quería que consideraras que era un préstamo porque estaba seguro de que intentarías localizarme para devolvérmelo, como un buen chico. Por eso tuve que inventarme lo del “paquete”.
—¿Te lo inventaste?
—Lo siento, Scotty. Supongo que pensaste que te habías convertido en un camello o algo así, pero ya sabes que mi sentido del humor me incita a hacer este tipo de cosas. Pense que un pequeño dilema moral añadiría un poco de emoción a tu vida, teniendo en cuenta la imagen de universitario honesto que tenías de ti mismo.
—Me estás mintiendo —repliqué—. Aquel tipo del Easy te conocía… tú mismo acabas de describirlo físicamente.
Se estaba poniendo el sol y las luces del salpicadero empezaban a brillar. El aire que entraba por la ventanilla era agradable y relativamente dulce. Hitch se tomó su tiempo para responder.
—Deja te cuente una historia, Scotty —dijo por fin—. Cuando era pequeño, vivía en Roxbury con mi madre y mi hermana pequeña. Éramos pobres, pero eso fue durante aquella época en la que, si lo manejabas con prudencia, el dinero de la ayuda bastaba para seguir adelante. Yo consideraba que las cosas nos iban bien… o por lo menos, lo único que sabía era que podía ser feliz con lo poco que tenía, aunque de vez en cuando tuviéramos que robar un poco de comida. Cuando cumplí dieciséis años, mi madre se casó con ese pedazo de mierda llamado Easy G. Tobln. Easy ya tenía ese servicio de recogida de correo, pero vendía cocaína y alcohol en la trastienda. Lo único que puedo decir a su favores que nunca pegó a mi madre… ni a mi ni a mi hermana. No era ningún monstruo, y siempre mantuvo el negocio de las drogas bien lejos de casa. Sin embargo, era un ser mezquino. Nos decía cosas perversas. Jamás nos levantó la voz, pero era capaz de hacerte mucho daño diciendo sólo unas palabras, porque tenía la habilidad de saber qué era lo que más odiabas de ti mismo. Me lo hizo a mí y se lo hizo a mi hermana, pero eso fue algo secundario… pues sobre todo se lo hizo a mi madre. Un par de años después, cuando estaba a punto de abandonar mi hogar, ya había tenido que ver más lágrimas de las que hubiera deseado. Mi madre quería deshacerse de él, pero no sabía cómo hacerlo. Easy tenía un par de amantes, así que junté a un grupo de amigos para seguirle hasta la casa de una de aquellas mujeres y darle parte de su merecido. No le propinamos una enorme paliza, pero le hicimos sentir miedo. Nos limitamos a pegarle unas cuantas patadas y a decirle que si no se alejaba de mi madre le haríamos algo peor. Nos dijo que por él perfecto, porque mi hermana y yo le poníamos enfermo y que, de todas formas, ya se había beneficiado bastante a mi madre (esas fueron sus palabras) y hacía tiempo que tenía pensado irse. Sólo le dije que me parecía genial, siempre y cuando cumpliera con su palabra, y que nunca le quitaría los ojos de encima. Él respondió: “me olvidaré de tu nombre en menos de una semana, capullo”, y entonces le advertí que sería mejor que nunca se olvidara de mi nombre, porque yo siempre recordaría el suyo y me las arreglaría para que supiera de mí de vez en cuando. Bueno, lo dejamos así, pero durante algunos años me aseguré de que oía mi nombre, al menos una vez cada cierto tiempo. Le enviaba una tarjeta o le llamaba por teléfono… para que recordara su promesa. Y supongo que aún se acordaba de mí, ¿verdad Scotty?
—Podría haberme matado —murmuré.
—Se trataba de una posibilidad muy remota. Además, consideré que se trataba de un precio justo con el que saldar la deuda. Di por supuesto que habías comprendido que correrías ciertos riesgos.
—¡Joder! —dije en un susurro.
—¿Y sabes? De esta forma, tampoco has tenido que darme las gracias.
Tuvimos la suerte de que la esposa de Jeffrey Helvig estuviera sola en casa.
Abrió la puerta vestida con ropa informal y se mostró precavida desde el mismo instante en que nos vio bajo la luz del porche. Cuando le dijimos que queríamos hablar con ella sobre su hijo Jeff, nos respondió que ya había hablado con la policía y que nosotros no teníamos pinta de serlo, así que quiénes éramos y qué queríamos realmente.
Le mostré varios documentos de identidad para demostrarle que era el padre de Kaitlin. Ella conocía a Janice y WMt, aunque no demasiado bien, y había visto a Kaitlin en diversas ocasiones. Cuando se quedó convencida de que sólo habíamos ido a su casa para hablar sobre Kaitlin, se relajó y nos invitó a entrar, aunque era obvio que lo hizo a disgusto.
La casa estaba meticulosamente limpia. En un rincón del salón, en el que abundaban los barcos embotellados y las fundas de sofá de encaje, ronroneaba un precipitador de polvo. Eleanor Helving se quedó cerca del panel de seguridad de la casa para poder activar la cámara y la alarma de seguridad en caso necesario… aunque era probable que la policía local ya estuviera recibiendo las imágenes. Creo que no nos temía, pero se mostraba demasiado recelosa.
—Sé por lo que está pasando, señor Warden —dijo—. Yo me encuentro en la misma situación. Supongo que entenderá que no me apetezca hablar de nuevo sobre la desaparición de Jeff.
Advertí que se estaba defendiendo de una acusación que nadie le había hecho. Su marido era un Copperhead. Un verdadero creyente, según Whit. Ella le había acompañado a diversas reuniones, así que era probable que apoyara sus ideas… aunque puede que no estuviera totalmente convencida de ellas. Deseé que así fuera.
—Señora Helving —dije—, ¿se sorprendería si le dijera que, al parecer, su hijo y sus amigos están haciendo un haj?
Parpadeó.
—La verdad es que me ofendería. Utilizar esa palabra de esa forma supone un insulto para la fe musulmana. Y también para un gran número de jóvenes sinceros.
—¿Jóvenes sinceros como Jeff?
—Espero que Jeff lo sea, pero no aceptaré una explicación superficial sobre lo que le ha sucedido. Debo decirle que no confío en los padres ausentes que sólo se preocupan por sus hijos en los momentos de crisis. De todas formas, así es la sociedad en la que vivimos, ¿verdad? Hay gente que considera que la paternidad es un tema genético, no un vínculo sagrado.
—¿Usted considera que Kuin ayudará a mejorar las cosas? —preguntó Hitch.
Lo miró desafiante.
—Creo que es muy difícil que pueda empeorarlas.
—¿Sabe qué es un haj, señora Helvig?
—Ya se lo he dicho. No me gusta esa palabra…
—Pero hay muchas personas que la utilizan… incluso un montón de jóvenes idealistas. He conocido a unos cuantos. Usted tiene razón: estamos viviendo tiempos difíciles, sobre todo para los jóvenes. He visto muchachos que sólo deseaban hacer un haj y han acabado despedazados al borde de la carretera. He visto niños, señora Helvig, violados y asesinados. Son jóvenes y puede que sean idealistas, pero también son demasiado ingenuos para ser conscientes de los peligros que les aguardan en el exterior de Miniápolis.
Eleanor Helvig palideció (creo que también yo lo hice).
—¿Quién es usted? —le preguntó a Hitch.
—Un amigo de Kaitlin. ¿Usted conocía a Kait, señora Helvig?
—Vino por casa en un par de ocasiones, creo.
—Estoy seguro de que su hijo Jeff es un joven fuerte, ¿pero qué me dice de Kaitlin? ¿Cómo cree que se las apañará allí fuera, señora Helvig?
—No lo…
—Allí fuera en la carretera, con todos esos soldados y hombres sin hogar. Si esos muchachos hubieran decidido hacer un haj, viajarían más seguros en coche. Incluso Jeff.
—Jeff puede cuidar de sí mismo —susurró Eleanor Helvig.
—¿A usted no le gustaría que hiciera autostop, verdad?
—Por supuesto que no…
—¿Dónde está el coche de su marido, señora Helvig?
—Se lo ha llevado al trabajo. Aún no ha regresado pero…
—¿Y el coche de Jeff?
—En el garaje.
—¿Y el de usted?
Vaciló el tiempo suficiente para que las sospechas de Hitch se confirmaran.
—Está en el taller.
—¿En cuál, exactamente?
No respondió.
—No es necesario que discutamos este tema con la policía —comentó Hitch.
—El viaje es más seguro en coche. Usted mismo lo ha dicho.
Ahora hablaba con un hilo de voz.
—Estoy segura de que tiene razón.
—Jeff no me habló del… peregrinaje, pero supongo que tendría que haberlo sospechado cuando me pidió el coche. Su padre dijo que no debíamos contárselo a la policía, porque sólo hubiéramos conseguido convertir a Jeff en un criminal. O a nosotros mismos, por ser sus cómplices. De todas formas, regresará. Sé que lo hará.
—Usted puede ayudarnos… —empezó a decir Hitch.
—¿Se han dado cuenta de lo mal que están las cosas? ¿Cómo podemos culpar a los jóvenes?
—Sólo tiene que damos su número de licencia y la firma del GPS del vehículo. La policía no sabrá nada.
Alcanzó su bolso con la mirada ausente, pero antes de abrirlo vaciló.
—Si los encuentran, ¿serán amables con Jeff?
Se lo prometimos.
Hitch habló con Morris Torrance, que localizó el paquete del GPS en un campo de reciclaje de El Paso; sin embargo, el resto del vehículo había desaparecido. Lo más probable era que lo hubieran vendido o intercambiado para cruzar a salvo la frontera.
—Están dirigiéndose a Portillo —dijo Hitch—. Estoy seguro.
—Pues vayamos allá —le dije.
Asintió.
—Morris está buscando un avión. Tenemos que partir lo antes posible.
Reflexioné sobre aquellas palabras.
—No se trata sólo de un rumor, ¿verdad? Me refiero a Portillo. El Cronolito.
—No —respondió con franqueza—. No es ningún rumor. Es necesario que nos pongamos en marcha inmediatamente.
A la entrada de Portillo, los soldados nos obligaron a dar la vuelta, diciendo que la ciudad era una desgracia, que había cientos de americanos viviendo en la calle como perros y que la zona era inhabitable. Como para confirmar sus palabras, mientras esperábamos dieron paso a un convoy de camiones de la Cruz Roja.
Hitch no discutió con los soldados, sino que siguió avanzando por aquella agrietada y agujereada autopista. Me explicó que, a un par de kilómetros, había un sendero que conducía a Portillo y que, aunque no era más que un camino de cabras, podríamos recorrerlo sin dificultad en la maltrecha furgoneta que habíamos alquilado en el aeropuerto.
—Además, las carreteras secundarias son más seguras —añadió—. Siempre y cuando no nos detengamos.
Hitch siempre había preferido las carreteras secundarias.
—¿Por qué aquí? —preguntó Ashlee, observando por la ventanilla el vacío paisaje del desierto de Sonoran, donde sólo había cabuyas, matojos amarillos y algún rancho abandonado.
A pesar de los logros alcanzados por la administración de Gonsálvez, la recesión de Kuin había provocado que el pueblo mexicano diera de nuevo el poder al venerable y corrupto Partido Revolucionario Institucional. La pobreza rural había alcanzado niveles pre-milenarios y Ciudad de México se había convertido en la urbe con mayor densidad de población, la más contaminada y la más delictiva del continente. Portillo, sin embargo, era una ciudad menor sin ninguna trascendencia estratégica o militar conocida… una ciudad polvorienta, privada de prosperidad y agonizante.
—La mayoría de los Cronolitos aterrizan lejos de los centros urbanos —expliqué a Ashlee—. Los puntos de llegada parecen haber sido elegidos al azar, excepto los de ciertos monumentos, como el de Bangkok o jerusalén. Quizá resulta más sencillo construir un Cronolito al aire libre, donde hay espacio suficiente… o quizá, los monumentos más pequeños fueron erigidos antes de que las ciudades cayeran en manos de Kuin.
Nos habíamos preparado bien para aquel viaje: llevábamos una nevera portátil llena de agua embotellada y un par de cajas de provisiones. Sue Chopra se había quedado en Baltimore, cotejando los datos que recibía de su red no oficial de informadores y de los satélites de vigilancia de última generación. Las autoridades habían decidido no hacer pública la noticia de Portillo, considerando que sólo conseguirían atraer a una cantidad mayor de peregrinos. Sin embargo, a pesar del velo oficial de silencio, los rumores que circulaban por Internet ya se habían encargado de congregar en este lugar a miles de personas.
Aunque teníamos comida y bebida para más de cinco días, según los cálculos de Sue faltaban menos de cincuenta horas para el aterrizaje.
El “camino de cabras” resultó ser un surco que discurría por un pedregoso chaparral y que estaba coronado por el infinito cielo turquesa. Nos encontrábamos a unos veinte kilómetros de la ciudad cuando vimos el primer cadáver.
Aunque era obvio que ya no podíamos hacer nada por aquel muchacho, Ashlee insistió en que paráramos. Dijo que sólo quería asegurarse… porque el cuerpo era de un tamaño similar al de Adam.
Aquel joven vestido con una sucia camisa blanca de cáñamo y unos pantalones amarillos de Kevlar llevaba muerto bastante tiempo. Le habían robado los zapatos, el reloj y la terminal… y probablemente la cartera, aunque ninguno de nosotros quiso comprobarlo. Alguien le había fracturado el cráneo con un objeto contundente. Al empezar a descomponerse, el cadáver había atraído a una serie de depredadores, aunque en estos momentos sólo se veía un ejército de hormigas que desfilaba con pereza por su reseco brazo derecho.
—Lo más probable es que veamos más cosas como ésta —dijo Hitch, contemplando el horizonte—. En esta parte del país hay más ladrones que moscas, por lo menos desde que el PRl anuló las últimas elecciones. Los dos mil americanos inocentones que han venido hasta aquí atraen como imanes a todos los asesinos que hay al sur de Juárez… y están tan cegados por el hambre que no se andan con escrúpulos.
Supongo que Hitch podría haber dicho eso mismo con un poco más delicadeza, pero no habría servido de nada. La prueba estaba delante de nuestros ojos, pudriéndose en el arenoso margen de la carretera.
Miré a Ashlee. Estaba pálida. Sus ojos observaban con tristeza el cadáver del joven americano.
Ashlee había insistido tanto en acompañamos que al final habíamos accedido. Como yo era el padre de Kaitiin, puede que accediera a regresara casa conmigo; sin embargo, Adam Mills nunca me escucharía. Puede que nadie lograra convencerlo de que abandonara aquel haj, ni siquiera su madre, pero nos dijo que tenía que intentarlo.
Era peligroso, sumamente peligroso, pero Ashlee estaba decidida a realizar este viaje con o sin nosotros. Y yo la entendía. En ocasiones, la conciencia nos exige cosas que no podemos negociar. Son reacciones que no tienen nada que ver con el valor: nosotros no estábamos aquí porque fuéramos valientes, sino porque teníamos que hacerlo.
Pero el cadáver de aquel joven americano era la prueba de todas las verdades que hubiéramos preferido ignorar: que nuestros hijos habían venido a un lugar en el que sucedían ese tipo de cosas, que podrían haber sido Adam o Kaitiin quienes hubieran sido arrojados a un lado del camino y que era imposible salvar a todos los muchachos que se encontraban en peligro.
Cuando regresamos a la furgoneta, Hitch ocupó el volante. Yo preferí sentarme detrás, junto a Ash, que apoyó la cabeza sobre mi hombro. Era la primera vez que reflejaba su cansancio desde que abandonamos los Estados Unidos.
Vimos nuevas señales que nos indicaron que no éramos los únicos americanos que habían seguido esta ruta para llegar a Portillo. Dejamos atrás un sedán abandonado que había caído por un terraplén y poco después, un Edison oxidado con matrícula de Oregón nos adelantó a toda velocidad, levantando nubes de polvo en el aire de la tarde. Por fin, tras coronar una cima, la ciudad de Portillo se extendió ante nosotros y pudimos ver las miles de tiendas de campaña que se apiñaban en las rutas de acceso como huevos de insecto. La carretera principal que conducía a Portillo estaba flanqueada por garajes de adobe, montones de basura generada por el ha], albergues de indigencia y un laberinto casi infranqueable de vehículos americanos. La ciudad, por lo menos desde esa distancia, era una mancha de arquitectura colonial completada por un par de franquicias hoteleras y estaciones de servicio. Todo esto pertenecía ahora a los kuinistas. Jóvenes de todo tipo se habían congregado en este lugar, con provisiones y técnicas de supervivencia inadecuadas. Hitch nos explicó que la mayoría de los residentes había abandonado sus hogares, así que en la ciudad sólo quedaban ancianos, ladrones, vendedores de agua y miembros oportunistas o desconcertados de la policía ¡ocal. Excepto en las tiendas de suministro que habían establecido los grupos internacionales de socorro, apenas había comida en la ciudad; el ejército había decidido expulsar a los vendedores ambulantes confiando en que el hambre haría que los peregrinos se dispersaran.
Ashlee contempló toda esa Meca polvorienta con evidente desesperación.
—Aunque estén ahí —dijo—, ¿cómo vamos a encontrarlos?
—Tendréis que dejarme hacer ciertas investigaciones —respondió Hitch—. Pero antes tenemos que acercarnos un poco más.
Avanzamos por el pedregoso sendero hasta una superficie agrietada de alquitrán y asfalto. El hedor del haj entraba por las ventanillas con la misma sutileza que un puño cerrado. Ashlee encendió un cigarrillo, sobre todo para disfrazar aquel olor.
Hitch aparcó detrás de una choza de abobe ennegrecida por el fuego, situada a menos de un kilómetro de la ciudad. La furgoneta quedaba escondida de la carretera principal por unos matojos secos de Jacaranda y diversas jaulas de gallina repletas de excrementos endurecidos.
Hitch había comprado armas después de cruzar la frontera y había insistido en que aprendiéramos a utilizarlas. La verdad es que no nos resistimos demasiado. Nunca había usado ninguna (como me había criado en una década tranquila, había desarrollado un odio civilizado por ellas), pero Hitch me dejó una pistola con el cargador lleno y se aseguró de que sabía desconectar el mecanismo de seguridad y sujetar el arma de modo que no me rompiera la muñeca cuando disparara.
Decidimos que Ashlee y yo nos quedaríamos en la furgoneta protegiendo la comida, el agua y el transporte, mientras Hitch iba a Portillo para localizar al grupo de Adam y negociar un encuentro. Ashlee deseaba dirigirse directamente a la ciudad (y yo la comprendía), pero Hitch se mostró inflexible. En la furgoneta estaba todo lo que necesitábamos para sobrevivir y si nos quedábamos sin medio de transporte, no podríamos ayudar a Kaitlin ni a Adam.
Hitch cogió una de sus armas y se alejó, caminando, hacia la ciudad. Me quedé observándolo hasta que se desvaneció entre el polvo. A continuación, cerré las puertas de la furgoneta y me senté con Ashlee en el asiento delantero, donde me esperaba una comida a base de frutos secos, manzanas y café instantáneo tibio que guardábamos en un termo. Comimos en silencio mientras la luz del cielo se iba apagando. Poco después salieron las estrellas, brillantes y precisas a pesar de la neblina y el polvo del parabrisas.
Ashlee apoyó su cabeza contra la mía. Ninguno de los dos había tomado un baño desde que entramos en el país y, aunque resultaba bastante evidente, a ninguno de los dos nos importó. Ambos necesitábamos calor, un poco de contacto.
—Tendremos que dormir por turnos —dije.
—¿Crees que este lugar es peligroso?
—Sí.
—No creo que sea capaz de dormir.
A pesar de sus palabras, intentó reprimir un bostezo.
—Acuéstate detrás. Tápate con la manta y cierra los ojos un rato.
Asintió y se tumbó sobre una de las hileras de asientos de la parte posterior. Yo me senté al volante con la pistola bien cerca, sintiéndome solo, inútil y estúpido, mientras el calor del día se iba mitigando.
Incluso desde esta distancia era posible oír los sonidos de la noche de Portillo. La verdad es que era un único sonido, una ráfaga compuesta por voces humanas, música, hogueras crepitantes, risas y gritos. Me di cuenta de que ésta era la locura milenaria de la que habíamos logrado escapar a principios de siglo… pero ahora, cientos de hajístas deseaban presenciar el fin del mundo. Aunque nadie sabía si vendría para redimirnos o para destruirnos, Kuin era el dueño del mañana y del pasado mañana y del día siguiente y de todos los mañanas, por lo menos en las mentes de estos jóvenes. Y en esta ocasión, no quedarían decepcionados: el Cronoliio llegaría y Kuin dejaría su huella sobre el suelo americano. Probablemente, un gran número de hajistas moriría por el choque térmico o la conmoción, pero si lo sabían (y estaba seguro de ello), no les importaba en absoluto. Al fin y al cabo, era como una lotería: cuanto mayores son los premios, más graves son los riesgos. Kuin recompensaría a los fieles… al menos a los que lograran sobrevivir.
No podía evitar preguntarme hasta qué punto habría aceptado Kaitlin toda esta locura. Mi hija tenía mucha imaginación y había sido una niña solitaria. Imaginativa e inocente: una combinación terrible en este mundo.
¿Kait creía realmente en Kuin? ¿En un Kuin que sus deseos y su inseguridad habían idealizado? ¿O todo esto no era más que una aventura, una forma de rebelarse y escapar del hermético hogar de Whitman Delahunt?
Puede que no se alegrara de verme, pero iba a llevármela de este horrible lugar aunque fuera a la fuerza. No podía obligar a Kaitlin a quererme, pero podía salvarle la vida. Y por ahora, eso sería suficiente.
La noche llegó lentamente. El estruendo de Portillo decaía y resurgía a un ritmo imposible de presagiar, como las olas de la playa. Entre la vegetación que había al este de la furgoneta se escondía un grillo que añadía su voz dispar a esta cacofonía. Me serví otro vaso del café que había dejad o Ashlee en el termo y abandoné la furgoneta unos instantes para aliviar mi cuerpo, sorteando un eje oxidado y un volante que acechaban entre la hierba como si fueran trampas para animales. Cuando cerré la puerta de nuevo, Ashlee se revolvió y murmuró en sueños.
Había algo de tráfico por la carretera, sobre todo de hajistas que se dirigían a Portillo pegando gritos por las ventanillas del coche. Nadie nos vio; nadie se detuvo. Estaba adormilado cuando Ashlee me dio unos golpecitos en la espalda. El reloj del salpicadero marcaba las dos y media.
—Es mi turno —dijo.
No discutí. Después de indicarle dónde había dejado la pistola, me tumbé en el asiento posterior y me tapé con la manta, que aún conservaba el caior de Ashlee. Me quedé dormido en el mismo instante que cerré los ojos.
—¿Scott?
Me zarandeó suavemente, pero con apremio.
—¡Scott!
Ashlee estaba inclinada sobre el asiento del conductor, moviéndome el hombro con la mano.
—Hay alguien fuera —susurró—. ¡Escucha!
Dio media vuelta y se agachó para mantener la cabeza escondida. Se había alzado una media luna en el cielo, así que la oscuridad ya no era absoluta. Durante unos segundos sólo hubo silencio, pero entonces, no muy lejos, se oyó el gemido de una mujer aterrorizada, seguido de unas risas ahogadas.
—Ashlee… —susurré.
—Llegaron hace un minuto. En coche, por la carretera. Se acercaron, pararon el motor y se oyó un gritito. Y entonces… la verdad es que no pude verlo hasta que moví el retrovisor, y ni quiera así, porque había árboles en medio, pero me pareció que alguien salía del coche y corría por el campo. Creo que era una mujer. Y dos chicos salieron corriendo tras ella.
Reflexioné.
—¿Qué hora es?
—Apenas las cuatro.
—Dame la pistola, Ash.
Parecía reacia.
—¿Qué podemos hacer?
—Esto es lo que haremos: yo cogeré la pistola y saldré de la furgoneta. Cuando te haga una señal, conectarás las luces largas y pondrás en marcha el motor. Intentaré mantenerme a la vista.
—¿Y si te ocurre algo?
—Entonces te vas de aquí sin perder ni un segundo. Si me sucede algo, ellos tendrán la pistola, así que no te quedes aquí, Ash. ¿De acuerdo?
—¿Y adonde voy?
Era una pregunta razonable. ¿A Portillo? ¿A los campamentos de socorro o al control de carretera? No estaba seguro de qué responder.
Entonces, la mujer volvió a gritar… y no pude evitar pensar que podía tratarse de Kaitlin. Su voz no parecía la de mi hija, pero la verdad es que no había vuelto a oírla gritar desde que era pequeña.
Le dije a Ashlee que iría con cuidado, pero que se fuera inmediatamente de este lugar si me ocurría algo. Y que, quizá, lo mejor sería que escondiera la furgoneta más cerca de la ciudad y que por la mañana, cuando Hitch regresara, estuviera alerta.
Salí del vehículo y cerré la puerta con cuidado. Cuando hube recorrido unos metros, le indiqué que encendiera los faros.
Las luces largas de la furgoneta se extendieron por la estrellada noche como focos militares y, entre aquella calma, el motor rugió como un animal salvaje. La mujer y sus dos asaltantes, paralizados ante aquel resplandor, se encontraban a menos de diez metros de distancia.
Los tres eran jóvenes, posiblemente de la edad de Adam. Los hombres estaban forcejeando con la mujer, que yacía sobre su espalda entre la maleza; uno de los muchachos la sujetaba de los hombros mientras el otro intentaba separarle las piernas. Ante la luz, la joven se giró y los chavales levantaron sus cabezas como si fueran perros de presa olfateando a un depredador.
No parecían ir armados, y eso hizo que me sintiera un poco aturdido por el peso de la pistola que llevaba en la mano.
Levanté la pistola y apunté hacia sus estupefactos rostros. Les habría ordenado que se apartaran de ella (pues ese era el plan), pero estaba tan nervioso que mi dedo accionó el gatillo y el arma se disparó sin previo aviso.
Casi se me cae la pistola. No sabía dónde había ido la bala. No había alcanzado a nadie, pero les había dado un buen susto. Aunque estaba medio cegado por el destello, advertí que los presuntos violadores se alejaban corriendo hacia su vehículo y los seguí. Me pregunté si debería disparar de nuevo, pero temí que el arma volviera a descargarse en contra de mí voluntad (más adelante, Hitch me contó que había sido modificada para que el gatillo no opusiera demasiada resistencia y que, probablemente, antes de que cayera en nuestras manos, se había utilizado para fines criminales).
Ambos hombres entraron en su automóvil con una economía de movimientos sorprendente. En ese momento me di cuenta de que podían llevar armas en el interior; sin embargo, si las tenían, prefirieron no utilizarlas. El coche cobró vida y se alejó rugiendo hacia la ciudad, lanzando gravilla contra las jaulas de gallina apiladas.
La muchacha se había quedado sola.
Me dirigí hacia ella, recordando que debía mantener el cañón del arma apuntando hacia el suelo. La muñeca derecha todavía me dolía por la sacudida del inesperado retroceso.
Bajo la luz de los focos, pude ver que se había levantado y que se estaba abrochando sus rasgados Levis. Me miró con una expresión que fui incapaz de comprender (creo que en gran parte era miedo, pero también había vergüenza). Era joven y estaba tan delgada que parecía anoréxica. Tenía la cara manchada de tierra y lágrimas. Su camiseta, desgarrada sobre el pecho izquierdo, estaba cubierta de sangre.
Me aclaré la garganta.
—Se han ido… ahora estás a salvo —le dije.
Puede que no hablara inglés. O, probablemente, puede que no me creyera. Dio media vuelta y se alejó corriendo hacia la carretera, como un animal asustado.
La seguí unos pasos, pero me detuve. La noche era demasiado oscura y no quería dejar sola a Ashlee.
Deseé que la muchacha estuviera a salvo, por poco probable que fuera.
Después de aquello, resultó imposible seguir durmiendo. Me senté delante junto a Ashlee y nos mantuvimos vigilantes y bombeando adrenalina. Ash se llevó un cigarrillo a los labios y lo encendió con un diminuto mechero de propano. No hablamos sobre el ataque que acabábamos de presenciar, pero poco después, cuando el cielo oriental empezó a mostrar un color azulado, Ashlee me dijo lo siguiente:
—No debes preguntárselo. A Kaitlin.
—¿Preguntarle qué?
Era una pregunta estúpida.
—Probablemente no necesitas este consejo… y la verdad es que yo no soy una madre modélica ni nada similar. Sin embargo, cuando Kaitlin regrese, no le hagas preguntas. Puede que hable contigo y puede que no, pero deja que sea ella quien tome esa decisión.
—Si necesita ayuda… —dije.
—Si necesita ayuda, la pedirá.
Dejamos ahí el tema. No me apetecía especular sobre las cosas que podían haberle sucedido a mi hija. Ashlee, que ya me había dicho lo que quería decirme, había vuelto su rostro hacia la ventanilla. Me pregunté qué sería lo que le había incitado a darme ese consejo, qué secreto tan terrible guardaba en su interior para no atreverse a revelarlo.
Estábamos medio dormidos cuando el sol empezó a calentar el mundo. Poco después, Hitch golpeó el cristal de la ventanilla y ambos nos despertamos sobresaltados. Ashlee alcanzó el arma, pero le cogí de la muñeca mientras bajaba la ventanilla.
—Una vigilancia impresionante —comentó Hitch—. Os podría haber matado a los dos.
—¿Los has encontrado?
—Kaitlin está aquí. Y también Adam. ¿Podríais darme algo de comer? Tenemos un montón de trabajo por delante.
Entramos lentamente en la ciudad de Porrillo, avanzando entre el tránsito peatonal por el único carril que quedaba abierto debido a la enorme cantidad de vehículos aparcados o abandonados. A la luz de la mañana, la carretera principal estaba tan atestada de gente como un desfile de carnaval… y eso era lo que parecía, aunque la multitud estaba agotada después de haber pasado la noche en vela. Los peregrinos caminaban a ciegas y sin rumbo fijo, o dormían en petates bajo toldos andrajosos que eran más seguros bajo la luz del día que en la oscuridad. Los vendedores de agua se movían entre la multitud cargados de botellas de plástico de tres litros. Las banderas y los símbolos kuinistas colgaban de las ventanas superiores de los edificios, las ínstalaciones sanitarias locales estaban llenas a rebosar y el hedor de las letrinas era penetrante y horrible. Aunque la mayoría de estas personas habían llegado durante los últimos tres días, Hitch nos comentó que en las tiendas de primeros auxilios ya estaban tratando casos de disentería.
Adam y su pandilla habían acampado al oeste del grupo principal. Durante la noche, Hitch había mantenido una breve conversación con Adam, pero no con Kait, aunque el muchacho le había confirmado su presencia. Había accedido a hablar con Ashlee, pero se había negado a permitir que yo me reuniera con mi hija. Al saber que Adam estaba al mando y hablaba en nombre de los demás, Ashlee no pudo hacer más que inclinar la cabeza y murmurar para sus adentros.
También habían llegado diversos periodistas, conduciendo camiones de grabación blindados con las ventanas polarizadas. Al verlos, tuve sentimientos encontrados: según la teoría que sostenía Sue sobre los Cronolitos y su metacausalidad, la prensa funcionaba como un potente amplificador del bucle de retroalimentación. La imagen de estos objetos, difundida a nivel mundial, creaba en la imaginación colectiva el concepto de invulnerabilidad de Kuin.
¿Pero acaso había otra alternativa? ¿La represión? ¿La negación? La genialidad de los monumentos de Kuin radicaba en que eran tan grotescamente evidentes que era imposible ignorarlos.
—Cuando lleguemos allí, tendréis que dejar que hable a solas con él — anunció Hitch—. Ya veremos qué sucede después.
—No es un gran plan —comenté.
—Pero es el único que tenemos.
Aparcamos lo más cerca posible del grupo de tiendas de campaña en las que estaban acampados Adam y sus amigos, además de decenas de personas. En ésta árida zona, las tiendas de nylon azul, rojo o amarillo resultaban ridiculamente llamativas, pues proliferaban como setas sobre la polvorienta tierra del aparcamiento de un solar en construcción. Ashlee empezó a estirar el cuello con ansiedad, buscando a Adam. No había ni rastro de Kaitlin.
—Quedaos aquí —dijo Hitch—. Negociaré con él para que nos deje pasar.
—¿Negociar? —preguntó Ash, algo indignada.
Hitch le dedicó una mirada severa mientras cerraba la puerta.
Se dirigió hacia una tienda octogonal de tela de plata fotosensible y dijo algo que no pudimos oír. Momentos después, vimos que se descorría la cremallera y Adam salió al exterior. Supe que era él porque Ashlee cogió aire con fuerza.
Llevaba unos pantalones militares polvorientos y cargaba a la espalda un macuto negro. Era alto y delgado (casi tan alto como Hitch) y tenía un aspecto saludable. No se dignó mirar hacia la furgoneta, sino que esperó pacientemente a que Hitch terminara su discurso. Desde esa distancia no podía ver su rostro con claridad, pero era evidente que estaba tranquilo, que no tenía miedo.
Ashlee acercó la mano a la puerta, pero le impedí abrirla.
—Espera un minuto.
Hitch habló. Adam habló. Entonces, Hitch sacó un fajo de billetes de su bolsillo trasero y los dejó en la palma do la mano del muchacho.
—¿Qué es esto? ¿Un soborno? —exclamó Ashlee—. ¿Está sobornando a Adam?
Le dije que eso era lo que parecía.
—¿Por qué? ¿Para que hable conmigo? ¿Para que puedas ver a Kaitlin?
—No lo sé, Ash.
—¡Dios mío! Esto es tan… —no encontró la palabra adecuada para describir aquel ultraje.
—Vivimos tiempos extraños. Y suceden cosas extrañas.
Sintiéndose humillada, se dejó caer con fuerza sobre el asiento y guardó silencio hasta que Hitch nos indicó que saliéramos de la furgoneta. Conecté los protocolos de seguridad del vehículo, aunque era consciente de que no serviría para nada. En el exterior, el aire era seco y el hedor sobrecogedor. Unos metros más adelante, un joven con pantalones que antaño habían sido blancos tiraba tierra en la zanja de una letrina.
A pesar de lo mucho que había esperado este momento, Ashlee se acercó a Adam con indecisión. No lo sé con certeza, pero supongo que el hecho de que su hijo se hubiera resistido a verla le había hecho darse cuenta de lo inútil que sería aquel encuentro. Le puso una mano en el hombro y le miró a los ojos. Adam le devolvió la mirada con impasibilidad. Era joven, pero ya no era un niño. No hizo nada más que esperar a que su madre hablara… pues supongo que Hitch le había pagado para que lo hiciera.
Ambos se alejaron unos metros por el sendero que había entre las tiendas de campaña.
—Es una causa perdida —dijo Hitch—. Pero Ashlee aún no lo sabe.
—¿Qué hay de Kaitlin? Me señaló una pequeña tienda de color amarillo sol.
Me di cuenta de que estaba pensando en el Cronolito que aterrizó en El Cairo hacía tres años. Sue Chopra había conseguido imágenes de todas las fases del acontecimiento, tomadas desde una docena de ángulos diferentes: la calma que hubo antes de la manifestación, la oleada de frío y los vientos térmicos, la columna de hielo y polvo que se alzaba, humeante, hacia el cielo azul y, por fin, el deslumbrante Cronolito incrustado en el suelo de las afueras del Cairo, como una espada clavada en una roca.
(Me pregunté quién lograría extraer esta espada de la piedra. Quizá, los puros de corazón. Los padres ausentes y los maridos fracasados no tenían ni que intentarlo.)
Supongo que lo que más me impresionó de la llegada de El Cairo fue su incongruencia: el hielo que lo cubría a pesar de las trémulas oleadas de calor del desierto; las diferentes y abruptas capas de historia inconexa, en la que modernas torres de oficina se alzaban sobre los escombros de una autarquía milenaria y quedaban desplazadas por el más nuevo de los monumentos… un Kuin tan voluminoso y distante como un faraón sobre su frígido trono.
No sé por qué recordé aquella imagen con tanta claridad. Quizá, porque esta árida ciudad del desierto de Sonoran estaba a punto de recibir su propio trono de hielo; o quizá, porque ya sentía un suave frescor en el aire, un escalofrío de premonición, el amargo olor del futuro.
—¿Kaitlin?
Un viento perezoso levantó la lona de la puerta de su tienda de campaña. Me acuclillé y metí la cabeza en el interior.
Kait estaba sola, intentando liberarse de un nido de mantas sucias. Parpadeó bajo la amarillenta luz del sol que entraba a través del nylon. Tenía el rostro delgado y los ojos ensombrecidos por la fatiga.
Parecía mayor de lo que recordaba, y me dije a mí mismo que se debía a todo lo que había tenido que soportar durante este haj, al hambre y la ansiedad. Sin embargo, el verdadero motivo era que se había alejado de mí, que se había ido distanciando de la imagen mental que había formado en mi mente mucho antes de que abandonara Miniápolis.
Me dedicó una larga mirada, durante la cual su expresión fue pasando de la incredulidad al recelo, la gratitud, el alivio y la culpabilidad.
—¿Papá? —preguntó.
Sólo fui capaz de repetir su nombre… y probablemente, era lo mejor. Eso era lo único que necesitaba decir.
Salió de las mantas y cayó en mis brazos. Vi los cardenales de sus muñecas, el profundo corte que iba desde su hombro hasta el codo, formando un sendero de sangre coagulada. Sin embargo, no le pregunté qué había sucedido… y fue entonces cuando comprendí la sabiduría del consejo de Ashlee: no podía deshacer sus heridas. Sólo podía apoyarla.
—He venido para llevarte a casa —le dije.
No se atrevió a mirarme a los ojos, pero respondió con un hilillo de voz:
—Gracias.
Cuando otro soplo de brisa movió la lona de la tienda, Kaitlin se estremeció. Le dije que se vistiera lo más rápido que pudiera. Se puso unos vaqueros andrajosos y un sarape barato.
Yo también me estremecí, porque me di cuenta de que el aire era demasiado frío para una mañana tan soleada. Era un frío antinatural.
En el exterior, Hitch me estaba llamando.
—Llévala a la furgoneta —me dijo—. Y será mejor que te des prisa, porque esto no forma parte del trato… He negociado para que hablaras con ella, no para que te la llevaras.
Volvió el rostro en la dirección que soplaba el viento.
—Tengo la impresión de que todo va a suceder más rápido de lo que pensábamos.
Kaitlin se dejó caer sobre una de las hileras de asientos de la parte posterior y se envolvió con una manta. Le dije que mantuviera la cabeza agachada, sólo durante un rato. Hitch cerró la puerta y fue en busca de Ashlee.
Kait se sorbió los mocos… y no sólo porque estuviera a punto de llorar. Me dijo que había contraído algo, una gripe o alguna de las enfermedades intestinales que se iban propagando por Portillo a medida que las masas estaban más sedientas y los vendedores de agua eran menos escrupulosos. Tenía los ojos brillantes y algo borrosos. Se llevó la mano a la boca para toser.
En el exterior, el viento empezó a golpear las tiendas de campaña y los refugios de lona. Los hajistas empezaron a asomarse, atraídos por el ruidoso tiempo. Docenas de peregrinos desconcertados, con símbolos kuinistas y ropa desgarrada, se llevaron la mano a la frente para protegerse los ojos, preguntándose (empezando a preguntarse) si ese vendaval estaría marcando el inicio de un acontecimiento sagrado, si esa fuerte brisa y el descenso de la temperatura estarían indicando la llegada del Cronolito.
Y puede que así fuera. El Kuin de Jerusalén había aterrizado con más decisión y más de improviso que éste, pero se había comprobado que las llegadas de los Cronolitos variaban de un lugar a otro (y de un momento a otro) en intensidad, duración y poder destructivo. Además, los cálculos de Sue Chopra estaban basados en cierta información dudosa de los satélites, así que podían tener un margen de error de varias horas.
En otras palabras, puede que nos encontráramos en peligro mortal. Una ráfaga de aire hizo que la furgoneta se balanceara. Kaitlin, sorprendida, levantó la cabeza, presionó su rostro contra la ventanilla y observó, boquiabierta, las nubes de polvo que se habían levantado, de repente, en el desierto de Sonoran.
—Papá, ¿esto es…?
—No lo sé —respondí.
Busqué a Ash con la mirada, pero estaba escondida entre una multitud de exaltados hajístas. Supuse que nos encontrábamos, como máximo, a un kilómetro y medio del centro de Portillo, pero como no había forma de saber con precisión dónde aterrizaría el Cronolito, resultaba imposible calcular el perímetro de la zona de riesgo. Le dije a Kait que se quedara debajo de la manta. En aquel instante, la muchedumbre empezó a moverse, como si los hajistas hubieran alcanzado un silencioso consenso para abandonar este sucio solar y dirigirse a las calles, al centro de la ciudad. Entonces, alcancé a ver la barba negra de Hitch; después al propio Hitch, a Ashlee y a Adam.
Parecía que Hitch estaba discutiendo con Ashlee, que había cogido a su hijo de los brazos y parecía estar implorándole algo. Adam estaba completamente inmóvil, resistiéndose al abrazo; el viento agitaba su rubio cabello por delante de los ojos. El muchacho observó impasible el rostro de su madre y, al advertir que el cielo que se estaba oscureciendo, sacó de su mochila lo que parecía una chaqueta térmica doblada.
No sé qué le dijo Ashlee a su hijo (nunca habló de este tema conmigo), pero era evidente, incluso desde esta distancia, que Adam no tenía intenciones de regresar a casa. El lenguaje corporal de aquel encuentro reflejaba toda una vida de frustración. Ashlee (que tiraba de su hijo, suplicándole una y mil veces que viniera con nosotros) era incapaz de admitir que a Adam no le importaba en absoluto lo que ella quisiera, que hacía mucho tiempo que había dejado de importarle… que quizá, nunca le había importado nada porque había nacido con esa incapacidad. En estos momentos, su madre no era más que una distracción que le estaba impidiendo presenciar el interesante acontecimiento que había empezado a desarrollarse: la manifestación física de Kuin, en quien había depositado toda su lealtad.
Ahora era Hitch quien, con gestos frenéticos y haciendo muecas debido al abrasivo viento, tiraba de Ashlee para llevarla de vuelta a la furgoneta. Ella lo ignoró hasta que Adam se soltó con brusquedad de sus brazos. Si Hitch no la hubiera estado sujetando, se habría caído de bruces al suelo.
Levantó la mirada hacia su hijo y dijo algo más. Creo que pronunció su nombre, del mismo modo que yo había pronunciado el de Kaitlin, pero no lo sé con certeza porque el rugido del viento y el sonido de la muchedumbre se habían ido intensificando con rapidez.
Me puse al volante de la furgoneta. Kaitlin gimió bajo la manta.
Hitch arrastró a Ashlee hasta el vehículo y la apremió a entrar. Cuando se sentó en el asiento en el que guardábamos la pistola, descubrí que ya había puesto en marcha el motor.
—Salgamos de aquí inmediatamente —dijo Hitch.
Pero era prácticamente imposible avanzar entre aquella marea de hajistas. Si Adam hubiera acampado un poco más cerca de Portillo, nunca hubiéramos logrado escapar. Sin embargo, desde donde estábamos, logramos acceder a la orilla de la carretera y avanzar despacio, pero a ritmo constante, hacia el oeste. A medida que nos alejábamos, la aglomeración de peregrinos disminuyó.
Pero el cielo estaba muy negro, hacía mucho frío y había tanto polvo en el parabrisas que sólo teníamos unos metros de visibilidad.
No tenía ni idea de adonde conducía esta carretera, puesto que no se trataba de la misma por la que habíamos llegado. Cuando se lo pregunté a Hitch, me respondió que tampoco lo sabía y que el mapa estaba escondido en algún lugar del maletero. De todas formas, añadió, no tenía ninguna importancia, porque no teníamos más remedio que seguir adelante.
La tormenta de polvo había oscurecido el parabrisas y, por el sonido, parecía que también estaba afectando al motor. Cerré las ventanillas y conecté la calefacción del vehículo hasta que todos empezamos a sudar. El sucio sendero en el que nos encontrábamos finalizaba en un puente de madera que cruzaba un riachuelo seco y poco profundo. Era obvio que el puente, astillado y oscilando bajo el fuerte viento, no soportaría el peso de la furgoneta.
—Ve hasta ese terraplén, Scotty —dijo Hitch—. Así habrá un poco más de tierra entre nosotros y Portillo.
—El desnivel es bastante pronunciado.
—¿Tienes una idea mejor?
De modo que abandoné el camino, conduje sobre la quebradiza maleza y me deslicé por el terraplén. Mientras descendíamos, accioné con tanta fuerza los frenos de la furgoneta que se iluminaron todas las alarmas de funcionamiento del salpicadero. Estoy seguro de que habríamos volcado si no hubiera sujetado con tanta fuerza el volante… algo que hice por instinto, no por habilidad. Hitch y Ashlee guardaron silencio, pero Kaitlin dejó escapar un pequeño gemido, muy similar al del viento. Acabábamos de llegar a aquella cuenca plana y rocosa cuando una acacia desarraigada pasó volando sobre nosotros como si fuera el cadáver de un pájaro negro— Incluso Hitch jadeó al verlo.
—Hace frío —gimió Kaitlin.
Ashlee desdobló las últimas mantas que quedaban, le dio dos a Kait y nos tiró otra a nosotros. El aire del interior de la furgoneta apestaba a bobina de calefacción recalentada, pero la temperatura apenas había subido. Ya había pasado por esta situación en Jerusalén, pero nunca había imaginado lo doloroso que podía ser el choque térmico al aire libre: aquel frío repentino se filtraba en nuestro interior, recorriendo todas las articulaciones hasta llegar al corazón, y entumeciéndolo todo a su paso.
Era energía robada, extraída del entorno inmediato por aquella fuerza que era capaz de enviar un objeto masivo a través del tiempo. Un gélido viento ululó sobre el arroyo y el cielo se volvió del color de las escamas de los peces. Decidimos que había llegado el momento de ponemos la ropa termoadaptable que habíamos incluido en nuestro equipaje. Ashlee le pasó a Kaitlin una chaqueta que era demasiado grande para ella y le ayudó a ponérsela.
Entonces recordé algo terrible y alcancé el manillar de la puerta.
—¿Scotty? —preguntó Hitch.
—Tengo que sacar e¡ agua del radiador —expliqué—. Si se congela, nos quedaremos sin medio de transporte.
Habíamos tenido la prudencia de llevar agua potable en bolsas flexibles que se expandían para adaptarse al espacio disponible, y de poner anticongelante en el radiador de la furgoneta. Sin embargo, en ningún momento habíamos pensado que estaríamos tan cerca del punto de llegada del Cronolito. Si el choque térmico era demasiado severo, el sistema de refrigeración del motor se estropearía y nos quedaríamos encallados en este lugar.
—Puede que no haya tiempo.
—Entonces deséame suerte, Y pásame la caja de herramientas.
Salí al exterior, donde fui recibido por el vendaval. El viento cerró la puerta a mis espaldas con violencia. El aire que llegaba al arroyo procedía del sur, alimentando los abruptos termoclinos del futuro Cronolito. El aire estaba tan cargado de arena y polvo que tuve que protegerme los ojos con la mano para poder abrirlos un poco. Me dirigí hasta la parte delantera del vehículo guiándome sólo con las manos.
La furgoneta había chocado contra un montículo arenoso en el que había quedado atrincherado el parachoques. Mientras excavaba la tierra con las manos para poder acceder a la parte inferior, se produjo una explosión de luz dorada sobre mi cabeza. De momento, la chaqueta térmica me estaba ayudando a conservar la temperatura corporal, pero cada vez que exhalaba, mi aliento se convertía en hielo. Tenía los dedos entumecidos, pero no había tiempo de ir a buscar unos guantes. Conseguí abrir la caja de herramientas y busqué a tientas una llave inglesa.
El sistema del radiador había sido diseñado para ser vaciado desde abajo, aflojando la tuerca de una válvula. Sujeté la tuerca con la llave, pero ésta se negó a girar.
Tengo que hacer palanca, pensé mientras apoyaba los pies contra la rueda y adoptaba el ángulo de la llave inglesa del mismo modo que un remero se inclina sobre el remo. El sonido del viento era abrumador, pero por debajo sonaba algo distinto: el estruendo de la llegada, seguido por la onda expansiva que se extendía por el suelo.
La tuerca de la válvula giró y yo caí sobre la arena.
Del depósito salió un chorrito de agua que se congeló al entrar ten contacto con el aire. Eso era suficiente para aliviar la presión que había dentro del radiador… pero con un poco de mala suerte, la capa de hielo que se formara en el interior estropearía una serie de sistemas vítales.
Intenté levantarme, pero fui incapaz.
Me deslicé rodando hasta el pequeño refugio que formaba la furgoneta con el suelo. De repente, me pesaba tanto la cabeza que era incapaz de mantenerla erguida. Escondí las manos entre los muslos y me encogí bajo la escasa calidez de mi chaqueta térmica. No tardé en perder la conciencia.
Cuando abrí los ojos de nuevo, el viento se había detenido y me encontraba en el interior de la furgoneta.
Aunque la luz del sol abrasaba la capa de hielo que se había formado en el parabrisas, la calefacción seguía bombeando aire caliente y húmedo.
Me enderecé y advertí que estaba tiritando. Me inquieté al ver que Ashlee, que ya estaba despierta, frotaba las manos de Kaitlin entre las suyas.
—Está bien. Respira —dijo Ashlee al instante.
Hitch Paiey me había arrastrado hasta el interior de la furgoneta en cuanto lo peor del choque térmico quedó atrás; en estos momentos estaba cambiando la tuerca de la válvula que yo había aflojado. Se puso en pie, miró a través de la empeñada ventanilla y, al ver que estaba despierto, levantó el dedo pulgar.
—Creo que sobreviviremos —dijo Ashlee con voz áspera. Advertí que me dolía la garganta cada vez que tragaba saliva, seguramente por haber respirado aire helado. También me dolían los pulmones. Además, las puntas de los dedos de las manos y los pies seguían entumecidos y tenía un poco de sangre endurecida en la palma de la mano derecha, donde la llave inglesa congelada me había arrancado parte de la piel. De todas formas, Ashlee tenía razón: habíamos sobrevivido.
Kait gimió de nuevo.
—La hemos mantenido bien tapada —dijo Ash—,pero está enferma. Y puede que contraiga neumonía.
—Tenemos que regresar a la civilización.
Pero antes tendríamos que subir por el montículo… y no estaba seguro de que lo lográramos.
Cuando sentí que había recuperado parte de mis fuerzas, abrí la puerta del conductor y salí, El aire volvía a ser relativamente cálido y sorprendentemente puro, excepto por la neblina de polvo que se estaba asentando por todas partes como si fuera nieve. Los vientos predominantes habían transportado la helada niebla hacia el este.
El hielo humeaba por las rocas y la arena del lecho del riachuelo. Trepé hasta la cima del montículo y contemplé la ciudad… mejor dicho, lo que quedaba de ella.
Aunque el Kuin de Portillo seguía cubierto de hielo, era evidente que se trataba de un monumento inmenso. La figura de Kuin estaba de pie y tenía un brazo levantado, como si estuviera llamando a alguien.
La ciudad de Portillo yacía a sus inmensos pies, oscurecida bajo la niebla pero evidentemente devastada.
El alcance del choque térmico había sido enorme. Aunque imaginaba que todos los hajistas habían muerto, vi que algunos vehículos se movían por los alrededores de la ciudad. Imaginé que serían las estaciones móviles de la Cruz Roja.
Ashlee subió la ladera jadeando y, al ver la magnitud de la destrucción, se quedó sin aliento. Sus labios temblaban. Tenía el rostro manchado de polvo y surcado por las lágrimas.
—Puede que haya logrado escapar —susurró. Por supuesto, se refería a Adam.
Le dije que era posible.
Para ser sincero, lo dudaba.
A través de una serie de carreteras y cañadas polvorientas conseguimos bordear las humeantes ruinas de Portillo y acceder a la carretera principal.
A pesar de la espeluznante cantidad de muertos que debía de haber en la ciudad, durante el trayecto pudimos ver a diversos grupos de refugiados. Muchos habían quedado lisiados por la congelación y avanzaban cojeando, algunos habían quedado ciegos por los cristales de hielo y otros habían resultado heridos por los efectos del choque térmico o el derrumbe de los edificios. Ahora, ninguno de ellos tenía aspecto amenazador y, en un par de ocasiones, Ashlee insistió en que nos detuviéramos para repartir nuestras escasas mantas y algo de comida… y para preguntar por Adam.
Pero ninguno de aquellos jóvenes sabía nada de él; además, tenían otras preocupaciones más apremiantes: nos suplicaban que transmitiéramos mensajes o que llamáramos a sus padres, esposas o familiares de Los Ángeles, Dallas, Seattle… El desfile de miseria era tan sobrecogedor que incluso Ashlee tuvo que distanciarse, pero continuó observando a los refugiados hasta que fue evidente que ningún hajista, ni siquiera Adam, podría haber recorrido a pie una distancia tan grande. Al ver los camiones de socorro y las ambulancias militares que se dirigían a Porrillo, su conciencia se relajó, pero no sus temores. Se dejó caer sobre su asiento y sólo se movió para comprobar el estado de Kaitlin.
A medida que avanzábamos, me sentía más preocupado por mi hija. Estaba más enferma de lo que había imaginado y la exposición al choque térmico sólo había empeorado las cosas. Ashlee le tomó la temperatura con el termómetro del botiquín y, con el ceño fruncido, le administró un par de pastillas antipiréticas que ingirió con la ayuda de un vaso de agua. Nos vimos obligados a parar en diversas ocasiones para que Kaitlin saliera a toda prisa de la furgoneta y aliviara sus entrañas; cada vez que regresaba tambaleándose, se sentía más débil y humillada.
Teníamos que llevarla a un buen hospital. Hitch llamó a Sue Chopra y le dijo que habíamos sobrevivido pero que Kaitlin estaba enferma. Sue nos recomendó que, si era posible, cruzáramos la frontera antes de solicitar asistencia médica, porque las autoridades estaban arrestando a todos los jóvenes americanos que habían entrado en el país sin papeles. La frontera de Nogales estaba atascada (habían circulado rumores, en este caso falsos, de que iba a producirse una llegada en esta ciudad), pero Sue nos dijo que enviaría a alguien del consulado para que nos escoltara hasta el otro lado y que en Tucson habría una cama de hospital aguardando a Kaitlin.
Al llegar la noche, Ashlee le administró un antibiótico de amplio espectro y Kaitlin consiguió dormir a intervalos. Hitch y yo nos turnamos para conducir.
Pensé en Ashlee. Acababa de perder a su hijo (o, por lo menos, estaba segura de que había muerto) y, sin embargo, era capaz de capaz de cuidar de Kaitlin. Resultaba admirable que, a pesar de su tristeza, se sintiera conmovida por mi hija, que había apoyado la cabeza en su regazo y se sentía reconfortada por su ternura.
Entonces me di cuenta de que las amaba.
Decidí hacer caso a Ashlee y no preguntarle a mi hija, ni entonces ni nunca, qué había sucedido durante el haj.
Bueno, quizá debería ser más concreto: hubo un momento, mientras esperaba con Kaitlin en la habitación del hospital a que regresara el doctor con los resultados del análisis de sangre, en que fui incapaz de contenerme. Sin embargo, no le pregunté directamente qué había sucedido en Portillo. Sólo quería saber por qué había ido, qué era lo que le había impulsado a abandonar su hogar y juntarse con individuos como Adam Mills.
Ella me dio la espalda, avergonzada. Sus cabellos cayeron sobre la crujiente almohada blanca y pude ver la línea de sutura de su operación de cirugía. Hacía tanto tiempo que había cicatrizado que ya no era más que una delgada y pálida línea que recorría su mandíbula.
—Solo quería que las cosas fueran diferentes —respondió.
Ashlee permaneció conmigo en Tucson mientras Kaitlin se recuperaba.
Alquilamos una habitación en un motel y vivimos en castidad durante una semana. El dolor de Ashlee era intensamente privado, casi invisible. Había días en que parecía ser la de siempre, días en que era capaz de sonreír cuando yo aparecía en la puerta con una bolsa de comida mexicana o china. En alguna parte de su corazón, abrigaba la esperanza de que Adam hubiera sobrevivido, aunque se negaba a hablar de esa posibilidad y a tolerar que se mencionara el nombre de su hijo.
Pero estaba apagada, silenciosa. Dormía durante las sofocantes tardes y pasaba las noches inquieta. A menudo, se quedaba sentaba delante del antiguo panel de vídeo hasta mucho después de que yo me hubiera acostado.
De todas formas, estábamos muy unidos. Nuestros futuros se habían entrelazado.
Como ambos intentábamos evitar hablar sobre lo sucedido, nuestras conversaciones solían ser triviales. Excepto en una ocasión: tenía que ir a comprar unas cosas a la tienda de veinticuatro horas que había al final de la manzana y le pregunté si quería que le trajera algo.
—Quiero un cigarrillo —dijo con los labios apretados—. Quiero que regrese mi hijo.
Kait tuvo que permanecer en el hospital una semana más para recuperar las fuerzas y someterse a diversas pruebas. Aunque la visitaba a diario, nunca me quedaba demasiado tiempo, porque tenía la impresión de que ella lo prefería así.
Durante la última visita que le hice antes de que le dieran el alta, Kaítlin y el doctor compartieron las malas noticias conmigo.
No me parecía bien angustiar a Ashlee con ese tema… por lo menos, de momento. Cuando regresé a la habitación del motel la encontré algo mejor, más comunicativa, así que salimos a cenar (aunque no fuimos demasiado lejos, sólo hasta el restaurante del motel). Comimos solomillo y café, pero nos sentimos algo incómodos con la decoración, que consistía en pinturas falsas de los indios Navajo y cráneos de ganado.
Ashlee estuvo hablando (de pronto, parecía que necesitaba hacerlo) sobre su infancia, sobre cómo era su vida antes de casarse con Tucker Kellog. Sin embargo, aquellos recuerdos no eran relatos, sino instantáneas que habían permanecido inalteradas en su mente: aquel día seco y ventoso que fue a comprar lencería con su madre a San Diego o aquel viaje escolar al zoo. Me explicó lo mucho que!e habían asombrado las tormentas invernales el primer año que pasó en Miniápolis y las veces que se había quedado sitiada por las ventiscas de nieve de camino al trabajo. También me habló de los viejos programas que solíamos ver en la televisión en aquella época, comoSomeday, Blue Horizon o Next Week’s Family.
Durante el postre me dijo:
—He estado hablando con la Cruz Roja, que sigue en Portillo cogiendo nombres… contando a los muertos. Si Adam ha sobrevivido, su nombre no aparece en ninguna de las listas, pero si ha muerto… — dijo esto con una indiferencia premeditada, obviamente falsa—.Bueno, tampoco han identificado su cadáver, y son muy buenos para eso. Les he permitido acceder al perfil del genoma que consta en su historial médico, pero me han dicho que no coincide con ninguno de los cadáveres. Así que no sé si está vivo o muerto. De todas formas, me he dado cuenta de otra cosa. Sus ojos brillaban.
—No es necesario que hablemos de esto —dije. —No te preocupes, Scott. Estoy bien. De lo que me he dado cuenta es de que, vivo o muerto, he perdido a mi hijo. Puede que vuelva a verlo y puede que no, pero eso dependerá de él… si está vivo, por supuesto. Es lo que intentó decirme en Portillo. Eso no significa que me odia, sólo que ya no me pertenece. Es dueño de sí mismo. Y creo que siempre lo ha sido.
Guardó silencio durante unos instantes. A continuación, acabó el café que le quedaba en la taza y llamó a la camarera para que volviera a llenársela. —Me dio algo. —¿Adam? —pregunté.
—Sí. En Portillo. Me dijo que así le recordaría. Mira.
Había envuelto el regalo en un pañuelo que llevaba dentro del bolso. Lo desenvolvió y lo dejó sobre la mesa.
Era una cadena barata de la que pendía un colgante, que parecía un montón de plástico picado con un agujero en medio. Era la cosa más fea que había visto en mi vida.
—Me dijo que se lo había comprado a un vendedor de Portillo. Es una especie de objeto sagrado. El colgante no es de piedra, sino…
—Una reliquia de la llegada.
—Sí, así es como lo llamó Adam.
La llegada de un Cronolito creaba extraños escombros, porque las fuertes oscilaciones de temperatura y los cambios de presión que se producían cerca del lugar del aterrizaje congelaban, agrietaban, envolvían y destrozaban los materiales cotidianos. Los cazadores de recuerdos vendían estos artículos, que en raras ocasiones eran auténticos, a los inocentes.
—En teoría —añadió Ashlee—, es de Jerusalén.
Si eso era cierto, ese bulto deforme podría haber sido antaño algo útil: el pomo de una puerta, un pisapapeles, un bolígrafo, un peine.
—Espero que no lo sea —respondí.
Ashlee parecía alicaída.
—Pensé que te interesaría. Tú estuviste en Jerusalén cuando sucedió. Es una especie de coincidencia.
—Ese tipo de coincidencias no me gustan.
Le hablé de la teoría de Sue sobre las turbulencias tau, explicándole que había estado dentro de ellas en demasiadas ocasiones y que eso había afectado a mi vida (si es que “afectar” era el verbo apropiado para definir una conexión no causal) de una forma que no me gustaba nada.
Ashlee parecía consternada. Pronunció en voz baja aquellas palabras: turbulencia tau.
—¿Puede? contagiarte de eso? —preguntó.
—Lo dudo. No es una enfermedad, Ash. No es contagioso, pero no me gusta recordarlo.
Envolvió el colgante en el pañuelo y volvió a guardarlo dentro del bolso.
Cuando regresamos a nuestra habitación me puse a leer un libro. Ashlee conectó el panel de vídeo (aunque ni siquiera lo miró) y al cabo de un rato, vino a la cama y me besó… no por primera vez, pero con más fuerza de lo que había hecho hasta entonces.
Me gustó tenerla entre mis brazos, poder envolverme alrededor de su pequeño y flexible cuerpo.
Más tarde, descorrí las cortinas y ambos permanecimos tumbados en la oscuridad, observando los coches que pasaban por la autopista. Los faros delanteros parecían las antorchas de un desfile; los traseros, ascuas candentes. Ashlee me preguntó qué tal había ido la visita al hospital.
—Kait está mejor —respondí— Janice vendrá mañana para llevársela a casa.
—¿Te ha hablado del haj?
—Muy poco.
—Ha tenido que soportar demasiadas cosas.
—Y algunas le quedarán marcadas para siempre —añadí.
—No lo dudo.
—Lo que estoy intentando decir es que también he hablado con el doctor. Kaitlin tenía una infección secundaria en el útero… algo que contrajo en Portillo. Aunque está curada, le han quedado secuelas. Kait no podrá tener hijos, al menos de forma natural. Se ha quedado estéril.
Ashlee se alejó de mí y contempló la oscuridad y la autopista. Palpó la mesilla de noche en busca de un cigarrillo.
—Lo siento. —Su voz era grave.
—Está viva. Eso es lo único que importa.
(La verdad es que Kait había guardado silencio mientras el doctor me daba la mala noticia. Me había observado atentamente desde su cama sin pestañear. Supongo que buscaba señales en mi rostro que le indicaran cómo iba a reaccionar, intentando saber si la privaría de mi compasión y la dejaría desamparada bajo las blancas sábanas del hospital.)
—Sé cómo se siente —dijo Ashlee.
—Estás temblando.
—Sé cómo se siente, Scott, porque a mí me dijeron lo mismo después de que naciera Adam. Hubo ciertas complicaciones… no puedo tener más hijos.
Pasaron más coches por la autopista, proyectando ondulantes barras de luz sobre el techo texturizado de la habitación. Nos sentamos en la penumbra, mirándonos el uno al otro como niños perdidos. Entonces, nos volvimos a abrazar.
Por la mañana estuvimos haciendo las maletas para regresar a Miniápolis. Cuando entré en el baño para afeitarme, Ashlee abandonó la habitación unos instantes.
No creo que sepa que la vi salir por la puerta.
La estuve observando por la ventana mientras cruzaba el aparcamiento, sorteaba el parachoques posterior de una furgoneta de reparto de flores, sacaba un pañuelo doblado de su bolso y besaba un arrugado paquete que tiró en un contenedor de basuras.
Un poco más tarde, aquel mismo día, le devolví el favor: llamé a Sue Chopra y le dije que no volvería a trabajar para ella.